Steve Niles 30 Dias de Oscuridad 01 Rumores de Los No Muertos
Steve Niles 30 Dias de Oscuridad 01 Rumores de Los No Muertos
Steve Niles 30 Dias de Oscuridad 01 Rumores de Los No Muertos
controlado. Pero eso fue antes de que la aterradora criatura que una
vez había sido su compañero y amigo atacara a su familia. Ahora
Gray busca respuestas pero sólo encuentra más preguntas y todas
ellas parecen conducir a la aislada población de Barrow, Alaska, un
lugar que ya ha tenido su dosis de horror. Andy Gray no tiene ni idea
de en qué se ha metido, y está a punto de descubrir lo peligrosas
que pueden llegar a ser algunas leyendas cuando resultan ser
reales…
Steve Niles & Jeff Mariotte
ePub r1.0
WAIF 02.01.14
Título original: Rumors of the Undead
Steve Niles & Jeff Mariotte, 2006
Traducción: Diana Falcón Zas
Diseño de portada: Ben Templesmith
Andy completó la ronda por los otros laboratorios del edificio. Ordenó
pruebas, a menos que ya las estuvieran haciendo, de muestras del tejido que
Paul Norris había dejado cuando atravesó el vidrio con los puños, de la voz
de Paul Norris grabada durante la conversación que habían mantenido, de la
integridad estructural del vidrio en sí, de los barrotes, del escritorio y del
muro. Dejó su número de móvil en todos los casos, y pidió que lo llamaran
en cuanto se supiera algo nuevo. Estaba acabando el turno de día, y en un
par de casos habló con los técnicos del turno de noche.
Al final, Greg Sugarbaker, el burócrata que dirigía el laboratorio, lo
pilló cerca del ascensor.
—Agente especial Gray —dijo, torvo—. Mis condolencias por tu
compañero.
Sugarbaker, precisamente, sabía que no se había pedido autopsia porque
el cuerpo de Paul no estaba allí para poder filetearlo, y sabía también que
había roto las ligaduras y abierto un agujero en la pared. Así pues, su
condolencia no era más que comedia. Algo en lo que Andy estaba dispuesto
a participar.
—Gracias —dijo—. Echaré de menos a ese bastardo intratable. —En
cualquier caso, eso era verdad.
—Por lo que he oído, has puesto a mis técnicos de laboratorio un poco
nerviosos —continuó Sugarbaker—. Da la impresión de que estés
dirigiendo las cosas por aquí, en lugar de hacerlo yo. Pidiendo pruebas,
exigiendo resultados con rapidez, ese tipo de asuntos.
—Sólo estoy intentando descubrir qué le sucedió a mi compañero —le
aseguró Andy.
—Eso lo entiendo —dijo Sugarbaker—. Yo haría lo mismo. Y créeme,
estamos trabajando en ello. Ahora mismo es nuestra máxima prioridad.
—Gracias.
—Pero tengo que ser yo el que establezca las prioridades —añadió
Sugarbaker—. Si se hiciera de alguna otra manera, entonces todos los
agentes que tuvieran un caso entre manos no se moverían de aquí diciendo
lo importante que es que sus resultados sean los primeros. Nunca se haría
nada.
—Lo entiendo —replicó Andy, que sabía que el asesinato de un agente
siempre estaría en primer lugar, con independencia de todo lo demás.
Greg Sugarbaker se inclinó hacia él y bajó la voz con aire de
conspiración.
—Has presionado tanto a la gente que algunos piensan que andas
metido en algo. Como que tú y Norris os habíais mezclado en un asunto…
indeseable, y que ahora que le ha costado la vida a él, tú estás intentando
silenciar el asunto.
—Sólo quiero saber qué pasó —repitió Andy.
—Eso ya lo sé, y lo respeto, agente Gray. Créeme. Pero tienes que
entender lo que haces que parezca. Tú no trabajas en esta oficina, así que
esta gente no te conoce bien. E incluso si te conocieran… bueno, ya sabes
cómo son las cosas. Después del 11 de septiembre, después de lo del
Departamento de Seguridad Nacional… todos están nerviosos y nadie se fía
de nadie. Lo único que digo es que te lo tomes con un poco de calma,
¿vale? Nos aseguraremos de que estés al corriente de todo lo que hacemos
lo antes posible.
Andy tendió la mano, y Sugarbaker se la estrechó.
—Gracias —dijo Andy con sinceridad—. Agradezco todo lo que estáis
haciendo por Paul.
—No hay de qué —replicó Sugarbaker—. Me alegro de que hayamos
tenido esta conversación.
La limusina era larga y negra, con el aire acondicionado tan fuerte que hacía
que el interior alcanzara una temperatura casi ártica. Andy se sentó en el
asiento que miraba hacia la parte posterior, de modo que a través del cristal
teñido de negro podía ver el sitio en que habían estado pero no hacia dónde
se dirigían. Era lo que quería. Mientras hablaba con Sally, intentaba
escudriñar los coches que tenían detrás. «Para ver si Paul nos sigue».
—¿Tú estabas con él, Andy? ¿Al final? No logré sacarle muchos
detalles a Héctor ni a nadie más de la Agencia.
—Ojalá hubiera estado —dijo Andy. Odiaba mentirle a la «viuda»
Norris, pero la verdad es que no tenía alternativa—. Tal vez habría podido
hacer algo. Estaba buscándolo… No sé cuánto te contaron realmente.
—Como te he dicho, no mucho. Al parecer, fue capturado por la gente a
la que estabais siguiendo, y lo mataron.
—Eso es, más o menos, lo que ocurrió —dijo Andy. Estaban
siguiéndolos, desde luego que sí; una larga fila de coches entró en
formación detrás de ellos, encabezada por un poli de la motorizada.
Llevaban los faros de carretera encendidos—. Intentamos encontrarlo a
tiempo, ya sabes que andábamos todos por ahí fuera buscándolo.
—Lo sé. —Se frotó la nariz. Andy tuvo miedo de que comenzara a
llorar otra vez, pero no lo hizo—. Pero ojalá me hubieran dejado ver el
cuerpo. —Se inclinó para salvar el espacio que mediaba entre los asientos y
susurró para que las niñas no la oyeran—: ¿Lo… torturaron?
Andy asintió con gravedad. Era la historia que había acordado con el
subdirector Flores.
—Es mejor que no conozcas los detalles.
Sally intentó sonreír. Tenía los ojos de un adorable tono azul, como el
de los tejanos al desteñirse, y el velo les confería un aspecto misterioso.
Pero la sonrisa no llegó a serlo del todo.
—Gracias por cuidar de mí, Andy —dijo, y luego hizo un gesto con la
cabeza hacia las niñas—. De nosotras.
Con una mano apoyada en un hombro de Eben, miré hacia atrás a través del
cristal posterior espolvoreado de nieve. Entre las franjas de hielo fundido
por el calor de la resistencia, vi siluetas en la carretera; no se trataba de un
vehículo, sino de formas humanas.
Que corrían detrás de nosotros.
—Nos están siguiendo —comenté.
Eben miró por el retrovisor y luego bajó con rapidez los ojos hacia el
velocímetro. Marcaba setenta y dos kilómetros por hora.
—Imposible.
No lo era. Estaban acercándose, seis o siete figuras humanas. El que iba
en cabeza se encontraba lo bastante cerca como para que pudiera verle la
chaqueta de cuero, la cabeza afeitada y los numerosos aros de plata que le
perforaban ambas orejas.
Eben pisó el acelerador. Yo miré hacia atrás. Sólo el calvo continuó
siguiéndonos. Los otros giraron repentinamente hacia la izquierda y se
perdieron en la oscuridad.
Eben luchaba para mantener el vehículo en la carretera helada, y yo
podía ofrecer poca ayuda, así que pasé gateando por encima del asiento
hasta la parte posterior de la cabina y desenfundé la pistola.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Eben desde el asiento del conductor.
—Poniéndoselo difícil —le chillé yo—. ¡Baja la luna posterior!
Al descender el cristal pude ver con claridad al calvo. Estaba a menos
de veinte metros detrás de nosotros, y acortaba distancias. Tenía unos ojos
negros resplandecientes, y por un momento pensé que estaba sonriendo.
Pero no, era sólo el conjunto de dientes más grandes y afilados que jamás
había visto.
Apunté con la pistola e intenté hacer blanco a pesar del traqueteo del
vehículo y del gélido viento que se arremolinaba en torno a nosotros. El
calvo entraba y salía de la mira. No podía apuntar con precisión, así que le
disparé cuatro veces al pecho. Las dos primeras balas erraron, pero las otras
dos le dieron en un hombro y lo hicieron girar como una peonza.
Las balas no lo mataron —apenas hicieron manar un poco de sangre,
hasta donde pude ver—, pero ganamos el precioso tiempo que
necesitábamos para huir.
—¿Andy? ¿Andy?
Toctoctoctoctoctoctoc.
—¡Andy!
Mónica estaba ante la puerta del despacho, aporreándola. Él extendió un
brazo, subió el volumen de la radio y volvió a la lectura.
Internet era un recurso asombroso. El problema residía en que no tenía
ningún filtro, nada que le indicara si lo que estaba leyendo allí era verdad,
inventado, o producto de alucinaciones. Pero lo conectaba con fuentes
primarias… artículos de periódicos, diarios de familia y cosas por el estilo,
de todas partes, y eso le resultó útil.
En un principio centró la atención en las comunidades que se
encontraban alrededor y por encima del Círculo Polar Ártico, como Barrow.
Y encontró una abundante cantidad de entradas de las que ocuparse.
En 1953, la población de la pequeña ciudad de Tiksi, de la antigua
URSS, aparentemente había desaparecido durante un invierno
particularmente severo. Los estadounidenses —los que supieron del asunto
— atribuyeron el suceso a las pruebas atómicas soviéticas y especularon
con que la gente sólo había sido desplazada para poder hacer pruebas
subterráneas en la región. Otros, más cínicos, dieron por supuesto que los
soviéticos habían hecho las pruebas sin evacuar a la gente, y que la
radiación resultante los había eliminado.
Un suceso similar había tenido lugar en la isla soviética llamada
Revolución de Octubre en 1968. Para entonces, la tecnología
estadounidense era capaz de determinar si había habido cualquier tipo de
prueba armamentística. No se había registrado ninguna. Pero, una vez más,
la población había desaparecido, sin más, durante las semanas más oscuras
del período invernal.
Nord, Groenlandia, 1911.
Mould Bay, Canadá, 1879.
Tromso, Noruega, 1842.
Península de Kola, Rusia, 1799.
En cada uno de estos lugares, una población floreciente había
desaparecido de forma misteriosa. En todos los casos durante el invierno.
Todas eran pequeñas ciudades situadas alrededor del Círculo Polar Ártico.
Todos eran sitios en los que el sol se ponía y no volvía a salir en varias
semanas.
Leer esos informes dejó a Andy helado hasta los huesos. Se
diferenciaban de la historia narrada por Stella sobre Barrow en una
característica importante: en ninguno de ellos se había observado el tipo de
matanza que ella había descrito. Cuando el sol había vuelto a salir, la gente
de esas ciudades simplemente ya no estaba, había desaparecido.
