Cada Vez Que Te Tengo - Noa Alferez
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Cada Vez Que Te Tengo - Noa Alferez
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Noa Alférez
ePub r1.0
Titivillus 02.06.2024
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Título: Cada vez que te tengo
Noa Alférez, 2023
Diseño de portada: Bárbara Sansó Genovart
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Prólogo
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sudor frío que la recorría. Se estremeció, pero al menos se sintió un poco más
viva, y la telaraña que la había envuelto desapareció. El ruido de la música y
las carcajadas de los invitados que se empeñaban en prolongar el banquete
nupcial de su hermano Nathan y Mónica Blackmoore llegaron hasta ella
amortiguados por la distancia. A veces le gustaría poder volver atrás, justo
antes del momento en que todo se rompió en pedazos. Anhelaba disfrutar de
la vida, reír a carcajadas, ir a una fiesta o dar un paseo sin que eso supusiese
un suplicio, y, sobre todo, librarse de aquel manto trágico y solemne que
empañaba su vida. Pero aunque tuviera el poder para cambiar las cosas, ¿qué
parte de sí misma podía eliminar? ¿Su amor por Charles, sus planes para ser
felices, aquella locura de estar siempre juntos? No, no podía borrar nada de lo
vivido porque ese amor desesperado era parte de ella. Solo que ahora se había
convertido en una cicatriz más de las muchas que tenía, una que jamás se
cerraría. Se apoyó en el alféizar y se inclinó hacia delante queriendo tomar un
poco más de aire, y de golpe sus pensamientos se arremolinaron en su cabeza,
mareándola. Recordó el impulso, el vacío, lo irremediable de su decisión…
Una ráfaga de aire revolvió su pelo y volvió en sí con un respingo, creyendo
que había regresado a aquella noche tan oscura en la que su vida cambió. Dio
un paso hacia atrás para apartarse de la ventana sin medir las consecuencias y
una insoportable punzada de dolor hizo que su pie no pudiera soportar el peso
de su cuerpo y cayera sobre la alfombra. Se hizo un ovillo y lloró en silencio,
incapaz de levantarse, hasta que el agotamiento la venció.
A muchas millas de distancia, bajo el cielo estrellado de Londres, otra
alma torturada huía de las garras de una pesadilla igual de tortuosa. Aidan
Simpson se levantó de la cama empapado en sudor, con el corazón palpitando
de manera salvaje, y miró a su alrededor con los ojos desorbitados para
comprobar que las sombras que lo rodeaban eran las de su habitación. No
sabía si el grito que había desgarrado su garganta había sido real o parte del
sueño, y esperó inmóvil unos segundos interminables por si alguien se
acercaba a su dormitorio para ver si estaba bien. Solo hubo silencio. Fue hacia
la jofaina, se lavó la cara con el agua que contenía, ya fría, y por fin se atrevió
a mirar sus manos temblorosas. Con alivio comprobó que lo que las mojaba
solo era agua, y no había ni rastro de sangre en ellas.
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Capítulo 1
Casandra se sentó junto a Allison en una de las sillas de la terraza que daba
al jardín, su lugar favorito, aunque claramente se le estaba empezando a
quedar pequeña. Se acomodó como pudo, resopló y se acarició la prominente
barriga.
—¿Cómo estás hoy? —preguntó Allison con una sonrisa no demasiado
entusiasta. La noche había sido un verdadero horror y no solo porque se había
despertado casi al amanecer acurrucada en el suelo, helada y con el cuerpo
entumecido de nuevo, algo que se estaba convirtiendo en una costumbre. Las
pesadillas que se entretejían con los recuerdos se hacían más vívidas cada vez,
como si fueran un mal presagio, y no podía librarse de esa sensación funesta
que le cerraba el estómago.
—Pues muy incómoda. No he dormido apenas y cada vez que como algo
parece que tu futuro sobrino lo golpea a patadas para que vuelva a salir. Por lo
demás todo bien. ¿Y tú? Estás un poco pálida, Allison. ¿Te duele la pierna?
Allison negó con la cabeza y esquivó su mirada, no quería ser una víctima
eterna ni que todos le tuvieran lástima, mucho menos que dejaran de
preocuparse por ellos mismos cuando el dolor se hacía más persistente. Sus
heridas eran su penitencia y cada vez era más reacia a compartirla con nadie.
—Cielo, vamos adentro y te aplicaré el ungüento. No puedo hacer muchos
milagros, pero…
—Gracias, Cassie. Estoy bien, no te preocupes, no voy a permitir que
hagas esfuerzos innecesarios. Mi doncella me lo aplicará más tarde. Jessica es
bastante diestra para ello.
Ambas sabían que esos masajes ayudaban a aliviar, al menos un poco, la
tirantez de los contraídos músculos de su pierna lesionada, y que la doncella
no estaba capacitada para hacerlo. De hecho, Allison no se atrevía a confesar
que había relevado de esa labor a la chica que la atendía ya que había visto su
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gesto de aprensión cuando tenía que tocar las cicatrices y la deformidad de su
pierna. No la culpaba, a ella misma le había costado aceptarse y durante
meses había tenido que desviar la vista de su extremidad cuando la ayudaban
a bañarse o vestirse.
—Ojalá el doctor Simpson dé señales pronto —apuntó Casandra y se
arrepintió al instante al ver que el rostro de Allison se ensombrecía.
Aidan Simpson, un prestigioso doctor que había sido ayudante de su
difunto padre y con el que Casandra había compartido correspondencia
durante años, había prometido tener en cuenta el caso de Allison y tratarla
para paliar su dolor en la medida de lo posible. Los Craven habían viajado
hasta Londres a finales del verano anterior para que pudiera valorar su caso y
él se había comprometido a convertirse en su médico cuando volviera del
continente luego de un viaje de trabajo.
Allison suspiró. Habían pasado tantas cosas en ese tiempo que le parecía
que habían transcurrido varios años. Sus dos hermanos se habían casado, y
Leonard y Casandra estaban a punto de ser padres. Su vida, en cambio, seguía
igual, como si el tiempo se hubiera congelado en aquel bucle donde cada día
era idéntico al anterior, y lo único que variaba era la escala del dolor que
padecía, que viraba de tolerable a insoportable.
—Hace casi ocho meses que estuvimos en Londres, si mis cálculos no
fallan. Salvo una escueta carta el otoño pasado, no ha vuelto a decir nada más.
—Allison no pudo evitar que un ligero rencor tiñera sus palabras—. Supongo
que no resultará interesante tratar a una paciente cuyas heridas no tienen
solución.
—Eso no lo sabes, Allison.
Ella miró hacia el jardín dando el tema por zanjado, y su cuñada supo que
no quería seguir hablando. Había pasado demasiado tiempo encerrada tanto
física como mentalmente, apartándose de un mundo que le resultaba
demasiado duro tras perder al hombre que amaba. Allison se había
autoimpuesto una vida llena de restricciones y soledad, a las que se le unían
las propias de su pierna herida y su falta de movilidad, prohibiéndose a sí
misma la posibilidad de disfrutar de cualquier cosa que pudiera aportarle un
mínimo de felicidad. Charles se había ido y ella se sentía culpable por seguir
viva, y ese sentimiento la torturaba hasta el punto de haber limitado, durante
años, su actividad a sentarse día tras día en su habitación y observar por las
cortinas entreabiertas el mismo paisaje, un camino por el que sabía que su
amor ya no volvería a transitar. Había dejado de hacer cualquier cosa que le
gustase, y durante cinco largos años no se había permitido disfrutar del aire
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libre, de la comida ni de una conversación, regocijándose perversamente de su
propio castigo. Y del efecto que tenía en los demás. Hasta que su ahora
cuñada, Casandra, hermana de Charles, había irrumpido en su vida abriendo
las ventanas (de manera literal, además), ayudándola a recuperarse tanto física
como emocionalmente, obligándola a salir de su letargo y a aceptar que
aquella noche aciaga ella no había muerto. Era consciente de que todavía le
quedaba un largo camino que recorrer, pero ya había dado los primeros pasos,
los más difíciles. Por eso, cuando le hablaron del doctor Simpson se aferró, en
secreto, a esa migaja de esperanza. No lo admitiría en voz alta, por supuesto,
prefería mantener su fachada hermética, hastiada y enfadada con el mundo.
Era más seguro no aspirar a llevar una vida normal; su pierna estaba
demasiado maltrecha para poder soñar siquiera con caminar sin sufrir, y las
heridas de su corazón eran, si cabe, mucho más dolorosas. Cuando se
precipitó por la ventana de su habitación ella no murió, pero la esperanza de
ser feliz sí lo hizo. Era difícil cambiar el rumbo de su existencia cuando se
sentía atada y asfixiada. Había supuesto una verdadera lucha aceptar la ayuda
de los demás, y ya que lo estaba consiguiendo, apareció ese tal Simpson y la
trató como si no fuera más que una chiquilla consentida, sugiriendo que quizá
podría ayudarla. Quizá. Pero ¿cuándo?
—El doctor Simpson ha estado de viaje durante varios meses, puede que
haya tenido asuntos que atender o incluso otros pacientes prioritarios que…
—Allison resopló sin poder evitarlo, y Casandra se mordió el labio sabiendo
que había vuelto a hacer un comentario desacertado—. Se ha estado formando
con médicos prestigiosos, doctores que se decidan a investigar y no solo a
mandar remedios para las hemorroides y los resfriados.
Allison soltó una carcajada al fin y Casandra dejó escapar el aire que
retenía. Oír ese sonido tan poco habitual era como ver un arcoíris.
—Si hay alguien que puede ayudarte es él y te aseguro que no nos dejará
en la estacada —continuó, intentando que la joven no se desanimara y
rezando por no estar equivocada. Le había costado mucho esfuerzo conseguir
que Allison se abriera a la vida y era consciente de que con la llegada al
mundo de su hijo no podría dedicarle todo el tiempo que le gustaría.
—Seguro que sí —concedió, no porque estuviese de acuerdo, sino para
que se borrara del rostro de Casandra esa expresión de culpabilidad. Después
de todo, ella no era responsable de que Simpson se hubiese olvidado de su
existencia.
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Capítulo 2
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—Niños… —insistió su madre, cruzándose de brazos.
—Lo sentimos —susurró Brian sin mucho convencimiento.
—Ha sido Al —confesó el más pequeño ganándose una colleja de su
hermano.
—Acusica. ¿Sabes lo que les pasa a los chivatos en la cárcel? —le
recriminó su hermano con los dientes apretados.
—Chicos, por el momento hacer ruido y romper un jarrón no es motivo
para ir a prisión, pero… —Los tres contuvieron la respiración mientras Aidan
los observaba con el ceño fruncido—. Tendréis que pagar los desperfectos.
Una cortina descolgada, un saco de harina echado a perder tras haberlo
mojado y lo que sea que habéis roto ahora. —Brian levantó un dedo
intentando explicar que el asunto de la harina fue sin querer, pero su tío no se
lo permitió—. Ayudaréis a limpiar las cuadras y el jardín durante una semana.
Los tres empezaron a discutir entre ellos disputándose las posibles tareas
hasta que su madre los despachó y los mandó a la biblioteca para que
continuaran con los ejercicios que el tutor les había pedido y que ellos habían
dejado a medias. Se giró hacia el escritorio y se pasó los dedos por la frente,
apesadumbrada.
—Lo siento, hermano. Sé lo importante que es para ti la tesis en la que
estás trabajando, y no me perdonaría que ellos te retrasen en tus avances.
Intentaré ser más severa.
—No te preocupes, Gina. En los últimos meses sus vidas se han vuelto
patas arriba, y en sus actos no hay maldad, solo inquietud y curiosidad.
Estaría más preocupado si se pasasen el día sentados y en silencio.
—Jamás podré pagarte todo lo que estás haciendo por nosotros. —Sus
ojos se humedecieron y bajó la vista hacia la alfombra de Damasco. Aidan se
levantó para llegar hasta ella y puso las manos sobre sus hombros.
—Sois mi familia y esta también es vuestra casa. —El doctor se tragó el
nudo de su garganta; él también sabía lo que significaba quedarse solo y no
pensaba dejar a los suyos en la estacada. Movió la cabeza intentando alejar
los pensamientos aciagos de su mente y le dedicó una sonrisa triste a su
hermana.
—Lo sé, pero creo que si no tenemos mano firme con ellos se nos subirán
a las barbas.
—Tranquila, después de almorzar tendré una charla con los tres, de
hombre a hombres. Además, un par de días limpiando el estiércol de los
caballos amansa el carácter de cualquiera, ya lo verás.
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El sonido de los gritos de sus sobrinos llegó hasta ellos, y Gina se
disculpó con una sonrisa, debía marcharse para detener la nueva trifulca en
ciernes o podrían destrozar algo más.
—Eso espero, mientras tanto creo que me los llevaré al parque para
dejarte trabajar.
Aidan asintió y volvió a su escritorio. Se reclinó en su sillón y se pasó las
manos por el pelo. Había perdido por completo el hilo de sus pensamientos y
no se lo podía permitir, pero tenía que asumir que con esos ruidosos diablillos
correteando por allí no sería fácil recuperarlo. Tenía que ser un poco más
estricto con ellos o acabaría malcriándolos; sin embargo, no quería ser
demasiado duro. El esposo de Gina había fallecido hacía menos de un año y
sus suegros se habían apresurado a dejarle claro que eran demasiadas bocas
que alimentar, a pesar de que gozaban de una buena posición económica.
Aidan les había abierto las puertas de la casa que había heredado de su
padre, aunque hacía tiempo que se había acostumbrado a su confortable
soledad, especialmente tras volver de su viaje de varios meses por el
continente. Estaba ansioso por plasmar en la tesis en la que estaba trabajando
todos los conocimientos adquiridos, tanto que incluso había postergado el
compromiso que había adquirido con los Craven. Miró el papel en blanco que
tenía frente a él, y de repente los sonidos domésticos e incluso los ruidos que
entraban de la calle le resultaron atronadores y molestos.
Quizá en su despacho de la universidad encontrase la calma que
necesitaba. Convencido de que sería así se dirigió hacia allí con su carpeta
llena de anotaciones y entró con paso firme intentando pasar desapercibido y
esquivar a sus colegas para no demorarse en saludos interminables. Al llegar
al despacho cerró la puerta, resopló como si hubiera sido capaz de traspasar
las líneas enemigas y procedió a sentarse en su mesa. Apenas había escrito
unas líneas cuando la puerta se abrió con estrépito.
—Buenos días, Simpson —lo saludó el profesor con el que compartía el
despacho. Se consideraba afortunado ya que casi nunca pasaba por allí más
que para recoger algunos informes o libros pero precisamente ese día no iba
solo.
—Buenos días, Roger. ¿Todo bien? —Correspondió con sequedad.
—Todo correcto —contestó con una sonrisa bobalicona que a Aidan
siempre lo sacaba de quicio—. Disculpa, pero no sabía que vendrías hoy y he
citado a uno de mis alumnos, espero que no te importe.
Aidan negó con la cabeza mientras el chico se acercaba y le tendía una
mano con efusividad.
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—Doctor Simpson, soy John Lyss. He leído algunos de sus trabajos y he
de decir que le admiro. Quizá algún día podamos comentarlos.
—Seguro que sí, señor Lyss. Será un placer.
Aidan dio por zanjada la conversación sin importarle ser descortés, e
intentó concentrarse en lo que tenía entre manos, pero la conversación de
Roger y su alumno, que no se molestaron en bajar la voz, acabó de minar su
paciencia. Cogió un puñado de papeles y su estuche de escritura y se marchó
a la biblioteca con la esperanza de encontrar el sosiego necesario para intentar
escribir al menos un par de líneas. Se sentó cerca de una de las ventanas de la
estancia y respiró profundamente para recolocar sus ideas. A los pocos
minutos, unos obreros entraron cargados con una escalera y comenzaron a
picar una de las paredes para eliminar unas manchas de humedad. El destino
parecía confabularse contra él y estaba empezando a barajar la idea de
alquilar un barco y fondearlo en mitad del Támesis para conseguir un poco de
paz. Resopló y se pasó las manos por el pelo mientras los martillos
repiqueteaban rítmicamente junto a él. Frustrado y agotado, recogió el tomo
de papeles que había tomado sin ton ni son y observó cómo uno de ellos se
escapaba del resto y caía al suelo tras hacer un zigzag en el aire. Se agachó
para coger la hoja y el nombre escrito en letra inclinada llamó su atención de
inmediato, agitando su conciencia. «Allison Craven». Repasó por encima las
notas que había tomado meses atrás y se preguntó por qué no había acudido
todavía a la mansión de los Craven para comenzar a tratar a la joven. Había
postergado el momento para poder concentrarse en su tesis en cuerpo y alma,
pero ante el bloqueo mental que no lo dejaba trabajar, puede que hubiera
llegado la hora de cambiar las prioridades.
No quería reconocer que investigar y escribir eran un terreno amable, una
especie de salvavidas, que las dudas seguían carcomiendo su templanza y que
a menudo sus manos temblaban cuando más precisión se les exigía.
El hecho de que no tenía claro que las lesiones de la joven pudieran
mejorar había influido también en su falta de interés, pero siendo sinceros, sus
gastos, con la presencia de su hermana y sus sobrinos en casa, se habían
multiplicado exponencialmente; y a pesar de que la herencia de los Simpson
era bastante generosa, no le vendrían mal unos ingresos extras.
Salió del edificio de la universidad y, sin darse demasiada prisa, se dirigió
dando un largo paseo hacia la mansión de los Craven, sin tener muy claro
cómo sería recibido después de tantos meses.
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Capítulo 3
S
« erénate, Aidan. Tú eres la roca, tú eres fuerza, tú siempre ganas». Se
repitió mentalmente para infundirse tranquilidad y seguridad en sí mismo,
mientras esperaba en la sala de las visitas de la mansión de los Craven. Estaba
acostumbrado a tratar con gente como el vizconde, caballeros altaneros que
camuflaban con amabilidad su soberbia y la idea de que estaban muy por
encima de un simple galeno.
Si bien su familia no ostentaba ningún título nobiliario, Aidan provenía de
una estirpe de abogados que habían trabajado para lo más granado de la alta
sociedad y habían amasado una fortuna más que considerable. Para su padre
había sido una decepción que su vocación lo empujase hacia la medicina,
aunque terminó por aceptarlo cuando su prestigio fue en alza a pesar de su
juventud. De eso parecía hacer mil años. A sus treinta y tres años, Aidan
había conseguido ser respetado por su constancia y su fe en el progreso, y sus
clases eran las más solicitadas por los alumnos, aunque llevase mucho tiempo
sin tratar a un paciente. Lo había intentado, Dios sabía que sí, pero su mente
se bloqueaba en cuanto regresaban las imágenes que lo desencadenaron todo.
—Doctor Simpson, no esperaba su visita —dijo el vizconde de Richter,
nada más entrar, tendiéndole la mano.
Aidan la estrechó con fuerza intentando no pensar que el comentario
llevaba una pulla implícita. Su hermana siempre le decía que era muy mal
pensado y que tenía que aprender a buscar el lado amable de la gente. La
única pega era que Gina no sabía que algunos no tenían un lado bueno.
—He estado ocupado tratando a algunos pacientes, y con mi estudio
sobre… Bueno, no quiero aburrirlo, milord —se interrumpió al ver que
Nathan se metía las manos en los bolsillos y se balanceaba ligeramente sobre
sus talones con impaciencia—. Creo que las prácticas que he realizado
durante mi viaje al continente pueden ser de utilidad para el tratamiento de las
dolencias de su hermana. Si le parece bien podría examinarla de nuevo.
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—Me temo que eso no va a ser posible. Allison se ha trasladado al campo,
a Snowfields, su residencia habitual. Mi hermano Leonard y Casandra la
acompañan, aunque mi cuñada no puede seguir tratándola debido a su estado.
—¿Está enferma?
—No, embarazada.
—Oh, sí. Escuché que se había casado con su hermano.
—Sí, yo también me he casado recientemente. De hecho, mi esposa y yo
llegamos a Londres hace tan solo unos días, y nos marcharemos
próximamente para iniciar nuestra luna de miel.
—Permítame que le dé la enhorabuena, milord. Veo que en su familia se
suceden las buenas noticias.
—Gracias. —Nathan sonrió, pero Aidan notó su incomodidad—. Verá,
doctor Simpson. No sé cuáles son sus intenciones viniendo hasta aquí. Mi
hermana no es una mujer frágil, ahora estoy empezando a entenderlo. Pero sí
está en una situación vulnerable. Si quiere ayudarla tendrá que implicarse al
cien por cien. Ya le comenté que no solo nos preocupa su pierna, también su
estado de ánimo, sus ganas de vivir. Si no cree que pueda dedicarse en cuerpo
y alma a ella es mejor que no lo intente. ¿Me comprende?
Aidan asintió, aunque no tenía demasiado claro lo que le estaba pidiendo.
—Allison no se encuentra cómoda en la ciudad. Estoy seguro de que no le
favorecería tener que desplazarse hasta aquí para recibir sus cuidados.
—¿A dónde quiere usted llegar, milord?
Nathan guardó silencio unos segundos y se dirigió hacia la mesa de los
licores que se encontraba en el otro extremo de la habitación, con el fin de
ganar un poco de tiempo y ordenar su discurso. Había pensado durante mucho
tiempo sobre la mejor forma de ayudar a su hermana; y ahora que Simpson
parecía querer implicarse en ello, pensaba apurar hasta la última opción.
—Discúlpeme, no le he ofrecido nada. ¿Quiere una copa? —Aidan aceptó
y tomó asiento en el sillón que Nathan le señaló. El vizconde le tendió un
brandy y, tras ubicarse frente a él, lo observó unos segundos mientras agitaba
muy despacio el vaso que sostenía entre los dedos, con la clara intención de
ponerlo nervioso—. Verá, doctor, He perdido la cuenta de cuántos médicos
han visitado a mi hermana vendiéndose como la solución que necesitábamos,
y ¿sabe lo que han conseguido? Nada. Ni una sola mejoría, ni un ápice de
alivio a su dolor. Algunos se marcharon y a otros hubo que echarlos. Pero con
cada fracaso añadieron una pequeña piedrecita a la mochila que Allison carga
sobre su espalda. No dudo de su capacidad, pero entenderé que sus
obligaciones aquí le impidan hacerse cargo de un caso tan complejo.
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—A decir verdad, en estos momentos estoy preparando una tesis que
quiero presentar ante mis colegas y que puede suponer cambios
fundamentales en los protocolos de las intervenciones quirúrgicas. No puedo
desplazarme a Snowfields cada vez que tenga que ver a su hermana. ¿Cuánto
se tarda en llegar hasta allí? ¿Un día de viaje?
—En realidad un poco más. —El vizconde se puso de pie dando la
conversación por zanjada. La expresión de su cara daba a entender que sabía
que esa sería su respuesta. Su mirada de condescendencia encendió el ánimo
de Aidan, que deseó estamparle el puño en la nariz—. Le agradezco su
sinceridad, doctor. Así ninguno perderemos el tiempo. ¿No le parece? Mucho
éxito con su tesis.
Aidan se levantó sin poder evitar sentirse un poco insultado. El vizconde
le había hablado con franqueza, pero también con prepotencia, dando por
sentado que él no se implicaría en cuerpo y alma en un caso tan complicado
como el de Allison. No era un médico novato recién salido de la universidad,
era el puñetero doctor Simpson, y la gente se cuadraba a su paso. Aunque más
veces de las que desearía, también se giraban para cuchichear y recordar sus
pecados.
—No me he negado aún, lord Richter. Solo le expongo lo inconveniente
de la situación.
—Los inconvenientes solo son circunstancias que se pueden solucionar.
Sé que usted es muy bueno en lo que hace, puede que uno de los mejores,
doctor Simpson, pero no puedo permitir que le dé esperanzas a mi hermana y
luego la deje en la estacada.
—Sería muy aventurado garantizarle que va a mejorar antes de comenzar
a tratarla. Sus secuelas son graves, ni siquiera sé si podré hacer algo para
aliviarla.
—Me basta con que me dé su palabra de que va a poner todo de su parte
para hacerlo, y yo pondré todo de mi parte para compensarlo. Verá, Simpson,
quizá Allison necesite una ayuda más constante y no solo un par de consultas
esporádicas. Podría alojarse en Richter Manor el tiempo que necesite, mi
madre ha comenzado a preparar su tournée veraniega por las casas de sus
amigos. Se marcha a Bath, algo que a Allison le vendrá muy bien ya que no
son demasiado compatibles, y no interferirá en su trabajo. Mi hermano y mi
cuñada lo ayudarán en lo que necesite. Si lo prefiere hay una casa de invitados
junto a la mansión con todo lo que pueda necesitar, en caso de querer un poco
más de privacidad.
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La cabeza de Aidan comenzó a trabajar a toda velocidad. Puede que le
viniera bien esa especie de retiro. Siendo sincero consigo mismo, hacía
tiempo que no se encontraba a gusto en su propia piel, y el largo y agotador
viaje por Europa solo había potenciado la sensación de no pertenecer a
ninguna parte. Había resultado fructífero, no cabía duda, y las experiencias y
datos recopilados eran justo lo que había ido a buscar, pero a la vuelta todo
era exactamente igual que antes de marcharse. Durante años había estado tan
ocupado asistiendo a conferencias, tertulias y consultas que no había tenido
tiempo de curarse a sí mismo. Puede que huir hacia delante ya no fuera una
opción.
Marcharse a la apacible propiedad en el campo de los Craven le brindaba
la oportunidad de afrontar un caso como el de Allison, y la verdad era que
echaba de menos la satisfacción que sentía al ir encajando las piezas, dar con
un diagnóstico certero y avanzar poco a poco hasta llegar a curar a un
paciente. Era una de las mayores satisfacciones que había experimentado en
la vida. Y de paso, conseguía la paz que necesitaba para concentrarse en su
tesis y poder presentarla en la universidad ante sus colegas y recuperar así el
prestigio que se había empañado unos años antes. Paz, hacía mucho tiempo
que no se atrevía a soñar con ella.
—Lo haré —dijo con voz solemne antes de que su cerebro terminase de
hilar todas las posibilidades.
El vizconde sonrió, pero su mirada no reflejaba alegría ni ningún otro
sentimiento positivo. Su expresión afilada era una advertencia, y Aidan
conocía de sobra a los tipos como él. No le cupo ninguna duda de que, si
fracasaba, el vizconde de Richter lo pisaría con la puntera de su bota igual que
haría con una cucaracha. Y puede que por una u otra causa se lo mereciera.
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Capítulo 4
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—Buenas tardes, doctor. Me alegra mucho que se haya animado a venir.
—Aidan estrechó su mano, pero percibió la tensión en sus gestos a pesar de
su encomiable esfuerzo por disimularla—. ¿Ha tenido un buen viaje? Espero
que todo esté a su gusto; si necesita cualquier cosa hágamelo saber, tanto Leo
como yo estaremos encantados de ayudarlo.
Tras su efusiva bienvenida, Casandra se dio cuenta de que estaba
bloqueando la puerta y se apartó para dejarlo pasar.
—Permítame darle mi enhorabuena por su boda y su futura maternidad.
—Ella asintió sonrojándose y se llevó la mano a la tripa en un acto reflejo—.
Y no se preocupe por mí, todo está perfecto.
—Gracias, doctor.
La vista de Simpson se desvió hacia la figura que se mantenía
obstinadamente de espaldas a él, recortada contra la luz que entraba por las
cristaleras que daban al jardín. El pelo rubio caía en una cascada infinita por
la espalda de la joven y su vestido blanco y etéreo le daba el aspecto de un
hada del bosque. Miró a su alrededor intentando apartar la vista de Allison
Craven, que por lo que parecía, no era demasiado proclive a darle la
bienvenida. La habitación, a pesar de ser bastante grande, era muy acogedora.
Tras un enorme biombo blanco estaban la cama, el tocador y el armario; y en
el otro extremo, una mesa con utensilios de dibujo. Junto a la ventana se
encontraba la butaca donde Allison pasaba la mayor parte de su tiempo y una
mesita más pequeña donde había varios botecitos de cristal además de un
servicio de té. Todo el mundo de Allison parecía concentrarse en aquella
luminosa estancia, y a pesar de resultar práctico también resultaba triste.
—Allison, querida. —Casandra carraspeó, visiblemente incómoda por el
desplante de su cuñada—. El doctor Simpson está aquí.
La aludida comenzó a girarse muy despacio hasta clavar sus
impresionantes ojos azules sobre él, que, de no haber estado tan curtido a la
hora de tratar pacientes irascibles, se habría sentido intimidado.
—Bienvenido, doctor. Lamento que se haya molestado, si alguien me
hubiera preguntado mi opinión habría dicho que no era necesaria su
presencia.
Aidan no se inmutó por su descortesía y, tras hacerle una brevísima
inclinación de cabeza, pidió permiso para acercarse.
—¿Debo suponer que los dolores han cesado, o que ha recuperado por
completo la fuerza y la movilidad de su pierna izquierda?
Ella tomó aire con fuerza y sus mejillas se tornaron del color del fuego,
pero no por timidez o mortificación, sino por la rabia que bullía dentro de
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ella.
Era una desconsideración que ese hombre le recordase sus limitaciones, él
lo sabía; sin embargo, quería que ella entendiera que no era un caballero en un
baile, sino un médico que quería hacer su trabajo, y de paso llevarse una suma
considerable por él.
—Ya suponía que no. Siéntese, señorita Craven. Si me permite, vamos a
comenzar.
Aidan se situó frente a ella y se quitó la chaqueta, arrepintiéndose de
inmediato de haber dejado olvidada en la maleta la bata blanca que usaba en
sus consultas. Allison apretó las mandíbulas y se mantuvo inmóvil unos
segundos, midiendo al doctor, hasta que se dio por vencida y se sentó con
cuidado en el sillón. Su pierna había empezado a palpitar dolorosamente por
el esfuerzo de mantenerse en pie, y no servía de nada fingir lo contrario.
Ambos se dieron cuenta de que Casandra había dejado escapar un sonoro
suspiro, pero fingieron que no había pasado.
Con calma, se levantó las mangas de la camisa y se arrodilló frente a ella.
—¿Me permite? —preguntó él con tirantez.
Allison apretó los labios en una fina línea furiosa, pero acabó asintiendo
con la intención de terminar con aquello de una vez. Pensó que el doctor se
limitaría a palpar un poco su pierna para hacerse una idea de si la lesión había
variado en esos meses; sin embargo, para su sorpresa, comenzó a masajear
con intensidad sus doloridos músculos. Cuando ella pensó que ya no podría
aguantar ni un minuto más sin emitir un gemido de dolor, él volvió a colocar
sus faldas en su lugar y se levantó volviendo a abrocharse las mangas con
parsimonia.
Sus ojos se clavaron en los frascos de cristal que había dispersos sobre la
mesita, y sin pedir permiso comenzó a abrirlos y a acercárselos a la nariz para
averiguar su contenido. Pudo reconocer el aceite medicinal y las hierbas
aromáticas de los ungüentos que Casandra preparaba para la inflamación de la
pierna y que él mismo había usado más de una vez con pacientes con
dolencias similares, sobre todo en sus primeros años como médico. Al abrir
un frasquito de color marrón oscuro pudo ver por el rabillo del ojo que
Allison se tensaba aún más. El inconfundible olor intenso y profundo del
láudano llegó a sus fosas nasales y alejó el frasco rápidamente. Miró a Allison
de una manera tan intensa que ella pensó que la fundiría en el asiento si no
parpadeaba de una vez.
—¿Cada cuánto tiempo lo toma?
—Cuando lo necesito —respondió ella a la defensiva.
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—Y eso ¿cuándo es? —insistió el doctor.
—Cuando el dolor es tan fuerte que me arrancaría la piel yo misma, o
cuando las noches se hacen tan insoportables que no hallo consuelo ni
dormida ni despierta, o cuando la vida es tan insoportable que respirar es una
tortura. —Allison se arrepintió de la amargura que había dejado traslucir.
Había hablado con rabia, como si él fuese el culpable de su dolor. Su mirada
fría y su porte impasible la sacaban de sus casillas. Daba la impresión de estar
por encima del bien y del mal. Puede que los años lo hubieran vuelto inmune
al dolor de los demás, pero no tenía derecho a hacerla sentir como un vulgar
objeto de porcelana del que pretendiera unir las piezas rotas.
—De ahora en adelante yo le prescribiré lo que debe o no debe tomar.
Nada de láudano sin mi autorización.
Aidan se metió el botecito en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió hacia
la puerta. Antes de salir se detuvo para dirigirle una última mirada a
Casandra, que había permanecido en segundo plano como una mera
espectadora todo el tiempo.
—Por la mañana empezaremos con el tratamiento. Agradecería que
estuviera presente… por el bien del decoro.
Casandra asintió, pero él ya había abandonado la estancia sin esperar su
respuesta.
—¿Quién demonios se cree que es para tocar mis cosas? —gritó Allison
mientras golpeaba con furia los reposabrazos de su asiento.
—Es tu médico, Allison. Estoy segura de que todo lo que haga será con la
intención de ayudarte.
—Salta a la vista que no le caigo bien. ¿Has visto cómo me miraba? Creo
que su intención es la de volverme loca. ¿Por qué si no iba a arrebatarme lo
único que me alivia el dolor?
—¿Y por qué razón querría hacerte sufrir?
—Porque es un sádico. Qué sé yo.
Casandra soltó una pequeña carcajada a pesar de que su cuñada parecía a
punto de entrar en erupción y echar fuego por la boca.
—Dale un poco de tiempo, y piensa que quizá sea buena idea poner todo
de tu parte. Cuanto antes mejores, antes se marchará.
—Estás muy segura de que mejoraré gracias a él, yo no lo estoy tanto.
—Pues yo sí. Y cambiando de tema, ¿sabes lo que sería una buena idea en
este momento? Olvidar el berrinche con un buen trozo de bizcocho. Llamaré a
tu doncella.
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Allison siguió rezongando, aunque ya nadie le prestaba atención. No sabía
si iba a mejorar su salud, pero desde luego su buen humor, mientras ese
hombre estuviera cerca, solo podía empeorar.
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Capítulo 5
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tensionándolo con suavidad, intentando ganar aunque fuera un milímetro a la
rigidez. Con un gesto controlado lo hizo crujir y un pequeño grito lo sacó de
su concentración. Estaba tan abstraído como un músico tocando un
instrumento y no se había percatado hasta levantar la cabeza de que Allison
no había sido quien había emitido el sonido, sino la doncella. La chica parecía
un polluelo asustado, encogida en la silla y con la cara contraída por un dolor
que ni siquiera podía imaginar. Aidan intentó volver a concentrarse en lo que
estaba haciendo, pero ya solo era capaz de escuchar los pequeños hipidos de
la chica, sus gemidos ahogados y sus resoplidos. Se puso de pie en toda su
envergadura y colocó los brazos en jarras para intimidarla. La doncella se
llevó al pecho el pañuelo que apretaba entre las manos, como si estuviera a
punto de sufrir una apoplejía.
—¿Cómo se llama, señorita?
—Jessica, señor, doctor… señor doctor.
—Bien, Jessica. El ama de llaves me ha comentado que recolectáis las
hierbas para los aceites en vuestro propio huerto. —La joven parpadeó como
si le hubiera hablado en un idioma desconocido para ella, y Aidan suspiró, a
punto de exasperarse—. Romero, melisa, menta…
Jessica esbozó una sonrisa llena de dientes torcidos y asintió sin saber qué
tenía eso que ver con ella. El huerto había sido idea de la señora Casandra,
que había traído los esquejes de su propia casa y ella misma se encargaba de
su cuidado.
—Quiero que vaya a hacer inventario. —Jessica frunció el ceño, si eso
requería un trabajo extra no le haría ninguna gracia—. Vaya a la despensa,
cuente las hierbas que tienen guardadas y reponga las que sean necesarias.
¿Podrá hacerlo?
Allison, que observaba la escena con curiosidad, apoyó las manos en el
reposabrazos con la intención de levantarse, pero se lo pensó mejor cuando el
doctor Simpson se giró hacia ella y la fulminó con la mirada.
