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Taller de Escritura Creativa El Bloqueo

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El bloqueo es experimentado como una limitación exasperante.

Este lapso
en blanco puede presentarse al principio del proceso de escritura, cuando
inicias el texto, o en el transcurso de la redacción, cuando, dentro del
desarrollo de tus ideas, llega un momento en el que ya no puedes continuar
y dejas el escrito incompleto.

¿Cuáles pueden ser las causas del bloqueo?


El bloqueo angustia.
Te parece que no tienes ideas propias y eso te provoca un sentimiento de
frustración. A menudo, en lugar de pensar que es una situación pasajera, te
convences de que el bloqueo es una característica inherente a tu persona.
Así, es una fuente de malestar, te ves condenado a repetir las ideas de otro
en lugar de poner en circulación las propias.
¿Por qué nos ocurre esto, si todos somos capaces de pensar, de imaginar,
de asociar, de inventar, de provocar el estado de inspiración?
Trata de analizar si entre las siguientes encuentras la causa que te perturba:
Piensas que estás vacío, sin nada que aportar al mundo a través de la
escritura.
El bloqueo consolida tu convicción de que careces de originalidad y que solo
algunos genios, distintos de los seres comunes y corrientes, son capaces de
crear.
Te asustas ante el bloqueo.
Intentas responder al deseo de querer abarcar todo el conjunto en lugar de
trabajar con detalles, fragmentos, puntas.
Cargas con un deseo natural de perfeccionismo.
Te preocupas más por llegar al resultado que por el proceso, por la ilusión
de lograr el cuento perfecto, por el deseo, que, por la realidad concreta, por
las múltiples posibilidades que existen de contar lo cotidiano.
Piensa en lo que dice Leonard Woolf: «Es el viaje lo que importa, no el llegar
a destino».
Practicas la tendencia a la autocrítica, a la actitud constante de corregir
desde el principio del proceso todo lo que escribes extenuante e
injustificadamente, sin dejar que el texto avance libre, te encorsetas y lo
encorsetas.
Recuerda que no solo eres aquel en el que ahora reparas, sino muchos otros
que te habitan.
Tienes pánico a exponerte.
Te prohíbes incluir personajes autobiográficos, y así te cierras a la posibilidad
de escribir con total libertad. Es una limitación. Tu primera «sensación» es:
autocensura. No quieres mostrar lo que quieres escribir ni a ti mismo porque
piensas que te descubre demasiado. Sin embargo, las cosas de las que no
puedes hablar te pueden trabar para escribir. La censura es el peor enemigo
de la creatividad.
Te envías mensajes negativos
· No es prudente · Otros lo harían mejor
· No vale nada · Resultará aburrido
· Es absurdo · Es peor que lo de los demás
· No sirve · No tengo nada que decir
· No podré · A quién le puede interesar
· Es demasiado simple
Te aferras a la lógica.
Seguir un hilo cronológico no es escribir creativamente. Escribir no es copiar
la realidad en su orden cotidiano, sino transformarla. Imaginar lo que pudiera
haber sido y no solo contar lo que es. Comenzar el texto con «se despertó»,
continuar con «se levantó de la cama», «se lavó los dientes», «se vistió»,
«desayunó» y «salió a la calle» es explicar o informar. Pero escribir no es un
pretexto para informar.
Lo significativo podría ser, por ejemplo, contar de qué modo ejecutó el
personaje cada una de las acciones citadas, la manera personal de hacerlo.
Eliges lectores sordos.
Insistes en leerle lo escrito a un público inadecuado. Puede anular tus
estímulos.
El resultado de estos procederes es la constante interrupción del flujo de la
escritura. Si es así tu proceso, empieza por cambiar el signo del bloqueo en
la escritura, cambia tus convicciones y cambiará tu disposición a crear.

Una de las preguntas más frecuentes que se hace al escritor es la siguiente:


"¿De dónde saca usted sus ideas?". Las respuestas suelen ser variadas.
Desde "las ideas vienen solas, no sé cómo explicarlo, simplemente llegan" o
"las ideas están en todas partes, basta con observar el mundo con los ojos
bien abiertos y el bolígrafo en la mano" hasta "me baso en los recuerdos de
infancia" y "todo empezó cuando me vino una imagen muy fuerte a la
cabeza".
Ahora es cuando traemos al ruedo esa palabra con la que siempre tratamos
de etiquetarnos para defender nuestra afición a la escritura: "Yo es que tengo
mucha imaginación, muchísima". ¿Y qué es entonces la imaginación? ¿Por
qué estamos tan seguros de tenerla o de no tenerla? Pues, simplemente, la
imaginación es una fuerte capacidad de asociación: no es algo tangible
tampoco, surge al dejarse llevar por las palabras ―más bien por los
conceptos en sí mismos―, para crear uniones de significado.

