La Edad de Oro de La Pirateria 01
La Edad de Oro de La Pirateria 01
La Edad de Oro de La Pirateria 01
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la edad
de oro de la
piratería
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi Dios la libertad;
mi ley, la fuerza y el viento;
mi única patria, la mar.
José de Espronceda
Canción del pirata
Índice
Agradecimiento 3
Introducción 5
Piratas y corsarios 7
Las épocas de la piratería 9
La visión romántica de los piratas 11
El Caribe a principios del siglo XVIII 12
Bucaneros, filibusteros y la isla Tortuga 16
Las auténticas causas del auge de los corsarios 19
La piratería en el Índico 23
Los primeros grandes piratas 25
Henry Every 26
El regreso de los corsarios 32
Woodes Rogers y William Dampier 33
Dampier y la historia de Robinson Crusoe 35
La explosión de la piratería 38
El poder de los piratas 41
Stede Bonnet y Barbanegra 42
El final de la república pirata 45
Los últimos de una era 52
Epílogo 53
Agradecimiento
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De nuevo, gracias
Enrique Ros
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Imagen de portada: Captura del pirata Barbanegra, de Jean Leon Gerone Ferris
Introducción
De hecho, buena parte de las ideas que tenemos sobre los piratas y la
piratería provienen de mitos, películas de Hollywood o incluso reinter-
pretaciones posteriores de lo que realmente fueron los piratas.
Sí, es cierto que piratas hubo en el Caribe durante cerca de dos siglos,
pero siendo laxos piratas ha habido desde siempre.
Un pirata era un marino con un barco que reunía una tripulación para
dedicarse a asaltar otras embarcaciones (o incluso ciudades), y que no
tiene ningún tipo de afiliación con ningún país. Es, en definitiva, un ban-
dido, un delincuente, y lo que obtiene con sus fechorías es su botín y no
tiene que rendir cuentas ante nadie excepto ante su tripulación y, llega-
do el momento, ante la Justicia.
Patente de corso otorgada por Felipe de Borbón. Nótese que, aunque está firmada por el rey, la fe-
cha y los nombres del capitán y el barco y otros detalles están en blanco.
Si uno acude a una bitácora de un barco corsario puede ver que el pi-
llaje está registrado como si fuera una transacción comercial normal y
corriente. Se anota lo que entra en bodegas, lo que se reparte...
La piratería en el Índico
Posteriormente hay un segundo repunte de la piratería, aunque ya no
tiene lugar en el Caribe, sino en el Índico, y que tiene que ver con que
mucha de esta gente estaba acostumbrada a la vida corsaria y a finales
del siglo XVII, al no poder obtener patentes de corso para atacar barcos
europeos, deciden seguir comprando patentes de corso pero esta vez
para atacar a los barcos de los comerciantes indios o árabes que fre-
cuentaban este océano.
En esta época sí que hay auténticos piratas, gente que toma la decisión
Fueron los auténticos años del reinado del terror de los piratas. Años en
los que tuvieron el control del tráfico y el comercio en el Caribe, en que
mantuvieron paralizada a la población de todas las islas y en los que in-
cluso llegaron a fundar una auténtica república pirata.
Esos años, sobre los que vamos a hablar en este ebook, fueron sin duda
la edad de oro de la piratería.
La región conformada por el mar Caribe, las costas que lo rodean y sus
islas es conocida genéricamente como “el Caribe”. Y es en esta región
dende tendrán lugar la mayoría de los acontecimientos que contaré aquí.
Al norte de Cuba están las Bahamas, que son inglesas aunque están muy
poco pobladas y es una zona bastante marginal. Al sur de Cuba está Ja-
maica, la gran posesión inglesa de la época en el Caribe, y entre ambas
islas está el archipiélago de las Caimán, que también pertenecen a Ingla-
terra aunque son de poca entidad.
Al este de Cuba está La Española (la actual isla de Santo Domingo) dividi-
da en una parte francesa, que es su parte occidental (hoy Haití), y la parte
oriental que es española (actualmente República Dominicana).
