Jean-Jacques Rousseau - Discurso Sobre El Origen de La Desig
Jean-Jacques Rousseau - Discurso Sobre El Origen de La Desig
Jean-Jacques Rousseau - Discurso Sobre El Origen de La Desig
Jean-Jacques Rousseau
Dedicatoria
A la Rep�blica de Ginebra
Magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores:
Convencido de que s�lo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su
patria aquellos honores que �sta pueda aceptar, trabajo hace treinta a�os
para ser digno de ofreceros un homenaje p�blico; y supliendo en parte esta
feliz ocasi�n lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he cre�do que me
ser�a permitido atender aqu� m�s al celo que me anima que al derecho que
debiera autorizarme.
Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, �c�mo podr�a
meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los
hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo
tiempo en la profunda sabidur�a con que una y otra, felizmente combinadas
en ese Estado, concurren, del modo m�s aproximado a la ley natural y m�s
favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden p�blico y a la
felicidad de los particulares? Buscando las mejores m�ximas que pueda
dictar el buen sentido sobre la constituci�n de un gobierno, he quedado
tan asombrado al verlas todas puestas en ejecuci�n en el vuestro, que, aun
cuando no hubiera nacido dentro de vuestros muros, hubiese cre�do no poder
dispensarme de ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entre
todos los pueblos que par�ceme poseer las mayores ventajas y haber
prevenido mejor los abusos.
Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habr�a
elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensi�n de las
facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y
en la cual, bast�ndose cada cual a s� mismo, nadie hubiera sido obligado a
confiar a los dem�s las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado
en que, conoci�ndose entre s� todos los particulares, ni las obscuras
maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a
las miradas y al juicio del p�blico, y donde el dulce h�bito de verse y de
tratarse hiciera del amor a la patria, m�s bien que el amor a la tierra,
el amor a los ciudadanos.
Hubiera querido nacer en un pa�s en el cual el soberano y el pueblo
no tuviesen m�s que un solo y �nico inter�s, a fin de que los movimientos
de la m�quina se encaminaran siempre al bien com�n, y como esto no podr�a
suceder sino en el caso de que el pueblo y el soberano fuesen una misma
persona, ded�cese que yo habr�a querido nacer bajo un gobierno democr�tico
sabiamente moderado.
Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido
a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo,
ese yugo suave y ben�fico que las m�s altivas cabezas llevan tanto m�s
d�cilmente cuanto que est�n hechas para no soportar otro alguno.
Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender
hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al
Estado su reconocimiento; porque, cualquiera que sea la constituci�n de un
gobierno, si se encuentra un solo hombre que no est� sometido a la ley,
todos los dem�s h�llanse necesariamente a su merced (1); y si hay un jefe
nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la divisi�n que hagan de su
autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado
est� bien gobernado.
Yo no hubiera querido vivir en una rep�blica de reciente instituci�n,
por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los
ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario
por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el
Estado quedase sujeto a quebranto y destrucci�n casi desde su nacimiento;
pues sucede con la libertad como con los alimentos s�lidos y suculentos o
los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los
temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, da�an y
embriagan a los d�biles y delicados que no est�n acostumbrados a ellos.
Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin
ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto m�s de la libertad
cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus
revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino
recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos
libres, no se hall� en situaci�n de gobernarse a s� mismo al sacudir la
opresi�n de los Tarquinos (2). Envilecido por la esclavitud y los
ignominiosos trabajos que �stos le hab�an impuesto, el pueblo romano no
fue al principio sino un populacho est�pido, que fue necesario conducir y
gobernar con much�sima prudencia a fin de que, acostumbr�ndose poco a poco
a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o
mejor dicho embrutecidas bajo la tiran�a, fuesen adquiriendo gradualmente
aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de car�cter que hicieron
del romano el m�s respetable de todos los pueblos.
Hubiera, pues, buscado para patria m�a una feliz y tranquila
rep�blica cuya antig�edad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los
tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a
prop�sito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a
la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo acostumbrados a una
sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas tambi�n dignos de
serlo.
Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del
feroz esp�ritu de conquista, y a cubierto, por una posici�n todav�a m�s
afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado;
una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran inter�s en
invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los
dem�s que la invadieran; una rep�blica, en fin, que no despertara la
ambici�n de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en
caso necesario. S�guese de esto que, en tan feliz situaci�n, nada habr�a
de temer sino de s� misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado
en el uso de las armas, hubiese sido m�s bien para mantener en ellos ese
ardor guerrero y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que
alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propia defensa.
Hubiera buscado un pa�s donde el derecho de legislar fuese com�n a
todos los ciudadanos, porque �qui�n puede saber mejor que ellos mismos en
qu� condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad? Pero no
hubiera aprobado plebiscitos semejantes a los usados por el pueblo romano,
en el cual los jefes del Estado y los m�s interesados en su conservaci�n
estaban excluidos de las deliberaciones, de las que frecuentemente
depend�a la salud p�blica, y donde, por una absurda inconsecuencia, los
magistrados hall�banse privados de los derechos de que disfrutaban los
simples ciudadanos.
Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los proyectos
interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron
por fin a los atenienses, no tuviera cualquiera el derecho de preponer
caprichosamente nuevas leyes; que este derecho perteneciera solamente a
los magistrados; que �stos usasen de �l con tanta circunspecci�n, que el
pueblo, por su parte, no fuera menos reservado para otorgar su
consentimiento; y que la promulgaci�n se hiciera con tanta solemnidad, que
antes de que la constituci�n fuese alterada hubiera tiempo para
convencerse de que es sobre todo la gran antig�edad de las leyes lo que
las hace santas y venerables; que el pueblo menosprecia r�pidamente las
leyes que ve cambiar a diario, y que, acostumbr�ndose a descuidar las
antiguas costumbres so pretexto de mejores usos, se introducen
frecuentemente grandes males queriendo corregir otros menores.
Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente mal gobernada, de
una rep�blica donde el pueblo, creyendo poder prescindir de sus
magistrados, o concedi�ndoles s�lo una autoridad precaria, hubiese
guardado para s�, con notoria imprudencia, la administraci�n de sus
asuntos civiles y la ejecuci�n de sus propias leyes. Tal debi� de ser la
grosera constituci�n de los primeros gobiernos al salir inmediatamente del
estado de naturaleza; y �se fue uno de los vicios que perdieron a la
rep�blica de Atenas.
Pero hubiera elegido la rep�blica en donde los particulares,
content�ndose con otorgar la sanci�n de las leyes y con decidir,
constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes, los asuntos p�blicos
m�s importantes, estableciesen Tribunales respetados, distinguiesen con
cuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesen anualmente para
administrar la justicia y gobernar el Estado a los m�s capaces y a los m�s
�ntegros de sus conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio de
la sabidur�a del pueblo la virtud de los magistrados, unos y otros se
honrasen mutuamente, de suerte que s� alguna vez viniesen a turbar la
concordia p�blica funestas desavenencias, aun esos tiempos de ceguedad y
de error quedasen se�alados con testimonios de moderaci�n, de estima
rec�proca, de un com�n respeto hacia las leyes, presagios y garant�as de
una reconciliaci�n sincera y perpetua.
Tales son, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, las
ventajas que hubiera deseado en la patria de mi elecci�n. Y si la
Providencia hubiese a�adido adem�s una posici�n encantadora, un clima
moderado, una tierra f�rtil y el paisaje m�s delicioso que existiera bajo
el cielo, s�lo habr�a deseado ya, para colmar mi ventura, poder gozar de
todos estos bienes en el seno de esa patria afortunada, viviendo
apaciblemente en dulce sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con
ellos, a su ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las dem�s virtudes,
para dejar tras m� el honroso recuerdo de un hombre de bien y de un
honesto y virtuoso patriota.
Si, menos afortunado o tard�amente discreto, me hubiera visto
reducido a terminar en otros climas una carrera l�nguida y enfermiza,
lamentando vanamente el reposo y la paz de que me hab�a privado una
imprudente juventud, hubiese al menos alimentado en mi alma esos mismos
sentimientos de los cuales no hubiera podido hacer uso en mi pa�s, y,
pose�do de un afecto tierno y desinteresado hacia mis lejanos
conciudadanos, les habr�a dirigido desde el fondo de mi coraz�n, poco m�s
o menos, el siguiente discurso:
�Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos m�os, puesto que as� los
lazos de la sangre como las leyes nos unen a casi todos: Dulce es para m�
no poder pensar en vosotros sin pensar al mismo tiempo en todos los bienes
de que disfrut�is, y cuyo valor acaso ninguno de vosotros estima tanto
como yo que los he perdido. Cuanto m�s reflexiono sobre vuestro estado
pol�tico y civil, m�s dif�cil me parece que la naturaleza de las cosas
humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. En todos los dem�s
gobiernos, cuando se trata de asegurar el mayor bien del Estado, todo se
limita siempre a proyectos abstractos o, cuando m�s, a meras
posibilidades; para vosotros, en cambio, vuestra felicidad ya est� hecha:
no ten�is mas que disfrutarla, y para ser perfectamente felices no
necesit�is sino conformaros con serlo. Vuestra soberan�a, conquistada o
recobrada con la punta de la espada y conservada durante dos siglos a
fuerza de valor y de prudencia, es por fin plena y universalmente
reconocida. Honrosos tratados fijan vuestros l�mites, aseguran vuestros
derechos y fortalecen vuestra tranquilidad. Vuestra Constituci�n es
excelente, dictada por la raz�n m�s sublime y garantida por potencias
amigas y respetables; vuestro Estado es tranquilo; no ten�is guerras ni
conquistadores que temer; no ten�is otros amos que las sabias leyes que
vosotros mismos hab�is hecho, administradas por �ntegros magistrados por
vosotros elegidos; no sois ni demasiado ricos para enervaros en la molicie
y perder en vanos deleites el gusto de la verdadera felicidad y de las
s�lidas virtudes, ni demasiado pobres para que teng�is necesidad de m�s
socorros extra�os de los que os procura vuestra industria; y esa preciosa
libertad, que no se mantiene en las grandes naciones sino a costa de
exorbitantes impuestos, casi nada os cuesta conservarla.
��Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciudadanos y ejemplo
de los pueblos, una rep�blica tan sabia y afortunadamente constituida! He
aqu� el �nico voto que ten�is que hacer, el �nico cuidado que os queda. En
adelante, a vosotros incumbe, no el hacer vuestra felicidad -vuestros
antepasados os han evitado ese trabajo-, sino el conservarla duraderamente
mediante un sabio uso. De vuestra uni�n perpetua, de vuestra obediencia a
las leyes y de vuestro respeto a sus ministros depende vuestra
conservaci�n. Si queda entre vosotros el menor germen de acritud o
desconfianza, apresuraos a destruirlo como levadura funesta de donde
resultar�an tarde o temprano vuestras desgracias y la ruina del Estado. Os
conjuro a todos vosotros a replegaros en el fondo de vuestro coraz�n y a
consultar la voz secreta de vuestra conciencia. �Conoce alguno de vosotros
en el mundo un cuerpo m�s �ntegro, m�s esclarecido, m�s respetable que
vuestra magistratura? �No os dan todos sus miembros ejemplo de moderaci�n,
de sencillez de costumbres, de respeto a las leyes y de la m�s sincera
armon�a? Otorgad, pues, sin reservas a tan discretos jefes esa saludable
confianza que la raz�n debe a la virtud; pensad que vosotros los hab�is
elegido, que justifican vuestra elecci�n y que los honores debidos a
aquellos que hab�is investido de dignidad recaen necesariamente sobre
vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda
ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus
defensores no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie.
�De qu� se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y
con justa confianza lo que estar�ais siempre obligados a hacer por
verdadera conveniencia, por deber y por raz�n? Que una culpable y funesta
indiferencia por el mantenimiento de la Constituci�n no os haga descuidar
nunca en caso necesario las sabias advertencias de los m�s esclarecidos y
de los m�s discretos, sino que la equidad, la moderaci�n, la firmeza m�s
respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al mundo
entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria
como de su libertad. Guardaos sobre todo, y �ste ser� mi �ltimo consejo,
de escuchar perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cuyos
m�viles secretos son frecuentemente m�s peligrosos que las acciones
mismas. Una casa entera despi�rtase y se sobresalta a los primeros
ladridos de un buen y fiel guardi�n que s�lo ladra cuando se aproximan los
ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que
turban sin cesar el reposo p�blico y cuyas advertencias continuas y fuera
de lugar no se dejan o�r precisamente cuando son necesarias.�
Y vosotros, magn�ficos y honorabil�simos se�ores; vosotros, dignos y
respetables magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en
particular mis respetos y atenciones. Si existe en el mundo un rango que
pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y
la virtud, aquel de que os hab�is hecho dignos y al cual os han elevado
vuestros conciudadanos. Su propio m�rito a�ade al vuestro un nuevo brillo,
y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobern�is
a ellos mismos, os considero tan por encima de los dem�s magistrados, como
un pueblo libre, y sobre todo el que vosotros ten�is el honor de dirigir,
se halla, por sus luces y su raz�n, por encima del populacho de los otros
Estados.
S�ame permitido citar un ejemplo del que debieran quedar m�s firmes
huellas y que siempre vivir� en mi coraz�n. No recuerdo nunca sin sentir
la m�s dulce emoci�n al virtuoso ciudadano que me dio el ser y que
aleccion� a menudo mi infancia con el respeto que os era debido. Aun le
veo, viviendo del trabajo de sus manos y alimentando su alma con las
verdades m�s sublimes. Delante de �l, mezclados con las herramientas de su
oficio, veo a T�cito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un hijo amado
recibiendo con poco fruto las tiernas ense�anzas del mejor de los padres.
Pero si los extrav�os de una loca juventud me hicieron olvidar un tiempo
sus sabias lecciones, al fin tengo la dicha de experimentar que, por
grande que sea la inclinaci�n hac�a el vicio, es dif�cil que una educaci�n
en la cual interviene el coraz�n se pierda para siempre.
Tales son, magn�ficos y honorabil�simos se�ores, los ciudadanos y aun
los simples habitantes nacidos en el Estado que gobern�is; tales, son esos
hombres instruidos y sensatos sobre los cuales, bajo el nombre de obreros
y de pueblo, se tienen en las otras naciones ideas tan bajas y tan falsas.