A Andy se le ocurrió de inmediato una razón plausible para explicar
eso: a diferencia de lo sucedido en Barrow, no había sobrevivido ningún
testigo.
Miró el reloj, y lamentó haberlo hecho. Medianoche. No era de extrañar
que Mónica hubiera dejado de golpear la puerta; estaba seguro de que se
había ido a la cama hacía horas. Él aún no estaba a punto para dormir.
Había estado bebiendo sorbitos de una nueva botella de Jim Beam, y una
nube de humo flotaba en lo alto de la habitación. Su mente era un torbellino
a causa de lo que había estado leyendo. Sabía que no podría dormir aunque
lo intentara; dentro de su mente febril estaban estableciéndose demasiadas
conexiones como para poder hacerlo.
Hacía semanas que estaba así. No había mirado siquiera el calendario;
trabajaba allí hasta que el sueño lo vencía, y luego se despertaba para
trabajar un poco más. Mónica le había preparado comidas y él se las había
comido cuando tenía hambre, sin importarle que se hubieran enfriado. De
todos modos, entre el Beam y los Camel, no podía saborear gran cosa.
Volvió al ordenador. Dejemos el Círculo Polar Ártico, de momento. ¿Y
el resto de poblaciones desaparecidas? Roanoke, Virginia, donde había
desaparecido una colonia entera en 1590, y dejado tras de sí una sola
palabra: «Croatan». Tenía un vago recuerdo de eso, y un informe que leyó
en la red se lo trajo a la memoria. Había varias teorías para explicar adonde
habían ido a parar aquellos colonos, pero ninguna de ellas era definitiva. El
pueblo anasazi, del suroeste americano, que aparentemente había
desaparecido sin dejar rastro en torno a 1519. Se había dado por supuesto
que habían sido asimilados por otras tribus vecinas, pero era sólo una teoría
no demostrada. Hallazgos arqueológicos recientes también apuntaban a la
práctica del canibalismo entre ellos, cosa que podría haber sido una
interpretación errónea de pruebas de vampirismo. La población de la isla de
Pascua, que se desvaneció tras construir sus monolíticas cabezas de piedra.
Por dondequiera que mirara, había ejemplos, grandes y pequeños.
Ciertamente, todas esas desapariciones no podían ser atribuidas a
vampiros. No obstante, era probable que hubieran sido responsables de
algunas de ellas. Andy abrió los postigos de la ventana de su despacho y
miró hacia la oscuridad del otro lado. Sabía que era allí donde moraban. Los
humanos siempre habían buscado la luz. Obviamente, Andy no había estado
presente en los primitivos tiempos de los protohumanos, pero podía
imaginarlos refugiándose en cuevas o en lo alto de los árboles al caer la
noche, para salir sólo con la alborada. Luego, cuando aprendieron a utilizar
el fuego —ciertamente, una de las más urgentes metas para aquellos
primeros humanos—, pudieron mantener la noche a raya.
¿Habría vampiros ya entonces, acechando en las sombras, imperando
sobre la noche? ¿O eran una evolución más reciente? Tenía que existir
alguna base científica que explicara su existencia; Andy no lograba
convencerse de que pudieran tener un origen sobrenatural, de que fueran
obra del diablo o alguna otra necedad por el estilo. Para empezar, ya le
había costado lo suyo aceptar la idea de que los vampiros eran reales.
Pedirle que aceptara la existencia de algún tipo de magia oscura era
simplemente demasiado.
Mientras miraba el cielo, el horizonte oriental comenzó a teñirse de gris.
Pronto amanecería. Dejó escapar un suspiro de alivio. Cada noche que
pasaba era una pequeña victoria más.
Descorrió el cerrojo de la puerta del despacho y salió. El cuarto de baño
más cercano era el baño de cortesía del otro lado de la cocina. Permaneció
en él durante un par de minutos, y cuando salió, encontró a Mónica en el
corredor, mirándolo con el ceño fruncido, vestida con un viejo albornoz
verde de rizo de algodón encima de un pijama de algodón corriente.
—Acaba de llamarte Sally Norris —dijo—. De hecho, anoche llamó
varias veces, un par de veces durante el día de ayer, y al menos una vez al
día desde que volviste a casa. Cosa que no podías saber, por supuesto, va
que has pasado todas las horas de vigilia encerrado en ese despacho
evitando a tu familia. ¿Existe alguna razón en particular para que haya
estado llamándote tanto? ¿Hay algo que yo debería saber?
Andy no intentó entender la cólera que se apoderó de él. Estalló como
salida de la nada, un ventarrón de furia con la fuerza de un huracán ante la
inimaginable irritación que ella tenía que haber sentido para preguntarle
algo semejante.
—¡¿Te parece suficiente que porque su marido acaba de ser asesinado?!
—vociferó—. ¡¿Te parece suficiente que porque yo soy el tipo que intenta
averiguar quién lo hizo?! Dios mío, Sally es amiga tuya, o al menos yo
pensaba que lo era. ¿Y ahora qué, tienes un pequeño ataque de celos porque
se atreve a llamarme para saber cómo va el caso? ¿Por qué no me dijiste,
simplemente, que ella estaba al maldito teléfono?
La cara de Mónica, que recordaba vagamente a la de un pájaro,
manifestó una cierta conmoción, como si la hubieran golpeado.
—Te lo dije —replicó. Sus labios comenzaban a temblar—. Llamé a la
puerta de tu despacho y te lo dije.
—¡Y una mierda! —rugió él—. ¡Yo habría contestado a una llamada de
Sally!
—Me dijiste que me dejara de joder —replicó Mónica. La palabra
resultó sorprendente al salir de su boca. Mónica nunca decía palabras
malsonantes ni palabrotas. Tampoco lo hacía Andy, en general, pero a causa
del enfado no se cuestionó lo que había estado diciendo—. Sally ha estado
llamando tanto que me he estado preguntando a cargo de quién corría eso
de joder.
Una mano de Andy se cerró en un puño. Antes de que la golpeara, sin
embargo, la ola de ira comenzó a pasar y se dio cuenta de lo que había
estado a punto de hacer. Se metió la mano en el bolsillo, como si pudiera
ocultar aquel acto sin más. No se fiaba de su lengua. Sabía que aquella
conversación tenía que acabar antes de que él hiciera o dijera algo que ya
no le permitiera dar marcha atrás. Le volvió la espalda a Mónica, regresó al
despacho y echó el cerrojo a la puerta otra vez. Al otro lado oía como ella lo
llamaba con voz conmocionada y llorosa.
No le hizo caso.
Había algo más que lo inquietaba, algo en lo que había estado pensando
antes de que la abrumadora necesidad de mear lo hiciera abandonar la
seguridad del despacho. Se sentía como si se hubiera transformado en un
fardo de ese tipo de urgencias, una estrafalaria combinación de intelecto
inquisitivo y bajos deseos animales. De vez en cuando tenía que comer,
dormir, defecar. Tal vez el hecho de acostarse con Sally Norris había tenido
tanto que ver con sus propias urgencias como con las de ella, después de
todo. Pero ésas eran exigencias físicas, atributos de un cuerpo que era, a fin
de cuentas, sólo humano. El resto de él estaba consumido por un misterio.
¿Qué le había sucedido a Paul Norris, cómo podía afrontar el asunto, y
dónde estaba Paul, ahora? Después de las necesidades de supervivencia,
ésas eran las únicas cosas que importaban.
Lo cual le recordó por qué había vuelto al despacho, para empezar. El
correo electrónico de Angélica Foster.
Amos Saxon.
10
El doctor Amos Saxon había sido uno de esos profesores que daban clases
porque les gustaba enseñar, no por el dinero. Nunca habría podido
permitirse la casa que tenía en Westholme, a pocas manzanas del campus,
situado en Westwood, con su salario. Le había costado un par de millones
con toda facilidad, y, según las investigaciones que Andy había hecho antes
de volver a Los Ángeles, había pagado en metálico.
Pero, por otro lado, la enseñanza había sido sólo una parte de la vida de
Saxon. Tenía el título de médico, y antes de morir aún atendía a unos pocos
pacientes selectos. Había escrito libros, incluida una obra de divulgación
científica sobre la psicología del romance, la cual había llegado a las listas
de bestsellers, y varias obras eruditas más que habían sido adoptadas por
cursos universitarios de todo el país. Tenía subvenciones y contratos de
investigación para el gobierno. También había empresas privadas que le
pagaban por su asesoramiento. A Andy Gray le parecía que había llevado
una vida afortunada.
Aunque no lo bastante afortunada. Un pirómano lo había carbonizado
hasta tal punto que el buen doctor había tenido que ser identificado por el
historial dental.
Después de leer el correo electrónico donde Angélica Foster detallaba
las similitudes entre la sangre extraída de Norris y la que había sido hallada
en casa del doctor Saxon, Andy se había instalado en su silla para buscar
más información sobre el profesor. Rico, por supuesto. Divorciado, pero
visto a veces con mujeres encantadoras, incluida alguna estrella menor de la
pantalla. Parecía haber algún indicio de escándalo que implicaba a una
estudiante. La historia se extinguió con rapidez, pero no sin conferir un
cierto toque de picardía a Saxon.
Entonces Andy se había quedado dormido. Tras un par de horas de
sueño, despertó y se cambió de ropa. Esquivó a Mónica y las niñas, se
metió en su propio coche, un Toyota Camry de seis años, e hizo el largo
viaje hasta Los Ángeles. El corto descanso había contribuido a refrescarlo,
y el café y los comprimidos de cafeína de una serie de gasolineras y tiendas
de carretera lo mantuvieron despierto durante el resto del viaje. Se
encontraba otra vez entre las cenizas de la casa de Saxon, con la horrible
certeza de que no faltaba mucho para que oscureciera.
La primera vez que había estado allí fue justo después del incendio.
Saxon había sido el que había llevado a Stella Olemaun al campus, y eso
hizo que el profesor apareciera en el radar del FBI, por así decirlo. No
obstante, en la escena también habían sido hallados muertos dos agentes del
Departamento de Policía de Los Ángeles, así que la Agencia había dejado
que se encargaran ellos de la investigación. Realizaron los informes que
acabaron por aterrizar en el escritorio que Andy tenía asignado en la oficina
de Los Ángeles.
En aquel momento había leído minuciosamente esos informes. Con el
añadido de lo que él sabía sobre Paul Norris y Stella Olemaun, ahora
miraba la escena con otros ojos. Caminó entre los escombros, comparando
el entorno con los planos de la casa y las fotografías que había visto de la
vivienda antes de que se quemara. Podía determinar que se encontraba en el
ala que el doctor Saxon dedicaba a su trabajo. Allí había habido un
laboratorio casero, un consultorio, una sala de espera para sus pacientes
ricos, una sala de archivos, y aún más. El hedor acre dejado por el incendio
estaba desvaneciéndose, ya que el viento pasaba silbando por las zonas de
la casa que habían quedado abiertas. La casa de al lado, cuyo terreno y un
extremo habían quedado parcialmente quemados, estaba cubierta con hules
que se agitaban como velas de barco al viento. Milagrosamente, un
gigantesco jacarandá que crecía en el límite entre las dos propiedades
regaba los parterres carbonizados con sus flores purpúreas, completamente
intacto.
