El Viento Del Norte - Alexandria Warwick

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 589

Para los amantes y los soñadores

E
l cielo augura una tragedia inminente.
Ha adoptado el tono gris más pálido, aunque una
mancha roja asoma en el horizonte al este, señal de que
el sol está a punto de salir. La mancha se expande, empapa las
nubes y gotea aún más hacia el oeste. Y yo, acurrucada en la
espesura de árboles cubiertos de nieve, contemplo cómo
despierta el día mientras el miedo recorre las grietas de mi
corazón. El cielo es rojo, como la sangre derramada.
Como la venganza.
Llevo ya días esperando una escena así. Es justo como
afirman las historias: primero empieza a florecer el viejo
ciprés que crece en la plaza del pueblo. Tres décadas llevaba
adormecido el árbol, pero esos nuevos florecimientos
desataron los nervios de todo el pueblo: las mujeres, histéricas;
los hombres, estoicos, mas con el semblante sombrío y
derrotado. Primero los brotes y luego el alba ensangrentada.
Poco puedo hacer ya, pues si el cielo está en lo cierto, un
visitante se acerca a Bosquelinde, y ha de llegar pronto.
Revestida de esta piel blanca y helada, la tierra yace sumida
en un silencio mudo; la nieve está blanda, recién caída gracias
a las tormentas que soplan con la misma frecuencia que los
ciclos lunares. De momento no he de pensar en lo que podría
suceder. Mi deber está aquí, en esta franja de bosque
despoblado, entre árboles negros podridos por dentro, con el
arco en mi mano enguantada y rígida.
Escruto en derredor desde un tronco iluminado por la luz de
la luna. Hace tres días me topé con el rastro aún reciente de un
animal salvaje. Las huellas me han guiado hasta aquí,
veinticuatro kilómetros al noroeste de mi hogar. Sin embargo,
aún no he dado con el alce al que pertenecen.
—¿Dónde estás? —susurro.
Un viento fuerte sacude las ramas desnudas, esqueléticas
como falanges. A pesar de que me arrebujo con fuerza entre
los retales de mi abrigo, el frío invasor se las arregla para
colarse entre las aberturas. La desesperación me ha llevado a
internarme aún más en el corazón del bosque, más allá de ese
pequeño asentamiento de civilización, hacia el norte, donde
resplandece el río Les. Allá donde nadie se atreve a vivir.
Un movimiento por el rabillo del ojo. El animal aparece de
un salto, solo, separado de cualquier manada. Sus andares
lentos y farragosos se deben sin duda a que tiene la pata
delantera izquierda torcida. La escena me da náuseas. El
animal no tiene la culpa de sufrir. La responsabilidad recae en
el dios oscuro que acecha más allá de la Sombra.
Casi sin atreverme a respirar, saco una flecha del carcaj. De
un tirón fluido, estiro del todo la cuerda y mi mano acaricia
apenas la parte baja de mi mandíbula. La cuerda del arco me
roza la punta de la nariz, como punto de referencia adicional.
El alce piafa en la nieve en busca de un verdor que es como la
esperanza, pero que jamás se concretará.
Pero no estoy sola.
Una profunda inspiración me introduce trazas del bosque
en los pulmones: hielo, madera y olor a quemado. Es una
advertencia, y viene del norte.
Todos mis sentidos se petrifican. Me esfuerzo por captar
cualquier tipo de sonido inusual. La tensión me crispa las
extremidades, pero obligo a mi mente a calmarse, a regresar a
lo que conozco, a lo que sé: este aroma es muy leve. Tengo
tiempo, me separa suficiente distancia del umbrandante, pero
debo ponerme en movimiento con celeridad.
Vuelvo a centrar mi atención en el alce y me fijo en que se
ha alejado lo bastante como para que la probabilidad de
acertarle en el corazón haya descendido drásticamente. No
puedo correr el riesgo de acercarme más. Si el animal huye,
jamás lo alcanzaré, y no me quedan suministros para alargar
más esta salida. En casa, el pan estará duro como una tachuela,
y de la cecina no quedarán más que restos.
Más me vale no fallar.
Recoloco el arco en ángulo, elevo la flecha apenas unos
centímetros, dejo escapar el aire y… suelto. La flecha corta el
aire gélido con un chillido y se clava profundamente en la
carne viva, en ese corazón que aún late.
Hoy, mi hermana y yo sobreviviremos para ver un nuevo
día.
La última manada de alces desapareció hace décadas, si
bien este se las ha ingeniado para colarse de nuevo en nuestro
reino. El pobre animal no es más que el pellejo avejentado que
envuelve sus huesos. Me pregunto cuándo fue la última vez
que comió algo. Apenas florece nada en la Grisura.
Empiezo a despellejar el animal a toda prisa con el cuchillo
del que jamás me separo. Corto humeantes trozos de carne del
cuerpo y meto en el morral tantos como puedo. La sangre
empapa el cuero del morral. De vez en cuando miro por
encima del hombro y escruto en derredor. El tinte rojo del
cielo se ha enfriado hasta adoptar un tono azul.
El olor a quemado sigue presente bajo el hedor cobrizo de
la sangre. Introduzco la mano en el cuerpo de la criatura por la
raja del vientre, corto otro pedazo de carne y lo meto junto al
resto. Una sangre caliente me empapa desde las puntas de los
dedos hasta los codos.
Estoy cortando el hígado cuando un aullido lejano me eriza
el vello. Corto aún más rápido. Una vez vaciado el abdomen,
me centro en los costados. Tengo un saquito de sal enganchado
al cinto, pero con eso solo podré protegerme de un único
umbrandante, o quizá de dos, si son pequeños. El aullido se
convierte en un rugido y, a lomos de una ola negra, todo mi
cuerpo se envara y se me desboca el pulso.
Se me ha acabado el tiempo.
Con un único movimiento, me desprendo del pesado abrigo
que me cubre el cuerpo empapado en sudor. Acto seguido me
quito los guantes, manchados de sangre. Aprieto los dientes al
tiempo que me recorre un agónico estremecimiento. Maldita
sea, hace demasiado frío. Un frío asesino. Deslío el hatillo de
lana seca que envuelve el odre de vino que llevo en la mochila
y lo apuro con sacudidas bruscas, la cabeza echada hacia atrás.
Por los dioses que no he viajado dos semanas en medio de este
erial marchito para morir ahora. Si no regreso con esta comida,
un destino parecido aguardará a Elora.
Tras desprenderme de las ropas empapadas, meto todos mis
enseres bajo el cadáver sangrante y trepo al árbol más alto que
puedo encontrar. La corteza helada me muerde las palmas de
las manos. Subo y subo hasta encaramarme a la rama más alta,
que protesta bajo mi peso. Me crujen los nudillos cuando
cierro con fuerza las manos hasta convertirlas en puños y me
los aprieto contra el vientre famélico.
El umbrandante se planta en la hondonada unos instantes
después, aunque no alcanzo a distinguir su forma con claridad.
Apenas retazos de sombras y remolinos que desprenden
negrura en medio del blanco nevado. La criatura estudia el
alce caído durante un rato, para a continuación merodear por
los alrededores. Tiene un lomo pronunciado e irregular, y una
cola larga y afilada como un látigo. Aprieto la mandíbula con
fuerza para reprimir un castañeteo de dientes.
Se supone que la Sombra, la barrera que separa la Grisura
de las Tierras Yermas, ata a los umbrandantes al otro lado. Sin
embargo, los aldeanos dicen que hay agujeros en esa barrera,
fisuras que permiten que las bestias vuelvan a la tierra de los
vivos y busquen almas que les proporcionen sustento.
Esas bestias no están vivas en el sentido estricto, pero el
umbrandante nota que el alma del alce ha abandonado hace
poco su cadáver. Espero que con eso baste para que no perciba
mi presencia. Había esperado llevarme la piel del alce para
hacerle un nuevo abrigo a Elora, aparte de para remendar los
costurones del mío. Pero no queda tiempo para despellejar al
animal.
Al cabo, la bestia se aparta. Espero durante diez minutos,
con la respiración contenida, hasta que el hedor a quemado en
el aire desaparece. Es entonces cuando desciendo del árbol.
Del cuerpo del alce sigue brotando vapor. La mitad de la
carne aún aguarda a que la corten: dos meses de comida. Por
más que me duela dejar algo atrás, no puedo arriesgarme a
terminar la tarea con el umbrandante tan cerca. Tendrá que
bastar con un mes de comida, y si la racionamos con esmero,
Elora y yo podremos alargarlo aún más. Puede que otro animal
medio muerto de hambre vuelva a colarse entre los resquicios.
Tras ponerme el abrigo y los guantes, me echo el morral a
la espalda y reemprendo los veinticuatro kilómetros del
camino de regreso hacia Bosquelinde, entre gruñidos a causa
del peso de las nuevas provisiones con las que cargo. Para
cuando he recorrido apenas cinco kilómetros, ya he dejado de
sentir los pies, el rostro y las manos. Da igual a cuántos dioses
se lo pida, el viento no amaina. Pero claro, seguramente los
dioses saben que he perdido la fe.
Tardo todo el día. La noche se despliega y oscurece el
bosque bajo un tapiz de vivos tonos violeta. Cuando me
quedan menos de tres kilómetros para llegar, lo oigo: el grave
y lastimero sonido de un cuerno que atraviesa el valle y me
desboca el pulso. El cielo auguraba una tragedia inminente, y
el augurio era cierto.
El Viento del Norte está a punto de llegar.
2

H
ace mucho tiempo, a la Grisura se la conocía como el
Verdor. Hace tres siglos, la tierra, este mundo terrenal,
era la viva estampa de la vitalidad: exuberante y florida,
con ríos de agua cantarina que fluían sobre las rocas, manadas
de alces y ciervos, y pájaros cantores como el ave por la que
me pusieron el nombre. No existía el hambre, pues no había
escasez. Las ciudades prosperaban y la fortuna se extendía
hasta abarcar los pueblos de la periferia. Hasta las corrientes
de los ríos fluían robustas hacia el sur, a las tierras bajas, ahítas
de truchas y almejas de agua dulce que se pescaban y vendían
por las riberas.
El cambio no tuvo lugar de sopetón, sino a través de ciclos,
como la luna: creciente, decreciente, siempre menguante, hasta
que la luz se extinguió. Con el paso de los años, los veranos se
fueron tornando cada vez más cortos; el invierno, más largo y
duro. El cielo se ennegreció. La tierra se congeló hasta
endurecerse como una piedra. El sol se escondió tras el
horizonte y no se vio durante meses.
Entonces apareció la Sombra, como si la hubiesen erigido
unas manos fantasmales. Nadie sabía de dónde provenía ni
cuál era su propósito. Se materializaron los umbrandantes,
pesadillas encarnadas. Los ahuyentamos, pero regresaron en
hordas, masas de sombras. Al final, el invierno devoró toda la
tierra y ni siquiera el sol fue capaz de derretir su gélida piel.
Bosquelinde y los pueblos de alrededor empezaron a
morirse de hambre, pues las cosechas se marchitaron, los ríos
se helaron y el ganado murió. En esos años oscuros cundieron
los rumores: se suponía que había un dios que vivía en las
Tierras Yermas, al otro lado de la Sombra. Se hace llamar
Bóreas, el Viento de Norte: aquel que invoca la nieve y el frío.
Sin embargo, todos los que vivimos en la Grisura lo
conocemos como Rey Escarcha.
Llego a Bosquelinde justo cuando el crepúsculo da paso a
la más absoluta oscuridad. Un muro bajo de piedra cubierto de
un reguero de sal rodea este humilde pueblito de tejados de
paja y viviendas tan heladas como embarradas. Puede que los
umbrandantes campen a sus anchas por el bosque, pero
mientras esté dentro del anillo protector de sal que rodea el
pueblo, estoy a salvo.
No hay movimiento alguno dentro de la barrera. Las
contraventanas están cerradas, las lámparas apagadas. Las
sombras se derraman por los surcos de la calzada de piedra.
Paso junto a uno de los cubos comunales de sal, que cuelga de
un poste, y me apresuro a volver a llenar el saquito. Por entre
la nieve que rodea la plaza vacía serpentean estrechos senderos
de tierra gris y húmeda por las idas y venidas de los habitantes.
Al ver los brotes redondeados del ciprés, aprieto el paso por
esta zona desierta. Mi hermana y yo no tenemos mucho tiempo
para prepararnos. Nuestra cabaña descansa en lo alto de una
loma escudada por árboles marchitos hace mucho. Entro a
toda prisa y la llamo al tiempo que cierro la puerta de una
patada a mi espalda.
—¿Elora?
El calor del hogar encendido derrite la rigidez de mi rostro.
Los tablones del suelo crujen bajo mis botas. Dejo el arco y el
carcaj en la puerta y atravieso el espacio atestado de la cabaña.
Dado que solo contamos con tres habitaciones, la búsqueda
termina en menos de diez latidos.
La casa está vacía.
Un terror vítreo me ancla los pies al suelo. El Rey Escarcha
no puede haber llegado aún. Es demasiado pronto.
Resuena un cuerno que anuncia que el rey acaba de entrar
en la Grisura. La Sombra está a horas de distancia, incluso a
caballo, y nuestra cabaña es la que está más lejos de la entrada
del pueblo; una casita insignificante, fácil de pasar por alto. ¿O
acaso me equivoco? Si el rey se ha llevado a Elora, ya no me
queda nada.
Voy a la cocina y me apoyo en la desvencijada mesa de tres
patas. El morral empapado de sangre aterriza en el suelo con
un chapoteo húmedo. Si el rey ha elegido a Elora como
víctima, ¿cuándo han partido? Deben de haber viajado hacia el
norte. Si corro, aún puedo alcanzarlos, aunque siempre puedo
contar con el caballo de la señorita Millie. Tengo el arco.
Cinco flechas en el carcaj. Garganta, corazón, entrañas. Si le
lanzo todas las flechas, ¿bastará para matar a un dios?
La puerta de atrás se abre y entra mi hermana, que se
sacude la nieve del gorro de lana.
El alivio me deja seca. Se me doblan las rodillas y caigo
sobre los tablones del suelo.
—Elora… —La palabra misma me desinfla—. ¿Cómo se te
ocurre?
Elora, que está cerrando la puerta, se detiene en pleno
movimiento. Su rostro, dulce y redondo, se arruga de
desconcierto.
—¿Cómo se me ocurre qué?
—¡Desaparecer!
—Qué tonterías dices, Wren 1 . —Resopla y se sacude copos
de nieve de los hombros. Tiene una trenza larga y despeinada
del color de las piñas que le llega hasta la mitad de la espalda
—. Casi no nos queda madera para el fuego. Y, por cierto, el
hacha sigue rota.
Cierto. Otra tarea pendiente. El hacha necesita un mango
nuevo, pero para cortar madera con la que tallar un mango
nuevo necesito un hacha que no esté rota. Por supuesto, a
Elora no se le ha ocurrido intentar arreglarla ella misma.
Suelto todo el aire de los pulmones con fuerza y me pongo
en pie a duras penas. Echo un vistazo a la alacena. Aparto la
vista ante la mirada de desaprobación de Elora, aunque siento
una punzada en la garganta igualmente.
—Prométeme que no volverás a desaparecer sin avisarme.
—Empiezo a caminar en círculos, arriba y abajo. Me ayuda,
me sirve para sentir que tengo el control—. Pensaba que te
había llevado consigo. Estaba preparándome para robar un
caballo y pensando en el modo más efectivo de matar a un
hombre que no puede morir.
—Cómo te gusta exagerar.
Como si temer por la seguridad de mi hermana fuese una
minucia.
—De exagerar nada, lo que pasa es que…
«Me enfureces», eso es lo que me viene a la mente. Según
Ma, mi llegada al mundo no fue tranquila y calmada. No, la
comadrona tuvo que arrancarme del útero de mi madre porque
me resistí con todas mis fuerzas.
—… lo que pasa es que soy una persona resolutiva —
concluyo en tono suave, y me recoloco tras la oreja un rizo
suelto.
Elora frunce el ceño, un gesto que, estoy segura, ha
aprendido de mí. Aunque parecemos casi idénticas, nuestros
corazones no laten al mismo compás. Sus ojos oscuros son
brasas vívidas. Los míos son distantes, desconfiados,
cautelosos. La piel de Elora, de tono oscuro, es perfecta, en
agudo contraste con la cicatriz arrugada que mutila mi mejilla
derecha. El pelo negro de Elora es tan liso como una capa de
brea, mientras que el mío tiene la frustrante costumbre de
enrizarse. Elora es mi hermana gemela y también es opuesta a
mí en todos los sentidos posibles.
Mirar a Elora es como mirarse en un espejo, pero un espejo
que muestra la persona que yo era antes de que nos
quedáramos huérfanas. Ahora…, bueno; me he manchado las
manos de sangre más veces de las que estoy dispuesta a
admitir. He matado a hombres, he vendido mi cuerpo, he
robado en múltiples ocasiones; todo ello por algo de comida,
calor o dinero, o bien por las hierbas resecas con las que a
Elora le encanta cocinar. Tan insignificantes y sin embargo tan
preciadas para ella.
Elora no sabe nada de lo que he hecho. Es demasiado débil
para el mundo, demasiado buena. Jamás sobreviviría en las
Tierras Yermas.
—Sea como sea —digo—, tenemos que marcharnos de
aquí.
No tardaremos mucho en preparar el equipaje porque, en
realidad, no poseemos muchas cosas.
—¿Qué? —Elora retrocede—. ¿Y eso cuándo lo has
decidido?
—Lo acabo de decidir.
Iremos al sur, al oeste, al este. Adonde sea menos al norte,
donde están las Tierras Yermas.
Una sonrisa lánguida asoma a la boca de Elora.
—Por supuesto.
—Acompáñame. —Giro sobre mis talones y le agarro las
esbeltas manos—. Nos marcharemos de aquí para siempre,
empezaremos de cero en otro lugar…
—Wren —despacio, con calma, Elora aparta sus dedos de
los míos. Siempre ha sido más sensata que yo—, sabes que no
podemos.
El Viento del Norte viene cada pocas décadas y se lleva
consigo a una mujer al otro lado de la Sombra, por motivos
que nadie conoce. Una mujer muere para que los demás
puedan vivir. Elora es lo único que de verdad amo en esta
vida; me pregunto si no me aguardan más sufrimientos
inminentes.
La semana pasada, todas las mujeres de entre los dieciocho
y los treinta y cinco años hicieron un sorteo para ver quién
sería ofrecida en sacrificio. Siete desdichadas sacaron las
ramitas más cortas…, incluyendo a mi hermana. Si intenta
escapar a su destino, será condenada a muerte. Tal es la ley de
Bosquelinde.
—Me da igual —siseo. Me escuecen los ojos de las
lágrimas que asoman a ellos—. Si te lleva…
La mirada de Elora se suaviza.
—No me llevará.
—Si eso piensas es que eres una idiota.
Elora es la mujer más encantadora de toda nuestra aldea.
Cada par de semanas, algún hombre le pide la mano en
matrimonio. Ha rechazado todas las propuestas por razones
que se me escapan. Esa flagrante falta de preocupación ante la
amenaza que se acerca evidencia lo mucho que difieren
nuestras prioridades al tiempo que refuerza los papeles que
cada una de nosotras ha adoptado a lo largo de los años.
Elora y yo acabábamos de quedarnos huérfanas, con solo
quince años, cuando aprendimos el verdadero peso de la
soledad. Esos años aterradores pasaron como un camino negro
e infinito. Fue entonces cuando empecé a usar el arco. Fue
entonces cuando empecé a masacrar a los umbrandantes, yo
sola, de manera que Elora pudiese dormir con la conciencia
tranquila. A fin de cuentas, esta es la forma que me dieron mis
padres: guardiana, protectora. ¿Por qué habría de preocuparse
Elora estando yo aquí para defenderla? Pero ni siquiera yo
puedo enfrentarme a un dios y albergar la esperanza de ganar.
Elora se acerca a una de las cajas apiladas contra la pared.
Abre la tapa y saca lo poco que contiene: carne curada para
dos días como mucho. Me pone una loncha de cecina en la
mano.
—Come algo, por favor. Debes de estar muerta de hambre
después del viaje.
—No me encuentro bien.
—Pues siéntate. Te vendrá bien un poco de descanso.
Lo que de verdad me vendría bien no es una silla. Un
anhelo se ha abierto un camino tan profundo en mis huesos
que ya es imposible apartarlo de mí. Así pues, alargo la mano
hacia la alacena en la que descansa el vino, agarro una de las
botellas y la descorcho. En cuanto la bebida me empapa la
lengua, ese nudo salvaje que me aprieta la base de la columna
vertebral se afloja, y se me vuelve a aclarar la mente. Dos
tragos más y ya estoy más estable.
—Wren.
Engarfio los dedos alrededor de la botella. Doy otro trago y
enseño los dientes en una mueca mientras el líquido me quema
por la garganta hasta el estómago.
—No me hace falta que me juzgues, Elora. Ahora no.
—Esto que haces no es sano.
Resoplo con desdén.
—Tampoco lo es sacrificar a nuestras mujeres ante un dios
vengativo. Cada una hace lo que debe hacer.
Ella suspira y yo me giro para dejar la botella en la alacena.
La ignoro. Esta conversación siempre es la misma. Elora me
pide algo que no le puedo dar. Me pide demasiado.
Echo mano al bolsillo del pecho del abrigo y saco una
prenda de lana doblada.
—En el viaje me encontré con un comerciante. Me dijiste
que tenías la bufanda cada vez más gastada.
Los ojos de Elora se iluminan al ver el regalo. Tenemos
muy pocas posesiones.
—¿Qué es esto?
Ahoga un grito de puro deleite al desdoblar la bufanda, que
tiene un dibujo de olas en un gran mar, aunque nunca hemos
visto ninguna masa grande de agua, excepto el gélido Les, el
río que separa la Grisura de las Tierras Yermas.
—Es muy hermoso —balbucea, y se envuelve la garganta
con la tela azul—. ¿Qué tal me queda?
—Estás encantadora. —¿Acaso hay otra palabra para
describir a mi hermana?—. ¿Es calentita?
—Muy calentita. —Se ajusta la tela y se detiene—. ¿Y eso
qué es?
Señala el libro del tamaño de la palma de una mano que
asoma por el bolsillo de mi abrigo.
Me quedo petrificada.
—Ah, ¿esto? —Esbozo una sonrisa despreocupada—.
Nada.
Elora saca el libro del bolsillo de mi abrigo y estudia la
cubierta. Es tan viejo que apenas quedan unos hilitos que
mantengan unidas las páginas.
—La pasión del rey. ¿Una historia romántica? —Sonríe—.
No sabía que te gustaban los romances.
Se me sonrojan las mejillas.
—Y no me gustan, pero me la dejó a buen precio. —Es una
verdad a medias.
—Ah —dice ella, como si tuviese todo el sentido del
mundo.
Que Elora piense que es una novela romántica. Jamás le he
dado motivos para pensar lo contrario. Dado que mi hermana
rara vez lee, la mayoría de los libros que salpican nuestra
cabaña son míos. Las cubiertas de tela hacen un buen trabajo a
la hora de ocultar las historias que contienen sus páginas. Lo
último que deseo es que Elora descubra La pasión del rey, o
sea la que sea mi última lectura.
El cuerno suena un largo rato y estremece las paredes de la
cabaña. Yo miro a Elora. Ella me mira a mí.
—Casi es la hora —susurra.
Aprieto las manos hasta convertirlas en puños para que
dejen de temblar. Después de esta noche habrá una habitante
menos en Bosquelinde. El Rey Escarcha ya me ha arrebatado
mucho, pero aun así se atreve a amenazar lo que más quiero.
—Elora, por favor —se me quiebra la voz—. Eres lo único
que me queda.
No me arrodillo ante nadie, pero estoy dispuesta a suplicar
por mi hermana y su vida. La mía es irrelevante. No me cuento
entre las mujeres que serán ofrecidas en sacrificio. Y, de todos
modos, esta cicatriz en la mejilla me hace indeseable.
—Todo irá bien. —Rodea la mesa y me envuelve en un
cálido abrazo. Un perfume terroso y dulce a salvia flota en el
aire—. Esta noche, una vez que se haya ido el rey, tú y yo
vamos a hacer una tarta. Para celebrarlo. ¿Qué te parece?
Entorno los ojos.
—¿Y cómo vamos a hornear si no nos queda levadura?
Ni azúcar. Bueno, ni nada de lo que hace falta para hornear
una tarta. Con nieve y piedras no se puede hacer tarta.
Elora esboza una sonrisilla hermética.
—Siempre hay algún modo.
Lo cierto es que me encanta la tarta, pero eso no basta para
despejar la inquietud. Esta noche, un hedor repugnante
impregna el aire.
—Estoy preocupada —murmuro.
Resuena la risa de campanilla de Elora.
—Wren, tú siempre estás preocupada.
—No es verdad. —Es solo que me cuido mucho a la hora
de escoger las ocasiones en que expreso entusiasmo. Nada
más.
—Ven. —Me lleva de un tironcito hacia la puerta delantera.
Se pone otro gorro y a mí me sube la capucha para cubrirme
las orejas—. Seguro que la señorita Millie necesita ayuda con
los últimos preparativos. Todo debe estar perfecto.

Para dar la bienvenida al Viento del Norte hay que celebrar un


gran banquete en su honor. En teoría hay que preparar un
decadente festín de muchos platos, como si ser elegida y
raptada para marcharse a las Tierras Yermas fuese motivo de
celebración. Pero la realidad es que Bosquelinde mengua a
cada año que pasa. Nada crece en la tierra helada. El ganado,
exceptuando unas cuantas cabras desnutridas, ha muerto.
Así pues, el supuesto gran banquete es más bien tirando a
pobre. Bosquelinde no cuenta con ningún salón de baile
enorme en el que recibir al rey. No habrá lechón asado, ni
ningún despliegue de carnes confitadas y raíces de guarnición.
En cambio, lo que se hará será recolectar bayas de hoja
perenne y machacarlas hasta formar una salsa ácida del color
de la sangre. Habrá sopa: agua salada sazonada con hierbas
mustias. La carne que se servirá, de cabra vieja, es la comida
menos apetecible que he visto en mi vida.
Espero que el rey se atragante.
Puede que el convite no sea de su agrado, pero no viene por
la comida. Las siete mujeres que sacaron las ramitas cortas,
todas encantadoras y prístinas, se reúnen ahora mismo en el
salón del ayuntamiento, donde se ha colocado una larga mesa
para la cena. En la chimenea de piedra hay fuego encendido.
Todas están vestidas con sus mejores galas: camisones de lana
ceñidos en la cintura; cabellos lavados, peinados y trenzados;
medias largas y zapatos de vestir gastados. Todas se han
cubierto la piel, ajada por el viento, con aceites y cremas
colorantes. Yo esbozo una sonrisa irónica; mi imperfección no
es tan fácil de esconder.
—¿Qué aspecto tengo?
Me giro al oír la voz de Elora. Un vestido azul que le llega
hasta las rodillas, y que yo misma tejí hace años, envuelve su
delgada complexión. Lleva unas medias negras que resaltan
sus esbeltas piernas. Unas pestañas negras y curvas escudan la
mirada baja de mi hermana. De puros nervios, crispa esa boca
de rosa que tiene.
A pesar de mis intentos por hablar con voz sosegada, suelto
un gallo al decir:
—Te pareces a Ma.
Los ojos de Elora se empañan al oírme decir esto. Asiente
una sola vez.
Cuanto más contemplo a mi hermana, más se me encoge el
estómago. Se la va a llevar. Es demasiado encantadora como
para que no se fije en ella.
La señorita Millie, una mujer de mediana edad que adora
los chismorreos casi tanto como perder de vista a su marido,
sale de la cocina cargada con dos jarras de madera. Unos ojos
inyectados en sangre y unas mejillas arreboladas evidencian la
creciente consternación que la domina. Su hija es una de las
siete.
—Vasos —me suelta.
Lleno los vasos con agua. Me tiemblan las manos, malditas
sean.
Las mujeres se arremolinan en un rincón, como una
manada de ciervos en medio del frío. No hablan. ¿Qué podrían
decir? Para cuando acabe esta cena, una de ellas habrá sido
elegida, y no regresará.
El hijo menor de la señorita Millie, un chico de doce años,
enciende la última de las lámparas. Al otro lado de las
ventanas cerradas, los aldeanos se reúnen en la plaza, a la
espera de la llegada del rey. Su última visita tuvo lugar hace
más de treinta años, antes de que mi hermana y yo naciésemos
siquiera. Se llevó a una mujer llamada Ada, de apenas
dieciocho años, al otro lado de la Sombra.
Lo oigo mientras aliso las arrugas del mantel: un repiqueteo
de cascos sobre la piedra.
Las mujeres se arrebujan todas juntas y se agarran de las
manos. Ninguna se atreve a emitir sonido alguno; ni siquiera
respiran. La mirada de Elora atraviesa la habitación hasta
cruzarse con la mía.
Podría hacerlo. Podría agarrar a mi hermana de la mano,
huir por la cocina y rezar para que la nieve oculte nuestras
huellas de los aldeanos a los que enviarían para llevar a Elora
ante la justicia.
—A vuestros sitios —sisea la señorita Millie, y les hace un
gesto a las mujeres para que ocupen sus asientos a la mesa. Un
repiqueteo: sillas arrastradas y frufrú de telas, así como un
clop, clop, clop que se acerca cada vez más.
Voy de camino a colocarme junto a Elora cuando la
señorita Millie me engancha del brazo. Me clava las uñas con
fuerza. No puedo librarme de ella.
—Suélteme.
—Es demasiado tarde —susurra. Mechones de cabellos
veteados de canas se le pegan al rostro sudado y redondo. Las
arrugas que ribetean su boca se acentúan.
—Aún hay tiempo. Préstenos su caballo. Me llevaré a su
hija con nosotras…
Pasos.
La señorita Millie me empuja contra un rincón. La puerta
delantera se abre; los goznes chirrían como un animal
mutilado. Las mujeres sentadas a la mesa dan un respingo y
vuelven a recolocarse, sumisas, en sus sillas. Un ventarrón
helado entra por el umbral y ahoga la mitad de las lámparas; la
estancia queda sumida en tinieblas casi por completo. Yo me
quedo petrificada contra la pared, con la boca seca.
Entra una figura enorme que se recorta, negra, contra las
sombras. Lleva capa y capucha, y viene sola.
Tiene que agacharse para entrar en la habitación, pues los
edificios están construidos con tejados inclinados y bajos que
conservan el calor. Cuando se endereza, la corona de su cabeza
roza los travesaños. En el interior de la capucha se arremolinan
las sombras. Solo se atisban dos puntitos resplandecientes.
La señorita Millie, bendito sea su corazón, se adelanta, con
el rostro pálido de terror.
—¿Mi señor?
Él alza una mano. Alguien ahoga un grito.
Pero lo único que hace el rey es echarse la capucha hacia
atrás para revelar un semblante de una belleza tan dolorosa
que solo puedo mirarlo durante unos instantes antes de verme
obligada a apartar la vista. Y, sin embargo, segundos después
vuelvo a contemplarlo, atraída por algún impulso sin nombre
que me lleva a estudiarlo con más detalle.
Su rostro parece haber sido labrado en alabastro. La tenue
luz de las lámparas ilumina la tersa meseta de su frente, los
pómulos afilados y la nariz recta, así como esa mandíbula de
cristal tallado. Y su boca…, bueno, digamos que jamás he
visto una boca tan femenina en un hombre. El tono carbón de
su cabello absorbe la luz; lo lleva anudado en una cola en la
nuca. Sus ojos, centellas azules de hielo glacial, brillan con
una intensidad turbadora.
Mi mano se cierra alrededor de uno de los cuchillos
dispuestos sobre la mesa. No me atrevo ni a respirar. No estoy
segura de ser capaz, dadas las circunstancias. El Rey Escarcha
es el ser más hermoso sobre el que jamás se hayan posado mis
ojos, y el más despreciable. Necesito emplear todo el
autocontrol que poseo para no clavarle esta hoja en el corazón.
Eso suponiendo que tenga corazón.
Da otro paso y las mujeres se apresuran a ponerse de pie. El
Rey Escarcha aún no ha hablado. No hace falta. Tiene toda la
atención de las mujeres, y la mía propia. Para esto nos hemos
preparado.
A juzgar por el frío desagrado que curva su labio superior,
al rey no le complace que no le hayan dado la bienvenida.
Lleva las manos cubiertas por unos ceñidos guantes negros de
terso cuero. Unos hombros anchos tensan la pesada tela de su
capa. Se desprende de ella y vemos que lleva una camisola
alisada del color de una nube de tormenta, con una hilera de
botones de plata que sube hasta el cuello. Viste pantalones
ajustados y unas botas gastadas. Del cinturón le cuelga una
daga.
Mi atención se ve atraída por su mano derecha, en la que
sujeta el asta de una lanza con punta de piedra. Estoy segura
de que, hace un instante, no enarbolaba el arma. Cuando esta
se desvanece un latido después, muchas de las mujeres
suspiran de alivio.
Se me escapa de entre las manos el cuchillo, que cae al
suelo. El repiqueteo sobresalta a la señorita Millie, que se pone
en movimiento. Agarra la capa del rey, la cuelga de un gancho
junto a la puerta y retira una silla a la cabeza de la mesa. Las
patas de la silla arañan el suelo. El Rey Escarcha toma asiento.
Las mujeres se sientan a su vez.
—Bienvenido a Bosquelinde, mi señor —dice la señorita
Millie en tono quedo.
Su atención revolotea hacia la mujer sentada justo a la
izquierda del rey: su hija. Las siete mujeres echaron a suertes
quiénes serían las desgraciadas que se sentarían más cerca de
él durante la cena. Elora, gracias sean dadas, está sentada al
otro extremo de la mesa.
—Esperamos que disfrutéis de la cena que os hemos
preparado. —El rey escruta la comida, poco impresionado—.
Por desgracia, estos últimos años las cosechas han sido
bastante magras.
Por magras quiere decir inexistentes.
—La sopa es una de nuestras especialidades…
Él alza una mano, en silencio, y la voz de la señorita Millie
se extingue. Le tiemblan los carrillos, traga saliva. Y con eso,
parece decidir el rey, basta. Es la cena más larga y agónica de
toda la historia. Tintineo de vasos mientras la señorita Millie y
yo echamos más bebida y reemplazamos servilletas
manchadas. Nadie habla. Entiendo el silencio de las mujeres:
ninguna quiere atraer la atención del rey. Nuestro huésped, sin
embargo, no tiene excusa. ¿Acaso no ve que le hemos
entregado toda la comida de la que disponemos? ¿Ni siquiera
una palabra de reconocimiento?
Elora apenas toca la comida. Se inclina sobre el plato en un
intento de pasar desapercibida —cosa que le recomendé yo
misma—, pero el Rey Escarcha se fija igualmente en ella: es
en ella donde se posa la mirada del rey una y otra vez.
Poco a poco empiezo a perder los nervios. Cuando la
presión que siento en el pecho amenaza con estrujarme los
pulmones, me retiro a la cocina y busco a tientas el odre que
llevo en la cintura. Doy un trago generoso. Quema tanto que
me pican los ojos, pero me siento liberada, salvada.
Deberíamos haber huido cuando se presentó la oportunidad.
Ahora ya es tarde.
Inspiro hondo y regreso al comedor. La cena avanza con
lentitud, y sigo llenando copas de vino. Las mujeres beben un
vaso tras otro. Gotitas rojas manchan sus labios exangües.
Rubor en las mejillas. Me empieza a doler la garganta de pura
ansia. A mitad de la cena ya he apurado del todo mi odre de
vino.
El Rey Escarcha apenas toca su copa. Mejor así. No tengo
absolutamente ninguna gana de servirle, a no ser que sea para
indicarle dónde está la puerta.
Por desgracia, la señorita Millie no es del mismo parecer
que yo.
—Mi señor, ¿no os complace el vino?
Esa preocupación fingida me da ganas de vomitar. Estoy
segura de que cree que, si lo trata con amabilidad, dejará en
paz a su hija y escogerá a otra.
Como respuesta, el rey se lleva el líquido escarlata a la
boca y apura el vaso. Sus ojos emiten un centelleo apagado
por encima del borde. Es como si sus pupilas albergaran un
resquicio de luz, en lugar de la luz en sí misma.
Soy yo quien tiene que ocuparse de él. Me acerco a su lado
y empiezo a llenarle el vaso. Mientras lo lleno, nuestros brazos
chocan y se me escapa un poco de vino, que le mancha el
regazo.
Siento hielo en la sangre, en las venas.
La mirada del Rey Escarcha repta, despacio, de la mancha
que ha caído sobre su camisola a la botella que aún sostengo,
para a continuación centrarse en mi rostro. Esos ojos azul
pálido exudan un frío hambriento que recorre los pliegues de
mi cicatriz. Ese viejo trozo de piel endurecida perdió la
sensibilidad hace tiempo, pero juraría que siento un cosquilleo
bajo el escrutinio del rey, como si su atención se tradujera en
contacto físico.
—¡Discúlpate ante el rey! —me ordena la señorita Millie
con un grito estridente.
¿Qué es un poco de vino comparado con perder una vida?
No, creo que me voy a guardar la disculpa. Imagino que le
dará igual.
—Me disculparé si él se disculpa por raptar a nuestras
mujeres.
Alguien ahoga un grito. El rey me somete al mismo
escrutinio que dedicaría a un animalillo, aunque yo no soy
ninguna presa.
—Mi señor, os pido disculpas por este comportamiento
absolutamente despreci…
Él alza una mano de dedos largos, toda su atención centrada
en mí. La señorita Millie guarda silencio.
—¿Cómo te llamas?
El título que ostenta también se percibe en su tono de voz.
Es grave, profundo, con una escalofriante falta de emoción.
Ante mi silencio, algunas de las mujeres se revuelven,
incómodas, en las sillas. La temperatura se desploma a pesar
del fuego en la chimenea. Puede que el Viento del Norte sea
un dios, pero yo no pienso romperme. Si hay algo que aún
poseo es orgullo.
—Ya veo. —Da unos golpecitos con la punta del dedo
sobre la mesa.
—Wren, mi señor. ¡Se llama Wren! —Elora se inclina hacia
delante en el asiento, los dedos clavados en los reposabrazos.
Emite una exhalación ahogada tras el arranque.
Aprieto los dientes de frustración, aunque siento un hueco
en el estómago. Esto es justo lo que me había temido: Elora y
su dulce corazón, murmurando algo que seguramente atraerá
la atención del rey. Si no hubiese dejado que mis propias
emociones me nublasen el juicio, nada de esto habría pasado.
—Wren —dice él. Jamás he oído una palabra tan elegante
—. Como el pájaro cantor.
No hay pájaros cantores en la Grisura. Todos perecieron o
volaron a otros lares.
Tras estudiar mi rostro unos instantes más, la atención del
rey se centra en Elora. Al ver cómo la devoran esos ojos,
siento ganas de arrancárselos.
—Veo cierto parecido en vuestras facciones.
—Sí, mi señor. —Elora inclina la cabeza en un gesto de
respeto que me da ganas de abofetearla—. Somos hermanas.
Gemelas idénticas. Yo soy Elora.
Él ladea la cabeza de un modo peculiar y nos compara.
Estoy segura de que no me considera gran cosa.
—Ponte de pie —ordena.
Elora echa la silla hacia atrás y mi voz restalla como un
látigo:
—Siéntate.
Ella se petrifica, con las manos en el borde de la mesa. Su
atención oscila entre el Rey Escarcha y yo. Mientras tanto, la
señorita Millie parece estar al borde del desmayo.
Un destello de luz irregular en las estrechas pupilas del rey,
como una vela que se estremeciese en la oscuridad. Se pone de
pie con un movimiento fluido. Doy un respingo. Me imagino
que es la primera vez que alguien lo desafía. Nadie ha sido tan
necio como para intentar algo así.
—Ven —dice con voz atronadora.
Elora se acerca a él, mansa y dócil. Ver semejante derrota
me sacude por completo. ¿Cómo se atreve? No somos de su
propiedad. Somos personas; tenemos corazones latentes en el
pecho, aire en los pulmones, vidas que hemos conseguido
levantar en medio de esta maldita y helada existencia.
Elora se detiene ante él. El rey le alza la barbilla con un
dedo y dice:
—Tú, Elora de Bosquelinde, has sido elegida. Habrás de
servirme hasta el fin de tus días.
1
Se ha decidido mantener el nombre original de Wren, un tipo de pájaro cantor en
inglés, para respetar el original. (N. del T.)
3

C
ruzo la estancia hecha una furia y me coloco delante de
Elora.
—No podéis llevárosla.
Parte de mí sabía que algo así iba a pasar. Mi hermana es el
epítome de la vida, precisamente de lo que carece el Rey
Escarcha en su reino. Había conseguido convencerme de que
habría una candidata más digna, quizá Palomina, con esos
ojillos de corza y esa sonrisa mellada. O Bryn, cuya risa es
capaz de iluminar hasta las situaciones más amargas. Pero no.
El rey estaba destinado a elegir a Elora, la más bella de todas.
Me mira como si fuese una mosca que aún no ha aplastado.
—Tú no tienes nada que decir al respecto. Es mi trofeo, se
viene conmigo.
—No se va a ir a ninguna parte.
Las demás mujeres se hunden en los asientos. El conflicto
se agudiza. Por un instante podría jurar que veo algo negro que
se desliza por la mirada del rey y que cubre momentáneamente
esos delgados iris azules.
—Wren. —Elora me toca la parte baja de la espalda—.
Está bien así.
—No. —Se me rompe la voz—. Elegid a otra.
La expresión del Rey Escarcha se oscurece. Parece
volverse más alto, aunque no ha hecho movimiento alguno. El
instinto me dicta que debería empequeñecerme, no mostrarme
amenazadora. Una repentina ráfaga de viento abre de golpe las
contraventanas, y el olor del ciprés inunda toda la estancia. El
calor del interior se esfuma. Parpadeo estúpidamente. La lanza
del rey ha vuelto a aparecer. La punta de piedra está orientada
hacia el techo; el extremo del asta descansa sobre los tablones
combados del suelo.
—Ten cuidado, mortal —me advierte con voz suave—, o tu
insolencia traerá el infortunio a este pueblo. Mi decisión está
tomada, no voy a cambiar de opinión. Y ahora, apártate.
—No pienso apartarme.
Su semblante sigue siendo una pizarra desprovista de
emoción. La lanza, sin embargo, empieza a emitir un zumbido;
la punta se ilumina con un brillo espectral. ¿Qué clase de
poder reside en esa arma? ¿Qué ruina desatará sobre nosotros
si sigo oponiéndome a él?
—Por cada minuto que retrases mi partida —dice—, una de
estas mujeres morirá.
Alarga la mano hacia la hija de la señorita Millie, que
suelta un grito e intenta apartarse de la silla. Pero los dedos del
rey la agarran por el cuello del vestido y la suben de un tirón a
la mesa. La comida y el vino le manchan el vestido. La silla se
desploma de lado. Los platos caen de la mesa y se hacen
añicos.
—¡Por favor, no! —chilla la señorita Millie. El terror de las
presas se adueña de sus ojos—. ¡Por favor, ella no!
A través de las ventanas abiertas veo a los demás aldeanos,
rostros pálidos y fantasmales. La hija de la señorita Millie se
las arregla para liberarse, pero, un instante después, el rey la
agarra del brazo. La gira aprovechando la inercia del tirón y
levanta la lanza con la otra mano. La punta desprende una luz
anacarada.
—¡Basta! —La voz de Elora, ahogada de puro terror. Pasa
a mi lado—. No le hagáis daño. Iré con vos.
Sus ojos oscuros, desorbitados, se cruzan con los míos y me
ruegan en silencio que no me inmiscuya.
El Rey Escarcha mira a mi hermana y luego a mí.
—¿Vendrás sin resistirte? —Aunque la pregunta es para
Elora, su mirada no se aparta de mi rostro.
—Sí. Pero no le hagáis daño a nadie. —Hay que
reconocerle que se las arregla para hablar sin tartamudear.
—Muy bien. —Suelta a la cautiva, que se derrumba hecha
un guiñapo.
La señorita Millie se abalanza sobre ella y la envuelve en
un abrazo. Ambas se deshacen en sollozos histéricos.
El Rey Escarcha tiende una mano.
—Ven.
Elora coloca, temblorosa, los dedos sobre los del rey. Él
empieza a arrastrarla hacia la puerta.
Basta un instante para tornar la poca calma en mi interior
en un odio tan abrasador que hace pedazos lo que me queda de
autocontrol. Me pongo en movimiento sin ser siquiera
consciente de ello: agarro un cuchillo de la mesa y apuñalo al
rey en el costado. La hoja se le hunde en la parte baja del
abdomen.
Resuena un grito ahogado entre todas las presentes.
Un líquido templado me chorrea sobre la mano.
Resplandece, negro bajo esta luz tenue, y gotea sobre el suelo.
Las facciones del Rey Escarcha parecen acentuarse. Me
contempla como… como si jamás hubiese experimentado nada
parecido. Ha venido aquí pensando que lo iban a alimentar, a
agasajar, para luego marcharse con su trofeo. En cambio, lo
acaban de apuñalar.
Y encima, con un cubierto.
Crispo los dedos sobre el mango de madera. Es el Rey
Escarcha, el Viento del Norte, cuyo poder provoca el invierno
en la tierra. Lo que me sorprende es el calor que se desprende
de él en oleadas de furia afilada, pura.
Los dedos del rey se cierran sobre los míos e interrumpen
mis pensamientos. El frío y negro cuero se aprieta contra mi
piel. Se saca el cuchillo del cuerpo con una implacable y
taciturna mirada y me obliga a abrir la mano. El cuchillo
tintinea al caer al suelo. En apenas unos segundos, la sangre se
coagula y la herida se cierra, completamente sanada.
Un trueno estruendoso atraviesa la habitación. Luego el rey
habla con una voz que me inunda la mente con una presencia
indómita:
—Te recuerdo, mortal, que soy un dios. No puedo morir. —
Me deja rumiar el dato—. Quien sí puede morir es tu hermana.
Saca la lanza y, de un tirón de la trenza, echa a Elora hacia
atrás, de manera que su garganta queda expuesta; la piel
pálida, inmaculada, tan fina que se ven las traslúcidas venas
azules por debajo.
—¡Esperad!
Elora tiembla. Entrechoco las rodillas al tiempo que el
viento amaina hasta convertirse en un arrullo. Una de las
mujeres acaba de desmayarse.
—Por favor —digo, las palabras como piedras en la
garganta—. Por favor, no le hagáis daño. Llevadme a mí en su
lugar.
Las comisuras de la boca del rey se curvan levemente.
—Puede que seas la última persona que quiera llevarme,
pues no eres ni hermosa ni obediente.
Nada que yo no haya oído antes. Y, sin embargo, doy un
paso adelante con gran esfuerzo.
—Entonces decidme qué he de hacer. Decidme cómo
reparar el daño.
El Rey Escarcha me estudia, sereno e impasible.
—Arrodíllate.
Aprieto los labios.
—¿Qué?
—¿Quieres mi perdón? Arrodíllate. Demuestra que te
arrepientes.
Miro a Elora, cuyos cabellos siguen prendados a mechones
en la mano enguantada del rey, como fragmentos de una
telaraña rasgada.
—Wren —susurra Elora, las mejillas húmedas de lágrimas.
Ese tono suplicante me provoca una reacción instantánea.
El Rey Escarcha me ha ordenado que me arrodille, y así lo
hago. Caigo al suelo de rodillas. La rabia me arrebola toda la
piel, una rabia que me calienta desde el vientre hasta el rostro.
Por Elora. Y por nadie más.
Durante unos instantes, nada se mueve. Y entonces:
—Vete —me ladra el rey, y le da un empujón a Elora en
dirección a la puerta—. Prepara a tu hermana Elora para el
viaje. Partiremos dentro de una hora.
Ambas huimos como si los mismísimos dioses nos
hubiesen prendido fuego bajo los pies. Una tormenta se ha
desatado sobre la aldea. Cae la lluvia sobre Bosquelinde, como
si de un castigo se tratase.
Una vez que entramos en nuestra cabaña, arrastro a Elora
hasta la chimenea. Le clavo los dedos en la piel helada con
tanta fuerza que seguramente le dejaré un moratón.
—Elora. —La zarandeo. Tiene los labios blancos de pura
conmoción—. Mírame.
No hay cambio alguno en su expresión, así que la abofeteo.
—Wren. —La conmoción da paso a la confusión y, por
último, al horror. Es un espectáculo terrible.
Los oscuros ojos de Elora me atraviesan. Son como
ventanas cerradas a cal y canto, no hay llama que los ilumine.
Poco a poco, con delicadeza, la siento en una silla y agarro una
manta, con la que le cubro los hombros.
En lo más profundo de mi corazón sabía que esto sucedería.
Elora no ha previsto el resultado más catastrófico posible, pero
yo sí que había considerado todas las alternativas. Si el Rey
Escarcha se presentaba y elegía a mi hermana como cautiva,
¿qué podría hacer yo?
Todo lo necesario. Eso es lo que voy a hacer.
Pongo agua a calentar. Saco lavanda seca de la despensa,
junto con un polvillo fino llamado granvalía. Una vez que el
agua rompe a hervir, echo la hierba y abro el jarro que
contiene el polvillo. Una dosis pequeña basta para adormecer a
cualquiera durante una hora. Si se añade algo más, el sueño
dura medio día.
Que sea, pues, una cucharada generosa.
Elora no habrá de presenciar los horrores que aguardan en
las Tierras Yermas, sean los que sean. Sueña con casarse con
un hombre al que ame, ocuparse de su casa, criar a sus hijos.
Arrebatarle esa oportunidad, sin duda, la mataría.
Yo, en cambio, soy harina de otro costal. A nadie le
importará si desaparezco. Quizá sea mejor para todos que
ocupe su lugar. Elora, libre de la adicción de su hermana, de la
mujer que pasa los días ebria, cuyo aliento siempre huele a
alcohol, cuya utilidad parece menguar a cada año que pasa.
—Bebe. —Le pongo una taza en las manos, temblorosas.
Da un sorbito, arruga la nariz y deja el resto. El viento, tras
las paredes de la cabaña, gime y golpea el techo. No queda
mucho tiempo para arreglarlo todo, pero aún hay suficiente.
—No quiero ir, Wren. —Se estremece con tanta violencia
que la taza se le escapa de entre las manos y se hace añicos en
el suelo—. Debería haberte hecho caso. Lo siento mucho. —
Se le descompone el rostro—. Ya es tarde. Es demasiado tarde.
Siento una quemazón en los ojos. Hace años que no lloro,
desde que murieron nuestros padres. Agarro con fuerza la
mano de Elora. Su piel es como el hielo.
Mira al frente con lágrimas prendidas de las pestañas.
—¿Viste cómo era? Se ha comportado de un modo tan
cruel en la cena… Y esos ojos… eran como pozos. —Vuelve a
sorber por la nariz—. Ni siquiera le dio las gracias a la señorita
Millie por la comida.
Suena pasmada.
—Es un invitado horrible —concuerdo.
—No puedo creer que lo hayas apuñalado.
—Es un cerdo absoluto. Se lo merecía.
Elora resopla. Empiezan a cerrársele los párpados.
—Siempre has sido más imprudente que yo.
Eso me duele. Quizá me he comportado de manera
imprudente, pero ha sido para protegerla.
Un líquido claro le gotea de la nariz. Me arrodillo frente a
ella y le limpio la cara con un trapo viejo, tal y como hacía
cuando éramos niñas. Con voz ronca, susurra:
—¿Qué me va a suceder?
No quiero mentirle, pero tampoco puedo revelarle lo que
voy a hacer. Elora debe vivir, vivir libre.
—No te va a pasar nada —la calmo al tiempo que empieza
a bajar la cabeza—. Te lo juro.
—No me dejes aquí sola. Quédate… hasta que llegue la
hora.
—No estás sola. —Aunque yo me vaya, los aldeanos se
asegurarán de cuidar de ella.
—Prométemelo —susurra.
—Te lo prometo.
Instantes después se queda dormida.
Cae hacia delante y la sujeto. La levanto en brazos.
No he de caminar mucho hasta la cama que hemos
compartido toda la vida. Su silueta inerte forma una sombra
algo más oscura en medio de la penumbra del lugar. Está viva.
Está a salvo. Para cuando despierte, yo me habré ido. Lo único
que lamento es no poder despedirme de ella en condiciones.
—Te quiero —le susurro en la estancia a media luz, y le
doy un fugaz beso en la mejilla—. Lo siento.
Me apresuro a quitarle la ropa a mi hermana. Le echo
varias mantas por encima y alimento el fuego para que espante
el frío. Me pongo el vestido de Elora y mi abrigo por encima.
Me envuelvo la parte inferior del rostro con una bufanda para
que solo queden mis ojos a la vista. La cicatriz queda oculta.
Si mantengo la boca cerrada, el Rey Escarcha no descubrirá el
engaño.
Tengo dos dagas, una de las cuales guardo en una vaina
sujeta al brazo. La segunda daga acompaña al saquito de sal en
mi cinturón. También llevo el odre en el bolsillo del abrigo.
Tendré que dejar el arco aquí. Es poco manejable, y Elora lo
necesitará más que yo, a pesar de su falta de pericia con el
arma. Quizá le dé otro uso, a lo mejor como madera para la
chimenea. No llegué a arreglar el hacha rota.
Tras erguirme, me dirijo a la puerta delantera. Le lanzo una
última mirada a mi hermana y salgo al frío del exterior.
Regreso al salón arrebujada en el abrigo. La nieve recién
caída cruje bajo mis botas. El Rey Escarcha aguarda de pie
junto a su corcel, aunque, al fijarme mejor, veo que no es en
absoluto un caballo. Me quedo petrificada en el sitio.
La bestia carece de piel y de pelo. Parece ser una sombra
semitransparente de forma equina. Tiene un cuello arqueado,
morro afilado, agujeros en lugar de ojos y entrañas como
nubes oscuras y arremolinadas.
—Un umbrandante —susurro, y el sonido se extiende como
fuego entre la multitud reunida.
La bestia agita la cabeza y clava en mí el cráter de uno de
sus ojos. Piafa con una de las patas delanteras y, a pesar de la
cualidad transparente de su forma, el chasquido del casco
contra la piedra se oye a la perfección.
—Vas a malgastar esa sal —me informa el rey, con las
riendas agarradas en una mano.
Me quedo inmóvil. Acabo de darme cuenta de que estaba
acercando la mano al saquito de sal del cinto.
Aunque no formulo la pregunta en voz alta, el rey me
explica:
—Faetón está bajo mi protección, no puede sufrir daño
alguno.
Las fosas nasales de la criatura llamean. La enorme bestia
sacude la cabeza, y los aldeanos que están más cerca
retroceden.
El Rey Escarcha recorre con la mirada mi silueta encorvada
sin el menor atisbo de emoción. Aquí, en medio de la
oscuridad y el frío, se encuentra en su elemento.
—Me gustaría despedirme —digo.
—Está bien, pero apresúrate.
Estrecho a la señorita Millie en mis brazos.
—Lo siento —le susurro al oído, y se pone rígida al
comprender que no soy Elora—. Espero que su hija esté bien.
Manténgase a salvo. Cuide de mi hermana por mí.
Asiente y se separa.
Voy a echar de menos la aldea. Se me hincha la garganta
con la dolorosa emoción de partir del lugar en el que he vivido
durante los últimos veintitrés años. Bosquelinde está repleto de
recuerdos. Recuerdos de durezas y estrecheces, pero míos al
fin y al cabo.
El rey me sube a la silla como si no pesase nada. Luego se
acomoda a mi espalda con un movimiento que me deja pegada
a su pecho, con el trasero entre sus caderas. Me envaro y me
inclino hacia delante en un intento de separar nuestros
cuerpos.
Azuza a la bestia para que eche a caminar. Los aldeanos
nos contemplan partir, en silencio. Tras dejar atrás el muro,
Bosquelinde y sus tejados de paja desaparecen de la vista. Ya
no está, así de simple.
Viajamos hacia el norte. Kilómetro tras kilómetro,
cruzamos la tierra en medio del silencio. No hablo, y tampoco
lo hace mi captor. Tengo miedo de abrir la boca por si me
vomito encima. Si he de morir, prefiero que sea con dignidad.
Tras cruzar otro arroyo congelado, el Rey Escarcha da un
tirón a las riendas. La bestia aminora la marcha al tiempo que
salimos del bosque.
La Sombra.
Algo más adelante, el río Les traza una línea curva y
resplandeciente: es la frontera exterior de las Tierras Yermas.
Sobre el frío helado flota un velo opaco, de más de treinta
metros de alto, que oculta lo que hay al otro lado.
Un latido recorre la barrera, como si esta contuviese un
corazón capaz de latir. Puede que yo sea valiente, pero hasta
mi valor tiene límites. La última vez que posé los ojos sobre la
Sombra era una niñata necia y orgullosa de doce años que se
había negado a rechazar el reto de uno de los chicos de la
aldea. Hasta aquí llegué antes de regresar a la aldea a toda
velocidad, aterrorizada. Incluso ahora, la sustancia se agita
como una tela empapada bajo la brisa. La escena resulta tan
espectral que siento un hormigueo en la piel.
—¿Cómo hemos de proceder? —pregunto en lo que espero
que sea el mismo tono sosegado de mi hermana—. Si lo que
queréis es un sacrificio, que sea rápido. Me gustaría pensar
que sois un hombre misericordioso.
—Yo no soy un hombre. —Hay una pausa—. ¿A qué
sacrificio te refieres?
Como si no lo supiera.
—¿Qué será? ¿Me atravesaréis el ojo con una flecha? ¿O
será veneno? —Me flaquea la voz. Ojalá el dolor que me
aguarda sea breve.
Siento que la confusión del rey se acentúa.
—Tus palabras me resultan poco claras.
Me giro en la silla y atisbo un ápice del rostro del rey,
ensombrecido bajo la capucha. La bestia piafa en la nieve.
—Todos los habitantes de la Grisura sabemos que
sacrificáis a nuestras mujeres.
Me dedica una mirada fría.
—¿Crees que recorrería todo este camino para matar a una
mortal inútil, cuya vida de todos modos acabará más pronto
que tarde?
Pero cómo le gusta insultar al Rey Escarcha. Por desgracia,
estoy haciéndome pasar por Elora, que no se atrevería a
arrearle un puñetazo en toda la boca.
—Si no me vais a sacrificar, ¿por qué estamos aquí? ¿Es
posible que me aguarde algo peor en las Tierras Yermas?
—Lo que necesito es sangre, no muerte. Un juramento y
nada de mentiras. Dentro de un día, tú y yo vamos a casarnos.
4

«¿C
asarnos?»
Seguro que no lo he oído bien.
No, no, estoy absolutamente segura de que no lo he oído
bien. No es eso lo que afirman las historias. El Viento del
Norte toma cautiva a una mujer y se la lleva al otro lado de la
Sombra. Le saca el corazón, el hígado, los huesos. Le inflige
un dolor terrible, un dolor inenarrable, a su víctima. Las
historias no dicen nada de casarse.
El horror me recorre.
—Será una broma.
Vuelve a azuzar a la montura, cuyo aliento sale a vaharadas
de vapor en medio del frío.
—Claro que no.
—¿Me estáis diciendo que todas las mujeres que os habéis
llevado han sido vuestras esposas?
—Sí.
—¿No sacrificáis a nuestras mujeres?
—No.
Habla en un tono rígido, como si le doliese emplear tantas
palabras con el mismo aliento.
En Bosquelinde, el matrimonio acarrea ciertas expectativas.
Una mujer debe ser obediente por encima de todas las cosas.
Una mujer debe anteponer la comodidad de su marido a la
suya propia. Una mujer debe aceptar cualquier castigo que se
le imponga. Si me dieran a elegir entre casarme con el Rey
Escarcha y ser sacrificada…, creo que preferiría ser
sacrificada.
Caretas fuera:
—No pienso casarme con vos.
Se supone que soy Elora; la mansa, tímida y obediente
Elora, pero lo que yo había aceptado era la muerte, no una
vida aprisionada.
El rey orienta a la bestia hacia un recodo del río.
—No tienes alternativa.
La Sombra se cierne sobre nosotros, una franja de
oscuridad tan potente que estoy convencida de que de ella
salió el mundo. Por el rabillo del ojo veo que se espesa como
sangre, y me embarga un terror que clava sus garras en mis
entrañas. El viento aúlla.
Le hundo de golpe el codo en el estómago al Rey Escarcha,
que suelta un resoplido. El golpe, por inesperado, lo
desequilibra, y aprovecho para bajarme de la silla. En cuanto
mis pies tocan el suelo helado, echo a correr.
Tan cerca de la Sombra, los árboles adoptan formas
grotescas, deformes y espiraladas. A las ramas se pegan aún
hojas ennegrecidas y tercas. La podredumbre y la putrefacción
preñan el aire. Se me retuerce el estómago al pasar lo que creo
que es un montoncito de huesos. Me duelen las piernas, tengo
el corazón al galope, no dejo de correr. No pienso ir sin luchar.
No pienso ir, punto.
Un rugido furioso quiebra el espectral silencio del bosque.
Me deslizo por la pendiente helada hasta una hondonada en
la que han caído grandes peñascos de alguna avalancha
reciente. Mi pie tropieza con una rama y caigo, con lo que
esquivo por poco la ráfaga de viento que brota de la lanza del
rey con la fuerza de una explosión y que acaba por estrellarse
contra un árbol cercano. Gira el arma de nuevo al tiempo que
me escondo a trompicones tras un montón de peñascos. La
piedra se quiebra, llueve hielo por todas partes.
Dos o tres latidos después, echo a correr hacia el árbol más
grueso. El rey aparece pisándome los talones y arroja
montones de nieve a mi paso para ralentizar mi carrera. En
cuanto su mano empieza a cerrarse sobre mi capucha, me
lanzo al suelo y me hago un ovillo abrazada a las rodillas. La
punta de sus dedos me roza la coronilla; desde la silla de
montar está demasiado alto como para alcanzarme. Un
pequeñísimo milagro.
La inercia lo impulsa hacia delante. Me pongo en pie y
cambio de dirección mientras él tira de las riendas para que el
umbrandante gire en redondo entre los densos matorrales.
La montura no maniobra bien en este terreno irregular, así
que me interno entre los riscos y laderas de la montaña para
mantener la ventaja. Trepo sobre los peñascos cada vez que
puedo para no dejar huellas. Charcos de luz de luna iluminan
el suelo helado.
Un hueco en la base de un árbol caído me llama la
atención. Me arrastro a cuatro patas y me introduzco por la
abertura estrecha y oscura. Una vez dentro, me doblo sobre mí
misma y aguardo.
Se oye un ruido de cascos sobre la tierra congelada. El
umbrandante piafa en el suelo, y de pronto se para. El rey ha
detenido su montura.
Me cubro la boca para amortiguar la respiración. Me
tiembla tanto el cuerpo que estoy segura de que se me van a
desencajar los huesos con un castañeteo.
Desmonta. La nieve cruje bajo sus botas.
No he dejado huellas, me he asegurado de ello. No sé hasta
qué punto se le da bien seguir rastros. ¿Podrían sacarme sus
poderes de este escondite? El silencio se alarga durante un rato
hasta que oigo cómo sube de nuevo al corcel y murmura:
—Maldición.
Una vez que se apaga el sonido de cascos, me apoyo en el
tronco a mi espalda. Me castañetean los dientes. El instinto me
exige que corra, pero me obligo a quedarme en el sitio hasta
estar segura de que no va a volver.
El frío no tarda en invadirme. Está claro que no he pensado
mucho en el plan de huida. Bosquelinde me llama. Elora me
llama. Pero no puedo volver. Si huyo, el Rey Escarcha podría
regresar a por otra mujer, en cuyo caso podría elegir a Elora…,
a la Elora auténtica. ¿Qué hacer, pues?
«Lo que necesito es sangre, no muerte.»
Esa es la única clave de mi futuro. No voy a morir hoy. En
cambio, habré de convertirme en la prisionera del Viento del
Norte, atada a las Tierras Yermas hasta que… ¿qué? ¿Por qué
necesita sangre?
Supongo que no importa. Si ese ha de ser mi destino, que
así sea. Tengo tiempo para urdir un plan. Hasta entonces,
tendré que regresar al río.
Mis músculos rígidos tiemblan cuando salgo a rastras del
hueco. Emprendo el camino de regreso entre montículos de
nieve densísima. Cada poco me detengo y escucho. No hay
sonido alguno, excepto el del viento.
Al cabo, veo al umbrandante y a su jinete entre los árboles.
El rey salva la distancia que nos separa, con un poderoso trote.
No pienso correr.
Me arrodillo. Inclino la cabeza. Él detiene la montura a tiro
de piedra de mí.
—Disculpadme, mi señor. Ha sido el miedo. Dejar a la
familia es difícil. —Inspiro y alzo la mirada—. Pero ya estoy
lista. Puedo ser valiente.
Recorre con ojos entornados mi silueta encorvada. Bajo la
vista al suelo. Es lo que haría Elora. Elora esperaría, así que
eso es lo que hago. Para mi sorpresa, el rey me tiende una
mano en lugar de un puñal. Me ayuda a subir a la silla y gira la
montura en la dirección opuesta. Pronto nos alejamos del
bosque y nos acercamos al lugar donde se cierne la Sombra.
El Les se presenta, ancho y congelado, en la llanura ante
mí, con la montañosa tierra coronada a su espalda. Cuando una
persona muere, el Les arrastra su alma a través de la Sombra a
la espera de que sea juzgada. Pero yo estoy viva y coleando.
Así pues, ¿qué efecto tendrá en mí atravesarla?
Se me encoge el estómago en el momento en que el rey
impulsa la montura hasta la ribera del río. El hielo se ha
cristalizado en la orilla y el agua resplandece como cristal bajo
la luz de la luna. El rey desmonta y me baja de la silla.
—Me vais a ahogar, ¿verdad?
Me lanza una mirada fugaz sin palabras, como si no
pudiese obligarse a prestar oídos a una pregunta tan ridícula.
Hinca la rodilla y toca el hielo con la punta de los dedos.
Para mi maravilla, el hielo se descongela con un siseo hasta
convertirse en agua que pasa por la corriente.
Un pequeño bote aparece de entre la barrera. Frunzo el
ceño: la corriente lo arrastra hasta el punto donde nos
encontramos.
—Pensaba que íbamos a ir a lomos de vuestro… ¿caballo?
—Si es que un umbrandante de forma equina puede llamarse
así.
—Todo espíritu ha de entrar en las Tierras Yermas a través
del Les. Eso te incluye a ti. Faetón pasará junto a nosotros.
—Pero yo no soy ningún espíritu.
—¿Acaso quieres serlo?
Ay, por favor. Pero qué poca paciencia.
—¿Es una amenaza?
No responde, cosa que no me supone el menor problema.
Tampoco esperaba respuesta, la verdad.
El agua salpica el casco de madera del bote. Apenas es lo
bastante grande como para que quepan dos personas.
—No sé nadar.
—No tienes nada de lo que preocuparte, a no ser que
planees saltar al agua.
Lo cierto es que lo estaba pensando. Quizá sea preferible
morir así.
Paso a su lado, me subo al bote y me agarro a los bordes
elevados. Él me imita y el casco se inclina pronunciadamente a
la derecha. Ahogo un grito y me aferro al borde opuesto; el
bote se equilibra. Aun así, tengo el corazón desbocado.
—¿No se supone que hay un perro gigante de tres cabezas
en alguna parte?
Me evalúa con la mirada como se mira a alguien que ha
perdido el juicio por completo. Quizá sea así.
—No deberías creer todo lo que oyes —dice el rey, y se
echa la capucha por encima—. No existe una criatura
semejante.
Trago saliva y contemplo nerviosa el ondeante velo que nos
aguarda.
—¿Me convertiré en espíritu una vez que entremos en las
Tierras Yermas?
—No. Mi poder sobre la Sombra me permite concederle a
cualquier individuo inmunidad sobre su influencia. Seguirás
siendo mortal. —Una pausa—. Cuando atravesemos la
Sombra, lo más probable es que experimentes un abanico de
sensaciones, como, por ejemplo, hambre, miedo o congoja.
Esos sentimientos no son reales, no te los creas. Son solo la
última oportunidad que tienen las almas que abandonan el
reino de los vivos de recordar lo que siente un ser humano.
Por supuesto que me voy a creer todos esos sentimientos.
Ya tengo hambre. Ya siento congoja. Sin embargo, el Rey
Escarcha toca el agua una vez más y la corriente,
milagrosamente, cambia de dirección y nos remonta río arriba.
El velo palpita como un corazón, hambriento y siniestro,
mientras nos acercamos. Soy valiente. Soy valiente, maldita
sea.
Oscuridad. Un vacío. Un sudario atemporal, carente de
forma. La Sombra está viva, se retuerce, me pica, me quema…
Abro la boca para soltar un grito que jamás llega a
producirse.
Un dolor agónico me abrasa los brazos, la nuca, la columna
vertebral. Y luego desaparece. Las emociones me recorren:
angustia, congoja, miedo y hambre…, un hambre demencial.
Siento espasmos en el estómago tan fieros que me aovillo en el
fondo del bote, a la espera de que todo termine.
Pero no llega alivio alguno. Me estoy desintegrando. Mi
propia alma chilla y yo intento respirar. Siento pesadumbre,
aflicción. Otro latigazo de dolor me impacta en la columna y
me encojo. Profiero un grito que no suena.
El río mece el pequeño bote. ¿Qué pasaría si esta endeble
madera se rompiese de pronto? El bote se estremece y yo
alargo la mano en busca de consuelo. Mi mano se cierra sobre
un trozo de tela que cubre una piel cálida…, un ancla.
—¿Qué me está pasando? —susurro.
Tengo los ojos abiertos, pero no veo más que negrura,
negrura, negrura.
Una voz flota sobre mí, grave y llana, distante.
—Nada de esto es real.
¿Qué es lo que no es real? ¿El bote? ¿El río?
Debajo de mí, el agua canta.
Si me concentro en esa melodía gorjeante, el vacío a mi
alrededor empieza a retroceder.
El Rey Escarcha, resplandeciente, aparece a mi lado. Me
doy cuenta de que estoy agarrada a sus pantalones y lo suelto
al momento. Más allá del bote, el río desprende un brillo
turquesa deslumbrante; la corriente gira en la lejanía con vetas
de azul oscuro. «Ven», me susurra. «Deja que te proteja de la
oscuridad.»
Unos dedos fuertes me sujetan de la muñeca.
—¡No toques el agua!
Miro al rey por encima del hombro. Su rostro se desenfoca
y vuelve a definirse, aunque el brillo de sus ojos sigue
extrañamente claro.
—¿Por qué? —Me inclino sobre el bote, entre jadeos—.
Vos lo habéis hecho.
—El Les no te haría ningún efecto si lo tocases, pero ahora
atravesamos las aguas del Mnemenos: el Río del Olvido. Si te
roza la piel, aunque sea una sola gota, olvidarás todo tu ser.
Tardo un momento en digerir sus palabras. Siento como si
tirasen de mi mente en cinco direcciones a la vez.
—¿Me olvidaría de quién soy?
—Eso es.
Crispo la mano derecha sobre la borda. El agua centellea,
tan brillante que me hace daño en los ojos. Lo bastante clara
como para nadar. Lo bastante clara como para beber.
—Echadme hacia atrás —digo al tiempo que aumenta el
canturreo que me llama desde las aguas—. ¡Rápido!
Un fuerte tirón me arroja hacia atrás y choco con el
inesperado calor que desprende el Rey Escarcha. Tiemblo
tanto que me castañetean los dientes. Perder todo tu ser…
Nada sería tan definitivo.
Por fin, la Sombra se aparta para dar paso a una tierra
hecha de roca y hielo, bañada por la luz acuosa de la luna. Un
olmo solitario cuelga sobre el río, escondido tras algo que
parece bruma. Es el único ser vivo a la vista. Si esta tierra
albergó algún color en su día, este ha sido drenado por
completo. El resto es una tierra gris y famélica.
En la lejanía se atisba tierra firme y plana, una extensión
que desemboca en una enorme ciudadela tallada en una ladera
de granito. Torretas, murallas y pisos amontonados de piedra
negra en el techo del mundo. Una rasgadura en medio de la
tela lisa de la medianoche.
La travesía dura todo el día. Una vez que desembarcamos,
el río vuelve a congelarse, y la bestia que el rey llama Faetón
reaparece. El resto del viaje lo pasamos en la silla de montar.
Para cuando rebasamos los árboles que rodean la ciudadela,
tengo los dedos prácticamente congelados bajo los guantes.
Jamás me he sentido tan pequeña como ahora, devorada por
la sombra de estas enormes murallas de piedra, de los
descomunales portones de hierro de extremos dentados que
nos impiden el paso. Los portones se abren con un chirrido
estridente y entramos al trote en un patio gigantesco de piedra
gris. En una fortaleza de esta magnitud sería de esperar más
actividad, pero no hay un alma a la vista.
El rey guía a la bestia por unas escalinatas que llevan hasta
unas puertas gemelas de roble. Unas aldabas de metal
retorcido e intrincado emiten un brillo apagado. Desmonta, y
lo mismo hago yo.
—Ven —me dice, como si yo no fuese más que un perrillo
que ha de obedecer.
Aprieto los dientes en un esfuerzo por contenerme, por no
cometer ninguna estupidez, como por ejemplo volver a
apuñalarlo. La bufanda que me cubre el rostro es lo único que
mantiene la fachada.
Las aldabas se retuercen solas. El poder del Viento del
Norte, al parecer, puede dar forma al aire a voluntad. Usa ese
mismo poder para abrir las puertas. Una abertura negra, el
creciente interior de la fortaleza. La cruzo y me encuentro en
la garganta de la bestia, cuyas fauces se cierran de golpe a mi
espalda.
Unas cortinas pesadas cubren las ventanas del enorme
recibidor. La leve luz de unas lámparas es lo único que ofrece
algo de alivio frente a las tinieblas.
Estaba tan centrada en ahorrarle este destino a Elora que ni
siquiera me detuve a pensar cómo sería la guarida del Rey
Escarcha. ¿Es aquí donde he de vivir? ¿En este lugar opresivo,
lúgubre y estéril?
El rey me lleva por un pasadizo a la izquierda. En cuanto se
me acostumbran los ojos a la oscuridad, consigo abrirme paso
sin tropezar con nada. Los pocos muebles que hay están
cubiertos con sábanas que en su día pudieron ser blancas, pero
que ahora están tan cubiertas de polvo que parecen grises.
—¿Vivís aquí solo?
Estos salones desiertos y estancias abandonadas no son sino
un recipiente vacío. ¿Hubo vida aquí alguna vez, del mismo
modo que en su día hubo verdor?
—Sí —responde sin girarse—, aunque cuento con bastante
personal que se encarga del mantenimiento de la ciudadela.
Pronto llegamos a una escalera amplia y curva de
barandillas deslustradas. El contacto de sus botas con los
escalones levanta nubes de polvo. ¿Cómo puede nadie vivir
así? Y ¿bastante personal? Aún no he visto un alma.
Un largo pasillo en la tercera planta nos conduce aún más
adentro del sombrío lugar. Las paredes están ribeteadas de
puertas, una tras otra, de diferentes alturas, anchuras, material
y decoración. Veo manillas de plata pura. Pomos redondos
cubiertos de herrumbre, de siglos de antigüedad. Una puerta de
pintura blanca descascarillada tiene un pomo de cristal con
forma de diamante. Diez pasos más adelante, otra puerta está
cubierta de azulejos pequeños de colores cálidos.
—¿Para qué son todas estas puertas? —pregunto al pasar
junto a una con un elaborado enlucido.
—Llevan a otros continentes, a otros reinos. —El rey suena
absolutamente aburrido—. Pero no encontrarás una vía de
escape de las Tierras Yermas a través de esas puertas. Yo ni me
molestaría en intentarlo.
Intrigante. Siempre me ha despertado curiosidad lo que hay
más allá de la Grisura.
—¿He de mantenerme lejos de ellas?
—No. Puedes explorar lo que hay al otro lado, pero nadie
te dará cobijo.
Tras incontables recodos, el rey se detiene en el extremo de
un pasillo. Oigo lo que suena como un grito, si bien muy leve;
quizá solo me lo he imaginado.
—Orla se encargará de todo lo que necesites —dice al
tiempo que saca una llave de latón y abre una puerta—. Estas
son tus habitaciones. Una vez que te hayas instalado, puedes
deambular libremente por la ciudadela, pero no puedes cruzar
las murallas.
—¿No confiáis en mí? —Ya sé la respuesta, solo quiero
saber cómo reacciona.
—No. —Entorna las pestañas, un borde oscuro sobre esos
pómulos pálidos—. Si echas a correr, no llegarás lejos. Resulta
que al bosque no le agrada mi presencia. La ciudadela tiene
métodos de defensa contra amenazas exteriores; es el lugar
más seguro para ti.
Me guardo ese dato para reflexionar más tarde sobre él.
—¿Y dónde están vuestras habitaciones?
—Están en el ala norte. Ahí tampoco puedes entrar.
Vacilo antes de cruzar el umbral a mis habitaciones.
—¿Y qué sucederá después de que nos casemos? ¿Se
espera que comparta vuestro lecho?
Dudo que sea tierno en la cama. Recuerdo esa emoción
negra que le reptó por los ojos en Bosquelinde, algo feroz que
subyacía agazapado en su mirada.
—Por eso no tienes que preocuparte. Dormiremos en camas
separadas.
Y con eso, me mete de un empujoncito y cierra la puerta.
Sus pasos no tardan en desaparecer. Giro el ornamentado
pomo. No se mueve.
Estoy encerrada.
Por fin me desprendo de la máscara de docilidad y doy
rienda suelta a mis emociones. Le arreo un puñetazo a la
puerta.
—¡Pedazo de cabrón!
Mi prometido, sin embargo, no regresa.
Entre jadeos, me aparto de la puerta e inspecciono mis
habitaciones, de techos abovedados y paredes lejanas. Muebles
combados de exuberante opulencia. Una radiante cama con
dosel, chimenea y alfombras, muchísimas alfombras
exquisitamente mullidas. Puertas que llevan a habitaciones
adyacentes.
Una repentina oleada de fatiga me hunde. Me dejo caer en
el colchón y me restriego las manos agrietadas por el rostro
igualmente agrietado. Cruzo los brazos sobre el estómago, que
sigue crispado, y me doblo sobre mí misma para mecerme
adelante y atrás.
Estoy sola. Una mujer mortal en el reino de un dios oscuro.
No tengo familia, ni apoyo. ¿Habré de quedarme aquí los
próximos cuarenta, cincuenta, sesenta años? ¿Así moriré,
como un animal enjaulado? Puede que jamás regrese a mi
antigua vida. Al menos, no mientras el Rey Escarcha viva.
Poco a poco dejo de mecerme y contemplo las ventanas
cerradas, con el ceño fruncido. Algo me lleva a acercarme a
ellas. Con un fuerte tirón, aparto las cortinas.
Las Tierras Yermas son un reino pintado en tonos de gris.
Estudio el patio iluminado por la luz de la luna ahí abajo. Veo
establos, las gruesas y gigantescas murallas, los portones de
hierro negro, el desolado paisaje más allá de este recinto
cerrado.
Al menos, no mientras el Rey Escarcha viva.
He venido aquí esperando morir. Pero jamás he sido ni seré
débil.
Así pues, he de volver a los libros. He de volver al
conocimiento. He de volver a lo que conozco, a la información
que he reunido a lo largo de los años, a las historias y relatos
que han caído en mis manos.
Esto es lo que sé: el Viento del Norte es un dios, uno de los
cuatro hermanos que fueron desterrados a los bordes exteriores
de nuestro mundo. Los llaman los Anemoi, los Cuatro Vientos.
Son quienes traen las estaciones a la tierra. El poder del Viento
del Norte es ilimitado. Es inmortal, vivirá para siempre. Es
inmune a la enfermedad. Solo puede morir si alguien lo mata.
Pero ningún dios puede morir mediante un arma hecha por
mortales.
Eso explica que el cuchillo que le clavé en las tripas no lo
matase. Solo un arma tocada por los dioses tiene el poder de
acabar con una vida inmortal. Por ejemplo, esa lanza que
enarbola, con su poder extraño y desconocido. O la daga que
lleva al cinto.
No tiene ni idea de la serpiente que ha sacado de su nido.
Durante años he sufrido, mi pueblo ha sufrido, pero ahora me
encuentro en una posición idónea para atacar. Si el Rey
Escarcha muere, también morirá su frío eterno. También
morirán los umbrandantes. También morirá la Sombra.
Y entonces seré libre.
Horas más tarde, oigo unos golpecitos en la puerta.
—Mi señora, ¿os encontráis decente? ¿Puedo pasar?
Estoy despatarrada en la enorme cama. Es lo bastante
grande como para que duerma una familia de cuatro personas.
También es el lugar más cómodo en el que he dormido.
La odio.
Me apoyo en los codos para enderezarme y observo mi
abrigo sucio, que mancilla las sábanas limpias y las
almohadas. Al menos he tenido la decencia de quitarme las
botas antes de dejarme caer en la cama. A pesar del cansancio
del viaje, he sido incapaz de conciliar el sueño.
—Sí —digo en voz alta, y me recoloco la bufanda sobre el
rostro.
Un chasquido en la cerradura. Entra en la estancia una
mujer agradablemente oronda, vestida con un delantal
manchado sobre un sencillo vestido de lana del color de las
nubes cargadas de lluvia. Hace años que no veo a nadie con
sobrepeso, con el cuerpo de quien no conoce el hambre. No
puedo evitar clavarle la mirada.
Ella baja de inmediato la vista en mi presencia y hace una
reverencia. Cara redondeada, piel pálida, ojos descoloridos,
nariz respingona y pelo encanecido apretado en un moño.
—Saludos, mi señora. Soy Orla, vuestra criada.
Se acerca ufana a la chimenea y enciende el fuego. La luz
espanta estas insufribles tinieblas.
Me deslizo hasta el borde del colchón y planto los pies en
el suelo. Al menos, las alfombras están calentitas.
—¿Qué hora es? —Tengo seca la garganta, me muero por
beber algo. Busco a tientas el odre en el bolsillo de mi abrigo
para dar un trago fortalecedor.
—Casi mediodía. He de vestiros y prepararos para la
ceremonia.
El pánico, ese viejo conocido, regresa.
Me acerco a la ventana y contemplo el patio ahí abajo. Las
cortinas que desprendí de un tirón antes yacen a mis pies. Es
una buena caída. Una caída que nada podría parar, excepto la
piedra que aguarda al final.
—¿Cómo has acabado trabajando para el Rey Escarcha? —
pregunto, girándome.
—Mi señora, la ceremonia.
Al diablo la ceremonia. El rey tiene toda la eternidad.
Puede esperar unos minutos más.
—Entiendo que casi no nos conocemos, pero me acaban de
raptar de mi casa, me obligan a vivir la vida entera en las
Tierras Yermas y a casarme con el hombre cuyo invierno
maldito mató a mis padres, así que quiero respuestas. Siéntate.
No me cuesta mucho obligarla a tomar asiento en una silla
vacía. Luego me siento frente a ella para que podamos tener
una conversación en condiciones.
Orla toquetea el delantal sucio que lleva atado a la cintura.
—Perdonad el atrevimiento, pero sois muy insistente.
—Me lo tomo como un cumplido.
Suspira.
—Llegué hace mucho tiempo. El Rey Escarcha hizo un
pacto con mi aldea, Neumovos. A algunos de nosotros se nos
dio la opción de vivir en su fortaleza y trabajar para él.
¿Opción? A mí se me antoja que esta mujer jamás tuvo
nada que decir al respecto.
—¿Has intentado escapar?
Se esfuerza por poner una expresión neutra, como si no
quisiera ofenderme.
—¿Escapar? N… no, mi señora. ¿Adónde podría ir?
A cualquier sitio menos aquí, es lo que se me ocurre.
Orla contempla las sábanas manchadas en la cama.
—¿Puedo? —pregunta.
No necesito que nadie limpie lo que yo ensucio, pero dado
que parece dolerle hasta mirarlas, me encojo de hombros. La
mujer atraviesa un charquito de débil luz solar que ilumina el
suelo y su silueta se vuelve traslúcida: puedo ver a través de su
cuerpo. Es completamente transparente. Como la bruma.
—¡Por los dioses! —chillo, y me pongo en pie tan rápido
que se me traba el pie con la pata de la silla y la arrojo al suelo
—. Estás…
—¿Muerta, mi señora? —El rostro de Orla se arruga de
resignación.
Quizá haya sido un comentario algo insensible. La mujer
no puede evitar estar muerta.
—Lo siento. Es que me has sobresaltado. —Me pongo de
pie y me apoyo en el borde del cojín, con la espalda rígida y
las manos apretadas en las rodillas—. Había supuesto…
No, eso también va a sonar insensible. Si puedo evitarlo,
prefiero no hacerme enemigos innecesariamente, sobre todo
porque quizá más adelante necesite su ayuda. Jamás hablará
con libertad delante de mí si piensa que tengo un plan
malvado.
—No os preocupéis, mi señora. La luz muestra lo que soy.
—Un espíritu.
—Sí. Un espectro.
—¿Los demás también lo son?
—Todos los criados. Todos los que provienen de
Neumovos.
—Pero… ¿cómo he podido tocarte antes? —Cuando
obligué a Orla a tomar asiento, su cuerpo y sus ropas parecían
sólidos.
Guarda silencio durante un rato largo, pero su respuesta es
curiosamente breve:
—Porque aún no hemos dejado atrás del todo la vida.
Con un brusco ademán retira las sábanas del colchón. Las
dobla y las deja en un cesto a sus pies.
Ya veo. Sin criados, la ciudadela del Rey Escarcha no
funcionaría. Son los cimientos sobre los que está construida
esta fortaleza. Seguramente mantienen el terreno, cocinan la
comida del rey y se encargan de más menesteres.
—Voy a hacerte otra pregunta que quizá sea maleducada:
¿comes?, ¿duermes?
—Sí, como. Y sí, puedo dormir, sentir emociones, y dolor.
—Si no me equivoco, su pálida complexión vuelve a
traslucirse mientras habla, su contorno se desdibuja. Ahora
que sé que es incorpórea, resulta imposible no verlo—. Pero la
comida me sabe a ceniza en la boca, y mis sueños están
plagados de pesadillas. Me pesan los recuerdos de mi antigua
vida. Pasa lo mismo con los demás espectros. Normalmente,
cuando alguien deja la vida atrás, también se desprende de
esos recuerdos. La gente de Neumovos no.
¿Por qué tiene que hacer sufrir a sus criados? Quiero
pedirle que me cuente más, pero Orla se está inquietando. De
momento, dejo las preguntas y dirijo la conversación al tema
en cuestión.
—Digamos que no me presento a la boda. Hipotéticamente,
claro. ¿Qué sucedería?
—No, no, mi señora. Tenéis que asistir a la ceremonia.
Con un sonido de angustia, Orla se acerca de nuevo al
fuego y remueve los troncos con más fuerza de la necesaria.
Las llamas lamen ansiosas la madera.
—¿Qué podría hacer el rey? —pregunto al tiempo que
planto los pies en el suelo y las manos en las caderas—.
¿Encerrarme? Eso ya lo ha hecho. Me ha apartado de todo lo
que más amo.
Orla se queda muy silenciosa.
—No, mi señora.
Aguzo la mirada; la mujer baja la cabeza en un intento de
hacerse pequeña, de pasar desapercibida. Así se comportan las
presas ante los depredadores.
Me arrodillo frente a ella, aparto con delicadeza sus dedos
del atizador y lo dejo a un lado. A lo largo de los años he ido
dejando de tener presente la figura de Ma, pero Orla me
recuerda a ella. Manos toscas, corazón blando. Lo que sé del
Rey Escarcha es limitado. He de armarme una imagen
completa poco a poco.
—¿Qué hará el rey, Orla? ¿Te hará daño?
Palidece y baja la mirada.
—Jamás le ha puesto una mano encima a ningún criado,
pero tiene un temperamento muy fuerte. No siempre se enfada,
pero, cuando sucede, es… aterrador.
—Ya veo.
Conozco bien la sensación de indefensión. Entiendo a Orla,
aunque apenas la conozco. Ella también vive a la sombra del
Rey Escarcha. No permitiré que castigue a otros por mi
rebeldía.
A casarse, pues.
—Está bien, Orla. Tú ganas. —Me pongo de pie con los
brazos enhiestos a los costados—. Haz lo que quieras
conmigo.
Me desnuda como una loca y me mete en una amplia
bañera que hay en la habitación de al lado. Un calor hirviente
se lleva toda la mugre y la suciedad que me cubre la piel.
Suelto un gemido largo y estridente.
Me restriego de la cabeza a los pies; dos veces. Para cuando
he terminado, el agua del baño ha adquirido un desagradable
tono gris turbio. Salgo de la bañera y me seco con una toalla.
Ahora mismo, la bufanda parece inútil, porque Orla no sabe
nada de mi engaño, así que no me la pongo.
Regreso al dormitorio y me quedo petrificada.
—¿Qué haces?
Orla sujeta mis ropas sobre el fuego, como si estuviese a
punto de arrojarlas para que las devoren las llamas.
Echa las manos hacia atrás con un rubor avergonzado en las
mejillas.
—Estas ropas están mugrientas. Pensé que…
Clava la vista fugazmente en mi cicatriz y luego la aparta.
—Es todo lo que me queda de mi hogar.
Orla hunde los hombros y asiente.
—Las lavaré y os las devolveré.
Y así, lo que queda de tiempo lo pasamos con preparativos
para la ceremonia inminente. Mi criada me pone un vestido
sencillo por la cabeza. Mangas largas, gracias sean dadas, de
un tono azul medianoche que se complementa con mi piel
oscura. Me encaja a la perfección. Supongo que lo llevó la
esposa anterior, una idea bastante funesta, pues es más que
probable que la mujer esté muerta. Al menos, no es un vestido
blanco. Tan pura no soy.
Completan el conjunto unos zapatitos dorados y una
diadema a juego. El pelo, limpio y resplandeciente, me cae en
una trenza por la espalda. Mientras Orla se dedica a plisar las
arrugas de la falda, yo me pongo bajo el vestido la vaina de
brazo con la daga. Por último, el velo. Una vez que el rey lo
aparte, descubrirá el engaño. Sin embargo, el tiempo de
esconderse ha pasado.
—Por aquí, mi señora.
Bajamos la escalinata al primer piso. El aire es tan frío que
me empiezan a castañetear los dientes. Todas las chimeneas
están apagadas, pero aun así se me acumula el sudor en la
frente. Resistir. Sobrevivir. Luchar. Es todo lo que puedo
hacer.
Los pasadizos laberínticos desembocan en un salón
cavernoso salpicado de cientos de lámparas. El rey y otro
hombre, un espectro, esperan de pie en una tarima ubicada en
el centro de la polvorienta estancia.
La mirada del Viento del Norte cae sobre mí al acercarme,
atraída por alguna fuerza innombrable. Antigua, inmortal, la
tersura pálida de su semblante carece de imperfección alguna.
Es perfecto, al menos por fuera.
Me sorprende que me tienda la mano para ayudarme a subir
a la tarima. Sus guantes de cuero negro crujen susurrantes
contra mi piel. Estamos la una frente al otro: una mujer mortal
y el inmortal Viento del Norte. Él, con pantalones y botas
negros y una camisola azul oscuro con cuello hilvanado en
oro. Nuestras indumentarias van a juego. Qué apropiado.
El oficiante empieza a hablar:
—Hoy presenciamos esta unión…
El sonido se desvanece. El mundo entero se torna oscuro.
Mis latidos tamborilean, unos pálpitos lentos que resuenan
graves en mis oídos.
Me pica la piel del dorso de la mano derecha. Frunzo el
ceño y la contemplo. Una extraña marca ha aparecido sobre
ella: un tatuaje con la forma de un círculo de espinas.
—… en la pobreza y en la necesidad…
Con cada palabra, el tatuaje cobra intensidad. Intento
restregármelo para borrarlo, pero permanece indemne.
Clavo la mirada en el rey.
—¿Qué es esto? —susurro con un gesto hacia la marca.
Sin embargo, cuando bajo la mirada, me percato de que el
tatuaje ha desaparecido. Solo queda la piel.
—Tu promesa —declara.
Debe de ser un modo de atarme. A fin de cuentas, un
juramento puede romperse. El tatuaje, imbuido con un
encantamiento, debe de servir para asegurarse de que el
matrimonio sea permanente.
El Rey Escarcha me toma de la mano. Levanto la mirada
hacia la de él. Me contempla con tanta intensidad que resulta
inquietante. Creo que no ha parpadeado una sola vez desde
que entré en la estancia.
El oficiante dice algo más sobre promesas y compromisos,
y luego todo acaba. Con un pañuelo blanco que anuda las
manos de ambos, el Rey Escarcha y yo quedamos desposados.
Soy su esposa. Él es mi esposo. Estamos unidos en
matrimonio, y he jurado acabar con su vida.
—Mi señor, podéis contemplar a la novia.
El Rey Escarcha agarra el borde del velo.
Allá vamos.
Con delicadeza, el rey levanta la tela y revela la carne
destrozada de mi mejilla derecha, el terreno fruncido de la
vieja cicatriz, bordes pálidos sobre piel terrosa y oscura.
Emoción. Eso era lo que faltaba en su semblante. Una
expresión de frío descorazonador. Y, sin embargo, ahora se
abre una fisura, una conmoción que no es capaz de disimular,
pues acabo de abrir una brecha en su duro exterior, aunque sea
por un instante.
Una brisa me remueve los cabellos mientras Bóreas, el
Viento del Norte, enseña esos dientes perfectos y blancos que
tiene. Pues puede que yo sea una mujer de Bosquelinde, pero
no soy la mujer que escogió.
—Tú —gruñe.
Esbozo una sonrisa desagradable.
—Sorpresa.
5

L
a boca del Rey Escarcha se tuerce en una mueca de
repugnancia.
—Tú.
—Sí, eso ya lo habéis dicho —digo arrastrando las
palabras.
—¿Dónde está tu hermana? —Me agarra del brazo; es diez
veces más fuerte que yo. No estoy segura de poder librarme de
su agarre por más que lo intente.
—En Bosquelinde, supongo.
«Y lo que es más importante, lejos de vos.»
El rey aprieta tanto los labios que estos se confunden con
su piel pálida.
—¿Eres consciente de lo que has hecho?
—Sí: os acabo de ganar por la mano.
Suelta un siseo en el tono más frío y grave que he oído.
—Lo que has hecho ha sido cometer el error más grave de
tu vida.
Estamos frente a frente. No hay mucha gente ante la que
me sienta pequeña, pero a él le llego a la altura del mentón. El
repentino viento que se agita a mi espalda me indica lo rápido
que se aviva el temperamento del rey. Vuelvo a recordar quién
es el Viento del Norte: un inmortal que ha visto miles de
comienzos y finales, mientras que yo no soy más que la última
hojita aferrada a una rama en otoño.
No quiero temerle.
Sería una necia si no le temiese.
—No —susurro, y cruzo la poca distancia que nos separa.
El calor de su aliento me acaricia las mejillas heladas—. Quien
ha cometido un error sois vos.
La tensión alcanza un clímax imposible de prever. Las
aletas de la nariz del rey tiemblan en respuesta a mi desafío, al
guante que le acabo de lanzar.
Esto no es un matrimonio.
Es una guerra.
Da un paso atrás y la escarcha se propaga entre nosotros,
llevándose con ella el calor que se había formado en nuestra
proximidad. Me late el corazón con una cadencia enfermiza.
Yo no soy Elora. No soy dulce. Soy una criatura cuyos
dientes se han afilado a base de sufrimientos. Y, sobre todas
las cosas, pienso sobrevivir.
—¡Quítate de mi vista! —ruge.
Dos guardias me sacan a rastras de la estancia y me llevan a
un estrecho pasadizo con dos puertas azules idénticas. En un
arranque de violencia, me arrojo contra el hombre a mi
derecha y consigo desestabilizarlo. Afloja la presión en mi
brazo y me libero. Echo a correr por este pasillo largo y oscuro
de la ciudadela abandonada.
Los gritos de los hombres disminuyen a medida que paso
de un corredor a otro. Puertas amarillas, puertas de cristal,
puertas de mampara, puertas torcidas. Una de ellas debe de
llevar al exterior, a buen seguro. Elijo una cualquiera y la
cruzo de un empujón.
La habitación está igual de polvorienta que el resto de la
fortaleza. Hay una amplia ventana cuadrada desde la que se
ven unos ondulantes terrenos de labranza. Ni una mota de
nieve a la vista.
—… creo que ha ido por aquí. —La voz se pierde en su
propio eco.
Sacudo el cristal de la ventana, pero no se abre. Cerrado a
cal y canto. Veo una silla de madera en un rincón y me
apresuro a agarrarla. Tomo impulso y la estrello contra la
ventana con todas mis fuerzas. Me tiemblan los brazos a causa
del impacto, y el ruido resulta ensordecedor. En el cristal no
hay ni una muesca. ¿Cómo es posible?
—He oído algo. ¡Por aquí!
Salgo a toda prisa, giro por otro corredor y atravieso a
ciegas otra puerta.
Lo único que me salva de una muerte instantánea son mis
rápidos reflejos. Ahí abajo, las olas restallan contra la pared
del acantilado en cuyo borde me he detenido, los pies
asomando por la roca medio derruida y húmeda. El cielo claro
en las alturas parece tan cercano que me da la impresión de
que podría alargar el brazo y tocar su superficie estrellada.
Un viento brusco y preñado de sal me agita el cabello y el
vestido. Jamás había visto el mar. Jamás había visto una masa
tan grande de agua, libre de la inmovilidad helada del
invierno.
Algo se desliza alrededor de mi tobillo y lo aprieta. Un
tirón, y de pronto me encuentro cabeza abajo. Las faldas me
cubren la cabeza y dejan al aire mi ropa interior.
—¿Qué es esto? —Forcejeo contra este captor invisible.
Unas botas aparecen en mi línea de visión.
—Estas puertas llevan a muchos lugares, pero ya te lo he
dicho: no te ayudarán a escapar. Y ya que estamos hablando
del tema, tampoco podrás huir por el Mnemenos, que solo se
descongela a mi voluntad. Si intentas cruzar la Sombra sin mi
bendición, en el mejor de los casos te verás despojada de tu
alma. En el peor, acabarás en el Abismo. —El Rey Escarcha
hace una pausa—. Estás atrapada aquí. Más vale que te
acostumbres a la idea.
—Me resultáis despreciable —escupo.
Mantiene la calma y replica:
—No eres la primera ni la última que piensa así.
La rabia tiene un sabor vivo en mi boca. Bien que me
gustaría dársela a probar, aunque fuese para ver cómo se
quiebra ese control férreo que tiene sobre sí mismo.
Vuelvo a cruzar la puerta, donde los dos guardias de los que
escapé antes me agarran de los brazos con tanta fuerza que
estoy segura de que me van a dejar moratones. Vuelven a
llevarme a rastras; cruzamos una puerta y descendemos unos
interminables escalones.
Estamos bajo tierra. El silencio es tan absoluto que me
aplasta los oídos. No hay una sola vela o lámpara a la vista.
Solo celdas, muchas celdas. Están vacías, pero ¿qué
prisioneros las habrán ocupado en su día?
En el extremo opuesto del túnel, los guardias abren una de
las puertas de barrotes y me arrojan al interior. Un tintineo de
llaves y la cerradura queda sellada.
—Esperad. —Me lanzo contra los barrotes, los agarro—.
Por favor.
Se cierra una puerta de golpe. Me quedo a solas en la
oscuridad.

