Reg. N° 26.2015

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Poder Judicial de la Nación

CÁMARA NACIONAL DE CASACIÓN EN LO CRIMINAL Y CORRECCIONAL - SALA 3


CCC 39823/2007/TO1/CNC1

Reg. nº 26/2015

///nos Aires, 20 de abril de 2015.


VISTOS:
El expediente CCC 39823/2007/TO1/1CNC1, a fin de decidir
sobre el recurso deducido contra la decisión de fs. 514/515.
Y CONSIDERANDO:
El Tribunal Oral en lo Criminal Nº 15, por mayoría, revocó la
suspensión del proceso a prueba que anteriormente había concedido a
Rodrigo Martín Álvarez. Para resolver en el sentido indicado, el
tribunal tomó nota de que el juzgado de ejecución penal había dado
por cumplidas las reglas de conducta impuestas al imputado al
concederle la suspensión el 1º de octubre de 2009, y de que éste había
sido condenado por el mismo tribunal, en una causa conexa, por
sentencia de 26 de noviembre de 2013, a la pena de seis meses de
prisión en suspenso y costas, por un delito cometido el 10 de enero de
2011, esto es, durante el período de supervisión de dos años fijado en
la primera decisión. Con cita del art. 76 ter del Código Penal, se
señaló que aunque la sentencia no estuviera firme, gozaba de
“presunción de certeza”, y que el delito cometido durante el tiempo de
la suspensión imponía su revocación.
Contra esa decisión, la Defensa Pública interpuso recurso de
casación, aduciendo errónea aplicación de la ley sustantiva –art. 76
bis del Código Penal­ e inobservancia de las normas procesales –
autonomía del Ministerio Púbico Fiscal­ (art. 456, incisos 1º y 2º del
Código Procesal Penal de la Nación). Con relación al primer agravio,
sostuvo que, para que opere como causa de revocación, la comisión
del delito al que hace referencia el art. 76 ter del Código Penal, se
requiere que medie sentencia condenatoria firme dentro del plazo de
la suspensión, lo que no ha ocurrido en el caso. Respecto del segundo,
argumentó que, conforme lo dictaminado por la fiscalía –que propició

Fecha de firma: 20/04/2015


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la extinción de la acción penal­, el Tribunal no se encontraba
habilitado para continuar la tramitación del caso, por lo que se afectó
el debido proceso, la defensa en juicio y la autonomía funcional del
Ministerio Público (arts. 5 y 65 del C.P.P.N.; 25, inciso c, y 37, inciso
a, de la ley Nº 24.946; y 18 y 120 de la Constitución Nacional y
doctrina “mutatis mutandi” de la C.S.J.N. en los fallos “Quiroga”,
“Tarifeño”, “Cattonar”, “García” y “Mostaccio”). Adujo, por fin,
violación al derecho del imputado a ser juzgado en un plazo de
razonable y formuló reserva del caso federal.
Radicadas las actuaciones ante esta Cámara, se llevó a cabo la
audiencia prevista en el art. 465 bis CPPN.
La Defensa Pública, manteniendo el recurso, hizo alusión a la
ausencia de jurisdicción del tribunal para resolver en sentido adverso
a lo dictaminado por la fiscalía, sosteniendo que, como ésta había
propiciado la extinción de la acción penal, no existía conflicto por
resolver; que por ello, se violaron las reglas del sistema acusatorio, y
los principios de imparcialidad del juzgador y de defensa en juicio,
invocando el precedente “Quiroga” de la C.S.J.N. En segundo
término, argumentó que el art. 76 ter del Código Penal debe
interpretase en el sentido de que se requiere una sentencia
condenatoria por la comisión de un delito durante ese plazo, y que la
sentencia sea dictada durante el plazo de supervisión, y señaló que en
este caso el pronunciamiento no ha alcanzado ese estado. A
continuación, argumentó sobre la afectación del derecho a ser juzgado
en un plazo razonable y recordó, con cita de los precedentes
“Olariaga” de la C.S.J.N. y “Canese vs. Paraguay” de la C.I.D.H., que
Rodrigo Martín Álvarez goza de presunción de inocencia en tanto una
sentencia firme establezca lo contrario.
Al cabo de la deliberación se arribó a un acuerdo, según el
siguiente orden de votación.
El juez Pablo Jantus dijo:

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CCC 39823/2007/TO1/CNC1

I. El recurso interpuesto resulta formalmente admisible, pues ha


sido deducido por parte legitimada, presentado en tiempo y forma y el
auto contra el que se dirige es susceptible de ocasionar un gravamen
de imposible reparación ulterior y, por tanto, resulta equiparable a
sentencia definitiva (arts. 434, 463 y 465 bis, del Código Procesal
Penal de la Nación). En torno a este último aspecto, se observa que la
decisión que deniega la posibilidad de aplicar en el caso el instituto
previsto en el art. 76 bis del C.P. o que lo revoca, priva al imputado,
de manera definitiva, de la posibilidad de evitar la realización del
juicio y extinguir la acción penal que esa disposición le otorga.
II. Debo comenzar por una determinación precisa del trámite
que ha tenido este proceso, puesto que resulta relevante a la hora de
resolver la cuestión traída a este tribunal.
El proceso se inició el 13 de julio de 2007, el 1º de agosto de
2008 se formuló acusación en los términos del art. 346 del C.P.P.N. y
radicadas las actuaciones en el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 15 se
otorgó, con fecha 1º de octubre de 2009, la suspensión del proceso por
el período de dos años. El 13 de julio de 2012 el Juzgado Nacional de
Ejecución Penal Nº 3 tuvo por cumplidas las reglas de conducta
impuestas (fs. 475), el 21 de noviembre de 2013 el fiscal de juicio
dictaminó que podía declararse la extinción de la acción penal,
valorando que la resolución del juzgado de ejecución no fue recurrida
por el fiscal ante esa sede y que el imputado no registraba condenas
(fs. 492). El 20 de octubre de 2014 se dictó la resolución en crisis (fs.
514), mediando veredicto condenatorio del 18 de noviembre de 2013
en una causa conexa, la Nº 3831, que estaba radicada ante el mismo
tribunal, cuyos fundamentos se emitieron el siguiente 26 de
noviembre (fs. 493); en ese expediente, se atribuía a Álvarez un
suceso del 10 de enero de 2011, es decir, cometido durante el período
de observación; esa condena fue confirmada por la Cámara Federal de
Casación Penal el 10 de febrero próximo pasado, aunque aún sería

