Perdon y Conversion

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EL PECADO (introducción)

I. La misericordia y el pecado

El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los


pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús,
porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la
Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la
alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26,
28).

Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti”. La acogida de su misericordia
exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos
pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros
pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda
injusticia” (1 Jn 1,8-9).

Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, [...] sobreabundó la gracia” (Rm
5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir
nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro
Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla,
Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la


propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu
de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo
comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así,
pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble
dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención.
El Espíritu de la verdad es el Paráclito».

II. Definición de pecado

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al


amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso
a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad
humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley
eterna”
El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad
que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene
y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia,
una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo
conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta
el desprecio de Dios”. Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es
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diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2,


6-9).

Es precisamente en la Pasión, en la que la misericordia de Cristo vencería, donde


el pecado manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y
burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los
soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de
los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este
mundo (cf Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente
de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

III. La diversidad de pecados

La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a


los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: “Las obras de la carne
son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios,
discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces,
orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que
quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (5,19-21; cf Rm 1, 28-32;
1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).

Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o
según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los
mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se
refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales
y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La
raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la
enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas,
asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo
que hace impuro al hombre” (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad,
principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.

IV. La gravedad del pecado: pecado mortal y venial

“Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado


mortal y venial, perceptible ya en la Escritura (cf 1Jn 5, 16-17) se ha impuesto en la
tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.”

El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción
grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su
bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.

El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere.


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El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita
una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se
realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación:

«Cuando [...] la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la
que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa
para ser mortal [...] sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc.,
o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc [...] En cambio,
cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un
desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo,
como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales»

Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo
que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno
conocimiento y deliberado consentimiento”.

La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de


Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes
testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La
gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un
robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida
contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño.

El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el


conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios.
Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una
elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3,
5-6; Lc 16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del pecado.

La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una


falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están
inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las
pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo
mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más
grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.

El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es


también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia
santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el
arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la
muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer
elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un
acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la
justicia y a la misericordia de Dios.
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Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida


prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave,
pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.

El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes


creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del
bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que
permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado
mortal. No obstante, el pecado venial no rompe la Alianza con Dios. Es
humanamente reparable con la gracia de Dios. “No priva de la gracia santificante,
de la amistad con Dios, de la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna”

«El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al


menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los
consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los
cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua
llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra
esperanza? Ante todo, la confesión...»

“Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres pero la blasfemia contra el
Espíritu Santo no será perdonada” (Mc 3, 29; cf Mt 12, 32; Lc 12, 10). No hay
límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la
misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados
y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento
puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.

V. La proliferación del pecado

El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de
actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y
corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a
reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.

Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o también
pueden ser referidos a los pecados capitales que la experiencia cristiana ha
distinguido Son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son
la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.

La tradición catequética recuerda también que existen “pecados que claman al


cielo”. Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas
(cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el
lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para
con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4).

El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los


pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:
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— participando directa y voluntariamente;


— ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
— no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo;
— protegiendo a los que hacen el mal.

Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar
entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan
situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las “estructuras
de pecado” son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus
víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un “pecado
social”
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CONVERSION Segunda parte


EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN

MOTIVACION
"Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de
Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se
reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a
conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones".

I. El nombre de este sacramento

Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la


llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del
que el hombre se había alejado por el pecado.

Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y


eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano
pecador.

Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación,


la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este
sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una "confesión",
reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el
hombre pecador.

Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del


sacerdote, Dios concede al penitente "el perdón
Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de
Dios que reconcilia: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20). El que vive del amor
misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: "Ve primero
a reconciliarte con tu hermano" (Mt 5,24).

II. Por qué un sacramento de la Reconciliación después del Bautismo

"Han sido lavados han sido santificados, han sido justificados en el nombre del
Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse
cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la
iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe
en aquel que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice
también: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está
en nosotros" (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras
ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios
concederá a nuestros pecados.

La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu


Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho
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"santos e inmaculados ante Él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo,
es "santa e inmaculada ante Él" (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la
iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana,
ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece
en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida
cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de la
conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de
llamarnos.