—Doctor Simpson, no se ofenda, pero es mi doncella. Usted no tiene
ninguna potestad para darle órdenes.
—Bien, pues hágalo usted.
—¿Cómo dice? —preguntó con incredulidad ante su soberbia.
—Ya lo ha oído, señorita Craven. El inventario.
Allison quería gritarle, echarlo a patadas de su habitación y de su casa por
su descaro, pero se limitó a indicarle a Jessica, con un gesto de la cabeza, que
obedeciera. En el instante en que la chica salió apresurada de la habitación, la
contención de Allison se esfumó.
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—¿Quién se cree que es, doctor Simpson? —preguntó echándose hacia
delante en cuanto el médico volvió a sentarse en el taburete frente a ella.
—Usted misma lo ha dicho. Soy el doctor Simpson. Puede que usted no
valore su tiempo, pero el mío es oro. Cada minuto que perdemos es un minuto
más que nos separa de su recuperación.
—Mi recuperación —bufó ella con sarcasmo—. Para mí eso no es más
que una utopía.
—Y puede que ese sea precisamente su problema —aseveró mientras
volvía a sujetar el tobillo de Allison para reanudar su exploración—. Yo, a
diferencia de usted, sí tengo fe en mí y en mi trabajo. Si no me viera como un
enemigo esto sería más llevadero, y sobre todo, más fructífero. Esa es mi
única intención.
—Eso no le da derecho a ser un déspota.
—Esa chica no está preparada para acompañarla mientras yo trabajo, por
el amor de Dios, estaba a punto de desmayarse. No puedo concentrarme con
alguien al lado resoplando y suspirando y…
—Quizá si usted no fuera tan intimidante… —Allison se arrepintió de
inmediato, no quería concederle esa pequeña victoria sobre ella.
—¿La intimido?
—No se atribuya ese poder sobre mí, doctor. ¿Sabe qué? Creo que ya he
tenido suficiente por hoy. —Allison tironeó de su pierna, pero él la sujetó con
firmeza.
—Yo decido cuándo es suficiente.
Aidan se acercó hacia ella imitando su gesto, hasta que sus narices
estuvieron a punto de tocarse y pudieron sentir con claridad el aliento cálido
del otro en sus rostros. Ese reto estaba llegando demasiado lejos,
especialmente porque la energía que crepitaba entre ellos era demasiado
fuerte para ignorarla. Se dio por vencido y con delicadeza colocó el pie de
Allison sobre el escabel. Se marchó sin añadir nada más, tan confuso como
enfadado consigo mismo.
Aidan declinó la invitación de los Craven para pasar una velada con ellos y
prefirió tomar una cena frugal en la soledad de la casa de invitados. No quería
implicarse más de lo necesario, su intención era hacer su trabajo hasta el
límite de sus posibilidades, aprovechar el tiempo que tuviera libre para
escribir su tesis y marcharse, dejando la menor huella posible en la vida de los
demás.
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Aunque en la actualidad la mayor parte de su actividad se centraba en la
investigación y en sus clases en la universidad, no siempre había sido así. Fue
un médico como cualquier otro, y los pocos años en los que había sido
ayudante del doctor Butler lo habían curtido y le habían hecho conocer la
realidad de la gente. Butler tenía una consulta en un pueblucho a mitad de
camino entre Snowfields y Londres a la que acudía dos veces en semana, pero
pronto comenzó a delegar en Aidan la responsabilidad para centrarse en
cuidar a sus pacientes de toda la vida. Él le había enseñado una de las
lecciones más valiosas de toda su carrera: «Por insignificantes que nos
parezcan los problemas de los demás, para ellos son lo más importante del
mundo». Butler le enseñó a ser humilde y a que cada paciente merecía toda su
dedicación. Pero a veces, la vanidad nos hace olvidarnos de los principios, y a
él le había ganado la batalla más de una vez. Su arrogancia unida a la
desesperación le había salido muy cara.
Sumido en la oscuridad de su habitación, se acercó hasta el ventanal desde
el que se veía la mansión y dio un trago a su copa, contemplando el cielo
nocturno. La luna llena teñía las nubes de un color blanquecino y dificultaba
que las estrellas pudiesen contemplarse. Tal vez otro día tendría más suerte.
Algo al otro lado de la línea de árboles que separaba ambas
construcciones llamó su atención. Abrió la ventana para asegurarse de que el
reflejo de la luna entre las ramas no lo había engañado y entonces pudo
observar con más claridad una forma blanca que avanzaba despacio hasta
mezclarse con la oscuridad. Cerró la ventana sabiendo que lo más sensato era
meterse en la cama, pero su curiosidad le ganó la batalla; y cuando quiso
darse cuenta, ya estaba fuera de la casa.
Avanzó con cautela ya que, aunque la luna iluminaba el camino, no
conocía el lugar. Escudriñó la oscuridad hasta que volvió a ver el reflejo
perdiéndose por una esquina de la casa y se dirigió hacia allí pisando la hierba
para que sus pasos no hicieran ruido. Intuyó que el camino conducía a las
caballerizas y se preguntó quién se dirigiría hacia allí a esas horas. Si se
trataba de un ladrón quizá fuese más sensato volver sobre sus pasos y avisar a
alguien. Pero ¿qué ladrón sería tan insensato para cruzar la propiedad vestido
de blanco una noche de luna llena? Con todo el sigilo que pudo, se acercó a
las cuadras por uno de los laterales y entonces la vio. Allison se encontraba de
pie con la frente apoyada en una de las paredes, recuperando el resuello tras la
caminata, enfundada en un camisón blanco y con su larga melena suelta. El
corazón de Aidan comenzó a bombear con fuerza sin saber muy bien por qué
y todo su cuerpo lo impulsó a llegar hasta ella y ayudarla. Aunque decidió
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contenerse, ese era su pequeño momento de privacidad y él no era nadie para
interrumpirlo; ni siquiera para observarla, pero inexplicablemente sus pies se
habían anclado al suelo y la imagen le resultó demasiado fascinante para
perdérsela.
Apoyada en sus dos bastones, avanzó arrastrando su pierna izquierda
hasta colocarse delante de las dos caballerizas.
—Hola, preciosos. —Su voz sonó melodiosa y dulce, nada que ver con el
tono defensivo y casi rabioso que empleaba con él, y sin poder evitarlo se
sintió un poco celoso—. No he podido venir antes.
Uno de los caballos dio un pequeño relincho y ella dejó escapar una
carcajada cantarina.
—Ya voy, ya voy, Perla. —Allison se acercó con calma hasta su yegua y
le dio una zanahoria que sacó del bolsillo—. ¿Cómo está mi niña preciosa?
Acarició el cuello de su yegua, esa que llevaba tanto tiempo sin poder
montar y a la que tanto echaba de menos. Tras unos cuantos mimos más se
dirigió hacia el caballo que había junto a ella, un animal magnífico e
imponente que resopló feliz al saberse el destinatario de su atención.
—Y tú, campeón. Me han chivado que hoy has estado de paseo con Carl.
¿Te lo has pasado bien? —El animal cabeceó como si quisiera decirle lo feliz
que estaba y aceptó la zanahoria que ella le tendió—. ¿Qué tal tu pata?
Aidan vio cómo se agachaba trabajosamente y acariciaba una de las patas
del animal. Su hermano Nathan había adquirido al caballo, llamado Nube de
tormenta por su pelaje gris oscuro, tras sufrir una aparatosa fractura que le
impedía seguir corriendo en las carreras. Su destino era ser sacrificado, algo
realmente cruel e incomprensible. Allison se había identificado con el animal,
cuya vida había cambiado de un momento a otro, y había iniciado con él un
vínculo como el que ya tenía con su yegua. Sus visitas secretas a los establos
suponían una verdadera tortura física, pero a la vez eran una cura para el
alma. Se dirigió hacia un cajón de madera apostado contra uno de los muros y
se sentó allí con la cabeza apoyada en la pared y los ojos cerrados.
—¿Sabéis qué? —dijo después de unos minutos en los que Aidan barajó
la posibilidad de volver por donde había venido. Pero su sentido del deber no
le permitía marcharse y dejar a Allison a su suerte, a pesar de que parecía
probable que aquellas visitas fuesen muy habituales—. Creo que no os he
contado que mis hermanos han ideado para mí un nuevo método de tortura.
Como si no tuviera bastante con los insoportables dolores, ese maldito médico
de Londres ha surgido de la nada para intentar arreglar mi vida. Es un
mandón, ¡si incluso se ha atrevido a darle órdenes a mi doncella! Y lo peor es
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que me ha quitado el láudano. ¿Cómo se supone que voy a dormir cuando el
dolor se haga insoportable? El muy idiota no sabe que mi vida no tiene
arreglo. No hay ninguna posibilidad de curarme, ninguna posibilidad de ser
feliz.
Uno de los caballos relinchó como si quisiera llevarle la contraria, y ella
esbozó una sonrisa en la oscuridad.
—Tienes razón, cuando estoy con vosotros soy feliz. Eh, ¿y si os
trasladáis conmigo a la mansión? Estaríamos muy cómodos los tres, aunque el
ama de llaves moriría del disgusto.
Aidan sonrió y se sintió un poco mezquino por espiar las confidencias de
la joven, pero de manera ilógica se sentía atrapado, atado por un hilo invisible
que no le permitía dar un solo paso. Al cabo de unos minutos en silencio ella
se despidió de los animales e inició el tortuoso camino de vuelta a casa. Esta
vez tardó mucho más en recorrerlo y tuvo que detenerse en infinidad de
ocasiones, y a Simpson le costó un esfuerzo sobrehumano no acortar los pasos
que los separaban y cogerla en brazos para aliviarle aquella tortura. Pero ella
ya le tenía bastante inquina como para romper cualquier mínima posibilidad
de un trato cordial dejándola al descubierto. Respiró aliviado cuando al fin la
vio llegar a la mansión y entrar por la terraza enlosada que daba a su
habitación. Esa puerta acristalada le daba vía libre para entrar y salir sin ser
vista y quizá ese resquicio de libertad le permitía sentirse más viva, y él no
era nadie para arrebatárselo.
Aidan volvió a la casa de invitados con una sensación extraña, sintiéndose
un intruso en la vida de aquella mujer, que no por ser tranquila era apacible.
Se había jurado a sí mismo que jamás se implicaría emocionalmente con
ningún paciente, y esta vez no iba a ser diferente, pero se prometió que haría
todo lo posible para que su realidad fuese distinta.
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Capítulo 6
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aunque el contacto era esperado, dio un respingo al sentirlo sobre ella. Sus
dedos desnudos comenzaron a palpar su pierna con extrema delicadeza,
buscando los dolorosos nudos. Se detuvo sobre uno de ellos para ejercer un
poco más de presión y elevó los ojos hacia los suyos calibrando su reacción.
Allison se quedó enganchada a su mirada y por un momento se olvidó de
respirar. Había habido otros médicos, muchos, a decir verdad, que la habían
tocado con mayor o menor destreza, igual que Simpson lo hacía ahora. A
veces venían acompañados de ayudantes inexpertos que la miraban como si
fuese un animal disecado al que observar, o incluso tomaban notas mientras
hablaban sin ningún pudor de su pie inmóvil o de sus cicatrices, como si a la
par de lisiada, fuese ciega, sorda y tonta.
La luz que entraba por las cristaleras incidía directamente sobre el doctor
Simpson, y sus ojos, que a menudo se veían oscuros, resplandecieron como el
verde de un lago de verano. La realidad se hizo tan evidente para Allison que
se tensó todavía más. No se sentía incómoda por un escrutinio al que había
sido sometida cien veces, sino por el hombre que lo estaba llevando a cabo. Si
Simpson hubiese sido panadero, o maestro o un noble cualquiera en una de
tantas fiestas hubiera tenido el mismo efecto sobre ella. Por alguna razón
inexplicable la alteraba, se sentía extraña, y no podía tolerar la idea de que él
la considerase débil, o consentida o algo peor.
—Su tobillo parece un poco hinchado —apuntó al fin sin dejar de mirarla
a los ojos—. ¿Ha forzado la pierna, ha andado más de lo aconsejable o…?
—Es obvio que no —contestó con sequedad, aunque su voz tembló
ligeramente al sentirse descubierta. Pero él no podía saber nada sobre sus
paseos, nadie lo sabía.
Aidan esbozó una media sonrisa y continuó masajeando la pierna, esta vez
apretando los pulgares con más fuerza sobre los doloridos músculos.
—Si sigue tensando la pierna de esta manera me resultará muy difícil
ayudarla. Relájese. —Allison se mordió el labio para no decirle que le
resultaba imposible hacerlo mientras él clavaba sus dedos de manera dolorosa
sobre ella, y lo que era peor, mientras hacía lo mismo con sus inquisitivos
ojos.
Aidan deslizó las manos por el tobillo, y al llegar a la pequeña
protuberancia más abultada de lo normal, notó con toda claridad que ella se
tensaba y daba un respingo. La miró y vio que apretaba los labios con fuerza
y una gota de sudor resbalaba por su sien.
—¿Le duele? —Ella negó de manera obstinada y él movió la cabeza, pero
continuó con el masaje sin añadir nada más.
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Hacía tiempo que Allison se había cansado de las miradas piadosas, de la
lástima y la condescendencia de los que la rodeaban. Era evidente que
necesitaba ayuda para hacer algunas cosas, muchas en realidad, pero había
decidido tragarse el dolor, las quejas, silenciar las pesadillas y los demonios
en un intento de ser una persona «normal». Estaba cansada de ser la pobre
Allison, la frágil Allison, la inestable Allison. Solo quería ser Allison, sin
más. Era consciente de que cambiar la imagen que los demás tenían de ella
era una labor complicada, pero lo conseguiría, aunque para eso tuviera que
anestesiar sus sentidos.
Simpson volvió a apretar sin previo aviso la zona abultada de su tobillo, y
esta vez ella no pudo evitar que un gemido se escapara de su garganta.
—¿Por qué se contiene, señorita Craven? —preguntó el doctor
masajeándola con suavidad para aliviar el dolor—. El dolor es incómodo,
nunca bienvenido, pero a menudo nos salva la vida. No debemos renegar de
su existencia, tenemos que aceptarlo y aprender de él.
Allison tragó saliva mientras se perdía en sus palabras. ¿Qué demonios
podría enseñarle su dolor? ¿Qué había sido una estúpida? ¿Qué había sido una
cobarde? Su dolor era el recordatorio constante de lo que había perdido, y
sobre todo de su debilidad.
—Necesito conocerla, Allison. Lo siento, pero tengo que saber dónde está
el problema —continuó él, mirándola a los ojos con intensidad, buscando
hacerla cómplice de lo que estaba haciendo. Volvió a palpar el abultamiento y
ella arqueó la espalda sin emitir ningún sonido, conteniéndose hasta más allá
de lo humano—. Grite, Allison. Grite. Libérese, desahóguese, deje que el
dolor se vaya. —Simpson volvió a apretar los dedos intentando memorizar la
forma de aquella minúscula porción de piel que la torturaba—. ¡Grite!
Y Allison le obedeció dejando escapar un grito tan fuerte que ella misma
se sorprendió. Simpson sonrió satisfecho y su aprobación la reconfortó. La
pierna seguía palpitando en el lugar que él acababa de presionar, pero el nudo
de su pecho, ese que apenas la dejaba respirar, se había deshecho. Sus
pulmones bombeaban el aire a toda velocidad y su pulso se había acelerado, y
no supo muy bien qué lo había provocado, no quiso pensar que tenía algo que
ver con el brillo de los inteligentes ojos verdes de Simpson.
En ese momento la puerta se abrió con tanta fuerza que la madera chocó
con la pared, y la cara asustada de Leo apareció en el umbral. Miró a los
presentes, confundido, deteniéndose en su esposa Casandra, que se
encontraba sentada apaciblemente, mientras el doctor sostenía el pie de
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Allison en alto. Todos los ojos se volvieron hacia él y no le quedó más
remedio que cuadrarse con un carraspeo.
—¿Necesitas algo, cariño? —preguntó Cassie con una sonrisa angelical.
—Emm… me ha parecido escuchar… ¿Todo bien? —Leonard se rascó la
nuca, quizá sus oídos lo habían traicionado y su irrupción allí había sido un
poco impetuosa.
—Perfectamente —añadió Simpson con seriedad, aunque Allison pudo
detectar el brillo burlón en sus ojos.
—Bien… pues… me marcho. Si me necesitáis estaré por aquí.
Una vez que abandonó la habitación y la puerta se cerró tras él, todos
soltaron una pequeña carcajada.
—A juzgar por su magnífica aparición, está claro que no se fía demasiado
de mí —concluyó Simpson mientras pasaba un paño húmedo por la pierna de
Allison, para retirar los restos de aceite, un gesto que le produjo tanto alivio
que se le escapó un ligero suspiro.
—Leonard es muy protector. Pórtese bien o no tendrá ningún
inconveniente en enviarlo a Londres de una patada en el trasero. —Casandra
acompañó la afirmación de un pestañeo inocente, pero algo le dijo que ese
gigante rubio no tendría ningún problema en hacerlo—. Si me disculpáis voy
a ver dónde está, seguro que se encontrará dándole vueltas a lo del grito.
Allison abrió la boca para hacerle notar que iba a dejarlos solos en la
habitación, pero guardó silencio. La puerta estaba abierta, y al fin y al cabo
Simpson era un doctor que habría hecho eso miles de veces. Era un hombre
de mundo, un profesional con experiencia que no tendría ningún interés en
una joven insegura como ella. Ese pensamiento le causó una punzada de
desasosiego, y si hubiera estado sola quizá hubiera gritado otra vez.
—Señorita Craven, quiero que entienda algo. Debo conocer dónde está su
debilidad, dónde le duele, sus sensaciones cuando la toco. —Simpson pareció
azorarse mientras cogía otro de los ungüentos y se impregnaba las palmas de
las manos con él. Allison percibió el olor a lavanda y se mantuvo inmóvil
mientras él repartía la crema por su piel con suavidad. Sus palabras y su toque
resultaban demasiado íntimos, y secretamente deseó que no se detuviera—.
Aunque no le resulte fácil abrirse a un desconocido tiene que entender que, si
no es sincera conmigo, si intenta camuflar el dolor, todo esto será inútil. Yo
me he comprometido a ayudarla, espero el mismo compromiso de usted.
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Aidan dejó la pluma y se frotó los cansados ojos antes de mirar el reloj de
bolsillo que había dejado junto al tomo de papeles que se iban acumulando
para su gran satisfacción. La falta de otra cosa mejor que hacer en sus ratos
libres había hecho que se concentrara en su tesis y estaba avanzando más
rápido de lo que había imaginado. Empleaba las mañanas en las consultas con
Allison y por las tardes daba algún paseo por la finca a buen ritmo para
mantenerse en forma. El resto del tiempo lo dedicaba a su trabajo, y se estaba
convirtiendo a algo parecido a un ermitaño. Quizá por eso Casandra había
vuelto a invitarlo a cenar y él había declinado la invitación de nuevo. No
quería ser un invitado molesto ni involucrarse más de la cuenta. Hacía
muchos años que se había prometido no implicarse de manera personal con
un paciente. Por eso, por muy amable que fuera Casandra, y correcto su
esposo, prefería reunirse con ellos el tiempo justo para hablar de los avances
de su paciente, que no eran muchos. Bastante tenía con mantener a raya el
interés que Allison Craven despertaba en él. Era un profesional y nunca había
traspasado los límites del decoro ni de la ética. Allison, como cualquier
persona enferma, estaba en una situación de vulnerabilidad, y sería mezquino
si se dejara llevar por algún tipo de sentimiento que no fuera el celo
profesional. Pero eso no evitaba que sus enormes ojos azules le provocaran
una ternura que le arañaba el alma, un sentimiento que no se podía permitir.
Se frotó la cara con las manos y, sin pararse a pensar lo que hacía, se dirigió
hacia los establos, con la intuición de que Allison estaría allí.
Escuchar cómo Allison se desahogaba con sus caballos sin saber que estaba
siendo espiada, especialmente por él, era mezquino y rayaba todos los límites
de la honestidad. Pero se estaba convirtiendo en un pequeño vicio para Aidan,
que no podía evitar sentirse una mala persona por ello. Se convenció de que lo
hacía porque era su paciente y necesitaba conocer su estado de ánimo y sus
preocupaciones cotidianas, y dado el hermetismo con el que lo trataba esa era
la única opción. Y de paso se aseguraba de que llegaba sana y salva a la
seguridad de su cama. La noche anterior lo había puesto verde con Perla,
alegando que sus sesiones eran demasiado largas y tediosas, y que ella
acababa agotada, a lo que la yegua respondió con un relincho indignado,
dándole la razón en sus quejas. También le había dicho que, a pesar de ser un
poco cretino, era muy atractivo, y que sus ojos verdes eran tan intensos que la
ponían nerviosa, momento en el cual Aidan decidió salir huyendo de allí y
vigilar su regreso a una distancia prudencial. Su madre siempre le había
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avisado de los peligros de espiar a la gente escuchando a escondidas, uno
podía enterarse de cosas que más le valía no saber. En esta ocasión fue así.
Saber que no le resultaba indiferente solo servía para complicar las cosas.
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esbozaba una sonrisa. En esos momentos, quizá por ser tan escasos, parecía
que la luz del sol brillaba más y el aire que los separaba se caldeaba. A decir
verdad, el aire crepitaba de manera constante entre ellos, al menos ella lo
percibía así. En cuanto él entraba en la habitación su cuerpo vibraba como un
diapasón, y no podía respirar con normalidad hasta que se marchaba.
Intentaba alejar esos pensamientos de ella, concentrarse en el dolor de sus
músculos, pero no podía evitar sentir algo que no logra definir cuando los
hábiles dedos de Simpson se deslizaban con suavidad sobre su piel. No había
nada indecente o lujurioso en su forma de tocarla, y ella lo sabía, y tampoco
podía calificar lo que despertaba en ella como deseo propiamente dicho.
Recordaba las cosquillas que sentía cuando Charles la acariciaba de manera
furtiva, o las mariposas en el estómago cuando le robaba un beso. Esto era
distinto pero igual de emocionante, o incluso más. Por eso se esforzaba en
mantenerse fría y hermética ante él, incluso arisca, con tal de que no
sospechase que no le era indiferente.
Como cada mañana, Casandra se había sentado a una distancia prudencial,
Aidan había tomado posición frente a Allison, y esperó de la manera más
cortés posible a que se levantara la falda para dejar su pierna expuesta ante él.
Tras impregnarse las manos con aceite comenzó a deslizarlas con lentitud
sobre la piel de la joven, atento a la respuesta de sus músculos y tendones, y a
su propia reacción. Estaba tan concentrado en lo que hacía que la habitación y
todo lo que le rodeaba pareció desvanecerse, todo excepto Allison, sus
enormes ojos azules y su aliento superficial. Algunos días se obsesionaba con
la manera en la que su pecho subía y bajaba con cada respiración, y tenía que
hacer un verdadero esfuerzo para controlar lo que sentía. Solo tenía delante
una pierna lesionada, músculo, tendones y huesos, en eso debía concentrarse,
y lo hacía eficazmente. Pero cuando salía de aquella habitación tenía que
tomar una gran bocanada de aire y recolocar cada una de sus emociones en su
sitio. Dejarse llevar solía tener consecuencias nefastas, lo sabía por
experiencia propia, y Allison Craven también era un claro ejemplo de ello. La
única opción aceptable era ser cerebral y frío, y tenía muchos años de práctica
en ello.
Un bostezo contenido seguido por un carraspeo lo distrajo y elevó la
cabeza para mirar a Casandra, que levantó la mano a modo de disculpa. Abrió
la boca para hablar y un nuevo bostezo la interrumpió, sin tiempo casi para
cubrirse.
—Discúlpeme, doctor. Me paso casi toda la noche en vela y el único
momento en el que el bebé está tranquilo es por la mañana.
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—Pues aproveche —dijo él encogiéndose de hombros—. No me mire así.
Váyase a descansar. Creo que sabremos apañárnoslas sin usted.
—Pero… —Casandra quería negarse, pero sus párpados pesaban una
tonelada y el cansancio hacía que cada músculo de su cuerpo doliera. Miró a
Allison buscando su aprobación; y cuando ella asintió con una sonrisa
comprensiva, se levantó para marcharse—. Si necesitáis cualquier cosa, solo
tenéis que gritar y Leo aparecerá como alma que lleva el diablo.
Allison soltó una risita nerviosa y prefirió no pensar demasiado en la
intimidad que surgió entre ellos en cuanto Casandra salió por la puerta.
—Supongo que estaréis muy ilusionados con la llegada del bebé, una
nueva vida es siempre motivo de alegría —comentó Aidan para romper el
silencio, ignorando el pellizco que le produjo esa afirmación.
—Sí, Casandra lo ha pasado muy mal tras la muerte de su padre. Y…
aunque haya transcurrido el tiempo, todavía siente muy presente la pérdida de
Charles.
Aidan podía haber fingido que no sabía que el hermano de Casandra era el
gran amor de Allison, el hombre por el que quiso sacrificarlo todo.
—Sé que debe ser duro para ambas. No poder compartir ese momento de
felicidad con él no es fácil.
—Lo es. Pero pensar en lo contento que estaría Charles al ver a Casandra
feliz reconforta.
—También lo estaría si pudiera verla a usted, Allison.
—Es diferente. Mi futuro se truncó esa noche. Nos prometimos estar
juntos hasta el fin de nuestros días. Pero la vida es muy injusta. Él se fue y
yo…
Aidan negó con la cabeza y sus dedos detuvieron el movimiento, aunque
se quedaron posados sobre la pierna de ella casi sin ser muy consciente de que
lo hacía.
—Y usted no debe sentirse culpable por seguir viva, Allison. Por supuesto
que la vida es injusta. A todos nos pasan cosas malas, pero no podemos
sentirnos culpables por superarlas. Le habrán dicho mil veces que la vida
sigue. Y es la verdad. Y nosotros también seguimos respirando. Cada día
vuelve a amanecer y el mundo continúa girando aunque nosotros no
queramos.
—Seguimos respirando, pero ¿cómo soportarlo cuando estamos tan rotos
que levantarse cada día duele más que la muerte?
Aidan sintió que su dolor le llegaba al alma y no pudo evitar entenderla.
Su mano se deslizó por su piel con suavidad en una caricia inesperada que
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tuvo un efecto balsámico sobre ella.
—No puedo darle una fórmula mágica para eso. Solo sé que no podemos
cambiar el pasado, y que si el destino ha decidido que usted siga aquí es
porque tiene planes más elevados.
—Un médico que deja el futuro en manos del destino —apuntó
levantando una ceja con una media sonrisa—. Creí que los hombres de
ciencia creían solo en sus logros.
—Yo siempre digo que hay que intentar que la suerte te encuentre
trabajando duro, supongo que para el destino también es aplicable. Es mejor
que tu sino te alcance cerca del objetivo.
—¿Y qué se hace cuando no tienes fuerzas?
Aidan negó con la cabeza; y como si en ese momento hubiese sido
consciente del gesto excesivamente íntimo, retiró la mano de su pierna.
—Siempre hay algo por lo que vivir. Algunos amaneceres son tan oscuros
que parece que la luz del sol no nos iluminará nunca; las horas se hacen tan
largas e insoportables que parecen interminables y solo la esperanza de una
nueva noche donde cerrar los ojos y olvidarlo todo resulta tolerable. Pero
luego llega el crepúsculo y con él los fantasmas y el insomnio. Todo parece
un bucle de sufrimiento y agonía del que resulta imposible escapar. Pero de
repente, un día el aire se vuelve un poco más limpio, al menos lo suficiente
para que no resulte intolerable respirar. Y ese día descubres que puedes
sobrevivir, que eres más fuerte de lo que pensabas. El dolor no desaparece del
todo cuando pierdes a alguien, pero le doy mi palabra de que se aprende a
vivir con él. Usted ya está empezando a aprender esa lección, ¿verdad?
Allison tragó con dificultad el nudo de su garganta mientras se preguntaba
a quién habría perdió él. Sus ojos intentaron retener las lágrimas que se
agolpaban ardientes y traicioneras, y una emoción incontenible presionó su
pecho. Él la entendía, y pudo intuir que no la creía débil ni vulnerable, y eso
además de reconfortarla había empezado a crear una conexión entre ellos.
Unos golpes en la puerta entreabierta rompieron el momento, y las
emociones se esfumaron tal y como habían venido. Aidan se incorporó al ver
entrar a un lacayo que portaba una caja de madera en sus brazos.
—Doctor Simpson. Han dejado esto para usted en la casa de postas.
—Déjelo sobre la mesa, por favor.
Simpson se dirigió hacia allí para abrir la caja; y por mucho que Allison
estiró el cuello intentando atisbar con disimulo lo que contenía el paquete, no
pudo ver nada ya que las anchas espaldas del doctor se lo impedían.
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Tras unos minutos interminables, el médico se giró y Allison se congeló al
ver lo que sostenía en su mano. No le importó que la expresión de la cara de
Simpson fuese confusa e incluso esperanzada, lo que portaba era tan atroz a
su entender que sintió que su piel se erizaba como si fuese un gato.
—¿Qué demonios es eso?
Aidan se acercó hasta ella llevando una especie de bota hueca fabricada
en metal y con varias tiras de cuero que se cerraban con hebillas para ajustarla
a la pierna.
—Es una bota ortopédica, Allison. Estoy convencido de que esto puede
ayudarla a caminar. La pierna tendrá una sujeción más firme y…
—No voy a ponerme esa monstruosidad. —Su cara reflejaba la aprensión
que le producía la sola idea de enfundar su pierna en ese armazón.
Aidan se pasó la mano por el pelo con frustración, había intuido que
podría mostrarse reticente, muchos en su situación lo hacían al principio, pero
no esperaba ver esa cara de horror e, incluso, desilusión. No podía entenderlo.
Salvar a una persona o ayudarla en el complicado proceso de recuperar la
salud a menudo era complicado, por lo que le parecía una estupidez cerrarse
en banda a los nuevos métodos y desoír los consejos.
—No es una monstruosidad, es un instrumento que puede ayudarla. Cada
día surgen nuevos adelantos en este campo, sería absurdo rechazarlos. Mi
ayudante fabrica prótesis para muchos pacientes y la mejoría con su uso es
más que notable. Sería de necios negarse al progreso.
—Pues entonces seré una necia, pero no va a experimentar conmigo,
doctor Simpson.
—Soy su médico, Allison —repuso con seriedad. El débil vínculo que se
había creado entre ellos se había roto en pedazos y de nuevo estaban en
bandos distintos—. No puedo obligarla a nada, pero si no va a seguir mis
indicaciones no tiene sentido que siga aquí. No nos haga perder el tiempo a
los dos.
—Seguro que mis hermanos le compensarán por haberse trasladado hasta
un lugar tan recóndito y no haber conseguido colgarse una nueva medalla de
la que presumir en sus conferencias. Yo no soy Lázaro, doctor Simpson. Ni
usted es Dios.
Aidan se cuadró recuperando su porte más severo y se marchó de allí a
tanta velocidad que la habitación pareció quedarse sin aire tras su partida.
Allison contuvo las ganas de gritar y clavó sus ojos en aquella jaula horrenda
y antinatural que Simpson había dejado sobre la mesa. Se sintió traicionada y
absurda por haber creído que podría llegar a confiar en él y la rabia hizo que
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volcara la mesita que había junto a su asiento, haciendo que los botes de
ungüentos y aceites se estrellaran contra el suelo. Después volvió a dejarse
caer sobre su sillón y se apretó las sienes con los dedos intentando controlar el
dolor de cabeza. Su doncella llegó a la carrera asustada por el ruido y se
acercó hasta ella para saber qué le había ocurrido, llevándose los dedos a la
boca al ver los cristales rotos esparcidos por el suelo.
—¡Señorita Allison! No se mueva hasta que recoja esto. ¿Está bien?
¿Necesita algo?
—Láudano, tráeme láudano —ordenó con los dientes apretados, cerrando
los ojos con fuerza—. Me da igual si tienes que buscarlo debajo de las
piedras, o robarlo o matar por él. Pero tráemelo o me volveré loca.
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Capítulo 8
La ficticia relajación que aportaba el láudano dio paso a un leve sopor que
fue seguido por una sensación desagradable en el estómago y un leve
aturdimiento. Allison había pasado toda la tarde durmiendo y había preferido
no cenar con su familia. Ahora, cerca de la medianoche, el sueño se negaba a
acudir y su mente se empeñaba en traerle de vuelta sentimientos confusos y
dolorosos. En la penumbra de su habitación, los relámpagos de una lejana
tormenta de verano iluminaron levemente la estancia y creyó ver figuras que
la observaban. Pero no había nadie allí, más que esa soledad que se había
convertido en su más fiel compañera.
Nada ni nadie estaba a la altura de llenar el enorme vacío que Charles
había dejado en su corazón. Pensó en él y un sollozo rompió el silencio sin
previo aviso. Intentó imaginar, como tantas veces, qué sería de su vida si
aquella noche él no hubiera ido a los riscos a hablar con Leonard. Aquel
maldito tropiezo había truncado muchas vidas, la de Charles, la de su familia,
la suya propia y la de los hijos que no tuvieron tiempo de tener. Si hubieran
cumplido sus planes de fugarse aquella noche, se habrían convertido en
marido y mujer, su familia habría acabado aceptando aquella unión por amor,
y Charles ahora estaría junto a ella en su cama, abrazándola, susurrándole
palabras de amor. Con solo un abrazo era capaz de infundirle sosiego y a la
vez darle alas para ayudarla a volar. Era la persona más optimista que había
conocido jamás, y cuando a ella le asaltaban las dudas siempre la
tranquilizaba dándole un beso y susurrando contra su boca que todo saldría
bien. Pero se equivocaba, las cosas no siempre salían bien. A veces salían
rematadamente mal. Recordó la ilusión con la que cada tarde esperaba que
Charles acudiese a su casa con la excusa de visitar a sus hermanos, de los que
era íntimo amigo, para poder dedicarse miradas furtivas, y, con un poco de
suerte, rozarse las manos con disimulo o poder verse un rato a solas y robarse
un beso en algún rincón. Cuando eso no fue suficiente se atrevieron a dar un
paso más, y aprovechaban los paseos de Allison con su yegua para
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encontrarse en una pequeña cabaña que la familia de Charles tenía en el
campo. Su amor era tan intenso que se creyeron por encima del bien y del
mal, la pasión incontrolable los volvió impacientes y las prisas los hicieron
descuidados. Y todo acabó demasiado rápido, dejando esa historia de amor
inconclusa y latiendo dolorosamente.
Allison se levantó de la cama con más rapidez de la que su pierna le
permitía; a veces olvidaba que sus limitaciones estaban ahí, suerte que el
dolor siempre acudía raudo para recordárselo. La cercanía de la tormenta
había hecho que el aire que entraba por la ventana se convirtiera en una
corriente helada y se envolvió en un chal de lana. Miró por la ventana que
daba al jardín y notó que su cabeza zumbaba haciéndola sentirse un poco
mareada. Debía ser el láudano, llevaba muchos días sin tomarlo y quizá
debería haber bajado la dosis. De una u otra forma la culpa era de ese maldito
doctor Simpson. Se sintió idiota por haber pensado que había dentro de él un
resquicio de humanidad, para él lo único importante era su trabajo y cada
paciente salvado no era más que un nuevo logro. No veía en ella, ni en los que
la precedieron o los que la seguirían, a una persona de carne y hueso con
sentimientos y miedos, solo era capaz de ver síntomas, diagnósticos y
expedientes resueltos. Se dio cuenta de que se sentía sola y frágil,
incomprendida, y necesitó un abrazo cálido para calmarse. No había nadie a
quien pedírselo. Los únicos que podían ofrecerle algo de consuelo eran sus
caballos y, sin pensarlo demasiado, salió de su habitación en dirección a los
establos. Apoyada trabajosamente en sus dos bastones le pareció que la
cuadra estaba mucho más lejos de lo habitual, y tuvo que detenerse en varias
ocasiones para tomar aire. Pero valió la pena en cuanto llegó y pudo acariciar
a Perla y a Nube de tormenta. Se sentía tan agotada que se acomodó sobre la
caja que usaba como asiento, y tras arrebujarse en su chal, apoyó la cabeza en
el pilar de madera y cerró los ojos.
