No Le Des Mas Whisky A La Perrita - Jesus Ubeda

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Los periodistas Jesús Úbeda y Julio Valdeón, uno en Madrid y otro en Nueva

York, reciben un encargo ilusionante: escribir una biografía de Raúl del Pozo,
mito viviente del periodismo y la literatura. Ocurre que este se niega a contar
su vida porque detesta el género: "Las mejores biografías las hizo Plutarco en
el siglo I d. C.; las de después son mediocres". La solución pasa por traicionar
al biografiado entrevistándole a él y a muchos que lo conocen. Es así que
Arturo Pérez Reverte, José María García, Jesús Quintero, Manuel Vicent,
Carmen Rigalt, Javier Rioyo, Federico Jiménez Losantos, Antonio Lucas y
Antonio Casado, entre otros, suman sus voces para pulir un retrato extasiado,
radiante y blasfemo de uno de los hombres que mejor ha escrito y descrito a
España y los españoles.
Raúl del Pozo, que nació el mismo día que Ava Gadner y Jesuscristo,
reportero, corresponsal, columnista, ha enganchado a varias generaciones de
lectores con su prosa feroz y sorprenderá de nuevo esta vez con andanzas,
anécdotas y episodios tan desconocidos como sorprendentes.

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Jesús Úbeda & Julio Valdeón

No le des más whisky a la perrita


Vida, obra y milagros de Raúl del Pozo

ePub r1.0
Titivillus 16.09.2022

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Título original: No le des más whisky a la perrita
Jesús Úbeda & Julio Valdeón, 2020

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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A mis padres, Antonia Úbeda y Dionisio Fernández.
J.F.Ú.

A mi querida tía Mari.


Y a mi hijo Ariel, bienvenido.
J.V.

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PRÓLOGO

ADVERTENCIA SINGULAR
¡Sáltate el primer capítulo, Raúl! ¡Los autores tontean con la parca! Se
permiten hacer broma con tu muerte, malditos ellos y maldita la gracia. No
leas el comienzo. Fantasean con el día en que un municipio de tamaño medio
le ponga tu nombre a una plaza. O algo peor, ¡cuando bauticen con tu nombre
un parque! O peor aún, un centro cultural de paredes de hormigón y puertas
de vidrio templado, como si fueras Lola Flores. O más muerta que Lola, como
si fueras la Pasionaria. No te va a gustar cómo empieza este libro porque
anticipa tu necrológica —¡canallas!— aun sabiendo que gozas de una salud
vital extraordinaria. Tu gozo es el nuestro, Raúl del Pozo. Una vida como la
tuya solo cabe calificarla de sana.

SUCEDIDO
A media tarde del viernes 5 de junio de 2020, con España en estado de
alarma por culpa de una epidemia que aniquilaba ancianos, recibí una llamada
de José María García. «El halago debilita», me dijo, «pero a ti puedo decírtelo
porque sabrás encajarlo». Me puse en guardia. Cuando García hace
preámbulo, o está envolviendo una caricia en estraza o está enfilando la
cerbatana. «Han sido los mejores cuarenta minutos de radio que he escuchado
nunca», afirmó con su irrenunciable estilo hiperbólico. «Yo no abrí la boca»,
repuse, más por fidelidad a los hechos que por modestia desacostumbrada.
«Lo sé», me dijo García, «por eso te llamo. Raúl y Vicent han estado
soberbios. Tú, callado. ¡Qué buena radio!».
Por la mañana, en el programa, habíamos citado a Manuel Vicent, que
estrenaba libro, y a su vecino Raúl del Pozo. Ambos recelan de quien cuenta
batallitas y ambos nos regalaron cuarenta minutos de gloria contándolas. El
poeta Arcadio, asiduo del Café Gijón, murió fulminado mientras disfrutaba de
una paella. Empotró la cara en el plato y gritó la gente: «¡Se ha muerto
Arcadio, se ha muerto!». A lo que el dueño respondió preguntando: «¿Había
pagado?». Le retiraron el plato y lo sirvieron en otra mesa porque,

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exceptuando el impacto, permanecía intacto. En el quirófano, antes de ser
anestesiado, Fidel Castro advirtió a los médicos que iban a operarle del
intestino: «Aténganse ustedes a las consecuencias si me despierto con un ano
artificial». Exigía seguir cagando por donde lo había hecho desde que era
muchacho.
Mientras Vicent contaba lo del ano castrista las risas de Raúl se
escuchaban de fondo, enriqueciendo con su jolgorio el relato. Cuántas veces
no se habrán escuchado el uno al otro estas historias, siempre iguales y
siempre mejoradas. El talento al servicio del embellecimiento de la anécdota.
El humor como primer mandamiento de la memoria.

CELEBRACIÓN
La risa de Raúl del Pozo es una fiesta. Al reír, se aviva a sí mismo para
reír más. Al reír contagia su risa, multiplica la juerga y la socializa. No hay
acto de generosidad más estrictamente humano. De Raúl dice Carmen Rigalt
en este libro que tiene un lado infantil, como un niño que se alimenta de
cariño. Lo secundo. Es un niño, sí. Un niño torpedero que abre boquetes en
los gobiernos dando conversación a gargantas de seda. Un niño campeador
que desnuda falsarios y prepotentes. Un niño puntillero que remata golpistas y
faroleros. Pero niño, después de todo.
En una de las primeras tertulias que hizo conmigo en la radio, Raúl le
metió un rejonazo letal a no recuerdo qué ministro. Yo fingí escándalo para
reforzar el efecto dramático: «Pero hombre, Raúl, ten un poco de piedad». Al
terminar vino a preguntarme, preocupado: «¿No me habré pasado?». Es
frecuente que Raúl inquiera si se le fue la mano o se quedó corto, como si en
el fragor de la conversación perdiera el sentido de la medida y agitara la mesa
demasiado o demasiado poco. De una declaración política que los demás
diseccionamos con celo él dirá que es una gilipollez (y luego se lamentará por
si pudo parecer que nos llamó gilipollas). De un lance parlamentario que nos
parezca arrabalero él dirá que para ver ursulinas se inventaron los conventos
(y luego se lamentará por si pudo parecer que hacía apología de la gresca).
He visto a desahogados líderes políticos, entrevistados en el programa,
agradecerle a Raúl, creyendo recibir un elogio, la más audaz de las estocadas.
He visto contertulios desconcertados al escucharle evocar que un artista de
cine navegaba «lo mismo a vela que a motor», o que Orson Welles le invitó a
una copa y él temió que quisiera meterle mano. Al niño petardero que lleva
dentro solo le mata el aburrimiento. Y la reiteración. Y la conformidad. Y el
servilismo. Es el más joven de todos los opinadores que yo he tratado. Hay

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jóvenes que ya eran viejos cuando comulgaron por primera vez y viejos que
aún serán jóvenes cuando se abran las puertas del infierno. Raúl es un
reportero de ochenta años con veinticinco siglos de lecturas a sus espaldas,
que lleva toda la vida preparándose para escribir la próxima columna. Arma
un folio nuevo cada día desde hace más de seis décadas y sigue siendo capaz
de sorprendernos. Eso no es un columnista, es un milagro.

¡VIVA EL VINO!
El reportero ama la noticia. El escritor ama el texto. No fue fácil
convencerle de que escribiera de nuevo para la radio. Ahí, el de Cuenca se me
puso estrecho. Lo atribuí primero a que no soy Jesús Quintero. Ni Concha, ni
Del Olmo, ni Lorenzo. Luego entendí que al respeto que aún le impone la
palabra escrita se añade el respeto por la palabra dicha. El escritor ama el
verbo preciso, la cadencia de la frase, el color, el tono, ¡el fogonazo
imprevisto que lo revienta todo y deja al lector pasmado! En el programa de
radio, el lector es el escritor. Raúl nos sirve a sus oyentes los tres folios de
letra grande, a doble espacio, que él mismo ha cocinado para nosotros. Eso le
impone. Sabe que sonará su teléfono (el tono de llamada son ladridos) en
cuanto haya terminado. «¿Qué tal leí?», preguntará él. «Mejor que otras
veces», le dirá alguno de sus amigos, más para tocarle las narices que para
darle ánimos.
Su sección la llamamos «Viva el vino» porque daba igual como se
llamara. Es una exaltación de la vida en libertad, de la lengua y de las ideas.
Por su estilo (el de Raúl) y por su independencia (la de Raúl) constituye hoy
una rareza. En un país en el que todo aquel que tiene un micrófono se ha
entregado al sermoneo, la genuina columna radiofónica es la suya. Despunta
como autor característico sobre la vasta legión de sermoneros que formamos
el resto. Él es el autor demócrata que convoca a Cicerón y a Quevedo sin
ánimo de exhibirse y con la naturalidad de quien se ha demostrado inmune a
la fatuidad y la pedantería. En Raúl no cabe la impostura. No se finge
humilde. Es humilde incluso cuando intenta no serlo.
Los viernes se aparece en el estudio de radio media hora antes de que
empiece lo suyo y se sienta en las butacas del público como si fuera un
espectador crítico. Al niño jaranero le gusta que se note su presencia. Jalea a
los colegas que intervienen en antena para que se den cera. Agradece el café
que le trae la productora del programa, «esta chica es maravillosa». Justo
antes de las ocho, mientras emitimos un bloque de publicidad, él le pregunta

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por mí a Latorre, como si yo no estuviera. «Este Alsina, qué raro es, ¿verdad?
Parece buena persona, pero ¿a ti qué tal te trata?».
Cuando yo inicio mi homilía, Raúl se coloca los auriculares y reacciona
con gestos a lo que voy diciendo. Si cometo el error de incluir una frase hecha
—marear la perdiz, verso suelto, jaula de grillos— el gesto se convierte en
aspaviento. Se divierte exagerando la queja y censurándome luego por haber
caído en la vulgaridad, «tú eres un intelectual, no puedes rendirte al tópico».
Exagera también el elogio cuando el monólogo le ha parecido rotundo o
corrosivo: «Hoy te has arrimado», me dice satisfecho, «¿y ahora qué digo yo
si ya lo has dicho tú todo?». Los dos sabemos que aunque abordemos el
mismo asunto, él siempre lo hará con más talento. Yo me entretengo
explicando las cosas, él dispara dándolo todo ya por explicado. Cuando
abandona el estudio aún permanece en el aire el humo de la pólvora del
último pistolero.
Se me quejó de la frase que empleo para introducirle: «Cuando tú quieras,
maestro». Lo de «maestro» le resultaba pretencioso y temía que se pensara
que lo había elegido él. Fingí engañarle inventando que era una evocación de
su juventud como docente y lo dejó pasar. Él no se ve como maestro de nadie.
No le llames «referente», que te devuelve el insulto. Pero yo opino que a Del
Pozo, como a otros veteranos del oficio, les debemos todo lo que hoy somos.
No es que tengan derecho a seguir apareciendo en los diarios, la radio y la
televisión, es que habrían de tener un sillón con su nombre en cada plató y en
cada estudio para que vengan a echar un rato cuando ellos quieran. El
magisterio no se compra. En el caso de Raúl, es un regalo.
CARLOS ALSINA

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BIENVENIDO AL CLUB DE LOS IMPOSIBLES[1]

J. F. Ú.

Hagamos un ejercicio de fantasía: imagine el lector —encantado de


saludarle, sea bienvenido— que el periodista y escritor Raúl del Pozo Page se
hubiera montado ya en la patera de Caronte. Si lo prefiere, por no comenzar
este relato de un modo tan macabro, pongamos que hubiese nacido en el
Camden londinense, en el Greenwich Village neoyorquino o en el barrio
romano de Ostiense, que ahora es pasto de la gentrificación. En tal caso,
apostaría mi colección de discos inéditos de David Bowie a que las más
prestigiosas universidades celebrarían simposios de todo tipo en su honor.
Cierre los ojos, comprobará que no es en absoluto difícil, y mírelos —en su
imaginación, claro—, tan bien vestidos, tan repeinados, tan perfumados, a
esos concejales de cultura inaugurando plazas, jardines y polideportivos —
¿por qué no? En la posmodernidad se ve de todo— con su nombre. No pocas
ninfas millenials se tatuarían en un muslo «No es elegante matar a una mujer
descalza» y lo exhibirían en sus cuentas de Instagram. Oh, sí. ¿Acaso no es
evidente? Como poco, los hipsters de Malasaña lo venerarían como al
borracho e inaguantable fanfarrón de Hunter S. Thompson.
Sin embargo, como Raúl nació en La Torre, una aldea serrana de Cuenca
y, por fortuna —al menos, para quienes le queremos— está vivo y cuenta con
una salud portentosa, su cara no aparece en las tazas que regalan las librerías
de modernos por la compra de dos libros de bolsillo. Ningún español vivo es
profeta en su tierra, excepciones al margen. Cuando Raúl la diñe, los
periódicos más importantes del país —salvo uno, o no, a saber— llevarán la
necrológica a sus respectivas portadas. Los informativos pondrán fragmentos
de sus intervenciones en las tertulias televisivas. Alguna editorial
mastodóntica recuperará algunas de sus novelas olvidadas. A necrófilos no
nos gana nadie. Ni Ed Gein.

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Pero, hasta entonces…
Por otra parte, cabe señalar que Raúl goza de un prestigio profesional
magnífico que revitaliza, actualiza y engorda a diario, ya sea desde su
columna en El Mundo, «El ruido de la calle», ya sea desde sus intervenciones
en Más de uno o en Espejo público. Raúl no juega en el equipo de Homero,
sino en el de Plutarco, a quien se le atribuyen las siguientes palabras: «A
veces, una broma, una anécdota, un momento insignificante, nos muestran
mejor a un hombre ilustre que las mayores proezas o las batallas más
sangrientas». Su actividad periodística y literaria parece bendecida por Dorian
Gray: hay tipos con treinta años más carcamales, en forma y en fondo, que
este mozo galante de ochenta y cuatro años alérgico a las batallitas. Por eso,
para muchos, y para muchos jóvenes, es un referente venerable, el último
ejemplar vivo de una estirpe de periodistas que fumaban y bebían en las
redacciones, que exprimieron y que lucharon, sin aspirar a ser trending topics
o líderes de una ONG, por una libertad que hoy presenta síntomas de
tuberculosis, y que creían que una exclusiva era el bien más preciado del
planeta. Mi querido compañero, el periodista Julio Valdeón, preciso como
Guillermo Tell, lo definió como «el último pistolero» en una columna que
publicó en La Razón. Hizo pleno en la quiniela: no se me ocurre mejor apodo.
—Todo eso son exageraciones tuyas —me dijo Raúl tras leer estos
párrafos—. Hay mucha gente que no me conoce y también gente que me
detesta. Hay quien me dice que nunca he podido ir a la Academia porque
tengo faltas de ortografía.
—Tu modestia sí que es admirable.
—He aprendido el oficio y, cada día, quiero escribir el mejor artículo de
mi vida. Trabajo para ser el primero, pero solo consigo ser uno de tantos.
Además, vivimos una época posliteraria. Ahora los famosos son los
futbolistas; ser columnista es una puta mierda.
Conocí a Raúl el 9 de agosto de 2013. Me gustaría decir que tengo la
fecha grabada a fuego en la memoria; en realidad, para comprobarlo, he
tenido que acudir a mi perfil de Facebook, ese primo hermano pijiprogre,
neoliberal y amable de la Stasi, donde colgué una fotografía de nuestro primer
encuentro. En la imagen, Raúl posa en medio, con una camisa blanca de lino
y un pantalón como de cazador de safari; a la izquierda, se encuentra un
amigo mío de la facultad, el también periodista David García; a la derecha,
servidor de usted, querido lector, con una barriga no tan pronunciada como la
que tengo hoy y, al menos, con la misma cantidad de pelo —con algo hay que
contentarse.

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Acudí a Raúl porque quería su testimonio para un reportaje que estaba
escribiendo sobre Francisco Umbral. El texto lo publiqué en Unfollow
Magazine, una revista digital que, al poco de ficharme, fue engullida por ese
Saturno voraz, inmisericorde y asesino que fue la crisis que sufrieron los
medios, sobre todo, entre 2008 y 2015 —en ese periodo, 12.000 periodistas
perdieron su empleo y 375 diarios, revistas, cadenas de televisión y de radio o
agencias de prensa cerraron—. Me presenté ante Raúl con el pañal puesto,
como Moisés cuando se plantó delante de la zarza que ardía y no se consumía.
O sea, acojonado vivo. Copón bendito: ¡estaba ante Raúl del Pozo, el gran
periodista, el tertuliano de ironía sulfúrica, el que me podía quebrar las
rodillas, como los romanos despachaban a los crucificados más resistentes, en
cuanto patinara con cualquier idiotez de becario virginal!
Antes de continuar, permítaseme un apunte: yo no soy de la escuela de
Umbral, si es que la hay. He leído quince o veinte libros suyos, por no decir
veinticinco o treinta. He disfrutado y disfruto mucho su prosa, pero nunca lo
he sentido como un padre literario ni, mucho menos, periodístico. No soy
umbraliano. Nunca he tenido la ilusión o el temor de que se me compare con
él. Por varios motivos: uno, no soy columnista; dos, por el trabajo que suelo
hacer, el reflejo de su influencia es, o al menos, eso creo, demasiado difuso, y
tres, no quiero pertenecer a esa caterva tardoadolescente, masificada y
defectuosa de imitadores llegados de AliExpress.
Meten la pata hasta el cuadril aquellos que dicen que Raúl es el sucesor de
Umbral, salvo que se limiten a señalar, de manera topográfica, que es quien
escribe la última columna de El Mundo. En las columnas de Umbral apenas
hay atisbo de periodismo, mientras que en las de Raúl siempre hay un deje
informativo, un simulacro de exclusiva. En sus párrafos trasciende un instinto
incontrolable de contar algo que solo él sabe. Lo suyo no es la pontificación
ni la todología. Opina, sí, pero opina menos que cualquier otro. No sé quién
dijo que un columnista debiera ser un reportero retirado. Antes que
predicador, Raúl fue reportero y, en «El ruido de la calle», ejerce como tal.
Como, por un lado, yo quería ser reportero y no columnista y, por otro,
Umbral acababa de morir cuando empecé a estudiar Periodismo en la
Complutense, y no me cocí con sus columnas, sino con los textos literarios,
líricos, llenos de referencias, sí, pero también rabiosamente informativos de
Raúl del Pozo, a quien tomé de referencia no fue al finalista del Planeta por
Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo, sino a la primera persona que
habló del caso Bárcenas en un periódico español.

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De ahí que aquella tarde del 9 de agosto del 2013 me presentara ante Raúl
temblando como un hombre de gelatina montado en un toro de rodeo. Sin
embargo, el que, en mi opinión, es el sumo sacerdote del periodismo español
no solo no me fulminó como Zeus a Asclepio, sino que, tanto con David
como conmigo, fue encantador, generoso y humilde como ningún otro
periodista consagrado —y sin consagrar— lo había sido antes. Se interesó por
nuestro estado laboral, nos animó a fundar el nuevo New York Times desde un
blog y nos intentó emborrachar con un vino de Málaga que le había regalado,
me parece, el editorialista de El Español, Jesús Nieto Jurado.
La fecha no la recordaba, pero sí que guardo en la memoria dos frases que
Raúl me dijo en el día en que nos conocimos. La primera: «Las mujeres más
interesantes de Madrid se encuentran en el Museo del Prado», y la segunda:
«El columnismo es una puta costumbre española, como la Guardia Civil, El
Corte Inglés y la zarzuela». Esta última la pronuncié —citando al maestro,
claro está— en un homenaje que le hicieron a Umbral en el Café Gijón hace
un par de años, por el Día del Libro, creo, no para atizar al autor de Mortal y
rosa, sino para denunciar la escasez de reporteros y la plaga de aspirantes a
columnistas que hay no solo en los medios de comunicación, sino en las
facultades —«Antes, los jóvenes periodistas querían ir en un tanque con los
guerrilleros, al lado de una chica con flores. Querían ser Miguel de la Quadra-
Salcedo y Pérez-Reverte. Luego quisieron ser columnistas, pero ahora, como
pagan tan poco, han cambiado de opinión: quieren ser estrellas de la tele o del
corazón», me dijo Raúl en una entrevista que le hice en Zenda—. Al camarero
del local, José Bárcena, le sentó lo que dije como un puñetazo en el estómago
y, ofendido de una manera que no llegué a comprender —y en esas sigo—,
me echó un sermón sobre el instinto literario de Umbral, su inimitable estilo
—los umbraliers siempre sacan a relucir el estilo, joder— y su genial
personalidad.
En resumen, el 9 de agosto de 2013 es uno de los días más importantes de
mi vida porque conocí a mi amigo —qué palabra tan hermosa: juega en la liga
de «mujer» y de «gracias»— Raúl del Pozo.
Gracias por recordarme la efeméride, Zuckerberg.

La Esfera de los Libros me encargó escribir, junto al compay Valdeón,


una biografía de Raúl del Pozo. Blanco y radiante, como la novia de la
canción de Antonio Prieto, le llamé por teléfono para decirle que me sentía
muy afortunado, etc. y para manifestarle que, por mi parte, nos poníamos a
trabajar ese mismo día. Acelerado, como un publicista en un after, transmití

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mi total disposición y mi entusiasmo envuelto en un paño húmedo y pegajoso
de histerismo posadolescente.
—No hagas una hagiografía ni, mucho menos, una biografía canónica —
me advirtió—. Las mejores biografías las escribieron Plutarco y Suetonio. A
partir de ahí, todas son de cartón piedra. Tú haz otra cosa. Inventa si es
necesario. Eso sí, sin mentir. La literatura es contar con exactitud cómo son
las cosas en la vida. En periodismo vale la invención; en literatura, es mejor
contar la verdad.
Durante las primeras semanas de trabajo, Raúl se negó a hablarme de su
vida. Me daba largas persuadiendo, con una cortesía efectivísima, curada en
barrica de roble francés, alegando compromisos o comentando la noticia del
día. Si me ponía pesado con un tema o, directamente, le tocaba las pelotas con
mi insistencia, guillotinaba la conversación con un «no me apetece hablar de
eso».
—Hoy he leído que el deshielo de los polos puede liberar virus que
llevaban congelados miles de años. La especie humana se puede extinguir: si
cayeron los dinosaurios, bichos que medían hasta treinta metros, ¿cómo no va
a desaparecer de la faz de la Tierra este mono asesino y engreído? Cuando te
enteras de estas cosas, cuando eres consciente de que el apocalipsis real, no el
místico, está tan cerca, de verdad, ¿qué interés tiene que yo te cuente que una
vez estuve con Orson Welles tomando vino caliente?
En la que, en teoría, iba a ser la primera sesión de, digamos, fracking
informativo, me presenté en su casa con un cuestionario enfocado en su
infancia. Cuando le hice la primera pregunta, se indignó:
—¿Pero qué ordinariez es esa de empezar un libro con la infancia de uno?
Y, acto seguido, añadió:
—Por cierto, antes de que se me olvide: no pongas en mi boca que yo me
he acostado con una u otra señora. Nunca diré si he estado con Fulana o con
Mengana. Eso es de miserables y de cabrones. Yo no hago lo que Coll, quien,
cuando le preguntaban si se había tirado a Ava Gardner, respondía: «No digo
ni que sí ni que no».
Ya sabía que Raúl del Pozo, un tipo golfo y seductor, un prolífico
casanova «con erótica» (Paco Rabal), era alérgico al pavoneo. Raúl es la
antítesis de Dominguín: en ningún momento saldría corriendo de la cama para
divulgar que había pasado una noche con la actriz más guapa del mundo. Su
discreción sexual bien podría calificarse como «antipatriota».
Uno de sus mejores amigos, Arturo Pérez-Reverte, ya me había avisado:

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—Raúl, durante muchos años, ha sido muy discreto para no dañar a
Natalia —su difunta mujer—. Entonces, esa prudencia le queda como reflejo.
Él nunca ha alardeado de sus conquistas.
—¿Es verdad que triunfaba tanto con las mujeres o hay algo de hipérbole?
—Raúl folló muchísimo, muchísimo. En mi última etapa en Pueblo, yo
tuve un equipo de reporteros. Ya me iba a la guerra, pero era jefe de
reporteros. Y se trincó a una reportera joven que llegó. Y una vez, me encerré
con él en un despacho y le dije: «Raúl, que sea la última vez que te acuestas
con una becaria mía. Esto es para trabajar». Él me negaba todo: «No, no sé de
qué me hablas». Le respondí: «Sí, sí sabes de qué te hablo. No me jodas, no
me alborotes el gallinero».
El académico insistió en la estricta y acerada discreción de Raúl:
—Raúl ligó muchísimo, pero no era de los que alardeaban, exhibían y
contaban. Para empezar, cuando empezó con Natalia, él ya tuvo mucho
cuidado. Y ha sido muy prudente con ese tema. Mientras el hijo de puta de
Umbral procuraba contar todo, y lo exhibía, y lo publicaba y tal, Raúl hacía
justamente lo contrario. Frente al exhibicionismo de Umbral estaba la
discreción de Raúl. Y Raúl ha tenido mucho más éxito con las mujeres que
Umbral, ha sido más guapo y tal, pero nunca ha sido exhibicionista.
La periodista Pilar Cernuda también suscribió esta tesis:
—Raúl ha tenido sus amantes, las ha tratado muy bien y, hasta donde yo
sé, no hizo daño a ninguna; de Umbral, a quien conocí mucho, no puedo decir
eso.

Así pues, los primeros encuentros que tuve con Raúl con motivo de la
redacción de este libro fueron tan yermos, resecos y estériles como el cauce
del Cigüela en julio. Yo llegaba a su casa, más o menos, a eso de las seis de la
tarde, y o bien lo encontraba rematando el artículo que publicaría en El
Mundo al día siguiente, o bien mirando Twitter y leyendo, horrorizado y, a la
vez, divertido, los comentarios que usuarios como «Lozano69»,
«Destructor_cobra» o «Afrodita_tendenciosa» le dejaban en la versión virtual
de sus textos.
—Hoy solo me han insultado doce veces.
—Debes esmerarte más.
Un par de semanas después, me dijo Federico Jiménez Losantos al
respecto:
—Yo también me leo esos comentarios. Eso es muy de pueblo. Sé que un
60 por ciento serán injurias, calumnias y tal, pero siempre hay alguien que te

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dice algo interesante. Hay medios en los que es difícil. En Libertad Digital los
he quitado, pero en El Mundo hay gente que cuenta cosas. Y a Raúl, que
siempre es un personaje en busca de una columna, creo que le viene bien, le
gusta.
Y el jefe de Opinión de El Mundo, Jorge Bustos, me contaba en el mismo
sentido:
—Me llama mucho la atención la influencia que tienen sobre él las redes
sociales. Muchas veces son una letrina infecta de insultos, vejaciones y
persecuciones. Él está en Twitter desde el primer momento y, aunque no
tuitea mucho, lee todo lo que se le contesta. También lee los comentarios de
sus columnas en la web. Claro, me llama muchos días preocupado porque no
entiende por qué se le insulta, cómo es el mecanismo irracional de ataque. Él
está acostumbrado a la prensa clásica, donde tú no te enterabas de quién se
cagaba en tu puta madre en la barra del bar al leer tu columna; ahora te llega,
te lo hacen saber. Y eso le desorienta: unos días le llaman «rojo de mierda» y
«comunista», y otros «derechista que se ha pasado al golf». Y dice: «Pero a
mí lo que más me jode no es que me llamen rojo o facha: es que me llamen
viejo». Eso lo entiendo muy bien: si Raúl es algo, es un columnista
perennemente joven. Hay columnistas muy jóvenes que huelen a viejo y hay
columnistas viejos que huelen a joven. Y Raúl es uno de ellos.
La perrita de Raúl, Dana, una coton de Tuléar pequeña, peluda y suave,
pero con más mala leche que el burro cursi de Juan Ramón, como poseída por
Yoko Ono, inundaba el despacho con sus infantiles, antipáticos e
inaguantables ladridos dirigidos contra mí.
—Perrita, tranquila —intentaba calmarla Raúl.
—¿Se va a callar alguna vez?
—No se fía de ti.
Los días y las semanas pasaban haciendo caminos sobre la mar, yo no
tenía ningún material no ya potente, sino digno para empezar a escribir un
libro, y debía encontrar una solución para sacar el proyecto adelante. Viendo
que penetrar en la roca era difícil, por no decir imposible, se me ocurrió
bordearla. ¿Cómo? La respuesta la obtuve tras ver en YouTube un vídeo en el
que Juan Joyas, El Risitas, le contaba a Jesús Quintero cómo la marea se
había tragado unas paelleras del restaurante en el que trabajaba.
Llamé a Raúl:
—Oye, ¿tú no fuiste guionista de Quintero durante un tiempo?
—¡Uff! Por lo menos quince o veinte años.

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Con una sensación parecida a la que tuvieron los apóstoles cuando
recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés, decidí que me iría a Huelva
a entrevistar al Loco de la Colina. Me propuse arrancar la historia de Raúl, un
señor que no quería contar su vida, abordando a otro que había hecho 5.000
entrevistas en treinta y cinco años de carrera, pero que llevaba más de un
lustro sin abrir la boca en un medio de comunicación.
—¿Vamos juntos? —pregunté a Raúl.
—Yo de Madrid no me muevo. Salir de Madrid es un error. Yo, de
Madrid al tanatorio; al Cielo no, porque no existe.

Localicé a Jesús Quintero, le expliqué mi plan y, lejos de poner trabas, se


mostró entusiasmado con el proyecto. El presentador me habló maravillas de
Raúl, me lo definió como «un historiador del presente: no es un escritor de
periódicos, sino un escritor en periódicos, el Paco de Lucía de los
columnistas» y, generoso, me dijo: «Lo que necesites. Por Raúl hago lo que
sea». Así, acordamos que yo viajaría a Sevilla, donde reside, el martes 23 de
julio. El plan pasaba por comer juntos y pasar la tarde conversando sobre
nuestro amigo en común.
La charla telefónica fue amistosa y breve y, si bien no dio para mucho, el
gran entrevistador patrio, uno de mis ídolos más venerados, me contó una
anécdota muy divertida:
—Una vez fuimos al bingo Raúl, el Beni de Cádiz, que era un cantaor
extraordinario, amante de Ava Gardner y al que le dieron una paliza los
guardaespaldas de Sinatra, y yo. El Beni no paraba de fallar y, en un momento
dado, se subió encima de una mesa y gritó: «¿Dónde leches compráis los
cartones?».
En el siguiente encuentro que tuve con Raúl, le dije que tenía atado al
Loco de la Colina. Raúl lo celebró y lo consideró un hito, una vez que el
comunicador onubense es esquivo como una lagartija de mercurio y se
camufla con la maestría de un camaleón.
—Mañana llamo a la editorial, les digo que me paguen el AVE, que son
unos cien euros, y el martes bajo a Sevilla.
—Parece que naciste ayer —me dijo Raúl—. La editorial no te va a dar un
duro. Toma.
Y me puso en una mano tres billetes de cincuenta euros.
—El tercero, por si te tienes que quedar a dormir.
En la mañana del lunes 22 vi en mi móvil que tenía tres llamadas perdidas
de Quintero. Le telefoneé a eso de las diez y media y me contó compungido

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que, mientras pasaba el fin de semana en Portugal, empezó a sentirse mal y
que no se encontraba en condiciones de hacer ninguna entrevista. Me pidió
disculpas, le solté el típico «no importa, mejórese» cargado, en realidad, de
ira contenida y de resignación, y quedamos en vernos la semana siguiente.
Llamé a Renfe para cambiar los billetes, di los códigos que me pedían y
me contaron que, de ninguna manera, podía alterar el viaje. Motivo: no los
compré en la web oficial, sino en una página llamada Trenes.com y, además,
sin marcar ningún seguro de cancelación o modificación.
El no-viaje a Sevilla costó ciento diez euros con ochenta céntimos.

Mis padres, un matrimonio humilde y trabajador de un pequeño pueblo de


Ciudad Real, siempre me instaron a «ahorrar una peseta». En mi familia no
hay marqueses, consejeros de urbanismo, grandes empresarios, famosos del
corazón o fatuos instagramers. En general, la manchega es una sociedad
conservadora en lo que se refiere a la gestión del dinero. «Cada duro que ha
ganado le ha costado muchísimo —me dijo José Mota, que es paisano—. Yo
no sé si el paisaje termina por conformar el paisanaje. Quiero pensar que sí. Y
que esa llanura tan grande al manchego le da una vista larga y un paso corto».
Hace no mucho, mi compadre Jeosm, el fotógrafo de la revista Zenda, me
contó que fue a hacer no sé qué —era legal, supongo— a una fábrica de un
pueblo de Toledo. El tío que le guiaba por el inmueble apagaba y encendía las
luces de las habitaciones según se las iba enseñando.
—Es para ahorrar.
Según me relató Jeosm, el tipo del almacén le dijo que era de Ciudad
Real. Y se acordó de mí y de José Mota.
Al final, cuando uno lleva treinta años escuchando que hay que ahorrar,
termina por interiorizar el estribillo y por convertirlo en un dogma cotidiano e
inconsciente. En ese sentido, he superado con creces los parámetros marcados
por mis padres. Por ejemplo: cuando cursaba cuarto de Periodismo, vivía con
mi mejor amigo en un frigorífico de tres habitaciones y sesenta metros
cuadrados ubicado en la calle Ferraz. Nunca poníamos la calefacción —mi
compadre también es miembro honorario de la cofradía del puño cerrado—,
ni cuando colgaban estalactitas de nuestras fosas nasales ni cuando en la
bañera encontrábamos pingüinos. En invierno, en esa casa hacía tanto frío
que, al hablar, el vaho saliente de nuestras bocas refulgía, como auroras
boreales low cost que olían a macarrones con tomate mal digeridos. ¿Cómo
nos adaptamos a la tundra? Convirtiendo las mantas de nuestras camas en
túnicas, hibridando la moda romana con la esquimal.

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Creo que hay dos tipos de austeridad. Por un lado, está la austeridad
activa. Simplificando, es la del rata, la del rácano, la de quien prefiere viajar
con Ryanair y comerse un retraso de dos horas y cuarto en Barajas en lugar de
hacerlo con, yo qué sé —no soy ducho en aerolíneas—, Lufthansa, porque la
compañía irlandesa, pese a su más que generoso catálogo de incomodidades,
hace el mismo trayecto por quince euros menos que la alemana.
Luego está la austeridad pasiva, que es la que implica a terceros, sobre
todo —por no decir exclusivamente— a familiares y amigos. Se manifiesta
cuando el sujeto necesita un favor o, fuera eufemismos, dinero. Me da mucha
vergüenza pedir y, cuando lo hago, demando lo básico. Trato a todo el mundo
como si fuera mileurista.
Por eso, para ahorrarle veinticinco euros a mi querido Raúl del Pozo, en
lugar de hacer en tren el trayecto Madrid-Huelva para entrevistar a Quintero
—estaba pasando unos días en su casa próxima a Punta Umbría—, instalé en
mi teléfono móvil la aplicación de Blablacar y, el lunes 29 de julio, fecha en
la que el Loco me citó finalmente, crucé media España en un coche con dos
estudiantes onubenses y una podóloga de Aranjuez que trabajaba en Mérida.

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2
PUSO LA VIDA EN EL TABLERO, EN LA
BARRA Y EL ESCENARIO

J. V.

Raúl del Pozo ya no viaja a Marbella, donde casi logramos que nos
pusiera los grillos la Guardia Civil, una tarde de sardinas acariciadas por el
soplo del mar y el whisky con hielo, frente a los campos de golf que parecen
sudarios verdes. Dejó de ir cuando enfermó Natalia, la brava Natalia
Ferraccioli, su esposa durante cuarenta y ocho años. El siguiente lustro lo ha
pasado en Madrid. Entubado al solitrón de la noticia. Escribiendo.
Veraneando bajo el granado, en el patio de su casa, en esa colonia krausista
donde dan sombra las torres Kio, de las que un día escribió que no le gustan
porque desafían el hilo de la plomada, le hacen sentir borracho cuando está
sobrio y fueron levantadas con el oro de las mordidas, sobre los huesos de
miles de iraquíes en retirada planchados por Bush padre. En Marbella, la tarde
del acabose, con una borrachera digna de Noé, salimos al campo de golf y
mientras yo terminaba en gayumbos en una piscina —no pregunten, amigos,
no pregunten— Raúl perdió el móvil, olvidado bajo un manojo de
buganvillas. A punto estuvo también de quedarse sin amigos. Unos años más
tarde, en Madrid, después de una comida en Lucio, fuimos al Casino de
Torrelodones. Recordó cuando regresaba a Madrid en el autobús gratuito, el
de los jugadores desplumados, y compartía viaje con Lola Flores, tiesa de
apostar al bingo. Lo cuento más adelante.
A Lola, por cierto, le dirigió un programa que tendrían que recuperar en
DVD, Lola, Lolita, Lola, por el que pasaron los más grandes filósofos y
escritores. Un programa loquísimo, de cuando en televisión eran posibles
aquellos experimentos, de cuando la mejor venganza no consistía en renegar
de cuanto fuimos. En unos años en los que la gente joven descubre con gran
aprovechamiento las enseñanzas posmo de lo folclórico, depurado en el tamiz

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warholiano, y que los guerrilleros de la generación anterior, que combinaron
el antifranquismo con el amor por la copla y el descubrimiento del rock con la
memoria de un país a sol y sombra, supieron aprovechar sin renunciar al
futuro ni renegar del pasado. Total, que la gente lo desconoce, tiene memoria
de pez, pero además del artículo, la novela y el ensayo, Raúl ha brillado en la
tele, aunque detrás de las cámaras. Cuando todavía era posible imaginar una
televisión inteligente, susceptible de considerar al espectador como un ser
respetable, que merece algo más que la metadona del cotilleo diario, las
genuflexiones de los periodistas untados, las tertulias como gallineros y las
infames babosadas de la peor generación de políticos en la historia de la
democracia.
Como Raúl no cree en los cementerios culturales, en el parnaso podrido o
en las distinciones entre alta y baja cultura, en sus columnas, en su
conversación, lo mismo mezcla a Shakespeare, Séneca, Quevedo y Tito Livio
con La Zarzamora que salta de Quentin Tarantino y Pulp fiction a Negrín y
Azaña. Piensa que los mejores hallazgos, el chispazo de la inteligencia, el
aguijón canino de la belleza, puede surgir antes en el debate dadá entre
Fernando Savater y Lola que en una conferencia de obispos, columnistas o
politólogos.
Varios siglos más tarde de todas aquellas aventuras, de la tarde en la que
me presentó a Cabezón de Elche, que iba al Casino en busca de constructores
con ganas de apostar, para limpiarlos al póker, y de aquella otra en la que el
pintor Pepe Díaz, que vivía encima del Gijón, nos cantó flamenco en alemán,
años después de que me presentara en un bar de Gran Vía El fulgor y los
cuerpos, mi segunda novela, con un whisky a media mañana, y de que
llenásemos Casa Patas para verle presentar A Bambi no le gustan los
miércoles, una década más tarde de cruzar media España en el AVE, camino
de Marbella y enganchado a No es elegante matar a una mujer descalza, su
noir supremo, torero sin casticismos, sombrío y golfo, después de tanto y de
todo estoy en Brooklyn, con Nick Cave a toda hostia en el reproductor de
discos y mi hijo, Max, que tiene cuatro años, empeñado en que le compre
unos peces de juguete japoneses que cuestan 50 euros. Juré escribir este libro
mientras Úbeda entrevista a Raúl en Madrid y se mama con mi Lagavulin.
Prometí hacerlo, pero me desborda la soledad, la distancia con el modelo, el
miedo a cagarla, a no estar a la altura. Me acuerdo de las tardes en que Raúl
me llamaba para leerme párrafos de El reclamo, la novela con la que ganó el
Espasa, y que Carmen Balcells, la agente de los monstruos, le agradeció

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emocionada con una rosa roja. A solas con mis neurosis, mi nostalgia y una
cerveza despellejo la memoria y hago llamadas telefónicas.
No sé ni por dónde empezar.
Recuerdo, encima, que hará cosa de un lustro traté de escribirle un libro
similar. Paseamos el proyecto por varias editoriales, pero nadie tuvo el cuajo
de intentarlo. El peor de todos fue el propio Raúl. Quedamos una tarde de
gloria en su casa, bajo el ciruelo, con un solitrón del carajo. Raúl empezó a
darme whisky. Para entonces él ya no bebía apenas, pero le gustaba dar de
beber a sus amigos. Encendimos la grabadora. Lo siguiente fueron dos horas
de arranques fracasados y conversaciones abortadas. De mucha guasa,
muchas anécdotas impublicables y unos cuantos silencios como muros de
Alcatraz. Quería ayudarme, sacar el libro adelante. Pero le aburría hablar de
su vida y le hastiaba escucharse… y estaba el secreto, el agujero negro, la
pena molida y chunga, que prefería no revelar, y mejor que tampoco hables de
eso, ni de eso otro, eso no podemos contarlo, ni aquello…
Raúl ha sobrevivido en el charco de cocodrilos de la política y la
literatura, en el pantano con pirañas del periodismo y la farándula, gracias a
su indeclinable simpatía y su lealtad con los amigos.
Lo explicaba un día:
—Si no eres millonario no te queda más remedio que ser simpático.
Simpático no significa cobista o arrastrado. Pero sí vivaz, salado,
generoso, arrollador y millonario de encanto. Una forma de ir por la vida que
implica no traicionar a los que te estiman y no irte de la lengua ni contar las
cosas íntimas de los amigos. Un pudor que contrasta con el coraje del
reportero que expuso los papeles B del Partido Popular y puso contra las
cuerdas del ring a un gobierno. Porque entiende mejor que nadie la distancia
absoluta entre lo privado y lo público, lo íntimo y lo común. El problema pasa
cuando otro entra en su vida con pretensiones reporteriles e ínfulas de
biógrafo. Que topas con alguien que queriendo contarlo todo no quiere contar
nada.
Para los de mi generación, Raúl fue el banderín de enganche al
periodismo, el veneno de la literatura, la promesa de un Madrid alabeado de
noche y libros.
Pero detesto las hagiografías, las vidas de santos. Habrá quien considere
que este libro a cuatro manos y tres o trescientas voces no tiene sentido.
Así que hago lo más natural, lo único que me está permitido desde mi
puto exilio en Brooklyn, y me lío a telefonazos.
Y los primeros, al propio Raúl.

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Que tiene una idea disparatada, hambrienta y brillante de por dónde debe
ir el texto.
Nada de cronologías medidas.
Nada de buenas maneras. Prohibidas las entrevistas a media voz, los
halagos, los mejunjes biográficos convencionales.
Como avisa el filósofo, desde el minuto uno deja bien claro que piensa
rajar a quien le idealice.
Yo, desde luego, lo admiro por cómo escribe y por lo mucho que se ha
divertido. También porque, como me contaba José Lucas, el pintor, padre de
Antonio Lucas, «combina las corbatas como nadie, y eso, sabes, tiene mucho
que ver con su ojo de artista, con la naturalidad con la que juzga y tasa las
formas, la luz, los colores».
Hablo con Javier Rioyo. Rioyo, él solo o casi, pone en pie el documental
moderno en España, que vuelve a interesar al público y a los críticos después
del rutilante espejismo comandado veinte años antes por Martín Patino o
Jaime Chávarri. Además de su carrera como cineasta se trata de un periodista
de largo recorrido, un escritor inteligente, transido de cultura, cosmopolita y
libre, veterano de programas míticos en la radio, pionero de Radio 3. Ha
trabajado con Raúl en aventuras como el programa de televisión con Lola
Flores, donde los dos escribían los guiones de unas entrevistas y unos
monólogos inolvidables. Le comento que Raúl no quiere un libro de
entrevistas, que apuesta por algo muy faulkneriano, nos da largas, calla
cuando tendría que hablar y boicotea el trabajo. Es un inseguro y un
presumido, un tímido y un exhibicionista, un genio, pero también un manojo
de contradicciones, valiente como muy pocos, cobarde para según qué cosas
(le aterra la muerte y tiene pavor a la enfermedad y a los hospitales) y
seductor nato, con todo lo bueno (y lo malo) que eso significa.
—Claro —dice Javier— necesitáis voces, amigos, gente que cuente cosas.
—¿Cuándo os conocisteis?
—Raúl es una de esas personas que conoces antes de conocerla. Cuando
te interesas por el periodismo, por cómo se escribe en los periódicos, Raúl era
obligatorio, era de los que ya leíamos en Pueblo, cuando éramos jovencitos, y
no sé, creo que nos conocimos en persona una noche a principios de los
ochenta, y estaba lleno de vigor, de fuerza, de atrevimiento y de salud, y
luego digamos que él elegía, y yo tuve la suerte de que pronto me eligió, y me
dijo: «Tú vente con nosotros», y luego me llevó a la tertulia del Gijón, que
tenía unos clásicos, estaba abierta pero estaba también muy hecha, y aquello
fue una revelación, hice amistad con sus amigos, con Tito Fernández, con

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Manuel Vicent, Álvaro de Luna, con el pintor Antonio Villanueva, con
Garrigues Walker, con Clemente Auger, y aquello, digamos, era la pandilla
estructurada del Gijón… pero luego había más, y muchas veces se venía con
nosotros, con la gente más joven, aunque Raúl no parecía mayor que nosotros.
No me refiero a la apariencia, sino a que te podía tumbar una noche, y te
sorprendía con sus atrevimientos, en el periodismo y en la vida, y, en fin,
tuvimos esa cosa enseguida de las afinidades selectivas, y me sentí acogido, y
amigo…
—Y a cambio, imagino, tú deslumbrado con todo el mundo que os abría.
—Fue de una generosidad arrolladora. Conocí enseguida a su mujer, a su
hermana, me llevó a su casa, conocí a Jaime Peñafiel, con el que se llevaba
bien, a Umbral, con el que se llevaba bien y mal…
—Cuando dices nosotros, a quién te refieres.
—Bueno, la gente de Radio 3, por ejemplo… precisamente hoy me he
encontrado con una chica de Palencia, pintora, y me recordaba, «joder,
cuándo veníais con Raúl al Universal, con Michi Panero y Amparo». Era el
mundo prealmodovariano, y había pandillas dispersas, abiertas.
—¿Y a qué bares ibais?
—Salíamos por Chueca cuando no era como ahora, a bares como la
Vaquería, que le pusieron una bomba.
—¿Una bomba?
—Sí, una bomba, era de un anarquista muy curioso, y destruyeron el local
con una bomba, y, por supuesto, íbamos al Cock, al Sol, incluso en el
Pasapoga, que era increíble, con orquesta en directo todavía en los ochenta, y
con putas en la barra, y Chicote, cuando no estaba renovado para la
modernidad y todavía era los restos de lo que fue, con tertulias de la derecha y
putas, y el Corral de la Morería, y los últimos cafés, al Lyon, al Comercial, y
los que había en Malasaña al principio, el Ruiz, bueno, los restaurantes, Lucio
mucho, porque además podías quedarte cuando cerraba, era un restaurante
pero también era un bar, y te permitían estar hasta las tantas, o en Valentín,
donde nos daban lentejas a las tres o las cuatro de la mañana, y aquel chino, el
primero que abrió en Madrid…
—Coño.
—Sí, y estaba también aquel restaurante al que iban las estrellas de
Hollywood, Charlton Heston, Ava Gardner, y una noche fueron invitados por
Samuel Bronston y al Bronston le sorprendió mucho que no hubiera ni un
chino, y le dijeron que estaban todos haciendo de extras en su película, 55
días en Pekín. ¿Cómo se llamaba? ¿El Buda Feliz? Y el que era el dueño de

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esas historias era Tito Fernández, su vecino, su amigo, su compañero de
póker, se querían mucho, y era el tipo al que más admiraban Raúl y Manuel
Vicent, y en fin, por acabar con lo de los jóvenes que tuvimos la bendita
suerte de que Raúl nos acogiera, al final, aunque era más mayor, repito, nos
superaba a todos, la cronología era lo de menos, nos superaba a todos y en
todo: en inteligencia, en valor…
Asiento. Pienso que muchos años más tarde yo tuve una experiencia
parecida. Me abrió los brazos sin conocerme. Desde el primer minuto me
trató como a un igual, como a un amigo. En eso, Raúl siempre fue
completamente distinto a Umbral. Umbral era otro monstruo, las ideas
chocaban en sus folios como bolas de billar imantadas con brujería, pero
llevaba por dentro un forro de frío, un viento crudo en los huesos, y había
somatizado la muerte de la madre, la crueldad de la provincia, el desprecio, la
traición del padre, con una bulimia de éxito que lo hacía incompatible con los
jóvenes, de los que desconfiaba con ese recelo o sospecha que sienten algunos
viejos alfa por el espontáneo que en tarde consagrada a sí mismo, a su culto,
asalta el ruedo. Lo que le sucedió a Umbral con Juan Manuel de Prada, del
que reniega feroz porque el jovencito de Zamora había escrito la novela que él
solo pudo soñar, se antoja impensable con Raúl. Antonio Lucas, David
Gistau, Eduardo Martínez Rico, Manuel Jabois, Alberto Rojas, Jesús Nieto
Jurado, Edu Galán, Rafa Latorre, el propio Úbeda, yo mismo, podemos dar fe
de un tipo que te acogía como si fueras el nuevo Hemingway. Con una
benevolencia inaudita en este oficio de chaperos del poder, huelebraguetas del
talento ajeno y garrapatas del halago, todo el santo día dopados de narcisismo
y mala follá. Umbral, del que Raúl del Pozo heredó la última de El Mundo, y
décadas antes, contaba la leyenda, un abrigo, un trabajo en la agencia
Eurofoto y una novia, Umbral, sí, podía ser asombrosamente tierno, pero el
culebrón del día a día y el miedo a quedarse fuera lo empujaban a chocar
contra los hipotéticos rivales. Por mucho que los aventajara en talento, obra y
milagros.
Resopla Javier al otro lado de la línea.
—Joder, sí, y eso que Raúl para todos nosotros era ya pura mitología.
Pertenecía a los que habían venido de Londres, de París. Estuvo en Buenos
Aires, en Lisboa, en Moscú, venía de la izquierda ortodoxa sin que lo
ideológico fuera nunca lo más importante, porque tenía amigos en todas
partes, en la izquierda y la derecha y el centro. Era un chico golfo, divertido,
guapo, que había, entre comillas, envejecido bien, y seguía enamorado de la
profesión. Y tenía toda la memoria y toda la mitología, hecho a sí mismo, con

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la capacidad de ser admitido en muchos ambientes diferentes, en lugares que
teóricamente no tenían nada que ver con su mundo. Él tenía a leyendas a su
alrededor, como la famosa historia con la duquesa de Alba.
—Hablando de gente realmente importante en su vida, está Paco Rabal.
—Mucho, Paco Rabal fue muy importante para Raúl. Y Raúl muy
importante para Paco. Tenían mucho que ver. Dos muchachos del mundo
rural, muy interesados por la cultura, que triunfan en la ciudad, que la
conquistan a lo grande, los dos naturalmente de izquierdas, es verdad que
Paco hasta el final colgado de sus ideas de juventud, comunistas, y que Raúl
evoluciona, pero tenían mucho, mucho que ver.
—Tanto. Por ejemplo, cuando hablas de la capacidad para mantener
amistades muy diversas, y la falta de sectarismo, y el no mirar el carnet a la
gente, recuerdo ahora que Paco Rabal publicaba artículos en el ABC
Cultural…
—Claro, en el ABC de Anson. Es que mira, en realidad, aunque Paco
Rabal permanecía fiel a ciertas ideas, sobre todo por no traicionar las ideas de
juventud, por una cosa casi sentimental, al final era un españolazo en el mejor
sentido, como Raúl de otra manera, con las esencias de lo mejor de la forma
de ser española, si es que existe tal cosa, con ramalazos muy bohemios, con
su amor por las tertulias, su gusto por la noche, y está el mundo del flamenco,
el de los toros, y luego, y esto ya no es que sea español ni deje de serlo, pero
es el interés voraz de ambos por muchas cosas, por lo que hacían los
monárquicos y los anarquistas, la jet y el pueblo, y se movían por todos esos
lugares sin complejos.
—Además, Rabal, que es mayor que Raúl, lo admite como amigo, como
igual, de forma casi instantánea, igual que luego Raúl a ti. A diferencia, por
ejemplo, del bueno de Umbral, que siempre tenía ese punto de competidor
feroz, no sé si involuntario, porque era una cosa que estaba más allá de su
capacidad de decisión, pero que le llevó a tener grandes desencuentros con
algunos de los escritores jóvenes que se le acercaron.
—Creo que Umbral podía admitir amigos jóvenes, pero a diferencia de
Paco y de Raúl solo en calidad de seguidores, y bueno, tampoco me quiero
poner duro, esto sucede a menudo, nos puede pasar a cualquiera, que en este
mundo nuestro, de la literatura, del periodismo, del cine, acabes con gente
más joven, con discípulos, con chavales que te admiran, incluso que te
idolatran, porque son los que te tocan la pandereta. En honor a Raúl conviene
aclarar que mi admiración, evidente, mi fascinación, no impedía que
pudiéramos chocar, discutir. No exigía adoración. Por más que yo

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considerase, entonces y ahora, que tiene un estilo, una agudeza para contar,
que son un ejemplo. La verdad es que hemos compartido muchas historias,
muchas cosas, personales y profesionales. Él me metió, por ejemplo, a
escribir discursos para Adolfo Suárez, para el CDS, durante un tiempo.
—Y está la aventura aquella de El Independiente.
—Me llamó con toda la generosidad, y al final estuve a punto de meterme
en un lío, porque yo estaba en Prisa, muy vinculado a Prisa, y aquel periódico
era muy anti Prisa…
—Ya, su relación con Prisa digamos que no fue óptima.
—No, no lo fue. El caso es que en Prisa se enteraron de que yo había
empezado a firmar ahí unas cositas con pseudónimo, no sé cómo, y
amenazaron con cortarme la cabeza de forma inmediata. Raúl se ríe y me dice
que estuve un tiempo algo distante, pero no es verdad.
—Bueno, habría sido humano.
—Pero es que no es cierto, yo no perdí la amistad ni la cercanía, pero lo
que estaba claro, lo que me dejaron claro, es que en lo profesional o estabas
en un lado o en otro, y aunque yo no era de nadie, pues claro, tampoco podía
cargarme mi carrera.

De vuelta a Raúl, le llamo y entramos a saco.


—¿El periodismo?
—Es la mejor profesión del mundo. Estuve en Chile, cuando la gran
manifestación, debajo de la tarima con Salvador Allende, y en Cabo
Cañaveral, cuando salió el Apolo, en la isla de Wight, con medio millón de
hippies follando en sacos de papel. Y en París, que me enseñó a tocar la
guitarra el hermano de Paco Ibáñez y veíamos a Sartre en los cafés, cuando
las camas redondas y la revolución.
—Escuchándote uno piensa que, a pesar de todo, realmente merece la
pena.
—Es que para mí el periodismo es una pasión. Tampoco he creído nunca
que sirviera para cambiar el mundo, ni siquiera para salvarlo. El periodismo
es clarificar, enseñar lo que pasa dentro de los palacios. A pesar de todo es el
mejor oficio del mundo. Gracias al periodismo yo he conocido presidentes,
asesinos, grandes escritores, he conocido a Sartre, a Simenon, me he
emborrachado con Aznar, he comido muchas veces con Zapatero y le he
tenido un cariño especial, he podido meterme con Felipe González, le he
escrito discursos a Suárez en secreto, he visto golpes de Estado, no he estado
en muchas guerras pero sí en alguna, y en alguna revolución y

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contrarrevolución, estuve debajo de la tribuna el día de la manifestación del
millón de personas en Santiago de Chile con Allende, una de las más grandes
que he visto en mi vida, he visto cosas de miedo, de gloria, de amor, algunas
tan divertidas, otras terribles, he viajado por el mundo, para mí es como
cuando los españoles que iban a las Indias cruzaban la línea del Ecuador y
morían los piojos. Una liberación como ser humano, es una profesión
bellísima, aunque muchos se quedan en el camino, eso sí, menos en las
guerras que en la ginebra.
—Por cierto, le pregunté a Javier Rioyo por El Independiente, del que no
se habla mucho…
—El Independiente fue un periódico que en cierto modo fracasó, pero fue
el que denunció la corrupción antes que nadie. Le hice una entrevista a Pablo
Castellanos en la que me hablaba de la corrupción, en la que metía a su propio
partido, y fue tan grande el escándalo que salió a desmentirlo, «yo no he
dicho eso a Raúl del Pozo», y no sabía que lo tenía grabado, y a las siete o las
ocho lo di por la Cope, y lo fulminé, cosa que sentí porque le tenía aprecio.
Era un periódico muy bien escrito, que seguía la tradición del siglo XIX, y es
en esa época cuando empezamos a denunciar la corrupción y el crimen de
Estado. Y a raíz de eso yo tuve años en los que iba al Congreso y era un
apestado, cuando los diputados del PSOE me daban la espalda, por no hablar
de cuando estaba en El Mundo y casi me linchan a las puertas de la cárcel de
Guadalajara. Eso no lo olvidaré nunca.
Vuelvo a Marbella, a la nostalgia.
Ya no sale de Madrid.
—Tengo un jardín que te vas a quedar asombrado. Salir de Madrid es un
error. Antes la mejor ciudad del mundo era París, pero ahora es Madrid.
Colgamos.
Quedamos en hablar en unos días. Pero se me cruza el trabajo. Tengo dos
malditos deadlines. El periódico, que me exprime. Yo, que soy un manoplas,
un manuses, un cacaseno, un manta, un cobarde que no sabe decir no a nada y
cuando quiero sentarme con el libro llevo seis artículos entre pecho y espalda,
los ojos ciegos de coser artículos, los dedos entumecidos. Tardo semanas en
regresar a esta introducción, ahogado entre el maldito Donald Trump, que no
deja de dar por saco, y las columnas a cuenta del intento de golpe de Estado
en Cataluña. Emparedado por las crónicas diarias desde Brooklyn y a punto
de entrar o salir para buscar a Max al colegio, para llevar a Max al colegio,
para recoger juguetes, encontrar juguetes, para reponerme de las caipirinhas
que me hace el vecino, que canta samba como Cartola y tiene más peligro que

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Nelson Cavaquinho. A ratos, con el manuscrito esperándome, parezco un
banderillero arrugado frente al bicho. Yo creo que me mira mal, el taco de
folios virtuales, el puto taco aquí guardado, en las tripas de silicio del
ordenador. No encuentro el momento mientras lavo las prosas en el arroyo
sucio de la actualidad, que baja como río de heces. Hasta que al fin me decido
y abro al azar Una derecha sin héroes. Un libro que leí tantas veces que
podría recitar algunos de sus artículos de memoria. O A Bambi no le gustan
los miércoles, que cierra con varios obituarios y uno, dedicado a Paco Rabal,
lo recorté y lo guardé entre las páginas del libro y cuando me falta el aire, el
nervio, el pulso, me meto varias de sus líneas como Sinatra unas rayas de
perico muy puro o Dylan Thomas un par de whiskies. Se titula El mejor
capitán de la noche y el teatro. Solo el arranque ya vale un potosí.

Cuando los mozos se iban a la División Azul, unos voluntarios y otros


a la fuerza, Paco Rabal se fue voluntario al cine (…). Ha hecho mutis y se
ha ido a ese misterioso reino donde según Bryant, cada uno ocupará su
cámara en los silenciosos corredores. Pero él no se ha ido como un
esclavo a las canteras; se enfrentaba a la tumba desde que nació; como los
grandes caballeros, los guerrilleros, los príncipes, los pícaros y los
matadores que encarnó, siempre puso la vida en el tablero, en la barra y
en el escenario. Como el Che, como Colón, como Edipo, no sabía lo que
era el miedo. Como Don Juan, estaba ya presenciando su entierro porque
la muerte le asediaba por la próstata y la garganta, el punto débil de los
Rabal. Vino la muerte a llamarle en el avión que lo traía de Canadá donde
le habían dado un premio. Murió en el aire, como del rayo, sin poder
fumar un cigarrillo de despedida, cuando la tierra no sentía su peso, donde
la tristeza es azul.

Si esto no es escribir como Dios y al leerlo no te entran unas violentas


ganas de escribir, ni sabes leer ni eres escritor.
Le doy un repaso a lo que llevo y finalmente envío estos folios por email a
Raúl y a Jesús, a los que imagino hasta las pelotas de esperar mis textos.

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RATONES COLORAOS

J. F. Ú.

La conductora del Blablacar, Yaiza —si no se llamaba así, tenía un


nombre similar—, una joven de Huelva bellísima, prima de Sherezade, que
estudiaba Enfermería en Alcalá de Henares, me recogió a las ocho de la
mañana en la parada de taxis de la estación de autobuses de Méndez Álvaro,
en la que también chóferes de Uber y Cabify se detenían, fugaces y
temerarios, para recoger a los pasajeros que habían contratado sus servicios.
Ladrillazos a lunas o retrovisores rotos no llegué a ver, pero sí que oí algún
sonoro comentario de carácter fecal dirigido a los muertos o a las madres de
los empleados de VTC.
Como ya dije, a Yaiza la acompañaban otra estudiante, también onubense
y de Enfermería, y una podóloga de Aranjuez que trabajaba en Mérida. Mi
plan pasaba por llegar a Huelva a eso de las dos del mediodía. Quintero me
recogería en la estación de trenes, iríamos a comer a algún sitio y
conversaríamos hasta las siete o siete y cuarto de la tarde, porque el tren de
vuelta a Madrid —el coste del billete se lo encasqueté a Zenda, ya que
aprovecharía y, además de hablar sobre Raúl, le haría una entrevista al
presentador para la revista— partía de la urbe portuaria a las siete y media.
Cuando llevábamos un par de horas de viaje, en plena A-5, el coche de
Yaiza, que había pasado la ITV tres días antes, empezó a perder velocidad.
Viendo que el vehículo no reaccionaba, la conductora se fue aproximando
lentamente hacia el arcén, hasta que el carro se paró en seco. El municipio
más cercano se encontraba a diecinueve kilómetros y respondía al nombre de
Peraleda de la Mata, provincia de Cáceres; a un kilómetro novecientos
metros, rezaba Google Maps, había una gasolinera.
Según mis compañeras de viaje —yo, de automóviles, no tengo ni idea—,
todo apuntaba a que el coche se había quedado sin gasolina y que el contador

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de combustible no funcionaba. Por ello, mientras Yaiza y la podóloga
intentaban contactar con alguna grúa, Cris —la otra estudiante— y yo nos
pasamos al otro lado del guardarraíl y peregrinamos hasta la gasolinera por un
sendero de tierra esquivando cardos, madrigueras de conejos y animales
atropellados. Cinco buitres leonados nos sobrevolaron. Al llegar a nuestro
destino, compramos una garrafa de cinco litros, la llenamos de gasofa y volví
solo —a Cris le salió una ampolla del tamaño de la cabeza de un gato y veía
luces al andar— al lugar en el que se encontraba el vehículo tieso.
Yaiza echó la gasolina y el coche seguía sin reaccionar, como una cierva
deslumbrada.
La grúa tardó más de media hora en llegar al punto en el que nos
encontrábamos. La conducía un perdonavidas con acento caribeño que se
hacía llamar «Mohyto». Llamamos a Blablacar y la compañía no ofreció
solución alguna ni a la conductora ni a los pasajeros —arrieritos somos—.
Gracias a la Virgen de la Cinta, cuando todo parecía perdido, un camionero
nos ofreció su ayuda, hizo no sé qué en el coche y consiguió que arrancara.
Partimos de la gasolinera a la una del mediodía.
Llegamos a Huelva a las cinco menos cuarto.
Tardé otra media hora en encontrarme con Quintero, y no por culpa del
presentador que, puntual, me esperaba en la estación de trenes, sino porque la
pobre Yaiza, un manojo de nervios que en la gasolinera estuvo a punto de
sufrir un ataque de ansiedad, se equivocó y me dejó en la estación antigua, un
edificio amarillo, abandonado, con las puertas cerradas a cal y canto, donde, a
falta de personal ferroviario y pasajeros, dos gorrillas, un negro y una yonki,
casi llegaron a las manos porque uno de ellos indicó a un conductor dónde
tenía que aparcar vulnerando el territorio de su rival.
Cuando vi llegar al Loco de la Colina, corrí hacia él como el hijo que se
encuentra con su padre tras volver de la guerra.

Un par de semanas antes, en uno de los muchos viajes etílicos al fin de la


noche que brinda Madrid como ninguna otra ciudad, a excepción de Berlín,
en El Candela, un garito flamenco de Lavapiés casi siempre bien surtido de
guiris, con problemas de ventilación en los lavabos y en el que sirven un vino
oloroso magnífico, me presentaron —no recuerdo bien cómo, y casi que
prefiero no recordarlo— a un moro burlanga y medio manco —le faltaban
tres dedos en la mano derecha— que se hacía llamar Muza. Este camellito de
risa fácil alardeaba de haber conocido a mucha gente de la farándula y «del
taco, sinior, del taco». A la séptima u octava copa, con la lengua transformada

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en una serpiente sin grilletes que se atreve a discurrir por caminos no siempre
convenientes, le solté que iba a escribir un libro sobre el periodista Raúl del
Pozo. Mientras sonaba el «Vino tinto» de los Estopa, Muza me dijo que lo
conocía, por supuesto, y que sabía de una anécdota que bien me podría
interesar y que solo me relataría en caso de que le invitase a un gin-tonic.
—Coño, yo creía que los moros teníais prohibido el alcohol.
—¿Quieres la anécdota o no?
Como me había quedado sin pasta, le pagué la puta copa con la tarjeta de
crédito. Muza se mojó los labios y arrancó su relato centrando la acción en
Sevilla, en los primeros ochenta. Entonces, Raúl del Pozo era el guionista de
Jesús Quintero en El Loco de la colina. Un día, el presentador telefoneó
furioso a su más estrecho colaborador de entonces:
—¡Me voy a cagar en tu vida! ¡Voy a ir con la navaja y ya verás!
Según el tal Muza, Nadiuska, la actriz de cine erótico que humedeció los
sueños, las manos y las ingles de media España durante la Transición, fue
amante del Loco de la Colina, y esta le puso una cornamenta de alce
escandinavo al andaluz con la firma de su compadre de Cuenca. Quintero,
astado y encabronado, como un tsunami iracundo y descontrolado —un
nacionalista catalán añadiría el adjetivo «democrático»—, retó a Raúl, en plan
western, para darse de hostias en un mesón del barrio de Salamanca, en
Madrid.
—¡Ahí me encontrarás! —respondió Raúl, altanero y burlón.
Sin embargo, aunque hubo declaración de guerra, el conflicto bélico no se
produjo: cuando Quintero, echando humo por la nariz y por las orejas, llegó al
lugar del encuentro, halló a Raúl esperándole de rodillas, a porta gayola,
sosteniendo una servilleta a modo de capote, dispuesto a hacerle una larga
cambiada. El presentador, en lugar de cruzarle la cara, estalló en un ataque de
risa y le dio un fuerte abrazo.
—¿Tú cómo te has enterado de eso? —me preguntó Raúl cuando supo
que yo conocía esta historia.
—Tengo derecho a no revelar mis fuentes.