III. La conversión de los bautizados

Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del
Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed
en la Buena Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se
dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el
Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en
la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la
salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los


cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia
que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo
tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación". Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el
movimiento del "corazón contrito" (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn
6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero
(cf 1 Jn 4,10).

De ello da testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su


Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del
arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de
su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una
dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia:
"¡Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).

IV. La penitencia interior

Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no


mira, en primer lugar, a las obras exteriores "el saco y la ceniza", los ayunos y las
mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las
obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la
conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos
visibles, gestos y obras de penitencia
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La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una


conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una
aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido.
Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la
esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta
conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los
Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis
(arrepentimiento del corazón)

El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un


corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la
gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y
nos convertiremos" (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de
nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece
ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el
pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que
nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).

«Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es


a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha
conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente
Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).

Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo referente al


pecado" (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha
enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn
15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la
conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48).

V. Diversas formas de penitencia en la vida cristiana

La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La


Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la
limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí
mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación
radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el
perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo,
las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20),
la intercesión de los santos y la práctica de la caridad "que cubre multitud de
pecados" (1 P 4,8).

La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de


reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia
y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas
ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de
conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el
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padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir


a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y


su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo
que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de
la vida de Cristo; "es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos
preserva de pecados mortales" (Concilio de Trento: DS 1638).

La lectura de la sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre


Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de
conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de
Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes
de la práctica penitencial de la Iglesia. Estos tiempos son particularmente
apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las
peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el
ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y
misioneras).

El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por


Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el padre
misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono
de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber
dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar
cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los
cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de
declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del
padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de
conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta
vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a
Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que
conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su
misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

VI. El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación

El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo
tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la
vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y
realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación.
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Sólo Dios perdona el pecado

Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de
sí mismo: "El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra" (Mc
2,10) y ejerce ese poder divino: "Tus pecados están perdonados" (Mc 2,5; Lc 7,48).
Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres
(cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra,
fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al
precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al
ministerio apostólico, que está encargado del "ministerio de la reconciliación" (2 Co
5,18). El apóstol es enviado "en nombre de Cristo", y "es Dios mismo" quien, a
través de él, exhorta y suplica: "Dejaos reconciliar con Dios" (2 Co 5,20).

Reconciliación con la Iglesia

Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el
efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en
la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso
excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los
pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa
de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15) y el retorno al seno
del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).

Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el


Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta
dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras
solemnes de Cristo a Simón Pedro: "A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y
lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra
quedará desatado en los cielos" (Mt 16,19). "Consta que también el colegio de los
Apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf
Mt 18,18; 28,16-20)" LG 22).

Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión,
será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en
vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la
Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

El sacramento del perdón

Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros


pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan
caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la
comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva
posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de
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la Iglesia presentan este sacramento como "la segunda tabla (de salvación)
después del naufragio que es la pérdida de la gracia"
A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este
poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la
reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente
graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio),
estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían
hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de
recibir la reconciliación. A este "orden de los penitentes" (que sólo concernía a
ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una
sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la
tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica "privada"
de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de
penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza
desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta
nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el
camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola
celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados
veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica
hasta nuestros días.

A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han


experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura
fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los
actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la
contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción
de Dios por el ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la
Iglesia, en nombre de Jesucristo, concede el perdón de los pecados, determina la
modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él.
Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.

La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa el elemento esencial de


este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la
reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a
través de la oración y el ministerio de la Iglesia:

«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la


resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados,
te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de
tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
VII. Los actos del penitente

"La penitencia mueve al pecador a soportarlo todo con el ánimo bien dispuesto; en
su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera
satisfacción" (Catecismo Romano 2,5,21; cf Concilio de Trento: DS 1673) .
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La contrición

Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es "un dolor del
alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar"
(Concilio de Trento: DS 1676).

Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama
"contrición perfecta"(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas
veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme
resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión

La contrición llamada "imperfecta" (o "atrición") es también un don de Dios, un


impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del
temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el
pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución
interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin
embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados
graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia

Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de


conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a
este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los
evangelios y de las Cartas de los Apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas
apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6).

La confesión de los pecados

La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista


simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por
la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume
su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia
con el fin de hacer posible un nuevo futuro.

