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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA

Publicaciones oficiales

ALEJANDRO KORN

OBRAS
INFLUENCIAS FILOSOFICAS EN LA EVOLUCION NACIONAL

ENSAYOS Y NOTAS BIBLIOGRAFICAS

Volumen tercero

LA PLATA (Rep. Argentina)


1940
FILOSOFIA ARGENTINA

e imagino la sonrisa del lector ante el epígrafe. ¿Desde


M cuándo tenemos filosofía argentina? ¿Acaso tenemos fi­
lósofos? Y bien, a mi vez preguntaría: ¿Se concibe que una
colectividad humana unificada por sentimientos, intereses e
ideales comunes desarrolle su acción sin poseer algunas ideas
generales? Pues si logramos desentrañar estas ideas implícitas
del devenir histórico hallaremos, por fuerza, una posición filo­
sófica. De hecho, nunca nuestro pueblo ha dejado de tenerla.
Preveo una objeción más grave. Si es la filosofía la expresión
acabada del pensamiento humano, la verdad filosófica ¿puede
ser distinta de un pueblo a otro? Séame lícito recordar de paso
que la filosofía no es una ciencia exacta, ni ha de revestir nunca
una forma definitiva; debemos por el contrario apartar las
ciencias exactas, autónomas en su estructura matemática,
de la apreciación filosófica. En cuanto al fondo de la obje­
ción, bastará tener presente que la supuesta verdad absoluta
cada época histórica y cada región geográfica la enuncian
de distinto modo. Tenemos una filosofía griega y otra orien­
tal, tenemos en los tiempos modernos una filosofía francesa,
inglesa, alemana. Estas denominaciones étnicas han de tener
su razón de ser. ¿Por qué, entretanto, a ejemplo de todo pueblo
culto, no hemos de expresar también, en la medida de nues-
259
tras fuerzas, la verdad filosófica de acuerdo con nuestra ma­
nera de sentir? ¿Quizás por carecer los argentinos de un pen­
samiento propio?
El lector no se ha de rendir tan fácilmente. Nosotros los
argentinos, dirá, pertenecemos al ámbito de la cultura oc­
cidental y hasta la fecha solamente hemos asimilado ideas
importadas. No podemos abrigar la pretensión de una filo­
sofía propia, pues todo el afán de nuestros hombres dirigentes
se ha encaminado a europeizarnos, a borrar los estigmas an­
cestrales, a convertirnos en secuaces de una cultura superior
pero exótica.
Este argumento no carece de fuerza. Yo mismo, al abordar
el asunto, no me he atrevido a llamar a mi ensayo Historia
de las ideas sino Historia de las influencias ideológicas. De
allende los mares recibimos, en efecto, la indumentaria y la
filosofía confeccionada. Sin embargo, al artículo importado
le imprimimos nuestro sello. Si a nosotros se nos escapa no
deja de sorprender al extranjero que nos visita; suele descu­
brirnos más rasgos propios — buenos o malos — de cuanto
nosotros mismos sospechamos.
Por nuestra voluntad hemos aspirado a incorporarnos a
la cultura del Occidente; no es nuestra voluntad ser un con­
glomerado inorgánico de metecos. Si al regazo de la colonia
que fuimos hubo que animarlo con nueva vida no fué con
el propósito de enajenar el alma nacional. No podemos re­
nunciar al derecho de discutir las diversas influencias que
llegan hasta nosotros, ni al derecho de adaptarlas a nuestro
medio; no renunciamos tampoco a la esperanza de ser una
unidad, y no un cero dentro de la cultura universal.
Así es como durante medio siglo — desde Caseros hasta el
novecientos — hemos tenido una filosofía propia, conjunto
260
de ideas fundamentales sancionadas por el consenso común.
Se suele magnificar las divergencias ocasionales;en realidad,
una concordancia tácita se extendía de un extremo al otro.
En toda esta época ninguna discrepancia ideológica ha divi­
dido al pueblo argentino. Nuestras luchas fueron meras
reyertas.
El positivismo argentino es de origen autóctono; sólo este
hecho explica su arraigo. Fué expresión de una voluntad co­
lectiva. Si con mayor claridad y eficacia le dió forma Alberdi
no fué su credo personal. Toda la emigración lo profesaba,
todo el país lo aceptó. La constitución política fué su fruto,
la evolución económica se ajustó a sus moldes. No es ahora
ocasión de rastrear las fuentes de este positivismo, en el
cual reminiscencias del utilitarismo sajón, del enciclopedismo
francés, del regalismo español, del romanticismo alemán, con­
tribuyeron a una concepción original, la creación más auténti­
ca del espíritu argentino. Cuando tuvimos noticias del sis­
tematizado positivismo europeo el nuestro era viejo.
Atento a los problemas reales de la vida nacional, nuestro
positivismo no acertó a darse la estructura metódica de un
sistema de filosofía. Cuando la generación de los próceres,
en edad avanzada, llegó hasta Spencer halló con sorpresa la
confirmación de su propio pensamiento. Habían hecho filo­
sofía sin sospecharlo; habían creado el caudal de ideas con el
cual hemos medrado hasta la fecha. La generación subsi­
guiente — llamémosla de Caseros o del Régimen — pese a la
leyenda que la considera la más talentosa, no acrecentó este
caudal, ni se informó del movimiento filosófico extraño. Este
interés intelectual se despierta en la tercera generación.
El siglo XX nos encuentra todavía bajo la dirección es­
piritual de los hombres del ochenta, denominación convenida
261
con la cual distinguimos al grupo de universitarios que alre­
dedor del año 1882 se incorpora a las actividades de la vida
pública. A haber triunfado la asonada del noventa ellos ha­
brían asumido la dirección política. Los acontecimientos pro­
rrogaron por más de veinte años el predominio de los intereses
creados y cuando éstos al fin se derrumban la generación del
ochenta pertenecía al pasado. Su acción debió desenvolverse
en la magistratura, en el magisterio, por la palabra hablada
o escrita. No alcanzó, salvo una que otra excepción, la efi­
ciencia de la acción inmediata, pero fué directora en las es­
feras del pensamiento. Esta misión bien alta no la satisfizo.
Un dejo de amargura persiste en el alma de los sobrevivientes,
defraudados a su juicio en legítimas aspiraciones, pues no se
sienten amenguados cuando se comparan con los antecesores
o con los sucesores.
El pecado de los intelectuales del ochenta, hombres de ga­
binete y de estudio, lo constituye la ausencia de una crea­
ción original. Con una cultura superior, con una información
más vasta, con mayor probidad intelectual, nos revelaron a
Stuart Mili y a Spencer, a Renán y a Taine. El positivismo
argentino ya era un hecho cuando ellos juzgaron necesario
apoyarlo con el ejemplo europeo. Quisieron dejarlo de base
filosófica y lo vistieron con traje postizo. Ellos mismos, ajenos
a todo interés especulativo, indiferentes ante los problemas
trascendentales, atraídos por los asuntos de carácter prag­
mático, se limitaron al comentario jurídico o histórico, a la
pedagogía, a la psicología y a la sociología, sin perjuicio de
convenir al fin, con ingenua honestidad, que la última pala­
bra ya la había dicho Alberdi.
