Hebaristo
Hebaristo
Hebaristo
Mazuelos era huérfano y guardaba al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Así
como el sauce era árbol que solo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio
día, Mazuelos solo servía en la aldea para escuchar las charlas de quienes solían cobijarse en la
botica.
Y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas
jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía con desganada abnegación, la charla de los
otros, mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con
su dedo índice gancho a la oreja de su botín de elástico, cruzadas, unas sobre otras, las enjutas
magras piernas.
Mazuelos estaba enamorado de Blanca Luz, hija del juez de Primera Instancia, una chiquilla de
alegre catadura, esmirriada y raquítica.
Si Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela en vez de ser plantado en las afueras de P.,
hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes saucedales, su vida no resultaría tan
solitaria y trágica.
Aquel sauce, como el farmacéutico Mazuelos, sentía, desde muchos años atrás. La necesidad
de un afecto, el dulce beso de una hembra, la caricia perfumada de una unión indispensable.
Envejeció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticias de su amada Blanca Luz.
Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela, viendo secarse, estériles, sus flores en cada
primavera. Solía, por instinto, Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio
donde el sauce, al bordo del arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce y
allí veía caer la noche.
El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas
sobre el cansino y encorvado cuerpo del farmacéutico. Un día el sauce esperó vanamente la
llegada de Mazuelos.
El alcalde municipal del pueblo, tomó la palabra en el cementerio: “aunque no tengo las dotes
oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la sociedad de socorros Mutuos a
depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado
cumplidor y al ciudadano integérrimo, que en este ataúd de duro roble”… y concluía:
“Mazuelos tú no has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz”.
Al día siguiente el dueño de la funeraria, lleva al señor Urzueta una factura por un ataúd de
roble por 18.70 soles.
Condores
El circo llega a Pisco. Abraham, un niño del lugar, se detiene en el muelle para ver a los artistas,
olvidando la preocupación que causaría en su casa su tardanza. Entre estos, una niña rubia
cautiva su atención y su imagen va con él a todas partes. El día de la función, Abraham y su
familia acuden ansiosos y gozan de los primeros números del espectáculo, pero al llegar al
vuelo de los Cóndores, cuya estrella es nada menos que la frágil niña Miss Orquídea, sucede
algo trágico. Ella cae del trapecio y solo la salva de la muerte en la red. El vuelo de los Cóndores
ya no se vuelve a repetir ya más. Días después, Abraham descubre a Miss Orquídea sobre una
terraza, inválida en su sillón. Se miran, sonríen, y así día a día un sentimiento va naciendo entre
ellos que solo se manifiesta en dulces miradas y sonrisas. Un día llega lo inevitable. El circo
debe partir y con él, la dulce Miss Orquídea. Abraham sigue con la mirada, el vapor que
mancha con su cabellera del humo el cielo sangriento del crepúsculo.
El buque negro
En el puerto de Pisco, el niño Abraham vivía con su familia en una modesta pero apacible casa
adornada por el follaje que ofrecía un placentero frescor.
La comida, el rezo y los relatos de la faena diaria que contaba su padre unían a la familia. Pero
dicha felicidad se enturbió por la vida triste que llevaba Isabel, una vecina y amiga, la cual
había sido abandonada hacía tiempo por su esposo, de nombre Chale, un hombre que hasta
entonces había sido muy bueno y cariñoso.
Unos testigos dijeron que vieron a Chale ir apresuradamente al muelle junto con dos hombres
desconocidos y desde esa ocasión no se supo más de él.
De eso ya habían pasado 18 años e Isabel estaba segura que a su esposo lo habían embarcado
a la fuerza en un misterioso buque negro que divisó aquel mismo día de su desaparición; pese
al tiempo transcurrido tenía la esperanza de su retorno.
Un día, los padres de Abraham quisieron distraer a Isabel y la invitaron a dar un paseo por el
campo. Todo el grupo familiar, incluidos los criados, partieron a hacer la excursión. Isabel iba
pálida y con un vestido negro.
Al cruzar la Plaza de armas, Abraham notó que todos estaban tristes. Ya en las afueras del
pueblo, pasaron cerca de una iglesia abandonada, y la criada –una vieja negra–
dijo que allí penaban y que al amanecer se veía el espectro de un cura haciendo misa,
acompañado de su sacristán. Abraham no resistió la curiosidad y se acercó a la iglesia.
Por una rendija, vio los nichos de los altares sin santos, la nave terrosa abandonada, el altar
mayor vacío; un murciélago cruzó de un rincón a otro y unos búhos volaron gritando.