El estruendo de un trueno sobre su cabeza la sobresaltó y la trajo de golpe
de esa oscuridad apacible que la había atrapado. El agua caía con fuerza y
resonaba sobre los techos del establo creando una burbuja que le hacía sentir
que no había nada tras esas paredes. Había sido demasiado temerario por su
parte aventurarse a salir teniendo en cuenta los espesos nubarrones que se
habían ido acumulando durante toda la tarde y el viento frío que los
arrastraba. Calibró si debía esperar a que cesara la lluvia, pero era poco
probable que lo hiciera en toda la noche, y estaba aterida de frío. No se
encontraba bien, le dolía la cabeza y la pierna, y apenas podía dejar de
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temblar; en ese momento su cama cálida se le antojó un paraíso lejano e
inalcanzable.
La noche oscura la esperaba fuera de los límites de las cuadras y la
mansión no era más que un bulto difuso que apenas se distinguía bajo la
cortina de agua. Se había acostumbrado a caminar en sombras y había
memorizado los caminos, las piedras y los obstáculos para avanzar sin
necesidad de ningún farol, ya que con los bastones no podía cargarlo, y sin
embargo aquella noche todo resultaba más amenazador que de costumbre.
Decidida a no perder más tiempo, emprendió el camino hacia la casa haciendo
un gran esfuerzo por no resbalar. Los charcos se acumulaban por doquier y la
lluvia parecía caer con más fuerza a cada paso que daba. Hacía tiempo que no
se sentía tan débil y su mente la transportó a aquellos primeros días en los que
los médicos se empeñaban en ponerla de pie e intentar hacerla caminar sin
importarles el dolor ni la impotencia que eso suponía, una y otra vez, día tras
día, hasta que se dieron por vencidos y decidieron olvidarla. Se preguntó si
Aidan Simpson también se daría por vencido. Lo dudaba. Era tenaz y
orgulloso, y ahora el fracaso de Allison sería su fracaso. Podía verlo en sus
ojos verdes e intensos y en su ceño eternamente fruncido. Simpson no se
rendía y tendría que echarlo a patadas si quería librarse de él. No lo
descartaba. A veces ansiaba la paz que suponía saberse desahuciada y que
nadie tuviera expectativas respecto a su coraje o su tesón. La presencia del
doctor allí la hacía estar con la guardia en alto todo el tiempo, sin permitirle
flaquear o caer en la vagancia o la resignación. Simpson era una especie de
motor que tiraba de ella a veces y la empujaba otras, sin dejarla caer. Y a
menudo, tener que cumplir las expectativas que los demás tenían sobre ella
resultaba demasiado agotador.
Los bajos de su camisón estaban empapados de barro y su chal, que
también estaba mojado, apenas la protegía si no todo lo contrario, suponiendo
una carga extra para ella. Continuó la marcha y se dio cuenta de que estaba
llorando cuando un sollozo quebró su pecho, mientras las lágrimas se
mezclaban con los pequeños ríos que la lluvia formaba sobre sus mejillas. Sus
bastones se clavaron en el barro y resbaló, dejando caer todo el peso sobre su
maltrecho tobillo izquierdo. El dolor la aguijoneó con tanta fuerza que cayó
de bruces, ante la imposibilidad de mantenerse en pie. Enterró los dedos en la
tierra mojada intentando coger impulso para levantarse, pero le resultó
imposible y se dejó caer, agotada y vencida. En ese momento, mientras las
fuerzas la abandonaban y el frío se filtraba hasta sus huesos, se dio cuenta de
algo que no había esperado sentir, y su garganta dejó escapar una carcajada
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cínica y ahogada. No quería morir, no sabía qué la ataba a este mundo, pero
quería seguir adelante. Qué irónico resultaba que precisamente ahora todo se
confabulara para llevarle la contraria.
A pesar del aire frío que entraba por la ventana entreabierta, Aidan se
despertó empapado en sudor tras el estallido del trueno. De nuevo las
pesadillas lo habían asediado, torturándolo y arañándole el alma. Esta vez
habían sido tan reales que incluso después de abrir los ojos le había costado
discernir si sus manos estaban manchadas de sangre o era solo el efecto de las
sombras. Fue hasta la ventana para cerrarla y maldijo al pisar sin querer el
pequeño charco de agua que había entrado traída por el viento. La noche era
tan desapacible que costaba creer que estuviesen en junio y que esa misma
mañana el sol hubiese brillado sobre sus cabezas. Cerró la ventana y giró
sobre sus talones para regresar a la cama, pero algo hizo que volviera a
asomarse al exterior. Un presentimiento, o su intuición, tal vez. Intentó
escudriñar a través de los altos árboles y un relámpago iluminó la fachada de
la mansión que tenía delante. No consiguió ver nada, pero no pudo evitar
pensar en Allison. Casi a diario acudía a visitar a sus caballos y contarles qué
tal le había ido el día, lo sabía porque la había seguido durante varias noches
para asegurarse de que estaba bien. O al menos eso quería pensar, aunque
puede que su propósito no fuese tan noble después de todo. Escuchar a
Allison hablar con sinceridad le producía una emoción extraña y le ayudaba a
entenderla. Por eso la sentía más cercana de lo que ella lo sentía a él, y
aquello desde luego era una pésima idea. No debía involucrarse con ella, sin
contar lo mezquino que resultaba escuchar a escondidas las confesiones de la
joven. Pero lo necesitaba.
Esa mañana se había llevado un buen disgusto al ver la bota ortopédica
que él había encargado a su ayudante de Londres con sus medidas, y sabía por
el ama de llaves que había pasado la tarde en cama. Sería una locura que se
hubiera aventurado a dirigirse a los establos para desahogarse con una
tormenta como esa, nadie en su sano juicio lo haría, ¿verdad? Pero algo
dentro de él le decía que debía ir a comprobarlo sin perder tiempo; se vistió y
salió de la casa de invitados sin importarle que el agua lo empapara nada más
pisar el jardín. Se subió el cuello de la chaqueta en un inútil esfuerzo por
resguardarse y avanzó a ciegas en dirección al establo. La noche era tan
oscura que apenas podía ver sus propios pies al caminar, y estaba casi seguro
de que Allison estaría descansando, pero se resistía a volver sin comprobarlo.
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Estaba a punto de llegar al establo cuando la vio, un bulto claro acurrucado en
el suelo. Corrió hacia ella y se arrodilló a su lado para comprobar que estaba
bien. Solo sus muchos años de experiencia y la templanza que le daban evitó
que cayera en la desesperación al comprobar que su piel estaba fría.
—Allison, ¿me oyes? Estoy aquí, tranquila. Ya te tengo. —La izó como si
no pesara más que una pluma y la pegó a su cuerpo—. Ya te tengo.
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Capítulo 9
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la ropa interior. Por el amor de Dios, era médico, no un chiquillo inmaduro, y
sin embargo sus manos temblaban, y no precisamente de frío. Frotó con una
toalla de manera enérgica los pies, las manos y los brazos de Allison hasta
que su piel enrojeció y pareció entrar en calor, y después cogió otra toalla
para hacer lo mismo con su larga melena. Sus ojos cansados se entreabrieron
y tras mascullar algo se volvieron a cerrar.
—Charles… —susurró aferrándose a la camisa de Aidan con las pocas
fuerzas que le quedaban.
—Tranquila, ya te tengo, Allison. Te tengo.
Una vez que Aidan consiguió ponerle el camisón limpio la llevó en brazos
hasta la cama y la cobijó bajo las mantas. Solo en ese momento se dio cuenta
de que su propio pelo caía empapado sobre su frente y que estaba tan helado
como ella. Tras secarse, se sentó junto a la cama para observarla. Allison
seguía temblando y el miedo a que pudiera enfermar se hizo muy real. Tocó
su frente con el dorso de los dedos, la temperatura no era demasiado elevada,
pero era muy probable que la fiebre se hiciera presente durante la noche.
Debería haber dado la voz de alarma. Al menos podría pedir una infusión que
la reconfortara. Estaba especializado en dolencias graves y había salvado
vidas, se negaba a que algo tan sencillo como ir a la cocina le supusiera un
obstáculo. Con un candelabro en la mano se dirigió hasta la otra punta de la
casa para hacer una incursión en el reino de la señora White, la cocinera.
Jessica había repuesto las hierbas medicinales, como él le indicó, y le había
comentado que tenían una buena cantidad de ellas, ya que Casandra era muy
aficionada a usarlas no solo para sus ungüentos, sino también en infusiones o
incluso caldos. Tras llegar a la despensa casi de puntillas e intentando no
hacer demasiado ruido, rebuscó entre los frascos ordenados meticulosamente
hasta que dio con lo que buscaba.
—Matricaria camomilla —susurró para sí mismo al dar con un tarro que
contenía manzanilla y siguió buscando y olisqueando los recipientes hasta
encontrar el que buscaba, la corteza de sauce, el ingrediente más eficaz para
controlar la fiebre—. Y corteza de Salix alba. Vamos allá.
Tras avivar los rescoldos casi muertos de los fogones, calentó un poco de
agua con la que preparó la infusión y salió de la cocina asegurándose de que
todo estaba como antes de su llegada. Si alguien le hubiera dicho que iba a
cruzar la mansión de los Craven descalzo y en mangas de camisa, de manera
furtiva, como si fuese un ladrón, y todo por un tazón de manzanilla, jamás lo
hubiera creído. Sonrió al pensar la cara que pondría Leonard Craven si lo
encontrara deambulando por el pasillo, seguro que no desaprovechaba la
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oportunidad de vaciar su escopeta sobre él, y ni siquiera le haría falta saber
que había desnudado a su hermana, que se hallaba inconsciente, para hacerlo.
Cuando llegó al refugio seguro de la habitación de Allison soltó el aire con
fuerza, con el mismo alivio que hubiera experimentado al cruzar el frente de
batalla sin recibir un tiro en el trasero. Se sintió un poco ridículo, había estado
en situaciones mucho más peliagudas que aquella y en ninguna había notado
que su corazón palpitara de esa manera en el pecho. Se acercó a la cama y se
sentó junto a Allison, que se quejó al sentir que el colchón se hundía bajo su
peso.
—Ven, tienes que tomar esto —le pidió con suavidad mientras colocaba
un brazo detrás de su espalda para incorporarla. Acercó la taza a sus labios y
la instó a beber unos sorbos. Cuando ella se negó a seguir bebiendo, depositó
el recipiente sobre la mesita y la dejó acurrucarse de nuevo sobre la
almohada. En un gesto inesperadamente dulce, Aidan posó los labios sobre su
frente para comprobar su temperatura, como su madre hacía con él cuando era
pequeño. Solo que ella no le despertaba ningún sentimiento fraternal ni
inocente; lo que le instaba a actuar así era la necesidad de protegerla y
cuidarla, algo mucho más profundo e intenso que el vínculo normal entre un
médico y su paciente. Podía calcular, tras años de experiencia, que la fiebre le
había subido unas décimas, por ahora no era preocupante, y esperaba que la
infusión la mantuviera a raya.
Aidan no podía apartar sus ojos y su atención de ella. Le retiró el pelo que
todavía tenía húmedo para que no la molestara y lo extendió sobre la
almohada, palpó su frente de manera sistemática cada pocos minutos para
comprobar si le subía la fiebre y estuvo atento a cada pequeña queja o gemido
que escapaba de sus labios. El agotamiento hizo que se recostase junto a ella,
sin esperar que Allison tomara el gesto como una invitación para acurrucarse
contra su cuerpo. Se quedó paralizado, temeroso de hacer cualquier
movimiento que pudiera despertarla, hasta que su coherencia lo instó a
alejarse del cálido contacto de aquella joven. Tenía que ser honesto y, ante
todo, respetuoso con una mujer que no estaba en plenas facultades. En cuanto
intentó levantarse, Allison se aferró a su camisa para que no se separase.
—No, no. No me dejes —rogó temerosa de volver a sentir el vacío que
conocía tan bien, ese que la acompañaba cada noche, que se pegaba a su
cuerpo al amanecer como una segunda piel y del que era incapaz de
deshacerse—. Te necesito.
Aidan cerró los ojos. Nunca había tenido en una estima demasiado alta su
propio control sobre sí mismo. Quería ser frío, profesional; distante, incluso.
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Su trabajo estaba por encima de todo y de todos, y sabía que para eso debía
confiar en su capacidad. El tratamiento de Allison lo estaba poniendo contra
las cuerdas, y su testarudez y su falta de colaboración lo exasperaban ya que
retardaban su recuperación. No podía permitirse fracasar. Su ego no se lo
permitía. O eso quería pensar. Saber que ella lo necesitaba, que se aferraba a
él con todas sus fuerzas, lo hacía sentirse útil por primera vez desde su
llegada.
—No me iré, Allison. —Se recostó de nuevo y ella sonrió con los ojos
cerrados al sentirse arropada por su cuerpo. Como si fuese lo más natural del
mundo, la joven se apoyó en su pecho y rodeó su cintura con el brazo—.
Estaré aquí. Te tengo, y no dejaré que caigas de nuevo.
Ella ronroneó satisfecha y apretó un poco más su abrazo.
—Bésame. —Aidan dejó de respirar al oír su petición y la sujetó del
mentón con suavidad para ver mejor su rostro en la penumbra y asegurarse de
que seguía dormida, o al menos en ese estado de duermevela en el que se
había sumido por culpa del cansancio, el frío y la fiebre incipiente. Sentía su
aliento dulce y cálido tan cerca que sus dedos hormiguearon con una
sensación extraña ante la apremiante necesidad de acariciar su hermoso
rostro. Quería besarla. No era la primera vez que había sentido ese deseo
cuando ella estaba cerca. Siempre conseguía abstraerse lo suficiente mientras
hacía su trabajo, pero en cuanto se desprendía de la piel del doctor Simpson,
con sus prejuicios y sus restrictivas normas, cuando solo quedaba Aidan, todo
se complicaba y el deseo acicateaba sus sentidos. Sabía que no la besaría en
ese estado, pero imaginar cómo sería lo torturaba—. Bésame, Charles.
El jarro de agua fría hizo su efecto de manera inmediata y un sudor frío
recorrió la piel del médico, como si estuviese a punto de despegarse de su
carne. Miró el rostro de Allison y solo entonces se percató de que no había
descanso en él. Calibró la idea de no sacarla de su error, de mantener aquella
ilusión hasta que el sol alumbrara de nuevo la dura realidad, pero de qué
serviría.
—Charles ya no está, Allison. Se fue, y no volverá.
En el sopor que la abrazaba ella emitió una especie de sollozo y unos
instantes después su respiración se volvió más regular. Se había dormido
profundamente, al fin. Aidan tocó su frente para comprobar, aliviado, que su
temperatura era normal, y sin poder evitarlo deslizó los dedos con ternura por
su mejilla. Su expresión, ahora sí, reflejaba paz.
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Capítulo 10
— Suelta esa cosa de una vez —dijo Allison con voz avinagrada.
Casandra la ignoró y continuó observando con curiosidad científica la
bota ortopédica que Simpson había encargado. Giró la parte que debía cubrir
el tobillo y vio que el mecanismo articulable era suave y estaba ensamblado
de manera impecable.
—He visto algunas parecidas, pero nunca ninguna tan bien hecha.
—¿Quieres decir que estás de acuerdo con Simpson? ¿Quieres que
deambule por la casa con esa cosa chirriando a cada paso? Todos pensarán
que soy un monstruo.
—No chirría —expuso Cassie mientras volvía a mover la articulación
para demostrarlo—. Y los materiales son de primera calidad. ¿Has visto qué
suaves son las correas? Y me parece muy cruel que tú misma uses ese
calificativo, Alli. Y para tu información, no eres la única en el mundo con un
problema. Hay muchas personas que por accidentes o enfermedades tienen
que usar estos elementos, y están agradecidos de que haya algo que les haga
la vida más fácil. Es cruel que uses la palabra «monstruo».
Allison estaba a punto de disculparse cuando Leonard entró en la
habitación con una sonrisa encantadora y su energía habitual. Besó a su mujer
en la mejilla como si no acabara de desayunar con ella unos minutos antes, y
le quitó la bota de las manos para observarla con detenimiento.
—No se ve tan mal como la pintas, hermana. Seguro que te acostumbrarás
a llevarla y luego no podrás quitártela.
Allison hizo un puchero y Casandra le dio un codazo a su marido por su
falta de tacto. Leo la miró confundido, sin saber qué había dicho que resultase
tan inoportuno.
—¿Tenéis algo importante que hacer? —preguntó frotándose las manos
con energía—. Hay un mercado ambulante en el pueblo y seguro que hay
cosas interesantes donde gastar unas monedas. Hay puestos de comida, telas,
libros… ¿Os apetece?
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—Por supuesto que sí. Iremos encantadas —contestó Casandra,
ilusionada—. Mi tía Meredith está tejiendo ropita para el bebé y me encargó
algunas cosas, en la tienda de Todd no hay mucha variedad.
—Buenos días. Espero no interrumpir. —Todos desviaron la mirada hacia
Aidan, que se detuvo en la puerta esperando a ser invitado a pasar.
—Buenos días, doctor Simpson —saludaron todos a la vez.
—Hablábamos sobre el mercado ambulante que estará en el pueblo unos
días. Hemos pensado que sería buena idea ir, usted dijo que a Allison le
vendría bien dar un paseo.
—Bueno, me refería a algo un poco más tranquilo, pero si a ella le
apetece…
Simpson clavó sus ojos en Allison que, a pesar de lo que había pasado la
noche anterior, tenía buen aspecto; no como él, que presentaba unas oscuras
ojeras bajo sus ojos verdes. Apenas se había permitido dormir más que unas
pocas horas, velando el sueño tranquilo de Allison. En cuanto el cielo empezó
a clarear se escabulló como un ladrón, lo último que quería era que un
escándalo dinamitara por los aires su vida y la de los Craven. A pesar de su
buen aspecto pudo detectar la inseguridad en su mirada.
—Yo… en realidad… —Allison titubeó sin saber qué debía hacer.
Por un lado la idea de mezclarse entre el bullicio alegre de la gente y los
comerciantes, ojear telas y encajes, y oler la comida de los puestos le
resultaba tan tentador que dolía. Pero era algo que no se podía permitir, no
estaba preparada para que la gente la observara minuciosamente,
escudriñando sus gestos, diseccionándola para luego poder cuchichear durante
días y semanas sobre su penoso estado. Pobrecita Allison. La sola idea la
enfermaba. Intentó buscar una excusa, era tan fácil como decir que su pierna
dolía.
—Disfrute del paseo, señorita Craven —dijo el doctor con un leve
asentimiento de cabeza, dándole el leve empujón que necesitaba.
—Doctor, habíamos pensado que podría acompañarnos. —Casandra miró
a su marido, instándole a reafirmar la invitación.
—Sí, justo acababa de decirlo —mintió Leonard con una sonrisa—. ¿Por
qué no invitamos al doctor a acompañarnos?
—Qué amable —dijo Aidan con sarcasmo.
—Verá, acompañar a una mujer de compras es una empresa ardua que
requiere grandes dosis de paciencia. Pero acompañar a dos… eso es algo
serio. Aunque solo sea por camaradería masculina debería acompañarnos.
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—Pensándolo mejor… quizá no sea buena idea. Os entorpeceré y no
podréis disfrutar de la mañana —se excusó Allison.
—No diga tonterías. —Se adelantó Simpson, aunque los demás también
pensaban lo mismo—. Al menos inténtelo, puede caminar, y cuando se canse
puede usar la silla de ruedas.
—Claro, Allison. Hace un día estupendo, será divertido. —Leo sonrió,
aunque su rostro estaba tenso, sabía que si insistían demasiado ella se cerraría
en banda. Podía ver la reticencia en los ojos de su hermana, pero también
podía ver algo que había echado de menos durante años. Ganas.
—Te ayudaré a escoger un sombrero —añadió Casandra sin darle tiempo
a negarse.
Y Allison simplemente se dejó llevar.
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—Simpson, ¿podría ayudar a Allison mientras me adentro en el fabuloso
mundo de la pasamanería?
—Adelante. —Sonrió de medio lado y se dispuso a relevarlo.
Miró de soslayo a Allison y pudo percibir que su rostro seguía tenso, sin
obviar el hecho de que sus dedos se clavaban en su antebrazo como si fueran
garras.
—¿Está bien?
—No lo sé. Me siento como si fuera un animal de circo —admitió
mientras saludaba con la cabeza a dos señoras mayores con las que se
cruzaron y que la observaron con curiosidad—. No soporto ser el centro de
atención.
Aidan miró alrededor, y tuvo que reconocer que ella tenía razón. Algunos
de los presentes la miraban con disimulo y otros más descarados lo hacían
abiertamente, sin privarse de cotillear.
—Usted es una mujer fuerte, Allison. ¿De veras se va a dejar intimidar
por lo que piense de usted gente que ni siquiera le importa?
—Es difícil.
—Posiblemente no lo hagan por maldad. Solo la miran porque llevan
mucho tiempo sin verla, apuesto a que si viniera al pueblo a diario nadie le
prestaría atención.
—Supongo que tiene razón, pero no me siento con ánimos de hacer la
prueba. —Su sonrisa fue efímera, pero bastó para iluminar un poco su cara.
Se detuvo frente a un tenderete en el que había expuestos materiales de
dibujo, plumas y papeles de todos los tamaños y colores posibles. Allison
quedó fascinada por unos papeles para cartas tan delicados que parecían una
obra de arte. En las esquinas tenían dibujados ramilletes de flores tan bien
hechos que parecían reales. Se los acercó al rostro y se sorprendió al
comprobar que además estaban perfumados con agua de rosas.
—Qué maravilla —susurró para sí misma.
—Señorita, tiene buen gusto. Le haré buen precio y será la envidia de los
destinatarios de sus cartas. No hay papel más elegante que este. —El
vendedor extendió frente a ella varios pliegos más para que admirara cómo
estaban confeccionados, y Allison sonrió mientras acariciaba uno con
pequeñas violetas.
—Pónganos este. ¿Le gusta alguno más? —Se interesó Simpson sacando
varias monedas de su bolsillo.
—¿Qué hace? —preguntó azorada mientras el vendedor preparaba el
encargo—. No puede hacerme un regalo, no sería apropiado.
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—Su hermano me paga generosamente. Técnicamente es como si lo
pagase él. ¿Se queda más tranquila?
El doctor cogió el envoltorio que le tendió el comerciante y continuaron
paseando en dirección al centro de la plaza.
—No debería haberlo hecho, doctor. Además, no tengo a quién escribirle.
—No la creo.
—Es la verdad. Tenía varias amigas en el pueblo y sobre todo en el
internado, que era donde pasaba la mayor parte del tiempo. Pero cuando… me
recluí perdimos el contacto. No las culpo, fui yo la responsable. La mayoría
me escribieron varias veces hasta que se cansaron de no obtener respuesta.
—Pues como su médico que soy, le ordeno que use este papel para
enviarle una misiva a todas aquellas personas que se preocuparon por usted.
Al menos a las que lo hicieron con sinceridad.
—Dudo que me contesten, han pasado muchos años.
—Imagine que escribe diez cartas. ¿Sabe cuántas respuestas recibirá si no
las envía? Ninguna. Pero si las manda puede que alguien le conteste. Puede
que solo sean seis personas, o tres o dos. Pero aunque solo reciba una de
vuelta, ya habrá merecido la pena. —Ella sonrió con la vista perdida en un
punto indefinido—. Ha permanecido encerrada en una burbuja mucho tiempo,
pero ahora que está empezando a sentirse mejor no estaría de más abrirse al
mundo. Sé que puede hacerlo.
—Es usted muy optimista.
—No lo soy, solo sé que es más fuerte de lo que piensa.
Avanzaron unos metros en silencio y un olor dulzón los atrajo de
inmediato.
—Manzanas cubiertas de caramelo. No recuerdo cuándo fue la última vez
que comí una. ¿Le apetece? —preguntó él encaminándose hacia el puesto de
comida.
—¿No cree que somos un poco mayores para una manzana con caramelo?
—Nunca se es demasiado grande para un buen dulce. Mi padre me llevaba
a un puesto que había cerca de Hyde Park los domingos, nos comprábamos
una manzana y nos sentábamos en un banco a degustarla tranquilamente.
Cuando cumplí catorce años me creía todo un hombre y me pareció un poco
infantil seguir haciéndolo. Dejé de ir con él, pero mi padre siguió yendo todos
los domingos a nuestro banco, sin mí. Cuando murió un par de años después
me sentí tan culpable… Había desperdiciado todos esos domingos, todas esas
manzanas. Por eso, cada vez que encuentro uno de esos puestos ambulantes,
me pido una a su salud.
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—Lo siento. ¿Tiene más familia?
—Sí, mi hermana ha enviudado hace poco y se ha trasladado a mi casa
con mis tres sobrinos. Cuando llegue a Londres probablemente no queden ni
los cimientos, son verdaderos terremotos.
—Supongo que nunca se ha casado. La medicina es una amante exigente,
¿verdad?
Aidan pagó las manzanas y le ofreció una en silencio, y Allison intuyó
que no debería haber preguntado algo tan personal. Cuando ya pensaba que
no le iba a contestar, él habló con tono neutro.
—Estuve casado. Ella falleció.
El ambiente pareció ensombrecerse como si un gran nubarrón se hubiese
cernido sobre ambos mientras el resto del mundo, ajeno a aquella tormenta
inesperada, seguía disfrutando de la calidez del sol de verano. Allison fingió
que no había pasado nada y mordió su manzana, pero le supo muy amarga.
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Capítulo 11
A
—¿ llison? —Ambos se detuvieron al oír su nombre y una chica rubia de
mejillas sonrojadas se acercó hasta ellos con una sonrisa radiante—. Dime
que no me engañan mis ojos.
Antes de darle tiempo a reaccionar la abrazó con tanta fuerza que estuvo a
punto de perder el apoyo y caer, pero Simpson la sujetó con discreción para
que mantuviera el equilibrio.
—Prudence… —susurró visiblemente emocionada.
—Estás preciosa. No sabes cuánto me alegra ver que estás bien.
Allison se preguntó si realmente estaba bien, la gente pensaba que sí, al
menos esa era la imagen que proyectaba, y quiso saber si las heridas que no se
veían cicatrizarían del todo algún día.
—Yo también me alegro de verte. Permíteme que te presente al doctor
Simpson, él es quien me está cuidando en estos momentos.
—Pues me tomo la confianza de darle las gracias por ello —dijo con
soltura mientras se saludaban de manera cortés—, Allison tiene muy buen
aspecto.
—Sigues igual de zalamera —bromeó sonrojándose—. Pero cuéntame,
¿qué tal te va todo?
—Muy bien. —Prudence miró hacia atrás buscando a alguien con la
mirada y al fin le hizo un gesto a una doncella que llevaba un precioso niño
rubio de la mano—. Este es Jack, mi hijo. Jackson y yo nos casamos hace
cuatro años y Jack nació el año siguiente.
—Es muy guapo, se parece a ti —la halagó con lágrimas en los ojos,
dándose cuenta de que Simpson tenía razón, el mundo no se detenía. Se
preguntó cuántas cosas se había perdido.
—Allison, ahora tengo que irme, Jackson me espera. Pero por favor, ven a
verme cuando te apetezca. Sigo viviendo en mi casa, nos mudamos ahí
cuando mi madre murió.
—No sabía que había muerto, lo siento.
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—No te preocupes, han pasado muchas cosas. —Prudence volvió a
abrazarla, esta vez con menos euforia y más ternura—. Te he echado de
menos.
Allison la miró mientras se perdía entre la gente con su hijo de la mano.
Durante todos sus años de aislamiento apenas se había acordado de la gente a
la que había dejado atrás, entre ellas a Prudence, una de sus mejores amigas,
una chica alegre y noble que le habría abierto sus brazos sin dudar para darle
consuelo. Pero Allison no había querido apoyo, solo autocompasión. Y sin
embargo, de manera incomprensible, el sentimiento de añoranza que debería
haber sentido durante cinco años cayó sobre ella de golpe. El peso de su
conciencia la hizo tambalearse levemente y Simpson apoyó una mano en su
cintura.
—Estoy bien, no se preocupe, doctor.
—Ahora no estamos en consulta. Sería mucho pedir que me llamara
Aidan, supongo.
—Aidan. Es bonito.
Él sonrió y estuvo a punto de contradecirla. Lo único digno de llamarse
«bonito» en aquella cálida mañana de verano era su sonrisa, el brillo de sus
ojos azules y la forma en la que su sencillo vestido blanco resaltaba el sonrojo
de su piel. Aunque ese adjetivo se quedaba muy corto.
Allison se preguntó quién era ese hombre guapo y atento que la
acompañaba y le servía de sostén con amabilidad. Simpson no parecía la
misma persona estricta y déspota que le ordenaba cómo se tenía que
comportar y qué tenía que sentir. Lo vio disfrutar de su manzana con
caramelo como si fuera un niño sin importarle que la gente lo mirase, y se
mostró solícito y locuaz todo el tiempo. Parecía haberse librado de un enorme
peso e incluso parecía más joven. Disminuyó el ritmo de sus pasos al sentir un
pinchazo en su pierna y él lo notó al instante. Simpson estiró el cuello
intentando localizar a Leonard y Casandra entre la gente, pero no estaban a la
vista.
—Necesita descansar, quizá nos hemos confiado demasiado.
—Puede ser, pero no se preocupe, creo que puedo llegar al carruaje
—afirmó sin mucho convencimiento, al pensar en el trayecto que la esperaba.
Había estado tan a gusto que no se había dado cuenta de lo cansada que
estaba.
Aidan la guio a través de la gente hasta que salieron de la plaza por el lado
opuesto por el que habían llegado y se dirigió hacia una zona arbolada unos
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metros más allá. En cuanto Aidan calculó que no podían verlos desde el
mercado la cogió en brazos, sin atender a sus quejas.
—Santo Dios, ¿cómo se le ocurre? —se quejó Allison en cuanto él la dejó
sobre un banco de piedra colocado bajo un árbol al borde del camino.
—Lo primero es lo primero, y dudo que alguien pueda vernos.
Allison miró a su alrededor. Desde allí se veía la plaza y cuando la brisa
daba una tregua a las ramas de los árboles se escuchaba el murmullo de la
gente. Pero estaba lo bastante elevada para que los árboles que bordeaban el
lugar los ocultaran. Mientras Aidan se quitaba la chaqueta y se arrodillaba
frente a ella, sin importarle arruinar sus pantalones manchándolos de tierra o
de hierba, se permitió disfrutar del paisaje que los rodeaba, del sol que se
filtraba entre los tilos y de la hierba alta que se extendía hasta donde llegaba
la vista.
El doctor la miró y vio en ella la misma admiración que él mismo sintió
cuando descubrió aquel sitio. Fue el día que llegó a Snowfields, cuando al ver
que el carruaje que debía recogerlo para llevarlo hasta Richter Manor se
retrasaba, y entonces decidió dar un paseo por los alrededores.
—Allison.
Ella lo miró y se quedó fascinada. El pelo oscuro y rizado que siempre
llevaba peinado hacia atrás se había rebelado y caía sobre su frente, y sus ojos
se veían mucho más verdes, iluminados por la luz del sol que se filtraba entre
las ramas. Tuvo que cerrar las manos con fuerza para contener las ganas de
retirar su cabello con una caricia.
Aidan sujetó el ruedo de su falda para pedirle permiso y ella asintió.
Tragó saliva, sentía la boca seca y las manos le temblaban. No iba a hacer
nada que no hubiera hecho una docena de veces antes, pero esta vez era
diferente y ambos podían notarlo en el ambiente cargado de energía que los
rodeaba. No estaban en su habitación, tan pulcra y aséptica como una consulta
de hospital; y ellos no eran los mismos que cada mañana se encontraban allí,
fríos y lejanos. Sin más pretensión que la de ayudarla, Aidan levantó su falda
y sus finas enaguas hasta la rodilla, y le quitó el botín de piel con cuidado.
Con movimientos lentos palpó su tobillo y ella dio un respingo provocado por
el dolor. Maldijo de impotencia al no poder curarla del todo, pero al menos
intentaría aliviarla. Sus dedos ascendieron con lentitud hasta su rodilla y se
esforzó para no mirar su rostro, aunque podía percibir su respiración agitada y
vio que apretaba la tela de su vestido con fuerza. Sujetó el borde de la media y
comenzó a arrastrarla despacio hasta que su pierna quedó expuesta. Aidan no
recordaba haberse excitado nunca mientras atendía a una paciente, no lo
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hubiera permitido, pero en este momento los límites entre ellos se habían
desdibujado, y la emoción lo sacudió con fuerza, aturdiéndolo. Deslizó las
manos por su tobillo, subió y bajó con suavidad, y continuó su camino hasta
llegar de nuevo a la rodilla. Buscó a tientas el lugar en el que la media había
dejado marca, acariciándola con el pulgar, y Allison dejó escapar un suspiro
entrecortado que fue a clavarse directamente en su pecho. Aidan se paralizó
un instante cuando ella tiró de su falda hacia arriba, dejando la tersa y perfecta
piel de sus muslos al aire, en una clara invitación. Su moral gritaba que debía
parar esa locura, pero en ese momento su cuerpo llevaba el mando de lo que
estaba ocurriendo, y se negaba a detener la magia que había surgido por sí
sola. Las yemas de sus dedos continuaron su tortuoso recorrido ascendente
con un roce suave por el interior de sus muslos, percibiendo el calor acogedor
que lo esperaba al final del camino. La acarició por encima de su ropa interior
hasta que alcanzó la unión cálida y acogedora entre sus piernas, y su corazón
comenzó a bombear tan fuerte que creyó que moriría si ella le pedía que se
detuviera.
—Allison, necesitó tocarte —susurró con la voz entrecortada.
Ella asintió y le permitió que tirase de sus calzones hasta bajarlos casi por
completo.
No podía pensar con claridad, ni quería hacerlo. Solo deseaba sentir que la
vida volvía a fluir por sus venas. Cerró los ojos y apoyó su frente en la de
Aidan, que continuaba arrodillado frente a ella. Los dedos masculinos
volvieron a reanudar sus caricias, y cuando llegaron a su intimidad ella no
pudo contener un gemido. Su boca entreabierta intentaba llenar sus pulmones
de aire, pero la excitación le apretaba el pecho y hacía que su piel y su sangre
ardieran. Con movimientos suaves e intensos, Aidan la tocó, presionando,
trazando círculos y llenándola con sus dedos, mientras Allison tensaba las
piernas y movía las caderas en un intento desesperado por alcanzar el placer.
Cuando las sensaciones se arremolinaron en su interior y estallaron,
haciéndola temblar, ella se aferró a Aidan como si su cuerpo necesitase un
firme agarre para mantenerse en este mundo. Tras permitirse unos segundos
para recuperar su respiración, el doctor Simpson se dispuso a ayudarla a poner
todo en orden y recuperar la serenidad de la que siempre hacía gala. No hacía
falta hablar, los dos sabían que aquello no debería haber ocurrido, y pensaban
fingir que había sido así.
—Iré a buscar el carruaje.
Tras esa breve frase se marchó a grandes zancadas y ella permaneció allí
sentada, con los músculos laxos y la sangre bullendo todavía por sus venas.
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Esta vez sí que tenía ganas de gritar; y en cuanto estuvo segura de que Aidan
no podía oírla, lo hizo con todas sus fuerzas.
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Capítulo 12
P
— ero ¿desde cuándo crees en brujerías y pitonisas, Casandra? —preguntó
Allison tras dejar la taza de té sobre el plato. Ojeó las porciones de pasteles de
diferentes clases que había en el plato y eligió el que tenía un relleno más
jugoso. Sabía que cuando naciera el bebé echaría de menos esos ratos de
conversación, sentadas en la mesita de forja de la terraza sin prisas—. Cómo
había extrañado los dulces de tu tía. ¿Seguro que no quiere trasladarse a vivir
aquí?
—Créeme que lo he intentado, pero ella es un hueso duro de roer.