Cuando a Quintero y a María Indiano, su «asistente, amiga y compañera»


desde hace once años, les narré cómo había sido mi odisea hasta Huelva, me
compadecieron como a un preso de galeras que ha sobrevivido a un naufragio.
En un coche que debió de pertenecer a algún sultán derrocado —qué
carrocería, qué asientos, qué revestimientos—, salimos de la ciudad y,
atravesando una carretera con vistas a un pinar agreste y plácido, a un lado, y

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al mar cobalto e inmenso, al otro, llegamos a la casa del macho alfa de los
entrevistadores patrios, ubicada en un sitio cerca de Punta Umbría.
—La primera vez que lo vi —me contó Quintero— fue en el edificio
Manaure. En aquella zona, por Menéndez Pidal, los edificios tenían nombres
de caciques venezolanos: Arichuna, Manaure, Tiuna… Raúl siempre estaba
leyendo, leyendo y leyendo. En ese edificio vivía entonces Tita Cervera, una
persona muy interesante, en un apartamento muy blanco. Por ahí rondaban
Umbral, Adolfo Marsillach, un montón de flamencos…
El Loco vivió en Madrid trece años, durante una etapa que califica de
prodigiosa, en la que el «acceso a la cultura estaba muy a mano» y en los
bares de copas sonaban los Beatles, Otis Redding y Billie Holiday. Raúl
empezó a colaborar con él por estos días, en los que el nombre de Quintero
cobró una fuerza mediática y una resonancia popular más que notable por El
hombre de la roulotte, un programa con un formato revolucionario que le
llevó a recorrer toda España, de pueblo a pueblo, en una caravana «llena de
sartenes y de libros de viajes, como el de Marco Polo o los Campos de Níjar
de Goytisolo». Entrevistó a pastores, a cazadores furtivos, a autoestopistas y a
sordomudos que se tiraban de aviones de madera por una cuesta.
Cuando Quintero dio por cerrada la etapa de El hombre de la roulotte,
decidió retirarse del mundo de la comunicación, se marchó de Madrid y se
instaló en Sevilla. Motivo:
—La depresión, ya sabes, y todo lo que acarrea: pena, abatimiento, apatía,
desgana, desilusión, falta de ganas de vivir, falta de energía para ejercer
cualquier actividad, problemas de sueño y de concentración, ideas suicidas…
Mientras, como en el poema de García Montero, Quintero deshojaba «el
triste racimo de la nada» bajo una nube negra, un amigo suyo de RNE, Juan
José Borrego, le animó a que regresara al ecosistema radiofónico y le instó a
que presentara un programa piloto:
—Yo le dije: «Se me han apagado todas las luces internas, no tengo nada
que ofrecer». Borrego insistió, me fui a la discoteca, seleccioné unos discos y
me puse ante el micrófono.
Cuando Quintero envió ese piloto a la sede central de RNE en Madrid, el
entonces director de la radio pública dijo: «Este programa induce al suicidio».
—Me dieron unos consejos —continuó diciéndome Quintero— y me
aceptaron el programa. Lo llamaron Para mayores sin reparo. El nombre no
me gustaba nada, parecía el de una revista de Colsada. Una noche, me puse
frente al micrófono y dije: «¿Para quién hablo? ¿Quién me escucha? Siento
que mi cabeza funciona como un fórmula 1 por un acantilado. Hasta aquí me

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llega tu depresión», y le di un golpe al micrófono, porque ya estaba harto. El
técnico me puso de fondo el «The Fool on the Hill» de los Beatles, y dije:
«Me siento como un loco en la colina». Cuando dije eso, la gente empezó a
llamar en masa y se bloquearon todas las centrales de RNE.
En ese momento, Quintero exigió que el programa se llamara El Loco de
la colina. El director de RNE se negó en rotundo y entendió que el espacio
debía desaparecer.
—Eso me costó casi tres meses de castigo. Al volver, impuse que el
nombre fuera El Loco de la colina, y entonces lo aceptaron.
No le falló el instinto al onubense. Cuarenta años después, El Loco de la
colina es considerado un programa inigualable, mítico, de culto, una vacuna
contra la mediocridad, un oasis de inteligencia, un espejo radiofónico en el
que desahogarse, un hombro en el que llorar. El espacio se emitió en RNE de
1980 a 1982. En ese año, la Cadena Ser quiso fichar y fichó a Quintero, quien
puso las siguientes condiciones:
—Cuando me preguntaron qué quería, respondí: «Dos millones de
pesetas, un equipo de sonido y meterme en un convento con Raúl del Pozo».
Nos fuimos a un convento y no veas, se nos ocurrían cosas maravillosas.
Estábamos absolutamente conectados. Ahí fue donde conocí realmente la
genialidad de Raúl: sus ideas, su brillantez, su originalidad…
Asalariados de Quintero fueron Raúl del Pozo, Javier Rioyo y,
posteriormente, Javier Salvago. Este último, en su libro de memorias El
purgatorio (Renacimiento, 2019), escribe: «Del Pozo debió de ser el ideólogo
y el alma de la primera época de El Loco. Parece ser que, por aquellos días,
había roto con todos estos colaboradores, aunque la ruptura no fue definitiva y
siempre mantuvo una cierta amistad, especialmente con Raúl del Pozo».
Le mencioné a Quintero este fragmento de las memorias del poeta
sevillano, y él lo rebatió o, al menos, lo matizó:
—Cualquier profesional sabe que tienes que contar con un equipo. La
realidad es esa. Ahora, que ellos fueran el alma del programa… El Loco de la
colina es una idea mía, en la que no quise poner límites a la imaginación,
utilizando todas las posibilidades de expresar sensaciones y sentimientos en el
espectador, cuidando los textos, manteniendo la continuidad de las historias
dando ritmo a las situaciones, planteando los ambientes utilizando decorados,
vestuario y atrezo, indicando que en el guion debían aparecer las
características físicas, psicológicas, culturales y sociales de cada personaje,
detallando ampliamente los sonidos ambientales internos y externos, la
música, tan importante en mis programas…

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El presentador nunca ocultó que sus cuestionarios estaban escritos a
cuatro o, incluso, a seis manos:
—Sí, ellos me daban las preguntas. Pero cuando empezaba la entrevista,
yo me perdía. Los colaboradores pueden sugerir temas, pero, al final, te
quedas solo con la documentación. Si el encuentro no es verdadero, si no es
apasionado, no llegarás a nadie. Una cosa es preguntar a mil kilómetros y otra
crear una atmósfera. Había días en que llamaba al estudio y decía: «No quiero
ver a nadie, quiero sentirme solo». Y, desde esa soledad, hacía un
llamamiento: un día a los músicos abuhardillados, otro a los poetas, otro pedía
que viniera mi madre… Cada día me inventaba algo. Cada día tenía la idea de
que debía hacer cinco cosas que no se hubieran hecho jamás en la radio. Ten
en cuenta que conocí la locura y la depresión. Fui a hacer la entrevista a
Alfonso Guerra a La Moncloa con litio metido en el cuerpo. A veces, cuando
terminaba el programa, no sabía ni dónde estaba mi casa. Y se encontraba en
el callejón del Agua, en el barrio de Santa Cruz, en Sevilla. Y me tenían que
acompañar los compañeros porque me quedaba colgado alguna que otra
noche.
El Loco también se refirió a la entrevista que le hizo a José María García
en febrero de 2007 y que TVE española censuró.
—Un día, Raúl me propuso entrevistar a Butano. Le pregunté si iba a
hablar y Raúl me contestó que iba a romper la omertà. En efecto, la entrevista
a García fue una bomba. En la noche en la que estaba prevista su emisión,
inesperadamente, apareció un negro en TVE, el primero en democracia.
Pregunté a García por Florentino Pérez, y este lo llamó «mafioso» y declaró
que él y Valdano se habían cargado al Real Madrid. Al día siguiente, me
llamó Raúl y me dijo: «Estás liquidado». ¿Por qué? Porque había visto en la
tribuna del Santiago Bernabéu al entonces presidente de TVE, Luis
Fernández, con Florentino. Y no se equivocó.
Con sucinta amargura y un ligero deje de rabia contenida, Quintero
continuó diciendo:
—Se supone que los periodistas estamos para velar por la libertad y los
derechos de todos. En este sentido, muchas veces me he sentido muy solo.
Todos sabemos que la censura existe y que no ha desaparecido. Se ha hecho
más sutil y más sibilina, pero todos los que nos dedicamos a esto sabemos que
la censura existe. Si estás en el canal de Berlusconi no le puedes atacar, y eso
que tiene más de un tomatazo.
Quintero rebuscó en los mil papeles, cuadernos y periódicos que había
sobre la mesa de su patio y, de ese bosque de celulosa, extrajo una carpeta de

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plástico azul transparente. La abrió, la hojeó y sacó un folio:
—Mira lo que decía hace cincuenta años el periodista estadounidense
Edward Murrow, que luego sería retratado en la película Buenas noches,
buena suerte, en un discurso dado en la Asociación de Directores
Informativos para Radio y Televisión: «Como no dejemos de considerarnos
un negocio y no reconozcamos que la televisión está enfocada, básicamente, a
distraernos, engañarnos, entretenernos y aislarnos, la televisión y los que la
financian, los que la ven y los que la producen podrían percatarse del error
demasiado tarde». A continuación, dice: «Ese demasiado tarde parece que
está llegando». Y yo añado: espero que no sea demasiado tarde para el
diálogo, aunque sí creo que es demasiado tarde para la publicidad en las voces
de los presentadores, demasiado tarde para la mentira, para las noticias falsas
o los emigrantes. Es demasiado tarde para el terrorismo, para la llegada de
Jesús, y también es demasiado tarde para judíos y árabes: o me matas o te
mato. Espero que no sea demasiado tarde para la guerra mundial: con
Kennedy, Kruschev, Juan XXIII nos pudimos salvar, pero con Donald Trump,
Putin, Francisco y Johnson, uff, no sé, no sé. Desde luego, no es tarde para los
políticos en campaña —remató sonriendo.
La alarma de mi teléfono móvil escupió su desagradable, insistente y, en
el fondo, salvavidas pitido a las siete menos veinticinco. María y Quintero me
llevaron a Huelva y me acompañaron hasta las puertas de la estación de
trenes.
—Pisa más, María —le decía Quintero en el trayecto—, a ver si el chico
va a perder el tren.
—Jesús: uno, vamos bien, y dos, si acelero más, en el mejor de los casos
nos ponen una multa que nos dejan tiesos. No seas tan pesimista.
En su coche, el Loco recordó que, en los setenta, cuando Raúl trabajaba
en Mundo Obrero, daba «conferencias» por los pueblos y que le
acompañaban él y el periodista Antonio Pérez Henares. Justo antes de
despedirnos, le pregunté por el affaire con Nadiuska y el rifirrafe sentimental
con Raúl. Con una sonrisa tímida, pero también pícara, respondió:
—Te podían pasar muchas cosas con Raúl, con ella y conmigo, pero me
da vergüenza contarlas, la verdad.
Y, con un punto melancólico, agregó:
—Era una mujer extraordinaria. Me decía que, estuviera donde estuviera,
a las doce se ponía a escucharme. No sé dónde está ni cómo está. Me da una
pena tan grande…

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Cuando regresé a Madrid, visité a Raúl para contarle cómo había ido el
encuentro que había tenido con Quintero. Lo ubicó en Manaure, territorio de
diplomáticos y de «chicas que tenían muy buenas amigas», intentando matar
su acento andaluz, hablando como un locutor de Arganda y convirtiendo sus
retransmisiones en salmos. Raúl también me dijo que el Loco «era un gran
seductor»:
—Parece un poco afeminado, pero no es homosexual. Se lio con una
bailaora, la más guapa de España, Merche Esmeralda, con quien estuvo a
punto de casarse. También salió con la cantante Soledad Bravo, a quien le
produjo un disco con poemas de Rafael Alberti.
La casa de Quintero era un jardín de las delicias en el que bullían
intelectuales, artistas, flamencos y gitanos:
—Aunque es payo, tiene algo de la gente del cobre. Se entiende muy bien
con ellos. Era muy amigo de los flamencos y los representaba a casi todos. Se
codeaba con Paco de Lucía, de quien fue su mánager y a quien llevó al Teatro
Real, con su hermano, con Pepe Sanlúcar…
El castellano y el andaluz empezaron a trabajar juntos cuando el segundo
presentaba El hombre de la roulotte. Raúl afirma haberle escrito en torno a
mil folios, que no sabe «dónde los tiene, pero sé que los tiene, porque lo
almacena todo», que contienen manifiestos con tintes hippies, comunistas y
anarquistoides, en los que predicaban la libertad absoluta, revisaban con
golfería Mayo del 68 y animaban a la tropa a hacer el amor como conejos,
«hasta en los ascensores», antes de que reventara el mundo.
Para pagarle sus servicios, Quintero citaba a Raúl en el hotel Alfonso XIII
de Sevilla. «Tanta pasta, tantos folios».
—Hizo la radio más innovadora del momento. El Loco de la Colina fue
un pelotazo. Decimos ahora las cosas que decíamos entonces y nos meten en
la cárcel.
—Él me dijo que vosotros le pasabais los cuestionarios y que, cuando
empezaba la entrevista, se perdía.
—Eso es verdad, no miente. Un día me dijo Sabina: «Joder, yo estaba
enamorado de El Loco de la Colina, y ahora me he enterado de que eras tú el
guionista. Tendría que estar enamorado de ti». Y le respondí: «Te equivocas:
Jesús Quintero es capaz de hacer una sinfonía con un padrenuestro». Tiene el
secreto, el duende de la voz.
Al referirme a las conferencias que daba durante su época en Mundo
Obrero, Raúl corrigió el dato aportado por Quintero:

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—¡Qué coño conferencias! ¡Eran mítines!

Página 38
4
SE ACABÓ AQUEL ESTADO DE GRACIA DE
LAS NOCHES DE OLIVER

J. V.

Pocos columnistas más ligados a la trayectoria sentimental y poética de


Del Pozo que Manuel Vicent. El valenciano, que estudió Filosofía y Letras y
Derecho y viene de una familia republicana, comparte mucho con el
conquense que baja de la serranía como un ladrón de oído y toma Madrid al
asalto. Les une el amor por la literatura, el oro sucio del asfalto que cruzaban
a medianoche, el conocimiento mutuo de toda una generación de buscavidas,
pícaros, poetas tuertos, novelistas frustrados, santones del asunto, camareros
con vocación de escritores, y el amor por Alfonso González Pintor, cerillero
del Gijón, hijo de la minería, palentino, anarquista y guardián de los secretos
del café donde las sucesivas manadas de aspirantes a escritores sentaban su
culo blanco a la espera de inspiración o locura. Al vendedor de tabaco y
lotería en el Gijón Vicent lo definió como «el hombre que se lo sabía todo, el
prestamista más legal». Prestó dinero a los dos columnistas y a otros muchos.
A todos les respondía con ese temple descreído y castizo de hombre bueno y
discreto. Vicent, Del Pozo y otros jugaron a su vera muchas partidas y
discutieron sobre culos y musas, revoluciones, alejandrinos y suripantas. El
hombre que firma la columna de honor en El País los domingos y el dueño de
«El Ruido de la calle» comparten también una aversión visceral a los
enemigos del placer. Detestan a los cruzados de la bragueta ajena, generales
en el catre del prójimo para los que todo el arte que merece la pena fue
siempre arte degenerado y todos los artistas e intelectuales un hatajo de
robaperas y sinvergüenzas sin más oficio que el de vivir del aire y follar a
destajo. Une haberse fogueado en un periodismo agraviado por la tenaza de la
censura y el diapasón del franquismo, regido por la testosterona radical de los
más exaltados y la mano blanca, blanda, de los tecnócratas. Pero todavía más

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y mejor traba la singladura compartida por los puertos interiores de la ciudad
desnuda. La persuasión de que el exceso de ideas seca la columna, que
conviene siempre amueblar con un amasijo de elucubraciones y objetos,
conceptos e imágenes, teorías y manzanas, ánforas, látigos, gatos, gemidos y
opiniones.
Pero lo que sellaron los naipes del póker, las sillas del Gijón y las
penumbras del Oliver lo hieren las guerras de los medios, mediados los
noventa. Los periodistas sufren alanceados por las maniobras de unos grupos
empresariales organizados en bandos irreconciliables. En la muerte de
Umbral, con el que por ejemplo colaboró en Hermano Lobo, Vicent escribirá
un cuadro general de la batalla que sirve para explicar los desencuentros y
sinsabores súbitos de unos periodistas que habían trabajado convencidos
durante años de que las políticas de empresa y el recelo de las cabeceras no
arruinarían las amistades: «Cuando las agrias banderías de la política pasaron
al periodismo se acabó aquel estado de gracia de las noches del Oliver y
Bocaccio, donde los escritores, intelectuales y periodistas de cualquier medio
e ideología tomaban copas juntos y empujaban el carro hacia el mismo
horizonte de la libertad; pero hubo un mal día en que se establecieron bandos,
trincheras y garitas contrarias y comenzó el fuego cruzado, los tránsfugas iban
de acá para allá, cada uno detrás de su propia sardina económica. Umbral dejó
El País y se pasó al enemigo. En El Mundo fue recibido como un héroe. Lo
mismo había sucedido con Cela. Ambos escritores fueron convertidos en
armas arrojadizas, en hombres bala contra antiguos compañeros que habían
sido sus aliados naturales». Nótese la mención, jocosa, irónica, pero
inquietante, del «enemigo».
Cuando pregunto a Rioyo por la relación entre Raúl y Vicent me interesan
también sus desencuentros. Porque a nadie se le escapa que entre los dos hubo
un distanciamiento. Si la relación de cualquier autor con sus influencias es
siempre agónica, lo digo yo, pero sobre todo lo decía Harold Bloom, o sea,
una emulación que acaba necesariamente en asesinato del padre, incluso
masacre, o indecorosa derrota, la amistad entre dos autores tan parejos por
razones vivenciales y de otras índoles estaba llamada a agriarse o siquiera
enfriarse. Por mor de los problemas entre las cabeceras y por lo inevitable que
resulta que en la hora del triunfo personal los grandes columnistas acaben
identificados de forma profunda con los medios. Me refiero a una filiación,
ojo, que no tiene que ser necesariamente peyorativa. De hecho, diríase que
tanto Raúl del Pozo como Manuel Vicent hubieran metabolizado, y al mismo
tiempo creado, las mejores virtudes de los periódicos que les acogen, la faceta

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progresista y cosmopolita y elegante de El País, evidente incluso desde la
tipografía y los espacios en blanco, la viveza y la independencia irrenunciable
de El Mundo, siempre un punto más barriobajero, pero también más
libérrimo.
—Siempre defendí que El País tenía que haberle fichado —suspira Javier
Rioyo— Habría formado una dupla imbatible con Vicent. El esteta y el
pistolero. Habría sido un tándem cojonudo. Pero no pudo ser. Javier Pradera y
los otros no le toleraban. Ellos venían de familias de la burguesía ilustrada y
Raúl procedía de otro mundo, más de la calle. No podían soportar que el niño
que venía del pueblo, de la sierra, escribiera mejor que todos ellos y hubiera
asaltado los cielos a puro talento.
Supongo que Vicent, el otro gran prosista de El País en los ochenta junto
a Umbral y Manuel Vázquez Montalbán, resultaba más digerible para las
elites pilaristas y orteguianas de El País, por esa cosa suya de epicuro,
mediterráneo y elegante, que el miope y caníbal Umbral, a la postre encerrado
consigo mismo, y el incontrolable Del Pozo, que como todos los que pasaron
por el PCE y sus inmediaciones siempre conservaba la profunda desconfianza
hacia el PSOE. Pero sucede que a finales de los ochenta se abre una ventana
de oportunidad en el periódico, que dirían los cursis. Los artículos de Umbral,
en ocasiones brutales contra escritores e intelectuales hispanoamericanos
como Octavio Paz y Vargas Llosa, terminan por abrirle la puerta. Acaso
entonces podría haberse ensayado la llegada de Raúl del Pozo al que entonces
era, hace ya siglos, el periódico de referencia español. A Rioyo se le nota a la
legua el embeleso por Vicent y Del Pozo y una punta ya lejana de frustración,
o cuando menos de curiosidad, por lo que pudo haber sido.
—Cuando Umbral entró en crisis en El País, Raúl tendría que haber
estado ahí. Vamos, sin duda. Pero no se atrevieron, y Raúl se va con Pedro J.
y se hace fuerte ahí. No sé, luego, con el tiempo, puede que pensaran que se
había hecho muy de Marbella, y como ellos eran más de Comillas… Se lo
decía a Juan Cruz, y pensaba que no iba a querer, Raúl no va a querer, pero la
verdad es que no se atrevieron. Y estoy seguro, además, de que a Polanco le
habría encantado Raúl, y con Pancho [el editor Francisco Pérez González,
cofundador de Santillana y fundador de Taurus] se habrían llevado
fenomenal.
Después de muchos años de leerle en El País y después de haber leído A
favor del placer, aquella recopilación de columnas con la que lo mismo
podías irte a buscar el leopardo de las nieves que descubrir la conexión
profunda entre el arroz y las Perseidas, le pido a Raúl el teléfono de Vicent.

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Me decido a llamarlo. Le comento que estoy en Nueva York (cierto) y que
sería un honor (también) hacerle una entrevista y que podemos hacerlo por
email o por teléfono y si por teléfono entonces mejor a través de WhatsApp
para no arruinarnos. Me responde que casi mejor si le envío un cuestionario.
Al colgar sospecho que piensa que le ha llamado un subnormal e imagino que
telefoneará a Raúl para preguntarle si el rollo es verdad o soy un bielorruso o
un guatemalteco metido hasta el cuello en algún movidón de timos
telefónicos, por alambicado que resulte. Pero debió de quedar satisfecho y en
apenas un día Manuel Vicent responde con un correo electrónico bellísimo:

En las noches del franquismo fuimos aliados naturales, nos conocimos


en el Café Gijón, bebimos juntos, nos reíamos de las mismas cosas,
odiábamos a lo mismo, a los mismos. La tertulia del Gijón estaba formada
por cómicos, jueces progresistas y periodistas. Entonces la profesión te
unía más allá de las ideologías y cada uno se sacudía las pulgas a su
manera. A la libertad había que agarrarla por el rabo. Luego vino la
democracia. Las ideologías se alinearon frente a frente y todo iba bien
hasta que los medios en los que trabajábamos se convirtieron en
enemigos. El País y El Mundo eran trincheras irreconciliables. En este
caso el odio bajaba hasta la pluma de los periodistas de redacción y sobre
todo a la lengua amarga de algunos líderes de opinión. Creo que Raúl y
yo pudimos salvar la amistad a trancas y barrancas a través de la misma
pasión por el juego, por la bajada a los garitos, por una especie de
anarquía vital que acababa en carcajadas.
En plena batalla entre los medios me permití el lujo de escribir un
perfil elogioso de Raúl sabiendo que no iba a sentar bien en mi periódico.
Tal vez es demasiado literario e hiperbólico. Y aquí está, fechado en 19
de abril de 1992: «Tenía que estar muerto varias veces Raúl del Pozo, este
Robin Hood de Cuenca, pero en el instante en que lo han ido a colgar
sentado en el caballo siempre ha habido alguien que ha disparado a la
soga y el periodista ha huido cabalgando hacia el Café Gijón. Es un
personaje literario hasta lo más blando del hueso: cuando pierde en el
casino parece un Dostoievski con la lengua de ceniza o la niebla de
Torrelodones; si triunfa en un garito saca el pecho de vaquero y entonces
se olvida de Ulises y prefiere ser un John Wayne que hace flamear los
adjetivos a modo de banderas. A pesar de todo, su mejor arma es el
insulto: nadie como Raúl del Pozo está dotado para convertir el agravio en
una media verónica ni el elogio en un descabello. A veces liga ambas
suertes en un mismo párrafo, y esa forma de trotar con suma brillantez

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sobre las cabezas de los políticos ha sido elevada solo por él a estilo o
gracia. Por ese turbión justiciero que se le instala en el cerebro según la
luna tenía que estar muerto si la suerte que acompaña a los garduños no
fuera su aliada. En los días más duros del franquismo se lio a golpes con
el famoso policía Billy el Niño por defender a un barquillero de la Gran
Vía, y salir indemne de ese lance es más difícil que escribir una oda de
Homero. Fue un periodista emblemático en las noches de la Transición,
que se componían de libertad y miedo, de amor y pelotas de goma. Era
infinita la agonía de Franco y el espejo cóncavo de ese callejón del Gato
hacía guapos a todos los comunistas: Raúl del Pozo estaba dentro del
humo de los cafés literarios junto con otras siluetas de pícaros, poetas
malditos y ninfas rotas; entre ellos utilizaba ese marxismo epicúreo que
no olvida los placeres que le son debidos al hombre. Y por mucho que el
asfalto se le haya metido en la sangre nunca dejó de tener ese aire
silvestre que le viene de una infancia en el monte. Aún ahora Raúl del
Pozo es un comandante de sí mismo: excitado por el fulgor de sus
palabras, asustado al verlas convertidas en un látigo».

«Por lo demás», añade Vicent, «odio contar batallitas de aquellos tiempos.


Creo que fuimos una generación que por fin logró quitarse la caspa franquista
de encima. Raúl y yo somos vecinos en la misma colonia. Vive enfrente de mi
casa. Desde mi estudio le veo salir y entrar, cuando va a la radio, a jugar al
golf, o a cualquier parte, unas veces en traje de deporte y otras muy
encorbatado. Ya se sabe lo que pasa, uno comienza a cometer varios
asesinatos y acaba por no saludar a su vecino. Raúl y yo nos saludamos, pese
a no haber matado a nadie».

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5
DIOS, BAJO LA SOMBRA DE LOS GRANADOS

J. F. Ú.

Raúl del Pozo vive en la Colonia Los Cármenes, sita cerca de Chamartín,
muy cerca, como ya ha apuntado el compay Valdeón, del Canal de Isabel II y
de las Torres de KIO, ese engendro urbanístico, financiero y corrupto que
Santiago Segura derribó en una de sus películas de Torrente con un avión de
«Ibirria». Es un barrio tranquilo, repleto de casas blancas, más emparentadas
con las mansiones, sin llegar a serlo, que con los pisos patera, que tienen una
altura de un par de pisos y que, en general, cuentan con jardín y garaje. La
colonia fue construida entre 1926 y 1928 por Luis de Sala y Mar, un krausista
que fue jugador y que, según contó Raúl en su libro Una derecha sin héroes
(Espasa, 1998), fundió sus bienes y ahorros en los casinos y en los garitos del
Foro. En los últimos años de su vida, el tipo malvivió de la caridad de los
vecinos del barrio que creó.
Mientras en el estío de Madrid gobierna, manu militari, un calor pegajoso,
contaminado e inmisericorde, mientras las insolaciones se cobran las vidas de
los miembros más débiles del rebaño, mientras el alquitrán virulento de las
carreteras tiene la tentación gástrica de burbujear, Raúl se refugia en el
pequeño paraíso de su jardín, una biopsia boscosa y sorprendente que
contradice al paisaje metropolitano, de hormigón y de acero, de ciudad
automática, que lo rodea.
—Lo hemos mejorado. Antes había una piscina, yo la convertí en un
huerto, pero los bichos se comían todo lo que plantábamos, así que
terminamos por hacer esto.
Ahí, bajo la sombra gentil de los granados, en un ambiente perfumado por
hermosísimas flores, con la banda sonora que ofrecen los mirlos, los jilgueros
y la perrita Dana —quien todavía me consideraba, si no una amenaza, sí un
intruso, y me ladraba con la insolencia aguda de una niña malcriada—,

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quedamos para, en principio, hablar de los mítines de Mundo Obrero y la
relación de Raúl con el PCE.
Sin embargo, el anfitrión, tras servirme un vaso de whisky Lagavullin
dieciséis años con dos dedos de agua y tres hielos, inauguró aquella sesión
preguntándome qué me parecía su jardín:
—Es maravilloso. Un oasis —le respondí.
—Yo me refugio aquí. Es una celda verde que me tiene asombrado. Esto
es un reloj de la naturaleza. Dicen que somos producto del caos y la
expansión… Yo creo que, como dijo muy bien Voltaire, si el mundo es un
reloj, hay un relojero. Hay un orden, un sistema. Mira el granado: es una
prueba del laboratorio que es el universo.
—Te creía ateo militante —le dije sorprendido.
—No soy anticatólico, ni antirreligioso, ni agnóstico ni ateo: yo no sé lo
que soy. Pero sí sé que en este jardín hay un orden.
Con desgana, «porque de eso ya han hablado muchos», Raúl rememoró
que tuvo una «educación nacionalcatólica a tope». Los críos cantaban
canciones a la Virgen María en las clases y hacían ejercicios espirituales con
unos frailes cadavéricos que les aterrorizaban. También mencionó que, siendo
niño, en Mariana, en el día del Corpus Christi, durante una fiesta de moros y
cristianos, se disfrazó de ángel: «No sé por qué, pero iba en un caballo,
vestido de blanco, con las típicas alas. Parecía un modelo».
—¿Qué pintaba un ángel en una batalla entre moros y cristianos?
—No me acuerdo. No sé qué tendría que ver.
A medida que cumplía años, Raúl se sacudió las cenizas del
nacionalcatolicismo y se «espabiló» —el verbo es suyo—, definitivamente,
cuando se marchó a Francia con veintipocos años. Eso sí, y remarcándolo, me
dijo que no siente odio ni asco por la Iglesia ni por los curas, y que el
anticlericalismo es un concepto apolillado, una cosa del siglo XIX:
—Cada uno que lleve la angustia de vivir como quiera. Hay que darle un
sentido a la vida, si no, esto es absurdo. No me meto con la religión, sino con
las sinvergonzonerías. La Iglesia no solo ha hecho el mal: también ha hecho
el bien. Es verdad que ha perseguido a los que decían que la Tierra era
redonda, y la inteligencia, y el liberalismo, la democracia…, en fin, todo lo
positivo del mundo lo ha perseguido.
—Pero…
—Pero también ha conseguido, gracias a los monasterios, retener toda la
cultura griega, Aristóteles, etc.

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Junto a su amigo Aquiles Tuero, «Cabeza de Vaca de la ópera», Raúl
visitó en tres ocasiones la abadía benedictina de Santo Domingo de Silos, de
donde regresaba «nuevamente flipado, tocado», tras sumergirse «en la
bacanal del románico, entre arpías jodiendo y dragones con cabezas de león»
(«Ciprés de Silos», El Mundo, 29/XII/2009). Admiraba mucho a su abad,
Clemente Serna, quien era consultado por Aznar y por Valentín Fuster y
quien consideraba ideal que hubiera un papa negro o indio.
Además, Raúl escribió su primera novela, Noche de tahúres —publicada
por Plaza y Janés en 1994—, en el Real Monasterio de Santa María de El
Paular, ubicado en el municipio madrileño de Rascafría. Un primo suyo, que
se llama Joaquín Roncero, estuvo con los paúles una temporada, «iba
descalzo y esas cosas» y, cuando Raúl le preguntó por algún sitio en el que
pudiera encontrar la máxima concentración para escribir, este le dijo: «Tira al
monasterio».
—Los frailes fueron tan perros con mi primo que le hacían barrer las
escaleras de abajo arriba. A pesar de eso, él era creyente, tuvo un restaurante
que hacía comidas de Cuenca, al lado del Corral de la Morería, y hacía
atascaburras, morteruelo, ajoarriero, todas las cosas que comen los pastores de
la mesta.
Raúl tuvo más suerte con los religiosos que su primo Joaquín:
—Eran encantadores. Tenía tan buen rollo con ellos que les hacía la
comida. Una vez preparé un cordero asado. Me levantaba con ellos, iba a los
rezos y eran tíos maravillosos, inteligentes y buenas personas. Aunque no era
creyente ni leches, los respetaba. Y hasta los acompañaba en sus ejercicios
espirituales.
Sin embargo, la etapa monacal del periodista terminó por truncarse por
culpa de un chiste:
—En un artículo sobre mi estancia en Rascafría, conté el chiste de «¿me
amas, Jesucristo?». ¿Lo conoces?
—No. Arráncate.
—Pues va Jesucristo, ya resucitado, y le pregunta a Pedro, quien le había
negado tres veces poco antes de morir: «¿Me amas, Pedro?». «Sí, te amo»,
responde. «¿Me amas, Pedro?», otra vez. «Sí, te amo». «¿Me amas?», insiste
Jesús. Y contesta Pedro: «Sí, pero el maricón es Juan». Y ahí dejaron de
hablarme los frailes, ya no pude volver.

Rafael Ramonet, hombre bueno, ingeniero y empresario con pintas de


obispo renacentista, fue, durante varios años, el director de comunicación del

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Opus Dei. Cuando trabajaba en la oficina de información de la prelatura
personal, se hizo amigo de Raúl del Pozo, quien «se interesó por hablar
conmigo, estuvimos comiendo y, a partir de ahí, se generó una amistad
profunda». En esos almuerzos periódicos estaban presentes los ya citados,
amén del periodista César Alonso de los Ríos y del ministro portavoz del
Gobierno de Aznar, Pío Cabanillas Alonso.
—Hablábamos de todas las cosas, en un ambiente muy grato, muy
distendido, una cosa entre amigos muy bien informados. En una de esas
comidas se generó el apelativo de «Bambi» de Zapatero. Pudo ser Raúl el
generador, pero también pudo ser Pío Cabanillas.
Ramonet le proporcionó una red de contactos a Raúl cuando este marchó
a Roma para informar de la canonización del fundador del Opus, san
Josemaría Escrivá de Balaguer. Desde entonces, a Ramonet le apoda El
Cardenal:
—Él siempre dice que yo mandaba muchísimo, porque apenas llegó, tal y
como me contó, «me citaban y entonces pues se me abrían todas las puertas y
tal y cual. Jo, lo que mandas allí». Eso es pura broma. Le trataron muy bien y
escribió un artículo sobre el tema muy simpático.
Nadie ha hablado más sobre Dios con Raúl del Pozo que Ramonet. Cifra
las conversaciones teológicas en «cientos, si no millares». Según el exdirector
de comunicación del Opus, el columnista pertenece a ese grupo numeroso de
personas que no ha resuelto el problema de qué hay después de morirse: «¿No
hay nada? ¿Y si lo hay?».
—Es un hombre que ha leído mucho, que admira a muchos autores de la
izquierda, comunistas, volterianos… Esa admiración le lleva a decir: «Bueno,
estos tíos piensan así, pero, por otro lado, vaya usted a saber qué es Dios». Le
da cierto temor que igual hay algo ahí detrás.
Según Ramonet, Raúl quiere racionalizar la fe, «cosa por sí misma
imposible: no puedes racionalizar algo que no es racional, como tampoco
puedes racionalizar la existencia o la no existencia de Dios. Dios existe, ¿y
quién es y qué hace? Otra cosa es el Vaticano, la Iglesia, que lo puede
considerar un montaje». Le expliqué, más o menos, lo que habíamos hablado
Raúl y yo sobre el tema, y le referí que yo esperaba encontrarme a un ateo
radical y que, sin embargo, hallé a un hombre, cuando menos, escéptico. A un
«agnóstico católico»:
—Raúl es un hombre bueno, y como Dios es también muy bueno, cuando
se muera, se encontrarán dos personas muy buenas. Ya me gustaría a mí que
diera el paso de creer en la religión católica. Él dice que cuesta creer en la

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católica, que es la verdadera. Busca a Dios sin encontrarle porque quiere un
dios comprensible para él, un dios que le quepa en la cabeza. Pero resulta que
Dios, precisamente por ser Dios, no cabe en la cabeza humana.

En aquella tarde, Raúl me sirvió sin parar copas de un whisky magnífico


del que él no probaba ni gota. Disfrutaba observando cómo, poco a poco, mi
cara enrojecía y mi lengua se iba soltando. Al maestro le gusta emborrachar a
sus discípulos para que estos digan barbaridades y le ofrezcan un espectáculo
etílico —sin connotaciones sexuales: frenen los lectores malpensados—.
Cuando le dije que no seguiría bebiendo, se irritó:
—Es uno de los mejores whiskies de la historia. Sería una estupidez por tu
parte que lo rechazaras. Esto es carísimo.
Le comenté que, no hacía mucho, había entrevistado para Zenda a Carlos
Blanco, un chico que se hizo famoso como niño prodigio en esa fosa séptica
televisiva llamada Crónicas marcianas y que consagró su vida al
conocimiento y a la búsqueda de este. Doctor en Filosofía, en Teología y
licenciado en Química, me dijo que Dios bien podría interpretarse como el
«orden matemático del Universo».
—El hombre es Dios ahora mismo —apuntó Raúl—. Internet es una obra
que parece hecha por un dios. Toda la acumulación del saber la tienes en un
clic. ¡Es una obra divina!
Raúl se detuvo un momento y continuó con su reflexión:
—Piénsalo: es una parábola de lo que puede ser el Universo. El hombre,
ese puto mono, ha inventado una cosa con la que puedes ver, en directo, cómo
se fusila o cómo se va a la Luna. Ahora, ¿cómo puede haber millones y
millones de galaxias? Como decía Pla: para tan poco pescao hay demasiada
agua.
—¿Crees que hay vida extraterrestre? —le pregunté sintiéndome un poco
gilipollas.
—¿Y yo qué sé? Por ahora, sabemos que hay millones de galaxias y que
solo existe este mono asesino en la Tierra. Pero ¿por qué existirán tantas
galaxias? ¿Para qué valdrán?
Visiblemente cansado, dio por concluida la sesión, digamos, mística de
aquella jornada recordando una anécdota reciente, acontecida hacía un par de
semanas, y que protagonizaron él y un «católico fundamentalista».
—¿Un «católico fundamentalista»?
—Juan Manuel de Prada. Ha encontrado la fe y, claro, eso es muy fuerte.
No solo tiene el sectarismo, también es muy generoso: cuando murió mi

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mujer, me dijo que había rezado por ella. También rezó por los niños de Pablo
Iglesias.
—¿Era eso lo que me querías contar?
—No, hombre. Me acusa de que le eché de Espejo público.
—¿Cómo?
—Discutió con Chema Crespo, pero con quien de verdad se cabreó fue
conmigo, y Crespo le remató. En realidad, no discutí con él. Mira, Prada es un
gran escritor, atrabiliario, rarísimo, que tiene el empaque de Menéndez
Pelayo, una gran sabiduría, toda la literatura metida en la cabeza… Pero esa
mañana no paraba de repetir «partitocracia». Le dije: «¿Cómo un escritor de
tu categoría abusa de las frases hechas? ¿Qué es eso de la partitocracia? Eso
lo decían en la República de Weimar y, luego, Carrero Blanco». Oye, y le
sentó…
Nos despedimos entre carcajadas y sin hablar, de nuevo, de lo que
teníamos previsto.

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FRASES CORTAS QUE RELAMPAGUEAN

J. V.

Desde que gateaba entre las piernas de Paco Rabal y el propio Raúl del
Pozo y hasta consolidarse como uno de los poetas esenciales de mi
generación y columnista con pólvora y metralla, Antonio Lucas supo siempre
que el paraíso era discrecional, arbitrario y fatuo. Por mucho que nos
engañemos no hay redención en la escritura. Merendó letras y oficio en el
Café Gijón, catedral laica y pobre del mejor periodismo, el teatro y la noche,
abrevadero de cortados con azucarillo donde la España literaria distraía el
hambre. La mermelada vanguardista, oxitocina literaria, bombea por su riego
sanguíneo con la naturalidad de un Amazonas libre. El talento proscribe y si
asomas la chola de la trinchera cualquiera puede hacer de ella una diana
portátil. Con eso y con todo el chaval del foulard verde botella, piloto de un
600 por las calles de Madrid, que moja su pluma en el tintero de Kipling, ha
perseverado en el monacato de las letras y en estos días de ruina empresarial y
descrédito del oficio llegó a príncipe sin maltratar su genio ni transaccionar
con los emperadores del libro de estilo. A pesar de la diferencia generacional,
o precisamente por eso, a Raúl le une una amistad de acero colado, fruto de la
admiración, la generosidad, el magisterio y el cariño. Me pregunto cuáles son
sus primeros recuerdos de Raúl. Le pregunto en una ráfaga de correos
electrónicos y conversaciones por WhatsApp. Lo que la vida desató, él en
Madrid y servidor de aparcacoches y cani en Manhattan, lo une la sofisticada
tecnología de las telecomunicaciones, que tanto han facilitado y mejorado la
vida del exiliado. «A Raúl lo conocí antes de saber quién era Raúl. Mi padre
era uno de los contertulios del Café Gijón en la que se llamaba la “tertulia de
la juventud creadora” o la “tertulia de los poetas”. Mi padre era el único
pintor de esa tertulia que fundó Gerardo Diego y en la que se “balaceaban”
poetas de muy distinto pelaje, magistrados del Constitucional, un fiscal

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general del Estado, críticos de arte, Cela en algún momento, Umbral y unos
fenotipos humanos inclasificables, hechos de gracia y de rareza extrema,
como Eladio Cabañero, Ramón de Garciasol o Manuel Álvarez Ortega. Esta
tertulia era “enemiga” de la “tertulia de los cómicos”, a la que pertenecía Raúl
junto a Vicent, Álvaro de Luna, Manuel Alexandre, José Luis Coll, José
María Cervino y algún otro. Yo tenía ocho o nueve años cuando mi padre
comenzó a llevarme con él al Gijón. Allí hacía los deberes, zascandileaba, iba
dando el coñazo de mesa en mesa y me sentaba con cualquiera que me hiciese
algún caso. Fui durante algunos años el único niño que pasaba tardes enteras
en el Gijón, un búnker de humo, sisleros, tahúres, líricos, buscavidas y demás
nobles tribus de la expedición a la nada. Ahí, entre los pocos a los que se les
adivinaba la gloria, estaba Raúl, al que no le gustan los niños, pero algunas
tardes hacía conmigo la excepción». El niño que jugaba entre las mesas,
testigo de grandeza y miserias, y el pistolero, último, sin excesiva simpatía
por los niños. Como me dijo una tarde el propio Raúl, sentado junto a Natalia,
cuando le pregunté por la paternidad que no fue, «es mejor no haberlos
tenido. Yo era un loco». Un loco que nunca se alquiló, que tuvo por casa la
trinchera que Natalia levantaba, pero que atravesó demasiadas noches de
liquidación, corto y cierro, océanos de nitroglicerina, cicatrices, anhelos,
viajes, como para compartir pañales, amigdalitis y cuadernos escolares.
—¿Y en qué momento la relación con el joven Lucas pasa a ser, digamos,
de amistad, y al mismo tiempo de colegas de oficio?
—Su generosidad es tan espontánea, tan auténtica y tan inflamable que
cuando muchos años después comencé de becario en El Mundo, hace más de
dos décadas, Raúl se enteró, recuperamos el contacto (había pasado por medio
toda mi adolescencia negadora, como corresponde) y de algún modo me
apadrinó junto a otros alevines de periodistas que conformamos en los años
noventa la «guardería» de El Mundo. Raúl tiene por costumbre invitar a
comer cuando te ve muy flaco. Y yo soy un flaco profesional, así que
comenzamos a frecuentarnos mucho, tanto que hoy lo considero no solo un
amigo inexpugnable, sino un segundo padre. De aquellas primeras comidas
recuerdo siempre las advertencias que nos daba a Alberto Rojas y a mí sobre
la vida en una redacción. Por ejemplo: «Al director siempre se le insulta con
un piropo». «Tu primer enemigo será tu redactor jefe». «Cuando te digan que
un texto está muy bien más de dos veces, cambia rápido el estilo»…
Lecciones mucho más útiles que los cinco años de universidad, claro.
Son las enseñanzas del que nunca quiso ser jefe de mesa, director de nada,
merecedor de vasallajes, y que los jóvenes buscaron siempre porque la

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juventud, siniestra por tantas razones, también cuenta con la ventaja de
rechazar sermones y buscar la compañía del que no va de nada. Los artículos
de Raúl del Pozo trepaban recortados sobre la mesa y algunos, como Antonio,
acabaron por graduarse en su obra sin idolatrías chorras ni perder la distancia.
«A Raúl lo he leído tanto, y en tantos géneros», explica Antonio, «que casi
podría hacer una carta náutica de su escritura. Es certero, rápido, valiente y
cauto a la vez. Acumula lecturas fastuosas de los clásicos grecolatinos, como
un erudito de aldea. Y jamás presume de ello. Nunca descuida el estilo. Sabe
que acertar es arriesgar, y que fracasar arriesgando es garantía de saber andar.
Es supersticioso como los gitanos y huye del halago como los budistas. Es
reservado. Un tímido expansivo. Le jode la arrogancia y se peina con la palma
de la mano. Tiene modales de dandi incluso cuando lleva corbatas de
Telefónica, y ser dandi así es lo más difícil. Es un tipo de piel torrefactada que
disfruta deflagrando con un tiestazo verbal las conversaciones solemnes. Raúl
escribe y habla con frases cortas que relampaguean como las hojas de la
encina o como un revólver. Desde luego no me cabe duda de que es un
hombre valiente y arrojado. Al mismo tiempo tiene un punto no sé si
quebradizo, que le hace preguntarte por lo que dicen de él, por la recepción
del último artículo, etc. Algo consustancial al columnista. Acaso tan prosaico
y universal como la necesidad de ser amado. La misma que empuja a otros a
aprender a tocar la guitarra, cuando había críos a los que todavía les podía
interesar tocar la guitarra, y crías capaz de enamorarse del guitarrista. En Raúl
esa fragilidad nuestra, que otros, más fríos, callan con coquetería disimulada,
por estudiada concesión a la galería, se desvela a veces de forma impulsiva.
—¡O no, o a lo peor estoy diciendo gilipolleces pseudofreudianas! ¿Qué
opinas?
—A veces tiene ramalazos de becario con hambre. Te pregunta cómo ha
estado hoy en el artículo, igual que los toreros cuando llegan al hotel. Más
allá del compadreo, cree en la complicidad. Y por teléfono la conversación
puede pasar por el comentario de un artículo de cualquier compañero o
compañera, por los hoyos que ha cubierto en una mañana de golf, por la
mejor maldad de la semana o por cagarse en los muertos de alguien por no sé
qué. Raúl a veces llama para nada, pregunta cómo estás y cuando le estás
respondiendo te despide con una declaración de amor tajante: «Muy bien,
querido, te quiero mucho. Adiós». Es su manera de decir: «Seguimos ruta, y
la hacemos juntos». No sé si busca amor, pero sí sé que dispensa una brasa de
hogar en cada abrazo, en cada guiño, en cada charla.

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—¿Por qué crees que son, somos tantos, los (ya no tan jóvenes), y los
jóvenes que vienen detrás, que le seguimos y admiramos? ¿Te parece que
puede influir, corrígeme si no lo ves así, el talentazo que tiene, que por
supuesto, pero también la generosidad, esa disposición tan suya para ayudar a
los nuevos?
—Esto está contestado en las anteriores.
—Columnista… ¿Qué tiene Raúl que no tienen otros? ¿Compartes la idea
de que inventa algo así como un género nuevo? ¿La columna/reporteril?
¿Cómo logra ser al mismo tiempo implacable y sobrevivir en ese charco de
cocodrilos que son siempre las inmediaciones del poder? Lo que me pregunto
es cómo haces para ser tan apreciado por unos y otros sin venderte.
—Raúl se ha confeccionado como periodista en los peores fosos de
caimanes. Y el rastro de esa curtiduría se le nota. Ha pisado palacios y
mazmorras. Ha perdido hasta la camisa en galpones sin ventanas donde a
veces salió el sol. Ha compartido noches con asesinos y con banqueros. No es
leyenda, sino una sucesión de verdades que convierten a cualquier hombre en
un exvoto legendario. Raúl tiene la biografía más rica, furtiva y caudalosa del
periodismo de su generación, y de la siguiente, y de la siguiente, y de la
nuestra. Y todo eso, con su elegante discreción para no caer en la dialéctica
del fanfarrón o el mascachapas, es el nutriente de su columna. Algunas
mañanas he visto cómo la prepara antes de sentarse a escribir, y es fastuoso.
Coge el móvil y empieza a marcar teléfonos: el de un general, el de un 14
puntas de Unidas Podemos, el de un secretario general del PP, el del
Maquiavelo del PSOE (Iván Redondo), el de un psiquiatra, el de un chófer
que tiene a media jornada… Y con todo lo que saca de unos y de otros va
tomando el pulso del artículo y se lanza a escribir con los dos dedos índices,
como levantando acta. El resultado suele ser una prosa llena de información y
hallazgos, rápida como la sangre, malvada como la lengua de un obispo,
alquitarada como el rencor de un poeta fino, feroz como un tigre en ayunas.
—¿Crees que tiene la paciencia y la disciplina necesarias del novelista?
¿O eso es un mito de los angloaburridos, por decirlo como Umbral, y en
realidad gana por goleada gracias a otras virtudes? Mi favorita, dicho sea de
paso, es No es elegante matar a una mujer descalza. El noir flamenco, el
thriller entre castizo y satánico, lo hace como Dios. Y tiene el lirismo
incandescente de un Raymond Chandler. Lástima que no hubiera más en esa
línea (no, lo de La diosa del pubis azul, a pesar del título maravilloso, no
cuenta: su escritura y la de Freire no carburan juntas). En fin, ¿la tuya?

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—Estoy de acuerdo en que No es elegante matar a una mujer descalza
reúne al mejor Raúl novelista, que tiene también algo de Hunter S.
Thompson. No en la escritura, pero sí en esa poderosa intuición de escribir sin
atender a ninguna técnica narrativa, ni a teorías filológicas, ni cumplir con las
normas elementales de la preceptiva literaria. Raúl ha hecho sus novelas con
los ácidos de los jugos gástricos: corrosivas, desordenadas, imperfectas, y por
eso mismo le han salido un par de ellas con un galope de escritura
deslumbrante. Sumo a No es elegante la primera, Noche de tahúres, donde
asoma un registro poderoso de vidas delincuenciales y una riqueza alquímica
a la hora de recoger y desplegar el lenguaje de la calle, de los profesionales
del póquer, de las timbas, de esa gallofa que se agolpa del otro lado del
Código Penal.
—El Mundo… Por un lado, sucedió a Umbral en la última, por otro lado a
veces Raúl parecía mosqueado con Pedro J., sentía que no le trataba del todo
bien. ¿Crees que fue así? Recuerdo por ejemplo lo de los papeles de
Bárcenas… ¿Pesaba en su juicio la inseguridad típica del escritor, siempre en
mitad de la pista y expuesto al juicio ajeno o realmente la relación con su
director fue ambigua?
—Raúl pertenece a una generación prodigiosa de periodistas, de
columnistas, de escritores de periódicos: Vicent, Cándido, Juan Cueto, Martín
Prieto (algo más joven), Haro Tecglen (algo mayor), Vázquez Montalbán,
Manuel Alcántara (el decano), Jaime Campmany (también talludo)… Sujetos
de muy variado registro, pero con una putada en común, ser coetáneos de
Umbral, que es el Monte Rushmore del columnismo español del último medio
siglo con una sola cara tallada en la piedra: la suya. A Raúl le tocó, además,
compartir periódico con él cuando se fundó El Mundo y Pedro J. tuvo la
audacia de ficharlos. Umbral siempre fue el primero, pero Raúl nunca fue el
segundo, sino exactamente Raúl. Y hoy, junto a Vicent, son los dos primeros
del podio. Todos le debemos más de lo que decimos.
—Esto no deja de ser un humilde sustitutivo de sus memorias. Nunca
logré convencerle de que tenía que escribir algo. Heterodoxo, fragmentario,
lapidario o no, lo que quisiera, pero es demasiada memoria de España y del
siglo XX como para abandonarla… Por supuesto nunca quiso. ¿A qué lo
achacas? ¿Cómo combina ese lucimiento y ese exponer la femoral a diario de
la columna con el pudor de no afrontar unas memorias canónicas?
—Das tú la clave con una palabra. Dices «canónicas». Pues eso es
exactamente lo que nunca será ni ha querido ser Raúl: canónico. Imagino que
no meterse en el jaleo de hacer unas memorias tiene que ver con la pereza,

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con la elegancia, con la escasez de vanidad, con la certeza estoica de que
cuando se ha vivido tanto no apetece incurrir en el exceso de salir a contarlo.
Lo que en verdad fue tan gozado y tan perdido, ¿de qué tiene ya necesidad?
Como decía Marco Aurelio, tan del gusto de Raúl: «Sé sobrio en relajarte».
A Lucas lo veo todavía sentado con Raúl, Pasión Vega y un político
popular, acaso Pío Cabanillas, en Casa Patas, durante la presentación de A
Bambi no le gustan los miércoles. Uno de los grandes libros de artículos
publicados en España en las últimas dos décadas. Fue muy comentado por su
descripción del presidente Zapatero, Bambi, pero el plato fuerte estaba al
principio, en cuatro artículos como cuatro centrales nucleares donde daba
cuenta del periplo de los Alba, abrasivos, bellísimos, obligatorios para quien
tenga un mínimo interés por la mejor escritura, y por supuesto los desnudos.
Aquellas hogueras de agosto donde retrataba a personajes de la farándula, la
cultura, la política, la realeza, la banca y el deporte. Imposible explicar ahora
la ilusión con la que recibíamos aquellas eucaristías diarias de dinamita y
cuerpos tostados al sol de Marbella, pelados como mandarinas por la prosa
cimarrona de un Raúl que en Casa Patas apareció con traje oscuro y clavel
diminuto en el ojal, más Mastroianni y más Juncal que nunca. Corría el año
2003. Antonio, veintiocho años, estuvo soberbio.

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LA SIERRA DE LOS MÁS BELLOS VOCABLOS

J. F. Ú.

Raúl del Pozo se hizo pintor de voces gracias a una especie de revelación
celestial. Siendo niño, mientras aprendía a desollar liebres y a desplumar
palomos, se enamoró de la música arcaica y castellanísima del lenguaje de la
Serranía de Cuenca, de la melodía de los vocablos que conformaban el léxico
de su abuelo, como mesmo, vido o truje.
Una vez, Raúl se topó con Dámaso Alonso en Carretería, la calle mayor
de Cuenca:
—¿Adónde vas?
—A buscar vocablos —respondió el poeta—, que en la Sierra de Cuenca
están los más bellos de la lengua española.
Quien le ordenó cabo de las letras, con nocturnidad y secretismo, como si
de una ceremonia de iniciación en alguna secta americana de esas en las que
siempre hay un suicidio masivo se tratara, fue el espectro del Rey Sol de los
escritores —con el permiso de Cervantes, claro—: William Shakespeare.
Los padres de Raúl no estaban en casa, este se quedó solo y, lejos de
anticipar aquellas películas que protagonizó Macaulay Culkin, se enfrentó a la
potestad de las tinieblas escrutando la biblioteca doméstica. Un libro le llamó
la atención por encima de todos los demás: Macbeth. Lo agarró, lo abrió, lo
hojeó y, durante su lectura, vivió una epifanía. El Bardo de Avon fue el
responsable de la detonación vocacional definitivamente literaria de Raúl.
Desde entonces, como una alerta de vida, palpita en su memoria la siguiente
frase: «Ni borrar de sus manos las huellas de sangre de su oculto crimen».
Sesenta y tantos años después de este Pentecostés laico, discreto,
silencioso y trascendente, Raúl me contó este episodio en su jardín, mientras
levitaba sobre una silla de hierro:

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—La vida es una comedia divertida pero corta, y a mí me da igual la
posteridad. No soy como esos poetas gilipollas que les llevan sus libros llenos
de lamparones de churros a los concejales. A lo largo de todos estos años, me
he dado cuenta de que no tengo afán de inmortalidad, pero si algo queda, si en
algo me puedo parecer, yo, un maldito mono, a un dios, a un Creador, es
porque sé escribir. Yo y cualquiera. ¡Qué fascinación! Escribir es lo más
asombroso del mundo y el de escritor es el oficio superior.

El presidente de Libertad Digital, Federico Jiménez Losantos, amén de


ser periodista, escritor y empresario, estudió psicoanálisis durante tres años
con el argentino Óscar Masotta —reconocido mundialmente por introducir la
enseñanza y la práctica de Lacan al castellano—, fue uno de los fundadores
de la Biblioteca Freudiana de Barcelona, dirigió la revista Diwan y escribió
decenas de artículos y pronunció un puñado de conferencias sobre esta
materia.
—Es un genio —me dijo Raúl sobre él—. Continúa la tradición de
Aristófanes, de Quevedo y de Valle-Inclán. ¿Quieres que le diga que te suba
el sueldo?
—No, no hace falta —trabajo en Libertad Digital desde hace nueve años.
Jiménez Losantos conoció a Raúl en los ochenta, «en el ámbito de Diario
16, que es donde yo entro. El grupo de la generación anterior estaba
compuesto por José Luis Gutiérrez, Pablo Sebastián y, por supuesto, Raúl,
que tenía buena relación con Jaime Campmany. Luego veníamos los más
jóvenes, que éramos Ussía y yo. También rondaba por ahí Antonio Burgos».
El director del magacín matinal de esRadio me explicó que, entonces, era
frecuente que gente de diferentes medios tuviera una estrecha relación, no
solo porque la migración mediática fuera frecuente, sino porque era intrínseca
al «clima de la Transición»: «Sobre todo, en Madrid. En Barcelona, la cosa
era mucho más encorsetada, pero en Madrid era un caos divertidísimo. Sobre
todo, en las noches: ibas al Cafetín de los Artistas, a Oliver, a Bocaccio, a
cualquier sitio de mucho bureo… Y por allí estaba siempre Raúl, enredando y
tal».
Jiménez Losantos insistió en que esa mezcla tan heterogénea de
periodistas y escritores «no se ha vivido ni antes ni después»:
—En lugar de estar peleados o celosos, había un compadreo leal. Excepto
con la gente de El País.
—Pero tú venías de El País.

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—Yo y muchos. Y nos fuimos. Fíjate, Raúl nunca estuvo… Digamos que
en El País se habían quedado los malos.
Después, en los noventa, Federico Jiménez Losantos y Raúl del Pozo
estrecharon aún más su relación cuando fundaron con Pedro J. Ramírez o Luis
María Anson, entre otros, la Asociación de Escritores y Periodistas
Independientes (AEPI), más conocida como el «Sindicato del Crimen».
«Éramos un grupo dispar heterogéneo —me había dicho ya Raúl al respecto
—. Nuestra conspiración fue a cielo abierto: la explicábamos en columnas,
tertulias y libros. Atacábamos sin otra arma que la pluma al último y
tambaleante gobierno de Felipe. Nos acusaron de conjurados, de cavernícolas,
de goebbelianos, de carroñeros, de perdedores de aceite».
Federico rememoró que «siempre estábamos firmando papeles. Hicimos
un acto en un teatro de Madrid en el que había 2.000 personas contra la
dictadura felipista». «Los ochenta —añadió— fueron todavía años de
resistencia. La parte, digamos, liberal de los periodistas no llegó a confluir
con la parte izquierdista antifelipista hasta después del referéndum de la
OTAN. Eso empieza a variar en el 86. A partir de entonces, empecé a tratar
con Raúl de una manera regular y, ya te digo, con el “Sindicato del Crimen”,
todos los días».

Aprovechando que Federico, en primer lugar, es amigo de Raúl desde


hace lustros, y, en segundo, que sus conocimientos sobre psicoanálisis son
vastos como El Cossío y más sólidos que el hormigón, le pedí que me ayudara
a perfilar la personalidad de su compañero de periódico —ambos tienen una
columna en El Mundo—. Sus aportaciones me sirvieron muchísimo para
continuar escribiendo un libro sobre la vida de un tipo que, como ya he
mencionado, no quería soltar prenda de sí mismo.
Comenzamos por sus orígenes. Yo sabía que Raúl nació en La Torre, una
aldea perteneciente a Mariana (Cuenca), y en la que había siete u ocho
vecinos, dos casas y una pequeña central eléctrica —de ahí el nombre del
poblado— que, de un modo precario, empleaba a sus habitantes; por su parte,
Federico vino al mundo en Orihuela del Tremedal, un pequeño municipio de
la provincia de Teruel que, cuando escribo estas líneas, cuenta con una
población de 493 habitantes. ¿Qué tienen en común La Torre y Orihuela del
Tremedal? Que están en la sierra.
Me lo explicó Federico:
—Nosotros decimos que somos de la sierra. Nadie es de Teruel, de
Cuenca o de Guadalajara. Desde el Señorío de Molina, pasando por

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Albarracín, hasta Tragacete, el pueblo de mi abuela, es decir, esa parte de la
Serranía de Cuenca, los Montes Universales, que es donde está mi pueblo,
todo eso es sierra. Y la gente de allí, aunque pertenece a Castilla y Aragón, se
considera de la sierra.
Según el presentador de Es la mañana de Federico, las personas que
conforman ese ecosistema son pastores y madereros, gente muy dura que
siempre se ha relacionado entre sí. Nunca existió ningún tipo de regionalismo,
pero sí era muy intensa la sensación de pertenencia al monte. Las familias de
los diferentes pueblos estaban muy vinculadas unas con otras. Quien más
quien menos, siempre tenía un tío o un primo en una aldea cercana:
—Cuando mi abuelo se quedó viudo, se fue a buscar mujer a Tragacete
porque un amigo suyo de allí tenía cinco hijas. Se quedó viudo muy joven y
encontró a mi abuela, que era la más chica de sus hermanas, y se casó con
ella. Fue como en el Oeste: con dos mulas, con mantas, sábanas… Era la dote,
el ajuar de la casada. Cruzaban el monte y se iban a otro pueblo. Y siempre
sin salir de la sierra.
Federico señaló que Raúl ha aprovechado muy bien ese ambiente en sus
novelas sobre los maquis. La sierra es una zona muy intrincada y, aunque
parece luminosa y cómoda, esconde un pinar endiablado:
—Ahí se meten unos tíos en el monte y no los sacas de ninguna manera.
Maquis hubo en mi pueblo. Y en Cuenca estuvieron los últimos maquis de
España.
Federico me contó que los serranos con aspiraciones querían ser, sobre
todo, maestros, médicos o boticarios. Eran los oficios o las profesiones más
elitistas, las que garantizaban el «don». Recordó que, como su amigo, él tenía
cabras:
—Al anochecer, tú salías de la escuela e ibas a coger a las cabras. Y yo
cogía la cabra de mi abuela y me la llevaba a mi casa. Por el día, los animales
se iban al monte y, cuando atardecía, venían las cabras al pueblo. En el
rebaño, estaban las cabras de todos los vecinos, y los niños íbamos a coger la
que era de cada uno. Mis hijos se ríen. Me dicen: «Cuéntanos cómo era la
vida en el siglo XVIII».
La vida de la sierra era dura. La gente vivía a matacaballo: un día se
estaba aquí, otro allá. Tanto Federico como Raúl se criaron en un territorio en
el que a los hombres y a las mujeres no les daba miedo hacer la vereda —las
suyas son zonas de trashumancia—, en el que «viajar» era un vocablo primo
hermano de «supervivencia» y en el que, el que tenía la suerte de tener talento
debía, además, «tener voluntad»:

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—Mi padre me decía una cosa que ya le decía a él mi abuelo. Los dos
bajaban a Teruel y mi padre era mal comedor; yo, mucho peor. Y me decía:
«Muchacho, come, que el que come, escapa».
Sobre la sierra, Federico hizo un último apunte que es clave para entender
el amor de Raúl a las palabras:
—Allí se habla muy bien. El del monte es un español buenísimo, muy
antiguo, el del XIV-XV. Hablas con un pastor que dejó de ir a la escuela a los
once años y tiene un vocabulario extraordinario.

Federico destacó varias características en la personalidad de Raúl. La


primera que subrayó fue la «inseguridad»:
—Mira que tiene facilidad de prosa, que es un hombre guapo, con
contactos, con éxito, pero no tiene seguridad en sí mismo. Eso, a veces, en el
caso de la política, ha pasado por cobardía. El hijoputa de Carrillo siempre
decía: «A Raúl, lo único que le preocupa es cómo obedecer al poder. Raúl
siempre está con el poder». No: Raúl está con la aprobación, que es una cosa
distinta. Hay poderes y poderes. Yo no sé cuál es su estructura familiar…
Con muchísimo pudor, por no decir, con algo de miedo, abrí una caja de
Pandora delicadísima, pero, en mi opinión, muy importante para entender al
personaje: mencioné que a la madre de Raúl «la mató el río». Comentó al
respecto Federico:
—Ya está. Eso lo explica todo. La confianza que yo tengo en mí mismo se
debe a que siempre he sabido que mi madre estaba detrás. No porque me
elogiara: al contrario, era muy exigente, pero tenía la certeza absoluta de que
mis padres estarían conmigo, de que mi madre siempre estaría detrás, y eso es
lo que te da confianza. En esos pueblos, donde la vida te la tienes que ganar
fuera, la familia es esencial. Y la madre es la que más seguridad da a un
escritor. Necesitas que el padre, la autoridad, digamos, te sancione, pero
también la fuerza que te da la madre.
Federico describió a Raúl como un hombre que combina acelerones
fortísimos con periodos de encogimiento, con un «carácter explosivo y, al
mismo tiempo, medroso», que también trasluce en su forma de escribir. Como
ya hiciera Arturo Pérez-Reverte, Federico también se refirió a la prudencia
rauliana frente a la exhibición vocinglera de Umbral:
—Raúl tiene esa parte de leyenda que es lo que le ha hecho respetado: es
un tío que ha ligado lo que ha querido y que nunca, nunca ha presumido. A
diferencia de Umbral, que ha hecho una novela de cada polvo, de un modo
feo, contando cosas que no había que contar… Raúl es todo lo contrario.

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Finalmente, Federico destacó un último rasgo de su amigo: la melancolía.
—Al final, cada uno vuelve a su naturaleza. Y la naturaleza de Raúl es
quejumbrosa, melancólica. A pesar de su carácter explosivo, siempre le puede
esa cosa nostálgica.

Marta Robles conoció a Raúl en el bar del Palace. Gobernaba Felipe


González, la periodista y escritora trabajaba entonces en la Ser y marchó al
hotel con su colega Javier Rioyo.
—Estaban Manuel Vicent, Raúl y Fernando Rodríguez Lafuente. Ya se
habían bebido toda el agua del Jordán. Me acuerdo de cómo iba vestida yo y
de los piropos que me decían.
Robles, una novelista que destaca por la sólida construcción de la
psicología de sus personajes, me contó que lo que más le ha interesado
siempre de Raúl es que, bajo la coraza, «tiene un corazón mucho más
inocente de lo que él piensa»:
—Tiene un punto amargo, como de malaje, con su retranca y tal… Es
gracioso porque, aunque parece tan seguro y tan imparable, luego es una
persona muy tierna, muy frágil. Necesita mucho que le quieran los demás.
Lógicamente, todas las personas brillantes se miden por sus amigos, pero
también por sus enemigos. Y Raúl tiene devotos y gente que le apuñala.

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8
MOISÉS EN EL JÚCAR, MOWGLI ENTRE
MAQUIS

J. F. Ú.

Cuando era niño, Raúl se dormía con el arrullo plácido del Júcar después
de haberse pasado el día cruzando el río en una especie de cajón aéreo
sostenido entre dos cables para poner cepos en los cagarruteros de los
conejos, o para llevar a los pastores de una orilla a la otra cuando había
crecidas. Las gentes de la sierra veneraban y temían al Júcar, trasunto
empírico de Aqueloo, el más poderoso de los dioses del agua según Homero,
y si bien no llegó a transformarse en toro rampante ni atacó a Hércules, el río
no estaba desprovisto de magia: los lugareños juraban que si se cavaba en su
nacimiento, en vez de desembocar en el Mediterráneo, lo hacía en el
Atlántico; otros sostenían, contradiciendo a Estrabón, que desde el Cerro de
San Felipe se llegaba a ver el mar.
Para el infante Raúl, como para los habitantes del Tigris, del Éufrates, del
Nilo, del Tíber o del Jordán, el río lo era todo en su vida. Y lo sigue siendo.
En puridad, el ser humano, como los patos, los cocodrilos y las pirañas, es un
animal fluvial. Tienen razón quienes sostienen que Adán y Eva no nacieron
en el Jardín del Edén, sino en una sabana reseca, desarbolada y feroz,
infestada de felinos antropófagos gigantes —no exagero: busquen «Dinofelis»
y me cuentan—, pero ya los descendientes de Caín, educados en la propiedad,
el latrocinio y la envidia, erigieron sus templos, fortalezas y burdeles,
aprendieron a leer y a escribir, derramaron sangre, sudor y lágrimas, se
reprodujeron y alumbraron civilizaciones, dioses y héroes de cien mil raleas
en torno a una corriente de agua dulce que desemboca en los dominios de
Poseidón. Nadie lo dijo mejor que el poeta: nuestras vidas son los ríos que
van a dar en la mar, que es el morir.

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Aquella tarde, en su jardín, Raúl me describió al Júcar como un ente
glorioso, esquizofrénico y camaleónico, que pasaba del verde esmeralda
amable al marrón sucio y zurrapiento que amenazaba con destruir Valencia y
la huerta. Por su parte, la sierra castellana era un ecosistema habitado por
hombres libres e iguales, por maquis y bandidos, en el que un apretón de
manos tiene el valor de un juramento.
—La flor de la libertad se marchita en el llano y florece en las montañas.
Castilla, en general, es tierra de hombres libres. De hombre a hombre no va
nada. Y te lo digo sin ningún tipo de patriotismo barato: ser castellano es una
cosa muy seria. Aprendes el valor de un apretón de manos, de la palabra, de la
igualdad… Eso lo tenemos muy claro los castellanos.
Conseguí rascar en los sedimentos natales de Raúl. Estos acarician y, a la
vez, estrangulan lo mitológico: como Moisés, nació en una arqueta; a
diferencia de Jesucristo, un 25 de diciembre —del hijo de María cuentan que,
en realidad, vino al mundo en primavera—. Tampoco, como a Rómulo y
Remo, le amamantó la loba Luperca; más bien fueron las cabras. Familiares y
vecinos decían, con ese amor hiperbólico y exento de odios que se brinda a
los críos, que aprendió a caminar antes de haber cumplido los nueve meses. El
Vaticano nunca confirmó este milagro.
En una sesión anterior, de esas en las que cuando a Raúl le preguntaba
por, qué sé yo, su estancia en París, me respondía con desgana y, al minuto y
medio, me hablaba de la última estrategia preelectoral de Iván Redondo y
Pedro Sánchez, le llamó su hermano menor, Augusto, quien vive en Lugo.
Este estaba jugando al tute y, conversando con sus compañeros de partida,
uno dijo: «Todo el mundo sabe cómo empieza El Quijote, pero ¿alguien sabe
cómo termina?».
Entonces, Augusto telefoneó a su hermano y le trasladó la pregunta.
—«Y con esto cumplirás —respondió Raúl— con tu cristiana profesión,
aconsejando bien a quien mal te quiere…».
—No, no —le interrumpió Augusto—: dime cuál es la última palabra.
—«Vale».
—Eso es. La has clavado.
—¿Y cómo sabes que he acertado?
—Porque lo he mirado en Internet.
Días después, parlamenté con Augusto y me contó más cosas sobre la
infancia de su hermano mayor.

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La tarde en la que Raúl me habló de su infancia fue fascinante. Recuerdo
cómo cerraba los ojos, igual que esos monjes gordos y calvos que, ciegos de
opio, afirman haber llegado al nirvana o haberle tocado una teta a Santa
Águeda. Mecido por el canto territorial de un tordo macho, negro como el
futuro de la revolución, me describía el Júcar salvaje de su niñez, su corriente
de agua escoltada por los chopos, con los bordes estampados de violetas,
lirios y cagarrias.
—¿Qué son cagarrias? —le pregunté.
—Unos hongos como secretos.
Sobre las cagarrias, Augusto me dijo:
—Son las setas más maravillosas que hay en el mundo. Es muy difícil
localizarlas.
El Júcar era un Dorado de vida que le descubrió la existencia de una
criatura hermosa y juguetona llamada nutria; de otra peluda y esquiva que
respondía al nombre de tejón; de unas truchas que poco tienen que ver con las
de piscifactoría, medio anestesiadas, chuchurrías, a veces sintéticas, sino
bravas y fuertes, de un blanco cuasi argénteo, y que aprendió a pescar con
trasmallos, anzuelos, cabezotas y pajaritas. Era el anfiteatro de los grandes
concertistas del bosque, como el jilguero, el ruiseñor y la coguta terronera,
especie en extinción que solo sobrevive en Alcafrán; del molesto mosquito y
de su principal depredador, el sapo corredor, al que allí llaman escuerzo; de
un crisol inimaginable de mariposas cuyas alas semejaban vidrieras góticas.
—Un escuerzo es un sapo —me explicó Augusto—. Por esa zona, decir
«eres un escuerzo» es como decir «eres un tío asqueroso». Mi hermano, en
plan de coña, me decía cuando éramos pequeños: «Cállate, sapo, que te voy a
dar un capón». Es como aquí en Galicia cuando te llaman «fato». No te
pueden decir cosa peor.
Esa ribera era también el hogar de la víbora venenosa, encarnación reptil
de Satanás que, en cierta ocasión, salió al encuentro del zagal ribereño. Este,
en lugar de asustarse o de condenarse mordiendo una manzana, agarró un
guijarro y machacó la triangular testa del ofidio hasta que la diñó.
El río, por cierto, asesinó a su madre. Visiblemente incómodo, me pidió
que no indagara en este tema tan doloroso. Sus deseos fueron órdenes: para
construir este relato, he huido del amarillismo como de la peste.
En aquella tarde, Raúl rememoraba cómo la implacable corriente del Júcar
arrastraba a unas reses inertes hacia la podredumbre, el envaramiento y el
buche del alimoche y del buitre leonado. Parecía estar poseído por una

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especie de espíritu fluvial, por alguno de los Oceánidas. Hablaba con una
verborrea fuera de lo común en él hasta el momento. El Júcar le desanudó la
lengua de un modo milagroso.
Así, continuó hablándome de los gancheros, a quienes veía con sus palos
de avellano o de sabina, como hoplitas monteses, bajando los troncos desde la
noche de los tiempos, cantando «somos segadores/y no peregrinos,/la bomba
moderna/de los Cofrentinos», y usando maderadas masivas, a veces mortales,
tal y como ya apuntaba Felipe II en sus Relaciones Topográficas: «No hay
cosa que contar sea si no son muertes desgraciadas que han sacudido cortando
pinos para llevar leña por el río a la ciudad de Cuenca». Y, en la vereda,
recordó a los pastores, como cowboys serranos, liderando estampidas de vacas
y ovejas, fabricando tolvaneras como de arena y sangre, rumbo a la Mesta.
—Cuando veía las películas del Oeste —me dijo—, pensaba: «Eso ya lo
he vivido».
Este buscón del Júcar vivía, como ya mencioné, en una aldea
microscópica llamada La Torre, ubicada a dos kilómetros de Mariana, «un
sitio maravilloso —según Augusto—; solo se puede saber cómo es yendo»,
en la que habitaban las siete u ocho familias que trabajaban en la central
hidroeléctrica. Sus empleados se dedicaban, entre otras tareas, a levantar las
compuertas, cuidar las máquinas o vigilar los contadores. Eran personas
humildes que, si bien no sufrieron un hambre furiosa, sí padecieron
necesidades a la hora de comer y de vestirse, que veían más lógico coser el
agujero del pantalón que tirar la prenda a la basura, y que complementaban su
empleo en la central, pagado con un sueldo ridículo, vendiendo los frutos de
la tierra —espliego, hongos, leña— en el mercado de Cuenca y, sobre todo,
practicando la caza furtiva.
Según Augusto del Pozo:
—Mi padre era buena gente, una persona conservadora, muy recta. Te
podía reñir o darte algún mojicón, pero luego, a sus hijos, ¡me cago en la
leche, que no se metiera nadie con ellos! Eran otros tiempos, otras
mentalidades. No tenía un gran sueldo, pero trabajaba en la central y había un
huerto, también cerdos… Las casas estaban bastante mejor hechas que las que
había por el entorno. Dentro de las limitaciones económicas, éramos unos
privilegiados, aunque yo no pasé años tan duros como mi hermano. Me libré
de la posguerra y del hambre.
A Raúl, primogénito de cuatro hermanos —por orden de nacimiento:
Jesús, Angelines y el ya citado Augusto—, su padre le enseñó que en los
verdines que se encontraban al lado de las tinadas había cagarruteros, es decir,

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cagaderos de conejos. Estos debían ser estudiados como campamentos
militares. Primero, había que comprobar si los últimos excrementos de los
lagomorfos estaban frescos para después, con la mayor delicadeza, poner los
cepos. Entonces, Raúl —primero con su padre; luego, solo o con su hermano
Jesús— acudía a recoger al animal atrapado y lo desnucaba de un manotazo
para que sufriera lo mínimo. Acto seguido, lo despellejaba y lo destripaba.
—Imagínate —me dijo Augusto—: eran gente ribereña, de la montaña,
que procuraba sacar partido de todo lo que les rodeaba.
Raúl, feliz, soberano y raposo, también cazaba las liebres con lazo y las
perdices con gloria, que se enganchaban en una muralla vegetal con una
concertina de tomillos. Cuando atrapaban una fuina —una garduña—, tenían
para vivir durante un año. Después de buscar los cepos, por las mañanas, se
zambullía en el Júcar, a siete u ocho grados bajo cero, y salía del río con el
pelo cubierto por una mascarilla de hielo vidrioso.
Pocos días después de que Raúl me contara estas cosas, me dijo el
periodista Antonio Pérez Henares, reconocido cazador:
—Entonces, en la zona en la que vivía Raúl, había pocos jabalíes y
muchos menos ciervos. La caza aportaba proteínas. Evidentemente, era un
valor muy importante. Comer perdices, conejos… si se mataba un jabalí,
había fiesta, era como la matanza de un cerdo. No te digo ya un venado.
—¿Qué me puede decir de la caza furtiva?
—Aportaba extras interesantes. Se pagaba por la piel de los zorros y por
las garras de las aves de presa. Es más, se pagaba por matar a las llamadas
alimañas: gatos monteses, ginetas…
Raúl, bien con su padre, bien con su hermano Jesús, iba en bici a Cuenca
—la capital de la provincia se encuentra a catorce kilómetros de la aldea—,
para vender algunas de las piezas que habían cazado a una señora que vivía en
la calle del Agua. Recorría una carretera por la que bajaban, desde la sierra,
decenas de camiones rebosantes de troncos. En algunas cunetas veía cruces,
siempre llenas de lagartos, que marcaban el lugar en el que, no hacía tanto,
habían sido fusilados algunos enemigos de una patria recién estrenada que se
definía como una, grande y libre. Ante las preguntas de los niños, los adultos
hacían como que no sabían qué había debajo de esas cruces repletas de seres
escamosos y verdes.
Además, al igual que Jiménez Losantos, cuando atardecía, Raúl guardaba
las cabras de su padre. Uno de estos animales fue el motivo del primer texto
que recuerda haber escrito per se, una epístola al dueño de la central eléctrica,

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Gumersindo Díaz Cordobés, que rezaba: «Querido jefe, tenemos que comprar
unas cuantas cabras. Necesitamos 2.000 pesetas».

