De Cartago A Sagunto - Benito Perez Galdos
De Cartago A Sagunto - Benito Perez Galdos
De Cartago A Sagunto - Benito Perez Galdos
EPISODIOS NACIONALES 45
De Cartago a Sagunto
[5]
-I-
Elogiando yo la perfección del cuño ante los amigos don Pedro Gutiérrez,
Fructuoso Manrique, el Brigadier Pernas y Manolo Cárceles, éste, con su
optimismo que a veces resultaba un tanto candoro-so, me dijo: «Fíjese el
buen Tito en que ese trabajo lo han hecho los buenos chicos que en nuestro
presidio sufrían cadena por monederos falsos». Puse yo un comentario a
esta declaración, diciendo que los tales artífices fueron maestros antes de
ser delin-cuentes, que en la prisión afinaron su ingenio, y que la libertad les
habilitó para servir a la República con diligente honradez, cada cual según
su oficio. «Así es -dijo Cárceles-, y da gusto verles por ahí tan tranquilos,
sin hacer daño a nadie, procurando aparecer como los más fieles y útiles
auxiliares del naciente Anfictionado español». Antes de la emisión de la
moneda se pagaban los servicios con cachos de plata que luego se canjearon
por los flamantes y [7]
En los mismos días me enteré por los amigos de la nueva organización que
se había dado a los altos Poderes Cantonalistas. Dimitió el Gobierno
Provisional, incorporándose a la Junta Soberana, que se fraccionó en las
siguientes Secciones: De Relaciones Cantonales: Presidente Roque Barcia,
Secretario Andrés de Salas. - De Guerra: Presidente General Félix Ferrer,
Secretario Antonio de la Calle. - De Servicios Públicos: Presidente Alberto
Araus, Secretario Manuel F. Herrero. - De Hacienda: Presidente Alfredo
Sauvalle, Secretario Gonzalo Osorio.
Sin puntualizar una por una las diversas expedicio-nes marítimas que
efectuaron los barcos insurgentes a fines de Septiembre, procuro corregir mi
deficien-te sentido cronológico y me apodero de algunas fechas,
claveteando en mi memoria la del 24 porque ella señala mi nada lucida
incorporación a la escuadra que fue al bombardeo de Alicante con las miras
que fácilmente supondrá el lector. Mi amigo Cárceles, que se empeñaba en
hacer de mí una figura heroica, me metió casi a empujones en el Fernando
el Católico, vapor de madera, inválido y de perezosos [8] andares, el cual
iba como transporte llevando gente de desembarco ganosa de probar en una
plaza rica la fortaleza de su brazo y el largor de sus uñas.
Al conducirme a bordo, Cárceles puso en mi compañía para mi guarda y
servicio a un presidiario joven, simpático y hablador, que desde el primer
momento me cautivó con su amena charla y la variedad de sus
disposiciones. Antes de bosquejar la figura picaresca de mi adlátere y
edecán, os diré que el Cantón creyó deber patriótico cambiar el nombre del
barco en que íbamos, pues aquello de Fernando, con añadidura de el
Católico, conservaba el sonso-nete del destruido régimen monárquico y
religioso.
Para remediar esto buscaron un nombre que expre-sase las ideas de rebeldía
triunfadora, y no encontraron mejor mote que el estrambótico y
ridículamente enigmático de Despertador del Cantón.
[9] choques violentísimos con varias familias del pueblo. Cándido Palomo,
que tal era su nombre, alpargatero de oficio y en sus ocios poeta libre, llegó
una noche a su casa con el firme propósito de matar a su mujer; mas tuvo la
suerte de equivocarse de víctima y dio muerte a su suegra, que era la efec-
tiva causante de aquellos líos y el impulso inicial de la tragedia. Cuando
Palomo entró en presidio com-puso un poema lacrimoso relatando su
crimen y proceso. Aunque plagado de imperfecciones, el poético engendro
me recordó el libro primero de Los Tristes de Ovidio y aquel verso que
empieza Cum repeto noctem…
rica, para recreo de gente frívola que se entusiasma con vanos ruidos y
parambombas.
Continuaron aquellos días las salidas por mar y tierra. Resistí a las
sugestiones de Gálvez para que le acompañase en una expedición que hizo
a Garrucha con el Despertador y la fragata Tetuán. Creí más divertido para
mí, y más eficaz para la misma Historia, salir por las calles de la ciudad con
mi amigo El Empalmao a la fácil conquista de Leonarda Bravo o Leona la
Brava, como vulgarmente llamaban en Cartagena a la mujer de Palomo.
Pronto la encontramos, que para llegar a la gruta de tal Calip-so no era
menester larga exploración por tierras desconocidas. En una casa recatada y
silenciosa, medianera con la vivienda y taller de las tres muchachas
retozonas amigas de Fructuoso, recibió mi visita. Era una mujer bonita y
fresca, bien aderezada para su oficio, cariñosa en el habla y modos, como a
sus livianos tratos correspondía.
Pasamos de allí al patinillo, donde unas mujeres con las manos carminosas
ponían al sol madejas de estambre recién teñido de colorado. Entramos
luego en lo que fue escuela, y vi el local repleto de barriles de alquitrán, de
viejas lonas y de montones de la filástica que se usa para calafatear las
embarcaciones. Ni rastro hallé de objetos escolares. ¡Y pensar que allí se
me representó en carne viva la ideal Floriana, educadora de pueblos, virgen
y madre de las generaciones que han de redimirnos! ¡Qué cosas vio mi
espíritu en aquel mísero aposento, y qué divinos embustes imaginó,
pintándolos en la retina, el cal-deado cerebro de este antojadizo historiador!
Yo [17] sabía leer a trompicones, y ahora esta pobre maestra que aquí has
visto, vecina mía, por dos reales que le doy un día sí y otro no me enseña la
lectura de corrido, y además me da lección de escritura, empezando por
tirar de palotes que es muy duro ejercicio… Pienso yo que la ilustración es
necesaria aun para las que andamos en tratos… ya me entiendes… En
Madrid haré vida de libertad, pero mirando a lo elegante y superfirolítico.
Como en ello es-tán todos mis pensamientos, pongo gran atención en el
habla de los señores con quienes una noche y otra noche tengo algo que ver,
y cuantas palabritas o frases les oigo, que a mí me parecen finas, las atrapo
y me las remacho en la memoria para soltarlas cuando vengan a cuento. Ya
sé decir: a tontas y locas, de lo lindo, en igualdad de circunstancias,
partiendo del principio, permítame usted que le diga, mejorando lo
presente, tengo la evidencia, seamos imparciales, bajo el prisma, bajo la
ba-se…».
Discretísimo y práctico me pareció el anhelo de aquella pobre criatura, que
no sabiendo salir de su esfera mísera trataba de ennoblecerla y darle asomos
de dignidad. Felicité sinceramente a La Brava, incitándola a que se
esmerase en engalanar con flores, siquiera fuesen de trapo, el camino
vicioso que había de seguir, siempre que su destino no le marca-ra otro
mejor aunque menos bonito. Puso ella a sus confidencias el remate de esta
profecía: «Con lo poquito que ya sé, y lo que he de aprender, no será difícil
que en Madrid [18] me salga un marqués viejo, rico, baboso, a quien yo
pueda manejar como un títere, que me ponga casa elegante, con alfombras y
cortinones de seda, y me vista con toda la majeza del siglo. Pa entonces
tendré coche y me pasearé muy repantigada por las alamedas que llaman el
Retiro y la Fuente Castellana»… Después de esto vino la peinadora. Del
tiempo transcurrido desde la operación de aderezarse la hermosa cabellera
hasta que se puso a almorzar un excelente arroz con pescado, no debo decir
nada a mis lectores, pues la tela de la Historia tiene dobleces impenetrables.
Vino a cumplir condena de seis años por enmiendas que hizo al testamento
de una tía suya. Es hombre de historias, de lenguas, y tan périto en la
escritura que no hay letra ni rúbrica que no imite».
Díjome La Brava que don Florestán era un infeliz de buena pasta y corazón
[20] muy tierno, a pesar de haber cometido el desliz de aquellas endiabladas
escrituras que dieron con sus huesos en el estaró.
Conque… aquí tiene usted, señor mío, un tema tan admirable que si lo
campanea en su Historia, como sabe hacerlo, resonará en todas las naciones
de Eu-ropa, Asia, África y América».
- III -
Subime a Galeras para ver la función, que por las trazas había de ser
imponente, aunque ninguna de las dos escuadras era digna de tal nombre,
pues cada una contaba tan sólo con un barco de combate. En realidad, el
duelo se entablaba entre la Numancia y la Vitoria. Los demás buques eran
unas respetables potadas que no servían más que para hacer bulto. Ni con
ayuda de los buenos catalejos del castillo pude ver gran cosa; pero como el
cartero Sáez y algunos de los Voluntarios y soldados de la fortaleza tenían
ojos de águila, con lo que ellos me contaron y lo poco que yo pude
distinguir aderezo mi relato en la siguiente forma:
mero de mujeres y niños… Muy apurado venía el barco por los accidentes
de una tormentosa travesía, y al querer tomar puerto se le vio a punto de
zozo-brar, estrellándose contra las peñas o los bloques de la escollera
destruida donde reventaban las olas. En el muelle estaba casi todo el
vecindario de Orán, con ansiedad y espanto, pues muchas familias tenían
seres queridos entre los pasajeros del vapor. Nadie osaba intentar el [35]
salvamento, que era poco menos que imposible en condiciones tan
aterradoras.
Este hombre era Alberto Colau… que con fuerte y altanera voz dijo así:
«¡Cobardes! Si no hay quien me siga yo iré solo a salvar los que pueda. Si
alguno me acompaña, mejor». Cuatro o seis marineros se adelantaron,
dispuestos a secundar al español en su hazaña. Metiéronse todos en una
lancha grande, con vela y remos, y desafiaron impávidos el oleaje furioso.
Al cabo de algunos ratos de indecible angustia realizó Colau el primer
salvamento. En la segunda tentativa, que fue la más emocionante, se veía
desde el muelle la lancha de Colau, a veces balanceándose en la cresta de
una ola formidable, a veces precipitándose en la hondonada líquida… Por
momentos desapareció…
- IV -
Pero déjenme que siga con mi negocio. Yo todo lo miro ya bajo el prisma
de mi economía.
-Ya, ya sé por Dorita -dijo Fructuoso- que acumulas fondos para irte a
Madrid y hacerte un buen car-tel en la cocotería elegante.
-¡Calla, malange, tú qué sabes de eso! -replicó ella, atizándose una copa de
Jerez-. Yo necesito cuartos porque me voy volviendo muy regalona. Díganle
a este perro de Colau que tenga conciencia y me pague por el género lo que
le pido.
-Yo te daría eso y más -repuso Alberto- si hicieras caso de mí. ¿Qué
demonio vas tú a pintar en los Madriles? Allí no hay más que pobretería
finchada y figurones políticos que no tienen ni un calé… Repito lo que te
he dicho mil veces. Cuando acabe este jollín del Cantón en que estamos
metidos, vente a Orán conmigo. Verás qué tierra, chica. Allí encontrarás la
mar de franceses tontos y ricos. ¡Qué fá-
cilmente los podías pescar, gitana, con el anzuelo de esa carita! Pues digo;
si le caes en gracia a uno de aquellos morazos podridos de dinero, que se
pirran por las españolas, ¡ay morena!, te cubres el riñón para toda la vida.
«No hablen de eso, que el diablo las carga. Estoy perdida si mi marido se
entera. Cándido no me deja vivir, me persigue, me acosa. Ese condenado
parte del principio de que yo soy rica, y cuando me niego a darle dinero se
pone fosco… Temo que el mejor día me mate como mató a mi madre… Si
le da por seguirme a Madrid… No quiero pensarlo… ¡Sálve-me la Virgen
de la Caridad!».
Desde allí nos fuimos todos al teatro Principal, donde había función de
aficionados. Representaban un dramón, obra de dos autores indígenas,
titulado Glorias del Cantón y perfidias del Centralismo.
«Explícame ahora mismo qué quiere decir en tesis general, porque anoche
Juanito Pacheco, el hijo del Marqués de Águilas, que es un chico que habla
muy requintado y siempre con mala idea, me dijo que yo y otras como [40]
yo éramos, en tesis general, lindas bestias sin alma. Lo de tesis me ha
escocido, créelo. Dime si es alguna desvergüenza, porque yo no aguanto
ancas de nadie». Solté la risa y le contesté que no era fácil explicarle el
significado de la palabra tesis, pues tendría yo que emplear en mi lección
otros vocablos incomprensibles para ella; que no hiciera caso; que ya iría
aprendiendo eso y mucho más en el trato con la gente de Madrid.
-Así es -repliqué yo-. Veo que tú sola vas aprendiendo con tu propia
inteligencia y criterio. ¡Adelante, mujer de los alegres destinos!
En esto llegamos al teatro. Leona no quiso entrar.
Leona había echado las cartas, y David consultado el inmenso libro del
firmamento. Ambos presagia-ban que tendríamos unas miajas de catástrofe.
Pero yo, que nunca di crédito al lenguaje de las estrellas ni al de los naipes,
me agregué a la expedición tranquilo y confiado. ¡Ay, ay; cuán equivocado
estaba yo y cuán en lo cierto aquellos buenos amigos! Sabed, lectores
compasivos, que cuando habíamos rebasado de Alicante, montado ya el
cabo Huertas…
Pero dejadme tomar aliento, pues se trata de uno de los más apretados
lances de mi vida.