Todas estas islas (las del Caribe) forman una especie de territorio de
frontera ya que, así como España mantiene un férreo dominio sobre las
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tierras firmes de América, sobre el Caribe mantiene una especie de do-
minio nominal, intentando controlar todo el territorio pero siendo ma-
nifiestamente incapaz.
A principios del siglo XVIII los españoles toleran, más o menos, que exis-
tan ingleses asentados en la zona norte (lo que hoy es Belice), pero bue-
no, es un sitio con poca riqueza y nulo valor estratégico para España.
La vida en el Caribe
La idea que hoy en día tenemos del Caribe es, prácticamente, la de un
paraíso. Oír la palabra “Caribe” y pensar en lugares idílicos y sitios de en-
sueño es todo uno pero en la época de la que hablamos el Caribe no era
un sitio ni mucho menos agradable.
Así que lo normal es que las diversas islas estuvieran regidas por gober-
Así que la tónica general era esa: grandes plantaciones, esclavos traba-
jando de sol a sol y muy pocos europeos. Incluso muchos de los dueños
de las plantaciones ni siquiera vivían en el Caribe, sino que eran rentistas
que tenían su vivienda en el continente (España, Inglaterra, Francia...) y
su hacienda en el Caribe, en la que tenían gente trabajando.
Por eso durante mucho tiempo para la colonización, sobre todo en las
islas inglesas, se utiliza la fórmula llamada indentured servants o traba-
jadores no abonados, en la que un empleado trabajaba durante varios
años a cambio del pasaje al Nuevo Mundo o de deudas contraídas, hasta
el fin del periodo estipulado.
Así que los corsarios van cobrando muchísima fuerza durante estos años,
y surge de aquí buena parte de la imagen mental que tenemos en la ac-
tualidad de la piratería.
Sin embargo esta época es muy distinta de la que se verá medio siglo
después, en el siglo XVIII, precisamente porque estas gentes trabajaban
bajo un marco legal (salvo unas pocas excepciones).
Y esto hacía una gran diferencia, ya que contaban con el apoyo de sus
respectivas coronas, y por tanto de los gobernadores de las colonias. Y
eso también hacía que todo se mantuviera dentro de cierto orden.
Sin embargo, esta época se fue tan pronto como llegó. A partir de 1680
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los reyes europeos dejan de patrocinar las patentes de corso y este estilo
de vida acaba perdiéndose.
Toda esta imagen de que formaban una sociedad más igualitaria, que
repartían el botín a partes iguales, de que tenían una especie de segu-
ro de salud por el cual los que perdían algún miembro o tenían heridas
graves recibían una parte del botín... todo esto es absolutamente cierto.
En el artículo del blog Londres: Del Gran Incendio a las cloacas hablaba
sobre toda la miseria de la gente que era expulsada de los campos y te-
nían que ir a la ciudad, y que se dio sobre todo en Inglaterra a partir del
siglo XVI debido a los cercamientos o enclosures, el cierre de los terre-
nos comunales en favor de los terratenientes.
Decía un refrán de la época que “los que van al mar por placer, van al
infierno por diversión”, y eso da una ligera idea de cómo eran las cosas
en el mar en el siglo XVII.
Bajo estas condiciones, te puedes hacer una idea del tipo de disciplina
que había que mantener en un barco para que la tripulación no se amo-
tinara. Los maltratos y los golpes estaban a la orden del día (de hecho
eran legales y estaban perfectamente reglamentados). Esto contando
con que, con suerte, el capitán no estuviera un poco mal de la cabeza...
Claro, para la Marina Real no habían volutarios, así que se realizaban le-
vas forzosas. Precisamente esta escasez sistémica de marineros para la
armada fue una de las causas por las cuales la corona promovió la con-
cesión de patentes de corso.
Las patrullas de enganche de la Royal Navy eran las más temidas. Tenían
la facultad de enrolar forzosamente a cualquier marinero (estos no te-
nían ni que emborrachar incautos para hacerles firmar).