Mi padre, lo confieso con alegr�a, no ocupaba entre sus conciudadanos un
lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era, no hay pa�s en
que no hubiese sido solicitado y cultivado su trato, y aun con fruto, por
las personas m�s honorables. No me incumbe, y gracias al cielo no es
necesario, hablaros de las atenciones que de vosotros pueden esperar
hombres de semejante excelencia, vuestros iguales as� por la educaci�n
como por los derechos de su nacimiento y de la naturaleza; vuestros
inferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vuestros
merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les
deb�is una especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacci�n con cu�nta
moderaci�n y condescendencia us�is con ellos de la gravedad propia de los
ministros de las leyes, c�mo les devolv�is en estima y consideraci�n la
obediencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justicia y
sabidur�a, a prop�sito para alejar cada vez m�s el recuerdo de dolorosos
acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver nunca;
conducta tanto m�s discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se
complace en su deber y ama naturalmente honraros, y que los m�s fogosos en
sostener sus derechos son los m�s inclinados a respetar los vuestros.
No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria
y la felicidad; mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que
aquellos que se consideran como magistrados o, m�s bien, como se�ores de
una patria m�s santa y sublime, den pruebas de alg�n amor a la patria
terrenal que los alimenta. �Qu� dulce es para m� se�alar en nuestro favor
una excepci�n tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanos m�s
excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados autorizados
por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave
elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las m�ximas del
Evangelio, cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en pr�ctica. Todo
el mundo sabe con cu�nto �xito se cultiva en Ginebra el gran arte de la
elocuencia sagrada. Pero harto habituados a o�r predicar de un modo y ver
practicar de otro, pocas gentes saben hasta qu� punto reinan en nuestro
cuerpo sacerdotal el esp�ritu del cristianismo, la santidad de las
costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los dem�s. Tal vez
le est� reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante
de una uni�n tan perfecta en una sociedad de te�logos y de gentes de
letras. Sobre su sabidur�a y su moderaci�n, sobre su celoso cuidado por la
prosperidad del Estado fundamento en gran parte la esperanza de su eterna
tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro y de respeto,
observo cu�nto horror manifiestan ante las m�ximas espantosas de esos
hombres sagrados y b�rbaros -de los cuales la Historia ofrece m�s de un
ejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir,
sus propios intereses, eran tanto menos avaros de sangre humana cuanto m�s
se envanec�an de que la suya ser�a siempre respetada.
�Pod�a olvidarme de esa encantadora mitad de la Rep�blica que hace la
felicidad de la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las
buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo
ser� siempre gobernar el nuestro. �Felices cuando vuestro casto poder,
ejercido solamente en la uni�n conyugal, no se hace sentir m�s que para
gloria del Estado y a favor del bienestar p�blico! As� es como gobernaban
las mujeres de Esparta, y as� merec�is vosotras gobernar en Ginebra. �Qu�
hombre b�rbaro podr�a resistir a la voz del honor y de la raz�n en boca de
una tierna esposa? �Y qui�n no despreciar�a un vano lujo viendo la
sencillez y modestia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo
que recibe de vosotras, la m�s favorable a la hermosura? A vosotras
corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o inocente imperio y
vuestro esp�ritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la
concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios
las familias divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura
de vuestras lecciones y la gracia sencilla de vuestro trato las
extravagancias que nuestros j�venes aprenden en el extranjero, de donde,
en lugar de tantas cosas que podr�an aprovecharles, s�lo traen consigo,
con un tono pueril y rid�culos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la
admiraci�n de no s� qu� grandezas, fr�volo desquito de la servidumbre que
no valdr� nunca tanto como la augusta libertad. Permaneced, pues, siempre
las mismas: castas guardadoras de las costumbres y de los dulces v�nculos
de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasi�n los derechos del
coraz�n y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud.
Me envanezco de no ser desmentido por los resultados fundando en
tales garant�as la esperanza de la felicidad com�n de los ciudadanos y la
gloria de la rep�blica. Confieso que, con todas esas ventajas, no brillar�
con ese resplandor con que se alucinan la mayor parte de los ojos, y cuya
predilecci�n pueril y funesta es el mayor y mortal enemigo de la felicidad
y de la libertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras partes
los placeres f�ciles y los largos arrepentimientos; que las pretendidas
personas de buen gusto admiren en otros lugares la grandeza de los
palacios, la ostentaci�n de los trenes, los soberbios ajuares, la pompa de
los espect�culos y todos los refinamientos de la molicie y el lujo. En
Ginebra s�lo se hallar�n hombres; sin embargo, este espect�culo tambi�n
tiene su precio, y aquellos que lo busquen bien podr�n parangonarse con
los admiradores de esas otras cosas.
Dignaos, magn�ficos, muy honorables y soberanos se�ores, recibir
todos con igual bondad el respetuoso testimonio del cuidado que me tomo
por vuestra com�n prosperidad. Si fuese tan desgraciado que apareciera
culpable de alg�n arrebato indiscreto en esta viva efusi�n de mi coraz�n,
yo os suplico que lo disculp�is en gracia al tierno afecto de un verdadero
patriota y al celo ardoroso y leg�timo de un hombre que no aspira a mayor
felicidad para s� que la de veros a todos dichosos.
Soy con el m�s profundo respeto, magn�ficos, muy honorables y
soberanos se�ores, vuestro muy humilde y muy obediente servidor y
conciudadano,
J. J. ROUSSEAU.
Prefacio
El conocimiento del hombre me parece el m�s �til y el menos
adelantado de todos los conocimientos humanos (3)
, y me atrevo a decir que la inscripci�n del templo de Delfos conten�a por
s� sola un precepto m�s importante y m�s dif�cil que todos los gruesos
vol�menes de los moralistas. As�, considero el asunto de este DISCURSO (4)
como una de las cuestiones m�s interesantes que la Filosof�a pueda
proponer a la meditaci�n, y, desgraciadamente para nosotros, como uno de
los problemas m�s espinosos que hayan de resolver los fil�sofos; porque
�c�mo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se
empieza por conocer a los hombres mismos? �Y c�mo podr� llegar el hombre a
verse tal como lo ha formado la naturaleza, a trav�s de todos los cambios
que la sucesi�n de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su
constituci�n original, y a distinguir lo que tiene de su propio fondo de
lo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o a�adido a su
estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos, que el tiempo, el mar
y las tempestades hab�an desfigurado de tal modo que menos se parec�a a un
dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la
sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisici�n de una
multitud de conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas
en la constituci�n de los cuerpos y por el continuo choque de las
pasiones, ha cambiado, por as� decir, de apariencia, hasta el punto de que
apenas puede ser reconocida, y no se encuentra ya, en lugar de un ser
obrando siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de
la celestial y majestuosa simplicidad de que su Autor la hab�a dotado,
sino el disforme contraste de la pasi�n que cree razonar y del
entendimiento en delirio.
Pero lo m�s cruel a�n es que todos los progresos de la especie humana
le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos m�s conocimientos nuevos
acumulamos, m�s nos privamos de los medios de adquirir el m�s importante
de todos, y es, en cierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo
que nos hemos colocado en la imposibilidad de conocerlo.
Echase de ver f�cilmente que es en estos cambios de la constituci�n
humana donde precisa buscar el primer origen de las diferencias que
separan a los hombres, los cuales, por com�n testimonio, son naturalmente
tan iguales entre s� como lo eran los animales de cada especie antes de
que diferentes causas f�sicas introdujeran en algunas las variaciones que
en ellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos primeros
cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayan mudado a la vez y de
semejante manera a todos los individuos de la especie, sino que,
habi�ndose perfeccionado o degenerado unos, y habiendo adquirido
cualidades diversas, buenas o malas, que no eran inherentes a su
naturaleza, los otros permanecieron m�s tiempo en su estado original; y
tal fue entre los hombres la fuente primera de la desigualdad, que es
mucho m�s f�cil demostrarlo as�, en general, que se�alar con precisi�n las
verdaderas causas.
No piensen por esto mis lectores que me envanezco de haber visto lo
que me parece, tan dif�cil de ver. Yo he comenzado algunos razonamientos,
he aventurado algunas conjeturas, pero menos con la esperanza de resolver
la cuesti�n que con la intenci�n de aclararla y reducirla a su verdadero
estado. Otros podr�n f�cilmente ir m�s lejos por el mismo camino, sin que
a nadie le sea f�cil llegar a su t�rmino; pues no es ligera empresa
distinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial en la
naturaleza actual del hombre, y conocer bien su estado, que no existe ya,
que acaso no ha existido, que probablemente no existir� nunca, mas del
cual es necesario sin embargo tener justas nociones para juzgar
acertadamente nuestro estado presente. Har�a falta m�s filosof�a de lo que
se piensa a quien emprendiera la tarea de determinar exactamente las
precauciones necesarias para hacer s�lidas observaciones sobre este
asunto; y no me parecer�a indigna de los Arist�teles y Plinios de nuestro
siglo una buena soluci�n del problema siguiente: �Qu� experiencias ser�an
necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cu�les son los
medios de hacer estas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de
emprender la soluci�n de este problema, me atrevo a responder por
anticipado, despu�s de haber meditado bastante sobre esta cuesti�n, que
los m�s grandes fil�sofos no ser�n bastante capaces para dirigir esas
experiencias, ni los m�s poderosos soberanos para ponerlas, en pr�ctica,
concurso que, por otra parte, no es razonable esperar, sobre todo con la
perseverancia e, m�s bien con la continuidad de inteligencia y de buena
voluntad necesaria de una y otra parte para, asegurar el �xito.
Estas investigaciones tan dif�ciles de hacer y en las cuales tan poco
se ha pensado hasta ahora son, sin embargo, los �nicos medios que nos
quedan para resolver una multitud de dificultades que nos impiden el
conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana. Es esta
ignorancia de la naturaleza del hombre lo que produce tanta incertidumbre
y obscuridad sobre la verdadera definici�n del derecho natural, pues la
idea del derecho, dice Burlamaqui, y m�s a�n la del derecho natural, son
manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Por
consiguiente, contin�a, de esta misma naturaleza del hombre, de su
constituci�n y de su estado es necesario deducir los principios de esa
ciencia.
No sin sorpresa y esc�ndalo se observa el desacuerdo que reina sobre
esta importante materia entre los diversos autores que de ella han
tratado. Entre los escritores m�s serios, apenas si se encuentran dos que
manifiesten la misma opini�n sobre este punto. Sin hablar de los fil�sofos
antiguos, que parece se empe�aron en la tarea de contradecirse unos a
otros sobre los principios m�s fundamentales, los jurisconsultos romanos
someten indistintamente el hombre y los dem�s animales a la misma ley
natural, porque consideran m�s bien bajo ese nombre la ley que la
naturaleza se impone a s� misma que la prescrita por ella, o m�s bien a
causa de la particular acepci�n con que interpretan esos jurisconsultos la
palabra ley, que parece ser la han tomado en este punto como expresi�n de
las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los
seres animados para su conservaci�n. Los modernos, reconociendo solamente
bajo el nombre de ley una regla prescrita a un ser moral, es decir,
inteligente, libre y considerado en sus relaciones con otros seres
semejantes, limitan consiguientemente la competencia de la ley natural tan
s�lo al animal dotado de raz�n, es decir, al hombre. Pero como cada uno
define esta ley a su modo y la fundamenta sobre principios en extremo
metaf�sicos, ocurre que, aun entre nosotros, bien pocos se hallan en
disposici�n de comprender esos principios, faltos de poder encontrarlos
por s� mismos. De suerte que todas las definiciones de esos hombres
sabios, por otra parte en perenne contradicci�n rec�proca, convienen
solamente en una cosa: que es imposible comprender la ley natural, y por
consiguiente obedecerla, sin ser un grand�simo razonador y un profundo
metaf�sico; lo cual significa precisamente que los hombres han debido
emplear para la constituci�n de la sociedad conocimientos que se
desarrollan trabajosamente, y entre pocas personas, en el seno de la
sociedad misma.
Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de tal modo sobre el
sentido de la palabra ley, dif�cil ser�a convenir en una buena definici�n
de la ley natural. He aqu� por qu� las definiciones que se hallan en los
libros, adem�s del defecto de no ser uniformes, tienen el de ser deducidas
de diversos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente y de una
superioridad que no han podido concebir sino despu�s de haber salido del
estado natural. Comi�nzase por buscar aquellas reglas que, por la utilidad
com�n, ser�an buenas para que los hombres las reconociesen, y al conjunto
de estas reglas se lo da el nombre de ley natural, sin otra prueba que el
bien que se supone resultar�a de su aplicaci�n universal. He aqu� un
sistema sumamente c�modo de componer definiciones y de explicar la
naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.
Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que
pretendamos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su
estado. Lo �nico que podemos ver muy claramente a prop�sito de esta ley es
que no s�lo es necesario, para que sea ley, que la voluntad de aquel a
quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que adem�s es preciso,
para que sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de la
naturaleza.
Dejando, pues, todos los libros cient�ficos, que s�lo nos ense�an a
ver a los hombres tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre
las primeras y las m�s simples operaciones del alma humana, creo advertir
dos principios anteriores a la raz�n, uno de los cuales nos interesa
vivamente para nuestro bienestar y el otro nos inspira una repugnancia
natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente
a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinaci�n que nuestro
esp�ritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesario a�adir
el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas las reglas del
derecho natural, reglas que la raz�n se ve precisada a establecer sobre
otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos desenvolvimientos, a
sofocar la naturaleza.
