De Cartago A Sagunto - Benito Perez Galdos

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BENITO PÉREZ GALDÓS

EPISODIOS NACIONALES 45
De Cartago a Sagunto
[5]

-I-

Arriba otra vez, arriba, Tito pequeñín de cuerpo y de espíritu amplio y


comprensivo; sacude la pereza letal en que caíste después de los
acontecimientos ensoñados y maravillosos que te dieron la visión de un
espléndido porvenir; vuelve a tu normal conocimiento de los hechos
tangibles, que viste y aprecias-te en la vida romántica del Cantón
cartaginés, y refiérelos conforme al criterio de honrada veracidad desnuda
que te ha marcado la excelsa maestra Doña Clío. Abandona los incidentes
de escaso valor histó-

rico que han ocurrido en los días de tu descanso soñoliento, y acomete el


relato de las altas contiendas entre cantonales y centralistas, sin prodigar
alabanzas dictadas por la amistad o el amaneramiento retórico.

Obedezco al amigo que me despabila con sacudi-miento de brazos y tirones


de orejas, cojo mi estilete y sigo trazando en caracteres [6] duros la historia
de estos años borrascosos en que, por suerte o por desgracia, me ha tocado
vivir. Lo primero que sale a estas páginas llegó a mi conocimiento por los
ojos y por el tacto: fue la moneda que acuñaron los cantonales para subvenir
a las atenciones de la vida social. Consistió la primera emisión en duros
cuya ley superaba en una peseta a la ley de los duros fabrica-dos en la Casa
de Moneda de Madrid. Las inscripciones decían: por el anverso, Revolución
Cantonal.

-Cinco pesetas; por el reverso, Cartagena sitiada por los centralistas. -


Septiembre de 1873.

Elogiando yo la perfección del cuño ante los amigos don Pedro Gutiérrez,
Fructuoso Manrique, el Brigadier Pernas y Manolo Cárceles, éste, con su
optimismo que a veces resultaba un tanto candoro-so, me dijo: «Fíjese el
buen Tito en que ese trabajo lo han hecho los buenos chicos que en nuestro
presidio sufrían cadena por monederos falsos». Puse yo un comentario a
esta declaración, diciendo que los tales artífices fueron maestros antes de
ser delin-cuentes, que en la prisión afinaron su ingenio, y que la libertad les
habilitó para servir a la República con diligente honradez, cada cual según
su oficio. «Así es -dijo Cárceles-, y da gusto verles por ahí tan tranquilos,
sin hacer daño a nadie, procurando aparecer como los más fieles y útiles
auxiliares del naciente Anfictionado español». Antes de la emisión de la
moneda se pagaban los servicios con cachos de plata que luego se canjearon
por los flamantes y [7]

bien pronto acreditados duros de Cartagena.

En los mismos días me enteré por los amigos de la nueva organización que
se había dado a los altos Poderes Cantonalistas. Dimitió el Gobierno
Provisional, incorporándose a la Junta Soberana, que se fraccionó en las
siguientes Secciones: De Relaciones Cantonales: Presidente Roque Barcia,
Secretario Andrés de Salas. - De Guerra: Presidente General Félix Ferrer,
Secretario Antonio de la Calle. - De Servicios Públicos: Presidente Alberto
Araus, Secretario Manuel F. Herrero. - De Hacienda: Presidente Alfredo
Sauvalle, Secretario Gonzalo Osorio.

- De Justicia: Presidente Eduardo Romero Germes, Secretario Andrés


Lafuente. - De Marina: Presidente Brigadier Bartolomé Pozas, Secretario
Manuel Cárceles Sabater. Los cargos de Presidente y Secretario de estas
Secciones equivalían a los de Ministro y Subsecretario de los diferentes
ramos.

Sin puntualizar una por una las diversas expedicio-nes marítimas que
efectuaron los barcos insurgentes a fines de Septiembre, procuro corregir mi
deficien-te sentido cronológico y me apodero de algunas fechas,
claveteando en mi memoria la del 24 porque ella señala mi nada lucida
incorporación a la escuadra que fue al bombardeo de Alicante con las miras
que fácilmente supondrá el lector. Mi amigo Cárceles, que se empeñaba en
hacer de mí una figura heroica, me metió casi a empujones en el Fernando
el Católico, vapor de madera, inválido y de perezosos [8] andares, el cual
iba como transporte llevando gente de desembarco ganosa de probar en una
plaza rica la fortaleza de su brazo y el largor de sus uñas.
Al conducirme a bordo, Cárceles puso en mi compañía para mi guarda y
servicio a un presidiario joven, simpático y hablador, que desde el primer
momento me cautivó con su amena charla y la variedad de sus
disposiciones. Antes de bosquejar la figura picaresca de mi adlátere y
edecán, os diré que el Cantón creyó deber patriótico cambiar el nombre del
barco en que íbamos, pues aquello de Fernando, con añadidura de el
Católico, conservaba el sonso-nete del destruido régimen monárquico y
religioso.

Para remediar esto buscaron un nombre que expre-sase las ideas de rebeldía
triunfadora, y no encontraron mejor mote que el estrambótico y
ridículamente enigmático de Despertador del Cantón.

A la hora de navegar en el Despertador, mi asistente o machacante hizo


cuanto pudo para mostrarse amigo, refiriéndome con donaire su corta y
patética historia. Resultó que hacía versos. En su infancia se reveló sacando
de su cabeza coplas de ciego; luego enjaretó madrigales, letrillas y algunas
composicio-nes de arte mayor que corrían manuscritas entre el vecindario
de su pueblo natal, la villa de Mula. Por algunos trozos que me recitó
comprendí que no le faltaban dotes literarias, pero que las había cultivado
sin escuela ni disciplina… Casó muy joven con moza bravía; surgieron
disgustos, piques, celeras,

[9] choques violentísimos con varias familias del pueblo. Cándido Palomo,
que tal era su nombre, alpargatero de oficio y en sus ocios poeta libre, llegó
una noche a su casa con el firme propósito de matar a su mujer; mas tuvo la
suerte de equivocarse de víctima y dio muerte a su suegra, que era la efec-
tiva causante de aquellos líos y el impulso inicial de la tragedia. Cuando
Palomo entró en presidio com-puso un poema lacrimoso relatando su
crimen y proceso. Aunque plagado de imperfecciones, el poético engendro
me recordó el libro primero de Los Tristes de Ovidio y aquel verso que
empieza Cum repeto noctem…

Con estas y otras divertidas confidencias de aquel ameno galopín, que


también repitió una letrilla y un romance burlesco que había dedicado a
cantar las malicias de su suegra días antes de despacharla para el otro
mundo, entretuvimos las horas lentas de la travesía, terminada a las nueve y
media de la noche frente a la ciudad del turrón, la dulce Alicante. El primer
cuidado del caudillo cantonal que nos mandaba (y juro por la laguna Estigia
que no sé quién era) fue notificar a los cónsules que si la plaza no aprontaba
buena porción de víveres y pecunia, conforme al truculento ultimátum
formulado en viajes anteriores, comenzaría el bombardeo al amanecer…

Llegado el momento, colocadas en orden de batalla las naves guerreras con


nuestro Despertador a retaguardia, intervino el Almirante de una escuadra
francesa [10] surta en aquellas aguas, logrando con hábil gestión
humanitaria que se aplazase el bombardeo cuarenta y ocho horas.
Pusiéronse a buen recaudo los vecinos pacíficos de Alicante, y el Gobierno
Central, representado allí por mi amigo Maisonave y por un general cuyo
nombre no figura en mis anotaciones, se preparó para la defensa.

A las seis de la mañana del 27 rompieron el fuego las fragatas Numancia,


Tetuán y Méndez Núñez con pólvora sola, y como no izase Alicante bandera
de parlamento se hicieron disparos con bala contra el castillo y la ciudad. El
castillo, visto desde la mar, parecíame asentado en la cima de un alto monte
de turrón, deleznable conglomerado de avellanas y miel. A pesar de estas
apariencias, nuestros proyectiles no hicieron allí estrago visible. En la plaza
advertimos señales de gran sufrimiento, y las balas que de allá nos venían
apenas rasparon el blindaje de nuestra Numancia. Como tampoco sufrieron
deterioro las inservibles carracas Tetuán y Méndez Núñez, envejecidas e
inútiles en plena juventud, no pude ver en aquella militar función más que
un juego de chicos o un bosquejo parodial de página histó-

rica, para recreo de gente frívola que se entusiasma con vanos ruidos y
parambombas.

Cinco horas duró el simulacro, disparando nosotros ciento cincuenta


proyectiles que debieron de ser pelotas de mazapán. Total, que Alicante no
dio un cuarto y que nos marchamos con viento fresco, llevando a la mar la
[11] jactanciosa hinchazón de nuestras fantasías. Mientras nosotros
navegábamos hacia Cartagena, ufanándonos de haber impuesto duro castigo
a la plaza centralista, las autoridades de ésta telegrafiaban a Madrid
extravagantes hipérboles del daño que nos habían causado: según ellas, la
obra muerta de nuestras naves estaba hecha pedazos y las cubiertas
sembradas de cadáveres; en tierra, don Eleuterio y el general, cuyo nombre
sigo ignorando, habían afrontado el bombardeo con espartano heroísmo.
Por una parte y otra era todo pueril vani-dad y mentirosas grandezas para
engaño de los mismos que las propalaban.

En el viaje de regreso hice amistad con otro galeo-te, llamado de apodo


Pepe el Empalmao por la des-medida talla de su cuerpo flaco y anguloso.
Aprovechando un rato en que mi machacante subió a cubierta, dejándonos
en el primer sollado, me dijo que la bravía mujer de Palomo, guapa de suyo
y mejora-da en sus atractivos por los afeites y pulidas ropas que a la sazón
gastaba, hacía en Cartagena vida libre, requiriendo el trato de señores ricos
en casas discretas cuyas paredes eran reservado encierro del escándalo.
Añadió que si yo quería verla y juzgar por mí mismo su buen apaño de
rostro y hechuras, él no tendría inconveniente en llevarme a donde pudiese
encontrarla. El pobre Cándido conocía el aprovechado mariposeo con que
su mujer se ganaba la vida; visitábala alguna vez; pero ella con buenas o
malas razones, según el viento o el humor reinantes,

[12] le apartaba de su lado, dándole algunos dineros que eran el mejor


específico para que el marido se curase del molesto afán de sus visitas.
Comprendí que Pepe el Empalmao era un sutil rufián y le prometí aceptar
sus buenos servicios, tan necesarios, como dice Cervantes, en toda
república bien ordenada.

Retirado de mi presencia El Empalmao por accidentes del servicio, volvió


junto a mí Cándido Palomo, al cual le faltó tiempo para brindarme sabro-
sos apuntes históricos de su camarada. José Tercero, que tal era el nombre
del rufián, había ido a comer el bizcocho y el corbacho del presidio por
ejercer con demasiada sutileza las artes de corrupción, asistido de una mala
hembra, llamada por mal nombre Marigancho, que purgaba sus delitos en la
Galera de Alcalá de Henares… Dejo a un lado a éste y otros prójimos de
interesante psicología, para seguir des-enredando la madeja histórica. La
Junta Soberana resolvió canjear con el comercio, por artículos de comer,
beber y arder, gran copia de materiales exis-tentes en el Arsenal y
fortificaciones: bronces, hierros, maderas finísimas, y cuanto no tenía
inmediata eficacia para la defensa de la plaza. Acordó además la Junta
reforzar la guardia de la fábrica de desplata-ción y amenazar a varios
industriales, entre ellos al marqués de Figueroa, con el embargo de sus
bienes si no pagaban a la Aduana, en el término de cuatro días, los derechos
de Arancel por la importación de carbón y otros efectos. [13]

Continuaron aquellos días las salidas por mar y tierra. Resistí a las
sugestiones de Gálvez para que le acompañase en una expedición que hizo
a Garrucha con el Despertador y la fragata Tetuán. Creí más divertido para
mí, y más eficaz para la misma Historia, salir por las calles de la ciudad con
mi amigo El Empalmao a la fácil conquista de Leonarda Bravo o Leona la
Brava, como vulgarmente llamaban en Cartagena a la mujer de Palomo.
Pronto la encontramos, que para llegar a la gruta de tal Calip-so no era
menester larga exploración por tierras desconocidas. En una casa recatada y
silenciosa, medianera con la vivienda y taller de las tres muchachas
retozonas amigas de Fructuoso, recibió mi visita. Era una mujer bonita y
fresca, bien aderezada para su oficio, cariñosa en el habla y modos, como a
sus livianos tratos correspondía.

Nada advertí en Leona que justificara su fama de braveza. A mis preguntas


sobre esto me contestó que la ferocidad de su genio habíala mostrado tan
sólo en el tiempo que hizo vida conyugal con Palomo, por ser éste un
terrible celoso atormentador y un carácter capaz de apurar y consumir a la
misma paciencia. Pero que recobrada la libertad, y respi-rando el libre
ambiente del mundo para vivir del beneficio que su propio mérito y gracias
le granjea-ban, se había trocado de leona furibunda en oveja mansísima. Ni
fue corta ni desabrida mi visita, sino, antes bien, larga y placentera…. [14]

No sé si en los medios o en el fin de nuestra accidental intimidad, Leona me


dijo que no vivía donde estábamos sino en la parte alta de Santa Lucía.

Oyendo esto acordeme de la famosa fragua mitoló-

gica y de la escuela de Floriana. A mis preguntas, sugeridas por el recuerdo


de aquellos lugares, contestó la moza que existía la fragua, que el patinillo
era secadero de una tintorería y la escuela depósito de cosas de barco. Las
maestras puercas y legañosas que allí daban lección a los chicos harapientos
del barrio, se habían largado a otra parte. Esto avivó mi curiosidad y el
deseo de reconocer aquellos lugares, y pidiendo permiso a La Brava para
visitarla en su vivienda, nos despedimos hasta una tarde próxima.
- II -

Que la Junta Suprema de Cartagena autorizase una función dramática en el


teatro Principal, representándose Juan de Lanuza y destinando los
productos a los Hospitales, no merece largo espacio en estas crónicas.
Tampoco debo darlo a la expedición de Gálvez a Garrucha, extendiéndose a
Vera y Cuevas de Vera, donde tuvo lucido acogimiento y pudo afanar dinero
y provisiones de boca. La repetición de estas colectas a mano armada las
priva de interés en el ciclo cantonal.

Mejor alimento, lector voraz, siquiera sea [15] de golosinas, te doy


contándote que guiado por mi embajador venustino José Tercero fui a
visitar a La Brava en el altillo de Santa Lucía. Entramos a la vivienda de la
moza por la fragua de marras, en la que forjaban clavos unos vulgarísimos y
tiznados herreros, que ni la más remota semejanza tenían con los gallardos
alumnos de Vulcano, y menos con el Titán hermosísimo en quien los ojos
de mi fantasía vieron al creador de mil hijas de recia voluntad.

Pasamos de allí al patinillo, donde unas mujeres con las manos carminosas
ponían al sol madejas de estambre recién teñido de colorado. Entramos
luego en lo que fue escuela, y vi el local repleto de barriles de alquitrán, de
viejas lonas y de montones de la filástica que se usa para calafatear las
embarcaciones. Ni rastro hallé de objetos escolares. ¡Y pensar que allí se
me representó en carne viva la ideal Floriana, educadora de pueblos, virgen
y madre de las generaciones que han de redimirnos! ¡Qué cosas vio mi
espíritu en aquel mísero aposento, y qué divinos embustes imaginó,
pintándolos en la retina, el cal-deado cerebro de este antojadizo historiador!

Introdújome Tercero en un angosto pasillo, que era pórtico de humildes


viviendas numeradas. En la salita de una de éstas encontré a Leonarda con
el cabello suelto, en compañía de una mujer que no era peinadora sino
maestra, y que a mi amiga estaba dando lección de escritura. La Brava, con
los dedos tiesos, llenos de tinta y torcida la boca, hacía [16]

tembliqueantes palotes, poniendo en ello toda su alma. La maestra, con


dulce paciencia, guiando la mano de su discípula, la corregía y
amonestaba…
Pásmate, lector incrédulo, y abre tamaños ojos al saber que en la profesora
reconocí las facciones de Doña Caligrafía, ya envejecidas y deslustradas
cual si hubiera pasado medio siglo desde que la vi o creí verla en la
compañía y séquito de la ideal Floriana.

Deseosa de hablar conmigo, Leona suspendió la lección, despidiendo a la


momificada pendolista y a Pepe el Empalmao. Sin más ropa que la camisa y
una holgada bata de colorines; sin corsé, los desnudos pies en chancletas,
suelto el negro cabello abundante, Leonarda ponía la menor veladura
posible entre sus corporales hechizos y los ojos del visitan-te. Afectuosa y
comunicativa, me habló de esta manera:

«Veo que te asombras de que ande yo en estos jeribeques de la escritura.


Pues sabrás que no me contento con ser lo que soy al modo rústico y
ordinario. Me enloquece la ambición. Desde que me metí en este vivir
arrastrao, la mirilla en que tengo puestos los ojos de mi alma es Madrid…
Quiero dirme a la Corte, donde podré ser mujer alegre con más aquél que
aquí, luciendo y aprovechando lo que Dios me ha dado… Comprenderás,
querido Tito, que no puedo ir hecha una burra, pues entonces no me saldría
la cuenta, que aquél no es un público de patanes sino de personas
principales y de posibles.

Yo [17] sabía leer a trompicones, y ahora esta pobre maestra que aquí has
visto, vecina mía, por dos reales que le doy un día sí y otro no me enseña la
lectura de corrido, y además me da lección de escritura, empezando por
tirar de palotes que es muy duro ejercicio… Pienso yo que la ilustración es
necesaria aun para las que andamos en tratos… ya me entiendes… En
Madrid haré vida de libertad, pero mirando a lo elegante y superfirolítico.
Como en ello es-tán todos mis pensamientos, pongo gran atención en el
habla de los señores con quienes una noche y otra noche tengo algo que ver,
y cuantas palabritas o frases les oigo, que a mí me parecen finas, las atrapo
y me las remacho en la memoria para soltarlas cuando vengan a cuento. Ya
sé decir: a tontas y locas, de lo lindo, en igualdad de circunstancias,
partiendo del principio, permítame usted que le diga, mejorando lo
presente, tengo la evidencia, seamos imparciales, bajo el prisma, bajo la
ba-se…».
Discretísimo y práctico me pareció el anhelo de aquella pobre criatura, que
no sabiendo salir de su esfera mísera trataba de ennoblecerla y darle asomos
de dignidad. Felicité sinceramente a La Brava, incitándola a que se
esmerase en engalanar con flores, siquiera fuesen de trapo, el camino
vicioso que había de seguir, siempre que su destino no le marca-ra otro
mejor aunque menos bonito. Puso ella a sus confidencias el remate de esta
profecía: «Con lo poquito que ya sé, y lo que he de aprender, no será difícil
que en Madrid [18] me salga un marqués viejo, rico, baboso, a quien yo
pueda manejar como un títere, que me ponga casa elegante, con alfombras y
cortinones de seda, y me vista con toda la majeza del siglo. Pa entonces
tendré coche y me pasearé muy repantigada por las alamedas que llaman el
Retiro y la Fuente Castellana»… Después de esto vino la peinadora. Del
tiempo transcurrido desde la operación de aderezarse la hermosa cabellera
hasta que se puso a almorzar un excelente arroz con pescado, no debo decir
nada a mis lectores, pues la tela de la Historia tiene dobleces impenetrables.

Vestida y calzada salió Leona conmigo al patinillo, donde vimos un sujeto


en mangas de camisa, lavándose la cara en una pobre jofaina de latón. Mi
amiga le saludó risueña, como a vecino que en uno de los cuartos de aquella
humilde casa moraba. Apartándonos de él para dejarle fregotearse a sus
anchas las orejas y el pescuezo, La Brava me dijo: «Este tipo es otro
presidiario suelto a quien sus compañeros de gurapas llamaban don
Florestán de Calabria, y por este remoquete le conoce todo Cartagena. Es
noble, según dice, y desciende de príncipes napolitanos.

Vino a cumplir condena de seis años por enmiendas que hizo al testamento
de una tía suya. Es hombre de historias, de lenguas, y tan périto en la
escritura que no hay letra ni rúbrica que no imite».

Al llegarnos otra vez a don Florestán, ya estaba el hombre frotándose las


orejas con [19] una toalla no muy limpia. Era un cincuentón de mediana
estatura, cabeza romántica del tipo usual allá por el 45, ahue-cada melena,
bigote y perilla corta como los que usaron Espronceda y los Madrazos.
Presentado a él por Leona, que le dio el nombre de Florestán, me dijo
estrechándome la mano: «Ya le conocía a usted de vista y por su fama de
historiador, señor don Tito. Mucho gusto tengo en ser su amigo; pero sepa
ante todo que ese nombre que me ha dado doña Leonarda es broma de
compañeros maleantes. Yo me llamo Jenaro de Bocángel, y mi linaje está
en-troncado con la nobleza española de Nápoles y Sicilia. ¿Habrá usted
oído hablar de los Duques de Amalfi? Pues de ellos vengo yo por la rama
paterna; con los ilustrísimos Marqueses de Taormina, residentes en
Palermo, estaba emparentada mi madre, doña Celimena de Silva; y no falta
en mi sangre algún glóbulo procedente de la clarísima estirpe de los
Escláfanis de Siracusa. Algo más de mi persona y familia, así como de los
vaivenes de mi existencia, he de contarle a usted… Antes le pido permiso
para volver a mi aposento y arreglarme un poco, pues no está bien que los
caballeros se presenten ante sus iguales con este desaliño de andar por casa.
Hasta luego».

Entró corriendo en su vivienda el tronado caballero. Mi amiga y yo nos


quedamos riendo de su es-tampa fachosa y de sus hinchazones nobiliarias.

Díjome La Brava que don Florestán era un infeliz de buena pasta y corazón
[20] muy tierno, a pesar de haber cometido el desliz de aquellas endiabladas
escrituras que dieron con sus huesos en el estaró.

Apenas transcurrido un cuarto de hora, que invertí dando a La Brava


lecciones de lenguaje finústico, reapareció don Jenaro de Bocángel
abrochándose un levitín raído, con visos de ala de mosca. El chaleco de
colorines y el pantalón veraniego mostraban a la legua los ultrajes del
tiempo. Las botas eran de charol deslucido y cuarteado, torcidos tacones y
grietas que pronto serían ventanas; la camisa sin almidón; la corbata de
color de rosa, anudada con esmero y arte. En el corto tiempo que consagró a
su aliño, tuvo espacio Bocángel para peinar y alisar su melena coquetona,
para darse un poquito de negro humo en las canas del bigote y un toque de
rosicler barato en las mejillas.

Pegando la hebra cortésmente en nuestra charla, don Florestán me dijo: «Si


como parece escribe usted los grandes anales de este Cantón que tanto da
que hablar al mundo, seguramente tendrá que ocu-parse de mí. Pues allá
van datos de este aristócrata perseguido inicuamente por haber tomado
como buen caballero la defensa de la bondad y la rectitud.

Me soltaron de las prisiones no por la clemencia sino por la justicia, que


nunca debieron traerme a padecer entre ladrones y asesinos. No fui
criminal: fui amparador de los menesterosos, abogado de la verdad, adalid
del derecho. No me arrepiento de lo que hice, sino que de ello estoy muy
orgulloso, [21]

pues si mi tía doña Silvia Menéndez de Bocángel procedió criminalmente


privando del usufructo de sus riquezas a los parientes más próximos, yo,
Jenaro de Bocángel y de Silva, en representación de toda la parentela pobre,
salí a la palestra jurídica inspirado por Dios y por todas las leyes divinas y
humanas.

No cerré contra la injusticia armado de espada y lanzón. Mis armas fueron


una pluma bien cortada y el buril de la navajita con que grabé la figura y
lemas de varios sellos en la blandura de una patata.

Resultó un codicilo que tuvo en confusión al tribunal por largo tiempo…


Fui vencido; la sociedad, que es muy perra y muy ladrona, me destrozó con
las garras de sus infames escribanos y leguleyos. Y no contenta con
deshonrarme, me encerró en presidio por seis años. Pero el varón justo no
se acobarda ante la adversidad, y aquí me tiene usted decidido a defender el
derecho de los humildes contra la soberbia y egoísmo de los poderosos
endiosados. Sosten-go y sostendré que mi tía doña Silvia fue una solemne
bribona legando sus riquezas a una piara de frailes inmundos y de monjas
idiotas y puercas…

Conque… aquí tiene usted, señor mío, un tema tan admirable que si lo
campanea en su Historia, como sabe hacerlo, resonará en todas las naciones
de Eu-ropa, Asia, África y América».

Respondile socarronamente que trataría el asunto con entusiasmo, poniendo


en el mismo cuerno de la luna la abnegación y valentía del caballero don
Jenaro de Bocángel. [22] Añadí que necesitando para llevarle a mis
historias un conocimiento fiel de la vida y costumbres del personaje, de sus
medios de existencia, de sus trabajos o quehaceres, le pedía licencia para
estar en su compañía algunos ratos. Él, con júbilo y cortesanía, me
respondió de esta manera: «No saldré en toda la tarde, ni a prima noche. A
su disposición me tiene para cuanto guste indagar acerca de mí. No le ruego
que me acompañe a la mesa porque ya sé que almorzó con Leonardita;
además mi comida es tan sobria que sería penitencia demasiado dura para
una persona como usted: un platito de cocido, tres o cuatro ciruelas y un
vaso de vino de Alicante. Vivo ¡ay!, en estrechez indecorosa con dos
pesetas diarias que me pasan unos parientes de Madrid».

Deseosa La Brava de emprender su ronda vesper-tina por las calles alegres


de la metrópoli cantonal, se despidió de nosotros hasta la noche, y yo me
metí con don Jenaro en la mísera covacha donde escondía su degenerada
grandeza. Después que devoró con famélicas ansias el comistraje que le
sirvió una mujer desgreñada y andrajosa, mostrome el caballero un montón
de cartas recibidas de Madrid y las contestaciones que él había ya medio
escrito. Díjo-me que se consagraba exclusivamente al magno asunto de
humanidad y justicia por el cual había roto lanzas en la ocasión que motivó
la execrable sentencia. Hasta morir seguiría luchando, y esperaba que un
triunfo glorioso coronase al fin sus [23] trabajos y horrendo sacrificio. Entre
varias cartas me leyó una que dijo ser de una prima suya, señora linajuda
que de su dorada opulencia había descendi-do a la triste condición de
patrona de huéspedes de a tres pesetas.

De los trozos de cartas leídos, el más extraordinario, peregrino y


despampanante fue éste: «Ya puedo asegurar que antes de fin de año se
proclamará en Madrid el Cantón que llaman Carpetano, centro y cabeza,
según me ha dicho mi sobrino Policarpo, de los demás Cantones de la
España. Entonces, Jenaro de mi vida, será la nuestra. Porque tú con tus
influencias y Policarpo con las suyas, que no son flojas, echaréis por tierra
esas leyes inhumanas que nos han despojado de lo nuestro para dárselo a la
mano muerta, como tú dices, o a la mano demasiado viva y sucia, como
digo yo… Castelar está dado a los demonios. Ve venir el Cantón y no le
llega la camisa al cuerpo. Mi opinión es que si este papagayo quiere hacerse
cantonalista, para seguir en candelero, debéis mandarle a escardar
cebollinos».

Después de celebrar con ditirambos de júbilo estas graves noticias, sin


poner en duda su certeza, agregó Bocángel que no era de su gusto el
nombre de Carpetano con que los madrileños querían bautizar el nuevo
Cantón. Mejor sería llamarle Mantuano, voz que se acomodaría fácilmente
al criterio del vulgo…
En el curso de nuestra conversación me mostró luego el de Calabria
ejecutorias de familia de los siglos XVII y XVIII, escritas [24] en lengua
italiana y fechadas en Palermo. A pesar de lo rancio del papel y de lo
arcaico de la escritura, no creo pecar de ma-licioso diciendo a mis lectores
que en los tales documentos había puesto su hábil mano el propio don
Florestán, insuperable calígrafo según pude apreciar por las diferentes
obras de su pluma que pasaron ante mis ojos… Dejéle al fin en su febril
tarea epis-tolar, doliéndome de la incurable vesania de aquel pobre hombre,
más digno de los cuidados de una casa de orates que de los rigores del
presidio.

Volvime al centro de la ciudad en busca de alguna noticia substanciosa o


siquiera chismes políticos dignos de ser contados. Cerca del Arsenal me
encontré a Fructuoso Manrique y al cartero Sáez, por los cuales supe que
los vigías del puerto señalaban hacia poniente tres barcos de gran porte que,
según creencia general, eran de la escuadra centralista mandada por el
contralmirante Lobo. Así en el Arsenal como en las calles de la población
advertí que pueblo y Milicias ardían en entusiasmo ante la proximidad de
una naval refriega con los buques del Gobierno, a los cuales pensaban
derrotar y destruir precipitando sus despojos en las honduras del reino de
Neptuno. Cené con Alberto Araus, Ministro de Servicios Públicos (léase
Fomento), el cual partici-paba del general furor y bélico optimismo,
anhelan-do la más alta ocasión que vieron los pasados siglos y esperan ver
los venideros. A este propósito dijo:

«En el nuevo Lepanto nosotros [25] seremos la Cristiandad y ellos la


bárbara Turquía».

Al retirarme a mi fonda encontré a La Brava que iba de vuelta para su casa.


Acompañela hasta la plaza de la Merced, y sentados en un banco charló
conmigo de cosas diferentes, entreverando estas donosas consultas: «Tú que
eres tan sabio, don Tito, dime: ¿qué significa inocular?… Explícame
también qué quieren decir estas palabritas: bajo el punto de vista
económico…». Con toda la claridad posible contesté a sus preguntas, y ella
me dijo: «Yo me pensé que económico y economía eran cosa de aho-rrar; y
eso bien lo entiendo, que ahorrando estoy y todos los días meto en una
media lo que me sobra.
Así voy ajuntando para mi mantención en Madrid hasta que se me arregle
el negocio. Por tu salud, Tito mío, no digas nada a nadie, que si se entera
ese granuja de Cándido será capaz de ir tras de mí y darme la gran
desazón… Yo te aseguro que Leona la Brava dará que hablar en los
Madriles. Y ahora te suplico que mientras esté en Cartagena me des lección
en todo lo tocante a palabras finas, modos de saludar, de comer, de
presentarse ante la gente, con los toquecitos de gracia, chispa y salero que
allí se estilan entre personas que a un tiempo son alegres y de buena
educación. Enséñame todo esto, que ya te pagaré el favor algún día en
parné del mejor cuño».

Prometile ser su catedrático, siempre que ella se corrigiera de emplear en la


conversación dichara-chos flamencos, y ella me dijo: [26] «Por la gloria de
tu madre, Titín, pégame un cate siempre que me oigas decir alguna de esas
porquerías. Me propongo que no salgan de mi boca, y se me escapan por la
fuerza de la costumbre. ¡Estará bueno que en Madrid, cuando me vea con
personas bien habladas, suelte yo un diquelar, un mangue, un cangrí…! Ten
por seguro que la ambición de esta borrica que quiere afinarse ha de ir muy
lejos. Ya me estoy viendo entre medio de tantismo señorío. Me gustaría
mucho trincar a uno de esos marimandones que llaman hombres públicos, y
embobarle de tal modo que no se atreva a respirar sin mi licencia. Yo le
daría la mar de consejos, señalándole las teclas que habían de tañer para
gobernar al pueblo con decencia y justicia, con lo cual, figúrate, vendrían a
bailarme el agua todos los lambiones de la Política, saldría mi nombre en
los papeles y me daría más charol que un dichabaró. ¡Ay, se me ha
escapado! Pégame, Tito.

Dichabaró quiere decir gobernador».

No sigo relatando la evolución de esta lumia, que quería elevarse de un


salto en la escala social, porque otros hechos que parecen traer médula
histórica requieren mi atención. A las siete de la mañana del 11 de Octubre
salieron de Cartagena las fragatas Numancia, Méndez Núñez, Tetuán y el
vapor Fernando el Católico ( Despertador del Cantón), haciendo rumbo
hacia cabo de Palos en busca de la escuadra centralista, compuesta de las
fragatas Vitoria, Almansa, Navas de Tolosa, Carmen, [27] las goletas
Prosperidad y Diana, y los vapores Cádiz y Colón, al mando del
contralmirante don Miguel Lobo.

- III -

Subime a Galeras para ver la función, que por las trazas había de ser
imponente, aunque ninguna de las dos escuadras era digna de tal nombre,
pues cada una contaba tan sólo con un barco de combate. En realidad, el
duelo se entablaba entre la Numancia y la Vitoria. Los demás buques eran
unas respetables potadas que no servían más que para hacer bulto. Ni con
ayuda de los buenos catalejos del castillo pude ver gran cosa; pero como el
cartero Sáez y algunos de los Voluntarios y soldados de la fortaleza tenían
ojos de águila, con lo que ellos me contaron y lo poco que yo pude
distinguir aderezo mi relato en la siguiente forma:

Eran las doce próximamente cuando la Numancia se separó más de una


milla de sus inválidas compa-

ñeras, y a toda máquina se coló en medio de los barcos centralistas. Luchó


sola contra los buques de Lobo, que la rodearon disparando sobre ella todos
sus cañones. Mas era tal la pujanza de la fragata, cuyo nombre se
inmortalizó en la guerra del Pacífi-co, que salió ilesa de aquella embestida
temeraria.

Hizo nutrido fuego con sus baterías de babor y estribor, y rompiendo el


cerco [28] viró con rapidez, sin cesar en sus disparos.

Llegaron después al combate las apreciables carracas Méndez Núñez y


Tetuán, y la Vitoria dispuso sus garfios de abordaje intentando hacerse con
la más próxima, que era la segunda. Ésta disparó sus andanadas con brío,
causando algún estrago en la cubierta de la Vitoria, la cual, teniendo que
acudir en auxilio de sus compañeras centralistas a las que seguía
cañoneando la Numancia, no pudo realizar el abordaje ni hacer cosa de
provecho. El vapor-goleta Cádiz izó bandera de parlamento cuando uno de
sus tambores fue destrozado por los disparos de la Numancia. La Carmen y
la Navas de Tolosa sufrieron bastantes averías, y como por nuestra parte la
Te-tuán y la Méndez Núñez habían agotado sus escasas fuerzas, quedó
concluso el combate poco después de las dos de la tarde. Los barcos
cantonales pusieron proa a Cartago Espartaria, y Lobo se retiró mar afuera.

Se me olvidó decir, para terminar la descripción de aquel Lepanto en


zapatillas, que a bordo de la Numancia iba el General Contreras, y en las
demás naves del Cantón varios individuos de la Junta Soberana. Desde
Galeras vi que al llegar al puerto los combatientes se les hacía un
recibimiento loco, con gran algazara de vítores, aplausos y otras
demostraciones, cual si volvieran de un Trafalgar al revés trayendo la
cabeza de Nelson. Estos ruidos de la pasión local y del entusiasmo sectario
son la música inevitable que [29] ameniza nuestras civiles contiendas por
un sí o por un no… Luego supe que los cantonales traían cinco muertos,
entre ellos don Miguel Moya, vocal de la Junta Suprema o Soberana.

En el tiempo que estuve en el castillo de Galeras hice amistad con un


hombre muy avispado, cuyos ojos suplieron a los míos en la visión del
lejano combate. Su vista superaba a la de las gaviotas, y todo lo refería
como si los objetos se acercasen hasta ponerse a tiro de fusil. El mismo me
reveló con donosa franqueza, su condición de presidiario, di-ciéndome que
la condena había sido por diez años, y que sólo le faltaban meses para
cumplirla cuando el Cantón le puso en libertad. De las causas que moti-
varon su encierro no me dijo nada ni osé yo pregun-tarle. Era de buen talle
y agradable presencia, uno de esos hombres de naturaleza tan peregrina que
a los sesenta años conservan una dulce jovialidad y el contento de vivir. Sus
canas se armonizaban con sus ojos azules de expresión bondadosa, y su
palabra era fácil, serena y de perfecto casticismo en la dicción.

David Montero, que así se nombraba, había ejercido antes de su delito la


profesión de mecánico, dedicado casi exclusivamente a la compostura y
arreglo de instrumentos de náutica. Tal era en el Departamento la fama de
su habilidad, que tuvo siempre la tienda llena de sextantes, octantes,
brújulas, barómetros aneroides, y no faltaban cronómetros, pues era
también consumado relojero. Apurábanle [30] sus clientes, y él, infatigable,
a duras penas cumplía aumen-tando las horas de trabajo.

Cuando bajábamos del castillo, David me contó que al entrar en prisiones,


otros mecánicos vinieron a suplirle, estableciéndose en Cartagena. Él, en
tanto, logró con su buena conducta que el jefe del presidio le consintiera
montar un reducido taller en las estancias altas del penal, con lo que alivió
la pesadumbre del ocio y la tristeza, granjeándose algunos dineros para
mejorar las condiciones materiales de su vida.

Al despedirnos en la Plaza de las Monjas ofrecio-me su casa, situada en lo


más alto de la ciudad, no lejos de la vieja iglesia románica. Díjome que gus-
taba de vivir lo más cerca del cielo, pues con la libertad le habían entrado
aficiones astronómicas.

Prometí visitarle para conocer sus nuevos estudios… A poco de separarme


de él para ir al Ayuntamiento encontré a Pepe el Empalmao, el cual me dijo
que David Montero fue condenado por dar ale-vosa muerte a su manceba y
a una guaja con quien la sorprendió en malos pasos.

El entusiasmo de Cartagena por el primer choque naval continuó con hervor


creciente en los días sucesivos. El 14 de Octubre, la Junta Soberana acordó
un plan de combate: luchar hasta vencer o quedarse sin un barco, según la
espartana frase de la Gaceta del Cantón. En la mañana del 15 salió la
escuadra en busca de los barcos de Lobo, que se hallaban a la vista. A
retaguardia, en el famoso [31] Despertador, iban el bíblico Roque Barcia y
Manolo Cárceles, en representación de la Junta Suprema, para hacer
cumplir las disposiciones estratégicas de ésta y resolver sobre cualquier
incidencia que ocurriese en el curso de la batalla. Navegaban los buques de
combate en correcta línea, y apenas divisaron los barcos centralistas éstos
se pusieron en orden conveniente para afrontar la lucha.

Cuando ya estaban los adversarios a tiro de cañón adelantose la Tetuán


rompiendo el fuego contra la bárbara Turquía, como dijo Alberto Araus.
Apenas recibieron los primeros balazos, las naves centralistas viraron en
redondo, poniendo rumbo al Sur en franca retirada. Los cantonales las
persiguieron cerca de cuarenta millas hasta perderlas de vista, y regresaron
a Cartagena, quedando roto el bloqueo por mar. No hay que decir que
cuando entraron en el puerto los que se llamaban vencedores se repitieron
las inevitables alharacas y la greguería jubilosa.

Al consignar que a bordo de las naves cantonales iba lo más granado y


florido del personal revolucio-nario, debo decir y digo que el único hombre
de mar y de guerra marítima que a mi parecer merecía ser recordado en la
Historia era un tal Alberto Colau, contrabandista, hijo de Alicante y tan
familiarizado con las aguas mediterráneas y con los peligros del navegar y
del combatir, que entre toda la gente llegada de diversas partes a la
República Cartagenera no se pudiera encontrar quien le igualase. Le conocí
el mismo [32] día 15, a poco de saltar en tierra, y quedé maravillado de su
espléndida y arrogante facha. No era menester ciertamente el auxilio de la
fantasía para ver en aquel hombre la resurrección del tipo del corsario que
en los tiempos de la piratería heroica llenó los anales del mar Interno.

Descollaba Colau entre la muchedumbre por su robusta complexión y


lucida estatura, por su curtido rostro y el mirar flamígero de sus ojos negros.
Co-mo el azabache eran también sus cabellos crespos, sus cejas pobladas y
el bigotazo que perpetuaba la tradición de la moda turquesca. Coronaba su
cráneo con el fez rojo, complemento, en cierto modo histó-

rico, de la figura de aquel Barbarroja redivivo. Andando los días se vio un


gorro colorado en el puente de la Numancia, de donde vino el atribuir a
Contreras el uso de tal prenda. No; el fez no era de Contreras, sino de
Colau, y éste, a juicio de un historiador psicólogo, la figura más saliente,
pintoresca y casti-za del Cantón Cartaginés.

La bravura pirática del arrogante aventurero se llama hoy contrabando, que


viene a ser lo mismo con diferencias de tiempo y lugares. En sus faluchos
de vela, Colau desafiaba las olas y la persecución de las escampavías del
Resguardo. Cuando la astucia no le bastaba y era preciso emplear la
violencia, no vacilaba en derramar sangre. Empezadas sus correrías en
Gibraltar, se trasladó luego a Orán, donde obtuvo provecho mayor y campo
de operaciones más extenso. De la costa [33] argelina nos traía tabaco,
licores, telas, quincalla y otras mercancías vigiladas por nuestros aduaneros.
A los vistas de acá, unas veces les cerraba los ojos, y otras les rompía la
cabeza. Con este ten con ten y un ardor infatigable, hizo Colau en poco
tiempo una fortunita y vivía en Orán como un bajá, con su mujer y sus
hijos, bien quisto de los franceses y de la colonia española. De él se contaba
que nunca se le acercó un necesitado sin que al punto le socorriese, y en la
misma Cartagena era el amparador de todas las personas o familias que,
perseguidas por el Centralismo, se habían refugiado en la Plaza.
Con la fiereza del continente y rostro de Colau contrastaba la blandura de su
trato en la vida social.

Era cariñosísimo y a veces hasta pueril. Al estallar la revolución cartagenera


se presentó en la Plaza ofreciendo sus servicios a la Junta Revolucionaria,
que los aceptó en el acto dándole el mando de la fragata Tetuán, la cual
manejó y gobernó desde el primer momento con la misma destreza que
solía desplegar en el gobierno y mando de sus faluchos…

Pasé una tarde con él y otros amigos en el café de la Marina, charlando de


aventuras guerreras en el mar y en la costa. Colau nos refirió terribles
episodios de su lucha contra las olas embravecidas en los duros Levantes,
que mil veces le pusieron a dos dedos de caer en los profundos abismos.
Nos contó también alijos que por su descomunal audacia parecían
fabulosos, y peripecias [34] trágicas de sus encontronazos con los
aduaneros y demás patulea del Fisco.

A la gentil cortesía de Cárceles debimos aquella tarde el obsequio de jerez y


pastelillos, y en la alegría del beber y del charlar suplicamos al
contrabandista nos dijese el porqué ostentaba en el ojal de su chaqueta el
botoncito rojo de la Legión de Honor.

Con modestia ruda evadió Colau la respuesta, queriendo llevar a otros


asuntos el vago coloquio. Pero Manolo Cárceles, tan indiscreto en aquel
caso como amante de la verdad, nos refirió el hecho heroico que había
motivado aquella distinción, empezando por decir que Francia no concede
nunca tales honores más que al mérito indudable.

Horroroso temporal de Levante descargó una tarde sobre Orán, con


furibundas rachas de viento y olas como montañas, que en pocos minutos
destrozaron la escollera del nuevo puerto en construcción. En lo más duro
de la borrasca presentose a la vista un trasatlántico francés, que traía de
Marsella pasajeros de diferentes clases sociales, y entre ellos gran nú-

mero de mujeres y niños… Muy apurado venía el barco por los accidentes
de una tormentosa travesía, y al querer tomar puerto se le vio a punto de
zozo-brar, estrellándose contra las peñas o los bloques de la escollera
destruida donde reventaban las olas. En el muelle estaba casi todo el
vecindario de Orán, con ansiedad y espanto, pues muchas familias tenían
seres queridos entre los pasajeros del vapor. Nadie osaba intentar el [35]
salvamento, que era poco menos que imposible en condiciones tan
aterradoras.

De pronto apareció entre la multitud un hombre…

Este hombre era Alberto Colau… que con fuerte y altanera voz dijo así:
«¡Cobardes! Si no hay quien me siga yo iré solo a salvar los que pueda. Si
alguno me acompaña, mejor». Cuatro o seis marineros se adelantaron,
dispuestos a secundar al español en su hazaña. Metiéronse todos en una
lancha grande, con vela y remos, y desafiaron impávidos el oleaje furioso.
Al cabo de algunos ratos de indecible angustia realizó Colau el primer
salvamento. En la segunda tentativa, que fue la más emocionante, se veía
desde el muelle la lancha de Colau, a veces balanceándose en la cresta de
una ola formidable, a veces precipitándose en la hondonada líquida… Por
momentos desapareció…

Creyeron los angustiados espectadores que no volvería; pero volvió,


¡hurra!, trayendo unas señoras lívidas y unos niños llorosos, mojados todos
hasta los huesos… Los marineros bogaban con sereno coraje; Colau, en pie,
las melenas al aire, llevaba el timón, empuñando la caña con tal fuerza que
no le superara el propio Neptuno… El tercer viaje fue más benigno. Las
mismas olas parecían inclinarse respetuosas ante la intrepidez de aquellos
hombres.

Cuando terminó el salvamento y pisaron tierra todos los náufragos del


vapor, se produjo una indescripti-ble escena sentimental: abrazos, besos,
exclamaciones, [36] llantos de alegría. Alberto Colau, desen-tendiéndose de
las manifestaciones de cariño y gra-titud, tomó con sereno continente el
camino de su casa.

«Ahí le tenéis -dijo Cárceles al poner término a su relato-. Ahí tenéis al


héroe, ostentando en su pecho la insignia de la Orden de Caballería más
acreditada que existe en la Edad Moderna, recompensa de su esforzado
ánimo y de su amor a la Humanidad».
-Caballero fui siempre y caballero soy -dijo Colau, contraviniendo
discretamente su natural modestia-.

La Orden del Contrabando pide arrojo temerario, paciencia en las


adversidades, calma y tino cuando sean menester, liberalidad, sangre fría,
prendas que entiendo yo son y han sido siempre la mejor gala y adorno del
alma de los caballeros.

- IV -

Fáltame decir, para redondear la personalidad de Colau, que en el trajín del


contrabando también comerciaba. En aquellos tiempos era muy estimado en
el Norte de África el aljófar, perlitas pequeñas y mal configuradas con que
las moras adornan y re-caman sus chaquetillas, sus fajas y babuchas. Como
en España venía desmereciendo este artículo, multitud de tratantes en
pedrería iban de pueblo en pueblo comprándolo para llevarlo a Marruecos y
Arge-lia. A igual tráfico se dedicó [37] Alberto Colau en Cartagena,
extendiéndose no más que a Lorca, Totana y Murcia. Redondeaba su
especulación trayendo de África zafiros y esmeraldas que en España tenían
cotización muy alta.

Dicho esto, añadiré que aquella misma noche ce-nábamos Fructuoso


Manrique, Cárceles, Alberto Colau y yo, en el propio café de la Marina,
cuando vimos entrar fachendosa y arrogante a La Brava, que agarrando con
desgaire una silla se plantó en nuestro corro junto a Colau, acometiéndole
con esta viva requisitoria: «Eh, Alberto, cómprame ahora mismo este aljófar
que te traigo. Dispensen los se-

ñores y sigan comiendo, que no vengo a cenar, sino a mi negocio».


Diciéndolo sacó un envoltorio de papel de periódico en que guardaba un
puñado de perlitas, y así prosiguió: «Las he recogido entre mis amigas. A
ver cuánto me vas a dar, judío arrastrao.

Yo quiero por ellas veinte chus, o por lo menos una jara».

Dejó Colau el tenedor, y risueño, sopesando la mercancía, dijo a la moza:


«Pero si esto no vale más de doscientos rumbeles a todo tirar. En fin, ya
hablaremos. ¿Quieres cenar?». Rechazó La Brava con donosura el galante
ofrecimiento, y todos reite-ramos con alegre algazara la invitación:
«¿Quieres huevas de jumol? ¿Una copa de jerez? ¿Dátiles de mar? ¿Un
pastelillo de estos de crema que están tan ricos?».

-Bueno -exclamó Leona arrimando su silla en el hueco que le hicimos y


cogiendo [38] el primer plato vacío que encontró-. Venga alguna cosita.

Pero déjenme que siga con mi negocio. Yo todo lo miro ya bajo el prisma
de mi economía.

-Ya, ya sé por Dorita -dijo Fructuoso- que acumulas fondos para irte a
Madrid y hacerte un buen car-tel en la cocotería elegante.

-¡Calla, malange, tú qué sabes de eso! -replicó ella, atizándose una copa de
Jerez-. Yo necesito cuartos porque me voy volviendo muy regalona. Díganle
a este perro de Colau que tenga conciencia y me pague por el género lo que
le pido.

-Yo te daría eso y más -repuso Alberto- si hicieras caso de mí. ¿Qué
demonio vas tú a pintar en los Madriles? Allí no hay más que pobretería
finchada y figurones políticos que no tienen ni un calé… Repito lo que te
he dicho mil veces. Cuando acabe este jollín del Cantón en que estamos
metidos, vente a Orán conmigo. Verás qué tierra, chica. Allí encontrarás la
mar de franceses tontos y ricos. ¡Qué fá-

cilmente los podías pescar, gitana, con el anzuelo de esa carita! Pues digo;
si le caes en gracia a uno de aquellos morazos podridos de dinero, que se
pirran por las españolas, ¡ay morena!, te cubres el riñón para toda la vida.

-No me hables a mí de tierras extranjeras -contestó La Brava-. Yo tiro


siempre al españolismo… La Madre Patria necesita de todos sus hijos,
como dice don Roque… y de todas sus hijas, digo yo.

La respuesta de Alberto Colau a estas sesudas [39]

consideraciones fue coger el papel donde estaba envuelto el aljófar, y sacar


de su repleto bolso varias monedas de oro y una de plata, que entregó a la
mozanca, añadiendo estas expresivas razones:
«Pierdo dinero. Allá no pagan el adarme de aljófar más que a seis pesetas.
Pero en fin, para que no chilles te doy la jara y un chus de propina».
Continuó la conversación alegre. Mientras Leona devoraba pastelillos,
jamón en dulce y otras frioleras, humedeciéndolas con Jerez, todos le
dirigíamos chicoleos, anunciándole los grandes éxitos que había de obtener
en Madrid. Ella nos atajó diciendo:

«No hablen de eso, que el diablo las carga. Estoy perdida si mi marido se
entera. Cándido no me deja vivir, me persigue, me acosa. Ese condenado
parte del principio de que yo soy rica, y cuando me niego a darle dinero se
pone fosco… Temo que el mejor día me mate como mató a mi madre… Si
le da por seguirme a Madrid… No quiero pensarlo… ¡Sálve-me la Virgen
de la Caridad!».

Desde allí nos fuimos todos al teatro Principal, donde había función de
aficionados. Representaban un dramón, obra de dos autores indígenas,
titulado Glorias del Cantón y perfidias del Centralismo.

Camino del teatro, La Brava, cogiéndome del brazo y retrasándonos del


grupo, me dijo con misterio:

«Explícame ahora mismo qué quiere decir en tesis general, porque anoche
Juanito Pacheco, el hijo del Marqués de Águilas, que es un chico que habla
muy requintado y siempre con mala idea, me dijo que yo y otras como [40]
yo éramos, en tesis general, lindas bestias sin alma. Lo de tesis me ha
escocido, créelo. Dime si es alguna desvergüenza, porque yo no aguanto
ancas de nadie». Solté la risa y le contesté que no era fácil explicarle el
significado de la palabra tesis, pues tendría yo que emplear en mi lección
otros vocablos incomprensibles para ella; que no hiciera caso; que ya iría
aprendiendo eso y mucho más en el trato con la gente de Madrid.

Persistiendo Leonarda en sus anhelos instructivos, me dijo: «También


hablaron anoche de que a Pepito le da por la ironía. Para mí que la ironía es
como quien dice la viceversa de las cosas».

-Así es -repliqué yo-. Veo que tú sola vas aprendiendo con tu propia
inteligencia y criterio. ¡Adelante, mujer de los alegres destinos!
En esto llegamos al teatro. Leona no quiso entrar.