En la habitación de archivos, los expedientes los guardaba en
archivadores ignífugos, pero los habían abierto y el contenido había
quedado incinerado. Ése había sido uno de los primeros indicios de que el
incendio había sido provocado, dado que alguien tenía que haber abierto
esos archivadores para permitir que el fuego entrara en ellos. Andy sujetó la
linterna entre una mejilla y el hombro y se puso a rebuscar entre las cenizas,
pero no quedaba lo bastante de ningún expediente como para
proporcionarle una primera pista que le indicara en qué había estado
ocupado Saxon. Los ordenadores eran masas fundidas de plástico y cables.
Según los informes, no habían podido rescatar nada de su contenido, y los
CD de seguridad habían sido destruidos o habían desaparecido.
Cruzó una puerta arqueada —la casa había sido del estilo toscano
moderno que aparecía en las revistas de arquitectura— y entró en las
oficinas de la consulta médica de Saxon. Las cenizas se desplazaron por el
suelo de mármol de la sala de espera. Lo que en las fotos parecían mullidos
sillones de cuero, eran ahora cosas quemadas de las que sólo quedaban
estructuras metálicas ennegrecidas. Había una mesa de tubo cromado y
vidrio que estaba relativamente intacta. Los restos de los policías habían
sido hallados en aquella sala. El capitán de la brigada a la que pertenecían
los dos agentes había sido incapaz de explicar qué estaban naciendo allí.
Andy no podía aventurar una conjetura, no sin tener mucha más
información. Y eso no parecía estar al alcance de la mano.
Pasó a la habitación siguiente, una sala de exploración separada de la
sala de espera mediante una puerta de acero. El calor había sido tan intenso
que la puerta se había fundido ligeramente y, en consecuencia, deformado, y
aunque continuaba sujeta a los goznes era imposible hacerla girar en
ninguna de las dos direcciones. Sin embargo, la puerta había contenido una
parte de la furia del incendio, y la sala había quedado más intacta que la
mayoría. Los armarios contenían instrumental apenas chamuscado; las
jeringuillas tenían fundidas las piezas de plástico, pero habían quedado las
partes metálicas, junto con cuencos de acero inoxidable y otros objetos que
Andy no sabía cómo se llamaban y que parecían intactos. Incluso la camilla
de exploración estaba relativamente en buenas condiciones; el tapizado de
cuero se había quemado y en algunos puntos se había enrollado hacia atrás
y dejaba ver el relleno, pero el resto estaba casi intacto. La linterna de Andy
iluminó algo de textura extraña que había debajo de la superficie de cuero,
así que abrió la navaja para rasparlo. Ante la hoja de la navaja aparecieron
unas escamitas enrolladas de color rojo amarronado.
Al parecer, la camilla había estado empapada de sangre, tanta que había
calado a través del cuero y se había secado dentro del acolchado. Lo olió,
pero el aroma de la sangre había desaparecido bajo el hedor a quemado.
Pero alguien había sangrado profusamente sobre aquella camilla, pensó.
Pasó a la sala siguiente, la cual no se parecía a ningún despacho de
médico que hubiese visto jamás. Había anillas fijadas a las paredes. El
acero de las anillas estaba mellado y tenía muescas, como si otros objetos
metálicos, presumiblemente cadenas, hubieran sido fijados en ellas. El
efecto general era más el de una mazmorra que el de un consultorio médico,
lo que hizo que Andy se preguntara si la estudiante del silenciado escándalo
no habría pasado algún tiempo allí como prisionera o esclava voluntaria de
Saxon.
Una gran parte de la pintura se había desprendido de las paredes, pero
aún quedaba algo, de color verde pálido con una franja verde más oscura.
Al mirar más de cerca, Andy vio marcas extrañas en las paredes entre las
anillas. Las iluminó con la linterna, y las estudió. Iban desde unos sesenta
centímetros del suelo hasta alrededor de un metro ochenta centímetros de
altura, un poco menos en algunos casos. Eran cuatro manchas oscuras sobre
lo que quedaba de la pintura.
Las imágenes destellaron en su mente en cuanto se dio cuenta de qué
debía de haber sucedido: Cuatro personas engrilletadas en posición erecta
contra la pared. El fuego entra con una explosión a través de la sala de
exploración y atraviesa la puerta de comunicación. El calor evapora toda la
humedad del aire, hace hervir los fluidos de los cuerpos. Los globos
oculares salen disparados, los cerebros estallan contra el cráneo, piadosa
inconsciencia antes de que se produzca la incineración de los cadáveres.
No. La incineración no había sido completa. Habían quedado los
suficientes restos de los policías como para identificar los cuerpos. Pero el
informe no mencionaba ningún otro cuerpo encontrado allí, aunque esa sala
estaba más lejos del origen del incendio, y las paredes y el techo de piedra,
junto con el suelo de mármol, habían aportado poco combustible a las
llamas.
Así pues, alguien había retirado los restos de quienesquiera que
hubieran muerto quemados en aquella sala. Andy recorrió toda la habitación
con el haz de la linterna para intentar demostrar que su hipótesis era
errónea. Si allí dentro hubiera habido algún elemento combustible, el fuego
habría podido tener más intensidad; librerías, sólidos muebles de madera,
cualquier cosa de ese tipo. En un rincón había un montón de ceniza. Lo
removió con un pie y encontró algo duro dentro. Sacó el objeto de entre las
cenizas con la punta del zapato y se acuclilló para mirarlo. Era negro y le
resultó familiar. Lo recogió y le dio unos golpecitos contra una zona del
suelo que estaba más limpia para hacer caer parte del hollín.
Un maxilar humano que aún tenía algunas piezas dentales.
Quienquiera que hubiera limpiado la escena había pasado aquello por
alto, y los investigadores del Departamento de Policía de Los Ángeles aún
no lo habían encontrado. O lo habían dejado allí intencionadamente.
Tenía algo raro.
Andy lo enfocó con la linterna. Al principio había pensado que era
humano, y realmente tenía aspecto de serlo. Pero los dientes… no eran
humanos.
Había dos hileras de ellos, no una sola. Afilados como diminutas
navajas. Más pequeños que la mayoría de dientes humanos, salvo por dos
laterales, cercanos a la parte frontal, justo debajo de donde estarían los
caninos superiores. Esos dos tenían el doble del tamaño que sería normal y
acababan en punta de flecha.
Colmillos grandes como los de una fiera.
Andy casi arrojó aquello a un lado a causa del horror, pero se contuvo.
Aquello era una prueba; sólida, innegable.
Eso sólo podía ser de un vampiro.
Andy giró desde Sunset y metió el Camry en una zona de aparcamiento que
había a la mitad de la segunda manzana. Había dejado el maxilar en la
guantera junto con la linterna; volvió a sacar la linterna y se la metió en un
bolsillo. Examinó la Glock para asegurarse de que llevaba las dieciséis
balas. Se tocó el bolsillo de la chaqueta para confirmar que llevaba el
segundo cargador.
No podía volver a Los Ángeles sin comprobar el bar que Paul Norris
había anotado en su agenda, pero había caído la noche cuando aún estaba en
casa de Saxon. Ya antes de conocer la existencia de los vampiros no habría
entrado desarmado en un tugurio de un callejón de Sunset. Ahora, le
hubiera gustado tener un bazuca para complementar la Glock.
Volvió andando hasta Sunset. Destellaban los faros de los automóviles
que pasaban, la vida que continuaba a pesar de los horrores que aguardaban
en la oscuridad, horrores que aquellas gentes no podían ni sospechar. Andy
había pasado su vida adulta intentando mantener a sus compatriotas a salvo
de las pesadillas de las que no tenían ni idea: criminales y terroristas,
estafadores y timadores, asesinos, secuestradores y matones. La vida de un
agente del FBI no era para cualquiera, pero él pensó que estaba bastante
bien dotado para ella. Y Paul Norris todavía más, porque Paul entendía la
oscuridad del alma humana mejor que Andy. Mejor que muchos. Andy sólo
podía llegar hasta ella desde el intelecto, pero Paul podía percibirla de
manera intuitiva, podía penetrar en ella sin tener que intentarlo siquiera.
Andy encontró el callejón, situado entre una oficina de seguros cerrada
y un salón de masaje, y se volvió de espaldas a la calle. La entrada del salón
de masaje estaba apartada del callejón, de modo que los clientes podían
entrar y salir sin que pudieran observarlos desde la calle. Un par de
ventanas cubiertas por cortinas y un letrero de neón eran las únicas cosas
visibles desde Sunset. Más al interior del callejón, a la izquierda, había otra
puerta que quedaba medio escondida debajo de una escalera de incendios.
Ésa era la entrada del bar sin nombre. Andy fue directamente hacia ella,
se detuvo en el exterior y apoyó una oreja contra la puerta. O bien estaba
cerrado, o bien abandonado, o…
No quería pensar en las otras posibilidades.
La puerta estaba cerrada con llave, pero cedió con facilidad al forzarla,
porque la madera podrida de la jamba se desmenuzó bajo su peso. Al entrar,
lo asaltó un espantoso hedor de morgue. Había olido tanta sangre desde la
desaparición de Paul que temía tener la nariz impregnada ya de ella de
modo permanente. Accionó un interruptor de la luz, pero no sucedió nada.
Sacó la linterna y la encendió.
El lugar era un desastre. Parecía que allí se hubiera producido la pelea
de bar más grande de la historia. Había mesas y sillas derribadas y dispersas
sin orden por todo el local. Al fondo estaba la barra, pero lo único que
quedaba de las botellas era destrozado vidrio multicolor. Detrás de la barra
se veía una superficie plana con marcas de pegamento; allí había colgado
un espejo alguna vez. Ahora, lo más probable era que formara parte de las
esquirlas de vidrio roto.
Y sangre.
Sangre por todas partes.
Marcas de salpicaduras en las paredes. Sangre pulverizada que había
ascendido hasta el techo, casi invisible entre las tuberías y el cableado.
Charcos secos en el suelo, descamándose como pintura vieja.
¿Una masacre? ¿O algo peor?
Un comedero.
Andy se detuvo en el centro de la habitación y se estremeció, haciendo
que el haz de la linterna se bamboleara de manera incontrolable.
¿Cuántos habían muerto allí? Sentía la presencia de la muerte que
rondaba por el lugar como lo había hecho por otras escenas de muerte en
masa en las que había estado a lo largo de su carrera. Nunca había creído en
fantasmas, pero estaba dispuesto a admitir que tanta matanza dejaba tras de
sí algún tipo de energía negativa.
«Paul anotó este lugar en su agenda. ¿Había estado aquí? ¿Me lo habría
dicho si hubiera venido?».