De este modo, no es necesario hacer del hombre un fil�sofo antes de
hacer de �l un hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados
�nicamente por las tard�as lecciones de la sabidur�a, y mientras no
resista a los �ntimos impulsos de la conmiseraci�n, nunca har� mal alguno
a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible, salvo el leg�timo caso en
que, hall�ndose comprometida su propia conservaci�n, se vea forzado a
darse a s� mismo la preferencia. De esta manera se acaban las antiguas
controversias sobre la participaci�n de los animales en la ley natural;
pues es claro que, hall�ndose privados de entendimiento y de libertad, no
pueden reconocer esta ley; m�s participando en cierto modo de nuestra
naturaleza por la sensibilidad de que se hallan dotados, hay que pensar
que tambi�n deben participar del derecho natural y que el hombre tiene
hacia ellos alguna especie de obligaciones. Parece ser, en efecto, que si
estoy obligado a no hacer ning�n mal a mis semejantes, es menos por su
condici�n de ser razonable que por su cualidad de ser sensible, cualidad
que, siendo com�n al animal y al hombre, debe al menos darlo a aqu�l el
derecho de no ser maltratado in�tilmente por �ste.
Este mismo estudio del hombre original, de sus necesidades verdaderas
y de los principios fundamentales de sus deberes, es el �nico medio
adecuado que pueda emplearse para resolver esa muchedumbre de dificultades
que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los
verdaderos fundamentos del cuerpo pol�tico, sobre los derechos rec�procos
de sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas, tan importantes
como mal aclaradas.
Considerando la sociedad humana con una mirada tranquila y
desinteresada, parece al principio presentar solamente la violencia de los
fuertes y la opresi�n de los d�biles. El esp�ritu se subleva contra la
dureza de los unos o deplora la ceguedad de los otros; y como nada hay de
tan poca estabilidad entre los hombres como esas relaciones exteriores
llamadas debilidad o poder�o, riqueza o pobreza, producidas m�s
frecuentemente por el azar que por la sabidur�a, parecen las instituciones
humanas, a primera vista, fundadas sobre montones de arena movediza; s�lo
examin�ndolas de cerca, despu�s de haber apartado el polvo y la arena que
rodean el edificio, se advierte la base indestructible sobre que se alza y
apr�ndese a respetar sus fundamentos. Ahora bien; sin un serio estudio del
hombre, de sus facultades naturales y de sus desenvolvimientos sucesivos,
no le llegar� nunca a hacer esa diferenciaci�n y a distinguir en el actual
estado de las cosas lo que ha hecho la voluntad divina y lo que el arte
humano ha pretendido hacer.
Las investigaciones pol�ticas y morales a que da ocasi�n la
importante cuesti�n que yo examino son �tiles de cualquier modo, y la
historia hipot�tica de los gobiernos es para el hombre una lecci�n
instructiva bajo todos conceptos. Considerando lo que hubi�ramos llegado a
ser abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquel
cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y d�ndoles un
fundamento indestructible, ha prevenido los des�rdenes que habr�an de
resultar y hecho nacer nuestra felicidad de aquellos medios que parec�an
iban a colmar nuestra miseria.
Quem te Deus esse Jussit, et humana qua parte locatus es in re, Disce
(5).
PERSIO, s�t. III, v. 71.
Discurso
Voy a hablar del hombre, y el asunto que examino me indica que voy a
hablar a los hombres; mas no se proponen cuestiones semejantes cuando se
teme honrar la verdad. Defender�, pues, confiadamente la causa de la
humanidad ante los sabios que me invitan, y no quedar� descontento de m�
mismo si consigo ser digno de mi objeto y de mis jueces.
Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que
yo llamo natural o f�sica porque ha sido instituida por la naturaleza, y
que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del
cuerpo y de las cualidades del esp�ritu o del alma; otra, que puede
llamarse desigualdad moral o pol�tica porque depende de una especie de
convenci�n y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el
consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios
de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser m�s ricos, m�s
respetados, m�s poderosos, y hasta el hacerse obedecer.
No puede preguntarse cu�l es la fuente de la desigualdad natural
porque la respuesta se encontrar�a enunciada ya en la simple definici�n de
la palabra. Menos a�n puede buscarse si no habr�a alg�n enlace esencial
entre una y otra desigualdad, pues esto equivaldr�a a preguntar en otros
t�rminos si los que mandan son necesariamente mejores que lo que obedecen,
y si la fuerza del cuerpo o del esp�ritu, la sabidur�a o la virtud, se
hallan siempre en los mismos individuos en proporci�n con su poder o su
riqueza; cuesti�n a prop�sito quiz� para ser disentida entre esclavos en
presencia de sus amos, pero que no conviene a hombres razonables y libres
que buscan la verdad.
�De qu� se trata, pues, exactamente en este DISCURSO? De se�alar en
el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la
violencia, a naturaleza qued� sometida a la ley; de explicar por qu�
encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al d�bil y
el pueblo a comprar un reposo quim�rico al precio de una felicidad real.
Todos los fil�sofos que han examinado los fundamentos de la sociedad
han comprendido la necesidad de retrotraer la investigaci�n al estado de
naturaleza, pero ninguno de ellos ha llegado hasta ah�. Unos no han
titubeado en suponer en el hombre en tal estado la noci�n de justo e
injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber existido esa noci�n, ni
aun que lo fuera �til. Otros han hablado del derecho natural que tiene
cada cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qu� entend�an por
pertenecer. Otros, atribuyendo primero al m�s fuerte la autoridad sobre el
m�s d�bil, han hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo
que debi� transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y
gobierno pudiera existir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin
cesar de necesidad, de codicia, de opresi�n, de deseo y de orgullo, han
transferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban
del hombre salvaje, y describ�an al hombre civil. No ha despuntado
siquiera en el esp�ritu de la mayor parte de nuestros fil�sofos la duda de
que hubiera existido el estado natural, cuando es evidente, por la lectura
de los libros sagrados, que el primer hombre, habiendo recibido
directamente de Dios reglas y entendimiento, no se hallaba por
consiguiente en ese estado, y que, concedi�ndose a las escrituras de
Mois�s la fe que les debe todo fil�sofo cristiano, debe negarse que, aun
antes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en el puro estado
natural, a menos que no hubiesen reca�do en �l, paradoja muy dif�cil de
defender y completamente imposible de probar.
Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se
relacionan con la cuesti�n. No hay que tomar por verdades hist�ricas las
investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente
por razonamientos hipot�ticos y condicionales, m�s adecuados para
esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero
origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros f�sicos sobre la
formaci�n del mundo. La religi�n nos ordena creer que, habiendo Dios mismo
sacado a los hombres del estado natural inmediatamente despu�s de la
creaci�n, son desiguales porque �l ha querido que lo fuesen; pero no nos
proh�be hacer conjeturas derivadas �nicamente de la naturaleza del hombre
y de los animales que lo rodean acerca de lo que habr�a sido del g�nero
humano si hubiera quedado abandonado a s� mismo. He aqu� lo que se me pide
y lo que yo me propongo examinar en este DISCURSO. Como esta materia
abarca al hombre en general, intentar� emplear un lenguaje adecuado para
todas las naciones, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares, para
pensar tan s�lo en los hombres a quienes hablo, supondr� hallarme en el
Liceo (6) de Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros, teniendo por
jueces a los Platones y Jen�crates, y al g�nero humano por auditorio.
�Oh t�, hombre, de cualquier pa�s que seas, cualesquiera que sean tus
opiniones, escucha! He aqu� tu historia tal como he cre�do leerla, no en
los libros, de tus semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza,
que jam�s miento. Todo lo que provenga de ella ser� verdadero; s�lo ser�
falso lo que yo haya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de
que voy a hablar est�n muy lejos ya. �Cu�nto has cambiado! Por as� decir,
es la vida de tu especie la que voy a describirte, seg�n las cualidades
que has recibido, que tu educaci�n y tus costumbres han podido viciar pero
no han podido destruir. Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cual
quisiera detenerse el hombre individual; t� buscar�s la edad en que
desear�as se hubiese detenido tu especie. Disgustado de tu estado presente
por razones que anuncian a tu posteridad desdichada desazones mayores
todav�a, tal vez desear�as poder retroceder; este sentimiento debe servir
de elogio a tus primeros antepasados, de cr�tica a tus contempor�neos, de
espanto para aquellos que tengan la desgracia de vivir despu�s que t�.
Primera parte
Por importante que sea, para bien juzgar del estado natural del
hombre, considerarla desde su origen y examinarle, por as� decir, en el
primer embri�n de la especie, yo no seguir� su organizaci�n a trav�s de
sus desenvolvimientos sucesivos ni me detendr� tampoco a buscar en el
sistema animal lo que haya podido ser al principio para llegar por �ltimo
a lo que es. No examinar� si, como piensa Arist�teles, sus prolongadas
u�as fueron al principio garras ganchudas; si era velludo como un oso, y
si, caminando a cuatro pies (7), su mirada, dirigida hacia la tierra y
limitada a un horizonte de algunos pasos, no indicaba al mismo tiempo el
car�cter y los l�mites de sus ideas. No podr�a hacer sobre esta materia
sino conjeturas vagas y casi imaginarias. La anatom�a comparada no ha
hecho todav�a suficientes progresos y las observaciones de los
naturalistas son a�n demasiado inciertas para que pueda establecerse sobre
fundamentos semejantes la base de un razonamiento s�lido; de modo que, sin
recurrir a los conocimientos naturales que poseemos sobre este punto y sin
parar atenci�n en los cambios que han debido tener lugar tanto en la
conformaci�n interior como en la exterior del hombre a medida que aplicaba
sus miembros a nuevos usos y se nutr�a con nuevos alimentos, le supondr�
constituido de todo tiempo como le veo hoy d�a, andando en dos pies,
sirvi�ndose de sus manos como nosotros de las nuestras y midiendo con la
mirada la infinita extensi�n del cielo.
Despojando a este ser as� constituido de todos los dones
sobrenaturales que haya podido recibir y de todas las facultades
artificiales que no ha podido adquirir sino mediando largos progresos;
consider�ndole, en una palabra, tal como ha debido salir de manos de la
naturaleza, veo un animal menos fuerte que unos, menos �gil que otros,
pero, en conjunto, el m�s ventajosamente organizado de todos; le veo
saci�ndose bajo una encina, aplacando su sed en el primer arroyo y
hallando su lecho al pie del mismo �rbol que lo ha proporcionado el
alimento; he ah� sus necesidades satisfechas.
La tierra, abandonada a su fertilidad natural (8) y cubierta de
bosques inmensos, que nunca mutil� el hacha, ofrece a cada paso almacenes
y retiros a los animales de toda especie. Dispersos entre ellos, los
hombres observan, imitan su industria, elev�ndose as� hasta el instinto de
las bestias, con la ventaja de que, si cada especie s�lo posee el suyo
propio, el hombre, no teniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los
apropia todos, se nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos (9)
que los otros animales se disputan, y encuentra, por consiguiente, su
subsistencia con mayor facilidad que ninguno de ellos.
Acostumbrados desde la infancia a la intemperie del tiempo y al rigor
de las estaciones, ejercitados en la fatiga y forzados a defender desnudos
y sin armas su vida y su presa contra las bestias feroces, o a escapar de
ellas corriendo, f�rmanse los hombres un temperamento robusto y casi
inalterable; los hijos, viniendo al mundo con la excelente constituci�n de
sus padres y fortific�ndola con los mismos ejercicios que la han
producido, adquieren de ese modo todo el vigor de que es capaz la especie
humana. La naturaleza procede con ellos precisamente como la ley de
Esparta con los hijos de los ciudadanos (10): hace fuertes y robustos a
los bien constituidos y deja perecer a todos los dem�s, a diferencia de
nuestras sociedades, donde, el Estado, haciendo que los hijos sean
onerosos a los padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento.
Siendo el cuerpo del hombre salvaje el �nico instrumento de �l
conocido, lo emplea en usos diversos, de que son incapaces los nuestros
por falta de ejercicio, y es nuestra industria la que nos arrebata la
agilidad y la fuerza que la necesidad lo obliga a adquirir. Si hubiera
tenido hacha, �habr�a roto con el pu�o tan fuertes ramas? Si hubiese
tenido honda, �lanzar�a a brazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera
tenido escalera, �trepar�a con tanta ligereza por los �rboles? Si hubiese
tenido caballos �ser�a tan r�pido en la carrera? Dad al hombre civilizado
el tiempo preciso para reunir todas esas m�quinas a su derredor: no cabe
duda que superar� f�cilmente al hombre salvaje. Mas si quer�is ver un
combate a�n m�s desigual, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente,
y bien pronto reconocer�is cu�les son las ventajas de tener continuamente
a su disposici�n todas sus fuerzas, de estar siempre preparado para
cualquier contingencia y de conducirse siempre consigo, por as� decir,
todo entero (11).
Hobbes pretende que el hombre es naturalmente intr�pido y ama s�lo el
ataque y el combate. Un fil�sofo ilustre piensa, al contrario, y
Cumberland y Puffendorf as� lo aseguran, que nada hay tan t�mido como el
hombre en el estado natural, y que se halla siempre atemorizado y presto a
huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que perciba. Acaso
suceda as� por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo
que no quede aterrado ante los nuevos espect�culos que se ofrecen a su
vista cuando no puede discernir el bien y el mal f�sicos que de ellos debe
esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr;
circunstancias raras en el estado de naturaleza, en el cual todas las
cosas marchan de modo tan uniforme y en el que la faz de la tierra no se
halla sujeta a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las
pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre
salvaje, viviendo disperso entre los animales y encontr�ndose desde
temprano en situaciones de medirse con ellos, hace en seguida la
comparaci�n, y viendo que si ellos le exceden en fuerza �l los supera en
destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un lobo en lucha con un
salvaje robusto, �gil e intr�pido como lo son todos, armado de piedras y
de un buen palo, y ver�is que el peligro ser� cuando menos rec�proco, y
que despu�s de muchas experiencias parecidas, las bestias feroces, que no
aman atacarse unas a otras, atacar�n con pocas ganas al hombre, que habr�n
hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que tienen
realmente m�s fuerza que �l destreza, encu�ntrase frente a ellos en el
caso de otras especies m�s d�biles, que no por esto dejan de subsistir;
con la ventaja para el hombre de que, no menos �gil que aqu�llos para
correr y hallando en los �rboles refugio casi seguro, puede en todas
partes afrontarlos o no, teniendo la elecci�n de la huida o de la lucha.
A�adamos que parece ser que ning�n animal hace espont�neamente la guerra
al hombre, salvo en caso de propia defensa o de un hambre extrema, ni
manifiesta contra �l esas violentas antipat�as que parecen anunciar que
una especie ha sido destinada por la naturaleza a servir de pasto a las
otras.