Estar aprisionada en un agujero en la tierra resulta tan


desagradable como cabría esperar. Mucho peor que el frío es la
sed. El picor inicial en la garganta se convierte en dolor, en
una fiera agonía. Pido vino. Me traen agua. El sudor no tarda
en empaparme la piel.
Mis ojos se ajustan a la negrura con rapidez. La celda es
diminuta, no es más que mugre apelmazada y una puerta
cerrada. Por desgracia, no hay forma de forzar la cerradura.
Intento hacer palanca con la daga, e incluso trato de sacar la
puerta de los goznes. Todos mis intentos, uno tras otro, acaban
en fracaso.
Siento como si hubiese partido de Bosquelinde hace una
eternidad. Elora…, mi querida y dulce Elora. Estoy segura de
que está furiosa conmigo. Pocos conocen el temperamento de
Elora, pero, ay, cuando lo deja libre, resulta imponente. ¿Qué
habrá pensado cuando se despertó, libre al fin de los efectos de
la granvalía? La cabaña, vacía. Su hermana, desaparecida. Y el
Rey Escarcha, ausente.
Le hice una promesa y la rompí. Pero ahora que está libre
de la amenaza del Rey Escarcha, será libre de perseguir sus
sueños. La idea me reconforta.
Pasan los días. Yazco en charcos de mi propio sudor,
aovillada en un rincón de la celda. Una vez más, pido vino. Y
una vez más, me traen agua. El estofado que me sirven está
frío, la grasa cuajada en la superficie. Por obra y gracia de
algún milagro, consigo no vomitarlo.
Duermo, pero me rondan pesadillas reptantes. Carne fría y
ennegrecida, una voz sibilante en mis oídos. Con cierto
esfuerzo, consigo volver a rastras al mundo de los vivos y me
despierto sobresaltada, la respiración desbocada y los
músculos contraídos, fuera de control.
Hay alguien de pie al otro lado de la puerta de la celda. Una
figura, apelmazada de sombras, poco más que un fantasma.
Cada pocos instantes percibo el contorno de una silueta de
hombros anchos que no tarda en disolverse en tinieblas.
Siento un hormigueo en la piel pegajosa de sudor en medio
de este aire estancado. Reconocer la presencia del Rey
Escarcha se me antoja una derrota, así que lo ignoro. Por mí
como si se queda ahí plantado el resto de su vida inmortal. Le
doy la espalda y reacomodo las extremidades, la cabeza
acunada en el brazo.
—¿Has aprendido la lección? —Su voz profunda flota en el
vacío.
—Si lo que me preguntáis es si me arrepiento de lo que he
hecho, la respuesta es no. Estaría dispuesta a intercambiarme
con mi hermana un millar de veces para manteneros lejos de
ella. Sin embargo, muy generoso por vuestra parte asomaros
por aquí. De haber sabido que me honraríais con vuestra
divina presencia, me habría vestido para la ocasión.
El hermoso vestido que me puse para la boda está cubierto
de mugre, el dobladillo destrozado. Me atrevería a decir que
resulta simbólico.
—Esto lo has provocado tú.
Suelto el aire despacio, me centro. Me aovillo aún más y
clavo la vista en la pared que está a centímetros de mi nariz.
Nada de lo que diga el Rey Escarcha va a afectarme. No es
más que viento, insustancial, fugaz.
Oigo un roce en el suelo, como si hubiese dado un paso al
frente.
—De haber controlado más tus emociones, ahora estarías a
salvo, acostada en tu humilde aldea.
Ya, como si supiera algo sobre mí.
—Ahí os equivocáis, ¿sabéis? Nada me habría impedido
mantener a salvo a Elora.
—De haber cerrado el pico, la habrías mantenido a salvo.
—Como si percibiese mi confusión, me dice—: No era mi
primera opción, pero fuiste tú quien me llamó la atención
sobre ella. Todo este sufrimiento te lo has buscado tú sola.
Me pongo en pie a pesar del dolor de huesos y me acerco al
frente de la estrecha celda.
—No me sorprende que digáis eso —le suelto, y curvo los
dedos alrededor de los barrotes de hierro que nos separan. Él
centra su atención en mis manos, luego en mi boca, en mi
cicatriz, antes de volver a mirarme a los ojos—. Los dioses
siempre les echan la culpa a los mortales de sus infortunios.
Estáis tan centrado en los síntomas que ni siquiera os
preguntáis cuál es la enfermedad que ennegrece la carne.
Él también curva los dedos alrededor de los barrotes. Esas
manos enormes descansan a un pelo de distancia de las mías.
—Qué poco te cuesta emitir esos juicios —susurra. Los
círculos azules que le rodean las pupilas son el único color que
hay en este subterráneo—. Tú no me conoces.
—Puede ser, ¡pero al menos yo no arrojo a la gente a una
mazmorra cada vez que me lleva la contraria!
Sacudo los barrotes para dar énfasis a mis palabras.
Entonces se me ocurre una idea, y cuanto más la pienso, más
me pregunto cuál es el propósito de estas celdas. ¿Serán un
gallinero en el que encerrar a sus esposas ya envejecidas?
—¿Por qué habéis venido? —Doy un paso atrás con la
excusa de recorrerlo con la mirada. La verdad es que estar tan
cerca de él me pone nerviosa—. ¿Venís a regodearos con mi
desgracia?
—He venido a liberarte.
Frunzo el ceño.
—¿Es una trampa?
Me dedica una mirada desabrida y, a continuación, abre la
cerradura.
—¿Sabéis qué? —Suelto una risa áspera. No hay nada
gracioso en esta situación, pero si no me echo a reír, estoy
segura de que me derrumbaré, y me niego a permitir que el
hombre que me ha arruinado la vida presencie un momento tan
íntimo—. Creo que prefiero el aislamiento.
La puerta se abre con un chirrido estridente.
—Yo elegí a tu hermana como esposa, no a ti.
Intercambiarte con ella fue elección tuya.
—Si supieseis lo que es amar a alguien con todo vuestro
ser, sabríais que no tuve elección.
Algo cambia, aunque en realidad no estoy segura de qué es.
Lo único que sé es que el aire se sacude cada vez que el rey se
enoja, y que ahora mismo agita el dobladillo de mi vestido. La
expresión del Rey Escarcha, sin embargo, permanece neutra.
—Se requiere tu asistencia a la cena de esta noche.
Si se cree que voy a comer con la persona que más
desprecio en este mundo, va a tener que pensárselo mejor.
—Por desgracia —digo con una sonrisa que rezuma un
encanto fingido—, estoy ocupada.
—¿Con qué?
Hago como si reflexionase sobre la pregunta.
—Con lo que sea. Con todo. Hay muchas posibilidades.
Elegid la que más os plazca.
De dos zancadas se planta en la celda, seguido de un aroma
a cedro. El dolor me recorre como una ola caliente. Tengo que
hacer un esfuerzo para mantenerme de pie. Hacía años que no
pasaba tanto tiempo sin echar un trago.
Me parece que ha pasado una eternidad.
—Puede que seas mi esposa —murmura—, pero no hay
nada que diga que tenga que darte cobijo. Estaré encantado de
encadenarte en el exterior, dado que insistes en comportarte
como un animal.
Suelto una vaharada de aliento furioso.
—¿Un animal? —Me escruta con expresión desapasionada
—. ¿Cómo os atrev…?
Alza la mano y curva los dedos como si fuese a aplastar
algo entre ellos… Ese algo, no tardo en comprender, es mi
garganta. Suelto un resuello, intentando respirar.
—No. Hables. Más. —Su aliento frío y susurrante me sopla
en la cara—. Vas a asistir a esta cena. Si te niegas a cumplir
tus deberes, te encadenaré en el exterior. Según tengo
entendido, en esta época del año no resulta nada agradable.
Me entra calor en el rostro, pero aun así doy un paso al
frente. Él afloja la presión en mi garganta, quizá sorprendido,
quizá curioso.
—Soltadme —digo, las palabras claras a pesar de la bruma
que me nubla la visión—. De lo contrario, ya seáis mortal o
inmortal, acabaréis castrado.
La punta de mi daga, que seguía oculta en la vaina del
brazo, se apoya en su entrepierna.
El Rey Escarcha se queda quieto.
Contemplo intrigada la emoción que le oscurece la mirada.
¿Es sorpresa? Durante medio aliento al menos, ha perdido
comba.
—No lo voy a repetir. —Acerco más la hoja como
advertencia. Él da un respingo—. Toda una eternidad es
demasiado tiempo para andar escaso ahí abajo. Sé bien que a
los dioses os encanta el sexo.
El Rey Escarcha podría desarmarme con facilidad, pero
esta confrontación no va de fuerza ni poder. Esto va de
respeto. Me va a respetar. Puede que no sea Elora, pero soy
una persona, y no pienso permitir que me maltrate.
Al cabo, retrocede un paso y baja la mano. La presión en
mi cuello se desvanece.
—La cena empezará con el ocaso. Espero puntualidad.
Cuando el eco de sus pasos se esfuma del todo, me dejo
caer contra la pared de la celda. Me tiembla la mano al volver
a envainar la daga. Jamás volverá a jugar con ventaja
conmigo. A partir de este momento, pienso emplear todas las
armas que tenga a mi disposición. Mente, cuerpo, puñal.
El Viento del Norte se arrepentirá del día en que se atrevió
a jugármela.
6

H
oras antes de la cena esa noche, arraso con las bodegas.
Los guardias, como buenos imbéciles redomados que
son, no ven problema alguno en indicarme dónde están.
Si he de sufrir una cena entera con el Rey Escarcha, pienso
estar lo bastante borracha.
Con dos odres de vino en mano, regreso a trompicones
hasta mis aposentos y me dejo caer en esa cama ornamentada
hasta el ridículo. ¿Ocho almohadas para una persona? Valiente
estupidez. Echo la cabeza hacia atrás y bebo directamente del
odre. El líquido me quema la garganta y me llamea en el
estómago.
—No, marido mío —susurro para mí. Doy otro trago de
vino y me restriego la boca con el dorso de la mano—. No
pienso asistir a tu cena.
Se me escapa un hipo.
Marido. La mera palabra me provoca arcadas. El Rey
Escarcha no es mi marido. Soy una obligación, y él, un
inconveniente. El hecho de tener que permanecer aquí hasta el
fin de mis días me pesa como una piedra atada al cuello. Ah,
ya se me ocurrirá la manera de robarle esa lanza que tiene. O
la daga.
Si lo mato, obtendré la libertad. Debería bastar con
atravesarle el corazón.
Y así me encuentra Orla horas más tarde, sumida en estas
reflexiones: una masa deforme despatarrada sobre las
almohadas, con un odre vacío, reflexionando sobre cómo
asesinar a mi marido.
—¿Mi señora? —Rodea el colchón y se inclina,
preocupada, sobre mí. Esos rizos grises que tiene me
recuerdan a una nube de tormenta. Entrecierro los ojos en un
intento de enfocarle el rostro—. ¿Os encontráis indispuesta?
Tardo un instante, pero consigo enderezarme, con el
segundo odre aferrado contra el pecho.
—El Rey Escarcha es un —suelto un eructo— monstruo.
Me lagrimean los ojos y se me altera la respiración. ¿Qué
tipo de hombre sería capaz de encerrar a su esposa en una
celda? Doy otro trago, y luego otro más. El vino no me falla.
La criada me contempla como si, en su ausencia, me
hubiesen crecido un par de astas de ciervo.
—Orla —me cae la baba por el mentón—, tienes que
ayudarme. —Un mareo me sobreviene y tengo que apoyarme
en el cabecero—. Dijo…
¿Qué fue lo que dijo?
—¡Mi señora! —Doy un respingo ante el estridente
chillido. No estoy segura de cuándo he empezado a sentir un
doloroso latido en la cabeza, pero la presión me palpita tras los
párpados con fuerza—. Por favor.
Me arranca el odre de las manos, o más bien lo intenta. Me
agarro al recipiente como si fuese el salvavidas que en realidad
es. Orla tiene que separarme los dedos del gollete. Acto
seguido se acerca a la ventana abierta y vacía al otro lado lo
que queda de líquido.
—¿Qué haces? ¡Me hace falta esa bebida!
—Lo que os hace falta es vestiros.
Me saca de la cama y casi me doy de bruces contra uno de
los pilares del dosel. En pocos segundos me desnuda, para
luego arrojarme a la bañera y restregarme hasta que estoy
limpia. Mientras se me seca el pelo, Orla elige un vestido en
tono marfil de entre los muchos que atestan el generoso
guardarropa. Lo han modificado para que se ajuste a mis
formas a la perfección. Por más bonito que sea, estoy harta de
vestidos. Echo de menos mis pantalones y mis camisolas
holgadas.
—¿No puedes excusarte en mi nombre? —Orla me cierra
con fuerza el corsé a la espalda. Las tablillas se me clavan en
el costillar. Me encojo de dolor—. Dile al rey que me
encuentro mal.
—No puedo mentirle, mi señora.
—No sería mentira. Me encuentro muy mal. —Siento un
hormigueo de incomodidad en la piel, y tengo el rostro
ruborizado, febril. Esta es la trampa que me he tendido a mí
misma. Basta que me caiga una gotita de alcohol en la lengua
y se me vacía la mente para dejar paso solo a la memoria
muscular. Un traguito y listo.
La claridad existe únicamente en el fondo de una botella.
Orla suelta un resoplido exasperado. Acaba de anudarme el
corsé y me gira para mirarme de frente. Me peina y me
empolva la cara hasta que esta expresión hundida que tengo se
ve petrificada bajo una capa de maquillaje seco. Agradezco
que no haya intentado esconder la cicatriz; lo único que ha
hecho ha sido nivelarla con el mismo tono de mi piel.
—Si no hubierais bebido tanto vino, no os veríais en este
apuro —me reprende.
—Si el Rey Escarcha no me hubiese obligado a casarme
con él, no tendría que beber tanto.
«Probablemente.»
Se limita a sacarme por la puerta de un empujón.
—No os olvidéis de sonreír.
Mis zapatillas se deslizan sobre el suelo de piedra con un
susurro mientras desciendo los escalones al nivel inferior, cuya
iluminación es igual de tenue. Hay candeleros en las paredes
que crean pequeños charcos de luz resplandeciente. Me
ayudaría bastante saber adónde debo ir. El rey ni siquiera lo
mencionó.
—Disculpa. —Me acerco a un hombre tieso como el palo
de una escoba contra la pared—. ¿Por dónde…?
Señala un corredor a la derecha, pero no dice nada. La parte
superior de su cabeza, cercana a la llama de un candelero de la
pared, es traslúcida.
Las puertas de este corredor están hechas de cristal. El
pasadizo desemboca en unas puertas dobles abiertas, como una
invitación.
Esta estancia me recuerda a una cueva: techos bajos,
paredes estrechas, carente de ventanas. A pesar de lo pavoroso
de este lugar, también hay una mesa elegante a la que hay
sentados dos hombres. Copas de cristal reflejan la luz de las
velas y cubren las paredes con prismas de luz.
El Rey Escarcha me dedica una mirada hostil, sentado a la
cabeza de la mesa. Un sobretodo de un lustroso tono negro le
cubre el ancho torso. Debajo lleva una camisola igualmente
negra, abotonada hasta la barbilla. Nada de color, nada de
calidez.
Su invitado, por otra parte, representa un contraste absoluto
con él. El cabello del hombre es una maraña de densos rizos.
Cruzo la estancia y sus ojos se posan sobre mí con una buena
dosis de curiosidad. Una camisola color bosque se cierra sobre
su piel ligeramente bronceada. En un instante se levanta y
atraviesa la estancia. Me toma de la mano como si fuera suya
por derecho propio. El modo en que se mueve me recuerda a
un bailarín.
Vaya, pero qué guapo es. Unas pestañas gruesas enmarcan
unos ojos color trébol. Tiene el puente de la nariz recta perlado
de pecas como gotas de lluvia. No puedo evitar clavarle la
mirada. Su semblante me resulta agradable. Sincero.
—Lady Wren. —Habla con un tono cálido, culto—. Es un
honor.
Desde luego, este hombre es educado.
—Gracias. —Espero que se presente, pero no lo hace—. ¿Y
vos sois…?
—La mayoría de la gente se refiere a mí como el
Mensajero. —Unos dedos diestros, delicados como alas de
mariposa, descansan con ligereza sobre los míos. Huele a
musgo—. Vos podéis llamarme Céfiro.
Habla como si supusiese que sé quién es. Con el cerebro
embotado por el vino, me esfuerzo por ubicarlo.
—Es mi hermano —recita el rey.
El Mensajero. O sea, el Viento del Oeste, aquel que trae la
primavera. No me extraña que sea tan agradable.
—Encantada de conoceros, Céfiro.
Es unos centímetros más alto que yo, aunque no tanto como
su hermano.
—El placer es todo mío. —Una sonrisa benévola le curva
los labios. Son los labios de un hombre a quien le encanta reír
—. Cuando me enteré de que Bóreas se había buscado otra
esposa, desde luego no esperaba que fuese tan encantadora.
El Rey Escarcha suelta un resoplido desdeñoso.
Siento calor en el rostro, y un chapoteo desagradable en el
estómago. Jamás se había referido nadie a mí como
«encantadora». Como mucho, «válida para encamarse», pero
poco más, gracias a esta cicatriz. En cuanto a la reacción del
rey, me limito a ignorarla.
—Gracias. —No estoy segura de creer lo que dice este
hombre, teniendo en cuenta que acabamos de conocernos, pero
muestra más amabilidad de la que he recibido del rey, así que
me inclino a verlo de un modo más cálido. Desde luego, es
aquel que trae la primavera.
—Se va a enfriar la comida. —El rey nos clava la mirada,
con palabras cortantes.
Soy lo bastante ruin como para obligarlo a esperar más,
pero Céfiro me ofrece el brazo y murmura:
—¿Me permitís?
Algo pasa entre nosotros, como si comprendiese el apuro
en el que me encuentro.
La atención del Rey Escarcha se agudiza. Céfiro me lleva
hasta mi asiento y se acomoda en la silla a mi derecha. Me
separa del rey la mesa entera, pero no me parece distancia
suficiente. Está sentado en el borde, en un sillón de respaldo
alto, con el cuerpo rígido. Un lazo de cuero le ata el pelo en
una cola tan prieta que no se escapa un solo cabello.
Me fijo momentáneamente en la cena. Platos y cuencos de
plata. De varios jarrones asoman flores frescas; no estoy
segura de cómo las habrán encontrado los sirvientes. Hay
enredaderas verdes que cruzan el mantel blanco.
—Bueno. —Céfiro alza la copa de vino—. Por la dama.
Con cierto esfuerzo, consigo centrar mi atención en el
hermano del rey.
—Por favor, llamadme Wren. —Soy muchas cosas, pero de
dama, nada.
—Wren, pues. —La risa rezuma por su voz melodiosa—.
¿Qué te parecen las Tierras Yermas, Wren?
—Tan agradables como a vos, imagino.
Cómo le bailan los ojos. El Viento del Oeste es guapo,
honesto, cálido. Me atrae sin el menor esfuerzo.
—¿Y qué me dices de las bondades de mi hermano?
Doy un sorbo de vino. Me borbotea el estómago como
protesta, recordándome todo lo que he bebido antes.
—Suponéis que hay algo de bondad en él.
La risita entre dientes de Céfiro reverbera en el espacio
cavernoso.
—Ah, me gustas. Vaya que si me gustas.
El Rey Escarcha me apuñala con la mirada como si acabase
de confesar un crimen mortal. Si no puede aguantar la verdad,
que se vaya. Así mejoraría tremendamente esta cena.
Una hilera de sirvientes cargados con bandejas de carne,
queso, fruta, pan y verdura entra por una puerta lateral. La
cantidad de comida que sirven para tres personas resulta
absurda. Montañas de patatas. Gruesos trozos de carne
embadurnados en mantequilla. Cestos atestados de más
panecillos de los que nadie podría comer. El cuenco de jugo de
carne es tan enorme que podría nadar en él un animal pequeño.
Y el plato fuerte: cerdo asado con una manzana en la boca y la
piel renegrida.
El olor de la comida caliente me retuerce el estómago.
Muchas noches he soñado con un festín así: banquetes,
glotonería, el sabor de la grasa derritiéndose en mi lengua.
Pero siempre me despertaba con el estómago vacío. Y ahora
hay aquí suficiente comida como para alimentar a una familia
de cuatro personas durante semanas.
Céfiro y el Rey Escarcha empiezan a echarse comida en los
platos. Yo pienso en Bosquelinde. En la escasez, la hambruna,
la población cada vez menor. Aparto el plato. No puedo
comer, y menos sabiendo que Elora no tiene modo alguno de
alimentarse.
El Rey Escarcha me dedica la mirada que le lanzaría a una
insignificante alimaña, para a continuación clavar el tenedor
en un trozo de comida.
—¿No te gusta?
Ojos huecos. Voz hueca. Este lugar también está hueco.
Entrecierro los ojos, pero aún percibo su forma de hombros
anchos.
—Estoy segura de que la comida es estupenda.
—Y aun así te niegas a comer.
—Mi pueblo se muere de hambre.
—¿Y?
—¡Y es culpa vuestra! —grito, y Céfiro alza la cabeza.
El Rey Escarcha enarbola el tenedor, atraviesa un trozo de
col y se lo lleva a la boca.
—Los mortales viven y mueren. Yo no controlo cuándo se
acaban sus vidas. Así funciona el mundo, es un ciclo más
antiguo que yo mismo.
—No controláis cuándo se acaban sus vidas —consigo
decir, con la voz tomada—, pero sí que podéis ayudar a que las
pasen en mejores condiciones.
—Esta es mi naturaleza.
—Es vuestra elección.
La mano de Céfiro cubre la mía. Percibo algo en sus ojos
que no llega a decir. «Tranquila», parece estar diciéndome.
Considero mi situación: la comida se va a echar a perder
igualmente. Será mejor que me llene la barriga, que me nutra y
afile la mente. Lo que sea para impulsarme hacia el final
inevitable que habrá de correr el Rey Escarcha.
Inspiro hondo y empiezo a echarme comida en el plato.
Céfiro dice:
—Háblame de ti, Wren.
—No hay mucho que contar.
Casi se me escapa un gemido al primer bocado. Las
zanahorias están espectaculares, ligeramente dulces, glaseadas
con miel especiada.
—Oh, vamos. No me lo creo.
Sigue una pausa incómoda. Céfiro me mira con paciencia al
tiempo que también siento la mirada del rey. La verdad es que
ningún hombre me ha pedido jamás que le hable de mí. A
nadie le ha importado nunca. Y quizá, en lo más profundo, me
habría gustado importarle a alguien.
—Pues me gusta… cazar. Y leer.
¿Estoy arrastrando las palabras por la borrachera? Espero
que no.
—¿Cazar? —Céfiro alza la cabeza—. ¿Y qué arma usas?
—El arco.
—Mmm. —Ojos danzantes—. ¿Y qué te gusta leer?
—Nada en concreto —murmuro débilmente. No es
adecuado hablar de romances apasionados durante la cena, y
me sentiría como una idiota si se enterasen de lo mucho que
me gustan las historias de amor e intimidad, dos cosas que
jamás he experimentado en la vida real.
Céfiro pincha un trozo de cerdo y se lo lleva a la boca.
—¿Y qué has hecho durante el tiempo que has pasado aquí
hasta ahora?
La pregunta me concede una pausa. Sin embargo…,
supongo que lo mejor es decir la verdad.
—Vuestro hermano me ha metido en una mazmorra.
La voz del rey es un zumbido al otro lado de la mesa:
—Me engañaste.
Me meto carne y patatas en la boca. Por fin se me asienta el
estómago, ahora que he decidido comer. El vino no deja de
fluir y yo no debería beber; al cuerno las consecuencias.
—No es culpa mía que no os dierais cuenta de que yo no
era vuestra prometida.
Me duele que no lo niegue. No me enorgullece admitir que
me duele. Quizá sea porque nadie, aparte de mi hermana, me
ha querido nunca. Esto no es más que el enésimo recordatorio
de que no soy nada especial en este mundo.
—¿La metiste en las mazmorras? Una nueva cota de bajeza
incluso para ti —reprende Céfiro a su hermano.
Los dedos del Rey Escarcha aprietan el tallo de su copa de
vino. No responde.
El tiempo avanza a cada copa de vino que bebemos.
Mientras que Céfiro se atiborra, el rey apenas toquetea su
plato. Me percato de que la comida que hay en él no se toca.
Carne, verdura, patatas, pan. Cuatro islitas sobre la plata. En
cierto momento, los dos hermanos se enzarzan en una
acalorada discusión que no alcanzo a comprender.
Cuando acabo con el último trozo de pan de mi plato y mi
estómago hinchado amenaza con hacer pedazos las tablillas
del corsé, me pongo en pie y me apoyo en la mesa. La estancia
gira peligrosamente.
La conversación de los dos se detiene de pronto.
—Disculpadme —murmuro.
Lo que yo habría deseado es salir de la estancia con un
suave frufrú de faldones, con la gracia y la pose de una noble.
Sin embargo, lo que sucede es que tropiezo con la pata de la
mesa y me caigo de bruces al suelo.
Pasos rápidos. Alguien se agacha a mi lado y una mano se
me posa en la parte baja de la espalda. La sensación me
abruma, los aromas a tierra húmeda y verdor fresco, y un
viento cálido y reconfortante que agita los mechones de
cabello que se me pegan a la frente sudorosa. Se oyen otros
pasos, más pesados, sustanciales, que se acercan. Alzo la
cabeza a tiempo de presenciar el momento en que el semblante
carente de emoción del rey se retuerce de rabia.
—Quítale las manos de encima —ordena.
Céfiro retrocede, con las palmas al aire.
Unas manos grandes me enganchan de los brazos y me
ayudan a ponerme en pie de un tirón.
Creo que el Rey Escarcha no comprende lo ebria que estoy,
porque en cuanto me suelta, el suelo se abalanza otra vez sobre
mí. Suelta un juramento y me agarra antes de que vuelva a
darme de bruces.
—Estás borracha. —Me aparto y me apoyo contra la pared.
La piedra me traza una línea de puro frío en la espalda sudada
—. Muy borracha.
Céfiro da un paso al frente.
—Puedo ayudar…
—Soy capaz de ocuparme de mi esposa, hermano.
Su respuesta espanta momentáneamente la bruma que me
aturde. Por supuesto que se refiere a mí como propiedad suya,
no como una persona con pensamientos, creencias y
emociones.
El Viento del Oeste pasea la mirada entre los dos con
evidente hilaridad.
—Ya lo veo, Bóreas. Te has casado con una mujer a quien
tu mero contacto le causa repulsión. ¿Alguna noticia más que
deba saber?
Esboza una sonrisa, y tengo la seguridad de que sus dientes
se han vuelto puntiagudos.
El rey se envara.
—Puedes retirarte, Céfiro.
El Viento del Oeste hace una reverencia en mi dirección.
—Wren, espero que nuestros caminos vuelvan a cruzarse
durante mi estancia aquí.
Acto seguido sale del comedor sin emitir sonido alguno.
En ausencia de Céfiro, vuelvo a percatarme de lo enorme
que es el Rey Escarcha, tanto en altura como en presencia. Esa
mirada se me clava profundamente.
—Me retiro a mis aposentos —afirmo, y me aparto de la
pared. Casi choco con una de las sillas por el mero impulso.
—¡Orla! —ladra el rey.
Pasos que se acercan a la carrera.
—¿Sí, mi señor?
—Por favor, acompaña a mi esposa a sus habitaciones.
Asegúrate de que llegue de una pieza.
7

L
o primero que pienso al despertar es que he muerto.
Me palpita todo el cuerpo. Siento un latido en la
cabeza que se repite una y otra y otra y otra vez.
Me llevo la mano a la frente y me tiembla todo el brazo. Ni
siquiera abro los ojos. El latido persiste. Si no estoy muerta,
poco me falta. Tengo la boca con la textura exacta de la tiza.
Despacio, me enderezo y apoyo la espalda en el cabecero.
Qué error.
Una sacudida violenta en el estómago. Apenas tengo unos
segundos para echar mano de una vasija de la mesita de noche
y vomitar a chorro toda la cena de anoche en su interior. El
olor rancio me provoca otra oleada de náuseas. Vuelvo a
vomitar hasta que siento calambres en el estómago. Me
desplomo sobre las almohadas tras haber dejado la vasija,
ahora llena de vómito, en su lugar sobre la mesita.
El golpeteo que siento aumenta tanto que ya no puedo
ignorarlo, pero resulta que no proviene del interior de mi
cabeza.
Alguien da golpes en la puerta.
A juzgar por la pálida luz que se atisba en el este a través
de la ventana, aún no ha roto el alba. ¿Qué tipo de monstruo es
capaz de despertar a alguien a esta hora? ¿Será quizá el rey?
Destierro la idea en cuanto aparece. El rey no llamaría a la
puerta. Entraría como si tuviese todo el derecho. Y Orla es
demasiado considerada para despertarme de un modo tan
cruel.
El siguiente golpe en la puerta hace temblar la pared entera.
Uno de los cuadros que cuelga sobre la chimenea cae al suelo.
—Está bien —digo—. Un momento.
Dadas las circunstancias, apenas puedo ponerme
presentable. Llevo un camisón blanco y fino; no recuerdo
habérmelo puesto anoche, pero prefiero no pensar en ello. Me
pongo un batín, me ciño el cinturón y me acerco a la puerta
para abrirla de un tirón.
Céfiro espera al otro lado.
Esboza una sonrisa juguetona mientras recorre con la
mirada mi aspecto desastrado. Apoya el hombro en la pared
con aire despreocupado, pero no hay despreocupación alguna
en el ansia viva que percibo en su mirada.
—Hola, Wren.
Si yo soy la viva estampa de la muerte, él lo es de la vida:
verde, animado, brillante de puro encanto. Hoy lleva una
camisola dorada medio ajustada, pantalones a juego y botas de
suela fina, así como un sobretodo de pieles.
—¿Qué hacéis aquí?
Jamás había visto a un hombre adulto poner un puchero
como el de un niño pequeño, pero, por otro lado, Céfiro no es
un hombre. Es el Viento del Oeste. Puede hacer lo que le
plazca.
—He venido a ver cómo te encuentras esta mañana.
—¿Y casi me echáis abajo la puerta? —pregunto con el
ceño fruncido y una expresión lúgubre.
Céfiro deja vagar la mirada por todo mi cuerpo antes de
volver a centrarse en mi rostro. Apenas se fija en la cicatriz.
Enseño los dientes en una mueca de advertencia y me aprieto
aún más el nudo del batín.
—Bueno, ha servido para despertarte. —Suelta una
carcajada que recuerda a un espectral canto de pájaro.
—En serio, ¿qué hacéis aquí?
—He venido a raptarte —anuncia con aire teatral y una
floritura de la mano en el aire.
Recuerdo la cena de anoche. Puede que yo no confíe en el
Rey Escarcha, pero hay un motivo por el que le desagrada su
hermano. No puedo ignorarlo.
—Sabéis bien que no puedo cruzar la Sombra.
—¿Y quién ha dicho nada de cruzar la Sombra? —Una
emoción que no consigo ubicar le contrae el semblante. Pasea
la vista por mi habitación con evidente desagrado. Aún está
muy oscuro, a pesar de que he descorrido las cortinas—. Una
mujer necesita el viento en el rostro, al igual que una flor
necesita la luz del sol.
Dicho así, he de darle la razón.
—Estaría bien. —Me oigo a mí misma decir con lentitud.
Por más reacia que sea a estar con él, no puedo negar la
verdad, y la verdad es que necesito salir, estirar las piernas,
alejarme un poco de mi prisión—. Primero, dejad que me
cambie.
—¿Te ayudo?
Me hormiguea la piel ante esta propuesta inesperada. Me
cuesta mantener el tono calmado.
—¿Os he pedido ayuda?
El Mensajero arruga los ojos.
—Oh, querida mía —susurra—. Te he ofendido.
No me ha ofendido. Me ha menospreciado.
—¿Sabéis qué? He cambiado de idea.
Doy un paso atrás y empiezo a cerrar la puerta.
Céfiro coloca el pie contra la jamba.
—Relájate, Wren. No era más que una bromita inofensiva.
Ma siempre nos decía a Elora y a mí que debíamos tratar a
los desconocidos con cortesía, creo, pero entonces recuerdo
que Ma ha muerto y yo soy una adulta. Y que este dios se
atreve a probar cuáles son mis límites como si de un juego se
tratase.
Abro de nuevo la puerta, le planto una mano en el pecho a
Céfiro y empujo con todas mis fuerzas. Tropieza con sus pies,
sorprendido.
—Quizá ayer os di una impresión equivocada. —Estamos
tan cerca que nuestras narices casi se tocan. Le huele el aliento
a néctar dulce—. Permitidme hablar claro: no juguéis
conmigo. No os saldrá bien.
El verde de sus ojos palidece. Ya no se ríe.
—¿Me estás amenazando?
—Interpretadlo como os plazca —digo, y doy un paso
atrás. Seré una necia, pero soy quien soy, y no pienso pedir
perdón por ello.
Aprieta los labios y reflexiona. Acto seguido, suelta una
carcajada entusiasta.
—Vas a traer a Bóreas de cabeza, acuérdate de lo que te
digo. —En cuanto deja de reírse, añade—: Te pido disculpas
por mi comportamiento, Wren. Tienes toda la razón. Me
gustaría explorar los terrenos de la ciudadela contigo. Como
amigos —añade con una encantadora inclinación.
—Está bien. Un momento.
Le cierro la puerta en la cara.
Aunque se me revuelve el estómago de náuseas, estas se
me acaban calmando cuando doy un trago del odre de vino que
he escondido en el cajón del vestidor. De momento, amaina el
ansia.
Tras lavarme la cara y cepillarme los dientes, me pongo
unos pantalones gruesos y una camisola, dos pares de
calcetines de lana, botas de pelaje y el abrigo, que, por más
parcheado que esté, es el último vínculo que me queda con mi
hogar. Los abrigos que me han dado, de suave pelaje de zorro
o de mullido visón, acumulan polvo en la cómoda.
Céfiro se aparta de la pared en cuanto salgo del cuarto.
—¿Ya estás lo bastante abrigada?
—Sí. ¿Y vos no tenéis nada más para calentaros? Hace frío
fuera.
—Soy aquel que trae la primavera, ¿recuerdas? —Me lanza
una cálida brisa—. Esto me ayuda a mantener el frío a raya,
aunque mis poderes no son tan fuertes en el reino de mi
hermano.
Me guía escaleras abajo. Le pregunto:
—¿Cómo es vuestro reino? ¿Hay nieve?
—En mi reino no nieva, o mejor dicho, antes no nevaba. —
Suspira, y es la primera vez que capto un ápice de fatiga bajo
todas esas capas de humor. La ha escondido bien—. Cuando
Bóreas fue desterrado a las Tierras Yermas, su poder quedó
restringido a los límites de su reino. Sin embargo,
recientemente la situación ha empezado a cambiar. Su
influencia ha empezado a expandirse, y ahora amenaza mi
propio reino.
—Lo siento.
Salimos y cruzamos un pequeño patio con bancos cubiertos
de nieve, pegados contra la curva de la muralla exterior. Puede
que esto fuese en su día un jardín, pues hay parterres vacíos y
árboles esqueléticos que se ciernen sobre nosotros.
—¿Cómo es que el poder de Bóreas amenaza vuestras
tierras?
—Ambos reinos son adyacentes. Creo que el autocontrol de
Bóreas se está debilitando, y a consecuencia de ello, su
influencia se expande más allá de las Tierras Yermas. No me
sorprende, teniendo en cuenta lo que he oído sobre la Sombra,
pero me pregunto por qué no ha abordado aún el problema. —
Se pasa una mano por los rizos y se los aprieta cerca de la
coronilla durante un breve instante—. Aunque el motivo me
da igual. Quiero que limpie mis tierras de escarcha, nada más.
Por eso he viajado hasta aquí, para suplicárselo.
Por poco que conozca al Rey Escarcha, creo que no es
probable que le conceda a su hermano lo que pide. Por otro
lado, ¿qué es eso que Céfiro ha oído sobre la Sombra? Quiero
sacarle más información, aunque no debería revelar mucho de
mí misma hasta que no esté segura de qué esconde, qué riesgo
supone para mí, si es que supone un riesgo en absoluto.
El patio desemboca en una plaza vacía con columnas rotas.
Está claro que no es la primera vez que Céfiro pasa por aquí;
conoce la disposición de la ciudadela.
Cuando llegamos a los portones, se abren para nosotros sin
el menor problema. Los atravieso tan contenta de disfrutar de
algo parecido a la libertad que ni siquiera la nieve consigue
empañarme el ánimo.
De pronto, Céfiro afirma:
—Prefieres el arco.
—Sí —digo sorprendida—. ¿Cómo lo sabéis?
—Me lo dijiste anoche en la cena.
Ahora que lo menciona, tengo el vago… extremadamente
vago… recuerdo de haber tenido esa conversación. Un
recuerdo demasiado resbaladizo como para fijarlo en la mente.
—Lo cierto es que no recuerdo mucho de anoche.
No es que haya dado la mejor primera impresión de la
historia. Pensándolo bien, no debería haber bebido tanto, pero
siempre se me suele ir la mano. No pienso mucho en el
control, la disciplina ni ninguno de los otros términos que
Elora empleaba en el pasado. Pienso solo en ese lugar lejano
que consigo alcanzar si doy un trago más.
—Comprendo. —Nos apartamos del camino de nieve
aplastada y nos internamos en el bosque circundante—. No
puedo culparte. Cualquiera cerca de Bóreas se tiraría a la
bebida. Pero aunque no hubieras mencionado lo del arco, lo
habría sabido.
—¿Cómo? —La nieve me cubre el abrigo, los pantalones,
las botas.
—Por tus manos. —Ligero como una pluma, me roza las
manos con los dedos enguantados—. Esbeltas y encallecidas.
Una cazadora nata.
La ironía no se me escapa. Aquí, no soy más que la presa
de un dios.
—¿Y a vos se os da bien el arco?
—Mi señora —de pronto es como si la belleza de este
inmortal se agudizase inesperadamente, como un intenso rayo
de luz—, ¿acaso no soy aquel que trae la primavera? El arco
fue creado para mí.
De repente, un arco aparece en su mano. Ahogo un grito.
Tiene unas proporciones perfectas, una madera lisa con
grabados que no alcanzo a interpretar. Es más grande de lo que
estoy acostumbrada a manejar, la cuerda mucho más tensa. Mi
propio arco sigue en Bosquelinde, apoyado junto a la puerta de
nuestra cabaña. Me imagino que no se ha movido del sitio
desde que me marché.
—¿Puedo?
Me lo tiende. La madera de arce se dobla bien, con una
flexibilidad excelente. Punteo la cuerda, que emite un
agradable zumbido en el aire.
—Es hermoso —reconozco, y se lo devuelvo con
reticencia. No hay nada comparable a la sensación de la
madera en la mano. Sin la necesidad de cazar, me he sentido
desconectada.
—¿Quieres probarlo? —me pregunta Céfiro.
—¿De veras?
—Por supuesto. —Viramos hacia el este hasta llegar a un
amplio claro—. ¿Por qué crees que te he invitado?
Echa un vistazo en derredor. Una fina capa de nieve cubre
las ramas negras de los árboles a nuestra espalda.
—¿Ves ese peñasco? Intenta acertarle al tocón que asoma
en su base.
El tocón es un blanco muy fácil. Casi me siento ofendida.
—¿Y no sería mejor ese árbol? —digo señalando una
forma pequeña y retorcida bastante más alejada.
Céfiro se encoge de hombros.
—Como desees.
Me pasa una flecha del carcaj que también se ha
materializado en su espalda cuando ha aparecido el arco. Usa
plumas de ganso, compruebo con deleite. Igual que yo.
Dada la tensión de la cuerda, ya había anticipado que
necesitaría más fuerza para tensar el arco, pero resulta que me
equivoco. Es como si el arma de Céfiro se ajustase a mi
tamaño y capacidad. La flecha retrocede encocada en la
cuerda, fluida como el agua. Cuando la suelto, acierta con
precisión en el árbol.
El Viento del Oeste asiente, con las manos en los bolsillos.
—Tienes buena puntería.
El cumplido me agrada.
Pasamos la mañana disparando a varias dianas. Es lo más
divertido que he hecho en muchísimo tiempo. Céfiro acierta
cada disparo y me cuenta historias sobre su hogar, en el oeste,
sobre su infancia. El sol asciende por la bóveda del cielo hasta
su cénit.
—He de confesarte algo —dice Céfiro en cierto momento
mientras arranca una de sus flechas de un árbol—: no te he
invitado a venir solo para disparar.
—Ah, ¿no?
Regresa junto a mí y me tiende el arco. Aunque coloco una
flecha, no tenso la cuerda.
—Quiero pedirte ayuda.
Me sorprendo tanto que casi se me cae el arco.
—¿Ayuda?
Esa fatiga que percibí antes regresa, aún más profunda; otra
capa de frivolidad se aparta y la gravedad de la situación se
hace patente.
—El invierno está destruyendo mi hogar. Amenaza a mi
gente, amenaza la paz que tanto me he esforzado por
mantener. Me temo que, a menos que se dé pronto algún
cambio, no me quedará hogar al que regresar.
—¿Y no podéis hablar con vuestro hermano de ello? —
pregunto en tono compasivo.
Una risa bronca, carente de humor.
—Bóreas se hizo una opinión de mi persona hace mucho;
no creo que vaya a cambiarla.
—¿A qué os referís?
—El pasado y los errores que se cometen no pueden
cambiarse. —Una leve negación con la cabeza—. Lo he
intentado, créeme, pero es muy terco. Si no estuviese tan
preocupado por la Sombra, jamás me habría permitido venir.
Pero quizá a ti te preste oídos.
Qué absurdamente equivocado está. Y, sin embargo, ¿acaso
no entiendo yo mejor que nadie lo rápido que se clavan las
garras de la desesperación? Quiere salvar su hogar. ¿Por qué
no habría de ayudarle?
—Lo intentaré —digo—, pero no sé si se mostrará
receptivo a una petición mía. Lo de que me metió en una
mazmorra no era broma.
—Ya me parecía que no lo era.
Me pregunto si habrá alguna parte más, oculta, de esta
historia. ¿Qué sabrá Céfiro de las esposas anteriores del Rey
Escarcha?
Una brisa me acaricia los cabellos y me quedo petrificada.
Percibo humo de leña.
—¿Wren? ¿Hola? —Céfiro mueve una mano frente a mi
rostro—. ¿Sigues aquí?
—Me ha parecido oler a quemado. —Ante la expresión
confundida que pone, le explico—: Los umbrandantes huelen
a fuego de leña.
El Rey Escarcha mencionó que al bosque no le gustaba su
presencia. ¿Podría haber ahí una conexión con los
umbrandantes?
—Deberíamos regresar. Esas bestias suelen cazar por la
noche, pero no siempre es así.
Céfiro no me lleva la contraria. Desandamos nuestros pasos
hacia la ciudadela.
—Tengo que haceros una pregunta.
Céfiro, que abre camino por el bosque silencioso, acaricia
con los dedos los árboles muertos largo tiempo atrás y las
marañas de zarzas amontonadas. Bajo su contacto brota el
verdor, para a continuación marchitarse en medio del aire
helado.
—Adelante.
Me agacho para rebasar unas ramas bajas.
—Dado que sois quien trae la primavera, ¿sería errado por
mi parte suponer que poseéis conocimientos de herbolario?
Me lanza una mirada de soslayo.
—No sería errado. Los poseo.
Aminoro la marcha mientras doblamos un recodo. Intento
formular la frase sin provocar sospechas. Matar al Rey
Escarcha con un arma tocada por los dioses es una idea
excelente… en teoría. Pero debería hacerlo en un momento de
completa vulnerabilidad.
—Desde que llegué me cuesta dormir. ¿Conocéis alguna
hierba que pueda sumirme en un profundo sueño?
La mirada de Céfiro resplandece con una luz extraña.
—Hay un tónico que hago con pétalos de la planta de la
amapola. —Se detiene y yo hago lo propio—. Creo que
podemos ayudarnos mutuamente, Wren.
—¿A qué os referís? —pregunto, incapaz de contener la
cautela… y la esperanza… de mi voz.
—Me refiero a que puedo darte lo que quieres —dice— a
cambio de lo que yo quiero. Una suerte de intercambio.
Algo en su voz me endereza la espalda, me alza la barbilla.
Quiere algo, pero se resiste a decirlo a las claras.
—No estoy segura de a qué os referís, Céfiro. Lo único que
quiero es un remedio que me ayude a dormir.
—Lo entiendo, Wren. —Su mirada clara y sincera se clava
directamente en la mía.
Vacilo. Estoy segura de que no puede haber dilucidado la
verdad tan fácilmente, ¿no?
—¿Qué me va a costar?
Bajo las suelas de sus pies brotan flores. Brillantes, de
vivos colores, pero que no pueden resistir el frío. Mueren en
cuestión de segundos.
—Por ser para ti, mi querida cuñada, considera que el
precio ya se ha pagado.
—¿Y cuál era el precio?
—Tu compañía. —Céfiro me obsequia con la sonrisa más
encantadora, el tipo de sonrisa que marca un hoyuelo en la
mejilla.
Se me calienta el rostro y me giro mientras murmuro:
—Oh.
Durante un instante he pensado que el precio sería algo
horrible, aunque en realidad no tiene el menor sentido.
—Bueno, tu compañía y el favor que te he pedido antes.
Claro. Supongo que es justo.
—Hablaré con vuestro hermano. No puedo prometer que
vaya a hacerme caso, pero lo intentaré.
Una mata de rosas crece en el punto justo en el que Céfiro
toca la corteza desnuda de un árbol. Arranca una de las flores
escarlatas y me la tiende, con una repentina y lúgubre seriedad
en la expresión.
—¿Para cuándo necesitas el tónico?
El alivio me sacude. Esto va a funcionar. Tiene que
funcionar.
—Tan pronto como sea posible.
—Veré lo que puedo hacer.

Más tarde, después de que Céfiro y yo nos hayamos separado,


regreso a mis habitaciones. El calor del hogar me derrite el frío
de las mejillas, congeladas y rígidas. Por primera vez en días,
sonrío. Céfiro y yo hemos empezado la mañana en terreno
inestable, pero a medida que han pasado las horas, he
comprendido que este dios es tan curioso y juguetón como
triste.
—¿Dónde estabas?
La pregunta reverbera por la estancia. Giro sobre mis
talones y me encuentro con el Rey Escarcha, sentado en una
de las sillas en un rincón. Me clava la mirada. Está sentado tan
rígido que sería fácil confundirlo con parte del mobiliario.
El buen humor me abandona.
—Estaba dando un paseo por el terreno —digo al tiempo
que me desprendo del abrigo y lo cuelgo en un gancho cerca
del fuego. Es una verdad a medias.
Ese penetrante escrutinio se aparta de mi rostro, aunque el
alivio me dura poco.
—¿De dónde has sacado ese arco?
De pronto caigo en la cuenta de que aún llevo el arma, de
que tengo las mejillas aún arreboladas y los ojos brillantes. Al
enterarse de que he dejado el arco en Bosquelinde, Céfiro me
ha regalado el suyo.
—No es asunto vuestro —le contesto al rey.
Con un movimiento sinuoso, se pone de pie, y yo me
preparo para la arremetida de otra tormenta en ciernes. Esos
ojos azules se entrecierran sobre su nariz asquerosamente
recta.
—Céfiro —sisea.
—Me ha dado un par de consejos de arquería —reconozco,
y me acerco a la chimenea para remover el fuego—. Al menos,
él sí disfruta de mi compañía.
—No quiero que pases tiempo con él.
Con el atizador de hierro en la mano, me giro y clavo la
punta tiznada en la alfombra a mis pies.
—Pues a mí vuestra opinión me trae sin cuidado. —Vuelvo
a colocar el atizador en su gancho y me acerco a la cama.
Deposito el arco y el carcaj sobre el colchón—. Y de todos
modos, ¿por qué os disgusta tanto vuestro hermano?
—Las cuitas entre Céfiro y yo van más allá de tu
entendimiento mortal.
Me suena a que ha escurrido el bulto.
—¿Queréis saber lo que pienso?
—Pues no mucho, la verdad.
Era una pregunta retórica.
—Creo que le tenéis celos —digo mientras me cruzo de
brazos y lo evalúo con la mirada.
Él tensa y destensa las aletas de la nariz. Yo reprimo una
sonrisa triunfante y sigo chinchándolo. Aquí no hay gran cosa
con la que divertirse, así que quemarle la sangre al Rey
Escarcha resulta irresistible.
—Estáis celoso porque Céfiro es agradable, accesible…
—Es un embaucador.
—Querréis decir que tiene personalidad.
El rey curva la mano sobre el respaldo de la silla, con los
dedos blancos por la presión. Debo de estar loca para seguir
presionándolo, pero quiero ver cómo pierde el control.
Por otro lado, puedo ser civilizada si es necesario. A fin de
cuentas, Céfiro y yo hemos hecho un trato.
—Mirad —digo, y me acerco a él—: lo que pasa es que
está preocupado. Vuestro poder se infiltra en su reino.
Deberíais retraerlo. Así, Céfiro se irá a casa y todos contentos.
Excepto yo.
El silencio envuelve la habitación. El rey tarda tanto en
responder que empiezo a preguntarme si me habrá oído.
—¿Eso es lo que te ha contado? ¿Ese es el motivo que te ha
dado para su viaje hasta aquí?
—Sí —digo despacio.
—Jamás he estado en el reino de Céfiro. ¿Cómo puedo
saber que dice la verdad?
—No lo sé. Es vuestro hermano. —Me estoy cansando de
la desconfianza del rey—. Quizá podríais pensar en hacerle
una visita.
—Voy a reformular la frase: jamás he visitado el reino de
Céfiro ni tengo ganas de hacerlo. Si mi poder corrompe su
reino, quizá debería pensar en reforzar sus defensas.
Por ahora, dejo aparte el tema. Tal vez en otro momento lo
vuelva a abordar, cuando el rey esté más dispuesto a hablar de
ello.
—Si no tenéis nada más que decirme —digo, arrastrando
las palabras, mientras me desato los nudos de las muñequeras
—, podéis marcharos.
El Rey Escarcha se me queda mirando. No se mueve.
Bueno, él se lo ha buscado.
Me giro con gracilidad y le doy la espalda. Me quito la
camisola y la dejo caer al suelo.
—¿Qué haces? —Las palabras van cargadas de una mezcla
de furia, confusión e incomodidad. Es esta última emoción la
que atrae mi atención.
Miro por encima del hombro. Esa intensa mirada me
impacta con la intensidad de una cellisca.
—Me cambio de ropa.
—Pues hazlo detrás del biombo.
Normalmente así lo haría, pero ahora que he visto lo
incómodo que se pone, está claro que no pienso hacerlo.
—Estos son mis aposentos —afirmo, y me giro hacia él—.
Sois vos el huésped no deseado. ¿No os gusta? Marchaos.
Que se marche, por favor.
Aun así, me clava la mirada, que cae ahora sobre mi
garganta y mis clavículas. Siento un extraño hormigueo en la
piel bajo el escrutinio.
—Quiero discutir un tema contigo.
—Adelante.
Con una sonrisa malévola me desato los pantalones y los
dejo caer al suelo.
Aparta la mirada hacia los leños ennegrecidos de la
chimenea. Es imposible que este hombre no haya visto nunca
una mujer desnuda. Ha tenido tantas esposas que no se puede
ni llevar la cuenta. Y de todos modos, a mí aún me queda
pudor. Sigo con la ropa interior y la tela que me sujeta los
pechos.
—Se requiere tu presencia —dice con los dientes
apretados.
—¿Para qué? ¿Otra cena insoportable? —En los cajones y
armarios del guardarropa hay un suministro inagotable de
camisolas, pantalones, vestidos, medias y calcetines de lana,
en una gran variedad de colores. Estoy de un humor negro, así
que de negro habré de vestirme—. Creo que declino la
invitación.
—No es ninguna cena. —Carraspea y sigue mirando a otra
parte—. Y no tienes elección.
—Soy consciente de lo que significa «se requiere», pero lo
diré de nuevo: declino la invitación.
Una vez que me he puesto ropa limpia, dejo las prendas
sucias en el cesto que Orla se lleva todas las mañanas.
Ahora que estoy vestida, he destruido el único escudo que
impedía que se acercase el Rey Escarcha. Se detiene a mi lado
y me agarra del brazo.
—Hay un motivo por el que tomo a una mujer mortal como
esposa cada pocas décadas —dice con esos ojos de azul gélido
sobre mí—. Hoy vamos a hacerle una visita a la Sombra.
8

C
ompartimos montura. El Rey Escarcha, sentado en la
silla de montar, me rodea con los brazos y agarra
ligeramente las riendas de su umbrandante de forma
equina. La bestia se abre paso farragosamente y nos mece de
un lado a otro. El rey no confía tanto en mí como para darme
mi propia montura. Quizá sea más listo de lo que he pensado.
Nuestro destino está a un día a caballo en dirección oeste, a
través de tierras quebradas y valles profundos. La extensión de
las Tierras Yermas está desprovista de cualquier tipo de vida.
De vez en cuando atisbo el recodo de algún río
resplandeciente. El Mnemenos, supongo, uno de los seis ríos
dentro del reino. Me tiemblan las manos, así que las aprieto en
torno al borrén delantero de la silla de montar. La Sombra, ese
velo hambriento, aguarda al final de nuestro viaje. ¿Cuánta
sangre acabaré derramando?
A mitad de la tarde oigo la llamada de la naturaleza.
—Tengo que mear.
Ya voy conociendo más sus silencios. Este es un silencio
tipo «eres insoportable», distinto del silencio tipo «soy el rey y
debes obedecerme». Este silencio me aplasta, es un silencio de
«mi esposa está apenas un punto por encima de un animal
cualquiera en el escalafón».
—Ya lo hiciste hace horas.
Acaricio con los dedos la crin de la montura. Da una
sensación como si fuera de niebla, de peso sin substancia. Para
mi sorpresa, a la bestia no parece importarle. Faetón, la llamó
el rey.
—Sí, y ahora tengo que hacerlo otra vez.
A juzgar por el modo en que su pecho se mueve a mi
espalda, percibo una irritación creciente. Detiene a la montura
de un tirón de riendas.
—Que sea rápido.
Tras acabar lo que tengo que hacer detrás de un árbol, el
rey me ayuda a subir de nuevo a la silla. El resto del día pasa
sin mayores incidentes. Las nubes se arremolinan en lo alto, de
un tono gris pesado, de pizarra. Llevan consigo el suave aroma
a almizcle de la tormenta cercana.
—¿Sabéis? —digo—. Este viaje se nos pasaría mucho más
rápido si intentaseis conversar un poco.
—Eso suponiendo que haya algo sobre lo que conversar. —
Imperturbable, manteniendo la compostura. En este momento
yo preferiría su ira, por más intensa que sea. Alguna prueba de
que tiene la capacidad de sentir.
—¿Sabéis cuál es vuestro problema?
—Calla.
—Creéis que podéis tratar a la gente…
—Deja de hablar —sisea, y detiene la montura con un
brusco tirón.
De pronto me percato de lo envarado que está el Rey
Escarcha a mi espalda.
Me cosquillea la piel con una nueva percepción: ni una gota
de brisa sacude las ramas carentes de hojas. Eso me preocupa,
pues rara vez hay una escasez total de viento en presencia del
rey.
Escruto en derredor y hago ademán de echar mano del arco
a la espalda, pero no lo llevo. El regalo de Céfiro descansa en
mi dormitorio, inútil.
—¿Por qué le desagrada vuestra presencia al bosque?
Hay algo ahí fuera. ¿Umbrandantes? No huelo a humo,
pero claro, no hay viento que arrastre olor alguno.
—¿No es obvio? —Su lanza se materializa y la orienta al
frente—. Mi poder ha matado al bosque. Esta zona en
particular perteneció en su día a la Grisura. Muchas almas
tenían aquí su hogar, familias que quedaron erradicadas.
Quienes los recuerdan no están contentos con ello.
Un aliento tenso, luego otro. La única arma que tengo es la
hoja que llevo en la bota, aunque no hará sino atravesar las
siluetas amorfas de los espíritus. Sin el saquito de sal estoy
indefensa.
—¿Podéis detenerlos?
—Quizá.
Una rama se quiebra. Mis ojos se precipitan en dirección al
sonido.
El rey dice con voz grave:
—A veces soy capaz de ejercer control sobre los
umbrandantes, pero últimamente su voluntad se ha fortalecido.
La idea es absolutamente aterradora. Los umbrandantes son
muy inteligentes y parecen aumentar en número a cada año
que pasa.
—¿Cómo se los detiene?
—No se los puede detener.
Vuelvo a mirar en derredor. El bosque está vacío, carente
de sonidos. Al cabo, el Rey Escarcha baja el arma.
—Nos están siguiendo el rastro, pero no van a atacar a
plena luz del día. La luz los debilita. —Con un empujoncito
suave, azuza a la montura para lanzarla a un leve trote—.
Hemos de apresurarnos.
Para cuando el sol empieza a descender me duele la espalda
y siento punzadas en los muslos por lo arduo del viaje.
Llegamos a la base de una montaña y empezamos a ascender.
Los árboles que quedan son escasos. El viento aúlla por entre
los riscos, sisea y enreda dedos helados por mis cabellos.
Algo en mi interior se queda inmóvil.
—¿Qué pasa?
Algo se mueve ahí abajo. Una masa retorcida de cuerpos y
más cuerpos, emborronados tras la Sombra. Una horda de
aldeanos se ha reunido ahí. Son varios cientos, quizá miles.
Han viajado desde todo lo largo y ancho de la Grisura para
plantarse ante las puertas del Rey Escarcha. Cubren todo el
paisaje hasta la parte inferior del valle. Sus cuerpos famélicos
están cubiertos de telas finas y pieles hechas jirones.
El aire vibra con sus gritos. Se lanzan contra la barrera en
oleadas. No pueden atravesar la Sombra. Eso solo lo pueden
hacer los muertos, a través del Les.
—¿Por qué intentan entrar en las Tierras Yermas?
Un sonido grave y brusco me sacude la columna vertebral.
Me recuerda a un gruñido.
—Los umbrandantes no dejan de entrar en la Grisura. Los
aldeanos me echan la culpa y desean, entre otras cosas, acabar
con mi vida.
Un reproche más que merecido. Y, sin embargo, me
provoca curiosidad:
—¿Por qué os echan la culpa a vos?
Las manos del rey se tensan sobre las riendas. Capto su
vacilación.
—¿Sabes lo que son los umbrandantes?
—¿Abominaciones capaces de sorberle a una el alma?
Aparte de eso, no sé mucho de esas bestias.
—Cuando se pasa al más allá —dice—, el alma se separa
del cuerpo físico y se mezcla con el Les a la espera de su
juicio. Pero algunas almas se niegan a aceptar su destino.
Quieren regresar a sus vidas anteriores. Esta resistencia suele
corromper el alma.
Eso explica que los umbrandantes se alimenten de los
vivos. Buscan una vida que ya no existe, mediante el aliento y
el alma de otros.
La nieve se aplasta bajo mis botas. No recuerdo haber
bajado de la montura. Siento punzadas en los músculos al
acercarme al helado Les.
Una madre con un bebé envuelto en el pecho arremete
contra la barrera, que fluye como agua oscura y se aleja de su
contacto. Los ojos de la mujer se cruzan con los míos y la
desesperación llamea en ellos. Empieza a arañar el muro. Se
arroja contra la barrera, una y otra vez. El bebé emite un
sonidito débil y ella grita, suplica, aúlla: «¡Monstruo! ¡Sois un
monstruo!».
Se me encoge el estómago, se convierte en un foso
arrugado, endurecido. Los hombres clavan cuchillos, hoces y
espadas oxidadas contra el muro, sin éxito alguno. Yo estoy
junto al Rey Escarcha como si fuésemos un frente unido.
Siento ganas de vomitar, porque somos todo lo contrario. ¿Qué
pensará esta gente de mí?
—Lo siento —susurro. Sus puños impactan contra la
barrera, hay pequeñas llamaradas de luz allá donde golpean—.
Lo siento mucho.
Un crujido de nieve a mi espalda me llama la atención. El
Rey Escarcha ha desmontado y está detrás de mí. Esos ojos
muertos descansan sobre los aldeanos que atacan.
—Tenéis que ayudarles. —En dos zancadas me planto
frente a él. Aferro el frontal de su capa.
Me mira y parpadea sorprendido.
—¿Eso es lo que quieres que haga? ¿Ofrecerles ayuda a
quienes quieren vengarse de mí?
Suelta una risa ronca.
—No podéis morir, lo habéis dicho vos mismo. ¡Si les
ayudáis, ya no querrán mataros!
Durante un instante creo que se lo está pensando de verdad.
—No.
—Por favor. —La nieve se filtra por mis pantalones y me
entumece la piel—. Tienen frío y hambre. Tenéis que hacer
algo.
El labio superior se le curva una única vez, como si de un
tic nervioso se tratase.
—Yo no controlo a los umbrandantes. Van allá donde les
place.
—Pero de alguna manera están cruzando la Sombra.
—Sí, y al darle tu sangre a la Sombra reforzarás la barrera.
Cerrarás los agujeros que se han formado con el tiempo.
Se me abre la boca y se me vuelve a cerrar con gesto
estúpido.
—¿Qué?
Con una mano me sujeta del brazo y me acerca a la
Sombra. En la otra sostiene un cuchillo.
Se me aceleran los latidos.
—Pensé que no sacrificabais a vuestras esposas.
—Y no las sacrifico.
La frustración patente en su tono de voz me sorprende. Me
arrastra hasta la Sombra, a pesar de lo mucho que me revuelvo
y forcejeo. La multitud se abalanza hacia nosotros, una oleada
de manos esqueléticas y piel caída. Me da vueltas la cabeza.
¿Cuánta sangre necesita? ¿Una gota? ¿Un cubo? La línea entre
la vida y la muerte se vuelve muy delgada.
—Quítate el guante —dice.
La tela negra de la Sombra ondula hacia delante. Flota y se
revuelve sobre sí misma, elástica, cálida, viva.
El Rey Escarcha se detiene ante la barrera; la tiene al
alcance de la mano. Dado que no he obedecido su orden, es él
quien me quita el guante y saca mi mano sudorosa al aire
gélido. Me deposita el cuchillo en la palma, pero no me corta
la piel.
Antes de que pueda reaccionar, me retuerzo y le arrebato el
cuchillo de la mano. Lo giro y coloco la punta en su nuca.
—Qué atrevido por tu parte. Y qué estúpido. —Me evalúa
sin el menor miedo, aunque algo intrigado—. ¿Vas a matarme,
pues?
Habla con una voz lenta y suave que se enreda a mi
alrededor con hilos seductores.
Podría hacerlo. La daga es suya, está tocada por los dioses.
Aunque espero que su muerte desencadene la destrucción
de la Sombra y acabe con el invierno, no sé a ciencia cierta si
eso es lo que sucederá. ¿Y si muere pero la Sombra
permanece? ¿Y si los umbrandantes sobreviven, si siguen
campando a sus anchas por la Grisura? Hasta que sepa las
consecuencias con toda seguridad, hasta que sepa que podré
salir libremente de las Tierras Yermas sin obstáculos y librar
de sufrimientos a la Grisura, he de dejarlo vivo.
Despacio, como si comprendiese que lo que enarbolo no es
un arma mortal, el Rey Escarcha alza la mano. Deja de lado la
daga y, en cambio, apoya las puntas de los dedos en mi
barbilla y las pasa por la curva de mi rostro. Ante este contacto
inesperado, mi mano pierde fuerza en torno a la daga.
Se mueve tan rápido que ni lo veo. Me sujeta la muñeca y
me raja el centro de la palma de la mano. Suelto un siseo. La
carne se abre y la sangre mana.
—La Sombra necesita sangre mortal para existir —me
explica, como si no le hubiese puesto un cuchillo en la
garganta hace unos instantes—. Vale la sangre de cualquier
mortal, pero la sangre de una mortal unida en matrimonio con
el rey es más potente. Y siempre es más poderosa la sangre
que se entrega voluntariamente que la que se debe arrancar.
Así pues, elige —dice—. Tu sangre —ladea la cabeza hacia
los que están atrapados al otro lado de la Sombra— o la suya.
La rabia y la impotencia me ahogan, entrelazadas en una
amalgama. Eso no es una elección. Es un veneno que he de
tragarme por las buenas: salvar a esta gente a costa de mi
propia sangre.
Me pregunto por qué ha de ser así. ¿Por qué necesita el rey
mi sangre para darle fuerza a la Sombra, si es una fuerza que
él mismo ha creado? ¿Acaso está disminuyendo su poder?
—La mía —escupo. Pronto todo esto dará igual. Me libraré
de él. Todos seremos por fin libres.
Corta más profundo. La sangre fluye, caliente y densa, y
me gotea por la muñeca. Sin dejar de sujetarme, el rey me
introduce la mano en la barrera.
La oscuridad llamea. El rojo mancha el velo y se extiende
por toda la Sombra. Un dolor sordo me sube, caliente, por el
brazo. Suelto un grito entre dientes apretados. No puedo sacar
la mano. Cuanta más sangre me drena de las venas, más opaca
se vuelve la Sombra. En cuanto los tonos escarlata abrasan
toda la oscuridad que la recorre, el dolor desaparece. La
Sombra escupe mi mano. La herida se ha cerrado y la recubre
una costra.
—Ven, esposa. —Envaina la daga—. Es hora de partir.
La barrera, que antes era fina como una tela, se ha vuelto
tan densa que oculta lo que hay al otro lado.
¿Qué he hecho?
Arremeto con el hombro contra la sustancia y la oscuridad
retrocede, se echa hacia atrás. Capto un atisbo, un ojo
amedrentado, unas manos anhelantes, antes de que la
oscuridad vuelva a cerrarse y a bloquear la vista del otro lado.
¿Y si me hubiese negado a reforzar la Sombra? ¿Podrían
haber cruzado los aldeanos la barrera debilitada? ¿Habría
perdido el Rey Escarcha su influencia sobre la Grisura? Puede
que jamás lo llegue a saber.
El Rey Escarcha empieza a tironear de mí hacia su
montura, que piafa sobre la nieve embarrada y sacude la
cabeza, impaciente.
—No podemos abandonarlos ahí.
Intento liberarme, pero me aprieta el brazo.
—Cálmate, esposa.
No pienso irme sin luchar. No pienso irme, y punto.
—Pensad en los niños —lloro—. Podéis hacer algo. Podéis
disminuir el invierno, controlarlo. Por favor.
Clavo los tacones en el suelo, que sigue helado, el terreno
pantanoso. Mi cuerpo es débil comparado con la fuerza
inmortal del rey. Da igual cuánto forcejee, no puedo librarme.
—Suéltala.
Una figura sale de detrás de unos matorrales. La nieve le
salpica los rizos rebeldes. Se mueve con tanta gracilidad que
no parece haber separación entre el dios y el terreno. Algo ha
cambiado en él. Quizá sean los ojos. El verdor de aquello que
florece, de la vida, de la primavera. Un color tan rico e intenso
que podría jurar que mana de ellos. Céfiro ha desaparecido;
ante mí está el Viento del Oeste. Y trae consigo una
advertencia.
Lleva el arco en las manos. Apunta con una flecha al
corazón de su hermano.
El viento empieza a soplar, una declaración aullante, un
grito de desafío: la voz del Viento del Norte adopta un cariz
insidioso, amedrentador:
—Te estás extralimitando, Céfiro.
El Viento del Oeste cruza la nieve apelmazada sin hundirse.
Capullos rosados florecen a su paso.
—Suelta a Wren.
También habla en un tono diferente, extraño, etéreo.
El Rey Escarcha afloja la presión sobre mi brazo. Me pasa
la otra mano por el hombro hasta la nuca. Acto seguido
desciende por todas mis vértebras, un roce lento, cargado de
intención. Baja la mano hasta la base de la columna, y allí la
apoya.
Es un contacto tan posesivo que me arranca un
estremecimiento.
—Mis asuntos no te conciernen —responde.
—Wren —Céfiro ignora a su hermano—, ¿te encuentras
bien?
—Estoy bien.
El Viento del Oeste parece fuera de lugar, con esa túnica
bordada en oro y el tono bronceado de la piel, pues este es el
reino del Viento del Norte. Es él quien juzga a las almas. Es él
quien invoca la ira del frío. Es él cuya palabra es ley. Quien
conoce de cerca la muerte.
—No te lo voy a repetir —dice Céfiro, y estira aún más el
arco—: suelta a Wren.
—¿Y qué pasa si no lo hago? —El rey alza la barbilla—.
¿Qué harás, Céfiro? —pregunta en tono suave—. ¿Vas a
matarme?
—No he venido a matarte, hermano. He venido a que me
escuches.
La flecha traza un vuelo perfecto, un movimiento que
apenas puedo percibir con mis ojos mortales. De la punta
explotan enredaderas que se expanden en todas direcciones,
que se hunden en la tierra y que rodean los troncos
ennegrecidos. Entonces el aire explota y me veo lanzada por
los aires por una fuerza tan descomunal que se me antoja que
la mismísima tierra se ha roto bajo mis pies.
Aterrizo en un banco de nieve y me hundo en una suave
frialdad. Un borrón aullante cubre todo el terreno; no hay luz,
sonido o fuerza que pueda penetrarlo. Me hormiguea la piel
debido a la crepitación de su fuerza. Casi puedo ver cómo el
aire toma forma. Es como si dos manos invisibles guiasen sus
corrientes, sus curvaturas.
Algo explota a mi derecha. Me aplasto contra el suelo al
ver que una rama latiguea por encima de mi cabeza y se
estrella contra el tronco de otro árbol, que queda partido en
dos.
—¡Céfiro! —ruge el Rey Escarcha—. ¡Céfiro, basta!
—¡No! ¡Me detendré cuando me des la oportunidad de
explicarme! —exclama su hermano.
Me obligo a erguirme hasta quedar de rodillas, pero una
ráfaga de aire me golpea por la espalda y vuelvo a caer de
boca. Empieza a resultar difícil respirar.
—En su día confié en ti —escupe el rey. Ráfagas de
escarcha estallan en la punta de su lanza—. No volveré a
cometer ese error.
Hermano contra hermano, ambos furiosos, dos dioses
inmortales desatados. El aire aúlla. Un peñasco cercano se
parte en dos. A menos que encuentre un refugio, yo también
acabaré partida por la mitad.
Me arrastro hasta el árbol más cercano y me escudo tras su
enorme tronco para protegerme de este viento que destroza,
latiguea y desgarra como si de dientes se tratase. Los ojos me
lagrimean sin control. Algo se rompe con un brusco crujido,
pero el diluvio es tan denso que no puedo ver qué es.
Entonces, una silueta vaga y tenue capta mi atención. De
alguna manera, Céfiro se ha abierto paso hasta las ramas
superiores de los árboles, saltando de rama en rama como si
esta ventisca impenitente no fuese sino una mera brisa.
Enredaderas y ramas brotan allá donde sus pies tocan la
corteza desnuda. Momentos después, el frío consume el
verdor.
El Rey Escarcha ataca con la lanza. De la punta brota una
explosión de hielo, esquirlas de mercurio que se abalanzan
sobre Céfiro, quien de pronto vuelve a enarbolar arco y flecha.
Una nueva flecha vuela segundos antes de que un muro de
flores se materialice para crear una barrera alrededor de su
cuerpo. El hielo se incrusta contra la barrera.
Me obligo a ponerme en pie, apoyada en el árbol, y me
abro paso entre la muralla de viento feroz. Paso a paso, voy
tropezando, cayendo, otro paso, una y otra vez.
El rey lanza otra andanada de hielo hacia Céfiro, que se
desvanece en una maraña de enredaderas y grita:
—¡Soy distinto, he cambiado!
—Eso es lo que quieres que crea.
Agarro el brazo del Rey Escarcha. Desvía la mirada hacia
mí; sus ojos son de un azul tan intenso que casi duele mirarlos.
Es como mirar directamente el sol. Se me crispan los dedos
sobre su manga, se vuelven rígidos. Él contempla la mano
sobre su brazo y la sombra de un fruncimiento de ceño le
oscurece el semblante.
Capto un movimiento a su espalda por el rabillo del ojo. Un
par de enredaderas arrancan de cuajo un árbol. Un viento que
arrastra un aroma a tierra alza en el aire el árbol y lo arroja a
través del claro.
El mundo se ralentiza y oscurece. Aunque Céfiro apuntaba
claramente a su hermano, los vientos salvajes apartan el árbol
de su trayectoria. Va a aplastarme el cráneo, a fragmentar mis
huesos. El fin será rápido. Al menos, disfrutaré de esa
misericordia.
Cierro los ojos.
Algo se hace añicos y un sonido reverbera por el aire. Un
trueno en la tierra.
Abro los ojos. Estoy delante de las anchas espaldas del Rey
Escarcha. A mi izquierda yace el árbol, como si el rey se
hubiese interpuesto entre el proyectil y yo para apartarlo a un
lado y salvarme de esta muerte prematura.
Los vientos chocan: calor y frío, vida y muerte. Van a
destruirse el uno al otro, y a mí, a menos que le dé al Rey
Escarcha lo que quiere. Y lo que quiere es obediencia.
El Rey Escarcha se abalanza hacia su hermano y arremete
con la lanza en una embestida descendente brutal. Del suelo
brotan raíces que golpean como enormes olas al Viento del
Norte, que no se encoge, no se arrodilla, no flaquea, no
amaina.
Las raíces no llegan a alcanzarlo. De repente caen en la
nieve; no son más que tierra removida, inerte, apenas
temblorosa. Todo es silencio. Todo es quietud.
La nieve se aclara: Céfiro está parcialmente atrapado por el
hielo, enseñando los dientes en una mueca, los brazos y
piernas congelados en plena preparación de un nuevo ataque.
Un asta hecha de hielo flota sobre su cuello y se acerca poco a
poco, despacio.
—¡Esperad! —Avanzo a trompicones—. Iré con vos.
Soltadle.
Soltadle, dejad que viva… para que me traiga el tónico
sedante. Para que consiga matar a mi captor.
Para ser libre.
—Por favor…, Bóreas. —Me atrevo a ponerle la mano en
el antebrazo. Un músculo esbelto y sinuoso se contrae ante mi
contacto, pero no se aparta.
—Esposa, este tema no es de tu incumbencia.
—Si el tema afecta a mi vida, claro que lo es.
Suelta un susurro tan suave que casi no lo oigo.
—Mucho es lo que me ha arrebatado. ¿Por qué no habría
yo de hacer lo propio?
El tono brusco y dolido me resuena por dentro. Doy un
paso al frente sin percatarme. Son hermanos, un vínculo que
dura para siempre. No importa la herida que haya entre los
dos, no puede suturarse con venganza.
—No tiene por qué ser así. Bóreas, puedes optar por
apartarte de él.
—¿Y darle la espalda para que me ataque mientras estoy
desprevenido? —murmura en un tono demasiado suave como
para que lo oiga su hermano. Pero yo sí que lo oigo. Y oigo lo
que no desea decir.
Un gesto rápido libera a Céfiro del hielo.
—Márchate —truena la voz del Rey Escarcha—. Sal de mi
territorio y no regreses. Seas o no mi hermano, te mataré la
próxima vez que se presente la oportunidad.
Una ráfaga brutal de aire me eleva hasta depositarme sobre
el lomo del umbrandante. Instantes después, el Rey Escarcha
se acomoda detrás de mí y abandonamos el claro como si la
mismísima muerte nos persiguiese.
9

T
res días han pasado desde que entregué mi sangre a la
Sombra. En todo este tiempo apenas he dormido. Se me
desboca el corazón sin razón aparente y no hay cantidad
de vino que pueda embotar esta particular intranquilidad. Me
persiguen los recuerdos: oscuros, alarmantes, se me pegan a
los ojos. No salgo de la habitación. No puedo. Si he de estar
encadenada como un animal, al menos estos muros me
proporcionan algo de refugio, de distancia con respecto al rey
que aquí gobierna.
En lugar de matar al Viento del Norte, he contribuido a
fortalecer la barrera que lleva a su reino. En lugar de acabar
con el sufrimiento de la gente, no he hecho sino alargarlo. Le
he fallado a Bosquelinde, y sobre todo a Elora.
Inevitablemente, mis pensamientos vuelan hacia Céfiro.
Imagino que se habrá esfumado por el momento. Sea como
sea, hicimos un pacto. Me prometió investigar hasta
conseguirme un tónico somnífero. No creo que vaya a romper
esa promesa.
Doy vueltas en la cama y cierro los ojos para que la
oscuridad aumente. No conozco más que el vacío tras mis
párpados.
La puerta se abre después de unos breves golpecitos.
—¿Mi señora?
No tengo energía para replicar, así que me limito a
cubrirme los ojos con un brazo para protegerme de la llama de
una lámpara, para volver a la penumbra que me cubre como
una capa en invierno.
Orla acude a toda prisa a mi lado.
—Mi señora, ¿estáis enferma?
Me coloca el dorso de la mano en la frente, en busca de
señales de fiebre.
—Estoy bien, Orla. —Suspiro, bajo el brazo y contemplo a
la criada—. ¿Qué hora es?
—El sol casi se ha puesto. El rey solicita vuestra presencia
en la cena.
Así pues, el Rey Escarcha ha notado por fin mi ausencia.
Solo ha tardado tres días.
Me obligo a erguirme hasta quedar sentada y me paso los
dedos por el cabello enmarañado.
—Por favor, dile al rey que declino la invitación.
—Mi señora, no puedo hacer eso. Ha insistido en que os
pongáis esto. —Me coloca en el regazo un vestido de ridículos
volantes—. Y en que cenéis con él esta noche.
Pellizco la tela con el índice y el pulgar y la coloco contra
la luz. Es repulsiva. Estoy acostumbrada a confecciones más
sencillas, a camisolas más lisas. Esta monstruosidad ondulante
tiene capa sobre capa de tela de color bilis, mangas bulbosas
de casquillo y un cuello que bien podría estrangularme si
consigo meter la cabeza por él.
—Orla —digo, y le clavo la mirada con tanta fuerza que se
echa hacia atrás—, no pienso ponerme esto. Y tampoco pienso
asistir a la cena.
Arrojo esa monstruosidad a un lado y me acurruco entre las
almohadas. No quiero nada aparte de oscuridad y paz.
Mi criada agarra el vestido con una buena dosis de
frustración y se acerca a una silla para depositarlo sobre ella.
Acto seguido me da un tirón del brazo. Para estar muerta, tiene
una fuerza sorprendente.
—Levantaos. —Me acerca de otro tirón al borde de la cama
—. Al menos, intentad mantener algo de conversación.
Engancho los pies al borde del colchón, pero ella tira con
más fuerza. A pesar del lúgubre humor en el que me
encuentro, se me escapa una risita gutural que me cosquillea
en la garganta.
—Orla.
—Alguien tiene que cuidar de vos, mi señora. —El sudor le
perla la línea del cabello. Da otro fuerte tirón, el rostro
enrojecido del esfuerzo—. Si no acudís, el rey gana.
Las dos nos quedamos quietas.
El rey gana.
Dejo caer las manos y Orla retrocede un paso, con la
cabeza inclinada.
—No pretendía… —Le tiembla la voz; teme haberse
pasado de la raya.
—No te preocupes —digo con tono amable. Orla no ha
hecho nada malo. Ha hablado de corazón. No seré yo quien
castigue a quien habla con valor, sea cual sea la forma que
adopte dicho valor.
Y de todos modos tiene toda la razón. Si sigo acobardada
en mis aposentos regodeándome en mi propia autocompasión
y desprecio hacia mí misma, el Rey Escarcha habrá ganado.
Bajo los pies de la cama y anuncio:
—Cenaré con el rey esta noche.
Se le aflojan las facciones de alivio. Poco a poco pierde el
color del rostro, hasta volver a adoptar ese tono
semitransparente.
—Maravilloso. Os preparo el baño…
—No voy a bañarme.
Se detiene de camino a la puerta.
—Pero… —Se le descuelga la mandíbula—. Hace días que
nos os bañáis.
Así es, y desprendo un olor atroz. Razón de más para cenar
con mi maridito querido.
Desde hace tres días no llevo otra cosa que una camisola
holgada del color de un cadáver y unos pantalones de lana con
rasgaduras en las rodillas. Tengo el pelo de la misma textura
que un nido de pájaros. Me hiede el aliento.
Este hombre va a lamentar haberme obligado a acudir a sus
pies como si fuera un maldito perro.
—Voy a lavarme la cara —canturreo, y paso al otro lado
del biombo.
Orla me pasa el vestido, pero yo ignoro esa ofensiva prenda
y hago espuma entre las manos con el jabón de lavanda sobre
el pequeño lavabo.
Cuando salgo de detrás del biombo con las mismas prendas
asquerosas, Orla suelta un gemido de horror.
—Por favor, mi señora, no. —Me pone el vestido en los
brazos con expresión afligida—. El vestido. Poneos el vestido.
Os dará un aspecto magnífico.
—No temas, Orla, por favor. —Le apoyo las manos en los
hombros y le doy un apretón tranquilizador—. No sufrirás
daño alguno, te lo prometo. Tengo que hacer esto por mí.
—¿Y no podéis hacer lo que sea que queráis hacer con el
vestido puesto?
Ah, me encanta esta versión más vigorosa de mi criada.
—Pues no, no puedo.
Me la acerco para darle un abrazo de disculpas y voy al
encuentro con mi destino.
Bajo los escalones de dos en dos, extrañamente ansiosa de
que empiece la velada. Para echar más sal en la herida, me he
puesto sobre los hombros el abrigo harapiento. Entro en el
comedor y me preparo para la ira que seguramente desatará mi
apariencia, pero la silla del Rey Escarcha está vacía. Hace
tanto frío que el aliento me sale a vaharadas blancas. Dos
sirvientes hacen guardia contra la pared, listos para rellenar la
copa que haga falta al momento. Y, sin embargo, a nadie se le
ha ocurrido encender la chimenea.
Gracias a algún milagro encuentro un pedernal y un
afilador de acero sobre la repisa de la chimenea, ambos
cubiertos de siglos de polvo. La fajina seca prende y el fuego
se aviva con una llamarada que me obliga a retroceder. Resulta
hermoso.
—Mi señora —una de las sirvientas se adelanta y lanza una
mirada nerviosa a las llamas—, no se nos permite encender las
chimeneas. El señor lo ha prohibido.
Por supuesto.
—¿Acaso has encendido tú el fuego?
—Eh…, no —susurra mientras frunce el ceño.
—Entonces no tienes nada de lo que preocuparte. —El
calor me lame la piel y espanta este frío tan potente e
imperecedero—. ¿Sabes cuándo llegará el rey?
—No, mi señora.
¿Querrá que espere a que llegue? Cuando tengo hambre no
espero a nadie.
—¿Me lleváis a la cocina, por favor?
Con evidente reticencia, la mujer cruza conmigo un umbral.
Luego bajamos por unas escaleras que desembocan en unas
puertas dobles en el nivel subterráneo. Curiosa, abro la de la
derecha y entro.
Unas encimeras de madera enmarcan la amplia estancia,
cubiertas de muescas, quemaduras y manchas de incontables
cuchillos y recipientes derramados. Flota en el aire un olor
divino. ¿Es ajo? Una salsa roja burbujea en una sartén situada
encima de uno de los tres fogones de leña que hay. Uno de los
muchos espectros con delantal que se reparten por la cocina le
da vueltas con una cuchara de madera.
Recuerdo que Orla no puede disfrutar del sabor de la
comida. Si el Rey Escarcha también ha condenado a los
cocineros a servir aquí, ¿les sabrá también la comida a cenizas
en la boca? ¿O les habrá levantado el castigo, dado que
necesitan el paladar para asegurarse de que la comida está bien
sazonada?
Aparte de los fogones, hay varios barriles llenos hasta el
borde de diferentes cereales y raíces, así como un gran
fregadero en el que una torre de platos sucios mantiene un
equilibrio precario. En el centro del caos, un hombre
rechoncho y de aspecto amable con barba gris se dedica a
repartir órdenes a ladridos. El cocinero, supongo.
—Disculpa.
Gira sobre sus talones y se le desorbitan los ojos.
—Mil perdones, mi señora. No os había visto.
—Llámame Wren. ¿Cómo te llamas?
El hombre echa mano de un trapo de la encimera y se seca
las manos.
—Silas, mi señora.
—Silas. Me preguntaba si podría pedirte algún plato en
concreto.
Contempla la cena que hierve y humea en diferentes ollas y
sartenes.
—La cena está casi lista, pero…
—No, para la cena no —aclaro—. Para el postre.
Abre la boca y emite un sonidito desde la garganta.
—El postre.
El resto del servicio se detiene en plena faena. El silencio
resulta sobrecogedor tras tanto ajetreo y repiqueteo.
—Sí. —Paseo la vista por el servicio; todos vuelven a
ponerse en movimiento—. En concreto, querría tarta.
—¿Tarta? —Y en tono más tentativo—: ¿La ha solicitado
el señor?
—No, pero no será problema. —Esbozo una sonrisa
benévola—. La tarta es mi postre favorito, y mi marido quiere
asegurarse de que soy feliz.
Así de simple es: la tarta me hace delirantemente feliz.
Deja al lado el trapo y reflexiona.
—Bueno —dice—, si el señor así lo desea, mi señora…
Alzo las cejas.
—Wren —se corrige—. Será un honor hacerte una tarta,
Wren. ¿Hay algún sabor que prefieras?
—Me encantaría de chocolate.
Con una sonrisa de oreja a oreja regreso arriba y tomo
asiento a la mesa aún vacía. Instantes después sirven platos
llenos de comida humeante. Empiezo a llenarme el mío con
coles asadas, gruesas rebanadas de pan y una codorniz entera
con el pellejo crujiente y olor a romero, así como con un
sabroso jugo de carne que se derrama sobre el plato, rico y
denso. Apenas he comido en los últimos días, así que ahora
ataco la comida con ansias vengativas, dejando aparte todo
pensamiento sobre los aldeanos que se mueren de hambre. Si
he de ayudarlos, si he de ayudar a Elora, necesitaré fuerzas.
Me espera una copa de vino llena hasta arriba. Doy un
sorbo. Es todo un alivio. Siempre es un alivio. Elora jamás lo
ha comprendido. Yo siempre le preguntaba si no curaría a un
enfermo si el modo de sanarlo estuviese al alcance, encima de
la mesa, si no fuera más que un líquido rojo en una copa de
cristal. Ella jamás se dignaba a responder.
Estoy dando buena cuenta de la cena cuando siento un
cosquilleo en la piel. Zarcillos de aire helado me acarician la
columna. Aprieto los dedos en un espasmo en torno al tenedor,
y los obligo a relajarse.
De espaldas al rey, estoy ciega a sus movimientos, pero
oigo el repiqueteo entrecortado de esos pasos cuyo sonido
aumenta de forma constante. Segundos después, el rey rodea la
mesa y me clava en el sitio con la fuerza de esa mirada
ultraterrena que tiene.
A pesar del incesante martilleo de mi corazón, consigo
alzar la barbilla. Puede que el Rey Escarcha sea un absoluto
bastardo, pero tiene un gusto impecable. Un sobretodo de
color gris pizarra le cubre los hombros y el pecho, con botones
de plata que se asemejan a estrellas. El fuego crea pozos de luz
y sombra sobre esos pómulos y esa afilada mandíbula. Tiene el
pelo húmedo, recogido en una coleta baja, lo cual me indica
que se acaba de dar un baño.
Sus ojos me recorren despacio: las prendas mugrientas, el
pelo aceitoso, el jugo de carne que me mancha la barbilla… y
por último se posan sobre la copa de vino que aferro entre los
dedos. Cuando su atención se centra en el fuego rugiente de la
chimenea, frunce aún más el ceño.
Yo sigo comiendo como si su presencia no pudiera
importarme menos.
Al cabo, pregunta:
—¿Te ha llevado Orla el vestido?
—Sí.
Me contempla como si fuese una bobalicona.
—¿Y por qué no te lo has puesto?
Le enseño la sonrisa más dulce que soy capaz de esbozar y
respondo:
—Porque no he querido.
El pequeño espasmo en la mandíbula es elocuente. No está
contento. Esperaba que yo cooperase. Y el fuego… Vuelve a
mirar esas llamas hambrientas. Otra sorpresa.
—Despides un olor atroz.
Aprieto los labios. Consigo reprimir la absurda risa que me
provoca la sensación burbujeante, efervescente, que me
calienta el cuerpo.
—Y tú tienes sangre inocente en las manos. ¿Y qué? No te
las des de noble señor; ambos sabemos que no tienes nada de
señorial.
El Rey Escarcha emite un sonido de puro escarnio.
—No eres ninguna dama.
Esbozo una sonrisa desagradable.
—Si querías una dama, deberías haberte casado con mi
hermana.
—Esa era mi intención.
Dicho lo cual, toma asiento, se coloca una servilleta en el
regazo y empieza a llenarse el plato.
Aprieto los labios, enfadada. Si insiste en comportarse
como un maleducado, yo me niego a sentirme mal por esta
pobre vestimenta. Esta es la realidad en la que vivo: me he
casado con un hombre a quien desprecio y quien, a su vez, me
desprecia.
El rey se llena el plato de forma meticulosa. Las diferentes
comidas no se tocan. Escarba un hueco perfecto en el puré de
patatas para el jugo de carne. Fascinada, contemplo cómo unta
una buena cantidad de mantequilla en una rebanada de pan. La
extiende con cuidado hasta los bordes.
—Te falta una esquinita.
Su mirada vuela hacia la mía.
—De mantequilla —explico, y señalo la rebanada de pan
que tiene en la mano—. Te falta una esquinita.
Sigue untando y hace lo que mejor se le da: me ignora.
Si no hubiese estado mirándolo tan de cerca, no me habría
fijado: se le sube un poco la manga y se aprecian lo que
parecen manchas de tierra y un par de hojitas en la muñeca.
Parpadeo, y la manga vuelve a bajar. No hay terreno fértil en
cientos de kilómetros a la redonda. Y, sin embargo, nos traen
verdura y fruta a diario. Debe de haber un huerto o una granja
cerca. Es la única explicación.
El Rey Escarcha empieza a comerse la codorniz que se ha
servido. Mastica despacio, como si disfrutase del sabor. Yo me
meto verdura en la boca como si esta fuese a desaparecer.
—¿Para qué me has mandado llamar si insistes en
ignorarme? —pregunto sin dejar de masticar.
Se le tuerce la expresión con algo parecido a la repulsión al
ver la comida que me asoma en la boca.
—Para tenerte vigilada —afirma, cerrando los labios sobre
el tenedor y sacando con los dientes el trozo de zanahoria
asada que había pinchado.
—Ni que pudiera escaparme. Estoy atrapada aquí,
¿recuerdas?
—No quiero que te encuentres con Céfiro.
Ah, así que su hermano sigue siendo el problema.
—Lo expulsaste —le recuerdo—. Desde entonces no lo he
vuelto a ver.
Baja la barbilla como reconocimiento a mi respuesta. Y
luego… más silencio.
Dado que el rey se niega a conversar, aprovecho la
oportunidad para escrutarlo. Hasta ahora sé muy poco del
hombre con el que me he casado. Es una persona cerrada y
distante, irritable e inflexible. Aún no lo he visto sonreír. Aún
no he oído su risa. Si quiero acabar con su vida, he de
identificar sus limitaciones, aprovechar sus vulnerabilidades.
¿Qué me haría falta para ablandar a este hombre, para
inclinarlo hacia mí? De alguna manera debo ganarme su
confianza.
Sin embargo, también he de admitir que es muy guapo. Sus
ojos azules se han vuelto más profundos bajo esta tenue luz.
Tiene la piel pálida y luminosa, suave como la porcelana. Su
estructura ósea presenta una simetría imposible. La verdad es
que tiene todos los rasgos de la perfección.
Lástima que también tenga una personalidad intolerable.
Como si presintiese mi mirada, alza los ojos hacia los míos.
Una corriente de sorpresa me recorre cuando se fija
brevemente en mi cicatriz, con una finísima arruga marcada
entre las cejas negras. ¿Se preguntará por qué lo miro? ¿Le
importará lo más mínimo?
Me acabo la copa y aparece un sirviente que me la rellena
por enésima vez. El rey me contempla dar un nuevo trago, los
ojos entornados. Con el plato casi vacío, pincho con el tenedor
hasta la última patata. No pienso tirar la comida.
Pincho una, y otra y otra.
El ojo izquierdo del rey empieza a temblequear.
Me meto un trozo de codorniz en la boca y mastico con
deleite. La cena no está mal. De hecho, si me concentro en mi
plato, casi no me percato de la tensa atmósfera. Es como si
llevásemos casados años, en lugar de solo una semana. Henos
aquí, una pareja infeliz, cada uno harto de la presencia del otro
hasta el punto de que ni las formas se guardan.
Aquí, Elora estaría como en casa. Vive para los vestidos,
las cenas y la charla intrascendente. Ella sí que ablandaría a
este hombre a su favor. Conversarían sobre el tiempo, y la
naturaleza tierna de mi hermana lo encantaría. Quizá la falta
de conversación no sea culpa del rey. Quizá sea culpa mía.
Pincho, pincho, pincho…
El Rey Escarcha da un puñetazo en la mesa. Tintinean los
cubiertos y platos. Mi copa de vino se cae y se derrama, roja,
sobre el mantel blanco.
Con calma, pregunto:
—¿Pasa algo?
—Estás haciendo todo lo que puedes para irritarme. —Su
voz ha perdido la frialdad, es menos calculadora. Un atisbo de
fuego palpita bajo la superficie.
—Sí —digo, y por fin me echo a reír. Él retrocede ante la
visión de la comida medio masticada en mi boca. Se me cae un
pedacito en la camisola ya mugrienta. Me río con más fuerza.
Enojar al Rey Escarcha es el mejor entretenimiento del que he
disfrutado en meses—. ¿Funciona?
Las arrugas en las comisuras de su boca se aprietan en un
gesto de creciente rabia.
—Solo estoy de broma —lo tranquilizo con una leve
preocupación—. Sabes reír, ¿verdad?
Trincha otra zanahoria como respuesta. Era una pregunta
retórica. Dudo que sepa reír. ¿Qué otra cosa reside en esos ojos
difuntos sino la promesa de una muerte prematura?
El cesto de pan descansa junto a mi codo. Tengo tanta
hambre que podría comerme una rebanada entera, y de hecho
ya me he comido media, pero agarro dos trozos más de pan y
pregunto con unos modales impresionantes:
—¿Podrías pasarme la mantequilla, por favor?
—Ya te has comido dos platos enteros —señala.
—Y voy a por el tercero. —Quien se ha pasado la vida
muerta de hambre no se sacia jamás—. ¿Algún problema?
El Rey Escarcha me pasa un plato con movimientos
forzados. Está tan incómodo que casi duele verlo.
Esparzo un buen trozo de mantequilla sobre el pan y me lo
llevo a la boca. Es de lejos el mejor pan que he comido; es
tierno por dentro, pero la corteza está crujiente.
—Bueno, háblame de ti. ¿Qué haces para pasar el rato?
Me contempla con lo que me parece recelo. Sospecha que
le estoy preparando algún tipo de broma.
Pero no bromeo. Cuanto más sepa del enemigo, más
probabilidades tendré de descubrir alguna debilidad.
—A ver, si voy a estar aquí hasta el día en que me muera,
¿no sería mejor que nos conociéramos?
—¿Por qué quieres conocerme? —pregunta—. Ya has
emitido un juicio sobre mi carácter.
Por supuesto que lo he hecho. Pero él también me ha
juzgado a mí: pobre escoria aldeana. Mortal, fea y débil.
—No lo sé, quizá me sorprendas.
Una vez consumida la primera rebanada de pan, paso a la
segunda y rebaño todo el jugo de carne que hay en el plato. El
labio del Rey Escarcha se curva mientras me ve atiborrarme.
Hago ruido al masticar y disfruto del escalofrío que le
provoco.
En tono mecánico, dice:
—Las Tierras Yermas, como ya sabes, son el lugar en el
que las almas de aquellos que han fallecido llegan a la espera
de su juicio. Yo soy el responsable de emitir ese juicio.
Sé muy poco de las Tierras Yermas, pero eso sí que lo sé.
—¿Y cómo funciona?
—Dos veces al mes, en luna nueva y luna llena, abro la
ciudadela a las almas que aguardan su juicio. Se las juzga
según lo que hicieron en vida. Es mi deber evaluar justamente
las elecciones que tomaron.
Interesante. No he presenciado nada de esto, pero, por otro
lado, aún no he explorado a fondo la ciudadela. Me interesa
ver cómo aplica exactamente el rey cada castigo… o
recompensa.
—¿Y esas almas quedan condenadas a vivir un castigo
eterno? ¿Disfrutas castigándolas?
En cuanto el rey apura su vaso de agua aparece un sirviente
que lo vuelve a llenar.
—No soy tan horrible como quieres hacerme parecer —
dice en tono rígido.
—Ah, ¿no? ¿Me estás diciendo que no me raptaste de mi
hogar, me metiste en una mazmorra, me amenazaste con
encadenarme fuera y me obligaste a derramar mi propia sangre
para la Sombra para reforzar tu poder? —Con los codos
apoyados en la mesa, me inclino hacia delante y lo miro con
un pestañeo—. Por favor, cuéntame más.
Me lanza una mirada hostil, esa nariz de proporciones
impolutas orientada hacia mí.
—Tú decidiste ocupar el lugar de tu hermana.
Descarto el comentario con un gesto.
—No te miento.
—Pues demuéstralo. Dime aunque sea una cosa que hayas
hecho por alguien que no seas tú mismo.
—Poco importa; no me creerías. —No piensa darme ni la
oportunidad de creerle.
Me acerco una de las patas de la codorniz y hundo los
dientes en la carne, consciente de que no me está saliendo bien
eso de convencerlo para que baje la guardia. Hay una muralla
bien alta entre los dos, y la piedra es irrompible.
—No hablo solo de mí, ¿sabes? También has tratado mal a
otros. Has obligado a los criados a servirte. ¿No ves que eso
está mal?
—¿Eso te ha dicho Orla, que los obligué a ella y a los
demás a servirme sin motivo? —Alza la barbilla—. Quizá
deberíais tener otra conversación sobre las circunstancias que
desembocaron en su empleo. Y esta vez exígele que te diga la
verdad.
Me enderezo en la silla y reflexiono sobre este nuevo dato.
Confío en Orla, pero el Rey Escarcha parece genuinamente
molesto ante lo que le he dicho. ¿Podría estar diciendo la
verdad? Y de ser así, ¿por qué iba a mentirme Orla?
Uno de los criados aparece por una puerta y deposita un
magnífico postre en la mesa, con una pequeña inclinación.
—Mi señora.
El Rey Escarcha lo contempla.
—¿Qué es esto?
—Es una tarta.
Y vaya tarta. Tres capas cubiertas de un suave glaseado
blanco, moteadas de azul.
—Yo no he pedido tarta —dice con una inmovilidad letal.
Oh, no está nada contento, lo cual solo sirve para aumentar
mi propio deleite.
—Yo sí. Silas me la ha preparado encantado.
Aparto el plato y me acerco la tarta, y entonces el Rey
Escarcha dice:
—¿Silas?
—Tu cocinero. Sabes cómo se llama, ¿no? —digo con el
tenedor listo para pinchar el esponjoso manjar.
—Claro que sé cómo se llama —gruñe.
No sé si creérmelo, pero el dulce atrae mi atención a un
tema más acuciante. Hundo el tenedor en el esponjoso postre y
me llevo un trozo a los labios. En cuanto el chocolate me toca
la lengua, me quedo traspuesta. El segundo bocado es incluso
más rico que el primero. Llevo casi un cuarto de porción
cuando recuerdo a mi compañero de cena, cuya mirada es tan
fría que no me extrañaría ver que allá donde la posa sale
escarcha.
—¿Sí? —pregunto sin dejar de masticar.
—¿Te piensas comer tú sola todo el postre?
—Bueno, es que he sido yo quien le ha pedido a Silas que
me lo prepare.
—Te acabas de comer tres platos de comida.
—¿Me estás pidiendo una porción? —Quizá incluso se la
dé.
—No me gusta la tarta.
Mi tenedor repiquetea contra el plato.
—¿Qué? ¿A qué tipo de persona no le gusta la tarta?
Es que, de verdad, por favor.
Agarro el cuchillo y corto la rebanadita más fina que
puedo, apenas del grosor de una ramita, como mucho, y la
coloco frente a él. El Rey Escarcha escruta sin humor alguno
esa magra porción. Yo me vuelvo a mi sitio y sigo ingiriendo
el resto de la tarta.
Cada vez que hago ruido con la boca, él se encoge de
repulsión. Cada vez que me mancho de glaseado, él aprieta la
mandíbula. Voy un paso más allá y suelto un gemido de
placer; esta euforia azucarada me lleva muy lejos de esta
habitación, de este compañero insoportable de cena.
—Eres un animal —gruñe.
Así es, y no tiene ni idea de lo que soy capaz de hacer si me
arrinconan.
Pero también puedo tener modales. De hecho, sería lo
mejor, si es que quiero empezar a sonsacarle la información
que necesito. Información que, de momento, es todo lo que
pueda averiguar.
—Tienes tres hermanos, ¿no?
Asiente con aire rígido. Yo aguardo, pero no dice nada más.
—¿Y se llaman…?
—Ya has conocido a Céfiro —pronuncia el nombre con un
soniquete amargo—. También están Notos y Euros.
—Los Vientos del Sur y del Este.
Otro asentimiento leve.
Aparto el plato vacío y cruzo los brazos sobre la mesa.
Esa rigidez con la que ha reaccionado evidencia más
emoción que todo lo que ha sucedido antes.
—No tenéis una relación muy estrecha.
—Hace siglos que no veo a ninguno de ellos.
Se le crispan los dedos en la copa. ¿Qué es lo que tanto le
molesta, no haber visto a sus hermanos hace siglos o que yo
indague sobre su vida?
—¿Y cómo son? —pregunto, curiosa a mi pesar.
Céfiro es aquel que trae la primavera. Notos, el Viento del
Sur, reina sobre los cálidos vientos del desierto. Y el Viento
del Este, Euros…, sea cual sea el poder que controla, ha de ser
inmenso.
Se echa hacia atrás para que los criados retiren los platos.
—Notos siempre ha sido muy callado. Euros tiene peor
carácter.
—¿Y viven en reinos diferentes?
—Así es.
Lugares más allá de la Grisura.
—¿Y por qué te desterraron a ti a las Tierras Yermas en
lugar de a tus hermanos? Juzgar a los muertos parece una
grandísima responsabilidad.
Durante un rato, el rey no responde. Me pregunto si me
dará alguna respuesta cuando, de pronto, dice:
—Estás en lo cierto: juzgar a los muertos representa una
gran responsabilidad. Por eso mismo recayó sobre mí esta
tarea. En Céfiro no se puede confiar, Notos es demasiado
indeciso y a Euros le importa poco el orden. En su momento,
las Tierras Yermas eran un completo caos por culpa de un
liderazgo torpe. El Concilio aprovechó mi destierro como
catalizador para reemplazar a la autoridad previa.
Lo cierto es que estoy impresionada, aunque mantengo una
expresión neutral.
—¿Cuál de vosotros es el hermano mayor?
—Yo.
Una corriente de orgullo subyace, cálida, en la respuesta.
Me limpio la boca con un paño y pregunto:
—Por curiosidad, ¿cuántos años tienes?
No parece tener más de treinta años. Ni una sola cana en el
cráneo.
—No recuerdo cuándo nací, pero tengo muchos milenios
de vida. Mi madre es el alba, y mi padre, el cielo del ocaso.
—¿Milenios? —grazno. Por lo más sagrado, mi marido es
antiguo—. ¿Y tus hermanos tienen una edad similar?
—Sí.
Corazones antiguos, vientos antiguos. Para él no soy más
que una mota de polvo, una estación fugaz. Después de que yo
muera me olvidará, sin la menor duda. Me cuesta digerir la
idea.
—¿Has ido alguna vez a visitar a tus hermanos?
—No —gruñe.
—¿Por qué no?
Se cuenta que los Anemoi fueron expulsados a los cuatro
confines del mundo. ¿Qué terrenos han reclamado para sí sus
hermanos? ¿Qué aldeas han arruinado en sus conquistas?
En tono más frío dice:
—Todo lo que necesito está aquí. —Demasiado simple;
aunque me pregunto qué es lo que tiene aquí en realidad.
Porque lo único que veo es una casa vacía y un hombre
sentado a solas—. A ver, si eres capaz de dejar de hablar
durante medio instante, me gustaría hacerte yo a ti una
pregunta.
Dejando aparte el leve insulto, es la primera vez que el Rey
Escarcha ha mostrado interés en mí más allá de la sangre que
me corre por las venas. Esto debería estar bien.
—¿Por qué no te has casado?
Doy un respingo tan fuerte que el tenedor repiquetea contra
el lateral del plato.
—Pero, marido mío —replico—, sí que me he casado.
—Lo que te pregunto es por qué no te habías casado antes.
Estás en edad de casarte, ¿no?
—Sí —respondo.
Veintitrés años de vida, aunque dada la falta de
pretendientes, cualquiera diría que puedo contagiar la viruela.
La gente de Bosquelinde cuchicheaba que seguramente soy
infértil o que albergo espíritus oscuros en mi interior. Los
hombres no quieren mujeres testarudas. Quieren a alguien
suave, alguien a quien puedan mimar. Yo no encajo en ese
molde. Jamás he encajado. Y no me fío de que algún hombre
no pretenda cambiarme.
Es más sencillo mantener una relación física. Así, el
corazón nunca corre el riesgo de romperse.
Sin embargo, lo único que digo es:
—Supongo que jamás he conocido a nadie con quien
quisiera casarme.
—¿A nadie en absoluto?
Se me encoge la garganta mientras me pienso qué y cuánto
contarle. No se merece la verdad, pero se la ofrezco
igualmente.
—Como supongo que te has dado cuenta, no soy lo que se
dice una buena esposa. Mi hermana, Elora, sería mejor
elección.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, el rey ladea la
cabeza, con toda su atención centrada en mí. He conseguido
abstraerlo, al menos momentáneamente.
—Cuéntame más.
Acaricio el borde de la copa de vino.
—Elora es amable y maternal. Yo… no.
A los hombres les parezco demasiado brusca. Además,
también tengo esta cicatriz. Me toco el borde de la carne
fruncida y el Rey Escarcha sigue la línea de mis dedos con los
ojos. Ya estoy acostumbrada a que los hombres no me
encuentren deseable. Que así sea.
Contemplo el fuego, pero al cabo vuelvo a centrarme en el
semblante del rey, con esa simetría perfecta y molesta.
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —pregunta.
Aparto la mano. Normalmente le daría un puñetazo a quien
se atreviese a hacer una pregunta tan personal, pero dado que
ya desprecio al hombre sentado frente a mí, supongo que no
tengo que esconderme.
—Fue un umbrandante. En una de mis primeras salidas de
caza. Pero tuve suerte. Podría haberme rajado la garganta en
lugar de la mejilla. —Aprieto los labios ante su escrutinio
constante—. Quedarse mirando a la gente es señal de mala
educación.
El Rey Escarcha aparta el rostro, con una expresión
demasiado complicada como para poder interpretarla.
—Bueno —dice tras un momento de silencio—. Al menos
no eres aburrida.
10

D
os semanas llevo aquí y aún no he explorado la
ciudadela con sus enormes terrenos. Echo mano del
arco, el carcaj y la capa y desciendo las escaleras en
busca de un lugar donde entrenar. La fortaleza está tan ruinosa
que nadie se percataría si usase una habitación vacía para
practicar el tiro con arco. Telarañas rotas brillan, finas, en las
lagunas que crea la luz de las antorchas. Las sombras son
largas como gatos arremolinados con las colas enroscadas.
Mientras exploro una habitación vacía oigo un sonido: los
pasos deliberados de alguien que me sigue. Alguien que no
desea que lo descubra.
Sigo mi camino como si no me hubiese percatado de nada.
En ciertos momentos, los pasos se desvanecen, pero siempre
vuelven. Giro un recodo y echo a correr a toda velocidad; el
arco rebota contra mi espalda. Cruzo una puerta lateral, giro a
la izquierda y me interno en un patio amurallado. Espadas,
hachas y flechas yacen desperdigadas, abandonadas.
Es un patio de entrenamiento. Hay dianas alineadas cerca
de lo que parece ser una pequeña armería. Todo está plagado
de enredaderas anudadas y muertas.
Me agacho tras una de las dianas cerca de la pared y me
apoyo contra las piedras, a la espera de que aparezca mi
perseguidor. Por desgracia, las piedras no soportan mi peso.
Atravieso el muro y caigo hacia atrás. Algo suave y frío me
empapa los pantalones: nieve. Me pongo de pie a toda prisa y
aparto las enredaderas. Es un agujero que da al exterior…, más
allá de la muralla de la ciudadela.
Me retumba el corazón. No es una vía de escape de las
Tierras Yermas, pero es un buen comienzo. Almaceno en la
cabeza el dato de su ubicación y vuelvo a meterme por el
agujero. Encoco una flecha en el arco y espero.
Instantes después, un hombre entra en el patio de
entrenamiento y mira en derredor. Acto seguido, el muy
imbécil me da la espalda. Si yo fuese un umbrandante, ya
estaría muerto. Le doy un golpecito con el pie a la base de la
diana, de modo que todo el armazón se sacude. El hombre gira
sobre sus talones y se encuentra con la punta de mi flecha a
centímetros de su rostro.
—¿Quién eres? —exijo saber.
No puede morir, porque ya veo que es otro espectro, pero
llevarse un flechazo en la cara le va a doler, sin la menor duda.
Así pues, retrocede con cautela, las manos alzadas.
—Me llamo Palas, mi señora. Soy el capitán de la guardia
del señor.
Una camisola negra le cuelga holgada sobre unos
pantalones negros y estrechos. El pelo, anudado con una tira
de cuero, fluctúa entre el marrón claro y el rojo fuego. Un
efecto óptico.
—¿Por qué me sigues?
Su atención sigue centrada en los dedos que curvo sobre la
cuerda del arco, en la flecha entre ellos.
—Mi señor me ha pedido que os tenga vigilada.
Hay cientos de miembros del personal y guardias que
deambulan por esta fortaleza en ruinas en todo momento. Es
altamente improbable que pudiese escapar sin que nadie se
diese cuenta.
—¿Adónde va el rey durante el día?
Antes de que yo llegue a desayunar suele haberse marchado
ya, y no vuelvo a verlo hasta la noche. Siempre que le
pregunto en la cena por su paradero me dice que no es asunto
mío. He oído a alguna que otra sirvienta cuchichear que han
visto a su señor regresar bañado en sangre, con la armadura
abollada y cubierto de restos de lucha. Pero no le he
preguntado al rey si es cierto.
—No puedo decíroslo, mi señora.
—¿No puedes o no piensas hacerlo?
Adelanta la mandíbula en un gesto terco.
—No pienso hacerlo.
Semejante lealtad ciega hacia un rey que no tiene la menor
intención de dejarlo libre, ni a él ni a ningún otro miembro del
personal.
—Mira, en realidad no quiero dispararte, pero ya que me
has interrumpido, no me siento particularmente amigable. Más
te vale responder a mi pregunta.
No responde, así que tenso del todo la cuerda del arco.
—Última oportunidad.
Pasea la vista entre el arco y yo, como si evaluase la
probabilidad de que mantenga mi palabra.
—En los últimos meses ha habido un incremento inusual en
las actividades de los umbrandantes. Mi señor intenta
encontrar el origen de este… cambio.
Mi atención se agudiza.
—¿A qué te refieres con inusual?
El capitán se cruza de brazos y entorna los ojos.
—Normalmente, los umbrandantes no se alejan del bosque,
pero ha habido múltiples avistamientos cerca de la ciudadela.
Es casi como si…
Frunce el ceño y niega con la cabeza, pero yo lo sé: es casi
como si las protecciones de la ciudadela estuviesen perdiendo
potencia.
Primero, la Sombra, y ahora, las protecciones. Esto apoya
mi teoría de que el poder del rey se debilita.
—Si tuvieran oportunidad, ¿crees que entrarían en la
ciudadela?
—Mi señor está haciendo todo lo que está en su mano para
asegurarse de que la ciudadela está a salvo. Los umbrandantes
han estado bajo su mando desde hace mucho tiempo. No hay
motivo para temer este cambio de comportamiento.
—Puede que estén bajo su mando, pero no bajo su control.
Los umbrandantes van allá donde les place. No he visto que
el rey intente capturarlos o que revierta los efectos de su
corrupción.
Otra mirada larga y analítica.
—Creo que con eso basta por hoy, mi señora.
Así que su generosidad tiene un límite, ¿eh?
—Qué lástima.
La flecha sale disparada con una fuerza irrefrenable, se le
clava en el pectoral derecho y lo tira de espaldas.
Me echo el arco sobre el hombro, me acerco a él y lo miro,
en el suelo.
—Dile al Rey Escarcha que no necesito carabinas. Y no
vuelvas a seguirme.
El capitán aprieta los dientes. Me pregunto cómo funciona:
los espectros pueden recibir heridas, pero no mueren.
¿Necesitará un sanador? Aunque eso sí que no es asunto mío.
Ha metido la mano en un nido de víboras. Él se lo ha buscado,
maldita sea.
—No encontraréis manera alguna de salir de la ciudadela
—gruñe, agarrando con mano temblorosa el asta de la flecha
—. Estáis perdiendo el tiempo.
Una oleada de rabia se apodera de mi sangre, pero me
limito a hacer un gesto despectivo con la mano y salgo del
patio de entrenamiento.
—Tú también lo estás perdiendo. Ya he encontrado una
forma de salir, y pretendo usarla.

Deambulo hasta dar con los establos; el ala este; el salón de


baile, polvoriento y abandonado; la cocina, donde pasé buena
parte de la tarde ayudando a Silas a cortar verduras; los patios,
a cuál más austero. El día mengua y reflexiono sobre cómo
puedo acabar con el reinado del Viento del Norte.
Está demasiado protegido. Una fortaleza dentro de una
fortaleza, consumida por el profundo silencio de la piedra. Las
cenas siguen siendo incómodas por mucho que me esfuerce en
sacarle conversación. Se aferra a todo lo que es, no suelta
prenda, y a veces me pregunto qué es lo que teme que pasará
si afloja un poco ese agarre férreo, lo que yo podría descubrir.
Voy a buscar a Orla y me la encuentro discutiendo con otra
mujer espectral. Esta es esbelta, quizá de treinta y tantos años
(la edad en la que falleció) y lleva unas gafas enormes y
redondas que magnifican su estrecho rostro.
—Te lo he dicho —gruñe Orla—. Te lo he dicho una y otra
vez. ¿Tan difícil te resulta recordar un color? —Agarra un lado
del cesto que sostiene la mujer—. Dame las sábanas.
La mujer, casi desesperada, intenta arrebatarle el cesto a
Orla de un tirón.
—Espera. Puedo arreglarlo…
Los dedos de Orla resbalan y el cesto sale disparado en
dirección a la mujer.
Todo su contenido se desparrama.
La mujer cae de rodillas y recoge a toda prisa los trapos
mientras lanza miradas temerosas a Orla.
—Lo siento. Lo siento mucho…
—¿Orla?
Mi criada se gira y se apoya contra la pared al tiempo que
se seca el cuello con un pañuelito de tela.
—Disculpad, mi señora. Llevo una hora —baja la voz—
intentando arreglar los desaguisados de esta.
Frunzo el ceño, confusa.
—Se llama Tiamina —me susurra con un deje de
exasperación en las palabras—. Bebió de las aguas del
Mnemenos. La mayor parte de los días no recuerda
absolutamente nada.
Tiamina le muestra a la mujer una sonrisa radiante, y Orla,
como buena persona compasiva y maternal que es, le da unos
golpecitos en la cabeza.
—¿Orla? —La mujer le dedica una mirada amplia y
suplicante—. Lo siento, ¿qué se suponía que tenía que hacer?
—Da igual. Quiero que me busques las sábanas azules.
Estas déjalas aquí. Yo las recojo.
—Sábanas azules. —Tiamina se pone en pie y echa a andar
pasillo abajo hasta que su silueta se esfuma mientras entona
«sábanas azules» una y otra vez en voz baja.
—Conociéndola como la conozco, lo más probable es que
me traiga un cesto de papas.
Debo de ser una persona horrible, porque el comentario me
arranca una risotada. A Orla le destellan los ojos, suspira y
empieza a recoger todo lo que ha tirado Tiamina. Me arrodillo
junto a ella y le echo una mano; empiezo a meter sábanas
blancas en el cesto.
—¿Venden hierbas en Neumovos?
Orla se detiene durante medio latido, con el paño apretado
en la mano.
—Sí que las venden, mi señora. —Deja un gurruño de tela
en el cesto—. ¿Por qué?
—¿A qué distancia está de aquí?
—Mi señora, el señor ha prohibido que abandonéis la
ciudadela. Y Neumovos… —Las arrugas en torno a sus ojos
se acentúan en un gesto tenso y apretado de desaprobación—.
Mejor no ir allí. No es un lugar adecuado para vos.
No tiene la menor idea de qué es lo que quiero. Y jamás lo
descubrirá, si pretendo seguir albergando la esperanza de
matar al rey.
—Yo decidiré por mí misma lo que es bueno o no para mí.
—Le clavo la mirada hasta que ella baja la suya—. ¿Se te
prohíbe la entrada en Neumovos?
—No, mi señora. A la mayoría de los sirvientes nos
permiten viajar hasta Neumovos. Los soldados pueden
internarse incluso algo más en el reino, pero…
—Por favor —susurro, y le cubro la mano para que deje de
toquetear el dobladillo de su vestido—. Esto es importante. De
lo contrario, no te lo pediría.
—¿Y si me niego?
Una leve risa me burbujea en el pecho. La callada y
asustadiza Orla, que a veces es atrevida, descarada e intrépida.
—Y yo que había pensado que sería divertido. Lo había
planeado todo: una temeraria huida de la ciudadela.
Con voz aguda, Orla emite un chillido:
—¿Temeraria huida?
—¿No te sobrará por casualidad un uniforme de sirvienta?
11

A
quince kilómetros de la ciudadela, el pueblo de
Neumovos crece en el claro de un bosque como un
hongo tras un intenso chaparrón. Desde la lejanía se
asemeja a Bosquelinde: cabañas embarradas, una plaza central.
Todo, desde las cabrerizas hasta los carromatos renqueantes,
tiene un aspecto desvaído, rodeado de una muralla de piedra
medio derruida.
Doy un sorbo del odre. Orla, a mi lado, suelta un fuerte
resoplido y se arrebuja más en la capa con las manos
embutidas en mitones.
—Casi hemos llegado, mi señora —dice con voz
entrecortada. El sudor le resbala por las sienes. Bajo la escasa
luz del sol, su cuerpo es prácticamente invisible.
Ya van dos veces que he salido de los confines de la
ciudadela sin que se entere el Viento del Norte. Llevo un
disfraz de sirvienta bajo la capa; los guardias de los parapetos
abrieron las puertas pensando que Orla y yo íbamos en busca
de suministros de grano para las alacenas por orden del
cocinero. Valientes imbéciles. Ha resultado demasiado fácil.
Mientras caminamos, paso la punta de mis dedos
enguantados por los extraños e intrincados símbolos tallados
en la suave corteza blanca de los árboles. Jamás he visto nada
parecido a estos grabados.
—Son protecciones, mi señora. —Ante mi confusión, Orla
añade—: Contra los umbrandantes.
Giro la cabeza de golpe hacia ella.
—Pero si tú eres un espectro.
No pensaba que los umbrandantes supusieran una amenaza
para ellos.
—Los aldeanos de Neumovos aún conservamos algo de
vida, lo suficiente como para que los umbrandantes quieran
alimentarse de nosotros si se les presenta la oportunidad.
En cuanto cruzamos el anillo protector de árboles, lo oigo.
Es una tonadilla hueca que se alza y vuelve a descender con
melancolía.
—¿Eso es…?
Unas lágrimas que no llegan a derramarse relucen en los
ojos de Orla.
—Mi señora…
—Música.
No recuerdo la última vez que oí música. El sonido ablanda
todas las durezas de mi interior.
—No es lo que pensáis. —Orla aprieta la mandíbula con
aspecto dolido—. Cuando suena esa flauta es porque alguien
ha sido condenado a vivir en Neumovos.
Me flaquean los pasos.
—¿Alguien ha sido obligado a servir al rey?
Asiente.
Por el rabillo del ojo capto la forma incorpórea de una
mujer que se mueve con rapidez entre los árboles.
—¡Esto es un error! —gimotea mientras se resiste a la
fuerza invisible que la arrastra hacia el pueblo—. ¡No tuve
elección! ¡Por favor, tenéis que creerme!
La mujer desaparece entre dos edificios. A su paso queda la
quietud. Orla, junto a mí, se retuerce las manos.
—Orla —susurro—, ¿por qué estás obligada a servir al rey?
—Se tensa—. Y esta vez quiero que me digas la verdad.
Necesito todos los datos, por pequeños, feos y
fragmentados que sean. Mi arma es el conocimiento. El único
poder que tengo.
—Disculpadme si os di una falsa impresión sobre mi
situación —murmura Orla—. No quería decepcionaros. Sois
fuerte y valiente, os admiro mucho.
Se gira con la cabeza hundida y aire manso.
—Ya os dije que quienes están condenados en Neumovos
no han dejado atrás sus vidas mortales. Lo que debería haberos
dicho es que se nos prohíbe dejarlas atrás.
Apenas conozco a Orla de hace unas semanas, pero siempre
ha sido amable conmigo. Es leal y honesta. Una amiga, si es
que puedo permitirme semejante lujo.
—¿A qué te refieres?
—Neumovos es el lugar adonde el señor envía a quienes
han cometido crímenes violentos en vida. Nuestra condena es
servirle durante toda la eternidad.
¿Crímenes violentos? No suena propio de Orla. Un insecto
sería más violento que esta mujer.
—¿Qué hiciste?
—Por favor, mi señora. No podría soportar decepcionaros
más.
No estoy decepcionada, pero tampoco insisto. Quizá fui
injusta con el rey en la cena de la otra noche. Su deber es
juzgar a los muertos, determinar quién es digno de disfrutar de
una vida sin cargas en el más allá. Si Orla cometió algún acto
horrible, ¿acaso no estaría justificado el castigo del rey?
El sonido de la flauta casi ha desaparecido. Es hermoso, si
bien anuncia un final trágico.
—Mi madre nos cantaba a mi hermana y a mí cuando
éramos pequeñas —digo, y hago un gesto para que
reanudemos la marcha—. Tenía una voz encantadora.
Orla me lanza una mirada inquisitiva.
—¿Ya no… está?
—Así es. Mi hermana es todo lo que me queda. —Empieza
a resultarme difícil recordar el sonido de la risa de Elora.
Cuanto más tiempo paso lejos de casa, más se desvanecen mis
recuerdos. Me temo que pronto desaparecerán por completo—.
Daría lo que fuera por volver a verla.
El silencio de Orla me llama la atención. La agarro del
brazo y la obligo a detenerse.
—Ninguna de las esposas del Rey Escarcha ha escapado
jamás de las Tierras Yermas, ¿verdad?
Lo más realista es que habrían seguido prisioneras,
envejecido y muerto, enterradas para siempre en los salones de
piedra de la ciudadela.
—Es difícil decirlo con seguridad. —Los nervios le atiplan
la voz. Resulta que a Orla se le da fatal mentir.
—¿A qué te refieres?
Se humedece los labios. Sigue sin querer mirarme a los
ojos.
—Orla —advierto.
—¡Mi señora! —Exasperada—. ¿Por qué tenéis que ser
tan…? —Hace un aspaviento y sus rizos canosos aletean—.
¿Tan así?
Suelto un resoplido burlón.
—¿Me estás insultando? ¿Sabes qué…? —Alzo una mano
—. Da igual. Dime lo que sabes de las esposas del rey. Y de
las puertas. Porque ahí hay una conexión. Hay algo que el rey
no quiere que descubra.
Seguimos deambulando y no tardamos en llegar al pueblo.
No presto mucha atención a nuestro entorno. Orla dice:
—Solo ha desaparecido una de las esposas del rey, una
única vez. Se llamaba Magdalena. Al igual que vos, las puertas
le despertaban mucha curiosidad, y se pasaba los días
explorando lo que había más allá de ellas. Entonces, cierta
noche, no apareció para la cena. Buscamos por todas partes,
pero jamás la encontramos. El personal cree que una de las
puertas la llevó a otro reino.
El Rey Escarcha me dijo que las puertas no llevaban más
allá de las Tierras Yermas.
Era mentira.
Orla se percata del acaloramiento que me sube al rostro.
—Mi señora, no os creeréis ese cuento, ¿verdad?
—Claro que me lo creo, Orla. —Aprieto el paso y me
interno en la aldea a toda prisa. La misión está clara: he de
asegurarme de encontrar una vía de escape, un modo de huir
después de haber matado al Rey Escarcha. Preferiblemente,
una vía de escape que me lleve a la Grisura—. Por supuesto
que me lo creo.
—¡Pero hay miles de puertas! —exclama ella. Se alza las
faldas y se apresura a seguirme a la carrera.
En ese caso, más vale que empiece a buscar tan pronto
como sea posible.