Las patrullas de levas iban fuertemente armadas, ya que los pobres ma-
rineros no se dejaban “convencer” por las buenas. De hecho, muchos
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de los hombres reclutados por las levas eran llevados inconscientes. Era
también costumbre que estas patrullas de leva sobornaran prostitutas
para atrapar a marinos incautos.
Una triste medida de los siglos XVII y XVIII obligaba a embarcar en las
naves de la Armada Real Inglesa el doble de tripulación de la necesaria,
contando con que muchos de los marineros morirían a bordo.
Con este panorama en mente te puedes hacer una idea muy clara del
auge de las embarcaciones corsarias en esta época.
Por otro lado, el lado de los marinos, teniendo en cuenta las alternativas,
formar parte de una tripulación corsaria era, con mucho, la mejor op-
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ción. La vida a bordo era igual de dura, pero el trato era más igualitario y
la paga, con poca suerte que hubiera, infinitamente mejor. Y eras libre de
irte cuando quisieras.
Así que es normal que los corsarios de la época se fueran al Índico, re-
convertidos en piratas, a asaltar unos barcos que a nadie en Europa le
importaban y volvieran, con un poco de suerte, ricos al continente.
William Kidd era un hombre acomodado que había obtenido una paten-
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te de corso y había hecho su fortuna legalmente a base de tener barcos
corsarios.
Así que le dan una patente de corso firmada por Gillermo III de Inglaterra
y le mandan al Índico a la caza y captura de piratas. Pero la expedición
se tuerce, los marineros se ponen nerviosos y, temiendo un motín, Kidd
consiente un asaltar algunos barcos, amparado por la patente de corso.
Su fama se debe a que, poco antes de ser detenido, Kidd enterró su te-
soro en Isla Gardiners, una pequeña isla cerca de South Hampton, con
esperanza de usarlo como moneda de cambio. Visto está que no le sir-
vió de nada. La leyenda de la isla del tesoro del Capitán Kidd pronto se
hizo famosa.
Every proviene de todo este mundo del que hemos estado hablando.
Trabajó muchos años en la Royal Navy, en el HMS Rupert, y había vivido
los maltratos, la disciplina férrea, la mala comida, los días interminables
en el mar...
Pero es que además del botín, el tal Houblon aseguraba una paga men-
sual, incluso un adelanto y la garantía de que, en caso de fallecimiento
durante la expedición o de que no se pudiera regresar, las esposas reci-
birían la paga.
Las cosas deberían haber ido bien, pero la expedición comenzó a tor-
cerse desde el principio, y es que el viaje entre Inglaterra y La Coruña, el
puerto donde iban a aprovisionarse y recibir la documentación, se alar-
gó durante cinco meses, en lugar de las dos semanas previstas, aunque
no se sabe muy bien por qué.
Una vez en alta mar eligieron a Every como capitán y decidieron hacerse
corsarios por su cuenta. Realmente no tenían la piratería en mente, sino
que la idea era conseguir un poco de dinero pirateando un poco por
el Índico (nadie se iba a molestar por un barco que no fuera europeo),
regresando después para comprarse la libertad con ese dinero, o luchar
contra los enemigos del rey para ganarse el favor de la justicia. En fin,
eran marineros honrados y sólo buscaban una salida airosa a la situación
en la que se habían visto envueltos.
La flota pasó durante la noche, con lo que no los vieron con suficien-
te antelación, aunque sí consiguieron abordar al último de los barcos,
el Fateh Muhammed. Consiguieron algunas riquezas, pero sobre todo
consiguieron la valiosa información de que uno de los barcos de la flota,
mucho más grande, se había retrasado y aún estaba por pasar.
Every tuvo una suerte increíble. Uno de los cañones del Ganj-i-sawai
explotó al ser disparado, causando un gran caos en el barco. Además
uno de los disparos del Fancy (el barco de Every) fue tan afortunado que
tumbó uno de los mástiles del Ganj-i-sawai permitiendo que lo aborda-
ran con bastante éxito.