A menos que aquél hubiera sido el final… el último lugar al que había
ido antes de cambiar. ¿Era allí donde se había encontrado con la señora, ésa
cuyas órdenes tenía que obedecer? ¿La que lo había abandonado antes de
que acabara su transformación?
Andy quería salir de allí.
Las opciones parecían ser examinar el lugar centímetro a centímetro,
como una auténtica escena de crimen, o captar sólo una impresión general y
salir. Estaba bastante convencido de que optar por el método de escena de
crimen lo dejaría bastante jodido físicamente. Y tal vez peor que eso,
porque, ¿y si la enfermedad vampírica era debida a un virus? Podría
contraerla por contacto con tanta sangre como había allí. Y quién sabía qué
otras enfermedades podían estar acechando en ella, o qué otros fluidos
corporales podían estar presentes y que él no podía detectar al no ir
pertrechado con nada más sofisticado que una linterna.
«A la mierda con esto».
Se encaminaba hacia la puerta cuando oyó el ruido.
Un sonido como de correteo, como cuando había tenido ratas en el
desván de la casa de Sacramento.
Giró sobre sí mismo y dirigió la luz hacia la barra. «No sería
sorprendente que aquí hubiera ratas, o cualquier otro tipo de alimaña». Pero
cuando iluminó esa zona, vio algo que había pasado por alto la primera vez,
una pesada puerta negra que cerraba el paso a un espacio situado detrás de
la barra.
Maldiciendo para sí, Andy avanzó hasta la puerta. La verdad era que
quería volver a su coche y alejarse de aquel lugar. Sólo había dormido un
par de horas. Era de noche en Los Ángeles, él estaba molido, y había estado
castigando despiadadamente su cuerpo. No sabía durante cuánto tiempo
podría continuar exigiéndose tanto esfuerzo antes de derrumbarse.
Desenfundó el arma y abrió la puerta de un tirón.
Detrás de la barra se abría un cavernoso espacio oscuro. «Cuando este
local estaba en funcionamiento, es probable que aquí celebraran conciertos
o bailes». El haz de luz apenas llegaba a las paredes del otro extremo,
donde los muebles y pertrechos habían sido apartados hacia los lados. En lo
alto, más tuberías y cableado descubierto, y vigas en sombras.
Ya casi había devuelto la pistola a la funda cuando oyó el ruido otra vez,
procedente de las sombras del extremo más alejado del enorme espacio.
Apuntó hacia el lugar con la linterna y el arma, pero no vio nada más
que mesas y sillas apiladas cubiertas por una capa de polvo.
—¡FBI! —anunció con voz imperiosa, aunque a él le pareció que
sonaba un poco tonta en aquel espacio vacío—. ¿Quién anda ahí?
Otra vez el sonido de correteo desplazándose hacia la izquierda a lo
largo de la pared del fondo. Andy intentó seguirlo con la luz. Nada.
—¡FBI! —Volvió a gritar—. ¡Déjese ver!
El sonido cesó de repente. Andy contuvo el aliento y luchó para sujetar
la Glock con pulso firme. Desplazó la luz en círculos cada vez más amplios,
en busca de la rata o lo que fuera. El sudor le empapaba el pelo de las sienes
y le salpicaba el labio superior. Oía los fuertes latidos de su propio corazón.
Y entonces volvió, el mismo ruido de raspado y deslizamiento, pero no
procedente de la pared del fondo.
Esta vez le llegaba de lo alto, encima de él.
Andy levantó la linterna a tiempo de captar una figura humana, un
hombre, que se movía entre las vigas de acero. Aquello, él, se detuvo como
inmovilizado por el círculo de luz y volvió la cabeza para posar la mirada
sobre Andy.
Era flaco, casi como una araña con sus brazos y piernas finos como
palillos, y estaba sujeto al techo, cosa que parecía imposible.
A la luz de la linterna, Andy pudo verlo con horrible detalle; vio los
dedos nudosos que se soltaban.
Se dejó caer, directamente hacia Andy.
La boca provista de colmillos se abrió mientras se precipitaba, y vio
sangre vieja que le manchaba la piel en torno a la boca y trazaba líneas que
le bajaban por el mentón. Ojos negros como pozos vacíos, afiladas garras
por uñas, incrustadas de suciedad y sangre, pelo negro y enredado, tan
mugriento como las ratas que Andy había esperado ver, y caía hacia Andy,
que alzó el arma, «cabeza, dispara a la cabeza, dispara a la cabeza, dispara a
la cabeza» y apretó el gatillo dos veces antes de que aquella cosa le cayera
encima, apuntando directamente a la boca abierta del monstruo. El
fogonazo del cañón fue cegador en aquel espacio oscuro. La criatura giró
violentamente en el aire. Una de sus extremidades golpeó a Andy en la
cabeza, y ambos cayeron al suelo sucio. La Glock salió volando de la mano
de Andy.
En el momento en que se precipitaba tras ella, la criatura se levantó.
Cuando Andy ya tenía la pistola en la mano y había rodado hasta ponerse
de rodillas, aquella cosa había desaparecido. La puerta por la que había
entrado giró sobre sus herrumbrosos goznes.
Andy apoyó una mano en el suelo para impulsarse y ponerse de pie, y
esta vez resbaló en un charco viscoso. Volvió a caer y se dio un fuerte golpe
en una rodilla contra el suelo de hormigón. Manoteando en busca de algo
que le proporcionara tracción, su mano golpeó contra otra cosa. Cogió la
linterna y dirigió la luz hacia el suelo. Había caído en un charco de sangre
fresca, pero había más: trocitos de hueso, dientes, y rugoso tejido gris y
rosado que sólo podía pertenecer a un cerebro. Asqueado, Andy se puso en
pie de un salto y sacudió la mano para librarse de aquélla porquería en la
medida de lo posible. Necesitaría desinfectarse, después de eso.
Llegó a la puerta y la atravesó, con la pistola y la linterna sujetas con
manos temblorosas. La sala más pequeña del otro lado estaba vacía hasta
donde podía determinar. La puerta que comunicaba con el exterior se
encontraba entornada, aunque él la había dejado abierta de par en par al
entrar.
Lo que significaba que había acertado a la criatura en la cabeza y le
había causado el daño suficiente como para regarse él mismo de hueso y
sesos, pero la criatura había huido a pesar de la herida.
A lo largo de todo el recorrido de vuelta al coche, sus piernas
amenazaron con doblarse de un momento a otro. Andy vigilaba y
escuchaba, dispuesto a disparar otra vez ante el menor movimiento
inusitado. Bajó por Sunset con la linterna encendida y la pistola en la otra
mano, y nadie ralentizó el paso para echarle una segunda mirada. Cuando
dejó Sunset, entró en una calle que estaba más oscura, y el ruido del tráfico
quedó detrás de él. Su coche estaba donde lo había dejado. Alumbró con la
linterna el interior antes de entrar, y en cuanto estuvo detrás del volante lo
abandonó toda la fuerza, ya que la subida de adrenalina lo había dejado
ahora débil y tembloroso. Logró echarle el seguro a la puerta, y luego apoyó
las manos en el volante y recostó la cabeza sobre ellas.
Permaneció así durante largos minutos, sin moverse salvo por los
incontrolados temblores de piernas y brazos. Al fin logró aquietarlos, pero
continuaba sintiéndose agotado y vacío. Exhausto. Esperaba poder
mantenerse despierto durante el tiempo suficiente para encontrar una
habitación de motel, en un lugar lo bastante alejado de allí como para que la
criatura no pudiera seguirlo a pie, pero no tan alejado que lo obligara a
conducir durante toda la noche para llegar. Abrigaba la esperanza de que
podría dormir, de que los nervios no lo mantendrían despierto a pesar del
profundo cansancio que sentía.
Abrió la guantera para volver a guardar la linterna.
El maxilar de vampiro había desaparecido.
Andy se dio cuenta entonces de que había cerrado el coche con llave
antes de entrar en el local, pero lo había encontrado abierto al regresar. No
se veía ni rastro de quién lo había abierto, pero la incontrovertible prueba
que había descubierto apenas una hora antes había desaparecido.
Cuando al fin sintió que había recuperado la fuerza suficiente como para
controlar el vehículo, recogió las llaves de donde las había arrojado, sobre
el asiento del acompañante, e insertó la llave de encendido en el contacto.
Antes de que pudiera girarla, sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo y
miró la identidad de quien llamaba. Un número del FBI.
—Gray —susurró por el micrófono.
—Andy, soy el subdirector Flores —dijo una voz conocida—. Sé que
has estado trabajando con Angélica Foster en el laboratorio forense, así que
quería que lo supieras de inmediato.
—¿Qué supiera qué? —preguntó Andy. Temía la respuesta, sabía que no
podía ser una buena noticia, no si Flores lo llamaba en persona a una hora
tan tardía.
—La han asesinado, Andy. Le cortaron la garganta, o se la desgarraron
con un arma que aún no hemos identificado. Violada, probablemente post
mórtem. Ha sido un chiflado, Andy. La Unidad Especial está haciéndose
cargo del asunto, así que no me parece que tengas que preocuparte por ello.
Era una de los nuestros, y no vamos a dejarlo hasta que hayamos logrado
freír a ese bastardo.
Cansado, Andy asintió con la cabeza, y entonces recordó que Héctor
Flores no podía verlo.
—Gracias, señor. Lamento lo de Foster. Era buena en su trabajo.
El subdirector hizo algunos otros ruidos compasivos y colgó. Andy
apagó el teléfono y se lo metió otra vez en el bolsillo.
La Agencia podía pensar lo que le diera la gana acerca de la muerte de
Foster, pero Andy sabía que no había sido un crimen sexual aleatorio.
Angélica Foster era el nexo que conectaba a Paul Norris, Amos Saxon y
Stella Olemaun. Así pues, su muerte no era una coincidencia.
Era un mensaje, una advertencia de un viejo amigo.
Y el significado no habría podido ser más claro, aunque para enviárselo
hubiera usado uno de esos enormes carteles publicitarios que había en
Sunset.
11
Andy logró dormir cuatro horas.
Al despertar, fue en busca de una licorería cercana, donde compró una
botella de tres cuartos de Jim Beam y un vaso grande de poliestireno
expandido lleno de café. Se llevó ambas cosas a la habitación del motel, tiró
una parte del café y vertió en el vaso aproximadamente la cuarta parte de la
botella. Se sentó sobre el borde de la cama, con la mente en blanco,
mirando fijamente una reproducción mala de un cuadro de Georgia
O’Keeffe que había en la pared de delante, y se tomó el brebaje.
Cuando hubo acabado, arrugó el vaso y lo lanzó hacia la papelera,
aunque erró. Lo dejó donde había caído y se encaminó al baño. Se quitó el
traje manchado que había llevado puesto desde la mañana anterior. Abrió la
ducha con el agua tan caliente como pudo aguantar, y se metió debajo. Una
vez más, usó el jabón y el champú suministrados por el motel para intentar
limpiarse, pero por mucho que frotara no podía librarse del recuerdo de
estar sentado en aquel cieno de sangre y sesos.