Cuando cumplió cinco o seis años, Raúl empezó a ir a la escuela de


Mariana. Llegaba desde La Torre a pie, haciendo un trayecto que duraba, más
o menos, tres cuartos de hora. Por el camino, atravesaba la vereda, la dehesa,
el padrón y el melonar, y se atiborraba con las cerezas y las uvas que robaba
por las fincas.
En estas peregrinaciones, era habitual que Raúl y otros niños se
encontraran con desconocidos que solían ser guardias civiles, quienes se
hacían los locos cuando los furtivos iban a poner los cepos y que, en invierno,
acudían a la estufa de la central de La Torre para calentarse los pies.
—Los guardias civiles —me contó Augusto— hablaban de la «república
independiente de La Torre». Seguro que los de Ikea lo copiaron. Hacían la
vista gorda cuando cazábamos: tú imagínate cómo era el invierno allí. Se
metían en la central, donde hacía tanto calor que se podía estar en camisa, y
allí descansaban o pasaban la noche. ¿Cómo iban a multar a la gente que les
salvaba de morir congelados?
También era frecuente encontrarse en esos caminos con miembros del
maquis, a veces nobles, a veces canallas, siempre fugitivos. Era su época.
Para atraparlos o volarles la tapa de los sesos, los picoletos se disfrazaban de
los maquis. Y al revés: los maquis se vestían como los picoletos. Por ello, no
los distinguía ni Dios. Una vez, alguien robó todas las escopetas de los
cazadores. Nunca se supo quién lo hizo. Los guerrilleros antifranquistas
mataban a los miembros de la Benemérita y, actualizando y ampliando la
serie goyesca de Los desastres de la guerra, los ponían de espantapájaros en
los melonares con el tricornio ladeado. En ocasiones, a los críos, guardias
civiles y maquis les ofrecían comida: onzas de chocolate, latas de sardinas,
bollos más duros que el granito… Los churumbeles aceptaban estos modestos
manjares con el mayor secretismo: sus padres, si es que los tenían, respondían
con hostias como panes si se enteraban de que cogían cosas de los extraños.
Los campesinos educaban como los ingleses: cruzando la cara.
Raúl me describió su colegio como «un maldito colegio nacional». En
Mariana había dos escuelas: una de chicas y otra de chicos. En cada colegio,
todos los alumnos estaban en la misma aula: mientras un grupo de críos de
cinco o seis años aprendían a sumar, los de doce o trece hacían divisiones de
dos cifras.

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—En la escuela fui el primero desde los siete hasta los doce o trece años.
Aprendíamos Historia Sagrada, Religión, «Venid y vamos todos/con flores a
porfía,/con flores a María,/que Madre nuestra es», matemáticas, aritmética…
Era muy buen escolar.
Angelines del Pozo me contó que, cuando su hermano tenía diez años, el
maestro se reunió con su padre y le dijo que su niño era un talento y que debía
seguir estudiando. Por esta razón, muchas familias humildes mandaban a sus
hijos al seminario:
—Que luego fueran para curas o no, ya era otra historia. Entonces, cuando
a mi hermano le plantearon que fuera al seminario, dijo: «Yo al seminario no
voy. ¡No quiero ser cura, que los curas no se casan!».

Los maestros le daban muchísima importancia al lenguaje. En la escuela


de Raúl solo había uno, don Juan de la Cruz, quien, además de enseñarles
canciones sobre la Virgen, les descubrió el abecedario y la existencia del
sujeto y del predicado. Aún recuerda Raúl la dificultad de sus dictados,
escritos con plumilla y tintero, y a don Juan exigiendo ausencia de borrones y
de faltas de ortografía, y las lecturas en voz alta. Esto último no era cosa
exclusiva de Mariana:
—Cuando pasó lo de mi madre —me dijo Augusto—, me fui a vivir con
mis abuelos a Ribagorda y yo estudié en la escuela de allí. Nos ponían a leer
El Quijote por fragmentos. Recuerdo un día que tocó leer el episodio de las
bodas de Camacho. Un alumno leía y, al rato, mi profesor, que se llamaba don
Luis, le decía a otro: «Sigue tú». Como te cogiera en bolas, sin seguir la
lectura, te caía un capón.
También me contó Augusto algo sobre sus dictados:
—Recuerdo el dictado de un examen final. No se me olvidarán en la vida
sus primeras líneas: «Durante el segundo siglo de la dominación árabe en
España, y gobernando en Toledo el atrabiliario y altivo Amrus ben Yusuf…».
También te ponían ejercicios de buscar palabras en el diccionario. Luego,
cuando explicabas la definición, como pusieras una palabra que no supieras lo
que significaba, también estabas jodido.
En el recreo, Raúl se zampaba un almuerzo compuesto, normalmente, por
pimientos que no habían sido fritos con aceite, sino cocidos con agua. Llevar
tortilla era un lujo aristocrático, por no decir obsceno. Aún le horroriza el
hecho de que, en ocasiones, debía comer a escondidas, porque le daba apuro
llevarse algo a la boca delante de otros que no podían morderse ni las uñas.

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Cuando se contagió de la fiebre suprahormonal inherente a la
adolescencia, pasó de jugar a la péndola a participar en concursos de pajas:
tres o cuatro amigos se juntaban y, frente a una pared, les daban candela a sus
respectivos manubrios. Ganaba el que se corría antes. También se
congregaban para cagar. Cuando les preguntaban qué significaba la palabra
«pudor», respondían que se trataba del primo lelo de un rey inglés que criaba
malvas desde antes de la guerra.
Raúl continuó sus estudios en el instituto de Cuenca. «Fui un alumno
mediocre», me dijo. Por aquellos años, se alojó en la pensión que regentaba
su tía Elena, a la que llamaban Chani —no tiene nada que ver con Pérez
Henares, conocido también por este apodo—. Durante ese periodo, ayudaba a
esta a servir la mesa, a hacer la compra, le llevaba las bolsas… Raúl era un
adolescente revoltoso; Chani, una matriarca férrea, conocida por tener «la
mano más larga al oeste del Júcar».
En uno de esos días, Elena le mandó hacer algo a Raúl y este se negó. En
el fragor de la discusión, el joven cogió sus maletas, bajó corriendo por la
escalera y salió de la pensión con la intención de ir a saber dónde, como un
tigre atemorizado que logra huir de un circo ambulante. Su tía salió tras él.
—Como éramos bastante conocidos —apuntó Augusto— por ser
familiares de la dueña de la pensión, un señor reconoció a mi hermano, lo
agarró y lo retuvo. Mi hermano intentaba soltarse, empujó al tío, forcejearon y
tal. En estas, llega mi tía y le dice al tío: «¿Qué le está haciendo usted a mi
sobrino? ¡Déjele en paz!». Y zaca. Le pegó un bofetón en toda la boca. Fue
increíble.

¿Y cómo se ligaba en aquellos días tan grises, en aquellos parajes tan


remotos, donde un beso con lengua podía suponer dos siglos de purgatorio,
cuando no la condenación eterna en el segundo círculo del infierno,
acompañando a las almas atormentadas y enamoradas de Paolo y Francesca?
—Mis hermanos ligaban muchísimo —me dijo Angelines—. Los hombres
que nacieron en la posguerra, en general, estaban todos esmirriados, pero
ellos eran tres chicos muy guapos.
Como leones sin manada, Raúl —y cualquier adolescente en celo de la
zona— migraba por los pueblos de alrededor, acudía a los bailes que se
celebraban en estos, generalmente al aire libre o en porches y garajes grandes,
y se acercaba a alguna de las chicas que por allí rondaban calculando bien las
distancias y modulando las formas.

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—En el baile de Sotos —un pueblo de la región—, me dirigí a una chica y
le pregunté: «¿Cómo se llama usted, señorita?». Y ella me dijo: «Muy deprisa
va usted». Eso estaba a la orden del día.
El presunto bailarín debía echarle pelotas, atravesar el sanedrín
homogéneo, hermético y férreo, lleno de ojos escrutadores y de bocas
sentenciadoras, que formaban las madres y las amigas de las jóvenes, y
proponerle un baile a su deseada pareja. Según Augusto:
—Tú ibas a la chica y le preguntabas: «¿Bailas?». Y ella a lo mejor te
decía: «No, no bailo». Entonces, te cagabas en diez y te volvías al pueblo
lleno de melancolía y con el culo hecho Pepsi Cola.
Si la chica aceptaba, la pareja ejecutaba un baile rápido o un baile lento.
Solo uno: en cuanto bailaras dos piezas, la cosa se podía torcer.
—En tu propio pueblo no —me explicó Augusto—, pero si ibas al pueblo
de al lado, tenías que «pagar la patente». O sea, o invitabas a los mozos en la
tasca del pueblo a una ronda de vinos, o acababas en el pilón.
Raúl completó esta información con otro dato:
—También te «daban los galgos». Eso consistía en que te cogían, te
bajaban los pantalones y te tiraban de la polla.

¿Qué mecanismo se activó en la cabeza de Raúl para que me hablara de


aquella manera tan fluida, tan imparable, tan mágica? En cuanto mencionó el
Júcar, el periodista se contagió de la corriente torrencial del río y me ofreció
un bufé de personajes, paisajes y recuerdos de un modo inédito hasta
entonces. Aquella tarde, hasta la perrita Dana, si bien me mostraba aún su
desconfianza —una hidra se hubiera dejado acariciar más que ella—,
dosificó, rozando la nulidad, su habitual dosis de ladridos.
—Hoy has hablado más que Fidel Castro. ¿A qué se debe?
—No lo sé… Nunca he dejado de ser un niño. Siempre me dicen que
tengo algo de niño. Tengo una infancia arrebatadora, era el rey. No hace
mucho volví a la sierra, y había un silencio… Los pájaros cantan menos.
Cuando se descubra lo que ha hecho el hombre en el siglo XX con las especies
nos vamos a quedar de piedra. La industrialización, el progreso tecnológico y
la maquinaria en el campo han supuesto quitar mucha hambre, pero ha
matado a la mitad de la naturaleza.

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9
ERRANTE COMO CORTO MALTÉS, ZURDO
COMO BILLY EL NIÑO

J. V.

Alberto Rojas, periodista, corresponsal de guerra, errante como Corto


Maltés y zurdo como Billy el Niño, tiene a punto novela, Sangre de lobos.
Nos conocemos desde que enamorarse del periodismo equivalía a ser el más
tonto del patio. ¿Quién aspiraba a juntar letras cuando podías opositar a
abogado del Estado o hacer carrera en unas nuevas generaciones mamándole
el manubrio al politburó reunido en pleno? Nosotros, peones de un oficio en
el que los jefes supremos salían del parking privado a bordo de planeadoras
con forma de BMW, llegamos cuando los medios todavía ganaban miles de
millones (de pesetas) al año. Pero los días de vino y rosas y el legendario
esplendor en la hierba tocaban a muerte. Como me dijo un día un jefe, que
hoy sigue bien situado y nunca escribió una mierda, los buenos tiempos
pasaron. Serían los suyos, porque los nuestros eran pura escombrera y
columnas a 8.000 pesetas brutas, 50 euros de hace veinte años, con lo que las
columnas, no digamos los artículos de batalla, fueron la muerte autoinducida
o la eutanasia profesional por otro camino, menos cruento aunque mucho más
ridículo, y en los últimos estertores al menos hace mutis, mientras que con los
50 euros del ala y los jefes que no habían escrito una mierda pero cobraban
como si fuesen Truman Capote quedaba indeleble tu cara de pelele y la
abrumadora certeza de que hacíamos el canelo. Claro que sarna con gusto no
pica, o al menos consuela saber que te contagiaste de periodismo por propia
voluntad. Todavía estábamos a tiempo de cambiar de bando, pero luego te
ponías delante de los últimos mohicanos, conocías a Raúl, a César Alonso de
los Ríos. Sentías que merecería la pena ser fin de raza de una profesión
condenada al precariato. O, en los casos más nauseabundos, que todavía
siguen ahí, colgados del chollo, al activismo y/o a presidir agencias

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gubernamentales. El único brahmán que no mordía pero tampoco aspiraba a
venderse, el único que parecía feliz de escucharte, el único que no ansiaba
colarte un sucio coñazo de momio obsesionado con las pelusas que crecen en
el ombligo de los más reputados brahmanes y las batallas del abuelo cebolleta
de los más condecorados vejestorios de ojitos comidos por los gusanos era
Raúl del Pozo. Que te sacaba a que el viento nos despeinase. Que preguntaba
al novel por sus artículos, le arreglaba la camisa, coño, que así no hay quien
vista, le apadrinaba un libro, le llamaba coronel, lo invitaba a las
presentaciones de los suyos, lo llevaba a Casa Patas para que matase el
hambre y la sed entre los bailaores con clavel en el ojal y las rubias de
Oklahoma bulímicas de moreno de verde luna. Que paseaba al novato por
Cuchilleros, le ponía ciego a jamón de Lucio, le presentaba al Loco de la
Colina, a un profesor español en Alemania, a un soplón de la pasma, a los
limpiabotas del Prado y a los banderilleros en las tascas de Ventas. Con un
entusiasmo digno de mejores causas, trataba de colarte en todas las cenas con
los de arriba, sugería tu nombre, alababa tu (dudoso) talento, celebraba tu
(inexistente) genio de alevín más verde que la lechuga y hacía de menos la
inevitable, insoportable bisoñez del grumete y la timidez algo palurda del
recién llegado. Raúl compartía su conocimiento de la naturaleza humana y
animaba a leer, beber y follar. A escribir con ese entusiasmo a ratos
senequista y a veces desaforado del que sorbió un día en la copa de
Shakespeare y perdió el seso por ganarse el pan delante de un teclado.
—Es el más generoso con los jóvenes —explica Rojas— no hay duda de
eso. No tendría por qué hacerlo, pero lo hace. Y nosotros siempre detectamos
en él a un tipo diferente, con un punto de canalla que nos gusta, un seductor,
un tipo talentoso con sus propios códigos que, a pesar de su edad, sigue
sonando joven. Más joven que muchos jóvenes, por cierto.
Rojas traía de serie la madera del corresponsal, reportero en el culo del
mundo, paseante por los caminos de África y émulo del divino Kapuściński.
Cuando le pregunto por su primer encuentro con Raúl responde que le
conoció «cuando pedí una entrevista con él cuando era estudiante. Le seguía
en sus columnas y en la televisión como tertuliano, con esas camisas azules
que tan bien dan en televisión. Siempre he sido muy mitómano y Raúl es uno
de mis mitos principales. Me parecía un tipo divertido, elegante, con un punto
canalla, amante de los clásicos, pero tan moderno que podía disfrutar a la vez
de lo más vanguardista. Un tipo con una experiencia vital de leyenda, pero lo
suficientemente modesto como para no hablar nunca de sí mismo para darse

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importancia. Cuando por fin le conocí en persona, mejoró aún más la
percepción idealizada que ya tenía de él».
Lo de la percepción idealizada es importante, porque la mejor forma de
blindar la idea sublime que uno tiene de alguien pasa por no encontrárselo y
porque idealizar, o sea, considerar a alguien un modelo de perfección, y pintar
con brocha gorda sus virtudes, y esconder sus defectos, es todo lo contrario de
lo que uno necesita hacer no bien conoce a cualquiera y mucho más a Raúl
del Pozo, muy capaz de calzar una hostia, así sea verbal, al primero que se
pase de blando y poeta, de baboseo, adulación y enjuague. Humano como
todos, lejos de ir por la vida desproblematizado, como un querubín viejo a
salvo de contrariedades, terrores y complejos. Pero también irónico,
inmensamente querible, siempre sorprendente, original y cariñoso sin azúcar
ni peloteo repugnante.
Comentamos sus trabajos, sus artículos, su biografía, y explica Rojas que
la suya es una «trayectoria envidiable».
—Ha recorrido todos los puestos dentro de la profesión —añade— desde
el meritorio que se acerca a una redacción a ganarse unas pesetas por su
primer reportaje, al director de diarios, el gran columnista o el reportero capaz
de publicar noticias que hacen temblar gobiernos. Es uno de los pocos
periodistas clásicos que nos quedan. Hay que venerarlo como a un emperador
del periodismo.
Cuando Rojas lo entrevistó para Jot Down en 2013, en pleno bombardeo
después de que destapase los papeles de Bárcenas, este le comentó que «el
periodismo sigue siendo mi primer amor. Soy un adolescente, un mitómano.
Cuando era un chaval iba al Café Colón para ver cómo las moscas subían por
los dedos amarillos de César González-Ruano y les decía a los chicos de
alrededor con los que jugaba a los dados: “Por favor, no montéis bulla que
está escribiendo su artículo el maestro”». También que «en su libro El
escriba, Vázquez Montalbán dijo que el de escritor es el mejor oficio del
mundo, igual que lo opina Gabo. Yo también creo que lo es. Para mí lo más
importante será lo que aprenda ese día, escriba esa tarde y publique mañana.
Hay gente que quiere ser bombero. Yo desde el principio quería ser
periodista. Así éramos de gilipollas. Creíamos que el oficio era aún más
bonito de lo que es. Primero empezabas a trabajar y luego muchos años
después te daban el carné». Al cuestionarle Rojas por lo que aprendió en sus
años de formación, sostuvo que «el vellocino de oro del periodista es la
noticia. Lo demás: contar nuestra gripe, el narcisismo, la autobiografía… son
pajas mentales. Hay columnistas que hacen eso y yo lo hago también, pero la

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búsqueda de oro, la auténtica veta de la mina es la noticia. El columnismo
condensa la ira del español sentado. De un predicador. Si la Revolución
Francesa hubiera tenido lugar en España hubiera sucedido en un café. Los
tertulianos son cuchilleros de siglas de partido». De vuelta a mi diálogo con
Rojas le pregunto por sus afinidades con el hombre que un día le confesó que
en sus días de Pueblo «la fascinación era ir a las guerras. Yo siempre que
empezaba una llegaba dos horas más tarde a trabajar para que no me
mandaran. Me daban miedo».
—Columnista uno y enviado especial y reportero en África el otro.
Novelistas. ¿Dirías que compartís una visión romántica del oficio?
—Su visión es romántica y está justificada, porque vivió como periodista
una era que yo solo conozco por su testimonio y el de otros. Con que sea
verdad un 20 por ciento de lo que cuentan él y sus compañeros de generación,
ya mereció la pena pasar por allí. Yo llegué al oficio tres días después de que
Al Qaeda tumbara las Torres Gemelas y el periodismo ya había cambiado
para entonces. Hoy es mucho más urgente y tecnificado.
A veces me pregunto si no habrá en nuestras nostalgias una cierta
añoranza del barro, como esos que barruntan que los tiempos pretéritos fueron
mejores porque la gentrificación de las costumbres trajo la esterilización de
las superficies y eliminó la mugre y el humo. Si no caeremos, como la mema
de Colau o el salvaje de Trump, cada uno a su rollo, en la trampa reaccionaria
de colgarse de una postal icónica. Por ejemplo, aquí en Nueva York los
nostálgicos de la mugre protestan mucho por los precios de los alquileres y
los restaurantes de diseño y las calles sin basura y las cafeterías confortables y
el metro limpio y casi parecen anhelar que regresen los yonkis y la epidemia
de crack y las pipas a media noche y los incendios del Bronx y los atracos y
las ambulancias ahogadas bajo el jersey de una madrugada sucia y violenta a
cambio, oh, sí, oh, que reabran los clubs de rock and roll y volvamos a mamar
cerveza en la CBGB y toquen juntos de nuevo Television y reabra el Chelsea
y resuciten los Ramones del sueño eterno de pegamento y cáncer. Quiero
decir que a veces me cuestiono si los chavales de entonces, flipados con Luna
nueva y Primera plana, no andaremos, como millones de pardillos antes de
nosotros, ensordecidos por los vapores de un pasado que solo deslumbra
porque no puedes visitarlo y olfatear aquel pestazo a sacristía, censura y
cierre. Si no padeceremos, obnubilados, una suerte de idolatría estúpida. Igual
de memo es el viejo que repite que los jóvenes de hoy son unos memos que el
joven que piensa que los jóvenes de ayer fueron menos memos. Las
redacciones estaban tomadas por bucaneros, vale, pero el periodismo es

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incompatible con la falta de libertades. Con la prensa amordazada todo lo más
puedes aspirar a un periodismo costumbrista, a un costumbrismo periodístico
que panifica escenas cotidianas y escándalos de la ingle para evitar tocar las
intocables corrupciones del mandamás de turno. Apurando mucho, podían
colar una crítica soterrada. Con el riesgo siempre evidente de acabar
desterrado en la Torre de Juan Abad. El primero, por cierto, que descree de
creérselo demasiado es Raúl del Pozo, que lo mismo hace el himno de Pueblo
que te tapa las ínfulas reaccionarias con un envite por el presente y un hambre
mal saciada de futuro. Otra cosa es que resulte imposible no enamorarse de un
periodismo antiguo cuando Raúl del Pozo, en la entrevista con Rojas,
confirmó que «aquellas redacciones eran mitológicas. Una mezcla de garito,
de catacumba, de casino donde jugábamos al póquer hasta las seis de la
mañana… Y allí conocí a los mitos de mi vida. Que te llamaran caballero en
aquel ambiente era un insulto. En ellas he sido reportero, cronista de sucesos,
corresponsal. Allí conocí a Tico Medina, un tipo que para entrevistar a Indira
Gandhi se disfraza de mendigo y hace cola junto a los parias. A Yale, que
para hablar con Ironside se vale de una silla de ruedas. A Julio Camarero, que
hace una entrevista a Chessman en el corredor de la muerte… A Arturo
Pérez-Reverte, a Vicente Talón, a Vicente Romero…».
Pregunto ahora a Rojas, como antes a Antonio Lucas, por la zozobra del
reportero consagrado. Por el telefonazo donde Raúl te interroga por un
artículo suyo. Por ese fondo solitario, quebradizo, donde todavía habita el
niño con las rodillas peladas que cazaba conejos y garduñas y dormía
arrullado por la sinfonía del río, extramuros de la ciudad levítica.
—Algo de eso hay. Siempre me pregunta qué opina de él la gente del
periódico, los jefes y tal, cosa que jamás he entendido, porque un tipo de su
trayectoria, entiendo yo, está ya muy por encima de eso, pero a él le sigue
preocupando si cuentan con él o no, si hablan bien o hablan mal y esas cosas.
Inquiero también por el secreto de la supervivencia en la hura de todas las
arañas que es la Villa y Corte.
—Lo que decía antes: códigos. Se mueve en un charco de fieras, pero él
tiene también sus dientes y no dudará en devorar no solo al que se meta con
él, sino al que lo haga con sus amigos. Porque Raúl nunca olvida quiénes son
sus amigos y quiénes sus enemigos.
Cuando le pregunto por Umbral y por Pedro J., como a otros antes, asume
que «Umbral era un mito, aunque en la práctica no tuviera demasiados
lectores. La relación con Pedro J. era fría porque con Pedro J. una relación no

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puede ser de otra manera. Como periodista es un talento torrencial, pero su
inteligencia emocional destaca por lo contrario».
En los diálogos con los dos periodistas (ya no tan jóvenes) de El Mundo
más vinculados a Raúl del Pozo, en las charlas con los mejores de los que
fuimos, acabo por segunda vez inquiriendo por la contradicción de que el gran
memorialista ajeno, cronista de los otros, necesite de terceros para que le
escriban una biografía. Por supuesto que distingo la autobiografía, proyectada
de dentro hacia fuera, y el relato de quien observa a su criatura desde la
distancia, de fuera a dentro. En el primero de los casos opera siempre un
intento de visualizar lo que teóricamente permanece velado de tus
intimidades, mientras que en el segundo alguien ajeno acude a extraer las
intimidades, no necesariamente con la aquiescencia o el permiso del retratado.
Pero no sé si sorprende el pudor, el encogimiento casi, del que pone a diario
la vena cava delante de los pitones y se retrata frente al público. Pienso ahora
que un grupo de amigos quiso convencer a Raúl para grabar un documental de
su vida. Una cosa así como muy espartana, en la estela de la bellísima
película que David Trueba le dedicó a Fernando Fernán Gómez. Se lo
comenté a Raúl otro día. «Lo hacen porque me quieren, pero yo no doy
delante de la cámara como Fernando, que era un genio, y era además un falso
feo, porque en cuanto empezaba a hablar te encantaba». Me temo que el
documental no ha salido. A lo mejor vuelve a ponerse en marcha. Sería un
proyecto magnífico.
—Raúl —concede Rojas— como nos pasa a la mayoría, es muy bueno
contando las historias de otros, pero extremadamente tímido con sus historias,
y eso que él atesora más que nadie. Imagino que ponerse ahora a recordar y
escribir sus memorias le da una pereza infinita, porque lo mejor de una vida
no es contarla sino vivirla, y joder, él la ha vivido muy intensamente. No le
culpo por no ponerse a escribir. Todo lo contrario. Celebro que disfrute de
cada minuto. Va con su personalidad. Brindo por Raúl del Pozo.

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10
MUERTE AL TÓPICO

J. F. Ú.

Raúl aborrecía el hecho de que yo escribiera una biografía ortodoxa, pero


la inercia, la lógica y, al fin y al cabo, la comodidad —cualidad inherente a
los mamíferos, según Javier Krahe— me tentaban a continuar el relato de su
vida siguiendo el eje temporal de los acontecimientos: partir de A pasando
por B para llegar a C. En nuestro último encuentro, felizmente, Raúl se
desprendió por fin de su corsé lingual para hablarme de su infancia de un
modo torrencial, sin tapujos. Me permitió conocer cómo eran los primeros
ladrillos de su existencia, el sustrato básico sobre el que se erigía su vida. Yo
quería saber cómo se había seguido construyendo ese edificio y, por ello, tres
o cuatro días después de aquella sesión, fui a su casa con un cuestionario
centrado en su juventud y en sus años de maestro de escuela.
Estaba entrando en el metro, rumbo a Plaza de Castilla, cuando me
telefoneó para decirme que había comido con «los de la radio» —la tropa del
programa de Carlos Alsina en Onda Cero, Más de uno, donde tiene una
sección llamada «Viva el vino»—, que el banquete se había prolongado más
de lo esperado, que se retrasaría media hora y que lo esperase en su jardín.
—Tú llama, que te abra Jessica —una joven hondureña que le ayuda en
las tareas domésticas desde que murió Natalia— y mata el tiempo con lo que
sea, pero sin hacer barbaridades.
En efecto, Jessica me recibió, nos presentamos, entró en la casa, me quedé
en el jardín leyendo una novela de Knausgård y, a los pocos minutos, ella
salió al jardín con el Lagavullin, una botella pequeña de agua y un vaso con
tres hielos.
—Es lo que me ha dicho Raúl que te ponga.
—Mejor un café cortado, por favor.

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Mientras esperaba a Raúl, guardé el libro de Knausgård y saqué la
transcripción del diálogo que tuve con Jiménez Losantos. Le eché un vistazo
y subrayé lo que me dijo acerca de esos prontos explosivos que se alternaban
con medrosos recogimientos. Además, se produjo un hecho que, un mes
antes, hubiera sido imposible: cuando llamé a Dana, la perrita coton que
supuraba mala uva desde el hocico hasta el rabo, se acercó y permitió, sin
necesidad de rellenar formulario alguno, que le acariciara la cabeza. En mi
mente empezó a sonar el «Hallelujah» de Leonard Cohen. De no haber tenido
a mi madre en casa —todavía tengo tics de quinceañero—, le hubiera pedido
a Jessica que me cambiara el café por el whisky para celebrarlo.

Llegó Raúl como un senador romano vestido por Pierre Cardin, con su
melena blanca y brillante como las perlas australianas, con la que siempre
imaginé a los escritores clásicos y a los nobles que hacían cola en la parisina
Plaza de la Concordia para, en fin, ya saben, y con un traje azul marino, hecho
a medida, de los que se llevan a las bodas de los hijos de los ministros,
elegante como un cisne de Versalles. Cuando le pedí que me contara cosas de
sus años mozos, me reprendió por partida doble:
—Vamos a ver: en primer lugar, te he dicho ya no sé cuántas veces que
huyas del canon. ¡Quítate lo típico de la cabeza! No consentiré que cuentes mi
vida de un modo lineal. Y, en segundo, ¿te ofrezco un whisky cojonudo y tú
te tomas un café? Así no se puede ser escritor.
Raúl siente verdadera repulsión por los tópicos, las frases hechas y los
latiguillos. Le dan más asco que los villancicos de Leticia Sabater. Los tolera
cuando el individuo que los utiliza no es periodista y/o escritor, pero si el
sujeto se dedica a vivir de las letras, ay, amigo, se habrá ganado su desprecio
intelectual más absoluto.
Para empezar, considera que esas fórmulas demuestran pereza mental:
—El primero que dijo el tópico era un genio; el último, un idiota.
—Eso me gusta. ¿Es tuyo?
—Me suena que es de Borges.
Ejerciendo de sensei, siempre me ha instado a huir de las expresiones que
tienen más huellas que una comisaría. Recuerdo, en este sentido, una
anécdota muy divertida. Estábamos juntos en la fiesta que Zenda celebró en el
Círculo de Bellas Artes por su primer aniversario, cuando una de las ponentes
—de cuyo nombre y cargo no consigo acordarme— citó una frase de la
película Casablanca. Raúl resopló como un caballo cimarrón en su primera

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sesión de doma, se llevó las manos a la frente, se frotó los ojos y miró hacia el
techo. Llegué a pensar que le estaba dando un patatús.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Que ha dicho una frase de Casablanca. Eso solo lo hacen los que no
tienen ni idea. Ya solo le falta soltar lo de «ligero de equipaje».
Aquella tarde, en su jardín, Raúl me dijo:
—Hoy le he dado el cante a Alsina porque ha dicho «mareando la perdiz»:
«¿Pero cómo puedes decir eso tú, que eres un intelectual?». Y él, que es muy
inteligente, ha respondido: «Solo me ha faltado decir “choque de trenes”».
«Crónica de una muerte anunciada», «quien resiste, gana», «poner una
pica en Flandes» o «estar entre Pinto y Valdemoro» son frases que le superan:
—«El vaso medio lleno o medio vacío». Algunos lo dicen al día ocho o
diez veces. Otra que repiten mucho es: «Me llama poderosamente la
atención». ¡Como si fueras Napoleón! «Me llama poderosamente la
atención», ¡qué tontería! No hay nada peor que la pedantería, las frases
hechas y los tópicos.

Comenté con Raúl la conversación que tuve sobre él con Federico


Jiménez Losantos. Le chirrió lo que este dijo sobre su inseguridad y sus
«recogimientos»:
—Eso no es así. He hecho cosas de gran valentía, con un valor… A mí no
me cohíbe nadie. Campmany escribió de mí una vez: «Raúl del Pozo es un tío
incontrolable». Yo me he atrevido, por ejemplo, a decir en televisión que
Diógenes se la cascaba.
—¿Cómo es eso?
—Ha sido en Espejo público. Susanna Griso estaba entrevistando a Xavier
García Albiol y, en el programa, habían puesto un reportaje de denuncia
donde salía un tío haciéndose una paja. Entonces, Albiol empezó: «Oh, la
perversión, no sé qué, dónde vamos a llegar, qué horror, cómo están las calles
de Badalona». Y, entonces, salto: «Bueno, no os asustéis tanto: Diógenes se
masturbaba desde el tonel y era la inteligencia de Atenas».
—¿Y cómo ha reaccionado Susanna Griso?
—Estaba asustada, pero ha reaccionado muy bien. Ha dicho: «Un punto
cultural. Muchas gracias, Raúl».

Raúl tiene un doctorado en escandalizar. Procura no ser ordinario, aunque


no siempre lo consigue. Sus burradas, eso sí, poco tienen que ver con las que

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se escuchan en los aquelarres iletrados y horteras de la telebasura nuestra de
cada día. Incluso las más obscenas, como esa de las pajas de Diógenes, tienen
su punto cultural. Y se lo pasa mejor que Torquemada en un auto de fe
dinamitando conversaciones de ascensor. Sabe dónde poner los explosivos
plásticos para hacer volar el edificio. José María García cuenta que su
excompañero de Pueblo pasará a la historia por una frase que dijo en
Protagonistas, el programa radiofónico de Luis del Olmo, donde era
tertuliano. Con un punto provocador, el presentador le preguntó:
—Oye, y tú, Raúl, ¿qué piensas del movimiento gay?
Raúl, que la noche anterior se había ido de fiesta y se había inflado a
copas, se presentó en el programa sin dormir, hecho pedazos y medio ciego.
Consciente de las pícaras intenciones de Luis del Olmo, le respondió con un
planchazo:
—Bueno, Luis, ¿y quién con cuatro copas no se ha tirado a un amigo?
Fue también en Protagonistas donde Raúl deseó, literalmente, que le
dieran por el culo al emperador del Japón. El 7 de enero de 1989, Luis del
Olmo informaba en directo de la muerte de Hirohito y Raúl, sin darse cuenta
de que el piloto del estudio estaba encendido, reaccionó a la lectura de la
noticia con un limpio «que le den por culo» que le salió del alma. Se fue a su
casa y, a los veinte minutos, le telefoneó el presentador contándole que había
llamado la embajada de Japón exigiendo que Raúl se disculpara.
—¿Y te disculpaste?
—Claro. No había manera de explicar eso. Aunque yo tenía razones: ¡era
Hirohito, el Hitler japonés!

Es verdad que, en aquella sesión, Raúl había sido amable y me había


contado algunas cosas divertidas e interesantes, pero también se le notaba
incómodo o, cuando menos, sentí que una idea centrifugaba en su cabeza. En
un principio, pensé que se trataba solo de cansancio. Sin embargo, tras
despedirnos, cuando ya, incluso, él había abierto la puerta y me disponía a
salir de su casa, me dijo algo al respecto de la charla que había tenido con
Federico Jiménez Losantos:
—Que esto te quede muy claro: yo no me amedrento. Lo que pasa es que
soy una bomba de efecto retardado.
Ese es un aspecto muy peculiar de Raúl: sus detonaciones tardías. Cuando
se le insulta, no reacciona al momento. Digiere con lentitud la ofensa y, una
vez que la ha procesado, pumba: no es que devuelva el bumerán, sino que tira

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la bomba de Hiroshima. Arturo Pérez-Reverte me dio una explicación para
esto:
—Raúl es tan buena persona que se cree que no lo has agraviado hasta
que lo analiza. Siempre se queda rumiando y luego, a la media hora, se caga
en la hostia.
Hay varios episodios que ilustran este rasgo tan propio de la personalidad
de Raúl. El primero que conocí tuvo lugar en los noventa. Una mañana se
encontraba en el Congreso de los Diputados con Manuel Vicent y Víctor
Márquez Reviriego cubriendo el pleno. En los pasillos del hemiciclo se
toparon con Santiago Carrillo, empezaron a hablar y, al poco, se les unió
Javier Solana, que entonces era ministro. El socialista les invitó a comer en la
Cúpula del Hotel Palace y, en un momento determinado del almuerzo, insinuó
con eufemismos primero y con un racimo de pullas después que Raúl «había
cambiado», reprochándole que fuera crítico en exceso con el gobierno
felipista. Carrillo apostilló —supongo, de buena fe, que sin pararse a pensar
en quién gobernaba—, con mucho vinagre: «Raúl está con el poder».
Siguieron comiendo, pasaron los minutos, se sucedieron los platos,
llegaron a los postres y, entonces, fue cuando Raúl reaccionó al comentario
del líder del PCE:
—Oye, Santiago: yo me voy a cagar en tu puta madre.
—Y yo me voy a cagar en la tuya —respondió Carrillo.
Los testigos impidieron que se liaran a palos.
En otra ocasión, más reciente, durante una tertulia del programa Más de
uno, el director de El Independiente, Casimiro García-Abadillo, comparó a
Raúl con Beria, el terrible comisario del NKVD y torturador favorito de
Stalin. Diez minutos después, cuando Raúl fue consciente del agravio, disparó
a bocajarro: «Me voy a cagar en tus muertos por haber dicho eso».
Pérez-Reverte me contó otra de estas historias explosivas. Él mismo la
presenció:
—Edu Galán, de Mongolia, es amigo mío y lo llevé a una de las cenas que
organizo con Raúl, Gistau, Jabois y Antonio Lucas.
—¿Cómo surgieron esas cenas?
—Un día, hablando con Antonio Lucas, que le quiere mucho, me dijo:
«Hay que ver, Raúl está muy triste, Natalia está pachucha y lo veo muy solo».
Dije: «Coño, pues vamos a hacer una cena». ¿A quién aprecia Raúl? A
Gistau, a Jabois… Monté la primera cena, Raúl fue y se lo pasó de puta
madre. Empezamos a hablar y a recordar. A mí me gusta pincharle y que
cuente cosas.

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—Y la fórmula funcionó.
—Él se sentía arropado. Me decía: «Arturo, fíjate: son jóvenes y nos
quieren y nos respetan». Raúl es de la vieja guardia, tiene muchos amigos
muertos, y se dio cuenta de que una generación de periodistas más jóvenes,
brillantes todos, le respeta. Eso le dio mucha energía y descubrió un territorio.
Empezamos a hacer las cenas periódicamente y Raúl, que llegaba
melancólico, luego no quería irse. Teníamos que llevarlo a casa.
—¿Y qué ocurrió con Edu Galán?
—Edu encajó perfectamente, pero antes no conocía a Raúl y tenía ese
toque corrosivo que aún mantiene, pero que ahora administra mejor. Edu le
dijo a Raúl «viejo» y «barroco». Raúl se le quedó mirando, pero no reaccionó.
Al terminar la cena, cuando salimos, me dice Raúl: «El hijoputa me ha
llamado viejo y barroco». Y se quedó en eso. Al día siguiente, fuimos al
teatro, al estreno de El pintor de batallas. Estábamos mi mujer, Edu y yo.
Entonces, llegó Raúl derecho a Edu y le dijo: «Oye, que sepas que, por lo que
me dijiste ayer, han pegado más de una puñalada en Madrid. La próxima vez
que te veas conmigo, llevo navaja». Entonces, mi mujer le quitó las gafas a
Edu y le dijo a Raúl: «Dale».

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EL MAESTRO DE UCLÉS

J. F. Ú.

No he sido justo o, al menos, todo lo preciso que debiera cuando he


señalado que algunos de los encuentros que mantuve con Raúl fueron
improductivos. Detesto ese adjetivo por numérico, frío, cadavérico. Parece
salido de la boca de un funcionario de Hacienda o de un testaferro de Pujol.
No. Conforme iba acumulando sesiones y ordenando las conversaciones
transcritas —en mi grabadora lo registraba todo, hasta las vaguedades más
inanes—, me di cuenta de que un pequeño comentario que, en aquel
momento, en apariencia, no guardaba conexión alguna con lo que estábamos
hablando —por ejemplo, una vez, hablando de sus inicios en Pueblo, se
refirió irritado al sueldo miserable que cobran hoy los periodistas jóvenes—,
podía posteriormente encajar en un relato mayor, en una trama que se
abordaba, de una manera más exhaustiva, días después. Raúl me dosificaba la
información de su vida por fascículos que seguían una temática anárquica,
muy caótica. Sin embargo, según organizaba el material, a este, con el paso de
las semanas, cada vez le iba calzando mejor el adjetivo coherente. Tenía
piezas de aquí y de allá, muy lejanas unas de otras, pero, progresivamente, la
figura diseminada en el puzle se iba vislumbrando y, sobre todo, entendiendo
poco a poco.
Por eso, a ese tipo de encuentros escurridizos, en lugar de improductivos,
los llamaré mercúreos. Como el sonido que buscaba —y encontró— Bob
Dylan en el maravilloso Blonde on Blonde.
Así, en uno de estos encuentros mercúreos, en los que conversamos sobre
nada y, en realidad, sobre todo, Raúl me habló del rey emérito, Juan Carlos I:
—A mí me quiere mucho.[2] El rey y yo somos los herederos de Juncal, el
personaje de Paco Rabal. Es un rey trágico. Mató a su hermano y a sus dos
padres: a don Juan, su padre verdadero, y a Franco. Tuvo una juventud

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espantosa. Le decían tonto en la Academia. Franco no le dejaba hablar por
teléfono con su mujer.
Según Raúl, Juan Carlos I traicionó sus principios para dar la libertad al
pueblo español:
—Se convirtió en Mandela, en el referente más absoluto de la democracia
española. Después, al final de su vida, como todos los Borbones y como todas
las Borbonas, le dio por el folleteo, y ahí se perdió un poco. Pero hizo un gran
servicio al país. Al final, ese golfo, ese hombre libre contagió a España y es el
gran valedor de la democracia. Ha sido el mejor rey que hemos tenido.

Ese comentario que, aparentemente, quedó como en el aire, que no


pasaba, en un principio, de un simple apunte, cobró mayor sentido el jueves
22 de agosto de 2019, fecha en la que los medios de comunicación publicaron
que Juan Carlos I sería sometido a una operación cardíaca. Aquel día, a eso de
las cuatro de la tarde, me llamó Raúl para contarme que estaba almorzando
con el exdirector del CNI, Félix Sanz Roldán. El periodista le pasó su teléfono
al militar para que, en el momento, me contara alguna anécdota que yo
pudiera utilizar en el libro. Menos impulsivo que su comensal, Sanz Roldán
me dijo que sería mejor que quedáramos en persona. Fijamos una cita —en el
Hotel Villa Magna, la semana siguiente— y, antes de colgar, me contó algo
que había sucedido hacía, exactamente, «tres minutos»:
—Como ha salido en las noticias que van a operar al rey Juan Carlos, lo
hemos llamado para preguntarle qué tal estaba. Le digo: «Te paso a Raúl». Y
Raúl, en lugar de decirle «señor» o «majestad», le dice: «¡Rey, buenas
tardes!». El otro le cuenta sus operaciones, que le tienen que poner un stent o
dos, y entonces Raúl salta: «Rey, con stent o sin stent, aquí lo importante es
que funcione el ciruelo». Y yo oía las risas del otro, que se descojonaba. Eso
no se lo dice al rey Juan Carlos nadie.
En otra ocasión, estaban juntos Raúl y Félix Sanz cuando el anterior jefe
del Estado llamó al militar. Este le pasó el teléfono al periodista, quien saludó
así al monarca:
—Majestad, viva la república… francesa.

Se comenta en los círculos periodísticos —quiere decirse: tribus elitistas


de profesionales de la información y, sobre todo, de la opinión, que se
congregan en torno a un pope mediático y que se enfrentan entre sí por
motivos ideológicos y/o empresariales— que Félix Sanz fue alumno de Raúl

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del Pozo cuando este, siendo maestro, daba clases en la escuela de Uclés. Los
datos que me dio Raúl sobre esta época fueron escasos y difusos: que había
cursado Magisterio en Cuenca, que aprobó las oposiciones y que en las clases,
tanto en Uclés como en Armallones (Guadalajara), enseñaba de todo. Se
acabó.
—¿Fuiste profesor de Félix Sanz?
—Eso dice él, aunque creo que es una leyenda urbana. Algo de verdad
hay, pero a saber.
En un artículo del 3 de julio de 2009, Raúl publicó: «Zapatero ha tenido el
ataque de lucidez de nombrar jefe del CNI a un conquense al que di clase de
Historia en Uclés». Se equivocaba. En realidad, Sanz y Del Pozo se
conocieron el Día de la Constitución de 2004, en el Salón de los Pasos
Perdidos del Congreso, en un ambiente que recordaba al de la fiesta elegante
y fantasmagórica de El resplandor, la novela de Stephen King. El militar se
acercó al periodista:
—¿Es usted Raúl del Pozo?
—Sí.
—Pues yo soy Félix Sanz, jefe del Estado Mayor de la Defensa, al que
usted dio clases de Historia de España en Uclés.
En el Hotel Villa Magna, el exjefe del CNI me confesó que no le había
conocido hasta ese 6 de diciembre de 2004:
—No me había enseñado a leer. Utilicé esa fórmula para acercarme a él
de una forma rompedora, aunque es verdad que llevaba mucho tiempo en el
recuerdo colectivo de Uclés, que es un pueblo muy pequeño y, por tanto, en
mi vida. Fue un amor a primera vista. La conversación fue pequeña, pero yo
estuve encantado, hubiera estado más tiempo con él de no haber sido el día
que era. En la columna que publicó al día siguiente, él escribió algo así como:
«He conocido a un general demócrata que era un niño de Uclés, que aprendió
allí a leer…». Lo llamé y le dije: «¡Qué cosas tan bonitas dices de mí por ser
de Uclés, si no me conoces de nada más!». Eso cristalizó en una amistad
enorme. Es como si fuera mi hermano.
Félix Sanz disfrutaba hablando del lugar donde nació y se crio:
—Uclés es un pueblo muy pequeñito que tiene un monasterio
impresionante, que tardó mucho tiempo en construirse. Está en un territorio
que le dio Alfonso VIII a la Orden de Santiago por ayudarle y puso ahí la
sede del Maestrazgo, que no es la actual. Para un pueblo que hoy tiene 160
habitantes, tener una obra como esa es muy importante.

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Entonces, el monasterio, que hoy, en su web, se define con un mal gusto
horroroso como «router espiritual» —ahora va a resultar que el Espíritu Santo
llega por wifi—, era uno de los puntos más importantes en la zona. Al estallar
la Guerra Civil, los republicanos hicieron una escabechina de vírgenes y
santos, asesinaron a unos cuantos frailes agustinos y lo convirtieron en
hospital; cuando los nacionales lo ocuparon, lo hicieron cárcel. En la
posguerra, el obispo de Cuenca, Inocencio Rodríguez Díez, lo reclamó para
levantar un «seminario menor». Por ello, cuando Raúl rondaba por Uclés,
entre los muros del llamado «El Escorial de La Mancha» vivían unos 500
seminaristas, y el pueblo se llenaba de gente cuando las familias de aquellos
jóvenes religiosos, ahora en extinción, iban a visitarlos:
—En aquellos años, o tenías un hijo cura o te lo llevabas a arar. El chaval
que despuntaba un poco iba al seminario; el que no, al campo.
Como era habitual, en Uclés había una escuela para chicos y otra para
chicas. El maestro de la primera se llamaba don Vitorio; la maestra de la
segunda, doña Dámasa. Estaban casados, eran del pueblo y ya se les
consideraba viejísimos cuando Félix Sanz era niño.
—Eran tíos míos —me contó el general—, segundos o terceros. Llevaban
siendo maestros de Uclés toda la vida, desde el fin de la Guerra Civil.
Imagínate: una persona en aquella época, enseñando con sesenta y cinco años
y sin haberse movido en su vida de Uclés, con unos métodos…
—¿Qué métodos?
—En la escuela de las niñas no sé qué les harían, pero a nosotros nos
pegaban, nos arreaban con la regla o nos ponían de rodillas, con un libro en
cada mano.
Don Vitorio y doña Dámasa seguían envejeciendo y ejerciendo. Llegó el
punto en que estaban tan mayores que tuvieron que dar clases en su casa, para
no coger frío en invierno mientras iban a sus respectivos colegios. Tras cursar
los estudios primarios en Uclés, Félix Sanz se fue a Tarancón a hacer el
bachillerato, requisito para ingresar en la Academia.
—Una cosa muy curiosa —me dijo el general—: cuando le conté a mi
padre, que era guardia civil de segunda, ni siquiera era cabo, en el año 60 que
quería ir a la Academia e ingresar como cadete, me dijo: «Hijo, ¿tú eres
tonto? Si en la Academia solo entran los hijos de los jefes». ¡Fíjate! Pues
llegó a conocerme Jemad.
Previamente, Raúl me había contado que tuvo una tentación parecida:
—Un día iba con la bicicleta por las hoces de Cuenca y vi un cartel que
decía: «Apúntate a la Legión. Puedes llegar a comandante». Y fui a

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apuntarme. Lo que pasa es que me encontré con mi prima y me dijo: «No seas
tonto. Mira que alistarse en la Legión». Y ahí quedó todo.
Estando Sanz en Tarancón, llegó Raúl del Pozo a Uclés para sustituir a
don Vitorio. Permaneció en el pueblo durante un año, tras haber pasado por la
Escuela Normal de Magisterio de Cuenca —cada provincia generaba sus
propios maestros; si estos querían salir del terruño, debían superar un
determinado nivel—. El general cree que las primeras clases que dio su amigo
en su pueblo fueron en la casa de sus tíos.
—No sé cómo lo hizo porque, ya te digo, no estaba con él, pero Raúl fue
una revolución en el sentido de que llegó un maestro joven, muy joven, con
diecinueve o veinte años, con otros métodos, porque estoy seguro de que Raúl
no daba con la regla, y empezó a ser una especie de leyenda dentro del
pueblo.
Los padres y la hermana de Félix Sanz se referían con admiración a «don
Raúl». Al poco de llegar este a Uclés, hicieron unas escuelas muy pobres y las
clases dejaron de darse en la casa de don Vitorio y de doña Dámasa.
—Ahí daban clase Raúl y su compañera. Llegaron a la vez, pero fíjate:
todo el mundo habla de «don Raúl», pero nadie se acuerda de la maestra. Mi
madre, cuando compraba el periódico, me preguntaba: «¿Has leído el artículo
que ha escrito hoy don Raúl?».

Raúl se había negado a hablarme de su mili porque, en su opinión,


reproducir ese tipo de historias «es una vulgaridad»:
—El que cuenta la mili está perdido. Es como el que va a Lucio y lo
ponen en el piso alto.
Me contó que tenía dos pesadillas recurrentes que le causaban pánico. En
la primera, se ve ahora, a sus ochenta y pocos años, haciendo el paseíllo en
una plaza de toros porque le han obligado a torear, no puede escabullirse y
tiene que salir a lidiar una bestia de 600 kilos; en la segunda:
—Voy a la mili y me dice el cabo primero, que era un hijo de puta, que no
me puedo licenciar. ¡Después de sesenta años!
Félix Sanz me dijo que Raúl tampoco le suele hablar a él de la mili. Se
sabe que estuvo destinado en Cuatro Vientos, en aviación, y poco más.
—Para una persona como Raúl —apuntó el general—, no debió de ser ni
fácil ni una experiencia atractiva. Evita contarme cosas que sabe o cree que
pueden desagradarme, en el sentido de que la crítica exagerada a todo el
mundo escuece. De todas formas, si alguna vez dice alguna barbaridad,
enseguida lo arregla diciendo que soy un militar demócrata.

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Para que Raúl no me retire la palabra o me demande, no reproduciré todos
los elogios que el exjefe de los espías patrios le brindó en aquel encuentro que
tuvimos en la amplia y milagrosamente silenciosa cafetería del Hotel Villa
Magna. Félix Sanz subrayó la lealtad de Raúl —«Fíjate: la cantidad de cosas
que yo, siendo director del CNI, habré comentado delante de él, y le he dicho:
“Raúl, por favor, esto queda entre tú y yo”. Y no ha soltado prenda»— y
manifestó insistentemente la admiración que le profesa.
—Lo admiro mucho. El verdadero respeto, en muchas ocasiones, es el
respeto intelectual.
—Me consta que la cosa es mutua.
—Cree que soy más estudioso de lo que soy. Me valora mucho
intelectualmente y quizá puede estar equivocado. Él cuenta sobre mí
exageraciones.
En este sentido, Félix Sanz me dijo que una vez le regaló a Raúl una
reproducción muy bien hecha de una pistola clásica que tenían en el Estado
Mayor de la Defensa:
—Una noche nos invitó a cenar y le llevé como regalo una pistola muy
bien reproducida, pero que no pegaba tiros. Cuando llegué a su casa, le dije de
broma: «Toma, Raúl: la pistola con la que se suicidó Larra». Y él hizo un
esfuerzo por creérselo, porque sabe que es mentira. Además, seguro que, si se
fija, verá que debajo pondrá «hecha en Calatayud», o donde sea.
Parte de la relación que mantienen se sustenta en este tipo de juegos
medio ficticios y exagerados con los que no pretenden engañar a nadie y que
les divierten mucho: desde el momento en que se conocieron, cuando el
general se presentó a Raúl diciéndole que fue alumno suyo, pasando por la
pistola falsa de Larra, hasta la presunta posesión que Raúl le atribuye a Sanz
de la hoja de servicios de Miguel de Cervantes:
—Dice que yo tengo la hoja de servicios de Cervantes y no es verdad. En
la milicia hay una cosa muy curiosa: en los regimientos de infantería, a fin de
año, el coronel escribe de puño y letra lo que ha hecho el regimiento. Esto se
ha hecho siempre. Por tanto, es muy fácil seguir la historia de un regimiento.
Entonces, llegué al Regimiento de Infantería de la Reina, que es donde hizo la
mili Cervantes. Por tanto, vi en qué regimiento servía, cuándo se alistó, el
nombre de su capitán… pero vamos, eso lo puedes ver tú. Lo pedí porque
participaba en un simposio en Toledo en el IV Centenario del Quijote. Titulé
mi ponencia «Miguel de Cervantes, un soldado del siglo XXI». Hacía una
ucronía sobre cómo sería hoy el Cervantes soldado.

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El encuentro con Félix Sanz dio mucho de sí. Tratamos aspectos
biográficos, sentimentales e intelectuales que he omitido en este capítulo y
que irán apareciendo a lo largo del relato según este los vaya pidiendo. Antes
de despedirnos, el general me contó una última anécdota:
—Estábamos en la rotonda del Palace, y yo no sé cómo, pero empezamos
a hablar de la Legión. A él no le gustaba, porque le recordaba a la España
negra, y me dijo algo de los cristos sangrantes, que le desagradaban
profundamente. Yo le dije que la Legión transmitía unos valores
extraordinarios y que, todavía hoy, si gritas «a mí la Legión», como haya un
legionario cerca, aparecerá para ayudarte, sea donde sea. «Entonces», me dijo,
«¿si yo digo “a mí la Legión” y hay un legionario, viene?». «Sí, claro». Así
que pegó un grito en el Palace: «¡¡¡A mí la Legión!!!». Inmediatamente, un
camarero tiró la bandeja, vino corriendo y le preguntó: «¿Necesita algo, don
Raúl?».

Días después, cuando le dije a Raúl que Félix Sanz me había contado este
episodio, añadió un leve matiz a la narración del ex Jemad:
—Antes de preguntarme nada, se cuadró ante Félix y le dijo: «¡A sus
órdenes, mi general!».

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12
CUENCA, BARCELONA, PARÍS

J. F. Ú.

A los diecimuchos/veintipocos, cuando aún vivía en Cuenca, el maestro


de escuela que respondía al nombre de Raúl del Pozo cebaba su vocación de
escritor con los libros que había en el hogar familiar y en la biblioteca
municipal. Además de a Shakespeare, leía a Baroja, a Sartre y a Camus. Su
primera incursión en un ambiente intelectual y literario la hizo en el Café
Colón, pulmón tabacoso, vicioso y cultural de la ciudad de las hoces, donde
acudía para jugar a los dados o al billar con tropa de su quinta y, sobre todo,
para venerar al columnista César González-Ruano, quien allí escribía, en
cuartillas, algunas de sus crónicas y artículos.
Raúl me habló de los «dedos amarillos y huesudos» de Ruano y de sus
manos invadidas por un batallón paramilitar de moscas cojoneras. Con mayor
o menor fortuna, dependiendo de la ocasión, el joven aspirante a escritor
pedía silencio a los parroquianos del local. Como impidiendo un sacrilegio,
decía: «Por favor: no hagáis ruido, que está trabajando el maestro». Este rito
lo repitió varias veces hasta que, un día, Ruano le preguntó:
—¿Quiere usted almorzar conmigo?
—Es un honor para mí.
Muy orgulloso, me dijo Raúl sobre Ruano:
—En Mi medio siglo se confiesa a medias me cita dos o tres veces. Me
decía: «Don Raúl, algún día me verá usted pidiendo limosna para mantener
los palacios».
Y recordó una conversación que tuvieron por entonces:
—Don César, ¿dónde ha estado?
—Vengo de la costa.
—¿Y qué tal lo ha pasado?
—Bueno, allí lo que excita es ver a una mujer vestida.

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Años después, cuando ya vivía en Madrid, Raúl siguió frecuentando al
«santo padre del columnismo» y al «gran maestro del obituario». Francisco
Umbral, a quien Raúl también conoció en Cuenca —en su primer encuentro,
se intercambiaron las corbatas—, plasmó en su libro de memorias Trilogía de
Madrid (Planeta, 1984) que, el día en que murió Ruano, ocho o diez tipos,
entre los que estaban el propio Umbral y Raúl, se metieron en un taxi y que,
en el trayecto del café a la casa del difunto, el periodista conquense dijo «la
frase definitiva»: «Pensar que no nos volveremos a divertir tanto hasta el día
que se muera Azorín».
—Eso lo dije en el encuentro de vuelta —me aclaró Raúl.
El 20 de abril de 2016 Raúl ganó el XXXI Premio González-Ruano de
Periodismo, por su artículo «Réquiem por el maestro de los epitafios»,
obituario que le dedicó a Jaime Campmany en El Mundo el 14 de junio del
año anterior. El galardonado dijo estar «orgulloso de llevar el nombre de
González-Ruano, maestro de todos nosotros, al que conocí cuando era un
chaval en Cuenca».

En esta época, Raúl debutó en un medio de comunicación, Ofensiva, un


diario «nacional-sindicalista» en el que rubricó sus «Notas de un
provinciano». También estampó su firma en otro periódico del Movimiento,
el Diario de Cuenca —como, entre otros, Miguel de la Hoz y José Luis Coll
—. Escribía sobre todo lo que podía y, «por supuesto», no cobraba una mísera
peseta. Por otra parte, azuzó al Leviatán voraz e insaciable de las palabras,
una criatura que engordaba a medida que Raúl escribía y era leído. Se hizo
adicto a la tinta de imprenta y conoció a los linotipistas y a los cajistas,
«fogoneros de las ideas»: «Veía a los tíos que trabajaban en Ofensiva como si
fueran héroes del Oeste, y eran unos borrachos».
Algunos de estos primeros artículos se los leía a su hermana y le pedía su
opinión:
—Si le decía que estaba bien —me dijo Angelines—, no había problema,
pero si le ponía alguna falta, me decía: «Es que no entiendes», y se
enfurruñaba. Aun así, cada vez que escribía un nuevo artículo, venía y me lo
leía. Entonces tendría veinte años y sentía verdadera pasión por la escritura.
Así, cuando Raúl terminó de asimilar que el de escritor es el oficio más
hermoso del mundo, mandó al carajo la enseñanza, le puso una bomba lapa a
la monotonía de la provincia, de las pizarras y de los pupitres, y, tras hacer en
Cuatro Vientos el transbordo obligatorio del servicio militar, se sumergió en
la bohemia urbana, hambrienta y neurótica de Barcelona.

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Raúl cree que llegó a la ciudad condal en 1960. Entonces, Barcelona era
un imán urbano que atraía, masivamente, a andaluces, extremeños y
castellanos —entre 1963 y 1964, por ejemplo, se instalaron 274.000 españoles
de otras zonas del país—. El desarrollo burgués se conjugaba con el
chabolismo y con grandes bolsas de pobreza. Los campesinos y los obreros
llegaban a la metrópoli en tromba, recordando escenas de Tiempos modernos,
y sus hijos estudiaban en unas escuelas que se asemejaban a barracones de
campos de concentración. Los zagales eran almacenados, no ya para que
aprendieran a multiplicar o quién fue Alfonso X El Sabio, sino para que no se
convirtieran en chorizos.
Raúl se ganó el pan dando clases de lo que fuere a los hijos de los
charnegos y, durante unas semanas, incluso dirigió una de estas escuelas. Aun
así, él no se fue a vivir a Barcelona, una polis absolutamente mediterránea,
que supuraba, aún con timidez, una libertad desordenada, y que todavía
recordaba a la que Jean Genet había descrito en Diario del ladrón, para seguir
siendo profesor, sino para forjarse como escritor y para meterse de lleno en el
follón golfo, destructivo y voluptuoso de la urbe.
En la ciudad prodigiosa y clasista de los lavaderos modernistas y de las
máscaras de piedra que anunciaban prostíbulos, el periodista de La Torre
vivió en la miseria, exprimió Las Ramblas y conoció a proxenetas y a
rameras.
—El príncipe de los chulos era un camarero. Iba con su abrigo azul
marino y un clavel en el ojal, y todos los bohemios, capas, tunantes y
pintores, le daban sablazos.
Se instaló en la casa del pintor Julián Pacheco, oriundo de Cuenca, amigo
suyo desde antes de que a ambos les salieran pelos en los sobacos. Pacheco,
además, era anarquista y chulo de putas. Raúl fue algo así como su
guardaespaldas extraoficial. Alguna que otra vez acabaron a hostias, cuando
no amenazándose con botellas rotas, con los yanquis de la Sexta Flota en el
Panan’s, un cabaret que estaba al lado del puerto, al final de las Ramblas. El
principal motivo de estas peleas: quién se hacía con los servicios de la lumi
más guapa.
—Aun así, nunca me han gustado las putas —me dijo Raúl.
—¿Cómo eran aquellas mujeres? —le pregunté.
—Eran diferentes a las de Madrid. Las de Madrid se parecían a nuestras
tías. Tenían el pelo cardado y el culo gordo, llevaban bolsos enormes… Eran

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señoras. Las putas de Barcelona, en cambio, no parecían familiares nuestras.
Algunas eran como las de ahora, que parecen Miss Mundo.
En el recién estrenado cabaret Kit Kat conoció a una de las personas más
importantes en su vida: Paco Rabal. Se cruzaron cuando el actor subía por las
escaleras y el periodista las bajaba. Ambos se pidieron sendos autógrafos. «A
Paco Rabal, Raúl del Pozo», le escribió al protagonista de Viridiana en un
paquete de tabaco Rumbo, inaugurando una amistad intensísima, una unión
macha y fraterna que concluyó con un obituario titulado «El mejor capitán de
la noche y el teatro».
—¿El título no era «Marcas el 2 y te la chupan»? —me preguntó Raúl.
—Yo lo leí en A Bambi no le gustan los miércoles, y el título era ese.
—Quizá se lo cambiaron en el periódico o en la editorial. No lo sé.

La capital catalana era un lugar fascinante, pero la nueva Babilonia se


llamaba París, caldo primigenio y/o meca de una legión de grandes escritores:
Hugo, Balzac, Hemingway, Ginsberg, Kerouac, Burroughs. Raúl llegó a la
Ciudad de la Luz en 1962, haciendo autoestop desde la ciudad condal.
Durante los siete u ocho días de camino, hizo escala en gasolineras en las que
eran abandonados perros y octogenarios, así como en bares de carretera
exentos de inspecciones de sanidad.
—Se fue con dos huevos —me dijo su hermano Augusto—. Dejó la
escuela, sin un duro, y se marchó a París. Y allí estuvo con Richard Burton y
con Peter O’Toole. Es que mi hermano es mucho.
Entonces, la Lutecia de los romanos era un puchero bullicioso y loco de
prehippies, guevaristas, castristas, anarquistas, exiliados y obreros españoles,
violinistas canadienses, cantantes negros, homosexuales y señoritas que
fumaban. Seis años antes de que estuviera listo para servirse Mayo del 68, de
la olla en la que se cocía ya salía un vapor contagioso, febril y reivindicativo.
París fue un electroshock para Raúl. Le llenó los sesos de luz, aprendió la
teoría y la práctica de la libertad, se contagio de razón y de una sinrazón
imposibles en la reseca España tardofranquista. París era el Paraíso. No tenía
ni pajolera idea de francés, pero aprendió la palabra más importante:
«Doucement».
—Él tiene dificultad para los idiomas —me dijo Angelines— y, en París,
cuando llegaba a un sitio, para saber si había españoles, entraba y gritaba:
«¡Aquí solo hay maricones!». Y, automáticamente, saltaba alguno y decía:
«¡Maricón serás tú!».

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Raúl intentaba, «como todo el mundo», cepillarse a todo lo que se movía
y el grado de acierto superaba el notable: a lo mejor no había nada que
llevarse a la boca a las ocho de la mañana, pero casi siempre amanecía con
alguna venus courbetiana roncando en su cama. Era más probable terminar
participando en un partouze —una cama redonda— que desayunar café y
galletas. Los calzoncillos y los calcetines siempre debían estar limpios. Por
dos razones: la primera, para no espantar a la cómplice del intercambio de
fluidos; la segunda, para evitar sarna, ladillas o la dolencia que dejó ciego a
Joyce.
—¿Dónde te alojaste: en una pensión, conocías a alguien…? —le
pregunté.
—¡Qué leches pensión! Nada más llegar, me fui a Le Dôme.
Le Dôme, ubicado en Montparnasse, fue —y sigue siendo— uno de los
cafés más importantes de París. Bajo su techo se emborracharon Gauguin,
Ezra Pound, Man Ray, Henry Miller o Anaïs Nin. Allí, Raúl conoció a un
torero argentino, cuyo nombre no recuerda, que le brindó un alojamiento
primerizo, así como al periodista catalán Alberto Oliveras. Entonces, este
hacía Ustedes son formidables en la Cadena Ser y, rozando lo clandestino
—«en el sentido de que no se sabía que era de él, porque no podía estar en
dos sitios», me explicó Raúl—, Radiorama en Radio Nacional.
—Sus programas eran un espaldarazo de libertad y de esperanza —me
dijo Raúl—. Con Oliveras me pasó algo parecido a lo que después me ocurrió
con Jesús Quintero. Tenían el secreto, el duende de la voz.
Precisamente, en Huelva, Jesús Quintero me había preguntado:
—¿Te ha contado ya lo de la casa de Alberto Oliveras?
—No.
—¡Pues que te lo cuente —me dijo desternillándose—, que es
extraordinario!
Ocurrió que Oliveras alojó en su casa a Raúl y lo reclutó para Radiorama,
donde trabajó en negro, sin contrato, cobrando mal y no siempre. Hacía
reportajes y entrevistas —recordó con especial ilusión una que le hizo a Jean
Paul Sartre— con un magnetófono Agra. Por encima de todo, Raúl me
destacó la cobertura que hizo de la última actuación de Edith Piaf en el teatro
Bobino. Me habló de cómo la sacaron Théo Sarapo y otro tipo al escenario:
—Parecía una muerta vestida de negro. Sin embargo, cuando agarró el
micrófono y comenzó a cantar, ardió París.
La relación parisina, periodística y hospitalaria de Raúl y Oliveras se
interrumpió cuando el primero le quemó la casa al segundo —a esto se refería

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El Loco de la Colina—. Lo hizo sin querer emular a Nerón, de una manera
accidental, cuasi inocente. Para evitar que la mujer del catalán supiera cuándo
salía o cuándo entraba al piso, en aquella ocasión, Raúl tapó con un trapo de
seda una lámpara que, como la del proverbio bíblico, nunca se apagaba de
noche. Sigiloso, salió de la casa de Oliveras rumbo a Le Dôme, que se
encontraba en una esquina, a muy pocos metros. Diez minutos después de que
entrara en el café, un coro tonante de voces de alarma entonaba un estribillo
desesperado: «¡¡¡Feu, feu!!!». Al asomarse, vio cómo el edificio expiraba
fuego y humo. Cuadros de Picasso y de Dalí fueron víctimas de la gula de
Hefesto.
De inmediato, una pareja de gendarmes se arrojó sobre Raúl, mientras
contemplaba, incrédulo, el ígneo espectáculo. La policía gabacha le creyó
miembro del Frente de Liberación Nacional, el partido independentista
argelino liderado por Ahmed Ben Bella y que, por entonces, había sembrado
París de bombas. Escoltado —«Parecía el presidente de Estados Unidos», me
dijo—, fue conducido a la comisaría de Montparnasse, pasó un par de días en
el calabozo y, tras tomarle declaración y comprobar que no mentía, los
agentes lo dejaron en libertad.
Días después de que Raúl me contara esta historia, Augusto me dijo:
—Yo no sé si será así, pero una vez, contándomelo, sacó pecho. Por lo
visto, Alberto Oliveras le tocaba los cojones, y un día saltó: «Bueno, vale, sí.
Le prendí fuego a la casa con un camisón de su amante que puse encima de la
lámpara».
Sobre esta versión, Raúl apuntó que, simplemente, se trataba de una
boutade, de una fantasía de su hermano.
A saber.
—No, no, no: ni a saber ni leches. No quiero quedar como un pirómano.
No soy Puigdemont.

Después de quemar la casa de Alberto Oliveras, Raúl se alojó en La


Candelaria, un bar ubicado en el Barrio Latino, donde trabajaba de lavaplatos
su compadre Julián Pacheco. La Candelaria era frecuentada por otros pintores
españoles, como Eduardo Arroyo, Modesto Roldán y Pepe Díaz, quien era
novio de la hija de Lacan sin tener ni pajolera idea de quién era el padre de
esta; cantantes como George Brassens y Violeta Parra, o actrices como
Brigitte Bardot, a quien Paco Ibáñez, otro de los parroquianos habituales,
daba clases de guitarra.
—Pacheco fue como el ángel de mi vida —me dijo Raúl.

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—¿El chuloputas?
—¿Y eso qué tiene que ver? Él tenía una habitación muy pequeña y a mí
me dejaba dormir en el suelo. Robaba comida de La Candelaria y luego me la
daba. Me estoy acordando de que, una vez, cogió unos huevos cocidos. Pero
esto no lo cuentes: no me gustan las miserias. Todo el mundo estaba así.
París insufló en Raúl el aire opiáceo y deslumbrante de la Libertad, con
mayúscula, por la que merece la pena sangrar, luchar y pervivir. Quiso
arrancarle la cabeza a Arthur Miller cuando se lo encontró paseando con
Marilyn Monroe agarrada de un brazo. Comió mariscos con la escritora
Christiane Rochefort —pagó ella—. Se cruzó con Sartre más veces que con
Berlanga en el Gijón. Y también se hizo muy amigo de los hermanos Ibáñez,
Paco y Rogelio, que vivían en Aubervilliers, un municipio situado en los
suburbios del norte de París, en la región de Isla de Francia, y que era
territorio comunista. En una de estas visitas, Raúl, quien todavía no profesaba
la fe del hombre nuevo, participó en un homenaje a Miguel Hernández y,
escondido detrás de unas cortinas, recitó algunos de sus poemas. Cuando
terminó, se le acercó un tipo que tenía la complexión de un armario y le dijo,
como si se tratara de un profeta de Yahvé: «El Partido te lo agradece».
Para poder pagarse las baguettes con andouille y las juergas se metió a
albañil. Hizo ñapas con Rogelio Ibáñez y participó en el montaje de una plaza
de toros con motivo de una corrida de Julián Pacheco —además de lavaplatos
y de pintor, era torero—. Recordó cómo el locutor francés retransmitía la
faena: «Esto es un pase de pecho, esto una verónica…».
Pese a todo, Raúl seguía queriendo consagrar su vida a la literatura y al
periodismo, no a la docencia ni, mucho menos, a la albañilería. Por eso, tras
corroborar que, junto al mar, París era la única cosa superior a como uno la
había imaginado, hizo la maleta, volvió a Cuenca, trabajó en una escuela
durante una temporada efímera, se volvió a hartar y, una tarde, de nuevo más
tieso que un galgo ralenco, se vino a Madrid ya definitivamente con el
propósito de convertirse, de una vez por todas, en un hombre de letras
profesional.
—Hubo un momento en que París se ensombreció: Lacan disolvió la
escuela, Sartre dejó la bebida y largaba de Simone de Beauvoir, Althusser
estranguló a su mujer… Pero, para los buenos españoles, a los que llamaban
afrancesados y traidores, Francia siempre fue la esperanza, y sigue siendo la
patria de la razón y de la vanguardia. Francia es la hostia.