En tan horrible confusión caí al agua y fui recogido por unos marineros que
luego vi eran de la Tetuán, pues entre ellos estaba Alberto Colau. A éste
debí mi salvación, que todavía creo milagrosa. Mi primer pensamiento fue
para [44] recordar las fatídicas predicciones de La Brava y David Montero.
Cuando estábamos como a diez o doce brazas del siniestro, noté que del
Católico sólo se veían ya los palos, la chimenea y un poco del tambor de
babor.
Aquí tengo textos fehacientes… las cartas de mi sobrino Policarpo que está
muy bien enterado de todo y es el brazo derecho de don Emilio. ¿A que no
adivina usted [48] quiénes ayudarán al Presidente a traernos el Cantón?
Pues los generales de más nota, y entre éstos el más decidido es… ¿quién
dirá usted?… el General Pavía… Don Manuel Pavía y Alburquerque… Eh,
¿qué tal?… Aquí, aquí están los textos. Véalos».
-V-
Las visitas que en los siguientes días hice a don Florestán de Calabria me
proporcionaron agradables ratos de parloteo con La Brava en su propia
habitación. Mostraba Leona bastante inquietud ante el cerco que a la ciudad
ponían las tropas centralistas mandadas por Ceballos, activando cada día
más los trabajos de fortificación y atrincheramiento. « A mi juicio -me dijo
Leonarda torciendo la boquita como hacía siempre que pronunciaba
palabras esco-gidas- pronto empezarán nuestros contrarios a zu-rrarnos de
lo lindo, y tanto apretarán el sedio que no podrá entrar ni salir bicho
viviente. Si tuviera yo mi economía en todo su pogeo, quiero decir si
hubiera ajuntado dinero bastante, mañana mismo saldría de naja para
Madrid».
Respondile que tuviera sosiego porque el sitio no había de ser muy duro.
¿Por qué no aplazar el viaje hasta fin de año? En un momento de afectuosa
intimidad me salió de la boca el chispazo de estas palabritas: «No juraré yo,
pecador de mí, que no te acompañe para hacer tu presentación [49] en el
gran mundo, que solemos llamar demi-monde».
Una mañana, al traspasar los umbrales del hogar de Montero, situado como
he dicho en los altos de la vieja Catedral, tropecé de manos a boca con una
mujer que, si no era la propia Doña Aritmética era el mismo demonio,
transfigurado para volverme ta-rumba. Trémulo y confuso le pregunté:
«¿Pero es usted Doña Aritmética?». Y ella me contestó entre asustada y
burlona: «No señor; no me llamo Deme-tria, sino Angustias para servir a
Dios y a usted».
-Pues mire, don Tito -dijo a la sazón David, riendo-. En broma llamo a esta
buena mujer Doña Geografía, porque sabe de memoria los nombres de
todos los pueblos del país murciano.
»Más allá, junto a la ermita de San Ferreol, hay otra batería con seis
cañones de a diez y seis. Los revestimientos están hechos con cestones y
fajinas.
La batería de la Piqueta, que está al lado de la finca de este nombre, se halla
provista de cubre-cabezas, y tiene un través en su centro que completa la
protección del retorno de la derecha».
-Ya veo, amigo David -le dije sin ocultar mi asombro-, que es usted una
enciclopedia. Yo le admiraba como mecánico y astrónomo, y ahora resulta
que es usted maestro también en el Arte de la Castrameta-ción.
-La tristeza y el aislamiento -replicó él- nos lleva, señor don Tito, a la
variedad de los estudios. Hace unos días, hallándome hastiado de trabajar
sin fruto, sentí vivas ganas de tomar el tiento a las cosas de Guerra… [52]
Vea los libros que tengo aquí. Me los ha prestado el Brigadier Pozas, que,
según entiendo, no los ha leído ni por el forro… Si sigo en esta inac-ción
que me entumece el cerebro, el mejor día me encuentra usted entregado al
Derecho canónico, o al Ocultismo, que así llaman hoy a la Magia.
-me dijo una mañana-, y para oponerse a cualquier salida que intentemos
los cantonales, están los sitiadores haciendo espaldones sistema Pidoll,
modifi-cado con pozos para los sirvientes de las piezas, que creo son de las
de a diez. Uno de los espaldones lo construyen entre el ferrocarril y la finca
de Bosch, otro en las inmediaciones de la casa de Calvet, y otro junto a
Roche Bajo. [53] Parece ser que cuando terminen estas obras empezará el
bombardeo, y allá veremos quién puede más».
Pepe el Empalmao, a quien yo utilizaba mediante cortas dádivas para
recadillos y espionajes de diversa índole, aprovechó una tarde en que nos
encontramos enteramente solos para decirme con ronco sigilo cavernoso:
«Señor don Tito, ese David sale de madrugada, y escondiéndose de la gente
va al campo de los judíos Centralistas. Allí se pasa las horas hablando con
éste y con el otro, y mayormente con uno que llaman el Azcárrago. Esto se
lo digo a usted sólo. Chitón y armas al hombro».
Concluía así la salmodia: «Cuando los niños de hoy pregunten a sus madres
¿dónde está aquel hombre que nos dio tantos besos?, que les contesten:
¿vosotros no sabéis la historia de aquel hombre?… Pues era… hijo, era un
pirata».
El 26 de Noviembre (esta fecha es de las que no pueden escaparse de mi
memoria), a las siete de la mañana, rompieron el fuego contra la Plaza las
baterías Centralistas. Al bombardeo no precedió intima-ción ni aviso
alguno. El primer momento fue de estupor medroso en Cartagena. Pero el
vecindario y los defensores de la ciudad no tardaron en rehacerse: hombres,
mujeres, niños y ancianos corrían al Parque en busca de proyectiles y sacos
de pólvora, que llevaban a los baluartes de la muralla. Yo fui también allá
para enterarme de cuanto ocurría, y vi actos [55] hermosos que casi
recordaban los de Zaragoza y Gerona.
Cuando arreció el bombardeo pudo advertirse que los jefes de los batallones
de Iberia y Mendigorría, que como se recordará se habían pronunciado en
favor de los rebeldes de Cartagena, se mostraban inclinados a una pronta
capitulación. Tonete Gálvez, que poseía tanta bravura como agudeza y era el
hombre de mando en la República Cantonal, con dotes militares, con dotes
de estadista y toda la malicia y sagacidad que siempre han sido
complemento de aquellas cualidades, supo calar las intenciones de los
individuos del Ejército que meses antes, en los torbellinos de Julio y
Agosto, se habían pasado al Cantonalismo con armas y bagajes. Los
vigilaba cauteloso y al fin descubrió el enredo.
Pocos días después de este grave suceso, supo Gálvez por un soplo que a las
doce de la noche tení-
[61]
-Puede usted pasearse dentro de esta sala; pero nada más -contestó Gálvez
con sequedad y entereza, añadiendo sin más preámbulos-. Han sido ustedes
descubiertos, caballeros.
- VI -
dicas crónicas.
Ello ha sido que, faltando cortos minutos para la partida del tren, corrí a
recoger estos livianos bultos, que olvidados dejó mi señora en la covacha
del jefe de la estación, hombre descuidado al par que des-cortés, por quien a
punto estuve de perniquebrarme o de quedarme en tierra. Gracias a usted,
repito, y a esta hermosa dama cuyas manos diligentes me ayu-daron a subir,
y Dios se lo pague, pude meterme en este coche zaguero, y salva estoy aquí,
aunque todavía no reparada del grave susto ¡ay de mí!, ni del sofoco de
estos cansados pulmones. ¡Ay, ay!…».
Como he dicho, creí hallarme otra vez en pleno delirio y perseguido por las
visiones de antaño.
En tanto, Leona no quitaba los ojos del [67] rostro de la vieja, cuyo hablar
finísimo y entonado le colmó de asombro y embeleso. En el mirar de mi
amiga leía yo un afán ardiente de apropiarse los términos exquisitos y la
nobleza gramatical de nuestra compañera de coche.
ñía».
-¡Ay!, eso no podrá ser -replicó la enlutada dueña, arqueando las cejas-. Y
de veras lo siento, porque me hallo harto gustosa entre personas tan
hidalgas.
En la primera parada que no sea corta tengo que pasarme al coche donde va
mi señora, la cual es de alcurnia tan alta que no hay en la grandeza española
quien pueda igualarse a ella. Va en el departamento que lleva el rótulo
Reservado de Señoras. A su servicio tiene damas y doncellas de singular
hermosura.
Lo dicho por la vieja me adentró más en los delirios paganos. Pensé que en
el mismo tren iba Mariclío… quizás Floriana… ¡Dios mío, qué horrible
trastorno, mezcla de alegría y espanto! Si yo me presentaba a la divina
Madre y ésta me veía con La Brava, sin duda me reñiría duramente por mi
liviandad… Advertí que doña Práxedes, risueña, no apartaba sus ojos
inquisitivos del rostro de Leona. Sor-prendida de su silencio pronunció
estas palabras: «Y
esta joven tan hermosa y apuesta [68] ¿no dice na-da?». Mi compañera
balbució algunos monosílabos que no expresaron más que su timidez y el
temor de soltar algún disparate chulesco ante una tan refinada maestra de la
lengua castellana… Intenté pedir a doña Práxedes más claras referencias de
aquella princesa de alto linaje que iba en el Reservado de Señoras, con
acompañamiento de bellas damas y lindísimas doncellas; pero un escrúpulo
invencible paralizó mi lengua, y seguí alelado y taciturno.
«Nosotros vamos a Madrid -dijo haciendo con sus rojos labios mohínes
muy finústicos-, porque Cartagena es un infierno en pequeña miniatura.
Allí la libertad es un viceversa del sosiego, o como quien dice, una ironía
que la tiene a una siempre sobresal-tada. En Madrid viviremos tranquilos
porque allí la libertad no hace daño a nadie. Además, como estamos bien
relacionados en la Corte, lo pasaremos al pelo».
-Su esposo de usted tendrá, y esto lo colijo por su talante, porte y lenguaje
distinguido -dijo la vieja, clavando en mí sus miradas como saetas-, tendrá
de fijo, repito, una elevada posición.
La Brava, que en los últimos coloquios había hecho muy buenas migas con
aquella gramatical cotorra, tuvo gusto en descender con ella y en llevarle
los livianos bultos, según la clásica expresión de la matrona provecta. Era
mi costilla per accidens viva-racha y curiosona, amiga de gulusmear y
enterarse de todo. Acompañó a la vieja hasta el Reservado de Señoras y, al
abrirse la portezuela para dar paso a doña Práxedes, exploró con rápida
vista al interior del departamento en que viajaban las misteriosas damas.
[70]
-No, hija, no. Tu marido… se lo comieron los peces y lo han digerido ya. La
figura que he visto no es la de Cándido Palomo. Es la del forjador atlético
hijo de los Dioses, padre de las mil maestras… re-novador del Paganismo…
-¡Bah, bah!; ésas son coplas. ¿Ya estás otra vez con la tecla de los
paganistas? Pues ya sabes que el mejor paganismo es no pagar a nadie y
cobrar todo lo que se pueda.
- VII -
-Lo sé, lo sé -respondí-. Estoy bien enterado de todo. Desde que López
Domínguez tomó el mando de las fuerzas Centralistas, los militares de la
plaza se hacen cucamonas con los de fuera.
-¡A quién se lo cuenta usted! -repuso David-. Yo he tenido algún trato con
los Centralistas. Ello fue porque un primo mío, Carlos Montero, está de me-
cánico en el Cuartel General, donde le estiman mucho por los servicios que
presta. He hablado con el Coronel [74] Sánchez Molero, que ayer me dijo:
-Muy bien, David -dije yo-, ha hecho usted muy bien: libertad y vida nueva.
-Eso, eso -saltó La Brava juguetona y alegre-. La idea de pasar de un
mundo a otro la tuvo antes que usted, amigo Montero, una servidora. No
más presidio: el mío era la pobreza, la vergüenza, el andar siempre entre
gente groserota y vil o entre señoritos babosos y cargantes que todo lo ven
bajo el prisma de la corcupicencia.
Con toda honradez y franqueza le contesté que siendo ella mujer libre y
árbitra de su destino, podía tomar la senda que más le conviniese para el
buen principio y orientación en la carrera que había em-prendido. Mi fácil
consentimiento produjo en ella un ligero chispazo del amor propio y
fugaces monerías de coquetismo. Pero al fin quedó convencida, gracias a la
perfecta lucidez con que yo expresé la rectitud de mis intenciones. Díjele
que si en Madrid necesitaba de mí me encontraría en mi vivienda, calle del
Amor de Dios. Como La Brava no dominaba el conocimiento de los
números, señalé la casa con la infalible indicación de que junto a la puerta
había una cacharrería y en ésta una tablilla [77]
¡Si aquí le están esperando!… Hace días estuvo en casa don Nicolás
Estévanez a preguntar cuándo volvía usted. Luego vino con la misma
cantinela un caballero que a mi parecer es el secretario del señor
Maisonave, Ministro de la Gobernación».
-También vino -dijo Nicanora, que entraba con ropa limpia para hacerme la
cama- uno que debía de ser el propio Castelar…
-Era él, era él -afirmó Ido dándose una palmada en la frente-. Era don
Emilio con barba postiza.
Aquel caballero no traía barba… Pero si no era don Emilio, era Carvajal
afeitadito… También estuvieron aquí don Luis Blanc, don Serafín de San
José y un porción de santones, es a saber: el General Ve-larde, Solís,
Moreno Rodríguez, doña Candelarita la escritora, y un tal Robledo Romero
que me parece que es borbónico.