Un camino adoquinado parte en dos las hileras desordenadas


de tiendas y cabañas de tejados picudos que crujen bajo el
peso de la nieve. Las estructuras desvaídas parecen
apariciones, fantasmas de algo que en su día fue real. La luz
del sol atraviesa los edificios, los carromatos y a los aldeanos
que deambulan por la calle. Una palidez blanquecina, un tono
argénteo, lo tiñe todo.
La mayoría de los aldeanos van de aquí para allá
empujando carromatos cargados con cajones. Alzo las cejas y
sigo calle arriba.
—¿Eso son gallinas? —Me acerco y compruebo que, en
efecto, lo son. Hay gallinas vivas dentro de esos cajones.
—Mencionasteis hierbas, mi señora. Hay una botica por
este lado.
A medio camino percibo un cambio en la multitud. Nos
clavan la mirada, pero no se acercan.
Me echo la capucha hacia delante para ocultar el rostro.
Aunque llevo el uniforme de criada, me preocupa que la gente
oiga que Orla se dirige a mí con mi título. No sé yo si se
mostrarán acogedores con la esposa del rey, teniendo en
cuenta que este los ha condenado a la servidumbre eterna.
Subimos unos escalones hasta una tienda con una reluciente
puerta amarilla: la botica. Una campanita resuena al cruzar el
umbral. El aire del interior de la tienda está cargado de
humedad y de una calidez que alivia un poco el frío que me
cubre las mejillas. Huele a savia, el aroma de los cabellos de
Elora.
Verdor. Verdor por todas partes. No estoy segura de adónde
mirar primero. La tienda alberga una miríada de plantas en
flor, enredaderas, tarros llenos de matas de hierbas de todo
tipo, desde romero hasta tomillo. Hay anaqueles dedicados por
completo a las artes curativas. Tras haber pasado décadas sin
color, mis ojos no son capaces de procesar lo que tengo
delante. Hay estantes con ungüentos; cuencos llenos de pétalos
de rosas secas; especias molidas hasta formar un fino polvillo;
tonos negros, naranjas, ocres y rojos. Gruesos cubos de
madera descansan bajo las ventanas, de sus bordes asoman
racimos de hierbas altas.
—¿Cómo es posible? —Mi susurro se propaga por esta
quietud envuelta en verdor.
—Las granjas —dice Orla, que me sigue por el interior—.
Sé que Alba, la sanadora principal, compra la mayor parte de
sus suministros en esta tienda.
—¿Dónde están las granjas? Esto no es posible. En las
Tierras Yermas no crece nada. El poder del Rey Escarcha es
demasiado fuerte como para que crezca nada.
Mi criada se acerca a un conjunto de latas que contienen
hojitas secas de té.
—Al oeste de aquí hay terrenos a los que el frío no ha
afectado. Ahí cultivan nuestros hombres.
—¿Entonces no todas las Tierras Yermas están tan…
yermas?
Sonríe ante el modo en que lo he formulado.
—Se me prohíbe pasar por más sitios aparte de Neumovos
y la ciudadela, pero sí, he oído que hay zonas bastante
agradables.
Ya. Me lo creeré cuando lo vea. De momento examino con
atención la larga hilera de tinturas, muchas de las cuales me
resultan familiares. Arrevalía. Magnolio ahumado para el
dolor de las articulaciones.
Una mujer espectral se materializa a mi izquierda. Es tan
alta que me hace pensar en un recio roble. Tiene los cabellos
del color del fuego.
—¿Os puedo ayudar en algo?
Las hojas de la hierba frente a mí tienen un tacto suave. Me
llevo el tallo a la nariz e inspiro. Limón y azúcar.
—¿De dónde has sacado esta hierba? —pregunto mientras
dejo la planta en su lugar, entre las demás—. ¿Y el resto?
Jamás había visto este tipo de planta. Dado que he pasado
la mayor parte del tiempo cazando o buscando alimento,
conozco bien las plantas que soportan el frío, y la respuesta es:
muy pocas.
La tendera sonríe, pero las arrugas alrededor de su boca
evidencian tensión.
—Las traen comerciantes de aldeas lejanas más allá de las
Tierras Yermas. —Echa agua en una de las macetas—.
¿Buscas algún remedio en concreto?
—La verdad es que sí. Buscaba un tónico hecho con
amapola. Para ayudarme a dormir.
—Mi señora, si no conciliáis bien el sueño, puedo haceros
una infusión de camomila por las noches —se ofrece Orla,
preocupada.
—No será necesario —me apresuro a decir—, pero gracias.
—Amapola. —La mujer frunce el ceño—. Sí, vendemos
este tipo de tónicos, pero ahora mismo no nos queda.
En voz baja, digo:
—Pregunto porque tengo un amigo que tiene talento para
las plantas: Céfiro, aquel que trae la primavera.
Orla se envara junto a mí. Tal y como sospechaba, no ve
con buenos ojos que tenga ningún tipo de relación con el
Viento del Oeste. Espero que se guarde para sí su opinión.
Los dedos de la mujer juguetean con la regadera.
—Mis disculpas —dice—. Me he equivocado. No
vendemos tónicos de amapola. —Lanza una mirada a la
ventana, donde ya se ha empezado a reunir gente que mira al
interior—. Por favor, avisadme si necesitáis algo más.
Es completamente educada. Amable, incluso.
Y miente.
Me bajo la capucha y muestro el rostro, las mejillas
arreboladas por las que late la sangre caliente bajo la piel
helada. La tendera desorbita los ojos al comprobar que soy
mortal. Soy la esposa del Viento del Norte y he venido a su
tienda.
—Céfiro es amigo mío —digo—. No le agradará saber que
me ocultas algo.
La tendera abre la boca. Alzo una mano antes de que hable.
—El Rey Escarcha no se enterará de nuestra transacción —
añado con una mirada en dirección a Orla—. Tienes mi
palabra.
A ella se le crispa la boca, pero, al fin, cede:
—Céfiro ha de regresar el Día de la Cosecha.
Para el Día de la Cosecha quedan dos semanas. Había
esperado reunirme con él antes, pero puedo esperar. Con un
elegante agradecimiento, Orla y yo salimos de la tienda y
bajamos los escalones hasta el camino.
Antes de que entráramos en la tienda, la calzada principal
estaba prácticamente vacía. Ahora toda la zona está atestada
de gente. Siento un cosquilleo en la nuca ante las miradas que
siguen cada uno de mis movimientos. La capucha me oculta el
rostro, pero supongo que ya se ha corrido la noticia de mi
llegada. Me dirijo a toda velocidad hacia el bosque mientras la
gente se sigue amontonando.
—Orla —alargo la mano para agarrar la suya—, algo va
mal.
—Estamos casi al final del camino. —Ella también se tapa
más con la capucha, la cabeza gacha. También puede sentirlo.
Alguien me da un empujón por la espalda. Me tambaleo
hacia delante y arrastro conmigo a Orla. Me he sentido
demasiadas veces como una presa, conozco bien las señales.
Un hombre me intenta agarrar del codo, pero le planto las
manos en el pecho y lo aparto de un empellón.
—No te me acerques —gruño. Me muestra los dientes y me
escupe a los pies para luego desaparecer entre la horda de
aldeanos.
Me abro paso a empujones. Algo más adelante se atisba la
línea de árboles entre la gente. Casi hemos llegado.
—… esposa del rey…
Orla choca conmigo. Aprieto los dedos en torno a los suyos
para darle fuerzas. Me imagino que muchos de los que han
sido condenados a Neumovos creen que el Rey Escarcha los
ha juzgado injustamente. Y yo soy la esposa del rey, mortal,
indefensa.
La única abertura que se apreciaba entre la multitud, la
única que suponía nuestra vía de escape, se cierra. Como si los
aldeanos compartiesen una única mente, se detienen en medio
de la calzada y corren hacia mí.
Durante apenas un latido, todo se detiene.
Aprieto con tanta fuerza los dedos de Orla que oigo el
crujir de sus huesos.
—Mi señora —susurra horrorizada.
La muchedumbre se abalanza sobre nosotras con manos
como garras. Yo me revuelvo e intento librarme lo suficiente
como para echar mano de la daga.
—¡Abajo con ella! —chillan—. ¡Abajo con la reina!
La mano de Orla se separa de la mía. Se desvanece,
engullida por la multitud hambrienta.
—¡Basta! —Un puñetazo en el estómago me arranca el
aliento de los pulmones—. No es… lo que pensáis.
Un dolor lacerante me recorre el brazo. Me llevo la mano a
la herida y, al apartarla, la veo llena de sangre. Me han
apuñalado.
El siguiente golpe me arroja al suelo. Oigo cómo se me
rompe un hueso, y suelto un grito cuando me echan la cabeza
hacia atrás de un tirón tan fuerte que me arranca un mechón
del cuero cabelludo.
—¡Levantaos, mi señora!
Orla me contempla, aterrorizada, el cuello resplandeciente
de sudor. Una mujer intenta derribarla, pero mi criada lucha
con una agresividad de la que yo no la creía capaz. Ambas
desaparecen en medio de la masa de gente.
La multitud crece, cada vez más violenta. Me llueven los
golpes como granizo. Lucho como nunca antes, araño y rajo y
clavo y desgarro. No van a parar hasta matarme, hasta que
hayan castigado adecuadamente al Rey Escarcha por
arruinarles la vida.
Pero por cada herida que inflijo, recibo varias más.
¿Quieren matarme? No pienso morir dócilmente. Con un
chillido, le doy un puñetazo en la entrepierna a un hombre,
pero entonces una mujer me da un bofetón que me retumba en
la oreja. Me tiembla la vista. Algo pequeño y oscuro se
abalanza sobre mí: una bota que se estrella contra mi boca. Un
dolor intensísimo me estalla en la cara.
—¡Retroceded! —ruge Orla—. ¡Atrás!
Oigo el golpe amortiguado y húmedo de una hoja que se
hunde en la carne.
Los gritos se propagan como hilos de una telaraña, como
grietas en un cristal. La sangre me anega la garganta, me estoy
ahogando; escupo un líquido nauseabundo con sabor a hierro y
sal. El mundo se empieza a desvanecer, así como los ecos de
los últimos pasos hasta que, por fin, todo queda en silencio.
—¿Mi señora? Oh, mi señora —me susurra en la oreja una
voz temblorosa, estragada de lágrimas.
El frío me envuelve el cuerpo. Intento mover el brazo
derecho y me atraviesa una punzada de dolor cerca del codo.
Tengo la mejilla contra el suelo embarrado. Estoy mareada,
pero viva. Rota, pero viva.
Orla intenta ayudarme a ponerme en pie. Grito. Tengo una
herida del ombligo al esternón. Orla se echa hacia atrás y deja
de tocarme. Me derrumbo sobre el suelo, jadeando. Parpadeo
para reprimir las lágrimas.
—Vete, Orla —grazno.
—No pienso abandonaros. —Le tiembla la voz.
Será leal, la muy necia.
—¿Y si vuelven?
—Pues que vuelvan. Por favor, tenemos que poneros a
salvo.
Me toma del brazo con suavidad. El dolor me atraviesa los
músculos, pero de algún modo consigo ponerme en pie sin
desmayarme.
Avanzar es un calvario. Las piernas no me responden y
pierdo el equilibrio de un lado a otro. Gracias sean dadas por
poder apoyarme en Orla. Para ser tan pequeña, es
sorprendentemente robusta.
—Orla —me obligo a respirar por la boca, porque tengo la
nariz hinchada, sin duda rota—, necesito descansar.
Hasta hablar requiere una energía que no poseo.
—No podemos detenernos —jadea—. Tenemos que seguir.
—Por favor.
—No —espeta—. Tenéis que aguantar hasta que lleguemos
a la ciudadela. Sé que podéis conseguirlo.
El sudor me empapa la piel. Estoy temblando, helada, tan
fría que se me han congelado las venas. Me castañetean los
dientes sin control, me duelen las articulaciones a cada paso
entrecortado que doy. Sin embargo, conmigo está Orla; su voz
me guía por la oscuridad de esta agonía sin final.
«Casi hemos llegado, mi señora.»
«Unos pasos más y ya veréis.»
El color desaparece de mi vista; todo el mundo es sombra.
—Mi señora —Orla me da unos golpecitos en la mejilla,
con cuidado de no hacerme daño. La piel me duele
ligeramente—, manteneos despierta.
Ojalá pudiera.
Me ceden las piernas y caigo despatarrada a los pies de un
árbol cercano. Otro latido de dolor amortiguado me atraviesa
la pierna derecha, cerca del tobillo. Se me cierran los ojos.
Basta. No puedo caminar más.
La respiración entrecortada de Orla llega hasta mí:
—No podéis quedaros dormida.
—Orla —susurro—, estoy cansada.
—Ya lo sé, mi señora. —Se le quiebra la voz—. Sé que
estáis cansada.
Sus pies han empezado a trazar un ritmo furioso en la
nieve. Camina en círculos y murmura palabras a media voz.
—… No sé qué hacer. Estamos muy lejos…
Entonces empieza a llorar.
«No llores. No te preocupes por mí.» Pero entonces pierdo
la consciencia, empiezo a caer.
—¡Mi señor, por favor! ¡La señora necesita vuestra ayuda!
—Se le acelera la respiración, más y más y más—. Por favor,
ayudadla. Por favor…
Una ráfaga de aire me acaricia los brazos, pasa por mi
frente sudada, como el roce suave de unos dedos curiosos.
Entonces, el suelo tiembla. Me zumban los oídos ante el
sonido de unos cascos, enérgicos y vívidos, sobre la tierra
helada.
El sonido de cascos cesa. Alguien desmonta. El pánico
domina este lugar oscuro en el que me hundo. No puedo
moverme ni defenderme. Siento cada respiración como un
trozo aserrado de metal que se me hundiese en el pecho.
—¿Qué ha pasado? —Ese tono frío y carente de emoción
solo puede pertenecer al Rey Escarcha.
—¡La han atacado, mi señor! —exclama Orla histérica—.
Los aldeanos descubrieron quién era y… y…
El sonido del llanto de Orla asciende y vuelve a
desaparecer.
—¿Por qué estaba en la aldea? Solo di una única orden.
Una orden: no debe salir de la ciudadela.
—Lo siento. Es culpa mía. Quería ir y no supe decirle que
no y… Castigadme como prefiráis, pero, por favor, no
permitáis que muera.
Pasos. El vivo y fuerte aroma a cedro me devuelve
parcialmente la consciencia. Tengo los ojos tan hinchados que
no alcanzo a ver la expresión del Rey Escarcha, aunque
percibo su furia. Así de palpable es. Me tenso ante el desdén
con el que está a punto de tratarme.
En cambio, me encuentro con esto: dulzura.
Unos dedos me rozan la sien. Recorren las magulladuras
con cuidado y trazan el mapa de cada herida. Un frío profundo
irradia de sus dedos, me entumece, alivia estas punzadas. Un
suave gemido de alivio escapa de mi garganta magullada.
—Ven, esposa —dice, y me alza en brazos.
El suelo se aleja y yo suelto un gemido; el movimiento
provoca otra oleada de agonía aplastante que me recorre el
cuerpo. Golpeo con el puño algo sólido. Empiezo a
revolverme de nuevo.
Unos brazos fuertes me sujetan. La voz del rey al hablar me
recuerda a la de mi madre:
—Shhh —dice—. Estás a salvo.
Resulta imposible, pero lo creo. Me alza y me coloca en un
caballo, me parece. Instantes después, el Rey Escarcha se
sienta detrás de mí. Me aprieta contra su cuerpo, que despide
una bendita calidez. Me cuelga la cabeza sobre su hombro,
tengo la cara apoyada en su cuello. A partir de aquí, ya no
recuerdo nada más.
12

E
stoy tumbada en la oscuridad de mi dormitorio, con las
cortinas corridas; las sombras caen sobre mis ojos como
una tela. Mis pensamientos vagan. Son polvo que atrapa
la luz y se desvanece. Y sin embargo, poco a poco, recuerdo.
En mi recuerdo está oscuro. Tierra húmeda y sólida contra
mi espalda. Los sonidos de la aldea ascienden, disonantes, y el
dolor me atraviesa el cráneo. Y en medio de todo está la voz
de Orla, un hilo que me lleva hasta la salvación.
Me alejo de los recuerdos y me centro en el presente. Es
decir: en el dolor, por más amortiguado que esté. Siento como
si me hubiesen arrancado la piel y me hubiesen restregado los
huesos hasta limpiarlos por dentro. Mi rostro se ha convertido
en una masa blanda e hinchada, pero sigo con vida.
Sigo con vida.
A pesar de la incomodidad, consigo caer dormida, si bien
no descanso. Con la llegada de una corriente fría de aire,
oriento los ojos hacia la puerta. Alguien entra sin llamar. Una
lámpara se enciende e ilumina un rostro de ángulos
implacables, una boca rígida incapaz de sonreír.
Con andares fluidos, el Rey Escarcha se adentra en la
estancia. La puerta se cierra tras él sin emitir sonido alguno.
Las sombras persiguen el borde de la larga túnica que lleva
sobre la ropa de dormir. Puede que el rey tenga la capacidad
emocional de una piedra, pero no puedo negar la gracilidad
con la que se mueve.
Se arrodilla junto a la chimenea y remueve las brasas hasta
que prenden, para acto seguido añadir más troncos. Mechones
rebeldes de un cabello del color de la noche cerrada le caen
por los hombros, como si se hubiese estado pasando los dedos
por el pelo. Jamás lo había visto sin coleta.
Un leño se quiebra con un crujido que me sobresalta. De
nuevo, el rey atiza el fuego y se acerca a la ventana, por la que
se asoma. Dada la inmovilidad con la que está ahí plantado,
bien podría ser una columna.
Al cabo, se marcha, pero, antes de salir, deja algo en mi
mesita de noche: un vaso de agua. Un pequeño gesto, en
realidad.
Algo debe de avisarle de que estoy consciente, pues sus
ojos se posan en los míos. Se me paraliza el aliento en los
pulmones, porque veo una grieta en su semblante a través de la
que se atisba lo que subyace: una rabia de filos brillantes y
candentes. Agitación llameante en sus pupilas. Estar aquí lo
incomoda. ¿Por qué habrá venido?
Nos miramos. Marido y mujer, pero dos desconocidos. Al
final, alguien tiene que ceder.
Carraspeo y digo:
—Me gustaría beber un vaso de vino, por favor.
Sus cejas se fruncen sobre la nariz.
—Te he traído agua. —Hace un gesto hacia el vaso en la
mesita de noche, los dedos enguantados en cuero negro. No
tengo ni idea de por qué ve necesario llevar guantes dentro de
la ciudadela.
—Sí, y te agradezco el gesto, pero la verdad es que prefiero
vino.
—Es más de medianoche. ¿Por qué ibas a…?
—Porque lo necesito, ¿de acuerdo?
Me arde el rostro. No caben más explicaciones. Necesito
beber del mismo modo que necesito comer o dormir.
Otra mirada inquisitiva.
—Está bien —gruñe.
Se acerca a la puerta y asoma la cabeza para hablar con el
sirviente que esté apostado en el pasillo. Al fin regresa con una
copa de vino. La acepto con gratitud.
—Gracias —susurro. Me llevo el vaso a los labios
agrietados y suspiro cuando el líquido me calienta por dentro
—. Néctar de los dioses.
Inclina el mentón.
—Pues sí.
Recuerdo poco del ataque, pero esto sí lo recuerdo: la voz
grave y tranquilizadora del Rey Escarcha al calmar mis
nervios crispados. No me abandonó en un momento de
necesidad. No estoy segura de cómo interpretar sus actos.
Doy otro sorbo para luego dejar la copa a un lado.
—¿Cómo supiste que debías acudir? —pregunto, y observo
atenta su reacción. No suele evidenciar nada… ante nadie—.
Estábamos a kilómetros de la ciudadela. Es imposible que
hayas oído la llamada de Orla.
Vacila. Una incertidumbre rara en él.
—El Les —dice— pasa cerca de Neumovos. Los espíritus
oyeron la voz de Orla y me informaron de vuestro paradero.
Habla sin mirarme. Contempla el fuego, mira por la
ventana, escruta la oscuridad que se arrebuja entre los tablones
del suelo, clava esos implacables ojos en la puerta. Por la
razón que sea, el Rey Escarcha no es capaz de mirarme a los
ojos.
Aparto los dedos de las mantas y me toco la cicatriz de la
mejilla. He vivido ocho años con esta desagradable marca. Es
lo único que ve la gente al mirarme. Quizá, por eso, prefiere
apartar la vista.
Dejo caer la mano. Sea como sea, me da igual.
—Dices que hablas con los muertos.
—Con sus espíritus. Con quienes eran cuando el aliento
fluía por sus pulmones.
Contra todo pronóstico, acaba de avivar mi curiosidad.
—Pensaba que te limitabas a juzgarlos.
—Tras el juicio solo hablo con ellos en situaciones
desesperadas.
El ataque que he sufrido debe de entrar en esa categoría.
—¿Cuál es la diferencia entre los espíritus que están en el
río y aquellos que reciben un juicio?
Mira una de las sillas cerca de la chimenea, enfrentado a
una lamentable decisión. Si toma asiento, se verá condenado a
conversar con su esposa. Aprieto los labios y aguardo.
Se sienta. La silla es maravillosamente cómoda; tiene
cojines mullidos, perfectos para pasar la tarde leyendo. Y aun
así, el Rey Escarcha se apoya en el borde, como si estuviera
hecha de la madera más dura y recia. ¿Habrá tenido alguna
interacción social antes de llegar yo a este sitio? Me lo
imagino recluido en sus aposentos, sin aventurarse jamás más
allá de su ala de la ciudadela. Dice:
—Los espíritus en el río se encuentran en una primera fase
del paso al más allá. Ahí se desprenden de quienes eran y
aceptan la muerte. Un espíritu puede pasar tanto tiempo en el
Les como necesite. Es un lugar seguro para ellos. Cuando
están listos para llegar a su última morada, entonces asisten a
su Día del Juicio.
—¿Y qué dicen esos espíritus?
—Están muertos —dice con aire rígido—. ¿Qué más da lo
que digan? Lo que me muestra quiénes fueron son sus actos.
Y así, de pronto, toda la calidez que pudiese haber sentido
yo hacia el Rey Escarcha se desvanece. Creo que jamás he
conocido a nadie que me enfurezca tanto y con tanta facilidad.
En la eternidad, el tiempo carece de sentido. Siempre habrá
otro año, y otro, y otro. Pero, para los mortales, el miedo a la
muerte es muy real. Odio la idea de que el Viento del Norte no
intente consolar a quienes entran en esta nueva fase de la vida.
—Quizá a ti te dé igual —digo—, pues vas a vivir para
siempre. Pero imagino que para ellos sí que significa mucho
hablar de sus vidas y sus experiencias.
—Mi trabajo no es consolarlos. Ellos tomaron sus
decisiones y con ellas murieron. Mi deber es juzgar cómo
pasarán la eternidad. Nada más.
Emito un leve sonido de mofa que le llama la atención.
Sigue sin mirarme.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Nada.
—Sea lo que sea, no es nada.
—Tampoco es que te interese lo que voy a decir —le suelto
—, así que, ¿qué más te da lo que piense?
Un latido de silencio.
—¿Y si sí me interesase lo que vas a decir?
Me sorprende tanto que le respondo:
—¿Es mucho pedir que les tiendas la mano a quienes pasan
al más allá? Si la situación fuera la inversa, si tú hubieses
llegado al final de tu vida sin saber qué hay al otro lado, ¿no
querrías que te consolaran?
Sus ojos destellan y se cruzan con los míos. Tiene la mirada
tan penetrante, tan invasiva, que me siento desnuda. No son
los ojos de un hombre que no sienta nada. Son los ojos de un
hombre que ha experimentado un inmenso dolor. Un dolor
que, quizá, haya sido reprimido, entenebrecido. Que jamás ha
compartido con nadie más.
Mi rabia sigue encendida, pero disminuye, pues rara vez he
presenciado vulnerabilidad en el rey.
—A ti te han consolado alguna vez —susurro—, ¿verdad?
Se pone de pie tan violentamente que vuelca la silla. Mira
hacia la puerta como si pretendiese huir de la habitación, pero
sus pies permanecen arraigados en la alfombra que calienta el
suelo.
—Cuéntame qué ha pasado en Neumovos.
En circunstancias normales no respondería. Pero estoy
cansada. Me siento como si hubiese vivido varias vidas en el
frágil espacio entre el ocaso y el alba.
Así que se lo digo. Aunque no todo. Me dejo la parte de la
botica, como si jamás hubiese sucedido. El Rey Escarcha me
escruta en busca de alguna mentira, pero no me conoce, así
que no sabe lo bien que se me dan los embustes.
—No puedo permitirlo —dice cuando guardo silencio.
Algo en su voz me pone el vello de los brazos de punta.
—¿Qué vas a hacer?
—Les voy a pagar con la misma moneda, aunque será
mucho peor.
Me enderezo hasta apoyarme en el cabecero. Se me encoge
el estómago. Piensa asegurarse de que todos sufran lo
indecible.
—No puedes hacer eso. Solo conseguirás darles más
motivos para odiarte. Quizá incluso se alcen contra ti.
Como si me importase. Si ataca la aldea de Neumovos,
quizá ahuyentará a la boticaria. Quizá la boticaria alerte a
Céfiro y este prefiera no acercarse, o incluso huir. Si eso
sucede, ya puedo despedirme del tónico que me ha prometido
el Viento del Oeste.
—¿Alzarse contra mí? —Curva los labios—. Jamás harían
tal cosa. Soy su rey.
—La lealtad hay que ganársela —afirmo—. No es una
obligación.
—Querían matarte y lo habrían hecho —dice furioso. Alza
el labio superior para revelar sus dientes blancos en una
mueca.
—Tienen miedo. Están sufriendo.
Por más que me duela el cuerpo, no puedo culparlos. Todos
tenemos que vivir, y eso implica sobrevivir de cualquier
manera, a veces de formas muy feas.
El Rey Escarcha da un paso hacia la ventana.
—Los defiendes a pesar de que te habrían aniquilado sin
pensarlo.
Cada palabra que pronuncia va cargada de rencor.
Hay en su voz algo que no consigo identificar.
—¿Y te enoja que quisieran hacerme daño?
—Si te hacen daño, socavan mi poder. Es una afrenta que
no puedo dejar pasar.
Retrocedo ante la violencia de esa afirmación y susurro con
pánico y ansia:
—¿Qué piensas hacer?
Los ojos del Rey Escarcha llamean con la promesa de la
devastación:
—Voy a enseñarles a no tocar aquello que es mío.
Una oscura sensación me atraviesa. Estoy ante el dios de la
oscuridad y la muerte, el devastador puño del invierno. Sus
palabras suenan a hueso roto, a metal forjado. Ha vivido
durante milenios, mientras que yo no soy más que hielo bajo el
sol del verano. Interponerme en su camino solo servirá para
que me atraviese.
«Aquello que es mío.» Así se ha referido a mí. Sin
embargo, no hablaba del deseo de proteger a alguien querido.
Hablaba de posesión. Como si yo no fuera más que una lanza
o ese maldito umbrandante sobre el que carga a la batalla. Soy
una persona. Soy una persona independiente. Debo de
haberme golpeado en la cabeza más fuerte de lo que pensaba
para reaccionar así.
—Descansa —dice, y se aparta de mí—. Lo necesitas.
El Rey Escarcha llega a la puerta y lo llamo:
—Espera.
Se detiene, con los dedos ya sobre el pomo.
—¿Por qué no me miras? —La cicatriz en la comisura de
mi boca me duele, tirante. He vivido tanto con esta marca que
ya no me define. Pero a veces flaqueo. A veces soy humana—.
¿Es por mi rostro? ¿No soportas mirarlo?
El Rey Escarcha no se gira, pero dice con lentitud:
—Hay muchas cosas feas en este mundo, esposa. Pero no
creo que tú seas una de ellas.
Y con esa despedida, me deja en las tinieblas.
13

T
ardo tiempo, pero al final me recupero. Semanas
encamada, muchas horas de lectura junto a la chimenea.
Mi pequeño salón alberga una pared entera de estanterías
llenas de libros. Jamás había tenido tantas historias a mi
disposición. Me escapo a mares infestados de piratas, ciudades
que flotan en las nubes, fincas cuyos muros están repletos de
enredaderas. Sin embargo, hay un género en concreto que,
lamentablemente, escasea.
—Orla —digo cierta noche mientras mi sirvienta me mulle
las almohadas a la espalda—, ¿por casualidad no habrá más
libros en alguna parte de la ciudadela?
El libro que estoy leyendo ahora mismo cuenta la historia
de un héroe de guerra que emprende un viaje de diez años
después de una guerra que dura una década. Su esposa lo
espera en Ítaca, su hogar, tejiendo una mortaja durante el día y
deshaciendo lo tejido por las noches para mantener a raya a
sus pretendientes.
—Por supuesto. ¿Qué preferís leer?
Le lanzo una sonrisa de soslayo.
—¿De verdad quieres saberlo?
Orla se ruboriza.
—Eh…, ¿no? —suena insegura.
—Historias románticas.
Suelta un suspiro melancólico.
—¿Historias de amor, mi señora?
—En realidad, me interesa más el sexo.
Se le salen los ojos de las órbitas, y suelto una risita. ¿Qué
puedo decir? Me encantan las historias con grandes dosis de
sexo. Sobre todo porque estoy a dos velas. El amor no está
hecho para la gente como yo.
Tras reflexionar brevemente, Orla dice:
—Puede que haya algo en la biblioteca. Podría
comprobarlo mañana.
Me enderezo en la cama, sorprendida. El colchón se hunde
bajo mi peso.
—¿Hay una biblioteca?
—Ah, sí. Hay que reconocer que es soberbia. El señor
colecciona libros de todo el mundo. Le encanta leer.
Supongo que jamás había considerado la posibilidad de que
el Rey Escarcha disfrutase de actividad alguna aparte de sus
deberes reales. Qué curioso. Muy pero que muy curioso.
Suelo comer en mis aposentos porque, hasta que se me cure
la pierna, no puedo bajar las escaleras. Silas me prepara tartas,
y ni siquiera tengo que pedírselo. Alba, la sanadora principal,
ha conseguido recolocarme la nariz, así que al menos no estoy
más desfigurada de lo que ya estaba antes. El Rey Escarcha no
ha vuelto a asomar su oscura figura por mi umbral. Orla dice
que lleva muchos días ausente. ¿Será un mal presagio? Algo se
agita en las Tierras Yermas. Algo oscuro y salvaje.
La semana siguiente, cuando ya tengo suficientes fuerzas
como para comer abajo, Orla me informa de que el rey no se
siente bien y se ha retirado a sus aposentos. Para mi sorpresa,
se me encoge el estómago. Tras semanas de aislamiento,
esperaba un poco de liza verbal con él.
Así pues, como sola y sin muchas ganas. Echo de menos a
Elora. Echo de menos Bosquelinde. Hay una ausencia en mi
vida. Ahora mismo no sé qué hacer. El Día de la Cosecha ya
ha pasado y no he podido ver a Céfiro. Aún tengo que regresar
a Neumovos. Aún tengo que matar al rey.
Solo hay una pequeña esperanza: las miles de puertas que
se alinean en los polvorientos corredores de la fortaleza. Si la
historia de Orla es cierta, una de las esposas del Rey Escarcha
consiguió escapar de esta insufrible prisión.
En los días siguientes exploro la ciudadela y trazo un mapa
de la fortaleza que me ayude a mantener la cuenta de la
cantidad de puertas que he abierto, las tierras que he explorado
en busca de un modo de regresar a casa. No hay certeza alguna
de que la Sombra vaya a caer tras la muerte del Rey Escarcha.
La opción más segura es encontrar una puerta que lleve de
regreso a la Grisura. Lo único que me está vetado es el ala
norte, donde reside el rey.
Puerta número uno: un terreno carbonizado. Finas cenizas
me manchan las botas mientras deambulo por esta tierra
ruinosa en dirección al lejano horizonte cuyos bordes tiemblan
bajo un sol combado. Tras un cierto tiempo, la ondulación del
horizonte se solidifica. Una silueta negra se extiende del este
al oeste y me provoca una oleada de familiaridad: es la
Sombra. Dado que no puedo avanzar más, regreso a la
ciudadela.
Puerta veintitrés: una habitación construida enteramente
con tablones de madera, suelo, techo y paredes. Un sillón
cubierto con un paño escarlata descansa en el centro. Por algún
motivo, todo mi cuerpo retrocede en presencia de este asiento.
Regreso a toda prisa al pasillo y cierro de un portazo.
Puerta noventa y uno: la base de una enorme catarata, aire
neblinoso salpicado de prismas de luz.
Puerta ciento ocho: el mármol quebrado de unas ruinas
antiguas.
Otro pasillo, otra ala, una puerta y otra y otra más, pero
nada. Cada reino está completamente delimitado. No importa
lo lejos que viaje, antes o después choco con el muro oscuro
que es la Sombra y que se manifiesta incluso dentro de las
distintas tierras.
Al cabo, mis andanzas me llevan hasta el centro de la
ciudadela. Al pasar junto a una anodina puerta de madera, el
sonido de una voz masculina me detiene:
—Por favor, mi señor. Os aseguro que no tenía malas
intenciones.
—Malas no —responde una voz fría que se desliza por
entre las grietas de la madera—. Solo egoístas, impulsadas por
el miedo y la codicia humana.
—Eso no es cierto.
Este debe de ser el lugar donde el rey emite sus juicios. Y
suena como si hubiese uno de esos juicios en marcha ahora
mismo.
Aprieto la oreja contra la puerta. La madera vibra contra mi
sien cuando la voz del rey suena, atronadora:
—Estos son los hechos: entraste en casa de tu hermano
mientras dormía. Le robaste el último…
—Si me permitís explicarme…
—Ya está otra vez.
Doy un respingo tan fuerte que mi cabeza choca contra la
puerta. Parpadeo para apartar las lágrimas y atisbo una silueta
nebulosa. Es la mujer que bebió del Mnemenos.
—Tiamina —susurro. Está justo debajo de una de las
antorchas. Veo la pared que tiene a la espalda a través de su
vientre.
—Mi señora.
La elegante curva del cuello asoma cuando me hace una
profunda reverencia. Continúa agachada hasta que me siento
incómoda.
—Eso no es necesario —murmuro, y la enderezo de un
tirón—. ¿Necesitas algo?
Los ojos de Tiamina se ven enormemente magnificados tras
las gafas que lleva.
—Sí. —La sonrisa que le suavizaba los labios empieza a
desvanecerse—. Lo he recordado. Esta vez, sí. Orla me pidió
algo. Le prometí que lo haría, pero aquí estoy. Inconsciente,
cabeza hueca. —Traga saliva—. Una pregunta, me dijo. Una
petición.
A veces me gustaría ser mejor persona. La paciencia se
contaba entre las virtudes de Elora, no entre las mías.
—Bueno, cuando te acuerdes de qué era, me avisas.
Vuelvo a centrarme en la conversación del Rey Escarcha y
me olvido de Tiamina hasta que ella ahoga un grito.
—Me acuerdo. Orla me pidió que os preguntara qué queréis
poneros esta noche: ¿vestido verde o azul?
Sospecho que Orla le mandó esta tarea absurda a Tiamina
para mantenerla ocupada, pero respondo:
—El azul está perfecto, gracias.
La mujer espectral, con esos ojos agrandados y esas ansias
de complacer, me dedica una sonrisa de adoración. Desde
luego, es inofensiva.
Baja la vista al suelo.
—A veces me entristece ver en qué se ha convertido. Pero
supongo que su comportamiento es comprensible, dado lo
mucho que ha perdido.
Eso me llama por completo la atención. Me giro del todo
hacia ella.
—¿De qué hablas?
Tiamina parpadea despacio.
—¿Perdón?
—Lo que acabas de decir sobre el comportamiento del rey.
—¿Qué es lo que acabo de decir, mi señora?
Me cubro el rostro con las manos y suspiro. Esta mujer no
se acuerda casi ni de su propio nombre.
—Da igual, no pasa nada. —Sí que pasa—. Dile a Orla que
quiero ponerme el vestido azul, ¿de acuerdo?
—¿Vestido?
Esbozo una sonrisa artera. Tiamina da un respingo, gira
sobre sus talones y echa a correr pasillo abajo. Chica lista. Al
menos, puedo volver a espiar.
—Tu juicio está decidido: Neumovos.
Un lamento quejumbroso me eriza el vello de la nuca. Se
oye un restallido, y mis dedos vuelan al pomo de la puerta.
Oigo sonidos de forcejeos, un cuerpo que golpea el duro suelo
de piedra, repiqueteo de tacones de bota. Imagino que el rey
estará bajando unos escalones, con las manos a la espalda y la
nariz alta, la boca torcida en gesto arrogante. ¿Tendrá un trono
sobre un pedestal?
—Acompañad a este hombre fuera del edificio.
—Por favor, mi señor. Os suplico que reconsideréis vuestra
decisión. Mi padre se estaba muriendo. No tuve alternativa…
—Siempre hay alternativa —latiguea la respuesta del rey, y
con ella silencia los sollozos histéricos del hombre—.
Conténtate con que no te envíe al Abismo —entona, y me
pregunto qué horror residirá en ese lugar.
—Lo siento, lo siento mucho…
Me enderezo y echo a correr por el pasillo, con las manos
apretadas a los costados. Valiente hijo de mil putas. Tiene el
corazón de hielo, tal y como afirman los rumores. ¿Cuánto
sabrá el Rey Escarcha de las almas que cruzan la Sombra? De
sus logros, fortunas, desventuras, mentiras y secretos. ¿Acaso
puede saber las razones tras sus actos? ¿Acaso entiende lo que
los motiva, ya sea amor, miedo, vergüenza, compasión, deseo
de aceptación?
Nada de esto es asunto mío. No es asunto mío, maldita sea.
Continúo buscando, dibujando el mapa de las puertas y sus
respectivos reinos. Al fin me topo con una puerta pintada de
un lustroso color negro. Tiene dos máscaras blancas en la
superficie, una triste, la otra sonriente, con trazos coloridos
que embellecen los pómulos y las cejas. En cuanto toco el
pomo oigo murmullos al otro lado de la puerta. La abro de un
empujón, emocionada ante la perspectiva de que haya gente al
otro lado.
Hay gente al otro lado.
Estoy en el extremo de una estrecha avenida adoquinada.
Escaparates discretos pero coloridos, coronados con elegantes
frontales de escayola iluminados por el sol, ventanas de
contraventanas rosas en agudo contraste. Hombres que llevan
pulcras corbatas y chisteras pasean del brazo de mujeres
vestidas con sedas y perlas. Los zapatos de tacón emiten un
repiqueteo musical contra la piedra del suelo.
Un sonido de cascos atrae mi atención hacia un carruaje
tirado por caballos. Brotan carcajadas de las ventanas abiertas,
adornadas con vivas flores en macetas. Las mujeres pasan de
una tienda a otra, cargadas con bolsas, parasoles abiertos
apoyados al hombro. Huele a verano: a sal y piedra caliente.
La puerta a mi espalda está abierta. Al otro lado está el
corredor frío y húmedo de la ciudadela. La cierro con suavidad
e intento recordar la pintura verde del edificio de ventanas
blancas en el que está, para cuando tenga que regresar.
La avenida desemboca en una plaza con adorables bancos
de hierro torneado. Fluye el agua de una fuente circular en el
centro. La luz del sol calienta los adoquines del suelo.
Nadie parece tener prisa. Dos hombres echan una partida a
los dados. Una chica y su madre vuelan una cometa. Otro
grupo de mujeres se apoya en el borde de la fuente y escucha a
una mujer de nariz chata que en este momento dice:
—Por supuesto que no, Darla. Lo que le pedí fueron rubíes,
aunque mi marido jamás recuerda el tipo de joya que me
gusta.
Una mujer morena con un vestido color lavanda dice:
—Lo que te regaló fueron zafiros, ¿no?
Ella niega con la cabeza.
—Esmeraldas. Ni loca pienso ponerme algo tan humillante.
—¡Qué odioso! —grazna una mujer pelirroja.
—Gerard no me comprendió cuando le expliqué que las
esmeraldas deslucen el color de mi…
Sonrío y dejo atrás el cacareo de esas mujeres. Es todo un
alivio saber que puedo disfrutar de un día así. Puedo regresar
cuando quiera para volver a experimentarlo.
Al otro lado de la plaza, la gente se agolpa alrededor de un
pequeño y anodino carrito lleno de tartitas: de manzana, de
limón, de arándanos. El perfume del azúcar caliente me incita.
Me gruñe el estómago. ¿Cuánto tiempo llevo deambulando?
—Hola —le digo al pastelero, un hombre mayor con
delantal—. ¿Cuánto cuestan las tartas? No tengo dinero,
pero…
El pastelero deja aparte dos tartaletas de limón y una de
arándanos, para a continuación envolverlas en papel marrón
que ata con un cordel de bramante.
—¿Hola? —Agito una mano delante de su rostro—.
¿Señor?
Saca un montón de monedas del delantal y las deja caer en
un cuenco junto a otras monedas de oro y cobre. Es entonces
cuando me fijo en mi propia mano, la que he alargado hacia él.
Es transparente.
No puede verme. Me percato de que nadie puede verme ni
oírme. Es como si me hubiese convertido en un fantasma.
La emoción que he sentido al creer que podría socializar
con otros se convierte en una amarga decepción. Puede que las
puertas ofrezcan un atisbo de las vidas de esta gente, pero
jamás será nada más que eso: un atisbo.
Oigo un tañido sonoro y grave que reverbera por la plaza y
alzo los ojos hacia la torre del campanario. Quienes pululan
por aquí echan a correr hacia unas puertas a mi derecha. Por
curiosidad, los sigo.
Un techo abovedado descansa sobre columnas talladas con
filigranas. Los pasos de la multitud se propagan por el interior.
Bajo el pasillo que se abre entre las bancadas. El interior está
construido con una cierta inclinación que acaba desembocando
en la parte delantera de un escenario.
Es un teatro.
Me detengo en medio del pasillito y apoyo la mano en el
respaldo mullido y escarlata de un asiento. Escruto la estancia
con más atención. A pesar de su tamaño, transmite una
sensación de intimidad. Hay reservados en los pisos superiores
cubiertos con cortinas doradas, como oro derretido que se
derramase de varias urnas.
En pocos minutos todo el teatro está casi lleno. La luz de
las lámparas mengua, excepto de aquellas que iluminan el
escenario. Seguramente estoy haciendo una tontería, pero paso
por una de las bancadas y ocupo un asiento en el centro.
El silencio adopta una cualidad concentrada, como si el
mismo aire se volviese rígido a mi alrededor. Me da un vuelco
el corazón cuando el telón se alza y descubre el escenario tras
su escudo aterciopelado. Un hombre aparece en escena, y la
obra empieza.
No estoy segura de cuánto dura la trama. Hay un rey. Una
revuelta. Un dios encadenado a una roca. Siento que no ha
transcurrido apenas tiempo cuando el telón se cierra, las
lámparas vuelven a encenderse y me recorre una sensación
insomne, tan suave como el alba en una mañana fría.
Despacio, regreso a la plaza, a la calle ribeteada de tiendas,
al corredor en penumbra y al frío de la ciudadela. Estoy tan
absorta que casi choco con el Rey Escarcha al doblar un
recodo.
Hace semanas que no lo veo. Aún debe de estar
recuperándose de la enfermedad que lo ha aquejado hace unos
días, pues tiene un tono pálido y fatigado en la piel. No sabía
que los inmortales pudiesen enfermar.
—No has venido a cenar —dice.
—¿Qué hora es?
—Casi medianoche.
¿Tanto tiempo he estado ausente? Me parecía que apenas
habían pasado unas horas.
—Encontré una puerta que da a un pueblo, con un teatro.
Jamás había estado antes en el teatro…
El rey me estudia con expresión vacía.
Probablemente le da igual.
Me giro y doy dos pasos antes de que él me asalte de
pronto con una pregunta inesperada:
—¿Qué obra representaban?
Me vuelvo hacia él y encuentro un interés genuino en su
expresión. Una interacción normal entre marido y mujer. No lo
había esperado, es verdad, pero… tampoco lo rechazo del
todo. Siento una soledad tan grande que ha habido momentos
en los que he anhelado poder conversar con quien sea, incluso
con el rey.
—No estoy segura. Era sobre un dios que les concedió a los
humanos el don del fuego y fue castigado por ello. Pensó que
se salvaría. —Levanto la mirada. Por algún motivo, siento que
el rey está a punto de alzar la mano y acunar en ella mi mejilla
—. Pero no lo salvaron. La obra acabó con rayos y vendavales.
Un fruncimiento de ceño mancha la suave extensión de su
frente.
—No lo han salvado… aún. Pero llegará el día en que un
hombre con sangre divina lo libere de sus ataduras.
—¿Cómo lo sabes? —pregunto mientras le estudio el rostro
—. No es más que una historia.
—¿Acaso no subyace algo de verdad en todas las historias?
He de admitir que tiene razón. ¿No es ese el motivo por el
que leo, para verme transportada a otro lugar y obtener
certezas sobre mí misma?
—¿Entonces ya habías visto esa obra?
Me escruta del mismo modo que ya lo hizo hace semanas.
Es como si ya no buscase un motivo para apartarse, sino para
quedarse, para alargar esta conversación.
—Había un teatro en el lugar donde yo vivía antes de mi
destierro. Iba siempre que podía. —Baja brevemente la mirada
—. Me gustan las historias. Disfruto conociendo a los
personajes y sus viajes, las elecciones que toman.
Puede que sea lo más honesto que le he oído decir. Acaba
de compartir un detalle personal conmigo.
Y, por supuesto, yo lo echo a perder.
—Así que sabes divertirte… cuando no te dedicas a
condenar a otra gente al sufrimiento eterno.
El Rey Escarcha me mira con ojos entornados. Hay una
pregunta que no llega a formular.
—Te oí antes emitir un juicio —explico.
—En ese caso, sabes que fui justo.
—¿Cómo podrías ser justo si te negaste a oír los motivos
que llevaron al hombre a tomar esa decisión?
Se le crispa el labio superior.
—No necesito oír sus motivos. Me limito a juzgar las
acciones, eso es todo.
Palabras obtusas de un dios obtuso.
—¿Qué había hecho? ¿Qué fue tan terrible como para
condenarlo a Neumovos?
¿Veré el rostro de ese hombre por la ciudadela, ahora que
está obligado a servir al rey?
—Robó dinero a su hermano, que no pudo comprar
medicina cuando su esposa enfermó una semana después. La
enfermedad no tardó en llevársela. Murió a los tres días.
Un error desafortunado, sin duda.
—Él no podía saber que la esposa de su hermano
enfermaría. ¿Acaso no dijo que su padre se estaba muriendo?
—¿Está justificado que salve a su padre a costa de la vida
de su cuñada?
—Por supuesto que no —respondo—, pero las razones de
una persona constituyen una buena forma de saber quiénes son
de verdad. Qué tienen en el corazón.
—No puedo preocuparme por el corazón de las personas.
Podría tardar años en dilucidar sus motivos.
—¿Y qué son unos cuantos años para quien vivirá para
siempre?
Niega con la cabeza.
—No he venido a debatir. Solo quería asegurarme de que
no te habías desmayado a base de beber vino. Ya lo he
comprobado, así que me marcho. —Sus ojos me revolotean
por el rostro—. Buenas noches.
Inclino la cabeza. Mejor eso que clavarle una daga en el
ojo.
—Para ti también.
Horas después, sigo sin conciliar el sueño.
Yazco en la cama, con esta ridícula montaña de almohadas,
y echo mano de la novela romántica que tengo en la mesita de
noche. La abro por el capítulo en que la dejé. Cuenta la
historia de una mujer que se viste de hombre y sube a un barco
que se dirige a tierras lejanas. Empieza a enamorarse del
capitán del navío, que no sabe que es mujer… hasta que ella le
salva la vida.
Me recorre una ráfaga de puro anhelo. Está claro que el
capitán siente algo por la heroína, quizá incluso amor. Lo
detesto. Detesto esta emoción débil y cruel…
Un siseo bajo atrae mi atención hacia la puerta. Me quedo
inmóvil.
—¿Hola?
Por el hueco inferior de la puerta veo que se mueve una
sombra al otro lado.
Dejo el libro en la mesita, me bajo de la cama y me acerco
con cautela a la puerta, silenciosamente. Agarro el pomo y
aprieto la oreja contra la fría madera.
En un primer momento no percibo nada, solo el latido
medio anestesiado de la sangre en mis tímpanos. Pero
entonces se oye un siseo bajo al otro lado de la puerta. Uno,
dos, tres latidos después, lo huelo: humo.
Cada poro, cada vello, cada resquicio de consciencia se
concentra en esta peste que reconocería en cualquier parte.
Retrocedo despacio y abro la mente apenas un instante. Si
un umbrandante ha cruzado los muros de la ciudadela, nadie
está a salvo.
Echo mano del arco y el carcaj. Saco una flecha y meto la
punta en el saquito de sal, de manera que queda cubierta de la
única sustancia que se interpone entre un destino peor que la
muerte y yo. Encoco la flecha y apunto a la puerta. ¿Será solo
una criatura o habrá más por el lugar? ¿Dónde están los
guardias? ¿Dónde está el Rey Escarcha? ¿No debería haberse
percatado de que las protecciones han fallado? ¿O le habrá
sucedido algo?
Algo retumba en el aire. Me preparo para que eche la
puerta abajo entre astillas destrozadas. Sin embargo, la criatura
se aparta de mi puerta y continúa pasillo abajo. Recuerdo a los
espectros. Ellos también están en peligro. Si el umbrandante
encuentra a Orla…
Me acerco a la puerta y la abro a tiempo de ver que la
criatura dobla un recodo. La sigo en silencio, deprisa, tras su
rastro sombrío. Atravesarle el corazón. Es el único modo de
matar a un umbrandante, aparte de cercenarle la cabeza.
Al siguiente recodo, aminoro la marcha. Hay una puerta
entreabierta, cuya parte frontal es un mosaico de cristales de
colores.
Entro en la habitación y me detengo en seco. Todo el
colosal espacio está repleto del suelo al techo con varias
especies de aves. Pero no hay rastro del umbrandante. Solo se
oye un canto de pájaros.
Giro sobre mis talones y me apresuro pasillo abajo. Me
mantengo en el corredor principal, giro a la izquierda y me
detengo.
Cuatro guardias bloquean mi camino. Columnas agrietadas
de ébano polvoriento soportan el peso del techo medio
derruido. En la lejanía se aprecia una gran fisura en el suelo,
como si la tierra se hubiese sacudido y hubiese dejado
destrucción a su paso.
Es el ala norte, que me está prohibida.
—¿Dónde está? —pregunto con voz entrecortada—.
¿Adónde ha ido?
A pesar del aire frío, me corre el sudor por la cara.
Ellos contemplan mi camisón, el arma preparada que
enarbolo, como si me hubiese vuelto loca.
El guardia más alto pregunta:
—¿Dónde está qué, mi señora?
—El umbrandante.
Un mudo intercambio de miradas entre los hombres.
—Mi señora —dice uno de ellos—, en la ciudadela no hay
umbrandantes. Mi señor la protege de esas bestias.
—Pues os interesará saber que las protecciones han fallado,
porque acabo de ver a uno de ellos. ¿Ha pasado por aquí? ¿Lo
habéis visto?
Se sabe que los umbrandantes pueden fundirse con las
sombras y hacerse básicamente invisibles, pero yo había
esperado que hubiese suficiente luz en los candelabros de las
paredes para evitar que desapareciese.
Los guardias no parecen preocupados. De hecho, casi no
parecen ni despiertos.
—Mi señora, es tarde. ¿Quizá ha sido un sueño?
—¿Hay algún problema?
Me sobresalto ante la voz del Rey Escarcha. Me giro y veo
que se acerca por el pasillo penumbroso por el que acabo de
pasar yo también. Pasea la vista por mi arco preparado, la
sangre que me gotea de la mano, las piernas al aire bajo el
corto camisón. Se fija algo más en esto último.
—He visto un umbrandante —consigo decir, y bajo el arma
—. Está en alguna parte de la ciudadela.
Su expresión se convierte en una hoja contra una piedra de
afilar, cortante.
—¿Estás segura?
—Sí. Lo he olido desde mi habitación. Corrí por este
pasillo, pero le perdí el rastro.
El rey parece tener sentimientos encontrados: me cree pero
también duda de mí.
—Las protecciones son impenetrables. Nada puede cruzar
las puertas ni atravesar los muros sin que yo lo permita…
—Basta —digo cortante y algo agresiva. No tengo
paciencia para intentar poner un tono más suave—. No
necesito que me digas lo que crees o lo que debería ser.
Necesito que me escuches. —En este momento, ese pequeño
detalle es de lo más importante—. ¿Puedes hacerlo?
Se envara, contenido.
—Lo estoy intentando…
—Pues inténtalo con más fuerza.
El Rey Escarcha me mira la mano, los nudillos blancos
alrededor de la madera curva del arco.
No por primera vez, siento que ve mucho, a pesar de lo
poco que dice.
—Está bien —concede—. Pondré a mis hombres a
investigar. Por tu propia seguridad, no salgas de tu habitación
en lo que queda de noche. Mandaré a Orla a tu cuarto cuando
todo esté despejado.
Para mi sorpresa, echa a andar conmigo y me escolta hasta
mis aposentos. Hay que proteger mi sangre, que por algo le
resulta tan valiosa.
Cuando llegamos a mis aposentos, entro y murmuro:
—Gracias.
—Esposa.
Aprieto los dientes, pero le dedico una mirada por encima
del hombro.
—¿Qué?
En esos ojos azules aletea una emoción que va más allá de
mi entendimiento.
—Asegúrate de cerrar la puerta con llave.
14

E
sa noche hago lo que el Rey Escarcha me ha ordenado:
cierro la puerta con llave. Y también la noche siguiente.
Y la siguiente.
Pasan los días, pero no me vuelvo a encontrar con el
umbrandante. Los guardias, por orden del rey, están en alerta
máxima. Cuando le pregunto al rey durante la cena, afirma que
seguirán investigando, nada más. Da igual, tampoco tenía
muchas ganas de hablar con él.
Cierta mañana, ya tarde, estoy sentada junto a la ventana
del cuarto, cosiendo un agujero en la camisola, y capto
movimiento abajo.
Una figura oscura sale a trompicones de entre la línea de
árboles que circunda la ciudadela. Enderezo del todo la
espalda, pero… no. No es un umbrandante. La figura camina
derecho, sobre dos piernas. Es un hombre, creo.
Avanza despacio, con dificultad, entre la nieve recién caída.
Se cae y permanece tumbado suficiente tiempo como para que
me alarme, pero luego consigue ponerse de pie. Una vez que
llega a los portones, se detiene y se tambalea. Su capa, si es
que la tela hecha jirones que le cuelga de los hombros puede
llamarse así, le ondea a la espalda. Uno de sus brazos cuelga,
inerme.
Me olvido de la aguja y el hilo en el regazo. Está
claramente herido. ¿De dónde ha salido? ¿Cuánto ha tenido
que viajar para llegar hasta la ciudadela?
El hombre alza el brazo en un gesto de súplica. Espero que
los guardias abran las puertas. En cambio, se oye un grito, y
ahogo una exclamación al ver que el hombre se sacude y
aterriza de boca en la nieve.
Me inclino hacia delante y apoyo la nariz contra el cristal
helado para ver mejor. Se le clava una flecha en el hombro.
Le han disparado.
Una calma helada me cubre. Dejo a un lado los enseres de
costura. ¿Así responde el rey a las peticiones de ayuda?
Echo mano del arco y el carcaj y desciendo las escaleras a
toda prisa. Abro de golpe una de las puertas y cruzo el patio a
grandes zancadas.
—¡Abrid los portones! —grito.
Uno de los guardias en la muralla dice en voz alta:
—Se nos prohíbe abrir las puertas, mi señora. Son órdenes
del señor.
Encoco la flecha y tenso del todo la cuerda antes de que
acabe la frase. Si tuviese menos autocontrol, ya le habría
atravesado el ojo.
—Como reina vuestra que soy —digo con un deje de
desprecio en la voz—, os acabo de dar una orden. Vais a abrir
los portones, hombres, o bien el rey sabrá de vuestra
desobediencia. —Hay una pausa—. ¡Ahora!
La puerta retumba; los goznes chillan. Se abre poco a poco.
El hombre yace en la nieve. Acudo presta a su lado y me
envaro. No hay transparencia alguna en su piel, no tiene el
contorno nebuloso. Este hombre es humano, de carne y hueso.
Imposible.
La sangre le oscurece la capa. El pecho sube y baja en
inspiraciones superficiales. Tiene amplios trozos de piel
ennegrecida en las manos y la cara, que no lleva cubiertas.
Conozco bien las señales de la congelación. Hace años casi
pierdo dos dedos en una cacería particularmente gélida.
Despacio, me pongo en pie.
—Vosotros tres. —Señalo a un grupo de guardias que se
han acercado a investigar—. Llevad a este hombre al
dispensario, deprisa.
A pesar de su confusión, obedecen a trompicones: cargan
con él escaleras arriba y atraviesan el salón que da al ala oeste.
El dispensario es una estancia con cinco catres, una mesa
repleta de tarros con ungüentos y hierbas, y una chimenea.
Tengo un vago recuerdo de este lugar, de los primeros días
después del ataque.
Alba y sus dos aprendices ahogan un grito al ver al hombre.
—Ponedlo en la cama —ladra Alba, y rodea la mesa de
trabajo. La mujer espectral es rechoncha y tiene unos ojos
amables que se han endurecido tras ver tantas heridas.
—¿Puedo ayudar? —pregunto. El hombre está pálido como
un cadáver.
Alba me pasa un cuchillo.
—Córtale las ropas y cúbrelo con mantas. Tenemos que
calentarle el cuerpo, pero despacio, o de lo contrario se le
parará el corazón. Voy a calentar agua. —Lo contempla,
confusa—. Está vivo. Vivo de verdad. Como…
Su mirada vuela hacia mí antes de ponerse en acción.
Con movimientos desapasionados, pragmáticos, le arranco
la ropa al hombre y revelo la piel desnuda. La escena es
escalofriante: heridas abdominales profundas, muslos rasgados
que supuran una sangre que mancha las sábanas blancas.
Empiezo a apilar mantas encima de su cuerpo. Las
aprendices de Alba echan más leña al fuego. Ella le toca la
frente al hombre cada poco, y asiente para sí.
—Está entrando en calor.
Acto seguido, centra su atención en la flecha que le asoma
del hombro.
—Esa flecha es de nuestros soldados —dice, y cruza una
mirada conmigo.
—Sí.
El desagrado quiebra la máscara de calma de Alba.
—Bestias. Una vida es una vida. Sujétalo. Si se despierta
mientras intento extraer la flecha, podría acabar introduciendo
más la punta.
No tengo la fuerza necesaria para sujetar a un hombre
adulto, así que me tumbo sobre su pecho y lo inmovilizo con
mi propio peso.
El hombre es joven, demasiado para perder la vida. ¿Cómo
diablos ha conseguido atravesar la Sombra? Como prometida
del Rey Escarcha, a mí se me concedió inmunidad ante la
influencia de la barrera. A este hombre no. ¿No debería
haberse convertido en espectro?
Alba extrae la punta de la flecha y la sangre sale a
borbotones. Una aprendiz aplica presión con un paño para
contener el sangrado. Acto seguido limpia la herida y empieza
a coser la piel.
Estoy vendando la zona afectada cuando, de pronto, un
viento frío me recorre la columna y me hormiguea en la piel.
—¿Qué es esto? —Un siseo repta hacia nosotras desde la
puerta.
Se me acelera el pulso a pesar de la calma que mantengo en
el exterior. Me preparo para la batalla en ciernes y me
enderezo lentamente. Les lanzo a las sanadoras una mirada
muda que viene a decir que no se preocupen. El rey está
disgustado conmigo, no con ellas.
La forma del Rey Escarcha oscurece el umbral. Le cuelgan
los cabellos sueltos, enmarañados, mucho más despeinados de
lo que he visto hasta ahora. La piel ha perdido por completo el
color, excepto por dos franjas rojas que le cruzan esos
pómulos afiladísimos, así como el vivo rubor de su boca.
Tiene el dobladillo de la camisola manchado de sangre, y
varias hendiduras en la placa pectoral de la armadura, como si
acabase de regresar de una batalla. La lanza no está a la vista,
pero no por ello resulta una estampa menos aterradora. Vaya si
aterra. Una rabia atronadora le asoma al semblante como una
nube de tormenta. Arrastra consigo el hedor de la muerte.
—Hola, esposo. —Me acerco hasta él y le tomo de la mano
—. Tenemos que hablar.
Él frena en seco. Yo lo llevo a empujones hasta el corredor.
Me sigue, gruñendo por lo bajo como un maldito animal.
Una vez que se cierra la puerta y tenemos algo de
intimidad, se aparta de mí de un tirón.
—Me dicen mis guardias que le has dado cobijo a un
hombre del exterior. ¿Es cierto?
—Lo es. —Me planto, brazos en jarras—. ¿Y qué?
—¿Te das cuenta de lo que has hecho?
—¿Salvarle la vida a una persona?
Tensa y destensa las aletas de la nariz. Hasta el último
resquicio de mi ser quiere apartarse de su cercanía. Es un
depredador y está demasiado cerca.
—Has invitado al enemigo a mi casa —dice.
Las palabras me conceden una pausa. En el poco tiempo
que hace que conozco a mi marido, he aprendido algo: para él,
todo el mundo es un contrincante.
—¿Por qué dices que ese hombre es un enemigo? —
pregunto.
—¿Lo has mirado a los ojos?
—No. Estaba demasiado ocupada intentando que no se
desangrase.
—Por supuesto —dice, como si ya esperase semejante
desliz.
Enderezo la columna ante el agravio en su tono. ¿Cómo se
atreve?
—Te voy a decir lo que sí he visto: un hombre herido y
perdido que vino a tu ciudadela en busca de ayuda. Y que, a
cambio, se llevó un flechazo. —Pronuncio cada palabra, una
por una, con una rabia puntiaguda, diamantina—. No se mata a
un hombre desarmado.
—No está desarmado. Y ya no es un hombre.
Por la razón que sea, me trago la contraargumentación. Ese
hombre herido no llevaba armas, pero ¿puede ser que se me
haya pasado algo?
—No iba a dejar que su muerte me pesase sobre la
conciencia, así que actué. No me arrepiento.
Ya hay demasiada muerte en la Grisura. No podía permitir
que una persona más corriese el mismo destino.
Los ojos azules del rey llamean como un fuego frío. Pasa
otro instante y dice:
—No tenías autoridad para tomar semejante decisión.
—¡Tengo toda la autoridad! —exclamo, y le clavo el índice
en el pecho con dureza. Se pasa la mano por el punto donde le
he puesto el dedo, perplejo—. Yo no soy ningún abrigo que se
pueda colgar de un gancho y dejar olvidado. Vivo aquí, como
aquí, duermo aquí. Así que sí, si decido salvar a este hombre,
así será. No hay nada que puedas hacer al respecto.
—No sabes quién es —gruñe, e invade mi espacio
personal. Choco de espaldas contra la pared. El aroma a cedro
me envuelve, intenso y limpio, bajo toda la sangre que lleva
pegada al uniforme—. Podría haber venido aquí con intención
de matarme, o de matarte a ti. Podría ser una trampa.
Oh, vaya si habré oído ridiculeces, pero esta se lleva la
palma.
—Supongo que tienes razón. Con toda la sangre que ha
perdido, está claro que podría levantarse de un salto al
momento y apuñalarte en el corazón.
Ese corazón frío e insensible que pienso atravesar muy
pronto.
Una pequeña muesca hunde la piel entre sus cejas negras.
—Te estás burlando de mí.
—¡Pues claro que me estoy burlando de ti! —exclamo con
una risotada incrédula—. Aunque hubiese venido a matarte, no
tendría la menor oportunidad ahora mismo. ¡Está medio
muerto!
—Eso es irrelevante —contraataca—. Si una persona ha
conseguido atravesar la Sombra, ¿quién será la siguiente? Está
empezando a crecer una fuerza contra la que no sé si podré
seguir luchando mucho tiempo más.
—Digas lo que digas —replico—, no pienso darle la
espalda a alguien que necesita ayuda. Ni siquiera a ti.
Esa última frase se me escapa involuntariamente.
El Rey Escarcha abre la boca. Entonces, como si digiriese
por fin lo que he dicho, la cierra. Desciende sobre nosotros un
silencio incómodo. ¿Lo he dicho en serio? Por supuesto que
no. La verdad es que me sorprende haber pronunciado esas
palabras.
—Espera —digo—. ¿Ese hombre pasó por la Sombra?
Pensaba que los muertos eran los únicos que podían entrar en
las Tierras Yermas.
Se pasa una mano enguantada por el mentón, con lo cual
consigue llenarse más de mugre.
—Así sería, si la Sombra siguiera intacta.
—¿Qué?
Me lleva de nuevo al dispensario. Alba y sus aprendices
han hecho mutis; probablemente es mejor así. El rey se acerca
al hombre herido y le levanta uno de los párpados. Ahogo una
exclamación. El ojo es completamente negro: pupila, iris,
esclerótica.
—¿Ves esto?
Hace un gesto hacia lo que yo había tomado por señales de
congelación. Al mirarlos más de cerca, me fijo en que esos
parches negros están debajo de la piel del hombre. Parecen
tener vida; se crispan y retuercen, componiendo manchas
amorfas.
Se me encoge el estómago de puro rechazo ante lo que veo.
—Parece que se está convirtiendo en un umbrandante.
—Eso es justo lo que está pasando.
No puede ser. No, no, no, no puede ser. Un trozo de piel
aún más negro aflora bajo la barbilla del hombre y luego
vuelve a desaparecer.
—¿Qué vas a hacer con él?
—Hay que matarlo. Voy a decirle a Alba que le administre
belladona. Es veneno, pero no le causará dolor.
Es más de lo que habría esperado de él.
—Hablando de umbrandantes. —Le dedico una mirada
expectante; me niego a ceder terreno—. ¿Alguna noticia del
sombrío amigo que ronda por la ciudadela?
Han pasado días desde que lo perseguí por el laberinto que
es este lugar, pero no es algo que vaya a olvidar fácilmente.
—No —dice el Rey Escarcha—. Nada.
Se pinza el puente de la nariz, los ojos cerrados con fuerza.
—¿Habían entrado antes en la ciudadela?
—Las protecciones son las más fuertes que tengo en mi
poder. Nada entra ni sale sin mi conocimiento. No puede
entrar nada sin que yo lo sepa. Nada.
Y, sin embargo, así ha sido.
Centro la atención en esa desagradable raja que tiene en el
antebrazo, en la manga rasgada. No parece darse cuenta de que
se le derrama la sangre.
—Estás herido.
—Sobreviviré.
Sí que sobrevivirá, sí. Pero digo:
—Podría infectarse. Puedo limpiártela.
No sé de dónde vienen estas palabras. Por mí, que se le
pudra. Pero el rey acudió a mí en un momento de gran peligro
en el que podría haber muerto por las heridas resultantes del
ataque. No he podido olvidarlo.
—No tardaré mucho.
Cambia el peso de un pie a otro. Así de fácil: he puesto
incómodo al Rey Escarcha.
—Aunque me cures, no te deberé nada, esposa.
Como si me importase que me debiese algo. Paso a su lado
y digo por encima del hombro:
—Por aquí.
Sé que me seguirá del mismo modo que sé que el sol saldrá
por el este. El rey puede negarlo tanto como quiera, pero estoy
segura de que despierto su curiosidad.
Y alguna parte retorcida y diminuta de mí misma también
siente curiosidad hacia él.
—Siéntate. —Hago un gesto hacia el catre vacío.
Se sienta.
Echo agua en un cuenco, agarro un paño y acerco un
taburete. Se envara cuando le agarro el brazo y me lo acerco
para inspeccionarlo. Está tan tenso que casi parece una avispa
que no deja de dar vueltas y vueltas.
—¿Cómo te la has hecho?
Tiene una muñeca fuerte y sólida, el antebrazo cubierto de
vello negro. Siento su piel de alabastro cálida al tocarla. Me
mira mientras le subo la manga.
—Hubo una batalla. Los aldeanos consiguieron abrir una
brecha en la Sombra. Necesita más de tu sangre.
Trago saliva ante la idea de tener que volver a esa barrera
horrible y hambrienta.
—¿Tan pronto?
¿Por qué se está debilitando el poder del rey? ¿Por qué se
desvanece? No tengo respuesta alguna.
—¿Y por qué no se te ha curado la piel sola? Se curó
cuando…
—¿Cuando me apuñalaste?
Pues sí.
—Sí.
—No estoy seguro —dice mientras le limpio la herida—.
Es posible que sus armas contengan alguna clase de poder que
anula la capacidad sanadora de mi cuerpo. No se detendrán
hasta matarme.
No es ninguna sorpresa. Hasta la cuerda más resistente se
deshilacha si se le aplica presión constante.
—¿Y dónde iban a encontrar ese tipo de armas?
—He ahí una pregunta para la que aún no he hallado
respuesta.
Me aplico en silencio a la tarea de curarle la herida.
Nuestras rodillas se tocan; el calor que irradia su cuerpo me
recorre como olas contra una orilla. Los hombros del rey
tensan la tela de su túnica manchada. Huele a hombre.
—Qué suave tienes la piel —murmura mientras estudia con
atención mis manos, que le vendan el brazo. Algo en su
expresión se ha derretido, creo vislumbrar.
—No hay suavidad alguna en mí.
Y así ha de ser; es el único modo de garantizar mi
supervivencia. ¿Cómo podría haber cuidado de Elora si
hubiese permitido que la vulnerabilidad me nublase el juicio?
Resulta que nadie quiere un corazón tierno, así que yo
endurecí el mío.
—Eso piensas tú —dice—, pero tus actos evidencian lo
contrario.
El rey se equivoca, pero no me molesto en discutírselo.
—Hablas como si esta teórica suavidad fuese negativa.
—Lo es si pretendes protegerte del peligro.
—¿Y cómo iba a hacer tal cosa? —contraataco—.
¿Aislándome del resto del mundo, quizá?
De nuevo, ese silencio obstinado.
—¿Eso es lo que piensas, que este aislamiento ha sido
decisión mía?
No sé qué pensar. No me ha dado respuestas.
—No todo el mundo pretende hacer daño. —Corto el
extremo de la venda y empiezo a hacerle un nudo. «¿Quién te
ha hecho daño?», me pregunto. «¿Por qué albergas tanta
desconfianza?»
—Nadie puede conocer del todo el corazón de un hombre.
—Hace un gesto hacia el paciente inconsciente—. ¿Quién sabe
si no has condenado a este hombre a un destino mucho peor?
He experimentado todo tipo de cosas horribles en la vida:
pérdida, pesadumbre. He luchado con todas mis fuerzas, pero
aun así prefiero ver el lado luminoso de la vida, por más que el
inmortal que tengo enfrente no vea sino oscuridad.
—¿Y si hubieras sido tú? —le digo en tono desafiante—.
¿Debería haberte dejado morir?
Está claro que no sabe cómo interpretar mi pregunta,
porque me recuerda con voz preñada de frustración:
—Yo no puedo morir.
Nuestras miradas se engarzan la una en la otra. Suenan
golpecitos en la puerta.
—Adelante —entona el Rey Escarcha.
—Mi señor. —Un soldado pasea la mirada entre nosotros y
se apresura a apartarla—. Ha aparecido otro agujero en la
Sombra, hacia el norte. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
El rey se pone en pie. Si la Sombra se debilita, ¿podría
desmoronarse por completo? ¿Significa eso que yo podría
regresar a Bosquelinde?
—Yo me encargo de esa brecha en el norte. Ven, esposa.
—Me llamo Wren. —Mientras me acerco a tirar por la
ventana el agua sucia de sangre, murmuro—: Y de nada.
15

V
iajamos deprisa. Atravesamos la tierra blanca sobre la
montura negra del rey. Estoy apretada e inclinada hacia
delante en la silla de montar, con el rey a la espalda.
Avanzamos con un sonido atronador.
Algo horrible aguarda en la Sombra. Se va a derramar
sangre, estoy segura. La única duda es cuánta.
El umbrandante, Faetón, recorre un camino irregular. La
tierra se alza en una elevación constante; a medida que
avanzamos, nos topamos con más y más árboles arrancados de
sus raíces por culpa de avalanchas y de esas tempestades
brutales. La nieve se retira en presencia de las paredes rocosas
desnudas.
—Dime qué nos aguarda ahí delante —digo con la cara
oculta para protegerme del azote del viento.
El umbrandante salta sobre un árbol caído y salva el
obstáculo sin dificultad. Sus sombras vuelven a solidificarse
cuando aterriza con las cuatro patas de nuevo en el suelo.
—Los mortales están irrumpiendo en mis tierras ahora
mismo, mientras hablamos. El resto de mis fuerzas llegarán
pronto. Les he dado permiso para matar a discreción.
Un arroyo congelado brilla entre dos colinas como una veta
de plata derretida, pero cuando lo atravesamos y seguimos
ascendiendo, la luz momentánea que despide se desvanece tras
el terreno.
—Prepárate para lo peor —me advierte el rey.
Faetón avanza en un liviano galope; la nieve y el barro
saltan ante el golpeteo de sus cascos. Ascendemos,
ascendemos, ascendemos sin cesar, más allá de la arboleda,
donde la tierra se extiende ininterrumpida. Aparece la
tenebrosa Sombra, la franja curva del Les. Hace semanas, toda
ella era prístina. Ahora la barrera está agujereada, los bordes
tiemblan.
La violencia estalla de improviso. Será ahora cuando
descubra si puedo lidiar con ella, si seguiré en pie o caeré de
rodillas. El suelo está cubierto de cadáveres. El metal chirría
en el aire mientras los soldados del rey obligan a retroceder a
golpes a las hordas de aldeanos, cuyas botas gastadas y ropas
finas parecen colgar de sus cuerpos famélicos. Algunos apenas
pueden enarbolar un arma.
Y, sin embargo, se derraman por los huecos de la Sombra;
hay cientos de ellos, buscando desesperadamente venganza, un
cambio. Al atisbar al Rey Escarcha se abalanzan sobre
nosotros. Yo me agarro al brazo que me rodea la cintura.
Un cambio sacude a los aldeanos. De sus extremidades
brotan sombras como niebla, se les cierran los ojos y se les
hinchan las pupilas como rastrojos crecidos. Sus manos se
convierten en garras.
Umbrandantes.
Se me hiela la sangre. La oscuridad se alimenta de los
bordes de sus pieles. Es como si la irrupción de los aldeanos
en las Tierras Yermas hubiese contagiado de corrupción sus
cuerpos mortales.
Cuando el primer umbrandante llega hasta nosotros, el Rey
Escarcha traza un arco con la lanza. Se derrama sangre. La
criatura cae, pero otro mortal corrompido ocupa el mismo
lugar. Y otro. Y otro.
Es un matadero. La nieve se tiñe de rojo y los cadáveres se
alzan como colinas. «Prepárate para lo peor», había dicho.
Jamás habría imaginado algo así de horrible.
—¡Tienes que alimentar a la Sombra con tu sangre! —grita
el Rey Escarcha al tiempo que aparta con la lanza una flecha
que iba directa hacia él. De la punta de la lanza salen volando
esquirlas de hielo. Los gritos se multiplican por docenas
cuando el hielo muerde la piel de los atacantes—. ¡Es el único
modo de detener la invasión!
La armadura pectoral del rey, empapada en sangre, se
apoya fría contra mi espalda y me hiela a través de la ropa.
Hombres, mujeres, incluso niños: todos alzan armas inútiles
contra un dios. Tablones con clavos, cuerdas desgastadas,
palos de escoba y hasta baldes.
Y caen, y caen, y siguen cayendo. Cuerpos tirados por la
nieve. Bestias hundidas en el barro. Gente como yo.
—Mis hombres los obligarán a retroceder —gruñe, y
esquiva por poco un cuchillo que pretendían clavarle en la
pierna—. Estas bestias carecen de entrenamiento militar, no
debería ser difícil.
La desesperación puede compensar la falta de
entrenamiento. Durante los años de hambruna, a veces
llegaban saqueadores que atacaban Bosquelinde. La mayoría
de los aldeanos no sabía ni por dónde se sujetaba una espada,
pero conseguimos rechazarlos. Y estos de ahora ya no son
mortales. Hay que acabar con ellos.
El brazo del rey se estrecha contra mí.
—Mantén el equilibrio en la silla de montar. —Acto
seguido, grita—: ¡A mí!
Una unidad de soldados se aparta de la refriega. Se ponen
en formación y flanquean al rey, que avanza entre la multitud,
abriendo un camino estrecho a golpes. El Rey Escarcha estaba
en lo cierto: los aldeanos carecen de entrenamiento. Por todas
partes veo umbrandantes y mortales a medio transformar que
caen muertos. Un espadazo en el pecho, un vientre destripado.
Sin embargo, pronto nos vemos superados en número.
Faetón se encabrita y golpea a un umbrandante en la
columna. Algunas almas corrompidas se me aferran a las
piernas. Se aviva en mí el miedo que despierta el recuerdo de
Neumovos, aquellas manos en mi carne, mi cuerpo destrozado
en el camino. Doy un grito y le propino a uno de ellos una
patada en plena cara. El Rey Escarcha obliga a retroceder al
resto invocando un muro de viento.
—Dirígete a la Sombra —me gruñe en el oído. Dos manos
en la cintura; me alza de la silla y me coloca en el suelo.
Luego se abre camino entre lo más crudo de la refriega y
lanza vendavales contra los intrusos para hacerlos retroceder.
Alguien me lanza un tajo. Me agacho y le hundo la daga en el
vientre. Echo mano de un arco abandonado por ahí, arranco
una flecha del ojo de un hombre muerto.
Un corte en la espalda me arranca un grito. Me giro y
suelto la flecha a ciegas. Acierta justo en el ojo de un
umbrandante medio transformado. El dolor es tan grande que
sufro un espasmo en las manos y se me cae el arco.
Más allá, la Sombra palpita como un corazón oscuro.
Me abalanzo sobre ella. «Detén la corriente de invasores
que está entrando en las Tierras Yermas. Impide que se
multipliquen los umbrandantes.» Apenas un par de pasos me
separan de la Sombra. Cerca de mí, el rey batalla contra un
grupo de bestias. A través del campo de batalla, sus ojos se
cruzan con los míos.
—¡Hazlo! —aúlla. Juraría que el miedo le quiebra la voz
—. ¡Hazlo ya!
Me pongo la daga en la palma de la mano. Mi captor no
morirá hoy. No puedo perder la oportunidad de asesinarlo, no
puedo sacrificar mi plan por un momento de venganza
prematura. El momento adecuado llegará. Pronto.
El dolor brota bajo el filo del puñal. Mi sangre cae sobre la
Sombra y un remolino rojo se mezcla con la negrura. Los
agujeros se cierran como si nunca hubieran estado ahí,
pulcramente, hasta que me veo contemplando mi propio
reflejo: una mujer de ojos desorbitados que le ha fallado a su
propio pueblo. Aunque esto ayude a detener el ciclo de
gestación de umbrandantes, no solucionará nada. Estoy harta
de mi propia inutilidad. Nada de lo que he hecho ha sido
suficiente.
—Bien hecho. —El Rey Escarcha detiene la montura a mi
lado. Me contempla con aprobación… por primera vez—. Has
sido leal en un momento de incertidumbre.
Echo a andar hacia la linde del bosque. ¿De verdad cree
que le soy leal?
—Esposa.
—Necesito estar sola —gruño.
Ahora que la Sombra está fortificada, el ejército del rey no
tarda en acabar con los umbrandantes que quedan. Al otro lado
del campo de batalla, me apoyo en un árbol. Noto el tronco
áspero y frío contra el hombro. Me palpita el tajo de la
espalda, pero el dolor me centra.
Necesito encontrar a Céfiro de alguna manera.
Un grito. Abro los ojos de golpe. El suelo se aparta de mí;
un brazo me rodea la cintura, me alza por los aires y me
deposita sobre un caballo. No es el Rey Escarcha. No, el rey,
Bóreas, está en mitad del campo de batalla, con los ojos
desorbitados al ver cómo mi captor clava los talones en los
flancos del caballo al que me acaba de subir. Salimos al galope
entre los árboles y nos esfumamos.
Bajo la mirada. Una mano de garras afiladas me rodea la
cintura férreamente. Grito e intento librarme mientras el
caballo atraviesa la densa arboleda y se interna conmigo en las
entrañas de las Tierras Yermas.
El rugido del Rey Escarcha sacude la nieve de las ramas de
los árboles. No hay furia en el infierno como la de un dios a
quien se la han jugado.
16

L
ucho. No queda otra. Me revuelvo intentando arrojarme
desde la silla de montar, pero el brazo que me sujeta no
se mueve. Da igual con cuánta fuerza le clave las uñas en
el antebrazo, no le rajo la piel.
La cabalgada nos lleva hacia el este y luego al norte.
Montañas gigantescas, valles profundos, un bosque sumido en
un silencio extraño y espectral. El caballo, que carga con el
peso de dos personas, resuella con fuerza mientras el jinete lo
lleva por un sendero serpenteante que se curva, traicionero,
junto a un precipicio. A pesar de decirme a mí misma que no
he de mirar, me asomo al abismo. Abajo, muy abajo, no se
atisba más que un denso lecho de sombras.
—Estás cometiendo un error. —El caballo resbala entre
guijarros y yo me agarro al frontal de la silla de montar.
—Silencio.
Hemos dejado atrás la cornisa y emprendemos un camino
descendente de inclinación suave.
—Llévame con el rey —exijo.
—No.
—Pues déjame aquí. —Nos aproximamos a toda velocidad
a un árbol. Ahogo una exclamación. Lo esquivamos en el
último segundo—. Cuando el Viento del Norte acabe contigo,
desearás haber muerto.
Un remolino de oscuridad se me enrosca al cuello y me
roza como si de la caricia de un amante se tratase.
—El Viento del Norte no va a intentar nada. —El hombre
habla con voz gutural, como si la cantidad de dientes que le
ocupa la boca le impidiese hablar con claridad—. Tengo
prisionera a su esposa.
—Yo le doy igual. Lo que le importa es que te hayas
llevado lo que considera propiedad suya.
Hará todo lo que esté en su mano por recuperarme, porque
soy su trofeo, su preciado instrumento. No habrá maldad que
no ponga en práctica para encontrarme.
El hombre no me hace caso. La esperanza lo ciega
demasiado. Y la codicia. Se ha buscado él solo una senda que
solo tendrá un final, y dicho final no será a buen seguro la vida
eterna.
Entre la tierra y el cielo gris y uniforme, atravesamos un
claro nevado y nos sacude una cellisca que nubla el mundo
entero. El viento aúlla con una fuerza tan desatada que casi
podría arrojarme de la silla. Es el rey, cada vez más cerca.
Una enorme esquirla de hielo brota del suelo frente a
nosotros, a pocos pasos de distancia. El caballo chilla y se
encabrita. La nieve se derrite y vuelve a congelarse bajo los
cascos del animal, que se tambalea. El hombre suelta un
juramento y da un tirón a las riendas. El caballo vuelve a
encabritarse por segunda vez, y me caigo de la silla de montar.
Golpeo con la espalda el hielo. Se me encogen los
pulmones y el dolor de la herida me embarga.
Suena un grito.
Mi cabeza latiguea a un lado. El hombre está arrodillado en
el suelo, entre temblores, con las manos negras y garrudas, y
las pupilas dilatadas. Un témpano de hielo tan grueso como mi
antebrazo le ha atravesado uno de los muslos. Se inclina hacia
delante entre gimoteos mientras la sangre le corre por la pierna
mutilada y cae, humeante, en la nieve.
La oscuridad se acentúa.
Entre la penumbra se materializan dos nubes de vapor… y
dos ojos de obsidiana.
Lo que emerge solo puede describirse como una pesadilla.
Durante todo este tiempo, Faetón ha adoptado una forma
equina, pero ahora la forma del umbrandante es decididamente
salvaje, parecida a la de las bestias que campan por
Bosquelinde. Los hombros asoman torcidos entre la espalda
curva. Una cola larga y fina rematada por espinas latiguea de
un lado a otro. Y por último, los dientes: aserrados, como
dagas; de entre ellos gotean tinieblas tan densas como la
sangre.
El Rey Escarcha monta a horcajadas sobre la bestia. Apunta
con la lanza al hombrecillo acobardado. Desmonta con
elegancia y me dedica una mirada de soslayo, una breve
evaluación de la cabeza a los pies, antes de dirigirse de nuevo
a mi captor.
Se acerca con un paso lento y resoluto. La temperatura
desciende en picado. Esto no es frío. Es ausencia absoluta de
calor.
—Por favor —barbotea el hombre—. Piedad.
—Piedad. —Los ojos azules del rey brillan en ese rostro
pálido—. Los dioses no me concedieron piedad a mí.
—No sabía que era vuestra esposa, mi señor. Por favor, ¡no
lo sabía!
—Mientes.
Alza la espada y la orienta hacia el escuálido pecho del
hombre.
Se me encoge el estómago con una sensación enfermiza.
Quien no tiene nada se ve obligado a tomar malas decisiones.
Se pierde el norte, y cualquier idea de que algo podría mejorar
la vida se vuelve una obsesión. El rey toma impulso para
clavar la lanza y yo me levanto a trompicones. Me abalanzo
hacia ellos tan rápido como puedo y me interpongo en el
camino del arma.
El horror y el miedo desorbitan los ojos del Viento del
Norte. Ambos son inconfundibles.
—Esposa —dice en un ladrido—, apártate.
—Perdónale la vida. —El hombre se acurruca a mi espalda,
acobardado, mientras se deshace en súplicas llorosas a media
voz—. No sabía lo que hacía.
—Sabía perfectamente lo que hacía. Eres un trofeo que ha
pensado que podía arrebatarme.
—Está bien —digo, y alzo las manos—, quizá sí que sabía
lo que hacía. Pero piensa que ha sido decisión del
umbrandante, no del hombre que fue en su día.
El Rey Escarcha se mueve con tanta rapidez que mis ojos
mortales no consiguen seguirlo. Un parpadeo y el hombre yace
muerto, con una esquirla de hielo clavada en la garganta.
—¿Te ha hecho daño? —Antes de que pueda responder, me
recorre el cuerpo con las manos en busca de heridas.
Me ha tocado. Es la primera vez que me toca.
Me pasa la mano por la espalda y doy un respingo
acompañado de un siseo de dolor. Se queda inmóvil.
—Umbrandante.
Aparto la mirada ante la intensidad de la suya. Me acaricia
la curva de la espalda con la mano derecha. Dedos suaves,
enguantados. Incluso tiernos.
—¿Me permites que la vea?
Sin pronunciar palabra, me giro y le enseño lo que supongo
que es una visión horrible. Me examina sin hablar.
—¿Está muy mal? —pregunto.
—Tendrás que ir a ver a Alba cuando regresemos. Tienes
varias heridas, pero ninguna es profunda.
Digiero el dato con pánico creciente.
—¿Me quedará cicatriz?
El silencio se alarga aún más que el anterior. Quizá está
pensando en la otra cicatriz que ya llevo conmigo.
—Seguramente no. Pondré a su disposición los bálsamos
más potentes que poseo.
No debería ser así, pero… me siento agradecida.
—Gracias. —Le echo una mirada de soslayo al hombre
muerto.
El Rey Escarcha murmura:
—No era uno de los mortales que se han infiltrado. Es uno
de mis hombres. ¿Ves la piel? —Señala una parte de su
cuerpo, cerca de la clavícula. Se aprecia en ella cierto nivel de
transparencia, si bien sutil—. Trabajaba en los campos. Hace
tres días que no se dejaba ver por el trabajo. Me preguntaba
adónde habría ido.
Atrae con un silbido a Faetón, que ha vuelto a adoptar
forma equina. El rey monta y me tiende la mano. Tras una leve
vacilación, la acepto. Dedos fuertes y encallecidos se cierran
sobre los míos. Con un fuerte tirón del brazo, me sube a la
silla.
No quiero ni preguntar, pero he de hacerlo:
—¿Y ahora qué?
—Ahora vamos a pasarnos por Neumovos.

Llegamos a Neumovos cubiertos de mugre; restos de


cadáveres cubren nuestras ropas y se nos pegan al pelo. La
aldea parece abandonada, la plaza está vacía. La nieve se
amontona sobre los tejados de paja.
A pesar de la baja temperatura, el sudor me baña la piel
bajo el pesado abrigo que llevo. El Rey Escarcha enarbola la
lanza en la mano izquierda y sostiene las riendas con la
derecha.
—¿Qué vas a hacer? —susurro, y me paso la lengua por los
labios agrietados.
Su respuesta me agita los cabellos de la coronilla.
—Aún no lo he decidido. Si uno de los miembros del
servicio se ha vuelto contra mí, es probable que otros también
lo hayan hecho. Si la corrupción se ha extendido…
El rey azuza a Faetón para que avance. Nos internamos al
trote por el camino principal. Los cascos repiquetean contra la
piedra. Por el rabillo del ojo capto movimiento; una cortina
que acaban de correr, como si quien esté detrás nos hubiera
estado espiando.
El Rey Escarcha me aprieta contra sí con el brazo con el
que me rodea la cintura, como si quisiera mantenerme cerca.
—Estás a salvo —murmura, y suelto el aliento, despacio.
—¡Pueblo de Neumovos! —dice con voz atronadora—.
Tenéis una hora para reuniros en la plaza del pueblo, o bien
todas vuestras vidas serán entregadas al Abismo.
Aparte de la brisa nevada, nada se mueve. Como si sintiese
la frustración de su jinete, Faetón caracolea.
—¡Pueblo de Neumovos —gruñe el rey—, responded a
vuestro rey!
Una descarga de hielo reduce a astillas una de las puertas.
En el interior se oyen gritos.
Me quedo helada. Una familia de cuatro personas sale a la
calle, arrebujadas todas en abrigos hechos jirones. El sol de
media tarde les ilumina los rostros aterrorizados.
Resulta que no hace falta una hora; la plaza se llena en
apenas unos minutos. El rey desmonta. Su impresionante
altura empequeñece a los aquí reunidos.
—Pueblo de Neumovos —dice—, ¿sabéis por qué os he
convocado aquí?
La multitud se agita como ondas en un estanque quieto.
Nadie se atreve a hablar.
—Habéis intentado amotinaros contra mí —dice en tono
seco—. Habéis amenazado la paz de las Tierras Yermas, y con
ella, el equilibrio que tanto me he esforzado por conseguir.
Cada palabra es como una piedra afilada. Los aldeanos se
encogen. Yo aprieto las riendas entre las manos.
—Esta noche, uno de los vuestros ha intentado raptar a mi
esposa, a quien casi matasteis a golpes hace apenas unas
semanas. A petición suya, no vine a arrojaros a todos al
Abismo. —Se oyen un par de exclamaciones ahogadas entre la
multitud—. Pero, esta vez, no sé hasta dónde alcanzará mi
misericordia.
Ha vuelto a mencionar el Abismo. Imagino un pozo enorme
en el centro de las Tierras Yermas que sirve de castigo para los
peores criminales. El rey alza aún más alto la lanza y alguien
suelta un gimoteo. Aprieto los dientes ante la escena. Un único
individuo corrupto no puede servir para incriminar a toda una
aldea. El Rey Escarcha es demasiado fuerte, está demasiado
borracho de poder.
—No hemos sido nosotros, mi señor, ¡lo juramos!
El rey esboza una mueca de desdén.
—Eso queréis que crea.
—Sabemos de quién habláis —dice un hombre que se abre
paso entre la gente—. Se llama Oliver. En las últimas semanas
había empezado a… cambiar. —El hombre baja la mirada,
incómodo—. No sabemos cómo ni por qué había cambiado,
mi señor. Solo sabemos que no era el hombre que fue en su
día.
—¿Pretendes que crea que solo uno de vosotros me ha
traicionado, que los demás no piensan atentar contra mi vida o
hacerle daño a mi esposa? ¡Explícame por qué no debería
arrasar esta aldea hasta que no queden más que escombros! —
exclama el rey. Una luz terrible se le derrama por los ojos—.
Explícame por qué no debería enviaros a todos al Abismo.
Un viento helado echa abajo el edificio más cercano. Los
gritos se multiplican mientras el polvo se asienta. El rey
apunta con la lanza a otro edificio calle abajo, apenas un
porche hundido y paredes apoyadas entre sí.
—Espera. —Me apresuro a desmontar y lo agarro del brazo
—. Ya se lo has dejado claro.
Despacio, la mirada furiosa del rey se posa sobre mí. Oigo
un susurro en mi cabeza: peligro. Cada parte de mi ser quiere
esconderse, mostrarse pequeña, indefensa, inofensiva, pero
reprimo el impulso.
—Les habrá quedado claro cuando todo este pueblo no sea
más que escombros —afirma— y aquellos que me han
traicionado hayan sido castigados.
—¿Y luego qué? —replico con un gesto hacia los
lugareños arracimados—. ¿Quién protegerá tu preciosa
ciudadela? ¿Quién te cocinará? ¿Quién te vestirá, vigilará tus
puertas o se ocupará de tus caballos? —Parpadea, señal de que
no había caído en nada de eso en medio de la rabia—.
Necesitas a esta gente. Necesitas la aldea.
—Yo no necesito a nadie —dice.
Cree que no necesita a nadie, pero me parece que no es
verdad.
—¿En serio piensas que esta gente está en connivencia con
los que han atacado la Sombra? Échales un vistazo: no tienen
nada.
Ya les ha quitado todo lo de valor; sobre todo, su
autonomía.
—Por favor, mi señor. —Una mujer con las mejillas
agrietadas se postra a los pies del rey—. Os juramos que no os
hemos traicionado. Hace tiempo que los espíritus están
hambrientos. Su corrupción se extiende.
—Creo que sabes que no tuvieron nada que ver con el
ataque —le digo con voz baja y uniforme—. Me parece que lo
único que haces es buscar a alguien a quien echarle la culpa.
El Rey Escarcha ruge de frustración. Es entonces cuando
un anciano se adelanta. El bastón que sostiene en la mano
tiembla.
—Mi señor, si me permitís que os lo diga, al final de esta
semana vamos a celebrar la víspera de Medinvierno. Habrá
comida, música y… bailes. —Su mirada se vuelve brevemente
hacia mí—. Sería un honor recibiros a vos y a vuestra esposa.
Permitid que os compensemos por el dolor que os hemos
causado a ambos. Borrón y cuenta nueva, si preferís verlo así.
En cuanto el Rey Escarcha abre la boca, le engancho la
mano en el brazo y lo detengo.
—Apreciamos el gesto —le digo al hombre— y aceptamos.
17

–T
enéis un aspecto encantador, mi señora.
Me aparto del espejo y le muestro a Orla una
sonrisa tensa. Ella cierra la puerta de mis aposentos
y deposita un cesto de ropa limpia a los pies de la cama.
—No es gran cosa.
—Tonterías. —Con delicadeza, me obliga a girarme de
nuevo hacia el espejo y se coloca a mi lado—. Es más que
suficiente.
No había planeado ponerme un vestido. Si por mí fuera, me
pondría los pantalones, el viejo abrigo de pelaje y las botas
recias de siempre. Orla, sin embargo, ha insistido en que me
ponga un vestido. De hecho, me ha amenazado con
despellejarme viva si me vuelvo a poner esos harapos, tal y
como ha formulado en tono mordaz.
Una lana del color de la medianoche ensalza el tono marrón
cálido de mi piel. Esta prenda de mangas largas tiene una
forma sencilla: un corsé sobre la tela y una falda holgada que
me llega justo por encima de los tobillos. El corpiño es toda
una obra de arte, un mapa de remolinos hechos con hilos de
plata. Unas botas suaves y gastadas asoman bajo el dobladillo
de la falda.
Esta noche, el rey y yo asistiremos al festival de la víspera
de Medinvierno.
Orla se ha pasado los últimos tres días confeccionando este
vestido solo para la velada. Muchas horas de tomar medidas,
cortar, decorar, coser y de «¡estaos quieta, por el amor de los
dioses!». Orla y dos criadas me han restregado la piel hasta
dejarla brillante, con cuidado de no hacerme daño en la
espalda recién sanada, y luego me han recogido los espesos
cabellos en una única trenza con un lazo de plata entrelazado.
Me han quitado todo el vello rebelde, me han oscurecido los
ojos con kohl y se han quejado al verme las uñas mordidas y
los pies con ampollas.
Orla tiene razón: la mujer del espejo es encantadora.
También es una desconocida.
No tiene las mejillas llenas de mugre ni sangre bajo las
uñas. De no ser por la cicatriz, cualquiera diría que estoy
mirando a Elora. Tengo las palmas de las manos sudadas, me
las restriego en el vestido. Nervios. Estoy cada vez más
nerviosa a medida que pasa la velada. Tantos bailes y
acicalamientos pertenecen al reino de Elora, pero Elora no está
aquí. Quizá, si juego bien mis cartas, el rey me permitirá
visitarla pronto. Aunque sea una sola noche. No creo que el
Rey Escarcha vaya a vengarse de Neumovos. Por más rígido
que sea, posee un inesperado grado de honor. Me preocupa
más que vayamos a asistir al festival como marido y mujer, lo
cual implica pasar horas en su compañía, cuando apenas
consigo pasar un día entero sin soltarle alguna pulla o lanzarle
algún insulto subrepticio. Hay muchas partes del rey que no
comprendo; me frustra sin medida.
—Vamos a ceñiros un poco más. —Orla intenta dar un
tirón tentativo a los nudos del corsé.
—Ya no se puede apretar más.
—Tonterías. Un par de tironcitos más no supondrán mucha
diferencia.
Así que tira. Y tira.
Y tira.
—¿Qué tipo de adorador del diablo ideó este instrumento
de tortura? —gruño. El color empieza a abandonar mis labios
cuanto más tira Orla de los nudos.
—Meted la barriga, mi señora.
—Ya estoy metiendo la barriga —digo entre dientes. El
corsé me aprieta tanto el torso que me debe de estar
recolocando los órganos.
—Un… —Tirón—. Tironcito… —Tirón—. Más.
Suelto todo el aire: las costillas se me clavan y el estómago
se me aloja en algún lugar cercano al esternón.
—Ten piedad de mí, mujer.
—Listo.
Orla, satisfecha, da un paso atrás y contempla su obra.
Milagro de todos los milagros, ahora tengo cintura, aunque me
haya tenido que tallar como una estatua para conseguirlo.
Hacía tiempo que no comía tan bien; desde que llegué, he
aumentado de peso.
—Gracias —susurro, y abrazo a mi criada—. Por todo. Has
sido una verdadera amiga para mí todo este tiempo. —Una
amiga de muchas maneras. También ha sido una madre—. Te
agradezco mucho todo lo que has hecho, Orla.
Mucho más tendría que agradecerle.
Me da unas palmaditas en el hombro y se aparta, los ojos
brillantes.
—Tonterías. Os lo merecéis. —Esa cara redondeada que
tiene brilla de felicidad—. Disfrutad de la velada, mi señora.
Saco un abrigo de piel del armario y desciendo las escaleras
hasta el enorme recibidor. Un viento seco y hueco viene a mi
encuentro en cuanto salgo al exterior. Mis tacones repiquetean
contra la piedra gris; cruzo el patio y me dirijo a los establos.
Siento la sangre caliente y desbocada, el pulso alterado por
motivos a los que no sé poner nombre.
Los establos huelen a paja y desprenden un resplandor
dorado bajo las linternas enganchadas a las vigas. El Rey
Escarcha le está colocando la silla de montar al corcel. Se gira
al oír que me acerco.
La tela negra de su capa circunda una camisola ligera de
color gris, un tono parecido al del lazo que me rodea la
cintura. Pantalones color carbón cubren sus largas piernas,
esos muslos duros y poderosos. Lleva los rizos negros
recogidos, aunque un par de mechones se las han arreglado
para escapar del nudo que los sujeta.
—Tienes… buen aspecto. —Se me escapan las palabras en
un balbuceo torpe.
El Rey Escarcha frunce el ceño. Esperaba una patada en las
costillas y en cambio le han rascado tras las orejas. Unos ojos
hostiles y fríos me recorren desde la punta de las botas hasta
los mechones de pelo que me enmarcan el rostro. La fría
rigidez que percibo es nueva, arraigada en una sensación fuera
de lugar.
—¿Estás lista? —pregunta.
Una inesperada punzada de dolor. No estoy segura de qué
me enfada más: esa parte pequeña e insegura de mí misma que
esperaba que me devolviese el cumplido, o bien haberme
permitido creer que esta noche sería diferente de otras
interacciones intolerables. Estoy haciendo un esfuerzo; lo
mínimo que podría hacer él es intentar lo mismo.
—Supongo —murmuro.
Estrecha la mirada.
—Si tienes algo en mente, dilo.
—No importa.
—Otra mentira.
Está bien. Él se lo ha buscado.
—Podrías hacerme un cumplido por una vez. A fin de
cuentas, soy tu esposa.
Me mira como si le hubiese propuesto desnudarse.
—¿Un cumplido?
—Sí, un cumplido. Podrías decir algo como: «Te sienta
bien ese vestido» o «Ese color realza tu tono de piel».
Supongo que parte de mí anhela un poco de amabilidad,
aunque sea en forma de palabras vacías.
Faetón piafa mientras el rey acaba de apretar las hebillas,
para acto seguido enderezarse con aspecto dolorosamente
incómodo, lo cual hace que yo misma también me sienta
incómoda. ¿Habré hecho algo para ofenderlo?
La falta de respuesta por su parte me provoca calor en las
mejillas.
—Da igual.
No sé ni para qué me molesto.
A pesar de que me ofrece la mano para subir a la silla,
prefiero subir yo sola. Una vez colocadas las faldas, él sube a
mi espalda, las caderas pegadas a las mías y esos muslos
recios apretados a la parte exterior de mis piernas. Cada punto
de contacto entre los dos me quema. Me siento como si
estuviera en medio de una hoguera.
Con un golpe de riendas echamos a trotar. Atravesamos los
portones, que se cierran con estruendo tras nosotros. Luego, lo
único que hay es cielo negro, tierra blanca, árboles
ennegrecidos. El mundo.
El abrigo de piel me proporciona una calidez adecuada a la
temperatura, aunque el calor que emana del cuerpo del Rey
Escarcha serviría para ahuyentar hasta el frío más fiero. Pierdo
la cuenta de cuántos árboles, a cuál más esquelético, dejamos
atrás. Me sorprende que no nos demos prisa. Cuanto antes
lleguemos, antes podremos marcharnos.
—¿Tu pueblo celebra la víspera de Medinvierno? —me
pregunta.
Llevamos tanto tiempo en silencio que la voz del rey me
saca, sobresaltada, de la modorra en la que me he sumido. Me
deslizo hacia un lado en la silla, pero él me agarra de la
cintura. Me rodea el torso con un brazo pesado. Está calentito,
así que no digo nada.
—Perdona, ¿qué decías?
—Que si tu pueblo celebra la víspera de Medinvierno.
—Sí. —Los días son grises y lúgubres, pero en esta noche
suele haber fogatas, risas. Incluso esperanza, peligrosa y
elusiva. En los recuerdos más antiguos que tengo de
Medinvierno están mis padres, borrosos. Por eso los atesoro
tanto—. Es el día en que…
—… el velo entre el reino de los mortales y los inmortales
se vuelve más fino.
Frunzo el ceño, sorprendida.
—Sí. —En las alturas, un cielo limpio y moteado de
estrellas resplandece entre el dosel de ramas—. ¿Cómo lo
sabes?
Aunque no le veo el semblante, presiento su confusión.
—Puede que nuestros mundos sean diferentes, pero muchas
de nuestras creencias se solapan. En el lugar de donde vengo,
esa fiesta se denomina el Rito de Paso.
—Hoy es el día en que apelamos al Viento del Oeste —
digo—, para que traiga abundancia a nuestras tierras en los
próximos meses.
Para que anuncie la llegada de la primavera.
El rey se mantiene en silencio. Claro. Odia todo lo que
tiene que ver con su hermano.
—Me sorprende que la gente de Neumovos lo celebre —
prosigo, desesperada por expulsar este silencio—, teniendo en
cuenta que es…
—¿Una celebración de mi muerte?
—Sí —digo con una sonrisilla impertinente—. Aunque yo
no lo iba a expresar de forma tan delicada.
El Rey Escarcha resopla. Se recoloca en la silla y me roza
con la barbilla un lado de la cabeza. Nuestras caderas quedan
más cerca.
—En su día estuvieron vivos. Mantienen sus creencias, sus
métodos de adoración, incluso en la muerte. ¿Quién soy yo
para exigirles creer o no creer en algo?
—Sorprendentemente igualitario por tu parte.
Continuamos en silencio algo más, hasta que Faetón
atraviesa el anillo protector de árboles cubiertos de runas
talladas que rodea Neumovos. Esta noche, la luna es un tajo
helado, un pequeño vestigio de luz. A esta distancia capto risas
y música.
Le quito las riendas al Rey Escarcha y detengo a Faetón de
un tirón de riendas. Me bajo con gracilidad y me sacudo el
polvo de las faldas.
El rey me mira y parpadea.
—¿Qué haces?
—Desde aquí vamos a ir a pie. No quiero que intimides a
todo el mundo llegando a lomos de un temible umbrandante y
eches a perder la fiesta antes siquiera de que empiece. —Le
lanzo una mirada a Faetón; el espíritu resopla como si
estuviese molesto—. Sin ánimo de ofender.
El rey reacciona como si le acabase de pedir que se corte el
brazo.
—No son mis iguales.
—Comen, duermen, sueñan y tienen pesares, igual que tú.
—Pero yo no puedo morir.
—Por medios mortales, no.
Me dedica una mirada afilada. ¿Habré cometido un desliz?
—Aunque sea por una noche —le digo con exasperación
—, ¿no podrías fingir que no somos las alimañas que nos
obligas a ser?
—No creo que tú seas una alimaña.
—¿Y qué es lo que crees?
No responde. Desmonta y le da un golpecito a la bestia para
que se marche. Siempre he pensado que esa frialdad suya
proviene de la testarudez, que es una elección tomada a
propósito. Sin embargo, ahora me pregunto si no estaré
equivocada, si no será que no está acostumbrado a que la gente
le pregunte por su opinión. Quizá no sabe cómo comunicar lo
que piensa.
Si él se niega a responder, yo no tengo obligación alguna de
permanecer a su lado. Sin una mirada atrás, echo a andar hacia
la plaza ribeteada de antorchas. Necesito con desesperación un
trago, y quizá también tarta, aunque solo si las varillas de este
asfixiante corsé me permiten engullir algo. El Rey Escarcha
me sigue. Si no lo conociera, diría que las multitudes lo ponen
nervioso.
En cuanto nos ven, el humor jovial que impera en la
festividad se desvanece como humo al viento.
Suspicacia, cautela y desconfianza; todo ello flota, potente
y denso, en el aire. Debe de haber unos cuantos centenares de
personas presentes. Las mujeres llevan vestidos largos y botas,
y los hombres, capas pespunteadas y pantalones. Las siluetas
se emborronan bajo la luz titilante. Los niños se aferran a las
faldas de sus madres.
El Rey Escarcha se me pega a la espalda.
—Di algo —murmura.
Considero la petición menos de lo que dura un latido.
—No, creo que no. —Le palmeo el brazo sin la menor
compasión—. Buena suerte.
Se queda ahí plantado, tieso como un poste. Oh, cómo me
gusta el sabor de estas pequeñas venganzas.
—Pueblo de Neumovos —dice en un tono mucho más
sombrío del que nadie debería utilizar en una celebración—,
en el lugar del que provengo, la víspera de Medinvierno señala
el día en que mis hermanos y yo nos aliamos con los nuevos
dioses para derrocar a nuestros ancestros, que hicieron llover
llamas sobre nosotros. Es una noche de desacuerdo, una noche
de traición, una noche de muerte.
Un murmullo se extiende entre la multitud. Aprieto los
dientes. Los está asustando. Lo más triste es que no lo hace a
propósito: no tiene la menor idea del efecto que causa en los
demás.
—¿Pero esto qué es, una celebración o un funeral? —siseo,
y lo agarro del brazo. Detrás de mí, el público se remueve,
abiertamente incómodo con tantas referencias a la muerte—.
Ya me encargo yo de hablar. Y aparta eso —digo con un gesto
hacia la lanza.
Parece más agradecido que irritado. El arma desaparece y
yo prosigo:
—Seré breve porque sé que estáis ansiosos por reanudar las
celebraciones. En primer lugar, mi esposo y yo —el término ni
siquiera se me atraganta— os agradecemos la invitación a
compartir esta velada con vosotros. Espero que esta noche
marque el comienzo de una nueva relación más estrecha entre
ambas partes.
El Rey Escarcha murmura un juramento a media voz. Lo
ignoro.
—Comed, bebed, sed felices. —Alzo los brazos y exclamo
—: ¡Feliz víspera de Medinvierno!
La multitud responde a coro:
—¡Feliz víspera de Medinvierno!
La tensión se rompe, resuenan los tambores e impera el
júbilo. Los aldeanos se congregan en el centro de la plaza y
empiezan a cimbrear con esos cuerpos semitransparentes.
Alguien suelta un grito de alegría que resuena como el
restallido de un rayo; corrientes de energía se propagan por
toda la masa danzante de gente.
Veo la hoguera ceremonial casi de inmediato. En algún
momento de la velada, la gente saltará por encima de las
llamas como símbolo del final de la estación fría. Resulta
extraño ver cómo se entrega al placer, a la esperanza por el
futuro, la misma gente que intentó matarme. No les guardo
rencor, solo siento un leve entendimiento y una vaga tristeza
en el corazón. Bóreas observa las festividades con una
expresión rayana en el asco, aunque él siempre parece
asqueado, así que no puedo decir si de verdad habrá alguna
diferencia.
Con la atención centrada en el baile, me acerco al otro
extremo de la plaza, donde están los músicos. Además de
tambores, hay un violín que emite un gorjeo levemente seco,
una flauta de madera y otro instrumento de cuerda que, al
rasguearlo, emite unos tañidos odiosos.
Intento incitar a bailar a un grupo de espectadores cercanos,
pero me dan la espalda. El placer disminuye y una sequedad
familiar me tensa la garganta. Estoy aquí, pero en realidad no
soy parte de su mundo. Soy Wren, de Bosquelinde, una mujer
mortal, esposa del Viento del Norte. No pertenezco a este
lugar.
¿Dónde está el vino?
Tras deambular un poco descubro a un hombre que lleva
una chistera particularmente llamativa. Está sirviendo copas de
vino directamente de un barril. Acepto la copa con un
agradecimiento y me abro paso a trompicones entre un
pequeño grupo que rodea a un hombre mayor que enarbola un
arco. La pronunciada curva del arma y su hipnótica longitud
evidencian la extremada habilidad de quien lo ha tallado.
—Bonito arco —digo—. ¿Eres cazador?
El hombre lanza una mirada por encima del hombro. En
busca del Rey Escarcha, supongo.
—Hace muchos años que no cazo —replica con cautela.
—¿Me permites?
El hombre vacila; le tiemblan las manos de los nervios.
—Por supuesto.
Dejo el vino y me pasa el arco. Prácticamente no pesa,
aunque la madera es fuerte y flexible, como debe ser.
—¿Vos cazáis, mi señora?
—Pues sí.
Alguien me tiende una flecha y hace un gesto hacia la diana
que cuelga de un árbol cercano. El blanco, cimbreante, me
contempla. Jamás he fallado un tiro, o al menos casi nunca.
Quiero que esta gente comprenda que estoy de su lado. No
quiero que me teman por estar del lado del rey.
—¿Queréis apostar? —grito con una inspiración repentina.
Un clamor estalla a mi alrededor. Los hombres agitan los
puños y patalean en el suelo, joviales. Las mujeres se unen a la
algarabía y apartan a sus maridos, hermanos e hijos para ver
mejor.
—¿Cómo lo hacemos? ¿Tiro de espaldas? ¿Con una sola
mano?
Todo eso lo he hecho con anterioridad. Tras la muerte de
mis padres solía practicar en el claro detrás de nuestra cabaña.
Largas horas hundida en la nieve hasta las rodillas, con
ampollas en los dedos por culpa de la cuerda del arco. Cada
doloroso fallo me acercaba más y más a conseguir un tiro
perfecto, a otro día con comida en la barriga.
—¡Cambiad de mano! —exclama una señora mayor.
—¡Cabeza abajo! —dice otra.
Me echo a reír. Por primera vez en muchos meses, me
siento libre.
—¡Decidme qué queréis que haga y lo haré!
—Con los ojos cerrados.
Mi cabeza se inclina a un lado en dirección a la orden
emitida en un tono bajo. Se me desboca el pulso. No hay rastro
de él. ¿Habrá sido producto de mi mente embotada? Entonces,
la multitud se aparta y el Rey Escarcha se materializa a mi
lado como si lo hubiesen escupido las sombras.
—A menos —me susurra al oído, sin que nadie más se
entere— que algo así escape a tus habilidades.
Se me enardece la sangre, me llamea en las venas. Así debe
de sentirse un dios, creo, al saber que no puede fallar.
Recorro con la vista al inmortal que es mi esposo. Él me
escruta el rostro en busca de quién sabe qué. Cada poco, el
viento arrastra su aroma a madera hacia mí. Doy un paso al
frente hasta pegarme a él. Suelta un sonidito de sorpresa.
—Quítate de en medio, tengo que disparar —le digo.
Aprieta los labios en una fina línea. Con un breve
asentimiento, da un paso lateral y me deja vía libre al blanco.
Sin embargo, siento su presencia a la espalda en todo
momento. Me centro en la tarea: los ojos cerrados. Jamás he
intentado nada así antes, pero estoy lista. Disminuyen mis
latidos, cierro los párpados.
Tenso el arco y me abandono al resto de mis sentidos. El
viento sopla del oeste lo bastante fuerte como para arrastrar la
flecha hacia el este. Lo compenso apuntando ligeramente a la
izquierda. Siento el arco, la madera fría en la mano. Siento la
flecha, la punta tallada en piedra, la pluma de ganso en el
extremo. Siento la diana en algún punto que no alcanzo a ver.
Y a mí. Me siento a mí misma.
Suelto el aire y… lanzo.
Una salva de vítores rompe el silencio.
Abro los ojos, sonriente. La flecha está clavada en el centro
de la diana.
—¿Y bien? —lo chincho tras volverme hacia él—. Di algo.
Si se le ocurre menospreciarme, se va a enterar.
—No se te da mal —admite mientras la multitud se
dispersa.
Devuelvo el arco a su propietario con un agradecimiento
sincero y echo mano de mi vino.
—Y te sorprende.
—Podría haberme sorprendido en su día.
—Pero ya no.
—No. —Se le suaviza la voz—. Ya no.
La tensión que emana del cuerpo del Rey Escarcha es
palpable.
Tengo un sabor particular en la boca. Y su aliento en la
cara. Transcurre un largo lapso de tiempo, durante el cual me
centro en las parejas que bailan. En algún momento, Bóreas
habla, pero estoy demasiado distraída como para oír lo que ha
dicho.
—¿Disculpa?
—Te he preguntado si quieres un vaso de agua.
Miro la copa de vino que tengo en la mano, con ojos
entrecerrados. Está vacía. El rey me dedica una mirada de
enojo, como si este incómodo diálogo fuese culpa mía.
—Sí —digo despacio y con curiosidad—. Me gustaría
beber algo, pero agua no. Vino. —Y añado, porque me parece
que es lo correcto—: Gracias.
Se le endurece la expresión, pero va en busca de la bebida.
Retrocedo hasta el extremo de la plaza para observar la
celebración desde lejos. El grave y sonoro repique del tambor
se propaga por las suelas de mis botas. Empuja, tira, en un
ritmo cada vez más rápido. Los aldeanos, esas formas
fantasmales, giran y se contonean por la plaza.
Pero hay una figura encapuchada, separada del resto. Algo
en ella, un movimiento fluido, me llama la atención. Se
encuentra de espaldas a mí, no le veo la cara, pero está claro
que es un hombre, pues lleva pantalones y su espalda tensa la
tela de la capa. Estoy segura de que lo he visto antes.
Entonces, el hombre se gira y la luz de la luna chapotea,
pálida, sobre su rostro. Se iluminan esos rizos dorados que
tiene. Nuestros ojos se cruzan de un extremo a otro de la plaza.
Me guiña un ojo.
Avanzo entre codazos, esquivando niños que corretean por
ahí. Solo conozco a una persona con ojos como brozas de
verdor y mueca diablesca a juego.
Para cuando llego al lugar donde estaba Céfiro, no hay
rastro de él. O bien se lo ha tragado la multitud o nunca ha
estado aquí.
—¿Pasa algo?
Doy un respingo; el rey aparece a mi lado y me tiende una
copa de vino. La acepto, aún alterada por lo que he visto. O
más bien, por lo que creo haber visto.
—No —me apresuro a decir—. Nada.
Doy un sorbo. Capto con la lengua un sabor sutil que me
hace pensar en cerezas. Frunzo el ceño. La copa apenas tiene
un dedito de vino.
—¿Te has bebido parte de mi vino?
—Esta noche ya has bebido mucho —dice—. ¿No te da
miedo que te siente mal?
Se me calienta el rostro.
—Beberé cuanto se me antoje, esposo. —El agua no me va
a ayudar a superar la velada, ni la semana, ni la vida. He
llegado a aceptar esa vergonzosa realidad—. No tienes que
preocuparte.
El rey me observa con atención, como si buscase la
respuesta a una pregunta que no formula en voz alta. Por lo
que sea, se me hace un agujero en el estómago.
—¿Cómo lo llamaste en su día? ¿Néctar de los dioses?
He dado ya cuenta de medio vaso. Me detengo.
—Sí —digo despacio. No pensaba que lo fuese a recordar.
—A los dioses les encanta el vino.
Se le mueve la garganta al tragar. Mi mirada, traicionera, se
posa en esos músculos en movimiento.
—Estás de buen humor —digo—. ¿No estarás planeando
asesinar a alguien?
—Lo mismo iba a preguntarte yo.
¿Por qué sospecho que me inspecciona la mente, que no
deja piedra sobre piedra en su escrutinio, que evalúa todas y
cada una de las palabras que hemos intercambiado? ¿Y por
qué no me preocupa mucho? Quizá confío tanto en que tendré
éxito que no lo veo como una amenaza. Esa forma de pensar
me inquieta. Si hay algo que sea el Rey Escarcha es
amenazante.
Lo inspecciono por encima del borde de la copa.
—Esta velada me siento mucho menos asesina. ¿Ha
resultado el festival tan terrible como pensabas que sería?
Una vacilación. Me mira y luego aparta la vista.
—Me cuesta interactuar con los demás. No estoy
acostumbrado.
Recuerdo el ala norte de la ciudadela, prohibida. Me ordenó
que no entrase. ¿Qué esconde allí? ¿Qué es lo que teme?
—Se te da fatal conversar —concuerdo, porque si algo soy
es servicial.
Su expresión manifiesta que está decepcionado. Reprimo
una oleada inesperada de culpabilidad. Está claro que le he
hecho daño. Quizá podría portarme algo mejor con él, aunque
solo sea esta noche.
—No tiene por qué ser difícil —digo—. Me refiero a
conversar. Puedes empezar pidiéndole a la gente que te cuente
algo sobre sí misma. Esto ayuda a ambas partes a formar una
conexión.
Me clava la mirada.
—¿Y qué puedo preguntar?
—Lo que sea. Y si no funciona, puedes hablar del tiempo.
Echa la cabeza hacia atrás y escruta la bóveda estrellada en
las alturas. Luego vuelve a mirarme. Nada.
—Podrías preguntarme si quiero bailar.
Me arden las mejillas. ¿Por qué he dicho eso? Estoy algo
mareada. Este maldito corsé reduce la cantidad de aire que me
llega al cerebro.
El rey frunce el ceño.
—Eso suponiendo que desee bailar.
Esa respuesta me echa un cubo de agua fría en plena cara.
Lo agradezco. Es un recordatorio de que no tengo interés
alguno en interactuar con mi esposo más tiempo del necesario.
Si no bailo con él, ya me buscaré algún entretenimiento en otra
parte.
Hay varios hombres reunidos en el perímetro de la plaza.
Unos cuantos son atractivos, además. Me acerco a uno de
agradables ojos marrones y una boca tan suave que podría
emplearse para recitar poesía. No necesito ni pedírselo, mis
intenciones están claras. Lo agarro de la mano y lo arrastro en
medio de la multitud. Me sujeta de la cintura y me eleva por
los aires. Suelto una carcajada.
Una vez que desciendo al suelo de nuevo, me alzo las
faldas. Cada vez más y más rápido, los músicos propulsan la
música hasta alcanzar un clímax febril. Todo alrededor se
convierte en un borrón de sombras y luces; me aprietan los
pulmones dentro del corsé. Una vez más, mi pareja de baile y
yo nos unimos. Él se ríe. Yo me río. Somos una pareja
perfecta.
Al siguiente giro, sin embargo, el hombre se detiene.
El Rey Escarcha se planta ante nosotros.
Alzo la vista, jadeando, con el corazón aún desbocado. El
rey traga saliva, y entonces, esos dedos largos embutidos en
guantes de cuero se curvan alrededor de los míos. Y dice:
—Baila conmigo.
18