—Casandra se acarició la barriga al notar el movimiento de su hijo y durante
unos segundos guardó silencio mientras observaba el jardín que se extendía
frente a ellas—. En cuanto a las videntes, no es que crea demasiado en ellas.
Pero esa zíngara era distinta, me impresionó. Me entregó una piedra y me dijo
que la guardase para que me protegiera del mal de ojo.
—¿Y quién te va a echar mal de ojo aquí? ¿Crees que hay alguien con
tanto poder para eso?
—Pues no lo sé. Eso no es lo relevante. Me miró con esos ojos tan
extraños de color violeta, como si pudiese ver a través de mi alma, y me dijo
que mi hijo tenía mucha suerte porque tanto en el cielo como en la tierra había
mucha gente que lo amaría y lo cuidaría. —Allison no pudo disimular que
aquello le pellizcó el corazón y sus ojos se humedecieron—. Me dijo que
sería un varón fuerte y sano, y que nacería dentro de dos semanas. Ah, y que
pronto habría muchos más correteando por la casa.
—¿Muchos? ¿Cuántos son muchos? ¿Tres, ocho?
—¿Ocho? A no ser que tú estés dispuesta a colaborar teniendo alguno, no
creo que sea una opción viable.
—¿Yo? —preguntó Allison con cara de horror—. No veo cómo…
La afirmación, aunque no fuera más que una broma, la había dejado
descolocada, y comenzó a jugar con la cucharilla del té hasta que Casandra
sujetó su mano con delicadeza.
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—Allison, no puedes seguir perdiéndote lo mejor de la vida. Has sufrido,
te has tomado tu tiempo para sobrellevar el dolor de la única manera en la que
has sabido hacerlo. Acertada o no, ha sido tu manera. Pero ahora ha llegado el
momento de que cojas las riendas y salgas de esa urna de cristal que te
protege.
—No es tan sencillo. El mundo ha seguido girando sin mí, y ahora no sé si
tengo espacio en él.
—Si no lo hay, entra a empujones y haz tu propio hueco. Tienes entereza
y fuerza, más de la que tú misma piensas.
—El doctor Simpson dijo esas mismas palabras, pero no sé si tenéis
razón.
—El doctor Simpson… —Casandra miró a su cuñada con una sonrisa
cómplice y ella se sonrojó—. Os vi muy bien avenidos mientras paseabais por
el mercado. A mí no me engañas, Allison. Sé que no lo detestas tanto como te
empeñas en mostrar.
—Yo… no sé a qué te refieres. Solo fue amable conmigo y me regaló
unos pliegos de papel para cartas. No hay nada malo en eso.
—No, no hay nada malo. Schh, calla. Viene por ahí —la advirtió
Casandra, señalando con disimulo con la cabeza el camino que llevaba a la
casa de invitados.
Allison estuvo a punto de suspirar al verlo. Vestía un traje de color crema,
botas altas y su cabello estaba pulcramente repeinado hacia atrás. Recordó el
tacto de ese pelo fuerte entre sus dedos y su estómago dio un salto en su lugar.
—Buenos días, señoras —saludó al llegar hasta ellas, que le
correspondieron al unísono.
—Siéntese y tome algo. Le advierto que los pasteles de mi tía son
excepcionales.
—No quisiera interrumpirlas —se excusó él, visiblemente incómodo. Ya
había intimado demasiado el día anterior, en más sentidos de los que había
creído posibles, y no pensaba que le beneficiara lo más mínimo seguir
haciéndolo.
—Acompáñenos —se aventuró a decir Allison, disfrutando de la
sensación de llevarle un paso de ventaja—. De hecho, estábamos comentando
que el bebé de Casandra pronto estará aquí. Es una suerte tener un médico en
casa.
—No es mi especialidad —la cortó con tono seco y tan tenso como las
cuerdas de un violín—. Disfruten del desayuno; si me lo permite, mientras
prepararé el material para la consulta.
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—¿Material? Solo hay unos cuantos botes de ungüento. ¿Piensa
ordenarlos por orden alfabético? —preguntó Allison de mal humor cuando se
aseguró de que él no podía oírla.
—Parece que el comentario no le ha hecho mucha gracia, supongo que no
querrá atribuirse más responsabilidades de las que ya tiene.
—Ya te dije que es muy desagradable. Cualquier otro doctor se hubiese
ofrecido a ayudarte aunque solo fuera para que te quedases más tranquila.
—Quizá tenga razón y nunca haya estado presente en un parto.
—Quizá.
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qué hacer con ellas, y su padre le enseñó ese truco, el mismo que él usaba
cuando estaba en un juicio.
—¿Le apetece pasear?
Ella asintió, y apoyándose en un bastón y valiéndose de los muebles para
sostenerse, se acercó hasta la mesa. Aidan quiso ayudarla, pero se detuvo, ella
tenía que aprender a valerse por sí misma. Cuando llegó a la mesa tocó con un
poco de recelo el armazón de metal y cuero de la bota ortopédica.
—Es bastante pesado —señaló sin ánimo de obtener respuesta.
—Puedo pedirle a mi colega que intente mejorarla. —Su voz sonó
demasiado próxima y Allison se percató de que se había acercado hasta
pegarse a su espalda, para mirar por encima del hombro lo que hacía.
Estaba tan cerca que el olor de su colonia llegó hasta ella, y cerró los ojos
para contener el anhelo y el deseo de dejarse vencer y apoyar la espalda en su
pecho. Era extraño sentir eso, una conexión invisible que hacía que el aire
entre ellos vibrara.
—Allison…
Su voz sonó ronca y suplicante, y ella no supo qué le pedía. Habían
sobrepasado una línea roja y ahora ambos tendrían que poner todo su empeño
para contenerse, pero la empresa era tan difícil como detener el curso de un
río con las manos.
Aidan acercó su rostro al pelo de Allison y deseó sumergirse en su larga
melena, cubrirse con ella, que sus mechones lo ataran a su cuerpo como si
fuesen una cadena. La deseaba, y el encuentro del día anterior había sido el
pistoletazo de salida a una pasión que debía retener y olvidar.
—Está bien —dijo ella confundiéndolo—. Lo probaré, pero si no estoy
cómoda lo hará desaparecer de mi vista.
—Por supuesto —asintió con una sonrisa de satisfacción, sorprendido de
la emoción que sentía al ver que ella aceptaba.
Aidan la cogió en brazos y la condujo hasta uno de los sillones. Sujetó su
pie izquierdo y con delicadeza deslizó la mano por su pierna, convenciéndose
a sí mismo de que era necesario, que no lo hacía porque le urgía sentir su
calor. Levantó el rostro hacia el de Allison y sus labios entreabiertos y sus
ojos expectantes le resultaron una invitación más que tentadora. Carraspeó y
se centró en lo que debía hacer: comportarse como un médico decente.
Había que reconocer que la bota estaba confeccionada por alguien muy
diestro en el asunto, ya que se ajustaba a las medidas de Allison a la
perfección. Estaba tensa, no podía evitarlo, y no solo porque sentir los dedos
de Aidan sobre ella resultaba enloquecedor. Aquello suponía un cúmulo de
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emociones muy distintas: inseguridad, recelo y la más aterradora de todas, la
esperanza. Aidan colocó el armazón de metal alrededor de su pierna y ajustó
las correas de piel con firmeza. Unas almohadillas ayudaban a que el metal no
se clavara sobre su carne y una fina tira de cuero la fijaba al talón. Ella miró
su pierna y sin poder evitarlo una lágrima resbaló por su mejilla.
—Debemos avanzar en su curación, Allison. Si esto no funciona…
—Si no funciona… —Su mirada reflejaba sus dudas y sus miedos.
Durante años ella se había acostumbrado a su rutina, asumiendo que no podría
cambiarla. La confianza que mostraba el doctor Simpson en su capacidad
como médico le había insuflado un soplo de ilusión, asumir que solo se
quedaría en eso era un nuevo jarro de agua fría.
—Habrá que valorar otras posibilidades.
—¿Las hay?
—Como último recurso. Su tobillo no soldó bien. Al palpar el hueso se
percibe que no está en su sitio. De ahí los terribles pinchazos y la rigidez del
pie. Ha ganado en movilidad y fuerza estos días, usted misma puede notarlo,
y con la bota ortopédica también mejorará. Pero no puedo hacer nada para
aliviar el dolor, y cuanto más ande más le dolerá.
—Y ¿cuál es esa última opción? —preguntó ella sin saber si quería
escuchar la respuesta.
Aidan se incorporó y la miró en silencio unos segundos. Su ceño parecía
más profundo que nunca y sus ojos se veían intensos y comprensivos.
—Una operación. Habría que abrir… volver a separar el hueso y colocarlo
como debió hacerse en el primer momento. Hasta que no abramos no
podremos saber el alcance del problema y qué posibilidades hay de que salga
bien. Allison, ojalá pudiera ver a través de su piel y…
Ella suspiró y movió la cabeza, dando la conversación por zanjada, y le
tendió una mano para que la ayudara a levantarse. Una operación implicaba
una herida abierta, más cicatrices y más dolor, y nadie le aseguraba que fuera
a funcionar. Sabía que mucha gente había muerto por cosas mucho más leves,
y la posibilidad de una hemorragia o una infección era muy presente. Aidan
sujetó su mano para ayudarla a ponerse de pie y se mantuvo pegado a ella
dándole tiempo para acostumbrarse al peso y la sensación de la bota
ortopédica.
Allison tenía miedo de moverse y perder el equilibrio, y no solo eso,
perder el firme punto de apoyo que Aidan Simpson suponía en todos los
sentidos. Apoyó una mano en el ancho pecho masculino y se dio cuenta de
que temblaba. Él la cubrió con la suya y ella percibió a través de su camisa de
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lino que su corazón latía desenfrenado. Levantó la vista para ver sus ojos
verdes, se hallaban tan cerca que sus bocas estaban a punto de rozarse. Sus
respiraciones agitadas se confundían en aquel ambiente espeso y cargado de
tensión que los rodeaba, atrapándolos, gritándoles al oído que no eran ni tan
fuertes ni tan distintos como querían pensar.
—No la dejaré caer.
Aquello sonó a promesa y ella la aceptó como si fuese una verdad
absoluta. Juntos comenzaron a dar los primeros pasos dentro de la habitación.
Al principio ni siquiera sabía cómo debía apoyar el pie en el suelo, como si
hubiese olvidado cómo caminar. La presión de los hierros y las tiras de cuero
no era lo que se dice agradable y le impedía realizar algunos movimientos de
forma relajada. Pero de eso se trataba, de reconducirla. Cuando se sintió un
poco más segura, y sin soltar el brazo de Aidan, se aventuró a salir a la
terraza.
—Deberá llevar los dos bastones al principio, o caminar con la ayuda de
alguien. Veremos cómo evoluciona.
Ella no lo escuchó. Había salido por esa misma puerta acristalada que
daba al jardín miles de veces, de día y de noche. Y nunca había notado la
sensación de libertad que la embargaba en este momento. Cuando sus pies
pisaron la terraza de baldosas y el sol incidió sobre su cara, sonrió como si
fuese la primera vez, como si aquel pequeño paso fuera el primero para
comenzar una vida diferente. Simpson había sido sincero. No las tenía todas
consigo, pero se sentía valiente por haberse colocado aquel artefacto y al
menos intentarlo.
A los pocos minutos comenzó a caminar con más soltura. Al menos, toda
la soltura posible teniendo en cuenta las circunstancias.
—No debemos forzar demasiado las cosas.
Allison se preguntó a qué se refería exactamente con aquello, si a su
pierna o a «otras cosas». Prefirió no indagar. Se sentía llena de fuerza esa
mañana y no sabía muy bien por qué razón. La idea de operarse era algo que
la aterrorizaba, y si para evitarlo tenía que recorrer toda su finca con aquella
cosa hasta que su pierna se fortaleciera, lo haría. Llegaron a un cenador de
estilo gótico con altas columnas talladas en mármol que terminaban en arcos
ojivales y un techo coronado por unas vidrieras de colores con forma de
roseta. El centro del espacio lo ocupaba un banco redondo también tallado en
mármol, cuyo centro lo adornaba un gran macetón con forma de copa. Aidan
la cogió en brazos para salvar los altos escalones y la depositó con cuidado en
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el banco. Pudo observar que una gota de sudor resbalaba por su frente y que
estaba sonrojada, y temió haberse excedido.
—Descansaremos un poco antes de volver. ¿Cómo se siente?
—Bien, creo que no me romperé. —Él sonrió ante su respuesta mientras
observaba la estructura del cenador—. Es uno de los caprichos
arquitectónicos de mi madre. Por suerte mi padre no era muy proclive a
hacerle caso o se hubiera arruinado con tanto exceso.
—Es… hermoso. Y un verdadero desperdicio. Aquí nadie podrá
admirarlo.
—Ni siquiera mi madre, que procura pasar el menor tiempo posible aquí,
cosa que agradezco.
—Tengo entendido que no se lleva muy bien con ella.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó Allison arqueando una ceja por la
sorpresa.
—Tengo mis fuentes.
—Mi madre es… muy diferente a mí. Cuando era joven le di bastantes
quebraderos de cabeza, no había nada que me produjera más satisfacción que
llevarle la contraria. Cuando ocurrió lo de Charles sintió que había fracasado.
Yo la libré de su penitencia diciéndole que no la necesitaba, y al principio no
le sentó bien. Pero estoy segura de que, después de haber pasado su vida
cuidando a su marido y sus tres hijos, se sintió liberada. Su presencia no me
hacía bien. Ella era un recordatorio constante de lo que había ocurrido.
—¿Ella se opuso a la relación?
—Todos lo hicieron, Leo fue el que más herido se sintió porque Charles
era su mejor amigo. ¿No es absurdo? —Allison bufó y soltó una risa triste que
acabó ahogada por un sollozo. Aidan quería consolarla, pero sabía que ella
necesitaba hablar de ello y la dejó continuar—. Los odié tanto. Me odié tanto
a mí misma…
—Fue un accidente.
—Un accidente que no habría ocurrido si todos hubiéramos hecho las
cosas de otra manera.
—No se castigue por ello. No tiene sentido hacerlo por algo que no se
puede cambiar, y lo que es más importante, en lo que usted no tuvo nada que
ver.
Allison bajó la mirada y durante unos minutos interminables su vista se
entretuvo en repasar las grietas que el tiempo había hecho en las baldosas de
mármol gris.
—Sabía que era usted.
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Aidan la miró confuso sin saber a qué se refería.
—Aquella noche —continuó sin mirarlo, esta vez con la vista perdida en
la arboleda que se extendía más allá de los límites del cenador—. Sé que fue
usted quien me recogió y quien me cuidó. —Al fin se atrevió a mirarlo y
esperó a que él dijera algo, lo que fuese. Pero Aidan no sabía qué podía decir
que lo mantuviera indemne—. En el fondo sabía que eran sus brazos los que
me rodeaban y su voz la que me susurraba que todo iba a estar bien. Charles
lo decía muy a menudo. «Todo va a estar bien, Allison». Lo echo de menos, y
fantasear con la idea de que era él quien me acunaba me valió en ese
momento para sentirme mejor. Me reconfortó.
Aidan se sentó junto a ella y sus miradas se conectaron de inmediato.
Apartó uno de los brillantes bucles del color del oro que rozaba su mejilla y
con delicadeza lo colocó detrás de su oreja.
—Lo haría otra vez, la cuidaría otra vez.
—¿Cómo lo supo? Que estaba en el jardín, bajo la lluvia.
—Intuición. —Sonrió al ver que ella arrugaba la frente sin creerlo en
absoluto.
—Y su intuición lo lleva a pasear por el jardín en la oscuridad y con
semejante tiempo. Tengo veintidós años, doctor. No me trago los cuentos así
como así.
—Está bien. No es la primera vez que la he visto dirigirse a los establos.
Imaginé que esa noche también iría, no podía meterme en mi cama sin más y
rezar para que no hubiese sido tan temeraria para salir en una noche así.
—Me siento bien allí. Es lo que más anhelo, montar a caballo. ¿Cree que
podré hacerlo algún día?
—No lo sé, Allison. Me gustaría poder decirle que sí.
—Gracias. Por su sinceridad. Y por lo de esa noche. No sé qué habría
pasado si usted no hubiese aparecido.
—No tiene importancia. Soy su médico, debo velar por su bienestar.
Aunque si quiere seguir con sus paseos nocturnos se me ocurren un par de
cosas interesantes que hacer.
Soltó una carcajada al ver la cara de espanto de Allison y sus ojos abiertos
como platos.
—No se asuste, es algo perfectamente honorable. —Miró hacia el cielo y
comprobó que apenas había nubes—. Si quiere cerciorarse, venga a
medianoche al jardín de la casa de invitados.
—Lo pensaré —contestó con una sonrisa, intentando fingir que la
invitación no la había alterado.
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—Le aseguro que no se arrepentirá.
Allison se retorció las manos y Aidan supo que había algo más que
pugnaba por salir a la superficie.
—Sabía que era usted cuando le pedí que me besara —dijo al fin con un
hilo de voz.
El estómago de Aidan se contrajo por el nerviosismo y su cuerpo se
inclinó hacia ella, atraído por una fuerza invisible. Sus labios se acercaron
tanto que incluso sin tocarse su calor lo quemaba. Sujetó su mentón y aspiró
con fuerza para disfrutar de su aliento y su perfume. Ella le había pedido un
beso mientras pensaba en otro hombre. Un hombre muerto contra el que no
podía competir, al que jamás podría superar. Porque Allison ya no estaba
enamorada de Charles, sino de su imagen magnificada e idealizada, sin
defectos ni pecados.
Y Aidan era cualquier cosa menos perfecto, aunque se hubiera
acostumbrado a disimular y a fingir que su prestigio y su moral no tenían
tacha alguna. Tras regalarle una última caricia en la mejilla, se puso de pie
para alejarse lo suficiente y que sus manos le ganaran la batalla al deseo.
—¿Se supera? —preguntó Allison, desesperada por conseguir un poco de
esperanza a la que aferrarse—. Usted perdió a su esposa. ¿Se puede ser feliz?
—Se aprende a vivir con ello. —Aidan se pasó las manos por el pelo, no
hablaba nunca sobre su mujer, pero Allison necesitaba escucharlo. Quizá su
propio dolor sirviera para darle fuerzas—. A veces, cuando me ocurre algo
importante, siento la necesidad de buscarla para contárselo, hasta que
recuerdo que ya no está y el dolor se hace presente de nuevo. Pero es un dolor
diferente, más sereno, como si al final uno se acostumbrase a ese indeseable
compañero de viaje.
En el fondo, Allison sabía que sería así si ella lo permitía, y estaba
empezando a entender que con su actitud había impedido que la herida
empezase a cicatrizar. Una cicatriz no borraba el dolor ni la añoranza, pero sí
hacía que dejase de sangrar.
—¿Cómo la conoció?
—Mi padre y el suyo eran socios en el bufete de abogados. Nos
conocimos siendo unos críos, nos hicimos amigos y cómplices. Le contaba
todo, mis logros, mis sueños… Cuando nuestras familias nos insinuaron que
lo nuestro podía funcionar, no dudamos de que sería así. Nos conocíamos
mejor que a nosotros mismos, y cuando ella se fue sentí que se iba una parte
de mí. Sigo aquí, entero pero distinto.
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Ella también se había sentido así. Había creído que su sufrimiento era
único, que no existía un amor igual al que ella y Charles se profesaban, pero
estaba equivocada. La gente amaba, sufría y seguía viviendo como podía,
arrastrando el peso de sus circunstancias. Y no sabía si eso debería hacerla
sentir mejor o todo lo contrario.
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Capítulo 13
A
—¡ llison! —La voz de Leonard resonó en el bosque y Aidan se alejó de
ella varios pasos, entendiendo que no era decoroso estar a solas.
—¡Estamos aquí! —gritó ella en respuesta.
Leonard apareció en el camino a grandes zancadas, y por la expresión de
su cara no hubiera tenido ningún reparo en estrangular a Simpson en ese
momento.
—Estábamos descansando antes de reanudar el camino de vuelta.
—Aidan se excusó, aunque no había nada que odiase más que dar
explicaciones de sus actos. Pero entendía que el afán protector de Craven
hacía que este tuviera demasiado celo a la hora de cuidar a su hermana.
—La próxima vez no se alejen de la casa, me gusta tener a la vista a la
gente que quiero.
Aquello sonó como lo que era, una amenaza. Por intuición, Aidan podía
sentir que, cuando se conocieron, Leonard Craven sintió celos por la
admiración que Casandra sentía por él, por el doctor Simpson, no por el
hombre, sino por el médico. La antipatía era mutua. Aidan detestaba a los
individuos como Craven, tan soberbios y seguros de sí mismos, que se
atrevían a mirar a todos los demás por encima del hombro. Puede que
precisamente fuese así porque él adolecía de ese mismo mal. No tenía ningún
interés en comprobar si su impresión era o no cierta, esa era su apariencia, y
le resultaba lo bastante molesto como para estar desando perderlo de vista.
Leonard pasó por su lado sin mirarlo y se dirigió directamente hacia
donde se encontraba su hermana, la cogió en brazos y emprendió el camino
de vuelta a casa. Allison buscó por encima de su hombro para dedicarle una
mirada de disculpa al doctor, que le sonrió en respuesta. Esa noche tenían una
cita y estaba ansioso por saber si ella acudiría.
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Se asomó por enésima vez a la ventana que daba a la mansión, miró su reloj
de bolsillo para comprobar que solo había pasado un minuto desde la última
vez y resopló. El tiempo parecía no correr esa noche. Aidan se había
planteado ir a buscar a Allison y ayudarla a llegar a la casa de invitados, pero
si era capaz de alcanzar los establos que estaban al doble de trayecto podría
con esto, y lo que menos deseaba era que se sintiese presionada a hacer algo
que no le agradaba. Estaba a punto de darse por vencido cuando un
movimiento captó su atención. Incapaz de mantenerse quieto salió y acortó la
distancia a grandes zancadas hasta que estuvo frente a frente con Allison. En
ese momento se dio cuenta de la ilusión que le hacía que ella aceptara la cita.
Sonrió como un colegial que ve por primera vez a la chica de la que se ha
enamorado, algo imposible porque él no podía permitirse nada semejante. Ni
quería ni podía hacerlo. El amor significaba debilidad, significaba dejar su
felicidad en las manos de otra persona, significaba una distracción constante
de sus obligaciones. Se había consagrado a la medicina, especialmente
después de la muerte de su esposa, y debía seguir siendo así. Pero eso no
evitaba que se sintiera expectante, ansioso, pletórico y emocionado. Sería
bochornoso dejar traslucir esos sentimientos.
—Me alegra que se haya decidido a venir.
—Espero que mis caballos no me lo tengan mucho en cuenta —dijo ella
con una sonrisa que se perdió en la oscuridad.
—Seguro que puede arreglarse con una zanahoria o una manzana extra.
Sin avisarla ni pedirle permiso, la cogió en brazos haciendo que se le
escapara un gritito de sorpresa.
—Tenemos que subir a esa parte del jardín. —Señaló con la cabeza unos
cuantos escalones tallados en la piedra que conducían a una zona más elevada
a un costado de la casa de invitados. El espacio estaba iluminado por un
pequeño farol, y junto a él había dispuesto una manta, un par de cojines y una
cesta.
—Una hora un poco extraña para un pícnic —apuntó ella ignorando el
nudo que apretaba su estómago, y él soltó una carcajada ronca que recorrió
todo su cuerpo como una caricia.
Allison no sabía qué pensar, aquello resultaba tan íntimo que asustaba,
hasta que se percató de que junto al farol había lo que dedujo era un
telescopio. Nunca había visto uno, más que en alguna ilustración en los
periódicos o revistas que recibían sus hermanos.
—¿Es un telescopio?
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—Sí. Un telescopio reflector fabricado por Secretan en 1860. Una
maravilla de la técnica —explicó con orgullo mientras la depositaba sobre la
manta con delicadeza—. ¿Tiene hambre?
Aidan no esperó a que contestara. Sacó dos vasos de cristal que llenó de
vino, y unas frutas, que le ofreció a Allison. Mientras manipulaba el
telescopio con destreza, ella saboreó el vino sin quitarle la vista de encima.
Cuando todo estuvo a su gusto, cogió el vaso y lo elevó para brindar con ella.
Se veía muy diferente a la persona con la que trataba a diario, serio, estricto,
casi solemne. Ahora parecía un chiquillo ilusionado y ansioso por compartir
con la joven su mayor tesoro. Apagó el farol y la sujetó de la cintura para
ayudarla a levantarse. A Allison le gustaba el olor de la noche, la tierra
húmeda, la fragancia que desprendía el bosque y los jazmines del jardín. Pero
el aroma sutil de Aidan Simpson era capaz de eclipsarlos a todos. La
oscuridad y el silencio que los rodeaban hacía que sus sentidos captasen hasta
lo más insignificante, y juraría que había escuchado latir el corazón de ese
hombre, tan rápido y tan fuerte que parecía a punto de desbocarse. También
podía sentir sus dedos sobre su piel, como si no los separase la liviana tela de
su vestido, y estaba segura de que su huella no se desvanecería. Miró hacia el
cielo nocturno y jadeó con sorpresa. Nunca se había parado a observarlo con
detenimiento; y ahora que su vista se había acostumbrado a la oscuridad, se
sintió sobrecogida al poder contemplarlo en todo su esplendor, sin luna ni
nubes que ocultasen el manto de estrellas que los cubría.
—Es impresionante —susurró.
—¿Sabe cómo distinguir un planeta de una estrella? Los planetas no
parpadean, mantienen la luz fija, mientras que las estrellas sí. Así que, si no
me equivoco y miramos hacia el este, aquella estrella de allí, la de color
pálido que parece más redondeada, en realidad es Júpiter.
—De cualquier forma, si se equivoca no tengo manera de saberlo
—bromeó y ambos rieron—. ¿Es usted astrónomo?
—Solo soy curioso, y cuando algo capta mi atención, procuro estudiarlo a
fondo. —Su voz, envueltos en aquella oscuridad y con sus cuerpos tan cerca,
sonaba a pecado, era un pecado—. Soy meticuloso, tenaz y paciente, e intento
que cada paso que doy sea tan exacto como las notas de una partitura perfecta.
—La vida no es una partitura perfecta, Aidan, más bien se asemeja a un
violín desafinado cuyas cuerdas pueden saltar por los aires en cualquier
momento.
—Hasta los instrumentos desafinados producen melodías hermosas alguna
vez, aunque sea por casualidad.
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—Las casualidades no existen. —Contravino ella, que estaba empezando
a disfrutar sobremanera llevándole la contraria.
—Mujer de poca fe. Deme tiempo y le demostraré qué entretenido puede
ser restaurar un instrumento que no funciona. La perfección está
sobrevalorada y es muy aburrida. En cambio, juntar piezas y arrancar una
nota vibrante de algo que ya había perdido su brillo es mucho más
reconfortante.
—¿Quiere decir que soy un violín sin brillo?
—Quiero decir que de una u otra manera conseguiré que vibre, Allison.
Con intensidad, con toda la fuerza que ha perdido por el camino. Y no me
importa que me contradiga o que no tenga fe en mí. Me conformo con que
tenga fe en sí misma, y no le perdonaré lo contrario.
Su vehemente declaración de intenciones fue sorprendente hasta para sí
mismo. Mucho más para Allison, que permanecía anclada a sus brazos,
inmóvil y atrapada por la sensación de seguridad que sentía gracias a su
cercanía. Aidan la sujetaba por la cintura, a pesar de que llevaba sus bastones
para mantener el equilibrio, pero quería asegurarse de que cualquier
movimiento no la hiciera caer. No. A quién quería engañar, era mucho más
egoísta que eso. Quería sentirla y, sin atender a la lógica, necesitaba
protegerla.
—Está bien, lo intentaré. —Allison se sintió incómoda e intentó
reconducir la conversación a cualquier precio—. Entonces, he de deducir que
observar las estrellas es como leer una partitura.
—Yo no hubiera podido definirlo mejor. ¿Conoce las constelaciones?
—Allison negó con la cabeza y él percibió su movimiento en la oscuridad. Se
colocó detrás de ella para servirle de sostén y a la vez poder guiarla para que
siguiera las líneas invisibles que unían las estrellas entre sí—. Le mostraré
algunas antes de verlas al telescopio. Mire hacia allí, la estrella más blanca y
brillante. ¿La ve? Es Vega.
—Sí, creo que sí.
—Tenemos que buscar un triángulo formado por tres estrellas cerca de
ella, un poco más abajo —dijo trazando con los dedos una línea imaginaria—.
Su forma es parecida a una cometa.
Allison jadeó con sorpresa cuando su vista las encontró y las estrellas
parecieron destacar más que las demás, como si alguien hubiera repasado las
líneas que las unían con un pincel.
—Se llama Lyra —continuó contándole—. Y como todas las
constelaciones tiene su propia leyenda. Cuentan que Orfeo era un virtuoso
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tocando la lira, tanto que amansaba a los animales y templaba los corazones
más duros con su música. Se enamoró de Eurídice perdidamente y ella de él.
El día de su boda ella fue raptada y en ese trance pisó una víbora, esta la picó
y murió al instante.
—Caramba, qué mala suerte.
—Sí, no era su día, definitivamente. —Aidan sonrió al ver que ella estaba
tan relajada entre sus brazos que se había reclinado ligeramente hasta apoyar
su espalda en su pecho. El olor de su pelo era tan tentador que estuvo a punto
de enterrar la cara en él, y tuvo que concentrarse en el infortunio de Orfeo
para contenerse—. Orfeo estaba desconsolado, enloquecido de dolor, y
decidió ir al inframundo a buscarla. Gracias a la música de su lira apaciguó al
monstruo que guardaba el infierno y consiguió presentarse ante los dioses del
inframundo, Hades y Perséfone. Ellos, conmovidos, le permitieron recuperar
a su esposa, pero le pusieron una condición.
—Siempre hay condiciones.
—Sí, quien algo quiere… Como iba diciendo, Orfeo debía caminar
delante de ella y no podría volverse a mirarla hasta que consiguieran salir de
aquel lugar. Sortearon los tenebrosos y sombríos caminos del inframundo, y
cuando ya se creía a salvo, Orfeo se giró para mirar a la bella Eurídice y
asegurarse de que estaba bien. Pero ella no había salido del todo de aquel
lugar, su pie aún estaba en las sombras, y en ese momento desapareció ante
sus ojos, perdiéndola para siempre. Zeus, conmovido por su pena, convirtió su
lira en una constelación.
—El amor siempre es sufrimiento, ¿verdad? —concluyó ella con un nudo
en el estómago. Entendía la desesperación de Orfeo, que había perdido a su
amor cuando ya creía que podía tocar la felicidad con la punta de los dedos.
Igual que ella. Suspiró, y en ese momento se dio cuenta de lo reconfortante
que era sentir los brazos de Aidan Simpson rodeándola. El tormento pasado,
los miedos y la incertidumbre pasaron a un segundo plano. Solo existía ese
instante.
—No tiene por qué serlo. Al menos eso me gustaría pensar.
A ella también le gustaría, no había nada que deseara más que creer que el
amor podía ser felicidad, paz, ternura… sin sombras, sin obstáculos. Aunque
ella ya no estuviera en posición de vivirlo.
—¿Ha visto eso? —preguntó emocionada—. ¡Una estrella fugaz!
—Cierre los ojos y pida un deseo, Allison.
Y lo hizo. Lo repitió en su cabeza una y otra vez como si fuera un mantra.
Aislada del resto del mundo, con la brisa de la noche en la cara y el calor del
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cuerpo de Aidan pegado al suyo, en aquel ambiente casi mágico, tuvo la
impresión de que alguien o algo, el universo tal vez, la escucharía y le
concedería el deseo. «Que el amor no duela. Que el amor no duela».
—Yo también he pedido un deseo —susurró él deslizando la nariz por su
cuello.
Allison se estremeció y alargó la mano hasta que sus dedos se enterraron
en su pelo oscuro y suave, y echó la cabeza hacia atrás en una invitación
tácita para que continuara. Sus bocas se buscaron en la oscuridad, con
hambre, con la necesidad de abrir de nuevo unos corazones que el dolor y la
soledad habían entumecido. Ninguno de los dos se engañaba a sí mismo. Ya
no creían en ese amor adolescente y burbujeante, ese que los hizo olvidarse de
consecuencias y miedos y los impulsó a lanzarse al vacío. Ni siquiera querían
pensar que aquello desembocara en otra cosa que no fuera deseo y
complicidad. Pero en el fondo, en el rincón más recóndito del ser humano,
siempre hay un pequeño espacio para la esperanza. Aunque lo negaran,
aunque se repitiesen que el sufrimiento los había hecho madurar, a pesar de
renegar de la impulsividad inherente a la pasión, un pedacito de sus corazones
palpitaba desbocado y ansioso por creer que ese consuelo era posible.
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Capítulo 14
A
— llison, no la he traído aquí para esto. —Aidan la hizo girarse hacia él
con cuidado y sujetó sus mejillas con las manos. Ella soltó los bastones y se
aferró a su cintura con el convencimiento de que no la dejaría caer, aunque su
seguridad, esa que se había escondido durante años bajo la alfombra, había
renacido con fuerza y le hacía creer que se bastaba para sostenerse.
—Lo sé. Yo tampoco he venido para esto.
—La culpa ha sido de esa estrella fugaz. —Aidan posó su boca en su
mejilla y ella pudo percibir su sonrisa—. Y ahora creo que no nos va a quedar
otra alternativa que quedarnos aquí toda la noche hasta poder ver otra, porque
me ha sabido a poco.
—Creo que acabo de ver una —bromeó pasando las manos por su cuello y
dejándose abrazar por él.
La risa reverberó en el ancho pecho de Aidan y ella sintió que todo su
cuerpo se estremecía. Allison sabía que debía apartarse de él por mil razones,
y todas válidas. Sabía por instinto, y por la ligera tensión que percibía en él
justo antes de tocarla, que luchaba una batalla para mantenerse lejos. Pero
algo los empujaba a saltarse las normas, aunque sabía que tarde o temprano la
sensatez se impondría. Quizá por eso no le importaba arriesgarse, porque no
se hacía ilusiones de que aquello pudiera salir bien. Era imposible.
Él, por su parte, no quería hacerle daño; ella ya había tenido suficiente
dolor, y lo había sufrido cuando todavía no tenía madurez para digerirlo.
Ahora era una mujer con una coraza que a todas luces no era lo bastante dura
para protegerla de los envites de la vida. Aidan también había caminado esa
misma senda. Pero ya era un hombre adulto cuando todo ocurrió. Y, aun así,
también había estado a punto de dejarse llevar por la desesperación. Eran dos
almas rotas intentando recomponerse, y tenía miedo de que aquel frágil
equilibrio se quebrara. Cuando terminase su labor allí se alejaría de Richter
Manor, de Allison y de todos los Craven sin excepción. ¿Qué sentido tenía,
siendo un hombre honorable e íntegro, acercarse a ella, traspasar los límites y
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posiblemente darle ilusiones sobre algo que estaba condenado a no suceder?
Pero por mucho que intentara encontrar una sola razón que lo obligara a
detener aquella locura, se había vuelto ciego y sordo a los dictados de su
conciencia. Era un títere sin ánimo para luchar, sin fuerza de voluntad para
oponerse a lo que su cuerpo le exigía.
Aidan la tumbó sobre la manta con cuidado, relegando a un rincón de su
mente los remordimientos que le gritaban que se detuviera, que aquello no
estaba bien. Ojalá ella le hubiera pedido que se alejase, que guardase la
distancia propia de su relación. Pero no lo hizo. En cuanto él se tumbó junto a
ella, Allison deslizó los dedos por su nuca y los enredó en su pelo, haciendo
que él gimiera.
Le encantaba que hiciera eso, un gesto tierno y a la vez sensual que lo
excitaba sin remedio. Aidan desoyó los últimos intentos de su conciencia de
hacerlo entrar en razón y enterró la cara en el hueco de su cuello, aspirando
con fuerza aquella fragancia suave y dulce. Sus bocas se buscaron en las
sombras y se unieron de nuevo, en una danza primitiva que parecía eterna,
como si lo hubieran hecho mil veces y sus labios ya conocieran el camino a
seguir. Sintió que Allison se estremecía cuando él comenzó a desabrochar los
botones de su corpiño; y al acariciar sus hombros y sus brazos, percibió que
su piel se había erizado. No sabía si era a causa del frío de la madrugada, pero
la cubrió de besos hasta que ella gimió aferrándose a él. Sus pechos pequeños
y firmes recibieron ansiosos la caricia de su boca y su lengua, sin prisa,
recreándose en cada suave suspiro y cada gemido que ella dejaba escapar.