«No es la primera vez que veo a usted, señor Liviano -me dijo, haciéndome
sentar junto a ella en el sofá de los duros y punzantes muelles-. Yo soy
vizcaína, de un pueblo que llaman Elanchove, y en Durango tuve el gusto
de oír el discurso que usted nos echó sobre la República Pontificia, sermón
bonita que si al pronto nos entusiasmó, luego vimos que irreverente burla
era… Conozco a su padre de usted que fuertecito todavía está, aunque
resentido de sus achaques. Trato mucho a su hermana Trigidia y a Ignacio
Zubiri. Soy amiga de Pepita Izco, y algo parienta del cura Choribiqueta. Me
llamo Silvestra Irigoyen, pero allá todos me conocen con el nombre familiar
de Chilivistra… Conque ya ve que nos conocemos… Y ahora sólo me falta
decirle que esperaba su vuelta como agua de Mayo para que me dé su
auxilio poderosa en la pretensión que traigo a Madrid».
Lo que yo mayormente quería ganar era la ternura indecisa de sus ojos, tras
de los cuales entreveía los cielos infinitos del amor. «Señora cristiana y
dolorida -exclamé con arranque-, yo, como buen caballero, me pongo al
servicio de usted, y no tendré paz ni sosiego hasta que rematemos el alto
empeño de rescatar la vida de su esposo. Hoy mismo veré a Sánchez
Bregua, a Castelar. Mi grande amigo Emilio no me dará una negativa…».
Silvestra, sola o con Delfina, iba diariamente a misa, y las más de las
noches a los oficios que se celebraban en las iglesias próximas. Pero no
creáis, lectores píos, que era una de esas beatas apestosas y cargantes que
son verdadero antídoto contra el pecado. Largo espacio de la mañana
empleábalo en la limpieza y arreglo de su bella persona, y cuando salía tan
bien apañada y elegantita, daban ganas de ir en su seguimiento y
arrodillarse con ella ante los altares. El 1.º de Enero de 1874, se me ocurrió
salir en su acecho y la sorprendí hociqueando en la rejilla de un
confesonario. Mas no por esto se [83] amen-guaban su gracia y atractivos.
Algunas veces, después de dar un paseíto por el barrio, volvía trayendo en
su pañuelo naranjas o peladillas compradas en los puestos de Antón Martín.
Jamás conocí santu-rrona tan sugestiva y simpática.
- VIII -
El primer amigo con quien tropecé en los pasillos fue Moreno Rodríguez, a
quien debí las referencias que me dieron un rumbo fijo en la corriente
históri-ca. Díjome que las mayores dificultades acumuladas sobre el
Gobierno Castelar provenían de la inquietud de los Intransigentes y de la
cuestión de los obispos. «Ya sabes -añadió- que sin aquiescencia de Roma
nombraron Arzobispo de Cuba al padre Llo-rente, íntimo de Martos, y
Obispo de Cebú al amigo Alcalá Zamora, demócrata de buena cepa, que
siendo diputado en las Constituyentes del 69 votó la Libertad de Cultos
vestido de clérigo. Sabes también que el Papa se negó a preconizar a estos
prela-dos, y que han pasado largos meses sin que el Gobierno español y el
Vaticano se entiendan».
Poco después di de manos a boca con Pablito Nou-gués, que compartía con
Eugenio García Ruiz el fervor unitario. De lo que me contó el inteligente y
simpático periodista, redactor-jefe de El Pueblo, deduje que la eterna
discordia entre unitarios y federales era por aquellos días violentísima. La
más clara expresión del odio que unos a otros se tenían es la frase
pronunciada por un rabioso Intransigente:
Las únicas afirmaciones, por cierto nada tranquilizadoras, del orador fueron
éstas: «Soy inhábil, soy incapaz para el Gobierno mientras las actuales
condiciones no cambien: ni pretendo, ni demando, ni acepto el Poder. Si no
es posible salvar la situación presente dentro de la órbita del Partido
Republicano, antes que romperla nosotros con mano sacrílega, digámoslo a
la faz del país; declaremos que no es posible gobernar con nuestros
principios, con nuestros procedimientos: así quedará nuestra conciencia
tranquila de no haber profanado el Poder, de no haber hollado nuestras
sagradas convicciones».
¡A votar, a votar! Derrotado por 120 votos contra 100, Castelar entregó a la
Mesa la dimisión de todo el Gobierno… Aprobose la proposición de
costumbre para elegir por papeletas firmadas un [92] nuevo Ministerio con
las mismas facultades conferidas a los anteriores, y se suspendió la sesión
por más de dos horas para que los diputados se pusieran de acuerdo… Bajé
de la Tribuna con mis amigos periodistas, y en los pasillos y Salón de
Conferencias oímos ardorosos comentarios de la votación.
Avanzaba la noche. Ya habían caído en las honduras del tiempo pasado las
horas del 2 de Enero de 1874 y entrábamos en la madrugada del 3. La
votación por papeletas se deslizaba lenta, triste, caden-ciosa y somnífera,
reproduciendo en los espíritus la pesadez atmosférica de la tempestad que
sobre el Congreso se cernía. En los aires sobrevino el silencio lúgubre que
precede a los grandes estallidos de la electricidad. No vean mis lectores en
esto más que un fenómeno subjetivo, producto de mi caldea-da
imaginación. [93] La tempestad no estaba en los aires sino en la Historia de
España.
A una hora que debía de ser molesta para los tras-nochadores más
empedernidos, las cinco o las seis de la madrugada, terminó la parsimoniosa
votación para elegir nuevo Gobierno, y se dio comienzo al escrutinio con
prolijos trámites a fin de garantir la más escrupulosa exactitud. En esto
estábamos cuando retumbó sobre nuestras cabezas un trueno formidable.
Retembló el edificio, se estremecieron todos los corazones, vibraron todos
los nervios… Subió Salmerón a la Presidencia y demudado, lívida la faz,
centelleantes los ojos, dijo solemnemente estas fatí-
- IX -
Salmerón echó el resto de su potente voz con estas frases rotundas: «Se han
borrado en este momento todas las diferencias que nos separaban. Borradas
estarán hasta tanto que no quede reintegrada esta Cámara en la
representación de la Soberanía Nacional…». Otra vez, sintiéndome coro,
grité burlesca-mente: « ¡Tarde piache! ». Mi comentario familiar quedó
ahogado en el estrépito de los aplausos que corearon la vibrante protesta del
gran metafísico.
Tocó la vez a Castelar, que dijo: «Yo creo que la sesión debe seguir como si
no sucediese nada fuera de esta Cámara. Puesto que [96] aquí tenemos
libertad de acción, continuemos el escrutinio, sin que por eso el Presidente
del Poder Ejecutivo tenga que rehuir ninguna responsabilidad. Yo he
reorganizado el Ejército; pero lo he reorganizado no para volverse contra la
legalidad, sino para mantenerla». Frenéticos aplausos interrumpieron al
colosal tribuno, que terminó de esta manera: «Ya, señores diputados, no
puedo hacer otra cosa que morir el primero con vosotros». (Inmensa
emoción. Muchos se abalanzaron a abrazarle.)
Don Eduardo Benot se puso en pie, y rojo de ira gritó: «¿Hay armas?
Vengan. ¡Nos defenderemos!».
Salmerón: Digo que nosotros nos defenderemos con aquellas armas que son
las más poderosas en estos momentos: las de nuestro derecho, las de nuestra
dignidad, las de nuestra resignación para recibir semejantes ultrajes.
Castelar: Pero una cosa hay que hacer…
Salmerón: Ruego que sólo esté en pie el señor diputado que se halle en el
uso de la palabra.
Benítez de Lugo: Yo que en esta misma sesión he consumido un turno
contra la política del señor Castelar, pido que en este momento la Cámara
entera le dé un Voto de Confianza. [98]
an.
[99] viejo, de blanco bigote y aire muy militar. Tri-cornio en mano subió a
la Presidencia y habló con Salmerón. Tanta gente se arremolinaba en el alto
estrado, que no pude distinguir la actitud de don Nicolás ante el embajador
de la fuerza bruta. Diputados, ujieres, taquígrafos, se entremezclaban y co-
rrían de un lado para otro en espantosa confusión.
Sólo permanecían en sus puestos, rígidos y mudos, los maceros, como esos
heraldos de piedra que de-coran los regios sepulcros.
En esto sonó en los pasillos un tiro. Luego otro y otros… Terrible pánico.
Por la puerta de la derecha salieron del Salón de Sesiones muchos
diputados: unos para evadirse lindamente; otros para ver lo que ocurría
entre la calle y el Salón de Sesiones. A escape bajé yo de la Tribuna. En el
pasillo de la Orden del Día vi que la tropa se limitaba a indicar con la mano
a los padres de la Patria la puerta de salida.
Algunos de los que habían jurado dejarse matar dentro del Congreso antes
de rendirse al imperio de la fuerza, recogieron sus prendas de abrigo en el
guardarropa y ganaron cabizbajos y silenciosos la calle de Floridablanca.
En cambio, los más exaltados trataban de imponerse a los militares con
razones iracundas y argumentos contundentes.
Allí presencié una escena, que refiero para que se vea que la elevación de
sentimientos no dejó de manifestarse en los incidentes de aquella
memorable escena histórica. Emigdio Santamaría, hombre fornido, corto de
talla [100] pero de fuerza hercúlea, arrebató su fusil a un sargento de
Infantería, en el pasillo circular. Consternado y casi lloroso quedó el pobre
sargento, considerándose sin honra por verse inerme e indefenso. Como ya
he dicho, tanto él co-mo sus compañeros tenían orden de no agredir a
ningún diputado… En esto intervino Antonio Fernández Castañeda,
representante de Santander en aquellas Cortes, el cual disipó la ira
acometedora de Santamaría con estos conceptos de Patria y Humanidad que
fielmente copio: «Amigo Emigdio, no tenemos medios hábiles para
sostener nuestro derecho. Tristísimo es decirlo, pero ya no hay para
nosotros más recurso que salir y callar, esperando el fallo de la Historia. Lo
que usted hace es una locura sin más consecuencia que perjudicar a este
pobre muchacho. ¡Devuélvale usted su fusil!». Emigdio Santamaría,
apagando los últimos resoplidos de su furia, entregó el arma al sargento,
que, con voz empañada por la emoción, dijo: «Gracias, gracias, caballero».
Por fin, los fieles adeptos del gran tribuno consi-guieron arrancarle de su
asiento, y sacarle de la Cá-
-Al punto de… -repetí yo-; y al sonido de mi voz, como si ésta fuera el
canto del gallo que despide a las almas del otro mundo, la Madre mil veces
augusta desapareció de mi vista… Corrí en seguimiento de la comitiva de
Castelar, y cuando ésta doblaba la esquina de la calle del Sordo, una mano
invisible me empujó hacia la plaza de las Cortes.
Todo lo que pasó ante mis ojos, desde los comienzos del escrutinio hasta mi
salida del Congreso, se me presentó con un carácter y matiz enteramente
cómicos. Pensaba yo que en las grandes crisis de las naciones, la tragedia
debe ser tragedia, no comedia desabrida y fácil en la que se sustituye la
sangre con agua y azucarillos. El grave mal de nuestra Patria es que aquí la
paz y la guerra son igualmente deslava-zadas y sosainas. Nos peleamos por
un ideal, y vencedores y vencidos nos curamos las heridas [103]
»Yo vi a don Nicolás Salmerón salir con el cuello del gabán levantado, y
tapándose la boca con un pañuelo. Le acompañaban Carratalá y Montero
Ro-dríguez, embozados en sus capas hasta los ojos…
Cansado de correr en tonto por las calles, donde no veía más que tropas
fríamente alineadas e inactivas, sin ver asomar por ninguna parte la cara
iracunda del pueblo; asqueado del indigno suceso histórico que llegó al
brutal consummatum sin dignidad por la parte ofendida ni arrogancia por
parte de los asesinos de la República, me fui a mi casa [105] con la
esperanza de que un sueño profundo ahogara mi desaliento tristísimo y
dulcificase mi amargura. Pero mis nervios se opusieron fieramente a que yo
dur-miera.
ños.
«Fíjese usted bien -me dijo el agudo periodista-, y notará más que
tranquilidad, alegría… ¿Se asombra usted, querido Tito?… Aquí producen
siempre regocijo los cambios de Gobierno, sobre todo cuando son radicales
y hay que mover todos los títeres. La mitad de las personas que pasan a
nuestro lado son
[106] cesantes que aguardan la formación del nuevo Gobierno para pedir
que los repongan. Esta situación hará un desmoche tremendo… Notará
usted también que en las tiendas reina cierto alborozo. Los tenderos salen a
la puerta creyendo oír ya el voceo de los extraordinarios de periódicos con
el nuevo Ministerio… Madrid se anima, el comercio se des-pereza, la
industria renace de sus cenizas como el Ave Fénix, los negocios se
desentumecen, y ya ma-
ñana las criadas irán a la compra con más dinero del que suelen llevar a
diario».
Entramos en una sastrería, de cuyo dueño era Ferreras muy amigo. El
escuálido sastre, apenas le preguntamos su parecer sobre el cambio político,
nos dijo con semblante de júbilo: «Pues nada, señor don José y la compañía,
que estamos de enhorabuena; toda la calle lo está. El cambio parece de esos
que todo lo ponen al revés. Nos hallamos abocados a una zafra que ha de
ser magnífica y provechosa.