En realidad sí que hubo un gran botín, y sí que había a bordo familia del
Gran Mogol, aunque eran más bien algunas concubinas viejas, ya que la
mayoría de mujeres a bordo se suicidaron para escapar de las violacio-
nes.
Se decide entonces que sean las propias colonias las que se armen, y la
reina Ana de Inglaterra recurre de nuevo al antiguo recurso de los cor-
sarios, pero incentivándolo aún más: en 1708 se eliminan los impuestos
a los corsarios, permitiéndoseles que se queden con el cien por cien de
lo apresado a las naves enemigas.
Muchas personas, entre ellos algunos que después se harían muy famo-
sos y marcarían esta época de oro de la piratería como Charles Vane o
Edward Teach (Barbanegra), venían de Inglaterra y habían emigrado al
Caribe atraídos por esta promesa de riquezas rápidas para dedicarse al
corso y conseguir una parte del botín de los barcos españoles.
Una de las personas que quería unirse a la vida corsaria en esta época,
y cuya historia es digna de mención por verdaderamente increíble, es
Woodes Rogers, el hombre que acabaría terminando con la piratería en
el Caribe.
Y fue ahí cuando conoció a William Dampier. Dampier era un marino ex-
perimentado. Había dado varias veces la vuelta al mundo en una época
en que eso era algo totalmente fuera de lo habitual, había trabajado con
la Royal Navy y era corsario. De hecho Dampier había formado parte de
la tripulación que quedó estancada en La Coruña con la flota de Every.
Los españoles transportaban el oro de las Américas hasta Cádiz una vez
al año en una gran flota fuertemente protegida. Normalmente todo el
oro, la plata y las riquezas se juntaban en Nueva España (hoy México) y,
una vez al año como digo, se enviaban a España.
Así que comenzó a hablar a Woodes Rogers de su plan, hasta que éste
quedó convencido de lo provechoso de la empresa. Utilizó entonces sus
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influencias y su dinero para montar una expedición, y en 1709 partieron
desde Londres con dos barcos, el Duke y el Duchess, decididos a atacar
el galeón de Manila.
Así que intentaron forzar el límite y la tripulación estaba cada día más
cabreada. Para colmo, una de las naves se infestó de xilófagos así que,
siendo ya la situación desesperada, decidieron probar suerte en en algu-
na tierra poco frecuentada.
Así que deciden atacar una ciudad aislada de la costa del Pacífico, y op-
taron por Guayaquil. El ataque a Guayaquil se convirtió en un auténtico
despropósito. El oficial al mando del ataque confundió las salvas de una
festividad local con maniobras del ejército, así que decidió fondear en
unas marismas en espera de que el ejército abandonara la ciudad.
Pasaron unos días y la población se dio cuenta de que habían allí unos
barcos ingleses fondeados. Para cuando atacaron la ciudad la mayor par-
te de la población había huído a los montes, llevando sus pertenencias
de valor.
Woodes Rogers se vio envuelto en un largo pleito del que le costó mu-
chísimo salir, y prácticamente no ganó nada con la expedición, aparte
claro está del balazo en la boca.
Sin embargo sí hizo mucha fama, ya que era el héroe que había conse-
guido capturar uno de los galeones del tesoro español, así que escribió
un libro contando su aventura, libro que tuvo cierto éxito, lo que le ayu-
dó a recomponer su fortuna. Por cierto, es más que probable que fuera
a través de este libro como Defoe conociera la historia de Selkirk , en la
que más tarde se basó para escribir su Robinson Crusoe.
Así que la gran eclosión de la piratería en el Caribe era, como ves, inevi-
table. No quedaba más opción que las decisiones desesperadas.
Así que no tardaron en surgir los primeros corsarios que, sin más opción
que saltarse el decreto real, se pasaron al otro lado de la ley y se dedica-
ron a la piratería.