Mordisqueó sus senos con delicadeza, los calmó con su lengua, jugueteó con
sus dedos, hasta que su piel comenzó a arder y Allison se retorció debajo de
él. Las manos de Aidan se perdieron bajo su falda y sonrió contra su piel al
descubrir que había prescindido de las capas de enaguas de su ropa interior,
seguramente por no haber dispuesto de la ayuda de su doncella para vestirse,
cosa que agradeció, ya que eso suponía un obstáculo menos entre sus cuerpos.
—Aidan… —susurró ella tirando de la tela de su camisa para poder tocar
su piel. Gimió al sentir que él se aproximaba más a su cuerpo, pegando su
erección a su cadera—. Por favor.
Él detuvo el movimiento de las manos que ascendían sin tregua por sus
muslos, temeroso de que ella no quisiera continuar.
—¿Quieres que me detenga? —Ojalá que ella dijera que sí, ojalá ella
fuese capaz de poner fin a aquella locura.
—No, Aidan. No. Sé que esto no está bien, pero hacía tiempo que no me
sentía viva. No pares.
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Allison deslizó sus manos por el abdomen musculoso de ese hombre que,
sin saber muy bien cómo, se había abierto paso entre las brumas de sus
miedos. Continuó bajando hasta llegar a su pantalón y apretó su erección,
acariciando su longitud por encima de la ropa. Él gimió, tan excitado que le
costaba respirar, y sus hábiles dedos reanudaron su ascenso por la suave piel
femenina hasta llegar hasta la unión entre sus muslos. Acarició su humedad
con movimientos erráticos al principio, extasiado por el placer que sintió
cuando Allison se atrevió a traspasar la barrera de la tela para acariciar su
miembro con más intensidad. La besó con pasión mientras sus manos
buscaban el placer mutuo, y las sensaciones se arremolinaban sin tregua. El
clímax los alcanzó a ambos bajo el cielo nocturno y él estuvo seguro de que
no había ninguna partitura más perfecta que aquella.
Allison odiaba los días así. El cielo sobre su cabeza mostraba un color
plomizo por las nubes altas que impedían que luciera el sol, haciendo que el
ambiente estuviese cargado de una energía extraña, pero no parecía que fuese
a llover. Le gustaban los días soleados o los lluviosos, en los que pasaba horas
junto a su ventana viendo cómo las ramas de los árboles se doblegaban por el
peso del agua. Sin embargo, odiaba sobremanera el tiempo ambiguo que no la
dejaba disfrutar ni de una cosa ni de otra. Le resultaban tristes y su estado de
ánimo se contagiaba fácilmente de la tristeza. Que el doctor Simpson le
hubiera mandado una nota a primera hora de la mañana para informarla de
que ese día la dejaría descansar para que su pierna no acusara el excesivo
esfuerzo del día anterior la había puesto de peor humor si cabe. «Cobarde».
Ojalá hubiera podido gritarlo con todas sus fuerzas, pero debía limitarse a
morderse la lengua y a maldecirlo en silencio. A ella también le costaba
trabajo asumir que había estado a punto de entregarse a él en su jardín, y que
habían traspasado los límites de la decencia y la moral. Era su médico,
entendía que se sintiese confundido y sobrepasado, pero ella no le había
pedido nada, no esperaba nada. Ninguno lo había buscado, simplemente había
ocurrido, pero era lo bastante madura para comportarse como si nada hubiera
sucedido entre ellos.
Se inclinó hacia delante y levantó su falda. La almohadilla que protegía su
pierna del roce metálico de la bota ortopédica se había desplazado en algún
momento del día anterior y le había producido una ampolla. Aunque no era
grave resultaba muy doloroso y esperaba que no se infectase o supondría un
nuevo parón en su recuperación. A lo mejor Simpson había tenido razón en
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concederle un descanso, debía darle tiempo a su pierna a adaptarse. En cuanto
Casandra fuese a visitarla le pediría alguno de sus remedios para las heridas.
Mientras tanto tendría que entretenerse en algo. Había intentado dibujar, pero
no lograba encontrar la inspiración. Recordó cuando su única ocupación era
sentarse en soledad y mirar el trascurrir de las horas a través de la ventana. Se
había acostumbrado a abstraerse y mantenerse alejaba de lo que la rodeaba.
Es esos momentos en los que la tristeza lo había impregnado todo había
aprendido a no necesitar nada ni a nadie, de hecho, se había esforzado para
apartar a todos de su lado. Todavía quedaba mucho para ser la Allison que
habitaba su cuerpo antes de la muerte de Charles; en realidad esa chica alegre,
un poco caprichosa e impulsiva había quedado sepultada por toneladas de
dolor y lágrimas. No volvería. Aquella chica no volvería. Pero al menos ahora
despertar cada mañana no dolía. No podía asegurar que eso fuese felicidad,
pero tal vez algún día podría afrontar un nuevo amanecer con una sonrisa.
Rebuscó entre los papeles de su escritorio y encontró el paquete envuelto que
contenía los pliegos perfumados que Simpson le había regalado cuando
acudieron al mercado. Se acercó una hoja a la nariz y aspiró con fuerza para
disfrutar del olor dulce que desprendía. ¿A quién podía escribirle? Comenzó a
elaborar una lista mental de todas aquellas personas que un día tuvieron una
pequeña parcela en su vida y empezó por sus amigas del internado. Annie
Wilson, Beatrice y Emma Jones, Lorraine Cavendish, Lysa Stuart, su prima
Jolie… La lista seguía, y sin duda eso la entretendría durante el resto del día.
Solo había que luchar contra la incertidumbre que la embargaría después de
enviarlas, y tener que esperar a recibir las respuestas. ¿Qué podía decirles, por
dónde empezar? Se había perdido la confianza entre ellas después de tantos
años, tendría que limitarse a una carta formal, llena de diplomacia y buenos
deseos. Su vista se nubló emocionada al mirar el precioso papel y pensó que
debía planear muy bien qué escribir para no desperdiciarlo. Cogió su pluma y
tras unos instantes decidió empezar:
Querido Charles:
Su vista volvió a empañarse, esta vez por las lágrimas que acudieron
raudas a sus ojos. Arrugó el papel hasta hacer una bola con él y, apoyándose
en los muebles, cruzó la habitación para arrojarlo a la chimenea apagada.
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Capítulo 15
P
—¿ uede saberse por qué no me avisaste? —preguntó Aidan intentando
contener su enfado, que no tenía nada que ver con Allison y sí consigo
mismo.
El día anterior no se había encontrado con fuerzas ni valentía para acudir a
visitarla y era la primera vez en la vida que le fallaba a un paciente. Al
despertar, todavía tenía el sabor de los besos de Allison en la boca, su olor
impregnado en la piel y el eco de sus jadeos persiguiéndolo para hacerlo
enloquecer. Solo pensar en ella hacía que la excitación acudiese tan
inoportuna como intensa; verla y tocarla de nuevo era una dura prueba, y
necesitaba tiempo para asumir lo que estaba sucediendo. Estaba convencido
de que ambos lo necesitaban para pensar y recomponerse después de lo que
había pasado entre ellos.
Allison miró de soslayo a la doncella que en esos momentos doblaba las
toallas y las guardaba en uno de los armarios, y le hizo un elocuente gesto a
Aidan para que se contuviera. No era apropiado que se tutearan delante de los
demás, menos aún del servicio. Jessica era muy buena chica, pero si llegaba a
sospechar que entre ellos había ocurrido algo, el rumor correría como la
pólvora. Él se dio cuenta al instante de su error y carraspeó antes de intentar
corregirlo.
—Verá, señorita Craven. Todas las heridas merecen atención, pueden
infectarse y complicarse en un abrir y cerrar de ojos. Debió hacerme llamar.
—Solo era una rozadura y Casandra me ayudó. Hoy tiene mucho mejor
aspecto, doctor Simpson, pronto habrá cicatrizado. Jessica —Allison
necesitaba librarse de la tensión que suponía sentirse observada y tenía que
sacar a la doncella de allí—, no he desayunado, ¿podrías traerme algo de
comer? Un té y unos sándwiches serán suficientes. Y deja la puerta abierta,
por favor.
La doncella hizo una reverencia y salió en silencio de la habitación.
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—Lo siento. Estas son el tipo de cosas que quiero evitar. —Aidan se alejó
unos pasos de ella y se detuvo frente al ventanal que daba al jardín. Se pasó
las manos por el pelo mientras ponía en orden lo que sentía. No podía
perdonarse que Allison hubiera tenido que recurrir a Casandra solo porque él
no hubiera tenido los arrestos de acudir a cumplir su obligación, aunque el
daño hubiese sido mínimo—. Debería haber venido ayer. Solo pretendía darte
un poco de tiempo para asimilar lo que pasó y que no te sintieras incómoda.
—Tengo la impresión de que la situación te incomoda más a ti que a mí,
Aidan.
—¿Te parece extraño? Podría perderlo todo, Allison. Todo lo que soy,
todo por lo que he luchado. Soy tu médico. Mi deber es velar por tu bienestar.
Y eso no incluye traspasar los límites como lo hemos hecho.
—No has abusado de mí ni de mi confianza, no te has aprovechado
mientras me tratabas ni estando bajo los efectos narcóticos de un
medicamento. Lo que ha ocurrido ha sido fuera de estas cuatro paredes.
Entiendo que puedas tener reticencias y que tu moral y tu honor estén
librando una lucha contra lo que deseas. Pero puedes estar tranquilo, no seré
yo quien te convenza para que algo así vuelva a ocurrir entre nosotros. No
quiero tu amor, no voy a pedirte nada, no aspiro a nada. Sé que cuando
termines tu trabajo te marcharás sin más.
—Debería hacerlo de inmediato. Lo honesto sería dejar tu recuperación en
manos de un doctor más íntegro que yo.
—Sería muy cobarde por tu parte dejar el trabajo a medias.
—Allison, no solo me preocupa tu pierna. Has estado en una burbuja
mucho tiempo, alejada de la gente y del mundo, por voluntad propia. —Aidan
se acercó a ella, con su rostro reflejando preocupación, tanta que ella deseó
acariciar su mejilla para aliviar su pesar—. Y ahora aparezco yo, y…
—Me niego a que me trates como si fuera una víctima de la que te has
aprovechado. Tú mismo dijiste que soy más fuerte de lo que yo creía. Quizá
también sea más fuerte de lo que tú crees.
—Sé que eres fuerte.
—Sí. Y me duele serlo. A veces creo que estoy fallándole a Charles solo
por tener ganas de curarme y de seguir viviendo. —Allison se sorprendió de
haber puesto en palabras los sentimientos que estaba descubriendo poco a
poco y que no quería aceptar del todo por una lealtad equivocada. Quería
vivir, esa era la verdad—. Estoy aquí, y volver al pozo en el que estaba no le
devolverá la vida.
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Aunque él no tuviese ningún mérito en eso, Aidan se sintió orgulloso de
ella. No lo dijo, no quería seguir fortaleciendo el vínculo que ya existía entre
ellos y que a estas alturas parecía irrompible. La deseaba como no recordaba
haber deseado a otra mujer, quizá porque estaba prohibida para él. Y sabía
que seguiría deseándola aunque llegase el momento de poseerla, cosa que
esperaba poder evitar.
—No me perdonaría si lo hicieras, Allison.
—No eres responsable de lo que yo desee o no desee hacer. Solo de
cumplir con tu trabajo.
Aidan se colocó detrás de la silla que ella ocupaba y apoyó las manos en
los reposabrazos, rodeándola. Inclinó la cabeza hasta enterrarla en su cuello y
ella cerró los ojos para contener el remolino de sensaciones que la envolvió.
—Y cómo esperas que lo haga si cuando te miro solo pienso en volver a
besarte, en acariciarte hasta que te estremezcas de placer. ¿Tienes idea de lo
difícil que me resulta no caer en la tentación?
Allison cerró los ojos y tragó saliva, y él suspiró al percibir el movimiento
de su garganta. Ansiaba con desesperación lamerla y pasar sus dientes por esa
fina piel hasta arrancarle un gemido tras otro. Se separó de ella y dio varios
pasos para poner entre ellos la máxima distancia posible.
—Las cosas importantes no son fáciles. Aidan, no quiero volver a revivir
los primeros días después de mi accidente, cuando pasé de mano en mano
como si fuera un espécimen raro con el que experimentar. Nadie más me
tocará. Si te marchas no permitiré que ningún otro médico me trate, no tengo
fuerzas para lidiar con eso otra vez.
—Estás mejorando. No puedes detenerte ahora.
—Y no lo haré si tú estás conmigo. Te comprometiste a curarme, solo te
pido que hagas tu trabajo dentro de tus posibilidades. Olvidémonos de los
besos y las caricias. Volvamos a ser dos extraños con un fin común.
—Está bien. —Aidan se dirigió hacia la mesa donde estaba la bota
ortopédica para concentrarse en lo que había ido a hacer. Cuidar de ella—. Lo
primero es ajustar la bota para que no vuelva a herirte.
Allison respiró aliviada, y todavía no sabía muy bien por qué. Puede que
Aidan tuviese razón y lo mejor para ambos fuera alejarse. Él podía perder su
prestigio e incluso su trabajo, pero ni siquiera se atrevía a pensar en lo que
podía perder ella.
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Casandra se llevó la mano a los labios para ahogar un jadeo de sorpresa y
pegó su espalda a la pared del pasillo en un gesto espontáneo para evitar ser
descubierta, aunque su última intención hubiera sido espiar al doctor Simpson
y a su cuñada. Leo y ella se habían cruzado con Jessica, que se dirigía a la
cocina a por un refrigerio, y su marido había puesto el grito en el cielo al
pensar que su hermana y el doctor estaban a solas en la habitación. Ella lo
había convencido de que las puertas estaban abiertas en pos del decoro, y que
ambos se comportaban con frialdad y distancia, y se había ofrecido a actuar
de carabina hasta que la doncella volviese. Había sido una suerte que Leonard
lo dejara en sus manos, porque de haber sido él quien escuchase semejante
confesión se habría desencadenado el desastre.
Su intuición le había dicho que entre Allison y Simpson las cosas se
habían suavizado, y había percibido miradas que confirmaban que estaba
surgiendo algo a lo que todavía no le ponía nombre. No esperaba que
hubieran traspasado los límites hasta ese punto, pero no era nadie para
juzgarlos cuando ella misma lo había hecho antes. Sabía lo que se sentía al
rechazar el deseo que te devasta por dentro y te arrastra hacia la otra persona;
conocía la emoción de un beso furtivo y la rendición a lo inevitable. Ella
había conseguido la felicidad máxima junto a su marido y había merecido la
pena arriesgarse a perdonar para llegar ahí. Solo esperaba que Allison no
volviera a sufrir, no sabía cómo podría sobrellevar una nueva desilusión.
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Capítulo 16
S
—¿ eguro que no le apetece dar un pequeño paseo, señora Craven?
—Ofreció el doctor mientras tendía un brazo a Allison, que no tardó en
aferrarse a él. Hacía días que no habían vuelto a salir al exterior por culpa de
la herida que la bota ortopédica le había causado.
Los leves ajustes que el doctor había hecho parecían suficientes para
andar con comodidad, y Allison estaba ansiosa por salir de su habitación de
nuevo. Resultaba curioso que antes no quisiera ni siquiera descorrer las
cortinas. La inminente llegada de su sobrino también tenía mucho que ver.
Para ella, ese bebé era un pedacito de Charles, y quería estar fuerte para poder
jugar con él, cuidarlo y contarle mil historias.
—Estoy un poco cansada, pero le agradezco el ofrecimiento. Hace muy
buen día, aprovéchenlo. Yo me sentaré en la terraza y vigilaré todos sus
movimientos.
Ambos sonrieron ante su broma, pero la mirada intensa que Casandra le
dedicó a Allison la desconcertó. Se preguntó si sabría algo de lo que había
ocurrido entre ellos o si solo era intuición. Los últimos días su relación había
sido tan fría y distante como al principio, lo que había servido para templar un
poco los ánimos. Eso no evitaba que su piel se estremeciera cuando Aidan la
tocaba o la ayudaba a levantarse sujetando su cintura, tan cerca que podía
percibir su aliento cálido en su cuello. Era imposible ignorar esa atracción, y
estaba segura de que él la sentía con la misma intensidad.
Casandra los vio alejarse por el jardín, y con una sonrisa cómplice que
nadie advirtió, se levantó y abandonó la terraza. El amor, o lo que estuvieran
sintiendo, necesitaba seguir su curso natural y no sería ella quien se
interpusiera.
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La proximidad de Allison, enfundada en un liviano vestido beige, tenía
mucho que ver. Su doncella le había recogido el pelo en los laterales con unas
pequeñas horquillas de flores, y el resto caía en una cascada dorada hasta el
final de su espalda. La manga corta dejaba a la vista su piel blanca y perfecta,
y su discreto escote permitía ver el inicio de sus clavículas. Aidan había
deseado repasarlas con la lengua en cuanto la había visto. La miró de soslayo
y ella debió notarlo, ya que se giró hacia él. Como si fueran dos niños
pequeños pillados desatendiendo la lección, volvieron con rapidez la vista al
camino.
A Allison le encantaba el verano. Poder prescindir de capas y capas de
ropa, pasear bajo la luz de un sol brillante y disfrutar de ese calor que hacía
que todo pareciese más vivo. Además, los días así le traían de vuelta los
recuerdos de aquellas jornadas interminables, cuando sus hermanos volvían
del internado, y pasaban las mañanas junto con Charles en el lago. A pesar de
que ellos no querían su compañía, a menudo se escapaba para observarlos a
escondidas o unirse por la fuerza a sus meriendas improvisadas en algún claro
del bosque. Hasta que creció lo suficiente para no poder permitirse los
caprichos de una niña rebelde y consentida. En ese momento había
encontrado otra ocupación mejor, observar a Charles y enamorarse de él un
poco más cada día.
—Será mejor que descansemos —dijo Aidan sacándola de sus recuerdos.
En ese momento se dio cuenta de que respiraba con dificultad y que su pierna
acusaba el esfuerzo—. Siéntate aquí.
Aidan le indicó un enorme tronco caído que serviría de asiento y ella se
sentó con cuidado.
—Ha vuelto a tutearme —apuntó ella con sorna.
—Aquí no nos oye nadie. ¿Te encuentras bien? Déjame ver, no quiero que
vuelvas a acabar magullada.
Allison observó su pelo oscuro, que caía sobre su frente dándole un
aspecto más juvenil, mientras él se agachaba frente a ella y levantaba su falda
para observar la pierna.
—Creo que Casandra no podrá vernos desde la terraza.
Aidan levantó la vista hacia ella con preocupación. Habían comenzado a
caminar y habían perdido la noción del tiempo, internándose en el bosque,
cada uno sumido en sus pensamientos.
—En cuanto descanses un poco volveremos. No me gustaría que tu
hermano viniese a buscarnos con una escopeta en la mano. —Su tono fue
seco y ella se arrepintió de haber tocado ese tema.
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—He escrito algunas cartas a mis amigas, tal como me sugeriste —dijo
tras unos minutos en silencio que le parecieron una eternidad, mientras
jugueteaba con su bastón—. Ahora solo hay que esperar a que contesten.
—Seguro que lo harán. Ten fe.
—No lo sé. Ni siquiera sabía de qué hablarles. Me he perdido tantas
cosas… He revisado las últimas cartas que intercambiamos. Hablábamos de
nuestras próximas presentaciones en sociedad, de cómo sería el primer baile,
y nos aventurábamos a intentar adivinar quién sería el primer caballero que
nos pidiera un vals.
—Supongo que echas de menos no haber vivido esa época.
—En realidad… —Allison soltó una carcajada traviesa—. Pensar en la
fortuna que se gastó mi madre en un profesor de baile para nada me consuela
un poco. Seguro que cada vez que lo recuerda se enfurece.
Aidan sonrió al ver que era capaz de bromear sobre sí misma, lo cual solo
significaba una cosa: estaba mejorando.
—Deduzco que no te gustaba demasiado bailar.
—No sé. No tuve tiempo de comprobarlo. Supongo que… habría sido
emocionante que un guapo caballero se hubiera acercado y me hubiera pedido
un vals. —Sacudió la cabeza y sonrió alejando el leve velo de nostalgia que
había caído sobre ella—. Este camino conduce a un pequeño lago. ¿Has
estado allí? —preguntó Allison mordiéndose el labio. Quería ir a ese lugar.
Lo necesitaba, pero no sabía si sería capaz de llegar.
—Sí, algunas tardes doy largos paseos por el bosque y los alrededores. He
pasado por allí alguna vez, es un lugar muy hermoso.
—Es mi lugar favorito de la propiedad. Mis hermanos y yo nos
bañábamos allí en verano.
—¿Y a qué esperamos para ir? —preguntó dando una palmada al ver que
sus ojos se habían humedecido al recordarlo.
—¿Qué? Yo… hay bastante distancia desde aquí, sin contar con que luego
hay que volver. No sé si sería capaz.
—Yo te llevaré, no está tan lejos. —Aidan no le dio pie a buscar más
excusas y le quitó el bastón de las manos para dejarlo apoyado sobre el
tronco.
—¡Aidan! —gritó con sorpresa al verlo agacharse de espaldas a ella y
tirar de sus brazos para subirla a cuestas—. No puedes hacer eso.
—Pues creo que lo he hecho —bromeó tirando de ella para acomodarla
mejor—. Solo tienes que rodear mi cintura con las piernas y agarrarte con
fuerza a mi cuello. Del resto me encargo yo.
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—Espera. Mi bastón —le recordó cuando ya emprendían el camino que se
internaba en el bosque.
Aidan se giró para recogerlo y empezó a caminar a grandes zancadas en
dirección al lago. El sol caldeaba su piel, pero nada comparable con la
sensación de tener el cuerpo de Allison pegado a su espalda. Comenzó a
silbar para concentrarse en algo que no fuera su proximidad y el deseo que
ella le despertaba, cosa que surtió efecto a medias.
—Pareces contento. —Allison se inclinó sobre su cuello disfrutando de su
cercanía y de su olor.
—Los lagos tienen ese efecto en mí.
La carcajada alegre y espontánea de Allison reverberó en todo su cuerpo y
la emoción que sintió lo confundió. Hacerla reír, percibir que ella estaba bien
lo reconfortaba y supo que haría lo que fuese para hacerla feliz.
Cuando al fin divisaron el lago, se detuvo para recuperar el aliento. La luz
del mediodía le arrancaba reflejos dándole un aspecto mágico y entendió por
qué era el lugar favorito de Allison. Allí se respiraba paz, y él estaba muy
necesitado de eso. Días antes había paseado por allí y no le había parecido tan
bonito; puede que ahora, al verlo desde el mismo prisma desde el que lo veía
ella, todo fuese diferente. Acortó la distancia que los separaba de la orilla y la
depositó sobre la hierba con delicadeza.
Allison se sentó, cerró los ojos y volvió la cara hacia el cielo para sentir
los rayos del sol sobre la piel, con una sonrisa extasiada. Había pensado
muchas veces en el lago y se había resignado a que probablemente no
volvería a verlo. Sin saberlo, Aidan le había regalado algo de un valor
incalculable. Sus manos se sumergieron entre las briznas de hierba alta,
acariciándolas despacio, sus oídos se agudizaron para escuchar hasta el último
trino de los pájaros y el zumbido de los insectos, y su pecho se hinchó de
felicidad. Abrió los ojos de golpe cuando Aidan se arrodilló frente a ella. Tras
quitarse la chaqueta, y sin dejar de mirarla a los ojos, levantó su falda y le
sacó los zapatos y la bota ortopédica poniendo mucho cuidado en no tocarla.
—Hace mucho calor, ¿te apetece mojarte los pies?
Allison abrió mucho los ojos, como una niña que ve un algodón de azúcar
por primera vez.
—¿En serio?
—¿Qué te lo impide? —La retó con una sonrisa pícara mientras se
desprendía de sus botas. Allison se quitó las medias y se sorprendió de que le
costase menos trabajo que unas semanas antes, lástima que el dolor del
tobillo, lejos de disminuir, se acrecentaba cuanto más se esforzaba en
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caminar. Aceptó la ayuda de Aidan para ponerse de pie y caminó despacio
hasta la orilla, disfrutando del cosquilleo de la hierba en la planta de los pies.
Se sentía tan feliz que tuvo ganas de llorar y reír a la vez. Continuó hasta que
el agua le llegó a los tobillos y encogió los dedos de los pies jugando con la
arena del fondo. Con una sonrisa radiante miró a Aidan, que la observaba con
intensidad. Tendió hacia ella una mano esbozando una sonrisa pícara.
—Señorita Craven, ¿me haría el honor de concederme este baile?
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Capítulo 17
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movimientos, guiados por los sonidos del bosque que formaban una melodía
perfecta. Giró con Allison en sus brazos y ella tuvo la impresión de que no
solo podía flotar en el agua o bailar, podría volar de la mano de ese hombre.
Giro tras giro, se sumergieron en esa fantasía creada especialmente para ella;
el bosque se transformó en un salón de baile; el canto de los pájaros, en
música; y ellos, en dos bailarines despreocupados, solo pendientes de sus
miradas brillantes y de sus respiraciones agitadas.
Allison prorrumpió en una alegre carcajada cuando Aidan la hizo girar
con más fuerza y se aferró a su cuello con ambas manos. Aunque sabía nadar
no se sentía lo bastante segura para soltar su agarre. Tampoco quería hacerlo.
Con movimientos lentos se aproximaron un poco más hasta que sus pechos se
tocaron; sus rostros se habían acercado llevados por una fuerza imposible de
resistir, y las manos de Aidan la rodearon por la cintura para evitar que se
alejara. Allison apoyó su frente sobre la de él y enterró los dedos en su pelo.
Le encantaba su tacto suave y supo qué podría pasar horas tocándolo. Durante
unos segundos sus labios se resistieron a unirse, en un tira y afloja que ambos
tenían perdido de antemano. Nadie supo quién se rindió primero o quién besó
a quién, pero estaba claro que ninguno podía detener aquella espiral de deseo.
Con cada movimiento de sus lenguas sus corazones latían más desbocados y
el calor de sus cuerpos hacía que olvidaran la temperatura del agua, y el resto
del mundo que los rodeaba. Aidan deslizó sus manos para aferrar su trasero y
ella correspondió entrelazando las piernas a su cintura para aumentar el
contacto entre ellos. Ya no hubo más risas, fueron reemplazadas por gemidos
desesperados y alientos entrecortados.
Aidan salió del agua con Allison aferrada a su cintura y la tumbó sobre la
hierba colocándose sobre ella. No podían dejar de besar sus pieles húmedas ni
detener sus manos que se colaban bajo las prendas empapadas. Aidan acarició
sus muslos y su mano buscó la tibieza de su intimidad, sin dejar de besar sus
pechos, que a la luz del día eran aún más hermosos. Se deseaban en la misma
medida y sabían que por mucho que se resistiesen, por más que la moral o el
deber intentasen levantar una barrera, el desenlace era inevitable y tarde o
temprano cederían a aquella apremiante necesidad. Por más que hubiese
deseado tomarla allí mismo como un salvaje, Aidan todavía conservaba un
ápice de civismo y se detuvo antes de que la pasión terminase de nublarles el
juicio. Contempló unos instantes a esa mujer que estaba desbaratando sus
límites, fascinado por la profundidad de sus ojos azules y por lo mucho que
transmitían sin necesidad de palabras. No le importaría sumergirse en ellos
eternamente, pero sabía que no podía ser, sus caminos eran muy diferentes.
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De manera egoísta él se había consagrado a su carrera, a sus investigaciones,
y necesitaba libertad para viajar durante meses o pasar noches enteras sin
volver a casa y sin dar explicaciones. Con Theresa había sido fácil, ella lo
entendía. Se conocían desde niños y había aceptado sus condiciones sabiendo
que era la única forma de tenerlo.
Allison, por su parte, también debía ser egoísta. En ese momento de su
vida su única prioridad era ella misma, y sería un error distraerse de su
propósito desperdiciando su tiempo en amores que no llegarían a ninguna
parte.
Ella le devolvió la mirada y acarició su rostro con ternura, quizá
demasiada. La luz que incidía sobre ellos brillaba en las pequeñas gotitas que
resbalaban del pelo de Aidan y sus ojos verdes se veían más claros que nunca.
Intentó recordar si alguna vez había visto algo más bello que eso y no pudo.
Lástima que aquello fuese tan hermoso como efímero.
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pudo notar el calor sofocante y ese olor peculiar que precede a un desenlace
nefasto, el olor de la muerte. Sabía que ya era demasiado tarde. Se acercó a la
cama, Theresa estaba allí, tan pálida, aferrándose a un hilo de vida. Abrió los
ojos y lo miró con la misma expresión dulce que había visto en Allison.
Hubiera preferido ver rencor o ira, pero solo había comprensión. Theresa
suspiró y él alargó la mano para acariciar su mejilla una última vez. Se detuvo
en seco al ver que su mano estaba manchada de sangre. Se alejó de la cama
espantado, la sangre cubría sus ropas, sus dedos y el suelo de la habitación.
Quiso correr, pero sabía que no tenía sentido hacerlo. No había lugar donde
esconderse.
Al despertar, Aidan supo que había gritado en la oscuridad al notar su
garganta dolorida, y agradeció estar solo en aquella casa. Estaba empapado en
sudor y apenas podía respirar con normalidad. La pesadilla había sido mucho
más larga y cruel que otras veces, y sobre todo más real. Se sentó en la cama
con la cabeza enterrada entre las manos y se secó con brusquedad una
lágrima. No quería llorar. Theresa odiaba los dramas innecesarios. En
realidad, Theresa despreciaba todas las demostraciones excesivamente
emotivas. Desde que ella falleció había intentado no recrearse en el dolor y la
nostalgia. Había vuelto al trabajo a los pocos días y había retirado de su vista
cualquier objeto que le recordara a su esposa, excepto alguna fotografía y el
camafeo que siempre usaba. Tal y como ella habría hecho. Theresa era una
mujer fuerte, realista y pragmática, que se había enfrentado siempre a la vida
con serenidad y sensatez. Y esperaba lo mismo de él, de hecho, había sido su
juez más duro y su consejera más capaz.
Poco a poco él había descubierto una nueva rutina salpicada de viajes y
emociones diferentes, alejado de cualquier cosa que tuviera que ver con el
amor, y había aprendido a vivir sin ella. La echaba de menos, había sido su
mejor amiga desde que tenía memoria, pero había aceptado su ausencia, como
se aceptan las cosas inevitables de la vida. Ahora, con Allison removiendo su
interior, los sentimientos se entremezclaban en un crisol, le arañaban el alma
y sacaban afuera todo aquello que permanecía oculto a la vista, todo lo que
hacía daño. Porque Aidan Simpson era un experto en ocultar cosas, todas
aquellas que empañaban el brillo impecable de su ego.
Se levantó y cogió de nuevo la botella de brandy, pero lo pensó mejor y
volvió a dejarla sobre la mesa. Sabía de sobra que el alcohol y los
pensamientos funestos no hacían muy buena combinación. Pensó en ir hasta
el lago y darse un buen baño en agua helada, eso seguro que templaba sus
ánimos. Salió en mangas de camisa convencido de que no se cruzaría con
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nadie, pero en el último momento, en lugar de enfilar el camino del lago, se
dirigió hacia los establos.
Sabía que era demasiado tarde para que Allison estuviese allí, y la verdad
era que prefería que fuese así. Necesitaba respirar, deshacerse de la sensación
de no caber dentro de su propia piel. Y para eso era mejor que no hubiera
testigos.
Cuando se acercó a las caballerizas, los caballos se removieron
ligeramente en su lugar ante la presencia de un extraño. Aidan se acercó
primero a Nube de tormenta, que estaba más cerca de la entrada, y acarició su
frente.
—Eh, buenas noches, campeón. No tomes a mal que hoy Allison no haya
venido a verte, ha sido culpa mía. Creo que le he exigido demasiado.
Se dirigió a la yegua y acarició su cuello, y esta resopló en respuesta.
—Y tú eres la dulce y leal Perla. Eres hermosa, no cabe duda.
Aidan se sentó en la caja de madera que había colocada junto a la pared
frente a ellos y disfrutó de la tranquilidad que se respiraba allí.
—Ahora entiendo por qué Allison viene aquí cada noche. Contagiáis paz
—suspiró y cerró los ojos unos instantes, pero lo que bullía en su interior era
demasiado intenso para permitirle descansar—. Vosotros la conocéis bien,
sabéis cuáles son sus anhelos, sus deseos y sus miedos. Yo también, quizá
porque son los mismos que los míos.
Guardó silencio y negó con la cabeza, sintiéndose un poco idiota, y se
pasó las manos por el pelo.
—Este silencio incita a hablar, y yo llevo mucho tiempo sin hablar con
nadie, sin hablar de verdad, quiero decir. Me he acostumbrado a guardarme
las cosas que no puedo analizar, diseccionar, entender y diagnosticar. Los
sentimientos, aunque no lo parezca, son mucho más complejos que un dolor
de tripa o una herida que coser. —Uno de los caballos relinchó y él sonrió—.
Me lo tomaré como un gesto de aprobación, odio que me lleven la contraria,
aunque eso seguro que Allison ya os lo ha contado. Allison, la bella, fuerte y
rota Allison. No se merecía tanto sufrimiento. Debería haber bailado docenas
de bailes, coqueteado, viajado… y si hubiera existido la justicia, todas sus
lágrimas habrían sido de alegría. ¿Creéis que lo conseguirá? Ser feliz,
encontrar el amor que merece. —Hizo una pausa como si esperase que los
caballos le contestaran—. Seguro que sí. Es una mujer extraordinaria. Y yo
soy un ser despreciable por permitir que se acerque a mi corazón podrido. Y
no solo porque mi profesión debería ser suficiente freno para mantenerme
indemne a lo que siento, sino por algo que debería ser definitivo. ¿Qué se
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puede construir a partir del dolor? ¿Cómo puedes empezar algo bonito cuando
todo lo que tienes dentro está destrozado? Yo no soy el hombre adecuado para
hacerla feliz. Y sé que lo justo es alejarme de ella.
Aidan se levantó con la sensación de que había hablado demasiado a pesar
de que los únicos que lo podían escuchar eran los animales.
—A veces pienso que…
Dejó la frase a medias y, tras acariciar a los animales, se marchó en
silencio, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Después de todo, la idea
de darse un baño en el agua helada del lago no parecía tan mala. Quizá así
pudiera deshacerse de esa maraña que no lo dejaba pensar con claridad.
Unos ojos lo observaron en la oscuridad mientras se alejaba y se convertía
en un bulto informe hasta desaparecer. Allison no podía retirar la mano de su
pecho, en un intento de que los latidos desenfrenados no se escucharan en el
silencio. Esa noche había decidido no acudir al establo, se encontraba
demasiado cansada y la pierna le había molestado toda la tarde. Se había
acostado temprano, pero una pesadilla la había sacado del sueño y la había
desvelado. El tobillo le dolía tanto a esas alturas que tenía la sensación de que
un hierro candente se clavaba en su carne de dentro a fuera. Ni siquiera tenía
láudano a mano para calmarse y era consciente de que caminar aumentaría el
dolor, pero al menos el cansancio podría ayudarla a cerrar los ojos. Había
decidido acudir a su cita diaria a pesar de lo avanzado de la hora, y cuando
escuchó el murmullo de una voz masculina se detuvo asustada, hasta que
reconoció la voz grave y atrayente de Simpson.
Los papeles se habían invertido sin ella saberlo. El destino era así de
curioso. Y ahora era ella la poseedora de los secretos de Aidan Simpson,
aunque no de todos.
