Jean-Jacques Rousseau - Discurso Sobre El Origen de La Desig

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Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres

Jean-Jacques Rousseau

Advertencia del autor sobre las notas

Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos, he


a�adido algunas notas a esta obra. Estas notas se apartan bastante del
asunto algunas veces, por lo cual no son a prop�sito para ser le�das al
mismo tiempo que el texto. Por esta raz�n las he relegado al final del
Discurso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posible el camino
m�s recto. Quienes tengan el valor de empezar por segunda vez la lectura
pueden entretenerse en distraer su atenci�n hacia las notas, intentando
una ojeada sobre ellas. En cuanto a los dem�s poco se perder�a si no las
leyesen.

Dedicatoria
A la Rep�blica de Ginebra
Magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores:
Convencido de que s�lo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su
patria aquellos honores que �sta pueda aceptar, trabajo hace treinta a�os
para ser digno de ofreceros un homenaje p�blico; y supliendo en parte esta
feliz ocasi�n lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he cre�do que me
ser�a permitido atender aqu� m�s al celo que me anima que al derecho que
debiera autorizarme.
Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, �c�mo podr�a
meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los
hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo
tiempo en la profunda sabidur�a con que una y otra, felizmente combinadas
en ese Estado, concurren, del modo m�s aproximado a la ley natural y m�s
favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden p�blico y a la
felicidad de los particulares? Buscando las mejores m�ximas que pueda
dictar el buen sentido sobre la constituci�n de un gobierno, he quedado
tan asombrado al verlas todas puestas en ejecuci�n en el vuestro, que, aun
cuando no hubiera nacido dentro de vuestros muros, hubiese cre�do no poder
dispensarme de ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entre
todos los pueblos que par�ceme poseer las mayores ventajas y haber
prevenido mejor los abusos.
Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habr�a
elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensi�n de las
facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y
en la cual, bast�ndose cada cual a s� mismo, nadie hubiera sido obligado a
confiar a los dem�s las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado
en que, conoci�ndose entre s� todos los particulares, ni las obscuras
maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a
las miradas y al juicio del p�blico, y donde el dulce h�bito de verse y de
tratarse hiciera del amor a la patria, m�s bien que el amor a la tierra,
el amor a los ciudadanos.
Hubiera querido nacer en un pa�s en el cual el soberano y el pueblo
no tuviesen m�s que un solo y �nico inter�s, a fin de que los movimientos
de la m�quina se encaminaran siempre al bien com�n, y como esto no podr�a
suceder sino en el caso de que el pueblo y el soberano fuesen una misma
persona, ded�cese que yo habr�a querido nacer bajo un gobierno democr�tico
sabiamente moderado.
Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido
a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo,
ese yugo suave y ben�fico que las m�s altivas cabezas llevan tanto m�s
d�cilmente cuanto que est�n hechas para no soportar otro alguno.
Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender
hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al
Estado su reconocimiento; porque, cualquiera que sea la constituci�n de un
gobierno, si se encuentra un solo hombre que no est� sometido a la ley,
todos los dem�s h�llanse necesariamente a su merced (1); y si hay un jefe
nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la divisi�n que hagan de su
autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado
est� bien gobernado.
Yo no hubiera querido vivir en una rep�blica de reciente instituci�n,
por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los
ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario
por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el
Estado quedase sujeto a quebranto y destrucci�n casi desde su nacimiento;
pues sucede con la libertad como con los alimentos s�lidos y suculentos o
los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los
temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, da�an y
embriagan a los d�biles y delicados que no est�n acostumbrados a ellos.
Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin
ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto m�s de la libertad
cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus
revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino
recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos
libres, no se hall� en situaci�n de gobernarse a s� mismo al sacudir la
opresi�n de los Tarquinos (2). Envilecido por la esclavitud y los
ignominiosos trabajos que �stos le hab�an impuesto, el pueblo romano no
fue al principio sino un populacho est�pido, que fue necesario conducir y
gobernar con much�sima prudencia a fin de que, acostumbr�ndose poco a poco
a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o
mejor dicho embrutecidas bajo la tiran�a, fuesen adquiriendo gradualmente
aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de car�cter que hicieron
del romano el m�s respetable de todos los pueblos.
Hubiera, pues, buscado para patria m�a una feliz y tranquila
rep�blica cuya antig�edad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los
tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a
prop�sito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a
la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo acostumbrados a una
sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas tambi�n dignos de
serlo.
Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del
feroz esp�ritu de conquista, y a cubierto, por una posici�n todav�a m�s
afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado;
una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran inter�s en
invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los
dem�s que la invadieran; una rep�blica, en fin, que no despertara la
ambici�n de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en
caso necesario. S�guese de esto que, en tan feliz situaci�n, nada habr�a
de temer sino de s� misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado
en el uso de las armas, hubiese sido m�s bien para mantener en ellos ese
ardor guerrero y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que
alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propia defensa.
Hubiera buscado un pa�s donde el derecho de legislar fuese com�n a
todos los ciudadanos, porque �qui�n puede saber mejor que ellos mismos en
qu� condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad? Pero no
hubiera aprobado plebiscitos semejantes a los usados por el pueblo romano,
en el cual los jefes del Estado y los m�s interesados en su conservaci�n
estaban excluidos de las deliberaciones, de las que frecuentemente
depend�a la salud p�blica, y donde, por una absurda inconsecuencia, los
magistrados hall�banse privados de los derechos de que disfrutaban los
simples ciudadanos.
Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los proyectos
interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron
por fin a los atenienses, no tuviera cualquiera el derecho de preponer
caprichosamente nuevas leyes; que este derecho perteneciera solamente a
los magistrados; que �stos usasen de �l con tanta circunspecci�n, que el
pueblo, por su parte, no fuera menos reservado para otorgar su
consentimiento; y que la promulgaci�n se hiciera con tanta solemnidad, que
antes de que la constituci�n fuese alterada hubiera tiempo para
convencerse de que es sobre todo la gran antig�edad de las leyes lo que
las hace santas y venerables; que el pueblo menosprecia r�pidamente las
leyes que ve cambiar a diario, y que, acostumbr�ndose a descuidar las
antiguas costumbres so pretexto de mejores usos, se introducen
frecuentemente grandes males queriendo corregir otros menores.
Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente mal gobernada, de
una rep�blica donde el pueblo, creyendo poder prescindir de sus
magistrados, o concedi�ndoles s�lo una autoridad precaria, hubiese
guardado para s�, con notoria imprudencia, la administraci�n de sus
asuntos civiles y la ejecuci�n de sus propias leyes. Tal debi� de ser la
grosera constituci�n de los primeros gobiernos al salir inmediatamente del
estado de naturaleza; y �se fue uno de los vicios que perdieron a la
rep�blica de Atenas.
Pero hubiera elegido la rep�blica en donde los particulares,
content�ndose con otorgar la sanci�n de las leyes y con decidir,
constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes, los asuntos p�blicos
m�s importantes, estableciesen Tribunales respetados, distinguiesen con
cuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesen anualmente para
administrar la justicia y gobernar el Estado a los m�s capaces y a los m�s
�ntegros de sus conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio de
la sabidur�a del pueblo la virtud de los magistrados, unos y otros se
honrasen mutuamente, de suerte que s� alguna vez viniesen a turbar la
concordia p�blica funestas desavenencias, aun esos tiempos de ceguedad y
de error quedasen se�alados con testimonios de moderaci�n, de estima
rec�proca, de un com�n respeto hacia las leyes, presagios y garant�as de
una reconciliaci�n sincera y perpetua.
Tales son, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, las
ventajas que hubiera deseado en la patria de mi elecci�n. Y si la
Providencia hubiese a�adido adem�s una posici�n encantadora, un clima
moderado, una tierra f�rtil y el paisaje m�s delicioso que existiera bajo
el cielo, s�lo habr�a deseado ya, para colmar mi ventura, poder gozar de
todos estos bienes en el seno de esa patria afortunada, viviendo
apaciblemente en dulce sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con
ellos, a su ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las dem�s virtudes,
para dejar tras m� el honroso recuerdo de un hombre de bien y de un
honesto y virtuoso patriota.
Si, menos afortunado o tard�amente discreto, me hubiera visto
reducido a terminar en otros climas una carrera l�nguida y enfermiza,
lamentando vanamente el reposo y la paz de que me hab�a privado una
imprudente juventud, hubiese al menos alimentado en mi alma esos mismos
sentimientos de los cuales no hubiera podido hacer uso en mi pa�s, y,
pose�do de un afecto tierno y desinteresado hacia mis lejanos
conciudadanos, les habr�a dirigido desde el fondo de mi coraz�n, poco m�s
o menos, el siguiente discurso:
�Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos m�os, puesto que as� los
lazos de la sangre como las leyes nos unen a casi todos: Dulce es para m�
no poder pensar en vosotros sin pensar al mismo tiempo en todos los bienes
de que disfrut�is, y cuyo valor acaso ninguno de vosotros estima tanto
como yo que los he perdido. Cuanto m�s reflexiono sobre vuestro estado
pol�tico y civil, m�s dif�cil me parece que la naturaleza de las cosas
humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. En todos los dem�s
gobiernos, cuando se trata de asegurar el mayor bien del Estado, todo se
limita siempre a proyectos abstractos o, cuando m�s, a meras
posibilidades; para vosotros, en cambio, vuestra felicidad ya est� hecha:
no ten�is mas que disfrutarla, y para ser perfectamente felices no
necesit�is sino conformaros con serlo. Vuestra soberan�a, conquistada o
recobrada con la punta de la espada y conservada durante dos siglos a
fuerza de valor y de prudencia, es por fin plena y universalmente
reconocida. Honrosos tratados fijan vuestros l�mites, aseguran vuestros
derechos y fortalecen vuestra tranquilidad. Vuestra Constituci�n es
excelente, dictada por la raz�n m�s sublime y garantida por potencias
amigas y respetables; vuestro Estado es tranquilo; no ten�is guerras ni
conquistadores que temer; no ten�is otros amos que las sabias leyes que
vosotros mismos hab�is hecho, administradas por �ntegros magistrados por
vosotros elegidos; no sois ni demasiado ricos para enervaros en la molicie
y perder en vanos deleites el gusto de la verdadera felicidad y de las
s�lidas virtudes, ni demasiado pobres para que teng�is necesidad de m�s
socorros extra�os de los que os procura vuestra industria; y esa preciosa
libertad, que no se mantiene en las grandes naciones sino a costa de
exorbitantes impuestos, casi nada os cuesta conservarla.
��Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciudadanos y ejemplo
de los pueblos, una rep�blica tan sabia y afortunadamente constituida! He
aqu� el �nico voto que ten�is que hacer, el �nico cuidado que os queda. En
adelante, a vosotros incumbe, no el hacer vuestra felicidad -vuestros
antepasados os han evitado ese trabajo-, sino el conservarla duraderamente
mediante un sabio uso. De vuestra uni�n perpetua, de vuestra obediencia a
las leyes y de vuestro respeto a sus ministros depende vuestra
conservaci�n. Si queda entre vosotros el menor germen de acritud o
desconfianza, apresuraos a destruirlo como levadura funesta de donde
resultar�an tarde o temprano vuestras desgracias y la ruina del Estado. Os
conjuro a todos vosotros a replegaros en el fondo de vuestro coraz�n y a
consultar la voz secreta de vuestra conciencia. �Conoce alguno de vosotros
en el mundo un cuerpo m�s �ntegro, m�s esclarecido, m�s respetable que
vuestra magistratura? �No os dan todos sus miembros ejemplo de moderaci�n,
de sencillez de costumbres, de respeto a las leyes y de la m�s sincera
armon�a? Otorgad, pues, sin reservas a tan discretos jefes esa saludable
confianza que la raz�n debe a la virtud; pensad que vosotros los hab�is
elegido, que justifican vuestra elecci�n y que los honores debidos a
aquellos que hab�is investido de dignidad recaen necesariamente sobre
vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda
ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus
defensores no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie.
�De qu� se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y
con justa confianza lo que estar�ais siempre obligados a hacer por
verdadera conveniencia, por deber y por raz�n? Que una culpable y funesta
indiferencia por el mantenimiento de la Constituci�n no os haga descuidar
nunca en caso necesario las sabias advertencias de los m�s esclarecidos y
de los m�s discretos, sino que la equidad, la moderaci�n, la firmeza m�s
respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al mundo
entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria
como de su libertad. Guardaos sobre todo, y �ste ser� mi �ltimo consejo,
de escuchar perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cuyos
m�viles secretos son frecuentemente m�s peligrosos que las acciones
mismas. Una casa entera despi�rtase y se sobresalta a los primeros
ladridos de un buen y fiel guardi�n que s�lo ladra cuando se aproximan los
ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que
turban sin cesar el reposo p�blico y cuyas advertencias continuas y fuera
de lugar no se dejan o�r precisamente cuando son necesarias.�
Y vosotros, magn�ficos y honorabil�simos se�ores; vosotros, dignos y
respetables magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en
particular mis respetos y atenciones. Si existe en el mundo un rango que
pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y
la virtud, aquel de que os hab�is hecho dignos y al cual os han elevado
vuestros conciudadanos. Su propio m�rito a�ade al vuestro un nuevo brillo,
y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobern�is
a ellos mismos, os considero tan por encima de los dem�s magistrados, como
un pueblo libre, y sobre todo el que vosotros ten�is el honor de dirigir,
se halla, por sus luces y su raz�n, por encima del populacho de los otros
Estados.
S�ame permitido citar un ejemplo del que debieran quedar m�s firmes
huellas y que siempre vivir� en mi coraz�n. No recuerdo nunca sin sentir
la m�s dulce emoci�n al virtuoso ciudadano que me dio el ser y que
aleccion� a menudo mi infancia con el respeto que os era debido. Aun le
veo, viviendo del trabajo de sus manos y alimentando su alma con las
verdades m�s sublimes. Delante de �l, mezclados con las herramientas de su
oficio, veo a T�cito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un hijo amado
recibiendo con poco fruto las tiernas ense�anzas del mejor de los padres.
Pero si los extrav�os de una loca juventud me hicieron olvidar un tiempo
sus sabias lecciones, al fin tengo la dicha de experimentar que, por
grande que sea la inclinaci�n hac�a el vicio, es dif�cil que una educaci�n
en la cual interviene el coraz�n se pierda para siempre.
Tales son, magn�ficos y honorabil�simos se�ores, los ciudadanos y aun
los simples habitantes nacidos en el Estado que gobern�is; tales, son esos
hombres instruidos y sensatos sobre los cuales, bajo el nombre de obreros
y de pueblo, se tienen en las otras naciones ideas tan bajas y tan falsas.
Mi padre, lo confieso con alegr�a, no ocupaba entre sus conciudadanos un
lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era, no hay pa�s en
que no hubiese sido solicitado y cultivado su trato, y aun con fruto, por
las personas m�s honorables. No me incumbe, y gracias al cielo no es
necesario, hablaros de las atenciones que de vosotros pueden esperar
hombres de semejante excelencia, vuestros iguales as� por la educaci�n
como por los derechos de su nacimiento y de la naturaleza; vuestros
inferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vuestros
merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les
deb�is una especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacci�n con cu�nta
moderaci�n y condescendencia us�is con ellos de la gravedad propia de los
ministros de las leyes, c�mo les devolv�is en estima y consideraci�n la
obediencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justicia y
sabidur�a, a prop�sito para alejar cada vez m�s el recuerdo de dolorosos
acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver nunca;
conducta tanto m�s discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se
complace en su deber y ama naturalmente honraros, y que los m�s fogosos en
sostener sus derechos son los m�s inclinados a respetar los vuestros.
No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria
y la felicidad; mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que
aquellos que se consideran como magistrados o, m�s bien, como se�ores de
una patria m�s santa y sublime, den pruebas de alg�n amor a la patria
terrenal que los alimenta. �Qu� dulce es para m� se�alar en nuestro favor
una excepci�n tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanos m�s
excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados autorizados
por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave
elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las m�ximas del
Evangelio, cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en pr�ctica. Todo
el mundo sabe con cu�nto �xito se cultiva en Ginebra el gran arte de la
elocuencia sagrada. Pero harto habituados a o�r predicar de un modo y ver
practicar de otro, pocas gentes saben hasta qu� punto reinan en nuestro
cuerpo sacerdotal el esp�ritu del cristianismo, la santidad de las
costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los dem�s. Tal vez
le est� reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante
de una uni�n tan perfecta en una sociedad de te�logos y de gentes de
letras. Sobre su sabidur�a y su moderaci�n, sobre su celoso cuidado por la
prosperidad del Estado fundamento en gran parte la esperanza de su eterna
tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro y de respeto,
observo cu�nto horror manifiestan ante las m�ximas espantosas de esos
hombres sagrados y b�rbaros -de los cuales la Historia ofrece m�s de un
ejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir,
sus propios intereses, eran tanto menos avaros de sangre humana cuanto m�s
se envanec�an de que la suya ser�a siempre respetada.
�Pod�a olvidarme de esa encantadora mitad de la Rep�blica que hace la
felicidad de la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las
buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo
ser� siempre gobernar el nuestro. �Felices cuando vuestro casto poder,
ejercido solamente en la uni�n conyugal, no se hace sentir m�s que para
gloria del Estado y a favor del bienestar p�blico! As� es como gobernaban
las mujeres de Esparta, y as� merec�is vosotras gobernar en Ginebra. �Qu�
hombre b�rbaro podr�a resistir a la voz del honor y de la raz�n en boca de
una tierna esposa? �Y qui�n no despreciar�a un vano lujo viendo la
sencillez y modestia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo
que recibe de vosotras, la m�s favorable a la hermosura? A vosotras
corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o inocente imperio y
vuestro esp�ritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la
concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios
las familias divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura
de vuestras lecciones y la gracia sencilla de vuestro trato las
extravagancias que nuestros j�venes aprenden en el extranjero, de donde,
en lugar de tantas cosas que podr�an aprovecharles, s�lo traen consigo,
con un tono pueril y rid�culos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la
admiraci�n de no s� qu� grandezas, fr�volo desquito de la servidumbre que
no valdr� nunca tanto como la augusta libertad. Permaneced, pues, siempre
las mismas: castas guardadoras de las costumbres y de los dulces v�nculos
de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasi�n los derechos del
coraz�n y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud.
Me envanezco de no ser desmentido por los resultados fundando en
tales garant�as la esperanza de la felicidad com�n de los ciudadanos y la
gloria de la rep�blica. Confieso que, con todas esas ventajas, no brillar�
con ese resplandor con que se alucinan la mayor parte de los ojos, y cuya
predilecci�n pueril y funesta es el mayor y mortal enemigo de la felicidad
y de la libertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras partes
los placeres f�ciles y los largos arrepentimientos; que las pretendidas
personas de buen gusto admiren en otros lugares la grandeza de los
palacios, la ostentaci�n de los trenes, los soberbios ajuares, la pompa de
los espect�culos y todos los refinamientos de la molicie y el lujo. En
Ginebra s�lo se hallar�n hombres; sin embargo, este espect�culo tambi�n
tiene su precio, y aquellos que lo busquen bien podr�n parangonarse con
los admiradores de esas otras cosas.
Dignaos, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, recibir
todos con igual bondad el respetuoso testimonio del cuidado que me tomo
por vuestra com�n prosperidad. Si fuese tan desgraciado que apareciera
culpable de alg�n arrebato indiscreto en esta viva efusi�n de mi coraz�n,
yo os suplico que lo disculp�is en gracia al tierno afecto de un verdadero
patriota y al celo ardoroso y leg�timo de un hombre que no aspira a mayor
felicidad para s� que la de veros a todos dichosos.
Soy con el m�s profundo respeto, magn�ficos, muy honorables y
soberanos se�ores, vuestro muy humilde y muy obediente servidor y
conciudadano,

J. J. ROUSSEAU.

Chamber�, 12 de junio de 1754.

Prefacio
El conocimiento del hombre me parece el m�s �til y el menos
adelantado de todos los conocimientos humanos (3)
, y me atrevo a decir que la inscripci�n del templo de Delfos conten�a por
s� sola un precepto m�s importante y m�s dif�cil que todos los gruesos
vol�menes de los moralistas. As�, considero el asunto de este DISCURSO (4)
como una de las cuestiones m�s interesantes que la Filosof�a pueda
proponer a la meditaci�n, y, desgraciadamente para nosotros, como uno de
los problemas m�s espinosos que hayan de resolver los fil�sofos; porque
�c�mo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se
empieza por conocer a los hombres mismos? �Y c�mo podr� llegar el hombre a
verse tal como lo ha formado la naturaleza, a trav�s de todos los cambios
que la sucesi�n de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su
constituci�n original, y a distinguir lo que tiene de su propio fondo de
lo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o a�adido a su
estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos, que el tiempo, el mar
y las tempestades hab�an desfigurado de tal modo que menos se parec�a a un
dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la
sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisici�n de una
multitud de conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas
en la constituci�n de los cuerpos y por el continuo choque de las
pasiones, ha cambiado, por as� decir, de apariencia, hasta el punto de que
apenas puede ser reconocida, y no se encuentra ya, en lugar de un ser
obrando siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de
la celestial y majestuosa simplicidad de que su Autor la hab�a dotado,
sino el disforme contraste de la pasi�n que cree razonar y del
entendimiento en delirio.
Pero lo m�s cruel a�n es que todos los progresos de la especie humana
le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos m�s conocimientos nuevos
acumulamos, m�s nos privamos de los medios de adquirir el m�s importante
de todos, y es, en cierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo
que nos hemos colocado en la imposibilidad de conocerlo.
Echase de ver f�cilmente que es en estos cambios de la constituci�n
humana donde precisa buscar el primer origen de las diferencias que
separan a los hombres, los cuales, por com�n testimonio, son naturalmente
tan iguales entre s� como lo eran los animales de cada especie antes de
que diferentes causas f�sicas introdujeran en algunas las variaciones que
en ellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos primeros
cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayan mudado a la vez y de
semejante manera a todos los individuos de la especie, sino que,
habi�ndose perfeccionado o degenerado unos, y habiendo adquirido
cualidades diversas, buenas o malas, que no eran inherentes a su
naturaleza, los otros permanecieron m�s tiempo en su estado original; y
tal fue entre los hombres la fuente primera de la desigualdad, que es
mucho m�s f�cil demostrarlo as�, en general, que se�alar con precisi�n las
verdaderas causas.
No piensen por esto mis lectores que me envanezco de haber visto lo
que me parece, tan dif�cil de ver. Yo he comenzado algunos razonamientos,
he aventurado algunas conjeturas, pero menos con la esperanza de resolver
la cuesti�n que con la intenci�n de aclararla y reducirla a su verdadero
estado. Otros podr�n f�cilmente ir m�s lejos por el mismo camino, sin que
a nadie le sea f�cil llegar a su t�rmino; pues no es ligera empresa
distinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial en la
naturaleza actual del hombre, y conocer bien su estado, que no existe ya,
que acaso no ha existido, que probablemente no existir� nunca, mas del
cual es necesario sin embargo tener justas nociones para juzgar
acertadamente nuestro estado presente. Har�a falta m�s filosof�a de lo que
se piensa a quien emprendiera la tarea de determinar exactamente las
precauciones necesarias para hacer s�lidas observaciones sobre este
asunto; y no me parecer�a indigna de los Arist�teles y Plinios de nuestro
siglo una buena soluci�n del problema siguiente: �Qu� experiencias ser�an
necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cu�les son los
medios de hacer estas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de
emprender la soluci�n de este problema, me atrevo a responder por
anticipado, despu�s de haber meditado bastante sobre esta cuesti�n, que
los m�s grandes fil�sofos no ser�n bastante capaces para dirigir esas
experiencias, ni los m�s poderosos soberanos para ponerlas, en pr�ctica,
concurso que, por otra parte, no es razonable esperar, sobre todo con la
perseverancia e, m�s bien con la continuidad de inteligencia y de buena
voluntad necesaria de una y otra parte para, asegurar el �xito.
Estas investigaciones tan dif�ciles de hacer y en las cuales tan poco
se ha pensado hasta ahora son, sin embargo, los �nicos medios que nos
quedan para resolver una multitud de dificultades que nos impiden el
conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana. Es esta
ignorancia de la naturaleza del hombre lo que produce tanta incertidumbre
y obscuridad sobre la verdadera definici�n del derecho natural, pues la
idea del derecho, dice Burlamaqui, y m�s a�n la del derecho natural, son
manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Por
consiguiente, contin�a, de esta misma naturaleza del hombre, de su
constituci�n y de su estado es necesario deducir los principios de esa
ciencia.
No sin sorpresa y esc�ndalo se observa el desacuerdo que reina sobre
esta importante materia entre los diversos autores que de ella han
tratado. Entre los escritores m�s serios, apenas si se encuentran dos que
manifiesten la misma opini�n sobre este punto. Sin hablar de los fil�sofos
antiguos, que parece se empe�aron en la tarea de contradecirse unos a
otros sobre los principios m�s fundamentales, los jurisconsultos romanos
someten indistintamente el hombre y los dem�s animales a la misma ley
natural, porque consideran m�s bien bajo ese nombre la ley que la
naturaleza se impone a s� misma que la prescrita por ella, o m�s bien a
causa de la particular acepci�n con que interpretan esos jurisconsultos la
palabra ley, que parece ser la han tomado en este punto como expresi�n de
las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los
seres animados para su conservaci�n. Los modernos, reconociendo solamente
bajo el nombre de ley una regla prescrita a un ser moral, es decir,
inteligente, libre y considerado en sus relaciones con otros seres
semejantes, limitan consiguientemente la competencia de la ley natural tan
s�lo al animal dotado de raz�n, es decir, al hombre. Pero como cada uno
define esta ley a su modo y la fundamenta sobre principios en extremo
metaf�sicos, ocurre que, aun entre nosotros, bien pocos se hallan en
disposici�n de comprender esos principios, faltos de poder encontrarlos
por s� mismos. De suerte que todas las definiciones de esos hombres
sabios, por otra parte en perenne contradicci�n rec�proca, convienen
solamente en una cosa: que es imposible comprender la ley natural, y por
consiguiente obedecerla, sin ser un grand�simo razonador y un profundo
metaf�sico; lo cual significa precisamente que los hombres han debido
emplear para la constituci�n de la sociedad conocimientos que se
desarrollan trabajosamente, y entre pocas personas, en el seno de la
sociedad misma.
Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de tal modo sobre el
sentido de la palabra ley, dif�cil ser�a convenir en una buena definici�n
de la ley natural. He aqu� por qu� las definiciones que se hallan en los
libros, adem�s del defecto de no ser uniformes, tienen el de ser deducidas
de diversos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente y de una
superioridad que no han podido concebir sino despu�s de haber salido del
estado natural. Comi�nzase por buscar aquellas reglas que, por la utilidad
com�n, ser�an buenas para que los hombres las reconociesen, y al conjunto
de estas reglas se lo da el nombre de ley natural, sin otra prueba que el
bien que se supone resultar�a de su aplicaci�n universal. He aqu� un
sistema sumamente c�modo de componer definiciones y de explicar la
naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.
Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que
pretendamos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su
estado. Lo �nico que podemos ver muy claramente a prop�sito de esta ley es
que no s�lo es necesario, para que sea ley, que la voluntad de aquel a
quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que adem�s es preciso,
para que sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de la
naturaleza.
Dejando, pues, todos los libros cient�ficos, que s�lo nos ense�an a
ver a los hombres tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre
las primeras y las m�s simples operaciones del alma humana, creo advertir
dos principios anteriores a la raz�n, uno de los cuales nos interesa
vivamente para nuestro bienestar y el otro nos inspira una repugnancia
natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente
a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinaci�n que nuestro
esp�ritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesario a�adir
el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas las reglas del
derecho natural, reglas que la raz�n se ve precisada a establecer sobre
otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos desenvolvimientos, a
sofocar la naturaleza.
De este modo, no es necesario hacer del hombre un fil�sofo antes de
hacer de �l un hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados
�nicamente por las tard�as lecciones de la sabidur�a, y mientras no
resista a los �ntimos impulsos de la conmiseraci�n, nunca har� mal alguno
a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible, salvo el leg�timo caso en
que, hall�ndose comprometida su propia conservaci�n, se vea forzado a
darse a s� mismo la preferencia. De esta manera se acaban las antiguas
controversias sobre la participaci�n de los animales en la ley natural;
pues es claro que, hall�ndose privados de entendimiento y de libertad, no
pueden reconocer esta ley; m�s participando en cierto modo de nuestra
naturaleza por la sensibilidad de que se hallan dotados, hay que pensar
que tambi�n deben participar del derecho natural y que el hombre tiene
hacia ellos alguna especie de obligaciones. Parece ser, en efecto, que si
estoy obligado a no hacer ning�n mal a mis semejantes, es menos por su
condici�n de ser razonable que por su cualidad de ser sensible, cualidad
que, siendo com�n al animal y al hombre, debe al menos darlo a aqu�l el
derecho de no ser maltratado in�tilmente por �ste.
Este mismo estudio del hombre original, de sus necesidades verdaderas
y de los principios fundamentales de sus deberes, es el �nico medio
adecuado que pueda emplearse para resolver esa muchedumbre de dificultades
que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los
verdaderos fundamentos del cuerpo pol�tico, sobre los derechos rec�procos
de sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas, tan importantes
como mal aclaradas.
Considerando la sociedad humana con una mirada tranquila y
desinteresada, parece al principio presentar solamente la violencia de los
fuertes y la opresi�n de los d�biles. El esp�ritu se subleva contra la
dureza de los unos o deplora la ceguedad de los otros; y como nada hay de
tan poca estabilidad entre los hombres como esas relaciones exteriores
llamadas debilidad o poder�o, riqueza o pobreza, producidas m�s
frecuentemente por el azar que por la sabidur�a, parecen las instituciones
humanas, a primera vista, fundadas sobre montones de arena movediza; s�lo
examin�ndolas de cerca, despu�s de haber apartado el polvo y la arena que
rodean el edificio, se advierte la base indestructible sobre que se alza y
apr�ndese a respetar sus fundamentos. Ahora bien; sin un serio estudio del
hombre, de sus facultades naturales y de sus desenvolvimientos sucesivos,
no le llegar� nunca a hacer esa diferenciaci�n y a distinguir en el actual
estado de las cosas lo que ha hecho la voluntad divina y lo que el arte
humano ha pretendido hacer.
Las investigaciones pol�ticas y morales a que da ocasi�n la
importante cuesti�n que yo examino son �tiles de cualquier modo, y la
historia hipot�tica de los gobiernos es para el hombre una lecci�n
instructiva bajo todos conceptos. Considerando lo que hubi�ramos llegado a
ser abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquel
cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y d�ndoles un
fundamento indestructible, ha prevenido los des�rdenes que habr�an de
resultar y hecho nacer nuestra felicidad de aquellos medios que parec�an
iban a colmar nuestra miseria.
Quem te Deus esse Jussit, et humana qua parte locatus es in re, Disce
(5).
PERSIO, s�t. III, v. 71.