La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del
sacramento de la Penitencia: "En la confesión, los penitentes deben enumerar
todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado
seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos
solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt
5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más
peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos"

«Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que
recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina
para su perdón todos los pecados que han cometido. "Quienes actúan de otro modo
y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad
divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el
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enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que


ignora.

Según el mandamiento de la Iglesia "todo fiel llegado a la edad del uso de razón
debe confesar, al menos una vez la año, fielmente sus pecados graves". "Quien
tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no comulgue el Cuerpo del
Señor sin acudir antes a la confesión sacramental a no ser que concurra un motivo
grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está
obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de
confesarse cuanto antes". Los niños deben acceder al sacramento de la Penitencia
antes de recibir por primera vez la Sagrada Comunión

Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo,
se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los
pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas
inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando
se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del
Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6,36):

«Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios
reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y pecador son
dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes,
pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios
salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de
Dios Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas
obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. Practicas la verdad y vienes a la
luz»

La satisfacción

Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo
(por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido
calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el
pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el
prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que
el pecado causa. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena
salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe
"satisfacer" de manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción se llama
también "penitencia".

La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del
penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la
gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración,
en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias,
sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar.
Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Único, expió nuestros
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pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser
coherederos de Cristo resucitado, "ya que sufrimos con él"

Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible
por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada,
con la ayuda "del que nos fortalece, lo podemos todo" (Flp 4,13). Así el hombre no
tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda "nuestra gloria" está en Cristo [...]
en quien nosotros satisfacemos "dando frutos dignos de penitencia" (Lc 3,8) que
reciben su fuerza de Él, por Él son ofrecidos al Padre y gracias a Él son aceptados
por el Padre.

VIII. El ministro de este sacramento

Puesto que Cristo confió a sus Apóstoles el ministerio de la reconciliación (cf Jn


20,23; 2 Co 5,18), los obispos, sus sucesores, y los presbíteros, colaboradores de
los obispos, continúan ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y los
presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos
los pecados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

El perdón de los pecados reconcilia con Dios y también con la Iglesia. El obispo,
cabeza visible de la Iglesia particular, es considerado, por tanto, con justo título,
desde los tiempos antiguos, como el que tiene principalmente el poder y el
ministerio de la reconciliación: es el moderador de la disciplina penitencial (LG 26).
Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en la medida en que han recibido la
tarea de administrarlo, sea de su obispo (o de un superior religioso) sea del Papa, a
través del derecho de la Iglesia

«Ciertos pecados particularmente graves están sancionados con la excomunión, la


pena eclesiástica más severa, que impide la recepción de los sacramentos y el
ejercicio de ciertos actos eclesiásticos, y cuya absolución, por consiguiente, sólo
puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia, por el Papa, por el obispo del
lugar, o por sacerdotes autorizados por ellos. En caso de peligro de muerte, todo
sacerdote, aun el que carece de la facultad de oír confesiones, puede absolver de
cualquier pecado y de toda excomunión»

Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento de la Penitencia


y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada vez que los
cristianos lo pidan de manera razonable (cf CIC can. 986; CCEO, can 735; PO 13).

Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del


Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las
heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez
que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso.
En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso
de Dios con el pecador.
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El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este


sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo. Debe tener un
conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas
humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al
magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia su curación y su
plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él confiándolo a la misericordia del
Señor.

Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las


personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado
a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han
confesado, bajo penas muy severas. Tampoco puede hacer uso de los
conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto,
que no admite excepción, se llama "sigilo sacramental", porque lo que el penitente
ha manifestado al sacerdote queda "sellado" por el sacramento.
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IX. Los efectos de este sacramento

"Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y


nos une con Él con profunda amistad" (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el
efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben
el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición
religiosa, "tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que
acompaña un profundo consuelo espiritual" (Concilio de Trento: DS 1674). En
efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera
"resurrección espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de
los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).

Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o


rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura.
En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial,
tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el
pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la
comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes
espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en
situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):

«Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por
así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el
penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su
propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los
hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la
Iglesia, se reconcilia con toda la creación» (Juan Pablo II, Exhort. Apost.
Reconciliatio et paenitentita, 31).

En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios,


anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena.
Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la
muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el
pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a
Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida "y no incurre
en juicio" (Jn 5,24).
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X. Las indulgencias

La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están estrechamente


ligadas a los efectos del sacramento de la Penitencia.