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pasible de ser recurrida. La compulsa del legajo Nº 116.533 del
juzgado de ejecución mencionado, arroja que el fiscal consideró que
el imputado había dado cumplimiento a las obligaciones impuestas
(fs. 32).
III. a) Dos han sido, principalmente, los agravios perfectamente
expuestos por la Sra. Defensora Pública Oficial, Dra. Hegglin, durante
la audiencia. Mediante el primero, se cuestionó la decisión de la
mayoría del Tribunal Oral en lo Criminal n° 15, porque revocó la
suspensión del juicio a prueba de Álvarez, a pesar de que el fiscal
general había solicitado su sobreseimiento por haber satisfecho las
reglas de conducta que se le habían impuesto en la resolución por la
que se suspendió el proceso a prueba, haciendo notar la defensa que
ese criterio fue mantenido en la audiencia ante esta alzada por la fiscal
general que concurrió, doctora Palopoli. El segundo agravio de la
defensa estuvo vinculado con la falta de una sentencia de condena
firme, durante el período de observación, que permitiera sostener que
el imputado Álvarez no había cumplido con las obligaciones asumidas
por haber cometido un delito.
De la reseña que se efectuó más arriba surge claramente cómo
ha quedado planteada la primer cuestión: luego de que el juez de
ejecución tuvo por cumplidas las reglas de conducta, el Tribunal Oral
en lo Criminal n° 15 corrió vista al fiscal general, quien entendió –el
21 de noviembre de 2013– que se daban las condiciones previstas por
el art. 76 ter, cuarto párrafo, del Código Penal, y, por ende, opinó que
correspondía declarar extinguida la acción penal y sobreseer al
imputado; obviamente, ese criterio fue acompañado por la defensa de
Álvarez. Casi un año después, por mayoría, el órgano colegiado
decidió revocar la suspensión del juicio a prueba, por la comisión de
un nuevo delito durante el período de observación, sobre la base de
una sentencia de condena que ese mismo tribunal había emitido contra
Álvarez y que no se encontraba firme. Nada dijeron sobre el pedido de

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sobreseimiento formulado por el fiscal, pero explicaron que la defensa


no contaba con “una argumentación fáctica jurídica convincente y
cierta para resolver positivamente en tal sentido, ya que el Código
Penal hace referencia a la comisión de un delito nuevo, el cual en
estos actuados fue confirmado mediante sentencia condenatoria de
fecha 26 de noviembre de 2013; que aunque no se encuentre firme
cuenta con presunción de certeza.”. Y agregaron: “En tal sentido,
consideramos que el Estado ya ha resuelto la situación procesal de
Álvarez en esa causa, aunque tal decisión fuera recurrida y que, en
caso de ser revocada, habrá de revocarse también ésta por contrario
imperio, lo que en tal caso no generaría agravio alguno en el
imputado…”.
Más allá de que los argumentos utilizados para sostener que el
imputado había cometido un nuevo delito parecen contradictorios,
porque si la decisión recurrida podía ser revocada, no podía aseverarse
que el Estado había resuelto la situación de manera definitiva y
porque asimilaba la “presunción de certeza” (que carece de basamento
normativo) con la estabilidad de las decisiones firmes, lo cierto es que
en la resolución no se hizo ninguna valoración de la postulación
liberatoria del fiscal, ni se explicó por qué los jueces estaban
autorizados para revocar la suspensión del juicio a prueba, sin atender
al pedido de sobreseimiento formulado por el Representante del
Ministerio Público. Ello a pesar de que es muy claro que, por
aplicación del art. 120 de la Constitución Nacional y de los arts. 65 y
69 del Código Procesal Penal, él es el titular de la acción penal
pública y quien debe promover su ejercicio.
Con lo que nos encontramos con una situación en la que el
fiscal y la defensa están de acuerdo en que corresponde dictar un auto
de sobreseimiento y el impulso de la causa estaría dado por la
decisión de los jueces de seguir adelante con la acción penal.

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b) Enseña Ferrajoli que “la separación de juez y acusador es el
más importante de todos los elementos constitutivos del modelo
teórico acusatorio, como presupuesto estructural y lógico de todos los
demás. Comporta no sólo la diferenciación entre los sujetos que
desarrollan funciones de enjuiciamiento y los que tienen atribuidas las
de postulación –con la consiguiente calidad de espectadores pasivos y
desinteresados reservada a los primeros como consecuencia de la
prohibición ne procedat iudex ex officio –sino también, y sobre todo,
el papel de parte –en posición de paridad de la defensa– asignado al
órgano de la acusación, con la consiguiente falta de poder alguno
sobre la persona del imputado. La garantía de separación así
entendida, representa, por una parte una condición esencial de la
imparcialidad del juez respecto de la causa (...) por otra, un
presupuesto de la carga de la imputación y de la prueba, que pesan
sobre la acusación” (Derecho y Razón, Editorial Trotta, Madrid, 1998,
p. 567).
En palabras de José I. Cafferata Nores (Cuestiones actuales
sobre el proceso penal, Editores del Puerto, Bs. As., 1998, p. 15) el
proceso acusatorio es un método en el que se reflejan dos intereses
contrapuestos y la resolución sobre ellos: el interés del Estado en
punir la conducta delictiva que se atribuye a un ciudadano se enfrenta
con el interés de éste de no ser sometido a la pena. Por ello se dispone
que un tercero, ajeno a esos intereses, tanto porque no le son propios
(imputado) como porque no los debe representar (Fiscal) sea el
encargado de decidir cuál de los intereses enfrentados debe
prevalecer.
De lo expuesto, surge claramente que los principios
relacionados con el sistema acusatorio son, en primer término, la
atribución a personas distintas de las funciones persecutoria o
requirente (según la denominaba Vélez Mariconde) y de la decisoria.
Se garantiza, así, la existencia de un tercero imparcial que dirimirá el

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conflicto y otro que asume la representación del interés de la sociedad


en que se reprima la delincuencia (art. 274 del Código Penal). En este
sentido, Alberto Binder (Derecho Procesal Penal, tomo II, Ad­Hoc,
Buenos Aires, 2014, p. 463 y ss.) cuando procura distinguir entre las
funciones de los jueces y los fiscales refiere que los actos
estrictamente jurisdiccionales son los estrechamente vinculados a la
imparcialidad: “Es del concepto mismo de esa garantía de donde
surge una definición sustantiva de acto jurisdiccional, siempre
vinculado a la decisión de una controversia, de un conflicto, en tanto
se ha formalizado en litigio.” Más adelante (p. 465) indica que es
necesario elaborar un criterio básico de acto jurisdiccional “que
permita deslindar con claridad lo que hacen las partes y lo que hace el
juez y nos prevenga contra un juez que hace lo que deben hacer las
partes, cuya actividad está siempre vinculada a la gestión de
intereses, mientras la imparcialidad propia del juez se define porque
no gestiona intereses”. Del mismo modo –aunque en general en su
obra da más preeminencia a la vigencia del principio de legalidad
procesal que Binder– Julio Maier (Derecho Procesal Penal, Parte
General, Tomo II, Del Puerto, Buenos Aires, 2003, p. 445) señala:
“Sirva a modo de ejemplo, en materia penal, la distribución de
funciones o tareas entre diversos órganos: ésa es la razón básica por la
cual se procura que el éxito de la persecución penal estatal dependa de
la labor que deben cumplir el ministerio público y la policía, mientras
que los jueces y los tribunales tienen por misión evitar que ello se
logre a cualquier precio, esto es, son responsables por el respeto hacia
los derechos humanos durante la persecución penal y durante la
ejecución penal (…) Por esta misma razón se puede afirmar que la
personalización, esto es, la referencia del litigio judicial a un
problema definido –y definido desde afuera, esto es, por alguien
extraño al tribunal que juzga­, que se pretende solucionar mediante