Discurso
Voy a hablar del hombre, y el asunto que examino me indica que voy a
hablar a los hombres; mas no se proponen cuestiones semejantes cuando se
teme honrar la verdad. Defender�, pues, confiadamente la causa de la
humanidad ante los sabios que me invitan, y no quedar� descontento de m�
mismo si consigo ser digno de mi objeto y de mis jueces.
Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que
yo llamo natural o f�sica porque ha sido instituida por la naturaleza, y
que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del
cuerpo y de las cualidades del esp�ritu o del alma; otra, que puede
llamarse desigualdad moral o pol�tica porque depende de una especie de
convenci�n y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el
consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios
de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser m�s ricos, m�s
respetados, m�s poderosos, y hasta el hacerse obedecer.
No puede preguntarse cu�l es la fuente de la desigualdad natural
porque la respuesta se encontrar�a enunciada ya en la simple definici�n de
la palabra. Menos a�n puede buscarse si no habr�a alg�n enlace esencial
entre una y otra desigualdad, pues esto equivaldr�a a preguntar en otros
t�rminos si los que mandan son necesariamente mejores que lo que obedecen,
y si la fuerza del cuerpo o del esp�ritu, la sabidur�a o la virtud, se
hallan siempre en los mismos individuos en proporci�n con su poder o su
riqueza; cuesti�n a prop�sito quiz� para ser disentida entre esclavos en
presencia de sus amos, pero que no conviene a hombres razonables y libres
que buscan la verdad.
�De qu� se trata, pues, exactamente en este DISCURSO? De se�alar en
el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la
violencia, a naturaleza qued� sometida a la ley; de explicar por qu�
encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al d�bil y
el pueblo a comprar un reposo quim�rico al precio de una felicidad real.
Todos los fil�sofos que han examinado los fundamentos de la sociedad
han comprendido la necesidad de retrotraer la investigaci�n al estado de
naturaleza, pero ninguno de ellos ha llegado hasta ah�. Unos no han
titubeado en suponer en el hombre en tal estado la noci�n de justo e
injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber existido esa noci�n, ni
aun que lo fuera �til. Otros han hablado del derecho natural que tiene
cada cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qu� entend�an por
pertenecer. Otros, atribuyendo primero al m�s fuerte la autoridad sobre el
m�s d�bil, han hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo
que debi� transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y
gobierno pudiera existir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin
cesar de necesidad, de codicia, de opresi�n, de deseo y de orgullo, han
transferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban
del hombre salvaje, y describ�an al hombre civil. No ha despuntado
siquiera en el esp�ritu de la mayor parte de nuestros fil�sofos la duda de
que hubiera existido el estado natural, cuando es evidente, por la lectura
de los libros sagrados, que el primer hombre, habiendo recibido
directamente de Dios reglas y entendimiento, no se hallaba por
consiguiente en ese estado, y que, concedi�ndose a las escrituras de
Mois�s la fe que les debe todo fil�sofo cristiano, debe negarse que, aun
antes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en el puro estado
natural, a menos que no hubiesen reca�do en �l, paradoja muy dif�cil de
defender y completamente imposible de probar.
Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se
relacionan con la cuesti�n. No hay que tomar por verdades hist�ricas las
investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente
por razonamientos hipot�ticos y condicionales, m�s adecuados para
esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero
origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros f�sicos sobre la
formaci�n del mundo. La religi�n nos ordena creer que, habiendo Dios mismo
sacado a los hombres del estado natural inmediatamente despu�s de la
creaci�n, son desiguales porque �l ha querido que lo fuesen; pero no nos
proh�be hacer conjeturas derivadas �nicamente de la naturaleza del hombre
y de los animales que lo rodean acerca de lo que habr�a sido del g�nero
humano si hubiera quedado abandonado a s� mismo. He aqu� lo que se me pide
y lo que yo me propongo examinar en este DISCURSO. Como esta materia
abarca al hombre en general, intentar� emplear un lenguaje adecuado para
todas las naciones, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares, para
pensar tan s�lo en los hombres a quienes hablo, supondr� hallarme en el
Liceo (6) de Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros, teniendo por
jueces a los Platones y Jen�crates, y al g�nero humano por auditorio.
�Oh t�, hombre, de cualquier pa�s que seas, cualesquiera que sean tus
opiniones, escucha! He aqu� tu historia tal como he cre�do leerla, no en
los libros, de tus semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza,
que jam�s miento. Todo lo que provenga de ella ser� verdadero; s�lo ser�
falso lo que yo haya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de
que voy a hablar est�n muy lejos ya. �Cu�nto has cambiado! Por as� decir,
es la vida de tu especie la que voy a describirte, seg�n las cualidades
que has recibido, que tu educaci�n y tus costumbres han podido viciar pero
no han podido destruir. Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cual
quisiera detenerse el hombre individual; t� buscar�s la edad en que
desear�as se hubiese detenido tu especie. Disgustado de tu estado presente
por razones que anuncian a tu posteridad desdichada desazones mayores
todav�a, tal vez desear�as poder retroceder; este sentimiento debe servir
de elogio a tus primeros antepasados, de cr�tica a tus contempor�neos, de
espanto para aquellos que tengan la desgracia de vivir despu�s que t�.

Primera parte
Por importante que sea, para bien juzgar del estado natural del
hombre, considerarla desde su origen y examinarle, por as� decir, en el
primer embri�n de la especie, yo no seguir� su organizaci�n a trav�s de
sus desenvolvimientos sucesivos ni me detendr� tampoco a buscar en el
sistema animal lo que haya podido ser al principio para llegar por �ltimo
a lo que es. No examinar� si, como piensa Arist�teles, sus prolongadas
u�as fueron al principio garras ganchudas; si era velludo como un oso, y
si, caminando a cuatro pies (7), su mirada, dirigida hacia la tierra y
limitada a un horizonte de algunos pasos, no indicaba al mismo tiempo el
car�cter y los l�mites de sus ideas. No podr�a hacer sobre esta materia
sino conjeturas vagas y casi imaginarias. La anatom�a comparada no ha
hecho todav�a suficientes progresos y las observaciones de los
naturalistas son a�n demasiado inciertas para que pueda establecerse sobre
fundamentos semejantes la base de un razonamiento s�lido; de modo que, sin
recurrir a los conocimientos naturales que poseemos sobre este punto y sin
parar atenci�n en los cambios que han debido tener lugar tanto en la
conformaci�n interior como en la exterior del hombre a medida que aplicaba
sus miembros a nuevos usos y se nutr�a con nuevos alimentos, le supondr�
constituido de todo tiempo como le veo hoy d�a, andando en dos pies,
sirvi�ndose de sus manos como nosotros de las nuestras y midiendo con la
mirada la infinita extensi�n del cielo.
Despojando a este ser as� constituido de todos los dones
sobrenaturales que haya podido recibir y de todas las facultades
artificiales que no ha podido adquirir sino mediando largos progresos;
consider�ndole, en una palabra, tal como ha debido salir de manos de la
naturaleza, veo un animal menos fuerte que unos, menos �gil que otros,
pero, en conjunto, el m�s ventajosamente organizado de todos; le veo
saci�ndose bajo una encina, aplacando su sed en el primer arroyo y
hallando su lecho al pie del mismo �rbol que lo ha proporcionado el
alimento; he ah� sus necesidades satisfechas.
La tierra, abandonada a su fertilidad natural (8) y cubierta de
bosques inmensos, que nunca mutil� el hacha, ofrece a cada paso almacenes
y retiros a los animales de toda especie. Dispersos entre ellos, los
hombres observan, imitan su industria, elev�ndose as� hasta el instinto de
las bestias, con la ventaja de que, si cada especie s�lo posee el suyo
propio, el hombre, no teniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los
apropia todos, se nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos (9)
que los otros animales se disputan, y encuentra, por consiguiente, su
subsistencia con mayor facilidad que ninguno de ellos.
Acostumbrados desde la infancia a la intemperie del tiempo y al rigor
de las estaciones, ejercitados en la fatiga y forzados a defender desnudos
y sin armas su vida y su presa contra las bestias feroces, o a escapar de
ellas corriendo, f�rmanse los hombres un temperamento robusto y casi
inalterable; los hijos, viniendo al mundo con la excelente constituci�n de
sus padres y fortific�ndola con los mismos ejercicios que la han
producido, adquieren de ese modo todo el vigor de que es capaz la especie
humana. La naturaleza procede con ellos precisamente como la ley de
Esparta con los hijos de los ciudadanos (10): hace fuertes y robustos a
los bien constituidos y deja perecer a todos los dem�s, a diferencia de
nuestras sociedades, donde, el Estado, haciendo que los hijos sean
onerosos a los padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento.
Siendo el cuerpo del hombre salvaje el �nico instrumento de �l
conocido, lo emplea en usos diversos, de que son incapaces los nuestros
por falta de ejercicio, y es nuestra industria la que nos arrebata la
agilidad y la fuerza que la necesidad lo obliga a adquirir. Si hubiera
tenido hacha, �habr�a roto con el pu�o tan fuertes ramas? Si hubiese
tenido honda, �lanzar�a a brazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera
tenido escalera, �trepar�a con tanta ligereza por los �rboles? Si hubiese
tenido caballos �ser�a tan r�pido en la carrera? Dad al hombre civilizado
el tiempo preciso para reunir todas esas m�quinas a su derredor: no cabe
duda que superar� f�cilmente al hombre salvaje. Mas si quer�is ver un
combate a�n m�s desigual, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente,
y bien pronto reconocer�is cu�les son las ventajas de tener continuamente
a su disposici�n todas sus fuerzas, de estar siempre preparado para
cualquier contingencia y de conducirse siempre consigo, por as� decir,
todo entero (11).
Hobbes pretende que el hombre es naturalmente intr�pido y ama s�lo el
ataque y el combate. Un fil�sofo ilustre piensa, al contrario, y
Cumberland y Puffendorf as� lo aseguran, que nada hay tan t�mido como el
hombre en el estado natural, y que se halla siempre atemorizado y presto a
huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que perciba. Acaso
suceda as� por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo
que no quede aterrado ante los nuevos espect�culos que se ofrecen a su
vista cuando no puede discernir el bien y el mal f�sicos que de ellos debe
esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr;
circunstancias raras en el estado de naturaleza, en el cual todas las
cosas marchan de modo tan uniforme y en el que la faz de la tierra no se
halla sujeta a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las
pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre
salvaje, viviendo disperso entre los animales y encontr�ndose desde
temprano en situaciones de medirse con ellos, hace en seguida la
comparaci�n, y viendo que si ellos le exceden en fuerza �l los supera en
destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un lobo en lucha con un
salvaje robusto, �gil e intr�pido como lo son todos, armado de piedras y
de un buen palo, y ver�is que el peligro ser� cuando menos rec�proco, y
que despu�s de muchas experiencias parecidas, las bestias feroces, que no
aman atacarse unas a otras, atacar�n con pocas ganas al hombre, que habr�n
hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que tienen
realmente m�s fuerza que �l destreza, encu�ntrase frente a ellos en el
caso de otras especies m�s d�biles, que no por esto dejan de subsistir;
con la ventaja para el hombre de que, no menos �gil que aqu�llos para
correr y hallando en los �rboles refugio casi seguro, puede en todas
partes afrontarlos o no, teniendo la elecci�n de la huida o de la lucha.
A�adamos que parece ser que ning�n animal hace espont�neamente la guerra
al hombre, salvo en caso de propia defensa o de un hambre extrema, ni
manifiesta contra �l esas violentas antipat�as que parecen anunciar que
una especie ha sido destinada por la naturaleza a servir de pasto a las
otras.
He aqu�, sin duda, la raz�n por la cual los negros y los salvajes se
preocupan tan poco de los animales feroces que pueden encontrar en los
bosques. Los caribes de Venezuela, entre otros, viven a este respecto en
la m�s completa seguridad y sin el menor contratiempo. Aunque anden casi
desnudos, dice Francisco Correal, no dejan de exponerse atrevidamente en
los bosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin que se haya
o�do decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras.
Otros enemigos m�s temibles, contra los cuales no tiene el hombre los
mismos medios de defensa, son los achaques naturales, la infancia, la
vejez y las enfermedades de toda suerte, tristes signos de nuestra
debilidad, cuyos dos primeros son comunes a todos los animales, mientras
que el �ltimo es propio principalmente del hombre que vive en sociedad.
Hasta observo, a prop�sito de la infancia, que la madre, llevando consigo
a todas partes a su hijo, tiene mucha m�s facilidad para alimentarlos que
las hembras de diversos animales, forzadas a ir y venir continua y
fatigosamente, de un lado, para buscar su alimento; de otro, para
amamantar o alimentar a sus cr�as. Es verdad que si la mujer perece, el
ni�o corre bastante el riesgo de perecer con ella; pero este mismo peligro
es com�n a otras cien especies, cuyos peque�uelos no se hallan por largo
tiempo en situaci�n de buscar por s� mismos su alimento; y si la infancia
es entre nosotros m�s larga, siendo la vida m�s larga tambi�n, todo viene
a ser poco m�s o menos igual en este punto (12), aunque haya sobre la
duraci�n de la primer edad y el n�mero de peque�uelos (13) otras reglas
que no entran en mi objeto. Entre los viejos, que accionan y transpiran
poco, la necesidad de alimentos disminuye con la facultad de adquirirlos,
y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como la
vejez es de todos los males el que menos alivio puede esperar de la ayuda
humana, se extinguen en fin sin que se advierta que dejan de existir y
casi sin darse cuenta ellos mismos.
Respecto de las enfermedades, no repetir� las vanas y falsas
declamaciones de las personas de buena salud contra la medicina; pero
preguntar� si se puede probar con alguna observaci�n s�lida que la vida
media del hombre es m�s corta en aquel pa�s donde ese arte se halla
descuidado que donde es cultivado con m�s atenci�n. �C�mo podr�a suceder
as� si nosotros nos procuramos m�s enfermedades que la medicina nos
proporciona remedios? La extrema desigualdad en el modo de vivir, el
exceso de ociosidad en unos y de trabajo en otros, la facilidad de excitar
y de satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos tan
apreciados de los ricos, que los nutren de substancias excitantes y los
colman de indigestiones; la p�sima alimentaci�n de los pobres, de la cual
hasta carecen frecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasi�n se
presenta, a atracarse �vidamente; las vigilias, los excesos de toda
especie, los transportes inmoderados de todas las pasiones, las fatigas y
el agotamiento espiritual, los pesares y contrariedades que se sienten en
todas las situaciones, los cuales corroen perpetuamente el alma: he ah�
las pruebas funestas de que la mayor parte de nuestros males son obra
nuestra, casi todos los cuales hubi�ramos evitado conservando la manera de
vivir simple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la
naturaleza. Si ella nos ha destinado a ser sanos, me atrevo casi a
asegurar que el estado de reflexi�n es un estado contra la naturaleza, y
que el hombre que medita es un animal degenerado. Cuando se piensa en la
excelente constituci�n de los salvajes, de aquellos al menos que no hemos
echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas
conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy
inclinado a creer que podr�a hacerse f�cilmente la historia de las
enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tal es por lo
menos la opini�n de Plat�n, quien juzga, a prop�sito de ciertos remedios
empleados o aprobados por Podaliro y Maca�n en el sitio de Troya, que
diversas enfermedades que estos remedios hubieron de provocar no eran
conocidas entonces entre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan
necesaria hoy d�a, fue inventada por Hip�crates.
Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural,
apenas tiene necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana
no es a este respecto de peor condici�n que todas las dem�s, y f�cil es
saber por los cazadores si encuentran en sus correr�as muchos animales mal
conformados. Algunos encuentran animales con grandes heridas perfectamente
cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curados sin m�s cirujano que
la acci�n del tiempo, sin otro r�gimen que su vida ordinaria, y que no por
no haber sido atormentados con incisiones, envenenados con drogas y
extenuados con ayunos han dejado de quedar perfectamente curados. En fin;
por muy �til que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no es
menos cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a s� mismo, nada tiene
que esperar sino de la naturaleza, nada tiene que temer, en cambio, sino
de su mal, lo cual hace con frecuencia que su situaci�n sea preferible a
la nuestra.
Guard�monos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos
ante los ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus
cuidados con una predilecci�n que parece mostrar cu�n celosa es de este
derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienen la mayor
parte una talla m�s alta y todos una constituci�n m�s robusta, m�s vigor,
m�s fuerza y m�s valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la
mitad de estas cualidades siendo dom�sticos, y podr�a decirse que los
cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro
resultado que el de hacerlos degenerar. As� ocurre con el hombre mismo: al
convertirse en sociable y esclavo, vu�lvese d�bil, temeroso, rastrero, y
su vida blanda y afeminado acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza.
A�adamos que entre la condici�n salvaje y la dom�stica, la diferencia de
hombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia, pues habiendo
sido el animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza, todas
las comodidades que el hombre se proporcione de m�s sobre los animales que
domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar m�s
sensiblemente.
La desnudez, la falta de habitaci�n y la carencia de todas esas cosas
in�tiles que tan necesarias creemos no constituyen, por consiguiente, una
gran desdicha para esos primeros hombres ni un gran obst�culo para su
conservaci�n. Si no tienen la piel velluda, para nada la necesitan en los
pa�ses c�lidos; y en los climas fr�os bien pronto saben apropiarse las de
las fieras vencidas; si s�lo tienen dos pies para correr, poseen dos
brazos para atender a su defensa y a sus necesidades. Sus hijos tal vez
andan tarde y penosamente, pero las madres los llevan con facilidad,
ventaja de que carecen las dem�s especies, en las cuales la madre, cuando
es perseguida, se ve obligada a dejar abandonados sus peque�uelos o a
seguir a su paso (14). En fin, a menos de suponer el concurso singular y
fortuito de circunstancias de que hablar� m�s adelante, y que podr�an muy
bien no haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primero que
se hizo vestidos o construy� un alojamiento diose con ello cosas poco
necesarias, puesto que hasta entonces se hab�a pasado sin ellas, y no se
comprende por qu� no hubiera podido soportar siendo hombre el g�nero de
vida que llevaba desde su infancia.
Solo, ocioso y cerca sieinpre del peligro, el hombre salvaje debe
gustar de dormir y tener el sue�o ligero como los animales, los cuales,
como piensan poco, duermen, por as� decir, todo el tiempo que no piensan.
Siendo su propia conservaci�n casi su �nico cuidado, las facultades que
m�s debe ejercitar son las que tienen por principal objeto el ataque y la
defensa, bien sea para dominar su presa, bien para guardarse de ser la
presa de otro animal; y, por el contrario, aquellos �rganos que s�lo se
perfeccionan por la pereza y la sensualidad deben permanecer en un estado
rudimentario que excluya toda suerte de delicadeza. Hall�ndose divididos
en este punto sus sentidos, el gusto y el tacto ser�n de una extrema
rudeza; la vista, el olfato y el o�do, de una extraordinaria agudeza. Tal
es el estado animal en general, y tambi�n, seg�n el testimonio de los
viajeros, el de los pueblos salvajes. No es, por tanto, de extra�ar que
los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple vista los
barcos en alta mar desde tanta distancia como los holandeses con sus
anteojos; ni que los salvajes de Am�rica descubrieran a los espa�oles
olfateando sus huellas, como hubiesen podido hacer los mejores perros; ni
que todas esas naciones b�rbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen
su gusto a fuerza de pimienta y beban como agua los licores europeos.
Hasta aqu� s�lo he hablado del hombre f�sico; tratemos ahora de
considerarlo en su aspecto metaf�sico y moral.
No veo en cada animal m�s que una m�quina ingeniosa dotada de
sentidos por la naturaleza para elevarse ella misma y asegurarse hasta
cierto punto contra todo aquello que tiende a destruirla o desordenarla.
La misma cosa observo precisamente en la m�quina humana, con la diferencia
de que s�lo la naturaleza lo ejecuta todo en las operaciones del animal,
mientras que el hombre atiende las suyas en calidad de agente libre. Aqu�l
escoge o rechaza por instinto; �ste, por un acto de libertad; lo que da
por resultado que el animal no puede apartarse de la regla que le ha sido
prescrita, aun en el caso de que fuese ventajoso para �l hacerlo, mientras
que el hombre se aparta con frecuencia y en su perjuicio. As� sucede que
un pich�n perecer� de hambre cerca de una fuente colinada de las mejores
carnes y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y otro
podr�an muy bien nutrirse con los alimentos que desde�an, de intentar
ensayarlo; as� ocurre que los hombres disolutos se entregan a excesos que
les producen la fiebre o la muerte porque el esp�ritu corrompe los
sentidos y la voluntad habla cuando calla la naturaleza.
Todos los animales tienen ideas, puesto que tienen sentidos, y aun
combinan sus ideas hasta cierto punto; el hombre no se distingue a este
respecto del animal m�s que del m�s al menos; incluso ciertos fil�sofos
han aventurado que hay algunas veces m�s diferencia entre dos hombres que
entre un hombre y una bestia. No es, pues, tanto el entendimiento como su
cualidad de agente libre lo que constituy� la distinci�n espec�fica del
hombre entre los animales. La naturaleza manda a todos los animales, y la
bestia obedece. El hombre experimenta la misma sensaci�n, pero se reconoce
libre de someterse o de resistir, y es sobre todo en la conciencia de esta
libertad donde se manifiesta la espiritualidad de su alma. La f�sica
explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formaci�n de las
ideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de elegir, y en el
sentimiento de este poder, s�lo se encuentran actos puramente
espirituales, de los cuales nada se explica por las leyes de la mec�nica.
Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cuestiones dieran
lugar para discutir sobre esa diferencia entre el hombre y el animal, hay
una cualidad muy espec�fica que los distingue y sobre la cual no puede
haber discusi�n: es la facultad de perfeccionarse, facultad que, ayudada
por las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las dem�s, facultad
que posee tanto nuestra especie como el individuo; mientras que el animal
es al cabo de algunos meses lo que ser� toda su vida, y su especie es al
cabo de mil a�os lo mismo que era el primero de esos mil a�os. �Por qu�
s�lo el hombre es susceptible de convertirse en imb�cil? �No es porque
vuelve as� a su estado primitivo y porque, en tanto la bestia, que nada ha
adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto,
el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su
perfectibilidad lo ha proporcionado, cae m�s bajo que el animal mismo?
Triste ser�a para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad
distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del
hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condici�n
original, en la cual pasar�a tranquilos e inocentes sus d�as; que ella,
produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes,
le hace al cabo tirano de s� mismo y de la naturaleza (15). Ser�a horrible
verse obligado a alabar como bienhechor al primero que ense�� a los
habitantes de las orillas del Orinoco el uso de esas tablillas de madera
que aplican a las sienes de sus hijos y que les aseguran al menos una
parte de su imbecilidad y de su felicidad original.
El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o
m�s bien compensado del que acaso le falta con facultades capaces de
suplir primero a ese instinto y elevarle despu�s a �l mismo muy por encima
de la propia naturaleza, comenzar�, pues, por las funciones puramente
animales (16). Percibir y sentir ser� su primer estado, que le ser� com�n
con todos los animales; querer y no querer, desear y tener, ser�n las
primeras y casi las �nicas operaciones de su alma, hasta que nuevas
circunstancias ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.
Digan lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe
mucho a las pasiones, las cuales, seg�n el com�n sentir, le deben mucho
tambi�n. Por su actividad se perfecciona nuestra raz�n; no queremos saber
sino porque deseamos gozar, y no puede concebirse por qu� un hombre que
careciera de deseos y temores habr�a de tomarse la molestia de pensar. A
su vez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su progreso,
de nuestros conocimientos, pues no se puede desear o tener las cosas sino
por las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo impulso de la
naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda suerte de conocimiento,
s�lo experimenta las pasiones de esta �ltima especie; sus deseos no pasan
de sus necesidades f�sicas (17); los �nicos bienes que conoce en el mundo
son el alimento, una hembra y el reposo; los �nicos males que teme son el
dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca
sabr� qu� cosa es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores es
una de las primeras adquisiciones hechas por el hombre al apartarse de su
condici�n animal.
Si fuera necesario, f�cil me ser�a apoyar con hechos este sentimiento
y demostrar que en todas las naciones del mundo los progresos del esp�ritu
han sido precisamente proporcionados a las necesidades que los pueblos
hab�an recibido de la naturaleza o a las cuales les hab�an sometido las
circunstancias, y, por consiguiente, a las pasiones que los llevaban a
satisfacer esas necesidades. Mostrar�a las artes naciendo en Egipto y
extendi�ndose con el desbordamiento del Nilo; seguir�a su progreso entre
los griegos, donde se las vio brotar, crecer y elevarse hasta el cielo
entre las arenas y las rocas del �tica, sin que pudieran echar ra�ces en
las f�rtiles orillas del Eurotas (18). Se�alar�a que, en general, los
pueblos del Norte son m�s industriosos que los del Mediod�a, porque no
pueden por menos de serlo, como si la naturaleza quisiera de este modo
igualar las cosas, dando a los esp�ritus la fertilidad que niega a la
tierra.
Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, �qui�n no ve que
todo parece alejar del hombre salvaje la tentaci�n y los medios de dejar
de serlo? Su imaginaci�n nada le pinta; su coraz�n nada le pide. Sus
escasas necesidades se encuentran tan f�cilmente a su alcance, y se halla
tan lejos del grado de conocimientos necesario para desear adquirir otras
mayores, que no puede tener ni previsi�n ni curiosidad. El espect�culo de
la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar; es
siempre el mismo orden, siempre son las mismas revoluciones. Carece de
aptitud de esp�ritu para admirar las mayores maravillas, y no es en �l
donde puede buscarse la filosof�a que el hombre necesita para saber
observar una vez lo que ha visto todos los d�as. Su alma, que nada agita,
se entrega al sentimiento �nico de su existencia actual, sin idea alguna
sobre el porvenir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos, limitados
como sus miras, apenas se extienden hasta el fin de la jornada. Tal es a�n
el grado de previsi�n del caribe: vende por la ma�ana su lecho de algod�n.
y vuelve llorando al atardecer para recuperarlo, por no haber previsto que
lo necesitar�a para la noche cercana.
Cuanto m�s se medita sobre este asunto, m�s se ensancha a nuestros
ojos la distancia entre las puras sensaciones y los simples conocimientos;
se hace imposible concebir c�mo un hombre habr�a podido franquear tan gran
intervalo con sus solas fuerzas, sin el concurso de la comunicaci�n y sin
el aguij�n de la necesidad. �Cu�ntos siglos quiz� habr�n transcurrido
antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del cielo!
�Cu�ntos azares diversos habr�n necesitado para aprender los usos m�s
comunes de ese elemento! �Cu�ntas veces le habr�n dejado extinguir antes
de haber adquirido el arte de reproducirlo! �Y cu�ntas acaso habr�
perecido con su descubridor cada uno de esos secretos! �Qu� diremos de la
agricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsi�n exige, que tanto
tiene de otras artes, que evidentemente no es practicable sino en una
sociedad al menos empezada, y que no nos sirve tanto a sacar de la tierra
alimentos que ella producir�a muy bien sin esto como a forzarla a
satisfacer las preferencias de nuestro gusto?
Pero supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo
que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos,
suposici�n que, por decirlo de paso, demostrar�a una gran ventaja para la
especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin
talleres, los instrumentos de labor hubiesen ca�do del cielo en manos de
los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos
sienten contra el trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever tan
anticipadamente sus necesidades; que hubieran adivinado c�mo es necesario
cultivar la tierra, sembrar los granos y plantar los �rboles; que hubiesen
descubierto el arte de moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas
todas que les ha sido preciso fueran ense�adas por los dioses, a falta de
concebir c�mo las habr�an aprendido por s� mismos; �qui�n ser�a despu�s de
esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un campo que
ser� despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente, a
quien conviniese la cosecha? �Y c�mo pod�a decidirse cada cual a consagrar
su vida a un penoso trabajo, tanto m�s seguro de no recoger sus frutos
cuanto m�s sentir�a su necesidad? En una palabra: �c�mo esta situaci�n
pod�a decidir a los hombres a cultivar la tierra en tanto no estuviera
repartida entre ellos, es decir, en tanto no hubiese sido destruido el
estado natural?
Aun cuando imagin�semos un hombre salvaje tan h�bil en el arte de
pensar como lo presentan nuestros fil�sofos; aunque hici�ramos de �l,
siguiendo ese ejemplo, un fil�sofo, descubriendo por s� solo las verdades
m�s sublimes, componiendo por medio de razonamientos abstractos m�ximas de
justicia y de raz�n sacadas del amor al orden en general o de la voluntad
conocida de su creador, en una palabra: aunque supusi�ramos en su esp�ritu
tantas luces y tanta inteligencia como torpeza y estupidez debe tener y
tiene en efecto, �qu� utilidad sacar�a la especie de toda esta metaf�sica,
que no pod�a comunicarse y que perecer�a con el individuo que la hubiera
inventado? �Qu� progresar�a el g�nero humano disperso en los bosques entre
los animales? �Y hasta qu� punto podr�an perfeccionarse e ilustrarse
mutuamente unos hombres que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad unos
de otros, apenas se encontrar�an dos veces en su vida, sin conocerse y sin
hablarse?
Consid�rese cuantas ideas debemos al uso de la palabra; cu�nto
ejercita y facilita la gram�tica las operaciones del esp�ritu; pi�nsese en
las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempo que ha debido costar la
primera invenci�n de las lenguas; a��danse estas reflexiones a las
precedentes, y se comprender� cu�ntos millares de siglos han debido
necesitarse para desarrollar sucesivamente en el esp�ritu humano las
operaciones de que era capaz.
S�ame permitido considerar un instante los problemas del origen de
las lenguas. Podr�a contentarme con citar o repetir las investigaciones
que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, puesto que todos
confirman mi opini�n y acaso me han sugerido la primer idea. Pero el modo
como este fil�sofo resuelve las dificultades que �l mismo se plantea sobre
el origen de los signos instituidos demuestra que ha supuesto lo que yo
discuto, a saber, una especie de sociedad ya establecida entre los
inventores del lenguaje, y al referirme a sus reflexiones creo que debo
a�adir las m�as para exponer las mis mas dificultades bajo el aspecto que
conviene a mi objeto. La primera que se presenta es imaginar c�mo pudieron
ser necesarias las lenguas, pues no teniendo los hombres ninguna
comunicaci�n entre s� ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni la
necesidad de esa invenci�n ni su posibilidad si no fue indispensable. Y
aun dir�a, como muchos otros, que las lenguas han nacido en el comercio
dom�stico de padres, madres e hijos. Pero, adem�s de que esto no
resolver�a las objeciones, ser�a cometer el error de quienes, razonando
sobre el estado de naturaleza, transfieren a �ste ideas tomadas de la
sociedad; ven a la familia reunida en una misma habitaci�n y a sus
miembros observando entre s� una uni�n tan �ntima y tan permanente como
entre nosotros, en que tantos intereses comunes los re�nen; cuando, al
contrario, no habiendo en ese estado primitivo ni casas, ni caba�as, ni
propiedades de ninguna especie, cada cual se alojaba al azar, y
frecuentemente por una sola noche; los machos y las hembras se ayuntaban
fortuitamente, al azar del encuentro, seg�n la ocasi�n y el deseo, sin que
la palabra fuera un int�rprete muy necesario para las cosas que ten�an que
decirse, y con la misma facilidad se separaban (19). La madre amamantaba a
los hijos por propia necesidad; despu�s, habi�ndose encari�ado con ellos
por la costumbre, los alimentaba por la suya; en cuanto ten�an la fuerza
necesaria para buscar su alimento, no tardaban en abandonar a su madre
misma, y como casi no hab�a otro medio de encontrarse que no perderse de
vista, bien pronto se hallaban en estado de no reconocerse unos a otros.
Observad tambi�n que teniendo el ni�o que explicar todas sus necesidades,
y, por tanto, m�s cosas que decir a la madre que la madre al ni�o, debe
correr con los mayores gastos de la invenci�n, y que el lenguaje que
emplea tiene que ser en gran parte su propia obra, lo que multiplica tanto
las lenguas como individuos hay para hablarlas, a lo cual contribuye
tambi�n la vida errante y vagabunda, que no deja a ning�n idioma el tiempo
de adquirir consistencia. Decir que la madre dicta al ni�o las palabras
que habr� de emplear para pedirle tal o cual cosa demuestra c�mo se
ense�an las lenguas ya formadas, pero no ense�a c�mo se forman.
Supongamos vencida esta primera dificultad; franqueemos por un
momento el espacio inmenso que debi� mediar entre el puro estado natural y
la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponi�ndolas necesarias (20),
c�mo han podido empezar a establecerse. Nueva dificultad, mayor a�n que la
precedente, porque si los hombres han necesitado de la palabra para
aprender a pensar, mayor necesidad han tenido de saber pensar para
descubrir el arte de la palabra; y aunque se comprendiera c�mo fueron
tomados los sonidos de la voz por int�rpretes convencionales de nuestras
ideas, siempre quedar�a por saber cu�les han podido ser los int�rpretes de
esa convenci�n para las ideas que, careciendo de un objeto sensible, no
pod�an ser indicadas ni por el gesto ni por la voz. De suerte que apenas
se pueden formular conjeturas soportables sobre el nacimiento de este arte
de comunicar los pensamientos y de establecer un comercio entre los
esp�ritus, arte sublime que tan lejos se encuentra ya de su origen, pero
que el fil�sofo ve todav�a a tan prodigiosa distancia de su perfecci�n,
que no existe hombre alguno bastante atrevido para asegurar que �sta
llegar� alg�n d�a, aunque fueran suspendidas en su favor las revoluciones
que el tiempo aporta necesariamente, y los prejuicios salieran de las
Academias o se callasen ante ellas, y �stas pudieran ocuparse de este
espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupci�n.
El primer lenguaje del hombre, el lenguaje m�s universal, m�s
en�rgico, el �nico de que hubo necesidad antes de que fuese necesario
persuadir a hombres reunidos, fue el grito de la naturaleza. Como este
grito s�lo era arrancado por una especie de instinto en las ocasiones
apremiantes para implorar ayuda en los grandes peligros o alivio en los
dolores violentos, no era de uso frecuente en el uso ordinario de la vida,
en el cual reinan sentimientos m�s moderados. Cuando las ideas de los
hombres empezaron a desarrollarse y multiplicarse, estableci�ndose entre
ellos una comunicaci�n m�s estrecha, buscaron signos m�s numerosos y un
lenguaje m�s extenso; multiplicaron las inflexiones de la voz,
acompa��ndolas de gestos, que, por su naturaleza, son m�s expresivos y
cuyo sentido depende menos de una determinaci�n anterior. Expresaban,
pues, los objetos visibles y m�viles por medio de gestos, y los que hieren
el o�do, por sonidos imitativos; pero como el gesto s�lo indica los
objetos presentes o f�ciles de escribir y las acciones visibles; como no
es de uso universal, porque la obscuridad o la interposici�n de un cuerpo
le hacen in�til, y exige m�s bien atenci�n que no la excita, se pens�, en
fin, en substituir el gesto por las articulaciones de la voz, que, sin
tener la misma relaci�n con ciertas ideas, son m�s adecuadas para
representarlas todas como signos instituidos; esa substituci�n no pudo
hacerse sino por com�n consentimiento y de modo muy dif�cil de practicar
para unos hombres cuyos �rganos groseros no ten�an todav�a ning�n
ejercicio, y m�s dif�cil a�n de concebir en s� misma, puesto que ese
acuerdo un�nime debi� de ser razonado, y la palabra parece haber sido muy
necesaria para establecer el uso de la palabra.
Se debe pensar que las primeras palabras que usaron los hombres
tuvieron en su esp�ritu una significaci�n mucho m�s extensa que las
empleadas en las lenguas ya formadas, y que, ignorando la divisi�n de la
oraci�n en sus partes constitutivas, dieron al principio a cada palabra el
sentido de una proposici�n entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto
del atributo y el verbo del nombre substantivo, no fue �ste un mediocre
esfuerzo de genio. Los substantivos s�lo fueron al principio nombres
propios; el presente de infinitivo fue el �nico tiempo verbal; en cuanto a
los adjetivos, su noci�n debi� de desenvolverse muy dif�cilmente, porque
todo adjetivo es un nombre abstracto y las abstracciones son operaciones
penosas y poco naturales.
Cada objeto recibi� al principio un nombre particular, sin considerar
el g�nero y la especie, que esos primeros fundadores no pod�an distinguir.
Todos los individuos aparecieron a su esp�ritu aisladamente, como se
hallan en el cuadro de la naturaleza; si una encina se llamaba A, otra se
llamaba B, pues la primer idea que se deduce de dos cosas es que son
distintas, y hace falta con frecuencia mucho tiempo para observar lo que
tienen de com�n; de suerte que cuanto m�s limitados eran los
conocimientos, m�s extensi�n adquir�a el diccionario. Las dificultades de
toda esta nomenclatura no pudieron ser vencidas f�cilmente, porque para
clasificar a los seres bajo denominaciones comunes y gen�ricas era preciso
conocer las propiedades y las diferencias; eran necesarias observaciones y
definiciones; es decir, hac�a falta la historia natural y la metaf�sica,
mucho m�s de lo que pod�an tener los hombres de ese tiempo.
Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el
esp�ritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las
comprende sino por medio de proposiciones. Esta es una de las razones por
las cuales los animales no pueden formarse tales ideas ni adquirir nunca
la perfectibilidad que de ellas se deriva. Cuando un mono se lanza sin
vacilar de una nuez a otra, �se cree que tiene la idea general de esta
clase de fruto y que compara su arquetipo a esos dos individuos? No, sin
duda; pero la vista de una de esas nueces evoca en su memoria las
sensaciones que ha recibido de la otra, y sus ojos, modificados de cierta
manera, anuncian a su gusto la modificaci�n que va a recibir. Toda idea
general es puramente intelectual; por poco que intervenga la imaginaci�n,
la idea se convierte en seguida en particular. Intentad trazar la imagen
de un �rbol en general: nunca lo conseguir�is; a pesar vuestro, ser�
necesario ver uno, peque�o o grande, pobre o frondoso, claro u obscuro; y
si dependiera de vosotros ver solamente lo que es com�n a todos los
�rboles, esta imagen no se parecer�a a ning�n �rbol. Los seres puramente
abstractos se ven de la misma manera o no se conciben sino por el
razonamiento. La sola definici�n del tri�ngulo os da la verdadera idea;
tan pronto como os figur�is uno en vuestro esp�ritu, es un tri�ngulo
determinado y no otro alguno, y no pod�is evitar hacer sensibles sus
l�neas o coloreada la superficie. Es, pues, necesario enunciar
proporciones; es preciso hablar para tener ideas generales, porque tan
pronto como la imaginaci�n se detiene, el esp�ritu no trabaja sino con
ayuda del razonamiento. Si, por consiguiente, los primeros inventores del
lenguaje no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya ten�an, se
deduce de aqu� que los primeros substantivos s�lo han podido ser nombres
propios.
Pero cuando, por medios que yo no concibo, nuestros nuevos gram�ticos
empezaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia
de los inventores debi� de reducir este m�todo a l�mites muy estrechos, y
as� como al principio hab�an multiplicado con exceso los nombres de los
individuos por no conocer los g�neros y las especies, despu�s hicieron
escaso n�mero de especies y de g�neros por no haber considerado a los
seres en todas sus diferencias. Para dar mayor impulso a estas divisiones,
hubiera hecho falta m�s experiencia y m�s cultura de las que pod�an tener,
hubiera sido necesario m�s trabajo y m�s investigaciones que poder dedicar
a esa tarea. Ahora bien; si a�n hoy se descubren cada d�a nuevas especies,
que hab�an escapado hasta ahora a todas nuestras observaciones, j�zguese
cu�ntas debieron substraerse al conocimiento de unos hombres que s�lo
consideraban las cosas bajo el primer aspecto. En cuanto a las clases
primitivas y a las nociones m�s generales, es superfluo a�adir que tambi�n
debieron de escaparles. �C�mo, por ejemplo, habr�an imaginado o entendido
las palabras materia, esp�ritu, substancia, modo, figura, movimiento, toda
vez que a nuestros mismos fil�sofos, que se sirven de ellas desde tan
largo tiempo, cu�stales trabajo entenderlas, y dado que, siendo
metaf�sicas las ideas que se asocian a esas palabras, no hallar�an ning�n
modelo en la naturaleza?
Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan
en este punto la lectura para que consideren, solamente sobre la invenci�n
de las substantivos f�sicos, es decir, sobre la parte de la lengua m�s
f�cil de hallar, el camino que a�n le queda para expresar todos los
pensamientos de los hombres, para tomar una forma constante, para poder
ser hablada p�blicamente e influir sobre la sociedad; les suplico que
reflexionen cu�nto tiempo y cu�ntos conocimientos han sido necesarios para
descubrir los n�meros (21), los nombres abstractos, los aoristos (22) y
todos los tiempos de los verbos, las part�culas, la sintaxis; para unir
los razonamientos y construir la l�gica del discurso. En cuanto a m�,
asustado por las dificultades, que se multiplican a cada paso, y
convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan
podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo a quien
quiera emprenderla la discusi�n de este dif�cil problema: si ha sido m�s
necesaria la sociedad ya establecida para la instituci�n de las lenguas, o
las lenguas ya inventadas para la constituci�n de la sociedad.
Sea lo que fuere de estos or�genes, se ve cuando menos, en el escaso
cuidado puesto por la naturaleza para aproximar a los hombres mediante
necesidades mutuas y facilitarles el uso de la palabra, cu�n poco ha
preparado su sociabilidad y qu� poco ha puesto de su parte para que se
establecieran sus relaciones. En efecto; es imposible imaginar por qu� en
ese estado primitivo un hombre tendr� m�s necesidad de otro hombre que un
mono o un lobo de sus semejantes; ni, suponiendo esa necesidad, qu� motivo
podr�a inducir al otro a acceder; ni tampoco, en este �ltimo caso, c�mo
podr�an convenir entre ellos las condiciones. Bien s� que se repite
incesantemente que nada habr�a sido tan miserable como el hombre en ese
estado; mas si es verdad, como creo haberos demostrado, que no pudo hasta
muchos siglos despu�s tener el deseo y la ocasi�n de salir de aquel
estado, habr�a que acusar a la naturaleza y no a quien ella hubiese
constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bien ese t�rmino de
miserable, es una palabra que, o no tiene ning�n sentido, o significa una
privaci�n dolorosa o el sufrimiento del cuerpo o del alma. Ahora bien;
desear�a que se me explicase cu�l puede ser el g�nero de miseria de un ser
libre cuyo coraz�n se halla en paz y el cuerpo en salud. Yo pregunto: de
la vida social o natural, �cu�l est� m�s sujeta a convertirse en
insoportable para quienes las disfrutan? Alrededor nuestro casi s�lo vemos
gentes lament�ndose de su existencia y aun algunos que se privan de ella
en cuanto est� en su poder, no bastando apenas el concurso de la ley
divina y de la humana para contener este desorden. Yo pregunto si alguna
vez se ha o�do decir que un salvaje en libertad hubiera tan s�lo pensado
en quejarse de la vida o en darse la muerte. J�zguese, pues, con menos
orgullo de qu� lado se halla la verdadera miseria. Al contrario: nada
habr�a sido m�s miserable que el hombre salvaje deslumbrado por los
conocimientos, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado
diferente al suyo. Por una sapient�sima providencia, las facultades que
pose�a en potencia no deb�an desarrollarse sino en las ocasiones de
ejercerlas, a fin de que no fueran para �l ni superfluas ni onerosas antes
de tiempo, ni tard�as e in�tiles en caso necesario. Ten�a en su solo
instinto cuanto necesitaba para vivir en el estado natural; en la raz�n
cultivada s�lo tiene lo que necesita para vivir en sociedad.
Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres
entre s� ninguna clase de relaci�n moral ni de deberes conocidos, no
podr�an ser ni buenos ni malos, ni ten�an vicios ni virtudes, a menos que,
tomando estas palabras en un sentido f�sico, se llamen vicios del
individuo las cualidades que pueden perjudicar su propia conservaci�n, y
virtudes, las que a ella puedan contribuir; en este caso, habr�a que
considerar como m�s virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsos
de la naturaleza. Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario, conviene
retener la opini�n que podr�amos manifestar sobre tal situaci�n y
desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, la balanza en la mano, se
haya examinado si los hombres civilizados poseen m�s virtudes que vicios,
o si sus virtudes son m�s ventajosas que funestos sus vicios, o si el
progreso de sus conocimientos constituye una compensaci�n suficiente de
los males que mutuamente se causan a medida que aprenden el bien que
deb�an hacerse, o si, bien mirado, no se encontrar�an en una situaci�n m�s
feliz no teniendo da�o que temer ni bien que esperar de nadie que
hall�ndose sometidos a una dependencia universal y obligados a recibir
todo de quienes no se obligan a darles nada.
No saquemos la conclusi�n, como Hobbes, de que, no teniendo ninguna
idea de la bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso, porque no
conoce la virtud; que niega siempre a sus semejantes los servicios que
cree no deberles; que, en virtud del derecho que se arroga sobre las cosas
que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario �nico del
universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las
definiciones modernas del derecho natural; pero las consecuencias que
deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido no menos falso.
Razonando sobre los principios que enuncia, este autor deb�a decir que,
siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de nuestra
conservaci�n es el menos perjudicial para la conservaci�n de nuestros
semejantes, �ste era por consiguiente el estado m�s a prop�sito para la
paz y el m�s conveniente para el g�nero humano. Pues dice precisamente lo
contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de
la conservaci�n del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud
de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las
leyes. El malo, dice, es un ni�o fuerte. Falta saber si el hombre salvaje,
es un ni�o fuerte. Aunque ello se concediera, �qu� se deducir�a? Que si,
siendo fuerte, este hombre depend�a de los dem�s tanto como siendo d�bil,
no hay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegar�a a
su madre cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangular�a a
uno de sus peque�os hermanos cuando estuviese enojado; que morder�a al
otro en la pierna cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y
dependiente son supuestos contradictorios en el estado natural. El hombre
es d�bil cuando est� sometido a dependencia, y es libre antes de ser
fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el
uso de raz�n, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo
tiempo el abuso de sus facultades, como �l mismo pretende; de modo que
podr�a decirse que los salvajes no son malos precisamente porque no saben
qu� cosa es ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de la raz�n
ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma de las
pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit
vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis (23).
Hay adem�s otro principio que Hobbes no ha observado, el cual,
habi�ndole sido dado al hombre para suavizar en ciertas circunstancias la
ferocidad de su amor propio o su deseo de conservaci�n antes del
nacimiento de este amor (24), modera el ardor que siente por su bienestar
con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo que deba
temer una contradicci�n concediendo al hombre la �nica virtud natural que
se ha visto obligado a reconocer el m�s furioso detractor de las virtudes
humanas. Me refiero a la piedad, disposici�n adecuada a seres tan d�biles
y sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto m�s universal y
tanto m�s �til al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexi�n, y
tan natural, que las bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles
muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus peque�os y de los
peligros que arrostran para protegerlos, obs�rvase a diario la repugnancia
que experimentan los caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no pasa
nunca al lado de otro de su especie muerto sin sentir cierta inquietud;
hasta hay animales que les dan una suerte de sepultura, y los tristes
mugidos del ganado entrando en el matadero anuncian la impresi�n que
recibe ante el horrible espect�culo que contempla. Con placer se ve al
autor de la f�bula Las abejas (25), obligado a reconocer al hombre como un
ser compasivo y sensible, abandonar su estilo fr�o y sutil para ofrecernos
la pat�tica imagen de un hombre encerrado que ve fuera a una bestia feroz
arrancar a un ni�o de brazos de su madre, triturar con sus mort�feros
dientes sus d�biles miembros y desgarrar con sus u�as las entra�as
palpitantes de la criatura. �Qu� horribles estremecimientos experimenta
ese testigo de un suceso en el cual no interviene su inter�s personal!
�Qu� angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre
desvanecida y a la expirante criatura!
Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda
reflexi�n; tal la fuerza de la piedad natural, que las costumbres m�s
depravadas dif�cilmente pueden destruirla, puesto que se ve a diario en
nuestros espect�culos enternecerse y llorar ante las desventuras de un
infortunado a un tal que, de hallarse en el lugar del tirano, agravar�a
m�s a�n los tormentos de su enemigo, semejante al sanguinario Sila, tan
sensible ante las desgracias que �l no hab�a causado, o a ese Alejandro de
Feres, que no osaba asistir a la representaci�n de ninguna tragedia por
temor de que se le viera llorar con Andr�maca y con Pr�amo, mientras
escuchaba sin emocionarse los gritos de los ciudadanos que mandaba
degollar todos los d�as.
Mollissima corda
Humano generi dare se natura fatetur,
Quae lacrymas dedit (26).