El grupo llegó al fin al lugar elegido como destino, que era un pepinal o campo de pepinos.
Subieron todos a una pequeña altura de donde se veía cerca la pequeña choza del chacarero o
encargado del terreno de cultivo. El labriego les saludó de lejos a toda voz. Ya se disponían a
bajar todos, cuando Isabel, quien se había quedado contemplando el mar, gritó: "¡El buque
negro...!" Efectivamente, un buque negro de tres palos veíase en las proximidades del puerto.
Isabel bajó muy alterada, pero los padres de Abraham la cogieron y casi la cargaron en brazos.
Como se asomaba una paraca (viento fuerte), decidieron regresar todos al puerto por el
camino de la playa. La paraca empezó a arreciar, se oscureció el cielo, los perros ladraron y una
palidez dominó a todo el grupo. Vieron en la plaza a la gente apresurada en busca de refugio.
Isabel iba diciendo: "Más de prisa, allí está el buque negro; ¡más de prisa por Dios! ...". De
pronto, dio un grito espantoso: "¡Se va! ¡El buque negro se va! ¡Se va!". Efectivamente, el
buque se iba. La población quedó cubierta de un polvo amarillento, que era el guano
pulverizado de las aves marinas que el viento arrastraba desde las islas adyacentes. Cuando la
familia regresó a casa recostaron a Isabel, ya extenuada, y cayó una noche negra y lúgubre. Así
culminó aquel día tan extraño.
JUDAS
El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea cuya belleza serena y
extraña acrecentaba el mar. Tenía tres plazas. Una, la principal, enarenada, con una suerte de
pequeño malecón barandado de madera, frente al cual se detenía el carro que hacia viajes “al
pueblo”; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa. que tenia por el lado de oriente una
valle de toñuces; y la tercera, al sur de la población, en la que había de realizarse esta tragedia
de mis primeros años”. Así describe Valdelomar su entrañable Pisco, ciudad que es el fondo
esencio donde se desarrolla la mayoría de su obra narrativa. Esta tragedia a que alude el poeta
Iqueño esta referida al encuentro que tuvo cuando era niño con una mujer blanca, en la playa
cerca del puerto de San Andrés. Se acostumbraba en ese entonces armar una torre de cañas en
la plazuela del castillo, donde los marineros quemaban a Judas, el criminal que había
traicionado a Cristo. La hoguera se llevaría a cabo el sábado de gloria. La mujer blanca
interrogo varias veces al pequeño Abran sobre el hecho de si el perdonaba a Judas.
Abran muy decidido contestaba que no lo perdonaba, por que Dios se resentiría con el. La
noche empezó a caer y las luces de los barcos se anunciaron débilmente en la bahía. Cuando
llegaron a la altura de su casa, Abraham fue besado en la frente por la mujer blanca, quien le
dijo adiós. Entrada la noche oyó ruido, carreras, voces y lamentaciones. Un náufrago gritaba a
la gente. El pueblo se preparaba. Estaba reunido alrededor de la orilla. Alistaba freíblemente
sus embarcaciones. Algunos habían sacado linternas y farolillos y aduscultaban el aire.
Repentinamente el barco empezó a retirarse de los refractores y el fiteo cesó. Nadie
comprendía por qué el barco se alejaba, pero cuando éste se perdía hacia el sur, todo el pueblo
pensativo, silencioso e inmenso regresó hacia la plaza en que Judas iba a ser sacrificado.
Abraham y sus padres fueron a verle. A los pies de Judas ardía una enorme hoguera que hacía
nubes de humo y que iluminaba por dentro el deforme cuerpo del condenado. Sus grandes
ojos se iluminaban de un tono casi rosado. Abraham buscó a la mujer blanca entre la multitud
congregada, pero no la ubicó. Los ojos de Judas tornaron ser rojos y toda la multitud sigue su
mirada que fue a detenerse en el mar. Un ahogado gritaron por ahí. A los pocos minutos el
cuerpo de una mujer fue sacada de la plaza y colocado cerca de la hoguera que consumía
Judas. —Papá, papá, si es la señora blanca, la señora blanca, papá. Abraham creyó que el
cadáver lo reconocía, que Judas ponía sus ojos sobre él y dio un grito más fuerte y terrible que
el primero. —Si perdona, Judas, señora blanca, si lo perdono. Su padre lo cogió y lo apretó
contra su pecho. Mientras que Abraham con los ojos muy abiertos veía los ojos de Judas rojos y
sangrientos, acusadores, siniestros y terribles, que miraban por última vez mientras el pueblo
retornaba a sus casas y unos cuantos hombres se inclinaban sobre el cadáver blanco.