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una decisión particularizada, sin pretensiones mayores de generalidad,
es otra de las características del ejercicio de la jurisdicción”.
El principio acusatorio, en consecuencia, aspira a que rijan tres
valores fundamentales: la imparcialidad, la igualdad de armas y la
carga probatoria asumida por el Estado, lo que logra mediante esa
tajante diferenciación de funciones.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el caso
“Quiroga”, del 23 de diciembre de 2004, ­aunque referido a la
constitucionalidad del art. 348 del Código Procesal Penal­ ha señalado
sobre el particular: “23) Que aun cuando se pueda sostener que los
fiscales cumplen, materialmente, una función judicial, en tanto, al
igual que los jueces, aspiran a que el proceso finalice con una
sentencia justa, lo hacen desde posiciones procesales diversas, y el
ejercicio efectivo de la misión que a cada uno de ellos le compete se
excluye recíprocamente: ni el fiscal puede juzgar ni el juez puede
acusar. De otro modo, durante la instrucción el imputado debe
defenderse no sólo de quien lo acusa, sino de quien decide, y de quien
debería poder esperar independencia de criterio”.
“29) Que desde este punto de vista una regla procesal que
permite un procedimiento cuya utilización despierta sospechas de
parcialidad debe ser rechazada, en tanto supone un sistema en el que
los jueces actúan de oficio, en ejercicio de funciones de ‘control’,
sólo cuando el fiscal se pronuncia en favor de la desincriminación,
mientras, que, para revisar el pedido de persecución, exigen la
existencia de un ‘recurso’.
“30) Que dentro de este marco, y en contra de lo que sostiene
el a quo, no puede haber ninguna duda en cuanto a que la
introducción del art. 120 de la Constitución Nacional señala, en este
aspecto, una modificación del paradigma procesal penal vigente
hasta ese momento. En efecto, al establecer la independencia
funcional de dicho organismo indica una clara decisión en favor de
la implementación de un sistema procesal en el que ha de existir una

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separación mucho más estricta de las funciones de acusar y juzgar.


Desde este punto de vista, una regla procesal como la del art. 348 del
Código Procesal Penal de la Nación, que ‘unifica’ la potestad de
acusar en cabeza de la cámara de apelaciones se torna insostenible.”
“31) Que no es posible alegar, en contra de tal conclusión, que
la desaparición del mecanismo de consulta permitiría al Ministerio
Público una libertad absoluta, incompatible con la situación en que
se encuentra todo funcionario dentro de un estado derecho.
Ciertamente, el sistema republicano supone que los funcionarios
estén sujetos a algún mecanismo de control institucional relativo a
cómo ejercen su función, pero ello no puede llevar a autorizar su
sustitución en las funciones que le son propias por parte de quienes
son ajenos a ellas.”
“Por lo demás, el argumento de la ‘falta de control’ es
inadmisible, puesto que la ley procesal permanentemente somete a los
fiscales al control jurisdiccional, en cuanto son los jueces quienes
tienen la facultad de decidir si corresponde que la persecución penal
siga progresando. A la inversa, por cierto, la estructuración de un
sistema de control jurisdiccional se torna más compleja, pues en los
procesos penales regidos por la noción de ‘legalidad’ (conf. arg. arts.
120 de la Constitución Nacional, y 71 y 274, Código Penal) el
legislador permanentemente enfrenta el dilema de facilitar el
ejercicio de la defensa —acusación necesaria— y el establecimiento
de mecanismos que eviten la desviación del poder de perseguir
penalmente. Tampoco es posible argumentar como lo hace el señor
Procurador General, en el sentido de que ‘cuando el fiscal solicita
fundadamente la desestimación de la denuncia, el sobreseimiento o la
absolución por ausencia de delito no está disponiendo de la acción ya
que no hay acción que disponer’, en tanto el conflicto se plantea,
justamente, porque la cámara afirma que sí hay un delito, y por lo
tanto acción, y obliga al fiscal a ejercerla. En este sentido, es
indudable que la invalidación del procedimiento del art. 348 del

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Código Procesal Penal de la Nación significa un debilitamiento
considerable del principio de legalidad. Sin embargo, en la medida
en que su utilización conduce a que la acusación no provenga de un
sujeto procesal distinto del juez, su supresión resulta ineludible.”
Asimismo, sostuvo la Corte: “que es inadmisible la conclusión
de que ‘los jueces puedan gobernar la pretensión punitiva del Estado,
en detrimento del sistema acusatorio que organiza nuestra
legislación vigente por el cual se pone en manos de un órgano
especial, distinto del que declara el derecho, el cometido de excitar la
jurisdicción mediante el ejercicio de la acción’".
En síntesis, advierto que en el caso de autos, la mayoría del
tribunal concentró las dos funciones mencionadas más arriba, la de
perseguir y dirimir, porque pasó por alto la pretensión liberatoria de
quien ostentaba la calidad de titular de la acción penal pública, lo cual
constituye un supuesto de extra petita que conspira ciertamente contra
la estructura acusatoria del sistema y que rompe con los paradigmas
de ese sistema, puesto que afecta, con toda claridad, la imparcialidad
y el presupuesto de que la carga de la imputación y de la prueba está
en cabeza del fiscal, todo ello enlazado con el principio de inocencia
(ver Daniel O´Donnell, Derecho internacional de los derechos
humanos Normativa, jurisprudencia y doctrina de los sistemas
universal e interamericano, Oficina en Colombia del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos,
Bogotá, 2004, http://www.hchr.org.co/publicaciones/libros /ODonell
%20parte1.pdf, pp. 397 y ss.: “La presunción de inocencia se
relaciona, en primer lugar, con el ánimo y actitud del juez que debe
conocer de la acusación penal. El juez debe abordar la causa sin
prejuicios y bajo ninguna circunstancia debe suponer que el acusado
es culpable. Por el contrario, su responsabilidad reside en construir la
responsabilidad penal de un imputado a partir de la valoración de los
elementos de prueba con los que cuenta. En este contexto, otro
concepto elemental del derecho procesal penal, cuyo objeto es

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preservar el principio de inocencia, es la carga de la prueba. En el


procedimiento penal, el onus probandi de la inocencia no le
corresponde al imputado; por el contrario, es el Estado quien tiene la
carga de demostrar la culpabilidad del procesado” –Caso “Martín de
Mejía c. Perú” de 1996­).
A mi modo de ver, esa alteración del debido proceso es lo que
ha ocurrido en el caso de autos, puesto que el fiscal general, en su
dictamen, consideró que estaban cumplidos los requisitos del art. 76
ter del Código Penal, porque el imputado había satisfecho las
condiciones de la suspensión del juicio a prueba. Y la referencia
expresa que hizo con respecto a que Álvarez no registraba
“condenas”, pese a que sabía que dos días antes se había emitido un
veredicto en otra causa, permite colegir que –correctamente, a mi
modo de ver– no consideró que ese pronunciamiento constituyera un
obstáculo a los requisitos de la norma mencionada, puesto que aún no
se habían emitido los fundamentos y, obviamente, no constituía una
condena que hubiera pasado en autoridad de cosa juzgada; en suma,
era un proceso en trámite.
El tribunal pudo haber cuestionado la logicidad y legalidad de
ese dictamen, pero no lo hizo y, desde mi punto de vista, no ofrece
reparos desde esa perspectiva. Y revocó la suspensión del juicio a
prueba, sin explicar por qué podía hacerlo sin afectar los principios
del sistema acusatorio, conforme fueron delineados por la Corte
Suprema en el fallo “Quiroga” y la doctrina consignada más arriba. Si
se tiene en cuenta el modo en que se habían expedido las partes, y sin
que se hubiesen hecho observaciones acerca de los fundamentos que
había esgrimido el fiscal en su dictamen, sin hesitación puede
afirmarse que el tribunal no tenía un “caso” para resolver, no había un
conflicto de intereses para dirimir y por lo tanto, la decisión que se
tomó a contramano de aquella coincidencia de argumentos de los
interesados, permite demostrar que la acción penal ha quedado viva