Mandeville ha comprendido perfectamente que los hombres, con toda su


moral, hubieran sido siempre unos monstruos si la naturaleza no les
hubiese dado la piedad en apoyo de la raz�n; pero no ha visto que de esta
sola cualidad se derivan todas las virtudes sociales que pretende negar a
los hombres. En efecto: �qu� es la generosidad, la clemencia, la
humanidad, sino la piedad aplicada a los d�biles, a los culpables, o a la
especie humana en general? La benevolencia y la misma amistad son, bien
miradas, productos de una constante piedad fijada en un objeto particular;
pues desear que alguien no sufra, �qu� es sino desear que sea feliz? Aun
cuando fuera cierto que la conmiseraci�n es s�lo un sentimiento que nos
pone en el lugar de quien sufre, sentimiento obscuro y vivo en el salvaje,
desarrollado pero d�bil en el hombre civilizado, �qu� importar�a esto a la
verdad de lo que afirmo, sino para darle m�s fuerza? En efecto: la
conmiseraci�n ser� tanto m�s en�rgica cuanto m�s �ntimamente se
identifique el animal espectador con el animal paciente. Ahora bien; es
evidente que esta identificaci�n ha debido de ser infinitamente m�s
estrecha en el estado de naturaleza que en el estado de razonamiento. Es
la raz�n quien engendra el amor propio, y la reflexi�n lo fortifica; ella
repliega al hombre sobre s� mismo; ella le aparta de todo lo que le
molesta o le aflige. Es la filosof�a quien le a�sla; por ella dice en
secreto, a la vista de un hombre que sufre: �Muere si quieres; yo estoy
seguro.� S�lo los peligros de la sociedad entera turban el sue�o tranquilo
del fil�sofo y le arrancan del lecho. Se puede degollar impunemente a un
semejante suyo bajo sus ventanas; no tiene m�s que taparse los o�dos y
razonar un poco para impedir a la naturaleza que se subleva dentro de �l
identificarlo con aquel a quien se asesina (27). El hombre salvaje carece
de este admirable talento; falto de raz�n y de prudencia, v�sele siempre
entregarse aturdidamente al primer sentimiento de la humanidad. En los
motines, en las contiendas callejeras, acude el populacho y el hombre
prudente se aparta; es la canalla, son las mujeres del mercado quienes
separan a los combatientes o impiden a la gente de bien su mutuo
exterminio.
Es, por tanto, perfectamente cierto que la piedad es un sentimiento
natural que, moderando en cada individuo de su amor a s� mismo, concurre a
la mutua conservaci�n de la especie. Ella nos impulsa sin previa reflexi�n
al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ella substituye en el
estado natural a las leyes, a las costumbres y a la virtud, con la ventaja
de que nadie se siente tentado de desobedecer su dulce voz; ella disuadir�
a un salvaje fuerte de quitar a una d�bil criatura o a un viejo achacoso
el alimento que han adquirido penosamente, si espera hallar el suyo en
otra parte; ella inspira a todos los hombres, en lugar de la sublime
m�xima de justicia razonada P�rtate con los dem�s como quieres que se
porten contigo, esta otra de bondad natural, acaso menos perfecta, pero
mucho m�s �til que la anterior: Haz tu bien con el menor da�o posible para
otro. En una palabra: es en este sentimiento natural, m�s bien que en los
sutiles argumentos, donde hay que buscar la causa de la repugnancia que
todo hombre siente a obrar mal, aun independientemente de los preceptos de
la educaci�n. Aunque S�crates y los esp�ritus de su tiempo puedan adquirir
la virtud por medio del razonamiento, hace tiempo que habr�a desaparecido
el g�nero humano si su conservaci�n hubiese dependido de quienes lo
componen.
Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres,
m�s bien feroces que malos, m�s atentos a ponerse a cubierto del mal que
pod�an recibir que inclinados a hacer da�o a otros, no estaban expuestos a
contiendas muy peligrosas. Como no ten�an entre s� ninguna especie de
relaci�n; como por tanto, no conoc�an la vanidad, ni la consideraci�n, ni
la estima, ni el desprecio; como no ten�an la menor noci�n del bien ni del
mal, ni alguna idea verdadera de justicia; como miraban las violencias que
pod�an recibir como da�o f�cil de reparar, y no como una injuria que debe
ser castigada, y como ni siquiera pensaban en la venganza, a no ser tal
vez maquinalmente y en el mismo momento, como el perro que muerde la
piedra que se le arroja, sus disputas raramente hubieran tenido causa m�s
importante que el alimento. Pero veo una m�s peligrosa y de la cual voy a
tratar.
Entre las pasiones que agitan el coraz�n humano hay una, ardiente,
impetuosa, que hace a un sexo necesario al otro; terrible pasi�n que
desaf�a todos los peligros, destruye todos los obst�culos y m�s parece, en
su furor, propia para aniquilar el g�nero humano que no destinada a
conservarlo. �Qu� ser�a de los hombres presa de esta rabia desenfrenada y
brutal, sin pudor ni continencia, y disput�ndose cada d�a sus amores al
precio de su sangre?
Es preciso conceder desde luego que cuanto m�s violentas son las
pasiones m�s necesarias son las leyes; pero, adem�s de que los des�rdenes
y los cr�menes que a diario causan esas pasiones demuestran demasiado la
insuficiencia de las leyes a este respecto, convendr�a examinar si estos
des�rdenes no han nacido con las leyes mismas; porque entonces, aunque
fueran capaces de reprimirlos, lo menos que podr�a exig�rseles es que
detuviesen un mal que sin ellas no existir�a.
Empecemos por distinguir en el sentimiento del amor lo moral y lo
f�sico. Lo f�sico es ese deseo general que impulsa a un sexo a unirse con
otro. Lo moral es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente en
un solo objeto, o que, por lo menos, le da hacia ese objeto preferido un
mayor grado de energ�a. Ahora bien; es f�cil ver que lo moral del amor es
un sentimiento facticio nacido del uso de la sociedad y elogiado por las
mujeres con suma habilidad y cuidado para implantar su imperio y hacer
dominante el sexo que deb�a obedecer. Como este sentimiento est� fundado
sobre ciertas nociones del m�rito y de la belleza que un salvaje no se
halla en estado de poseer, y sobre comparaciones que �ste no puede hacer,
debe de ser casi nulo para �l; porque del mismo modo que su esp�ritu no ha
podido forjar ideas abstractas de regularidad y de proporci�n, as� su
coraz�n no es tampoco susceptible de sentimiento de admiraci�n y de amor,
los cuales nacen, sin que uno se d� cuenta, de la aplicaci�n de esas
ideas. �nicamente escucha al temperamento que la naturaleza le ha dado, no
al gusto que no ha podido adquirir, y cualquier mujer le parece buena.
Limitados a la parte f�sica del amor y bastante felices para ignorar
esas preferencias que irritan el sentimiento amoroso y aumentan las
dificultades, los hombres deben de sentir menos frecuentemente y con menor
viveza los ardores del temperamento, y, por consiguiente, sus disputas
deben de ser m�s raras y menos crueles. La imaginaci�n, que tantos
estragos produce entre nosotros, no habla a esos corazones salvajes; cada
uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, se entrega a
ellos sin elecci�n, con mayor placer que furor, y, satisfecha su
necesidad, el deseo queda extinguido.
Es, pues, incontestable que as� el amor como las dem�s pasiones no
han adquirido sino en la sociedad ese ardor impetuoso que tan funestos los
hace ser con frecuencia para los hombres. De modo que es en extremo
rid�culo representar a los salvajes extermin�ndose mutuamente y sin cesar
por satisfacer su brutalidad, toda vez que esta opini�n est� en completa
contradicci�n con la experiencia, pues los caribes, el pueblo que menos se
ha apartado hasta aqu�, entre todos los existentes, del estado natural,
son precisamente los m�s tranquilos en sus amores y los menos sujetos a
los celos, aunque viven bajo un clima abrasador, que parece dar a sus
pasiones una actividad mayor.
Respecto a las consecuencias que podr�an deducirse, en ciertas
especies animales, de las luchas entre machos que en todo tiempo
ensangrientan nuestros corrales o hacen retumbar los bosques en la
primavera con sus gritos disput�ndose la hembra, es necesario empezar por
excluir a todas aquellas especies en que la naturaleza ha establecido
manifiestamente, por lo que hace al poder relativo de los sexos, distintas
relaciones que entre nosotros; as�, las peleas entre gallos no constituyen
una inducci�n para la especie humana. En las especies en que la proporci�n
est� mejor observada, estas luchas s�lo pueden tener por causa la escasez
de hembras respecto al n�mero de machos o los intervalos durante los
cuales la hembra reh�sa constantemente ayuntarse con el macho, lo que
equivale a la primer causa; porque si la hembra s�lo admite al macho
durante dos meses al a�o, es igual que si el n�mero de hembras fuese cinco
sextas partes menor. Pero ninguno de estos dos casos es aplicable a la
especie humana, en la cual el n�mero de las hembras excede generalmente al
de varones, no habi�ndose observado nunca tampoco, ni aun entre los
salvajes, que las hembras tengan, como en las otras especies, �pocas de
celo y de abstenci�n. Adem�s, en muchas clases de animales, entrando la
especie entera a la vez en mutua efervescencia, sobreviene un momento
terrible de com�n ardor, de tumulto, desorden y combate; momento que no
existe en la especie humana, porque el amor en ella no es peri�dico. No
puede deducirse, por consiguiente, de los combates entre ciertos animales
por la posesi�n de la hembra, que lo mismo suceder�a al hombre en el
estado natural; y aunque se pudiera sacar esa conclusi�n, as� como esas
luchas no destruyen esas especies, debe pensarse cuando menos que no
ser�an m�s funestas para la nuestra; y aun parece que no causar�an tantos
estragos como causan en la sociedad, sobre todo en aquellos pa�ses en que,
por respetarse todav�a las costumbres, los celos de los amantes y la
venganza de los maridos son diario motivo de duelos, cr�menes y peores
cosas; sociedad en que el deber de una eterna fidelidad s�lo sirve para
originar adulterios y donde las mismas leyes del honor y la continencia
extienden necesariamente la corrupci�n y multiplican los abortos.
Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques, sin
industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin
necesidad alguna de sus semejantes, as� como sin ning�n deseo de
perjudicarlos, quiz� hasta sin reconocer nunca a ninguno individualmente;
sujeto a pocas pasiones y bast�ndose a s� mismo, s�lo ten�a los
sentimientos y las luces propias de este estado, s�lo sent�a sus
verdaderas necesidades, s�lo miraba aquello que le interesaba ver, y su
inteligencia no progresaba m�s que su vanidad. Si por casualidad hac�a
alg�n descubrimiento, tanto menos pod�a comunicarlo cuanto que ni
reconoc�a a sus hijos. El arte perec�a con el inventor. No hab�a educaci�n
ni progreso; las generaciones se multiplicaban in�tilmente, y, partiendo
siempre cada una del mismo punto, los siglos transcurr�an en la tosquedad
de las primeras edades; la especie era ya vieja, y el hombre segu�a siendo
siempre ni�o.
Si me he extendido tanto tiempo sobre la suposici�n de esta condici�n
primitiva es porque, siendo necesario destruir antiguos errores y
prejuicios, he cre�do que deb�a ahondar hasta las ra�ces para demostrar en
el cuadro del verdadero estado de naturaleza c�mo la desigualdad, aun
natural, est� lejos de tener en ese estado la realidad y la influencia que
pretenden nuestros escritores.
En efecto: es f�cil ver que, entre las diferencias que distinguen a
los hombres, pasan por naturales muchas que son �nicamente obra de la
costumbre y de los diversos g�neros de vida que llevan los hombres en la
sociedad. As�, un temperamento fuerte o delicado, la fuerza o la debilidad
que de �ste dependen, proceden con frecuencia m�s de la manera ruda o
afeminada con que uno ha sido criado que de la constituci�n primitiva del
cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas del esp�ritu, y no solamente la
educaci�n establece diferencias entre los esp�ritus cultivados y los que
no lo est�n, sino que aumenta la que existe entre los primeros en
proporci�n con la cultura, pues si un gigante y un enano van por el mismo
camino, cada paso que adelanten dar� una nueva ventaja al gigante. Ahora
bien: si se compara la prodigiosa variedad de educaci�n y de g�neros de
vida que reina en los diferentes �rdenes del estado civil con la
simplicidad y la uniformidad de la vida animal o salvaje, en la cual todos
se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen
exactamente las mismas cosas, se comprender� entonces c�mo la diferencia
de hombre a hombre debe ser menor en el estado de naturaleza que en el de
sociedad, y c�mo la desigualdad natural debe aumentar en la especie humana
por la desigualdad de educaci�n.
Pero aunque la naturaleza afectase en la distribuci�n de sus dones
tantas diferencias como se pretende, �qu� ventajas gozar�an los m�s
favorecidos en perjuicio de los dem�s en un estado de cosas que no
admitir�a casi ninguna especie de relaci�n entre ellos? Donde no hay amor,
�de qu� sirve la belleza? �De qu� sirve el ingenio a gentes que no hablan
nunca, y la astucia a los que no tienen negocios? Oigo repetir a cada
instante que los m�s fuertes oprimir�an a los d�biles; pero expl�queseme
qu� se quiere decir con la palabra opresi�n. Unos dominar�an con
violencia, otros gemir�an sometidos a su capricho. He aqu� precisamente lo
que observo entre nosotros; pero no veo c�mo puede decirse esto de los
hombres salvajes, a quienes dif�cilmente se har�a comprender qu�
significan servidumbre y dominaci�n. Podr� un hombre apoderarse de los
frutos que otro ha cogido, de la caza que ha matado, de la caverna que le
serv�a de asilo; pero �c�mo conseguir�a nunca hacerse obedecer y cu�les
podr�an ser las cadenas de la dependencia entre unos hombres que nada
poseen? Si se me arroja de un �rbol, libre estoy para ir a otro; si
alguien me molesta en un sitio, �qui�n me impedir� marcharme a otra parte?
�Hay un hombre de fuerza superior a la m�a, y adem�s bastante depravado,
bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su
subsistencia mientras �l permanece ocioso? Pues es preciso que se resuelva
a no perderme de vista un solo instante, a tenerme cuidadosamente atado
durante su sue�o por temor a que me escape o le mate; es decir, que se ve
obligado a exponerse voluntariamente a una fatiga mucho m�s grande que la
que quiere evitarse y que la que a m� me causa. Despu�s de todo esto, si
su vigilancia afloja un instante, si un ruido imprevisto le hace volver la
cabeza, doy veinte pasos en el bosque, y mis cadenas quedan rotas y jam�s
en su vida vuelve a verme.
Sin necesidad de prolongar in�tilmente estos detalles, cada cual debe
ver que, no siendo los lazos de la servidumbre sino la dependencia mutua
de los hombres y de las necesidades rec�procas que los unen, es imposible
esclavizar a un hombre si antes no se le ha puesto en el caso de no poder
prescindir de otro; y como esta situaci�n no existe en el estado natural,
todos se hallan libres del yugo, resultando, vana en �l la ley del m�s
fuerte.
Despu�s de haber demostrado que la desigualdad apenas se manifiesta
en el estado natural y que su influencia es casi nula, me falta explicar
su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del esp�ritu
humano. Despu�s de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes
sociales y las dem�s facultades que el hombre natural hab�a recibido en
potencia no pod�an desarrollarse nunca por s� mismas; que para ello
necesitaban el concurso fortuito de diferentes causas externas que pod�an
no haber nacido nunca y sin las cuales el hombre natural hubiera
permanecido eternamente en su condici�n primitiva, me falta considerar y
reunir los diferentes azares que han podido, echando a perder la especie,
perfeccionar la raz�n humana; volver malos a los seres haci�ndolos
sociables, y de un t�rmino tan lejano, traer al hombre y al mundo al punto
en que los vemos.
Los acontecimientos que voy a describir pueden haber ocurrido de
diferentes maneras; confieso, pues, que s�lo me puedo decidir en su
elecci�n por conjeturas; pero, adem�s de que estas conjeturas se
convierten en razones cuando son las m�s probables conclusiones de la
naturaleza de las cosas y los �nicos medios de que puede disponerse para
descubrir la verdad, las consecuencias que quiero deducir de las m�as no
ser�n por ello conjeturales, puesto que sobre los principios que he
formulado no podr�a construirse ning�n otro sistema que me proporcione los
mismos resultados y del cual pueda sacar las mismas conclusiones.
Esto me dispensar� de extender mis reflexiones sobre el modo como el
lapso de tiempo transcurrido compensa la escasa verosimilitud de los
acontecimientos; sobre el sorprendente poder de las peque�as causas cuando
obran sin descanso; sobre la imposibilidad en que nos hallamos, de un
lado, de destruir ciertas hip�tesis, si del otro no se les puede dar el
grado de certidumbre de los hechos; sobre que, dados dos hechos como
reales y habiendo que unirlos por una serie de hechos intermediarios,
desconocidos o considerados como tales, corresponde a la Historia, cuando
existe, procurar los hechos que sirven de enlace, o a la Filosof�a, en su
defecto, determinar los hechos an�logos que pueden enlazarlos; y, en fin,
sobre que, en materia de acontecimientos, la analog�a reduce los hechos a
un n�mero mucho m�s peque�o de clases diferentes de lo que se imagina.
Tengo suficiente con ofrecer estos temas a la consideraci�n de mis jueces;
me basta con haberme arreglado de modo que los lectores vulgares no
tuvieran necesidad de considerarlos.