Ideal más alto no tuvieron tampoco los pedagogos forma­
dos en la Escuela Normal del Paraná, alberdistas de segunda
262
mano; se imaginan ser discípulos de Comte, sin sospechar el
irreductible antagonismo entre las doctrinas del maestro y
nuestro ambiente liberal e individualista. Ni los fundamentos
autoritarios de la sociocracia, ni los elementos místicos de la
religión de la Humanidad, ni la negación de los derechos in­
dividuales, podían prosperar. El iniciador mismo del movi­
miento, un naturalista distinguido, hubo de hermanar el posi­
tivismo comtiano con agregados tan heterogéneos como la
evolución darwiniana o las aspiraciones del Risorgimento
italiano. No obstante, esta doctrina híbrida fué fecunda; por
intermedio del magisterio normalista logró divulgar, en am­
bientes inaccesibles de otro modo, la posición agnóstica y el
concepto de la filosofía como síntesis de las ciencias naturales,
principios comunes a todos los matices del positivismo. Por
lej os que estemos ahora de estos postulados casi dogmáticos
no hemos de desconocer la gravedad de semejante mudanza
para un pueblo de habla española.
Distanciado, por algunos años y por nuevos conceptos, de
la generación del ochenta, aparece José Ingenieros; su propó­
sito fué elevar el Positivismo a Cientificismo, con fines socia­
les. Formado en el estudio de las disciplinas médicas, atraído
desde joven por la protesta incipiente del proletariado, una
vocación espontánea le obliga a sistematizar los conceptos
básicos de su acción militante. Sabemos el ascendiente que
alcanzó. La claridad de su espíritu meridional unida a una
pronunciada sensibilidad estética le permitieron superar la
estrechez de la ideología vulgarizada. Supo infundirle nuevo
vigor y prolongar por veinte años la vida del positivismo de­
cadente. No se le ocultó la necesidad lógica de admitir una
metafísica. Desconocía empero, cohibido por una idiosincracia
tenaz, la verdadera angustia metafísica y no acertaba a com-
263
prender el fenómeno religioso. Ingenieros en presencia de un
fraile se apresuraba a tocar fierro. Por rechazar el dogmatismo
de las supersticiones místicas se entregó al dogmatismo de las
ciencias naturales. Para Ingenieros, la filosofía, la metafísica
misma, no eran sino complementos hipotéticos de la intan­
gible verdad científica; hasta una ética de alardes estoicos
intentaba fundar en el determinismo de la máquina universal.
Las investigaciones de la epistemología contemporánea no
lograron sugerirle alguna duda. Por otra parte — rasgo ar­
gentino — la especulación pura no le seducía. Sin achatarse
en un plano inferior, su filosofía había de vincularse estrecha­
mente a los problemas históricos, sociales o económicos. Y
en tanto que en la trama de su cientificismo pretendía en­
volver a la personalidad humana, imprimía a su obra preci­
samente el sello de una personalidad fuerte y bien definida.
De ahí su irradiación; primero en el medio nativo, luego más
allá de las fronteras. Ingenieros fué durante años el publicista
argentino más prestigioso. Complace recordar su actitud de
luchador infatigable; la voluntad de trabajo, la abnegación
y la amplitud de espíritu que puso al servicio de sus ideas.
Nos dió el noble ejemplo de una entereza en la cual no cabía
duplicidad alguna entre el pensamiento y la vida.
La polémica póstuma contra la posición filosófica de In­
genieros carece de objeto. En las postrimerías de una gran
orientación filosófica, tocóle defender la última brecha. No
se le puede juzgar ahora con abstracción de su momento,
ni aplicarle el criterio de una nueva actitud espiritual. Desde
el nacimiento de Alberdi hasta la muerte de Ingenieros ha
transcurrido un siglo, en el cual el sentir de nuestro pueblo
ha encontrado de continuo su expresión adecuada, sin simu­
lar preocupaciones ajenas a nuestra índole nacional, pero con
264
la unidad intrínseca del pensamiento propio. De este proceso
no se ha de borrar la obra de Ingenieros como que no se han
de extinguir tampoco los múltiples impulsos de su fecunda
labor.
Al declinar el siglo pasado, se inicia en Europa un cambio
que, para nosotros, se refleja primero en el movimiento litera­
rio. Las múltiples y opuestas escuelas finiseculares nos anun­
cian una revolución estética, violenta y abigarrada, al pare­
cer inconexa dentro de sus propias tendencias. Es fácil com­
probar su repudio de los viejos moldes, no tan sencillo des­
cubrir su unidad esencial, tanto más cuanto la capacidad
creadora no siempre concuerda con la exhuberancia de los
programas y la acritud de la controversia. La sublevación
lírica halló entre nosotros ambiente propicio y representantes
destacados.
Pocos sospecharon que este aspecto literario y artístico sólo
podía ser parte de una intensa emoción espiritual, que por
fuerza había de tener su repercusión correlativa en el dominio
de los conceptos filosóficos. La trasmutación no podía limi­
tarse a los valores estéticos.
Lentamente, con demoras, reticencias y malentendidos, la
noticia de una nueva orientación intelectual también llega
hasta nuestros oídos. Con sorpresa y curiosidad nos enteramos;
el positivismo se había extinguido, sus herederos, el pragma­
tismo y el cientificismo, se aprestaban a seguirle; un nuevo
ritmo en la evolución filosófica volvía a plantear problemas
olvidados. Así supimos de Renouvier, de Boutroux, de Berg-
son, de Croce, de multitud de nombres vagos y crespusculares.
Estas novedades no penetraron fácilmente en nuestro medio.
Hallaron una atmósfera densa, una decidida resistencia a
abandonar los viejos hábitos mentales. Así mismo hallaron
265
la convicción muy difundida de que cierta degeneración ma­
terialista de la vida nacional, el imperio exclusivo de las fina­
lidades económicas, el descuido de las normas éticas, recla­
maban el correctivo de una cultura más elevada y espiritual.
Las peripecias de este conflicto ideológico ocuparán la histo­
ria intelectual de este primer cuarto de siglo. Alguna vez se
le ha de contemplar en la debida proyección; por ahora esta
reseña la escribe un testigo que no aspira al premio de la im­
parcialidad.
La presencia de Ortega y Gasset en el año 1916 fué para
nuestra cultura filosófica un acontecimiento. Autodidactos
y diletantes tuvimos la ocasión de escuchar la palabra de un
maestro; algunos despertaron de su letargo dogmático y
muchos advirtieron por primera vez la existencia de una filo­
sofía menos pedestre. De entonces acá creció el amor al estu­
dio y aflojó el imperio de las doctrinas positivistas.
No nos trajo Ortega y Gasset un sistema cerrado. Enseñó
a poner los problemas en un plano superior, nos inició en las
tendencias incipientes, dejó entrever la posibilidad de defi­
niciones futuras, nos incitó a extremar el esfuerzo propio. Mu­
cho le debo personalmente, pero creo poder emplear el plural
y decir: mucho le debemos todos. De ahí arranca su justo
prestigio en nuestra tierra. Tras una breve estada le vimos
partir con pena, pero convencidos que no tardaría en darnos
un concepto propio de la filosofía contemporánea. Esta es­
peranza no se ha confirmado: en vez de filosofía nos ha dado
literatura. También sabemos apreciarla: admiramos el arte
de deslizarse de continuo sin afirmarse nunca, con un donaire
desconsolador. Habríamos preferido una vigorosa visión sin­
tética, cimentada en tres o cuatro ideas directoras. Quizás
a España no le hagan falta; a nosotros sí. Pero el Perspectivis-
266
mo parece ser el arte del análisis sutil, juego o deporte tanto
más ingenioso cuanto más menudo es el tema. Y no carece
de su teoría, adecuada naturalmente al caso: ¡la delectación
morosa en el problema como tal! ¿Es acaso un rasgo ibérico
tener problemas y no hallarles solución? Alguna vez, cuando
estas disquisiciones ponen su nota delicada en el copioso
fárrago de nuestros «grandes rotativos», hemos pensado —
discúlpese la herejía —: ojala el autor no escribiera tan bien!
