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4.
RACIONALIDAD DE LA LEY
El fundamento de la equidad reside en que las leyes se han de entender como
reglas razonables. Esta es una característica básica de cuanto se refiere a la ley, a su aplicación y al uso de los derechos: hay que ser razonables. Por eso uno de los rasgos más necesarios para el jurista es el de tener sentido común. Podría decirse que el arte del jurista es el arte del sentido común aplicado a las cuestiones legales y de justicia. Por eso no es de extrañar que, en tiempos revueltos para la Universidad, los estudiantes de Derecho se distingan por lo general, siempre hay excepciones por sus posiciones equilibradas y sean poco dados a los extremismos; suelen ser bastante razonables y tener el suficiente sentido común como para no dejarse arrastrar hacia posturas ilusorias o desmedidas. El arte que están aprendiendo les enseña que en la vida social hay que obrar según razón y con mesura, con racionabilidad. Hay dos maneras de comportarse en la vida, tanto respecto a lo que atañe a la vida personal como a lo que se refiere a la vida política y social. Una postura consiste en guiarse por lo que uno quiere: hago las cosas que quiero y porque quiero. Es la actitud voluntarista, que da primacía a lo que la voluntad desea. De las personas que así actúan se suele decir que no atienden a razones. En el fondo todos obramos, en ocasiones, de esta manera; hacemos algo no porque esté bien o esté mal, sino porque nuestra voluntad está apegada a ello, y si alguien nos reprocha, es fácil que nos enfademos y digamos que hacemos eso «porque nos da la real gana». Esta actitud voluntarista se aplica no pocas veces a quienes mandan. Se les obedece, no porque sea razonable obedecer y lo que mandan, sino sólo porque lo mandan. El jefe es el jefe. Y puede suceder que quienes mandan adopten también esta actitud: los que están a su mando han de obedecer, sea lo que sea lo mandado, por la simple razón de que los que mandan son ellos. Hay que hacer la voluntad del jefe. Esta actitud vital puede generalizarse y ser elevada a la categoría de filosofía o teoría de la conducta humana, del poder social y de las leyes. Y, de hecho, hace siglos que adquirió el rango de teoría filosófica: el voluntarismo. Según el voluntarismo, las leyes expresan la voluntad del legislador. Mandar consiste en la capacidad - otorgada por la ley, conquistada por la fuerza, o espontáneamente aceptada por un grupo- de imponer la voluntad; es un acto de voluntad, que contiene un querer. En unos casos, mandar será legítimo y en otros no, pero siempre consiste en un acto de voluntad. Es la actitud voluntarista, que da primacía a lo que la voluntad desea. De las personas que así actúan se suele decir que no atienden a razones. En el fondo todos obramos, en ocasiones, de esta manera; hacemos algo no porque esté bien o esté mal, sino porque nuestra voluntad está apegada a ello, y si alguien nos reprocha, es fácil que nos enfademos y digamos que hacemos eso «porque nos da la real gana». Esta actitud voluntarista se aplica no pocas veces a quienes mandan. Se les obedece, no porque sea razonable obedecer y lo que mandan, sino sólo porque lo mandan. El jefe es el jefe. Y puede suceder que quienes mandan adopten también esta actitud: los que están a su mando han de obedecer, sea lo que sea lo mandado, por la simple razón de que los que mandan son ellos. Hay que hacer la voluntad del jefe. Esta actitud vital puede generalizarse y ser elevada a la categoría de filosofía o teoría de la conducta humana, del poder social y de las leyes. Y, de hecho, hace siglos que adquirió el rango de teoría filosófica: el voluntarismo. Según el voluntarismo, las leyes expresan la voluntad del legislador. Mandar consiste en la capacidad - otorgada por la ley, conquistada por la fuerza, o espontáneamente aceptada por un grupo- de imponer la voluntad; es un acto de voluntad, que contiene un querer. En unos casos, mandar será legítimo y en otros no, pero siempre consiste en un acto de voluntad. el voluntarismo, no hay cosas buenas o malas en sí mismas, sino cosas mandadas o prohibidas por quien manda, siendo el Decálogo la expresión de una voluntad libre de Dios. Con estas ideas, si se prescinde de Dios, se cae necesariamente en el positivismo jurídico. Toda ley, en cuanto viene de un legislador -aunque sea absurda o injusta, en palabras de los mismos positivistas-, es válida y verdadera ley. Por consiguiente, no hay verdaderos derechos del hombre preexistentes a la ley y todo el orden jurídico tiene por centro soberano los dictados de la ley. Si dos personas contratan, el contrato es válido porque la ley le da efectos jurídicos, si la costumbre genera una regla de derecho es porque el legislador lo consiente; y, en definitiva, todo el arte del jurista se resume en subsumir los hechos en los enunciados de la ley. El voluntarismo -y su fruto, el positivismo- no es sólo aliado de formas de gobierno totalitarias. Ya hemos visto que puede ser una actitud personal y es una teoría filosófica compatible también con un régimen democrático. En la democracia de signo voluntarista varía quién es el legislador respecto de los regímenes totalitarios, pero no el modo de entender las leyes. En este caso, la pieza clave es el llamado dogma de la soberanía popular. Ningún criterio