Segunda parte
El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurri� decir
esto es m�o y hall� gentes bastante simples para creerle fue el verdadero
fundador de la sociedad civil. �Cu�ntos cr�menes, guerras, asesinatos;
cu�ntas miserias y horrores habr�a evitado al g�nero humano aquel que
hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o
cubriendo el foso: ��Guardaos de escuchar a este impostor; est�is perdidos
si olvid�is que los frutos son de todos y la tierra de nadie!� Pero parece
que ya entonces las cosas hab�an llegado al punto de no poder seguir m�s
como estaban, pues la idea de propiedad, dependiendo de muchas, otras
ideas anteriores que s�lo pudieron nacer sucesivamente, no se form� de un
golpe en el esp�ritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir
ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de
�poca en �poca, antes de llegar a ese �ltimo l�mite del estado natural.
Tomemos, pues, las cosas desde m�s lejos y procuremos reunir en su solo
punto de vista y en su orden m�s natural esa lenta sucesi�n de
acontecimientos y conocimientos.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer
cuidado, el de su conservaci�n. Los productos de la tierra le prove�an de
todo, lo necesario; el instinto le llev� a usarlos. El hambre, otros
deseos hac�anle experimentar sucesivamente diferentes modos de existir, y
hubo uno que le invit� a perpetuar su especie; esta ciega inclinaci�n,
desprovista de todo sentimiento del coraz�n, s�lo engendra un acto
puramente animal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconoc�an,
y el hijo mismo nada era para la madre en cuanto pod�a prescindir de ella.
Tal fue la condici�n del hombre al nacer; tal fue la vida de un
animal limitado al principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas
los dones que le ofrec�a la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa
alguna. Pero bien pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a
vencerlas. La altura de los �rboles, que le imped�a coger sus frutos; la
concurrencia de los animales que intentaban arrebat�rselos para
alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le
oblig� a aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse �gil,
r�pido en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las
ramas de los �rboles y las piedras, pronto se hallaron en sus manos.
Aprendi� a dominar los obst�culos de la naturaleza, a combatir en caso
necesario con los dem�s animales, a disputar a los hombres mismos su
subsistencia o a resarcirse de lo que era preciso ceder al m�s fuerte.
A medida que se extendi� el g�nero humano, los trabajos se
multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de los
climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus maneras de
vivir. Los a�os est�riles, los inviernos largos y crudos, los ardientes
est�os, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las
orillas del mar y de los r�os inventaron el sedal y el anzuelo, y se
hicieron pescadores e icti�fagos (28). En los bosques construy�ronse arcos
y flechas, y fueron cazadores y guerreros. En los pa�ses fr�os se
cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un
volc�n o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso
contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento y
despu�s a reproducirlo, y, por �ltimo, a preparar con �l la carne, que
antes devoraban cruda.
Esta reiterada aplicaci�n de seres distintos y de unos a otros debi�
naturalmente de engendrar en el esp�ritu del hombre la percepci�n de
ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros expresamos con las
palabras grande, peque�o, fuerte, d�bil, r�pido, lento, temeroso,
arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en �l una especie
de reflexi�n o m�s bien una prudencia maquinal, que le indicaba las
precauciones m�s necesarias a su seguridad.
Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron
su superioridad sobre los dem�s animales haci�ndosela conocer. Se ejercit�
en tenderles lazos, en enga�arlos de mil modos, y aunque muchos le
superasen en fuerza en la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo
se hizo due�o de los que pod�an servirle y azote de los que pod�an
perjudicarle. Y as�, la primer mirada que se dirigi� a s� mismo suscit� el
primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las categor�as
y vi�ndose en la primera por su especie, as� se preparaba de lejos a
pretenderla por su individuo.
Aunque sus semejantes no fueran para �l lo que son para nosotros, y
aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con los otros animales, no
fueron olvidados en sus observaciones. Las semejanzas que pudo percibir
con el tiempo entre ellos, su hembra y �l mismo, le hicieron juzgar las
que no percib�a; viendo que todos se conduc�an como �l se hubiera
conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de
sentir era enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una
vez arraigaba en su esp�ritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan
seguro y m�s vivo que la dial�ctica, las reglas de conducta que, para
ventaja y seguridad suya, m�s le conven�a observar con ellos.
Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el �nico
m�vil de las acciones humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que,
por inter�s com�n, deb�a contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas
otras, m�s raras a�n, en que la concurrencia deb�a hacerle desconfiar de
ellos. En el primer caso se un�a a ellos en informe reba�o, o cuando m�s
por una especie de asociaci�n libre que a nadie obligaba y que s�lo duraba
el tiempo que la pasajera necesidad que la hab�a formado; en el segundo,
cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si cre�a ser m�s fuerte,
bien por astucia y habilidad si sent�ase el m�s d�bil.
He aqu� c�mo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta
idea rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos,
pero s�lo en la medida que pod�a exigirlos el inter�s presente y sensible,
pues la previsi�n nada era para ellos, y, lejos de preocuparse de un
lejano futuro, ni siquiera pensaban en el d�a siguiente. �Trat�base de
cazar un ciervo? Todos comprend�an que para ello deb�an guardar fielmente
su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe
duda que la perseguir�a sin ning�n escr�pulo y que, cogida su presa, se
cuidar�a muy poco de que no se les escapase la suya a sus compa�eros.
F�cil es comprender que semejantes relaciones no exig�an un lenguaje
mucho m�s refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco
m�s o menos del mismo modo. Durante mucho tiempo s�lo debieron de componer
el lenguaje universal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos
imitativos; unidos a esto en cada regi�n algunos sonidos articulados y
convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es muy f�cil de
explicar, form�ronse lenguas particulares, pero elementales, imperfectas,
semejantes aproximadamente a las que a�n tienen diferentes naciones
salvajes de hoy d�a.
Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo
que transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el
progreso casi imperceptible de los comienzos, pues tanto m�s lentos eran
para sucederse, tanto m�s r�pidos son para describir.
Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre en estado de hacer
otros m�s r�pidos. Cuanto m�s se esclarec�a el esp�ritu m�s se
perfeccionaba la industria. Bien pronto los hombres, dejando de dormir
bajo el primer �rbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una especie de
hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera,
cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los �rboles, que en
seguida aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la �poca de una
primera revoluci�n, que origin� el establecimiento y la diferenciaci�n de
las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual quiz�
nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los
m�s fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse
viviendas, porque sent�anse capaces de defenderlas, es de creer que los
d�biles hallaron m�s f�cil y m�s seguro imitarlos que intentar
desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya pose�an caba�as, ninguno
de ellos debi� de intentar apropiarse la de su vecino, menos porque no le
perteneciera que porque no la necesitaba y porque, adem�s, no pod�a
apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la
ocupaba.
Las primeras exteriorizaciones del coraz�n fueron el efecto de un
nuevo estado de cosas que reun�a en una habitaci�n com�n a maridos y
mujeres, a padres o hijos. El h�bito de vivir juntos hizo nacer los m�s
dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor
paternal. Cada familia fue una peque�a sociedad, tanto mejor unida cuanto
que el afecto rec�proco y la libertad eran los �nicos v�nculos. Entonces
fue cuando se estableci� la primer diferencia en el modo de vivir de los
dos sexos, que hasta entonces hab�an vivido de la misma manera. Las
mujeres hici�ronse m�s sedentarias y se acostumbraron a guardar la caba�a
y a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar la com�n
subsistencia. Con una vida un poco m�s blanda, los dos sexos empezaron a
perder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo
separadamente se hall� menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio
m�s f�cil reunirse para una resistencia com�n.
En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con
necesidades muy limitadas y los instrumentos que hab�an inventado para
atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon
en procurarse diversas, comodidades que sus padres no hab�an conocido.
Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y la primer fuente de
males que prepararon a sus descendientes; pues, adem�s de que as�
continuaron debilitan de su cuerpo y su esp�ritu, y habiendo perdido esas
comodidades, por la costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas
necesidades, la privaci�n de ellas fue mucho m�s cruel que agradable era
su posesi�n, y, sin ser feliz posey�ndolas, perdi�ndolas �rase
desgraciado.
Se entrev� algo mejor en este punto c�mo el uso de la palabra se
estableci� o se perfeccion� insensiblemente en el seno de cada familia, y
aun se puede conjeturar c�mo diversas causas particulares pudieron
extender el lenguaje y acelerar su progreso haci�ndole ser m�s necesario.
Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de
precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y
cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres
reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debi� de formarse un idioma
com�n, m�s bien que entre los que erraban libremente en los bosques de la
tierra firme. As�, es muy probable que, despu�s de sus primeros ensayos de
navegaci�n, los insulares hayan introducido entre nosotros el uso de la
palabra; por lo menos es muy veros�mil que la sociedad y las lenguas hayan
nacido en las islas y en ellas se hayan perfeccionado antes de ser
conocidas en el continente.
Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aqu� en los
bosques, los hombres, habiendo adquirido una situaci�n m�s estable, van
relacion�ndose lentamente, se re�nen en diversos agrupamientos y forman en
fin en cada regi�n una naci�n particular, unida en sus costumbres y
caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo g�nero de vida y
de alimentaci�n y por la influencia del clima. Una permanente vecindad no
puede dejar de engendrar en fin alguna relaci�n entre diferentes familias.
J�venes de distinto sexo habitan en caba�as vecinas; el pasajero comercio
que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y m�s
permanente por la mutua frecuentaci�n. Habit�anse a considerar diversos
objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de m�rito
y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse,
no pueden pasar sin verse todav�a. Un sentimiento tierno y dulce se
insin�a en el alma, que a la menor oposici�n se cambia en furor impetuoso;
los celos se despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la m�s dulce
de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.
A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el esp�ritu y
el coraz�n se ejercitan, la especie humana sigue domestic�ndose, las
relaciones se extienden y se estrechan los v�nculos. Los hombres se
acostumbran a reunirse delante de las caba�as o, al pie de un gran �rbol;
el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen la
diversi�n o, mejor, la ocupaci�n de los hombres y de las mujeres agrupados
y ociosos. Cada cual empez� a mirar a los dem�s y a querer ser mirado �l
mismo, y la estimaci�n p�blica tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o
bailaba, o el m�s hermoso, el m�s fuerte, el m�s diestro o el m�s
elocuente, fue el m�s considerado; y �ste fue el primer paso hacia la
desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras
preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro,
la verg�enza y la envidia, y la fermentaci�n causada por esta nueva
levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la
inocencia.
Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se
form� en su esp�ritu la idea de la consideraci�n, todos pretendieron tener
el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie. De aqu�
nacieron los primeros deberes de la cortes�a, aun entre los salvajes; y de
aqu� que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje,
porque con el da�o que ocasionaba la injuria, el ofendido ve�a el
desprecio de su persona, con frecuencia m�s insoportable que el da�o
mismo. De este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se lo hab�a
inferido de modo proporcionado a la estima que ten�a de s� mismo, las
venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles. He ah�
precisamente el grado a que hab�a llegado la mayor�a de los pueblos
salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido
suficientemente las ideas y observado cu�n lejos se hallaban ya esos
pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la
conclusi�n de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la
autoridad para dulcificarlo, siendo as� que nada hay tan dulce como �l en
su estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia
de la estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil,
y limitado igualmente por el instinto y por la raz�n a defenderse del mal
que le amenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por
nada, hacer da�o a nadie, ni aun despu�s de haberlo �l recibido. Porque,
seg�n el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no hay
propiedad.
Pero es preciso se�alar que la sociedad empezada y las relaciones ya
establecidas entre los hombres exig�an de �stos cualidades diferentes de
las que pose�an por su constituci�n primitiva; que, empezando a
introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno, antes
de las leyes, �nico juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad
que conven�a al puro estado de naturaleza no era la que conven�a a la
sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran m�s severos a
medida que las ocasiones de ofender eran m�s frecuentes; que el terror de
las venganzas ten�a que ocupar el lugar del freno de las leyes. As�,
aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera
experimentado alguna alteraci�n, este per�odo del desenvolvimiento de las
facultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado
primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debi� de ser la
�poca m�s feliz y duradera. Cuanto m�s se reflexiona, mejor se comprende
que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el
hombre (29), del cual no ha debido salir sino por alg�n funesto azar, que,
por el bien com�n, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los
salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece confirmar que el
g�nero humano estaba hecho para permanecer siempre en �l; que ese estado
es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores
han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfecci�n del
individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie.
Mientras los hombres se contentaron con sus r�sticas caba�as;
mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas vegetales
o de pescado, a adornarse con plumas y conchas, a pintarse el cuerpo de
distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y sus flechas, a
tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios
instrumentos de m�sica; en una palabra, mientras s�lo se aplicaron a
trabajos que uno solo pod�a hacer y a las artes que no requer�an el
concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la
medida en que pod�an serlo por su naturaleza y siguieron disfrutando de
las dulzuras de un trato independiente. Pero desde el instante en que mi
hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirti� que era
�til a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareci�, se
introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se
trocaron en rientes campi�as que fue necesario regar con el sudor de los
hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las
cosechas la esclavitud y la miseria.
La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo
desenvolvimiento produjo esta gran revoluci�n. Para el poeta son el oro y
la plata; m�s para el fil�sofo son el hierro y el trigo los que han
civilizado a los hombres y perdido al g�nero humano. Uno y otro eran
desconocidos de los salvajes de Am�rica, por lo cual han permanecido
siempre los mismos; y los dem�s pueblos parece que siguieron b�rbaros
mientras no practicaron m�s que una sola de estas artes. Precisamente, una
de las mejores razones quiz� de que Europa haya sido, si no m�s pronto,
mejor y m�s constantemente ordenada que las otras partes del mundo es que
al mismo tiempo es la m�s abundante en hierro y la m�s f�rtil en trigo.
Es dif�cil conjeturar de qu� modo han llegado los hombres a conocer y
emplear el hierro, pues no es de creer que hayan imaginado por s� mismos
extraer la materia de la mina y darle las preparaciones necesarias para su
fusi�n antes de saber lo que resultar�a. Por otra parte, no puede
atribuirse este descubrimiento a un incendio casual, puesto que las minas
se forman en lugares �ridos y desprovistos de �rboles y plantas; de suerte
que parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones para ocultarnos el
fatal secreto. S�lo queda la extraordinaria circunstancia de que un
volc�n, vomitando materias met�licas en fusi�n, haya sugerido a los
espectadores la idea de imitar esta operaci�n de la naturaleza; pero es
necesario suponer mucho valor y previsi�n para emprender un trabajo tan
penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que pod�an obtenerse, y
esto s�lo es admisible en esp�ritus m�s cultivados que lo deb�a estar el
de los espectadores.
En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mucho antes de
que se estableciera la pr�ctica, pues no es probable que los hombres,
siempre ocupados en sacar de los �rboles y las plantas su subsistencia,
hayan tardado mucho tiempo en advertirlos caminos que sigue la naturaleza
para la generaci�n de los vegetales; pero su industria no se inclin�
probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los �rboles, que
con la caza y la pesca prove�an a su alimento, no necesitaban sus
cuidados, sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta de
instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsi�n para las
necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios para impedir a los
dem�s que se apoderaran del fruto de su trabajo. Cuando ya fueron m�s
industriosos, es de presumir que empezaron con piedras afiladas y palos
puntiagudos a cultivar algunas legumbres o ra�ces en derredor de sus
caba�as, mucho antes de saber trabajar el trigo y tener los instrumentos
necesarios para el cultivo en grande; sin contar que para entregarse a
esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna cosa
primero para obtener mucho despu�s, previsi�n grandemente extra�a al
esp�ritu del salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar
por la ma�ana en sus necesidades de la tarde.
La invenci�n de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar
al g�nero humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de
hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los
alimentaran. Cuanto mayor fue el n�mero de obreros, menos manos hubo
empleadas en proveer a la com�n subsistencia, sin haber por eso menos
bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su
hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para
multiplicar los alimentos. De aqu� nacieron, por una parte, el cultivo y
la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y multiplicar
sus usos.
Del cultivo de las tierras result� necesariamente su reparto, y de la
propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque
para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna
cosa. Por otro lado, los hombres ya hab�an empezado a pensar en el
porvenir, y como todos ten�an algo que perder, no hab�a ninguno que no
tuviera que temer para s� la represalia de los da�os que pod�a causar a
otro. Este origen es tanto m�s natural cuanto que es imposible concebir la
idea de la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues
no se comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el
hombre poner m�s que su trabajo. Es el trabajo �nicamente el que, dando
derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, le
da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lo menos hasta
la cosecha, y as� de a�o en a�o; lo que, constituyendo una posesi�n
continua, se transforma f�cilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice
Grocio, dieron a Ceres el ep�teto de legisladora y a una fiesta que se
celebraba en su honor el nombre de Temosforia, dieron a entender que el
reparto de las tierras hab�a producido una nueva especie de derecho, es
decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley
natural.
En esta situaci�n, las cosas hubieran podido permanecer iguales si
las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del
hierro y el consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un
equilibrio exacto. Pero la proporci�n, que nada manten�a, bien pronto
qued� rota; el m�s fuerte hac�a m�s obra; el m�s h�bil sacaba mejor
partido de lo suyo; el m�s ingenioso hallaba los medios de abreviar su
trabajo; el labrador necesitaba m�s hierro, o el herrero m�s trigo; y
trabajando todos igualmente, unos ganaban m�s mientras otros, apenas
pod�an vivir. De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve
insensiblemente con la de combinaci�n, y las diferencias entre los
hombres, desarrolladas por las que originan las circunstancias, h�cense
m�s sensibles, m�s permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la
misma proporci�n sobre la suerte de los particulares.
En este punto las cosas, f�cil es imaginar el resto. No me detendr� a
describir la invenci�n sucesiva de las otras artes, el progreso de las
lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes, la desigualdad de las
fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni todos los detalles que
siguen a �stos y que cada uno puede f�cilmente suponer. Me limitar�
solamente a echar una ojeada sobre el g�nero humano colocado en ese nuevo
orden de cosas.
He aqu� todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la
imaginaci�n en juego, interesado el amor propio, la raz�n en actividad y
el esp�ritu casi al t�rmino de la perfecci�n de que es susceptible. He
aqu� todas las cualidades naturales puestas en acci�n, establecidas la
condici�n y la suerte de cada hombre, no s�lo en lo que se refiere a la
cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al
esp�ritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el m�rito y las aptitudes.
Siendo estas cualidades las �nicas que pod�an atraer la consideraci�n,
bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, por el
propio inter�s, aparecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y
parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de esta diferencia
nacieron la ostentaci�n imponente, la astucia enga�osa y todos los vicios
que forman su s�quito. Por otra parte, de libre e independiente que era
antes el hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido,
por as� decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de
los cuales se convierte en esclavo aun siendo su se�or: rico, necesita de
sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir
de aqu�llos. Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su
suerte y hacerles hallar su propio inter�s, en realidad o en apariencia,
trabajando en provecho suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con
unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la necesidad de enga�ar a
todos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer de ellos y no
encuentra ning�n inter�s en servirlos �tilmente. En fin; la voraz
ambici�n, la pasi�n por aumentar su relativa fortuna, menos por una
verdadera necesidad que para elevarse por encima de los dem�s, inspira a
todos los hombres una negra inclinaci�n a perjudicarse mutuamente, una
secreta envidia, tanto m�s peligrosa cuanto que, para herir con m�s
seguridad, toma con frecuencia la m�scara de la benevolencia; en una
palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposici�n de
intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a expensas de
los dem�s. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y la
inseparable comitiva de la desigualdad naciente.
Antes de haberse inventado los signos representativos de las
riquezas, �stas no pod�an consistir sino en tierras y en ganados, �nicos
bienes efectivos que los hombres pod�an poseer. Ahora bien; cuando las
heredades crecieron en n�mero y en extensi�n, hasta el punto de cubrir el
suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron extenderse m�s
sitio a expensas de las otras, y los que no pose�an ninguna porque la
debilidad o la indolencia los hab�a impedido adquirirlas a tiempo, se
vieron obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su
subsistencia; de aqu� empezaron a nacer, seg�n el car�cter de cada uno, la
dominaci�n y la servidumbre, o la violencia y las rapi�as. Los ricos, por
su parte, apenas conocieron el placer de dominar, r�pidamente desde�aron
los dem�s, y, sirvi�ndose de sus antiguos esclavos para someter a otros
hombres a la servidumbre, no pensaron m�s que en subyugar y esclavizar a
sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una
vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y s�lo quieren devorar
hombres.
De este modo, haciendo los m�s poderosos de sus fuerzas o los m�s
miserables de sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno,
equivalente, seg�n ellos, al de propiedad, la igualdad deshecha fue
seguida del m�s espantoso desorden; de este modo, las usurpaciones de los
ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones desenfrenadas de
todos, ahogando la piedad natural y la voz todav�a d�bil de la justicia,
hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del
m�s fuerte y el del primer ocupante alz�base un perpetuo conflicto, que no
se terminaba sino por combates y cr�menes (30). La naciente sociedad cedi�
la plaza al m�s horrible estado de guerra; el g�nero humano, envilecido y
desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las
desgraciadas adquisiciones que hab�a hecho, y no trabajando sino en su
vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a s�
mismo en v�speras de su ruina.
Attonitus novitate mali, divesque,
miserque,
Effugere optat opes, et quae modo voverat odit (31).

OVID., Metam., lib. XI, v. 127.