»Antes de media semana habrá que tomar medidas para las 49 levitas de los
49 gobernadores nuevos.
»Ya era tiempo, señor don José, pues en esta cruji-da de la República lo
íbamos pasando muy mal. Los republicanos son muy buenos chicos; pero
con sus grescas escandalosas, su Pacto, sus Cantones, y la maldita y
arrastrada Igualdad, no traen más que hambre y mala ropa. Mis compañeros
y yo vivimos de vestir a los españoles. ¡Lucidos estaríamos si nuestro
negocio dependiera del lujo que gastan los descamisados!».
-X-
Ferreras, que era un águila para las indagaciones políticas, difirió por un
rato el almuerzo y se fue al profano Templo de las Leyes, de donde volvió
al cuarto de hora trayéndonos los nombres del nuevo Gabinete, trazados por
él con lápiz en un papelejo.
Ante los amigos que formábamos corrillo en dos mesas próximas leyó la
esperada y emocionante lista, que reproduzco para conocimiento de los pa-
panatas del tiempo venidero:
¡Clemencia!…».
Pasados unos días me enteré de que las únicas poblaciones que protestaron
decorosamente contra el golpe de Estado fueron Valladolid, Zaragoza y
Barcelona. En la capital castellana pusieron sobre las armas los Voluntarios
de la República. El famoso General don Eulogio González Iscar,
familiarmente llamado Gonzalón por su extremada corpu-lencia, salió a
calmar los ánimos. El gentío le acosó, rechazándole con ultrajes; mas
aunque amenazaba con fusilar a los revoltosos nada hizo. El ruidoso motín,
con sus incipientes barricadas, fue derivando hacia la tibieza y por fin hacia
la paz, convencidos los republicanos de que la cosa no tenía remedio. En
Zaragoza ocurrieron tentativas y desmayos semejantes. En Barcelona los
Batallones Catalanes que mandaba el Xic de las Barraquetas, armaron un
cisco que dominó fácilmente la tropa de la guarnición. El pueblo más
deshonrado en aquellas vegadas fue nuestro querido Madrid, dándonos el
mal ejemplo de una resignación musulmana. Estaba escrito que las crisis
políticas resolvían las crisis del peque-
Los que estaban a bordo tuvieron que salvarse tirándose de cabeza a las
lanchas. Decían que si el incendio había sido por las estopas o por los
estopi-nes. Los cañones se disparaban solos. La autoridad mandó que nadie
se acercase. La ciudad estaba ate-rrorizada. A media noche reventó la
santabárbara: la cubierta voló por los aires, hasta llegar a las estrellas; se
hicieron cisco los palos, el cordaje, cuanto a bordo había, y el casco se fue a
pique… ¡Ay, Dios mío! ¡Los cristales que se rompieron aquella noche
cuando el retemblido!… Puertas y ventanas hubo que de la sacudida se
arrancaron de por sí, saliéndose de sus marcos».
había sido por mano de los que se fingen amigos y son traidores. Lo cierto
fue que cuando los fogoneros de la Tetuán vinieron a tierra los encerraron
en el Presidio y se les formó causa… En cuantico que voló el barco y
Cartagena se quedó a obscuras, los de López Mínguez arrearon de firme otra
vez a ca-
Con esto puso fin a su relato la Ramira, porque ignoraba lo que después de
su salida del pueblo había pasado. Quiso Leona invitarme a almorzar, mas
yo la convidé a ella, mandando traer dos cubiertos del café del Pasaje.
Informado por mi amiga de que su respetable adorador no la visitaría en
toda la tarde, permanecí junto a ella muy a gusto hasta después de
anochecido, admirando sus considerables adelantos en el arte de hablar
finamente y en otras preciosas y sutiles artes.
Cuando volví a mi casa, ¡ay de mí!, encontré a Chilivistra con unos morros
de a cuarta que deslucí-
«¿A quién volverme ahora? ¿Con qué brazo fuerte, con qué corazón
generoso podré contar?».
-Allá voy. Tenga usted calma… Pues mi confesor… no, no, me equivoco…
no fue mi confesor, fue el padre Carapucheta, Rector del Oratorio, quien me
aseguró que mi marido ha sido puesto en libertad hace unos días… Y usted
que es el hombre del gran poder, usted que todo lo arregla con una cartita
-Está bien; pero aún no sabe usted lo mejor, quiero decir, lo peor. El padre
Carapucheta, que es hombre a quien no se le escapa nada de lo que ocurre
entre carlistas buenas y malas y tiene allá sin fin de espías que le cuentan
todo, me ha enterado de que Gabino, en cuanto pescó la indulta, se fue a mi
pueblo, cogió al nuestro hijo y se largó con él a la frontera de Francia,
donde estará en espera de que don Carlos le dé el mando de otro batallona.
«¿Y podré yo contar, pobre mujer sola y sin amparo, con un caballero
hidalgo y valeroso que me asista en los pasos arriesgados que son precisos
para rescatar a mi hijito de las manos de Gabino, forajida mala?».
-Aun siendo preciso ir al mismo infierno, y pasar por entre todas las
catervas de diablos que andan sueltos por el mundo -exclamé yo, dándome
en el pecho un fuerte golpe-, [119] aquí está el caballero, servidor y esclavo
de la dama dolorida.
- XI -
Sin más averiguaciones me fui al día siguiente a la calle de los Reyes, 15,
taller del armero Calixto Peñuela, famoso por su habilidad en la compostura
de escopetas de caza. Era éste un hombre de pocas palabras, de corta
estatura, calvo, afeitado. Entorna-ba los ojos para mirar por ser corto de
vista, y se cubría con un blusón o mandil azul hasta los pies.
Advertí que no tenía en el taller ninguna silla, sin duda para que sus
numerosos parroquianos no se sentaran a darle conversación. Si el hombre
era histórico, éralo también la casa, que había pertenecido a don Francisco
Goya.
Pero aquí está el hidalgo entre los hidalgos, obliga-do a tirar de cacerola y
soplillo, [122] cosa tan contraria ¡oh Dios mío!, a su abolengo y a su
nombre…
Soportemos, aguantemos con paciencia estas humillaciones, que pronto ha
de llegar la buena… Habrá usted visto, señor historiador don Tito Livio, que
se cumplieron mis predicciones: ya está establecido el Cantón Mantuano,
aunque disimulado y so color de Centralismo para desorientar a los
alfonsainas».
«Siéntese junto a mí, Tito -me dijo Montero-. Por esta gente y por otros que
han venido huyendo de la quema, sé lo que ha pasado en Cartagena. En los
primeros días de Enero arreció el fuego por una y otra parte [123] con
intensidad aterradora… Los cantonales izaron en todos los fuertes bandera
negra, y los Centralistas se apoderaron de la ermita del monte Calvario,
después de retirarse la poca fuerza que la guarnecía. Me han dicho también
que la Te-tuán no ardió por un hecho casual. Cuentan que uno de los
fogoneros de la fragata, encerrados en el Presidio, fue malherido en el
vientre por un casco de granada, y que antes de morir confesó que había
pegado fuego a las estopas de limpiar las máquinas, después de rociarlas
con petróleo, recibiendo por este servicio treinta mil reales. Así me lo han
referi-do; no respondo de que ello sea cierto…
»Por el teniente de Iberia que trajo a don Florestán, he sabido que López
Domínguez recibió el día 3 un telegrama del General Pavía dándole cuenta
del golpe de Estado y diciéndole que tal acto fue tan sólo una medida
heroica para sacar a España del anarquismo y del caos. Añadía el telegrama
que acababa de formarse un Gobierno Nacional, y a éste se adhirió aquel
Ejército, sin más reserva que la del Coronel de Ingenieros señor Ibarreta, el
cual manifestó que su Cuerpo jamás se había sublevado contra los
Gobiernos constituidos».
-Lo que prueba, amigo mío -observé yo-, que toda una existencia de
acciones villanas puede ser redi-mida en una semana de sacrificios
heroicos.
ñor David, y un hombre como yo no puede andar pidiendo limosna por las
calles».
figura en la ópera que llaman Hernani, donde sale cantando por todo lo
alto… Pero dejo aparte estas grandezas pasadas para repetir que hay
Providencia.
Pero ya pongo en ello mis cinco sentidos, y delante de gente no suelto uno
de estos nombres hasta que no estoy bien asegurada de las letras que tiene.
Felicité a mi amiga por el paso feliz que acababa de dar en su regeneración
mundana, y por sus adelantos en el arte de hablar bien, a los que se unirían
pronto algunos conocimientos literarios. En ella se manifestaban, cada día
más claramente, una inteligencia [128] muy aguda y una voluntad bien tem-
plada para la vida.
Ocasión es ésta de deciros algo del señor a cuya sombra realizaba Leonarda
sus planes educativos, y os daré clara razón de él, reservando su nombre
conforme a la delicada prescripción de su coima.
Pero lo más característico de tan imponente persona eran los sombreros que
usaba. La forma de tan descomunales chisteras estuvo muy en auge del 60
al 70: el primero que la llevó fue don José Salamanca. Adoptada después
por el Marqués del Bacalao, Gándara, un conocido agente de negocios y
varios bolsistas y banqueros, siguió imperando en un corto número de
cabezas de notoria respetabilidad. Cuentan que fue Ministro un sujeto por el
solo mérito de usar aquella prenda, cuya especialidad tenían los
sombrereros Campo y Odone. Era un armatoste de alas anchas y retorcidas
por los lados, con alta copa cilíndrica semejante a la chimenea de un vapor.
El arrimo de La Brava usó siempre la forma [129] más hiperbólica. Visto
por detrás, el ajuste del sombrero en la cabeza dejaba a la intemperie un
segmento de la lustrosa calva del buen señor. Completo en dos palabras el
trazado de esta figura diciéndoos que era uno de esos inconmensurables
imbéciles que están siempre en candelero.
-No, Leona -afirmé-. En ti se revela una cortesana de alto vuelo, que será tal
vez ornamento de la sociedad futura.
Gozoso y echando facha con sus flamantes botas se me apareció una noche
don Florestán, cerca de la casa en que moraba su protectora. Me paró y
enta-blamos el siguiente diálogo, que no carece de interés histórico:
-En efecto, allí le tiene usted, acompañado de dos poetas tristes y dos
bolsistas alegres que hacen sus versos con números. Leonardita a todos les
oye y de todos aprende: ya sabe decir que el Interior está a 45,90, que los
Bonos del Tesoro se cotizan a 33,12.
-¡Por Baco, por todos los númenes de Italia, qué grata noticia me da usted! ¡
Graziella en Madrid! Iré a verla mañana… ¿Habrá venido con el bestia de
Perico?
-Ya lo creo. Cuando le pagan bien trae a capítulo a los animales del
Zodíaco, el Carnero, el Toro, el Escorpión, el Macho Cabrío, y a los que no
son animales como Géminis y Libra o la Balanza que, entre paréntesis, es el
signo que presidió mi naci-miento, por lo cual estoy destinado a defender y
hacer triunfar la justicia. Mi misión es no tener descanso hasta conseguir
que la maldita mano muerta no se apodere por inicuos legados de lo que no
es suyo… Cuando usted tenga un rato disponible le daré a conocer las
cartas que estoy escribiendo al General Pavía, al General Serrano, al señor
García Ruiz y al señor Martos, señalándoles el camino que deben seguir
para que las leyes tocantes a la heren-cia [132] no sean conforme al
capricho de una vieja loca, sino ajustadas al fuero de Naturaleza.
- XII -
-No, no: espérate un poco. El 9 de Enero hubo un fuego vivísimo entre los
Centralistas y la Plaza.
-No haré cola, señora doña Celestina -le dije muy quedamente-, si usted me
da razón de las damas ilustres que están dentro. Oigo aquí unas vocecitas
que… o yo estoy loco o son de personas que conozco muy bien.
»Dio de plazo el General hasta las doce del siguiente día para la entrega de
Cartagena, ordenando a su Artillería suspender el fuego. Luego se prorro-gó
el armisticio hasta las ocho de la mañana del 13.
-No se puede negar -observé yo- que López Do-mínguez ha sabido hacerse
superior a la menguada fuerza de que disponía, y que sirvió lealmente a la
infantil, inestable República.
-Tocó ligeramente en el fondo con la proa; pero dio máquina atrás, y con
auxilio de un vapor se franqueó prontamente, saliendo mar afuera. Desde el
Empalmador Grande presencié la salida, imponente, grandiosa, en medio de
las aclamaciones de los que iban a bordo y del griterío de los que quedá-
Un rato se nos fue en inciertos cálculos sobre lo que hubiera podido pasar
en Orán a la llegada de la fragata. ¿Qué habría hecho el Gobierno francés
con los cabecillas, qué con los presidiarios?… Divagando estábamos
cuando llegó David Montero, en quien advertimos mayor recelo de los
corchetes, que ya descaradamente le seguían los pasos. Para sosegar a mis
amigos salí a la busca de mi fiel esbirro Serafín de San José, y no
encontrándole en el Gobierno civil, me vi forzado a personarme en la tienda
de su esposa doña [140] Cabeza (Concepción Jerónima). Ya era yo sabedor
de que se había restablecido felizmente la coyuntura matrimonial.
Celestina Tirado, que vestía falda y pañuelo al estilo gitano, me contó que
los dineros heredados del cura don Hilario se le habían ido entre los dedos,
porque se metió a fiadora y la desplumaron bonitamente, dejándola por
puertas. Desesperada y sin arrimo se acogió a la sabia Graziella, con quien
se apañaba muy bien para hacer juntas el oficio de brujas, granjería de
mucho provecho en los reinos de España, según ella había probado y visto
por sus ojos más de una vez.