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Capítulo 18
Aidan estaba preocupado y sabía que más pronto que tarde tendría que
tomar una decisión. En realidad la decisión dependería de Allison y de su
familia, él solo tendría que exponer una verdad incontestable sobre la mesa, y
era que la pierna de Allison no mejoraría. Había ganado en fuerza y en
estabilidad, pero el dolor no remitía ni remitiría jamás. Había sido tolerable
mientras ella se mantenía la mayor parte del tiempo en reposo, pero ahora que
empezaba a recuperar cierta normalidad, acusaba el esfuerzo. Además, tenía
la esperanza de que la operación permitiera recolocar el pie, y eso abría todo
un camino de posibilidades que sin la operación eran inviables. Quizá algún
día Allison pudiese mantenerse en pie y caminar sin ayuda de bastones, pero
no se atrevía a crearle unas expectativas que luego no pudiera cumplir.
Desde su baile en el lago ella parecía más distante y él agradecía que al
menos uno de los dos mantuviera la cordura. Eso se repetía a sí mismo
cuando ella lo recibía con miradas distantes y sonrisas frías, como esa
mañana. Aidan se había limitado a hacer su trabajo y no se había molestado
en buscar un tema de conversación agradable. Odiaba hablar de cosas
insustanciales y gastar energía en llenar el vacío con palabras aún más vacías.
Prefería la pureza del silencio incómodo, al menos eso sí era real. Volvió a la
realidad cuando ella saltó en su asiento al sentir cómo manipulaba su tobillo.
—¿Te duele? —Se preocupó, levantando los ojos para mirarla a la cara.
Las manos de Allison se habían aferrado a los reposabrazos de su asiento con
fuerza para no gritar y él la soltó—. Allison…
Estaba a punto de plantearle lo que le preocupaba cuando Casandra
apareció en el umbral. Estaba más pálida de lo normal y parecía cansada.
—Doctor, justo le andaba buscando. —Saludó con una sonrisa.
—Dígame, ¿se encuentra bien? —preguntó levantándose.
—Oh, sí. No se preocupe. —Casandra hizo un gesto con la mano para
quitarle importancia y volvió a sonreír, tan amable como siempre.
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—¿Cuándo… cuándo calcula que vendrá el bebé? Supongo que habrán
contactado con alguna comadrona o un doctor especializado.
Aidan esperaba no resultar descortés pero quería dejar claro que su única
finalidad para estar allí era cuidar de Allison, y que los alumbramientos no
eran su especialidad. Aun así podía ver con claridad que en ella se había
producido un cambio casi imperceptible que indicaba que el momento se
acercaba, su rostro parecía distinto y su barriga se veía más baja.
—Según mis cálculos todavía faltan diez o quince días.
—Según la gitana el bebé nacerá esta semana —intervino Allison
atrayendo las miradas de todos, incluyendo la de su doncella, que había
permanecido en una discreta posición hasta ese momento.
—¿Una gitana? No me diga que fue esa zíngara que vino al mercado. Esa
mujer es increíble. —La muchacha se acercó hasta ellos retorciéndose el
delantal, deseando compartir todo lo que sabía—. Le dijo a Jeremiah que
tenía que deshacerse de una de las piedras de su chimenea, por lo visto el muy
truhan la había robado de la tapia del cementerio. ¿Cómo podía ella saber
eso? Pues resultó ser cierto, y él confesó que había tenido horribles pesadillas
durante meses.
—Seguro que las pesadillas se debían a su mala conciencia. —La
contradijo Aidan que sabía bastante del asunto.
—Pues a ver cómo explica esto, doctor. Esa mujer le dio una ramita de
romero al panadero para atraer la buena suerte, y una semana más tarde le
tocó un cerdo en una rifa. Uno bien gordo. Y Doris, la hija del herrero, le
pidió un remedio para atraer el amor. Y adivine…
—No me diga que ha participado en una rifa también… —bromeó el
doctor que no otorgaba ninguna credibilidad a esas cosas.
—No. Algo mejor. Un comerciante vino al pueblo y estuvo a punto de
arrollarla con su caballo. Cuando se bajó del animal y la miró a la cara se
enamoró perdidamente.
—Quizá se hubiera quedado igual de prendado sin el remedio. Eso nunca
lo sabremos. —Aidan quería mostrarle la parte racional de todo aquello, pero
Jessica quería creer en ello con todas sus fuerzas y contra eso no había ningún
argumento válido.
—Ay, eso sí que no, doctor Simpson. Si hubiera visto la cara de esa
muchacha no diría eso. —Todos rieron ante su ocurrencia y la chica se
sonrojó, consciente de que había hablado demasiado—. Señora, cuando vaya
al pueblo, si me lo permite, hablaré con la partera para que esté avisada, por si
acaso.
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Casandra le agradeció a la joven su preocupación y volvió su atención al
doctor.
—Doctor Simpson, venía a invitarle a cenar. Sería un honor que pudiera
compartir la mesa con nosotros.
—Yo… eh… —Buscó en su mente una excusa plausible que no la
ofendiera, aunque normalmente no solía usar subterfugios. Cuando algo no le
apetecía decía que no directamente. Pero no quería herir a Casandra que
siempre había sido amable con él.
—No me gusta que esté solo tanto tiempo, ni siquiera sale de la finca, se
pasa todo el día en esa casita solo.
—No tiene motivo para preocuparse, en mi día a día suelo pasar mucho
tiempo solo, rodeado de papeles y estudiando casos difíciles o apuntes de mis
colegas. —Aidan entendió en ese momento que podía aprovechar la ocasión
para exponerle al testarudo Leonard Craven la situación de Allison—. Pero
está bien. Acepto la invitación.
Allison se envaró y estuvo tentada a inventar una excusa para sí misma y
quedarse refugiada en la segura soledad de su habitación. Casandra era muy
perspicaz, pero Leo era como un sabueso, y no le apetecía en absoluto sentirse
observada y que pudieran llegar a imaginar lo que sentía. Ahora que sabía la
manera tan determinante en la que Aidan renegaba de ese sentimiento, quería
guardárselo para sí. Pero hacía tiempo que había descubierto que había cosas
de las que no se podía huir.
Aidan se había puesto su mejor traje para cenar con los Craven, que no era
mucho decir, ya que su ropa, aunque de calidad, era bastante sencilla.
Mientras esperaba en la pequeña salita a la que le había conducido el
mayordomo, se lamentó por haber llegado tan pronto, no quería parecer
ansioso ni servil, como si tuviera que besar los pies de esa gente solo por
ostentar un título. Leonard y Casandra fueron los primeros en aparecer, y
volvió a ver el cansancio en el rostro de la mujer, que se acariciaba la barriga
constantemente con gesto nervioso.
—Doctor Simpson, espero no haberle hecho esperar. —Se disculpó el
anfitrión con amabilidad, tendiéndole la mano.
—La culpa ha sido mía, discúlpeme. Ahora tardo el doble en hacer las
cosas.
—No se preocupen, acabo de llegar.
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El mayordomo les indicó que ya podían pasar al comedor y su gestó
cambió, sin él ser consciente de ello. Casandra le dedicó una elocuente mirada
y él se sintió como un niño que es pillado en una travesura.
—Allison nos espera allí, no era necesario que hiciera un sobreesfuerzo
viniendo hasta aquí. ¿No le parece? —le confirmó Cassie arqueando una ceja,
divertida.
Aidan habría podido jurar que se había sonrojado, algo que no le pasaba
desde los catorce años. Habría podido justificarse diciendo que se había
preocupado por su salud, pero sabía de sobra que dar demasiadas
explicaciones era sinónimo de culpabilidad.
Se dirigieron a un pequeño comedor que solían usar para las cenas
familiares y que Aidan había visitado en las contadas ocasiones que había
aceptado cenar con los Craven. Cuando entró, su vista no se fijó en la refinada
cubertería, ni en los candelabros de plata ni en la exquisita decoración floral
de la estancia. Sus ojos se clavaron directamente en Allison, que estaba más
bella que nunca con un vestido de color azul cielo y el pelo recogido en un
elegante peinado. El escote de barco dejaba al descubierto sus hombros, que
brillaban bajo la luz de los candelabros, y sus ojos relucían llenos de vida
mientras le devolvían la mirada. Leonard también sintió un pellizco en el
estómago al ver a su hermana. Por un momento vio en ella a la chiquilla
alegre y caprichosa que una vez fue, tan llena de vida y resuelta a conseguir
todo lo que se proponía. Se preguntó cómo se había obrado el milagro para
llegar hasta ese momento, y sintió ganas de llorar. Casandra apretó su
antebrazo sacándolo de su parálisis y él la acompañó hasta la mesa. Sabía que
había muchos cabos sueltos todavía entre ellos y que tarde o temprano tendría
que sincerarse con su hermana. La medalla de Charles le quemaba las manos
y estaba deseando encontrar el momento oportuno para entregársela a su
legítima dueña. Puede que ese día estuviera más cerca de lo que había
esperado.
Todos se sentaron a la mesa y se vieron inmersos en una conversación de
las que tanto odiaban Leo y Aidan. En ese sentido, al menos, eran bastante
parecidos. Todos parecían ausentes, y pasaban más rato de lo que se
consideraría normal, observando la deliciosa comida de sus platos.
Allison sentía su estómago lleno de docenas de mariposas revoloteando
sin cesar al tener al doctor Simpson sentado a su lado; al menos esa noche su
vida volvía a ser una vida normal, y solo había necesitado un vestido bonito,
una cena y la presencia de un hombre que hacía que sus sentimientos se
volviesen del revés.
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Leonard, por su parte, estaba invadido por una multitud de sentimientos
encontrados: la alegría que le provocaba la mejora de su hermana, la desazón
que sentía al saber que tendría que hablar con ella y contarle toda la verdad
sobre la muerte de Charles, y la incertidumbre de no saber cómo reaccionaría.
Aidan también se dividía entre dos sensaciones bien distintas. Ver a
Allison allí había despertado algo primitivo e inesperado en su interior. La
deseaba, la admiraba y puede que estuviera empezando a albergar otro tipo de
sentimientos mucho más profundos que esos. Por otro lado, necesitaba
encontrar el momento propicio para exponer su preocupación por el estado de
la pierna de Allison pero estaba empezando a entender que no era demasiado
apropiado hacerlo entre plato y plato.
Pero de los cuatro la persona que más motivos tenía para sentirse extraña
era Casandra. Intentaba intervenir en la conversación y no alarmarse por los
cambios que su cuerpo estaba experimentando. Maldición, ella era doctora, al
menos había ejercido como tal aunque no le permitieran obtener el título. No
podía salir corriendo a buscar a una comadrona solo por estar sintiendo unos
leves pinchazos, debía mantener la calma hasta que estuviera segura de que el
bebé llegaría. Sonrió sin saber muy bien qué comentaban el resto de sus
acompañantes en ese momento y pinchó un pequeño pedacito de cordero
aparentando que todo iba bien. Todo iba bien.
—Cuéntenos, doctor Simpson. Mi mujer me ha dicho que estaba
realizando una tesis —dijo Leonard reclinándose en su asiento y saboreando
su copa de vino.
—Sí, ya casi está terminada. Cuando vuelva a Londres la presentaré en la
universidad.
—¿Y sobre qué trata exactamente?
—Es un intento de sentar las bases para un protocolo común en las
intervenciones quirúrgicas, especialmente en las osteotomías.
—¿Un protocolo? —indagó Casandra con interés.
—Desde la asepsia a la anestesia. Como sabrá muchos de los doctores que
realizan intervenciones complicadas utilizan sustancias para desinfectar, sobre
todo las heridas. Joseph Lister ha introducido un concepto muy interesante, la
antisepsia. Para ello usa ácido carbólico para desinfectar no solo las heridas
sino el instrumental, el recinto, el ambiente y cualquier cosa que pueda estar
en contacto con el paciente. Se trata de enumerar y ordenar las medidas a
tomar para que todos los médicos lo hagan de la manera más eficaz, y así
prevenir errores.
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—¿No se supone que eso ya se hace? —preguntó Allison, aunque el tema
no la seducía demasiado.
—Deberían hacerlo. Algunos usan alcohol, lejía y otros, espero que
pocos, se lavan las manos y listo.
—Eso es condenar a muerte al paciente —comentó Cassie.
—Sí que lo es —convino Simpson—. Con la anestesia pasa lo mismo.
Con frecuencia se ha usado cloroformo para mitigar el padecimiento. Pero me
consta que algunos colegas están usando éter de manera satisfactoria,
sumiendo al paciente en un sueño profundo en el que no siente dolor. Se trata
de establecer las dosis exactas para que no haya ningún perjuicio.
—¿Qué es una osteotomía? —Allison lo miró con curiosidad y miedo a la
vez, temiendo no estar preparada para escuchar su respuesta.
Aidan guardó silencio unos segundos interminables con los ojos clavados
en los suyos, y habló en tono tan bajo que tuvieron que agudizar el oído.
—Desde hace algunos años se están haciendo avances en este sentido. De
hecho, durante mis viajes al continente he podido asistir a varias de estas
intervenciones practicadas por los médicos más prestigiosos. Al principio se
realizaban a pacientes de polio o con deformidades de nacimiento. —Volvió a
mirar a Allison intentando adivinar qué pasaba por su cabeza, pero su
expresión era completamente neutra, o más bien carecía de ella, como si su
corazón hubiese dejado de latir—. Ahora, se está empezando a aplicar en
fracturas o… en lesiones antiguas que no cicatrizaron bien.
Leonard, que intuía la dirección de sus palabras, dejó la copa con fuerza
en la mesa, con una expresión en la cara que hubiera hecho temblar a
cualquier hombre menos curtido que Simpson.
—Quiere decir, doctor Simpson, que se aprovecha del trabajo de los
demás, si no le he entendido mal.
—¿Cómo dice? —Aidan se puso inmediatamente a la defensiva y cerró el
puño que tenía sobre la mesa, conteniendo las ganas de estrellarlo en la cara
de ese hombre. No toleraba que nadie, mucho menos ese tipo que no tenía
idea de cómo era él ni el mundo en el que se movía, cuestionase su trabajo.
—Por lo que cuenta, sus colegas hacen el trabajo sucio, investigan,
operan… Y usted llega con sus manos limpias, picotea aquí y allá, toma unas
cuantas notas y luego lo expone ante docenas de ojos obnubilados por su
sabiduría.
—Leonard, cariño… —intervino Casandra, apoyando una mano en su
brazo que él ignoró. La tensión se podía cortar con un cuchillo y esa no había
sido su intención al organizar aquella cena.
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—Creo que su visión es un tanto simplista —argumentó Simpson, cuya
mirada se había vuelto afilada y fría—. Está obviando lo necesario que resulta
poner en común las experiencias y los conocimientos de personas que de otra
manera sería imposible. De cualquier forma, no se lleve a error. Yo mismo he
participado en esas operaciones, y lo último que deseo es que me den una
palmadita en la espalda. Mi intención es…
—Trasmitir la información de manera altruista —se mofó de nuevo; si ese
tipo pensaba que iba a permitirle que pusiera un solo dedo sobre su hermana
para llevarse una nueva medalla estaba muy equivocado.
Allison jadeó sorprendida por la descortesía de su hermano, normalmente
afable y bromista.
—Leo, por favor… —repitió su mujer, pero de nuevo la ignoró. Aquello
era una pelea de gallos y el que antes bajase la guardia habría perdido la
partida.
—Desempeñar la labor de unificar y redactar los criterios más favorables
para el paciente, poner en valor el conocimiento y servir de nexo de unión
entre los especialistas de las distintas áreas no es ninguna tontería. Pero no
espero que alguien como usted, cuya máxima preocupación parece ser que su
chaleco combine con su pañuelo, lo entienda.
—¿Me está llamando idiota en mi propia mesa?
—Leo… —insistió Cassie zarandeando ligeramente su brazo nuevamente.
—¿Y usted? ¿Me ha invitado a su mesa para insultarme?
—¡Leo, maldición! —vociferó Casandra atrayendo la mirada de todos los
presentes. Su marido al fin le prestó atención y su expresión cambió al
instante, al ver la cara de su esposa, contraída por el dolor—. He roto aguas.
Todos se levantaron de golpe, y hasta el lacayo que esperaba estoicamente
en un extremo de la habitación se acercó presuroso a la espera de
instrucciones.
—¿Estás…? ¿Te duele? —preguntó Leonard sin saber qué hacer y más
nervioso de lo que recordaba haber estado nunca.
—Llévala a la habitación —le ordenó Allison—. Que alguien vaya a
avisar a la comadrona y al doctor Campbell inmediatamente.
Leonard cogió a su mujer en volandas y salió con ella del comedor, sin
percatarse de que Simpson se había quedado inmóvil apretando la madera de
la silla que tenía frente a él como si estuviera a punto de hacerla añicos.
—Avisaré a la señora Marsh, ella sabrá qué hacer —añadió Allison
saliendo del comedor.
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Aidan respiró con fuerza. Su estómago se había revuelto y un sudor frío le
corría por la espalda. Había asistido a amputaciones, operaciones de huesos e
incluso una herida por arma blanca producida en un duelo, que había dejado
al hombre con los intestinos fuera de su cuerpo y, nunca le había temblado el
pulso. Pero esto era distinto.
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Capítulo 19
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—Confío en su experiencia, señora. Como ya he dicho, esta no es mi
especialidad. —Su tono hosco no dejó lugar a dudas y la mujer masculló algo
entre dientes antes de volver a su posición, mientras la doncella que se
encargaba de refrescar la frente de Casandra con un paño húmedo le dirigía
una significativa mirada.
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Casandra apretó su mano con tanta fuerza que él creyó que le partiría los
huesos, y su cuerpo se encogió por culpa de una nueva contracción mucho
más fuerte que la anterior. Su grito desgarrador asustó tanto a su esposo que
se separó de ella para dirigirse directamente hacia Simpson, que permanecía
paralizado junto a la cama.
—¡Haz algo, maldición! —gritó Leonard zarandeándolo, sacándolo de su
estupor.
Aidan tragó saliva y se secó el sudor que empapaba su frente con un
pañuelo antes de dirigirse vacilante hacia los pies de la cama, donde la señora
Smith realizaba su trabajo con expresión de preocupación.
—Creo que el niño trae una vuelta de cordón en el cuello, doctor
—susurró intentando que los Craven no la oyeran. Una parturienta primeriza
aterrorizada y un marido histérico eran lo que menos necesitaban en ese
momento.
—Está… está bien. Hay que intentar que aguante la contracción hasta que
le quitemos la vuelta o podría ser fatal —dijo Simpson al fin.
—Sí, eso es justo lo que pretendo, pero sin su ayuda no podré.
—Casandra, cuando sienta que se aproxima una nueva contracción
díganoslo.
Ella siseó entre dientes y asintió con la cara contraída de dolor.
Tenía que hacerlo, Aidan lo sabía. De ello dependía la vida de ese bebé y
puede que la de su madre también. Se remangó las mangas de la camisa y se
dispuso a colocarse frente a Casandra. La cabeza del bebé empezaba a asomar
al mundo, y si no actuaba rápidamente podría ocurrir un desastre.
Cassie cerró los ojos con fuerza y apretó los dedos de su esposo con una
mano y las sábanas con la otra y todos supieron que una nueva contracción no
tardaría en aparecer.
—Aguante, bonita —le pidió la comadrona.
Aidan estaba a punto de proceder a palpar al bebé cuando la puerta se
abrió de golpe y apareció un hombre joven que se secaba las manos en un
paño, y que no se molestó en saludar ni identificarse.
—Doctor Campbell, el bebé tiene una vuelta de cordón —informó la
señora Smith, visiblemente aliviada. Había trabajado con ese hombre desde
que llegó a la comarca y se entendían casi sin necesidad de palabras.
—Apártese, joven. —El doctor le dio un codazo a Simpson reclamando su
lugar y el alivio fue tan grande que dejó escapar un suspiro.
Aidan se apartó a una esquina de la habitación como si fuese un fantasma
en el que nadie volvió a reparar. Escuchó gritos de dolor, el eco de las voces
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que daban instrucciones, seguidos de palabras de aliento. No sabía si lo que
sus oídos percibían era real o no, y la habitación se fue volviendo oscura y
tenebrosa. El sonido claro y rotundo de un llanto de bebé lo sacó de golpe de
su aturdimiento y lo trajo de vuelta a aquella habitación donde la vida se
había abierto paso sin su ayuda. Se miró las palmas de las manos con estupor
y las vio cubiertas de sangre. Se frotó contra la tela de su camisa con
desesperación intentando librarse de aquellas manchas que anunciaban su
culpabilidad hasta que la voz de Jessica a su lado lo sobresaltó.
—Doctor, ¿se encuentra bien? —preguntó la joven con discreción para
que nadie la oyera. Todos estaban demasiado ocupados atendiendo a
Casandra y al bebé para fijarse en él.
Aidan le dio las gracias y salió de allí como alma que lleva el diablo.
Allison intentó detenerle, preocupada por su cara de preocupación, pero él se
zafó de su agarre y se dirigió a la salida bajando los escalones de dos en dos.
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Capítulo 20
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Allison sonrió de oreja a oreja y pareció que la habitación se iluminaba.
—Ambos están bien. Es un niño precioso, se llamará Charles.
Aidan asintió e intentó esbozar una sonrisa pero le resultó imposible. Su
cara parecía una máscara inerte y petrificada. La culpabilidad le arañaba la
razón y era consciente de que podía haber hecho más, mucho más, esa noche.
Si algo hubiese salido mal no se lo hubiera perdonado.
—Me alegro mucho por los dos. Ve a descansar, ha sido una noche difícil.
—¿Y eso es todo? —preguntó con dulzura, y apoyó una mano sobre su
brazo. Él sintió que su toque le quemaba a través de la camisa de lino y se
apartó de su contacto—. Aidan, ¿qué ocurre?
—Me marcho. —El tono de Aidan era tan frío como un témpano de hielo,
pero no fue eso lo que hizo que el corazón de Allison se resquebrajara, sino su
mirada, que no dejaba traslucir ningún sentimiento, como si estuviera muerto
por dentro—. No creo que pueda hacerte mejorar más. No aquí. La única
opción que nos queda es operar, pero tiene tantos contras como pros. Cuando
tu hermano esté más tranquilo le expondré mis conclusiones y me marcharé.
—Le expondrás tus conclusiones. Y él será quien decida por la pobre
Allison, tan inocente que no es capaz de discernir sobre lo que le conviene a
su propia vida. Pensé que tú me verías de forma diferente pero eres como el
resto.
—Por supuesto que tu decisión prevalecerá por encima de la de los demás.
No haría nada sin que tú estuvieras de acuerdo.
—¿De qué huyes, Aidan? ¿Vas a hacerme creer que has llegado a esa
conclusión en un abrir y cerrar de ojos?
—Vine aquí para ayudarte, ahora no estoy seguro de que mi presencia sea
buena para ti.
—Eso no responde a mi pregunta. —Insistió—. Puede que ambos estemos
destrozados por dentro, pero huir o esconderse no es la solución.
Aidan levantó la vista que había mantenido clavada en la alfombra y la
miró a los ojos. ¿Lo habría oído mientras se confesaba con sus caballos? Era
altamente improbable, puede que solo constatara una certeza evidente. Allison
se acercó más a él para acariciar su mejilla, y él posó su mano sobre la de ella
para no sentirse huérfano de su contacto. En ese momento sintió cuánto la
necesitaba y también lo errado que resultaba ceder a ese sentimiento.
—Allison, hay tantas razones para marcharme… No puedo fingir que no
siento algo por ti, algo que ni siquiera puedo definir. Pero lo que sí sé es que
no debería ocurrir. Todos mis valores como médico y como persona han
acabado por el suelo, pisoteados y olvidados. Todo por dejarme llevar por la
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pasión que despiertas en mí, sin quererlo ni ser consciente de que lo haces.
Por eso es tan intensa, porque surge de nosotros sin buscarla.
—Y ¿por qué debes renegar de ella?
—Porque ya has sufrido suficiente para toda una vida. Yo no puedo ser el
hombre que tú necesitas. No seré un esposo abnegado, no te acompañaré en
las largas tardes de invierno junto a la chimenea, ni pasearé contigo las
mañanas soleadas. Mi trabajo me absorbe y demanda de mí toda mi atención.
Necesitas un hombre que te haga feliz.
—Estoy tan cansada, Aidan. Cansada de que me digan qué es lo que debo
querer y a quien debo querer. No te he pedido que seas ese hombre para mí.
—Y entonces, ¿qué quieres, Allison? —La pregunta le quemó en los
labios nada más pronunciarla. Era la cuestión más peligrosa de todas, porque
quizá se viera abocado a ser eso que Allison quería, porque quizá no había
nada que necesitase más que serlo.
—Yo… solo quiero que me amen, solo eso. Entiendo que no es fácil
hacerlo.
Allison se dirigió cabizbaja hacia la salida apoyándose en los muebles que
encontraba a su paso, sintiéndose estúpida y vulnerable por haber confesado
algo semejante. Esa no era la mujer en la que ella había aspirado convertirse.
Ella quería ser fuerte, independiente, y sobre todo quería ser libre. Y el amor
ataba demasiado. El amor apretaba el alma y secuestraba los sueños, se hacía
dueño de los sentidos y se apropiaba sin derecho de los días y las noches. El
amor era maravilloso, pero también era arriesgado.
Antes de que pudiera alcanzar la manija de la puerta, la mano de Aidan se
apoyó en la madera para impedirle salir. Acercó la cara al pelo de Allison y
aspiró con fuerza su aroma, que lo reconfortó y torturó con la misma
intensidad.
—¿Qué no es fácil? Cómo puedes pensar algo así, Allison. Es imposible
no hacerlo.
Durante unos segundos el tiempo se paralizó, y lo único que se escuchó
fueron sus respiraciones alteradas y sus corazones latiendo desesperados.
—No te creo. No me engañes con palabras vacías solo para que me sienta
mejor.
Aidan soltó una pequeña carcajada y deslizó el dorso de sus dedos por el
perfil de su mandíbula y su mentón. Solo había pretendido consolarla con ese
gesto, pero ¿quién lo consolaba a él? ¿Quién podría llenar ese hueco que una
vez ocupó su corazón y que ahora estaba desierto? Esa noche algo había
removido sus entrañas y sentía que estaba en carne viva, con sus miedos y su
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dolor latiendo en la superficie. No podía permitir que nadie más los viera, por
eso siempre había pensado que la soledad era la mejor baza que tenía para
vivir tranquilo.
—¿Crees que soy el tipo de hombre que te adularía para que te sintieras
mejor?
Esta vez fue su turno de reír, aunque sabía que estaba a punto de llorar. La
verdad era que Aidan no era una persona aduladora, más bien todo lo
contrario, y solía dar sus opiniones de manera descarnada, sin florituras ni
adornos, sin importarle la sensibilidad ajena.
—Será mejor que vuelva a casa —concluyó Allison sujetándolo de la
muñeca para eludir su contacto.
Giró apoyada en el bastón pero Aidan sintió que una parte de él se iba con
ella, arrastrada y herida. No podía dejar que ella pensara que no era suficiente.
—No me marcho por ti, sino por mí.
—¿Acaso importa? Ni siquiera sé si esta conversación tiene sentido,
Aidan. No somos nada, solo dos personas que se han dejado llevar. Tampoco
sé adónde llegaría esto si le permitiéramos existir. Lo que sí sé es que a veces
el escudo que usamos para protegernos hace más daño que la espada que
queremos evitar. Y, créeme, sé de lo que hablo.
La lágrima que había intentado retener al fin se liberó, y brilló en la
penumbra mientras descendía por su rostro. Aidan acunó las mejillas entre sus
manos y la limpió con el pulgar en un gesto tierno. Pero a esa lágrima le
siguió otra, y otra más, y no pudo soportar el dolor que vio en sus ojos. La
besó en la cara en un intento inútil de beberse su llanto hasta que eso no fue
suficiente. Se apoderó de su boca con una mezcla de dulzura y desconsuelo y
entendió que no tenía fuerzas para luchar contra eso, no esa noche que estaba
a punto de llegar a su fin. La sujetó por la cintura y la pegó a él, ansioso por
sentir su calor curándolo por dentro, y ella dejó escapar el bastón, que chocó
contra el suelo de madera con un ruido seco. Se aferró a su cuello consciente
de que eso era lo único que necesitaba para mantenerse en pie. Se
sumergieron en una espiral de besos ansiosos y caricias desordenadas, hasta
que Aidan la tomó en brazos para subir con ella hasta su habitación.
La depositó sobre la cama y la miró unos instantes solo por permitirse el
capricho de aprendérsela de memoria. Sin preguntas, sin reproches, sin
promesas de un futuro que ninguno se sentía capaz de dibujar. Aidan se
desnudó sin pudor, con los ojos de Allison clavados en su cuerpo, excitado al
ver que ella se mordía el labio expectante.
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Se tumbó junto a ella y le permitió acariciarlo despacio, conteniendo las
ganas de arrancar su vestido y tomarla en ese mismo instante. Allison pasó los
dedos por su cuello y su hombro, disfrutando de la forma en la que los
tendones se tensaban bajo su contacto. Besó su mandíbula y su mentón y rozó
con la lengua la garganta de Aidan, sonriendo al sentir que él tragaba saliva.
Sabía que estaba desesperado por tocarla pero quería ser ella la que le diera
placer llevándolo hasta el límite. Acarició su pecho duro, y deslizó los dedos
con una lentitud desesperante por los músculos de su abdomen, clavándole
ligeramente las uñas, hasta que él gruñó.
—Vas a volverme loco, Allison —susurró con voz ronca junto a su oído.
Ella rio y mordió su cuello en respuesta, mientras él hundía la mano en su
larga melena para que no se separase. La mano de Allison continuó su
tortuoso recorrido por los costados y las caderas de Aidan hasta llegar a su
erección. Titubeó un poco pero en cuanto él la besó de manera apasionada
estuvo segura de lo que estaba haciendo y hasta dónde quería llegar. Deslizó
los dedos por su longitud, sintiendo que su miembro se endurecía con cada
toque, arrancándole gemidos entrecortados. El vestido le pesaba y le
dificultaba los movimientos y abandonó las caricias para tirar del cierre de su
ropa con prisas.
—Deja que te ayude, pequeña impaciente —susurró Aidan con una
carcajada.
Con la misma urgencia que ella pero con más destreza se deshizo del
vestido, las enaguas y la camisola, dejándola solo con las medias. Su cuerpo
relucía como si estuviese hecho de algo mágico a la luz mortecina del
amanecer que comenzaba a entrar por la ventana.
—Eres lo más hermoso que he visto nunca —confesó Aidan.
Allison estiró la mano hasta rozar su boca, como si quisiera retener esas
palabras. Eran demasiado dulces para poder vivir con ellas después de eso.
Aidan se arrodilló frente a ella y deslizó las manos por sus piernas como
había hecho tantas veces desde que había llegado. Pero lo que le hacía sentir
era completamente distinto. Con cada toque ella se estremecía, con cada
caricia todo su ser vibraba. Tiró de las medias hasta que su piel quedó libre de
su presión y se inclinó para besar su tobillo izquierdo. Ella intentó zafarse
para que su boca no tocara las cicatrices pero él no se lo permitió. Esas
cicatrices eran parte de ella, la parte que más la había cambiado y la había
hecho fuerte, aunque para ello hubiera tenido que vivir un calvario. Deslizó
los labios por ellas con tanta dulzura que las lágrimas volvieron a acudir a los
ojos de Allison y su pecho dolió como si no hubiera aire en el mundo para
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llenarlo. Aidan no se detuvo, continuó su ascenso hasta la piel sensible del
interior de las rodillas y los muslos. Sus labios dibujaron sobre la piel de
Allison un camino invisible que lo llevaba hacia su intimidad, guiado por sus
gemidos y por los dedos que se enredaban en su pelo instándolo a continuar.
Cuando su boca llegó a su sexo la saboreó sin tregua, deslizando la lengua por
cada rincón de su carne, hasta que ella se estremeció de placer.
—Aidan… —ronroneó mientras él se tumbaba sobre su cuerpo.
Sus pieles ardían como si fueran a fundirse el uno con el otro en cualquier
momento y la sensación de intimidad resultó apabullante. Aidan la silenció
con un beso apasionado y ella se dejó llevar mientras la dura erección rozaba
su humedad, elevando su excitación hasta el límite de sus fuerzas. Arqueó las
caderas y ambos jadearon arrasados de necesidad.
—Aidan… yo…
Él se detuvo y se apoyó sobre los codos para observarla unos instantes.
Apartó el pelo desordenado que caía sobre la frente de Allison y le pareció el
ser más maravilloso de la tierra.
—¿Quieres que me detenga?
—No… yo… Aidan… —Allison tragó saliva sin saber cómo continuar.
—Puedes decírmelo, Allison. ¿Qué ocurre? No tienes que hacer nada que
no desees.
—¿Estás loco? Claro que lo deseo. Yo… no soy virgen.
Aidan la besó como única respuesta con un ardor y una entrega que elevó
la temperatura de sus cuerpos hasta resultar insoportable. Necesitaban saciar
sus ganas, dejarse llevar por aquella pasión que, al menos en ese instante, los
liberaba de todo el sufrimiento y los miedos que los acompañaban como
sombras.
—¿No vas a decir nada? —preguntó con la voz entrecortada por el deseo
mientras él besaba sus senos con desesperación.
—Que yo tampoco lo soy —sentenció con una sonrisa pícara volviendo a
lo que estaba haciendo.
Allison soltó una repentina carcajada, en parte porque él le había hecho
cosquillas con el pelo y en parte porque se sentía inmensamente feliz. Se
mordió el labio cuando Aidan se colocó en su entrada y la miró de una
manera tan intensa que sintió que todo su cuerpo se sonrojaba. Asintió, y no
necesitaron decir nada más. Sabían que ese momento fugaz valdría para
compensar todos los sinsabores, el dolor y la soledad, de tantas noches
oscuras. Ese momento era luz, como la del amanecer que poco a poco se unía
a su danza en aquella habitación, una luz que les pertenecía solo a ellos,
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pasase lo que pasase después. Aidan entró en ella despacio, queriendo
absorber cada segundo, y atesorar en su memoria cada gesto, cada gemido de
placer. La forma en la que sus labios apetecibles se entreabrían, húmedos por
sus besos, el aire entrecortado que salía de su pecho, sus ojos que se cerraban
arrasados de placer cada vez que él entraba en ella con fuerza, el sudor que
empapaba su piel y hacía que sus senos brillasen, la manera en la que sus
caderas se elevaban para recibirle… todo era hipnótico y mágico y apenas
podía creer que fuera tan afortunado. Cuando sus cuerpos saciados por el
clímax se acurrucaron entre las sábanas, Aidan pudo al fin cerrar los ojos y
dejarse arrastrar por el sueño, rezando para que las pesadillas no arruinaran
ese momento fugaz en el que había vuelto a sentirse humano.
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Capítulo 21
Querido Charles,
He repetido tantas veces esta carta en mi cabeza que podría recitarla sin pestañear. Y,
sin embargo, ahora que ha llegado el momento, no sé por dónde empezar. Un «te echo
de menos» tal vez sea una buena manera de hacerlo. Pero supongo que eso ya lo sabes.
Durante muchos años he luchado contra la culpabilidad, contra el dolor, la soledad
y sobre todo, he luchado contra mí misma. Me he sentido culpable durante demasiado
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tiempo por seguir respirando, y no te voy a engañar, aún lo hago. De cualquier forma,
sigo aquí, como todos dicen, la vida sigue, sin esperarnos. No puedo negar que te veo
en cada cosa que hago, en los planes de futuro en los que no me atreví a pensar en
mucho tiempo y que ahora tendré que hacer sin ti, en las pequeñas manos regordetas de
nuestro sobrino que acaba de nacer. Cada vez que lo mire pensaré en ti, porque es tan
tuyo como mío, un pedacito de vida que nos unirá para siempre. Lo cuidaré y lo amaré
por los dos, aunque sé que tú estarás con nosotros de una u otra forma.
Tengo tantas preguntas, Charles… tantas dudas.
Es muy difícil asumir que estoy empezando a amar a otro hombre con la misma
intensidad que a ti. Siento que te estoy traicionando por ello, pero mi corazón ha vuelto
a latir. ¿Cómo prohibirme ese sentimiento que me hace sentir viva?