No es posible que los hombres no se hayan detenido a reflexionar al
cabo sobre una situaci�n tan miserable y sobre las calamidades que los
agobiaban. Sobre todo los ricos debieron comprender cu�n desventajoso era
para ellos una guerra perpetua con cuyas consecuencias s�lo ellos cargaban
y en la cual el riesgo de la vida era com�n y el de los bienes particular.
Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesen dar a sus
usurpaciones, demasiado sab�an que s�lo descansaban sobre un derecho,
precario y abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza pod�a
arrebat�rselas sin que tuvieran derecho a quejarse. Aquellos mismos que
s�lo se hab�an enriquecido por la industria no pod�an tampoco ostentar
sobre su propiedad mejores t�tulos. Podr�an decir: �Yo he construido este
muro; he ganado este terreno con mi trabajo.� Pero se les pod�a contestar:
��Qui�n os ha dado las piedras? �Y en virtud de qu� pretend�is cobrar a
nuestras expensas un trabajo que nosotros no os hemos impuesto? �Ignor�is
que multitud de hermanos vuestros perece o sufre por carecer de lo que a
vosotros os sobra, y que necesitabais el consentimiento expreso y un�nime
del g�nero humano para apropiaros de la com�n subsistencia lo que
excediese de la vuestra?� Desprovisto de razones verdaderas para
justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo f�cilmente
a un particular, pero vencido �l mismo por cuadrillas de bandidos; solo
contra todos, y no pudiendo, a causa de sus mutuas rivalidades, unirse a
sus iguales contra los enemigos unidos por el ansia com�n del pillaje, el
rico, apremiado por la necesidad, concibi� al fin el proyecto m�s
premeditado que haya nacido jam�s en el esp�ritu humano: emplear en su
provecho las mismas fuerzas de quienes le atacaban, hacer de sus enemigos
sus defensores, inspirarles otras m�ximas y darles otras instituciones que
fueran para �l tan favorables como adverso �rale el derecho natural.
Con este fin, despu�s de exponer a sus vecinos el horror de una
situaci�n que los armaba a todos contra todos, que hac�a tan onerosas sus
propiedades como sus necesidades, y en la cual nadie pod�a hallar
seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza, invent� f�cilmente especiosas
razones para conducirlos al fin que se propon�a. �Un�monos -les dijo- para
proteger a los d�biles contra la opresi�n, contener a los ambiciosos y
asegurar a cada uno la posesi�n de lo que le pertenece; hagamos
reglamentos de justicia y de paz que todos est�n obligados a observar, que
no hagan excepci�n de nadie y que reparen en cierto modo los caprichos de
la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al d�bil a deberes
rec�procos. En una palabra: en lugar de volver nuestras fuerzas contra
nosotros mismos, concentr�moslas en un poder supremo que nos gobierna con
sabias leyes, que proteja y defienda a todos los miembros de la
asociaci�n, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en eterna
concordia.�
Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para
decidir a hombres toscos, f�ciles de seducir, que, por otra parte, ten�an
demasiadas cuestiones entre ellos para poder prescindir de �rbitros, y
demasiada avaricia y ambici�n para poderse pasar sin amos. Todos corrieron
al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con
bastante inteligencia para comprender las ventajas de una instituci�n
pol�tica, carec�an de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros;
los m�s capaces de prever los abusos eran precisamente los que esperaban
aprovecharse de ellos, y los mismos sabios vieron que era preciso
resolverse a sacrificar una parte de su libertad para conservar la otra,
del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto
del cuerpo.
Tal fue o debi� de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que
dieron nuevas trabas al d�bil y nuevas fuerzas al rico (32), aniquilaron
para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la
propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpaci�n un
derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos,
sujetaron a todo el g�nero humano al trabajo, a la servidumbre y a la
miseria. F�cilmente se ve c�mo el establecimiento de una sola sociedad
hizo indispensable el de todas las dem�s, y de qu� manera, para hacer
frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Las sociedades,
multiplic�ndose o extendi�ndose r�pidamente, cubrieron bien pronto toda la
superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un solo rinc�n en el
universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de
la espada, con frecuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamente
suspendida encima de su cabeza. Habi�ndose convertido as� el derecho civil
en la regla com�n de todos los ciudadanos, la ley natural no se conserv�
sino entre las diversas sociedades, donde, bajo el nombre de derecho de
gentes, fue moderada por algunas convenciones t�citas para hacer posible
el comercio y suplir a la conmiseraci�n natural, la cual, perdiendo de
sociedad en sociedad casi toda la fuerza que ten�a de hombre a hombre, no
reside ya sino en algunas grandes almas cosmopolitas que franquean las
barreras imaginarias que separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser
soberano que las ha creado, abrazan en su benevolencia a todo el g�nero
humano.
Los cuerpos pol�ticos, que siguieron entre s� en el estado natural,
no tardaron en sufrir los mismos inconvenientes que hab�an forzado a los
particulares a salir de �l, y esta situaci�n fue m�s funesta a�n entre
esos grandes cuerpos que antes entre los individuos que los compon�an. De
aqu� salieron las guerras nacionales, las batallas, los asesinatos, las
represalias, que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la raz�n,
y todos esos prejuicios horribles que colocan en la categor�a de las
virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes m�s honorables
aprendieron a contar entre sus deberes el de degollar a sus semejantes;
viose en fin a los hombres exterminarse a millares sin saber por qu�, y en
un solo d�a se comet�an m�s cr�menes, y m�s horrores en el asalto de una
sola ciudad, que no se hubieran cometido en el estado de naturaleza
durante siglos enteros y en toda la extensi�n de la tierra. Tales son los
primeros efectos que se observan de la divisi�n del g�nero humano en
diferentes sociedades. Volvamos a sus instituciones.
Yo s� que otros han atribuido diferentes or�genes a las sociedades
pol�ticas, como las conquistas del m�s fuerte o la uni�n de los d�biles;
pero la elecci�n entre estas causas es indiferente para lo que quiero
dejar asentado. Sin embargo, la que yo he expuesto me parece la m�s
natural por las siguientes razones: Primera: Que, en el primer caso, el
derecho de conquista, no siendo un derecho, no ha podido servir de
fundamento a otro alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos
permanec�an siempre en estado de guerra, a menos que la naci�n, recobrada
su plena libertad, no escogiera voluntariamente a su vencedor por su jefe;
hasta entonces, sean cualesquiera las capitulaciones que se hubiesen
hecho, como s�lo descansan sobre la violencia y, por consiguiente, son
nulas por ese mismo hecho, no puede haber, en esta hip�tesis, ni verdadera
sociedad, ni cuerpo pol�tico, ni otra ley que la del m�s fuerte. Segunda:
Que las palabras fuerte y d�bil son equ�vocas en el segundo caso; que en
el intervalo entre el establecimiento del derecho de propiedad o del
primer ocupante y la constituci�n de gobiernos pol�ticos, el sentido de
esos t�rminos es mejor expresado por los de pobre y rico, porque, en
efecto, un hombre no ten�a antes de la implantaci�n de las leyes otro
medio de someter a sus iguales que el de atacar a sus bienes o el de darle
parte de los suyos. Tercera: Que, no teniendo los pobres otra cosa que
perder sino su libertad, hubieran cometido una gran locura priv�ndose
voluntariamente del �nico bien que les quedaba para no ganar nada en el
cambio; que, al contrario, sensibles los ricos, por as� decir, en todas
las partes de sus bienes, era mucho m�s f�cil hacerles da�o, por lo cual
ten�an que tomar muchas m�s precauciones para protegerse; y que, por
�ltimo, es razonable creer que una cosa ha sido inventada m�s bien por
aquellos a quienes beneficia que por los que con ella salen perjudicados.
El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. La falta de
filosof�a y de experiencia s�lo dejaba ver las dificultades presentes, y
no se pensaba en remediar las otras sino a medida que se presentaban. A
pesar de todos los esfuerzos de los m�s sabios legisladores, el estado
pol�tico permaneci� siempre imperfecto porque era en gran parte la obra
del azar, y, mal empezado, al descubrirse con el tiempo sus defectos y
sugerir los remedios pertinentes, nunca pudieron corregirse los vicios de
su constituci�n; se le reformaba sin cesar, cuando hubiera sido necesario
empezar por renovar el aire y separar los viejos materiales, como hizo
Licurgo en Esparta, para construir en su lugar un buen edificio.
La sociedad no consisti� al principio m�s que en algunas convenciones
generales que todos los particulares se compromet�an a observar, de cuyo
cumplimiento respond�a la comunidad ante cada uno de ellos. Fue necesario
que la experiencia demostrara cu�n d�bil era semejante constituci�n y cu�n
f�cil a los infractores eludir la prueba o el castigo de las faltas de que
el p�blico s�lo deb�a ser testigo y juez; fue preciso que los
contratiempos y los des�rdenes menudeasen continuamente, para que al fin
se pensara en confiar a algunos particulares el peligroso dep�sito de la
autoridad p�blica y se encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer
observar las deliberaciones del pueblo; pues decir que los jefes fueron
elegidos antes de que la confederaci�n fuese hecha y que los ministros de
la ley existieron antes que las leyes mismas, es una suposici�n que ni
siquiera es permitido combatir seriamente.
Tampoco ser�a muy razonable creer que los pueblos se arrojaron desde
el primer momento en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para
siempre, y que el primer medio de atender a la seguridad com�n imaginado
por hombres arrogantes o ind�mitos haya sido precipitarse en la
esclavitud. En efecto: �por qu� se han dado a s� mismos superiores si no
es para que los defendieran contra la opresi�n y protegieran sus bienes,
sus libertades y sus vidas, que son, por as� decir, los elementos
constitutivos de su ser? Ahora bien en las relaciones entre los hombres,
lo peor que puede sucederle a uno es verse a discreci�n de otro; �no
hubiera sido, pues, contra el buen sentido abandonar entre las manos de un
jefe las �nicas cosas para cuya conservaci�n necesitaban su auxilio? �Qu�
equivalente hubiera podido ofrecer �ste por la concesi�n de tan magn�fico
derecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de defenderlos, �no
hubiese recibido inmediatamente la respuesta del ap�logo: �Qu� mal nos
har�a el enemigo? Es, pues, incontestable, y tal es el precepto
fundamental de todo derecho pol�tico, que los pueblos se han dado jefes
para defender su libertad y no para oprimirlos. Si tenemos un pr�ncipe
-dec�a Plinio a Trajano- es con el fin de que nos preserve de tener un
amo.
Los pol�ticos hacen sobre el amor de la libertad los mismos sofismas
que los fil�sofos sobre el estado de naturaleza. Por las cosas que ven
juzgan cosas muy distintas que no han visto, y atribuyen a los hombres una
inclinaci�n natural a la esclavitud por la paciencia con que soportan la
suya aquellos que tienen ante los ojos, sin pensar que sucede con la
libertad como con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce
mientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tan pronto como se
han perdido. �Conozco las delicias de tu pa�s -dijo Brasidas a un s�trapa
que comparaba la vida de Esparta con la de Pers�polis-, pero t� no puedes
conocer los placeres del m�o.�
Al modo como un ind�mito cerril eriza sus crines, hiere la tierra con
sus cascos y se debate impetuoso con s�lo ver el freno, mientras un
caballo domado sufre pacientemente el l�tigo y la espuela, el hombre
b�rbaro no dobla la cabeza al yugo, que el hombre civilizado soporta sin
murmurar, y prefiere la m�s agitada libertad a una tranquila sujeci�n. No
es, pues, por envilecimiento de los pueblos sometidos por lo que hay que
juzgar las disposiciones naturales de los hombres en pro o en contra de la
servidumbre, sino por los prodigios que han hecho todos los pueblos libres
para protegerse contra la opresi�n. Bien s� que los primeros no hacen m�s
que alabar sin cesar la paz y el reposo de que gozan entre sus hierros y
que miserrimam servitutens pacem appellant (33); pero cuando veo a los
otros sacrificar los placeres, el reposo, las riquezas, el poder�o y hasta
la vida misma para conservar ese bien �nico tan despreciado por los que lo
han perdido; cuando veo a unos animales nacidos libres y aborreciendo la
sumisi�n romperse la cabeza contra las rejas de su prisi�n; cuando veo a
muchedumbres de salvajes completamente desnudos desde�ar las
voluptuosidades europeas, desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la
muerte solamente por conservar su independencia, pienso que no corresponde
a los esclavos razonar sobre la libertad.
En cuanto a la autoridad paternal, de la cual han hecho derivar
algunos el gobierno absoluto y aun la sociedad entera, sin recurrir a las
pruebas contrarias de Locke y de Sidney, basta con indicar que nada hay en
el mundo tan lejos del esp�ritu feroz del despotismo como la dulzura de
esa autoridad, que atiende m�s al provecho de quien obedece que a la
utilidad del que manda; que, por ley natural, el padre s�lo es due�o del
hijo mientras �ste necesita su ayuda; que despu�s de este t�rmino son
iguales, y que entonces el hijo, perfectamente independiente de su padre,
s�lo le debe respeto, mas no obediencia; porque el reconocimiento es un
deber que hay que cumplir, pero no un derecho que se pueda exigir. En
lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder paternal, ser�a
necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su
principal fuerza. Un individuo no fue reconocido por el padre de varios
sino cuando todos permanecieron a su lado. Los bienes del padre, de los
cuales �l es el verdadero due�o, son los lazos que mantienen a los hijos
bajo su dependencia, y �l puede no darles parte en la herencia sino en la
medida en que lo hayan merecido por un contimio acatamiento de su
voluntad. Ahora bien: lejos de poder esperar los s�bditos favor semejante
de su d�spota, como le pertenecen ellos y las cosas que poseen, o al menos
as� lo pretende aqu�l, se ven reducidos a recibir como un favor lo que les
deja de sus propios bienes; hace justicia cuando los despoja; concede
gracia cuando los deja vivir.
Continuando el examen de los hechos desde el punto de vista del
derecho, no se hallar�a m�s solidez que veracidad en la implantaci�n
voluntaria de la tiran�a, y ser�a dif�cil demostrar la validez de un
contrato que s�lo obligar�a a una de las partes, en el cual se pondr�a
todo de un lado y nada del otro y que s�lo redundar�a en perjuicio del
contrayente. Este odioso sistema est� muy lejos de ser; aun hoy d�a, el de
los monarcas sabios y buenos, como puede verse en diversos pasajes de sus
edictos, y particularmente en el siguiente, de un c�lebre escrito
publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: �No se diga, pues,
que el soberano no se halla sujeto a las leyes de su Estado, puesto que la
proposici�n contraria es una verdad del derecho de gentes, que la lisonja
ha atacado algunas veces, pero que los buenos pr�ncipes han defendido
siempre como una divinidad tutelar de su Estado. �Cu�nto m�s leg�timo es
decir con el sabio Plat�n que la perfecta felicidad de un reino consiste
en que el pr�ncipe sea obedecido de sus s�bditos, que �l obedezca a la ley
y que la ley sea recta y encaminada siempre al bien p�blico!� (34). No me
detendr� a averiguar si, siendo la libertad la m�s noble de las facultades
del hombre, no es degradar su naturaleza ponerse al nivel de las bestias,
esclavas de su instinto, y aun ofender al mismo Autor de sus d�as, el
renunciar sin reserva al m�s precioso de todos sus dones, el someterse a
cometer todos los cr�menes que El nos proh�be, por complacer a un amo
feroz e insensato, y si aquel Obrero sublime debe sentirse m�s irritado al
ver destruir o al ver deshonrar su obra m�s hermosa. No apelar�, si se
quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declara netamente, seg�n Locke,
que nadie puede vender su libertad hasta someterse a un poder arbitrario
que lo trata a su capricho, porque -a�ade- ser�a vender su propia vida, de
la cual uno no es due�o. Preguntar� solamente con qu� derecho aquellos que
no temen envilecerse a s� mismos hasta ese punto han sometido su
posteridad a la misma ignominia y han renunciado por ella a unos bienes
que �sta no debe a su liberalidad y sin los cuales la vida misma es una
carga para todos aquellos que son dignos de ella.
Puffendorff (35) dice que, del mismo modo que una persona transfiere a
otra sus bienes por medio de convenciones y contratos, de igual manera
puede despojarse de su libertad en favor de alguno. Me parece un mal�simo
razonamiento, porque, en primer lugar, los bienes que yo enajeno se
convierten para m� en cosa completamente extra�a, cuyo abuso me es
indiferente; pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo no
puedo, sin hacerme culpable del da�o que se me obligar� a hacer, exponerme
a ser instrumento del crimen. En segundo lugar, siendo el derecho de
propiedad de instituci�n humana, cada uno puede disponer a su antojo de
aquello que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la
naturaleza, como la vida y la libertad, de los cuales le est� permitido a
cada uno gozar, mas de los que, al menos es dudoso, nadie tiene el derecho
de despojarse. Renunciando a la libertad se degrada el ser; renunciando a
la vida, se le aniquila en cuanto depende de uno mismo; y como ning�n bien
temporal puede compensar la falta de una o de otra, ser�a ofender al mismo
tiempo a la naturaleza y a la raz�n renunciar a aqu�llas a cualquier
precio que fuera. Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como los
bienes propios, la diferencia ser�a muy grande en cuanto a los hijos, que
no disfrutan de los bienes del padre sino por la transmisi�n de su
derecho, mientras que siendo la libertad un don que han recibido de la
naturaleza en su calidad de hombres, sus progenitores no tienen ning�n
derecho a despojarlos de ella; de suerte que, de igual manera que hubo de
violentarse a la naturaleza para implantar la esclavitud, as� ha sido
preciso cambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos que
decidieron gravemente que el hijo de una esclava nacer�a esclavo
resolvieron, en otros t�rminos, que un hombre no nace hombre.
Me parece cierto, pues, que no s�lo los gobiernos no han empezado por
el poder arbitrario, que no es sino su corrupci�n, su �ltimo extremo, y
que los lleva en fin a la ley �nica del m�s fuerte, de la cual fueron al
principio su remedio, sino que, aunque hubieran efectivamente empezado de
ese modo, tal poder, siendo por naturaleza ileg�timo, no ha podido servir
de fundamento a las leyes de la sociedad ni, por consiguiente, a la
desigualdad de estado.
Sin entrar hoy en las investigaciones que est�n por hacer todav�a
sobre la naturaleza del pacto fundarnental de todo gobierno, me limito,
siguiendo la opini�n com�n, a considerar aqu� la fundaci�n del cuerpo
pol�tico como un verdadero contrato entre los pueblos y los jefes que
eligi� para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos partes a
la observaci�n de las leyes que en �l se estipulan y que constituyen los
v�nculos de su uni�n. Habiendo el pueblo, a prop�sito de las relaciones
sociales, reunido todas sus voluntades en una sola, todos los art�culos en
que se expresa esa voluntad son otras tantas leyes fundamentales que
obligan a todos los miembros del Estado sin excepci�n, una de las cuales
determina la elecci�n y el poder de los magistrados encargados de velar
por la ejecuci�n de las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede
mantener la constituci�n, pero no alcanza a poder cambiarla. Se a�aden
adem�s los honores que hacen respetables las leyes y los magistrados, y
para �stos personalmente, prerrogativas que los compensan de los penosos
trabajos que cuesta una buena administraci�n. El magistrado, a su vez,
obligase a no usar el poder que le ha sido confiado sino conforme a la
intenci�n de sus mandatarios, a mantener a cada uno en el tranquilo
disfrute de aquello que le pertenece, y a anteponer en toda ocasi�n la
�tilidad p�blica a su inter�s privado.
Antes de que la experiencia hubiese demostrado o que el conocimiento
del coraz�n humano hubiera hecho prever los inevitables abusos de
semejante constituci�n, debi� parecer tanto m�s excelente cuanto que
aquellos que estaban encargados de velar por su conservaci�n eran los m�s
interesados en ello; pues como la magistratura y sus derechos descansaban
solamente sobre las leyes fundamentales, si �stas eran destru�das los
magistrados dejaban de ser leg�timos y el pueblo dejaba de deberles
obediencia, y como la esencia del Estado no estar�a constituida por el
magistrado, sino por la ley, cada cual recobrar�a de derecho su libertad
natural.
Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallar�a confirmado
por nuevas razones, y por la naturaleza del contrato se ver�a que �ste no
podr�a ser irrevocable; porque si no exist�a un poder superior que pudiera
responder de la fidelidad de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus
compromisos rec�procos, las partes ser�an los �nicos jueces de su propia
causa y cada una tendr�a siempre el derecho de rescindir el contrato tan
pronto como advirtiera que la otra infring�a las condiciones, o bien
cuando �stas dejaran de convenirle. Sobre este principio parece que puede
estar fundado el derecho de abdicar. Ahora bien: a no considerar, como
hacemos nosotros, m�s que la constituci�n humana, si el magistrado, que
detenta, todo el poder y se apropia todas las ventajas del contrato, ten�a
el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor raz�n el pueblo, que
paga todos los errores de sus jefes, deb�a tener el derecho de renunciar a
la dependencia. Pero las terribles disensiones, los des�rdenes sin fin que
traer�a consigo un poder tan peligroso, demuestran m�s que ningana otra
cosa c�mo los gobiernos humanos necesitaban una base m�s s�lida que la
sola raz�n y c�mo era necesario a la tranquilidad p�blica que interviniera
la voluntad divina para dar a la autoridad soberana un car�cter sagrado e
inviolable que privara a los s�bditos del funesto derecho de disponer de
esa autoridad. Aunque la religi�n no hubiera producido a los hombres m�s
que este bien, ser�a suficiente para que todos la amaran y la adoptaran,
aun con sus abusos, puesto que ahorra mucha m�s sangre que la derramada
por el fanatismo. Pero sigamos el hilo de nuestra hip�tesis.
Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias m�s
o menos grandes que exist�an entre los particulares en el momento de su
instituci�n. �Hab�a un hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o
en cr�dito? Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fue mon�rquico.
�Hab�a algunos, aproximadamente iguales entre s�, que excedieran a todos
los dem�s? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristocracia.
Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos desproporcionados y que
menos se hab�an apartado del estado natural guardaron en com�n la
administraci�n suprema y constituyeron una democracia. El tiempo
experiment� cu�l de esas formas era la m�s ventajosa para los hombres.
Unos quedaron sometidos �nicamente a las leyes; otros bien pronto
obedecieron a los amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad; los
s�bditos s�lo pensaron en arrebat�rsela a sus vecinos no pudiendo sufrir
que otros gozaran un bien que no disfrutaban ellos mismos. En una palabra:
en un lado estuvieron las riquezas y las conquistas; en otro, la felicidad
y la virtud.
En estos diversos gobiernos todas las magistraturas fueron al
principio electivas, y cuando la riqueza no la obten�a, la preferencia era
otorgada al m�rito, que concede un ascendiente natural, y a la edad, que
da la experiencia en los asuntos y la sangre fr�a en las deliberaciones.
Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta, el senado de Roma
y la misma etimolog�a de nuestra palabra seigneur (36) demuestran cu�n
respetada era en otro tiempo la vejez. Cuanto m�s reca�a el nombramiento
en hombres de edad avanzada m�s frecuentes eran las elecciones y las
dificultades se hac�an sentir m�s. Se introdujeron las intrigas, se
formaron las facciones, se agriaron los partidos, se encendieron las
guerras civiles; en fin, la sangre de los ciudadanos fue sacrificada al
pretendido honor del Estado, y hall�ronse los hombres en v�speras de
recaer en la anarqu�a de los tiempos pasados. La ambici�n de los poderosos
aprovech� estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias;
el pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades
de la vida, incapacitado ya para romper sus hierros, consinti� la
agravaci�n de su servidumbre para asegurar su tranquilidad. As�, los
jefes, convertidos en hereditarios, empezaron a considerar su magistratura
como un bien de familia, a mirarse a s� mismos como propietarios del
Estado, del cual no eran al principio sino los empleados; a llamar
esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como s� fueran animales, en el
n�mero de las cosas que les pertenec�an, y a llamarse a s� mismos iguales
de los dioses y reyes de reyes.
Si seguimos el progreso de la desigualdad a trav�s de estas diversas
revoluciones, hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de
propiedad fue su primer t�rmino; el segundo, la instituci�n de la
magistratura; el tercero y �ltimo, la mudanza del poder leg�timo en poder
arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue autorizado por
la primer �poca; el de poderoso y d�bil, por la segunda; y por la tercera,
el de se�or y esclavo, que es el �ltimo grado de la desigualdad y el
t�rmino a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas
renovaciones disuelven por completo el gobierno o le retrotraen a su forma
leg�tima.
Para comprender la necesidad de ese progreso no es necesario
considerar tanto los motivos de la fundaci�n del cuerpo pol�tico como la
forma que toma en su realizaci�n y los inconvenientes que despu�s suscita,
pues los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los
mismos que hacen inevitable el abuso; y como, exceptuada solamente
Esparta, donde la ley velaba principalmente por la educaci�n de los ni�os,
donde Licurgo estableci� costumbres que casi le dispensaban de promulgar
leyes, �stas, en general, menos fuertes que las pasiones, contienen a los
hombres pero no los cambian, ser�a f�cil demostrar que todo gobierno que,
sin corromperse ni alterarse, procediera siempre exactamente seg�n el fin
de su existencia, habr�a sido instituido sin necesidad, y que un pa�s en
que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie abusara de la
magistratura no tendr�a necesidad ni de magistrados ni de leyes.
Las distinciones pol�ticas engendran necesariamente las diferencias
civiles. La desigualdad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bien
pronto se deja sentir entre los particulares, modific�ndose de mil
maneras, seg�n las pasiones, los talentos y las circunstancias. El
magistrado no podr�a usurpar un poder ileg�timo sin rodearse de criaturas
a su hechura, a las cuales tiene que ceder una parte. Por otro lado, los
ciudadanos no se dejan oprimir sino arrastrados por una ciega ambici�n, y,
mirando m�s hacia el suelo que hacia el cielo, la dominaci�n les parece
mejor que la independencia, y consienten llevar cadenas para poder
imponerlas a su vez. Es muy dif�cil someter a la obediencia a aquel que no
busca mandar, y el pol�tico m�s astuto no hallar�a el modo de sojuzgar a
unos hombres que s�lo quisieran conservar su libertad. Pero la desigualdad
se extiende sin trabajo entre las almas ambiciosas y viles, dispuestas
siempre a correr los riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer casi
indiferentemente, seg�n que la fortuna les sea favorable o adversa. As�,
sucedi� que pudo llegar un tiempo en que el pueblo estaba de tal modo
fascinado, que sus conductores no ten�an m�s que decir al m�s �nfimo de
los hombres ��s� grande t� y toda tu raza!�, para que al instante
pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos y sus descendientes
se elevaran a medida que se alejaban de �l; cuanto m�s lejana e incierta
era la causa, m�s aumentaba el efecto; cuantos m�s holgazanes pod�an
contarse en una familia, m�s ilustre era.
Si fuera �ste el lugar de entrar en tales detalles, explicar�a
f�cilmente c�mo, aunque no intervenga el gobierno, la desigualdad de
consideraci�n y de autoridad es inevitable entre particulares (37) tan
pronto como, reunidos en una sociedad, se ven forzados a compararse entre
s� y a tener en cuenta las diferencias que encuentran en el trato continuo
y rec�proco. Estas diferencias son de varias clases; pero como, en
general, la riqueza, la nobleza, el rango, el poder�o o el m�rito personal
son las distinciones principales por las cuales se mide a los hombres en
la sociedad, probar�a que la armon�a o el choque de estas fuerzas diversas
constituyen la indicaci�n m�s segura de un Estado bien o mal constituido;
har�a ver que entre estas cuatro clases de desigualdad, como las
cualidades personales son el origen de todas las dem�s, la riqueza es la
�ltima y a la cual se reducen al cabo las otras, porque, como es la m�s
inmediatamente �til al bienestar y la m�s f�cil de comunicar, de ella se
sirven holgadamente los hombres para comprar las restantes, observaci�n
que permite juzgar con bastante exactitud en qu� medida se ha apartado
cada pueblo de su constituci�n primitiva y el camino que ha recorrido
hacia el extremo l�mite de la corrupci�n. Se�alar�a de qu� manera ese
deseo universal de reputaci�n, de honores y prerrogativas que a todos nos
devora, ejercita y contrasta los talentos y las fuerzas, c�mo excita y
multiplica las pasiones y c�mo al convertir a todos los hombres en
concurrentes, rivales o, mejor, enemigos, origina a diario desgracias,
triunfos y cat�strofes de toda especie haciendo correr la misma pista a
tantos pretendientes. Demostrar�a que a este ardiente deseo de
notabilidad, que a este furor de sobresalir que nos mantiene en continua
excitaci�n, debemos lo que hay de mejor y peor entre los hombres, nuestras
virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros
conquistadores y fil�sofos; es decir, una multitud de cosas malas y un
escaso n�mero de buenas. Probar�a, en fin, que si se ve a un pu�ado de
poderosos y ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la
muchedumbre se arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los
primeros no aprecian las cosas de que disfrutan sino porque los otros
est�n privados de ellas, y que, sin cambiar de situaci�n, dejar�an de ser
dichosos si el pueblo dejara de ser miserable.
Pero todos estos detalles constituir�an por s� solos la materia de
una obra considerable en la cual se pesaran las ventajas e inconvenientes
de toda forma de gobierno con relaci�n al estado natural y en la que se
descubrieran los diferentes aspectos bajo los cuales se ha manifestado
hasta hoy la desigualdad y podr�a manifestarse en los siglos futuros seg�n
la naturaleza de los gobiernos y las mudanzas que el tiempo introducir� en
ellos necesariamente. Se ver�a a la multitud oprimida en el interior por
una serie de medidas que ella misma hab�a adoptado para protegerse contra
las amenazas del exterior; se ver�a agravarse continuamente la opresi�n
sin que los oprimidos pudieran saber nunca cu�ndo tendr�a t�rmino ni qu�
medio leg�timo les quedaba para detenerla; ver�anse los derechos de los
ciudadanos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco, y las
reclamaciones de los d�biles tratadas de murmullos de sediciosos; ver�ase
a la pol�tica restringir el honor de defender la causa com�n a una porci�n
mercenaria del pueblo, de donde se ver�a salir la necesidad de impuestos,
y al labrador agobiado abandonar su campo, aun en tiempo de paz, y dejar
el arado para ce�ir la espada; ver�anse nacer las funestas y caprichosas
reglas del honor; ver�anse a los defensores de la patria mudarse tarde o
temprano en sus enemigos y tener sin cesar un pu�al alzado sobre sus
conciudadanos, y llegar�a un tiempo en que se oir�a a �stos decir al
opresor de su pa�s:
Pectore si fratris gladium juguloque parentis
Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu
Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra (38).

LUCANO, lib. I, v. 376.


De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas; de la
diversidad de las pasiones y de los talentos; de las artes in�tiles, de
las artes perniciosas, de las ciencias fr�volas, saldr�a muchedumbre de
prejuicios igualmente contrarios a la raz�n, a la felicidad y a la virtud;
ver�ase a los jefes fomentar, desuni�ndolos, todo lo que puede debilitar a
hombres unidos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de
concordia aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuanto
puede inspirar a los diferentes �rdenes una desconfianza mutua y un odio
rec�proco por la oposici�n de sus derechos y de sus intereses, y
fortificar por consiguiente el poder que los contiene a todos.
Del seno de estos des�rdenes y revoluciones, el despotismo,
levantando por grados su odiosa cabeza y devorando cuanto percibiera de
bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegar�a en fin a pisotear
las leyes y el pueblo y a establecerse sobre las ruinas de la rep�blica.
Los tiempos que precedieran a esta �ltima mudanza ser�an tiempos de
trastornos y, calamidades; mas al cabo todo ser�a devorado por el
monstruo, y los pueblos ya no tendr�an ni jefes ni leyes, sino tiranos.
Desde este instante dejar�a de hablarse de costumbres y de virtud, porque
donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes (39) no sufre
ning�n otro amo; tan pronto como habla, no hay probidad ni deber alguno
que deba ser consultado, y la m�s ciega obediencia es la �nica virtud que
les queda a los esclavos.
�ste es el �ltimo t�rmino de la desigualdad, el punto extremo que
cierra el c�rculo y toca el punto de donde hemos partido. Aqu� es donde
los particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada y porque,
como los s�bditos no tienen m�s ley que la voluntad de su se�or, ni el
se�or m�s regla que sus pasiones, las nociones del bien y los principios
de la justicia se desvanecen de nuevo; aqu� todo se reduce a la sola ley
del m�s fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza
diferente de aquel por el cual hemos empezado, en que este �ltimo era el
estado natural en su pureza y otro es el fruto de un exceso de corrupci�n.
Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados, y
de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el despotismo,
que el d�spota s�lo es el amo mientras es el m�s fuerte, no pudiendo
reclamar nada contra la violencia tan pronto como es expulsado. El mot�n
que acaba por estrangular o destrozar al sult�n es un acto tan jur�dico
como aquellos por los cuales �l dispon�a la v�spera misma de las vidas y
de los bienes de sus s�bditos. S�lo la fuerza le sosten�a; la fuerza sola
le arroja. Todo sucede de ese modo conforme al orden natural, y cualquiera
que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede
quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia
o de su infortunio.
Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados que han debido de
conducir al hombre del estado natural al estado civil; restableciendo,
junto con las posiciones intermedias que acabo de se�alar, las que el
tiempo que me apremia me ha hecho suprimir o la imaginaci�n no me ha
sugerido, el lector atento quedar� asombrado del espacio inmenso que
separa esos dos estados. En esta lenta sucesi�n de cosas hallar� la
soluci�n de una infinidad de problemas de moral y de pol�tica que los
fil�sofos no pueden resolver. Viendo que el g�nero humano de una �poca no
era el mismo que el de otra, comprender� la raz�n por la cual Di�genes no
encontraba al hombre que buscaba, y es porque buscaba un hombre de un
tiempo que ya no exist�a. Cat�n, pensar�, pereci� con Roma y la libertad
porque no era hombre de su siglo, y el m�s grande entre los hombres no
hizo m�s que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinientos a�os
antes. En una palabra: explicar� c�mo el alma y las pasiones humanas,
alter�ndose insensiblemente, cambian, por as� decir, de naturaleza; por
qu� nuestras necesidades y nuestros placeres mudan de objetos con el
tiempo; por qu�, desapareciendo por grados el hombre natural, la sociedad
no aparece a los ojos del sabio m�s que como un amontonamiento de hombres
artificiales y pasiones ficticias, que son producto de todas esas nuevas
relaciones y que carecen de un verdadero fundamento en la naturaleza.
Lo que la reflexi�n nos ense�a sobre todo eso, la observaci�n lo
confirma plenamente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren de
tal modo por el coraz�n y por las inclinaciones, que aquello que
constituye la felicidad suprema de uno reducir�a al otro a la
desesperaci�n. El primero s�lo disfruta del reposo y de la libertad, s�lo
pretende vivir y permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se
aproxima a su profunda indiferencia por todo lo dem�s. El ciudadano, por
el contrario, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente
buscando ocupaciones todav�a m�s laboriosas; trabaja hasta la muerte, y
aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la vida para adquirir la
inmortalidad; adula a los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a
quienes desprecia, y nada excusa para conseguir el honor de servirlos;
al�base altivamente de su protecci�n y se envanece de su bajeza; y,
orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de aquellos que no tienen
el honor de compartirla. �Qu� espect�culo para un caribe los trabajos
penosos y envidiados de un ministro europeo! �Cu�ntas crueles muertes
preferir�a este indolente salvaje al horror de semejante vida, que
frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien dulcifica! Mas para que
comprendiese el objeto de tantos cuidados ser�a necesario que estas
palabras de poder�o y reputaci�n tuvieran en su esp�ritu cierto sentido;
que supiera que hay una especie de hombres que tienen en mucha estima las
miradas del resto del mundo, que saben ser felices y estar contentos de s�
mismos gui�ndose m�s por la opini�n ajena que por la suya propia. Tal es,
en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje vive
en s� mismo; el hombre sociable, siempre fuera de s�, s�lo sabe vivir
seg�n la opini�n de los dem�s, y, por as� decir, s�lo del juicio ajeno
deduce el sentimiento de su propia existencia. No entra en mi objeto
demostrar c�mo nace de tal disposici�n la indiferencia para el bien y para
el mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral; c�mo,
reduci�ndose todo a guardar las apariencias, todo se convierte en cosa
falsa y fingida: honor, amistad, virtud, y frecuentemente hasta los mismos
vicios, de los cuales se halla al fin el secreto de glorificarse; c�mo, en
una palabra, preguntando a los dem�s lo que somos y no atrevi�ndonos nunca
a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosof�a, de tanta
humanidad, de tanta civilizaci�n y m�ximas sublimes, s�lo tenemos un
exterior fr�volo y enga�oso, honor sin virtud, raz�n sin sabidur�a y
placer sin felicidad. Tengo suficiente con haber demostrado que �se no es
el estado original del hombre y que s�lo el esp�ritu de la sociedad y la
desigualdad que �sta engendra mudan y alteran todas nuestras inclinaciones
naturales.
He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la
fundaci�n y los abusos de las sociedades pol�ticas, en cuanto estas cosas
pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las solas luces de la
raz�n e independientemente de los dogmas sagrados, que otorgan a la
autoridad soberana la sanci�n del derecho divino. De esta exposici�n se
deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza,
debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y
a los progresos del esp�ritu humano y se hace al cabo leg�tima por la
instituci�n de la propiedad y de las leyes. Ded�cese tambi�n que la
desigualdad moral, autorizada �nicamente por el derecho positivo, es
contraria al derecho natural siempre que no concuerda en igual proporci�n
con la desigualdad f�sica, distinci�n que determina de modo suficiente lo
que se debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos
los pueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la ley de la
naturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un ni�o mande sobre
un viejo, que un imb�cil dirija a un hombre discreto y que un pu�ado de
gentes rebose de cosas superfluas mientras la multitud hambrienta carece
de lo necesario.