H
ombre y mujer, dios y mortal, nos miramos el uno a la
otra, atados por el deber, la obligación y el engaño.
—Esposo.
Los ojos del Rey Escarcha se oscurecen. Me agarra de la
parte baja de la espalda y me atrae hacia sí. La distancia entre
los dos queda reducida al más leve soplo de aire.
—Esposa.
Inspiro hondo y le rozo el pecho con los senos. A pesar del
repentino impulso de huir a toda prisa, lejos, le mantengo la
mirada.
—La gente nos está mirando —murmuro.
Me acerca la boca al oído. Un aire cálido aletea en mi
oreja; se me tensa todo el cuerpo. El vino, pienso aturdida. La
culpa es del vino.
—Pues démosles un buen espectáculo.
Aparto la cabeza de una sacudida y le escruto el rostro.
—¿Quién eres? —pregunto—. ¿Qué has hecho con el Rey
Escarcha?
Porque el dios oscuro que gobierna las Tierras Yermas no
desearía llamar la atención sobre sí. Él prefiere las sombras, la
solitud.
—Soy yo, estoy aquí mismo —dice sin apartar la vista—.
A bailar —me incita, y este orgullo testarudo y necio que
tengo no es capaz de ignorar el desafío.
Alzamos dos manos, juntas, palma contra palma. Con la
mano izquierda me acaricia la espalda y la deposita justo
encima de la curvatura inferior. La mía descansa sobre el
implacable músculo de su hombro. Me arrastra en un
movimiento cimbreante que recorre toda la plaza. La multitud
se ve obligada a retroceder.
No es de sorprender, dada la elegancia con la que siempre
se mueve, que tenga los pies tan gráciles. Es como si el
mismísimo viento impulsase sus movimientos.
Ma nos enseñó a bailar a Elora y a mí cuando éramos niñas,
pero el rey es un bailarín experto. Me lleva a darlo todo. Un,
dos, tres; un, dos, tres. En la siguiente tanda de giros me
empieza a dar vueltas la cabeza. Estoy apoyada en el borde de
un precipicio, y desde el fondo flota hasta mí la más incitante
de las melodías.
—Baja el ritmo —consigo decir, sin aliento.
—¿Por qué? —Me mira y pierdo el hilo de lo que estaba
pensando. ¿Qué locura es esta? ¿Cómo puedo sentirme al
mismo tiempo atraída y asqueada por este hombre que tanto
daño me ha hecho?
—Porque —digo con los dientes apretados mientras alargo
con toda intención uno de mis pasos para que tropiece— me
estás mareando.
Aplasta con el tacón los dedos de mi pie derecho.
—O sea, que no puedes seguirme el ritmo.
—Me has pisado a propósito.
Sus ojos bailan. Bailan y bailan y bailan.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.
Me hace girar y casi me desplomo de lado, porque se me
encaja una de las botas en una grieta entre los adoquines. Sin
embargo, la mano que me sujeta la espalda me estabiliza. Y
luego otro giro. Me falta el aliento, me tambaleo. Agarro el
frontal de su capa para mantener el equilibrio. La tela, que el
cuerpo del rey ha calentado, se arruga entre mi puño pegajoso
de sudor.
—Que bajes el ritmo, maldita sea.
—Ya te he advertido que el vino te iba a sentar mal.
Cruzamos la plaza de lado a lado, aunque sí que baja el
ritmo. La multitud se abre a nuestro paso y vuelve a cerrarse al
dejarla atrás.
—Ya deberías saber lo poco que me importa lo que opines.
Resopla. No estoy segura del todo de si ha sido una risa,
pero sí que parece sugerir algo de humor por su parte.
—Soy muy consciente de ello. —La mano en mi espalda
desciende hasta la cadera y se queda ahí, en la curva que traza
este condenado corsé—. Si tienes que vomitar —señala
débilmente—, no me manches las botas, por favor.
Dudo mucho que sobreviviese a semejante humillación.
—Bailas bien. —Me cuesta bastante admitirlo.
Crispa la boca. Me encuentro aguardando el momento en
que rompa a sonreír, pero ese momento no llega.
—Y te sorprende.
—Sí.
Me hace dar otro giro para a continuación atraerme de
nuevo hacia sí. Me dejo hacer, demasiado arrastrada por el
movimiento como para darme cuenta de que he bajado la
guardia.
—Antaño había muchas celebraciones como esta en mi
hogar natal. La Ciudad de los Dioses se llama. Mis hermanos y
yo éramos muy queridos. Nos rezaban, nos adoraban. Era una
vida feliz, si bien vacía.
La amargura del tono me indica una emoción más
profunda.
—¿Y por qué vacía?
Contempla un punto más allá de mi hombro, aunque no
parece ver nada en concreto.
—La gente te ama por aquello que puedes concederle —
dice—. Si mis hermanos y yo no hubiésemos controlado las
estaciones cambiantes, ¿habría deseado la gente nuestra
compañía?
Tanto me sorprende la reflexión que pierdo comba. Tardo
un instante en volver a recuperar el ritmo. Entiendo a la
perfección a qué se refiere.
Seguimos recorriendo en círculos la plaza, pero nuestros
movimientos se han ralentizado.
—Nuestra familia reinaba sobre todas las cosas —prosigue
—, pero, con el paso del tiempo, tanto nuestros padres como
nuestros abuelos se corrompieron y aplastaron a seres
inferiores bajo su gobierno tiránico. Llegó un dios que lanzaba
rayos por los dedos; tenía una visión. Pensé que mis hermanos
y yo seríamos bien recibidos en su nuevo régimen. A fin de
cuentas, ayudamos al dios del rayo a ocupar el poder tras una
guerra que duró toda una década. Sin embargo, lo que hizo fue
expulsarnos. Nos prohibió regresar a nuestro hogar.
Sé muy poco del destierro de los Anemoi. Supuestamente,
cada hermano fue enviado a un extremo del reino. Vuelvo a
pensar en lo preocupado que estaba Céfiro ante el poder del
Viento del Norte, que empezaba a infiltrarse en sus tierras.
—Intentasteis derrocar a vuestros padres… porque se
habían corrompido.
Pero al Viento del Norte no le importan las vidas que él
mismo ha arruinado, el sufrimiento que ha causado, que el
hielo haya echado a perder toda la Grisura.
—Estaban destruyendo mi hogar.
Al igual que él ha destruido el mío.
—Pero, por los actos que has cometido, jamás volverás a
verlo. ¿Qué más da, pues?
—Las maquinaciones de los dioses son complejas. Tú no lo
entenderías.
—Entiendo que lo perdiste todo a cambio de poder. Y
ahora no tienes ni familia ni hogar.
¿Qué atractivo puede tener una vida inmortal si los días
están vacíos?
El rey me mira y luego aparta la vista. Quizá no sea capaz
de enfrentarse a esa realidad.
—Sin poder —dice despacio—, no tengo nada.
¿Y qué le da el poder? Al poder no le importa si alguien ha
enfermado. El poder no puede provocarle la risa a nadie. El
poder es algo rígido y frío, carente de afecto, estéril.
La luz de las antorchas mengua con una repentina racha de
viento.
—Me gustaría preguntarte algo —dice con palabras
entrecortadas. Me hace girar una vez más para a continuación
volver a atraerme hacia sí. La presión de su mano contra la
parte baja de mi columna me quema a través de la tela del
vestido.
Aparto la mano de su hombro, la desciendo y la poso sobre
su corazón. Un latido constante.
—Pues pregunta.
—¿Por qué ocupaste el lugar de tu hermana?
¿Lleva todo este tiempo dándole vueltas a ese tema?
—¿Qué importa? —pregunto, porque resulta más fácil que
preguntar: «¿Qué más te da?»—. Porque la quiero. Porque se
merece una vida mejor. Una vida libre.
—¿Y tú no?
Abro la boca y vuelvo a cerrarla tras pensarlo más. Del
mismo modo que los dioses son complejos, también lo es el
corazón de una mujer. Él no lo entendería.
—Da igual lo que me merezco o no. Ella no habría
sobrevivido a tu lado.
Eso lo sé con seguridad.
—Pocos sobreviven a mi lado.
—Yo sí.
—Sí —replica despacio, como si tuviese que darme la
razón a la fuerza—. La echas de menos.
No me gusta hablar de mi familia; sobre todo, dadas las
circunstancias. A medida que prosigue el baile, se me cansa el
cuerpo. Respiro cada vez más rápido, como si todas mis
defensas se hubiesen visto derribadas.
—Sí.
—Lo siento. —Me acaricia con el pulgar la curva de la
columna vertebral.
Esa disculpa no debería importarme. A fin de cuentas, las
palabras no son más que presión y aire. Y sin embargo tienen
un peso sorprendente.
—Mejor no decir nada que en realidad no sentimos, esposo.
—Esposa, la mentirosa eres tú, no yo.
Sí, y llevo toda la velada mintiéndome a mí misma.
Fingiendo que podemos bailar, conversar, encontrar un punto
medio entre los dos. Fingiendo que puedo olvidar las
circunstancias, al hombre con quien me he casado.
—Discúlpame —digo, y me aparto de él.
La soledad me espera en el perímetro de la aldea, justo en
la línea interior que forman los árboles grabados. El sudor se
me acumula en el labio superior, me lo enjugo con una mano
temblorosa. No estoy segura de qué me ha entrado, pero esta
noche no me siento especialmente combativa. La disculpa de
Bóreas… parecía sincera. No pensaba que le importase mi
bienestar.
Paseo brevemente por el perímetro del pueblo. Me muevo
despacio para no empeorar el mareo. El corsé me estruja el
abdomen, y me duele. Intento aflojar los nudos, pero he bebido
tanto que apenas consigo forcejear con la tela.
El Rey Escarcha me encuentra apoyada contra un poste
cerca de la hoguera ceremonial.
—Se acerca una tormenta —dice—. Vamos a pasar aquí la
noche.
Me lleva por un camino hasta una cabaña solitaria que
descansa sobre una colina. La puerta frontal está pintada de
azul pálido, como el huevo de un petirrojo. El interior es
pequeño, pero está limpio. En la chimenea chisporrotea un
fuego. Hay un muro de separación tras el que se encuentra el
baño, aparte del resto del espacio. Alguien debe de haber
cedido su hogar para darnos cobijo esta noche. Y, por
supuesto, solo hay una cama.
Eso es lo único que veo. Sobre el armazón de madera
descansa un colchón diminuto cubierto con un edredón hecho
de retales.
El Rey Escarcha empieza a atravesar el umbral. Lo agarro
del brazo.
—Espera. —La orden se me escapa con un resuello—. ¿No
podemos dormir en otra parte?
—¿Por qué?
Si le digo que es porque hay solo una cama, se mofará de
mí. A fin de cuentas, somos marido y mujer. Pero jamás
hemos consumado el matrimonio.
—Huele raro.
Reflexiona, confuso. No creo que sea capaz de entender
con facilidad lo que estoy pensando; no hemos pasado tanto
tiempo juntos, aparte de en las comidas. Aunque también es
cierto que yo cada vez puedo interpretar mejor lo que piensa a
medida que pasan las semanas.
—¿Te encuentras bien? —pregunta.
Ahora que lo menciona, me siento a punto de desmayarme.
—Creo que voy a perder el sentido.
La alarma llamea en sus ojos.
—El corsé… me está estrangulando. Vas a tener que
quitármelo. —Me aferro al marco de la puerta y clavo las uñas
en la superficie irregular—. Por la espalda. Rápido.
Jadeo. Me hormiguean los labios por la falta de aire. La
oscuridad empieza a hacerse dueña de mi vista.
—Malditos nudos —gruñe detrás de mí. Batalla contra
ellos sin éxito alguno.
—Arráncamelo. —Me tiendo hacia delante—. ¡El corsé! —
grito cuando sus dedos se quedan helados—. ¡Que lo cortes!
El Rey Escarcha me agarra de los brazos, me obliga a
girarme y me apoya la espalda contra la pared exterior de la
cabaña. Un destello de la daga. Da un profundo tajo por la
parte frontal del corsé y corta las varillas. Entonces se me
nubla la vista.
—¿Esposa? ¡Wren!
Con un enorme esfuerzo consigo obligarme a abrir los
párpados. La cara de Bóreas flota a centímetros sobre la mía,
con profundas arrugas de preocupación alrededor de la boca.
Estoy tumbada, me sujeta parcialmente el torso entre los
brazos.
—¿Me he desmayado?
—Sí.
Maravilloso. Le aparto las manos y me pongo en pie a
trompicones. Al menos, el torno brutal que me apretaba el
cuerpo ya no está.
Alza los restos del corsé y pregunta:
—¿Qué es esto?
Resoplo.
—Un instrumento de tortura. —Le arrebato el corsé de un
tirón y lo arrojo contra la nieve con un gesto satisfecho. Que se
pudra para siempre en la tierra—. Sigo pensando que
deberíamos regresar a la ciudadela.
Porque aquí el problema de verdad es esa cama pequeña
que aguarda, agazapada ahí dentro como un sapo feo.
—Hasta los dioses tienen que dormir.
Dicho lo cual me mete en la cabaña y cierra la puerta.
El sonido de la cerradura me aviva el pulso. Una cama para
dos personas que no pueden ni verse. Los dioses deben de
odiarme.
Me acerco a la cama con más confianza de la que en
realidad siento y le lanzo una almohada, que atrapa.
—Puedes dormir en el suelo.
Por si acaso, me cruzo de brazos, no sea que piense que es
un farol.
El Rey Escarcha baja la almohada y me estudia con lo que
creo que es hilaridad. Aunque no puede ser. Ni siquiera estoy
segura de que esa boca sepa sonreír.
—Hay sitio para dos.
No, no lo hay. La cama no podría ser más estrecha.
—Tal y como ya he dicho —repito, despacio, porque se me
ha hinchado la lengua hasta alcanzar el tamaño de una sandía
—, puedes dormir en el suelo.
—Estamos casados, esposa. No debería resultar difícil
compartir cama. Es lo esperable.
—Me da igual. —No estoy lista, sobre todo con este
conflicto entre mi mente y mi cuerpo—. El fuego te mantendrá
calentito.
Además, no es que se vaya a morir de hipotermia. El muy
cabrón no puede morir.
Su falta de réplica resulta sospechosa, pero me da igual.
Empiezo a deshacer la cama. Un frufrú de tela a mi espalda,
un golpe amortiguado en el suelo, como si hubieran dejado
caer ropa. Me quedo inmóvil. No se atreverá.
Despacio, me doy la vuelta.
—¿Qué haces? —chillo.
Bóreas se detiene a medio desnudar. La capa y la camisola
yacen en el suelo.
La luz de la chimenea le baña de oro el torso. Piel lisa y
pálida en un cuerpo de músculos definidos y ondeantes. Una
fina línea de vello corporal le cubre la zona entre los pezones,
desciende hacia el ombligo y desaparece bajo la holgada
cintura de los pantalones.
He visto bastantes pechos y abdómenes descubiertos. Me
he acostado con más hombres de los que puedo contar, aunque
en los últimos meses, nada. El Rey Escarcha es de una raza
totalmente diferente de virilidad masculina.
—Me preparo para irme a la cama —dice.
Como si fuera obvio.
De alguna manera, me las arreglo para apartar la vista de la
extensión de su pecho. Es ofensivamente perfecta.
—Puedes prepararte sin quitarte la ropa.
—Duermo sin ella.
¿De verdad me hacía falta saber que el Rey Escarcha
duerme en cueros?
Le vuelvo a dar la espalda y mullo las almohadas. Golpeteo
la tela con agresividad.
—Pues vas a dormir en el suelo y punto.
—O sea, que me puedes devorar con los ojos pero no puedo
compartir la cama contigo.
Se me calientan las mejillas. Mi boca no recuerda cómo
funcionar correctamente.
—No te estaba devorando con los ojos. Estaba…
—Devorándome con los ojos —dice, y suena complacido.
No creo haberlo oído complacido antes.
Negaré haberlo devorado con los ojos hasta que me muera.
—No pienso dormir en el suelo —prosigue él—. Si alguien
tiene que dormir en el suelo, serás tú. Eres joven. Yo tengo
milenios de edad. Me duele la espalda.
—¡No te duele la espalda! —exclamo, y me giro de nuevo.
Si a él le duele la espalda, yo soy virgen. Entonces me fijo en
la suave curva de sus labios—. ¿Acabas de gastarme una
broma?
Él me contempla y yo espero que la sonrisa se esfume, pero
no es el caso. Parece totalmente fuera de lugar, un gesto suave
por parte de este hombre severo.
—Vamos a compartir la cama.
Se mantiene en sus trece: lo noto en los brazos cruzados,
las piernas firmes, el contorno inflexible de la mandíbula. Es
la pose de un hombre que está dejando claro lo que desea.
—Ten un poco de decencia —grazno, cada vez más
desesperada—. No querrás que tu esposa se sienta incómoda,
¿no? Una mujercita asustada y… y tímida y…
Bóreas resopla.
—Creo que te refieres a otra mujer. Yo pensaba que mi
esposa no temía a nada.
Esas palabras me conceden una pausa. ¿Es un halago o la
verdad? Me digo a mí misma que no puedo dejar que me
engañe, pero la posibilidad de que este inmortal me vea como
alguien que no siente miedo me resulta atractiva.
—Está bien… —digo—, pero no te quites los pantalones.
Bóreas se muestra de acuerdo con un asentimiento. Sin
embargo, cuando se gira para atizar el fuego, veo su espalda
desnuda. Se me para el corazón.
La pálida tersura se ve interrumpida por unas terribles
cicatrices, marcas que se derraman por toda su columna como
cera derretida. Son cicatrices viejas, endurecidas.
Como si sintiese mi mirada, el Rey Escarcha se envara.
Me giro y vuelvo a mullir las almohadas para tener algo
que hacer con las manos. Pero siento su atención centrada en
mí, en el espacio entre mis omoplatos, la curva del cuello y
aún más abajo. Empiezo a salivar. Me siento enferma.
Dados sus poderes curativos, yo había pensado que los
dioses no podían sufrir heridas ni tener cicatrices, pero me
equivocaba. El ruinoso estado de esa espalda lo deja claro.
Alguien le hizo mucho daño. Por algún motivo, esto me
enfada, no sé por qué.
Los tacones de las botas de Bóreas repiquetean en el suelo
entablado. Siento calor detrás de mí, pero luego pasa a mi lado
y cruza el recodo del separador que da al baño.
Mientras el Rey Escarcha se baña, me quito los zapatos y
me meto en la cama, vestida por completo. Apesto a vino y a
sudor. Quizá el hedor lo mantenga a raya.
Un rato después vuelve a cruzar el separador del baño, a
pecho descubierto, vestido solo con los pantalones. Mechones
oscuros de pelo húmedo se le curvan alrededor del cuello. Tras
una pausa, se mete en el otro lado de la cama. El colchón se
hunde bajo el peso. Yo me crispo por completo.
—Descansa tranquila, esposa. No voy a tocarte.
El tono con el que habla sugiere que tampoco le apetece
mucho, cosa que no debería molestarme, pero aun así me
molesta.
—Me llamo Wren.
—Ya lo sé.
—¿Y por qué me llamas esposa?
Se gira, de modo que quedamos cara a cara.
—Yo podría hacerte la misma pregunta.
—¿Y yo cuándo te he llamado a ti esposa?
—Ya sabes a lo que me refiero.
He pronunciado su nombre exactamente una vez. Y ya voy
sobrada.
Mientras siga siendo el Viento del Norte, es mi enemigo.
—¿No te vas a quitar los guantes? —pregunto.
Tras un momento de vacilación, se los quita. No estoy
segura de lo que me esperaba. Tiene las manos perfectamente
normales. Deja los guantes en la mesita de noche y se arrima
un centímetro en mi dirección. Yo me retiro un centímetro. Él
vuelve a arrimarse, y otra vez, y otra, hasta que estoy en el
mismo borde del colchón y tengo que aferrarme al somier con
las uñas para no caer al suelo. Al tenerlo tan cerca, el fuego se
ha vuelto obsoleto del todo. Su piel emana calor.
—Podrías dejarme un poco más de espacio —gruño—. Me
voy a caer de la cama.
—Quizá, si no te comportases como si tuviese una
enfermedad incurable, no estarías tan incómoda.
Sin embargo retrocede, y me cede algo de colchón como si
fuese un territorio rendido en batalla.
Me arrebujo en el edredón, levantando una barrera hecha de
mantas para que no pase ni el aire entre nosotros.
—Mantente en tu lado de la cama —murmuro—. Y yo me
mantendré en el mío. Si me tocas, te apuñalo.
Me contempla con los ojos entrecerrados.
—¿Y si me tocas tú a mí?
El calor me repta lentamente por el pecho y me baja por la
espalda.
—No te tocaré.
Ni ganas.
El Rey Escarcha me ve envuelta en el edredón. Esos ojos
azules son demasiado afilados.
—Como desees…, Wren.
19

P
or primera vez en mucho tiempo, me despierto con una
sensación de calidez.
Estoy tan poco acostumbrada a sentirme así que ni
siquiera abro los ojos de inmediato. El auténtico calor, la
sensación de tener la piel sonrojada y las extremidades sueltas,
me ha evitado desde hace años. Me permito flotar en este
estado, despierta solo a medias, y percibo vagamente un
sonido lejano, un redoble grave y constante. Algo pesado
descansa sobre mi cintura, algo que despide calor y olor a
cedro.
Cedro. No puede ser, pero… Bajo la mirada, los ojos
entrecerrados por la luz del alba que se derramaba desde la
ventana. El objeto que me presiona la cintura es el brazo de un
hombre, que me rodea con fuerza, los dedos encajados en el
espacio entre mi cuerpo y el colchón.
El Rey Escarcha duerme como un tronco. No se ha
mantenido en su lado de la cama. Se ha acercado al mío, ha
invadido mi espacio personal. Su pecho es un muro de calor a
mi espalda.
Aprieto los dientes y cambia de postura sin despegarse de
mí.
—Bóreas.
Emite una exhalación que me agita el cabello. Se me pone
la carne de gallina.
Hace mucho desde la última vez que compartí una postura
íntima con un hombre. Me reiría ante la ironía si no me faltase
el aliento por culpa de esta posición entrelazada con él. Me
despierto del todo ante el recordatorio de quién comparte cama
conmigo.
—Bóreas.
No mueve un músculo. Intento deslizarme, librarme del
agarre, pero me aprieta con más fuerza contra sí. Lo único que
consigo es que acabemos más pegados el uno a la otra.
—¡Bóreas! —grito con el rostro ardiendo.
Entonces, algo largo y duro se apoya en mi espalda. Los
ojos se me salen de las órbitas. Una energía tensa y vibrante
me crispa tanto los músculos que creo que se me van a romper,
pero a continuación se relajan al unísono. A este pobre
cuerpecito falto de sexo no le importa en brazos de quién me
hallo. Lo único que sabe es que tengo algo sólido apretado
contra la espalda, que hay un aliento en mi cuello, que Bóreas
ha enterrado la cara entre mis cabellos. Y entonces, oh, dioses,
las caderas del rey se menean levemente y a mí me sacude una
oleada de calor que casi consigue que me salga de mi propio
pellejo. Con un chillido exagerado, me libro de su agarre y me
caigo al suelo.
El rey rodea la cama a toda prisa, lanza en mano. El pelo
enmarañado y la mirada turbia le dan un aspecto revuelto,
aunque no hubo revolcón alguno anoche.
—¿Qué pasa? —pregunta con voz grave y rasposa.
Aparto la cabeza y dejo escapar el aliento con un suspiro
extraño y asfixiado. Los pantalones del rey le cuelgan de las
caderas, tan bajos que tiene una pinta indiscutiblemente
indecente.
—Nada. —La belleza del Rey Escarcha es cautivadora, sin
duda, pero tiene la personalidad de una pústula—. Te dije que
te quedases en tu lado de la cama.
Percibo incertidumbre en él, lo cual a su vez me
desestabiliza.
—Me dijiste que tenías frío.
—¡Por supuesto que no dije tal cosa! —exclamo, y me
pongo en pie de un salto. De ser cierto lo que dice, lo
recordaría.
Se encoge de hombros, totalmente incólume ante este
espectáculo dramático que estoy montando.
—No tengo motivo alguno para mentir. —Algo en su
mirada se agudiza al posarse sobre mí. Se me encoge el
corazón—. La primera vez que me pediste que me pegase a ti
te recordé los límites que tú misma habías puesto.
Si ha mencionado una primera vez, es que hubo más de
una. No quiero saberlo. Tengo que saberlo.
—¿Y qué respondí yo?
—Dijiste que te daba igual.
Pues debía de estar delirando. Al borde de la hipotermia.
—Deberías haber respetado mi petición inicial.
—Eres mi esposa. Si tienes frío, mi deber es hacer que te
sientas cómoda.
Eso es… muy dulce por su parte, inesperadamente. Ojalá
pudiera echarle la culpa al vino por estos pensamientos
contradictorios, pero me he despertado sin dolor de cabeza
alguno. Sin embargo, siento en la lengua una inconfundible
textura a papel. Voy a necesitar un trago en cuanto regresemos
a la ciudadela.
—Pues, bueno… —Cierro la boca y trago saliva—.
Gracias.
Si no me equivoco, él curva la comisura de los labios en
una leve sonrisa. Basta ya, estoy harta de esto. Lo rodeo a toda
prisa, agarro la capa y me arrebujo en ella. Me proporciona
cierta semblanza de seguridad.
—Voy a dar un paseo.
La sonrisa desaparece.
—Espera. —Rodea la cama al tiempo que yo alargo la
mano hacia la puerta.
—Si piensas decirme que me quede aquí —digo mientras
agarro el pomo presa de una energía nerviosa—, ni te
molestes.
—La última vez que te diste un paseo por Neumovos casi
te matan de una paliza.
Una corriente de rabia subyace en la voz del rey, que
normalmente es tan suave como el vidrio. Me contempla con
tanta intensidad que desvío los ojos a su pecho para tener
cierto respiro. A ese pecho tan perfectamente esculpido que
resulta injusto.
—No se atreverán a repetirlo —respondo con tranquilidad
— ahora que tú estás aquí.
Con una atención demasiado centrada en mí para mi gusto,
dice:
—Partimos dentro de una hora.
—Te veo en la plaza. —Espero no tardar mucho en
encontrar lo que busco—. Y ponte algo de ropa —lo chincho.
No me siento libre hasta que la puerta se cierra tras de mí y
su mirada queda cercenada.

Si yo fuera el Viento del Oeste, ¿dónde me escondería?


Se me ocurre que los bosques son una opción. Salir de la
aldea implica abandonar el círculo protector de árboles
grabados con runas, pero es por la mañana y los umbrandantes
rara vez merodean por ahí bajo la luz del sol. Elijo un camino
al azar y lo sigo hasta que los tejados de paja desaparecen de la
vista. No puedo tardar mucho.
Los árboles son como huesos quebradizos y ennegrecidos.
El cielo claro y azul representa un cruel contraste. El sendero
se corta de pronto, así que regreso por donde he venido y elijo
otro camino señalado. Tras algo más de un kilómetro, llego a
un claro moteado de la misma nieve que se amontona al pie de
los árboles.
—Wren, estás tan encantadora como siempre.
Se me altera el pulso, pero me obligo a girarme despacio,
como si la presencia repentina del Viento del Oeste no me
hubiese sobresaltado.
—Céfiro.
—El mismo que viste y calza. —Un destello de dientes
afilados, diablescos, y una chispita en esos ojos verdes tan
juguetones como siempre.
—Te he estado buscando —le digo.
—Lo sé.
Suelta un suspiro teatral y apoya un delgado hombro contra
un árbol. Va, como siempre, de verde; una gruesa camisola de
lana, botas de cuero marrón y pantalones. Céfiro y Bóreas no
podrían ser más diferentes. Esa mata de rizos con hojitas y
enredaderas entrelazadas indica que Céfiro hace todo lo que
puede para expandirse; hay momentos en que su propia piel
desprende carisma, mientras que Bóreas se contiene con
precisión implacable.
—Jeline, la mujer que trabaja en la botica, me dijo que
preguntaste por mí.
—Ah, ¿sí? —Me parece interesante que no haya venido a
buscarme—. ¿Mencionó que casi me matan de una soberana
paliza?
La sonrisa se desvanece.
—Sí que lo mencionó, sí. —Jamás le había visto una
expresión tan grave—. Siento mucho lo sucedido, aunque no
me sorprende del todo. Los aldeanos te atacaron por tu
relación con Bóreas. Porque los ha sentenciado a una eternidad
de servidumbre, y están furiosos, con toda la razón. Debería
haberse andado con más cuidado y no haberte enviado aquí.
Pero Bóreas no me envió aquí…; de hecho, lo prohibió. Fui
yo quien decidió venir, a pesar de las advertencias de Orla.
—Fue Bóreas quien me salvó.
—Eras inocente —prosigue él—. Una víctima.
No estoy segura de qué pensar. Céfiro y yo no somos
amigos, pero pensé que al menos había cordialidad entre
nosotros. Hay algo en este encuentro que me pone los vellos
de punta. Es un dios que no hace más que urdir planes y tender
trampas. Y, sobre todo, busca poder. No debo olvidarlo jamás.
—¿Dónde has estado? —pregunto.
—Oh, por aquí y por allá. Me curo con rapidez. Pero
bueno, tampoco es la primera vez que Bóreas amenaza con
matarme. —La idea del fratricidio claramente le resulta
divertida.
—Hablé con él de tus preocupaciones —digo—, pero no se
mostró muy receptivo.
¿Qué fue lo que dijo? «Si mi poder corrompe su reino,
quizá debería pensar en reforzar sus defensas.»
—No me sorprende. Aun así, valió la pena intentarlo. —Se
encoge de hombros—. Aunque supongo que no has venido a
escuchar mis lamentos fraternales.
Dicho lo cual da un paso adelante. El aroma a tierra
húmeda preña el de la nieve y el frío. Se saca algo del bolsillo
y me lo muestra, sobre la palma de la mano.
Trago saliva y contemplo el vial de líquido claro: la llave
de mi libertad. Regresar a casa siempre se me ha antojado un
sueño, pero ahora es un sueño tangible. Tiene forma, peso.
—Lo has conseguido.
Me pone el tónico en la mano y sus dedos rozan los míos.
—No es justo lo que querías, pero es lo mejor que he
podido hacer. Está hecho de raíz de valeriana. Por desgracia,
no será lo bastante potente como para que caiga dormido.
Los dos nos quedamos inmóviles al mismo tiempo.
Dormido.
No llegué a decirle a Céfiro el motivo verdadero por el que
necesitaba el tónico. Dije que me estaba costando trabajo
conciliar el sueño. Jamás mencioné a Bóreas.
El pánico me invade, denso. Lo sabe. Céfiro lo sabe. ¿Qué
voy a hacer?
—Wren —Céfiro habla en tono tranquilizador—, no voy a
decírselo a nadie. Lo juro. Lo que estás haciendo es admirable.
Piensa en toda la gente a la que vas a salvar.
Su apatía ante la perspectiva de que su hermano muera
debería darme igual, pero no es el caso. Además, no tiene
sentido, teniendo en cuenta que seré yo quien acabe con la
vida del Rey Escarcha.
Cierro los dedos en torno al vial.
—Si no va a caer dormido, ¿cómo…?
—Si quieres asegurarte de que se duerma, vas a necesitar
flores de amapola. Por desgracia, el comerciante a quien suelo
comprárselas ha desaparecido. Yo podría conseguirte esas
flores, pero no podré hacerlo sin ayuda.
Me lanza una mirada expectante.
—¿Qué necesitas que haga? —pregunto.
—Hay cierta cueva en la que no penetra ni la luz del sol ni
la de la luna. Dentro de esa cueva florece el Jardín de la
Duermevela, que está cuidado por…, bueno, técnicamente es
pariente lejano mío, aunque tú puedes llamarlo Sueño. Sus
poderes son excepcionalmente fuertes. Necesitaré ayuda a la
hora de recoger las flores, por si acaso caigo bajo la influencia
de Sueño.
—¿Y no estaría yo también en peligro si me acerco?
Supongo que este ser tan poderoso es un dios.
—Normalmente, sí. Pero en vista de que estás bajo la
protección de mi hermano, los poderes de Sueño quedan
anulados para ti. Puede que sufras cierta modorra, pero no
debería ser suficiente como para dejarte fuera de combate por
completo. Sus poderes son más poderosos con los demás
inmortales. Son una forma de defensa, por así decirlo, para que
no podamos atacarnos entre nosotros con toda nuestra fuerza.
Céfiro me envuelve una mano con las suyas. Sus dedos son
mucho más delgados que los de su hermano, elegantes,
refinados.
—Wren —mi nombre, acompañado de una sonrisa suave,
casi dolida—, no te lo pediría si no fuese la única opción.
—Lo comprendo.
Es la decisión acertada. Tiene que serlo.
—No te sientas mal —dice, como si notase mi inquietud—.
Mi hermano ha tenido todas las oportunidades posibles para
erradicar el invierno, y sin embargo no hace sino fortalecerlo.
No piensa ceder. Mientras el invierno perviva, nuestro mundo
seguirá muriendo.
Es cierto. Lo único que traerá de nuevo la vida será la
muerte del Viento del Norte.
—¿Wren? —me llama Bóreas desde algún punto cercano;
el viento arrastra su voz.
Céfiro me aprieta más la mano antes de que pueda
apartarme.
—No se me permite entrar en la fortaleza. ¿Puedes
encontrar la manera de reunirte conmigo a un kilómetro al
norte, cerca del Mnemenos?
El Río del Olvido. Apenas recuerdo la ubicación.
—¿Cuándo?
—Mañana. No, espera. —Ladea la cabeza—. Dentro de
tres días. Al alba. Te esperaré.
Bóreas vuelve a llamarme.
—No dejes que te amedrente —susurra Céfiro en tono
urgente—. Recuerda quién eres. Recuerda lo que te ha
arrebatado… a ti y al mundo.
Dicho lo cual, me suelta, aunque el fantasma de su contacto
abrasador permanece conmigo mucho después de que haya
desaparecido.
20

H
ace suficiente frío como para que el aire me llegue hasta
el tuétano. Sopla poco viento, pero la escarcha se me
cristaliza en las comisuras de los ojos y me cubre las
aletas de la nariz con una blancura que cruje cada vez que
respiro. Envuelta en pieles, estoy lo suficientemente protegida,
pero se me endurecen los pulmones y el estómago al absorber
este frío que es eterno.
Céfiro aún no ha llegado. Me escabullí por la puerta antes
de que Orla me despertase para el desayuno. Mi querido
esposo tendrá que desayunar solo, aunque no sé siquiera si
estará presente. Han pasado tres días desde que regresamos de
Neumovos y no lo he vuelto a ver. Orla afirma que no se siente
bien, y que por eso se queda en sus aposentos.
Hay algo que no cuadra. El rey no puede morir. No puede
enfermar. ¿A qué viene tanta mentira? ¿Qué es lo que me está
ocultando?
Una ramita se rompe a mi derecha. Céfiro emerge de la
espesura un latido después, y relajo los hombros. Debe de
haberme alertado de su presencia a propósito, pues suele ser
muy silencioso.
Al verme descorre una sonrisa radiante, de dientes blancos
entre piel dorada. La capa cubre su complexión esbelta.
—Wren. Estás encantadora esta mañana.
Se me calienta el rostro ante el cumplido.
—Me preguntaba si aparecerías.
—¿Dudabas de mí? —Hace un puchero con el labio
inferior, pero también hay un destello en esos ojos verdes—.
¿Cómo iba yo a portarme tan mal con mi cuñada? Ven, no hay
tiempo que perder.
—Ya, a propósito… —Le doy un tirón de la manga para
que me mire—. No vengo sola.
—¿Disculpa?
Tiamina entra en el pequeño claro. La espectral
transparencia de su silueta le permite camuflarse sin dificultad
con su entorno. Esas gafas redondas descansan torcidas sobre
su nariz firme.
Algo se endurece en los ojos de Céfiro, y se gira hacia mí
con una ceja alzada.
—¿Hay algún motivo en concreto por el que has traído
compañía?
—¿Mi señora?
Tiamina se abre paso hasta detenerse junto a mí. La
caminata la ha dejado sin aliento. Al ver a Céfiro arruga la
nariz en un gesto de concentración, como si intentase ubicar el
semblante del dios. No sirve de nada. Instantes después de
abandonar la ciudadela ya me preguntó cómo me llamo. Esta
pobrecilla es un caso perdido.
—¿Tú quién eres?
—Tiamina, te presento a Céfiro.
No hace falta decirle que es el hermano del Viento del
Norte, ya que, técnicamente, ha sido desterrado de las Tierras
Yermas. Es poco probable que recuerde el dato. Me dirijo a
Céfiro en un murmullo:
—Me salió al paso mientras intentaba escabullirme. No me
quedó elección. Si no la hubiese traído conmigo, me habría
arriesgado a que me descubriesen los guardias.
—No va a suponer un problema, ¿verdad? —pregunta—.
Porque no puede haber distracción alguna cuando lleguemos a
la cueva.
—Me prometió que obedecería todas mis órdenes. ¿Verdad,
Tiamina?
—Sí, mi señora. —Otra mirada a Céfiro—. ¿Cuáles eran
esas órdenes?
El Viento del Oeste no parece contento ante la presencia de
esta compañera adicional, pero acaba por encogerse de
hombros y hacernos un gesto para que lo sigamos.
—¿Cómo te las arreglaste para salir de la ciudadela sin que
te viera nadie? —me pregunta con curiosidad.
—Hay un agujero en la muralla exterior, cerca de los patios
de entrenamiento —digo, y me abro camino entre raíces
cubiertas de aguanieve. Por el motivo que sea, hoy hay mucha
más humedad, como si el aire se hubiese templado.
Me dedica una mueca sonriente por la que asoma uno de
sus caninos afilados.
—Chica lista.
La superficie vítrea del Mnemenos aparece a la vista.
Cuanto más viajamos siguiendo el curso del río, más altos son
los árboles, y más tenue se vuelve el cielo, hasta casi
oscurecerse.
—Wren, hay algo que debes saber antes de que lleguemos a
la cueva de Sueño.
Da un salto leve y grácil sobre un árbol caído y aterriza sin
emitir el menor sonido al otro lado, mientras que yo tengo que
trepar sobre el tronco. Tiamina se limita a atravesarlo en un
movimiento fluido, con una expresión infantil de curiosidad
mientras examina el entorno.
Céfiro se gira hacia mí con semblante grave.
—Cuando alguien se duerme en el reino de los vivos, hace
una breve visita a los dominios de Sueño. Si sucumbes al
poder de Sueño en las Tierras Yermas, sin embargo, cabe la
posibilidad de que no te vuelvas a despertar… jamás.
—Dijiste que el poder del dios no me haría efecto —le
recuerdo mientras reprimo las náuseas que se apoderan de mi
estómago.
—Y no te hará, pero aun así has de andarte con ojo.
Qué encantador por su parte, contarme todo esto ahora que
estamos a medio camino de nuestro objetivo.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —pregunto.
Al menos parece algo contrito, como debe ser, si bien no
tiene excusa alguna.
—Si te lo hubiese dicho, ¿habrías aceptado venir?
Tras pensarlo bien, creo que sí, probablemente habría
venido. Porque estoy desesperada. Porque no tengo otra
alternativa. Pero ahora siento que me han manipulado para ir
por mal camino.
—Disculpad, ¿qué era lo que estamos haciendo?
Me giro hacia Tiamina, que me observa con ojos
entornados, como si me hallase en medio de un banco de
niebla. Está totalmente confundida, y quién podría culparla.
Empiezo a preguntarme si esta incursión no habrá sido un
error.
Como si percibiese mi inquietud, Céfiro se acerca y me
aparta un poco de nieve de la capa, todo sonrisas,
tranquilizador.
—Este es el plan: voy a entrar en la humilde morada de mi
primo. Mientras lo distraigo, vosotras buscáis el jardín de
amapolas y os lleváis las flores. Bastará un puñado. No
deberíamos tardar más de una hora.
Por más que quiera cancelar todo el plan, puede que no
tengamos más oportunidades que esta. Necesito ese tónico.
—¿Y cómo voy a encontrar el jardín? ¿Y cómo voy a ver
ahí dentro? Has dicho que no había luz en el interior.
—Toma. —Me tiende un orbe redondo de cristal, del
tamaño de mi puño, que emite una pálida luz rosada y me
calienta la palma de la mano a través del guante, como el sol
más pequeño que haya existido jamás.
Tiamina se inclina hacia delante y parpadea despacio con
esos ojos que magnifican las gafas.
—¿Qué es eso?
—Se llama rosaluz. —dice Céfiro. Le da un golpecito con
la uña al cristal, y el tono rosado del interior emite un destello
iridiscente—. En mi reino se cosechan las rosas y se les
arrancan los pétalos. El líquido que se extrae de ellos se altera
hasta que se convierte en una sustancia de pura luz. —Suena
orgulloso de ese logro. Lo cierto es que es toda una maravilla
—. Veamos, el jardín está ubicado en el centro de la cueva. Lo
encontraréis siguiendo el curso del río. —Me mira a los ojos
—. ¿De acuerdo?
¿Qué sería la vida sin un poco de riesgo? Asiento, la
barbilla alta.
—¿Vamos a ir de viaje, mi señora? —pregunta Tiamina.
—Así es. —Le palmeo el brazo en un gesto de consuelo a
la pobrecilla—. Pero a partir de aquí vas a tener que estar
callada, como si estuvieras durmiendo. ¿Podrás hacerlo?
Asiente con un gesto anhelante.
—Sí, sí que puedo. Me gusta dormir, aunque jamás sueño.
O al menos, no recuerdo los sueños que tengo.
Frunce el rostro en una expresión de extrema perplejidad.
Céfiro murmura algún comentario sobre la falta de cordura
y echa a andar. Tras casi un kilómetro de caminata, el
Mnemenos se bifurca. Uno de los ramales continúa hacia
delante, mientras que el otro se curva hacia el este. Tiamina
ahoga una exclamación y yo también, con una incredulidad
parecida ante la escena que vemos.
Dos arcos ciclópeos, que triplican en altura a los árboles
circundantes, cubren cada uno de los ramales del río, como
umbrales separados. No estoy segura de qué material les da
forma. Uno de ellos desprende un resplandor blanco. El otro,
igualmente pálido, no brilla; más bien parece cubierto de
polvo.
—¿Qué son? —Me acerco al río con curiosidad, mas
también con la precaución de mantener una distancia segura
con la traicionera ribera.
—Son las puertas de marfil y cuerno —responde Céfiro—.
Bajo ellas pasan los sueños; el Mnemenos los lleva hasta el
reino de los mortales. —Hace un gesto hacia el ramal que
fluye al este, donde se curva el lustroso y suave arco que brilla
como si estuviese recién pulido—. Los sueños verdaderos
pasan bajo la puerta de cuerno. Los sueños falsos, destinados a
engañar —hace un gesto hacia el arco gemelo y opaco—,
pasan bajo la puerta de marfil.
—¿Vos tenéis algún sueño, mi señora?
Sonrío ante la pregunta de Tiamina, aunque es una sonrisa
que no se transmite a mi mirada.
—A veces —digo.
—¿Y cuál es vuestro sueño?
Sueño con lo mismo con lo que sueña Elora, aunque yo
jamás he mencionado que anhelo tener amor y seguridad, un
hogar junto a un hombre. Por supuesto, no necesito nada de
eso. Sin embargo, creo que sería agradable.
Tiamina aguarda a que responda. Lo único que digo es:
—Da igual.
Tras dejar atrás las puertas de marfil y cuerno, no pasa
mucho tiempo hasta que Céfiro alza una mano para que nos
detengamos.
Tras un recodo veo la cueva; el río se introduce por su
boca. Es parte de una estructura mucho mayor, escarbada en la
mismísima pared del acantilado. Es una construcción enorme,
no muy distinta de la ciudadela del Rey Escarcha. Torres lisas
y columnatas colgantes.
—Dijiste que la morada de Sueño es una cueva —le digo a
Céfiro en tono dubitativo.
—Técnicamente es una cueva. —Resopla—. No entiendo
cómo es que Sueño y su hermano, Muerte, no se han vuelto
locos por vivir ahí dentro. —Le lanzo una mirada interrogativa
y me explica—: Por la oscuridad.
Pues sí, un velo de oscuridad cubre toda la cueva y oculta
la mayor parte de la vista.
—A partir de este momento —dice Céfiro—, no puede
haber sonido alguno. Sueño no debe percibir vuestra
presencia. —Le clava a Tiamina una mirada resplandeciente,
verdosa—. Wren, tú vienes conmigo. Tu criada tendrá que
esperar atrás. Mantén la rosaluz apagada hasta que haya
conseguido distraer a Sueño. —Le da un golpecito al orbe y la
luz se desvanece—. Una vez estemos dentro, sigue el río hasta
que llegues al jardín.
¿Cuántas veces habrá estado Céfiro dentro de esta cueva?
Supongo que las suficientes para saber qué esperar. Las
suficientes para que yo me preocupe. Pero también las
suficientes para orientarme.
Me muestro de acuerdo con un asentimiento y empiezo a
seguirlo por las piedras suaves y altas que yacen desperdigadas
cerca de la ribera del Mnemenos. Céfiro avanza a saltitos
gráciles entre las rocas resbaladizas y cubiertas de hielo.
Aterriza sobre los talones y sigue avanzando a toda velocidad.
—Esperad, mi señora. —Tiamina no es una mujer
particularmente fuerte, por eso me sorprende la fuerza con la
que me agarra el brazo. Se le altera la respiración y mira hacia
delante, contemplando cómo se nubla la forma de Céfiro, que
se interna en la oscuridad densa de la cueva—. Algo me dice
que esto es mala idea.
—Ya sé que es mala idea. —Intento soltarle los dedos, pero
me agarra aún más fuerte, hasta que duele.
—No, no, es algo más. Algo… —Se le quiebra la voz y
emite un sonido de frustración. Le brillan los ojos—. Ojalá
pudiera recordarlo.
Le palmeo la mano con gentileza. Milagrosamente, afloja
los dedos en torno a mi brazo.
—No te preocupes. Céfiro ya me advirtió de los peligros de
venir aquí. Pero tengo que hacerlo. He de regresar con mi
hermana, a mi vida en Bosquelinde.
—Pero aquí tenéis una vida —dice con una expresión
dulcemente confundida.
—Es una vida, pero no es la mía. —Parece aún más
confusa, y niego con la cabeza. No tiene sentido explicarle
nada, teniendo en cuenta que mañana no se acordará de esta
conversación—. Lo que quiero decir es que yo no he elegido
esta vida.
Tiamina mira en dirección a Céfiro, que se ha detenido
cerca de la entrada de la cueva y me hace un gesto para que
me acerque.
—Pero ¿y lo del festival de la víspera de Medinvierno?
—¿De qué hablas?
—Mi señor dijo que disfrutó mucho. Dijo que pensaba que
vos también habíais disfrutado.
Aunque alzo la mano como respuesta al gesto de Céfiro,
mis pensamientos se centran en lo que acaba de decir Tiamina.
Sí que disfruté, pero no pensé que el rey se hubiera percatado
siquiera. Lo creía inmune a estas cosas.
—¿Cuándo te ha dicho eso?
—Ayer, mi señora. También dijo que sonreísteis.
Demasiado observador para mi gusto. A partir de ahora voy
a tener que andarme con mucho ojo con lo que digo o dejo de
decir cerca de él, con cómo reacciono. Pero… se fijó en mi
sonrisa.
—Aquí estarás a salvo —le digo, y me obligo a centrarme
en la situación presente—. No te muevas de aquí y estate
atenta por si aparece algo.
—¿Os referís a umbrandantes, mi señora?
Espero de todo corazón que no haya umbrandantes por
aquí.
—Quédate agachada y no hagas ruido.
Le doy un apretón en el hombro y me acerco a toda prisa al
lugar donde está Céfiro. La rosaluz palpita suavemente contra
mi piel. Céfiro me agarra de la mano y me guía entre la
oscuridad de la morada de Sueño.
Instantes después nos detenemos. Céfiro me lleva hasta un
hueco y me dice en un suave bisbiseo:
—Quédate aquí hasta que venga a por ti.
Oigo un golpecito y el murmullo del río a la derecha. Ni
siquiera el fulgor del agua penetra en este lugar carente de luz.
El sonido de una puerta que se abre. Este abismo de noche
infinita no cambia.
—¡Primo! —Reverbera el cálido saludo de Céfiro. No le
veo la sonrisa, pero la imagino: una mueca hambrienta tras
esos alegres ojos de trébol.
—¿A qué debo el placer, Céfiro? —La voz resuena tanto
que me vibran las orejas. Sueño, la deidad a quien pertenece la
mitad de las vidas de los mortales.
—¿Acaso no puede venir un dios de visita familiar? Sabes
lo mucho que te he echado de menos, Sueñi.
Un momento de silencio.
—Te he dicho que no me llames así.
—Ah, sí, bueno, mi memoria no es lo que era. ¿Puedo
pasar? Prefiero hablar en algún sitio donde pueda ver, ¿sabes?
—Más vale que sea rápido.
Pasos en movimiento, como si Sueño se hubiese apartado
para que Céfiro entre en su hogar. El sonido se desvanece en la
distancia. Me sobresalto: Céfiro regresa de pronto, me agarra
la mano y susurra:
—Ahora, rápido.
Lo sigo en silencio, con cuidado de alzar bien los pies a
cada paso para no tropezar con rocas desperdigadas o alguna
grieta.
—Siempre he preferido tratar contigo que con tu hermano,
¿sabes? —le dice el Viento del Oeste a su primo.
—Me aseguraré de decírselo —refunfuña Sueño.
La puerta se cierra y Céfiro me suelta la mano. Su voz
mengua: se lleva a su primo a otro rincón de la cueva.
Aguardo hasta que ha desaparecido del todo y alzo la rosaluz.
Es entonces cuando me doy cuenta de que no tengo ni idea de
cómo encenderla.
—Esto… ¿luz?
Ni un parpadeo. Me concentro, abro mis sentidos al
entorno, aunque juraría que esta oscuridad es capaz de ahogar
también el sonido.
—¿Por favor?
El cristal se calienta en mi palma, como si notase mi
desesperación. Y de pronto se enciende con una suave luz
rosada que ilumina en derredor. Esto no es ninguna cueva. Es
un bastión, una mansión tallada del cuarzo negro y
resplandeciente de la montaña. El Mnemenos serpentea entre
la roca, una franja plana de ébano. A mi alrededor hay arcos
enormes tallados en las paredes y túneles que se internan en
profundidades lejanas. Céfiro me ha dicho que siga el curso
del río, así que es lo que hago. Alzo la rosaluz para iluminar
mi camino. De vez en cuando, una gota de agua cae en alguna
parte que no alcanzo a ver y reverbera con leves ondas de
sonido. Aprieto el paso; cuanto antes encuentre el jardín, antes
podré marcharme.
Tras una cantidad indeterminada de tiempo, me fijo en que
la oscuridad que me rodea cambia: el túnel se ensancha. La luz
de la luna se derrama de un agujero en el techo de la caverna e
ilumina una miríada de plantas que crecen en un terreno fértil.
Amapolas rojas destellan como pequeñas bocas hambrientas
con un centro negro. El aire es más cálido aquí, como si el
poder del Rey Escarcha no penetrase del todo en la morada de
Sueño.
Con pasos leves me acerco al borde del parterre. A pesar de
que imperan las amapolas, también atisbo plantas de camomila
y lavanda, entre otras flores. Me agacho y arranco un puñado
de amapolas. Me las meto en el bolsillo.
El aire parece volverse más denso; me aprieta los
pulmones, como si la intrusa que soy despertase su curiosidad.
Me pican las orejas ante un silencio que de pronto parece
mucho más vivo. De repente, desde la oscuridad, una voz
reverbera contra las paredes:
—¿Quién se atreve a coger flores del Jardín de la
Duermevela?
21

L
a rosaluz se apaga como una estrella moribunda. Sacudo
el orbe mientras unos pasos que se aproximan sacuden
las paredes de piedra. La luz no se reaviva.
La negrura florece ante mis ojos. No veo ni mi propia mano
aunque me la ponga frente al rostro. Cuanto más tiempo paso
sin luz, más me domina este pánico que pronto no podré
controlar. ¿Qué ha sido de Céfiro? ¿Cómo voy a abrirme
camino entre estos túneles?
Una vez más, sacudo el cristal con furia.
—Luz —susurro—. Por favor.
Pero el orbe continúa obstinadamente oscuro.
Me tiemblan las manos. Aprieto aún más el orbe, como si
fuese un ancla. Si no va a funcionar, me tendré que buscar otra
vía de salida. Puede que no vea nada, pero aún puedo contar
con el oído, el olfato y el tacto para guiarme.
Sueño vuelve a hablar. Suena como la mismísima esencia
del mundo, antes de la oscuridad, antes del tiempo:
—¿Por qué tocas aquello que no te pertenece?
Avanzo a trompicones en dirección a la pared; me alejo del
Mnemenos, cuyo toque me contagiaría de olvido. Con la mano
apoyada en el muro de la cueva y el río a la izquierda, desando
mis pasos.
Avanzo con mucha lentitud. Con la vista velada, tengo que
alzar los pies más alto de lo normal para evitar tropezar con las
grietas del suelo. Además, empiezo a sentir una modorra
creciente; mi mente se aleja en esta tumba oscura. «Céfiro»,
pienso. He de encontrar a Céfiro.
A medida que me alejo del jardín, la turbiedad empieza a
disminuir. La rosaluz parpadea. Me apresuro aún más. Pronto,
la luz rosada empieza a brillar; la negrura retrocede. Quizá el
poder de Sueño afecte a la luz.
Al final no necesito encontrar a Céfiro, porque es él quien
da conmigo. Al llegar a la gran cámara de entrada, me tropiezo
con algo en el suelo. Es el Viento del Oeste, que yace
inconsciente.
—Céfiro.
Lo sacudo con fuerza. Le cuelga la cabeza hacia un lado.
Esto no es bueno. Ni siquiera reacciona cuando lo abofeteo. El
impulso de echarme a reír me estruja los pulmones con tanta
fuerza que solo consigo reprimirlo, reducirlo a polvo, al
recordar que estoy sola en medio de la morada de Sueño. Mis
opciones son limitadas: o me salvo a mí misma o arriesgo la
vida arrastrando a Céfiro hasta un lugar seguro.
Algo se mueve en la larga garganta negra de la cueva.
Me cosquillean los dedos en los guantes al entrar en
contacto con la manga de Céfiro. Por el motivo que sea, no
puedo concentrarme lo suficiente como para aferrar la tela,
que no deja de resbalarme entre los dedos. El cosquilleo me
sube por los brazos, el pecho y la cara. No puedo respirar bien.
—Céfiro.
«Descansa», me arrulla el aire. Un sueñecito profundo y
reparador en una boca negra rodeada de pétalos rojos. Seres
vivos, en flor, crecientes.
El sueño me cercena la consciencia. Todo el mundo se
sumerge en la oscuridad.
Durante un rato no hago sino flotar, soñar. Sueños sin sentido,
sobre todo. Pero entonces abro los ojos de golpe y la oscuridad
se derrama ante mi vista y lo borra todo.
¿Estoy soñando?
—¿Mi señora? —El susurro me hace cosquillas en la oreja.
Así que no es un sueño. Oigo la voz de Tiamina, pero no la
veo. No veo nada.
Se me están clavando unos guijarros en la columna.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
Me doy cuenta de que tengo los brazos y las piernas atados,
y que estoy tumbada en el suelo. ¿Por qué está tan oscuro?
Sueño.
Esto es su cueva, sus dominios. Debe de estar en algún
lugar cercano. Si su poder me ha sometido antes, puede volver
a suceder.
Una luz rosada y brillante centellea, y entrecierro los ojos
ante la intensidad del resplandor. Tiamina se cierne sobre mí.
La rosaluz parpadea en su mano transparente. Tiene los labios
tan apretados que ni se ven. Me contempla con ojos
desorbitados y aterrados tras las gafas. Me pone un dedo en los
labios para que guarde silencio.
—Por favor, mi señora. No debéis hablar. —Echa una
mirada vigilante por encima del hombro.
Poco a poco, el tumulto que siento en la cabeza disminuye.
Me esfuerzo por captar algún sonido: el río, pasos, repiqueteo
de guijarros. Tiamina, en silencio, deja en el suelo la rosaluz y
empieza a desatarme las muñecas y los tobillos.
—Como no regresabais —dice en tono apresurado—,
empecé a preocuparme. Me dijisteis que me quedase en el
sitio, ya lo sé. Siento haberos desobedecido.
—No, no, has hecho lo correcto. —¿Qué habría sido de mí
si no hubiese acudido? ¿Sería esta mi nueva prisión? ¿Se
habría percatado el Rey Escarcha de mi ausencia?
Se estremece.
—Os encontré derrumbada en el suelo. Intenté despertaros,
pero entonces llegó Sueño. Corrí y me escondí. Él os llevó a
rastras, pero lo seguí. No podía permitir que os llevase
consigo.
Jamás me he sentido tan agradecida. Menos mal que
Tiamina decidió desobedecer mis órdenes.
—¿Dónde está Céfiro?
—¿Quién? —Frunce el semblante en una dulce expresión
confusa.
Niego con la cabeza.
—No importa.
Es posible que Sueño nos haya puesto en lugares distintos.
De hecho, es altamente probable. Céfiro lo ha engañado. ¿Qué
castigo recibirá?
—Probablemente estará cerca de aquí —susurro mientras
me restriego la piel irritada de las muñecas y los tobillos en
cuanto Tiamina me corta las ataduras. Cuando echo mano a
mis bolsillos en busca de las amapolas, los encuentro vacíos.
Se me encogen las asaduras. Sueño debe de habérmelas
quitado.
Resulta descorazonador, pero ahora no puedo preocuparme
por ello: lo primero es ponernos a salvo.
—Tenemos que encontrar a Céfiro antes de que regrese
Sueño.
—No entiendo, mi señora. ¿Quién es Céf…?
—Céntrate, Tiamina. —La agarro del brazo y le dedico una
mirada seca y fría—. Mi amigo está perdido. Tenemos que
encontrarlo.
Vacila y luego baja la barbilla en un gesto de
entendimiento.
—¿Deberíamos separarnos, mi señora? Así cubriríamos
más terreno.
Lo cierto es que es buena idea. Puede que la haya
subestimado.
—Casi diría que sí, pero no quiero que nos perdamos y no
podamos encontrarnos la una a la otra. Quédate conmigo.
El contorno espectral de Tiamina brilla, blanquecino, en la
penumbra. El túnel se estrecha, vuelve a ensancharse y
serpentea mientras lo atravesamos. Sin embargo, pronto
llegamos a una amplia estancia en la que lo único que hay es el
propio Mnemenos, que fluye a través de la roca. Esta cámara
se bifurca en dos corredores cuyas entradas tienen sendas
arcadas con símbolos tallados. El pasadizo de la izquierda gira
hasta trazar un círculo y regresar a la cámara anterior. El túnel
de la derecha acaba en un callejón sin salida.
—Regresemos al lugar donde me encontraste. Intentaremos
ir en otra dirección.
Más callejones sin salida y caminos en zigzag acaban por
llevarnos hasta un pasillo ribeteado de celdas con barrotes.
Alzo la rosaluz para iluminar el interior de una de ellas y veo a
Céfiro, inconsciente. No lo han atado de brazos y piernas,
como a mí. Puede que esas plantas que inducen el sueño
tengan más efecto sobre él. Aún siento el cosquilleo de la
modorra justo en el borde de la consciencia, pero, siempre que
me centre en la tarea que tenemos entre manos, podré
mantener a raya el impulso de cerrar los ojos.
—Céfiro —susurro entre los barrotes.
No se despierta. Suelto un suspiro.
—¿Me permitís, mi señora?
Tiamina da un paso al frente, saca un pequeño instrumento
del bolsillo y lo mete en la cerradura. Tras moverlo y
removerlo durante unos minutos, la cerradura se abre.
Se me descuelga la boca de puro asombro.
—¿Cómo has hecho eso? —susurro.
La mujer espectral frunce el ceño.
—No estoy segura. De pronto recordé que tenía una ganzúa
en el bolsillo. Suelo llevarla conmigo, aunque no sé por qué.
No por primera vez, me pregunto quién fue Tiamina en su
vida anterior, qué circunstancias desembocaron en su
fallecimiento.
Abro la puerta de la celda y me acerco a toda prisa a Céfiro.
Si yo fuese de naturaleza más tierna, lo despertaría poco a
poco, con dulzura. Pero no hay tiempo para semejantes
lindezas. Lo golpeo en el centro de la palma de la mano con
una roca afilada. Corre la sangre. Tiamina ahoga una
exclamación.
El Viento del Oeste se endereza de golpe, con una mueca
de dientes expuestos, y le pongo la mano en la boca de golpe.
—Soy yo —susurro.
Me clava las uñas en los tendones de la parte superior de la
muñeca. Me lagrimean los ojos del dolor. Le clavo con más
fuerza la roca en la palma de la mano y gruño:
—Suéltame.
Afloja la mano. Parpadea una única vez, despacio.
—¿Wren? —dice con voz amortiguada.
—No tenemos mucho tiempo. ¿Puedes ponerte en pie?
Tres latidos pasan. Céfiro asiente y me suelta.
—No sé cómo salir de aquí —digo.
El Mnemenos podía guiarnos directamente a la salida, pero
me aparté de su curso en algún momento. Ya no oigo el
burbujeo de la corriente.
Céfiro cierra los ojos con fuerza y se restriega un punto en
la frente.
—Lo sabía. De algún modo sintió tu presencia en el jardín.
Entonces pronunció una palabra de poder y caí redondo. —
Suspira—. Sé cómo salir, pero aún estoy mareado, así que voy
a necesitar ayuda.
Le engancho mi brazo a la cintura y lo ayudo a erguirse.
Nos dirigimos hacia la entrada, con Tiamina detrás.
—Casi hemos llegado —murmura Céfiro.
Me repiquetean los huesos y los dientes ante una oleada de
poder retumbante. Miro en derredor. El túnel parece encogerse
y un destello de luz nos muestra que las paredes no están
hechas de roca, tal y como yo había imaginado, sino cubiertas
de todo tipo de plantas, flores y hierbas que se derraman desde
el techo.
«Esperadme», canturrea la oscuridad.
Se me ralentiza el corazón y se me estremecen las
extremidades, pues esa voz es mi salvación, mi descanso
eterno. Empiezo a girarme, atraída por la promesa de un
refugio, de una paz eterna.
Céfiro me da un pellizco en el costado.
—Bloquéalo —ladra y, cobrando vida, me arrastra hacia el
resplandor de la entrada.
«Céfiro»; un lento arrullo. «¿Por qué huyes?»
—Más rápido —dice el Viento del Oeste con voz ahogada.
El aire se espesa, pero nosotros avanzamos a pasos cada
vez más rápidos.
—Mi señora —susurra Tiamina.
Una puñalada de dolor me atraviesa la espalda por culpa
del esfuerzo de aguantar a Céfiro. No puedo enfrentarme a un
dios, y Tiamina tampoco. Solo un dios puede enfrentarse a
otro dios.
—Tienes poderes —le digo a Céfiro—. ¡Úsalos!
Un cariz letal le estrecha la mirada. Se aparta de mí y dice:
—Seguid hasta la entrada. Ya os alcanzaré.
No va a hacer falta que me lo diga dos veces. Tiamina y yo
nos ponemos a salvo mientras la roca se rompe a causa de la
fuerza de un grito ultraterreno. Con una mirada por encima del
hombro, veo a Céfiro, arco en mano, con una flecha que
desprende un brillo esmeralda. Dispara y la flecha impacta en
una figura sombría y enorme. Un rugido sacude toda la cueva.
El Viento del Oeste envía una suave brisa a mis talones que
me impulsa aún más, hasta quedar fuera del alcance de la ira
de ese dios primordial. Salimos los tres en tromba de la cueva
y seguimos la serpenteante forma del Mnemenos hacia el sur,
donde las Tierras Yermas empiezan a insinuarse.
Al cabo, Céfiro jadea:
—Estamos a salvo. Durante el día no saldrá de su cueva.
Caigo de rodillas al suelo y el sudor me repta por las sienes.
—No he conseguido las amapolas —susurro—. Lo siento.
Me las metí en el bolsillo, pero al despertar ya no estaban.
Céfiro niega con la cabeza. Las arrugas de tensión
alrededor de su boca se acentúan.
—No es culpa tuya. Debería haberme andado con más
cuidado al tratar con Sueño. He subestimado la rapidez con la
que podía actuar.
Y ahora, ¿qué? Sin las amapolas, Céfiro no podrá hacer el
brebaje somnífero. No podemos avanzar. No podemos regresar
a la cueva. Es posible que pueda encontrar las amapolas por
otros medios, pero no tenemos garantía alguna de ello.
—¿Mi señora? —Las piernas embutidas en calcetas de
Tiamina entran en mi línea de visión.
Alzo la vista. Tiamina abre la mano y me enseña unos
pétalos aplastados de amapola, con una sonrisa amplia y
radiante.
El alivio es tan monumental que sé que habría caído de
rodillas de no haberlo hecho ya.
—¿Cómo…?
—Vi que Sueño os las sacaba del bolsillo. No sé para qué
sirven, pero parecían importantes, así que saqué más flores del
jardín antes de ir a buscaros.
Estoy sin habla, de verdad.
—Lo has conseguido, Tiamina. Gracias.
Jamás volveré a pensar que es una incompetente.
—Te lo agradezco mucho. —Céfiro le arrebata los pétalos
de la mano y se los mete en el bolsillo—. Tardaré unas cuantas
semanas en destilar el tónico —dice—. Una vez lo consiga, iré
a buscarte y, juntos, acabaremos por fin con el invierno.
22

N
ovecientas cuarenta y ocho puertas.
El ala sur contiene novecientas cuarenta y ocho
puertas, y las he explorado todas.
He pasado tres semanas buscando, mapeando, preguntando,
albergando esperanzas. He nadado en lagunas templadas de
aguas claras. He visitado esplendorosas ciudades con coloridos
pendones y banderas que colgaban en zigzag entre los
edificios. He pasado noches en lo alto de montañas, con las
estrellas como testigos. He regresado a la ciudad de calles
adoquinadas para ir al teatro no solo una vez más, sino tres. Y,
sin embargo, no he dado con ninguna puerta que me llevase de
regreso a la Grisura. La libertad, como siempre, me evita.
—Paciencia —murmuro, y aflojo la presión de los dedos
sobre el mapa que llevo conmigo.
Las cuatro alas de la ciudadela convergen en el centro, una
encrucijada en la que ahora me hallo. Unos pocos soldados
vigilan el ala norte, pero los ignoro. Me dirijo al ala este y me
meto el mapa en el bolsillo. Me aguarda otra larga jornada,
pero aún es temprano. Empiezo con la puerta al final del
corredor. Empujo el pomo tallado y la puerta se abre. Entro.
La puerta vuelve a cerrarse. Me envuelve una calma
absoluta.
Es una biblioteca.
Un lugar en el que sentarse. Un lugar en el que leer,
descansar. Un lugar para pensar, para aprender, para perderse
en el interior de una misma. Hace mucho tiempo, cuando el
reino aún se conocía como el Verdor, se hablaba de grandes
ciudades cuyas bibliotecas albergaban enormes repositorios de
saber, accesibles para cualquiera que quisiera visitarlas.
Esta librería tiene tres plantas de estanterías pegadas a las
paredes curvas. Es toda una maravilla arquitectónica, fluida.
Escaleras con ruedas ayudan a llegar a los anaqueles
superiores. A mi derecha, una escalera de caracol lleva al nivel
superior.
Atravieso el espacio y observo la chimenea en la que arde
un fuego, las mullidas poltronas. Empiezo a echarle un ojo a la
colección. Hay una sección bastante decente de historias de
misterio, así como de novelas de aventuras. Un náufrago en
una isla. Una diosa que se ve raptada en el inframundo,
pobrecilla.
El siguiente libro es pequeño y delgado; me cabe en la
palma de la mano. El interior de la cubierta tiene una
inscripción:
«Para mi amado Calais. Que siempre encuentres el
camino.»
Interesante. Lo dejo en el anaquel y sigo mirando.
Jardinería para principiantes. Remedios con hierbas y
tinturas. Frunzo el ceño. Estos mismos libros están en la
estantería de mi casa en Bosquelinde. Entonces me percato del
lomo de un libro que conozco bien: Guía completa de la caza
del ciervo. Una cubierta deslucida con letras doradas. Noto un
leve mareo al sacar el volumen y darle la vuelta a la primera
página: contemplo lo que hay escrito a lápiz en la esquina
superior derecha: «Wren».
Se me queda la mente en blanco. ¿Cómo es posible? Este
libro debería estar en Bosquelinde, en la estantería junto a la
chimenea, justo donde lo dejé. A menos que el rey haya
regresado a la Grisura para… ¿traer mis libros aquí?
La idea resulta tan absurda que suelto un resoplido ronco.
El Rey Escarcha no entra en la Grisura a no ser que vaya en
busca de otra esposa. Debe de haber otra explicación para la
presencia de este libro. Los encantamientos de la ciudadela
obran de maneras inexplicables, a fin de cuentas, con tantas
puertas que llevan a reinos maravillosos.
Libro en mano, me acomodo en uno de los sillones cerca de
una ventana que da a un jardín. Tan absorta estoy en la historia
que no capto de inmediato el sonido de la puerta al abrirse, del
mismo modo que no oigo los pasos que se acercan.
—Esposa.
Doy un respingo tan grande que el libro me golpea la nariz.
—Joder. —Giro la cabeza hacia el centro de la biblioteca.
Ahí está Bóreas, con las manos metidas en los bolsillos de los
pantalones. Una camisola de color violeta algo arrugada le
cubre el pecho. Hoy no lleva guantes.
—¿Qué haces tú aquí? Y te he dicho que me llames Wren.
Se acerca a uno de los anaqueles cercanos.
—Vivo aquí.
Qué listillo.
—Orla mencionó que volvías a estar indispuesto.
Otra rareza continua para la que aún no he encontrado
explicación.
—Ya me he recuperado.
Claro.
El rey pasa una mano por los lomos de los libros y dice:
—Me preguntaba cuándo encontrarías este lugar. Orla
mencionó que te gusta leer.
Me pregunto qué más le ha mencionado.
—Lo habría encontrado con más rapidez si me hubieses
traído tú. —Vuelvo a lo mismo: le lanzo respuestas como si
fueran cuchillos afilados. Con algo de esfuerzo consigo
modular esta naturaleza irritable que tengo—. He visto que
mis libros están en tu biblioteca.
—Ah, ¿sí?
No me mira.
Entrecierro los ojos, suspicaz. Muy bien. Decido cambiar
de dirección:
—¿Sabes adónde lleva cada una de estas puertas?
—Diría que sí —responde—, teniendo en cuenta que fui yo
quien construyó esta ciudadela y todo lo que contiene.
Así que fue él quien creó las puertas. Y yo que pensaba que
precedían a su reinado.
—¿Y por qué hay tantas?
Baja la mirada y se aparta de la estantería. Me da la
sensación de que es un gesto avergonzado.
—A veces deseo ver otros reinos, lugares más allá de las
Tierras Yermas.
—Ah —digo, porque resulta más fácil que decir: «Te
comprendo».
—¿Te gusta? —Ante mi mirada de confusión, añade—: La
biblioteca.
Me inclino, agarro el libro, que se me ha caído, y me lo
pongo en el regazo.
—Pues sí. Mi madre nos enseñó a leer a mi hermana y a
mí, pero había pocos libros en nuestra casa cuando éramos
pequeñas. —El poco dinero que tenían nuestros padres no se
gastaba en palabras escritas—. Orla dice que coleccionas
libros de otras tierras.
—Así es, cada vez que puedo salir. —Echa mano de un
rollo liado con bramante—. Reinos antiguos, lenguas muertas,
los márgenes de la sociedad. Me gusta conocer sus historias.
Quiero… —habla con voz entrecortada— quiero comprender
de dónde viene la gente, por qué toman las decisiones que
toman.
Deja el pergamino en su lugar, se interna por otro pasillo de
la biblioteca y regresa con un tomo del tamaño de mi cabeza.
—Este es uno de mis favoritos.
Lo coloca en la mesa junto a mi sillón. Enarco una ceja al
verlo. Sea cual sea el título, está escrito en un idioma del todo
desconocido.
—¿Qué es?
—La historia completa de los corsarios marinos.
—¿Piratas? —Me echo hacia atrás en el sillón, con una
media sonrisa—. Jamás habría pensado que te interesase algo
así.
Crispa la boca.
—Para quien tiene vida eterna, el único misterio que queda
es el conocimiento que aún no se ha adquirido. —Se acerca a
la ventana. No estoy segura de en qué lugar se ubica esta
estancia, pero he decidido que es mi lugar favorito de la
ciudadela, aunque solo sea por la vista—. Ahora conoces mis
gustos literarios, aunque admito que yo desconozco los tuyos.
Este estúpido corazón mío me da un vuelco. Lo arrojo de
una patada a algún rincón olvidado y señalo el libro que tengo
en la mano.
—Este es de mis favoritos. ¿Quieres oír un fragmento?
Se gira, las manos a la espalda, y se fija en la funda: el
contorno de un alce en la cubierta.
—¿Un manual de caza?
—Es bastante estimulante —digo con una sonrisa inocente.
Para mi sorpresa, se acomoda en el sillón junto al mío, con
los tobillos cruzados y esa mirada azul, ecuánime. Si yo
moviese el pie unos centímetros a la derecha, nuestros zapatos
se tocarían.
—«La puerta del dormitorio se cerró —leo en voz alta— y
la mujer se giró hacia su amante. Anchos hombros, pecho
amplio, ojos grises y pétreos. Ella inspiró hondo; el aroma de
la piel de su compañero le llegó hasta los pulmones, para su
deleite. Las manos grandes del hombre se curvaron sobre su
espalda. Con boca presta, suave, separó los labios y fue en
busca de su lengua.»
El Rey Escarcha se ha quedado inmóvil. Se gira hacia mí
en el sillón.
—Eso no es ningún manual de caza.
Vaya, ¿qué te parece? Resulta que no.
Hace mucho que puse la funda de un manual de caza sobre
esta novela romántica de corte erótico para que Elora no
tuviera ganas de echarle mano. Y eso que el rey aún no ha
oído las guarrerías que se hacen en el capítulo veinte.
—«El beso fue largo, profundo. La lengua del hombre se
restregó contra la de ella. Su sexo palpitaba de pura
anticipación ante la inminente cópula. Sentía toda la longitud
del hombre por el…»
—Basta.
La orden me corta abruptamente.
Alzo los ojos, despacio, hacia los suyos, que llamean con
una emoción afilada y brillante. Un azul tan vívido que
resplandece como estrellas recién nacidas.
Giro la página y prosigo, reprimiendo una sonrisa:
—«Ella se apretó contra él y le metió la mano por la cintura
de los pantalones. Cerró los dedos en torno a la polla que
asomaba…»
Me arranca el libro de las manos.
El Rey Escarcha está de pie frente a mí, libro en mano,
rubor en la piel pálida de las mejillas. Su pecho asciende y
desciende. Bajo la mirada hacia el sur, atraída por lo que pasa
en el frontal de su pantalón.
Se le ha puesto dura.
Todo pensamiento abandona mi cabeza. La erección es
inconfundible, tensa la suave tela, una cresta bien dotada. Algo
se me retuerce en el vientre como respuesta.
Con cierto esfuerzo, aparto la mirada de la prueba de su
deseo.
—Eh…
—Mírame.
No puedo, porque si lo hago, recordaré haberme despertado
en la curva de su cuerpo, cálida y segura. Recordaré la red de
cicatrices que le mancillan la hermosa piel de la espalda.
Recordaré esa sensación de estar en casa que experimenté a su
lado, por más breve y traicionera que fuera.
Dos dedos encallecidos me agarran de la barbilla y me
dirigen hacia él. Acto seguido, el rey abre el libro y empieza a
hablar:
—«El hombre echó hacia atrás la cabeza de su amante,
dejándole el cuello expuesto —gruñe—. Pensó brevemente
dónde desembocaría todo aquello: su cama. El calor húmedo
de su boca exploró la curva de la nuca de ella, los montículos
de sus senos. —Los ojos de Bóreas aletean hasta los míos,
como si quisiera comprobar si sigo escuchando—. Y más
abajo.»
Para mi horror, siento que el calor me inunda las mejillas.
—«La arrojó sobre el colchón y le abrió las piernas. —Hay
una pausa durante la que el rey se lame los labios—. Su sexo,
rosa e hinchado, resplandeció desde donde él se encontraba,
cerniéndose sobre ella.»
Un bisbiseo de pergamino: el rey pasa la página.
—«El deseo del hombre había endurecido sus partes. El
suave aroma del perfume de su amante incitó sus sentidos, y se
vio obligado a apretar las rodillas para seguir de pie, pues lo
que deseaba era arrodillarse ante ella y tomar su sexo en la
boca…»
Mis pezones se erizan al oír las palabras «sexo» y «boca»
con la voz suave y profunda del Viento del Norte.
—«… para juguetear con sus húmedas dobleces.»
Por los dioses, debo de estar a punto de volverme loca.
Aprieto las piernas, pero otro latido de puro placer me
atraviesa. Y ahí está el Rey Escarcha, imperturbable, tranquilo
como un estanque helado. Era yo quien movía las piezas en
este juego, pero él le ha dado la vuelta al tablero en cuanto le
he dado la espalda.
Con pasos lentos, recreándose, rodea mi sillón y se detiene
detrás de mí.
—«Empezó despacio. Tiernas caricias con toda la lengua,
que se deslizaba suavemente entre sus jugos. A medida que se
acaloraba más y más, él aumentaba la presión, si bien se
limitaba a rodear aquel botón presa de un dolor anhelante. —
La barbilla del rey me roza la oreja y una ráfaga de calor me
hormiguea en la piel—. Cuando ella empezó a retorcerse, a
pedir más, él le apretó las caderas con las manos y empezó a
libar la carne hinchada.»
Todo mi ser se contrae dolorosamente. Tengo la piel tensa,
presa de un calor insoportable. Esa voz retumbante, el calor de
su aliento con aroma silvestre, va a ser mi perdición.
De pronto, un calor húmedo se desliza por mi cuello
desnudo y se me escapa un gemido de la boca. Abro mucho
los ojos. Su lengua…
Me levanto de la silla, cruzo la estancia, abro la puerta y la
atravieso como un vendaval. Corro por el pasillo sin mirar
atrás, sin alzar siquiera la vista. Subo las escaleras al tercer
piso, giro a la derecha y a la derecha otra vez. Abro de golpe la
puerta de mis aposentos y entro en tromba. Cierro de un
portazo y echo la llave antes de hacer algo de lo que
seguramente me arrepentiré.

Me quedo en mis aposentos lo que queda del día. No quiero


arriesgarme a tropezarme con Bóreas después de… Bueno,
aún lo estoy digiriendo.
No acudo a la cena, aunque Orla es lo bastante amable
como para traerme algo de la cocina; entra mientras leo junto a
la chimenea y deposita una bandeja en la mesa a mi lado.
Cuando se gira para marcharse, digo:
—¿Me vas a contar por qué te condenaron a Neumovos?
La mujer espectral se detiene a mitad del gesto de echar
mano del pomo de la puerta. Quiero saber, pero no quiero
forzarla. Si no se siente cómoda abriéndose a mí, es libre de
marcharse.
Orla se gira y me mira. La expresión contrita, la piel de los
mofletes temblorosa.
—La elección que tomé… No estoy orgullosa de ello, pero
si pudiera revivirlo todo, no cambiaría nada en absoluto. —
Traga saliva—. Maté a mi marido. Le clavé un cuchillo de
carnicero en el pecho.
Mantengo una fachada neutral, sin evidenciar mi inquietud.
Me pregunto qué pudo haber llevado a la dulce Orla a aquel
extremo violento.
—¿Por qué?
—¿Importa acaso?
—Por supuesto que importa. —Entonces lo comprendo—.
Él no te preguntó por qué lo hiciste, ¿verdad? Me refiero al
rey. —Porque al Viento del Norte no le importan los motivos
de la gente. En su mente, una elección es una elección. Los
motivos que haya detrás resultan irrelevantes.
El pecho de Orla asciende y vuelve a descender. Aprieta las
manos y las vuelve a relajar.
—Mi marido me maltrataba, mi señora. Me dejaba
moratones en lugares que nadie podía ver. En dos ocasiones
llegó a violarme.
La rabia me aprieta la garganta. Orla es la persona más
amable del mundo. Solo un monstruo intentaría hacerle daño.
—Lo siento mucho, Orla.
Es una realidad que comparten muchas mujeres. Algunas
de las que yo conocía. Algunas de las que en su día fueron
amigas mías.
Se encoge de hombros con aire triste.
—Cuando a una la tratan tan mal durante tanto tiempo, se
empieza a creer que lo que le hacen está justificado.
—No —gruño—. El maltrato jamás está justificado. Y no
fue culpa tuya.
—Ahora lo sé. —Un asentimiento breve, manso—. Nadie
de mi aldea sabía que fui yo quien lo mató. Todo el mundo
pensaba que se la había jugado a quien no debía. No había
cumplido ni los treinta años. Y yo solo tenía dieciocho. —
Despliega un paño en la bandeja y se quita el anillo de plata—.
Jamás volví a casarme, pero viví una vida larga. Más larga de
lo que habría sido de seguir vivo mi marido.
Dejo el libro aparte y pregunto:
—¿Sabes a dónde fue enviado tu marido al morir?
—No lo sé, mi señora. Jamás he preguntado. —Orla
carraspea—. Servir al señor no está tan mal. Soy más libre de
lo que era en vida, en cierta manera. Las personas que viven
aquí son mis amigos. —Guarda silencio—. Si no necesitáis
nada más, he de regresar al comedor.
Gira sobre sus talones y se dirige a la puerta.
—Gracias —le susurro a su espalda ya en retirada— por
confiarme tu historia.
Oigo la sonrisa tentativa que hay en su voz al responder:
—Gracias a vos por preguntar.

Cuando el cielo ya es del tono oscuro del vino, me meto en la


cama. Mi intención es dormir, por supuesto… El día ha sido
largo. Y, sin embargo, mi piel está particularmente sensible
ante el roce de las mantas. Me hormiguea la curva del cuello,
como si recordase la boca de Bóreas.
Aparto las mantas de una patada y hurgo en el vestidor,
donde he escondido el odre. Doy un largo trago. Dejo colgar la
cabeza, las manos temblorosas. Un último sorbo. No, dos. Dos
sorbos y luego vuelvo a guardar el odre entre las telas. Me
vuelvo a la cama. Durante toda la noche no hago más que dar
vueltas en la cama. Llega la mañana, el alba se posa en el
umbral del mundo.
Me vibran las extremidades con la energía que no he
podido quemar. Tengo que hacer algo. He perdido el interés en
explorar puertas, pero siempre me queda el patio de
entrenamiento.
La ciudadela sigue durmiendo cuando me escurro por la
puerta vestida con pantalones ajustados y una camisola de
manga larga. Mi capa calentita espanta la peor parte del frío.
Arco en mano, carcaj a la espalda, cruzo el patio hasta el muro
donde aguardan las dianas. Encocar, tirar, soltar. Me abandono
al ritmo de la caza.
Una capa de sudor resplandece en mi piel cuando me llama
la atención un sonido de pasos desde la entrada del patio de
entrenamiento. Ahí está el Rey Escarcha, sobresaltado por mi
presencia, lanza en mano.
Bajo el arco y hago un ademán de reconocimiento con la
cabeza.
—Buenos días. —Serena, aunque el estómago se me
retuerce, nervioso, y no puedo evitar que me vuelen los ojos
hasta su boca.
Cruza el patio.
—Buenos días. —Igualmente sereno. Observa las dianas y
las flechas que de ellas sobresalen—. No sabía que usabas este
patio.
—No lo he usado hasta ahora. —Lo único que me permito
es evaluarlo brevemente con una mirada. Una fugaz pausa—.
¿Sucede algo?
Tiene la piel amoratada bajo los ojos, algo más apagados.
Se restriega la mandíbula con la mano, una
desacostumbrada muestra de frustración.
—Hay otra fisura en la Sombra.
—¿Otra vez? —Apoyo el arco contra el suelo.
—De momento está contenida, pero puede que necesite tu
ayuda si empeora. Los umbrandantes se multiplican a una
velocidad preocupante.
—¿Es que no sabes hacer otra cosa más que derramar
sangre?
Es un golpe bajo. El respingo que da no me deja satisfecha.
—Soy un dios —dice—. La guerra es nuestro idioma
materno.
Quizá esté tan insensibilizado que se ha olvidado de que la
violencia siempre es una elección.
—Puede que, si ayudases a la gente —digo—, esta no
invadiría las Tierras Yermas. Quizá así no intentarían matarte.
Si apartases tu influencia de la Grisura, si dejases que la tierra
se calentase…
—Ya lo hemos discutido.
—No, no lo hemos discutido. Vengo a hablar contigo sobre
lo que me preocupa, y tú lo ignoras o lo desprecias.
Difícilmente puede considerarse que hayamos discutido nada.
El silencio es mucho más elocuente que las palabras. En
voz baja, dice:
—Jamás voy a cambiar.
No espero que cambie. Lo único que le pido es que me vea,
que me oiga. A veces creo que es así, en los pocos momentos
en que baja la guardia.
—No te pido que seas nadie más que tú mismo. Lo que te
pido es que abras la mente.
—¿De qué manera? —Habla con voz ronca, como si el
tema lo desagradase.
—¿Te burlas de mí o de verdad quieres saberlo?
Frunce el ceño. Mueve la mano por el asta del arma.
—En cierta ocasión me dijiste que hacer preguntas ayuda a
entender mejor a otras personas.
—¿Y tú quieres entenderme mejor?
¿Se acaba de ruborizar o es mi imaginación?
—No exactamente.
—¡Ja! —Le clavo un dedo en el pecho—. Sabía que te
burlabas de mí.
—¡Que no me burlo de ti! —Esta brusca respuesta va
cargada con una inusual cantidad de exasperación. Quizá sea
verdad que no se burla de mí. Si quiere entenderme mejor, que
pregunte lo que quiera.
Doy un paso atrás; necesito algo de espacio. Pero sobre
todo necesito aire que no sepa y huela a pino.
—Este patio es lo bastante grande para dos —digo—.
Podemos trabajar en nuestros ejercicios respectivos, si no te
importa mi compañía.
—Gracias.
Me ve retirarme, se gira y se acerca a un banco.
Lo dejo entrenar mientras yo me centro en acertar en las
dianas. De cada diez disparos fallo uno; los demás dan en el
centro. No basta. Desde luego que no basta, porque un único
disparo fallido podría suponer mi muerte. Arranco las flechas
de las dianas de madera, me giro y atisbo a Bóreas por el
rabillo del ojo, en el otro extremo del patio.
Alto, musculoso, ancho. A pecho descubierto, el pelo atado
en una coleta, se mueve como el aire, como el agua, o como
una combinación de ambos. Un ciclón en movimiento, letal,
de cortes y puñaladas precisas.
La pálida piel de su torso resplandece como el rocío bajo el
sol. Ejecuta una serie de ejercicios intensos, golpeando con la
lanza que enarbola. El sudor le corre por las facciones afiladas
del rostro.
En todos mis años de edad jamás había visto una forma tan
perfecta. Un borrón de vello oscuro le recorre el abdomen
plano y rígido. La espalda le vibra, fuerte. Y esos brazos…
Trago saliva. Dioses, qué brazos: hermosamente esculpidos,
esbeltos, de proporciones perfectas.
Una vez que completa la tanda de ejercicios, el Rey
Escarcha baja la lanza y me mira de soslayo, como si se
hubiese percatado de que me lo estoy comiendo con la mirada.
La sorpresa en sus ojos azules, clavados en los míos, basta
para ponerme en movimiento. ¿Acaso he olvidado quién soy
solo por estar en presencia de una forma musculosa? ¿Me he
olvidado de dónde vengo, de a quién amo? Jamás.
—Me gustaría ir a visitar a mi hermana. —Me detengo a un
metro de distancia de él y me obligo a centrar la atención por
encima de su barbilla.
Una perla de sudor le recorre la sien. Se la limpia con el
antebrazo.
—La respuesta es no.
—¿Por qué?
Tensa los dedos en torno a la lanza. La punta parece lo
bastante afilada como para empalar a cualquiera por la
columna.
—El bosque está atestado de umbrandantes. No es seguro.
—No pongas a los umbrandantes como excusa. Dices que
no porque, si me marcho, seré una persona menos bajo tu
control. —Se le ensombrece el semblante—. Llevo dos meses
aquí y no tengo ni idea del estado en que se encuentra Elora, si
está enferma o si se encuentra bien.
La idea de ir a visitarla se me ocurrió durante la víspera de
Medinvierno, y es ahora cuando estoy haciendo la petición.
—La respuesta sigue siendo no.
No es que me sorprenda, pero… está bien. Ha llegado la
hora de emplear otro enfoque.
—¿Qué tal si lo decidimos con una apuesta?
Esos ojos rasgados parpadean, incrédulos.
—A no ser —añado en tono de burla— que te dé miedo
perder.
Si no estuviera tan segura de que mi presencia le desagrada,
casi diría que el rey se está divirtiendo.
—¿En qué términos sería la apuesta? —pregunta con ese
tono bajo y suave.
—Si gano, tienes que permitirme que vaya a visitar a mi
hermana… sola.
Me mira con cuidado, como si buscase un engaño.
—¿Y si gano yo?
—No ganarás.
Me aseguraré de ello. Nada me va a impedir reunirme con
Elora.
Nada.
Resopla, y la lanza desaparece en el éter.
—Si yo gano quiero algo a cambio.
—Ya tienes mi sangre. ¿Qué más quieres?
—Una cena. A la hora y en el lugar de mi elección.
Lo contemplo, confundida.
—Pero si ya cenamos juntos todas las noches.
Un gran avance con respecto a nuestras comidas anteriores:
ahora conversamos algo en las cenas.
—Eso es lo que pido si gano.
Me encojo de hombros.
—Está bien.
Me resultará fácil cumplir si pierdo. Cosa que no sucederá.
El Rey Escarcha se acerca a las armas que cuelgan de la
pared y elige un enorme arco de madera de cedro y unas
flechas con plumas de ganso. Jamás he visto a Bóreas usar el
arco. Usa esa lanza como si fuese una extensión de sí mismo.
El arco… no tanto.
Nos colocamos en posición frente a la diana.
—Tú primero —digo—. Tres intentonas cada uno. Gana
quien quede más cerca del centro de la diana.
El Rey Escarcha tensa la cuerda. Los músculos de su brazo
aumentan mientras resiste la tensión del arco, y por fin
dispara. La flecha impacta en el borde de la diana. Decente,
pero no lo bastante bueno.
Yo ya estoy tensando el arco. Suelto el aire y disparo. La
flecha impacta más al centro, justo dentro del círculo interior.
—Suficiente.
Le dedico una mirada cortante de ojos entrecerrados. El rey
relaja las comisuras de la boca; no es una sonrisa, pero casi.
La segunda flecha acierta mucho más cerca del centro,
justo por delante de la mía. Él emite un sonidito de
satisfacción. Se me acelera el pulso ante el desafío. Encoco la
flecha, tenso el arco, disparo. Mi segunda flecha acierta a un
pelo de distancia del centro mismo.
—Muy cerca —murmura con algo que suena a aprobación.
Pero no lo bastante.
El rey prepara su último disparo. Sin embargo, en lugar de
mirar a la diana, me mira a mí. Me lamo los labios para atraer
su atención ahí. Al tener esa mirada clavada en mi boca, siento
el innegable impulso de inclinarme hacia él. Me arde el cuello
al recordar su lengua.
—¿Te lo estás pensando mejor? —susurro.
—Jamás —exhala.
La tercera flecha acierta en el mismo centro y tiembla por
la fuerza del impacto. Ha dado en el corazón de la diana.
—Un intento digno —dice—, pero me temo que con esto
concluye nuestra competición.
El Rey Escarcha me dedica una mirada compasiva y apoya
el arco en un banco cercano. Se cree que ha ganado.
Me queda una flecha. La saco del carcaj y acaricio las
plumas del extremo. ¿Quién soy? Wren de Bosquelinde.
Hermana, superviviente, sustento. Mi mundo se estrecha hasta
abarcar solo la flecha que brota del centro de la diana. Una
sensación de exactitud me recorre. Dejo escapar el aliento.
«Ahora», pienso, y disparo.
La flecha traza un arco como una estrella caída y destroza
el asta de la flecha del rey. La punta penetra tan hondo que
desaparece de la vista.
23

–V
as a llevarte a Faetón.
El Rey Escarcha y yo nos encontramos en los
establos. Las lámparas están apagadas, pues es de
día. Está despejado, el sol tiene las puertas abiertas. Buena
señal.
Faetón, el demonio, arquea el cuello largo y humeante
sobre la puerta del establo y me husmea por los bolsillos en
busca de algún dulce. Aparto la cabeza de la bestia con un
ademán; me niego a pensar que tenga personalidad.
—Voy a ir a pie.
El rey tensa los dedos en las riendas, cuero estrujado en esa
mano enguantada. Sus ojos están tan ensombrecidos que
parecen negros; no se aprecia distinción entre las pupilas y el
iris. Me miró de un modo similar hace días, en la biblioteca,
cuando estaba evidentemente excitado. En aquel momento, no
supe qué hacer. Ahora tampoco.
—O te llevas a Faetón o no vas, y punto. Tú eliges.
—Está bien. —Sin la aprobación del Rey Escarcha, la
Sombra no me permitirá cruzar hasta la Grisura. Y lo necesito.
Como el aire.
Abre la puerta del establo y lleva a Faetón afuera. No me
había fijado antes, pero el pelaje oscuro como el carbón del
animal es del mismo tono que el pelo del rey.
—Regresaréis al ocaso.
—Voy a dormir allí.
Abre la boca para responder, pero alzo la mano al momento
y lo corto.
—Voy a dormir allí —repito, sin dejar espacio para
negociación alguna—. Hace meses que no veo a mi hermana.
Regresaré mañana por la mañana.
Al infierno esa tendencia controladora suya.
Bóreas parece listo para discutir, pero…
—Mañana por la mañana —transige.
Me sube a la silla, aunque soy más que capaz de montar yo
sola. Ya me ha advertido de las consecuencias de alargar la
estancia más de lo permitido: la sangre de Bosquelinde
alimentará la Sombra. Es una amenaza que me tomo muy en
serio.
Una vez que el rey lleva a Faetón hasta los portones, me
tiende las riendas.
—Mañana por la mañana —repite, y me taladra con la
mirada.
Asiento.
—Tienes mi palabra.
Los portones se abren. En cuanto la abertura es lo bastante
grande, le clavo los talones en los flancos al umbrandante.
Nos lanzamos al galope entre el viento y el frío. Azuzo más
a la criatura y esta acepta el desafío, la cabeza hacia delante.
Atravesamos la espesura, saltamos sobre árboles caídos y
arroyos resplandecientes. Avanzamos kilómetros y kilómetros
de profunda quietud. Cuando el río aparece a la vista, reduzco
la marcha de la criatura a un leve trote, y desmonto al llegar a
la ribera.
El bote está atrapado en el hielo allí donde quedó cuando
llegué. Sin embargo, al contemplarlo más de cerca, veo grietas
finas como un cabello que interrumpen el cauce constante del
río. En algunos sitios hay lagunas turbias que mancillan el
hielo, señal de áreas más débiles en las que este ha empezado a
derretirse.
—No hace falta que me esperes —le digo a Faetón.
La bestia clava unos ojos cavernosos en los míos. Luego
sacude la cabeza y desaparece entre los árboles. Me subo al
bote y tomo asiento. El hielo se derrite y el Mnemenos me
lleva corriente abajo.
El viaje dura todo el día. Una espuma blanca se acumula
sobre las resbaladizas piedras; el agua sacude el casco curvo
de la embarcación. Al cabo, el Mnemenos se transforma en el
Les. Más adelante está la Sombra. El velo se desliza, frío,
sobre mi piel al atravesarlo. Cuando abro los ojos, he vuelto
por fin a casa.
Como si lo guiase el mismísimo poder del Rey Escarcha, el
bote me deja en un recodo del río que se vuelve a congelar en
cuanto desembarco. Está empezando a oscurecer, así que me
apresuro. Siento que todo mi cuerpo se echa hacia delante, que
tira de mí hacia lo que aguarda más allá de los árboles. No
tardo en echar a correr entre la espesura. Al fin, cruzo el bajo
muro de piedra que rodea la aldea.
Atisbo nuestra cabaña, en lo alto de la pequeña loma.
—¡Elora! —Tan desbordada estoy de alegría que no me
doy cuenta al principio—. ¡Elora, estoy en casa!
Montones de nieve bloquean el camino que lleva hasta la
puerta principal. Llevo la mano al pomo y cruzo el umbral a
trompicones. Espero un potente fuego, el dulce rostro de mi
hermana mientras teje uno de nuestros queridos gorros de lana.
En cambio, lo que veo es un espacio vacío, una chimenea
fría y una silla volcada.
Me adentro aún más sin molestarme en cerrar la puerta. El
polvo flota en el aire, como si la casa llevase meses cerrada.
—¿Elora?
Doy otro paso tentativo sobre los tablones, que crujen. Me
embarga la alarma al acercarme a la cama. El colchón vacante,
sin mantas. Abro los cajones de la cómoda: vacíos. La
despensa de la cocina: vacía. Los armaritos: vacíos.
Estoy acostumbrada a la muerte, que ha cubierto
Bosquelinde durante la mayor parte de mi vida. Una casa tan
vacía implica que no hay nadie ya que ocupe el espacio.
Me flaquean las piernas y aterrizo de rodillas en el suelo.
Algo se rompe en mi interior, una ruptura limpia, callada.
Elora es mi corazón, mi alegría. No puede haber muerto.
¿Cuánto tiempo ha pasado? La carne de alce que le dejé
debería haberle durado meses. No puede haber muerto de
hambre. ¿Es posible que alguien se la haya robado? No es
común, pero a medida que pasan los años crece la
desesperación. Sin comida ni modo alguno de cazar, Elora
podría haberse consumido poco a poco.
—¿Wren?
Aturdida, me giro. La señorita Millie está en el umbral; la
capucha de piel cubierta de una costra de hielo. Rostro
demacrado, huesos que asoman bajo unos ojos acuosos. Es
como si me hubiese marchado hace años, no meses. Está
mucho más delgada. Es un fantasma.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —susurro con la voz rota—.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que murió?
—¿Murió? —La señorita Millie me contempla, perpleja—.
Elora no ha muerto. Está casada. Vive con su marido en el otro
extremo de la aldea.
—¿Casada? —Lo cual significa…—. ¿Está viva?
—Pues claro que está viva. —La señorita Millie se me
acerca con cautela—. No esperábamos que regresases. Qué
alegría volver a verte, Wren.
Sonríe, pero es el tipo de sonrisa que se ofrece por
educación, nada más. No confía en mí. Se me llevó el Viento
del Norte como sacrificio, y sin embargo aquí estoy, viva y
coleando.
La señorita Millie pregunta en medio del silencio:
—¿Dónde está el Rey Escarcha?
Por algún motivo, esa suspicacia aviva mi irritación.
—No se preocupe, no está aquí. Me ha concedido permiso
para venir de visita.
—¿Te ha dejado marchar? —Estupefacta.
—Solo por poco tiempo, pero sí. ¿Dónde está Elora?
Vacilación.
—Señorita Millie —repito con voz de hierro—, ¿dónde
está mi hermana?
La mujer se derrumba:
—Ven. —Hace un gesto hacia el exterior—. Te llevaré con
ella.
Llegamos a una robusta cabaña cerca del extremo de la
espesura que rodea la aldea. De la chimenea torcida sale
humo; el olor a leña quemada me retrotrae a la infancia, a
aquellos momentos acurrucada junto a Elora cerca del fuego, a
los calambres en el estómago por culpa del hambre, al
agotamiento que empañaba la vista y el oído.
La señorita Millie da unos golpecitos en la puerta. Se me
acelera el pulso con una emoción que no es muy distinta del
miedo.
La puerta se abre y ahí está. Encantadora, suave, a salvo.
Incluso después de los meses que han pasado, la belleza de
Elora sigue rivalizando con el sol.
La sorpresa le agrieta el semblante. Deja colgar los brazos a
los costados, pero avanza un paso, insegura. Alza la mano
como si fuera a tocarme, como si se preguntase si soy una
aparición.
—¿Wren? —El ronco sonido con el que formula mi
nombre es lo más hermoso que he oído en meses.
Se me cierra la garganta, me cuesta tragar saliva.
—Elora. —Rodeo entre mis brazos a esta versión más
delgada y desvaída de mí misma. Está tan delgada…,
demasiado delgada.
Un sollozo quiebra el aire. No estoy segura de cuál de las
dos se rompe antes. Estamos juntas, aunque sea por poco
tiempo. Me digo a mí misma que será suficiente.
—Pensé… —Elora se aparta. Le cuelgan por la cara
mechones de pelo como jirones de lana empapada. La luz de la
luna arranca un destello a la humedad que le cubre las mejillas
—. Pensé que habías…
—Lo sé. —Le recoloco un mechón detrás de la oreja—. Yo
también.
Elora aparta el rostro y lanza una mirada hacia el paisaje
helado, con expresión atribulada. La señorita Millie se ha
marchado. No estoy segura de si preferiría que estuviese
presente, pues algo en el aire cambia, cubre los pensamientos
de Elora. Como una armadura.
—¿Por qué? —susurra ella.
Dos palabras formuladas como una maldición. Me clava la
mirada en el rostro. Elora, la dulce Elora, jamás permite que
esas emociones duras la derrumben. Pero sus ojos destellan
como un puñal, y para mi sorpresa, yo retrocedo un paso
porque no quiero clavármelo.
—¿Por qué he venido? —pregunto—. Quería venir a
verte…
—Me abandonaste —gruñe, y me encojo. Aprieta el marco
de la puerta con una mano. Tiene las uñas mordidas hasta la
carne de debajo—. Me… me drogaste y me abandonaste aquí.
Cuando desperté, te habías marchado. Pensé que habías
muerto. Pensé…
—Elora.
—¡No! —Da un palmetazo contra la madera del marco.
Guardo silencio, la columna rígida. Elora jamás alza la voz.
Jamás. De pronto estoy en un lugar donde nunca he estado
antes.
Sí, mentí. Sí, drogué a Elora sin su consentimiento.
Conozco la amargura, sé cómo se aloja y se anuda en la
garganta. Acepto la responsabilidad por mis actos. Pero que
me pinte de este modo, que me ponga de villana y me acuse de
ser la fuente de su dolor, furia y resentimiento… que el
sacrificio que he hecho por ella se vea así de despreciado…
No me lo esperaba.
¿Y qué me esperaba? Pues que Elora me diese la
bienvenida a mi antigua vida. Que hubiese seguido igual de
familiar, que no hubiese cambiado. El modo en que me mira
ahora, como si no me conociese… He pensado en ella a diario.
Jamás he dejado de intentar regresar.
—Siento mucho el dolor que te he causado —susurro—.
Me gustaría explicártelo.
—Ya es tarde para eso, Wren. Deberías haberme dicho lo
que planeabas. ¿Sabes cómo me sentí al despertarme en una
casa vacía, al enterarme de que mi hermana se había ofrecido
como sacrificio al Rey Escarcha y se había marchado con él?
—No había tiempo —digo—. Hice lo que pensé que era lo
mejor.
—¿Lo mejor para quién?
¿Qué tipo de pregunta es esa?
—Para ti. ¿Crees que iba a permitir que te raptase? —
consigo decir. Aprieto tanto las muelas que se me crispa la
mandíbula.
—No me diste opción alguna.
—¿Dices que habrías preferido que no hiciese nada? ¿Dices
que habrías preferido ser sacrificada, torturada?
—Tú pareces haber sobrevivido —dice ella.
Se me abre un pozo en el estómago ante los derroteros que
está tomando esta conversación. Cuando me marché de
Bosquelinde no sabía que el Rey Escarcha no iba a quitarme la
vida. Estaba preparada para morir a cambio de que Elora
viviese.
—A ver si lo entiendo: ¿preferirías que hubiese muerto
para que mi engaño no hubiese sido para nada?
—No, claro que no. —Cruza los delgados brazos, apretada
esa boca de capullo en flor.
—¿Y entonces qué es lo que estás diciendo?
—Pues estoy diciendo —sisea— que siempre tienes que
hacerte la heroína. Eso es lo que haces siempre.
Mi rabia asciende hasta alcanzar la de ella.
—Estaba intentando protegerte.
—¡Fuiste una egoísta!
La palabra me cae encima como una hoz al cuello. Se me
arrugan los pulmones, y el abismo que tengo en el estómago
crece. Esta inquietud se convierte al fin en un caos, en un
remolino de incredulidad. Tengo la mente paralizada, atrapada
a caballo entre la negación y la incredulidad. Me pregunto
quién de las dos ha cambiado.
—¿Elora?
Un hombre asoma y le coloca una mano a Elora en la
cadera con gesto protector. Shaw. Recuerdo cuando era un
niño con demasiadas pecas y demasiado poco sentido común,
pero ahora es un hombre de complexión fuerte, con hombros
anchos de toro y barba pulcramente recortada. Es un
carpintero a quien le va bien la faena, según oí en su día. Y
ahora también es el marido de Elora.
—¿Wren? —Parpadea despacio—. Has vuelto.
—Es solo una breve visita. —Lo tranquilizo con una
sonrisa tensa.
Qué extraño resulta ver esto. Ver a Elora en una casa que
no es la nuestra, con un hombre del que sé poco. El frío me
cubre la espalda. Aún no me han invitado a pasar. ¿Acaso no
ve Elora que todo lo que he hecho ha sido por ella, para que
pueda vivir, para que siga viviendo y le llegue la muerte
cuando ya sea una anciana?
Egoísta. Me arde la garganta con lágrimas que están por
aflorar. Logro contenerlas a base de fuerza de voluntad. ¿Qué
más de lo que he hecho ha sido egoísta? ¿Sufrir congelación y
heridas que tanto han tardado en curarse para poder cazar?
¿Gastar dinero para que le cosan un nuevo vestido a pesar de
los agujeros que tenía yo en los pantalones harapientos?
¿Perderme incontables fiestas para cortar leña o reparar el
tejado mientras ella bailaba hasta que le dolían los pies? Hace
años que murieron nuestros padres, pero la identidad que nos
asignaron a cada una pervive. Yo, la protectora. Elora, la
protegida. Yo, a la sombra, ajena a la seguridad. Elora,
cubierta. Elora, abrigada.
Jamás quise separarme de ella. Tomé una decisión difícil.
Yo. Siempre soy yo quien toma las decisiones difíciles,
siempre he puesto su comodidad por encima de mis apuros, su
felicidad por encima de mi dolor. Y al hacerlo me he
convencido de que mis necesidades no importan. De que no
merezco nada de todo eso.
De haberse invertido los papeles, ¿se habría sacrificado
Elora para salvarme del Rey Escarcha? ¿Habría puesto mis
necesidades, mis sueños, mi futuro, por encima de los suyos
propios?
La verdad duele, corta. En lo más profundo de mi corazón,
ya sé la respuesta.
Shaw pasea la vista entre su esposa y yo, con el ceño
fruncido. Quizá se pregunta por qué aún no me ha invitado a
entrar.
Doy un paso atrás y se abre una grieta en mi corazón. Si así
se siente Elora, he de respetarlo. Pero maldita sea si voy a
permitir que vea lo mucho que me duele.
—Ya me marchaba.
Giro sobre mis talones y empiezo a bajar las escaleras de la
entrada. Es entonces cuando Elora exclama:
—¡Espera!
Me detengo en el último escalón.
—Entra —dice. Una pausa larga, incierta—. Cena con
nosotros.
Dado que no puedo verle el semblante, me veo obligada a
interpretar la inflexión de su voz. Furia, tristeza, reticencia. Yo
solo pretendía protegerla, y ella afirma que mis acciones
fueron egoístas. No estoy segura de poder perdonar algo así
con facilidad.
Y, sin embargo, he venido hasta aquí. Lo menos que puedo
hacer es pasar tiempo con la persona a quien más amo en el
mundo. Con una última mirada al paisaje entenebrecido, subo
las escaleras y entro en el nuevo hogar de mi hermana.