Periodista — y eximio — es también Eugenio D’Ors. Vino
el año 20 con intensiones socráticas a ejercer entre nosotros el
arte de la mayéutica. Si poco sacó a luz, no se ha de atribuir
a torpeza del operador; faltaba la gravidez. Hubiéramos desea­
do saber algo preciso sobre la racionalidad clásica y anti­
romántica localizada en el Mediterráneo y muy especialmente
en la tierra donde se dispone del «sen». El afán de las conclu­
siones concretas, tangibles y vertebradas, es señal, sin duda,
de una cultura poco refinada. Pero así es la nuestra.
Sobre esta materia recibí una contestación muy espiritual.
A alguna insinuación mía, el señor D’Ors esquivó la respuesta;
luego, después de algunos circunloquios, halló ocasión de
referirme la siguiente anécdota, la anécdota que debe elevarse
a concepto: Erase un joven parisiense agotado por la vida
absorbente de la capital. Tras largas vacilaciones cobra un
día las energías necesarias para trasladarse por orden de sus
médicos a Vichy. Dispuesto a cumplir con el régimen prescrip-
to, sentóse a la mesa y pidió una botella de agua lustral. Y
aquí lo imprevisto: el mozo le pregunta si prefiere la surgente
de L’Hópital o de Celestins. Abrumado ante el dilema, el
paciente junta las manos, invierte los ojos y con el acento de
la más profunda congoja murmura: Ah mon dieu, ilfaut choisir\
El señor D’Ors tuvo el buen gusto de no agregar la moraleja.
267
A mi vez me abstuve de comentar el lisonjero símil con este
modernísimo asno de Buridán, neurasténico y abúlico.
Convengamos, sin embargo, en que la saeta estaba bien
clavada. ¿No es ridicula esta ansiedad que experimentamos
con frecuencia los argentinos, de encasillarnos, de subordinar
nuestro pensar al pensamiento extraño, de averiguar desespe­
rados cuál es el último alarido de los poetas y de los filósofos?
Hasta nuestros intelectuales, en lugar de ejercer su misión di­
rectora, prefieren ser pregoneros de la última novedad.
Un día nos anuncian a Spengler, como si tuviera alguna ati­
nencia con los destinos de un pueblo nuevo, este agorero fata­
lista del ocaso que con intuición profética penetra los secretos
del hado y prevé el retorno cíclico de grotescos sincronismos.
Ni su propio pueblo agobiado por la derrota, ni el resto del
mundo civilizado, han tomado en serio las fantasías de este
juglar. Aquí había de dejarnos absortos. Es que a nuestros
sociólogos positivistas les vino bien; ya bastante agotados,
pasaron con garbo del supuesto determinismo científico al
determinismo místico. En fin, ya transcurrió.
Otro caso es Freud. Nadie ha de negar el valor de sus
investigaciones de psicólogo y de psiquiatra, pero hay quien
supone que ha descubierto la importancia del problema
sexual. Antes de Freud no la hemos sospechado; después de
Freud sabemos que toda la humanidad padece de una obse­
sión subconsciente que la obliga a ver en el más inocente
adminículo un trasunto del falo.
Ya Platón habló de la bestia que se agita en nosotros,
Pascal lo repitió, Darwin volvió a insistir en ello; también el
psicoanálisis arrima al caso algunos datos. ¿Se desprende de
ahí que se debe alimentar a la bestezuela? Sin duda es una
crueldad ética pedir más bien que se la estrangule. «Sed com-
268
pasivos con el animal», sobre todo si lo lleváis en las entrañas.
El éxito del freudismo se explica. No tanto que ante jóvenes
alumnos y alumnas se le exponga como espécimen de la filo­
sofía contemporánea. También esta ráfaga ha de pasar.
El contraste inevitable ya asoma en nuestro horizonte.
El nombre del señor conde de Keyserling empieza a divulgarse;
del oriente vendrá el remedio de nuestros males; la cultura
materialista hallará su panacea en la arcaica sabiduría que
aniquiló en la inercia y la impotencia, las energías de media
humanidad para ser explotada por la otra. No ha de faltar
a este nuevo evangelio su auge momentáneo. Mucho depende
de lo que disponga la«Calpe»,reemplazante entre nosotros de
«Alean». Al azar de sus publicaciones nos informamos. Por
otra parte ya una avanzada teosófica ha preparado el terreno.
Tan luego nuestros positivistas más genuinos se han sen­
tido atraídos por la penumbra esotérica, donde se diseña un
vago espectro ultramundano. No se niega impunemente la
angustia metafísica y el anhelo místico del alma humana; por
fin se satisface por caminos extraviados.
El viaje al oriente es de provecho a condición de retornar.
La comparación entre la alta cultura del oriente y la de
occidente aclara las respectivas posiciones, nos revela las de­
ficiencias de la nuestra y también su superioridad. En el can­
je iríamos a pura pérdida. Pertenecemos al mundo de la afir­
mación y de la acción; el quietismo negativo es una posición
reñida con nuestra manera de ser y para el pueblo americano
la más absurda de todas. El opio al natural es menos peli­
groso. Felizmente la seducción del Nirvana se cultiva en ce­
náculos estrechos y para los más es un episodio pasajero;
apenas desgarrado el velo de Maya se apresuran a zurcirlo.
Podría continuar todavía la enumeración de estos engendros
269
efímeros que, a semejanza de las otras modas, se acogen con
fervor y se abandonan con displicencia. No vale la pena de
insistir. Sirvan los ejemplos citados para prevenirnos contra
esta actitud subalterna de antípodas embobados. Más inte­
resante sería examinar la infiltración de ideas por obra de
publicistas que, con pertenecer a la literatura, rozan de con­
tinuo temas filosóficos. Así Maeterlinck, Unamuno, Romain
Rolland, Bernard Shaw, Valery, y tantos otros. En nuestro
ambiente ejercen una acción más inmediata que los filósofos
de escuela, mucho menos leídos; el oficio y la prudencia me
aconsejan sin embargo referirme únicamente a estos.
Ante todo mencionemos el desarrollo de la renovada epis­
temología que con profundo sentido crítico, sin atribuirle
bancarrota alguna, ha trasmutado la valoración de la verdad
científica. Los nombres de Meyerson y de Poincaré nos son
más familiares; muchos otros han colaborado en la misma
tarea y nos han emancipado del cientificismo dogmático cuan­
do no ingenuo. Así se ha fijado el valor relativo de los esque­
mas científicos, del carácter cuantitativo de la ley y al des­
lindar el dominio legítimo de las ciencias exactas y naturales,
se ha substraído a su sistematización aritmética la autonomía
de la personalidad humana. El determinismo mecánico del
devenir queda reducido a una interpretación pragmática que
no excluye el anhelo de libertad, resorte íntimo de la cultura
humana.
En este sentido es decisiva la influencia de Bergson, la au­
toridad más alta que ha logrado invadir nuestro ambiente.
Le favorece el idioma en que escribe y nuestra simpatía in­
telectual; su jerarquía empero no depende de estas circuns­
tancias accidentales. Le perjudica en nuestro concepto no
haber desarrollado más que la parte teórica de su filosofía y no
270
habernos dado aún la ética, el eslabón que la vincularía a los
problemas prácticos de nuestra preferencia. Asimismo estu­
diamos con creciente interés su obra y nos habituamos a
respirar un poco en las alturas.
