Traicion - Pablo Poveda
Traicion - Pablo Poveda
Traicion - Pablo Poveda
Cover
Título
Dedicatoria
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Sobre el autor
TRAICIÓN
UNA NOVELA DE ROJO
POR PABLO POVEDA
2018 ©
A ti, por leerme y apoyarme.
Capítulo Uno
El tiempo es el mayor hijo de perra que nos recuerda cómo la vida se
acaba lentamente. Fugaz, pasaba por delante de Rojo como las miradas de los
transeúntes que se cruzaban a su paso por la calle Mayor.
La ciudad había cobrado vida de nuevo tras el verano y el fin de las fiestas
locales en las que, desde unos años atrás, se celebraban las gestas de los
cartagineses contra los romanos durante la segunda guerra púnica. Todavía
hacía calor, aunque el fresco de la noche castigaba a los más atrevidos que
salían mostrando los brazos.
Para él, el último año había sido un desastre, una auténtica crucifixión en
todos los aspectos.
Allí, vestido de paisano y bajo los balcones del Casino de Cartagena, un
vestigio arquitectónico del siglo anterior manchado de sangre de falangistas y
republicanos, miraba a su alrededor como un depredador en busca de su presa.
En efecto, el tiempo se agotaba y, si no reaccionaba, pronto perdería a su
fuente de información.
Por uno de los callejones perpendiculares de la estrecha vía peatonal,
atisbó una perturbación rápida, casi inapreciable. Corrió tras ella, antes de
que el sol se pusiera y el tablero se convirtiera en un lienzo de sombras.
Atravesó la calle Medieras apartando a los viandantes con el brazo,
echándolos contra los portones de madera y las tiendas de regalos. El corazón
bombeaba a medida que respiraba con más intensidad. Los curiosos se
giraban, la mayoría era indiferente. Una mayoría que bebía y reía en las
terrazas de los bares, ajena a la realidad que existía sobre las baldosas. La
crisis industrial había golpeado con tanta fuerza en la ciudad que sólo algunos
levantaban la mirada para contemplar a los gendarmes persiguiendo
delincuentes, toxicómanos, cabezas rapadas y vándalos antisistema.
La laberíntica carrera lo llevó hasta la calle Escorial, que estaba desierta
y sin luz. A lo lejos, vio la puerta del local en el que Gutiérrez y él habían
hecho guardias un año antes. No podía creer que ese desgraciado le hubiese
dado esquinazo, no en un casco antiguo que conocía como la palma de su
mano. Además de buen oficial, Rojo destacaba por correr como un lince
ibérico.
Entonces, vislumbró el portal de un edificio.
La entrada era lo suficientemente amplia para que no se viera la puerta
desde su posición. La intuición le dictó los pasos a seguir y, sigiloso, caminó
ágil con las manos vacías. Antes de que doblara la esquina de la entrada, se
agachó como un boxeador y, acto seguido, un brazo intentó golpearle sin éxito.
Desde abajó, apretó el puño y le propinó un gancho en la mandíbula a su
presa. El impacto fue tan fuerte que lo levantó unos centímetros para
devolverlo al suelo. Se escuchó un crujido acompañado de un grito de dolor.
Algo se había roto en el interior de aquel rostro. El individuo era un joven
harapiento de pelo oscuro y tez tostada, víctima del sol y la falta de alimento.
Vestía con camisa y vaqueros, prendas que no habrían llamado la atención si
no hubiese sido por la suciedad que acumulaban, lo flaco que estaba y la
profundidad de sus pómulos. Pese a ello, no parecía echarse atrás ante la
imponente presencia del oficial.
Antes de que se levantara, Rojo le propinó un puntapié con la bota en el
estómago para bloquearlo sin que perdiera el habla.
Aprovechando la situación de calma momentánea, el oficial sacó un
Marlboro arrugado de su bolsillo trasero, una caja de cerillas y prendió el
filtro.
El tabaco se había marchado de su vida por Elsa, para ocupar, de nuevo,
su vacío cuando ella ya no habitaba en ella.
Tembloroso, el chico introdujo la mano en el bolsillo y sacó una navaja
para atacar al oficial.
Rojo lanzó el fósforo al suelo y no dudó en aplastarle los dedos con la
suela de su bota.
Sonó otro crujido.
El oficial sintió la fuerza de la mano contra su suela.
—La siguiente patada te la daré en los cojones —dijo el inspector dando
una calada a su cigarro bajo el ruido de los lamentos.
No sabía por qué lo hacía, pues, a causa de Gutiérrez seguía detestando el
humo. En el fondo, era una forma de regresar a él, al Rojo que había sido
durante años antes de conocer a esa mujer, como si fuera tan sencillo como
retomar un vicio olvidado—. ¿Me vas a decir por qué corrías o prefieres
contármelo en la comisaría?
—¡Yo no he hecho nada! —Contestó entre movimientos espasmódicos—.
¡Soy un inocente!
Sus brazos eran el resultado de un ejercicio fastidioso de acupuntura.
Punciones, sangre reseca, piel rasgada y cortes inflamados sobre la piel. Años
duros para una oscura situación que no veía un hilo de luz. Una década que se
estaba echando a perder. Con el Código Penal renovado, las penas por tráfico
de drogas habían aumentado hasta nueve años. Pero eso a Rojo le daba igual.
Desde su punto de vista, aquel chico no era más que el resultado de una mala
educación, carencias afectivas y la ignorancia de una generación a la que le
importaba más bien poco lo que ocurriese a su alrededor.
En aquel caso concreto, el delincuente era el hijo de un funcionario de
prisiones de la cárcel de San Antón. Rojo llevaba días tras su pista.
Después de haber participado en el robo de varios supermercados a punta
de navaja, le habían relacionado con uno de los muleros que hacía negocio con
los viajes al marginal barrio de Lo Campano.
—A tu padre no le hará ninguna gracia —dijo el policía mirándolo desde
lo alto—. Con un poco de suerte, no tendrá que verte el careto todos los
días…
—¡Mi padre es un facha! —Exclamó intentando sacar sus dedos de la
trampa—. ¡Me estás haciendo daño! ¡Joder!
Rojo dio una calada y le clavó la mirada como si fuera un martillo. Se fijó
en él. Llevaba ropa de marca, de la buena. Un fascista, repitió en silencio el
policía.
Estaba seguro de que su madre seguía preparándole el desayuno cada
mañana, entre lágrimas, velando por que un día la pesadilla hubiese
terminado. Padres que se preguntarían a diario qué habían hecho mal para
merecer una desgracia así.
En ocasiones, somos incapaces de ver más allá de las fronteras de nuestros
prejuicios, llevando a lo personal aquello que resulta inevitable. Rojo había
visto suficientes casos como ese para darse cuenta de que la culpa no era de
los padres, ni del sistema, ni de las propias personas.
Como todo, la vida presentaba oportunidades, aunque un ligero traspiés
era más que suficiente para que el infortunio y una carrera prometedora
cruzaran sus caminos.
Volvió a mirar al chico y aflojó la presión que ejercía con el pie. De haber
sido él su padre, le habría aplastado el cráneo contra el mármol de la entrada,
pero ese no era su trabajo ni le pagaban por ello. Le costaba entender que el
ser humano fuese tan egoísta de traicionarse a sí mismo.
—Espero que el mono te deje dormir esta noche… —contestó el policía
—, porque no te vas a poner en unas cuantas horas.
Olía a café, a bollos recién hechos, a pan tostado y ruido de vajilla. Un bar
de azulejos blancos, barra metálica y, tras ésta, dos camareros de mediana
edad con barba de algunos días. Varias mesas de mármol blanco y sillas de
madera. El salón modernizado de una novela de vaqueros. Servilletas y
colillas apagadas en el suelo.
Los oficiales no tardaron en darse cuenta de que allí no eran bien
recibidos por las miradas de algunos clientes, pero no les importó. Eran la ley,
estaban más que acostumbrados a ese tipo de recibimientos. Mala suerte. La
parada era obligatoria.
Para Rojo, ser policía era como tatuarse el alma. Tal vez no siempre fuera
visible a los ojos, pero las personas estaban hechas por algo más que cinco
sentidos.
En la televisión ponían el informativo de la mañana. La crisis
gubernamental seguía su curso y José María Aznar, el candidato de la
oposición a la presidencia del país, clamaba consignas de prosperidad si era
elegido.
Los dos oficiales escuchaban atentos.
—Me pregunto si siempre ha sido así —dijo Rojo y dio un sorbo al café
solo que tenía frente a él.
—¿El qué?
—Si la política ha sido siempre un invento, o si fue algo útil en el pasado.
—Sí que te afecta a ti madrugar… —dijo Gutiérrez—. Lo único que sé es
que ni estos, ni los otros, cambiarán nada. Somos nosotros quienes tendremos
que limpiar las calles, los que nos jugaremos la vida… y no ellos. Y no
esperes una palmadita en el hombro al final del día. Este no es el trabajo.
Sabíamos a lo que veníamos. Ya te lo digo yo, no hace falta que venga un don
nadie a decirme cómo termina esta historia.
Rojo terminó su café y leyó, en una pizarra y escrita a mano, la carta de
entrantes que ofrecían en el bar.
—¿Qué has querido decir esta mañana con lo de Pomares?
—Que sabe algo —respondió—. Cuando me he presentado, ya estaba allí,
sin recibir el aviso. Que ese mamón madrugue un día, ya es sospechoso. Sobre
todo, porque eran las cinco y media de la mañana.
—Siempre hay excepciones. Supongo que busca el reconocimiento
externo…
—No, no es eso…
—Hoy estás espeso, Gutiérrez, o soy yo que no te sigo…
El compañero miró alrededor como si fuera a confesar algo. El camarero,
al otro lado y a un metro de distancia, miraba la pantalla.
—A esos dos los han rajado con algo más que una navaja manchega, amigo
—explicó el inspector moviendo el bigote. Su rostro redondo se movía a
medida que salían las palabras de su boca—. Yo he visto los cuerpos. Las
puñaladas no encajan con el arma homicida.
—Que está…
—Dios sabe… —dijo el policía tajante—. El cuchillo encontrado no
coincide con el corte, vamos, estoy seguro de ello.
Gutiérrez hablaba con tal seguridad que Rojo reflexionó sobre su
explicación. Pero, ¿qué sentido tenía? Se preguntó Rojo al mirar a su
compañero. No era el primer caso de homicidio producto de un robo. La
delincuencia había aumentado en los últimos años por varias razones: paro,
desidia y falta de información.
No obstante, que Gutiérrez estuviera tan convencido de que algo olía a
podrido en ese asunto, disparó las alarmas del oficial.
Podía seguir la historia, dejar a su compañero cavilar por caminos
inescrutables o meterse de lleno en ella, pero no estaba seguro si quería
hacerlo. Tenía demasiado alquitrán flotando por su cabeza como para
pringarse un poco más. Les podía salir caro el embrollo.
—¿Cómo está tu hija? —preguntó llevando la conversación a otro lado—.
No sabía que tuvieras un régimen de visitas.
Gutiérrez levantó una ceja.
—Soy su padre, le pese o no.
—No pareces muy contento. Quizá tengas un problema para expresar tus
sentimientos —dijo Rojo con sorna. El comentario encendió al oficial.
—El problema lo tienes tú, que sigues con esa mirada de caniche
hambriento —contestó y levantó la mano para que se acercara el camarero.