Te he atado a mí durante todo este tiempo sin dejarte volar del todo, yo misma me
he aferrado a tu recuerdo por cobardía, porque el mundo sin ti era demasiado duro. Fue
más fácil recluirme y dejar de luchar. Pero el recuerdo de lo nuestro no se merece ser
ensuciado con desidia y abandono. Merece brillar. Y la forma de venerarlo es seguir
luchando cada día, ser feliz.
Querido Charles. Creo que el momento ha llegado. Estoy lista para dejarte volar y
honrarte siendo valiente. Amar es de valientes.
Pensaba que esta carta sería una manera de pedirte perdón por volver a sentir algo
tan profundo por otra persona, y sin embargo se ha convertido en la mejor forma de
darte las gracias. Fuiste mi amigo, mi cómplice, mi primer pensamiento al despertar, la
razón por la que sonreía a cada rato, mi primer beso, mi primer amor verdadero. Fuiste
todo, Charles. Me enseñaste a amar. Y por eso siempre estarás en mi corazón.
Hasta que volvamos a encontrarnos te prometo ser feliz. Por ti, por nosotros.
Tu Allison
Allison se limpió las lágrimas que corrían por su cara y se dio cuenta de
que estaba sonriendo. «Dame una señal, Charles», dijo para sí misma. Sopló
la hoja hasta que la tinta se secó y tras doblarla la metió en uno de los sobres.
Abrió la ventana para que el aire fresco de la mañana despejara sus sentidos.
Aidan dijo algo entre sueños y ella se giró para mirarlo un instante.
Cuando devolvió la mirada al escritorio un rayo de luz incidía directamente
en el sobre formando un pequeño arcoíris. Una burbujeante carcajada
entrecortada por la emoción escapó de su garganta y se llevó una mano a los
labios para no despertar a Aidan. Podía ser casualidad, o el producto de la luz
traspasando el cristal de la ventana, pero ella quiso pensar que era la señal que
había pedido.
—Allison… —La voz adormilada de Aidan la sacó de sus pensamientos
y, tras besar sus dedos y posarlos en la carta unos instantes, escondió el sobre
en uno de los bolsillos de la carpeta, con la intención de recuperarla antes de
marcharse con el mayor sigilo, y se dirigió hacia la cama sintiendo su alma
mucho más ligera.
Aidan acarició su mejilla y apartó el pelo que le cubría la cara.
—¿Estás bien? —preguntó al intuir que había estado llorando. Ella asintió
sin poder hablar, con la voz estrangulada por la emoción y se inclinó para
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darle un beso.
—Muy bien. —Se sorprendió al darse cuenta de que esa era la verdad, se
sentía bien por primera vez en mucho tiempo. Tenía la sensación de haberse
desprendido de un lastre que pesaba demasiado, el de su conciencia—. Será
mejor que vuelva a la casa antes de que se den cuenta de que estoy aquí.
—Me siento osado esta mañana, tanto que correría el riesgo de tenerte en
mi cama un rato más —susurró con voz ronca contra su cuello sin dejar de
besarlo.
—Eso lo dices porque sabes que Leo está ocupado con su bebé, de lo
contrario no serías tan valiente —bromeó entre risas hasta que él mordió su
garganta arrancándole un gemido de rendición.
—Que no vaya a aparecer con un rifle es un aliciente, la verdad. En estos
momentos la casa será un hervidero de sirvientes yendo de aquí para allá
intentando adaptarse a la nueva situación. En tal caso, si la vida nos lo pone
tan fácil, por qué razón no íbamos a aprovecharlo.
Allison quiso hilar una frase sensata, alguna excusa o razón que poder
esgrimir para marcharse, pero en cuanto Aidan la besó se olvidó de todos los
demás, de la vida que trascurría azarosa al otro lado de esas cuatro paredes y
hasta de la carta que había dejado entre los papeles del escritorio.
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Capítulo 22
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era padre. Se bebieron un par de cervezas a la salud del recién nacido, Charles
Joseph Craven, llamado así en memoria del hermano de Casandra y del padre
de Leo, y se despidió para marcharse. Estaba tan ansioso por volver a casa
que estuvo a punto de arroyar a un joven caballero que en ese momento
entraba en el local.
—Demonios, ¿acaso hay un incendio aquí dentro? —preguntó
malhumorado el hombre hasta que lo reconoció—. Craven, eres tú. A dónde
vas con tanta urgencia.
—Montgomery, no sabía que estabas por aquí. Perdona mis prisas, estoy
deseando volver a casa.
Leonard saludó a Montgomery Barnett, hijo del barón de Redfield con un
apretón de manos. Habían compartido muchas juergas pero siempre había
tenido más relación con Nathan que con él.
—¿Y eso? ¿Se han acabado la cerveza y el whisky? —bromeó el joven
dándole una palmada en el brazo.
—Espero que no. Verás, he sido padre hace unos días y la verdad que no
hay nada que desee más que estar junto a mi mujer y mi hijo en estos
momentos.
—Mi más sincera enhorabuena. Había oído algo sobre tu boda y la de tu
hermano Nathan. Llevo en la finca de mi padre un par de semanas y ya sabes
que aquí hay poco que hacer, aparte de emborracharse y cotillear.
—Vamos, Mont. No me digas que te has convertido en una vieja
chismosa, eres demasiado joven para eso.
—Qué puedo hacer si los chismes vienen a mí. —Ambos soltaron una
carcajada hasta que Montgomery se puso serio de repente—. Por cierto, me
han comentado que tu hermana está recibiendo la ayuda de un nuevo doctor, y
que la han visto paseando por el pueblo. ¿Cómo está?
Antes del accidente de Allison, Montgomery Barnett había sido uno de los
candidatos predilectos de la familia, de su madre más bien, por ser joven, bien
parecido, y con una fortuna modesta pero suficiente para vivir holgadamente.
Además estaba emparentado con las familias de más renombre de la alta
sociedad y no parecía desagradarle el carácter voluble y caprichoso de
Allison. Había otras prioridades más ventajosas, pero Barnett era una opción a
tener en cuenta por si el resto fallaban.
—Está mejorando mucho, gracias por preguntar. La está tratando un
médico de Londres, alguien bastante prestigioso, el doctor Simpson.
El semblante de Montgomery se ensombreció y durante unos segundos
pareció azorado.
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—¿El sanguinario? No puede ser, Leo. Espero que no sea el mismo
Simpson del que todo el mundo habla.
—¿Qué? ¿Lo conoces?
—Creo que esto merece una copa de algo fuerte.
Leonard asintió y lo siguió al interior del local como si fuera un muñeco
sin voluntad y se sentaron en una de las mesas más discretas, al final del local.
Pidieron una copa a pesar de lo temprano de la hora, y en cuanto se la
sirvieron Montgomery apuró la mitad de un trago. No sabía cómo decir
aquello pero si él estuviera en el lugar de los Craven le gustaría saberlo, y
siempre había apreciado a Allison. Tras retorcerse las manos unos instantes se
echó hacia atrás en su silla y miró a Leonard, que se mantenía expectante
frente a él.
—Suéltalo ya, o te lo sacaré a golpes, maldición.
—Puede que sea otro doctor Simpson, es un apellido muy común.
—Aidan Simpson, treinta y tres años; moreno, alto, con más pinta de
atleta que de científico. Es de Londres y su familia se dedicaba a la abogacía.
Es profesor en la universidad.
—El mismo. —Barnett se pasó la mano por el rostro y comenzó a
hablar—. Sucedió hace dos o tres años, no recuerdo bien. Siempre ha habido
muchas leyendas oscuras sobre algunos médicos, ¿sabes? Se decía que tenían
contactos en la morgue y cuando aparecía algún muerto sin identificar
compraban los cadáveres para investigar. Su nombre siempre estaba entre
ellos.
—No me importan las leyendas. Ve al grano, Monty, Me estás poniendo
muy nervioso.
—Tengo que ponerte en contexto, maldición. El caso es que estos
médicos han estado rozando durante demasiado tiempo el límite entre la vida
y la muerte. Yo no puedo asegurar que eso sea cierto, no lo he visto con mis
ojos, pero las habladurías dicen que cuando se cansaron de abrir muertos…
comenzaron a hacer prácticas peligrosas con los moribundos y los
desahuciados. Gente que no tenía nada que perder y que se dejaba hacer con
la esperanza de sobrevivir o conseguir unas monedas para sus familias.
Leonard dejó escapar el aire con fuerza, él también había escuchado
historias así. Algunos doctores y científicos jugaban a ser dioses esgrimiendo
la posibilidad de salvar vidas como excusa y poder investigar o saciar su
curiosidad saltándose los límites.
—¿Qué hizo Simpson?
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—Fue muy escabroso, Leonard. Solo puedo decirte que no dejaría que un
tipo así pusiera sus manos sobre nadie de mi familia.
—Habla —ordenó, conteniendo las ganas de dar un puñetazo sobre la
mesa. Su buen humor se había esfumado y la bilis amarga se expandía por su
estómago con rapidez.
—La esposa de Simpson estaba embarazada. Él pasaba el día en la
universidad o con sus colegas, tomando café y compartiendo sus puntos de
vista sobre sus asuntos. Estaba dedicado por entero a su profesión. Lo sé
porque tengo amigos en común, algunos eran estudiantes a los que Simpson
les daba clases y la historia corrió como la pólvora entre ellos. Cuando ella se
puso de parto él no estaba en la ciudad, había ido a ver uno de esos casos que
merecían toda su atención.
La pulla implícita en sus palabras fue más que evidente, para Simpson que
su mujer estuviese a punto de dar a luz no era importante. Recordó su
pasividad durante el parto de Casandra y se arrepintió de no haberlo
estrangulado con sus propias manos en ese momento.
—Era un parto complicado. Cuando al fin llegó a casa la comadrona que
la atendía le dijo que apenas les quedaba un hilo de vida a ella y al crío. Su
mujer estaba exhalando su último aliento y él tomó una decisión que nadie en
su sano juicio habría tomado. Él… él…
Montgomery apuró su copa de un trago, y tiró del cuello de su camisa
buscando aire. Siempre había sido muy aprensivo e imaginar lo que habría
ocurrido en aquella habitación le parecía tan escabroso que apenas podía
relatarlo.
—Montgomery…
—Bien. Él la abrió como si fuese… como si fuese… una sandía para sacar
al bebé. —Un sudor frío corrió por la espalda de Leonard y supo que había
palidecido al oír aquello—. Dicen que había sangre por todas partes, aquello
parecía una carnicería, y el cuerpo de esa mujer… Los que lo vieron dijeron
que era una aberración, una ofensa a Dios. El bebé murió a las pocas horas.
—¿Estás seguro de que eso sucedió así? ¿Por qué no tuvo consecuencias?
—¿Bromeas? Su familia pertenece a una estirpe de abogados ilustres. Su
abuelo, su padre y sus tíos le han lavado los trapos sucios a toda la
aristocracia durante décadas, sin contar con que los jueces estaban de su parte,
aunque ellos mismos se rasgasen las vestiduras en privado por semejante
locura. Fue un juicio extremadamente rápido y silencioso, en el que solo le
acusaron de profanar un cadáver con fines médicos. La cosa se saldó con una
multa y él volvió a su vida cotidiana para fingir que aquello no había
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ocurrido. A los estudiantes se les prohibió hablar del asunto bajo la amenaza
de ser expulsados.
—Es… tan oscuro que cuesta creer que sea verdad.
—Puedo asegurarte que lo es, Leonard. Me conoces, sabes que yo no
injuriaría a nadie de esta forma si no tuviera la certeza de que lo que digo es
verídico. Sabes que te aprecio y siempre he apreciado a tu familia. No
permitas que por ganarse el reconocimiento delante de sus colegas de
profesión haga algún experimento con Allison.
—Gracias, amigo. Ahora tengo que ir a casa.
Leonard se despidió y salió de la taberna con una sensación extraña. Fuera
brillaba un sol de verano en un cielo sin nubes, pero para él la tormenta
acababa de cernirse sobre su cabeza.
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Capítulo 23
Cuando Leonard llegó a casa le extrañó ver todo como cuando se había
marchado esa mañana, limpio, ordenado y apacible. En su cabeza se había
extendido un sentimiento nefasto y absurdamente pensó que todo estaría
cubierto por una pátina oscura por culpa de los tentáculos del doctor Simpson.
Nunca le había gustado. Al principio por la forma despótica con la que había
tratado a Casandra cuando se conocieron en persona y después por la
admiración que ella sentía por él y que no se molestaba en disimular. Tenía
que agradecerle los progresos más que evidentes que había hecho Allison,
pero ¿a qué precio?
Subió directamente a su habitación y sonrió al entrar y encontrar a su
esposa sentada junto a la ventana con el pequeño Charles en brazos. Allison
estaba en una butaca junto a ellos y la sonrisa que le devolvió le dejó un rastro
agridulce.
—Cariño, has vuelto pronto —dijo Casandra mientras inclinaba la cabeza
para que él depositara un beso en su mejilla. Leonard miró a su pequeño y
acarició la mantita que lo cubría.
—Ajá. Todd y su mujer me han dado un regalo para Charles. Y Owen te
manda recuerdos, dice que vendrá a veros esta semana con su esposa.
Casandra sonrió pero no obtuvo el eco esperado en su marido, cuya mente
parecía estar en otra parte.
—¿Estás bien? —Se preocupó, tirando de la manga de su camisa
ligeramente.
—Sí, sí. No te preocupes.
—El doctor Simpson ha estado aquí esta mañana, dice que tanto el niño
como yo estamos sanos y…
—Creí que no era su especialidad. Aunque no sé exactamente cuál es su
campo.
—Pues… su tesis versa sobre… —Allison intentó explicarlo pero se dio
cuenta por su expresión que a su hermano no le interesaba en absoluto la
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respuesta. Se había dirigido hacia la ventana y observaba el campo que se
extendía hasta el bosque con expresión sombría.
—¿Dónde está? —indagó con voz serena. Su perfil recortado contra la luz
que entraba por la ventana parecía de piedra.
—En la biblioteca —contestaron las dos a la vez.
Leonard salió de la habitación sin añadir nada más y ambas se miraron
extrañadas.
—¿Qué bicho le habrá picado?
—No lo sé. ¿Quieres coger a tu sobrino? —preguntó Casandra
tendiéndole al bebé.
Allison lo cogió con cuidado y lo acomodó contra su cuerpo. Sonrió y sus
ojos se humedecieron por la emoción. Acarició las manitas sonrojadas del
bebé que sobresalían entre la manta blanca y le resultó tan tierno que le dolió
por dentro.
—Cuando llegue el momento serás una buena madre, Allison.
Ella levantó la vista y la miró sorprendida. Sonrió con tristeza y volvió la
vista hacia su sobrino.
—Dudo que eso pueda pasar. —Tras unos minutos en silencio se atrevió a
formular la pregunta que llevaba días torturándola—. ¿Cuántas veces se
puede encontrar el amor, Cassie? Quiero decir que…
—Sé lo que quieres decir. No debes sentirte culpable, Allison. Hemos
hablado de esto muchas veces. Estás viva, tienes la obligación de ser feliz.
Por ti y por Charles. Y si eso te lleva a amar a otra persona tienes que
aceptarlo y permitirte sentir.
Allison sabía que para Cassie decir eso también era difícil. La muerte de
Charles no solo había sido devastadora para Allison, los Butler habían
perdido un hijo, un hermano, un sobrino… una pérdida irreparable que
siempre estaría presente. Por eso, su opinión era mucho más válida que la de
la mayoría y Allison tenía la necesidad de recibir su aprobación.
—Siempre pensé que no volvería a querer a otra persona. Me siento
culpable, es como si lo estuviera traicionando.
—Charles no está, Allison. Estuviste a su lado y le diste todo hasta el
último segundo de su vida. Tu lealtad no es cuestionable. Estoy segura de que
él querría que fueses feliz. Que te enamores de otro hombre no implica que
dejes de querer a Charles, solo que has sido capaz de madurar y aceptar su
pérdida. Debes dejarlo ir y atesorar todos los recuerdos hermosos.
—Justo así es como me siento. Como si estuviera preparada para liberarle.
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—Hazlo. —Casandra alargó la mano y apretó la suya con complicidad—.
Entonces ¿podemos dejar de fingir que no es el doctor Simpson quien
despierta esos sentimientos en ti? Creo que es hora de que me cuentes qué
está pasando.
—Es complicado. No albergo esperanzas al respecto. Sé que para él su
profesión es lo primero y que ni siquiera se plantea tener una relación
conmigo. Pero lo importante es que me ha hecho cambiar. Ha abierto mi
corazón, me ha hecho sentirme viva. Aunque no volviéramos a vernos, en
cierta manera me ha curado.
—El doctor Simpson es un hombre honesto, sé que no jugaría con tus
sentimientos, Allison. Si te ha dado a entender con sus palabras o sus actos
que siente algo por ti es que esa es la verdad.
Allison asintió sin mucho convencimiento, él no le había prometido nada,
ni siquiera había insinuado que entre ellos fuera posible un futuro. Tendría
que conformarse con ese despertar y esa pequeña dosis de esperanza para
aferrarse a la vida con todas sus fuerzas.
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importante y por Allison, solo por ella, se tragaría su orgullo—. Tiene unos
ejemplares muy valiosos.
—¿Me ha citado para hablar de literatura, doctor? —preguntó con
sarcasmo rodeando la mesa hasta acercarse más a él.
—Le he citado para hablar sobre Allison.
—Le escucho. —Leonard hizo un gesto con la mano que pretendía ser
amable pero la hostilidad que manaba de él era palpable y Aidan no era idiota.
Su animadversión parecía haber aumentado con creces y no entendía la razón.
La sospecha de que hubiera averiguado lo que había entre él y Allison le hizo
flaquear unos instantes pero prosiguió, negándose a ser pisoteado.
—Allison ha avanzado mucho. Pero me temo que no seguirá mejorando a
no ser que optemos por otros tratamientos un poco más invasivos.
—Invasivos —repitió apretando la mandíbula. No sabía cómo enfrentar a
Simpson después de lo que había descubierto sobre él, pero tenía claro que
hablar a bocajarro era la mejor opción. No podía creer que el destino estuviera
sirviéndole la oportunidad en bandeja, antes de lo que había pensado—.
¿Cómo de invasivos?
—Verá, después de trabajar con ella todo este tiempo puedo afirmar casi
con seguridad que la deformidad de su pie se debe a una fractura mal soldada.
Los huesos no se colocaron como debían y…
—Los huesos estaban fracturados por muchos sitios diferentes. De hecho,
muchos de ellos taladraron su carne. Supongo que habrá visto las cicatrices.
—Aun así, hay una protuberancia en el tobillo que le causa un dolor
extremo. Pienso que uno de esos huesos no está colocado en su lugar y le
produce insoportables pinchazos, además de dificultarle la movilidad del pie.
—Supongo que eso lo ha averiguado con su capacidad para ver a través de
la piel y los músculos. —Su tono sarcástico sonó como un insulto.
Aidan tragó saliva. Nunca se había sentido tan ninguneado por nadie en su
vida y no sabía cuánto tiempo más lo soportaría sin plantar cara.
—Son muchos años de experiencia.
—No lo dudo. Lo que sí me produce dudas es saber cuál es la solución
que ofrece.
—Una operación.
La carcajada cínica de Leonard resonó con eco en el alto techo abovedado
y Aidan apretó las manos contra la madera de la mesa para contener el deseo
de darle un puñetazo.
—He visto este tipo de lesiones antes, ya se lo dije. En mi tesis expongo
muchos casos similares al de Allison, no es algo descabellado. Podría aliviar
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o incluso eliminar ese dolor que, de lo contrario la torturará para siempre.
—Realmente es usted tan buena persona que me conmueve. Y solo por
aliviar el dolor de mi hermana va a hacer el esfuerzo de manchar sus manos
de sangre. ¿Verdad? —Leonard no fue consciente de cuán certero fue su
dardo hasta que lo vio palidecer y dar un paso atrás—. Abrirá a mi hermana
como si fuese un cordero en el matadero, hurgará en su interior y de paso,
conseguirá un caso práctico para darle más credibilidad a su tesis. A mí no me
engaña, Simpson. Para usted Allison es un experimento con el que ganarse
una medalla.
Las palabras que había dicho Montgomery resonaron en su interior y
salieron de su boca por voluntad propia, y esta vez Aidan no pudo soportar el
golpe estoicamente. Acortó la distancia que los separaba y sujetó a Leonard
de las solapas de su chaleco.
—No se confunda conmigo, Craven, No soy ningún pobre diablo a quien
pueda ningunear y pisar con la puntera de su bota. Lo único que impide que le
borre esa sonrisa sarcástica de la boca es el aprecio que siento por su mujer y
el cariño que me inspira su hermana.
Leonard se zafó de su agarre con violencia y lo empujó haciéndole
trastabillar. Aidan chocó con la silla en la que había estado sentado
haciéndola volcar con estrépito.
—¿Aprecio? ¿Cariño? ¿Cómo se atreve, maldito bastardo? Le prohíbo
que hable de ellas en esos términos.
Esta vez fue el turno de reír de Aidan que soltó una carcajada seca y
amarga.
—Me censura sentir algo positivo por ellas. Solo un hombre tan
prepotente como usted podía creerse en el derecho de prohibirle a alguien
sentir lo que le plazca. Allison es una mujer maravillosa y si no entiende que
yo…
Leonard entrecerró los ojos con suspicacia, sabía por intuición que si
seguía provocándolo la ofuscación le haría decir algo que lo delataría pero no
estaba seguro de querer oírlo.
—Supongo que, en su caso, el aprecio, o incluso el amor no son garantía
de que vaya a hacer lo correcto. ¿Acaso no sentía «aprecio» por su esposa y
su bebé? ¿Le impidió eso hacer una aberración con su cuerpo para
demostrarles a todos lo buen médico que era? Allison no será su víctima,
Simpson, se lo aseguro.
El suelo tembló bajo los pies de Aidan, su corazón se detuvo de golpe y
esta vez no solo sus manos se tiñeron de rojo brillante; su ropa, aquella
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estancia y hasta el mundo que le rodeaba se manchó con la sangre que había
derramado con sus propias manos, ahogándolo sin remedio.
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Capítulo 24
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recolocó los huesos con un crujido seco. Leonard gritó, gruñó y maldijo,
especialmente cuando Aidan se limpió la sangre de los dedos en su chaleco.
—Lo que has hecho, Craven, es lo más rastrero que he visto en mi vida.
—¿Alguien puede decirme qué demonios ha pasado aquí? —preguntó
Allison desconcertada.
—Que te lo diga tu doctor —contestó Leo con tono infantil, dolido porque
Allison se hubiera lanzado a defenderle arriesgando su integridad—. No es
ningún héroe, más bien todo lo contrario.
—Ya basta, Craven. Tú no sabes nada.
—Pues cuéntanoslo, seguro que mi hermana está deseando oír lo que
tienes planeado para ella. Y lo que es más importante, merece conocer ese
pequeño secretillo de tu pasado.
—¿De qué está hablando, Aidan? —Allison lo miró y él pudo ver la
desesperación en sus ojos, el miedo a la traición y a la decepción.
—Allison, ya hemos hablado de la posibilidad de una operación. Tú mejor
que nadie sabes cuánto dolor soportas. La única manera de intentar arreglarlo
es recolocar el hueso. Tu hermano… —lo señaló con la mano sin disimular su
cara de asco— él, en su enfermiza mente, cree que solo lo hago para
experimentar contigo y ponerte como ejemplo de mi valía. Tú sabes que yo
no soy así. Me importa tu bienestar, me importas.
—¿Sabes lo de su mujer y…? ¿Lo sabes? Si tanto le importas, supongo
que no te habrá ocultado nada —añadió mientras se limpiaba la nariz con un
pañuelo. Si ese hombre le había destrozado la cara de por vida no habría sitio
en toda Inglaterra para esconderse.
Leonard miró el rostro consternado de su hermana y sintió miedo. Tenía la
misma expresión que aquel maldito día, cuando toda la familia se reunió para
decirle que su relación con Charles tenía que terminar. Había tenido que
renunciar a sus sueños y sus ilusiones, solo porque su familia no lo veían
adecuado ni oportuno. A ellos no les importó romper su corazón, su finalidad
era que se comportase como se esperaba de ella, que fuese correcta, obediente
y civilizada. Pero el amor no siempre es civilizado, a veces te remueve los
cimientos y te impulsa a correr hacia la nada. Vio tan claro que Allison estaba
enamorada de Simpson que le sorprendió haber estado tan ciego. Otra vez. Su
hermana había vivido una vida paralela con Charles en sus narices, y ahora, a
pesar de haberse jurado a sí mismo que no volvería a pasar, caía de nuevo en
el mismo error.
Aidan se acercó al sillón donde se encontraba y se arrodilló frente a ella.
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—Ya sabes que mi mujer falleció. —Aidan le sujetó su mano con dulzura
y la miró a los ojos. Por más que huyera de su pasado, las lenguas viperinas
que esparcían los falsos rumores como las semillas de mala hierba siempre
acababan alcanzándolo. Prefirió contarle la verdad sin artificios, cruda y
descarnada, antes de que cualquiera intoxicara sus oídos con mentiras—.
Estaba embarazada. Yo trabajaba mucho en ese momento, y ella me animaba
a hacerlo. Era una mujer fuerte pero la tensión le jugaba malas pasadas. Tuve
que salir de la ciudad para ver a un paciente. Yo no quería alejarme de ella
pero era un pariente lejano y no me quedó otra opción. De todas formas,
todavía faltaban semanas para el parto y me marché prometiéndole volver
pronto. Ese día llovía a cántaros y el viaje de vuelta se me hizo interminable.
Cuando llegué a casa el ambiente había cambiado, lo supe nada más abrir la
puerta: el olor a una muerte cercana lo impregnaba todo. Sé que es algo poco
científico pero puedo percibirlo con total claridad sin temor a equivocarme.
Subí las escaleras corriendo como un loco, y desde el fondo del pasillo me
llegó el murmullo de una oración y un gemido agonizante.
Allison deslizó la mano por su mejilla para hacerlo volver en sí, estaba tan
concentrado en su historia que la expresión de dolor de su rostro lo hacía
parecer otra persona. Aidan la miró unos segundos como si no la reconociera
y tras bajar la vista prosiguió con su relato.
—La comadrona se había rendido y, sentada junto a su lecho, se limitaba
a sujetar su mano para darle consuelo, mientras la doncella rezaba con las
manos juntas a los pies de la cama. Theresa levantó la vista para mirarme, sin
reproches, al contrario, agradecida de que hubiera llegado a tiempo de
despedirme. La comadrona me explicó que el bebé estaba atravesado, que mi
esposa había luchado pero su corazón ya no tenía fuerza. La cama estaba llena
de sangre y el fin estaba cerca. Me senté junto a ella y le di la mano. Apenas
tenía fuerza para sostenerla. Me miró y asintió. «Sabes lo que tienes que
hacer, Aidan. Sálvalo. Inténtalo. Yo ya no puedo». Su pulso se fue haciendo
más y más débil hasta que la vida la abandonó. La comadrona me acercó el
maletín y me dijo que ya no teníamos nada que perder. No sabes la lucha que
tuve que librar conmigo mismo sin tiempo apenas para pensar. Ya no podía
hacer nada por mi esposa pero todavía podía salvar al bebé. Y simplemente lo
hice.
—¿La operaste?
—Sí, le hice una cesárea. Nunca había hecho algo así. Había operado en
situaciones a vida o muerte, pero nunca algo tan… impactante. Era mi hija.
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Mi esposa. Ningún hombre debería pasar por eso. El bebé apenas sobrevivió
unas pocas horas a su madre.
—Aidan, hiciste lo que pudiste —susurró Allison, abrazándolo en un
esfuerzo inútil por darle consuelo. Lo sabía por experiencia, no había
consuelo posible.
Leonard los observó unos segundos y se sintió tan despreciable que tuvo
ganas de abofetearse a sí mismo. Había llevado a ese hombre al límite
sacando a la luz el hecho más doloroso de su pasado. Eso no evitaba que
siguiera pensando lo mismo sobre él. Allison supondría el colofón perfecto a
meses de trabajo y un golpe de efecto frente a sus colegas. No era una
moribunda rescatada de las calles que aceptaría cualquier cosa llevada por la
desesperación. Operar a la heredera de una familia noble y adinerada lo
cubriría de gloria. Si dependía de él nunca le daría su aprobación para aquella
locura, ya habían sufrido bastante. Sin hacer ruido salió de la habitación ya
que tenía la impresión de que se habían olvidado de su existencia, y no podía
soportar la sensación de estar violando su intimidad. Podía empatizar con el
sufrimiento de Simpson, pero no cedería si estaba en juego la vida de su
hermana.
Aidan enterró la cabeza en el regazo de Allison buscando consuelo por
primera vez desde que había ocurrido. Solo se lo había contado a los más
allegados y al juez, un amigo íntimo de su padre que lo conocía desde niño.
Había encerrado bajo llave los recuerdos de aquel día y de su vida en común
con Theresa, junto con sus demonios, y había tirado la llave bien lejos.
Dejarlos salir no resultaba fácil, y por el momento tampoco le hacía sentirse
mejor. Muy al contrario, sentía que sus entrañas ardían con el peso del dolor.
—Ni siquiera me acuerdo del rostro de mi hija, Allison. No tuve tiempo
de quererla, de acunarla en las noches frías, ni de pronunciar su nombre.
Theresa quería que se llamase como ella. Cuando pienso en ella solo soy
capaz de ver la sangre en mis manos.
Allison no dijo nada. Se limitó a abrazarlo con fuerza y a compartir su
sufrimiento. Puede que Leonard hubiera pensado que ese secreto la separaría
de él, pero había tenido el efecto contrario. Ahora se daba cuenta de que se
parecían más de lo que pensaba y de que ambos habían pasado por el mismo
calvario de perder a alguien.
Al cabo de un rato, cuando las lágrimas cesaron, Allison deslizó las
manos por el pelo de Aidan con ternura y lo miró con detenimiento.
—Estás hecho un desastre. —Él bufó en respuesta ante la confirmación de
que estaba tan mal como se sentía. Había que reconocer que el idiota de
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Craven tenía una buena derecha. Allison sonrió a pesar de las lágrimas que
todavía mojaban su cara—. Vivimos atormentados por penas que no pudimos
evitar, Aidan.
—Sí, es cierto. Hemos escondido esta fragilidad durante tanto tiempo, que
hemos asumido estas máscaras como si fueran nuestro verdadero rostro.
Allison, esta es la razón por la que no puedo estar contigo. Cómo puedo
amarte si solo quedan pedazos inconexos de mí.
—Lo sé. No te he pedido que lo hagas.
Allison se levantó sin ayuda y se apoyó en la mesa para avanzar los pasos
que la separaban de su bastón, que había dejado caer durante la pelea y se
marchó en silencio sin atreverse a mirar atrás.
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Capítulo 25
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—Usted nunca estorba, señorita. —El muchacho retorció la gorra entre
sus manos y se sonrojó hasta las orejas—. Estaré por aquí si me necesita.
Allison lo observó alejarse por el pasillo y sonrió. Le caía bien ese chico,
siempre sonriente y silbando alguna tonada alegre. Acarició a Nube de
tormenta y le dedicó unas cuantas palabras cariñosas. Después le llegó el
turno a Perla. La yegua cabeceó cuando la vio entrar y buscó su mano a la
espera de sus caricias. Parecía como si notara que su dueña la necesitaba a su
lado.
—¡Carl! —llamó al muchacho de manera impulsiva.
—Dígame, señorita. —Este apareció corriendo casi antes de que ella
terminase de llamarlo—. ¿Le ha ocurrido algo?
—Ensíllame a Perla, por favor —ordenó con determinación antes de
dejarse vencer por la inseguridad.
—¿Cómo… cómo dice?
—Que me ensilles a Perla, voy a dar un paseo.
—Pero…
—El doctor Simpson me ha dado permiso, debo empezar a ampliar mis
rutinas.
El muchacho se rascó la cabeza por debajo de la gorra sin saber qué hacer,
pero ella era la señora; y él, un simple mozo. Tocaba obedecer.
Con rapidez y lanzándole miradas inquisitivas de cuando en cuando,
ensilló a la yegua, sintiendo que estaba haciendo algo que no debía y que le
traería consecuencias.
—Tranquilo, precioso. Otro día te tocará a ti. —Le susurró Allison al otro
caballo tras besar su cuello.
Cuando Perla estuvo lista, Carl la sacó de la caballeriza y llevó una
escalinata para ayudar a la joven a montar, que disimuló como pudo la mueca
de dolor. Sentía la pierna latir por la caminata y la bota ortopédica se clavaba
un poco en la piel, pero nada la privaría del placer de volver a sentirse libre.
La emoción de compartir de nuevo ese momento con su yegua la hacía sentir
poderosa, y la ilusión hacía que su corazón latiera desbocado.
Aceptó los bastones que el muchacho le tendió y los enganchó a la silla de
montar. Le dedicó una sonrisa tan radiante al chico antes de emprender la
marcha que él se quitó la gorra y la agitó en el aire para despedirla, igual de
emocionado que ella. Cabalgó a paso lento por uno de los caminos laterales y
suspiró aliviada cuando al fin la arboleda la ocultó. Solo entonces pudo
relajarse.
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La imagen que el espejo le devolvió a Leonard era realmente dantesca. Su
nariz estaba hinchada, al igual que sus ojos, que además presentaban un
intenso color morado. Solo esperaba que Simpson tuviera el mismo aspecto
desvalido que él o se vería tentado a atizarlo de nuevo. Aunque en esos
momentos lo que más le preocupaba era Allison. Quería hablar con ella y
hacerle entender que estaba de su parte, ella no tenía la culpa de que Simpson
la hubiese manipulado para aceptar la operación y a saber qué cosas más.
Solo esperaba que no se hubiese propasado con ella, o el encuentro de esa
mañana sería un baile de salón en comparación con lo que llegaría a hacerle.
La buscó en su habitación y en el resto de la casa y, llevado por un inoportuno
pesimismo, se atrevió incluso a asomarse a la ventana por la que Allison
había caído aquella horrible noche. Solo había un retazo de jardín y unas
vistas maravillosas de la campiña. Se apoyó en la pared y se frotó los ojos
para no llorar, pero no pudo evitar que el desasosiego se hiciera mucho más
profundo e insoportable. Sin disimular su preocupación, preguntó a cada
sirviente con el que se cruzó, pero no había ni rastro de Allison y pronto
empezaría a atardecer. Se tragó su orgullo y se dirigió al único lugar que le
quedaba por mirar. Cuando llamó a la puerta de la casa de invitados, lo
recibió Simpson en mangas de camisa, con un corte en el labio y un ojo
morado, y durante una décima de segundo se sintió satisfecho por su obra.
—Si ha venido a echarme no se preocupe. Mañana a primera hora me
marcharé de aquí.
—Bien, el día no ha sido en balde después de todo. Y ahora dígale a
Allison que salga.
La cara confusa de Simpson le dijo que no estaba allí.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio? —preguntó con urgencia, y
Simpson palideció.
—En la biblioteca. Creo que ella se marchó a su habitación y yo vine a
recoger mis cosas.
—¿Le ha dicho que se marcha?
—No le he dicho que mi partida es inminente, si es eso a lo que se refiere.
—Si viene por aquí o se le ocurre dónde puede estar, dígamelo —ordenó,
girando sobre sus talones para volver a la casa a grandes zancadas y
conteniendo las ganas de echar a correr.
Antes de pisar el primer escalón, el mayordomo lo interceptó, ni siquiera
se había dado cuenta de que Simpson lo había seguido hasta que lo vio
pararse a su lado.
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—Señor, uno de los mozos me ha informado de que la señorita ha pedido
que le ensillen el caballo y se ha marchado. Le comentó que el doctor le había
dicho que podía montar.
Leonard se giró para mirar a Simpson con la expresión más fiera que pudo
componer y este se vio obligado a justificarse.
—Yo no he hecho tal cosa. ¿Sabe hacia dónde fue?