Qué son las indulgencias

"La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya
perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas
condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de
la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de
Cristo y de los santos"

"La indulgencia es parcial o plenaria según libere de la pena temporal debida por
los pecados en parte o totalmente" (Indulgentiarum doctrina, normas 2). "Todo fiel
puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las
indulgencias tanto parciales como plenarias" (CIC can 994).

Las penas del pecado

Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia es preciso recordar que el
pecado tiene una doble consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión
con Dios y por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama la
"pena eterna" del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña
apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea
después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera
de lo que se llama la "pena temporal" del pecado. Estas dos penas no deben ser
concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios desde el exterior,
sino como algo que brota de la naturaleza misma del pecado. Una conversión que
procede de una ferviente caridad puede llegar a la total purificación del pecador, de
modo que no subsistiría ninguna pena

El perdón del pecado y la restauración de la comunión con Dios entrañan la


remisión de las penas eternas del pecado. Pero las penas temporales del pecado
permanecen. El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente los
sufrimientos y las pruebas de toda clase y, llegado el día, enfrentándose
serenamente con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales
del pecado; debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia y de caridad,
como mediante la oración y las distintas prácticas de penitencia, a despojarse
completamente del "hombre viejo" y a revestirse del "hombre nuevo" (cf. Ef 4,24).
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En la comunión de los santos

El cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con ayuda de la


gracia de Dios no se encuentra solo. "La vida de cada uno de los hijos de Dios está
ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la vida de todos los
otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo,
como en una persona mística"

En la comunión de los santos, por consiguiente, "existe entre los fieles, tanto entre
quienes ya son bienaventurados como entre los que expían en el purgatorio o los
que peregrinan todavía en la tierra, un constante vínculo de amor y un abundante
intercambio de todos los bienes". En este intercambio admirable, la santidad de uno
aprovecha a los otros, más allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los
demás. Así, el recurso a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar
antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado.

Estos bienes espirituales de la comunión de los santos, los llamamos también el


tesoro de la Iglesia, "que no es suma de bienes, como lo son las riquezas
materiales acumuladas en el transcurso de los siglos, sino que es el valor infinito e
inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro
Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del pecado y llegase a la
comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor nuestro, se encuentran en
abundancia las satisfacciones y los méritos de su redención " (Indulgentiarum
doctrina, 5).

1477 "Pertenecen igualmente a este tesoro el precio verdaderamente inmenso,


inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y las buenas
obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos que se santificaron
por la gracia de Cristo, siguiendo sus pasos, y realizaron una obra agradable al
Padre, de manera que, trabajando en su propia salvación, cooperaron igualmente a
la salvación de sus hermanos en la unidad del Cuerpo místico" (

La indulgencia de Dios se obtiene por medio de la Iglesia

Las indulgencias se obtienen por la Iglesia que, en virtud del poder de atar y
desatar que le fue concedido por Cristo Jesús, interviene en favor de un cristiano y
le abre el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos para obtener del Padre de
la misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus pecados. Por
eso la Iglesia no quiere solamente acudir en ayuda de este cristiano, sino también
impulsarlo a hacer a obras de piedad, de penitencia y de caridad

Puesto que los fieles difuntos en vía de purificación son también miembros de la
misma comunión de los santos, podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo
para ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las penas temporales
debidas por sus pecados.
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XI. La celebración del sacramento de la Penitencia

Como todos los sacramentos, la Penitencia es una acción litúrgica. Ordinariamente


los elementos de su celebración son: saludo y bendición del sacerdote, lectura de la
Palabra de Dios para iluminar la conciencia y suscitar la contrición, y exhortación al
arrepentimiento; la confesión que reconoce los pecados y los manifiesta al
sacerdote; la imposición y la aceptación de la penitencia; la absolución del
sacerdote; alabanza de acción de gracias y despedida con la bendición del
sacerdote.