Había pensado, con absoluta seguridad, que nada sería más


insoportable que una cena con el Rey Escarcha.
Esto es peor.
Nadie habla. Repiquetean los utensilios contra los platos de
arcilla agrietada. Elora y Shaw se sientan a un lado de la mesa,
yo al otro. Mi hermana se concentra en cortar la liebre que hay
de cena. La carne es nervuda, pues el animal tenía poca grasa.
Me he acostumbrado a las comidas exquisitas de la ciudadela.
Debo de ser una persona horrible, pero pongo mala cara ante
lo que me sirven, por más que en su día liebres como esta
fueran mi sustento.
—Una cena estupenda —digo solícita.
Elora carraspea y asiente.
Gracias sean dadas, Shaw intenta mantener algo de
conversación. Habla de la boda, de lo feliz que fue aquel día.
Si yo no me hubiese marchado, quizá Elora no habría
encontrado a nadie con quien compartir su vida. Quizá mi
partida fue para bien.
—Me alegro por vosotros —digo, e intento sonreír. Porque,
si no sonrío, me echaré a llorar, y no puedo permitir tal cosa
—. De verdad.
Elora contempla, por encima del borde de su vaso, cómo
engullo el vino. Deja el vaso e intercambia una mirada con
Shaw.
—Tenemos que darte una noticia, Wren.
—Ah, ¿sí? —Me palpita la cabeza. ¿Cuánto tiempo debo
quedarme aquí antes de que pueda poner una excusa y
marcharme?
—Vamos a tener un bebé.
La carne que me he llevado a la boca se convierte en un
gurruño ceniciento. Me obligo a tragar saliva. El único sonido
que se oye es el del viento, un lamento quejumbroso que
sacude las paredes de la cabaña, acompañado de mi propia
respiración, alterada y leve. Mi hermana va a ser madre.
—Me…
Me tiemblan los dedos que sujetan el tenedor. Elora
siempre quiso tener familia, pero esto ha sucedido antes de lo
que yo esperaba. Primero se casa y ahora resulta que está
preñada. Y yo… yo estoy atrapada en un matrimonio carente
de amor, con un hombre que no soporta mi compañía. Se me
cierran las vías respiratorias al comprender que he sido
reemplazada. A Elora le importa Shaw, no yo. Nuestra cabaña
y nuestra antigua vida han quedado abandonadas.
Necesito poner todo el ánimo en un esfuerzo para suavizar
las facciones:
—Me alegro mucho, Elora. Debéis de estar muy
emocionados.
Echa mano del paño que le descansa en el regazo, la vista
baja.
—Sí.
Voy a ser tía, pero no estaré presente para darle apoyo.
Elora tiene a Shaw, y a toda la aldea. Cuidarán de ella. Es lo
que siempre he querido para ella.
—¿Habéis pensado en algún nombre?
—Si es niño, Micah —dice Shaw, y aprieta la mano de mi
hermana en la mesa—. Y si es niña, Iliana.
Iliana. El nombre de nuestra madre.
—Ambos son nombres estupendos. —Me llevo el vaso a la
boca y me doy cuenta de que está vacío. Elora me clava la
mirada mientras lo vuelvo a llenar, pero no dice nada.
Tampoco hace falta; esa mirada de decepción lo dice todo.
Ya me he resignado a terminar la cena en silencio cuando
Elora dice:
—Wren, ¿cómo es que sigues con vida? Yo pensaba que el
Rey Escarcha sacrificaba a las mujeres a las que se llevaba.
Ya casi había perdido la esperanza de que Elora me
preguntase por mi vida. Más vale tarde que nunca, supongo.
—Es una idea errada. No hay sacrificio alguno.
—Entonces… ¿eres su prisionera?
—En realidad… —allá vamos—, soy su esposa.
—¿Qué? —Se endereza del todo en la silla, horrorizada—.
Dime que no es verdad.
Me embarga una vergüenza que me arde en el rostro.
—Wren —la palabra es el restallido de un látigo—, ¿cómo
has podido casarte con ese hombre? ¡Es el responsable de
nuestras desdichas!
—¿Crees que no lo sé? No es que tuviera elección.
Baja la cabeza, justamente avergonzada.
—No todo es negativo —digo en un tono más suave—. La
mayoría de los días me deja en paz. Puedo campar a mis
anchas por su hogar. —Siempre que me mantenga dentro de
las murallas—. Y no es tan cruel como pensé en un primer
momento.
Resulta extraño defender a Bóreas ante mi hermana,
teniendo en cuenta que es el inmortal que me raptó de mi casa.
—¿Y te ha dejado venir de visita a Bosquelinde?
—Sí.
—¿Y no le da miedo que te escapes?
No estoy segura de por qué miento. Quizá para parecer
menos fracasada. Para desterrar la compasión de sus rostros.
—El rey confía en mí.
Los ojos de Elora se abren como platos.
—Oh. Eso… eso está bien. —Le lanza una mirada de
incertidumbre a Shaw—. Entiendes que resulta difícil digerir
todo esto, ¿verdad? Quiero creerte, pero ¿cómo puedo saber
que tu llegada no es parte de algún horrible plan para raptar a
otra de nuestras mujeres?
Me sonrojo aún más. ¿Cómo puede pensar Elora que yo
sería capaz de traer el peligro a su puerta?
—Vas a tener que fiarte de mí. —Las palabras son cristal en
mi garganta.
—¿Cómo es el rey? —pregunta Shaw. Como sucede con la
mayoría de la gente de Bosquelinde, el Viento del Norte le
provoca curiosidad… y terror.
—Frío. —O quizá distante sería un modo mejor de
describir su carácter. Dado su deseo de mantener la distancia,
al rey le cuesta conectar con otros. No por primera vez, me
pregunto por qué será.
—Bueno —dice Elora—, es el Rey Escarcha, claro. ¿O
tiene otro nombre?
—Bóreas. —Paladeo el sonido en la boca, agradable, un
nombre de curvas ondulantes. Resulta extraño pensar así en él.
Es un hombre, no un mito.
Supongo que mi hermana me hará más preguntas sobre mi
vida. Cómo paso el tiempo, si he hecho amigos. Si me
encuentro bien. Pero Elora vuelve a concentrarse en la cena,
señal de que la conversación se ha terminado.
Y nada más.
24

R
egreso al frío Les horas después de medianoche. La
temperatura ha descendido desde el ocaso. La capa me
proporciona suficiente calor, pero apenas lo noto, apenas
me percato de las sombras negras que se acumulan a mi
alrededor. Atravieso el terreno como una bocanada de humo,
frágil, flotante. Mis pensamientos no dejan de dar vueltas y
más vueltas.
El hielo se derrite en cuanto tomo asiento en el bote. La
corriente me lleva de nuevo hacia la Sombra, donde me
aguarda Faetón. Me saluda al llegar, y monto a toda prisa.
Agarro las riendas con dedos rígidos. Él no se inquieta, sino
que se limita a abrirse camino por las Tierras Yermas mientras
yo me acurruco en la silla y me pregunto cómo ha podido
estropearse todo tanto.
Dejé a Elora con poco más que una despedida tibia. Un
saludo con la mano, una sonrisa dolida, y adiós. Yo tenía claro
que me había quedado más tiempo del que deseaban. Al llegar
a los portones de la fortaleza, un guardia exclama desde la
garita:
—¡Di tu nombre y propósito!
Con una mano en las riendas, me aparto la capucha.
Todo está tan silencioso que capto el sonido que hace el
hombre al cuadrarse a toda prisa.
—Mi señora —tartamudea—, mi señor dijo que no
regresaríais hasta mañana.
—Abrid los portones, por favor.
—Sí, mi señora. Informaré al señor de vuestro regreso.
—No será necesario. —Ha sido una noche larga y
farragosa. Siento el corazón como si lo tuviera lleno de
piedras. Mis defensas están demasiado bajas para sobrevivir a
la presencia del rey.
—Sí, mi señora.
Los portones se abren y Faetón los atraviesa; sus cascos
sombríos resuenan contra los adoquines. Tras llegar a los
establos desmonto y lo llevo al interior. Le quito la silla y la
brida bajo la tenue luz de las lámparas. El umbrandante me
golpea el hombro con el morro con gesto afectuoso. Le
acaricio la suave nariz y contemplo fascinada las sombras que
se me pegan a la mano como olas.
—Valiente animal bruto estás hecho —le susurro. Esos ojos
negros me recorren con una sorprendente inteligencia.
De la puerta del establo cuelga un cubo con cepillos. Elijo
uno y empiezo a almohazar la piel sombría de Faetón. Me
pregunto si servirá de algo con una criatura carente de pelo,
pero el animal parece disfrutarlo; baja la cabeza, satisfecho, así
que prosigo poco a poco hacia sus flancos.
Casi he terminado cuando capto un aroma a cedro. En un
principio no dejo ver que he percibido la presencia del Rey
Escarcha. Sigo cepillando a Faetón como si todo fuera bien.
Sin embargo, pasan los segundos y el rey no habla.
—¿Piensas quedarte ahí toda la noche? —exijo saber.
Los tacones de sus botas repiquetean al acercarse. Escondo
el rostro cerca de las mejillas del umbrandante y sigo
cepillando.
—¿Cómo sabías que era yo?
Relajo los hombros. Quizá la presencia del Rey Escarcha
no resulte del todo incómoda en vista de la desastrosa visita a
Bosquelinde. Al menos con él sé qué puedo esperar. Por
extraño que parezca, con él estoy en terreno estable.
—Tu aroma.
—¿Mi aroma?
—¿Nadie te ha dicho que hueles a invierno?
Casi puedo sentir cómo examina mis palabras con la mente,
cómo las inspecciona y las estudia con cuidado.
—¿A qué huele para ti el invierno?
A filos cortantes. A aire gélido, tan invasivo que casi
promete una muerte segura.
—A cedro —le digo. Faetón resopla contra mi cuello—. En
Bosquelinde hay un árbol que florece cada vez que vas a ir a
tomar esposa. Se dice que los árboles simbolizan resiliencia y
fuerza.
—Ya lo había oído —dice, y se acerca al otro extremo de la
cuadra, donde brilla la luz. Le cuelga una capa cerrada al
pecho, bajo la que descansan unos pantalones holgados y una
larga camisola de dormir. No hay señal de su atuendo
usualmente ceñido—. Creía que ibas a pasar allí la noche.
—Cambio de planes.
No pide explicación alguna. Se limita a echar mano de un
cepillo del cubo y él también empieza a almohazar a Faetón.
Por las puertas del establo, abiertas, se cuelan los sonidos de la
noche.
—¿Por qué cepillas a Faetón si tiene forma espectral? —
pregunto—. No tiene pelo.
—Ya no es un caballo, pero aún disfruta del proceso.
—¿Será para siempre un umbrandante?
Percibo su cautela, a pesar de que no hay señal alguna en el
exterior.
—No estoy seguro. Durante las primeras décadas tenía
forma de caballo, pero con el paso del tiempo su alma se
corrompió. Supongo que, a menos que regrese a la Ciudad de
los Dioses, siempre será un umbrandante. Por suerte, el
vínculo que establecimos antes de su transformación sigue
intacto. Es el único umbrandante que acepta mi autoridad. —
Bóreas contempla mis ojos vidriosos, sin prestar atención al
cepillo—. Le gustas.
—No hay nada en mí que pueda no gustar.
Enarca las cejas, como si me diese la razón. Deja el cepillo
en el cubo y dice:
—Quiero enseñarte algo.
Yo tenía la intención de regresar a mis aposentos, pero el
sueño sigue tan ajeno a mí como hace horas. Sea lo que sea lo
que quiere enseñarme, me servirá para dejar de pensar en
Elora.
—De acuerdo.
Resulta que hay unos cuantos sitios que han escapado a mi
exploración de la ciudadela: el Rey Escarcha se detiene ante
una puerta encajada en un corredor que yo no había visto.
—Habría jurado que aquí no había ninguna puerta antes.
—Tienes razón —dice, y la abre—. Es visible solo para un
grupo selecto de elegidos.
Tras un instante de vacilación, lo sigo por unos escalones
húmedos que descienden en espiral hasta una madriguera
subterránea. En el fondo, un túnel desemboca en otra hilera de
escalones, esta vez ascendentes, que rodean un grueso pilar de
piedra. Al final aguarda otra puerta. El Rey Escarcha la abre y
yo destrozo el silencio con una exclamación ahogada.
Verdor.
El color es tan dolorosamente vívido que me veo obligada a
apartar la vista. Huele a tierra, como a musgo húmedo y a
suelo franco. El frío en mis huesos empieza a derretirse bajo
una bendita calidez.
Es un invernadero.
Una cámara de cristal encapsula un área que dobla en
tamaño a la plaza mayor de Bosquelinde. La luz de la luna se
derrama por las cristaleras geométricas y baña la zona con
tonos blancos y argénteos. Hay árboles, hermosos,
cimbreantes, enormes, y gruesas enredaderas. También hay
plantas metidas en macetas que cubren varios anaqueles y
mesas, y que se reparten por todo el lugar hasta el suelo. Todo
lucha por ocupar algo de espacio; apenas queda hueco para un
sendero estrechísimo que serpentea entre el lujuriante verdor
del interior.
Asombrada, me acerco a un rosal en flor. Las flores, tan
gruesas como la palma de mi mano, desprenden un aroma
azucarado. Rojas, rosas, amarillas, blancas. Estoy ante tonos y
tintes que jamás había visto antes.
Mis pies deambulan por el sendero iluminado bajo la luz de
la luna. La puerta desaparece tras la densidad de hojas
entrelazadas.
—Lilas —digo sobrecogida.
Pequeñas y hermosas flores blancas con forma de trompeta.
Solo las había visto en libros. Un pequeño arroyuelo fluye a
mi derecha, juguetón, paralelo al sendero. A ambos lados se
congregan varios helechos que despliegan largas lenguas
serradas hacia esa luz de luna que gotea en el interior como
cera de una vela.
—¿Esto son…?
—Moras —dice el rey detrás de mí.
Quién lo iba a pensar. Acaricio la piel oscura y abultada de
la fruta. No es real. No puede serlo. Esta tierra no es más que
madera helada y quebradiza, y sin embargo aquí yace un
corazón encajado en cristal, caliente, palpitante. Verde.
—¿Cómo es posible? —pregunto, sin aliento.
Bóreas alarga la mano por encima de mi hombro, arranca
una de las moras y me la ofrece. El jugo le mancha de color
violeta las puntas de los dedos.
Mis ojos se alzan hacia los suyos. Una nueva intensidad
irrumpe en su mirada. Una ofrenda. ¿Aceptaré el regalo?
Esto no significa nada, me digo a mí misma, aunque le
quito la mora y me la introduzco entre los labios. El dulzor me
explota en la lengua, y se me encoge la garganta. Sabe a todo
lo bueno que he tenido la oportunidad de experimentar.
El Rey Escarcha echa mano de una pequeña lata de metal y
empieza a regar las plantas.
—Mi poder funciona de dos maneras: puedo invocar los
vientos y el invierno, o bien puedo desterrarlos. Aquí he
colocado límites, para que no entren en este espacio.
Dos latidos más tarde, la mora pierde todo el sabor en mi
boca. Sé qué rostro tiene el rey. Sé cómo es su corazón, o más
bien sé que carece de él. Sé que no le importa nadie. Su
confort se halla en el poder. El poder es su escudo. El poder es
su obsesión.
El invernadero ha conseguido atraerme, provocarme una
sensación de falsa seguridad, pero ahora veo lo que son
realmente estos muros de cristal: una prisión.
—Estás enojada —suena confundido.
—Y tú no dejas de señalar lo evidente.
Desando el camino hasta que lo pierdo de vista. Un
pequeño oasis de tranquilidad, aunque nadie puede acceder a
él. El Rey Escarcha esconde este invernadero como el
desdichado secreto que en realidad es.
En el recodo algo más adelante, el rey vuelve a aparecer,
los brazos cruzados, bloqueando mi camino.
—¿Por qué estás enfadada conmigo?
—¿Has pensado alguna vez cómo sería el mundo si
eliminases del todo el invierno?
El silencio cambia, adopta una nueva forma que pierde los
filos, que se reblandece por dentro.
—No pienso cambiar de opinión —dice—, pero me
gustaría saber cómo ves tú el asunto.
Que esté dispuesto a escucharme es más elocuente que
cualquier gesto.
—Eres un dios. Y como tal, siempre has tenido una
posición de poder. Incluso aquí, desterrado por tu gente, reinas
sobre esta tierra. Quieras o no sumirla en un invierno eterno, tú
decides quién vive y quién muere.
Baja los brazos y avanza hacia mí con curiosidad, quizá
incluso impulsado, como si yo le causase una atracción
inexplicable.
—Crees que soy frío y obtuso.
Ha dado en el clavo.
—Pues sí.
—Pues yo creo que tú eres una descarada y una
imprudente.
Me encojo de hombros. Poco me importa lo que piense de
mí.
—Tienes todo el derecho a tener esa opinión.
—Yo no pedí ser un dios. Nací siendo inmortal. Se me
concedieron fuerza y poder. Es todo lo que conozco.
—No —lo corrijo—. Es todo lo que te permites conocer.
Abre los labios para soltar algún comentario vengativo,
pero a esas alturas ya estoy pasando a su lado y dejándolo
atrás. Cruzo el invernadero hasta que la senda se bifurca. Me
interno por la derecha y cruzo una pequeña pasarela que se
arquea sobre el arroyuelo.
—Si yo he de sufrir —dice el Rey Escarcha a mi espalda—,
que otros sufran también.
Un dios que habla de sufrimiento. Qué curioso.
Me desagrada tanto su falta de conciencia de sí mismo que
me pienso si no debería estrangularlo aquí, con una de estas
enredaderas. Como mínimo me libraría de estos latigazos de
emoción, de este torbellino que siento por dentro y que se
niega a amainar en su presencia, que no hace sino mutar,
convertirse en algo amedrentador, irreconocible. Algo negro
que me escarba por dentro.
Giro sobre mis talones y escupo:
—¡Eres el dios más egoísta, obtuso y falto de corazón que
jamás haya tenido la desgracia de conocer! Hablas de
sufrimiento, pero en tu mesa se acumulan montañas de
comida, tus ropas están hechas de las pieles más gruesas,
moras en una fortaleza en la que podrían vivir miles, y la
enfermedad no puede arruinar tu cuerpo. —Doy un paso y él
retrocede; choca con una de las plantas colgantes—. Tu vida
no te supone ninguna carga.
Tensa y destensa las aletas de la nariz con gesto impaciente.
Lo considero una victoria. Cuanto más quiebre su armadura,
más humano me parecerá. Busco lo que hay debajo del duro
exterior. Busco la verdad.
—Puedes pensar de mí lo que te…
—Es justo lo que hago.
—… pero ten una cosa clara: el sufrimiento de un mortal se
acaba con la muerte. El sufrimiento de un dios dura para
siempre.
Recuerdo las cicatrices que se arremolinaban en su espalda.
¿Será eso a lo que se refiere? ¿Tendrá otras cicatrices,
cicatrices internas, como yo? He visto dolor en él, por más
breve que haya sido.
—Pues cuéntamelo —exijo—. Cuéntame cómo has sufrido.
Para que no me dé asco ver a mi esposo día sí, día no.
—He sufrido —dice— más de lo que podrás imaginar
jamás. Pero mi sufrimiento no es lo que te duele. No es eso lo
que te ensombrece el alma. —Traga saliva, un movimiento en
su garganta—. ¿Me vas a decir qué ha pasado en tu aldea?
No estoy segura de qué me sorprende más: que reconozca
mi dolor o que quiera remediarlo.
—¿Qué más te da? —susurro.
Mi bienestar es irrelevante para él. Mientras esté viva,
puede usar mi cuerpo para fortificar la Sombra. Soy su
instrumento, me afila a voluntad.
—Eres mi esposa —dice, como si sobraran las
explicaciones. Arranca una rosa de un rosal cercano y me la
pone en la mano—. Cuéntamelo.
Quiero contárselo. No quiero contárselo. Quiero estar sola.
Quiero compañía… cualquier tipo de compañía, hasta la suya.
Ha emitido una orden, pero la ha formulado con suavidad,
como una pregunta. Por esa razón, y nada más, le revelo esta
simiente oscura y podrida que ha echado raíces en mi interior.
—Mi hermana se ha casado. Nuestro hogar está vacío. —
Aunque no asistí a la boda, estoy segura de que Elora estaba
preciosa de novia. Había soñado con llevar lazos dorados en el
pelo—. Me invitó a cenar con su esposo, Shaw.
Un aroma dulzón, azucarado, me llega a las fosas nasales.
Me doy cuenta de que acabo de aplastar la flor entre los dedos.
Los pétalos arrugados flotan hasta el suelo.
Bóreas parece a punto de decir algo, pero me otorga el
regalo del silencio, para que pueda continuar la historia:
—Shaw es un buen hombre. Confiable, leal y
complaciente. Y, sin embargo, me senté a la mesa con ellos y
no reconocí a la mujer que tenía delante.
No hay nada que no haría yo por mi hermana. Siempre he
intentado que se sienta segura, amada. Construí las murallas
que rodeaban nuestras vidas, el tejado, la puerta. ¿Acaso no se
da cuenta Elora de que todos los sacrificios que he hecho han
sido por ella?
—¿Por qué no la reconocías?
—La noche que fuiste a Bosquelinde le prometí que jamás
la abandonaría. Pero rompí esa promesa: le di un brebaje
somnífero y ocupé su lugar sin que ella lo supiera. Estaba
enfadada conmigo. Dijo…
No. No puedo, no quiero decirlo. Delante de él, no.
—¿Qué dijo? —pregunta con suavidad.
Siento que se derrumba mi voluntad. Y me pregunto si
sería tan terrible dejar de intentar parchear todo este dolor. Si
dejase que cayese todo el castillo de naipes. Si tengo el valor
suficiente como para hacer algo así.
—Fue cruel conmigo. —Pullas que pretendían hacerme
daño, y lo consiguieron—. Dijo que me comporté como una
egoísta.
—Y te sientes dolida —dice, como si lo comprendiese.
Pero ¿cómo va a comprender nada? No me conoce.
Además, no me siento dolida. Eso es demasiado superficial.
Estoy consternada. Agraviada. Elora ni siquiera me preguntó
cómo estoy, como si le diera igual. No comprobó si yo estaba
herida, ni de mente, ni de cuerpo, ni en el alma. Le tendí los
brazos abiertos a mi gemela y ella me trató como una intrusa,
una extraña.
Distraída, echo mano a otra flor.
—Toda mi vida he cuidado de Elora, hasta cuando éramos
niñas. Era yo quien le proporcionaba comida, ropas, calor.
Quien le proporcionó un hogar.
El Rey Escarcha habla con una voz suave que recuerda al
bisbiseo de un riachuelo:
—No creo que te comportases de forma egoísta. En
realidad, me parece más bien un gesto desprendido.
Lo miro a los ojos, sorprendida. La expresión del rey carece
de la indiferencia que yo esperaba encontrar, aunque sí que se
muestra cautelosa.
—Gracias —digo en tono rígido pero sincero.
Aparta la vista.
—La gente no siempre habla de corazón. Es posible que tu
hermana eche de menos tu presencia.
Tan posible como que un árbol dé a luz a un cerdo. Los
sentimientos de Elora hacia mí estaban claros.
—Estoy segura de que no es así. Y dijo algo más. Eso de
comportarse como una egoísta ni siquiera fue lo peor.
—No hace falta que prosigas, si tanto te duele contarlo.
Suena extrañamente amable. Por supuesto, justo por eso no
me lo creo.
—Puede que no nos soportemos el uno a la otra —le digo
con brusquedad—, pero tampoco hay necesidad de ser cruel.
No tienes que fingir que te importan mis sentimientos.
Prefiero la naturaleza insensible del Rey Escarcha a esta
compasión artificial.
Alza despacio las cejas.
—¿Crees que te miento? —Lo creía, sí. Ahora no estoy
segura—. ¿Por qué iba a querer yo hacerte daño?
Porque es justo lo que ha estado haciendo,
intencionadamente o no, todo el tiempo. ¿Qué es lo que quiere
saber? ¿Quiere encontrar alguna debilidad que pueda
aprovechar? La desconfianza es la única armadura con la que
cuento.
Se me acerca de un paso. Las enredaderas se agitan detrás
de mí. Ahogo una exclamación al sentir que una de ellas me
acaricia la espalda y me rodea ligeramente la muñeca como
una pulsera. Bajo la vista. Está cubierta de pequeñas flores
blancas cuyos estambres son de un tono amarillo pálido.
—¿Cómo lo haces? Pensaba que Céfiro era el único capaz
de controlar las plantas.
—Y tienes razón. Yo me limito a manipular el aire que
rodea la enredadera. —Entorna los párpados, de manera que la
mirada azul que estos cubren queda cercenada—. No has
respondido a mi pregunta.
Porque temo qué puertas podría abrir la respuesta.
—La vida de Elora es plena —susurro, dolida—. Ya no me
necesita.
Y no sé quién soy si no he de ocuparme de ella. Si no soy
necesaria, ¿cómo va a querer Elora, o cualquiera, tenerme a su
lado?
El Rey Escarcha reflexiona sobre lo que he dicho. Resulta
un alivio ver que no me juzga con la mirada.
—¿Cómo sabes que no te necesita?
Alarga la mano hacia mí y me quedo rígida, pensando que
podría hacer algo impulsivo, como tocarme la cara. Sin
embargo, la mano pasa por encima de mi hombro y, al
retroceder, entre sus dedos asoma una florecilla azul.
—¿Cómo sabes que no te necesita? —insiste con voz
profunda.
Me hormiguea la piel ante su proximidad. Es el frío que
arrastra consigo, me digo a mí misma. Nada más.
—Porque no me lo dijo.
—Que alguien no diga en voz alta que te necesita —dice el
rey— no implica que no te necesite.
¿Se refiere a mi hermana o a alguien más?
—Da igual. —Me humedezco los labios con la lengua. Está
demasiado cerca como para sentirme cómoda, pero me falta
valor para apartarlo—. Elora tiene la vida que quiere, y yo
estoy… sola.
Ya está. Por fin he formulado en voz alta este miedo,
aunque no me siento mejor. Lo único que he hecho es revelar
otra debilidad.
—Tienes a Orla —señala—. A Silas, el cocinero.
Un nudo de pura emoción se me aloja en la garganta.
—No se trata de eso.
Ojalá fuera así de fácil.
Algo se afila en su mirada, como si hubiese comprendido al
fin.
—¿Y entonces de qué se trata?
¿Qué es lo que deseo? ¿Librarme de esta vergüenza?
¿Conectar con el hombre que es mi marido a pesar de lo que
siento hacia él? Por la razón que sea, no me cohíbo:
—Estoy sola aquí —digo, llevándome una mano al
corazón.
Las arrugas en torno a los ojos de Bóreas se suavizan con
una solemnidad inesperada. Me encojo. No puedo creer que le
haya revelado esta horrible realidad. A él no le importa. Soy
una necia.
Pero entonces, el rey baja la cabeza y mi mano se alza hasta
descansar sobre su corazón. Lo hago para apartarlo de un
empujón, me digo a mí misma, aunque mis dedos se
enganchan a su camisola, a la tela que ha calentado su cuerpo.
La mano del rey se apoya en la curva de mi cadera y luego se
desliza hasta mi espalda. Se me acelera el pulso cada vez más.
—Por favor —susurra el rey.
Mi lengua se niega a cooperar. El corazón me va al galope,
quién sabe hacia qué destino. El espacio entre nuestros
cuerpos se encoge hasta desaparecer. Los muslos del rey rozan
los míos, la mano en mi espalda está caliente como un hierro
de marcar.
—Por favor… ¿qué?
—Por favor, no me apuñales por esto.
Dejo de verle los ojos, pues el Rey Escarcha salva la
distancia que nos separa y aprieta su boca contra la mía.
Tiene los labios secos pero cálidos. Me abre la boca con la
más leve presión, pero no va más allá. El aliento, fresco, me
inunda la boca como la más helada de las brisas.
El beso no dura más que unos latidos. Cuando se aparta, me
da vueltas la cabeza. Se retira a toda prisa.
—Espera. —Sus pasos se ralentizan hasta detenerse. Me
apoyo en el muro que tengo a la espalda para no caer redonda
—. ¿Por qué me has besado?
Bóreas vacila y se gira en mi dirección.
—Yo también estoy solo. —Sus ojos se alzan, un azul tan
puro y desguarnecido que siento que lo veo por primera vez—.
Quizá podríamos estar solos los dos juntos.
25

«Q
uizá podríamos estar solos los dos juntos.»
Es lo único en lo que he podido pensar durante
los últimos tres días. El recuerdo se me pega como
una nube de aire caliente. Lo tengo dentro, circula por mi
cuerpo, se me pega a la lengua: su sabor, potente, dulce,
divino. He pasado la tarde explorando la ciudadela. Mis
exploraciones me han traído hasta aquí, al amplio interior de
una catedral de piedra, columnas como un costillar, el techo
abovedado como pulmones a los que no perturba el aliento.
Vitrales largos y rectangulares ensalzan la luz de las lámparas
del interior. Hileras de bancos frente a un altar cubierto con un
lienzo.
Sentada en uno de los bancos, cierro los ojos y dejo que los
himnos lejanos me lleven en volandas mientras vuelvo a
repasar cada gesto, cada mirada que hemos intercambiado
desde esa noche. Algo sucedió en ese invernadero; sentí algo
parecido a una verdad aterradora. Lo que compartimos Bóreas
y yo apenas puede considerarse un beso, pero bastó para
sacudirme de los pies a la cabeza.
No sabía que el Rey Escarcha fuese capaz de ser
compasivo. ¿Por qué molestarse en reconfortarme a mí, una
mortal, la esposa hacia la que ha mostrado indiferencia una y
otra vez? Algo está cambiando en él, se está ablandando.
No estoy segura de cómo proseguir. Ahora que Céfiro tiene
la planta de la amapola, pronto tendré el tónico, el medio para
acabar con esta condena. Me pregunto si esta senda sigue
siendo la misma o si mi destino ha empezado a cambiar.
Me pongo en pie y desando mis pasos hacia el corredor.
Cierro la puerta al salir. Busco por la ciudadela hasta dar con
Orla, que se dedica a limpiar telarañas en uno de los enormes y
desocupados salones de baile. Otros sirvientes limpian el
polvo de las repisas de las chimeneas. Parece un gesto inútil,
teniendo en cuenta que la estancia está desocupada. Una pena,
la verdad. Sería un espacio de reunión estupendo.
Espero hasta que Orla baja de la escalera.
—¿Orla?
Una mancha de polvo le oscurece el puente de la nariz.
—¿Sí, mi señora?
—Me estaba preguntando… —Se me cortan las palabras,
que necesitan un pequeño empujón para salir entre los dientes
—. ¿Hay algo que le guste hacer a Bóreas? ¿Algún
pasatiempo, quizá?
Orla se limpia las manos en las faldas y me dedica una
mirada extrañada.
—¿Por qué preguntáis, mi señora?
No pienso compartir los detalles de la calamitosa visita a
Bosquelinde, así que me remito a la verdad más superficial.
—El otro día me ayudó y me gustaría darle las gracias de
alguna manera.
No me juzgó. No despreció mis miedos. No me abandonó.
Prefirió quedarse a mi lado, y me da miedo lo que eso pueda
significar.
Orla parece pensárselo.
—El señor es aficionado a la lectura.
Lectura. Eso ya lo sabía. Recuerdo cierta ocasión, después
de pasarme una velada entera deambulando por las calles
adoquinadas, en la que comentamos lo mucho que le gustan
las historias. Quizá le pida que me acompañe al teatro.
La idea echa raíces. Con un agradecimiento apresurado,
voy en busca de Bóreas. Subo las escaleras hasta el tercer piso
y allí me detengo. La entrada del ala sur está a mi izquierda, y
la del ala norte, a mi derecha. La rodea un aire de abandono.
No hay guardias.
Bóreas ha enviado a la mayor parte de sus fuerzas a la
Sombra en un intento de impedir la invasión a las Tierras
Yermas. Hoy no hay nadie que me impida la entrada a esta ala
prohibida. Pienso en el beso y me pregunto: «¿Quién es el
Viento del Norte? ¿Cuáles son esas cicatrices que no puedo
ver?».
Cometo la insensatez de entrar en el ala norte. Apoyo la
punta de los dedos en una puerta parcialmente abierta y
empujo. Se abre sin emitir sonido alguno.
Me salen al paso unas paredes de un color amarillo pálido
que en su día debió parecer soleado, pero que ahora tienen un
tono enfermizo bajo esta tenue luz. El espacio es mucho menor
de lo que esperaba. Una deshilachada alfombra azul cubre el
suelo. En una esquina descansa un oso de peluche, botones
negros en unos ojos de mirada vacía.
Es el cuarto de un niño. Tiene una cama pequeña y mantas
revueltas sobre el colchón, como si alguien hubiese dormido
hace poco en ella, a pesar de que huele fuertemente a cerrado.
Una gruesa capa de polvo lo cubre todo. Quienquiera que haya
dormido en esta estancia hace mucho que no está por aquí.
Mis pasos me llevan hasta el otro extremo de la habitación.
A los pies de la cama descansa un cofre de madera. Dentro hay
una colección de objetos aparentemente arbitrarios, incluida
una pequeña cajita con dibujos de monigotes. Se me desboca
el corazón, pues veo que en algunos dibujos hay un hombre
que sostiene una lanza. Tiene el pelo negro y los ojos azules.
La fecha de los dibujos es de hace trescientos años.
Vuelvo a meter los dibujos en su caja, cierro el cofre y me
giro. Siento la garganta tirante, incómoda.
Jamás se me había ocurrido que Bóreas pudiese ser padre.
¿Es posible que haya sido así en el pasado? Aquí, rodeada de
unos recuerdos que no me pertenecen, me pregunto: «¿Dónde
está ese niño ahora? ¿Dónde está la madre?».
Una pila de libros polvorientos descansa en la mesita de
noche, así como una pieza de madera tallada con forma de
pájaro. El juguete me encaja a la perfección en la mano.
—¿Qué estás haciendo?
Giro sobre mis talones y veo a Bóreas, inmóvil bajo el
dintel, su silueta iluminada por las antorchas del pasillo. La
rabia seca en esos ojos me obliga a retroceder un paso.
—Bóreas. —Choco con la cadera contra el pilar de la cama.
Llega hasta mí con tres pasos y me arrebata la figura de la
mano. Vuelve a dejarla con gesto tierno en la mesita de noche.
Ver sus largos dedos rodeando ese objeto tan pequeño me
provoca una oleada de confusa tristeza que me atraviesa.
—¿Quién te ha dicho que podías entrar en esta habitación?
—sisea.
Vuelvo a fijarme en su rostro. Da otro paso amenazador
hacia mí, y todo vuelve a ser como cuando llegó a
Bosquelinde: el agujero en el estómago, el miedo que me
recorre la piel, los escalofríos. No le costaría nada cortarme en
dos.
—Los guardias… —Tengo la boca tan seca que me cuesta
varios intentos decir—: Me han dicho que podía pasar…
La escarcha se expande desde sus pies y cubre el suelo, las
paredes. Crispa las manos enguantadas a los costados.
—No hay guardias —gruñe—. Mientes. Como siempre,
mientes.
Rodeo la cama, despacio, sin atreverme a apartar la vista
del dios cuyos ojos se han ensombrecido con un poder
innombrable.
—Tienes razón —me apresuro a decir—. No había
guardias, pero vi la puerta abierta y…
—Y tomaste la decisión de entrar en una habitación que no
es de tu incumbencia.
—No. Bueno, sí, pero no intentaba molestarte. —Hacerte
daño. Pues la rabia es el retoño cuyas raíces son la traición y el
daño—. No lo sabía —digo entrecortadamente.
Da otro paso hacia mí. Me traquetea el pecho. Con las
prisas de poner distancia entre los dos, mis piernas chocan
contra una mesa. El aire repta, tiembla. La brisa aumenta y me
agita los cabellos. Hay en el ambiente un chisporroteo de rabia
que no había presenciado hasta ahora.
—Bóreas. —Un jarrón se hace pedazos en el suelo. Me
encojo—. ¡Bóreas, cálmate!
Una ráfaga de viento atraviesa la estancia y derriba objetos
y muebles por doquier. Me agacho para esquivar un pequeño
proyectil. Los libros salen volando de los anaqueles. Las
mantas que cubren la cama se desprenden como piel muerta.
Toda la habitación se deteriora poco a poco, y en medio del
torbellino está el Rey Escarcha.
—Me has engañado desde el momento en que te traje desde
Bosquelinde —retumba su voz, que es el aire, y el aire es
trueno—. Has hecho todo lo que has podido para minar mi
mandato. Pero se acabó.
Con esa última frase, «se acabó», me invade el frío. El
rostro de Bóreas parece alterarse. Todo mi ser me grita que
eche a correr, pero el terror me hunde los pies en el suelo.
La primera columna se derrumba con una grieta en el
centro. Oigo un quejido ominoso en las alturas. En el techo
aparecen más grietas que no dejan de ensancharse. Y de
pronto, la roca se derrumba con una lluvia de piedra y polvo.
Me lanzo hacia un lado; una roca cae en el suelo justo en el
lugar que yo ocupaba hace segundos.
Tengo los ojos húmedos. Veo al Rey Escarcha tras la densa
nube de escombros.
—Lo siento —susurro—. No sabía…
—No, no sabías. Nunca sabes nada. —La capa ondea tras
él, y el blanco de sus ojos cede espacio a la sombra—. Solo te
importa lo que puedes ganar, sin pensar en los demás.
No es cierto. Pienso siempre en todo el mundo, nunca en
mí misma…, ¿verdad?
Pero tiene razón. Quería saber lo que había tras la puerta a
pesar de la insistencia de Bóreas en que no entrase en el ala
norte. Jamás, ni una sola vez, he tenido en cuenta sus deseos.
No lo he considerado digno de mi respeto. Me he dado cuenta
demasiado tarde.
—Puedo explicártelo.
—¿Crees que no me doy cuenta de cuán profundo es tu
desprecio hacia mí? —gruñe guturalmente—. ¿Crees que no
estoy al tanto de los cuchillos que llevas contigo, de lo mucho
que deseas clavármelos en mi negro corazón?
Una risa insidiosa le escapa por la boca.
—No, te equivocas —grazno—. Ha sido un error. No
pretendía…
Un leve chillido me sale de entre los labios: los guantes de
Bóreas se rompen; rasgan la tela unas garras curvas y largas de
las que gotean sombras. Mis ojos vuelan hacia su cuello. La
palidez de la piel de Bóreas ha desaparecido para dar paso a
zarcillos retorcidos y negros.
Bóreas es un umbrandante.
Retrocedo tan rápido que me tropiezo conmigo misma y
caigo redonda al suelo. La enorme silueta de Bóreas se
abalanza sobre mí mientras su columna y sus extremidades
cambian de forma. No es real, no es real, no es…
El rugido estalla con una fuerza que me sacude:
—¡Márchate! —ruge al tiempo que esas sucias tinieblas se
arremolinan hasta formar una nube que azota las paredes con
el viento más frío, brutal e invasivo posible.
Me abalanzo hacia la puerta. El viento me impulsa los
talones mientras corro por el pasillo. Bajo los escalones de dos
en dos. Al llegar a la planta baja, me sujeto a la barandilla y
aprovecho la inercia para girar hacia el vestíbulo.
—¡Mi señora!
La voz estridente de Orla me atraviesa la mente entumecida
por el miedo, pero no puedo pararme. La adrenalina me llamea
en la sangre. Salgo en tromba por las puertas principales. Mis
botas repiquetean sobre la piedra.
El portón se abre y salgo, escapo a los bosques cubiertos de
nieve que rodean la ciudadela. Ruego a los dioses que queden
para que mi vida no esté condenada.
26

V
oy a morir.
Llevo demasiado tiempo evitando enfrentarme a esa
realidad. Es demasiado aterradora. Pero también hay
algo de cierto en la aceptación: el dolor se amortigua y llega la
paz.
Desde esa horrible huida de la ciudadela, el ocaso y el alba
se han ido sucediendo rápidamente. Los primeros dos días no
son más que un recuerdo borroso. Me interné más y más en la
espesura olvidada de las Tierras Yermas sin destino alguno en
mente. El rey me ordenó que me marchase, así que me
marché, espoleada por el miedo a sus represalias, a esos ojos
ennegrecidos y esas uñas alargadas.
La enfermedad me golpeó al acabar el segundo día.
Llegó con una sensación desgarradora en el estómago.
Tropecé y me doblé sobre mí misma entre gemidos, con un
dolor que me inundaba hasta el último poro de la piel. Me
entraron mareos, ya no estaba segura de en qué dirección
avanzaba. Ante mí no había sino nieve ondulante, y frío, un
frío terrible. Gracias a alguna clase de milagro, me tropecé con
una madriguera abandonada. Fue allí donde me derrumbé, y
donde aún sigo, días después.
Mis pensamientos deambulan en círculos, débiles. Tengo
los labios agrietados y la boca reseca, la lengua rasposa. Y
tanta fiebre que creo que se me van a derretir los huesos. Me
late el corazón como si se esforzase por no detenerse.
No tengo abrigo alguno, ni guantes, ni capucha. Hui de la
ciudadela solo con lo puesto: un vestido que me proporciona
un calor irrisorio. Me duele la garganta, ansiosa por un trago,
pero tengo las manos vacías. Cuanto más tiempo paso sin
vino, más se acelera mi declive.
Hace tanto frío que he empezado a sentir calor.
Otro calambre en el abdomen. Se me sacude el estómago y
vomito una bilis acuosa, resto de la poca nieve que he ingerido
y que representa lo único que como desde que abandoné la
ciudadela. Me hago una bola y dejo escapar un gemido frágil:
—Elora —susurro.
Pero Elora no está aquí. Está muy lejos, a salvo, en casa
con su marido. No podré despedirme de ella.
Esa idea, clara en medio de tantos pensamientos nublados,
sacude algo en mi interior, me despierta. Soy una mujer
orgullosa, pero ¿tan orgullosa soy que no pienso regresar y
suplicarle al Rey Escarcha que me perdone la vida?
He aquí mis mentiras: Elora me necesita. El Rey Escarcha
es mi enemigo. Nada puede romperme.
He aquí mis verdades: Elora prefirió estar con Shaw. El
Rey Escarcha es mi esposo. Ya estoy rota.
Creo que hace mucho que estoy rota. He vivido con un
agujero en el pecho desde hace tanto tiempo que ya no lo
siento. Me he adaptado porque no me quedaba alternativa.
¿Qué era lo único importante? Elora, siempre Elora. Su salud,
su seguridad, su confort y su prosperidad. Ella, la hija favorita,
dulce y dócil, la estrella más brillante. Si mis padres
priorizaron su bienestar por encima del mío, debe merecérselo,
debe ser digna, amada. Wren no. Wren jamás. Un ápice de
tristeza, de miedo, de infelicidad… lo aparté de mí, lo expulsé
a las tinieblas, lejos. Me dije a mí misma que mis sentimientos
no importaban.
Y entonces llegó el Rey Escarcha a Bosquelinde y decidí
que mi vida no importaba. Tomé una decisión: sacrificarme.
Por más impetuosa y necia que fuese, si volviese a vivir ese
momento, tomaría la misma decisión.
Luego juré matar al Rey Escarcha, poner fin a mi
sufrimiento y regresar a casa. Pero, a lo largo de los meses,
algo ha cambiado. Descubrí que Bóreas no era tan rígido ni
cruel como parecía en un primer momento. A medida que
pasábamos tiempo juntos, el rey me ofrecía datos de sí mismo,
y yo los aceptaba con la única intención de convertirlos en
puñales que clavarle en las partes más blandas de su cuerpo.
Sin embargo, todo lo que compartió conmigo fue por propia
voluntad. Y eso cambió la situación. Lo cambió todo.
Como buena necia que soy, caí en el error de olvidarme de
quién era, de qué era. El todopoderoso Rey Escarcha me envió
a morir, y allá fui, porque se me había olvidado cómo luchar.
Qué vergüenza. Yo siempre he luchado. Jamás me he
rendido. Siempre he avanzado entre la oscuridad y el frío,
hacia un fuego que no puedo ver. ¿Por qué me detuve? ¿Por
qué no dejé de empequeñecerme, de hacerme de menos?
Si voy a morir, será en mis propios términos. De pie, no de
rodillas. Y prefiero dejar este mundo sabiendo que me he
llevado conmigo al Rey Escarcha.
—Levántate, Wren. —Es mi propia voz—. Levántate.
Me duelen las articulaciones y la piel, raspada por el viento,
pero me las arreglo para salir a gatas de la madriguera y
ponerme en pie, apoyada en un árbol caído. Tras tantos días
aovillada, hecha una bola, me duele hasta estar de pie.
Pero hay fuego en mi interior. Un fuego que me impulsa a
andar a trompicones, a avanzar. Y eso es lo que hago: desando
mis pasos, trepo por árboles caídos, subo y bajo cuestas.
Para cuando se atisba la ciudadela, la noche ya ha caído.
Las torretas se recortan, retorcidas, frente a las montañas,
negro sobre negro. La muralla se alza cada vez más a medida
que me acerco. Es un lugar frío, implacable, hostil. Jamás, ni
una sola vez, me he sentido en casa ahí dentro.
Me mantengo entre las sombras y busco el agujero de la
muralla exterior cerca del patio de entrenamiento. Entro a
gatas. Desde ahí me dirijo con piernas temblorosas al patio
exterior del ala norte, ubicada en la tercera planta, segunda
ventana a la derecha. Cuando llegué, Orla estuvo encantada de
señalarme dónde se encontraba el dormitorio del rey. Por
suerte, un árbol caído descansa en vertical contra la pared de la
ciudadela, y es lo bastante grueso como para permitirme
alcanzar la ventana que busco.
Una grieta en la base del tronco me proporciona el agarre
adecuado. Alargo la mano hacia una de las ventanas inferiores
y me impulso a pesar de lo fatigada que estoy. Reprimo las
náuseas que amenazan con volverme el estómago del revés.
Las sombras me escudan de los guardias que patrullan la
muralla, así como de los que hacen la ronda a nivel del suelo.
Busco otro agarre y subo aún más. Subo y subo hasta
quedar en equilibrio sobre la rama más alta, el rostro a
centímetros de la ventana. La luz de la luna cae sobre el
cristal, que me devuelve mi propio reflejo.
No reconozco a esa mujer. Ojos inyectados en sangre,
circundados por oscuras ojeras con forma de medialuna. El
pelo apelmazado, pegajoso, sin peinar ni lavar. La cicatriz, en
cambio, me resulta familiar: una marca salvaje en el rostro, un
recordatorio de que el pasado jamás se va del todo.
Empujo la ventana suavemente y se abre. No está echado el
pestillo, gracias sean dadas. Como buen cerdo confiado que es,
Bóreas no espera que su esposa trepe por la ventana con ánimo
asesino.
Los aposentos del rey son tres veces más grandes que los
míos. Hay múltiples puertas que llevan a estancias más allá de
la vista. El propio rey no es más que una silueta oscura en la
cama. Duerme de lado, con el pelo desplegado sobre las
almohadas blancas y la manta arrebujada a la cintura. La ancha
extensión de su espalda… piel pálida y cicatrices aún más
pálidas… casi parece brillar.
Me preparo y me acerco a la cama. En medio de las
sombras nebulosas casi puedo convencerme de que es un
hombre, un mortal, si ese rostro esculpido no fuese tan
perfecto. Por fin tengo el poder, he venido a liberarme, a mí y
a mi pueblo.
La lanza no se ve por ningún lado, pero era de esperar. La
daga, sin embargo, descansa en la mesita de noche. Siento la
empuñadura fría en mi mano caliente y sudorosa. Es firme, por
más inestable que me sienta yo.
En un movimiento fluido, desenvaino el arma y apoyo la
punta en la base de la garganta del rey.
Sus ojos se abren.
Azul, azul, azul…
El sueño tarda medio latido en dar paso a la consciencia en
su mirada. La sorpresa se marca en ese semblante
embrujadoramente bello.
—Esposa —murmura.
Me tiembla la mano.
—No me llames así.
Alzo la barbilla apenas una fracción mientras él me estudia
el rostro.
—Es lo que eres: mi esposa.
Como siempre, mantiene su reacción bajo un cuidadoso
control, aunque la arruga entre sus cejas evidencia su
perplejidad.
—Creía haberte dicho que te marchases.
Me inclino hacia él, con una rodilla apoyada en el colchón,
para equilibrarme.
—Va a ser necesario algo más que un poco de viento para
apartarme de mi misión.
—¿Y qué misión es esa?
Calma. Una calma amedrentadora. Desde que ha abierto los
ojos no ha parpadeado una sola vez.
—Creo que ya lo sabes.
Un leve asentimiento, como para darme la razón.
—Matarme.
Enseño los dientes y siento una advertencia en forma de
sacudida en el estómago. Alzo una plegaria para no sufrir una
arcada ahora mismo.
—¿Por qué no pareces sorprendido?
—¿De que quieras matarme? —Una profunda y lenta
inspiración—. Sabía que lo intentarías. Albergas demasiada
rabia hacia mí. Sabía que, tarde o temprano, esa rabia te
poseería.
—Si lo sabías —digo—, ¿por qué no me detuviste?
El borde oscuro de sus pestañas desciende para escudar su
mirada de la mía.
—Estás aquí en contra de tu voluntad. Te arrebaté la
libertad de elección, pero no quería arrebatarte la autonomía.
Se me acelera el corazón con latidos amortiguados. No
debería creerle, pero le creo. No tiene nada que perder al
decirme la verdad.
—¿Soy la primera mujer que intenta matarte?
—No. Pero eres la primera que creo que podría
conseguirlo.
Me inclino más hacia él.
—Me echaste de aquí. Me enviaste a morir en el frío.
Asesinarte sería misericordioso.
—Ya te lo he dicho. Soy un dios…
—Tú no eres ningún dios —gruño—. Eres un umbrandante.
Se pone rígido. Acerco la rodilla a su muslo. No recuerdo
haber cambiado de posición, pero ahora estoy inclinada sobre
él.
—¿Lo niegas?
Aparta la mirada.
—No.
Suelto un ladrido de risa incrédula.
—Todo este tiempo me habías advertido que no me
aventurase más allá de los portones de la ciudadela, y en
realidad había un umbrandante viviendo en estos mismos
salones. —Qué cruel puede llegar a ser la ironía—. ¿Lo sabe
alguien?
—No. —Una pausa antes de proseguir—. La
transformación ha sido gradual. Aún no he llegado al punto sin
retorno.
Da igual. Me ha mentido. Ha puesto mi vida y la de su
personal en peligro. No puede vivir.
—He colocado medidas de protección. Si empiezo a perder
el control…
—Deja. De. Hablar. —Siseo por el gaznate cada vez más
tenso—. Me lo has arrebatado todo. Mi madre, mi padre, mi
hermana. No tienes ni idea de cuánto he sufrido por tu mano.
Esto se va a acabar. Mi sufrimiento se va a acabar. No me
importa si tengo que matarte un millar de veces para que el
invierno se rompa al fin. —Aprieto el cuchillo. He matado a
hombres. A un dios nunca.
Que su muerte sea un símbolo. Muerte a mi dolor. Muerte a
mi tormento. Muerte al poder. Muerte a las aguas oscuras que
se han cerrado sobre mi cabeza.
Y, sin embargo, no me muevo.
—Has llegado hasta aquí —dice en un tono extrañamente
intenso mientras la daga le pincha la vulnerable piel del cuello.
Una gota de sangre recorre la nuez y desemboca en el hueco
de la garganta—. ¿Por qué te detienes ahora?
Pues sí.
Se echa hacia delante. La daga se clava más.
—Mátame.
Me tiemblan los dedos en torno a la empuñadura. Trago
saliva. Debería ser sencillo, un acto sin el menor esfuerzo. No
es un asesinato, es una venganza. Una restitución. El Viento
del Norte no puede hablar desde el corazón porque no tiene
nada parecido. No tiene más amor que el poder que ostenta.
Así pues, ¿por qué siento que estoy cometiendo un error?
Me duelen los ojos. Siento una presión en el cráneo. He
endurecido todo mi ser, pero ¿y si el rey ha encontrado un
modo de penetrar mi armadura? Ha presenciado cómo me
funciona el corazón, ha oído cosas que no le he contado a
nadie más. Y no me ha dado la espalda. No lo he olvidado.
—Mátame —exige Bóreas—. Acaba ya.
A pesar de los temblores, tartamudeo:
—No puedo.
Me escruta con cautela:
—¿Por qué no?
—Si lo supiera —digo con voz quebrada—, ¿crees que
estaría en esta posición?
De haber sabido lo que había tras esa puerta del ala norte,
jamás la habría abierto. Porque en esa estancia había dolor, un
dolor que mancillaba la cama vacía, los libros infantiles
polvorientos. Volví a abrir una herida y él sufrió. Debería
alegrarme por ello, pero no es el caso, y no tengo la menor
idea de por qué.
Los sollozos empiezan a brotar de un rincón negro y
profundo de mi interior.
—Te odio —escupo con un sonido confuso y destrozado,
ahogado por mi propia vergüenza—. Te odio muchísimo. —La
rabia desaparece—. Y lo siento. Siento haber entrado en ese
cuarto. No lo sabía…
Hundo la cabeza. Las lágrimas y el sudor me corren por la
nariz y salpican el pecho desnudo del Rey Escarcha. De haber
tomado esta decisión hace meses, la hoja le habría atravesado
el corazón. Pero esperé. Primero esperé al momento adecuado.
Luego esperé porque empezó a tratarme con amabilidad, y
ahora, cuando más desesperada estoy por actuar, vacilo.
No he conseguido completar la misión. ¿Soy débil por ello?
¿Será que en mi corazón siempre ha anidado la cobardía?
Aunque mate al Rey Escarcha, mi situación no cambiará.
Seguiré atrapada aquí, sin medio alguno para escapar de las
Tierras Yermas. Sigo insoportablemente sola.
—No tengo adonde ir. —Mis palabras son roncas, con la
tirantez de una confesión. No puedo regresar a Bosquelinde.
¿Qué queda allí sino los restos de una antigua vida?
Si ya no pertenezco a Bosquelinde, si no pertenezco a las
Tierras Yermas, ¿adónde pertenezco? ¿Dónde está mi hogar?
—Ya sé que me dijiste que me marchase… —susurro.
Está tan quieto que se aprecian los latidos de su corazón en
el esternón.
—¿Qué necesitas? —murmura Bóreas.
Me tiembla el mentón, porque no me había dado cuenta de
lo mucho que deseaba oír esa pregunta.
—Necesito…
Consuelo. Compasión. Paciencia y comprensión. Saber que
alguien en este mundo me necesita a mí también. Sé que
Bóreas no me necesita. Es una idea ridícula. Pero me besó. Me
dijo que estaba solo, al igual que yo. ¿Tan malo sería decírselo
en voz alta?
—Ne… necesito…
Su mano envuelve la mía, la piel áspera aunque cálida… Es
el primer roce compasivo que he recibido en meses. Lloro aún
más, porque no me había dado cuenta de cuánta falta me hacía.
Es la última persona que esperaba que me mostrase algo de
amabilidad…, mi esposo, el hombre que resulta que no puedo
matar.
Sin apartar los ojos de los míos, Bóreas me quita la daga de
entre los dedos y la tira al suelo.
—Wren —dice—, estás a salvo.
Estoy demasiado angustiada para moverme. Todo ha salido
mal, muy mal, pero él me rodea con los brazos y aprieta mi
cuerpo contra su pecho caliente y sólido, y en él me acuno.
Destrozada entre la furia de una tormenta, aquí encuentro un
remanso de paz.
El mundo recupera las sensaciones: una piel cálida contra
mi mejilla, su suave aliento en mi frente, el roce áspero de sus
manos encallecidas en mis brazos.
Y luego: una suavidad en la espalda. Bóreas, sobre mí, me
tapa el cuerpo rígido y helado con una manta. Estoy en mis
aposentos, apoyada entre las almohadas. La llama de una
lamparita le talla el torso desnudo en luz broncínea.
El rey se inclina hacia mí y me recoloca un mechón de pelo
tras la oreja, con un leve fruncimiento de ceño. Y eso es lo
último que recuerdo de esta noche.
27

L
a mañana me da la bienvenida con una fría bofetada.
La luz del sol se derrama por la ventana y expulsa
toda la oscuridad rezagada. Me palpita la cabeza como si
alguien la estuviese aporreando con el puño para que le
abriesen paso al interior.
Me giro hacia un lado. Resulta ser una horrible decisión.
Me da un calambre en el estómago con el intenso dolor del
vacío; tengo mugre acumulada en las comisuras de los ojos.
Los recuerdos no tardan en emerger a la superficie, y cuando
llegan, no deseo más que el oscuro olvido del sueño.
¿Qué es lo que recuerdo?
Recuerdo el suave grano del pajarillo de madera tallada en
la mano. Recuerdo la grieta de la primera columna que se
derrumbó. Recuerdo: «Mientes. Como siempre, mientes». Y
recuerdo el negro en los ojos de Bóreas. Recuerdo un frío
entumecedor, la vergüenza, el torbellino de emociones al
comprender que me había extralimitado. Recuerdo correr,
esconderme, morir, el ansia del vino, tan aguda que me vi
reducida a una suerte de animal demente, con la garganta
reseca y el estómago vacío. Recuerdo regresar a la ciudadela y
colocar la punta de la daga en la garganta de Bóreas. Y
luego…
«Wren.» Su voz, profunda y seductora, abriéndose paso
dentro de este corazón mío. «Estás a salvo.»
Me colé en el dormitorio del Rey Escarcha en mitad de la
noche para asesinarlo, y él me consoló.
La noche anterior no se desarrolló como yo había
imaginado. Sea por la razón que sea, en el momento de la
verdad, no fui capaz de hundirle la hoja en el corazón a mi
esposo.
Un momento de debilidad, nada más. Estaba comida por la
culpa, exhausta. Aunque lo hubiese matado habría dado igual.
Aún no he encontrado una puerta que salga de las Tierras
Yermas. Y ya no soy bienvenida en Bosquelinde. Me guste o
no, este lugar es mi único santuario.
Mis brazos se sacuden; me obligo a enderezarme hasta
quedar sentada. Las mantas me caen hasta la cintura. ¿Qué
demonios…? Tengo el camisón pegado al pecho. Estoy
empapada.
—¿Mi señora? —Orla llama con suavidad y luego abre la
puerta. Me echa un vistazo y ahoga una exclamación—:
¡Estáis despierta! —Sonríe de oreja a oreja y se me acerca a
toda prisa. Agarra una de mis manos empapadas entre las
suyas—. Me alegro de ver que estáis bien.
Ver el rostro familiar y amable de Orla siempre consigue
calmar mis incertidumbres.
—Solo ha pasado una noche.
Alza las cejas.
—Ha sido un poco más que una noche. Lleváis dormida
una semana, mi señora.
—¿Una semana? —No es posible.
Orla se calma.
—Al regresar estabais muy enferma. El señor le ordenó a
Alba que os diese un tónico que os sumiese en un sueño
reparador. No erais vos misma.
Un escalofrío de pánico me recorre la piel. Me tironeo del
camisón empapado como si pudiese explicar la inquietud que
me domina.
—Por supuesto que no era yo misma. Me echó de la
ciudadela de una patada. Casi morí a la intemperie. Deliraba.
Orla une las manos al frente y se toquetea el delantal.
—Hablabais durante el sueño, mi señora. Pedíais vino,
siempre vino. El señor me dijo que no os diera.
Se me hiela la sangre. Saco las piernas de la cama, me
levanto y me acerco al armario en el otro extremo de la
estancia. Abro las puertas de golpe y hurgo entre el montón de
ropa que hay al fondo. Hace meses escondí aquí dos odres de
vino, pero ya no están.
Alarmada, me acerco a toda prisa al vestidor y abro de un
tirón el cajón del fondo. La botella que tenía escondida ahí
también ha desaparecido.
No importa cuánto intente calmar la respiración, me sale
del pecho a jadeos. Esto no puede estar pasando. Me pongo de
pie y me acerco a las estanterías del saloncito. Busco en el
cuarto anaquel empezando por abajo. Saco todos los libros, los
vuelco en un montón para revelar el espacio de detrás. No hay
vino, solo polvo.
Aturdida, vuelvo a colocar los libros en el anaquel con
mano temblorosa. ¿No tendré alivio alguno para esta sed?
—Orla —contemplo los lomos grabados—, no habrás
rebuscado entre mis pertenencias mientras estaba enferma,
¿verdad?
—No, mi señora.
Todo mi cuerpo amenaza con desinflarse. Me obligo por
mera fuerza de voluntad a mantener erguida la columna. Si me
han confiscado el alijo de alcohol, tendré que reponerlo, y esta
vez elegiré mejores escondites. A fin de cuentas, tengo miles
de puertas a mi disposición.
Cruzo la estancia con intención de hacer justo eso cuando
capto mi reflejo en el espejo de cuerpo entero que cuelga de la
pared. La visión es tan espectral que retrocedo.
Ojos hinchados, labios agrietados, complexión demacrada.
Maravilloso. Me llevo las manos a las mejillas cortadas. El
camisón me cuelga hasta las rodillas y tapa mi forma
encorvada.
Orla aparece a mi lado.
—Vamos a cambiaros esta ropa mojada.
Estoy lo bastante lúcida como para comprender que el
tónico, el bendito velo del sueño, me ha protegido de la peor
parte de los síntomas de la abstinencia. La necesidad de
mojarme el gaznate, sin embargo, no ha retrocedido. El ansia
me clava garfios bajo la piel.
Como si yo no tuviese más que cinco años, mi criada me
quita la tela húmeda y me pone una camisola seca y limpia por
la cabeza. Para mi horror, me asoman lágrimas a los ojos.
Orla se detiene mientras me ayuda a ponerme un par de
pantalones limpios.
—Mi señora.
—Orla, te tengo dicho que me llames Wren.
—Sí, mi señora.
Odio llorar. Como si no me hubiese purgado bastante la
noche anterior. O, mejor dicho, hace una semana. Los últimos
siete días no existen para mí.
—¿Y si…? —Las palabras se me pegan a la garganta—.
Orla, ¿y si lo que pensases que es cierto no fuese cierto en
realidad? ¿Y si lo que no es cierto lo fuese, o al menos en
parte? —¿Tiene algún sentido lo que estoy diciendo?—. ¿Y si
cometieses un error pero no supieses cómo arreglarlo, o
siquiera si puede arreglarse?
Me dedica una mirada cargada de intención. Su calidez
natural se expande hasta envolvernos a ambas. Lo sabe. Por
supuesto que lo sabe.
—¿Qué ha pasado entre vos y el señor?
—Entré en un cuarto en el que no debía entrar. Estaba en la
tercera planta, en el ala norte. El cuarto de un niño.
Orla no puede ocultar su sorpresa.
—¿De quién es ese cuarto? —pregunto.
Se tironea del delantal, con una profunda arruga entre las
cejas.
—No soy yo quien debe hablar de esas cosas, mi señora.
—Por favor. —Tomo sus manos entre las mías—. Es
importante.
Hace semanas, Orla se habría negado, habría retrocedido,
salido por la puerta con la excusa de doblar la colada. Ahora se
acerca a la cama y estira las sábanas sobre el colchón.
—Hace mucho tiempo, el señor estuvo casado.
Eso ya lo sé. A fin de cuentas, no soy la primera de sus
esposas.
—Y… tuvieron un hijo.
Suponía que había un niño en la historia. Pero oír en voz
alta que tuvo un hijo, un chiquillo, a juzgar por el contenido de
la habitación, me provoca un presentimiento aciago que me
recorre como una oleada.
—¿Y qué sucedió?
Los dedos de Orla se agarran a las mantas. Luego empieza
a hacer la cama con gestos violentos.
—Un hombre horrible, horrible, se los llevó a ambos —
susurra con voz brusca—. A la esposa y al niño.
Despacio, rodeo la cama para poder ver el rostro de Orla.
Tiene la expresión afligida, y yo siento una punzada en el
pecho como respuesta.
—Los capturaron y se los llevaron a las montañas del oeste
—prosigue—, un área conocida por los ataques de los
bandidos. Ambos murieron en medio de una refriega.
—¿Cuándo sucedió todo esto?
—Yo diría que hace unos tres siglos.
Una época anterior a la Grisura, cuando todo era verdor.
Pero el invierno invadió la tierra para quedarse. El Rey
Escarcha se quedó solo, encerrado en su ciudadela, preso del
dolor por aquellos a quienes había amado y perdido.
—Orla —susurro—, ¿cómo se llamaba el niño?
—Calais, mi señora. Se llamaba Calais.

Cuando llega el mediodía, las dentelladas del hambre me


obligan a bajar las escaleras hasta el comedor. La mesa está
dispuesta con los lujosos platos de costumbre, pero la estancia
en sí está vacía, tenue y helada. Contemplo la chimenea
apagada y me pregunto si debería encender el fuego, pero
decido no hacerlo. Será mejor no presionar al Rey Escarcha
más de lo que ya lo he hecho.
Así pues, tomo asiento y me cargo el plato de comida:
salchichas, arroz, pan y fruta. Tras unos pocos bocados siento
calambres en el estómago, pero me obligo a comer la mitad
del plato. Normalmente, Bóreas se deja caer por aquí cuando
le apetece, así que ya sé que no he de esperarle. Hoy, sin
embargo, no dejo de contemplar la puerta para ver si aparece
su imponente figura. Me palpita el corazón con una confusa
mezcla de anticipación y nervios. No dejo de pensar en el hijo
del rey desde esta mañana. Me paraliza un profundo dolor que
no sabía que podía sentir. Encerrada en mis habitaciones, no
he dejado de caminar en círculos. Me senté frente a la ventana,
la mano apretada contra el cristal helado. Me deshice en gritos
contra las almohadas, me pregunté qué tipo de monstruo
podría aplastar una flor antes de que esta tuviera la
oportunidad de florecer. Calais. Apenas un niño. Y ya muerto.
—Disculpa —le digo a una criada—, me he dado cuenta de
que no hay vino en la mesa. ¿Por qué?
—Por desgracia se nos ha acabado, mi señora.
Claro. Tamborileo con los dedos sobre la mesa.
—¿Sabes si el rey cenará conmigo esta noche?
—No lo ha mencionado, mi señora.
Me lanza una mirada de disculpa antes de ponerse a retirar
platos. Echo mano del plato del rey antes de que pueda
llevárselo y lo cargo con el resto de la comida, asegurándome
de que cada tipo de comida no se toque. Acto seguido voy a
buscar al Rey Escarcha.
No está en sus aposentos. No está en la biblioteca. No está
en los establos ni en el patio de entrenamiento. Paseo por los
terrenos de la ciudadela durante tanto tiempo que la comida se
enfría. Es entonces cuando recuerdo el invernadero.
La puerta del recinto se abre apenas una rendija. La empujo
y entro. Me recibe el brillo del día, el resplandor de la luz en el
vidrio. Sobre la mesa a mi izquierda descansan varias macetas
pequeñas con violetas, así como una planta de menta que
parece fuera de lugar. Un aire denso y humeante me envuelve
la garganta al respirar: pino triturado, azúcar perfumado,
cítricos.
Veo a Bóreas de inmediato. Está medio oculto tras un rosal;
parece enfrascado en replantar unas flores. No se ha percatado
de mi presencia.
Hunde la mano enguantada en la tierra, que le mancha las
muñecas y los antebrazos. Lleva una fina camisola de color
blanco, arremangada de cualquier manera, y el pelo le cuelga
anudado en una cola baja. Tiene hojitas pegadas a los
mechones de cabello suelto.
Aquí, Bóreas es un hombre humilde. Está conectado a la
tierra. Incluso de espaldas siento su intensidad, el modo en que
se vuelca del todo en la tarea, sin reprimirse. Trabaja la tierra
como un labriego, no como un dios.
Casi siento interrumpir la tarea, pero hace más de una hora
que voy cargada con este plato de comida. Me preparo para lo
que pueda suceder y deposito el plato en una mesa cercana.
El Rey Escarcha se queda quieto. Poco a poco, con lentitud,
se aparta de la maceta y empieza a limpiarse la mugre de las
manos con un trapo. Sin girarse, habla en ese tono glacial que
me provoca un cosquilleo en la piel y me desboca el corazón.
—¿Qué haces aquí?
—Traigo una ofrenda de paz —digo, negándome a
retirarme acobardada.
Le lanza una breve mirada al plato.
—¿Está envenenada?
Abro la boca y la vuelvo a cerrar.
—Si lo estuviese —gruño—, creo que no te informaría.
Sacude los hombros brevemente, como si dejase escapar un
resoplido. Como no responde, inspiro. He venido a hacer las
paces, pero si no le interesa, pues nada.
—¿Qué has hecho con mi vino?
Ladea la cabeza.
—¿Tu vino?
—El vino que estaba en mi habitación.
—Me parece que te refieres a mi vino.
—¿Acaso no soy tu esposa? —le suelto—. ¿No somos
compañeros iguales en esta farsa de unión nuestra? Ese vino es
tan mío como tuyo, pero da igual quién reclame su propiedad,
no tenías derecho a rebuscar entre mis pertenencias. Es una
invasión de mi intimidad.
—¿Quieres hablar de invasiones de intimidad? —suena
fríamente divertido.
Parte de mi rabia se calma ante el recordatorio de lo
sucedido la semana pasada. Con una voz impresionantemente
calmada, empiezo:
—Escucha…
—No. —Por fin, se gira. Me recorre con la mirada de la
cabeza a los pies. Tiene manchurrones de tierra en la pálida
piel de la mejilla—. Escucha tú con atención, Wren, porque no
pienso volver a repetirlo: a partir de este momento se acabó la
bebida. Me he deshecho de todo el vino que había en la
ciudadela.
Me recorre el pánico que he intentado reprimir desde que
me desperté.
—No te creo. Hay un sótano lleno de licor. Cientos de
botellas, una colección de siglos. No te atreverías a tirarlo.
—Pues lo he hecho. Hasta la última gota, todo derramado.
Solo cabe una explicación para esto: me está castigando.
No pienso aceptarlo.
—¿Has considerado la posibilidad de que bebo porque fui
raptada de mi hogar y obligada a casarme con alguien contra
mi voluntad?
—Ya bebías antes de venir aquí.
Aprieto los labios hasta formar la línea más leve y blanca.
Tiene razón. Ya bebía mucho antes de pisar siquiera las Tierras
Yermas. Ha sido mi mayor necesidad, mi mayor vergüenza.
—No hay que exagerar —argumento, aunque parte de la
urgencia que sentía se ha visto mermada—. Yo controlo lo que
bebo. No es que me pase el día bebiendo hasta caer
inconsciente.
—Así que solo bebías hasta caer inconsciente las noches en
que te veías obligada a cenar conmigo. ¿Es eso?
Las primeras noches sí. Y ahora, simplemente… bebo.
Suelo echar mano de la copa de vino antes de que mi mente se
dé siquiera cuenta. Un gesto completamente involuntario.
—No lo comprendes. —Como tampoco lo comprendía
Elora.
—Estás enferma —gruñe Bóreas, aunque con cierta
amabilidad—. ¿No ves los estragos que hace la bebida en tu
cuerpo? Crees que te da fuerza y claridad, pero lo que hace es
debilitarte gota a gota. El vino es un mentiroso. El vino es un
ladrón.
Cruzo los brazos a la altura del estómago, con los dedos
engarfiados a los flancos de la camisola.
—Yo no soy…
Bóreas me pone las manos en los hombros y tengo que
morderme los carrillos por dentro para contener la oleada de
emoción. En cuanto me toca, me reblandezco en contra de mi
voluntad.
—Una copita nada más —susurro—. Solo una más. Será la
última, lo prometo.
—Wren —dice con voz tierna—, no puedo dejar que bebas.
Lo creas o no, intento ayudarte.
Una rápida inspiración me llena los pulmones de aire, pero
en realidad siento que me ahogo.
—La peor parte de los síntomas de abstinencia han pasado
—dice—. He hablado con Alba y está dispuesta a ayudarte
durante los próximos meses. Hay maneras de ayudarte a
soportar el ansia.
—¿Qué pasa, que no tengo elección? —digo en tono
malhumorado.
—No.
¿Ver que se me niega lo único sin lo que no puedo vivir?
No puedo aceptarlo. Está convencido de que esto me va a
ayudar. No estoy segura de creérmelo.
—A veces bebía —susurro— para soportar la pérdida de
mis padres. No era muy a menudo. Cada pocas semanas,
quizá, cuando el dolor me superaba. Luego bebía para pasar el
tiempo. Bebía para sentirme viva de nuevo. Bebía porque, si
no bebía, me daba miedo empezar a flotar hasta alejarme.
Me daba claridad. Me curaba todo el dolor. Curaba las
partes de mí que odio.
La ironía es que, cuanto más bebía, más me avergonzaba
mi comportamiento destructivo, mi fracaso a la hora de
proporcionarle a Elora estabilidad emocional. Fue un bucle
horrendo y sin fin. Un círculo vicioso del que no podía
liberarme.
Bóreas carraspea.
—Yo supongo que aislarme tampoco ha sido la manera más
sana de seguir adelante. —No menciona los motivos de su
autoaislamiento, pero yo ya los conozco—. Será un camino
difícil, pero tú eres fuerte.
Dicho lo cual, me aparta las manos de los hombros y me da
algo de espacio.
El dolor en la garganta no disminuye. No estoy de acuerdo
con él, pero… quizá ha llegado la hora de un cambio. Estar
sobria me dará libertad, confort, me facilitará la vida. Eso lo
sé, y estoy ansiosa por conseguirlo, lo aceptaría de mil amores.
Pero me temo que fracasaré, que no haré sino caer más en la
oscuridad. Este odio que siento hacia mí misma es demasiado
pesado como para desprenderme de él. ¿Dice Bóreas que soy
fuerte? Supongo que veremos lo fuerte que soy en las
próximas semanas.
Aparto una silla de la mesa y tomo asiento. Reúno todo mi
valor. A fin de cuentas, para esto he venido:
—Lo siento. Por todo. Por… haberte hecho daño.
Bóreas no me interrumpe. Escucha.
—No sabía lo de tu hijo —susurro. Necesito toda mi fuerza
de voluntad para seguir mirándolo a los ojos, pero no se
merece que aparte la mirada—. No era asunto mío. Debería
haber respetado tu intimidad. Me comporté de un modo
egoísta, maleducado y completamente inaceptable. Te prometo
que no volverá a pasar.
El rey se toma su tiempo para limpiarse lo que le queda de
mugre en las manos. Luego arroja el trapo a un cubo y mira a
través de los cristales del invernadero.
—Orla te lo ha contado.
—No le eches la culpa. Se lo supliqué.
Niega con la cabeza.
—Cuando quieres, eres más persuasiva que nadie. —
¿Percibo acaso una nota de admiración a regañadientes en su
tono?—. Gracias por la disculpa.
No me mira al hablar. Ojalá me mirase. Siento que he
echado a perder algo, pero ni siquiera estoy segura de qué es.
Pasa suficiente tiempo como para sentirme tan incómoda
que necesito llenar el silencio.
—De verdad que lo siento. De verdad. Mi comportamiento
ha sido del todo inaceptable y…
—Wren. —Vuelve a centrar su atención en mi rostro, y el
torrente de emociones que siento se seca. Parece fatigado.
Supongo que eso también es culpa mía—. Está bien.
Siento pesadumbre en el corazón por esa amabilidad que no
había anticipado, pues me esperaba una respuesta mucho peor.
Quizá estoy doblemente equivocada al esperar este tipo de
comportamientos por su parte, cuando en realidad yo no sabía
ni la mitad de lo que le estaba haciendo.
Es entonces cuando centra su atención en el plato de
comida que he depositado en la mesa. Se me calienta el rostro.
—Pensé que tendrías hambre. No has venido a comer.
—Muy amable por tu parte. —Estudia la comida con
suspicacia.
—Te he dicho que no está envenenada. Tendrás que aceptar
mi palabra, si es que vale algo para ti.
Si quisiera matarlo, lo habría hecho cuando tuve la
oportunidad. En algún punto tendré que pensar en la senda que
se abre ante mí, en lo que significa. Pero ahora no.
Toma asiento en la silla libre y agarra el tenedor. Se mete
un trozo de salchicha en la boca. Cuando su mirada se cruza
con la mía, aparto el rostro.
—Yo también te pido perdón —dice después de un rato—,
por lo que hice el otro día. A veces…, a veces pierdo el
control. No era mi intención echarte de la ciudadela, pero eso
no sirve de excusa. Siento el dolor que te he causado.
Si perder el control significa transformarse en un
umbrandante, no me extraña que siempre parezca tan
impávido.
—Está bien.
—No, no está bien —se limita a decir. Y se lo agradezco,
porque lo que esperaba por parte del Rey Escarcha era rabia,
no una disculpa, ni tampoco entendimiento.
—Sé lo que es perder a un ser querido —murmuro mientras
lo estudio con atención. Esta vez es distinta a las anteriores.
Hay cierta apertura; respiro con más tranquilidad, con una
extraña falta de miedo ante la posibilidad de compartir detalles
personales—. Yo perdí a mis padres a los quince años.
Trincha otro cacho de carne con el tenedor y alza los ojos
hacia los míos.
—Por mi culpa.
Algo en mi voz debe de haber revelado ese detallito.
—Sí.
Contempla el plato y deja el cubierto.
—Lo siento.
Una vez más, una disculpa que no me esperaba. No ha sido
ese el motivo por el que se lo he contado, pero no puedo negar
que su remordimiento ayuda a sanar la herida. No he venido a
castigarlo. He venido, nada más. Quizá para reconfortarlo,
creo. Y para reconfortarme a mí misma.
—Presiento tu curiosidad —afirma—. Puedes preguntar si
quieres.
Pero lo que pienso es: «umbrandante».
—Ese momento en que tus manos se convirtieron en garras
no fue producto de mi imaginación, ¿verdad?
Cabe dentro de lo posible, dado el estado delirante en que
me encontraba.
—No. —La respuesta hiede a amargura.
Me fijo en sus manos. Enguantadas. No hay señal de las
sombras.
—¿Por eso llevas guantes?
Aprieta los labios. Asiente.
—¿Puedes quitártelos? Me gustaría verlas.
Se quita los guantes y los deja en la mesa. Sin ellos, puedo
estudiar las manos desnudas de mi esposo, cosa que rara vez
he podido hacer. Tiene las uñas puntiagudas, pero pulcramente
limadas. Las sombras abultan bajo su piel, en movimiento,
como destellos de luz. No parecen tan monstruosas como
aquella noche.
—Cuando Orla decía que estabas enfermo…
—Eran momentos en que no podía controlar la
transformación. —Suspira y tamborilea con las uñas
puntiagudas sobre la mesa, ligeros repiqueteos—. Casi
siempre puedo prever cuándo tendrá lugar, pero hay semanas
que son especialmente difíciles.
—¿Por qué? ¿Qué la provoca?
—La frustración. El agotamiento, tanto corporal como
mental. —En tono más bajo—: La confusión.
—¿Y qué me dices de la sal? ¿Te debilita?
No creo que sea el caso, teniendo en cuenta lo que come, la
sangre que le corre por las venas.
—Cuanto más cerca estoy de transformarme, más
vulnerable me vuelvo. —Suspira—. La sal pura no me mata,
como sí haría con un umbrandante normal. A fin de cuentas,
sigo siendo inmortal. Pero si me veo expuesto a la sal siendo
umbrandante, mi poder se verá tremendamente reducido.
Digiero este dato y lo guardo en algún rincón de la mente
para examinarlo más tarde.
—¿Están al tanto tus criados? ¿Por eso llevas guantes, para
ocultarles el cambio?
—Lo saben, pero los guantes son para mi propia
tranquilidad. No me gusta ver todo el tiempo el recordatorio de
aquello en lo que me estoy convirtiendo. Prefiero no ver las
marcas en mi piel.
Comprendo cómo se siente. Por eso mismo evito yo los
espejos y las superficies reflectantes.
—¿Y qué me dices de tu olor? ¿No deberías oler como los
umbrandantes, a metal y madera quemada?
—Todo mi ser está unido al invierno. No puedo separarme
de esa esencia con facilidad.
Supongo que tiene sentido.
—¿Cuánto hace que eres así?
—El cambio empezó tras la muerte de mi esposa y mi hijo.
Ha empeorado en las últimas décadas. —Traga saliva—. No te
puedes imaginar el estado en que me encontraba tras sus
muertes. Rabia, desesperación, dolor… Todo ello me cambió,
me mancilló el alma.
Al contrario; entiendo bien lo que puede hacerle la muerte a
una persona. El modo en que una pasa por la vida sin sentirse
completa de nuevo.
—Caí en un pozo tan profundo que no tenía esperanza
alguna de ver la luz. Y allí he seguido desde entonces,
luchando contra mis instintos más básicos.
Vuelvo a centrar mi atención en las sombras bajo su piel.
De vez en cuando le asoma una mancha cerca del cuello y
luego desaparece.
—¿Me tienes miedo?
Clavo la mirada en la suya y la mantengo. Ahora lo veo:
una ventana entreabierta, el suave y vulnerable interior
expuesto. Con completa sinceridad, digo:
—No más del que ya te tenía.
Tras un rato, asiente y se hunde algo más en la silla. El
sudor le perla el labio superior.
—¿Plantaste tú todo lo que hay en este invernadero?
—Sí.
—Estar aquí te reconforta, ¿no? Plantar.
Se contempla las manos, olvidado ya el plato de comida.
—Siempre me ha dado envidia el poder de Céfiro. Otorgar
vida en lugar de muerte. Esto —toca la cerosa hoja de una
planta cercana— no me sale con facilidad.
—Si lo disfrutas, ¿por qué insistes en prolongar el
invierno? Podrías tener plantas por todas partes, no solo en el
invernadero.
—¿Por qué insistías tú en regresar a casa cuando está claro
que tu hermana jamás ha apreciado nada de lo que has hecho
por ella?
Esas palabras me duelen. Deben de albergar algo de verdad.
—Pero, esposo —gruño—, estamos hablando de ti.
—Estábamos —me corrige.
—No es que piense que no me aprecia.
—¿Te ha dado alguna vez las gracias? —quiere saber—.
¿Se ha ofrecido alguna vez a aliviar tu carga?
No importa cuánto me esfuerce por recordar, no me viene a
la mente ningún momento en el que haya hecho nada de eso.
Eran los papeles que adoptamos cada una.
—No era responsabilidad suya.
Da un palmetazo en la mesa que me sobresalta.
—No. Su responsabilidad era cuidar de ti tanto como tú
cuidabas de ella. Puedo entender que permitiese que cargases
tú con todo cuando erais niñas, pero ya no tiene excusa. Tu
hermana es una adulta. Tomó la decisión consciente de dejarte
sacrificar tu propio bienestar.
Se me inundan los ojos. ¿Otra vez lágrimas? Esto se está
convirtiendo en un hábito terrible.
—Me voy dando cuenta poco a poco, pero es la única
familia que tengo.
El rey deja aparte el plato y apoya los codos sobre la mesa.
—¿Y aun así quieres volver a Bosquelinde? —pregunta con
cuidado.
—No lo sé.
Esto también es cierto. Elora me trató muy mal. Tan mal
que resulta imperdonable. Hay noches en las que no concilio el
sueño y me pregunto cómo sería hacerle el mismo daño que
ella me ha hecho a mí.
—Nos aferramos a aquello que nos es familiar. El miedo a
veces nos impide traspasar ese límite —dice.
Acaricio el plato con la punta de los dedos. Agarro un
arándano, y es entonces cuando me falla el valor.
—¿Y qué puede temer un dios? —le pregunto.
—Pues resulta que muchas cosas.
—¿A la muerte?
—No. —Arquea una ceja—. Siento decepcionarte.
—Entonces supongo que está bien no haberte matado —
digo en un intento de relajar el ambiente.
Destensa la boca en cierta medida.
—Pero querías hacerlo. —Arranca una uva del racimo que
hay en el plato y la mastica con aire pensativo. Yo me como
otro arándano—. ¿Por qué no me has matado? Tenías una
oportunidad clara.
—No tengo ni idea. —Cuando llegó el momento, no pude
hacerlo. Algo me contuvo—. Pero no creo que seas el villano
que la gente piensa que eres.
Cuanto más descubro del Viento del Norte, más heridas veo
que tiene. Heridas que ha recubierto con una armadura. No
somos tan diferentes el uno de la otra.
El rey echa mano de un trozo de queso del plato. En lugar
de llevárselo a la boca, me lo tiende. Lo acepto, sorprendida.
Luego me acerca el plato para que podamos compartir la
comida.
—Creo que, con suficiente tiempo, podríamos llegar a ser
amigos —digo.
—Amigos. —La intensidad de su mirada me desarma—.
¿De verdad deseas ser mi amiga?
No puedo tener lo que quiero, o más bien, lo que quiero ya
no existe. Mi aldea, mi hermana, que mis padres sigan vivos.
Y sí, parte de mí ansía tener algún tipo de amistad, aunque sea
con un inmortal, con mi captor. Tengo muy pocas
interacciones en mi día a día. Es un deseo enteramente egoísta.
—Sí que lo deseo, sí.
—Jamás he tenido amigos —admite.
Me río, no puedo evitarlo.
—¿Qué? —Parece ofendido; esas cejas oscuras se juntan en
su frente.
El Rey Escarcha carece totalmente de habilidades sociales.
—Nada. —Mi risa amaina al tiempo que él echa mano de
otro trozo de queso—. Es que no me sorprende, nada más.
El ceño fruncido domina todo su rostro. Resoplo y me meto
un puñado de arándanos en la boca. Entre los dos vaciamos el
plato.
El Rey Escarcha da un golpecito en la mesa con el dedo.
Gira la cabeza y mira más allá del invernadero, a la tierra
desolada del otro lado.
—Bueno, ¿y qué hacen los amigos?
Suena nervioso. Es bastante adorable.
—Hablar. Escucharse entre ellos. Pasar tiempo juntos.
—¿Estás diciendo que quieres escucharme
voluntariamente?
Las arrugas en las comisuras de sus ojos se acentúan. Me
doy cuenta de que, a su manera, se ríe de mí. Me cruzo de
brazos.
—Puedo intentarlo.
La idea parece resultarle incómoda, pero…
—Bueno, supongo que yo también puedo intentarlo.
Y así nos separamos.
No somos amigos, pero quizá ya no seamos enemigos.
28

H
oy hay luna nueva: Día del Juicio.
El Viento del Norte ya se ha encerrado en la sala en
la que, desde el alba hasta el ocaso, va a inspeccionar
las vidas pasadas de aquellos que se reúnen allí para ir al
encuentro con la eternidad. Ha dejado claro que no se le puede
molestar.
Alzo el puño y golpeo la puerta. El golpe reverbera entre
las telarañas del corredor y se apaga para dar paso a un
silencio titilante.
Una voz baja y escalofriante sisea:
—¿Quién se atreve a interrumpirme?
La cerradura retumba y la puerta se abre. Me meto dentro,
rodeo una columna y le lanzo una sonrisa altanera al Rey
Escarcha.
—Pues tu esposa.
Se queda de piedra. Recorro el enorme espacio ribeteado de
columnas y paseo la vista entre los recién muertos que
aguardan su sentencia. Una alfombra larga y deshilachada
conecta la entrada con el trono de piedra negra en el que se
sienta el rey. Esos pómulos pálidos y afilados se acentúan;
aprieta la boca en una mueca de absoluto desagrado. Mi
sonrisa se ensancha. Al menos es predecible.
Muchos de los espectros se inclinan cuando paso junto a
ellos, para mi sorpresa. Me planto en la silla vacía a la derecha
de Bóreas, y es entonces cuando pregunta en voz baja:
—¿Qué haces aquí?
—Eres un hombre listo —murmuro como respuesta, y
escruto la estancia. Debe de haber unos veinte espectros a la
espera de su juicio. Una enorme lámpara de araña cuelga del
techo abovedado, sujeta por una pesada cadena. Es la única luz
que hay en el sombrío interior de la cámara—: te darás cuenta
tú solito.
—Soy un dios —me corrige, pero me lanza una mirada de
atento escrutinio—. No tienes buen aspecto.
—Aprecio la franqueza —respondo en tono seco. Me sigue
examinando y me restriego los ojos. Me inclino hacia delante
y permito que se me caiga la careta—: He dormido mal.
Mis noches están marcadas por sábanas enmarañadas y piel
empapada de sudor. Sueño con vino, siempre con vino. A
pesar del esfuerzo, sigo totalmente decidida a continuar sobria
del todo.
Han pasado doce días desde mi último trago. No resulta
fácil. Es justo lo opuesto a fácil. Pero es una montaña que he
de escalar yo sola.
—¿Lo sabe Alba? —pregunta Bóreas. Si no me equivoco,
su voz se ha suavizado con un tono de entendimiento.
—Lo sabe. —Un pequeño suspiro—. Me ha suministrado
un tónico para ayudarme a dormir. Y ayuda, en cierta medida.
—Cuando me acuerdo de tomármelo. Le dedico una sonrisa
tensa al rey—. No te preocupes, esposo. Esto también habrá de
pasar.
El reposabrazos de la silla se me clava en el costado.
Cambio de postura para estar más cómoda, solo para darme
cuenta de que no hay postura en la que pueda acomodarme. El
sillón, una versión más pequeña del trono de Bóreas, parece
haber sido forjado con cuchillos.
—¿Cómo aguantas sentado en este sitio?
—Si estás incómoda, eres libre de marcharte.
—Dame tu capa.
Su atención vuela hacia los espectros que aguardan. Ellos
se apresuran a apartar la mirada.
—¿Por qué?
—Que me la des. —Aleteo con los dedos, expectante. De
todos modos a él no le afecta el frío. Aquí solo me siento
calentita de verdad cuando estoy en mi dormitorio junto a la
chimenea encendida.
Con un par de murmullos en voz baja, el rey se desprende
de la capa, bajo la que lleva una camisola ribeteada de blanco.
Me tiende la capa hecha una bola. Me pongo la pesada tela a la
espalda para protegerme de los bordes afilados del
reposabrazos de la silla. Mucho mejor.
Al ver que sigue clavándome la mirada, hago un gesto
hacia sus súbditos.
—Prosigue, por favor.
—¿No vas a interrumpir?
Desde la amigable conversación de hace unos pocos días,
ambos hemos establecido una tregua tentativa. Incluso ha
empezado a reconocer mi presencia en los pasillos, y ni
siquiera me amenaza.
La verdad es que me inspira curiosidad el funcionamiento
de su mandato en las Tierras Yermas. Para estas almas es un
rey. Me pregunto cómo gobierna.
—Tienes mi palabra. —Inspiro con fuerza por la nariz.
Retoma la tarea en cuestión:
—Di tu nombre.
Un hombre arrugado alza la vista desde el lugar donde está
arrodillado, en la fila delantera.
—Adamo de Rocaspina, mi señor.
—Adamo de Rocaspina.
Los ojos del rey se enturbian. El aire entre él y el espectro
ondula; yo me sobresalto. Al cabo, las ondas menguan y el aire
se aclara, al igual que los ojos de Bóreas. El hombre se encoge
bajo esa mirada gélida.
—Adamo de Rocaspina —entona el rey—. Marido,
hermano, padre. Dejas en el mundo a tu esposa y a tres hijos,
así como a tu madre y tu hermana. Te ganabas la vida como
comerciante de lana. Cuando tenías cinco años empujaste a tu
hermana a un estanque helado y casi se ahogó. A los nueve
años apaleaste a un perro callejero de tu aldea que pretendía
comerse tus sobras, y lo mataste.
Ahogo una exclamación casi inaudible, pero Bóreas me
mira por el rabillo del ojo. Al fondo, las almas se arremolinan
todas juntas, como si les aterrase llamar la atención del rey.
—Por favor, mi señor. —La punta de la nariz del hombre
acaricia la alfombra deshilachada en la que se arrodilla—. Sé
que he tomado malas decisiones en la vida, pero no era más
que un niño…
—A los dieciséis años de edad —prosigue Bóreas—,
atrajiste a una chica de tu aldea hasta un granero cercano y la
violaste. Lo volviste a hacer a los diecisiete, con otra víctima.
¿Tienes modo alguno de justificar estos actos?
—Era una época difícil —dice a toda prisa, sin aliento—,
mi señor. Mi padre acababa de morir. Estaba enfadado y
confundido. Necesitaba sentir que tenía control sobre algo.
—¿Y por eso asaltaste a dos mujeres? —Hay una pausa—.
Mírame.
El hombre alza la cabeza. Le corren lágrimas por esas
mejillas ajadas. Recuerdo la historia de Orla y me inunda una
repugnancia que casi no me deja respirar. Me doy cuenta de
que he juzgado mal a Bóreas en más de un sentido. Supuse que
no se molestaba en juzgar justamente a los muertos, que no
indagaba sobre los detalles de su pasado. Sea cual sea el
castigo que reciba este hombre, será justo.
—¿Sabe tu esposa lo depravados que son tus
pensamientos? ¿Sabe que, a pesar de tus votos maritales,
atrajiste no solo a una, sino a dos mujeres hacia los bosques y
también las violaste?
—No, mi señor —jadea. Tiembla con tanta fuerza que se
tambalea hacia un lado—. El amor que me profesa la ha
cegado.
—Has cometido un crimen —dice el Viento del Norte—.
Un crimen grave, y repetidas veces.
—Por favor, mi señor. Mis hijos. Amo a mis hijos.
—Amar a un hijo no basta. ¿Entiendes que tus actos tienen
consecuencias de peso? Has infligido heridas en esas mujeres,
heridas que durarán más que tu propia vida. —El frío de su
tono se cristaliza y yo podría jurar que siento cómo me raspa
la piel—. Por la presente, quedas condenado al Abismo por
haber violado a cinco mujeres en vida, incluida tu esposa. A
partir de ahora, con cada luna nueva, serás castrado. Tu
apéndice volverá a crecer hasta que se cumpla el siguiente
ciclo lunar. Espero que tu sufrimiento sea eterno.
Los lamentos del hombre desaparecen al esfumarse él del
lugar que ocupaba. La tensión aumenta cuanto más dura el
silencio. Por el rabillo del ojo veo que Bóreas inspira hondo y
deja escapar todo el aire. Esta responsabilidad le supone un
gran peso.
—El siguiente que dé un paso al frente, por favor.
Una mujer cerca de los escalones delanteros se echa a un
lado. Tras ella hay un niño pequeño, de unos ocho años. Ella le
hace un gesto, y el niño se adelanta y se arrodilla. Pobrecillo.
Un pelo oscuro que podría haber sido de un color negro
intenso en vida le llega hasta las orejas, manchado con
pegotones de mugre.
—Di tu nombre.
—Nolan de Alaceniza —susurra—, mi señor.
El aire vuelve a ondular mientras el Rey Escarcha se
sumerge en el pasado del chico. Tras unos latidos, rompe el
vínculo.
—Nolan de Alaceniza. Has dejado en vida a tus padres y a
tu hermana mayor. ¿Correcto?
Un asentimiento lento y apesadumbrado.
—Caí enfermo, mi señor. Mamá dijo que me pondría bien,
pero no tenía dinero para medicinas.
Bóreas se ablanda en presencia del chico, un atisbo de la
persona que quizá fue al estar con su propio hijo.
—Veo que le diste un empujón a tu hermana el año pasado.
¿Fue porque te robó un juguete?
—No quería hacerle daño. Mamá me dijo que le pidiera
disculpas y así lo hice. —El chico sorbe por la nariz y a mí se
me encoge el corazón—. ¿Me vais a enviar a ese sitio malo?
El rey se recuesta en la silla, sumido en profundas
cavilaciones.
—No, Nolan, no te voy a mandar a ese sitio malo. Te voy a
mandar a otro lugar donde hay niños con los que podrás jugar
todo el día. Siempre tendrás suficiente comida y jamás
volverás a enfermar. Allí habrá una mujer que cuidará de ti.
¿Qué te parece?
El chico alza una mirada acuosa.
—¿Estará allí mamá?
—Por desgracia, pasará mucho tiempo hasta que llegue.
Pero cuando lo haga, tendrás mucho que contarle.
El chico, contento por no haber sido castigado, se calma.
De su rostro regordete mana una calma como jamás he
presenciado. Una confianza absoluta en el Viento del Norte.
Bóreas alza la mano. Hay un destello y el chico se
desvanece.
El rey no llama de inmediato al siguiente espectro. Es como
si necesitase tiempo para digerir las complicadas emociones
que aletean en sus ojos. Me giro hacia él en la silla y
murmuro:
—Ha sido muy amable por tu parte tranquilizar al chico. —
No responde, así que pregunto—: ¿Cómo te sientes al
asomarte al pasado de la gente?
Mira al frente sin parpadear.
—Siento como si me golpease una ola. Me abordan
visiones, sonidos, el fin de una vida. Mi tarea es separar los
hilos, repasar la línea temporal de la vida desde el principio y
avanzar hasta el final. Con los niños es más sencillo. Sus
motivaciones son simples, los impulsan las emociones, no
tanto el intelecto. Creo que apenas he mandado a un puñado de
niños a Neumovos, aunque eran mayores que este último.
—¿Y al Abismo?
—Jamás he enviado a un niño al Abismo.
Abro la boca para hacerle más preguntas, pero entonces
alguien llama a la puerta.
Bóreas se queda inmóvil. Esas manos enguantadas se
aferran a los reposabrazos del trono. Se hace un silencio que es
como una sentencia de muerte.
—Pasad —digo.
La puerta se abre despacio, despacio, con un chirrido. Los
espectros se giran para ver quién ha cometido la estupidez de
interrumpir el juicio del Rey Escarcha.
—Aquí, Tiamina.
Le hago un gesto a la criada, cuyos ojos parecen enormes
tras las gafas. Corretea hacia mí con una bandeja pequeña y
cubierta. Por el rabillo del ojo veo que Bóreas arruga el labio
superior, con las cejas tan apretadas que parecen una única
línea ininterrumpida. Es digno de elogio que no le suelte un
rugido a Tiamina al acercarse.
Ella hace una reverencia, la cabeza bien baja.
—Mi señora Wren —dice con una mirada preocupada al
rey crispado. Tras tenderme la bandeja, se escabulle. Bóreas
me sigue agujereando el lado de la cara con una mirada de
ojos entrecerrados.
Hago un gesto hacia los súbditos a la espera.
—Prosigue, por favor.
—¿Será esta la última interrupción o he de esperar más
ridiculeces?
—Supongo que depende. ¿Qué más ridiculeces tienes en
mente?
Arruga la cara, pero en última instancia se digna a
devolverme otra pregunta:
—¿Qué te ha traído?
—¿No tienes que centrarte en esto del juicio?
Le lanza una mirada a la hilera de espectros curiosos.
—Puede esperar.
Me recorre un deleite sorprendido al ver que prefiere dejar
de lado sus deberes, aunque sea por unos instantes, sobre todo
porque me he colado aquí sin invitación.
—Tarta de vainilla y frambuesa —anuncio, y quito la tapa
de plata que cubre una porción perfecta.
Se me hace la boca agua al llevarme un bocado a los labios.
Se me escapa irremediablemente un sonidito de placer. Silas
nunca falla.
Le tiendo el tenedor a Bóreas, comiendo a dos carrillos.
—¿Tarta? —Unas migajas me caen sobre el regazo.
Contemplo las manchas y luego miro a Bóreas, que me estudia
con una ceja alzada. Esos ojos fríos se han suavizado, de
pronto divertidos.
—No, gracias.
Sigo sin estar convencida de que no le guste la tarta. A todo
el mundo le gusta la tarta.
—Vamos. ¿Un bocadito nada más? —Le acerco aún más el
tenedor y él se echa hacia atrás, suspicaz—. ¿Por favor? —
Pongo un pucherito con los labios—. Los amigos comparten
los postres, ¿sabes?
Me contempla la boca suficiente rato como para que me
empiece a entrar calor en las mejillas. Jamás he sido de las que
se retiran, así que mantengo la posición y reprimo el impulso
de humedecerme los labios. Siento curiosidad por saber hasta
qué punto se le oscurecerían los ojos, profundos, si me pasase
la lengua por ellos.
—Si doy un bocado —dice—, ¿permanecerás en silencio
hasta que acabe la sesión?
—Sí. —Quizá.
Centra su atención en la porción de tarta. El movimiento de
su garganta al tragar saliva me llama la atención. Hace un
pequeño asentimiento y aprovecho la oportunidad para
acercarle el tenedor a la boca.
Abre los labios y los vuelve a cerrar entre las púas del
tenedor. Retiro el utensilio y libero el dulce, atrapado dentro
de una boca de aliento frío, pero cuyos labios, en este
momento, parecen más blandos y cálidos.
—¿Está buena?
Se encoge de hombros y mastica. La curva de sus labios
traiciona lo que está pensando.
—Te gusta. —Agito el tenedor frente a él—. Admítelo.
—No me gusta nada este tipo de dulces. —Sin embargo,
hace un gesto hacia el plato y le paso el tenedor, para que
pueda llevarse otro trozo a la boca.
Carraspeo y me echo hacia atrás en la silla mientras él se
come la mitad del postre en pocos bocados. No puedo evitar
que una sonrisa me aparezca en la cara.
Al Viento del Norte le gusta la tarta.
Lo sabía.
—El siguiente que dé un paso al frente. —La voz de
Bóreas, profunda y resonante, reverbera en el enorme espacio
de la estancia.
Una mujer de aspecto amedrentado avanza unos pasos, la
espalda encorvada, cubierta con un grueso mantón.
—Di tu…
El rey se envara. Se pone de pie con un movimiento
sinuoso tan rápido que mis ojos mortales no llegan a captarlo.
Las puertas del salón se abren de golpe con tanta fuerza que
salen disparadas de los goznes.
El mismo aire chilla y una negrura absoluta se derrama del
umbral e irrumpe en la cámara. La lanza se materializa en la
mano de Bóreas, chisporroteante de poder. De la punta brota
una ráfaga de hielo que se abalanza sobre ese remolino del
color de la noche más oscura.
Uno tras otro, los espectros empiezan a caer.
Me agarro a los brazos de la silla, helada. Una mujer se
derrumba en el suelo abierta de brazos y piernas. También cae
de bruces un hombre con una trenza que le golpea la mejilla al
desplomarse. El frío me muerde las manos desnudas, el cuello
al aire. Entre los travesaños curvos del techo empiezan a
arremolinarse nubes. Empieza a caer capa tras capa de nieve,
un método de defensa contra intrusos. La fuerza negra se retira
levemente.
—¿Qué sucede? —Mi voz se pierde en el viento. Me
lagrimean los ojos sin control—. ¿Son umbrandantes?
Bóreas, junto a mí, aprieta los dientes.
—No —escupe la palabra—. Es solo otro pariente lejano.
Se planta frente a mí y una sustancia fría se me desliza por
la piel. Me asomo por encima de su hombro, incapaz de
apartar los ojos de los espectros cadavéricos. Los muertos no
pueden volver a morir, así que ¿qué es este poder que los ha
derribado?
De entre la negrura, una voz retumba:
—¿Quién se atreve a recoger flores del Jardín de la
Duermevela?
Se me para el corazón.
Despacio, giro la cabeza a la derecha. Una enorme figura
aparece ahí mismo, recortada contra la luz que entra por las
ventanas. Debe de medir dos metros y medio o incluso más,
con hombros tan anchos que me recuerdan a montañas.
Una vez más, paseo la vista por las formas inmóviles de los
espectros. No están muertos, están dormidos. Pues el dios que
está plantado frente al Rey Escarcha no es otro que Sueño.
En la cueva, Sueño no era sino una voz en el vacío. Sin
embargo, ahora está aquí, una entidad con forma. Pero lo
único que puedo ver bien son sus ojos.
Cuando intento descifrar cómo son sus facciones, los
ropajes que lleva, la imagen me esquiva.
—Bóreas —dice el dios del Sueño.
Tras un instante, Bóreas baja el arma e inclina la cabeza.
—Cuánto tiempo, primo.
—Unos cuantos siglos, más o menos.
El Rey Escarcha también contempla a los espectros
inconscientes, con la boca apretada en un gesto de desagrado.
—Has interrumpido un momento crítico para estas almas.
No me gustan las visitas que vienen sin anunciarse.
La sombra oscura y borrosa se adelanta.
—Podría decirte un par de cosas sobre visitas que vienen
sin anunciarse. —La mirada de Sueño se clava en el lugar que
ocupo, parcialmente oculta tras Bóreas—. Y diría que tu
esposa también.
Se me eriza el pelo de la nuca y la atmósfera que nos rodea
chasquea a causa de este frío desalentador.
—Os conocéis. —No es una pregunta.
—En cierto modo —dice el dios.
El rey me pregunta:
—¿Es cierto? ¿Conoces a Sueño?
Vacilo, y con ello me cavo mi propia tumba. No puedo
perder la confianza de Bóreas ahora que he empezado a sentir
que nuestra relación está cambiando, que tenemos un
entendimiento común que podría llegar a ser algo más.
—Wren. —Bóreas no se cree lo que dice su primo, pero
tampoco cree en nadie más.
Tendrá que bastar con una media verdad.
—Sueño y yo hemos coincidido —digo.
Bóreas se tensa, y el mismo aire parece tensarse a su vez.
Siento el impulso desesperado de contemplar el rostro de un
hombre que se ha portado de un modo distante, sin afecto
hacia mí, pero cuyas emociones han empezado a
descongelarse. Temo lo que pueda encontrar en ese rostro.
¿Decepción? Todo lo que no sea comprensión me va a doler.
Retrocede un paso y se coloca detrás de mí, con lo que no
alcanzo a ver su expresión.
—Explícate.
Existe una fina línea entre la verdad y la mentira. No tengo
que darle todos los detalles. Solo los suficientes como para
responder a lo que pide.
—Acompañé a Céfiro a la cueva de Sueño. Tu hermano
quería una de sus plantas para un tónico especial. Céfiro lo
distrajo y conseguí las hierbas que necesitaba.
La mano enguantada del Viento del Norte se me cierra en
torno a la nuca; el cuero frío sobre mi piel azorada.
—Te dije que no te acercaras a él —gruñe con dientes
apretados.
—¿Y cuándo he hecho caso a lo que tú me digas? —El
nudo que tengo en la garganta se aprieta. De algún modo, me
las arreglo para tragar saliva—. Intentaba ayudar a un amigo.
Suelta un resoplido.
—Mi hermano no es amigo tuyo.
Me duele el pecho a causa del frío intenso que se instala.
Hasta el aire en mis fosas nasales se cristaliza. No hay nada
que dé más miedo que el temperamento del Viento del Norte.
Sombras negras manan de su piel.
—Contrólate —siseo—. Siento haber contravenido tu
palabra, pero no esperarás que me quede encerrada en este
lugar durante el resto de mi vida.
Da un paso y me rodea.
—Ya lo discutiremos después, esposa.
—¿Otra vez volvemos a esas?
Peor aún que su reacción es saber que es culpa mía, que yo
solita me he metido en este maldito embrollo.
Me ignora y se vuelve hacia su pariente.
—¿Qué es lo que quieres, primo?
—Lo único que quiero es que se me devuelva lo que me
robaron. —Una mirada apesadumbrada, expectante.
Aunque quisiera devolverle las flores, no puedo.
—No tengo las flores. Las tiene Céfiro. No sé a dónde fue.
Cada una de las frases es cierta.
Sueño mueve el torso en un gesto que recuerda a un
encogimiento de hombros.
—En ese caso, requiero un pago por las plantas que me
robaste.
Bóreas se queda mortalmente inmóvil a mi lado.
—¿Cuánto? —grazno—. No tengo ni una sola moneda.
Una leve risa, áspera y satisfecha, me provoca un escalofrío
que me recorre todo el cuerpo.
—No me interesa tu dinero. Me interesan tus sueños.
Parpadeo con gesto idiotizado en dirección al dios. ¿Mis
sueños?
—Te estás extralimitando —interrumpe Bóreas.
—Ah, ¿sí? ¿Sabes cuánto tiempo se tarda en cultivar una
flor de amapola? Siete años. Se ha llevado seis flores, lo cual
hace un total de cuarenta y dos años de florecimiento. Creo
que un sueño, algo que no recordará, es un precio justo.
Técnicamente solo arranqué tres amapolas. Pero Tiamina se
llevó otras tres.
—¿Y para qué quieres un sueño? —pregunta Bóreas—. El
mundo onírico no es tu reino. Es el dominio del Tejesueños.
Oigo la sonrisa en la voz de Sueño al replicar:
—He respetado los límites que establecimos hace mucho.
Hasta ahora no había puesto un pie dentro de tu gran muralla
de piedra. No me he llevado nada que sea tuyo. Que tu esposa
no conociese nuestro acuerdo es una falta de previsión por tu
parte, no por la mía. Es ella quien se ha pasado de la raya, y
por ello espero una compensación por aquello que se ha
perdido.
Hay una pausa. Estoy convencida de que Bóreas atacará a
su primo, al menos si soy capaz de interpretar bien esa mueca
feroz.
—¿Y qué pasa con el castigo de mi hermano? Él también
estuvo involucrado en el robo de tus amapolas.
—Me encargaré del Viento del Oeste a su debido tiempo.
—Deja que se lleve uno de mis sueños —le digo a Bóreas
—. No me importa.
—No.
—¿Qué más da? No importa tanto.
—Sí que importa, porque aunque el Tejesueños gobierna el
mundo de los sueños, no tiene control sobre lo que ocurre en la
mente de cada individuo. —Bóreas contempla con desagrado a
su primo—. Si le regalas un sueño, le das acceso a tus
pensamientos, a las maquinaciones internas de tu consciencia.
La influencia del Tejesueños podría entrar en tus creencias, en
tus opiniones y, quizá, en tus acciones. ¿Quién serías si nada
de eso te perteneciera?
De pronto me siento agradecida de que Bóreas se haya
metido en medio antes de que Sueño pudiese aprovecharse de
mí.
—Todo eso es cierto —dice Sueño—, pero no desmerece el
hecho de que necesito algo de igual valor que las plantas que
he perdido.
Una mirada fría y calculadora por parte del rey.
—Estás en deuda con el Tejesueños, ¿se trata de eso?
Llévate uno de mis sueños, pues, y dáselo a tu hijo. Que quede
así zanjado el tema.
La oscuridad palpita y la forma de Sueño se concreta un
poco más. Atisbo un mentón firme y anguloso y una nariz
protuberante.
—¿Lo dices en serio?
—No tienes que hacerlo —protesto, agarrada al brazo de
Bóreas—. El castigo es para mí. Deja que lo soporte yo.
—Protegerte es mi deber. Deja que te proteja de esto.
Abro la boca, pero el sonido apenas se aleja de mi garganta
cerrada.
—¿Aunque sea culpa mía?
Me acaricia la barbilla con el pulgar.
—Aunque sea culpa tuya.
Desciende los escalones antes de que me dé cuenta siquiera
de que se ha alejado. Se detiene frente a Sueño en medio del
salón y yo me quedo de pie sobre el estrado, con los nervios
desatados. Siento culpabilidad, ese animal que siempre llevo
pegado a los talones y que siempre consigue captar mi aroma y
seguirme.
Si no hubiese acompañado a Céfiro a la cueva de Sueño, el
rey no estaría en este aprieto. Bóreas, mi esposo, que recibe
los golpes que debería llevarme yo. Una punzada en el pecho
trae consigo una oleada de remordimiento. Nadie ha llegado
antes a estos extremos para protegerme. Bóreas sigue ciego,
engañado, pues el motivo importa. No puede saber que entré
en la cueva de Sueño a robar las amapolas porque pretendía
acabar con su vida inmortal.
Dos manos borrosas se alzan para posarse en las sienes del
rey. Apenas unos instantes después, Sueño da un paso atrás.
—Y ahora, largo —dice Bóreas.
Con la partida del dios, los espectros despiertan, se
enderezan y miran en derredor, confundidos. Bóreas regresa al
trono, con un músculo tenso en la mandíbula. Yo me apoyo en
el borde de mi silla, cansada.
—¿Y ahora tendrá el Tejesueños control sobre tus sueños?
—El Tejesueños —murmura— no tiene acceso a los sueños
de las divinidades. Por lo tanto, su poder no nos afecta de la
misma manera que a los mortales. Para él, un sueño mío será
como una explosión, pero no, no podrá infiltrarse en mis
sueños ni pensamientos. Tiene un único sueño, del que puede
extraer poder para emplearlo en su reino. Pero tanto da.
Me parece que no me creo del todo esa última parte.
—Lo siento —susurro—. ¿Quieres que me marche?
Me lanza una mirada larga e inquisitiva.
—¿He dicho que quiera que te marches?
Se me calientan las mejillas. No es asunto mío, pero le
pregunto:
—¿Qué sueño le has dado?
Bóreas se reclina en su trono y una sonrisilla aparece en la
comisura de sus labios. Lo único que dice es:
—Pásame la tarta.
29

E
n lo que ya se ha convertido en un hábito, me despierto
antes del alba. Al otro lado de la ventana atisbo un cielo
amoratado; el tono de la medianoche da paso poco a
poco al gris. Hoy, contemplar el invierno no me sume en una
aceptación resignada. El mundo es frío, pero también es
hermoso, encantador, puro.
La última semana ha sido extraña. Bóreas y yo seguimos
navegando los crecientes problemas que nos provoca nuestra
amistad en pleno desarrollo. Las comidas son agradables, y
nadie se ha sorprendido más que yo al descubrir que al rey se
le da muy bien conversar siempre que está de humor. En una
ocasión casi conseguí que se echase a reír.
Me bajo de un salto de la cama y me preparo para el día.
Tengo una idea. Una idea brillante, atrevida y luminosa que no
puede esperar. Me paso un par de veces el peine por el cabello
y me lo recojo en una trenza que me recorre toda la espalda.
Para cuando estoy vestida y lista para acometer la mañana, el
sol se ha alzado y las puntas de las ramas más altas despiden
un resplandor en tonos dorados.
Voy de camino a la puerta cuando capto algo en el
escritorio por el rabillo del ojo. Frunzo el ceño y lo agarro: es
un sobre sellado, dirigido a mí con letra elegante. Rompo el
sello de cera, deslío el pergamino y leo.
«Wren, el tónico está listo. Por favor, responde a esta
misiva con el día y la hora en que hemos de encontrarnos.
Deja tu respuesta en la abertura cerca de la muralla del patio.»
El tónico del sueño. No me habría molestado en robar del
Jardín de la Duermevela si no desease la muerte del rey, pero
desde entonces han pasado muchas semanas y ya no estoy
segura de la senda que quiero recorrer. Quizá debería
encargarme de esto más tarde, cuando no me sienta tan
indecisa.
—¡Orla! —llamo al tiempo que me pongo el abrigo de
invierno y meto la nota en el bolsillo interior del pecho.
Se detiene mientras ordena mi colada.
—¿Sí, mi señora?
—Voy a necesitar que me eches una mano hoy. Quiero
limpiar el salón de baile del ala sur, del suelo al techo. Y
también tengo que hablar con Silas.
La boca de Orla se abre y luego vuelve a cerrarse en una
expresión de perplejidad.
—¿Puedo preguntar por qué?
Le dedico una mueca sonriente de camino a la puerta.
—Voy a organizar una fiesta.