del bien o del mal existiría fuera de los dictados de la mayoría, de la voluntad del pueblo. La moral y el derecho natural son sustituidos por la encuesta; lo que las encuestas muestran como opinión mayoritaria, ése es el criterio que debe seguir el legislador. Como en el fondo a los hombres nos gusta hacer lo que queremos, el voluntarismo nunca ha dejado de tener adeptos y en nuestros días tiene multitud de ellos. Sólo que hay un «pequeño» detalle: las cosas no son como las queremos, sino como son. A todos nos gustaría que el fuego, que sirve para asar la carne cuando hacemos una costillada con los amigos, respetase nuestro cuerpo si nos vemos envueltos en un incendio. A quien pone una cerradura en una puerta, le parece muy bien la dureza y rigidez del acero, que impide que entren indeseables en la habitación cerrada, pero clama contra ella si se queda encerrado dentro de la habitación por un descuido y desearía con toda el alma que en tal ocasión el acero fuese blando como la mantequilla. Nuestra voluntad es caprichosa (ciega dicen los filósofos) y las cosas no lo son, tienen unas leyes que las rigen. Las cosas son como son. Por eso el hombre debe actuar según las cosas, de acuerdo con las leyes con el orden que las rigen. Cuando así lo hace, el hombre puede dominar su entorno y las cosas le sirven. Si respeta las leyes del Universo, el hombre puede volar e incluso llegar a la luna; si no las respeta, provoca consecuencias dañosas, se hiere e incluso se mata. Actuar conforme a ese orden que rige las cosas es comportarse racionalmente, esto es, según la razón, que es la que conoce ese orden y dicta al hombre lo que debe hacer de acuerdo con él. Pues bien, el hombre es como es, no sólo en el plano físico y biológico, sino también en el moral. El hombre no es, en el ámbito moral, capricho o pura libertad. El hombre es persona y ser persona comporta una dignidad, un modo específico de ser, que hace que haya cosas en su actuar - como ya vimos antes- que sean buenas o malas en sí mismas, independientemente de que le guste o no le guste al hombre, de que lo quiera o no lo quiera. También aquí -y todavía con más fuerza que en las cosas físicas- nuestra voluntad es caprichosa: nos parece muy mal que nos engañen, pero quisiéramos que nuestras mentiras no fuesen malas moralmente; las abortistas pueden pedir a voz en grito el aborto, pero claman con no menor fuerza si alguien mata a una de ellas o simplemente la maltrata. Ante esta actitud vale aquí el dicho popular: «O jugamos todos o rompemos la baraja». Aquellas exigencias, respecto de sí mismo y respecto de los demás, que dimanan de la índole personal del hombre, es lo que constituye el orden moral y jurídico natural, que se expresa en la ley natural. La persona es un ser que, por su naturaleza, se realiza en el conocimiento y en el amor, por lo tanto, la verdad y el bien constituyen su norte y su meta objetivos, de los que depende objetivamente -de suyo, independientemente de que se quiera o no se quiera- que el hombre se comporte como hombre, o se degrade si va contra ellos. Del mismo modo, de ellos depende que la sociedad humana alcance sus fines o, por el contrario, se vuelva decadente e inhumana. Este orden moral y jurídico natural es conocido por la razón y expresado en forma de enunciados o sentencias, que contienen mandatos («hay que obrar así»), permisiones («se puede obrar de este modo») o prohibiciones («no se debe hacer esto»). Siguiendo este orden moral y jurídico, el hombre se comp01ta racionalmente. También las leyes de la sociedad (las que venimos llamando leyes sin más especificaciones) han de ser racionales. Es más, existen y se justifican como dictados racionales del legislador. Por su naturaleza, son dictados de la razón, que establecen un orden social determinado entre varios posibles, conforme a como son las cosas. Esto tiene una importante consecuencia: como los hombres somos personas, cuyo ser exige obrar de unos modos determinados y que se le trate, no según capricho, sino conforme a sus derechos naturales -de ellos ya hablamos-, las leyes, o son racionales o se transforman en un factor espurio del orden social. A las personas no se nos manda o se nos trata como lo quiera el legislador, sino como personas; en caso contrario «rómpenos la baraja» y que las «leyes» las cumpla el legislador. Antes somos personas que ciudadanos. Sin llegar al caso extremo de tener que romper la baraja, el jurista siempre debe interpretar la ley racionalmente, según lo que es racional y lo que resulta razonable en cada momento, precisamente porque así lo exige la íntima índole racional de las leyes. Por eso, el intérprete de la ley no mira sólo a ésta, fija también su mirada en la realidad social y en las circunstancias del caso concreto y aplica razonablemente la ley al caso. De ahí que cuando la ley produce efectos nocivos en un caso concreto, acude a la equidad. Los juristas son gente razonable y suponen siempre que el legislador lo es (y si no lo es, procuran hacerle razonable, porque antes está el bien de las personas y de la sociedad que el capricho del legislador). ¡Ah, se me olvidaba! Así corno a la actitud de dar primacía a la voluntad se le llama voluntarismo cuando se eleva a teoría, a la actitud de comportarse racionalmente, si se hace de ello una teoría, se le llama intelectualismo.