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únicamente por la voluntad de los jueces, vulnerándose de tal forma lo
dispuesto en el art. art. 14.1 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos
y 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos,
incorporados al art. 75 inciso 22 de la Constitución Nacional, y el art.
120 de la Carta Magna.
De tal forma, a mi modo de ver, corresponde hacer lugar al
recurso, casar la resolución recurrida, sin costas, declarar extinguida
la acción penal y sobreseer a Rodrigo Martín Álvarez, (arts. 76 ter,
336 inciso 1º, 361, 455, 456, 465 bis, 471, 530 y 531, a contrario
sensu, del C.P.P.N.).
De acuerdo a la propuesta precedente, deviene inoficioso
examinar si los restantes agravios presentados por la Defensora en la
audiencia podrían ser objeto del recurso de casación.
Tal es mi voto.
El juez Luis García dijo:
­I­
Concuerdo con el juez que me precede en la votación en punto
a la admisibilidad del recurso de casación, no obstante no dirigirse
contra una sentencia definitiva de las comprendidas en el art. 457
CPPN.
Entiendo que, habida cuenta de que uno de los agravios de la
defensa se refiere a la falta de habilitación del Tribunal para revocar la
suspensión, en contra de lo dictaminado por el fiscal general que
había opinado que podía declararse la extinción de la acción penal a
tenor del art. 76 ter, párrafo quinto, C.P., corresponde en primer lugar
examinar si el a quo ha excedido su jurisdicción al decidir el caso más
allá de la pretensión del Ministerio Público
­II­
La defensa señala que el representante del Ministerio Público
que actuaba ante el Tribunal Oral había dictaminado en favor de la
extinción de la acción penal, y que ello inhabilitaba al a quo a

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expedirse en un sentido distinto de su pretensión. Invoca los arts. 116,


117 y 120 CN, y la doctrina sentada por la Corte Suprema en las
sentencias de los casos de Fallos: 315:2019 (“Tarifeño”); 317:2043
(“García”); 318:1234 (“Cattonar”), y 327:120 (“Mostaccio”).
Observo que la defensa no ha hecho ningún esfuerzo, sin
embargo, en demostrar la existencia de una analogía sustancial entre
las cuestiones que la Corte Suprema había sido llamada a decidir en
esos casos, y la que aquí se presenta, porque confunde el llamado
modelo acusatorio formal, que se cimenta en la distinción entre el
órgano del Estado, que tiene asignada la función de acusar por hechos
que considera constitutivos de un delito, y del órgano que tiene
asignada la función de decidir sobre esa acusación. La defensa no
demuestra por qué esos principios conducirían a negar autoridad a los
jueces para apartarse de las pretensiones de la fiscalía ejercidas en un
proceso que fue legalmente promovido, al pedir a los jueces que se
declare la extinción de la acción penal.
Esto no es irrelevante tan pronto se tiene en cuenta que en el
presente caso el Ministerio Público había promovido legalmente la
acción penal. Porque promovida ésta, debería demostrarse que alguna
regla constitucional reserva a la fiscalía un ejercicio discrecional
absoluto sobre su manutención, al modo del principio acusatorio
material, a partir del cual podría desistir de su continuación, sin razón
alguna, o incluso con razones contrarias a la ley. Porque si tal
principio se infiriese de la Constitución, entonces la solución sería
extremadamente sencilla, y no debería establecerse distinción entre el
desistimiento de la acción civil por el actor, cuando se trata de
derechos disponibles, y el desistimiento de la acción penal pública por
el acusador público.
También alega la defensa la lesión al derecho a ser oído por
jueces imparciales, que han decidido en su perjuicio en ausencia de
pretensión de la fiscalía, y del derecho de defensa en juicio por

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inexistencia de contradictorio. Sus alegaciones en este aspecto han
sido presentadas, también, de modo insuficiente.
No obstante ese defecto, habida cuenta de que todas las
alegaciones de la defensa giran en torno a que el a quo habrían
decidido revocar la suspensión del proceso a prueba y reanudar el
trámite no obstante la opinión contraria del acusador público, surge
con evidencia que, de lo que en sustancia se queja es de una actuación
judicial extra­petita, que se sintetiza en una actuación de oficio. Se
trata entonces de determinar si alguna regla constitucional permite
sostener normativamente el aforismo nemo procedat iudex ex officio,
y en su caso, si los jueces de la instancia anteriores, al decidir de ese
modo, han incurrido en infracción a una regla constitucional.
El primer problema que presentan los aforismos como el citado
en primer término es que, por su carácter sintético, pueden conducir a
la errada conclusión de que sus proposiciones son absolutas, y que por
ende toda actuación de oficio de un juez sería contraria a la
Constitución Nacional. En rigor, es la norma pertinente de la que se
infiere el aforismo la que fija su alcance, y no el aforismo el que fija
el alcance de la norma.
Como he señalado antes, no se presenta en la especie un caso en
el que los jueces del Poder Judicial hubiesen promovido de oficio, y
sin instancia del Ministerio Público, una imputación en este proceso
por un delito de acción pública contra Rodrigo Martín Álvarez. La
defensora ni siquiera insinúa esto. No es pues un caso en que se
afirme que los jueces llevasen adelante el proceso “sin acusación” del
Ministerio Público. De lo que se queja es de que se reanuda el trámite
de un proceso suspendido, no obstante que un representante del
Ministerio Público ha dictaminado que debía declararse extinguida la
acción penal por haberse dado el supuesto del art. 76 ter, párrafo
quinto, C.P.

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En ese marco, entiendo adecuado, en primer término, examinar


si el Ministerio Público goza de discrecionalidad absoluta para la
promoción y ejercicio de la acción penal pública, lo que incluiría
también desistir de la promovida, con arreglo a igual discrecionalidad.
El art. 120 de la Constitución Nacional no define el punto de
manera expresa, pero la respuesta a la cuestión está implicada en su
texto. En efecto, declara éste que “El Ministerio Público es un órgano
independiente con autonomía funcional y autarquía financiera, que
tiene por función promover la actuación de la justicia en defensa de la
legalidad, de los intereses generales de la sociedad, en coordinación
con las demás autoridades de la República”.
En efecto, si el Ministerio Público tiene la función de
promover la actuación de la justicia “en defensa de la legalidad”,
entonces no goza en el ejercicio de esa función de otra
discrecionalidad que aquella que la misma ley le autoriza. La
Constitución ha diferido pues al legislador la tarea de definir el
margen de discreción concedido al Ministerio Público en el ejercicio
de la acción penal pública.
Al respecto, el legislador ha definido como acción
pública la acción penal que nace de los delitos de privación ilegal de
la libertad agravada por el uso de amenazas y amenazas coactivas, que
bajo la forma de concurso real se atribuyen al imputado (art. 71 CP), y
por otra parte ha establecido la regla directriz según la cual “La acción
penal pública se ejercerá por el Ministerio fiscal, el que deberá
iniciarla de oficio siempre que no dependa de instancia privada. Su
ejercicio no podrá suspenderse, interrumpirse ni hacerse cesar,
excepto en los casos expresamente previstos por la ley” (art. 5 CPPN).
La segunda frase define claramente que si alguna discreción se
concede a la fiscalía en el ejercicio de las acciones públicas esa
discreción debe estar establecida claramente en la ley.
­III­