La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución, en forma


deprecativa, que expresan admirablemente el misterio del perdón: "Que el Dios que
por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro
cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas sobre sus
pies, y al publicano, y al pródigo, que este mismo Dios, por medio de mí, pecador,
os perdone en esta vida y en la otra y que os haga comparecer sin condenaros en
su temible tribunal. El que es bendito por los siglos de los siglos. Amén"

El sacramento de la Penitencia puede también celebrarse en el marco de una


celebración comunitaria, en la que los penitentes se preparan a la confesión y
juntos dan gracias por el perdón recibido. Así la confesión personal de los pecados
y la absolución individual están insertadas en una liturgia de la Palabra de Dios, con
lecturas y homilía, examen de conciencia dirigido en común, petición comunitaria
del perdón, rezo del Padre Nuestro y acción de gracias en común. Esta celebración
comunitaria expresa más claramente el carácter eclesial de la penitencia. En todo
caso, cualquiera que sea la manera de su celebración, el sacramento de la
Penitencia es siempre, por su naturaleza misma, una acción litúrgica, por tanto,
eclesial y pública.

En casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la


reconciliación con confesión general y absolución general. Semejante necesidad
grave puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el
sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada
penitente. La necesidad grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el
número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las
confesiones individuales en un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin
culpa suya, se verían privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de
la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la
absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados graves en su
debido tiempo (CIC can 962, §1). Al obispo diocesano corresponde juzgar si existen
las condiciones requeridas para la absolución general. Una gran concurrencia de
fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su
naturaleza ocasión de la referida necesidad grave.

"La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo


ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una
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imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión". Y esto se establece


así por razones profundas. Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige
personalmente a cada uno de los pecadores: "Hijo, tus pecados están perdonados"
(Mc 2,5); es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen
necesidad de él (cf Mc 2,17) para curarlos; los restaura y los devuelve a la
comunión fraterna. Por tanto, la confesión personal es la forma más significativa de
la reconciliación con Dios y con la Iglesia.

Resumen

En la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus Apóstoles y les dijo:


"Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).

El perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un


sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión, de la
penitencia o de la reconciliación.

Quien peca lesiona el honor de Dios y su amor, su propia dignidad de hombre


llamado a ser hijo de Dios y el bien espiritual de la Iglesia, de la que cada cristiano
debe ser una piedra viva.

A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores
consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero.

Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un


movimiento que nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la
salvación de los hombres. Es preciso pedir este don precioso para sí mismo y para
los demás.

El movimiento de retorno a Dios, llamado conversión y arrepentimiento, implica un


dolor y una aversión respecto a los pecados cometidos, y el propósito firme de no
volver a pecar. La conversión, por tanto, mira al pasado y al futuro; se nutre de la
esperanza en la misericordia divina.

El sacramento de la Penitencia está constituido por el conjunto de tres actos


realizados por el penitente, y por la absolución del sacerdote. Los actos del
penitente son: el arrepentimiento, la confesión o manifestación de los pecados al
sacerdote y el propósito de realizar la reparación y las obras de penitencia.

El arrepentimiento (llamado también contrición) debe estar inspirado en


motivaciones que brotan de la fe. Si el arrepentimiento es concebido por amor de
caridad hacia Dios, se le llama "perfecto"; si está fundado en otros motivos se le
llama "imperfecto".
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El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al
sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se
acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesaria, de suyo,
la confesión de las faltas veniales está recomendada vivamente por la Iglesia.

El confesor impone al penitente el cumplimiento de ciertos actos de "satisfacción" o


de "penitencia", para reparar el daño causado por el pecado y restablecer los
hábitos propios del discípulo de Cristo.

Sólo los sacerdotes que han recibido de la autoridad de la Iglesia la facultad de


absolver pueden ordinariamente perdonar los pecados en nombre de Cristo.

Los efectos espirituales del sacramento de la Penitencia son:

— la reconciliación con Dios por la que el penitente recupera la gracia;


— la reconciliación con la Iglesia;
— la remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales;
— la remisión, al menos en parte, de las penas temporales, consecuencia del
pecado;
— la paz y la serenidad de la conciencia, y el consuelo espiritual;
— el acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano.

La confesión individual e integra de los pecados graves seguida de la absolución es


el único medio ordinario para la reconciliación con Dios y con la Iglesia.

Mediante las indulgencias, los fieles pueden alcanzar para sí mismos y también
para las almas del Purgatorio la remisión de las penas temporales, consecuencia de
los pecados.

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