Notas

1. Refiere Herodoto que despu�s del asesinato del falso Esmerdis,


habi�ndose reunido los siete libertadores de Persia para deliberar sobre
la forma de gobierno que dar�an al Estado, Otanes se manifest�
decididamente por la rep�blica, opini�n extraordinaria en boca de un
s�trapa, pues, aparte la pretensi�n que tuviera del trono, los poderosos
temen m�s que a la muerte un sistema de gobierno que los fuerce a respetar
a los hombres. Como puede suponerse, Otanes no fue escuchado, y viendo que
se iba a proceder a la elecci�n de un monarca, �l, que no quer�a ni
obedecer ni mandar, cedi� voluntariamente a los otros su derecho a la
corona, pidiendo por toda compensaci�n ser libre e independiente, �l y
toda su posteridad, lo que le fue concedido. Aunque Herodoto no nos dijera
cu�l fue la restricci�n que se le puso a ese privilegio, ser�a necesario
suponerla; de otro modo, Otanes, no reconociendo ninguna especie de ley y
no teniendo que rendir cuentas a nadie, habr�a sido omnipotente y m�s
poderoso que el mismo rey. Pero no es presumible que un hombre capaz de
contentarse en tal caso con semejante privilegio fuera capaz de abusar de
�l. En efecto: no se ha visto que ese derecho haya causado nunca ninguna
perturbaci�n en el reino, ni por parte del sabio Otanes ni por parte de
sus descendientes.

2. Tarquino el Soberbio (Lucius Tarquinius Superbus), s�ptimo y


�ltimo rey de Roma. Seg�n la tradici�n, Tarquino consigui� ser nombrado
rey por la violencia y el asesinato, y su reinado fue una oprobiosa
tiran�a. Su hijo Sexto viol� a Lucrecia, mujer de Colatino, sobrino de
Tarquino el Soberbio. Colatino y su amigo Bruto juraron vengar el ultraje,
y consiguieron que Tarquino fuera destronado y su familia desterrada.
Tarquino huy� de Roma y fue proclamada la Rep�blica hacia el a�o 509 a. de
J. C.

3. Desde mi primer paso me apoyo confiadamente en una de esa


autoridades respetables para los fil�sofos, porque proceden de una raz�n
s�lida y sublime que ellos solos saben hallar y comprender.
�Por mucho inter�s que tengamos en conocernos a nosotros mismos, yo
no s� si no conocemos mejor aquello que no somos. Provistos por la
naturaleza de �rganos destinados �nicamente a nuestra conservaci�n, s�lo
los empleamos en recibir las impresiones exteriores; tratamos solamente de
exteriorizarnos, de existir fuera de nosotros. Demasiado ocupados en
multiplicar las funciones de nuestros sentidos y aumentar la dimensi�n
exterior de nuestro ser, raramente hacemos uso de ese sentido interior que
nos reduce a nuestras verdaderas dimensiones y que separa de nosotros lo
que nos es extra�o. Sin embargo, de este sentido tenemos que servirnos si
queremos conocernos; �l es el �nico por el cual podemos juzgarnos. Pero,
�c�mo dar a ese sentido toda su actividad y toda su extensi�n?; �c�mo
apartar nuestra alma, en la cual reside, de todas las ilusiones de nuestro
esp�ritu? Hemos perdido el h�bito de emplearla; ha permanecido sin
ejercicio en medio del tumulto de nuestras sensaciones corporales y se ha
desecado por el fuego de nuestras pasiones; el coraz�n, el esp�ritu, los
sentidos, todo ha trabajado contra ella.� (HIST. NAT., De la naturaleza
del hombre.)

4. He aqu� en qu� t�rminos estaba concebida la cuesti�n propuesta por


la Academia de Dijon: Cu�l es el origen de la desigualdad entre los
hombres y si est� autorizada por la ley natural.
El DISCURSO de Rousseau no obtuvo el premio, que fue concedido a un
abate Talbert.

5. �Aprende lo que Dios quiso que fueses y en qu� puesto te ha


colocado dentro de la sociedad.�

6. Nombre de un paseo de Atenas donde, pase�ndose, daba Arist�teles


sus lecciones. Por eso se los llam� a �l y a sus disc�pulos
�peripat�ticos�, palabra originaria del verbo griego [peripat�o]
�pasear�.

7. Los cambios que ha podido determinar en la conformaci�n del hombre


la larga costumbre de andar en dos pies, las semejanzas que se observan
todav�a entre sus brazos y las patas anteriores de los cuadr�pedos, y la
consecuencia sacada de su modo de andar, han podido sugerir dudas sobre
cu�l pod�a ser en nosotros el m�s natural. Todos los ni�os empiezan por
andar a cuatro pies, y necesitan de nuestro ejemplo y de nuestras
lecciones para aprender a sostenerse de pie. Hay incluso pueblos salvajes,
como los hotentotes, que, abandonando casi por completo a sus hijos, los
dejan andar tanto tiempo con las manos, que luego apenas pueden
enderezarlos. Igual sucede con los hijos de los caribes. Hay adem�s varios
ejemplos de hombres cuadr�pedos, y yo puedo citar, entre otros, el de un
ni�o hallado en 1344 cerca de Hesse, donde hab�a sido alimentado por
lobos, y que despu�s dec�a, en la corte del pr�ncipe Enrique, que si s�lo
hubiera tenido que contar con su deseo, hubiese preferido volver entre
ellos que vivir entre los hombres. De tal modo se hab�a habituado a
caminar como aquellos animales, que fue preciso ponerle piezas de madera
que le obligaban a tenerse derecho y en equilibrio sobre sus dos pies. Lo
mismo ocurri� con el ni�o hallado en 1604 en los bosques de Lituania y que
viv�a entre los osos. No daba, dice Condillac, ninguna muestra de raz�n;
andaba con pies y manos, carec�a de lenguaje articulado y s�lo profer�a
unos sonidos que en nada se parec�an a los de un hombre. El peque�o
salvaje de Hann�ver que hace varios a�os fue conducido a la corte de
Inglaterra pasaba las penas del Purgatorio para acostumbrarse a caminar en
dos pies, y en 1719 se encontr� en los Pirineos a otros dos salvajes que
corr�an por las monta�as como cuadr�pedos. En cuanto a la objeci�n que
pod�a hacerse de que eso es privarle del uso de las manos, con las cuales
tantas ventajas obtenemos, adem�s de que el ejemplo de los monos demuestra
que la mano puede emplearse de dos maneras, eso probar�a solamente que el
hombre puede dar a sus miembros un empleo m�s c�modo que el de la
naturaleza y no que la naturaleza haya destinado al hombre a andar de modo
distinto al que ella le ense�a.
Pero me parece que hay mejores razones para sostener que el hombre es
b�pedo. En primer lugar, aunque se demostrara que pudo estar al principio
conformado de manera distinta a como hoy le vemos, y transformarse luego
como es, eso no ser�a suficiente para afirmar que haya sucedido as�,
porque, despu�s de haber demostrado la posibilidad de ese cambio, ser�a
preciso todav�a, antes de admitirlo, demostrar su verosimilitud. Adem�s,
si los brazos del hombre parecen haber podido servirle de piernas en caso
necesario, �sa es la �nica observaci�n favorable a esa hip�tesis, contra
gran n�mero de otras que la contradicen. Las principales son que, dada la
manera como el hombre tiene unida la cabeza al cuerpo, en lugar de dirigir
su mirada horizontalmente, como todos los dem�s animales, y como �l mismo
la dirige andando de pie, hubiera tenido los ojos, caminando a cuatro
pies, directamente fijados hacia el suelo, situaci�n muy poco favorable
para la conservaci�n del individuo; que la cola, de que carece y que para
nada necesita marchando a dos pies, es �til a los cuadr�pedos, ninguno de
los cuales est� privado de ella; que los senos de la mujer, perfectamente
colocados para un b�pedo que tiene que tener en brazos a su hijo, estar�an
tan mal en un cuadr�pedo, que ninguno los tiene de esa manera; que siendo
las piernas de una excesiva altura en proporci�n con los brazos, por lo
cual nos arrastramos sobre las rodillas si andamos a cuatro pies, hubiera
hecho del hombre un animal desproporcionado y de inc�modo andar; que si
hubiera sentado el pie como las manos, de plano, hubiese tenido en la
pierna una articulaci�n menos, que los otros animales, a saber, la que une
el metatarsiano con la tibia, y que pisando s�lo con la punta del pie,
como parece hubiera tenido que hacer, el tarso, sin hablar de los muchos
huesos que lo componen, parece demasiado grande para ocupar el lugar del
metatarsiano, y sus articulaciones con el metatarso y la tibia demasiado
aproximadas para dar a la pierna humana en esta situaci�n la misma
flexibilidad que tienen las de los cuadr�pedos. El ejemplo de los ni�os
tomado en una edad en que las fuerzas naturales no est�n a�n desarrolladas
ni los miembros fortalecidos, nada dice, pues tambi�n podr�a decir yo que
los perros no est�n destinados a caminar porque s�lo se arrastran algunas
semanas despu�s de su nacimiento. Los hechos particulares tienen todav�a
poca fuerza contra la pr�ctica universal de todos los hombres, incluso de
naciones que, por no haber tenido con otras ninguna comunicaci�n, nada
podr�an haber imitado de ellas. Un ni�o abandonado en un bosque antes de
que pudiera andar y amamantado por una bestia seguir� el ejemplo de su
nodriza ejercit�ndose en andar como ella; la costumbre le dar� facilidades
que no habr� recibido de la naturaleza, y as� como ciertos mancos llegan a
fuerza de ejercicios a poder hacer con los pies todo lo que hacemos con
nuestras manos, llegar� en fin a emplear las manos como los pies.
8. Si se hallase entre mis lectores alg�n f�sico bastante malo para
ponerme reparos sobre la suposici�n de esta fertilidad natural de la
tierra, me adelanto a contestarlo con el siguiente pasaje:
�Como los vegetales sacan para su nutrici�n mucha m�s substancia del
aire y del agua que de la tierra, sucede que al pudrirse devuelven a la
tierra m�s que de ella han sacado; por otra parte, los bosques atraen las
lluvias deteniendo los vapores. As�, en un bosque que se conservara virgen
largo tiempo, la capa de tierra que sirve para la vegetaci�n aumentar�a
considerablemente; pero como los animales restituyen a la tierra menos de
lo que sacan de ella y los hombres consumen enormes cantidades de madera
para el fuego y otros usos, se deduce que la capa de tierra vegetal de un
pa�s habitado debe disminuir continuamente y convertirse en fin en un
terreno como el de la Arabia P�trea y tantas otras provincias de Oriente,
que es, en efecto, el clima habitado desde tiempo m�s remoto y en el que
s�lo se encuentra sal y arena, porque la sal fija de las plantas y
animales queda, mientras las otras partes se volatilizan.� (HIST. NAT.,
Pruebas de la teor�a de la tierra, art. 7.�)
Puede a�adirse a esto la prueba pr�ctica de la cantidad de �rboles y
plantas de todo g�nero de que estaban cubiertas casi todas las islas
desiertas descubiertas en estos �ltimos siglos y el hecho que refiero la
historia de los inmensos bosques talados por toda la tierra a medida que
se poblaba o civilizaba. Sobre esto har� todav�a las tres observaciones
siguientes: la primera, que si hay una especie de vegetales que pueden
compensar el consumo de materia vegetal hecho por los animales, seg�n el
razonamiento de Buff�n, son los �rboles especialmente, cuyas copas y hojas
atraen y se apropian mayor cantidad de agua y de vapores que las otras
plantas; la segunda, que la destrucci�n del suelo, es decir, de la
substancia necesaria para la vegetaci�n, debe acelerarse en la proporci�n
en que la tierra es m�s cultivada, y que los habitantes m�s industriosos
consumen en mayor abundancia sus productos de toda especie; la tercera y
la m�s importante observaci�n es que los frutos de los �rboles
proporcionan al animal una alimentaci�n m�s abundante que los dem�s
vegetales, experiencia que he hecho yo mismo comparando los productos de
dos terrenos iguales en extensi�n y calidad, uno cubierto de casta�os y el
otro sembrado de trigo.

9. Entre los cuadr�pedos, las dos distinciones m�s universales de las


especies veraces se derivan, una, de los dientes, y la otra, de la
conformaci�n del intestino. Los animales que s�lo viven de vegetales
tienen todos los dientes planos, como el caballo, el buey, el, carnero, la
liebre; pero los voraces los tienen puntiagudos, como el gato, el perro,
el lobo, el zorro. En cuanto a los intestinos, los frug�voros tienen
algunos, como el colon, que no se encuentran en los animales voraces.
Parece, pues, que el hombre, que tiene los dientes y los intestinos como
los animales frug�voros, deb�a ser naturalmente clasificado en esta clase,
y no s�lo confirman esta opini�n las observaciones anat�micas, sino hasta
los monumentos de la antig�edad le son muy favorables. �Dicearca -escribe
San Jer�nimo- refiere en sus libros sobre las antig�edades griegas que
bajo el reinado de Saturno, cuando la tierra todav�a era f�rtil por s�
misma, ning�n hombre com�a carne, sino que todos se alimentaban de frutas
y de legumbres que crec�an naturalmente.� (Libro II, adv. Jovinian.) Esta
opini�n puede ser apoyada con los relatos de varios viajeros modernos.
Francisco Correal refiere, entre otros, que la mayor parte de los
habitantes de las islas Lucayas, que los espa�oles transportaron a las
islas de Cuba, Santo Domingo y otras, murieron por haber comido carne. Por
aqu� se ve que prescindo de razones que pod�a hacer valer, porque, siendo
la presa casi la �nica causa de combate entre animales carniceros, y
viviendo los frug�voros entre s� en una paz continua, si la raza humana es
de este �ltimo g�nero, es claro que hubiera tenido m�s facilidad para
subsistir en el estado natural, menos necesidad y motivo para salir de �l.

10. Pueblo de guerreros dominando sobre una masa de 290.000 ilotas y


rodeado de otros pueblos fuertes y agresivos, los ciudadanos de esparta
quer�an que sus hijos fueran como ellos aguerridos y valerosos. Cuando
nac�a un ni�o, los ancianos le examinaban inmediatamente, y si le hallaban
d�bil o mal constituido, se le conduc�a al monte Taigeto, donde era
abandonado.

11. Todos los conocimientos que exigen reflexi�n, todos aquellos que
no se consiguen sino por el encadenamiento de las ideas y s�lo se
perfeccionan sucesivamente, parecen hallarse fuera del alcance del hombre
salvaje, que carece de comunicaci�n con sus semejantes, es decir, del
instrumento que sirve para esta comunicaci�n y de las necesidades que la
hacen necesaria. Su saber y su industria se reducen a saltar, correr,
batirse, lanzar piedras, trepar por los �rboles. Pero si s�lo sabe estas
cosas, las conoce en cambio mucho mejor que nosotros, que no tenemos de
ellas la misma necesidad, y como dependen �nicamente del ejercicio del
cuerpo y no son susceptibles de ninguna comunicaci�n ni progreso de un
individuo a otro, el primer hombre ha podido ser tan h�bil como sus
�ltimos descendientes.
Los relatos de los viajeros est�n llenos de ejemplos de la fuerza y
vigor de los hombres en las naciones b�rbaras y salvajes. En ellos no se
alaba menos su agilidad que su ligereza, y como para observar esas cosas
s�lo se necesitan ojos, nada impide que se d� fe a lo que certifican esos
testigos oculares. Al azar saco algunos ejemplos de los primeros libros
que tengo a mano:
�Los hotentotes -dice Kolben- entienden la pesca mejor que los
europeos del Cabo. Su habilidad es la misma con la red, el anzuelo o el
arp�n, igual en las bah�as que en los r�os. No menos h�bilmente cogen los
peces con la mano. En la nataci�n poseen una destreza incomparable. Su
manera de nadar tiene algo de sorprendente y exclusivo. Nadan con el
cuerpo derecho y las manos fuera del agua, de modo que parecen caminar por
la tierra. En la mayor agitaci�n del mar y cuando las olas forman
monta�as, danzan en cierto modo sobre el dorso de las olas, subiendo y
bajando como pedazos de corcho.�
�Los hotentotes -a�ade el mismo autor- tienen una sorprendente
agilidad para la caza, y la velocidad de su carrera excede a la
imaginaci�n.� Se extra�a de que no hagan con m�s frecuencia mal uso de su
agilidad, cosa que sucede, sin embargo, como puede verse por el ejemplo
que �l presenta: �Un marinero holand�s, al desembarcar en El Cabo, encarg�
a un hotentote -dice- que lo siguiera a la ciudad con un rollo de tabaco
de cerca de veinte libras. Cuando se hallaron a cierta distancia de la
gente, el hotentote pregunt� al marinero si sab�a correr. ��Correr?
-contest� el marinero-; s�, ya lo creo.� �Vamos a verlo� -replic� el
africano, y, huyendo con el tabaco, desapareci� casi al instante. El
marinero, admirado de esta extraordinaria velocidad, desisti� de
perseguirlo y no volvi� a ver ni su tabaco ni al que lo llevaba.�
�Tienen tan r�pida la mirada y tan certera la mano, que los europeos
no les alcanzan. A cien pasos hacen blanco de una pedrada en una moneda de
dos c�ntimos, y lo m�s sorprendente es que, en vez de fijar como nosotros
la mirada en el blanco, hacen movimientos y contorsiones continuamente.
Parece como si una mano invisible condujera la piedra.�
El padre Del Tertre dice sobre los salvajes de las Antillas m�s o
menos las mismas cosas que acaban de leerse sobre los hotentotes del Cabo
de Buena Esperanza. Alaba especialmente su punter�a para cazar con flecha
los p�jaros al vuelo y su habilidad para coger a nado los peces. Los
salvajes de la Am�rica septentrional no son menos c�lebres por su fuerza y
su destreza. He aqu� un ejemplo que permitir� juzgar las de los indios de
la Am�rica meridional:
En 1746, un indio de Buenos Aires, habiendo sido condenado a galeras
en C�diz, propuso al gobernador rescatar su libertad exponiendo su vida en
una fiesta p�blica. Prometi� atacar s�lo al toro m�s furioso sin otra arma
en la mano que una cuerda, que lo echar�a a tierra, que lo atar�a por
cualquier parte que se le se�alara, que lo ensillar�a, lo enfrenar�a, lo
montar�a y montado de esa manera combatir�a contra otros dos toros de los
m�s furiosos que se hicieran salir del toril, y que los matar�a en el
momento que se le mandase y sin ayuda de nadie. Le fue concedido. El indio
mantuvo su palabra y llev� a cabo cuanto hab�a prometido. Sobre la manera
como lo hizo y los detalles del combate puede consultarse el primer tomo
de las Observaciones sobre la historia natural, de Gautier, de donde ha
sido sacado este ejemplo.

12. La duraci�n de la vida de los caballos -dice Buff�n- es, como en


todas las dem�s especies de animales, proporcionada a la duraci�n del
tiempo de su desarrollo. El hombre, cuyo desarrollo dura catorce a�os,
puede vivir seis o siete veces m�s, es decir, noventa o cien a�os. Los
ejemplos que pueden presentarse contrarios a esta regla son tan raros, que
no pueden ser considerados como una excepci�n de la cual pudieran sacarse
algunas consecuencias. Y como el crecimiento de los caballos ordinarios es
de menor duraci�n que el de los caballos finos, viven tambi�n menos tiempo
y son viejos desde los quince a�os.� (HISTORIA NATURAL, Del caballo.)

13. Creo ver entre los animales carniceros y frug�voros una


diferencia m�s general todav�a que la se�alada en la nota 10�, puesto que
esa diferencia se extiende hasta los p�jaros. Consiste en el n�mero de
hijos, que no excede nunca de dos en cada parto en las especies que s�lo
viven de vegetales y que ordinariamente pasa de ese n�mero en los animales
voraces. F�cil es a este respecto conocer la voluntad de la naturaleza por
el n�mero de las mamas, que s�lo son dos en cada hembra de la primer
especie, como la yegua, la vaca, la cabra, la cierva, la oveja, etc., y
siempre seis u ocho en las otras hembras, como la perra, la gata, la loba,
el tigre hembra, etc�tera. La gallina, la pata, la oca, aves voraces; el
�guila y las hembras del gavil�n y del mochuelo ponen tambi�n y empollan
gran n�mero de huevos, lo que no sucede nunca con la paloma, la t�rtola y
otras aves que s�lo se alimentan con granos, las cuales no ponen ni
empollan m�s de dos huevos cada vez. La raz�n que puede darse de esta
diferencia es que los animales que viven s�lo de hierbas y plantas,
permaneciendo casi todo el d�a en los pastos y teniendo que emplear mucho
tiempo en alimentarse, no podr�an dedicarse a amamantar muchas cr�as; en
vez que los voraces, comiendo en un momento, pueden m�sf�cilmente y con
mayor frecuencia atender a sus peque�uelos y a la caza y reparar tan gran
cantidad de leche. Claro que podr�an hacerse a esto muchos reparos, pero
�sta no es la ocasi�n; tengo suficiente con haber demostrado en esta parte
el sistema m�s general de la naturaleza, sistema que suministra una nueva
raz�n para sacar al hombre de la clase de los carniceros y clasificarlo
entre las especies frug�voras.

14. Puede haber algunas excepciones, como, por ejemplo, ese animal de
la provincia de Nicaragua, parecido a un zorro, que tiene los pies como
las manos de un hombre y que, seg�n Correal, tiene en el vientre una bolsa
donde la madre mete a sus peque�uelos cuando se ve en la necesidad de
huir. Es, sin duda, el mismo animal que llaman en M�jico tlacuatzin, a
cuya hembra atribuye Laet una bolsa parecida y para el mismo uso.
Estos datos imprecisos deben de referirse indudablemente al canguro,
mam�fero marsupial de Australia, que llega a alcanzar, erguido sobre sus
patas traseras, hasta dos metros de altura; sus miembros anteriores son
muy cortos, mientras que los posteriores, mucho m�s robustos, tienen m�s
del doble de longitud, por lo que corre a brincos. Las hembras de estos
animales tienen, en efecto, una especie de bolsa sobre el vientre, en la
cual recogen a los peque�uelos en caso de peligro. -Nicaragua estaba
todav�a en tiempo de Rousseau bajo la dominaci�n espa�ola, formando una
provincia de la capitan�a general de Guatemala. En 1821 conquist� su
independencia.