Andy cerró la ducha y, aún goteando, volvió a la habitación. La botella
estaba sobre la mesita de noche. Le quitó el corcho, se la llevó a los labios,
echó la cabeza atrás y dejó que el líquido le quemara la garganta al tragarlo.
Cuando lo hubo acabado, sacudió la cabeza con violencia y regresó al baño
en busca de una toalla. Se secó y volvió a ponerse la ropa sucia. No se había
llevado equipaje alguno al salir de Sacramento. Se mojó un dedo con agua
caliente y se frotó los dientes con él. Se daba cuenta de que no cumplía con
los requisitos de pulcritud del FBI, pero a esas alturas había dejado de
preocuparse por el asunto.
A su manera, estaba casi tan transformado como Paul. Era un extraño
incluso para sí mismo. Y no un extraño que le gustara demasiado,
reflexionó.
En el coche, camino de la oficina de Los Ángeles, llamó a la Unidad
Especial e interrogó al agente que se había hecho cargo del caso de
Angélica para averiguar todo lo que pudiera sobre las circunstancias de la
muerte. Todo lo que oyó lo hizo sentir cada vez más y más cabreado.
Una vez que llegó a la oficina, enseñó su identificación e hizo caso
omiso de las miradas curiosas y horrorizadas de los agentes que lo
rodeaban. Fue directamente a la oficina de Angélica Foster y se puso a
registrar sus archivos y papeles, en busca de cualquier nota relativa a su
investigación sobre Norris o Saxon.
Llevaba allí apenas unos minutos, y aún tenía las manos vacías, cuando
Héctor Flores irrumpió en el despacho, flanqueado por dos gorilas a los que
no reconoció.
—Agente especial Gray —bramó el subdirector para hacerle saber de
inmediato a Andy que estaba metido en problemas—. ¿Qué estás haciendo
aquí?
—Intentando averiguar qué le sucedió a mi compañero —replicó Andy
—, y a Angélica.
—Te dije que ya estaban ocupándose del caso de Angélica —dijo el
subdirector Flores—, y te di instrucciones específicas sobre cómo llevar el
caso Norris.
—Y si no le importa que se lo diga, señor, esas instrucciones son
sandeces —le contestó Andy—, y su manera de considerar el caso Foster es
también una sandez. No fue víctima accidental de un pervertido. Se acercó
demasiado a la verdad sobre los vampiros y Paul la mató por eso.
—¡Gray, quedas suspendido de tus funciones! —gritó el subdirector.
Tenía la cara roja, y la saliva salió despedida de sus labios al replicar—.
Quiero verte en mi oficina… ¡ahora!
—No voy a ir a ninguna parte —contestó Andy—. Voy a quedarme aquí
mismo hasta que encuentre lo que necesito para cerrar este caso.
—¡Tú no estás en el caso Foster! —insistió Flores.
—Es todo un solo caso, Héctor, y dado que ha decidido no poner a
nadie a trabajar en él, yo me he designado a mí mismo. ¿Cómo puede decir
que la muerte de Angélica ha sido un crimen sexual? Le habían drenado la
sangre del cuerpo. ¡Drenado! ¿Dónde estaba? ¿Han encontrado una
conveniente bañera llena de sangre? ¿Algunas jarras de plástico? ¿No? Por
supuesto que no. Pero ¿continúa afirmando que lo hizo un violador?
—Gray, estás borracho… —lo interrumpió Flores.
—Eso no tiene nada que ver con el asunto —dijo Andy—. ¿Dónde está
la sangre? Si no fue un ataque vampírico, ¿dónde está la sangre? Y Hastings
me ha dicho que la penetración fue post mórtem, incluso los tajos del cuello
fueron post mórtem. ¿Ha intentado razonar eso, Héctor? ¿Ha intentado
estirar un poco su pequeño cerebro de guisante para conjeturar por qué
podría ser eso? —Las manos de Andy se cerraron, y tuvo que luchar para
no darle de puñetazos al subdirector—. ¿Qué le parece porque el asesino
estaba intentando ocultar las heridas de los mordiscos?
Héctor Flores se volvió hacia uno de los gigantes que tenía al lado.
—Espósalo —dijo, señalando a Andy con un pulgar.
Entonces, Andy perdió los estribos. Se lanzó hacia el arrogante
gilipollas del subdirector y le aporreó el tronco y los brazos con los puños.
Tenía ganas de arrancarle los ojos al tipo con las uñas, pero los dos gorilas
le aferraron los brazos y se lo quitaron de encima a Héctor.
—Tranquilícese, Gray —dijo uno de ellos. Parecía un adicto a los
esteroides, con cuello de toro, brazos casi tan gruesos como la cintura de
Andy, y cara inexpresiva de rasgos toscos. Sus labios apenas parecieron
moverse al hablar. Llevaba corto el pelo rubio; era lo único que lo
distinguía del otro tipo, cuyo pelo corto era castaño oscuro.
Andy renunció a la lucha cuando vio que no podría persuadir a aquellos
tipos, y que la fuerza con que le aferraban los brazos era demoledora. El
subdirector Flores aprovechó su situación para pinchar el pecho de Andy
con un dedo mientras se componía la corbata y la americana.
—Estás fuera de aquí, Gray —dijo—. Fuera del edificio, e
indefinidamente suspendido y pendiente de los resultados de la vista
disciplinaria a la que serás sometido. Y desde ahora puedo garantizarte
cuáles serán esos resultados. Se te acusará de atacar a un superior. Perderás
el empleo y la pensión, y tendrás una suerte del demonio si no te condenan
a prisión.
—¿Quieres decir que no tendré que obedecer órdenes de cabronazos
como tú? —preguntó Andy con un gruñido—. Se me parte el corazón.
El subdirector Flores apartó la mirada de él para dirigirse a los gorilas.
—Lleváoslo fuera de mi vista.
Los gorilas obedecieron.
Había gente en la que simplemente no se podía confiar para que hicieran las
cosas bien.
Paul Norris sabía que a Andy le comunicarían la muerte de Angélica
Foster. Héctor Flores se aseguraría de que lo supiera, porque el subdirector
de Los Ángeles era el consumado burócrata, con gráficos, listas y libretas
donde anotaba los detalles de todo lo que sucedía a su alrededor, estaría
enterado de que Angélica trabajaba en asuntos de interés para el agente
especial Gray.
Había sido un poco más complicado que enviarle a Andy un correo
electrónico o llamarlo por teléfono, pero mucho más divertido. Angélica,
después de todo, era una monada. Mejor aún, en el pasado se había puesto
beligerante con Paul sólo por un comentario que él había hecho, y en
aquella ocasión en que ella retrocedió al apartarse del microscopio y él
acabó con un puñado de culo en la mano.
Así que él había disfrutado mucho al desgarrarle la carne con los
dientes. La textura ligeramente gomosa de la piel que estaba justo por
debajo de la mandíbula, la capa de sal debida al largo día de trabajo pasado
en el laboratorio, el rastro de especias dejada por la preparación de la
comida, todo esto lo hizo bajar con un trago de sangre. El terror que
apareció en los ojos de ella en el último instante, cuando por fin lo
reconoció a pesar de los cambios físicos por los que había pasado, había
endulzado aún más la comida.
El problema era, sin embargo, que Andy había recibido el mensaje y
luego rehusado hacer caso.
Estúpido cabrón.
Paul conocía a Andy desde hacía el tiempo suficiente como para
predecir cuál sería la reacción de su antiguo compañero. Andy querría
entender qué le había sucedido a Paul. Era un tipo al que le gustaba
enderezar las cosas, si podía —ese impulso era la principal razón por la que
había entrado en la Agencia—, así que buscaría alguna clase de cura o
tratamiento para el trastorno de Paul.
Paul aún no sabía gran cosa sobre lo que había sucedido, salvo que era
algo que causaba estragos en las características dentales de la gente,
alargaba los dedos y los proveía de garras nudosas, le había conferido a él
una fuerza y una resistencia asombrosas, e inducido un ansia de beber
sangre. Pero estaba bastante seguro de que no existía nada parecido a una
cura, a menos que uno contara como tales la luz solar directa o la
decapitación. Lo cual significaba que la búsqueda de Andy estaba
condenada al fracaso.
Para ser más precisos: si Andy tenía éxito, el que estaría condenado
sería Paul.
Y lo que era igual de malo era que Andy no callaría nunca con respecto
a ese asunto. Ya era bastante malo que Stella Olemaun hubiera escrito su
jodido libro y se lo hubieran publicado. Era cierto que lo habían clasificado
como de ficción, pero eso no había evitado que la gente que tenía una pizca
de conciencia reconociera las verdades que contenía y las magnificara.
Ahora había páginas de Internet sobre Barrow y los susurros, los rumores
de los no muertos.
Esta nueva especie en la que Paul Norris había sido introducido sin
ceremonias amaba a la oscuridad, cosa que era cierta tanto en el aspecto
metafórico como en el literal. Paul no tenía acceso a la mujer que lo había
creado y que debería haberlo orientado en aquella nueva existencia, pero en
lugar de eso parecía poseer una especie de conciencia racial. Una de las
cosas que entendió, casi por instinto, fue que su nueva raza había
sobrevivido a lo largo de los siglos gracias a que había mantenido en
secreto su existencia. Todo el mundo había oído hablar de los vampiros,
pero la sociedad moderna los consideraba historias graciosas y distracciones
entretenidas (si no horrendas). Las culturas más primitivas, en las cuales las
historias de vampiros eran transmitidas oralmente en lugar de narradas en
películas, televisión, cómics y novelas baratas, o creían aún en ellos o los
consideraban criaturas históricas, relegadas a un pasado lejano. En
cualquiera de los dos casos, las mismas fuerzas que los mantenían aislados
de la cultura popular occidental también impedían que sus historias
causaran impacto en el escenario global.
El peligro residía en que alguien tendiera un puente sobre esa brecha, y
convenciera a una parte significativa del mundo de que en esas historias
había verdad mezclada con obvia ficción.
Que era donde alguien como Andy, un respetado agente del FBI con un
expediente impecable, podía convertirse en un problema. Si lograba
averiguar lo que Paul apenas estaba comenzando a saber —lo prevalentes
que los vampiros eran en realidad—, y llegaba a difundir esa información,
podría causarles grandes problemas en todas partes.
Razón por la cual había sido necesario advertirle que lo dejara.
Paul no quería matar a su mejor amigo. Lo haría si no tenía más
remedio, por supuesto, pero las cosas aún no habían llegado a ese punto.
Así que le había enviado el mensaje a través de Angélica Foster. Andy
no era tan estúpido como para interpretar mal el significado.
Pero entonces, en lugar de dejar el asunto del todo, lo increíble era que
Andy había ido a la biblioteca de Los Ángeles y cargado montones de libros
sobre vampiros.