-Pues aquí me tienes -dijo Celestina-, deseando meterme hasta las cachas en
la devoción de esa diosa Trastera, y hoy empiezo a rezarle padrenuestros y
avemarías para que me tome en su gracia.
Mi contestación fue categórica y rotunda: «Al fin del mundo iré contigo. No
me arredran peligros ni distancias. Pasaremos si es preciso del mundo real
al mundo quimérico, que es la región de la verdad eterna».
- XIII -
«Aunque no han de faltarte los medios monetarios para dar cima a empresa
tan grande, padecerás un ataque de inocencia paradisíaca si crees que
podrás salir de Madrid sin numerario. Tú eres pobre, yo rica…».
Algunas noches viene a esta casa mi tía Doña Ca-liope con los poetas que
acá te trae de tertulia el rimbombante señor de los desaforados sombreros…
»Por descuido mío, por el desvanecimiento en que ahora está mi cabeza, he
dejado pasar cinco días sin recoger los dineros de la Mamá cien veces
augusta y soberana… Allá me voy ahora mismo… allá me voy… No me
retengas; no dejes caer sobre mí el dulce peso de tu cuerpo blando y
amoroso… No rodee mi cuello tu brazo… no me cautives… Adiós, Leo…».
Recuerdo haber oído la voz tenue de Leonarda, diciéndome: «Adiós, Tito
chiquitín y salado.
Era una carta firmada por don Eugenio García Ruiz en la que éste me decía
que el Consejo de Ministros, después de la entrevista que yo celebré en la
Presidencia con los señores Serrano, Martos, Sagasta y el infrascrito, vistos
mis honrosos antecedentes, etcéte-ra… examinadas mis altas prendas de
reserva y diplomacia, etcétera… acordado había designarme como
Delegado Secreto…
«¿Qué hay, carísimo don José?» -le dije fingiendo que despertaba.
-Ilustrísimo señor -me contestó-, ha estado aquí don Serafín de San José.
No le dejé [153] pasar porque creí que Vuecencia no quería recibir a nadie.
Mis asombrados ojos vieron el guante, pendiente de los trémulos dedos del
filósofo, y de ellos lo co-gí, diciendo con toda la naturalidad que afectar po-
día: «En efecto, lo eché de menos al volver a casa.
-No señor; hoy ha ido a confesar. Para mí que su conciencia está estos días
necesitada de un buen limpión… Es un suponer: punto en boca… A
Nicanora dijo esta mañana que quizás almorzaría con doña Delfina. Si
quiere usted verla váyase al alma-cén de féretros y allí le darán razón.
Almorcé sin apetito, y por la tarde no vi mejor manera de pasar el rato que
lanzarme por calles y plazuelas, metiéndome más y más en la esfera de la
incongruencia que era en verdad un mundo delicioso, poblado de indecibles
encantos. A varios amigos encontré, y algunos de ellos me felicitaron
reserva-damente… «Ya sabemos que… ¡Menuda breva, amigo!…». Al caer
de la tarde, mis pasos automáticos me llevaron a la calle de los Reyes. En la
puerta de la armería de Calixto Peñuela vi a Simón de la Roda (Montero),
que también me felicitó, lamentándose de no poder acompañarme en mi
diplomáti-ca expedición.
Seguí luego por la calle de San Bernardino. Al pasar por las Capuchinas
zumbaron en mis oídos voces, primero confusas, luego más claras, de mis
familiares espíritus, que alegremente me saludaban, celebrando con blando
gorjeo mi rápido avance en la esfera política y social. Aturdido y como
asustado de mí mismo me metí en un coche de los que en aquel punto había
y al cochero di las señas de mi casa, Amor de Dios, 12. El vehículo corrió
por las calles con un traqueteo espantoso que me crispaba los nervios… y
[155] no paró en la puerta de mi casa, sino en Atocha, 3, tienda de ataúdes y
coronas para muertos. Ya vi que los hados me llevaban a donde querían.
Entré, y a mi encuentro salió Chilivistra, que al verme se dispuso a volver
conmigo a casa. Por el camino, cogiéndome del brazo para que anduviera
derecho, me dijo:
«Por mi parte ya tengo arregladas mis cosas. A ver si acabas tú de una vez,
para que partamos esta semana. Mañana no podemos irnos porque quiero
asistir a la novena de los Misterios Dolorosos de Nuestra Señora. Pasado
mañana tampoco, porque se celebra la fiesta de San Pedro Nolasco, de
quien era mi padre especial devoto, y pienso encargarle una misa que
oiremos los dos en la iglesia de las Trinitarias».
-Bastará con diez. Ya te diré yo cuál es el terreno en que opera ese forajido,
allá entre Tolosa, Betelu y la parte de Vera.
-Mi opinión… ¿a ver qué te parece?… es ofrecerle a Santa Cruz los diez
mil duros, dárselos, y en cuanto veamos que se los mete en el bolsillo,
cogerle, fusilarle, y en seguida quitarle el dinero, que puede servirnos para
otro.
-¡Muy bien, Tito: qué talento el tuyo! -exclamó Chilivistra navegando por
el piélago inmenso del desatino-. Pero fíjate, debemos ir primero contra los
peces gordos. Si se consigue pescar a Dorregaray con cuarenta mil duretes,
a Cástor Andéchaga con veinticinco mil, y a otros tales, habremos hecho
más que cogiendo en la red a los bicharracos de menor cuantía… ¡Ah! Pero
ahora caigo en que ante todo tenemos que avistarnos con el Administrador
de Rentas de Vitoria para que nos entregue…
- XIV -
Por abreviar diré que San Blas y el zumo de limón triunfaron en la garganta
de Chilivistra, y seguida al pie de la letra la indicación [162] del amigo
Palazuelos, al anochecer del 4 nos aposentábamos en la fonda de
Quintanilla, en Vitoria… Atormentado por la idea de mi entrevista con el
Administrador de Rentas, no pegué los ojos en toda la noche. Silvestra
durmió a pierna suelta… En las primeras horas de la mañana me incitó a
levantarme con fuertes voces, diciéndome: «Mientras yo me lavo y me
arreglo, vete tú a presentar tu libramiento al Administrador de Hacienda…
Despáchate, hombre, despáchate…
Objeté yo que nada adelantaría con ir antes de las horas de oficina. Pero
ella, con ademán despótico y voces displicentes, me soltó esta rociada:
«Vete pronto, que algún tiempo has de necesitar para saber dónde están esas
oficinas. Coge tus papeles y no me vuelvas acá sin traerte el millón de
reales».
Salí aquella mañana por las calles de Vitoria en estado de ánimo semejante
al de Sancho Panza cuando Don Quijote le envió al Toboso con la carta para
Dulcinea. Largo rato divagué movido por una extremada confusión y
perplejidad. ¿Presentaría mis documentos al Administrador de Rentas?
Sentado en un banco de la Plaza de la Constitución, por hacer tiempo saqué
mis papeles, y examinándolos una y otra vez, fijándome en todos sus rasgos
y primores de caligrafía, los diputé por buenos, absolu-tamente fidedignos.
Con esta idea me fui como una flecha hacia el edificio donde me dijeron
que radi-caban el Gobierno civil y la Administración de Hacienda. [164]
Pero al llegar a la puerta me sentí detenido por una mano que llamaré
invisible y misteriosa. Así son todas las manos que en casos tales atajan a
los personajes de novela, lanzados a veloz carrera por un fuerte impulso del
corazón. Supersti-cioso miedo invadió mi alma. Oí la risilla de un diablo
maleante y jovial, que a mi parecer salió de las oficinas armado de látigo,
más bien zorro para sacudir muebles…
¿Traes el millón?».
Me senté risueño, simulando cansancio para des-arrollar mi plan dialéctico,
que fui exponiendo poco a poco en esta forma: «Espérate [165] un poco…
-Eres una pólvora. Espérate. Los diez mil duros están en calderilla. ¿Cómo
quieres que…?
ño. La patrona, que era una mujer fresca, guapa y de gigantescas hechuras,
nos trató desde el primer momento con afabilidad campechana. Apenas cru-
zados los primeros saludos entre la dueña del parador y Chilivistra,
lanzáronse ambas a parlotear alegremente en lengua vasca, dejándome casi
a obscuras de cuanto decían.
La cena fue sabrosa, animada y familiar, sentándonos juntos en la misma
mesa la patrona con dos hijos suyos de corta edad, Silvestra, [168] dos
hom-brachos de boina blanca con insignias, de Teniente el uno de Capitán
el otro, y un servidor de ustedes.
as hacerte cargo, hombre desvanecido y sin seso, de que por culpa tuya
estoy yo en pecado mortal. Esto es tan verdad como Dios es mi padre. Yo
vivía
- XV -
Apenas entraron por las rendijas del balcón las primeras claridades del alba,
me sorprendió la voz de Chilivistra en los tonos más dulces que usar solía
cuando su magín recobraba el normal equilibrio:
En tanto, los del convoy me apartaban hacia otro lado, y por sus miradas y
actitudes comprendí que todos se ponían de parte de la señora. Prodújose
una confusión tan grande que no pude darme cuenta de lo que pasaba.
Luego vi que el convoy se ponía en marcha, llevándose al basilisco en el
mismo carro que hasta allí nos condujo. En pie seguía dando gritos, entre
los cuales percibí estos acentos trágicos: «¡Matarle, fusilarle!».
«Debe usted agradecerme, señor Tito -me dijo el Capitán-, que no le haya
dejado ir a Durango, donde tiene usted no pocos enemigos; hay allí
personas que desean cobrarle el bromazo que nos dio con aquella pamplina
del Imperio Hispano Pontificio. Se ha librado usted de que le contesten al
discurso con una tanda de cardenales… Además, le diré por si lo ignora,
que su padre don Matías Liviano no está ya en Durango: hace un mes se fue
con su hija Trigidia y sus nietos a Motrico, buscando mayor sosiego.
El Capitán callaba, y de rato en rato, con frase breve, hacía por estimularme
a que pusiera mi paso perezoso al aire y compás de la columna incansable.
Cuando el registro hubo terminado, el que parecía jefe de los tres que
conmigo estaban, me dijo en mal castellano: «Aquí quedarte a las resultas
de lo que contenga el contenido de estas papelorias». Sin más razones,
reintegrado en el uso de mis botas, gabán y sombrero, lleváronme por un
pasillo de dos ángulos y me metieron en un aposento cuadrilongo, donde vi,
a la luz del consabido farol, por un lado un mal avío de estera, jergón y
manta, y al otro una silla. En tan regio alojamiento me dejaron,
recomendándome la paciencia con frases medio vascas, medio castellanas,
y salieron cerrando la puerta con dos vueltas de llave y corriendo un
cerrojo, que rechinó como risotada del Infierno.
Reconociendo aquel antro con fugaz mirada, pude apreciar en uno de sus
muros una reja que daba al campo. El techo era de bóveda, las paredes
renegri-das, el suelo mitad de ladrillos, mitad de tierra. Mis pobres huesos
me pedían el descanso, y yo lo pedí para ellos y para mi cerebro al hinchado
jergón, que por ser de hoja de maíz tocó diferentes piezas de música cuando
en él me acosté… Creo que de un tirón dormí todo el día y la noche
siguiente. Anida-ban en mi cárcel el tedio, la tristeza y la desespera-ción.
Pero yo saqué del fondo de mi alma el caudal recóndito de mi estoicismo
para defenderme de las ideas negras. [179]
gritaba-. ¿No vus dije que metierais aquí un talbure-te? ¿Queréis que el
preso y yo hablemos asentados en una sola silla?». Pronto trajeron una
banqueta, y al punto quedé solo con el terrible fantasmón que en aquel
instante disponía de mi suerte. Era un viejeci-llo seco, de alta estatura, de
manos sarmentosas. Si por su habla y acento se me reveló como hijo de
Castilla, por su edad entendí que era un veterano de la primera guerra,
reducido en la segunda a ejercer funciones sedentarias.
- XVI -
Una noche, después de beberme una botella de vino blanco que a hurtadillas
me llevó Maribatista, mi encendido cerebro me trajo la visita de seres, que
si eran vivos fuera de allí, no eran dentro de mi calabozo más que simples
fenómenos espectrales. El primero [183] que entró fue Serafín de San José,
el cual, fieramente, tirándome de los pies como para despertarme, me decía:
«Si me hubieras traído contigo como Contador y maestro de Partida Doble,
no te verías como te ves. Con la mitad del dinero que te dio el Gobierno
para la compra de cabecillas, habríamos dado la paz a España… y con la
otra mitad nos hubiéramos divertido tú y yo lindamente… Contando con
este negocio ofrecí yo a Cabeza un aderezo de brillantes… Y ahora ¿qué
aderezo le daré, como no sea una ristra de ajos?… ¡Ja, ja!».
Había tomado a Doña Gramática como aya o maestra del buen decir para
no hacer mal papel entre la grandeza…
Y él, rígido y seco, me contestó repitiendo el cuento del loro: « Usted, seor
Tito, irá aonde ó leven».
Y aquí me tenéis otra vez, llevado por valles y montes hacia lugares
desconocidos, donde se decidi-ría la solución adversa o favorable que mi
Destino me deparase. La noche era fría y clara, con hermosa luna creciente,
cielo limpio, atmósfera de hielo. Un individuo de los que custodiaban el
carro tuvo lástima de mí y me cubrió con una [186] manta de munición. Al
abrigo de ésta traté de adormecerme.