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Sentado ello, pasaré ahora la confrontación de esas reglas
legales con la Constitución Nacional en el entendimiento de que no se
trata de partir de modelos llamados “inquisitivos”, “acusatorios” o
mixtos. Los modelos no son simplemente el producto de una base
científico­técnica, sino producto de una relación de dependencia entre
sistemas políticos y modelos de enjuiciamiento (MAIER, Julio B. J.,
Derecho Procesal Penal, 2ª. Edic., Del Puerto, 1996, tomo I, p. 163) la
que condiciona cualquier discusión científica sobre sus bases, y
respecto de los cuales los desarrollos técnicos se encuentran
igualmente condicionados. En este marco debe considerarse el
argumento del modelo constitucional de división de poderes.
Así, pues, se entiende la división de poderes con conexiones en
dos sentidos. En uno, restringido a la organización del poder,
funcional a la distribución de controles y a la finalidad de evitar el
abuso, y en otro, en conexión a las garantías individuales (véase por
ejemplo voto del juez Zaffaroni, en el caso “Quiroga, Eduardo”,
Fallos: 327:5863, considerandos 19 y 21).
Todo diseño procesal, en cualquiera de sus etapas, deberá
tomar en cuenta el principio republicano de división de poderes
sentado en la Constitución, pues de lo contrario habrá una brecha
entre la organización constitucional y el proceso penal. Por ello,
cuando se designa al derecho procesal penal como “derecho
constitucional aplicado” (SAX, Walter, Grundsätze der
Strafrechtpflege, en BETTERMAN, Karl August / NIPPERDEY Hans Carl /
SCHEUNER, Ulrich, Die Grundrechte, ed. Duncker & Humblot, Berlin,
1959, t. III, vol. 2, p. 967), esta designación debe entenderse como
una directiva o imperativo: el derecho procesal penal no “es” sino que
“debe ser” derecho constitucional aplicado, y el legislador debe
guiarse siempre por esta directiva.
Así, la Constitución Nacional provee la base normativa
preeminente que permite establecer ciertas líneas centrales del modelo

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de enjuiciamiento criminal y de allí es posible sacar ciertas


consecuencias para su regulación legal. En general parece haber
acuerdo en que existe suficiente base normativa constitucional que
impone la separación entre las facultades requirentes, o de promoción
de la acción y acusación, y las facultades de decidir o juzgar. El
principal abordaje tiene su anclaje en el principio de división de
poderes y distribución de funciones.
Creo que un abordaje general anclado en el principio de
división de poderes proporciona ya suficiente base normativa para
resolver el problema de la autonomía de los jueces frente a las
pretensiones de la fiscalía en un caso como el presente.
Son aquí pertinentes los arts. 116, 117 y 120 C.N. La
Constitución ha instituido, desde su texto inicial, tres poderes del
Estado Federal con funciones diferenciadas: el Poder Legislativo, el
Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Los arts. 116 y 117 CN, atribuyen
a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores el poder de conocer y
decidir “casos” o “causas”, lo que impone necesariamente que alguien
distinto defina el objeto del caso o de la causa. En otras palabras, la
Constitución separa la capacidad de definición del objeto del caso y
de proponer pretensiones sobre éste, y la función de decidir sobre ese
objeto y las pretensiones propuestas. Es pues inequívoca la voluntad
del constituyente de separar la función requirente de la jurisdiccional
(GIL LAVEDRA, Ricardo R., Legalidad vs. Acusatorio (Una falsa
controversia), en CDJP, 1997, vol. N° 7, p. 835).
Ahora bien, puesto que, como se ha dicho, la Constitución
guarda silencio en punto cuál sería el margen de discreción o
apreciación del Ministerio Público en el ejercicio de la función
requirente, sujetándolo sólo a la defensa de la legalidad, la ley es el
marco en el que debe examinarse si existe esa discreción, y su
alcance.

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Así, los jueces “conocen” o examinan lo que los fiscales les
“requieren”, para luego “decidir”. En consecuencia, les está vedado a
los jueces actuar si previamente los fiscales no promueven su
intervención formulando sus pretensiones. De esta regla
constitucional se derivan los aforismos ne procedat iudex ex officio y
nemo iudex sine actore (GIL LAVEDRA, op. cit., p. 834).
Contra esta interpretación se suele oponer que el art. 120 C.N.
reformada en 1994 que declara: “El Ministerio Público es un órgano
independiente con autonomía funcional y autarquía financiera, que
tiene por función promover la actuación de la justicia en defensa de la
legalidad, de los intereses generales de la sociedad, en coordinación
con las demás autoridades de la República. [...]”. Se propone que al
señalar el texto que aquél actúa “en coordinación” con otras
autoridades no le habría reconocido sin embargo completa autonomía
requirente.
La discusión acerca de los efectos de la reforma de 1994 ha
sacado la cuestión de su centro de gravedad, y ha sobredimensionado
el peso del art. 120. Éste no puede ser leído aisladamente, sino en
relación con los arts. 116 y 117 CN, que ya desde antes de la reforma,
atribuye a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores el poder de
conocer y decidir “casos” o “causas”, lo que impone necesariamente
que alguien distinto defina el objeto del caso o de la causa. Por ello,
aunque la Constitución no establece expresamente quién tendría el
poder de definir el objeto de los casos y presentar pretensiones
respecto de ello, sí es claro en ella que este poder no le ha sido
reconocido a los jueces. Que ahora se haya incluido expresamente en
el texto constitucional al Ministerio Público, y se lo haya dotado de un
estatuto especial no modifica en un ápice lo que dicen los arts. 116 y
117. En otras palabras, los jueces no han adquirido por vía del art. 120
facultades que no tenían antes de su introducción.