El salón de baile del ala sur es un espacio largo y rectangular


envuelto en oscuridad, descuidado. El aire está tan apelmazado
de polvo que siento cómo las partículas se me pegan a la
garganta. Unas enormes chimeneas de piedra descansan, frías,
a cada extremo, y toda la pared oeste está cubierta con
cortinas. Volver a insuflar vida a esta estancia no será tarea
fácil. Sin embargo, estoy lista para aceptar el desafío.
Pero primero hay que quitar las cortinas.
—Orla.
Mi criada aparece con otras dos sirvientas, más un joven
que arrastra consigo una escalera de mano.
—Necesito herramientas. Y, por favor, ¿podéis encender las
chimeneas?
Ya va siendo hora de darles uso.
El servicio se dispersa. En pocos minutos, las llamas brillan
en las chimeneas, alimentadas con montones de leña cortada y
seca. Me subo a la escalera de mano y quito uno de los
cortineros sobre las ventanas. Lo inclino hacia delante para
que la tela caiga. El montón de tela cae sobre los tablones del
suelo con un golpe muy satisfactorio, aunque la nube de polvo
me provoca un ataque de tos.
—Mi señora —Orla se retuerce las manos abajo. Su mirada
oscila entre las cortinas y la ventana destapada. Una luz
brillante, resplandeciente, inunda el espacio, tan intensa que
me lagrimean los ojos—, ¿estáis segura de que al señor no le
importará todo esto?
—Segurísima.
Bajo de la escalera y salto el último par de peldaños.
Agarro un extremo del cortinaje y lo arrastro todo hacia la
chimenea. Con una sonrisa, lanzo el enorme montón de tela al
hogar y veo cómo arde.
—¡Mi señora! —Un gimoteo torturado acompaña al
exabrupto de Orla. Suenan unos rápidos pasos detrás de mí—.
¡No podéis quemar las cortinas!
—Eran un insulto hacia mi persona. Había que quemarlas.
Otro gemido quebrado. Adoro a Orla con todo mi corazón,
incluso esa tendencia a la ansiedad. Sobre todo, esa tendencia
a la ansiedad. Con unas cuantas palabras de consuelo, la
mando a ayudar en la cocina.
Tardamos una hora en quitar, y destruir, las cortinas. Otra
hora más en limpiar las telarañas de los travesaños. Dos horas
para quitar los siglos de polvo que cubren el suelo. Algo de
jabón, un poco de abrillantador y los tablones empiezan a
relucir.
A media mañana voy a ver a Silas. Le encantará preparar
comida para un grupo numeroso de gente. Nada demasiado
extravagante, insisto. Alce, si puede encontrarlo. Quizá un
guiso contundente.
Una hora después de mediodía, estoy ocupada colgando
tiras de tela diáfana en la repisa de la chimenea cuando las
puertas en el extremo del salón se abren de golpe. Un viento
aullante, vociferante, reduce el fuego a humo y al recuerdo de
una luz.
Aprieto los labios, irritada.
Los tacones de las botas del Rey Escarcha repiquetean
sobre el suelo recién abrillantado, golpecitos singulares y
precisos. Era de esperar su presencia. Me he preparado para
ello durante toda la mañana: qué puedo decirle, qué podría
decir él. A fin de cuentas, tengo derecho a estar aquí. Tengo
derecho a traer algo de felicidad a mi vida.
—¿Qué significa todo esto? —exige saber el rey.
Sigo colocando la tela azulada hasta que me satisface el
resultado. Entonces, y solo entonces, me giro hacia Bóreas.
Pantalones ajustados, botas a la altura de las rodillas y un
abrigo de marta cibelina. Cada botón redondeado y dorado
centellea. Lleva el cuello abierto y por él asoman sus
clavículas protuberantes y sombrías.
—Tendrás que ser un poco más específico, esposo.
Hace un gesto hacia el muro del oeste, a las múltiples
ventanas libres del peso insoportable de las capas y capas de
tela.
—¿Qué ha pasado con las cortinas?
Me aparto y contemplo mi obra. El cristal está tan impoluto
que mi propia mente me da la engañosa sensación de que no
hay cristal en absoluto, solo arcadas abiertas que presentan una
vista directa y sin obstáculos del patio. Una enorme mejora
con respecto a la penumbra anterior, tal y como yo lo veo.
Me giro, encogiéndome de hombros, y respondo:
—Las he quemado.
Se le desorbitan los ojos.
—¿Quemado?
—Sí. —Paso a su lado y el olor a cedro que despide me
enaltece los sentidos—. No supondrá un problema, ¿verdad?
Va detrás de mí. Sus botas resuenan, un sonido tan molesto
que doy las gracias por haber limpiado el suelo antes de su
llegada. De lo contrario, estaríamos abriéndonos paso en
medio de una neblina de mugre.
—Sí que va a ser un problema, sí —ruge él—. ¡Has
destruido mi propiedad!
—Sí, bueno, lo hecho hecho está. Y no me ladres. Estás
asustando a los sirvientes.
Las personas a las que me refiero están arrebujadas
alrededor de una de las mesas descubiertas, las manos
entrelazadas y los ojos oscilando nerviosos entre el rey y yo.
Él les lanza una mirada fugaz antes de volver a centrarse en
mí, furioso.
—No estoy…
—Sí —digo, y agarro otro rollo de gasa de la pila del
rincón—. Sí que los estás asustando. Y quítate de en medio.
La nariz del rey aletea, pero se aparta. Me acerco a la
chimenea del extremo opuesto del cuarto. Bóreas me sigue,
echando humo.
—No vas a celebrar nada sin mi permiso —sisea—. Lo
prohíbo.
Suelto una risa corta y sobresaltada. Ay, qué gracioso es.
—Demasiado tarde. —Le dedico una amplia y radiante
sonrisa por encima del hombro—. Agarra por aquí.
Contempla la tela en sus manos, confundido, como si no
comprendiese cómo ha podido aparecer de pronto ahí.
—¿Demasiado tarde? —Le late una vena en la sien—.
¡Explícate!
Ay, este hombre.
—Es muy sencillo —digo, colocando un extremo de la gasa
azul sobre la repisa—: dentro de tres días celebramos una
fiesta. He enviado una invitación al pueblo de Neumovos, con
la esperanza de establecer una alianza con ellos.
Doy un paso atrás y contemplo mi obra. El extremo
izquierdo de la tela tiene que ir un poco más arriba, pero no
llego.
—¿Una alianza? —pregunta, incrédulo—. ¿Con
Neumovos?
—Bóreas, ¿puedes ajustar la tela para que quede centrada?
Frunce el ceño, pero hace lo que le pido. El abrigo se le
tensa a la espalda al alzar los brazos para toquetear la tela
hasta recolocarla.
—No son ni nuestros aliados ni nuestros iguales.
—Eso es lo que tú piensas.
—Soy un dios. Lo sé. Fueron juzgados y ahora me sirven.
Ese es su castigo. Fueron unos mortales necios…
—Igual que yo —digo, porque tantas bravuconadas por su
parte empiezan a molestarme—. Ya es hora de que dejes atrás
el pasado, Bóreas. No puedes pasarte el resto de tu vida
inmortal encerrado en esta ciudadela, porque yo me niego a
vivir así.
Se tensa, con el rostro parcialmente ladeado. A mí se me
abre un agujero en el estómago. Echa a andar hacia la puerta,
pero lo agarro del brazo y lo detengo de un tirón.
—Espera. —Le aprieto con fuerza esos músculos con los
dedos y suelto un suspiro—. Te pido disculpas. Ha sido
insensible por mi parte.
Le he echado la culpa de algo que no comprendo, pero es
porque aún no me he hecho una imagen clara de la situación.
No he pedido respuestas, en parte porque esperaba que me las
diese él libremente.
Pasan dos latidos, tras los que Bóreas dice:
—¿Una disculpa por tu parte? ¿Esto qué es, el fin del
mundo?
—Cabrito —murmuro, y él resopla. La tensión lo
abandona. Qué alivio no haber arruinado por completo el
momento. Tras un instante, lo suelto, vagamente consciente de
que los criados siguen decorando la sala ahí al fondo—. ¿Por
qué odias tanto a los mortales?
Con voz callada, responde:
—Los bandidos.
Por supuesto.
—Siento mucho tu pérdida. No alcanzo a imaginar lo duro
que debe de haber sido para ti. —Vacilo y decido insistir. Hay
que decirlo, de un modo o de otro—. Sé que probablemente no
es lo que quieres oír, pero no todos los humanos son así.
Algunas personas podrían sorprenderte.
—¿Como ya has hecho tú?
Últimamente me he preguntado hasta qué punto habría sido
mi vida diferente de haber aceptado las circunstancias. Lucho
porque no conozco otra cosa más que la lucha, pero estoy
cansada y dolorida, aunque también creo que podría estar
curándome. El ansia de vino no ha desaparecido del todo, pero
la necesidad de beber ha menguado con el tiempo. Sin la
botella, mi cabeza está por fin clara, a pesar de que me duele
todo cada vez más.
No pienso rendirme. Solo… voy a dejar pausada mi misión,
la necesidad de regresar a Bosquelinde. Voy a elegir una senda
distinta.
—Quizá sea hora de alejarse de las tinieblas —digo, y me
acerco a él—. Hora de salir a la luz.
—¿Qué podría ofrecerme la luz? Tengo todo lo que
necesito.
La luz le da miedo. ¿Por qué habría de ser diferente,
después de todo lo que ha perdido? Es una fuerza poderosa de
iluminación.
—No se está tan mal —digo despacio—, sobre todo cuando
no sales a la luz tú solo.
Bóreas se inclina hacia mí. El rostro de un rey cruel,
aunque no todo son filos cortantes. La última vez que
estuvimos tan cerca, nos rodeaba el cristal, los muros
geométricos del invernadero. Le revelé mis inseguridades y él
no me juzgó. Ahora confía en que yo haga lo mismo.
Un restallido, algo se hace añicos en la cocina. Carraspeo y
doy un paso atrás para estudiar nuestra obra.
—La tela sigue torcida. —Giro sobre mis talones y me
dirijo hacia la mesa larga que hay contra la pared. Si mantengo
el paso, no puede considerarse una huida.
—¡Wren!
Suspiro y me giro hacia él.
—¿Sí?
—No pienso permitir que la gente de Neumovos se infiltre
en mi casa…
—No se van a infiltrar. Han sido invitados.
—Sea como sea, aquí no son bienvenidos. Voy a cancelar
esta estupidez de fiesta.
El Viento el Norte, un dios cuya existencia abarca milenios,
tiene un berrinche.
Una pila de guirnaldas ya hechas aguarda a que las
cuelguen. Agarro una de la parte superior, me subo a la
escalera de mano y la coloco en uno de los clavos que puse
hace un rato. Bóreas sujeta la escalera mientras yo coloco la
guirnalda. Claramente no se da cuenta de que, aunque esté
intentando frustrar mis planes, también me está ayudando.
—Eres mi esposa —prosigue—, y mi palabra es la ley.
Me muerdo el interior de los carrillos para no echarme a
reír. Lo cierto es que es inofensivo. Como un gatito.
—Bueno —digo una vez que recupero la compostura—,
pues hoy eres mi esposo y soy yo quien está al mando. Pienso
celebrar la fiesta. Puedes intentar detenerme, pero saldrás mal
parado. Y ahora pásame ese martillo.
La mirada hostil que me lanza choca contra la mía propia.
Cree que voy a ser yo quien aparte la vista. ¿Acaso no me
conoce en absoluto?
Al cabo, Bóreas me pasa el martillo. Ya no se queja más en
todo el día.

Tres días. No es tiempo suficiente para sacar a esta ciudadela


desastrada y ruinosa de las sombras, pero yo jamás me he
acobardado ante un desafío. Una vez que acabamos de
transformar el salón de baile, todo queda abrillantado y
reluciente. Colocamos ingeniosamente varias mesas por todo
el lugar, así como sillas y manteles. Luego me centro en el
resto de la fortaleza. El Rey Escarcha observa con hostilidad la
transformación de su hogar, entre el horror y la rabia. Cada
vez que se presenta la oportunidad, lo engancho con una tarea,
o a veces con tres distintas, porque me doy cuenta de que
viene bien distraerlo de tantos cambios.
Bóreas cuelga en el salón recibidor un tapiz que he sacado
de un almacén. El martillo da un golpe amortiguado, como si
hubiese golpeado contra algo blando. Bóreas se baja de la
escalera mientras suelta groserías entre dientes.
—Déjame ver —digo.
Se lleva la mano al pecho con una mirada cautelosa.
Suelto un suspiro de exasperación.
—Quiero asegurarme de que no te has roto nada.
—¿Y cómo sé que no me vas a romper un dedo solo para
llevar razón?
—Tendrás que confiar en mí.
En cuanto dejo escapar las palabras, me dan ganas de no
haberlas dicho jamás. Los ojos de Bóreas se oscurecen con
algún tipo de emoción.
«Confiar en mí.»
Una brisa me empuja hacia delante, hacia el enorme cuerpo
del rey. Algo pesado se apoya en la curva de mi columna: su
mano, que me aprieta contra la espalda.
—De verdad que puedes hacerlo —susurro—. Confiar en
mí, digo.
No suena a mentira. Han pasado semanas desde la última
vez que vi a Céfiro. No estoy segura de seguir necesitando el
somnífero.
—Esposa…
—Wren —corrijo, aunque sin brusquedad.
El rey desliza el pulgar por las vértebras bajas de mi
columna y lo aprieta contra mi suave piel.
—Wren. No se me dan bien las interacciones sociales.
Su voz es apenas un susurro. No consigo apartar la mirada
de su boca.
—Conmigo se te da bien —jadeo.
Me toca la barbilla y consigue abrirme la boca, los dientes a
la vista, con un movimiento extraño e hipnótico, al igual que la
caricia en mi espalda.
—Tú eres diferente.
—¿Cómo que diferente?
La mano en mi espalda vuelve a descender y se detiene
apenas rozando el trasero. Se me calienta el bajo vientre y me
hormiguea la piel.
—Tú eres una cabezota.
Resoplo.
—Tú sí que sabes cómo hacer que una mujer se derrita,
¿eh?
—Era un cumplido.
—Si tú lo dices.
—Cabezota, audaz, valiente. Jamás había conocido a nadie
como tú.
Sus ojos arden con una intensidad que me asusta, aunque
una parte separada de mí, la que no me ve digna de semejantes
palabras, se reblandece.
—Jamás había conocido a nadie que me desafiase a ver lo
que hay más allá de mi propia experiencia. Jamás he conocido
a nadie que se me meta con tanta facilidad bajo la piel.
Inspira hondo, como si quisiera llenarse los pulmones con
mi aroma.
Cabezota. Quizá sí que sea un cumplido.
Bóreas baja las manos, da un paso atrás y dice:
—¿Has oído hablar de Makarios?
Niego con la cabeza. Espacio. Distancia. Me digo a mí
misma que es bueno.
—Las Tierras Yermas son un reino complejo. Neumovos no
es más que una faceta de todo este lugar. También están los
Prados, adonde se envía a las almas que ni han cometido
crímenes ni han realizado hazañas reseñables. Es una vida
eterna pacífica, si bien algo anodina. Luego está el Abismo,
adonde se envía a todos los corruptos, incluidos mis ancestros.
—Ya habías mencionado el Abismo, pero no comprendo
bien qué aspecto tiene algo así.
—Es un vacío. Una fosa. Un cráter en la tierra. —Se pasa
el pulgar y el índice por las comisuras de la boca—.
Técnicamente existe más allá de las Tierras Yermas. En su
interior, tanto dioses como hombres reciben el castigo eterno,
si es que sus acciones los condenan a semejante destino.
—¿Y por qué no estás tú allí? ¿No colaboraste en la caída
de tus padres?
Se hace el silencio y reprimo la urgencia de presionarlo
para que responda rápido. Si nuestros papeles se viesen
intercambiados y fuese yo quien intentase derribar los muros
que hubiese levantado en torno a mí, preferiría sentirme segura
al hacerlo.
—Mis hermanos y yo fuimos perdonados —dice al fin
Bóreas— porque ayudamos a que tuviese éxito el golpe. Pero
los nuevos dioses no confiaban en que nos mantuviésemos
leales, así que nos desterraron.
—¿Y os enviaron aquí?
—Lo echamos a suertes. Yo fui quien perdió: heredé las
Tierras Yermas.
—¿Y Makarios? ¿Cómo es? —pregunto, ansiosa por saber
más.
—Makarios no se puede explicar. Hay que experimentarlo.
—Y ahora vacila, el aliento contenido en el pecho—. Me
gustaría mostrarte que, aunque las Tierras Yermas sean
oscuras, también albergan un gran potencial para alcanzar la
luz. Y no hay nada que reluzca más que Makarios.
30

M
akarios se encuentra a tres días de viaje desde la
ciudadela, pero por el río apenas se tardan unas horas.
En la misma ribera helada del Mnemenos, Bóreas
derrite el hielo con un roce, y el bote con forma de flecha flota
por la corriente hasta chocar contra el suelo.
Yo, arrebujada en el grueso abrigo de invierno, me doy
cuenta para mi sorpresa de que estoy sudando bajo las pesadas
capas de ropa. Me apresuro a desprenderme del peso extra del
abrigo.
—Parece que hace más calor —digo. Le lanzo una mirada
de soslayo a Bóreas y descubro que tiene una arruguita en el
ceño—. ¿Lo sientes?
—No.
Pues debo de haberme vuelto loca de remate. O eso, o estoy
enferma. Sin embargo, al pensar en las últimas semanas, estoy
segura de que el clima se está volviendo más cálido. La nieve
gotea y se convierte en fango. ¿Será otro efecto colateral del
debilitamiento de la influencia del Viento del Norte?
Una vez que nos acomodamos en la diminuta embarcación,
la corriente nos arrastra a través de rocosas tierras bajas y
planicies graves. Llegamos a una bifurcación y viramos a la
derecha. Aunque tengo la atención prendada del paisaje
cambiante, no se me escapa la mirada con la que el rey me
escruta el rostro. Quizá tenga curiosidad por saber cómo
reaccionaré al entorno. La arena se transforma en tierra, que
luego da paso a hierba y a árboles, florecientes y abundantes,
de los que emana un aroma a tierra húmeda tras un chaparrón.
Se me altera un poco el pulso cuando el pequeño bote
choca contra la ribera del río y Bóreas me ayuda a descender.
Las botas se me hunden en cieno y légamo. Más allá de la
ribera hay una tierra impoluta.
—Makarios —murmura.
Es un sueño, o el sueño de un sueño. Por el motivo que sea,
el invierno no ha tocado esta franja de tierra. De este a oeste,
de un horizonte al otro, los campos reverdecidos se alzan y
descienden con suaves ondulaciones salpicadas de flores
silvestres. El cielo es un borrón claro, curvo y azul, moteado
de nubecillas que se desvanecen en la lejanía. Los aromas son
más dulces, los colores más vivos. El aire mismo canta.
Bóreas me toma de la mano y me lleva colina arriba. Una
hierba blanda se despliega a nuestros pies.
—Este es el lugar al que las almas de origen divino, así
como los hombres y las mujeres de virtud, vienen a pasar su
descanso. Aquellos dignos de una vida eterna pacífica.
Tras un instante, me suelta la mano. Casi me entristece
dejarla escapar.
—¿Cada cuánto llega un alma nueva aquí?
—Cada mucho. Ser digno de esta eternidad es el mayor de
los honores.
Mis padres no pueden estar aquí. Es más probable que se
encuentren en los Prados. No cometieron crímenes ni tampoco
realizaron grandes hazañas. Eran personas sencillas.
Mis pasos no emiten sonido alguno. Sigo a Bóreas, que
camina despacio, como si no tuviese ningún destino fijo en
mente y se contentase con deambular.
El perímetro del campo está delineado por cipreses y
álamos blancos, un dosel coronado de flores argénteas. Las
colinas menguan y atisbo resplandecientes arroyos entre los
huecos y quebradas. Es un lugar tan pacífico que casi me da
miedo hablar. Reina aquí una calma que permanecerá
incólume durante toda la eternidad.
Un poco más adelante vislumbramos el río. Unos cuantos
espectros se agazapan en la ribera, llenando cubos.
—En Makarios —dice el rey— no nieva, ni llueve ni hay
tormentas. Aquí, las penas no tocan a nadie. Todo el mundo
tiene lo que necesita.
Uno de los hombres, vestido con ropas sencillas, recoge un
poco de agua haciendo cuenco con las manos y se la lleva a la
boca. Doy un paso al frente, alarmada.
—Está bebiendo el agua. ¿No perderá sus recuerdos?
—Ese río no es el Mnemenos.
Oh. De pronto recuerdo la bifurcación por la que nos
hemos internado.
—¿Por qué río hemos viajado?
El agua es profunda, una joya azul interminable.
—Carece de nombre. Se origina en Makarios, en las
montañas. —Señala al oeste, donde la tierra rocosa se alza en
picos aserrados contra el cielo—. Cuando llega al final de las
Tierras Yermas, cae en una catarata nebulosa.
—¿Los habitantes de Makarios retienen sus recuerdos?
—No —dice—. A lo largo de los años he descubierto que
el recuerdo conduce a roces entre la población. Es caldo de
cultivo para los celos, la envidia y la avaricia. Mejor empezar
con borrón y cuenta nueva.
—¿Y qué pasa con las familias, con los parientes?
—Las familias son una excepción. Si dos o más personas
de la misma familia llegan a Makarios, mantienen sus
relaciones entre sí. Los recuerdos de sus vidas pasadas, sin
embargo, se pierden.
Por más que odie la idea de perder recuerdos de mi vida
actual, creo que estoy de acuerdo con él. La vida termina igual
que empieza. Yo no desearía que nada me impidiese ser quien
puedo llegar a ser en el más allá. Empezar de nuevo.
Al otro lado de los álamos, las almas se reúnen en un gran
claro con un círculo de tiendas. Están bailando. Vestidos
holgados para las mujeres y pantalones para los hombres;
formas transparentes que parpadean y desaparecen
momentáneamente al darles la luz del sol.
—Parecen felices —señalo con sorpresa.
—Lo son.
Miro a Bóreas. Él sigue contemplando a los espectros,
muchos de ellos niños, que se van intercambiando parejas de
baile. En sus facciones hay cierta tranquilidad. Está contento.
—Ven. —Me agarra de la mano y da un tironcito—. Quiero
que todos te conozcan.
Y cuando dice todos se refiere a todos: tíos y tías y primos
y amigos y padres y vecinos. Una mujer con el rostro cubierto
de profundas arrugas se abre paso entre la multitud. Alarga los
brazos y toma las manos de Bóreas entre las suyas.
—Hola, Silencioso —dice. Las palabras, más aliento que
sustancia, me resultan agradables.
Que Bóreas permita que alguien invada su espacio personal
resulta sorprendente. Y más aún que le permita tocarlo. Sin
miedo.
—Te presento a mi esposa, Wren. —Me apoya una mano
en el hombro—. Es su primera visita a Makarios.
Las arrugas copan los ojos sonrientes de la anciana, que
asiente y suelta las manos de Bóreas para tomar las mías.
¿Cuánto llevará aquí? ¿Décadas? ¿Siglos? ¿Cómo debe de ser
despertarse cada día y no tener tristezas ni pesares?
—Una buena chica —proclama la mujer. Me da unas
palmaditas en la mano—. Buena compañera. Leal y fuerte.
Bóreas se enfrasca en un breve debate sobre la cosecha, y
yo aprovecho para observar las festividades. Después de que la
anciana se marche, me giro hacia él, pues acabo de
comprender algo:
—Todos te conocen.
—Claro que me conocen.
—No, no, digo que te conocen de verdad. —Este nivel de
familiaridad no se establece con un único encuentro, con un
juicio emitido en los enormes salones de la ciudadela. Esto
proviene de contacto a lo largo del tiempo. De visitas
frecuentes, si no ando muy errada—. ¿Cada cuánto vienes a
Makarios?
Acepta una guirnalda de flores que le tiende una muchacha,
pero evita mi mirada. ¿Pensará que voy a juzgarlo por venir a
visitar a estas almas? Les ha concedido un lugar en el que
dormir sin preocupaciones, una oportunidad de levantarse cada
día sabiendo que les aguardan todo tipo de bondades.
—Uno de mis deberes como Viento del Norte es visitar las
diferentes partes de las Tierras Yermas, para asegurarme de
que todo está en orden. —Me envuelve el cuello con la
guirnalda, de rosas y lirios en flor—. Pero paso más tiempo en
Makarios siempre que me es posible. Aquí la gente es amable,
se merece esta vida.
—Tienes razón. —Jamás pensé que esas dos palabras
llegasen a salirme por la boca, pero la situación ha cambiado.
Yo misma he cambiado—. Este lugar… es hermoso.
Un refugio, a salvo del frío que lo rodea.
Podría haberme traído a Makarios en cualquier momento,
pero habría dado igual. El modo en que veía al rey no habría
cambiado, pues no estaba lista para aceptar la verdad. Solo me
ha dejado entrar y verlo ahora.
Así pues, estamos en medio del campo donde impera la
paz; los espíritus bailan de la mano, y yo le hago a mi esposo
una pregunta que llevo tiempo guardándome:
—¿Qué fue del marido de Orla?
Acaricia la corteza de un árbol cercano con la punta de los
dedos, garras curvas y negras que arañan la áspera textura de
la madera. Desde nuestra conversación en el invernadero,
Bóreas ha empezado a dejar de llevar guantes a veces.
—Admito que te he traído aquí para que veas que las
Tierras Yermas tienen otro lado más amable.
Oigo las palabras que no ha dicho: «Te he traído aquí para
que veas que las Tierras Yermas tienen otro lado más
amable…, al igual que yo mismo».
Si hubiese pronunciado esas últimas cinco palabras, me
habría visto inclinada a mostrarme de acuerdo. El Viento del
Norte no es hielo puro, plano, anodino, de una sola dimensión.
Es como los copos de nieve que puede invocar, cada uno de
ellos con muchas facetas, único.
—Pero me temo —prosigue— que, si te digo los horrores
que ahora mismo sufre el marido de Orla, volverás a ver las
Tierras Yermas igual que antes.
—¿Y cómo las veía antes?
—Antes veías que las Tierras Yermas, y todo lo que
contienen, son abominables.
Creo que, en algún momento, he dicho que Bóreas es un
dios egoísta, de mente estrecha, carente de corazón. Entonces
creía que era lo mínimo que se merecía.
Me acerco un poco y le rozo el brazo con el mío. Las telas
de nuestras mangas quedan prendadas.
—Me dijiste que intentas evaluar con justicia cada alma, así
que confío en que la sentencia que le hayas impuesto a su
marido esté justificada.
Aparta la mano del árbol y la deja colgando al costado. Las
sombras se arremolinan en sus nudillos.
—Orla fue una de las primeras almas que sentencié a
Neumovos. La juzgué basándome en el asesinato de su
marido, pero no profundicé más en su historia. No me
importaba; fue culpa mía.
Da una inspiración profunda.
—Fue mi difunta esposa quien me dijo por qué había
matado Orla a su marido.
—¿Cómo se llamaba tu esposa?
Las facciones del rey se suavizan y a mí se me encoge el
corazón con un dolor repentino e inesperado.
—Lyra.
La idea de que Bóreas albergase sentimientos anhelantes
hacia su difunta esposa me crispa, aunque de pronto la
expresión del rey se endurece de nuevo y la ira que aletea en
sus pupilas es tan potente que casi retrocedo un paso.
—Me di cuenta de que no había juzgado a Orla
correctamente. No completé mis deberes, no descubrí lo que
había motivado sus actos. En cuanto a su marido, lo envié al
Abismo. Por las palizas, la falta de cuidados y las violaciones
repetidas a su esposa, su castigo es que lo despedacen perros
salvajes día tras día. Le hunden clavos oxidados en las uñas, se
las arrancan, y luego le vuelven a crecer. Su cuerpo, muerto de
hambre, siempre estará al borde del colapso.
Por los dioses, suena horrible. Pero… merecido.
Absolutamente merecido.
Lo estudio con atención.
—¿Alguna vez se te antoja una carga el hecho de tener que
ser quien dictamina cómo pasa tanta gente la eternidad?
—Todo el tiempo. Pero juzgar la vida de las personas con
objetividad no siempre es posible. —Me da un empujoncito
con el hombro, un gesto ligero, impropio de él—. Eso me lo
has enseñado tú.
—¿Dices que estás teniendo en cuenta mi perspectiva? —
Hago como si me enjugase una lágrima imaginaria.
Bóreas deja escapar un suspiro que solo puede ser descrito
como sufrido.
—Retiro lo dicho.
Intento reprimir una sonrisa, de verdad, pero mis dientes
hacen una breve aparición al tiempo que intercambiamos una
mirada.
El rey niega con la cabeza y contempla el pacífico campo
de largas hebras de hierba ondulante. Yo bien podría dejar aquí
la conversación, pero no me parece adecuado, teniendo en
cuenta lo lejos que hemos llegado y que estamos los dos aquí,
acompañándonos en silencio, sin querer hacernos daño el uno
a la otra.
—Gracias —susurro.
Baja la mirada hacia mí.
—¿Por?
—Por lo que hiciste con Orla —prosigo antes de que me
falle el valor—, por lo que sospecho que harías por mí.

Partimos de Makarios a media tarde, cuando el aire es tan


cálido que empiezo a desear vestirme con prendas de algodón
en lugar de lana. La corona de flores que llevo en la cabeza,
regalo de los aldeanos, tiene florecillas blancas. Me recoloco
el cabello mientras Bóreas y yo cruzamos el río en paz,
sentados uno al lado de la otra. Podría llegar a encantarme
esto, pienso. Estar… así, sentados, sin más. Respirando. Aquí,
con él.
—Hay otro lugar que me gustaría enseñarte. —La grave
reverberación de su voz pasa por el lugar donde se tocan
nuestros brazos.
—Rey, dios desterrado y… ¿guía benevolente? —Curvo la
boca en una mueca juguetona.
—¿Te interesa? Creo que te gustaría. —La sonrisa de
Bóreas asciende hasta sus ojos, donde la piel se le arruga en
torno a las comisuras. Por una vez, Bóreas está completamente
relajado. Parece que se lo ha ganado—. Tienen tarta.
¿Por qué no lo había dicho antes?
—Tú abres la marcha.
Tras regresar a la ciudadela, Bóreas me lleva hasta el ala
norte. Esta parte de la fortaleza es la que más descuidada se
encuentra, es poco más que una caverna ruinosa y falta de
atención. No es un lugar, ya no, pero en su día pudo haberlo
sido. Quizá vuelva a serlo algún día.
Tapices y cortinas cuelgan hechos jirones en las paredes. El
suelo de piedra está desastrado y roto, trozos de piedra gris de
entre los que asoman raíces viejas y retorcidas. Las puertas
que se alinean en estos corredores no son sino pedazos de
madera o metal que cuelgan de agujeros en las paredes y que
no llevan a ninguna parte.
Doblamos el siguiente recodo y me encuentro con el tapiz
más grande que he visto hasta ahora. Representa la imagen de
cuatro hombres de pie al borde de un acantilado. El mundo a
su espalda resplandece de luz dorada.
Los Anemoi.
Reconozco a Bóreas por la lanza que lleva y la larga capa
negra. También está Céfiro, con el arco y la mata de rizos. El
tercer hermano lleva una espada curva y esbelta. Es el más
bajo de los cuatro, aunque tiene el pecho y los brazos muy
musculosos y una piel de un profundo tono marrón que brilla
bajo el intenso sol. Notos, el Viento del Sur, imagino.
Y eso deja la última figura: Euros, el Viento del Este. Un
hombre alto cubierto con una capa, de hombros anchos y el
rostro envuelto en las sombras de una capucha.
—No veo mucho parecido familiar —afirmo.
Bóreas tiene la piel pálida. Céfiro, dorada y bronceada por
el sol. Notos, ojos y cabello negros. Me da mucha curiosidad
el aspecto que tendrá Euros bajo esa capucha.
Bóreas no dice nada. ¿Qué verá cuando mira a sus
hermanos?
Se gira y echa a andar pasillo abajo. Me apresuro a ir tras
él, saltando entre muebles rotos y columnas de piedra
destrozadas. Las paredes están cubiertas de agujeros que
podrían haber hecho dos manos en pleno ataque de rabia
descontrolada.
—Hay meses más difíciles que otros. —No me mira—. A
medida que pasa el tiempo, es más complicado controlar el
cambio.
Evidentemente.
—¿Por qué crees que se está corrompiendo tu alma?
—Si lo supiera, ¿crees que me encontraría en esta
situación?
Contengo la réplica que me sube a la garganta. No se puede
emplear el fuego contra el fuego. Solo con agua, suave y
curativa, se puede apagar la rabia creciente.
—Puede que no tenga un alma corrompida, pero sí que
entiendo de oscuridad. Y comprendo que, mientras te culpes a
ti mismo por los errores del pasado, jamás podrás avanzar.
Aprieta el paso. Entre dientes, se obliga a decir:
—No estoy seguro de comprender qué quieres decir.
¿Seguro que no?
—Te culpas a ti mismo por la muerte de tu esposa y tu hijo
—afirmo, yendo tras él entre puertas destrozadas—. No irás a
decirme que es mentira.
Corta el aire con la mano en un ademán. El dolor está
grabado en cada línea de su rostro.
—He sufrido y he pasado el duelo, pero no he olvidado. No
sé si podré olvidar jamás.
—Quizá el problema no sea olvidar —digo, y lo obligo a
detenerse de un tirón—. Quizá el problema es que no te has
perdonado a ti mismo por algo sobre lo que no tenías ningún
tipo de control.
Estamos frente a frente. Echo la cabeza hacia atrás para
poder verle del todo el rostro.
—Proteger a mi esposa y a mi hijo era mi deber, y fracasé.
—¿Tu deber era protegerlos o amarlos?
Un músculo se le tensa en la mejilla.
—Las dos cosas.
Asiento. Dar cobijo, proveer, defender. Esto también lo
entiendo.
—¿Entonces va a ser así tu vida? ¿Atrapado en este ciclo
de culpa y remordimiento sin tener jamás un respiro? —En
tono más suave, pregunto—: ¿Acaso un dios no puede ganarse
el perdón, aunque lo hayan desterrado?
No estoy segura de cuánto tiempo pasamos mirándonos,
pero siento como si cayese. O bien ya estaba cayendo y solo
deseo que la caída prosiga hasta descubrir qué hay al fondo.
El Viento del Norte pregunta:
—¿Soy digno de algo así?
—No lo sé —replico—. ¿Lo eres?
—No. —Habla con la convicción de quien ya se ha hecho
antes esa misma pregunta—. No lo soy.
Se me rompe el corazón por él. ¿Cómo puede tenerse en tan
baja estima? ¿Cómo puedo tenerme yo misma en tan baja
estima?
—¿Y si yo pienso que sí eres digno? —lo desafío—.
¿Entonces qué?
El rey agarra un mechón de mis cabellos y me lo coloca
tras la oreja al tiempo que me acaricia la sensible piel con la
punta de los dedos, que luego pasan a la curva de mi
mandíbula. Vacila, pero sigue por mi mejilla y me recorre la
cicatriz. Reprimo la necesidad de bajar la cabeza ante esa
caricia. Se me pone la piel de gallina en una oleada.
—Tú —dice— no eres lo que yo esperaba.
Ahora estamos en terreno desconocido. Una senda repleta
de surcos. Contemplo el camino que se abre ante mí y me
pregunto si valdrá la pena atravesarlo aunque acabe con el
tobillo roto.
—¿No querías enseñarme algo? —le recuerdo.
Bóreas asiente y da un paso atrás. Siento un leve
encogimiento en el estómago, pero… es mejor así.
Me lleva hasta una puerta forjada en oro al final del
corredor. A través de las cristaleras del interior se derrama la
luz del sol. Gira el pomo.
—Bienvenida —dice— a la Ciudad de los Dioses.
31

O
ro, luz, mármol. Patios abiertos con molduras de
filigranas. Fuentes, aroma a aceitunas trituradas.
Glicinas trepadoras, verano en la brisa.
Bóreas y yo estamos en medio de una plaza en cuyo centro
se halla una fuente increíblemente ornamentada. Delgadas
cortinas aletean en ventanas abiertas de edificios inclinados, de
varios pisos. Huecos repletos de plantas rodean el espacio
entre las balconadas de las que cuelgan telares del color de la
nieve y el azul del mar más profundo. Las gotas que rocía la
fuente crean prismas de color que aletean por el suelo, hecho
de oro puro. El aire resulta extraño. Hay aquí una presencia
que no consigo nombrar.
Noto la mirada que me clava Bóreas y digo maravillada:
—Aquí es donde te criaste.
Pasea la mirada por el paisaje unos instantes.
—Técnicamente, me crie fuera de los límites de la ciudad.
—Señala un edificio, mucho más allá de los tejados, que
descansa sobre las montañas que rodean el valle—. Pero mi
familia venía de visita a la ciudad de vez en cuando. Es aquí
donde las deidades tienen su hogar.
Bóreas de niño. Me lo imagino jugueteando entre las
fuentes o jugando a las canicas en las calles. Es una idea
extrañamente reconfortante.
—¿La echas de menos?
—Hacía ya muchos años que no volvía por aquí. —
Empieza a desabotonarse el abrigo. Cierto, aquí hace más
calor. Me apresuro a seguir su ejemplo y dejo el abrigo junto al
suyo en un banco vacío—. Resulta difícil echar de menos un
lugar donde ya no eres bienvenido.
Echa a andar y lo sigo. Giramos y nos internamos por otra
calle construida con piedras de tonos blancos irregulares. Un
puñado de dioses y diosas pasa a nuestro lado. No se percatan
de nuestra presencia.
—¿Pueden vernos?
—No. —Una única palabra cubierta de amargura, bilis y
sinsabor—. Mi nombre, al igual que el de mis hermanos, fue
tachado de los libros tras nuestro destierro. Nuestros lazos con
este hogar quedaron cercenados. Si una deidad me mirase a la
cara, pasaría por encima sin reconocerme. Ese fue nuestro
castigo, el que nos impuso el Concilio de los Dioses. En
cuanto a ti, que eres mortal, estás tan por debajo de ellos que
ni siquiera captan tu presencia física.
Resulta tranquilizador, por más vanidosos y pretenciosos
que se me antojen los dioses.
Bóreas me hace un gesto para que entremos en una avenida
ribeteada de quioscos y carromatos. Me muevo ansiosa por el
mercado que conforman. Es un placer internarse entre el
ajetreo de la vida de un lugar nuevo. Los divinos van pasando
entre quioscos, mesas y carromatos, inspeccionando las
mercancías: cubos de madera repletos de albaricoques
dulcísimos y maduros, ramos de flores recién arrancadas,
muebles, esculturas de mármol que representan hombres y
mujeres desnudos.
—Los divinos son notablemente narcisistas —murmura
Bóreas ante estas.
También hay pájaros enjaulados, diferentes telas, sandalias
de cuero, tomos y rollos de pergamino.
Uno de los quioscos me llama la atención, en el extremo
del camino. Allí se vende vino embotellado. En este instante,
el vendedor está enfrascado en una conversación con una diosa
que lleva un vestido holgado y una lechuza al hombro.
Aunque ninguno de los clientes se percata de nuestra
presencia, la lechuza gira la cabeza y me clava una mirada sin
pestañear, las alas plegadas. Los rizos amarillos del
comerciante destellan sobre sus hombros desnudos. Suelta una
risa relajada al tiempo que le tiende una copa de vino a la
diosa. Incluso a esta distancia capto el aroma floral de la
bebida. Se me crispa el estómago de ansia pura.
—Ese de ahí es el Viñatero —murmura Bóreas en tono
lúgubre—. Cuando no está participando de algún jolgorio
libertino, está metiendo la polla en cualquier cuerpo que se
muestre dispuesto. Un necio borrachuzo.
Me aparto de la punzada de dolor que me causa su insulto
no intencionado. Me he encontrado en esa misma tesitura
tantas veces que ya he perdido la cuenta. No debería
importarme. Debería darme igual lo que piense de mí, maldita
sea…
El rey me pone una mano en el brazo y me detiene. Me gira
con amabilidad hacia él. Cada línea marcada en ese semblante
perfecto evidencia una severidad que yo no veía desde hace ya
varios días.
—Lo siento —dice—. No me refería a ti.
—Pero es aplicable a mí. —Me arden las mejillas.
Se me acerca un paso y baja la voz. Su aroma, el calor de
su piel y su aliento me envuelven con demasiada facilidad.
—Tendré que poner más cuidado en mis palabras a partir
de ahora. Estoy acostumbrado a hablar sin que me importe lo
que piensen los demás. —Una pequeña arruga se acentúa en la
suave curva de su frente—. Si te sirve de algo, no creo que
seas ni una necia ni una borrachuza. Hace falta mucho valor
para purgar los vicios propios. Admiro tu compromiso a la
hora de recuperarte.
El cumplido resulta tan desacostumbrado como incómodo.
Lo acepto con un murmullo:
—Gracias.
—¿Qué tal lo vas aguantando?
Me encojo de hombros. Aún no ha puesto nada de espacio
entre los dos, sigue pegado a mí.
—Tengo días buenos y días malos.
La noche anterior fue especialmente difícil. Llamé a Orla a
gritos, le supliqué que me diese una botella, aunque fuese un
trago, una gota. Ella se sentó a mi lado mientras yo daba
vueltas entre las sábanas empapadas de sudor. Al alba me las
cambió por otras limpias.
Me aparto de él y prosigo por la calle atestada. Bóreas me
sigue, evitando con gracilidad a la multitud creciente.
—Puede que beber no sea la mejor manera de seguir
adelante —dice por encima del barullo del mercado—, pero es
bastante mejor que el modo en que yo he lidiado con mi
propio dolor.
Una vez que salimos del mercado, el rey me lleva hasta un
jardín… más tranquilo, repleto de plantas en flor. Hay un
pequeño sendero que se abre entre las hojas anchas y planas.
—¿A qué te refieres?
Se interna por ese sendero tras acariciar las hojas. Estoy
casi segura de que no se da cuenta de que lo hace, pues sus
ojos se han ocultado tras una neblina.
—Cuando me arrebataron a mi esposa y a mi hijo —dice
—, la línea entre la vida y la muerte se emborronó tanto que
yo mismo dejé de vivir. Pensé que, si no podía proteger la vida
de mis seres queridos, probablemente no merecía estar vivo.
Algo en el modo en que lo formula me inquieta
sobremanera. Espero que no quiera decir que… Aunque ¿qué
otra interpretación queda?
—Volví aquí, a la ciudad, y fui al templo donde se reúne el
Concilio de los Dioses. —Hay una pausa—. Les pedí que
acabaran con mi vida.
La conmoción me deja plantada en mitad del sendero.
Bóreas se detiene unos pasos más adelante, de espaldas a mí.
Al cabo, se gira y el tumulto de emociones que hay en sus ojos
se oscurece con un pesar innombrable.
Ni en mis horas más bajas se me ocurrió a mí acabar con
mi vida. Tenía que cuidar de Elora, por supuesto, pero de no
haber sido así, no está en mi naturaleza considerar el suicidio
como una opción.
—¿Y se negaron?
—Me echaron. —Sigue andando entre enredaderas largas y
colgantes—. Ni siquiera pude hacerlo por mi propia mano.
Cuando mis hermanos y yo fuimos desterrados, el Concilio de
los Dioses se aseguró de que no pudiésemos escapar a nuestro
sufrimiento eterno. Se nos impedía quitarnos la vida, ni
siquiera con un arma tocada por los dioses. Por ello, mi dolor
se convirtió en mi condena. Regresé a la ciudadela, a sus
habitaciones vacías, a sus recuerdos.
Y allí ha seguido desde entonces.
Deambulamos en dirección a una plaza más pequeña al
oeste, donde rayos de luz dorada relucen sobre pálidos
edificios de piedra. Dioses de todos los tamaños, colores y
atuendos pasan con displicencia, sin percatarse en absoluto de
que uno de los suyos ha regresado. Una diosa cruza la
muchedumbre junto a un ciervo, con un arco a la espalda.
Unas manzanas más adelante, un dios desfila por las calles
sobre una cuadriga resplandeciente con sangre y vísceras en
los flancos.
Sabía que el Viento del Norte había sufrido una gran
pérdida, pero jamás me había dado cuenta de lo mucho que le
había impactado. Tanto como para intentar acabar con todo de
una vez por todas.
—Supongo que es la carga de una vida mortal —digo. El
sendero gira y desemboca en un huerto escalonado a la
izquierda, con otra fuente a la derecha—. Un día, nuestras
vidas acabarán y pasaremos al más allá, aunque los que
dejamos atrás no nos sigan.

El paseo nos lleva hasta un mirador con bancos que da a un


parque. Me siento en un banquito a la sombra, pero Bóreas
desaparece un instante y regresa con dos vasos de cristal.
Se me para el corazón.
—¿Vino?
No soporto la rapidez con la que me empieza a doler la
garganta, por más breve que sea la punzada. No esperaba que
Bóreas me pusiese en una posición comprometida, sobre todo
en una que podría volver a lanzarme a una espiral que me
convertiría en la persona triste y lamentable que era antes. La
persona que solo encontraba paz y confort en el fondo de una
botella.
—Néctar. —Me tiende el vaso y toma asiento. La sustancia
brillante, reluciente como oro líquido, se pega espesa al cristal.
Me cuesta un poco, pero me relajo. Es néctar, no es vino.
Doy un sorbo, lo paladeo con la lengua y me sorprendo al
identificar el sabor.
—Sabe a tarta de chocolate rellena de cerezas y glaseado de
caramelo. —Contemplo la bebida, boquiabierta—. ¿Qué
brujería es esta?
Las comisuras de la boca de Bóreas se curvan hacia arriba
al tiempo que se lleva el vaso a los labios.
—El néctar siempre sabe a la comida favorita de cada uno.
Los músculos de su garganta se flexionan al tragar. No
puedo evitar clavarle la mirada.
Doy otro sorbo, porque hace mucho desde que probé la
tarta de chocolate rellena de cerezas de mi madre. He
intentado replicar la receta, pero jamás me ha sabido igual.
—¿A qué te sabe a ti?
—A manzana dorada —explica—. Una fruta que no existe
en tu reino. Crece solo en un jardín que custodia una gran
serpiente.
Mi mente vuela a otro jardín bajo el velo de penumbras de
una caverna. Un jardín que podría infectar esta tarde perfecta
si le doy espacio para germinar.
Me echo hacia atrás en la silla y observo a los ciudadanos
que pasean por el parque.
—Es un lugar muy pacífico. —Los lomos curvos de las
montañas se alzan al cielo más allá de la ciudad, con líneas
claras y elegantes, balconadas cubiertas de hielo y delgadas
columnas de mármol.
—¿Se parece a lo que habías imaginado?
Lo cierto es que no había pensado mucho en el hogar de
Bóreas.
—Es más tranquilo de lo que pensé que sería, pero no
menos encantador. —Una leve vacilación antes de dar otro
sorbo a mi bebida—. Siempre he querido viajar a todas partes.
Quería ver el mundo, aun sabiendo que probablemente jamás
podría.
El rey me escruta antes de pasear la vista por nuestro
alrededor.
—Por suerte, tenemos tiempo —dice—. ¿Qué más te
gustaría ver? Hay teatros, orquestas sinfónicas, galerías de
arte, bibliotecas, la universidad, librerías, el ballet…
—Una librería. —Apuro el néctar y dejo el vaso en el
banco—. Y el ballet. Ah, y quizá al regresar podríamos hacer
una parada y llevarnos una de esas pastas que vi en el
escaparate de la panadería de antes…
Muchas horas después estoy delante del espejo de mi
dormitorio y me pregunto si este atuendo me hace
demasiado… vulnerable. Esto de mirarme al espejo se está
convirtiendo en un hábito. Debería romperlo, pero ya no me
espanta mi reflejo, como me sucedía antes, lo cual puede
entenderse como una victoria.
Mi cicatriz ya no me señala como indeseable. No es más
que un recuerdo envuelto en piel vieja y endurecida. Bóreas
jamás ha mostrado repulsión ante ella. ¿Qué verá cuando me
mira? La verdad es que debería dar igual, debería darme igual
a mí. Pero no da igual. A mí no me da igual.
—Encantadora como siempre, mi señora.
Orla aparece tras mi hombro izquierdo en el espejo. El
vestido, de tela color crema con dobladillos verde boscoso, es
más bien tirando a holgado, lo que me da más libertad de
movimiento. Llevo suelto el cabello oscuro; me cae en suaves
ondas sobre los hombros. Tengo los ojos negros, sabios.
Distintos.
Bóreas y yo pasamos horas en la Ciudad de los Dioses,
deambulando hasta tarde. Las tiendas cerraron. El día pasó
demasiado rápido, más de lo que yo habría deseado. Tras echar
un vistazo por la librería, fuimos al ballet, y luego nos
hinchamos a comer pastitas mientras examinábamos la enorme
colección de volúmenes de la biblioteca de la universidad. Y,
sin embargo, no estoy cansada, ni un poquito.
—Deséame suerte.
—Os desearía suerte —dice Orla con una sonrisa secreta—,
pero no la necesitáis.
Oh, sí que la necesito.
Respira.
Me sudan las palmas de las manos mientras bajo los
escalones hasta el comedor. Para mi sorpresa, Bóreas ya ha
llegado. Lleva la camisola desabotonada a la altura del cuello;
el cabello negro sin recoger, enmarcándole el rostro. Se pone
en pie al verme llegar; me acerco al lugar donde siempre me
siento, al otro extremo de la mesa, cuando de pronto me
percato de que no me han puesto platos ni cubiertos. Me giro
hacia él, confundida, con una sensación leve de pánico por la
columna vertebral.
Sin pronunciar palabra alguna, hace un gesto hacia el lugar
justo a su derecha. Han cambiado de lugar mis cubiertos.
Dudo apenas medio latido antes de tomar asiento.
—Bueno —digo, y doy un sorbo de agua—. ¿Qué hay de
cena?
Alza la mano y los sirvientes colocan seis platos cubiertos
en la mesa. Las bóvedas plateadas que los tapan reflejan la luz
de las velas en su superficie curva y reflectante.
—En la Ciudad de los Dioses —empieza a decir Bóreas—,
una comida es algo que se hace en común. Los divinos adoran
conectar con su naturaleza más glotona.
Descubre el plato de menor tamaño. Un fruto rojo y
redondo descansa en el centro de la bandeja de plata.
—El propósito de una comida es incitar los sentidos —
prosigue—. Una actividad táctil. Por lo tanto, primero le
damos de comer a la persona que se encuentra justo a nuestra
derecha.
Parpadeo, atontada. Debo de haber entendido mal.
—¿Cómo que le damos de comer?
Los ojos se le han oscurecido, los anillos helados que
rodean las pupilas son tan finos que parecen no existir.
Mis pulmones se expanden hasta que una punzada en las
costillas me obliga a exhalar. Es un baile, supongo. Bóreas me
tiende la mano y yo he de decidir si la acepto o la rechazo. No
soy ninguna cobarde. Puede que aquí no esté en mi elemento,
pero no soy la única que se está arriesgando esta noche, lo cual
me provoca un consuelo extraño y retorcido.
—Enséñame cómo se hace —digo.
Se pone en marcha sin prisa alguna. Pone en la tarea el
cuidado y entrega de un escultor: pela el fruto en diferentes
partes y separa la cáscara por completo. El nudo que tengo en
el estómago se aprieta.
Cuando acaba, se inclina sobre el reposabrazos de su silla,
con el rostro a centímetros del mío. Me aletean las fosas
nasales. Esta noche, su aroma es más oscuro, repleto de
intensidad.
—Tienes que abrir la boca —murmura.
Ah, claro. Eso ayudaría.
Separo los labios y el fruto se desliza entre ellos, con un
aroma dulzón. Bóreas se echa hacia atrás, aunque sigue dentro
de mi espacio personal, observándome mientras mastico y
trago. Una gota de jugo me resbala por la comisura de la boca.
Él contempla el camino serpenteante que recorre hasta mi
barbilla, con la mirada intensa y la mandíbula apretada. Yo me
limpio con el dorso de la mano.
—Ahora tú. —Voz áspera, grave.
Crispo los dedos, apretados contra los muslos, y centro la
vista en su boca. Siempre me ha parecido la parte más suave
de todo su ser.
—¿Tienes miedo? —canturrea, con los colmillos afilados.
Mis ojos vuelan a los suyos y se entrecierran.
—Idiota.
Suelta una risita entre dientes. Debo de estar soñando,
porque es un sonido que he oído tan pocas veces que casi no lo
reconozco.
Puedo hacerlo. Lo voy a hacer.
Me preparo y escojo una parte del fruto. Me inclino hacia
él.
Me sujeta la muñeca con dedos engarfiados mientras
muevo la mano, con tanta fuerza que no puedo librarme.
Nuestras miradas se cruzan y siento un calor en la entrepierna.
Separo los labios y él acerca el fruto entre mis dedos, hasta
llevárselo en la boca.
Se me queda la mente en blanco. La succión húmeda y
caliente de su boca en mis dedos, que luego aparta con un leve
tirón. Su garganta se mueve al tragar el jugo del fruto. No
puedo respirar, no puedo respirar, no puedo respirar…
Vuelve a acercar la boca y a chupar algo más del fruto,
hasta sorber todo el jugo y tragarlo. Se me incendia la piel, me
abraso de la cabeza a los pies. Espero que Bóreas se aparte,
pero no lo hace. Un sonido grave surge de las profundidades
de su pecho, unas vibraciones bruscas que me recorren el
brazo. Todo mi cuerpo se encoge como respuesta a ese sonido,
pues bien podría haberlo emitido un animal poseído por una
locura y un deseo idénticos.
Bóreas me pasa la punta de la lengua entre los dedos para a
continuación introducirla en el espacio entre el índice y el
corazón. Siento un gran peso en el pecho mientras me lame la
piel sin dejar ni un hueco.
Me mantiene la mirada, osado, desafiante por completo,
abierto. Imagino esa lengua en otras partes de mi cuerpo. Por
mis pechos. Entre mis piernas.
Bóreas se aparta al fin y mi mirada desciende hacia su
boca, a esos labios que resplandecen de humedad. Me doy
cuenta de que, de alguna manera, nos hemos inclinado el uno
hacia la otra, pues puedo ver las estriaciones azules de sus iris,
como luz quebrada.
Como si no acabase de sacudir todo el suelo bajo mis pies,
Bóreas descubre el segundo plato. Descansa en él un pequeño
cuenco de lo que parece ser caldo humeante.
—Esto es caldo de hueso de elimna moteada, un animal
similar al urogallo. Entre mi gente se considera un delicado
manjar.
Habla con voz suave, cultivada, digna. Casi me siento
ofendida. ¿Es que no le ha afectado nada lo que acaba de
pasar?
Me cuesta algo de esfuerzo, pero finalmente se me calman
los latidos. Si el rey quiere mantener la compostura, yo
también.
—¿Tú das un sorbo y luego yo doy otro? —propongo.
—Yo doy un sorbo —dice con voz calmada— y luego te
paso ese sorbo a ti.
Al ver que lo miro sin comprender, explica:
—De mi boca a tu boca.
—¿A mi boca?
—Así lo hacemos en la Ciudad de los Dioses.
¿Seguro que se hace así? ¿Me está diciendo que todos los
dioses toman parte de esta costumbre tan sexual, incluso
parientes cercanos?
—Por si no te has dado cuenta —grazno—, ya no estamos
en la ciudad. Estamos en las Tierras Yermas.
Su boca en la mía… Ya he pensado en esto antes. No soy
de piedra. He pensado una vergonzosa cantidad de veces en
ese beso en el invernadero.
—Ah. —Sus cortas garras repiquetean contra el cristal—.
Así que te da miedo.
El rey ha aprendido dónde están todos mis puntos débiles.
Si lo que quiere es desafiarme, pretendo aceptar el desafío.
—Vamos, hazlo.
Estoy loca, estoy loca, estoy completamente loca…
Da un pequeño sorbo de caldo y se inclina hacia delante al
tiempo que me acuna el rostro con ambas manos.
Se me acelera el corazón y me lamo los labios anticipando
el beso. Curvo las manos alrededor de sus muñecas, para
mantenerme firme, para mantenerlo cerca.
Resuena un cuerno que rompe en dos el silencio.
Bóreas se queda inmóvil.
El sonido asciende, reverbera y muere. Ambos nos
quedamos petrificados en el sitio. Susurro:
—¿Qué ha sido eso?
Se aparta, pone distancia entre los dos. No alcanzo a
interpretar la expresión de su rostro.
—Mis hombres piden ayuda. —Baja las manos—. He de
irme.
Las palabras me aúllan, dolorosas, en la mente. No hay
pensamiento alguno, solo acción, el deseo de seguir cerca de él
más tiempo, más de este día que nos ha sido concedido. Me
pongo en pie de golpe.
—Pues voy contigo.
32

B
óreas y yo nos reunimos en las cuadras, donde el aire
huele a paja y a cuero. Faetón piafa dentro de su establo,
como si sintiese lo que sucede más allá de los muros, lo
que hay allí reunido, cuerpos cargados de armas, el repiqueteo
de las armaduras. Cientos de hombres curtidos en batalla.
El alba, con sus dedos rosados, empieza a agitar los árboles
muertos, a insuflarles color. Bóreas ajusta la silla de Faetón y
yo me siento en una bala de heno. Me he puesto ropa más
gruesa, y ahora me froto las manos para calentarlas. He
supuesto que cabalgaría con Bóreas, pero me sorprende al
decir:
—Quiero enseñarte algo. —Suena inseguro.
—De acuerdo —respondo con cautela. El rey nunca suena
inseguro.
Con un ademán de cabeza me indica que nos adentremos
más en la cuadra. Más caballos espectrales inclinan la cabeza,
interesados, sobre las puertas de los establos. Los del fondo
del todo están vacíos…, salvo uno.
La yegua es espectacular: patas largas, una cabeza elegante
y aerodinámica, un cuello orgulloso y arqueado. El pelaje
semitransparente me recuerda a hierba húmeda, un color de un
tono entre el lechoso de la luna llena y el marrón de la tierra
reseca. En la frente le reluce una estrella blanca.
Alargo una mano y se la ofrezco para que la pueda
olisquear. Un aliento cálido me baña la palma. La yegua me
mordisquea los dedos con curiosidad.
—Es hermosa —digo. Puede que sea el caballo más
hermoso que haya visto en mi vida, por más que sea un
espíritu—. ¿A qué guardia has sobornado para que me dejen
montarla?
Y por «sobornado» me refiero a «amenazado».
El Rey Escarcha no responde. De pronto me percato del
silencio que nos rodea; sus hombres deben de haberse apartado
de nosotros hace tiempo. Me giro hacia él, ahí plantado, los
brazos colgando extrañamente a los costados. Algo cambia
entre nosotros. Algo asoma tras mis ojos, como si se abriesen
por primera vez.
—Porque es la montura de uno de tus soldados —digo—,
¿verdad?
—Es tuya.
Enredo los dedos en la crin de la yegua, que tiene un tacto a
niebla y a luz entrelazadas.
—¿Me has comprado un caballo?
Bóreas evita mi mirada.
—Se la compré a un domador en Neumovos. Me la dio por
un buen precio. No ha sido nada.
¿Que no es nada? Vaya si es algo.
Es la posibilidad de cabalgar por todo este territorio a
voluntad. Una señal de su confianza en mí, de la seguridad de
que no voy a escapar. Bóreas me ha regalado algo que, por
primera vez en mi vida, es enteramente mío.
Tengo un nudo de pura emoción en la garganta. Siento un
cambio en mi interior. Algo suave penetra entre la dureza que
he creado a mi alrededor.
—Gracias —susurro, y alzo la mirada hacia sus ojos—.
Atesoraré este gesto durante el resto de mis días.
Me contempla durante un largo momento, quizá indeciso.
Luego atraviesa la distancia que nos separa y se coloca justo a
mi lado, junto al establo.
—¿Qué nombre le vas a dar? —pregunta mientras aprieta
una mano enorme contra el cuello musculoso de la yegua.
La punta de su meñique descansa a un pelo de distancia de
mi mano. Por el motivo que sea, me centro en eso.
—Iliana —digo—. El nombre de mi madre.
—Iliana. —Bóreas me acaricia el contorno de la mano,
sobre la mejilla de la yegua—. Le pega. Puedes meterla en el
establo que prefieras. Y todo esto también es tuyo —dice, y
señala los arreos: silla, manta, brida, ronzal—. El mozo de
cuadra cuidará de ella si así lo prefieres.
—No será necesario. Yo me encargaré de cuidarla.
No es que desconfíe del mozo de cuadra, se porta de un
modo excelente con los caballos, pero es importante formar un
vínculo entre jinete y montura desde el principio.
Dado que Iliana ya tiene puesta la silla, lo único que queda
es sacarla del establo. Faetón sacude la cabeza, engreído, en
presencia de la dama equina. Al otro lado de los portones están
ya agrupados los soldados, todos estoicos y confusos,
reservados, incondicionales. De pronto comprendo lo que
aguarda al final de este viaje, los largos kilómetros y las
muchas horas que nos esperan.
—¿Es muy urgente? —pregunto mientras Bóreas monta y
detiene a Faetón a mi lado.
Alza la mano hacia su capitán para señalar que podemos
partir. Palas me dedica una mirada fugaz. No he olvidado
nuestro primer encuentro en el patio de entrenamiento hace
meses, y probablemente él tampoco. Mientras se mantenga
alejado de mí, no tendré motivo alguno para volver a clavarle
una flecha en el pecho.
—Según mis hombres, la fisura más reciente de la Sombra
se ha expandido esta noche.
—Pues la cerraremos —digo. Sellaremos todas esas fisuras
e impediremos que los humanos invadan las Tierras Yermas.
—No, no vamos a cerrarla. —Me mira desde lo alto de su
montura—. Supone un riesgo demasiado grande para tu vida.
Durante un brevísimo instante siento un miedo subyacente
en Bóreas.
—Eso no te ha impedido utilizarme antes.
—Pero eso era antes.
Azuzo las riendas de Iliana a la derecha y me acerco a los
portones.
—¿Entonces por qué voy a ir contigo?
—Dímelo tú. —Levemente divertido—. Eres tú quien se ha
ofrecido voluntaria.
—No me lo has impedido.
—A ti no hay quien te impida nada, ya me he dado por
enterado.
Tiene toda la razón.
—Estamos en guerra, ¿no? Y en la guerra siempre hay algo
que hacer.
Imagino que habrá mucho que hacer en cuanto lleguemos
al campamento. El rey inclina la cabeza en un gesto de
aprobación.
—Pues sí.
El viaje nos lleva todo el día. Bóreas y yo cabalgamos al
frente de la compañía: dos columnas perfectas que se
extienden casi un kilómetro cada una. Me satisface cabalgar en
silencio, así puedo oír cómo se ríen los soldados y se chinchan
entre ellos; aunque Bóreas y yo intercambiamos algunas frases
de vez en cuando, lo cual ayuda a que no me den ganas de
tirarme de los pelos.
Llegamos al campamento antes del anochecer. Hay tiendas,
dispuestas en pulcras hileras, que salpican un claro moteado de
nieve; lienzos blancos clavados con picas en el suelo. En el
aire reverbera el sonido del metal y de los pesados cascos. Hay
soldados que llevan carros de suministros por un camino
enlodado, o bien recolectan leña del bosque circundante, o
cavan letrinas. No hay risas. Apenas se conversa. La tensión y
la incertidumbre permean entre el terreno medio congelado.
Muchos de los soldados y ayudantes me clavan la mirada, a
pesar de la capucha con la que me cubro el rostro. Yo hago un
asentimiento. No importa lo que piensen de mí, estoy aquí
para ayudar.
Tras dejar nuestras monturas, el Rey Escarcha nos lleva
hasta una voluminosa tienda situada en el extremo norte del
campamento. Despacha a los guardias y aparta la cortinilla
para dejarme entrar. Una vez dentro, me detengo. Por supuesto
que solo hay una cama.
El Rey Escarcha rompe el hechizo al entrar, resoluto.
Agarra una almohada que descansa sobre el colchón y me la
arroja.
—Puedes dormir en el suelo.
Luego empieza a apartar las mantas, de espaldas a mí.
Lo miro, boquiabierta, con la almohada entre las manos. Su
comentario me reverbera en la cabeza. Son las mismas
palabras que le dije yo a él en la víspera de Medinvierno.
—Cabrón. —Le tiro a la cabeza la almohada, que acierta y
cae al suelo—. No pienso dormir en el suelo.
El rey emite un sonido suave. En un primer momento me
parece que es un resoplido desdeñoso, pero le tiemblan los
hombros y echa la cabeza hacia delante, de modo que los
cabellos le tapan el rostro. Luego se gira y me quedo sin
palabras.
El Viento del Norte se está riendo.
Una escena absolutamente devastadora.
Tiene los dientes perfectamente alineados, perfectamente
brillantes. Las comisuras de la boca y los ojos se arrugan de
pura hilaridad. Es un rostro completamente transformado.
Ahora mismo no es el inmortal malhumorado y distante que he
llegado a conocer. Es mi esposo.
Un latido de placer me acelera la sangre. A mi pesar,
también sonrío. Resoplo ante lo absurdo de atacar a un dios
con una almohada en un momento de irritación.
—Compartiremos el lecho como la última vez —afirmo.
Bóreas sonríe libremente.
—Como desees…, Wren.

La luz muere en el oeste y una campana resuena por todo el


campamento. Bóreas se aparta del escritorio en donde ha
estado leyendo documentos y se pone las botas.
—La cena —anuncia.
Me tenso en la silla y dejo aparte el lápiz mientras él se ata
los cordones hasta los gemelos.
—¿No te va a traer la comida el servicio? —Había supuesto
que por eso habían venido Orla y un puñado de otras criadas.
—Todo el mundo come en la tienda comedor. —Echa un
vistazo a lo que llevo horas dibujando y enarca las cejas—.
¿Has dibujado una tarta?
—¿Qué? —Me aprieto el elaborado dibujo de un postre
contra el pecho—. ¿Entonces qué pasa, que ya no te importa
compartir la comida con mortales?
—Los soldados trabajan duro para proteger mi reino —
dice, como si eso bastase como respuesta. Aparta la cortinilla
de la tienda—. ¿Vienes?
Cada vez que creo que ya he comprendido del todo a
Bóreas, me demuestra que me equivoco. Ha condenado a estos
hombres a una servidumbre eterna, pero si toman las armas los
respeta. ¿Comprenderá que, para ellos, esto es una jaula? Una
vida de servidumbre al rey, tome la forma que tome.
No tengo energía para poner en duda el sistema, así que lo
dejo pasar. Este viaje tan largo me ha dejado hambrienta y
dolorida. No tengo mucha energía para preguntas combativas.
El Rey Escarcha me lleva hasta una tienda larga y
rectangular ubicada en el otro lado del campamento. En el
interior, los soldados se sientan en mesas repletas de rayones,
construidas con tablones irregulares. Arrugo la nariz. Miles de
cuerpos sin lavar hacinados en un espacio tan reducido.
Apesta. Estoy segura de que yo tampoco huelo a rosas después
de un día entero a caballo.
Según Bóreas, los nuevos reclutas descansarán esta noche
antes de dirigirse a la batalla al alba, frescos y con la cabeza
despejada, para reemplazar a sus agotados camaradas. En
cuanto él y yo nos metemos en la fila para recibir el rancho, el
bullicio de las conversaciones desaparece. Se oyen crujidos
entre los maderos; los hombres cambian de posición en sus
asientos para ver mejor.
—Nos están mirando —murmuro crispada.
—No —dice—. Te están mirando a ti.
Tiene razón. Los soldados me miran a mí, no al rey. A
pesar de llevar camisola y pantalones, soy una mujer en un
mundo de hombres, las botas hundidas en un terreno que
pronto estará empapado en sangre. Centro la atención en un
hombre cuya mirada ha entrado en el territorio de la lujuria.
—¿Qué? —ladro—. ¿No habías visto antes un par de tetas?
Bóreas suspira. El soldado aparta la mirada. Un tipo listo.
La línea se mueve con rapidez. Tras llegar al frente, un
hombre me tiende un cuenco caliente de estofado y un trozo de
hogaza de pan con un murmullo:
—Mi señora.
Lo acepto, le doy las gracias y sigo al Rey Escarcha hasta
una mesa vacía. Al cabo, los hombres vuelven a cenar, a pesar
de no ser capaces de saborear nada. Yo me centro en comer. Es
un plato sencillo, pero lo inspiro con hambre. El sabor me
recuerda a mi casa.
—Bóreas. —Un hombre joven con barba oscura y largas
pestañas curvas toma asiento en el banco frente a nosotros—.
Me alegro de que hayas podido venir.
¿Bóreas? Nadie en la ciudadela se dirige al rey de un modo
tan informal.
El hombre me estudia con curiosidad. No centra su
atención en mi cicatriz, cosa que aprecio. Estoy segura de que
ha visto cicatrices de sobra.
Le doy una patada a Bóreas por debajo de la mesa.
—¿No piensas presentarnos?
El rey murmura ciertas palabras que prefiero ignorar.
—Gideon, te presento a mi esposa, Wren. Y antes de que
abras la boca, te lo advierto: cuidadito con lo que dices.
—¿Demasiado blandita? —se burla Gideon.
—La verdad —dice Bóreas en tono seco— es que lo digo
más bien por tu propio bienestar.
Esbozo una media sonrisa ante la expresión perpleja del
hombre. Siento una repentina oleada de cariño hacia mi
marido.
—Wren —dice Bóreas, y me apoya la mano en la parte
baja de la espalda—, te presento a Gideon, uno de los
comandantes de mi ejército.
A juzgar por el respeto con el que habla Bóreas, tiene en
muy buena consideración a este hombre.
—Encantada de conocerte.
Gideon inclina la cabeza.
—Mi señora.
—Por favor, llámame Wren. —Sigo comiendo estofado—.
¿Cuánto hace que conoces a Bóreas?
Antes de que pueda responder, otros dos soldados se
sientan a nuestra mesa. El primero de ellos es Palas. El capitán
apenas me mira, y no estoy segura de si sentirme irritada o
aliviada. El segundo hombre es una bestia de rostro feo con
una nariz bulbosa y repugnante. Me dedica una sonrisa lasciva
repleta de dientes rotos.
Me giro hacia Palas.
—¿No me vas a saludar?
—¿Habéis coincidido? —pregunta el rey.
—En una ocasión. —Le lanzo al capitán una mirada
desdeñosa—. Sabe bien cómo… me las gasto.
La bestia gruñe:
—Si vuestra esposa está aquí, mi señor, ¿quién os va a
calentar la cama en vuestra ausencia?
Con mano firme, sigo llevándome estofado a la boca.
—¿Quién dice que soy yo quien le calienta la cama a él y
no al contrario?
El Rey Escarcha se envara. Le agarro el muslo por debajo
de la mesa, una petición silenciosa para que no se tome este
intercambio como un insulto. El cuádriceps del rey se relaja
bajo mis dedos y me doy cuenta de lo caliente que tiene la piel
bajo los pantalones. Aparto enseguida la mano.
El sapo asqueroso curva el labio superior. Mira a su rey y
luego a mí:
—Siempre es la mujer quien calienta la cama. Ahora
mismo, por ejemplo, tengo a tres mozas esperándome en casa.
Termino de masticar un trozo de carne. Hace mucho tiempo
que no pongo a un hombre en su lugar. Vaya, casi lo había
echado de menos.
Planto los codos en la mesa, me inclino y lo miro como si
fuera una sabandija. Ya me he cruzado antes con este tipo de
hombre. Las mujeres a la cocina, y si no están en la cocina, al
dormitorio, tiradas de espaldas.
—Sabes lo que dicen de los hombres a los que se les va la
fuerza por la boca, ¿verdad?
La mirada del hombre se estrecha como la de una víbora.
—No, ¿qué?
Me llevo el cuenco de caldo a la boca y sorbo con el sonido
más desagradable posible. Mastico y trago, porque es de mala
educación insultar a la gente con la boca llena.
—Que luego no les llega la fuerza a la polla. —Me limito a
decir.
Los soldados que están cerca empiezan a aullar y a vitorear,
dando palmetazos en las mesas. Palas niega con la cabeza, la
boca apretada. Hasta Bóreas se ríe. El único que no se ríe es la
víctima de mi insulto.
Por suerte, el muy bruto decide que ya no tiene ganas de
conversar y se larga con un resoplido, con lo cual nos ahorra
su nauseabunda compañía.
Una vez terminada la cena, los hombres regresan a sus
tiendas. Bóreas y yo volvemos a la nuestra.
Alguien ha encendido fuego mientras estábamos fuera.
Probablemente haya sido Orla. Me caliento las manos frente a
las llamas mientras el rey se quita las botas. Hay una pileta al
fondo de la tienda. Nos han sacado la ropa de los petates y la
han colocado en un pequeño vestidor.
Cuando oigo el frufrú de la ropa al deslizarse por la piel,
me quedo inmóvil.
Ya he pasado por esto.
Me giro y contemplo lo que tengo delante.
—¿Qué haces?
El Rey Escarcha se detiene en mitad del gesto de quitarse la
camisola. Ya se ha desprendido del abrigo.
—Me parece que resulta obvio —dice, y se abre otro botón
que deja al aire un poco más de piel—. ¿No habías visto antes
a un hombre desnudo?
¿Lo dice en tono burlón?
—He visto montones —replico en tono ligero—. Vista una
polla, vistas todas.
Aprieta los labios y el tiempo se alarga en un silencio
demasiado largo.
—Ya veo.
Con un movimiento fluido, se quita la camisola por la
cabeza y la arroja a un lado.
Inspiro con tanta rapidez que casi me trago la lengua.
El canal que corta en dos ese abdomen musculado traza una
profunda línea de sombra entre los músculos. Una línea de
vello negro desciende hasta el cinturón de los pantalones.
Hombros anchos, poderosos, se estrechan en una cintura
recortada. Paseo la vista sobre cada centímetro de piel, desde
los pezones, oscuros y planos, hasta las protuberantes
clavículas o el hueco en la base de la garganta.
—Me estás clavando la mirada.
De algún modo, consigo apartar los ojos del impresionante
espectáculo.
—¿Y qué? —Cruzo los brazos a la altura del pecho—.
¿Acaso no se me permite mirar a mi esposo?
—Se te permite —se le oscurece la mirada—, siempre que
a mí se me permita lo mismo.
Se me tensa la piel hasta que me duelen los huesos. No
quiero pensar en el enorme abismo al que me estoy asomando.
Sería demasiado fácil dar un paso adelante y caer por el borde.
—Voy a asearme —anuncio. Echo mano de mi petate y me
meto detrás del biombo donde descansa la bañera—. No
entres.
Con Bóreas cerca, no me recreo en el baño. Me restriego
hasta limpiarme y, en menos tiempo del que se tarda en
ensillar un caballo, ya estoy embutida en mi ropa de cama.
Cuando salgo de detrás del biombo, veo que Bóreas se ha
puesto unos pantalones holgados. Sigue a pecho descubierto y
descalzo. Verle los dedos de los pies me altera igual que la
primera vez. Nos estudiamos desde ambos extremos de la
tienda. Siento un zumbido en la piel, la sangre crispada de
anticipación. Trago saliva para evitar la sequedad de la boca.
Con esfuerzo, me acerco a mi lado de la cama y me meto
bajo las mantas. Bóreas apaga la lámpara de un soplido y me
imita. Hay una buena cantidad de espacio entre los dos.
Debería bastar.
Excepto que en cuanto las mantas se asientan, queda claro
que no servirán de mucho para espantar el profundo frío de la
noche. Me giro hacia mi lado, cierro los ojos con fuerza y me
entierro en el basto colchón.
—Estaremos más calientes si compartimos calor corporal.
La voz del rey flota en la oscuridad de tintes anaranjados.
—Con el fuego basta.
—El fuego acabará extinguiéndose.
—¿Y qué? Para entonces ya estaré dormida. —Espero.
El fuego se apaga con una rapidez extrema. En menos de
una hora los leños no son más que brasas. El frío de la noche
se infiltra en la tienda y se mete debajo de las mantas. Me
estremezco y me aprieto en una bola.
Algo me roza la pierna y me enderezo de golpe con una
exhalación.
—No se toca.
Me empiezan a castañetear los dientes.
—La última vez no fui yo quien inició el contacto.
Habrase visto.
—Eso no es lo que pasó. Me desperté y me rodeabas la
cintura con el brazo, y tenías la…
El Rey Escarcha enarca una ceja; la luz tenue le baña el
rostro.
—¿La qué?
Siento calor en el rostro. Como si no lo supiera.
—La polla pegada a mi culo.
Sus labios se curvan en la más leve sonrisa. Desde luego
que lo está pensando: «Malhablada».
—Fuiste tú quien se giró hacia mí en mitad de la noche.
Otra vez.
—No estaba pensando con claridad, así que esta vez más
vale que mantengas los brazos quietecitos.
Por más espectaculares que sean esos brazos.
Suspira.
—Está bien. Quédate ahí si tantas ganas tienes de
congelarte. —Se gira y me da la espalda.
Las horas pasan con una crueldad horrible. Mis músculos
se contraen esporádicamente. Me duelen los ojos de cansancio;
no me deja de dar vueltas la cabeza, sumida en pensamientos
oscuros que me despiertan en cuanto empiezo a ceder al sueño.
El campamento se ha calmado y solo se oye de vez en cuando
algún ronquido de un soldado que rompe la quietud de la
noche. Cambio de postura y me tumbo de espaldas… y
minutos después vuelvo a cambiar de postura.
—Wren.
Contemplo la oscuridad.
—¿Qué?
—Si no dejas de dar vueltas toda la noche, no me vas a
dejar dormir. —Se gira para quedar frente a mí. Su estructura
ósea es un estudio de sombras, la boca el único punto suave—.
Compartir el calor corporal no tiene por qué ser sexual. Mis
hombres lo hacen en el campo de batalla para mantenerse
calientes. No es más que una técnica de supervivencia.
Así formulado, lo cierto es que tiene razón. Elora y yo
hemos compartido cama la mayor parte de nuestras vidas. Casi
todos los habitantes de Bosquelinde lo hacen, dado que las
cabañas no tienen espacio para más habitaciones.
Debe de presentir mi reticencia, porque su voz adquiere una
cualidad persuasiva que yo no había oído antes:
—A ver, terca y frustrante esposa mía, por favor. Solo esta
noche.
—Solo esta noche —concedo.
Hay un roce susurrante de mantas al moverme hacia el otro
lado y darle la espalda. Bóreas se acerca y el colchón se hunde
a causa de nuestro peso combinado. De repente, el calor me
envuelve toda la columna, de los hombros a la espalda. Doy un
respingo ante el contacto y me muerdo el labio para
amortiguar el vergonzoso gemido que amenaza con escapar de
mi garganta.
Uno de sus brazos se desliza bajo mi cuello. El otro me
descansa en la cintura, con los dedos apoyados en mi vientre.
La sombra del rey acomodada sobre mi propia sombra.
—¿Mejor? —Me roza la oreja con los labios y reprimo otro
estremecimiento.
—Sí —susurro—. Gracias.
No estoy segura de dónde poner las manos, así que me las
meto bajo la mejilla. Mis pobres pies, sin embargo, siguen
entumecidos de frío. Los echo hacia atrás hasta tocar una piel
caliente.
Bóreas sisea.
—¿Qué? —Estoy tan cansada que arrastro las palabras. Un
bendito calor me lleva hacia las profundidades del sueño.
—Estás helada.
—Lo siento.
No lo siento. Odio los pies fríos.

Por segunda vez en muchas semanas, me despierto en brazos


del Rey Escarcha. Es un calor sólido en mi espalda, un
corazón que palpita contra mi piel. Cuando Elora y yo éramos
niñas, a menudo me despertaba igual: cómoda, sabiendo que
no estaba sola.
Quizá tenga razón, puede que me volviese hacia él la
víspera de Medinvierno. ¿Tan terrible sería dejar que el rey me
abrazase, sabiendo lo que sé, habiendo venido hasta aquí para
acabar con su vida? Si me permito yacer aquí, si empiezo a
sentir en vez de a pensar, ¿cambiará algo?
¿Quiero que cambie algo?
Bóreas se agita a mi espalda. Me echa una pierna por
encima, anclándome en el sitio.
—Estás despierta. —Su aliento me hace cosquillas en la
oreja.
Cierro los ojos.
—Sí. —Resulta más sencillo hablar sin ver nada. Es más
sencillo fingir que es otra persona quien responde.
Vuelve a cambiar de posición y algo duro se me clava en la
espalda: la forma inconfundible de su erección.
Abro los ojos de golpe, con una exclamación ahogada, y
me giro para situarme de cara a él. La manta se le ha resbalado
hasta la cintura. Tiene marcas de la almohada en el rostro.
—¡Lo has hecho a propósito!
Me dedica una mirada empañada, levemente perpleja.
—¿Qué es lo que he hecho?
Seguro que lo sabe. Por supuesto que lo sabe. A no ser que,
cuando un dios se casa, sufra ataques de locura como un
desafortunado efecto secundario.
—Da igual —murmuro.
La barba, áspera, empieza a asomar en su mandíbula y sus
mejillas. Se pasa la mano y me mira con una frustrante falta de
emoción.
—¿Mi señor?
El Rey Escarcha saca las piernas de la cama. Al menos,
lleva puestos los pantalones.
—Pasa.
—¿Qué? —grazno—. ¡No estoy decente!
—Estás vestida con ropa de cama de la cabeza a los pies y
cubierta de mantas. Estás más que decente.
Entra Palas, cuyos ojos se desorbitan momentáneamente.
Yo mantengo una expresión neutral. No esperaba mi presencia.
—Palas —dice el rey.
El hombre aparta la mirada y carraspea.
—Mi señor, casi ha salido el sol. ¿Cuáles son las órdenes?
—Preparad los caballos. Partimos de inmediato.
Palas desaparece mientras Bóreas se pone la camisola y
echa mano de la armadura. Yo me enderezo en la cama con la
manta apretada contra el pecho, aunque soy consciente de que
no importa, teniendo en cuenta que estoy cubierta.
Con rapidez y eficiencia, el rey se prepara para partir. La
armadura ajustada, apretados los correajes, las botas puestas,
lanza en mano. El Viento del Norte, una fuerza inexorable,
sobre todo al mostrarse vestido de metal resplandeciente.
—Quédate en el campamento —dice mientras se ajusta los
guanteletes—. Es el lugar más seguro para ti. —Acto seguido,
añade—: No hagas ninguna tontería.
Resoplo.
—¿Cuándo he hecho yo alguna tontería?
Me clava la mirada.
Bueno, está bien.
Está apartando la cortinilla de la tienda cuando lo llamo:
—Bóreas —se detiene, aunque no se gira—, ten cuidado.
Y así, me quedo sola, en un colchón aún caliente en el lugar
donde ha yacido mi esposo.
33

B
óreas no ha regresado.
Quizá alguien le haya clavado una hoja en el pecho.
Le estaría bien empleado después de todas las cosas
horribles que ha hecho. Aun así, el día se alarga, se agosta, y
mi corazón no deja de latir, frenético. Sea o no inmortal, puede
sufrir heridas graves. Mis pies me llevan de un extremo a otro
de la tienda, una y otra vez, hasta que se agota el aceite de las
lámparas y el espacio del interior es más sombra que luz.
Debería darme igual.
No me da igual.
Mierda.
En pocos segundos me pongo el grueso abrigo y echo mano
del arco y el carcaj, que me coloco al hombro. Fuera de la
tienda me salen al paso los sonidos de la batalla en ciernes.
Relinchos de caballos, repiqueteos de armaduras, cortinillas de
tiendas que se abren y cierran. Nadie se fija en mí; me
escabullo hacia la parte trasera de la tienda donde Iliana piafa
sobre hierbajos helados y parduzcos.
La yegua me saluda frotando el hocico contra mi hombro
en un gesto afectuoso. La estrella blanca en su frente
resplandece esta noche.
—Mi señora.
Suspiro. Por supuesto que no iba a ser tan sencillo.
Si me subo a la silla, estaré en un terreno más alto, así que
eso es lo que hago.
—¿Sí? —digo mirando a Palas.
Bajo el resplandor de la luz, el tono rojo de su pelo es
equiparable al del fuego. Lleva una venda en el muslo. Una
vez que se recupere, imagino que el capitán regresará a la
lucha. Me recorre con la mirada, encima de Iliana, y frunce el
ceño.
—Las órdenes son que permanezcáis aquí hasta que regrese
el rey.
—Cambio de planes. —Le dedico la sonrisa más amigable
—. Bóreas me ha pedido que me reúna con él en el campo de
batalla. —Me enderezo en la silla y alzo la barbilla con gesto
altivo—. No hago sino cumplir mi deber de esposa.
Palas agarra las riendas y detiene la yegua. Su armadura
repiquetea al moverse.
—No puedo dejar que os marchéis. Tengo órdenes claras al
respecto.
Mi yegua adelanta la cabeza, malhumorada, ansiosa por
cabalgar. Desaparece mi sonrisa.
—Me llevo a Iliana y tú no vas a detenerme. Quita las
manos de mi montura o te las quito yo. ¿Te has olvidado de
nuestro último encuentro?
En caso de que necesite que se lo recuerde, le doy un
golpecito al arco.
Palas aprieta los labios, pero yo azuzo a la yegua y lo dejo
atrás. Él retrocede de un salto para que no lo aplasten los
cascos de Iliana. No tiene de qué preocuparse. Solo será una
visita rápida al campo de batalla, para asegurarme de que
Bóreas no está desangrándose en alguna parte. Regresaré antes
de que mi marido se dé siquiera cuenta de que me he
marchado.
Una vez que llegamos al extremo del campamento, Iliana
se lanza al galope. El camino que han trazado las fuerzas de
Bóreas me lleva a internarme en la espesura. Tras un rato
aminoramos la marcha y avanzamos al trote, y a continuación
aún más lento, hasta llegar a la linde del bosque.
Me encuentro ante un campo de sangre.
Hay miles de muertos bajo el sol abrasador. De la
carnicería que se extiende a lo largo y a lo ancho emanan
vapores. Sufro una arcada y me llevo el dorso de la mano a la
nariz y la boca. Montículo tras montículo de cadáveres.
Colinas y promontorios de carne ennegrecida, sombría y
desgarrada. Desciende una niebla tintada de rojo que oculta
buena parte del terreno estragado, destrozado.
En la lejanía ondula la Sombra. Un flujo de personas se
derrama por las Tierras Yermas, enarbolando armas oxidadas,
espadas, hachas, horcas. En cuestión de minutos, sus ojos se
opacan y les crecen los dientes. Las fuerzas del rey luchan
para frenar el caudal humano que se derrama desde la Sombra,
pero resulta imposible bloquearlo, se va metiendo, goteando,
entre las grietas. A pesar de que los espectros ya están
muertos, al parecer pueden volver a morir, pues tienen las
armaduras cubiertas de sangre y heridas abiertas por las que
asoman huesos y tendones.
Iliana da un brinco hacia delante, pero la sujeto y la obligo
a retroceder hasta cubrirnos tras un árbol. Escruto la locura
que se extiende como una inundación. No hay señal alguna de
él, ni una sola…
Ahí.
Está ahí, es la mancha negra, el viento frío, el arroyo
ennegrecido, la veta que rompe en dos el caudal de la batalla.
El Viento del Norte abre un agujero en las filas del enemigo
con esa lanza cuya punta arde como la luz. Da otro golpe y
caen siete umbrandantes más. Debe de haber enviado a Faetón
a otra parte, pues no hay rastro de su montura. El rey cruza el
campo de batalla a pie, la capa negra ondeante tras él.
El flanco derecho del ejército se pliega tras una nueva
oleada de invasores. Bóreas acude a toda prisa a reforzar ese
margen debilitado; los soldados rompen formación y se
reagrupan en torno a él. Los umbrandantes caen, pero hay más
que ocupan su lugar. Bóreas, de espaldas, no ve que las filas
del enemigo se abren para dejar pasar a una figura solitaria.
No ve a un hombre, cuyos ojos están ennegrecidos de
corrupción, que atraviesa la ola de cuerpos endurecidos por la
guerra y se acerca a él.
Mis pulmones se quedan sin aire. Se me para el corazón.
Me pongo en movimiento, arco en mano. La madera fría
me centra. La cuerda, tensada del todo, vibra con un timbre
agudo y metálico. Apunto; la flecha traza el camino hasta el
lugar donde se encuentra ese hombre.
El hombre alza la espada, con la boca abierta en un grito
que se pierde en el tumulto, y traza un arco mortal hacia la
espalda desprotegida del rey.
Disparo.
La flecha aúlla, recorriendo un camino limpio hasta
hundirse en el pecho del hombre.
Bóreas se gira sobre sus talones y encuentra a su atacante
muerto en el suelo, con la espada aún agarrada. Arranca la
flecha con un fuerte tirón del pecho del hombre y la sostiene
bajo la luz durante un instante largo, interminable.
Y de pronto se yergue y escruta en derredor. Pero estoy
demasiado dentro de la espesura para que pueda verme. Con
una exclamación urgente, le doy la vuelta a Iliana y juntas
regresamos a toda velocidad al campamento.

Horas más tarde, estoy sentada en nuestra tienda, remendando


un agujero en el abrigo, cuando Bóreas cruza en tromba la
cortinilla. Tiene una apariencia espectral que me sobresalta
casi hasta el punto de dejar caer la prenda.
Sus ojos son dos carbones azules como el corazón de una
llama. Tiene arañazos rojizos en el rostro. La camisola
cubierta de mugre, la armadura abollada, los pantalones
rajados, la placa pectoral cubierta de sangre y entrañas. El
aroma a muerte no tarda en invadir todo el espacio.
—¿Qué es esto? —exige saber.
Centro mi atención brevemente en el objeto que sostiene.
Con calma, sigo cosiendo y replico:
—Parece ser una flecha.
—Una flecha que disparaste tú.
Aprieto los labios en un gesto contemplativo.
—No sé cómo sería posible tal cosa. He estado todo el
tiempo en el campamento.
—Mentira.
Inspiro aire con un gesto altanero y alzo la barbilla.
—Ah, ¿sí? Demuéstralo.
Si a las sonrisas pudieran salirles colmillos, eso mismo le
sucedería a la de Bóreas. Al verlo, me recorre un escalofrío,
aunque no estoy segura de que se deba al miedo o a algo
más… carnal.
—Palas me ha informado de tu escapada a mediodía.
—Palas es un imbécil.
—Plumas de ganso. Llevan tu marca distintiva. —Alza el
asta de la flecha, se lleva la madera a la nariz e inhala. Su voz
se vuelve más grave—: Lavanda.
El aroma de mi jabón de manos.
Tipo listo. En ese caso, no tiene sentido mantener la farsa.
—¿Y qué más dará si la he disparado yo? Por suerte para ti,
me encontraba allí. De lo contrario, ese hombre te habría
rajado entero.
—Te dije que te quedaras aquí por tu propia seguridad.
—Me dijiste que me quedara aquí porque te gusta que todo
esté en su lugar.
—Maldita mujer —gruñe—. Sabía que eras una
imprudente, pero no te tenía por una necia.
Se me tensa la columna, y el esfuerzo de contenerme me
crispa los músculos. Si sus palabras pueden hacerme daño, es
que me he vuelto más vulnerable de lo que creía. Eso me
preocupa.
—¿Por qué no me sorprende? —pregunto—. Te atreves a
insultarme después de salvarte la vida.
—Soy un dios. No puedo morir.
Sí, y tiene la perturbadora costumbre de recordármelo tan a
menudo que dudo que vaya a olvidarlo jamás.
—Intentaba ayudar.
—La próxima vez, puedes ayudar siguiendo mis órdenes.
La rabia me clava sus garras en el pecho. Nada de gratitud,
ni una palabra de agradecimiento. Debería haber dejado que
ese aldeano lo rajase de cabo a rabo, por puro rencor.
Empieza a girarse y entonces me percato de que tiene una
mancha oscura en el abdomen. Sangre fresca, resplandeciente.
—Estás herido —digo, y lo sujeto del brazo—. Déjame
echar un vistazo.
Intenta librarse de mi agarre.
—Estoy bien —gruñe, exasperado.
—De eso nada.
—Esposa…
—Que te sientes —siseo, y lo obligo a tomar asiento.
Me contempla, perplejo. Le abro las hebillas de la placa
pectoral, arrojo a un lado la placa metálica y le quito la
camisola. Debajo tiene un tajo espeluznante justo encima del
hueso de la cadera. Inspiro entre dientes. Parece profundo.
—No es nada —dice Bóreas—. Casi ni lo noto.
Sin apartar los ojos de la herida, grito:
—¡Orla!
Mi criada entra en la tienda, jadeando pesadamente.
—¿Sí, mi señora? —Pasea la mirada, nerviosa, entre el rey
y yo.
—Necesito agua caliente, vendas y vino. —Un aleteo de lo
que podría ser miedo tensa la expresión de Bóreas—. Mucho
vino.
—No —ladra él—. Nada de vino.
Me tenso al reconocer lo que no ha dicho.
—No es para mí. Es para desinfectarte la herida.
—Me da igual…
—Te he dicho que no es para mí —replico—. Puedes
confiar en mi palabra o no, lo que prefieras. ¿Qué va a ser?
Me arden las mejillas de humillación ante su suposición de
que justo ahora voy a flaquear. He tenido dos periodos de
sobriedad en los últimos ocho años, pero ninguno de ellos más
de seis semanas. Ahora han pasado cuatro desde que me
desperté tras aquel suplicio que me dejó tan cerca de la
muerte. Cada día se me antoja un año, pero beber es lo último
que tengo ahora mismo en mente.
Le tiembla el labio, pero hace un leve asentimiento.
Orla hace mutis. Mientras tanto, Bóreas me contempla
como si me dedicase a hacer equilibrios con un objeto
particularmente afilado.
—Voy a examinarte la herida —digo, y bajo la mirada
hacia él—. Te vas a quedar ahí sentado y vas a aguantar. Si te
mueves, voy a hacer que te duela más.
Como respuesta, se echa hacia atrás en la silla y gruñe no
sé qué sobre las mujeres y su mezquina afición por la
violencia.
Contemplo el tajo de cerca.
—La herida debería haberse curado a estas alturas. —Y, sin
embargo, parece tan fresca como imagino que estaba hace
horas. La piel está roja e inflamada, los bordes en carne viva.
Suelta un gruñido esquivo.
Orla regresa con los suministros necesarios. Agarro el cubo
de agua caliente, las vendas de tela y el vino. El rey le lanza un
gruñido cuando se acerca, así que mi criada se retira a toda
velocidad.
Le doy un pellizco en el muslo.
Sus ojos vuelan hacia mí.
—¿Por qué has hecho eso?
—Por asustar a Orla. Está intentando ayudar, pedazo de
ingrato.
Se remueve en la silla. Su atención oscila entre el cubo, el
vino y yo.
—¿Te da miedo un poquito de dolor? —pregunto en tono
dulce con un pestañeo. Creo que voy a disfrutar de esto.
Mojo la tela y la mano del rey sale disparada para
agarrarme la muñeca con dedos fuertes. El pecho descubierto
asciende y desciende a ritmo irregular.
—¿Sabes algo de curación?
Aprieto los labios.
—Sé lo suficiente. —Pasa un instante—. Tienes que
soltarme la muñeca.
—No es más que un arañazo.
—Un arañazo que debería haberse curado ya, pero que no
lo ha hecho.
¿Puede que eso también sea una señal de que su poder se
debilita?
Le aparto la mano con un golpecito y empiezo a limpiarle
suavemente la sangre y la mugre de la piel. Una vez que
acabo, echo mano del vino. Se me frunce el estómago al
recordar la sensación del líquido al bajar por mi garganta, pero
hice una promesa. Quiero ser mejor. Me merezco más que la
vida a medias que estaba viviendo. Jamás había tenido la
mente tan clara.
—Esto te va a doler.
Un músculo le palpita en la mandíbula.
—Hazlo ya.
El aroma a uvas aplastadas me inunda la nariz y todo el
cuerpo se me eriza de ansia en cuanto el vino se le derrama por
la herida abierta. Bóreas se tensa y empieza a soltar
juramentos por la boca. Entre los labios le asoman los dientes,
que han empezado a alargarse. Brotan sombras por debajo de
su piel, clava los dedos en los reposabrazos de la silla.
Sostengo una de las telas limpias, la mojo en agua caliente
y empiezo a limpiar el área alrededor de la herida. Se le
contraen los abdominales; suelta en un siseo otro crudo
juramento.
—Cállate, anda.
Un temblor recorre su pálida piel y conjura nuevas
sombras. Los ojos se le inundan de negrura y la voz se le
vuelve áspera hasta adoptar el tono de un gruñido animal:
—Me estás matando.
Se me seca la boca al ver cómo lucha contra la influencia
del umbrandante en el que se está convirtiendo. Unas uñas
cortas y negras como el ébano le crecen de las puntas de los
dedos.
—Ya intenté matarte —digo sin un ápice de remordimiento
—. Varias veces. No funcionó. Estate quieto.
—¿Cómo que varias…? —Suelta un gemido angustiado
mientras le vierto lo que queda del vino sobre la piel, para
erradicar cualquier posible infección.
—La próxima vez —señalo—, deberías traer contigo a
Alba. No sé por qué no has querido traerla. Es una de tus
mejores sanadoras.
—Es mejor que Alba se quede para salvaguardar la salud
de mis criados y mi es…
Se interrumpe él solo.
Aparto la atención de su vientre.
—Ibas a decir «mi esposa», ¿verdad?
Algo no me funciona bien en la cabeza, porque la idea me
proporciona cierta calidez.
—Sí, ¿y qué? —Esa punzante mirada azul se clava en la
mía; su intensidad me deja sin aire en los pulmones—. Tu
salud es importante para mí.
—Mmm. —Fracaso totalmente en mi intento de reprimir
una sonrisa. Por los dioses, estoy enferma.
Tardo diez minutos en limpiar y vendar la herida. Gracias
sean dadas, no es lo bastante profunda como para necesitar
puntos. Despatarrado en la silla, Bóreas me contempla con
ojos medio entornados mientras le vendo el vientre y ato el
extremo cerca de su cadera.
Por fin, doy un paso atrás.
—Deberías descansar.
—Tengo que regresar con mis hombres.
Y, sin embargo, no se mueve.
Al ver hasta qué punto está agotado, algo se ablanda en mi
interior.
—¿Qué pasa si un espectro muere? O sea, técnicamente ya
están muertos, solo que aún no han pasado al más allá, ¿cierto?
—Regresan al Les y aguardan un segundo juicio. —Como
para responder a una pregunta no formulada, dice—: Pueden
sentir dolor, igual que los vivos. El dolor físico puede durar
mucho, incluso después de sanada la herida.
No menciona el dolor emocional, y yo no pregunto.
—Descansa —digo—. Si alguien viene a buscarte, te
avisaré.
El Rey Escarcha cierra los ojos con un suspiro cansado. En
cuestión de minutos ya se ha quedado dormido.
Mientras descansa, limpio la sangre que cubre su armadura
y su camisola. Hay que limpiar las ropas, y aquí estoy, ociosa.
Al menos, así pasa el tiempo más rápido.
Una vez que termino, me cambio yo también de ropa. Atizo
el fuego para avivar las llamas. Le cubro el torso con una
manta y le quito las botas. El aire se vuelve denso, preso de un
calor soñoliento.
Me siento al pie del colchón y vigilo a este hombre que es
mi esposo.
Bóreas duerme, roncando, las largas piernas estiradas, los
labios levemente separados. La parte inferior de su torso
rebosa por los bordes de la silla, demasiado estrecha para
acomodar esa complexión ancha que tiene. Aunque no estoy
de acuerdo con la decisión del rey de enterrar en hielo a la
Grisura, entiendo su ansia por proteger de invasores el reino.
Hace tiempo que reflexiono sobre todo ello. Las Tierras
Yermas, al igual que Bóreas, no son un vacío oscurecido. Por
ejemplo, está Makarios, la estrella más brillante. Estos últimos
días, Bóreas ha resultado ser un hombre no tan distante, a
quien sus soldados profesan el mayor de los respetos, y cuyos
escasos afectos pueden florecer bajo el toque adecuado.
Alzo la manta y contemplo la venda que le rodea el
abdomen. El pecho le asciende y desciende a ritmo constante.
Con suavidad, toqueteo el borde del vendaje para comprobar
la temperatura de su piel. Está fresca, no hay inflamación ni
señales de infección.
Alzo la mirada y veo que el Rey Escarcha me contempla
con ojos entrecerrados.
Se me encoge el corazón y me enderezo lentamente, pues
en las pupilas agrandadas le hierve un calor inesperado.
—Estaba comprobando si la herida se ha infectado —digo
con voz áspera—. Está limpia.
Agarra con una mano el reposabrazos.
—Te lo agradezco. —Todavía no ha parpadeado—.
¿Cuánto llevo dormido?
—Unas cuantas horas. No ha venido nadie. No han traído
mensajes…
Se pone de pie con un movimiento fluido y se cae la manta
que le cubre los hombros. Casi había olvidado lo alto, lo
completamente imponente, que es.
Da un paso al frente.
Y yo retrocedo un paso.
—¿Qué haces? —pregunto con voz estridente.
Se aproxima al mismo ritmo que yo me retiro. Un paso,
dos, tres. Mi espalda choca con el poste de la cama. Las
poderosas piernas del rey salvan la distancia que nos separa y,
en un momento de pánico, le doy un empujón para detenerlo.
No hay sitio al que escapar.
Me tiemblan los brazos. Su piel, caliente y suave, se ajusta
a la forma de mis manos. Tengo la cabeza vacía,
estremecedoramente vacía.
Se inclina hacia mí y mis brazos ceden a causa del peso
añadido de su forma contra la mía. Un zumbido bajo me
enciende la sangre.
—¿Me vas a matar si hago esto? —pregunta.
Ese zumbido aumenta con una intensidad renovada. Lo
miro a los ojos y me doy cuenta de que esto no es ningún
numerito. Está ante mí, a corazón abierto.
—Debería —grazno.
El rey baja la cabeza y me acaricia la nariz con la suya, en
un gesto de afecto sorprendente.
—Pues dime que me aparte.
Las palabras, humeantes, pasan entre nosotros.
No puedo decírselo.
—¿Quieres algo de mí? —susurro con voz ronca—. Pues
tómalo.
Bóreas me envuelve los cabellos con el puño y tira con
suavidad hacia atrás para dejar mi garganta expuesta, al
alcance de su boca. Se me escapa un aliento largo y
tembloroso. La postura me echa el bajo vientre hacia delante,
lo acerca al suyo. El borde lardo y duro de su erección se me
pega al hueso de la cadera.
Un calor me acaricia a toda velocidad por detrás de la oreja,
para luego recorrerme la mandíbula, la barbilla, el arco del
cuello. Él regresa al lugar donde me palpita el pulso y pasa la
lengua, caliente, sobre la vena que late en staccato.
Estoy jadeando. Si no estuviese tan concentrada en los
latidos que siento en la entrepierna, podría librarme de golpe
del azoramiento que me embarga. Le clavo los dedos con más
fuerza en los hombros y se me escapa un gemidito. Me pasa la
otra mano por la parte baja de la espalda y me deja clavada en
el sitio.
Las endurecidas puntas de sus dedos acarician el dobladillo
de mi camisola para a continuación clavarse en la piel que hay
debajo. Es un gesto leve, apenas un roce, pero siento como si
se hubiese disparado al fin una flecha que llevaba tres meses
tensada en un arco.
Me enderezo y nuestras bocas se alinean. Su aliento flota
sobre mi lengua, el sabor de todo lo prohibido. Cierro los ojos.
Una invitación, si es que se atreve a aceptarla.
Y la acepta. No hay prisas, no hay impulso aturrullado que
nos lleve a completar el acto. Su lengua me incita, me lame la
comisura de la boca, juguetea con mi labio inferior, se me
cuela en la boca en cuanto lo dejo pasar. Nuestras narices se
rozan con una ternura ribeteada de ansia. El beso prosigue y
prosigue, una exploración remolona que flota sobre mi cuerpo
como nubes.
Una mano me agarra la cadera por reflejo. La mía se alza
hasta su pecho, los dedos extendidos sobre los músculos
calientes y la piel tersa. El poste de la cama se me clava en la
columna. Su lengua se enreda en la mía. El rey me arranca de
la garganta un gemido de hambre indefensa. Me pego más a él
siguiendo esta sensación que no deja de aumentar.
El deseo se inflama y pienso: «Más». Quiero que su cuerpo
se entremezcle con el mío. Quiero llevarlo hasta el mismo
borde de la locura para poder contemplar cómo se rompe.
Quiero que Bóreas pierda el control.
Jugueteo con unos mechones de su pelo entre los dedos y
doy un tirón para que se acerque aún más. Ahora siento sus
dientes. Ahora todo es aliento desbocado, jadeante, cuando el
beso desciende hasta convertirse en un hambre insaciable.
Nuestras lenguas batallan por decidir quién domina. Recorro
con las manos hasta el último centímetro de piel a mi alcance.
Jamás he sentido tantas ansias. Como si el caos residiese en
mi cuerpo, como si mi piel fuese la barrera más insustancial.
El Rey Escarcha me muerde la boca, posesivo, y yo
respondo a su carnalidad. Retrocedo ante la deliciosa abrasión
de sus mejillas; no deja de hurgar dentro de mi boca con la
lengua. Siento como si estuvieran a punto de abrírseme las
venas. Puede que seamos marido y mujer, pero este acto se me
antoja ilícito, prohibido.
Le abarco los hombros, los acaricio, hundo los dedos en sus
tersos músculos. La curva de su cuello atrae mi atención, y las
protuberancias de su espalda, los omoplatos. Me pongo de
puntillas con el cuerpo inclinado hacia él como si me tensase
la cuerda de un arco, y me permito el placer de tocar a mi
marido por primerísima vez.
—Wren. —Un gemido profundo, agónico.
Come de mi boca, y la dulzura de su aliento me inunda la
garganta mientras sus manos, esas manos grandes y capaces,
se deslizan por mi espalda hasta acunarme el trasero. Hunde
los dedos en mi piel maleable. Un muslo largo y sólido se
aloja entre mis piernas y se presiona contra mis pliegues. Se
me escapa un gemido y aparto la boca entre jadeos.
Bóreas me contempla con ojos entrecerrados a la vez que
desplaza la pierna en un suave movimiento adelante y atrás.
Me tiemblan las manos, que se hunden entre sus cabellos.
—Más fuerte —digo con voz áspera.
Como respuesta, aparta la presión contra mi sexo y baja la
velocidad.
—Esposo —digo en tono de advertencia.
Arruga los ojos con una hilaridad reprimida.
—Esposa.
—¿Acaso quieres morir?
—Creía que ya lo habíamos hablado. —Se inclina y me
acaricia la oreja con la punta de la nariz, con lo cual se me
escapa una exhalación—. No puedo morir.
Encuentro su pezón con los dedos y lo retuerzo… con
fuerza.
Retrocede con una maldición, pero aprieto aún más, sin
soltarlo.
—No subestimes a una mujer excitada.
Su risa sale a borbotones como el más hermoso de los
cánticos.
—Jamás. —La emoción de sus ojos, límpida como el día
más brillante, me sacude incómodamente el corazón—. Dime
lo que quieres, Wren. Se acabaron los secretos. Se acabaron
las mentiras.
¿Seré capaz?
Seré capaz.
—Quiero sentir tus dedos dentro de mí —digo con aliento
entrecortado—. Tan hondo como puedas. Luego quiero que
me folles con ellos. Fuerte.
El hambre reverbera en su semblante.
—Malhablada —murmura, y baja la cabeza para
mordisquearme los labios.
Me clava los dedos en el trasero y me aprieta contra su
muslo, más rápido, más fuerte, me castiga con una presión que
bordea el dolor. Yo me aprieto demencialmente contra su
pierna, como una perra en celo. El placer florece en mi interior
y mantengo la sensación tanto como puedo.
—¿Te gusta? —pregunta.
—Sí —jadeo—. No pares.
Embisto contra su pierna y él me sujeta los cabellos con el
puño para a continuación ladearme la cabeza. Soy una polilla
ante una luz blanca, inmóvil. El Rey Escarcha me roza la nuca
con los dientes. Calma el dolor con caricias de su lengua.
Tengo el cuello cada vez más sensible a base de lametones,
hasta el punto de que empiezo a resistirme.
De pronto me da un fuerte chupetón al tiempo que me
embiste. Se me llena la vista de estrellitas y gimoteo en un
intento de incrementar la fricción. El dolor anhelante en mi
pelvis no hace sino crecer.
—Agárrate a mí —me susurra, y empieza a desanudar los
cordones de mi camisola.
¿Acaso pretende azuzar mi deseo hasta dejarme hecha
jirones? El rey me acaricia la piel con una expresión rayana en
la adoración. Acuna mis pechos bajo la banda de tela que los
sujeta y los aprieta hasta que me duele. Luego me quita la
camisola y baja de un tirón la banda. Mis pezones se
endurecen en medio del aire frío.
Tengo que reprimir el impulso de restregar el rostro contra
él como si fuera un gato. Su aroma es increíblemente potente.
Nieve y cedro, sal y tierra, sudor, almizcle, hombre. Le paso la
lengua por el sudor que brilla en su cuello. Bóreas gime y
entierra la cara en mis cabellos, entre temblores.
Poder. Aquí reside el poder, en la capacidad de arrodillar a
un dios en medio de la batalla. Un poder del que me he
apoderado.
Unos besos dulces, mordientes, me humedecen la
mandíbula. Me pasa la boca por la curva del cuello al hombro
y desciende por el montículo de mi seno, dejando tras de sí
una franja de humedad.
—Eres…
Me chupa un pezón y juguetea con la punta, sensible; lo
acaricia con la lengua.
—Menos palabrería —jadeo— y más… —me vuelve a
golpear la entrepierna con el muslo. Se me escapa un maullido
— de eso. Más de eso.
Aprieta la polla contra mi abdomen. Cada vez que me roza
con su erección se le escapa un gruñido, un sonido que me
atraviesa mientras estrella sus labios contra los míos en un
asalto agresivo, desatado, con la boca abierta, que me empuja
al extremo de lo que pueden soportar mis nervios. Con
curiosidad, la recorro con los dedos de un extremo a otro, de la
raíz a la punta.
Se queda inmóvil. Vuelvo a tocarlo levemente, más una
sugerencia que otra cosa. Bóreas se aparta y me contempla
como si me hubiesen enviado para asesinarlo. No sabe que así
es.
He aquí la verdad: quiero enterrarme en su calor, quiero
arrastrarme debajo de su piel, quiero que su aliento sea el mío
y devolverle todo el aire que me arranque. Quiero destruir a
Bóreas del mismo modo que él me ha destruido a mí:
despacio, hasta que no quede piedra sobre piedra.
De repente, me agarra la mano y la aparta de su erección.
—Paciencia —murmura, y de pronto me hunde la mano en
la entrepierna.
Toquetea la piel suave del interior de mis muslos y se me
incendia la sangre ante el roce. Me empiezan a temblar las
piernas mientras él asciende sin cesar. La palma de su mano
me acaricia la piel empapada con un roce que me gusta tanto
que hasta pongo los ojos en blanco. Tengo que moverme,
tengo que aplastarme contra esa mano hasta que el ansia se
haga pedazos, pero…
Paciencia.
Quiero darle placer.
Unos dedos romos me acarician el vello rizado. Abro aún
más las piernas para que tenga más espacio de maniobra, y
asiente en un gesto mudo de aprobación.
Vuelve a tocarme los muslos y se acerca a mi entrepierna,
donde reside un calor pegajoso. Introduce los dedos y la
humedad no hace sino aumentar. Le arden los ojos azules. Por
piedad, no puedo respirar. Que los dioses me ayuden, cómo
deseo a este hombre. Si eso significa que voy a ir al infierno,
que así sea.
—Así que tú puedes tocarme —digo con voz entrecortada
mientras me acaricia entre las piernas—, pero yo a ti no.
Una pausa momentánea, tras la que continúa su placentera
exploración.
—¿Te molesta que me concentre en tu placer?
—No. —Aprieto los dientes. Me late la entrepierna con
fiereza—. A no ser que lo que pretendas sea volverme loca de
deseo.
Una sonrisa le cruza los labios.
—Wren —dice—, justo eso es lo que había planeado.
Introduce los dedos entre mis húmedos pliegues y gimo.
Gimo tan fuerte que estoy segura de que la mitad del
campamento oye el sonido que sale de mis adentros, arrancado
del centro más auténtico de mi ser.
Juega conmigo a placer. Me aplasto contra su mano,
gimoteando, la boca pegada a su cuello. Quiero dejarle
marcas, quiero saber que lo he marcado yo.
Mientras traza círculos sobre ese lugar que no deja de latir,
le abro un camino a lametones por el cuello, para luego
desviarme hacia la loma de su hombro y sus clavículas, y
desembocar por fin en su boca. Nos besamos cada vez con
mayor urgencia y, por un momento, podría jurar que nuestras
almas se tocan.
Tan concentrado está en el beso que no se percata de que
mis dedos le recorren la piel tensa y caliente. Bajo, bajo por el
abdomen hasta ese bulto orgulloso. Meto los dedos por dentro
del pantalón y rodeo con ellos su erección. Bóreas emite un
gemido que da la sensación de que todo el aire le escapa del
cuerpo.
Oh, la tiene grande. La polla le abulta en los pantalones; la
forma de la ancha cabeza se delinea contra la basta tela. Se me
seca la boca al verla. Hace muchísimo que no me llevo un
hombre a la cama. Esto es lo que echo de menos: el peso y la
fuerza de un hombre que me empotre en el colchón, la
completitud de estar unidos. El sexo es feroz pero también
puede ser tierno, si se encuentra al compañero adecuado.
—Diría —arrastro las palabras, y acerco sus caderas a las
mías de un empujón— que tienes un tamaño más o menos
adecuado.
Unos ojos nebulosos y azules se cruzan con los míos,
empañados de incredulidad.
—¿No te basta?
Unas palabras deliciosamente crudas, vulgares. Esa piel
ártica se sonroja.
Me encojo de hombros. En realidad, el tamaño no importa,
sino lo que sepa hacer un hombre con su miembro. Sin
embargo, Bóreas debe de ser el hombre con la polla más
grande que he visto en mi vida.
Un cambio se opera en él, parece casi contento.
—Wren —susurra—, ¿por qué me mientes?
Al mismo tiempo me mete lentamente un dedo. Las paredes
de mi sexo se tensan alrededor del intruso.
Le clavo los dedos en los hombros y suelto un gemido. Me
pongo de puntillas para que lo meta más adentro. Mi cuerpo lo
arrastra hacia sí tanto como es posible.
Saca el dedo y se retira, pero solo a medias. Necesito que
entre más profundo, y lo sabe.
Se quita los pantalones con un par de tirones precisos y
queda al descubierto ante mi mirada. Levemente, aprieto esa
asta dura y poco velluda, que se crispa entre mis dedos.
—Vamos —lo incito.
Desafiar al Rey Escarcha a una carrera en pos del clímax
resulta del todo ridículo, y aun así empiezo a acariciarle el
miembro de la base a la punta, jugueteo con la carnosa cabeza
para a continuación volver a bajar, con las primeras gotas de
su simiente inicial ya en la mano.
Cada vez más rápido, mi mano no hace sino volar. Bóreas
me embiste las caderas y me aplasta la espalda contra el poste
de la cama mientras sus dedos siguen jugando entre mis
pliegues. Me folla con los dedos, duro, sin cesar, mientras se
me tensan los muros interiores y, por los dioses, siento que
estoy a punto de explotar. En el momento en que su dedo
pulgar traza un círculo alrededor del punto hinchado que
descansa sobre mi abertura, me flaquea la mano y siento una
oleada de placer que hace que salten chispas tras mis párpados.
—No me desafíes —dice con una sonrisa perezosa— si no
eres capaz de ganar.
Pretendo ganar.
—Te propongo lo siguiente —grazno al tiempo que
reprimo otro gemido cuando Bóreas me mete otro dedo—:
quien aguante más…
—Tendrá el premio que prefiera —completa él por mí, con
un sonido grave y gutural cuando le aprieto los testículos.
La niebla tarda un instante en disiparse. ¿Un premio? Eso
abriría muchas posibilidades.
—De acuerdo.
Nos acariciamos el uno a la otra, cada vez con más
intensidad, más tensión. La respiración de Bóreas se entrecorta
a medida que aumenta el placer, pero la ola no rompe. Lo
arrastra a él, me arrastra a mí, con un calor constante y
creciente que nos envuelve. Sus duros dedos me producen una
sensación divina por dentro. El pulgar acaricia ese botón
protuberante, trazando círculos y más círculos, hasta que
siento que me levitan los pies, hasta que me dan calambres de
éxtasis en la pelvis.
Pero él también está a punto. Sus gemidos inarticulados me
indican que tiene especialmente sensible la parte baja del
miembro. Acaricio la zona con las uñas levemente, y se dobla
sobre mi mano con un gemido rasposo:
—Wren —deja escapar la palabra entre dientes apretados
—, eres…
—¿Increíble?
—El mismo demonio.
Suelto una risa ahogada y le planto un beso húmedo en la
boca. El calor se me pega a la piel como una lluvia
imposiblemente cálida. Me folla con la mano y estoy a punto
de llegar, estoy cada vez más cerca, se me tensa el cuerpo…
—¿Mi señor? —llama Palas desde el otro lado de la
cortinilla.
El rey aparta su boca de la mía, con el pecho ascendiendo y
descendiendo. La niebla se aparta de sus ojos y yo me llevo la
mano a la boca, tierna e hinchada, con un asombro aturdido.
Estamos pegados el uno a la otra, le abrazo el muslo con una
pierna y él tiene las manos en mis pantalones.
—¿Sí? —replica él, la mirada ardiente fusionada con la
mía.
—Los hombres regresan al campo de batalla. Ha aparecido
otra oleada de umbrandantes. —Carraspea—. Siento
interrumpir.
La batalla. En medio de esta neblina lujuriosa, se me había
olvidado por completo.
Bóreas empieza a apartarse cuando mi mano sale disparada,
lo agarra del brazo y me lo acerca de un tirón.
—No me vas a dejar así.
Me duele todo el cuerpo a causa de la presión acumulada
por no haber acabado. Del mismo modo, su erección se aprieta
contra mi vientre, insatisfecha. No quiero parar. Quiero ver
hasta qué punto pierde la cordura.
Con una pesada respiración, aparta la mano de entre mis
piernas y me la apoya en la cadera.
—He de irme. —La humedad pasa de sus dedos a mi piel y
se enfría sobre ella.
Se me encoge el estómago de dolor. Entiendo que ha
elegido. Y no ha sido a mí.
El aire entre los dos se enfría.
—Está bien.
Completamente calmada, retrocedo un paso y me vuelvo a
colocar los pantalones y la banda del pecho, como si no
acabase de estar a punto de llegar al clímax con los dedos del
Rey Escarcha dentro de mi ser. He tomado muchas malas
decisiones en mi vida, pero esta es de las peores.
—Wren.
Me aparto de él y me acerco a atizar el fuego para que no se
note que me tiemblan las manos. Qué idiota he sido. Qué
idiota he sido siempre.
—Vete —digo—. Te están esperando.
Espero, pero no lo oigo partir. Una mirada por encima del
hombro me basta para ver que Bóreas me estudia, con la ropa
ya ajustada y la frente arrugada en un fruncimiento de ceño.
—Cuidado con la herida —digo—. No puedes perder más
sangre.
Sus ojos se centran en mis labios, y ahí se quedan un
tiempo.
—Estaré bien.
Entonces se marcha.
34

–¿M ilado
señora? —Suena una voz de hombre desde el otro
de la cortinilla—. ¿Estáis visible?
Estoy cortando tela para hacer vendas. Hago una pausa. A
mi lado está sentada Orla, lavando ropa en una olla de agua
calentada al fuego.
—Puedes entrar.
Palas entra en la tienda.
Orla ahoga un grito. Yo me pongo de pie de repente,
olvidadas las vendas. En cuanto entra, lo agarro del brazo.
Tiene una herida larga y desagradable en el hombro, una
herida que no deja de sangrar. Su camisola, oscurecida y
mojada por la horrible herida, emite un chapoteo cuando él se
derrumba entre mis brazos. Noto la placa pectoral fría al tocar
mi piel.
—¡Orla —suelto un ladrido, alarmada—, trae vino!
Mi criada sale disparada mientras yo ayudo a Palas a
sentarse en una silla. Se derrumba en ella con un gruñido
dolorido, la barbilla apoyada en el pecho, como si le costase
demasiado esfuerzo alzar la cabeza.
La herida parece seria y, por supuesto, Alba está en la
ciudadela, desde donde no puede ayudar en nada. ¿Dónde
están los demás sanadores?
—No te mueras —le ordeno a Palas.
Esboza una sonrisa y se hunde aún más en la silla.
—No tenía pensado morirme, mi señora —gruñe—. Al
menos, hoy no.
Buena señal. No tengo muchas ganas de cavar una tumba.
Está tan traslúcido que temo que se desvanezca y atraviese
la silla. Fuera de la tienda empiezan a propagarse sonidos por
el campamento, la preciosa calma de antes hecha añicos.
—Me han enviado —resuella Palas— a entregar un
mensaje.
El hedor de la batalla inunda el espacio: humo y hierro. Me
da vueltas la cabeza.
—¿Qué ha sucedido? —Pienso en Bóreas, que salió de la
tienda hace horas. ¿Qué le habrá sucedido?
Palas echa mano del odre de vino que le tiende Orla, lo
abre y se vierte el contenido en la boca. La mitad del líquido
se le derrama, pero no parece ni darse cuenta. El vino era para
las heridas, pero así también le hará algo de efecto. Con
delicadeza, le abro los dedos para que suelte el odre y lo dejo a
un lado, antes de que tenga la tentación de dar yo misma un
sorbo.
—¿Y el mensaje? —le recuerdo.
Palas lanza una mirada de soslayo al vino y hace una
inspiración superficial, temblorosa. Es entonces cuando me
doy cuenta de lo joven que es. Debía de tener
aproximadamente mi edad cuando murió.
—Mi señor estaba repeliendo un ataque cuando una nueva
ola de umbrandantes nos golpeó por la retaguardia. Casi
parecía un ataque organizado, pero no había líder alguno que
pudiéramos ver. —Tose con un chapoteo húmedo en el pecho
—. No estábamos preparados.
Si los atacaron por sorpresa, ¿cuántos habrán muerto?
Entonces caigo en la cuenta: Palas ha regresado solo al
campamento. Nada de fanfarrias de llegada de las tropas.
—¿Dónde están los demás soldados?
Me mira a los ojos y se me encoge el estómago.
—Mi señor quiere que regreséis a la ciudadela lo antes
posible, mi señora.
No ha respondido a la pregunta. ¿Por qué no ha respondido
a la pregunta?
Los temblores se intensifican. Otra mirada tortuosa al vino.
Tiene un aspecto tan patético que se lo tiendo. La bebida
parece devolverle algo de color a su rostro; ya no parece a
punto de desvanecerse en el aire.
—He traído a doce hombres conmigo, los más malheridos.
No quería venir, no quería abandonar a mis hermanos de
armas, pero mi señor me obligó. Quería que os advirtiese para
que tuvieseis tiempo de escapar antes de que el enemigo llegue
al campamento.
—¿Y qué pasa con Bóreas?
—Estaba ordenando a los hombres que se retirasen cuando
me marché. No sé qué más pasó. Lo siento.
Se me encoge el hueco del pecho. Asiento, aunque no estoy
segura de por qué.
—Debéis marcharos antes de que sea tarde, mi señora.
¿Por qué no me pidió Bóreas que fortaleciese la Sombra?
Puedo cerrar los agujeros. Puedo detener el caudal de humanos
convertidos en umbrandantes, al menos por un tiempo. Se lo
sugiero a Palas, pero el capitán niega vehementemente con la
cabeza.
—No quiere que os acerquéis al campo de batalla. Es
demasiado peligroso.
El peligro no me ha detenido antes. Podría regresar a la
Sombra, y al cuerno las consecuencias. Pero si Bóreas envió
aquí a Palas, la situación puede ser realmente funesta. Imagino
que los umbrandantes se desplazan con celeridad.
—Tenemos que reunir lo que podamos. Orla, diles a los
miembros del servicio que nos marchamos dentro de una
hora…
—Mi señor ha mencionado que solo vos debéis poneros a
salvo, mi señora. Los guardias os acompañarán a vos.
—¿Y qué pasa con los sirvientes?
A diferencia de los soldados, los sirvientes no están
entrenados en combate. Y también son vulnerables a los
umbrandantes. Según Orla, si le arrancan el alma a un
espectro, esta se pierde para siempre; no queda nada que pueda
pasar al más allá.
—Yo me limito a cumplir órdenes, mi señora.
—Puede que tú no hayas tenido reparos en abandonar a tus
hombres al momento —digo furiosa—, pero yo no voy a dejar
a quienes no pueden luchar en manos de esas abominables
bestias.
El rostro exangüe de Palas se retuerce, pero no intenta
defenderse. A mí se me agota la rabia tan pronto como se ha
avivado. No es culpa suya. De hecho, no es culpa de nadie.
—Mi señora —susurra Orla, agarrándome del brazo—, si el
señor quiere que os pongáis a salvo, esa es la prioridad.
—No. —Muchas de estas personas son ahora amigas mías.
No puedo abandonarlas—. Si yo me voy, nos vamos todos.
Estaremos a salvo tras las murallas de la ciudadela.
Palas intenta erguirse, pero mi criada lo vuelve a colocar en
el sitio.
—Hay centenares de personas en este campamento —dice
él—. Tardaremos horas en hacer los petates.
—Solo nos llevaremos aquello que podamos cargar. Las
armas y las ropas. El resto se queda aquí. —El peso extra no
haría sino ralentizar nuestro avance—. ¿Estás lo bastante bien
como para abrir la marcha? —pregunto.
Y así, lo que le queda de resolución se derrumba. Podría
enfrentarse a mí, pero perderá y lo sabe.
—Sí, mi señora.
—Entonces, hemos de darnos prisa.