Paul tenía sus propios asuntos que atender; no podía vigilar a Andy de
manera indefinida. De todos modos, se las había arreglado para seguirlo
desde la oficina de la Agencia hasta la biblioteca. Paul podía permanecer en
el exterior, dentro del coche, durante breves períodos del día, porque había
tenido la previsión de robar un vehículo que tenía las ventanillas y el
parabrisas teñidos de un tono muy oscuro, y además mantenía el cuerpo
completamente cubierto, de la cabeza a los pies, con ropa protectora. Era un
movimiento un poco peligroso, habida cuenta de cómo afectaba a su raza la
luz directa del sol, pero era un riesgo que a él parecía compensarle, a pesar
de todo.
Cuando se hubo puesto el sol, se identificó en la biblioteca como agente
del FBI que seguía la pista de un hombre que se hacía pasar por agente, y le
dieron una lista completa de los libros que se había llevado Andy.
Más o menos toda la colección de libros sobre vampiros, al parecer.
Sólo podía sacarse una conclusión.
Andy estaba decidido a no hacer caso de la advertencia de Paul.
Paul suspiró. Eso era una putada en muchos sentidos.
Al salir de la biblioteca, Andy había ido hacia el norte. Bueno, tal vez
sólo se dirigía de vuelta a Hollywood, al valle de San Fernando, o a algún
sitio parecido, pero tal vez se encaminaba a Sacramento. Lo cual
significaría un largo viaje en coche, o peor aún, en avión.
Uno de los verdaderos inconvenientes de todo este asunto de los
chupasangre era que la movilidad de Paul se veía severamente restringida.
Si Andy continuaba siendo un problema, y en especial si se desplazaba
mucho, Paul iba a tener que ocuparse de él de una manera más definitiva.
Todo dependía de Andy. Hasta el momento, había hecho todos los
movimientos equivocados.
Paul esperaba que abriera los ojos, y pronto.
Fragmento de 30 días de noche, de Stella Olemaun
Ojalá tuviera una historia de victoria para explicar, pero eso no constituiría
un relato fiel de los acontecimientos que se produjeron en Barrow aquel
invierno.
Andy sabía que tendría que desprenderse del Crown Victoria de Dan antes
de que pasara mucho tiempo. Era probable que ya estuviera transmitiéndose
el número de placa y la descripción del vehículo a todas las fuerzas del
orden público que se encontraran a ochocientos kilómetros a la redonda.
Estaba saliendo a toda velocidad de Sacramento, en dirección nordeste
por la interestatal 80, hacia Reno. Sabedor de que controlarían sus cuentas
bancarias pero que no sorprendería a nadie que aún continuara en la ciudad,
había pasado por un cajero automático cercano a la incorporación de la
interestatal 5 en dirección sur, para dar la impresión de que se dirigía a
Stockton o a Los Ángeles. Allí sacó el máximo de trescientos dólares que
podía darle la máquina. Si el banco hubiera estado abierto, habría entrado
para retirarlo todo, pero no quería quedarse dando vueltas por la ciudad
hasta las diez de la mañana. Arrojó por la ventanilla el teléfono móvil de
Dan, cerca del cajero, y dio media vuelta para dirigirse a la 80.
En lugar de relajarse mientras Sacramento se alejaba y Nevada se
acercaba, se sintió cada vez más inquieto. Tenía las palmas de las manos
empapadas y no dejaba de secárselas en los pantalones para poder sujetar
bien el volante, aunque le temblaban como las de un enfermo de Parkinson.
Cada kilómetro que se deslizaba por debajo de las ruedas parecía
reiterar los tremendos problemas en que estaba metido.
Si lo atrapaban, Héctor Flores se aseguraría de que lo juzgaran por el
asesinato de su familia. El hecho de que hubiera un agente del FBI
vigilando la casa, y con pruebas más que suficientes para demostrar que
Andy había tocado a todas las víctimas —por no mencionar la bebida, el
ataque a un superior y el comportamiento errático—, era suficiente para que
lo condenaran con total seguridad.
Ansiaba tener a alguien a quien poder llamar, alguien a quien poder
confesarle sus miedos.
Pero no tenía a nadie.
Con Paul transformado, la Agencia persiguiéndolo, y Mónica y las
niñas muertas, su sistema de apoyo se había desmoronado.
Estaba tan solo en el mundo como podía estarlo un hombre.
Aferró el volante para impedir que le temblaran las manos y descubrió
que sentía el sabor del alcohol en la lengua, un recuerdo fantasmal que hizo
que el ansia de beber volviera con creces. Sólo un sorbo para enjuagarse la
boca, sentir el sabor, sentir cómo le quemaba las mejillas por dentro, ni
siquiera tenía que tragarlo…
Se sorprendió observando la autovía en busca de una gasolinera que
tuviera una tienda en la que vendieran licores y tabaco —el deseo de
nicotina era casi tan fuerte como el de alcohol—, y golpeó el volante con
fuerza con la mano derecha. Esa manera de pensar no iba a ayudarlo. Sólo
acabaría con él borracho en un motel que el FBI tendría rodeado hacia el
final del día. Permanecer sobrio era la única manera de conservar la
agudeza mental.
Perder esa agudeza conduciría a su muerte.
El horizonte oriental se había vuelto gris para cuando se detuvo en un
edificio de aparcamiento situado detrás de Harrah’s. Cruzó andando el
puente de entrada al casino y salió por la puerta más cercana. Dos manzanas
más adelante, prácticamente aún a la sombra de Harrah’s entró en una
pequeña imprenta: Nat’s Reni Redi-Print.
Natan Cebulski apartó la mirada de la pantalla de ordenador que había
detrás del mostrador y le ofreció a Andy una sonrisa falsa. Era un
hombrecillo de pelo oscuro mal peinado en un fallido intento de ocultar una
zona calva, una impresionante nariz, y pequeños ojillos como perlas negras
que parecían haber sido sacados de una cabeza mucho más pequeña.
—Agente especial Gray —lo saludó al tiempo que se levantaba—. Esto
sí que es una sorpresa. He mantenido limpia la nariz.
—Ahórrate el rollo —dijo Andy, alzando una mano para cortar el
torrente de mentiras que iban a salir por la boca de aquel hombre—.
Necesito que hagas algo por mí.
Una de las cejas de Nat ascendió por su frente como una oruga que
reptara de lado.
—¿Por ti? —En un mueble que tenía detrás había una cafetera sobre un
calentador que inundaba la tienda con su hedor alquitranado. Nat siempre
había sido madrugador; se iba a la cama a las ocho y media y abría la tienda
a las cinco y media de la mañana. El horrible café que preparaba le daba
energías durante el resto del día.
Andy sabía que Natan Cebulski hacía documentación falsa en su tienda
para una variada serie de delincuentes. Dejaba que continuara operando
porque, a veces, en un apuro, Nat podía dirigirlo discretamente hacia un
malhechor desaparecido a cambio de su discreción. Ahora que él mismo
tenía necesidad de desaparecer. Andy se alegraba de haber hecho la vista
gorda con Nat.
—Así es —replicó Andy, y cruzó los brazos sobre el pecho. No pensaba
dar más explicaciones, y Nat sabía que era mejor no preguntar—. Usa el
nombre de Andrew Hertz. Mi fotografía y mis datos personales. Necesito
permiso de conducir, pasaporte, una tarjeta Visa, y un carné profesional del
FBI. Proporcióname una dirección en Los Ángeles o San Diego.
—¿Quieres que falsifique un carné del FBI?
—No actúes como si fuera la primera vez que lo haces, Nat.
—Hay cosas con las que intento no mezclarme.
Andy dejó caer sobre el mostrador su carné auténtico y su placa.
—Trabaja con esto.
Nat lo recogió con una mano.
—Vuelve mañana, en torno a esta hora —dijo.
—Respuesta equivocada —replicó Andy—. Esta vez tengo prisa.
Dispones de dos horas.
Nat le dedicó una mirada de pánico.
—Andy, tengo otros trabajos, otros compromisos, ¿sabes? No puedo
dejarlo todo sin más y…
—Claro que puedes. De hecho, ése era tu plan desde el principio. Dejar
el resto y hacer esto.
—Tengo que dejar listas unas invitaciones de boda, Andy. La madre
se…
—Esto es Reno —volvió a interrumpirlo Andy—. Aquí nadie envía
invitaciones de boda.
Nat parpadeó y se enjugó el sudor de la frente.
—Andy, entiendo que tengas prisa, de verdad, lo has dejado más que
claro, pero ya sabes que hago un trabajo artesanal de calidad. Si quieres lo
mejor, no puedes meterle prisas. Claro que podría tenerlo acabado dentro de
un par de horas, pero si quieres que sea aceptable, necesito dedicarle un
poco de tiempo.
—Nat —replicó Andy con calma—. Si estás aquí en lugar de en la
cárcel, es porque yo estuve dispuesto a mirar hacia otro lado unas cuantas
veces. Ahora necesito que hagas esto por mí, y no tengo tiempo para
quedarme dando vueltas por Reno esperando que lo acabes. Puedo darte
tres horas, pero eso es todo. Después, o bien recojo los documentos y me
largo con viento fresco, o tú irás de camino a cumplir una condena de diez
años en Nellis.
Nat volvió a parpadear, y asintió con la cabeza. «No tienes más que
ponerte duro con el tipo, y conseguirás lo que quieres». Andy miró su reloj.
—Volveré a las nueve y media.
Nat asintió con la cabeza mientras se inclinaba ante el ordenador para
ponerse manos a la obra.
En el exterior, el sol había superado el horizonte. Parpadeó y tuvo una
momentánea sensación de pánico porque no veía nada, y no sabía quién
podía haber ahí fuera, observándolo, esperando con las armas preparadas a
que saliera. Se volvió hacia la entrada en sombras y dejó que sus ojos se
adaptaran a la luz.
«Así va a ser a partir de ahora. Durante sabe Dios cuánto tiempo. Tal
vez para siempre. Esperando en todo momento lo peor, temeroso de cada
poli, de cada agente de la ley. Así se sentían los tipos que he encerrado
antes de que los atrapara».
Y tal vez peor era el hecho de darse cuenta de que los mejores días de
su vida se habían acabado de modo innegable. Con independencia de lo que
sucediera a partir de ese momento, nunca sería tan bueno como el pasado.
Nunca había querido a Mónica y a las niñas como debería haberlo hecho,
pero las había querido como podía, con toda la intención de compensarlas
en algún momento indeterminado del futuro.
Bueno, pues el futuro estaba allí.
Y ellas habían desaparecido.
Negó con la cabeza. La calle estaba despejada. Reno apenas había
despertado, y sólo vio un par de coches que se movían a manzanas de
distancia. Andy volvió con rapidez hacia el casino. Ocultarse allí era algo
que distaba mucho de ser ideal, pero al menos estaban acostumbrados a la
gente de paso; una cara desconocida a las siete de la mañana no haría que
nadie formulara preguntas, como podría suceder en otros lugares.