Su marido hacía el papel de traidor centralista, y por bien que ella se


escondiese entre los espectadores no podría evitar que el indino saliera al
público para darle la matraca y corromperle las oraciones. La tesis general
de Cándido Palomo era emborracharse todas las noches… Retirose mi
amiga a su casa, muy satisfecha con la guita que le había sacado a Colau, y
los demás entramos a ver la función. El frenesí patriótico que en su drama
pusieron los inocentes autores, no atenuaba los disparates de fondo y forma.
Sin pararnos en estos pelillos aplaudimos hasta desollarnos las manos. [41]

En los siguientes días supimos que el contralmirante Lobo dio cuenta de su


retirada al Ministro de Marina, en términos que ha conservado la Historia
para conocimiento de hombres y sucesos. Era Lobo un técnico excelente,
autor de obras muy estima-bles; mas en el mando naval no pudo poner
nunca su nombre a la altura de su suficiencia científica. He aquí lo que
telegrafió al señor Oreiro: «Hoy 15 de Octubre han salido otra vez las
fragatas insurrectas en orden de batalla. La Numancia iba un poco delante,
pero sin romper la línea de los otros buques, y formando con ellos un muro
de hierro. Todos ma-niobraban muy bien y parecían mandados por jefes
expertos. En vista de lo cual, y teniendo que reparar algunas averías y
proveer de carbón, he ordenado partir con rumbo a Gibraltar».

Bañándose en agua de rosas quedaron los cantonales con la inexplicable


inhibición, por no darle otro nombre, del Contralmirante Lobo, y era
general creencia que ello se debió al respeto que le impuso el acertadísimo
plan y perfecta organización táctica de las naves de Cartagena, obedientes a
las órdenes del contrabandista. Los amigos y admiradores de éste le dimos
desde aquel día título y diploma de marino de guerra, llamándole, entre
veras y bromas, el Comodoro Colau. La mejor prueba de que Lobo no supo
engallarse ante los barcos cantonales en su segunda salida fue que le
censuró duramente el General Ceballos, sucesor de Martínez Campos [42]
en el mando de las tropas sitiadoras de Cartagena. El Gobierno Central
destituyó a Lobo en el mando de la escuadra, nombrando para este puesto al
Contralmirante Chicarro. Fueron asimismo reemplazados el comandante de
la Navas de Tolosa y el segundo de la Blanca.
Fuera de la feliz aventura del Despertador del Cantón que apresó una
goleta cargada de bacalao, lo que trajo gran alivio a la plaza mal surtida de
víveres, no hay sucesos dignos de mención hasta la salida de la escuadra
para Valencia con los mismos barcos y los propios jefes que en las
anteriores correrías llevara. Para el mejor desempeño de mis deberes
croniquiles embarqueme en el Católico Despertador, desoyendo las
amonestaciones de David Montero y de La Brava, que al despedirme en el
Arsenal me vaticinaron una jugarreta del Destino.

Leona había echado las cartas, y David consultado el inmenso libro del
firmamento. Ambos presagia-ban que tendríamos unas miajas de catástrofe.
Pero yo, que nunca di crédito al lenguaje de las estrellas ni al de los naipes,
me agregué a la expedición tranquilo y confiado. ¡Ay, ay; cuán equivocado
estaba yo y cuán en lo cierto aquellos buenos amigos! Sabed, lectores
compasivos, que cuando habíamos rebasado de Alicante, montado ya el
cabo Huertas…

Pero dejadme tomar aliento, pues se trata de uno de los más apretados
lances de mi vida.

El Despertador iba de vanguardia, con mar [43]

llana y tiempo cerrado de niebla. A la madrugada, cuando bajo cubierta


dormían todos los tripulantes, menos una veintena que huyendo de la
pesada at-mósfera de cámaras y sollados subimos a pasar la noche con los
que hacían servicio a proa y en el puente, fuimos sorprendidos y
aterrorizados por la visión de un corpulento barco que se nos echaba
encima. Era la Numancia. Nuestro timonel inició una virada rápida, mas
con tan mala suerte que el formidable espolón de la fragata embistió el
costado de estribor de nuestro barco, hizo añicos la rueda y abrió un
inmenso boquete en el departamento de calderas y máquinas. Aunque en la
Numancia dieron contravapor apenas divisaron al Católico, no se logró
evitar el desastre.

No podréis imaginar la confusión, el espanto de los que estábamos sobre


cubierta. El Despertador se hundía rápidamente como un cesto cargado de
plo-mo. Empezó a salir gente por las escotillas. No hubo tiempo de arriar
nuestros botes, y si no es por los de la Numancia, que acudieron con
presteza, todos habríamos perecido. Ya tenía el Católico la popa bajo el
agua cuando yo salté, no sé cómo ni por dónde, a un chinchorro que estuvo
a punto de zozo-brar por los muchos hombres que en él se metieron.

En tan horrible confusión caí al agua y fui recogido por unos marineros que
luego vi eran de la Tetuán, pues entre ellos estaba Alberto Colau. A éste
debí mi salvación, que todavía creo milagrosa. Mi primer pensamiento fue
para [44] recordar las fatídicas predicciones de La Brava y David Montero.

La escena era espantosa: vi a muchos infelices que nadaban


desesperadamente, tratando de agarrarse a los pocos salvavidas que fueron
arrojados desde el buque náufrago. Desgarradores gritos aumentaban el
horror de la catástrofe. Yo también grité llamando a mi machacante…
¡Cándidoo!… ¡¡Palomo, Palomo!!… Ni éste me respondió ni le vi entre los
que luchaban angustiosamente con las negras aguas…

Cuando estábamos como a diez o doce brazas del siniestro, noté que del
Católico sólo se veían ya los palos, la chimenea y un poco del tambor de
babor.

Al reconocerme seguro en la cubierta de la Tetuán, tropecé con un


contramaestre del Despertador y le pregunté por Palomo. «Dormido estaba
como un leño -me dijo-. Quise despertarle; le tiré de una pata; no rechistó.
Ajogado estará».

El primer cuidado de los supervivientes fue calcu-lar el número de víctimas.


Unos decían que eran ciento y pico; otros que no pasaban de treinta. Luego
quedó fluctuando la cifra entre sesenta y seten-ta… Consagrado por todos
un pensamiento de fúnebre despedida a los que habían perecido y al pobre
Despertador, la escuadra cantonal siguió su ruta.

Llegamos al Grao de Valencia, donde estuvimos fondeados tres días y


medio. No pudiendo obtener de la plaza lo que pedíamos, arramblamos con
los barcos mercantes Darro, Victoria, Bilbao y Extre-madura, cargados [45]
de víveres, tejidos y otros artículos de comercio. Nuestro arribo a Cartagena
fue el 22 de Octubre si no me engaña mi flaco sentido en la cuestión de
fechas. Salté en tierra con botas prestadas y una gorra de marinero, pues
perdí las prendas mías equivalentes en las ansias del naufra-gio.
En la plaza de las Monjas encontré a La Brava, que ya tenía noticias del
desastrado fin de su caro esposo. Inquieta y medrosica me preguntó por él,
y yo le dije sin preparación ni melindres que ya podía te-nerse por viuda.
No se cuidó la buena moza de di-simular su alegría, y me consultó si estaba
en el caso de vestirse de luto por el bien parecer. Mi opinión fue que si tenía
ropas negras debía ponérselas, siquiera unos cuantos días, a lo que me
respondió que algunos trapitos conservaba del luto que llevó por su madre,
añadiendo: «Con mi ropa negra y la cara un poco afligida representaré muy
a gusto lo que llama Juanito Pacheco la comedia social. En igualdad de
circunstancias, igualdad de sentimientos y luto al canto. Ahora lo llevaré
como huérfana y como viuda, y tú podrás mirarme bajo el prisma que
quieras». Me acompañó hasta mi fonda en la calle del Cañón, y por el
camino me habló de este modo: «A pesar de lo que me has dicho, no acabo
de creer que ese posma de Cándido haya perecido. Tiene más picardías que
un gato soltero, y puede que se haya hecho el náufrago para cuando una esté
harta de llevar luto aparecerse en alguna isla desierta de las que llaman [46]
Columbretes, o Filipinas de la mar Caribe».

El 24 de Octubre apareció nuevamente en aguas de Cartagena la escuadra


centralista, al mando del Contralmirante Chicarro, reforzada con la fragata
Zaragoza, que había venido de Cuba. Los barcos de Chicarro cruzaban sin
cesar frente a Escombreras; pero el bloqueo no era de gran eficacia porque
de noche, sin luces, entraban embarcaciones menores que mantenían en
regular abundancia el abasto de la ciudad.

En una de mis excursiones a Santa Lucía, visité al desdichado prócer


maniático don Florestán de Calabria, a quien hallé muy abatido y
macilento por efecto del frío que vino con las primeras lluvias de
Noviembre. Envuelto en una manta vieja y rota continuaba arrimado a la
mesa en la fementida estancia que era su mísero albergue. Cubría sus pies
descalzos con una mugrienta toquilla de su casera, y no dejaba de la mano
la tarea de contestar con tem-bloroso pulso la copiosa correspondencia de
sus parientes de Madrid. Como en aquellos días de recogimiento había
dejado de pintarse la perilla y los pómulos, tuviérasele por envejecido en
dos o tres lustros.
Lástima grande me inspiró el caballero sin ventura, y atento a remediarle
volví aquel mismo día con la modesta ofrenda de unas babuchas de orillo,
un gorro de pellejo y un chaquetón, deslucido pero en buen uso, que me
compró para este fin Alonso Criado, el [47] camarero de la fonda. No
necesito decir cuánto agradeció mi pobre amigo aquellas prendas,
demostrando su necesidad con las prisas que puso en estrenarlas.

Al estrecharme las manos con honda emoción se le saltaron las lágrimas, y


como advirtiese yo que al llanto siguieron desaforados bostezos, comprendí
que su mal no era sólo de frío sino de hambre. Sa-qué del bolsillo algunas
pesetas para ofrecérselas con efusión sincera; pero no quiso tomarlas. Se
puso de mil colores, rechazando el socorro. Su delicadeza, su dignidad de
hombre linajudo, le permitían quizás admitir un obsequio de la amistad,
siempre que éste fuera en especie; dinero jamás admitiría. El oro y la plata
ofrecidos a título de caridad causábanle un horror invencible. Luego añadió:
«Mi patrona o casera me dará de comer mientras el bloqueo de la plaza
impida la llegada del correo que ha de traerme… fondos».

Pasado un rato me dijo: «Siéntese a mi lado un momento y le pondré al


tanto de las graves noticias que tengo de Madrid. Cierto es que Castelar ha
res-tablecido la disciplina, aplicando severos castigos; cierto es también que
ha reconstituido en su antiguo ser y estado el Cuerpo de Artillería. Pero con
todo esto sepa usted que el Cantón Mantuano será un hecho muy pronto.
Nos lo traerá el mismo Castelar.

Aquí tengo textos fehacientes… las cartas de mi sobrino Policarpo que está
muy bien enterado de todo y es el brazo derecho de don Emilio. ¿A que no
adivina usted [48] quiénes ayudarán al Presidente a traernos el Cantón?
Pues los generales de más nota, y entre éstos el más decidido es… ¿quién
dirá usted?… el General Pavía… Don Manuel Pavía y Alburquerque… Eh,
¿qué tal?… Aquí, aquí están los textos. Véalos».

-V-

Las visitas que en los siguientes días hice a don Florestán de Calabria me
proporcionaron agradables ratos de parloteo con La Brava en su propia
habitación. Mostraba Leona bastante inquietud ante el cerco que a la ciudad
ponían las tropas centralistas mandadas por Ceballos, activando cada día
más los trabajos de fortificación y atrincheramiento. « A mi juicio -me dijo
Leonarda torciendo la boquita como hacía siempre que pronunciaba
palabras esco-gidas- pronto empezarán nuestros contrarios a zu-rrarnos de
lo lindo, y tanto apretarán el sedio que no podrá entrar ni salir bicho
viviente. Si tuviera yo mi economía en todo su pogeo, quiero decir si
hubiera ajuntado dinero bastante, mañana mismo saldría de naja para
Madrid».

Respondile que tuviera sosiego porque el sitio no había de ser muy duro.
¿Por qué no aplazar el viaje hasta fin de año? En un momento de afectuosa
intimidad me salió de la boca el chispazo de estas palabritas: «No juraré yo,
pecador de mí, que no te acompañe para hacer tu presentación [49] en el
gran mundo, que solemos llamar demi-monde».

Movido de no sé qué atracción inexplicable, visité también por aquellos


días a David Montero. Este hombre me interesaba enormemente por su
natural agudeza, por su vida laboriosa y trágica. Si eran dignos de estima
los pensamientos que en el curso de la conversación mostraba, no lo eran
menos los que a medias palabras y con velos de reserva dejaba traslucir.
Cuando le conocí se me mostró como habilísimo mecánico de instrumentos
menudos y sutiles. Después, en su casa, se me reveló como astrónomo con
puntas de nigromante. Últimamente advertí en su taller apuntes, papeles
llenos de gua-rismos y trazos lineales que indicaban estudios de Aritmética
y Geometría.

Una mañana, al traspasar los umbrales del hogar de Montero, situado como
he dicho en los altos de la vieja Catedral, tropecé de manos a boca con una
mujer que, si no era la propia Doña Aritmética era el mismo demonio,
transfigurado para volverme ta-rumba. Trémulo y confuso le pregunté:
«¿Pero es usted Doña Aritmética?». Y ella me contestó entre asustada y
burlona: «No señor; no me llamo Deme-tria, sino Angustias para servir a
Dios y a usted».

Repuesto de mi sorpresa pude advertir que había semejanza de facciones


entre la servidora de Floriana y la criada de David, sólo que ésta era mucho
más madura y peor apañadita.
Poco después, cuando Montero me daba [50] cuenta de la parte no
reservada de sus trabajos, entró a llevarle café otra anciana vestida de
negro, en quien de pronto vi pintiparada la imagen de Doña Geografía.
También entonces expresé mi curiosidad, y ella repuso: «No me llamo Sofía
sino Consolación, y soy de Totana para lo que usted guste mandar».

-Pues mire, don Tito -dijo a la sazón David, riendo-. En broma llamo a esta
buena mujer Doña Geografía, porque sabe de memoria los nombres de
todos los pueblos del país murciano.

No era la primera vez que sufría yo tales equivoca-ciones. Algunos días


sentíame perseguido por fantasmas, reminiscencia de mi antigua
navegación por el inmenso piélago suprasensible.

Sin saber cómo, nuestra conversación recayó en el asunto del cerco de la


Plaza, mostrándose David algo pesimista sobre las consecuencias de esta
función militar, y no mal informado de los planes del Ejército sitiador. Hizo
breve semblanza del General Ceballos, del Brigadier Azcárraga y de los
Comandantes Generales de Artillería e Ingenieros Brigadier don Joaquín
Vivanco y Coronel don Juan Manuel Ibarreta, revelando conocimiento
directo de sus respectivos caracteres. Luego enumeró las fuerzas
Centralistas, según su parecer escasas pero bien disciplinadas. Marcó
después el contingente de las diversas Armas, con tal precisión y seguridad
en las cifras como si lo hubiera contado. Notando mi extrañeza por la
posesión que tenía [51] de aquellos datos sin salir de la Plaza, me dijo:

«Algunas mañanas me voy al castillo de Moros. En lo más alto de sus


muros he puesto un anteojo de mucho poder, con el cual veo los trabajos
que hacen los sitiadores. Ya sabe usted que la primera batería la tienen
emplazada en Las Guillerías. En ella hay cuatro piezas de a diez y seis. El
talud interior del espaldón está revestido de cestones, y las cañoneras de
sacos terreros. Han emplazado la segunda batería cerca de las casas de don
José Solano, artillándola con cinco obuses de a veintiuno. El terraplén
interior consta de tres planos diferentes.

»Más allá, junto a la ermita de San Ferreol, hay otra batería con seis
cañones de a diez y seis. Los revestimientos están hechos con cestones y
fajinas.
La batería de la Piqueta, que está al lado de la finca de este nombre, se halla
provista de cubre-cabezas, y tiene un través en su centro que completa la
protección del retorno de la derecha».

-Ya veo, amigo David -le dije sin ocultar mi asombro-, que es usted una
enciclopedia. Yo le admiraba como mecánico y astrónomo, y ahora resulta
que es usted maestro también en el Arte de la Castrameta-ción.

-La tristeza y el aislamiento -replicó él- nos lleva, señor don Tito, a la
variedad de los estudios. Hace unos días, hallándome hastiado de trabajar
sin fruto, sentí vivas ganas de tomar el tiento a las cosas de Guerra… [52]
Vea los libros que tengo aquí. Me los ha prestado el Brigadier Pozas, que,
según entiendo, no los ha leído ni por el forro… Si sigo en esta inac-ción
que me entumece el cerebro, el mejor día me encuentra usted entregado al
Derecho canónico, o al Ocultismo, que así llaman hoy a la Magia.

Con la idea de obtener de aquel hombre extraños hilos o hilachas para mi


tejido histórico, seguí visitando a Montero. Algunas mañanas no le encontré
en su casa. Esperábale, y al fin le veía llegar fatiga-do y cubierto de polvo.
Venía sin duda del campo reseco que a Cartagena circunda. A las veces, no
me hablaba de nada concerniente a las fuerzas sitiadoras, sino de chismes y
enredijos del interior de la ciudad; por ejemplo: «Parece que hay sospechas
de que Carreras, Pernas, Del Real y otros militares, hociquean secretamente
con el General Ceballos.

Dicen que corre el dinero… Yo no lo creo. Tal infamia no es posible». Otros


días se lanzaba desde luego, sin preámbulos, a departir sobre el Arte de la
Fortificación.

«Para proteger las baterías que acaban de emplazar

-me dijo una mañana-, y para oponerse a cualquier salida que intentemos
los cantonales, están los sitiadores haciendo espaldones sistema Pidoll,
modifi-cado con pozos para los sirvientes de las piezas, que creo son de las
de a diez. Uno de los espaldones lo construyen entre el ferrocarril y la finca
de Bosch, otro en las inmediaciones de la casa de Calvet, y otro junto a
Roche Bajo. [53] Parece ser que cuando terminen estas obras empezará el
bombardeo, y allá veremos quién puede más».
Pepe el Empalmao, a quien yo utilizaba mediante cortas dádivas para
recadillos y espionajes de diversa índole, aprovechó una tarde en que nos
encontramos enteramente solos para decirme con ronco sigilo cavernoso:
«Señor don Tito, ese David sale de madrugada, y escondiéndose de la gente
va al campo de los judíos Centralistas. Allí se pasa las horas hablando con
éste y con el otro, y mayormente con uno que llaman el Azcárrago. Esto se
lo digo a usted sólo. Chitón y armas al hombro».

-Me parece, Peporro -contesté yo, para estimularle a mayores confidencias-,


me parece que no es David sólo. También tú y otros como tú… metéis la
cucha-ra en la olla del enemigo.

-¡Señor! -exclamó furioso José, golpeándose el pecho con rabia-. Llámeme


lo que quiera menos traidor. Por la necesidad le presto a usted y a otras
personas servicios de tercería. Pero vender a mi Cantón de mi alma… ¡eso
no lo hago por todo el oro del Potosí sumarino!

Buscando yo nutritivo condimento histórico, encontraba tan sólo aguanosas


y desabridas salsas. Por las tardes, en la redacción de El Cantón Murciano,
Fructuoso Manrique y Manuel Cárceles me referían los sucesos,
abultándolos desaforadamente. Las cosas más vulgares, en boca de aquellos
patriotas ingenuos, [54] eran trágicas, épicas y de grandeza universal o
cósmica. Un día de Noviembre, no importa la fecha, leí en pruebas un
artículo de Roque Barcia, que ofrezco a mis lectores como muestra de la
literatura política sentimental que hizo estragos en aquellos tiempos. El
insigne don Roque flaqueaba por la entonación lacrimosa de sus escritos,
inspirados en los trenos de Isaías, o en los cánticos de David bailando
delante del Arca Santa.

Decía Barcia en su artículo que pronto partiría de Cartagena, por la


necesidad de inflamar en todas partes el fuego sagrado del Cantonalismo.
Al marchar a otras Regiones, donde estaba a punto de sonar el grito, rogaba
a todos que se acordasen de él.

Concluía así la salmodia: «Cuando los niños de hoy pregunten a sus madres
¿dónde está aquel hombre que nos dio tantos besos?, que les contesten:
¿vosotros no sabéis la historia de aquel hombre?… Pues era… hijo, era un
pirata».
El 26 de Noviembre (esta fecha es de las que no pueden escaparse de mi
memoria), a las siete de la mañana, rompieron el fuego contra la Plaza las
baterías Centralistas. Al bombardeo no precedió intima-ción ni aviso
alguno. El primer momento fue de estupor medroso en Cartagena. Pero el
vecindario y los defensores de la ciudad no tardaron en rehacerse: hombres,
mujeres, niños y ancianos corrían al Parque en busca de proyectiles y sacos
de pólvora, que llevaban a los baluartes de la muralla. Yo fui también allá
para enterarme de cuanto ocurría, y vi actos [55] hermosos que casi
recordaban los de Zaragoza y Gerona.

Entre la muchedumbre encontré al veterano de Trafalgar, Juan Elcano, que


ansiaba reverdecer sus marchitos laureles. Gesticulando con sus manos
tembliconas me dijo que si le daban un puesto en la muralla cumpliría como
quien era. La persona del heroico viejo trajo a mi mente la imagen de
Mariclío, con quien primera vez le vi comiendo aladro-que en la puerta de
un caserón de Santa Lucía. Al momento le pregunté por la divina Madre, y
afligido me contestó: «Ya no está la Señora en Cartagena.

Una noche, hallándonos todos sus amigos acodera-dos a ella, oyéndole


contar cosas de los tiempos en que era moza (y para mí que su mocedad la
pasó en el Paraíso Terrenal), se desapareció de nuestra vista y todos nos
quedamos con la boca abierta, mirando al cielo, porque nos pensemos que
se había ido por los aires. Una vieja sabidora que andaba siempre con Doña
Mariana, nos dijo: 'Bobalicones; aunque la Señora gusta de platicar con los
humildes, no creáis que es mujer; es Diosa'. Yo calculo, acá para entre mí,
que Doña Mariana es el Verbo, o por mejor hablar, la Verba divina».

Al atardecer de aquel mismo día supe que el veterano de Trafalgar,


consecuente con su destino heroico, había muerto en la muralla defendiendo
la idea cantonalista, última cristalización de su patriotismo.

Continuó el bombardeo en lo restante de Noviembre, con mucha intensidad


durante [56] el día, atenuándose algo por la noche. Los proyectiles de los
sitiadores producían más estragos en los edificios de la población que en las
fortalezas. La Junta Soberana recorría los castillos y baluartes dando ánimos
a los defensores de la Plaza. Ocasiones tuve yo de ver y apreciar por mí
mismo el tesón de los Cantonales ante los fuegos Centralistas. Esta virtud
les hacía merecedores de la independencia que proclamaban.
Había cesado el estruendo importuno de los vítores, arengas y aplausos, y
llegado el momento, la función guerrera desarrollábase gravemente, con
viril entereza que rayaba en heroísmo.

Accediendo a las súplicas de los Almirantes de las escuadras extranjeras, el


General Ceballos concedió armisticios de cuatro y seis horas para que
salieran de Cartagena los ancianos, niños y mujeres. Una de éstas, la
impaciente Leona, se preparó para escabu-llirse aprovechando alguna de
aquellas claras. Pero yo la disuadí con la promesa de acompañarla si hasta
Navidad me esperaba.

A don Jenaro de Bocángel le vi en el baluarte de la Puerta de San José,


lacio, trémulo y despintado, no ciertamente con anhelos heroicos, sino con
la modesta pretensión de transportar agua, proyectiles y cuanto los
combatientes necesitasen. Llevaba las babuchas de orillo y el pardo
chaquetón que yo le regalé. En el corto diálogo que sostuvimos me dijo que,
según noticias transmitidas por la suegra de su sobrino, la proclamación del
Cantón Mantuano dependía de que la indómita [57] Cartago hiciese una
defensa heroica, no dejando títere con cabeza en el Ejército de Ceballos.

El 29 de Noviembre marchó la escuadra Centralista a repostarse de carbón


en Alicante. El 30 hicieron los Cantonales una salida desde el fuerte de San
Julián, causando 25 bajas a los batallones de Figueras y Galicia, que mandó
a su encuentro el General Ceballos. Como yo no cesaba en mis
investigaciones, allegando datos para los anales de Mariclío, fui a ver a
David Montero, y éste me dijo que Ceballos, apretado por el Gobierno para
rendir la Plaza en pocos días y no teniendo bajo su mando fuerzas
suficientes para consumar empresa tan difícil, había presentado la dimisión.
No di crédito a esta noticia.

Algunos días después volví a visitar a Montero, encontrándole inquieto y


caviloso. Díjome que en sustitución de Ceballos vendría López Domínguez,
General joven, procedente del Cuerpo de Artillería, y sobrino de Serrano.
No pude arrancarle más confidencias, ni me dio el menor indicio de la
fuente de sus informes.

El 5 o el 6 de Diciembre, no acierto a puntualizar la fecha, subí de nuevo a


la guarida del mecánico, astrónomo y estratega. Al traspasar la puerta salié-
ronme al encuentro, desoladas, las dos viejas a quienes mi exaltada mente
confundió con las vapo-rosas figuras de Doña Aritmética y Doña
Geografía, las cuales me manifestaron que estaban solas pues don David,
después de quemar todos [58] sus papeles, se había marchado una
madrugada enviando luego el aviso verbal de que su ausencia duraría largo
tiempo. Aquellas pobres mujeres no sabían qué hacer ni a qué santo
encomendarse.

Del 12 al 13 llegó López Domínguez y tomó el mando de las fuerzas


sitiadoras. Ceballos había marchado ya, dejando interinamente al frente del
Ejército Centralista al General Pasarón. Con el nuevo caudillo vinieron los
Brigadieres López Pintos y Carmona en sustitución de Azcárraga y
Rodríguez de Rivera, que con Pasarón marcharon a Madrid. El primer
cuidado de López Domínguez fue recorrer la extensa línea de sitio y
revistar las tropas, a las que encontró animosas y disciplinadas. Luego dio
una proclama. Siguió después el bombardeo, notándose que la Artillería
Centralista hostigaba a la población sin hacer fuego contra los castillos, lo
que puso en cuidado a los jefes Cantonales por ver en ello un indicio de
secretas connivencias con las guarnicio-nes de los fuertes. Desde que
comenzó el bombardeo de Cartagena en 26 de Noviembre hasta que López
Domínguez tomó el mando del Ejército Centralista, hizo éste 9.297 disparos
de cañón, y la Plaza, sus fortalezas y fragatas 10.159. ¡Una friolera!

En el curso de Diciembre, pude apreciar por obser-vación directa ciertos


hechos que explican y corro-boran la psicología de las guerras civiles en
España.

Leed, amigos y parroquianos, lo que a continuación os refiere [59] un


observador sincero de los hilos con que se atan y desatan las revoluciones
en los tiempos ardorosos y pasionales de nuestra Historia.

Cuando arreció el bombardeo pudo advertirse que los jefes de los batallones
de Iberia y Mendigorría, que como se recordará se habían pronunciado en
favor de los rebeldes de Cartagena, se mostraban inclinados a una pronta
capitulación. Tonete Gálvez, que poseía tanta bravura como agudeza y era el
hombre de mando en la República Cantonal, con dotes militares, con dotes
de estadista y toda la malicia y sagacidad que siempre han sido
complemento de aquellas cualidades, supo calar las intenciones de los
individuos del Ejército que meses antes, en los torbellinos de Julio y
Agosto, se habían pasado al Cantonalismo con armas y bagajes. Los
vigilaba cauteloso y al fin descubrió el enredo.

Desempeñando el Coronel Carreras las funciones de Sargento Mayor de la


Plaza, dispuso una noche, con el pretexto de defender a Santa Lucía, que
salieran el batallón de Mendigorría y Movilizados. Gálvez, noticioso de que
se dio a estas fuerzas el mismo santo y seña que tenían los sitiadores para
entrar en Cartagena, ordenó al instante la suspensión de la salida, y puso
presos al Sargento Mayor y a varios jefes y oficiales, asegurándolos en el
castillo de Galeras. Al enterarse el General Contreras de lo que ocurría,
subió presuroso al castillo para escuchar las declaraciones de los detenidos.
Encerrado Carreras en [60] una estancia, alguien observó que rompía
papeles apresuradamente.

En esta operación fue sorprendido, y sus guardianes recogieron los trozos


de papel, entregándolos a Gálvez y Contreras, que tuvieron la paciencia de
unirlos para obtener el texto completo. Entonces se comprobó que había
sido vendida la Plaza: era aquel escrito una lista de comprometidos a
entregar Cartagena a los sitiadores, y consignaba las recompensas de grados
y el premio pecuniario que por su defección les concedería el Gobierno
Central. Ordenose en el acto la prisión de los que aquel documento
denunciaba, y dieron con sus huesos en Galeras Pozas, Pernas, Perico del
Real y otros muchos militares de diferente rango y categoría.

Pocos días después de este grave suceso, supo Gálvez por un soplo que a las
doce de la noche tení-

an decidido embarcar y marcharse de Cartagena algunos individuos de la


Junta Soberana. Eran las ocho cuando, reunida la Junta en el Ayuntamiento,
se presentó Tonete en el Salón de sesiones, sin más escolta que su hijo
Enrique, su sobrino Paco y el capitán de Voluntarios Tomás Valderrábano.
Llevaba Gálvez las manos en los bolsillos del pantalón y en ellos dos
pistolas amartilladas. Apenas traspuso la puerta dijo a los reunidos: «No se
mueva nadie.

Al que intente salir le levanto la tapa de los sesos, y si alguno se me escapa,


en la calle será recibido a tiros».
-¿Puedo yo moverme? -preguntó el General Ferrer.

[61]

-Puede usted pasearse dentro de esta sala; pero nada más -contestó Gálvez
con sequedad y entereza, añadiendo sin más preámbulos-. Han sido ustedes
descubiertos, caballeros.

Quedaron corridos como monas los señores de la Junta que estaban en el


ajo. Estrechó Tonete la ma-no a los que consideraba leales al Cantón; a los
de-más dijo que quedaban en libertad, que podían au-sentarse de Cartagena
previo aviso, y que sí alguno permanecía en la ciudad y hacía traición a la
Causa sería fusilado en el acto sin compasión.

- VI -

Ante sucesos de tal trascendencia no podía faltar la bíblica salmodia del


bueno de don Roque. Resonó en un escrito jeremíaco recomendando que al
imponer castigo a los desleales, se hiciera justicia magnánima, generosa,
clemente… Decíase por aquellos días que López Domínguez había pedido
cuatro mil hombres de refuerzo al Gobierno Central, y que a los apremios
de éste para rendir la Plaza antes de 1.º

de Enero, fecha de la reunión de las Cortes, contestó que a tantos no se


podía comprometer. Con un mes largo por delante quizá podría rematar la
empresa.

Castelar ofreció mandar los refuerzos y seguía pidiendo rendición a todo


trance, ya por la fuerza, ya por el soborno, o bien combinando [62] hábil-
mente ambos métodos de guerra… A mediados del mes, los sitiadores
concentraron sus fuegos sobre los castillos de Atalaya, Moros y
Despeñaperros, y las puertas de San José y Madrid. La Plaza contestó con
brío, y los disparos de la escuadra Centralista contra San Julián resultaron
cortos y por tanto ineficaces.

Reunió a la sazón López Domínguez Consejo de Generales para determinar


el plan que habían de seguir, acordándose por el pronto la conveniencia de
un ataque vigoroso a San Julián, y conviniéndose en la urgencia suma de
reforzarla línea de bloqueo: ésta no era inferior a seis leguas, y si no se
neutralizaba la extensión con la intensidad, imposible alcanzar el éxito con
la rapidez que Castelar quería. Desplegaba López Domínguez enorme
actividad, supliendo con su cuidado y esfuerzo la escasez de los medios de
combate.

En Pormán celebró el General en Jefe una entrevista con el Contralmirante


Chicarro, el cual le dijo que le era dificilísimo el bloqueo marítimo porque
sus barcos andaban bastante menos que los barcos rebeldes. Con tal Marina
y un Ejército animoso, pero de contado contingente, era obra de romanos
rendir la más formidable plaza de guerra que sin duda existe en el
Mediterráneo. Si los Cantonales hubieran tenido tanto seso como bravura en
aquella última ocasión de su loca rebeldía, no queda un centralista para
contarlo.

Hasta el 28 de Diciembre transcurrieron [63] los días sin ningún suceso


extraordinario. Continuaba incesante el fuego entre sitiadores y sitiados.
Éstos hicieron varias salidas y en una de ellas causaron diez y ocho bajas a
sus enemigos. Hacia el 22 recibieron los centralistas los refuerzos que
esperaban y con ellos veinticuatro piezas de Artillería de diez y seis
centímetros. El 24, un proyectil Armstrong disparado por la fragata Tetuán,
que seguía mandada por el intrépido contrabandista Colau, estalló en la
batería número 3 del campo enemigo, haciendo reventar cuatro granadas
que dieron muerte a un oficial, catorce artilleros e individuos de tropa, y
tres paisanos. Y con esto, amados lectores, llego al día 28, fecha culminante
en mi memoria por ser la fiesta de los Santos Inocentes, y porque en aquella
madrugada, a punto de salir el sol, nos escapamos de Cartagena Leona la
Brava y yo, suceso a mi ver memorable que merece un rinconcito en estas
verí-

dicas crónicas.

Mi escapatoria no fue secreta, pero tampoco me convino hacerla pública.


Sólo me despedí de Manolo Cárceles, a quien tantas atenciones debía. Al
abrazarnos, me dio con sus cariñosos adioses algunos recados verbales para
Estévanez, Castañé y Patricio Calleja. Prometile yo volver pronto, pues me
interesaba mucho el Cantón y quería presenciar hasta el fin su arrogante
defensa. En la respuesta de Cárceles creí advertir cierta disminución del
optimismo que había mostrado desde el comienzo de la revolución
cantonal: [64] «Si nos vencen -me dijo-, y ello habrá de ser más por la maña
que por la fuerza, abandonaremos este volcán y nos iremos tranquilamente
al África en busca de mejor suelo para poder vivir. Si vuelves, gran Tito, te
vendrás con nosotros y nos haremos todos africanos».

Hasta la línea de bloqueo nos acompañó, al marcharnos La Brava y yo, mi


leal mandadero Pepe el Empalmao, a quien las fatigas del sitio convirtieron
de rufián en héroe. Su inveterada indolencia trocose en actividad febril, su
astucia de zorro en fiereza leonina. En los baluartes de las puertas de San
José o de Madrid afrontaba las balas enemigas, con un desprecio de la vida
que ya lo querrían para sí más de cuatro figurones, de los que aspiran a
merecer una línea en las altas inscripciones de la Historia. Y

no lo hacía por ambición ni propósito de medro; no esperaba recompensa,


ni galones, ni cintajos, ni cruces, ni siquiera el aumento de un real en su
miserable soldada. Hacíalo, sin darse cuenta de ello, por la gloria, por un
ideal que indeterminado y confuso hervía dentro de aquel cerebro, que para
muchos no era más que una olla del más tosco barro. Como yo no quería
partir sin saber algo del pobre don Florestán de Calabria, interrogué al
Empalmao, que así me dijo:

«Ahora presta servicios de ranchero en las cocinas que ha mandado poner la


Junta Soberana en el sóta-no de la muralla de los Mártires. Allí le tiene
usted, con su mandil y su [65] cucharón, revolviendo los peroles en que nos
hacen la bazofia con que matar-nos el gusanillo. Don Jenaro, que no sirve
para militar sino para chupatintas, ha pedido a Contreras que le nombre
Memorialista Mayor de la República Cartagenera. Pero para mí que se
queda meneando el cazo toda su vida»… Con esto nos despedimos
afectuosamente, y Leonarda y yo cogimos el tren de Madrid en la estación
de la Palma.

Ya estábamos instalados en un coche de segunda con la ilusión de ir solitos


todo el camino, y ya el tren se ponía en marcha, cuando vimos que
avanzaba presurosa y dando chillidos una pobre señora, cargada de
envoltorios, que intentó subir a nuestro departamento. Gracias al auxilio
que yo le presté pudo poner el pie en el estribo y posesionarse de un
asiento. Era una vieja de buenas carnes, vestida de negro. Al fijarme en su
rostro temblé de sorpresa y sobresalto: o yo estaba loco o tenía frente a mí a
la propia Doña Gramática, si bien envejecida, un poquito cargada de
espaldas y tan descompuesta de facciones como de vestimenta. Antes que
yo pudiera decir palabra, soltó ella la suya dejándome más ab-sorto y
alelado que antes, pues en cuanto abrió el pico reconocí la tremebunda y
retorcida sintaxis de la que en día no lejano fue mi mayor suplicio. Volví a
creer que me perseguían fantasmas al escuchar de boca de la vetusta dama
estas enfáticas razones:

«No agradeceré bastante al noble caballero [66] la merced con que me ha


favorecido al prestarme ayuda para escalar, con la enfadosa carga de mis
achaques y de estos paquetes, el endiablado vehículo. No están ya mis
pobres huesos para tan vivos trotes…

Ello ha sido que, faltando cortos minutos para la partida del tren, corrí a
recoger estos livianos bultos, que olvidados dejó mi señora en la covacha
del jefe de la estación, hombre descuidado al par que des-cortés, por quien a
punto estuve de perniquebrarme o de quedarme en tierra. Gracias a usted,
repito, y a esta hermosa dama cuyas manos diligentes me ayu-daron a subir,
y Dios se lo pague, pude meterme en este coche zaguero, y salva estoy aquí,
aunque todavía no reparada del grave susto ¡ay de mí!, ni del sofoco de
estos cansados pulmones. ¡Ay, ay!…».

Como he dicho, creí hallarme otra vez en pleno delirio y perseguido por las
visiones de antaño.

Apenas recobré la palabra, que el azoramiento y la confusión me habían


quitado, dije a la para mí fantástica viajera: «Señora; perdóneme si la
interrogo con cierta indiscreción. ¿Es usted Doña Gramática, ilustre dama
versada cual ninguna en los giros de las sintaxis?».

-No me llamo Pragmática -contestó ella con melindre- sino Práxedes. No


soy dama ilustre, aunque no hay bastardía en mi linaje, y sólo acierta usted
en que mi afición al estudio me ha enseñado a hablar con discreta
corrección y propiedad.

En tanto, Leona no quitaba los ojos del [67] rostro de la vieja, cuyo hablar
finísimo y entonado le colmó de asombro y embeleso. En el mirar de mi
amiga leía yo un afán ardiente de apropiarse los términos exquisitos y la
nobleza gramatical de nuestra compañera de coche.

«Cualesquiera que sean su nombre, estirpe y condición, señora mía -dije yo


a doña Práxedes-, nosotros estamos muy complacidos de haber trabado
conocimiento con usted. Juntos haremos este molesto viaje, honrándonos
mucho con su grata compa-

ñía».

-¡Ay!, eso no podrá ser -replicó la enlutada dueña, arqueando las cejas-. Y
de veras lo siento, porque me hallo harto gustosa entre personas tan
hidalgas.

En la primera parada que no sea corta tengo que pasarme al coche donde va
mi señora, la cual es de alcurnia tan alta que no hay en la grandeza española
quien pueda igualarse a ella. Va en el departamento que lleva el rótulo
Reservado de Señoras. A su servicio tiene damas y doncellas de singular
hermosura.

Lo dicho por la vieja me adentró más en los delirios paganos. Pensé que en
el mismo tren iba Mariclío… quizás Floriana… ¡Dios mío, qué horrible
trastorno, mezcla de alegría y espanto! Si yo me presentaba a la divina
Madre y ésta me veía con La Brava, sin duda me reñiría duramente por mi
liviandad… Advertí que doña Práxedes, risueña, no apartaba sus ojos
inquisitivos del rostro de Leona. Sor-prendida de su silencio pronunció
estas palabras: «Y

esta joven tan hermosa y apuesta [68] ¿no dice na-da?». Mi compañera
balbució algunos monosílabos que no expresaron más que su timidez y el
temor de soltar algún disparate chulesco ante una tan refinada maestra de la
lengua castellana… Intenté pedir a doña Práxedes más claras referencias de
aquella princesa de alto linaje que iba en el Reservado de Señoras, con
acompañamiento de bellas damas y lindísimas doncellas; pero un escrúpulo
invencible paralizó mi lengua, y seguí alelado y taciturno.

Al fin, hostigada por la vieja redicha, pudo Leona desatar el nudo de su


timidez, y pronunció algunas frases rebuscaditas para demostrar que no era
muda.

«Nosotros vamos a Madrid -dijo haciendo con sus rojos labios mohínes
muy finústicos-, porque Cartagena es un infierno en pequeña miniatura.
Allí la libertad es un viceversa del sosiego, o como quien dice, una ironía
que la tiene a una siempre sobresal-tada. En Madrid viviremos tranquilos
porque allí la libertad no hace daño a nadie. Además, como estamos bien
relacionados en la Corte, lo pasaremos al pelo».

-Su esposo de usted tendrá, y esto lo colijo por su talante, porte y lenguaje
distinguido -dijo la vieja, clavando en mí sus miradas como saetas-, tendrá
de fijo, repito, una elevada posición.

-Regular -contestó Leona, mordiendo su abanico para contener la risa-. No


diré que sea de las más ensalzadas, ni verbigracia cosa de poco más o
menos. En el interín, nos basta y nos sobra para todas las circunstancias de
[69] nuestra vida, y como no tenemos sucesión, sucede que marchamos
divina-mente.

Aunque me mortificaba que Leona me diputase por esposo permanente y


legítimo, no me pareció bien desmentir a mi amiga, y permanecí callado
largo rato, mientras ellas departían a su sabor. Leonarda, perdida
completamente la cortedad, hablaba a doña Práxedes de lo divertido que era
Madrid, donde había tanta aristocracia y tanta democracia. «Entre otros mil
atractivos -dijo-, Madrid tiene toros los lunes y domingos, funciones en la
mar de coliseos, misas de seis a doce en todas las iglesias, y a cada dos por
tres jaleo de revolución en las calles».

Hasta la estación de Murcia, donde el tren paraba quince minutos, no se


atrevió doña Práxedes a bajar al andén para cambiar de coche. Despidiose
de nosotros con frase coruscante y ensortijada, deseándonos un viaje
dichoso y toda la ventura conyugal que por nuestra juventud y buenas
partes merecíamos.

La Brava, que en los últimos coloquios había hecho muy buenas migas con
aquella gramatical cotorra, tuvo gusto en descender con ella y en llevarle
los livianos bultos, según la clásica expresión de la matrona provecta. Era
mi costilla per accidens viva-racha y curiosona, amiga de gulusmear y
enterarse de todo. Acompañó a la vieja hasta el Reservado de Señoras y, al
abrirse la portezuela para dar paso a doña Práxedes, exploró con rápida
vista al interior del departamento en que viajaban las misteriosas damas.
[70]

Pronto volvió a mi lado, contándome de este modo lo que había visto:


«Pues allí va una señorona con más años que Matusalén, alta y de buenas
hechuras.

Su cara es blanca, con perfil de estatua: parece mismamente de mármol.


Viste de luto y tiene aire de reina que ha perdido el trono. En el fondo del
coche hay otras mujeres, y entre ellas una chavala guapísima… como los
propios ángeles. La gachí parece una diosa de las que he visto pintadas en
un libro que tiene don Florestán… No pude fijarme más porque ellas me
miraban como choteándose de mí. Me dio vergüenza y me retiré en buen
orden a mis posiciones, como dice el ayudante de Contreras».

Al partir el tren llenose nuestro coche de viajeros de Murcia, que


alborotaban hablando a gritos de las cosas del Cantón. Unos ponderaban a
Gálvez con extremadas hipérboles, asegurando que si le dejaran sería
pronto el dominador de toda España; otros, con desmayado pesimismo,
sostenían que el Cantón estaba perdido y que López Domínguez daría
buena cuenta de aquella gentecilla, entre Año Nuevo y Reyes. Yo me
desentendí de esta conversación, y reclinado en un ángulo del coche, mi
mano en la mano de Leonarda, permanecí largo rato soñoliento y
meditabundo, pensando en lo que mi amiga me contara de las damas que
ocupaban el Reservado de Señoras. ¿Iba Mariclío en aquel departamento?
¿Era Floriana la divina hermosura que Leona comparó con las diosas? [71]

En estas ideas y en dudas tan crueles fluctuaba mi espíritu, que ya se asía


fuertemente a la realidad rechazando toda relación con el mundo de las qui-
meras, ya se lanzaba disparado a embelesarse con las hermosas visiones
Paganas y Mitológicas. Por momentos, el deseo y la curiosidad me
aguijonea-ban para correr hacia el coche donde iban las misteriosas
viajeras; por momentos, el miedo a la desilu-sión y la idea de ser mal
recibido me retenían, sujetándome a la única diosa de que yo podía
disponer, Leona la Brava, divinidad terrestre, pedestre y de vuelo harto
rastrero y prosaico.
En la estación de Hellín saqué un momento la cabeza por la ventanilla, y vi
pasar a un hombre de soberbia talla y formas escultóricas. ¿Era el arrogante
forjador de voluntades, padre presunto de las mil hijas de Floriana que,
después de echar toda el agua fría del mundo sobre mi pasión por la
Maestra educadora de pueblos, me arrojó desde lo alto de un talud, cual si
yo fuera un muñeco inservible o un despreciable animalejo? Cuando advertí
que el divino Titán, vestido con azul ropa de maquinista, se acercaba al
Reservado de Señoras y subiendo al estribo departía con las incógnitas
viajeras, llegué al colmo del espanto. Tembloroso me arrebujé en la manta y
cerré los ojos para reconcentrarme de nuevo en mí mismo. «¿Qué te pasa?»
-me preguntó Leona. Y yo respondí: «Me pasa… me pasa que he visto
cómo resucita el Paganismo que creíamos [72]

muerto para siempre. Me pasa que he visto una figura…».

-¿Pero a quién, a quién has visto? ¿Quién ha resu-citado? -exclamó


Leonarda con súbito terror, palideciendo-. ¿Es mi marido que ha vuelto ya
de la isla desierta?

-No, hija, no. Tu marido… se lo comieron los peces y lo han digerido ya. La
figura que he visto no es la de Cándido Palomo. Es la del forjador atlético
hijo de los Dioses, padre de las mil maestras… re-novador del Paganismo…

-¡Bah, bah!; ésas son coplas. ¿Ya estás otra vez con la tecla de los
paganistas? Pues ya sabes que el mejor paganismo es no pagar a nadie y
cobrar todo lo que se pueda.

- VII -

En Chinchilla, donde bajamos a confortar nuestros estómagos con el agua


de castañas almidonada que llaman café con leche los fondistas de las
estaciones, me puso la mano en el hombro un señor a quien al pronto no
conocí.

Era David Montero, totalmente transfigurado de ropa y rostro. Tenía la


facha de un clérigo vestido de seglar. Se había quitado barba y bigote, y
disimulaba con ligero tinte las canas de las sienes y de la nuca, bajo un
gorro de terciopelo negro como el que usan los párrocos de aldea.
«Hablemos quedito [73]

-me dijo sentándose junto a mí-, y no pronuncie usted mi nombre. Ya ve que


voy disfrazado. Me escapé hace días, y en casa de un amigo de Balsicas me
vestí de máscara para marcharme a Madrid…

Leona me mira sonriendo. Sin duda me ha conocido. Adviértale que no


venga ahora con aspavientos y que no me llame por mi nombre… Ya
hablaremos, ya hablaremos. Dígame en qué departamento van, y si es de
segunda como el mío pasaré un rato con ustedes».

Alegrándome mucho de ver a David, le indiqué que íbamos en el último


coche. Antes de partir el tren ya estábamos reunidos los tres y entablábamos
una grata conversación sin recelo de ser oídos, pues al pasar de Chinchilla
sólo quedaron en nuestro departamento dos viajeros, que arrebujados en sus
mantas dormían como lirones. «El Cantón está perdido, señor don Tito -me
dijo Montero con voz apagada-. Lo estuvo desde 1.º de Diciembre. Ya sabrá
usted la prisión de Carreras, Pozas y demás individuos del Ejército».

-Lo sé, lo sé -respondí-. Estoy bien enterado de todo. Desde que López
Domínguez tomó el mando de las fuerzas Centralistas, los militares de la
plaza se hacen cucamonas con los de fuera.

-¡A quién se lo cuenta usted! -repuso David-. Yo he tenido algún trato con
los Centralistas. Ello fue porque un primo mío, Carlos Montero, está de me-
cánico en el Cuartel General, donde le estiman mucho por los servicios que
presta. He hablado con el Coronel [74] Sánchez Molero, que ayer me dijo:

«La fiesta de Reyes la celebraremos dentro de la Plaza». He hablado


también con López Domínguez, quien, generoso, y muy satisfecho con las
referencias que le dieron de mí, me aseguró que pedirá mi indulto. Pero
mientras esa gracia viene, yo me pongo en salvo, amigo mío, que si se rinde
Cartagena, lo primero que harán los vencedores será meter en chirona a
toda la población penal. Y lo que es a mí no me pescan.

-Muy bien, David -dije yo-, ha hecho usted muy bien: libertad y vida nueva.
-Eso, eso -saltó La Brava juguetona y alegre-. La idea de pasar de un
mundo a otro la tuvo antes que usted, amigo Montero, una servidora. No
más presidio: el mío era la pobreza, la vergüenza, el andar siempre entre
gente groserota y vil o entre señoritos babosos y cargantes que todo lo ven
bajo el prisma de la corcupicencia.

No pudimos prolongar nuestro coloquio porque Montero se quedó en


Albacete, donde tenía un hermano. Allí descansaría breve tiempo,
trasladándose luego a Madrid sin abandonar las precauciones que
garantizaban su libertad. Díjome su nombre postizo, que era Simón de la
Roda, añadiendo que se holga-ría mucho de que nos viéramos en la Villa y
Corte.

De su paradero darían razón en el taller de Calixto Peñuela, un su amigo,


famoso armero establecido en la calle de los Reyes, número 15… En
Alcázar de San Juan, donde la parada fue muy larga, no me fue posible [75]
reprimir mi curiosidad, y me lancé a una indiscreta exploración del
Reservado de Señoras, cuya portezuela estaba abierta.

Con gran asombro vi que el coche se hallaba vacío.

¿Qué se hizo de las misteriosas viajeras? ¿Se desva-necieron en los aires


cual figuras que tenían su domicilio en los espacios imaginarios, o eran
seres de carne y hueso que habían terminado su viaje? Bus-qué a las
fantásticas damas a lo largo del andén; luego en la Fonda, y no hallé rastro
de las princesas o señoras paganistas, como decía La Brava. Ésta, que era
un águila para las averiguaciones por su metimiento y natural comunicativo,
preguntó a un empleado del tren, el cual nos dijo secamente que el
Reservado de Señoras había venido vacío desde Cartagena. La mentira y la
verdad, enzarzadas y juguetonas, continuaban atormentando mi espíritu.

Nos hallábamos mi costilla falsa y yo consumien-do sendos chocolates con


tortas de Alcázar, cuando se nos acercó un señor de más que mediana edad,
alto y de buen porte, suelto de ademanes y de lengua, que saludó a Leona
con despejo y gracia, felicitándola por verla camino de Madrid. Fue después
al mostrador para pagar su gasto y el nuestro, y yo pregunté a La Brava:
«¿Este caballero es Prefumo o uno de los Paganes de Murcia?».
- Pagano es y de los buenos -me contestó mi amiga gozosa-. Pero no se
llama Pagán.

Y cuando el caballero volvía del mostrador [76]

salió ella a su encuentro y hablaron un mediano rato lejos de mí. Al


meternos en nuestro coche para continuar el viaje, mi esposa fortuita o
accidental me dijo, con frase que por su extremada sinceridad parecía
candorosa, que el pagano le había propuesto pasarse a su departamento de
primera y que él abo-naría la diferencia del billete.

«¿Qué te parece, Tito? -agregó la moza con zala-mería-. Sí tú lo consientes,


voy; si no, no. Te digo esto, Titín, porque el ir con ese amigo me servirá
para la introducción».

-¿Qué quieres decir?

-Que para introducirme o como aquel que dice presentarse en la vida de


Madrid, ese caballero poderoso me hará un buen avío. Aconséjame si debo
ir o no. Aconséjame, hombre.

Con toda honradez y franqueza le contesté que siendo ella mujer libre y
árbitra de su destino, podía tomar la senda que más le conviniese para el
buen principio y orientación en la carrera que había em-prendido. Mi fácil
consentimiento produjo en ella un ligero chispazo del amor propio y
fugaces monerías de coquetismo. Pero al fin quedó convencida, gracias a la
perfecta lucidez con que yo expresé la rectitud de mis intenciones. Díjele
que si en Madrid necesitaba de mí me encontraría en mi vivienda, calle del
Amor de Dios. Como La Brava no dominaba el conocimiento de los
números, señalé la casa con la infalible indicación de que junto a la puerta
había una cacharrería y en ésta una tablilla [77]

anunciadora de burras de leche… En Aranjuez se consumó nuestro


divorcio. No debo ocultar que si ella se fue un tanto pesarosa yo quedé
medianamen-te triste.