Después pidió dos chupitos de whisky—. Lo mío es otra cosa.
—Ya… —dijo Rojo—. Ahora dirás eso de que, como no soy padre, no lo
entenderé. Así que ahórratelo.
—Que no, coño —rectificó—. Es que parece que sólo me quiera para lo
mismo.
—Para pedirte dinero.
—Eso se lo ha enseñado su madre —dijo—. Lo peor de todo es que ni los
hombres somos tan duros ni ellas tan malas.
—¿Cómo se llama? Nunca me has dicho su nombre.
—¿Mi ex mujer?
—No, joder. Tu hija.
Gutiérrez metió la mano en el interior de su chaqueta de cuero marrón y
sacó la billetera de piel negra. Después la abrió y mostró una foto de tamaño
carné con el rostro de una chica. Rojo observó la imagen. Era hermosa, con un
gesto dulce, el pelo largo y oscuro y una tez morena. Sin duda, se parecía a la
madre en todo menos en los ojos verdes, que tenían el mismo color que los del
policía.
—Felisa, se llama Felisa —contestó bajando el tono de voz. No
pronunciaba su nombre a menudo y Rojo se dio cuenta de ello—. Es un cielo
de chica, pero está en una edad complicada, ya me entiendes. Tercer año de
universidad en Alicante y una madre que se olvida de que hay mucho cerdo
suelto por ahí.
—¿Tiene novio?
—No, que yo sepa.
—¿No va a ser policía como su padre?
—¿Bromeas? ¡Y un cuerno! —negó nervioso—. Si Dios quiere, será
abogada. Eso si no me cuesta un riñón el maldito capricho…
—Para proteger a un padre, nada mejor que una hija.
—¿A mí? ¿De qué? —cuestionó ofendido. Ni el café le había disuelto la
rabia—. No digas idioteces.
El camarero sirvió los dos tantos y se los bebieron de un trago.
Rojo sintió la fuerza de un lanzallamas quemando las paredes de su
garganta.
—Volviendo al robo… —Dijo limpiándose los labios—. ¿Le han tomado
declaración al sospechoso?
—No… bueno sí —contestó Gutiérrez confundido—. El idiota se ha
declarado culpable en cuanto lo han detenido. ¿Te lo crees?
—Tanto como que tu hija no tenga novio.
Capítulo Tres
Las noticias no tardaron en llegar a la oficina. Desde arriba, el comisario
enviaba una circular para que se resolviera el caso rápido y con la mayor
discreción posible. Era lo lógico para todos. Estaban teniendo un año nefasto.
Por su parte, el alcalde pretendía ganarse el beneplácito de los ciudadanos
en una situación caótica y sin esperanza.
Las fiestas locales no levantaban cabeza dejando altercados y peleas cada
vez que llegaban a su fin. Si a todo aquello le sumaban la falta de efectivos y
un grave escenario generado por la incertidumbre laboral y la llegada de
nuevas drogas por el puerto, pronto rodarían cabezas.
Mientras tanto, en la comisaría, los agentes llevaban sin recibir subidas
salariales a pesar de lo turbia y perdida que parecía la lucha antiterrorista
estatal. Dichosos aquellos que se libraran de un traslado al norte del país
aunque, en realidad, tanto Rojo como sus compañeros, todos sabían que nadie
estaba a salvo de ser una víctima más.
Al apearse del vehículo, la pareja de inspectores se topó con un puñado de
reporteros en la puerta del edificio. Los tenían fichados, siempre eran los
mismos.
Se escabulleron entre la multitud haciendo caso omiso a las preguntas y
cruzaron el pasillo.
—¿Qué hacen esos pelmazos ahí? —preguntó Gutiérrez de muy mala gana
—. Son como malditos piojos… Una vez les respondes, se te agarran a la piel
y…
El oficial hizo un gesto con la mano como si fuera un insecto pegado a su
piel.
—Van a procesar al detenido —dijo Pomares con desinterés y
menosprecio—. Noticias del mandamás. Está el patio que arde.
—¿Lo ves? —dijo Rojo con burla—. Caso resuelto, Gutiérrez. La justicia
actúa. Ahora tendrás más tiempo para ti… y para tu hija.
—A la mierda los dos —replicó Gutiérrez y se quitó la chaqueta—. Van a
meter a quien no deben y vamos a permitirlo.
—¿Tú le has visto la cara a ese desgraciado? —preguntó Pomares
desafiante—. ¿Qué más da? La semana que viene tendremos a otro en los
calabozos.
Gutiérrez se acercó al policía y le echó el aliento amargo del tabaco.
—¿Te has visto la tuya, gilipollas? —preguntó con voz sórdida a escasos
centímetros de su rostro. Aunque Pomares fuera superior en altura, Gutiérrez
no parecía intimidado—. No me hagas hablar de quién debería estar en el
trullo.
—Dejadlo estar, que parecéis de párvulos —interrumpió Rojo evitando
una discusión. El lenguaje corporal de Pomares era el de un tigre a punto de
saltar aunque, a decir verdad, poco tenía que hacer ante la fuerza de Gutiérrez.
Su compañero parecería tosco y lento debido al sobrepeso, pero ya lo había
visto moverse en otra ocasión y no pensaba dos veces antes de soltar un
puñetazo. Lo último que necesitaban era una escena delante de los compañeros
para avivar más el fuego—. ¿Dónde está el chico?
Ambos se giraron hacia él.
—¿Por qué insistes en buscarte problemas? —preguntó Pomares—. Ya has
oído lo que debemos hacer.
Rojo fue hasta la puerta y, antes de salir, movió el rostro para dirigirse a
su compañero.
—En esta vida hay dos tipos de personas —respondió apuntando con el
índice—. Los que hablan como tú y quienes actúan como yo.
Odiaba los supermercados. Lo hacía con todas sus fuerzas. Quizá porque
era incapaz de adaptarse al flujo del consumo, porque se sentía perdido,
desorientado entre tanta variedad para elegir. Quizá porque perdía horas entre
estantes para terminar comprando lo mismo de siempre.
Para muchos clientes, pasear por allí formaba parte de sus planes
vespertinos: coger un carro, ir con la familia, llenar el maletero del coche y
sentirse satisfechos por haberse llevado la mejor oferta. Una suerte haber
pasado por allí. Rojo, incapaz de fijarse en esas cosas, buscaba con ansia lo
que previamente había memorizado al revisar su nevera. Como en su vida, la
lista de la compra era un reflejo del desorden que habitaba en él.
Hizo la ronda rápida y decidió que volvería en otro momento, cuando
hubiese menos gente, cuando estuviera preparado para enfrentarse, de nuevo, a
la realidad de ser un treintañero sin pareja.
En un pasillo, entre neveras llenas de salchichas envasadas y jamones
colgados, Rojo sintió el halo de un perfume familiar y éste le provocó una
sonrisa. Olía como ella, Elsa, y se dijo a sí mismo que jamás olvidaría aquella
sensación. Entonces, el perfume se acercó a él y el inspector se dio la vuelta.
No podía ser cierto, pensó.
Era ella, a escasos metros de él, a unos cuántos productos de distancia.
La mujer no había notado la presencia del inspector, ya que le daba la
espalda mientras intentaba alcanzar un paquete de jamón cocido en lo más alto
de la cámara que tenía delante.
Por un momento, vaciló de que fuese una alucinación de su mente. A esas
alturas, todo podía ser cierto, pero no era así. Era real.
Elsa llevaba el pelo recogido en una cola y un abrigo negro de tres cuartos
que Rojo jamás había visto. Vaqueros, botas negras y un jersey gris de cuello
vuelto que le cubría hasta la nuez y en el que se le marcaban los pechos.
Los nervios le podían. Sintió el frío sudor en las palmas de las manos.
—No me jodas ahora, Vicente —se dijo en un murmullo inapreciable.
Si no daba el primer paso, la posibilidad de que Elsa diera la vuelta era
tan probable como que no lo hiciera. Se cuestionó si ella también le habría
echado de menos, si habría pensado en él tanto como él había hecho en ella.
Rojo no creía en la suerte, ni en las segundas oportunidades, pero no le cabía
duda de que aquella era una de esas señales que suceden con poca frecuencia,
como las lluvias de estrellas o los premios de lotería.
Aún tieso como un bacalao en salazón, movió una pierna unos centímetros
y después la otra. Escasos metros que parecían una larga travesía. Recortó
distancias. Ya no le quedaba ninguna duda de que era Elsa y el corazón le latía
a mil por hora. Ella seguía peleando por hacerse con un paquete de lonchas
que no lograba alcanzar. Rojo aprovechó la situación, extendió el brazo y
cogió el producto. Elsa movió lentamente la mirada al notar la presencia
desconocida. Algo estalló entre los dos cuando sus miradas se cruzaron.
—Aquí tienes —dijo Rojo con voz seca y espesa. Le temblaban las manos
y le costaba gesticular. Entre sus dedos sujetaba el paquete de jamón cocido.
El rostro de la mujer se iluminó como el destello de una cámara de fotos.
A pesar de los tacones de sus zapatos, seguía siendo unos centímetros más
baja que el policía.
—¿Vicente? —preguntó desconcertada—. ¿Qué haces aquí?
No era la reacción que él esperaba.
—Comprar, como todo el mundo. Yo también me alegro de verte, Elsa.
Ella pestañeó, miró al suelo y movió las manos como si aquello no
estuviera sucediendo. Él no entendía por qué reaccionaba de esa forma.
—Perdona, es que se me hace raro verte así, aquí.
—Y a mí. Estás igual de hermosa que siempre —dijo ignorando su
respuesta. Un elogio ayudaba a romper el hielo, aunque no trajera nada a
cambio. Rojo no sabía demasiado sobre mujeres, aunque tampoco le hacía
falta para entender que a todo el mundo le gustaba escuchar buenas palabras
sobre su aspecto físico. Elsa se sonrojó y sonrió con timidez. Rojo avanzó
unos centímetros—. ¿Por qué nunca me llamaste?
Y tan pronto como la magia nacía, también llegó a su fin. El inspector lo
arruinó todo en cuestión de segundos. En ocasiones como aquella, lo mejor era
mantenerse callado, seguir el ritmo de la música y dejarse llevar con el baile.
—Pensé que no querrías saber de mí —contestó ella—. Parecía lo mejor
para los dos.
—Pero no lo fue —contestó.
Ella le alcanzó el rostro con la mano para acariciarle. Rojo, siempre
atento, miró de reojo su brazo. Al estirarlo, el jersey se le había subido,
dejando a la vista un gran hematoma—. ¿Qué te ha pasado?
Cuando formuló la pregunta, ella retiró el brazo avergonzada. Elsa
necesitaba ayuda.
—Nada.
—¿Estás con alguien? Puedes contármelo.
—Ya te he dicho que no es nada.
Un segundo hombre apareció en el pasillo de los embutidos. Iba vestido
con una chaqueta de cuero negro, el cabello largo y engominado hacia atrás y
un pendiente de aro en el lóbulo derecho. Parecía un proxeneta. Rojo escaneó
su presencia y calculó las posibilidades de un cuerpo a cuerpo. Altura similar,
pecho ancho y bíceps trabajados. Un gruñido no lo ahuyentaría. Era algo
innato en él, propio de una masculinidad primitiva y sin perfilar que había
cultivado durante años. El hombre se acercó con paso lento y calculado y
enroscó a Elsa con el brazo por la cintura.
