Perdon y Conversion
Perdon y Conversion
Perdon y Conversion
EL PECADO (introducción)
I. La misericordia y el pecado
Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti”. La acogida de su misericordia
exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos
pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros
pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda
injusticia” (1 Jn 1,8-9).
Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, [...] sobreabundó la gracia” (Rm
5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir
nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro
Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla,
Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:
Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o
según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los
mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se
refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales
y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La
raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la
enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas,
asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo
que hace impuro al hombre” (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad,
principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.
El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción
grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su
bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita
una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se
realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación:
«Cuando [...] la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la
que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa
para ser mortal [...] sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc.,
o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc [...] En cambio,
cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un
desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo,
como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales»
Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo
que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno
conocimiento y deliberado consentimiento”.
“Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres pero la blasfemia contra el
Espíritu Santo no será perdonada” (Mc 3, 29; cf Mt 12, 32; Lc 12, 10). No hay
límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la
misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados
y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento
puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.
El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de
actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y
corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a
reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.
Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también
pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha
distinguido Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son
la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.
Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar
entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan
situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las “estructuras
de pecado” son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus
víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un “pecado
social”
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MOTIVACION
"Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de
Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se
reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a
conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones".
"Han sido lavados han sido santificados, han sido justificados en el nombre del
Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse
cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la
iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe
en aquel que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice
también: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está
en nosotros" (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras
ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios
concederá a nuestros pecados.
"santos e inmaculados ante Él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo,
es "santa e inmaculada ante Él" (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la
iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana,
ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece
en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida
cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de la
conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de
llamarnos.
Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del
Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed
en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se
dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el
Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en
la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la
salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de
Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes
de la práctica penitencial de la Iglesia. Estos tiempos son particularmente
apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las
peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el
ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y
misioneras).
El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo
tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la
vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y
realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación.
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Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de
sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra" (Mc
2,10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48).
Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres
(cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.
Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra,
fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al
precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al
ministerio apostólico, que está encargado del "ministerio de la reconciliación" (2 Co
5,18). El apóstol es enviado "en nombre de Cristo", y "es Dios mismo" quien, a
través de él, exhorta y suplica: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20).
Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el
efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en
la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso
excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los
pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa
de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15) y el retorno al seno
del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).
Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión,
será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en
vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la
Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.
la Iglesia presentan este sacramento como "la segunda tabla (de salvación)
después del naufragio que es la pérdida de la gracia"
A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este
poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la
reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente
graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio),
estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían
hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de
recibir la reconciliación. A este "orden de los penitentes" (que sólo concernía a
ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una
sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la
tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica "privada"
de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de
penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza
desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta
nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el
camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola
celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados
veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica
hasta nuestros días.
"La penitencia mueve al pecador a soportarlo todo con el ánimo bien dispuesto; en
su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera
satisfacción" (Catecismo Romano 2,5,21; cf Concilio de Trento: DS 1673) .
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La contrición
Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es "un dolor del
alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar"
(Concilio de Trento: DS 1676).
Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama
"contrición perfecta"(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas
veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme
resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión
La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del
sacramento de la Penitencia: "En la confesión, los penitentes deben enumerar
todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado
seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos
solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt
5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más
peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos"
«Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que
recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina
para su perdón todos los pecados que han cometido. "Quienes actúan de otro modo
y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad
divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el
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Según el mandamiento de la Iglesia "todo fiel llegado a la edad del uso de razón
debe confesar, al menos una vez la año, fielmente sus pecados graves". "Quien
tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no comulgue el Cuerpo del
Señor sin acudir antes a la confesión sacramental a no ser que concurra un motivo
grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está
obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de
confesarse cuanto antes". Los niños deben acceder al sacramento de la Penitencia
antes de recibir por primera vez la Sagrada Comunión
Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo,
se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los
pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas
inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando
se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del
Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6,36):
«Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios
reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y pecador son
dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes,
pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios
salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de
Dios Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas
obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. Practicas la verdad y vienes a la
luz»
La satisfacción
Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo
(por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido
calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el
pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el
prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que
el pecado causa. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena
salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe
"satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción se llama
también "penitencia".
La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del
penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la
gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración,
en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias,
sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar.
Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Único, expió nuestros
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pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser
coherederos de Cristo resucitado, "ya que sufrimos con él"
Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible
por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada,
con la ayuda "del que nos fortalece, lo podemos todo" (Flp 4,13). Así el hombre no
tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda "nuestra gloria" está en Cristo [...]
en quien nosotros satisfacemos "dando frutos dignos de penitencia" (Lc 3,8) que
reciben su fuerza de Él, por Él son ofrecidos al Padre y gracias a Él son aceptados
por el Padre.
El perdón de los pecados reconcilia con Dios y también con la Iglesia. El obispo,
cabeza visible de la Iglesia particular, es considerado, por tanto, con justo título,
desde los tiempos antiguos, como el que tiene principalmente el poder y el
ministerio de la reconciliación: es el moderador de la disciplina penitencial (LG 26).
Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en la medida en que han recibido la
tarea de administrarlo, sea de su obispo (o de un superior religioso) sea del Papa, a
través del derecho de la Iglesia
«Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por
así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el
penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su
propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los
hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la
Iglesia, se reconcilia con toda la creación» (Juan Pablo II, Exhort. Apost.
Reconciliatio et paenitentita, 31).
X. Las indulgencias
"La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya
perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas
condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de
la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de
Cristo y de los santos"
"La indulgencia es parcial o plenaria según libere de la pena temporal debida por
los pecados en parte o totalmente" (Indulgentiarum doctrina, normas 2). "Todo fiel
puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las
indulgencias tanto parciales como plenarias" (CIC can 994).
Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia es preciso recordar que el
pecado tiene una doble consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión
con Dios y por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama la
"pena eterna" del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña
apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea
después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera
de lo que se llama la "pena temporal" del pecado. Estas dos penas no deben ser
concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios desde el exterior,
sino como algo que brota de la naturaleza misma del pecado. Una conversión que
procede de una ferviente caridad puede llegar a la total purificación del pecador, de
modo que no subsistiría ninguna pena
En la comunión de los santos, por consiguiente, "existe entre los fieles, tanto entre
quienes ya son bienaventurados como entre los que expían en el purgatorio o los
que peregrinan todavía en la tierra, un constante vínculo de amor y un abundante
intercambio de todos los bienes". En este intercambio admirable, la santidad de uno
aprovecha a los otros, más allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los
demás. Así, el recurso a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar
antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado.
Las indulgencias se obtienen por la Iglesia que, en virtud del poder de atar y
desatar que le fue concedido por Cristo Jesús, interviene en favor de un cristiano y
le abre el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos para obtener del Padre de
la misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus pecados. Por
eso la Iglesia no quiere solamente acudir en ayuda de este cristiano, sino también
impulsarlo a hacer a obras de piedad, de penitencia y de caridad
Puesto que los fieles difuntos en vía de purificación son también miembros de la
misma comunión de los santos, podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo
para ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las penas temporales
debidas por sus pecados.
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Resumen
A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores
consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero.
El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al
sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se
acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesaria, de suyo,
la confesión de las faltas veniales está recomendada vivamente por la Iglesia.
Mediante las indulgencias, los fieles pueden alcanzar para sí mismos y también
para las almas del Purgatorio la remisión de las penas temporales, consecuencia de
los pecados.