Llegué a Madrid solito y tan campante. Al tomar un coche de punto vi de


lejos a Leona la Brava con el caballero pagano, precedidos de un mozo
cargado de bultos, y disponiéndose a entrar en el ómnibus de la Fonda
Peninsular. En mi casa fui recibido con explosión de júbilo. A Rosita
encontré más espigada, a Nicanora más barriguda, y a Ido transparente ya
de puro espiritado. Una novedad de la vida hospederil me contrarió mucho:
la que yo llamaba mi habitación estaba ocupada por una señora, a quien mis
buenos patrones no podían echar para restituir-me en el usufructo de aquel
cuarto. Era una dama recomendada por Delfina Gil, la dulce beata trafi-
cante en ataúdes. ¿Era guapa aquella señora? Sí.

¿Joven? Regular, tal, cual… En fin; ya la veríamos.

Ayudándome a quitarme la ropa de viaje, el seráfi-co Ido me dijo: «Ya


sabemos, señor don Tito, que los cabecillas cantonales le nombraron a usted
Embajador de Constantinopla, y que usted propuso al Gran Turco pactar un
Tratado de Alianza con la República Cartagenera… No se ría, no venga ne-
gándolo; aquí todo se sabe… Nos dijeron también que estuvo en Roma
tratando de conseguir del Papado que se entendiera con Roque Barcia para
establecer en Cartagena un catolicismo suave y democrático. Ahora… [78]
usted lo negará, porque diplomacia y reserva son una misma cosa… ahora,
digo, viene usted a Madrid a negociar con el Gobierno las paces con el
Cantón en condiciones hon-rosas para ambas partes… No se haga de
nuevas…

¡Si aquí le están esperando!… Hace días estuvo en casa don Nicolás
Estévanez a preguntar cuándo volvía usted. Luego vino con la misma
cantinela un caballero que a mi parecer es el secretario del señor
Maisonave, Ministro de la Gobernación».

-También vino -dijo Nicanora, que entraba con ropa limpia para hacerme la
cama- uno que debía de ser el propio Castelar…

-Era él, era él -afirmó Ido dándose una palmada en la frente-. Era don
Emilio con barba postiza.

-No, José, no; estás trascordado -repuso Nicanora-.

Aquel caballero no traía barba… Pero si no era don Emilio, era Carvajal
afeitadito… También estuvieron aquí don Luis Blanc, don Serafín de San
José y un porción de santones, es a saber: el General Ve-larde, Solís,
Moreno Rodríguez, doña Candelarita la escritora, y un tal Robledo Romero
que me parece que es borbónico.

El mismo día de mi regreso al hogar patronil, hice conocimiento con la


señora que ocupaba mi habitación. Era una dama de agraciado rostro, de
estatura menos que mediana, edad incierta entre los treinta o treinta y cinco,
tipo de lugareña fina, modosa y bien criada, el habla dulce aunque no
exenta de viciosas concordancias, vestida con el hábito [79] de los Dolores,
limpia, peinada con esmero y un poquito perfumada.

«No es la primera vez que veo a usted, señor Liviano -me dijo, haciéndome
sentar junto a ella en el sofá de los duros y punzantes muelles-. Yo soy
vizcaína, de un pueblo que llaman Elanchove, y en Durango tuve el gusto
de oír el discurso que usted nos echó sobre la República Pontificia, sermón
bonita que si al pronto nos entusiasmó, luego vimos que irreverente burla
era… Conozco a su padre de usted que fuertecito todavía está, aunque
resentido de sus achaques. Trato mucho a su hermana Trigidia y a Ignacio
Zubiri. Soy amiga de Pepita Izco, y algo parienta del cura Choribiqueta. Me
llamo Silvestra Irigoyen, pero allá todos me conocen con el nombre familiar
de Chilivistra… Conque ya ve que nos conocemos… Y ahora sólo me falta
decirle que esperaba su vuelta como agua de Mayo para que me dé su
auxilio poderosa en la pretensión que traigo a Madrid».

Atento a la buena señora, y sintiéndome ya ¿por qué no decirlo?, prendado


de su modestia y dulzura melancólica, le dije que dispusiera de mí a todo su
talante y voluntad.

«Tanto Delfina como este señor Sagrario y doña Nicanora -prosiguió


Chilivistra- me han dicho que a usted no le niega nada el Gobierno. Cosa
que pida es cosa lograda. Todos me aseguran que va usted para Ministro, y
que ha venido al arreglo de paces con el Cantona».

Protestando con modestia de aquella supuesta [80]

privanza mía, le rogué que me diera razón de su cuita o desventura, y ved


aquí lo que me contestó, echando por delante un gran suspiro: «Yo soy
casa-da… No podré decir a usted si el casarme fue para mi felicidad o
desdicha, pues de todo hay. Mi marido es… corazón de ángel y genio de
todos los demonios. Pruebas mil tengo de su cariño, y en mi cuerpo no
faltan señales de sus malos tratos. Se llama Gabino Zuricalday. En su
familia todos son carlistas netos… Desde Febrero del año pasado mandaba
el 5.º Navarro. Cuentan que era una fiera en los combates… Por dejarse
llevar de su arrojo le coparon con otros en un encuentro que tuvieran con
las avanzadas de Moriones cerca de Bacaicoa.

Cuando le llevaban preso a Pamplona quiso escaparse y… ¡pim!, ¡pum!…


sin lograr su objeto, Gabino mató a un guardia civil… Milagro fue que no le
fusilaran. Hoy le tiene usted en la prisión militar de Logroño esperando
sentencia de un Consejo de guerra… Más de un mes lleva en este suplicio;
pero ello va despacio. Militares hay del Ejército liberala que se interesan
por él; mas no faltan otros que no pararán hasta la vida quitarle… Oído el
parecer de mi familia, y el consejo de mi confesor, vine a Madrid para
poner cuanto esté de mi parte en la santa obra de salvar a ese desgraciado».

-Procede usted -le dije yo efusivamente apretándole las manos- como


esposa cristiana que olvida las ofensas y obra conforme a la divina ley de
amor.

Porque si es verdad [81] que su bello cuerpo conserva señales de malos


tratos…

Chilivistra me interrumpió diciendo con presteza:

«Cardenales fueron y tantas que llevaba yo sobre mí todo el Sacro Colegio.


Mas tiempo ha que no do-lerme. Mi confesor, santo siervo de Dios y de don
Carlos, me ha dicho que perdone al marido mala que me ofendía… y ello
no era más que cuando se arrebataba por la bebida o se encalabrinaba
porque le había soplado mal el naipe… El Altísimo y mi conciencia me
gritan que emprenda la campaña de redención. Lo hago no sólo por mí sino
por el mi hijo… Se me olvidó decirle que tenemos un niño de siete años al
cual he dejado en casa de los mis padres… ¡Ayúdeme usted, don Tito, en
esta empresa cristiana, y si en ella salimos triunfos ganaremos el cielo!».

Lo que yo mayormente quería ganar era la ternura indecisa de sus ojos, tras
de los cuales entreveía los cielos infinitos del amor. «Señora cristiana y
dolorida -exclamé con arranque-, yo, como buen caballero, me pongo al
servicio de usted, y no tendré paz ni sosiego hasta que rematemos el alto
empeño de rescatar la vida de su esposo. Hoy mismo veré a Sánchez
Bregua, a Castelar. Mi grande amigo Emilio no me dará una negativa…».

Chilivistra quedó muy complacida, y yo salí de su presencia revolviendo en


mi mente un plan de campaña que me pareció inspirado en la lógica más
pura. Con el súbito [82] recuerdo de mis admirables éxitos, en la primera
mitad del año que expiraba, se renovó en mí la firme convicción de que
cuantas peticiones hiciese a los Ministros serían inmediata y
satisfactoriamente resueltas, por obra y gracia de mis invisibles espíritus
familiares. En aquel poder hermético confiaba yo para conseguir la libertad
del prisionero y hacerme dueño de su interesante y acardenalada esposa.

Imaginando que me bastaría poner una expresiva carta a mi amigo Eleuterio


Maisonave para que el prodigio se realizase con la presteza sobrenatural de
marras, puse en ejecución mi pensamiento, y allá fue la epístola que a mis
queridos espíritus daba tarea en qué pasar el rato… Refrescado y vestido de
limpio me eché a la calle en busca de mis camaradas, y tuve la desgracia de
no encontrar a ninguno.

Silvestra, sola o con Delfina, iba diariamente a misa, y las más de las
noches a los oficios que se celebraban en las iglesias próximas. Pero no
creáis, lectores píos, que era una de esas beatas apestosas y cargantes que
son verdadero antídoto contra el pecado. Largo espacio de la mañana
empleábalo en la limpieza y arreglo de su bella persona, y cuando salía tan
bien apañada y elegantita, daban ganas de ir en su seguimiento y
arrodillarse con ella ante los altares. El 1.º de Enero de 1874, se me ocurrió
salir en su acecho y la sorprendí hociqueando en la rejilla de un
confesonario. Mas no por esto se [83] amen-guaban su gracia y atractivos.
Algunas veces, después de dar un paseíto por el barrio, volvía trayendo en
su pañuelo naranjas o peladillas compradas en los puestos de Antón Martín.
Jamás conocí santu-rrona tan sugestiva y simpática.

Fiado en la intervención de mis amigos del otro mundo, daba yo a


Chilivistra seguridades de un éxito feliz en nuestra empresa de salvamento,
y una tarde, acompañándola con su permiso a la iglesia de Montserrat,
donde había sermón y Manifiesto, pude advertir que cuando yo le hablaba
de la libertad de su marido no parecía tan contenta como era de suponer.
Llegué a formar la opinión de que los anhelos de la dama dolorida y
coquetona se satisfarían con obtener la vida de Zuricalday, y conseguido
esto… que le mandaran lejos, lejos, a Filipinas por ejemplo, poniendo así la
mayor distancia posible entre el adorable cuerpo de la señora y la mano im-
pía del esposo.

No se me olvida la fecha de estas insignificantes ocurrencias y vanos


coloquios. Era el 2 de Enero.

Deseoso de ponerme en contacto con mis amigos me fui al Congreso, donde


el invisible poder de Mariclío me llevó a presenciar los memorables
acontecimientos de la noche del 2 y madrugada del 3 de Enero de 1874…
¡Dame tu aliento, sostén en mí la acendrada devoción de la verdad, divina
Madre y Maestra! [84]

- VIII -

El primer amigo con quien tropecé en los pasillos fue Moreno Rodríguez, a
quien debí las referencias que me dieron un rumbo fijo en la corriente
históri-ca. Díjome que las mayores dificultades acumuladas sobre el
Gobierno Castelar provenían de la inquietud de los Intransigentes y de la
cuestión de los obispos. «Ya sabes -añadió- que sin aquiescencia de Roma
nombraron Arzobispo de Cuba al padre Llo-rente, íntimo de Martos, y
Obispo de Cebú al amigo Alcalá Zamora, demócrata de buena cepa, que
siendo diputado en las Constituyentes del 69 votó la Libertad de Cultos
vestido de clérigo. Sabes también que el Papa se negó a preconizar a estos
prela-dos, y que han pasado largos meses sin que el Gobierno español y el
Vaticano se entiendan».

-Ya, ya lo sé -contesté yo-. Dicen que Pío IX está afligidísimo.

-Naturalmente -repuso mi amigo-; lo está siempre que no puede tener a los


países católicos bajo su sandalia. El nuestro se las mantiene tiesas con
Roma desde el 68, y por eso el Pontificado ha tenido que cantar la
palinodia, conviniendo un modus vivendi con el Gobierno Castelar para la
provisión de las mitras vacantes, que son muchas. Los jesuitas [85]
querían que el Papa nombrase los nuevos obispos arrebatando al Gobierno
el derecho de presentación, y hasta tenían preparada una hornada de
clérigos carcundas para encasquetarles la mitra. Pero Masttai Ferretti vio
que mermaban los chorros del dinero de San Pedro, y acabó por entenderse
bonitamente con la República española. Esto es un éxito indudable del
Gabinete Castelarino, ¿no te parece, querido Tito? Pues verás qué
amarguras y contratiempos le aguardan al bueno de don Emilio. Salmerón
está que echa bombas, y me parece que oigo ya los ruidos lejanos de la
tempestad que se acerca.

Poco después di de manos a boca con Pablito Nou-gués, que compartía con
Eugenio García Ruiz el fervor unitario. De lo que me contó el inteligente y
simpático periodista, redactor-jefe de El Pueblo, deduje que la eterna
discordia entre unitarios y federales era por aquellos días violentísima. La
más clara expresión del odio que unos a otros se tenían es la frase
pronunciada por un rabioso Intransigente:

«Entre una República que no sea Federal y la Monarquía, preferimos la


Monarquía». Este relámpago no fue el último que me deslumbró aquella
tarde en la cálida atmósfera del Congreso.

En diferentes grupos, donde encontré amigos muy queridos, pude oír el


retumbar horrísono de la tempestad que se aproximaba. Salmerón, ya muy
esqui-nado con el Gobierno, estimando el Modus Vivendi episcopal
supremo error y violación del credo republicano, [86] escogió este tema
para cantarle a Castelar el De profundis y dar con él en tierra.

Una Comisión de diputados se acercó a don Nicolás, rogándole que


depusiera su actitud contra el Gobierno. Mas no lograron rendir la tenacidad
del filósofo, que condensó su negativa en esta implaca-ble sentencia:
Sálvense los principios y perezca la República. Tal fue el segundo
relámpago deslum-brador que me anunciaba el rápido avance de la
tormenta. El espantable fallo del Presidente de las Cortes arrancó lágrimas a
los leales republicanos que más de una vez jugaron su vida en las conspira-
ciones y en las barricadas.

No queriendo abandonar el Congreso entre la se-sión de la tarde y la de la


noche tomé un piscolabis en la Cantina con Martínez Pacheco, Castañeda,
Olías, Morayta. Éste nos dijo que el voto de gracias al Gobierno, que
presentaron a primera hora de la tarde, se discutía calurosamente. Castañeda
refirió que estando aquella mañana en la casa de Castelar, calle de Serrano,
don Fernando Álvarez, pariente del gran tribuno, y otros amigos allí
presentes, aconseja-ron al Presidente del Poder Ejecutivo que se resol-viera
a dar el golpe de Estado. Don Emilio contestó que su honor rechazaba no
sólo la idea, sino hasta la frase golpe de Estado, y que a las Cortes iría sin
vacilar, afrontando todo lo que pudiera ocurrir.

Martínez Pacheco, uno de los políticos más ligados al jefe de la Situación,


nos contó sigilosamente que Castelar había conferenciado con Pavía en el
despacho de la Presidencia [87] para informarle de los rumores por todos
oídos de que intentaban sublevar-se contra las Cortes Soberanas. El General
lo negó en redondo. Don Emilio entonces le exigió palabra de honor de que
decía verdad. Pavía, dando su palabra, dijo textualmente: «Jamás, jamás me
sublevaré yo ejerciendo mando». Oído esto convinimos todos en que no
había peligro por aquel lado. Don Manuel Pavía y Alburquerque, ayudante
de Prim, tuvo siempre estrechas relaciones con los republicanos y era el
General que más confianza podía inspirar a todos.

En la sesión nocturna se fue avivando el debate, no sé si sobre la


proposición de Morayta y Olías o la indispensable de No ha lugar a
deliberar. Subí a la tribuna de la Prensa y oí discursos de los conservadores
favorables al Gobierno. Romero Robledo dijo que habiendo apoyado a Pi y
Margall y a Salmerón cuando eran Poder, no podía negar su voto al
Gabinete Castelar. En el propio sentido habló don Agus-tín Esteban
Collantes, que sintetizó su pensamiento en esta frase feliz: «Si un
regimiento de Granaderos entrase por esas puertas y se hiciese dueño del
Poder, yo sería de los vencidos, ya triunfasen las turbas, ya los
Granaderos…». Relámpago intenso que me hizo cerrar los ojos.

Defendió al Gobierno, entre otros, el eximio catedrático don Francisco de


Paula Canalejas, que fijó la cuestión política en estos precisos términos: «Si
el Ministerio debe caer, es preciso sepamos cuál es la solución que ha [88]
de sustituirle». Atacaron, sin acritud Benítez de Lugo, y con sin igual
dureza Corchado y Labra, quienes intentaron presentar a Castelar como
sospechoso a los republicanos. No pudiendo formar Gobierno ningún hato
suelto del rebaño parlamentario, se imponía un Gabinete sinté-

tico o de conciliación; pero como era imposible armonizar la Izquierda con


el Centro, y la Derecha con los Intransigentes, resultaba un embrollo de
todos los diablos o un nudo que los dedos más hábiles no podrían deshacer.

En esto sonó el primer trueno de la ya inminente tempestad. Salmerón, que


había dejado la silla pre-sidencial, soltó en un escaño próximo al reloj el
raudal de su elocuencia altísona y majestuosa. Sus negros ojos fulgurantes,
su lucida estatura y la solemnidad de sus ademanes, completaban el mágico
efecto del orador sobre sus embelesados oyentes.

Mostrose ufano de haber contribuido a formar la Derecha, que definió de


este modo: «Partido emi-nentemente republicano, esencialmente
democrático en los principios, radical en las reformas, pero conservador en
los procedimientos; partido de paz, de orden, de imperio, de ley, de
autoridad». A mi lado, los periodistas, comentando estas palabras, dijeron
que la Derecha no la había formado Salmerón con sus vacilaciones, sino
Castelar con su continua pro-paganda. Don Emilio era el representante
legítimo y autorizado de la Derecha.

Prosiguió el filósofo sosteniendo que Castelar [89]

había roto la órbita de la política conservadora, y trató de probarlo


exponiendo vagas generalidades acerca del Ejército, del partido
conservador monárquico, de reformas administrativas y de economía de los
gastos públicos, sin aludir ni por asomo a la cuestión de los obispos, móvil,
según creíamos, de aquella gran borrasca. Se guardó muy bien de indicar
cuáles eran las economías y reformas administrativas que, según él, debió
Castelar implantar y no lo hizo. Tampoco dijo nada que permitiese apreciar
la diferencia entre las disposiciones referentes al Ejército dictadas por don
Emilio y las que él adoptó en el período de su mando.

Las únicas afirmaciones, por cierto nada tranquilizadoras, del orador fueron
éstas: «Soy inhábil, soy incapaz para el Gobierno mientras las actuales
condiciones no cambien: ni pretendo, ni demando, ni acepto el Poder. Si no
es posible salvar la situación presente dentro de la órbita del Partido
Republicano, antes que romperla nosotros con mano sacrílega, digámoslo a
la faz del país; declaremos que no es posible gobernar con nuestros
principios, con nuestros procedimientos: así quedará nuestra conciencia
tranquila de no haber profanado el Poder, de no haber hollado nuestras
sagradas convicciones».

Aunque no sonaron fuertes aplausos, las señales de asentimiento que


advertimos en toda la Cámara, nos demostraron que había herido
gravemente al Gobierno el discurso del [90] filósofo sin realidad, según la
sabida frase castelarina. Había llegado el momento supremo. El Presidente
del Poder Ejecutivo se levantó arrogante, ansioso de mostrar en aquel
torneo la pujanza de su nombre, de su elocuencia y de su honor, como jefe
de la democracia gubernamental.

Empezó su discurso el inmenso tribuno con estos ardientes apóstrofes: «Soy


sospechoso al Partido Republicano porque le digo que él solo no puede
salvar la República; porque le digo que está hondamente dividido y
perturbado; porque le digo la verdad, como se la dije a los Reyes, y añado
que no gobernará como no condene enérgicamente y para siempre a esa
demagogia». (Señalando a la extrema izquierda.)

Fijó luego su significación gubernamental, constante en su vida pública.


Sostuvo que nada hizo en el Gobierno que no hubiera defendido en la
oposición y expuesto en su programa al ser elevado al Poder. Notó los
servicios prestados por él a todos los Gobiernos de la República, de quienes
fue mi-nisterial ardiente aun sin compartir sus opiniones, por no mermarles
autoridad. Luego prosiguió así:

«Tenemos todo lo que hemos predicado. Tenemos la Democracia, tenemos


la Libertad, tenemos los Derechos Individuales, tenemos la República. Dos
reformas no más necesitamos: la primera es la sepa-ración de la Iglesia del
Estado; la segunda es la abo-lición de la esclavitud en Cuba».

El relampagueo y tronicio continuaban, [91] con fulgores y sonidos más


próximos. Un diputado interrumpió: «¿Y la Federal?». Don Emilio repuso
con acento iracundo: «Eso… eso es organización municipal y provincial. Ya
hablaremos más tarde; no merece la pena. ¡El más federal tiene que
aplazarla por diez años!». En los bancos de la Intransigencia produjeron
enorme tumulto las frases del tribuno.

Una voz dijo: «¿Y el proyecto de Constitución?».

Castelar lanzó esta respuesta fulminante: «Le ente-rrasteis en Cartagena».


(Sensación profunda en la Cámara y contradictorias manifestaciones.) El
Jefe del Gobierno puso término a su discurso con estas palabras: «El
Partido Republicano tiene que transformarse en dos grandes partidos: uno
de acción, progresivo, muy progresivo, a quien le parezcan estrechas y
mezquinas nuestras ideas; y otro pacífico, nada de dictatorial, nada de
autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal, demócrata, muy demócrata,
pero con grandes instintos de consolida-ción y conservación… Mi política
es la natural y podréis maldecirla, pero no sustituirla, porque ante la guerra
no hay más política que la guerra».

Sin más dimes y diretes, porque Salmerón no recti-ficó y las Izquierdas


olfateando su triunfo no quisieron perder el tiempo, se dio por concluso el
debate.

¡A votar, a votar! Derrotado por 120 votos contra 100, Castelar entregó a la
Mesa la dimisión de todo el Gobierno… Aprobose la proposición de
costumbre para elegir por papeletas firmadas un [92] nuevo Ministerio con
las mismas facultades conferidas a los anteriores, y se suspendió la sesión
por más de dos horas para que los diputados se pusieran de acuerdo… Bajé
de la Tribuna con mis amigos periodistas, y en los pasillos y Salón de
Conferencias oímos ardorosos comentarios de la votación.

Alguien censuró con acritud a Figueras porque, si personalmente se


abstuvo, ordenó a sus parciales que votaran contra el Gobierno. También
votaron en contra Salmerón y sus adeptos, el Centro, la Izquierda y los
Intransigentes. Al lado de Castelar estuvieron, a más de sus amigos, seis
monárquicos y los Unitarios. Hallándome yo en medio de aquel laberinto
me encontré de improviso en los brazos de Estévanez. «Pero don Nicolás -
le dije-, ¿qué es de su vida de usted? No le he visto en los escaños». Y

él, con semblante triste y voz apagada, me contestó:


«No he venido más que a votar y me largo a escape.

Mi suegra acaba de morir. Adiós».

Avanzaba la noche. Ya habían caído en las honduras del tiempo pasado las
horas del 2 de Enero de 1874 y entrábamos en la madrugada del 3. La
votación por papeletas se deslizaba lenta, triste, caden-ciosa y somnífera,
reproduciendo en los espíritus la pesadez atmosférica de la tempestad que
sobre el Congreso se cernía. En los aires sobrevino el silencio lúgubre que
precede a los grandes estallidos de la electricidad. No vean mis lectores en
esto más que un fenómeno subjetivo, producto de mi caldea-da
imaginación. [93] La tempestad no estaba en los aires sino en la Historia de
España.

A una hora que debía de ser molesta para los tras-nochadores más
empedernidos, las cinco o las seis de la madrugada, terminó la parsimoniosa
votación para elegir nuevo Gobierno, y se dio comienzo al escrutinio con
prolijos trámites a fin de garantir la más escrupulosa exactitud. En esto
estábamos cuando retumbó sobre nuestras cabezas un trueno formidable.
Retembló el edificio, se estremecieron todos los corazones, vibraron todos
los nervios… Subió Salmerón a la Presidencia y demudado, lívida la faz,
centelleantes los ojos, dijo solemnemente estas fatí-

dicas palabras: «Señores diputados: hace pocos momentos he recibido un


recado u orden del Capitán General de Madrid -creo que debe ser ex-
Capitán General-, quien por medio de sus ayudantes nos conmina para que
desalojemos este local en un término perentorio».

- IX -

El rayo corrió por toda la Sala en menos de un segundo, levantando a


muchos de sus asientos, y oyéronse estas voces: «¡Nunca!, ¡nunca!».
Pareciome que en aquella fracción de segundo los pupitres, los divanes, los
candelabros, las luces de gas, las pinturas y adornos, los nombres grabados
en las lápidas [94] conmemorativas y hasta los mudos maceros gritaban
también ¡Nunca!
Tratando de imponer silencio, Salmerón prosiguió así: «¡Orden, señores
diputados! La calma y la serenidad no deben apartarse de los ánimos fuertes
en circunstancias como ésta… Me ha dicho el Capitán General que si no se
desaloja el Congreso en plazo perentorio lo ocupará a viva fuerza… Yo creo
que es lo primero y lo que de todo punto procede…».

Espantoso tumulto ahogó la voz del orador. Algunos vociferaban: «¡Esto es


una indignidad, una villanía!

¡Esto es una traición infame!». El Presidente, en tanto, gritaba con voz


estentórea: «¡Orden, señores diputados, sírvanse oír la voz…!». Continuó el
tumulto con creciente estruendo. Varios Intransigentes, en pie sobre sus
escaños, gesticulaban y decían:

«Calma, señores, mucha calma». Don Eduardo Chao exclamó: «¡Esto es


una cobardía miserable!».

Y el filósofo don Nicolás, reiterando sus exhortaciones, exclamaba a grito


herido: «¡Orden, orden, señores diputados! Vuelvo a recomendar la calma y
la serenidad. Sírvanse oír»… Pero nadie le oyó.

Cuando por agotamiento físico se hizo un poco de silencio, prosiguió


Salmerón: «El Gobierno presidi-do por el ilustre patricio don Emilio
Castelar es todavía Gobierno y sus disposiciones habrá adopta-do ya. Entre
tanto, yo creo que debemos seguir en sesión permanente, y seremos fuertes
para resistir hasta que nos desalojen por la violencia dando un espectáculo
que, aun cuando no sepan [95] apreciar-lo en lo que vale aquellos que sólo
pueden conseguir el triunfo por ciertos medios, las generaciones futuras
sabrán que los que éramos adversarios ahora hemos estado unidos para
defender la República».

Varios padres de la Patria exclamaron: ¡Todos! ¡Todos! Y el Presidente


contestó: «No esperaba yo menos, señores diputados: ahora seremos todos
unos».

En los escaños retumbó el estruendoso clamor de


¡Todos somos unos! ¡Todos somos unos para defender la República! Al oír
esto no pude contenerme.

Se me encendió la sangre, y con toda la fuerza de mis pulmones lancé al


hemiciclo estas palabras: «¡A buenas horas mangas verdes! Majaderos
fuisteis; sed ahora ciudadanos y dejaos matar en vuestros asientos». En el
espantoso vocerío perdiéronse mis apóstrofes. Muchos diputados daban
vivas a la Soberanía Nacional, a la Asamblea y a la República.

Salmerón echó el resto de su potente voz con estas frases rotundas: «Se han
borrado en este momento todas las diferencias que nos separaban. Borradas
estarán hasta tanto que no quede reintegrada esta Cámara en la
representación de la Soberanía Nacional…». Otra vez, sintiéndome coro,
grité burlesca-mente: « ¡Tarde piache! ». Mi comentario familiar quedó
ahogado en el estrépito de los aplausos que corearon la vibrante protesta del
gran metafísico.

Tocó la vez a Castelar, que dijo: «Yo creo que la sesión debe seguir como si
no sucediese nada fuera de esta Cámara. Puesto que [96] aquí tenemos
libertad de acción, continuemos el escrutinio, sin que por eso el Presidente
del Poder Ejecutivo tenga que rehuir ninguna responsabilidad. Yo he
reorganizado el Ejército; pero lo he reorganizado no para volverse contra la
legalidad, sino para mantenerla». Frenéticos aplausos interrumpieron al
colosal tribuno, que terminó de esta manera: «Ya, señores diputados, no
puedo hacer otra cosa que morir el primero con vosotros». (Inmensa
emoción. Muchos se abalanzaron a abrazarle.)

Don Eduardo Benot se puso en pie, y rojo de ira gritó: «¿Hay armas?
Vengan. ¡Nos defenderemos!».

Salmerón: Sería inútil nuestra defensa y empeoraríamos nuestra causa.

Una voz: ¡Quia; ya no se puede empeorar!

Salmerón: Digo que nosotros nos defenderemos con aquellas armas que son
las más poderosas en estos momentos: las de nuestro derecho, las de nuestra
dignidad, las de nuestra resignación para recibir semejantes ultrajes.
Castelar: Pero una cosa hay que hacer…

Un diputado: ¡Que se dé un Voto de confianza al Ministerio que ha


dimitido!

Castelar: De ninguna manera; aunque la Cámara lo acordase, este Gobierno


no puede ser Gobierno, para que no se dijera nunca que había sido impuesto
por el temor de las armas a una Asamblea Soberana.

Lo que está pasando me inhabilita a mí perpetua-mente para el Poder. [97]

Varios diputados: ¡No, no, que te creemos leal!

Castelar: Así es, señores diputados, y a mí me toca demostrar que yo no


podía tener alguna parte en esto. Aquí, con vosotros los que esperéis, moriré
y moriremos todos.

Benot: Morir, no: vencer.

Chao: Ruego, señores diputados, que se expida un Decreto declarando fuera


de la ley al General Pavía, sujetándole a un Consejo de guerra… y si es
necesario desligando a sus soldados del deber de la obe-diencia.

Fernández Castañeda: ¡Farsa! ¡Qué Decreto ni qué garambainas! Si no


disponemos ni de un cabo y cuatro soldados para que nos defiendan ¿cómo
vamos a exonerar a nadie?

(Sánchez Bregua extiende y firma el Decreto. Varios diputados solicitan ser


ellos quienes lo entre-guen a Pavía.)

Calvo y Delgado: (Despavorido. Penetrando en el Salón.) La Guardia Civil


entra en el edificio, pregunta a los porteros la dirección de esta Sala, y dice
que se desaloje en el acto, de orden del Capitán General.

Benítez de Lugo: Que entre, y todo el mundo a sus asientos.

Salmerón: Ruego que sólo esté en pie el señor diputado que se halle en el
uso de la palabra.
Benítez de Lugo: Yo que en esta misma sesión he consumido un turno
contra la política del señor Castelar, pido que en este momento la Cámara
entera le dé un Voto de Confianza. [98]

Castelar: Ya no tendría fuerza y no me obedecerí-

an.

Salmerón: No tenemos más remedio que sucumbir ante la violencia, pero


ocupando cada cual su puesto. Vienen aquí y nos desalojan. ¿Acuerdan los
se-

ñores diputados que debemos resistir? ¿Nos dejamos matar en nuestros


asientos?

Muchas voces: ¡Sí, sí, todos!

(Algunos padres de la Patria desfilan silenciosos hacia las puertas altas


que dan al pasillo curvo.) Castelar: Señor Presidente. Yo estoy en mi
puesto y nadie me arrancará de él. Yo declaro que aquí me quedo y que aquí
moriré.

Un diputado: ¡Ya entra la fuerza en el Salón!

Unos: ¡Qué vergüenza!

Otros: ¡Qué escándalo!

Varios: Soldados: ¡Viva la República Federal!

¡Viva la Asamblea Soberana!

Aparecieron por la puerta de la izquierda soldados con armas. Su aire era


tímido, receloso. En su actitud se conocía que traían orden de no hacer
daño. La grandeza del Salón, la muchedumbre de personas, las voces
airadas, les mantuvieron un instante en cierta perplejidad… ¡Pobres hijos de
España! ¡Y os sacaron de vuestros hogares para consumar tal crimen!…
Algunos diputados se abalanzaron hacia la tropa, agrediéndola con sus
bastones y tratando de desarmarla. Entre aquel torbellino se abrió paso el
Coronel de la Guardia Civil, señor Iglesias, alto,

[99] viejo, de blanco bigote y aire muy militar. Tri-cornio en mano subió a
la Presidencia y habló con Salmerón. Tanta gente se arremolinaba en el alto
estrado, que no pude distinguir la actitud de don Nicolás ante el embajador
de la fuerza bruta. Diputados, ujieres, taquígrafos, se entremezclaban y co-
rrían de un lado para otro en espantosa confusión.

Sólo permanecían en sus puestos, rígidos y mudos, los maceros, como esos
heraldos de piedra que de-coran los regios sepulcros.

En esto sonó en los pasillos un tiro. Luego otro y otros… Terrible pánico.
Por la puerta de la derecha salieron del Salón de Sesiones muchos
diputados: unos para evadirse lindamente; otros para ver lo que ocurría
entre la calle y el Salón de Sesiones. A escape bajé yo de la Tribuna. En el
pasillo de la Orden del Día vi que la tropa se limitaba a indicar con la mano
a los padres de la Patria la puerta de salida.

Algunos de los que habían jurado dejarse matar dentro del Congreso antes
de rendirse al imperio de la fuerza, recogieron sus prendas de abrigo en el
guardarropa y ganaron cabizbajos y silenciosos la calle de Floridablanca.
En cambio, los más exaltados trataban de imponerse a los militares con
razones iracundas y argumentos contundentes.

Allí presencié una escena, que refiero para que se vea que la elevación de
sentimientos no dejó de manifestarse en los incidentes de aquella
memorable escena histórica. Emigdio Santamaría, hombre fornido, corto de
talla [100] pero de fuerza hercúlea, arrebató su fusil a un sargento de
Infantería, en el pasillo circular. Consternado y casi lloroso quedó el pobre
sargento, considerándose sin honra por verse inerme e indefenso. Como ya
he dicho, tanto él co-mo sus compañeros tenían orden de no agredir a
ningún diputado… En esto intervino Antonio Fernández Castañeda,
representante de Santander en aquellas Cortes, el cual disipó la ira
acometedora de Santamaría con estos conceptos de Patria y Humanidad que
fielmente copio: «Amigo Emigdio, no tenemos medios hábiles para
sostener nuestro derecho. Tristísimo es decirlo, pero ya no hay para
nosotros más recurso que salir y callar, esperando el fallo de la Historia. Lo
que usted hace es una locura sin más consecuencia que perjudicar a este
pobre muchacho. ¡Devuélvale usted su fusil!». Emigdio Santamaría,
apagando los últimos resoplidos de su furia, entregó el arma al sargento,
que, con voz empañada por la emoción, dijo: «Gracias, gracias, caballero».

No era ésta la única prueba que de su comedimien-to y claro juicio dieron


los buenos chicos del Ejército. Obedecían a los autores de aquella infamia
sin desconocer que escarnecían a la Patria y pisoteaban las Leyes.

Colándome en el Salón de Sesiones vi a don Nicolás ponerse el sombrero y


descender pausadamente de la Presidencia, seguido de los graves maceros.
En el banco azul, Castelar, con semblante dolorido y actitud de suprema
consternación, permanecía en su sitio [101] como un estoico que apura el
cumplimiento del deber hasta el último instante. Rodeábanle sus amigos
más adictos y cariñosos. Dirigí una mirada al hemiciclo, y la soledad de los
escaños me dio la impresión del hielo de la muerte. Lucían los mecheros de
gas como funerarias antorchas… Ya iban palideciendo ante la claridad tenue
del alba que por la claraboya cenital tímidamente penetraba…

Por fin, los fieles adeptos del gran tribuno consi-guieron arrancarle de su
asiento, y sacarle de la Cá-

mara ardiente al pasillo. Abrieron paso respetuosos los militares… La que


podríamos llamar procesión de duelo se dirigió hacia la escalera y salida de
la calle del Florín. Seguí yo detrás, atraído por la solemnidad del suceso y
por la figura de Mariclío, que creí distinguir junto a la persona triste y
agobiada del héroe vencido, Emilio Castelar.

En la calle, dudando yo si era real o imaginaria la presencia de la excelsa


Madre, acerqueme a ella. Iba vestida de negro, con la toca y monjil que
usaron las reinas viudas y las dueñas ricas, traje con que la iconografía
religiosa viste a Nuestra Señora de los Dolores. Suavemente me dijo: «Vete
a recorrer las calles que rodean a esta Casa profanada; fíjate en las tropas
que han acudido a consumar la fácil y criminal hazaña. Repara bien dónde
está el Pavía, que verás a caballo, rodeado de bayonetas y cañones, y de
toda la máquina marcial hoy dispuesta para matar mosquitos. Di a tus
amigos los republicanos que lloren sus yerros y procuren [102]
enmendarlos para cuando la rueda histórica les traiga por segunda vez al
punto de…».

-Al punto de… -repetí yo-; y al sonido de mi voz, como si ésta fuera el
canto del gallo que despide a las almas del otro mundo, la Madre mil veces
augusta desapareció de mi vista… Corrí en seguimiento de la comitiva de
Castelar, y cuando ésta doblaba la esquina de la calle del Sordo, una mano
invisible me empujó hacia la plaza de las Cortes.

La conciencia de mis deberes, como emborronador de páginas históricas,


me llevó a revistar las fuerzas apostadas a lo largo del palacio de
Medinaceli, calles de Floridablanca, Greda, Turco y Alcalá, hasta el
Ministerio de la Guerra. Allí, junto al jardín de Buenavista, vi a Pavía y
Alburquerque, rodeado de un Estado Mayor no menos nutrido y brillante
que el de Napoleón en la batalla de Austerlitz. Ya era día claro, aunque
nebuloso, tristísimo y glacial.

Todo lo que pasó ante mis ojos, desde los comienzos del escrutinio hasta mi
salida del Congreso, se me presentó con un carácter y matiz enteramente
cómicos. Pensaba yo que en las grandes crisis de las naciones, la tragedia
debe ser tragedia, no comedia desabrida y fácil en la que se sustituye la
sangre con agua y azucarillos. El grave mal de nuestra Patria es que aquí la
paz y la guerra son igualmente deslava-zadas y sosainas. Nos peleamos por
un ideal, y vencedores y vencidos nos curamos las heridas [103]

del amor propio con emplasto de arreglitos, y ano-dinas recetas para


concertar nuevas amistades y seguir viviendo en octaviana mansedumbre.
En aquel día tonto, el Parlamento y el pueblo fueron dos malos cómicos que
no sabían su papel, y el Ejército, suplantó, con sólo cuatro tiros al aire, la
voluntad de la Patria dormida.

Al volver hacia el Congreso decía yo para mi sayo, mirando al porvenir:


«Republicanos condenados hoy a larguísima noche: cuando veáis amanecer
vuestro día, sed astutos y trágicos». En la calle del Turco me encontré con
Juanito Valero de Tornos, que siguió junto a mí, refiriéndome detalles
curiosos observados por él en las postrimerías del Parlamento de la
República. «Puedo asegurarte, querido Tito -
me decía-, que el truculento General Sánchez Bregua, en el azoramiento de
su retirada forzosa, se dejó olvidada la chistera en el Banco Azul. Yo no lo
vi; me lo contó Bernardo García, y lo tengo por exacto. De otro Ministro sé
que buscó refugio en las habitaciones altas, donde vive el Mayor, y allí
estuvo aguardando a que terminase la degollina…

»Muchos diputados se agazaparon en las oficinas del Diario de las


Sesiones, y por una ventana salieron a Floridablanca. Por la puerta que da a
la misma calle se escabulleron cantando bajito los que más habían
alborotado en los pasillos, queriendo desarmar a la tropa: eran Olías,
Casalduero, Díaz Quinte-ro, el Marqués de la Florida y otros. Antonio [104]

Orense dirigió algunas palabras enérgicas a los civiles que custodiaban la


puerta; pero éstos no le hicieron caso, y siguió su camino.

»Yo vi a don Nicolás Salmerón salir con el cuello del gabán levantado, y
tapándose la boca con un pañuelo. Le acompañaban Carratalá y Montero
Ro-dríguez, embozados en sus capas hasta los ojos…

Me consta porque lo he visto, que León y Castillo, Antonio Matos, y


Merelles, de acuerdo con los con-jurados, hacían frecuentes viajes del
Congreso a Buenavista para informar al General Pavía del momento preciso
en que debía dar el golpe. Ellos fueron los transmisores del estado agónico
de la pobre República. El Capitán General de Madrid no se puso en
movimiento hasta que supo que la enferma estaba dando las boqueadas».

Anoto los informes de Juanito Valero, descontando de ellos el agridulce que


aquel ingenioso amigo ponía siempre en sus referencias políticas. Como
buen conservador y alfonsino, no perdía ripio para zaherir y rebajar los
caracteres de la gran familia republicano-democrática.

Cansado de correr en tonto por las calles, donde no veía más que tropas
fríamente alineadas e inactivas, sin ver asomar por ninguna parte la cara
iracunda del pueblo; asqueado del indigno suceso histórico que llegó al
brutal consummatum sin dignidad por la parte ofendida ni arrogancia por
parte de los asesinos de la República, me fui a mi casa [105] con la
esperanza de que un sueño profundo ahogara mi desaliento tristísimo y
dulcificase mi amargura. Pero mis nervios se opusieron fieramente a que yo
dur-miera.

Hablé un rato con Chilivistra, la cual, compuesta ya y vestida con su hábito


de los Dolores, me contó el sueño que había tenido aquella madrugada.
Soñó la pobre señora que don Carlos triunfante venía sobre Madrid con
poderosa hueste. Yo la tranquilicé diciéndole que la toma de Madrid por el
Niño Terso no estaba tan próxima como ella había visto en sue-

ños.

Acompañé a mi dama hasta el oratorio del Olivar, y me fui a visitar a


Estévanez. En las calles no advertí el menor síntoma de inquietud ni
emoción por lo que había pasado en las Cortes. El vecindario se hallaba
tranquilo, las tiendas abiertas y todo el mundo en las ocupaciones habituales
de cada día. La casa de mi amigo don Nicolás estaba de duelo; la madre
política de cuerpo presente. No quise pasar, y aplacé mi visita para el
siguiente día… Volví a divagar por la vía pública. En la plaza del Ángel me
encontré a Pepe Ferreras, con quien hablé de la increíble tranquilidad que
notaba en la población.

«Fíjese usted bien -me dijo el agudo periodista-, y notará más que
tranquilidad, alegría… ¿Se asombra usted, querido Tito?… Aquí producen
siempre regocijo los cambios de Gobierno, sobre todo cuando son radicales
y hay que mover todos los títeres. La mitad de las personas que pasan a
nuestro lado son

[106] cesantes que aguardan la formación del nuevo Gobierno para pedir
que los repongan. Esta situación hará un desmoche tremendo… Notará
usted también que en las tiendas reina cierto alborozo. Los tenderos salen a
la puerta creyendo oír ya el voceo de los extraordinarios de periódicos con
el nuevo Ministerio… Madrid se anima, el comercio se des-pereza, la
industria renace de sus cenizas como el Ave Fénix, los negocios se
desentumecen, y ya ma-

ñana las criadas irán a la compra con más dinero del que suelen llevar a
diario».
Entramos en una sastrería, de cuyo dueño era Ferreras muy amigo. El
escuálido sastre, apenas le preguntamos su parecer sobre el cambio político,
nos dijo con semblante de júbilo: «Pues nada, señor don José y la compañía,
que estamos de enhorabuena; toda la calle lo está. El cambio parece de esos
que todo lo ponen al revés. Nos hallamos abocados a una zafra que ha de
ser magnífica y provechosa.

Algo me ha de tocar a mí de los encargos que han de caer sobre la sastrería


de Madrid…

»Antes de media semana habrá que tomar medidas para las 49 levitas de los
49 gobernadores nuevos.

De pantalones y chalecos negros, de ternos de lani-lla, tendremos tantísimos


encargos que será fácil nos quedemos sin género catalán, de ese que
llamamos inglés. En el ramo de capas, que es mi especialidad, espero que la
cosecha será de las no vistas, pues el invierno crudo y la crisis [107] honda
se han puesto de acuerdo para que la gente tenga que abrigarse.

»Ya era tiempo, señor don José, pues en esta cruji-da de la República lo
íbamos pasando muy mal. Los republicanos son muy buenos chicos; pero
con sus grescas escandalosas, su Pacto, sus Cantones, y la maldita y
arrastrada Igualdad, no traen más que hambre y mala ropa. Mis compañeros
y yo vivimos de vestir a los españoles. ¡Lucidos estaríamos si nuestro
negocio dependiera del lujo que gastan los descamisados!».

Nos despedimos del sastre. De madrugada había yo visto cómo se


empequeñecían las cosas grandes; acababa de ver cómo crecía y se
hinchaba lo infini-tamente pequeño.

-X-

Después de enterarnos mi amigo Ferreras y yo del júbilo de los sombrereros


(que en tiempos de Repú-

blica el armatoste llamado chistera iba muy en des-uso), entramos en el


café de La Iberia, donde tuvimos el feliz encuentro del bondadoso Llano y
Persi, que nos convidó a almorzar. Eran las doce. En el Congreso estaban
reunidos el Duque de la Torre, Cánovas, Sagasta, Martos, Becerra y algunos
santones más, civiles y militares, amasando el pastelón del nuevo
Ministerio para meterlo en el horno. Cá-

novas dijo que si no se proclamaba en el acto Rey de España [108] al


Príncipe Alfonso, debía declarar-se por lo menos abolida y conclusa la
forma repu-blicana. A esto no accedieron los altos reposteros, y continuaron
trabajando el hojaldre para darle una pronta cochura y servirlo al país.

Ferreras, que era un águila para las indagaciones políticas, difirió por un
rato el almuerzo y se fue al profano Templo de las Leyes, de donde volvió
al cuarto de hora trayéndonos los nombres del nuevo Gabinete, trazados por
él con lápiz en un papelejo.

Ante los amigos que formábamos corrillo en dos mesas próximas leyó la
esperada y emocionante lista, que reproduzco para conocimiento de los pa-
panatas del tiempo venidero:

Presidente del Poder Ejecutivo, General Serrano. -

Presidente del Gobierno y Ministro de la Guerra, General Zabala. -Estado,


Sagasta. -Marina, Topete. -

Hacienda, Echegaray. -Gobernación, García Ruiz. -

Gracia y Justicia, Martos. -Fomento, Mosquera. -

Ultramar, Balaguer… Almorzamos alegremente, y allí fue el acumular


cálculos sobre la vitalidad de la nueva Situación, sobre el atropellado asalto
de puestos oficiales y demás preparativos de la pública merienda
burocrática que se aproximaba. Llano y Persi nos contó que, cuando
Castelar iba del Congreso a su casa rodeado de amigos, a las siete y media
de la mañana, se le presentó un ayudante de Pavía, rogándole de parte del
General que continua-se al frente del Gobierno. Don Emilio contestó con
frase desvergonzada, [109] única respuesta que a tal ultraje correspondía, y
prosiguió inalterable y firme su retirada dolorosa.
Gratísima era la tertulia de La Iberia, donde se oían opiniones y comentos
dignos de ser grabados en los mármoles y bronces de nuestra inmortal
chismogra-fía política. Pero yo, muerto de cansancio por no haber pegado
los ojos la noche anterior, me fui a mi casa, a punto que atronaban las calles
los voceado-res de la Lista del nuevo Ministerio… Tendido en mi cama y
contagiado de la soñación de mi vecina Chilivistra, soñé que era yo sastre, y
que estaba cortando las 49 levitas para los 49 flamantes gobernadores de
provincia. Luego cambió el tema de mis cerebrales aberraciones, y soñé que
la dolorida da-ma se despojaba de su hábito negro para arrojarse en mis
brazos amantes. Por último, andando ya la noche, me atormentó la visión o
pesadilla del caso del Virginius, que fue uno de los temas tocados en la
tertulia del café.

Dicha nave, arbolando bandera americana, fue apresada en aguas de


Jamaica por nuestra goleta Tornado. Llevaba gran número de filibusteros,
nor-teamericanos, ingleses y españoles, dispuestos a desembarcar en la
Gran Antilla para favorecer la guerra contra España. Conducidos a Santiago
de Cuba los tripulantes y pasajeros del barco insurgente, fueron fusilados la
mayor parte de ellos, contraviniendo las órdenes de Castelar al Capitán
General Jovellar para que no se aplicara la pena de muerte sin dar antes
cuenta al Gobierno [110] de Madrid.

Ante la horrenda tragedia de Santiago de Cuba, desperté en mi cama dando


gritos atroces: «¡Teneos, bárbaros! ¡No fusiléis!… ¡A mí!… ¡Socorro!…

¡Clemencia!…».

A mis voces acudió Ido del Sagrario en paños menores, alumbrado de un


candilejo, y me dijo: «¿Qué es eso, señor don Tito? ¿Qué le pasa?».

-Que están fusilando a los del Virginius -repliqué yo sentándome al borde


del lecho-. Los tiros me han dejado sordo.

-¿Pero está usted en Babia? -murmuró mi patrón tembliqueando de frío-. Lo


del Virginius está arre-glado hace ya la mar de días, según dijeron los
papeles.
-No, no -exclamé yo lanzándome en pernetas a recorrer la estancia-. En este
cuarto estaban conferenciando ahora Castelar y míster Sickles. Todavía
estoy oyendo el traqueteo de la pata de palo que gasta el Ministro de los
Estados Unidos. De aquí pasó don Emilio al cuarto de usted. Bien claro
dijeron que es inevitable la guerra con la República Norteamericana. ¡Jesús,
qué calamidad! ¡Jesús, qué desastre! ¡Pobre país, pobre España!

Con no poco esfuerzo me tranquilizó Ido, haciéndome volver a mi


camastro. La cuestión del Virginius era ya cosa vieja. Castelar y el cojo
Sickles arregláronla con los bartolillos y bizcochos borra-chos que usa la
diplomacia…

El día siguiente, 4, lo pasé casi todo con [111]

Nicolás Estévanez. Embozados en nuestras capitas nos fuimos a divagar por


las calles, observando la fisonomía y estado moral de esta compleja Villa.

Hallábase el hombre en un grado tal de desaliento y tristeza, que me fue


imposible calmarle con mis excitaciones a la paciencia filosófica. La
inhibición del pueblo ante el criminal golpe de Estado le ponía fuera de sí…
Más de una vez le oí pronunciar estas frases que copio ad pedem litterae:
Lo de ayer ha sido una increíble vergüenza… Todos nos hemos portado
como unos indecentes… Visitamos a no pocos jefes y oficiales de la Milicia
Nacional, para ver si los gorros colorados se decidían a intentar un supremo
esfuerzo. A todos les encontramos indeci-sos y como atontados. Francisco
Berenguer ( el Quito) fue el único que, como siempre, se mostró re-suelto a
cualquier barbaridad. Era popularísimo en la Latina y disponía de bastante
gente.

Antes de tomar una resolución en asunto tan arriesgado, quiso Estévanez


ver a Salmerón, y allá nos fuimos. Dejele en la puerta de la casa y quedé en
esperarle en el café de Lepanto. A la media hora volvió el infatigable
republicano, diciéndome: «Farsa, farsa; no podemos hacer nada. Salmerón
ha recibido un mensaje de Moriones. El General en Jefe del Ejército del
Norte declara que no está dispuesto a reconocer el Gobierno formado por
Pavía. Pero encarga que no nos movamos para no hacer fracasar sus
intentos, y exige que se pongan de acuerdo los desavenidos [112] Salmerón,
Pi, Figueras y Castelar… Esto está perdido. Cantemos a nuestra pobre
República el debido responso».

Pasados unos días me enteré de que las únicas poblaciones que protestaron
decorosamente contra el golpe de Estado fueron Valladolid, Zaragoza y
Barcelona. En la capital castellana pusieron sobre las armas los Voluntarios
de la República. El famoso General don Eulogio González Iscar,
familiarmente llamado Gonzalón por su extremada corpu-lencia, salió a
calmar los ánimos. El gentío le acosó, rechazándole con ultrajes; mas
aunque amenazaba con fusilar a los revoltosos nada hizo. El ruidoso motín,
con sus incipientes barricadas, fue derivando hacia la tibieza y por fin hacia
la paz, convencidos los republicanos de que la cosa no tenía remedio. En
Zaragoza ocurrieron tentativas y desmayos semejantes. En Barcelona los
Batallones Catalanes que mandaba el Xic de las Barraquetas, armaron un
cisco que dominó fácilmente la tropa de la guarnición. El pueblo más
deshonrado en aquellas vegadas fue nuestro querido Madrid, dándonos el
mal ejemplo de una resignación musulmana. Estaba escrito que las crisis
políticas resolvían las crisis del peque-

ño comercio y remediaban el hambre atrasada de sastres, sombrereros,


zapateros y patronas de huéspedes.