—Te estaba buscando —dijo él con acento de la provincia. Miró altivo al
inspector y sonrió moviendo la parte derecha del rostro—. ¿Todo bien, Elsa?
—Manolo, este es…
—Rojo —dijo el inspector antes de que concluyera su expareja. Ninguno
de los dos se ofreció a estrechar la mano. La tensión era palpable en aquel
triángulo.
—Interesante —contestó frotándose el mentón—. ¿Qué clase de nombre es
ese?
—Ninguno —contestó—. Es mi apellido.
—Rojo y yo somos… —dijo Elsa.
—Amigos. Eso es lo que somos —prosiguió el policía tomando las
riendas de la conversación—. ¿Y tú eres?
Él volvió a sonreír.
—Su novio —contestó con soberbia, miró a la chica y le propinó un beso
en los morros sin que ella se lo esperara. La escena fue desagradable para el
policía, pero aguantó impasible sin mostrar un ápice de rencor—. A todo esto,
¿me va a contar alguien de qué os conocéis?
—Mejor cuéntaselo tú —dijo el oficial y dejó caer el paquete de jamón en
lonchas en el interior de la cesta de Elsa—. Yo me voy ya.
Por última vez, las miradas de los tres se cruzaron como la bola de acero
que rebota en las paredes de una máquina recreativa.
Rojo dio media vuelta y se despidió en silencio caminando en dirección
opuesta, hacia las cajas registradoras. Un nudo de entrañas se estrechó en el
interior del policía.
No podía hacer nada, no allí. Estaba casi seguro de que ese desgraciado
era quien zurraba a Elsa.
Su mirada de auxilio así se lo advirtió.
Elsa le habría hecho daño, pero nadie tocaba un pelo a esa mujer.
Y menos, un chulo de discoteca.
Se prometió que, ese cabrón, pagaría por lo que había hecho.
Capítulo Siete
La mañana sería dura, pensó al salir de la ducha. Encabronado y con el
morro caliente, antes de abandonar el supermercado se hizo con una botella de
Four Roses.
Qué haría sin él, las noches como aquella.
Por suerte, había logrado evitar la resaca al caer dormido bajo los efectos
del brebaje sobre el sofá del salón. Cansancio acumulado, dos copas y una
pizza congelada fueron suficientes para tumbar al policía.
El sol había salido para brillar de nuevo, aunque fuese por unas horas. La
ciudad respiraba de nuevo, un día más, sin demasiado afán por comerse el
mundo, sin mucho interés por terminar la jornada. En el coche sonaba la radio
y en el informativo narraban la noticia del asesinato producido en la casa del
matrimonio Henares.
—Por fin alguien les pone nombre —dijo en voz alta en el interior del
vehículo.
Algún majadero había colado fotografías del suceso en los periódicos y la
noticia no había tardado en estallar. El dinero era el idioma internacional
capaz de intimidad y seducir a cualquiera, hasta al personal forense. Cuarenta
años de cárcel y un día para Miguel Ruiz, conocido como El Mechas, por
doble asesinato y robo con arma blanca. El bombazo del día, una jornada
entretenida, pensó el policía e imaginó la cara de sus compañeros. La oficina
ardería en llamas cuando llegara.
Apagó la radio sin interés por escuchar más detalles de lo sucedido y
reflexionó sobre lo poco que podía hacer por ese chico y por su padre.
Repartir justicia no siempre era fácil, pero alguien tenía que hacerlo.
Se bajó del coche y caminó hacia la entrada de la comisaría cuando las
miradas de sus compañeros se clavaron sobre él como agujas.
Miró al fondo del pasillo y encontró la puerta de su oficina abierta.
El agente de la entrada, que días antes supervisaba el calabozo, se dirigió
hacia él.
—El Comisario Del Cano requiere tu presencia —dijo el novato con aires
de superioridad.
Rojo soltó un bufido.
—¿Ahora eres su recadero?
—Gutiérrez está en su despacho.
—De puta madre… —dijo y siguió caminando hacia las escaleras que lo
llevaban a la segunda planta.
Tras subir los peldaños con desgana y un poco de fatiga, llegó a la puerta
del Comisario Jefe, Ambrosio Del Cano. Rojo no había tratado mucho con él,
todavía menos después de lo que había ocurrido tras la desaparición de la
chica. Pomares funcionaba como recadero y, aunque era una forma de
mantener el orden anterior, siempre supo que sería un riesgo demasiado alto.
Respiró hondo y tocó la puerta con los nudillos. Después abrió.
Una mesa de madera de roble, una bandera de España tras la silla, un
ordenador Compaq 386 y una ventana con parasol de aluminio. Raya a la
izquierda, pelo canoso, corto por los laterales y peinado hacia atrás con púas,
Del Cano era el Comisario Jefe más decente que Rojo había visto en años, al
menos, por su apariencia. Un tipo limpio, serio, parco en palabras y sensible,
o así se mostraba. Con verle, cualquiera pensaba que era el padre de familia
ideal: autoritario, pero no demasiado. Empático, aunque severo. Una farsa que
Rojo no se creía, al menos, para alguien que había vivido el posfranquismo.
Por eso evitaba cualquier tipo de contacto con Del Cano. Sabía que, en su
interior, como en el de muchos de los hombres que trabajaban allí, existía un
auténtico cabronazo con ganas de saña.
—Pase, Rojo —dijo el Comisario Jefe haciendo un ademán con la mano.
Frente a él, sentado en una silla y tieso como un espárrago, Gutiérrez esperaba
con las manos juntas. No parecía intimidado por su presencia, al contrario que
Rojo.
A diferencia de él, Gutiérrez tenía madera suficiente para aguantar
cualquier tipo de tormenta—. Siéntese.
—Me han comunicado que ha solicitado mi presencia.
—Iré al grano, ahora que estáis los dos —dijo echando por tierra la
formalidad y poniendo un ejemplar del diario La Verdad sobre la mesa. Una
foto de la vivienda que habían visitado días antes, un titular demoledor y una
sentencia que jubilaría al acusado en prisión—. Algún lumbreras se ha ido de
la lengua contando lo que no debía, pero no están aquí por eso. Imagino que se
encuentran al tanto de esto.
Los dos inspectores asintieron.
—Entonces, imagino que no tendrán inconveniente en retirarse de un caso
cerrado que no se les había adjudicado.
La voz sórdida y tranquila les advertía.
—Señor, sólo barajamos todas las hipótesis —explicó Rojo—. Existe la
posibilidad de que…
—Tengo la sensación de que no me ha entendido bien —interrumpió y
volvió a mostrar la portada del diario—. Lea la noticia, creo que lo dice bien
claro. Fin del asunto, caso cerrado.
El Comisario Jefe no se mostraba dispuesto a seguir con la discusión.
Entre líneas les indicaba a la pareja de inspectores que regresaran a sus cosas
y se olvidaran de aquello pero, al parecer, Rojo era incapaz de ver, en los ojos
ajenos, las intenciones del superior.
—¿Y si no es él? —preguntó atrevido—. ¿Ha contemplado qué ocurriría si
hubiese otra víctima?
Gutiérrez lo miró con desprecio. Estaba buscando problemas.
Del Cano se echó hacia atrás en su sillón y miró a los dos inspectores.
—¿Duda de mi labor, oficial Rojo?
—En absoluto, señor.
—¿Y de sus compañeros?
—No tengo razones para hacerlo.
—Entonces, ¿por qué cuestiona la sentencia? —preguntó. Se formó un
denso silencio. Gutiérrez volvió a mirarlo. Esta vez, para decirle que cerrara
la boca antes de provocar un incendio—. No sea terco, inspector, y dedíquese
a otros quehaceres, que bastante hay ya… en lugar de ir interrogando a
culpables en los calabozos, ¿le parece?
—Sí, señor.
—Ahora, regresen a sus puestos y olvídense de este asunto. Gracias a
Dios, la prensa no ha metido el hocico en exceso.
—Menos mal… —dijo Gutiérrez con burla.
Del Cano levantó la mirada con extrañeza.
—Podría ser peor, oficial. Mucho peor.
Quizá su superior tuviera un buen día. Ambos inspectores habían recibido
reprimendas más duras en el instituto. Cuando salieron de la oficina y tomaron
camino de las escaleras, Gutiérrez rompió el silencio.
—Eres un maldito bocazas, Rojo…
—Gracias. Yo también te quiero.
Gutiérrez agarró por el hombro a su compañero, obligándole a detenerse.
—¿Es que no te das cuenta? Por alguna razón, no interesa remover más el
fango. Punto. Ya lo has oído.
—¿Y qué vamos a hacer?
Gutiérrez se rio.
—¿Vamos? No sé tú, amic meu, pero yo sé lo que voy a hacer… volver a
mis quehaceres.
Rojo se quedó perplejo ante la actitud del inspector. No concebía que se
hubiera dado por vencido después de todo el interés mostrado por el caso.
Se detuvo entre los peldaños por unos segundos. Gutiérrez continuó su
camino. Después, cuando notó que Rojo seguía allí clavado, se dio la vuelta.
—¿Me acompañas a almorzar o qué? Hay algo de lo que te quiero hablar.
El fuerte olor a quemado era tan intenso y desagradable que se podía sentir
desde fuera. Los perros guardianes desaparecieron y tomaron una senda de
grava y tierra que los llevó hasta la entrada del garaje. En la puerta les
esperaba el misterioso hombre que habían visto antes, en la distancia. Llevaba
las manos manchadas y un trapo amarillo con el que se frotaba. Estaba sucio,
castigado y mostraba rasgos de cansancio.
Rojo sacó la placa para que el anfitrión se asegurara de que eran policías.
—Gracias por el detalle —respondió con el gesto fruncido a causa del sol
que pegaba en su rostro—. Pasen, pasen…
Siguieron al herrero hasta el interior del garaje, que era un amplio taller
sobrecargado de hierros, martillos, cizañas, metales, láminas de aluminio,
verjas, sierras, fogones y herramientas para soldar.
El hombre dejó el trapo sobre una mesa de madera y agarró una botella de
cristal con agua. Dio un largo trago y se la ofreció a los policías.
Gutiérrez sacó un cigarrillo.
—No, gracias —dijo y se puso el filtro entre los labios—. ¿Le importa
que fume?
—En absoluto, adelante… —contestó apoyándose con un brazo sobre la
mesa—. ¿Han dicho homicidios?
—Así es —dijo Rojo.
—Vaya… —comentó—. ¿Y qué les ha traído hasta aquí?
—Apreciamos su interés —respondió Gutiérrez—, pero somos nosotros
quienes haremos el interrogatorio.
Rojo dio un vistazo rápido por el garaje. Dadas las fechas, era complicado
encontrar algunas de las réplicas que se usarían en las fiestas locales, puesto
que éstas habían terminado semanas atrás. Sin embargo, todo artista guarda
siempre un ejemplar de su mejor trabajo y aquel hombre no iba a ser menos.
En lo alto de una escalera metálica que llevaba a un segundo piso, varias
dagas de hierro se apoyaban sobre la pared de cemento.
—Tenemos entendido que es usted a quien encargan las réplicas para los
Carthagineses y Romanos —explicó Rojo.