En general se piensa que ante la inspiración el artista es un sujeto pasivo. El


escritor se sienta ante el teclado o ante la hoja en blanco y espera a llegue
la musa a soplarle al oído una escena genial, una trama perfecta. Por
supuesto esto puede suceder alguna vez, pero lo más frecuente es que la
inspiración sea fruto de un largo proceso de trabajo y de una estrategia
adecuada.
En muchas ocasiones la estrategia puede consistir no en sentarse con
intención de escribir un relato de arriba abajo, sino en, sencillamente, generar
ideas sueltas, hacer esquemas, escribir esa escena que acabamos de ver en
la tienda, ensayar estilos, etcétera.
En todos nosotros hay un mundo riquísimo y personalísimo de ideas y
fantasía, pero, para que esto surja, hay que permitir el juego sin presiones
de férreos objetivos, que nuestro inconsciente, lleno de símbolos, tome la
voz.
La idea misma de sentarse a escribir "un relato", sin una sola idea para ello
en la cabeza es una manera inadecuada de forzarse, en caso de no tener
nada concreto en la cabeza es mucho mejor escribir sin más, por el puro
placer de hacerlo.
El bloqueo tiene su parte positiva, puesto que nos conduce a un colapso que
nos obliga a buscar nuevas estrategias que nos permitan entablar una
relación menos tensa con nuestra escritura. La muralla del bloqueo cede ante
la distensión, el juego, el goce. Sé amable con la hoja en blanco y tolerante
contigo mismo.
Para escribir en cualquier momento
Aprende a establecer asociaciones
Entre elementos distintos
Establece asociaciones entre una guitarra y una escopeta. Explica la relación
paso a paso hasta fundir ambos objetos en el texto.
A partir de las palabras
Cada palabra evoca en la mente del individuo un conjunto complejo de
asociaciones. Apunta una palabra clave en el centro de un folio en blanco y
deriva un número indeterminado de palabras.
O cierra los ojos y concéntrate durante unos minutos en la visión de una
página. Abre los ojos y ponte a escribir inmediatamente acerca de qué veías
o no veías en la página mientras tenías los ojos cerrados.
Recupera historias orales
Recuperar las historias que te contaron en alguna época de tu vida puede
ser muy productivo. De hecho, lo ha sido para muchos escritores que han
disfrutado en su infancia de los cuentos alrededor del fuego o cuando a la
hora de dormir un padre o una abuela les narraban historias que se
confundían con sus sueños. Años más tarde esto no solo generó en ellos la
necesidad de escribir, sino que las recuperaron imponiéndoles un matiz
personal. Asimismo, rescataron anécdotas, comentarios, diálogos
escuchados tras las puertas y los enlazaron con otros inventados.
Pide que te cuenten anécdotas vividas en un período determinado de la vida.
Hazle preguntas específicas a tu interlocutor.
¿Cómo las procesas?
Utiliza la anécdota tal como te la contaron, selecciona los datos que más te
interesan y conviértela en un cuento breve.
Practica el pensamiento divergente
Gianni Rodari, el mayor innovador de los modos tradicionales de componer
textos, con su «arte de inventar historias», confía en el poder liberador que
puede tener la palabra. «No para que todos sean artistas, sino para que nadie
sea esclavo», subraya, y entiende la «creatividad» como «sinónimo de
pensamiento divergente», en contra del pensamiento convergente en el que
toda causa implica un efecto y para cada problema hay una solución en lugar
de muchas posibles.
De entre sus propuestas para la escritura creativa, puedes probar las
siguientes:
El binomio fantástico. La historia fluye partiendo de dos palabras extrañas
entre sí (tren y cocodrilo, por ejemplo), distantes la una de la otra en el
sentido y en el sonido.
Las hipótesis fantásticas. La historia continúa a partir de la pregunta: «¿Qué
pasaría si?» (por ejemplo, qué pasaría si recibieses por correo un niño
enlatado de siete años, tal como lo desarrolla Christine Nöstlinger en
Konrad).
La confusión de cuentos. Equivocar las historias tradicionales, cambiando los
roles de los personajes, o mezclando los personajes de uno con los de otro,
por ejemplo.
Fábulas en clave obligada. Reinventar dichas historias ambientadas en
nuestra ciudad y en la actualidad.
Construcción de un «limerick», disparate organizado y codificado en el que
cada línea tiene una indicación.
El prefijo arbitrario. Deformar las palabras agregando prefijos a las que no
los suelen llevar.
Elaborar un collage con titulares de periódicos. Puede dar como resultado
una historia sugerente o con visos de humor.
Preparar un cuestionario para un personaje disparatado. Entrevistas
preparadas a personajes particulares en lugares precisos.
Desarrollar los llamados cuentos para jugar. Historias breves con tres finales
posibles.
Trabaja con pequeñas frases
No pienses en un texto muy extenso, no te asustes ante la posible e
interminable escritura de una novela ni te martirices pensando que empezar
un cuento implica escoger un final.
Escribe solamente frases. Con el tiempo verás qué haces con ellas. Pero lo
importante es que no dejes de escribir.
Sueños
Cuando un poeta duerme, un poeta trabaja.
André Breton
Nuestros propios sueños son un material muy rico. Podemos, por ejemplo,
escribir el sueño que hemos tenido anoche o alguno que recordemos con
especial intensidad. Para trasladar la represtación simbólica del lenguaje de
los sueños —un material no verbal—, al lenguaje escrito se hace necesaria
una auténtica traducción. Esto dotará al escritor de una enorme riqueza para
la búsqueda de imágenes que representen de la manera más acertada
posible a lo soñado. El hecho de "poner en palabras" o traducir a un código
externo, común a los demás, el sueño es un magnífico trabajo de
desbloqueo.
Dejar fluir el pensamiento, espantar fantasmas
Ponernos a escribir dejando que sencillamente una cosa nos lleve a otra, fluir
a borbotones, liberarse de ideas que molestan, de sensaciones que
perturban para la escritura sin importarnos si el resultado final del texto tiene
mucho sentido. Es algo así como borrar la pizarra antes de comenzar una
sesión o como atrapar fantasmas.
Reflexiona
Si sabes por qué escribes, escribirás sin restricciones. Elige una de estas
respuestas a la reflexión sobre: «¿Por qué escribo?», o invéntate la propia,
y escribe a partir de ella.