Una mañana llamó a la puerta de mi casa la Leona cartagenera. No tuve el


gusto de recibirla porque el señor de Ido, oficioso y pudibundo, [113]
conociendo por el trapío de la moza que ésta era de cuidado, le dijo que yo
estaba ausente y que hasta la noche no volvería. Pasado un cuarto de hora
salí a la calle y me la encontré en el portal: La Brava, ducha ya en las
mentiras cortesanas, había conocido el ardid de mi filosófico patrón. Ella y
yo nos alegramos de vernos, y apenas nos saludamos hice propósito de
acompañarla hasta su casa. Cuando pasábamos jun-titos a la acera de
enfrente miré a mis balcones, y en uno de ellos vi a Chilivistra que nos
guipaba caute-losa y un tanto ceñuda.

En el camino hacia la calle de la Victoria, donde Leonarda me dijo que


vivía, advertí que la mujer alegre no había perdido el tiempo en la obra
ciertamente admirable de su metamorfosis. En diez días de Madrid iba
vestida con traje flamante a la moda, y en lo referente a la adquisición de
palabras finas, sus progresos me colmaron de asombro. Ya sabía decir
hecatombe, el punto de vista, miel sobre hojuelas, y otras majaderías
usuales. Lo primero que me contó fue que el caballero pagano con quien
llegó a Madrid le había servido de mucho para orientarla en su nueva vida.
Pero aquél tomó las de Villadiego, y ella anduvo algunos días un poquito
aperreada… Después había tenido la suerte de que le saliera un señorón
muy bueno, que sólo con verla se enamoró de ella como un colegial.

Parándose en medio de la calle, para hablarme con más reposo, La Brava


continuó así su historia: «Mi señor es un personaje [114] de la Situación
que acaba de salir ahora, y está tan loco por mí que me llama su tipo y otra
cosa muy bonita… a ver si me acuerdo… sí, eso es… su ideal… El nombre,
Tito, no puedo decírtelo, porque él es casado y… debe una tener delicadeza
y mirar el punto de vista de la familia y la sociedad… Le han dado un
destino muy gordo… Creo que cincuenta mil reales y manos libres… Ya le
están haciendo un uniforme bordado y un sombrerote con plumas, y todo
esto, con el espadín y una banda amarilla, le sale por más de diez mil reales.
A mí me ha regalado este vestido.

Ya comprenderás que es rico… rico por su mujer, naturalmente».

Vivía Leona en una casa equívoca. Al entrar con ella en su habitación no vi


más que a una mujer frescachona que me saludó con amabilidad tan
equívoca como la vivienda. Seguimos nuestra conversación La Brava y yo
hablando de Cartagena y de las trifulcas que allí dejamos. Mi amiga me dijo
con viveza: «¿Pero no sabes?… Si tenemos aquí a la Ramira… ¿No te
acuerdas de la Ramira, una que iba conmigo la noche que te acompañamos
hasta la plaza de las Monjas?… Pues llegó ayer con un chico del
ferrocarril… En casa está: voy a llamarla para que te cuente». Salió un
momento, y al poco rato volvió acompañada de su amiga, que era menudita
y graciosa. «Siéntate aquí, Ramira -dijo Leona-, y cuéntale a don Tito el
incendio de la fragata. Verás, hijo, verás qué hecatombe». [115]

«Pues señor -empezó diciendo la narradora-; la fragata Tetuán se ha


quemado hace unos días. A las ocho de la noche comenzó el fuego, y a la
media hora las llamas llegaban al cielo. Era un espanto.

Los que estaban a bordo tuvieron que salvarse tirándose de cabeza a las
lanchas. Decían que si el incendio había sido por las estopas o por los
estopi-nes. Los cañones se disparaban solos. La autoridad mandó que nadie
se acercase. La ciudad estaba ate-rrorizada. A media noche reventó la
santabárbara: la cubierta voló por los aires, hasta llegar a las estrellas; se
hicieron cisco los palos, el cordaje, cuanto a bordo había, y el casco se fue a
pique… ¡Ay, Dios mío! ¡Los cristales que se rompieron aquella noche
cuando el retemblido!… Puertas y ventanas hubo que de la sacudida se
arrancaron de por sí, saliéndose de sus marcos».

-Y fue milagro que no hubiera otras hecatombes -

añadió Leonarda-. Según dice ésta, la Numancia, que a la vera estaba de la


Tetuán, tenía en las bode-gas cuatro mil quintales de pólvora, que hizo sacar
del Parque tu amigo Cárceles porque contra el polvorín tiraba siempre la
tropa del Gobierno.

-Mientras duró el fuego de la Tetuán -prosiguió Ramira-, Cartagena estaba


como en fiestas con lu-minarias. Toda la gente se echó a la calle, y se veía
lo mismito que en día claro. Los del Gobierno no disparaban. Los de dentro
hacían catálogos y calcu-lorios sobre el porqué del siniestro. Unos decían
que el barco se quemó de su motivo; otros que [116]

había sido por mano de los que se fingen amigos y son traidores. Lo cierto
fue que cuando los fogoneros de la Tetuán vinieron a tierra los encerraron
en el Presidio y se les formó causa… En cuantico que voló el barco y
Cartagena se quedó a obscuras, los de López Mínguez arrearon de firme otra
vez a ca-

ñonazo limpio contra la pobre ciudad. Habíamos pasado de un infierno con


llamas a un infierno entre tinieblas.

Con esto puso fin a su relato la Ramira, porque ignoraba lo que después de
su salida del pueblo había pasado. Quiso Leona invitarme a almorzar, mas
yo la convidé a ella, mandando traer dos cubiertos del café del Pasaje.
Informado por mi amiga de que su respetable adorador no la visitaría en
toda la tarde, permanecí junto a ella muy a gusto hasta después de
anochecido, admirando sus considerables adelantos en el arte de hablar
finamente y en otras preciosas y sutiles artes.
Cuando volví a mi casa, ¡ay de mí!, encontré a Chilivistra con unos morros
de a cuarta que deslucí-

an y afeaban su bello rostro. Mis galanterías delicadas no lograron arrancar


la máscara de su desapaci-ble seriedad. A fuerza de ruegos y arrumacos,
pude oír de sus labios estas amargas explicaciones: «Ya me he convencido,
señor don Tito, de que no debo confiar en el que se ofreció a prestarme
auxilio con alma y vida en mis tribulaciones. Permítame decirle que acción
fea es abandonar a una dama en momentos de prueba, yéndose de paseo con
una trotacalles indecente». [117]

Iba yo a contestarle cuando me quitó la palabra de la boca para seguir


despotricando de esta manera:

«¿A quién volverme ahora? ¿Con qué brazo fuerte, con qué corazón
generoso podré contar?».

-Con el mío, señora -exclamé, echando el resto de mis pelendengues


declamatorios y de mi hábil tras-teo persuasivo. La domé, la convencí,
jurando y perjurando que la pelandusca vino a pedirme socorro y que sólo
fui con ella hasta doblar la esquina de la calle de las Huertas, desde donde
marché al Ministerio de la Guerra. Con mohín remilgado y pu-cheritos
graciosos me contestó Silvestra lo que a la letra copio: «¡Ay, Tito, Tito; no
sabe usted cuán lacerado está hoy mi corazón! Esta mañana, cuando volví
del Oratorio, me dejó usted con la palabra en la boca al intentar decirle…».

-¿Qué, señora, qué?

-Allá voy. Tenga usted calma… Pues mi confesor… no, no, me equivoco…
no fue mi confesor, fue el padre Carapucheta, Rector del Oratorio, quien me
aseguró que mi marido ha sido puesto en libertad hace unos días… Y usted
que es el hombre del gran poder, usted que todo lo arregla con una cartita

¿resulta que ahora no sabe una palabra de esto?

-Perdone, señora. Se lo dice usted todo y no me deja meter baza… ¿Pues a


qué fui yo hoy al Ministerio de la Guerra? ¿Qué me dijo el
Subsecretario?… Me dijo, en nombre de mi amigo el General don Juan de
Zabala, que, [118] atendida como siempre mi recomendación, había sido
indultado el capitán carlista Gabino Zuricalday. Eh… ¿qué tal?

-Está bien; pero aún no sabe usted lo mejor, quiero decir, lo peor. El padre
Carapucheta, que es hombre a quien no se le escapa nada de lo que ocurre
entre carlistas buenas y malas y tiene allá sin fin de espías que le cuentan
todo, me ha enterado de que Gabino, en cuanto pescó la indulta, se fue a mi
pueblo, cogió al nuestro hijo y se largó con él a la frontera de Francia,
donde estará en espera de que don Carlos le dé el mando de otro batallona.

-Todo eso, Silvestra carísima -afirmé yo poniendo en mi rostro una calma


seráfica-, no es para que cojamos el cielo con las manos. Serenidad, amiga
mía. Lo primero es inquirir por ese clérigo Carapucheta el lugar donde
Zuricalday se encuentra, y se-guirle los pasos hasta que se agregue de
nuevo al Ejército de don Carlos.

Chilivistra, levantándose airosa y extendiendo hacia mí su brazo, me dijo


con rígida solemnidad:

«¿Y podré yo contar, pobre mujer sola y sin amparo, con un caballero
hidalgo y valeroso que me asista en los pasos arriesgados que son precisos
para rescatar a mi hijito de las manos de Gabino, forajida mala?».

-Aun siendo preciso ir al mismo infierno, y pasar por entre todas las
catervas de diablos que andan sueltos por el mundo -exclamé yo, dándome
en el pecho un fuerte golpe-, [119] aquí está el caballero, servidor y esclavo
de la dama dolorida.

-Mire lo que dice y a qué se compromete.

Repetí yo, puesto en pie, con hipérboles más des-lumbradoras mi


juramento, y en el calor de la im-provisación me lancé a darle un abrazo…
Del abrazo quise pasar a darle un beso en la mejilla, pero ella desvió el
rostro vivamente y me quedé con las ganas… Limitábame a besar
ardorosamente sus lindas manos, cuando me dijo con severa dulzura:

«Admito muy agradecida su oferta caballerosa, pero ello ha de ser sin el


menor quebranto ni perjuicio de mi honestidad… La honestidad es lo
primero… No habrá nada entre nosotros que no podamos decir a nuestros
confesores».

Asentí, afirmé, corroboré con desaforados aspavientos.

- XI -

Mi primer cuidado en los días subsiguientes fue contener la impaciencia de


Chilivistra, ganosa de lanzarse a románticas aventuras… Una noche, al salir
del teatro del Príncipe, encontré a Leona que me soltó esta sorprendente
noticia: «¿No sabes?

Está aquí don Florestán de Calabria. Se ha escapado con un oficial de


iberia, herido, que viene a convalecer al lado de su familia. ¡Pobre don
Jenaro!

Ayer tarde me tropecé con él en la calle. Al [120]

pronto no le conocí. Se ha cortado las melenas, pero trae todavía la cara de


hambre, los cachetes dados de almazarrón y la perilla pintadita con el humo
de la sartén. Me dijo dónde vive, pero no me recuerdo… ¡Ay, ya doy con
ello!… Vive con David Montero. Si tú sabes el domicilio de éste podrás
abocarte con el chiflado don Florestán… ¡Ah!, también tienes aquí a
Dorita, que rompió con Fructuoso por un agravio contundente, quiero decir
bofetás… ¡Y qué cosas cuentan de lo que en Cartagena ha pasado!

Dice mi señor que aquello ha sido el acabose de la apocalirsis».

Sin más averiguaciones me fui al día siguiente a la calle de los Reyes, 15,
taller del armero Calixto Peñuela, famoso por su habilidad en la compostura
de escopetas de caza. Era éste un hombre de pocas palabras, de corta
estatura, calvo, afeitado. Entorna-ba los ojos para mirar por ser corto de
vista, y se cubría con un blusón o mandil azul hasta los pies.

En él vi el último representante vivo de aquellas ilustres familias de


armeros de Madrid, que tanta honra y prez dieron a su industria en el siglo
XVIII.
Su tienda era negra, desordenada, llena de piezas sueltas, de armas de fuego
en situación de reforma.

Advertí que no tenía en el taller ninguna silla, sin duda para que sus
numerosos parroquianos no se sentaran a darle conversación. Si el hombre
era histórico, éralo también la casa, que había pertenecido a don Francisco
Goya.

Con el adusto artífice hablé lo preciso para [121]

formular mi pregunta, mas sólo obtuve una respuesta rotundamente


negativa: ignoraba quién era el tal David Montero. Comprendiendo que
quería guardar el incógnito a su amigo, pronuncié el fingido nombre que el
tal me confió en la estación de Chinchilla: Simón de la Roda. Al oírlo,
Peñuela salió conmigo a la puerta, y señalando calle abajo me dijo en forma
seca y lacónica: «En esta misma acera verá usted, tres casas más allá, una
que no tiene más que un piso alto, con un balcón y dos ventanuchos. En ese
piso hallará usted a Simón».

Al poco rato abrazaba yo a David, a quien encontré limando una pieza de


ajuste en un torno, junto a la ventana. No vestía ya de negro, y del disfraz
con que le vi en Chinchilla sólo conservaba el total ra-pado de sus barbas.
Apenas habíamos cambiado algunas impresiones sobre las cosas de
Cartagena, cuando vi entrar a don Florestán, que venía de la compra con su
cesta al brazo. Al verme se deshizo en cumplimientos y demostraciones de
alegría, y habló de esta manera:

«Aún tengo tiempo de encender la lumbre… Ya ve usted, señor don Tito, en


qué menesteres anda el pobre don Jenaro de Bocángel… Esa bigarda de
Dorita, que pasa todas las noches corriendo las siete partidas con bailarines,
toreros y hombres de mal vivir, se acuesta a la hora de las burras de leche,
y todavía la tiene usted dormida como una marmota.

Pero aquí está el hidalgo entre los hidalgos, obliga-do a tirar de cacerola y
soplillo, [122] cosa tan contraria ¡oh Dios mío!, a su abolengo y a su
nombre…
Soportemos, aguantemos con paciencia estas humillaciones, que pronto ha
de llegar la buena… Habrá usted visto, señor historiador don Tito Livio, que
se cumplieron mis predicciones: ya está establecido el Cantón Mantuano,
aunque disimulado y so color de Centralismo para desorientar a los
alfonsainas».

-Sí, sí -dijo Montero, sarcástico-; ¡bonito está el Cantón Matritense, obra de


Pavía, Serrano y García Ruiz!… Coja usted la cesta, don Florestán, y
váyase a la cocina, que yo cuidaré de tirar de una pata a Dorita para que
abra las pestañas, sacuda las greñas, se ponga los huesos de punta y vaya a
su obligación.

¡Hala pronto, a la cocina, don Jenaro!

Rezongando se fue el de Calabria, y David pasó a otro aposento. Oí la voz


descompuesta de Dorita maldiciendo a quien la despertaba. Volvió Montero
a mi lado… Sentí el ruido que hacía la muchacha lavoteándose la jeta y
requiriendo su ropa y zapatillas. Pronto apareció en la puerta alisándose las
gue-dejas. «Este David tan súpito -exclamó entre bostezos- no la deja a una
vivir». Luego advertí que metía sus blanduras torácicas (1) dentro de un
corsé muy deteriorado.

«Siéntese junto a mí, Tito -me dijo Montero-. Por esta gente y por otros que
han venido huyendo de la quema, sé lo que ha pasado en Cartagena. En los
primeros días de Enero arreció el fuego por una y otra parte [123] con
intensidad aterradora… Los cantonales izaron en todos los fuertes bandera
negra, y los Centralistas se apoderaron de la ermita del monte Calvario,
después de retirarse la poca fuerza que la guarnecía. Me han dicho también
que la Te-tuán no ardió por un hecho casual. Cuentan que uno de los
fogoneros de la fragata, encerrados en el Presidio, fue malherido en el
vientre por un casco de granada, y que antes de morir confesó que había
pegado fuego a las estopas de limpiar las máquinas, después de rociarlas
con petróleo, recibiendo por este servicio treinta mil reales. Así me lo han
referi-do; no respondo de que ello sea cierto…

»Por el teniente de Iberia que trajo a don Florestán, he sabido que López
Domínguez recibió el día 3 un telegrama del General Pavía dándole cuenta
del golpe de Estado y diciéndole que tal acto fue tan sólo una medida
heroica para sacar a España del anarquismo y del caos. Añadía el telegrama
que acababa de formarse un Gobierno Nacional, y a éste se adhirió aquel
Ejército, sin más reserva que la del Coronel de Ingenieros señor Ibarreta, el
cual manifestó que su Cuerpo jamás se había sublevado contra los
Gobiernos constituidos».

-Y en tanto -pregunté yo- ¿siguieron bravamente unos y otros la lucha


emprendida?

-Sí -contestó David-. El día 4, los sitiadores rompieron un fuego vivísimo


contra el castillo de Galeras, y los sitiados reforzaron [124] sus medios de
defensa montando un enorme cañón Barrios en el baluarte de la puerta de
Madrid. La jornada fue muy dura… En ese día subió al cielo de los
inmortales el intrépido rufián don José Tercero El Empalmao.

-Lo que prueba, amigo mío -observé yo-, que toda una existencia de
acciones villanas puede ser redi-mida en una semana de sacrificios
heroicos.

-Así es -afirmó sentencioso David-, y no pocos ejemplos hay de ello en la


Historia.

-Tengo entendido que voló el Parque.

-Sí, el 6 al mediodía. El estruendo produjo efectos de terremoto. Perecieron


en el momento de la catástrofe más de cincuenta personas, y otras tantas,
es-pantosamente mutiladas, fueron extinguiéndose en los días sucesivos.
¡Horrible, horrible!… Lo más importante que vino después fue que López
Domínguez, apreciando los estragos que su Artillería causó en los baluartes
de Madrid y Muralla, amenazó con emplazar cañones de gran calibre a
setecientos metros de la Plaza, para abrir brechas que facilitasen el asalto.
Tales amenazas produjeron mayor exaltación en las fuerzas Cantonales, y
los presidiarios dijeron que ellos serían los primeros en ocupar las brechas
para recibir dignamente a los sitiadores, sobre todo si venía delante la
Guardia Civil.

En esto llegó a nuestros oídos el rumorcillo de un altercado en lo interior de


la casa, y se nos presentó don Florestán, compungido, [125] diciendo:
«Señor Montero, señor don Tito: Dorita me ha pegado.

Vean el estropicio que me ha hecho en la frente con las tenazas. Y todo


porque quise arrimar a la lumbre el cazo en que hago mi café. Más que el
golpe he sentido que me haya llamado ladrón».

Antes risueño que compadecido, Montero le incitó a llevar con paciencia


las genialidades de Dorita.

Iguales exhortaciones le hice yo. Pero el desdichado Bocángel, adoptando


el tono patético y lacrimoso, se expresó de esta manera: «¡No, señor
Montero; las humillaciones que sufro aquí no se compadecen con mi
carácter altivo! El pan que como en su casa de usted es demasiado amargo,
y no pasa por mi gazna-te sin producirme bascas horribles. Ya sabe usted
que mi prima, la dama ilustre que ha venido a la triste condición de patrona
de huéspedes, no quiere admitirme en su casa si no le doy adelantadas las
tres pesetas del pupilaje. Pero hay Providencia, se-

ñor David, y un hombre como yo no puede andar pidiendo limosna por las
calles».

-Eso no, eso no lo consentiremos -dije yo dando ánimos al infortunado


prócer-. ¡Pues no faltaba más!

-Usted, señor don Tito, que sabe tanta Historia -

prosiguió don Jenaro-, no ignora que también tengo en mi abolengo


ramificaciones con la nobleza castellana. Por mi madre estoy emparentado
con el famoso personaje del siglo XVI Ruy Gómez de Silva, esposo de la
Princesa de Éboli, el cual Silva [126]

figura en la ópera que llaman Hernani, donde sale cantando por todo lo
alto… Pero dejo aparte estas grandezas pasadas para repetir que hay
Providencia.

¡Vaya si la hay! Sepan ustedes que me ha salido una protectora sumamente


caritativa, quien me ha señalado un corto emolumento para vivir con el
decoro que cumple a mi linaje… Y ahora, señor don David, agradeciéndole
mucho su hospitalidad, le pido licencia para recoger la balumba de mis
papeles, y me retiro de su casa.

Diole Montero el pasaporte con frases de afectuosa consideración, y don


Jenaro partió en seguimiento de su mejor acomodo… Dos días me bastaron
para saber que la señora caritativa, ángel tutelar del de Calabria, era
Leonarda Bravo, instalada ya en un pisito segundo de la calle de Lope de
Vega, frente a las Trinitarias. A visitarla fui una tarde. La casa estaba bien
arregladita de muebles, cortinas y alfombras, y en ella campaba mi amiga
como una reina que al trono de sus ilusiones había subido dignamente. Ya
conocía yo el buen corazón y natural generoso de la hetaira lanzada con
veloz carrera por el camino de la ilustración. Lo primero que hizo al
instalarse fue señalar a don Florestán dos pesetas diarias para que comiese
en una taberna o figón; luego le asignó una peseta más para que le diera
lección de escritura, dos horas al día, utilizando la consumada ciencia del
eminente calígrafo; y remató el favor concediéndole un cuarto interno de su
casa para que [127] pasase las noches. Ahora dejo hablar a Leona, que
completará estas interesantes noticias.

«No sólo me enseña la escritura -dijo ella sentándose en un blando sillón-


sino cosas tocantes a la poesía; porque has de saber, Tito de mis pecados,
que aquí trae mi señor las más de las noches a unos amigos, que por las
trazas deben ser gente de pluma, periodistas o autores de comedias. Ello es
que se ponen a decir versos, y a lo mejor salen hablándome de estos o los
otros poetas. Como yo estoy in albis de tal jerigonza me veo negra para
poder contestarles. Pero ya verán qué pronto me entero de todo eso y los
dejo con la boca abierta… Don Florestán me está enseñando nombres de
poetas, y yo los apunto para metérmelos en la memoria. Primero me ha
enseñado los españoles, y ahora está con los italianos que son los que mejor
conoce, cuatro no más según dice… el Dante, el Ariosto, el Tasso, el Peta-
ca…».

-Petrarca, mujer, Petrarca -dije yo-. Ten cuidado, fijate bien.

-Ha sido una coladura -me contestó Leonarda-.

Pero ya pongo en ello mis cinco sentidos, y delante de gente no suelto uno
de estos nombres hasta que no estoy bien asegurada de las letras que tiene.
Felicité a mi amiga por el paso feliz que acababa de dar en su regeneración
mundana, y por sus adelantos en el arte de hablar bien, a los que se unirían
pronto algunos conocimientos literarios. En ella se manifestaban, cada día
más claramente, una inteligencia [128] muy aguda y una voluntad bien tem-
plada para la vida.

Ocasión es ésta de deciros algo del señor a cuya sombra realizaba Leonarda
sus planes educativos, y os daré clara razón de él, reservando su nombre
conforme a la delicada prescripción de su coima.

Era el empingorotado caballero un terrible burócrata, que siempre tenía


puesto en las situaciones liberales por su pericia en el mangoneo
expedientil.

Conocíale yo de vista y no dejaba de admirar su corpulenta figura, su pulida


ropa, la mirada de protección y los andares majestuosos que centuplicaban
su indudable importancia. Bigote y perilla muy poblados y teñidos de negro
decoraban su rostro. En su pechera y en sus dedos lucían brillantes
espléndidos.

Pero lo más característico de tan imponente persona eran los sombreros que
usaba. La forma de tan descomunales chisteras estuvo muy en auge del 60

al 70: el primero que la llevó fue don José Salamanca. Adoptada después
por el Marqués del Bacalao, Gándara, un conocido agente de negocios y
varios bolsistas y banqueros, siguió imperando en un corto número de
cabezas de notoria respetabilidad. Cuentan que fue Ministro un sujeto por el
solo mérito de usar aquella prenda, cuya especialidad tenían los
sombrereros Campo y Odone. Era un armatoste de alas anchas y retorcidas
por los lados, con alta copa cilíndrica semejante a la chimenea de un vapor.
El arrimo de La Brava usó siempre la forma [129] más hiperbólica. Visto
por detrás, el ajuste del sombrero en la cabeza dejaba a la intemperie un
segmento de la lustrosa calva del buen señor. Completo en dos palabras el
trazado de esta figura diciéndoos que era uno de esos inconmensurables
imbéciles que están siempre en candelero.

Visité yo algunas tardes a Leona, hurtándole las vueltas al caballero


burócrata, para no tropezarme con él. Un día me recibió mi amiga cuando
terminaba su lección de escritura, y por cierto que escribía ya
gallardamente, con finos y elegantes trazos. ¡Va-ya una mujer! ¡Qué
aplicación, qué tenacidad, qué inteligencia!…

Viendo salir al pobrecillo don Florestán, observa-mos que pisaba con el


contrafuerte. Movida a compasión, Leona le llamó y le dijo: «
Florestancito, no quiero verle más con esas botas; tírelas, y aquí tiene tres
duros para comprar unas nuevas». Elogié yo su caridad, presagiándole que
por esta virtud, y por otras cosas que no son virtud, llegaría seguramente a
las mayores alturas de la esfera mundana. Ella, riendo, me contestó:
«Déjame a mí de alturas, Titillo, que yo, con la modestia que me
caracteriza, andaré siempre a flor de tierra».

-No, Leona -afirmé-. En ti se revela una cortesana de alto vuelo, que será tal
vez ornamento de la sociedad futura.

Disimulando con graciosos mohínes la hinchazón de su orgullo, me soltó


este verso, seguido de una fantástica cita literaria: «… Lástima [130]
grande -

que no fuera verdad tanta belleza… como dijo el Petrarca».

Gozoso y echando facha con sus flamantes botas se me apareció una noche
don Florestán, cerca de la casa en que moraba su protectora. Me paró y
enta-blamos el siguiente diálogo, que no carece de interés histórico:

«Caballero don Tito, ¿va usted a casa de doña Leonarda?».

-No, hijo, que allí estará el señor del chisterómetro.

-En efecto, allí le tiene usted, acompañado de dos poetas tristes y dos
bolsistas alegres que hacen sus versos con números. Leonardita a todos les
oye y de todos aprende: ya sabe decir que el Interior está a 45,90, que los
Bonos del Tesoro se cotizan a 33,12.

-Y a Montero ¿ha vuelto usted a verle?


-Sí señor, pero no en su casa. ¡Dios me libre de encontrarme con Dorita, que
es más mala que un dolor de muelas! He visto a don David en un sotabanco
de la calle de San Leonardo, donde mora una tal Graziella, italiana, que
estaba en Cartagena y de allá vino huyendo hace días.

-¡Por Baco, por todos los númenes de Italia, qué grata noticia me da usted! ¡
Graziella en Madrid! Iré a verla mañana… ¿Habrá venido con el bestia de
Perico?

-No señor. Ha venido con Fructuoso Manrique, ese caballerete semejante a


un palo del telégrafo que, según me dijo El Empalmao (q. s. g. h.), era
novio de Dorita.

- Graziella es mujer donosa y atractiva. [131] Entiende de cábala y se


divierte con hechicerías que embelesan y cautivan el ánimo.

-¡A quién se lo cuenta usted! -exclamó don Florestán-. En Cartagena,


mediante el estipendio de cinco duros, le hice yo una copia del Manual
Hebraico de Salomón Safetir, donde están todos los signos, trazos y
garabatines que sirven para el barrunto y adivinación de lo venidero, y para
saber lo que está pasando a cien mil leguas de distancia en la esfera
terráquea… Apenas llegó aquí, la Graciella puso taller y despacho de
adivinanzas, con tan buena mano que allí tiene un jubileo de mujeres del
pueblo y de señoras de alto copete, que van a que les eche las cartas para
descubrir los enredos de amantes o maridos.

-¿Estará haciendo su agosto?

-Ya lo creo. Cuando le pagan bien trae a capítulo a los animales del
Zodíaco, el Carnero, el Toro, el Escorpión, el Macho Cabrío, y a los que no
son animales como Géminis y Libra o la Balanza que, entre paréntesis, es el
signo que presidió mi naci-miento, por lo cual estoy destinado a defender y
hacer triunfar la justicia. Mi misión es no tener descanso hasta conseguir
que la maldita mano muerta no se apodere por inicuos legados de lo que no
es suyo… Cuando usted tenga un rato disponible le daré a conocer las
cartas que estoy escribiendo al General Pavía, al General Serrano, al señor
García Ruiz y al señor Martos, señalándoles el camino que deben seguir
para que las leyes tocantes a la heren-cia [132] no sean conforme al
capricho de una vieja loca, sino ajustadas al fuero de Naturaleza.

No se me cocía el pan hasta encararme con Graziella, y allá me fui a media


mañana del día siguiente.

El taller mágico de la italiana diabólica radicaba en el piso más eminente de


la casa en que vivió y mu-rió el buen don Hilario de la Peña. Cuando yo re-
montaba con dificultad la escalera, mi audaz imaginación me hizo creer que
ante mí corrían negros y peludos diablillos… En una estancia larga y de
bajo techo encontré a Graziella, tan picaresca y sugestiva como siempre,
sentada a lo musulmán sobre un tapiz moruno. Vestía también al uso
marroquí, con chaquetilla roja recamada de aljófar, amplios calzo-nes y
babuchas encarnadas. Entre sus piernas dormi-taban dos gatos negros, que a
mi parecer, eran los mismos con quienes jugueteó el santo don Hilario
momentos antes de expirar. A un lado de la manga lucían dos velas verdes.
En el suelo vi un cuervo atado con delgada cadena, y un búho que en
platillo de barro comía su ración de carne cruda.

Al verme entrar, la diablesa soltó la risa y…

- XII -

Yo también me reí viéndola con el atrezo y decorado de las hechiceras de


comedia de magia. «Esto, en verdad -me dijo-, no es para tomarlo a guasa,
porque gano el dinero a espuertas… [133] Ya puedes retirarte por el foro: es
la hora que he fijado para la entrada del público… Mi parroquia es la
Humanidad que, como sabes, fue siempre tonta de remate». Respondile que
haría mutis inmediatamente, pues mi visita no tenía más objeto que ver a
Fructuoso Manrique. ¿Estaba o no estaba en casa? Me indicó Graziella una
puerta cercana, diciendo: «Por ahí pasas a mi alcoba, y de ésta a otro
aposento donde encontrarás a Manriquito tumbado en un sofá de Vitoria. Ha
pasado toda la noche fuera y está rendido de cansancio. Él también desea
mucho verte. Ya te dirá…».

Momentos después había logrado despertar a Fructuoso, y platicábamos de


diversas cosas interesantes.
Lo primero que me dijo fue que había pasado la noche con Montero, en el
domicilio de éste, y que ambos estaban inquietos. Sentían cerca de sí el
acecho policíaco como fugitivos del Cantón. Se tranquilizó al saber mi
amistad con un inspector de la secreta, Serafín de San José, a quien yo
había colocado tiempo atrás de guardia de Orden Público.

Aquella misma tarde procuraría verle, seguro de tener a dicho individuo a


nuestra completa devoción… El coloquio fue rodando por modo natural
hacia los incidentes que precedieron a la caída de Cartagena en poder de los
Centralistas. A este propósito, me refirió Manrique lo que a la letra copio:

«La defección del castillo de Atalaya, que está, como recordarás, en un


monte que domina [134] el Arsenal, fue el principio del fin. Guarnecían
aquella posición fuerzas de Iberia y de Movilizados. A estos últimos los
mandaba un tal Joaquín Pagán, El Enlosador, y a los primeros un teniente
llamado Ibarra.

Según me dijo Cárceles, al Gobernador de la fortaleza le ofrecieron los


Centralistas diez mil duros. De esto no puedo dar fe. Lo indubitable es que
Ibarra y El Enlosador estaban en el ajo. Lo es también que un paisano,
vecino de Quitapellejos, se presentó en el Cuartel general de López
Domínguez con el cuento de que los de Atalaya se hallaban muertos de
fatiga y de hambre, y que acaso se rendirían si se les aseguraba que no
serían fusilados. Contestó el General en Jefe que concedería indulto a los
paisanos, que a los militares los pondría a disposición del Gobierno, y a los
confinados los encerraría de nuevo en el Presidio. Exceptuaba de la gracia
de indulto a todos los que pertenecieran o hubieran pertenecido a las
llamadas Juntas Supremas del Cantón».

-Por algo que me dijo Montero, la rendición fue inmediata.

-No, no: espérate un poco. El 9 de Enero hubo un fuego vivísimo entre los
Centralistas y la Plaza.

Sólo Atalaya permaneció inactivo y no fue tampoco hostilizado… El día 10,


el Coronel Sánchez Mira y el Brigadier Carmona celebraron una
conferencia con los jefes del castillo de Atalaya. A las ocho de la noche se
reunían en una casa de campo situada entre la fortaleza y las avanzadas del
[135] Ejército sitiador, y poco después estaba concertada la entrega del
castillo para las once y media de aquella misma noche, no pidiendo los que
se rendían más que el indulto y algún socorro en metálico.

Al llegar a este punto, oímos ruidillo de disputa en la puerta de la casa.


Creyendo escuchar una voz conocida corrí a satisfacer mi curiosidad, y cuál
no sería mi sorpresa al encararme con Celestina Tirado que, actuando de
portera en la consulta de quiro-mancia, trataba de poner orden en el
numeroso pú-

blico, y alinearlo para formar cola. No se hizo de nuevas al verme, y con su


habitual socarronería me dijo: «Si el caballero Tito viene también a que le
adivinen, póngase en la cola… Hay señoras principales en la consulta».

-No haré cola, señora doña Celestina -le dije muy quedamente-, si usted me
da razón de las damas ilustres que están dentro. Oigo aquí unas vocecitas
que… o yo estoy loco o son de personas que conozco muy bien.

Cautelosa y discreta me llevó la Tirado a las habitaciones interiores,


dejándome donde podía curio-sear a mi sabor. Por una pequeña abertura de
la puerta del consultorio mágico vi a Delfina Gay y a Chilivistra, que
aguardaban el oráculo del cuervo y el búho, y el manejo de cartomancias
que la pícara Graziella se traía. Visto esto, me volví de puntillas junto a
Fructuoso, el cual prosiguió su relato de esta manera:

«El castillo de Atalaya se rindió, y fue inútil la arriesgada tentativa de


Gálvez para [136] recuperar-lo. Como nota cómica de aquel indigno
pasteleo te contaré que el Gobernador de la fortaleza vendida a López
Domínguez, cuando le preguntó éste qué deseaba además del indulto y de
los pocos miles de reales con que había gratificado su infame traición,
contestó que deseaba le nombraran… ¿qué dirás?…

¡Administrador del Matadero de Cartagena!

»Sigo mi cuento: al anochecer del 11 de Enero se presentó al General en


Jefe de los Centralistas una Comisión de la Cruz Roja, pidiéndole la
suspensión de hostilidades, y asegurándole que si era generoso con los
vencidos tal vez se conseguiría la capitulación de la Plaza. López
Domínguez contestó ofreciendo indulto para los que se rindieran. De esta
gracia quedaban exceptuados todos los individuos de la Junta Soberana, sin
perjuicio de recomendarlos a la benevolencia del Gobierno.

»Dio de plazo el General hasta las doce del siguiente día para la entrega de
Cartagena, ordenando a su Artillería suspender el fuego. Luego se prorro-gó
el armisticio hasta las ocho de la mañana del 13.

Volvieron los de la Cruz Roja, con unos individuos que se atribuían la


representación del Ejército y de los Voluntarios Cantonales. Presentaron a
López Domínguez unas bases de Capitulación, que el General rechazó
indignado. Siguieron los tratos hasta primeras horas del día 13. López
Domínguez dijo que la Plaza tenía forzosamente que rendirse a discreción,
y que si se [137] obstinaba en lo contrario la tomaría por asalto, haciendo
un duro escarmiento en los que intentasen una resistencia inútil.

»La fiereza que en la mañana del 13 se manifestó en la Junta Soberana y en


todos los defensores de la idea cantonal, se fue trocando en resignación
estoica. Algunos querían rendirse, distinguiéndose en esta actitud los
militares; otros proponían furiosos seguir el ejemplo de Numancia y
Sagunto. Por sostener la no rendición hubo algún conato de asesinar a
Gálvez, y sus amigos tuvieron que llevarle casi a la fuerza a bordo de la
Numancia».

-No se puede negar -observé yo- que López Do-mínguez ha sabido hacerse
superior a la menguada fuerza de que disponía, y que sirvió lealmente a la
infantil, inestable República.

-Es verdad -afirmó Fructuoso-. Sigamos y acabe-mos. Llego al momento


más dramático y bello del Cantón Murciano, tan infantil e inestable como la
República Nacional de la que intentó desprenderse.

La Junta Soberana de Cartagena, los jefes de Voluntarios Cantonales y


muchos de éstos, además de los penados, no queriendo aceptar un perdón
que jamás solicitaran, resolvieron abandonar la Plaza con sus mujeres e
hijos, embarcándose en la Numancia.
Eran en total unos mil quinientos. Confieso que no tuve valor para
compartir la suerte de los que se lanzaron con arrojo temerario al inmenso
riesgo de la salida. [138]

»Fuera esperaba la escuadra Centralista, compuesta de cinco fragatas, entre


ellas dos blindadas y otros barcos de guerra. Con los ojos llenos de lágrimas
me despedí de Manolo Cárceles, Gálvez, Contreras y demás amigos,
confundiendo en mis expresiones el sentimiento de mi cobardía y el dolor
de ver partir a tanta gente animosa que ponía la honra sobre la vida y la
expatriación sobre la libertad… A las cuatro y media de la tarde, mientras
entraban en Cartagena parte de las tropas sitiadoras y el General Ló-

pez Pintos se posesionaba del castillo de San Julián, abandonado por su


guarnición, levó anclas la nave intrépida que consignó la última página del
Cantón Cartaginés. Desdicha fue para éste que su postrer aliento sea el más
interesante y hermoso en la Historia de aquella turbulenta República».

-Me han contado que en la boca del puerto emba-rrancó la fragata.

-Tocó ligeramente en el fondo con la proa; pero dio máquina atrás, y con
auxilio de un vapor se franqueó prontamente, saliendo mar afuera. Desde el
Empalmador Grande presencié la salida, imponente, grandiosa, en medio de
las aclamaciones de los que iban a bordo y del griterío de los que quedá-

bamos en tierra… ¡Viva el Cantón! ¡ Viva Cartagena! ¡Antes morir


luchando que capitular! … Claramente divisé el fez rojo del Comodoro
Colau, que sobre el puente gobernaba el buque en la descomunal hazaña de
la escapatoria.

»Al pasar de Escombreras, vieron los de la [139]

Numancia la escuadra Centralista formada en línea para cerrarle el paso.


¡Momento tan bello que rayaba en lo sublime! Los barcos de Chicarro
rompieron un fuego horroroso contra la fugitiva… Colau dio avante toda
máquina, y viró rápidamente pasando como un rayo por entre la Carmen y
la Zaragoza, contra las cuales disparó sus dos andanadas. Instantes después,
la Numancia, con veloz carrera, apagadas las luces, se perdió en el
horizonte…
»Era la tarde fría, lluviosa y tristísima. El único consuelo de los que
permanecimos en tierra fue considerar los palmos de narices con que se
quedaron Chicarro y los suyos. Aún no habían vuelto de su asombro,
cuando la fragata que realizó el éxodo de los Cantonales al África estaba ya
en Orán.

»¡Adiós Cantón! ¡Adiós República ingenua y ro-mántica, que a la Historia


diste más amenidad que altos y fecundos ejemplos! Tu existencia duró seis
meses y dos días…».

Un rato se nos fue en inciertos cálculos sobre lo que hubiera podido pasar
en Orán a la llegada de la fragata. ¿Qué habría hecho el Gobierno francés
con los cabecillas, qué con los presidiarios?… Divagando estábamos
cuando llegó David Montero, en quien advertimos mayor recelo de los
corchetes, que ya descaradamente le seguían los pasos. Para sosegar a mis
amigos salí a la busca de mi fiel esbirro Serafín de San José, y no
encontrándole en el Gobierno civil, me vi forzado a personarme en la tienda
de su esposa doña [140] Cabeza (Concepción Jerónima). Ya era yo sabedor
de que se había restablecido felizmente la coyuntura matrimonial.

Mi entrada en la tienda fue un éxito ruidoso, que casi trascendió a la calle.


Los dependientes me abra-zaron, colmándome de felicitaciones, y al punto
bajó la rozagante doña Cabeza Ventosa de San José, quien, al estrecharme
ambas manos cariñosamente, se puso muy colorada de la retozona emoción
que al verme sentía. De boca de ella oí también plácemes y albricias.
Preguntando yo la razón de tales extremos, la tendera me dijo: «Ya nos
enteró don Francisco Bringas de que la rendición de Cartagena no fue
debida al cañoneo y artes guerreras de López Do-mínguez, sino a la
diplomacia de don Tito, que tiene en la cabeza todo el talento de Dios». El
dependiente principal agregó con petulancia: «Don Plácido Estupiñá supo
de buena tinta, y así nos lo comunicó, que el General Pavía quiso hacerle a
usted Ministro, pero que usted declinó esa honra con su habitual modestia.
Yo digo que ello será en la primera crisis que haiga».

Como comprenderéis, lectores tan guasones como el que esto escribe, yo


dejé correr la bola, y afectan-do mucha prisa manifesté a la señora la
urgencia de hablar con su amante esposo. Por inmediatas referencias de ella
me enteré de que Serafín se había reformado; parecía otro hombre, y al
ascender a su actual posición su conducta y su porte eran de un perfecto
caballero. En tono reservado [141] me dijo la que fue tiempo atrás alivio de
mis escaseces:

«Como marido cumple, pero es tan Juan Lanas como siempre».

En esto entró el ínclito San José; nos abrazamos, prodigándonos recíprocas


expresiones de cariño.

Subimos al entresuelo, y reunidos los tres, platicamos sobre el asunto que


motivaba mi visita. Total, que Serafín se prestó a ir conmigo a la calle de
San Leonardo para devolver la calma a mis amigos los emigrados de
Cartagena.

«Ya sé -me dijo por el camino el complaciente policía-, ya sé que el


Gobierno le ha nombrado a usted Delegado Secreto con el fin de trabajar la
rendición de los carlistas, que nos están haciendo la santísima. Me consta
que el Zabala pone a disposición de usted trescientos mil duros que ha de
emplear paulativamente, según se tercie, en el soborno de los cabecillas que
se quieran vender, y para mí que todos morderán el queso. No hay hombre
que pueda igualarse a usted en este fregado por su talento macho, su
agudeza y el meneo de los palillos en el juego de convencer a la gente, por
la buena cuando no por la mala. Como verá, estoy bien enterado: seis
millones de reales y manos libres para contratar paces con los carlistas,
como lo hizo tan limpiamen-te con los Cantonales, mediante conquibus. No
ignoro tampoco que de aquí a Julio tiene usted que dar por finiquita esta
comisión. Seis meses y cincuenta mil duros cada mes. ¿No es eso?».

A mi regocijada clientela no le ocultaré [142] que también dejé correr esta


bola, a pesar de su descomunal magnitud. Cuando Serafín me propuso que
le llevara de auxiliar o secretario, le dije que ya pensaría en ello, y tal y qué
sé yo; pero que mayormente necesitaba un buen tesorero y contador, muy
experto en la Partida Doble. Pronto llegamos al eminente piso de la calle de
San Leonardo, y presentado Serafín a Fructuoso y a Montero, quedamos
acordes en la manera de asegurar a mis amigos su omnímoda libertad en la
Corte de las Españas. Retirose el bueno de San José, diciéndome que estaba
impaciente por tomar aquel mismo día una provechosa lección de Partida
Doble. David se fue a ver al armero Calixto Peñuela para que le diese más
trabajo, y Manrique salió en requerimiento de sus antiguos camaradas, con
idea de ser admitido en la redacción de algún periódico mientras conseguía
volver por los trámites de costumbre al servicio de Telégrafos.

Quedeme solo con la hechicera y su ayudanta.

Terminada la hora de audiencia, presencié el re-cuento que hicieron de las


ganancias de aquel día.

Luego las vi comer en el propio local donde tenían su consultorio de


adivinaciones. Apagaron las velas, sentáronse ambas a la turquesca, el
cuervo por un lado, el búho por otro, y con buen apetito aplicáronse a
devorar un oloroso guiso de carne y patatas y otros condumios que les
servía una criada algo gi-bosa, sin que faltaran las ricas uvas de cuelga y el
confortante Valdepeñas. [143]

Celestina Tirado, que vestía falda y pañuelo al estilo gitano, me contó que
los dineros heredados del cura don Hilario se le habían ido entre los dedos,
porque se metió a fiadora y la desplumaron bonitamente, dejándola por
puertas. Desesperada y sin arrimo se acogió a la sabia Graziella, con quien
se apañaba muy bien para hacer juntas el oficio de brujas, granjería de
mucho provecho en los reinos de España, según ella había probado y visto
por sus ojos más de una vez.

Graciella, sin abandonar su traje moruno, se había recostado en la alfombra


después de la comida para fumar un cigarrillo, acariciando el suave plumaje
del búho, y en esta postura me dijo: «Más que de Brujería debemos hablar
de Ocultismo, que es ciencia flamante, muy bonita, y yo sé de ella más que
saben de Teología y Derecho Romano los doctores de Salamanca. Por
dominar esa ciencia heme dado buenos atracones de lengua caldea, pues
habéis de saber que de los caldeos y egipcios ha venido esta divina
monserga. Yo le digo a Celestina que no necesitamos untarnos para salir por
esos aires mon-tadas en escobas y llegarnos pian pianino al cerro
Zugarramurdi, donde nos espera el Gran Cabrón con toda su Corte de rabo
y pezuña. Ésos son cuentos viejos que ya están mandados recoger. Yo me
voy de aquí a los antípodas, o un poquito más allá si quiero, con sólo echar
unas palabritas caldeas sobre el humo de un braserillo en que pongo a
quemar
[144] la muela del juicio de un ahorcado que haya sido viudo tres veces y
dos vértebras de una urraca muerta en estado de virginidad. Yo me
desentiendo del Cabrío, que ya está jubilado por viejo, y me pongo debajo
del patrocinio de Astarté, diosa de aquellos infiernos que sostienen buenas
relaciones con la Humanidad».

-Pues aquí me tienes -dijo Celestina-, deseando meterme hasta las cachas en
la devoción de esa diosa Trastera, y hoy empiezo a rezarle padrenuestros y
avemarías para que me tome en su gracia.

La profesora de Ocultismo me dio a renglón seguido prueba magnánima de


su confianza y del interés que se tomaba por mí. He aquí sus palabras: «Hoy
han estado en la consulta dos señoras amigas tuyas.

La Delfina quería cerciorarse de la fidelidad de un lindo coadjutor de San


Sebastián, con quien cambió promesas de cariño místico y rigurosamente
honesto. El dicho coadjutor se fue a Valladolid, donde al parecer se halla en
coqueteos igualmente místicos, puros y honestos, con otra dama que allá
tiene el negocio de ataúdes, según le han dicho a tu amiga en un anónimo.
La señora que por el habla me pareció vizcaína está dislocada por ti, y
anhela saber si puede contar con tu amor y tu lealtad en un largo viaje que
emprender quiere contigo. Yo les hice un horóscopo con todas las de la ley,
y ambas se fueron muy satisfechas. La tuya llevó la seguridad de que estás
enamoradísimo de ella y de que la seguirás hasta [145] el fin del mundo. La
otra va dispuesta a cambiar de coadjutor, pues en Madrid tiene donde
escoger». Último detalle de esta referencia fue que la vizcaína le había
pagado en plata y Delfina Gay en calderilla.

Salí de aquella casa con mi espíritu en rotación vertiginosa. Bajando la


escalera creí que brincaban delante de mí negros animalejos con saltos de
batra-cio. Los peldaños vetustos de la casa de don Hilario gemían bajo mis
pies articulando frases que no entendí: sin duda me hablaban en idioma
caldeo. El fresco de la calle no despejó mi alocado entendi-miento. Éste se
escapaba de la realidad, lanzándose con avidez jubilosa a navegar por el
insondable océano ultraterreno. Cerca ya de mi casa, me parecían vanas y
mentirosas las imágenes de los transe-
úntes que mis ojos veían en derredor. Añadiré que aquel estado mental, sin
duda de carácter patológi-co, me transportaba suavemente a las penumbras
de un delicioso éxtasis. ¡Qué gusto mecerme en el va-cío y subirme a las
estrellas, después de dar un pun-tapié al sólido asiento de la razón!

Lo primero que hice al entrar en la vivienda patronil fue interrogar


capciosamente a Chilivistra, para cerciorarme de su visita al sotabanco de
las artes mágicas. ¡Grande sorpresa y mayor confusión mía!

O la vizcaína disimulaba con extrema sutileza, o la sesión de Cartomancia y


Brujería fue hechura quimérica de mis sentidos, sacados de su orden natural
por el influjo hermético de aquellas [146] mujeres diabólicas. Creció mi
asombro cuando Silvestra me soltó estas despampanantes revelaciones: «No
por cábalas y sortilegios, que son pecado mortal, sino por confidencias que
acaba de hacer al señor Ido del Sagrario un noble caballero de la Italia o de
Paler-ma, que se llama, bien recuerdo el nombre, don Jenaro Bocadeángel,
sé que ha tenido usted amores con una bestia hermosa, que ahora está
estudiando para señora fina y aristocrática. Daranle título de Duquesa de
Mula».

Rompió después Chilivistra en un reír histérico.

Yo me puse muy serio ante aquel brusco retroceso a la realidad… En el


resto de la tarde y a prima noche, logré con artificios de lenguaje,
mezclando a las patrañas la verdad, llevar el sosiego al ánimo de mi amiga.
Sin jactancia os aseguro que tuve un éxito de los más grandes de mi vida
enamoradiza y donjua-nesca. La severidad de Chilivistra se descuajaba y
desleía como un témpano de hielo rodeado de llamas… Sus resquemores
contra Leona quedaron reducidos a una infantil celera por aventuras retros-
pectivas en que ninguna parte tuvo el corazón de Proteo Liviano. Mi
personalidad se creció a sus ojos, y echando el resto de mi táctica seductora,
la dejé totalmente sumisa, tierna y acaramelada.

Aquella noche nos tuteamos por primera vez.

Y cuando nos entregábamos al descanso encadenó mi albedrío con un


emplazamiento perentorio:
«¿Vendrás resueltamente conmigo [147] en el viaje que debo emprender
para rescatar al hijo inocente del poder de un padre loco?».

Mi contestación fue categórica y rotunda: «Al fin del mundo iré contigo. No
me arredran peligros ni distancias. Pasaremos si es preciso del mundo real
al mundo quimérico, que es la región de la verdad eterna».

- XIII -

Casi automáticamente me llevaron mis pasos, no sé qué día, a la casa de


Leona. El estado de constante alucinación, que balanceaba mi alma en
impresiones de susto y regocijo, sustraíame la noción del tiempo y me daba
sensaciones equivocadas de personas y lugares. La vivienda de La Brava se
me antojó palacio suntuoso… La señora no estaba, se-gún me dijo una linda
criadita al abrirme la puerta.

Pasé a la sala y al punto se me apareció don Florestán, en la misma facha y


pergenio con que le conocí en el patinillo de Santa Lucía. Las melenas
ahueca-das, según la moda del 40 al 50, ornaban otra vez su noble cabeza
siciliana. Había vuelto el rosicler a sus pómulos, y a su perilla el negro
humo de la sartén.

Con voz opaca y un tanto medrosa me dijo: «Estoy trazando un documento


importantísimo, con escritura netamente burocrática y todo primor de sellos
y estampillas que han de darle la debida [148] eficacia como documento
público… Perdóneme que le deje un momento, pues tengo que acabar mi
trabajo ahora mismo. La señora no ha de tardar; ha salido en coche».

A punto que desaparecía de mi vista don Florestán, se me presentó


Leonarda, en cuya persona vi la más exquisita elegancia y distinción. ¿Era
ya Duquesa de Mula? Sentose a mi lado en un rico diván, y apenas me
habló de diferentes cosas, ora políticas, ora privadas, advertí la discretísima
forma y primor de su lenguaje. No usaba ya sin ton ni son las palabras finas,
sino que las seleccionaba, aplicándolas con arte a la expresión de las ideas.
Soñaba yo sin duda oyendo la dicción limpia de Leona, cual si pasara sobre
ella toda la piedra pómez de la Academia de la Lengua.
Díjome mi dulce amiga que no tardaría yo en llegar a la meta de mis
ambiciones si seguía con paso firme la senda que un hado propicio me
señalaba.

Como yo me manifestase dispuesto a seguir todos los caminos y veredas


que los tales hados o hadas me señalaran, añadió la ya retocada y pulida
mujer:

«Aunque no han de faltarte los medios monetarios para dar cima a empresa
tan grande, padecerás un ataque de inocencia paradisíaca si crees que
podrás salir de Madrid sin numerario. Tú eres pobre, yo rica…».