—En efecto —contestó el hombre orgulloso del reconocimiento—. Las
dagas y espadas de los romanos, para ser más precisos… ¿Está el cuerpo
pensando en cambiar el armamento? Podría hacer un precio especial.
El comentario no hizo gracia a los inspectores, que clavaron la mirada en
el cráneo de aquel individuo. No parecía colaborar y eso sólo traía más
tensión al bigote de Gutiérrez. El inspector sacó la fotocopia con el esbozo de
la daga que había enseñado en el bar a su compañero y se la entregó al
herrero.
—¿Qué sabe de este modelo?
El hombre sacó unas gafas redondas del bolsillo de su mono, sujetó el
folio con los dedos recios y manchados, y miró con detenimiento.
—Es el dibujo de una espada —contestó el herrero—. ¿Lo ha hecho su
hijo?
—Por su bien, no nos haga perder el tiempo.
El tipo pestañeó irritado.
—Parece el filamento de una de las muchas hojas que fabrico. Como
comprenderá, cada pieza es única, aunque tengan un molde parecido…
—Haga el favor y fíjese bien —contestó Gutiérrez apretando la situación
—. Es importante.
El hombre se limpió la frente con la mano que tenía libre y le entregó de
vuelta el papel.
—¿Y? —Insistió Rojo.
—Podría pertenecer a los miembros de la Legión de Cayo Lelio.
—¿Podría o puede? Explíquese.
—Puede, puede… —dijo abrumado el artesano—. ¿Usted sabe cuántas
como esas he fabricado?
—Sinceramente no —respondió el policía—, pero estamos aquí para eso,
para ayudarle a recordar.
—Dar con el paradero de la pieza puede ayudarnos a encontrar a la
persona que buscamos —intervino Rojo antes de que el sujeto se negara a
continuar con la conversación. Implicar a alguien como responsable indirecto
de una desgracia que no ha cometido, siempre era eficiente—. Pero, si se
equivoca, nos llevará a un callejón sin salida.
De pronto, le temblaron las manos y miró al oficial.
—¿Ha sucedido algo grave?
—Lo suficientemente grave para que estemos aquí —contestó de nuevo
Gutiérrez.
El herrero perdió el sarcasmo con el que había recibido a su visita y
mostró una ligera preocupación por el interés en el asunto. Puede que no le
importara lo que había sucedido pero, un suceso así, le vincularía y pondría en
peligro su negocio.
—Estoy seguro de ello —dijo con firmeza y voz grave—. Pertenece a la
Legión de Cayo Lelio.
—¿Ahora sí? —dijo Gutiérrez desafiante.
—Jamás estuve orgulloso de la punta final del modelo, pero dediqué horas
y esfuerzo. Fue de las primeras partidas que fabriqué. La Legión de Cayo
Lelio es una de las agrupaciones fundadoras de las fiestas. A ellos, en gran
parte, les debo que haya podido continuar dedicándome a esto… —contestó y
dio media vuelta. Después caminó hasta unos cajones que se encontraban en el
final del garaje. De allí sacó una revista arrugada y descolorida. Parecía un
programa de fiestas. Lo abrió, buscó entre las fotografías y señaló una de las
páginas—. Aquí están. Estos son y, como pueden ver, es el modelo que más se
acerca a su descripción.
—Interesante —dijo Rojo observando la foto.
Rostros a los que habría que poner nombre en cuanto antes—. ¿Me lo
puede prestar?
—Quédeselo, tengo otro ejemplar.
Gutiérrez contemplaba la imagen. Un grupo de diez hombres de mediana
edad, vestidos con armaduras romanas, escudos y sandalias, empuñaban una
espada de metal atada a la cintura. Ninguno de ellos era El Mechas. Una
fotografía jovial de hermandad cargada de inocencia que ocultaba una
incógnita, un enigma que debían de resolver los policías.
Demasiados rostros y un margen de tiempo escaso.
—Lo de recordar al propietario, es mucho pedir, ¿verdad?
—Sí —dijo el herrero, cuestionándose si la pregunta era una chiste—,
contando con el dibujo a mano que me ha traído… Si quieren saber más,
pregúntenles a ellos.
Los inspectores se miraron y, en silencio, entendieron que habían
terminado el interrogatorio.
Rojo comprobó la hora en su Casio negro digital.
Eran las dos de la tarde. En unas horas caería el sol y, de nuevo, la noche,
la oscura y solitaria noche le atacaría de nuevo.
Capítulo Nueve
A última hora de la tarde, agotado y con la cabeza cargada de ideas que no
llevaban a ninguna parte, el policía aparcó en la calle Carlos III y decidió
dejarse caer por el bar Dower’s antes que abdicar y resignarse a comer
varitas de pescado congelado frente a la televisión.
Una vez más, Gutiérrez se había retirado antes de hora a causa de su hija.
El policía deseaba recuperar las horas perdidas, recuperar el amor filial a
cualquier precio, aunque no tuviera la más remota idea de cómo hacerlo.
Sin éxito, antes de dejarse llevar por la cortina de humo de la cafetería,
había tenido tiempo para regresar a la comisaría y guardar la revista en el
cajón de su escritorio bajo cerrojo, algo que no solía hacer, pero quería
asegurarse de que Pomares no metería las narices en sus asuntos.
El bar no estaba lleno y era de extrañar puesto que, a medida que el fin de
semana se acercaba y la semana laboral llegaba a su fin, las ganas de escapar
de la rutina, volcar los problemas y empinar el codo aumentaban en la
clientela.
A Rojo le resultaba extraño que no hubiese ninguno de esos estudios
avalados por universidades americanas que certificaran tal fenómeno.
Como habituaba hacer, caminó hasta uno de los lados de la barra, el más
próximo a la entrada, junto al teléfono público y las bolsas de aperitivos.
Odiaba la ventana, parecía el lugar para los marginados y él no era uno de
ellos… todavía.
Allí, junto a la puerta, siempre aparentaría haber llegado el último.
—Hombre, Rojo, qué alegría verte… —dijo Félix al sentir la presencia
del oficial a unos metros de él. Iba vestido como siempre, aunque llevaba
varios días sin afeitarse la barba, detalle que llamó la atención del inspector
—. Pensé que me habías puesto los cuernos.
—Una caña, anda… y bien fría, por favor —dijo el policía y miró a la
televisión. En el monitor aparecía un hombre de traje informando de la
previsión meteorológica. Lluvias en todo el litoral español. Estupendo, pensó
el inspector. Con suerte, lavaría el coche sin gastarse un duro. La tranquilidad
del local era tan agradable que resultaba casi molesta—. ¿Dónde están los
clientes, Félix?
—No lo sé —dijo el hombre mientras colocaba el vaso de cristal bajo el
grifo de cerveza—. Estarán de exámenes, digo yo.
—Aquí no vienen estudiantes.
—Entonces sé lo mismo que tú —respondió con guasa y puso el vaso
frente al policía. La cerveza burbujeaba fundiéndose con el dedo de espuma
que había en lo más alto. Después sacó un plato blanco y vertió dos
cucharadas de encurtidos—. ¿Conseguiste ayudar a ese hombre?
—No me dijiste que lo conocieras —respondió tajante.
El propietario reculó.
—Y no lo conozco —dijo—. No importa, no quería entrometerme.
Rojo dio una ligera palmada en la mesa.
—Disculpa, Félix. Llevo unos días del carajo… —explicó el policía y dio
un largo trago al vaso. La cerveza fría y amarga calmó su sed y las ansias por
romper con todo—. No, no creo que pueda ayudar a ese tipo. Parecía noble,
pero su hijo se ha metido en un buen marrón. No siempre se gana y, menos,
cuando buscas perder.
—¿Tiene algo que ver con la noticia del asesinato de Los Barreros?
Rojo se encogió de hombros y miró a su alrededor. Nadie les estaba
prestando atención.
—Más o menos —dijo y dio un segundo trago. Vaso vacío. La cerveza
apenas le había durado unos minutos. Antes de que pidiera una segunda, Félix
le retiró el recipiento, sacó un botellín de la nevera y lo destapó frente a su
cara—. Gracias. Algo huele a podrido y no estoy seguro de que merezca la
pena levantar la alfombra, ¿me sigues?
—Te sigo.
—Pues eso —dijo el oficial y miró a su interlocutor, que parecía intrigado
por conocer las pesquisas que ocultaba el inspector—. ¿Tú eres de aquí,
verdad?
—Pues claro… Del barrio Peral, además… —respondió orgulloso
mirando al horizonte. Después señaló a las botellas con una sonrisa—. ¿No
ves la bufanda del Efesé?
—¿Qué sabes de Carthagineses y Romanos?
—Pues poco, para qué te voy a mentir —contestó forzando el acento—.
Siempre me han tirao más los Marrajos y Californios.
—¿Qué?
—Semana Santa, hombre.
—Ah.
—Si necesitas socializar, estoy seguro de que encajarías más en el club de
tiro.
—Muy gracioso.
—Venga, Rojo, anima esa cara, zagal… que pareces sacado de Canción
Triste de Hill Street.
—Es mi compañero, el del bigote, que tiene a su hija en casa y no hay
quien lo trate… Y no me vengas con monsergas sobre lo que es criar a dos
hijas.
Félix entendió que la cerveza no era suficiente para que el agente
derramara allí toda la bilis. Una vez hubo empezado a soltar lastre, lo peor
que podía hacer era detenerlo.
Asintió, agarró una botella de Dyc y puso dos vasos de cristal chatos y
transparentes mientras Rojo hablaba. Luego sirvió el whisky hasta rellenar los
chupitos.
—Para rematar, ayer me encontré con Elsa en el Continente.
—¿Y qué te dijo? —preguntó y arrimó uno de los vasos al policía—.
Bebe, esto entra bien.
Brindaron, se miraron y tragaron el licor.
El policía apretó los ojos por un instante.
El escozor atravesó su garganta. El trago fue revitalizador, como un buen
sopapo a tiempo.
—Nada. Estaba cambiada, a mejor… Parecía más delgada y llevaba otro
estilo.
—La verías con buenos ojos. Suele pasar cuando echas de menos a alguien
que ya no está contigo.
Rojo repitió las palabras en su interior.
No le faltaba razón a ese mamón, pensó, pero no se la iba a dar en público.
Su orgullo no se lo permitiría.
—Que ya no te pertenece, dirás —añadió el policía.
Félix resopló y extendió los brazos sobre la barra metálica.
—Nadie ni nada nos pertenece, Rojo, cuando se refiere a personas… —
respondió con tono paternal—. Alégrate por ella, pasa página y acepta que tu
tren no parará en su estación. Cuanto antes aprendas a convivir con ese
sentimiento de pérdida, antes te enamorarás de otra…
—Y dale con eso…
—Pues a encontrar una compañía, cojones, que hay que darte las frases
con cuchara sopera —recriminó—. Quítatela ya de la cabeza, que por mucho
que pienses en ella no se te va a aparecer…
—Parece que hables desde la experiencia. Quizá me quieras contar algo…
—No te vayas por los cerros, Rojo. Aprovecha antes de que eches barriga
y te conviertas en un despojo andante… Que he visto ya unos cuantos de esos
que decían comerse el mundo… y terminaron solos y tristes. Sonará a lo que
dicen todos, pero es verdad, todo pasa… El tiempo corre y no espera a nadie,
no pierdas el tiempo en chorradas.