Y es que las Bahamas, que ya antes de la guerra eran el culo del mun-
do del Caribe, durante la guerra habían sido arrasadas nada menos que
cuatro veces por los españoles, que se habían llevado a los esclavos,
habían secuestrado al gobernador, y la poca población que quedaba se
había dispersado por los montes.
Poco a poco Hornigold, Teach y unos pocos marinos que se unen a ellos
se hacen fuertes en New Providence (la isla principal del archipiélago),
empiezan a asaltar barcos españoles, y con el tiempo consiguen algunas
riquezas y comienzan a comerciar con otras islas.
Pero en 1715, con los ánimos ya más calmados, se decide traer todo lo
que se había acumulado en Nueva España, que no era poco, y ese año
la flota del tesoro venía cargada hasta los topes. Y hay una serie de des-
propósitos con ella.
Primero el galeón de Manila se retrasó, así que la flota lo esperó para po-
der llevar a España la mercancía que traía. Después una fragata francesa,
también cargada de riquezas, pidió unirse a la flota para ir más protegida
(recordemos que la Guerra de Sucesión la había ganado el pretendiente
francés, y el rey de España era ahora un Borbón), así que también hubo
que esperarla.
De hecho, no sólo buscarán parte del oro naufragado, sino que incluso
llegarán a atacar el fuerte donde se llevaba el oro que los españoles con-
seguían ir recuperando. A principios de 1716 el gobernador de Jamaica
es destituido por jacobita, y a Jennings y Vane no les queda otra salida
que buscar refugio en Bahamas y convertirse en piratas a su pesar.
Incluso, Benjamin Hornigold y Henry Jennings, las dos figuras más im-
portantes de esta época, se dedican a fortalecer el puerto de New Provi-
dence, isla que se convierte en una auténtica república pirata.
Stede Bonnet, “el Pirata Caballero”, era una persona absolutamente dife-
rente de toda la gente que hemos visto hasta ahora, que en su mayoría
eran antiguos corsarios reconvertidos en piratas.
Esto, claro, no era nada habitual. Los piratas eran, normalmente, gente
que se lanzaba a la piratería por desesperación, porque no tenían más
remedio o buscando fortuna. Stede Bonnet era un rico hacendado que
lo hacía por capricho. Prueba de su carácter como pirata está el hecho
de que contaba en su barco con la biblioteca más grande del Caribe en
la época.
Bonnet acabó zarpando con su barco, dejó a su mujer y a sus hijas, a las
que no volvería a ver nunca, y se fue a un sitio tan extraño para un pirata
como Carolina del Sur, donde tuvo un relativo éxito, gracias a su tripu-
lación. Porque, como ya he dicho, el no tenía absolutamente ninguna
experiencia en el mar.
Tiene que haber sido un auténtico espectáculo ver a estos dos pájaros
juntos. Barbanegra, con un físico imponente, muy alto para la época, y
aspecto fiero, y Stede Bonnet, que cuando salía del camarote iba vestido
con un batín y leyendo un libro.
C omo has podido ver, durante estos años los piratas se ha-
cen amos y señores del Caribe.
Y todo eso sin contar con el hecho de que tienen una colonia propia, una
pequeña ciudad que les sirve como refugio ante cualquier eventualidad.
Durante ese tiempo el Caribe se ve muy afectado por todo lo que está
ocurriendo. Los gobernadores se quejan por la falta de seguridad y, so-
bre todo, de que los esclavos están revueltos e incluso muchos se fugan
para unirse a los piratas.
Así que no era ninguna sorpresa esperar que el rey, antes o después,
acabara tomando cartas en el asunto. Se decide entonces enviar una
expedición coordinada para acabar con los piratas.
Rogers en todo este tiempo no había estado quieto. Con el dinero que
había obtenido de la publicación de su libro se había dedicado a comer-
ciar en el Índico.
Y una de sus aventuras más sonadas es que decidió acabar con la repú-
blica pirata (más fantástica que real) de Henry Every, en Madagascar.