He aqu�, sin duda, la raz�n por la cual los negros y los salvajes se
preocupan tan poco de los animales feroces que pueden encontrar en los
bosques. Los caribes de Venezuela, entre otros, viven a este respecto en
la m�s completa seguridad y sin el menor contratiempo. Aunque anden casi
desnudos, dice Francisco Correal, no dejan de exponerse atrevidamente en
los bosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin que se haya
o�do decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras.
Otros enemigos m�s temibles, contra los cuales no tiene el hombre los
mismos medios de defensa, son los achaques naturales, la infancia, la
vejez y las enfermedades de toda suerte, tristes signos de nuestra
debilidad, cuyos dos primeros son comunes a todos los animales, mientras
que el �ltimo es propio principalmente del hombre que vive en sociedad.
Hasta observo, a prop�sito de la infancia, que la madre, llevando consigo
a todas partes a su hijo, tiene mucha m�s facilidad para alimentarlos que
las hembras de diversos animales, forzadas a ir y venir continua y
fatigosamente, de un lado, para buscar su alimento; de otro, para
amamantar o alimentar a sus cr�as. Es verdad que si la mujer perece, el
ni�o corre bastante el riesgo de perecer con ella; pero este mismo peligro
es com�n a otras cien especies, cuyos peque�uelos no se hallan por largo
tiempo en situaci�n de buscar por s� mismos su alimento; y si la infancia
es entre nosotros m�s larga, siendo la vida m�s larga tambi�n, todo viene
a ser poco m�s o menos igual en este punto (12), aunque haya sobre la
duraci�n de la primer edad y el n�mero de peque�uelos (13) otras reglas
que no entran en mi objeto. Entre los viejos, que accionan y transpiran
poco, la necesidad de alimentos disminuye con la facultad de adquirirlos,
y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como la
vejez es de todos los males el que menos alivio puede esperar de la ayuda
humana, se extinguen en fin sin que se advierta que dejan de existir y
casi sin darse cuenta ellos mismos.
Respecto de las enfermedades, no repetir� las vanas y falsas
declamaciones de las personas de buena salud contra la medicina; pero
preguntar� si se puede probar con alguna observaci�n s�lida que la vida
media del hombre es m�s corta en aquel pa�s donde ese arte se halla
descuidado que donde es cultivado con m�s atenci�n. �C�mo podr�a suceder
as� si nosotros nos procuramos m�s enfermedades que la medicina nos
proporciona remedios? La extrema desigualdad en el modo de vivir, el
exceso de ociosidad en unos y de trabajo en otros, la facilidad de excitar
y de satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos tan
apreciados de los ricos, que los nutren de substancias excitantes y los
colman de indigestiones; la p�sima alimentaci�n de los pobres, de la cual
hasta carecen frecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasi�n se
presenta, a atracarse �vidamente; las vigilias, los excesos de toda
especie, los transportes inmoderados de todas las pasiones, las fatigas y
el agotamiento espiritual, los pesares y contrariedades que se sienten en
todas las situaciones, los cuales corroen perpetuamente el alma: he ah�
las pruebas funestas de que la mayor parte de nuestros males son obra
nuestra, casi todos los cuales hubi�ramos evitado conservando la manera de
vivir simple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la
naturaleza. Si ella nos ha destinado a ser sanos, me atrevo casi a
asegurar que el estado de reflexi�n es un estado contra la naturaleza, y
que el hombre que medita es un animal degenerado. Cuando se piensa en la
excelente constituci�n de los salvajes, de aquellos al menos que no hemos
echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas
conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy
inclinado a creer que podr�a hacerse f�cilmente la historia de las
enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tal es por lo
menos la opini�n de Plat�n, quien juzga, a prop�sito de ciertos remedios
empleados o aprobados por Podaliro y Maca�n en el sitio de Troya, que
diversas enfermedades que estos remedios hubieron de provocar no eran
conocidas entonces entre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan
necesaria hoy d�a, fue inventada por Hip�crates.
Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural,
apenas tiene necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana
no es a este respecto de peor condici�n que todas las dem�s, y f�cil es
saber por los cazadores si encuentran en sus correr�as muchos animales mal
conformados. Algunos encuentran animales con grandes heridas perfectamente
cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curados sin m�s cirujano que
la acci�n del tiempo, sin otro r�gimen que su vida ordinaria, y que no por
no haber sido atormentados con incisiones, envenenados con drogas y
extenuados con ayunos han dejado de quedar perfectamente curados. En fin;
por muy �til que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no es
menos cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a s� mismo, nada tiene
que esperar sino de la naturaleza, nada tiene que temer, en cambio, sino
de su mal, lo cual hace con frecuencia que su situaci�n sea preferible a
la nuestra.
Guard�monos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos
ante los ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus
cuidados con una predilecci�n que parece mostrar cu�n celosa es de este
derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienen la mayor
parte una talla m�s alta y todos una constituci�n m�s robusta, m�s vigor,
m�s fuerza y m�s valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la
mitad de estas cualidades siendo dom�sticos, y podr�a decirse que los
cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro
resultado que el de hacerlos degenerar. As� ocurre con el hombre mismo: al
convertirse en sociable y esclavo, vu�lvese d�bil, temeroso, rastrero, y
su vida blanda y afeminado acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza.
A�adamos que entre la condici�n salvaje y la dom�stica, la diferencia de
hombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia, pues habiendo
sido el animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza, todas
las comodidades que el hombre se proporcione de m�s sobre los animales que
domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar m�s
sensiblemente.
La desnudez, la falta de habitaci�n y la carencia de todas esas cosas
in�tiles que tan necesarias creemos no constituyen, por consiguiente, una
gran desdicha para esos primeros hombres ni un gran obst�culo para su
conservaci�n. Si no tienen la piel velluda, para nada la necesitan en los
pa�ses c�lidos; y en los climas fr�os bien pronto saben apropiarse las de
las fieras vencidas; si s�lo tienen dos pies para correr, poseen dos
brazos para atender a su defensa y a sus necesidades. Sus hijos tal vez
andan tarde y penosamente, pero las madres los llevan con facilidad,
ventaja de que carecen las dem�s especies, en las cuales la madre, cuando
es perseguida, se ve obligada a dejar abandonados sus peque�uelos o a
seguir a su paso (14). En fin, a menos de suponer el concurso singular y
fortuito de circunstancias de que hablar� m�s adelante, y que podr�an muy
bien no haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primero que
se hizo vestidos o construy� un alojamiento diose con ello cosas poco
necesarias, puesto que hasta entonces se hab�a pasado sin ellas, y no se
comprende por qu� no hubiera podido soportar siendo hombre el g�nero de
vida que llevaba desde su infancia.
Solo, ocioso y cerca sieinpre del peligro, el hombre salvaje debe
gustar de dormir y tener el sue�o ligero como los animales, los cuales,
como piensan poco, duermen, por as� decir, todo el tiempo que no piensan.
Siendo su propia conservaci�n casi su �nico cuidado, las facultades que
m�s debe ejercitar son las que tienen por principal objeto el ataque y la
defensa, bien sea para dominar su presa, bien para guardarse de ser la
presa de otro animal; y, por el contrario, aquellos �rganos que s�lo se
perfeccionan por la pereza y la sensualidad deben permanecer en un estado
rudimentario que excluya toda suerte de delicadeza. Hall�ndose divididos
en este punto sus sentidos, el gusto y el tacto ser�n de una extrema
rudeza; la vista, el olfato y el o�do, de una extraordinaria agudeza. Tal
es el estado animal en general, y tambi�n, seg�n el testimonio de los
viajeros, el de los pueblos salvajes. No es, por tanto, de extra�ar que
los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple vista los
barcos en alta mar desde tanta distancia como los holandeses con sus
anteojos; ni que los salvajes de Am�rica descubrieran a los espa�oles
olfateando sus huellas, como hubiesen podido hacer los mejores perros; ni
que todas esas naciones b�rbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen
su gusto a fuerza de pimienta y beban como agua los licores europeos.
Hasta aqu� s�lo he hablado del hombre f�sico; tratemos ahora de
considerarlo en su aspecto metaf�sico y moral.
No veo en cada animal m�s que una m�quina ingeniosa dotada de
sentidos por la naturaleza para elevarse ella misma y asegurarse hasta
cierto punto contra todo aquello que tiende a destruirla o desordenarla.
La misma cosa observo precisamente en la m�quina humana, con la diferencia
de que s�lo la naturaleza lo ejecuta todo en las operaciones del animal,
mientras que el hombre atiende las suyas en calidad de agente libre. Aqu�l
escoge o rechaza por instinto; �ste, por un acto de libertad; lo que da
por resultado que el animal no puede apartarse de la regla que le ha sido
prescrita, aun en el caso de que fuese ventajoso para �l hacerlo, mientras
que el hombre se aparta con frecuencia y en su perjuicio. As� sucede que
un pich�n perecer� de hambre cerca de una fuente colinada de las mejores
carnes y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y otro
podr�an muy bien nutrirse con los alimentos que desde�an, de intentar
ensayarlo; as� ocurre que los hombres disolutos se entregan a excesos que
les producen la fiebre o la muerte porque el esp�ritu corrompe los
sentidos y la voluntad habla cuando calla la naturaleza.
Todos los animales tienen ideas, puesto que tienen sentidos, y aun
combinan sus ideas hasta cierto punto; el hombre no se distingue a este
respecto del animal m�s que del m�s al menos; incluso ciertos fil�sofos
han aventurado que hay algunas veces m�s diferencia entre dos hombres que
entre un hombre y una bestia. No es, pues, tanto el entendimiento como su
cualidad de agente libre lo que constituy� la distinci�n espec�fica del
hombre entre los animales. La naturaleza manda a todos los animales, y la
bestia obedece. El hombre experimenta la misma sensaci�n, pero se reconoce
libre de someterse o de resistir, y es sobre todo en la conciencia de esta
libertad donde se manifiesta la espiritualidad de su alma. La f�sica
explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formaci�n de las
ideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de elegir, y en el
sentimiento de este poder, s�lo se encuentran actos puramente
espirituales, de los cuales nada se explica por las leyes de la mec�nica.
Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cuestiones dieran
lugar para discutir sobre esa diferencia entre el hombre y el animal, hay
una cualidad muy espec�fica que los distingue y sobre la cual no puede
haber discusi�n: es la facultad de perfeccionarse, facultad que, ayudada
por las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las dem�s, facultad
que posee tanto nuestra especie como el individuo; mientras que el animal
es al cabo de algunos meses lo que ser� toda su vida, y su especie es al
cabo de mil a�os lo mismo que era el primero de esos mil a�os. �Por qu�
s�lo el hombre es susceptible de convertirse en imb�cil? �No es porque
vuelve as� a su estado primitivo y porque, en tanto la bestia, que nada ha
adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto,
el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su
perfectibilidad lo ha proporcionado, cae m�s bajo que el animal mismo?
Triste ser�a para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad
distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del
hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condici�n
original, en la cual pasar�a tranquilos e inocentes sus d�as; que ella,
produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes,
le hace al cabo tirano de s� mismo y de la naturaleza (15). Ser�a horrible
verse obligado a alabar como bienhechor al primero que ense�� a los
habitantes de las orillas del Orinoco el uso de esas tablillas de madera
que aplican a las sienes de sus hijos y que les aseguran al menos una
parte de su imbecilidad y de su felicidad original.
El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o
m�s bien compensado del que acaso le falta con facultades capaces de
suplir primero a ese instinto y elevarle despu�s a �l mismo muy por encima
de la propia naturaleza, comenzar�, pues, por las funciones puramente
animales (16). Percibir y sentir ser� su primer estado, que le ser� com�n
con todos los animales; querer y no querer, desear y tener, ser�n las
primeras y casi las �nicas operaciones de su alma, hasta que nuevas
circunstancias ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.
Digan lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe
mucho a las pasiones, las cuales, seg�n el com�n sentir, le deben mucho
tambi�n. Por su actividad se perfecciona nuestra raz�n; no queremos saber
sino porque deseamos gozar, y no puede concebirse por qu� un hombre que
careciera de deseos y temores habr�a de tomarse la molestia de pensar. A
su vez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su progreso,
de nuestros conocimientos, pues no se puede desear o tener las cosas sino
por las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo impulso de la
naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda suerte de conocimiento,
s�lo experimenta las pasiones de esta �ltima especie; sus deseos no pasan
de sus necesidades f�sicas (17); los �nicos bienes que conoce en el mundo
son el alimento, una hembra y el reposo; los �nicos males que teme son el
dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca
sabr� qu� cosa es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores es
una de las primeras adquisiciones hechas por el hombre al apartarse de su
condici�n animal.
Si fuera necesario, f�cil me ser�a apoyar con hechos este sentimiento
y demostrar que en todas las naciones del mundo los progresos del esp�ritu
han sido precisamente proporcionados a las necesidades que los pueblos
hab�an recibido de la naturaleza o a las cuales les hab�an sometido las
circunstancias, y, por consiguiente, a las pasiones que los llevaban a
satisfacer esas necesidades. Mostrar�a las artes naciendo en Egipto y
extendi�ndose con el desbordamiento del Nilo; seguir�a su progreso entre
los griegos, donde se las vio brotar, crecer y elevarse hasta el cielo
entre las arenas y las rocas del �tica, sin que pudieran echar ra�ces en
las f�rtiles orillas del Eurotas (18). Se�alar�a que, en general, los
pueblos del Norte son m�s industriosos que los del Mediod�a, porque no
pueden por menos de serlo, como si la naturaleza quisiera de este modo
igualar las cosas, dando a los esp�ritus la fertilidad que niega a la
tierra.
Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, �qui�n no ve que
todo parece alejar del hombre salvaje la tentaci�n y los medios de dejar
de serlo? Su imaginaci�n nada le pinta; su coraz�n nada le pide. Sus
escasas necesidades se encuentran tan f�cilmente a su alcance, y se halla
tan lejos del grado de conocimientos necesario para desear adquirir otras
mayores, que no puede tener ni previsi�n ni curiosidad. El espect�culo de
la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar; es
siempre el mismo orden, siempre son las mismas revoluciones. Carece de
aptitud de esp�ritu para admirar las mayores maravillas, y no es en �l
donde puede buscarse la filosof�a que el hombre necesita para saber
observar una vez lo que ha visto todos los d�as. Su alma, que nada agita,
se entrega al sentimiento �nico de su existencia actual, sin idea alguna
sobre el porvenir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos, limitados
como sus miras, apenas se extienden hasta el fin de la jornada. Tal es a�n
el grado de previsi�n del caribe: vende por la ma�ana su lecho de algod�n.
y vuelve llorando al atardecer para recuperarlo, por no haber previsto que
lo necesitar�a para la noche cercana.
Cuanto m�s se medita sobre este asunto, m�s se ensancha a nuestros
ojos la distancia entre las puras sensaciones y los simples conocimientos;
se hace imposible concebir c�mo un hombre habr�a podido franquear tan gran
intervalo con sus solas fuerzas, sin el concurso de la comunicaci�n y sin
el aguij�n de la necesidad. �Cu�ntos siglos quiz� habr�n transcurrido
antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del cielo!
�Cu�ntos azares diversos habr�n necesitado para aprender los usos m�s
comunes de ese elemento! �Cu�ntas veces le habr�n dejado extinguir antes
de haber adquirido el arte de reproducirlo! �Y cu�ntas acaso habr�
perecido con su descubridor cada uno de esos secretos! �Qu� diremos de la
agricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsi�n exige, que tanto
tiene de otras artes, que evidentemente no es practicable sino en una
sociedad al menos empezada, y que no nos sirve tanto a sacar de la tierra
alimentos que ella producir�a muy bien sin esto como a forzarla a
satisfacer las preferencias de nuestro gusto?
Pero supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo
que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos,
suposici�n que, por decirlo de paso, demostrar�a una gran ventaja para la
especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin
talleres, los instrumentos de labor hubiesen ca�do del cielo en manos de
los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos
sienten contra el trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever tan
anticipadamente sus necesidades; que hubieran adivinado c�mo es necesario
cultivar la tierra, sembrar los granos y plantar los �rboles; que hubiesen
descubierto el arte de moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas
todas que les ha sido preciso fueran ense�adas por los dioses, a falta de
concebir c�mo las habr�an aprendido por s� mismos; �qui�n ser�a despu�s de
esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un campo que
ser� despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente, a
quien conviniese la cosecha? �Y c�mo pod�a decidirse cada cual a consagrar
su vida a un penoso trabajo, tanto m�s seguro de no recoger sus frutos
cuanto m�s sentir�a su necesidad? En una palabra: �c�mo esta situaci�n
pod�a decidir a los hombres a cultivar la tierra en tanto no estuviera
repartida entre ellos, es decir, en tanto no hubiese sido destruido el
estado natural?
Aun cuando imagin�semos un hombre salvaje tan h�bil en el arte de
pensar como lo presentan nuestros fil�sofos; aunque hici�ramos de �l,
siguiendo ese ejemplo, un fil�sofo, descubriendo por s� solo las verdades
m�s sublimes, componiendo por medio de razonamientos abstractos m�ximas de
justicia y de raz�n sacadas del amor al orden en general o de la voluntad
conocida de su creador, en una palabra: aunque supusi�ramos en su esp�ritu
tantas luces y tanta inteligencia como torpeza y estupidez debe tener y
tiene en efecto, �qu� utilidad sacar�a la especie de toda esta metaf�sica,
que no pod�a comunicarse y que perecer�a con el individuo que la hubiera
inventado? �Qu� progresar�a el g�nero humano disperso en los bosques entre
los animales? �Y hasta qu� punto podr�an perfeccionarse e ilustrarse
mutuamente unos hombres que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad unos
de otros, apenas se encontrar�an dos veces en su vida, sin conocerse y sin
hablarse?
Consid�rese cuantas ideas debemos al uso de la palabra; cu�nto
ejercita y facilita la gram�tica las operaciones del esp�ritu; pi�nsese en
las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempo que ha debido costar la
primera invenci�n de las lenguas; a��danse estas reflexiones a las
precedentes, y se comprender� cu�ntos millares de siglos han debido
necesitarse para desarrollar sucesivamente en el esp�ritu humano las
operaciones de que era capaz.
S�ame permitido considerar un instante los problemas del origen de
las lenguas. Podr�a contentarme con citar o repetir las investigaciones
que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, puesto que todos
confirman mi opini�n y acaso me han sugerido la primer idea. Pero el modo
como este fil�sofo resuelve las dificultades que �l mismo se plantea sobre
el origen de los signos instituidos demuestra que ha supuesto lo que yo
discuto, a saber, una especie de sociedad ya establecida entre los
inventores del lenguaje, y al referirme a sus reflexiones creo que debo
a�adir las m�as para exponer las mis mas dificultades bajo el aspecto que
conviene a mi objeto. La primera que se presenta es imaginar c�mo pudieron
ser necesarias las lenguas, pues no teniendo los hombres ninguna
comunicaci�n entre s� ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni la
necesidad de esa invenci�n ni su posibilidad si no fue indispensable. Y
aun dir�a, como muchos otros, que las lenguas han nacido en el comercio
dom�stico de padres, madres e hijos. Pero, adem�s de que esto no
resolver�a las objeciones, ser�a cometer el error de quienes, razonando
sobre el estado de naturaleza, transfieren a �ste ideas tomadas de la
sociedad; ven a la familia reunida en una misma habitaci�n y a sus
miembros observando entre s� una uni�n tan �ntima y tan permanente como
entre nosotros, en que tantos intereses comunes los re�nen; cuando, al
contrario, no habiendo en ese estado primitivo ni casas, ni caba�as, ni
propiedades de ninguna especie, cada cual se alojaba al azar, y
frecuentemente por una sola noche; los machos y las hembras se ayuntaban
fortuitamente, al azar del encuentro, seg�n la ocasi�n y el deseo, sin que
la palabra fuera un int�rprete muy necesario para las cosas que ten�an que
decirse, y con la misma facilidad se separaban (19). La madre amamantaba a
los hijos por propia necesidad; despu�s, habi�ndose encari�ado con ellos
por la costumbre, los alimentaba por la suya; en cuanto ten�an la fuerza
necesaria para buscar su alimento, no tardaban en abandonar a su madre
misma, y como casi no hab�a otro medio de encontrarse que no perderse de
vista, bien pronto se hallaban en estado de no reconocerse unos a otros.
Observad tambi�n que teniendo el ni�o que explicar todas sus necesidades,
y, por tanto, m�s cosas que decir a la madre que la madre al ni�o, debe
correr con los mayores gastos de la invenci�n, y que el lenguaje que
emplea tiene que ser en gran parte su propia obra, lo que multiplica tanto
las lenguas como individuos hay para hablarlas, a lo cual contribuye
tambi�n la vida errante y vagabunda, que no deja a ning�n idioma el tiempo
de adquirir consistencia. Decir que la madre dicta al ni�o las palabras
que habr� de emplear para pedirle tal o cual cosa demuestra c�mo se
ense�an las lenguas ya formadas, pero no ense�a c�mo se forman.
Supongamos vencida esta primera dificultad; franqueemos por un
momento el espacio inmenso que debi� mediar entre el puro estado natural y
la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponi�ndolas necesarias (20),
c�mo han podido empezar a establecerse. Nueva dificultad, mayor a�n que la
precedente, porque si los hombres han necesitado de la palabra para
aprender a pensar, mayor necesidad han tenido de saber pensar para
descubrir el arte de la palabra; y aunque se comprendiera c�mo fueron
tomados los sonidos de la voz por int�rpretes convencionales de nuestras
ideas, siempre quedar�a por saber cu�les han podido ser los int�rpretes de
esa convenci�n para las ideas que, careciendo de un objeto sensible, no
pod�an ser indicadas ni por el gesto ni por la voz. De suerte que apenas
se pueden formular conjeturas soportables sobre el nacimiento de este arte
de comunicar los pensamientos y de establecer un comercio entre los
esp�ritus, arte sublime que tan lejos se encuentra ya de su origen, pero
que el fil�sofo ve todav�a a tan prodigiosa distancia de su perfecci�n,
que no existe hombre alguno bastante atrevido para asegurar que �sta
llegar� alg�n d�a, aunque fueran suspendidas en su favor las revoluciones
que el tiempo aporta necesariamente, y los prejuicios salieran de las
Academias o se callasen ante ellas, y �stas pudieran ocuparse de este
espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupci�n.
El primer lenguaje del hombre, el lenguaje m�s universal, m�s
en�rgico, el �nico de que hubo necesidad antes de que fuese necesario
persuadir a hombres reunidos, fue el grito de la naturaleza. Como este
grito s�lo era arrancado por una especie de instinto en las ocasiones
apremiantes para implorar ayuda en los grandes peligros o alivio en los
dolores violentos, no era de uso frecuente en el uso ordinario de la vida,
en el cual reinan sentimientos m�s moderados. Cuando las ideas de los
hombres empezaron a desarrollarse y multiplicarse, estableci�ndose entre
ellos una comunicaci�n m�s estrecha, buscaron signos m�s numerosos y un
lenguaje m�s extenso; multiplicaron las inflexiones de la voz,
acompa��ndolas de gestos, que, por su naturaleza, son m�s expresivos y
cuyo sentido depende menos de una determinaci�n anterior. Expresaban,
pues, los objetos visibles y m�viles por medio de gestos, y los que hieren
el o�do, por sonidos imitativos; pero como el gesto s�lo indica los
objetos presentes o f�ciles de escribir y las acciones visibles; como no
es de uso universal, porque la obscuridad o la interposici�n de un cuerpo
le hacen in�til, y exige m�s bien atenci�n que no la excita, se pens�, en
fin, en substituir el gesto por las articulaciones de la voz, que, sin
tener la misma relaci�n con ciertas ideas, son m�s adecuadas para
representarlas todas como signos instituidos; esa substituci�n no pudo
hacerse sino por com�n consentimiento y de modo muy dif�cil de practicar
para unos hombres cuyos �rganos groseros no ten�an todav�a ning�n
ejercicio, y m�s dif�cil a�n de concebir en s� misma, puesto que ese
acuerdo un�nime debi� de ser razonado, y la palabra parece haber sido muy
necesaria para establecer el uso de la palabra.
Se debe pensar que las primeras palabras que usaron los hombres
tuvieron en su esp�ritu una significaci�n mucho m�s extensa que las
empleadas en las lenguas ya formadas, y que, ignorando la divisi�n de la
oraci�n en sus partes constitutivas, dieron al principio a cada palabra el
sentido de una proposici�n entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto
del atributo y el verbo del nombre substantivo, no fue �ste un mediocre
esfuerzo de genio. Los substantivos s�lo fueron al principio nombres
propios; el presente de infinitivo fue el �nico tiempo verbal; en cuanto a
los adjetivos, su noci�n debi� de desenvolverse muy dif�cilmente, porque
todo adjetivo es un nombre abstracto y las abstracciones son operaciones
penosas y poco naturales.
Cada objeto recibi� al principio un nombre particular, sin considerar
el g�nero y la especie, que esos primeros fundadores no pod�an distinguir.
Todos los individuos aparecieron a su esp�ritu aisladamente, como se
hallan en el cuadro de la naturaleza; si una encina se llamaba A, otra se
llamaba B, pues la primer idea que se deduce de dos cosas es que son
distintas, y hace falta con frecuencia mucho tiempo para observar lo que
tienen de com�n; de suerte que cuanto m�s limitados eran los
conocimientos, m�s extensi�n adquir�a el diccionario. Las dificultades de
toda esta nomenclatura no pudieron ser vencidas f�cilmente, porque para
clasificar a los seres bajo denominaciones comunes y gen�ricas era preciso
conocer las propiedades y las diferencias; eran necesarias observaciones y
definiciones; es decir, hac�a falta la historia natural y la metaf�sica,
mucho m�s de lo que pod�an tener los hombres de ese tiempo.
Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el
esp�ritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las
comprende sino por medio de proposiciones. Esta es una de las razones por
las cuales los animales no pueden formarse tales ideas ni adquirir nunca
la perfectibilidad que de ellas se deriva. Cuando un mono se lanza sin
vacilar de una nuez a otra, �se cree que tiene la idea general de esta
clase de fruto y que compara su arquetipo a esos dos individuos? No, sin
duda; pero la vista de una de esas nueces evoca en su memoria las
sensaciones que ha recibido de la otra, y sus ojos, modificados de cierta
manera, anuncian a su gusto la modificaci�n que va a recibir. Toda idea
general es puramente intelectual; por poco que intervenga la imaginaci�n,
la idea se convierte en seguida en particular. Intentad trazar la imagen
de un �rbol en general: nunca lo conseguir�is; a pesar vuestro, ser�
necesario ver uno, peque�o o grande, pobre o frondoso, claro u obscuro; y
si dependiera de vosotros ver solamente lo que es com�n a todos los
�rboles, esta imagen no se parecer�a a ning�n �rbol. Los seres puramente
abstractos se ven de la misma manera o no se conciben sino por el
razonamiento. La sola definici�n del tri�ngulo os da la verdadera idea;
tan pronto como os figur�is uno en vuestro esp�ritu, es un tri�ngulo
determinado y no otro alguno, y no pod�is evitar hacer sensibles sus
l�neas o coloreada la superficie. Es, pues, necesario enunciar
proporciones; es preciso hablar para tener ideas generales, porque tan
pronto como la imaginaci�n se detiene, el esp�ritu no trabaja sino con
ayuda del razonamiento. Si, por consiguiente, los primeros inventores del
lenguaje no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya ten�an, se
deduce de aqu� que los primeros substantivos s�lo han podido ser nombres
propios.