—Es ella quien parece no haberlo perdido.
—¿Qué quieres decir?
—Iba con otro, con un chulo de discoteca. Lo peor es que me temo que le
ha puesto la mano encima.
Félix sirvió dos tantos más de whisky. El reloj de la pared marcaba las
nueve menos cuarto de la noche. Rojo volvió la mirada y comprobó la hora en
su reloj para asegurarse. Qué importaba, pensó, otros días había comenzado
antes a beber.
Volvieron a tragar el destilado.
Esta vez sin saborearlo.
—¿Estás seguro de lo que dices? Son acusaciones serias, muchacho.
Rojo miró al camarero con fraternidad.
—Soy inspector, Félix. Me pagan por cazar a hijos de puta y éste lo
llevaba escrito en la frente.
Dicen que una retirada a tiempo es una victoria, aunque Rojo no pensó lo
mismo en ese instante. De haber sido por él, no lo habría hecho, pero Félix
mandaba y había líneas que no se podían cruzar.
Tras un ligero forcejeo verbal para que le pusiera otra copa, el propietario
del bar le invitó a que se fuera a casa, antes de que no pudiera levantarse del
taburete. El oficial no estaba tan ebrio como otras veces, ni siquiera se sentía
mareado, pero ese era el mayor temor del empresario, que el policía se
aferrara a un estado de embriaguez ligero y llevadero que, día tras día, se
convertía en la solución a sus problemas emocionales. Félix, además de un fiel
servidor de bebidas y platos combinados, era un hombre que estimaba al
inspector y, en casos como aquel, miraba antes por la integridad de su cliente
que por la caja que haría esa noche.
—Ponme otra, Félix, no seas pesado —insistió Rojo con esa sonrisa
perdida y el billete de mil pesetas en la mano, producto de una dulce
intoxicación que buscaba subirlo a lo más alto.
—No hay suficientes bares en esta ciudad para tanto borracho, Rojo. Me
gustas como cliente esporádico, no quiero odiarte como enemigo habitual.
El inspector reculó y guardó silencio. Félix había dicho basta y supo
reconocer a tiempo cuándo era el momento de darse por vencido. Acto
seguido, puso unas monedas sobre la barra y caminó despidiéndose con la
mano.
Aunque habían anunciado lluvias, por el cielo raso se podían ver los
luceros. Respiró profundamente y miró hacia la infinidad de una calle
silenciosa y vacía. En los edificios, por algunas ventanas se podía apreciar el
reflejo de los televisores encendidos. Familias que se reunían en el salón para
prestar atención a lo que un cualquiera dijera frente a un micrófono y una
cámara.
Vidas ideales, ciclos sociales completados. Todo lo contrario a lo que era
él, un bala perdida, como decía su madre, un lobo solitario en una manada
artificial llamado cuerpo de policía. Algún día, murmuró, algún día aceptaría
quién era, en lugar de alcanzar todo aquello que intentaron enseñarle a desear
desde niño.
Caminó hasta el portal, subió los peldaños y pulsó el botón del ascensor.
Metió la mano por la rendija del buzón metálico y no encontró más que
publicidad de pizzerías y restaurantes chinos a domicilio.
—El oso feliz —leyó en voz alta mientras esperaba a que llegara el
elevador. Cayó en la cuenta de que se acostaría de nuevo con el estómago
vacío.
Al entrar en la casa, un fuerte olor a polvo y rancio le recibió en la
entrada. Debía llamar a esa asistenta que le había recomendado Gutiérrez.
Quizá ella supiera cómo eliminar ese hedor que hacía de respirar un acto
doloroso.
Con el cuerpo pesado, fue hasta el baño, se desnudó y se metió en la
ducha. El agua caliente cayendo sobre la nuca lo avivó. Mientras sentía el
chorro calmar sus pensamientos, recordó lo que Félix le había dicho antes.
Tenía razón, los hechos siempre poseían más fuerza que las palabras y la
hora de pasar página de una vez, había llegado.
Se dijo a sí mismo que no sería sencillo ni placentero pero si empezaba a
olvidar a esa mujer y aceptar que no moriría a su lado, quizá así, se libraría de
la mochila de problemas que cargaba desde unos meses atrás. Era todo una
cuestión de principios, de creer en uno mismo y de volver a empezar de cero.
Era la misma historia de siempre, con la diferencia de que un primer amor
nunca se olvida y, menos todavía, uno como el que había tenido con Elsa.
Salió del cuarto de baño envuelto en una toalla y con el pecho descubierto,
aliviado por fuera como por dentro y con la conciencia más tranquila que antes
de ponerse a remojo. Por una noche, dormiría sin remordimientos, sin pensar
en lo que podía haber hecho y no fue así. Por una vez, respiraría tranquilo sin
importarle lo más mínimo esa mujer, aunque una parte de él le soplara que
necesitaba su ayuda.
—No siempre se gana —repitió mientras cortaba una rebanada de pan en
la cocina. Repetía demasiado esa frase y estaba hartándose de poner esas
palabras en su boca, de sentirse un hombre gris y sin rumbo, de sentirse un
perdedor.
Por la radio de la cocina sonaba un conjunto de jazz que emitían en Radio
Nacional de España. Rojo no entendía de música más allá de las cintas de
rock y blues que guardaba en la guantera del coche, pero aquello que sonaba le
hacía sentir animado. Tampoco tenía ningún interés en ampliar su
conocimiento, pues era la clase de persona que podía escuchar el mismo
álbum una y otra vez sin aborrecerlo. Todo lo contrario que Elsa, esa mujer
que coleccionaba discos de vinilo y se enorgullecía de la cantidad de libros
que acumulaba a sus espaldas. Esa mujer que le abría las puertas a una
dimensión desconocida.
—¡Al cuerno! —bramó y apagó la música.
De repente, sonó el teléfono del salón. Comprobó la hora por enésima vez.
Las once de la noche.
Se preguntó quién demonios llamaría a esas horas sabiendo que la única
persona que podía hacerlo, estaba con su hija. En cualquier caso, no tenía
opción. No serían buenas noticias.
Un tono, dos tonos, tres tonos.
Se limpió las manos y anduvo con paso decidido hasta el salón.
Descolgó el teléfono blanco de plástico.
—¿Quién?
—Hola, Vicente, soy yo… —dijo una voz femenina aterciopelada. Un rayo
partió en dos al oficial. Elsa llamaba a su casa y todavía recordaba su número
—. ¿Estás ocupado?
Podía decirle que sí, que estaba acompañado y tragarse las ganas, aunque
siguiendo adelante.
—¿Qué quieres?
—Hablar contigo, pero no por teléfono —contestó ella—. Me gustaría
verte.
—¿Dónde estás?
—Aquí abajo, en el Dower’s… —respondió con una dulzura
sobrecargada. La mujer jugaba todas sus cartas y Rojo era demasiado débil
para hacer frente a sus encantos—. ¿Puedo subir?
Capítulo Diez
Y subió. No consideraba otra opción.
Las ganas le vencieron.
Tan pronto como colgó el teléfono de plástico blanco, no supo si se
arrepentiría de aquello, pero no lo podía remediar. Esa mujer era su debilidad,
la razón por la que había rechazado otros destinos, la causa por la que seguía
viviendo en esa ciudad.
Elsa subía en el ascensor, Rojo se vistió con una camiseta ajustada de
color negro y unos vaqueros. Movió los sillones del salón simulando orden y
limpieza, aunque a su invitada no le importara el estado de la casa. Agarró un
aerosol perfumado y ambientó la entrada con olor de pino.
Sonó el timbre, él seguía nervioso, descolocado. Un beso, un saludo fugaz
y distante. Se preguntó qué demonios hacía ella allí.
—Dios dirá —murmuró en alto y abrió la puerta hacia dentro.
En el umbral, protegida por el mismo abrigo que había llevado antes y
vestida con un jersey negro de hilo fino y tejanos, Elsa miraba al inspector con
el mentón gacho.
—Hola, Vicente —dijo y sus defensas se desarmaron. Esa voz tenía algo
demoledor, infeccioso. Ella era la única persona, además de sus padres, que le
llamaba por su nombre de pila.
—Hola, Elsa.
Sus ojos se encontraron. El corazón le bombeaba con tanta fuerza que
podía sentirlo en el interior de sus huesos.
Un largo silencio se forjó en la entrada.
—¿No me vas a invitar a pasar? —preguntó ella finalmente.
—Sí, claro, perdona —rectificó y se apartó de la puerta. Recordó las
palabras de Gutiérrez. Él tampoco era tan duro, a pesar de las apariencias y la
reputación que se había ganado y ella sólo tenía que sonreír para que el
policía se olvidara de todo sufrimiento.
Elsa, que no era la primera vez que entraba en el apartamento, caminó
directa a la cocina. Cuando la mujer encontró la tabla de madera, la barra de
pan desmigajada sobre la encima y la bandeja de embutido, rio para sus
adentros, recordando lo adorable que era el inspector, dibujando una mueca
visible en su rostro.
—Deberías comer de caliente —comentó—, y más ahora que se acerca el
otoño.
—Prepararé café —dijo el oficial sin pensar en la hora que era y caminó
hasta la cafetera moka de aluminio que tenía al lado de la radio. Mientras
vertía las cucharadas de café molido, Elsa encendió un cigarrillo junto a la
mesa de madera de la cocina. Por el altavoz seguía sonando jazz, aunque él ya
no prestaba atención a la música—. ¿Qué te ha traído hasta aquí?
—Miles Davis —dijo ella—. Es un clásico. Al final, no todo iba a ser
malo.
—¿Te trata bien ése? —preguntó y se apoyó en la encimera. Sacó un Pall
Mall y se unió a la fumata.
—¿También has vuelto a fumar?
—No me cambies de tema. ¿Eres feliz?
—Háblame de ti, Vicente. He pensado mucho en ti últimamente, dónde
estarías, si te habrías metido en algo gordo…
—Sabes que siempre estoy aquí y en problemas —dijo él—. ¿Te trata bien
ése?
—¡Ay! Por favor, baja la guardia. He venido en son de paz.
El café comenzó a salir. Tuvo suerte, pensó él. Aquello lo mantendría
entretenido unos segundos, hasta un próximo ataque.
—Me sorprendió verte, he de reconocerlo. Te ves bien.
—Gracias. Eso está mejor —contestó ella. Rojo sirvió las dos tazas y se
sentó frente a su compañía, en el otro extremo de la mesa—. Siempre lleva
unos minutos dejarte sacar tu lado más humano.
—¿Por qué no me has llamado en estos meses?
Ella dio una calada. Sopesó la respuesta. Estaba jugando, creando tensión,
ilusión y misterio. El humo seguía la dirección de la ventana que estaba
entreabierta.
—Lo intenté. No estaba preparada. Tú tampoco lo hiciste.
—Ni siquiera supe dónde vivías —respondió dolido—. Desapareciste del
mapa.
—Los mapas siempre son inexactos.
—¿Qué ha cambiado?
Elsa tenía el codo apoyado sobre la madera, la mano a la altura de su
rostro y el cigarrillo entre los dedos. Sus ojos apuntaban con firmeza a los del
hombre que tenía delante. Parecía dispuesta a ganar, como en una partida de
cartas. Tranquila, relajada, esperaba su hora.