Diciendo esto sacó un portamonedas de malla de oro, y al ver yo que lo


abría para darme billetes y monedas, me levanté de súbito, protestando. Mis
primeras palabras, trémulas [149] y confusas, fueron: «¿Eres tú, Leonarda,
la que a mi lado veo?…

¿Cómo has subido tan pronto a la cima de tus aspi-raciones?… ¿Andan


también en esto los hados benignos y las hadas traviesas?… Si mis ojos no
me engañan, esta vivienda tuya es un lindo palacio…

Agradezco tu oferta. Pero no puedo, ni debo, ni necesito aceptarla. Al


mediar de todos los meses recojo yo en la portería de la Academia de la
Historia la cantidad que para mis gastos asignada me tiene mi divina
Madre… ¿No la conoces?… Mi Madre vive lejos de aquí, y rara vez se deja
ver en estos barrios… Pasa temporaditas en el Olimpo, con sus hermanas
que, naturalmente, son mis tías…

Algunas noches viene a esta casa mi tía Doña Ca-liope con los poetas que
acá te trae de tertulia el rimbombante señor de los desaforados sombreros…
»Por descuido mío, por el desvanecimiento en que ahora está mi cabeza, he
dejado pasar cinco días sin recoger los dineros de la Mamá cien veces
augusta y soberana… Allá me voy ahora mismo… allá me voy… No me
retengas; no dejes caer sobre mí el dulce peso de tu cuerpo blando y
amoroso… No rodee mi cuello tu brazo… no me cautives… Adiós, Leo…».
Recuerdo haber oído la voz tenue de Leonarda, diciéndome: «Adiós, Tito
chiquitín y salado.

Largo tiempo estarás sin verme. Adiós».

El encontronazo que di al entrar en la Academia de la Historia me despertó.


Había recorrido como má-

quina inconsciente un corto [150] espacio de las calles de Lope de Vega y el


León. Una de las jambas graníticas que forman la puerta de la antigua casa
del Nuevo Rezado me estropeó el ala del sombrero, desollándome
ligeramente una oreja… Entré en el portal de la Academia, y la portera,
señora de mediano viso, afable y un tanto redicha, me dio un paquetito
rotulado a mi nombre con gallarda escritura de Iturzaeta. Apresurábame a
romper los sellos de lacre para desentrañar lo que el paquete contenía,
cuando la mano menudita de la portera alargó hacia mí un pliego
voluminoso que al punto reconocí como de los llamados de oficio. En el
sobre me daban tratamiento de Ilustrísimo Señor, y vi un sello que decía:
Presidencia del Poder Ejecutivo. «¿Qué será esto?» -me dije suspenso y
turulato.

Como alma que lleva el diablo me eché a la calle, dándome un segundo


trastazo contra la jamba de berroqueña, y al doblar la esquina de la calle de
las Huertas metí el dedo en el sobre para rasgarlo y satisfacer mi curiosidad.
Hice propósito de irme a mi casa para examinar allí detenidamente aquel
embuchado misterioso; pero sumergido en la onda de mi propio afán, seguí
sin sentirlo por toda la calle de las Huertas abajo. Lo primero que saqué del
sobre fue un oficio, escrito en preciosa letra de pendolista, con la mar de
rasgueos y primores caligráficos… Al final me decían que me guardara
Dios muchos años, y que patatín y que patatán. Al principio leí que yo había
sido nombrado… ¡Jesús, [151]
qué demonio será esto!… Me dio en la nariz olor de azufre, pez y otros
ingredientes de la droguería infernal.

Con loca precipitación saqué del sobre otro papel.

Era una carta firmada por don Eugenio García Ruiz en la que éste me decía
que el Consejo de Ministros, después de la entrevista que yo celebré en la
Presidencia con los señores Serrano, Martos, Sagasta y el infrascrito, vistos
mis honrosos antecedentes, etcéte-ra… examinadas mis altas prendas de
reserva y diplomacia, etcétera… acordado había designarme como
Delegado Secreto…

Con mano convulsa, después de restregarme los ojos para convencerme de


que funcionaban en toda regla, saqué otro escrito del sobre y… ¡Santa
Bárbara!… era un libramiento firmado por el Director del Tesoro y el
Ministro de Hacienda señor Echegaray… ¡Ángeles divinos, excelsa Madre:
venid en mi socorro!… Con sólo presentar aquel documento en la
Administración de la Hacienda Pública de Vitoria, me serían entregados los
primeros cincuenta mil duros, de los trescientos mil que yo debía emplear
en la corruptela y soborno de cabecillas carlistas…

Lo demás se me iría entregando en otras Adminis-traciones de Hacienda.

Poseído ya de una comezón epiléptica, metí todo en el sobre para leerlo


despacio en mi casa, y me encontré en el Prado, frente a la Platería de
Martí-

nez. Me paré en firme, y un rato estuve haciendo cálculos topográficos para


ver qué camino había de tomar. Tras [152] un largo discurrir llegué a
persua-dirme de que por la calle de San Juan podía llegar a la meta, como
decía mi amiga la Duquesa de Mula.

Camino del Amor de Dios, y pasando como un bo-rracho de una acera a


otra, tropecé con varios transeúntes que me lanzaban hacia el arroyo.

Al cabo, encerrado en mi aposento patronil, traté de reconcentrar mi


pensamiento, apurando la lectura de los azufrados papelorios contenidos en
el sobre de oficio. Leí, releí: la duda y la certidumbre libra-ron descomunal
batalla en las sombrías regiones de mi espíritu. Lo que más hondamente me
alborotaba era el notición de mi conferencia con Serrano, Sagasta, Martos y
García Ruiz, en la Presidencia del Consejo, como preliminar y fundamento
del cargo de confianza con que el Gobierno me favorecía.

Para sacar de aquel abismo de confusiones la verdad que había de


tranquilizarme, me arrebujé en una manta, y hecho un ovillo me acosté en
mi lecho, amparándome de la obscuridad y un silencio absolu-to con el fin
de que mi pensamiento trabajase a sus anchas… Ahondando en el problema
llegué a creer que tal conferencia era verdad… En esto, entró en mi camarín
Ido del Sagrario con la siguiente emba-jada, que refiero sin dilación para
solaz de mis rego-cijados lectores:

«¿Qué hay, carísimo don José?» -le dije fingiendo que despertaba.

-Ilustrísimo señor -me contestó-, ha estado aquí don Serafín de San José.
No le dejé [153] pasar porque creí que Vuecencia no quería recibir a nadie.

-A Serafín sí, sí -exclamé saltando de la cama-. ¿Y

no ha dicho si está ya fuerte en la Partida Doble?

-Nada de eso me ha dicho, Ilustrísimo señor… y no le apeo el tratamiento


aunque Vuecencia me lo mande… El recado y comisión que traía don
Serafín era del tenor siguiente: Hallábase de guardia en la Presidencia del
Consejo el día en que Vuecencia celebró una larga entrevista con el General
Serrano y los Ministros de Gracia y Justicia, Estado y Gobernación. Vio a
Vuecencia entrar y salir. Uno de los porteros de la Presidencia recogió un
guante que a Su Ilustrísima se le cayó al bajar la escalera. El susodicho
guante pasó a las manos del señor de San José para que se le entregase a
Vuecencia… y aquí lo tenéis.

Mis asombrados ojos vieron el guante, pendiente de los trémulos dedos del
filósofo, y de ellos lo co-gí, diciendo con toda la naturalidad que afectar po-
día: «En efecto, lo eché de menos al volver a casa.

Hágame el favor, señor Sagrario, de buscar en el bolsillo de mi gabán el


otro guante, y cotéjelos a ver si…».
-Aquí están los dos; son hermanos. El guante perdido y ahora recuperado es
el de la mano izquierda.

-Bien, bien. Que me pongan el almuerzo en seguida. Y ahora dígame otra


cosa: ¿está en casa doña Silvestra? [154]

-No señor; hoy ha ido a confesar. Para mí que su conciencia está estos días
necesitada de un buen limpión… Es un suponer: punto en boca… A
Nicanora dijo esta mañana que quizás almorzaría con doña Delfina. Si
quiere usted verla váyase al alma-cén de féretros y allí le darán razón.

Almorcé sin apetito, y por la tarde no vi mejor manera de pasar el rato que
lanzarme por calles y plazuelas, metiéndome más y más en la esfera de la
incongruencia que era en verdad un mundo delicioso, poblado de indecibles
encantos. A varios amigos encontré, y algunos de ellos me felicitaron
reserva-damente… «Ya sabemos que… ¡Menuda breva, amigo!…». Al caer
de la tarde, mis pasos automáticos me llevaron a la calle de los Reyes. En la
puerta de la armería de Calixto Peñuela vi a Simón de la Roda (Montero),
que también me felicitó, lamentándose de no poder acompañarme en mi
diplomáti-ca expedición.

Seguí luego por la calle de San Bernardino. Al pasar por las Capuchinas
zumbaron en mis oídos voces, primero confusas, luego más claras, de mis
familiares espíritus, que alegremente me saludaban, celebrando con blando
gorjeo mi rápido avance en la esfera política y social. Aturdido y como
asustado de mí mismo me metí en un coche de los que en aquel punto había
y al cochero di las señas de mi casa, Amor de Dios, 12. El vehículo corrió
por las calles con un traqueteo espantoso que me crispaba los nervios… y
[155] no paró en la puerta de mi casa, sino en Atocha, 3, tienda de ataúdes y
coronas para muertos. Ya vi que los hados me llevaban a donde querían.
Entré, y a mi encuentro salió Chilivistra, que al verme se dispuso a volver
conmigo a casa. Por el camino, cogiéndome del brazo para que anduviera
derecho, me dijo:

«Por mi parte ya tengo arregladas mis cosas. A ver si acabas tú de una vez,
para que partamos esta semana. Mañana no podemos irnos porque quiero
asistir a la novena de los Misterios Dolorosos de Nuestra Señora. Pasado
mañana tampoco, porque se celebra la fiesta de San Pedro Nolasco, de
quien era mi padre especial devoto, y pienso encargarle una misa que
oiremos los dos en la iglesia de las Trinitarias».

Contestele yo que estaba en franquía para partir en globo, en ferrocarril o a


caballo, y correr con mi dama hasta el último rincón del mundo. En casa ya,
y sentaditos uno junto a otro en el sofá de los muelles punzantes, me dijo
Chilivistra: «Aunque he confesado dos veces, no creo tener mi conciencia
enteramente limpia de pecado. Seamos buenos, Tito, seamos juiciosos, y no
nos lancemos a peligrosas aventuras sin llevar nuestras almas bien
confortadas en el santo temor de Dios». Asintiendo yo a cuanto me decía,
todo mi afán era que diese la orden de marcha la dulce, antojadiza y un
tanto histérica se-

ñora de mis atropellados pensamientos.

Un día entero me pasé en sueño profundo, [156]

durmiendo la mona que contraje al sumergirme en las ondas en cierto modo


alcohólicas del océano suprasensible. El largo sueño agravó la intensa
embriaguez de mi espíritu, y por la noche, habiendo salido a que me diera el
aire, me creí convertido en pompa de jabón que flotaba sobre los
transeúntes, al ras de sus cabezas. Yo era una delgadísima esfera líquida, y
temblando me decía: «¡Ay, ay; si reviento al chocar con cualquiera de estas
cabezas, me des-hago y no seré más que un salivazo mísero de agua
jabonosa!».

Por fin llegó el momento del anhelado éxodo. Precedidos de baúles y


maletas, salimos una tarde a punto de las siete para la estación de Atocha, y
nos empaquetamos en el correo de Aragón. Mi bendita compañera se
santiguó, una y otra vez, al ponerse el tren en marcha, y luego siguió
rezando hasta más allá de Alcalá de Henares.

Íbamos mi dama y yo solos en un departamento de primera. Observé que


Silvestra, al paso por algunas estaciones, consagraba devotas plegarias entre
dientes a los santos locales. En Sigüenza rezó a Santa Librada; en Huerta a
don Rodrigo Jiménez de Rada, creyéndole santo, y en Calatayud dedicó
extremados soliloquios y santiguaciones a los Divinos Corporales,
confundiendo a Calatayud con Daroca. Así se lo dije, añadiendo que el
arzobispo de Toledo Jiménez de Rada no figuraba como santo más que en el
cielo de la Historia. En tanto, yo no perdía [157] ripio para proseguir las
lecciones que le venía dando a fin de corregir sus vicios de lenguaje, y debo
hacer constar que ella demostró con su aplicación el provecho que sacaba
de tales enseñanzas.

Aunque salimos de Madrid con el propósito de hacer nuestro primer


descanso en Zaragoza, cambiamos de plan en Las Casetas, trasbordando al
tren de Castejón. Ya era día claro cuando corríamos por la ribera del Ebro.
Nuestro departamento iba mediado de viajeros, los cuales nos informaron
de que no se podía ir más allá de Tafalla por la línea de Pamplona, y de que
no había seguridad en la línea de Logroño y Miranda, pues se decía que los
carlistas de la Rioja Alavesa intentaban vadear el río para ocupar a
Cenicero. En vista de estas noticias y an-siando el descanso, nos quedamos
en Tudela, donde tranquilamente pasamos la noche.

En la intimidad, sintiéndome yo poseído, por no sé qué fenómeno cerebral,


de mi papel de Delegado Secreto, comuniqué a Silvestra todo el intríngulis
de mi Comisión diplomática para traer a la paz a los cabecillas carlistas,
mediante cebo contante y sonan-te. Más crédula que yo mi antojadiza y
nerviosa compañera, se apoderó gozosa de la noticia, lanzándose a planear
mi campaña, que fácilmente podía emparejarse con la suya. «Creo yo -me
dijo en tono de firmísima convicción- que ese bandido de Cucala se venderá
por veinte mil duros, o quizá por menos… ¿Está por aquí el Maestrazgo?».
[158]

-No, hija mía; el Maestrazgo lo hemos dejado a la espalda, al venir de Las


Casetas. Mi parecer es que el primer pez a quien hemos de echar el anzuelo
es el cura Santa Cruz, poniéndole una buena carnada de diez o quince mil
duros.

-Bastará con diez. Ya te diré yo cuál es el terreno en que opera ese forajido,
allá entre Tolosa, Betelu y la parte de Vera.

-Mi opinión… ¿a ver qué te parece?… es ofrecerle a Santa Cruz los diez
mil duros, dárselos, y en cuanto veamos que se los mete en el bolsillo,
cogerle, fusilarle, y en seguida quitarle el dinero, que puede servirnos para
otro.
-¡Muy bien, Tito: qué talento el tuyo! -exclamó Chilivistra navegando por
el piélago inmenso del desatino-. Pero fíjate, debemos ir primero contra los
peces gordos. Si se consigue pescar a Dorregaray con cuarenta mil duretes,
a Cástor Andéchaga con veinticinco mil, y a otros tales, habremos hecho
más que cogiendo en la red a los bicharracos de menor cuantía… ¡Ah! Pero
ahora caigo en que ante todo tenemos que avistarnos con el Administrador
de Rentas de Vitoria para que nos entregue…

-Ya, ya, el primer millón de reales -murmuré cayendo en honda perplejidad.


Y en mi mente se representó la imagen del Administrador de Rentas como
un ser escueto, peludo y rabilargo, que volvía del campo solitario de
Zugarramurdi. [159]

- XIV -

Cediendo a los apremios de Chilivistra, que mostraba impaciencia febril,


partimos en el primer tren del día siguiente hacia Logroño y Miranda. Al
pasar por Calahorra no olvidó Silvestra sus preces por los santos patronos
Emeterio y Celedonio, martirizados en aquella ciudad, y cuyas cabezas
fueron hasta Santander navegando por el Ebro, el Mediterráneo y el
Océano, en un barco de piedra. En Logroño, acordándose mi amiga de la
prisión de su marido, formuló mirando hacia el pueblo este femenil
apóstrofe: «¡Ah, pillastre! Más quiero verte vivo que muerto; más atado que
suelto por esos mundos, llevándote a mi pobre hijo. Pero espérate un poco
que ya te cogeremos, tunante… Te compraríamos por cinco mil duros si no
supiéramos que habías de jugártelos en seguida».

Antes de llegar a la estación de Haro, tuvimos una detención de tres horas


largas en medio de la vía, sin que nadie supiera por qué. Los viajeros, que
entre unos y otros coches discurrían, hablaron de rotura de máquina.
Después se dijo que no llegaríamos a Miranda. Un señor que entró en
nuestro departamento porque en el suyo había demasiada gente, nos contó
que las tropas liberales habían desalojado de La Guardia a los [160]
carlistas. Aquel buen señor, regordete, comunicativo y al parecer de ideas
avanzadas, dijo después: «Portugalete está en poder de los carlistas. Ya se
sabe que don Carlos ha repartido recompensas por ese golpe de suerte: a
Dorregaray le ha hecho Teniente General, y a Cástor Andéchaga Mariscal
de Campo. ¡Bonito se está poniendo esto!
A Bilbao lo tenemos cercado de carcundas. ¡Ay, mundo amargo, yo que
tenía que ir allá para mis negocios!… ¿Van ustedes por casualidad a Vizca-
ya?». Contestele que no por casualidad, sino por obligaciones ineludibles,
queríamos ir a Vitoria.

Nuestro desconocido acompañante, llevándose las manos a la cabeza,


aseguró que no podría ser sin llevar un salvoconducto del Estado Mayor del
maldito Treso, porque los carcas habían levantado la vía desde la Puebla de
Arganzón a Nanclares. Repuso a esto Silvestra que si no había tren habría
carros o borricos, y que de algún modo llegaríamos, pues nos era
indispensable abocarnos con el Administrador de Rentas de la provincia de
Álava… Echado un remiendo provisional a la locomotora, prosiguió el tren
con marcha perezosa. Hacia las Conchas de Haro se plantó de nuevo como
un cojo dolorido de sus débiles piernas. La segunda parada duró hasta el
anochecer, y en ella tuvo tiempo el señor regordete para darnos noticia
descriptiva y topográfica de la cruel guerra que asolaba el país.

No me detengo a referir los cuentos de [161] aquel buen hombre porque me


urge deciros que llegamos a Miranda del Ebro entrada ya la noche, hartos
del tren y de su cojera insufrible. En la fonda de Gui-nea, donde nos
albergamos, diéronnos pormenores de la toma de La Guardia. Aunque
Moriones llevó consigo bastantes fuerzas para dominar la Rioja Alavesa,
aún quedaba en Miranda crecido número de tropas liberales.

A la mañana siguiente, dejando a Chilivistra en el lecho con un leve ataque


de anginas, salí a recorrer el pueblo con idea de encontrar entre la
oficialidad de los Cuerpos allí estacionados algún amigo que me orientase
en la correría fantástica que había em-prendido, acompañando a una
dolorida señora de buen palmito y un tantico alocada. Tan sólo encontré a
un Teniente de Puerto Rico llamado Palazuelos, a quien traté mucho en
Madrid, el cual me abrió ruta fácil hacia Vitoria con esta indicación:
«Proporciónese usted un carro, amigo mío, y agréguese mañana a la
impedimenta de mi batallón, que por orden de Moriones sale para la capital
de Álava».

Corrí a llevar esta feliz nueva a mi costilla postiza, y me la encontré metida


en fervorosos rezos a San Blas abogado de los males de garganta (festividad
del 3 de Febrero), con lo cual y unas gargaritas de zumo de limón pensaba
curarse totalmente de su angina.

Por abreviar diré que San Blas y el zumo de limón triunfaron en la garganta
de Chilivistra, y seguida al pie de la letra la indicación [162] del amigo
Palazuelos, al anochecer del 4 nos aposentábamos en la fonda de
Quintanilla, en Vitoria… Atormentado por la idea de mi entrevista con el
Administrador de Rentas, no pegué los ojos en toda la noche. Silvestra
durmió a pierna suelta… En las primeras horas de la mañana me incitó a
levantarme con fuertes voces, diciéndome: «Mientras yo me lavo y me
arreglo, vete tú a presentar tu libramiento al Administrador de Hacienda…
Despáchate, hombre, despáchate…

Sacude la pereza. ¿Será preciso que te ayude a ves-tirte?… Si tuvieras mi


genio ya estarías en la calle, atento a tu obligación… ¡Hala, hala,
despabílate!…

¡Ay, qué pelmazo, Virgen Santa!… Me desesperas…

Objeté yo que nada adelantaría con ir antes de las horas de oficina. Pero
ella, con ademán despótico y voces displicentes, me soltó esta rociada:
«Vete pronto, que algún tiempo has de necesitar para saber dónde están esas
oficinas. Coge tus papeles y no me vuelvas acá sin traerte el millón de
reales».

No pasaré adelante sin daros detallada noticia del carácter complejo de


aquella mujer, estudiado por mí a medida que iba observando sus diferentes
facetas en el curso del trato íntimo. Era mimosa, blanda y flexible, cuando
en ella dominaba el instinto mari-tal, o sea la irresistible necesidad de
aproximarse al hombre. Era ferozmente autoritaria, tozuda y de palabra
muy agria, cuando imperaba en ella la soberbia. Su misticismo, o insana
embriaguez de las devociones supersticiosas, [163] prevalecía tan pronto
como se le apagaba el ardor de las borrache-ras lúbricas.

En su conducta advertí una oscilación isócrona de péndulo: apenas se


levantaba un palmo del lodo en que arrastraba su liviandad, emprendía
rápido vuelo para subirse a una región de mentirosas estrellas, y de allí caía
otra vez al fango. Del mismo modo, los arrebatos de su irritable amor
propio alternaban en el curso diario de la vida con su mórbida humildad de
fémina caprichosa. Había yo notado que durante semanas enteras comía
vorazmente, sucediendo al buen apetito abstinencias de anacoreta. La
conocí tierna y amante; la padecí poseída de celos absurdos y de locas
envidias. En resumen; llegué a ver en ella una especie de relicario diabólico
en el que estaban contenidos los siete pecados capitales.

Salí aquella mañana por las calles de Vitoria en estado de ánimo semejante
al de Sancho Panza cuando Don Quijote le envió al Toboso con la carta para
Dulcinea. Largo rato divagué movido por una extremada confusión y
perplejidad. ¿Presentaría mis documentos al Administrador de Rentas?
Sentado en un banco de la Plaza de la Constitución, por hacer tiempo saqué
mis papeles, y examinándolos una y otra vez, fijándome en todos sus rasgos
y primores de caligrafía, los diputé por buenos, absolu-tamente fidedignos.
Con esta idea me fui como una flecha hacia el edificio donde me dijeron
que radi-caban el Gobierno civil y la Administración de Hacienda. [164]
Pero al llegar a la puerta me sentí detenido por una mano que llamaré
invisible y misteriosa. Así son todas las manos que en casos tales atajan a
los personajes de novela, lanzados a veloz carrera por un fuerte impulso del
corazón. Supersti-cioso miedo invadió mi alma. Oí la risilla de un diablo
maleante y jovial, que a mi parecer salió de las oficinas armado de látigo,
más bien zorro para sacudir muebles…

Me retiré, invocando a Mariclío para que de aquella horrible turbación me


sacase. Pero por más que la llamé con el pensamiento, y aun con la voz, la
Madre augusta no vino en mi auxilio. Decidí al cabo volverme a la fonda,
después de dar vueltas y más vueltas por las calles circulares de la parte
vieja de la ciudad, sin otro objeto que justificar, con una prudente tardanza,
el plan concebido para dar el pego a Chilivistra… Encontré a ésta ya
vestida con su hábito negro de los Dolores, en el cual brillaba el emblema
de plata: un corazón atravesado por siete lindas espaditas. Advirtiendo en
Silvestra el temblor de labio, signo infalible del punto culminante de su
soberbia, me anticipé a su interrogación diciéndole con afectada serenidad:
«Pues verás, mujer, lo que me ha pasado». Y ella, con seca voz airada,
balbució estas palabras: «Acaba pronto, majadero…

¿Traes el millón?».
Me senté risueño, simulando cansancio para des-arrollar mi plan dialéctico,
que fui exponiendo poco a poco en esta forma: «Espérate [165] un poco…

Verás… Déjame tomar aliento… El señor Administrador es un caballero


amabilísimo, pero…». Inte-rrumpiome Silvestra con estas frases cortadas,
que tartajosas salían de sus labios: «Amabilísimo, sí…

Será un maula… como tú… un perezoso… Te habrá mandado que


vuelvas… Esa gentuza de oficina siempre tiene en la boca el vuelva usted…
¿Y cuán-do?… ¿Esta tarde?».

-Esta tarde no… Pero no te sofoques, no te precipites. Siéntate y


hablaremos -dije yo, viéndola correr y dar vueltas como una pantera
enjaulada-. Estas cosas no pueden resolverse de momento. Hay casos
excepcionales. Verás. El señor Administrador, que, lo repito, es hombre
muy fino, me ha mandado volver dentro de unos días… Ten calma… Sin
precisar cuántos días… Es que ha tenido que dar a las tropas de Moriones la
paga de Noviembre y parte de la de Diciembre. Ponte en su caso, mujer.
Ayer hizo el arqueo, y sólo tiene en Caja diez mil duros.

-¿Y por qué no te los ha dado ese bergante?

-Eres una pólvora. Espérate. Los diez mil duros están en calderilla. ¿Cómo
quieres que…?

Largo tiempo invertí en desfogar el encendido temperamento de aquella


hembra, que se ponía insufrible cuando le soplaba el viento de la soberbia.

Dos medios había para domarla: o apurar mis facultades parlamentarias,


con refuerzo de halagos y carantoñas, o coger una estaca y convencerla con
razones [166] contundentes. Este sistema radical no lo había empleado
nunca. Preferí en aquella ocasión el método de la verbosidad dulzona, y a la
media hora de aplicarlo ya estaba la señora como un guante. Díjome que
después de almorzar haría sus visitas a las familias de Vitoria con quienes
tenía conocimiento y amistad. Los Baraonas eran los primeros a quienes
pensaba visitar, porque con ellos uníanla estrechos lazos de parentesco.
Después se vería con los Trapinedos, Prestameros y Romarates. De todas
estas familias, que eran fieles fanáticas del Dios, Patria y Rey, esperaba
obtener salvoconductos para penetrar sin riesgo en el campo carlista.
Cuando comíamos me dijo que, por decoro y honestidad, no era prudente
que yo figurase como su acompañante.

Pareciome muy sensata esta precaución y le manifesté que si sus amistades


y parentela le pagaban la visita, yo me ocultaría discretamente.

Al disponer por la noche nuestra partida en dirección a Durango, itinerario


marcado por la terca vizcaína, ésta se rebelaba contra la idea de dejar en
Vitoria los diez mil duros, y en su desvarío llegó a proponerme que
cargáramos con la calderilla, aunque para ello tuviéramos que alquilar
cuantos carros fueran menester. Con nuevo gasto de saliva la disuadí de
aquel disparate, asegurándole que con mis libramientos en regla bastaba
para reducir a los cabecillas más inaccesibles al soborno.

En un mal carricoche, que alquilamos pagándolo

[167] muy bien, partimos de madrugada por el camino real de Peña de


Amboto y Ochandiano. Invertimos casi todo el día en llegar a este último
pueblo por entorpecimientos de la carretera y por los sobresaltos que nos
causaron algunas partidas volantes, de las que logramos zafarnos gracias a
los salvoconductos de que se pertrechó en Vitoria la tozuda señora que me
llevaba de rodrigón o escudero.

En las agrias cuestas de la divisoria tuvimos que aplicar a nuestro


desvencijado carruaje la tracción de una pareja de bueyes. En otras partes
del camino, los deterioros causados por el temporal de lluvias nos obligaron
a recorrer a pie largos trayectos. Estos desavíos, y el hambre que nos
extenuaba por habér-senos olvidado la canasta de provisiones, moviéronnos
a guarecernos en la posada de Ochandiano para comer tranquilamente y
pasar la noche. Gozosos entramos a disfrutar del abrigo de aquella casa,
donde además de comodidades tuvimos agasajo y cari-

ño. La patrona, que era una mujer fresca, guapa y de gigantescas hechuras,
nos trató desde el primer momento con afabilidad campechana. Apenas cru-
zados los primeros saludos entre la dueña del parador y Chilivistra,
lanzáronse ambas a parlotear alegremente en lengua vasca, dejándome casi
a obscuras de cuanto decían.
La cena fue sabrosa, animada y familiar, sentándonos juntos en la misma
mesa la patrona con dos hijos suyos de corta edad, Silvestra, [168] dos
hom-brachos de boina blanca con insignias, de Teniente el uno de Capitán
el otro, y un servidor de ustedes.

La posadera, cuyo asiento estaba frontero al mío, blasonaba de persona


cortés, dirigiéndome frases en castellano macarrónico para indemnizarme
del tedio que me producía el asistir en silencio a una conversación en
vascuence. «Esta señora -me dijo mi da-ma- se llama Polonia Zuazu y es
sobrina carnal de nuestro amigo el cura Choribiqueta. Según ella, estás
aburrido porque hablamos una lengua que no entiendes, y yo le digo que no
debemos hablar castellano para que te acostumbres al son del habla nuestra
y vayas aprendiéndola».

No refiero pormenores de aquella cena ni del fran-co regocijo que en ella


reinó, porque anhelo pasar rápidamente a otro pasaje más interesante.
Encendi-da la vela hospederil en candelero de cobre, Polonia nos guió a la
habitación que nos destinaba. Apenas encerrados en ella, vi que mi
compañera frente a mí se engallaba con ojos fulgurantes, y el temblor de
labio inseparable de sus accesos de ira. Absorto quedé al oír este absurdo
despropósito:

«Ya he sentido… bien segura estoy… que por debajo de la mesa… le


pisabas el pie a Polonia…

No lo niegues: tengo yo mucho pesquis para estas cosas… Y ella, la muy


puerca, se dejaba caer pisándote a ti… Es claro como el agua… No se me
han escapado tampoco las miraditas que cruzabais ella y tú». [169]

Grave y firme rechacé la indigna suposición de Silvestra. Pero ella, más


enfoguetada en su imaginaria celera, prosiguió de este modo, agriando la
voz y sacudiendo mi brazo:

«La gran bribona me dijo que eres muy guapo…

Creerás tú que yo no entiendo de estas cosas… Claro: como soy santita no


sé nada del mundo… Te equivocas, sinvergüenza… Yo sé muy bien que las
gigantonas gustan de los enanitos… y los chiquiti-nes de las marimachos…
Puedes irte con ella… No temas nada… El marido está lejos: sirve como
tambor mayor en el 6.º de Navarra».

De toda mi serenidad y paciencia tuve que valerme para refrenar la cólera.


Cuantos argumentos me sugería la razón no bastaban para desvanecer el
ridículo supuesto de aquella hembra desconcertada.

Llegué a pensar que todo era invención caprichosa, histérica, para


mortificarme. Por fin, con rotunda frase corté la disputa. Ordené a Silvestra
que se acostara, y le dije que yo haría lo mismo, aplazando la cuestión para
el día siguiente. Por fortuna teníamos camas separadas. Chilivistra se
desnudó aprisa, esparciendo su ropa por el cuarto, y se metió en el lecho. Yo
también me acosté.

Pero no pude disfrutar ni un momento de calma porque la furiosa mujer me


atormentó con fingidos lloriqueos, y con estos lastimeros reproches: «Podí-

as hacerte cargo, hombre desvanecido y sin seso, de que por culpa tuya
estoy yo en pecado mortal. Esto es tan verdad como Dios es mi padre. Yo
vivía

[170] en santa ignorancia de ciertos desvaríos, y tú has venido con


seducciones infernales a manchar mi conciencia. ¡Ay Virgen mía! ¿Quién
me había de decir que yo pasaría del estado angélico al estado de
condenación por las artes de este pillete vicioso, sin ley ni Dios?».

Callado escuchaba yo tales desatinos, y mordiendo la sábana para no


disparatarme en denuestos contra Silvestra, me decía: «A esta loquinaria le
rompo yo un hueso antes que amanezca, y si logro contenerme, mañana la
dejo plantada, aquí o donde me parezca mejor». Furiosa Chilivistra porque
yo no quería contestar a sus invectivas, me tiró una bota que vino a dar en
mi frente. Más benigno que ella, contesté a su disparo tirándole una
almohada. No acabó aquí el bombardeo. Viendo caer sobre mí la otra bota
de ella, le arrojé yo las dos mías, a lo que contestó la plaza enemiga
lanzándome un vaso de agua que tenía en la mesa de noche.

Ya no pude aguantar más. Me levanté. Vistiéndome con calma vi que


Silvestra se volvía de cara a la pared y se arrebujaba en las sábanas, como
para prevenirse contra el vapuleo que merecía.

- XV -

Defendiéndome del frío con mi gabán y la manta de viaje me tendí en un


sofá de Vitoria, no sin re-querir mi cachava, cuyo auxilio [171] me pareció
necesario en expectación de lo que ocurrir pudiera.

Contra lo que esperaba, mi basilisco permaneció silencioso entre las


sábanas, y a la media hora el rumor de su respiración me advirtió que se
había dormido. Yo también descabecé algunos sueñecillos sobre el duro
sofá.

Apenas entraron por las rendijas del balcón las primeras claridades del alba,
me sorprendió la voz de Chilivistra en los tonos más dulces que usar solía
cuando su magín recobraba el normal equilibrio:

«¡Ay, Tito, ven! Hazme el favor. He despertado con terribles dolores en la


paletilla derecha. ¡Ay, ay! Ya se me corren por la espalda hacia el costado.
Acér-cate, dame unas friegas como tú sabes hacerlo, por toda esta parte.
Anda pronto, que no puedo respirar».

Acudí a ella, y sin hablar palabra le di los deseados refregones, recordando


que había estado en un tris el dárselos de acebuche. «¡Ay, Tito -me dijo
plañidera-

, qué arisco estás! Ni siquiera me preguntas cómo he pasado la noche. Yo he


dormido algo, ¿y tú?… ¿Pe-ro qué haces, tonto? ¿Te vuelves al sofá sin
decirme nada? Llégate otra vez aquí y friégame más fuerte, que aún no se
me ha quitado el dolor».

Mientras yo le raspaba la piel con verdadero ahín-co, la fierecilla me habló


de esta manera: «Ya recuerdo. Estás enojado por lo que pasó al acostarnos.

Tú eres un gran pillo, y yo me disloco cuando me figuro que no me


quieren… En mi cama tengo una de [172] tus botas y en la tuya deben estar
las dos mías. Vaya, no se hable más de eso, y veamos en todo ello la fuerza
del querer. Se me metió en la cabeza que le pisabas el pie a Polonia; esta
idea, y el decirme ella que eres muy guapín me sacaron de quicio».

Había pasado el arrechucho. La gata nerviosa pe-día reconciliación con


suaves mayidos. Como siempre prefiero la situación de paz a la de guerra,
accedí a las paces para evitar mayores disgustos. Junto a ella dormí largo
rato, y ya serían las nueve cuando me despertó con fuertes empujones,
diciéndome:

«¿No oyes tocar a misa? Levantémonos, vistámonos a escape. Hoy no me


quedo sin misa, y tú irás conmigo, que buena falta nos hace a los dos».

Al volver de la iglesia, la simpática Polonia nos dio el desayuno en la planta


baja de la casa, donde tenía taberna y estanco. Junto a nosotros tomaba la
mañana el fornido carlistón en quien vi la noche antes las insignias de
Teniente, el cual nos dijo que si a Durango íbamos él nos llevaría gustoso.
De diez a once saldría en aquella dirección conduciendo un convoy de
víveres. Aceptó Silvestra el galante ofrecimiento, y poco después
emprendimos nuestra marcha en un carro de la impedimenta carlista. Nada
de particular nos ocurrió en el camino. A la caída de la tarde, cuando ya nos
aproximábamos al fin de nuestro viaje, paró el convoy junto a un robledal
espeso. El Teniente, que iba a caballo, se acercó a nuestro carro y nos dijo:
[173]

«Antes de seguir adelante, quiero decir a ustedes que yo me quedaré a cenar


esta noche en una casa de campo que encontraremos cerca de San Pedro de
Tavira. Es la quinta de Aizpurúa, hoy propiedad de mi prima Pepita Izco.
Sabiendo que son ustedes amigos de Pepita, les invito a que pasen allí la
noche. Estoy bien seguro de que en ello tendrá mucho gusto mi parienta».

Al oír mi dama el nombre de Pepita Izco palideció, y su labio temblicón


indicó la inminencia de otro estallido de celos. De un brinco descendió del
carro; yo hice lo mismo, tratando de contener los bufidos de su enojo ante
los soldados que ya se arremolina-ban en torno nuestro. Sin cuidarse del
público que en derredor teníamos, el basilisco agarrome las so-lapas del
gabán y me increpó en esta forma desati-nada y virulenta: «¡Malvado!,
anoche, mientras yo dormía, concertaste con este Teniente… ya lo veo,
ya… que te trajese a la casa de tu antiguo amor, Pepita Izco… ¡Bien, muy
bien!… ¿Es ello propio de un caballero?».

Al decir esto me estrujaba, y llenando de arañazos mi rostro, me


desanudaba la corbata. Yo no hice más que rechazarla con alguna violencia.
El Teniente acudió a contenerla. Sofocado y casi sin aliento, apenas pude
formular algunas palabras en mi defensa. «Esta señora está loca -afirmé-.
Llévenla donde quieran. Yo me vuelvo a Ochandiano». Y dejando a
Silvestra rodeada de los del convoy, fui a sacar del carro mi maleta, para
poner [174] en ejecución inmediatamente lo que había dicho. En esto,
sentimos por el robledal toques de corneta y ruido de tropas.

Era un destacamento de la división de Lizárraga, que según después supe


iba a Portugalete.

Pronto se vio aquel trozo de la carretera lleno de soldados. El Capitán que


mandaba a los de Lizárraga reconoció al instante a la fierecilla, y se fue
hacia ella gozoso, saludándola con estas voces: «¡Oh, Chilivistra! ¿Tú aquí,
mujer? ¿Qué te pasa, qué es esto?». Ella, lívida, las manos en alto, la boca
espu-mante, vociferaba contra mí con los dicterios más atroces: infame,
traicionero, burlador de mujeres honradas, enviado de Satanás…

En tanto, los del convoy me apartaban hacia otro lado, y por sus miradas y
actitudes comprendí que todos se ponían de parte de la señora. Prodújose
una confusión tan grande que no pude darme cuenta de lo que pasaba.
Luego vi que el convoy se ponía en marcha, llevándose al basilisco en el
mismo carro que hasta allí nos condujo. En pie seguía dando gritos, entre
los cuales percibí estos acentos trágicos: «¡Matarle, fusilarle!».

El Capitán de la columna se llegó a mí, diciendo risueño y zumbón: «Hola,


Tito, gran Tito, ¿viene usted a proclamar la República Pontificia?».
Fijándome en él caí en la cuenta de que era un muchacho durangués, muy
simpático por cierto, llamado Mendía y vecino de mi hermana Trigidia. Al
reconocerle abrí mis brazos con efusión, diciéndole: [175]

«Amigo, deme usted un abrazo. ¡Qué alegría tan grande!».


-¿Alegría dice? -exclamó el Capitán-. ¿Y quiere abrazarme? ¡Pero si debe
usted renegar de mí! Le tengo a usted por hombre sospechoso. Conozco
bien sus ideas, y seguramente no viene usted aquí a cosa buena. Me veo,
pues, precisado a detenerle. Venga usted conmigo.

-Deténgame y lléveme a donde quiera. Es usted mi salvador.

-¡Su salvador!… ¿Por qué?

-Porque al librarme de esa tarasca me ha sacado de la más horrenda


esclavitud. Dice usted que me lleva preso, y yo digo que esa prisión
equivale a mi libertad.

El Capitán ordenó a un soldado que llevase mi maleta, indicándome que a


su lado marchara. Obedecí, y platicamos tranquilamente, andando por
senderos para mí desconocidos. Cerrada la noche, entramos por ásperas
cañadas entre matorrales espesos.

«Debe usted agradecerme, señor Tito -me dijo el Capitán-, que no le haya
dejado ir a Durango, donde tiene usted no pocos enemigos; hay allí
personas que desean cobrarle el bromazo que nos dio con aquella pamplina
del Imperio Hispano Pontificio. Se ha librado usted de que le contesten al
discurso con una tanda de cardenales… Además, le diré por si lo ignora,
que su padre don Matías Liviano no está ya en Durango: hace un mes se fue
con su hija Trigidia y sus nietos a Motrico, buscando mayor sosiego.

Ignacio [176] Zubiri está en el Cuartel Real de don Carlos».

La noticia de la ausencia de mi padre y hermana turbó un poco mi espíritu.


Pero estas desazones, así como la idea de mi cautiverio, eran compensadas
por la felicidad de haber sacudido el insufrible yugo de Chilivistra. A las
dos horas de camino por terreno quebrado, vadeando arroyos y franqueando
divisorias, empecé a sentir cansancio y desaliento, dándome cuenta de la
gravedad de mi situación… ¿A dónde me llevaban? ¿Qué sería de mí entre
aquellos hombres fanáticos, que subordinaban toda ley de humanidad a las
absurdas pretensiones de un Rey de fantasía?… No estaba yo acostumbrado
a las marchas militares sin descanso ni respiro. Aquellos sectarios de
inflamado corazón y temple duro tenían piernas de acero. Para engañar el
tiempo y la fatiga amenizaban la constante andadura con alegres cantorrios.

El Capitán callaba, y de rato en rato, con frase breve, hacía por estimularme
a que pusiera mi paso perezoso al aire y compás de la columna incansable.

Ladridos de perros venían a nosotros de una parte y otra, añadiendo las


notas campesinas al tumulto de nuestras pisadas. Avanzaba la noche, fría y
obscura, sin que el formidable aliento de los recios campeo-nes, ávidos de
tragarse las leguas y de medir con sus pies el terreno sin fin, diera señales
de amenguarse.

A la madrugada, ya era yo como un muerto que se movía por máquina… Al


clarear el alba distinguí

[177] casas; vi algunos paisanos que salían a nuestro encuentro; oí


terminachos y salutaciones en vascuence. Entrábamos en un pueblo. Mis
pobres huesos dieron gracias a Dios.

«¿Descansaremos en este lugar?» -pregunté a Mendía. Y éste secamente me


respondió: «Nosotros no descansamos; hemos de seguir a marcha forzada
algunas horas más. Usted se queda aquí a disposición del Comandante de la
Fortaleza. Se registrará su maleta y su ropa a fin de saber qué mensajes o
encomiendas trae. Deseo que no resulte nada contra usted. Adiós, amigo».

En esto llegamos a una plazoleta empedrada y llena de baches. Vi acercarse


a unos hombres de boina, embozados en sus capotes. Uno de ellos traía un
farol que tristemente pestañeaba en la obscuridad, pues la aurora, mensajera
del rubicundo Febo, apenas hendía los horizontes con sus dedos de ro-sa…

Metiéronme por angosta puerta en una tenebrosa estancia, y a la luz del


farol macilento me tomaron el nombre, edad, profesión, etc. Mis respuestas
se ajustaron completamente a la verdad. Luego hicieron registro
escrupuloso en toda mi ropa, tentándola por una y otra parte, por si entre los
forros sonaba ruido de papeles. Los que yo llevaba en el bolsillo, entre ellos
mi credencial de Delegado Secreto y algunos apuntes, los entregué antes
que me los pi-dieran. Después me quitaron las botas, sospechando que en
ellas escondía [178] algún parte o reservada confidencia. Iguales pesquisas
hicieron en el sombrero.

Cuando el registro hubo terminado, el que parecía jefe de los tres que
conmigo estaban, me dijo en mal castellano: «Aquí quedarte a las resultas
de lo que contenga el contenido de estas papelorias». Sin más razones,
reintegrado en el uso de mis botas, gabán y sombrero, lleváronme por un
pasillo de dos ángulos y me metieron en un aposento cuadrilongo, donde vi,
a la luz del consabido farol, por un lado un mal avío de estera, jergón y
manta, y al otro una silla. En tan regio alojamiento me dejaron,
recomendándome la paciencia con frases medio vascas, medio castellanas,
y salieron cerrando la puerta con dos vueltas de llave y corriendo un
cerrojo, que rechinó como risotada del Infierno.

Reconociendo aquel antro con fugaz mirada, pude apreciar en uno de sus
muros una reja que daba al campo. El techo era de bóveda, las paredes
renegri-das, el suelo mitad de ladrillos, mitad de tierra. Mis pobres huesos
me pedían el descanso, y yo lo pedí para ellos y para mi cerebro al hinchado
jergón, que por ser de hoja de maíz tocó diferentes piezas de música cuando
en él me acosté… Creo que de un tirón dormí todo el día y la noche
siguiente. Anida-ban en mi cárcel el tedio, la tristeza y la desespera-ción.
Pero yo saqué del fondo de mi alma el caudal recóndito de mi estoicismo
para defenderme de las ideas negras. [179]

Corrían los días, sustrayéndome con su lentitud somnífera la noción exacta


de su valor cronométrico. El único ser humano que me visitaba era una
diligente abuelita, que me traía mi alimento por mañana y tarde: medio pan
y una ración de rancho, no mal guisado, ni tampoco escaso. Mi carcelera,
que no carecía de espíritu de caridad, solía dolerse de mí con palabras
dulces y consoladoras dichas en una mixtura de vascuence y castellano que
me hacía mucha gracia. Un día, no sé si al tercero de mi prisión, o al octavo
o al quinto, me obsequió con estas frases que traducidas copio: «Mire,
señor; le voy a traer, si usted quiere, a un curita del pueblo para que le vaya
preparando».

-¿Preparándome?… ¿Para qué?


-No se asuste, señor. Nuestra fe nos manda que tengamos la conciencia
siempre muy limpia de alas para poder volar hacia Dios cuando éste lo
disponga. Nadie se ve libre de un torozón o de un súpito a la cabeza. Por
eso le digo: ¿qué pierde con estar preparadito?

Llamaban a mi guardiana Maribatista, y era tan buena que de su cuenta me


llevaba bizcochos, higos pasados, o alguna otra golosina para mi regalo.

La primera visita que me hizo el jefe de la Fortaleza no fue anterior al


décimo día de mi cautiverio, según mis imperfectos cálculos del curso del
tiempo. Entró en mi calabozo una mañana, regañando con áspero acento a
dos tagarotes que le acompañaron hasta [180] la puerta: «¡Pero qué brutos
seis! -

gritaba-. ¿No vus dije que metierais aquí un talbure-te? ¿Queréis que el
preso y yo hablemos asentados en una sola silla?». Pronto trajeron una
banqueta, y al punto quedé solo con el terrible fantasmón que en aquel
instante disponía de mi suerte. Era un viejeci-llo seco, de alta estatura, de
manos sarmentosas. Si por su habla y acento se me reveló como hijo de
Castilla, por su edad entendí que era un veterano de la primera guerra,
reducido en la segunda a ejercer funciones sedentarias.

Con rudezas de forma, tras de las cuales traslucí un fondo de humanidad y


cortesía, me dijo el viejo carlistón que mis papeles entrañaban prueba plena
de intentos alevosos contra la causa del Rey, intentos que sin duda venían
de muy alto, por lo cual, él y sus compañeros habían decidido remitir todo
el papelorio al General en Jefe, a fin de que éste resol-viera lo procedente
en caso tan grave. Añadió que aún estaba yo vivo motivado a que él no
quería cerrar mi boca antes que Lizárraga, Elío o Dorregaray metieran sus
dedos en ella, para saber de dónde venía aquella infamia de querer comprar
a los jefes carlistas con el judío dinero liberal.

«Pues lléveme usted -dije yo con viveza-, lléveme pronto a presencia de


uno de esos Generales, ante quien declararé, como ante usted declaro, que
soy inocente y pruebas tengo de ello». La respuesta de mi cancerbero fue
indecisa, con un dejo de sorna castellana: [181] el General era quien había
de deci-dir si se dignaba escucharme o si por primera provi-dencia debía yo
ser pasado por las armas… Ya me lo dirían para mi conocimiento y efectos
consiguien-tes.

- XVI -

No me afligieron más de la cuenta estos siniestros augurios. Envuelto en la


toga de mi resignación, esperaba sereno las derivaciones probables de mi
cautiverio. Además confiaba en el auxilio de mi divina Madre, que
seguramente no me dejaría perecer a manos de aquellos bárbaros. Una
noche desperté arrebatado de súbito alborozo y salté del jergón creyendo
ver, viendo mejor dicho, el rostro inefable de Mariclío asomado entre los
barrotes de mi reja carcelaria. Palabras fervorosas se escaparon de mis
labios, y oí claramente esta contestación de la excelsa Señora, mil veces
augusta:

«Nada temas, hijo: yo estoy al cuidado de ti. Imita mi paciencia, imita mi


serenidad ante estas guerras tan inverosímiles ¡ay!, como verdaderas.
Estamos dentro de un absurdo vestido de realidad, Carnaval sangriento.
Escribiremos una Historia que no será creída por los venideros, y al leerla,
si es que la leen, pensarán que hemos escrito cuentos disparata-dos para
educar a los niños en la barbarie y en la imbecilidad». [182]

Al recostarme de nuevo en mi jergón, dilucidaba yo con vagas cavilaciones


si lo que había oído me lo dijo la Madre o me lo cantaron las armónicas
hojas de maíz, gimiendo bajo mi cuerpo… Rodaron días sin otra visita que
la de la señora Maribatista, amén de las que me hacían de noche alimañas
audaces, ávidas de aprovechar los restos de mi pitanza. La viejecilla
continuaba dadivosa y afable, y me entretenía con amena charla mientras
trajinaba en mi calabozo haciendo una limpieza elemental. Rara vez al
traerme la comida dejaba de añadir alguna fineza, y una tarde me obsequió
muy gozosa con un pedazo de mazapán y un Niño Jesús de alfeñique, obra
de las monjas vecinas.

Hecho a la soledad y a la meditación pasaba yo mis horas revolviendo el


copioso archivo de mi vida pasada, rememorando mis adversidades y
bienan-danzas, trazando síntesis históricas para un libro que seguramente
no escribiría nunca, y comunicándome por la fuerza expansiva de mi
espíritu con seres que me habían divertido sin hacerme ningún daño: Leona
la Brava, don Florestán, Graziella, José Ido, sin olvidar las pedantescas
figuras simbólicas de Doña Gramática y sus vetustas compañeras.

Una noche, después de beberme una botella de vino blanco que a hurtadillas
me llevó Maribatista, mi encendido cerebro me trajo la visita de seres, que
si eran vivos fuera de allí, no eran dentro de mi calabozo más que simples
fenómenos espectrales. El primero [183] que entró fue Serafín de San José,
el cual, fieramente, tirándome de los pies como para despertarme, me decía:
«Si me hubieras traído contigo como Contador y maestro de Partida Doble,
no te verías como te ves. Con la mitad del dinero que te dio el Gobierno
para la compra de cabecillas, habríamos dado la paz a España… y con la
otra mitad nos hubiéramos divertido tú y yo lindamente… Contando con
este negocio ofrecí yo a Cabeza un aderezo de brillantes… Y ahora ¿qué
aderezo le daré, como no sea una ristra de ajos?… ¡Ja, ja!».

Se me apareció luego Graziella, dando el brazo a un bulto negro en quien vi


un esbozo de la figura de don Hilario. La diablesa, con mirada burlona, se
sentó junto a mí, produciendo en la paja del jergón un ligero estallido de
risa. «Para que salgas de estos trances, Tito salado -me dijo-, voy a ponerte
en el dedo del corazón el anillo de Astaroth, hijo de Astarté, la infernal
divinidad que yo reverencio». Sentí en efecto el roce del anillo al entrar en
mi dedo. El informe bulto negro tiró del brazo de Graziella, y ambos
salieron dejando tras de sí los ecos o salpica-duras de una cháchara
zumbona.

No fue aquella noche sino otra, cuando la ingestión de medio azumbre de


chacolí, obsequio de Maribatista, me produjo la visión de un espantable
murcié-

lago que se coló por la reja, y después de chillar revoloteando junto al


techo, se posó cerca de mí, deslumbrándome con sus ojos de fuego. Era el
propio [184] don Florestán, con su melena, perilla y pómulos pintados. De
su hocico ratonil escuché estas grotescas manifestaciones: «Acabo de
escribir al Séptimo Carlos una carta de su abuelo don Carlos María Isidro,
en la que le dice que afane para sí todo el dinero que traes y te ponga en
libertad, dejándose de más guerras y nombrándote su Chambelán Hono-
rario».
En una de las siestas que yo comúnmente dormía, me fueron a ver Leona y
Doña Gramática. Díjome la primera que ya era Duquesa de Mula, y que
para evitar la fealdad de esta palabra, la concesión del título decía: Duquesa
de la Mula del Nacimiento.