Se acerca una tormenta. Una tormenta enorme. Me pica la piel


al ver las nubes bajas que se arremolinan en la lejanía.
Colocamos a los heridos en camillas, apagamos las fogatas,
repartimos las armas. Dado que no hay suficientes caballos
para desplazarnos todos, algunos tendrán que caminar. Son
treinta y dos kilómetros a través de la nieve.
Para cuando estamos listos para partir, el sol ya ha
desaparecido. La luna se alza como una pústula hinchada que
late entre un nido de estrellas desparramadas. Se me encoge el
estómago al verla. La noche es el dominio de los
umbrandantes, y vamos a viajar con muchos hombres heridos.
Iliana piafa con uno de los cascos, las orejas enhiestas. El
viento de la tormenta en ciernes no hace sino agudizar el frío.
El animal lo nota, al igual que yo misma: algo acecha tras el
velo.
—Mi señora —susurra Orla, sentada detrás de mí en la silla
de montar—, ¿qué haremos con los umbrandantes?
Paseo la mirada de una sombra a otra. Todo parece una de
esas criaturas grotescas y larguiruchas, aunque aún no he
captado el olor a humo que alerta de su presencia.
—Todo irá bien, Orla. —Una daga cuelga de mi cinturón.
Tengo el arco en el regazo y un carcaj repleto de flechas cuyas
puntas están embadurnadas de sal—. Yo te protegeré.
Me rodea la cintura con los brazos, fuerte.
—Gracias, mi señora.
Le doy unas palmaditas para reconfortarla.
Gideon, el guardia a quien conocí en la cena, dirige a su
enorme capón castrado hacia la vanguardia. Su armadura
resplandece bajo la luz de la luna, al igual que las armaduras
de los diez guardias que nos rodean.
—No hay enemigos a la vista.
Cruzo una mirada con Palas, sentado al frente de las tropas.
Cuatrocientas personas en plena huida, incluyendo a los
heridos, aunque solo contamos con sesenta soldados en buena
forma física. La mayor parte de las personas que componen la
comitiva son herreros, cocineros, caballerizos, labriegos y
sanadores que llevan semanas asignados al campamento de
guerra.
Hago un asentimiento y Palas alza un brazo para indicar
que hemos de partir. Abandonamos el campo, con la tormenta
en los talones.
Avanzamos despacio, aunque intento disimular tanto como
puedo mi preocupación, por el bien de Orla. Pasamos muchas
horas en medio del frío y de esta oscuridad que no cede. La
aguanieve no tarda en arreciar con fuerza agotadora sobre
nuestra comitiva. De vez en cuando, Palas alza una mano y la
facción entera se detiene, atenta, escuchando. Yo entrecierro
los ojos y oteo entre la nieve que cae, con un castañeteo de
dientes y los labios helados.
Hay un golpe a nuestra derecha. Iliana se aparta y empieza
a piafar. Alzo el arco con una flecha de punta empapada en sal,
que dirijo hacia el área manchada de sombras que parece latir
con un frío primordial.
Alguien, o algo, chilla.
Obligo a Iliana a girarse de un tirón de riendas. Los
caballos patean, paralizados, decididos a no moverse.
—Mi señora…
—Silencio, Orla.
Obedece.
Inspiro en el viento. Frío y aguanieve. Una tormenta puede
enmascarar un aroma, pero no huelo a ceniza. Ni un poco
siquiera.
Las nubes oscurecen la luna. A nuestra derecha, la espesura
del bosque es un muro de vegetación enmarañada. A nuestra
izquierda, un arroyo helado discurre paralelo al camino. Con
todos los sentidos alerta, escruto la zona en busca de
movimiento. Tenemos que avanzar, pero me da miedo apartar
los ojos de la oscuridad circundante.
Algo me roza el brazo. Me giro en la silla y apunto con la
flecha directamente entre los ojos de Palas.
—Mierda. —Suelto un siseo y bajo el arco. Me late el
corazón tan fuerte que no me sorprendería que se me detuviese
de pronto—. ¡Podría haberte matado!
—Mi señora —las riendas sueltan un crujido en sus manos
—, hay árboles camino abajo. Hemos de rodearlos.
Quiere decir que hay que apartarse del camino.
Maravilloso.
—¿Acaso no has oído ese ruido?
Contemplo con ojos entrecerrados la penumbra tras su
hombro mientras Iliana sigue piafando.
—¿Oír qué?
—Ese grito. —Me limpio con el antebrazo el agua helada
que se me acumula en los ojos—. Venía de la retaguardia.
Uno de los soldados emerge del vacío que hay más allá y
vira hacia mí. Su rostro, pálido y semitransparente, reluce por
culpa de la aguanieve que cada vez se acumula más.
—Se trata de Gideon, mi señora. —Suelta un aliento
entrecortado—. Ha desaparecido.
Un escalofrío me recorre la columna ya helada. Las bestias
deben de estar cerca, pero, en medio de esta nieve aguada, no
consigo oler el fuego y el azufre que las acompañan. Oigo otra
exclamación ahogada y me giro hacia el sonido.
Un umbrandante sale de entre las sombras.
El grupo se dispersa ante la aparición de la bestia. Otro
chillido que hiela la sangre se oye entre la multitud. Me giro.
—¡No! —rujo furiosa—. ¡Mantened la posición!
Un trío de sirvientes huye hacia el bosque.
Y luego dos más.
Palas orienta su montura hacia delante y se planta entre la
bestia y yo. Desenvaina la espada, que emite un quejido que
pone los pelos de punta.
El cuello largo y serpentino de la criatura se retuerce como
el de un áspid. Acto seguido, ataca. Incluso herido como está,
Palas se las arregla para apartar el caballo de esos dientes
rotos. Orla gimotea, angustiada, ante la escena. Yo apunto una
flecha al umbrandante, pero me da miedo clavársela por error
al capitán.
Los soldados esperan órdenes mientras recorren las filas e
intentan contener a los sirvientes amedrentados.
—¡Dejadlos! —grito con los ojos aún clavados en la bestia.
Quienes huyen están perdidos. Necesito todas las espadas.
Necesito orden. Necesito llegar a la ciudadela.
Palas continúa lanzándole espadazos al umbrandante, y me
percato de que está intentando alejarlo del grupo. Las sombras
del bosque empiezan a retorcerse. Los árboles se agitan,
aunque hace rato que no sopla el viento. Recuerdo que Bóreas
me dijo en su día que su presencia desagradaba al bosque.
¿Sucederá lo mismo con su gente?
Otro grito. Orla ha empezado a elevar una plegaria entre
dientes.
El soldado que me ha informado de la desaparición de
Gideon reparte órdenes a ladridos entre sus camaradas.
Dice:
—Mi señora.
Y dice:
—¿Qué hacemos, mi señora?
Y dice:
—¡Mi señora, por favor, se están acercando!
—Coloca en el perímetro a todos los hombres que tengan
arco —replico—. Tú —señalo a un soldado con barba situado
en la vanguardia—, lidera el grupo. Hay que rodear los árboles
caídos y seguir hacia la ciudadela. —No podemos estar muy
lejos. Llevamos la mayor parte de la noche viajando—. Orla,
sujétate.
—No sé si podré sujetarme con más fuerza —dice con voz
ratonil, a mi espalda.
Mientras el grupo sale a toda prisa en dirección a la
ciudadela, yo posiciono a Iliana a un lado del camino. Los
hombres de Palas se reparten equitativamente con los arcos
tensados, al igual que el mío. Unos pocos elegidos, los que
solo portan espadas y dagas, viajan con el grupo que se ha
adelantado.
Ahora que la tormenta nos ha dejado atrás, el olor a ceniza
nos golpea con fuerza. Ahí están. Han llegado.
—¡Mostraos! —siseo.
Una bestia emerge de entre los árboles.
Es más grande que mi cabaña de Bosquelinde. Unos ojos
rojos y rasgados me contemplan por encima de una boca
aplastada repleta de dientes aserrados de los que gotea un
fluido negro.
El soldado a mi derecha grita:
—¡A vuestros puestos!
En el aire reverberan susurros. Otro de su misma especie
aparece, y otro más. Un reguero de umbrandantes emerge
hasta inundar el espacio entre nuestra unidad y los árboles.
—Apuntad.
Cinco, seis, siete más. Luego ocho. Doce.
—¡Disparad!
Los chillidos reverberan por los bosques. Aquellas bestias a
las que les aciertan las flechas empapadas en sal explotan en
una lluvia de icor.
Dos hombres, espalda contra espalda, batallan contra tres
monstruos a la vez.
Un guardia a caballo se abalanza sobre una criatura sigilosa
y le abre un tajo desde el cuello hasta la entrepierna. La carne
del monstruo se abre, y una flecha en el pecho acaba con él.
Pero vienen más. Cuando uno de ellos se derrite, otro se
materializa para ocupar su lugar. Encocar, tensar, soltar.
Cabeza, ojo, pecho. Caen y no se levantan. Y ya casi no me
quedan flechas.
Mantener a Iliana en posición me cuesta bastante. Los
soldados luchan con dureza, pero cuantos más hombres
perdamos, más difícil será llegar de una pieza a los portones
de la ciudadela.
—No podemos seguir aquí —le digo a Palas—. ¡No
podemos contenerlos!
—¡Retirada! —grita Palas tras llevarse una mano a la boca
—. ¡Retiraos hacia la ciudadela!
Y entonces en el aire resuena el trueno que causan los
cascos de los caballos contra el suelo. Los umbrandantes nos
persiguen. No tienen una vista muy aguda, pero son rápidos y
aprovechan la oscuridad que los rodea para camuflarse. En
medio del caos de la estampida, un hombre tropieza en plena
huida desesperada. Se encoge ante el umbrandante que se
cierne sobre él.
Le clavo los talones en los flancos a Iliana y aprieto los
muslos en torno a ella cuando se lanza hacia la víctima de la
bestia. Tenso el arco y disparo.
La flecha se aloja en el centro del pecho de la bestia. Unas
venas de color escarlata reptan entre una humareda que
termina por romperse en una rociada de noche.
El hombre me contempla, boquiabierto. Le ordeno que se
ponga de pie:
—¡Muévete!
Seguimos avanzando a toda prisa. Por un claro entre los
árboles se atisba la ciudadela, una erupción de piedra negra en
medio de la montaña cubierta de nieve, la promesa de la
salvación.
—¡Abrid los portones! —grito.
Los portones se abren con un quejido estremecedor. Una
horda de hombres y caballos se abalanza hacia la seguridad del
castillo.
—¡Vamos! —Palmeo a un caballo cercano en los cuartos
traseros y el animal se lanza a través del umbral.
El resto del grupo avanza a toda prisa. Cuando el último
soldado pasa junto a mí, cruzo los portones con Iliana. Se
cierran con un estruendo resonante.
35

T
odo Neumovos se agolpa tras los portones.
El caos reina por doquier. El patio está tan atestado de
gente que no alcanzo a ver los adoquines del suelo.
Hasta el último hueco está ocupado, ya sea con niños
alborotados, algún marido alterado que intenta calmar a su
familia, un caballo, una cabra o algún carromato desastrado y
cargado de recuerdos sentimentales. Los soldados, con los
cuerpos cubiertos de cicatrices de la batalla y armaduras
empapadas de sangre, no hacen sino aumentar la tensión
imperante.
Me abro paso entre el gentío y exclamo:
—¡Quienes necesiten comida que se dirijan por favor a los
establos. Si os hacen falta ropas de abrigo, id por favor al patio
del ala este!
—Mi señora —una madre joven me aferra el brazo con la
mano y me detiene—, ¿se sabe algo de los soldados que
faltan?
No es la primera que me lo pregunta. Le doy la misma
respuesta que ya le he dado a la última mujer que me lo
preguntó y al hombre que me lo preguntó antes que ella:
—Lo siento, hasta que no regrese el rey, no sabré nada.
Con los ojos húmedos, la mujer asiente y me suelta el
brazo. Pero siento su mirada mientras oriento a una pareja de
ancianos hacia Orla, que está repartiendo calcetines de lana.
Han pasado varias horas y no hay señal de Bóreas. Estoy
preocupada por él; una sensación nueva e incómoda. Cuando
llegó a Neumovos la noticia de un posible ataque, todos
metieron en petates lo que pudieron y se dirigieron hacia aquí.
Tres mil espectros, carentes de suministros, apenas vestidos,
desesperados y amedrentados. No pude rechazarlos.
Bóreas se enfurecerá cuando se entere.
Cuando ya hemos repartido la última de las mantas, los
refugiados ocupan las salitas, los salones de baile y las salas de
estar. Es entonces cuando me pierdo entre los enormes
corredores de piedra. Ha llegado el alba. Doce horas sin
dormir han pasado en un suspiro.
Tengo el cuerpo tan exhausto que siento la tentación de
aovillarme en el suelo, pero consigo ascender el largo camino
hasta el piso de arriba. En lugar de girar a la derecha en la
bifurcación del pasillo, voy a la izquierda, donde cuatro
guardias bloquean el paso al ala norte.
—Quiero entrar en los aposentos de mi esposo —digo.
—Nadie sino el propio rey puede entrar, mi señora —dice
el más alto de los soldados presentes.
—Dado que soy su esposa —digo—, está claro que esa
restricción no se me aplica a mí.
—Dejadla pasar. —Palas aparece en el extremo del pasillo,
irritable y cansado—. Son las órdenes del señor.
Los hombres se apartan y me dejan vía libre hasta un par de
puertas dobles al final del corredor. Cierro los dedos alrededor
de los fríos pomos y las abro de un empujón.
Oscuridad. Una oscuridad de la que emana frío, un frío
absoluto que respira desde el umbral abierto. Un gorjeo
estridente me resuena en las orejas, una advertencia de que me
aleje de aquí. Es una caverna, un cráter, una cavidad, un pozo.
La madriguera de un umbrandante. Y, sea por la razón que sea,
me planteo entrar.
Dudo mucho que Bóreas haya colocado algún tipo de
trampa. A fin de cuentas, el servicio entra a limpiar. O mejor
dicho, es Orla quien entra. Jamás me dice con cuánta
frecuencia, pero…
Aprieto los dientes. No soy ninguna cobarde. No será la
primera vez que entro en sus aposentos, pero sí la primera vez
que lo hago por la puerta, no por la ventana. No hay razón
alguna para que sea distinto.
Así pues, entro en sus aposentos y cierro la puerta tras de
mí.
Tras toquetear en la oscuridad, consigo encender una de las
lámparas. Los aposentos del rey son enormes, pero en mi
última visita no tuve tiempo de estudiarlos bien. El espacio es
menos utilitario de lo que pensaba. Hay ciertos toques
hogareños, como una manta que cubre uno de los sillones. La
habitación principal desemboca en una cámara circular
rodeada de estanterías altas, con cortinas que cubren las
ventanas. Tras otra puerta hay un baño.
Me tambaleo, sobrecogida por la incertidumbre. ¿Qué le ha
sucedido a Bóreas? No sé nada. Sorda y ciega como estoy a su
paradero, me falta confort, seguridad. Recupero la claridad y
me encuentro hurgando entre su escritorio, mirando tras las
estanterías, rebuscando por sus aposentos con la esperanza de
encontrar una reserva de vino, pero no hay nada. Se me encoge
el corazón de pura decepción, pero también de alivio. No era
mentira: ha tirado toda su colección.
Me giro hacia la cama: una panoplia de mantas del color
del vino y un cabecero reluciente del tamaño de un caballo.
Me puede la curiosidad. Me tiro sobre el colchón y caigo
entre suaves almohadas que se hunden y mantas de plumas. Es
agradable, muy agradable. Se me escapa un suspiro al contacto
con las mantas, mi cuerpo se deja llevar…
No recuerdo el momento en que me quedo dormida, pero
algo me despierta con un sobresalto: un sonido extraño. El
fuego en la chimenea no es sino ceniza y humo, aunque aún
arden algunas brasas.
El pomo de la puerta gira. Alguien suelta una maldición al
otro lado. Claro, he echado el pestillo por dentro.
Bajo de la cama de un salto, quito el pestillo y abro la
puerta de golpe en el mismo momento en que Bóreas choca
contra mí con todo su peso. Ambos caemos al suelo, mi cuerpo
aplastado bajo el suyo.
Suelta un gemido, con el rostro pegado a mi cuello.
—Bóreas. —Lo empujo por los hombros. No se mueve—.
Que me estás aplastando.
—¿Wren?
Esa palabra dicha en tono pastoso me dispara todas las
alarmas. ¿Dónde están los guardias?
—Levántate —gruño, y me las arreglo para quitármelo de
encima de un fuerte empujón. Cae de lado, pero no se mueve.
—¿Bóreas?
Me arrodillo a su lado y lo escruto de la cabeza a los pies.
Hay mucha sangre. Tanta que, si fuese mortal, me preocuparía.
Dado el modo en que yace ahí, en el suelo, bien podría ser un
cadáver. Un fluido negro y oleoso le empapa las piernas.
No puede morir, me recuerdo, pero no sirve de mucho para
calmar mi preocupación.
—La sangre no es mía —dice arrastrando las palabras, los
ojos cerrados.
Saberlo me produce un alivio sorprendente.
—Bóreas —le doy un golpecito en el pecho—, levántate.
Tienes que limpiarte toda esa sangre.
—No puedo. Estoy demasiado cansado.
Con los brazos en jarras, lo escruto y suelto un suspiro
cansado. Bueno, al menos está vivo. Eso es todo lo que
importa. Si quiere dormir en el suelo, que así sea. Pero
primero necesita un baño.
—¡Orla! —Debe de estar por aquí, en alguna parte, aunque
juraría que, si la llamase desde el extremo opuesto de la
fortaleza, de alguna manera se las arreglaría para oírme.
Un minuto después capto el eco de sus rápidos pasos.
—¿Sí, mi señora? —Cruza el umbral, con el rostro
enrojecido por el esfuerzo, y casi se tropieza con el cuerpo
tendido de Bóreas. Ahoga una rápida exclamación—. ¿Mi
señor?
—Se encuentra bien, solo está cansado. —Agotado, más
bien—. ¿Puedes traer a alguien para llenar la bañera, por
favor?
Aparta la mirada de la figura yaciente de Bóreas.
—Ahora mismo.
Para ser una mujer de mediana edad, Orla puede ser
extremadamente rápida cuando la situación así lo requiere. Se
me antoja que apenas pasan unos segundos antes de que entre
un grupo de sirvientes con cubos de agua humeante, que van
vertiendo en la bañera de madera hasta llenarla. Se marchan
tan rápido como han venido.
—¡Gracias! —exclamo mientras salen y cierran la puerta
tras de sí.
Luego me giro, los brazos cruzados, y estudio al rey.
¿Sufrirá una conmoción?
Le doy una patada en la pierna, aunque más bien es un
toquecito. Gruñe y tuerce el gesto.
—Esposa —gruñe.
—¿Sí? —replico, paciente.
Abre los párpados y me dedica una mirada entornada.
—Debería haber sabido que no ibas a dejarme dormir en
paz.
—Eres consciente de que te has desplomado en el suelo,
¿verdad? —Como no responde, añado—: Tienes que lavarte.
Apestas.
—Es comprensible, teniendo en cuenta la cantidad de
umbrandantes que he matado hoy.
Las palabras le salen de los labios, lentas, fatigadas. Lo
recorre un escalofrío y se le tensan los tendones del cuello.
La primera punzada de inquietud me atraviesa.
—¿Seguro que no estás herido?
¿Será posible que haya sufrido alguna herida pero no se
haya percatado en el fragor de la batalla?
—Seguro.
Pero no se mueve.
—¿Entonces por qué no te levantas? —pregunto.
—Pues… —Pasea la vista por la habitación, los dedos
crispados.
—¿Qué pasa? Escúpelo.
—No puedo levantarme solo.
Debe de estar agotado hasta lo indecible para admitir algo
así. Lo escruto con más atención.
Siempre tiene la piel pálida, pero dicha palidez ha
adquirido un tono desagradable, debajo de una fina capa de
sudor. Bajo esa mirada nublada hay profundos moretones. El
Rey Escarcha no enferma. No puede morir. Dice que no está
herido. ¿Entonces por qué tiene un aspecto tan terrible?
—He gastado todo mi poder —me explica al ver mi
confusión—. El dolor y la fatiga son efectos secundarios de
ello.
No sabía que pudiese gastar todo su poder. Pero, por otro
lado, ¿qué se yo de su poder, de sus capacidades, de hasta
dónde llegan? Muy poco.
No resulta fácil poner en pie a un hombre adulto, pero me
las arreglo para conseguirlo. Juntos nos acercamos al baño. Se
sienta en un taburete junto a la bañera y me mira con aire
amodorrado. Recuerdo nuestro beso desesperado, anhelante,
bajo la protección de la tienda; nuestras lenguas calientes y
ansiosas, el fuego que hervía bajo la piel.
Si no nos hubieran interrumpido, yo habría llegado al
clímax entre sus dedos, y me imagino que a él le habría pasado
lo mismo, con mi mano sujetando su dura erección. Antes del
rey, nadie me había tocado con un deseo tan patente.
Se me acelera el pulso y aparto el pensamiento de la mente.
Me doy cuenta de que Bóreas me mira como si él también lo
recordase.
—No pienso desnudarte.
Resopla, más una vibración que un sonido.
—No espero que lo hagas. No tengo tanta suerte.
¿Suerte? Pues sí que sufre una conmoción.
—Cierto. —Inspiro por la nariz—. Desde luego que no
tienes tanta suerte, lo que tienes son dos manos: lávate y te
ayudo a meterte en la cama.
Porque, por el motivo que sea, la idea de que Bóreas tenga
que arrastrarse sin ayuda hasta la cama me entristece.
Mientras se desprende de la sangre y la mugre que le cubre
la piel, atizo el fuego hasta que este ruge en la chimenea. El
calor me calienta las articulaciones rígidas y doloridas. Me
siento en el reposabrazos de una de las sillas, con las manos
unidas y las piernas temblando.
Al otro lado de la pared salpica el agua. Luego se oye un
golpe y una maldición.
—¿Te encuentras bien? —Me levanto y cruzo la estancia
—. ¿Bóreas?
Llevo la mano al pomo y oigo el suspiro que emite. Es todo
lo que necesito por respuesta.
Pensándolo bien, debería haberme preparado para la escena
que me aguarda al otro lado de la puerta, porque imaginar a
Bóreas en pleno baño es muy diferente de presenciarlo. Es de
complexión tan ancha que la bañera, de buen tamaño, parece
pequeña en comparación. Un agua lechosa y con aroma a rosas
lo cubre de cintura para abajo. Un escrutinio rápido me
demuestra que está ileso, solo completamente frustrado.
Murmura:
—No me llego a la espalda.
Sí, eso es un problema.
Una brisa fresca me acaricia tentativamente la mejilla. Sin
apenas darme cuenta, digo:
—Te puedo ayudar si quieres.
No parece entusiasmado. Mientras tanto, hago un esfuerzo
para mantener los ojos por encima de su pecho.
Como no responde, suelto un suspiro:
—De acuerdo, si prefieres chapotear como un pescado, haz
lo que te dé la gana.
—Espera.
Con la boca fruncida, me vuelvo poco a poco hacia él. Con
evidente reticencia, Bóreas me tiende una pastilla de jabón.
Parece tan triste que tengo que reprimir una sonrisa. Pues no,
no quiere que lo ayude, pero me lo está pidiendo igualmente.
Acerco un taburete de un rincón y me coloco detrás de él.
Hago espuma con el jabón. Al instante, se apoya contra la
parte trasera de la bañera, de modo que solo sus hombros y su
cuello quedan al aire. Unos hombros anchos, muy anchos,
manchados con los restos de la batalla.
En cuanto lo toco, el rey se tensa. El sudor y la mugre le
resbalan por el cuerpo nervudo y oscurecen aún más el agua.
Me imagino que estoy bañando a una anciana, a alguien cuya
presencia no altera el ritmo de mi corazón. Sin embargo, no
tardo en comprender lo inútil que es este esfuerzo imaginativo.
El tacto de su piel bajo el escrutinio de mis dedos, el modo en
que se desliza sobre ella el agua jabonosa, todo ello se me
antoja altamente sensual.
Hay un leve chapoteo al apartarme de él.
—Inclínate hacia delante, por favor.
Bóreas está rígido como un ladrillo. Reprimo el impulso de
contemplar su semblante, por miedo a lo que podría
encontrarme. Estoy segura de que mi contacto no le repugna.
Me besó con las ansias de un muerto de hambre.
Aparta los dedos del borde de la bañera y se inclina hacia
delante, de modo que el arco de su columna vertebral queda al
aire, así como todas las cicatrices que le recorren la espalda.
Me quedo inmóvil. Ya las he visto antes, pero nunca desde
tan cerca. Esta piel ni siquiera parece piel, sino más bien
erupciones amontonadas, como si las heridas se hubiesen
sanado para volver a abrirse a continuación. No alcanzo a
imaginar cuánto habrá sufrido.
Con una levísima caricia, paso las manos enjabonadas
sobre esa extensión irregular de cicatrices. Se le altera la
respiración, que sale entrecortada. Inclina la cabeza hacia
delante en un ademán de confianza que me provoca un nudo
en la garganta.
—Fue idea mía que nos uniésemos a la resistencia que
pretendía derrocar a los dioses antiguos —dice con voz
pastosa—. Estaba convencido de que una nueva vida, bajo un
nuevo mandato, nos acarrearía más libertad e influencia. —
Traga saliva y prosigue—: Me equivoqué. Los dioses nuevos
quisieron usarnos de ejemplo, para demostrar lo que le
sucedería a quien conspirase contra ellos. Nos condenaron a
mis hermanos y a mí a ser flagelados.
Me encojo, pero consigo contener la lengua; prefiero darle
espacio para que concluya el relato.
—Solicité que me diesen a mí los azotes que debían recibir
ellos. El Concilio de los Dioses aceptó que yo recibiese el
castigo completo y ralentizó mis habilidades curativas para
que me saliesen cicatrices en la piel. Así siempre recordaría mi
fracaso.
Digiero el dato y lo coloco en los espacios vacíos que hay
entre todo lo que ya sabía del rey, y lo que creía saber.
—¿Duelen? —pregunto, recogiendo agua con las manos
para limpiar los surcos. Le corre por las protuberancias que le
recorren la columna.
—A veces me tiran de la piel, y me duele la espalda si no
hago estiramientos después de hacer mucho ejercicio. —La
última palabra es apenas audible. Se está quedando dormido
en el baño.
—Bóreas —lo sacudo del hombro—, voy a llevarte a la
cama, allí podrás descansar en condiciones. Estás hecho polvo.
—No puedo descansar. —Se endereza y gira la cabeza
hacia mí—. Hay mucho que hacer, demasiados heridos,
demasiadas muertes —añade—. Tendré que fortificar la
barrera que rodea la ciudadela, pero eso tendrá que esperar
hasta que haya recuperado mis poderes.
Hace un esfuerzo por levantarse, pero está tan agotado que
solo consigue salpicar agua por encima del borde de la bañera.
Si el Rey Escarcha no piensa hacerme caso, tendré que
engatusarlo para que se eche a dormir. Su cuerpo está
demasiado cargado de adrenalina, y su mente no deja de dar
vueltas sin fin. Entiendo bien qué es lo que necesita.
—Estás demasiado tenso —susurro, y paso la punta de los
dedos por la cuesta de sus hombros. Me contempla mientras
recoloco el taburete en un lateral de la bañera para mirarlo de
frente—. ¿Puedo hacerte una sugerencia?
Como si notase un cambio en el aire, entrecierra los
párpados bajo esa mirada azul, una ráfaga de color a pesar de
la fatiga.
—Sigue.
—El cuerpo, después de eyacular, tiende a relajarse.
Abre los labios, sorprendido.
—¿Sexo?
Siento un tironcito en la pelvis al oír su tono áspero. Centro
la atención en el agua sucia, donde tiene las piernas separadas,
y atisbo el leve contorno curvo de su erección en el abdomen.
—Sexo no —digo con voz ronca. Dioses, necesito un trago
—. Me voy a centrar solo en tu placer.
Porque, si he de arder en el infierno, sea cual sea, quiero
que Bóreas arda conmigo.
El silencio se alarga. Nos contemplamos el uno a la otra y
me pregunto si se da cuenta de que la sugerencia ha nacido de
mi propio deseo egoísta. Quiero tocarlo, quiero sentir su
cuerpo vivo, quiero ver cómo se le rompe el cuerpo, y al
diablo las consecuencias.
Con cuidado, replica:
—¿Y qué tienes en mente?
No ha dicho que no. Ya es algo.
—Tú no tienes que hacer nada. Quédate ahí sentado y yo te
toco.
Bóreas me escruta el rostro, como si anticipase algún tipo
de trampa. Pero si es una trampa, la estoy tendiendo yo.
—¿Y qué pasa con tu placer? ¿Acaso no esperas que haga
lo mismo? —Frunce el ceño. Casi diría que resulta tierno—.
Quiero darte placer si me lo permites.
Se me hace un nudo en la garganta, pues recuerdo nuestro
escarceo en el campamento, el final abrupto al que llegamos.
—Te lo agradezco —grazno—, pero ahora lo que quiero es
darte placer yo a ti, si te parece bien.
Al cabo, se echa hacia atrás, cauteloso, pero rendido. Un
destello de tensión aparece en él y lo bloquea.
Paso los dedos de una mano por la superficie del agua y
dejo que se acomode. Con las rodillas dobladas y las piernas
separadas, parece un rey de la cabeza a los pies, en cada
inesperado recodo de su ser, si bien afilado por la batalla.
Le rozo el abdomen con la punta de los dedos y mi contacto
deja una estela de piel de gallina. Tengo la boca dolorosamente
seca. Mis dedos siguen avanzando por las protuberancias del
abdomen, el pecho esculpido, y bajan, bajan, hasta que cierro
la mano en torno a ese miembro protuberante y duro.
Bóreas gime y su cuerpo se curva, indefenso, en mi mano.
Todos mis pensamientos se drenan por el tamiz de mi
mente. Su tacto es exactamente como recordaba. Hay un calor
compacto, latente, bajo la carne. Paso los dedos despacio,
experimentando, desde la base hasta la punta, una vez y luego
otra. Las caderas del rey se estremecen, aunque se le hincha
aún más el miembro entre mis dedos. El aroma de su erección
se propaga por el aire y me arrebata lo que me queda de
cordura.
Miro cómo mi propia mano lo acaricia bajo la superficie
jabonosa del agua. Él, por su parte, me mira a la cara, y se le
escapa un siseo cada vez que me aplico con más énfasis sobre
la cabeza.
—¿Bien? —pregunto, y lo miro a los ojos.
No. Más lento.
Las sombras le han alargado los dedos hasta convertirlos en
garras. Cuando ya no basta con mis caricias, empieza a
bambolear las caderas, de forma lenta y deliberada, empujando
el miembro por la abertura que supone mi mano. El agua
salpica, un sonido lejano. Siento un calor abrasador en el
cuerpo. Cuando llego a la misma base de su polla, Bóreas
suelta una maldición jadeante.
—¿Así? —Repito el movimiento.
Aparta una de las manos del borde de la bañera y me agarra
la muñeca. Las sombras me gotean por la piel marrón. Me guía
la mano, abre aún más las piernas, ladea la pelvis, echa la
cabeza hacia atrás. Un movimiento lento, ondulante. Lo repite,
más rápido. Aparta la mano y la deja sobre el muslo, apretada
en un puño.
—Sí —jadea al tiempo que cierra los ojos.
Las mejillas se le ponen rojas, se le vuelven más oscuros
los labios. Una gota de agua, o quizá de sudor, le recorre el
lateral de la mandíbula. Me inclino hacia delante y se la limpio
de un lametón.
Hay algo tremendamente erótico en llevar a Bóreas hasta el
clímax. Ver la compulsión, el sexo, que destierra toda la razón.
Bóreas es la fuerza indomable que reina sobre muchas vidas,
un martillo que da forma al metal derretido. Pero esta noche
contemplo cómo se rompe.
El agua chapotea por los movimientos rápidos de mi mano.
Mi agarre se aprieta al ascender y relajo los dedos alrededor de
la ancha cabeza. Recorro el contorno y vuelvo a apretar con
suavidad. Su cuerpo se arquea de un modo hermoso, la
mandíbula tensa revela la rapidez con la que está perdiendo el
control
Cuanto más cerca está de acabar, más reprimo yo mis
propios impulsos. Quiero meterme en la bañera y rodearle el
regazo con las piernas. Aplastarme contra su cuerpo hasta que
el mío se haga pedazos. Podría hacerlo. Seguramente no me lo
impediría. Pero antes hablaba en serio: esto es para darle
placer, y al final del camino aguarda el sueño, un sueño tenue.
En un arrebato de osadía empiezo a juguetear con sus
testículos. Bóreas se estremece y suelta una violenta
maldición.
—Wren. —La boca entreabierta, los labios rojos, rojos,
rojos.
Acelero el movimiento. Él se balancea hacia mí. La polla
asoma por el agua. Suelta un gemido estrangulado, brusco y
gutural. Una de sus manos se aferra, los nudillos blancos, al
borde de la bañera. Con la otra me agarra el brazo.
—Más —susurra.
Entreabro los labios como respuesta a su lascivia, al
hambre que le crece en las pupilas, que me provoca un dolor
anhelante en las tripas. Cuando empiezan a temblarle las
caderas, le aprieto el miembro con suavidad y Bóreas explota
en mi mano con un chillido ronco. Su simiente me mancha la
mano mientras él apura los últimos coletazos de placer con
arremetidas demenciales, hasta soltar la última gota. Mis
caricias aminoran hasta que él se derrumba en el agua,
completamente vaciado. Afloja el agarre en mi brazo y me
acaricia la piel un breve instante, para luego soltarme del todo.
Me lavo la mano, satisfecha al ver cómo entrecierra los
ojos. Esta noche dormirá bien. En cuanto a mí, mis rincones
secretos palpitan, pero me obligo a ponerme en pie y tenderle
la mano:
—Sal.
El Rey Escarcha apenas mantiene la consciencia mientras
echo mano de una toalla y se la pongo por la cintura.
Apretados, cuerpo con cuerpo, lo llevo hasta la cama. El
aroma a jabón que mana de su piel me incita los sentidos.
—Gracias —dice Bóreas.
—¿Por?
Hace un gesto hacia la chimenea.
—Ah. —¿Qué más da que se haya percatado de que he
encendido un fuego? La habitación estaba fría. Cualquiera
habría hecho lo mismo—. De nada.
Su atención se centra en algún lugar a mi derecha y sus ojos
se ponen alerta. Por el motivo que sea, me da miedo mirar,
como si, inconscientemente, supiese qué está mirando.
Me giro. Está mirando la cama. O más concretamente, el
hueco en el centro del colchón, prueba innegable de que ahí ha
yacido un cuerpo. Con mucho cuidado, pregunta:
—¿Estabas durmiendo en mi cama?
Se me calienta el rostro.
—Estaba… comprobando si aguanta bien.
—Ya veo. ¿Y esto qué es? —Como si el hueco no fuese lo
bastante vergonzoso, el rey hace un gesto hacia la enorme
mancha de saliva seca en una de las almohadas.
—Eso —digo con los pocos jirones de dignidad que me
quedan— ha sido un error.
—Ajá.
—Túmbate, Bóreas. —Lo empujo con suavidad hacia el
colchón, donde se derrumba con un gemido agotado. La toalla
se le queda a la cintura por pura fuerza de voluntad.
—No hace falta que te quedes —consigue decir—. Sé que
preferirías estar en cualquier otro sitio.
Asume cosas de mí misma que ni yo sé si siguen siendo
ciertas. Pero que piense lo que quiera. Es más sencillo
mantener la distancia. Es más sencillo no pensar en lo poco
que le ha costado desvelarme por completo, llevarse de mí
cosas que no sabía que quería darle.
Lo cubro con las mantas. En pocos segundos se queda
dormido. Dado que no hay motivo alguno para quedarme aquí,
me vuelvo a mis aposentos. Bóreas tenía razón: no hacía falta
que me quedase.
Pero, si me lo hubiese pedido, me habría quedado.
Al día siguiente, Bóreas no viene a desayunar. O bien me está
evitando tras nuestro último encuentro sexual, o tiene algún
motivo para no venir. Cuando me marché de sus aposentos,
aún respiraba, y no vi heridas abiertas en su cuerpo, pero no sé
qué consecuencias tiene que se agote el poder de un dios.
Sea como sea, cuando se despierte tendrá hambre, así que
lleno un plato y lo subo a sus aposentos mientras los sirvientes
se ocupan de llevar comida a nuestros numerosos huéspedes.
Esta vez entro en el ala norte sin incidentes. Alzo la mano para
llamar, pero la puerta se abre. Bóreas, vestido con una
camisola del color del mar en invierno y unos pantalones
holgados, se detiene, sorprendido.
—Hola. —Alzo el plato para llamar su atención sobre la
comida, y no sobre mis mejillas sonrojadas—. No has venido a
desayunar, así que te he traído esto. Por si tenías hambre.
Porque ¿qué otra cosa podrías hacer con un plato de
comida, estúpida? Sea como sea, tiene un aspecto mucho más
saludable.
Bóreas mira la comida, luego a mí y luego nuevamente la
comida.
—Hay gente en mi ciudadela.
Alzo una ceja.
—Pues sí.
—Todo Neumovos al completo, si no ando muy errado.
—No andas errado, no.
Una mirada oscura y hostil me exige una explicación.
Paso junto a él y dejo el plato en una mesa del fondo.
Luego digo:
—No me quedó opción. Solicitaron refugio y no pude
rechazarlos.
Ante esto, Bóreas asiente, como si él hubiese tomado la
misma decisión. Echa mano de un trozo de tostada del plato.
—Los umbrandantes están desperdigados por todo el reino
ahora mismo. No sé cuánto tardarán en atacar.
—De hecho, quería hablarte de eso.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Me gustaría celebrar la fiesta que estábamos
preparando.
Se detiene en mitad del gesto de llevarse la tostada a la
boca.
—Eres consciente de que estamos en vísperas de una
batalla, ¿verdad? No podemos permitirnos distracciones.
—¿Con cuánta rapidez crees que se reorganizarán los
umbrandantes?
Rumia la pregunta.
—Resulta difícil de decir. Alguien o algo los controla, pero
aún no sé qué es. No podemos bajar la guardia ni por un
instante. Hemos de prepararnos para cuando contraataquen.
Con los brazos cruzados, lo escruto con la confianza de
quien sabe lo que hace. A veces funciona, a veces no.
—¿Por qué no podemos hacer ambas cosas?
Bóreas me tiende una rodaja de melón. Ya he comido, pero
acepto la ofrenda, pues esta mañana me siento particularmente
amigable. Me contempla masticar con una atención tan intensa
que tengo que apartarme.
Por supuesto, la mía se centra en la cama, en las sábanas
revueltas. Desvío la mirada, pero la nariz de Bóreas aletea
como si percibiese el aroma de mi excitación, si bien algo así
es imposible.
—¿Estás pensando en algo en concreto? —murmura en
tono cómplice.
—No.
Da un paso al frente.
—Tienes las mejillas sonrojadas.
Bajo la mirada hacia su pecho, y aún más abajo, a la
inconfundible erección que contienen sus pantalones. Podría
alargar la mano y tocarlo si quisiese. Pero sería una idea
terrible. Probablemente.
Carraspeo y alzo la mirada. Él me acaricia la cara y me
recoloca un mechón de pelo tras la oreja con gesto tierno y,
parece, sincero.
—¿Estás pensando en anoche? —pregunta en tono bajo.
—Por supuesto que no —digo con la barbilla alzada—. Soy
una flor delicada.
Una risa cálida espanta el frío que impera en la habitación.
—Jamás he oído mentira más grande.
—Mira, sé lo que vas a decir sobre la fiesta. Vas a decir que
no quieres gente en tu espacio, pero tus hombres están
cansados. Los aldeanos están asustados. Creo que un festejo
contribuirá a mejorar el humor de todo el mundo. Podemos
celebrarla mañana. La decoración ya está colocada y hay
comida suficiente. Estoy segura de que los umbrandantes no
podrán reagruparse tan rápido después de haber perdido
tantos…
—Wren —suspira.
—… y de verdad que creo que ayudaría a aumentar la
moral de la gente. Admitámoslo: bastante duro es un invierno
sin fin en un interior mal decorado…
—Wren.
—… y aunque estás enfadado conmigo por haber
organizado la fiesta y no haberte dicho que he invitado a todo
el pueblo…
—Wren.
—¿Qué? —digo.
—La respuesta es sí.
—Eres… Oh. —Dejo caer los brazos—. ¿En serio?
Hunde la barbilla.
—Con una condición.
Por supuesto que no iba a ser tan sencillo.
—¿Qué condición?
—Debes invitar a tu hermana.
36

–N
o.
Esa es mi respuesta. No necesito explicar más.
Bóreas me contempla mientras camino en círculos por la
habitación.
—¿Me explicas por qué no?
De todas las peticiones que esperaba por parte del Viento
del Norte, esta es la más inesperada.
—Bien lo sabes ya.
Tras la humillación de mi primera visita, no tengo el menor
interés en repetirla. Regresé a las Tierras Yermas con el rabo
entre las piernas, tuve que lamerme las heridas y sufrir en
silencio. Que mi hermana me tratase con tanta frialdad…
rompió algo dentro de mí.
Unos pasos casi silenciosos me siguen. El calor y el aliento
de la manta corporal que es el rey se apoyan en mi columna,
como si yo tuviese la libertad de apoyarme en él, de tomar
prestada su fuerza en este momento si así lo deseo.
Bóreas suspira.
—Wren.
—Elora no quiere que forme parte de su vida —digo. La
voz se me quiebra al pronunciar la última palabra—. Me lo
dejó perfectamente claro.
A fin de cuentas, yo solo estaba ahí para cubrir sus
necesidades, ¿verdad? Comida en la mesa, un techo bajo el
que resguardarse. Dulces cuando podía hacerme con algo de
dinero extra, lo cual casi siempre suponía acostarme con el
sobrino del costurero. Elora jamás manchaba esas prístinas
manos suyas.
Me acerco a la cama, voy hasta la ventana, vuelvo a la
cama y luego hasta la chimenea.
—No importa. Elora tiene ahora a su amado Shaw, y al
bebé que lleva en el vientre. No me necesita y yo tampoco la
necesito a ella. Ni a ella ni a nadie. —Me agarro a la repisa de
madera—. Debes de pensar que soy una hermana terrible.
—No he dicho nada parecido.
—¡Pero lo piensas! —estallo, y me giro. La rabia me
consume con una velocidad que quita el aliento, me sube por
la garganta, me sale por la boca, me supura por los ojos—.
Debería alegrarme por ella, pero la verdad es que quiero que
Elora se sienta igual que me siento yo. Quiero que se sienta
traicionada y dolida, como yo. Quiero que todo el peso que he
cargado por nuestra familia se deposite sobre sus hombros y le
rompa la columna.
El rey me contempla con una mirada firme, carente de
juicio alguno. Por eso, y solo por eso, continúo:
—A veces pienso en regresar a Bosquelinde y tirar todos
sus suministros de comida, o bien en hacerles agujeros a los
gorros y los abrigos. Pero, sobre todo —digo con una risa
medio demente—, me pregunto si la culpa es mía, por
haberme tenido tanto tiempo en tan baja estima a mí misma,
hasta el punto de haber desperdiciado mi vida al servicio de
alguien que no apreciaba lo que estaba haciendo.
Fluyen las lágrimas y se me arruga el rostro. Alzo las
manos para escudar el semblante de la mirada de Bóreas, pero
el dolor que siento sale a borbotones:
—Todo esto es culpa tuya, ¿sabes? —consigo decir en tono
tembloroso—. Por fingir que te importan mis sentimientos.
Despreciarlo igual que antes ya no es una opción. De
hecho, me resulta imposible.
Apoya esas grandes manos suyas en mis hombros. Basta un
tironcito para que yo descanse la cabeza sobre su pecho sin
resistirme. Inspiro hondo y el aroma a invierno me invade los
pulmones. Lo mantengo dentro de mí tanto como soy capaz,
para no perderlo.
—No estoy fingiendo, Wren. Tus sentimientos me
importan.
Dado que el Viento del Norte no miente, debe de ser cierto.
La vida era mucho más sencilla cuando nos odiábamos.
—Necesitas cerrar esa etapa —dice—. Justo lo que te
permitirá esta visita.
En el fondo, ya sabía que iba a necesitar algo así, pero no
estoy segura de estar lista.
—¿Vendrás conmigo?
Me aprieta ligeramente la nuca.
—Solo tienes que pedirlo.

Algo más tarde, esa misma noche, Bóreas y yo nos


encontramos en la entrada de Bosquelinde. Nuestras botas
rozan la línea de sal que rodea el pueblo. La aldea parece
mucho más pequeña de lo que recordaba. He visto el mundo,
he abierto la mente, el modo en que veo las cosas ahora es más
amplio. Y, sin embargo, este es el lugar donde nací. Representa
todo lo que fui.
—Creo que voy a vomitar —murmuro mientras contemplo
la plaza del pueblo en la lejanía.
Antes de partir me tragué un trozo de tarta. Para reunir
valor.
La mayor parte de los aldeanos ya se ha acostado, pero tras
algunas ventanas se atisba algo de luz encendida. Qué
cansadas parecen las cabañas. Los pocos animales que
sobreviven se amontonan en los gallineros, pellejos viejos y
huesos frágiles. Es poco probable que sobrevivan a los
próximos meses. Qué tristeza.
—Si vomitas —bromea el Rey Escarcha mientras escruta el
pueblo—, intenta no mancharme las botas.
—No prometo nada.
Se gira hacia mí.
—No hace falta que vayas a verla ahora mismo. Podemos
regresar más tarde, cuando estés lista. En última instancia, la
decisión es tuya.
Pero la fiesta es mañana. Por más que quiera evitar este
encuentro, no puedo. Es algo que debo hacer por mí misma.
Cruzo la barrera de sal y atravieso la calle desierta. Dejo
atrás la plaza y me dirijo al estrecho camino de nieve
amontonada que lleva hasta la casa de Elora y Shaw. Mientras
tanto, nuestra cabaña sigue vacía.
La duda empieza a asaltarme. Llego sin avisar, en medio de
la noche, con el Rey Escarcha detrás de mí. Una mirada en su
dirección me confirma que tiene un aspecto tan peligroso
como en su última visita, envuelto en esa larga capa y con esas
facciones crueles, esculpidas con mano firme.
—¿Crees que podrías tener un aspecto algo más accesible?
Menos… ¿así?
Señalo su ceño fruncido.
—Esta es la cara que tengo —dice en tono desabrido.
—Ya. Claro. —Intento sonreír, pero no me sale bien.
Bóreas resopla y me da un leve apretón en la nuca con
gesto afectuoso. Luego, con un empujoncito, me invita a
avanzar, a acercarme a casa de Elora.
Mi corazón late con una rapidez enfermiza.
—No frunzas el ceño —digo—. Y no te muevas demasiado
rápido… Podrías asustarlos.
—¿Algo más?
—Mantén la lanza escondida. Asegúrate de masticar con la
boca cerrada.
—Siempre mastico con la boca cerrada —me suelta—.
Pero a ver si te aplicas tus propios consejos.
Lo ignoro.
—No te quites los guantes. Ah, y no…
—Wren —me detiene antes de que lleguemos al porche,
con gesto firme pero amable, una combinación que he llegado
a apreciar en él—, ni tú ni yo hemos de cambiar nada. O Elora
acepta las circunstancias o no las acepta. No podemos
controlarlo.
—Si me dice que me marche…
No puedo ni terminar la idea. Duele demasiado.
Algo se suaviza en su expresión.
—Si te dice que te marches, tú y yo nos marcharemos. —
Pone mi mano en su pecho. El corazón le late a un ritmo que
me centra—. Pero al menos le habrás dado cierre a tu relación
con Elora. Sabrás que lo has intentado. Luchaste por ella, pero
ella no habrá querido luchar por ti.
Tú sí; casi se me escapa. Tú sí que luchaste por mí.
Jamás entenderé cómo hemos llegado a este punto, este
momento. Pero de una cosa estoy segura:
—Me alegro de que estés aquí.
Bóreas me aprieta la mano y luego la suelta.
—Y yo me alegro de estar.
Una ráfaga de valor renovado me endurece la columna
vertebral. Subo los escalones hasta el porche. Alzo el puño y
llamo dos veces. Espero.
Elora, vestida con un sencillo camisón de color beis, el pelo
castaño oscuro recogido en un moño, se sobresalta al abrir la
puerta.
—¿Wren?
Entonces ve a Bóreas. El color abandona su rostro con tanta
rapidez que se tambalea. Alargo la mano para sujetarla.
Elora retrocede al rozarla. Choca con la cadera contra una
mesita, y el jarrón que descansa sobre esta cae y se hace añicos
contra el suelo.
—¿Elora?
Resuenan unos pasos apresurados desde la parte trasera de
la casa. Hay que reconocer el valor de Shaw: no se amilana al
ver al Viento del Norte en su puerta. Sin embargo, sí que
adopta una pose cautelosa.
—¿Qué queréis? —pregunta entre dientes, y se planta
delante de su esposa. No lo culpo. Casi no nos conocemos.
Pero Elora no intenta detenerlo, y eso me duele.
Alzo la barbilla y digo:
—He venido a hablar con mi hermana.
—¿En mitad de la noche? Me parece que no es un buen
momento. —Otra mirada afilada hacia Bóreas, que se envara a
mi espalda.
—No he podido enviar una misiva desde el otro lado de la
Sombra —respondo con falsa dulzura. Ya me estoy
replanteando la regla de mantener la lanza escondida. Un poco
de miedo siempre sirve de inspiración—. No te preocupes.
Bóreas no viene buscando otra esposa. Conmigo tiene de
sobra.
Y, de todos modos, a mí no me interesa compartir.
Siento un resoplido de aire en la coronilla. Suena
sospechosamente parecido a una risa.
Elora se asoma tras el hombro de su marido. Sus manos
suaves y esbeltas se aferran a la tela de la camisola de Shaw,
los nudillos blancos. Pequeña, amedrentada, cobarde. Una
sensación oleosa me recorre la columna vertebral, porque en
su día fui igual que ella. En su día miré al Rey Escarcha como
ella lo mira ahora, con el rostro embargado por el terror.
—¿Podemos entrar?
Ella pasea la vista entre el rey y yo.
—¿Qué quieres?
—Hablar contigo cara a cara. —Me sale así la respuesta—.
Intenta no comportarte como una cobardica por una vez en tu
vida, Elora.
—Esto es demasiado —escupe, con las manos en su
abultado vientre en gesto protector. Tal y como ella lo ve, he
traicionado su confianza. He traído el peligro a su puerta. No
hace más que clavarme puñales en el corazón—. La última vez
te invité a mi casa, pero habías venido sola. —Traga saliva—.
Ya no eres bienvenida aquí. Lo siento, Wren, pero no puedo
poner al bebé en peligro.
La última vez que vine a visitar a Elora, la miré a esos ojos
de la misma forma y color que los míos y me pregunté quién
de las dos había cambiado en realidad. Ahora me resulta
evidente.
—¿De verdad crees que sería capaz de hacer daño a tu
bebé? ¿A tu marido? ¿A nadie que te importe? —La rabia me
arde en los ojos. Ni siquiera la presencia reconfortante de
Bóreas puede calmarme—. ¿Cómo eres capaz de pensar algo
así?
—Mira… —empieza a decir Shaw.
—No estoy hablando contigo —escupo, y vuelvo a
centrarme en Elora—. ¿Y bien?
La mirada de mi hermana vuela hasta Bóreas, como si
temiese que fuera a atacarla de improviso. Entreabre los labios
temblorosos para luego apretarlos en una fina línea.
—No tengo que justificarme ante ti. Esta es mi casa y… y
soy yo quien decide lo que es aceptable y lo que no. Es lo que
hay, así que marchaos, por favor.
Empieza a cerrar la puerta y Bóreas se mueve.
Elora suelta un chillido al tiempo que Bóreas bloquea el
umbral, con esa gracilidad inmortal que le permite moverse
entre dos parpadeos, como sombra y viento. Coloca la bota
contra la jamba y llena la entrada con su altura y su anchura.
Elora se desploma sobre el pecho de Shaw, que la rodea con
los brazos y le cubre el vientre con las manos, protector.
Bóreas dice en un tono lento y frío:
—Si así lo deseas, me quedaré fuera, pero vas a hablar con
Wren. Como hermana suya que eres, le otorgarás la cortesía y
el respeto que se merece.
Elora parece a punto de desmayarse. Y yo tengo el ridículo
impulso de echarme a reír hasta que se me sequen los
pulmones.
Le pongo una mano en la espalda al rey y él se retira, me
cede espacio para que dé un paso adelante y vuelva a tomar el
control de la situación.
—Por si te lo estás preguntando —le digo a Elora—, no
tienes elección. No voy a marcharme hasta que oigas lo que he
venido a decir.
—Está bien. —Resopla por la nariz tras recuperar un resto
de dignidad—. Puedes entrar, Wren. Hablaremos de lo que
quieras hablar.
—Si esperas que mi marido espere aquí fuera en medio del
frío…
—Es el Rey Escarcha…
—¡Me da igual! —rujo, vibrando con una ferocidad que me
azota la sangre.
Elora abre los ojos de forma desorbitada. Me tiene miedo.
No sabe quién soy. He vivido demasiado tiempo con este
carácter afilado. Era demasiado brusca, demasiado atrevida,
poco amable, poco obediente, poco buena, poco dulce. Era la
mujer de la cara cortada y el cuerpo dispuesto. Quedé
confinada a las sombras mientras Elora disfrutaba del sol.
—Has cambiado —susurra.
¿De verdad he cambiado? ¿O será acaso que por fin soy
libre?
—Me he ocupado de ti toda mi vida —le susurro a mi
gemela—. Cuidarte era mi mayor orgullo. No había nada que
no hiciera por ti. Nada. Vendí mi cuerpo por dinero, arriesgué
la vida, las extremidades, luchando contra los umbrandantes,
me recorrí cientos de kilómetros en busca de comida. Y jamás
me quejé, ni una sola vez en todos esos años largos y difíciles.
La voz se me vuelve pastosa. Por los dioses, no pienso
romperme. Me romperé cuando esté lejos de aquí, pero antes
diré lo que he venido a decir.
—Has dicho que soy una egoísta —prosigo—. Tú, que no
has alzado un dedo en toda tu vida, ¿te atreves a llamarme
egoísta?
Algo parecido a la culpabilidad destella en los ojos de
Elora. Me pregunto si la decisión de estarse quietecita,
ignorante de lo que yo hacía, fue consciente. Si decidió vivir
una vida que para mí era una carga. Antes, no lo habría creído.
Ahora tengo la seguridad de que es cierto.
—Que seas capaz de quedarte ahí plantada y juzgarme por
la decisión que tomé, una decisión que pretendía protegerte,
evidencia tu carácter. Sí, te mentí. Sí, me marché sin decir
adiós. Pero estaba dispuesta a morir para que tú vivieras,
porque te amaba más que a nada en el mundo. ¿Puedes tú decir
lo mismo?
Elora se separa del abrazo de Shaw.
—Lo intenté, Wren. De verdad que lo intenté. Pero a lo
largo de los años no hacías sino beber cada vez más…
Se me encoge el estómago. Detrás de mí, Bóreas suelta un
gruñido.
—… y cuidarme parecía proporcionarte cierta
estabilidad…
—No. —Corto el aire con un gesto de la mano—. No me
vas a avergonzar. No voy a permitir que uses mis defectos
como excusa para tu falta de acción y tu propio egoísmo. He
reflexionado mucho sobre mi comportamiento en el pasado, y
aunque comprendo que te causase dolor, tú te niegas a aceptar
responsabilidad alguna por tus actos. Por eso he venido.
Bóreas se coloca a mi lado: silencioso, contenido, leal,
inmóvil. A Elora le tiembla la boca; se muerde el labio
inferior.
—Tienes razón —dice—. Ha sido un comentario
desafortunado. Si quieres hacer las paces, hablémoslo.
—No he venido a hacer las paces. —Ya he dejado atrás ese
punto—. Tienes una elección. Si no eres capaz de aceptar los
motivos de mis actos, de aceptarme a mí, no veo razón alguna
para continuar teniendo ninguna relación contigo. Puedes vivir
tu vida con la culpa de haber rechazado a la única persona que
siempre te ha amado. En cambio, si deseas que siga siendo
parte de tu vida, aceptarás nuestra invitación de asistir a una
fiesta que celebramos mañana por la noche.
Elora traga saliva.
—¿En las Tierras Yermas?
—Sí. Y Shaw también puede asistir, por supuesto.
Los dos intercambian una mirada muda. Entonces, Shaw
pregunta:
—¿Cómo podríamos hacerlo?
—Un bote os esperará a orillas del Les. Una vez que hayáis
cruzado la Sombra, se os proporcionarán monturas que os
llevarán a la ciudadela. No tenéis que preocuparos por vuestra
seguridad, ni por la de vuestro bebé. Como huéspedes míos,
contaréis con las mayores protecciones. Pero si decidís no
asistir —digo—, entonces ya no tenemos nada que decirnos la
una a la otra.
Y tendré que cargar con eso también, otro pesar más.
A Elora se le demuda el rostro.
—Wren…
—Te deseo mucha felicidad en tu vida. Es lo único que
siempre he querido para ti. Ojalá hubieras querido tú lo mismo
para mí.
La mujer que salió de Bosquelinde en dirección a las
Tierras Yermas a lomos de un umbrandante no es la misma
que se marcha ahora, que es la igual del Viento del Norte. Con
una última mirada a mi hermana, giro en redondo y desciendo
los escalones de la entrada. Bóreas me echa un brazo por
encima de los hombros y me aprieta contra sí mientras
atravesamos la plaza desierta.
—Estoy orgulloso de ti —murmura con la boca cerca de mi
oído.
Durante un momento, me permito apoyarme en él. Me
corren lágrimas por las mejillas, calientes, sobre la piel fría.
—Me alegro de no haber vomitado.
Suelta una risita entre dientes. A pesar de la sensación
desgarradora que siento en el pecho, yo también me las arreglo
para reírme.
—¿Cómo te sientes?
Nuestras botas repiquetean contra los adoquines iluminados
por la luz de la luna. Faetón e Iliana esperan entre los árboles.
Tengo ganas de volver a mis aposentos, donde me imagino que
me aguarda una bañera calentita.
—Triste, pero estaré bien.
La elección es suya. Si Elora desea arreglar nuestra
relación, será ella quien tenga que cruzar la distancia que nos
separa, no yo. Ya va siendo hora de que cargue con su propio
peso. Y aunque no me haya apoyado, hay alguien que sí lo ha
hecho.
Inspiro, temblorosa, y digo:
—Gracias por lo de esta noche. Sin ti, creo que no habría
tenido el valor de enfrentarme a Elora.
De nuevo, Bóreas me aprieta por los hombros contra sí.
—Sí que lo habrías tenido —dice con una confianza
inquebrantable—. Vámonos a casa.
Lo miro, sobresaltada, pero se limita a sonreírme.
—A casa —concuerdo, y tomo su mano en la mía.
«Has cambiado», ha afirmado Elora, y tenía razón. Hace
meses elegí a mi hermana.
Esta vez me elijo a mí misma.
37

E
l Viento del Norte camina en círculos, arriba y abajo,
como un perro encadenado. Su mirada se estrecha ante
cada sirviente que pasa junto a él, ante cada chiquillo que
corretea a su lado, ante cada pareja que ha de rodear, ante cada
repiqueteo de vasos. Le tiembla un ojo al oír las risotadas
ebrias y desatadas, la felicidad burbujeante y efervescente de
la fiesta en pleno apogeo. Curva el labio en una expresión
desagradable cada vez que alguien se atreve a acercársele.
En pocas palabras: es verdaderamente el terror de la fiesta.
A su lado, cerca de una de las ventanas bajo las arcadas,
suspiro.
—Otra vez estás frunciendo el ceño.
Frunce más el ceño. La irritabilidad convierte sus manos en
dos puños que se mete en los bolsillos del abrigo negro de
cuello alto que no hace sino contribuir a esa apariencia
reservada que tiene. Bajo el suave resplandor de las lámparas
en las alturas, los pómulos del rey parecen afilados como
cuchillos.
El salón de baile ha sufrido una transformación para el
acontecimiento. Cuelgan telas blancas y azules de paredes y
ventanas, con pliegues que caen como las ondulaciones de un
arroyuelo de montaña. El centro del salón está despejado para
el baile, y se baila bastante gracias al pequeño conjunto de
música de cámara, cortesía de los músicos de Neumovos, que
se han ofrecido voluntarios para tocar. El trino de una melodía
se desgrana en un profundo bajo continuo. De vez en cuando,
el arpa resuena entrelazada con los acordes de una flauta.
Contenta, doy sorbitos a mi vaso de zumo de frutas, a pesar
de la cantidad de vino que están sirviendo. Que yo deba evitar
el alcohol no significa que los aldeanos no puedan disfrutar un
poco, aunque me lo pensé mucho, muchísimo, antes de pedir
que sirvieran vino.
—¿Estás segura? —me preguntó Bóreas hace solo unas
horas.
—Segura.
Accedió sin poner pegas, y hete aquí que fluyó el vino. Le
lanzo una mirada de soslayo. Se ha sacado las manos de los
bolsillos y da toquecitos al compás con el dedo contra el
muslo.
—Si aprietas más la mandíbula —señalo—, te vas a romper
un diente.
—Ya se curará.
Sigue dándose toquecitos en el muslo hasta que le agarro
los dedos. Gira el rostro de sopetón hacia mí, sorprendido.
—Relájate —lo tranquilizo—. Tenemos mucho que
agradecer.
Los espectros visten aquello que pudieron llevarse al huir
de Neumovos. La mayoría lleva pantalones y camisola, pero
algunas mujeres se han puesto sus mejores prendas. A pesar
del modo de vestir y los modales irregulares, nadie ha dudado
en lanzarse de cabeza a festejar.
Inclino la cabeza, en busca de alguien en particular.
—¿Ha dado señales de vida? —pregunta Bóreas.
Siento una punzadita en el corazón. La ignoro.
—No.
Elora no se encuentra entre la multitud. Era de esperar.
Estoy decepcionada, pero sobre todo estoy cansada. Cansada
de luchar por alguien que se niega a luchar por mí.
—¿Mi señora? —Un sirviente aparece con una bandeja de
pastelitos. Pequeñas porciones de crema dulce decoran los
pasteles en miniatura.
Echo mano de dos.
—Gracias.
—¿Y vos, mi señor?
Bóreas le clava la mirada. El hombre se encoge y retrocede
un paso, tras lo que se escabulle como si el rey disparase hielo
por los dedos.
Me meto un pastelito en la boca.
—Eres incorregible. ¿Por qué te cuesta tanto divertirte?
Accediste a celebrar la fiesta.
—Y me arrepiento de esa decisión.
Está clarísimo.
—¿Por qué?
Puede que, por primera vez, el pueblo de Neumovos no vea
al rey como un enemigo. ¿Cómo podrían, tras haberles
concedido asilo para protegerlos a todos de los umbrandantes?
Antes de que Bóreas pueda responder, un grupo de
aldeanos se nos acerca. Él se tensa a mi lado. Estamos muy
cerca el uno de la otra; el calor que emana de su cuerpo me
calienta el costado. Recuerdo cómo se movía ese cuerpo bajo
mis caricias, los sonidos indefensos que emitió cuando lo llevé
hasta el clímax.
—Mi señor. —El hombre más alto da un paso adelante y
hace una profunda reverencia, primero ante mi esposo y luego
ante mí, tras lo que murmura suavemente—: Mi señora.
Yo le sonrío. Bóreas no. Le lanzo un codazo a las costillas
que le arranca un juramento en voz baja.
—No seas maleducado —murmuro.
Refunfuña, pero se las arregla para esbozar una sonrisa que
parece menos amenazadora de lo que yo esperaba. Tendremos
que esforzarnos por mejorarla.
—Gracias por abrirnos las puertas de vuestro hogar. —Los
ojos del caballero brillan con una extraña calidez en dirección
al Rey Escarcha—. Admito que nos sorprendió vuestro deseo
de empezar a curar las heridas abiertas entre nosotros.
—Eso es porque no fue idea mía…
Le planto el tacón en la bota. Gruñe y aprieta los dientes al
tiempo que me atraviesa con la mirada. Mi sonrisa es tan
serena como el lago más plácido, pero en mis ojos
chisporrotea una advertencia: «No me la juegues».
—Por favor, disfrutad de la fiesta —le digo al grupo antes
de llevar a mi marido hasta un rinconcito apartado—. Bebe —
digo mientras agarro un vaso de zumo de uvas de la bandeja
de un sirviente que pasa a nuestro lado, y se lo coloco en la
mano.
Lo mira como si estuviese envenenado.
—Bóreas —suspiro—, por una vez… haz el favor de
relajarte. Come, baila, disfruta del festejo. Esta noche no eres
un rey. Eres un hombre…
—Un dios —me corrige, y da un sorbo del vaso.
—Un dios —acepto, y veo el líquido que le mancha el labio
superior—. Puedes dejar escapar un poco de control por una
noche.
—Van a vandalizar mi propiedad.
Suelto una carcajada, sobre todo porque sé que habla en
serio.
—¿Qué crees que son estas personas, alimañas? —Sus
formas espirituales parpadean en diferentes tonos de opacidad
mientras bailan, flirtean, medran entre sí. Imagino que Bóreas
siempre los verá como los mortales que fueron en su día—.
Nadie va a vandalizar nada. Te lo prometo.
—¿Ves a esa mujer? —señala. Es una anciana encorvada
que ahora mismo atiza el fuego de una de las chimeneas.
Bóreas la contempla como si su mera existencia fuese una
afrenta personal—. Pretende quemar mi hogar.
La mujer apenas tiene fuerzas para enarbolar el atizador; lo
más probable es que pinche a alguien con él.
—Quizá deberías ir a hablar con ella.
—No, gracias. —Oigo las palabras que no dice: «Prefiero
que me saquen las entrañas y me cuelguen de ellas».
Suspiro, dejo el vaso en una mesa cercana y le pongo una
mano en la parte baja de la espalda.
Bóreas se envara.
—¿Qué haces? —Las palabras le salen estranguladas.
—Distraerte. —Le lanzo una sonrisa ladina y bajo la mano
hacia sus posaderas. Me retumba el corazón, pero dejo la
mano en el sitio, como si tuviese todo el derecho a tocarlo
como me plazca—. ¿Funciona?
Sus dedos tiemblan en el tallo de la copa. Saca la lengua de
repente y se humedece los labios.
—Sácame a bailar —le ordeno.
Algo se suaviza en su expresión, y luego su mano, áspera y
amplia, se apoya en mi nuca. Con el pulgar me acaricia la
barbilla.
—¿Volverás a pisarme los dedos de los pies como la última
vez?
El afecto en su voz me provoca una oleada de calor en el
rostro.
—Si me das motivos para ello, sí.
—Está bien. —Deja la copa y me lleva hasta la pista de
baile. Se me escapa una risa ante el movimiento suave y
repentino. Nos unimos frente a frente y deposito una mano en
su hombro mientras la otra descansa sobre la palma de su
mano, bastante más grande que la mía.
La música rodea a las parejas de baile y, por una vez, finjo
que me merezco esto. Me merezco este baile. Me merezco esta
sensación de pertenecer a alguna parte. Me merezco a este
hombre, me merezco esta noche. Nos balanceamos a un ritmo
totalmente propio mientras las faldas ondulan a nuestro
alrededor. Le rozo el pecho con la nariz y aspiro ese aroma
fresco. La cabeza me da vueltas.
Bóreas me aprieta contra sí, y yo se lo permito. No
recuerdo haber sentido más miedo en mi vida que ante esto
que me florece en el pecho. No puedo acercarme demasiado a
ello. Pero tampoco puedo ignorarlo. La mayor parte de los días
reconozco apenas su presencia antes de levantar un muro
alrededor, un muro que amortigua mis sentimientos tras un
escudo diamantino. Pero el tierno contacto del rey consigue
debilitar la barrera.
—No has dicho nada de mi vestido —digo al tiempo que
me aparto un poco y lo miro a la cara.
Orla se ha pasado días cosiendo este vestido, por no
mencionar las horas que ha dedicado a mi maquillaje y mi
peinado. La única indicación de que le gusta a mi esposo ha
sido la dilatación de sus pupilas al verme entrar en la estancia.
Aparte de eso, nada.
—Es porque me dan miedo las consecuencias de pasarme
de la raya.
—¿Le doy miedo a un dios? —Curvo los labios ante lo
ridículo de la idea.
—Subestimas tu propia ira, esposa.
Nuestras mejillas se rozan y mis ojos aletean ante el placer
que me provoca el contacto de su piel.
—Quizá es que me gusta torturarte.
Recorre con la boca la línea de mi cuello y me quedo sin
aire.
—Y se te da muy bien —concede. Dos pasos adelante, dos
pasos a la derecha, hasta completar un minúsculo círculo. Dejo
que me guíe mientras la música aumenta en mis oídos, un
sonido tan hermoso que sé que jamás olvidaré esta noche,
aunque solo sea por la música.
—Estaba pensando —susurro, y le apoyo la cabeza en el
pecho— que hay muchas puertas que aún no he explorado.
Quizá podrías indicarme cuáles valen la pena.
Aunque no le veo el rostro, siento que se sorprende y, de un
modo algo más tentativo, que la idea le agrada.
—Me gustaría mucho.
Y así seguimos bailando y bailando sin parar. En su día
pensé que su corazón era rígido y frío, carente de capacidad de
amar. Sin embargo, late tan firme como el mío, y se acelera
cuando cierra la mano sobre mi cadera. En cuanto a mi propio
corazón… ha ajustado los latidos a los de él con el paso del
tiempo. No me había percatado hasta ahora mismo.
—Dime que esto está pasando de verdad.
La voz es mía, pero no reconozco la trémula esperanza que
vibra en ella, el rastro del miedo a que todo esto pueda serme
arrebatado.
—¿Mi señor?
Bóreas suelta una maldición entre dientes y se aparta para
mirar al guardia que nos ha interrumpido.
—¿Sí?
Hay que reconocérselo al hombre: ni siquiera se encoge.
—Una pareja espera ante los portones. Son mortales.
Mortales.
Suelto una exclamación ahogada.
—¡Elora!
La emoción aumenta en mi interior hasta que empiezo a
temer que me explote por dentro. Pero algo más pesado
acompaña a esa emoción. Me muerdo el labio para contenerlo.
—Pensaba que no vendría.
El rey le dice al guardia:
—Los recibiremos en las puertas.
Lo agarro de la mano y desciendo junto a él los escalones
que dan al patio. Los portones están abiertos y dos siluetas
resaltan como tela oscura contra el fondo iluminado por la luz
de la luna. Elora y Shaw llevan capas pesadas, las manos
entrelazadas. Al ver a mi gemela, no puedo evitar que una
sonrisa me aparezca en el rostro.
—Has venido.
Unos ojos castaños ribeteados de pestañas largas y gruesas
se alzan hasta chocar con los míos. Elora traga saliva, un
delicado movimiento de los músculos de su garganta, y se
lame los labios, pintados de rojo.
—Espero no haber llegado muy tarde.
El hecho de que haya decidido venir… Me temía que
nuestra relación no le importase lo suficiente a Elora como
para intentar arreglarla.
Pero se ha atrevido a enfrentarse a la Sombra, a las Tierras
Yermas, por mí. Es algo que no pienso olvidar.
—Has venido —digo con un susurro ronco—. Eso es lo
único que importa.
Tras un instante, alargo la mano y le aprieto el brazo con
gesto tentativo.
—Ven, te voy a enseñar el salón de baile.
—Espera. —Alza una mano. Temblorosa—. Quiero decir
algo antes.
Junto a Bóreas, una presencia sólida a mi espalda, espero a
que Elora continúe.
—Lo siento. —Se le quiebra la voz—. Tenías razón. Fui
egoísta y desconsiderada. Lo he sido mucho tiempo. —Traga
saliva e inclina la cabeza—. Cuando éramos pequeñas, todo
era sencillo. No comprendía las expectativas que mamá y papá
pusieron sobre ti al decidir que debías protegerme. No
comprendía que el coste fueran tus propias necesidades. Y
después de su muerte resultó más sencillo mantener la
situación tal cual estaba.
—¿Más sencillo para quién?
Elora se encoge, pero hay que reconocer que se corrige:
—Fue egoísta por mi parte desear que todo siguiera igual.
Temía perder la felicidad que se me había otorgado. Pasaste
muchos años cuidándome, poniendo mi comodidad por
encima de la tuya. Y yo no moví ni un dedo. Me da mucha
vergüenza.
Resulta extraño ver cómo se derrumba mi propio rostro,
cómo las lágrimas recorren unas mejillas carentes de cicatriz.
No puedo abrazarla. No puedo aliviarla de esta carga. Y ya no
quiero hacerlo.
—Mamá y papá estarían muy decepcionados por el modo
en que te he tratado. Como…
—Como si fuera una mierda.
Elora palidece ante las palabras que he escogido, pero
inspira fuerte por la nariz y asiente.
—Sí. No te juzgué bien. Sé lo que tienes dentro, Wren.
—¿Y qué es lo que tengo dentro?
Elora mira a Shaw. Él asiente, alentándola.
—Dentro —dice— tienes un corazón más fuerte de lo que
es y será jamás el mío. Tomas todas las decisiones difíciles.
Siempre lo has hecho. Yo permití que el miedo alterase el
modo en que te veía, y me arrepiento de no haberme dado
cuenta antes. Cuando te marchaste, comprendí lo que iba a
perder. No puedo soportar no tenerte en mi vida, en la vida de
mi bebé. Así pues, lo siento. Lo siento muchísimo, de verdad.
Si aceptas que, evidentemente, aún tengo que madurar mucho,
espero que podamos empezar de nuevo.
Lo único que quiero es estrecharla entre mis brazos, pero
aún tardará un poco en llegar el momento. El hecho de que
haya decidido aparecer por aquí… es un primer paso.
—Elora —digo—, me gustaría presentarte a mi esposo,
Bóreas. Bóreas, esta es mi hermana, Elora, y su esposo, Shaw.
Los ojos de Elora se desorbitan al contemplar al Viento del
Norte. Lleva una camisola de un tono plateado pálido,
desabotonada en el cuello. El aire se agita cuando agarra con
una mano enorme los dedos delicados y enguantados de mi
hermana.
—Un placer —dice, y se estremece por el caudal frío de
poder que es la voz de Bóreas.
Acto seguido, mi esposo le da la mano a Shaw. El marido
de Elora estudia al Rey Escarcha con expresión cerrada antes
de apartarse.
Nos siguen hasta los escalones de la entrada, donde
experimento el absurdo placer de ver cómo mi hermana se
queda boquiabierta al contemplar los coloridos tapices y las
lámparas brillantes. Cierto es que está viendo una versión
pulida del conjunto, libre de telarañas y de aire enrarecido,
pero el resultado sigue siendo notable.
—¿Qué tal el viaje? —pregunto. Palas debe de haberlos
esperado en la ribera del río para acompañarlos a través de la
región boscosa a salvo, a caballo—. ¿Tenéis hambre? ¿Queréis
algo de beber? Dadme vuestros abrigos.
—Gracias. —Elora me ve colgar su abrigo en el armarito
del salón recibidor. Bóreas toma el de Shaw—. Todo bien,
gracias. Comimos antes de llegar, pero te aceptaría algo de
beber, si tú también bebes.
—Por supuesto. ¿Y tú, Shaw?
—Vino, por favor.
Me giro hacia Bóreas.
—¿Puedes traer algo de vino para nuestros huéspedes? Para
mí, zumo.
Una vez que estamos a solas, Elora me escruta con una
expresión que no le había visto antes.
—¿No bebes?
Un sonrojo me cubre lentamente la piel, pero no bajo la
vista. La vergüenza, ese viejo enemigo, ha venido a buscarme,
pero le cierro la puerta en la cara.
—No, ya no bebo.
—¿Cuánto llevas sobria?
No es asunto suyo, pero tengo derecho a sentir orgullo por
mis logros.
—Treinta y tres días.
Un destello en los ojos de mi hermana, que me agarra
ambas manos tan fuerte que me crujen los nudillos.
—Me alegro por ti, Wren. Estoy orgullosa, muy orgullosa.
—Gracias, de verdad te lo agradezco. —Tras un instante,
separo los dedos de los de ella—. ¿Qué tal si os enseño el
lugar?
Dejamos atrás la gran escalinata, de cuyo resplandeciente
pasamanos de roble cuelgan lacitos azules.
—Por ese pasillo se llega al salón este y a la salita de estar.
Y por esa puerta, a uno de los despachos.
—¿Cuántos despachos tenéis? —pregunta Elora.
—Hasta ahora he contado treinta. Estoy segura de que
quedan algunos que no he descubierto.
—¡Treinta! —Suena escandalizada.
Shaw nos sigue hasta la entrada del salón de baile, cuyas
enormes puertas doradas están abiertas de par en par. Mi
hermana inspira entre dientes ante la escena. Yo estoy tan
orgullosa que no puedo evitar hincharme como un pavo.
—Es hermoso —dice Elora, y se detiene—. Los
invitados… Puedo ver a través de sus cuerpos.
Shaw intenta acercar a Elora hacia sí de un tironcito. Ella lo
ignora y contempla a las parejas que bailan, cada vez más
inquieta.
—Son espectros —explico con calma, como si contemplar
un puñado de espíritus en pleno baile no tuviese nada de raro.
Ella baja la voz antes de hablar:
—¿Están muertos?
—Sí, pero aún no han pasado al más allá. Comen y
duermen, como nosotros, y sus cuerpos son sólidos, a pesar de
ser transparentes.
Mi hermana frunce el ceño con desagrado.
Está claro que hay que cambiar de tema:
—La ciudadela alberga miles de puertas que conducen a
otros reinos. He visto muchísimo: ciudades, parques, teatros,
montañas. Una puerta me llevó hasta una cueva cerrada llena
de pozas marinas. Jamás había visto nada igual.
Despacio, Elora se gira y me contempla con una intensidad
que más bien parece típica de Bóreas. Cruzo los brazos sobre
el estómago, de pronto incómoda.
—¿Qué?
—Pareces feliz.
No estoy muy segura de qué responder a eso. Me siento
más liviana, sí. Pero ¿feliz? Estoy tan poco acostumbrada a la
sensación que supongo que ni se me había ocurrido.
—¿Te trata bien? —pregunta en tono quedo. Ante la mirada
que le lanzo, se explica—: Te lo preguntaría de cualquiera que
se casase contigo.
Bueno, cierto es que me encerró en una mazmorra. Aunque
eso fue antes de… bueno, de todo.
Pero no hace falta que Elora lo sepa.
—Me trata bien —la tranquilizo.
—Bien. De lo contrario, tendré que hacerle daño. —El
destello de una media sonrisa—. Tu marido también parece
feliz —añade—. Aunque ahora mismo no.
Miro hacia donde señala Elora. Han detenido a Bóreas
cerca de una de las mesas de comida. Tiene una copa en la
mano y le dedica una expresión de educado interés a un
hombre que le habla sobre algún tema que, seguramente, le da
igual. Resoplo.
—Imagino que necesita que lo salve. ¿Qué te parece si
Shaw y tú os dais un paseo por aquí? Iré a buscaros cuando
acabe.
En cuanto se alejan, me giro y casi tropiezo con alguien.
—Discul…
La incredulidad me golpea como una bofetada, pues
conozco ese rostro que me contempla desde el interior de una
capucha verde.
—¿Céfiro? ¿Qué haces aquí?
—Yo iba a hacerte la misma pregunta —dice en un tono
inusual, carente de la agradable calidez que he llegado a
esperar de su parte. Tiene un resplandor pálido y distante en
los ojos.
—Creo que no te entiendo. —Lo miro con creciente
inquietud—. Vivo aquí.
Céfiro suspira con un sonido de decepción absoluta que
consigue desinflarme.
—¿Por qué no respondiste a mi nota?
La nota que he guardado todo este tiempo en el bolsillo. La
nota que contemplo cada noche antes de irme a dormir, en
medio de una batalla interna que no estoy segura de poder
ganar.
—He estado ocupada.
—Ocupada. Ya veo.
Le lanzo una mirada de soslayo a Bóreas. Sigue enfrascado
en su conversación, pero si ve a Céfiro aquí, me temo que lo
va a matar.
—Estás echando a perder tu oportunidad, Wren. Y quizá no
se presente otra.
Claro. La oportunidad de asesinar a mi esposo.
—Las cosas cambian.
Un par de parejas pasa girando a nuestro alrededor, lo cual
nos obliga a Céfiro y a mí a acercarnos aún más. Bajo la
capucha, veo que tiene curvados los labios en una expresión de
desagrado.
—Durante todo este tiempo no he hecho sino intentar
ayudarte. Corrí un gran riesgo al entrar en la caverna de
Sueño…
—Y yo también.
Ignora mi comentario.
—Llevo semanas trabajando en este tónico. Y ahora me
dices que no lo quieres. Bastante egoísta por tu parte, Wren. —
La palabra me crispa. Egoísta. No es cierto. En mi corazón sé
que no es cierto—. Bóreas no es quien tú piensas. Es muy
vengativo.
Lo cierto es que es bastante dulce. Distante sí, y desde
luego extraño, pero le he terminado cogiendo cariño de modos
que jamás habría imaginado posibles. Y pensar que tuve que
emborracharme para aguantar nuestra primera cena juntos…
El recuerdo me saca una sonrisa.
—Oh, Wren. Oh, no. —El Viento del Oeste niega con la
cabeza y se lleva la mano a la sien—. Te has enamorado de él.
Eso me endereza la columna de golpe.
—¡No! —grito sobresaltada—. O sea… —¿Estoy
enamorada de él? ¿Es eso siquiera posible?—. Es mi esposo.
Me importa, sí. Pero… —¿Amor? Aparto la mirada—.
Aunque llevase a cabo el plan, aunque regresase a
Bosquelinde, no creo que me acogiesen allí. Mi hermana se
mostró muy fría conmigo cuando fui a visitarla. Estamos
intentando dejar todo eso atrás, pero ahora tiene familia. Yo no
haría sino estorbarle.
—¿Te has llegado a preguntar por qué se mostró fría
contigo? Mientras sigas conectada a este lugar, tu hermana y la
gente de Bosquelinde jamás te verán como una igual.
Céfiro se me acerca un paso, y me recorre las extremidades
el impulso de acabar esta conversación, de refugiarme entre
los brazos de Bóreas. Aquel que trae la primavera no es una
amenaza, eso lo sé. Pero entonces ¿cómo es que siento que
algo entre nosotros ha cambiado?
—¿Te has fijado? —Hace un gesto hacia Elora y Shaw, que
se han resguardado en un rincón, tan lejos como pueden de los
espectros—. Este no es su mundo. Ella le tiene miedo a todo
esto. Y mientras siga teniendo miedo de esto, también tendrá
miedo de ti.
—Mi hermana no me tiene miedo.
—¿Seguro que ha venido a hacer las paces? ¿Y si ha
venido porque tenía miedo de lo que mi hermano pudiera
hacerle si no venía?
—Elora no ha venido a la fuerza —digo—. Tomó una
decisión. Quiere que yo forme parte de su vida. Me lo ha
dicho.
—¿Estás segura?
Guardo silencio y se me retuerce el estómago mientras
digiero estas últimas palabras. Tiene razón. Elora está aquí
porque le da miedo lo que podría perder. Pero… me parece
bien. Es algo en lo que mi hermana y yo tendremos que
trabajar llegado el momento.
—Wren —su voz se vuelve suave—, esta podría ser tu
única oportunidad de regresar a tu antigua vida. ¿Puedes vivir
contigo misma sabiendo que has elegido a tu captor en lugar
de a tu familia?
Me pone algo en la mano, un pequeño vial de cristal lleno
de un líquido escarlata: esencia de flor de amapola.
—Si hay algo que no quiero que te pase —me susurra
Céfiro al oído— es que te arrepientas.
Se aparta y me escruta el rostro. Luego asiente y se aleja.
Desaparece por un corredor en sombras antes de que yo pueda
siquiera llamarlo.
Me suda la mano que sujeta el vial de cristal. Miro hacia el
lugar donde están Elora y Shaw, alejados de todos los demás.
Miro hacia el lugar donde Bóreas continúa con su
conversación obligada, y recuerdo cómo me sentí al verlo por
primera vez, el terror negro que se cernía en mi interior.
Hice la promesa de matar al Viento del Norte hace meses.
Pero ¿y si Céfiro tiene razón? ¿Y si Elora regresa a
Bosquelinde y no vuelvo a verla? Si Bóreas se entera de mi
engaño le causaré un gran dolor, tanto a él como a mí misma.
¿Vale la pena por la oportunidad de regresar a Bosquelinde?
No lo sé. Pero si no hago un esfuerzo consciente a la hora
de tomar esta decisión, si no pondero todo lo que podría
perder, en realidad nunca habré tenido control sobre la
decisión.
Ya estoy moviendo los pies. Pasillo abajo, escaleras arriba.
Calma. Estoy en calma.
El clamor de la fiesta queda amortiguado tras los muros de
piedra. Me aprieta el pecho mientras los pies me llevan en una
dirección y el corazón en otra. Se abre una cavidad que me
atraviesa por completo. Me veo obligada a tomar esta decisión
a punta de navaja.
—Palas —los guardias dispuestos en el arco que da acceso
al ala norte hacen una inclinación en mi presencia—, me he
dejado algo en la habitación de Bóreas.
—¿De qué se trata, señora? Os lo traigo. No quiero que os
perdáis la fiesta.
Desde que me ocupé de sus heridas en el campamento de
guerra, Palas me trata con bastante más calidez.
—No creo que sea buena idea. —Finjo que me revuelvo,
azorada, la estampa de una mujer en una posición
comprometida—. Lo que me he dejado es… Bueno… —Me
llevo una mano a la boca y susurro—: Mis enaguas.
Se queda blanco al tiempo que se le sonrojan las mejillas.
—Oh. —Mira a los otros guardias, que están consiguiendo
la espectacular hazaña de ignorarnos—. En ese caso, sí, id vos
misma a por ellas. Pero que sea rápido; la fiesta espera.
Y así, paso la última línea de defensa. Entro y sello mi
destino.
38

R
esulta inesperado, pero las habitaciones del rey no están
envueltas en sombras. Un fuego bajo arde en la
chimenea e ilumina las paredes con un profundo
resplandor ambarino. La luz de la luna se derrama por las
ventanas, de las que han descorrido las cortinas para desvelar
el paisaje nocturno al otro lado. Con el clima más cálido que
hemos tenido últimamente, buena parte de la nieve se ha
derretido. Se aprecian huecos en los que asoma tierra y hierba
muerta. Las Tierras Yermas están cambiando… quizá a mejor.
La puerta se cierra detrás de mí. Me acerco a la tetera del
rey, que aguarda, calentándose, cerca de la chimenea. Me
palpita la cabeza como si estuviese enferma. Llevo el vial de
cristal apretado en un puño sudoroso.
Cuando conocí al Rey Escarcha, lo único que sabía de él
era que se trataba de un dios desterrado cuya crueldad cubría
como el hielo todo aquello que tocaba. Pero Bóreas es un
hombre que ha perdido mucho, que se aferra a su poder porque
es la armadura que escuda su corazón herido, estragado por la
pérdida. Cuando ingiera este tónico caerá en un sueño sin
fondo, lo cual me dará la oportunidad de clavarle un cuchillo
en el corazón. Y entonces seré libre.
Libre. De algún modo, la palabra ya no me resulta tan
atractiva.
¿Qué es lo que ha cambiado? Puede que en cierto modo sea
una cobarde, pero he aprendido, sobre todas las cosas, a ser
honesta conmigo misma. A mirar dentro de mi propio corazón
y ver qué hay.
El plan era regresar a casa. El plan siempre fue regresar a
casa… hasta que dejó de serlo. Elora está casada y espera un
bebé. Tiene a Shaw, y una nueva vida extraída de la cáscara de
la anterior. Me ha dolido, pero he hecho las paces con las
elecciones que ha tomado mi hermana. Lo he dejado atrás.
Sin embargo, a toda bajamar la sigue su pleamar. Esta vez,
la marea ha traído a Céfiro, junto con el modo de revivir una
esperanza que ya había quedado aplastada. Otra oportunidad,
si es que quiero seguir adelante con mi juramento inicial. Pero
Bosquelinde se ha desvanecido, como lo hace todo lo demás
cuando se ponen de por medio la distancia y el tiempo
suficientes.
He aquí mis mentiras: Bóreas es mi enemigo. Elora va
primero. Quiero regresar a casa.
He aquí mis verdades: Bóreas es mi esposo. Mis
necesidades van primero. Ya estoy en casa.
Yo no elegí esta vida. Me fue impuesta. Pero he llegado a
comprender que mi lugar está aquí, comprendo esta sensación
de pertenencia. He aprendido que soy valiente y temeraria,
desprendida e impulsiva, que estoy rabiosa y herida. Y que no
me avergüenzo de quien soy. No pienso en mis defectos, como
solía hacer antes. En cambio, reconozco todo lo que he
encontrado en estas estancias ruinosas: compañerismo, pasión,
confianza. Y, sí, incluso amor.
Así pues, quizá no haya escogido en un principio esta vida
libremente. ¿Pero y si es esta vida la que me ha elegido a mí?
—¿Por qué dudas?
Ahogo una exclamación y me giro al tiempo que el fuego
queda reducido a las brasas.
Poco a poco, una forma empieza a resaltar. Una forma
definida, de hombros anchos. Veo la curva de un muslo, un
pómulo protuberante y, por último, el destello de un único ojo
azul fijo en mí.
Dos latidos irregulares pasan antes de que pueda hablar:
—¿Cuánto llevas ahí?
Bóreas da un paso hacia la luz.
—Lo bastante.
El resplandor rojo incendia las puntas de sus cabellos
negros. Los colmillos le asoman de la boca y se aprietan
contra el labio inferior. La piel suave de sus manos sin guantes
empieza a ennegrecerse.
—Estaba…
—¿Planeando mi asesinato?
Bóreas rodea el sofá bajo. Casi llega hasta mí, pero
entonces mi cuerpo recuerda el peligro de un depredador que
se acerca. Giro sobre mí misma y me sitúo tras la enorme
cama con su multitud de almohadas. Retrocedo hasta que
choco de espaldas contra la pared. El aire se tensa entre los dos
con una crispación innegable.
—Mi esposa —dice en tono frío, la boca a un pelo de
distancia de la mía—, la embustera.
No hay nada que justifique mi presencia en su dormitorio.
Lo sabe. Su falta de sorpresa es prueba más que suficiente.
—Te lo voy a volver a preguntar —dice—: ¿por qué dudas?
No puedo responder. Me niego. Un hombre que se ahoga se
aferra a lo primero que encuentra. Bóreas alza la mano. Yo
estoy tan tensa que me retrotraigo a mi primer recuerdo de él,
el chirrido de la baqueteada puerta de madera que se abrió a su
llegada a Bosquelinde. Me encojo.
Él se queda inmóvil, con la mano tan cerca de mi mejilla
que siento el calor que emana.
—¿Así habrá de ser? —pregunta en tono quedo—. ¿Me
tienes miedo?
El calor de la vergüenza me recorre y se me hace un nudo
en la garganta.
—No —susurro—. Sé que nunca me harías daño.
—Yo pensaba lo mismo de ti.
Baja la mirada hasta el vial que aprieto en la mano. Me
abre los dedos, uno tras otro, para revelar el líquido escarlata
que contiene. No son más que brotes y hojas; un instrumento
para acabar con su vida. La idea arraigó en mi interior; intenté
acabar con ella, pero volvió a revivir.
Con un tono cargado de fatiga, Bóreas dice:
—Céfiro.
Si ya lo sabe, no tiene sentido negarlo. Podría echarle la
culpa de todo a su hermano, pero he de asumir la
responsabilidad por mis acciones. Soy yo quien abordó a
Céfiro y le pidió un tónico somnífero. Solo yo.
—Mencionaste que Céfiro necesitaba hierbas del Jardín del
Sueño —dice Bóreas—. Lo que no dijiste fue para quién era el
tónico. —Me clava la mirada—. ¿Quién necesitaba el brebaje
tan desesperadamente como para que arriesgases la vida
entrando en el territorio de Sueño para robar esas plantas?
Me cuesta respirar. El modo en que me mira, con tanta
desconfianza… Sin embargo, ya he mentido bastante, creo. Le
he mentido a él y me he mentido a mí misma.
—Yo.
Se extiende otro silencio que me araña la piel.
—Sabía que mi hermano te envenenaría los oídos en mi
contra. Lo he sabido desde el momento en que os
encontrasteis. Hizo lo mismo con mi esposa Lyra. —La que
asesinaron los bandidos. La madre de su hijo—. Tú me
recuerdas a ella.
Alzo de sopetón la cabeza. Cuando nuestros ojos se
encuentran, me sorprende el afecto que reside en su mirada.
Deben de ser imaginaciones mías.
—¿Era temeraria? —me tiembla la voz.
—Era leal y valiente —dice—. Y tenía un corazón de león.
—¿De verdad es así como me ve?—. Lyra tampoco me tenía
miedo.
—¿Y qué te hace pensar que yo no te tengo miedo?
—¿Me tienes miedo? —pregunta con las cejas alzadas.
—Al principio, sí. Me aterrorizabas, con esa contención, y
esa lanza. Pensaba que eras cruel.
—Ah. —La piel alrededor de sus ojos se frunce como
arrugas en una tela—. Pues ocultaste bien tu miedo.
Y con eso, Bóreas me suelta la mano y se acerca a la silla
junto a la chimenea, cuyo fuego empieza a revivir. Agarra el
respaldo de la silla y contempla la madera ennegrecida que se
va carbonizando poco a poco.
—Cuando nos conocimos, Lyra dijo que yo era un imbécil
pomposo. —Se le escapa un sonido. Sea lo que sea, una risa o
un resoplido, le sale quebrado—. Supe que no podría ignorar
su presencia, como ya había hecho con esposas anteriores.
Qué absolutamente patético por mi parte envidiar a una
muerta. Pero oigo lo mucho que la amó y percibo que el
último resquicio de humanidad que podría haber tenido Bóreas
quedó destruido cuando le arrebataron a su esposa y a su hijo.
Supongo que había pensado que yo podría llenar ese vacío.
Qué estúpida.
—La Sombra necesitaba su sangre, por supuesto. Se
resistió como una pantera, me amenazó con cercenarme la
hombría. —Me lanza una mirada de soslayo—. Otra similitud.
Carraspeo.
—Qué tiempos aquellos.
Las sombras de sus ojos, en su cara, empiezan a acentuarse.
—Resultaba extraño que una mujer pudiese despertar
semejantes emociones en mí. No sabía qué hacer con ella. Y
seguramente, ella tampoco sabía qué hacer conmigo. —Niega
con la cabeza—. Durante los dos primeros años intentó
envenenarme a cada oportunidad que se le presentó. Escapó de
aquí más veces de las que puedo recordar. Su propósito era
propiciar mi caída, y no la culpo por ello.
»Unos cinco años después de su llegada a las Tierras
Yermas, sin embargo, cayó gravemente enferma. Alba hizo
todo lo que pudo, pero fuera cual fuera la enfermedad que se
había apoderado de ella, se mostraba inmune a sus remedios.
—¿Y qué pasó con la Sombra? —pregunto—. ¿La
obligaste a entregar su sangre durante aquella época?
—No. —Se endereza, rígido; sus omoplatos resaltan bajo el
abrigo—. La barrera se debilitó, pero, sorprendentemente, se
mantuvo firme. Un inesperado golpe de suerte.
Hay una pausa, tras la cual Bóreas recupera la compostura.
—Pasé muchos meses junto al lecho de Lyra. Consiguió
recuperarse después de un tiempo. Para entonces habíamos
formado una suerte de intento de amistad. Y luego, esa
amistad se volvió más profunda —dice con voz más suave—.
Y me enamoré de una mortal.
Mi corazón me golpea el esternón con tanta fuerza que
estoy segura de que se oye. Jamás había pensado que fuese a
oír esa palabra por boca del Viento del Norte: amor. Pero claro
que es capaz de amar, del mismo modo que es capaz de
mostrarse compasivo y amable. Todo esto lo he visto, aunque
casi ha sido demasiado tarde.
—Cuando me enteré de que estaba encinta, mi vida volvió
a cambiar. Creo que no hubo nadie más feliz que yo. Llevaba
mucho tiempo sin familia —susurra— y juntos íbamos a
construir la nuestra.
El impulso de ir a consolarlo es tan fuerte que he de
reprimirme físicamente. Este dolor se percibe en su voz. En la
voz, en la postura, en esa piel tirante en el rostro, en los labios
apretados hasta formar una línea blanca. Sé cómo acaba esta
historia.
—Céfiro venía de visita de vez en cuando —prosigue—. Y
por supuesto pasaba tiempo con mi esposa mientras yo estaba
fuera. No pensé que fuese malo. No tenía motivos para pensar
tal cosa.
El pelo se me eriza en la nuca. No sabía que Céfiro hubiese
conocido a la difunta esposa de Bóreas. Jamás me lo había
mencionado.
Los dedos del rey aprietan la silla. Un aliento duro, pesado,
le sale de entre los dientes.
—Debería haber sabido que tenía aviesas intenciones. En lo
más hondo, es un embaucador, no lo mueven más que la
avaricia y los celos. En los años que siguieron al nacimiento
de nuestro hijo, Calais, Lyra empezó a distanciarse de mí.
Nunca llegué a saber el motivo de su frialdad. Luego, cierto
día, vi que había desaparecido. Resulta que la habían raptado.
Y nuestro hijo…
Traga saliva.
La incredulidad me golpea. No es posible…
—Hubo una emboscada. Bandidos en las montañas. Para
cuando los alcancé, ya era demasiado tarde. Los dos habían
muerto y no había rastro de Céfiro.
Lo contemplo, horrorizada.
—¿Céfiro raptó a tu esposa y tu hijo?
—Así es.
Siento que estoy a punto de soltar un chorro de bilis por la
garganta.
—¿Por qué?
—Ojalá lo supiera.
Todo este tiempo, Céfiro me ha estado manipulando. Jamás
le ha importado ser mi amigo. Solo quería presentar a Bóreas
como un villano. Y casi me lo trago.
—Lo siento mucho —grazno. Me duele el corazón por él,
porque yo también sé lo que es perder a tus seres más queridos
—. No tenía ni idea.
Los dedos del rey se hunden más en el respaldo acolchado.
—Y por eso —prosigue como si yo no hubiese dicho nada
—, no puedo confiar en mi hermano. Por eso no puedo confiar
del todo en ti. Desde el principio me temí que Céfiro
consiguiese volverte contra mí. Al parecer, estaba en lo cierto.
Centra su atención en el fuego, y luego en mí. El frío en su
mirada se ha agotado, solo queda el calor, el ardor de un
anhelo.
—Dime qué habría pasado si hubieses llevado a cabo tu
plan.
La verdad se me queda bloqueada, hinchada, en la
garganta. Pero ha de ser dicha:
—Te habría echado el tónico en la tetera.
Bóreas asiente. A fin de cuentas, ya sabe lo que habría
sucedido.
—Sigue.
—Mira, no hace falta que…
—Que sigas.
Una orden de hierro irrompible, un golpe en pleno
estómago. Con un suspiro ronco, consigo decir:
—Después habría regresado a la fiesta.
—Habríamos bailado.
Sí, supongo que sí. Le habría pisado los pies y él me los
habría pisado a mí. Quizá habríamos compartido alguna risa
juntos.
—Después te habrías retirado a tus aposentos y te habrías
preparado una taza de té. Una vez que el tónico hubiera hecho
efecto, yo me habría colado aquí a través de la ventana. —
Tendría que ser así, teniendo en cuenta que los guardias
seguirían apostados frente a sus habitaciones.
—Y yo estaría dormido —dice Bóreas, y se acerca a mí—.
Indefenso.
—Sí.
Trago saliva. Su cercanía, su calor, me nublan la cabeza.
Retirarme me da algo de espacio, me permite tiempo para
reunir todos los hilos y tejer con ellos algo que se asemeje a un
pensamiento claro, completo.
—Yo habría echado mano de tu daga —susurro, y me giro
para mirar por la ventana.
—¿Y luego?
Esta tierra, aunque fría, es hermosa. Una verdad que he
aprendido demasiado tarde.
—Luego… —el dolor me desgarra las entrañas al pensar en
lo que estoy a punto de decir—, te habría atravesado el
corazón.
Hay un largo momento de silencio.
—Ya veo.
Le he fallado. He marchitado este verdor que crece entre
nosotros. Me destellan los ojos al tiempo que un horror
abyecto me recorre.
—¿Y cuando yaciese ahí, muerto? —murmura Bóreas—.
¿Qué habría sucedido entonces?
Pues, evidentemente, no habría podido quedarme aquí. Una
vez que los guardias descubriesen que su rey había muerto,
tendría que huir.
—Entonces, yo regresaría a Bosquelinde. —Alzo un ápice
la barbilla. No es más que una fanfarronada, teniendo en
cuenta que jamás he encontrado una puerta de salida de las
Tierras Yermas, y que hace mucho que dejé de buscarla—.
Regresaría a mi vida.
—Porque eso es lo que has querido todo el tiempo —dice
mientras me estudia con atención.
El aire parece frágil… Demasiado frágil.
—Era lo que quería, sí.
Esta pausa es significativamente más tortuosa. Un lapso de
tiempo inacabable que nace de la ausencia de sonidos.
—¿Eso es lo que quieres, regresar a Bosquelinde?
—Esa era mi intención.
—No has respondido a la pregunta. ¿Quieres regresar a
Bosquelinde?
Sin darme la oportunidad de responder, pasa junto a mí y
aparta un pesado tapiz que cuelga de la pared. Detrás hay una
sencilla puerta de madera. Parpadeo, sorprendida.
—Sé que has estado buscando un modo de salir de las
Tierras Yermas. —Aunque el rey no me mira, siento el peso de
su tristeza—. Esta puerta es mi premio. Puedes viajar a
cualquier reino que desees con solo pensarlo. Te llevará al otro
lado de la Sombra, a pocos kilómetros al oeste de tu hogar. —
Gira el pomo y abre la puerta. Al otro lado hay un campo
cubierto de nieve—. Vete.
Contemplo el campo. Blanco, resplandeciente, prístino.
Inspiro la vaharada de aire helado que sopla por la puerta,
contemplo el arroyo congelado que pasa por las colinas. Pero
no me muevo.
—Esto es lo que deseas, ¿no? —gruñe él—. La libertad.
¿Me está dejando marchar?
—¿Así, sin más?
Un breve asentimiento.
—No te perseguiré.
En lugar de acercarme a la puerta, voy hasta la ventana.
—No sé qué es lo que quiero —susurro, con la mano
apoyada contra el cristal helado. La piel me duele al tocarlo,
pero el dolor me ayuda a aclararme la cabeza, me ayuda a
centrarme en el lugar donde estoy, aquí y ahora. De algún
modo, aquí he conseguido labrarme una vida de la que estoy
orgullosa. Las Tierras Yermas, contra todo pronóstico, se han
convertido en mi hogar.
La puerta se cierra con un tenue clic, y el tapiz vuelve a
taparla.
—Creo que sí que lo sabes. —Bóreas se acerca hasta
detenerse detrás de mí—. Pero también creo que tu miedo te
dice lo contrario.
¿Cómo puede ser que este hombre, de repente, sea un
experto en mis miedos? Alguna cosa he mencionado de
pasada, pero a menudo es necesario hacer una reflexión
interior para comprenderse, y me temo que Bóreas ha visto
todo aquello que me he esforzado por ocultar. Comprende que
Bosquelinde es mi hogar, pero que jamás me permitió florecer.
Por ridículo que suene, atrapada en esta ciudadela sin ninguna
obligación hacia mi hermana, he podido descubrir mis propias
necesidades por primera vez en veintitrés años.
Pero ¿a quién le gusta discutir sus debilidades? A nadie.
Por eso alzo la barbilla para prepararme para esta
conversación:
—Tú sabes mucho de miedos, ¿no? —Me giro—. Ahora te
entiendo. Entiendo por qué te encierras entre estos muros, con
las cortinas echadas. Entiendo por qué tienes un invernadero
lleno de verdor mientras el resto del mundo se pudre de frío.
Tienes miedo. —Se encoge. Le he acertado justo donde quería
—. Te da miedo permitir que los demás se acerquen a ti. Te da
miedo volver a sufrir. Por eso es tan importante para ti tener el
control. Por eso es tan importante para ti tu poder.
Y, sin embargo, la tierra está cambiando porque el propio
Bóreas cambia. A medida que aprende a confiar en otros, su
corazón se va descongelando.
Sus ojos azules se clavan con fiereza en los míos. De algún
modo hemos cambiado de postura, ahora estamos frente a
frente, cara a cara. Una de sus manos se apoya en la ventana,
cerca de mi cabeza.
—¿Y qué me dices de ti? Tú temes a la debilidad, temes no
ser digna. ¿Acaso no tienes miedo tú también?
Dice la verdad. Tengo miedo. Pero de él no. Tengo miedo
de lo que siento por él.
Mi voz se vuelve tensa:
—No quería nada de esto. —No quiero, me corrijo a mí
misma. No quiero nada de esto.
—Esto —dice, y alza la daga, que acaba de desenvainar del
cinto—. Esto es lo que quieres.
Contemplo el arma. La luz del fuego ilumina el filo de esta
hoja tocada por los dioses.
El Rey Escarcha me obliga a adelantar la mano y deposita
en ella la empuñadura. El cuero cruje bajo mi palma sudada al
tiempo que él orienta la punta hacia su corazón.
El mío, que se me ha subido a la garganta, palpita hasta casi
la superficie de mi piel. Siento náuseas… o algo incluso peor.
Me tiembla la mano, bajo la suya, pero él no me suelta por
más que me resista.
—La primera vez no pudiste acabar lo que habías venido a
hacer. —Bóreas da un paso al frente y la punta de la daga le
pincha la piel. Baja la cabeza y, al volver a hablar, su fresco
aliento se cuela entre mis labios entreabiertos—. Has tenido
muchas oportunidades. De no haber usado esta daga, podría
haber servido el arco que te dio mi hermano.
El arco. Jamás se me ocurrió usarlo, a pesar de saber que
también era un arma tocada por los dioses.
—Pero aquí estás una vez más. Así pues, ¿qué vas a hacer
ahora?
Todo ha cambiado. Si le clavo la daga en el corazón,
Bóreas morirá. Tendré mi venganza. Y me quedaré
completamente sola.
—Ahora… —Se me revuelve el estómago a medida que
una sarta de mentiras empieza a ascender hacia mi garganta,
cada vez más exigentes—. Ahora…
—Sé sincera, Wren. Por una vez.
No resulta sencillo dejar atrás lo que se fue en su día. Pero
eso es lo que debo hacer. Elora y yo siempre seremos
hermanas. Siempre la amaré. Siempre querré que sea feliz.
Pero ahora sé cuál es mi lugar, y mi lugar está aquí, en las
Tierras Yermas, junto a este dios reticente que las gobierna. El
hombre al que amo.
—No quiero irme —digo, la voz ahogada de emoción—.
No quiero regresar a Bosquelinde.
Hace semanas que no quiero irme.
Aparta la mano y la deposita sobre el lado cicatrizado de mi
rostro, lo acuna con una tierna caricia.
—¿Entonces qué es lo que quieres?
¿Cómo es que las preguntas más sencillas tienen siempre
las respuestas más difíciles? Le he entregado al Viento del
Norte todas las partes de mi ser, excepto el corazón. Y ahora le
doy lo último que me queda por darle:
—A ti. —Un susurro ronco—. Te quiero a ti.
39