Pero cuando, por medios que yo no concibo, nuestros nuevos gram�ticos
empezaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia
de los inventores debi� de reducir este m�todo a l�mites muy estrechos, y
as� como al principio hab�an multiplicado con exceso los nombres de los
individuos por no conocer los g�neros y las especies, despu�s hicieron
escaso n�mero de especies y de g�neros por no haber considerado a los
seres en todas sus diferencias. Para dar mayor impulso a estas divisiones,
hubiera hecho falta m�s experiencia y m�s cultura de las que pod�an tener,
hubiera sido necesario m�s trabajo y m�s investigaciones que poder dedicar
a esa tarea. Ahora bien; si a�n hoy se descubren cada d�a nuevas especies,
que hab�an escapado hasta ahora a todas nuestras observaciones, j�zguese
cu�ntas debieron substraerse al conocimiento de unos hombres que s�lo
consideraban las cosas bajo el primer aspecto. En cuanto a las clases
primitivas y a las nociones m�s generales, es superfluo a�adir que tambi�n
debieron de escaparles. �C�mo, por ejemplo, habr�an imaginado o entendido
las palabras materia, esp�ritu, substancia, modo, figura, movimiento, toda
vez que a nuestros mismos fil�sofos, que se sirven de ellas desde tan
largo tiempo, cu�stales trabajo entenderlas, y dado que, siendo
metaf�sicas las ideas que se asocian a esas palabras, no hallar�an ning�n
modelo en la naturaleza?
Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan
en este punto la lectura para que consideren, solamente sobre la invenci�n
de las substantivos f�sicos, es decir, sobre la parte de la lengua m�s
f�cil de hallar, el camino que a�n le queda para expresar todos los
pensamientos de los hombres, para tomar una forma constante, para poder
ser hablada p�blicamente e influir sobre la sociedad; les suplico que
reflexionen cu�nto tiempo y cu�ntos conocimientos han sido necesarios para
descubrir los n�meros (21), los nombres abstractos, los aoristos (22) y
todos los tiempos de los verbos, las part�culas, la sintaxis; para unir
los razonamientos y construir la l�gica del discurso. En cuanto a m�,
asustado por las dificultades, que se multiplican a cada paso, y
convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan
podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo a quien
quiera emprenderla la discusi�n de este dif�cil problema: si ha sido m�s
necesaria la sociedad ya establecida para la instituci�n de las lenguas, o
las lenguas ya inventadas para la constituci�n de la sociedad.
Sea lo que fuere de estos or�genes, se ve cuando menos, en el escaso
cuidado puesto por la naturaleza para aproximar a los hombres mediante
necesidades mutuas y facilitarles el uso de la palabra, cu�n poco ha
preparado su sociabilidad y qu� poco ha puesto de su parte para que se
establecieran sus relaciones. En efecto; es imposible imaginar por qu� en
ese estado primitivo un hombre tendr� m�s necesidad de otro hombre que un
mono o un lobo de sus semejantes; ni, suponiendo esa necesidad, qu� motivo
podr�a inducir al otro a acceder; ni tampoco, en este �ltimo caso, c�mo
podr�an convenir entre ellos las condiciones. Bien s� que se repite
incesantemente que nada habr�a sido tan miserable como el hombre en ese
estado; mas si es verdad, como creo haberos demostrado, que no pudo hasta
muchos siglos despu�s tener el deseo y la ocasi�n de salir de aquel
estado, habr�a que acusar a la naturaleza y no a quien ella hubiese
constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bien ese t�rmino de
miserable, es una palabra que, o no tiene ning�n sentido, o significa una
privaci�n dolorosa o el sufrimiento del cuerpo o del alma. Ahora bien;
desear�a que se me explicase cu�l puede ser el g�nero de miseria de un ser
libre cuyo coraz�n se halla en paz y el cuerpo en salud. Yo pregunto: de
la vida social o natural, �cu�l est� m�s sujeta a convertirse en
insoportable para quienes las disfrutan? Alrededor nuestro casi s�lo vemos
gentes lament�ndose de su existencia y aun algunos que se privan de ella
en cuanto est� en su poder, no bastando apenas el concurso de la ley
divina y de la humana para contener este desorden. Yo pregunto si alguna
vez se ha o�do decir que un salvaje en libertad hubiera tan s�lo pensado
en quejarse de la vida o en darse la muerte. J�zguese, pues, con menos
orgullo de qu� lado se halla la verdadera miseria. Al contrario: nada
habr�a sido m�s miserable que el hombre salvaje deslumbrado por los
conocimientos, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado
diferente al suyo. Por una sapient�sima providencia, las facultades que
pose�a en potencia no deb�an desarrollarse sino en las ocasiones de
ejercerlas, a fin de que no fueran para �l ni superfluas ni onerosas antes
de tiempo, ni tard�as e in�tiles en caso necesario. Ten�a en su solo
instinto cuanto necesitaba para vivir en el estado natural; en la raz�n
cultivada s�lo tiene lo que necesita para vivir en sociedad.
Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres
entre s� ninguna clase de relaci�n moral ni de deberes conocidos, no
podr�an ser ni buenos ni malos, ni ten�an vicios ni virtudes, a menos que,
tomando estas palabras en un sentido f�sico, se llamen vicios del
individuo las cualidades que pueden perjudicar su propia conservaci�n, y
virtudes, las que a ella puedan contribuir; en este caso, habr�a que
considerar como m�s virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsos
de la naturaleza. Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario, conviene
retener la opini�n que podr�amos manifestar sobre tal situaci�n y
desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, la balanza en la mano, se
haya examinado si los hombres civilizados poseen m�s virtudes que vicios,
o si sus virtudes son m�s ventajosas que funestos sus vicios, o si el
progreso de sus conocimientos constituye una compensaci�n suficiente de
los males que mutuamente se causan a medida que aprenden el bien que
deb�an hacerse, o si, bien mirado, no se encontrar�an en una situaci�n m�s
feliz no teniendo da�o que temer ni bien que esperar de nadie que
hall�ndose sometidos a una dependencia universal y obligados a recibir
todo de quienes no se obligan a darles nada.
No saquemos la conclusi�n, como Hobbes, de que, no teniendo ninguna
idea de la bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso, porque no
conoce la virtud; que niega siempre a sus semejantes los servicios que
cree no deberles; que, en virtud del derecho que se arroga sobre las cosas
que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario �nico del
universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las
definiciones modernas del derecho natural; pero las consecuencias que
deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido no menos falso.
Razonando sobre los principios que enuncia, este autor deb�a decir que,
siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de nuestra
conservaci�n es el menos perjudicial para la conservaci�n de nuestros
semejantes, �ste era por consiguiente el estado m�s a prop�sito para la
paz y el m�s conveniente para el g�nero humano. Pues dice precisamente lo
contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de
la conservaci�n del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud
de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las
leyes. El malo, dice, es un ni�o fuerte. Falta saber si el hombre salvaje,
es un ni�o fuerte. Aunque ello se concediera, �qu� se deducir�a? Que si,
siendo fuerte, este hombre depend�a de los dem�s tanto como siendo d�bil,
no hay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegar�a a
su madre cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangular�a a
uno de sus peque�os hermanos cuando estuviese enojado; que morder�a al
otro en la pierna cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y
dependiente son supuestos contradictorios en el estado natural. El hombre
es d�bil cuando est� sometido a dependencia, y es libre antes de ser
fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el
uso de raz�n, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo
tiempo el abuso de sus facultades, como �l mismo pretende; de modo que
podr�a decirse que los salvajes no son malos precisamente porque no saben
qu� cosa es ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de la raz�n
ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma de las
pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit
vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis (23).
Hay adem�s otro principio que Hobbes no ha observado, el cual,
habi�ndole sido dado al hombre para suavizar en ciertas circunstancias la
ferocidad de su amor propio o su deseo de conservaci�n antes del
nacimiento de este amor (24), modera el ardor que siente por su bienestar
con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo que deba
temer una contradicci�n concediendo al hombre la �nica virtud natural que
se ha visto obligado a reconocer el m�s furioso detractor de las virtudes
humanas. Me refiero a la piedad, disposici�n adecuada a seres tan d�biles
y sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto m�s universal y
tanto m�s �til al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexi�n, y
tan natural, que las bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles
muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus peque�os y de los
peligros que arrostran para protegerlos, obs�rvase a diario la repugnancia
que experimentan los caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no pasa
nunca al lado de otro de su especie muerto sin sentir cierta inquietud;
hasta hay animales que les dan una suerte de sepultura, y los tristes
mugidos del ganado entrando en el matadero anuncian la impresi�n que
recibe ante el horrible espect�culo que contempla. Con placer se ve al
autor de la f�bula Las abejas (25), obligado a reconocer al hombre como un
ser compasivo y sensible, abandonar su estilo fr�o y sutil para ofrecernos
la pat�tica imagen de un hombre encerrado que ve fuera a una bestia feroz
arrancar a un ni�o de brazos de su madre, triturar con sus mort�feros
dientes sus d�biles miembros y desgarrar con sus u�as las entra�as
palpitantes de la criatura. �Qu� horribles estremecimientos experimenta
ese testigo de un suceso en el cual no interviene su inter�s personal!
�Qu� angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre
desvanecida y a la expirante criatura!
Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda
reflexi�n; tal la fuerza de la piedad natural, que las costumbres m�s
depravadas dif�cilmente pueden destruirla, puesto que se ve a diario en
nuestros espect�culos enternecerse y llorar ante las desventuras de un
infortunado a un tal que, de hallarse en el lugar del tirano, agravar�a
m�s a�n los tormentos de su enemigo, semejante al sanguinario Sila, tan
sensible ante las desgracias que �l no hab�a causado, o a ese Alejandro de
Feres, que no osaba asistir a la representaci�n de ninguna tragedia por
temor de que se le viera llorar con Andr�maca y con Pr�amo, mientras
escuchaba sin emocionarse los gritos de los ciudadanos que mandaba
degollar todos los d�as.
Mollissima corda
Humano generi dare se natura fatetur,
Quae lacrymas dedit (26).
Segunda parte
El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurri� decir
esto es m�o y hall� gentes bastante simples para creerle fue el verdadero
fundador de la sociedad civil. �Cu�ntos cr�menes, guerras, asesinatos;
cu�ntas miserias y horrores habr�a evitado al g�nero humano aquel que
hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o
cubriendo el foso: ��Guardaos de escuchar a este impostor; est�is perdidos
si olvid�is que los frutos son de todos y la tierra de nadie!� Pero parece
que ya entonces las cosas hab�an llegado al punto de no poder seguir m�s
como estaban, pues la idea de propiedad, dependiendo de muchas, otras
ideas anteriores que s�lo pudieron nacer sucesivamente, no se form� de un
golpe en el esp�ritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir
ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de
�poca en �poca, antes de llegar a ese �ltimo l�mite del estado natural.
Tomemos, pues, las cosas desde m�s lejos y procuremos reunir en su solo
punto de vista y en su orden m�s natural esa lenta sucesi�n de
acontecimientos y conocimientos.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer
cuidado, el de su conservaci�n. Los productos de la tierra le prove�an de
todo, lo necesario; el instinto le llev� a usarlos. El hambre, otros
deseos hac�anle experimentar sucesivamente diferentes modos de existir, y
hubo uno que le invit� a perpetuar su especie; esta ciega inclinaci�n,
desprovista de todo sentimiento del coraz�n, s�lo engendra un acto
puramente animal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconoc�an,
y el hijo mismo nada era para la madre en cuanto pod�a prescindir de ella.
Tal fue la condici�n del hombre al nacer; tal fue la vida de un
animal limitado al principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas
los dones que le ofrec�a la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa
alguna. Pero bien pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a
vencerlas. La altura de los �rboles, que le imped�a coger sus frutos; la
concurrencia de los animales que intentaban arrebat�rselos para
alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le
oblig� a aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse �gil,
r�pido en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las
ramas de los �rboles y las piedras, pronto se hallaron en sus manos.
Aprendi� a dominar los obst�culos de la naturaleza, a combatir en caso
necesario con los dem�s animales, a disputar a los hombres mismos su
subsistencia o a resarcirse de lo que era preciso ceder al m�s fuerte.
A medida que se extendi� el g�nero humano, los trabajos se
multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de los
climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus maneras de
vivir. Los a�os est�riles, los inviernos largos y crudos, los ardientes
est�os, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las
orillas del mar y de los r�os inventaron el sedal y el anzuelo, y se
hicieron pescadores e icti�fagos (28). En los bosques construy�ronse arcos
y flechas, y fueron cazadores y guerreros. En los pa�ses fr�os se
cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un
volc�n o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso
contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento y
despu�s a reproducirlo, y, por �ltimo, a preparar con �l la carne, que
antes devoraban cruda.
Esta reiterada aplicaci�n de seres distintos y de unos a otros debi�
naturalmente de engendrar en el esp�ritu del hombre la percepci�n de
ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros expresamos con las
palabras grande, peque�o, fuerte, d�bil, r�pido, lento, temeroso,
arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en �l una especie
de reflexi�n o m�s bien una prudencia maquinal, que le indicaba las
precauciones m�s necesarias a su seguridad.
Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron
su superioridad sobre los dem�s animales haci�ndosela conocer. Se ejercit�
en tenderles lazos, en enga�arlos de mil modos, y aunque muchos le
superasen en fuerza en la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo
se hizo due�o de los que pod�an servirle y azote de los que pod�an
perjudicarle. Y as�, la primer mirada que se dirigi� a s� mismo suscit� el
primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las categor�as
y vi�ndose en la primera por su especie, as� se preparaba de lejos a
pretenderla por su individuo.
Aunque sus semejantes no fueran para �l lo que son para nosotros, y
aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con los otros animales, no
fueron olvidados en sus observaciones. Las semejanzas que pudo percibir
con el tiempo entre ellos, su hembra y �l mismo, le hicieron juzgar las
que no percib�a; viendo que todos se conduc�an como �l se hubiera
conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de
sentir era enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una
vez arraigaba en su esp�ritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan
seguro y m�s vivo que la dial�ctica, las reglas de conducta que, para
ventaja y seguridad suya, m�s le conven�a observar con ellos.
Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el �nico
m�vil de las acciones humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que,
por inter�s com�n, deb�a contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas
otras, m�s raras a�n, en que la concurrencia deb�a hacerle desconfiar de
ellos. En el primer caso se un�a a ellos en informe reba�o, o cuando m�s
por una especie de asociaci�n libre que a nadie obligaba y que s�lo duraba
el tiempo que la pasajera necesidad que la hab�a formado; en el segundo,
cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si cre�a ser m�s fuerte,
bien por astucia y habilidad si sent�ase el m�s d�bil.