Escribe un relato a partir de alguno de los métodos mencionados en el taller.


Al final del relato incluir una explicación del método usado y de todo el
proceso de asociación de ideas y escritura que llevó al relato terminado.
Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales),
guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros
padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura,
pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la
limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le
dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por
hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar
pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para
mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó
casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me
murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en
los cuarenta años con la inexpresada idea que el nuestro, simple y silencioso
matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada
por los bisabuelos en nuestra casa.
Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la
casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o
mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes que fuese
demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad
matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé
por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en
esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas
siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y
chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un
momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas
horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi
gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo
aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar
vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba
nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo
no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno
puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede
repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de
alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina,
apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué
pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los
meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene
solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí
se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas
yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban
constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con
gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más
retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su
maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un
baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban
los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica,
y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán,
abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada;
avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá
empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda
justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que
llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno
que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de
los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre
en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble,
salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los
muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus
habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla
una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los
rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero,
vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo
en los muebles y en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias
inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y
de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo
hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que
llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El
sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra
o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un
segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas
hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes que fuera demasiado tarde, la
cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de
nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja
del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar
su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la
parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa,
por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas,
un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de
enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos
años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once
y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la
cocina para ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió
esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer
fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que
abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos
bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida
fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba
un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me
puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar
el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre
reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel
para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos
bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y
no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían
el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la
casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la
llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores
domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las
hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza.
En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos
a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina
hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en
ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos
a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz,
hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por
eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en voz alta, me
desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y
antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso
de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal
vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el
sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino
a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando
claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el
baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo, casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo
hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más
fuerte, pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel
y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las
hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos
habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario
de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé
con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos
así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada
y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le
ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Fin
"Casa tomada" fue una pesadilla. Yo soñé "Casa tomada". La única diferencia
entre lo soñado y el cuento es que en la pesadilla yo estaba solo. Estaba en
una casa que es exactamente la casa que se describe en el cuento, se veía con
muchos detalles, y en un momento dado escuché los ruidos por el lado de la
cocina, cerré la puerta y retrocedí. Es decir, asumí la misma actitud de los
hermanos. Hasta un momento totalmente insoportable en que —como pasa
en algunas pesadillas, las peores son las que no tienen explicaciones, son
simplemente el horror en estado puro— en ese sonido estaba el espanto total.
Yo me defendía como podía, cerrando las puertas y yendo hacia atrás. Hasta
que me desperté de puro espanto. [...] Era pleno verano, me desperté
totalmente empapado por la pesadilla; era ya de mañana, me levanté (tenía
la máquina de escribir en el dormitorio) y esa misma mañana escribí el cuento,
de un tirón. El cuento empieza hablando de la casa —vos sabés que yo no
describo mucho— porque la tenía delante de los ojos. [...] Pero de golpe ahí
entró el escritor en juego. Me di cuenta de que eso no lo podía contar como
un solo personaje, que había que vestir un poco el cuento con una situación
ambigua, con una situación incestuosa, esos hermanos de los que se dice que
viven como un "simple y silencioso matrimonio de hermanos", ese tipo de
cosas. Todo eso fue la carga que yo le fui agregando, que no estaba en la
pesadilla. Ahí tenés un caso en que lo fantástico no es algo que yo compruebe
fuera de mí, sino que me viene de un sueño. Estimo que hay un buen veinte
por ciento de mis cuentos que han surgido de pesadillas.
Julio Cortázar

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