B
óreas apoya la frente contra la mía. Nuestras narices se
rozan con gesto afectuoso.
—Pues ya me tienes.
Me agarra de la cintura y me atrae hacia sí. Qué alivio me
supone pasarle las manos por los hombros, curvarlas alrededor
de su nuca, pasar los dedos por los sedosos mechones de su
cabello. Hunde la cara en la curva de mi cuello e inspira
hondo. Sus grandes manos me acarician la espalda y recorren
todas las vértebras de mi columna.
Un calor húmedo y oblicuo me recorre la clavícula.
Deposita otro beso en la loma de mi hombro, a través de la tela
del vestido. Como si probase la seda más suave, Bóreas me
recorre la cintura, los omoplatos, para luego descender una vez
más. Me lanzo hacia su boca y él aparta el rostro; me niega ese
placer.
—Cabrón.
Una risa cálida llueve sobre mí.
—Paciencia, esposa.
La paciencia es para quienes no saben lo que quieren. Eso
le digo.
Crispa la boca, y en sus ojos brilla la luz de las estrellas que
explotan. Hace tanto tiempo que reprimo este deseo que ya no
puedo reprimirlo más. El corazón quiere lo que quiere.
Bóreas traza con la lengua una senda hasta mi oreja y me
chupa el lóbulo.
—Valdrá la pena esperar —susurra—. Te lo aseguro.
—¿Y no me vas a abandonar si viene a llamarte uno de tus
guardias?
Se echa hacia atrás, con una expresión cuidadosamente
vacía. Un golpe bajo, sí, pero a mí no me interesa empezar
nada que no vayamos a terminar.
Me acuna el rostro con la mano y aloja el pulgar bajo mi
barbilla, para luego alzarme el rostro hasta poder contemplar
su mirada de disculpas.
—Lamento mucho haberte dejado esa noche. Lo he
lamentado todas las noches desde entonces. Mi mano ha sido
un pobre sustituto para lo que podría haber sido.
Una emoción oscura me recorre ante la idea, y me aprieto
contra él.
—¿Te has tocado pensando en mí? ¿Cuántas veces?
—Eso —dice— no es asunto tuyo.
Ahora me imagino a Bóreas, medio desnudo en la cama, en
el baño, acariciándose hasta que se derrama.
—Pero…
Me hunde los dientes en el cuello y me arranca un gemido.
Una ráfaga de calor me azota la columna; ladeo la cabeza para
que tenga más espacio. Me dejo llevar por la maravilla de esa
boca caliente, esa lengua hábil y esos dientes romos que me
arañan.
—¿Esto es lo que has planeado? —susurro contra su piel—.
¿Llevarme al límite? ¿Ver cuánto tardo en romperme?
—Tú llevas presionándome desde que llegaste. Es de
justicia que te devuelva el favor.
De pronto, la palma de su mano me recorre el trasero y me
alza la pierna para que le rodee la cintura, con falda y todo. Me
clava las caderas y el borde de su erección se aprieta contra
una parte de mí que ya me duele de deseo.
—Dioses —jadeo. El calor me chisporrotea por las venas.
El aire, perfumado con nuestro sudor, se vuelve más denso—.
Al infierno con todo: bésame.
Le aferro la cabeza con ambas manos y me la acerco al
tiempo que me pongo de puntillas para encontrarme con él a
medio camino. Bóreas se ríe. Creo que jamás me acostumbraré
a ese sonido.
Sin embargo, mi beso aterriza de lado, contra su barbilla, y
no en su boca. Antes de que pueda arreglarlo, él recorre una
lenta senda hasta mi oreja y me clava los dientes. La punzada
de dolor la amortigua el roce de sus labios.
Meto la mano entre nuestros cuerpos y enarbolo su
erección.
—Bésame —exijo—. O de lo contrario…
Aprieto para que sepa que hablo en serio.
Empieza a jadear mientras yo recorro la forma de su
miembro, mientras rodeo la cabeza una y otra y otra vez, y
siento que la tela se humedece. Aprieto una vez más y Bóreas
frunce los labios.
—Wren, eres… —cada palabra sale afilada— eres el
diablo.
Me enjugo una lágrima imaginaria.
—Creo que puede ser lo más bonito que me has dicho en tu
vida. —Empiezo a acariciarlo con suavidad, despacio—. Pero
eso no cambia lo que deseo.
Sus labios sobre los míos, su lengua en mi boca… y en
otras partes.
Una respiración entrecortada y áspera le llena el pecho, el
sonido de un deseo puro, de angustia, necesidad y hambre.
Coloca las manos sobre las mías y empieza a guiar mis
movimientos, mostrándome el ritmo y la presión que prefiere.
Yo jugueteo con la punta, trazando círculos con la palma de la
mano contra su carne hasta que, con un gruñido feroz, Bóreas
aparta la mano y aplasta sus labios contra los míos.
Su boca, que es presión caliente y lengua rápida, me
arranca un gemido de la garganta. Me pego a él. Cada borde de
nuestros cuerpos se adapta a las suaves curvas del otro. Alargo
la mano para aferrarle el pelo, el cuello, todo lo que esté a mi
alcance. Busco su lengua con la mía, y cuando ambas chocan
salvajemente, me besa con más intensidad, hasta que nuestras
bocas están tan fusionadas que me empiezo a marear por la
falta de aire.
Bóreas se aparta y me concede un leve respiro.
—¿Cómo se desata esta cosa? —gruñe mientras tironea de
los nudos que me recorren la espalda en zigzag.
—Permíteme. —Un leve tirón y todos los nudos se aflojan,
de modo que Bóreas me puede sacar la prenda por la cabeza.
Me recorre con la mirada: la tela que sujeta mis pechos; mi
ropa interior; mi piel marrón, desnuda y sonrojada. Un hambre
profunda le oscurece el azul de los ojos.
—Increíble —dice.
Los hombres me han llamado de muchas maneras, pero
«increíble» nunca ha sido una de ellas.
—Lo dices para apelar a mi lado bueno.
—Wren —sonríe y me pasa una mano por el bajo vientre
—, ya estoy viendo tu lado bueno.
Durante un rato, sus manos encallecidas me recorren la piel
desnuda y me ponen la carne de gallina en brazos y piernas. Al
pasar por la curva de mi trasero, Bóreas introduce los pulgares
por los laterales de mis bragas. Dos latidos después, ya no las
llevo puestas.
Tensa las aletas de la nariz al mirarme, pero me acerco otro
paso y engarzo los dedos en las mangas de su abrigo.
—Me toca a mí.
Desnudar a Bóreas supone un placer que no esperaba. Hay
que saborearlo. La tela rígida de su abrigo se abre por el
pecho. Con un tironcito cae de sus hombros. Luego viene la
camisola, aún caliente a causa de su piel. Me inclino para
quitarle las botas y los calcetines para, acto seguido, aflojar el
nudo de sus pantalones. Mis dedos le acarician la polla dura
mientras lo hago, y le muestro una dulce sonrisa. Un poco de
tortura jamás le ha hecho daño a nadie.
Queda desnudo ante mí. Para ser sincera, es magnífico. Un
cuerpo que es pura fuerza: músculos esbeltos y nervudos
cubiertos de vello negro.
Aprieto las manos contra sus pectorales y luego desciendo
por el abdomen. A continuación lo rodeo para contemplar las
cicatrices de la espalda. Si pudiera, lo despojaría de todas sus
heridas. Pero lo único que puedo hacer es depositar un suave
beso en la parte más pronunciada de esas cicatrices cruzadas,
sentir cómo se tensan los músculos al contacto de mi boca.
Bóreas me agarra del brazo y me coloca de nuevo frente a
él. Su rostro, esos ojos azules, todo queda abierto ante mí. Una
vulnerabilidad hirviente en medio del calor acumulado, del
afecto, de algo aún más fuerte, algo que da demasiado miedo
como para ponerle nombre.
Me agarra de la cintura y me arroja a la cama.
El colchón se hunde bajo mi peso. Recorro con la mirada
hasta el último centímetro de su magnífica figura. Los
músculos de sus poderosos muslos se marcan a cada paso con
que se acerca. Unos cuantos rizos densos descansan en la base
de su polla protuberante.
Me pongo de rodillas y me arrastro hasta el borde de la
cama para agarrarle el miembro. Bóreas se estremece y
entrelaza los dedos en mis cabellos. Da un tironcito tan suave
que me hormiguea el cuero cabelludo. Contemplo la perla
líquida que asoma en la corona de su miembro y la recorro con
el pulgar, trazando un pequeño círculo.
Deja escapar el aliento, despacio.
—Wren.
Entierro el rostro en su entrepierna e inspiro. Sudor,
almizcle, cedro fresco. Las puntas de los dedos de Bóreas me
sujetan por la base del cráneo y una oleada de calma lucha
contra el hormigueo incesante que tengo bajo la piel. Me
aparto y pruebo a pasar la lengua por la cabeza de su miembro.
La carne responde a la presión de mi lengua, así que repito el
movimiento por el mero placer de saborearlo.
Esas robustas piernas se tensan, músculos apretados. Suelta
una exhalación breve y sibilante. El borde inferior de la cabeza
me llama la atención y lo acaricio. Me encanta cómo se hincha
bajo el peso de mi lengua, que se mueve curiosa. Lo
contemplo a través de mis pestañas y espero a que cruce la
mirada conmigo. Y luego me lo trago hasta la base.
Se envara y suelta un gemido quebrado. Empieza a soltar
groserías, a cuál más vulgar.
Todo mi cuerpo se ilumina de placer. Quiere moverse, lo
ansía con todo su cuerpo, pero no debería haberme permitido
tocarlo, porque ahora lo voy a hacer pedazos poco a poco, con
una lentitud agonizante.
Le empiezan a temblar las piernas. Le recubro la cabeza y
la rodeo con la lengua, lánguidamente, hasta sacar otro gemido
dolorido de las profundidades de su pecho.
—Basta —gruñe, e intenta apartarme de un tirón, pero me
agarro a sus muslos y lo lamo con más lentitud aún. Las
primeras gotas fluyen por mi lengua como el más dulce de los
vinos.
—Wren —ruge Bóreas. Me enreda las manos en los
cabellos y da un tirón. Lo ignoro—. Wren.
Me aparto sin dejar de succionar y suena un pequeño plop.
—Paciencia —canturreo, enseñando los dientes con un
atisbo de sonrisa.
Lo acaricio despacio con la lengua y empiezo a usar
también la mano, para que no quede libre parte alguna de su
erección. Al ascender por su miembro, un sonido de puro
tormento se propaga por la estancia y luego se quiebra. Los
dedos que ha entrelazado en mis cabellos se crispan, me
sujetan fuerte con un dolor que recibo con los brazos abiertos.
Una breve imagen aletea en los rincones más oscuros de mi
mente. En realidad es una fantasía: pedirle que me folle la
boca tan profundo como pueda, que la embista una y otra vez,
hasta que me la destroce.
—Si me dices que pare, pararé —digo con la boca llena.
Alzo la vista y, entre las pestañas, veo el negro ardiente de sus
ojos—. Si es que puedes contenerte.
Se queda inmóvil.
—Eres el demonio.
Me agarra de las axilas y me sube de un tirón hasta que
quedo de rodillas. Sus labios abren los míos y me dejan sin
respiración. Me besa y me besa, y cuando estoy ya agotada,
mareada por la falta de aire, con las extremidades maleables y
los pechos tiernos, Bóreas se mete uno de mis pezones en la
boca y lo chupa.
Suelto una exclamación y me aprieto contra él, que pasa al
otro pecho, lo amasa con la mano y da lametazos húmedos y
lánguidos. El centro de mi ser palpita, impaciente.
—Más fuerte —gimo.
Aún no es lo bastante fuerte. Ni se acerca. Cada vez que
arqueo el cuerpo y lo aprieto contra él, Bóreas me cubre el
pezón con la boca y recorre las curvas de mis caderas con las
manos. Mientras tanto, ese pálpito amortiguado e insistente
empieza a aumentar.
Me aparto de él con un gruñido de frustración y lo subo a la
cama de un tirón. Pensaba que Bóreas terminaría a toda prisa,
pero parece disfrutar de un contacto que es más reconfortante
que sexual; me abraza por la espalda, me acaricia el cuello con
la nariz. Recuerdo los siglos de dolor que ha pasado en esta
ciudadela. ¿Cuándo fue la última vez que lo tocaron con
compasión, con afecto?
Rozo con la boca la comisura de sus labios y me aparto. Le
acuno la mandíbula con la mano y lo contemplo.
—Lo disimulas muy bien —susurro—, pero en realidad no
eres un hombre tan frío.
Gira la cabeza y me acaricia la palma de la mano con los
labios.
—No soy un hombre —replica en tono igualmente
susurrante—. Soy un dios.
Y entonces se pone en movimiento. Baja, baja, dejando una
senda de besos en dirección sur. Bóreas encaja los hombros
entre mis piernas y me acaricia el estómago con manos rudas.
Contemplo el techo oscurecido y me pregunto cómo he
acabado en la cama del Rey Escarcha. Ha sido una caída lenta,
reticente. Incluso ahora me pregunto cómo ha podido elegirme
a mí, una mortal delgaducha y con cicatrices, si podía haber
elegido a cualquiera.
Me agarro a la manta que tengo debajo al tiempo que la
necesidad de protegerme arraiga en mí.
—Tengo los pechos muy pequeños. Soy muy huesuda. Y la
cicatriz…
Alza la cabeza. Nuestros ojos se cruzan, los suyos suaves y
tiernos.
—Me gusta que no tengas la piel perfectamente tersa. Y me
gusta la forma de tu cuerpo. Me gusta todo tu cuerpo, Wren.
—No soy perfecta.
—La perfección es una expectativa imposible. A ti no te
han espantado mis cicatrices, ¿por qué habrían de espantarme
a mí las tuyas?
Me tiemblan los labios. Me echo hacia atrás sobre las
mantas y suelto el aliento. Me permito a mí misma sentir.
Una mano me sujeta la cadera mientras la otra asciende
hasta colocarse sobre uno de mis pechos. El pulgar juguetea
con mi pezón; la punta roja, dolorosamente sensible. Un
pellizco suave me provoca una oleada cosquilleante de calor
que me recorre las extremidades.
Y entonces, su boca se desplaza entre mis piernas,
húmedas. El calor de la succión me arranca un gemido. Agarro
una almohada y me cubro la cara con ella para amortiguar
estos sonidos tan vergonzosos. Otro tironcito entre mis
pliegues empapados y suelto un chillido quebrado. Muevo
instintivamente las caderas para prolongar este placer ardiente.
De pronto, la almohada desaparece.
—¿Qué…? —Parpadeo, confundida, y miro el lugar donde
él se arrodilla, a los pies de la cama.
—No te escondas de mí. —Esa mirada invernal me deja
clavada contra el cabecero—. Después de todo lo que hemos
pasado, no.
De todo lo que hemos pasado. Como si hubiésemos
atravesado el infierno para llegar hasta aquí. No creo que se
equivoque.
—Sí —susurro. Echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos.
Vuelve a ocupar la boca con sus crueles menesteres. Sella
los labios, calientes, sobre el pequeño y tierno botón sobre mi
sexo y me introduce dos dedos, con los que presiona mi pared
frontal. Me aprieto contra su boca con una súplica
incomprensible, delirante de un placer que me abrasa las
venas. Bóreas emite un sonido complaciente y me lame la piel.
Me tenso alrededor de sus dedos por puro reflejo e intento que
me los introduzca aún más hondo. Apenas soy consciente de
las palabras que se me escapan por la boca: «Más. Por favor.
Más rápido. Sí, ahí». Me cosquillea la piel mientras la tensión
no deja de subir y, con una última chupada, me deshago.
Un grito salvaje me atraviesa. Arqueo la espalda y echo las
caderas hacia delante. Caigo en espiral y me aprieto contra su
boca mientras él prosigue con su festín, arrancándome todos y
cada uno de los nervios. Aprieto los dedos de los pies y clavo
los talones en el colchón. Tiro del pelo de Bóreas mientras me
desplazo por la agonía de un placer hermoso capaz de alterar,
de destrozarme la vida entera, un placer que me lleva a lomos
de una ola hasta perder la inercia y depositarme en la orilla.
Contemplo el techo, ahíta, la piel cubierta de sudor. El rey
me planta un tierno beso en el interior del muslo y luego
asciende por mi cuerpo, acariciando todas las zonas más
cálidas y suaves. Besa la suave curva de mi pecho, la sudorosa
humedad de mi cuello, mi sien y, por fin, mi boca. Es el mejor
beso que me ha dado, tierno a la par que hambriento.
—Por poco no me matas —susurro cuando nos separamos.
Arruga las comisuras de los ojos.
—Pero sigues con vida. ¿Dices acaso que he fracasado?
—Digo que aún podemos probar más cosas.
El tiempo se alarga. Con las bocas unidas, nos acariciamos
con las manos; nuestros dedos entre pliegues maleables de
carne. Juntos, el placer de ambos empieza a ascender.
Mucho mucho después, Bóreas se coloca en mi abertura.
Su mirada se cruza con la mía y se detiene.
—No quiero hacerte daño.
Ya me he acostado con hombres que me han tratado con
rudeza, pero no creo que Bóreas haga lo mismo. Confío en él.
—No me vas a hacer daño —digo.
Hunde la barbilla.
—Muy bien.
—Espera. —Le coloco una mano en el pecho antes de que
me penetre—. ¿Y si me quedo embarazada? No tengo ningún
tónico para prevenir embarazos.
No estoy lista para traer un niño al mundo. Y no estoy
segura de que Bóreas quiera tener hijos, teniendo en cuenta la
muerte de Calais. No lo hemos discutido.
Enreda la mano en un mechón de mi cabello y me acaricia
la barbilla con el pulgar.
—No hay de qué preocuparse. Alba puede darte un tónico
mañana por la mañana. —La preocupación en su mirada da
paso a algo más—. ¿Te gustaría tener hijos? Ahora no, pero
¿quizá algún día?
Lo veo: esperanza y también miedo.
Jamás he pensado mucho en tener hijos, porque jamás me
he visto a mí misma en condiciones para criarlos. Toda mi
atención estaba centrada en sobrevivir. Sin embargo, con
Bóreas veo ese futuro con claridad. Imagino que sería un padre
estupendo. Se vuelve más funcional cuando tiene que cuidar
de algo o de alguien.
Pero no puede ser tan sencillo. Algún día envejeceré.
Bóreas vivirá más que yo. ¿Y qué pasa con los niños? ¿Serán
también inmortales?
—No lo sé —susurro, sincera—. Supongo que jamás he
visto tener hijos como una opción vital. Jamás he estado en
una posición lo bastante estable. —Me muerdo el interior del
carrillo—. ¿Era tu hijo inmortal?
—Calais era mortal, pero poseía ciertos rasgos que
evidenciaban que tenía sangre divina en las venas. Para ser un
niño, era muy fuerte. —La sonrisa desaparece—. ¿Te preocupa
cuánto vivirá el bebé?
—Algún día moriré —murmuro, y le acaricio la comisura
de la boca—. Si el bebé también es mortal, ¿qué sucederá
cuando muera?
No quiero que Bóreas pase un luto solo. Y la idea de que
tome otra esposa después de mí… Reprimo una oleada de
celos.
Se lo piensa. Me cuesta descifrar qué tiene en la cabeza.
—No digo que no, pero me gustaría tener tiempo para
pensarme las implicaciones. —¿Seguirá queriéndome cuando
me cuelgue la piel, cuando se me caigan los dientes? Resulta
demasiado desagradable de pensar—. Pero que sepas que, si
he de tener y criar un hijo con alguien…, ese alguien eres tú.
El inmortal que me ha robado el corazón.
Salva la distancia que nos separa y encaja su boca contra la
mía durante un largo instante. Siento su sonrisa, lo cual me
hace sonreír también.
Con una mano agarrada al cabecero cerca de mi cabeza,
Bóreas emplea la mano libre para guiarse hacia mi interior.
Adelanta las caderas poco a poco, cada vez más dentro. Mi
cuerpo se estira para acomodarlo. Cuando se ha introducido
del todo, consigo decir:
—La tienes muy grande.
Bóreas pone una expresión enfurruñada, como si jamás le
hubiese parecido un problema.
—¿Te desagrada?
¿Cómo no me he dado cuenta antes de lo gracioso que es?
Suelto un resoplido y entrelazo los brazos alrededor de su
cuello.
—Ni un poquito.
Nos besamos. Un beso breve y dulce que pronto queda
olvidado en el calor de nuestro apareamiento.
El Viento del Norte sale y entra de mí con una facilidad
lánguida. De la punta de la nariz le caen gotas de sudor que se
estrellan contra mi pecho. Las lame con la lengua.
A nuestro alrededor, la ciudadela está sumida en un
profundo silencio. Bóreas aumenta el ritmo. Cambia de
postura y se pone de rodillas; yo le rodeo los duros músculos
con las piernas, aunque luego me las agarra y se las pone a la
cintura, para que quedemos encajados por la entrepierna. Me
clava los dedos en las caderas y me levanta; coloca la polla y
me envaina con un movimiento perfecto.
Nuestros cuerpos ascienden y descienden en armonía. Nos
movemos en tándem, como si llevásemos haciendo lo mismo
toda la vida. Él se hunde en mí, extrae de mí el placer hasta
que nuestros aromas se mezclan y no hay principio ni fin, no
hay más que mi nombre en su boca, su sabor en mi lengua.
Juntos.
Este hombre, que vio la criatura herida y feroz que había en
mi corazón, que la convenció para salir de su escondite, que
me admiraba por lo que yo era y no por lo que no era, que no
flaqueó al ver mis filos cortantes…, este hombre me ve por
completo. Mi captor, mi esposo, mi enemigo, mi amante, mi
amigo.
Un sueño que no me había atrevido a soñar.
Mío.
Bóreas susurra mi nombre. Yo le aferro los cabellos con los
puños mientras nuestros cuerpos se mueven en sintonía. El
placer es tan agudo que aumenta en espiral, cada vez más,
cada vez más fuerte. Penetra hasta lo más profundo y me
incendia la sangre.
Suelto una exclamación ahogada cuando el placer aumenta
en una oleada y, de pronto, estoy muy cerca de terminar. Estoy
en la misma cúspide. Bóreas me embiste una y otra vez,
absorto, la boca entreabierta, y yo casi estoy, casi llego, junto a
él, acaricio justo el borde del éxtasis.
—Wren —gruñe, y me chupa la curva del cuello.
—Hagas lo que hagas —digo en tono ahogado—, no pares.
Bóreas suelta una risa estrangulada. Yo no puedo reírme.
Estoy demasiado ocupada intentando recordar cómo se respira.
Los dos, de la mano, nos llevamos el uno a la otra cada vez
más alto, a un lugar que es nuestro y de nadie más. Y, de
pronto, me rompo.
Con un grito ronco me arqueo hacia arriba, consumida por
un fuego que me rasga la piel, que me abre por dentro, hasta
las entrañas. De pronto, Bóreas se queda rígido. Una emoción
afilada explota en sus pupilas oscuras. Me gira, me pone
bocarriba, me folla como si fuera un animal. La piel choca
contra la piel y el almizcle de nuestra excitación me nubla la
cabeza. Y sigue, y sigue, hasta que sus caderas se estremecen
pegadas a las mías y se derrumba sobre mi pecho.
Me inmoviliza con su peso sobre las mantas. Al igual que
él, estoy agotada, no siento ni los huesos. No podría moverme
por más que quisiera.
—Me estás aplastando los pulmones —le murmuro cerca
del cuello.
Suelta un resoplido de hilaridad y se echa a un lado para
acomodarme en la curva de su cuerpo. Y ahí nos quedamos
mientras descienden nuestros latidos y se nos enfría el cuerpo.
El fuego está prácticamente apagado. Bóreas me recorre el
hueso de la cadera con caricias perezosas.
Me giro hacia él. Lleva la misma máscara de piedra de
siempre, esa a la que se aferra con tanta ferocidad, pero ahora
de poco le sirve. Ya veo las grietas.
Se inclina y me roza la nariz con la suya. Alzo las manos,
las paso por su mandíbula, le acaricio las mejillas con los
pulgares.
—Me gusta sentirme cerca de ti —dice Bóreas, en tono
callado y sentido.
Se me hace un nudo en la garganta. Comprendo que puedo
tener esto, siempre que tenga el suficiente valor como para
aceptarlo.
—A mí también —susurro, y me inclino para depositar un
beso en la boca de mi esposo.
40

U
na mano cálida me sacude el muslo y me despierta.
Bóreas está inclinado sobre mí, el pelo negro
desordenado, los ojos azules entrecerrados, intensos. Se
lleva un dedo a los labios en señal de silencio.
Se me erizan los sentidos y me enderezo despacio hasta
quedar sentada. Contemplo la oscuridad con ojos apretados.
Hace mucho que se ha apagado el fuego. Tras volver a hacer el
amor intensamente, nos quedamos dormidos hace horas,
ambos cuerpos tan apretados como nos fue posible.
—Mis guardias han tocado el cuerno —me dice al oído en
voz baja.
La primera oleada de alarma crece en mí, y me apoyo
contra su pecho. Han abierto una brecha en la ciudadela.
—¿Umbrandantes?
Asiente con aire sombrío.
—¿Cómo han podido cruzar la barrera?
Me acaricia la mejilla con dos dedos.
—No lo sé.
La arruga en su ceño se acentúa. Me ha dicho una y otra
vez que la barrera no puede debilitarse, pues está sellada sobre
cada parte de las altas murallas de piedra.
Mi atención sale disparada a la ventana. Desde aquí vemos
el patio y a aquellos que vigilan la muralla. Quizá a vista de
pájaro pudiese verse mejor cómo han podido infiltrarse los
umbrandantes, el número de criaturas a las que nos
enfrentamos. Si se parece en algo al baño de sangre que fue la
última batalla…
—Ni se te ocurra —dice al adivinar mis pensamientos—.
Nadie puede saber dónde estás. Debes permanecer escondida.
—Empieza a separarse—. Quédate aquí.
Que se lo ha creído.
—Voy a ir contigo. —Bajo las piernas por el lado del
colchón.
—No. —Me pone una mano en el brazo para detenerme.
Jamás le he visto el semblante tan grave—. Volveré a por ti
cuando no haya peligro.
El aire frío repta por mi columna. Me estremezco y agarro
las manos de mi marido. Bóreas es inmortal. No puede morir a
manos de un arma hecha por mortales. Que yo sepa, tampoco
puede matarlo un umbrandante, teniendo en cuenta que él
mismo también es uno. Pero la última vez que lo hirieron no
pudo curarse adecuadamente. Algo se lo impidió.
—¿Y si te capturan? —susurro.
Me aprieta los dedos con suavidad.
—Lo que me preocupa no es mi vida.
Mi corazón, que ya está bastante frágil de por sí, se
desintegra por completo al oír esas palabras.
Se aparta de la cama y se pone las ropas que había dejado
por ahí.
—Cierra la puerta cuando yo salga. Hay un pasadizo
secreto en el estudio, detrás del tapiz. Te llevará a los establos.
Coge a Iliana y ve en dirección al norte, tanto como puedas.
En cuanto estemos fuera de peligro, iré a buscarte.
Me abalanzo sobre él y lo agarro de las muñecas. Tiene el
rostro sumido en sombras, pero sus ojos resplandecen con una
resolución fiera. No puede marcharse. Hay muchas cosas que
debo decirle. La emoción nos embarga, temible, nueva.
En tono quedo, dice:
—Wren. Por favor.
—Pero…
Me silencia con un beso, nuestros labios prendados.
—Quédate aquí.
Y así, se marcha. ¿De verdad espera que me quede sentada,
aguardando su regreso? Si el peligro campa a sus anchas por
los terrenos de la ciudadela, no pienso enfrentarme a los
umbrandantes llevando un vestido. Pienso en Elora, en su bebé
nonato. Necesito un arma. Y unos pantalones. Pero mis
aposentos están en el otro extremo de la fortaleza. Y sin arco,
no soy más que una presa fácil.
Me tiembla la mano al acercarla al pomo de la puerta y
abrirla, despacio.
Un corredor oscuro y desierto. Las antorchas de las paredes
han sido apagadas. No hay guardias. Deben de haber
abandonado sus puestos para mantener a raya a los
umbrandantes invasores.
Corro. No me detengo. Mi camisón ondea alrededor de mis
piernas. Mantengo las orejas atentas a cualquier sonido
inusual. Alojados entre los numerosos salones de baile, salitas
y comedores, los ciudadanos de Neumovos empiezan a
despertarse. Tras llegar a mis aposentos me pongo mi atuendo
de invierno y echo mano de la daga, el arco, el carcaj y un
saquito de sal. Doce flechas. Me aseguraré de que cada una de
ellas cuente.
El silencio acaba cuando se oye un golpe en la planta
inferior: una puerta derribada y gritos, unos gritos terribles.
Mi sangre palpita al ritmo que marca mi corazón
desbocado. ¿Cuántos habrá? ¿Cómo de rápidos son? Un
rugido bestial resuena como si el mismísimo aire se hubiese
hecho pedazos. Acto seguido, varios chillidos escalofriantes
me impulsan hacia la puerta. He de encontrar a Elora.
Descubro que el ala sur está totalmente desastrada: puertas
arrancadas de los goznes, espectros que corren de un lado para
otro. El aire apesta a ceniza. Un caudal de gente en plena
huida se amontona en las entradas, bloqueando las vías de
escape. Por pura fuerza de voluntad, consigo abrirme paso
entre la masa apretada de cuerpos.
Al final del corredor, una sombra enorme gira un recodo
hacia aquí. En las fauces lleva colgando la mitad de un torso.
Hombres y mujeres más o menos vestidos se apartan de su
camino, ciegos de terror.
Agarro a una mujer del brazo.
—¿Has visto a mi hermana?
Pero ella se libra de un tirón, entre sollozos, y avanza a
trompicones con el resto de la multitud, que me arrastra en su
intento de huir del umbrandante. Apunto con la flecha al suelo
para no empalar a alguien accidentalmente, y entonces un
hombre gigantesco me aparta de un empujón que me arroja
contra una pared. Mi cráneo choca contra la piedra. Dejo caer
el arco con un grito sobresaltado y me llevo la mano a la parte
de atrás de la cabeza. Aparto los dedos y compruebo que están
manchados de sangre.
Toqueteo por el suelo en busca del arco y lo agarro junto
con la flecha que se me ha caído. Me aplasto contra la pared
para evitar la peor parte de la avalancha de gente. El
umbrandante deja caer el torso que estaba devorando, que ya
no es más que un cascarón vacío y carente de alma, y suelta
otro rugido que hace temblar hasta los huesos.
Con los ojos clavados en la bestia, mojo la punta de la
flecha en el saquito de sal. Uno de los guardias aparece para
darme apoyo, pero no le presto atención. Tenso el arco y
disparo. La flecha acierta al umbrandante justo en el pecho. La
bestia explota en una lluvia de gotas de icor.
Giro sobre mis talones y le clavo una flecha entre los ojos a
otro umbrandante. Una mujer, con las faldas recogidas con
ambas manos, pasa junto a mí, presa de un horror ciego.
El umbrandante se tambalea. Otra flecha le atraviesa el ojo
que le queda.
—¡Mátalo! —le chillo al guardia. Se abalanza sobre el
monstruo y le clava la espada en el corazón. Dos menos,
aunque han aparecido tres más.
—¡Wren!
Giro de golpe la cabeza.
—¿Elora?
No hay respuesta, solo los chillidos de quienes están siendo
aplastados, o bien mutilados, desgarrada su carne. ¿Provenía
su voz de más adelante o de atrás?
Me uno a la corriente que baja a toda prisa las escaleras y
escruto el caos en busca de mi gemela. Veo una mata de
cabellos negros en la lejanía, y a su lado, un hombre alto que
solo puede ser Shaw.
—¡Aquí! —grito, y agito una mano mientras avanzo a
empujones hacia ellos.
—¡Wren! —Los ojos enloquecidos de terror de mi hermana
se cruzan con los míos. No tiene sangre en ninguna parte
visible, solo la vestimenta arrugada de quien se ha tenido que
vestir a toda prisa. Gracias a los dioses, está ilesa—. ¿Qué
sucede? Los umbrandantes…
—Ven. —La agarro de la mano y la llevo a tirones en
dirección a los aposentos del rey. Shaw nos sigue. Una fuerza
tremebunda sacude la fortaleza. Me veo lanzada contra una
pared al tiempo que una nueva andanada de gritos restalla en
las plantas de abajo.
Una vez que llegamos a los aposentos de Bóreas, cierro con
fuerza la puerta y echo la llave. Aparto el tapiz que oculta la
salida que lleva hasta la Grisura. Elora se apoya una mano
temblorosa en el abultado vientre. Shaw la agarra de los
hombros mientras ambos contemplan, boquiabiertos, lo que
hay al otro lado de la puerta: el aliento helado del mundo.
—Esto lleva hasta Bosquelinde —me apresuro a decir—.
¿Veis el arroyo en la distancia? —Señalo un resplandor de
hielo entre los árboles—. Seguid hacia el este y llegaréis a la
aldea. Allí estaréis a salvo.
Mi hermana gira levemente la cabeza y me contempla:
—¿Y tú, Wren?
—Mi lugar está aquí, con mi marido. —Miro a Shaw a los
ojos y veo en ellos entendimiento—. Marchaos. No queda
mucho tiempo.
—¡Espera! —Elora me aferra la mano. Ella ha sido el único
propósito en mi vida durante mucho tiempo. Pero ahora tengo
uno nuevo: yo misma—. Dime que estarás a salvo.
No puedo prometerle algo así. Las Tierras Yermas jamás
han sido un lugar seguro, pero he elegido al Viento del Norte.
He elegido una vida con bestias, nieve y roca carente de vida.
Su vida es ahora la mía.
—Elora —la profunda voz de Shaw queda casi ahogada por
otro grito que rasga el aire—, no podemos perder más tiempo.
Trago saliva y envuelvo a Elora en el primer abrazo real
que nos hemos dado en muchos meses. Si, por el motivo que
sea, no salgo ilesa de esta noche, quiero que su último
recuerdo de mí sea un recuerdo de amor.
—Nos veremos pronto.
Se aferra a mí como cuando éramos niñas y compartíamos
mantas para espantar el frío. Tras otro instante, la aparto.
Una vez que han cruzado el umbral, cierro la puerta y me
dirijo a toda prisa al despacho, el tapiz y otra puerta cerrada.
Me escabullo por el pasadizo. Me adentro entre barro
endurecido de frío en las entrañas de la tierra. Los sonidos de
la batalla disminuyen y, al fin, se desvanecen. Solo queda mi
aliento, que me sale escarpado y ardiente de los pulmones, y el
terror negro que se cierne ante mis ojos.
Para cuando llego a la salida, una puerta vieja de piedra,
una capa de sudor me cubre el cuerpo. El aire invernal me pica
en la piel; tengo erizado el vello en los brazos, que anhelan
algo de calor. Entreabro la puerta combada y me asomo a
través de la rendija para ver en qué estado se encuentran los
establos.
Es una carnicería. Aquí estoy protegida, tras el montículo
de piedras en el que desemboca el túnel, pero la batalla en el
exterior se mueve, se expande. Pronto llegará a este refugio
provisional.
Los umbrandantes pululan por doquier. La horda de bestias
parte en dos a los guardias armados, cuyas órdenes son
aguantar, no ceder, darles tiempo a los ciudadanos de
Neumovos para que puedan escapar y ponerse a salvo.
Sin embargo, esas mismas órdenes han condenado a los
guardias a horrores innombrables. Contemplan cómo
destrozan a sus compañeros hasta que ellos mismos acaban
entre las fauces enormes de las criaturas, unas fauces de las
que brota el mismo fluido negro que mana de sus heridas
abiertas.
¿Dónde está Bóreas? Yo había pensado que estaría allá
donde la lucha fuera más encarnizada, donde hiciera más falta.
Una de las ventanas de la torre se hace añicos y llueven
cristales rotos al tiempo que una criada se arroja desde el
cuarto piso y un umbrandante intenta alcanzarla desde la
ventana abierta. El cuerpo de la chica aterriza en el suelo, roto
por completo.
—Comprobad el ala sur. No dejéis piedra sobre piedra.
Me quedo completamente inmóvil, intentando localizar al
dueño de esa voz. La luz de la luna satura la nieve más allá de
los portones abiertos. Nada. Solo soldados que intentan
contener, frenéticos, a los umbrandantes que trepan por las
murallas exteriores.
Hay una figura que no se mueve como el resto. La luz
ilumina una cabeza de cabellos rizados y resplandece contra la
curva de su arco. Escruta en derredor desde donde se
encuentra, cerca de las puertas de los establos, y estudia la
carnicería con una fría expresión calculadora.
Algo me muerde la boca del estómago. Ya sé cómo han
podido entrar los umbrandantes en la ciudadela sin que los
hayan visto. Y lo sé porque fui yo quien le dijo a Céfiro que
había un agujero en la muralla. Cuando yo era otra persona,
cuando no sentía nada por el Rey Escarcha. Cuando mi única
misión era erradicarlo de esta tierra para que la humanidad
pudiera vivir en paz, libre del devastador puño del invierno.
Cuando me sentía sola y me negaba mis necesidades.
—Céfiro. —Se oye la palabra, ronca de rabia—. ¡Céfiro!
El miedo me hace un nudo en la garganta. No veo nada,
nada en absoluto. Pero entonces, un umbrandante sale a la luz.
Trae consigo una figura destrozada, la arrastra con una garra.
Ahogo un grito. Bóreas tiene las manos y los tobillos
atados, y un saco en la cabeza. ¿Cómo han conseguido
atraparlo tan pronto? ¿Y por qué no usa sus poderes para
contraatacar?
—Cálmate, hermano. —El Viento del Oeste ve cómo
Bóreas lucha, con expresión aburrida—. Todo acabará pronto.
Céfiro y el umbrandante rodean los establos. Los sigo,
agachada, silenciosa, entre las sombras. Si le toca aunque sea
un pelo a mi esposo…
—Llévalo al norte —dice Céfiro—. Cuando acabe aquí, iré
a vuestro encuentro.
La criatura se lanza a la carrera a través de los portones y se
interna en el bosque oscuro, con Bóreas bien sujeto. Veo cómo
se marchan; se llevan mi corazón con ellos. Jamás podré
alcanzarlos a pie.
Necesito un caballo.
Dado que la atención del Viento del Oeste está centrada en
otro lugar, el camino hasta los establos está despejado. Abro la
puerta de golpe y entro en el lugar iluminado por la luz de las
lámparas. Voy a toda prisa al establo donde está Iliana.
El inconfundible sonido de la cuerda de un arco al tensarse
llega hasta mí. Yo también alzo el mío. Con la flecha
encocada, me giro y apunto al pecho de Céfiro, del mismo
modo que él apunta su flecha al mío.
Nuestros ojos se cruzan en medio de la penumbra. Se me
acelera el pulso, y el frío me lame el cuerpo.
—Hola, Wren.
Sus iris son del verde brillante de los brotes nuevos,
afilados como gemas. Lleva la camisola, normalmente
prístina, manchada de barro. Tiene un desgarrón en el pantalón
a la altura de la rodilla.
—Has cometido un error al venir aquí —digo con tono
nivelado. Se ha llevado a mi esposo. No ha hecho más que
mentir una y otra vez, mentiras que sonaban dulces en su boca.
Todos esos actos no han de quedar sin castigo.
—¿Error? —dice—. El único error que he cometido es no
haber venido antes.
Céfiro se acerca. Mis dedos se crispan en la cuerda. No se
me escapa la ironía de que podría dispararle un flechazo al
dios que me regaló esta misma arma. Un regalo que, al
parecer, no significaba nada. Apenas un modo de ganarse mi
confianza, de establecer un vínculo que ha quedado
mancillado desde su engañoso comienzo.
—Un paso más —advierto— y disparo.
Tanto el arco como las flechas han sido tocados por los
dioses. Y pocas veces fallo.
Frunce el ceño, pero se detiene.
—Supongo que es justo.
—Debería haberle hecho caso a Bóreas. No creí…
—¿… que fuera tan depravado como afirma? —Una
sonrisa carente de hilaridad—. A pesar de lo que piensa
Bóreas, no le deseo la muerte. Lo único que quiero es su lanza.
Su poder ha crecido sin control y está afectando a mi propio
reino, como ya sabes. ¿Acaso he de hacerme a un lado y
permitir que mi reino y mi gente mueran?
—Hay otras maneras de conseguir las cosas. Elecciones
que no implican que gente inocente pierda la vida.
—Muchos de los míos han muerto.
—Igual que morirás tú si no me das las respuestas que
necesito. ¿Por eso mataste a su esposa y a su hijo, porque
empezabas a sentir que su poder crecía demasiado?
—Técnicamente, los mataron unos bandidos.
Lo único que me impide que dispare son mis años de
disciplina.
—¿De verdad eres tan frío de corazón?
—Wren —suspira, como si ya hubiese tenido esta
conversación antes y estuviese harto de volver a lo mismo—,
no pretendía que muriesen.
—Basta ya de mentiras. Envenenaste los oídos de la esposa
de Bóreas, la pusiste en su contra. Te aprovechaste de ella,
traicionaste la confianza de tu hermano.
«Y la mía», pienso con una ráfaga de furia. «Me
traicionaste a mí.»
—No es culpa mía que fuese infeliz —replica con un
encogimiento de hombros despreocupado—. Le proporcioné
un modo de escapar, igual que a ti, pero ella lo aprovechó.
—No era infeliz. Amaba a Bóreas. —Pero Céfiro, con esa
mente traicionera y ladina, consiguió comerle la cabeza,
convertirla en un instrumento que pudo usar contra su esposo.
Casi como conmigo—. ¿Por qué te cuesta tanto creerlo?
—Puede que en su día lo amase, pero el amor es cruel y no
dura para siempre —dice con la expresión contraída por una
rabia y un dolor repentinos—. El amor te arrebata una parte de
ti mismo, y cuando la persona amada desaparece, te deja un
hueco eterno en el corazón. Yo jamás he querido que sucediese
nada de esto, ¿sabes? Había esperado poder razonar con
Bóreas, suplicarle que dejase a mi reino vivir, aunque dudo
que te importe.
Le clavo la mirada.
—Tienes razón: no me importa.
Pero no estoy pensando en Céfiro. Extrañamente, me
encuentro pensando en Tiamina. Tiamina, con esa cabeza
ausente. Tiamina, siempre olvidadiza. Tiamina sintió que algo
no iba bien en nuestro viaje a la caverna de Sueño. Pensé que
temía por mi seguridad, pero puede ser que me equivocase.
Jamás he sabido por qué bebió del Río del Olvido.
—Tiamina —digo—. ¿Puede ser que alterases sus
recuerdos? ¿Vio algo que no debía ver?
El Viento del Oeste pone los ojos en blanco.
—Esa mujer era demasiado entrometida para su propio
bien. Se dio cuenta de que yo empezaba a pasar mucho tiempo
con la esposa de mi hermano, y me daba miedo que se lo
contase. Por eso me encargué de solucionar el problema.
Cabrón. Cabrón interesado.
Céfiro me tiende una mano.
—Sea como sea, me gustas, Wren, así que te voy a dar una
oportunidad: si te rindes pacíficamente, no te haré daño.
El fantasma de una sonrisa amenazadora. ¿Quiere
utilizarme para presionar a su hermano?
Me parece que la respuesta es no.
—Céfiro —canturreo—, jamás he hecho nada
pacíficamente en mi vida.
Disparo. La flecha se le hunde profundamente en el
hombro. Chilla y suelta el arco al tiempo que yo abro la puerta
del establo y me subo a lomos de Iliana. No hay tiempo de
bridas ni sillas. El cuerpo debajo de mí, que es energía pura y
sin adulterar, sale disparado. Atravesamos de un salto la puerta
abierta del establo y galopamos hacia la noche.
41

E
l carcaj de flechas me golpetea en la espalda. Volamos
como nunca antes, entre nieve medio derretida y fango
helado. Retumba en la tierra un sonido de cascos que
podría ser media docena de caballos detrás de nosotras.
Precisamente por eso no me atrevo a mirar por encima del
hombro. En cuanto aparte la mirada de lo que hay delante,
perderé el rumbo.
—Rápido, Iliana.
El animal se esfuerza al máximo, pero no podrá mantener
este ritmo durante mucho tiempo. Mientras tanto, intento
reordenar mis ideas: el umbrandante que carga con Bóreas me
lleva ventaja. Tarde o temprano, llegará al Mnemenos.
¿Intentará cruzar o seguirá el río al oeste? ¿Es eso lo que
pretende Céfiro, atravesar la Sombra con Bóreas y llevarlo a
su propio territorio? Puede que sea un traidor, pero no es
ningún necio. Querrá regresar a la seguridad de su propia casa,
esté donde esté.
No, la necia he sido yo. Mis propios prejuicios contra
Bóreas me han cegado a la verdad. El Viento del Oeste: una
serpiente, un fraude, un ladrón. Lo único que puedo hacer es
rezar para no llegar demasiado tarde.
Una flecha pasa con un silbido estridente junto a mi oreja.
Azuzo a Iliana a la izquierda, nos apartamos del sendero
trazado y nos internamos en la espesura. Inclinada sobre el
cuello del animal, con el viento frío que me seca los ojos
inundados de lágrimas, me centro en el suelo, siempre al
frente.
Iliana no tarda en acusar el cansancio. Aminoramos la
marcha hasta apenas un trote. El hedor ceniciento de los
umbrandantes ha disminuido, cosa que me preocupa. Pido,
suplico a los dioses que abandoné hace mucho para que
mantengan a salvo a Bóreas. Pongo hasta el último jirón de mi
propio ser en este ruego, un deseo que quizá podría arrastrar
consigo el viento: «Aguanta».
Kilómetros después llegamos a un río. No es el Mnemenos.
Los colores no se corresponden: tonos rojos y rosados, no
azules. Miro por encima del hombro y veo un puñado de
figuras a caballo que intentan salvar a toda velocidad el
kilómetro mal contado que nos separa. Me da miedo tocar esa
agua cuyas propiedades desconozco, pero no me queda
alternativa. Tengo que cruzar.
—Vamos, Iliana.
Una vez que llegamos al otro lado, desmonto. Me tiemblan
las piernas. Quiero ponerme en movimiento, porque quedarme
quieta es convertirme en una presa, pero he de permanecer
centrada. Primero debo encargarme de mis perseguidores, y
luego encontrar a mi esposo. No me importa despedazar el
mundo entero si es lo que hace falta para encontrarlo.
Guío a Iliana con chasquidos suaves de la lengua hasta
ocultarla detrás de unos árboles. Luego me agazapo tras uno
de los troncos más anchos y coloco una flecha en el arco.
Sopla una brisa que arrastra voces hasta mí, voces de tonos
agudos, graves, intermedios. Necios. Morirán por idiotas. Al
menos cinco hombres avanzan, quizá incluso seis. Me quedan
siete flechas en el carcaj.
El primero sube a un promontorio. Va a lomos de un
caballo espectral. Yo estoy ya calculando el disparo. La cuerda
suelta un quejido cuando estiro al máximo. Le apunto al
pecho.
Pero entonces, la montura baja por la pendiente y la niebla
de la adrenalina se despeja en mí.
Se trata de Palas.
Me tiemblan las rodillas de alivio, tanto que he de
agarrarme a la rama más baja del árbol para no caer de bruces
al suelo. El capitán y yo hemos tenido nuestros roces, pero
jamás he dudado de su lealtad hacia Bóreas. Salgo de detrás
del árbol.
—Palas.
El capitán se sobresalta. Me examina de la cabeza a los
pies.
—Mi señora, ¿estáis herida? —Orienta el zaíno castrado
hacia los pies del promontorio.
—Estoy bien. —Cuando se acerca y lo veo, la alarma me
hace avanzar un paso—. Eres tú quien no tiene buen aspecto.
Y eso siendo generosa.
—Ah. —Contempla las entrañas que le manchan la placa
pectoral, trozos de carne y salpicaduras de fluido negro. Los
umbrandantes siempre dejan marca—. No es mía.
Palas llega al otro lado del río al tiempo que más soldados
aparecen en lo alto del promontorio. Seis en total, todos ilesos
a primera vista, aunque agotados, envueltos en un lúgubre aire
de derrota. Llevan muchas armas: espadas, dagas, hachas,
arcos. Escrutan en derredor con aspecto cauteloso.
—¿Tan pocos sois? —pregunto, y contemplo el rostro de
Palas. Debe de haber un motivo para que solo queden siete en
total.
—Mi señora —dice con una expresión escalofriantemente
grave—, jamás había visto tantos umbrandantes. No tardaron
en superarnos.
—¿Y qué ha pasado con la ciudadela? —Mi voz es apenas
un susurro.
Palas contempla a un soldado con bigote negro, que
asiente.
—La hemos perdido, mi señora. Los umbrandantes la han
tomado.
Ahora, la ciudadela es mi hogar. La idea de que esté fuera
de nuestro alcance…
—¿Y los invitados? ¿Los criados?
—Conseguimos evacuar a la mayor parte de los aldeanos y
sirvientes.
Así pues, Orla está a salvo, lejos de la matanza, al igual que
Silas y Tiamina. Suelto un suspiro de alivio.
—Entonces, esto es lo que queda del ejército, ¿no?
Palas asiente con aire lúgubre.
—Aparte de los soldados que ayudaron a poner a salvo a
los aldeanos. Los que patrullan las fronteras exteriores se
encuentran demasiado lejos como para pedirles ayuda. No
sabremos quién ha sobrevivido hasta que hagamos recuento.
Tan pocos para luchar contra Céfiro. Resulta difícil no
ceder ante la desesperación, pues la esperanza no deja de
escapárseme de entre los dedos.
—Un umbrandante ha capturado a Bóreas. No he
conseguido alcanzarlo a tiempo. —El fracaso. Qué idea tan
horrible, tan catastrófica—. Iba de camino al Mnemenos para
buscarlo. Imagino que vosotros también le habéis perdido el
rastro, ¿no?
—No estábamos buscando al rey —dice el hombre del
mostacho—. Nuestras órdenes eran quedarnos con vos.
Los otros soldados asienten.
Por supuesto. A Bóreas le da igual su propia seguridad.
Qué inmortal tan frustrante.
Pero esto me proporciona una gran ventaja. Siete guerreros
en total, armados y sedientos de venganza. Conocen esta
tierra. Y conocen bien al enemigo. Necesitaré todas las armas
de las que pueda disponer, hojas afiladas y resplandecientes.
—El Viento del Oeste se ha llevado a Bóreas —afirmo, y
miro a cada soldado a los ojos—. Voy a ir a buscarlo, pero no
lo conseguiré yo sola.
—Mi señora —Palas esboza una sonrisa afilada—, estamos
aquí para serviros.

Los hombres encienden un fuego. Palas, sus camaradas y yo


hacemos un círculo en torno a las llamas rojas para discutir el
plan. El tiempo no está de nuestro lado. Puede que yo tenga
una puntería excelente, pero sé poco de tácticas de guerra. El
profundo conocimiento de los guardias en la materia resulta
inestimable. Esta noche soy yo su alumna más aplicada.
—La experiencia nos indica que los umbrandantes se
congregan en grupos pequeños —dice el soldado del mostacho
mientras lanza ramitas a la hoguera—. Cinco, seis, a veces
diez por cada grupo. Cuando hay más de ese número,
empiezan las luchas internas.
—Así pues, esté donde esté Bóreas —digo, atando cabos
—, es de esperar que haya un grupo de umbrandantes.
—Sí, mi señora.
Ni que decir tiene que no pinta bien.
Según los guardias, hay pocos lugares donde Céfiro pueda
haber ocultado a Bóreas. Cavernas al este, un cañón al
sudoeste, o los rincones más profundos del bosque, que se
encuentran a un día a caballo hacia el norte. Hace una hora
enviaron a dos exploradores, uno a las cavernas y otro al
cañón. Si vuelven con las manos vacías, nos dirigiremos al
norte.
Uno de los soldados más jóvenes, un hombre chaparro de
rostro cuadrado, pregunta:
—¿Cuánto creéis que puede mantener Céfiro el control
sobre los umbrandantes? —Me lanza una mirada de soslayo y
luego baja la vista—. Os pido perdón, mi señora, pero si mi
señor está en su poder, ¿quién dice que podrán resistir sus
instintos antes de que podamos rescatarlo?
Se me retuerce el estómago. El instinto de un umbrandante
es consumir las almas de los vivos. Los espectros pueden
aplacar su apetito, pero el Viento del Norte es un inmortal, con
un poder sin medida.
—No está muerto —afirma Palas mientras se arranca de un
tironcito un hilo suelto en los pantalones. Habla con
convicción, lo cual alivia un poco esta tensión que se anuda en
mi interior. Creo que tiene razón. Céfiro puede tener un
sentido de la justicia errado, pero no le haría daño a su
hermano. O, al menos, de momento no. Mientras Bóreas siga
con vida, Céfiro puede utilizarlo contra mí.
El Viento del Oeste necesita la lanza de su hermano para
acabar con este frío, aunque me pregunto si se habrá dado
cuenta de que el frío ya está disminuyendo. Sea como sea,
Bóreas jamás le entregará su arma. ¿Cuál de los Anemoi es
más férreo de voluntad? ¿Qué vencerá al fin, el amor o la
venganza? ¿El invierno o la primavera?
La luna desciende y la noche se vuelve más profunda. El
pánico que siento se condensa en perspectivas de pesadilla, en
posibles castigos que Céfiro podría infligir a su hermano. Han
pasado unas tres horas desde que escapé de la ciudadela, y me
temo que ya llego tres horas tarde.
Debí matar a Céfiro cuando tuve la oportunidad.
—¿Qué estrategia hemos de seguir? —le pregunto al
capitán.
—Resulta difícil decirlo sin saber qué nos aguarda. —Atiza
un poco el fuego—. Ya me he enfrentado antes a Céfiro. Es
muy ladino. Y con tantos umbrandantes de su lado… —Niega
con la cabeza—. Nosotros solo somos ocho. No podemos
luchar contra una horda. Céfiro guía a los umbrandantes,
aunque no sé cómo se ha apoderado de su control. Si podemos
arrebatarle ese control, cercenaremos la cabeza de la serpiente,
por así decirlo.
Algo de lo que ha dicho me llama la atención.
—¿A qué te refieres con que ya te has enfrentado antes a
Céfiro?
La luz en los ojos de Palas parpadea y se apaga.
—Acompañé a mi señor a las montañas cuando su esposa y
su hijo fueron raptados.
Uno de los hombres interviene:
—Una vez que Céfiro muera, ¿qué sucederá con los
umbrandantes? ¿Volverán a ser como antes, corrompidos pero
sin inteligencia? ¿Y qué pasará con la Sombra?
La pregunta me obliga a detenerme un momento. Estos
hombres no saben que Bóreas es un umbrandante. Saben que
tanto la Sombra como el poder de Bóreas se han debilitado,
pero desconocen el motivo.
El gruñido esquivo del capitán da la impresión de que no
tiene ni idea de cómo responder a todo eso. Nadie la tiene, en
realidad.
Pero recuerdo algo que leí en un libro hace tiempo: si una
flor no puede florecer, se marchita. ¿Habrá sido el
estancamiento del Rey Escarcha en su dolor la causa de su
propia ruina? Pienso en las grietas en la Sombra, en la
multitud de almas corrompidas. Quizá el amor, la confianza y
el sentimiento de pertenencia han calentado la tierra, han
funcionado como un bálsamo para restaurar el equilibrio y
curar las heridas de Bóreas.
El sonido de pasos que se acercan llama la atención de
todos.
Un explorador surge de entre las sombras y se acerca al
círculo de luz. Tiene los pantalones empapados de rodillas
para abajo de nieve enfangada.
—Lo he encontrado —jadea—. He encontrado al rey.
42

L
os hombres y yo nos agazapamos en las sombras más
profundas al borde del claro. Hemos dejado los caballos
atados a más de un kilómetro al este, y hemos recorrido
el resto del camino a pie. Ante nosotros hay una cueva, que se
abre en la pronunciada ladera de una colina nevada. Varios
umbrandantes deambulan por la entrada. Son como mínimo
veinte. Quién sabe cuántos más habrá dentro.
—Mi señora —uno de los guardias se arrodilla a mi lado;
acaba de regresar de explorar la zona—, hay otra entrada en la
parte trasera de la cueva. Es muy estrecha, pero vos podríais
caber por ella.
Miro a Palas a los ojos. Asiente. Se enfrentará junto con sus
hombres a los umbrandantes mientras yo entro sola en la
cueva.
—De acuerdo.
—¿Estáis segura de que no queréis que os acompañe? —
murmura el capitán.
Si me acompaña, con toda seguridad acabará muerto. Puede
que Céfiro vacile a la hora de quitarme a mí la vida, pero la de
un espectro le dará igual.
—Segura. Si no regreso dentro de una hora, márchate junto
con tus hombres.
O bien salgo de la cueva con Bóreas, o ninguno de los dos
salimos.
—No os abandonaremos, mi señora.
—Capitán, soy vuestra reina y esta es mi última orden.
Estamos perdiendo el tiempo.
La expresión de Palas se frunce de descontento, pero da la
señal. Hora de ponerse en movimiento.
Rodeo el borde del bosque, siempre en sombras, hasta
llegar a la parte trasera de la cueva. Allí, aguardo. De camino a
la cueva he disparado a todos los umbrandantes con los que
me he cruzado, pero ya no me quedan flechas en el carcaj. Por
suerte, uno de los hombres me ha dejado su daga. Enarbolar un
puñal no se me da tan bien como disparar con arco, pero es
mejor que entrar en esta situación con las manos vacías.
No tengo que esperar mucho. El silencio se espesa y, de
pronto, se hace añicos.
Seis, siete, ocho aullidos atraviesan el aire. Otro chillido me
pone el vello de los brazos de punta; es un sonido estridente y
repentino que anuncia violencia. El grito de Palas queda
engullido por el fragor del combate. Cuento de diez a cero en
la cabeza y luego me pongo en movimiento.
Apoyo las manos en la roca y recorro la superficie, en
busca de cualquier abertura que pueda encontrar. Un golpe a
mi derecha: una flecha perdida. Sigo adelante, busco por la
parte superior e inferior, hasta que mis manos tropiezan con la
nada: una fisura en la pared.
Me introduzco por el hueco largo y estrecho. Me araño los
hombros y la espalda contra las paredes. Con otro empujón
atisbo una franja de oscuridad aún más profunda. Alargo las
manos y me impulso; para mi alivio, la abertura desemboca en
una amplia estancia. Algo más adelante parpadea una luz;
quizá una lámpara o una antorcha.
Apoyo los dedos enguantados en la pared fría y húmeda, y
sigo el túnel hasta una suave pendiente que desciende. Se me
acelera el corazón al tiempo que mis suaves pasos reverberan
en el espacio. El camino se hace más pronunciado. Baja y baja
sin fin.
Pienso en sangre, en huesos rotos, en ojos vacíos. Pienso en
Bóreas desaparecido, muerto, desmembrado, sufriendo. La
bilis me sube a la garganta. Empiezo a arrastrar los pies y he
de detenerme hasta que se me pasan los temblores. Me enjugo
el sudor que me asoma a la frente.
Sin embargo, la luz me sigue indicando el camino; el aire
sopla contra mí, señal de que hay alguna abertura en algún
lugar que no alcanzo a ver. Aprieto el paso, giro un recodo y
entro en un pequeño recinto en el que brilla la luz de una
antorcha.
Un cuerpo yace en el suelo.
Bóreas: los ojos cerrados, la piel pálida. Tiene el pelo
suelto, empapado de sangre y vísceras. Su pobre rostro está
casi irreconocible. Es una maraña de piel hinchada, inflamada,
oscurecida por la sangre y las sombras borrosas.
Y eso no es siquiera lo peor. Ahogo una exclamación al ver
las múltiples flechas que tiene clavadas en el cuerpo. Tiene los
dedos doblados en ángulos extraños, como si se los hubieran
ido rompiendo uno a uno.
No se mueve.
Se me doblan las rodillas y algo se me hunde en el pecho.
Se me nubla la visión. No puede haber muerto.
—Bóreas —digo con el aliento entrecortado y los ojos
anegados—, levántate, por favor.
Le acaricio con ternura la mejilla hinchada, beso sus labios
lánguidos. Percibo aliento en la boca: su aliento.
Está vivo.
Parte de mí se desploma, se derrumba, pero no me rompo.
¿Qué he de hacer? Escapar. Acabar con Céfiro. ¿Cómo se
derrota a un dios?
—¿Wren? —Un ojo se abre apenas una rendija. Está negro
del todo.
—Estoy aquí —susurro al tiempo que le aparto mechones
ensangrentados de pelo que se le pegan a la cara. Me tiemblan
las manos, pero me obligo a controlar el temblor—. Voy a
sacarte de aquí.
—No. —Tantea hasta encontrar mi mano y, a pesar de tener
rotos los dedos, me la aprieta tan fuerte que me sorprende no
oír un chasquido de huesos. Las puntas de sus garras curvas
me pinchan la piel—. Tienes que marcharte. Céfiro está aquí.
Podría… hacerte daño.
Céfiro ya me ha hecho daño del único modo que de verdad
importa.
—No voy a dejarte.
—Debes hacerlo.
—No pienso hacer nada parecido. Y deja de llevarme la
contraria. A estas alturas, ya deberías saber que no sirve para
nada.
—Mujer testaruda —consigue decir; cada palabra es un
sonido duro y desgarrador.
—Eres tú quien decidió casarse conmigo.
—Sí. —La niebla desaparece temporalmente de sus ojos—.
Y no he lamentado esa decisión ni por un instante.
No es momento de derretirse en un charquito de
sentimientos. Que sea capaz de decir algo así en voz alta… es
el mayor regalo que podría hacerme alguien sin quien no me
imagino la vida.
—¿Puedes ponerte en pie? —Estoy demasiado agotada
para cargar con él, pero si puede apoyarse en la pared, lo
conseguiremos.
—Escúchame, Wren. Céfiro no debe ponerte una mano
encima. Corre. Tan rápido y tan lejos como puedas. Cuando
todo esto acabe, iré a buscarte. Lo juro. Pero necesito saber
que estarás a salvo.
Con calma, le limpio la mugre que le mancha la mandíbula,
aunque jamás había tenido tantas ganas de golpear a alguien
tan obtuso.
—¿De verdad crees que voy a abandonarte, esposo? A lo
mejor es lo que llevas planeando desde el principio.
—Maldita seas, mujer. ¿Es que no ves que te amo? ¿No te
basta con eso para hacer caso a lo que te pido? —Intenta
erguirse hasta quedar sentado, pero se le contrae de dolor el
semblante. Esos ojos completamente negros destellan sobre su
rostro pálido—. Por favor. Aunque sea por mi cordura.
Aparto la mano, boquiabierta.
—No puedes decir ese tipo de cosas mientras intento
salvarte el pellejo. —Me pregunto si lo dirá en serio. Está
delirando. Probablemente sufre una gran pérdida de sangre—.
No lo vamos ni a discutir. Ponte de pie. Nos vamos.
Le tironeo del brazo.
—Conmovedor, de verdad —dice con lentitud una voz
desde las tinieblas—, pero me temo que es demasiado tarde,
Wren.
El Viento del Oeste surge de entre las sombras. Siempre lo
he visto perfectamente compuesto, aunque ahora mismo
parece como si alguien se hubiese liado a palos con su rostro
hasta hartarse.
Esos densos rizos cuelgan sudosos e inermes. Tiene un
moretón hinchado como una buba en el pómulo, y el ojo
derecho cerrado del todo. En cuanto a la camisola, está hecha
jirones, y la piel bajo la prenda está ensangrentada y cubierta
de heridas.
Me planto delante de mi esposo, a pesar de las maldiciones
que murmura Bóreas con lengua pastosa. Cierro la mano en
torno a la daga. Si Céfiro quiere a su hermano, tendrá que
acabar conmigo aquí mismo. Se me crispan las manos,
ansiosas por pelear.
—Puedes cambiar de idea —gruño—. Puedes tomar la
decisión correcta. Déjanos marchar de aquí ilesos. Bastante
daño has hecho ya esta noche.
No puedo creer que el Viento del Oeste se me haya
antojado hermoso en el pasado. Es feo con avaricia. Tiene el
corazón podrido, negro. ¿Cómo no lo he visto? He estado
ciega, muy ciega.
—No deberíamos haber llegado a esto —replica él—. Fui a
Bóreas con una petición razonable. Si hubiese aceptado
expulsar al invierno que había irrumpido en mis tierras, no
estaríamos en esta situación.
—Lo dudo. No hay manera de que un egoísta quede
satisfecho.
Céfiro cambia de postura y deja caer los dedos con aire
despreocupado sobre la daga que lleva al cinto. ¿Dónde está
ese arco del que nunca se separa? Quizá sus poderes se hayan
visto agotados y no sea capaz de invocar el arma.
—A mi hermano siempre le ha resultado todo muy fácil.
Bóreas, el Viento del Norte, el mayor de los hijos de nuestro
padre. —Resplandecen sus dientes con un lustre blanquecino
—. ¿Por qué no habría de ser castigado por no aceptar la
responsabilidad de sus actos?
—¿Así justificas haber arruinado su vida? Él… —No. No
pienso describir hasta qué punto la pérdida ha destruido a
Bóreas. Céfiro no se merece explicaciones, y seguramente ni
siquiera le importan—. No eres más que un cerdo malcriado,
insignificante y celoso. Por los dioses, espero que alguna vez
experimentes el mismo sufrimiento que él. Espero que te
destruya.
Acaricia la empuñadura con el dedo.
—Encantador —dice, aunque mi tono parece haberlo
alterado.
—Deja que nos vayamos —digo—, y te prometo que tu
reino quedará restituido tal y como era.
Mientras hablo, mi mente no deja de dar vueltas en busca
de posibles soluciones. ¿Cómo vamos a dejarlo atrás? Quizá
no debería haberles ordenado a Palas y a sus hombres que se
quedaran en la entrada. Pero no quería que sus muertes me
mancharan las manos.
—Me temo que ya no queda espacio para reconciliaciones.
—Curva los dedos sobre la empuñadura de la daga—.
Entrégame tu lanza, Bóreas, y tu esposa saldrá de aquí sin el
menor rasguño.
—No se la des —le pido sin apartar la mirada del Viento
del Oeste.
Céfiro me ignora. Sigue con toda la atención centrada en su
hermano, que yace bocabajo a sus pies.
—¿Qué decides, Bóreas? ¿Tan importante es para ti tu
poder que prefieres sacrificar la seguridad de tu esposa?
—No lo escuches. Sé protegerme a mí misma.
Céfiro parece entristecido ante mi negativa a cooperar.
—En ese caso, ya habéis tomado la decisión.
Una enredadera verde sale disparada, se me enreda en la
garganta y me estrella contra la pared.
Bóreas ruge y se yergue con esfuerzo hasta quedar sentado.
Se le queda el rostro blanco al enderezarse, y se tambalea.
Acaba cayendo de espaldas de nuevo, entre jadeos. Las garras
que surgen de sus dedos rotos se alargan y curvan. A medida
que se debilita, el umbrandante que alberga en su interior
empieza a manifestarse.
El Viento del Oeste contempla sus esfuerzos con expresión
pétrea.
—Tu lanza o la vida de tu esposa. Si no eliges tú, lo haré yo
por ti.
—Eres despreciable —escupo. Unas lágrimas calientes,
furiosas, me nublan la vista. Morir después de haber
encontrado una vida que vale la pena vivir sería la más cruel
de las ironías.
—Espera.
Un siseo superficial surge de donde Bóreas yace en el
suelo.
Algo empieza a tomar forma en su pecho: una suave asta de
madera rematada por una punta de piedra.
—Toma —dice el Rey Escarcha con voz estrangulada.
Enarbola la lanza con esos dedos astillados y la tiende, con un
aliento húmedo y escarpado y la mano temblorosa de puro
dolor—. Quédatela. Pero deja que Wren se marche.
—No. —Forcejeo con las ataduras, pero otra enredadera
me sujeta de la cintura y me clava en el sitio—. ¡Te va a
matar!
Céfiro alza la mirada a las alturas.
—¿Cuántas veces tendré que repetirlo? —murmura—. No
deseo matar a mi hermano. Lo que quiero es que se restablezca
el equilibrio en el mundo. No temas, a Bóreas le quedará un
resquicio de poder.
Me quedo inmóvil.
—¿De qué hablas?
El Viento del Oeste le lanza una mirada expectante al
Viento del Norte. Sin embargo, Bóreas se sacude a medida que
la bestia empieza a salir a la superficie, a medida que esas
sombras empiezan a alzarse, a ennegrecer su pálida piel. Se
levanta, la espalda arqueada, con un furioso chillido.
Contemplo la transformación, presa de una consternación
enfermiza.
—Bóreas —susurro. Si se transforma del todo estando tan
débil, me temo que será incapaz de revertir el proceso.
Se encorva, los dientes apretados, desorbitados los ojos
inundados de negrura.
Con la atención aún centrada en su hermano, Céfiro
explica:
—Nuestro poder está atado a nuestra inmortalidad.
Entregar nuestro poder implica elegir una vida mortal.
Intento digerir este nuevo dato, pero no lo consigo. Siempre
he pensado que el poder y la inmortalidad de Bóreas eran dos
aspectos independientes. Si están vinculados…
No hay miedo en los ojos de Bóreas cuando le tiende la
lanza, la depositaria de su poder, la fuente de su inmortalidad,
a Céfiro. No soportará una vida mundana y mortal. ¿A qué se
aferrará cuando haya perdido su poder?
—No lo hagas —suplico—. Piensa… piensa en lo que vas
a hacer.
Bóreas habla con voz gutural:
—Es decisión mía, Wren. Estoy seguro.
—Pero vas a desequilibrar el mundo entero. —La tierra
necesita tanto el invierno como la primavera. Si Bóreas pierde
su poder, ¿quién invocará la nieve, el amargo frío?
—No temas, Wren —dice Céfiro con los ojos en el arma—.
La tierra es más vieja que los más antiguos de los dioses. Sus
dones fueron entregados a los divinos hace eones. Las
estaciones volverán a adoptar el ciclo normal en tu reino: un
breve invierno seguido de un descanso, de crecimiento.
Tan centrado está el Viento del Oeste en la lanza que no se
da cuenta de que ha soltado las cadenas que me sujetan. Siento
que la enredadera alrededor de mi torso se afloja. Mis pies
descienden hasta el suelo al tiempo que la punta de la lanza
empieza a brillar con más intensidad.
El umbrandante que alberga Bóreas en su interior empieza
a desaparecer; las sombras en su piel menguan poco a poco.
Los ojos de mi marido recuperan el tono azul claro y vuelan
hacia mí a la vez que Céfiro echa mano del arma, con la
guardia baja. Y entonces comprendo lo que Bóreas quiere que
haga.
En cuanto Céfiro cierra la mano alrededor de la lanza, esta
desaparece y vuelve a aparecer a mis pies. La agarro. Una
descarga eléctrica me recorre el cuerpo, me inunda los huesos
y me abre las venas. La punta de piedra resplandece, y a
Céfiro se le desorbitan los ojos. Le enseño los dientes en una
sonrisa salvaje.
—Céfiro del Oeste —escupo—: eres un pedazo de imbécil.
Una luz cegadora inunda el reducido espacio. Con un
poderoso movimiento, trazo un amplio arco con la
chisporroteante arma.
La punta escupe una descarga de hielo que se abalanza
sobre el pecho de Céfiro. El impacto lo lanza volando por los
aires. Se estrella contra la pared con tanta fuerza que esta se
hiende y se agrieta. Otro estremecimiento sacude la cueva
entera. El suelo tiembla al tiempo que la lanza se desintegra
entre mis manos. Todo ese poder queda reducido a simple
polvo. Y cuando los primeros trozos de roca empiezan a caer
de las alturas, me lanzo hacia Bóreas y cubro su cuerpo con el
mío para soportar el peso de la caverna, que se derrumba sobre
mi espalda.
43

A
mor (sustantivo): un afecto profundo, tierno y
apasionado hacia otra persona. Atracción que implica
deseo sexual. Una persona a la que se ama de un modo
romántico. Devoción eterna.
44

S
uenan unos golpecitos en mi puerta, un toc, toc, toc
rápido e inmediato.
—¿Mi señora?
Estoy sentada en una silla, arrebujada sobre mí misma, con
la cabeza apoyada en la ventana, contemplando cómo se
disipan las nubes ante la llegada del alba. Así he pasado las
últimas mañanas. Mi aliento se pega al cristal helado, una
condensación caliente que se evapora a los pocos instantes,
porque nada dura para siempre…, ni siquiera los muros que
levanté en torno a mi corazón.
Han pasado tres días desde que encontré a Bóreas en esa
cueva, pero aún no he ido a verlo.
El recuerdo de ese lugar oscuro me persigue. Bóreas, con el
rostro magullado y violáceo, al igual que el resto del cuerpo.
El brazo y la clavícula rotos, las heridas en su piel, el horror en
que se habían convertido sus manos, las flechas clavadas en
brazos y muslos. Y luego, Céfiro, delante de él, con expresión
fría. Hermano, embustero, traidor.
Se me abre un peligroso agujero en el estómago. Cierro los
ojos hasta que el mareo disminuye, y apoyo la frente contra el
frío cristal.
Soy una cobarde.
Alguien me roza el brazo con la mano y atrae mi atención.
Orla, con los ojos inundados de preocupación, dice:
—¿Mi señora? ¿Me oís?
—Disculpa, Orla. ¿Qué has dicho?
Mi amiga me toma una mano entre las suyas, como si
quisiera resguardarla. La calidez de su piel traslúcida derrite el
frío mortal de la mía.
—Estáis triste.
Cierto. Creo que parte de mí murió en esa cueva.
—Orla —susurro—, necesito ayuda.
—Por supuesto que sí —dice ella en tono tierno, como si
llevase tiempo esperando oírme decir eso mismo—. No hay de
qué avergonzarse.
—No sé qué hacer. Me siento muy confundida.
Después de que la cueva se derrumbase, Palas y sus
hombres nos sacaron a Bóreas, a Céfiro y a mí de entre los
restos. Me llevaron con Alba, quien me curó la pierna y la
muñeca rotas. A Céfiro lo metieron en una de las celdas bajo
la ciudadela. Ayer, Orla me dijo que Bóreas había liberado a su
hermano, quién sabe por qué. En mi opinión, debería haber
puesto fin a la vida del muy desgraciado.
Lo que Céfiro le hizo a Bóreas en esa cueva… Esos
horrores se niegan a desaparecer. Cada vez que cierro los ojos,
vuelvo a vivir su sufrimiento y la elección que tomó: su poder
o mi vida. Y me eligió a mí. Ni siquiera tuvo que pensárselo.
Orla me limpia el rostro con un paño.
—Amáis al señor.
Esas palabras casi me paran el corazón. Pero no hay forma
de negarlo.
—Sí.
—Bueno. —Chasquea la lengua en tono maternal; incluso
con lo mal que me siento, me recorre una oleada de cariño—.
Pues tenéis que decírselo.
La mera idea me da ganas de hacer algo impulsivo, como,
por ejemplo, no sé, tirarme por la ventana.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué no?
—Porque ha perdido su poder por mi culpa.
No quiero pensar en lo que dijo en la cueva. Bóreas pudo
haber dicho cualquier cosa para convencerme de que debía
marcharme. De haber estado en su posición, yo habría hecho
lo mismo.
—He de mostrarme en desacuerdo con vos, mi señora.
Hace tiempo que conozco al señor. —Esboza una sonrisa tan
tierna que casi me dan ganas de llorar—. Desde que llegasteis
he visto cómo ha recobrado algo de vida. Puede que sea un
hombre parco en palabras, pero creo que sus sentimientos
hacia vos están claros.
—Quizá me amase en su día, pero ahora…
La idea me golpea como un puñetazo al corazón.
Orla suelta un resoplido que suena sospechosamente
parecido a una risa.
—Orla —digo—, no tiene gracia.
—Disculpad. —No suena en absoluto a disculpa—. Es que
a veces sois muy cabezota. Y ciega. Una ciega cabezota. —Se
le escapa un suspiro nostálgico—. ¿Recordáis cuando huisteis
de la ciudadela?
—Pues claro.
No olvidaré esa noche mientras viva.
—Al regresar estabais muy enferma. Los síntomas de
abstinencia eran muy graves, pero jamás he visto al señor más
entregado. Os lavó la piel cuando teníais la fiebre por las
nubes. Os dio agua a todas horas. No se apartó ni una sola vez
de vuestro lecho.
Niego con la cabeza, demasiado abrumada para plantearme
siquiera la verdad en las palabras de Orla. Bóreas no me ama.
No puede ser. Desde que llegué, no le he ocasionado más que
frustración, penurias y dolor.
Le quemé las cortinas.
—Os merecéis que os amen, ¿sabéis? —susurra mi criada.
Se me hace un nudo en la garganta en torno al sentimiento
que tengo alojado ahí. Estoy hecha un lío, como siempre. Mis
emociones están demasiado enredadas, mis filos demasiado
toscos. Y eso cuando estoy completamente sobria.
—Intenté asesinarlo —señalo—. Varias veces.
Orla ni siquiera parece desconcertada ante esto. ¿Habrá
estado al tanto de mi engaño todo el tiempo?
—¿Y?
Frunzo el rostro, confusa.
—Y diría que algo así supone un problema, vamos, creo
yo. —No, desde luego que es un problema. ¿Y si hubiera
tenido éxito? ¿Y si no hubiese comprendido a tiempo lo
equivocados que estaban mis prejuicios, el camino que estaba
recorriendo? Podría haber asesinado al único hombre al que he
amado en mi vida y…
—Respirad, mi señora. —Orla me coloca una mano suave
y cálida en la espalda. La respiración me sale temblorosa al
intentar calmarla—. Las personas demuestran su amor de
modos diferentes. Estoy segura de que, si le decís al señor lo
que sentís por él, os corresponderá. Los corazones de los dos
son uno solo.
¿Y si no? Qué humillación.
—Hablas como si el amor fuese un concepto sencillo, pero
es al contrario; no se me ocurre nada más complicado.
—Puede que resulte complicado abriros al amor, pero
vuestros sentimientos son sencillos. Pensad en vuestra
hermana. La amáis, ¿no?
Sí, la amo. Gracias sean dadas, está a salvo en Bosquelinde,
donde se va a quedar hasta que dé a luz, una ocasión que no
me perdería por nada.
—No es lo mismo.
—Ah, ¿no? —dice Orla, desafiante—. ¿Pensáis esconderos
en vuestros aposentos hasta el fin de vuestros días?
Pues no es mala idea. Podría hacerlo.
—Mi señora —advierte ella.
Despacio, pongo la columna recta y me siento bien en la
silla. Le clavo la mirada a mi criada, cuyos ojos destellan,
sabios.
—Vamos —susurra—. El señor os espera.
Esas palabras me dan el valor que necesito para ponerme en
pie y alisarme las arrugas del vestido. Orla tiene razón. No
puedo seguir escondida en este cuarto para siempre. No
puedo… no puedo esconderme. De nada.
Ahora son diez centinelas los que vigilan el ala norte. Tras
la invasión, imagino que no quieren dejar desprotegido a su
rey.
Palas no está por aquí. Un hombre joven con barba rala
ocupa su lugar. Es él quien dice:
—Mi señor no acepta visitas a esta hora.
—Por suerte, yo no soy ninguna visita —digo en tono seco
—. Y apártate de mi camino antes de que te destripe con un
tenedor. Te prometo que te dolerá.
Los hombres intercambian una mirada de preocupación,
como si se preguntasen hasta qué punto estoy desequilibrada
tras varios días encerrada en mis aposentos. Resulta que la
respuesta es: muy desequilibrada.
Se echan a un lado y me dejan pasar. No me permito vacilar
más de dos latidos.
Muerte al miedo.
Me preparo e irrumpo en las habitaciones del rey.
Bóreas se pone en pie de un salto.
—¿Qué significa est…?
Parpadea, y la furia que le contrae el rostro desaparece. Un
libro escapa de sus manos y aterriza en el reposabrazos del
sillón que acaba de desocupar.
—Wren.
Puede que la luz anaranjada le suavice las facciones, pero
no esconde la horrible estampa que tengo delante. Ahora es un
hombre, ya no es un dios. Las magulladuras y las hinchazones
del rostro, la palidez gris de esa piel que ahora es mortal, un
recordatorio de todo lo que ha sufrido para asegurar mi
seguridad. No puedo fingir que me dé igual. ¿Qué he hecho?
Soy la necia que se enamoró de su enemigo.
El Rey Escarcha no tiene el corazón ni de hielo ni de
piedra. Es un corazón que late como los demás. Magullado y
cansado, quizá, aunque quiero pensar que está sanando. Quiero
pensar que está sanando por mí.
Bóreas carraspea. Lleva unos pantalones y una camisa
interior blanca holgada que le llega hasta la mitad de los
muslos.
—¿Quieres sentarte? —Hace un gesto incómodo hacia un
sillón vacío.
Como si pudiera sentarme en un momento así.
—Prefiero seguir de pie.
Da un paso hacia mí y se detiene. Tiene el pelo desastrado,
con mechones repartidos en diferentes direcciones. Intenta
adecentárselo en un desacostumbrado arranque de vergüenza.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien. —Una mentira de proporciones monstruosas. He
echado de menos a mi marido estos últimos tres días. Estoy
aquí; ¿cómo puedo seguir echándolo de menos?
Guarda silencio. Quizá esté pensando en un modo de salvar
este abismo que nos separa. Hablamos los dos al mismo
tiempo:
—¿Acaso has…?
—Estaba pensando…
Cruzo los brazos sobre el pecho y me estremezco a pesar
del calor de la chimenea.
—Tú primero.
—No —dice—. Tú primero.
Otra vez igual, siempre tan tierno conmigo. Siempre tan
considerado y bueno.
—Esto ha sido un error. —Voy a toda prisa hacia la puerta
—. Siento haberte molestado.
En cuanto toco el pomo, Bóreas me intercepta. Su mano se
posa sobre la mía.
—Por favor. —El dolor en su voz me llena los ojos de
lágrimas—. No te vayas.
En realidad está diciendo otra cosa: «No me dejes».
Miro nuestras manos, juntas. No hay sombras que
oscurezcan su piel, y tiene las uñas romas, humanas.
Su contacto, tierno, me centra y fluye por mí como agua
por el caudal de un río.
Siento una presión cálida que me pica tras los ojos. He sido
fuerte toda la vida, pero en esto no puedo serlo. Nadie había
puesto hasta ahora mis necesidades por delante de las suyas
propias, como si yo mereciese algo así.
—Lo siento. —Se me escapa un sollozo, un sonido
quebrado que preludia un arranque de histeria—. Quería verte.
No podía… Pensaba…
Bóreas me aprieta los dedos. Siento su deseo de apretarme
contra sí.
Ojalá lo hiciera, y al infierno todo.
Alzo la vista hacia él entre mis pestañas húmedas y susurro:
—Te han hecho daño.
Pero no se trata solo de eso, ¿verdad? Es que soy yo quien
le ha hecho daño. Céfiro sabía cómo entrar en la ciudadela por
mi culpa. Fui yo quien le dijo que había un agujero en la
muralla. Fui yo quien le pidió el tónico somnífero. Fui yo
quien recogió las amapolas. Yo. Todo esto, desde el principio,
ha sido culpa mía.
Al ver su ojo derecho, hinchado, siento otra oleada de
vergüenza. Me corren por la cara lágrimas recién derramadas.
—Los huesos se curan —susurra Bóreas—. Las
magulladuras se irán. Los remedios de Alba son fuertes,
especialmente para un mortal.
¿Y qué pasa con las heridas que tiene por dentro?
—Sería capaz de matar a Céfiro por esto.
Con contención callada, dice Bóreas:
—No será necesario. Ya me he encargado de mi hermano.
Ha regresado a su reino y tiene prohibida la entrada en las
Tierras Yermas y en la Grisura para siempre. Puede que yo ya
no sea un dios, pero tengo un par de conocidos que estarán
encantados de hacerme algún que otro favor. Pronto descubrirá
las consecuencias de sus acciones.
Una sonrisita satisfecha despierta mi curiosidad.
—¿Qué has hecho? —jadeo.
—Digamos que Céfiro va a tener que acostumbrarse a
llevar una nueva piel.
No tengo ni idea de qué está hablando, pero Céfiro se
merece cualquier castigo que le haya impuesto.
—¿Y qué pasa con la Sombra? ¿Y los umbrandantes? —
¿Cómo afectará su sacrificio a quienes están conectados con
esta tierra?—. ¿Y contigo? Tú eras un umbrandante, y ahora…
Asiente, como si hubiese esperado estas preguntas.
—La Sombra ha recuperado su equilibrio natural. Ya no
necesitará sangre mortal para mantener su poder. En cuanto a
los umbrandantes, han quedado aniquilados. Sus almas han
regresado al Les, limpias. Y en cuanto a mí… —Traga saliva
—. Tal y como yo lo entiendo, mi alma se ha visto purgada en
el momento en que elegí un futuro a tu lado. En el momento
en que me libré de mi angustia y mi dolor.
—Pero… —No puede ser tan sencillo. ¿Qué consecuencias
tendrá este cambio? ¿Sobrevendrá algún gran cataclismo? ¿Me
destruirán los dioses?—. Tiene que haber algo más, alguna
cosa…
Su expresión se suaviza, preocupada.
—Wren.
Me tiemblan las rodillas al oír mi nombre en sus labios,
pronunciado con tanta ternura.
—Es culpa mía. No me lo perdonaré jamás.
—No hace falta que te perdones. —Me aprieta contra su
pecho y me pone las manos en las caderas, clavándome en el
sitio—. Yo te perdono. Sea lo que sea lo que hayas hecho, te
perdono.
—No. —Niego con la cabeza y lo aparto—. Está mal.
Has… has entregado tu inmortalidad. Por alguien como yo. —
¿Por qué no puedo respirar?—. Céfiro podría haberte matado.
No tenías protección alguna, ningún modo de defenderte.
Se me hiela la sangre al contemplar las devastadoras
posibilidades. Lo que podría haber sucedido.
—Wren —Bóreas alza mi mano, se la lleva a la mejilla
hinchada y cierra los ojos con una expresión de callada agonía
—, volvería a hacerlo, lo entregaría todo a cambio de pasar un
día más en tu compañía.
Bueno, pues ya es oficial: el Viento del Norte se ha vuelto
loco.
—No sabes lo que dices. Sufres alguna contusión. —Sí,
debe de ser eso—. Has perdido tu poder. No lo recuperarás. —
Así como tampoco la eternidad que le aseguraba su sangre
inmortal—. Lo has entregado todo como si no fuera nada.
—¿Para qué necesito poder si ya tengo una vida plena? Tú
lo eres todo para mí —susurra en tono ronco—. Mi hermosa,
terca y considerada esposa a la que tanto amo.
—¿Qué? —resuello, me falta el aire—. No puedes…
Da un paso al frente.
—Deja ya de hablar, mujer, que no haces más que
frustrarme. —Me acaricia la barbilla con el pulgar y me alza el
rostro para obligarme a mirarlo a los ojos—. ¿Crees que lo que
te dije en la cueva era mentira?
—Sí, la verdad es que sí.
Suelta una risa encantadora.
—¿No me crees? Supongo que era de esperar.
—Hay algún modo de revertir el proceso, ¿verdad? Quizá,
si vas a la Ciudad de los Dioses y suplicas que te devuelvan tu
poder, te harán caso. —Si su poder proviene de los ciclos
naturales, no puede haber desaparecido—. Podríamos ir ahora
mismo…
Sus labios rozan los míos y se llevan el resto de la idea de
mi cabeza. Entonces me pego a él, le rodeo el cuello con los
brazos, hambrienta de su sabor. Me hunde la lengua en la
boca. Al fin, nuestro beso ansioso se vuelve lento, tierno,
dulce, y él me suelta solo para poder acunar mi rostro entre sus
grandes manos. Bóreas se aparta, aunque nuestros labios
quedan pegados un instante más.
—¿Era esto lo que habías planeado? —susurro, y busco su
mirada—. ¿Besarme con la esperanza de que me olvide de tu
poder?
—¿Ha funcionado?
Siento más presión en el pecho.
—Bóreas.
—Necesito que me prestes atención, Wren. ¿Serás capaz?
Dado que lo ha preguntado con tan buenas maneras…,
asiento con aire triste.
—Tú —dice, y me sujeta la barbilla antes de que yo pueda
apartar la mirada— eres la persona más importante de mi vida.
No hay nada que no pueda hacer por ti. Soy capaz de
conquistar ciudades en tu nombre. Arrasaría el mundo y
pondría sus mayores tesoros a tus pies. Atravesaría reinos y
derrumbaría imperios, alteraría el tiempo, todo por la promesa
de pasar la eternidad a tu lado.
Una lágrima me corre por la mejilla. Él la enjuga con la
yema del pulgar.
—No quiero mi poder —dice en un tono que no admite
discusión—. Te quiero a ti. Eso es todo lo que quiero. Una
vida contigo, una vida entera, no solo un destello en medio de
la eternidad. Tu mente, tu cuerpo, tu confianza, tu risa, y tu
corazón tan bien protegido. Lo quiero todo. No aceptaré
menos.
Ante esto, trago saliva. No pienso temer aquello que me
ofrece libremente. No temeré a su corazón, del mismo modo
que no temeré al mío.
—Pareces seguro de que te daré todo eso que quieres.
—¿Y no es verdad? —Frunzo el ceño y él suelta una risa
cálida y profunda que se me pega a los huesos. Me aprieta
contra sí, hunde una mano entre mis cabellos y me rodea la
cintura con la otra. —Dilo —murmura—. Libérate.
—¿Y si no lo hago?
—Pues tendré que convencerte por otros medios. —La
mano que descansa en mi cintura desciende hasta la curva de
mi trasero y me lo aprieta, juguetona—. ¿Qué te parece con un
trozo de tarta?
Qué bien me conoce.
—Está bien, al infierno con todo. Sí, te amo —siseo—.
¿Era eso lo que querías oír? ¿Ya estás contento? ¿Cómo te
atreves a hacer que me enamore de ti?
Le doy un puñetazo en el hombro. Me agarra el puño y se
lo lleva a los labios, me besa los nudillos y luego la sien, la
mejilla, la boca. Es ahí donde se entrega, donde juguetea con
mi lengua con una facilidad lánguida.
Cuando rompemos el beso, entierro el rostro en su pecho,
con los ojos cerrados con fuerza.
—Te amo. —Algo se libera en mi interior al murmurar esas
palabras, así que las repito—: Te amo. Te amo tanto que me
asusta.
Bóreas es un fuego dentro de mi corazón, calidez en mi
alma, una paz largo tiempo ansiada. Un hogar. Es mi hogar.
—¿Ves? —me murmura al oído—. ¿A que no ha sido tan
difícil?
Idiota insufrible.
—Aún podría apuñalarte —advierto, pero me aprieto más
contra él. Aunque sea un poco de espacio entre los dos, resulta
inaceptable—. Y ahora, ¿qué?
—Ahora —dice, y me acaricia el cuello con la nariz—,
algún día envejecerás, igual que yo. Ahora, las estaciones
cambiarán, el invierno pasará y los ríos volverán a fluir.
Ahora, podemos construir una vida juntos y ocuparnos de ella
el resto de nuestros días.
—Pensaba que ya la estábamos construyendo.
Le lanzo una mirada de soslayo y me enternece la
adoración, la ternura, que veo en sus ojos. Ya no es inmortal,
pero, para mí, Bóreas siempre será el Viento del Norte, el Rey
Escarcha, el hombre a quien amo, de quien nunca me separaré.
EPÍLOGO
(En el que el Viento del Norte intenta
hornear una tarta)

B
óreas jamás había preparado una tarta en su vida.
¿Por qué iba a hacerlo? Era un dios, y de esa frase lo
que hay que resaltar es «era». Durante cinco milenios
había vivido entregado a una única tarea: invocar las nieves,
los vientos, el frío. Pero solo en los tres últimos años había
descubierto lo que significaba vivir una vida mortal, y amar —
como nunca había amado antes— a una mujer de espíritu
vivaz, una mujer cuyo corazón jamás había flaqueado.
Pero lo importante es que, cuando era un dios, nunca tuvo
necesidad de hornear una tarta. Cocinaba Silas. Los sirvientes
se encargaban del mantenimiento de la ciudadela y los
terrenos. Los mozos se encargaban de los caballos. Tal era el
orden natural del mundo.
Hoy, sin embargo, era un día especial: el cumpleaños de
Wren. Bóreas dejó a su esposa, amodorrada en la cama,
mientras el alba calentaba la hierba de los campos. Por fin, el
invierno había aflojado su implacable agarre sobre la Grisura.
La nieve se había derretido, el aire había perdido ese frío
cortante. Se había tomado una decisión: poder o amor. Muerte
eterna o una vida breve aunque plena. Cuánto había temido
perder el control, aunque no debería haberse preocupado.
Compartir una vida con Wren era suficiente. Más que
suficiente.
Se había levantado temprano porque iba a necesitar el día
entero. A aquella hora, la cocina estaba desierta, el aire olía a
levadura. La luz del sol se derramaba, dorada, sobre las
encimeras de madera.
Hacía varios días, Bóreas había abordado a Silas y le había
comentado lo que planeaba. El cocinero, siempre amable, le
había explicado el proceso con todo lujo de detalles. Luego,
Bóreas había reunido todos los ingredientes necesarios: harina,
huevos, mantequilla, leche, azúcar, levadura, vainilla, sal.
Bóreas contempló los ingredientes como si fueran
enemigos en una guerra.
Paso uno: añadir dos tazas de harina. Silas debía de haber
mencionado con qué taza medir, pero Bóreas no lo recordaba,
maldición. Al final optó por la más grande de las cuatro que
había, y que era más o menos del tamaño de una manzana.
Parecía una cantidad adecuada.
Pero cuando la harina cayó en el cuenco donde habría de
mezclarse todo, una nubecilla salió volando, coloreó el aire y
le manchó las ropas. Bóreas contempló aquel desaguisado con
una mirada hostil.
—Mi señor, ¿me permitís algunas sugerencias?
Bóreas alzó la cabeza con un latigueo. Silas se encontraba
en la puerta y contemplaba su obra con gesto de preocupación.
Desde que la primavera se había instalado de forma casi
permanente en las Tierras Yermas, la mayoría de los sirvientes
había cambiado los gruesos pantalones de lana por calzas más
finas y camisolas livianas. En un intento por avanzar en una
dirección más positiva, Bóreas había revocado la sentencia que
obligaba a los criados a servirle. Muchos habían regresado a
Neumovos a vivir una vida en el más allá en tranquilidad. Sin
embargo, sorprendentemente, muchos habían solicitado
quedarse, incluyendo a Orla y a Silas. Habían afirmado que,
sin trabajo, se habrían aburrido.
Bóreas se fijó en que el cocinero traía un delantal entre las
manos.
—No necesito delantal —dijo en tono calmado.
—Mi señor, os sugeriría…
—Silas.
El hombre colgó el delantal en un gancho cercano, los
labios apretados.
—¿Necesitáis que os ayude?
Bóreas se restregó las manos embadurnadas de harina en
los pantalones.
—Soy perfectamente capaz de conquistar esta tarta.
Silas contempló la superficie cubierta de harina de la
encimera con expresión dolorida.
—Mi señor, no sabría deciros si es posible… conquistar…
una tarta.
—Todo está bajo control, Silas. Esta tarta hincará la rodilla
ante mí, ya lo verás.
El hombre le mostró una sonrisa trémula.
—Por supuesto, señor, si vos lo decís.
Se giró sobre los talones para marcharse.
—Espera.
Silas se detuvo en el dintel.
—¿Cuántos huevos pongo?
—Mi señor…
—¿Cuántos?
Suspiró.
—Dos. Y no los batáis demasiado.
Echó mano de una manzana y salió mientras Bóreas se
preguntaba qué se consideraba batir los huevos demasiado.
Silas también le había enseñado cómo romper un huevo, así
que no se lo pensó mucho y estrelló el huevo contra el borde
del cuenco, donde se le hizo pedazos entre las manos. Trozos
de cáscara se mezclaron con la yema amarilla, burlones.
La mañana pasó más rápido de lo que a Bóreas le habría
gustado. Tras meter la masa grumosa en un molde de hornear,
la introdujo en el horno. Wren debía de estar ya despierta, pero
su hijo la mantenía ocupada durante las mañanas. Y jamás se
le ocurriría ir a buscarlo a la cocina.
Tras un rato, el aire empezó a oler de forma casi agradable.
Cuando sonó la campanilla, Bóreas sacó la tarta del horno.
Se le encogió el estómago. Parecía una cabeza quemada y
abultada. Bóreas rompió un trozo amarillento y caliente de
tarta, se lo llevó a los labios y lo escupió al momento.
Incomible. ¿Por qué sabía a sal? Había añadido dos tazas de
azúcar, tal y como mandaba la receta.
Había que volver a empezar.
El segundo intento tuvo como resultado que casi quemó la
cocina. Silas apareció en la puerta, jadeando. Contempló la
escena: una lengua de humo salía del horno, la harina cubría
todas las encimeras, el suelo, las paredes y hasta partes del
techo, y Bóreas tenía el cabello ceniciento. Con voz tímida,
preguntó:
—¿Mi señor?
Bóreas miraba al infinito a través de la ventana, al lado del
fregadero.
—No temas, Silas.
Pensaba conquistar aquella tarta aunque fuese lo último que
hiciese.
Por tercera vez mezcló los ingredientes, con bastante
agresividad, y vertió la masa en una sartén, que luego
introdujo en el horno, donde ardía un fuego no muy fuerte.
Comprobó el estado de la tarta cada diez minutos hasta que un
olor ligeramente dulce empezó a propagarse por el aire.
Sacó la sartén del horno y escrutó aquella comida caliente
parecida a un pan. Clavó un dedo tentativo en la textura
esponjosa. Desde luego, tenía aspecto de tarta. No estaba tan
grumosa como su predecesora, ni tan quemada.
Relajó la tensión en los ojos y la boca, aliviado. Había
tardado todo el día, pero lo había conseguido. Él, Bóreas, el
Viento del Norte, había horneado una tarta. Aquel mejunje
dulce había sido un digno adversario, pero, al final, Bóreas lo
había conquistado. Ahora, a decorar.
Unas flores recién cortadas, colocadas en un jarrón cercano,
le llamaron la atención. Perfecto. Bóreas arrancó pétalos
blancos y los esparció por encima de la tarta. Listo. A Wren le
gustaban las flores, así que esta tarta le gustaría.
—Orla —llamó.
Esta apareció bajo el dintel.
—¿Sí, mi señor?
—Por favor, diles a los sirvientes que Wren y yo cenaremos
pronto. Y por favor, lleva esta tarta a la mesa.
La mujer le lanzó una mirada de curiosidad mientras él
alzaba el plato sobre el que descansaba la tarta decorada.
—Mi señor, ¿habéis horneado vos esta tarta para la señora
Wren?
—Así es, pero prefiero que sea una sorpresa.
—Por supuesto. —Los ojos de Orla destellaron, y
desapareció pasillo abajo con un revuelo de faldas.
Dado que ya era casi la hora de la cena, Bóreas no tenía
tiempo de asearse, así que fue en busca de su esposa.
Encontró a Wren bajando las escaleras centrales, con su
hijo en brazos. Llevaba un sencillo vestido verde y los
pendientes de perlas que Bóreas le había regalado el mes
anterior por su aniversario de boda. El verde se
complementaba con el tono cálido de su piel marrón, así como
con su pelo y ojos oscuros. Estaba encantadora, toda una joya.
No había una sola parte de ella que Bóreas no amase con todo
su corazón.
Wren ahogó una exclamación al ver su apariencia espectral.
—¿Bóreas? ¿Qué demonios…? —Wren parpadeó mientras
él ascendía por las escaleras hasta detenerse dos escalones por
debajo de ella, de modo que sus ojos quedaron a la misma
altura—. ¿Llevas harina en el pelo?
Le tocó un mechón cubierto de harina en polvo.
El bebé protestó entre los dos y alargó los brazos hacia su
papá. Bóreas esbozó una gran sonrisa y se llevó a su hijo al
pecho.
—¿Ha dormido?
—Lo bastante —dijo Wren con una sonrisa sardónica.
Bóreas se inclinó, depositó un beso en los labios de su
esposa y le puso una mano en el vientre hinchado, donde ya
crecía su siguiente bebé. Y luego, dado que tenía todo el
derecho, la besó con más intensidad, hasta que Wren se quedó
sin aliento, las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes.
—¿Dónde has estado? —quiso saber Wren—. Pensaba que
volverías a la cama.
—Estaba ocupado.
Ella frunció el ceño. Bóreas se echó a reír. Todo iba bien.
—Ven.
Con su hijo apoyado en la cadera, Bóreas llevó a Wren
abajo, al comedor. Las chimeneas estaban apagadas, aunque
volverían a encenderse cuando llegase el otoño y el aire
empezase a volverse más fresco. Varias obras de arte
decoraban las paredes de fría piedra, y unas alfombras daban
algo de vida a la estancia con sus diseños. La semana anterior,
Elora había venido de visita con su esposo y su hija. Wren y
ella habían pasado el día cambiando la decoración y los
muebles. Después de todo lo que había pasado Wren con su
hermana, Bóreas se alegraba de que siguiesen teniendo una
relación estrecha y que se viesen cada pocos meses.
—¿Qué es esto? —Wren se detuvo cerca de su silla, con la
atención puesta en la tarta situada en el centro de la mesa.
Parpadeó, claramente perpleja—. Pensaba que Silas tenía el
día libre.
Por supuesto, había pensado que la había preparado Silas.
—Y tiene el día libre —dijo Bóreas. Algo en su tono debió
de indicarle la verdad.
Wren alzó los ojos hacia los de su marido y, con mucho
cuidado, preguntó:
—¿Me has horneado una tarta?
—Pues sí.
Ella abrió la boca y volvió a cerrarla. Contempló otra vez el
pastel.
—Es muy… floral.
Él hinchó el pecho con orgullo.
—Lo es.
El epítome de la primavera. Su esposa se pasaba todo el
tiempo libre del que disponía en el invernadero, a veces con su
hijo en un portabebés a la espalda, mientras cuidaba del jardín
floral que crecía más y más a cada año que pasaba.
—No me lo puedo creer. Nadie había horneado nunca una
tarta para mí.
No era del todo cierto. Wren le había pedido a Silas que le
hornease una tarta en su segunda cena juntos, como marido y
mujer. Luego se la había comido entera, una hazaña pasmosa,
si bien impresionante.
—Bueno, más bien debería decir que tú nunca me habías
horneado una tarta —se corrigió a sí misma.
Los ojos de Bóreas se volvieron cálidos. Le puso una mano
en el trasero a Wren y empezó a acariciarla. Ella alzó una ceja,
inquisitiva, y miró al bebé por el rabillo del ojo.
Él apartó la mano con cierto esfuerzo y le plantó a Wren un
beso en la frente.
—¿Quieres probarla?
Ella tomó asiento. Su hijo tamborileó con las manos
regordetas contra la mesa, entre ambos. Tenía el tono de piel
de su madre pero, tal y como Bóreas había señalado con
orgullo, los ojos de su padre. En cuatro meses, su familia
volvería a crecer. Bóreas esperaba que el segundo bebé fuera
niña.
—¿De qué sabor es? —preguntó ella.
—Vainilla.
Wren pinchó un trozo y se lo llevó a la boca. Masticó
despacio.
Bóreas se encontró a sí mismo encaramado al borde de la
silla.
—Es… —bajó el tenedor— interesante.
Él se envaró. Interesante. Eso era bueno, ¿verdad?
—Mmm —Wren tosió y dio un leve sorbito de agua—.
Muy interesante.
Luego sonrió.
El pecho de Bóreas se infló de pura satisfacción. Lo había
conseguido. Había horneado una tarta para su esposa, y la tarta
le había gustado. Tenía que probar aquella obra maestra. Echó
mano del tenedor, lo hundió en la tarta y se llevó un trozo a la
boca.
Sufrió una arcada.
Sabía a mierda de caballo.
Los ojos de Wren destellaron de hilaridad, y empezaron a
temblarle los labios. Cuanto más masticaba Bóreas, más
arcadas sufría por puro reflejo. Pero se resistió a escupirlo.
Después de todas las horas que había pasado liado en la
cocina, aquel nauseabundo trozo de sustento no iba a
conquistarlo. Así que masticó, y masticó, y masticó un poco
más, hasta convertir aquel horrible bocado en una pasta que le
cubría la lengua.
Cuando ya no pudo aguantar más el repugnante sabor,
Bóreas escupió aquel ofensivo postre en la servilleta. Las
carcajadas aullantes de Wren reverberaron por entre las vigas
del techo.
Su esposa se rio tanto y durante tanto tiempo que
empezaron a correrle lágrimas por las mejillas. Bóreas no lo
pudo evitar y también se echó a reír. Hasta su hijo soltó una
risita, entre chillidos, moviendo las manos en su sillita alta.
—Lo siento —graznó ella cuando la risa amainó. Se enjugó
los ojos húmedos, con las mejillas sonrosadas—. Tenías tanta
esperanza de que saliera bien. Debes de haber pasado todo el
día haciendo esto. No pretendía herir tus sentimientos. —Una
pausa—. Aunque es la peor tarta que he probado jamás.
Bóreas echó la silla hacia atrás y se arrodilló junto a Wren.
A veces volvía a sorprenderse de que aquella mujer lo amase,
de que él la amase a ella, de que fuese a amarla hasta el fin de
sus días. Habían construido una vida hermosa juntos. Jamás
volvería a sentirse solo.
—No has herido mis sentimientos. —Bóreas rodeó a su
esposa y a su hijo en un gran abrazo. A su familia—. Feliz
cumpleaños, Wren.
AGRADECIMIENTOS
Desde que se publicase El Viento del Norte de forma
independiente hasta su publicación con la poderosa maquinaria
de Simon & Schuster, trabajar con un equipo tan dedicado ha
sido una experiencia maravillosa. Quiero expresar mi más
sincera gratitud a todos vosotros.
Gracias de corazón a Anthea, por abanderar esta serie y
ahondar en ella mucho más allá de sus deberes como editora.
Gracias por enamorarse de Wren y Bóreas, como yo esperaba.
Es todo un honor trabajar con alguien que siente tanta pasión
por mis historias. ¡Qué emoción poder seguir trabajando
juntas!
Gracias a Charlotte y a Jéla, por sus consejos editoriales a
la hora de hacer brillar esta historia tanto como fuera posible:
¡gracias, gracias, gracias! Me encantará seguir colaborando
con vosotras.
Gracias a Lizzie por ese ojo de lince al corregir esta historia
y conseguir su versión más pulida.
Un aplauso enorme (¡ENORME!) al duro trabajo que han
realizado Amy y Ben a la hora de vender los derechos al
extranjero de la serie Los cuatro vientos. Siempre había
soñado con que me publicaran por todo el mundo y me
emociona que ese sueño se haya hecho realidad. Muchísimas
gracias a los dos.
Muchísimas gracias a K. D., de Story Wrappers, por la
asombrosa portada de El Viento del Norte. ¡Me muero de
ganas de ver qué pinta tiene el resto de la serie!
Gracias a Kelly y a Gabby por todo el trabajo que han
hecho para colocar El Viento del Norte en el panorama
literario.
Muchas gracias a Kate por leer uno de los primeros
borradores de la historia y darme grandes consejos sobre la
hermana de Wren.
Gracias a Beth, mi compañera de crítica, por todos sus
increíbles, increíbles consejos, como siempre.
Muchas gracias a mi familia por su apoyo y su amor.
Gracias a Jon por apoyarme siempre. Gracias por llevarme,
por alentarme, por animarme siempre. Te quiero.
Y por último, gracias a mis primeros lectores, que
descubrieron El Viento del Norte en 2022. Gracias a vosotros,
una de las editoriales más importantes decidió apoyar mi libro.
Con todo mi corazón os doy las gracias por vuestro continuo
entusiasmo y apoyo. Me siento muy agradecida por poder
ganarme la vida escribiendo historias, algo que jamás he dado
por sentado que sería posible. ¡Sois los mejores!
Edición en formato digital: mayo de 2024
Título original: The North Wind
Publicado mediante acuerdo con Simon & Schuster (Australia) Pty Limited Suite
19 a, Level1, Building C, 450 Miller Street (PO Box 448), Cammeray, NSW 2062
A Paramount Company, e International Editors & Yáñez’ Co Literary Agency, of
Còrsega 288, 1er 2 a, 08008 Barcelona España.

Mapa de Robert Lazzaretti


Copyright del texto © 2024 by Alexandria Warwick
© De la traducción: Jesús Jiménez Cañada, 2024
© Faeris Editorial (Grupo Anaya, S. A.), 2024
Conversión a formato digital: REGA
ISBN: 978-84-19988-17-1
Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su
transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su
almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación,
en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o
por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del copyright.
Descubre aquí el reino de Faeris:
Índice

Parte 1. CASA DE ESPINAS


1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
Parte 2. CASA DE SUEÑOS
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
Créditos

También podría gustarte