En el interior, jugadores de aspecto cansado jugaban con máquinas
tragaperras y máquinas de póker. Sólo funcionaba una mesa de dados, y dos
personas se encontraban sentadas ante sendas mesas de blackjack, donde
aburridos empleados lanzaban cartas hacia ellas. Andy bajó por los
pasadizos escalonados hacia un restaurante, encontró un reservado y pidió
un desayuno. Comió con lentitud mientras leía un periódico que alguien
había dejado en la mesa contigua. Cuando hubo matado cuarenta y cinco
minutos, dejó una pequeña propina y volvió a entrar en el casino. Metió un
billete de veinte en una máquina de vídeo de póker libre y jugó durante una
hora, ganando, perdiendo e inhalando el humo de los jugadores que
fumaban a su alrededor.
El humo hizo que tuviera ganas de encender un cigarrillo, comprar un
paquete de Camel.
Beber.
Sería tan fácil comprar una botella, pedir una habitación…
Resistió la tentación y metió otros diez dólares en la máquina.
Cuando se agotaron, se levantó y salió a la calle. El sol era ahora
todavía más brillante, y más caliente. Se quitó la americana, se la echó por
encima de un hombro, y recorrió a pie el perímetro del edificio de
aparcamiento. Estaba atento por si veía federales, miraba con detenimiento
el interior de cada coche para asegurarse de que no contenía un herido e
iracundo Dan Bradstreet, ni ningún otro que pudiera intentar hacer un
movimiento contra él.
Vio a dos borrachos que dormían la mona cada uno dentro de su coche,
uno de los cuales parecía vivir permanentemente allí. Vio a una pareja en
estado preorgásmico. Un hombre hablando por el teléfono móvil y una
mujer joven aporreando algo en un ordenador portátil. Un par de coches
salieron del aparcamiento mientras él caminaba, y unos pocos más llegaron.
Entró un Nissan Maxima azul con matrícula de Oregón, y de él bajó una
pareja de mediana edad que sacó el equipaje del maletero y echó a andar
hacia el Harrah’s.
Ni polis ni federales.
Volvió a bajar y rodeó la manzana. Al otro lado de la calle, enfrente del
local de Nat, había una tienda de empeños. Ver a la mujer con el portátil le
había recordado que él iba a necesitar uno, iba a necesitar algún medio para
mantenerse al día de lo que sucedía en el mundo. Entró en la tienda, dejó
caer el nombre de Nat, y obtuvo un trato razonable por un HP con wi-fi.
Hizo un cheque de su propia cuenta, y añadió diez mil dólares de más. El
propietario miró el talón por segunda vez, sorprendido, pero Andy le dijo
que llamara a Nat si tenía alguna pregunta. El tipo refunfuñó y entró en la
trastienda, de donde salió con el efectivo.
Andy se lo metió en el bolsillo delantero del pantalón. La cosa se
pondría cada vez más y más difícil, y ese día tenía que sacar de la cuenta
tanto dinero como pudiese. No importaba mucho que eso delatara el hecho
de que se había detenido en Reno; de todos modos descubrirían el coche de
Dan bastante pronto.
Pero a partir de allí era preciso que desapareciera del todo.
Volvió a la tienda de Nat a las nueve treinta y cinco. Los documentos
estaban listos, por supuesto, y los expertos ojos de Andy no detectaron
ningún problema. Andy dio las gracias al nervioso Nat («Es un placer hacer
tratos contigo… Y mantente alejado de problemas, ¿me oyes?») y regresó
al casino una vez más. Ante la ventanilla de una cajera, sonrió, sacó sus
nuevos documentos, incluido el del FBI, y compró treinta mil dólares en
fichas con su antigua tarjeta de débito. La cajera puso en cuestión los
nombres contradictorios, pero él le explicó con calma que los agentes del
FBI usaban habitualmente dos o más identidades, y la instó a pasar la tarjeta
por el lector. Lo hizo, y la cuenta continuaba abierta. Aprobada la cantidad,
le entregó las fichas.
Andy se llevó la bandeja a una mesa de blackjack donde jugó unas
pocas manos, todas las cuales perdió menos una. Pasados veinte minutos se
excusó, le dio un par de fichas de cinco dólares al empleado, y se dirigió
con la bandeja a una cajera diferente. Cuando salió del casino tenía más de
treinta y nueve de los grandes en los bolsillos.
Volvió al edificio de aparcamiento. El Maxima azul oscuro continuaba
en el mismo sitio. Por el equipaje que la pareja se había llevado al interior,
daba la impresión de que iban a quedarse unos cuantos días. Puede que
salieran más tarde para ir en coche a cenar o a algún otro sitio, pero también
podrían no salir de Harrah’s hasta que decidieran volver a su casa de
Oregón.
Esperaba disponer de unos días antes de que se denunciara el robo del
coche, pero aprovecharía lo que pudiera conseguir. Subió a buscar el coche
de Dan Bradstreet, bajó una planta y lo aparcó en la plaza vacía que estaba
convenientemente situada junto al Maxima. Con una útil caja de
herramientas que había en el coche de Dan, abrió el Maxima haciendo
palanca, y puso en marcha el motor. Forzó el maletero para trasladar a él
todas las armas y otras cosas que llevaba en el Crown Victoria. Después
cerró el coche de Dan y salió del aparcamiento en el Maxima.
Tenía que continuar en movimiento.
16
Andy Gray había desaparecido.
Paul Norris tenía muchísimas otras cosas en la cabeza y no quería
pasarse toda la vida —bueno, la no vida, o vida póstuma, o lo que fuera—
controlando los movimientos de su antiguo compañero. Lo único que había
querido era que Andy abandonara la investigación sobre vampiros, y
aunque éste no había hecho caso del primer mensaje que le había enviado,
estaba bastante seguro de que el último había sido alto y claro como el
cristal.
Mónica, flaca como un pollo, había resultado ser mucho más deliciosa
de lo que él había imaginado.
Le habría gustado saber dónde estaba Andy, pero tenía otras cosas de las
que ocuparse. Sentía más que nunca la urgencia de averiguar que conocía
con exactitud el mundo de los vivos acerca de los vampiros. Ahora sabía
que la Agencia había dedicado a investigarlos más esfuerzos de los que
estaba dispuesto a admitir. Cabía suponer que no eran los únicos. Pero
¿compartían su información con otras fuerzas del orden o agencias
gubernamentales? Improbable. La Agencia tenía tendencia a ser muy
reservada y secretista.
Después de pasar las horas diurnas en un motel de Sacramento con las
gruesas cortinas echadas, Paul se dirigió en coche hacia el sur, a través de la
noche, para detenerse poco antes del alba en un motel de carretera situado
en Buttonwillow. Despertó a un soñoliento recepcionista y pidió una
habitación para ese día. La habitación era pequeña y olía a moho, pero las
persianas funcionaban. Dormiría unas horas y miraría la televisión. Habría
preferido seguir viaje, pero el sol podía matarlo. Tenía que haber alguna
manera de obviar esta desventaja. Una vez más, lamentó la desaparición —
la probable destrucción— de la mujer vampiro que lo había creado. Habría
continuado obedeciendo sus órdenes de buena gana, si también se hubiera
podido beneficiar de su experiencia, de lo que ella podía enseñarle. Según
estaban las cosas, tenía que aprenderlo todo sobre la marcha, tenía que
dilucidar qué estrategias de supervivencia podrían resultar efectivas.
Una conjetura equivocada podría ser la última.
Hasta el momento, los cambios que había experimentado habían sido
positivos en su mayoría. Aunque, sus movimientos se veían un tanto
limitados por tener que evitar la luz solar. Y había tardado un poco en
sentirse cómodo del todo con la idea de que los asesinatos en serie iban a
convertirse en algo habitual.
Ahora, apenas unas semanas más tarde, anhelaba la sangre incluso
cuando no estaba especialmente hambriento. Era más que simple sustento,
era una adicción. La deseaba con tanto ardor como había deseado la bebida
y el sexo cuando estaba vivo. Incluso el recepcionista, un tipo de mediana
edad con barbita canosa, pelo grasiento y una barriga grande como un
Pontiac, tenía esa densa droga roja corriéndole por las venas. Paul prefería
con mucho alimentarse de mujeres; su libido no era lo que había sido, pero
eso no significaba que no obtuviera una carga de energía sexual de ellas. De
todos modos, tal vez tendría que apañarse con el recepcionista antes de
marcharse.
La ventaja era que podría llevarse el dinero de la caja cuando hubiera
terminado.
Cuando estaba vivo, Paul Norris nunca había sido un tipo que pudiera
limitarse a existir de día en día. Ahora era igual. Necesitaba una meta, un
plan, algo hacia lo que avanzar. Antes, siempre andaba acostándose con
alguna tía caliente o metiendo en chirona al siguiente delincuente.
Sus metas habían cambiado.
Quería encontrar a otros vampiros, establecer contactos, descubrir cómo
eran la sociedad y la jerarquía vampíricas. Tal vez convertirse en un pez
gordo entre los no muertos. Eso podría ser divertido.
Igual de importante, o aún más, era averiguar cómo podía ayudar a su
nueva especie a protegerse de los foráneos, de los bienhechores como Stella
Olemaun y Andy Gray.
Lo mejor era que si lograba esto último, sería algo que contribuiría a
que pudiera lograr lo primero. Cuando les llevara a los peces gordos de los
vampiros la absoluta primicia de lo que el mundo mortal sabía, acompañada
de algunas ideas sobre cómo hacer que esos conocimientos perdieran
credibilidad, tendrían que darle la bienvenida al rebaño.
No tendrían elección.
Así era, precisamente, como le gustaban a Paul las cosas.
Carol Hino se metió tres aspirinas en la boca y las tragó con un sorbo de
café negro. El desayuno de los campeones.
Estaba sentada ante la mesa de la cocina, una habitación retro de acero
inoxidable y cuero sintético rojo, y hacía girar la taza con lentitud entre las
manos. Se había puesto una bata de seda y se había pasado unas cuantas
veces el cepillo por el corto pelo negro, pero eso había sido todo lo que
había podido hacer por su apariencia, antes de recurrir a la cafeína y los
analgésicos.
En el dormitorio, un tipo dormía, desnudo, entre las sábanas. Anoche le
había dicho su nombre, al menos de pasada, pero en ese momento no podía
recordarlo aunque le fuera la vida en ello. Al abrirse un poco la bata pudo
ver el chupetón que él le había dejado en el pecho derecho, justo por encima
del pezón, y recordó el fugaz momento de pánico cuando él pegó la boca a
su cuerpo.
Había succionado, pero no había extraído sangre, y ella acabó por
relajarse.
—Ésta no eres tú, Carol —dijo en voz alta para sí. Dejó que la taza de
café se detuviera entre sus manos. Había estado comportándose de manera
extraña, rompiendo sus propias normas, desde la llamada telefónica de
aquel agente del FBI. ¿Cómo se llamaba? No-sé-qué Gray.
No-sé-qué Gray había cogido el montaje cuidadosamente recompuesto
que era su vida después de Stella Olemaun, y de una patada le había hecho
volar los cimientos. La experiencia de trabajar con Stella en 30 días de
noche había sido una pesadilla, y, literalmente, una fuente de pesadillas.