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13
CUANDO HABLAMOS DEL DESENCANTO

J. V.

Felipe Alcaraz lo ha sido todo en el PCE y ha mantenido una relación


recia y cálida con Raúl del Pozo. Le pregunto por sus encuentros y su
relación, tantos años después de Raúl Júcar y Mundo Obrero, donde por
cierto Alcaraz todavía colabora, etc. Me responde, vía email, que «todavía
queda un gramo de optimismo en la especie humana si personajes como Raúl
del Pozo y un servidor logramos entendernos y hasta querernos. Que logren
entenderse, quiero decir, un españolista (de los de Blas de Otero, Celaya y
Ángel González) y un leninista, y no precisamente de John Lennon, y que
precisamente se entiendan en el siglo (sin luces) del fin de la política, nos
hace afirmar, al menos, que vivimos sin esperanza (cada vez menos), pero
también sin miedo». Cuando hablamos del desencanto, que no es solo película
de Chávarri ni canción de cuna sobre infantes de poetas franquistas, sino casi
el estado general, y carencial, de varias generaciones educadas en el
manifiesto comunista, hoy centrifugadas por unos charlatanes que caen de
hinojos frente a las estampitas de Eva Perón, responde a bocajarro.
—Dicen que Raúl anda ahora desencantado por los mentideros de Madrid,
pero se me antoja que su desencanto tiene algo que ver con el desdén culto y
delicado de Pasolini cuando fue a visitar la tumba de Gramsci en el
cementerio acatólico de Roma:
Y cita a Pier Paolo Pasolini…

Vivo en el no querer
de la posguerra decaída: amando
el mundo que odio…
por un oscuro
escándalo de la conciencia.

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Corro a buscar el libro del cineasta poeta y encuentro versos/bomba,
versos como flores de luto por la orquesta roja, versos/crisantemo por lo que
millones creyeron…

Un trapo rojo como aquel


enroscado en el cuello de los partisanos
y junto a la tumba, en el terreno céreo,
dos geranios diversamente rojos.
Allí estás tú, con dura elegancia no católica
desterrado en una lista de extranjeros
muertos: Las cenizas de Gramsci… Entre esperanza
y desconfianza vieja me acerco a ti, me lleva
la casualidad por este estrecho sendero
delante de tu tumba, de tu espíritu
permanecido aquí abajo entre estos libres.

En algún momento, entrevistado para este libro por ejemplo, Raúl del
Pozo ha criticado el cortejo de la izquierda al nacionalismo y, en lo referente a
las costumbres, habla de un estalinismo pijo. Raúl, por cierto, aparece como
personaje en Serpentario, durante los días convulsos del 15-M y las
revelaciones de los papeles de Bárcenas. Conserva el respeto de los últimos
camaradas, que se resisten a apagar la luz.
«A pesar de todo», explica Alcaraz, «nos seguimos entendiendo, aun
practicando idiomas tácticos diferentes, porque hemos tenido una Celestina
prodigiosa, impagable: la literatura; o, si se quiere, la prosa, ese afán del
artesano por unir piedrecitas en la soledad de su despacho, o en la servilleta
de papel de una sobremesa en el entorno de la carrera de San Jerónimo. A
propósito de esto, y de la prosa esplendente y única de Raúl, del maestro
Raúl, decía una amiga mía, que estaba enamorada de la escritura y de la
persona, que Raúl era el Mastroianni de la prosa española».
—¿Cree, como dijo aquella vez Santiago Carrillo, con bastante mala
leche, que Raúl siempre está con el poder? ¿O por el contrario todavía
reconoce en «El ruido de la calle» al cronista que fue de Mundo Obrero?
—Raúl suele decir que él escribe/describe la realidad, y que no
comprende a veces la sorpresa de muchos cuando leen sus columnas. Que es
la realidad la que dicta. Y la realidad a veces es crítica, es un texto crítico. Por
eso quizás una vez, Carrillo, con un escupitajo envenenado de nicotina, dijo
que Raúl estaría siempre donde estuviera el poder. Es así y no es así. Y si es
así es a la manera en que practicaba esta ubicación García Márquez, por

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ejemplo. Es decir, la necesidad, a veces, de situarse en el interior del volcán,
allá donde se muelen las historias más intensas y de donde emergen los
tentáculos que mueven las piezas del ajedrez. A veces, digo, porque Raúl, por
ejemplo, ni pudo ni quiso entrar en ese volcán oscuro y acre que detentó en
sus erupciones el bonapartista Felipe González.
Para unos, está claro que el cronista debe mantenerse acrisolado y
virginal, puro, pero los viejos comunistas entienden que nada mancha más
que la política y que no es opuesto el ejercicio del periodismo con la
protección de las convicciones propias, a despecho de las tentaciones del
poder y los cantos de sirena.
—Y esa cercanía del poder —prosigue el novelista, diputado, político—
como el torero que a veces realiza la pose del teléfono, ha supuesto siempre
no pocas confusiones. Recuerdo una. Alguien, que percibió mis simpatías, me
dijo un día en Casa Manolo que a Raúl se le veía demasiado con miembros de
la llamada inteligencia española, después CNI, como indicando que podía ser
uno de ellos. Y yo le contesté al difamador que a mí me venía muy bien la
cosa, porque yo era espía soviético. Que quede claro —prosigue—, que mi
simpatía hacia Raúl no deriva exactamente de que él también fue militante del
PCE. Sí es verdad que sus columnas en Mundo Obrero, con la firma Raúl
Júcar, suponían un abrevadero obligado en mi militancia literaria. Y hay que
decirlo claro: Raúl, que no es militante del PCE, tampoco es comunista. Pero
conserva la gran ironía histórica de aquel que sabe que seguimos viviendo la
historia de la lucha de clases; y conserva un rescoldo de cariño que le hace
repetir la letra de un bolero cuando se le habla del antiguo PCE: «Si tú me
dices ven, lo dejo todo». Es la gran ironía del viejo Marx cuando dijo que
había aprendido más economía en el legitimista y conservador Balzac que en
todos los economistas de la época. Y esa es la gran ironía: por debajo o por
encima del autor, lo sepa o no el escribano, están las relaciones sociales, los
lugares que ocupan los personajes o cómo funcionan sus sentimientos e
ideologías latentes en la carpintería general de la vida. Y esa es la realidad a
la que alude Raúl, desde un españolismo sembrado en aquellos que le
quisieron disputar el nombre de España a los fachendosos, como Picasso les
disputó y les ganó el color azul. Y ahí sigue el hombre: amando el mundo que
odia. Raúl no solo tira de pluma desde la soledad de su tintero, sino que tiene
un sistema múltiple de contactos, entre ellos los espías del poder, que no solo
le ayudan a ver la complejidad de las cosas, sino que le afinan los
calificativos. Yo he sido, ha tiempo, uno de sus corresponsales a la hora de

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decidir el calificativo adecuado. Mi nombre de corresponsal de adjetivos,
puesto por él, era Nube roja.
Alcaraz, a diferencia de muchos otros, conoció al periodista mutante que
es Diógenes en la barrica y Vittorio Gassman con traje italiano, Pasolini en
Cuenca y Juncal hasta el último átomo de una escritura que se defiende por
medio del sarcasmo y de una violencia verbal con la que oculta la ternura
secreta.
—No solo la ironía define el modo de estar en el mundo de Raúl, hay
otras dos categorías que le dan un aura especial, y que hasta cierto punto
pueden contradecir la fama de hombre difícil que le precede. Son la
delicadeza y la ingenuidad. Las dos, al menos, me sorprendieron a mí cuando
descifré y le puse cara al nombre de Raúl Júcar. Raúl es una persona delicada,
incluso puede ser caracterizado algunas veces como tímido; todo ello
contrapesado por el atrevimiento profesional de un oficio sin el cual no se le
podría definir. Tiene la delicadeza de la educación y el respeto por algo que
sabe que es el alma del edificio humano: la dignidad. Raúl, como los clásicos,
sabe que la dignidad es un motor que puede llevar al atrevimiento máximo.
Ese atrevimiento que Borges aludió en alguno de sus cuentos sureños, y que
te puede llevar a enfrentarte con un genio en el manejo de la navaja, cuando
tú apenas sabes cogerla. Y quizás también Raúl es ingenuo, en la mejor
acepción de la categoría: nadie que no tenga una gran carga de ingenuidad, de
limpieza, puede terminar apuntándose al partido de los comunistas. Nadie es
capaz de imaginar que los dados que tira la mano de Dios en algunas
ocasiones pueden no estar trucados; Raúl sí: esperaba otra justicia. Quizás por
eso, porque ha descubierto este planteamiento falsario, es por lo que arrastra
actualmente cierto desencanto. Por esto y porque también ha descubierto,
cuando habla de un cierto autoritarismo pijo, que el peor dogmatismo es el de
los antidogmáticos y los posmodernos.
Pero el roce con el periodista no anula al periodista ni lo domestica. El
miedo expresado por Walter Lippmann, el gran contador de los entresijos del
poder, el gran demócrata enfrentado al periodismo amarillista de los Hearst,
fue siempre que el periodismo se emborrachase por la cercanía con el poder,
que confundiera la opinión y los hechos, como viene siendo habitual en los
días del periodismo jibarizado y la publicidad en cuarto menguante. Pero
todavía más temía la incapacidad del periodista para acabar, siquiera de forma
aproximada, el magma de una realidad a menudo caótica y confusa, y sentía
como una maldición el prospecto de un periodismo agarrado a sus pequeñas
certezas y sus teorías previas a toda comprobación como forma de cocinar

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titulares y seguir jugando. A propósito de todo esto escribió Michael
Schudson en la revista The Nation que «la “crisis” que Lippmann detectó
tanto en la democracia como en el periodismo surge por el gran volumen de
asuntos políticos en un mundo nacional e internacional interconectado… No
conozco a ningún hombre, incluso entre aquellos que dedican todo su tiempo
a la vigilancia de los asuntos públicos, que pueda pretender seguir la pista, al
mismo tiempo, de su gobierno municipal, su gobierno estatal, el Congreso, los
departamentos, la situación de la industria y el resto del mundo». Si esto
sucedía a principios del siglo XX, pueden imaginar ahora. «El mismo año que
publicó Liberty and the News —prosigue Schudson—, Lippmann, con la
ayuda del editor de The New Republic, Charles Merz, publicó un suplemento
de cuarenta y dos páginas en la edición del 4 de agosto de The New Republic
titulado “A test of the News”, y que diseccionó la cobertura del New York
Times de la Revolución Rusa. Lippmann y Merz concluyeron que estaba muy
distorsionada, sobre todo por las esperanzas y temores de los propios
periodistas y editores, que vieron en los bolcheviques aquello que querían ver.
El Times aseguró a los lectores en noventa y una ocasiones que el régimen
revolucionario estaba cerca del colapso». Ver lo que uno quiere ver y no lo
que tiene delante, efectivamente, es una constante del peor periodismo, de un
periodismo enemistado con el periodismo, de un periodismo que no es sino la
forma elegante que tenemos de referirnos a la propaganda cuando no a una
torpeza involuntaria pero al mismo tiempo letal.
—El atrevimiento profesional de Raúl era permanente —dice Alcaraz—
indagar y contar, sin más sordinas. Y contar con su prosa de platino. Y yo
conozco esa apuesta. Un día le conté cosas oscuras del sector bonapartista del
poder. Lo que yo sabía, señalando las equis aún no despejadas. Al día
siguiente todo estaba negro sobre blanco en su columna. «¿Cómo has
publicado lo que te dije en confianza?», protesté. Y él me contestó sin ningún
arrepentimiento ni excusa: «Se lo contaste a un amigo, pero también a un
periodista».
En el prólogo de Una derecha sin héroes, el libro de 1998 que recopila
columnas suyas de los primeros años de El Mundo y también de El
Independiente, Raúl del Pozo ensaya una suerte de poética sin engolar la voz
ni creérselo demasiado.

Mis artículos, columnas y crónicas de una época de España que van


del felipismo al gobierno de Aznar, tienen una visión menos desdichada
de los políticos y procuré siempre no dejar de ser el reportero que siempre

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fui cuando me convertí en columnista. Un columnista es un reportero
sentado, con algo de predicador, de sofista, de agorero, de charlatán o de
animador. Antonio López Hidalgo escribió un magnífico libro sobre el
columnismo, en el que analizaba antecedentes, los contenidos, el estilo, la
estructura de la columna (…) incluía una definición mía: «La historia de
la columna es la historia de unos desobedientes que quemaron el libro de
estilo. Cuando empezamos, los que trabajábamos el adjetivo estábamos
mal vistos. Aparecieron unos redactores educados en las escuelas
anglosajonas de la objetividad que consideraban que el adjetivo carece de
existencia propia. Pero no consiguieron imponer aquellos libros rojos de
la objetividad». Vivíamos del adjetivo y nos perseguían; decían los
obsesos de la objetividad que el adjetivo carece de existencia propia al ser
una palabra que solo expresa calidad. Agarrados al adjetivo sobrevivimos
a la Dictadura y luego llegó la Democracia y el periodismo entró en la
edad madura y conoció una época gloriosa. Después ha tenido una
especial emoción ser columnista, cuando intentaron una ley de la patada
en la boca.

Habla su amigo Felipe Alcaraz de «El Mastroianni de la prosa, como


decía mi enamoradiza amiga, aquel espadachín que, emulando a Cyrano, se
enfrentó a Billy el Niño en plena Gran Vía, aquel reportero de mirada
atrevida, que no parpadeaba ante nadie, aquel novelista que solo se arrodillaba
para acariciar a su perro, y que sabía ser, al mismo tiempo, un buen amigo y
un genial prosista, sabía ser siempre insistente a la hora de que los dados o las
cartas se doblaran del lado de la vida y de la suerte. Y, es más, sabía mantener
sus amistades, y esto sí es difícil, sacándolos en su prosa tal cual eran en
realidad».

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14
ZOON POLITIKÓN

J. F. Ú.

Conseguir clasificar o, más bien, comprender la ideología de Raúl del


Pozo fue algo así como bailar bachata en un suelo de mármol embadurnado
de petróleo. Su pensamiento político es complejo, poliédrico, muy difícil de
encorsetar, demasiado escurridizo para las etiquetas. Por otro lado, también
sus ideas son firmes, sólidas y nítidas. Yendo al hueso, con el tiempo
comprendí que Raúl es un demócrata que no entiende demasiado de puntos
cardinales, aunque, para qué negarlo, prefiere encontrar la sombra bajo el
cada vez más irreconocible, deshojado y carcomido árbol de la izquierda.
En la tarde que Raúl y yo hablamos por primera vez de su anatomía
política, ocurrió algo milagroso: la perrita Dana, otrora antipática y repelente
como un instagramer malcriado, se me acercó con un trotecillo patético —y,
a la vez, rítmico y elegante— y meneando el rabo. Se incorporó sobre sus
patas traseras, apoyó las delanteras sobre una de mis piernas y me miró con
un gesto que se asemejaba a una sonrisa humana infantil, llena de inocencia,
en las antípodas de la que la lolita Alicia vio en la inquietante faz del gato
Cheshire. La coton de Tuléar dejó de parecerme una versión reducida y albina
de Cujo y, por ello, le acaricié sin reservas la cabeza. Ella respondió con un
festival de lametones cálidos y pringosos. La boca le olía a galletas para
perro. Si yo estaba sorprendido, Raúl, cuando vio la escena, creyó estar bajo
los efectos del LSD.
—Oye, ¿no la habrás emborrachado? Aquí el que va a ser escritor y, por
tanto, el que debe beber, eres tú.
A los veinte segundos, Jessica, la joven que ayuda a Raúl en las tareas del
hogar, apareció en el jardín con la totémica botella de Lagavullin, de la que
quedaban poco más de tres o cuatro dedos, y un vaso con dos peces de hielo
como los de la canción de Sabina «19 días y 500 noches».

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Raúl estuvo en el PCE y, según me dijo, en la actualidad está sin estar.
—Yo creía que te habías dado de baja.
—Bueno, ya sabes que ahora soy excomunista. Y solo hay algo peor que
un comunista: un excomunista.
La vinculación de Raúl con el Partido Comunista de España es cosa
conocida hasta en Nueva Zelanda. Sin embargo, en mi opinión, el calificativo
comunista, ya sea del tipo Lenin, ya sea del tipo Alberto Garzón, no le
termina de calzar bien. Decir que Raúl es comunista me parece inexacto o,
cuando menos, demasiado simplista. La visión que Raúl tiene del mundo y de
las personas tiene poco que ver con la ortodoxia, con la ley hecha piedra y
con la intransigencia. No es ningún cenizo y aborrece de los sumos
sacerdotes, tanto de los que piden ayunar en Cuaresma como de los que
desean más que nada instaurar la dictadura del proletariado. A Raúl le va la
marcha. Proclama y exige la justicia, la igualdad de oportunidades, la
fraternidad de los pueblos. Y sobre todo, desde que pasó un tiempo en París,
en su ajuar ideológico pesa como un quintal la palabra Libertad, con
mayúscula, vocablo al que renunció la izquierda posmoderna no ha tanto y del
que se han apropiado y han adulterado los ricachos neocon, esos presuntos
liberales que anteponen el talonario y las finanzas a los pilares básicos del
liberalismo y que venderían a sus propias madres en caso de que alguien les
presentara una buena oferta.
¿Fue comunista Raúl del Pozo? Antonio Pérez Henares me respondió que
sí, aunque matizando:
—Nuestro PCE era eurocomunista. El referente era el PCI (Partido
Comunista Italiano) y admirábamos sobre todo a Enrico Berlinguer. Por
cierto, en ese PCI estaba Maurizio Carlotti —exvicepresidente de Atresmedia.
Durante su periodo mitinero, en un viaje que hizo en avión con Carrillo,
Raúl empezó a hablar del PCI. Medio dormido, el líder del PCE le dijo al
periodista:
—Pichi, pichi —en italiano, la ci suena chi—: siempre estáis jodiendo con
el pichi. Eso es una cursilada.
Raúl no se hizo comunista en los días parisinos en los que, entre otras
hazañas, le quemó la casa a Alberto Oliveras, pero fue en la ciudad en la que
prendió la Comuna donde estableció los primeros contactos con gente del
PCE. Le fascinó que un primo rojo de Goliat le agradeciera en nombre del
Partido, con una solemnidad episcopal, la lectura de unos poemas de Miguel
Hernández. Después, cuando ya estaba instalado en Madrid, se metió de lleno
en ese torrente social y efervescente:

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—Todo lo que se movía en los talleres de los periódicos y en las juntas
democráticas era del PCE o de CCOO. Poco a poco me fui acercando a ellos.
Después, vi cómo vinieron los que empezaron pegando tiros en el 36 y no
dejaron de hacerlo hasta el 75. Llegaron a España humillados. Vivían en
edificios sin ascensor, eran viejos, algunos dormían en las escaleras. No les
dieron nada, ni pensión ni casa.
Raúl me dijo que se hizo del PCE porque este era el partido de los
exiliados, de los fusilados y de los perdedores. Siempre ha considerado que
ninguna otra formación política luchó tanto por la democracia española y,
entre humilde y avergonzado, se siente minúsculo ante los «verdaderos héroes
con el pelo blanco que no tenían derecho alguno»:
—No puedo presumir de excombatiente. Entré muy tarde, poco antes de la
muerte de Franco. He tenido muchas contradicciones ideológicas.
En Historia vivida de España: de Franco a Podemos (Almuzara, 2015), el
periodista Fernando Jáuregui, un habitual de los desayunos informativos del
Ritz, contó que metió a Raúl en las filas del PCE pese a la resistencia del
macho alfa, Santiago Carrillo, quien recelaba del conquense porque trabajaba
en Pueblo —cabe recordar que era un diario de los sindicatos verticales.
La relación con Carrillo, a quien, según me contó Raúl, conoció durante
una de esas giras mitineras —«de conferencias», me dijo, echando gaseosa,
Jesús Quintero— mientras estaba en Mundo Obrero, fue, tirando de
eufemismo, agridulce. Ya escribí sobre aquella comida en el Palace en la que
el líder del PCE y el periodista estuvieron a punto de acabar a hostias tras
decirle el primero al segundo que «estaba con el poder». Cuando le saqué el
tema, Raúl regateó el asunto —es un gambeteador experimentado, que diría
Valdano— y, en lugar de hablarme mal del que para unos fue uno de los
pilares de la Transición y, para otros, el Satanás de Paracuellos, elogió a otro
camarada: el que fuera director de Mundo Obrero, Federico Melchor:
—Con Carrillo hice un par de viajes. Estuve una vez con él en la Pegaso.
Pero al que más admiré fue a Federico Melchor. Nos queríamos mucho. Lo
recuerdo con párkinson, ya muy enfermo y derrotado. Íbamos a comer, pedía
callos y le sentaban como una patada en los huevos. Y me decía: «He pasado
cuarenta años en Rumanía y en Rusia, Raúl, siempre pensando en los callos
de Madrid. Y ahora, me los como y me revientan».

El Raúl mitinero utilizaba un lenguaje sencillo. Alentaba a los obreros a


luchar contra el franquismo, el fascismo y la explotación capitalista. Los
exhortaba a combatir por la libertad, por la democracia, por sus derechos, por

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su dignidad y por su pan. Uno de los que le solían acompañar era el ya citado
Chani Pérez Henares. Me contó que, cuando Raúl escribía en Mundo Obrero
utilizaba el seudónimo de Raúl Júcar y que, en los setenta, ser del PCE
acarreaba riesgos peligrosos:
—Nadie quiere recordar cómo era España en esa época: en lo político, en
lo económico, en lo social… La extrema derecha que había era peligrosísima.
Había fuerzas oscuras. Yo conocí a Antonio González Pacheco, Billy el Niño.
Por ahí anda el hijo de perra ese que tiró por la ventana a Enrique Ruano, el
amigo de mi amigo Enrique Curiel. Pacheco lo tiró por la ventana y luego
dijeron que se había suicidado. A otro amigo mío le rompieron el tímpano
mientras lo torturaban y se quedó sordo para toda la vida de un oído. Los
coletazos del régimen fueron muy jodidos.
El periodista alcarreño me habló del Proceso 1001 de 1972, que se saldó
con la condena a prisión de toda la dirección de CCOO.
—Yo tiraba panfletos. Estábamos en las Salesas haciendo cola para
defender a Marcelino, Sartorius, Saborido, Soto… me sabía todos los que
eran de memoria. Procesados estaban Nico, que es hijo del conde de San Luis,
o Enrique Lacalle, cuyo padre era teniente general del Aire y ministro del
Aire, y del que hay una leyenda urbana que dice que lo pillaron tirando
panfletos desde el coche oficial del Ministerio. A él, al hijo del almirante
Buhigas y al sobrino de Alberto Martín-Artajo.

Federico Jiménez Losantos dejó de profesar la fe del hombre nuevo


durante un viaje a China en 1976. En las afueras de Pekín, se topó con una
joven, hija de un brigadista, que había sido condenada a una granja de
reeducación. A esta «musa del escarmiento» la vio apenas unos minutos, los
suficientes para jurarse que sería anticomunista toda su vida: «No hay derecho
—se dijo— a que una chica cuyo único delito es ser hija de alguien tenga que
quedarse en este campo de concentración gélido y pueda ser fusilada
mañana».
El autor del best-seller Memoria del comunismo (La Esfera de los Libros,
2017) considera que Raúl nunca fue comunista, sino un rojo de la Transición:
—Y de la Transición tardía —precisó—. Creo que nunca hubiera sido un
rojo en la guerra ni en la posguerra. Era un rojo de los setenta, que es una cosa
distinta. De después del 68, si lo prefieres. Entonces, ser rojo era estar contra
la dictadura o contra la autoridad en general. Se quedó ahí creo que por
pereza. Las ideas no le han interesado nunca: a Raúl le han gustado las

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vivencias. Y era un tío generoso. No le encaja, no le va la cosa sectaria de
Podemos.
Jiménez Losantos me habló de una noche en la que estaba con Raúl —
aunque, días después, me contó que quizá fuera con José Luis Gutiérrez, El
Guti— en Bocaccio y conoció al sucesor de Carrillo en la secretaría general
del PCE y a uno de los creadores de IU, Gerardo Iglesias:
—Lo recuerdo encaramadico y tal. Le llamaban Follardín. Llegó de
Oviedo a Madrid y se dio cuenta de que aquí el secretario general del PCE era
una pieza a batir y, claro, él se dejaba batir encantado. No lo sacabas de la
barra de Bocaccio porque siempre caía alguna.
El presentador me dijo que, a mediados de los ochenta, «los rojos de toda
la vida» pensaron que el PCE era agua pasada y que había que hacer otra
cosa:
—Se crea IU porque piensan: «El comunismo se ha acabado, es
indefendible». Estoy seguro de que Raúl no acepta, de ninguna de las
maneras, sus atrocidades. Vamos, en las presentaciones que ha hecho de
libros míos, ha cargado rabiosamente contra la represión comunista. Ha
llegado a decir: «Los rojos de entonces estábamos contra la represión
soviética, la cubana…».
También pregunté a Arturo Pérez-Reverte si creía que Raúl era
comunista:
—¿Pero cómo va a ser Raúl comunista? Era un comunista sentimental.
Después se fue formando, y apoyó eso con un aparato intelectual basado en
libros y tal.
El académico, en la línea de Jiménez Losantos, añadió:
—Era un comunista de los años setenta. Estaba Franco y había que estar
contra Franco, y se era comunista, anarquista o lo que se tuviera que ser. Raúl
era comunista, pero vamos, la disciplina del partido se la pasaba por el forro.
Los comunistas de verdad eran tíos sin humor, sobrios, fanáticos, y Raúl era
un cachondo. Que fuera tan buena persona fue decisivo.

A la izquierda de su vestíbulo, debajo de la escalera que une las dos


plantas de la casa, Raúl tiene una pequeña bodega en la que no sabe qué
bebidas hay una vez que, desde hace años, el alcohol lo prueba con
cuentagotas y somos los amigos, cuando le visitamos, quienes la explotamos
para nutrirnos de sus embriagantes zumos espirituosos, fabulosos casi siempre
—para alguien que, hasta hace dos días, hacía botellón con ron Almirante en
el Parque del Oeste, una copa de Zacapa es el bálsamo de Fierabrás—. En ese

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rincón he visto botellas de Dom Pérignon, vinos como revestidos de oro, un
vodka eurovisivo y un tequila con un bicho negro que, supongo, alguna vez
debió de ser un lagarto.
Aquella tarde, cuando apuré lo que quedaba del Lagavullin, Raúl me
envió a su altar etílico para coger una botella de JB 21 años que le había
regalado Pedro Trapote. No retomó la conversación sobre su ideología hasta
que me serví la copa. Entonces, empezó a hablarme del primer gran patriarca
rojo, Karl Marx, al que tiene por un gran sabio.
—¿Por qué se entiende tan bien a los filósofos griegos y tan mal a los
alemanes? Quitando a Marx y a Nietzsche, claro. El capital es uno de los
libros clave de la historia de la humanidad. Ha influido en ella más que la
Biblia y que ningún otro. Y se entiende a la perfección. Ha cambiado el
mundo, a veces para mal, pero el mundo iba en una dirección y lo redirigió.
Según Raúl, El capital «es el gran producto, la cumbre de la Ilustración».
En su opinión, quien lee a Marx «ha hecho un máster para toda la vida».
—Te cambia el cerebro. Analiza la historia sin idealismo, sin metafísica,
sin el opio del pueblo, sin superstición, sin estupideces. Y luego era un tío que
sabía griego, que hizo ensayos sobre Epicuro y Demócrito, que ponía a sus
hijas a leer El Quijote… Era un verdadero ilustrado.
Raúl empezó a leer a Marx poco antes de entrar en el PCE. Me reconoció
que algunas de las fórmulas matemáticas y de las tesis económicas del
filósofo alemán son de difícil comprensión para el profano, pero aplaudió el
análisis que hizo de la historia, del maquinismo inglés, de la esclavitud, de la
explotación de los niños y, en definitiva, del triunfo del capitalismo:
—Es tan divertido como una novela de piratas.
En su opinión, la izquierda debe reivindicar a sus pensadores clásicos,
sobre todo, a Marx, y huir de la posmodernidad y de la abstracción:
—Tuve un debate con Monedero. Empezó a citarme todo el tiempo a
Gramsci. Nos dan la vara con Gramsci todo el tiempo. Y Gramsci es críptico,
casi incomprensible. Le dije: «No hay Dios que lo entienda». Y él me
reconoció: «Sí, es muy oscuro».

Tiempo después de aquel encuentro en el que hablamos del PCE y de


Marx, al poco de que Pedro Sánchez fracasara en su segunda investidura y de
que convocara las cuartas elecciones generales en España en cuatro años,
visité a Raúl para devolverle un libro que me había dejado —el más que
recomendable Conversaciones íntimas con Truman Capote, de Lawrence
Grobel, editado en España por Anagrama—. Lo encontré en su despacho

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escribiendo el artículo que al día siguiente publicaría en El Mundo. Me contó
que había comido con Cándido Conde-Pumpido. Durante el almuerzo, el
exfiscal general del Estado espetó al periodista: «Joder, qué buena pluma
tienes, pero cada vez eres más de derechas».
—Los que sois de derechas —le respondió Raúl irritado— sois vosotros,
los sociatas, que le habéis quitado la cartera al pobre rojo de Vallecas y ahora
queréis pactar con el verdadero populista, peronista, que llora cuando oye
hablar a Evita Perón, que a la gente le cae bien por pollagrande, porque tiene
un toque adolescente y porque es muy moderado al hablar.
—¿Le soltaste eso sobre Errejón?
—No, pero pensé decírselo —me dijo partiéndose de risa.
Según Raúl del Pozo, el PSOE ha ocupado siempre el poder en España
porque ningún otro partido ha entendido tan bien su funcionamiento, sus
tripas y, sobre todo, porque ninguna otra formación política ha sabido vender
tan bien sus éxitos y disfrazar sus fracasos.
—Esto sí se lo dije a Pumpido: «Cuando está la derecha es provisional. Os
arregla un poco las cuentas y enseguida volvéis vosotros porque tenéis la
hegemonía cultural y política, porque sabéis hacer muy bien la propaganda y
porque sois socialdemócratas que, para uno que ha estado en el PCE, es lo
peor».
Como en otras ocasiones, Raúl se puso a leerme en voz alta los
comentarios que algunos usuarios le habían escrito en la versión web de su
artículo. Me dijo que lo hacía por mantenerse alerta y, en cierto modo,
también por precaución:
—En las redes, los de derechas dicen: «¿Qué vas a decir tú que eres un
comunista que estuvo en Mundo Obrero, rojo de mierda?». Y los otros dicen:
«Cada día eres más facha, Raúl. ¿Cómo es posible que vinieras de IU?». Tú
dices que estoy obsesionado con las redes. ¡Cómo no voy a estarlo! ¡Si
hubiera paseos, me llevarían en la camioneta unos y otros! A mí me darían
matarile por rojo y por facha.
—Eres más raro que un perro verde, camarada Júcar.
—Eso es un tópico. No caigas en eso.
—¿Eres más raro que un obrero de izquierdas?
—No seas tan capullo —dijo riéndose—. Solo intento ser libre y decir lo
que pienso, sin camisetas. En realidad, los periodistas que llevan camiseta y
son sectarios solo lo hacen para defender la nómina, porque cada uno es de
una empresa. De una empresa ideológica.
—Entonces, ¿tú vas descamisado?

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—Bueno, solo tengo una camiseta, la de la libertad, y un solo código
moral: el de la democracia. Evidentemente, tengo simpatías por la izquierda,
por Marx, que intentó cambiar el mundo y fracasó, y tengo fascinación por la
Enciclopedia, por la Revolución Francesa, por la democracia griega… Tengo
amor y fascinación por la democracia, y, aunque a veces me equivoco,
siempre escribo desde ese punto de vista.

Por otro lado, la doctrina o corriente política que más detesta Raúl es el
nacionalismo, esa ventosidad visceral e intelectualoide, ese garrafón
dogmático que siempre certificó las más terribles resacas. La exaltación
fanática del terruño le genera una fobia instintiva, visceral y razonada a la
vez. El nacionalismo abraza todos aquellos valores, creencias y sentimientos
con los que Raúl no comulga: la xenofobia —y, en algunos casos, el racismo
—, el clasismo, el odio, la mentira, la reivindicación del rebaño, la
divinización del mito, la omisión, cuando no la exclusión, y la condena de lo
empírico. En definitiva, Raúl del Pozo considera que el nacionalismo
representa la antítesis de la Ilustración:
—Son una pandilla de zumbados con ética de tenderos que quieren
arruinar el vino de esta tierra.
En una entrevista, el bioquímico y divulgador Pere Estupinyà me explicó
que el hombre no es un ser racional, sino emocional, que toma «decisiones
basadas en la emoción, no en la razón»: «Todos creemos que somos
racionales y que meditamos. Que primero evaluamos las opciones, después
razonamos y luego decidimos. Y luego tenemos una emoción en función de lo
que hemos decidido. Y no: primero tenemos una emoción, y esta emoción
condiciona el peso relativo que tienen las diferentes opciones».
Los ideólogos nacionalistas, a veces obscenos, a veces sutiles, pero
siempre astutos, lo saben y, por ello, emiten sus mensajes apuntando al
corazón, a la piel y a las tripas. El cerebro no les interesa. No tienen tiempo
para ello. De ahí la importancia que estos le otorgan al mito falaz, a la
manipulación, al maniqueísmo y a ese pez venenoso, contemporáneo y
exitoso que alguien, no hace tanto, bautizó como posverdad.
—Lo peor del nacionalismo —me dijo Raúl— es que muchas de sus
leyendas tienen moraleja. No hacen otra cosa que mentir, que calumniar, que
propagar rumores falsos, pero como son más divertidas que las verdades,
algunos ciudadanos se las tragan.
Como demócrata y como humanista, a Raúl le aterra y, al mismo tiempo,
le fascina cómo los nacionalistas construyen sus relatos con una solidez

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diamantina y cómo los difunden de manera tan masiva y exitosa:
—Son maestros del amarillismo que, por otra parte, es una cosa que nació
con la escritura, en Mesopotamia. A los separatistas les ayuda que en el
mundo de hoy triunfan las historias fantásticas, los relatos xenófobos que
hiperbolizan los hechos históricos. Por eso, en Cataluña, el procés se ha
convertido en una obra de ficción con público de todas las partes del mundo.
Los guiris toman por verdadero el relato de los pirómanos.
Según Raúl, uno de los errores más graves de la izquierda a lo largo de
toda la Historia de España, «y lo pagará muy caro», es que «no haya hecho un
TAC, o, al menos, el verdadero análisis de sangre de lo que es el
nacionalismo»:
—Para mí, el nacionalismo es lo peor. Ha quemado Europa dos o tres
veces. Aquí existe con otras manifestaciones: particularismo, secesionismo,
carlismo, que es otra forma de cantonalismo… Y que la izquierda no haya
sido capaz de comprender el supremacismo burgués, ese afán de la burguesía
de machacar al resto de españoles más pobres…
Raúl afirmó que el nacionalismo «es la máxima expresión del fascismo» y
que nunca le perdonará a la izquierda española que haya colaborado con sus
secuaces:
—Ahora, los socialistas mencionan el 155 para acojonarlos, pero han
pactado con ellos en cientos de ayuntamientos.
—Me has hablado de los nacionalistas periféricos. ¿Qué te parece Vox?
También son nacionalistas. Nacionalistas españoles, centralistas, pero
nacionalistas.
—Los de Vox son unos neofranquistas castizos. Lo jodido es que la
izquierda española no haya sido capaz de hacer un análisis no ya del peligro
que han generado, sino por mero prurito intelectual, del nacionalismo. No se
atreve. ¡Y son neofascistas! Representan el sentimiento contra la razón, la
horda contra la colectividad. ¡Todo lo peor! No se sabe por qué. Yo lo ignoro.
—Supongo que por oportunismo, por alcanzar el poder a toda costa. Mas
no es cosa exclusiva de la izquierda: Aznar se aupó sobre los hombros de
Pujol y de Arzalluz.
—Eso es increíble: Felipe y Aznar formaron gobiernos con los ladrones
de Pujol por no pactar con el PCE, que ya era un partido domesticado.

A Jorge Bustos lo nombraron jefe de Opinión de El Mundo en septiembre


de 2017, pocas semanas antes de la celebración del referéndum ilegal del 1-O
en Cataluña, esa asonada separatista organizada por unos jetas supremacistas

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que se creían William Wallace con barretina, ejecutada por miles de
ciudadanos ante la pasividad de los Mossos d’Esquadra y negada en rueda de
prensa, como si se tratara de una ficción de realismo mágico, por la entonces
vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría.
—Empecé a tratar más estrechamente a Raúl —me dijo el periodista
madrileño— a partir de mi nombramiento de jefe de Opinión del periódico.
Le llamaba y me decía: «¡A sus órdenes!». Era muy jocoso que alguien como
Raúl del Pozo demostrase esa humildad a alguien que acababa de ser
nombrado jefe de Opinión a los dos años y medio de llegar a su periódico.
Durante esos días de agitprop estrellada, entre porrazos, manifestaciones
y cuarteles de la Guardia Civil sitiados, Bustos y Raúl conversaban a diario:
—La agresión a la Constitución, la intentona golpista de octubre del 17,
Raúl la vive con apasionamiento, con un verdadero dolor unamuniano de
España. Aunque es inimaginable verlo como nacionalista español, de los de
Tizona en mano, es un gran patriota. Sin alharacas, pero lo es. Y me llamaba
por las tardes/noches para comentar la jugada: «¿Cómo lo ves? Esto se va al
carajo, ¿qué va a pasar? Yo vi nacer la Constitución, mira lo que están
haciendo con ella…». Eran llamadas que retrataban una preocupación honda.
Raúl no solo es el literato libérrimo, hedonista, al que le gustan el juego, las
mujeres y el buen vino: debajo de todo eso está el articulista responsable que
cree que, con su pluma, tiene el deber de defender un proyecto sugestivo de
vida en común, que es España.

Jesús Quintero me contó que, durante un especial de TVE, le preguntó a


Paco de Lucía qué mano era más importante a la hora de tocar la guitarra. El
genial artista algecireño respondió: «La izquierda marca lo que hay que hacer,
y la derecha ejecuta». Días después, un grupo de ultras de Fuerza Nueva le
dio una paliza al autor de Entre dos aguas.
—¿Te han hostiado alguna vez por temas políticos? —pregunté a Raúl.
—No, pero estuvieron a punto.
El 10 de septiembre de 1998, Raúl del Pozo se plantó en la cárcel de
Guadalajara para cubrir la entrada en prisión del exministro de Interior
socialista, José Barrionuevo, y del exsecretario de Estado para la Seguridad,
Rafael Vera. La Sala Segunda del Tribunal Supremo los condenó a una pena
de diez años por el secuestro de Segundo Marey y por malversación. Estos
fueron despedidos por unos 10.000 militantes del PSOE que, en autobús,
llegaron de todos los puntos de España.

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—Gritaban contra los jueces —me contó Raúl—, insultaban a Aznar y a
los periodistas… Cuando llegó el general Galindo, fue aclamado como un
héroe nacional.
Raúl siguió el juicio de Segundo Marey y fue miembro honorario del ya
referido «Sindicato del Crimen».
—Nos acusaron de dar más importancia a los «cafelitos» de Juan Guerra
que a la caída del Muro, pero creíamos que había que limpiar, y con urgencia,
las cloacas del Estado.
Por ello, cuando un puñado de militantes fichó a Raúl, estos lo
intimidaron primero e intentaron lincharlo después:
—Estaba rodeado de banderas rojas y también de enseñas blancas y
negras de Extremadura. Los socialistas extremeños eran como la guardia
pretoriana. Se respiraba ira, venganza, desquite. Yo creía que me iban a dar el
paseo. Me dijeron «facha», «sicario de Pedro J.», «hijo de puta»… Y allí no
había lecheras a la vista. Creía que me iban a dar matarile.
Por fortuna rondaba por allí el periodista Manuel Sánchez, quien tenía
fuentes y amistades en el PSOE. Este acompañó a Raúl en todo momento, se
lo llevó a un bar —«donde me tomé un cubalibre de un trago»— y le pidió un
taxi con el que el cronista de El Mundo terminó huyendo de la ciudad del
Henares.
—Quién me iba a decir que un partido democrático y de izquierdas iba a
terminar en una plaza de Guadalajara aclamando a los jefes de la guerra sucia.

El 23 de febrero de 1981, a las seis y veinte de la tarde, Raúl del Pozo


apuraba un cubata en el bar del Congreso cuando un teniente coronel de la
Guardia Civil con ínfulas de Pavía, Antonio Tejero Molina, se lio a tiros en el
hemiciclo, con todos los diputados por los suelos a excepción de tres: Adolfo
Suárez, Manuel Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo.
—Vi un cabo primero con barba que me apuntaba con un fusil
ametrallador. Al cabo le temblaban las manos.
Raúl recuerda ver a Tejero atravesando un pasillo y apuntando al techo:
—Los que estábamos en el bar, que éramos Txiki Benegas, Raquel
Heredia, José Luis Gutiérrez y Eugenio Suárez, nos tumbamos en la moqueta.
El que era director de El Caso estaba de cachondeo. Nos cachearon y
escuchamos los tiros. Pensamos que se estaba fusilando a los diputados.
—¿Llegaste a temer por tu vida?
—Creí que nos iban a fusilar. Además, yo estaba en Mundo Obrero, y la
escarapela que llevaba era la del órgano oficial de comunicación del PCE.

Página 113
Raúl permaneció en el Congreso hasta las nueve, hora a la que dejaron
salir a los periodistas. En el Palace, José María García retransmitía subido en
la baca de un coche. Raúl se fue a la casa de Pepe Martín, donde le esperaba
su mujer, Natalia, con un par de pasaportes.
—Cuando salí, me avergoncé del miedo que había pasado y regresé.
Después, el rey Juan Carlos ejerció de gran valedor de la democracia. Y
menos mal.

A eso de las diez y media de la noche del 16 de octubre del 2000, un


equipo de los Tedax desactivó en la estafeta de Correos de Chamartín un
paquete bomba dirigido a Raúl del Pozo. El artefacto, que contenía entre 130
y 170 gramos de pólvora prensada, estaba camuflado en una lata de sardinas
Garavilla.
—El ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, me dijo que los remitentes
formaban parte de una coordinadora de reclusos muy peligrosos y que el
paquete tenía carga suficiente para dejarme manco o ciego.
Previamente, en marzo de ese año, la policía desactivó un paquete similar
en Sevilla dirigido a Carlos Herrera; otros tres envíos del estilo, remitidos a
los diarios ABC y La Razón y al Movimiento contra la Intolerancia, fueron
descubiertos en julio.
—Los empleados de Correos detectaron el cacharro con un escáner. El
reloj digital no marcaba la hora señalada. No tomé a cachondeo la bomba,
aunque nunca he entendido el objetivo de la acción.
—¿Se sabe quién fue exactamente?
—No sé si detrás de las siglas con las que firmaban estaba ETA. No soy
neutral respecto a esa panda de asesinos. Cubrí los juicios de Segundo Marey
y de Lasa y Zabala, y también dije lo que pensaba sobre el terrorismo de
Estado y la guerra sucia.
Comentando este asunto con Antonio Pérez Henares, mencioné a la banda
terrorista que, en palabras de Arzalluz, sacudía el árbol sin romperlo con el
objetivo de que este y los suyos recogieran las nueces para repartirlas.
—No, lo de la lata de sardinas vino por otro lado. No fue ETA. Fueron los
anarquistas.
El 16 de febrero de 2017, Raúl del Pozo escribió en El Mundo un artículo
llamado «Jabalíes en la taberna», que arrancaba así:

Gabriel Rufián, un paleta de la construcción nacional de Cataluña,


hijo de emigrantes, chaqueta de Zara, habla desde el escaño como si

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acabara de tomarse un carajillo. Suele protagonizar escenas que los
catalanes llaman «picabaralla» (rifirrafe, bronca frívola).

El diputado de ERC colgó el artículo en su perfil de Twitter y le preguntó,


irónicamente, si podía poner ese texto en su bio de la citada red social.
Gracias a ello, Raúl del Pozo se convirtió en trending topic:
—¡Uff! Me dijeron que había insultado terriblemente a Rufián. Y ahí está
el texto, ya ves que no. Me llamaron, cómo no, «facha», «pozo de mierda»,
«copia barata de Umbral»… Eso me lo decía uno que tenía un parche.
Sin embargo, en las filas nacionalistas, el mayor enemigo de Raúl no es el
diputado que, durante las protestas por la sentencia del procés, sus propios
correligionarios llamaban botifler.
El mayor enemigo político de Raúl es, y no sabe del todo bien por qué, o
eso dice, un nacionalista vasco de origen venezolano que luce una
característica ensaimada capilar: el exsenador del PNV Iñaki Anasagasti.
Parece que el origen del conflicto, o como se llame, se remonta a 2008. El
político acusó al periodista de no escribir una columna «sin dar al
nacionalismo una coz». El 9 de julio de aquel año, Raúl del Pozo le respondió
en El Mundo con un artículo titulado «La coz» e ilustrado con un dibujo de
Ulises en el que aparecía un burro dando coces con la cara de Anasagasti.
Rezaba el texto:

Me han dicho cosas peores; al fin, de la coz de Pegaso surgió un


manantial. Sería menester que no cayéramos en el feo vicio de los nazis,
que usaban metáforas de mula, de cerdo y de serpiente para denigrar a sus
adversarios.
(…)
No me diga, señor Anasagasti, que esa política de mortificar y
coaccionar al idioma castellano, de los gobiernos de lo pequeño, no es la
testarudez del niño de San Agustín: intentan vaciar una lengua universal
en un hoyito de las playas de Barcelona o San Sebastián.
(…)
Para mí el idioma es mi bandera y mi trabajo y, como Camilo, alabo,
oso y me arriesgo a alabarlo, a meterme de hoz y coz con la última
intolerancia española. Sé que no hay quien pueda con un habla que
ensucian los políticos, esclerotizan los académicos y le damos patadas los
periodistas. Los vocablos nacen en la calle, viven en todas partes menos
en los boletines y leyes de gobierno. Las palabras por decreto, las
presupuestadas, mueren, solo sirven, si acaso, para comprar pescado.

Página 115
Dos años después, el 11 de abril de 2011, Anasagasti se refería, en un
texto colgado en su blog del diario Deia, a una entrevista que había concedido
Raúl a su propio periódico, El Mundo. En ella, el periodista se pronunciaba
sobre la Ley de Memoria Histórica: «A mí, personalmente, no me gusta
porque en su momento hubo una amnistía, un pacto para no volver atrás».
El también exdiputado del PNV reprochaba a Raúl que se olvidara de los
muertos de los nacionalistas y lamentaba que «un buen escritor y una buena
persona» fuera «tremendamente injusto con el dolor de los silenciados».
Un día después, Anasagasti repetía temática en su tronera virtual. Narraba
que una vez cenó con Raúl y que este le habló de «un encontronazo» que tuvo
con el rey Juan Carlos I: «Como consecuencia de aquello, me relató la actitud
intimidatoria, nada democrática y muy propia del dictadorzuelo del Borbón, a
raíz de la justa crítica que Del Pozo le había hecho». Posteriormente, criticaba
a Raúl por haber elogiado al monarca y auguraba que a España llegará la
Tercera República, «pero antes deberán desaparecer los Raúl del Pozo que
sabiendo el pelaje del Borbón le siguen haciendo la pelota de manera tan poco
seria, y tan poco profesional y democrática».
Pasó un lustro y, el 13 de enero de 2016, a Anasagasti le indigestaba una
columna en la que Raúl criticaba al expresidente de la Generalitat catalana
Carles Puigdemont. El vasco acusaba al castellano de ser un «broncas muy
peligroso» y de profesar «un nacionalismo español de la peor especie».
«Marine Le Pen —añadía— se queda pequeña comparada con este buen
periodista de oficio, pero de ideas propias de Ramiro de Maeztu o de Blas
Piñar».
El 15 de enero, Raúl le respondía en un artículo titulado «Yo soy
Marine»:

No me doy por agraviado, porque es para mí un honor que me insulten


por defender la Constitución que los nacionalistas —con la excepción de
Urkullu— pisotean todos los días. Además me empareja con el rey y me
compara con Ramiro de Maeztu, de la Generación del 98. Pero no me
digan que no tiene guasa que este político profesional, que milita desde
antes de nacer en el partido de aquel vasco cercopiteco llamado Sabino
Arana, se permita acusar a alguien de ultra. El padre del nacionalismo
vasco se proclamó antiliberal y dijo que la invasión maketa representaba
el crimen, el sufragio y el socialismo.

—Carajo —le dije a Raúl—, sí que duró la guerra.

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—De vez en cuando hay fogonazos. Pero lo mejor de todo es que me
escribió unos versos.
El 19 de enero de 2016, Anasagasti se puso el traje de juglar y escribió
unos «Ripios sacados del pozo, de Raúl del Pozo».
—Tú ponlos —me dijo Raúl—. A uno no le dedican romances todos los
días.
El poema está compuesto por 53 versos. Todas las estrofas poseen rima
consonante excepto la última, que emplea el verso libre. Raúl me pidió que
plasmara el texto entero; yo he optado por poner dos o tres fragmentos, una
vez que la calidad poética no es precisamente sublime. Anasagasti acusa a
Raúl de servir a la caverna «que añora la España eterna/del pozo, mas… pozo
séptico»:

Esa hedionda caverna


que no es aquella de Platón
sino de cabra de la Legión
donde lo facha aún hiberna.
Pretende, muy cínico y faltón
no darse por agraviado
mostrando por otro lado
cómo le escuece el faldón.

El discípulo del pirado de Arana —el fundador del PNV llegó a pedir la
prohibición de «bailar al uso maketo, como es el bailar asquerosamente
abrazado a la pareja»— cuenta que Raúl atufa, que Génova le unta y que se
ha creído elefante «por andar de bufón vestido». Remata así:

Y fuera ya de la rima
te daré un buen consejo
ante ellos guardarades decoro
pues por su hierro, España goza su oro
Sargento Pepper.

—Yo esto no se lo he hecho ni a mis novias.


Tras este comentario, el maestro me mandó a tomar por saco porque ya
eran las nueve de la noche y tenía que mandar la columna que, al día
siguiente, vería la luz.

Página 117
Raúl considera a los políticos «seres excepcionales en su ambición y en su
egolatría» que, para llegar al poder, no dudan en rebozar sus mensajes con
mentiras obscenas, demagogia de todo a cien y amnesias recurrentes,
antagónicas y pendulares. Cuando le pregunté por el trato que había tenido
con los expresidentes —ha conocido a todos desde la instauración de la
democracia—, Raúl me respondió con brochazos gruesos y desganados. Me
dijo que si quería conocer su opinión sobre las gentes que intervienen en las
cosas del gobierno y los negocios del Estado recurriera a sus columnas y a
algunos de sus libros.
Sí me contó que le escribió discursos a Adolfo Suárez cuando este
lideraba el CDS, el partido que fundó el primer presidente de la democracia
tras la debacle de UCD.
—Alfredo Fraile, el cuñado de Butano, nos encargó a Forges, a Javier
Rioyo y a mí que le hiciéramos los discursos. Hicimos un argumentario de
izquierdas, nos metíamos mucho con la banca. Entonces, alguno del PCE me
decía: «Has vendido tu alma a Suárez». Yo les decía que no, que el alma no la
vendo porque no existe.
Antonio Pérez Henares me dijo que Suárez fue una de las personas que
más quiso a Raúl:
—Y también su hijo. Cuando se produjo la terrible cacería del PSOE
contra Suárez, cuando Felipe y el partido fueron a destruir a Suárez, porque el
PSOE siempre ha utilizado eso, la destrucción de la persona, y me lo sé
porque he sido un jefe de la izquierda, del agitprop, Raúl escribió unos
artículos poniendo a Suárez en su sitio, en el mejor de los sentidos,
reivindicándolo como demócrata. Y un día, Suárez llamó a Raúl y le dijo:
«Gracias Raúl, porque hoy les he podido enseñar este artículo tuyo a mis
hijos, para que no pensaran que su padre es el peor hijo de puta que ha pasado
por España».
El lector que quiera profundizar en la enemistad o, tirando de eufemismo,
la conflictiva relación de Raúl con Felipe González puede recurrir a Los
cautivos de la Moncloa y, sobre todo, a Una derecha sin héroes, una
compilación de artículos escritos durante los últimos años del felipismo y los
primeros del aznarato. Pregunté a Raúl si había firmado la paz con el
expresidente del Gobierno socialista:
—Me porté mal con él, le he dado unas hostias terribles. Lo conocí en el
74 o en el 75, en Portugal, y era un tío encantador. Al final, hizo cosas
importantes en España, sobre todo, una socialdemocracia laica, que era lo

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único que se podía hacer, no como ahora, que quieren hacer saltar el país por
los cuatro costados.
—¿Ya no hay guerra entonces?
—La mujer actual de Felipe, Mar García Vaquero, es hermana de la mujer
de Trapote, Begoña. Trapote y yo somos muy amigos y, a través de Mar,
intentó que Felipe y yo nos reconciliáramos. Dijo que «hay transferencias de
afectos» y que iba a conseguir que fuéramos amigos. Estuvimos un par de
veces cenando en casa de Trapote y todo iba muy bien, pero un día, en Espejo
público, dije: «De dos expresidentes, uno ha terminado llevándole la maleta a
Murdoch y otro a Slim: dos multimillonarios». Y me llamó Mar y me dijo:
«Lo nuestro ha terminado. Se acabó». Y tanto es así que cuando murió la
madre de Mar, fui al tanatorio y ni se levantó. Fíjate…
Sobre Aznar, Raúl me dijo que con él siempre «ha sido muy cariñoso» y
que, frente a la creencia popular, ni está endiosado ni se cree Napoleón.
—Una vez, en las vísperas de la guerra de Irak, almorzamos con él Felipe
Sahagún y yo. Nos preguntó qué pensábamos sobre la intervención de
España. Tenía dudas. Yo le dije que entrar en guerra con el ochenta por ciento
de la población en contra podía ser un gran error. Sahagún fue aún más duro.
Y aceptó las críticas con cortesía.
Desde el primer momento, a Raúl del Pozo le cayó simpático José Luis
Rodríguez Zapatero: «Es una bellísima persona y me llevaba muy bien con él.
A pesar de sus grandes errores, sobre todo, la negación de la crisis y la gran
cagada de Cataluña, por los que está estigmatizado, dio un empujón a las
libertades civiles en el país».
Esa amistad entre presidente y periodista no cayó en saco roto para Aznar.
Tal y como escribió Raúl en Los cautivos de la Moncloa:

A veces, José María Aznar me invitaba a La Moncloa; en una de esas


altas ocasiones me dijo que me llevara los palos de golf; llegué al palacio
y los dejé en el porche; después del almuerzo fuimos a jugar a Torrejón
(…). Pasados unos años, José María Aznar dejó de ser habitante de La
Moncloa, y una noche, durante su campaña de promoción de su segundo
libro, fue a Telemadrid, y Pablo Sebastián, el relator de los periódicos del
día siguiente, le preguntó si seguía jugando al golf conmigo. Entonces,
José María Aznar, con una mala leche de Zona Nacional, dijo:
—Ese juega ahora al baloncesto.
No sabía yo traducir su insidia hasta que me explicaron que José Luis
Rodríguez Zapatero había sustituido la pista de pádel por un poste de
baloncesto y yo no zarandeaba en mis crónicas parlamentarias ni en mis

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columnas el pensamiento oficial del PP sobre José Luis Rodríguez
Zapatero.

Muy positivo es el balance que hace Raúl sobre la presidencia del


Gobierno de Mariano Rajoy, a quien, incluso, me define como
«socialdemócrata».
—Hombre, tanto como un socialdemócrata…
—¡Un socialdemócrata, coño! Se encontró con un país en ruinas, tuvo que
recortar porque no le quedaba más remedio, pero preservó los pilares básicos
del Estado de bienestar y evitó el rescate. La izquierda ha sido muy injusta
con las críticas a su gestión.
Por otra parte, Raúl fue muy crítico con la corrupción que, durante esos
años, impregnaba a una legión de cargos populares. El conquense fue clave en
la investigación del caso Bárcenas. Tal y como le contó al periodista Alberto
Rojas en una entrevista publicada en Jot Down:

Bárcenas habló con cuatro periodistas de otros medios, pero hasta que no
habló conmigo y con Pedro J. no quiso que nada se publicara. Tiene que
ver con la credibilidad. Otros podrían haberlo contado, pero pocos les
habrían creído. Pero cuando lo publicó ese acorazado que es el diario El
Mundo, entonces… Yo para escribir de Bárcenas tuve que usar trucos: me
inventé la garganta de seda, que existía con otro nombre, nada menos que
Rosalía, la mujer de Bárcenas, a la que yo conocí haciendo reporterismo
hace veinte años. Después recurrí al tercer hombre, que también existe
pero que no puedo decir quién es, mi gran filtrador. Luego hablé con
Bárcenas y después llegó Pedro J. y pegó el zambombazo con «Cuatro
horas con Bárcenas», que ya es un artículo histórico.

Antes de que su abulia venciera a mi tenacidad, le hice un cuestionario


«picadito», como dice el humorista Javier Coronas, sobre algunos de los
políticos más relevantes de la historia reciente del país:
—Fuiste amigo de Soraya y de Cospedal.
—Eso sí que fue difícil. Cospedal es una tía estupenda. Cuando sale en
televisión, parece una asesina. No, asesina no es la palabra… Una déspota.
Parece una déspota y es una tía encantadora. Y Soraya es una demócrata y
una mujer con talento, aunque al final no lo hizo bien. No tuvo la maldad que
hay que tener en política al final. Ambas se destruyeron entre sí.
Protagonizaron una cacería salvaje, inhumana.
—¿Casado qué te parece?

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—Un buen chico, aunque es mejor cuando no habla.
—¿Y de Sánchez?
—Un killer. Pero de esto ya hemos hablado. Cambiemos de tema, venga.

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RAÚL JÚCAR

J. V.

Ramón Tamames fue el profesor rojo con el que los jóvenes aspirantes a
licenciado en historia estudiamos los avatares económicos del siglo XX en
España. Hijo de médico taurino, juraría que en la cuadrilla de Luis Miguel
Dominguín, catedrático en la Autónoma, miembro del PCE desde 1956,
diputado, concejal, rompe con el partido en los ochenta sin dejar nunca de
triangular entre su interés por la historia, su prolífica obra como ensayista y su
obsesión por la política, que lleva cosida a los huesos. Lo que sigue a
continuación es una conversación transoceánica, con el profesor a punto de
embarcarse hacia Estados Unidos para presentar su último libro, dedicado a
Hernán Cortés. Olvido prevenirle de la ola hispanófoba, que asola los campus
y las plazas y ha provocado ya que los ayuntamientos tumben el día de Colón
y tapen las estatuas de europeos a condición de que sean meridionales,
mediterráneos, generalmente ibéricos. Quiero decir que para qué decirle nada
a quien estuvo donde había que estar cuando podía costarle la libertad y la
vida.
Justo cuando me dispongo a transcribir la charla suena el teléfono.
—Raúl.
—¿Cómo estáis por Nueva York?
—Ayer el gobernador Cuomo ha declarado el estado de Alerta. Urge a
evitar las reacciones emocionales, dice. Al mismo tiempo llama a evaluar la
realidad y actuar en consecuencia. Llevamos ya 89 casos. Yo, rematando los
últimos capítulos, que luego encajamos como chasquidos o pedradas entre la
narración digamos más cronológica de Úbeda. Necesito unos días más para
acabar. La editora me va a cortar las pelotas. Con razón.
—Si da igual todo, si vamos a morir.
Colgamos.

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Me pongo con Tamames.
Me interesa mucho la percepción que tenía de las columnas de Raúl en los
setenta. No son los años de plomo. El franquismo arrastraba por el suelo ya la
panza de los dinosaurios bien adobados de meteoritos. Pero todavía
condenaba a muerte, proceso de Burgos, etc. Todavía podía hacer saltar por
los aires un periódico, bien que con los periodistas fuera. Lo cual ya era un
avance respecto a los impulsos más violentos de la posguerra. Quiero decir
que al militar en el PCE o su órbita uno se instalaba en el lugar más áspero
posible. Hace poco he encontrado esto de Fernando Jáuregui, que en su libro
de memorias, Historia vivida de España, cuenta que fue él, en tanto que
militante del PCE, el que captó a Raúl del Pozo para el partido, «Ya entonces
un periodista-escritor muy conocido, su incorporación, inmediatamente
después de la muerte de Franco, no pareció gustar demasiado al ilustre
exiliado en París, Carrillo: “Ese trabaja en el diario Pueblo, de Emilio
Romero”, me hizo saber el camarada secretario general. Le respondí que Raúl
era como era. Parte de esa España de los Dominguín, de Paco Rabal, de Lucía
Bosé, incluso de Picasso, si usted quiere: el país eterno y castizo, pero pasado
a lo progre. Y que había que tenerlo en cuenta, muy en cuenta. Lo aceptó,
resignado». Sorprende esa idea de un Raúl del Pozo adscrito a una suerte de
España eterna, España esteticista e histórica de toreros y guapas, majos y
pintores, actrices en Cock y directores de cine de Hollywood en los
sanfermines con el pañuelo rojo al cuello y Ava Gardner descalza en sus
fiestones de Doctor Arce, con Juan Domingo Perón unos pisos más abajo
maldiciendo a la bella y su corte de alcoholes. Sorprende por lo que tiene de
jansenita y puritano, pero hay que entender las emociones dispares que
provocaría en la muy estricta y concienciada y analítica y hermética
disidencia antifranquista la irrupción de un espíritu incontrolable, burlón,
contestatario, vital, bohemio y noctámbulo. No puedo imaginar nada más
ajeno a las clerecías marxistas y los aplicados comentaristas de Althusser, en
el supuesto de que alguien realmente leyera y entendiera a Althusser, que el
voraz y contradictorio y sarcástico Raúl. Tamames, en el PCE desde el 56,
formaba parte del comité central desde el 76, el mismo año, o casi, en el que
el reportero Del Pozo entra en el partido. Tamames fue de los que propuso un
cambio de rumbo y siglas. Con el tiempo fue ajusticiado por el aparato y los
aparatich. Salió en el 81, estuvo con Tierno, de concejal en el ayuntamiento
de Madrid, y volvió a la casa común de todas las izquierdas que quiso ser IU.
A finales de los ochenta pasa de forma fugaz al CDS. Aunque abandonó la

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política, el tópico y su propia biografía confirman que la política nunca lo
abandonó a él.
—Raúl del Pozo fue colaborador de Mundo Obrero, donde firmaba como
Raúl Júcar. ¿Recuerda usted sus colaboraciones? ¿Cómo eran recibidas en el
partido?
—Sí que recuerdo aquellas colaboraciones de Raúl Júcar, lo que no sé es
por qué se puso el nombre del río, uno de los más célebres de España por sus
célebres hoces. Incluso en aquel periódico tan conservador en sus formas, los
artículos de Raúl tenían a veces un cierto humor, algo extraño, en aquellos
tiempos heroicos.
Estoy por comentarle al profesor lo que me respondió el mismo Raúl,
cuando lo entrevisté en La Razón con motivo de El último pistolero, la
recopilación de artículos que seleccionó Jesús Úbeda. «Nací al lado del
Júcar», dijo entonces, «entre un canal y el río. El Júcar fue el río de los
gancheros, que eran como cowboys del agua y manejaban los maderos igual
que a las vacas. Allí estaban los grandes aventureros de la montaña (…) Es
una tierra épica, donde hubo guerrilleros, gancheros, bandidos, cazadores
furtivos. Un Far West del Macizo Central». Pero me abstengo de dar la barrila
al profesor. Vuelta a la política.
—¿Y qué fue y qué significó Mundo Obrero en aquellos años?
—Mundo Obrero era un periódico para militantes. Tenía poca presencia
fuera del círculo del PCE. La verdad es que, la dirección del partido, como se
decía entonces, mentando la Santa Madre Iglesia, no tenía la perspicacia de
buscar a un público más amplio con un mensaje atractivo. Eso, aparte de que
la gente que lo distribuía, antes de la legalización del 78, se jugaba mucho en
su papel de hacer proselitismo prodemocracia, ya en tiempos de la
reconciliación nacional.
—¿En qué momento conoció personalmente a Raúl? ¿Coincidían en algún
sitio?
—No recuerdo bien cuándo nos conocimos, pero debió de ser al principio
de los setenta. Luego, ya en la Transición, coincidíamos en ruedas de prensa y
en algunos actos organizados por la Junta Democrática. El trato con Raúl
siempre fue muy fluido, por su carácter jovial, siempre con su gran
compañera, Natalia, que nos quería mucho a mi mujer, Carmen, y a mí
mismo. En sus últimos tiempos, tuvimos mucha relación con ella, y con
frecuencia íbamos a cenar al chino del Hotel Palace, bueno y más económico
de lo que todo el mundo pensaba.

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«Se reconocía al partido de la resistencia y de los fusilados», le comentó
Raúl del Pozo a Rubén Amón en el 40 aniversario de la legalización del PCE,
en 2017. «Los comunistas éramos demócratas. Y no queríamos la revancha.
Tenía el PCE un aura romántica. Suscitaba entre los jóvenes un entusiasmo
político, un sentido militante. No era un partido soviético, sino el partido de
las libertades. Y se produjo una paradoja: el gran fervor de las plazas
contrastaba con la escena de las urnas vacías».
—¿Y cómo describiría Tamames a Raúl en lo personal y lo profesional?
¿Todavía se ven?
—Raúl es un periodista culto, y sus frecuentes excursos en la filosofía y el
arte, algunos seguro que no los entienden bien. Para él, el peso de la historia
es muy grande y la española la conoce bien. Su columna sigue siendo una
lectura indispensable, cotidiana, en la contra del diario El Mundo. Como fue
la de su precursor, nuestro inolvidable Paco Umbral. Algunos de los cactus
que me regaló en vida, siguen creciendo en el microjardín botánico Linneo-
Mutis de mi terraza en la Costa Fleming.
Costa Fleming, por cierto, es un barrio de Madrid, margen derecha de la
Castellana, hervidero de bares, discotecas, marines de borrachera, cineastas,
periodistas, etc. bautizada así por Raúl del Pozo. Pero antes o después, por
cerrar con la triste historia del PCE, recuerdo una entrevista digital con
ocasión de A Bambi no le gustan los miércoles, el libro de miscelánea
periodística, columnas, crónicas, reportajes, semblanzas, que publicó El
Mundo en 2003. Le preguntaba un lector por los derrotes distraídos de la
izquierda contemporánea. El viejo Raúl Júcar respondió que «Hace mucho
que la izquierda ha perdido la inteligencia para transformar la sociedad, para
andar más allá del horizonte».
Por esos años, en el bar Cock, juraría que en compañía de Antonio Lucas
y Alberto Rojas, bebíamos una copa. Imagino que yo dije alguna idiotez.
Perplejo ante la errática deriva del PCE. Confundido porque uno ya no podía
decirse comunista, aunque te amparase la historia gloriosa del partido en
España, sin asumir al mismo tiempo el lado siniestro, monstruoso, del gulag y
etc. El comunismo no podía justificarse ante la evidencia de millones de
muertos. ¿Qué somos entonces?, pregunté entre compungido y enfático, entre
genuinamente desorientado y levemente borracho. Raúl, que en algún
momento de la noche me había pintado una bella mujer en un posavasos, se
puso serio.
—Demócratas. Somos demócratas.

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Eso, esa lección, que el Comité Central del Partido Comunista de España
enarbola en junio de 1956 en un documento titulado «Por la reconciliación
nacional» («En la presente situación, y al acercarse el XX aniversario del
comienzo de la guerra civil, el Partido Comunista de España declara
solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación
nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil
y mantenida por el general Franco. Fuera de la reconciliación nacional no hay
más camino que el de la violencia (…) no podemos, sin incurrir en tremenda
responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta
generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte. Las fuerzas
democráticas españolas no pueden continuar como hasta ahora, al margen de
la vida de España, imposibilitadas de enriquecerla y servirla con su aportación
cultural y su experiencia política (…). Existe en todas las capas sociales de
nuestro país el deseo de terminar con la artificiosa división de los españoles
en “rojos” y “nacionales”, para sentirse ciudadanos de España, respetados en
sus derechos, garantizados en su vida y libertad, aportando al acervo nacional
su esfuerzo y sus conocimientos»), es justamente lo que han olvidado las
izquierdas antisistema, las izquierdas peronistas, las izquierdas prerrafaelitas
y hasta preincaicas que llegaron a caballo de la crisis para condenar el
«régimen del 78». Con ocasión de la exhumación de Franco, en el periódico
El Mundo, Raúl del Pozo escribe:

José Luis Rodríguez Zapatero ha dicho: «Hoy es el día en la que la


democracia española va a ser más perfecta». El expresidente que activó la
memoria histórica piensa de manera distinta a aquellos hombres del PCE
que volvieron del exilio y a los que no les gustaba recrearse en los malos
recuerdos. El silencio de muchos de los que vivieron el franquismo se
debe a un injusto sentimiento de vergüenza y culpabilidad. Los que de
verdad sufrieron hablaban más de reconciliación que de venganza en la
Transición. Han sido las generaciones más jóvenes las partidarias de la
memoria histórica. Luego esa neurosis de culpa se convirtió en eslogan
electoral. Recordar el pasado es el mejor modo de olvidarlo, pero aquí se
recuerda no por terapia, sino por interés político de aquellos que no se
destacaron en la lucha contra el franquismo.

El PCE, aquel PCE que estaba entre las purgas daltónicas y el heroísmo, sí
destacó, de hecho fue el único o casi el único, y Raúl Júcar fue uno de sus
cronistas.

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Marco su número. No sé bien qué preguntarle, pero necesito una última
palabra sobre la izquierda.
—Todavía me acusan de rojo, dicen que dirigí Mundo Obrero, que por
cierto es mentira. Y lo peor es la incomprensión lectora, leen el título y
empiezan a darte hostias.