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En segundo orden, también se sobredimensiona el texto “en


coordinación con las demás autoridades de la República” recurriendo
a una interpretación literal que está sacada de contexto. Pues si lo
literal fuese lo decisivo, en ese caso todo el pasaje del art. 120 debería
ser interpretado literalmente. Así debería demostrarse que “promover
la actuación de la justicia en defensa de la legalidad” es sinónimo de
poder de acusar y requerir la imposición de una pena y que el texto no
incluye otras facultades requirentes que no tengan por objeto una
pena, y tanto más aún, que “demás autoridades de la República”
literalmente se refiere a jueces y sólo a jueces. Este abordaje literal
sería inaceptable, porque la fórmula genérica del cometido “defensa
de la legalidad” incluye otras facultades constitucionales del
Ministerio Público que nada tienen que ver, o sólo tienen que ver de
manera mediata, con el poder de acusar y requerir la imposición de
penas. Pero principalmente, porque una indagación sistemática
mostraría que las demás autoridades de la República no comparten
promiscuamente todos los poderes del Ministerio Público. Por lo
pronto si bien hay una correlación entre el cometido de defensa de la
legalidad que se asigna al Ministerio Público y el de decidir conforme
a la ley que se asigna a los jueces del Poder Judicial (principio de
legalidad en el sentido del art. 31 C.N.) es claro que los jueces no
están autorizados a “promover la actuación de la justicia” –esto es
habilitarse a sí mismos de oficio­ para hacer prevalecer la ley, o para
asegurar su aplicación.
El término “en coordinación con las demás autoridades de la
República” sólo indica, pues, que hay otras autoridades a las que se
les reconoce el poder de promover la actuación de la justicia en
defensa de la legalidad, y es necesario indagar cuáles son y en qué
medida pueden o deben promover la actuación de la justicia, actuando
en coordinación con el Ministerio Público. No es irrelevante, por lo
demás, que se utilice el término “autoridades de la República” en vez

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de “autoridades de la Nación”, el término usado señala pues, que la
coordinación también debe atender al sistema republicano de división
de poderes, y en particular, tratándose de una república regida por el
principio representativo (art. 1 CN), que todos los poderes de la
Constitución se ejercen con sujeción a ésta y a la ley del Congreso.
Destaco aquí que el art. 76, inc. 12, C.N. designa que es el
Congreso el que tiene el poder de definir las conductas delictivas y
establecer las penas con las que éstas se conminan, y el art. 31
establece que la Constitución, las leyes que en su consecuencia se
dicten por el Congreso y los tratados con las potencias extranjeras son
la ley suprema de la Nación. Si bien esta disposición tiene por fin
asegurar que las autoridades de cada provincia están obligadas a
conformarse a ellas, ello no implica que las autoridades nacionales no
tengan la misma obligación de sujeción a la Constitución y la ley, sino
todo lo contrario. He aquí el nudo gordiano: Los representantes del
Ministerio Público tienen el cometido de defender la legalidad, pero si
yerran en su interpretación de la ley los últimos intérpretes de ésta son
los jueces.
Por ello, este aspecto fija también un marco de independencia
de los jueces en la interpretación y la aplicación de la ley, que no está
sujeto a las interpretaciones de quienes promueven su actuación.
Al respecto hay un punto distintivo entre la actividad judicial y
cualquier otra forma de actividad jurídica, aunque ambas estén regidas
por el principio de legalidad: “sólo la jurisdicción consiste en la
aplicación de leyes a (o sea en la calificación legal de) hechos
jurídicos”, aunque las demás actividades jurídicas son actividades
jurídicamente reguladas que, en general, aplican la ley, sin embargo
“las leyes que en ellas se aplican predeterminan sus formas
procedimentales u organizativas ­los procedimientos, las
competencias y hasta las relaciones de poder y de deber entre los
sujetos legitimados para intervenir en las mismas­ pero no la sustancia

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de las decisiones producidas. La jurisdicción, en cambio dentro del


sistema de estricta legalidad [...] es una aplicación de la ley a un
supuesto típico, en el sentido de que está necesariamente mediada por
la comisión de un hecho respecto del cual tiene carácter cognoscitivo
[...]” (FERRAJOLI, Luigi, Derecho y Razón. Teoría del garantismo
penal, 2a. Edic., Ed. Trotta, Madrid, 1997, ps. 578/579).
Esto significa que la ley es indisponible para el Ministerio
Público, y si éste invoca, por error involuntario u otras razones
voluntarias una ley que no rige el supuesto de hecho que debe ser
decidido, una pretensión fundada en una ley inaplicable, o en una
interpretación errada de ésta, no puede obligar al juez a decidir de un
modo contrario a la ley. Aquí se acopla al principio de legalidad el
principio de igualdad ante la ley (art. 16 C.N.). En un estado
democrático regido por la regla del Derecho las leyes deben ser
normas de carácter general, lo que tiene por consecuencia que en el
marco de la actividad jurisdiccional, a todos los supuestos de hecho
sustancialmente idénticos debe aplicarse la misma ley penal. En
cambio, si la ley da al Ministerio Público cierta discreción para
apreciar hechos que podrían ser relevantes para la determinación de la
ley aplicable, sus afirmaciones de hecho limitan la jurisdicción de los
jueces, que sólo pueden pronunciarse sobre hechos que le son traídos,
y en su caso, sobre las pretensiones relacionadas con esos hechos.
En otro orden, tampoco pueden los fiscales afirmar hechos,
liberados de todo fundamento de sus afirmaciones de hecho, porque la
ley les impone que sus pretensiones y dictámenes sean fundados tanto
en los hechos como en el derecho (art. 69 CPPN).
­IV­
Considero que estos indicadores normativos de la Constitución
Nacional permiten ya, suficientemente, zanjar la primera cuestión de
la que se agravia la defensa.

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Establecido que la Constitución no ha establecido un modelo de
enjuiciamiento penal regido por las reglas del principio acusatorio
material, en el que no sólo el ejercicio de la acción es discrecional,
sino que ejercida ésta también es discrecional su desistimiento, y que
la ley sólo permite ámbitos marginales de discreción en el ejercicio de
la acción ya promovida, por ejemplo en el campo de la suspensión del
proceso a prueba (art. 76 bis CP), cuando la discrecionalidad
reconocida al Ministerio Público para dar o no su consentimiento a la
suspensión, no tiene como correlato una discrecionalidad para
promover la extinción de la acción fuera de los casos en los que se
dan los presupuestos de hecho de esa extinción (art. 76 ter, párrafo
quinto, CP).
Ahora bien, la primera consecuencia que se extrae de las reglas
constitucionales que imponen la separación de la función requirente y
la función jurisdiccional, en cuanto impone un modelo que asigne
diferenciadamente a ciertas personas u órganos la capacidad de
definición del objeto del caso y de proponer pretensiones sobre éste, y
a la jurisdicción la función de decidir sobre ese objeto y las
pretensiones propuestas, permite resolver la cuestión que aquí se
examina.
El objeto del caso había sido definido al promoverse la acción,
y al promoverse ulteriormente su remisión a juicio. Concedida la
suspensión no había desaparecido el objeto del caso, sino que,
simplemente, se había suspendido el trámite y toda decisión sobre ese
objeto.
Al emitir su dictamen a fs. 492 el representante del Ministerio
Público tomó nota de que el juez de ejecución había dado por
cumplidas las reglas de conducta impuestas al imputado y afirmó
lacónicamente “en atención a que dicha resolución no fue recurrida
[…] y que el nombrado no registra condenas según constancias de fs.