Ignoro hasta qué punto hemos de aceptar esta doctrina
sin reparos, pues no me atrevo a generalizar mi impresión
personal. Es de admirar en Bergson la superación de rancias
posiciones ya agotadas por una controversia secular; la sa­
gacidad de su penetrante examen de conciencia que de psico­
lógico se eleva a teoría propia del conocimiento, la seguridad
de sus conclusiones que le llevan a la afirmación conjunta de
la necesidad y de la libertad, sin incurrir en antinomia alguna.
Es discutible la falta de delimitación entre el conocimiento
real y la visión metafísica, la tentativa de calificar la intuición
mística como una capacidad cognoscitiva y la interpretación
cartesiana de la actividad espiritual. Discutible también es la
eficacia de difusos argumentos biológicos, resabio naturalista
de todo punto superfluo, destinado a mal acoplar la ciencia
y la filosofía. No obstante, de ninguna obra contemporánea
fluye mayor enseñanza y siempre seremos dueños de aguar
con un poco de prosa la efervescencia retórica del autor. La
evolución creadora del ímpetu vital la seguiremos con prefe­
rencia, no tanto en su proyección absoluta, cuanto al través
de su manifestación concreta en la historia de la especie. Es
la de Bergson filosofía de la acción y encierra una fuerte ten­
dencia pragmática.
Benedetto Croce nos interesa ante todo por su arrasadora
polémica contra el positivismo, el racionalismo y las formas
espúreas de la filosofía cientificista. Su construcción dialéc­
tica de la autoevolución del concepto universal-concreto,
coincidencia metafísica de los opuestos, unidad absoluta e
271
inmanente del eterno devenir, si acaso no nos convence, pone
en nuestro ánimo una visión amplia del proceso universal,
sub specie aeternitatis. Absorbidos por intereses más inmedia­
tos, en general no sentimos tanto la armonía como la discor­
dancia de los mundos. En el binomio universal-concreto nos
interesa más el segundo término.
A la par de la intelectualidad vigorosa de Croce, Gentile
no pasa de ser un excelente profesor de filosofía, magister
en su cátedra, maleable y dúctil ante todas las contingencias
de la vida académica, política y económica. No se puede pon­
tificar sin autoridad moral.
Por lo demás, si pedimos a Italia una enseñanza, nos
dirigimos a la patria del Renacimiento, que nos enseña, la
primera, el culto de la personalidad rebelde a la sumisión
rebañega.
Desde que Spencer ocupa la categoría de un valor histórico,
la filosofía inglesa pasa inadvertida en nuestro medio. La obra
epistemológica de Lord Haldane es poco conocida; la obra de
logistas como Russell nos resulta excesivamente abstracta.
Por tradición, la filosofía inglesa no se forja en la cátedra
y no por eso es diletantismo.
Algún momento nos preocupó el Pragmatismo, nacido en
Norte América, pobre tentativa filosófica que James, tan
meritorio por otros motivos, debióse haber ahorrado. El
Pragmatismo — es decir el concepto de la inteligencia como
instrumento de la acción—es un integrante valioso de la filoso­
fía actual; convertido en sistematización del utilitarismo y del
teologismo americanos es una simpleza. Lo más importante
que nos ha llegado de los Estados Unidos son las palabras
de Dewey al clausurar el reciente Congreso de Filosofía de
Boston. Después de lamentar la falta de una filosofía norte-
272
americana recomendó a sus connacionales la necesidad de
dedicarse a estudios más intensivos.
La patria de Emerson y de Royce ha de encontrar el ca­
mino de las cumbres. Por ahora es una necedad ir a buscar
allí una inspiración filosófica. Los elementos útiles de aquella
civilización, cuya grandeza sería ridículo desconocer, Sarmien­
to nos los impuso. Con eso basta.
De Alemania sabemos que allí nació Kant, personaje cons­
picuo en la filosofía contemporánea. Le ofrecemos de consi­
guiente a priori el homenaje de nuestro respeto, sin necesidad
de conocer su obra. Le suponemos autor de una nebulosa
metafísica e ignoramos que demolió toda metafísica racional.
Ignoramos que toda la filosofía alemana del siglo XIX fué
una sublevación contra Kant; primero de los románticos,
luego de los positivistas, de los llamados neokantianos des­
pués. Ignoramos que la filosofía novísima en Alemania es la
última arremetida contra el gran pensador. Ignoramos que,
a pesar de todo, está en pie.
Del movimiento actual pocos ecos llegan hasta nosotros.
En la exuberante producción libresca no alcanzamos a distin­
guir una tendencia dominante, ni una personalidad genial.
Solamente a mi amigo Francisco Romero le creo capaz de des­
envolverse con holgura en este laberinto.
Dilthey, para mí la personalidad más atrayente, es todavía
un ilustre desconocido. Un poco sabemos de Rickert; sus tra­
bajos sobre los límites del conocimiento científico y su dis­
tinción entre las ciencias naturales y culturales, son de la
mayor importancia. Por desdicha su teoría sobre los valores
acaba por perderse en la procelosa metafísica del objeto
irreal. A Husserl, Ortega y Gasset le ha llamado « el mayor
filósofo viviente »; esto anuncia quizás una próxima traduc­
273
ción de las Investigaciones lógicas. Al lector ansioso sólo puedo
anticiparle que las he leído; me acuso y me arrepiento de ello;
la incomprensión sin duda está de mi parte. Interesa en Hus-
serl cierta afinidad entre su teoría y las corrientes estéticas
del expresionismo. Max Scheler es « la mente más amplia y
más fértil de la hora actual ». Ya poseemos algunos de sus
trabajos vertidos al español.
En todo este movimiento filosófico se trata de una reacción
de la Alemania católica contra el exclusivo predominio de la
cultura protestante. Se inicia con Bolzano y Brentano, con­
tinúa con Meinong, se afirma con Husserl y llega a su apogeo
con Scheler, convertido recientemente al catolicismo. Filosofía
de la cátedra, técnica y erudita, de sutileza escolástica, ha
creado la teoría del objeto irreal, la de los valores absolutos,
ha intentado la construcción de un nuevo método lógico,
apela en ocasiones a una socorrida intuición más o menos
mística o intelectual, pretende llegar al conocimiento de la
quididad esencial y manifiesta un profundo interés por el pro­
blema religioso. No sabemos hasta qué punto la Iglesia
acompaña con su simpatía este movimiento, no siempre muy
ortodoxo. Scheler, por ejemplo, repudia a Kant, pero tam­
bién a Tomás de Aquino; a su juicio debiéramos volver a
San Agustín, ciertamente padre de la Iglesia, padre también
de todas las herejías.
Por ser estas doctrinas las más novedosas, las más aparta­
das de la tradición, despiertan con preferencia nuestra curio­
sidad. Sería, sin embargo, un error considerarlas como la
corriente directora del pensamiento contemporáneo en Ale­
mania. Su importancia es más bien académica. Si intentára­
mos la síntesis de las fuerzas vivas que mueven a aquel com­
plejo organismo en plena renovación llegaríamos a otras con-
274
(ilusiones. Entre tanto, quien quiera aproximarse a la alta cul­
tura germánica, hoy como ayer, se dirigirá a Kant y a Goethe
y no a estos desabridos frutos de la cátedra. El último filósofo
alemán es Nietzsche; su acción postuma, que es la eficaz,
ahora se inicia. El dió a la filosofía su orientación axiológica.
Volvamos a la situación casera. Entre nosotros, en el trans­
curso de los últimos veinte años, si ha sobrevenido la deca­
dencia evidente de las doctrinas positivistas, no han sido
reemplazadas por una orientación de igual arraigo. Se advierte
el desconcierto de los períodos de transición. De manera
apreciable ha crecido, sin embargo, el interés por los estudios
filosóficos, aunque no siempre se nutre en las primeras fuentes.