—Verte. Eso lo cambia todo, Vicente —dijo Elsa—. Es cierto eso de que
no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que se pierde. Cuando creí que
me perdía muchas cosas a tu lado, no fue así. Me di cuenta tarde, cuando ya no
estabas, y no porque no quisieras tú, porque lo había decidido así.
Él no supo qué decir. Estaba sorprendido. Si esa mujer tenía una carencia,
era la de reconocer sus errores. Demasiado entregada para el amor, demasiado
orgullosa para aceptar las malas decisiones.
Confiada, se levantó de la silla, abrió el armario de las bebidas
espirituosas y sacó una botella de Soberano que el policía guardaba para las
jornadas más grises. Rojo la seguía con la vista. Después abrió el armario de
los vasos, puso dos copas sobre la mesa y sirvió el coñac. Se contoneaba con
gracia, como si todavía viviera allí. Otro de sus trucos con tal de distraerle.
Una danza improvisada que seducía lentamente al inspector.
—¿No te gusta el café? —preguntó él intrigado por lo que había hecho—.
Haber empezado por ahí.
—No es eso. Temo que me quite el sueño.
Después de servir los tragos, apagó el cigarrillo en un cenicero metálico
que había sobre la mesa, colocó el vaso en la mano del policía y se abrió de
piernas para ponerse encima de él. Miles Davis tocaba para ellos en una cita
improvisada. La solemnidad de la noche ambientada por hilo musical de la
radio. El chisporroteo de las brasas de un cigarrillo que se consumía con
desgana. Como una serpiente, se enroscó al inspector. Rojo no mostró
resistencia. Estaba embriagado por el perfume de la mujer, un aroma que había
echado de menos. Se dejó llevar. Notó los pechos pronunciados contra su
rostro, la rigidez de los muslos sobre los pantalones. Sintió fuerte erección
provocada después de mucho tiempo. Por un segundo, fruto de la vergüenza y
como si se tratara de la primera vez, le preocupó que Elsa la notara, pero no
fue más que una estúpida idea. Ambos sabían lo que significaba una visita así.
Ella, desde arriba, le apartó el cigarrillo de la boca y chocó su copa contra la
del policía. Brindemos, dijo en silencio a través del iris de sus ojos. Se
miraron, eclipsados el uno del otro, felices de haberse reencontrado después
de tanto tiempo. Sonrieron y, como dos campos magnéticos, acercaron sus
labios hasta besarse.
Frenar lo inevitable siempre había sido uno de sus mayores defectos. Esa
noche, hizo una excepción. Todo el discurso de dominación y autocontrol que
había elaborado durante la ducha se marchaba por el desagüe. La carne era
débil, más todavía cuando los trenes se paran en la puerta de uno.
Rojo no creía en la suerte y, por esa misma razón, tampoco pensaba que
Elsa se hubiese plantado allí por un arrebato. No obstante, no era momento ni
lugar para pensar, sino para estar presente, junto a ella, antes de que se
marchara y volviera abandonarlo, porque Elsa era una de esas personas que
corría, como él, hacia esa luz inagotable, sin importarle lo que dejara atrás.
Desnudos y arropados bajo la manta, la melena de Elsa acariciaba el
pecho del inspector. Habían pegado un buen revolcón, algo que ambos
necesitaban. Él, sentado y apoyado sobre el cabezal de la cama, miraba al
resplandor de la noche que alumbraba con timidez la oscuridad.
Tras unos minutos de silencio y caricias, ella inició la conversación.
—¿Me has echado de menos?
—¿Qué pregunta es esa? —cuestionó el policía.
Para él, era obvio que sí. De lo contrario, no habrían llegado tan lejos.
—Dime, ¿sí o no?
Quería escucharlo salir de su boca, pero no estaba dispuesto a darle tal
satisfacción.
—Te guardé el luto, a diferencia de lo que has hecho tú.
—Oh, Vicente. No empieces…
—No preguntes.
—Sabes que detesto vivir sola —dijo ella y acarició los dedos del oficial
—. ¿En qué estás trabajando ahora? ¿Algún asesinato múltiple?
Muy astuta, pensó.
Desviar la conversación con sutileza cuando no le interesaba, era su
especializad. Rojo se dio cuenta de ello. Decidió seguirle el juego. Volvería
más tarde a lo personal.
—Más o menos. Ya sabes cómo son estas cosas. No puedo decir mucho.
—Te comprendo —contestó la mujer.
Eso le gustaba de ella, el respeto, la distancia y el entendimiento. Elsa no
iba más allá de su curiosidad, ya fuese porque no le interesaba o porque
conocía dónde estaban los límites entre la confianza y el error humano. Si no
quería que algo se supiera, mejor no contárselo a nadie. Por el contrario, lo
que al principio pareció una virtud, Rojo jamás pensó que se volvería en su
contra. Los secretos que debía mantener lejos de ella, eran casi tantos como
los que esa mujer ocultaba tras la sonrisa.
Hasta el momento, no se había dado cuenta de ello, ni tampoco tuvo tiempo
a recordarlo, pero bastó un ligero haz de luz amarillenta para ver de nuevo el
cardenal que ocultaba en uno de los antebrazos. Relajado, decidió no
asustarla. De ese modo, sólo lograría que se marchara corriendo y
desconfiada.
—¿Dónde le conociste?
Elsa suspiró y ocultó el brazo bajo la manta.
—Eres muy pesado.
—Sólo quiero asegurarme de que estás con alguien mejor que yo.
Ella se rio.
—Eso no te lo crees ni tú.
—¿Te trata bien Manolo? —preguntó—. No eres una mujer fácil.
—Ni él un hombre sencillo, como tú tampoco lo eres. Debo de tener
alguna atracción escondida hacia lo complejo.
Elsa se rio de nuevo, pero Rojo no hizo ningún comentario al respecto.
—¿A qué se dedica?
—Es empresario. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Tiene un restaurante o algo por el estilo? Pensé que era guardia jurado.
Ella le dio un ligero golpe en el pecho, a modo de protesta.
—Es el dueño de una discoteca. Me protege, que no es poco.
—Yo también lo hacía, incluso ante la ley.
La mujer sopesó su respuesta y su voz tomó una tonalidad triste y
desanimada.
—Tú, eres tú… No busco a alguien que te reemplace.
Ese es mi mayor error, pensó él, que tampoco lo hacía.
De pronto, la respiración relajada le provocó una ligera somnolencia.
Elsa se había quedado dormida sobre su regazo y él también estaba a punto
de hacerlo. Le preguntaría sobre las marcas al día siguiente, durante el
desayuno. Estaba feliz, tranquilo, como si nada hubiese cambiado, pero no era
así. Lo que estaba ocurriendo era propio de un oasis, de un espejismo
perecedero. Tarde o temprano se daría de bruces con la verdad pero, hasta
entonces, no quería pensar en ello.
Cerró los ojos, respiró profundamente y se deslizó hasta caer tumbado
sobre la almohada.
Una mesa voló por los aires. Fichas de dominó cayeron al suelo junto a
varias sillas. Cristales rotos, uno de los jubilados en el suelo y el taburete de
Gutiérrez impactando contra la pared de azulejos. Tanto jaleo llamó la
atención de los vecinos de la calle. El propietario del bar se echaba las manos
a la cabeza arrepintiéndose de haber negociado con los inspectores.
Como un puma, el chico salió por la puerta del bar antes de que Rojo
pudiera atraparlo con sus garras. El inspector salió tras él y corrió calle
arriba.
—¡Alto, policía! —Gritó sin éxito ante un joven experimentado en huidas.
Pero, ya fuera la suerte o la casualidad, un motorista derrapó en uno de los
cruces, llevándose consigo al muchacho a ras de suelo.
Lastimado, se puso en pie como pudo sintiendo la sombra del perseguidor,
cuando un fuerte puño impactó contra su rostro.
—¡Ah! —Exclamó con dolor y sorpresa, tapándose la cara con las manos
y cayendo contra el asfalto como un héroe abatido.
Gutiérrez estaba frente a él, jadeando como un perro satisfecho y a punto
de propinarle un segundo golpe si se movía. Rojo se apoyaba sobre las
rodillas mientras recuperaba la respiración. No entendía cómo su compañero
había alcanzado al sospechoso, pero su eficacia había resultado crucial.
—¿A dónde ibas tan rápido, majadero? —Preguntó con voz fuerte el
inspector. Agarró de la oreja izquierda al chico y apretó con fuerza.
Se escuchó otro grito desolador.
En la calle, nadie quería ser partícipe de aquello y todos miraban, aunque
impasibles y rezagados como si no sucediera nada—. ¿No te han dicho que
correr es de cobardes? ¿Qué hacías huyendo de nosotros? ¿Eh? ¡Responde,
coño!
El joven se ahogaba en su propio lamento.
—¡Yo no he hecho nada!
—Eso dicen todos… Mejor nos ahorramos las presentaciones y nos
acompañas al coche.
Capítulo Doce
Sin pruebas ni una orden para detener a ese joven, poco podían hacer los
inspectores si no deseaban que Del Cano los llamara, por enésima vez, a su
despacho. Por suerte, el apodo hacía justicia y, en el interior de un callejón del
barrio, a escasos metros del mar, el pequeño boquerón no tardó en contar todo
lo que había visto antes de que le dejaran correr hacia el abismo. Gutiérrez
empleó métodos de cuestionable ortodoxia y el chico identificó con temor a
uno de los hombres de la foto.
—Me matarán —repetía cada dos frases, a lo que Rojo respondía que no
le harían nada.
Como los inspectores supusieron desde un principio, el crimen había sido
premeditado y perpetrado a sangre fría. Empero, a diferencia de lo que
creyeron en un primer momento, El Mechas había sido el autor de las
puñaladas, por mucho que les pesara y para desgracia del padre del chico.
Fin del asunto.
Poco había que hacer ya con él.
Trampa o descuido, no se escaparía de la cárcel ni con el mejor abogado.
Acorde con la descripción del joven, un segundo varón corpulento de
cabello corto y rubio le acompañaba vestido de negro, dictándole cómo debía
proceder al asesinato. Entraron en la vivienda tras tocar la puerta y ser
atendidos por la mujer fallecida. Después, bajo las órdenes del desconocido,
El Mechas se encargó de cada víctima. Finalmente, el hombre de negro tomó
el arma homicida, se subió al vehículo que había aparcado en la puerta y dejó
al cómplice en el interior de la casa.
Todo y nada.
Un testimonio, tan válido como las teorías que elucubraban los agentes.
Un cómplice al que no se podría culpar sin una investigación oficial que la
respaldara.
La descripción del sujeto se asemejaba al perfil de uno de los mozos del
grupo que Gutiérrez había logrado identificar. El Ford Orion de color azul
marino y matrícula de Murcia encajaba con el registro del propietario del
vehículo, Luis Ricarte, cartagenero de pura cepa, treinta y un años, padre de un
niño de ocho y guardia jurado de unos grandes almacenes.
Como su hermano mayor Ambrosio, Luis Ricarte formaba parte de esa
extraña fotografía en blanco y negro con hombres vestidos de romano.
Una brecha en el muro, una apertura por donde empezar a picar, aunque
con suficientes lagunas para echarse atrás. Sin el apoyo de los superiores y
con una caza de villanos a escondidas, no estaban en condiciones de dar
explicaciones hasta que no resolvieran el caso.