Fecha de firma: 20/04/2015


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479/488 del principal” y que por ende el tribunal podía declarar


extinguida la acción penal.
En ese dictamen el representante del ministerio público no hizo
ninguna consideración de cuál era la interpretación y alcance del art.
76 ter, párrafo quinto, CP, sobre cuya base debía juzgarse el caso, y
por error, probablemente material, citó el párrafo cuarto que se refiere
a un supuesto de revocación de la suspensión que en el caso no estaba
en juego. En particular omitió toda consideración acerca de si la
existencia de una condena –no firme­ por hecho cometido durante el
plazo de la suspensión, tenía alguna relevancia decisiva sobre el tenor
de la decisión que correspondía adoptar.
La existencia del proceso en el que se dirigía la imputación por
el hecho posterior, que tramitaba ante el mismo tribunal de modo
conexo, era conocida por el Ministerio Público, y la sentencia de
condena anterior al dictamen del fiscal. En esas condiciones, ese
dictamen no satisfacía las exigencias mínimas de fundamentación al
afirmar que el imputado “no registra condenas”. Además de esta
arbitraria afirmación de hecho, que no satisface las exigencias del art.
69 CPPN, ha de señalarse que en todo caso, si la fiscalía hubiese
considerado que –por alguna razón jurídica­ el hecho de esa sentencia
de condena no podría ser tomado en cuenta en el marco del art. 76 ter
párrafo quinto, consideración que de ningún modo expuso, sus
apreciaciones jurídicas no podrían limitar la jurisdicción del Tribunal
para aplicar la ley según la interpretación que en el caso considerase
correcto.
Rige aquí el principio antes expuesto, según el cual, los
representantes del Ministerio Público no tienen autoridad para
constreñir o limitar a los jueces cuando son llamados a decidir sobre
la correcta aplicación de la ley. Se reitera, no se trata de un supuesto
en el que la ley permita desistir de la acción, sino un supuesto en el
que, estando pendiente un caso promovido por el Ministerio Público,

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debe decidirse si subsiste la acción penal, materia en el que no rige la
discrecionalidad absoluta para la disponibilidad de la acción inherente
del modelo acusatorio material, y que está reservada a la decisión
judicial. Si los jueces careciesen de jurisdicción para decidir el punto
de un modo diverso a lo dictaminado por la fiscalía, como lo pretende
la defensa, entonces sería de preguntarse cuál sería la razón y
finalidad de su intervención, pues bastaría, simplemente, con que un
representante del Ministerio Público declarase que considera
extinguida la acción y ésta no se puede proseguir por su sola voluntad,
quedando la jurisdicción como vía residual para los casos de disputa
entre la fiscalía y la defensa. Sin embargo, la ley exige que sea un
tribunal el que declare que la acción se ha extinguido y no se puede
proseguir, porque es inherente a la jurisdicción decidir y declarar si la
acción penal subsiste o se ha extinguido por alguna de las causas
previstas en la ley. Porque el Ministerio Público no tiene discreción
para definir el alcance de la ley en cuanto declara: “Si durante el
tiempo fijado por el Tribunal el imputado no comete un delito, repara
los daños en la medida ofrecida y cumple con las reglas de conducta
establecidas, se extinguirá la acción penal. En caso contrario, se
llevará a cabo el juicio […]”, porque esa cuestión es inherente al
campo de la jurisdicción definida por los arts. 116 y 117 de la
Constitución.
Con esto se contesta y se rechaza la primera línea argumental
de la defensa.
No obsta a esta conclusión que en la audiencia la representante
del Ministerio Público que tomó parte en ella hubiese opinado que el
Tribunal Oral no se encontraba habilitado para la revocación de la
suspensión en defecto de una expresa petición de la fiscalía,
concluyendo que debía anularse la decisión y tenerse por extinguida la
acción penal. Pues si el fiscal de grado no podría condicionar la
jurisdicción del Tribunal Oral para establecer el alcance de la ley, y

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aplicarla, entonces tampoco la que lo ha reemplazado e intervenido en


la audiencia podría pretender que aquel dictamen fija y limita también
la jurisdicción de esta Cámara, máxime cuando no ha expuesto ni
desarrollado fundamento constitucional alguno para dar sustento a su
posición.
­V­
Que sentado lo anterior, corresponde abordar la segunda línea
de agravio en punto a que no se ha determinado que el imputado
hubiese cometido un delito durante el plazo de la suspensión. Según
pretende la defensa, la ley requiere 1) que una sentencia firme de
condena haya establecido que el imputado ha cometido ese delito; 2)
que la sentencia haya sido dictada antes de expirado el plazo de
suspensión. En lo primero lleva la razón, pero en lo segundo carece de
ella.
El art. 76 ter, párrafo quinto, CP, condiciona la extinción de la
acción penal a que durante el tiempo fijado por el Tribunal el
imputado no cometa un delito. El único modo de establecer que el
imputado ha cometido un delito y que lo ha hecho durante el tiempo
de la suspensión es una sentencia judicial firme. A este respecto, es
decisivo que la ley no se refiere a la mera “imputación” de otro delito,
sino a la “comisión” de un delito. Si la sentencia no está todavía
firme, no puede afirmarse que se ha establecido que el imputado ha
cometido un delito, ni cuándo lo ha cometido. De tal suerte, es
impertinente el argumento del a quo según el cual la sentencia
condenatoria de 26 de noviembre de 2014, que ha confirmado la
comisión de un delito el día 10 de enero de 2011, “aunque no se
encuentra firme cuenta con presunción de certeza”. Ello es así porque
ninguna regla jurídica ni lógica establece que de una sentencia no
firme se infiere una “presunción de certeza” eventualmente revocable
por otra sentencia. Al contrario, la certeza sólo se opera cuando la
sentencia ya no puede ser revocada, mientras tanto no hay certeza,

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sino presunción de que puede haber cometido un delito. Por ende, el a
quo ha aplicado erróneamente la ley, al afirmar que el imputado ha
cometido un delito, sin base en una sentencia condenatoria firme que
así lo declare. Esto es, la revocación no se ha fundado en la comisión
de un delito, sino en la existencia de la imputación de un delito y la
alta probabilidad de que lo haya cometido. Ello impone la revocación
de lo decidido a fs. 514/515.
A la luz de este resultado, resta decidir si corresponde
directamente declarar extinguida la acción penal, porque al momento
de la expiración del plazo de suspensión del proceso no se había
pronunciado ninguna sentencia de condena, o si por el contrario,
existiendo una sentencia de condena no firme debe suspenderse el
pronunciamiento hasta que esa sentencia adquiera firmeza o sea
revocada.
En el escrito de interposición la defensa ha promovido la
primera opción. Ha sostenido que el art. 76 ter CPPN no establece
ningún lapso de espera para que se resuelva la situación de un
imputado, que la interpretación contraria constituiría una
interpretación extensiva contraria al principio de legalidad, que el
imputado tiene derecho a que se verifiquen sin demoras si concurren o
no los requisitos legalmente establecidos para que proceda la
extinción de la acción penal, prescindiendo de que dicha verificación
quede de cualquier modo supeditada a las resultas de otro proceso en
el que el imputado aún goza de la presunción de inocencia, no
mediando pronunciamiento firme que la desvirtúe. Y ha promovido
que esta Cámara acoja la argumentación del voto en minoría de la
resolución recurrida, en cuanto afirma que la acción se extinguió “al
momento de la finalización del plazo de dos años contados desde el 1
de octubre de 2009, sin que exista jurídicamente una sentencia válida
dentro de ese plazo”.