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16
LA HERMANA HERMOSA: LA LIBERTAD[3]

J. F. Ú.

En mi dieta no entra el marisco. El sabor y el olor de las cucarachillas de


mar me repelen tanto como un crucifijo a un vampiro. Tampoco me gusta el
atún, que me deja un regustillo como de amalgama dental caducada. Por eso,
cuando Raúl me citó para comer en El Telégrafo, un restaurante en el que se
sirven, principalmente, criaturas marinas con exoesqueleto —crustáceos,
sobre todo—, pensé en presentarme con una ensalada de esas que los
supermercados venden ya preparadas y que, según los nutricionistas, tienen
más kilocalorías que una hamburguesa de torrijas.
Al final, el pudor quejumbroso venció a mi peculiar sentido del gusto y
acudí al local, ubicado en el distrito de Chamartín, no lejos del Bernabéu, con
las manos vacías. En una mesa estaba el excentrocampista del Real Madrid
Xabi Alonso; en otra, el economista Ramón Tamames con media docena de
embajadores, y, prácticamente al lado, se encontraba Raúl metiéndose una
aceituna del tamaño de un huevo de perdiz en la boca y tomando una copita
de oporto.
—Me aficioné a esta cosa tan maravillosa en Portugal. Allí adquirí
algunos vicios. El peor de todos, el del Casino de Estoril.
—Es la una del mediodía. ¿Por qué hemos quedado tan pronto hoy?
—El secreto de los restaurantes es ir al principio. Es el momento en que
mejor hacen las cosas y no ponen sobras.
A saber por qué el dueño de El Telégrafo le puso ese nombre. El
restaurante parece un barco de lujo adornado con plantas sobrantes del jardín
del Edén. A un servidor, que hasta hace poco comía arroz con tomate frito
tres veces por semana —para quien no lo sepa, la vida de un periodista que
empieza es una bacanal de precariedad—, estos ecosistemas de gente bien le

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sobrecogen. La primera vez que pisé un restaurante así me sentí como la tropa
de Hernán Cortés vislumbrando Tenochtitlan.
Le dije esto a Raúl y, tras reírme mi último chiste de economato, me habló
de su admiración por los conquistadores:
—Cómo me hubiera gustado ser un español de entonces. Cuando España
era grande de verdad, cuando conquistamos el mundo con unos frailes de
Huelva, unos maricones de Cádiz y unos porqueros de Extremadura. La gente
de Núñez de Balboa atravesó los Andes llevando a hombros los barcos
desmontados. Y llegamos al Pacífico. También me hubiera gustado ser un
griego en la batalla de Queronea, aunque eso ya me pilla más lejos.
—El otro día estuve con Pérez Henares. Creo que está preparando un libro
sobre el tema.
—Es como un hermano. Va a hacer la biografía de Cabeza de Vaca.
Ulises es un maricón de playa a su lado, no hacía otra cosa que acostarse con
las diosas de las trenzas. Y, si me apuras un poco, César es un sargento de
guardia al lado de Hernán Cortés. Las hazañas de esos españoles entre 1492 y,
vamos a poner la muerte de Cervantes, 1616, son extraordinarias. España es
Grecia durante ciento veinte años: lo que dicen los griegos es fantasía, mito,
fabulación; lo de los españoles es verdadero, lo hicieron con dos cojones. Y
sin que les apoyen los dioses.
—Tenían al Papa.
—Esa época es deslumbrante. Y está tan bien contada: los cronistas de
Indias son escritores fabulosos —me dijo desbordando entusiasmo—, cuentan
la épica de una manera… Y luego, en Madrid, paseándose por la grada de
Santo Domingo, la Puerta del Sol y por la calle Huertas, estaban Lope,
Cervantes, Quevedo o Góngora, y en los huertos y en las corralas hacían el
teatro más grande que se ha hecho en la historia, solo comparable al de
Shakespeare. ¿Cómo era posible que se diera esa constelación? Los grandes
vivieron casi al mismo tiempo y en el mismo barrio de Madrid. Pero ¿qué
estaba detrás? La épica de la historia.
Me apetecía hacerle cosquillas dialécticas a Raúl, así que, pese a estar de
acuerdo con él, apostillé:
—Para muchos, un genocidio.
—Claro, si lo miras con la moralidad de hoy… Claro que mataron indios,
pero no tanto como los anglosajones. Se acostaban y trajeron el tomate, la
patata y el chocolate y les pagamos con las purgaciones y la sífilis, pero se sea
de izquierdas o de derechas —Raúl se detuvo un momento. Los mecanismos
de su cabeza sonaban chanchán, chanchán…—. Dice Marx que a los

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españoles se les fue la olla con El Dorado. ¿Pero cómo no se les iba a ir? Para
empezar, El Dorado era mentira: ni había oro ni nada. Hubo oro en Perú y tal,
todo lo que tenían los emperadores en los palacios. Unos tíos que trabajaban
de sol a sol destruyeron imperios terribles…
Como por esos días estaba leyendo la autobiografía de Neruda, Confieso
que he vivido, me las di de listo con un apunte:
—«Se llevaron el oro y nos dejaron el oro».
—Eso es de Neruda, el mejor de los poetas.
El camarero llegó, se cuadró como un soldado que sabe ballet y, con una
voz como de flauta dulce desafinada, ofreció la carta. Raúl la rechazó. Tenía
muy claro lo que quería:
—Pon un arroz majestuoso de esos que sabéis hacer tan bien aquí, y una
ensalada. Tú —me dijo— pide lo que quieras.
—Con eso está perfecto, gracias.
Jesús 1, mariscos 0.

El arroz que pusieron sabía mejor que los manjares de Aser y, aunque
tenía gambas, como eran pequeñas y estaban peladas —y muy buenas, lo
reconozco—, imaginé que estaba masticando daditos de pollo.
Raúl me preguntó cómo llevaba la redacción del libro que ahora mismo el
lector tiene en sus manos y, como cuando empecé a prepararlo, me advirtió de
que no escribiera una sola palabra sobre sus conquistas femeninas. Sin entrar
en detalles, le conté que quedara tranquilo y que, bueno, alguna cosilla
relativa a sus escarceos había, pero que estaba tratada de un modo aséptico,
sin rastro de bilis rosa.
—Ten cuidado —me dijo con tono paternalista—. Tú hazme caso. Antes,
los chinos respetaban a los viejos como dioses. Y en nuestro medio rural, los
mayores eran la autoridad, los jueces, los que dirimían los grandes problemas.
Ahora, a los viejos los desprecian: son una carga para la Seguridad Social,
están enfermos, creen que no tienen ninguna cualidad porque pierden la
memoria… Es una cosa terrorífica.
—Raúl, insisto: puedes estar tranquilo.
—Pasamos de los confesores, que decían que, si te hacías una paja, se te
derretía la columna, y de una época en la que si una moza quedaba
embarazada estaba perdida para siempre, a las libertades, al amor libre. Pero
ahora hemos vuelto a un terrible puritanismo, al estalinismo cursi, con una
violencia psicológica y filosófica asquerosa. Es miedo al sexo y, en definitiva,
a la libertad.

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A Raúl le inquieta la corrección/incorrección política, esa dualidad
conceptual sombría, escurridiza, neurótica, peligrosa y cotidiana que, como
demostró Juan Soto Ivars en su ensayo Arden las redes (Debate, 2017), te
puede llevar al linchamiento virtual, al juzgado de primera instancia, al
despido y al ostracismo in sæcula sæculorum. ¿Qué es ser políticamente
correcto/incorrecto? ¿Es políticamente incorrecta la persona de izquierdas que
aplaude chistes sobre judíos mientras atiza a quien hace chistes sobre
refugiados? ¿O aquella de derechas que hace chistes machistas mientras se
caga en los muertos de quien se burla de Franco? Tal y como me explicó el
humorista Darío Adanti:
—«Corrección política» se empezó a usar, en realidad, en la Guerra Fría
para decir que tú eras el que decía lo que decía el partido. Lo decían los
militantes del PC en Estados Unidos. Cuando decías «hay que luchar contra el
capitalismo», te decían: «No seas correcto políticamente». Estabas diciendo la
muletilla de propaganda. En Argentina se llama «bajar línea». Se empezó a
usar cínicamente, dentro de la izquierda, para criticar a aquellos que eran
demasiado orgánicos. A partir de ahí, se deformó en los sesenta a significar, y
eso es un poco la historia de la izquierda, «no digas nigger (negrata)», «no
digas no sé qué, no sé cuánto…». En principio, tiene un valor positivo.
Obviamente, si es con una palabra como nigger, que no se utiliza ya para
insultar, sino, casi a modo de estrella de David en la Alemania nazi, para
marcar, me parece bien, pero eso se ha trasladado a esta guerra cultural. A mí
me han dicho por Internet, en España, «no digas negro», cuando aquí nunca
fue un insulto. No es nigger. Nos hemos creído los mejores porque leemos
panfletos baratos americanos, que son best-sellers, que acá se leen como de
ultraizquierda y que son en realidad panfletos del liberalismo de izquierdas
americano.
—¿Y en la orilla derecha, cómo se entienden estos conceptos?
—La corrección política de verdad es la de la derecha. A la derecha le
ofende que te metas con la familia, con Dios, con la Virgen… Hacer chistes
de mariquitas y de putas era lo correcto políticamente para los sectores
conservadores que se reían del diferente mientras que la izquierda los veía
como iguales. Entonces, creo que la izquierda le ha dejado servido a la
derecha el hecho de que ahora la derecha pueda vender que hacer chistes de
mariquitas o de putas sea revolucionario, porque en las escuelas y en las
universidades se ha impuesto la corrección política de ser de izquierdas, que
en realidad es liberal porque no trata al otro como igual, sino que exige
respeto por su supuesta diferencia. El liberalismo quiere que respetemos a

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todos por la diferencia porque todos somos nichos de mercado. Y a mí me da
igual lo que tú seas: mujer, hombre, homosexual, heterosexual, blanco o
negro.
Raúl me contó que echa de menos la existencia de «héroes por la
democracia y la libertad», aun reconociendo que cualquier tiempo pasado no
fue mejor. En una entrevista que le hice para Zenda, le pregunté si
consideraba que la libertad había dado un salto atrás en los últimos tiempos.
Su respuesta fue la siguiente:
—Creo que no. Yo, que he escrito durante el franquismo, la Transición, la
democracia…, ahora, no sé qué es esto. El periodismo siempre tiene
coacciones, mordazas, amenazas. Censuras cubiertas o encubiertas. El que
escribe se proscribe. En cualquier tecla puede haber una bomba. En cualquier
caso, en este zafarrancho y apoteosis de la libertad, por Internet y las redes,
también hay libertad en el periodismo. Sí que te pueden echar a la puta calle
porque sobras. La censura se llama ERE.
Aun así, y esto es solo una opinión personalísima —que sé que él no
comparte—, Raúl no escribe con la nitroglicerina, con la pólvora y, en
definitiva, con la libertad expansiva que escribía en los ochenta, en los
noventa y en los primeros dos mil. Una vez se lo expresé y a él no le hizo del
todo gracia:
—Nosotros no podemos cambiar el signo de los tiempos. Nosotros
tenemos que contar lo que pasa y punto.
Sobre esta tesis, recabé opiniones a favor y en contra. Así, Arturo Pérez-
Reverte me dijo:
—Raúl, como todos, está acojonado. Sabe que la inquisición de ahora es
todavía más dura que la de los últimos años del franquismo. La de antes era
política y religiosa, ya está, pero se la pasaba por los cojones porque Emilio
Romero, el director de Pueblo, nos respaldaba a todos. Podías ser comunista,
falangista, cagarte en lo que fuera, y el periódico te amparaba. Ahora no te
ampara nadie. Ahora te crucifican.
Federico Jiménez Losantos incidió en dos aspectos: el primero, que Raúl
supera los ochenta años; el segundo, el contexto periodístico.
—La edad te hace más medroso. Por otro lado, el columnismo que se
hacía a finales de los setenta, en los ochenta y en los primeros noventa, quizá,
era más salvaje que el de ahora. Recuerdo que, cuando llegué a Diario 16,
José Luis Gutiérrez tenía una sección llamada «Gritos y susurros». Y me
acuerdo del comienzo de una que hizo contra Paco Ordóñez: «Hoy es día 29,
martes. Voy a abrir la caja de las Fontanedas y te vas a enterar, Paco». Y le

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daba una serie de galletas monumentales. Ese estilo faltón solo quedó en la
radio, cuando lo hacíamos García, Antonio (Herrero) o yo. Pero en la
Transición, la opinión era muy del estilo del XIX.
—En aquel tiempo, el rey era Umbral, ¿verdad?
—Umbral es, en el fondo, el último columnista del ABC de la dictadura.
Nunca sabes muy bien quién era Umbral. Su sitio fue el de sucesor de Ruano
en el ABC del tardofranquismo, tolerante, con los falangistas golfos puteros,
mucho vicio y mucha permisividad. Pero Umbral es un columnista de
dictadura. Y en esos años, ya te digo, el columnismo era salvaje. Yo me leo
ahora las cosas que he dicho de Felipe González y creo que exageraba un
poco. No porque haya cambiado de idea, sino porque he cambiado de estilo.
Por su parte, consideran que Raúl sigue igual de explosivo que entonces la
periodista Pilar Cernuda, quien me destacó que «dice siempre lo que nadie se
atrevería a decir nunca, y de una manera nada hiriente, siempre genial», y
Félix Sanz Roldán:
—Yo creo que Raúl, en este momento, es tan libre como cuando parecía
que lo era más. No ha aceptado que alguien coarte su libertad. En tanto en
cuanto seas tú, sin una presión externa, quien decidas sobre tu libre albedrío,
no es tan grave como si dijeras: «Es que no es libre porque la libertad se la
coarta un sueldo o una presión mediática». Ahora, por ejemplo, una de las
cosas que yo creo que Raúl no quiere que se le note mucho es que es más
conservador que cuando estaba en Mundo Obrero, la época de Interviú…
—¿Y no cree, general, que entonces era más libre o, si lo prefiere, más
agresivo?
—Hay una columna suya que, más o menos, empieza diciendo: «Joder,
esos eran los buenos tiempos, cuando a las cuatro de la mañana nos sabía la
boca a potorro y a anís». Cuando leía esas cosas Natalia, ¿qué pensaría? Me
lo imagino diciéndole: «Nah, es todo mentira». Aun así, te puedo garantizar
que la libertad la ha ejercido siempre como él ha querido.

Como el escritor francés Marcel Brion, Raúl sostiene que la libertad no es


otra cosa que el ejercicio del juicio y la facultad de elegir en toda
circunstancia lo que uno cree mejor. La práctica, la búsqueda y la demanda de
la libertad son consustanciales a su biografía, a su periodismo y a su literatura.
Reclama el derecho a cambiar de ideas si estas se reconocen como falsas y
rechazar la disciplina de los partidos. Según Raúl, la libertad «es el mejor
privilegio del ciudadano, y especialmente del periodista, y una garantía de su
verdadera individualidad».

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El 10 de abril de 1989, en la sede de la APE (Asociación de Periodistas
Europeos), Raúl del Pozo recibió el VI Premio Francisco Cerecedo de manos
del entonces príncipe Felipe de Borbón. Le fue concedido por un jurado
compuesto por Miguel Muñiz (presidente), Juan Cueto, Clara Isabel Francia,
Máximo San Juan, José Luis Leal, Manuel Antonio Rico, Carlos Luis Álvarez
(vocales) y Miguel Ángel Aguilar (secretario sin voto).
En el discurso que pronunció durante la ceremonia, Raúl dijo:

En la Europa siempre de Erasmo, de Voltaire y de Marx, la confianza


de ese retén humano de la lucidez está más que nunca en la libertad,
porque solo en la libertad y en el cambio siguen, a pesar de todo,
fermentando las ideas. Son necios los que intentan sofocar la
transformación con un puñado de polvo (…). Sobre todas las cosas me
conmueve la libertad, sin la que no puede resollar un periodista. Hay en
mi memoria más vivo que nunca aquel pasaje que relata Marx
refiriéndose a los griegos, que eran la juventud de la humanidad: «Los
espartanos se dirigieron al sátrapa persa. Tu consejo, Hydarnes, no pesa
sobre nosotros igual en los platillos de la balanza, pues conoces una de las
cosas sobre las que aconsejas, pero no has gustado de la libertad y no
conoces si es dulce o amarga. Si la conocieras, nos aconsejarías luchar por
ella con la lanza y con el hacha».

Treinta años después, Raúl del Pozo aún escribe con ese mismo espíritu,
esa misma ansia y esa misma urgencia digna y demócrata de libertad.

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17
EN EL PÓRTICO ABIERTO A LOS CIELOS
DESCONOCIDOS

J. V.

Como veremos en capítulos sucesivos, las incursiones de Raúl del Pozo


en la novela y el reportaje novelado pueden dividirse en tres grandes grupos.
Están los libros de la memoria y la infancia, libros de la memoria y la
serranía, Ciudad levítica (2001) y El reclamo (2011), libros de la guerra y el
Júcar, que pasean como un turbión de grafito o lágrimas por el sueño del
hombre, perpetuamente enganchado al chisporroteo de la central
hidroeléctrica y el planeo del azor sobre el sudario de la sierra. Están las
novelas de la noche, novelas negras, entre el policiaco y el noir, entre el
tabaco y las mujeres orladas de sangre, los detectives ojerosos, las luces
estroboscópicas de los coches patrulla, el puñal untuoso que exhalan los
garitos de ginebra cara y lentejas de madrugada, o sea, los libros, las novelas,
de la España con anteojeras noctívagas, enganchada al champán que purifica,
al runrún de la bolita en la ruleta. Finalmente encontramos los libros de
periodismo, con un gran reportaje, Un ataúd de terciopelo… para un mito de
papel (1980) y otros que recopilan artículos, como Una derecha sin héroes
(1998), A Bambi no le gustan los miércoles (2003), Los cautivos de la
Moncloa (2005), La rana mágica (2006) y El último pistolero (2017), de los
que trataremos más adelante. Las novelas del hampa y la noche, puro noir
vestido madriles, son Noche de tahúres (1994), Los reyes de la ciudad (1996),
No es elegante matar a una mujer descalza (1999) y, junto a Espido Freire,
La diosa del pubis azul (2005). Queda luego, entre medias, La novia (1995), a
mitad de camino de los géneros, entre la pasión y la memoria, que vamos a
situar junto a Ciudad levítica y El reclamo por cuestiones de toda índole.
En Un ataúd de terciopelo la biografía de El Cordobés que Raúl del Pozo
escribió al alimón con Diego Bardón, periodista de Cambio 16, encontramos

Página 135
muchas de las claves de su labor como reportero. El ojo avizor para el detalle
y la atención al gesto, el maridaje de la cultura libresca y la cultura de la calle,
el conocimiento de los mitos y ensueños del español, de sus monstruos
sagrados y sus sueños eróticos, solubles en un aguafuerte goyesco y una
realidad, en este caso la del mundo del toro, que solo un imbécil calificaría de
tipista. Su socio, Bardón, cuentan que fue torero. Estamos ante un libro de
madurez, más allá de algunos experimentos juveniles, como aquellos
dedicados a Massiel y Santiago Bernabéu, en el 72.
—Bernabéu era simpatiquísimo —recuerda Raúl por teléfono— lo íbamos
a entrevistar y volvíamos cargados de melones.
—¿Y la novela aquella, Hay gorriones en la tumba de Judas, hoy
inencontrable?
—Hay gente que todavía me habla muy favorablemente de ella.
La había publicado en 1961, treinta y tres años antes de su siguiente libro
de ficción, Noche de tahúres, pero ya entonces, con veinticinco años,
demostraba el instinto infalible para poner los mejores títulos posibles. En
2009, en un artículo para El Día de Cuenca, José Vicente Ávila daba cuenta
de que Hay gorriones en la tumba de Judas «irrumpió como un torrente»,
según escribía Ernesto de las Heras en Ofensiva, en la entrevista que le hacía
a Raúl, que por entonces ejercía de maestro nacional. Le preguntaba: «¿Cómo
conjugas tú que una novela pueda oler a vino tinto, a cagarrutas de oveja y a
Dios?». Raúl contestó: «Eso quiere decir que huele a campo, que trae
pasiones del campo y que trae poesía del campo».
Casi veinte años más tarde, con el Ataúd, Raúl del Pozo publicará ya con
el estilo y la visión del mundo plenamente asentadas, estamos ante un ensayo
periodístico, mejor una crónica, un reportaje de gran calado, panorámico y
miniado, ante un experimento de otros caminos, literarios, que el escritor
seguirá quince años más tarde. En el Ataúd el desgarro y la pólvora conviven
con la obsesión por la frase corta, como un topetazo, y el hambre de contar
cosas. Lo que da sabor a sus artículos, y que es lo mismo que confiere interés
a sus libros, tiene que ver con su oído para el lenguaje, pero también, y esto se
dice menos, con su obsesión por contar cosas. El periodista es indisociable del
escritor siguiendo el manual de estilo acuñado por los del Nuevo Periodismo,
del que Raúl del Pozo es socio por pleno derecho. No es solo, como escribiera
Umbral, que la mejor prosa en España se estuviera publicando en los
periódicos, que por supuesto, sino que encima, además, algunos de aquellos
columnistas escribirían luego un puñado de libros importantes. Otros no tanto,
porque el estilo, a menudo, enmascara la falta de discurso y, sobre todo, en el

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caso de la novela, la incapacidad para articular una trama y levantar un
mundo. Para evitar el gran peligro del que escribe excesivamente bien, del
que escribe por sobre la escritura como los abstractos pintan sobre la pintura,
para escapar del espectro que malogró las novelas de muchos de sus
contemporáneos y sus maestros, Del Pozo acude a la negritas de la actualidad
y toma como modelo un personaje contemporáneo, al que sigue por tierra,
mar y aire para dar forma a un artículo seriado que podría ser germen de un
guion altamente recomendable. El país mágico y mítico, el de los
profesionales del toro y sus satélites, el de la aristocracia, el del gentío más
popular, y el pleito nacional diario, nuestras obsesiones de país canino que
abandona la Guerra Civil para meterse cuarenta años de cuartel y sacristía
pero también de apertura, turistas, golfemia dorada y flamenco satánico, salen
y entran por las páginas de este Ataúd forrado para un Drácula que por lo
visto quería hostiar a sus autores no bien le leyeron las primeras páginas. El
libro, que es una vergüenza que siga perdido y dice mucho y mal de la mierda
de mercado editorial que tenemos, me lo regaló mi amigo Quique, abogado y
autor de un blog taurino inolvidable, De purísima y oro. Quique, hijo de un
aficionado cabal, Quique, al que bautizaron envuelto en un capote y que fue
dueño de un perro asesino al que llamó Camarón, que de un bocado le abrió
el antebrazo y hubo que sacrificarlo, había encontrado el Ataúd en la cuesta
de Claudio Moyano, en ese cóctel de naufragios y joyas que de cuando en
cuando alumbra un hallazgo magnífico. Me lo regaló como quien pasa el
testigo de un artefacto mágico. Como si fueran los tratos de Manolete o la
espada de los caballeros de la mesa redonda. Un prontuario para abrir al azar,
por cualquiera de sus páginas, y recordar cómo cojones se escribe.
Cuenta la historia de la vuelta a los ruedos de El Cordobés para
enfrentarse con Miguelín y Espartaco. El hijo de El Renco, millonario, que
tomó la alternativa con Antonio Bienvenida, sedujo a media España y fue
despreciado por los partidarios de Antonio Ordóñez, recibe aquí el
tratamiento de los grandes reportajes con alcohol de palabras, ricos en grasas
no saturadas y confidencias. El Pantera y El Pipo comparten páginas con el
marqués de Villaverde en un duelo que muere mano a mano en Granada.
«El contemporáneo de los hippies, de los Rolling, de Berkley, de los
Beatles, camina nuevamente. El mito del sadismo y la ignorancia colectiva».
El libro es un chute, un ciego de letra gorda y pasodoble rock, un pelotazo
suave y ronco dedicado a uno de los dioses de «una fiesta que tiene muchos
siglos de historia y en la que las reinas se espatarraban de gusto viendo a unos
chulos quebrar toros».

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Hoy, si escribieras sobre la tauromaquia, las cuadrillas de monjas
alféreces y curitas verdes, farsantes del culto clorofila, te rebanarían los
tendones en la plaza digital y venderían tus criadillas en los tentaderos. Pero
está escrito hace cuarenta años y los cronistas hablan sin moralina ni
sermones, entre la fascinación, el embeleco y la náusea, sobre la…
«ceremonia de exterminar animales entre la complacencia y ese estado de
trance colectivo del pueblo».
Y antes, en el arranque…

El pijama le da a Manuel Benítez cierto aire de desvalido. Está


descalzo y manipula las pesas. Se levanta, mira de reojo, apoya una
rodilla sobre la moqueta verde, después la otra, y coge las pesas
nuevamente. Ha iniciado esta mañana en el hotel Luz de Granada sus
tablas diarias de gimnasia. Domingo, 30 de septiembre.
Si los aficionados a la fiesta de los toros, que a estas horas se limpian
los zapatos en el hall del hotel Wellington de Madrid, o en los bares del
centro, mientras leen los periódicos, con el rostro embozado, vieran sobre
la moqueta a Benítez, a gatas, sudoroso, jadeante, retorciendo su cuerpo,
moverían gravemente la cabeza.
Los viejos aficionados se imaginan a los toreros en penumbra, junto al
agua mineral, con una lamparilla mortuoria, delante de una virgen
Andaluza y un mozo de espadas con algo siniestro de verdugo o de
enterrador en la puerta.

Si le preguntan a Raúl del Pozo hoy por el Ataúd responde con un bufido.
Desconozco cómo acabó su relación con Bardón. De todas formas escribir
libros, si no pertenecías a la cuadrilla mediática, si no estabas bendecido por
la santa compaña del canon, era matarse a golpes contra un muro. El Ataúd,
que se adelanta cuatro décadas en la revitalización del género, pasó sin
reventar los sismógrafos. Su autor, entre tanto, tardó algo así como catorce
años en publicar otro. Y todavía más, hasta 1998, en reincidir en el libro de
periodismo. No con un reportaje original, pero al menos, sí, con una
recopilación de crónicas, Una derecha sin héroes, que le publica Espasa
Calpe y que a mí, y a otros muchos, nos reventó la cabeza. Reúne algunos de
los mejores artículos de su primera etapa en El Mundo, justo los que no
puedes encontrar en el archivo de la web porque no han sido digitalizados.
Están, para empezar, sus crónicas de la campaña de José María Aznar en
1996. Por sí mismas darían para un librito con hechuras y fuselaje de clásico.

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Es imposible e impensable hacerlo mejor. De «El funcionario sin carisma»,
arranque de todo, a «El hombre tranquilo», que sirve como broche, pasa un
año. Son dieciséis columnas/crónicas como dieciséis soles de luminosidad
arrasadora. Lo que cuenta es tan radical y tan importante como que España,
superada la fase de la Transición y enterrados los rescoldos radiactivos
franquistas, entraba ya en la modernidad. Con un presidente de derechas
aceptado por todos, un individuo equiparable por ideario y actitud con los
tecnócratas liberales y conservadores, pragmáticos, demócratas, de París o
Bruselas. Alguien que, lejos de lo que predicaron los agoreros, no venía a
reventar los números de la Seguridad Social ni a dejar a los abuelitos sin
pensión, mucho menos a desenterrar los momios falangistas o los fantasmas
de un guerracivilismo que todavía tardaría un par de décadas en ser
resucitado. Lo mejor de todo es que Aznar, el discreto y frío Aznar, era la
antítesis del cesarismo carismático y la testosterona con hielo en vaso corto
que proponía Felipe González. España amanecía tan homologable que no
necesitabas un superhombre para gobernarla.

El cuerpo es el aura, el carisma, el atractivo, todos ellos componentes


del poder en la modernidad. ¿Dónde va ese funcionario, con su bigotera,
su urbanidad, metódico, opositor, sin retórica, sin sexy? Su audacia es la
de los mediocres; su estatura, de maniquí de rebajas; su mensaje, un
refrito de equipo de tecnócratas.

Pero luego, en coda final con la que remataba «Vicios de la corte», su


columna de El Mundo, escribe:

Tengan paciencia y verán cómo llegará a parecerse a Napoleón, que


también era bajito y tenía úlcera. Los políticos son poderosos y
carismáticos cuando los tenemos. Ya verán qué carismático nos parece
cuando empiece a jodernos. Los políticos fuera del poder se quedan en
nada, pero mientras mandan parecen tempestades. Recuerden cómo
Rasputín se tiró a toda la corte del zar y cómo Godoy sodomizó a María
Luisa y al príncipe de Asturias. La actual clase dirigente está encoñada
con su garañón. Los americanos, por ejemplo, cambiaron hasta de deporte
cuando se fue aquel abuelete calvo llamado Ike y entró JFK, con su largo
cabello flotando al viento, su radiante aura de sexo (…). Los americanos
se sintieron atraídos por una virilidad mágicamente transmitida por
televisión, aunque entonces no sabían que los Kennedy eran unos salidos.

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Después del encuentro de Aznar con Rafael Alberti, el poeta miliciano, de
mítines en Extremadura y encuentros con Rodríguez Ibarra, multitudes en
Murcia y La Coruña, temporales en Finisterre, zambombazos de ETA, saltos
a Mallorca con un tiempo gélido, funerales, saltos por encima de las rasas
desplomadas sobre el Cantábrico, junto a los bosques del oso pardo y los
últimos urogallos, después de viajar allí donde nacieron el vino y la palabra,
de abrazar a Gerardo Iglesias en Gijón y sobre todo, después de certificar que
Aznar «se acrecienta en el País Vasco porque allí llega con un mensaje que no
tiene nada que ver con la derecha. No dice “la calle es mía”, como la foca del
Cantábrico, sino “las calles son para pasear y no para que los niñatos de Jarrai
empujen viejas, apedreen comercios y quemen autobuses”». Después de
contar el ascenso a los cielos del hombre tranquilo, dejaba cerrada,
periodísticamente, la mejor crónica que recuerdo del fin del felipismo. Una
singladura que en ese mismo libro relata por la vía de los grandes juicios de la
época. Empezando por el proceso a Mario Conde, que ilumina en claroscuro
las sinergias del poder bancario y el poder político. Por allí circulan grandes
personajes de la época, como el ex del banco de España, Mariano Rubio, el
fiscal Ignacio Gordillo y el abogado Mariano Gómez de Liaño. En uno de sus
artículos, escribe: «Me parece que casi todos los testigos, altos ejecutivos del
poder financiero y bancario que han pasado por la sala, han mentido como
bellacos, es decir, como ruines, villanos o pícaros. Juran decir la verdad y,
cuando se sientan, empiezan a contar mentiras».
Después de Roldán llega el juicio a Roldán, el exdirector de la Guardia
Civil que guindaba el dinero de los cuarteles y los huérfanos, el mismo que
protagonizó una huida a Laos que estuvo entre Ian Fleming y Mortadelo y
Filemón, entre 007 y Francisco Ibáñez.
Entre tantos artículos memorables sobre la política, el crimen organizado,
los gobernantes, los terroristas y los banqueros sobresalen también sus piezas
dedicadas al golf, una de sus pasiones, cuando escribe sobre la Ryder Cup y
queda fascinado por Tiger Woods. Son también memorables los artículos
recuperados de El Independiente. Y en un capítulo final, denominado
«Varios», hay un artículo, «Balada de la mala reputación», con el que hace
siglos que quiero titular una novela y que desde luego me inspiró varias.
Todas ellas muy por debajo de la síntesis dionisiaca y febril, satánica y
mundana, de una columna para quedarse a vivir…

Satán da golpecitos en el culo de las niñas malas y las invita a los


aquelarres del Barrio de Salamanca. Las jóvenes de Madrid, que antes

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recurrían a San Antonio para buscar novio, ahora se lo pasan bomba, con
las orgías diabólicas. Lo ha dicho un concejal del PP: celebran fiestas
satánicas. Pechos adolescentes, radiantes como ojos, partisanos urbanos
tapados con pasamontañas, desafían a los espesos concejales del PP y a
todos los vecinos que sopesan la vida con mediocres medidas de
moralismo. En una ciudad de modelos con cuentakilómetros en el coño,
políticos de cabeza huera, financieros cleptómanos, subsecretarios y
televidentes, pajilleros mediáticos, predicadores necios, solo los okupas se
salen del rebaño de acero y codificador y son capaces de poner la noche
patas arriba sobre los jergones y los montones de periódicos, donde se
hospeda también el demonio, en el pórtico abierto a los cielos
desconocidos.

El artículo, una auténtica cañonera, prosigue con una brasa igual de


enfurecida y sugerente, con una llamarada azul de tigre en la pupila, con una
estampida de flores del mal y adjetivos como arpones. Lo fácil sería acusarle
de populista, de cantarle las cuarenta con voz de predicador y exclamar que el
columnista juega a aplaudir a los antisistema. Pero sospecho que en el fondo,
y en la superficie, el autor añora sus días como aventurero, y toda ese
vendaval de aventura y suicidio al que renunció un día para envejecer y
publicar, para respirar y seguir contando. Quiero decir que esto, tuberculoso
de fuego, es algo más que una columna. Acaso una canción de rock and roll.
Una sinfonía menor incluso. A su autor, en momentos así, se le caen de los
bolsillos los metales de gran escritor, las bayonetas del poeta, los aceros de
cronista inolvidable.
Habrá que esperar otros cinco años, a 2003, para una segunda recopilación
de crónicas. A bambi no le gustan los miércoles reúne retratos heterogéneos,
personajes de la farándula, la empresa, el deporte, el periodismo y la cultura,
de José Saramago a Antonio Banderas, de Rocío Jurado a Pedro Almodóvar y
de Esther Koplowitz a Carlos Herrera, Curro Romero, Emilio Botín, Carlos
Cano, Dolores Ibárruri o Valdano. Muchos de estos caracteres habían salido
en su sección veraniega, «Desnudos de agosto», «y aunque parezcan
dispersos y heterogéneos, obedecen a una música y una estructura interior,
configurada por la actualidad y la noticia, los dioses menores de este oficio, la
política, las artes, la vida y la muerte de los habitantes de este país». Con dos
detalles, con tres gestos, con una frase, un perfil, una gesta, un error, un
minuto de gloria o miseria, un pase al natural o un disparo le basta y sobra
para dibujar su retrato y apedrear, rendir tributo y saludar a sus protagonistas.
Esto a propósito de Saramago:

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Sus bandadas de pensamiento poblaron los aires del Portugal de las
espingardas apenas se entonó Grandola vila morena. Treinta y cinco años
después el gran narrador de Azhinhaga combate el nuevo liberalismo, las
plusvalías salvajes, que configuran una nueva esclavitud de pateras y
batallones de reserva, en nombre de la libertad.

O esto otro, dedicado a Marisol, a la que llamará «Blancanieves


convertida en Pasionaria» pero que «no quiso ser nuestra Jane Fonda».

Surgió como un rayo de luz cuando en España aún se llamaba


excelentísimos a los gobernadores civiles. La descubrieron en la Casa de
Campo. Pasó del prodigio a la protesta, de Tómbola a Mariana Pineda y
acabó escondida en la costa. Honda malagueña, cabellos de oro, radical en
el sentido de raíz. Tiene poco más de cincuenta años y no es una flor seca:
sigue con la descortesía en los ojos. Pudo ser una gran actriz o agitadora,
pero siguió la lógica del corazón y acabó de ama de casa. Para ella el
matrimonio nunca ha sido un sepulcro (…). Alcanzó la edad del odio y la
razón y luego comprobó que la política también es una mierda.

Pero el gran momento del libro llega con los obituarios de Paco Rabal y
Camilo José Cela, y al principio con los cuatro capítulos dedicados a la Casa
de Alba. Así como la semblanza del mito erótico le sirve para asomarse a los
patios traseros de una generación que vivió la política como una de las
grandes pasiones, los reportajes sobre los Alba son pórticos de la historia,
hacia atrás, y trampolines desde los que impulsarse para escribir sobre la
sociedad catódica y las pasiones destripadas en prime time. Muchos años
antes de que Estados Unidos eligiera a un presidente que fue estrella de la
telemierda, pero ya con la imagen de Berlusconi y Gil muy presente y con
medio país lobotomizado por las andanzas trash de los personajes del
corazón, la maldición de los Alba repasa la cacería desatada contra una de las
grandes familias de la nobleza española, desarbolada por las bandadas de
chacales de las tertulias y los vampiros de la prensa del cuore.

Los Alba, el rugiente cruce del viento en la historia de España, que


anduvieron a gatas entre cuadros de Velázquez, nunca lloran en público.
Los representantes de la aristocracia nunca demuestran ni el dolor físico
ni el miedo, sino la dignidad propia (…). Los misterios, los enredos, los
melodramas y las calumnias de los Alba eran de dominio público y

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cuando el mito se despoja del ropaje, cuando queda desnudo, en los
colorines de la prensa canalla y la televisión basura, los príncipes vuelven
a ser sapos.

A Bambi no le gustan los miércoles, que toma su título del sobrenombre


con el que bautiza al presidente Zapatero y alude a las sesiones de control del
Parlamento, echa a andar durante las peripecias de unos años, previos a los
atentados yihadistas de Atocha y la crisis de 2008, cuando fuimos felices sin
que los españoles llegasen a saberlo o creérselo. El libro, que sobresale como
un delicioso corredor de almas perdidas y encontradas, de gentes célebres, de
mujeres y hombres guapos, puede leerse también como un acetato de los días
anteriores a la descomposición ensayada por el zapaterismo a raíz del infausto
proyecto de estatuto de autonomía en Cataluña y el uso perverso de la
memoria histórica.
El libro fue presentado en Casa Patas, con Pío Cabanillas, Antonio Lucas
y Pasión Vega. Hay una foto en la web del local de flamenco, auténtica
catedral de un mundo que poco a poco desaparece, en la que posan risueños
Enrique Guerrero, dueño del local, y Raúl del Pozo. El escritor rodea con su
brazo derecho al empresario y amigo, fallecido diez años más tarde, en 2013,
mientras con la mano izquierda abraza un copón de gin-tonic —o quizá fuera
un vodka con limón, la fotografía, en blanco negro, impide apreciarlo—
mientras luce en la solapa un pequeño capullo de rosa. A esa presentación yo
llegué de milagro, o sea, gracias a mi hermano Fernando, que viajó a Burgos,
donde yo trabajaba entonces, y me dejó en Madrid, a la puerta de Casa Patas,
como si él fuera un empleado de mensajería y yo el fardo agradecido que
moría por acompañar aquella noche a Raúl, así fuera de lejos y junto al todo
Madrid, que peleaba a dentelladas por disfrutar de cinco minutos a su vera.
En 2005, dos años más tarde, llegan Los cautivos de la Moncloa. Un tomo
esbelto, elegante, que sigue a dos presidentes, José María Aznar y José Luis
Rodríguez Zapatero, durante sus años en el palacio. Como rezaba la sinopsis,
«nada escapa al agudo comentario del autor, que recorre los últimos diez
años, tres campañas electorales, una boda, un inmenso funeral, la ascensión
de los secesionistas y la corrupción que no cesa». La tesis fundamental del
libro, porque el libro, a pesar de su naturaleza miscelánea, tiene una tesis, es
que el poder enloquece, que uno entra en la gran pirámide queriendo hacer el
bien, proponer mejoras, modernizar el país, y lo hace, pero el precio a pagar
es el enloquecimiento espongiforme, inevitable, que acecha a los moradores
del complejo presidencial. Aznar, en su segunda legislatura, contempla el

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mundo ensoberbecido de sí mismo, convencido de que España puede idear un
puente atlantista por encima o por debajo del eje francoalemán. Zapatero, que
acabó zumbado por la crisis, desenterró los huesos del 36, convocó a los
muertos para una misa indecente y abrió el arca que custodiaba los demonios
nacionalistas, a los que concedió bula a cambio de extirpar al PP de las
instituciones y encerrarlo en el lazareto. Todo esto, y una bodorria atómica, y
varios ciclos electorales, mítines, comidas y cenas, y sesiones en las Cortes,
tantas, y confidencias eutanásicas, almuerzos con gente inquietante,
atardeceres en la Carrera de San Jerónimo y otros soplos, y pozos, de
ambición, inteligencia y locura tamizan el artesonado de este volumen breve,
apenas 189 páginas, y violento.
De 2006 fue La rana mágica, recopilación de artículos dedicados a
algunos de sus maestros literarios, de Sócrates el feo a Savater, el burrero
sonriente. Los había publicado en el suplemento Campus de El Mundo.
«Cuando se le propuso esta serie de semblanzas que ahora recoge», escribió
Antonio Lucas, «recuperó aquellas fascinaciones primeras por los clásicos
griegos y latinos, las contradicciones de Marx, el gafe de Maquiavelo, el
estrabismo luminoso de Sartre, la modernidad abacial de Tierno Galván, los
duelos de Calderón, la estola raída de Góngora… Todos a una, sin más orden
cierto que la admiración y el entusiasmo». Lucas entrevistaba al propio autor,
que confesaba que «con estas semblanzas he ido aprendiendo a la vez que
recuperaba y avivaba admiraciones. No olvidé el carácter pedagógico que
debían tener estos textos, pero los he tratado con un lenguaje actual, en una
libertad tremenda, releyendo a los personajes e intentando no desvirtuar su
herencia». Deliberadamente anárquica, para evitar el didactismo y el manual
de instrucciones, La rana mágica es el ensayo culto y valiente del reportero
que solía hacerse pasar por cínico para evitar confesar sus deudas
sentimentales e intelectuales con Santa Teresa, Diógenes o Calderón.
Quevediano de Dashiell Hammett, calderoniano de Howard Hawks, entre
Manolo Caracol y Shakespeare, Raúl del Pozo agrupaba así un centón de
homenajes triangulados desde la admiración, la oposición frontal a la
academia y la heterodoxia del que lee y pasea a su bola. «En ese caos hay un
desenfado necesario para poder hablar de los maestros de los que nunca me he
desprendido», le explicó a Antonio Lucas.
Todavía ha sido publicado un tomo de artículos, el mejor y más cuidado
de todos, editado por Círculo de Tiza a partir de la selección que realizó Jesús
Úbeda. En la presentación, celebrada en la Chocolatería San Ginés, hubo una
ministra, un general, una estrella de la televisión y muchos escritores. Jorge

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Bustos comentó que cualquier aprendiz de reportero debería aprender del
trato que Raúl del Pozo dispensa a los políticos, cercano sin coba, distante sin
petulancia, ocurrente sin galantería, feroz e implacable cuando toca. Además,
«no muchos columnistas pueden aún mentar a Quevedo sin mancharse la
boca. A mí de momento solo se me ocurre uno, y se llama Raúl del Pozo».
Modestamente uno querría que la recuperación de la obra periodística de
Raúl del Pozo crezca mucho más. Están por desenterrar los primeros y
míticos reportajes en Pueblo, artículos de corresponsal, la etapa de Mundo
Obrero, la práctica totalidad de El Independiente y más del 90 por ciento de
lo que ha publicado en El Mundo. Pero dadas las limitaciones del mercado
español el lector tiene al menos unas cuantas perforaciones a la riquísima veta
periodística de un autor que, como escribe su compilador, Úbeda, «si fuera de
Nueva York o estuviera muerto, Raúl del Pozo sería estudiado en las
universidades, vanagloriado en simposios y tendría un club de fans en
Twitter. Ocurre, sin embargo, que el tipo es de Cuenca y está vivo. En fin,
algo habrá que hacer para reivindicar su maravilloso genio».

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PHILEAS FOGG TENÍA UN PRIMO EN
CUENCA

J. F. Ú.

La leyenda de Raúl del Pozo ha sido sazonada por un sinfín de


experiencias vividas en un crisol heterogéneo de ciudades. La materia prima
del periodista es rural, serrana, castellana. Tuvo una infancia forestal y una
adolescencia provinciana, pero, al poco de rebasar la mayoría de edad, su
biografía ya empezó a ser tallada por el artesano peregrino, impredecible y
cosmopolita de los grandes enjambres urbanos. Como ya he contado, con
veintipocos años tiró millas y se sumergió en la bohemia nocturna y golfa de
Barcelona y, no contento con ello, en París se embriagó con el aroma de la
libertad y nadó en las piscinas de sudor de sus camas redondas. Para él, la
ciudad que bien valía una misa era ese lugar en el que una vez se fue feliz y al
que no se debiera volver jamás, como escribió Félix Grande. Era mencionar
París y Raúl se transformaba en el Maharishi meditando: cerraba los ojos,
sonreía, alzaba una mano y, moviendo los dedos, la colmaba de elogios:
—Después de Madrid, es el mejor sitio en el que he vivido. Era la casa de
todos los huidos, de los apátridas, de quienes buscábamos la libertad.
Raúl se orientó con el instinto de los charranes, guiándose por el
magnetismo zumbón que le empujaba a estar donde el cuerpo, la mente y la
tranca le decían que había que estar. Y fue en Madrid donde su impulso
nómada y paleolítico dio paso al neolítico sedentarismo. Para Raúl, la capital
del reino nunca fue ese «poblachón manchego» descrito por Mesonero
Romanos. Tampoco compra aquello que dijo Larra de que «escribir en
Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla
abrumadora y violenta». Todo lo contrario: su figura se consolida, se consuma
y se consagra en Madrid; no sé si encuentra, pero sí que forja, pule y fija su
voz en Madrid, y alcanza el eslabón más alto de la cadena trófica, el de los

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superdepredadores de la noche, y recorre el Foro, y lo exprime, y lo somete, y
lo conquista y se lo folla, eso sí, firmando consigo mismo un acuerdo de
confidencialidad.
Si trazara un perfil de Raúl basándome exclusivamente en sus andanzas
conquenses, barcelonesas, parisinas y madrileñas, sin embargo, estaría
ofreciendo un retrato incompleto. Porque, durante su estancia en Pueblo, Raúl
fue corresponsal del diario que dirigía Emilio Romero, por este orden, en
Moscú, en Londres, en Lisboa y en Roma.
—De Roma no hablemos —me corta Raúl—. Estuve un par de meses
nada más.
—¿Pero qué hiciste ahí? ¿Informabas sobre la política italiana, sobre los
asuntos del Vaticano?
—Es que no hay mucho que destacar. Lo que recuerdo es cuando iba con
Paco Rabal y este se iba cagando en Dios.
—¿Cómo?
—Había una virgencita en una muralla. La gente se congregaba, se
santiguaba y se ponía a rezar. Entonces, Paco Rabal se acercaba, se plantaba
ante ella y decía: «¡Me cago en Dios!».
Raúl me describió a Italia como «el país más avanzado del mundo», que
brindó al siglo XX «un comunismo que no quería pobreza, sino que todo el
mundo tuviera ferraris». Lamentó que La Bota haya sido tomada por el
antieuropeísmo, «la peor forma de fascismo»:
—Hay una pelea entre una pandilla de payasos y otra de fascistas. El país
se va a hundir. Europa nació para evitar eso precisamente: el nacionalismo y
el populismo. Y lo que no es Europa, es la barbarie.
Italia también es el país que vio nacer a su mujer.

Raúl llegó a Moscú en 1970 de forma clandestina, haciéndose pasar por


turista. Fue recibido por tres tipos que trabajaban en la RIA Novosti —la
principal agencia de noticias estatales de la URSS— y que también
pertenecían al KGB. Eran descendientes de españoles, hijos de combatientes
de la República que se exiliaron en la patria del socialismo, tan quimérica, tan
famélica, tan manchada de sangre, huyendo de la cárcel, del garrote o del
paredón que garantizaba a la «anti-España» el dictador Franco. Durante la
cena de recepción, se bebieron dos o tres botellas de coñac como si fuera
zumo de naranja.
—Ser español en Rusia era punki en esa época. Los españoles teníamos
leyenda, épica, mística.

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—¿Por qué?
—Veían a los héroes que pelearon contra el fascismo en la Guerra Civil.
Teníamos la fama del «no pasarán». Nos querían mucho.
Raúl me contó que el año que pasó en Moscú fue uno de los más fastuosos
de su vida. A nivel informativo, se enteraba de poco. Sus noticias se basaban,
sobre todo, en las informaciones al gusto del Sóviet Supremo que le pasaban
los de la Novosti y, como es evidente, estos no tiraban huevos a la fachada de
la Casa Blanca Rusa, no fuere que les mandaran al gulag:
—Por ejemplo, había habido un cambio terrible en el Comité Central, y
me enteraba porque lo veía en las cosas que ponen en los escaparates de las
noticias —supongo que se refirió a las marquesinas—. Y decía: «¡Hombre,
cómo no me lo habéis contado!».
Se hizo amigo de dos colombianos cambistas —«convertían mil dólares
en cuatro mil rublos»— con los que solía quedar a las ocho o nueve de la
noche en el Hotel Intourist, donde había una discoteca que ofrecía un
«espectáculo de vida», llena de negros y au pairs suecas y finlandesas, en la
que se tajaban bebiendo champán búlgaro momentos antes de que las chicas
los sacaran a bailar.
—No he visto nada tan divertido en mi vida. Dicen de la Movida de
Madrid; la Movida de Moscú era tremenda, tremenda. No he visto movida
igual. Cómo aquellos arcángeles cautivaban a los negros. Y como no había
que hacer nada, ni hablar nada: te cogían de la mano y te ibas con ellas.
—¿Ligaste con alguna rusa?
—Eso no te lo voy a decir. Parece mentira que, a estas alturas, me
preguntes eso. Eso sí: te diré que las mujeres más bellas que he visto en mi
vida estaban en Moscú. Además, la rusa es la mujer más inteligente del
mundo. Son como las suecas, pero llenas de pasión. Son las que mantuvieron
con vida la URSS, sus fábricas, sus familias, cuando murieron no sé cuántos
millones de hombres.
Por otro lado, Raúl comprobó cómo la que, en su opinión, era la
«esperanza de la humanidad» y la «nueva Ilustración» degeneró en colas
secretas y en neveras vacías, en un Estado policial y represivo que repartía
hostias a cascoporro y rompía costillas como si de un videojuego de lucha se
tratase. Pese a ello, el alma de cabra roja y melancólica todavía tira al monte
soviético:
—El otro día, cuando me dieron el Premio Café Varela, el Nobel Gallego,
estuve con el embajador de Rusia y me salió del corazón decirle: «¡Viva el
glorioso ejército soviético!». Es el que liberó Europa del nazismo. Los

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americanos también ayudaron, pero lo suyo parecía más bien de película: los
que hicieron el trabajo sucio fueron los rusos en Stalingrado.

En estos días de, en un extremo, patrioterismo febril y verbenero, y, en el


otro, de abominación y defecación sobre todo lo que tenga que ver con el
sustantivo «España», decir que uno se siente más o menos orgulloso de su
país es, cuando menos, arriesgado: dos jaurías contrapuestas están a la que
salta para desmembrar al chivo expiatorio por uno de los dos costados,
cuando no por los dos.
Raúl nunca se sintió más orgulloso de ser español como cuando pisó
América por primera vez:
—Al llegar y ver que los carteles están en tu lengua, y que la gente habla
tu idioma, con esa belleza, te entra un subidón… Algunos te dicen genocida o
conquistador, pero la hazaña que protagonizaron allí unos porqueros, unos
gañanes analfabetos de Castilla, no tiene parangón. Enseñaron cartografía y
geografía a todo el universo.
Pueblo mandó a Raúl de corresponsal en Buenos Aires al poco de que
cayera el gobierno del dictador Juan Carlos Onganía y de que le sucediera en
la presidencia de la nación Argentina el general Roberto Marcelo Levingston.
Llegó a la Nueva York austral con una carta de recomendación que, semanas
antes, le entregó el empresario Jorge Antonio, el hombre de Perón en Madrid,
y que rezaba: «A todas las organizaciones peronistas: atended a Raúl del
Pozo, porque es amigo del general Perón».
—Y, efectivamente —me dijo Raúl—, a los tres días ya estaba yo en el
hotel Alvear, y allí recibía a todos: a gente de la extrema derecha y a
montoneros.
—¿Diste alguna noticia importante?
—Como tenía la recomendación de Jorge Antonio, la gente del general
Labanca me dijo que iba a dar un golpe en Tucumán. Como creían que era
amigo del general Perón, me dieron el permiso para poder comunicar.
Afortunadamente, el golpe no se llegó a dar. Yo estaba acojonado.
Precisamente, un hermano de Jorge Antonio fue quien le encontró casa al
periodista, un apartamento modesto ubicado en Ayacucho Alvear, un barrio
del norte poblado por los habitantes más ricos de la capital del tango, «la
gente más bella del mundo: inmigrantes españoles e italianos que habían
comido mucha carne, que se habían hecho muy hermosos, y que viajaban a
Europa con una vaca en el barco».

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—Se come mejor pasta en Argentina que en el Trastévere. Y la mamma,
en toda la zona, es respetada como si fuera napolitana. Vi los desfiles del
ganado, que ahora no me acuerdo cómo se llaman, y vi a niños pijos que
hablaban francés cuando salían del teatro, aunque tuvieran apellido vasco.
Eso también lo hacían los hijos de los dirigentes comunistas en Moscú:
hablaban francés, no ruso.
En Ayacucho coincidió con un tal Carrillo, el hijo del relojero de Cuenca
que se casó con la hija del presidente de un grupo mediático argentino. Este le
introdujo en el opulento mundo de esos infelices que, según Jesucristo,
entrarán al Reino de los Cielos justo después de que un camello pase por el
ojo de una aguja:
—Un día me llevó a su casa y vi que estaban haciendo un hoyo. Pregunté
que para qué y me dijeron: «Para enterrar al hijo de puta de tu amigo».
Carrillo y Raúl visitaban La Boca y El Puerto y, de vez en cuando, la
borrachera degeneraba en un sucedáneo de vandalismo. Un día, Carrillo sacó
una pistola y ambos simularon una escena del Oeste:
—Él saltó de espaldas, empezó a gritar «vete, Raúl», y pumpumpum. Nos
metimos en un taxi. A los diez minutos estaba todo el barrio lleno de policías
y de sirenas. Nosotros nos escapamos.
Años después, en Mariana, el pueblo de Raúl, Carrillo cogió por banda al
alcalde y le dijo: «O le das una calle a Raúl del Pozo o te doy un par de
hostias».
—Y me dieron una calle —me dijo Raúl entre risas—. No solo por eso,
pero bueno, algo influiría.

En Buenos Aires, Raúl también conoció a Ernesto Guevara Lynch, el


padre del Che. Se hicieron amigos y quedaban para jugar al ajedrez y al golf.
—¿Qué te contaba del Che?
—Que, cuando era un crío, tenía asma. Y, para calmarse, le ponía la
cabeza en la barriga a él o a su madre y, así, se calmaba.
Aunque tenía la residencia fija en Buenos Aires, Raúl también fue
enviado especial en Uruguay, en Bolivia, donde cubrió el golpe de Selich
contra Torres —«vi a los boinas verdes entrando en La Paz, y a los
estudiantes de la Universidad de San Andrés, a los que les hacían decir “viva
Castro” y luego les daban con la culata en el cogote»—, y en Chile. Allí,
acudió a la manifestación de Unidad Popular liderada por Salvador Allende:
—Fue maravillosa, la más grande de todos los tiempos. Eran los sóviet, la
revolución, la América insurrecta que estaba a punto de estallar.

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—¿Qué más me puedes contar de tus días en Chile?
—Santiago no es bella. Lo que más me sorprendió de Chile fue el vino
maravilloso y el habla de las mujeres: hablan como colorines. Y vi la Unidad
Popular y la reacción en los barrios burgueses, el odio que había, y que iba a
terminar como terminó.
Finalmente, Raúl abandonó Argentina después de que le chivaran que, si
no hacía las maletas, amanecería en una esquina con una bala incrustada en el
cerebro:
—La Triple A —un grupo paramilitar terrorista de extrema derecha—
había empezado ya a matar gente. Como yo tenía contactos en el peronismo,
me avisaron: «Has hecho un par de crónicas peligrosas. Es mejor que te
vayas: si no, te van a liquidar».
—¿Qué escribiste en esas crónicas para ser consideradas tan peligrosas?
—Hablaba de la represión que ya se estaba haciendo, y decía que
Argentina se encaminaba hacia un régimen policial-militar, hacia el fascismo.

Durante su estancia en Londres, Raúl se alojó en Putney Hill, un barrio


del suroeste de la capital inglesa, ubicado a unos diez kilómetros de Trafalgar
Square. En la zona había muchos colegios y muchas ardillas.
De todos los sitios que conoció, la City es el que Raúl recuerda con más
tristeza. En primer lugar, porque quedó clarísima su «absoluta incapacidad»
para aprender idiomas:
—Era el más tonto de las clases de inglés. Alguien me dijo: «Eres tan
presumido que hasta quieres ser el más tonto de todos». Y era el más tonto de
trescientos. Iba un negro que había salido de la selva hace diez días y
enseguida hablaba inglés, y yo no era capaz de decir nada.
Por aquellos días, Raúl recurrió a lo que él me definió como «traducción
creativa»:
—Para decir gafas, decía before eyes. O sea, en lugar de decir anteojos,
decía «antes de los ojos». Y las profesoras me ponían de ejemplo. Al final
medio aprendí un poco a traducir. Lo de estar incapacitado para aprender
idiomas es un horror. Es como el que sale tonto, ciego o sordo. He recorrido
el mundo entero, estuve año y pico en Moscú y aprendí dos palabras, que
ahora se me han olvidado.
En segundo lugar, Raúl sintió cómo los ingleses le trataron como a un
ciudadano de segunda: él no era hijo del imperio, sino de un país que, cuatro
siglos atrás, salió derrotado en el intento de invadir con su Gran Armada a la
pérfida Albión:

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—Me pasó lo que en ningún otro sitio: pese a ser una de las capitales del
mundo, de la civilización y de la democracia, me sentía exiliado. Recuerdo ir
a los bares y verlos con las luces medio apagadas, y a la gente bebiendo sola.
Los tíos se ponían como cubas y a veces se hostiaban.
En Londres, Raúl colaboró con la Junta Democrática y tuvo relación con
Joaquín Sabina.
—Lo conocí en el 74. Militaba en el PCE, junto a Publio Mondéjar y otros
exiliados. Pasaba el plato en los restaurantes, cantaba canciones de Violeta
Parra y los ingleses lo escuchaban con indiferencia. El primero que lo llevé a
la tele fui yo.
Los corresponsales de los medios españoles destinados en Londres
encontraron un peculiar divertimento:
—Nos juntábamos los corresponsales y decíamos: «¿A qué hora
cabreamos hoy a Fraga?». «A las cinco y veinte». «¿A quién le toca hoy?».
«A Julián Martínez, corresponsal de Informaciones». Y decía Julián: «Señor
embajador: si viene Carrillo a Londres, ¿usted lo recibiría?». Y Fraga,
colérico, gritaba: «¡A mi Carrillo me toca los cojones a dos manos!». Lo
provocábamos y lo cabreábamos siempre. Y clamaba como un energúmeno.
Resultaba divertido.

Raúl del Pozo llegó a Portugal después de que António Ramalho Eanes
venciera en las elecciones a la presidencia de la República en 1976. La
Revolución de los Claveles había germinado dos años antes, y a Raúl le
entusiasmaba cómo había sido restaurada la democracia en el país vecino:
—Es asombroso ver a los ejércitos jurar con el puño cerrado la
Constitución. Hicieron una revolución pacífica, llena de educación y buenas
maneras. Dijo Mao que una revolución no puede ser grácil como un baile,
pero aquella tenía gentileza.
El periodista se topó con «un país absolutamente sovietizado», que bullía
ansioso de libertad y democracia, habitado por «un pueblo admirable»:
—Los portugueses son españoles sin fanfarria, españoles humildes. Y
también hicieron un gran imperio: llevaron el idioma a toda África y a toda
Asia. Es un pueblo admirable, digno de respeto.
En Portugal, Raúl se enamoró del vino de Oporto y, aunque ya era
aficionado al juego, fue en el Casino de Estoril donde se inició «como
burlanga, como ludópata»:
—Ahí estuvieron los primeros espadas del espionaje mundial. Jugaba con
el corresponsal de ABC, Salas y Guirior, y cuando ganaba, cogía un sombrero

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verde, metía parte del dinero y decía: «Esto se lo lleva el señor».
—¿Quién era ese señor?
—Don Juan, el padre del rey Juan Carlos.

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19
UN FAJO DE DINERO

J. V.

Antonio Casado fue el amigo serio, sobrio, en una redacción de corsarios.


Casado, marido de Carmen Rigalt, presente en la vida de Raúl del Pozo desde
Pueblo, es el contrapunto cartesiano, sensato, al torbellino vital y emocional
del asteroide. Periodista de ley, veterano de RNE, COPE, Onda Cero,
fundador de El Confidencial… Hablamos por teléfono un día de noviembre a
las cinco de la madrugada, once de la mañana en España, Casado recién
llegado de la tertulia de Más de uno, con Carlos Alsina, y yo encerrado en el
baño, para no despertar a la familia, que todavía duerme.
—Por cierto que hoy he desayunado con Raúl, que tiene una sección
donde Alsina, «Viva el vino». Él hace su comentario, a las 08.15, y luego se
marcha. Raúl ha estado genial en su comentario.
—¿Y qué se han dicho durante el desayuno?
—Pues que no tenía dinero.
—¿Raúl?
—Sí. Raúl es muy es caótico. Lo mismo te pide dinero para desayunar que
va y saca un fajo, es muy generoso, pero vamos, un fajo como si fuera un
tratante. Por cierto que esto lo hacía también mucho mi amigo Pepe Oneto.
Oneto, cuando le preguntabas, te decía que el fajo le daba seguridad.
—Seguridad…
—No es el caso de Raúl. Lo de Raúl viene de una cultura de jugador.
—¿Cómo encajaba su esposa, Natalia, en todo eso, quiero decir, en el
vértigo de la profesión, en el juego, la noche, etc.?
—Natalia era la que lo domesticaba, la que cuidaba de que no se
desbordaran sus tendencias más ácratas, los impulsos al desorden propios de
Raúl. Era la que le llevaba la agenda, la que le decía lo que tenía que hacer al
día siguiente.

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—¿Usted lo conoce en Pueblo?
—Entré en Pueblo en el año 69, en 1969, y él ya estaba allí. Yo le veía
con mucha distancia. Porque era un chavalín y Raúl un reportero ya muy
avezado. Reportero. Esa es la palabra. Eso es lo que era.
—¿Cómo era el periódico?
—En Pueblo no te podías permitir hacer política. No podías escribir sobre
política. Era un periódico del régimen y de los sindicatos. Solo Emilio
Romero, el director, podía darse algún lujo en ese sentido, en su tercera
página, lujos de aquella manera, es decir, parecía que se metía con el régimen,
pero en absoluto. En aquel caos, en esa redacción mitológica, convivían
Carmen, Yale, José Antonio Navas, Reverte, Julia Navarro, Gabriel Cisneros,
que luego fue ponente de la Constitución, también estaba allí, en mi sección,
y claro, yo les miraba fascinado, bueno Cisneros era más de los de mi edad,
pero Raúl, que era mayor, pues me fascinaba…
—Una cosa. ¿Cómo rayos surge una generación tan formidable de
periodistas en un país donde no podía hacerse periodismo?
—Había dos tipos de periodistas en aquella época. Unos, los que no
podían hacer información, porque estaban en periódicos del régimen, como
Pueblo, la agencia EFE, el diario Arriba, etc., y luego estaban los del diario
Madrid, y ahí estaba Pepe Oneto, Miguel Ángel Aguilar, Cuco Cerecedo, José
Antonio Nováis, los cristianos incluso, Pepe Baltares, trabajaban en un
periódico donde tenían una cierta libertad para hacer información,
información en la dictadura, claro, pero más o menos alineada con el
antifranquismo, es decir, con reclamar la democracia, pedir las libertades. Los
otros andábamos con los deportes y sucesos, fundamentalmente, y en la
prensa del corazón. No podíamos hacer otra cosa. En Pueblo el único que
podía hacer política era Emilio Romero. Entre líneas, pues, sí, imagino que
algo se nos notaría. Y no olvides que Raúl, por ejemplo, era militante del
PCE. Yo andaba más en la órbita de la UGT. Escribí una serie de reportajes
sobre las caras de Bélmez, aquel fenómeno parapsicológico. Fueron muy
leídos. Dispararon la tirada del periódico. Pero en un momento determinado
Romero me llamó y me dijo: «Esto hay que terminarlo, me ha llamado el
ministro y se ha creado un estado de histeria nacional». Vaya, que se metió la
política.
—Y adiós a la serie.
—Se acabó, aunque Romero era un tipo muy tolerante, le daban bastante
igual las ideas de los que escribían en su periódico a condición de que
escribieran bien. Y Raúl del Pozo y otros escribían muy, muy bien. Total, que

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podíamos hacer sucesos, Lola Flores, farándula, caras de Bélmez, los
deportes, etc. Pero si rozabas la política te daban un toque de atención.
—¿Será entonces cierto que la censura, incluso la autocensura, estimulaba
el ingenio y afilaba la prosa? ¿O se escribía tan bien porque tocaba refugiarse
en el estilo?
—Pues sí, puede ser, para salvar la censura, no sé, puede ser, es cierto que
había que afilar el ingenio, es verdad que había gente como Cándido, Carlos
Luis Álvarez, como Raúl, como Pedro Rodríguez, que escribían muy bien, y
que al mismo tiempo si estabas en el antifranquismo pues efectivamente lo
tenías jodido.
—En esos años, ¿hacéis mucha vida fuera de la redacción?
—No hacíamos otra cosa. No había distancia entre la redacción y la calle.
En aquella época, como decía el otro día Miguel Ángel Aguilar, la noticia
estaba en los bares. El periodista no deslindaba la vida del oficio, no
distinguías, era nuestra manera de vivir, de forma que, bueno, no sé lo que
harían los que estaban casados pero… No, no creo que fuera distinto porque
todos coincidíamos en los mismos sitios, en los bares, en el Café Gijón, en
Oliver y Bocaccio, la ruta era esa. De la redacción al Gijón, del Gijón al
Oliver y del Oliver a Bocaccio. Y acabábamos en casa a las tres de la mañana.
Y si había que levantarse a las seis para hacer un reportaje, lo hacíamos
también.
—La juventud…
—La verdad, amontonábamos la vida y el trabajo, y de hecho nadie
pensaba en cosas como obligaciones, no había conciencia de que uno tuviera
obligaciones. Allí no había ni horarios ni obligaciones ni hostias. Eran unas
redacciones muy vivas, donde te subían el whisky, la comida, jugabas al
ajedrez, gritabas, la verdad, no sé ni cómo podíamos escribir en mitad de ese
ruido. Pero lo hacíamos.
—Parecido a las redacciones de hoy.
—Buf. Ahora voy a mi periódico, a El Confidencial, a las reuniones de los
consejos, y cuando me paso por la redacción me dan ganas de gritar, todos
con las cabezas metidas en sus ordenadores como si aquello fuera un hospital.
—No parece Pueblo, no.
—Nada que ver. Había mucha vida. No teníamos horarios. No nos
preocupábamos por nada más. Era una verdadera vocación. Mezclado con un
compromiso que tenía aquella clase periodística, por lo menos aquella
generación nuestra, con la recuperación de la democracia. Conectamos con el
hambre atrasada de libertades que tenían los españoles después de cuarenta

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años. Y eso lo sentíamos como grupo, casi de forma corporativa, y todos
estábamos en eso, con la Constitución, la legalización del PCE, la libertad de
expresión.
La conversación con Antonio Casado permite extraviarse en la historia del
periodismo español reciente. Trae en el disco duro mental un cáliz de datos,
un diccionario de cabeceras, una galería de personajes, un fichero nutritivo
que abre en canal la grabadora para inyectarle una pequeña gran enciclopedia
del periodismo español reciente. Con infinita paciencia te permite que seas un
pequeño voyeur del periodismo desaparecido, en unos tiempos cargados de
humo y mala leche falangista, épica de la resistencia y alcohol, mucho
alcohol, hectólitros de alcohol y fe ingenua en el poder del artículo para traer
la democracia. Aunque nadie pudiera escribirlo. Aunque si hablabas de
democracia, así fuera entre líneas, entre susurros, entre visillos, Emilio
Romero podía mandarte un par de semanas a casa, castigado sin postre por
orden del ministro. Incluso resulta posible que te volaran el periódico, como
sucedió con el Madrid. Luego Casado, Del Pozo, Rigalt, Oneto y otros fueron
mascarones de unos periódicos y unas tertulias que dejan de estar sojuzgados
por el cuartel o la iglesia, altavoces y microscopios de un país que despierta a
las libertades. Hablamos del presente.
—Raúl y yo comemos regularmente, comemos por ejemplo con la
ministra, Margarita Robles, y con una diputada del PSOE, desde antes de las
primarias, y eran unas comidas muy divertidas porque ellas eran sanchistas a
muerte, y nosotros éramos de Susana. Bueno, mejor dicho, nosotros éramos
de Rubalcaba, y Rubalcaba estaba con Susana. Ellas alababan a Pedro
Sánchez, decían que era muy listo, y nosotros nos cachondeábamos un poco.
Nunca hemos visto a Pedro como un estadista, como un hombre de
pensamiento profundo o como un gran estratega. Nosotros lo veíamos más
bien como un hombre bastante inconsistente, que es como lo veía también
Rubalcaba, y tantos socialistas. Total, que pasó lo que pasó, y nosotros
pensamos que nos habíamos hecho viejos, que no nos habíamos enterado de
lo que pasaba, porque barrió Sánchez, inesperadamente, puede, bueno, tan
inesperadamente como ganó Macron en Francia, o el payaso de Trump en
Estados Unidos o el otro payaso ese, Zelensky, en Ucrania, como Pepe Grillo,
como salió el Brexit, pero me desvío…
—Las comidas con Margarita Robles. Por más que Raúl nunca haya
estado muy cerca del PSOE.
—La aversión al PSOE original, fundacional, de Raúl, ya no, pero antes,
la aversión que le tenía es la aversión al PSOE del PCE. Son las dos almas.

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Las dos culturas distintas que decía el propio Sánchez. Vienen de la antipatía,
incluso de la repugnancia mutua, de una rivalidad histórica entre el PSOE y el
PCE que puede rastrearse al viaje de Fernando de los Ríos y Daniel Anguiano
a la Unión Soviética en 1921, y ese es el germen del PCE. Y desde ese
episodio en el que el PSOE viaja a Moscú para saber si se alista a la Tercera
Internacional y la Revolución Rusa, desde entonces las relaciones fueron,
como mínimo, de desconfianza e incomprensión, cuando no de odio.
—Lo entiendo, vengo de un hogar próximo al PCE, y lo entiendo.
—Raúl es heredero de eso. Pero al mismo tiempo también te puedo decir
que tuvo incidentes con Carrillo. Lo cuenta el propio Raúl. No sé qué le
insinuó Carrillo. Que se estaba pasando al PSOE. O que estaba derechizado.
No sé. Y Raúl le dijo «me voy a cagar en tu puta madre». En público, ¿eh? Y
Carrillo le respondió, «y yo en la tuya». Un episodio que suele contar Raúl.
Pero a pesar de eso eran amigos, fueron amigos, siguieron siendo amigos, y
eran de hecho del mismo partido. Y bueno, ya no milita. Pero ese
encontronazo es elocuente de su personalidad, difícilmente controlable.
—Desde luego no es sectario.
—No, no lo es. Pero lo fue. Como cualquiera que fuese militante del PCE.
Como todos los miembros del PCE de la época. Lo llevaban muy en secreto y
se sentían perseguidos con razón. Después Raúl dejó de ser sectario. ¿Por
qué? ¿Porque dejó de ser militante del PCE? Pues sí. Y ahora, de sectario,
nada.
—Tuvo una buena relación con Aznar.
—Con Aznar, sí. En un momento determinado, cuando Aznar se lanza
contra Felipe González, tejió una alianza con IU. En ese época Raúl descubre
de alguna forma a Aznar, y se vuelve más antisocialista que nunca, es la
época del GAL, del antifelipismo, de aquello que llamaron el Sindicato de
Crimen, una mezcolanza de gente de la derecha y la izquierda que solo tenía
una cosa en común, que estaban contra Felipe, y ahí podías encontrar
comunistas, gente más conversadora, de todo. E insisto, cuando digo sectario
lo digo desde un punto de vista casi técnico. Asociado a su militancia. En el
momento que deja de ser militante deja de ser sectario. Porque Raúl es
simpático, expansivo. Tiene amigos en la izquierda y la derecha. Es muy
amigo de Aznar, y del rey, y de Félix Sanz, y de Zapatero, con el que
hacíamos comidas, y Raúl le decía barbaridades.
—¿Barbaridades?
—Sí, uy, sí, barbaridades. Por ejemplo, le preguntaba si alguna vez había
engañado a su mujer. Y como el otro no tiene ninguna cintura, es muy buena

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persona, muy buena, pero es bastante tímido, e incapaz de sobreponerse a
esos rasgos de humor de los intelectuales, que ahora dirían que son
disruptivos, que rompen automatismos, que rompen lugares comunes,
convencionalismos, discursos establecidos, de manera que estás hablando con
Zapatero de, qué sé yo, la economía, y de pronto Raúl le pregunta si ha
engañado a su mujer, y al otro lo desconcierta, le rompe la cintura. Lo hacía
mucho Pepe Oneto. Y lo hace Raúl. Lo de la mujer es un ejemplo y una
boutade. Lo que quiero decir es que Raúl sabe cómo romper los automatismos
de la gente para obligarla a pensar, a sacudir un poco la vulgaridad de las
cosas. Eso es Raúl. Y Pepe, al que el camarero le preguntaba: «¿Qué quiere
usted tomar?». Y el otro respondía: «El Ministerio del Interior». Esas cosas
las hace continuamente Raúl.
—Un rasgo de reporteros.
—Sí, que saca a la gente de su zona de confort, que la instala en la
perplejidad, porque con cosas así activas el cerebro, y de pronto uno se hace
preguntas, y ya no responde de forma automática, sin pensar en serio, y eso lo
consigue Raúl, que es siempre capaz de descolocar.
—Me comentaba antes que últimamente es un poco más difícil quedar con
Raúl, que de repente quiere irse.
—Todas estas cosas tienen sentido con perspectiva afectiva, yo adoro a
Raúl, nos conocemos desde hace cincuenta años, yo le quiero como es, igual
que él a mí, pero joder, es que vas a una comida con él y a los diez minutos le
pica el culo, adiós, adiós, y se marcha.