—Creíble, aunque no tiene ningún sentido —dijo Gutiérrez en el interior
del vehículo mientras conducían de vuelta a la comisaría—. Ese cabrón se va
a ir de rositas. A veces me pregunto por qué nos meteremos en estos jardines,
Rojo.
El oficial sonrió. Ambos ya tenían la respuesta.
—Te recuerdo que fuiste tú quien puso tanto empeño… —contestó el
inspector tras una carcajada cómplice—. No lo sé… Tengo la sensación de
que estamos arrimando el morro donde no debemos… pero supongo que es lo
mejor que nos puede pasar, antes de verle la cara a Pomares todos los días.
—En eso, te daré la razón… —dijo Gutiérrez animado—. ¿Por qué harían
algo así?
—Motivo, medio y oportunidad —contestó el compañero con ambas
manos sobre el volante—. Lo que está claro es que se nos escapa un elemento
de la ecuación.
—El medio es el joven detenido. La oportunidad, un asalto nocturno. El
motivo… no puede ser el dinero.
—Tampoco creo que sean los celos —dijo Rojo con sorna—. Sigue
pensando, Gutiérrez.
—Ni el profesor ni su mujer tenían antecedentes… Tampoco parecían
llevarse mal con nadie. ¿No te enteraste del homenaje?
—¿Y tú crees que eso es normal?
—Aparentemente… Hay gente buena por el mundo, Rojo.
—Hay más desgraciados. ¿Desde cuándo te has vuelto tan optimista? —
Preguntó desafiante—. La visita de tu hija te está ablandando.
Gutiérrez pareció ofenderse con la respuesta.
—Te lo digo porque lo he visto con mis propios ojos. Sé de lo que hablo.
—Nunca puedes fiarte de un solo sentido —replicó Rojo—. Ni siquiera de
los cinco. Puede que ahí resida la incógnita que hemos ignorado todo este
tiempo. Entender qué unía al profesor Avilés con los otros dos aunque,
aparentemente, no les uniera nada.
A las seis de la tarde del mismo día, Rojo despertó de una profunda siesta
al escuchar los puñetazos que alguien daba a la puerta de su casa. Aturdido, se
levantó del sofá del salón y caminó hasta el recibidor.
Elsa tenía el rostro húmedo e irritado por el sollozo. El maquillaje de la
cara se había corrido y su tez rozaba una palidez cercana a la muerte. Por fin,
buenas noticias, pensó el policía cuando la encontró desolada frente a su
puerta.
Casi recuperado de la desazón con la que había despertado, se adelantó
dispuesto a abrazar a su expareja, pero no podía estar más equivocado. Elsa,
reactiva, empujó al inspector con rabia.
—No me toques —dijo autoritaria—. No he venido a llorar en tu hombro.
—Será mejor que hablemos dentro, con calma, Elsa —dijo invitándola a
entrar—. Estás muy alterada.
—No, Vicente. De aquí no me muevo —contestó ella marcando una línea
imaginaria con el pie—. ¿Qué pasó anoche? ¡Quiero que me cuentes lo que
pasó anoche!
Estaba histérica, pero ese no era el problema. Si Elsa, que era su única
esperanza entre tanta incertidumbre, desconocía cómo había terminado aquel
circo, el inspector se encontraba en una encrucijada.
—Pensé que querías volver a verme.
Ella negó con la cabeza.
—No entiendes nada, ¿verdad? —Cuestionó mirándole como si fuera un
idiota—. Manolo está muerto y eso es un problema para todos.
—Supongo que le echarás de menos.
—¿De verdad que no lo sabías? —Preguntó y Rojo entendió que esa mujer
no sentiría tristeza por la persona con quien había dormido los últimos meses.
Al comprobar que el policía desconocía sobre lo que hablaba, Elsa lo empujó
hacia dentro y cerró la puerta. En las situaciones críticas se podía observar
cómo el ser humano se transformaba en un monstruo deleznable—. Los tuyos
abrirán una investigación para saber quién lo mató. Después buscarán en el
piso y encontrarán todo el dinero que esconde en bolsas de basura. Tienes que
enterarte a dónde irá.
—¿Bolsas de basura?
—Maldita sea, Rojo —rechistó—. En esa casa hay como cinco millones
de pesetas.
—¿De dónde sale tanto dinero?
Ella miró al policía. Vaciló en contarle la verdad y, aunque lo hiciera, tras
esa mirada, Rojo ya sabía que nunca se la contaría del todo.
—Pues eso… pastillas —dijo a regañadientes. Su tono de voz volvía a
cambiar hacia una frecuencia más dulce e inocente, como si ella viviera ajena
al relato—. Pensé que lo sabías. Me dijo que fuiste a verle al local y creí que
estaba relacionado con la muerte de ese hombre.
—No, era por un motivo personal. ¿De quién demonios hablas ahora?
—El del cine, el valenciano que vendía de extrangis en las discotecas —
confesó—. Habían trabajado juntos hace muchos años, pero después pasó no
se qué de un accidente con una chica que murió y se separaron… Manolo
estaba nervioso, dijo que irían tras él cuando se enteró de su muerte pero,
como nadie había dado con el asesino… estaba convencido de que era cosa
vuestra.
—¿Por qué irían tras él?
—¿Me lo preguntas a mí? La chica que murió… —dijo ella y tragó saliva
—, era su novia de entonces. Tenía diecisiete años.
El castillo de naipes se desmoronaba.
La llave que abría el cerrojo.
—¿Me cuentas esto ahora?
Ella aguardó un instante.
—Quiero que me jures que no fuiste tú quien lo mató.
El inspector se preguntó por qué le pediría algo así.
Quizá para escuchar de su voz que era inocente, que en él no albergaba el
psicópata pasional que ella imaginaba.
O tal vez no.
Puede que Elsa sólo quisiera asegurarse de que el policía no lo había
hecho para tener una coartada. De ese modo, declararía que estaba con él
durante el homicidio. Ambos de acuerdo y la inspección pasaría página.
Elsa era una caja de truenos. Nunca se podía saber con certeza lo que
había tras esos ojos.
—No puedo asegurarte nada.
—Tienes que hacerlo, Rojo.
—Lo siento, Elsa, pero no mentiré —dijo sincero. Ella apretó los labios y
sus ojos se humedecieron a punto de romper en un sollozo de rabia contra la
persona que tenía delante. Él dudó de su teatro, fruto del teatro o de la
compasión—. ¿Qué vas a hacer? ¿Testificar en mi contra?
—Eres tan ingenuo que estás ciego.
—Menuda sabandija eres.
—Cuido de mí, siempre lo he hecho así… —dijo alejándose lentamente
antes de entrar en el ascensor—. Adiós, Vicente. No quiero volver a verte en
la vida.
Capítulo Dieciocho
Suspendido. Esa era la palabra que se repetía una y otra vez en su cabeza.
Del Cano se lo había dejado claro. Se quedaba fuera, apartado, sin arma ni
puesto en la oficina. Había metido la pata hasta el fondo. Pese a todo, el
Comisario Jefe había sido demasiado benévolo con el inspector.
Allí, sentado frente a su superior, el escritorio de madera de roble y la foto
del Rey Juan Carlos I, Del Cano clavaba sus ojos en la sien de Rojo a la
espera de una explicación que no lo enviara al paredón.
—Ya le he dicho que no tengo nada que ver con la muerte de este hombre
—explicó—. Elsa es mi expareja, eso es todo. Hasta ayer, era la de ese tipo.
Del Cano hacía un esfuerzo por creerse a su hombre o, quizá, por
convencerse de que no había sido el causante de dicho escándalo. El cuerpo
de Policía no pasaba por su mejor momento y aquello era lo último que
buscaban ambos.
—¿Le dijo algo relevante? —Preguntó de nuevo—. Algo relacionado con
ese individuo, si estaba en problemas, si había recibido amenazas…
Rojo tragó con fuerza. Tenía la garganta reseca y le costaba respirar en
aquel cuarto viciado por el tufo a Varón Dandy de su jefe.
—Señor comisario —dijo con voz apagada y arrepentida—. Entiendo la
decisión que desee tomar al respecto, pero no he tenido nada que ver. No fui
yo. No encontrarán nada.
—Por el amor de Dios, inspector… —respondió molesto. Hablar con
Rojo era como pegar patadas a un muro de cemento—. ¡Su domicilio aparece
en el registro de llamadas! ¿Eso es todo lo que tiene que decir? Lástima que no
tuviera pinchada la línea…
—Una mala coincidencia.
—Las coincidencias no existen —dijo Del Cano.
En eso le dio la razón.
Estaba allí por algo más que una simple llamada.
El tiempo se le escurría de las manos calentando esa silla.
—Ni la suerte tampoco, supongo —respondió el inspector—. He vuelto a
ignorar las señales del Señor.
—Venga, hombre —comentó—. Me dirá ahora que es creyente…
—Cuando hace falta.
Del Cano tomó aire para relajarse.
—Escuche, me interesa que cada uno de mis hombres tengan la cabeza en
su sitio —dijo con seriedad—. Sé que es un buen policía, y también que está
pasando por una mala situación, pero esto no le hace ningún bien. Nos
encontramos en un momento delicado y la muerte de esos dos hombres no nos
beneficia en nada. Ni a mí, ni al cuerpo y ni a usted.
—¿Me he perdido algo?
Un comentario desacertado. Del Cano lo miró con saña. El comisario
estaba informado de la actividad de Rojo, de su intrusión en una investigación
cerrada y de los intentos por participar en la reapertura de ésta.
—Le vendrá bien tomarse un respiro, lejos del trabajo, poner en orden su
vida y plantearse la idea de pedir el traslado a otro destino. Puede que un
poco de aire fresco le venga bien, ya me entiende.
Por activa o por pasiva, bajo la fachada del jefe condescendiente, Del
Cano invitaba amablemente, aunque sin alternativa, a que Rojo se largara de
allí para siempre. No le importaba a dónde, ni cómo, pero le había dejado
claro que, desde ese momento, su presencia era tan bien recibida como la de
una almorrana sobre el sillón.
—Se lo consultaré a la almohada.
—Háblelo con quien le venga en gana —contestó con desaire—, menos
con la prensa… Lo siguiente que haremos será investigar a esa chica. ¿Tiene
su contacto?
—No.
—¿Bromea?
—En absoluto —dijo el policía—. De hecho, nunca he sabido realmente
quién era esa mujer.
Del Cano miró al inspector y estudió su expresión, que era lo más
parecido a un puzle falto de piezas.
—Puede marcharse —respondió finalmente hastiado—. Disfrute de sus
vacaciones, mientras pueda, inspector.
Éste se levantó sin más dilación y dio varios pasos hacia la puerta del
despacho. Puso la mano en el pomo y sintió el frío metálico entre los dedos.
Quizá fuera la última vez que pasaba por allí. Nadie lo sabía. El despacho de
Del Cano era lo más parecido a un purgatorio.
—Rojo —dijo Del Cano desde su escritorio. Detuvo su paso y giró el
cuello. El comisario tensó las comisuras de los labios—. Piense en lo que le
he dicho.
Situado en el cerro más alto de los cinco que había en la ciudad, el Parque
Torres era uno de los espacios naturales más importantes de la ciudad.