Había tomado a Doña Gramática como aya o maestra del buen decir para
no hacer mal papel entre la grandeza…

Segunda y tercera visita recibí del áspero Comandante castellano, y en


ambas no hizo más que repetir o parafrasear lo que me había dicho en la
primera.

Una mañana fui sorprendido por bullicio de multitudes, congregadas en el


campo que rodeaba mi cárcel. Más tarde, oí pasos y voces de tropas en
acción. Sonaron tiros lejanos, algún tiro próximo, y a esto siguieron
chillidos de mujeres no lejos de la reja de mi calabozo… Pensé que de
aquella batahola podría resultar mi liberación; pero no fue así.

Al anochecer entró en mi celda el Comandante, seguido de tres


descomunales guerrilleros, notificándome que el General de la División
reclamaba mi persona, para someterme [185] a un interrogato-rio conforme
había lugar en justicia.

«¿Puedo saber a dónde voy?» -le pregunté.

Y él, rígido y seco, me contestó repitiendo el cuento del loro: « Usted, seor
Tito, irá aonde ó leven».

Laconismo tan áspero me enfadó; pero el estoicismo selló mis labios.


Sacáronme al pasillo y del pasillo a la calle, donde vi grupos de soldados
que se iban a poner en marcha. Despidiome el Comandante con una mirada
lastimera y un saludillo militar. En cambio, los adioses de Maribatista
fueron de ternura casi materna, con el aditamento de unas lonchas de jamón
y unos bollitos, que me dio envueltos en un número de El Cuartel Real. Ya
que la pobre mujer no pudo darme noticia del lugar a donde me llevaban,
por ella tuve conocimiento del tiempo que había durado mi prisión.
Cincuenta y dos días estuve recluido en aquel antro que, visto por fuera, se
me representó cual un resto vetusto de construcción feudal. Como apenas
podía yo tenerme a causa de mi dilatada inmovilidad, me metieron en un
carro de víveres, atándome los pies para que no me fugara.

Y aquí me tenéis otra vez, llevado por valles y montes hacia lugares
desconocidos, donde se decidi-ría la solución adversa o favorable que mi
Destino me deparase. La noche era fría y clara, con hermosa luna creciente,
cielo limpio, atmósfera de hielo. Un individuo de los que custodiaban el
carro tuvo lástima de mí y me cubrió con una [186] manta de munición. Al
abrigo de ésta traté de adormecerme.

Tocándome las manos y las sienes aprecié en mí un estado febril, y ello fue
causa de que la pesada mo-dorra me trajera visiones fraguadas en mi propia
caldera cerebral, imágenes absurdas que al desvane-cerse no dejaron rastro
en mi memoria.

No sé decir a mis compasivos lectores en qué día y hora terminó el suplicio


de mi segunda caminata, conducido por amenos valles y verdes montes en
un convoy carlista. Sólo apunto que el sol alumbraba en el cenit cuando
paró la caravana. ¿A qué lugar de Vasconia me habían llevado? No lo sabía.
También ignoraba si el General que reclamara mi presencia era Lizárraga,
Mendiri, Dorregaray o Cástor Andé-

chaga, pues estos cuatro nombres sonaron en mis oídos durante la penosa
marcha.

Desatados mis pies, dos mozarrones me llevaron en vilo a un aposento bajo,


espacioso y mal oliente.

Yo no podía moverme, debilitado por la inanición y abrasado por la fiebre


intensísima. En mi horrible turbación pude hacerme cargo de que me
hallaba en un improvisado Hospital de Sangre. Así me lo revelaron
gemidos, ayes dolorosos que a mi lado sona-ban… Un hombre, que por las
trazas era médico, se acercó a mí, y después de reconocerme minucioso,
ordenó que me arropasen con mantas o capotes, prescribiendo brebajes de
quinina y alimentación muy moderada. [187]

Desde la visita del físico ceso en las referencias directas de mi persona


porque estuve privado de conocimiento en largos días, conservando sólo un
brumoso recuerdo de la horrenda sed, del amargor de la quina, y del
repugnante gusto de los caldos que me daban.

Cuando mis sentidos empezaron a recobrarse, pude advertir que muchos de


mis compañeros de Hospital se morían lindamente, y oí los azadonazos de
los que a la parte de afuera les cavaban la sepultura.

Otros, destrozados por las balas, venían a sustituir a los fenecidos…


Mujeres, que parecían monjas por su parda vestimenta y luengos rosarios,
andaban entre nosotros con blando pisar de alpargatas. Eran enfermeras
bondadosas, calladas y solícitas.

Mi renacer a la vida fue un vertiginoso cavilar sobre la impía guerra civil,


monstruo nefando que sólo me mostraba sus extremidades dolorosas. Dos
Ejércitos, dos familias militares, ambas enardecidas y heroicas, se
destrozaban fieramente por un quíta-me allá ese trono y un dame acá ese
altar. No era fácil decir cuál de estos dos viejos muebles quedaba más
desvencijado y maltrecho en la lucha. En sin fin de páginas de la Historia
del mundo se ven hermosas querellas y tenacidades de una raza por este o el
otro ideal. Contiendas tan vanas y estúpidas como las que vio y aguantó
España en el siglo XIX, por ilusorios derechos de familia y por unas briznas
de Constitución, debieran figurar [188] únicamente en la historia de las
riñas de gallos. Así lo pensaba yo en aquellas horas siniestras de mi vida, y
así lo pienso todavía.

Ahora voy a dar a mis joviales lectores un plato de gusto, contándoles que
una mañana fui conducido por las blandas mujerucas y algunos militares de
indecisa graduación a una estancia del piso alto, ancha y luminosa, donde
me dieron alimento esco-gido para fortalecerme en mí convalecencia. Dié-

ronme también una cama bien mullida, y en derredor mío vi un mediano


ajuar de cómodos muebleci-tos. Encontrábame allí como el pez en el agua y
mi sorpresa fue tan grande como mi alegría cuando un vejete modoso y
limpio, de porte un tanto sacrista-nesco, y una monja gordita, risueña y algo
cojitran-ca, me dijeron que ya no corría peligro de ser fusilado. Por mi vida
se interesaban personajes altísimos, y aun damas y princesas. No necesito
decir cuánto me holgué de aquel feliz cambiazo en mi destino…
No riáis, parroquianos maleantes que entretenéis vuestra ociosidad con
estas lecturas, no riáis y esperad lo que resta de mi cuento.

Mis nuevos guardianes no sabían qué hacer para facilitar de un modo grato
mi reparación orgánica.

Menudeaban las comiditas sabrosas, alternadas con tragos de confortantes


licores. De añadidura, me asearon y compusieron, poniéndome muy
eleganti-to. Por efecto de aquel dulce trato y de las cosas estupendas que
pasaron ante mi vista, hube de reconocer en mí el trastorno más delicioso y
la ensoña-ción [189] más bella que yo había gozado en mi existencia de
historiador y de poeta. A la hora de comer presentáronme cierto día una
linda mesa pul-quérrima con todo el aderezo de vajilla y cristalería que pide
un yantar lujoso. Mandáronme sentar en el único sillón colocado a la
cabecera de la mesa.

Frente a mí, a bastante distancia, había un gran ventanal, y junto a él


extensa hilera de figuras femeni-nas cuyos rostros no podía distinguir por
estar ellas de espaldas a la vivísima luz del sol. La figura del centro, si no
era Mariclío, se le parecía mucho.

Dada la señal de empezar la comida por mis guardianes, que permanecían


en pie detrás de mí, avan-zaron hacia la mesa dos señoras de las que
formaban fila junto al ventanal. La una era la titulada reina doña Margarita
de Parma, esposa de Carlos VII; la otra doña Isabel II, que aunque
destronada conservaba su rango mayestático. Ambas señoras recibían de
manos del maestresala y de la monja los platos exquisitos y me los servían
con soberana gentile-za… Yo no sabía qué decir ante tan inauditos honores,
y por no estar callado repetí con turbada voz los famosos versos: Nunca
fuera caballero - de damas tan bien servido…

Del grupo de las señoras, destacáronse otras para compartir con las Reinas
el honor de servirme: eran la Infanta doña María Isabel Francisca, viuda de
Girgenti, y doña Blanca, esposa de don Alfonso de Borbón y Este… Las
Reinas y Princesas, así como las otras [190] damas que ponían ante mí los
ricos manjares, retirando después los platos ya vacíos, me agraciaban con
sonrisas y donosos mohínes sin pronunciar palabra.
Inmóvil en su puesto ante el ventanón permanecía la Madre Clío, como
presidiendo la escena de cuento infantil en que yo era estupefacto
protagonista.

No pude contener mis ganas de conversación, y desde mi sitial dirigí a la


Madre estas regocijadas expresiones: «Te veo, Señora, sin distinguir
claramente tu semblante augusto. Pero aunque no te viera te reconocería por
el bromazo que me das, ordenando que me sirvan de comer testas más o
menos co-ronadas y altísimas Princesas de sangre real. Ello es el signo
fantástico de la soberana protección que concedes a tu siervo humilde,
indigno amanuense de tus sacros Anales…».

¡Jesús, qué delirio! Por Júpiter y don Pedro Calderón, ¿soñar es vivir?…
Dormí hondamente la mona, empalmando la tarde con la noche, y a la
siguiente mañana, apenas me vestí y acicalé, llegose a mí con su blando
andar de alpargatas mi monjita guardiana, y así me dijo: «Un ayudante del
Teniente General don Antonio Dorregaray ha venido con el recado de que
éste le espera a usted para conferenciar».

-¡Ah, no sabía…! -exclamé requiriendo mi gabán y sombrero.

-¿Pero no sabe que llegó anoche el General? ¡Pues poco ruido que hicieron
las tropas al distribuirse en sus alojamientos! ¿Nada [191] oyó usted?
Claro…

ha dormido entre tarde y noche diez y ocho horas seguidas…

Las últimas palabras de la buena señora fueron para decirme que estábamos
en el valle de Luyando, y que corría la segunda quincena de Abril.
Inmediatamente salí con el ayudante, que me llevó por la carretera,
sorteando baches y montones de grava. A un lado y otro vi soldados que
ocupaban caseríos y tiendas de campaña. En corto tiempo llegamos a un
grupo de casas, entre las cuales se destacaba una con gran portalada señorial
guarnecida de escudos.

La muchedumbre de oficiales que vi al entrar, me indicó que aquél era el


alojamiento del Teniente General Dorregaray. Subimos al primer piso, y el
ayudante me metió en una estancia que parecía bi-blioteca, con alta
estantería de nogal bruñido por el tiempo.

Retirose el ayudante, después de decirme que espe-rase un momento, y a


los diez minutos de estar allí vi aparecer al caudillo carlista don Antonio
Dorregaray, cuyo semblante conocía yo por los retratos que en aquella
época prodigaban los periódicos ilustrados. Era un hombre fornido,
membrudo, de negra y espesa barba partida, despejada frente y expresivos
ojos. Desde el primer momento advertí en él cierta benevolencia mezclada
de curiosidad.

Hízome sentar frente a sí, junto a una mesa donde vi números de El Cuartel
Real, una escribanía de cobre con plumas de ave mojadas de tinta, y
algunos pliegos sueltos a medio escribir. Presidía la [192] estancia un
retrato litográfico de Carlos VII, montado en brioso corcel de flotantes
crines, que lanzaba por narices y boca los vahos espumosos de su fogosi-
dad.

- XVII -

Inició el General nuestro coloquio con estas palabras corteses: «Días ha que
deseaba yo hablar un rato con usted. Antes de tratar de los papeles que se le
recogieron al ser detenido, debo decirle que han llegado a mí referencias de
su persona. Por Carlos Calderón, a quien usted conoce, sé que es usted
historiador de nota».

-De afición no más, mi General -respondí con modestia-. Mientras llega el


caso de examinar los hechos históricos, me dedico a estudiar los caracteres
que los producen. Al venir aquí me traje el bosquejo de la figura militar de
V. E., y si quiere le daré una muestra de la escrupulosa fidelidad con que
hago mis investigaciones.

-Suprima tratamientos y siga.

-Nació usted en Ceuta en 1823, y a los doce años ingresó como Cadete de
Infantería en el Ejército de don Carlos María Isidro. Tenía usted el empleo
de Subteniente cuando se acogió al Convenio de Vergara, pasando a prestar
servicio activo en el Ejército Nacional. Con el mismo grado de Alférez
guerreó usted a las órdenes de Oraa y Espartero para [193]

someter a los carlistas que aún asolaban el Maestrazgo. Se batió usted en el


sitio de Castellote y en la toma de Morella… El 48 y 49, siendo ya
Teniente, operó usted contra la facción Montemolinista que se organizó en
las Provincias Vascongadas, y por sus méritos le hicieron Capitán. En Julio
del 54 se adhirió usted al movimiento de Vicálvaro, a las órdenes del
General don Leopoldo O'Donnell, y ascendió a Comandante. Dos años
después se le condecoró con la Cruz de San Fernando de primera clase por
su animosa conducta en las turbulencias que ocurrieron en Madrid. El 59
fue usted a la guerra de África en el Batallón de Alcántara, uno de los que
componían la brigada de vanguardia del Primer Cuerpo, mandado por el
General Echagüe. Tomó usted parte en las más lucidas acciones de aquella
guerra, y el 9 de Enero del 60 se le dio, a petición suya, el mando de las
fuerzas de presidiarios armados. En 4 de Mayo se le nombró ayudante de
campo del General de la división en la que servía, y en este puesto logró
usted el grado de Teniente Coronel.

-¡Oh, qué hermosa guerra! -exclamó Dorregaray, dilatando su espíritu en


remembranzas placenteras-.

¡El Serrallo, Castillejos, Montenegrón, Tetuán!…

Siga, siga.

-Después de la guerra de África hizo usted servicio de guarnición en


diferentes poblaciones, demostrando siempre sus grandes conocimientos en
Táctica, Ordenanza y Ciencia militar. Poseía usted, además de la Cruz de
San Fernando concedida en 1856, la de [194] San Hermenegildo, que le fue
otorgada el 58, y otra de San Fernando de primera clase, que se le dio por su
bravo comportamiento en la batalla de Wad-Ras. El 62 se le impuso el
hábito de la militar orden de Santiago… Vea usted, mi General, qué bien
enterado estoy de los méritos y servicios del Teniente Coronel don Antonio
Dorregaray hasta que, en los últimos meses del 68, sus ideas le llevaron a
ingresar de nuevo en el Ejército absolutista.
-Está muy bien, señor mío -dijo Dorregaray, refor-zando los conceptos con
expresivas cabezadas-. Si completa usted el estudio de las personas con el
examen imparcial de los hechos, será usted un historiador digno de tal
nombre.

-Me falta decir que conozco y trato a muchos distinguidísimos militares que
fueron y son amigos de usted: los hermanos Pieltain, Primo de Rivera (Ra-
fael y Fernando), Martínez Campos, Pavía y Alburquerque, Nandín y Moya,
ayudantes de Prim, Echagüe, Zabala, y algunos paisanos ilustres como el
Marqués de Beramendi, el Barón de Benifayó…

-Bien, basta ya -dijo el caudillo realista cual sin quisiera apartar de sus ojos
una nube de tristeza-.

Tengo mis afectos repartidos en uno y otro campo…

Pero dejemos esto, y vamos al asunto que motiva nuestra conferencia. Los
papeles de usted… ese extraño nombramiento de Delegado Secreto para
someter por el soborno a los jefes carlistas, paréce-me monstruosamente
falso por la enormidad del

[195] intento, y verosímil por la perfección de la escritura. Conozco muy


bien la firma de García Ruiz, que conmigo se ha carteado más de una vez;
las firmas de Echegaray y del Director del Tesoro también me son
conocidas, y por tanto…

Hube de interrumpir al caudillo, anticipándole mi sincera y leal explicación


de aquellos farandulescos papeluchos. Eran un bromazo que me dio al salir
de Madrid el más sutil calígrafo que existe en estos reinos. A la objeción
lógica que vi apuntar en los labios de mi sagaz interlocutor, me adelanté
diciéndole: «Naturalmente, se asombra usted de que yo, conociendo la
falsedad de estos papeles, los haya traído conmigo al pasar del campo
liberal al campo absolutista. Comprenderá usted mi torpeza cuando se
entere de que padezco desvaríos mentales, que alteran temporalmente mi
fiel apreciación de las cosas, y cuando de añadidura sepa que salí de Madrid
bajo la sugestión insana de una mujer histérica, antojadiza y atrabiliaria, que
me hacía ver lo blanco negro…».
-Ya, ya. ¿Hembra tenemos? ¡Malo, malo! -

exclamó don Antonio, conteniendo la risa y sacando del bolsillo del pecho
los documentos de autos-.

Entre los papeles del señor don Proteo Liviano hay un plieguecillo, escrito
con lápiz en letra de mujer bastante garabatosa, que dice así: Pesquemos
primero a los pájaros gordos. A Dorregaray 50.000 duros… A Cástor
Andéchaga 25.000… etc.

-Me parece que con ese ridículo apunte [196] de la dama estrambótica que
me acompañaba queda bien clara mi inocencia, y donde digo inocencia
ponga usted tontería o flaqueza mental.

Antes de que me lo preguntase le di cuenta de mis amores con Chilivistra,


del endiablado carácter de ésta, no bien conocido hasta que juntos
emprendimos el viaje, de las querellas y ruidosas trifulcas que nos
separaron, largándose ella con mil demonios a no sé dónde y cayendo yo en
horrible cautiverio por más de dos meses, del cual me sacó la magnanimi-
dad del hombre generoso en cuya presencia estaba.

«Por lo que aquí hemos hablado -dijo Dorregaray-, y por los nuevos
informes que de usted me dio esta madrugada Carlos Calderón al partir para
Mirava-lles, queda usted indultado, señor don Proteo».

En este punto se levantó, y rompiendo en cuatro pedazos los mágicos


documentos que me acredita-ban como corruptor de caudillos facciosos en
el campo inmenso de la fantasía, los arrojó en el suelo con ademán
desabrido… Creyéndome libre le pedí licencia para retirarme. Pero él,
deteniéndome con un gesto, me indicó que aún faltaba algún rabito por
desollar hasta poner término a nuestra entrevista.

«Ya sabe usted -me dijo- que hemos puesto sitio a Bilbao. Esta plaza tan
importante no tardará en ser nuestra. Ahora no se nos escapa como se nos
escapó en los famosos días de Luchana… Sabrá usted también [197] que
Serrano y Concha embarcaron en Santander para Castro Urdiales, y piensan
atacarnos por las líneas de Somorrostro».
-Es la primera noticia que tengo de eso, mi General. Soy un pequeño
historiador que ignora la Historia viva que le rodea.

-¿Y tampoco sabe usted que con Serrano y Concha vienen Primo de Rivera,
Martínez Campos, Tassara, Echagüe y otros amigos míos…?

-¡Qué he de saber, pobre de mí, si me han tenido ustedes más de dos meses
encerrado en Yurre y en Luyano!

-Pues si está usted a obscuras de todo lo que pueda interesarme -dijo


Dorregaray un tanto malhumora-do-, quédese en libertad y tome la
dirección que más le convenga.

-Considere, mi General, que adonde quiera que vaya tendré que pasar por
entre tropas carlistas, y si éstas han de volver a encarcelarme prefiero que
sea usted el que disponga de mi suerte, llevándome consigo.

-Me refiero yo, señor Liviano -indicó don Antonio con un dejo de
socarronería-, que usted, hombre un tanto alocado y de imaginación que tira
siempre a los desvaríos, querrá irse con los suyos, que a estas horas andarán
por los vericuetos de Somorrostro.

Yo le daré un caballejo, unas alforjas con víveres y salvoconductos para que


vaya usted hasta Valmaseda, franqueándose de las tropas de Cástor
Andéchaga o Lizárraga, únicas que puede usted encontrar en ese camino.
Desde Valmaseda póngase usted en manos de la [198] Providencia y de sus
santos tutelares para llegar a donde estén los suyos, a quienes tengo por tan
alocados y fantasiosos como usted.

Dios se la depare buena… Otra cosa: si se tropieza usted con Arsenio


Martínez Campos dígale que le espero… donde él verá. Adiós, amigo.

Con todo rendimiento me despedí de aquel hombre que tan gallarda y


generosamente se había portado conmigo. Para colmo de bondad cumplió al
instante su oferta, proporcionándome un caballo con alforjas a la grupa. En
ellas, junto con los víveres, acomodé mi ropa, desembarazándome del
estorbo de la maleta. El mismo ayudante que me llevó a presencia del
General, me entregó dos salvoconductos, en cuyas márgenes había trazado
Dorregaray expresivas lí-

neas recomendándome a Lizárraga y Andéchaga.

Ganoso de aprovechar el tiempo despedime de mis buenos guardianes, y


entre alborozado y medroso partí hacia el valle de Llanteno, dirección que
me indicaron como la más fácil para llegar a Valmaseda.

No quiero entreteneros con pormenores de mi caminata, en la cual nada de


particular me ocurrió. Al otro día, cerca de Santa Coloma, encontré tropas
de Andéchaga. Hablé con el veterano cabecilla, que me acogió
hidalgamente, invitándome a seguir en su compañía. Así lo hice, y en el
lugar de Antuñano, el guerrillero me indicó la ruta más breve para llegar a
Valmaseda, donde quizás encontraría tropas e Lizá-

rraga. Mi jaco, que [199] era una buena pieza, me llevó en algunas horas a
la capital de las Encartacio-nes, donde tuve la suerte de no topar con la
facción de Lizárraga y sí con un buen almuerzo caliente que me restauró de
cuerpo y espíritu. Eran las diez de la mañana de un día de Abril, cuyo
número estaría seguramente en los almanaques, pero no en mi flaca
memoria.

Después de dar a mi valiente rocín el descanso y pienso que se le debían,


me lancé a la ventura por un camino que a mi parecer al encuentro de
Serrano y Concha me llevaba. La Providencia iba conmigo.

¿Iría también invisible mi excelsa Madre? Dígolo porque unos aldeanos, a


quienes pregunté si me había equivocado en el camino de Múzquiz, me
respondieron: «Va bien, señor; tuerza por la carretera que encontrará pronto
a mano derecha, y todo seguido llegará, si le dejan los cristinos que andan
por esos montes».

Seguí la indicada ruta, y al meterme en las encañadas de una sierra (que


según después supe se llama de Saldoja) me vi sorprendido por una
turbamulta de soldados carlistas a pie y a caballo, que en veloz retirada
venían hacia Valmaseda. Eran sin duda los vencidos en un reciente
combate. Sus caras atrista-das, su andar presuroso, las inflexiones de su
lenguaje vasco, que unidas al ademán resultaban inteli-gibles, me revelaron
que iban en humillante fuga.

Algunos me injuriaron, en otros advertí una hostilidad nada tranquilizadora.


Tuve miedo de que, por lo menos, me quitaran el jaco, ya que [200] no
descar-gasen en mi propia persona la rabia de su vencimiento…

Cuando pasaban los últimos de la dispersa manada, mi buena suerte me


deparó a la derecha del camino una venta o parador. Picando espuelas a ella
me fui, con ánimo de guarecerme por si venía nuevo tropel de guerreros
desmandados. En la venta sólo había dos mujeres, las cuales, a mis primeras
palabras en demanda de hospitalidad me contestaron en purísi-mo
castellano y con acento muy cortés. Eran de Castro Urdiales, hija y madre,
y estaban solas porque los dos hombres de casa habían tenido que ir con sus
carros, llevados a la fuerza, a portear víveres y municiones en un convoy de
Mendiri.

«¡Ay, señor! -me dijo la más joven-. Desde ayer, por todo el terreno de aquí
a Somorrostro, en los altos de Las Muñecas y en la parte de Montellano, no
han cesado los tiros de fusil y los zambombazos de la Artillería. Todavía
hay para rato y no se sabe quién lleva las de perder. Ha venido de Madrid,
según dicen, un General que llaman el de la Concha con otros tales. El
Serrano parece que ahora va por delante. ¡Menudas trapatiestas vamos a
tener, se-

ñor!».

La vieja, que con mirada de águila exploraba las lejanías, saltó diciendo:
«Me paiz que al carlista le zurran la badana. Hacia aquí vienen algunos más
huyendo de la quema. Por la encañada de allá abajo veo un montón de ellos,
espavoridos, que corren buscando la vuelta de Güeñes. Señor; si es usted

[201] moro de paz, puede guarecerse en el pajar hasta que pase esta
tremolina. Comida no tenemos, como no sea un poco de cecina que
asaremos en las brasas. Vino sí lo hay, y no faltan cerezas en aguar-diente».

Cuando esto decía la buena mujer, arreció de un modo espantable el tiroteo,


y distinguíamos el humazo de los disparos como blancos vellones que
surgían incesantemente en los términos remotos.

Quedeme en relativa tranquilidad al abrigo del ven-torro, y al amparo de


aquellas tal vez encantadas princesas, que así curaban de mi rocino como de
mi humilde persona. Todo aquel día duró el estampido de las lejanas
batallas. La ventera más joven me señaló diferentes puntos de donde venía
ruido de volcanes en erupción, entre ellos unos picachos que a mano
derecha y a larga distancia se parecían, donde el humo de la pólvora
formaba espesa nube.

Relacionando días después aquella visión con lo que en el campo liberal me


contaron, vine a comprender que mi ventera me había señalado, sin sa-
berlo, el formidable paso del General Concha por los desfiladeros de Las
Muñecas. Como he dicho, todo el día siguió el tremendo chocar de ambos
ejércitos, y durante la noche, agazapado en el pajar, oí distintamente el
zumbido aterrador de los carlistas en retirada por los caminos y veredas
colindantes.

El día siguiente amaneció cerrado de nieblas. Desde muy temprano empezó


el fuego [202] de fusilería y cañón. Salí de mi escondite, advirtiendo que el
ruido bélico se extendía marcadamente hacia mi derecha. Nada se veía. Pedí
a la mesonera anciana noticia de los lugares que la niebla blanquecina en
aquella dirección ocultaba, y me dijo: «Lo más cerca por ese lado es
Avellaneda; luego sigue Galdames de Suso y de Yuso; después Abanto, y al
cabo Portugalete».

Arreció el rumor de batalla conforme avanzaba el día. Por la tarde llegaron


al parador dos viejos, con la noticia de que los carlistas habían sido
destrozados y de que el Ejército Cristino también tenía muchas bajas…
Horas después vimos que por una loma distante pasaban de izquierda a
derecha tropas que parecían liberales. No pudiendo contener mi curiosidad
impaciente enjaecé mi caballo, y despidiéndome de las bondadosas mujeres,
me lancé a buen trote en la ruta que me pareció conducente al lugar de
Avellaneda… Antes de anochecer me encontré cerca de los míos. Alegría
retozona inundó mi alma.

Metiéndome entre ellos reconocí el Regimiento número 38, León.


- XVIII -

Al instante me puse al habla con los soldados que consideraba como mi


familia política y militar. Entre los oficiales reconocí a un joven Teniente,
sobrino de don Romualdo [203] Palacios, el cual me dijo que las divisiones
de Letona y Martínez Campos estaban ya cerca de Portugalete, pues las
líneas carlistas habían sido forzadas y el enemigo, poniendo pies en
polvorosa, dejaba libre el camino de Bilbao.

Descansamos algunas horas en Avellaneda, y al salir de madrugada con el


mismo Regimiento, vi el suelo, a un lado y otro del camino, sembrado de
cadáveres. A las cuatro horas de marcha oí de nuevo fuego lejano.
Dijéronme que hacia Galdames de Suso se estaban batiendo todavía.
Encontramos tropas que creo eran de la retaguardia de Martínez Campos.
Muchos hombres se ocupaban en enterrar muertos. Era un espanto, un
horror. ¿Y esto para qué? ¿Qué finalidad tenían aquellos cruentos combates,
con sacrificio de tantas vidas generosas? Luego os diré, lectores de mi alma,
las ideas que empezaron a bullir en mi mente al presenciar la pavorosa
escena.

Entre los oficiales que dirigían los enterramientos encontré a Palazuelos,


aquel Teniente que en Miranda facilitó mi viaje a Vitoria con la enfadosa
Chilivistra. Abrazándome me dijo: «De Puerto Rico he pasado a Saboya
número 6, y aquí me tiene usted, en la División de Martínez Campos».
Aquella misma tarde, pasado Abanto, Palazuelos y dos oficiales más,
despachando juntos y aprisa un ligero tente-en-pie, me hicieron una
descripción sintética de las bravas acciones que franquearon el paso hacia la
ría de Bilbao. Contáronme la muerte de Andéchaga y el audaz [204]
movimiento del Marqués del Duero por la cumbre de Las Muñecas, que
envolvió al enemigo atacándole de flanco hasta ponerle en dispersión
presurosa.

Según el relato de aquellos amigos, las pérdidas nuestras habían sido


dolorosas. Mucho más lo fueron las de los carlistas. Los cadáveres eran
como jalones que marcaban el paso de la Historia en aquellos trágicos
días… Amaneció el 1.º de Mayo, día feliz en concepto de los liberales.
Colocado yo en un altozano próximo al lugar de Cabreces, viendo a nuestro
Ejército en el término de aquella jornada truculenta, lancé al aire vago y a
los vapores de la tierra ensangrentada pensamientos que si entonces tenían
algo de profético, luego se resolvieron en una apreciación clara y justa de la
hispana vida. Sin duda me inspiraba la Madre, cuyo aliento fecundo penetró
en mi cerebro; sin duda la Madre augusta me sugirió después el criterio
clarísimo con que, andando el tiempo, he podido juzgar los sucesos que
entonces vi… Escribo estas líneas cuando el paso de los años y de
provechosas experiencias me ha dado toda la claridad necesaria para
iluminar el 2 de Ma-yo de 1874.

Ved aquí lo que pensaba y pienso: liberales y carlistas se desgarraron cruel


y despiadadamente por dos ideales que luego han venido a ser uno solo.

¿Cabe mayor imbecilidad de una parte y otra? Los liberales derramaban a


torrentes su sangre y la sangre enemiga sin sospechar que entronizaban lo
[205]

mismo que querían combatir. Los carlistas se dejaban matar estoicamente,


ignorando que sus ideas, derrotadas en aquella memorable fecha,
reverdecerían luego con más fuerza de la que ellos, aun victo-riosos, les
hubieran dado.

El 2 de Mayo, la suerte me deparó el honor de acompañar al General


Concha cuando en un vapor-cito entró por la ría de Bilbao hasta llegar al
casco de la ciudad, recién liberada de un sofocante asedio.

No puedo describir el júbilo del vecindario. Era una locura, un delirio. Las
aclamaciones abrasaban el aire, infundiendo en las almas el fuego de una
nueva vida. Bilbao creía que inauguraba una era de grandeza nacional, de
cultura, de emancipación del pensamiento, de todo cuanto podían dar de sí
la pujanza mental y la nativa riqueza de aquel pueblo. Al recordar hoy los
sublimes momentos de aquel día, ayes de gozo, alaridos de esperanza, me
parece que oigo burlona carcajada del Destino. Sí, sí; porque la
Restauración primero, la Regencia después, se dieron prisa a importar el
jesuitismo y a fomentarlo hasta que se hiciera dueño de la heroica Villa.
Con él vino la irrupción frailuna y monjil, gobernó el Papa, y las leyes
teñidas de barniz democrático fueron y son una farsa irrisoria.
Los desdichados carlistas, que entonces lloraron su retirada, vinieron luego
a instalarse sin rebozo en la ciudad opulenta, y a dar en ella carta de
naturaleza a las ideas sombrías que no pudieron imponer con las

[206] armas. Pero si el hierro vizcaíno ha servido para forjar las cadenas
que cercan la vida de un pueblo llamado a influir derechamente en la
reconstrucción de España, también las almas oprimidas recibieron del acero
la dureza y temple con que han de romper algún día el asedio moral que les
ha puesto la barbarie… Hablando de esto no hace mucho, la excelsa Madre
me dijo: «Tito del alma: aquellas peleas que viste el 74 fueron juego y
travesuras de chicos mal criados».

Pasados los ruidosos alegrones del 2 y 3 de Mayo en la invicta Villa, me


instalé en Portugalete, acomodándome en la propia casa donde se alojaban
el Teniente Palazuelos y otros amigos de Saboya y Ciudad Rodrigo. En
aquel período de descanso me-nudearon las comilonas en diferentes sitios
próximos a la ría, pues ya se sabe que donde hay bilbaí-

nos no pueden faltar las alegres cuchipandas cam-pestres. En una de éstas


me contaron (no respondo de la veracidad) que los Generales afectos a la
do-minación borbónica propusieron a Concha la proclamación del Príncipe
Alfonso, como el mejor entretenimiento para pasar el rato. Mala cara puso
el General en Jefe al oír tal despropósito, y aun se dijo que reprendió
ásperamente a los que con tanta prisa querían atropellar los
acontecimientos…

El 13 de Mayo, bien presente tengo la fecha, emprendimos la marcha… El


General Concha, con noble ardimiento, quería llevar la guerra a lo que él
llamaba el corazón del [207] carlismo, Navarra…

Acompañando a los de Saboya me puse en camino, montado en el trotón


que me dio Dorregaray. Mi cabalgadura, con el largo descanso y los buenos
piensos, iba tomando trazas de corcel brioso y era la envidia de mis amigos.
Éstos, con graciosa burla, le pusieron el nombre de Babieca. Por la misma
ruta que yo había traído fuimos con otros muchos Regimientos y Batallones
hasta Valmaseda, donde pernoctamos. Al día siguiente recorríamos el Valle
de Mena hasta Bercedo y Medina de Pomar.
No describiré los movimientos de la numerosa hueste que llevaba consigo
don Manuel de la Concha… Sólo diré que de Medina de Pomar marchamos
a Villasante y desde allí seguimos por el Valle de Tobalina, orilla izquierda
del Ebro, en dirección de Sobrón. Interpretando mal el pensamiento de
nuestro General pensé que nos llevaba a Miranda.

Pero no fue así. Desde Puentelarrá fuimos a Salinas de Añana; allí supe que
Concha, al frente de una división, había entrado en Orduña, donde impuso
un fuerte tributo, volando después la fábrica de pólvora. El 18 de Mayo, se
reunieron en Nanclares las diferentes fuerzas de aquel Ejército. El 19
estábamos todos en la capital de Álava.

En los cinco o seis días que pasé en Vitoria ocurrieron acontecimientos


históricos de extraordinaria importancia, y me apresuro a referir el que
estimo de mayor interés: mi repentino encuentro con la destornillada mujer
a quien los Anales de Clío dieron el claro [208] nombre de Chilivistra. Iba
yo por la calle de la Zapatería, abstraído en vagos pensamientos, cuando un
siseo que no podía confundir con ninguna otra expresión humana me obligó
a detenerme. Era ella, ¡Dios!… Hacia mí vino presurosa, alargando los
brazos como para estrecharme en ellos. ¿Qué había de hacer yo? Dejarme
abrazar, dejarme besuquear, recibiendo en el rostro su saliva y sus lágrimas,
y oír estas lastimeras voces entre-mezcladas de amargor y dulzura:

«¡Ay, Tito de mi vida, lo que habrás sufrido!…

Cuéntame… ¿Has estado preso en el campo carlista?… Culpa mía fue tu


desgracia… ¡Perdóname!…

Muy mal me porté contigo, lo reconozco… ¡Ay; cuando te cuente yo mis


infortunios verás a qué pruebas tan duras me ha sometido el Señor!… ¡Oh,
qué dicha tenerte a mi lado!… Hace días que no ceso de pedir a la Virgen
Santísima me conceda el favor inefable de recobrarte… La Virgen me ha
oído… y aquí estás… aquí te tengo… Dime tú ahora: ¿has venido con ese
Concha?…».

Los atropellados conceptos de Silvestra no tuvieron fin hasta que accedí a


llevarla conmigo, colgada de mi brazo, por las calles curvas de la ciudad
vieja.
Observé en Chilivistra una desdichada transforma-ción de la persona en lo
tocante a la vestimenta y aliño del rostro. Venía mal trajeada, el cabello en
desorden, ojerosa, revelando el descuido de las artes de tocador con que
acicalar y componer solía su faz bella. Lo primero que [209] me dijo al
sosegar su ánimo fue que acababa de salir del convento de las Brígidas,
donde había permanecido tres semanas en durísimos ejercicios espirituales,
con toda la severidad de ayunos y mortificaciones y el sin fin de rezos que
le fueron impuestos por su confesor. La causa de estos rigores me refirió en
seguida con la tranquilidad propia de un alma cristiana. Había sufrido tan
áspera penitencia para limpiar su alma de los pecados más graves a que nos
induce la humana flaqueza.

«¡Ay, Tito adorado! -prosiguió parándose frente a los pórticos de la


Colegiata de Santa María-. Entre-mos en la casa del Altísimo y en ella te
contaré…

Quiero que seas mi segundo confesor…».

En la cavidad obscura del templo, Silvestra me guiaba como lazarillo, pues


mis ojos deslumbrados por la luz solar nada veían. Ella, como rata de
iglesia, iba fácilmente de una parte a otra en el recinto tenebroso. Nos
sentamos en un lustroso banco bajo el coro. En el fondo de la nave y en
alguna capilla distinguí macilentas luces, que con el tintineo de campanillas
me indicaron que había misa en algunos altares. Como Chilivistra había
oído ya tres, puso más atención en mi persona que en el Santo Sacrificio.

«Te contaré mis ansias -me dijo con susurro-, sin ocultarte los horrendos
pecados que me han traído a esta tribulación. Todo lo sabrás. No quiero
tener secretos para mi Tito, que es bueno, indulgente, y sabe perdonar…
[210] Pues verás: estuve unos días en Durango, otros en Elanchove, donde
me ocurrieron cosas que hoy tengo por secundarias y te las contaré después.
Vamos a lo principal, vamos a lo gordo. De mi tierra me vine aquí, atraída
por la amistad de mis parientes los Baraonas, y al mes de estar en Vitoria
haciendo vida de recogimiento y devoción, conocí a un sujeto que dio en
acosarme y perseguirme con requerimientos amorosos. En todas las casas
conocidas, así los Romarates como los Trapinedos y los Prestameros, me lo
encontraba. Es un hombre que ya pasó de la juventud y aún no está en la
madurez de la vida, muy pulcro y atildado, de trato finísimo y palabra dulce
y sonora, como nacido en el riñón de Castilla, Ávila, patria de Santa Teresa
de Jesús».

-Y ese señor tan finústico -dije yo, poco interesado en aquella historia-,
¿será también místico y extático como su paisana?

-No te diré que sea místico -prosiguió Chilivistra-, pero de palabritas


devotas y de lindas frases tocantes a la Santa Religión, y aun a la misma
Teología, se valió el muy tuno para cortejarme… No te rías…

El buen señor estaba desatinado por mi frialdad y resistencia. Me esperaba


en la calle, y andando junto a mí, en voz baja me decía cosas… ¡Ay, Tito,
qué cosas!… La verdad… tiene el hombre una imaginación, una labia, un
modo de expresarse que… vamos… Yo, muerta de vergüenza, callaba y me
ponía muy colorada… Una tarde me llevó a la Florida y

[211] nos internamos en los paseos más reservados.

-Vaya, mujer, acaba pronto. ¡Tantos rodeos para venir a parar en…!

-Si el hombre se hubiera mantenido en el terreno del amor puro, o como


quien dice platónico, menos mal. Pero buscaba el melindre, quería llevarme
a la deshonestidad, al desenfreno, a la impureza… Una noche, paseándonos
por la Plaza, sentía yo mucha sed porque había comido bacalao asado…
Llevome a una Cervecería para que refrescáramos… ¡Ay, perdóneme Dios
el mal pensamiento!… Yo creo que aquel hombre me echó en la copa de
cerveza una droga endiablada, incitativa y calórica, que me trastornó por
completo.

-En fin, que…

-Sí, hijo, sí… ¡Qué desgracia, ay!… Como él es viudo y vive solo, iba yo a
su casa… De este desvarío, que fue sin duda obra del Enemigo Malo,
resultó para mí el bochorno que puedes imaginarte…

Todo el pueblo se enteró. Los Baraorias, los Trapinedos, los Prestameros,


los Romarates… ¡ay!… me dieron de lado… Ahora que conoces mi mal,
Tito mío, te diré lo que ha de causarte admiración y espanto. Aquel hombre
que me arrastró al pecado con maleficio y artes corruptoras es…
¡asómbrate, Ti-to!… es el Administrador de Rentas de Vitoria.

Antes que compadecer a Chilivistra sentime inclinado a reírme de su


simplicidad. Mi estupor subió de punto cuando me dijo, cambiando [212] el
tono patético por el que familiarmente usamos en los negocios:
«Comprenderás que con Eulogio Mentirola, que así se llama el asaltador de
mi virtud, hablé de tu Delegación Secreta, y más de una vez me dijo que
tiene orden de pagar los libramientos y espera que tú vayas a cobrarlos. Ya
lo sabes. Si quieres, yo te llevaré a su casa o a su oficina, identificaré tu
persona y…».

Para mi sayo me dije: «Esta mujer está loca rema-tada y lo mejor que
puedes hacer, Tito, es poner tierra por medio». Y en alta voz proseguí:
«Pero tú, después que el confesor te sacó de ese oprobio y con la penitencia
y los ejercicios espirituales en las Brí-

gidas has restaurado tu pureza, ¿vuelves a caer en las garras del espíritu
maligno?».

-¡Ay, hijo… si supieras! Él me persigue, me acosa, no me deja vivir…


Anhelo ser buena y no puedo…

Pero esto acabará, si tú quieres, Titín. Decídete: te presentas a Mentirola,


cobras el primer libramiento y yo, aquí donde me ves, estoy dispuesta a ir
contigo para tender el anzuelo a Dorregaray… Ya te dije que ése es el
primero a quien debes enganchar… En Oñate le tienes: me consta.

Comprendiendo ya que la enajenación mental de la pobre Silvestra no tenía


remedio, la compadecí de veras. Díjome que vivía con la familia del
Capellán de las Brígidas y que a la mañana siguiente me visitaría en mi
hospedaje, fonda de Pallares. Dicho y hecho: estaba yo vistiéndome cuando
se metió [213]

en mi cuarto, y con lenguaje atropellado y febril, viva expresión de su


demencia, repitió la enmaraña-da historia: el Administrador… el
libramiento… los cincuenta mil duros… Oñate… Dorregaray…
Fingiendo pesadumbre le dije: «Hoy no puede ser.

Dejémoslo para dentro de unos días. ¿No sabes lo que pasa? Tenemos
interceptado el camino de Arán-zazu y Oñate. Dorregaray, que ha sustituido
a Elío en el mando en jefe del Ejército carlista, ocupa los altos de Arlabán.
Hoy saldrán de aquí fuerzas considerables que manda Concha para batir a
don Antonio si se atreve a bajar al llano». A esto añadí el socorrido embuste
de que tenía que unirme inmediatamente al Cuartel General de Concha:
Don Manuel me había llamado con urgencia, y tal y qué sé yo.

De esta suerte logré despachar a la pobre mujer, cuyo desconcierto cerebral


influía, sin darme cuenta de ello, en mi nada segura imaginación.

Oprimiendo los lomos de mi Babieca, salí con la columna del General


Martínez Campos, una de las tres que mandó Concha al reconocimiento de
Arlabán. Fuimos hacia Arriaga y Urrúnaga, que los carlistas abandonaron
tras un ligero tiroteo. Echagüe se llegó por la izquierda hasta Ulibarri
Gamboa. Por el centro, otra columna avanzó hasta Villarreal, al mando de
no sé quién. Se vio claramente que Dorregaray no aceptaba la batalla,
permaneciendo en las alturas con sus doce batallones. Al día siguiente,
cuando [214] regresábamos a Vitoria, hervían en mi pensamiento las
consideraciones escépticas que desde la liberación de Bilbao formaban mi
criterio sobre aquellas vesánicas campañas.

En las alturas de Arlabán teníamos a Dorregaray, que empezó su carrera en


el absolutismo, y después de servir con gloria y provecho en el Ejército
liberal, volvió a la liza bajo las banderas de don Carlos.

En el llano de Álava, se agolpaban armados hasta los dientes los que


compartieron con don Antonio las fatigas de la guerra de África y de las
contiendas familiares del liberalismo. Habían sido amigos: lo serían
siempre…

Con sutileza de imaginación introducíame yo en el cerebro del de arriba y


de los de abajo, y encontraba la percepción de un solo ideal. ¿Qué querían,
por qué peleaban? Debajo del emblema de la soberanía nacional en los unos
y del absolutismo en el otro, latía sin duda este común pensamiento:
establecer aquí un despotismo hipócrita y mansurrón que so-metiera la
familia hispana al gobierno del patriciado absorbente y caciquil. En esto
habían de venir a parar las mareantes idas y venidas de los Ejércitos, que
unas veces peleaban con saña y otras se detení-

an, como esquivando el venir a las manos.

Discurría yo, metido en las entendederas de aquellos hombres, que si por el


momento no era lógico el acuerdo entre ellos, no tardaría el tiempo en dar
realidad a mis maliciosas conjeturas. Concluirían por hacer paces, [215]
reconociéndose grados y honores como en los días de Vergara, y la pobre y
asendereada España continuaría su desabrida Historia dedicándose a
cambiar de pescuezo a pescuezo, en los diferentes perros, los mismos
dorados colla-res.

- XIX -

Mayor interés que los toques proféticos que acabo de colocar a mis lectores
tiene en la Historia la noticia siguiente: cuando a partir hacia Logroño me
disponía, con el grueso del Ejército de Concha, volvió a presentárseme
Chilivistra, ya restituida felizmente a su prístino estado de compostura y
arreglo personal. No era ya la figura luctuosa, mísera y lastimera de los días
anteriores. En su rostro advertí los discretos afeites que comúnmente usaba.
Venía risueña, aliviada o quizás totalmente restablecida del dolor en que la
sumergieron sus deslices escandalo-sos con el Administrador de Rentas.
¿Fue todo ello una farsa, un caso más de las aberraciones histéricas? Las
personas atacadas de este mal inventan historias lúgubres, aflictivas, y
acaban por creérselas.

El lenguaje y actitud de la que fue mi costilla falsa eran de una perfecta


tranquilidad de espíritu, con ráfagas de alegría. Habíase colocado de nuevo
en el terreno de sus primitivos afanes, y ansiaba continuar conmigo la
odisea romántica en busca del [216]

errante marido y de la inocente criatura. No quise contrariarla por temor a


que saltase de la mansedumbre a la cólera, mostrando una vez más el labio
temblicón que tanto miedo me inspiraba. Con buenas palabras la entretuve,
y acompañándola hasta su casa, allí la dejé asegurando que volvería por
ella.
Mi vuelta fue la del humo… Apresuré mi partida para librarme de aquella
desdichada cuyos desvaríos morbosos no podía yo remediar, y me agregué a
las primeras fuerzas que salieron en dirección a la Rioja. Iba con el temor
de que Silvestra se lanzara en mi seguimiento, y adelanteme todo lo posible
fiado en que, confundido entre las tropas, no podría fá-

cilmente encontrarme la que había venido a ser enemiga de mi tranquilidad.

En Logroño supimos que los carlistas, rehaciéndose con tenaz esfuerzo del
descalabro de Bilbao, re-organizaban y fortalecían sus huestes para salir al
encuentro de Concha, en Navarra. Faltos de recursos, apelaban a la
munificencia de las Diputaciones Forales y al patriotismo de los realistas
pudientes; esquilmaban a los pueblos, y decididos a no perdonar medio
alguno para adquirir dinero, llegaron al extremo increíble de afanar los
fondos de la Santa Cruzada. Sin hacer caso del Obispo, que puso el grito en
el cielo al tener noticia de la exacción sacrí-

lega, conminaron a todos los párrocos a que afloja-ran sin demora los
parneses de la Bula, alegando que se trataba de defender la Religión y que
ya ajustarían ellos sus cuentas con el Papa. [217]

En tanto, a espaldas de Concha surgían diferentes cabecillas aguerridos y


ligeros de pies, que asolaban las tierras de Burgos, Palencia y Santander,
mientras otros se corrían hacia el Alto Aragón. Tranquilamente organizaba
nuestro General en Jefe un poderoso Ejército, con innúmeros batallones,
muchas piezas de artillería Plasencia y Krupp, y formidable contingente de
caballería. Después de varias marchas y contramarchas, que el mareo de mi
cabeza no me permite referir, me encontraba yo en el lugar de Allo hacia el
20 de junio. Me alojé con mis amigos de Saboya y Ciudad Rodrigo en el
mesón de La Jarra, plaza del Ayuntamiento. Nunca vi una casa más
divertida, por el sinnúmero de viajeros que salían y entraban durante el día
y la noche. La guerra aumentó la caterva de huéspedes: tan pronto invadían
la posada los oficiales carcas como los guiris, que con tal nombre eran
conocidos en Navarra los liberales.

En el poco tiempo que allí estuve me sentí contento de la vida, gozando de


mi libertad sin ningún enojo, rodeado de muchachos simpáticos y valientes
a quienes miraba como a hermanos. Bestial apetito se despertó en mí, y en
todo el día no cesaba de meter algo en el estómago. Muy tempranito me
servían el desayuno: sopas de sartén con torreznos.

A las diez me regalaban con media pinta de vino y una escudilla de


aceitunas. Al filo de las doce ya estaba en la mesa la sacramental sopa de
ajo; después el riquísimo Chilindrón, [218] un guiso de cordero con
pementonicos de cuerno de cabra; luego las magras con tomate, y de postre
los blandos roscos y el mostillo dulzón.

Por la tarde me iba con los oficiales guiris al casino de la placeta, conocido
por el de la Mormoña. En él tomábamos café, coñac y algún piscolabis,
para conservar las fuerzas hasta la hora de la cena. Ésta empezaba con la
ensalada al uso navarro; seguía el abadejo en ajo arriero, y el lomo con
pementones picantes. Y vengan pintas y más pintas para remojar y
reblandecer el suculento comistraje, que terminaba con gran acopio de
frutas secas y del tiempo.

Conociendo mi carácter comprenderá el lector que una de mis primeras


ocupaciones en el simpático pueblo de Allo fue echarme una novia: tocole
la vez a una linda muchacha, llamada Ruperta, hija del Nuncio, nombre con
que es allí conocido el prego-nero, que anda de calle en calle anunciando al
redo-ble de un tambor de llegada y venta de pescado fresco, y dando
publicidad a los edictos de la Alcal-día. Mostrábase la moza blanda y
accesible, y tales ventajas brindó el amor mío a su loca imaginación que
desdeñó los obsequios y la palabra de casamien-to que le había dado el
Ministro, remoquete con que designan en aquellas tierras al alguacil de
Ayuntamiento.

En fin, señores míos; las delicias de Allo, no menos gratas aunque sí más
breves que las delicias de Capua, terminaron bruscamente [219] con el son
guerrero de cajas y clarines en la madrugada del día del San Juan, cuando
aún ardía en la plaza del pueblo la enorme hoguera donde hacen chocolate
las mujeres, a las doce de aquella noche, para celebrar la tradicional
festividad.

La columna, división o lo que fuera se puso en marcha, y no me preguntéis


el derrotero que yo seguí caracoleando en mi Babieca porque la mente del
buen Tito no dominaba todavía la fácil comprensión de los movimientos
militares… Sólo supe de cierto que el General Concha emprendió la marcha
después de organizar en Tafalla una numerosa hueste con la mar de
batallones, que según después supe ascendían a cuarenta y ocho con los que
le mandaron de Bilbao, de Medina de Pomar y de ambas Riojas. Las piezas
de Artillería con que contaba eran, según oí, veinte Plasencias y treinta y
tantos Krupp. Del número de caballos se hacían cálculos que me parecieron
hiperbólicos.

El temporal de lluvias nos entorpeció algo el camino, y el 25 estábamos,


según creo, en las estribacio-nes del monte Esquinza. En mis cortos
alcances comprendí que se trataba de ocupar las entradas de Estella, donde
estaba Dorregaray con veintiocho batallones. Unidos al grueso de la
división de Martínez Campos escalamos sin dificultad las alturas del monte,
que tenían los carlistas abandonado. Seguimos nuestros movimientos, y tras
penosa marcha pernoctamos en Alloz. Otras [220] fuerzas de nuestra
división quedáronse en Lácar. Según oí, las tropas de Echagüe ocuparon a
Murillo, y las de Rosell a Villatuerta y Arandigoya, después de desalojar de
allí a los carlistas. El General en Jefe no debía estar lejos.

En una parada que hicimos entre Allo y el monte Esquinza, tomé a mi


servicio a un viejo muy despa-bilado, ágil, parlero y de carácter jovial,
ajustándole por ocho sueldos diarios (léase reales) como asistente o
espolique. Llamábase de nombre Fermín y de apodo El Sargentico. Pronto
eché de ver sus buenas cualidades: era un andarín fabuloso, conocía palmo
a palmo el suelo navarro, y daba razón de todos los habitantes de los
pueblos que recorríamos. Para que me fuera más simpático figuraba entre
los pocos guiris que en tal terruño existían. En los descansos cuidaba al
Babieca como si fuera hijo suyo; en las lentas marchas me daba
conversación, cautivándome con su charla donosa; indicábame los nombres
de los montes, pueblos y ríos que encontrábamos al paso.