No estamos ya como a fines del siglo pasado, cuando en 1896
se logró fundar en la Universidad de Buenos Aires la Facultad
de Filosofía y Letras, la mejor obra de la generación del
ochenta. Esta creación provocó un estallido de protestas y de
burlas, testimonios de la más lamentable incomprensión.
Apenas nacida, se la quiso suprimir y fué menester apelar
a los más altos padrinazgos para salvarla. Fué necesario com­
pensarla con una Facultad de Agronomía y Veterinaria y
así, al fin, se le ha perdonado su existencia. Alguna ojeriza
subsiste asimismo; coinciden en ella la extrema izquierda y
la extrema derecha. ¡Todavía se escucha de vez en cuando
alguna palabra airada contra estos estudios inútiles! La nota
más jocosa empero la ha dado un grupo de acaudalados veci­
nos, muy ofendidos porque la Facultad pretende levantar su
edificio propio en un barrio aristocrático. Si mencionamos
esta vergüenza, agreguemos para atenuarla que la protesta
se perdió en el vacío.
En el año 1909 se fundó la Sociedad de psicología por un
núcleo distinguido de nuestros universitarios. Fué la última
275
afirmación consciente del pensamiento cientificista; con rela­
ción a la situación europea ya era una actitud retardada.
El discurso inaugural de su primer presidente, modelo de
mesura y de circunspección, todavía contempla la psicología
como la disciplina central de la cual dependen las otras ra­
mas de la filosofía, inclusive la metafísica, cuyo derecho a la
existencia no se niega pero se subordina al método exacto e
infalible de las ciencias naturales, fuera de las cuales no cabe
salvación alguna. La Sociedad alcanzó a publicar tres tomos
de sus anales, con trabajos interesantes sobre temas espe­
ciales; ninguno de ellos encara el problema fundamental de
la posición filosófica. Pero la fe empezaba a flaquear; desva­
necida la ilusión de la primera hora no cabía disimular el
fracaso no tanto de la psicología experimental misma, como
de sus pretensiones. Horacio Piñero, después de consagrarle
todos los entusiasmos de su generoso espíritu, murió decepcio­
nado. Los sucesores fueron meros epígonos de una causa
perdida.
Para la posteridad el año del centenario de nuestra indepen­
dencia ha de marcar la iniciación de un nuevo período en la
vida nacional. En torno del vuelco político se aglomera una
serie de hechos al parecer heterogéneos. Más adelante, cuando
sea posible una visión de conjunto, se han de unificar como la
expresión de una honda conmoción, reflejo en parte de la
crisis mundial, producto por otra del alma nativa. Quienes
como espectadores o actores han debido vivir las gestaciones
de los nuevos tiempos difícilmente podrán distinguir en este
proceso lo aparente de lo fundamental, lo efímero de lo
persistente, el mito de la verdad. Percibimos, eso sí, una es­
tridente discrepancia entre «los postulados» y los hechos,
entre la talla de los histriones y el drama que traginan. La
276
misma sonrisa escéptica nos merecen las plañideras añoranzas
de los caídos y la suficiencia plebeya de los advenedizos. Muy
por encima de la acción individual sentimos, casi palpamos,
el empuje de corrientes colectivas que nos envuelven, nos arre­
batan a veces en sus torbellinos, sin conmover la afirmación
optimista del porvenir. Semejante estado de ánimo afecta en
primer lugar la sensibilidad de la nueva generación. Se siente
llamada pero no acierta con su vocación. En los días de la
Reforma universitaria, que surgió espontánea el año 18 en
Córdoba y de improviso se extendió a todas nuestras univer­
sidades, pudo suponérsele a la juventud una comunión espi­
ritual capaz de vincularla en una obra orgánica. En realidad
dispersó sus inquietas energías en tendencias divergentes, se
disgregó en círculos, careció unas veces de mesura, le sobró en
ocasiones el instinto del provecho y siempre pospuso la tarea
del día a finalidades remotas. La exégesis ideológica de la
Reforma se ha hecho hasta rayar en el exceso; pero las ideas
sólo son fecundas al servicio de la voluntad. Sólo la voluntad
define las soluciones y fija los valores, no la dialéctica inago­
table del debate. La voluntad fué deficiente. Pero en el fondo
de este movimiento hervía un anhelo ideal de renovación, des­
tinado a retoñar más depurado y más consciente, pese al
empaque de la petulancia académica.
De este movido cuadro me toca destacar un modesto episo­
dio filosófico. En 1917 se reunió un grupo de jóvenes para
fundar el Colegio novecen tista, de vida breve y azarosa. Sus
componentes concordaban en un principio negativo: combatir
al Positivismo. Por lo demás no sabían con qué substituirlo,
víctimas de la más sabrosa anarquía. Empezaron por estudiar
a Platón y acabaron por arrojarse los mamotretos a la cabeza,
sin mayor eficacia penetrante. En el reducido seno de la con­
277
gregación se reflejaba la desorientación general de la juventud.
Asimismo, cuánto en aquel momento anunciaron como nove­
dad revolucionaria, y con escándalo de las personas mayores,
hoy es una trivialidad. Les cupo un triunfo póstumo, pues sin
sospecharlo fueron la avanzada aventurera de un ejército en
marcha. No obstante la exaltación agresiva de la hora, en su
manifiesto inaugural hallaron para la ansiada renovación
filosófica una fórmula que, después de los años transcurridos,
los hechos confirman como la única viable. Dij eron: «Del Po­
sitivismo nacidos y en él criados, los hombres de este siglo
advierten que no podrían borrar de su tradición cultural, sin
descalabro, la huella impresa en ella por la ideología que fué
característica de la época precedente. Cualquiera que sea su
juicio sobre el Positivismo es ante todo reconocimiento de un
fenómeno dado, irremediable en el desarrollo de la cultura.
Afectos, sin embargo, a nuevas maneras de pensamiento y con
nuevos matices de sensibilidad, reputan insuficiente la expli­
cación positivista y aspiran a columbrar horizonte mental
más amplio que sea a un tiempo mismo, crítica y superación».
Dada la inexperiencia de los autores esto es casi un exceso de
sensatez.
El fracaso de esta y de otras tentativas tiene su razón de
ser. La filosofía abstracta sólo nos inspira un mediano interés;
con el mayor calor en cambio discutimos sus consecuencias
sociales, pedagógicas, económicas o políticas. No concebimos
a la filosofía sino como solución de las cuestiones que por
el momento nos apasionan, si bien lentamente aprendemos a
buscarla en un plano más alto. Mientras estuvimos de acuerdo
sobre nuestros problemas tuvimos una ideología nacional.
Llegado empero, como había de llegar, el momento de la
revisión de los valores históricos, conmovidas las viejas bases,
278
planteados nuevos problemas en un ambiente nuevo, las di­
sidencias habían de estallar, exacerbadas por la intromisión
de factores accidentales y extraños. Sentimos trabada en
torno de nosotros — en torno del alma argentina — la con­
tienda de fuerzas adversas entre sí, afanadas por imponernos
su dominio. Y ahí divagamos, como un personaje de Piran-
dello, en busca de la personalidad propia. En busca de nuestra
filosofía en este caso, como si la pudiéramos adquirir por
compra o préstamo y la pudiéramos estrenar de improviso
sin ajustarla a nuestra medida. El empeño es vano; el esfuerzo
propio, que ha de ser una evolución, no puede ahorrarse. Ten­
gamos ante todo una voluntad nacional, luego hallaremos
fácilmente las ideas que las expresan. Así Alberdi halló la
solución para su momento histórico y para tres generaciones
sucesivas. Hagamos otro tanto.