Verde, plagado de pinares, césped y palmeras, era concebido como el
lugar donde Asdrúbal el Bello, fundador de la ciudad y general cartaginés,
divisaba a menudo la belleza de toda la polis. Lugar turístico para las familias
que disfrutaban paseando y dando de comer a los patos de los estanques
durante el día o tomando fotos junto a los pavos reales que amenizaban los
paseos, para convertirse en una madriguera de zalameros, contrabandistas,
carteristas y drogadictos.
En lo alto del parque, el Castillo de la Concepción, que había servido de
fortaleza hispánica y musulmana, vigilaba mar, cielo y tierra, como había
hecho durante la Guerra Civil.
Gutiérrez y Rojo aparcaron en los aledaños de la muralla y subieron a pie
hasta la entrada del recinto. La llegada del otoño había cambiado el color del
entorno, dotándolo de tonos amarillentos y anaranjados.
Estaba oscureciendo, la humedad del parque se colaba por el interior de
sus ropas. Pronto cerrarían las puertas del recinto.
Una escalera de piedra les invitaba a entrar. Las pisadas crujían sobre las
hojas secas que había en el suelo.
Los dos inspectores se miraron.
Rojo asintió y ambos caminaron en busca de su hombre.
—Mantente cerca y preparado, pero no llames la atención. ¿De acuerdo?
Gutiérrez afirmó con un leve gruñido.
Quién sabía si estarían solos en aquel lugar.
En silencio, tomaron el camino que los llevaba al mirador.
Capítulo Veintidós
El cielo se teñía lentamente de un tono oscuro. Iba a ser una noche noche
limpia, rasa y la vista no podía ser más hermosa. Allí, desde lo alto, junto a la
arboleda y los bancos que rodeaban el mirador, se podía contemplar la ciudad
entera, con sus edificios y colinas, las ruinas del Teatro Romano, el puerto y,
al este, la belleza de la Manga del Mar Menor.
A medida que se acercaban al lugar del encuentro, Gutiérrez y Rojo se
separaron. Ambos sabían lo que debían hacer y las condiciones no podían ser
mejores: tenían el camino desierto.
Rojo estaba nervioso. Confiaba en sí mismo, una sensación que había casi
olvidado.
Tan pronto como llegó a la llanura, contempló la figura de un hombre de
espalda ancha y cráneo liso. Estaba de espaldas, a varios metros, disfrutando
de la inmensidad de la vista y las luces diminutas. Era como un palomo a
punto de echar el vuelo. Lo último que deseaba era asustarlo. La vida moderna
había logrado que las personas se olvidaran del entorno que las sostenía.
Calculó los pasos con sigilo para sorprenderlo antes de que se girara, pero
una mala pisada hizo crujir un montón de hojas entre los adoquines. De pronto,
el hombre volteó la cabeza, lo suficiente como para identificar al oficial. Para
su sorpresa, cuando vio el rostro del inspector, cayó en la cuenta de que le
habían tendido una trampa.
Rojo estaba en lo cierto sobre aquel día.
Luis Ricarte le había vigilado.
El individuo tomó impulso y se abalanzó sobre el policía antes de que éste
reaccionara. Un golpe certero en el estómago lanzó a Rojo contra el suelo. Por
arte de magia y entre los arbustos, Gutiérrez se abalanzó sobre él como una
pantera. Ambos cayeron, se produjo un forcejeo.
Rojo, dolorido, puso las manos en el suelo y se levantó con fuerza.
Junto a los escalones, Ricarte intentaba ahogar a Gutiérrez mientras que
éste luchaba por salvar su vida. Cojeando, el inspector agarró la pistola
empuñándola por el cañón y le asestó un fuerte golpe con la culata en la cara.
Sonó un fuerte impacto. Acero contra hueso.
Ricarte bramó de dolor y se revolcó entre las hojas. Gutiérrez respiraba
panza arriba.
—¿Estás vivo? —Preguntó observando cómo jadeaba el compañero,
colorado como un tomate maduro—. Ahora sí que estamos en paz.
El sol se ponía y los rayos del sol anaranjados cruzaban los ventanales de
la casa. Los habitantes del barrio no tardaron en salir a la calle para saber qué
había sucedido en la vivienda del inspector. Cuando la mujer de Pomares
llegó acompañada de su hija, ambas rompieron en un llanto pavoroso y
desconcertante.
Los zetas se amontonaban alrededor de la entrada y Rojo aprovechó la
confusión para largarse de allí con un cigarrillo en la mano, pero la jugada no
le salió como a él le hubiera gustado.
Del Cano llegaba en un coche patrulla acompañado de otros dos agentes.
Tan rápido como lo vieron escabullirse, el Seat Toledo activó la sirena para
que Rojo se parara. El comisario salía del vehículo uniformado y abrigado
con una gabardina negra.
—¡Rojo! —exclamó a varios metros de distancia. Ante todo, había que
mantener la jerarquía. El inspector se detuvo—. ¡Nos han informado de lo
ocurrido!
—No sé de qué me habla, Comisario… —respondió de espaldas viendo
cómo el cielo se convertía en una paleta de colores cálidos y apagados.
—Gutiérrez nos lo ha contado todo —contestó.
De puta madre, grandullón.
No era momento para preguntas ni porqués.
Rojo se giró y encaró al superior en la distancia. El aire soplaba. Del
Cano tenía los ojos entrecerrados, expectante, a la espera de una respuesta. La
puerta trasera del vehículo seguía abierta y los otros dos agentes permanecían
en el interior.
—¿Me van a cesar?
—No… —contestó el Comisario—. Me gustaría hablar con usted… en
privado. Quizá podamos arreglar este malentendido.
Pensó en que sería padre pronto, en la parte de él que llevaba Elsa.
Pensó en ellos como una familia.
Harto de huir sin ser consecuente con sus actos, creyó que su redención
también había llegado.
—Lo siento… pero tendrá que esperar a mañana, comisario —dijo dando
una calada al cigarrillo—. Anoche me enteré que voy a ser padre… No espero
que me perdone… sólo que lo entienda.
Con Del Cano en la sombra, Rojo tiró la colilla por un desagüe y caminó
calle arriba en busca de su coche sin remordimiento alguno.
Nunca era tarde para empezar de cero, todo momento era oportuno para
disfrutar de la incertidumbre que la vida regalaba a diario.
Tras cruzar el paseo Alfonso XIII y girar para llegar a su casa, vislumbró
desde la ventanilla un ligero alboroto en la calle. La sirena de una ambulancia
se perdía entre los coches de la calle Carlos III. Los vecinos se agolpaban
alrededor de la puerta del bloque de viviendas donde residía el oficial.
Rojo detuvo el coche, tuvo un mal presentimiento de esa escena.
A lo lejos, reconoció la figura de Félix hablando con las empleadas de la
tienda de ultramarinos. El inspector corrió hacia ellos. Tenía el corazón en un
puño. Cuando el propietario del bar sintió su presencia, se giró con el rostro
descompuesto.
—¿Qué ha pasado, Félix? —Preguntó exaltado—. ¿Qué hace toda esta
gente en la puerta de mi casa?
—Rojo, menos mal que has venido… —dijo el hombre preocupado, sin
saber muy bien cómo contarle la noticia—. He intentado localizarte en la
comisaría, pero no había forma…
—¡Al grano, Félix!
—Elsa, tu chica… —dijo y señaló a la furgoneta blanca y roja que había
alcanzado el final de la calle—. Se la han llevado…
Maldita sea, Elsa. En qué diablos estarías pensando.
Nada había cambiado.
—Dime que…
—Una vecina llamó a la Policía después de que no contestara… —
respondió—. La música estaba demasiado alta. Dicen que ha sufrido una
sobredosis…
El mundo de Rojo se hacía más y más pequeño. Estaba agotado, no tenía
fuerzas ni para lamentarse.
—¿Y el bebé?
Félix se encogió de hombros.
—No lo sé, Rojo.
Capítulo Veintiséis
Todo en la vida tenía arreglo menos la muerte y eso era algo de lo que
Rojo estaba convencido. La tormenta de problemas amainó con los días y el
ciclo natural de los hechos restauró el aparente orden en la ciudad.
La colaboración extraoficial de Rojo en el caso levantó las ampollas de la
opinión pública, que se cuestionó la autoridad de Del Cano y la eficiencia de
sus hombres. Resultaba, cuanto menos, de película, que la astucia de un agente
hiciera el trabajo que toda una oficina había sido incapaz de resolver.
Días después llegaron las disculpas, las condecoraciones y las
declaraciones a los medios de comunicación. Del Cano cambió de actitud y,
de pronto, era como si regresar a la comisaría se hubiera convertido en una
actividad placentera.
Los jueces condenaron a Miguel Ruiz por el asesinato del profesor Avilés
y su mujer. Nadie lloró la pérdida de los dos hermanos protagonistas de
aquella funesta historia.
De pronto, la prensa y los programas de televisión nacionales tenían algo
de que hablar. El morbo vendía y el dinero siempre era un goloso aliciente
para seguir machacando a los espectadores. Una triste costumbre que se
acrecentaría con el paso de los años en los medios de comunicación.
Respecto a Pomares, harto de la presión bajo la que vivía, no tuvo más
remedio que pedir el traslado a San Sebastián y llevarse a su familia consigo,
ciudad temida para militares y agentes del orden por la fuerte actividad de la
banda terrorista E.T.A., aunque un lugar seguro para los monstruos que, como
él, llevaban una doble vida.
El despacho volvía a la normalidad y, una vez cerrada la investigación del
caso Ricarte, el trabajo se limitaba a una monotonía necesaria aunque
solitaria.
Pero no sólo Pomares había abandonado el despacho.
Gutiérrez se había tomado una excedencia de un año por asuntos propios.
Rojo temía lo peor de esa noticia, pues Gutiérrez no funcionaba sin trabajo ni
rutina. Sin una explicación clara, se marchó para cuidar a su hija, o esos
fueron los motivos que alegó, aunque ambos supieran que la razón era otra.
—Gracias —dijo Rojo.
—Tendrás noticias mías —le dijo en la puerta de la comisaría antes de
marcharse—, cuando llegue el momento oportuno… Y, no lo olvides, si te las
ves jodidas… Piensa como si tu padre estuviera muerto.
Las palabras del compañero se grabaron como un hierro ardiente en la
memoria.
Esa sería la última vez que vería a su compañero en un largo periodo de
tiempo. Sólo Gutiérrez sabía lo que hacía. El resto era un misterio.
Se despidieron con un fuerte apretón de manos.
El maestro abandonó al estudiante.
—Pensaré como si aún estuvieras aquí.
Capítulo Veintisiete
Dicen que el tiempo lo cura todo, aunque éste no sea capaz de hacer
desaparecer las cicatrices que quedan para siempre. Marcas que recuerdan los
errores del pasado, registros que forman a las personas y las convierten en
quienes realmente son y no quienes dicen ser.
A diferencia de lo que muchos creían, Rojo sabía que sólo las vivencias
forjaban el carácter. Lo soñado contra lo desvivido, lo anhelado contar lo que
jamás existió y quizá pudo ocurrir. Pero, por mucho que lo deseara, no
quedaba más realidad que la del presente, un lugar incierto aunque seguro, un
instante efímero frágil y volátil, capaz de arruinarse a pesar de lo planeado.
Para su fortuna y la de Elsa, la sobredosis no llegó a más que un trágico
susto sin mayores consecuencias. Ella tenía un problema y Rojo estaba
dispuesto a ayudarla.