Tocándome las manos y las sienes aprecié en mí un estado febril, y ello fue
causa de que la pesada mo-dorra me trajera visiones fraguadas en mi propia
caldera cerebral, imágenes absurdas que al desvane-cerse no dejaron rastro
en mi memoria.
chaga, pues estos cuatro nombres sonaron en mis oídos durante la penosa
marcha.
Ahora voy a dar a mis joviales lectores un plato de gusto, contándoles que
una mañana fui conducido por las blandas mujerucas y algunos militares de
indecisa graduación a una estancia del piso alto, ancha y luminosa, donde
me dieron alimento esco-gido para fortalecerme en mí convalecencia. Dié-
Mis nuevos guardianes no sabían qué hacer para facilitar de un modo grato
mi reparación orgánica.
Del grupo de las señoras, destacáronse otras para compartir con las Reinas
el honor de servirme: eran la Infanta doña María Isabel Francisca, viuda de
Girgenti, y doña Blanca, esposa de don Alfonso de Borbón y Este… Las
Reinas y Princesas, así como las otras [190] damas que ponían ante mí los
ricos manjares, retirando después los platos ya vacíos, me agraciaban con
sonrisas y donosos mohínes sin pronunciar palabra.
Inmóvil en su puesto ante el ventanón permanecía la Madre Clío, como
presidiendo la escena de cuento infantil en que yo era estupefacto
protagonista.
¡Jesús, qué delirio! Por Júpiter y don Pedro Calderón, ¿soñar es vivir?…
Dormí hondamente la mona, empalmando la tarde con la noche, y a la
siguiente mañana, apenas me vestí y acicalé, llegose a mí con su blando
andar de alpargatas mi monjita guardiana, y así me dijo: «Un ayudante del
Teniente General don Antonio Dorregaray ha venido con el recado de que
éste le espera a usted para conferenciar».
-¿Pero no sabe que llegó anoche el General? ¡Pues poco ruido que hicieron
las tropas al distribuirse en sus alojamientos! ¿Nada [191] oyó usted?
Claro…
Las últimas palabras de la buena señora fueron para decirme que estábamos
en el valle de Luyando, y que corría la segunda quincena de Abril.
Inmediatamente salí con el ayudante, que me llevó por la carretera,
sorteando baches y montones de grava. A un lado y otro vi soldados que
ocupaban caseríos y tiendas de campaña. En corto tiempo llegamos a un
grupo de casas, entre las cuales se destacaba una con gran portalada señorial
guarnecida de escudos.
Hízome sentar frente a sí, junto a una mesa donde vi números de El Cuartel
Real, una escribanía de cobre con plumas de ave mojadas de tinta, y
algunos pliegos sueltos a medio escribir. Presidía la [192] estancia un
retrato litográfico de Carlos VII, montado en brioso corcel de flotantes
crines, que lanzaba por narices y boca los vahos espumosos de su fogosi-
dad.
- XVII -
Inició el General nuestro coloquio con estas palabras corteses: «Días ha que
deseaba yo hablar un rato con usted. Antes de tratar de los papeles que se le
recogieron al ser detenido, debo decirle que han llegado a mí referencias de
su persona. Por Carlos Calderón, a quien usted conoce, sé que es usted
historiador de nota».
-Nació usted en Ceuta en 1823, y a los doce años ingresó como Cadete de
Infantería en el Ejército de don Carlos María Isidro. Tenía usted el empleo
de Subteniente cuando se acogió al Convenio de Vergara, pasando a prestar
servicio activo en el Ejército Nacional. Con el mismo grado de Alférez
guerreó usted a las órdenes de Oraa y Espartero para [193]
Siga, siga.
-Me falta decir que conozco y trato a muchos distinguidísimos militares que
fueron y son amigos de usted: los hermanos Pieltain, Primo de Rivera (Ra-
fael y Fernando), Martínez Campos, Pavía y Alburquerque, Nandín y Moya,
ayudantes de Prim, Echagüe, Zabala, y algunos paisanos ilustres como el
Marqués de Beramendi, el Barón de Benifayó…
-Bien, basta ya -dijo el caudillo realista cual sin quisiera apartar de sus ojos
una nube de tristeza-.
Pero dejemos esto, y vamos al asunto que motiva nuestra conferencia. Los
papeles de usted… ese extraño nombramiento de Delegado Secreto para
someter por el soborno a los jefes carlistas, paréce-me monstruosamente
falso por la enormidad del
exclamó don Antonio, conteniendo la risa y sacando del bolsillo del pecho
los documentos de autos-.
Entre los papeles del señor don Proteo Liviano hay un plieguecillo, escrito
con lápiz en letra de mujer bastante garabatosa, que dice así: Pesquemos
primero a los pájaros gordos. A Dorregaray 50.000 duros… A Cástor
Andéchaga 25.000… etc.
-Me parece que con ese ridículo apunte [196] de la dama estrambótica que
me acompañaba queda bien clara mi inocencia, y donde digo inocencia
ponga usted tontería o flaqueza mental.
«Por lo que aquí hemos hablado -dijo Dorregaray-, y por los nuevos
informes que de usted me dio esta madrugada Carlos Calderón al partir para
Mirava-lles, queda usted indultado, señor don Proteo».
«Ya sabe usted -me dijo- que hemos puesto sitio a Bilbao. Esta plaza tan
importante no tardará en ser nuestra. Ahora no se nos escapa como se nos
escapó en los famosos días de Luchana… Sabrá usted también [197] que
Serrano y Concha embarcaron en Santander para Castro Urdiales, y piensan
atacarnos por las líneas de Somorrostro».
-Es la primera noticia que tengo de eso, mi General. Soy un pequeño
historiador que ignora la Historia viva que le rodea.
-¿Y tampoco sabe usted que con Serrano y Concha vienen Primo de Rivera,
Martínez Campos, Tassara, Echagüe y otros amigos míos…?
-¡Qué he de saber, pobre de mí, si me han tenido ustedes más de dos meses
encerrado en Yurre y en Luyano!
-Considere, mi General, que adonde quiera que vaya tendré que pasar por
entre tropas carlistas, y si éstas han de volver a encarcelarme prefiero que
sea usted el que disponga de mi suerte, llevándome consigo.
-Me refiero yo, señor Liviano -indicó don Antonio con un dejo de
socarronería-, que usted, hombre un tanto alocado y de imaginación que tira
siempre a los desvaríos, querrá irse con los suyos, que a estas horas andarán
por los vericuetos de Somorrostro.
rraga. Mi jaco, que [199] era una buena pieza, me llevó en algunas horas a
la capital de las Encartacio-nes, donde tuve la suerte de no topar con la
facción de Lizárraga y sí con un buen almuerzo caliente que me restauró de
cuerpo y espíritu. Eran las diez de la mañana de un día de Abril, cuyo
número estaría seguramente en los almanaques, pero no en mi flaca
memoria.
«¡Ay, señor! -me dijo la más joven-. Desde ayer, por todo el terreno de aquí
a Somorrostro, en los altos de Las Muñecas y en la parte de Montellano, no
han cesado los tiros de fusil y los zambombazos de la Artillería. Todavía
hay para rato y no se sabe quién lleva las de perder. Ha venido de Madrid,
según dicen, un General que llaman el de la Concha con otros tales. El
Serrano parece que ahora va por delante. ¡Menudas trapatiestas vamos a
tener, se-
ñor!».
La vieja, que con mirada de águila exploraba las lejanías, saltó diciendo:
«Me paiz que al carlista le zurran la badana. Hacia aquí vienen algunos más
huyendo de la quema. Por la encañada de allá abajo veo un montón de ellos,
espavoridos, que corren buscando la vuelta de Güeñes. Señor; si es usted
[201] moro de paz, puede guarecerse en el pajar hasta que pase esta
tremolina. Comida no tenemos, como no sea un poco de cecina que
asaremos en las brasas. Vino sí lo hay, y no faltan cerezas en aguar-diente».
No puedo describir el júbilo del vecindario. Era una locura, un delirio. Las
aclamaciones abrasaban el aire, infundiendo en las almas el fuego de una
nueva vida. Bilbao creía que inauguraba una era de grandeza nacional, de
cultura, de emancipación del pensamiento, de todo cuanto podían dar de sí
la pujanza mental y la nativa riqueza de aquel pueblo. Al recordar hoy los
sublimes momentos de aquel día, ayes de gozo, alaridos de esperanza, me
parece que oigo burlona carcajada del Destino. Sí, sí; porque la
Restauración primero, la Regencia después, se dieron prisa a importar el
jesuitismo y a fomentarlo hasta que se hiciera dueño de la heroica Villa.
Con él vino la irrupción frailuna y monjil, gobernó el Papa, y las leyes
teñidas de barniz democrático fueron y son una farsa irrisoria.
Los desdichados carlistas, que entonces lloraron su retirada, vinieron luego
a instalarse sin rebozo en la ciudad opulenta, y a dar en ella carta de
naturaleza a las ideas sombrías que no pudieron imponer con las
[206] armas. Pero si el hierro vizcaíno ha servido para forjar las cadenas
que cercan la vida de un pueblo llamado a influir derechamente en la
reconstrucción de España, también las almas oprimidas recibieron del acero
la dureza y temple con que han de romper algún día el asedio moral que les
ha puesto la barbarie… Hablando de esto no hace mucho, la excelsa Madre
me dijo: «Tito del alma: aquellas peleas que viste el 74 fueron juego y
travesuras de chicos mal criados».
Pero no fue así. Desde Puentelarrá fuimos a Salinas de Añana; allí supe que
Concha, al frente de una división, había entrado en Orduña, donde impuso
un fuerte tributo, volando después la fábrica de pólvora. El 18 de Mayo, se
reunieron en Nanclares las diferentes fuerzas de aquel Ejército. El 19
estábamos todos en la capital de Álava.
«Te contaré mis ansias -me dijo con susurro-, sin ocultarte los horrendos
pecados que me han traído a esta tribulación. Todo lo sabrás. No quiero
tener secretos para mi Tito, que es bueno, indulgente, y sabe perdonar…
[210] Pues verás: estuve unos días en Durango, otros en Elanchove, donde
me ocurrieron cosas que hoy tengo por secundarias y te las contaré después.
Vamos a lo principal, vamos a lo gordo. De mi tierra me vine aquí, atraída
por la amistad de mis parientes los Baraonas, y al mes de estar en Vitoria
haciendo vida de recogimiento y devoción, conocí a un sujeto que dio en
acosarme y perseguirme con requerimientos amorosos. En todas las casas
conocidas, así los Romarates como los Trapinedos y los Prestameros, me lo
encontraba. Es un hombre que ya pasó de la juventud y aún no está en la
madurez de la vida, muy pulcro y atildado, de trato finísimo y palabra dulce
y sonora, como nacido en el riñón de Castilla, Ávila, patria de Santa Teresa
de Jesús».
-Y ese señor tan finústico -dije yo, poco interesado en aquella historia-,
¿será también místico y extático como su paisana?
-Vaya, mujer, acaba pronto. ¡Tantos rodeos para venir a parar en…!
-Sí, hijo, sí… ¡Qué desgracia, ay!… Como él es viudo y vive solo, iba yo a
su casa… De este desvarío, que fue sin duda obra del Enemigo Malo,
resultó para mí el bochorno que puedes imaginarte…
Para mi sayo me dije: «Esta mujer está loca rema-tada y lo mejor que
puedes hacer, Tito, es poner tierra por medio». Y en alta voz proseguí:
«Pero tú, después que el confesor te sacó de ese oprobio y con la penitencia
y los ejercicios espirituales en las Brí-
gidas has restaurado tu pureza, ¿vuelves a caer en las garras del espíritu
maligno?».
Dejémoslo para dentro de unos días. ¿No sabes lo que pasa? Tenemos
interceptado el camino de Arán-zazu y Oñate. Dorregaray, que ha sustituido
a Elío en el mando en jefe del Ejército carlista, ocupa los altos de Arlabán.
Hoy saldrán de aquí fuerzas considerables que manda Concha para batir a
don Antonio si se atreve a bajar al llano». A esto añadí el socorrido embuste
de que tenía que unirme inmediatamente al Cuartel General de Concha:
Don Manuel me había llamado con urgencia, y tal y qué sé yo.
- XIX -
Mayor interés que los toques proféticos que acabo de colocar a mis lectores
tiene en la Historia la noticia siguiente: cuando a partir hacia Logroño me
disponía, con el grueso del Ejército de Concha, volvió a presentárseme
Chilivistra, ya restituida felizmente a su prístino estado de compostura y
arreglo personal. No era ya la figura luctuosa, mísera y lastimera de los días
anteriores. En su rostro advertí los discretos afeites que comúnmente usaba.
Venía risueña, aliviada o quizás totalmente restablecida del dolor en que la
sumergieron sus deslices escandalo-sos con el Administrador de Rentas.
¿Fue todo ello una farsa, un caso más de las aberraciones histéricas? Las
personas atacadas de este mal inventan historias lúgubres, aflictivas, y
acaban por creérselas.