15. Calculando un autor c�lebre los bienes y los males de la


existencia y comparando las dos sumas, ha encontrado que la �ltima exced�a
en mucho a la primera, y que, bien mirado, la vida constitu�a un mal
presente para el hombre. No me sorprende su conclusi�n. Ha deducido sus
razonamientos de la constituci�n del hombre civil; si se hubiera remontado
hasta el hombre natural, puede creerse que hubiera hallado resultados muy
diferentes, que hubiese visto que el hombre no sufre sino aquellos males
que �l mismo se procura y que hubiera justificado a la naturaleza. No sin
trabajo hemos llegado a ser tan desgraciados. Cuando por un lado se
consideran los inmensos esfuerzos de los hombres, tantas ciencias
profundizadas, tantas antes inventadas, tantas fuerzas empleadas, abismos
colmados, monta�as allanadas, r�os canalizados, tierras roturadas, lagos
dragados, pantanos desecados, construcciones enormes en la tierra, el mar
cubierto de barcos y marineros; y por otro se inquieren con un poco de
reflexi�n cu�les son las verdaderas ventajas que de todo eso han resultado
para la felicidad de la especie humana, no se puede menos de quedar
asombrado de la enorme desproporci�n que existe entre ambas cosas y
deplorar la ceguera del hombre, que, por satisfacer su insensato orgullo y
no s� qu� vana admiraci�n de s� mismo, corre ardientemente tras de todas
las miserias de que es susceptible y que la benigna naturaleza hab�a
tenido cuidado de apartar de �l.
Los hombres son perversos; una triste y continua experiencia dispensa
la prueba. Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno; creo haberle
demostrado. �Qu� puede, pues, haberle pervertido sino los cambios
ocurridos en su constituci�n, los progresos que ha realizado y los
conocimientos que ha adquirido? Adm�rese cuanto se quiera la sociedad
humana, pero no ser� menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a
odiarse entre s� a medida que sus intereses se encuentran, a prestarse en
apariencia mutuos servicios y hacerse en realidad todo el da�o imaginable.
�Qu� se puede pensar de un trato en el cual la raz�n de cada particular le
dicta a �ste principios completamente opuestos a aquellos que la raz�n
p�blica aconseja al cuerpo de la sociedad, y en el que cada uno encuentra
su provecho en la desgracia ajena? No existe acaso ning�n hombre acomodado
a quien sus �vidos herederos, y con frecuencia sus propios hijos, no
deseen secretamente la muerte; ning�n barco en el mar cuyo naufragio no
fuera una buena noticia para alg�n negociante; ninguna casa que no desee
ver ardiendo con todos los papeles guardados en ella alg�n deudor de mala
fe; ning�n pueblo que no se regocije de los desastres de sus vecinos. De
modo que hallamos nuestro provecho en el da�o de nuestros semejantes, y
casi siempre la desgracia de uno es causa de la prosperidad de otro. Pero
lo m�s peligroso es que las calamidades p�blicas constituyen la esperanza
de una multitud de particulares; unos desean que haya enfermedades; otros,
mortandad; otros, guerra; otros, hambre. Yo he visto hombres horribles
llorando de dolor por la promesa de un a�o f�rtil, y el grande y funesto
incendio de Londres, que cost� la vida y los bienes a tantos infortunados,
hizo tal vez la fortuna de diez mil personas. S� que Montaigne censura al
ateniense Demades por haber hecho castigar a un obrero que, vendiendo muy
caros los sarc�fagos, obten�a grandes ganancias con la muerte de los
ciudadanos; pero como la raz�n que alega Montaigne es que har�a falta
castigar a todo el mundo, es evidente que confirma las m�as. Pen�trese,
pues, a trav�s de nuestras superficiales demostraciones de benevolencia,
hasta el fondo de los corazones; reflexi�nese sobre lo que es un estado de
cosas en que todos los hombres se ven forzados a acariciarse y destruirse
mutuamente y donde nacen enemigos por deber y granujas por inter�s. Si se
me respondo que la sociedad se halla constituida de tal modo que cada
hombre gana sirviendo a los dem�s, replicar�a que estar�a muy bien si no
ganase m�s perjudic�ndolos. No hay provecho leg�timo que no sea superado
por el que puede obtenerse ilegalmente, y el da�o causado, al pr�jimo es
siempre m�s lucrativo que los servicios. S�lo se trata, pues, de poseer el
medio de asegurarse la impunidad, en lo cual emplean todas sus fuerzas los
poderosos, y los d�biles toda su astucia.
El hombre salvaje, cuando ha comido h�llase en paz con la naturaleza
y en amistad con sus semejantes. Si alguna vez tiene que disputar a otro
su alimento, no llega nunca a los golpes sin haber comparado antes la
dificultad de vencer con la de hallar en otra parte su subsistencia, y
como el orgullo no se mezcla en la lucha, �sta acaba en unos cuantos
pu�etazos; el vencedor come, el vencido va a buscar fortuna y todo queda
en paz. Pero con el hombre social la cosa es muy distinta. Tr�tase primero
de proveer a lo necesario y despu�s a lo superfluo; luego vienen los
placeres, y despu�s las riquezas inmensas, y despu�s los esclavos. No hay
un solo momento de reposo, y lo m�s singular es que cuanto menos urgentes
y naturales son las necesidades m�s aumentan las pasiones y, peor todav�a,
el poder de satisfacerlas; de modo que, despu�s de prolongadas
prosperidades, despu�s de haber devorado enormes tesoros y arruinado a
multitud de hombres, mi h�roe acabar� por destruir todo hasta que sea el
due�o del universo. Tal es el cuadro moral, si no de la vida humana, por
lo menos de las pretensiones secretas del coraz�n de todo hombre
civilizado.
Comparad sin prevenciones el estado del hombre civil con el del
hombre salvaje, e inquirid, si pod�is, cu�ntas nuevas puertas al dolor y a
la muerte ha abierto el primero, adem�s de su maldad, sus necesidades y
sus miserias. Si consider�is los tormentos del esp�ritu que nos consumen,
las pasiones violentas que nos agobian y agotan, los excesivos trabajos de
que est�n sobrecargados los pobres, la ociosidad todav�a m�s peligrosa a
que se entregan los ricos, muriendo aqu�llos de privaciones y �stos de sus
excesos; si pens�is en las monstruosas mezcolanzas de los alimentos, en
sus perniciosos condimentos, en los g�neros corrompidos, las drogas
falsificadas, los enga�os de quienes las venden, los errores de quienes
las administran, en el veneno de las vasijas en que se preparan; si
prest�is atenci�n a las enfermedades epid�micas engendradas por el aire
corrompido por multitudes de hombres reunidos, en las que ocasionan la
delicadeza de nuestra manera de vivir, el paso alternativo de nuestras
habitaciones al aire libre, el uso de vestidos puestos o quitados con poca
precauci�n, y todos aquellos cuidados que nuestra sensualidad excesiva ha
convertido en costumbres necesarias, cuya negligencia o privaci�n nos
cuesta la salud o la vida; si a�ad�s los incendios y los temblores de
tierra, que, destruyendo ciudades enteras, hacen perecer por millares a
sus habitantes; en una palabra: si junt�is los peligros que todas esas
causas acumulan continuamente sobre nuestras cabezas, comprender�is
entonces c�mo la naturaleza nos hace pagar con exceso el desprecio que
hemos hecho de sus ense�anzas.
No repetir� aqu� lo que en otra parte he dicho sobre la guerra; pero
desear�a que las gentes instruidas quisieran u osaran dar de una vez al
p�blico los detalles de los horrores que se cometen en los ej�rcitos por
los proveedores de v�veres y los administradores de hospitales; se ver�a
que sus maniobras, nada secretas, por las cuales se derrumban en un
instante los m�s brillantes ej�rcitos, hacen perecer m�s soldados que el
fuego enemigo. No es menos sorprendente el c�lculo de los hombres que el
mar englute todos los a�os, sea por el hambre o el escorbuto, los piratas,
el fuego o los naufragios. Es claro que hay que poner tambi�n en la cuenta
de la propiedad establecida, y por consiguiente de la sociedad, los
asesinatos, envenenamientos, robos en los caminos, y los castigos mismos
de estos cr�menes, castigos necesarios para prevenir mayores males, pero
que, costando la vida a uno o m�s seres por la muerte de un hombre, no
dejan de doblar en realidad las p�rdidas de la especie humana. �Cu�ntos
medios vergonzosos de impedir el nacimiento de los hombres y defraudar a
la naturaleza, sea por esos gustos brutales y depravados que injurian a su
m�s bella obra, gustos que jam�s conocieron ni los salvajes ni los
animales y que han nacido en los pa�ses civilizados de la imaginaci�n
corrompida; sea por esos abortos secretos, dignos frutos de la relajaci�n
y del honor vicioso; sea por el abandono o la muerte de una multitud de
ni�os, v�ctimas de la miseria de sus padres o de la b�rbara verg�enza de
sus madres; sea, en fin, por la mutilaci�n de esos infortunados, una parte
de cuya existencia y toda su posteridad son consagradas a vanas canciones,
o, peor todav�a, a los celos brutales de algunos hombres, mutilaci�n que
en este �ltimo caso es un doble ultraje a la naturaleza: por el
tratamiento de quienes las sufren y por el uso a que se les destina!
Pero �no hay a�n mil casos m�s frecuentes y peligrosos en que los
derechos paternales ofenden abiertamente a la humanidad? �Cu�ntos talentos
perdidos e inclinaciones forzadas por la imprudente violencia de los
padres! �Cu�ntos hombres que se habr�an distinguido en una situaci�n
conveniente mueren desgraciados y deshonrados en otra hacia la cual no
sent�an inclinaci�n alguna! �Cu�ntos matrimonios felices, aunque
desiguales, han sido deshechos o perturbados, y cu�ntas castas esposas
deshonradas por este orden de condiciones, en contradicci�n con la
naturaleza! �Cu�ntas uniones extravagantes hechas por inter�s y reprobadas
por el amor y por la raz�n! �Cu�ntos esposos honestos y virtuosos sufren
mutuamente su suplicio por haber sido mal casados! �Cu�ntas j�venes e
infortunadas v�ctimas de la avaricia de sus familias se hunden en el vicio
o pasan sus tristes d�as en l�grimas, gimiendo en unos lazos indisolubles
que el coraz�n repugna y que s�lo el oro ha formado! �Felices algunas
veces aquellas que el valor y la virtud misma arrancan a la existencia
antes de que una b�rbara violencia las fuerce a pasarla en el crimen o en
la desesperaci�n! �Perdonadme, padres y madres para siempre dignos de
l�stima! Con pesar avivo vuestros sufrimientos, pero �ojal� puedan servir
de ejemplo eterno y terrible a quienquiera se atreva, en nombre mismo de
la naturaleza, a violar el m�s sagrado de sus derechos!
Si s�lo he hablado de esas uniones mal avenidas que son obra de
nuestra civilizaci�n, �cr�ese acaso que aquellas que fueron presididas por
el amor y la simpat�a est�n exentas de inconvenientes? �Qu� ser�a si yo
intentara presentar a la especie humana atacada en sus mismas fuentes, y
hasta en el m�s sagrado de todos los v�nculos, cuando no se escucha la voz
de la naturaleza sino despu�s de haber consultado la fortuna, y cuando,
confundi�ndose en el desorden social los vicios y las virtudes, la
continencia se convierte en una precauci�n criminal y la negativa a dar
vida a un semejante en un acto de humanidad? Pero, sin desgarrar el velo
que cubre tantos horrores, content�monos nosotros con indicar el mal, al
cual otros deben aportar el remedio.
A��dase a todo esto esa cantidad de oficios malsanos que abrevian la
existencia o destruyen el organismo, tales como los trabajos en las minas,
las diversas preparaciones de metales, de minerales, el plomo sobre todo;
del cobre, del mercurio, del cobalto, del ars�nico, del rejalgar; esos
otros oficios peligrosos que cuestan a diario la vida a muchos obreros,
unos plomeros, otros carpinteros, otros alba�iles, otros trabajadores de
las canteras; j�ntense, digo, todos esos objetos, y podr�n verse en el
establecimiento y perfecci�n de las sociedades las razones de la
disminuci�n de la especie, cosa que ya ha sido observada por m�s de un
fil�sofo.
El lujo, imposible de evitar entre hombres �vidos de sus propias
comodidades y de la consideraci�n ajena, acaba en seguida el mal empezado
por las sociedades, y, con el pretexto de dar de comer a los pobres, que
no se deb�a haber hecho, empobrece al resto y despuebla el Estado pronto o
tarde.
El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretende curar, o,
mejor, �l es el peor de todos los males en cualquier Estado, grande o
peque�o, que, por mantener turbas de lacayos y de miserables que �l mismo
ha hecho, agobia y arruina al campesino y al ciudadano, semejante a esos
vientos ardientes del Mediod�a que, cubriendo la hierba y las verduras de
los campos de insectos devoradores, quitan la subsistencia a los animales
�tiles y llevan la penuria y la muerte a todos los lugares en que se hacen
sentir.
De la sociedad y del lujo que ella engendra nacen las artes liberales
y mec�nicas, el comercio, las letras y todas esas inutilidades que hacen
florecer la industria y enriquecen y pierden a los Estados. La raz�n de
esta decadencia es muy sencilla. Es f�cil ver que, por su naturaleza, la
agricultura es la menos lucrativa de todas las artes, porque siendo sus
productos de los m�s indispensables para el hombre, su precio debe ser
proporcionado a las facultades de los m�s pobres. Del mismo principio
puede deducirse la siguiente regla: que, en general, las artes son
lucrativas en raz�n inversa de su utilidad, y que las m�s necesarias son
al cabo las m�s descuidadas. Por donde se ve lo que debe pensarse de las
verdaderas ventajas de la industria y del efecto real que resulta de sus
progresos.
Tales son las causas sensibles de todas las miserias a que son
lanzadas en fin por la opulencia las naciones m�s admiradas. A medida que
la industria y las artes se desarrollan y florecen, el campesino,
despreciado, cargado de impuestos necesarios para el mantenimiento del
lujo y condenado a pasar su existencia entre el trabajo y el hambre,
abandona sus tierras para buscar en las ciudades el pan que deb�a llevar a
ellas. Cuanto m�s las capitales deslumbran de admiraci�n los ojos
est�pidos del pueblo, m�s habr� que gemir viendo los campos abandonados,
las tierras sin cultivar, los grandes caminos inundados de desgraciados
ciudadanos convertidos en mendigos o salteadores y destinados a acabar un
d�a su miseria en un estercolero o en el suplicio. As� es como el Estado,
enriqueci�ndose por un lado, se debilita y despuebla por otro, y las m�s
poderosas monarqu�as, despu�s de grandes esfuerzos para hacerse opulentas
y al mismo tiempo desiertas, terminan por ser la presa de las naciones
pobres, que sucumben a la funesta tentaci�n de invadirlas, y que se
enriquecen y debilitan a su vez, hasta que ellas mismas sean invadidas y
destruidas por otras.
Expl�quesenos de una vez qu� es lo que ha podido producir esas nubes
de b�rbaros que durante tantos siglos han inundado a Europa, Asia y
�frica. �Eran la industria de sus artes, la sabidur�a de sus leyes, la
excelencia de su vida social las causas de su prodigiosa poblaci�n? Que
nuestros sabios tengan la bondad de decirnos por qu�, lejos de
multiplicarse hasta ese punto, esos hombres feroces y brutales, sin luces,
sin freno, sin educaci�n, no se exterminaban mutuamente a cada instante
disput�ndose el alimento o la caza; que nos expliquen c�mo esos miserables
han tenido el atrevimiento de mirar frente a frente a unas gentes tan
h�biles como nosotros, con tan hermosa disciplina militar, tan bellos
c�digos y tan sabias leyes; en fin, por qu�, despu�s que la sociedad se ha
perfeccionado en los pa�ses del Norte y despu�s de tanto trabajo para
ense�ar a esos hombres sus mutuos deberes y el arte de vivir agradable y
apaciblemente en sociedad, no se vuelven a ver salir multitudes de hombres
como en otro tiempo. Mucho me temo que no salga alguno respondi�ndome que
todas esas grandes cosas, a saber: las artes, las ciencias y las leyes,
han sido sabiamente inventadas por los hombres como una peste saludable
para prevenir la excesiva multiplicaci�n de la especie, de miedo a que el
mundo que nos est� destinado resultara al cabo harto peque�o para sus
habitantes.
�C�mo? �Es necesario destruir las sociedades, suprimir el tuyo y el
m�o y volver a vivir en los bosques con los osos? Consecuencia al modo de
mis adversarios, que me gusta tanto prever como dejarles la verg�enza de
deducirla. �Oh vosotros a quienes no ha llegado la voz del cielo y que no
reconoc�is a vuestra especie otro destino que el de acabar en paz esta
corta vida; vosotros los que pod�is dejar en medio de las ciudades
vuestras funestas adquisiciones, vuestros esp�ritus inquietos, vuestros
corazones corrompidos y vuestros deseos desenfrenados! �Volved a vuestra
antigua y primera inocencia, puesto que depende de vosotros; id a los
bosques a perder de vista y olvidar los cr�menes de vuestros
contempor�neos, y no tem�is envilecer a vuestra especie renunciando a sus
luces por renunciar a sus vicios! En cuanto a los hombres como yo, cuyas
pasiones han destruido para siempre la sencillez original, que no pueden
ya alimentarse con hierbas y bellotas, ni prescindir de jefes ni de leyes;
los que fueron honrados en su primer padre con lecciones sobrenaturales;
los que ver�n en la intenci�n de dar a las acciones humanas una moralidad
que no hubiesen adquirido en mucho tiempo la raz�n de un precepto
indiferente en s� mismo e inexplicable en cualquier otro sistema;
aquellos, en una palabra, que est�n convencidos de que la voz divina llama
a todo el g�nero humano a las luces y a la felicidad de las celestiales
inteligencias, todos esos intentar�n, por el ejercicio de las virtudes que
se obligan a practicar aprendiendo a conocerlas, merecer el premio eterno
que deben esperar; respetar�n los lazos sagrados de las sociedades de que
son miembros; amar�n a sus semejantes y los servir�n con todas sus
fuerzas; obedecer�n escrupulosamente a las leyes y a los hombres que son
sus autores y ministros; honrar�n especialmente a los buenos y sabios
pr�ncipes que sepan prevenir, remediar o atenuar esa multitud de abusos y
males pronta siempre a agobiarnos; animar�n el celo de esos dignos jefes
ense��ndolos sin temor ni adulaci�n la grandeza de su empresa y el rigor
de sus deberes; pero no por eso dejar�n de despreciar una organizaci�n que
no puede mantenerse sino mediante la ayuda de tantas gentes respetables
que m�s frecuentemente se desean que se consiguen, y de la cual, a pesar
de todos sus cuidados, nacen a diario m�s calamidades reales que aparentes
beneficios.
16. Entre los hombres que conocemos, bien por nosotros mismos, bien
por los historiadores y viajeros, unos son blancos, otros son negros,
otros son rojos; unos llevan el cabello largo, otros tienen s�lo lana
rizada; unos son velludos casi del todo, otros no tienen ni aun barba. Han
existido y acaso existan pueblos de hombres de talla gigantesca, y,
dejando de lado la f�bula de los pigmeos, que puede muy bien no ser sino
pura exageraci�n, se sabe que los lapones, especialmente los
groenlandeses, son de talla bastante inferior a la media del hombre.
Incluso se pretende que hay pueblos enteros en que los hombres tienen cola
como los cuadr�pedos. Y, sin conceder una fe excesiva a los relatos de
Herodoto y Ctesias, se puede al menos sacar esta conclusi�n bastante
veros�mil: que si se hubieran podido hacer buenas observaciones en esos
tiempos antiguos, en que los diversos pueblos segu�an costumbres m�s
distintas entre s� que hoy d�a, se hubiesen observado, tanto en la figura
como en la conformaci�n del cuerpo, variaciones mucho m�s sorprendentes.
Todos estos hechos, de los cuales es f�cil presentar pruebas
incontestables, no pueden sorprender sino a aquellos que est�n
acostumbrados a no ver m�s que los objetos que los rodean y que ignoran
los poderosos efectos de las variaciones del clima, del aire, de los
alimentos, de la manera de vivir, de las costumbres en general, y sobre
todo la fuerza asombrosa de las mismas causas cuando obran
ininterrumpidamente sobre una larga serie de generaciones. Hoy que el
comercio, los viajes y las conquistas aproximan cada vez m�s a los
diversos pueblos y que sus costumbres se confunden sin cesar por la
frecuente comunicaci�n, se advierte que ciertas diferencias nacionales se
han atenuado; as�, por ejemplo, puede observar cualquiera que los
franceses actuales no tienen ya aquellos cuerpos grandes, blancos y rubios
descritos por los historiadores latinos, aunque el tiempo, junto con la
mezcla de francos y normandos, blancos y rubios tambi�n, hubiera debido
restaurar lo que el frecuente trato con los romanos hubiese podido restar
a la influencia del clima sobre la constituci�n natural y el color de los
habitantes. Todas estas observaciones acerca de las diferencias que mil
causas pueden producir y han producido en la especie humana me hacen dudar
si diversos animales parecidos a los hombres, considerados como bestias
por los viajeros sin detenido examen, o a causa de algunas diferencias en
su conformaci�n exterior, o solamente por que esos animales no hablaban,
no ser�an, en efecto, verdaderos hombres salvajes cuya raza, antiguamente
dispersa en los bosques, no hubiera tenido ocasi�n de desarrollar ninguna
de sus facultades virtuales, ni adquirir ning�n grado de perfecci�n, y se
hallaba todav�a en el primitivo estado natural. Demos un ejemplo de lo que
quiero decir:
�Encu�ntrase en el reino del Congo -dice el traductor de la Historia
de los viajes- gran n�mero de esos animales que en las Indias orientales
llaman orangutanes, los cuales ocupan como un t�rmino medio entre la
especie humana y los babuinos. Battel refiere que en los bosques de
Mayomba, en el reino de Loango, se ven dos especies de monstruos, los m�s
grandes de los cuales se llaman pongos y los otros enjocos. Los primeros
tienen una semejanza exacta con el hombre, pero son mucho m�s robustos y
de mayor talla. Tienen un rostro humano, pero los ojos muy hundidos; sus
manos, sus mejillas, sus orejas no tienen pelo, excepto las cejas, que son
muy largas. Aunque tienen el resto del cuerpo bastante velludo, el pelo no
es excesivamente espeso, y su color es moreno. En fin, la �nica parte que
los distingue del hombre es la pierna, que carece de pantorrilla. Andan
derechos, sujet�ndose con la mano el pelo del cuello. Viven retirados en
los bosques; duermen encima de los �rboles y se construyen una especie de
techo que los resguarda de la lluvia. Su alimento lo constituyen las
frutas o nueces silvestres; nunca comen carne. Los negros acostumbran,
cuando atraviesan de noche los bosques, encender fuegos; por la ma�ana,
cuando se marchan, observan que los pongos ocupan su plaza alrededor del
fuego y no se retiran hasta que se apaga, pues, aunque tienen mucha
habilidad, no tienen suficiente, entendimiento para entretener el fuego
echando le�a.
�Caminan a veces en grandes grupos y matan a los negros que cruzan
los bosques. Tambi�n se arrojan sobre los elefantes que van a pastar a los
sitios en que ellos se encuentran, y tanto los molestan a palos o
pu�etazos, que los obligan a huir lanzando gritos. Nunca se cogen pongos
vivos, porque son tan fuertes, que diez hombres no ser�an suficientes para
coger a uno solo; pero los negros cogen gran n�mero de pongos j�venes
despu�s de haber matado a la madre, a cuyo cuerpo el peque�o se agarra
fuertemente. Cuando muere uno de estos animales, los dem�s cubren su
cuerpo con un mont�n de ramas o de hojas. Purchass cuenta que en las
conversaciones que hab�a tenido con Battel le hab�a o�do referir que un
pongo le arrebat� mi negrito, el cual pas� un mes entero entre esos
animales, pues no hacen da�o alguno a los hombres que sorprenden, por lo
menos cuando �stos no los miran, como hab�a observado el negrito. Battel
no ha descrito la segunda especie de esos monstruos.
Dapper confirma que el Congo est� lleno de esos animales que llevan
en las Indias el nombre de orangutanes, es decir, habitantes de los
bosques, y que los africanos llaman quojas-morros. Este animal es tan
parecido al hombre -dice-, que a algunos viajeros se los ha ocurrido
pensar si pod�a haber nacido de una mujer y un mono, quimera que los
mismos negros rechazan. Uno de esos animales fue transportado a Holanda y
presentado al pr�ncipe de Orango Federico Enrique. Ten�a la altura de un
ni�o de tres a�os y era de mediano, gordura, pero cuadrado y bien
proporcionado, muy �gil y vivo, las piernas carnosas y robustas, la parte
anterior del cuerpo desnuda, pero la posterior cubierta de pelo negro. A
primera vista, su cara parec�a la de un hombre, pero ten�a la nariz
aplastada y retorcida; sus orejas eran tambi�n como en la especie humana;
los pechos, pues era hembra, redondeados; el ombligo, hundido; los
hombros, bien proporcionados; las manos, divididas en dedos y pulgares;
sus pantorrillas y talones, gruesos y carnosos. Andaba con frecuencia
derecho sobre sus dos pies, y era capaz de alzar y llevar pesos bastante
grandes. Cuando quer�a beber cog�a con una mano la tapadera y con la otra
ten�a el jarro por el culo; despu�s se limpiaba graciosamente los labios.
Para dormir pon�a la cabeza en un almohad�n, tap�ndose con tanta
habilidad, que se le hubiera tomado por un hombre en el lecho. Los negros
refieren cosas extra�as sobre este animal; aseguran que no solamente
fuerza a las mujeres y a las muchachas, sino que no teme atacar a hombres
armados. En una palabra: hay bastante probabilidad de que sea el s�tiro de
los antiguos. Merolla habla seguramente de estos animales cuando cuenta
que los negros cogen algunas veces en sus cacer�as hombres y mujeres
salvajes.�
Tambi�n se habla de esa especie de animales antropomorfos en el
tercer tomo de la misma Historia de los viajes, bajo el nombre de begos y
mandriles; mas, para no volver a las anteriores descripciones, digamos que
se encuentran en la descripci�n de estos supuestos monstruos sorprendentes
analog�as, con la especie humana y diferencias menores que las que pod�an
se�alarse de hombre a hombre. No se hallan en estos pasajes las razones en
que se fundan los autores para negar a los animales en cuesti�n el nombre
de hombres salvajes; pero es f�cil comprender que es a causa de su
estupidez y tambi�n porque no hablan, flojas razones para aquellos que
saben que, aunque el �rgano de la palabra es natural al hombre, no lo es
la palabra misma, y que conocen hasta qu� punto su perfectibilidad puede
haber llevado al hombre por encima de su estado original. El esca o n�mero
de l�neas que contienen esas descripciones nos permite juzgar qu� mal han
sido observados esos animales y con qu� prejuicios han sido considerados.
Por ejemplo: son calificados de monstruos, y, sin embargo, se conviene en
que engendran. En un lugar, Battel dice que los pongos matan a los negros
cuando �stos cruzan los bosques; en otro, Purchass afirma que no les hacen
ning�n da�o, aun cuando los sorprendan, por lo menos si los negros no se
paran a mirarlos. Los pongos se re�nen alrededor de las hogueras
encendidas por los negros cuando �stos se retiran, y se marchan a su vez
cuando el fuego se apaga. Este es el hecho; he aqu� ahora el comentario
del observador: pues, aunque tienen mucha habilidad, no poseen
entendimiento suficiente para mantener el fuego arrojando le�a. Quisiera
adivinar c�mo Battel, o Purchass su compilador, ha podido saber que la
retirada de los pongos es un efecto de su estupidez y no de su voluntad.
En un clima como el de Loango, el fuego no es una cosa muy necesaria a los
animales, y si los negros los encienden es m�s para ahuyentar a las fieras
que contra el fr�o. Es, pues, muy sencillo que, despu�s de haber estado
alg�n tiempo entreteni�ndose con las llamas, o luego de haberse calentado
bien, los pongos se cansen de estar siempre en el mismo sitio y se marchen
a buscar su alimento, que exige m�s tiempo que si comieran carne. Por otro
lado, se sabe que la mayor�a de los animales son naturalmente perezosos y
que se resisten a toda clase de cuidados que no son de absoluta necesidad.
Parece, en fin, muy extra�o que los pongos, cuya destreza y fuerza se
alaban, que saben enterrar sus muertos y construirse techos de ramas, no
sepan echar le�a al fuego. Recuerdo perfectamente haber visto hacer a un
mono esta misma maniobra que se pretende no pueden hacer los pongos; es
verdad que mi atenci�n no estaba entonces inclinada de este lado, y que
comet� igual falta que reprocho a esos viajeros, descuidando examinar si
la intenci�n del mono era, en efecto, entretener el fuego o simplemente,
como yo creo, imitar la acci�n de un hembra. Sea lo que fuere, est�
suficientemente demostrado que el mono no es una variedad del hombre, no
s�lo porque est� privado de la facultad de pensar, sino porque es evidente
que su especie carece de la facultad de perfeccionarse, que constituye el
car�cter espec�fico de la especie humana, experiencias que parece no haber
sido hechas con suficiente atenci�n con el pongo y el orangut�n para poder
sacar la misma conclusi�n. Habr�a, sin embargo, un medio por el cual, si
el orangut�n y otros eran de la especie humana, los observadores menos
h�biles podr�an asegurarse de ello hasta con demostraci�n pr�ctica; pero,
adem�s de que no bastar�a para esta experiencia una sola generaci�n, debe
pasar por impracticable, porque ser�a necesario que lo que s�lo es mera
suposici�n fuera demostrado cierto antes de que la prueba corroborativa
pudiera ser intentada inocentemente.
Los juicios precipitados, que no son fruto de una raz�n esclarecida,
est�n propensos a caer en el exceso. Nuestros viajeros convierten sin
reparo en bestias, bajo el nombre de pongos, de mandriles, de orangutanes,
a esos mismos seres que los antiguos, con el nombre de s�tiros, faunos y
silvanos, hac�an divinidades. Tal vez, despu�s de investigaciones m�s
exactas, se halle que no son ni bestias ni dioses, sino hombres. Entro
tanto, me parece que debe darse la preferencia sobre estas cuestiones a
Merolla, ilustrado religioso, testigo ocular y que, a pesar de su
ingenuidad, no dejaba de ser un hombre de esp�ritu, que no al comerciante
Battel, a Dapper, Punchass y dem�s compiladores.
�Qu� juicio habr�an formulado semejantes observadores sobre el ni�o
hallado en 1694, del que ya he hablado en la nota 8.�, que no daba prueba
alguna de raz�n, andaba a cuatro pies, carec�a de lenguaje articulado y
emit�a unos sonidos en nada parecidos a los de un hombre? Pas� mucho
tiempo, contin�a el mismo fil�sofo que me refiere el hecho, antes de que
pudiera proferir algunas palabras. En cuanto pudo hablar se le pregunt�
sobre su primer estado, pero no recordaba mucho m�s que recordamos
nosotros de lo que nos ha sucedido en la cuna. Si, desgraciadamente para
�l, esta criatura hubiera ca�do en manos de nuestros viajeros, no cabe
duda que, despu�s de haber observado su silencio y su estupidez, habr�an
tornado el partido de dejarlo en los bosques, o bien de encerrarlo en una
casa de fieras, despu�s de lo cual hubieran hablado sabiamente de �l en
bonitas relaciones como de una bestia muy curiosa y que se parec�a mucho
al hombre.
Desde hace tres o cuatro siglos los habitantes de Europa inundan las
otras partes del mundo y publican incesantemente nuevas colecciones de
viajes y relatos; pero yo estoy persuadido de que los �nicos hombres que
conocemos son los europeos, y aun parece, debido a los prejuicios
rid�culos, que no se han extinguido ni entre las gentes de letras, que no
hace cada uno, bajo el pomposo nombre de estudio del hombre, sino el
estudio de los hombres de su pa�s. Los particulares van y vienen de un
pueblo a otro, pero la filosof�a parece que no viaja; as�, la de un pueblo
parece poco a prop�sito para otro. La raz�n de esto es manifiesta, al
menos por lo que se refiere a las regiones apartadas; s�lo hay cuatro
clases de hombres que realicen largos viajes: los marinos, los
comerciantes, los soldados y los misioneros. Ahora bien; no puede
esperarse que las tres clases primeras proporcionen buenos observadores;
en cuanto a los �ltimos, ocupados en una vocaci�n sublime, aunque no
estuvieran sujetos a los prejuicios de su condici�n como los otros, debe
creerse que no se entregar�an voluntariamente a investigaciones que
parecen de pura curiosidad y que los distraer�an de trabajos m�s
importantes a que est�n destinados. Por lo dem�s, para ense�ar el
Evangelio no hace falta m�s que celo, y Dios pone el resto; mas para
estudiar a los hombres son precisas aptitudes que Dios no se compromete a
dar a nadie y que no siempre son patrimonio de los santos.
No se abre un libro de viajes en que no se vean descripciones de
caracteres y costumbres; pero queda uno sorprendido viendo que esas gentes
que tantas cosas han descrito no han dicho m�s que lo que ya sab�a cada
cual, no han sabido advertir al otro extremo del mundo sino lo que
hubieran podido observar en su propia calle, y que esos rasgos verdaderos
que distinguen a los pueblos y atraen la mirada de los ojos hechos para
ver han escapado casi siempre a los suyos. De aqu� ha salido ese bello
principio de moral tan rebatido por la turba filosofante: que los hombres
son iguales en todas partes; que, teniendo en todo lugar las mismas
pasiones y los mismos vicios, es perfectamente in�til tratar de
caracterizar a los diferentes pueblos; lo que est� tan bien discurrido
como si se dijera que no pod�a distinguirse a Juan de Pedro porque ambos
tienen nariz, boca y ojos.
�No se ver�n renacer aquellos tiempos felices en que los pueblos no
se mezclaban en la filosof�a, en que los Platones, los Tales y los
Pit�goras, pose�dos de un ardiente deseo de sabor, emprend�an grandes
viajes �nicamente para instruirse y sacudir lejos de su patria el yugo de
los prejuicios nacionales, aprender a conocer a los hombres por sus
semejanzas y por sus diferencias y adquirir esos conocimientos universales
que no son de un siglo ni de un pa�s exclusivamente, sino que, por ser de
todos los tiempos y lugares, constituyen, por as� decir, la ciencia com�n
de los sabios?
Se admira la munificencia de algunos curiosos que han hecho o ayudado
a hacer, sin reparar en gastos, viajes en Oriente con sabios y pintores
para dibujar las ruinas y descifrar o copiar las inscripciones; pero
apenas concibo c�mo en un siglo en que todo el mundo se envanece de bellos
conocimientos no se encuentran dos hombres cordialmente unidos, ricos uno
en dinero y otro en genio, amantes de la gloria y de la inmortalidad,
dispuestos a sacrificar, uno veinte mil escudos de su fortuna, otro diez
a�os de su vida, en un c�lebre viaje alrededor del mundo para estudiar, no
plantas y piedras, sino a los hombres y las costumbres, y que, despu�s de
tantos siglos empleados en medir y estudiar la casa, se dispusieran al fin
a conocer a los que la habitan.
Los acad�micos que han recorrido la parte septentrional de Europa y
la meridional de Am�rica ten�an por objeto visitarlas m�s como ge�metras
que como fil�sofos. Sin embargo, como eran a la vez ambas cosas, no pueden
mirarse como completamente desconocidas las regiones vistas y descritas
por los La Condamine y los Maupertuis. El lapidario Chard�n, que ha
viajado como Plat�n, no ha dejado nada por decir sobre Persia. China
parece haber sido bien observada por los jesuitas. Kempfer da una idea
pasable de lo poco que ha visto en el Jap�n. Fuera de estas referencias,
no conocemos las Indias orientales, �nicamente frecuentadas por europeos
m�s atentos a llenar sus bolsas que sus cabezas. El �frica entera, con sus
numerosos habitantes, tan singulares por su car�cter como por su color,
est� todav�a sin explorar. La tierra est� cubierta de naciones de las
cuales no conocemos m�s que los nombres, �y pretendemos juzgar al g�nero
humano! Supongamos un Montesquieu, un Buff�n, un Diderot, un Duclos, un
D'Alembert, un Condillac u hombres de este temple viajando para instruir a
sus compatriotas, observando y descubriendo como ellos saben hacerlo
Turqu�a, Egipto, Berber�a, el imperio de Marruecos, la Guinea, el
territorio de los cafres, el interior de �frica y sus costas orientales,
las Malabares, el Mogol, las riberas del Ganges, los reinos de Siam, de
Pegu, de Ava, la China y Tartaria, y especialmente el Jap�n; despu�s, en
el otro hemisferio, M�jico, Per�, Chile, territorios magall�nicos, sin
olvidar los Patagones, falsos o verdaderos; Tucum�n, Paraguay, si era
posible; el Brasil, los Caribes, la Florida y todas las regiones salvajes.
Este ser�a el viaje m�s importante de todos, el que habr�a que hacer con
la m�s extrema atenci�n. Supongamos que estos nuevos H�rcules, de regreso
de sus excursiones memorables, escribieran holgadamente la historia
natural, moral y pol�tica de lo que hab�an visto; nosotros mismos ver�amos
salir un mundo nuevo de su pluma y as� aprender�amos a conocer el nuestro.
Digo que cuando tales observadores afirmaran que tal animal era un hombre,
y de otro que era una bestia, se les podr�a creer; pero ser�a una gran
simpleza conceder el mismo cr�dito a esos viajeros incultos, con los
cuales se siente algunas veces la intenci�n de examinar la misma cuesti�n
que ellos se meten a resolver sobre otros animales.