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La Defensora Pública que ha tomado intervención en la


audiencia, manteniendo esos argumentos, ha afirmado que otra
decisión afecta reglas propias del proceso, la seguridad jurídica, y
promueve la laxitud y la discrecionalidad.
Para abordar este punto ha de considerarse que la suspensión
del proceso a prueba se concede a instancias del imputado, de modo
que, es éste quien promueve que no se realice el juicio para definir su
situación frente a la acusación penal, y la incertidumbre sobre la
acusación es fruto de esa instancia.
En segundo lugar, es necesario distinguir entre el hecho que
produce el efecto de revocación de la suspensión del trámite del
proceso, y la prueba de la existencia de ese hecho. No es la sentencia
condenatoria firme la que produce el efecto de revocación, sino la que
constata la existencia del delito, pues es el delito el que produce el
efecto.
Es acertado afirmar, como lo hace la defensa, que el art. 76 ter
no establece ningún “lapso de espera” para que se verifique la
comisión del delito que produciría el efecto de revocación. Pero de
ello no se deriva la conclusión que se pretende, porque tan acertado es
ello, como acertado es afirmar que las reglas que determinan cómo se
prueban ciertos hechos que son relevantes para operar una
consecuencia reglada en el Código Penal, y como se tramitan las
incidencias de extinción de la acción son ajenas a la competencia
legislativa establecida en el art. 76, inc. 12, y relevan de la
competencia de los órganos legislativos a los que la Constitución les
reconoce la autoridad para dictar las leyes de enjuiciamiento, esto es,
los códigos procesales. En otros términos, el Código Penal no
establece ninguna regla acerca de cómo debe tramitarse la incidencia
como la que aquí entra en consideración.
Frente a la interpretación literal del art. 76 ter CP que declara
que es el delito cometido durante el tiempo de suspensión, y no la

Fecha de firma: 20/04/2015


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sentencia condenatoria por el delito dictada durante el tiempo de
suspensión, lo que constituye el presupuesto de revocación, una
interpretación por el resultado permite confirmar la inferencia que se
extrae de una interpretación literal.
Aquí cabe evocar el estándar establecido por la Corte suprema
según el cual, entre los criterios de interpretación posible no debe
prescindirse de las consecuencias que derivan de la adopción de cada
uno, pues ellas constituyen uno de los índices más seguros para
verificar su razonabilidad y su coherencia con el sistema en que está
engarzada la norma (Fallos: 311:1925; 318:79; 319:227; 324:1481 y
328:53, entre muchos otros). Y en particular, también que la regla que
impone la inteligencia estricta de las normas penales no excluye al
sentido común en el entendimiento de los textos de dichas normas, a
fin de evitar un resultado absurdo que no pueda presumirse querido
por el legislador (Fallos: 306:796; 307:223; 315:1922; 320:2649).
Desde esa perspectiva, se observa que la interpretación que la
defensa pretende inferir del art. 76 ter, CP desvirtúa la ratio de la
disposición al punto de hacerla en innúmera cantidad de casos, o en la
mayoría, sino en todos, inoperante. En efecto, si fuese la sentencia
firme dictada dentro del plazo de suspensión la que produce el efecto
de la revocación, y no el delito cometido dentro de ese plazo, como
surge de la literalidad de la ley, resultaría entonces que la disposición
sólo podría eventualmente ser aplicable en los casos de delitos
cometidos inmediatamente después de la suspensión, bajo condición
de que los procesos por esos delitos se tramiten sumariamente, y de
que de modo igualmente sumario se tramiten todos los recursos
disponibles contra la condena. Habida cuenta del relativamente corto
plazo de suspensión permitido por el art. 76 ter, párrafo primero –de
entre uno y tres años­ contados serán los casos en los que la sentencia
se alcance antes de la expiración del plazo. Más aún, si el delito de
que se trata es cometido en los últimos meses o días de la suspensión,

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entonces la previsión será de hecho inaplicable, porque ni siquiera la


actividad estatal más diligente podría alcanzar una sentencia final y
firme en tan poco tiempo. Si la suspensión se fija en un año,
difícilmente exista una sentencia firme pronunciada dentro del año por
un delito ulterior a la suspensión, y si el delito es cometido en los
últimos meses o días del plazo –cualquiera sea su duración­ será
seguramente imposible arribar a una sentencia antes del vencimiento
del plazo. Análogo es el caso presente, en el que la suspensión había
sido concedida por un plazo de dos años el 1 de octubre de 2009, y el
delito se dice cometido el 10 de enero de 2011, de modo difícilmente
habría sido alcanzada una sentencia firme antes de la expiración del
plazo, el 30 de septiembre de 2011; aunque la primera sentencia
hubiese sido dictada dentro del plazo, el ejercicio de las múltiples
facultades recursivas a las que el condenado tiene derecho habría
impedido el pronunciamiento de una sentencia firme en tan corto
tiempo.
En esas condiciones, la interpretación que postula la defensa es
frustratoria de la operatividad del art. 76 ter, quinto párrafo, C.P.
A la luz de las consideraciones expuestas, concluyo que el
Tribunal Oral debió haber suspendido el pronunciamiento sobre la
extinción de la acción penal, hasta tanto la sentencia de condena por el
hecho cometido durante la suspensión adquiera firmeza o sea
revocada.
Por cierto, como lo señala la defensa, esto difiere la decisión
sobre la subsistencia de la acción por un tiempo incierto en el que el
imputado no será juzgado ni liberado de la imputación que se le ha
dirigido en el presente proceso. Pero ha de señalarse que la
imposibilidad de enjuiciamiento no se debe a la existencia del otro
proceso, ni a la falta de firmeza de la sentencia, sino a que ha sido el
propio imputado quien ha pedido la suspensión del proceso. No ha
sido juzgado en un plazo más breve, porque él ha pedido que no se lo

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enjuiciara, sujeto a ciertas condiciones, y la determinación de las
condiciones para que no se lo enjuicie no depende de este proceso,
sino de lo que resulte del otro en el que ha sido condenado por
sentencia no firme. En todo caso, aunque indeterminado en el tiempo
el estado de suspensión del trámite, ello no excluye que por otras
razones pueda operarse la extinción de la acción penal, porque el
curso de la prescripción, que estaba suspendido desde la decisión de 1
de octubre de 2009, se ha reanudado el 30 de septiembre de 2011.
Voto así porque se revoque la decisión recurrida, y que se
devuelva el caso al Tribunal de origen para que proceda como aquí se
expone (arts. 456, inc. 1, y 472 C.P.P.N.).
A su turno, el juez Carlos A. Mahiques dijo:
Que adhiere al voto del juez Jantus.
En atención al acuerdo que se arriba, esta Sala, por mayoría,
RESUELVE:
HACER LUGAR al recurso de casación interpuesto por la
defensa, sin costas, y, en consecuencia, CASAR la resolución de fs.
514/515, DECLARAR EXTINGUIDA LA ACCIÓN PENAL y
SOBRESEER a Rodrigo Martín Álvarez, de las demás condiciones
personales obrantes en autos, con relación a los hechos imputados en
esta causa (arts. 76 ter, 336 inciso 1º, 361, 455, 456, 465 bis, 471, 530
y 531, a contrario sensu, del C.P.P.N.).
Regístrese, notifíquese, comuníquese (acordada 15/13 C.S.J.N.
y lex 100) y remítase al tribunal de radicación de la causa, sirviendo la
presente de atenta nota.

Pablo Jantus Luis M. García Carlos A.


Mahiques

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Ante mí:

Paola Dropulich
Secretaria de Cámara

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