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20
PRIMERA PLANA EN EL BARRIO DE LAS
LETRAS

J. F. Ú.

Hablamos del Madrid tardofranquista, desconocido, laberíntico y


asombroso al que Raúl llegó a mediados de los sesenta, en una tarde de agosto
con complejo de septiembre, nubosa, ceniza, fría, con un viento que soplaba
descortés. Raúl se asomó por la ventana, «ya va la chica», dijo, Jessica abrió
la puerta y Dana, mi ya definitiva amiga cánida, salió disparada hacia mí
como esos niños rubios, cursis y mal doblados al español de las series
americanas que, cuando ven una camioneta que vende helados, se dejan el
alma corriendo. El animal se irguió, se apoyó sobre una de mis piernas, la
agarró con sus patas traseras, y empezó a restregarse como un cantante de
reggaeton. Según me dijo un colega veterinario, la cosa es habitual: «Cuando
la perra monta, puede indicar estrés, ansiedad o madurez sexual».
Me entró un ataque de risa. Raúl me preguntó qué narices ocurría.
—Tu perra me está haciendo suyo.
—No, no puede ser. Eso no lo ha hecho nunca. ¡Ella es pura!
—Pues mira —Raúl comprobó cómo Dana restregaba su pitillo
imaginario contra mi pierna derecha.
—¡Ya me has pervertido a la perrita! ¡Anda, sube!

Raúl se instaló en Madrid junto a su hermano Augusto. El primero quería


dedicarse al periodismo; el segundo, estudiar electricidad. Como dos
protagonistas de un relato de Dickens pasados por Berlanga, se instalaron en
una pensión de mala muerte ubicada en la calle Libertad, en pleno centro de la
urbe. Los baños de la pensión tenían más mierda que las pútridas aguas del
Mar Menor, aunque en su retrete, al menos, no flotaban los peces muertos.

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Para poder disfrutar de una higiene aceptable, los dos hermanos peregrinaban
a los baños de los cines de la Gran Vía:
—Íbamos —me dijo Raúl— a gozar del mármol. Sus váteres eran
majestuosos. Parecían termas romanas. También nos lavábamos en el Gijón,
que pronto fue como mi cuarto de estar. Allí entré en contacto con los grandes
escritores.
Augusto, por su parte, me contó una anécdota de aquellos días:
—Después de una noche de juerga, llegamos a la pensión. Mi hermano se
desnudó y se puso una sábana a modo de túnica romana. Salió al balcón y
empezó a gritar: «¡¡Pueblo de Roma!!». Y los vecinos se cagaban en nuestros
muertos, claro.
Al poco, Raúl se fue a vivir con el pintor Antonio Villanueva a un
apartamento que nadie sabía quién pagaba. Empezó a colaborar en el diario
Ya, escribiendo en el huecograbado.
—Era un maestro de escuela —me dijo Antonio Pérez Henares— que
llegó aquí y, con su genio, se ganó las habichuelas y salió adelante. Como
Tito Fernández, joder. Y llegó solo, sin padrinos. A nosotros, de primeras, no
nos sacó las castañas del fuego ni Dios.
Escribir en el huecograbado del Ya fue un parche temporal que le permitió
sobrevivir durante un tiempo, pero nunca satisfizo su apetito periodístico y
literario. Entonces, Francisco Umbral, a quien ya había conocido en Cuenca y
con quien se encontraba periódicamente en el Gijón —«Raúl del Pozo
(escribe Umbral en su novela La noche que llegué al Café Gijón), que vino de
Cuenca con un sentido innato del idioma, una corbata desastrosa y una sonrisa
de pícaro genealógico y un trato especial, eficaz y contradictorio para las
mujeres»—, llamó a Raúl para decirle que dejaba su puesto en la agencia
Eurofoto, de Gianni Ferrari, y que dejaba un puesto vacante:
—Yo me voy a Cultura Hispánica —le dijo Umbral—. Vete a Eurofoto,
que está Gigi Corbetta.
Según Raúl, Corbetta, también italiano, era el mejor fotógrafo que había
en España por aquel entonces.
—Por eso dice Umbral, emulando a Baudelaire, que él me dio el primer
trabajo, el primer gabán y la primera amante. Lo último es mentira.
En Eurofoto, Raúl hizo periodismo del corazón. El paparazzi Corbetta
disparaba con su cámara y el periodista escribía los pies de foto. Su primer
gran éxito lo consiguieron con una imagen del italiano en la que aparecían dos
perros en el Palacio de Zurbano, con el siguiente texto debajo: «La reina
Fabiola abandona España y deja a sus perros abandonados».

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—Eso se vendió en el mundo entero. Comimos durante seis meses gracias
a eso —se detuvo un momento, y continuó hablando—. De las cosas que yo
hice, dos o tres se han vendido por todo el mundo. También recuerdo una
noticia sobre dos alemanes que mataron a sus hijos en Canarias. Pueblo lo
vendió a Der Spiegel y a unos cuantos periódicos de Alemania. Por ello me
dieron una gratificación.

Un día, Raúl se topó en Madrid con unos poceros de Cuenca que le


contaron que había una plaga de ratas en el subsuelo de la capital. Llamó a
Pueblo, propuso escribir un reportaje sobre el tema y, para ello, se metió en
las alcantarillas «con aquellos tipos y un fotógrafo cojo». El director de
Pueblo, Emilio Romero, lo sirvió en el menú noticiario más prestigioso de
todos, el de la portada, con un titular que hoy, en cualquier digital, supondría
un chorreo de clics: «Madrid, amenazado por 100.000 ratas».
—Fue como torear en Las Ventas. Entonces, Butanito leyó el reportaje y
me dijo que dejara Eurofoto y que fichara por Pueblo. Y fue García el que me
metió.

Logré hablar con José María García muy pocos días antes de enviar el
manuscrito de No le des más whisky a la perrita a la editorial. Previamente,
intenté conversar con él varias veces, pero la cosa no resultó. Consideraba
imprescindible recoger el testimonio del gran Supergarcía por varios motivos:
uno, porque conoce a Raúl desde los tiempos de Nabucodonosor; dos, porque
lo quiere como si fuera un hermano —«Él dice que es mi hermano pequeño, y
yo le jodo y le digo que es mi hermano mayor»—, y tres, porque me
reconozco groupie suyo: lo tengo por un verdadero genio y entendía que, sin
sus declaraciones, este relato perdería consistencia y brillo.
La dinámica, más o menos, era la siguiente: telefoneaba a García por la
mañana, este me citaba para charlar por la tarde y, cuando llegaba la hora, o
bien no respondía a mi llamada, o bien se excusaba alegando compromisos de
lo más variopinto. Yo, de naturaleza malpensada, creí que me estaba dando
largas y, a la quinta o sexta vez que el hombre que apodó «minilehendakari» a
José Luis Núñez me dijo «hablamos sin falta la semana que viene», delegué
esta misión en mi compañero Julio Valdeón.
Lo dicho: con mi parte del libro ya casi terminada, ya en medio del
proceso personal de revisión, me telefoneó, pelín alterado, García:

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—Úbeda: me ha llamado un tío de Nueva York y me ha dicho que no
hablemos por teléfono, porque le va a salir muy cara la llamada. ¡Pero qué
coño es esto!
—Como me evitas, te di por imposible y pedí a Julio que te entrevistara
él.
—¡Te dije que la entrevista te la daba, pero leches, he tenido problemas!

García fichó por Pueblo cuando tenía diecinueve años y se convirtió «en
un reportero más» de una plantilla de periodistas magnífica. De la cosecha de
Pueblo son Tico Medina, Yale, Juan Pla, Miguel Ors, Alfredo Marqueríe,
Vasco Cardoso, Pilar Narvión, Carmen Rigalt, Rosa Villacastín, José Ramón
Zabala, Manolo Cruz, Antonio Casado, Juana Biarnés, Julia Navarro,
Gurriarán, Julio Merino, Paco Cercadillo, Vicente Talón, Raúl Cancio, Javier
Reverte, Fernando Latorre o Manuel Marlasca (padre). Estos profesionales de
la información desconocían el infame concepto de trending topic y se
mataban por firmar en la primera página del, por aquel entonces, diario más
famoso y leído. En la redacción no había rastro de ordenadores, vaporizadores
ni sensores térmicos, sino olivettis, nubes de tabaco y cubatas sobre las mesas.
—Era la auténtica redacción —me explicó García— de lo que se entendía
por un periódico: había tías, alcohol y cartas. Y teníamos un mandamiento
que todos cumplíamos a rajatabla: lo primero era la noticia. Por una noticia se
mataba.
En sus reportajes, el diario incluía una foto del autor al lado de la firma.
Por eso, un día en que Raúl y García se encontraban en el Gijón, el primero
reconoció al segundo, se le acercó y le dijo:
—Tú eres José María García, ¿verdad?
—Sí.
—Es que veo tu foto en Pueblo, soy un maestro de Cuenca, estoy en
Madrid y quiero ser periodista como tú.
—Bueno, ¿y qué quieres que haga?
—Que me ayudes.
—Tendrás que ayudarme tú a mí también.
—¿Cómo?
—Pues haciendo un reportaje.
—¿Y qué hago?
—Eso ya es un problema tuyo.
Raúl escribió aquel texto sobre las ratas, «antológico», según García, que
no solo le valió el fichaje por Pueblo:

Página 163
—Es el primer caso —precisó el periodista madrileño— en la historia del
diario Pueblo, que no es ni pequeña ni pobre, en el que, después de ese primer
reportaje, un tío empieza a escribir en la página más noble del periódico, la
tercera, un espacio que estaba reservado solo para auténticos prohombres de
las letras.

Días antes de cruzar en Blablacar media España para entrevistar a Jesús


Quintero en Huelva, quedé con Arturo Pérez-Reverte para hablar sobre Raúl
en La Rotonda del Palace. El menda, que tiene algo de Paco Martínez Soria
en La ciudad no es para mí y que, en ese tipo de hábitats, se siente como un
pingüino en la sabana, se presentó, a la hora estipulada, ante la glorieta de
Neptuno, creyendo que el académico, cuando hablaba de «rotonda del
Palace», se refería a ese altar neoclásico donde los seguidores del Atlético de
Madrid celebran sus triunfos futbolísticos.
Pasaron cinco, diez minutos, y Pérez-Reverte no aparecía.
Lo llamé por teléfono. «El teléfono seis-equis-equis-equis… no se
encuentra disponible en estos momentos».
A los quince minutos, en mi móvil sonó «Speed of Life», de David
Bowie, que es la canción que tengo como tono de llamada.
—Chaval —Arturo siempre me llama «chaval»—, ¿dónde te has metido?
—Estoy en la rotonda del Palace.
—Si llevo aquí media hora y no te he visto. ¿Qué tienes delante?
—La estatua de Neptuno a un lado y, a otro, un Vips.
—Pasa al hotel, anda.
La Rotonda es un restaurante palaciego ubicado bajo la maravillosa
cúpula de vidrieras que hay en el lujoso hotel. Nada más llegar vi a Arturo.
Me recordó a Max Costa, el protagonista de su novela El tango de la Guardia
Vieja. ¿Por qué? Bueno, cosas mías. En su mesa había un vaso vacío y un
plato de aceitunas. Nos abrazamos e hizo un apunte sobre mi indumentaria —
vestía con pantalón corto, chanclas y una camiseta en la que aparece uno de
los protagonistas de la serie South Park:
—Fíjate cómo han cambiado las cosas: hace unos años, con esas pintas,
no te hubieran dejado pasar. En el Ritz, por ejemplo, no dejaban alojarse a los
cómicos.
—Eso lo cuenta Fernán Gómez —tenía la lectura reciente— en El viaje a
ninguna parte. Ni siquiera admitieron a Rita Hayworth, hasta que se casó con
Alí Khan, volvió y entonces sí, pero no en calidad de actriz, sino de princesa
persa.

Página 164
—En fin, chaval, ¿qué quieres saber?
Le pregunté por Pueblo.

A Arturo Pérez-Reverte le fichó el director de Pueblo, Emilio Romero, en


1973. Tenía veintiún años. Se encontró con una redacción que era un bestiario
maravilloso y disparatado, habitado por comunistas, fascistas, convictos,
expresidiarios, asesinos, genios, analfabetos, tarados y periodistas normales.
—Nunca hubo una redacción como esa. Ni la hay. Era una especie de
Legión Extranjera del periodismo en el que, por distintas razones y distintas
maneras, entrábamos todos.
El autor de Las aventuras del capitán Alatriste me habló de algunos de los
tipos más peculiares del periódico:
—El jefe de talleres era un sereno. Una vez, Emilio Romero tuvo un
problema en la calle, este sereno lo ayudó y le dijo: «Vente mañana al diario
Pueblo». Y le hizo jefe de taller. Otro era Julio Camarero, al que le hicieron
un consejo de guerra por un artículo que escribió, y fue a la cárcel. Allí
conoció a un montón de asesinos.
—¿A quiénes?
—No te diré los nombres, pero uno de ellos había a matado a su hermano,
que era inválido. Fue a su casa y se lo encontró en la cama con su mujer. Le
tiró por la escalera, en la silla de ruedas, y lo mató. Y el otro era de la OAS,
una organización antigaullista. La novia lo delató a la policía. El tío la llevó al
borde de un precipicio, le dio veintitantas puñaladas y la tiró por el precipicio
con el coche. Bueno, pues Camarero conoció a esa gente en la cárcel y, en
cuanto salió, se la llevó a Pueblo. Ese es el tipo de personas que había allí.

Antes de saber que este libro que están leyendo iba a salir adelante,
entrevisté a Manuel Marlasca (hijo) en la revista Zenda, a propósito de su
libro Cazaré al monstruo por ti (Alrevés, 2019), que versa sobre la Operación
Candy y sobre ese grupo de policías que capturó al pederasta de Ciudad
Lineal, Ángel Antonio Ortiz. Al acabar la entrevista, nos quedamos charlando
y, no sé muy bien por qué, empezamos a hablar de Pueblo. Me contó que, una
noche, Arturo Pérez-Reverte se presentó en la redacción con un grupo de
bailarinas brasileñas y que allí celebraron una fiesta del copón.
—Sí, sí —me reconoció Arturo—. Tenía una amiga que era bailarina de
un ballet brasileño y tal. Y un día, después del espectáculo, tras la hora de

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cierre, me la llevé a ella y a sus amigas al periódico. Y a las cuatro o cinco de
la mañana estábamos ahí con las tías tocando las maracas.

El día que conocí a Antonio Pérez Henares, otro vástago de Pueblo, su


perro Mowgli, que tenía trece años y estaba muy enfermo —el pobre animal
murió a los pocos días del encuentro—, me mordió la mano. Uno se cree que
todos los perros son mansos y bienintencionados como los monaguillos del
padre Ángel y, claro, la realidad no es un sueño florido de un veterano
cuarentón del 15-M.
A Dios gracias —aunque, por un lado, lo digo también con cierta pena—,
al can solo le quedaba un colmillo en sus mandíbulas, y solo me rozó la mano
con las encías.
Sentados bajo la luz del Sol, en un jardín similar al de la casa de Raúl —
Pérez Henares vive en su misma calle—, también me habló de esa Corte de
los Milagros periodística que era el diario Pueblo:
—Empecé a trabajar en Pueblo Guadalajara cuando tenía diecisiete años.
Había entrado en el PCE un año antes. Y llegué al Pueblo de Madrid cuando
tenía diecinueve o veinte años. Había empezado a estudiar Políticas.
También destacó el «clima increíble» de Pueblo:
—En el edificio había de todo: comedor, peluquería y un pub. El pub del
Pata. Se bajaba, pedíamos whisky y, cuando te lo servía, el Pata decía: «Oro
líquido, señor». En vez de coger el ascensor, subías a la redacción en una
noria. Y, como fueras mamao, te podías hostiar.
Pérez Henares me habló de los nombres más potentes de Pueblo, esos que
protagonizaron una parte más que notable del periodismo español del último
medio siglo, pero también reivindicó a «los maestros que se han quedado en
el olvido y que eran acojonantes», como el redactor jefe de cierre, Paco
Cercadillo:
—Si tú no le temías a Dios, temías a Paco Cercadillo. A lo largo del 75,
parecía que Franco iba a palmar en cualquier momento. Claro, cuando parecía
que iba a morir, los que estábamos en redacción nos acojonábamos y
llamábamos a Cercadillo. El asunto está en que hubo unas cuantas falsas
alarmas, Franco no se moría, y cada vez que telefoneábamos a Cercadillo para
decirle «Franco se muere» sin diñarla, nos gritaba: «¡Me voy a cagar en
vuestra puta madre! ¡No me llaméis hasta que se muera Franco, me cago en la
puta!».

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Según Pérez-Reverte, Raúl del Pozo es un personaje que madura y cuaja
en la España de los setenta:
—Esa vida golfa, nocturna, en ese Madrid fascinante de los setenta, en
Raúl es clave. Era una España interesantísima. Y Raúl no es que tuviera dos
vidas paralelas: la vida golfa que hacía nutría su vida profesional, su
literatura, sus artículos… Todo estaba salpicado de cosas que capturaba de
ese mundo noctámbulo: imágenes, figuras, palabras… Se dice mucho
«Umbral, Umbral». Umbral usaba el argot coloquial de una manera
artificiosa, lo hacía para crear un efecto, por estética, para darse un barniz de
enrollao, digamos. A Raúl se le filtraba de forma natural. Si decía
«burlanga», no lo hacía porque iba a sonar bien. Le salía natural. Cuando
utilizaba el lenguaje de la calle, Raúl era mucho más auténtico que Umbral.
El escritor cartaginés calificó de «fabuloso» ese Madrid en el que Franco
agonizaba y el régimen ya había dejado de existir prácticamente, al menos,
desde un punto de vista social:
—Había libertad, follabas, tomabas copas, fumabas hachís, había muy
buen rollo, la Transición venía de camino. En ese Madrid tan divertido, tan
lleno de vida, tan bullente, Raúl era uno de los reyes de la noche.
Jiménez Losantos no trabajó en Pueblo, pero a sus oídos llegó la música
golfa que allí sonaba:
—Lo que cuentan de ese periódico es alucinante. En realidad, la dictadura
era muy entretenida. La libertad de sus últimos años y de la Transición no la
veremos nunca. Alaska, cuando me habla de esta época, me dice: «Antes,
cuando había libertad».
Por su parte, Pérez Henares, como ya se ha señalado, recordó que, por
entonces, había «unas fuerzas oscuras» peligrosísimas, una extrema derecha
criminal que, durante los coletazos del régimen, se quedó a gusto repartiendo
hostias a buen precio, brindando hematomas, narices rotas y, en algunos
casos, muertes, como si fuera un black friday violento. Sin embargo:
—Aunque previamente hacíamos islas de libertad, ese clima termina por
estallar a partir del 75. Había una ilusión colectiva enorme. En ese sentido, no
ha habido una etapa mejor en la historia de España aunque, como te digo,
nadie quiere recordar cómo era España en esos años.
—Existía la censura —me recordó José María García—. Nosotros
teníamos un abogado, un joven y brillante abogado, que era el que nos leía,
sobre todo, a los que consideraban más peligrosos y rebeldes, para evitar en lo

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posible querellas y problemas. Y ese joven y brillante abogado era Miguel
Gistau, el padre de David Gistau.

Cuando Pérez-Reverte llegó a Pueblo, Raúl era una estrella del


periodismo. Gastaba una prosa limpia, excelente, en la que —como ahora—,
sin abusar, deslumbraba una metáfora inesperada, una descripción precisa,
una traducción verbal impecable de un hecho no siempre fácil de describir.
Destacaba no solo como columnista, sino como reportero:
—Era de los mejores prosistas de Pueblo, y eso que había gente muy
buena. Ha hecho reportajes muy originales, con mucha imaginación.
Recuerdo uno que hizo sobre un viaje por La Mancha, en el que él era Don
Quijote, y Sancho Juan Pla. Del fotógrafo no me acuerdo. Y luego, recuerdo
un editorial suyo que escribió al poco de llegar yo. Fíjate, me acuerdo de un
párrafo casi entero. Decía, más o menos: «Estos franceses que tienen el
corazón a la izquierda y la cartera a la derecha, y son miserables siempre…».
Eran muy buenas las cosas de Raúl.
Le pregunté a Raúl por este editorial:
—Arturo se equivoca. Yo amo a los franceses y a Francia. Criticaba que,
en la primera vuelta de unas elecciones, votaran a la izquierda y, en la
segunda, a la derecha. Y decía: «Votan en la primera, con el corazón; en la
segunda, con el estómago».

El director de Pueblo, Emilio Romero, dio trabajo a un tipo que se


apellidaba Franco, para que, exclusivamente, le pelara las gambas. Durante su
estancia en este diario, Raúl del Pozo fue para Emilio Romero una especie de
Jedediah Leland, el mejor amigo de Charles Foster Kane, que en la película
de Orson Welles interpretaba Joseph Cotten:
—Nos queríamos mucho. Se liaba con bailaoras y con gitanas, como la
Contrahecha. Por envidia, o yo qué coño sé, cada vez que cambiaba de novia,
me acusaban de que tenía que escribir sobre ellas, hablando bien de las
gachís, de las queridas del jefe. Es un medio bulo. Pero sí, decían que cuando
cambiaba de novia Emilio Romero, yo tenía que decir que era un genio y que
estaba con la mejor bailaora de todos los tiempos.
Raúl me describió a su director como un buen tipo, «franquista, pero un
buen tipo», que a él le mimó siempre y que comandó la única redacción que
«no era un nido de víboras»:

Página 168
—Los periodistas no queríamos ni ser caballeros ni salvar el mundo. Allí,
la lucha era por publicar en la primera página. Se mataba por eso, pero no
había envidia, sino admiración. Conocí a los mejores reporteros, a los que han
inventado el periodismo moderno, como Cebrián, que será lo que sea, pero
inventó El País, y a los que han reinventado la novela, como Arturo, al que lo
leen en China. Butano ha llegado a ganar 5.000 millones de euros. Y luego,
había reporteros míticos, como Yale (Felipe Navarro), que fue en silla de
ruedas a encontrarse con Raymond Burr, el que hacía de Ironside.
Tras el cierre de Pueblo, Romero y Raúl mantuvieron su amistad.
Quedaban de vez en cuando para comer y, durante sus últimos años de vida,
el antiguo director hastiaba a su exreportero con las mismas historias cargadas
de vanidad:
—Me contaba cuántos libros había vendido y que había hecho una
conferencia, yo qué sé, en Alicante, y que habían ido trescientas personas. Lo
peor de los viejos es que empiezan a contar batallas. Y a ti —me señaló— no
te voy a contar ni una batalla. El libro tiene que ser de derrotas.
—Pero, para salir derrotado de algún sitio, primero hay que batallar.
—Victorias, quiero decir. No hagas una hagiografía, que eso no lo lee
nadie.

Pueblo murió el 16 de mayo de 1984. O, mejor dicho, a Pueblo lo


mataron. Tal y como informó un día después El País, «con la adjudicación de
los diarios Alerta, de Santander, y Baleares, de Palma de Mallorca, y el cierre
de Pueblo, el Gobierno (de Felipe González) puso punto final ayer al proceso
de liquidación de la prensa del Estado, procedente de la antigua cadena del
Movimiento. El ministro de Cultura, Javier Solana, manifestó anoche que el
gobierno ha demostrado actuar sensatamente al proceder al cierre de Pueblo
en lugar de hacer grandes inversiones sin garantías de rentabilidad». Según
contó el periódico de Cebrián, el diario en el que se curtió perdió, el año
anterior a su cierre, 1.400 millones de pesetas.
El cierre de Pueblo fue traumático para muchos de los periodistas que se
forjaron en su redacción.
—Era un periódico cojonudo —me dijo Pérez-Reverte—. Cargarse
Pueblo fue…, en fin, me acuerdo de Manolo Marlasca padre llorando como
una Magdalena, ahí, agarrado a mí. Y Javier Reverte, entonces, dijo:
«¡Acordaos de Solana!». Después no se acordó, porque bien le chupó la polla.
Pregunté a Pérez Henares por la relación de Javier Reverte con Solana y el
cierre de Pueblo:

Página 169
—Javier Reverte estaba en el PCE y luego se metió en el PSOE. No tuvo
cargos, pero estaba en la órbita. No creo que tuviera una relación directa con
el cierre. El gobierno lo liquidó porque consideró que estaba obsoleto y que
no podía haber prensa del Movimiento. Y lo vendieron todo.
Pueblo se convirtió en una patria perdida para la mayor parte de los
periodistas que formaban parte de su plantilla. Sin ser todos amigos, de las
ruinas del diario floreció una hermandad, una vinculación intensa en
principio, que se materializó en una serie de cenas en las que se recordaban
tiempos pasados. Con el tiempo, esos encuentros empezaron a menguar, y la
solidaridad compartida de quienes habían formado parte de esa tribu se fue
desvaneciendo, salvo en ocasiones.
—Cuando estábamos en Pueblo —me dijo Pérez-Reverte—, Raúl y yo
hacíamos vidas diferentes: yo estaba en Internacional y él hacía lo suyo. Pero
éramos de Pueblo. Y, cuando se acabaron esas cenas, coincidíamos mucho en
el Café Gijón. Yo me sentaba solo, no me incorporaba a ninguna tertulia.
Saludaba a todo el mundo, claro, y me ponía a leer. Ahora no vamos, porque
solo hay fantasmas y muertos flotando por allí. Entonces, en el Gijón, cuando
nos veíamos, nos dábamos abrazos, hablábamos un rato y tal. Mantuvimos
una relación durante todos estos años, siempre muy cordial y muy afectuosa.
Y le hicimos un homenaje a Alfonso el Cerillero. La idea fue mía, y el texto
de la placa que tiene es mío.

Página 170
21
POR AHÍ VIENE DON ANTONIO BUERO
VALLEJO, QUE EN PAZ DESCANSE

J. V.

El Café Gijón. El templo pobre y noble del antifranquismo en los días del
cólera. La tertulia eterna del español sentado y el escritor hambriento. Los
sueños de democracia, vagamente achocolatados, con sabor y aroma a café
con leche, del café, antes de salir hacia Oliver, antes de rematar la noche en
Bocaccio, tres etapas de la tarde y la noche de la intelectualidad y el whisky,
el hambre y el vasito de agua, el recado de escribir y la continua greguería de
las tertulias y las partidas de cartas organizadas al atardecer y los visitantes
extranjeros, deslumbrados con la fama del café, y los camareros como
mayordomos de blanco de un sacerdocio visceral en la posguerra de nunca
acabar, el desarrollismo yeyé y los anhelos, largo tiempo aplazados, de
libertad. Allí acudía Raúl, como acudían todos los de entonces. Igual que iba,
a diario, el pintor Pepe Lucas, torbellino de ideas y colores, recién llegado de
Murcia para asaltar los cielos, amigo del escritor, padre del poeta y periodista
Antonio Lucas, gran custodio de los secretos del Gijón y las leyendas de la
bohemia, el arte y la cultura españolas. Nuestra primera charla,
interesantísima, se escucha fatal en la mierda de grabadora. La segunda,
meses más tarde, es igual de intensa, divertida, emocionante y generosa.
—El café es de 1890. Y sigue en pie. Es significativo. Fue una especie de
centro contra el franquismo. Que estaba presente en todo, claro, incluso había
un cerillero, un tipo al que le faltaba un ojo y del que siempre se dijo que era
un confidente de la policía franquista, era el tío que daba el cante.
—A sueldo de la policía.
—Sí, porque sabían que aquello era un foco de libertad, el Gijón, de
libertad entre comillas, pero de libertad. Yo no fui en los cuarenta. Raúl fue
mucho antes que yo, en los sesenta. Yo empecé en el 71 o el 72, desde

Página 171
entonces hasta ahora, y ahí estaba ese personaje, Luis, que vestía con una
especie de hábito, una camisa de esas moradas que llevaba la gente religiosa,
con un cordoncito al cuello, era el cerillero, pero era el confidente. Y había un
montón de gente muy significativa, gente brillantísima, algunos consagrados,
otros no, poetas, reporteros, actores, guionistas, pintores, jueces, gente que
hacía la guerra entre comillas contra el franquismo, en el Gijón, y había que
defenderse de esta gente que se colaba, de la político-social de Franco, que
era tan criminal. Y se hacían planes que nunca se hacían, se deseaban cosas
que nunca pasaron…
—Para eso están los cafés.
—Luego el Gijón tiene anécdotas vivas, auténticas, que le dan la grandeza
que tiene. Por allí pasó lo mejor de la época. Desde Ava Gardner y Truman
Capote a Marlon Brando y Borges. Por supuesto los actores, Fernando Fernán
Gómez, Paco Rabal, Terele Pávez… Al lado estaba el María Guerrero, el
Marquina, etc.
—¿A qué tertulia iba usted?
—Había varias. Yo iba a la de la juventud creadora, que formaron entre
Cela y García Nieto, y estaban todos aquellos poetas de la posguerra, Enrique
Azcoaga, Ramón de Garcíasol, Eusebio García Luengo, Francisco García
Pavón, Gerardo Diego, que era la figura más emblemática, Buero Vallejo… y
también estaba Luis Burón, que fue el fiscal general del Estado con Felipe
González, y Carlos de la Vega, que fue magistrado del Constitucional.
—Usted sería muy joven.
—Mucho, sí, al principio era muy jovencillo, me dejé caer invitado por
Enrique Azcoaga, un gran escritor y un prestigiosísimo crítico de arte.
—Raúl no estaba con la juventud creadora.
—No, Raúl nunca fue de esa tertulia, nunca. Raúl fue de la tertulia de los
cómicos, con Vicent, que es muy amigo mío, mi primer galerista, con gente
del mundo del cine, que estaba nada más entrar en la primera ventana,
nosotros estábamos entre la segunda y tercera ventana. Los actores
coincidieron en esa tertulia, y Raúl y Vicent eran las figuras principales de
aquella tertulia, y también Clemente Auger, que fue presidente de la
Audiencia Nacional, el fiscal Chamorro, que era del PCE, todos esos estaban
en la tertulia de Raúl…
—Me hablaba antes del cerillero aquel, pero después de él llegó Alfonso,
¿verdad?
—Alfonso, claro, el anarquista, que estaba allí sentado, su puesto lindaba
con la tertulia de Raúl, de Vicent, de Álvaro de Luna, de Manuel Aleixandre,

Página 172
y era muy gracioso porque Luis era el banquero de toda esta gente, entre
comillas, pero es verdad que les dejaba dinero para sus juergas, para el juego,
y luego, eso sí, voluntariamente ellos luego se lo devolvían con unos intereses
que ya le hubiera gustado al Banco Mundial cobrarlos, generosísimos, pero sí,
él era el prestamista, tenía el dinero de la lotería y el del tabaco, vendía
muchísimo.
—Una de las leyendas del café.
—Anarquista, hijo de anarquistas, impedido, con un problema de
columna, y allí tenía su kiosquito, todavía está allí todo, aunque ya no se
vende tabaco, no se puede, pero bueno, Alfonso era muy gracioso, porque
estaba sentado al lado de la tertulia de Raúl, con los ojos cerrados, y oía lo
que decían, la cabeza apoyada sobre la pared, sentado en su taburete, y
escuchando las conversaciones del tipo que fueran, más o menos serias, más o
menos jocosas, y cuando oía algo que no era cierto entonces abría los ojos,
asentía con la cabeza o negaba, eso no es así, y les corregía, y no les dejaba
pasar una…
—¿Recuerda más gente, descontados los grandes nombres?
—Había un limpiabotas, siempre hubo uno, y había uno que era un gitano,
un verdadero junco, con un físico extraordinario, delgado, alto, parecía un
bailaor, allí con su cajita, al pie de la escalera del comedor, y se convirtió en
un formidable semental de turistas, porque era tan del gusto de las señoras,
especialmente mayores y norteamericanas, las guiris como se decía entonces,
y el tipo compró su finquita y todo a costa de su honrosa misión de semental,
era un tipo que Raúl, que era un hombre que tenía mucho éxito con las
señoras, y Paco Rabal, en este hombre tenían un contrincante, y muchas veces
les ganaba la partida.
El Gijón formaba un circuito prolongado —como ya se ha dicho— en
Oliver y Bocaccio. Escrito ahora todo suena magnificado, aureolado de gloria,
nimbado de prestigio, tintado de oro por la sencilla razón de que los
habitantes de esos cafés y los habituales de esos bares son algunos de los
mejores pintores, dramaturgos, poetas, guionistas, periodistas y cómicos de la
época. Aunque a los periodistas actuales les puede sonar asombroso, aquella
gente salía y vivía, bebía y escribía en sesión continua.
—Bocaccio era la última etapa, después del Gijón y de Oliver, y allá
íbamos, hasta la última copa, que podía ser a las cuatro de la mañana. Yo, por
supuesto, y Raúl exactamente igual. A Raúl le cundía la vida y la noche más
que nadie. Para Raúl la noche, siempre se ríe cuando se lo digo, pero la noche
duraba treinta o cuarenta horas. Le sacaba mucho partido.

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—Qué naturaleza, joder.
—Las cosas han cambiado. Ahora eso sería imposible. Quien pueda
dedicarse ociosamente a esa vida hoy por lo general no tiene nada que contar,
nada de validez, son personajes totalmente prescindibles, no es gente de la
cultura, es esa pequeña burguesía analfabeta, que existe todavía, los ociosos,
pero claro, en aquellas tertulias no solo se hablaba del crapuleo, del ligue,
sobre todo Raúl, tan aceptado por las señoras, sino que se hablaba de cultura,
de política… yo he escuchado allí cosas geniales, por ejemplo a Gerardo
Diego, a Buero… Y Raúl tenía unas cosas maravillosas… Ahora que lo
pienso, nunca lo vi hablando con Buero Vallejo.
—¿Nunca?
—Nunca, no sé si es que les pasó algo, no creo, pero no, nunca con Buero
Vallejo, que era una persona extraordinaria. Yo lo traté muchísimo, y cuando
Buero Vallejo, tan solemne, con la pipa, venía de su casa andando y pasaba
por delante de los ventanales del Gijón, muy despacio, y estaba toda esta
canalla, digo canalla con cariño, Raúl siempre decía: «Por ahí viene don
Antonio Buero Vallejo, que en paz descanse». Luego Buero era divertido,
pero la apariencia era muy seria, con cara de muerto. Decía que tenía cara de
acelga seca, en fin, ese era Raúl, que siempre tenía una frase divertida,
brillante, inesperada. Aunque luego es un tímido, como todos sabemos, un
tímido divertido.
—¿Qué diría del Raúl del Pozo escritor?
—Raúl tiene talento, instinto y olfato. Lo que tiene que tener un gran
escritor, y por ese orden. Primero de todo talento, porque sin talento luego no
vales nada. Y luego una agilidad mental brutal.
—No sé si está de acuerdo en que hay escritores que no han salido de la
biblioteca, que les falta vida, y otros con mucha vida, pero con menos
lecturas, pero Raúl tiene las dos…
—La virtud que yo siempre he visto en Raúl, que era un semental
cosmopolita, no es desde luego que tenga una gran biblioteca física, al menos
no en su casa, pero él conoce a los grecolatinos como nadie, y claro, cuando
conoces eso pues te abre las puertas y te facilita muchas cosas para leer a los
que vienen después, y Raúl sabe leer y conoce muy bien a Maquiavelo, a
Quevedo, a Góngora, porque antes de eso conoce a los griegos y a los
romanos, los escritores, los pensadores, los filósofos, que son la base para
saber a los otros. Y luego está el asunto de que Raúl y otros tuvieron la suerte,
en Pueblo, de tener a un director de periódico que estaba en sus antípodas
políticas, Emilio Romero, que era un fascista, pero un fascista tolerante, si me

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permites, en el sentido de que dio cabida a muchos comunistas en la plantilla
de Pueblo, y Romero lo sabía, y eso que era un hombre fuerte del régimen.
De él decían, y esto lo decían otros, porque yo no lo traté, pero siempre
dijeron que era muy hijo de puta, pero muy tolerante. Para él no contaba la
ideología del muchacho que empezaba a escribir, sino la inteligencia. Luego
cada uno tendría la ideología que quisiera, pero eso le daba igual. Los dos
grandes hornos donde se cuecen los talentos de la época fueron Pueblo y
luego Informaciones y el Madrid. Pueblo, en fin, aunque era adicto al
régimen, se diferenciaba de El Alcázar en que mientras este tenía de
directores a falangistas de quinta regional él tenía a Emilio Romero, que creó
una cantera, gente joven, con mucha tralla, con mucho talento… y a todos eso
los heredó el Gijón, o mejor todos heredaron al Gijón, porque el Gijón lo
heredamos todos.

Página 175
22
UN ÁNGELUS BLASFEMO

J. V.

Los años de Raúl del Pozo en la radio son poco conocidos. Sabemos que
ha estado en las grandes tertulias de este país, a las órdenes de los directores
totémicos, Luis del Olmo, Carlos Herrera, Carlos Alsina… Pero hubo cosas
antes. Por ejemplo sus colaboraciones con un histórico como Lorenzo Díaz,
productor radiofónico de larga trayectoria, exmarido de la llorada periodista
Concha García Campoy, que conoce al escritor desde mediados del siglo XX.
—Uy, sí, hace muchos años. Lo conocí a principios de los sesenta, en el
Café Gijón, donde iba para que le dieran trabajo, como los jornaleros, con
Julio Bustamante y otros periodistas, esperando a que los contratasen.
—¿Ya destacaba?
—En cuanto le dieron la oportunidad. Se veía que era único. Ya entonces
tenía una prosa castellana y hermosa. Es un gran periodista, todo lo que ha
hecho lo ha hecho bien, y es el que ha tenido la mejor prosa del periodismo
español de los últimos años. Y eso que ha destacado contra los que decidían el
canon, porque en los ochenta y noventa los poderes fácticos de Prisa lo
envidiaban. Raúl escribía mejor que los niños de la derecha de toda la vida, y
eso pues jode mucho, y lo boicotearon, a Raúl lo boicotearon, a ver, no de
forma explícita, pero sí implícita. Tenían celos de él, sobre todo Javier
Pradera.
—Y ustedes dos, después de aquel contacto primero en el Gijón, ¿cuándo
empiezan a trabajar juntos?
—A Raúl le perdí la pista, estuvo por el mundo. Por ejemplo vivió un
tiempo en casa de uno de los mejores radiofonistas que ha habido en España,
Alberto Oliveras. Raúl había llegado a París como los pícaros de Cervantes…
—Después de París, Moscú, Londres, Raúl regresa a España…

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—Y tuvimos mucho trato profesional en la radio, que es algo de lo que se
habla menos, ya le digo. De toda su trayectoria en la radio, y es muy curiosa.
Raúl empezó a trabajar con nosotros en la hora del Ángelus, en Radio
Nacional. Cuando entró el PSOE se quitó el Ángelus, lo quitaron y metimos a
un periodista para que hiciera un comentario, y ahí estaba Raúl, que hacía
unas piezas, unos comentarios, uf, incendiarios. Llevaba veinte años
trabajando en Pueblo y nadie sabía bien qué hacía, porque escribiendo no te
haces famoso, y menos entonces, pero en su pueblo, cuando empezó con la
radio, hablando en la hora del Ángelus, la gente se quedó impresionada, le
decían: «Hoy te hemos oído con la Campoy, en Radio Nacional». Ella dirigía
el programa, Las mañanas de Radio 1.
—¿Y qué decía en aquellos comentarios?
—Eran comentarios políticos, sociales, de la vida cotidiana, a su estilo,
con su estilo, como era Quevedo, disparando contra todo lo que se movía.
Raúl es la prosa cuernicabra, dispuesta a rajarte, y después te da la bendición
y te recita a Quevedo o a Lope. Es el periodista español que mejor conoce a
los clásicos. Volviendo al Ángelus, es que la gente todavía esperaba eso,
estaba acostumbrada. Y entonces, zas, aparecía Raúl del Pozo. En los últimos
años hemos recuperado el trato con «Viva el vino», con Carlos Alsina. Raúl
tiene una particularidad, y es que lee muy mal, pero curiosamente eso juega a
su favor en antena. Me pregunta «¿qué tal he estado?» y le digo «hoy has
estado muy mal: has leído bien». «La próxima vez me equivoco más»,
responde.
—Los errores le salvan del tono robótico de muchos.
—Raúl siempre ha sido un tipo insolente e indomable. Cuando la derecha
pensaba que lo tenía con ellos se equivocaba. Es un excelente periodista, y es
un novelista…
—¿Qué le parecen sus novelas?
—Se va a enfadar cuando sepa que digo esto, pero como novelista me
parece discreto. Tiene alguna más acabada, como Noche de tahúres. Mire,
Eduardo Haro Tecglen tenía la teoría de que los grandes columnistas, Raúl,
Vicent, Umbral, cuando llegan a la página 15 de una novela se cansan. No sé,
será fruto de la intensidad brutal que supone escribir así, de que no puedes
mantener esa escritura, sostenerla, durante doscientas páginas, y te distrae del
argumento, de la arquitectura… Ahora, en la distancia corta, como
columnista, pocos como él, o ninguno. Raúl es Quevedo y es el Buscón al
mismo tiempo.

Página 177
23
VIAJE A RULETEMBURGO

J. F. Ú.

Pueblo pagaba a sus periodistas y demás trabajadores en efectivo. La caja


estaba en la planta de abajo del edificio, y un administrador entregaba a cada
empleado su sueldo en un sobre. En la misma noche en la que recibían la
pasta, algunos organizaban timbas y, con el fin de la jornada laboral, muchos
se jugaban los duros recibidos, ya digo, ese mismo día. Y se arruinaban.
—En esa vida nocturna, Raúl era ludópata. Le tiraba el garito —me contó
Pérez-Reverte—. No es que Raúl fuera jugador: es que la vida de golfo lo fue
llevando a lugares como los bingos, los hostales, etc. y, poco a poco, se fue
enredando. En un momento dado, llegó a tener una verdadera adicción. Y
resultado de esa adicción es su novela Noche de tahúres.
Augusto, uno de los hermanos de Raúl, me dijo que la afición a los juegos
de cartas era cosa de familia. El benjamín de los Del Pozo Page me contó que,
después de la entrega de no recordaba qué premio a su hermano, todo el clan
se juntó en una finca familiar y empezaron a jugar al julepe, un juego de
envite.
—¿Sabes cómo se juega, Jesús?
—Ni pajolera.
—Pues mira, están el as, el tres y el comodín: esas son las cartas que más
valen. Tienes que hacer unas bazas y das julepe a todos. ¿A cuánto? Depende:
a dos euros, a tres euros, a veinte… Pues recuerdo que estábamos en la finca,
y que a mi hermano Jesús, el que vive en Valencia, le entraban los sudores de
la muerte al pobre, y que a Raúl el dinero le importaba un huevo. Bueno, pues
al final, mi hermano de Valencia nos fusiló, y Raúl, que perdió todo lo que
tenía, nos pidió a nosotros pasta. Y también la perdió. Nos jodió a mí y a mi
hermana 500 o 600 euros. Eso sí, mi hermano, que es más bueno que nadie,
luego nos invitó y nos hizo un regalo a todos.

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En 1997, cuando, vilmente, fueron difundidas unas imágenes grabadas
con cámara oculta en las que aparecía Pedro J. Ramírez haciendo guarreridas
españolas con una mujer negra, Exuperancia Rapú, un grupo de periodistas se
congregó para apoyar al entonces director de El Mundo. Celebraron una cena
y, en un momento dado, Francisco Umbral tomó la palabra y, para demostrar
que ninguno de los presentes estaba libre de pecado, empezó a enumerar lo
que se decía de cada uno:
—De mí dicen no sé qué; del otro, que es un alcohólico, y de Raúl dicen
que es un jugador.

Uno de los mejores amigos de Raúl es el psiquiatra jefe de los Servicios


de Salud Mental Retiro del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, Néstor
Szerman. Lo sé, no porque me lo hayan dicho, sino porque yo lo he visto
apoyándolo y consolándolo en los momentos más tenebrosos —más adelante
me referiré a ello—. Este argentino, que solo comparte escombros de acento
con Gardel, es un experto en adicciones reconocido a nivel internacional y lo
telefoneé para que me contara, hasta donde Hipócrates permitiera, sobre la
cara ludópata del autor de Noche de tahúres.
—Ya que mencionas esa novela —me dijo Szerman—, y aunque el resto
de sus libros están bien, ojo, ahí está su alma, sale su verdadera naturaleza.
Antes de hablarme de la afición al juego de Raúl, el psiquiatra apuntó uno
de los rasgos clave de su personalidad:
—Es enormemente impulsivo. Esto ha marcado toda su vida. La
impulsividad le lleva a no conformarse, a ir siempre hacia adelante, a buscar
cosas nuevas. Esa impulsividad le ha convertido en un líder. Las personas
impulsivas toman decisiones muy rápidas, ejecutan cosas de forma rápida. En
este caso, Raúl actúa ayudado por su enorme inteligencia. Y esta impulsividad
va acompañada de su adicción al juego. «Ludopatía» es un término que no
nos gusta: parece que fuera un problema patológico del placer.
—¿Existe un patrón tipo del jugador?
—El jugador nace, viene de serie, de fábrica. Esa afición se mantiene a lo
largo de toda la vida. En realidad, los jugadores suelen ser perdedores,
económicamente, de la vida. Raúl tuvo compensaciones en ese sentido. Se
rodeó de personas que lo ayudaron a mantenerse. En este caso, fue Natalia, su
mujer. Lo obligaba a mantenerse en la realidad, con un cable en la tierra. Si
no, hubiera terminado arruinado y pidiendo en las calles.

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Según el psiquiatra, Raúl no solo es un jugador de casinos y máquinas
tragaperras, sino que esos usos, esa concepción y esa perspectiva los traslada
a su forma de estar en el mundo y de entender la vida:
—Raúl necesita apostar por todo. Lleva el ambiente de los casinos,
oscuros y sórdidos, a todo lo demás. Por ejemplo, cuando descubre el golf. De
repente, se encuentra en un marco abierto, en campos con amapolas,
animales, palmeras… Pero es un casino para él, un lugar donde apuesta. No
tiene sentido jugar al golf si no apuesta. Y lo hace permanentemente con
todos los que juegan al golf a su alrededor. Cuando él siente que esa apuesta
no tiene sentido o que ha perdido del todo, su interés desaparece.

El propietario de la Joy Eslava, del Teatro Barceló y de la Chocolatería


San Ginés, Pedro Trapote, es amigo de Raúl desde hace más de un cuarto de
siglo. Ambos han compartido una pila de experiencias, algunas de ellas
trascendentes. Por ejemplo, fue en la casa que el empresario vallisoletano
tiene en Sevilla donde el periodista animó a un abogado de Palencia a
presentar su candidatura a la presidencia del Real Madrid:
—Tengo un cortijo —me dijo Trapote— con toros bravos. Allí, yo hago
tentadero, comida, flamenco y esas cosas. Y estaban también invitados
Ramón Calderón, Amador Suárez, una serie de personas, amigos comunes y
tal. Y Ramón Calderón nos cuenta que va a haber elecciones a presidente del
Real Madrid y que no sabe qué hacer. Había presentado la dimisión porque no
estaba de acuerdo con Florentino, Florentino nombró de una manera
provisional a Fernando Martín, y Raulito dice: «¿Por qué no os presentáis
vosotros? Yo os echo una mano, echadle cojones». Y de ahí salió esa
candidatura.
Veraneando en Marbella, Trapote fue testigo de una íntima conjura de
tahúres que estuvo a punto de acabar a hostias, no sé si consagradas:
—Teníamos un amigo en común, el empresario mexicano Domingo
Muguira, que falleció hace poco tiempo. Era un personaje singular: fue uno
de los doscientos hombres creadores, a través de la industria y del comercio,
del nuevo México. Este hombre todos los años venía a Marbella. Venía a
Marbella y traía a su amante. Por un lado, traía a su mujer, hijos, nietos, etc. y
a su amante, por otro, alojándola en otro hotel. Y todos los días, a las seis de
la tarde, Domingo Muguira nos cogía a la amante, a Raúl, a mí, y al obispo de
México DF, Onésimo Cepeda, que también estaba en Marbella invitado por
Domingo, y nos íbamos a jugar al golf. Este Domingo Muguira era muy
generoso, muy espléndido y era tahúr también. Le gustaba el juego, le gustaba

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la apuesta. Entonces, en la partida de golf de uno de esos días, empezó a
ofrecer, por ejemplo, «200 euros al tres bajo par». Ojo, no es que él apostara
contra, sino que daba ese premio a quien acertara. Al obispo Cepeda le
gustaba la pasta: era de casino diario. Entonces, fuimos a jugar y, cuando
estamos jugando, pum: le pega una patadita a la bola y la mete en el green. Lo
ve Raúl y le dice: «Oye, obispo. Te he visto. Eso no se hace y a mí no me
jodas. No es por los 200 euros, sino porque estamos entre amigos y
compañeros, y eso no procede». El obispo le contesta: «Oye, Raulito: esto que
me estás diciendo es intolerable. Sabes lo que represento: el honor, la
honestidad…». «Bueno, Onésimo, no me cuentes historias». Seguimos
jugando. Y entonces, pam: el obispo le dio otra patadita a la bola para meterla
en el green. Reacción de Raúl: «Oye, obispo: ¡me cago en Dios y en tu puta
madre, que te he visto otra vez!». Contestación del obispo: «Que te cagues en
Dios, me da igual; pero en mi madre, ¡chinga la tuya!».

En el Café Gijón, Raúl del Pozo formaba parte de la «tertulia de los


burlangas», que completaban el columnista Manuel Vicent, el cineasta Tito
Fernández, el humorista José Luis Coll, «que tenía muy mala hostia», el
pintor José Díaz, que vivía al lado, un tipo siniestro que vendía lavadoras y
que se apellidaba Burgos, Alfonso el Cerillero, palentino, anarquista «que nos
daba lecciones a todos, y nos prestaba dinero», y, ocasionalmente, Antonio
Pérez Henares, quien jugó un par de partidas con esta cuadrilla. Le dejaron sin
blanca en ambas ocasiones:
—Pagué religiosamente mis deudas, 25.000 pesetas, que entonces era una
pasta, y hasta ahí. No hubo más partidas.
Pérez Henares me contó que, aparte de escribir, el citado grupo dedicaba
la mayor parte de su tiempo «a darle al burle todo el día»:
—Raúl ha tenido un severísimo problema entre eso, el casino y el póquer.
Iba a unos sitios… No le han pillado en redadas por poco. Luego llegaban
algunos de fuera y los desplumaban a todos.
En una de estas, dos desconocidos jugaron una partida de póquer con Raúl
y con Tito Fernández. Al periodista y al cineasta los pelaron como a dos
membrillos. Para reducir tamaño desfalco, a Fernández se le ocurrió hablar
con el jefe de una banda gitana apodado El Motos, una especie de páginas
amarillas bien relacionado con el mundo del burle.
—Quedaron con El Motos en la Castellana —me explicó Chani—, los
sentó en un banco a los dos y les dijo: «Os rebajaré todo lo que pueda, pero
algo tenéis que pagar, porque habéis pringao». Se metió en un edificio y dejó

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a Tito y a Raúl esperando, con un frío de narices. Al rato, bajó y les anunció
que les había rebajado la deuda. Por lo visto, El Motos dijo a los, digamos,
burlangas profesionales: «Aquí toreamos todos en la misma plaza. Sé lo que
sois y vosotros sabéis lo que soy yo, y estos pringaos son amigos míos y no
van a pagar lo que decís, porque lo digo yo, aunque algo se va a pagar». El
Motos les pidió, eso sí, una comisión por los servicios prestados, y Raúl y
Tito respiraron aliviados.

Raúl y Tito volvían a Madrid desde Torrelodones en el «Autobús de los


canis» —o sea, de los que perdían toda la pasta en el casino—. El cineasta,
inventor del landismo, hacedor de medio centenar de películas y de las
exitosas series Los ladrones van a la oficina y Cuéntame cómo pasó, usaba
varios nombres —Tito, Ramón, tal y como fue bautizado, o Amadeo— para
burlar a Hacienda. Raúl me lo definió con tres adjetivos: «Grande, generoso y
divertidísimo». Junto a Pedro Trapote, tuvo que dar parte de su muerte. Tal y
como me contó el empresario:
—Un año nos fuimos a Ronda, a los toros. Y en un restaurante que hay
enfrente de la plaza, estaba Tito Fernández. Terminó la corrida y tomamos
una copa con él. Estaba con una, no sé si era su mujer, y Raúl y yo nos fuimos
a cenar por nuestra cuenta a La Virginia, una urbanización que es como un
pueblo antiguo. Estábamos cenando tranquilamente y nos llamaron para
decirnos que se había muerto Tito en un restaurante. Raúl me preguntó que
qué hacíamos y yo le dije que fuéramos. No le hizo mucha gracia: ya sabes
que es un poquito hipocondríaco, pero fuimos. Tito había entrado en el
servicio y le había dado un infarto.
Cuando le pregunté por esto, Raúl calló, hizo una mueca teñida de
angustia, y me dio largas con una mano.

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24
CUANDO LLEGA LA NOCHE PARECE QUE LA
GENTE SE DEJA ARRASTRAR POR UN
VIENTO DE LOCURA

J. V.

A Raúl del Pozo Noche de tahúres le reportó críticas estupendas, ventas


fastuosas y un adelanto millonario. Tengo delante la primera edición. Está
dedicada a Tito Fernández y a Manuel Vicent. En portada una fotografía
como de cartel pulp. Un tapete verde, un cenicero bronquítico, un revólver de
cañón recortado, cartas. «Un turbador descenso a los infiernos del juego»,
leemos bajo el título. La publicó Plaza & Janés. Abre a todo trapo con una
cita de Giuseppe Manzzini sobre el azar. La historia arranca con un cadáver.
Igual, por cierto, que No es elegante matar a una mujer descalza, del año 99.
Pero la novela aquella, entre los ladridos de los perros y los ojos con
culebrinas del flamenco con librea de portero traía una deidad con medias,
mientras que Noche de tahúres arranca con un moro, Muza, con la garganta
rajada… «de bruces en la verja de su chalet, con las manos en la alambrada,
como un soldado que quisiera huir».
Usa el escritor como recurso la dupla habitual, el poli novato, entusiasta,
bisoño, y el investigador gastado por los casos, con las arterias saturadas de
purina y whisky. Al narrador, al joven, le dan arcadas cuando a la vuelta del
tanatorio toman una Coca-Cola en el Vips y ve a las parejas, acarameladas,
cenando hamburguesas. Tiene demasiado presente el recuerdo del tanatorio.
Ante los aspavientos y mohines del aprendiz, el Viejo dispara:

—No sé de qué se extraña. En la ciudad no se ven los cadáveres, pero


sobrevivimos porque cada día se celebra una matanza de pollos, vacas y
algunos hombres. Lo que pasa es que nos esconden los detalles de la
carnicería. Para nosotros la muerte no es más que un coche negro,

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carnicería. Para nosotros la muerte no es más que un coche negro,
cuadrado, con corona de flores entre el tráfico, pero sobrevivimos entre
cadáveres.

Dice Hayao Miyazaki, el gran director japonés de dibujos animados, que


no conviene hacer películas con los sentimientos. Tampoco con la propia
vida. O sí. Porque es inevitable hacer películas y novelas y poemas con la
propia vida. De qué otra cosa vamos a hablar/escribir. De hecho todo creador
desenreda la moviola de la propia biografía y la proyecta en el asombro de las
vidas ajenas. Porque el truco solo funciona si el escritor supera la fase
lactante, narcisista, autorreferencial, solipsista, metaliteraria para mal, casi
siempre coñazo. La novela vale cuando rompe el torniquete del yo y echa a
andar por el mundo. Cuando adopta la sana gimnasia de usar el yo como
trampolín para a su vez frecuentar otras vidas y escribir personajes de carne y
hueso y no monigotes de cartón piedra o emblemas de casi nada. Ambientada
en el mundo del juego, Noche de tahúres describe gloriosamente un universo
feroz, hedonista, embrujado, suicida. Hay hombres enloquecidos con la bola
que gira y poseídos por la loca geometría del as de picas. Rincones oscuros
que el escritor, como antes, digamos Dostoievski, ha conocido de primera
mano. Doy fe. Yo mismo acompañé a Raúl del Pozo en una de sus penúltimas
incursiones. Tuvo lugar durante uno de aquellos viajes en tren en los que salía
de Valladolid para encontrarme en Madrid con Raúl y con César Alonso de
los Ríos como si fuera al encuentro de John Wayne y James Stewart.
Quedamos en Lucio. César no estaba. Con el tiempo César dejó de estar en su
vida. Lo sentí. Conocí a Raúl porque cuando iba a presentar mi segunda
novela César me preguntó que quién quería que nos acompañase, propuse
Raúl y resultó que (todavía) eran amigos. El incidente que destruye su
relación lo he escuchado de varias fuentes. Todas o casi todas aluden a un
momento de gran tensión, en el que César, durante una comida, puntualizó
algo y Raúl lo mandó a tomar por rasca. Cosas que pasan. Pero ya digo que
para llegar ahí faltaban varios años. Y que esa tarde ni siquiera vino César. Al
terminar la comida Raúl me preguntó si había quedado con alguien. No. Y el
Alsa de vuelta no salía hasta las ocho. Raúl tenía cita en el dentista a las siete.
Disponíamos de tres horas. Cuarenta minutos más tarde estábamos en
Torrelodones, en el Casino. Raúl apostó a la ruleta todo el cash que
conservaba después de pagar en Lucio.
Quemamos su reserva.

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Preguntó por lo que yo tenía: el dinero que llevé para, entre otras cosas,
invitarlo a comer (cosa que casi nunca me ha permitido).
Le pasé mis 200 euros.
Duraron media hora.
Bebimos un whisky.
Conocí a Cabezón de Elche. El mismo burlanga que aparece en Noche de
tahúres. Uno de esos genios populares, inteligentísimos y autodidactas que
han recorrido el país detrás de los sucesivos pelotazos urbanísticos para
agazaparse en los casinos locales y desplumar a constructores y concejales de
urbanismo. En el Casino de Torrelodones imagino que Cabezón esperaba la
llegada de algún ricachón chino o árabe. Carne fresca para sacarle los hígados
con la navaja cachicuerna de la baraja.
Bebimos otro whisky.
Nos pulimos todo excepto lo justo para el taxi.
En el coche de vuelta a Madrid sonaba La zarzamora y hablamos de
Tarantino y Pulp fiction.
Cuando Alberto Rojas le entrevista en Jot Down le pregunta qué le
parecía la construcción de Eurovegas, aquel proyecto que quiso poner en pie
el multimillonario Wynn, del que luego supimos más porque pagó parte de la
campaña de Donald Trump.
—Como antiguo jugador de ruleta, ¿qué te parece el proyecto Eurovegas
para Madrid?
—Me encanta que otra vez sea la ciudad más burlanga del mundo, como
ya lo fue en el Barroco, cuando había más leoneras que iglesias y los pícaros
pasaban el orinal a los jugadores para que no se tuvieran que levantar a orinar.
Insisto en el tópico: la pasión del juego solo es comparable a la del amor. Fui
ludópata, pero gracias a ello escribí Noche de tahúres.
Por eso y porque por temperamento y formación Raúl está más cerca del
más lírico de los escritores de novela negra, Raymond Chandler. Como
Chandler, en las novelas de Raúl del Pozo la intriga cuenta sin pasarse, la
intriga cuenta lo justo, pero ojo, cuenta. Importan también mucho los
ambientes, los diálogos, las calidades de la escritura, la descripción de los
personajes, el retrato de la ciudad. Por seres muy lejos del arquetipo. La
novela está recorrida por un tranvía de palabras hipnóticas. Hay un zarpazo de
veneno alegórico en los subterráneos de la prosa. Hay un torso de mármol
antiguo, de grifa y comedia, entre Eleusis y Las mil y una noches, a mitad de
camino de Shakespeare y De Quincey, en páginas así…

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El Viejo apoyó el oído en la tapa y luego buscó el palo de una fregona
para abrir. Aunque él se puso más cerca, pude ver lo que allí había: dos
serpientes muertas. Una de ellas partida, sanguinolenta. Enseguida volvió
a tapar el cofre, pero en tan breve periodo de tiempo pudimos deducir que
uno de los reptiles se había comido al otro. Opinó:
—Son víboras.
¿Cómo iba a dormir? Desde niño creía que las víboras matan con el
aliento, y cuando sus ojos se encuentran con los del hombre, este muere.
También creía, seguro que erróneamente, que los tigres alumbran con sus
ojos la oscuridad. Lo que más me inquietaba era lo que me había dicho el
viejo, tal vez para asustarme:
—Muchas serpientes son inofensivas como animales domésticos. Pero
la víbora copula con la boca y cuando el macho acaba y se desvanece, la
hembra se arroja a sus genitales y los secciona a mordiscos.
En el insomnio tuve que encender la luz porque, en cuanto me
quedaba dormido, soñaba que algo reptaba por entre las sábanas.
Recordaba las palabras del viejo:
—Viven trescientos años y los beduinos se las comen.
Me vi, entre sueños, engullido por una de aquellas serpientes. Soñé
también con el viejo que, bien pensado, tenía aspecto de reptante.

No, querido lector, esto no lo habría escrito su escritor realista favorito.


La novela tuvo una gran acogida.
—Gracias a Camilo —explica Raúl— que me presentó a Carmen Balcells
y me pagó un pastón por cuatro novelas. Hizo un contrato para mí fabuloso.
—Carmen era la agente mítica.
—Cuando me extendieron el contrato le dije que estaba en deuda y que
qué quería, que le regalaba lo que quisiera. Me pidió un bocadillo.
—¿Un bocadillo?
—Sí, estaba en una de esas clínicas de adelgazamiento y soñaba con
comida. Le hice un bocadillo de jamón ibérico, lo envolví y lo metí en una
caja como si fuera una joya y se lo envié por mensajería exprés, para que le
llegase ese mismo día.
—Te quejas a menudo de la recepción de los libros, recuerdas aquello de
Larra, lo busco en el teléfono… «Escribir como escribimos en Madrid es
tomar una amputación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un
monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es
buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta».

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—Sin exagerar, pero escribir novelas en aquel momento era una
temeridad. Todo lo que no fuera la esfera de Prisa quedaba excluido. Prisa lo
dominaba todo. Igual que dominaba el PSOE, dominaba la crítica, incluso la
crítica enemiga. Era tal el colonialismo intelectual de esa casa, que escribir
novelas…
—Era ponerte en la diana.
—Por eso Arturo tiene tanto mérito, y Butano. Porque se han hecho
grandes desafiando al imperio del monopolio. La novela… Hasta los críticos
de El País eran los guardianes del cementerio. Los críticos, que dice Sartre
que eran los guardianes del cementerio. Algunos se escaparon, pero era muy
difícil.
Rebusco en la hemeroteca. Encuentro una nota en El País. Sin firmar. 12
de mayo de 1990. Da cuenta de la publicación, «una dura novela negra sobre
el mundo del juego en el Madrid contemporáneo, de la que apenas puesta a la
venta se prepara ya la segunda edición». El periódico informa de que el Nobel
de literatura Camilo José Cela, «apadrinó ayer la presentación del libro en
Madrid» y «se negó a adscribirla a género alguno. “Es una novela, ni rosa, ni
negra, ni azul, ni erótica… es simplemente una gran novela”». También
cuenta que «Cela no perdió la ocasión de arremeter contra algunos novelistas:
“Frente a un presente con seudonovelistas, paranovelistas e infranovelistas,
muchos de ellos abocados a un fondo de menesterosos provisto por el
Ministerio de Cultura, Raúl del Pozo ha construido una novela con arreglo al
canon narrativo más exigente”». El autor de la nota anónima aprovecha para
explicar que «el director de cine Juan Antonio Bardem está tomando notas
para hacer una película o una serie de televisión sobre esta novela». No faltó
una reflexión de Raúl a cuenta del artículo y la novela. «A cierta edad se
adquiere la experiencia de escribir corto y rápido. En cambio, una novela es
fruto de un trabajo lento». Cuando le tocó resumir el libro afirmó que es «la
historia de unos hombres normales, enamorados del juego, y que pueden
llegar incluso a matarse por una mujer».
—¿La promoción fue muy exigente? ¿Te divertiste?
—Salí bailando. Hice todas las tonterías que tenía que hacer. Camilo dijo
que eso sí que era un libro, y no los «150 novelistas de Carmen Romero».
Bailé con Raffaella Carra. Noche de tahúres se vendió muy bien, y ahora se
reedita. En la modernidad, todos los libros se venden muy poco.
Comenta Felipe Alcaraz que «Oneto, al referirse a Noche de tahúres,
expresaba algo así como una queja. No podía dejar de elogiar la novela, en la
que él salía y era tratado con cariño y con crudeza; no dijo crueldad. Pero

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decía al final de su recensión que no sabía si lo que había hecho Raúl se le
podía hacer a un amigo. Y en algo coincido con Oneto: la novela, que ahora
ha reeditado Almuzara, es espléndida, y quizás sea el principio del fin de la
ingenuidad de Raúl, y esto no es gratuito; a partir de esta novela él empieza a
ver las cosas con mirada de novelista, y el dios que arroja los dados es él. Y
por eso empezó a comprender que esos dados nunca están limpios, y que a
puntos iguales siempre gana la banca de Dios, o el diablo, que es lo mismo.
Es decir el poder, y que entonces, desde el punto de vista de un periodista
hasta el fondo, vale la pena intentar un pacto con el poder; y si habla, que
sepa que la cosa se publicará. Y si no lo sabe, ya lo leerá al día siguiente».

Arturo Pérez-Reverte, en un prólogo evocador y rotundo, invoca los


fantasmas, vivos y muertos, del mítico Pueblo. Alaba la visceral capacidad
del escritor para pasearse por las orillas de un submundo fascinante y añade
que «Noche de tahúres es muchas cosas asombrosas, pero sobre todo es un
catálogo formidable del habla del hampa en torno al mundo del juego; un
registro riguroso enraizado en los clásicos picarescos del Siglo de Oro que se
prolonga casi hasta ahora mismo: un deslumbrante despliegue de algunas de
las muchas audacias que un idioma como el castellano, o español, hace
posibles. Por eso esta novela de Raúl del Pozo figura hoy entre las fuentes
documentales que la Real Academia Española atesora para trabajar en el
ámbito de la jerga del mundo del juego».
Antonio Lucas, en el epílogo, escribe que «Raúl despieza las noches de
Madrid en garitos más oscuros que la peor reputación. Crimen, trampas,
sirles, traiciones, alguna que otra pasión confundida, dinero, mirlos blancos,
juego, alcohol». En Sexto Continente, de RNE, Enrique Pérez Balsa, autor de
El edén de las manitas de cerdo, dijo en antena que «es en cierta medida una
novela negra, pero es casi más la descripción del mundo del juego y un
recorrido por el Madrid de la época, con garitos oscuros y sin reputación.
Lógicamente hay muertes, trampas, traiciones, dinero que vuela de un bolsillo
a otro, mujeres fatales, alcohol, vamos, en resumen, lo que era el día a día en
la vida de un periodista de la Transición (…). A través de esta densa intriga
Raúl del Pozo se hizo oficialmente novelista, porque él lo que había sido
siempre era periodista, y sobre todo columnista (…). Ahora que se debate
tanto sobre lo que es la novela negra, tenemos aquí un buen ejemplo de que
una novela negra es una crónica periodística. Y un detalle curioso. Raúl del
Pozo dijo al presentar esta reedición que hoy se escribe con menos libertad
que hace quince años. Me parece muy triste que lo diga alguien que nació en

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1936 y se chupó todo el franquismo y la Transición… me parece que…
vamos un poco para atrás».
El segundo hachazo noir llegó con Los reyes de la ciudad, tercera de sus
novelas, publicada por Planeta en 1996. Digan hola a la historia de Kie, un
joven desencantado con «una Harley, un revólver del 38 y una mujer, Anja,
que antes de ser su amante fue su rehén». El muchacho emprende la búsqueda
de una motocicleta desaparecida, probablemente destrozada en algún
cementerio de automóviles. La escritura mantiene las constantes vitales, la
tersura de acero, el gusto por las germanías, y los ambientes son también
violentos, sórdidos o luminosos, pero aquí, ahora, hay también una historia de
amor que parece sacada de Amor a quemarropa, aquella película que escribió
Tarantino inflada de dopamina y erotismo. Todo en Los reyes de la ciudad
empuja, soga al cuello, para meterle gas al caballo de hierro y abandonar los
garitos claustrofóbicos y las habitaciones mal ventiladas.

No hay nada que me guste más en el mundo que conducir mi Cadillac


por una llanura, escuchar corridos mexicanos por la radio del automóvil y,
de vez en cuando, darme un toque de ginebra de la petaca de plata que
Emma me regaló y que guardo en la guantera.

Y en el cierre…

Aún no he empezado a modificar la moto. He buscado en los


cementerios de palancas de cambios, pedales de embrague, palanquillas
de aluminio. Cuando regreso a echar de comer a Plinio, por la mañana,
después de pasar toda la noche en la fundición secreta, donde un colega
está convirtiendo las joyas en lingotes como los de Pancho Villa, escucho,
precisamente, aquel corrido mexicano que cuenta las aventuras del
bandido por las tierras de Chihuahua. Miles de gaviotas han ocupado el
sumidero…

A la novela negra más o menos canónica Del Pozo vuelve cinco años más
tarde. Con No es elegante matar a una mujer descalza logra su máxima
concentración estilística y una condensación en la trama, unos diálogos de
bayoneta y unos climas expresionistas que hacen de ella una de las grandes
novelas del género publicadas en lengua española. Sigue la peripecia de Juan
Belalcázar, JB, un policía retirado, pálido y alto, que trabaja como alabardero
de cutrelux en un antro de atrezo de la Plaza Mayor con aroma a calamares

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fritos y pinchos de boquerón en la barra. JB estaba quemado de la pasma,
prefería mil veces vestirse de guardia real por los mesones de ese barrio con
restaurantes con geranios en los balcones que volver al cuerpo.

Todo el mundo sabía que Belalcázar había descubierto maravillosos


asesinatos, pero casi todos habían olvidado que JB había tamborileado
con los dedos en la pared donde estaban las mujeres emparedadas de
Embajadores y que una noche detuvo, haciéndose el extranjero, al travero
que mató a la madre de su maromo, aquel a quien llamaban El Bombero
de la Cava Vieja.

Una mañana, de vuelta de los tugurios donde los últimos nostálgicos


recuerdan a la Niña de los Peines, Tomás el de la Isla, aka la Pavana, que en
su día cantó la seguiriya como nadie y que trabajaba como portero en un
bloque de apartamentos, había encontrado el cadáver de una mujer muerta,
amortajada y descalza, metida en un cofre. El jefe, el comisario de
homicidios, insiste en recuperar al policía que abandonó el cuerpo porque un
abogado de postín, un picapleitos con corbata de Ferragamo y zapatos como
espejos, lo acusó de violar sus derechos en un caso de asesinato. JB guarda en
su casa reliquias de crímenes como si fuera un entomólogo. Pero sus vicios
necrófagos no van más allá de arrimarse a los cadáveres por obligación
profesional e interrogar a los muertos para averiguar la causa de su infortunio.
Con JB recuperado contra la opinión de los superiores del Jefe y su propio
instinto, que le pide seguir de alabardero de quita y pon y claqué en los teatros
antes que recoger la placa y la pipa la novela despliega sus bebedizos
mágicos. La galería de personajes apabulla. Por el colorido de tipos y hábitats,
por el mordisco literario, con una escritura de Quevedo puesto de anfetas o
Tom Wolfe hasta el culo de lenguaje del hampa española y gongorismos sin
colesterol. Porque en sus páginas fulge un Madrid sobrealimentado de
madrugada.

Los raberos y los macatruquis, los chapas y los traveros habían hecho
el chiste combinando las siglas de su nombre y de su apellido con la
marca de whisky, cuando iba ciego por los lugares más tirados. Cuando le
echaron, aún se entregó más a la bebida, y los médicos le dijeron que
tenía el hígado como una hoja seca. Desde entonces tomaba café con
leche.