En Alloz, divagando por las calles, me dio cuenta minuciosa de todas las
chicas bonitas del pueblo, sus familias y viviendas. Ya me había descubierto
el flaco, y queriendo halagarme me ilustraba en todo lo referente al bello
sexo. Seco y avellanado, insensible al cansancio, así como al frío y al calor,
no llevaba más equipo que la camisa de lienzo, el chaleco de pana, faja,
calzón, peales, y en la cabeza el zorongo, que es un pañuelo de colores
[221] ceñido a estilo aragonés. Cuando se le apagaba el cigarrillo a medio
fumar se lo ponía detrás de la oreja.

Salimos de Alloz y marchamos por terreno quebrado horas y horas, entre


pueblos cuyos nombres me iba diciendo mi espolique con la puntualidad de
un experto geógrafo. No me pidáis, lectores míos, que os dé cabal noticia de
los complicados movimientos tácticos de aquel nutrido Ejército en
extensión tan considerable. Estas complejas acciones de guerra las
describen los historiadores después que han sucedido, valiéndose de planos
y documentos guardados en los archivos del Estado Mayor Central. A priori
y en el curso de los sucesos no hay quien puntualice los varios accidentes
marciales.

En la mañana del 26 me encontré, sin saber cómo ni por qué, en el Cuartel


General de don Manuel de la Concha. Éste tenía todo dispuesto para dar la
batalla; pero hubo de retrasarla por la tardanza de un convoy que le era
indispensable para racionar y municionar debidamente a las tropas. La
impaciencia y malhumor del General en Jefe se comunicaron a cuantos
estaban cerca de él. Por fin, a las tres de la tarde, en vista de que el convoy
no llegaba, ordenó atacar al enemigo. Yo me retiré a retaguardia porque no
había ido a la campaña con miras heroicas. El Sargentico, que todo lo sabía
o lo adivinaba, me dijo que la línea carlista se extendía desde Dicastillo
hasta el puerto de Eraul, y que el pueblo que atacaban los nuestros era [222]
Abárzuza. Hubo un momento en que estuve muy cerca del General Concha;
le vi a caballo, revestido de su impermeable, echando los anteojos al lugar
del combate.

No bien empezaron a disparar los cañones, estalló en los aires una horrísona
tempestad de truenos, rayos, centellas y demonios coronados. El espectá-

culo que daban juntamente el cielo y la tierra, confundiendo su furor y


estruendo, pertenecía ¡vive Dios!, al orden de las cosas más sublimes que
pueden verse en la vida. No sabré yo deciros que mis ojos percibieron los
pormenores de la lucha, ni tampoco preciso el tiempo que duró. Sólo sé que
después de abrasar con incesante fuego a los pueblos enemigos, lanzáronse
contra ellos en frenética le-gión las tropas de los Generales Echagüe y
Martínez Campos. Al anochecer eran nuestros los lugares de Abárzuza,
Zurucuáin y Montalbán.
Llegada la hora del reposo, que tan bien habían ganado los esforzados
combatientes, consulté yo con mi espolique a dónde iríamos a repararnos
del cansancio, del hambre y la mojadura, y el buen Ferminico me dijo
guiñando el ojo: «Señor; vámonos a Zurucuáin, donde tenemos la posada de
mi primo Matías, que nos dará un trato superior. Además, para que usted se
alegre un poco, le diré que en ese pueblo hay chicas mucho guapas».

Ni sosiego ni comodidad tuve en la posada de Zurucuáin por causa del gran


gentío que la invadió aquella noche, y en cuanto a las lindas mozas de que
me habló El Sargentico [223] declaro a fe de buen galanteador que no las vi
por ninguna parte. De madrugada supimos que el convoy que esperaba el
General Concha había llegado a Murillo, y que se habían circulado órdenes
a todo el Ejército para el combate del siguiente día.

En la mañana del 27, las tropas de Martínez Campos rompieron el fuego


amenazando con coronar la sierra de Estella, que domina el pueblo de
Zurucuáin. Mi amigo Palazuelos me dijo que el General en Jefe había dado
orden de no consumar la operación hasta que la columna que estaba en
Abárzuza tomase Murugarren y el caserío de Muru. La misma orden se dio
a los que atacaban al pueblo de Grocín.

Martínez Campos repartió entre su gente las primeras raciones del convoy,
y los que operaban en Abárzuza no pudieron ser racionados a tiempo. Por
esta contrariedad, se pasó la mayor parte del día sin hace otra cosa que
entretener en fuego a los carlistas mientras hacía sus preparativos el grueso
del Ejército liberal.

Por fin, a las cuatro de la tarde, comenzó el ataque.

Don Manuel de la Concha (y esto lo aseguro como historiador de visu, pues


no estaba yo lejos de él) se situó con dos batallones y los Regimientos de
Caballería Numancia, Pavía y Talavera, en una excelente posición alta,
donde se habían emplazado treinta cañones Krupp para batir los
atrincheramientos de Muru y Murugarren. Se rompió el fuego y la artillería,
corregida el alza, causó enormes estragos en las trincheras [224] carlistas. A
galope tendido corrían los oficiales de Estado Mayor con órdenes a las
columnas que luchaban en Abárzuza, Villatuerta y Zurucuáin,
previniéndoles que sostuvieran el fuego sin tirarse a fondo sobre el
enemigo. Los carlistas tuvieron que abandonar sus trincheras varias veces
por el horrendo destrozo que en ellos hacían nuestras granadas. Espantosa
confusión se produjo en el campo enemigo. La terrorífica escena ponía los
pelos de punta.

El General Concha dio a sus edecanes breves y fulminantes órdenes. Éstos


las transmitieron con la velocidad del rayo al Brigadier Blanco y al General
Reyes. Momentos después, las masas de Infantería se lanzaban como
avalancha impetuosa en dos columnas, la una contra Murugarren, la otra
contra el caserío de Muru. Eran doce los batallones que avanzaban, seis en
cada columna. Los carlistas, sólo en Murugarren, tenían catorce batallones.

En lo más recio del combate llegó un aviso del Brigadier Beaumont


comunicando que las fuerzas de su mando eran furiosamente atacadas por
los facciosos, los cuales habían abandonado sus trincheras para caer contra
Abárzuza. Con ayuda de un mal catalejo y por las explicaciones de mi
espolique, yo me daba cuenta de estas terribles peripecias. Los doce
batallones que avanzaban contra Murugarren y Muru fueron embestidos del
mismo modo que la columna Beaumont. El choque fue tremendo, como una
pelea de gigantes [225] furiosos. Al cabo, los nuestros retrocedieron,
acuchillados a la bayoneta.

Los treinta cañones empleados en la altura escupí-

an a torrentes la mortífera metralla. Concha, con gesto de rabia y ronco


acento imperioso, daba órdenes y más órdenes. La formidable Artillería
logró al fin contener el ímpetu de los valientes realistas, obligándolos a
buscar el refugio de sus trincheras.

Por segunda vez treparon nuestros soldados con increíble arrojo por las
fragosidades de Murugarren y Muru, y de nuevo fueron atajados en su
avance.

Descompuestos retrocedieron hasta la carretera.

Pero los cañones, vomitando fuego, pusieron nuevamente a raya a los


bravos batallones de don Carlos. En tanto, hacia Zurucuáin y por las líneas
Villatuerta-Arandigoyen y Murillo-Grocín, oíamos fuerte tiroteo. Eran las
columnas allí destacadas, que entretenían a una parte de la legión
absolutista hasta que se les ordenase realizar acción más decisiva.

Atento a los incidentes de la lucha, el General en Jefe ordenó que las


columnas de Reyes, Blanco y Beaumont se concentraran en una sola. La
concen-tración tardó en efectuarse por estar harto disemina-das estas
fuerzas. Pasaba el tiempo, caía la tarde, la artillería empezaba a sentir
escasez de municiones, apuntaban en nuestro Ejército síntomas de
desaliento, y el combate seguía sin resultado práctico.

Cansado de esperar a los batallones del General Reyes, se decidió Concha a


intentar [226] el esfuerzo supremo. Dejó los tres Regimientos de Caballería
en la altura donde estaban emplazados los cañones, para que protegiesen
esta posición y aseguraran el flanco derecho. Llevose consigo los dos
batallones de Infantería y con ellos se unió a los diez y ocho que acababan
de reconcentrarse. Al frente de estas fuerzas se lanzó al asalto, cuando ya el
sol, enroje-ciendo las nubes de Occidente, se hundía en el horizonte.
Arreció el combate con creciente furia. Las tropas de Reyes no llegaban.
Concha enviábale de continuo órdenes apremiantes para que acudiera
pronto en apoyo de sus movimientos. Y decidido a jugar el todo por el todo,
ascendió al frente de sus tropas hacia las trincheras carlistas.

Ante el soberano arrojo del caudillo enardeciéronse los soldados, y seguían


a su General como si no hubieran sido arrollados momentos antes. Yo, mo-
viéndome a impulsos de una fuerza magnética, fui detrás de los
combatientes. Concha trepaba imperté-

rrito, unas veces a pie y otras a caballo, según los accidentes del terreno. Al
llegar a cierta altura, el General y los demás Jefes tuvieron que dejar los
caballos al cuidado de los ordenanzas. Con éstos quedé yo, teniendo de la
brida a mi Babieca. Me uní a Ricardo Tordesillas, asistente de don Manuel
de la Concha, y ambos nos pusimos al amparo de unos árboles donde
creíamos librarnos de las balas enemigas.

La artillería continuaba teniendo a raya a [227] los carlistas, que ya no se


atrevían a salir de sus trincheras. El avance de Concha fue tan rápido que
llegó a cincuenta metros del enemigo cuando aún no se le habían
incorporado los batallones del General Reyes. Por falta de este apoyo no se
pudo dar fin y remate al supremo esfuerzo. A las siete y media de la tarde,
Concha no tuvo más remedio que aplazar el ataque definitivo, dando por
frustrada en aquel día la operación. Empezó a descender, dirigiéndose con
los demás Jefes a donde aguardaban los caballos.

Llegó el General donde estábamos Tordesillas y yo, ocultos a la vista de los


demás asistentes por un matorral espeso. Con voz displicente dijo a su
ordenanza: «Ricardo, el caballo». Éstas fueron las últimas palabras que
pronunció en el mundo de los vivos… En el momento de cruzar la pierna
derecha por la grupa del caballo, una bala, que lo mismo pudo venir del
cielo que del mismo infierno, le atravesó el corazón. Con débil gemido
expiró el primer soldado español de aquellos maldecidos tiempos.

- XX -

A las voces de Tordesillas acudieron los que estaban más próximos. El


cuerpo del General en Jefe cayó en tierra. Tal fue la consternación y el
espanto de los primeros espectadores de la terrible escena, que todos
quedaron [228] un momento mudos. Los ayudantes de Concha, creyendo
que aún vivía el caudillo, le desabrocharon el impermeable y levita,
haciendo saltar botones y rasgando ojales. Nada vieron que no indicase la
seguridad de una muerte instantánea. Pronto se formó un grupo espeso en el
cual nadie osaba determinar cosa alguna. ¿Qué pensar, qué decir, qué
hacer…?

Por fin, entre los ayudantes y Tordesillas discurrieron lo único práctico en


trance tan fatídico. Ante todo urgía apartar de allí el cadáver. Con gran
trabajo, por la pesadumbre del recio cuerpo exánime, colocaron éste sobre
un caballo y sigilosamente fue conducido al pueblo de Abárzuza, evitando
que las tropas pudieran darse cuenta de la catástrofe. La triste caravana,
fatal término y desenlace de un acto militar que debió ser glorioso,
deslizábase furtiva por los campos como una decepción horrenda, o una
burla del Destino que quiere sustraerse a la mirada humana, y aun a los ojos
de la Historia. La media luz crepuscular, alumbrando este paso solemne y
medroso, daba a la escena la intensa melancolía de las grandezas caídas
súbitamente en los abismos de la nada.
El primer Jefe que se presentó en Abárzuza fue el General Echagüe, que
enterado del desastre tomó el mando del Ejército a pesar de hallarse muy
enfermo.

No olvidaré nunca la cara del Conde del Serrallo cuando vio el cadáver de
su amigo y maestro. El dolor concentrado y mudo no tuvo jamás expresión

[229] más fiel que la que le dieron aquellas facciones duras, angulosas, de
soldado curtido en cien combates. La primera determinación de Echagüe
fue convocar Consejo de Generales y Brigadieres. Se reunieron sin demora
los que estaban más cerca de Abárzuza: Beaumont, Burriel, Reyes, Blanco,
Bargés y el Coronel de Artillería señor Echaluce. Por unanimidad acordose
la retirada del Ejército a Tafalla para el amanecer del siguiente día. Y al
cabo se circularon órdenes a fin de que el movimiento se realizase aquella
misma noche.

Las tropas se pusieron en marcha. El desfile de las de la derecha fue


protegido por las del centro. Las de la izquierda mantuviéronse en sus
posiciones hasta que desfilaron todas las demás. El cadáver del Marqués del
Duero fue colocado con misterio sigiloso en un furgón de Artillería, y los
heridos quedaron en Abárzuza confiados a la humanidad del enemigo.
Como el éxito de la operación dependía del tiempo que se ganase y de que
los carlistas no advir-tieran la retirada, se apresuró ésta todo lo posible y se
tomaron minuciosas precauciones. Determinose prohibir a los vecinos de
los pueblos por donde había de pasar la tropa el encender luz ni fuego en las
casas; se advirtió a todo el Ejército que nadie podía fumar, del General en
Jefe para abajo; se conminó con penas severísimas al que imprudente-mente
produjera el menor ruido. De este modo, bajo la protección del silencio y de
las sombras, realizose

[230] el prodigio de que antes de amanecer hubiera desfilado ya la


muchedumbre armada, incluso la Artillería y los convoyes, por delante de
las posiciones de Villatuerta, sin que los realistas sospechasen siquiera lo
que ocurría en el campo liberal.

Ya era día claro y nos aproximábamos a Oteiza cuando los carlistas se


dieron cuenta del fúnebre desfile. Tarde conoció el enemigo su engaño, y
fue inútil cuanto intentó para molestar a nuestras tropas.
Las columnas delanteras donde iba el furgón mor-tuorio avivaron el paso.
Las de retaguardia, combi-nadas con las fuerzas de Rosell y de Reyes,
tomaron posiciones y contuvieron el tardío movimiento de los soldados de
Dorregaray, retirándose después por escalones con el orden más perfecto.
No se perdió ni un hombre, ni un fusil, ni un cañón, ni una acémila, ni un
carro del convoy: la retirada dispuesta por Echagüe en Abárzuza fue una
brillante aunque triste página militar. En las encarnizadas acciones del día
27, las bajas del Ejército de Concha habían sido: 121 oficiales y 1.300
individuos de tropa fuera de combate, más 268 extraviados y prisioneros.

Seguimos a buen andar, bordeando los montes de Baigorri; hicimos una


corta parada en Larraga para tomar alimento; y dejando a la derecha los
altos de Val de Ferrer, a media tarde llegamos a Tafalla, donde tuve el
descanso que mis asendereados huesos imperiosamente reclamaban. Mi
oficioso espolique me buscó cerca de la plaza un alojamiento [231]

muy aceptable. Allí platiqué con mis amigos, comentando cada cual según
su entender las bravas refriegas y el inmenso desastre que mató en flor las
hermosas esperanzas del Ejército liberal. Enaltecie-ron todos el saber
estratégico, la genial maestría y la bravura del héroe muerto que trajimos en
mísero furgón, ocultándolo como si fuera un robo que se había hecho a la
Fatalidad.

Entre los oficiales que conmigo formaban corro alrededor de una mesa,
bebiendo y fumando, había un Teniente de Infantería muy desahogado,
sobrino según creo de una persona de alta significación en la política, el
cual, colmando de alabanzas la figura militar del Marqués del Duero,
aseguró (sabiéndolo de buena tinta) que el primer acto de éste al entrar en
Estella, si a entrar llegara, hubiera sido proclamar Rey de España al
Príncipe Alfonso. La irrespetuosa manifestación de aquel jovenzuelo llevó
nuestro coloquio al vértigo de las disputas políticas, y se oyeron las
opiniones más peregrinas, diferentes en estilo y criterio, flemáticas unas,
ardientes las otras.

Queriendo yo poner término a la controversia dije estas palabras:


«Caballeros; no pierdan el tiempo discutiendo lo que pudo pasar y no ha
pasado…
Descuiden que todo se andará. Lo que hizo Concha lo harán otros, y estas
peleas horribles acabarán poniéndose todos de acuerdo para llegar a un feliz
arreglito, cuya finalidad será que nos gobierne el Nuncio».

Antes de entregarme al descanso fui al [232]

Ayuntamiento, a punto de las diez, deseoso de presenciar las primeras


honras que se tributaron al grande hombre muerto, reuniendo en un solo
acto el esplendor militar y la escasa pompa religiosa que en aquel pueblo
pudo ostentarse. Arreglado y compuesto el cadáver, sin que desaparecieran
las huellas de una muerte gloriosa en el campo de batalla, le colocaron en
un ataúd decoroso. Paños negros y blando-nes encendidos completaban el
triste cuadro. Las facciones del héroe apenas habían sufrido altera-ción.
Ignoro si hubo o no embalsamamiento. Permanecía tal como le vi en el
instante de caer del caballo: el ceño fruncido, apretados los labios cual si
aún durase el dolor de la herida que le mató, el corto bigote rígido, la frente
surcada de arrugas. Por un momento creí yo adivinar dentro de aquel cráneo
la visión de su postrer arranque frustrado, y el agotamiento de su voluntad
al expirar el día.

Bien dijo el que dijo que tras de las pisadas duras de la tragedia suele ir el
blando paso de la comedia.

Así lo quiere la complejidad tumultuosa de nuestra vida, y yo lo confirmé


aquella noche con el descomunal contraste que voy a referiros. Hallábame
en mí cuarto con El Sargentico y a meterme en la cama me disponía,
cuando sonaron golpecitos en la puerta. Fugaz presagio cruzó por mi
cerebro. El sonido seco de la madera me delataba los nudillos de una
persona conocida. ¿Sería Chilivistra?… Sí, sí; era ella, ¡Dios!… Apenas
pronuncié yo el adelante, abriose la puerta y [233] penetró de rondón la
seño-ra mística y destornillada. Venía bien arregladita, con el hábito de los
Dolores. En su bello rostro no-tábase, fresco y reciente, un discreto aliño de
colore-te y polvos.

«Pero mujer, ¿qué es esto? -exclamé indicándole un sillón cojitranco-. ¿Qué


buscas, qué quieres, cómo has venido aquí?». Y ella, serena y flemática, me
contestó: «Desde lejos he seguido tus pasos, sabiendo día por día y hora por
hora dónde estabas.
Razón tuve de tu alojamiento en cuanto llegamos aquí, a eso de las diez. En
esta misma posada bus-camos albergue. Tú no te enteraste porque habías
ido al Ayuntamiento a ver el cadáver del pobrecito Concha».

-Según eso, no has venido sola -exclamé yo, aterrado ante la idea de
habérmelas con el elegante caballero, Administrador de Rentas de Vitoria.

-Solita hubiera venido -afirmó Silvestra-, sin más compañía que mi anhelo
de verte. Pero traigo conmigo dos personas respetables que, compadecidas
de mis infortunios, no han querido separarse de mí en todo el viaje, y me
seguirán, según dicen, hasta donde yo vaya. Una de estas buenas almas es el
Capellán de las Brígidas. La otra, una señora mayor con quien hice
conocimiento en el trayecto de Vitoria a La Guardia. Es dama muy
principal, de finísi-mo trato y mucho saber. Conversamos, intimamos y nos
hicimos muy amigas.

Oyendo a la voluntariosa mujer me maravillaba

[234] de los enredos e imaginarias historias que se traía. Mi estupefacción


llegó al colmo cuando me dijo, para darme pormenores de sus compañeros
de viaje: «El Capellán de monjas, para que te enteres, es el padre
Carapucheta, que como recordarás, estaba de Rector en el Oratorio del
Olivar. La dama es una matrona de regia estirpe… No te rías… que a ti te
conoce mucho y te llama su muñeco. Su nombre es… ¿no lo adivinas?…
Doña Mariana».

Este nombre retumbó en mi cerebro como el eco de un cañonazo… Se


nublaron mis ojos, no sabía lo que me pasaba. «Tú -dije a Silvestra,
poniendo mis manos trémulas junto a su rostro-, o padeces un mal que te
sugiere los absurdos más desatinados, o posees una imaginación que deja
tamañitos a todos los inventores de fábulas, a todos los poetas del mundo.

Si esa Doña Mariana no es engendro de tu caletre enfermizo, quiero verla


ahora mismo. Pronto, pronto».

Grave y serena se levantó Chilivistra, y cogiéndome la mano, me dijo:


«Pues ven a verla. Bien cerca la tienes. Dos puertas más allá, en este mismo
pasillo. Ven, Tito, ven».
Momentos después, mis ojos, asustados de su propia visión, distinguieron la
imagen o la persona de Mariclío en una estancia mal alumbrada, anchurosa,
con las paredes cubiertas de viejos cuadros al óleo ennegrecidos por el
tiempo. En un sofá de dos cabeceras y respaldo de crines, modelo
antiquísimo que sólo se ve ya en alguna fonda de [235] pueblo, estaba la
excelsa Madre, apoyada en una de las cabeceras, en actitud de tristeza y
cansancio. Adelanteme hacia ella con timidez y respeto…

Las primeras palabras articuladas por sus labios augustos determinaron


súbitamente en mí la trans-formación de lo interno y lo externo, de todo
cuanto yo llevaba en mi espíritu y de lo que mis sentidos podían apreciar.
La estancia creció desmesurada-mente, la figura olímpica se agigantaba, y
su voz llegó a mis oídos como lejana música. Mi turbación no me permitió
retener el justo sentido de aquella música. Creo que me dijo: «Lo que has
visto de esta guerra estúpida yo también lo vi… La Fatalidad, ley que viene
de muy alto, impidió al gran soldado dar un golpe decisivo… No creas que
puedan concluir estas luchas de otro modo que por conciertos y
cambalaches como los de Vergara… Tu pobre Es-paña gemirá, por largos
años, bajo la pesadumbre del despotismo que llaman ilustrado, enfermedad
obscura y honda, con la cual los pueblos viven mu-riendo… y se mueven,
gritan y discursean, atacados de lo que llaman epilepsia larvada… Debajo
de esta dolencia se esconde la mortal tuberculosis…». Si tales no fueron sus
expresiones textuales, no creo equivocarme respecto al sentido de ellas.

Desde que oí a la Señora subió de punto el desvarío de mis pensamientos.


Se me olvidó el nombre del pueblo donde me encontraba. «¿Pero dónde
estás, Tito?» -me pregunté… [236] Vi a Chilivistra arrastrando por los
polvorosos ladrillos de la inmensa habitación la cola negra de un vestido
como los que usan las damas en la Corte. Me senté a distancia de la Madre
en una banqueta de nogal lustroso. Creí advertir que el sofá de antiguo
modelo no estaba próximo a la pared, y que por aquel hueco discurrí-

an las figuras descendidas de los cuadros viejos, tomando las negras


apariencias de Doña Gramática y Doña Caligrafía.

Transcurrió un lapso de tiempo, que ignoro si fue de minutos o de horas.


Silvestra se llegó a mí, di-ciéndome: «Quiero que conozcas a mi segundo
acompañante, el bendito Capellán padre Carapucheta». Ausentose un
momento, y reapareció trayendo de la mano a un sujeto esmirriado y
larguirucho, vestido de luenga sotana. ¡Dios, Jehová, Lucifer! El hombre
que hacía reverencias frente a mí era el mismísimo Ido del Sagrario. «¿Pero
es usted don José?» -dije o creí decir yo. Y él, dilatando su boca en larga
sonrisa, habló en su habitual estilo: « Francamente, naturalmente, señor
don Tito, no podía venir a estas tierras sin disfrazarme… Sabrá Vuecencia
que al llevar a mi hija Rosita, el mes pasado, a la feria de Huete, que es el
pueblo de Nicanora, me fue robada en Fuentidueña de Tajo por la partida
carlista que manda el cabecilla Santés. Desesperado salí a recuperarla.
Dijéronme que su raptor se la llevó a Navarra, y aquí me han dicho que
ahora podré encontrarla en tierras de Guadalajara o de

[237] Cuenca. Ayúdeme usía en mi empresa y Dios le dará el Reino de los


Cielos».

Al oír estos desatinos, me llevé las manos a la cabeza creyendo que de ella
se me escapaba la razón y todo el sentido de la realidad. Salí de la estancia
como alma que lleva el diablo, gritando: «¡Favor, socorro!…». Dando
tropezones y metiéndome en diferentes cuartos llegué por fin al mío, donde
me encontré frente a un hombre escueto, con chaleco de pana y zorongo.
Cogiéndole de los brazos le zaran-deé mientras le decía: «¿Qué hace usted
aquí?…

¿Quién es usted?… ¿Dónde estoy?».

Turbado me contestó el buen hombre: «Señor,

¿qué le pasa? Soy El Sargentico. ¿No me conoce ya?… De aquí salió usted
despierto y vuelve dormido».

- XXI -

Con solícitos cuidados, mezclando en su lenguaje la expresión seria con la


festiva, mi buen espolique se esforzaba en serenarme. Hízome tender en la
cama, y sentado junto a mí apuró razones y cuchu-fletas para traerme a la
percepción de la realidad.

Yo le dije: «Quedamos en que tú eres El Sargentico.


Bien: El Sargentico. Sobre eso ya no hay duda. Di-me ahora cómo se llama
este maldito pueblo donde estoy, pues mi memoria es esta noche como una
jaula rota de la que se escapan todos los pájaros». Al oír el nombre [238] de
Tafalla, repetido tres veces por mi espolique, agarré el vocablo y me lo metí
en la casilla más honda de mi cerebro.

«Ya me vuelve poco a poco el sentido -dije incorporándome en el


camastro-. Tafalla es esta ciudad, y a ella hemos traído un muerto que se
llama… ¡ah, ya me acuerdo!… el General Concha… Y ahora, Fermín,
contéstame a otra pregunta. Pero has de prometerme, por la salvación de tu
alma, decirme la verdad. Vamos a ver, ¿no crees tú como yo que estamos en
una casa encantada?…».

-Como encantada por achaque de brujería o maleficio, no lo creo, señor -


replicó mi espolique-. Ahora, si achacamos a encantamento el golpe de
gente, el rebullicio, el entrar y salir de oficiales, curas, mujeres de toda
laya… con perdón… todos pidiendo de comer, comiendo el que puede,
éstos borra-chos por el mosto, aquéllos por el meneo de los naipes… si es
así, la casa de Irucheta está dada, como quien dice, a todos los demonios.

Con la grata conversación de El Sargentico, mi ánimo iba entrando en su


normalidad. Sentí sueño, me metí en la cama, y cuando mi espolique quiso
retirarse le ordené que se quedase a dormir en mi cuarto. Yo tenía miedo de
que se repitieran las mor-bosas aberraciones que me atormentaron antes de
media noche. En un sofá de enea arregló lindamente su cama mi escudero
con dos mantas y un maletín que convirtió en almohada. Dormí algunos
ratos. En mis instantes de desvelo agradábame [239] oír a los serenos
cantando las horas.

La del alba sería cuando hirió mis oídos una músi-ca dulcísima, un coro
armónicamente concertado con voces agudas y graves, tan hermosas por
timbre como por su cabal afinación, música deliciosa, solemne y mística,
que a mi parecer pasaba por la calle cual bandada de angélicos cantores que
al término de la noche se retiraban de la Tierra al Cielo.

Embelesado por aquel divino cántico, en cuyas vo-calizaciones distinguí el


nombre y alabanzas de la Virgen María, me incorporé en el lecho y afiné mi
oído para que no se me escapase ni un acento de tan incomparable
salmodia.

«¿Qué es esto que oigo?» -pregunté a Fermín, no-tando que remuzgaba


desperezándose.

-Señor -me contestó al momento-. ¿No sabe que estamos en la tierra de los
cantores? Todo navarro nace músico antes que carlista. Eso que oye es el
alba, como decimos por acá, un canticio mucho precioso que los serenos
echan al retirarse, alabando a la Virgen Santísima. Sereno hay aquí que
cuando suelta la melodia da quince y raya a los tiples de las iglesias… ¡Ay,
señor, si hubiera usted oído a un chico del Roncal que vino a Pamplona
poco tiempo ha!… ¡Aquello sí que era voz! Por gracia cantó algunas
mañanas con los serenos, y los vecinos salí-

an en paños menores a los balcones para oírle más a gusto. Voz de tenor tan
fina y bien timbrada diz que no se ha oído jamás, como no sea en los coros
que festejan al Padre Eterno. Por toda [240] Navarra se corre que han
venido unos maestros de Madrid para llevarle a cantar óperas en el Teatro
Real.

Ya entraba la luz solar en la habitación cuando dije a mi espolique:


«Mientras yo me levanto vete ca-llandito a la cocina, manda que me
aderecen la ri-quísima esencia de castañas que aquí llaman café, y me la
traes con abundante leche bien caliente para desayunarme. Para ti pides el
chorizo y panazo que te gusta. En cuantico que metamos ese lastre en el
cuerpo recogemos nuestros bártulos, bajamos de puntillas sin que nadie nos
vea, pagamos la cuenta, ensillamos el jaco y salimos pitando de esta
condenada Tafalla».

Largo rato empleó El Sargentico en dar cumplimiento a mi encargo, y


cuando me ponía delante el cocimiento de achicorias y la leche aguada, me
dijo tranquilamente: «Bueno, señor: nos escapamos de tapadillo sin que
nadie nos vea. Muy bien. Y ahora le pregunto yo: ¿a dónde vamos?».

La pregunta del viejo navarro me dejó suspenso.


¿A dónde iríamos? El problema era grave. Hallába-me perplejo y atontado,
discurriendo a qué punto del globo terrestre debíamos encaminar nuestros
pasos, cuando un súbito estremecimiento como sacudida de terremoto me
hizo saltar en la silla. Mas no fue temblor del suelo propiamente sino dos
tremendos golpes en la puerta, los cuales, por la dureza de la percusión,
debieron de ser dados con nudillos de piedra. «¡Ay! -grité-. [241] No abras,
Sargentico…

Sí, sí; abre, que si no, puede que nos derriben la puerta».

Franqueada la estancia vi en el umbral una mujer de espigada estatura,


vestida de luengos paños negros que caían hasta sus pies con pliegues
estatua-rios. La blancura de su rostro era blancura de ala-bastro, y su voz,
como articulada por una boca de piedra, heló mi sangre cuando me dijo:
«La señora doña Silvestra y el padre Capellán han ido a la iglesia de Santa
María y San Pedro. Allí está también la soberana Madre. De su parte vengo
a decir al señor don Tito, que le espera sin demora en aquel lugar: Clío
necesita dar órdenes a su gentil muñeco».

Al decir la última palabra se apartó para darme paso. Yo alargué mi mano y


toqué la suya: era de mármol… Temblé de frío y de pavura… Miré al
Sargentico y vi que se santiguaba… «No temas -le dije tratando de
sobreponerme a la turbación-. La Señora que me llama es mi Madre, es
también la tuya, porque tú, Fermín, antes de estar a mi servicio y desde que
estás en él, si no has escrito la Historia la has hecho. Todos hemos sido y
somos modelado-res de la vida de los pueblos».

Salimos, apoyado el uno en el otro, pues ambos flaqueábamos de las


piernas… En la calle, cuando dije a Fermín que me guiara a la iglesia de
Santa María y San Pedro, me sentí otra vez navegante en el piélago de las
cosas suprasensibles. «Mejor -

pensé avivando el paso-. Bien venido sea el mundo quimérico. [242]


Bendita sea la sinrazón que es casi siempre el molde de la razón».

Lo primero que vi al entrar en la iglesia y llegamos a una de las capillas, fue


un delicioso absurdo que en pocas palabras refiero… ¡Ido del Sagrario
estaba acabando de decir misa, con casulla encarnada! Al pronto dudé. Pero
cuando se volvió de cara a los fieles para decir el ite, missa est, reconocí sus
in-equívocas facciones. Al retirarse el oficiante hacia la sacristía, calado el
bonete y llevando en sus manos el sagrado cáliz, no pude reprimir las ganas
de soltarle una chirigota. «Vaya, don José -le dije-, que sea enhorabuena:
esto es mejor que ir a la compra».

Vi a Chilivistra surgir de un grupo de mujeres arrodilladas, y cuando iba


hacia ella, una mano blanda me tocó en el brazo. Era la Madre, que me dijo
con acento jovial: «Ven aquí, perdulario; ahora no te me escapas. Salgamos
al pórtico y hablaremos». Se me presentaba Mariclío en la forma más
humana, ajustada estrictamente al tipo de señora principal, como tantas
otras que vemos en el mundo físico. No advertí en ella ni el menor asomo
de figura olímpica ni de fantástica evocación pagana. Su rostro y porte eran
los de una matrona hermosa, aunque algo madura. Llevaba un trajecito de
merino y su mantilla negra; en la mano el libro de Jenofon-te, Agesilao,
impreso en griego, que yo pude ojear cuando Clío me visitó en la fonda de
Cartagena.

Al salir al pórtico me llevó la Madre a uno [243]

de los poyos más distantes de la puerta, donde char-lamos tranquilamente


en el lenguaje más opuesto al que suelen usar las almas del otro mundo.
«Esta vez, como siempre -me dijo-, has de cumplir fielmente mis órdenes.
Forzoso es seguir los pasos de una guerra, que juzgo hermanando dos
calificativos tan distintos y antitéticos como lo son de infantil y san-grienta.
Creyérase, mi querido Tito, que estos niños grandes se matan por el gusto
de la destrucción, y que el fin sin fin de las batallas, encuentros y em-
boscadas, no es otro que disminuir la población hispana. Vuestros políticos
y vuestros guerreros estiman como el mal el crecimiento de la raza. Hay
que matar, matar sin tregua para que se acorte el número de los españoles
que viven y comen… Has visto, en sus diferentes fases, la guerra en el
Norte.

Conviene que la veas en el reino de Valencia y términos fronterizos de


Castilla. Vete, pues, yo te lo mando, en compañía del buen Capellán padre
Carapucheta y de la desdichada señora a quien sus conte-rráneos dan el
gracioso nombre de Chilivistra».
Como yo, sin oponerme a sus mandatos, indicara que las genialidades de
Silvestra me amargaban la vida, la excelsa matrona rebatió mis escrúpulos
con estas sendas razones: «Has de persuadirte, hijo mío, de que en el
carácter borrascoso y tornadizo de tu Chilivistra tienes un perfecto símbolo
de la vida española en el aspecto político, y estoy por decir que en el militar.
Tan pronto es cariñosa [244] y tierna como altiva y marimandona. El amor
la dulcifica hoy, y mañana la endurece el orgullo. Inventa con lozana
imaginación fábulas absurdas y acaba por creerlas. Se finge deshonesta sin
fundamento real de sus mentirosos pecados. En ella habrás observado que
al fuego del sentimentalismo sustituye rápidamente el hielo de los negocios
menudos, todo ello sin criterio fijo, sin noción alguna de la realidad. En su
desconcertada cabeza es un mito el Administrador de Rentas de Vitoria;
mito es también ese marido errante, y por fin, personaje de leyenda es el
hijo que busca».

Asombrado escuché el admirable juicio que en cortas razones hizo Clío de


la histérica dama, y acabó de maravillarme con esta discreta síntesis: «Fíja-
te bien, hijo mío, y verás que con el sistema pura-mente Chilivistril, y
conforme al voluble proceso mental de tu amiga, gobiernan a España las
manadas de hombres que alternan en las poltronas o butacas del Estado,
ahora con este nombre, ahora con el otro. También ellos invocan el
sentimentalismo patriótico cuando les conviene, o se entregan a los
espasmos del despotismo cuando no hallan salida por la vía patriótica, o sea
la vía liberal. También ellos inventan historias para domar las fieras oleadas
de la opinión y acaban por creer lo que engendró su propia fantasía. Tus
gobernantes son creadores de mitos, y mostrándolos al pueblo andan a
ciegas sin saber lo que quieren ni a dónde van… Resígnate, pues, a llevar
[245] contigo este emblema de la vida nacional en la cristalización que
llamamos política militante. Chilivistra será para ti lección viva, que hora
tras hora te mostrará los capitales defectos de tu patria, para que aprendas a
precaverte contra ellos con la mira de que algún día seas llamado a gobernar
la Nación».

El talento de la Madre, con ser divino y de tan extraordinarias luces


adornado, no acabó de llevarme al convencimiento. Pero, sin dejar salir de
mis labios la menor objeción, declaré que obedecería ciegamente sus
mandatos. Donosa y risueña me dijo la Señora que en todo tiempo no me
inspiraría conducta y acciones que no fueran para mi provecho, y con
dulzura materna me encareció que desechase toda sensación de miedo
cuando ella creyese necesario llamarme a su presencia. Respondile que la
noche anterior me había sobrecogido el verme de improviso y sin
preparación alguna frente a tan excelsa divinidad, y que asimismo me turbé
horrible-mente aquella mañana cuando recibí sus órdenes por la mensajera
más clásica y más helénica que vi en mi vida: una estatua de mármol.
«¡Pero, hijo del alma -exclamó la celeste Musa, soltando una deliciosa risa
que también me pareció helénica-, si el recado para que vinieras aquí te lo
mandé con la criada de la fonda!».

En esto, llegaron al pórtico Silvestra y el enigmáti-co sujeto en quien se


fundían las dos personalidades del cura Carapucheta y [246] del filósofo
simple Ido del Sagrario. Reunidos los cuatro, Mariclío se mostró
impaciente y nos incitó a partir sin demora. En mis manos puso una
carterita que contenía, según me dijo, cuanto dinero pudiera yo necesitar
para un largo viaje. Antes de que preguntase a dónde íbamos, afirmó que
Chilivistra y el señor Capellán marcarían nuestro derrotero. Preparado tenía
un buen coche con cuatro poderosos caballos, que po-dríamos dejar cuando
se nos presentase coyuntura de recorrer largos trayectos en ferrocarril.

Antes de emprender tan aventurada correría, no debía yo olvidar a mi buen


espolique Fermín, ni al espejo de las cabalgaduras, el gallardo y sufrido
Babieca. Pero la Madre, que todo lo había preveni-do, declaró que a su
cuidado quedaban El Sargentico y mi corcel, agregando que ella guardaría y
conservaría con toda solicitud al hombre y al bruto, para que yo los
recobrase en el punto y hora en que tan dulces prendas me fueran
necesarias. Llamé al escudero fiel, que a corta distancia nos oía, y con
pocas palabras le enteré del acuerdo. Quedó muy complacido de servir, por
plazo más o menos largo, a la más alta Señora que en estos reinos existe.

En fin, lectores de mi alma, que no sé si llamar severos o socarrones, sabed


que me llevaron a donde esperaba el coche, que en él metieron los equipajes
de los tres viajeros, que por un callejón cercano vi que se retiraba Mariclío
entre dos estatuas de

[247] mármol vestidas con negras y ajustadas túnicas, que al Sargentico se


le humedecieron los ojos al despedirme, y que a mis oídos llegó lastimero
relin-cho de mi Babieca, encerrado en una cuadra próxi-ma. ¡Adelante con
la Fábula, adelante con la Historia! El coche partió a escape por la margen
del río Cidacos. ¡Arre, caballitos, arre hacia lo desconocido, hacia las
alturas, hacia los abismos, hacia el ensueño!…

- XXII -

Como mi pobre cabeza tardó horas y horas en recobrarse de aquel vértigo,


no me es fácil determinar el lugar y momento en que cambiamos el coche
por el ferrocarril. Sí recuerdo que al anochecer íbamos en un tren mixto, de
cuya dirección no pude enterarme hasta que Silvestra dijo que estábamos
cerca de Las Casetas. Poco antes de esto, tras penosa lucha entre mi razón y
mi fantasía, llegué al convencimiento de que no llevaba traje sacerdotal
aquel don José, que en boca de Silvestra era el padre Carapucheta y en la
mía el señor Ido del Sagrario.

En la estación que empalmaba la línea de Castejón con la de Madrid a


Zaragoza, bajamos a restaurar nuestras fuerzas con el comistraje que dan las
fondas ferroviarias, y entre una sopa aguanosa y un pollo más [248] duro
que la pata de un santo delibe-ramos sobre la ruta que nos convenía seguir.
Opinó Chilivistra que debíamos continuar en tren hasta Calatayud, y de allí
internarnos por Daroca hacia la provincia de Teruel. El don José, cuya
delgadez era ya transparente, sostuvo la conveniencia de llegarnos por el
ferrocarril hasta Guadalajara, donde él tenía que tomar lenguas acerca del
asunto que a tales trotes le llevaba. Yo, Proteo Liviano, mensaje-ro de los
Dioses, envolviéndome en una serenidad majestuosa les dije que mi opinión
era no tener ninguna, y que me dejaría llevar a donde la dama gordita y el
caballero flaco determinasen, ora fuese a las delicias del Paraíso Terrenal,
ora fuese al mismísi-mo Infierno.

De la deliberación de mis dos compañeros de viaje resultó que haríamos


una paradita en Calatayud.

Paradita fue que en la ciudad aragonesa que los antiguos llamaron Bílbilis,
patria del poeta latino Marcial, estuvimos tres días. Ello sucedió porque nos
metimos en una fonda con ánimo de pasar la noche, y apenas viose
Silvestra bajo techo se puso tierna, indolente, mimosa, aquejada de esa
insana languidez que sólo se cura con los melindres afecti-vos. Estábamos
en la faceta de los arrumacos pasionales. Ya vendría la contraria. ¡Dios!

Respondí a los arrullos de mi amiga por mantener la paz en nuestra errante


comunidad; yo no tenía prisa en cerrar aquel paréntesis de descanso, ni el
bueno de don José [249] mostrábase impaciente: pasaba todo el día
recorriendo calles y visitando conventos… Al tercer día de nuestra parada le
cogí a solas en su estancia y así le dije: «Ya mi cabeza está despejada y no
le vale a usted su disfraz de capellán ni toda esa monserga que se trae.
Usted es mi patrón, el gran filósofo Ido del Sagrario, sujeto que con
ninguna otra criatura humana puede con-fundirse».

-Sí, señor: soy el que Vuecencia dice y no puedo ser otro -me contestó Ido
un tanto lacrimoso-. Pero, francamente, naturalmente, ¿qué he de hacer yo
si esa doña Silvestra se ha empeñado en que soy el padre capellán don José
Carapucheta?… Veréis, Ilustrísimo Señor: fui a Vitoria buscándole las
vueltas a la pobre hija que me robaron, y me encontré a doña Chilivistra.
Esta señora… ya sabe usted que está loca perdida… me metió en el enredo
de ves-tirme de cura para poder penetrar con seguridad en el riñón de
Navarra… En el riñón entramos y del riñón salimos. Luego se nos apareció
esa madama Clío, sabedora de todo lo que ha pasado en el mundo y de lo
que ha de pasar, y gracias a la supradicha madama, que mil años viva, me
veo junto al hombre del gran poder, quien seguramente me llevará a donde
encuentre lo que busco.

-Sí, sí, no tenga usted duda: rescataremos a Rosita

-dije yo pavoneándome al recobrar mi papel de consolador de todos los


afligidos.

-Pues bien, Ilustrísimo Señor. Si ahora [250] vamos Vuecencia y yo a doña


Chilivistrilla, y le decimos que yo no soy el padre Carapucheta sino el
marido de Nicanora, verá Vuecencia cómo le tiem-bla el labio y nos pega a
los dos.

-No le diremos nada; descuide don José. Y si para mantenerla en su engaño


fuese menester que dijera usted misa en cualquiera de los pueblos por
donde hemos de pasar, la dice usted, yo le ayudo, ella la oye, y pax Christi.
- Amén… Ahora hablemos de otra cosa. Si esa se-

ñora se obstina en ir al Maestrazgo, no cuenten conmigo. He pasado estos


días enterándome de las cosas de la guerra, y sé que toda esa parte de Teruel
y Albarracín es un volcán. Francamente, naturalmente, no he venido yo al
mundo para que me fusile un Cucala, un Bonet, u otro de esos bárbaros
matari-fes.

-Estamos conformes. ¿A dónde quiere usted que vayamos?

-A donde dije en la estación de Las Casetas. A Guadalajara, Ilustrísimo


Señor.

-Pues allá iremos. Yo convenceré a doña Silvestra.

Al día siguiente habríamos llegado a la ciudad que goza fama de ser el


emporio de los bizcochos borra-chos, si a mi Silvestra no se le hubiera
metido en la chola hacer otra paradita en Alhama. Seguía la racha
voluptuosa. Ya me iba yo cansando de paraditas, mimos y empalagos de
sentimentalismo dulzón. Y

gracias que en todas las estaciones [251] siguientes no propuso más que
otras dos paradas, una en Medinaceli para ver el sepulcro de Almanzor, otra
en Sigüenza porque había hecho promesa de ofrecer sus pías devociones a
la gloriosa mártir Santa Librada… Con estas lentitudes, ya corrían los
primeros días del mes de Julio cuando entramos en la capital de la Alcarria.

Apenas instalados en la posada de donde parten las diligencias para


Brihuega y Pastrana, olvidó Chilivistra su terca obstinación de visitar el
Maestrazgo, país entonces erizado de peligros que en su magín enfermo se
revestían de formas románticas. Ilusio-nada por nuevas ideas imaginó que
sería muy divertido dar un vistazo al país donde se cría la exquisita miel y a
los verdes oteros poblados de aromáticas hierbas… A todas éstas, el pobre
Ido andaba desatinado por la población, donde no le faltaban amistades y
conocimientos. Díjome una tarde que había tenido noticias
desconsoladoras; mas para confir-marlas era preciso que fuéramos a Huete.
A Chilivistra no le pareció bien abandonar la re-gión melífera. Antojósele
además tomar las aguas de La Isabela, en Sacedón, que según decían eran
excelentes para conservar la tersura del cutis. En estas disputas acerca del
punto a donde debíamos ir pasaron dos días más. Por fin determiné yo
alquilar un buen coche para irnos por el camino de Pastrana hacia la
provincia de Cuenca, después de asegurar a Silvestra que cuando
despachásemos un asunto particular del señor Capellán [252] la llevaríamos
a zambullirse en las aguas de La Isabela.

De mala gana emprendió la vizcaína el viaje, y por el camino nos daba la


tabarra volviendo su enojo contra el padre Carapucheta, de quien decía que
iba siempre huroneando los conventos de monjas, con las cuales a
hurtadillas se refocilaba. Oía con resignada humildad estas cosas el bueno
de Ido, cuya inquietud y zozobra se mostraban en lo escuálido del rostro y
en el crecimiento de la nuez.

Rodando por desiguales caminos llegamos a Huete avanzada la mañana de


un luminoso día de Julio, y don José, apenas nos quitamos el polvo en el
parador de Santa Clara, encaminose al monasterio del mismo nombre,
situado a corta distancia de nuestro alojamiento. Más de dos horas
permaneció el manso filósofo en la casa monjil, conferenciando con una tal
Sor Inés de la Transverberación, prima carnal de Nicanora.

En el largo tiempo que pasamos esperando a Ido, noté que a Chilivistra le


tembliqueaba el labio. Ya venía la racha de la impertinencia borrascosa.
«Bonito papel estamos haciendo -me dijo- tapándole los vicios a este
capellán que parece una mosquita muerta y es un tenorio de monjas. Opino
que debemos dejarle aquí, marchándonos nosotros hacia La Isabela, donde
encontraré el remedio para estos granitos que me han salido en las piernas.
Míralos, Tito, y te convencerás de que me son precisas aquellas aguas, que
instaló [253] Fernando VII para pu-limentar la epidermis de su segunda
mujer, la Reina doña Isabel de Braganza».

Hice cuanto pude para contener y amansar a Silvestra con blandas razones.
Llegó por fin el buen Ido, consternado, y llevándome aparte discretamente
me dijo: «Ilustrísimo Señor; ya sé a ciencia cierta que mi adorada Rosita
está en Cuenca, en una casa de esas que llaman… con perdón… mancebías
pú-
blicas, y yo llamo templos del escándalo».

-Pues vámonos allá, don José -repuse yo-, y salvaremos de la infamia a esa
sacerdotisa de Venus.

No necesito decir los artificios amorosos que puse en juego, halagos que
prodigué y patrañas que discurrí, para convencer a Chilivistra de que
debíamos ir a Cuenca. Con todo, momentos hubo, a poco de arrancar el
coche, en que don José y yo estuvimos a dos dedos de ser abofeteados por
el basilisco; poco faltó para que sus blancas y afiladas uñas se clava-ran en
mi rostro. La lucha duró hasta que el sueño y la fatiga rindieron a la
fierecilla, andados ya dos tercios del camino. Nocturno fue aquel viaje y
fecundo en molestias de todo género. Ya era más de media noche cuando
entramos en Cuenca. Nuestros pobres huesos y nuestros desmayados
espíritus tuvieron descanso en la mejor fonda de la Carretería, parte llana de
la ciudad.

Al siguiente día, 12 de Julio, fecha que no se me olvidará mientras viva, el


molimiento [254] de nuestros cuerpos nos retuvo en las ociosas lanas más
tiempo de lo que acostumbrábamos. Levantose Silvestra de mal talante, que
manifestaba con agrias y descomedidas voces, y agarrando sus libros de
rezos y su rosario requirió mi compañía para ir inmediatamente a la
Catedral, pues quería prosternarse ante el sepulcro del bendito San Julián,
Obispo de Cuenca.

Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta una vetusta puente
sobre el río llamado Hué-

car, la cual une la ciudad vieja con los arrabales.

Como poseo un gran sentido topográfico, andando me enteraba de la


estructura de aquella ciudad celtí-

bera, visigoda, arábiga o no sé qué, asentada en varios montículos rocosos.


El conjunto del viejo caserío escalonado en diferentes anfiteatros, donde al
parecer los cimientos de unas casas pisaban las techumbres de las otras, era
de lo más pintoresco que yo había visto en mi vida. Pasado el puente
entramos en una calle que, según me dijo Ido, se nombraba de Las
Cocheras. Allí nos separamos; el filósofo torció a la derecha en busca de las
casas públicas y pecaminosas, donde creía encontrar a su desdichada hija.
Chilivistra y yo, por la empinada y tortuosa ruta que nos señaló don José,
subimos hasta la Catedral.

Aquel día estaba mi basilisco en la plenitud de sus vesánicas


impertinencias. Por la menor cosa reñíamos. Si tropezaba yo en un pedrusco
(y hay que ver, señores, lo que eran aquellos empedrados, los partidos
losetones [255] y los peldaños puntiagudos), se ponía furiosa y me
increpaba de esta manera: «Hoy estás cargantísimo. No se puede ir contigo
a ninguna parte… Claro, ¡como no te dejo ir con el bigardo del Capellán
Carapucheta a jugar con las monjitas!… A mí no me toques, no me des la
mano, que yo sola sé andar muy bien. No tengo las piernas de trapo como
tú».

El interior de la Catedral me impresionó grande-mente por la majestad y


elegancia de sus líneas oji-vales, diluidas en un doble misterio de silencio y
obscuridad. El presbiterio y el ábside me parecieron espléndidos, las verjas
magníficas. Silvestra oyó dos o tres misas en diferentes capillas, y luego
estuvo arrodillada largo rato ante el altar de San Julián, un armatoste greco-
romano del estilo más antipático y pedantesco. Beatas vejanconas no
cesaban de llegar-se a los mármoles del sepulcro para besuquearlos y
llenarlos de babas. Apenas se apartó del altar mi basilisco para marcharnos,
adelantose a darle agua bendita un hombre de buena estatura, vestido con
decorosa modestia, de negra barba, pelo rizoso, facciones de varonil belleza
y edad como de cuarenta o cuarenta y cinco años. Al acercarme yo, le oí
decir: «¿No me reconoce usted, Silvestra?». Y como ella dudara
observándole, él prosiguió: «Soy primo de Delfina Gay, y en su casa nos
hemos visto algunas veces, ¿no se acuerda? Mi nombre es Avelino
Palomeque».

-¡Ah! ya, ya, Palomeque -dijo Silvestra [256] agradeciéndole con su más
delicada sonrisa- ¿Es usted de aquí?