He aqu� c�mo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta
idea rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos,
pero s�lo en la medida que pod�a exigirlos el inter�s presente y sensible,
pues la previsi�n nada era para ellos, y, lejos de preocuparse de un
lejano futuro, ni siquiera pensaban en el d�a siguiente. �Trat�base de
cazar un ciervo? Todos comprend�an que para ello deb�an guardar fielmente
su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe
duda que la perseguir�a sin ning�n escr�pulo y que, cogida su presa, se
cuidar�a muy poco de que no se les escapase la suya a sus compa�eros.
F�cil es comprender que semejantes relaciones no exig�an un lenguaje
mucho m�s refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco
m�s o menos del mismo modo. Durante mucho tiempo s�lo debieron de componer
el lenguaje universal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos
imitativos; unidos a esto en cada regi�n algunos sonidos articulados y
convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es muy f�cil de
explicar, form�ronse lenguas particulares, pero elementales, imperfectas,
semejantes aproximadamente a las que a�n tienen diferentes naciones
salvajes de hoy d�a.
Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo
que transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el
progreso casi imperceptible de los comienzos, pues tanto m�s lentos eran
para sucederse, tanto m�s r�pidos son para describir.
Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre en estado de hacer
otros m�s r�pidos. Cuanto m�s se esclarec�a el esp�ritu m�s se
perfeccionaba la industria. Bien pronto los hombres, dejando de dormir
bajo el primer �rbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una especie de
hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera,
cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los �rboles, que en
seguida aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la �poca de una
primera revoluci�n, que origin� el establecimiento y la diferenciaci�n de
las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual quiz�
nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los
m�s fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse
viviendas, porque sent�anse capaces de defenderlas, es de creer que los
d�biles hallaron m�s f�cil y m�s seguro imitarlos que intentar
desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya pose�an caba�as, ninguno
de ellos debi� de intentar apropiarse la de su vecino, menos porque no le
perteneciera que porque no la necesitaba y porque, adem�s, no pod�a
apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la
ocupaba.
Las primeras exteriorizaciones del coraz�n fueron el efecto de un
nuevo estado de cosas que reun�a en una habitaci�n com�n a maridos y
mujeres, a padres o hijos. El h�bito de vivir juntos hizo nacer los m�s
dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor
paternal. Cada familia fue una peque�a sociedad, tanto mejor unida cuanto
que el afecto rec�proco y la libertad eran los �nicos v�nculos. Entonces
fue cuando se estableci� la primer diferencia en el modo de vivir de los
dos sexos, que hasta entonces hab�an vivido de la misma manera. Las
mujeres hici�ronse m�s sedentarias y se acostumbraron a guardar la caba�a
y a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar la com�n
subsistencia. Con una vida un poco m�s blanda, los dos sexos empezaron a
perder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo
separadamente se hall� menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio
m�s f�cil reunirse para una resistencia com�n.
En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con
necesidades muy limitadas y los instrumentos que hab�an inventado para
atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon
en procurarse diversas, comodidades que sus padres no hab�an conocido.
Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y la primer fuente de
males que prepararon a sus descendientes; pues, adem�s de que as�
continuaron debilitan de su cuerpo y su esp�ritu, y habiendo perdido esas
comodidades, por la costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas
necesidades, la privaci�n de ellas fue mucho m�s cruel que agradable era
su posesi�n, y, sin ser feliz posey�ndolas, perdi�ndolas �rase
desgraciado.
Se entrev� algo mejor en este punto c�mo el uso de la palabra se
estableci� o se perfeccion� insensiblemente en el seno de cada familia, y
aun se puede conjeturar c�mo diversas causas particulares pudieron
extender el lenguaje y acelerar su progreso haci�ndole ser m�s necesario.
Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de
precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y
cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres
reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debi� de formarse un idioma
com�n, m�s bien que entre los que erraban libremente en los bosques de la
tierra firme. As�, es muy probable que, despu�s de sus primeros ensayos de
navegaci�n, los insulares hayan introducido entre nosotros el uso de la
palabra; por lo menos es muy veros�mil que la sociedad y las lenguas hayan
nacido en las islas y en ellas se hayan perfeccionado antes de ser
conocidas en el continente.
Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aqu� en los
bosques, los hombres, habiendo adquirido una situaci�n m�s estable, van
relacion�ndose lentamente, se re�nen en diversos agrupamientos y forman en
fin en cada regi�n una naci�n particular, unida en sus costumbres y
caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo g�nero de vida y
de alimentaci�n y por la influencia del clima. Una permanente vecindad no
puede dejar de engendrar en fin alguna relaci�n entre diferentes familias.
J�venes de distinto sexo habitan en caba�as vecinas; el pasajero comercio
que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y m�s
permanente por la mutua frecuentaci�n. Habit�anse a considerar diversos
objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de m�rito
y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse,
no pueden pasar sin verse todav�a. Un sentimiento tierno y dulce se
insin�a en el alma, que a la menor oposici�n se cambia en furor impetuoso;
los celos se despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la m�s dulce
de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.
A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el esp�ritu y
el coraz�n se ejercitan, la especie humana sigue domestic�ndose, las
relaciones se extienden y se estrechan los v�nculos. Los hombres se
acostumbran a reunirse delante de las caba�as o, al pie de un gran �rbol;
el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen la
diversi�n o, mejor, la ocupaci�n de los hombres y de las mujeres agrupados
y ociosos. Cada cual empez� a mirar a los dem�s y a querer ser mirado �l
mismo, y la estimaci�n p�blica tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o
bailaba, o el m�s hermoso, el m�s fuerte, el m�s diestro o el m�s
elocuente, fue el m�s considerado; y �ste fue el primer paso hacia la
desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras
preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro,
la verg�enza y la envidia, y la fermentaci�n causada por esta nueva
levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la
inocencia.
Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se
form� en su esp�ritu la idea de la consideraci�n, todos pretendieron tener
el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie. De aqu�
nacieron los primeros deberes de la cortes�a, aun entre los salvajes; y de
aqu� que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje,
porque con el da�o que ocasionaba la injuria, el ofendido ve�a el
desprecio de su persona, con frecuencia m�s insoportable que el da�o
mismo. De este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se lo hab�a
inferido de modo proporcionado a la estima que ten�a de s� mismo, las
venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles. He ah�
precisamente el grado a que hab�a llegado la mayor�a de los pueblos
salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido
suficientemente las ideas y observado cu�n lejos se hallaban ya esos
pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la
conclusi�n de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la
autoridad para dulcificarlo, siendo as� que nada hay tan dulce como �l en
su estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia
de la estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil,
y limitado igualmente por el instinto y por la raz�n a defenderse del mal
que le amenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por
nada, hacer da�o a nadie, ni aun despu�s de haberlo �l recibido. Porque,
seg�n el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no hay
propiedad.
Pero es preciso se�alar que la sociedad empezada y las relaciones ya
establecidas entre los hombres exig�an de �stos cualidades diferentes de
las que pose�an por su constituci�n primitiva; que, empezando a
introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno, antes
de las leyes, �nico juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad
que conven�a al puro estado de naturaleza no era la que conven�a a la
sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran m�s severos a
medida que las ocasiones de ofender eran m�s frecuentes; que el terror de
las venganzas ten�a que ocupar el lugar del freno de las leyes. As�,
aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera
experimentado alguna alteraci�n, este per�odo del desenvolvimiento de las
facultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado
primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debi� de ser la
�poca m�s feliz y duradera. Cuanto m�s se reflexiona, mejor se comprende
que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el
hombre (29), del cual no ha debido salir sino por alg�n funesto azar, que,
por el bien com�n, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los
salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece confirmar que el
g�nero humano estaba hecho para permanecer siempre en �l; que ese estado
es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores
han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfecci�n del
individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie.
Mientras los hombres se contentaron con sus r�sticas caba�as;
mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas vegetales
o de pescado, a adornarse con plumas y conchas, a pintarse el cuerpo de
distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y sus flechas, a
tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios
instrumentos de m�sica; en una palabra, mientras s�lo se aplicaron a
trabajos que uno solo pod�a hacer y a las artes que no requer�an el
concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la
medida en que pod�an serlo por su naturaleza y siguieron disfrutando de
las dulzuras de un trato independiente. Pero desde el instante en que mi
hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirti� que era
�til a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareci�, se
introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se
trocaron en rientes campi�as que fue necesario regar con el sudor de los
hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las
cosechas la esclavitud y la miseria.
La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo
desenvolvimiento produjo esta gran revoluci�n. Para el poeta son el oro y
la plata; m�s para el fil�sofo son el hierro y el trigo los que han
civilizado a los hombres y perdido al g�nero humano. Uno y otro eran
desconocidos de los salvajes de Am�rica, por lo cual han permanecido
siempre los mismos; y los dem�s pueblos parece que siguieron b�rbaros
mientras no practicaron m�s que una sola de estas artes. Precisamente, una
de las mejores razones quiz� de que Europa haya sido, si no m�s pronto,
mejor y m�s constantemente ordenada que las otras partes del mundo es que
al mismo tiempo es la m�s abundante en hierro y la m�s f�rtil en trigo.
Es dif�cil conjeturar de qu� modo han llegado los hombres a conocer y
emplear el hierro, pues no es de creer que hayan imaginado por s� mismos
extraer la materia de la mina y darle las preparaciones necesarias para su
fusi�n antes de saber lo que resultar�a. Por otra parte, no puede
atribuirse este descubrimiento a un incendio casual, puesto que las minas
se forman en lugares �ridos y desprovistos de �rboles y plantas; de suerte
que parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones para ocultarnos el
fatal secreto. S�lo queda la extraordinaria circunstancia de que un
volc�n, vomitando materias met�licas en fusi�n, haya sugerido a los
espectadores la idea de imitar esta operaci�n de la naturaleza; pero es
necesario suponer mucho valor y previsi�n para emprender un trabajo tan
penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que pod�an obtenerse, y
esto s�lo es admisible en esp�ritus m�s cultivados que lo deb�a estar el
de los espectadores.
En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mucho antes de
que se estableciera la pr�ctica, pues no es probable que los hombres,
siempre ocupados en sacar de los �rboles y las plantas su subsistencia,
hayan tardado mucho tiempo en advertirlos caminos que sigue la naturaleza
para la generaci�n de los vegetales; pero su industria no se inclin�
probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los �rboles, que
con la caza y la pesca prove�an a su alimento, no necesitaban sus
cuidados, sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta de
instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsi�n para las
necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios para impedir a los
dem�s que se apoderaran del fruto de su trabajo. Cuando ya fueron m�s
industriosos, es de presumir que empezaron con piedras afiladas y palos
puntiagudos a cultivar algunas legumbres o ra�ces en derredor de sus
caba�as, mucho antes de saber trabajar el trigo y tener los instrumentos
necesarios para el cultivo en grande; sin contar que para entregarse a
esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna cosa
primero para obtener mucho despu�s, previsi�n grandemente extra�a al
esp�ritu del salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar
por la ma�ana en sus necesidades de la tarde.
La invenci�n de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar
al g�nero humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de
hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los
alimentaran. Cuanto mayor fue el n�mero de obreros, menos manos hubo
empleadas en proveer a la com�n subsistencia, sin haber por eso menos
bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su
hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para
multiplicar los alimentos. De aqu� nacieron, por una parte, el cultivo y
la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y multiplicar
sus usos.
Del cultivo de las tierras result� necesariamente su reparto, y de la
propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque
para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna
cosa. Por otro lado, los hombres ya hab�an empezado a pensar en el
porvenir, y como todos ten�an algo que perder, no hab�a ninguno que no
tuviera que temer para s� la represalia de los da�os que pod�a causar a
otro. Este origen es tanto m�s natural cuanto que es imposible concebir la
idea de la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues
no se comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el
hombre poner m�s que su trabajo. Es el trabajo �nicamente el que, dando
derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, le
da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lo menos hasta
la cosecha, y as� de a�o en a�o; lo que, constituyendo una posesi�n
continua, se transforma f�cilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice
Grocio, dieron a Ceres el ep�teto de legisladora y a una fiesta que se
celebraba en su honor el nombre de Temosforia, dieron a entender que el
reparto de las tierras hab�a producido una nueva especie de derecho, es
decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley
natural.
En esta situaci�n, las cosas hubieran podido permanecer iguales si
las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del
hierro y el consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un
equilibrio exacto. Pero la proporci�n, que nada manten�a, bien pronto
qued� rota; el m�s fuerte hac�a m�s obra; el m�s h�bil sacaba mejor
partido de lo suyo; el m�s ingenioso hallaba los medios de abreviar su
trabajo; el labrador necesitaba m�s hierro, o el herrero m�s trigo; y
trabajando todos igualmente, unos ganaban m�s mientras otros, apenas
pod�an vivir. De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve
insensiblemente con la de combinaci�n, y las diferencias entre los
hombres, desarrolladas por las que originan las circunstancias, h�cense
m�s sensibles, m�s permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la
misma proporci�n sobre la suerte de los particulares.
En este punto las cosas, f�cil es imaginar el resto. No me detendr� a
describir la invenci�n sucesiva de las otras artes, el progreso de las
lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes, la desigualdad de las
fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni todos los detalles que
siguen a �stos y que cada uno puede f�cilmente suponer. Me limitar�
solamente a echar una ojeada sobre el g�nero humano colocado en ese nuevo
orden de cosas.
He aqu� todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la
imaginaci�n en juego, interesado el amor propio, la raz�n en actividad y
el esp�ritu casi al t�rmino de la perfecci�n de que es susceptible. He
aqu� todas las cualidades naturales puestas en acci�n, establecidas la
condici�n y la suerte de cada hombre, no s�lo en lo que se refiere a la
cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al
esp�ritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el m�rito y las aptitudes.