—No, señor. Solo me dijo que iba sonriendo.
Craven y el doctor se miraron sin entender nada. Las posibilidades eran
infinitas y la mente de Leonard comenzó a repasarlas todas a la desesperada.
La casita donde se citaba con Charles de manera clandestina, los riscos, el
pueblo… Se dirigió hacia los establos para coger su caballo, por algún sitio
había que empezar a buscar.
Simpson, en cambio, tomó el camino contrario. Pensó en el lago, Allison
le había dicho que era su lugar favorito de la finca, y dudaba que fuera tan
insensata para cabalgar hacia zonas más alejadas. El sol de la tarde
comenzaba a bajar en el horizonte y apretó el paso, hasta que unos instantes
después le pareció insuficiente y echó a correr entre la espesa arboleda.
Cuando llegó al claro, se detuvo con los pulmones a punto de salir por su
garganta y durante unos segundos dudó si lo que veía era real o fruto de su
imaginación.
Allison estaba sumergida en el agua hasta la cintura y su pelo húmedo se
pegaba a su espalda desnuda, abrazándola como si quisiera consolarla. La luz
anaranjada que conseguía traspasar las ramas de los árboles se reflejaba en el
agua dando la impresión de que las estrellas habían bajado hasta allí solo para
venerarla a ella. Se acercó atraído por una fuerza invisible y el sonido de sus
pasos la alertó de su presencia. Se giró para contemplarlo y en un acto reflejo
se tapó los pechos con las manos. Aidan no había visto nada tan sensual en su
vida y sintió que la excitación se apoderaba de él haciéndolo vulnerable. Si en
algún momento había pensado que podría ignorar lo que ella le hacía sentir
acababa de darse cuenta de que estaba equivocado. Allison había conseguido
llegar a partes de su alma que ni siquiera él conocía, con su falsa fragilidad y
su entrega. La mujer que había conocido en Londres, consentida e irascible a
pesar de todo lo que había vivido, había desaparecido en pos de una diosa
fuerte que había renacido de sus cenizas como el ave fénix. Dudaba que él
hubiera tenido algún mérito en eso. Él, Casandra o cualquier otro que hubiera
tenido la suerte de tratarla solo eran las herramientas que Allison Craven
había usado para coger impulso. Y estaba seguro de que ya no habría vuelta
atrás.
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Vio a su yegua atada a un tronco, su ropa, la bota y los bastones en un
montón en el suelo, e intentó imaginar cómo se las habría apañado para hacer
todo eso sola.
—He venido despacio —se justificó antes de que él la amonestara por
ello—. He sido muy cuidadosa al bajar, me he apoyado en ese árbol y he
usado el tronco caído como escalón.
—¿Y cómo pensabas salir del agua sin los bastones, listilla? —preguntó
él, divertido, ahora que el momento de tensión al no saber de su paradero
había pasado.
—Igual que he entrado. Usando la imaginación.
Aidan se acercó a la orilla para ayudarla a salir sin importarle arruinar sus
botas. La abrazó contra él y su ropa se empapó por el agua que resbalaba por
su cuerpo desnudo. En un impulso intentó besarla, pero siseó de dolor en
cuanto su boca tocó la suya y el labio roto le impidió continuar.
—Supongo que esta es la mejor venganza que tu hermanito ha podido
idear, impedirme besarte.
—No lo culpes. Solo se preocupa por mí —lo justificó entre risas,
aceptando la ayuda de Aidan para empezar a vestirse.
Simpson le colocó la camisola para cubrir su cuerpo y mitigar la tentación
de tocarla, y acarició su mejilla con ternura.
—Yo también me he preocupado al ver que no estabas.
Allison se sentó sobre la hierba y él se acomodó a su lado. Tenían que
volver a la mansión, pero ambos sabían que posiblemente este sería el último
momento que tendrían para ellos.
—Lamento haberme marchado así, pero necesitaba ser libre aunque solo
fuese un rato.
—Sabes que la pierna te va a doler después de este esfuerzo.
—No me importa. Ha valido la pena sentirme yo misma otra vez, Aidan.
No tenía ni idea de cuánto de mí había perdido hasta que llegaste tú.
—Allison, sabes que…
—Escúchame, por favor —susurró apoyando con delicadeza la yema de
su dedo índice sobre el labio dolorido de Aidan—. Sé lo que sientes, Aidan.
Yo siento lo mismo que tú. Y no solo porque yo esté viva y Charles no. Yo
provoqué todo esto. Cuando pasa algo así intentas buscar una razón que
justifique esta injusticia, lo sé. Todos la hemos buscado. Pero yo sé que fui la
verdadera responsable.
Allison tragó saliva y arrancó varias briznas de hierba sin saber muy bien
cómo continuar, hasta que al fin consiguió serenarse y mirar a Aidan a los
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ojos. Sabía que él no la juzgaría.
—Charles quería hablar con mis hermanos, especialmente con Leo. Pero
yo estaba demasiado ilusionada con nuestros encuentros clandestinos y
nuestros besos a escondidas para permitirlo. Sabía que después de eso nos
vigilarían día y noche y se acabaría la diversión. También sabía que mi madre
y mi hermano Nathan no aceptarían de buen grado que me casara con el hijo
de un médico de pueblo, por muy bueno que fuera. Intentarían separarnos por
todos los medios, y eso fue lo que hicieron. Yo era demasiado caprichosa, y
no aceptaba consejos ni órdenes. Quería casarme con Charles a toda costa,
aunque eso supusiese enfrentarme a ellos, por más que él se empeñara en
hacer las cosas bien. Si le hubiera hecho caso… Habría sido un camino un
poco más lento, pero si le hubiera permitido pedir mi mano, al final mi
familia habría cedido, estoy segura. Pero no. Urdí un plan ridículo para
escaparnos y casarnos en cualquier parte. No me importaba que me
repudiaran, solo quería estar con él el resto de mi vida. Lo amaba tanto que no
concebía la idea de pasar un tedioso compromiso de meses entre carabinas y
miradas de censura de mi madre. Lo quería, y lo quería ya. —Allison meció la
cabeza para retener las lágrimas, pero estas le ganaron la batalla y se
derramaron por sus mejillas—. La noche de nuestra huida llegó, y sin que
fuera consciente del todo, mi vida se desplomó ante mis ojos como un castillo
de naipes. Todo está muy confuso en mi mente, pero sé que un amigo de
Charles puso a mis hermanos en alerta y el mundo se detuvo para mí. Mis
hermanos fueron a hablar con él para quitarle la idea de la cabeza, y mi madre
me encerró y me dijo las cosas más horribles que te puedas imaginar. Pero yo
seguía confiando en que Charles vendría a buscarme, que me sacaría de allí
de una manera o de otra. Lloré hasta quedarme dormida y entonces alguien
llamó a la puerta principal. Eso es lo único que recuerdo. El resto está
difuminado por una especie de neblina que no me deja pensar con claridad, y
a veces dudo si las imágenes que acuden a mi mente son reales o inventadas
por mí. Lo único que recuerdo con claridad es el momento en el que mi
corazón se detuvo. No sé quién pronunció aquellas palabras: «Ha habido un
accidente en los riscos. Charles ha muerto». —Su voz se ahogó por un
doloroso sollozo, y Aidan la abrazó contra su pecho para consolarla, aunque
sabía que eso era imposible—. Noté que se paraba y se encogía hasta
reducirse a cenizas. Nunca ha vuelto a latir igual. Ya no tenía sentido vivir, y
decidí que lo mejor era irme con él.
—Lo siento mucho, Allison. Lo siento. No deberías haber pasado por algo
así.
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—Nadie debería. —La joven se limpió las lágrimas y se recompuso. Ya
había llorado bastante durante todos aquellos años y no estaba dispuesta a
seguir compadeciéndose—. Ahora que sé lo que tú también has vivido,
entiendo que te sientas roto por dentro, que creas que no puedes amar otra vez
ni construir nada a partir de tus sentimientos.
Aidan supo que aquella noche no solo lo habían escuchado los caballos,
pero decidió no interrumpirla.
—Creo que no estoy preparado para darte lo que necesitas. Puede que
estés confundida, Allison, que tus sentimientos no sean tan fuertes como
crees.
—Sé lo que siento por ti, Aidan. Te quiero. Lo he entendido al ver cómo
eres en realidad, debajo de esa coraza arrogante y déspota hay mucho más.
Pero no te pido que me ames. Ya me has dado mucho más de lo que podía
soñar. Me has hecho fuerte, me has ayudado a soltar amarras y a dejar de
aferrarme al dolor. Me has hecho libre y ahora sé que algún día seré feliz.
Aidan quiso decirle que no hacía falta que le pidiera que la amara, ya lo
hacía sin poder evitarlo. Pero sorprendentemente ahora era él el que no estaba
preparado, el que sentía que no había dejado ir el dolor. Lo había ocultado
demasiado tiempo y ese sentimiento se había adueñado de él, como una
enfermedad silenciosa que acaba consumiéndolo todo.
La ayudó a vestirse en silencio y ambos volvieron a la casa montados en
Perla. Esta vez era Aidan quien llevaba las riendas, mientras Allison, sentada
delante de él, disfrutaba de la agradable sensación de ir entre sus brazos,
cobijada en su pecho.
Cuando llegaron a la mansión ya casi había anochecido y la casa era un ir
y venir de sirvientes dispuestos a organizar una partida de búsqueda. Leonard
no supo si reír o llorar al verlos llegar a lomos del caballo, y casi arrancó a
Allison de los brazos de Aidan para llevarla al interior y asegurarse de que
estaba bien. Ella lo miró sobre el hombro de su hermano mientras se alejaban,
y sonrió. Aidan le devolvió la sonrisa al leer en sus labios la palabra
«gracias».
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Capítulo 26
Había pasado casi un mes desde que el doctor Simpson se había marchado y
desde su partida el tiempo parecía haberse parado en la mansión de los
Craven. Lo único que marcaba el certero paso de los días era ver cómo
Charles crecía.
Allison no podía decir si se encontraba bien o mal, parecía que se había
vuelto insensible, al menos a los ojos de los demás. Por dentro sentía el
escozor de la pérdida, aunque se había prometido no volver a sucumbir a él.
Cada mañana al abrir los ojos, intentaba ignorar esa fuerza invisible que la
anclaba a la cama y le susurraba al oído que no merecía la pena levantarse, y
se esforzaba por mejorar en sus ejercicios y distraerse. Había ido a visitar a su
amiga Prudence, y para su sorpresa había recibido respuesta de algunas de las
antiguas compañeras a las que había escrito por sugerencia de Aidan. Sin
duda, volver a ser la Allison de siempre la reconfortaba, aunque ya quedase
muy poco de aquella chiquilla en su interior. Quizá podría valorar la idea de
Casandra de acompañarla a las obras benéficas y las actividades que
organizaban en la parroquia y el orfanato, ayudar a los demás siempre era
gratificante. Dejó el carboncillo con el que había estado jugueteando sobre el
papel, esa mañana no estaba concentrada, y al hacerlo se dio cuenta de que un
arcoíris había aparecido como por arte de magia sobre su mesa. Pasó los
dedos bajo el haz de luz que se proyectaba sobre la madera y sonrió. Unos
golpes en la puerta la sobresaltaron, y cuando volvió a mirar el arcoíris había
desaparecido.
—¡Adelante!
Leonard apareció en el umbral y se apoyó en el marco de la puerta con
aire desenfadado, justo lo que hacía cuando quería hablar de algo importante.
—¿Puedo pasar?
Ella asintió y le señaló una silla frente a ella.
—¿Qué quieres? —preguntó con más sequedad de la que pretendía.
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—Antes no necesitábamos una excusa o una razón para pasar un rato
juntos, Allison.
—Pero no es el caso, ¿verdad? Te conozco demasiado y sé que tienes algo
dando vueltas en tu cabeza.
Leonard titubeó y se pasó las manos por el pelo, ni siquiera tenía idea de
cómo empezar, y era consciente de que Allison podía odiarlo después de ese
día, pero ella se merecía saber la verdad, toda la verdad.
—Hace mucho tiempo que quiero contarte algo, Allison. Me he acercado
a ti mil veces con la intención de hacerlo y siempre pensaba que no era el
momento. Al principio, porque la muerte de Charles era muy reciente;
después, porque… porque… supongo que porque soy un cobarde.
—¿Algo sobre Charles? —preguntó desconcertada. Leonard apenas
hablaba de él desde su muerte, supuso que la traición que había supuesto para
él que su mejor amigo sedujera a su hermana a sus espaldas había pesado
demasiado.
—Quiero contarte lo que pasó esa noche. —Ambos tragaron saliva y Leo
intentó sujetar la mano de Allison, pero ella la retiró en un acto reflejo—.
Dame la mano, por favor.
Allison accedió y extendió la mano temblorosa hacia su hermano, la
persona a la que habría confiado su vida sin pestañear y que ahora despertaba
en ella cierto recelo. Leonard tomó aire y depositó sobre su palma la medalla
de oro y la cadena, que se enroscó como si fuera un animal herido. Ella abrió
la boca para decir algo, pero no pudo. Esa cadena era el símbolo de su amor
por Charles y la había dado por perdida durante todos esos años.
—¿Por qué la tienes tú?
—Sé que tú se la regalaste a Charles. Esa noche… me volví loco, Allison.
Lo siento tanto… ojalá hubiéramos tenido tiempo para arreglarlo, ojalá no
hubiera ocurrido nunca.
Allison estaba paralizada, con los ojos muy abiertos y el corazón latiendo
frenético en su pecho. Pero tenía que saber qué había ocurrido.
Leonard fue desgranando poco a poco, igual que había hecho con
Casandra en su día, todo lo que había acontecido en aquella noche nefasta.
Cómo citó a Charles en los riscos para retarlo a un duelo, al que él se negó. La
discusión, los golpes que Charles había aguantado estoicamente, sabiendo que
a Leo se le pasaría el enfado en cualquier momento. Solo que ese momento no
llegó, no tuvieron tiempo de rectificar. Leonard había descubierto que llevaba
colgada la medalla que Allison le había regalado y había enfurecido aún más.
La había arrancado del cuello de Charles y la había lanzado hacia el
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precipicio como una absurda venganza infantil. No había esperado que
Charles se lanzase a buscarla como si no hubiera un tesoro más valioso para
él en el mundo, hasta que un resbalón y la mala fortuna hicieron que perdiera
la vida.
—Intenté detenerlo, pero cuando llegué hasta él ya era demasiado tarde.
He vivido torturado por la culpa durante todos estos años, hasta que he podido
aceptar que fue un desgraciado accidente. Me hubiera cambiado por él mil
veces, Allison. Lo echo tanto de menos.
Allison parpadeó intentando digerir aquella información, ya tenía la pieza
del puzle que le faltaba y que hacía la muerte de Charles todavía más
innecesaria. Cerró la mano en la que contenía la medalla y, sin pensar lo que
hacía, comenzó a golpear con rabia a Leonard, en el pecho y los hombros.
—¡Te odio! ¡Te odio! —gritó sin poder soportar el dolor sordo de su
corazón, castigándolo durante tanto tiempo que se quedó sin fuerzas.
Su hermano la abrazó y ella se dejó acunar por él, como había hecho mil
veces cuando era pequeña.
—Esta medalla me ha quemado en las manos mucho tiempo, Allison.
Pero pensé que todavía no estabas preparada para tenerla. —Leonard apartó el
pelo desordenado que caía sobre la cara de su hermana y limpió con los
pulgares las lágrimas que mojaban sus mejillas.
—Me he sentido culpable por lo que pasó durante todos estos años, ¿cómo
pudiste ocultarme algo así, Leonard? Merecía saber la verdad.
—Yo también me he torturado, por lo que ocurrió y por no poder
decírtelo. Pero apenas podías soportar el peso que suponía estar viva, ¿cómo
hubieras podido asimilarlo todo, Alli? Solo quería protegerte y librarte de
cualquier dolor añadido. Ya tenías suficiente sufrimiento. Sé que
posiblemente me odies después de esto, yo me he condenado a mí mismo
durante todo este tiempo.
—¿Casandra lo sabe?
—Sí, y por eso la alejé de mí. Era incapaz de mirarla pensando que
quizá… Pero ella me hizo ver que solo fui un maldito idiota consentido, y que
lo que le pasó a Charles fue un accidente. Créeme, Allison. Jamás pretendí
hacerle daño.
—Déjame sola, por favor.
—Allison, escúchame. La culpa es el peor enemigo al que nos hemos
enfrentado. Tú, yo… tu doctor. Nos paraliza y hace que los miedos nos
bloqueen. El único camino es perdonarnos a nosotros mismos y seguir
avanzando, la vida se encargará de guiarnos, estoy seguro.
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—¿Qué tiene que ver el doctor en esto?
—Él también está bloqueado. Que yo le echara en cara de esa forma tan
cruel lo que pasó con su familia no creo que lo haya ayudado demasiado. Solo
quería protegerte y me comporté otra vez como un cretino.
—Quizá es que seas un poco cretino.
—No te pases —bromeó pellizcándole la nariz como cuando era una
niña—. Allison, he visto cómo has mejorado gracias a su ayuda y también sé
lo que vi en la biblioteca. Estabais conectados a un nivel al que ni yo ni nadie
podía acceder. Mucho más que un médico y una paciente. Prefiero no opinar
lo que pienso sobre su ética profesional. Solo espero que seas capaz de
perdonarme algún día, hermana. No voy a presionarte, y entenderé que no
puedas hacerlo.
—Necesito tiempo para asimilar todo esto, Leonard. No es sencillo.
—Lo sé. Pero no lo pienses demasiado, he leído en el periódico que
dentro de unos días un tal doctor Simpson presentará una esperada tesis en la
universidad, quizá te apetezca asistir. Solo quiero que sepas que no voy a
cuestionar tus decisiones nunca más, y que te apoyaré en todo lo que decidas
aunque sea una completa locura.
Leo se puso de pie y le dio un beso en la coronilla antes de marcharse
hacia la puerta. Se había quitado un peso que llevaba cargando durante años y
solo esperaba que ese peso no recayera sobre Allison.
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—¿Estás insinuando que no somos lo bastante higiénicos, Simpson?
—vociferó un hombre mayor desde las primeras filas.
—No, doctor Neil. Sugiero establecer un protocolo común para que en los
casos de urgencia, especialmente, todo se cumpla a rajatabla. Si seguimos un
orden y usamos los mismos criterios será más fácil detectar y prevenir los
errores que nosotros mismos cometemos.
Los presentes elevaron la voz, y Aidan se sintió como si aquello fuera un
circo romano y él estuviera a punto de ser sacrificado.
—A mí lo que me preocupa no es eso. Creo que no se puede jugar a ser
Dios, Simpson. Tú deberías saberlo —gritó otro desde más atrás, y se sentó
inmediatamente para ocultarse detrás de sus compañeros antes de ser
identificado.
Aidan les dedicó una afilada mirada a todos y el murmullo bajó varios
grados, hasta que otro médico se atrevió a hablar.
—Reconoce que es muy arriesgado. Estás proponiendo abrir a una
persona sana, hurgar en sus huesos y volver a romperlos para colocarlos a tu
antojo. El dolor es inhumano, el riesgo de infecciones es altísimo, y ni
siquiera sabrás a lo que vas a enfrentarte antes de abrir la herida, cuando el
daño ya sea irreversible.
—Su pensamiento es erróneo, doctor Forbes. No se trata de una persona
sana. El tratamiento solo se valoraría en personas que sufren dolores
insoportables o deformidades que no les permiten vivir de manera óptima. Se
ha hecho en casos de polio y algunos pacientes…
—Algunos pacientes… —repitió alguien con sorna.
—Por supuesto que primero se trataría de solucionar el problema con
otros medios, por ejemplo, con las prótesis —se atrevió a intervenir al fin
Morgan.
Aidan se dirigió hacia la mesa para beber un poco de agua, aunque
hubiera preferido tomar algo mucho más fuerte que templara los nervios.
Rebuscó entre sus notas y entonces un sobre blanco cayó al suelo. Miró de
soslayo a Morgan pensando que podría ser suyo, pero él no tocaba jamás sus
trabajos, nadie lo hacía. Recogió el sobre y lo observó unos instantes
preguntándose de dónde había salido y por qué razón no lo había visto antes.
La jauría seguía entretenida con varias de las botas y brazos ortopédicos que
Morgan les había acercado para que los observaran, y él aprovechó para abrir
la misiva. Cuando vio la letra claramente femenina y el encabezamiento, su
corazón dio un vuelco, y recordó haber despertado aquella mañana en la casa
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de invitados y haber observado en silencio a Allison registrando entre sus
papeles.
«Querido Charles…». El comienzo le rompió el alma y estuvo a punto de
romperla y olvidarse de ella. Acababan de hacer el amor y la mujer de la que
había creído enamorarse había aprovechado el primer descuido para escribirle
a su novio muerto. La curiosidad le ganó la batalla y continuó leyendo con el
corazón latiendo con tanta fuerza que no le permitía oír la algarabía del
público que allí se congregaba y que en esos momentos acribillaba a Morgan
a preguntas.
«Es muy difícil asumir que estoy empezando a amar a otro hombre con la
misma intensidad que a ti. Siento que te estoy traicionando por ello, pero mi
corazón ha vuelto a latir. ¿Cómo prohibirme ese sentimiento que me hace
sentir viva?… Querido Charles, creo que el momento ha llegado. Estoy lista
para dejarte volar y honrarte siendo valiente. Amar es de valientes».
Allison tenía razón, amar era de valientes. Y él no lo había sido. Todos
pensaban que era ella la que necesitaba ayuda y, sin embargo, había
demostrado ser la más fuerte, la que tenía más coraje. Había sido Aidan quien
había aprendido una lección a su lado, quien había empezado a curar las
cicatrices de su alma. Enamorarse de ella lo había salvado.
—Eh, Simpson. Todo esto está muy bien —lo interpeló uno de los
médicos más jóvenes, que se había dejado un enorme mostacho para
aparentar más edad y con ello más prestigio, según él—, pero ¿dónde están
los hechos? Sabemos que has estado tratando a la hija de los Craven. ¿Vas a
operarla?
Los murmullos y algunos comentarios soeces recorrieron una parte de la
grada, en la que estaban situados los médicos más jóvenes y algunos
estudiantes, y Aidan apretó la mandíbula deseando plantarles cara a todos y
cada uno de ellos.
—Seguro que al estar bajo sus faldas se ha olvidado de todo lo demás.
Dicen que es muy bella… —Se oyó decir a una voz que Aidan no reconoció,
por suerte para él.
—Apuesto a que sí, yo me perdería bajo su vestido con gusto. ¿Sabéis si
ha encontrado un nuevo médico?
—Ya basta, señores. Estamos en una conferencia seria, no en el patio de
un colegio mayor. —Aidan apretó los puños a los costados y su voz sonó tan
atronadora como la de un sacerdote en una catedral.
Pero no fue hasta que oyó una dulce y familiar voz justo a su espalda que
se dio cuenta de que el silencio sepulcral que se había instalado no se debía a
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su autoridad, sino a la desacostumbrada presencia de una mujer allí. Esa
mujer era Allison.
Avanzó con paso elegante a pesar de sus bastones hasta colocarse en el
centro de la estancia, enfundada en un vestido blanco con ramilletes bordados
de color negro que le conferían el aspecto de una diosa, y le dedicó una
mirada cómplice que le recorrió toda la piel. Caminó un par de pasos hacia
ella, pero se dio cuenta de que no lo necesitaba, se había hecho con la
atención de todos con solo decir «buenos días». Aidan miró hacia la puerta y
vio a Leonard Craven retorciendo el sombrero entre las manos. Este se limitó
a hacer una pequeña reverencia con la cabeza, que Aidan interpretó como un
signo de aprobación; apoyaba a su hermana en esto y eso era mucho más de lo
que había esperado conseguir.
—Señores, como bien ha explicado el doctor Simpson, sus métodos son
efectivos y yo soy la prueba de ello. Entiendo que cuestionen su eficacia y por
eso estoy aquí.
Allison se acercó a una silla próxima y colocó el pie izquierdo sobre ella.
Aidan se acercó con rapidez y cogió su mano intuyendo lo que estaba a punto
de hacer.
—Allison, no lo hagas. No tienes que exponerte por mí.
Ella lo miró y vio tanta determinación en sus hermosos ojos azules que
tuvo que soltar su mano. Allison Craven iba a hacer lo que quería hacer, y no
le importaba ni un ápice lo que pensaran los demás.
—Este es el trabajo del doctor Simpson —anunció levantándose la falda
hasta la rodilla y mostrando la bota ortopédica que resaltaba sobre su media
blanca—. Hace unos meses apenas podía mantenerme de pie o andar varios
pasos sin tener que detenerme, ya han visto que ahora eso ha cambiado.
El murmullo bajo recorrió a los presentes como una marea. Todos estaban
ansiosos por ver la pierna de Allison más de cerca, la mayoría había
escuchado hablar de su accidente, chismorrear sobre las desgracias de la gente
de la alta sociedad era un pasatiempo apreciado por todos.
—Están pidiendo pruebas como si no se tratase más que de un charlatán
que quiere venderles un crecepelo mágico. Bien, pues las tendrán. Yo seré su
prueba. He decidido que voy a operarme, confío en él y sé que hará un trabajo
excelente. Si alguno de ustedes quiere ver las heridas y valorarlas junto con el
doctor Simpson, no tengo inconveniente en que lo hagan en privado.
—Y un cuerno —susurró Simpson junto a ella—. No te imaginas cuánto
te agradezco esto, nadie había apostado de esa forma por mí. No creo que
haya mayor prueba de confianza que esta, pero no voy a permitir que esos
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idiotas te manoseen como si fueras un conejillo de Indias para saciar su
curiosidad. Si no quieren creer en mi trabajo que no lo hagan. Si tú confías en
mí tengo más que suficiente.
Allison lo miró y no pudo evitar soltar una pequeña carcajada.
—Esos idiotas son tus colegas. Se supone que son médicos respetados.
—Eso es mucho suponer —dijo con una sonrisa mientras la cogía en
brazos para dirigirse con ella a la salida, lo que provocó que el murmullo de
las conversaciones se elevara considerablemente—. Lo que es algo probado
que no da lugar a suposiciones es que tú eres la mujer a la que quiero, y estoy
deseando llevarte a algún lugar mucho más privado que este —admitió
dándole un rápido beso en los labios que a los dos les supo a poco y que fue
acompañado por un coro de silbidos y vítores.
—¡Yo recogeré esto! —gritó Morgan, aunque por la expresión de su
amigo y socio supo que le daba exactamente igual lo que ocurriera en ese
momento.
Cuando estuvieron en la puerta, Leonard miró a su hermana con expresión
divertida.
—Ha sido memorable, hermana. Digno de una Craven, de la rama de los
Craven que hace cosas escandalosas, quiero decir —bromeó Leo recordando
cómo no hacía demasiado tiempo, él mismo había irrumpido en una
conferencia vociferando como un loco porque a su mujer no la dejaban
matricularse en la universidad y había llamado «carcamales» a los médicos
más prestigiosos de Londres—. Estoy orgulloso de ti —susurró, esta vez con
tono serio, mientras se calaba el sombrero—. Cuídala, Simpson. O la próxima
vez seré yo quien te rompa la nariz a ti.
Aidan no necesitaba que nadie le dijera que cuidara de ella, solo había una
cosa que deseara más que eso. Amarla. Ignorando a todos con los que se
encontraba, cruzó pasillos y salas vacías hasta que llegó a su despacho. Su
compañero levantó la vista para mirarlos por encima de sus gafas y abrió la
boca con sorpresa al ver a Simpson con una sonrisa de oreja a oreja, algo
inusual en él, y una mujer en sus brazos, algo todavía más inesperado.
—Verás, Roger. Necesito el despacho con urgencia.
—Pero… tengo que preparar mis clases y…
—Y yo tengo que hacer una petición de matrimonio, entenderás que hay
prioridades —dijo Simpson con una sonrisa mientras depositaba a Allison
sobre su mesa.
Roger meneó la cabeza y cogió los papeles en los que estaba trabajando.
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—Muchacho, creo que hay sitios más románticos que un despacho mal
iluminado.
—A mí me parece perfecto —apuntó Allison con una sonrisa.
—Pues entonces mi más sincera enhorabuena.
Roger se marchó con una sonrisa y Aidan cerró la puerta con llave en
cuanto salió.
—Así que una petición de matrimonio —repitió Allison entrecerrando los
ojos.
Aidan se acercó a la mesa y se situó entre sus piernas. Acunó sus mejillas
entre las manos y la besó con tanta ternura que ella sintió ganas de llorar, pero
esta vez de felicidad.
—Tu hermano Nathan es un hueso duro de roer, casi más que Leonard,
pero me dijo que…
—Espera… ¿Has hablado con Nathan?
—Sí, fui hace un par de días, le dije que quería pedir tu mano y… ¿No te
lo ha dicho? Pensé que por eso habías venido.
—No hemos pasado por la mansión. Hemos venido directamente aquí.
Necesitaba verte, y cuando escuché que te ponían en duda tuve que plantarles
cara. Como haría una Craven. ¿En serio ibas a pedir mi mano?
Él soltó una carcajada y volvió a besarla para demostrarle lo serio que era.
—Solo quería decirte que te amaba y que te entendía. Por eso vine, Aidan.
Quería decirte que la maldita culpa que nos ha asfixiado durante tanto tiempo
se puede vencer. Solo hay que ser valientes.
—Amar es de valientes —susurró él.
Ella entrecerró los ojos al reconocer la frase que le había escrito a Charles.
—He encontrado tu carta esta mañana. —Aidan sacó del bolsillo de su
pantalón el papel mal doblado que había guardado cuando la vio entrar, y se
lo tendió—. Quizá no debería haberla leído. Pero solo puedo decir que
Charles fue muy afortunado por llegar a conocerte. Y tú eres muy valiente,
Allison. Fui un iluso al pensar que yo podía ayudarte a salir de tu aislamiento.
Has sido tú la que me has salvado de un encierro que yo mismo ignoraba. He
sepultado mi dolor bajo toneladas de piedras durante mucho tiempo,
fingiendo que no existía, hasta que me hiciste entender que esa no era la
solución. Tú me has curado a mí.
—Quizá no era el momento de ser valientes. El momento es ahora, Aidan.
—Estoy seguro de que lo es.
Allison entrelazó los dedos en su pelo oscuro para atraerlo y besar sus
labios. Liberados de miedos y dolor, la pasión fluía por ellos de manera
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inevitable. El peso que había aprisionado sus corazones se había esfumado, y
la emoción compartida los hacía sentir todo de una manera más vívida. Cada
beso y cada caricia eran intensos y diferentes a nada que hubieran sentido
antes, ni mejor ni peor, únicos; y sin darse apenas cuenta, sus ropas
comenzaron a caer esparcidas por el suelo del despacho.
—Espero que esto sea un «sí» —susurró él mientras mordisqueaba su
cuello haciéndola enloquecer, y ella rio enredada entre sus brazos.
Había pasado años sin reír y ahora, con Aidan a su lado, la risa escapaba
de sus labios por voluntad propia dándole voz a esa felicidad que no podía
contener.
—Sí. Siempre sí, Aidan. Siempre.
Él la observó unos segundos, perdido en su mirada fuerte y tierna a la vez,
con la emoción palpitando en sus venas de una manera abrumadora, y la besó
hasta que perdieron la noción del tiempo. Le hizo el amor sobre la mesa sin
dejar de mirarla a los ojos, memorizando cada roce, cada dulce latido, cada
«te quiero» susurrado contra la piel. La felicidad, después de todo, era
posible, solo hacía falta ser valiente.
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Epílogo
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había operado el tobillo de Allison. Tal y como había pensado, el hueso
estaba tan mal colocado que se clavaba en la carne y la soldadura era tan débil
que era un verdadero milagro que Allison hubiese podido mantenerse en pie
todos esos años. No se molestó en comunicar a sus colegas de profesión que
la operación había sido un éxito, eso no le importaba lo más mínimo. Lo
único que lo movía por dentro era ver que su esposa mejoraba un poco más
cada día. Allison había llegado a abandonar uno de sus bastones, y aunque
sabían que la cojera y las molestias no desaparecerían del todo, la mejoría era
tan asombrosa que incluso había empezado a montar casi a diario.
Aidan seguía dando clases en la universidad, y habían adquirido una casa
en las afueras de Londres, que, si bien era modesta, contaba con un jardín
enorme. Siempre que podían se trasladaban al campo, e incluso Leonard y
Aidan habían empezado a caerse bien, aunque morirían antes de admitirlo.
En esta ocasión se habían reunido para celebrar el segundo cumpleaños de
Charles y las buenas calificaciones de Casandra, que por fin había sido
admitida en la universidad. Cuando llegaron a la mansión, tras dejar los
caballos en el establo, se encontraron con una algarabía tal que Allison se
pegó a la pared del pasillo por miedo a ser arrollada por los tres sobrinos de
Aidan, que escapaban de algún monstruo imaginario, con su madre a la zaga
intentando poner orden.
—¿Estás seguro de que quieres empezar a buscar el bebé?
—Estoy deseando; de hecho, no veo el momento de empezar —bromeó.
Habían postergado la posibilidad de ser padres hasta que Allison estuviese
bien, y ese momento había llegado.
Toda la familia se había reunido, incluyendo a Nathan y Mónica, que
habían tenido su primer hijo a principios de ese mismo año, y que venían
acompañados de Eric, el hermano de su cuñada. Su madre también había
acudido a la cita, aunque pasaba más tiempo visitando a sus amigas que
disfrutando de sus nietos, tantos llantos infantiles le causaban jaqueca, pero
sus hijos habían aprendido a no tenérselo en cuenta. Incluso la tía Meredith se
había animado a asistir.
—Menos mal que habéis llegado, vamos a cortar la tarta antes de que tu
madre vuelva a huir despavorida —bromeó Casandra al pasar por su lado.
—¿Estás segura de que no quieres repensar el asunto del lago? —susurró
Aidan al oído de su mujer al escuchar el alboroto que llegaba desde el
comedor.
Ella rio y le dio un rápido beso en los labios antes de colgarse de su brazo
para dirigirse hacia allí. Cuando llegaron a la puerta, Allison observó con
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emoción la mesa exquisitamente adornada con flores de todos los colores y
alegres guirnaldas. Los niños se sentaron ansiosos por recibir un trozo de
pastel, y por qué no decirlo, los mayores también. Leonard cogió a su hijo en
brazos para que pudiera rebañar un poco de merengue de la tarta con sus
dedos regordetes, ante la cara de espanto de Casandra, que no quería que el
maravilloso pastel se estropeara antes de cortarlo. Todos rieron al ver al
pequeño Charles relamerse los dedos, entusiasmado con el dulce, y Allison no
pudo evitar sentir un pellizco de emoción.
Tomó asiento cerca de la ventana y colocó una mano sobre el mantel,
impaciente como una niña pequeña por recibir su porción de tarta. El sol que
entraba por la ventana incidía directamente sobre ella, y al desviar la vista vio
que un pequeño arcoíris se había formado sobre el lino, tan cerca que habría
jurado que podía desdibujarlo con los dedos. Sonrió y quiso pensar que no
estaban solos. Charles los acompañaba en aquella casa en la que ya no había
silencios. Las sombras que habían habitado Richter Manor habían sido
sustituidas por risas, voces de bebés y carreras alocadas por los pasillos, y era
simplemente maravilloso. Aidan pareció leer sus pensamientos y acarició su
cara con dulzura. Él también había cambiado.
Ambos eran la prueba de que la vida podía golpear muy fuerte, pero
también de que a veces daba una segunda oportunidad. Y ellos habían sido lo
bastante valientes para no dejarla escapar.
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NOA ALFÉREZ (Almería, España 1976). Siempre le ha gustado la pintura, la
fotografía, las manualidades, el cine, leer… y un poco todo lo que sea crear e
imaginar.
Lectora incansable, disfruta de todo tipo de géneros, especialmente novela
negra y de suspense, pero a la hora de crear se siente cómoda escribiendo
novela romántica, especialmente romance histórico, aunque no descarta
probar con otros géneros en algún momento.
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Índice de contenido
Cubierta
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
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Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo
Sobre la autora
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