17. Esto me parece de la mayor evidencia y no puedo concebir de d�nde


hacen nacer nuestros fil�sofos todas las pasiones que atribuyen al hombre
natural. Exceptuadas las puras necesidades f�sicas, que la misma
naturaleza exige, todas nuestras restantes necesidades no son tales sino
por la costumbre, con anterioridad a la cual no eran tales necesidades, o
por nuestros deseos, y no se desea lo que no se conoce. De aqu� se deduce
que, no deseando el hombre salvaje m�s que las cosas conocidas, y no
conociendo sino aquello que est� a su alcance o es f�cil de adquirir, nada
debe haber tan tranquilo como su alma y tan limitado como su esp�ritu.

18. C�lebre r�o de la pen�nsula del Peloponeso, a cuya orilla se


asentaba Esparta. Los espartanos, despu�s de hacer el ejercicio, corr�an
llenos de sudor y de polvo a ba�arse en sus aguas. Las alusiones al
Eurotas son muy frecuentes en las tradiciones de Esparta. Cu�ntase en una,
como ejemplo del car�cter de las mujeres espartanas, que una de ellas,
viendo a su hijo huir de un combate, le mat� con sus propias manos,
exclamando: �Las aguas del Eurotas no corren para los ciervos!�
19. Encuentro en el Gobierno civil de Locke una raz�n demasiado
especiosa para que me sea permitido ocultarla. �Como el fin de la uni�n
entre el macho y la hembra -dice ese fil�sofo- no es simplemente el de
procrear, sino el de propagar la especie, esta sociedad debe durar, aun
despu�s de la procreaci�n, por lo menos tanto tiempo como es necesario
para la alimentaci�n y la conservaci�n de los procreados, es decir, hasta
que sean capaces de proveer por s� mismos a sus necesidades. Esta regla,
que la infinita sabidur�a del Creador ha establecido sobre todas las obras
de sus manos, vemos que es observada por las criaturas inferiores al
hombre constantemente y con exactitud. Entre los animales que se nutren de
hierba la sociedad entre el macho y la hembra no dura m�s tiempo que cada
acto de ayuntamiento, porque, como las mamas de la madre son suficientes
para nutrir a las cr�as hasta que �stas son capaces de comer la hierba, el
macho se contenta con engendrar y no se ocupa m�s despu�s de la hembra ni
de los peque�uelos, a cuya subsistencia en nada puede contribuir. Pero
entre los animales carn�voros la sociedad dura m�s tiempo, a causa de que,
no pudiendo la madre proveer a su propia subsistencia y a alimentar al
mismo tiempo a sus cachorros con su sola presa, que es una manera de
alimentarse mucho m�s laboriosa y peligrosa que la herb�vora, la
asistencia del macho es indispensable para el sostenimiento de su com�n
familia, si puede usarse este t�rmino, la cual, mientras no pueda ir a
buscar alguna presa, no podr� subsistir sin los cuidados del macho y de la
hembra. La misma cosa se observa en todas las aves, exceptuados algunos
p�jaros dom�sticos que se encuentran en sitios en que la abundancia de
alimento exime al macho del cuidado de alimentar a las cr�as; se ve que
mientras las cr�as en sus nidos tienen necesidad del sustento, el macho y
la hembra se lo llevan hasta que los peque�uelos pueden volar y proveer a
su subsistencia.
�Y en esto consiste, en mi opini�n, la principal, si no la �nica
raz�n de por qu� el macho y la hembra, en el g�nero humano, est�n
obligados a una sociedad m�s duradera que entre las dem�s criaturas. Esta
raz�n es que la mujer es capaz de concebir, y ordinariamente queda de
nuevo embarazada y pare un nuevo hijo mucho antes de que el precedente
est� en situaci�n de poder prescindir de la ayuda de sus padres y pueda
atender por s� mismo a sus necesidades. De este modo, obligado un padre a
cuidar de los hijos que ha engendrado y a hacerlo por mucho tiempo,
tambi�n est� en la obligaci�n de vivir en la sociedad conyugal con la
misma mujer de quien los ha tenido y de permanecer en esta sociedad mucho
m�s tiempo que las otras criaturas, cuyos peque�uelos pueden subsistir por
s� mismos antes de que llegue la �poca de una nueva procreaci�n, y el lazo
entre macho y hembra se rompe por s� mismo y uno y otro quedan en plena
libertad hasta que la �poca en que acostumbran ayuntarse los animales los
obligue a escoger nuevos compa�eros. En este punto no se sabr�a admirar
bastante la sabidur�a del Creador, que, habiendo dado al hombre cualidades
propias para proveer tanto al porvenir como al presente, ha querido y
hecho de manera que la sociedad del hombre durara mucho m�s tiempo que la
del macho y la hembra entre las dem�s criaturas, a fin de que la industria
del hombre y de la mujer fuera m�s excitada y sus intereses m�s unidos,
con objeto de hacer provisiones para sus hijos y dejarles hacienda, por no
haber nada m�s perjudicial para los hijos que una uni�n incierta y vaga o
una disoluci�n f�cil y frecuente de la sociedad conyugal.�
El mismo amor de la verdad que me ha hecho exponer sinceramente esta
objeci�n me excita a acompa�arle de algunas observaciones, si no para
resolverla, al menos para aclararla.
1.� Se�alar� en primer lugar que las pruebas morales no tienen gran
fuerza en materia de f�sica y que sirven m�s bien para justificar hechos
existentes que para constatar la existencia real de esos hechos. Ahora
bien; tal es el g�nero de pruebas que Locke aduce en el pasaje que he
copiado; pues aunque pueda ser ventajoso para la especie humana que la
uni�n entre el hombre y la mujer sea permanente, no se deduce que as� haya
sido establecido por la naturaleza; de otro modo habr�a que decir tambi�n
que ella ha instituido la sociedad civil, las artes, el comercio y cuanto
se pretende ser �til a los hombres.
2.� Ignoro d�nde ha hallado Locke que entre los animales de presa la
sociedad del macho y la hembra dure m�s tiempo que entre los herb�voros y
que uno ayude al otro a alimentar a las cr�as, pues no se ve que el perro,
el gato, el oso ni el lobo reconozcan a su hembra mejor que el caballo, el
carnero, el toro, el ciervo y los dem�s animales cuadr�pedos a la suya.
Parece, al contrario, que si el concurso del macho fuera necesario a la
hembra para conservar sus peque�uelos, esto suceder�a sobre todo en las
especies que s�lo viven de hierbas, porque la hembra necesita mucho tiempo
para pastar y en este intervalo se ve forzada a descuidar sus cr�as,
mientras que una osa o una loba tienen m�s tiempo para amamantar sus
peque�uelos porque devoran en un instante su presa. Este razonamiento est�
confirmado por el examen del n�mero relativo de mamas y de hijuelos que
distingue las especies carniceras de las frug�voras, de lo que he tratado
en la nota 14�. Si esta observaci�n es justa y general, como la mujer s�lo
tiene dos tetas y no da existencia cada vez mas que a un hijo, �sta es una
fuerte raz�n m�s para dudar que la especie humana sea naturalmente
carnicera; de suerte que me parece que para llegar a la conclusi�n de
Locke ser�a necesario invertir su razonamiento. No tiene m�s solidez la
misma distinci�n aplicada a las aves; porque �qui�n podr� admitir que la
uni�n del macho y la hembra es m�s duradera entre los buitres y los
cuervos que entre las t�rtolas? Tenemos dos especies de aves dom�sticas,
el pato y el pich�n, que nos dan ejemplo completamente contrario al
sistema de ese autor. El pich�n, que s�lo vive de granos, sigue unido con
su hembra y juntos alimentan a las cr�as. El pato, cuya voracidad es
conocida, no reconoce ni a la hembra ni a sus cr�as y no ayuda en nada a
su sustento, y entre los pollos, especie que no es menos carn�vora, no se
ve que el gallo se preocupe poco ni mucho de la pollaz�n. Si en otras
especies el macho comparte con la hembra el cuidado de alimentar los
peque�uelos es porque �stos, que no pueden volar en seguida ni pueden ser
amamantados por la madre, est�n en peores condiciones que los cuadr�pedos
para poderse pasar sin la ayuda del padre, mientras que a estos �ltimos
les basta con las mamas de la madre, por lo menos durante cierto tiempo.
3.� Hay mucha incertidumbre sobre el hecho principal que sirve de
base a todo el razonamiento de Locke, porque para saber, como �l pretende,
si en el puro estado natural la mujer queda por lo general embarazada de
nuevo y da a luz un nuevo hijo mucho tiempo antes que el anterior pueda
proveer por s� mismo a sus necesidades, har�an falta experiencias que
seguramente no ha hecho Locke ni nadie puede hacer. La cohabitaci�n
continua del marido y la mujer es tan propicia a exponerse a un nuevo
embarazo, que es muy dif�cil creer que el ayuntamiento fortuito o el
impulso �nico del temperamento produzcan efectos tan frecuentes en el puro
estado natural que en el de la sociedad conyugal; esta lentitud acaso
contribuir�a a hacer a los ni�os m�s robustos y podr�a ser, por otra
parte, compensada por la facultad de concebir prolongada hasta una edad
m�s avanzada en las mujeres que hubieran abusado menos de ella en su
juventud. Respecto a los ni�os, hay bastantes razones para creer que sus
fuerzas y �rganos se desarrollan m�s tarde entre nosotros que en el estado
primitivo de que hablo. La debilidad original que heredan de sus padres,
el cuidado que se tiene de envolver y torturar sus miembros, la molicie en
que se cr�an y quiz� tambi�n el uso de leche distinta a la de su madre,
todo contrar�a y retarda en ellos los primeros progresos de la naturaleza.
La aplicaci�n que se les exige sobre mil cosas en las cuales tienen que
tener fija continuamente su atenci�n, mientras que no se da ning�n
ejercicio a sus fuerzas corporales, puede tambi�n trabar considerablemente
su crecimiento; de modo que si, en lugar de sobrecargar y fatigar desde el
principio sus esp�ritus de mil maneras, se dejara que ejercitasen su
cuerpo en los movimientos continuos que la naturaleza parece exigirles, es
de creer que estar�an mucho antes en condici�n de andar, de accionar y de
atender por s� mismos a sus necesidades.
4.� En fin, Locke prueba, cuando m�s, que podr�a muy bien existir en
el hombre un motivo de seguir unido a la mujer cuando �sta tiene un hijo;
pero no prueba de ning�n modo que ha debido unirse a ella antes del parto
y durante los nuevo meses de su embarazo. Si una mujer es indiferente al
hombre durante esos nueve meses y si aun llega a no reconocerla, �por qu�
la va a ayudar despu�s del parto?�Por qu� va a ayudarla a criar un ni�o
que no sabe si le pertenece enteramente y cuyo nacimiento no ha resuelto
ni previsto? Locke supone evidentemente de qu� se trata, pues no es
cuesti�n de saber por qu� el hombre sigue unido a la mujer despu�s del
alumbramiento, sino por qu� se une a ella despu�s de la concepci�n.
Satisfecho el apetito sexual, el hombre no tiene necesidad de la mujer ni
la mujer del hombre. �ste no tiene la menor preocupaci�n ni tal vez la
menor idea de las consecuencias de su acto. Cada uno se va por su lado, y
no hay la menor raz�n para suponer que al cabo de nueve meses recuerden
haberse conocido, pues esta clase de memoria, por la cual un individuo da
su preferencia a otro para el acto de la generaci�n, exige, como pruebo en
el texto, m�s adelanto o corrupci�n en el entendimiento humano que puede
concebirse en el estado de animalidad de que aqu� se trata. Cualquier
mujer puede satisfacer tan bien como la otra los nuevos deseos del hombre,
y otro hombre satisfacer a la misma mujer, suponiendo que sienta el mismo
apetito durante la pre�ez, de lo que puede razonablemente dudarse. Y si en
el estado de naturaleza la mujer no siente la pasi�n amorosa despu�s de la
concepci�n del hijo, la dificultad de su sociedad con el hombre h�cese
mucho mayor, porque entonces no necesita ni del hombre que la ha fecundado
ni de otro alguno. No hay, pues, en el hombre ninguna raz�n para buscar la
misma mujer ni en la mujer para buscar el mismo hombre. El razonamiento de
Locke cae por tierra, y toda la dial�ctica de este fil�sofo no le ha
garantido contra la falta que Hobbes y otros han cometido. Ten�an que
explicar un hecho del estado natural, es decir, de un estado en que los
hombres viv�an aislados, en que ning�n hombre ten�a motivo alguno para
permanecer al lado de otro, ni acaso los hombres de vivir al lado unos de
otros, lo que todav�a es peor; y no han pensado en transportarse m�s all�
de los siglos de la sociedad, es decir, de estos tiempos en que los
hombres tienen siempre una raz�n de permanecer unidos y en los cuales tal
hombre tiene con frecuencia alg�n motivo para seguir al lado de tal hombre
o mujer.

20. Me guardar� mucho de embarcarme en las reflexiones filos�ficas


que habr�a que hacer sobre las ventajas e inconvenientes de esta
instituci�n de las lenguas. No es a m� a quien se permite atacar los
vulgares errores y el pueblo ilustrado respeta demasiado sus prejuicios
para soportar con paciencia mis pretendidas paradojas. Dejemos, pues,
hablar a las gentes a quienes no se ha incriminado que osaran algunas
veces tomar el partido de la raz�n contra la opini�n de la multitud. Nec
quidquam felicitati humani generis decederet, si, pulsa tot linguarum
peste et confusione, unam artem callerent mortales, et signis, motibus
gestibusque, licitum foret quidvis explicare. Nunc vero ita comparatum
est, ut animalium quoe vulgo bruta credentur melior longe quam nostra hac
in parte videatur conditio utpote quae promptius, et forsan felicius,
sensus et cogitationes suas sine interprete significent, quam ulli queant
mortales, praesertim si peregrino utantur sermone. (Is. Vossius, de
Poemat. cant. et viribus rhythmi.)

21. Plat�n, demostrando c�mo las ideas de la cantidad discreta y sus


relaciones son necesarias hasta en las menores artes, se burla con raz�n
de los autores de su tiempo, que pretend�an que Palamedes hab�a inventado
los n�meros en el sitio de Troya, como si, dice el fil�sofo, Agamen�n
hubiera podido ignorar hasta entonces cu�ntas piernas ten�a. Se comprende,
en efecto, la imposibilidad de que la sociedad y las artes hubieran
llegado a donde se encontraban ya cuando el sitio de Troya si los hombres
no hubieran usado los n�meros y el c�lculo; pero la necesidad de conocer
los n�meros antes que adquirir otros conocimientos hace dif�cil imaginar
su invenci�n. Una vez conocido el nombre de los n�meros es f�cil explicar
su sentido y excitar las ideas que esos nombres representan; mas para
inventarlos ha sido preciso, antes de haberse familiarizado, por as�
decir, con las meditaciones filos�ficas, ejercitarse en conocer a los
seres por su sola esencia e independientemente de toda otra percepci�n;
abstracci�n muy penosa, muy metaf�sica, muy poco natural y sin la cual, no
obstante, esas ideas nunca se hubieran podido transferir de una especie o
g�nero a otro, ni los n�meros hacerse universales. Un salvaje pod�a
considerar separadamente su pierna derecha y su pierna izquierda, y mirar
ambas bajo la idea indivisible de un par; pero no pensar que ten�a dos,
porque, una cosa es la idea representativa, que nos pinta un objeto, y
otra la idea num�rica, que lo determina. Todav�a menos pod�a calcular
hasta cinco, y aunque poniendo una mano sobre otra hubiera podido observar
que los dedos se correspond�an exactamente, estar�a lejos de pensar en su
igualdad num�rica; no sab�a mucho mejor el n�mero de sus dedos que el de
sus cabellos, y si, despu�s de haberle hecho comprender qu� son los
n�meros, alguien le hubiera dicho que en los pies ten�a igual n�mero de
dedos que en la mano, hubiese quedado seguramente sorprendido, al hacer la
comparaci�n, viendo que era verdad.

22. El aoristo es cierto tiempo verbal de la conjugaci�n griega.

23. �Hasta tal punto les es a ellos m�s provechosa la ignorancia de


los vicios que a los otros el conocimiento de la virtud.� (Justin.,
Historia, lib. III, cap. II.)

24. No deben confundirse el amor propio y el amor de s� mismo, dos


pasiones muy diferentes por su naturaleza y por sus efectos. El amor de s�
mismo es un sentimiento natural que lleva a todos los animales a velar por
su conservaci�n, y que, guiado en el hombre por la raz�n y la piedad,
produce la humanidad y la virtud. El amor propio no es m�s que un
sentimiento relativo, ficticio, nacido en la sociedad, que lleva a cada
individuo a hacer m�s caso de s� que de nadie, que inspira a los hombres
todo el mal que se hacen mutuamente y que es la fuente verdadera del
honor.
Dicho esto, sostengo que en nuestro estado primitivo, en nuestro
verdadero estado natural, el amor propio no existe, porque, consider�ndose
cada hombre en particular como el �nico espectador que le contempla, como
el �nico ser en el universo que se interesa por �l, como el juez �nico de
su propio m�rito, no es posible que un sentimiento que tiene su origen en
comparaciones que �l no est� en situaci�n de hacer pueda germinar en su
alma. Por igual raz�n, este hombre no podr� sentir ni odio ni deseos de
venganza, pasiones que s�lo pueden nacer de nuestra opini�n ante una
ofensa recibida, y como es el desprecio o la intenci�n de da�ar, y no el
mal, lo que constituye la ofensa, los hombres que no saben ni estimarse ni
compararse pueden hacerse mutuas violencias cuando buscan con ellas alguna
ventaja, pero nunca ofenderse. En una palabra: el hombre, no mirando a sus
semejantes sino como pod�a mirar a los animales de otra especie
cualquiera, puede arrebatar la presa al m�s d�bil o ceder la suya al m�s
fuerte, considerando estas rapi�as como hechos naturales, sin el menor
movimiento de insolencia o desprecio y sin m�s pasi�n que el dolor o la
alegr�a de un buen o mal resultado.

25. Bernardo de Mandeville, m�dico y escritor holand�s establecido en


Inglaterra, muerto en 1733.

26. �La Naturaleza, al darnos las l�grimas, muestra que ha otorgado


al hombre un coraz�n compasivo.� (Juvenal, s�t. XV.)

27. Rousseau dice en el libro VIII de sus Confesiones que el retrato


de este fil�sofo corresponde a Diderot.

28. Icti�fagos (del griego [ichthyoph�gos], de [ichth�s], �pez�, y


[ph�gomai], �comer�), los que se alimentan de peces.

29. Es cosa muy notable que, despu�s de tantos a�os como hace que los
europeos se torturan en adaptar a los salvajes de diversas regiones del
mundo a su manera de vivir, no hayan podido ganar uno s�lo, ni aun en
favor del cristianismo, pues nuestros misioneros hacen de ellos algunas
veces cristianos, pero nunca hombres civilizados. Nada puede vencer su
obstinada repugnancia a adoptar nuestras costumbres y nuestro modo de
vivir. Si esos pobres salvajes son tan desgraciados como se pretende, �por
qu� inconcebible aberraci�n del entendimiento reh�san constantemente
civilizarse a nuestra semejanza o aprender a vivir felices entre nosotros?
Se lee en cambio en mil sitios que muchos franceses y otros europeos se
han refugiado voluntariamente en esos pueblos y han pasado su vida entera
sin poder abandonar esa extra�a manera de vivir, y se ve a sensatos
misioneros recordar enternecidos los d�as tranquilos e inocentes pasados
entre esos pueblos tan despreciados. Si se responde que carecen de luces
suficientes para juzgar sanamente su estado y el nuestro, replicar� que la
apreciaci�n de la felicidad es m�s bien asunto del sentimiento que de la
raz�n. Por otra parte, esa objeci�n se vuelve contra nosotros con mayor
fuerza, pues hay m�s distancia de nuestras ideas al estado de esp�ritu en
que ser�a necesario hallarse para concebir el gusto que encuentran los
salvajes en su modo de vivir, que entre las ideas de los salvajes y las
que pueden hacerle comprender nuestra existencia. En efecto: despu�s de
algunas observaciones pueden ver f�cilmente que nuestros esfuerzos se
encaminan a dos �nicos objetos; a saber, para s�, las comodidades de la
vida, y la consideraci�n de los dem�s. Pero �de qu� manera podemos
nosotros imaginar la especie de placer que experimenta un salvaje pasando
una vida solo, en medio de los bosques, o pescando, o soplando en una mala
flauta sin saber sacar nunca ni un solo tono y sin preocuparse de
aprenderlo?
Varias veces se han llevado salvajes a Par�s, a Londres y otras
ciudades; se ha corrido a deslumbrarlos con nuestro lujo, nuestras
riquezas y nuestras artes m�s �tiles y curiosas; todo esto no ha excitado
nunca en ellos sino una admiraci�n est�pida, sin el menor movimiento de
deseo. Recuerdo, entre otras, la historia de un jefe de algunos americanos
septentrionales que fue conducido a la corte de Inglaterra hace una
treintena de a�os. Se le presentaron mil cosas para hacerle un presente
que pudiera agradarle, sin hallar nada que pareciera interesarle. Nuestras
armas le parec�an pesadas e inc�modas, nuestros zapatos le her�an los
pies, nuestros vestidos le molestaban; todo lo rechazaba. Por fin se
advirti� que, habiendo tomado una manta de lana, parec�a que le agradaba
cubrir con ella su espalda. �Convendr�is -le dijeron en seguida- en la
utilidad de este objeto.� � S� -respondi�-, me parece tan bueno como una
piel.� Pero no hubiera dicho esto siquiera si hubiese llevado una y otra
bajo la lluvia.
Tal vez se me diga que la costumbre, sujetando a uno a su manera de
vivir, impide a los salvajes apreciar lo que hay de bueno en la nuestra;
pero, en tal caso, debe parecer por lo menos extraordinario que la
costumbre tenga m�s fuerza para mantener a los salvajes en el goce de su
miseria que a los europeos en el disfrute de su felicidad. Para oponer a
esta �ltima objeci�n una respuesta a la cual nada se pueda replicar, sin
acudir al ejemplo de los j�venes salvajes que vanamente se ha intentado
civilizar, sin hablar de los groenlandeses e islandeses que se ha
intentado educar y alimentar en Dinamarca, y que la tristeza o la
desesperaci�n hicieron perecer, sea de languidez, sea en el mar por
intentar volver a nado a sus pa�ses, me contentar� con citar un solo
ejemplo bien probado, que ofrezco para su examen a los admiradores de la
civilizaci�n europea:
�Todos los esfuerzos de los misioneros holandeses del Cabo de Buena
Esperanza no han podido convertir a un solo hotentote. Van der Stel,
gobernador del Cabo, cogi� a uno en su infancia y le hizo educar en los
principios de la religi�n cristiana y en la pr�ctica de los usos de
Europa. Se le visti� lujosamente, se le ense�aron varias lenguas, y sus
progresos respondieron admirablemente a los cuidados puestos en su
educaci�n. El gobernador, esperando mucho de su esp�ritu, le envi� a las
Indias con un comisario general, que le emple� �tilmente en los asuntos de
la Compa��a. Despu�s de la muerte del comisario volvi� al Cabo. Algunos
d�as despu�s, en una visita que hizo a algunos hotentotes parientes suyos,
tom� la decisi�n de despojarse de sus vestidos europeos y cubrirse con la
piel de una oveja. As� volvi� al fuerte, con un paquete que conten�a sus
anteriores ropas, y present�ndolas al gobernador, le dijo: Tened la
bondad, se�or de tener presente que renuncio para siempre a estos
vestidos; renuncio tambi�n por toda mi vida a la religi�n cristiana; he
resuelto vivir y morir en la religi�n, en las costumbres y usos de mis
antepasados. La �nica gracia que os pido es que me dej�is el collar y el
machete que llevo; los guardar� como recuerdo vuestro. En el acto, sin
esperar la respuesta de Van der Stel, emprendi� la huida, y jam�s volvi�
al Cabo.� (Historia de los viajes, tomo V, p�g. 175.)

30. Se me podr�a objetar que, en un desorden semejante, los hombres,


en lugar de exterminarse sa�udamente, se hubieran dispersado si no hubiese
habido l�mites a su dispersi�n. Pero, en primer lugar, estos l�mites
hubiesen sido al menos los del mundo, y si se piensa en la excesiva
poblaci�n que resulta del estado natural, se comprender� que la tierra, en
ese estado, no habr�a tardado en quedar cubierta de hombres, forzados de
tal modo a vivir reunidos. Por otra parte, se habr�an dispersado si el mal
hubiese sido r�pido, un cambio del d�a a la ma�ana; pero nac�an bajo el
yugo, estaban habituados a llevarlo, aunque sent�an su peso, y se
contentaban con esperar la ocasi�n de sacudirlo. En fin: acostumbrados ya
a mil comodidades, que los forzaban a vivir agrupados, la dispersi�n no
era tan f�cil como en los primeros tiempos, en los cuales, no teniendo
nadie necesidad sino de s� mismo, cada uno tomaba su partido sin esperar
el consentimiento de los dem�s.

31. �Espantado por tan extra�o suplicio, rico e indigente al mismo


tiempo, desea librarse de las riquezas y odia lo que antes pidiera.�

32. El mariscal de Villars contaba que en una de sus campa�as,


haciendo sufrir y murmurar al ej�rcito las excesivas bribonadas de un
abastecedor de v�veres, le amonest� duramente y le amenaz� con hacerlo
colgar. �Esta amenaza no me afecta -le contest� con arrogancia el
granuja-, y tengo la satisfacci�n de deciros que no se cuelga f�cilmente a
un hombre que dispone de cien mil escudos.� �No s� c�mo se las arregl�
-a�ad�a ingenuamente el mariscal-, pero, en efecto, no fue colgado, aunque
lo merec�a cien veces.�

33. �Llaman paz a la m�s desdichada servidumbre.�

34. Trait� des droits de la reine tr�s-chr�tienne sur divers Etats de


la monarchie d'Espagne, 1677.

35. Juan Barbeyrac, jurisconsulto franc�s, autor de numerosas obras,


muy estimadas en su tiempo, sobre el derecho p�blico (1674-1729). John
Locke, fil�sofo ingl�s; ocup� diferentes cargos p�blicos y escribi�
diversas obras, entre ellas su c�lebre Ensayo sobre el entendimiento
humano (1632-1704). Samuel Puffendorf, escritor e historiador alem�n del
siglo XVII (1632-1694).

36. El franc�s seigneur y el espa�ol se�or tienen la misma


etimolog�a, lat�n senior, comparativo de senex, viejo, anciano. Tambi�n
era t�tulo de distinci�n. Gerontes era el nombre que se daba en Esparta a
los ancianos que compon�an el senado, es decir, un Consejo de ancianos
compuesto de treinta miembros. Seg�n Seignobos, �eran hombres de las
principales familias, elegidos por el siguiente procedimiento: el pueblo
se reun�a; los candidatos desfilaban uno despu�s de otro ante la
muchedumbre, que los aclamaba al pasar. All� cerca, en una caba�a, unos
ancianos escuchaban las aclamaciones sin ver nada y declaraban cu�l hab�a
sido la m�s fuerte. El candidato m�s fuertemente aclamado era el elegido y
permanec�a en el cargo hasta su muerte.

37. La justicia distributiva se opondr�a a esta rigurosa igualdad del


estado de naturaleza, aun cuando fuera practicable en la sociedad civil; y
como todos los miembros del Estado le deben servicios proporcionados a su
inteligencia y a sus fuerzas, los ciudadanos, a su vez, deben ser
distinguidos en proporci�n a sus servicios. En este sentido hay que
entender un pasaje de Is�crates en el que �ste alaba a los primeros
Atenienses por haber sabido distinguir cu�l era la m�s ventajosa de ambas
clases de igualdad, una de las cuales consiste en dar parte
indiferentemente a todos los ciudadanos en todas las ventajas, y la otra,
en distribuirlas conforme al m�rito de cada uno. Esos h�biles pol�ticos,
a�ade el orador, rechazando esa injusta igualdad que no establece
diferencia alguna entre los malvados y las personas de bien, se adhirieron
inviolablemente a aquella que recompensa y castiga a cada uno seg�n su
m�rito. Pero, en primer lugar, nunca ha existido sociedad alguna, sea
cualquiera el grado de corrupci�n a que haya podido llegar, en la que no
se hiciera alguna distinci�n entre los malvados y las personas de bien; y
en materia de costumbres, en la cual la ley no puede fijar una medida
suficientemente exacta para que sirva de regla al magistrado, muy
sabiamente le veda, para no dejar a su discreci�n la suerte o el rango de
los ciudadanos, el juicio de las personas, dej�ndole s�lo el de los actos.
�nicamente unas costumbres tan puras como las de los antiguos romanos
pueden soportar la existencia de censores; entre nosotros, semejantes
tribunales habr�an trastornado todo en seguida. El derecho de establecer
una diferencia entre el malvado y el hombre de bien corresponde a la
opini�n p�blica. El magistrado s�lo es juez del derecho riguroso; el
pueblo es el verdadero juez de las costumbres, juez �ntegro y aun
esclarecido sobre este punto, que algunas veces es enga�ado, pero nunca
corrompido. La categor�a de los ciudadanos debe ser determinada, no por
sus m�ritos personales, que ser�a dejar a los magistrados el medio de
aplicar casi arbitrariamente la ley, sino por los servicios reales que
prestan al Estado, los cuales son susceptibles de una apreciaci�n m�s
exacta.

38. �Si me ordenas hundir el hierro en el pecho de un hermano, en la


garganta de un padre o en las entra�as de una esposa cercana a ser madre,
yo forzar� mi mano a obedecerte.�
39. �Para el cual no hay ninguna esperanza de honradez.�

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