Espero no dar lugar a ningún mal entendido; nadie me ha
de suponer un autóctono atormentado por atavismos preco­
lombinos. La amplitud de espíritu nos distingue como ar­
gentinos; ni en sueños pensamos abandonar nuestro orbe
cultural. Ningún problema humano puede sernos indiferente.
Que no sea, sin embargo, con abstracción de los nuestros.
Estamos en una encrucijada; retroceder no podemos. La
concepción determinista y pseudo-científica que convierte al
universo en un mecanismo, no concibe sino una moral utili­
taria, confunde la cultura con la técnica y equipara el proceso
histórico al proceso natural, todo eso es siglo XIX. No pode­
mos aceptar una filosofía que anonada la personalidad huma­
na, reduce su dignidad a un fenómeno biológico, le niega el
derecho de forjar sus valores y sus ideales y le prohíbe tras­
cender con el pensamiento el límite de la existencia empírica.
Eso sí, persistimos en el culto de la Ciencia y mantendremos,
279
aunque encuadrado en más justos conceptos económicos, el
impulso dinámico de nuestro desarrollo material. Y, puesto
que argentino y libre son sinónimos, elevaremos la triple
invocación de nuestro himno al concepto de la Libertad
creadora.

280
NUEVAS BASES

ESDE Caseros en adelante la vida argentina ha estado


D supeditada a una ideología bien definida, de índole posi­
tivista, de orientación pragmática. Su síntesis más acabada
fueron las Bases de Alberdi.
No fué pequeña gloria haber enunciado en los albores de un
gran período histórico las ideas directoras que habían de in­
formarlo. Tres generaciones pasaron sin discutirlas ni ampliar­
las. Los compañeros de la proscripción las aceptaron como la
expresión concordante de sus anhelos. La generación de Case­
ros, que pasa por haber sido talentosa, si bien nunca tuvo
un concepto original, las profesó en teoría y pervirtió en la prác­
tica. La generación del ochenta, familiarizada con los gran­
des sistemas de la filosofía positivista, no vió en éstos sino la
confirmación del pensamiento alberdiano y desconoció la ne­
cesidad de superarlo.
Ningún pensador argentino ha ejercido semejante dominio
espiritual, ni se ha impuesto con mayor intuición profética.
Su doctrina, novedosa al aparecer, a poco andar volvióse
trivial; difundida en el ambiente y asimilada en lugares co­
munes se incorporó al haber intelectual de las masas. Todavía
la repiten quienes jamas hojearon las Bases, desde los hombres
de gobierno hasta los declamadores de bocacalle. La palabra
981
de Alberdi persiste; su fuerza no tiende a extinguirse. Después
de llenar con eficacia su cometido histórico aun le sobrevive.
Antes de Marx, Alberdi concibió los principios fundamen­
tales del materialismo histórico. El proceso evolutivo de la
cultura humana se le apareció condicionado por el conflicto
de intereses económicos. Tras el aparato espectacular de las
luchas políticas y militares, entrevió la acción larvada de los
factores positivos y reales. No era empero su misión cons­
truir un sistema filosófico o político abstracto. El tenía por
delante una tarea concreta: la constitución orgánica del
país.
La solución de este problema implicaba, sin embargo, la
posesión de ideas generales, de una tácita concepción filosó­
fica que no podía faltar a quien había nutrido su espíritu en
las cumbres del pensamiento humano. Los antecedentes de
la posición alberdiana son fáciles de señalar: son las doctri­
nas del utilitarismo inglés, recogidas en sus fuentes o al través
de sus expositores franceses. Ellas persistieron a pesar del
romanticismo contemporáneo, cuya influencia efímera en la
Asociación de Mayo no logró conmover el arraigo de ideas
ya divulgadas en la época rivadaviana.
Pero a ello se agrega el juicio propio formado ante el cua­
dro de la vida nacional, la apreciación de sus factores históri­
cos y la visión de sus destinos futuros. De la realidad inme­
diata que interesa a su inteligencia y mueve su sentimiento,
Alberdi abstrae con criterio positivista las conclusiones de su
filosofía política. Su pensamiento amplio se amolda a las
exigencias de la situación casera. Así forja la doctrina argen­
tina por excelencia. Su originalidad no se amengua porque
corrientes universales vinieran luego a apoyarla. Treinta años
transcurrieron antes de que en alguna de nuestras cátedras
282
universitarias se pronunciara el nombre de Comte o de
Spencer; Alberdi se había anticipado.
Muchas veces se ha señalado como una deficiencia carac­
terística de nuestra vida política la ausencia de partidos
orgánicos, con programas definidos o de tendencias opuestas.
No era posible crearlos porque las Bases han sido nuestro
credo común. Ningún argentino se ha atrevido a discutirlas;
no por respeto al autor, sino porque el autor había interpre­
tado en realidad el pensamiento de su pueblo. Ni la extrema
derecha apegada a la tradición católica, ni la extrema iz­
quierda con su liberalismo agresivo, ni los partidarios de la
autonomía provincial o de la concentración nacional, ni pro­
teccionistas ni librecambistas han podido torcerlo.
Las Bases para la república posible — positivas, utilitarias
y oportunistas — no habrían de alterarse. Tuvo Alberdi la
plena conciencia de su obra: «Hay siempre una hora dada en
que la palabra humana se hace carne. Cuando ha sonado esa
hora, el que propone la palabra, orador o escritor, hace la ley.
La ley no es suya en ese caso; es la obra de las cosas. Pero
esa es la ley durable, porque es la ley verdadera.»
Nuestras luchas internas, con los rasgos típicos de la politi­
quería criolla, han debido reducirse a grescas entre oligarquías
rivales. Nunca un gobierno ha negado los principios teóricos
de la oposición; nunca ésta, dueña del poder, ha hecho otra
cosa que sus antecesores. Divergencias ideales no nos han
separado; Alberdi ha pensado por todos nosotros.
Entretanto el proceso económico previsto se ha realizado y
continúa. El aluvión humano, que con lentitud geológica se
estratifica sobre nuestra tierra, por mucho tiempo ha de obe­
decer ante todo al imperio del interés material. Los de casa,
como los que desde afuera se nos agregan, perseguimos el
283
mismo propósito. Sería una actitud no tan sólo estéril, sino
absurda, desconocer la aspiración al bienestar como el móvil
íntimo de toda evolución ulterior. Y aunque no admitamos al
factor económico como el único, ni siquiera como el esencial,
en la conciencia de las masas el problema de la libertad eco­
nómica ha de ser por fuerza el primario y su solución la de­
manda más perentoria.
Toda orientación filosófica que prescinda de esta realidad
o la desconozca, que pretenda arrastrarnos a la región nebu­
losa de la especulación abstracta, no podrá arraigar en el sen­
timiento nacional. El Positivismo argentino no es la simple
asimilación de teorías exóticas, sino una expresión congruente
de nuestra actitud mental.
Ya en 1842 así lo pensaba Alberdi: «Nuestra filosofía,
pues, ha de salir de nuestras necesidades. De aquí es que la
filosofía americana debe ser esencialmente política y social
en su objeto, ardiente y profética en sus instintos, sintética
y orgánica en sus métodos, positiva y realista en sus procede­
res, republicana en su espíritu y destinos.
«Hemos nombrado la filosofía americana y es preciso que
hagamos ver que ella puede existir. Una filosofía completa
es la que resuelve los problemas que interesan a la humanidad.
Una filosofía contemporánea es la que resuelve los problemas
que interesan por el momento. Americana será la que resuel­
va el problema de los destinos americanos.