Siendo estas cualidades las �nicas que pod�an atraer la consideraci�n,
bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, por el
propio inter�s, aparecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y
parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de esta diferencia
nacieron la ostentaci�n imponente, la astucia enga�osa y todos los vicios
que forman su s�quito. Por otra parte, de libre e independiente que era
antes el hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido,
por as� decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de
los cuales se convierte en esclavo aun siendo su se�or: rico, necesita de
sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir
de aqu�llos. Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su
suerte y hacerles hallar su propio inter�s, en realidad o en apariencia,
trabajando en provecho suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con
unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la necesidad de enga�ar a
todos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer de ellos y no
encuentra ning�n inter�s en servirlos �tilmente. En fin; la voraz
ambici�n, la pasi�n por aumentar su relativa fortuna, menos por una
verdadera necesidad que para elevarse por encima de los dem�s, inspira a
todos los hombres una negra inclinaci�n a perjudicarse mutuamente, una
secreta envidia, tanto m�s peligrosa cuanto que, para herir con m�s
seguridad, toma con frecuencia la m�scara de la benevolencia; en una
palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposici�n de
intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a expensas de
los dem�s. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y la
inseparable comitiva de la desigualdad naciente.
Antes de haberse inventado los signos representativos de las
riquezas, �stas no pod�an consistir sino en tierras y en ganados, �nicos
bienes efectivos que los hombres pod�an poseer. Ahora bien; cuando las
heredades crecieron en n�mero y en extensi�n, hasta el punto de cubrir el
suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron extenderse m�s
sitio a expensas de las otras, y los que no pose�an ninguna porque la
debilidad o la indolencia los hab�a impedido adquirirlas a tiempo, se
vieron obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su
subsistencia; de aqu� empezaron a nacer, seg�n el car�cter de cada uno, la
dominaci�n y la servidumbre, o la violencia y las rapi�as. Los ricos, por
su parte, apenas conocieron el placer de dominar, r�pidamente desde�aron
los dem�s, y, sirvi�ndose de sus antiguos esclavos para someter a otros
hombres a la servidumbre, no pensaron m�s que en subyugar y esclavizar a
sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una
vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y s�lo quieren devorar
hombres.
De este modo, haciendo los m�s poderosos de sus fuerzas o los m�s
miserables de sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno,
equivalente, seg�n ellos, al de propiedad, la igualdad deshecha fue
seguida del m�s espantoso desorden; de este modo, las usurpaciones de los
ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones desenfrenadas de
todos, ahogando la piedad natural y la voz todav�a d�bil de la justicia,
hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del
m�s fuerte y el del primer ocupante alz�base un perpetuo conflicto, que no
se terminaba sino por combates y cr�menes (30). La naciente sociedad cedi�
la plaza al m�s horrible estado de guerra; el g�nero humano, envilecido y
desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las
desgraciadas adquisiciones que hab�a hecho, y no trabajando sino en su
vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a s�
mismo en v�speras de su ruina.
Attonitus novitate mali, divesque,
miserque,
Effugere optat opes, et quae modo voverat odit (31).
Notas
11. Todos los conocimientos que exigen reflexi�n, todos aquellos que
no se consiguen sino por el encadenamiento de las ideas y s�lo se
perfeccionan sucesivamente, parecen hallarse fuera del alcance del hombre
salvaje, que carece de comunicaci�n con sus semejantes, es decir, del
instrumento que sirve para esta comunicaci�n y de las necesidades que la
hacen necesaria. Su saber y su industria se reducen a saltar, correr,
batirse, lanzar piedras, trepar por los �rboles. Pero si s�lo sabe estas
cosas, las conoce en cambio mucho mejor que nosotros, que no tenemos de
ellas la misma necesidad, y como dependen �nicamente del ejercicio del
cuerpo y no son susceptibles de ninguna comunicaci�n ni progreso de un
individuo a otro, el primer hombre ha podido ser tan h�bil como sus
�ltimos descendientes.
Los relatos de los viajeros est�n llenos de ejemplos de la fuerza y
vigor de los hombres en las naciones b�rbaras y salvajes. En ellos no se
alaba menos su agilidad que su ligereza, y como para observar esas cosas
s�lo se necesitan ojos, nada impide que se d� fe a lo que certifican esos
testigos oculares. Al azar saco algunos ejemplos de los primeros libros
que tengo a mano:
�Los hotentotes -dice Kolben- entienden la pesca mejor que los
europeos del Cabo. Su habilidad es la misma con la red, el anzuelo o el
arp�n, igual en las bah�as que en los r�os. No menos h�bilmente cogen los
peces con la mano. En la nataci�n poseen una destreza incomparable. Su
manera de nadar tiene algo de sorprendente y exclusivo. Nadan con el
cuerpo derecho y las manos fuera del agua, de modo que parecen caminar por
la tierra. En la mayor agitaci�n del mar y cuando las olas forman
monta�as, danzan en cierto modo sobre el dorso de las olas, subiendo y
bajando como pedazos de corcho.�
�Los hotentotes -a�ade el mismo autor- tienen una sorprendente
agilidad para la caza, y la velocidad de su carrera excede a la
imaginaci�n.� Se extra�a de que no hagan con m�s frecuencia mal uso de su
agilidad, cosa que sucede, sin embargo, como puede verse por el ejemplo
que �l presenta: �Un marinero holand�s, al desembarcar en El Cabo, encarg�
a un hotentote -dice- que lo siguiera a la ciudad con un rollo de tabaco
de cerca de veinte libras. Cuando se hallaron a cierta distancia de la
gente, el hotentote pregunt� al marinero si sab�a correr. ��Correr?
-contest� el marinero-; s�, ya lo creo.� �Vamos a verlo� -replic� el
africano, y, huyendo con el tabaco, desapareci� casi al instante. El
marinero, admirado de esta extraordinaria velocidad, desisti� de
perseguirlo y no volvi� a ver ni su tabaco ni al que lo llevaba.�
�Tienen tan r�pida la mirada y tan certera la mano, que los europeos
no les alcanzan. A cien pasos hacen blanco de una pedrada en una moneda de
dos c�ntimos, y lo m�s sorprendente es que, en vez de fijar como nosotros
la mirada en el blanco, hacen movimientos y contorsiones continuamente.
Parece como si una mano invisible condujera la piedra.�
El padre Del Tertre dice sobre los salvajes de las Antillas m�s o
menos las mismas cosas que acaban de leerse sobre los hotentotes del Cabo
de Buena Esperanza. Alaba especialmente su punter�a para cazar con flecha
los p�jaros al vuelo y su habilidad para coger a nado los peces. Los
salvajes de la Am�rica septentrional no son menos c�lebres por su fuerza y
su destreza. He aqu� un ejemplo que permitir� juzgar las de los indios de
la Am�rica meridional:
En 1746, un indio de Buenos Aires, habiendo sido condenado a galeras
en C�diz, propuso al gobernador rescatar su libertad exponiendo su vida en
una fiesta p�blica. Prometi� atacar s�lo al toro m�s furioso sin otra arma
en la mano que una cuerda, que lo echar�a a tierra, que lo atar�a por
cualquier parte que se le se�alara, que lo ensillar�a, lo enfrenar�a, lo
montar�a y montado de esa manera combatir�a contra otros dos toros de los
m�s furiosos que se hicieran salir del toril, y que los matar�a en el
momento que se le mandase y sin ayuda de nadie. Le fue concedido. El indio
mantuvo su palabra y llev� a cabo cuanto hab�a prometido. Sobre la manera
como lo hizo y los detalles del combate puede consultarse el primer tomo
de las Observaciones sobre la historia natural, de Gautier, de donde ha
sido sacado este ejemplo.
14. Puede haber algunas excepciones, como, por ejemplo, ese animal de
la provincia de Nicaragua, parecido a un zorro, que tiene los pies como
las manos de un hombre y que, seg�n Correal, tiene en el vientre una bolsa
donde la madre mete a sus peque�uelos cuando se ve en la necesidad de
huir. Es, sin duda, el mismo animal que llaman en M�jico tlacuatzin, a
cuya hembra atribuye Laet una bolsa parecida y para el mismo uso.
Estos datos imprecisos deben de referirse indudablemente al canguro,
mam�fero marsupial de Australia, que llega a alcanzar, erguido sobre sus
patas traseras, hasta dos metros de altura; sus miembros anteriores son
muy cortos, mientras que los posteriores, mucho m�s robustos, tienen m�s
del doble de longitud, por lo que corre a brincos. Las hembras de estos
animales tienen, en efecto, una especie de bolsa sobre el vientre, en la
cual recogen a los peque�uelos en caso de peligro. -Nicaragua estaba
todav�a en tiempo de Rousseau bajo la dominaci�n espa�ola, formando una
provincia de la capitan�a general de Guatemala. En 1821 conquist� su
independencia.
29. Es cosa muy notable que, despu�s de tantos a�os como hace que los
europeos se torturan en adaptar a los salvajes de diversas regiones del
mundo a su manera de vivir, no hayan podido ganar uno s�lo, ni aun en
favor del cristianismo, pues nuestros misioneros hacen de ellos algunas
veces cristianos, pero nunca hombres civilizados. Nada puede vencer su
obstinada repugnancia a adoptar nuestras costumbres y nuestro modo de
vivir. Si esos pobres salvajes son tan desgraciados como se pretende, �por
qu� inconcebible aberraci�n del entendimiento reh�san constantemente
civilizarse a nuestra semejanza o aprender a vivir felices entre nosotros?
Se lee en cambio en mil sitios que muchos franceses y otros europeos se
han refugiado voluntariamente en esos pueblos y han pasado su vida entera
sin poder abandonar esa extra�a manera de vivir, y se ve a sensatos
misioneros recordar enternecidos los d�as tranquilos e inocentes pasados
entre esos pueblos tan despreciados. Si se responde que carecen de luces
suficientes para juzgar sanamente su estado y el nuestro, replicar� que la
apreciaci�n de la felicidad es m�s bien asunto del sentimiento que de la
raz�n. Por otra parte, esa objeci�n se vuelve contra nosotros con mayor
fuerza, pues hay m�s distancia de nuestras ideas al estado de esp�ritu en
que ser�a necesario hallarse para concebir el gusto que encuentran los
salvajes en su modo de vivir, que entre las ideas de los salvajes y las
que pueden hacerle comprender nuestra existencia. En efecto: despu�s de
algunas observaciones pueden ver f�cilmente que nuestros esfuerzos se
encaminan a dos �nicos objetos; a saber, para s�, las comodidades de la
vida, y la consideraci�n de los dem�s. Pero �de qu� manera podemos
nosotros imaginar la especie de placer que experimenta un salvaje pasando
una vida solo, en medio de los bosques, o pescando, o soplando en una mala
flauta sin saber sacar nunca ni un solo tono y sin preocuparse de
aprenderlo?
Varias veces se han llevado salvajes a Par�s, a Londres y otras
ciudades; se ha corrido a deslumbrarlos con nuestro lujo, nuestras
riquezas y nuestras artes m�s �tiles y curiosas; todo esto no ha excitado
nunca en ellos sino una admiraci�n est�pida, sin el menor movimiento de
deseo. Recuerdo, entre otras, la historia de un jefe de algunos americanos
septentrionales que fue conducido a la corte de Inglaterra hace una
treintena de a�os. Se le presentaron mil cosas para hacerle un presente
que pudiera agradarle, sin hallar nada que pareciera interesarle. Nuestras
armas le parec�an pesadas e inc�modas, nuestros zapatos le her�an los
pies, nuestros vestidos le molestaban; todo lo rechazaba. Por fin se
advirti� que, habiendo tomado una manta de lana, parec�a que le agradaba
cubrir con ella su espalda. �Convendr�is -le dijeron en seguida- en la
utilidad de este objeto.� � S� -respondi�-, me parece tan bueno como una
piel.� Pero no hubiera dicho esto siquiera si hubiese llevado una y otra
bajo la lluvia.
Tal vez se me diga que la costumbre, sujetando a uno a su manera de
vivir, impide a los salvajes apreciar lo que hay de bueno en la nuestra;
pero, en tal caso, debe parecer por lo menos extraordinario que la
costumbre tenga m�s fuerza para mantener a los salvajes en el goce de su
miseria que a los europeos en el disfrute de su felicidad. Para oponer a
esta �ltima objeci�n una respuesta a la cual nada se pueda replicar, sin
acudir al ejemplo de los j�venes salvajes que vanamente se ha intentado
civilizar, sin hablar de los groenlandeses e islandeses que se ha
intentado educar y alimentar en Dinamarca, y que la tristeza o la
desesperaci�n hicieron perecer, sea de languidez, sea en el mar por
intentar volver a nado a sus pa�ses, me contentar� con citar un solo
ejemplo bien probado, que ofrezco para su examen a los admiradores de la
civilizaci�n europea:
�Todos los esfuerzos de los misioneros holandeses del Cabo de Buena
Esperanza no han podido convertir a un solo hotentote. Van der Stel,
gobernador del Cabo, cogi� a uno en su infancia y le hizo educar en los
principios de la religi�n cristiana y en la pr�ctica de los usos de
Europa. Se le visti� lujosamente, se le ense�aron varias lenguas, y sus
progresos respondieron admirablemente a los cuidados puestos en su
educaci�n. El gobernador, esperando mucho de su esp�ritu, le envi� a las
Indias con un comisario general, que le emple� �tilmente en los asuntos de
la Compa��a. Despu�s de la muerte del comisario volvi� al Cabo. Algunos
d�as despu�s, en una visita que hizo a algunos hotentotes parientes suyos,
tom� la decisi�n de despojarse de sus vestidos europeos y cubrirse con la
piel de una oveja. As� volvi� al fuerte, con un paquete que conten�a sus
anteriores ropas, y present�ndolas al gobernador, le dijo: Tened la
bondad, se�or de tener presente que renuncio para siempre a estos
vestidos; renuncio tambi�n por toda mi vida a la religi�n cristiana; he
resuelto vivir y morir en la religi�n, en las costumbres y usos de mis
antepasados. La �nica gracia que os pido es que me dej�is el collar y el
machete que llevo; los guardar� como recuerdo vuestro. En el acto, sin
esperar la respuesta de Van der Stel, emprendi� la huida, y jam�s volvi�
al Cabo.� (Historia de los viajes, tomo V, p�g. 175.)