En Logroño supimos que los carlistas, rehaciéndose con tenaz esfuerzo del
descalabro de Bilbao, re-organizaban y fortalecían sus huestes para salir al
encuentro de Concha, en Navarra. Faltos de recursos, apelaban a la
munificencia de las Diputaciones Forales y al patriotismo de los realistas
pudientes; esquilmaban a los pueblos, y decididos a no perdonar medio
alguno para adquirir dinero, llegaron al extremo increíble de afanar los
fondos de la Santa Cruzada. Sin hacer caso del Obispo, que puso el grito en
el cielo al tener noticia de la exacción sacrí-
lega, conminaron a todos los párrocos a que afloja-ran sin demora los
parneses de la Bula, alegando que se trataba de defender la Religión y que
ya ajustarían ellos sus cuentas con el Papa. [217]
Por la tarde me iba con los oficiales guiris al casino de la placeta, conocido
por el de la Mormoña. En él tomábamos café, coñac y algún piscolabis,
para conservar las fuerzas hasta la hora de la cena. Ésta empezaba con la
ensalada al uso navarro; seguía el abadejo en ajo arriero, y el lomo con
pementones picantes. Y vengan pintas y más pintas para remojar y
reblandecer el suculento comistraje, que terminaba con gran acopio de
frutas secas y del tiempo.
En fin, señores míos; las delicias de Allo, no menos gratas aunque sí más
breves que las delicias de Capua, terminaron bruscamente [219] con el son
guerrero de cajas y clarines en la madrugada del día del San Juan, cuando
aún ardía en la plaza del pueblo la enorme hoguera donde hacen chocolate
las mujeres, a las doce de aquella noche, para celebrar la tradicional
festividad.
En Alloz, divagando por las calles, me dio cuenta minuciosa de todas las
chicas bonitas del pueblo, sus familias y viviendas. Ya me había descubierto
el flaco, y queriendo halagarme me ilustraba en todo lo referente al bello
sexo. Seco y avellanado, insensible al cansancio, así como al frío y al calor,
no llevaba más equipo que la camisa de lienzo, el chaleco de pana, faja,
calzón, peales, y en la cabeza el zorongo, que es un pañuelo de colores
[221] ceñido a estilo aragonés. Cuando se le apagaba el cigarrillo a medio
fumar se lo ponía detrás de la oreja.
No bien empezaron a disparar los cañones, estalló en los aires una horrísona
tempestad de truenos, rayos, centellas y demonios coronados. El espectá-
Martínez Campos repartió entre su gente las primeras raciones del convoy,
y los que operaban en Abárzuza no pudieron ser racionados a tiempo. Por
esta contrariedad, se pasó la mayor parte del día sin hace otra cosa que
entretener en fuego a los carlistas mientras hacía sus preparativos el grueso
del Ejército liberal.
Por segunda vez treparon nuestros soldados con increíble arrojo por las
fragosidades de Murugarren y Muru, y de nuevo fueron atajados en su
avance.
rrito, unas veces a pie y otras a caballo, según los accidentes del terreno. Al
llegar a cierta altura, el General y los demás Jefes tuvieron que dejar los
caballos al cuidado de los ordenanzas. Con éstos quedé yo, teniendo de la
brida a mi Babieca. Me uní a Ricardo Tordesillas, asistente de don Manuel
de la Concha, y ambos nos pusimos al amparo de unos árboles donde
creíamos librarnos de las balas enemigas.
- XX -
No olvidaré nunca la cara del Conde del Serrallo cuando vio el cadáver de
su amigo y maestro. El dolor concentrado y mudo no tuvo jamás expresión
[229] más fiel que la que le dieron aquellas facciones duras, angulosas, de
soldado curtido en cien combates. La primera determinación de Echagüe
fue convocar Consejo de Generales y Brigadieres. Se reunieron sin demora
los que estaban más cerca de Abárzuza: Beaumont, Burriel, Reyes, Blanco,
Bargés y el Coronel de Artillería señor Echaluce. Por unanimidad acordose
la retirada del Ejército a Tafalla para el amanecer del siguiente día. Y al
cabo se circularon órdenes a fin de que el movimiento se realizase aquella
misma noche.
muy aceptable. Allí platiqué con mis amigos, comentando cada cual según
su entender las bravas refriegas y el inmenso desastre que mató en flor las
hermosas esperanzas del Ejército liberal. Enaltecie-ron todos el saber
estratégico, la genial maestría y la bravura del héroe muerto que trajimos en
mísero furgón, ocultándolo como si fuera un robo que se había hecho a la
Fatalidad.
Entre los oficiales que conmigo formaban corro alrededor de una mesa,
bebiendo y fumando, había un Teniente de Infantería muy desahogado,
sobrino según creo de una persona de alta significación en la política, el
cual, colmando de alabanzas la figura militar del Marqués del Duero,
aseguró (sabiéndolo de buena tinta) que el primer acto de éste al entrar en
Estella, si a entrar llegara, hubiera sido proclamar Rey de España al
Príncipe Alfonso. La irrespetuosa manifestación de aquel jovenzuelo llevó
nuestro coloquio al vértigo de las disputas políticas, y se oyeron las
opiniones más peregrinas, diferentes en estilo y criterio, flemáticas unas,
ardientes las otras.
Bien dijo el que dijo que tras de las pisadas duras de la tragedia suele ir el
blando paso de la comedia.
-Según eso, no has venido sola -exclamé yo, aterrado ante la idea de
habérmelas con el elegante caballero, Administrador de Rentas de Vitoria.
-Solita hubiera venido -afirmó Silvestra-, sin más compañía que mi anhelo
de verte. Pero traigo conmigo dos personas respetables que, compadecidas
de mis infortunios, no han querido separarse de mí en todo el viaje, y me
seguirán, según dicen, hasta donde yo vaya. Una de estas buenas almas es el
Capellán de las Brígidas. La otra, una señora mayor con quien hice
conocimiento en el trayecto de Vitoria a La Guardia. Es dama muy
principal, de finísi-mo trato y mucho saber. Conversamos, intimamos y nos
hicimos muy amigas.
Al oír estos desatinos, me llevé las manos a la cabeza creyendo que de ella
se me escapaba la razón y todo el sentido de la realidad. Salí de la estancia
como alma que lleva el diablo, gritando: «¡Favor, socorro!…». Dando
tropezones y metiéndome en diferentes cuartos llegué por fin al mío, donde
me encontré frente a un hombre escueto, con chaleco de pana y zorongo.
Cogiéndole de los brazos le zaran-deé mientras le decía: «¿Qué hace usted
aquí?…
¿qué le pasa? Soy El Sargentico. ¿No me conoce ya?… De aquí salió usted
despierto y vuelve dormido».
- XXI -
La del alba sería cuando hirió mis oídos una músi-ca dulcísima, un coro
armónicamente concertado con voces agudas y graves, tan hermosas por
timbre como por su cabal afinación, música deliciosa, solemne y mística,
que a mi parecer pasaba por la calle cual bandada de angélicos cantores que
al término de la noche se retiraban de la Tierra al Cielo.
-Señor -me contestó al momento-. ¿No sabe que estamos en la tierra de los
cantores? Todo navarro nace músico antes que carlista. Eso que oye es el
alba, como decimos por acá, un canticio mucho precioso que los serenos
echan al retirarse, alabando a la Virgen Santísima. Sereno hay aquí que
cuando suelta la melodia da quince y raya a los tiples de las iglesias… ¡Ay,
señor, si hubiera usted oído a un chico del Roncal que vino a Pamplona
poco tiempo ha!… ¡Aquello sí que era voz! Por gracia cantó algunas
mañanas con los serenos, y los vecinos salí-
an en paños menores a los balcones para oírle más a gusto. Voz de tenor tan
fina y bien timbrada diz que no se ha oído jamás, como no sea en los coros
que festejan al Padre Eterno. Por toda [240] Navarra se corre que han
venido unos maestros de Madrid para llevarle a cantar óperas en el Teatro
Real.
Sí, sí; abre, que si no, puede que nos derriben la puerta».
- XXII -
Paradita fue que en la ciudad aragonesa que los antiguos llamaron Bílbilis,
patria del poeta latino Marcial, estuvimos tres días. Ello sucedió porque nos
metimos en una fonda con ánimo de pasar la noche, y apenas viose
Silvestra bajo techo se puso tierna, indolente, mimosa, aquejada de esa
insana languidez que sólo se cura con los melindres afecti-vos. Estábamos
en la faceta de los arrumacos pasionales. Ya vendría la contraria. ¡Dios!
-Sí, señor: soy el que Vuecencia dice y no puedo ser otro -me contestó Ido
un tanto lacrimoso-. Pero, francamente, naturalmente, ¿qué he de hacer yo
si esa doña Silvestra se ha empeñado en que soy el padre capellán don José
Carapucheta?… Veréis, Ilustrísimo Señor: fui a Vitoria buscándole las
vueltas a la pobre hija que me robaron, y me encontré a doña Chilivistra.
Esta señora… ya sabe usted que está loca perdida… me metió en el enredo
de ves-tirme de cura para poder penetrar con seguridad en el riñón de
Navarra… En el riñón entramos y del riñón salimos. Luego se nos apareció
esa madama Clío, sabedora de todo lo que ha pasado en el mundo y de lo
que ha de pasar, y gracias a la supradicha madama, que mil años viva, me
veo junto al hombre del gran poder, quien seguramente me llevará a donde
encuentre lo que busco.
gracias que en todas las estaciones [251] siguientes no propuso más que
otras dos paradas, una en Medinaceli para ver el sepulcro de Almanzor, otra
en Sigüenza porque había hecho promesa de ofrecer sus pías devociones a
la gloriosa mártir Santa Librada… Con estas lentitudes, ya corrían los
primeros días del mes de Julio cuando entramos en la capital de la Alcarria.
Hice cuanto pude para contener y amansar a Silvestra con blandas razones.
Llegó por fin el buen Ido, consternado, y llevándome aparte discretamente
me dijo: «Ilustrísimo Señor; ya sé a ciencia cierta que mi adorada Rosita
está en Cuenca, en una casa de esas que llaman… con perdón… mancebías
pú-
blicas, y yo llamo templos del escándalo».
-Pues vámonos allá, don José -repuse yo-, y salvaremos de la infamia a esa
sacerdotisa de Venus.
No necesito decir los artificios amorosos que puse en juego, halagos que
prodigué y patrañas que discurrí, para convencer a Chilivistra de que
debíamos ir a Cuenca. Con todo, momentos hubo, a poco de arrancar el
coche, en que don José y yo estuvimos a dos dedos de ser abofeteados por
el basilisco; poco faltó para que sus blancas y afiladas uñas se clava-ran en
mi rostro. La lucha duró hasta que el sueño y la fatiga rindieron a la
fierecilla, andados ya dos tercios del camino. Nocturno fue aquel viaje y
fecundo en molestias de todo género. Ya era más de media noche cuando
entramos en Cuenca. Nuestros pobres huesos y nuestros desmayados
espíritus tuvieron descanso en la mejor fonda de la Carretería, parte llana de
la ciudad.
Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta una vetusta puente
sobre el río llamado Hué-
-¡Ah! ya, ya, Palomeque -dijo Silvestra [256] agradeciéndole con su más
delicada sonrisa- ¿Es usted de aquí?
-No, señora; yo nací en Toledo. Pero estoy en Cuenca desde muy niño y en
ella tengo mis negocios: dos fábricas de harinas y los molinos de San
Antón.
Salimos los tres. El gaznápiro de Palomeque iba junto a Silvestra, dándole
conversación, y a mí ni me saludó ni me hacía caso. Le pagaba yo este de-
saire con la moneda de mi desprecio. Mirándole bien recordé haberle visto
en la casa de Delfina y en la tienda de ataúdes. Era un carlistón rabioso,
faná-
tico, muy cerrado de mollera. Al llegar a una calle, que luego supe se
llamaba de Caballeros, tan pendiente que por ella había que andar a gatas,
se paró el cerril carcunda y dijo estas palabras, volviendo su rostro hacia mí
como para que yo me enterase bien:
«No pasarán dos días, y casi estoy por decir que no pasará ni uno, sin que
entren en Cuenca las tropas del Ejército Real del Centro, mandadas por Sus
Altezas los Serenísimos Infantes don Alfonso y doña María de las Nieves.
Creo que no ha de hacer resistencia este pueblo donde hay pocos liberales,
y esos pocos tontos de remate… Si usted teme el fuego y las balas, póngase
en salvo hoy mismo, señora doña Silvestra. Puede usted refugiarse en mi
casa, donde estará más segura que en ninguna parte. Soy viudo y vivo con
mi madre, mi hermana y una hija mía de catorce años».
Solos otra vez Silvestra y yo, nos dirigimos a la fonda por la puerta que
llaman del Postigo. Íbamos a escape, yo silencioso, ella punzándome con
sus acres intemperancias. «Aprende, tonto -me dijo-.
- XXIII -
Poco antes de las once, los vecinos de los arrabales, creyéndose poco
seguros en aquella parte de la ciudad, empezaron a trasladarse a toda prisa a
la ciudad alta. Mi patrón y su mujer, personas sencillas y afables, se
empeñaron en llevarme consigo. «Caballero
-me dijo el fondista-, aquí no puede usted quedarse, porque esto está muy
malo. Véngase con nosotros.
Allá, en los altos de la Plaza de San Nicolás, tenemos una casita en paraje
resguardado de los zambombazos que atizan esos perros. Coja usted su ropa
y los [260] efectos de valor; nosotros salvaremos lo que podamos. Bueno
que se lleve el diablo nuestros intereses, pero la vida no queremos
perderla… ¡Ay, caballero: lo peor para la pobre Cuenca es que tenemos el
enemigo en casa! Muchos vecinos, muchas familias de acá son carcundas
hasta los tuétanos. Conque hágase cargo…».