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El perro se le quedó ciego por cataratas y cuando JB llegaba a casa se
le arrimaba a las piernas. Aunque alguna gente creía que JB no tenía
entrañas, y que entre él y su perro no había más que una larga vida de
odio, se quedaron sorprendidos al saber que se negó a sacrificar al perro.
Se murió primero su madre, luego se murió el perro y más tarde le dejó
Araceli, la que había sido su novia desde que ganó la Vuelta Ciclista a
Vallecas. Vivía totalmente solo.

Con su cuarta novela en un lustro Raúl del Pozo revalida su facilidad para
buscar un crimen donde el muerto, más que la mujer descalza, somos todos
nosotros, atropellados por el tiempo implacable y la nostalgia del pasado.
Como explicó el crítico Ángel Basanta en su reseña de El Cultural, «la
relación de dos épocas separadas por veinte años, desde diciembre de 1978 en
que se cometió el crimen hasta la actualidad en que se sitúa el presente
narrativo, constituye el trampolín para saltar de una intriga interesante, con
crimen, investigación policiaca y aclaración definitiva del misterio, a otras
reflexiones de naturaleza bastante más grave. Por detrás del narrador
omnisciente asoman con frecuencia el desengaño y la melancolía del autor
implícito ante tantos cambios introducidos por un progreso deshumanizado y
la imposible recuperación de tantos momentos vividos en aquellos buenos
tiempos cuando el futuro se percibía con inseguridad pero nada estaba aún
perdido. En este sentido el paso del tiempo y sus consecuencias tanto en lo
individual (nostalgia de las antiguas redacciones y los viejos reporteros) como
en su alcance colectivo (cambios sociales y políticos) constituyen el auténtico
núcleo temático de esta novela».
La presentación de No es elegante matar a una mujer descalza corrió a
cargo del entonces ministro de Educación y Cultura, Mariano Rajoy, que
según nota de la prensa de aquel día presentó ayer en un restaurante de
Madrid «la última novela del periodista y columnista Raúl del Pozo. Rajoy
dijo que de la misma forma que no es elegante matar a una mujer descalza
“tampoco lo es que no esté aquí el ministro de Cultura”. Y destacó, por
encima de las cualidades literarias del escritor, “su condición humana”. La
historia comienza con el hallazgo del cadáver de una mujer asesinada veinte
años atrás. El suceso obliga a un policía retirado a iniciar las investigaciones.
La novela se sitúa en el Madrid de los años setenta, lo que da pie al autor para
referirse a la España de la Transición. Juan Madrid y Luis María Anson
también intervinieron en la presentación. La última y quinta novela del autor
de La derecha sin héroes es una síntesis entre la novela policiaca y negra,

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según dijo Del Pozo. Por ella desfilan personajes como un portero travestido,
el marido periodista de la víctima, un policía franquista, un cura progresista y
un juez honrado. “He querido escribir una novela lógica, donde se enaltece a
la justicia y se condena la delincuencia. Es, aunque no lo parezca, una novela
de amor”, añadió el autor».
La despedida del género llegó en 2005, con la publicación de La diosa del
pubis azul, experimento literario en el que Raúl del Pozo asume la escritura
de los capítulos impares, donde da voz a un policía llamado Ángel Pareja,
mientras la escritora Espido Freire tomaba el control de los capítulos pares,
escritos desde el punto de vista de Ana Izarra, policía de nuevo cuño, con
conocimientos científicos, enamorada de las matemáticas. Lo normal es que
este tipo de folletines naufraguen. Las novelas a cuatro manos son poco
menos que un matrimonio de conveniencia, urdido por editores aburridos y
críticos listillos, pero acaban por ser apenas cascotes de ideas, cosidos y
vueltos a coser de mala manera. La idea de usar en beneficio propio la
narración a dos voces, y las distancias estilísticas de los autores, que refuerzan
la convicción de que hablan dos personajes bien perfilados, el viejo cáustico y
la joven desacomplejada, confieren a La novia del pubis azul una potencia
inusitada y hacen de ella un artefacto más que estimable. No está a la altura
de los grandes libros de Raúl del Pozo. Pero le beneficia el oficio de Freire
como novelista canónica. Más preocupada por las tramas y menos impaciente,
menos apoteósica en la escritura pero más artesana, con todo lo bueno que eso
tiene en un arte, el de la novela, al que no viene mal una gota de arquitectura
gris, reposada, cerebral, puntillista y flemática.

Me llamo Ángel Pareja, y la muñeca dactiloscópica, Ana Izarra. Nos


ha tocado el muerto. La niña estirada se parece a una Virgen de Murillo
que llevo en el coche, como los taxistas. No sé por qué me han enviado
este regalo, ni por qué el Gallego ha pensado en mí: «Han escabechado a
una universitaria. Te mando a ti porque la orden viene de Siete
Chimeneas. Te empotro a una joven que sabe mucho de ADN.

A Pareja, del Real Madrid, apolítico, aficionado al cante, lo llaman


Chaquetón de la Palma desde que en una juerga se arrancó a cantar por
seguidillas.
Aquí, Ana Izarra:

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Soy la tercera mujer de la habitación, pienso. La primera, la causa de
que nos encontremos aquí, yace muerta y desnuda, rígida sobre el sofá. La
segunda balbucea excusas y datos inconexos con acento ecuatoriano. La
tercera deambula por la sala, intenta no pensar en la sangre ni en la carne
rasgada y tiene como misión desentrañar la verdad. Eso me convierte en
la segunda en importancia, después de la muerta.

Francisco Umbral, en la última del periódico, escribió a cuenta de la


novela con dos autores que «el procedimiento de aunar la prosa meditativa,
sosegada, un poco estática, de nuestra joven autora, con el estilo duro,
violento, barroco, acumulativo y vital de Raúl del Pozo, da como resultado
una melodía a dos pianos que es el mayor atractivo de La diosa del pubis azul
(…) la historia corre ligera, las ocurrencias del autor se alternan con las
reflexiones de la autora y nos permiten contrastar la escritura de dos
generaciones. Raúl sigue enmadrado con la serie negra y con el estilo de El
halcón maltés, mientras que a Espido le preocupan los pensamientos de él
sobre ella. Espido por sí sola habría escrito una novela rosa con robots en
lugar de detectives. Raúl, sin el control femenino, habría vuelto al estilo
cinematográfico redimido por su inagotable prosa, que en estos temas se
endurece y trata igual a un asesino común que a un presidente de Gobierno».
Juan Ángel Juristo, en ABC, sentenciaba que «la gracia del libro, a parte de la
historia que se cuenta, muy ajustada a lo que se espera de un thriller, consiste
en la disparidad de estilos, criterios, visiones que desarrollan los dos
personajes y que en esta novela se percibe sobremanera porque la manera de
contar, el tempo narrativo de cada uno de los dos escritores es muy distinto.
Se trata, pues, de un juego literario de feliz resultado por los contrastes y,
supongo, por lo que cada cual ha exagerado de su estilo. Del Pozo tira del
argot que da gusto, Freire se corta más que de costumbre. Y en cosas así
consiste el juego». Jesús Egido, en Revista de Letras, por contra, disparó con
bala. A su juicio se trata de un libro de cartón piedra. «El resultado»,
sentencia, «no refleja dos personalidades en colisión, sino que se convierte en
una reiteración cansina y casi idéntica de los hechos, en la que uno abusa del
diálogo y la otra intenta contener los excesos verbales de su compañero para
hilvanar el caos de la trama novelesca e intentar que la historia avance hacia
el inevitable desenlace que ponga punto final al experimento. Esta
descompensación perjudica a la intriga característica del género que con tanta
admiración defendía Borges, para quien la narrativa policíaca se convertía en
un complejo crucigrama donde el lector avispado intentaba anticiparse a las

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deducciones del detective». Para mí que nunca entendió que siendo como era
un juego de verano, la intención nunca fue elaborar una novela policíaca, un
Simenon, un Conan Doyle o una Agatha Christie, autores que se sitúan en las
antípodas estilísticas de Del Pozo. Para mí, también, que no toleraba el estilo
furioso, ronco, temperamental y violento, y que prefiere las escrituras
morigeradas, tenues, limpias. Cuestión de gustos. Aunque tiene razón cuando
denuncia que la resolución del caso parece interesar muy poco a los
escritores, menos de lo común vaya, en un género donde lo que realmente
importa es la lámina vívida y vivida de climas y personajes, el redil del
Madrid posterior al 11-M desplegado con melancolía y baile de muertos,
guapas durmientes y neonazis, asesinos esteticistas y serrín por el suelo,
borracho de mierda y sangre. Es importante consignar, por último, que la
novela viene ilustrada con unas láminas magníficas, obra de Ulises Cubero, el
mismo ilustrador que trabaja con Raúl del Pozo en «El ruido de la calle». Son
dibujos expresionistas, con claroscuros muy reconocibles en la fotografía y
los carteles del noir estadounidense. Encajan maravillosamente con las
ráfagas de balas que escupe el teclado de Raúl del Pozo.

Madrid se ha vuelto una ciudad mortal, peligrosa, el odio se esconde


en botas de acero, en chilabas, en las alimañas de todas las monsergas y
fundamentalismos y también en los comedores de los manteles de hilo.
Hay asesinos apostados en las esquinas. Primero fue el Madrid de tribus
itinerantes, de asesinos a sueldo, de sicarios con contratos temporales que
luego se iban de naja, después de quebrar a camellos, boqueras y rufianes.
La ciudad les fue dando sitio a los que venían, como hacía siempre,
pero esta vez traían la muerte.

Felipe Alcaraz, comentando la reedición de Noche de tahúres, me escribe:


«Hoy veo su rostro serio junto a la portada de la novela, reeditada por Manuel
Pimentel, y veo el aura compleja que cruza su expresión. Como los aromas
casi secretos que se funden en un vino (frutos negros y vainilla), se funden en
su rostro atrevimiento, desencanto con una pizca de desdén, delicadeza e
ingenuidad. Y esa misma mixtura es la que refleja su mirada, que es la mirada
congelada del plano final de la película Los 400 golpes».
Hablando de No es elegante el crítico Basanta había escrito algo que vale
para todos los libros de homicidios y detectives de Raúl del Pozo, de género
negro. Fueron creados con la herencia de Raymond Chandler y el cine negro
y Billy Wilder y James M. Cain, con los aromas del cartero, que llama dos

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veces, y el recuerdo de las rubias de hielo, femmes fatales, y los detectives con
voz grave de Robert Mitchum y Humphrey Bogart, en la trasera mental, en las
cocheras de la pupila y la muñeca, en la masa de sangre de la escritura, pero
también con la sombra de la «picaresca, de Baroja y aun de Valle» presentes
en la pócima, siempre listos para ayudar a levantar unos relatos «cálidos y
crueles», escritos con «nervio, en un estilo ajustado en sus diversas
modulaciones que incluyen hasta las voces de germanía».

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PISTO EN LA GASOLINERA A LAS CINCO DE
LA MAÑANA

J. F. Ú.

Tres o cuatro días después de que un paracaidista del Ejército que portaba
una gran bandera de España se estrellara contra una farola del Paseo de la
Castellana mientras intentaba tomar tierra, Raúl me invitó a comer en
L’Albufera, un restaurante valenciano sito en el Hotel Meliá Castilla donde
sirven una paella que solo puedo costear… cuando la costea él —¡precarios
del mundo, uníos!—. La noche previa mía terminó a eso de las siete de la
mañana. Y Raúl me lo notó en los ojos y en el aliento.
—A ver, ¿dónde está la marcha ahora? ¿Tú por dónde sales?
—Siempre tomamos las copas en Ocean, un bar de rock & roll que está
por Tribunal, y luego, depende: cuando buscamos un plan más alternativo,
solemos acabar en el Ocho y Medio o en El Barco; si queremos reguetón y
latineo…
—¿Pero tú bailas el reguetón ese? —me preguntó descojonándose.
—Si el cortejo lo exige, qué remedio.
—A mí la que me gusta es Rosalía. Su duende traspasa el hielo de la
noche.
Raúl tenía tres mecas en sus viajes al fin de la noche madrileña: su
peregrinación etílica-festiva arrancaba en el Café Gijón, continuaba en Oliver
y finalizaba —o no— en Bocaccio. El primero lo empezó a frecuentar cuando
hacía la mili y, tras instalarse definitivamente en la capital, lo convirtió en su
cuarto de estar. Fue en el Gijón donde entró en contacto con los grandes
escritores:
—Ahora no es nada, pero en su momento era tan bueno o mejor que Le
Fleur o Le Dôme de París. A las tres de la tarde estaban Buero Vallejo,
Gerardo Diego, Berlanga, Fernán Gómez, Paco Rabal, los que quedaban

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vivos de la Generación del 27 y la juventud creadora. Y también los macarras,
los golfos, los bohemios, los jueces, algunos generales. Era fascinante el
Gijón. Allí conocí a García, y las primeras palabras que le dije fueron: «Yo
quiero ser como tú».
Raúl me habló de Sandra Negrín, quien decía ser hija del ministro de
Hacienda que envió las reservas de oro del Banco Central de España a la
Unión Soviética, aunque nadie la creía, y a la que, en cierta ocasión, una
mujer le preguntó si era actriz. «No señora —respondió—, no soy actriz. Soy
puta». También de la limpiadora, «una señora encantadora que estaba en los
lavabos y tenía un delantal grandísimo, blanquísimo, impoluto». Esta ejercía
también de teleoperadora involuntaria y, un día que estaba hasta los huevos:
—El teléfono estaba cerca de la puerta del lavabo y, desde ahí, la
pobrecita llamaba a todo el mundo: «¡Fulano de Tal!». Entonces, va y dice:
«¡José García Nieto!». Se levantó García Nieto y preguntó: «¿Es a mí?». «¡Sí,
es a ti, gilipollas!». Y se la llevaron al psiquiátrico.
Un fijo del Gijón era el actor y guionista Pedro Beltrán, un bohemio que
se autodefinía como «el mendigo más elegante del barrio», vivió toda su vida
en pensiones y del que cuentan que nunca pagó una consumición en el icónico
café ubicado en el Paseo de Recoletos.
—Estábamos todos comiendo y encontramos una cucaracha en la paella.
Y fue Beltrán al Mono[4] y le dijo: «Oye, Pepe, ¿no te importa cambiar esta
cucaracha por una gamba?».

La siguiente estación era el Pub Oliver, ubicado en la Calle Xiquena,


esquina con Almirante. Pertenecía al crítico y periodista cinematográfico
Jorge Fiestas, quien lo había fundado con el dramaturgo Adolfo Marsillach.
Asidua al lugar era Ava Gardner, con quien Raúl se encontró alguna vez:
—Estaban todos los grandes, los escritores, los catalanes, como Goytisolo,
que era muy amigo mío, o Gil de Biedma. También iba mucho con Ángel
González, a quien quería un montón. Luego llegaron los estalinistas cursis y
lo secuestraron.
—¿Los estalinistas cursis?
—Prefiero no dar nombres. Volviendo a Oliver: a veces, la policía hacía
redadas, metía a los homosexuales en las lecheras y nosotros protestábamos y
armábamos un follón… Éramos todos amigos y hermanos.
Después, Raúl solía acabar en el «magnífico» Bocaccio. La versión
madrileña de esta discoteca, impulsada originalmente en Barcelona por el
promotor cultural Oriol Regàs, se inauguró el 4 de abril de 1971. Ubicada en

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la calle Marqués de la Ensenada, cerró en junio del 96 al acumular 22
expedientes por incumplimiento de horarios, tres por consumo de drogas en el
interior del local y uno por permitir la entrada de menores de dieciséis años.
Si la noche invitaba a seguir, Raúl acudía a El Junco, una sala de
conciertos próxima a Alonso Martínez, y si el plan sobrepasaba el amanecer,
junto a Paco Rabal, frecuentaba las gasolineras y las ventas de carretera.
—Ahí comíamos pisto con tomate a las cinco de la mañana entre gitanos,
chulos, putas, chinos y policías. Y cantaores.
—Eso ahora cuesta una pasta.
—Entonces también era caro. Me hice amigo de Manolo Caracol. Cantaba
por lo bajini en la barra. Yo le hacía la pelota, a ver si me invitaba a un
whisky, porque el whisky valía un huevo.
—¿Y a qué hora llegabas a tu casa?
—Y yo qué sé… Según lo que tardáramos en desayunar en la
Chocolatería San Ginés.

Raúl me dijo que las tres personas más divertidas que ha conocido en su
vida son Manuel Benítez El Cordobés, Lola Flores y Paco Rabal: «Esos solo
podían ser españoles».
Del diestro no me habló mucho. En 1980, como ya hemos comentado,
Raúl publicó Un ataúd de terciopelo (Ediciones Zeta), un libro firmado junto
a Diego Bardón en el que, aprovechando el retorno de El Cordobés a los
ruedos —después de estar siete años retirado—, intentaba descubrir «a un ser
humano que va metido en un traje de luces». Este reportaje largo, hibridado
con la novela de no ficción, recoge momentos extraordinarios. Va un ejemplo:

Tardó en decidirse a volver a matar toros porque en primavera se


había roto la pierna por encima del tobillo. Y aunque la mentira oficial era
que se había roto la pierna en una cacería, la verdad es que se la quebró
cuando las caderas de una bailaora se le cayeron encima de golpe.
Aquella noche Benítez, absolutamente borracho, pidió que soltaran los
gitanos. Una de las bailaoras gitanas acreditaba mucho pellizco en la
danza y encandiló a Benítez. Uno de los acompañantes asegura que la
invitó sobre una mesa de cuatro palmos:
—Bailaron los dos como locos. Benítez se tambaleaba. Y en un
vaivén, la mujer le cayó sobre la pierna y le rompió el empeine.

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Al torero de Palma del Río no le terminó de convencer el contenido de la
obra —en absoluto agresivo—, y tras su publicación, marcó distancias con el
periodista.
Raúl evitó hablarme de sus juergas con El Cordobés y me remitió a la
lectura de Un ataúd de terciopelo. Sí me mencionó que, durante esa
temporada taurina, Benítez llegaba en una avioneta suya a las ciudades en las
que tenía faena. Cuando se presentó en Granada, uno de los mecánicos del
aeródromo —o lo que fuera— le saludó. El torero le expresó que tenía
molestias:
—No ando bien —dijo Benítez—. Me tienen que operar.
—¿De qué, hombre?
—De un tanto así de picha que me sobra.
Una vez, estando Raúl y El Cordobés «emporraos», se subieron a la
avioneta y, colocado perdido, el diestro la arrancó y dieron un paseo por los
aires:
—Me decía: «Tengo la cabeza troná, pero esto va como una pava, con
una sola mano». Cuando transcribía la cinta, Natalia, la pobrecita, no se lo
podía creer.

Se dice que el New York Times publicó una crítica sobre una actuación de
Lola Flores en la ciudad que nunca duerme que rezaba lo siguiente: «Ni canta,
ni baila, pero no se la pierdan». La cosa se convirtió en viral, como dicen
ahora los modernos, pero, como apuntó José Manuel Gómez en un artículo
publicado en El Mundo, todo apunta a que se trata de una leyenda urbana
porque, «de momento, no se ha encontrado el facsímil». Además, existen
divergencias en el cuándo: hay quienes sostienen que esa cita fue publicada
en 1953, cuando La Faraona actuó por primera vez en Estados Unidos,
mientras que otros señalan que así anunciaba el diario americano el concierto
que la cantante ofreció en el Madison Square Garden en 1979.
—Yo no sé —me dijo Raúl— si eso lo publicó el New York Times o no,
pero el primero que lo dijo en España fui yo.
Raúl quiso mucho a Lola Flores, a quien conoció «casada, abuela y
formal»:
—Le gustaban las patatas con caldo, la chusma, el ángel, el talento.
Cuando alguien le caía en gracia, se proclamaba su Virgen de los
Desamparados.
Raúl vivió con Lola Flores alguna de las juergas más divertidas de su
vida:

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—Cuando se emborrachaba Manolo Caracol, lo llevaba borracho en una
carretilla.
También fue compañera de casinos:
—Una noche nos lo fundimos todo a la ruleta, luego nos fuimos a las
máquinas hasta que nos quedamos tiesos como garrotes y, cuando estábamos
bocas, íbamos los dos dando sablazos. También he jugado con ella en el
Canoe.
Antonio Pérez Henares me habló de una Nochevieja que pasó con Raúl y
todo el clan de los Flores:
—En su casa estaban El Pescaílla, Antonio Flores, todas las pata negra,
no sé si las Azúcar Moreno, que estaban buenísimas. En un momento, tras
mucho whisky y farlopa que pasaba por ahí, llamaron al Pescaílla, al que
habían acostado antes: «Padre, acuéstate, que luego tienes que tocar». Y el
padre se levantó encantado. No he visto una farra igual. Y cuando terminó,
nos vinimos para acá Raúl y yo. Me preguntó que qué tal, y yo me quedé sin
palabras. Fue impresionante. Y Raúl era absolutamente querido y bien
recibido allí. ¡Cuánto lo querían, Jesús! Y es que al cabrón hay que quererlo.
En 1993, Lola Flores y su hija Lolita presentaron en Antena 3 Sabor a
Lolas, espacio dirigido y guionizado al alimón por Raúl del Pozo y Javier
Rioyo. Aunque la cantante ya estaba enferma y «mostraba su axila que el
cáncer iba devorando», seguía siendo una emperatriz, una diosa de la pequeña
pantalla. Un absoluto animal televisivo:
—Yo le llevaba a escritores como Umbral, Sádaba, Vázquez Montalbán,
Aranguren, Luis Antonio de Villena… Lola ya estaba enferma de cáncer y,
aunque era magnánima y cordial, una mañana, mientras grabábamos, delante
de cámaras, público y todo dios, me chilló: «¡Estoy hasta el coño de que
traigas filósofos!».
A quien sí le gustó entrevistar fue al actor que encarnaba el Pájaro Espino,
así como a un cómico que entonces estaba empezando y hoy es un grande de
la patria, una gloria nacional:
—Me dice un día: «Trae a Chiquito de la Calzada, es un genio». Y a mí
no me hacía gracia. Lo saqué en Sabor a Lolas, pero poco. Es uno de los
errores de mi vida.
—¿De verdad que no te hacía gracia Chiquito?
—A mí el que me hacía gracia era Gila cuando hablaba. O sea, no en el
show, sino cuando conversaba en privado. Contando su vida era maravilloso.
Nos decía cosas de la guerra, del hambre, de la miseria, y luego, de sus líos
tremendos con las mujeres.

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El moro Muza, el del Candela, me contó que Raúl tuvo durante un tiempo
que no me supo especificar un apartamento en Prado del Rey que fue un
picadero comunitario. Siguiendo el consejo de un Pepito Grillo licenciado en
Derecho, no expondré aquí los nombres que se me dijeron, una vez que
tampoco tengo pruebas más allá de la declaración del burlanga borracho y de
las negativas de los sujetos señalados. Raúl no se quiso mojar en el tema de
los nombres, pero sí me reconoció la existencia de ese apartamento y que
muchos lo aprovecharon para llevar a cabo fornicios extramatrimoniales. Solo
me habló de un caso concreto:
—Le dejé las llaves a un amigo mío, José Luis Navas, que estaba liado
con la Viuda de España. Y una vez fui sin saber que estaban y, al abrir la
puerta, vi el espectáculo más grande de mi vida: a una diosa hispalense, a una
folclórica mítica, tapando su desnudez con una sábana.
Según me contó Muza, a ese apartamento también iba Paco Rabal.
—En Cuenca —me dijo Angelines del Pozo— estuvo una vez con Paco
Rabal. No sé por qué vinieron, pero por la noche se fueron de juerga. Al día
siguiente, eléctrica, Asunción Balaguer llamó a Paco Rabal, porque eran las
dos del mediodía, estaba en Cuenca, y a las cuatro tenía que estar en una boda
de la que era padrino.

En los ochenta, Raúl del Pozo firmaba reportajes y entrevistas en Interviú,


«cuando era una revista de mujeres desnudas, pero también hacía el
periodismo de denuncia más importante del país».
—Cuando entrevisté a Paco Rabal, me dijo: «Franco es un asesino
nacional y el Papa uno internacional». También me contó: «Me hago pajas
pensando en Asunción». La entrevista se publicó y él creía que no iba a
reflejar esos textuales. Me llamó y me dijo: «Eres un hijo de puta: me has
jodido una campaña de champán. Me sonríes con esas encías, tienes erótica,
pero eres un hijo de puta».
Pérez Henares me dijo que Paco Rabal fue, «fundamentalmente, el
grandísimo amigo de Raúl».
—Yo entraba a Bocaccio si estaban ellos; si no, no me dejaban entrar. Ese
era un mundo muy golfo y muy divertido, y ahí, Raúl y Paco eran dioses. Yo
tendría veinte o veintiún años. Estaban un fiscal del Supremo, José Vicente
Chamorro, Raúl, Paco Rabal, Juan Diego, todos del PCE. Recuerdo también a
Tito Fernández, a gente del Gijón, y yo iba, hacía mis primeros pinos, ligaba
con actrices…

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En una de estas, Pérez Henares se lio con una actriz que, a su vez, estaba
saliendo con Damián, el hermano de Paco Rabal.
—Raúl y Paco me daban consejos sobre cómo ligar, y un día viene Paco,
me pregunta qué tal me ha ido, y le dije que bien: «Le he hecho lo que me has
dicho y…». «¿Y quién es?», me preguntó, y cuando se lo dije, saltó: «¡Me
cago en la madre que te parió! ¡Mi hermano te mata a ti, me mata a mí…!
Tíratela un par de veces más, y ni una más, que entonces te pillan».
En otra ocasión, estaban en la Castellana Raúl del Pozo, Paco Rabal y
Antonio Pérez Henares:
—Le apostamos que no ligaba —me contó Chani—. Paco estaba ya viejo,
con la nariz rota, y él dijo que desde el punto en el que estábamos hasta el
semáforo de Génova, era capaz de ligar. ¡Y lo hizo! Paco era un monstruo.
Tito contaba que llegaban a París y había cola. ¡Cola para follar! ¡Lo mataban
vivo!

En 1965, Paco Rabal fue nombrado jurado de Lady Europa, un concurso


que se celebraba en la localidad italiana de Cortina d’Ampezzo en el que,
según relata Juan Ignacio García Garzón en Paco Rabal: Aquí, un amigo (Ed.
Algaba, 2004), se premiaba a alguna mujer destacada tanto por su actividad
artística como por su belleza. El actor invitó a Raúl para que fuera su
compañero de juergas y, con el pretexto de que cubriría para Pueblo aquel
evento, la organización del certamen le pagó el viaje.
Sobre ese episodio escribió Raúl en su artículo «Ratas de hotel»,
publicado en El Mundo el 11 de julio de 2003:

Cuando entro en un hotel siento el perfume de Mata-Hari, pienso que


Joan Crawford estará de taquígrafa y que encontraré en la barra del bar a
Greta Garbo. Tengo los hoteles mitificados desde que Paco Rabal me hizo
un test en Cortina d’Ampezzo para demostrarme que todo lo que sueñas o
necesitas lo encuentras en un hotel. Decía yo: «¿El Herald Tribune?». Y
él contestaba. «Sí». «¿Un condón?». «Sí». «¿Un médico?». «En cinco
minutos». Le pregunté por cosas disparatadas: putas, limpiabotas, helados
de fresa, un sacerdote, cocaína, la Divina Comedia, un partido de fútbol,
el gimnasio, un perro… y a todos mis caprichos contestaba: «Por
supuesto. No hay nada que no puedas lograr en un hotel de cinco
estrellas».

Por su parte, el propio Raúl me contó la segunda parte de ese viaje:

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—Entonces, yo llevaba barba de dos días. Salí de mala manera, y tenía
pinta de asesino. De hecho, una vez fui con un fotógrafo amigo, Germán, por
la mañana a sacar dinero al banco. Él iba cargado con todos los aparatos y tal,
yo con la barba de asesino, y por poco nos levantan las manos. Pues con esa
cara fui a Milán.
Antes de arribar a Cortina d’Ampezzo, Paco Rabal y Raúl hicieron, pues,
una parada discotequera en Milán, donde estuvieron tomando copas a
mansalva hasta que, de pronto, desapareció el reloj del actor:
—Entonces, Paco le dijo a un camarero: «Dile al jefe que venga». Y
cuando llegó el jefe, le dijo en italiano, casi siciliano: «Este es mi primo. Este
es capaz de sacar las tripas. Quiero el reloj antes de una hora». Y antes de una
hora no, a los cinco minutos tenía el reloj encima de la mano. Fue una
interpretación magnífica. Los italianos se la tragaron y pensaron: «Estos nos
cortan los huevos».

Me habló el Muza de una noche en la que Paco Rabal y Raúl del Pozo
estaban de copas en Bocaccio, se quedaron sin blanca, pidieron una botella de
Ballantines y el camarero, anticipando a José Mota, les dijo: «Hoy no,
mañana». El actor y el periodista insistieron en vano, se indignaron como
tertulianos a la hora del vermú, hasta que al primero se le ocurrió una idea:
—Mira, Raúl: esto es una vergüenza. Yo te digo que nos vamos a Roma y
tenemos casa, whisky, comida y tías, fijo.
El moro burlanga continuó su relato añadiendo que, a los dos días, Raúl
apareció solo en Bocaccio, con unas ojeras como las de Lou Reed en la
carátula de su álbum Transformer, barba de lija y una sonrisa como de gato
Chesire. El camarero le preguntó, uno, qué quería tomar, y dos, qué motivos
justificaban esa sonrisa de justiciero satisfecho.
—Lo cuento si me pones una botella de Ballantines, y gratis.
El camarero, carcomido por el morbo, aceptó esas condiciones y se puso a
escuchar.

Raúl me dijo que mi confidente me engañó parcialmente:


—No estábamos en Bocaccio, sino en la discoteca de los Pied-noir, detrás
de la Gran Vía. Estábamos Paco y yo ciegos, y me dijo: «Venga, vámonos. Sé
de un hotel en Roma donde marcas el 2 y te la chupan». «Eso es mentira».
«Ahora lo verás. Vámonos».

Página 203
Primero fueron a casa de Raúl a coger su pasaporte; luego, a la de Paco
Rabal. La esposa de este, Asunción Balaguer, recordó el momento en una
entrevista concedida a El País el 26 de septiembre de 2009:
—Una vez llegó a las cinco de la mañana a casa, con su amigo Raúl del
Pozo: «Asunción, dame el pasaporte, que me voy a Roma a enseñarle un hotel
a Raúl».
Llegaron a Barajas y, a eso de las siete y pico de la mañana, sacaron dos
billetes, pagados con la tarjeta de crédito del intérprete, para el primer vuelo
de Iberia rumbo a la capital del Tíber. Al salir del aeropuerto de Fiumicino,
los taxistas que reconocieron a Rabal —allí, don Francesco— empezaron a
discutir entre ellos para ver quién llevaba en su coche a tan reconocido actor.
Ganó la disputa un taxista de la mafia que los condujo al hotel Jolly. Según
García Razón, fue el actor Fernando Rey quien recomendó a Paco Rabal los
servicios especiales del citado establecimiento: «Paco, me he cambiado de
hotel. Estupendo hotel; se llama Jolly, y puedes llamar directamente a España
y a cualquier otro sitio sin pasar por la operadora. Marcas el 1, luego el prefijo
de la ciudad que quieras y puedes comunicar. Marcas el 3 y sube el camarero.
Marcas el 4, la lavandería. Pero amigo, marcas el 2 y sube una camarera y te
hace un pompino».
Raúl, poco amigo de disertar sobre este tipo de cosas, me reconoció que,
en efecto, los hechos confirmaron que su gran amigo tenía razón: marcó el 2 y
le comieron el Calipo. El periodista regresó solo a Madrid; el actor se quedó
un par de días más.

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26
CELA Y UMBRAL

J. F. Ú.

De todos los personajes a los que ha conocido Raúl, Camilo José Cela es
«el más grande, el más complicado, el más laberíntico e inexplicable». El
periodista no recuerda cuándo fue la primera vez que conversó con el
marqués de Iria Flavia; cree, sin estar del todo seguro, que fue en una
entrevista. Sí sabe que se hicieron amigos, muy amigos, a finales de los
ochenta, cuando el autor de La familia de Pascual Duarte fichó como
columnista de El Independiente, poco tiempo antes de recibir el Nobel de
Literatura:
—Estuve en la ceremonia. Le decía: «¿Cómo lo vas a hacer, Camilo? A
un lado tienes a la reina y al otro a la primera dama, Carmen Romero».
«Bueno, pues estoy cinco minutos con una y cinco minutos con la otra». Y
esto no se me va a olvidar nunca: cuando terminó el festín, se le acercó su hijo
y Camilo le paró estirando el brazo y con la mano abierta.
—¿A qué se debió esa reacción?
—Cela ya estaba con Marina Castaño, y el hijo se puso de parte de la
madre, Rosario Conde. Camilo lo pasó muy mal. Lo dejaron tieso, sin un
duro.
Insiste Raúl con que nadie le ha impresionado tanto en su vida como Cela:
—Una de las cosas que yo no he descubierto nunca es por qué me quería
tanto Cela. No lo sé. Era al que más quería.
—¿Más que a Umbral?
—Una vez me pregunta: «¿Qué te parece Umbral?». «Muy bueno», le
digo. «Sí, pero le pierde el ingenio».
Cela tuvo tuberculosis y, durante su estancia en un sanatorio —sobre ello
escribió en su segunda novela, Pabellón de reposo—, devoró los libros de las
editoriales Austral y Rivadeneyra. A los clásicos se los aprendió de memoria

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y, como subraya Raúl, «se le metió la música de las palabras». El periodista
me dijo de su amigo que tenía cosas muy desagradables, que presumía de ser
un cabrón, aunque en su literatura «se le escapa la piedad y cuenta cómo las
mujeres espantan las moscas de las piernas de los ahorcados».
—Echaba pedos, comía pajaritos. Le decía: «¡Pero cómo puedes comer
pajaritos! ¡Los grandes poetas alemanes cantan a los jilgueros, a los
ruiseñores!». Y él saltaba: «Bah».
—Me suena que alguna vez escribiste que, en uno de esos ágapes aviares,
por llamarlos de algún modo, tú participaste.
—Después de ir a los burros de Rute, con Serafín Quero y el doctorcito
Andrés Sánchez Cantos. Me sentaban muy mal.
Según le dijo Cela a Raúl, en cierta ocasión, durante la Guerra Civil, en la
que el escritor gallego combatió en el bando nacional, entró con su regimiento
a un sitio en el que estaba tocando una señora el piano. En el lugar había un
periquito:
—Nos cagamos en el piano y nos limpiamos el culo con el periquito.
Una tarde, Cela invitó a Raúl a su casa para tomar el té. Quedaron a las
cinco. Una vez en el salón de la casa del Nobel, este se levantó y, todo tieso,
le contó al periodista:
—Vengo del entierro de mi capitán. Había seis o siete personas y era un
gran hombre. Recuerdo cuando estábamos en el frente de Extremadura, en un
altillo, pasaba un río, nosotros estábamos arriba y el enemigo, fíjate, el
enemigo abajo. Nos pegaban cada zambombazo, tiraban a dar… Y le digo a
mi capitán: «Mi capitán, ¿por qué no envenenamos el arroyo?». Y dijo: «Eso
no lo puedes hacer según la convención de Ginebra».
—Eso me lo dijo —me aclaró Raúl— para remarcar que era un buen
hombre y para lamentar que no había nadie en el entierro. Esto te lo cuento
para que veas lo que era Cela: tenía la ternura de comprender a su capitán y la
maldad de decir que había que envenenar al enemigo.
—¿Cuál te gusta más, Camilo —le preguntó una vez Raúl—: la Flores o
la Mazagatos?
—La Mazagatos, sin lugar a dudas.
—¿Por qué?
—Por el nombre.

A veces, Cela, ese gigantón de cara caballuna, cuerpo de ogro y apariencia


temible, reaccionaba con la matemática sencilla de un niño celoso que
reclamaba atenciones:

Página 206
—Un día hice un cordero para Saramago. Umbral, que lo contaba todo, lo
escribió en un artículo: «Anteayer estuvimos en casa de Raúl del Pozo, que
hizo un cordero magnífico. Estuvimos Saramago, Pilar del Río, Natalia,
España y yo». Y Camilo va y me llama a las nueve y media: «Raúl, soy
Camilo. Umbral y tú sois un par de gilipollas. Haber invitado a cordero a ese
peñazo de Saramago», pum, y colgaba.
Cada vez que Raúl escribía algo sobre Cela, este le llamaba a las once de
la mañana, con puntualidad británica, y le decía: «Raúl, gracias. Mano
maestra». Y colgaba seco, zas, sin dar margen al interlocutor para ofrecer una
respuesta. Una vez, el periodista le proporcionó, sin quererlo, una historia:
—Le digo yo un día: «En La Torre había un hombre, que se llamaba
Máximo, que empezó a engordar. Quiso adelgazar, no lo consiguió, cogió una
depresión y se ahorcó». Y él se levantó a por un cuaderno escolar, azul, con
tapas de hule negro, y me dijo con agobio infantil: «¡Espérate, que lo voy a
apuntar!».
Raúl visitó a Cela en el hospital en el que agonizaba catorce horas antes
de su muerte. Estuvo en la habitación con Marina Castaño y, como se negó a
verle intubado, cuando ella le contó a Cela que su amigo había acudido para
verle, este dijo: «Es un cagón».
Rafael Sánchez Ferlosio recibió el Premio Mariano de Cavia 2001. En la
ceremonia de entrega del galardón, Cela llamó «como un sargento» a Raúl y,
cuando se acercó a él, le dijo:
—Paco se nos muere.
El Nobel murió un par de meses después; Francisco Umbral, en cambio,
siguió con vida seis años más. Durante ese periodo, estuvo muy enfermo.
Raúl lo recuerda sin poder andar, viendo mal y oyendo peor: «Un día lo vi en
el Ritz y lo saqué casi a cuestas mientras su mujer, María España, buscaba un
taxi bajo la lluvia».

Al poco de arrancar mi relato dije que a Raúl lo conocí el 9 de agosto de


2013, cuando fui a preguntarle sobre Umbral para un reportaje que publiqué
pocas semanas después en la revista digital, ya desaparecida, Unfollow
Magazine. Escribí ese texto por tres motivos: el primero, me gustaba el autor
de Los helechos arborescentes; el segundo, la legión de imitadores era
entonces más discreta, y, tercero, desde el mismo momento de su muerte, el
28 de agosto de 2007, coincidiendo con el fallecimiento del futbolista del
Sevilla Antonio Puerta, el gran violinista de los periódicos, uno de los
mejores prosistas en español de los últimos cien años, había sido devorado

Página 207
por el ostracismo no solo mediático y/o virtual, sino también editorial: el
aventurero que quisiera encontrar sus novelas y sus libros de artículos debía
peinarse —placer muy sano, por otra parte— las librerías de segunda mano
del reino.
Tras la muerte de Umbral, El Mundo publicó un centenar de columnas de
un centenar de autores en el hueco de la última página donde,
tradicionalmente, residían los textos del escritor vallisoletano. En su
momento, el que por entonces era el director del diario de Unidad Editorial,
Pedro J. Ramírez, negó que esa miscelánea plural e ingrávida fuera «un
concurso para buscar a su sucesor o una manera de ganar tiempo hasta tomar
una decisión»: «La elección de Raúl estaba muy clara, tanto para mí como
para el resto de la dirección. El propio Umbral era consciente de que era, no el
heredero, pero sí el sucesor».
Así, el 18 de diciembre de 2007 Raúl del Pozo estampó por vez primera,
en el hueco que dejó su difunto amigo, su nuevo municipio columnístico, «El
ruido de la calle», que fue inaugurado con un artículo titulado «Treinta
vírgenes de Gadafi» que arrancaba así: «Buenos días a casi todos, salud y
libertad».
«Esto no es una sucesión —declaró Raúl cuando tomó posesión de su
nuevo cargo—, solo los reyes se suceden. Además, no se puede suceder a un
genio. Y Umbral lo era».

Consulté a Raúl para un reportaje sobre Cela que publiqué en Libertad


Digital en octubre de 2016. Me dijo que el autor de Madera de boj —novela,
por cierto, que Raúl me recomendó, no exagero, a lo largo de veinte comidas,
hasta que a la vigesimoprimera acudí con un ejemplar y, con toda sinceridad,
le dije: «No sé si la entiendo, pero me gusta»— fue «el gran escritor del siglo
XX»: «Con todas sus contradicciones, es superior a Valle-Inclán, que se queda
en la pajarería modernista y, su literatura, a veces, suena ya pasada, y a
Baroja, que era un gran novelista, pero no tenía estilo».
Raúl no tenía a Umbral en el sanctasanctórum donde sí tenía a Cela, si
bien lo quiso y lo admiró/admira muchísimo:
—Es un gran escritor. Yo no me puedo comparar con él: Umbral se
convirtió en un mito y además con razón. Tenía un dominio de las palabras
esplendoroso. Era un ladrón de oído: cogía al 27 y lo mejoraba; hablaba sobre
Baudelaire, y escribía como Baudelaire o mejor que él. Tenía un talento como
nadie.

Página 208
Va una teoría subjetivísima, que igual me vale un capón —verbal— de
Raúl cuando la lea: no sé hasta qué punto esos elogios tienen más que ver con
la humildad visceral y extrema de Raúl que con la veneración literaria. Raúl
es tan brutalmente modesto, y es tan consciente de la longitud de la sombra de
Umbral y de su mitificación, que siempre se ubica, con respecto al
vallisoletano, en un segundo plano, al menos literario. Como no quiere que le
comparen con Umbral por el tema de ser el heredero de su dacha, en cuanto
se lo mencionan, Raúl se empequeñece y riega de elogios a su predecesor:
—Umbral es un escritor grandioso, un estilista sin precedentes. Inventó
una manera de escribir. Escribía como Dios.
—Eso es un tópico —le digo.
—Tienes razón. A mí, el que más gracia me hace es «escribe como la
copa de un pino». «La copa de un pino»: lo veo de una vulgaridad tremenda
—me dijo entre risas y, volviendo a Umbral—. Tenía estilo. Le salía natural.
No lo forzaba. Improvisaba.
—Arturo Pérez-Reverte discrepa contigo en eso.
—Arturo lo despreciaba. Si no es por mí, le hostia.
En una conferencia de prensa celebrada en Buenos Aires, Pérez-Reverte
dijo que Borges fue un escritor «inmenso y enorme», aunque tenía cosas de
«gilipollas». Umbral acusó al autor de La tabla de Flandes de haber utilizado
al argentino «para atacar a todos los escritores de prosa pura, de creación
verbal». En un artículo publicado en El Cultural el 9 de mayo de 1999,
titulado «Sobre Borges y sobre gilipollas», el cartagenero escribió:
«Comprendo que debe de ser muy duro ganarse la vida haciendo magníficos
artículos de folio y medio cuando lo que a uno le gustaría es ser novelista, y
vender muchos libros».
Cinco años después, en una columna titulada «Episodios nacionales»,
publicada en El Mundo el 11 de octubre de 2004, Umbral atacó de nuevo:
«Entre la pornografía histórica y la pornografía de Almudena Grandes uno se
queda con Pérez-Reverte y con la bandera roja y gualda». Y, poco después, en
la ceremonia de entrega de los Planeta, declaró que el académico «tampoco
tiene estilo y ningún crítico se lo reprocha».
Pérez-Reverte disparó fuego a discreción en un artículo publicado en El
Semanal el 27 de noviembre de 2005, titulado «El muelle flojo de Umbral»,
en el que criticaba la «bajeza moral» de este por atacar a novelistas ancianos o
fallecidos: «Umbral tiene la bajunería de salpicar con él su literatura. Su bello
estilo. A todo eso añade una proverbial cobardía física, que siempre le

Página 209
impidió sostener con hechos lo que desliza desde el cobijo de la tecla. Pero al
detalle iremos otro día. Cuando me responda, si tiene huevos».
—Le iba a dar un par de hostias —me repitió Raúl— delante de mí. Y fui
yo quien lo paré, en el Gijón. No he visto una cara tan pálida en mi vida como
la de Umbral en aquel momento. Tal vez, la que yo tenía el 23-F. Se fue
encogiendo mientras el otro se dirigía a él con empaque de mosquetero. A
Arturo solo le faltaba la espada. Lo trató como a un perro. No: porque Arturo
ha tratado muy bien siempre a los perros. Umbral hablaba con voz ronca y
tartamudeaba. Y Arturo le decía: «¿Por qué no salimos a la calle? Eres un
plagiario que no tiene huevos». Fue muy violento, porque yo quería a los dos.

Ya he contado que Umbral y Raúl se conocieron en Cuenca, aunque su


amistad fue cebada en la barra del Café Gijón. Entonces Umbral era «pobre y
dandi», «aficionado a las gatas», «bebía leche» y «tenía la tensión como un
soldado y el nardo como una piedra». El primero dice que le dio al segundo
un gabán, una amante y un trabajo; el segundo solo dice que es verdad lo del
curro —como ya se ha dicho— le sustituyó en la agencia Eurofoto, de Gianni
Ferrari.
—Él me decía: «Tengo dos condones: uno para mí y otro para ti, que eres
pobre».
Umbral quería a Raúl, pero no se fiaba de él. Así lo reflejó el conquense
en el obituario que escribió sobre el Premio Cervantes del año 2000, titulado
«Un coño en la solapa», porque:

Según él mismo contó en Los amores diurnos, necesitaba una flor


para la solapa y le pidió a una niña, con risa de recreo de monjas, la flor
de su vulva con el tallo vaginal. Con tan rosada flor en la solapa asistió a
una cena donde había académicos. Pero fue el Nuncio de Su Santidad el
que le dijo: «Pero si eso que lleva usted en la solapa es un coño». Tal vez
por esa historia y otras parecidas Paco se murió sin entrar en la Academia,
aunque decía que el académico es un señor que al morir se convierte en
sillón.

Buceé en la biblioteca de Raúl, encontré Amores diurnos, leí el fragmento


al que hacía referencia en su obituario, y me surgió una duda:
—Oye, yo creía que se refería a algún tipo de flor con forma de chichi,
pero no, no: dice que iba con un chichi.
—No, hombre: seguro que habla de un clavel. Déjame ver.

Página 210
Raúl le echó un vistazo al fragmento y, en efecto, entendimos que se
trataba de un juego literario —o de una fanfarronada:
—Este libro sería imposible de publicar ahora.

Página 211
27
LOS JÓVENES AIRADOS

J. F. Ú.

Raúl del Pozo protagonizó una intensa tournée mediática el 16 de julio de


2019, por esto de que se celebraba el quincuagésimo aniversario de la llegada
del hombre a la Luna y él, medio siglo atrás, fue uno de los periodistas
españoles —junto a Jesús Hermida o José María Carrascal— enviados a Cabo
Cañaveral, donde informó para Pueblo del lanzamiento del Apolo XI y de su
posterior alunizaje, cuatro días después.
Raúl fue consciente de que «vivía un momento extraordinario» y recordó
cómo vio, a menos de un metro, a los tres astronautas dirigirse hacia la nave,
por un pasillo de plástico. Sonreían: «Se me puso la carne de gallina. Era un
momento histórico, como cuando Colón llegó a América. La gran incógnita
era si podrían volver. Y volvieron».
Entonces, publicó en Pueblo tres textos titulados, respectivamente, «El
hombre salió hacia la Luna», «El hombre llegó a la Luna» y «El hombre
volvió de la Luna».
En la tarde de ese martes de 2019, Raúl estaba de mala hostia porque a
uno de los periodistas que le había preguntado sobre sus crónicas lunares le
había dicho que al satélite nuestro arribaron tres personas, y un par de tuiteros
le reprocharon que «llegaron dos y uno se quedó en la nave».
—¡Pero qué tontería es esa! Me han escrito dos o tres para decir que me
he equivocado. Pero qué gilipollez…
Raúl estaba cansado y no tenía ganas de hablar. Voy a consumar una
pequeña traición —es muy coqueto y le jode que cuente estas cosas—: me lo
encontré con una camisa de lino medio desabrochada, unos pantalones cortos
y unas zapatillas de andar por casa —en realidad, me recibió con un look
típico de verano, lo que pasa es que a él lo que le gusta es que diga que luce
como un senador romano vestido por Armani.

Página 212
Yo iba con unas pintas similares.
—Me han hecho tres entrevistas en la radio, ha venido televisión, me he
tenido que lavar, peinar…
—No tienes pelos —le corté— en las piernas. Parecen de mujer.
—Pues anda que tú —señaló las mías, tupidas como la taiga escandinava
—… parecen de mono.
Apareció Jessica en el jardín con una bandeja de plata en la que había un
cuenco con aceitunas, un plato pequeño con unos sándwiches troceados de
jamón y un par de vasos. Raúl me mandó a su bodega doméstica, me dijo que
cogiera la botella que quisiera, opté por un oporto, serví el extraordinario
vino, y Raúl tomó la palabra:
—Yo no sé cómo estalla el periodismo en España. Jesús Nieto, por
ejemplo. ¿Cómo se puede tener a un tío en un periódico como El Español,
durante ocho o diez horas, por 1.000 euros?
—No es el peor de los casos que conozco.
—Los jóvenes sois un atajo de canallas porque no lucháis por vuestros
derechos. Los de Silicon Valley, esos hijos de puta, se pusieron a jugar al
pimpón en un garaje e inventaron el mundo nuevo. El mundo nuevo consiste
en que hay una élite, una superestructura del neoliberalismo, que cada tipo de
los que trabajan en una multinacional gana más que, yo qué sé…
—Media Europa.
—Por ejemplo. Y hay millones de jóvenes, no solo aquí en España, en
todo el mundo, mileuristas, cieneuristas, y cada vez es peor.
—Luego están los que trabajan gratis que, en primer lugar, se disparan
ellos mismos a sus propios pies, pero, en segundo, disparan a los demás:
cuando vas a un periódico y le ofreces un reportaje por equis dinero, más de
uno te dice: «No, gracias, porque tengo a Fulano, que me lo hace por equis
menos diez».
—Hay una nueva esclavitud posmoderna que consiste en que ya no hay
posibilidades de luchar. Ya no hay sindicatos de clase, no hay nada. La gente
está condenada por una élite que se forra. Y luego hay esclavos bien vestidos.
No van vestidos como antes, porque van al Corte Inglés o al Zara. Pero son
verdaderos esclavos. No se puede seguir así. ¡Cuando hay más dinero que
nunca! Tú vas a un periódico y ves que hay tíos que ganan 200.000 euros y
otros 500. ¿Pero qué es eso?

Raúl del Pozo almacena su bondad en una especie de presa de las Tres
Gargantas que abre y cierra sus compuertas según a él le apetece o considera

Página 213
justo. Muchos periodistas jóvenes nos hemos beneficiado de esa generosidad
desinteresada e inmensa, que es trasvasada a través de llamadas de teléfono
interesándose por nuestra situación, celebrando comidas entre amigos que no
lo éramos hasta que él nos presentó, proporcionándonos contactos que no
conseguiríamos de no conocerle, etc.
A Raúl le gusta promocionar canteranos: luego, unos salen como Casillas
y otros como Faubert —ese francés barrigón que, en mitad de un partido de
fútbol, se quedó dormido en el banquillo—, pero él siempre tiende la mano,
da la alternativa. Y forma o, al menos, intenta formar cuadrillas de
banderilleros.
Miembro destacado de una de las últimas hornadas raulinas es el
columnista de ABC Castilla y León Guillermo Garabito, quien, por teléfono,
me dijo que nuestro pope «va dando la bienvenida a todos los periodistas
jóvenes a Madrid»: «Si la Asociación de la Prensa tuviera una mínima
consideración le pondrían un sueldo vitalicio por haber logrado que más de un
aspirante desencantado no se tirara por un puente al ver que este oficio es un
suicidio en diferido».
—¿Qué crees que vio Raúl en tu escritura?
—La felicidad es el día que uno sale por primera vez en una columna de
Raúl del Pozo en negrita —me contó Garabito—. Dijo de mí entonces que
«hay una nueva estrella en el firmamento». Más allá de eso, no tengo ni la
menor idea. Y prefiero que no le preguntes a él, no sea que tampoco sepa
responder.
El joven columnista vallisoletano celebró cómo el maestro «acoge a los
jóvenes con su magisterio cenital, que consiste en tratarnos bien, en llevarnos
a comer donde Lucio y paella otros días».
—Esa generosidad —le dije a Garabito— solo la he visto en Raúl. Ningún
otro periodista, no ya de su categoría, sino de estratos inferiores, ayuda tanto.
Nadie se arriesga a alimentar a posibles hienas.
—Él sabe que vivir de las letras, en periódicos o en libros, las más veces
da hambre. Y de su propia experiencia creo que nace esta generosa vocación
de embajador intergeneracional. El maestro, entre columna y tertulia se
dedica a prestar amigos, fuentes, ministros y toda una galería de personajes
exuberante. Raúl es César González-Ruano, pero siendo buena persona.
Antes de colgar, Garabito me contó una anécdota muy divertida:
—Después de la presentación de una hagiografía que le había escrito
Emilio Arnao donde afirmaba que Raúl se «vino de Cuenca con las Casas
Colgadas de los cojones», nos invitó a cenar precisamente en Lucio a unos

Página 214
cuantos periodistas jóvenes. Allí, en la misma mesa de la famosa foto del rey
Juan Carlos con Felipe González, Aznar, Rajoy y Zapatero, se levantó el autor
de la biografía, entre autorizada y no, y le pidió cien euros al maestro porque
había conocido a «una chica muy guapa» el día anterior al llegar a Madrid. La
chica en cuestión, nos enteramos después para sorpresa de todos y del propio
interesado, resultó haber nacido varón.

Entre bufidos, Raúl siguió purgando la indignación y la rabia que le


generaba el estado en el que se encuentra el periodismo contemporáneo:
—El periodismo siempre ha sido muy difícil. Estuve tres o cuatro años
que no tenía para comer, que no pagaba las pensiones. Mi hermano Augusto
me lo recuerda. Ya te dije que vivíamos en la calle Libertad y no teníamos ni
para pagar. Íbamos al cine a lavarnos porque había unos váteres cojonudos,
llenos de mármol, como de palacios. E íbamos al Gijón a pegar sablazos.
Siempre ha sido muy difícil, pero nunca como ahora. Si ahora triunfas y tu
nombre empieza a sonar, es igual: te pagan 1.000 euros. Entonces —me
señaló—, tienes que ser una superstar. ¿Cómo? Yo que tú me colaba en la
televisión. Aunque tengas pelos en las piernas, te los quitas.
—Creo que ese reino no es de mi mundo. Sé que te encabrona, pero, dada
mi situación, teniendo trabajo y llegando a fin de mes, me doy con un canto
en los dientes y doy gracias.
—Estás adormecido. Estáis adormecidos. No hay ningún corazón joven
que no sea revolucionario.
—Ya, pero es que yo empecé a trabajar con Federico con veintidós años.
—Bueno, y no has conseguido meterte en la extrema derecha. Eso es un
mérito.

Desde su altillo posmodickensiano, Jesús Nieto Jurado gasta una de las


mejores prosas que se pueden leer hoy en la prensa española. En sus artículos,
los destellos de ingenio son deslumbrantes y las metáforas florecen como las
amapolas al principio del verano. Cuando me lo presentaron, intentaba calcar
a Umbral y su manierismo me empalagaba; desde hace un par de años, este
columnista malagueño ha podado su barroquismo, ha filtrado su torrente
verbal, ha pulido su voz y, lo más importante, cuenta cosas.
—Conocí a Raúl —me contó Nieto— con razón de un congreso sobre
Paco Umbral. En TVE me dijeron de ir a su casa a que nos hicieran una

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entrevista conjunta sobre el columnismo. Desde entonces, somos
inseparables.
El también editorialista de El Español cree que, a Raúl, «yo le caigo mejor
que mi escritura». Afirmó que es el más joven de los columnistas y lo
encumbró frente a todos los politólogos que «dan filfa en las hojas
volanderas»: «Él da literatura y una visión. Por eso, por ósmosis epocal con la
juventud creadora».
—¿Alguna anécdota a destacar?
—Un día sacó una manga en Torrelodones y me dio una ficha de 300
euros que no jugué y que invertí en pagar el alquiler.
Pillé a Nieto tímido. En mi opinión, hay una anécdota más divertida que,
de hecho, él mismo me contó en una entrevista que le hice para Libertad
Digital. Raúl movió hilos y metió a Nieto de tertuliano en un programa del
Canal 24 Horas de TVE. El columnista estuvo cortado y Raúl, que esperaba
que prendiera fuego a Roma, le reprochó su encogimiento diciéndole que
parecía un «diputado de UCD».
En la citada entrevista en LD, saqué a colación el asunto, y Nieto me dio
detalles:
—Una vez fui a la tele y, según Raúl del Pozo, parecía un diputado de
UCD. Claro, ese día había tenido yo un interrogatorio de la policía de cinco
horas. ¡Cinco horas! Me habían robado unos moros el móvil cuando volvía de
juerga. Era cuando la gente hacía denuncias falsas para que la compañía le
diera un nuevo móvil. O sea, un interrogatorio de cinco horas, estaba
machacado, y claro, fui al 24 Horas, y entonces, ¿qué quieres que haga? Raúl
quería que me sacara la chorra o que proclamara el fascio, el comunismo o el
grito de Dolores Hidalgo en México. Y luego he vuelto a la tele y ya no
parezco un ministro de UCD. Porque me he rapado y llevo camisetas.

Así pues, Raúl es un gran soldador de amistades, una red social sana,
depurada y con olfato. Disfruta conectando a afines. Y cuando hoy digo que
el profesor y escritor David Jiménez Torres es amigo mío se debe a una
columna que el conquense publicó en El Mundo el 12 de mayo de 2016,
titulada «Agua de mayo», donde se hacía eco de un reportaje sobre Cela que
yo había publicado en Libertad Digital, y de un documental realizado por el
autor de la deliciosa novela Cambridge en mitad de la noche (Entre Ambos,
2018). El día que salió esa columna, pegué un telefonazo a Raúl para darle las
gracias por convertirme en una de sus negritas y me dijo: «Os tenéis que
conocer. David es un tipo encantador».

Página 216
—Para el documental —me explicó Jiménez Torres, también columnista
en El Mundo— entrevisté a bastantes personas: catedráticos, periodistas
culturales, etc. Y Raúl fue el único entrevistado, el único, que, con curiosidad
y ganas de diálogo de verdad, me preguntó a mí qué me parecía Cela. Se me
quedó muy grabado que el entrevistado más famoso y consagrado de todos
fuese el único que preguntase al humilde entrevistador por su opinión. Los
demás solo soltaban su rollo y sus opiniones y ya. La comparación da fe de lo
poco diva que es Raúl.

El escritor Eduardo Martínez Rico también ha bebido de las ubres —


metafóricamente, se entiende; no quiero generar pesadillas en ningún lector—
de Raúl del Pozo. Lo conoció en 2005, cuando Raúl publicó Los cautivos de
la Moncloa: «Sinceramente, le vi cara de muy buena persona y pensé: “Este
hombre me va a ayudar”. Entonces conseguí su teléfono, hablé con él y le
entrevisté en el Palace de Madrid. No me equivoqué: ha sido un gran amigo y
me ha ayudado mucho».
Raúl animó a Martínez Rico a que escribiera un libro sobre Pedro J.
Ramírez: «Él había leído mis libros sobre Umbral, o al menos uno, Umbral.
Las verdades de un mentiroso ilustre, y le había gustado mucho. Me dijo que
yo era un gran biógrafo y pensó que podría hacer un libro muy bueno sobre
Pedro J.».
—¿Y tú por qué crees que Raúl ayuda a los jóvenes letraheridos?
—Una vez, en su coche, mientras íbamos a un acto de la universidad en el
que él apadrinaba a una promoción de estudiantes en un máster, le dije que él
era muy sensible a la juventud que empezaba. Me dijo que eso era así porque
a él le había costado mucho salir adelante. Además, yo creo que él valora
mucho a los jóvenes que trabajan bien, que escriben bien, y seguramente los
valora tanto como puede hacerlo con una persona más mayor. A mí me dijo
una vez que él me apoyaba porque creía que yo valía para su oficio: «Vales
bastante».
Vuelvo a aquella tarde de mediados de julio: Raúl siguió despotricando
sobre cómo funciona la industria mediática desde hace quince años hasta hoy.
Para ello, me puso de ejemplo a mi compañero de obra, Julio Valdeón:
—Tiene a la mujer trabajando de criada en Nueva York, y yo creo que ha
sido aparcacoches. Tiene mucho mérito. Sobrevivir en Nueva York, sin
trabajo fijo, es como meterse en Al Qaeda. Yo le metí en La Razón. Pero no
tiene que estar tan pendiente de Twitter y de España. Tiene que contar Nueva
York, no el procés para Marhuenda.

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Tras mencionar por enésima vez que el periodismo está hundido y
lamentar que las empresas informativas dependen totalmente de los bancos y
las multinacionales, Raúl remató la tarde hablando de cómo la crisis del sector
también le afecta… a él mismo:
—He estado unos meses al margen, por la muerte de mi mujer y tal, pero
ahora me han vuelto a llamar. Porque tengo un nombre y soy amigo de, pero,
si no… Yo no puedo decir no: si digo no, hay ocho tíos esperando y uno de
estos ocho me sustituirá. Y gratis. Es tal el ejército de reserva del periodismo.
—Intentemos ver el vaso medio lleno: nunca ha habido tantos medios
como ahora.
—Sí, hay 25.000 periódicos online que viven de dar sablazos a la
Telefónica. Ya ni siquiera dicen, como antes, que hay ratones en las escaleras
del Corte Inglés, para hacer chantajes. Son pedigüeños. El periodismo está
destruido. El de papel está muerto y el online no es negocio. Luego, estamos
los románticos, como nosotros, a los que nos gusta esta profesión, porque es
muy bonita y creemos que nos acerca a los dioses. En realidad, es una mentira
absurda. He visto a la gente tirada en la cuneta, destrozados.
Regresé a casa escuchando el disco Palosanto, de Enrique Bunbury, y
paladeando canciones como «Despierta», «Habrá una guerra en las calles» o
«Destrucción masiva». Los títulos de cada una de ellas hablan por sí solos.

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28
CARMEN RIGALT

J. V.

A Carmen Rigalt la hemos leído mucho antes de que supiéramos que era
obligatorio leer a las tías por paridad o cuota. Ella destacaba mucho antes de
que las calles se llenaran de activistas y el feminismo de decimocuarta ola
trajera sus frutos buenos y malos. De hecho mezclar a Rigalt (Vinaixa, 1949)
con el feminismo contemporáneo y sus pendencias no deja de ser un insulto
para quien lo ha sido todo en el periodismo español. En nuestro reporterismo
y nuestro columnismo pocas personas han escrito una obra tan rutilante y
cáustica, que dejaba temblando las cuberterías de los restaurantes fetén y a los
chavales deslumbrados con el rock and roll literario de una profesional que
traía la independencia y la libertad de serie, desde los días en que arrancó en
Pueblo, bajo el imperio de Emilio Romero, en una redacción tan millonaria de
talento como asilvestrada y machista. Rigalt, que fue de Informaciones a
Diario 16, aterrizó en El Mundo en el 92 y fundó un nuevo periodismo.
Finalista del Planeta con la nerudiana Mi corazón que baila con espigas, el
mismo año que Juan Manuel de Prada gana con La tempestad, tiene otra
novela, La mujer de agua, y sobre todo un Diario de una adicta a casi todo,
que es un festival de inteligencia sin vedettismo y una blitzkrieg
autoexploratoria y en carne viva. Los lectores, digan lo que digan los jefes de
los medios, lo que queremos es comer de las neuras del escritor y beber de sus
decepciones, pastillas e insomnios, no por solazarnos sino porque son los
nuestros. Eso explica que los mejores columnistas, los más leídos,
generalmente hayan sido aquellos capaces de ofrecer una tajada de carne
propia, una dosis de vida, un trocito de intimidad, un fragmento de biografía
entre prosa y prosa. Carmen Rigalt lo ha logrado como muy pocos al tiempo
que hacía un repaso sulfúrico de los mundos de la jet, el planetario de la
farándula y la corrala política. Se le nota, de paso, que tiene uno de sus

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maestros en Josep Pla. Todo con el corazón siempre del lado de los
explotados y contra los explotadores y, sobre todo, contra los chulos. La
amistad entre Raúl del Pozo y Carmen Rigalt es larga y fecunda y va camino
del medio siglo. Cuando la llamé por teléfono todavía no había sufrido el
percance cardiaco que angustió a sus lectores, que somos todos. El Mundo
todavía era su periódico y ella mantenía la pupila para describir en dos
cuchilladas de fuego y hielo y ese tono siempre desacomplejado y modesto
que tanto la diferencia de la pluralidad de fatuos e imbéciles. Hablaba Carmen
de Raúl con la irreverencia marca de la casa y una ternura melancólica y
honda.
—Raulito, le quiero mucho, sí. A veces como un niño…
—¿Cuándo os conocéis?
—Yo llegué a Madrid en el año 70, o 71, no me acuerdo bien, la gente se
acuerda de las fechas de todo, los datos, pero bueno, entré en Pueblo, me
recibieron y me quedé, y allí estaba él.
—¿Qué te pareció?
—Tampoco me hagas mucho caso, porque la gente parece que se acuerda
de todo. Yo entonces no creo que hablase con Raúl. Los tíos de aquella época
eran muy desvergonzados. Por no comer con ellos, que decían auténticas
barbaridades, me iba sola a comer a un bar. Sí recuerdo que le leía. Me
gustaba muchísimo. Me encantaban por ejemplo las entrevistas. No importaba
a quién entrevistase. No importaba que fuera un torero, una actriz de tercera
que era amiga del director, quien fuera, el que fuera, daba igual. Lo único que
contaba es que la entrevista la escribiera Raúl. Esas entradillas que hacía,
maravillosas, y luego el cuerpo del texto más o menos corto,
pregunta/respuesta, pregunta/respuesta. Pero la entradilla sí era literaria, un
poco literaria, y parecía que estuviera escrita con las tripas. No sé si me
explico…
—Nunca un adornarse por adornarse.
—No, no, nunca, él lo decía todo con las vísceras, con las entrañas, y no
adjetivaba por adjetivar.
—Tampoco cuando habla.
—Y no le gusta hablar, pero cuando habla, si tiene preparada alguna frase,
es siempre muy brillante.
—En aquella época de corresponsal…
—Eso fue después, y a mí eso ya no me gustaba, no me gustaba lo que
hacía.
—¿No?

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—No, no, porque, a ver, los trabajos de corresponsal en esa época, pues,
lo que se hacía en Pueblo, era el franquismo puro, y no sé, nosotros de lo que
estábamos sedientos era de cosas de España. Lo mandaron a Rusia, por
ejemplo, a Moscú. ¿A nosotros qué coño nos importaba lo que pasara en
Rusia, que además tampoco pasaba nada allí porque era una dictadura?
—¿Y cómo hacíais periodismo en una dictadura? ¿No es imposible?
—No, imposible no, porque lo hacíamos…
—¿Cómo?
—A ver, en las páginas de opinión no se movía nadie, claro. Un periódico
del sindicalismo vertical, en el franquismo, pues imagina, pero sí se hacía
mucho reporterismo, se hacía mucho, era el género estelar.
—Un género que ahora está de capa caída, porque claro, cuesta dinero.
—Nada, no se hace nada. Entonces sí, y los grandes reporteros triunfaban
con unos reportajes buenísimos. Raúl era un reportero, uno de los grandes, en
un periódico de grandes reporteros. Todavía hace muy pocos años decía que
hay que ser reportero. Cuando a su columna le pone de nombre «El ruido de
la calle» en el fondo está soñando con el reportero que lleva dentro, con el
reportero que fue.
—Y hace lo que nadie en las columnas, no solo predica, opina, teoriza,
sino que entrevista a gente.
—Sí. Y pone comillas.
—¿En qué momento os acercáis más? ¿En los ochenta?
—Antes, mucho antes. Me da la impresión de que fue a través de Natalia.
—¿Cómo?
—Uy, pues no creo que me la encontrara por la calle, pero no recuerdo
cómo. Empezamos a salir, y a veces salíamos juntos. Y era muy delicado salir
con Natalia y Raúl.
—¿Delicado?
—Sí, salir con Natalia y Raúl juntos era… delicado, porque Natalia era
una mujer exquisita, de muchísima educación, elegantísima, discreta, y Raúl
era muy bestia, y Natalia le decía bajito, calla, Raúl, callaaaa.
—Natalia, tan importante.
—Raúl… dependía muchísimo de Natalia, ella le compraba todo, le
cuidaba, no sé, como además no tenían hijos, ella le cuidaba tanto.
—De alguna manera veo una relación de pareja que me recuerda a la de
Paco Rabal con Asunción Balaguer.
—Y con Umbral, con Umbral y España. Umbral y España, que además
tampoco tuvieron hijos, uno que tuvieron se murió.

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—Una tragedia.
—Y entonces las dos cumplieron un poco el papel de madres. Y claro,
Raúl de pronto pues se ha encontrado… Solo. Y lo han adoptado los amigos,
los de la calle.
—Claro que sí.
—Lo han adoptado José María García, Arturo Pérez-Reverte, los amigos.
—¿Sabes cómo se conocieron Natalia y Raúl?
—Natalia trabajaba en la embajada de Italia, era italiana y trabajaba allí.
Conducía un deportivo. Se casaron en la provincia de Cuenca, en el pueblo
donde nació Raúl, ella de blanco, en la aldea de 20 habitantes, o en el otro, y
sí, en esa época ya empezamos a frecuentarnos, y luego fuimos varios veranos
juntos por ahí.
—Os ibais de veraneo juntos.
—Era muy gracioso porque Antonio (el periodista Antonio Casado, su
marido) y Raúl se pasaban las vacaciones jugando al ajedrez, les daba igual
haber estado en Creta que en otro sitio, porque no hacían otra cosa que jugar
al ajedrez, una partida interminable, los diez días que estábamos, y no
conocían nada. Raúl decía: «Esto de ir de vacaciones es de señoras viejas
inglesas», y no salía, no le interesaba.
—Te vas a Creta a jugar al ajedrez.
—Entonces se jugaba mucho en la redacción, alguien lo debió de poner de
moda en la redacción, y se enviciaron mucho, así que cuando nos íbamos de
vacaciones no paraban. Después ya Raúl ha jugado al casino, al póker… hasta
que tuvo que parar.
—¿Por qué?
—Raúl no tiene tarjeta de crédito. Pero ya no va. Ya no juega. Entonces
volvían de Torrelodones en el autobús, como lo llamaban, de los canis.
—¿A dónde más fuisteis?
—A una isla de Túnez, por ejemplo, a Yerba. Y te sentías allí como en un
paraíso, no había nadie, ahora me parece que es muy turística.
—Y luego Marbella.
—Antes Raúl y Natalia iban a Almería. Tenían un apartamento, una casa,
y después lo dejaron. Pero alguna vez Natalia vino a verme a Marbella, yo
estaba allí trabajando, le gustaba, se enamoró de una casita, en un sitio que es
como un pueblo andaluz. Estuvieron yendo unos años. Y de pronto dejaron de
ir. Para no ir a ningún lado. Eso fue ya cuando Natalia se empezó a poner
mala del riñón, y empezaron a pasar el verano en su jardín en Madrid.
—Del que Raúl ya no sale.