«Nos importa, ante todo, darnos cuenta de las primeras
consideraciones necesarias a la formación de una filosofía
nacional. La filosofía se localiza por sus aplicaciones especia­
les a las necesidades propias de cada país y de cada momento.
La filosofía se localiza por el carácter instantáneo y local de
los problemas que importan especialmente a una nación, a
«S4
los cuales presta la forma de sus conclusiones. Nuestra filo­
sofía será, pues, una serie de soluciones dadas a los problemas
que interesan a los destinos nacionales. Por sus miras será la
expresión inteligente de las necesidades más vitales y más altas
de estos países».
El programa alberdiano postula como fin el desarrollo eco­
nómico y como medio la asimilación de la cultura europea;
su faz negativa es el repudio de la tradición hispanocolonial
y de los valores étnicos del ambiente criollo.
Pero bien cabe preguntar si a setenta y tantos años de dis­
tancia el problema económico argentino no ha experimentado
alguna modificación. ¿Acaso aún subsisten los mismos carác-
teres que contempló Alberdi? Para él lo fundamental era crear
la riqueza; hoy quizás convenga pensar también en su distri­
bución equitativa. Los abalorios del liberalismo burgués se
han vuelto algo mohosos y algunos principios jurídicos — po­
siblemente el de la propiedad — han experimentado cierta
evolución. ¿Seguiremos creyendo que la ley de la oferta y de
la demanda rige todavía, como a una mercancía cualquiera,
al trabajo humano?
Cabe preguntar también si nos hemos de limitar a reprodu­
cir una copia simiesca de la civilización europea. ¿Todavía
no estamos saturados? ¿No conviene reflexionar si la europei­
zación de las catorce tribus ha llegado a un punto en que es
lícito reclamar los fueros de la personalidad propia y dejar
de ser receptores pasivos de influencias extrañas?. «De la
Babel, del caos saldrá algún día brillante y nítida la nacio­
nalidad sud-americana.» Así pronosticaba Alberdi; ¿no tene­
mos ya bastante caos?
Aun cabe una interrogación más incisiva. Abandonemos
los detalles a la exégesis de los constitucionalistas. ¿Pero
285
pueden aún mantenerse las bases ideológicas de las Bases,
y no digamos frente al cataclismo de la cultura occidental,
sino ante el propio proceso histórico que inspiraron?
No todos los frutos de la época alberdiana son halagadores.
Recordemos la formación de un proletariado, anacrónico en
un país de recursos inagotados; pensemos en la perversión
del sentimiento nacional, en amable consorcio, por el histrio-
nismo patriotero y el cosmopolitismo trashumante. No en­
tendemos decir nada novedoso. Desde las más autorizadas tri­
bunas se han señalado con frecuencia y con elocuencia los
males evidentes del predominio exclusivo de los intereses eco­
nómicos: No se nos ocultan sus consecuencias más graves,
la crisis del carácter y el culto del éxito.
En la colación de grados de la Facultad de Derecho del
año 99, Juan Agustín García, después de recomendar el re­
torno a los estudios clásicos — el latín, el griego, la literatura,
la filosofía — e insistir en la aplicación de los métodos cien­
tíficos al estudio preferente de la vida argentina, dice: «si al
pensar en el porvenir de la República Argentina la imaginara
como una colosal estancia, cruzada de ferrocarriles y canales,
llena de talleres, con populosas ciudades, abundante en ri­
quezas de todo género, pero sin un sabio, un artista y un filó­
sofo, preferiría pertenecer al más miserable rincón de la tierra
donde todavía vibrara el sentimiento de lo bello, de lo verda­
dero y de lo bueno.» Ni en el estrado ni en el aula le com­
prendieron. Y el mismo García, positivista a medias y fer­
voroso alberdiano, no alcanzaba a ver que la realización de
sus nobles propósitos requería un vuelco despiadado de la
ideología imperante.
De entonces acá la sensación del malestar espiritual ha
crecido, pero sin definirse en la conciencia nacional. Habitua-
H86
dos a importar nuestras ideas, exploramos el horizonte desde
Moscú a Madrid y no atinamos a quien encomendar nuestra
cura mental. Descubrimos que el caso nuestro no es singular.
La desorientación ideológica del presente es un fenómeno uni­
versal; participamos de ella como integrantes del orbe ideal
al cual pertenecemos. El desenlace futuro de la crisis europea
también para nosotros ha de ser decisivo. ¿Hemos de esperar
por eso con los brazos cruzados que en las calles de París o de
Londres se decida la suerte del pueblo argentino? No fué esa
la actitud de Alberdi. Pero en lugar de seguir el ejemplo del
gran pensador, de concentrarnos y afrontar con ánimo resuel­
to el problema nuestro, reflejamos como un microcosmos has­
ta los matices del descalabro universal. Sin perjuicio de refe­
rirnos todavía a Spencer, citamos a Tolstoy o a Nietzsche,
estamos un día con Bergson y otro con Le Dantec, si es que no
tomamos en serio las payasadas de Spengler.
Las distintas sistematizaciones del Positivismo se hallan
exhaustas; han dejado de ser una fuerza viva. La concepción
mecanicista, legítima en el orden objetivo de los hechos, fra­
casa en la esfera de los valores subjetivos que no pueden
reducirse a fórmulas matemáticas. El Yo humano no es una
cantidad tan despreciable como se lo imaginaron los funda­
dores de la psicología y de la sociología deterministas. Ante la
más simple hipótesis metaempírica, destinada a coordinar los
datos de la experiencia, claudica la negación de la metafísica;
ante el acto de arrojo, de abnegación heroica que registramos
todos los días, fenece la negación de la personalidad autónoma.
Para disimular esta bancarrota se nos exalta la misión
pragmática de la vida; de la conciencia humana se hace una
función biológica, del proceso cósmico se excluye toda fina­
lidad y todo móvil ético es puramente utilitario. El más alto
287
ideal de nuestros pedagogos es adiestrar a la juventud para
el strugglefor Uve, para la acción que sea de provecho. En vez
de enaltecer los valores que la especie ha creado en su aza­
rosa peregrinación, se le habla de intensificar la vida. La vida
es lo que tenemos de común con el molusco y con el reptil.
Todos los orígenes son pecaminosos; convengamos en des­
cender del mono pero no persistamos en serlo. Es menester
intensificar al hombre, no al residuo ancestral que lo envilece.
Pero, lo dijo con genial previsión Augusto Comte, nada
está destruido mientras no se reemplace. Lo vetusto subsiste
por la ley de la inercia si un impulso poderoso no lo derrumba.
Impulsos no faltan, pero sí el decisivo, el soberano, capaz de
barrer con los escombros. Abundan las tentativas; el pén­
dulo oscila entre la actitud escéptica que acoge toda afirma­
ción con su mueca despectiva y las aberraciones del misti­
cismo sectario, no siempre sinceras. En el terreno político,
social y filosófico lucha un pasado que no acierta a morir, con
fuerzas incipientes que no logran cuajar.
Aunque pocos, ya a fines del siglo pasado hubo entre nos­
otros quienes tuvieron la sensación del desgaste de la ideolo­
gía consagrada y presintieron la necesidad de renovarla. In­
genieros en primer lugar luchó por elevar el concepto positi­
vista, más con el vigor de su talento que con el flojo sucedá­
neo del dogmatismo cientificista, que al fin no pasa de ser un
Positivismo con ribetes.
Ricardo Rojas lanzó el gran pensamiento de la Restaura­
ción nacionalista, no como un retorno al pasado, ni como un
culto postizo de los próceres, sino como una palingenesia de
energías ingénitas e históricas, latentes en las entrañas de
nuestro pueblo.