-No, señora; yo nací en Toledo. Pero estoy en Cuenca desde muy niño y en
ella tengo mis negocios: dos fábricas de harinas y los molinos de San
Antón.
Salimos los tres. El gaznápiro de Palomeque iba junto a Silvestra, dándole
conversación, y a mí ni me saludó ni me hacía caso. Le pagaba yo este de-
saire con la moneda de mi desprecio. Mirándole bien recordé haberle visto
en la casa de Delfina y en la tienda de ataúdes. Era un carlistón rabioso,
faná-

tico, muy cerrado de mollera. Al llegar a una calle, que luego supe se
llamaba de Caballeros, tan pendiente que por ella había que andar a gatas,
se paró el cerril carcunda y dijo estas palabras, volviendo su rostro hacia mí
como para que yo me enterase bien:

«No pasarán dos días, y casi estoy por decir que no pasará ni uno, sin que
entren en Cuenca las tropas del Ejército Real del Centro, mandadas por Sus
Altezas los Serenísimos Infantes don Alfonso y doña María de las Nieves.
Creo que no ha de hacer resistencia este pueblo donde hay pocos liberales,
y esos pocos tontos de remate… Si usted teme el fuego y las balas, póngase
en salvo hoy mismo, señora doña Silvestra. Puede usted refugiarse en mi
casa, donde estará más segura que en ninguna parte. Soy viudo y vivo con
mi madre, mi hermana y una hija mía de catorce años».

Luego seguimos bajando hasta la plaza de [257]

San Vicente. Palomeque invitó a Chilivistra a comer en su casa aquel día,


anunciándole que iría a buscar-la a la fonda. El basilisco, con no poca
sorpresa mía, aceptó diciendo al carcunda que se arreglaría depri-sa y
corriendo para no faltar a la hora.

Solos otra vez Silvestra y yo, nos dirigimos a la fonda por la puerta que
llaman del Postigo. Íbamos a escape, yo silencioso, ella punzándome con
sus acres intemperancias. «Aprende, tonto -me dijo-.

Ese caballero sí que es fino y galante. Tú, en cambio, eres un avefría y no


sabes tratar con damas».

Poco después de las doce llegó Palomeque a nuestro alojamiento. Silvestra,


bien apañadita de ropa y pergeñada de lindos accesorios, sin omitir ninguno
de los retoques de su bella faz, se fue con él, dejándome en una soledad
deliciosa.
Cuando Ido no había vuelto de sus diligencias, me lancé solo por las calles
de la ciudad baja, después de comer. Por un momento se me ocurrió volver
a la Catedral para pedirle a San Julián que me concedie-ra el inmenso favor
de librarme para siempre de la fémina mortificante y tornadiza. Pero me
detuvo el extraordinario movimiento que notaba en las calles: iban y venían
hombres y mujeres en actitud de recelo y alarma. Acerqueme a un grupo y
no tardé en conocer la causa de tal agitación. Del pueblo de La Cierva,
distante unas cuatro leguas de Cuenca, había llegado una mujer con la
noticia de que allí y en Pajarón estaban los carlistas: la [258] mar de
batallones, con unos llamados zubabos que parecían fieras, y el don Alfonso
y la doña Blanca. En otro grupo oí que de Palomera, distante sólo una
legua, acababan de llegar emisarios que también anuncia-ban la presencia
de las bárbaras legiones.

Antes de amanecer caería sobre Cuenca la turba desmandada, feroz y


hambrienta, y se haría dueña de la ciudad riscosa si las peñas y los
corazones no le oponían una brava defensa.

- XXIII -

Recluido en el cuarto de la fonda, pasé la noche muy agitado por el


tumultuoso ruido que de la calle venía. Además, me inquietaba que
Silvestra no hubiera vuelto a mi lado, no porque me hiciera falta su
presencia, sino por el temor de que le hubiera ocurrido algún desavío. Al
manso filósofo le esperé hasta la madrugada; mas tampoco vino a la
mansión hospederil. Pensé que había encontrado a su hija, o que las
diabólicas sacerdotisas venustas le retenían en sus nefandos cubículos. Al
amanecer, las cornetas tocaron diana cerca y lejos, las unas en el interior de
la ciudad, las otras en el campo, ocupado ya por los carlistas. Me asomé un
momento a la ventana de mi cuarto, y vi en las crestas de los cerros humazo
de fusilería. Poco después empezó el tiroteo en los términos cercanos. [259]
Dijéronme que los sitiadores atacaban la Puerta del Castillo, y que ya eran
dueños de un barrio del mismo nombre, situado extramuros de la ciudad.

Bajé al comedor, donde el patrón y otros que con él estaban me dieron


noticias desconsoladoras. Las fuerzas que habían de defender a Cuenca eran
harto débiles: cuatro compañías de la Reserva de Toledo, un escuadrón de
Lanceros del Regimiento de Espa-
ña, otro de Carabineros, algunos Guardias civiles, y dos centenares de
Voluntarios, gente por punto general poco aguerrida. Las fortificaciones se
reducían a unas verjas de hierro, arrancadas de las iglesias para ponerlas en
las entradas de la ciudad vieja, y a unos cuantos remiendos echados de
cualquier manera en la vetusta muralla. Cuatro cañones con insuficiente
servicio de artilleros eran las únicas piezas disponibles para tener a raya al
enemigo.

El fuego siguió muy nutrido durante la mañana.

Poco antes de las once, los vecinos de los arrabales, creyéndose poco
seguros en aquella parte de la ciudad, empezaron a trasladarse a toda prisa a
la ciudad alta. Mi patrón y su mujer, personas sencillas y afables, se
empeñaron en llevarme consigo. «Caballero

-me dijo el fondista-, aquí no puede usted quedarse, porque esto está muy
malo. Véngase con nosotros.

Allá, en los altos de la Plaza de San Nicolás, tenemos una casita en paraje
resguardado de los zambombazos que atizan esos perros. Coja usted su ropa
y los [260] efectos de valor; nosotros salvaremos lo que podamos. Bueno
que se lleve el diablo nuestros intereses, pero la vida no queremos
perderla… ¡Ay, caballero: lo peor para la pobre Cuenca es que tenemos el
enemigo en casa! Muchos vecinos, muchas familias de acá son carcundas
hasta los tuétanos. Conque hágase cargo…».

Por el puente de la Puerta de Valencia me llevaron a un barrio de calles


pinas, angostas y obscuras.

Entramos en una casa de no sé cuántos pisos: la escalera no tenía fin. En un


desván lleno de pobretería de ambos sexos hallé albergue que parecía
seguro de las balas, mas no lo era de insectos y alimañas molestas. En aquel
camaranchón traté inútilmente de conciliar el sueño. Pasada la infernal
noche, decidí cambiar de alojamiento, y bajé a otros pisos donde encontré
mejor compañía, personas amables que me dieron pan y vino para sostener
mis fuerzas.
Entre los allí refugiados había un chico de tipo gitanesco, vivaracho y más
listo que el hambre, el cual salía y entraba a cada momento, trayéndome
noticias de lo que ocurría.

Por aquel galopín supe que se habían apoderado los sitiadores de la


Carretería y calles inmediatas, saqueando casas y tiendas con infernal
estrépito.

Supe también que los carlistas quisieron parlamentar junto al Instituto; pero
el Brigadier don José de la Iglesia, Gobernador Militar de la Plaza, hombre
tan chiquitín como bravo, les mandó a escardar cebollinos… Mientras el
chiquillo andaba recorriendo

[261] los sitios donde más empeñada era la lucha, mi patrón, dolorido y
suspirante, me dijo: «Caballero, nos quedamos sin agua. Esos cafres han
cortado el acueducto en el caserío de la Cueva del Fraile».

La patrona, llorando, agregó: «¡Ay, Virgen Santísi-ma, mañana no habrá ya


pan en Cuenca! El poco que amasaron hoy se lo arrebata la gente en la
calle, y los pobres que están batiéndose no tienen qué comer».

Por la tarde, volvió despavorido el chicuelo contándonos que había un


fuego horroroso en la cuesta de Tarros, Matadero, Jardín de las Carteras,
Retiro, San Miguel y las Angustias, con la mar de muertos y heridos. Una
vieja que vino después nos dijo que los Voluntarios, con el cañón que
habían puesto en una de las ventanas del Instituto, estaban abrasando a los
carcas. Otra vieja, con las sayas en la cabeza, compareció ante nosotros y
nos largó un relato terrorífico del fuego que hacían los carlistas desde las
casas contiguas a las puertas del Postigo, Valencia y convento de la
Concepción. Los pobres carabineros, soldados y voluntarios que defendían
aquellos lugares caían como moscas.

La noche fue pavorosa. Los insectos y la fetidez de las habitaciones


atestadas de gente expulsáronme de la casa. Bajé a la calle, prefiriendo que
me matase una bala a morir de asfixia y asco. Tirado en el suelo, entre un
ciego, dos lisiados, un sin fin de mujeres, y rapaces medio desnudos, me
enteré de que
[262] los caribes que llamaban Zuavos habían inten-tado vadear el Huécar,
siendo rechazados por unos cuantos Lanceros. Las llamas de los incendios
daban a la ciudad un aspecto de siniestra desolación.

El hambre, el miedo y el cansancio me obligaron a meterme en el zaguán de


una casa, y arrimándome a un bulto que debía de ser un durmiente envuelto
en mantas, descabecé algunos sueños. Al amanecer, noté que el tiroteo
había disminuido considerable-mente… Dijéronme que los carlistas
desmayaban por la tenaz resistencia del pueblo en el día anterior.

A media mañana, advertí grande animación en la ciudad. Corría la noticia


de que se aproximaba una columna de tropas del Gobierno mandada por un
tal señor Calleja. «¡Ay, Dios mío -exclamaba todo el mundo-, que venga
pronto ese Calleja!». Contagiado yo de estas públicas alegrías, y sintiendo
los horrores del hambre, trepé por los empinados escalones de una calleja
angosta, en busca de un alma caritativa que me diera un pedazo de pan.
Torciendo a mano derecha, vi venir hacia mí un esqueleto que me estrechó
en sus brazos. ¡Por San Julián bendito!

El esqueleto cuyos huesos chocaron con los míos era don José Ido del
Sagrario.

«¡Ay, don José de mi alma! -exclamé con grande alegría-; ¿está usted
muerto?».

-Por milagro no estoy muerto -me contestó Ido-.

Sepa Vuecencia que una bala me atravesó de parte a parte. [263]

-A ver, a ver; enséñeme esa tremenda herida.

-No es de cuidado. Mire, ha sido en el chaquetón.

El proyectil lo pasó de parte a parte… ¡Ay, don Tito, toda la noche


buscándole! No ha sido mala suerte encontrarle ahora para poder decirle…

-Cuénteme, don José; ¿ha encontrado a la niña?


-Sí señor. Estuvo algunos días en una casa de pica-ronas; pero ya ¡gracias a
Dios!, ha ido a parar a lugar más honesto, aunque no del todo limpio. ¡Ah,
señor, déjeme usted que suspire!

-Yo también suspiro, don José, pero de hambre.

-¿Hambre Vuecencia, Ilustrísimo Señor? Pues aquí tengo yo pedazos de pan


para Usía. Cómalo, que es bastante bueno.

Vi el cielo abierto. Me abalancé a los mendrugos, y para comerlos con más


comodidad me senté en un escalón, en medio del arroyo. Lo mismo hizo
Ido, y en aquel momento se nos acercaron unos pobres perros que olieron el
pan. No tuvimos más remedio que darles algo de lo que nos sobraba.

«Ya que este corto desayuno me aclara un poco las entendederas -dije al
filósofo-, prosiga el cuento de la infeliz Rosita».

-Pues nada: que hace días está al servicio de un señor Canónigo, muy
apersonado y muy galán, que la tiene en su casa en calidad de doncella para
todo y con honores de sobrina. Allí he pasado yo toda la noche bien [264]
resguardado de esta horrenda trifulca, y de allí salí a buscar a Vuecencia
para llevármele conmigo.

-¿A casa del Canónigo?… ¡Sí, hombre, vamos!

Allí estaremos bien seguros, porque supongo que el amo de Rosita será
carcunda neto.

-Sí que lo es, pero buena persona y muy torero, con perdón. Está loco por la
niña… Vamos, vamos… Pero ¡ay de mí!, buscando a Vuecencia me he
perdido en el laberinto de estas rinconadas y costanillas, y no sé por dónde
volver allá.

En esto, oímos que de la parte baja venía, con gran clamor de gente,
estruendo de cataclismo. Unos ancianos que subían nos dijeron que, en la
calle de la Moneda, los bravos defensores arrojaban petróleo con la bomba
de incendios del Municipio sobre las casas de la calle de los Tintes,
ocupadas por los carlistas. No pudiendo realizar su intento, lanzaban a
mano el líquido inflamable contenido en botellas.

Huyendo de la quema seguimos calle arriba, acele-rando el paso. Don José,


casi sin resuello, me dijo:

«¿No sabe, don Tito, que ayer tuvieron los carlistas una gran pérdida? El
cabecilla Segarra quedó muerto de un balazo junto al convento de la
Concepción, al atacar la Puerta de Valencia».

-¿Segarra? Pues en el Infierno nos espere muchos años… Vamos, vamos a


ver si podemos dar con la casa del Canónigo. Preguntaremos al primero que
pase para que [265] nos oriente. ¿Cómo se llama ese señor?

Detúvose Ido perplejo, y llevándose un dedo a la frente me dijo: «¡Ay, señor


don Tito!, el apellido del Canónigo es de tal manera enrevesado y
estrambóti-co, que no sé si lo podré recordar ahora. Ayer, cuando él me lo
dijo, lo apunté en un papel, y toda la noche lo estuve repitiendo, sílaba por
sílaba, para ver si me lo clavaba en la memoria… Espere Vuecencia un
poco… déjeme pensarlo… Ya tengo algunas sílabas, pero otras me faltan…
Calma, calma…».

Mediano rato aguardé a que terminase su trabajo mental el cuitado filósofo.


Luego, con semblante risueño, me dijo: «Ya, ya tengo las sílabas todas.

Ahora falta el acento… Espérese otro poco, Ilustrí-

simo Señor… Tengo que arrimarme a la pared para poderlo decir seguido…
y he de agarrarme la nuez, vea Vuecencia, la nuez, que se me quiere escapar
cuando pongo el acento… Allá va. El Canónigo que ahora es tío de Rosita
se llama de apellido Pagasaunturdua».

- XXIV -

-Después de pronunciar ese nombre -dije yo- es preciso tomar alguna cosa,
por ejemplo, una copita de Jerez. Vamos a ver si ese bendito Canónigo nos
la da.
-Excelentísimo Señor -replicó Ido-, llevando por única guía ese nombracho
no llegaremos [266] nunca. El tío de mi niña hace poco tiempo que ha
venido a esta Catedral desde la de Calahorra, y apenas se le conoce.
Además, señor, no hay un solo conquense que sepa entender ni pronunciar
el trabalenguas de ese apellido.

Llegamos a una plazoleta en la que Ido reconoció que había confundido la


torre de la Catedral con la de Mangana, y cuando discutíamos la dirección
que debíamos seguir para enmendar nuestro rumbo, nos vimos envueltos en
un tumulto de gente que nos llevó consigo como barredera humana al grito
de

¡Abajo todo el mundo! ¡A las Puertas, al Instituto, que vienen los nuestros!
¡Ya está ahí Calleja! ¡Viva Calleja! Imposible resistir al torbellino
patriótico.

Corriendo, más bien rodando, descendimos por las calles de guijas


puntiagudas. A mi lado se puso, chillando desaforadamente, el chiquillo
gitanesco y vivaracho que me había servido de informante histó-

rico en los primeros encontronazos entre conquenses y carlistas. «Quieren


entrar -me dijo- por la calle de la Moneda. Allí hay fuerte quemazón. Pero
no saben ellos quién es Calleja. ¡Viva, viva Calleja!».

Fuimos a parar cerca del Instituto, y allí nos encontramos a nuestro fondista
y a un sin fin de mujeres llorosas, que se disputaban los corruscos de pan…

No sé el tiempo que duró aquella situación equívoca en que alternaban los


gritos de entusiasmo con las expresiones de desaliento. Por fin corrió entre
la muchedumbre ansiosa esta desoladora [267] noticia:

«El que viene no es Calleja ¡maldita sea su alma!, sino un cura guerrillero
que llaman el de Flix, con dos batallones de fieras desbocadas… ¡Perdición,
ruina, muerte!…».

Esta triste realidad alentó a los carlistas residentes en Cuenca. Propalaron


por todas partes que los sitiadores entraban ya en la ciudad, sembrando el
desaliento, y muchos defensores se retiraron de sus puestos, convencidos de
que era inútil toda resistencia. Sin saber cómo, nos encontramos Ido y yo en
la miserable casa donde pasé la primera noche de asedio, y en uno de sus
aposentos nos guarecimos, esperando la suerte que nuestro adverso Destino
nos deparara. Allí supimos por algunos Voluntarios que los defensores que
ocupaban el Jardín de las Carteras se habían retirado y la facción era ya
dueña de algunas casas de la calle de la Moneda.

La última página de la tenaz resistencia fue glorio-samente escrita por el


Gobernador Militar, Brigadier don José de la Iglesia, que levantando
barricadas disputó palmo a palmo la ciudad a las salvajes hor-das realistas.
En esta postrera jornada pereció heroi-camente el Teniente Coronel de la
Reserva de Toledo don Francisco de la Peña. En tanto, el Brigadier La
Iglesia, sereno en medio del peligro, al frente de cuarenta hombres, se
retiraba lentamente mandando hacer fuego de trecho en trecho. Al llegar a
la parte más empinada de la calle de San Pedro, agotados todos los recursos
y siendo la retirada imposible, hizo [268] señal de parlamento. Los carlistas,
que estaban a pocos metros, destacaron un pelotón mandado por un jefe. La
Iglesia se desciñó la espada, y entregándola al cabecilla, puso término
definitivo al esfuerzo gigante de los humildes y beneméritos defensores de
Cuenca.

Desde aquel momento cambió con súbito giro el panorama histórico,


trocándose el honrado choque de las armas rivales en feroz desbordamiento
de los vencedores, que hollaron con cínica barbarie las leyes de la Guerra y
los elementales principios de Humanidad. Contaré los horrores, crímenes y
vergüenzas de las jornadas de Cuenca en los días 15, 16

y 17 de Julio, con toda la fidelidad que mi oficio me impone; contaré lo que


vieron mis ojos espantados y lo que, visto por otros ojos, fue transmitido del
alma de las víctimas y de sus allegados al alma dolorida de este humilde
narrador. Ante la brutalidad de los hechos que fluctúan vagamente entre lo
verdadero y lo inverosímil evitaré la mentira y la hipérbole, y no recargaré
de negras tintas las perversidades de los hombres, ni aun cuando éstos, más
que hombres, parezcan demonios.

Al penetrar en la ciudad las manadas realistas, fueron víctimas de su


desenfreno las propias familias de los vencedores. Diose el caso de que
algunos facciosos nacidos en Cuenca oyesen de labios de sus madres, al
abrazarlas, súplicas implorando respeto para sus vidas y haciendas. Pero
tales ansias traían aquellos bárbaros de celebrar su victoria [269] con la
saciedad de todos los apetitos, aun los más infames, que nada respetaron.
Entraban en las casas, lo mismo por las puertas que por las ventanas, forza-
ban los muebles, sacaban ropa, dinero, alhajas, y luego porfiaban entre sí
para repartirse el fruto del pillaje. Lo mismo expoliaron las casas liberales
que las carlistas; no hicieron diferencias de clases ni de ideas, ni se
acordaron para nada de la Religión que figuraba en su execrable bandera.

En una desdichada iglesia, cuyo nombre no recuerdo, afanaron con avara


rapidez un soberbio pectoral, dos mantos de terciopelo de San Juan, y una
corona, rosario y diadema de la Virgen del Puente. En los casinos
rompieron los espejos, las mesas y sillas, hartándose de licores, cuyas
botellas arrojaban a la calle después de vaciarlas. En el Instituto destruyeron
el Gabinete de Física y el de Historia Natural, lanzando por las ventanas los
aparatos y las colecciones zoológicas. Al ver la máquina eléc-trica llegó a
su máximum el ansia de destrucción, y mientras la pulverizaban decían:
¡Duro, duro con esto, que sirve para mandar partes al Gobierno!

Se les veía correr de calle en calle y de casa en casa, dando alaridos de


salvaje alegría. Algunos se desnudaron públicamente para vestirse la ropa
blanca y los trajes que habían robado. Después de vestidos, dejaban en
medio del arroyo los guiñapos llenos de porquería y miseria. Aunque
uniformados, los Zuavos de los Príncipes presentaban el aspecto

[270] más siniestro y repugnante por la desenvoltura cínica de sus maneras


y la grosería de sus vocifera-ciones, en ronca mixtura de italiano y francés.
Con hambre atrasada devoraban embutidos, lonchas de jamón y cuanto
pudieron atrapar. Por toda la ciudad retumbaron destemplados toques de
corneta y estas estridentes voces: ¡No hay para nadie cuartel!

De los Zuavos y de los que no eran Zuavos huían las mujeres, lo mismo
jóvenes lozanas que viejas tembliconas, corriendo a refugiarse en los
sótanos más hondos o en los más altos desvanes. Aun allí eran perseguidas,
pues aquellas bestias lujuriosas no sólo habían perdido la vergüenza sino el
sentimiento de la hermosura, de la gracia y de la juventud… Los facciosos
no se limitaron a saciar sus groseros instintos, y movidos de criminal saña
política, perseguían como perros rabiosos a los cipayos, que así llamaban a
los liberales, y a los que habían contribuido con su denuedo a la defensa de
la población.

Voy a referir a mis horrorizados lectores el trágico fin del Comandante don
Enrique de Escobar y Val-deolivas, que se hallaba en situación de
reemplazo, recluido en su domicilio por larga enfermedad. Creyeron los
carlistas que aquel cipayo había tomado parte en la defensa, y asaltaron su
casa, en la calle de Cordoneros, subiendo atropelladamente hasta las
habitaciones altas, donde el infeliz señor yacía en el lecho, asistido por su
madre. Al verse rodeado de aquellas fieras [271] que le insultaban
profiriendo las amenazas más atroces, el desdichado enfermo perdió el
conocimiento. La madre lloró, imploró, y no pudiendo ablandar los
corazones petrificados por la incultura y el fanatismo, se abrazó a su hijo
intentando en vano librarle de las acometidas de tales monstruos. Sobre el
cuerpo de la pobre mujer llovie-ron golpes terribles. El Comandante fue
cosido a bayonetazos, y cuando ya se le escapaba la vida, arrancáronle de
los brazos maternales y lo arrojaron por el balcón.

El cuerpo chocó contra las piedras, y yacía exáni-me en medio del arroyo,
cuando apareció en la calle abigarrada muchedumbre, a cuya cabeza venía
una mujer a caballo, como amazona de circo, radiante de fatuidad, decidida
y altanera. Era la tristemente famosa Princesa doña María de las Nieves,
esposa de don Alfonso de Borbón. Los que la vieron venir pensaron que
desviaría su caballo para no pisar el cuerpo expirante. Pero la terrible
capitana de bandidos no se inmutó, y sin dar señales de ninguna emoción
ante aquel espectáculo dejó que el animal piso-tease a un honrado caballero
moribundo.

- XXV -

Siguió la cruel amazona su sangriento camino hacia la Correduría. Era de


corta estatura, flaca, rubia, de azules ojos: su belleza, [272] completamente
apócrifa, consistía tan sólo en la marcialidad de su apostura y en su destreza
hípica, cualidades de marimacho, no de mujer. En su rostro vi un mirar
ceñudo y una rígida contracción de la boca que indicaban la sequedad del
corazón confundida con la brutal soberbia. Llevaba boina roja con borlón
de oro, traje negro de montar, altas botas de charol, en la mano un latiguillo
que le servía de bastón de mando, y en el cinto un revólver. Tras ella iba el
marido, que sólo brillaba por su insignificancia junto a la marimandona.
Llevaba boina encarnada con áureo borlón y dormán de Caballería. Seguía
la caterva de jinetes, algunos con distintivos de oficiales, otros con escolta,
todos de aspecto bárbaro y provo-cativo.

No sé a dónde iban en aquel instante. Pero, esclavo de mi obligación, he de


referir las escenas más paté-

ticas del drama conquense, y para ello haré uso del don de ubicuidad que,
con otras atribuciones, me concede en casos tales mi divina Madre Clío.
Sabed, pues, que aquella mañana presentose ante la Catedral el aparatoso y
ridículo cortejo de la Generala doña Nieves de Borbón, de Braganza o de
los demonios coronados. Apeose la tal de un salto y entró en la basílica
seguida del marido y de los jefes que componían su abigarrado séquito.
Junto a ella se coló en el sagrado recinto un perro de presa que era su
inseparable compañero. Ya se habían dado las órdenes para que el Obispo
saliese a recibirla y le cantase el indispensable Tedéum por la [273] feliz
entrada del Ejército Real en la histórica ciudad de Cuenca.

He aquí, lectores míos amadísimos y cristianísimos, al venerable Prelado


señor Payá y Rico, plan-tado en el trascoro con todo su Clero, para recibir
ceremoniosamente a la que representaba el poder majestático (2) impuesto
por la fuerza bruta. Con evangélica humildad acompañaron el Obispo y
Clero Capitular a los regios figurones, llevándolos al presbiterio, donde
tomaron asiento en los sillones preparados para el caso. El Tedéum fue
breve, llevado a paso de carga, a estilo militar. Berrearon los cantores de
mala gana, y el alto Clero, con excepción del Obispo, hizo gala de la pompa
litúrgica y de su fanático servilismo.

Terminada la ceremonia con su canticio bostezan-te, acompañado de


sonoros golpes de órgano, los Príncipes de la sangre se aposentaron en el
Palacio del Obispo, próximo al templo diocesano. Ignoro si la ocupación de
la morada episcopal fue por galante obsequio del señor Payá y Rico, o por
motu proprio de la desenvuelta doña Nieves, que a sus indudables dotes de
mando unía la frescura y desahogo que a las personas vulgares da la falsa
conciencia del derecho divino. Su temple arbitrario se manifestaba lo
mismo en la llaneza para incautarse del solar ajeno, que en la fea costumbre
de tutear a las personas de más alta posición y jerarquía. Apenas instalada
en el Palacio la trashumante Corte, se vieron llenas de uniformes las
anchurosas estancias; [274] el arras-trar de sables y el militar bullicio
sustituyeron al murmullo sigiloso de una mansión eclesiástica.

En el salón de honor, decorado con un soberbio crucifijo, recibieron los


Príncipes comisión de señoras, comisión de notables, que eran lo más
granadito de la carcundería conquense. Allí dictó la despótica doña Blanca
los fieros bandos que causaron terror al sufrido vecindario. En el primero se
ordenaba que los habitantes de la ciudad, sin distinción de clases, acudieran
a demoler las fortificaciones, llevando ellos mismos los útiles y
herramientas necesarios.

En el segundo se disponía que acudieran las mujeres y señoras con vasijas


llenas de agua a sofocar el fuego del Gobierno civil, incendiado por los
carlistas. El tercero, inspirado por Judas, mandaba que todos los Voluntarios
defensores de Cuenca se pre-sentasen en los claustros de la Catedral,
advirtiendo que de no hacerlo así serían fusilados donde quiera que se les
encontrara. Los tres bandos se fijaron en las esquinas o fueron publicados
por pregón, y decí-

an que sus disposiciones habían de cumplirse bajo pérdida de la vida.

Obedientes a las draconianas órdenes de la que algunos llamaron el Atila


con faldas, acudieron con palas y picos los pobres de chaqueta y los señores
de levita a desbaratar las obras de fortificación. Y

como a todos les iba en ello la pelleja, también co-rrieron a sofocar el fuego
las menestralas y las señoras, transportando el agua en cántaros, barreños

[275] y pericos. Los Voluntarios defensores de la Plaza, entendiendo que


serían indultados si hacían acto de arrepentimiento en el sagrado recinto de
la Catedral, allá fueron cual ovejas sumisas y, con más paciencia que el
amigo Job, esperaron el fallo benigno de la serenísima tirana.

¿Benignidad dijisteis? Espérense un poco, caballeros. Apenas estuvieron los


voluntarios reunidos en los claustros de la basílica, llegó una cuadrilla de
Zuavos que les maniató por parejas; sin pérdida de tiempo los condujeron a
los sótanos del Palacio episcopal, y allí quedaron encerrados cual rebaño
destinado al sacrificio.

En tanto, la soldadesca vencedora, harta de comistrajes y de vino, harta de


volubles placeres, mas nunca saciada ni satisfecha en sus brutales instintos,
continuaba la cacería y exterminio de cipayos. Pedro Díaz Escamilla,
maestro alpargatero de la Casa de Beneficencia, voluntario que peleó en la
calle de la Moneda, retirose herido, escondiéndose en un desván de su casa.
Allí lo encontraron los carlistas, y después de rematarlo a tiros y
bayonetazos le rompieron el cráneo con las culatas de los fusiles, haciendo
saltar en pedazos la masa encefálica. A la viuda de este infeliz la
martirizaron cruelmente pin-chándola en la espalda, y a una muchachita hija
del muerto le dieron a beber tila con pólvora para que se le pasara el susto.

A un pobre vendedor de frutas, Anico el de la Ventosa, a quien acusaban de


haber [276] matado a dos Zuavos, lleváronle a rastras por las calles con
infernal gritería, y después de asestarle innúmeros bayonetazos, acabaron
con él, junto al cuartel de San Francisco, quemándole la cara con petróleo.
Un humilde dependiente municipal fue capturado cuando regresaba de
llevar un parte del Ayuntamiento al Brigadier Villalaín. Cediendo a
instigaciones de un carlista conquense, aquel desventurado fue conducido
en las puntas de las bayonetas por la Correduría, y en su sangre mojaron los
asesinos la suela de las alpargatas para reforzarla. Junto a la Puerta del
Postigo asesinó la soldadesca a un cartero, de quien dijo una mujer que
había dejado de entregar algunas cartas a los carlistas del pueblo. La agonía
de este desgraciado fue horrenda, pues su delatora se obstinaba en hacerle
comer pan y pepino.

Por soplo de gentes malignas, que nunca faltan en casos tales, supieron los
vándalos del Dios, Patria y Rey, que en una casa del Pósito se escondía un
cipayo llamado Vicente Cornago, enfermo de viruela negra. Allá marcharon
en tropel los asesinos, decididos a librar de penas al virulento. La pobre
madre del enfermo creyó que mostrándoles el cuerpo de éste, cubierto de
pústulas, les convencería de la verdad de la dolencia. Los menos feroces
quedaron perplejos; mas otros, que sin duda eran fieras en figura humana,
insistieron en asegurar que el cipayo era un enfermo de conveniencia y que
aquellas cos-tras serían pintadas. La embriaguez [277] les enloquecía. Tras
una espantable escena en que la madre trató de salvar la vida de su hijo,
abrazándole con desesperado esfuerzo, se consumó el crimen odioso, entre
salvajes gritos y carcajadas infernales de aquellos caribes.

Más horrores contaría; pero temo que mis buenos leyentes aparten sus ojos
de estas páginas, bárbara-mente ensangrentadas. Por mi gusto pondría
siempre en ellas la miel de la Historia, aderezándola sabiamente con las
hieles amargas que en todo tiempo afluyen de las humanas acciones. Mas
tengo que rendirme a las brutalidades de una raza, que en sus accesos de
locura suicida se divierte rasgando sus propias venas para morir de anemia.

Diré tan sólo que a la mujer de un pobre zapatero, asesinado en la calle del
Agua, dieron el pañuelo de la víctima empapado en su propia sangre,
caliente todavía. A la esposa de un humilde agente de Orden público le
ofrecieron el sable con que acababan de cercenar el cuello de su marido. No
satisfechos los facciosos con ser asesinos y ladrones, fueron también
incendiarios, y a más del Gobierno civil pega-ron fuego a la Diputación
provincial, a la Plaza de Toros y a otros edificios. Con enormes lavativas
lanzaban petróleo a los pisos altos; con regaderas empapaban de líquido
inflamable las plantas bajas.

El inmenso ruedo de la Plaza de Toros, del que surgían llamas gigantescas,


era como el cráter de un volcán. [278]

Como infernal apoteosis de aquella fiesta de barbarie, clavaron los vándalos


banderillas de fuego a los caballos heridos o enfermos que, locos de dolor,
corrían por la ciudad, entre el chisporroteo y las detonaciones de la pólvora
que abrasaba sus carnes.

- XXVI -

Mi privilegio de ubicuidad permitiome presenciar las pomposas audiencias


que daba doña Nieves a los Jefes de su mesnada de matachines: salían éstos
llevándose el aplauso y albricias de su Generala por los asesinatos y
desvergüenzas con que castigaban al pueblo infeliz. En esto, anunciaron la
llegada de una Comisión del Ayuntamiento que iba, con toda sumisión y
protestas de fidelidad, a impetrar de Sus Altezas clemencia para los
vencidos. Como medida preventiva, metieron a los comisionados en las
habitaciones bajas donde estaban las cuerdas de Voluntarios presos. No
quise dejar de ver a los que representaban el organismo municipal, algunos
del antiguo Ayuntamiento, otros de la nueva hornada carlista. En todos vi
caras afligidas y largas, y admiré las arrugadas levitas que habían sacado
del fondo de los cofres para presentarse ante las reales personas, así como
las chisteras abolladas y peinadas a contrapelo en las precipitaciones que la
etiqueta les imponía.

[279]

Francamente, naturalmente, diré con mi amigo Ido que me acompañaba


por las escaleras y pasillos de la casa episcopal, me dieron lástima los
señores concejales tratados como perros, y aun el propio don Avelino
Palomeque, concejal de nuevo cuño, me fue menos antipático, por verle en
tan humillante situación. No pensaba yo hablarle, pero él se dirigió a mí con
menos arrogancia de lo que yo esperaba, di-ciéndome estas palabras: «No
pase usted pena por doña Silvestra, que está bien segura en mi casa, al lado
de mi madre. Si los excelsos Príncipes acceden a lo que les pediremos, todo
se arreglará».

-Quédese Chilivistra al lado de su señora madre -

contesté yo cumplidamente-, que allí estará como en la gloria. Y si la


nobilísima doña María de las Nieves la toma bajo su protección, miel sobre
hojuelas.

Silvestra es una malva como usted habrá visto, un carácter angelical,


dulcísimo. Para mí será muy grato que permanezca en la honesta y sagrada
casa de usted hasta que Dios fuere servido de poner término a los males que
a todos nos afligen.

Díjome entonces el estirado señor Palomeque que si yo gozaba, como


parecía, de algún predicamento cerca de la brava doña Nieves y de su
augusto esposo, les hiciese presente la conveniencia de que fuera pronto
recibida la Comisión municipal que ansiaba ofrecerles sus respetos. Sin
negar yo mi supuesta influencia, respondí que hablaría de buen grado a los
Serenísimos Infantes, procurando [280] llevar a feliz término aquellas
diferencias, y añadí que espe-raran sentaditos a que de arriba viniera la
orden de ser recibidos en audiencia solemne.

Volví con Ido del Sagrario al piso principal, y lo primero que vi fue el
venerable Obispo sentado en el banco del portero, aguardando ser admitido
a la presencia de doña Nieves. Diferentes personas había en la antesala, y
entre ellas… no sé si por testimonio de mis ojos o de mi exaltada
imaginación… creí distinguir la faz de Mariclío en un grupo de señoras que
hablaban con Payá y Rico, lastimándose de la humillación que sufría. Estoy
bien seguro de haber oído de labios del Prelado estas tristes palabras:

«Ayer me pedían ustedes su protección: hoy la necesito yo». Puse toda mi


alma en cerciorarme de si era verdad la presencia de Mariclío, mas no pude
obtener la certidumbre que buscaba porque el buen Ido me cogió de un
brazo, y llevándome al cercano pasillo donde aguardaban varios clérigos en
actitud expectante, me dijo: «Véngase acá, Ilustrísimo Se-

ñor, que quiero presentarle al Canónigo Pagasaunturdua. Este buen señor


desea conocer a Vuecencia».

Presentado al Canónigo, nos estrechamos las manos con familiaridad


cortesana. Era un clerizonte guapo, joven y rollizo: su desenvoltura de
lenguaje y ademanes revelaban el gusto del buen vivir y el menosprecio de
las trabas y preocupaciones que entorpecen la existencia. Después de los
saludos campechanos, [281] quedamos en que honraría yo su casa aquella
misma tarde para tomar juntos una copita de Jerez y fumar un buen habano.

Al volver a la antesala vi que entraba una caterva de vándalos, arrastrando


los sables y metiendo mucha bulla. Entre denuestos y amenazas decían que
la canalla cipaya trataba de asesinar a los Príncipes, y que para castigar su
intento sería conveniente acabar con ella. De estas inauditas barbaridades
resultó que Sus Altezas dieron orden de despedir a la Comisión municipal,
mandándola que se largara con viento fresco. Poco después fue admitido en
audiencia el reverendo Prelado, y al gozar yo el extraordinario privilegio de
presenciarla reconocí la proximidad de mi excelsa Madre, que por interés
de ella y honor mío se dignaba ponerme en directo contacto con las
verdades netamente históricas.
Vi a doña Nieves en pie frente a una mesa forrada de damasco. Rodeaban a
la Infanta su insignificante esposo y unos cuantos bigardos de su cuadrilla:
Monet, Grollo, Freixá, Villalaín, el cura de Flix y otros. La Generala vestía
un traje de amazona, cuya falda recogía con la mano izquierda; en la
derecha empuñaba un latiguillo que era como el cetro de su realeza, lo
mismo a caballo que a pie. El perro de presa no faltaba en aquel acto
solemne, vigilante al lado de su ama. Con la boina roja encasquetada, los
cabellos rubios mal recogidos en un voluminoso moño, el [282] cuerpecillo
tieso, la mirada fría, el rostro avinagrado, condensando en sus duras
facciones toda la energía de un alma dominadora y salvaje, aguardó la
entrada del Obispo.

El venerable Payá se adelantó con sereno continente, y anticipando sus


finas reverencias, rogó a la Infanta que perdonase la vida a los Voluntarios
presos y que pusiera término a los actos de inhumana crueldad, tan
contrarios a la Religión que el Rey don Carlos ostentaba en su bandera.

«Ya he dicho a las señoras -contestó colérica y nerviosa la terrible mujer-


que mis soldados necesitan un poco de expansión, después de los trabajos y
privaciones que han sufrido». Y tras esto, atreviéndose a tutear a persona
tan venerable, investida de la autoridad evangélica, esgrimió el látigo para
impri-mir acento y vigor a estas infames palabras: «Da gracias a Dios
porque no hacemos contigo lo mismo que con todos esos miserables».

Aguantó el Obispo con firme ánimo la rociada y dijo, tarde ya pero aún a
tiempo, lo que debió decir a los Príncipes cuando entraron en Cuenca
pidiéndole que les cantara un Tedéum. Allá va el verdadero Tedéum y la
sagrada voz evangélica de un Prelado que sabe su obligación: «Señora: con
esa conducta ni se conquistan tronos en la tierra ni coronas para el cielo.
Adiós, adiós».

Dio media vuelta el buen Payá, y retirose de la sala sin hacer la menor
reverencia. [283]

- XXVII -

Permitidme ahora, lectores muy católicos y muy amantes de nuestra patria,


que os dé una opinión sincera y humana de la nefasta María de las Nieves,
opinión que, sin excluir las execraciones que merece al mostrarse por
primera vez en la candente arena de aquel torneo político y militar,
contendrá las alabanzas que le corresponden como el modelo más
extraordinario de fuerza y energía dentro del tipo feme-nino.

Al ponerse con su esposo al frente del Ejército Real del Centro, doña
Nieves fue el alma de la facción; se impuso a todos los cabezas y cabecillas;
erigiose en Generalísima incuestionable; llegó a ser muy pronto la primera
estratega, la primera autoridad táctica de sus cuadrillas, a las que disciplinó
y gobernó dándoles apariencias de hueste organizada.

Compartía con sus soldados las inclemencias del cielo y las fatigas de las
penosas jornadas; compartía también con ellos los piojos, la bazofia, los
mendrugos de pan, la dureza de los lechos de piedra en las sierras ásperas,
la humedad y desamparo en las desoladas llanuras.

De este modo les llevó a la conquista de Teruel, tan difícil y cruenta que
hubo de levantar el asedio y salir en busca de otras arriesgadas aventuras.
Con su infatigable [284] tropa, ella, que no conocía tampoco el cansancio,
compartió la rabia de no haber podido ganar a Teruel, y en terrible
avalancha cayeron sobre la pobre Cuenca, donde alcanzaron la gloria (que
gloria fue para ellos) de plantar por primera vez en la capital de una
provincia española el pendón del Carlismo.

Cuando se tuvo en Cuenca conocimiento de la entrevista de doña Blanca


con el señor Obispo, antes referida, dijeron algunos: esa mujer es una
hiena. Pues yo os digo que será todo lo hiena que se quiera en determinada
ocasión; pero me permito enmendar la frase de este modo: esa mujer… es
un hombre, el primer hombre del absolutismo, desde los tiempos de don
Carlos María Isidro hasta la edad presente. En los días del asedio de
Cuenca, cuando los Infantes tenían su Cuartel General en un lugar apacible
de la Hoz del Huécar, la Generala, que todo lo disponía y ordenaba como
experto caudillo, viendo que la ciudad no se rendía tan pronto como ella
deseara, llamó a Villalaín y le dijo: «Necesito que las tropas reales tomen al
momento la ciudad. Apelo a tu bravura y no creo hacerlo en vano. Ve y
tómala, yo te lo mando. Si en el término de una hora no se cumplen mis
órdenes, fusilarás al jefe u oficial que flaquee en el cumplimiento de su
deber».
Chispazos del genio de Atila y del Tamerlán ilu-minaban el cerebro de
aquella hembra temeraria y cruel, negación de su sexo. Desde el momento
en que Cuenca cayó en poder de las honradas masas, la doña Nieves les
permitió [285] todas las brutalidades, crímenes, atropellos y vandálicas
libertades que se han descrito, porque sabía que de este modo se captaba
para siempre la voluntad y sumisión de aquellos forajidos. Consintiéndoles
la saciedad de sus apetitos, les adiestraba para continuar peleando por ella y
allanando los caminos por donde corría desenfrenada la feroz ambición del
marimacho más genial que ha tenido España.

Aquella misma tarde, don José y yo volvimos la espalda a los horrores


trágicos para penetrar en la mansión apacible del Canónigo don Plotino
Pagasaunturdua. Abrionos la puerta Rosita, no sin precauciones,
descorriendo cerrojos y quitando trancas de hierro. El buen Capitular no
había llegado aún: estaba acompañando al señor Obispo y dándole ánimos
para soportar la tribulación que sufría. ¡Por Júpiter Capitolino y por la
divina Cytherea, que me gustó Rosita! Estaba muy linda, tan limpia y bien
apañada de ropa y aliños del rostro, que daban ganas de comérsela. Por
hacer tiempo a que llegara su amo nos llevó al aposento alto en que moraba,
en el cual admiré el buen arreglo y la comedida elegancia de un vivir
modesto y dichoso.

Antes de repetir en mi presencia lo que a su padre había dicho respecto a su


nuevo estado, quiso mos-trarnos a los dos los diferentes regalitos que le
había hecho su tío putativo: unos zapatitos de charol muy monos, todavía
no estrenados; un vestido de merino negro muy honesto y apersonado, para
ir a [286] la iglesia; otro de percal sin colorines, pero adornado con mucho
aquél; varias alhajillas de poco precio, de oro fino, que no llamaban la
atención ni por sus dimensiones ni por su riqueza; medias negras de
semiseda; zapatillas de abrigo para dentro de casa; peines y avíos de
tocador; un rosario hecho con huesos de aceitunas del Huerto de las Olivas
donde oró el Señor en Jerusalén; y, por último, un devo-cionario monísimo,
con sus tapas de nácar y broche dorado para cerrarlo. Viendo y admirando
estas cosas advertí en el rostro de Ido del Sagrario una mezcla singular de
alegría y tristeza.
Cuando Rosita, un poco cohibida y vergonzosa, empezó a contarme las
razones que tenía para no abandonar aquella casa, llamó a la puerta el
Canóni-go. La muchacha bajó, abrió, y poco después está-

bamos los cuatro en la sala donde el buen sacerdote recibía sus visitas.
Desde el primer momento nos mostró don Plotino su llaneza y amabilidad
campechana. No necesitó pedir el Jerez, pues Rosita se apresuró a traerlo,
acompañado de bizcochos y de unos puros, no de primera, pero bastante
aceptables.

Como supondréis, la conversación recayó al instante en el asunto de


actualidad que excitaba los ánimos en Cuenca. Sirviéndonos Jerez y
excitándonos a no ser parcos en la bebida, el desahogado cura señor
Pagasaunturdua nos dijo:

«Es preciso confesar que esa buena señora nos ha hecho un flaco servicio
con venirse acá mandando las tropas de don Carlos. Quedárase [287] la
doña Nieves en Albarracín o en cualquier otra parte de los Estados del
Centro, y no hubiéramos tenido aquí los desmanes y atropellos que ustedes
han visto. ¡El demonio con la señora esa!… ¿Se enteraron ustedes del trato
que dio esta mañana al señor Obispo?».

-Sí que nos enteramos, señor don Plotino -repliqué yo-. Si usted me lo
permite, le diré que ese trato y otro peor lo tenían ustedes bien merecido por
haber salido a recibirla con palio y largarle luego el Te-déum con órgano,
cantorrio y toda la pesca. ¿Por qué el señor Payá, cuando la vio entrar en la
Catedral, no mandó al perrero que la pusiera en la calle?

-Eso no podíamos hacerlo, señor don Tito de mi alma -repuso


Pagasaunturdua con humildad risueña, tras de la cual asomaban puntas y
ribetes de ironía-.

El señor Obispo y el Cabildo cumplieron su deber.

La Iglesia está siempre en su puesto, y no podía negarse a rendir honores a


los Serenísimos Príncipes, hermanos del Católico Rey, nuestro Señor…
Comprendo lo que quiere usted decirme; tiene usted razón; déjeme
concluir… Esta tarasca nos ha puesto en una gravísima tirantez de
relaciones con el pueblo en que vivimos, y no sé en qué parará esto. En fin;
creo que se van mañana tempranito. Dios vaya con ellos; la Virgen les
acompañe… y que no vuel-van a parecer por acá.

-¡Desgraciado el pueblo en que caigan ahora esos serenísimos diablos! -


exclamó [288] Ido elevando los ojos al techo y atizándose otra copa.

Haciendo lo mismo, el Canónigo pasó a tratar de un asunto muy interesante:


«Pues no se van con las manos vacías -nos dijo-. Como contribución de
guerra, he aquí que arramblan con todos los fondos públicos y particulares
que hay en Cuenca. Verán ustedes: a los vecinos les han sacado cerca de
800.000 reales; de la Caja provincial han sustraído bonos del Tesoro,
libramientos y metálico, por valor de 90.000 pesetas mal contadas; de la
Delegación del Banco de España, casi 100.000; de Tesorería, en pagarés de
bienes nacionales y metálico, más de medio millón».

Lo restante de nuestro coloquio no merece mención. Al despedirnos del


bondadoso don Plotino Pagasaunturdua, le preguntamos si podríamos
contar con su ayuda para salir de Cuenca sanos y salvos. Él, con gallardía
protectora, nos dijo: «No te-man nada; si los Serenísimos se van mañana,
como dicen, yo les respondo a ustedes de que podrán salir tranquilos, sin
que nadie les moleste, ya se vayan por Huete, ya por San Clemente y
Villarrobledo…

Conque, adiós, señores, y descansar, que buena falta nos hace a todos…
Usted, don José, no ponga esa cara triste ni haga pucheros: su hija está en
mi casa como en la gloria. ¿Verdad, Rosita, que no quieres volver a
Madrid?… Repito que su hija de usted, señor de Ido, al venir a esta su casa,
ha pasado del Infierno a la Bienaventuranza… [289] ¿Verdad, Rosita?…
¡Ay, señor Sagrario! Si usted la hubiera visto donde estuvo, no lloraría de
verla aquí. Al contrario, bailaría de gusto».

-¡Ah, sí, señor!… Pero ya ve usted… un padre… -

rezongó el filósofo lagrimeando.


-Rosita está muy contenta. Vea usted esa cara -dijo el clérigo,
acompañándonos hasta la puerta-. ¡Y

ahora que la voy a llevar de viaje!… En cuanto lle-gue Agosto tomo una
licencia y me voy a Lequeitio, mi pueblo, para que Rosa respire las brisas
del Cantábrico.

- XXVIII -

Camino de nuestro albergue (que era una cabrería de la calle de Pilares,


donde pasamos la noche anterior con sosiego y buena compañía), iba yo
conso-lando al buen Ido, lo que no me fue difícil, pues la fácil teoría del
mal menor vino muy a pelo para el caso de la deshonra de Rosita. ¿Qué
mejor solución podía esperar el desolado padre que ver a la niña reposando
a la sombra de una protección tan benéfi-ca como la de don Plotino? Obra
fue de los hados…

estoy por decir que de la Divina Providencia. Por lo que el propio Ido me
contara cuando llegamos a Huete, sabía yo los horribles temporales que
había corrido la niña, desde que la raptaron en Fuentidue-

ña de Tajo hasta que fue a caer en [290] las inmundas mancebías. El cómo
pasó Rosita de tal ignomi-nia a las paternales manos del Pagasaunturdua, ni
don José lo sabía, ni en averiguarlo teníamos interés. Nos contentábamos
con celebrarlo y ver en ello una divina intriga tramada por los ángeles del
cielo.

Así debía decirlo el filósofo simple a su esposa Nicanora cuando le diera


cuenta de la paz y tranquilidad que la niña disfrutaba. Era cosa de que toda
la familia festejara el suceso alabando al Señor y encomendándose a la
Santísima Virgen.

A nuestro cansancio debimos un profundo y dila-tado sueño, entre cabras y


honrados vecinos de Cuenca. Al despertar, avanzada ya la mañana, oí-

mos gran trompeteo y bullanga: los forajidos se iban, con su condenada


doña Nieves a la cabeza.
Marchaban hacia Levante, llevándose prisioneros a los soldados del
Ejército, a los Voluntarios liberales y a gran número de contribuyentes,
personas de arraigo y posición. ¡Pobrecitos, buena les esperaba!

¡Infeliz Cuenca, infeliz España!

Decididos mi amigo y yo a poner pies en polvorosa, nos abocamos con


nuestro protector don Plotino, el cual ya nos tenía preparada fácil salida en
los carros de unos madereros que por San Clemente iban a Villarrobledo.
Nos despedimos de Rosita, y en la tierna escena advertí que las lágrimas de
Ido del Sagrario eran más de alegría que de pesadumbre.

La sobrina del Canónigo dio a su papá un imperdi-ble de oro muy lindo


para [291] que lo entregase como recuerdo de la tierna hija a la nunca
olvidada madre. ¡Adiós, Rosita; adiós, don Plotino, trasunto de la
Providencia; adiós, Catedral, Obispo, vecindario cadavérico; adiós, Cuenca
moribunda y trágica, aún envuelta en humo, en vapores de sangre, en
ambiente de tristeza y desolación!

No quisimos partir sin informarnos del paradero de Silvestra. Mandamos un


recado a la casa del concejal señor Palomeque; mas como este señor no nos
diera ninguna respuesta, creímos perdida a la voluntariosa y antojadiza
dama, de cuya reaparición daré noticias a mis buenos lectores en posteriores
páginas, que ya no caben en este libro. No saldré de la patria de San Julián
sin deciros que recobramos parte de nuestro equipaje y que momentos antes
de partir vimos entrar por Carretería tropas a caballo, vanguardia de una
columna mandada por el General Soria Santa Cruz, que el Gobierno envió
el día 13 en auxilio de Cuenca. Entraban con extraordinarias precauciones,
cuando ya en Cuenca no había ni un voluntario de la facción. ¡A buenas
horas mangas verdes!

Salimos en la gratísima compañía de los madereros. Y no te digo adiós,


lector pío, benévolo, buen católico y amante del orden social; no te digo
adiós sino hasta luego, pues la deuda que tengo contigo de referirte lo de
Sagunto, aplazada queda por apremios del tiempo y del espacio, superiores
a la voluntad de vuestro leal y asendereado Tito. Otor-gadme [292] el
respiro que os pido, y pronto me encontraréis camino de Sagunto,
acompañado de las figuras representativas de la Restauración, Chilivistra,
Leona la Brava y otras no menos interesantes personas que se aprestan a
bailar conmigo y con vosotros en la nueva contradanza histórica.

FIN DE CARTAGO A
SAGUNTO
Santander-Madrid.-Agosto-Noviembre de 1911.

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