Supe también que los carlistas quisieron parlamentar junto al Instituto; pero
el Brigadier don José de la Iglesia, Gobernador Militar de la Plaza, hombre
tan chiquitín como bravo, les mandó a escardar cebollinos… Mientras el
chiquillo andaba recorriendo
[261] los sitios donde más empeñada era la lucha, mi patrón, dolorido y
suspirante, me dijo: «Caballero, nos quedamos sin agua. Esos cafres han
cortado el acueducto en el caserío de la Cueva del Fraile».
El esqueleto cuyos huesos chocaron con los míos era don José Ido del
Sagrario.
«¡Ay, don José de mi alma! -exclamé con grande alegría-; ¿está usted
muerto?».
«Ya que este corto desayuno me aclara un poco las entendederas -dije al
filósofo-, prosiga el cuento de la infeliz Rosita».
-Pues nada: que hace días está al servicio de un señor Canónigo, muy
apersonado y muy galán, que la tiene en su casa en calidad de doncella para
todo y con honores de sobrina. Allí he pasado yo toda la noche bien [264]
resguardado de esta horrenda trifulca, y de allí salí a buscar a Vuecencia
para llevármele conmigo.
Allí estaremos bien seguros, porque supongo que el amo de Rosita será
carcunda neto.
-Sí que lo es, pero buena persona y muy torero, con perdón. Está loco por la
niña… Vamos, vamos… Pero ¡ay de mí!, buscando a Vuecencia me he
perdido en el laberinto de estas rinconadas y costanillas, y no sé por dónde
volver allá.
En esto, oímos que de la parte baja venía, con gran clamor de gente,
estruendo de cataclismo. Unos ancianos que subían nos dijeron que, en la
calle de la Moneda, los bravos defensores arrojaban petróleo con la bomba
de incendios del Municipio sobre las casas de la calle de los Tintes,
ocupadas por los carlistas. No pudiendo realizar su intento, lanzaban a
mano el líquido inflamable contenido en botellas.
«¿No sabe, don Tito, que ayer tuvieron los carlistas una gran pérdida? El
cabecilla Segarra quedó muerto de un balazo junto al convento de la
Concepción, al atacar la Puerta de Valencia».
simo Señor… Tengo que arrimarme a la pared para poderlo decir seguido…
y he de agarrarme la nuez, vea Vuecencia, la nuez, que se me quiere escapar
cuando pongo el acento… Allá va. El Canónigo que ahora es tío de Rosita
se llama de apellido Pagasaunturdua».
- XXIV -
-Después de pronunciar ese nombre -dije yo- es preciso tomar alguna cosa,
por ejemplo, una copita de Jerez. Vamos a ver si ese bendito Canónigo nos
la da.
-Excelentísimo Señor -replicó Ido-, llevando por única guía ese nombracho
no llegaremos [266] nunca. El tío de mi niña hace poco tiempo que ha
venido a esta Catedral desde la de Calahorra, y apenas se le conoce.
Además, señor, no hay un solo conquense que sepa entender ni pronunciar
el trabalenguas de ese apellido.
¡Abajo todo el mundo! ¡A las Puertas, al Instituto, que vienen los nuestros!
¡Ya está ahí Calleja! ¡Viva Calleja! Imposible resistir al torbellino
patriótico.
Fuimos a parar cerca del Instituto, y allí nos encontramos a nuestro fondista
y a un sin fin de mujeres llorosas, que se disputaban los corruscos de pan…
«El que viene no es Calleja ¡maldita sea su alma!, sino un cura guerrillero
que llaman el de Flix, con dos batallones de fieras desbocadas… ¡Perdición,
ruina, muerte!…».
De los Zuavos y de los que no eran Zuavos huían las mujeres, lo mismo
jóvenes lozanas que viejas tembliconas, corriendo a refugiarse en los
sótanos más hondos o en los más altos desvanes. Aun allí eran perseguidas,
pues aquellas bestias lujuriosas no sólo habían perdido la vergüenza sino el
sentimiento de la hermosura, de la gracia y de la juventud… Los facciosos
no se limitaron a saciar sus groseros instintos, y movidos de criminal saña
política, perseguían como perros rabiosos a los cipayos, que así llamaban a
los liberales, y a los que habían contribuido con su denuedo a la defensa de
la población.
Voy a referir a mis horrorizados lectores el trágico fin del Comandante don
Enrique de Escobar y Val-deolivas, que se hallaba en situación de
reemplazo, recluido en su domicilio por larga enfermedad. Creyeron los
carlistas que aquel cipayo había tomado parte en la defensa, y asaltaron su
casa, en la calle de Cordoneros, subiendo atropelladamente hasta las
habitaciones altas, donde el infeliz señor yacía en el lecho, asistido por su
madre. Al verse rodeado de aquellas fieras [271] que le insultaban
profiriendo las amenazas más atroces, el desdichado enfermo perdió el
conocimiento. La madre lloró, imploró, y no pudiendo ablandar los
corazones petrificados por la incultura y el fanatismo, se abrazó a su hijo
intentando en vano librarle de las acometidas de tales monstruos. Sobre el
cuerpo de la pobre mujer llovie-ron golpes terribles. El Comandante fue
cosido a bayonetazos, y cuando ya se le escapaba la vida, arrancáronle de
los brazos maternales y lo arrojaron por el balcón.
El cuerpo chocó contra las piedras, y yacía exáni-me en medio del arroyo,
cuando apareció en la calle abigarrada muchedumbre, a cuya cabeza venía
una mujer a caballo, como amazona de circo, radiante de fatuidad, decidida
y altanera. Era la tristemente famosa Princesa doña María de las Nieves,
esposa de don Alfonso de Borbón. Los que la vieron venir pensaron que
desviaría su caballo para no pisar el cuerpo expirante. Pero la terrible
capitana de bandidos no se inmutó, y sin dar señales de ninguna emoción
ante aquel espectáculo dejó que el animal piso-tease a un honrado caballero
moribundo.
- XXV -
ticas del drama conquense, y para ello haré uso del don de ubicuidad que,
con otras atribuciones, me concede en casos tales mi divina Madre Clío.
Sabed, pues, que aquella mañana presentose ante la Catedral el aparatoso y
ridículo cortejo de la Generala doña Nieves de Borbón, de Braganza o de
los demonios coronados. Apeose la tal de un salto y entró en la basílica
seguida del marido y de los jefes que componían su abigarrado séquito.
Junto a ella se coló en el sagrado recinto un perro de presa que era su
inseparable compañero. Ya se habían dado las órdenes para que el Obispo
saliese a recibirla y le cantase el indispensable Tedéum por la [273] feliz
entrada del Ejército Real en la histórica ciudad de Cuenca.
como a todos les iba en ello la pelleja, también co-rrieron a sofocar el fuego
las menestralas y las señoras, transportando el agua en cántaros, barreños
Por soplo de gentes malignas, que nunca faltan en casos tales, supieron los
vándalos del Dios, Patria y Rey, que en una casa del Pósito se escondía un
cipayo llamado Vicente Cornago, enfermo de viruela negra. Allá marcharon
en tropel los asesinos, decididos a librar de penas al virulento. La pobre
madre del enfermo creyó que mostrándoles el cuerpo de éste, cubierto de
pústulas, les convencería de la verdad de la dolencia. Los menos feroces
quedaron perplejos; mas otros, que sin duda eran fieras en figura humana,
insistieron en asegurar que el cipayo era un enfermo de conveniencia y que
aquellas cos-tras serían pintadas. La embriaguez [277] les enloquecía. Tras
una espantable escena en que la madre trató de salvar la vida de su hijo,
abrazándole con desesperado esfuerzo, se consumó el crimen odioso, entre
salvajes gritos y carcajadas infernales de aquellos caribes.
Más horrores contaría; pero temo que mis buenos leyentes aparten sus ojos
de estas páginas, bárbara-mente ensangrentadas. Por mi gusto pondría
siempre en ellas la miel de la Historia, aderezándola sabiamente con las
hieles amargas que en todo tiempo afluyen de las humanas acciones. Mas
tengo que rendirme a las brutalidades de una raza, que en sus accesos de
locura suicida se divierte rasgando sus propias venas para morir de anemia.
Diré tan sólo que a la mujer de un pobre zapatero, asesinado en la calle del
Agua, dieron el pañuelo de la víctima empapado en su propia sangre,
caliente todavía. A la esposa de un humilde agente de Orden público le
ofrecieron el sable con que acababan de cercenar el cuello de su marido. No
satisfechos los facciosos con ser asesinos y ladrones, fueron también
incendiarios, y a más del Gobierno civil pega-ron fuego a la Diputación
provincial, a la Plaza de Toros y a otros edificios. Con enormes lavativas
lanzaban petróleo a los pisos altos; con regaderas empapaban de líquido
inflamable las plantas bajas.
- XXVI -
[279]
Volví con Ido del Sagrario al piso principal, y lo primero que vi fue el
venerable Obispo sentado en el banco del portero, aguardando ser admitido
a la presencia de doña Nieves. Diferentes personas había en la antesala, y
entre ellas… no sé si por testimonio de mis ojos o de mi exaltada
imaginación… creí distinguir la faz de Mariclío en un grupo de señoras que
hablaban con Payá y Rico, lastimándose de la humillación que sufría. Estoy
bien seguro de haber oído de labios del Prelado estas tristes palabras:
Aguantó el Obispo con firme ánimo la rociada y dijo, tarde ya pero aún a
tiempo, lo que debió decir a los Príncipes cuando entraron en Cuenca
pidiéndole que les cantara un Tedéum. Allá va el verdadero Tedéum y la
sagrada voz evangélica de un Prelado que sabe su obligación: «Señora: con
esa conducta ni se conquistan tronos en la tierra ni coronas para el cielo.
Adiós, adiós».
Dio media vuelta el buen Payá, y retirose de la sala sin hacer la menor
reverencia. [283]
- XXVII -
Al ponerse con su esposo al frente del Ejército Real del Centro, doña
Nieves fue el alma de la facción; se impuso a todos los cabezas y cabecillas;
erigiose en Generalísima incuestionable; llegó a ser muy pronto la primera
estratega, la primera autoridad táctica de sus cuadrillas, a las que disciplinó
y gobernó dándoles apariencias de hueste organizada.
Compartía con sus soldados las inclemencias del cielo y las fatigas de las
penosas jornadas; compartía también con ellos los piojos, la bazofia, los
mendrugos de pan, la dureza de los lechos de piedra en las sierras ásperas,
la humedad y desamparo en las desoladas llanuras.
De este modo les llevó a la conquista de Teruel, tan difícil y cruenta que
hubo de levantar el asedio y salir en busca de otras arriesgadas aventuras.
Con su infatigable [284] tropa, ella, que no conocía tampoco el cansancio,
compartió la rabia de no haber podido ganar a Teruel, y en terrible
avalancha cayeron sobre la pobre Cuenca, donde alcanzaron la gloria (que
gloria fue para ellos) de plantar por primera vez en la capital de una
provincia española el pendón del Carlismo.
bamos los cuatro en la sala donde el buen sacerdote recibía sus visitas.
Desde el primer momento nos mostró don Plotino su llaneza y amabilidad
campechana. No necesitó pedir el Jerez, pues Rosita se apresuró a traerlo,
acompañado de bizcochos y de unos puros, no de primera, pero bastante
aceptables.
«Es preciso confesar que esa buena señora nos ha hecho un flaco servicio
con venirse acá mandando las tropas de don Carlos. Quedárase [287] la
doña Nieves en Albarracín o en cualquier otra parte de los Estados del
Centro, y no hubiéramos tenido aquí los desmanes y atropellos que ustedes
han visto. ¡El demonio con la señora esa!… ¿Se enteraron ustedes del trato
que dio esta mañana al señor Obispo?».
-Sí que nos enteramos, señor don Plotino -repliqué yo-. Si usted me lo
permite, le diré que ese trato y otro peor lo tenían ustedes bien merecido por
haber salido a recibirla con palio y largarle luego el Te-déum con órgano,
cantorrio y toda la pesca. ¿Por qué el señor Payá, cuando la vio entrar en la
Catedral, no mandó al perrero que la pusiera en la calle?
Conque, adiós, señores, y descansar, que buena falta nos hace a todos…
Usted, don José, no ponga esa cara triste ni haga pucheros: su hija está en
mi casa como en la gloria. ¿Verdad, Rosita, que no quieres volver a
Madrid?… Repito que su hija de usted, señor de Ido, al venir a esta su casa,
ha pasado del Infierno a la Bienaventuranza… [289] ¿Verdad, Rosita?…
¡Ay, señor Sagrario! Si usted la hubiera visto donde estuvo, no lloraría de
verla aquí. Al contrario, bailaría de gusto».
ahora que la voy a llevar de viaje!… En cuanto lle-gue Agosto tomo una
licencia y me voy a Lequeitio, mi pueblo, para que Rosa respire las brisas
del Cantábrico.
- XXVIII -
estoy por decir que de la Divina Providencia. Por lo que el propio Ido me
contara cuando llegamos a Huete, sabía yo los horribles temporales que
había corrido la niña, desde que la raptaron en Fuentidue-
ña de Tajo hasta que fue a caer en [290] las inmundas mancebías. El cómo
pasó Rosita de tal ignomi-nia a las paternales manos del Pagasaunturdua, ni
don José lo sabía, ni en averiguarlo teníamos interés. Nos contentábamos
con celebrarlo y ver en ello una divina intriga tramada por los ángeles del
cielo.
FIN DE CARTAGO A
SAGUNTO
Santander-Madrid.-Agosto-Noviembre de 1911.