La obra más orgánica y coherente se la debemos a la per-
288
tinacia tesonera del doctor Justo. El Partido Socialista re­
presenta de hecho la fuerza renovadora más disciplinada.
Aparte de su influencia política ha ejercido una intensa influen­
cia educadora. No nos perturbe la aparente estrechez de su
base teórica. El socialismo, en realidad, se ha dado cuenta de
que el problema social, más que económico, es un problema
ético. Públicamente no puede confesarlo, porque este pensa­
miento no es de Marx, sino de Le Play, de Schmoller y de
León XIII. Los dirigentes saben empero que sus propósitos
no pueden realizarse sin la condición previa de una elevación
intelectual y moral de las masas. De no ser así, como suele
acontecer, la iglesia triunfante olvidaría pronto las virtudes
pregonadas por la iglesia militante.
Ninguna de estas iniciativas se ha impuesto hasta la fecha
como una solución nacional, aunque en su oportunidad han de
concurrir a realizarla. Por ahora no hay nada más; solamente
un valor sintomático se ha de conceder al desquicio evidente
de todas nuestra oligarquías políticas, labradas por tendencias
disolventes, ineptas para la obra constructiva.
Nuestro sentido crítico se ha aguzado, nuestras exigencias
han crecido, pero una atomización progresiva nos desvincula
en grupos minúsculos y nos incapacita para la acción colec­
tiva. Pronto mereceremos el apostrofe shakespearano: You,
fragmensl
El gesto del dulcamara que ofrece su panacea sería ridículo.
La vida de la nación se ha vuelto demasiado compleja; no es
probable que la gran mayoría de los argentinos volvamos a
coincidir en una concepción ideológica común. Es más pro­
bable que divergencias fundamentales nos han de separar.
El mal no sería grave si logramos trazar con precisión los
deslindes para luchar por ideas definidas si bien antagónicas.
989
Algo se atenuaría la mezquindad de la lucha. Sobre todo la
voluntad colectiva, más consciente de sus propósitos, no que­
daría tan abandonada al impulso instintivo de fuerzas anó­
nimas y dispersas.
Pero en materia de ideas la generación que podemos llamar
académica se empeña en mantener los conceptos de su mo­
cedad, sin advertir cuán rancios se han vuelto. A su juicio
las cosas están como estaban; en treinta años no ha ocu­
rrido nada. Su incomprensión se complace en repetir las
viejas frases o se disimula tras necias extorsiones del
idioma.
La juventud coincide en una actitud negativa; siente el
tedio de la senda trillada pero se disgrega por pequeños sen­
deros extraviados. Hablamos de continuo de la nueva gene­
ración, en ella ponemos nuestra fe, sin saber a ciencia cierta
hacia donde se encamina. Reacia, como todo nuestro medio,
a pensar ideas generales, tan solo trasparenta en sus ensayos
literarios y artísticos una angustiosa inquietud espiritual, una
emoción lírica que se disipa en actitudes individuales y a
menudo termina en un pragmatismo precoz. Despectiva e
irrespetuosa para con los valores del pasado no acierta a
crear los suyos. Su actividad y su interés se agotan en la for­
mación y disolución de pequeñas capillitas, consagradas ge­
neralmente a ritos extraños.
Andamos en busca de un contenido ideal para nuestra vida.
Pero colocada la cuestión en este plano poco interés despierta;
padecemos de aversión a los temas abstractos. Sin embargo,
en nuevas ideas se ha de expresar el sentido histórico de los
nuevos tiempos, en ideas por cierto que arraiguen y sean via­
bles en el ambiente de nuestra tierra, que encuadren las as­
piraciones íntimas del alma colectiva. Toca a una minoría
290
encarar el gran asunto que no es tan abstracto, como podría
suponerse.
Si los viejos valores subsisten o simplemente deben sub­
sistir no habría caso; conformémonos con reafirmarlos. Pero
si, como creemos, la trasmutación de los valores es un hecho,
el cambio de la orientación filosófica se impone. Y esta orien­
tación no nos la puede dar la filosofía de la cátedra como hoy
se desenvuelve en los centros de la cultura europea. Nosotros—
como bien dijo Alberdi — necesitamos una filosofía estrecha­
mente vinculada a las necesidades vivas de nuestro des­
envolvimiento; a nuestros problemas sociales, políticos y pe­
dagógicos. La especulación pura no puede apasionarnos. El
retorno a concepciones pretéritas es imposible; las controver­
sias escolásticas entre el realismo y el idealismo nos han de
ser tan indiferentes como la cuadratura del círculo. Sutilezas
metafísicas o místicas, especializadas en tal o cual sentido,
sólo han de interesar a círculos muy reducidos. Esto no quiere
decir que hemos de descuidar nuestra cultura filosófica o que
no hemos de seguir con atención al pensamiento europeo en sus
múltiples y contradictorias manifestaciones, pero al solo
objeto de disponer de la totalidad de las nociones que pueden
concurrir a resolver los problemas nacionales.
En realidad se nos ofrece este dilema: No podemos conti­
nuar con el Positivismo, agotado e insuficiente, y tampoco
podemos abandonarlo. Es preciso, pues, incorporarlo como
un elemento subordinado a una concepción superior que per­
mita afirmar, a la vez, el determinismo del proceso cósmico
como lo estatuye la ciencia y la autonomía de la personalidad
humana como lo exige la ética. Porque importa ante todo
emancipar al hombre de su servidumbre y devolverle su
jerarquía como creador de la cultura, destinada a actualizar
291
su libertad intrínseca: es propio del hombre poner en la vida
un valor más alto que el económico.
Planteado el problema en términos argentinos, significa
poner en tela de juicio las Bases, nuestro dogma nacional.
¿Con Alberdi o contra Alberdi? Lo uno y lo otro, por más
paradójico que parezca. Solamente dentro de un proceso evo­
lutivo que fusione el pasado irreversible con las exigencias im­
perativas del presente hallaremos la solución nacional. He­
mos de reafirmar el concepto alberdiano en cuanto conserva
de impulso vital y no es poco; hemos de adaptarlo a un ambien­
te modificado, acentuar o agregar aspectos que para el autor
fueron secundarios o utópicos.
Ninguna ideología argentina puede olvidar el factor eco­
nómico, el resorte pragmático de la existencia. Pero el pro­
greso material puede dignificarse con el concepto ético de la
justicia social. Luego la evolución económica no ha de ser
por fuerza la finalidad: debemos concebirla como un medio
para realizar una cultura nacional. Esto no lo habría negado
el mismo Alberdi, pero a su juicio la cultura era la identifica­
ción con la destreza técnica. A esta hora ya podemos imagi­
narla como manifestación de la propia capacidad creadora
en las ciencias, las artes y las letras; como la afirmación es­
pontánea del pensamiento argentino.
Justicia social-cultura nacional: no es cuestión de incorpo­
rar dos frases más al verbalismo corriente. Ya hace rato que
las escuchamos con excesiva frecuencia; ya son lugares comu­
nes. Nos falta la actitud espiritual que las convierta en ener­
gías siquiera incipientes; semejante empeño no puede con-
ciliarse con la vieja ideología. Para alojarlas como ideas di­
rectoras en la conciencia nacional es menester renovar los
conceptos básicos, es decir, las Bases de Alberdi.
292
Lo dijo el maestro: <La edad de oro de la República Ar­
gentina, no está en el pasado sino en el futuro.» Lo dijo para
su época y para todas las subsiguientes. La edad de oro es
un ideal; de continuo rige el proceso dinámico que sin reposo
nos impele hacia más altos destinos, si es que nos mueve la
voluntad de alcanzarlos.

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