Lo que allí había era una serie de europeos renegados que ya ni se de-
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dicaban a la piratería ni nada, y que vivían mezclados con la población
malgache, muy contentos con las virtudes que tenía la vida en Mada-
gascar como por ejemplo la poligamia, pero que en cuanto vieron que
llegaba un europeo a pactar con ellos accedieron a volver a Inglaterra
encantados.
Pero a ojos de los ingleses, Rogers había sido el tío que había consegui-
do acabar con los piratas de Henry Every, y una vez más volvía a ser un
héroe. Así que no era de extrañar que, cuando se decidió acabar con la
piratería que tanto daño estaba causando en el Caribe, lo pusieran a él
al mando.
Y para ello tenía un plan. Había convencido al rey de que, para conseguir
que los piratas se convirtieran en gente de bien, promoviera un indulto
general a todos los piratas que hubieran actuado entre el final de la Gue-
rra de Sucesión Española y ese preciso momento.
Con esto Woodes Rogers pretendía causar división y que gran parte de
los piratas acabaran volviendo a la vida honrada. Y ciertamente lo con-
siguió.
Al final el asunto acaba poniéndose tan peligroso que el capitán del HMS
Phoenix decide retirarse de allí y esperar a que llegue Woodes Rogers y
solucione él mismo el problema.
Y como tampoco es tonto y sabe que hay un año de plazo para aceptar
el indulto, decide coger a sus hombres y dirigirse a Nueva Inglaterra para
dar un último golpe antes de aceptarlo.
En ese momento se planteba irse a los mares del sur, a la zona de Brasil,
donde estaban Olivier La Bouche (un antiguo corsario francés reconver-
tido en pirata) y Edmund Condent, y montar allí algo parecido a lo que
habían hecho en Bahamas. Pero antes de que pudiera hacer nada Woo-
des Rogers llegó a puerto.
Por lo que reunió una pequeña flotilla y se lanzó a la caza del expirata.
Esto, que conste, fue una acción completamente ilegal. Para empezar, un
gobernador no podía invadir otra colonia (en este caso Carolina del Nor-
te) sin permiso real. Además, conviene recordar que Barbanegra contaba
con un indulto real, cuyas condiciones había respetado hasta entonces,
al menos oficialmente.
Sin embargo Spotswood envió sus naves, bajo el mando del teniente
Robert Maynard, al encuentro de Barbanegra, que se había asentado en
Ocracoke, una pequeña población asentada sobre una isla (puedes verla
aquí en Google Maps), rodeándole con intención de obligarle a rendirse
para ser juzgado. Un juicio así, por supuesto, sería un golpe de efecto sin
precedentes.
Vane acabará sus días de mala manera. Tras un motín en el que Rackham
se queda con su barco y con su tripulación, consigue llegar a la costa de
Honduras donde intenta reunir una nueva tripulación, aunque es descu-
bierto y denunciado. Acaba apresado y ahorcado en Port Royal, Jamaica.
En New Providence Calico Jack conoce y traba amistad con Anne Bonny
y Mary Read, dos mujeres, una inglesa y otra irlandesa, las famosas mu-
jeres piratas. Así que Rackham reúne una nueva tripulación con Boony y
La edad de oro de la piratería 50 www.apuntesdehistoria.tk
Read como lugartenientes y se hacen de nuevo a la mar, aunque pronto
son capturados.
Calico Jack Rackham da con sus huesos en la cárcel de Port Royal, pro-
bablemente la misma en la que Charles Vane esperaba la sentencia, y
donde es de suponer que ambos tuvieran tiempo de discutir sobre sus
diferencias en el asunto del motín. También fue ahorcado.
Por ejemplo Walter Kennedy, que siguió siendo un pirata de éxito duran-
te bastante tiempo e incluso consiguió volver a Londres y se estableció
como dueño de un burdel, aunque después de un tiempo fue reconoci-
do, denunciado y ajusticiado.
Allí hay una placa en su honor que reza Expulsis Pirates Restituta Com-
mercia (“Piratas expulsados, comercio restaurado”, aunque quizá sería
más correcto traducirlo como “Expulsó a los piratas, restauró el comer-
cio”).