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—Este ha sido el primer verano que pasa sin Natalia. Le llamé para
preguntarle qué tal el verano y me dijo «muy bien, muy bien, al pie del
granado, he veraneado mirando el granado, muy bien».
—No viaja.
—No le gusta viajar. Nada, nada. Y luego tiene miedo. Las cosas de la
salud… En Madrid está el cordón umbilical que le une a su casa, como si en
casa no te fuera a pasar nada.
—Luego está esa cosa maravillosa de que tiene la hipocondría de los que
al mismo tiempo han quemado la noche.
—Totalmente, sí, Raúl lo ha quemado todo, la noche, el día, todo. Ahora,
pues bueno, ahora tiene razones objetivas para tener más cuidado. La edad,
por ejemplo. Pero vamos, que está muy bien.
—Está como un toro.
—Sí, está como un toro, pero ha ido cogiendo miedos, claro, y después lo
de Natalia le ha dejado tocado. Ha pasado hace muy poco y él sufrió mucho.
Cada vez que ella se sentía un poco mal se iban al hospital, corriendo,
corriendo. Se pasaban más tiempo en el hospital que fuera. Además Natalia
tuvo un cáncer, aunque no se murió del cáncer, que lo superó, pero lo de los
riñones no hay quien lo supere, es una cosa que se va degradando.
—Terrible.
—Sí, terrible, y ahora que lo pienso ese mismo año que se murió Natalia,
se murió Carmen Alborch, se murió Rubalcaba… Pocos días antes de que se
muriera Rubalcaba, ya no estaba Natalia, nosotros hacíamos siempre en casa
una cena, éramos seis, Natalia y Raúl, Antonio y yo y Rubalcaba y Pilar
Goya, y siempre hacíamos una cena de Reyes, y bueno, pasó lo de Natalia y
cada uno tenía un sitio, pero vamos, por tenerlo, porque vas por vez primera a
un sitio y pones el culo y luego ya cuando vuelves pues te sientas ahí, son
cosas de la naturaleza humana. Y volvimos a hacerlo y claro, nadie ocupaba
la silla de Natalia, y Pilar y yo, cada vez que nos dábamos cuenta, nos
sentábamos ahí, y mira, a los pocos días se murió Rubalcaba, bueno, no de
repente, le dio un ictus. Total, todo esto para decir que ya no lo hemos vuelto
a hacer porque pareja entera ya solo quedamos Antonio y yo. Ahora comemos
con Pilar, por ejemplo, cuando podemos, ella es química, está más tiempo en
Europa que aquí, y cuando podemos, pero fuera, y cena no, almuerzos, para
cambiar.
— ¿Y la relación que teníais con Umbral y María España? Erais los seis
amigos…

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—Sí, y yo, como María vive cerca de mi casa, la veo de vez en cuando.
En la última época ella y Umbral eran ya de costumbres fijas. Recuerdo que
poco antes de morir Umbral estábamos tomando un café en su casa y suena el
lavavajillas, se levanta María, va a la cocina, regresa, vuelve a sonar el
lavavajillas, se levanta, vuelve… Al cabo de un rato nos dimos cuenta de que
no era el lavavajillas, que lo que sonaba era el sonotone de Paco… Así que
era todo un poco surrealista…
—Vuelvo a Natalia…
—Nunca estuvo a la sombra de nadie. Por ejemplo, cuando Raúl se fue a
las corresponsalías, a Europa, a América, ella no quiso saber nada. Nada. Se
quedaba aquí, en Madrid. Tenía sus trabajos, sus cosas. Fue después, con los
años, cuando Raúl ya se volvió más vulnerable y empezó a salir menos,
cuando adopta un papel más, no sé cómo decirlo, más protector. Pero es que,
claro… Es que hubo un tiempo que Raúl con Paco Rabal… fue la época de
más golfería de Raúl, el otro tomaba la iniciativa y no te quiero ni contar.
—Oye, los años en Marbella.
—Uy, me hacía cada una en Marbella. A Raúl lo invitaban mucho, no sé,
alguno iba de progre, y debían de pensar algo así como siente un progre a su
mesa, un periodista a su mesa, y le preguntaban: «¿Tú eres amigo de Carmen
Rigalt?». Y Raúl: «Bueeeeeeeenoooo»… Me lo contaba y le decía «ah, me
niegas, me niegas como Pedro».
—Recuerdo una columna que escribió, que te llamaba Juanita Calamidad,
cuando Gil y Gil te acosaba.
—Juanita Calamidad, sí, es verdad. Nos divertíamos mucho, mucho. Una
noche nos fuimos de putas, vamos, acabamos en un bar de esos donde iba la
morería millonaria, y el maître se parecía al teniente de alcalde de Marbella y
nos moríamos. Otro día nos pusimos en un restaurante a pasar el plato para
pagar la cena. Supongo que bebíamos un poco y nos quitábamos la vergüenza
que nos hubiera dado una situación así. Lo pasábamos muy bien, mucho, nos
hemos reído tanto.
Rigalt le quita dramatismo, pero lo cierto es que sus artículos,
insobornables, le pusieron en contra al cafre de Jesús Gil y Gil, cuando
Marbella, como decía Raúl, parecía Chicago con buganvillas. Hubo incluso
pasquines con su nombre, coacciones veladas, amenazas entre bisbiseos.
Raúl, que firmaba la otra columna de la contra durante el verano, salió en su
defensa…

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Cuando Carmen Rigalt entra a la Notte, a Olivia Valere o a Marbella
Club los vasos tintinean como si entrara Philip Marlowe. Es mi
compañera inolvidable. Escribe crónicas que la gente de la Costa del Sol
no lee, esnifa. Nuestra Oriana Fallaci provoca más paura que la escritora
italiana. Se deslengua en la corte de verano del rey saudí que se hace un
panteón como el Patio de los Naranjos. Aparece en los sitios fumando,
con el móvil en los riñones, vestida de ninfa corsa y se esconde con su
libreta entre los cactus y los ficus. Cuando llega Carmen a la Costa del
Sol es como si llegara una calamidad. La temen como al predicador de
Pulp fiction (…). King Kong ha cogido con su enorme garra a mi frágil
compañera y la acusa de escribir bajo los efectos etílicos. La circular
califica a Carmen de degenerada, amoral, «y sin escrúpulos, como su
jefe». Es una condecoración para el periódico viniendo como viene de una
andorga llena de billetes negros y una digestión de narcotráfico y
maletines. También dice que no pasa los controles de alcoholemia. Pero si
Carmen no sabe conducir…

—Oye, y en lo profesional, ¿cómo era su relación con Pedro J.?


—«No me quiere», me decía, «Pedro J. no me quiere», y yo le contestaba
de broma «bueno, claro, qué quieres, Pedro J. no quiere a nadie, y mira, a ti te
quiere, y te valora, mucho, pero más que eso le da pudor decir ciertas cosas»,
y Raúl a lo mejor esperaba que el otro le pasase la mano por el hombro y le
dijera, «Oh, maravilloso…». Pero Pedro J. era un tío de Logroño que le daba
mucho apuro.
—Oye, la política. Aunque él mantiene buenas relaciones con ciertos
sectores de Podemos, le noto huérfano…
—Está huérfano desde que se fue del Partido Comunista, aunque también
pone verde al PCE. Pero notas que estuvo ahí por el odio a los socialistas.
—Si has estado cerca del PCE eso es casi inevitable.
—A Raúl también lo han querido en la derecha. Cenaba con Campmany,
etc., todos estos, gente del ABC, le adoraban. Al final, aunque eso siempre es
peligroso en un periodista, él se ha dejado querer por algo tan simple como la
pura necesidad de cariño, porque tiene ese lado casi infantil, es como un niño,
y cómo no vas a quererle… Hablamos muchos días por la mañana, bueno,
estos días menos, estoy revirada, no con él, con el mundo en general, pero él
me llama: «¿Es la famosa periodista Carmen Rigalt?». Y yo le pregunto si ya
está horizontal, porque muchas veces notas que te llama desde la cama, y a
veces nos colgamos, porque yo me pongo insolente, o qué sé yo, se me
dispara la boca… O se cabrea por una foto suya en el periódico, nunca le

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gustan las fotos que le ponen. Cuando le digo que qué más dará me responde
que cómo digo eso. En su casa no tiene ninguna foto. Si le preguntas dice,
«ay, esos delirios de autorreferencia». Con todo, pensando en por qué
deslumbra a tantos periodistas y escritores jóvenes, mucho más que otros de
su generación, más allá de que sea desprendido, generoso, cálido, etc., lo
principal es que escribe bien, muy, muy bien, y eso, para gente que quiere ser
periodista o simplemente tiene afición por las letras, aunque sea por las
lenguas muertas, pues claro, cómo no te va a llamar la atención.
Al final, como Carmen Rigalt antes de conocerlo en persona, lo primero,
lo sustancial, el origen del sortilegio con Raúl del Pozo han sido siempre los
artículos, y el milagro de que cincuenta años más tarde de debutar con las
cucarachas radiactivas que amenazaban el subsuelo de Madrid todavía escriba
como si teclear fuera un conjuro. Como si con cada frase pudiera tumbar un
gobierno o despertar tsunamis. Y hasta cierto punto así es.

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LAS NOVELAS DE LA MEMORIA

J. V.

La novia, de 1995, es la canción de Madrid y París, de la nieve y el


maquis, el 68 y BB en los cafés, o sea, París de un lado, y los veranos
matritenses del otro. La novia tiene más de viaje a pulmón libre en otro tipo
de recuerdos del autor, agitados, no mezclados, en un cóctel hipnótico de
sustancias. La novia, sensual, carnívora, angustiosa, cuenta las noches y
obsesiones de Carlos, pintor, borracho a flashazos, deprimido, enrocado en un
Madrid de solitrón y agosto, que baja a beber al bar de Hilario y frecuenta a
María la Coja mientras recuerda a Raúl, su íntimo, su compañero de armas en
París…

Cuando en vez de sermonearle sobre la virtud la adoctrinaba sobre la


perversidad. Los dos tenían desollada la piel de las rodillas de tanto
acometer sobre las moquetas de las muchachas que encontraban en
Montparnasse, tan dispuestas a irse con aquellos dos españoles
vagabundos. De él aprendió la palabra orgía. Pero eso era antes, cuando
iba de bohemio anarquista y predicaba que hay una total analogía entre las
ideas de Dios y Estado. Gritaba que Marx y Dios eran igual, dos
comisarios políticos del Antiguo Testamento.
—Por eso los comunistas son los nuevos monjes, pero se es moral o se
es libre.
Todo eso ocurría antes de que se cayeran los mariscales que andaban
tambaleándose, borrachos por el peso de tantas medallas.

Pero Carlos, que al anochecer recuerda a su tío Medrines y sus manos de


arcilla roja al lado del horno, que una mañana que despertó borracho en las
escaleras de casa confundió a la vieja que barría las escaleras y le echaba la

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suciedad en la cara con la Petra, que se ahorcó en la cuadra sin bragas y
enseñaba el sexo a los muchachos por una moneda de diez céntimos, Carlos,
que frecuentó el Barrio Latino y el Odeón y el café de Las Halles en
compañía de Raúl, Raúl que decía que los pecados y los tabúes eran
imposiciones culturales, Carlos, sí, dipsómano de baja, superviviente del
recuerdo, del Sena y los clochards y las burguesitas que «pedían para los
mineros de Asturias, que regalaban todo, empezando por su cama y sus ideas,
a la causa del país atormentado del sur, un país de militares, de toreros, de
chinches, de idealismo frailuno», Carlos, yes, estaba invitado a una finca en
Toledo, a la boda de Rosalía, la hija de su difunto amigo Raúl, estampado a la
salida de una curva con una mujer desnuda en el asiento del copiloto. La
novia es, al fin, la conciencia de mil pérdidas. Son especialmente los
quebrantos y extravíos de la memoria, del exilio, del Madrid salvaje del pintor
de cincuenta años, el reencuentro con los materiales de la pasión, el erotismo
e incluso el amor. Todo lo que pueda dar de sí el amor en los tiempos del
desamor vital y las claudicaciones nacidas de la más salvaje aceptación de la
muerte. En esta novela la maestría del lenguaje nunca prima sobre el tuétano.
La competencia extrema en el uso de los colores o la habilidad prodigiosa
para el dibujo no detraen de la verdad de sus criaturas y paisajes. En La novia,
como en sus mejores novelas, lo que se cuenta trasciende la estampa colorista:
atrapa, hiere e importa. El lector, más allá del encantamiento de la escritura,
necesita saber qué sucede con la pareja, averiguar el destino de Carlos,
pasearse junto a Rosalía, meterse en la cabeza y en la cama de esos dos,
acompañarlos en la promesa de la pequeña muerte. Raúl del Pozo sabe frenar
un segundo antes de caer en el costumbrismo o el tipismo; lo castizo y lo
localista son señuelos y, ante todo, puertas a lo universal. El escritor regula la
temperatura de la prosa. Las páginas respiran y los personajes y escenas
tienen calambre de realidad y duende. Juan Ángel Juristo, en su libro Ni mirto
ni laurel, juzga evidentes los grandes valores literarios de la novela: «Con ser
este tratamiento del lenguaje tan importante en esta obra, quizá lo más
descollante sea la historia misma que sirve de soporte a la novela. La de una
pasión exacerbada entre un hombre maduro, Carlos, y una mujer muy joven,
Rosalía. Una pasión que comienza cuando ella es aún púber y se extiende a lo
largo de los años hasta que alcanza su clímax con la boda de esta. Como
narración de una pasión la novela no tiene desperdicio, pues la transgresión
está ajustada a lo psíquico con lo que Raúl del Pozo ha logrado escapar de la
inmoral facilidad próxima a la frontera entre lo erótico y lo pornográfico. La
novia no pertenece a ninguno de estos dos géneros pues la transgresión no

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sería genuina si, a su vez, no fuera capaz de transgredirse ella misma por mor
de su propia coherencia. De ahí que Rosalía sea un personaje cosificado desde
el primer momento, objeto de una atención que no la tiene en cuenta por ella
misma. Lo curioso es que Carlos, el agente activo de la obsesión, no se libra
del mismo mal con lo que Raúl del Pozo ha sabido construir una narración de
una complejidad tal que las fronteras entre el verdugo y la víctima se borran
en aras de una pasión que actúa por encima de ellos mismos e, incluso, de su
propia supervivencia».
La mayoría de los libros venden poco e imagino que La novia no cumplió
las expectativas de sus editores. El mercado es un estercolero donde a menudo
las obras más singulares y excitantes mueren de muerte natural. El País de
nuevo le regaló unos centímetros, pero no le rindió honores. La nota de Noche
de tahúres había sido publicada sin firma y apenas ocupaba una cuartilla. En
cuanto a La novia, en el artículo de la edición impresa de El País del 19 de
mayo de 1995, leemos que «“Es la historia de un garduño que baja a la ciudad
con una sola idea fija: la posesión absoluta de una novia casada, por supuesto
con otro”. Así describió ayer Manuel Vicent la nueva novela del periodista
Raúl del Pozo, La novia (Plaza y Janés). Vicent afirmó en el acto de
presentación que “la belleza de la novela nace de su maldad”. “Todo es
maldito” en La novia, está escrita “sin piedad, sin moral, sin un solo resquicio
de ternura”. Para el editor, Enrique Murillo, Del Pozo es sobre todo un
contador de historias y, por lo tanto, un heterodoxo en el panorama literario
español. La librera Charo Albarrán destacó la intensidad de la segunda novela
de Del Pozo, tras Noche de tahúres, y el coraje y el riesgo con el que está
escrita. Los asistentes a la presentación, en el Hotel Ritz, escogido por el
escritor como escenario de ficción de La novia, coincidieron con Vicent en
que la novela de Raúl del Pozo se lee como se bebe la cazalla: “Como un
trago duro hasta que llegue a las entrañas”. Vicent sorprendió a los asistentes
cuando anunció que había venido a hablar de caza. El estilo de La novia,
explicó, es solo la garra, el gatillo; la estructura es la clase de arma y cada
capítulo el músculo del predador». Tengo para mí que Vicent no hizo del todo
justicia a la novela. La novia podría ser sin reproche un tratado sobre la
maldad o un dietario satánico. Solo faltaba. Pero ignorar la nostalgia que
adoba sus frases, la saudade de su protagonista, la excepcional indagación
que hace del deseo y la pulsión erótica, el viaje al final del temblor, del
encoñamiento e incluso del enamoramiento, del amor, supone quedarse en
una superficie vagamente imprecatoria, primar la cáscara sobre el latido,
subrayar lo anecdótico, por brillante que sea, sobre lo sustancioso. Cuando el

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autor de Tranvía a la malvarrosa o Son de mar explica que estamos ante un
libro de caza mayor, de depredadores y víctimas, de leopardos y gacelas, da
en el clavo y al mismo tiempo ignora el muelle último de una narración
mucho más receptiva de lo que parece a los mejores ángeles de nuestra
naturaleza y los anhelos más profundos.
Justo antes de enviar el manuscrito a la editorial le insisto a Raúl sobre La
novia. Quiero saber si está de acuerdo con que forme parte del capítulo de las
novelas de memoria. En realidad aspiro a algo más. ¿Una confesión, tal vez?
El escritor hace bien en ocultar las huellas. Necesita disfrazar la historia que
cuenta de objeto desarraigado de sí mismo. Es célebre que Bob Dylan
toleraba muy mal que le preguntasen por Blood in the tracks, su magistral
disco del 74. Todos sabían que Dylan hablaba de la erosión acelerada y
traumática de su matrimonio con Sara Lowlands, su musa, su compañera
desde el 66, la madre de sus hijos. Pero el de Duluth, abrumado por la pérdida
de intimidad que él mismo había propiciado con el estriptease, aseguraba que
en realidad el disco estaba basado en textos de Chejov. Posiblemente no se lo
creía ni él, pero la cita literaria ayudaba a esparcir una gruesa neblina sobre
sus huellas. Más allá de las invocaciones de París, de evidente importancia
autobiográfica, ¿el cuelgue con la chavala de cuerpo poliédrico, y las
madrugadas disolventes y sucias de un Madrid bañado en aceite hirviente, son
también jirones de su propia memoria? ¿Fragmentos de vida disimulados por
el tamiz de la escritura?

—Claro —admite sin dudarlo—, la novela es autobiográfica,


completamente autobiográfica, bueno, disimulada. Lo que sucede es que…
—¿Qué?

No responde.
Lo imagino agitando la mano en el aire, como suele cuando algo lo aflige.
—¿Has visto los últimos números del coronavirus? —dispara.
—En Nueva York ya han decretado el estado de emergencia. Cierra el
Carnegie Hall, el MET, la Ópera Metropolitana, cierran los teatros de
Broadway, la liga de béisbol retrasa su inauguración dos semanas, el Rock
and Roll of Fame suspende su gala anual, los torneos del circuito profesional
de golf tendrán lugar a puerta cerrada, se suspende la liga de hockey sobre
hielo y el debate de los candidatos demócratas de este domingo será
desplazado de Phoenix, en Arizona, a Washington.
—Van a prohibir los abrazos.

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—Tú cuídate estos días.
—Pero si he estado con varias personas que han dado positivo.
—Pues con más razón, joder.
—Mañana ya he avisado que no iré a la radio ni a la televisión.
Cinco años más tarde de La novia los recuerdos de Carlos y la ciudad
encantada pasan a primer plano con Ciudad levítica. Una novela que es, al
mismo tiempo, de retirada e iniciática. Según escribió Antonio Astorga en
ABC, una historia de «amores brujos. Magos que vuelan. La Roma disoluta
del Renacimiento (…) ardor poético y también la Castilla de la posguerra.
Una urbe colgada en su propia agonía. La Manhattan medieval». Para el
periodista «Ciudad levítica es la prueba de que el amor medieval de los
trovadores existe. Un amor que trasciende. Es cuento romántico de ilustrados
y caballeros. De mujeres y diosas. Es una pieza mágica. Es la novela de los
molineros, de los alfareros, de la gente que se inventa botijos para dar de
mamar sangre y leche a los niños de la serranía». David M. Mendoza,
guionista, regresa a Cuenca en busca de los fantasmas del pasado y evoca a
Miguel, que voló junto a un mago, al tiempo que piensa en cómo seducir a
Cecilia Maura…
Aquella muchacha de mirada insolente y cuerpo esplendoroso, construido
a fuerza de ensaladas de aguacate y una fe ciega en las energías alternativas.
Destacan párrafos que se te suben a la cabeza como un romance medieval
o una tonada ensayada por Cela. Pero hay más. Hay milagros, viajes en el
tiempo y el espacio, hay inquisidores, nigromantes, ecos de Menéndez Pidal y
Julio Caro Baroja, charlatanes callejeros, aullidos de perros, está el siglo XVI y
está la posguerra, el médico y hereje Torralba, el niño de la molinera, que
trataba a las putas de usted, y el gitano legendario…

Una noche que estuvieron en La Marimba bailando el bayón y se


fueron por las hoces con dos chicas e hicieron con ellas manitas entre
luciérnagas, apareció de pronto Elipando para avisarles de que los padres
de las chicas, que eran de los Tiradores, venían con escopetas. Y parecía
que había brotado de la propia noche, porque no había transición entre la
ciudad, la oscuridad y Elipando.

«Es magia y religión de un escritor», dirá Astorga, «que leía a hurtadillas


a Baroja fascinado por sus libros de piratas y viajes, por Villarroel y la
picaresca. Es la ciudad levítica que se levanta tras la noche de tahúres. Es una
urbe que respira y reza. Es la ciudad de Elipando —que vio a Bahamontes

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triunfar a pedales en el Parque de los Príncipes—, Mendoza, Zaratustra que
aún no ha sido atravesada por los trenes de alta velocidad ni por carnívoros
cuchillos».
En El Cultural el veterano Ricardo Senabre afea al escritor que el
argumento, los intentos de David por seducir a Cecilia contándole historias
mágicas de la ciudad embrujada, den apenas para un argumento «magro y de
escaso fuste». «Pero ni esto», reconoce, «parece haber importado al autor ni
es lo más interesante de la obra». Lo importante son las evocaciones, hasta
conformar un reluciente poema en prosa. «Lo que cuenta es la recreación
literaria de una ciudad cuya prodigiosa morfología parece haber atraído más a
pintores que a literatos». Para el crítico puntilloso era evidente la calidad de
página, la «precisión léxica y la brillantez imaginativa». Pero el precio fueron
los desequilibrios argumentales. «A veces», denuncia, «la acción se paraliza y
el relato cede paso a largos diálogos descriptivos cargados de informaciones
no siempre pertinentes para el desarrollo del asunto».
De todas formas algo fue mal con Ciudad levítica. Sospecho que la
reacción, que osciló entre el desdén y el silencio, descorazonó a un autor que
había metido más munición literaria y trabajo documental que en ninguna
novela previa. Descontado el folletín de a dos voces de La diosa del pubis
azul, Raúl del Pozo no regresó a la novela hasta 2011.
El verano que la estaba escribiendo, algunos días lo llamaba por teléfono
y me leía párrafos. A Natalia le habían diagnosticado un cáncer. Habían
suspendido las vacaciones en Marbella, juraría que ya no volvieron. La
escritura hacía más llevadera la angustia. Yo escuchaba las páginas que me
leía fascinado. Un día, por la calle, en Valladolid, donde habíamos regresado
para pasar las vacaciones del verano, recitó unos párrafos dedicados a la
central eléctrica que me cortaron el pulso.
—¿Qué tal parece?
—Buenísimo.
—A Natalia también le gusta. Pero voy a quitarle lirismo. El lirismo mata
la novela. Voy a podarlo. No funciona.
Y volvía a la lectura, al tejer y destejer una novela que rinde homenaje a
su infancia, a las montañas donde nacen los ríos, a los lancheros y los
hombres que vivían de la madera, a los maquis y al PCE. «Historia de
bandidos y alimoches», dice él mismo en el ejemplar que me dedicó.

El mulato, sin decir palabra, sacó de la mochila una carpeta y de esta,


una postal ajada de color café. Me la dio. Allí estaba yo, cincuenta años

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antes, en compañía de Grande, Gafitas, Bazoka, Bernardino y el hijo del
Capador. Seis hombres. Grande, el hombre pequeño, jefe del 11 Sector de
la Agrupación; Bazoka, el tanquista; Gafitas, larguísimo, con sus bigotes
de lobito de río; Bernardino, el hondero; el hijo del Capador y yo. En ese
instante, se me encendieron todas las alarmas. El dibujo a tinta china que
mostraba lo había realizado yo mismo. No tenía ninguna duda de que el
visitante logró el documento en el archivo del Partido de los Fusilados, en
el de la Benemérita o en el de los Antiguos Amigos de la Estepa del Frío.
Los seis estábamos armados, unos con fusil en bandolera y los otros con
el arma apoyada en el suelo. El mulato me miraba con una sonrisa, pero
yo me sentí otra vez preso de una vida que no quería recordar.

La novela fue galardonada con el Premio Primavera de Novela. Marta


Caballero, de El Cultural, lo acompañó aquella mañana del 24 de marzo,
cuando Raúl del Pozo «subía en el ascensor de El Corte Inglés de Serrano
sabiéndose ya ganador del Premio Primavera de Novela, que hoy recibe.
“Estoy acojonado”, declaraba a su acompañante. Y decía con razón, porque el
columnista se considera “un veterano en los premios periodísticos —los tiene
todos— y un completo novato en los literarios”. De hecho, este de la editorial
Espasa, dotado con 200.000 euros, es el primero que le otorgan». «Es un libro
escrito con el corazón», explicó Raúl, «una catarsis en la que he sacado los
demonios y también los ángeles». Ángel Basanta, miembro del jurado,
comentó que el libro, aguarrás de la posguerra, balada de muerte por el
antifranquismo más arriesgado y heroico, a la postre inútil, era una sucesión
de «encuentros y desencuentros de unas vidas de soledades compartidas». En
aquel jurado también estuvieron Ana María Matute, presidenta del jurado, y
Antonio Soler, que «define el libro como una narración “brillante, llena de
reflexión y de actualidad”, porque aborda el tema de la posguerra desde el
presente, a través de la peripecia de un antiguo guerrillero que, animado por
un historiador, se inicia en un periplo que le llevará a Varsovia, Saint Denis y
finalmente a su pasado, la serranía de Teruel, donde investigarán sobre la
desaparición de un compañero durante la posguerra».
«Mi intención es mirar a una posguerra en la que ni los maquis ni los
guardias son buenos o malos, en la que no se sabe si uno es un héroe o un
traidor», remató el escritor, que confesó a la reportera que El reclamo suponía
«una vuelta al río, a ese río por el que pasó un conflicto en el que los
campesinos de la zona se vieron envueltos sin saber qué era aquello». «La
memoria histórica», añadió, «aparece en el libro, pero no desde un punto de
vista de partido ni de hurgar en los fantasmas y en los huesos».

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Con El reclamo Raúl del Pozo cierra un ciclo que abre cincuenta años
antes, y que lo retrotrae a los espacios sagrados de su infancia, por el claro de
la chopera de troncos blancos donde estuvo su casa, junto a la central eléctrica
en cuyos generadores los lugareños, asombrados, perplejos, calentaban las
manos durante el invierno. Cierra el ciclo, sí, por el canto general de la madre,
ausente/presente en toda su obra, en toda su vida, en todos sus libros, en sus
arrebatos de huérfano que encuentra en Shakespeare un hogar adoptivo y en
la noche, la literatura, el juego, las barras, los coños, las redacciones, el
whisky y la política una venganza sostenida contra el mundo, a menudo tan
cabronazo con los niños abandonados prematuramente, por más que algunos,
nuestro autor sin ir más lejos, hayan peleado toda la vida para engendrar
belleza y hacerle un corte de mangas al cólera, a la distancia, a la puta pena,
licuada y negra. Resplandece la remembranza del pinar, de los montes, de las
leyendas y deslumbramientos perfumados de espliego, azules como el hielo, y
sobrecoge el homenaje verbal a una zona geográfica donde según Dámaso
Alonso, Federico Jiménez Losantos y el propio Del Pozo florecen algunos de
los vocablos más rotundos y más hermosos de la lengua castellana. Emociona
también el homenaje sin épica a los combatientes que llegaron hasta la
Serranía dispuestos a tumbar el régimen, o sea, vendidos por sus propios
dirigentes, que los usaron como moneda intercambiable y picadillo humano.
Todo el agradecimiento y el respeto a los valientes. Pero sin olvidar las
cobardías, los crímenes, las purgas, las flaquezas y, en última instancia, la
futilidad de un empeño que el escritor rememora sin una gota de rencor
histórico ni maldita la gana de abrir fosas o remover el odio. El reclamo es
también, y de manera sutil pero crucial, un canto fervoroso a Natalia, que
empezaba a morirse a plazos, que se moría a chorros, que agonizaba a
instantes sin dejar de ser nunca la mujer educada, compasiva, generosa,
exquisita, que había arropado y consolado a Raúl del Pozo en la salud y en la
enfermedad, en las madrugadas de pavor por sus correrías y en las tardes de
tertulia y cena con los amigos, en los viajes compartidos y en las cenas de
gala, en los atardeceres reventones de madreselva y lilas de Marbella y en las
noches al relente del jardín junto a la Castellana, en las malditas sesiones de
diálisis y en los momentos de euforia y fugacidad compartidas. Un verano de
2010 un hombre solo, un escritor sin miedo, teclea un libro desolado y bello.
Una historia de España enemistada con la solemnidad. Un cuento que evita
entretenerse en los rollos puritanos de los comisarios políticos y rechaza por
miserables las descargas de fusilería enarboladas por los partidarios del
guerracivilismo.

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Natalia, como Irene, conoce su historia.
Raúl, de cuando en cuando, le lee unos párrafos.
Natalia asiente.
Quién sabe si perdida en las evocaciones de un mundo que explota en
cámara lenta, degradada por el dolor pero intocable en su inteligencia de gran
dama introvertida, inteligente y dulce.
Raúl quita y quita palabras, adjetivos, metáforas, en una labor de poda que
ahonda su escritura, que la exprime y la dota de un movimiento interno
imparable, de corriente eléctrica, así como de una corporeidad casi comestible
y una sabiduría sin alhajas retóricas ni demasiadas esperanzas.

Me quedé en silencio. De pronto apareció mi mujer, Irene


Gretkowska. Le di el retrato. Ella descubrió enseguida, con su mirada
cárpata, quién era el autor del grabado. Conocía bien mis dibujos, sobre
todo los antiguos: el cajón, como una nave interplanetaria, el puente,
como el símbolo de una derrota, el río como un hilo de esmeralda. Ella se
sabía la película de dibujos animados que yo le había relatado de mi
lejana juventud. También conocía los horrores.

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UN HOMBRE ENAMORADO

J. F. Ú.

Pago mi hipoteca, lleno el frigorífico y me ducho con agua caliente —en


verano no, claro— gracias al dinero que me pagan Libertad Digital y Zenda
por mis servicios periodísticos, además de otro par de publicaciones en las
que —al menos, por ahora— colaboro de un modo guadianesco. Me hubiera
encantado zambullirme, perderme y dedicarme, durante los ocho meses que
he tardado en redactar estas páginas, plenamente a este libro, pero, como bien
me dijo Raúl, el periodismo «siempre ha sido muy difícil, pero nunca como
ahora».
No lloro por ello. Cuando nos licenciamos, los periodistas de mi quinta
nos encontramos con Hiroshima recién bombardeada. Crecimos
profesionalmente en un cementerio de elefantes como el de El rey león, en un
bosque de cenizas, en donde abundaban las hienas, los piratas y los caníbales.
Los que sobrevivimos a la catástrofe no nos pudimos permitir el lujo de ir de
pupas. Mi caso no es heroico, pero conozco historias de compañeros con más
épica que la Odisea y el Cantar de Mío Cid juntos.
Por tanto, mientras me documentaba, investigaba y escribía mi parte de
este No le des más whisky a la perrita que ya agoniza, pasaba las mañanas en
la redacción de Libertad Digital y, por las tardes, preparaba o ejecutaba mis
encargos de Zenda. En uno de estos, el director de la revista literaria, Leandro
Pérez, me pidió entrevistar a José Luis Garci. Cuando terminó la interviú con
el cineasta oscarizado, aproveché la corriente del meandro, intenté que
desembocara parcialmente en el libro que tenía entre manos, y le pregunté si
conocía a Raúl del Pozo y si podía contarme algo que resultara de interés y,
así, incluirlo en la obra. Con esa voz como de croqueta pasada de fritura, de
velocirráptor con anginas, Garci me dijo:
—¡Hombre, que se acostó con la duquesa de Alba!

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—Algo había oído.
—¿Pero tú sabes que llamó a su padre para decírselo?
—¿Cómo? —El dato me trastocó: jamás imaginé a Raúl alardeando de esa
forma.
—Se acostó con la duquesa de Alba y, cuando terminó, llamó a su padre,
que estaba en el pueblo, y se lo contó.
Antonio Pérez Henares también había escuchado esta historia:
—Fue en el Palacio de Liria. Vertebraron, que se dice, y una vez pasó,
Raúl pidió llamar por teléfono. Y se comentó que llamó por teléfono a
Mariana para que le pusieran con La Torre. Claro: cuando un chico llamaba
por teléfono allí era porque había pasado algo muy grave. Le pusieron con La
Torre: «¿Está mi padre?». «No, se ha ido con las cabras». «Pues avisadle».
Cuando le avisaron, el hombre le preguntó alarmado qué pasaba. «¿Qué va a
pasar, padre? Que nos hemos montado nosotros encima de ellos».
—Me extraña. No que Raúl se acostara con la duquesa de Alba, sino que
lo divulgara.
—No me acuerdo de quién me lo contó, incluso puede que lo leyera, pero
vamos, es algo que se sabe. Raúl siempre ha adorado a Cayetana. La ha
defendido siempre y sí, tuvo un lío con ella. Él, y también Paco Rabal.
Lo del actor se lo había leído yo a Raúl en un artículo recogido en A
Bambi no le gustan los miércoles, donde el periodista mencionaba que «la
bragueta más rápida del reino» le dedicaba poemas «a la Maja del Capote».
Cuando terminé de entrevistar a Garci, telefoneé a Raúl y le dije algo así
como «mucho pudor y mucha leche con respecto a tus ligues, y luego me
entero de esto».
—¡Eso es una calumnia de Umbral! —gritó—. ¡Yo jamás he dicho «me
he acostado con una o con otra», y menos de Cayetana!
—Pues joder con Umbral…
—Lo escribió en uno de sus libros, no me acuerdo en cuál. En la vida se
me pasó por la cabeza decirle a mi padre que me había acostado con una
mujer. Tú no sabes cómo era: llamo a mi padre para decirle que me he
acostado con Cayetana, y este me cruza la cara en cuanto me ve.
Angelines del Pozo me corroboró la versión de su hermano:
—La Torre tenía teléfono directo con Cuenca desde principios de los años
treinta. El médico de La Torre vivía en Cuenca y, cuando los empleados
tenían una urgencia, le llamaban por teléfono y este los atendía en la ciudad.
El teléfono de La Torre era incluso anterior al de Mariana. Eso denota el
desconocimiento de la persona que difundió esta historieta.

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También llegué hasta Cayetano Martínez de Irujo gracias a una entrevista.
Antes de leer su libro De Cayetana a Cayetano (La Esfera de los Libros,
2019), basándome en lo que había visto en los programas del corazón más
casqueros, lo consideraba una suerte de chulo de playa con sangre azul. Sin
embargo, al abordar su biografía, me pareció un buen tío y, en el encuentro
que tuvimos me topé con una persona educadísima, humilde, generosa y
descaradamente sincera. Nos caímos bien, creo que no me equivoco si digo
que nos hicimos amigos y un día, poco antes de Navidad, quedamos para
comer. Preguntarle por la relación, fuera del tipo que fuere, que mantuvo Raúl
con su madre me pareció descortés y de mal gusto —el lector que piense «te
faltaron huevos» está en su derecho de hacerlo.
—¿Cómo conociste a Raúl?
—Pues mira, me gustaban dos o tres columnistas de El Mundo, Bustos,
Arcadi y Raúl, y no conocía a ninguno de los tres. Pedí sus teléfonos, les
llamé y quedé a comer con ellos por separado.
En este momento, Cayetano se calló, carraspeó un poco, se pasó la
servilleta por la boca y continuó:
—A Raúl le había conocido en una cena de Paloma Segrelles, y yo tenía
un punto un poco negro sobre Raúl. Escribió un artículo sobre mi madre muy
negativo, de tres partes. Fue muy negativo y muy injusto con mi madre. No
obstante, yo, hasta que conozco a las personas, no opino. Aquella primera vez
que me lo encontré yo estaba muy receloso, porque recuerdo, insisto, que el
artículo fue muy duro, muy negativo y muy injusto. Después, en la cena,
pensé: «Soy una persona tan injustamente juzgada, y de una manera rastrera,
como son ciertos programas en Telecinco, que tengo que darle una
oportunidad a esta persona». Tiempo después, quedé a comer con él y, en ese
almuerzo, nos cogimos una simpatía y un cariño mutuo.
Sin estar seguro del todo —ni Cayetano ni Raúl han sabido concretarme el
dato—, creo que el IV duque de Arjona y XIV conde de Salvatierra se refiere
a una serie de cuatro artículos que el periodista publicó en El Mundo entre el
10 y el 13 de marzo de 2002, cuando se anunció la boda de Eugenia Martínez
de Irujo con el torero Francisco Rivera. Los textos se titulan «María Eugenia,
la última víctima» (10/III/2002), «Todos los hombres de Cayetana»
(11/III/2002), «Cuatro bodas frustradas y un “apaño”» (12/III/2002) y «El
ocaso de una dinastía» (13/III/2002). Raúl abordaba cómo los Alba habían
pasado a ser carne de la prensa rosa y recordaba una tesis de Jesús Aguirre,
quien sostenía que el día que faltara Cayetana se produciría el «fin de la
raza»:

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La España feudal fue cuna de la estirpe que hoy parece acechada por
una tormenta de desgracias. En pleno declive, la de los Alba simboliza la
crisis de la aristocracia sin privilegio alguno que llevarse a la boca. A los
nobles del siglo XXI apenas les quedan títulos que no imponen ya nada.
(…)
Los que deseen conservar influencia y misterio no han de renunciar a
las pasiones, pero sí enclaustrarse en las frías alcobas de sus palacios. Los
Alba proceden de la épica, pasaron por la cortesía y acabaron en la
pedantería, con el remate posterior del escándalo. Y el mayor escándalo es
que se comportan como todo el mundo.

Por otro lado, Raúl colmaba de elogios a su amiga, «una duquesa de


rompe y rasga, una tía con pelotas» que «lo aguanta todo, tiene un sólido
corazón, es leal, capaz de esperar horas y horas como una gitana a que una
amiga salga de una operación».
—Después de ese primer almuerzo —continuó diciéndome Cayetano—,
estuvimos en contacto, nos hemos visto en diversos sitios… La última vez
que comí con él nos dimos un abrazo especial, con un cariño, buah —
Cayetano hizo una pausa, y continuó—. Yo sabía que su mujer estaba
enferma, yo le mandaba productos de Casa de Alba y eso le alegraba mucho.
Son cosas que me salen a mí por como soy. Percibí que Raúl lo estaba
pasando mal, el amor a su mujer y la tristeza de que esta estaba muy enferma,
se iba y él no podía hacer nada. Ella, la pobre, ya vivía en unas condiciones…
Y, en fin, ¿cómo podía darle una alegría? Pues con estos productos, que son
buenos, están bien presentados… Al darme cuenta de que le hacía ilusión, de
vez en cuando le enviaba cosas. Recuerdo que, como le gustaban las naranjas,
le traje un saco de naranjas de una finca pequeña de Fernando que yo
gestiono. Naranjas o pomelos, ahora dudo. Con la enfermedad de su mujer, él
lo pasó muy mal. Muy mal.

—Tienes que destacar —me dijo el psiquiatra Néstor Szerman— la


importancia que han tenido las mujeres en la vida de Raúl. La prematura
muerte de la madre de Raúl es un tema que marcó profundamente su vida en
todos los sentidos. Muchas mujeres le han ayudado para orientar su vida,
empezando por Natalia y siguiendo por muchas mujeres importantes que
estuvieron ahí de otra manera y en otras situaciones. Se lio con las mujeres de
algunos capos de Prisa.
—Es un gran seductor.

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—Y no solo de mujeres: en general, tiene grandes habilidades de
seducción. Las mujeres no le odiaban como amantes despechadas. Han
quedado seducidas y enamoradas de Raúl de alguna manera. Insisto: hay
cantidades de mujeres importantes que han sido fundamentales. El grupo
Prisa nunca le atacó a él de frente, a pesar de ser un enemigo declarado, a
pesar de que se la tenían jurada.
—Eso es una teoría suya —me dijo Raúl sobre las palabras de Szerman—.
La palabra empatía me jode, la usan tanto como mantra… Dice que las
mujeres tienen una simpatía especial hacia mí, que se les nota. Luego,
también dice que las mujeres me perdonan siempre.
—No es el único que me lo ha mencionado.
—Eso no es verdad. Algunas examantes me detestan.
—Me dijo que saliste con mujeres del entorno de Prisa.
—Con la de Cebrián. Pero es igual, no tiene importancia. Ojo, y no lo ha
negado nunca: en los peores momentos de la guerra civil entre El Mundo y El
País, ella me llamaba y quedábamos para comer.
Un par de semanas antes de tener esta conversación, Raúl se hizo una
herida sin importancia en el pulgar de no recuerdo qué pie. Fue desinfectada
con Betadine o un derivado y el asunto, en cualquier otra persona, no hubiera
tenido más historia. Ocurre que Raúl es más hipocondríaco que Woody Allen
corriendo los sanfermines y, a veces, impaciente de un modo rabioso e
infantil. Así que se hurgó tanto en la, ya digo, pequeñísima herida que se le
infectó. El dedo se le hinchó más de lo debido y tuvo que ir al médico. La
chica que le ayuda los fines de semana, cuyo nombre no recuerdo —ni creo
que pregunté—, subió a su despacho con agua oxigenada, algodón y demás
objetos de cura, le limpió la pupa como una madre a su hijo y, preguntando si
los señores deseaban alguna cosa más, se marchó escaleras abajo.
—Yo tengo ahora un problema con una uña que se me atraviesa. Una
chica como esta —en referencia a la cuidadora—, que tiene hijos y marido en
Honduras, que está en España casi de un modo clandestino, que gana 800 o
900 euros y tiene que mandar 200 para sus hijos, que vive la melancolía, el
exilio salvaje de estar fuera de su patria y de sus hijos, y fíjate: tengo un
problema en una uña, y cómo me cuida, con qué delicadeza. Las manos de
una mujer no son las de un mono: son más distinguidas, evolucionadas,
civilizadas, delicadas. He tenido siempre una admiración tan grande por la
mujer…
Raúl me habló del «proceso de autoeducación» que todos los hombres
españoles hemos tenido que hacer, según él, para no ser machistas.

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—Cuando nacimos, no éramos ni demócratas, ni feministas, ni nada. La
vida ha sido un largo aprendizaje. Efectivamente, yo, con respecto a las
mujeres, creo que tuve una pésima educación. No hay clásicos tan misóginos
como los españoles: desde Calderón de la Barca, que dice que la mujer tiene
que estar en casa hilando, a Quevedo, que las trata de putones desorejaos, y
así sucesivamente. Con esta especie de radicalismo histérico que hay, habría
que quemar todo el Siglo de Oro. Solo hay una excepción: la delicadeza, la
inteligencia, la posmodernidad cósmica de Cervantes.
—Hace unos días te zurraron en Twitter por algo que dijiste en Espejo
público. ¿Cómo era…?
—Dije que tener una erección es delito, y menuda armé. Ahora, la
erección es delito; antes, era pecado. No sé qué es peor.

Cientos de miles de mujeres se manifestaron en España el 8 de marzo de


2018, Día Internacional de la Mujer, bajo el lema «Si nosotras paramos, se
para el mundo». Fue una movilización histórica, festiva y lila en la que se
exigió igualdad y acabar con la discriminación, el acoso y la violencia
machista, se gritaron consignas como «estamos hasta el culo/de tanto
machirulo» o «no es no,/lo demás es violación» y Madrid fue nombrada
ciudad «tumba del machismo».
—Cuando la primera manifestación del 8-M —me dijo Jorge Bustos—,
con el tema del Me Too, Raúl me llamaba preocupado y, al mismo tiempo,
ilusionado. Eso también retrata su bonhomía y su sensibilidad de verdadero
joven que se sienta ante la máquina de escribir o el ordenador como si
empezara de cero. Él siempre repite: «La causa de la mujer es una causa justa
y el periódico tiene que apoyarla». Y me daba consejos para hacer los
editoriales para enfocar el juicio de este movimiento. Al mismo tiempo, me
hacía sus bromas más cipotudas, como esa de que menos mal que él
perteneció a otra época, porque no se arrima ya ni a las farolas.

Desde que era niño, Raúl sintió fascinación por el cuerpo femenino. Ver a
una mujer desnuda y hacer el amor con ella superaba, en la escala de los
milagros, al de los pastorcillos y la Virgen de Fátima.
—Una vez vino una chica al Gijón, creo que era norteamericana, y nos
liamos y nos fuimos a un hotelucho de mala muerte, cerca del Paseo del
Prado. Se desnudó y parecía Miss América. Me quedé tan asombrado…
Recuerdo que tenía unas bragas como de plata imposibles en España. De

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verdad, me preguntaba si eso estaba ocurriendo en la vida real. Cuando
terminamos, salió de la habitación de una manera, bajó las escaleras de ese
hotel con una elegancia…
A Félix Sanz también le habló de este episodio:
—Tuvo algo con una mujer que yo no sé quién es y que creo que era
americana. Debió de ser cosa de un día, de eso que conoces a alguien y, en
fin. Y cuando lo recuerda, se le pone una cara de ilusión…, y dice: «Era una
diosa».
—En este año terrible que he tenido —me dijo Raúl—, han sido tres o
cuatro mujeres las que me han salvado la vida: Pilar Cernuda, Carmen Rigalt,
Chon González Byass y Sol, la que me lleva las cuentas, que es una persona
maravillosa. Me ven como un tipo desvalido, creo. Y conmigo han sido muy
generosas.

Raúl del Pozo tiene en un altar a William Shakespeare, «el hombre más
grande de la historia de la literatura, solo comparable con Dios», pero
considera su epitafio —«Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar en el polvo
aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y maldito el
que remueva mis huesos»— una horterada, una sandez propia de una película
de terror barata. Por otro lado, tilda a Lord Byron de autor mediocre —aquí
discrepo—, pero admira el epitafio que el poeta inglés dedicó a su perro
Boatswain —«Cerca de este lugar/reposan los restos de un ser/que poseyó la
belleza sin la vanidad,/la fuerza sin la insolencia,/el valor sin la ferocidad»,
etc.
—¿Ves la diferencia? ¡Un escritor mediocre, como es Byron, al lado de
Shakespeare! Y sin embargo, cómo acierta ahí…
—¿Tú has escrito algo a tu perrita?
—Algún artículo le he dedicado, sí.
En realidad, los dueños objetivos de Dana, ese coton de Tuléar que pasó
de taladrarme los oídos con sus chillidos como de youtuber que se ha caído de
un patinete a restregarme su cipote imaginario en la pierna, se llaman José
Luis y Beatriz. Están casados, tienen tres hijas y son vecinos de Raúl.
—El coton —me dijo el maestro— es el perro que llevaban los negreros
para comerse las ratas de los barcos. En puridad, es un perro pequeño, pero
terrible. Luego, como son tan bonitos, los llevaron a las casas los aristócratas
que fueron carne de guillotina en la Revolución Francesa. Algunos de los que
acababan en el patíbulo se llevaban a sus perritos.

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Hace seis o siete años, José Luis y Beatriz visitaron a Raúl y a Natalia
portando una caja de cartón que albergaba un animal que parecía un peluche,
blanco como la coca más pura y con unos ojillos como botones negros de una
muñeca de trapo.
—A Natalia le apasionaban los perros y, como ya estaba enferma y los
vecinos son tan buenos, hicieron una gatera para que pasara de su casa a la
nuestra y, desde entonces, está por aquí. He tenido muchos perros en mi vida.
La vida es una sucesión de perros. La vida dura lo que cinco perros —dijo
riendo.
Según Raúl, Dana tiene pensamiento abstracto y una inteligencia
prodigiosa: sabe distinguir el canto del jilguero del de un petirrojo; asigna un
número de ladridos equis a cada persona que pasa por la calle, según la
conozca o no, y tiene claustrofobia: una vez la encerraron en una habitación
grande por alguna enfermedad y, cuando el animal se curó y fue, digamos,
liberada, no visitó la casa durante dos días e ignoraba a Raúl.
—Realmente, los perros siempre me han fascinado. Cuando ganábamos al
póker a Pepe Díaz y le retirábamos el dinero, su perro ladraba cabreado.
Luego, Coll tenía un loro que era tan impresionante que oía las sirenas de las
ambulancias en la calle General Perón, cerca del Santiago Bernabéu, y las
imitaba. Y decía «envido» y decíamos «vale, quiero». Pero como este animal
—señaló a Dana—, ningún otro. Me tiene fascinado. Nadie en el mundo me
admira y me quiere tanto como ella. Las últimas palabras de Natalia fueron:
«¿Has dado de comer a la perrita?».

Angelines del Pozo me habló maravillas de su cuñada:


—Era bellísima, bastante seria, sumamente delicada y educadísima. Me
encantaba, la quería muchísimo.
Angelines conoció a Natalia antes de que esta contrajera matrimonio con
Raúl:
—Estaba mi hermano en Cuenca, porque habían operado a mi padre, y
ella fue a verlo. Conducía un descapotable. Mi padre estaba delicado en sus
últimos años, y ella le daba consejos de comidas, de infusiones… Le gustaba
muchísimo todo lo natural.
Lo que más admiraba Angelines de Natalia era su exquisito sentido de la
elegancia:
—Su vida era la casa y el jardín. Cada cosa que hay aquí, cada detalle,
cada aplique, cada cortina, demuestra un gusto extraordinario. El otro día le

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decía a mi hermano: «Siento que tú no eres capaz de pensar en todos los
detalles que tienes en esta casa».
—¿Y qué te contestó tu hermano?
—«¿Y me dices esto, sabiendo la pena que me da?» —Angelines suspiró
—. No puede todavía hablar sobre ella. Es normal.

José María García me dijo que Natalia «fue la gran compañera de Raúl».
—Creo que se conocieron en la embajada italiana, donde ella trabajaba.
Raúl había ido a hacer un reportaje y él, que había sido un mujeriego
conocido, alabado y disputado por muchísimas señoras de la alta, de la baja y
de la media sociedad madrileña, ahí cayó. Se quedó prendido de la mujer que
lo ha sido todo, absolutamente todo, para él.

Marta Robles me describió a Natalia como «una mujer maravillosa,


absolutamente discreta». Según la periodista madrileña, la italiana «le ha
sostenido la vida a Raúl»:
—Natalia sabía cómo era y le quería, como dijo Oscar Wilde, «pese a tus
defectos y mis reproches». Era guapa y cauta. La recuerdo sonriendo siempre
y estando como en una segunda posición, sin querer ocupar un puesto
relevante para dejarle todo el protagonismo a Raúl.

Fui testigo de una escena impresionante protagonizada por Natalia.


Ocurrió por abril o mayo de 2017, al poco de que Raúl publicara El último
pistolero. Me presenté en su casa para que me firmara mi ejemplar. Nos
sentamos en un par de butacas que tiene en el vestíbulo, bajo la mirada de una
reproducción de la Liebre joven de Durero. Estábamos hablando de ligues
frustrados cuando apareció Natalia. La saludé, charlamos un rato y, cuando
dio por concluida la conversación, empezó a subir lentamente la escalera. Era
un ser quebrado, extremadamente frágil, sufriente como Cristo en el Vía
Crucis. Fui a levantarme para ayudarla y, cuando adelanté la espalda, Raúl
tiró de mí hacia atrás con delicadeza, me cogió del brazo y me susurró:
—No la ayudes, porque si no se va a sentir impedida.
Con la fuerza que genera esa madre que, con sus brazos, es capaz de
levantar el coche que acaba de atropellar a su hijo, esta oriunda de Rovigo,
municipio del Véneto conocido como «Ciudad de las Rosas», subió sola y con
éxito todos los escalones.

Página 244
Una de las personas consultadas para la elaboración de este libro me
contó, con la condición de no desvelar su identidad, una anécdota terrible y, a
la vez, rebosante de humanidad y de belleza, que refleja la dedicación, la
pasión y el amor que Raúl profesó a su mujer, Natalia Ferraccioli. La pobre
llevaba ya dos meses ingresada, le quedaban pocas semanas, si no días, de
vida y, en cierta ocasión, los médicos la sacaron de la habitación para hacerle
un análisis. El testigo X, con el tono de quien recupera la fe en el Homo
sapiens, me dijo:
—Natalia era una mujer consumida, que tenía seis o siete tubos. De
repente, me dice Raúl: «X, qué bella es: parece una diosa». ¡Y estaba con
tubos, con cintas, pegatinas, no sé qué! Ante una cosa así, dices: «Coño, el
amor existe. Y la devoción».
Pilar Cernuda, quien conoció a Natalia cuando esta era secretaria de
redacción en Interviú, fue una de las personas que más acompañaron a Raúl
durante este periodo de tinieblas.
—La tenía en un pedestal. La miraba embelesado, y me decía: «¿Tú has
visto alguna mujer más guapa que esta? ¿Habéis visto la elegancia con la que
habla? ¡Es una diosa!». Lo de Raúl con Natalia me conmovió. Había que
arrancarlo del hospital a las once y media de la noche, después de haber
pasado todo el día allí. El papel de Néstor (Szerman) fue fundamental, y lo
sacábamos del hospital porque Néstor le obligaba a salir a cenar no ya como
amigo, sino como médico.
Con rotundidad eminente, Néstor Szerman me dijo que Natalia Ferraccioli
fue la persona «más importante» de la vida de Raúl y que, de no haber sido
por ella, el periodista lo hubiera perdido todo en el juego:
—Con respecto a Natalia, Raúl tenía una dependencia casi patológica. Sin
ella, se hubiera arruinado y se hubiera quedado en la calle. En realidad, lo que
perdía a Raúl era el juego: le gustaban las mujeres, era un gran seductor, un
gran conquistador, pero el sexo no tenía una importancia trascendental. Nunca
le han gustado los burdeles: la conquista es lo que le gusta. Es una forma de
apostar. Pero siempre intentaba que Natalia estuviera detrás, de fondo. Y eso
le ha salvado la vida. Natalia le dio todo su apoyo, era quien le corregía los
artículos… Fue algo esencial en su vida.
Raúl y Natalia fueron los padrinos de boda de Antonio Pérez Henares y su
esposa, Mari. De hecho:
—Son ellos —me dijo el periodista alcarreño— quienes un día me
presentaron a mi mujer, y fíjate: ya son treinta y cinco años de matrimonio.
Mari vivía donde ellos vivían antes, en Manaure.

Página 245
Sobre la ecuación de tercer grado formada por Natalia, Raúl y las amantes
de este, Pérez Henares me dijo:
—Infieles, él y Paco Rabal, sí; ahora, leales también. Eran otros tiempos,
o los de ahora son otros tiempos, pero la lealtad de esas parejas siempre fue
absoluta. Y ha sido acojonante cómo Raúl ha cuidado a Natalia. Antes se iban
todos los agostos a Marbella; en cuanto ella enfermó, no se movieron. Y
nosotros, sobre todo Mari, pasábamos muchas tardes con ella, en el jardín de
su casa.

Era frecuente que Federico Jiménez Losantos coincidiera con Raúl en el


palco del Santiago Bernabéu, hasta que Natalia empeoró y, entonces, Raúl
dejó de asistir, de raíz, a los partidos del Real Madrid:
—Antes de eso, ya quedábamos para cenar con Jaime Campmany, los
Liaño, Camilo José Cela o Jesús Cacho, que entonces estaba con una
decoradora que luego se fue con el segundo de Prisa. Sobre todo, quedábamos
en casa de Jaime o de Liaño; en casa de Raúl, nunca. Raúl es entrañable, pero
Natalia era maravillosa. Todo el mundo la adoraba. La sorpresa es que cuando
cae enferma, todo el mundo ve que el golfo de Raúl está absolutamente
enamorado, y nos damos cuenta de que es la mujer de su vida. Y Raúl
desaparece y se dedica a ella. Y estaba tan obsesionado con ella que era
incómodo cenar con los dos. A veces, se ponía pesado: «Esto no lo comas», y
ella: «¡Pero déjame, Raúl…». Pensabas lo de Machado: «Aquel
trueno/vestido de nazareno». A la única que no le sorprendió fue a Conchita
Campmany, que siempre pensó que había una historia de amor tremendo.
—Conozco a muy poca gente con esa dedicación a una mujer enferma
sobre la tuya —suscribió Pilar Cernuda—. No es que solo estuviera
preocupado: es que no tenía vida. Es que su vida era Natalia. Y la trataba con
un cariño, con una ternura tan absoluta… Su vida estaba programada en
función de Natalia.

Félix Sanz fue uno de los amigos de Raúl que más le acompañó durante la
enfermedad de su mujer. Recuerda cómo en los momentos en que a Natalia le
hacían una prueba médica, «durante la media hora que a lo mejor tardaban, él
no podía vivir: se ponía malo de los nervios». El ex Jemad me subrayó:
—Uno de los asuntos en los que se ha demostrado la grandeza de Raúl es
durante la enfermedad de Natalia. Ver cómo Raúl la cuidaba me ha
reconciliado con la gente. Se contaba que Raúl era un mujeriego, que iba a

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casa porque a algún sitio había que ir, pero en cuanto enfermó Natalia, la amó
con una devoción…
Sanz me habló de una tarde en la que Natalia estaba en la cama del
hospital «y parecía que no había bulto». El general entró en la habitación, se
encontró a Raúl llorando a mares, le preguntó qué ocurría y el periodista
respondió: «No sé, no sé».

Néstor Szerman apuntó cómo cuando jugaba al golf con Raúl, antes de
que Natalia entrara en la fase crítica de su enfermedad, este la telefoneaba
cada cinco minutos. Cuando se supo que —joder, es duro escribir esto—
Natalia no saldría viva del hospital, el psiquiatra se desvivió intentando evitar
el desmoronamiento de su amigo. Pilar Cernuda lo recordó diciéndole:
«Tienes que hacerte a la idea. No te preocupes, que estamos muchos contigo y
te vamos a sacar adelante».
—Cuando intentaba sacar el tema de la muerte —le dije a Szerman—, no
digamos ya, de la muerte de Natalia, Raúl me rehuía. Para él, es tabú.
—Es un temor que le viene de la infancia, por el tema de la madre.
Recuerdo una anécdota. Murió un amigo y le digo: «Vengo jodido, porque ha
muerto un amigo». Me dice él: «No me cuentes historias, se mueren todos tus
amigos». «No, pero se estaba muriendo. Y la mujer con la que realmente
vivía no podía estar a su lado. Tenía que estar con su mujer». Y me dice Raúl:
«Pues que se joda, por cobarde».

En los últimos siete años ha sido atacada por la cruel venganza del
tiempo: cáncer de estómago, de mama y fallo renal. (…) Alguien dijo que
la ciencia no alarga la vida, sino la vejez y que prolongar la agonía es
multiplicar la muerte, pero Natalia ha soportado con dulzura los últimos
instantes y ha muerto una sola vez como los valientes. Estuve viendo
cómo iba perdiendo la respiración y la conciencia y cómo se extinguía su
bella luz. Los médicos que la han atendido —Ramón Delgado, Antonio
Gómez Moreno y otros—, la han calificado de «enferma diez». Se negó a
salir de la sesión de diálisis en silla de ruedas, a que bajáramos la cama de
su habitación a la planta baja cuando apenas podía andar. Disimulaba su
dolor para no hacernos sufrir. Era una gran dama. Que nadie diga que los
italianos fueron corriendo hasta Guadalajara. No he visto un ser tan
valiente como Natalia Ferraccioli. Permaneció serena aunque oía, como
Adrie, la mujer de Mientras agonizo, clavar y aserrar su caja.
RAÚL DEL POZO, «Natalia Ferraccioli»,

Página 247
El Mundo, 17 de septiembre de 2018.

Arranqué mi relato diciendo que no recordaba la fecha en que conocí a


Raúl del Pozo. En cambio, nunca olvidaré que fue el 9 de septiembre de 2018,
dos días antes de su muerte, la última vez que vi con vida a Natalia
Ferraccioli. Cierro los ojos y la veo, sí, con una nitidez que me estremece,
tumbada en una cama de la clínica Ruber. Como una modelo prerrafaelita,
con un torso que era una pluma de cristal. Con la expresión lívida,
disimulando el dolor y mostrando una sonrisa dolorosamente pura. Y
consciente, muy consciente:
—¡He venido a ver a la emperatriz de Roma! —la saludé, le di dos besos,
le di otros dos a Raúl, y me presenté a Pilar Cernuda, quien también se
encontraba de visita.
—¡Este chico es periodista —exclamó Natalia, con un entusiasmo
imposible y juvenil— y quiere mucho a Raúl!
—Raúl es mi tapadera —le dije—: en cuanto te recuperes, nos fugamos y
este que se case con García.
Hice reír a Natalia y, Dios de mi vida, qué subidón: me sentí como si
salvara a la humanidad de una catástrofe nuclear.
A los diez minutos, bajé con Raúl a tomar un café en una cafetería de la
calle Juan Bravo. Regateó toda pregunta que tuviera que ver con la
enfermedad de su mujer y se interesó por qué se cocía en Libertad Digital y
por los últimos motes que habían salido de la quevedesca, cáustica y divertida
factoría de apodos que es la mente de Federico Jiménez Losantos.
Volvimos al hospital. Acababan de llegar Néstor Szerman y su esposa. Vi
a Natalia mucho más cansada, sin tantas ganas de hablar, quizás agobiada. Me
pareció que lo más apropiado era marcharme, y me despedí de una forma que
pretendía ser consoladora y animosa, pero que me supo, en el fondo, hipócrita
e imbécil. Pronuncié una frase que aún colea en mi mente y que azota mi
conciencia. Tras anunciar que me largaba, me acerqué a Natalia, le di dos
besos y, pese a pensar que, salvo milagro y de los gordos, no la volvería a ver
con vida, e intuyendo que, la próxima vez que quedara con Raúl, en su estado
civil figuraría la palabra «viudo», embriagado por una piedad ilusa pero,
sobre todo, artificial, le dije:
—El siguiente beso te lo daré en el jardín de vuestra casa. Como la
primera vez.
Aquella versión italiana de la Ofelia de John Everett Millais se limitó a
sonreír y a entornar los ojos. Tiré millas afligido, impotente y resignado.

Página 248
Cuando murió Natalia, Raúl no quiso que yo fuera al entierro de su mujer.
Respeté su decisión, aunque me encabronó no asistir a ese último adiós.
Las pocas veces que lo vi en los cuatro o cinco meses que siguieron a la
muerte de Natalia lo encontré profundamente triste, colocado de melancolía,
encogido y tenso como un galgo apaleado. Un destacamento de amigos, tan
fieles y tercos como él, lo acompañamos —en la medida que nos dejaba—
durante su estancia en ese trasunto suyo, íntimo, exclusivo y macabro, del
Monte de los Olivos, mientras su alma sudaba y lloraba sangre. Aliviado el
luto, mantiene una actividad periodística envidiable cuantitativa y, sobre todo,
cualitativamente, procesando y embelleciendo el ruido de la calle, mientras se
embelesa con el canto de los jilgueros. Continúa buscando su vellocino de
oro, o sea, intentando escribir el mejor artículo de su vida. Ha consagrado su
existencia a la gente que quiere —y que le quiere, que le queremos— y, a
diario, limpia, fija y da esplendor al significado de la palabra «amistad».
Sigue amando a la mujer por encima de todas las criaturas de la Creación,
aunque ya no se le pone como el Empire State —«¡Eso no es verdad!», me
interrumpe ruborizado—. Se emociona cuando escucha «La Internacional»,
como un niño de una película de Eisenstein, y se deleita leyendo a
Shakespeare, a Cervantes y a Voltaire. Juega al golf mientras los hunos le
llaman «fascista» y los hotros, «rojo de salón». Y, mientras Dana se come una
patata frita que le acabo de tirar al suelo, me insta a dar un golpe de Estado
periodístico para acabar con todos los negreros de la industria de la
información.
—Prenderé fuego a Troya, siempre que tú vengas conmigo.
—Vale.
De Madrid a Nueva York,
entre julio de 2019 y febrero de 2020.

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A MODO DE EPÍLOGO

RAÚL DEL POZO

Ya avisó Mark Twain: «No ha nacido un hombre capaz de escribir la


verdad sobre sí mismo». Aunque casi todo lo que se escribe es, en cierta
forma, autobiográfico, la mejor manera de que no te conozcan es contar tu
vida; a pesar de ello, me he resistido algunas veces a escribir mis memorias.
Incluso una vez devolví el anticipo de una editorial para contar mi vida,
quizás porque, a pesar de serlo, no me siento viejo y, como escribe en el
prólogo ese monstruo de la radio llamado Carlos Alsina, además de la
malvada Carmen Rigalt, yo soy un niño. Un niño torpedero que, según ellos,
hago boquetes en los gobiernos. Menos lobos: lo que soy es un superviviente
del periodismo, que mata pronto. He escrito algunos libros, novelas y ensayos
y, aunque en España es imposible que te reconozcan que hagas una cosa bien,
y menos dos, no me puedo quejar de mi suerte. En cuanto a lo que puedan
decir de mí en el futuro, basándose en este libro o en los míos, me la suda lo
que cuenten una vez que haya entregado la cuchara. Habrán prescrito mis
errores; no me importa la inmortalidad y menos los aniversarios. Ymelda,
Carmen, y dos jóvenes escritores de talento, Jesús y Julio, que harán honor a
la mitología de sus nombres, me convencieron para que me dejara trastear y la
verdad es que me he dejado poco. Así que han tenido que hablar con mis
contemporáneos amigos. Es cosa triste no tener enemigos; yo los tuve; la
mayoría han muerto, mientras sigo escribiendo para unos lectores que, con
mucha frecuencia, me atacan sin piedad en las redes sociales y en el propio
periódico donde escribo. La mayoría me suenan; también se ocupan de mí,
algunas veces, los robots de los partidos; no le gusto a ninguno y eso quiere
decir que estoy en la línea correcta. No puedo comprender cómo han logrado
escribir a cuatro manos esta historia con lo poco que les he contado. No han
entrevistado a ningún enemigo y, por eso, me temo que salgo en el retrato con
trucos en la foto como Sara Montiel.

Página 250
Les dije a los autores de esta novela, en la que hay un personaje que se
parece a mí, que tuvieran cuidado en decir que yo alardeaba de seductor.
Primero, porque he tenido más fracasos que éxitos, y segundo, porque
presumir de ligón es una necedad. No he leído el libro en la totalidad, pero
insisto: les he advertido a Jesusito de mi vida, eres niño como yo, y a Julio,
compañero de mis mejores borracheras, que tuvieran cuidado con los alardes
del jergón.
No sé cómo será recibido este libro, que trata de una profesión que se
extingue. Como dije en un Congreso de Reporterismo en Valladolid, donde el
vino y la palabra, soy un articulista que nunca me olvido del hombre o la
mujer que se acerca con unos euros a comprar un periódico a un quiosco
cuando ya apenas quedan. Como declaró un día Manuel Vicent, que es de mi
quinta, los del 36 nacimos en un bombardeo y vamos morir en una peste, pero
que nos quiten lo vivido: el hambre, la dictadura, la democracia, el amor libre,
el éxtasis, la yerba e Internet… Lo que dicen bueno de mí es porque he
intentado siempre escribir de manera que me pueda entender un lechero,
aunque siempre me encuentro con alguien que insiste en el mensaje: «Muchas
veces no le entiendo lo que escribe». Otras veces repiten: «Tiene que dar más
caña». He dicho que amo las palabras como si fueran mujeres, pero a mis dos
supuestos biógrafos les he informado muy poco. El que quiera divertirse que
se compre un mono. Luego la vida te baja los humos, pero hubo un momento
en el que yo también creí, como Manuel Vázquez Montalbán, que el hombre
que sabe escribir es un hombre superior. Tuve maestros y los imité hasta en la
manera de escupir. Estuve en Cabo Kennedy viendo salir a los cosmonautas a
la Luna, pero hubiera preferido, como momento áureo, el instante en que los
reporteros de sucesos juegan al póquer en Primera plana sabiendo que el
hielo para el whisky estaba en el depósito de los cadáveres.
He sido reportero, cronista de sucesos en El Caso; jamás pudieron atarme
a una mesa de redacción o a un libro de estilo. He escrito lo que me ha salido
del pijo, he burlado la censura y he llegado a este nuevo siglo en el que al
puritanismo de los inquisidores sucedió el de los retroprogres, y no sé cuál de
ellos es más repugnante. El primer redactor-jefe que tuve me advirtió: «Tú
escribes con libertad. Intentarán cortarte la mano». Para mí, el periodismo es
mucho más que un contrapoder, o un servicio público, o una profesión. Es un
veneno. Llevo muchos años trabajando en El Mundo y cada vez que escribo
es como la primera vez. Siempre pienso en el séptimo cielo de la primera
página. He tenido el honor, algunas veces, de empezar mi columna en la
portada.

Página 251
He sido, con cierta razón, acusado de todo: de carroñero, de hijo de puta,
de republicano y de costalero del rey Juan Carlos I. Creo que, sin la lavadora
del periodismo independiente, la corrupción y el crimen de Estado hubieran
podrido la democracia. Empleo la analogía de la lavadora porque es la
expresión que usó el jefe de la Campaña de Nixon cuando el Watergate. Le
dijo a los del Post: «Si sale toda esta mierda, Katie Graam se va a pillar las
tetas en la máquina de escurrir ropa». Pero la que se pilló las tetas fue la
administración Nixon mientras Katie llevó colgada alrededor de cuello una
escurridera de ropa en miniatura que le regaló un dentista. Conozco a algunos
periodistas que han sido héroes desconocidos de la democracia y que, como
cazadores, han colgado en la pared los nombres de los ladrones, evasores y
asesinos. Descubrieron la mordida, el unte y el engrase. Tuve algo que ver en
el Caso de los Papeles de Bárcenas. «Si hay cojones que me cesen», me dijo
el contable en el año 2009. Tuve contactos con «Garganta de seda» y el
Tercer Hombre. Una noche me llamó Pedro J. para decirme que iba a publicar
las Cuatro Horas con Bárcenas, que hicieron tambalearse al gobierno:
«Quiero que lo sepas antes y te agradezco que hayas abierto el camino de la
exclusiva». Descubrimos que, durante veinte años, las empresas más grandes
del país atizaron inmensas cantidades de dinero para sobresueldos y gastos
electorales. Conté en unos folios lo que había visto, las cantidades al lado de
los nombres. Talones adjuntos a empresarios. Bárcenas cobraba más que
todos porque era de los pocos que cobraba en blanco.
Y, para finalizar, repito: Jesús y Julio no han escrito una biografía, sino
una novela, «maravillosamente desordenada», según ha dicho uno de los
primeros lectores.

Página 252
JESÚS FERNÁNDEZ ÚBEDA (Ciudad Real, 1989) es periodista por obra y
gracia —o desgracia— de la Universidad Complutense de Madrid. Escribe en
Zenda y en Libertad Digital. Además, ha cubierto un par de giras de Enrique
Bunbury y escribió el press release de su último álbum, Expectativas.
También hizo de compilador, o como se diga, en El último pistolero, de Raúl
del Pozo. Aterrizaje forzoso (Cultiva Libros, 2018) es su primer libro. En
Twitter @jfubeda89

Página 253
JULIO VALDEÓN BLANCO (Valladolid, 1976). Licenciado en Historia por
la Universidad de Valladolid. Escritor. Reside en Nueva York desde 2005.
Premio Ciudad de Salamanca 2005 de Novela. Premio Cossío de periodismo
2011, modalidad de Opinión. Autor de cuatro novelas, Los fuegos rojos
(Algaida, 1998) El fulgor y los cuerpos (Espasa 2002), Palomas eléctricas
(Algaida 2006) y Verónica (Algaida 2008) y un ensayo, American Madness:
Bruce Springsteen y la creación de Darkness on the edge of town (2009).
Colaborador y/o columnista de El Mundo, Efe Eme, Ruta 66, Leer, Jot Down,
Yo Dona, El Cultural, El Mundano y los diarios del grupo Promecal.
Colaborador de Onda Cero. Fue columnista de Factual. Tras la dimisión de su
director, Arcadi Espada, hizo lo propio.

Página 254
Notas

Página 255
[1]Algunos títulos de capítulos son versos sacados de canciones. Se indicará
cuando así sea. En este caso, sale de «El club de los imposibles», del disco
Flamingos, de Enrique Bunbury. <<

Página 256
[2]Lo sé desde el 4 de mayo de 2017, día en que Raúl presentó en la
Chocolatería San Ginés su libro El último pistolero, publicado por la editorial
Círculo de Tiza. Al terminar el acto, Félix Sanz se acercó con su teléfono
móvil y le dijo a Raúl: «Es don Juan Carlos, que quiere felicitarte». <<

Página 257
[3] De «La libertad», del disco El cantante, de Andrés Calamaro. <<

Página 258
[4]
Por entonces, el dueño del Gijón. José Luis Coll decía: «¿Por qué le llaman
Pepe a este mono?». <<

Página 259

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