Una vez que se dio cuenta de que Stella narraba muy en serio esa historia,
el mundo de Carol cambió. Se había graduado en el Colegio Universitario
Sarah Lawrence, era inteligente, culta y ambiciosa. A los veintisiete años
era editora de una gran editorial de Nueva York. Varios de sus libros habían
figurado en la lista del Times, y un par de ellos habían obtenido premios
bastante importantes. Era una profesional tan consagrada como el infierno,
y si era un poco frágil desde el punto de vista emocional, tal vez un poco
fría, no tenía importancia. Una cosa cada vez, y la carrera era lo primero.
Entonces descubrió que los vampiros eran reales, y eso había abierto un
gran agujero en su visión del mundo. Si aquello era verdad —y el caso era
que no podía negarlo—, ¿cuántas de las otras muchas ideas excéntricas que
había descartado durante toda su vida podrían ser una verdad absoluta? ¿La
percepción extrasensorial? ¿Los licántropos? ¿Los fantasmas?
Se encontró cuestionándolo todo.
Experimentó con una docena de Iglesias diferentes, leyó libros de
filosofía hasta altas horas de la noche. Por último, con el correr del tiempo,
estableció una especie de paz consigo misma. Se había retirado al seno de la
racionalidad tal y como la había percibido siempre, con esa única
desviación. Y raras veces se permitía pensar en ella.
Pero resultó que su resolución tenía la solidez de una cáscara de huevo.
Y cuando Gray —Andrew Gray, eso era—, apareció en su vida formulando
preguntas, se dio cuenta de lo absurda que había sido su retirada. El hecho
de no pensar en los misterios del mundo no los hacía desaparecer. Sólo
había estado ocultando la cabeza, nada más, como una niña asustada que se
tapa con la sábana para mantener alejados a los monstruos.
Cuando esa comprensión la embistió con la fuerza de un tren de
mercancías, la derribó. Y aunque la metáfora siempre le había parecido una
exageración, ahora sabía qué se sentía. Esta vez, en lugar de buscar refugio
en los familiares puertos intelectuales, se sorprendió a sí misma
aventurándose en aguas inexploradas.
Oyó unos pies descalzos que se arrastraban, y luego el hombre del
dormitorio apareció en la puerta de la cocina. Se había puesto los bóxers —
a rayas rojas, grises y blancas—, pero nada más. Tenía una buena
constitución, musculosa y sólida. Su rostro, ahora que lo veía a la luz de la
mañana y estando sobria, no era particularmente hermoso. Nariz pequeña,
grandes ojos líquidos, labios demasiado gruesos para una cara tan delgada,
y un mentón que a duras penas se hacía ver. Tenía el pelo castaño rizado,
aplastado en la zona que había estado apoyada en la almohada.
—Hola —dijo.
—Hola. He preparado café. ¿Quieres?
—Claro —dijo él—. ¿Tienes leche?
Ella nunca la tomaba.
—Hay un poco en la nevera. No sé desde cuándo está ahí.
Antes de servirse una taza, se inclinó y le dio un beso en una mejilla,
más como si fuera lo que se esperaba de él que como si realmente quisiera
hacerlo. Tal vez era así; Carol no sabía cuáles eran los actuales rituales de
apareamiento. La cara del hombre tenía el mismo olor que ella, almizclado,
acre.
Él abrió la nevera. «¿Cómo demonios se llamaba?». Sacó un envase de
cartón de dos litros y lo giró para buscar la fecha de caducidad.
—Ayer —dijo con un encogimiento de hombros. Vertió un poco de café
en una taza de cerámica verde, le añadió un chorro de leche, y lo mezcló
agitando el recipiente de un lado a otro.
—No suelo desayunar mucho —admitió Carol—, así que espero que no
tengas hambre.
—Estoy bien —replicó él. Alzó la taza hacia ella—. Es bueno.
Mientras bebía, miró por encima del borde de la taza para observar la
cocina retro. Los armarios eran de pino, estilo mediados de siglo, provistos
de accesorios de acero inoxidable estilo bar de carretera; azucarero,
servilletero, tostadora. El microondas y la cafetera eran modernos, pero
todo lo demás hablaba de una época pasada en la que Carol no había vivido
personalmente.
—Bonita habitación, eh… —dijo.
Carol sonrió.
—Mira, yo tampoco recuerdo tu nombre. He estado devanándome los
sesos pero no hay manera. Me llamo Carol, y no es que eso tenga
importancia, porque cuando te acabes el café, te marcharás.
Él también sonrió, y ella recordó por qué se había sentido atraída hacia
él en el bar, la noche anterior. Su sonrisa era encantadora y atrevida a la vez,
llena de confianza pero con una especie de encanto infantil. De alguna
manera hacía que los elementos dispares de su cara actuaran juntos de un
modo que no lograrían por otros medios.
—En ese caso, soy Jake.
Estaba segura de que la noche anterior no había sido Jake. La noche
anterior tampoco había reparado en el anillo de oro que llevaba en la mano
izquierda, o no le había importado su presencia. Ninguno de estos dos
hechos la trastornaba de modo especial.
—¿A tu mujer no le importa que no vayas a casa?
—Tenemos un acuerdo —dijo Jake. O quienquiera que fuese.
—Bien —se apresuró a decir Carol. No quería que él se molestara en
dar más explicaciones. Tanto si era una mentira como si era verdad, el solo
hecho de escucharlo implicaría más esfuerzo del que ella estaba dispuesta a
dedicarle—. Oye, Jake, tengo que irme a trabajar, así que es necesario que
te vistas y te pongas en marcha.
Él se bebió el resto del café.
—Vale.
Se le abrió la bata de seda al ponerse de pie, y lo sorprendió
examinándole el pecho con los ojos. El chupetón tenía un color rojo vivo.
—Si significa algo que te lo diga, lo he pasado muy bien —dijo, y no
hizo el más leve movimiento para cerrarse la bata. «Que mire».
—Yo también.
—¿Y a qué estás esperando, entonces?
Ella volvió a bajar los ojos hacia la marca mientras él se le acercaba,
erecto… y decidió que, joder, iba a llegar tarde otra vez. Tal vez no iría a
trabajar en todo el día.
Quizá nunca más.
«¿A quién le importa, de todos modos?».
Las manos de Jake le recorrían todo el cuerpo.
Fue en ese momento cuando Carol Hino sintió el frío abrazo de la
desesperación, y por un breve instante anheló los tiempos en que la
ignorancia era la dicha.
Antes de que supiera la verdad.
Fue también en ese momento cuando deseó no haber oído hablar nunca
de la hija de puta de Stella Olemaun.
17
Los meses y los kilómetros iban quedando atrás, pasando por debajo de las
ruedas de un coche robado tras otro.
Era flaco como un palo —había escrito el hombre—. Estaba despeinado por
el viento y tenía la piel tan blanca como la porcelana. Cuando pregunté si
podía ayudarlo, se volvió hacia mí y le vi los dientes, largos y puntiagudos,
que goteaban sangre. Había estado mordisqueando carne de vaca de la
nevera de la sección de carnicería.
Di media vuelta y hui. Al principio pensé que estaba siguiéndome, pero
luego, cuando salía corriendo, vi su reflejo en las puertas de la tienda. Se
había quedado atrás, en la sección de carnicería, con la cara hundida en
algunas de las piezas de carne más caras.
Me fui directamente a la iglesia, donde sentía que la cruz y el poder del
Señor me protegerían. Recé durante una hora y luego volví a la tienda, con
las rodillas temblándome durante todo el camino. La puerta estaba abierta y
la tienda se encontraba desierta. La nevera de la carne era un desastre, con
sangre y restos por todas partes. El extraño hombre se había marchado, y
nunca volvió mientras yo estuve allí.
Andy añadió la libreta al maletín blando que llevaba consigo a todas partes
y que contenía los relatos que él consideraba que tenían más probabilidades
de ser veraces. Esto era extraño; ¿podían los vampiros vivir alimentándose
con sangre de animales? Tal vez se trataba de un vampiro nuevo, como
cuando Paul había subsistido con sangre de alimañas.
La mayoría de los encuentros de los que había tenido noticia eran
despropósitos. Pero había unos pocos, esparcidos en el espacio y el tiempo,
que tenían visos de verdad. Varios habían sido colgados en los tablones de
los boletines virtuales dedicados a Stella Olemaun, y descubrió que en ellos
el porcentaje de relatos falsos con respecto a los encuentros auténticos era
menor.
Por supuesto, suponía que habría habido muchos más relatos veraces si
hubieran sobrevivido más víctimas.
Navidad.
No pudo esquivarla del todo. La radio y los hilos musicales lo
bombardeaban con música propia de esas fiestas. La televisión estaba
inundada de anuncios comerciales, cuñas institucionales y programación
que celebraban las fiestas.
Después de Little Rock, Andy aterrizó en Tulsa, donde la gente parecía
hacer grandes esfuerzos por estar alegre y desearle una feliz Navidad. Y un
próspero Año Nuevo, añadían muchos.
De algún modo, no esperaba encontrar mucha felicidad allí. Echaba
terriblemente de menos a Mónica, Sara y Lisa. La mañana de Navidad se
sentó en la fría habitación del motel, sin poder encontrar una postura
cómoda sobre el colchón, demasiado blando, ni en la silla, demasiado
rígida, de respaldo recto. Negó con la cabeza ante su propia estupidez. «Un
hombre adulto debería ser capaz de estar solo». Pero eso nunca le había
gustado, hasta donde podía recordar. De niño siempre tenía una radio junto
a la cama, con una emisora de FM sintonizada y con el volumen bajo, de
modo que sólo él pudiera oírla, con la esperanza de que la música
ahuyentara la sensación de soledad y las pesadillas. Cuando fue a la
universidad y vivía en un dormitorio colectivo, usaba auriculares para no
molestar a sus compañeros.
Después de la academia, Andy se convirtió en un soltero joven. Se
sumergió en el trabajo, sin salir mucho con nadie. Cada noche que pasaba
solo en casa, ponía música en el equipo de sonido o encendía el televisor.
Cuando conoció a Mónica Schwann —y, más concretamente, descubrió que
a ella le gustaba de verdad y que disfrutaba con su compañía—, quedó
encantado. No porque ella fuera la criatura más hermosa que jamás había
conocido, no porque fuera la más inteligente o la más divertida con quien
estar, ya que ese honor en particular siempre había correspondido a Paul
Norris, sino porque era alguien que estaría allí durante las largas horas de
oscuridad. Cuando dormía acurrucada a su lado, no le hacía falta tener un
aparato electrónico en funcionamiento.
En esos primeros tiempos no tenía la seguridad de estar enamorado.
Pensaba que lo estaba, pero no creía haber estado enamorado nunca en el
pasado y no disponía de muchos elementos de comparación. No oía música
de violines ni de arpa. Las flores eran tan coloridas como siempre, pero no
sentía ninguna compulsión de olerlas o recogerlas.
Dos años después, cuando Paul Norris conoció a Sally Winston, había
sido como si dos almas gemelas se avistaran en un mar de insipidez. Ambos
eran personas vigorosas y sexuales. Su atracción era incendiaria, tanto que
quienes se encontraban cerca corrían el riesgo de quemarse. Observándolos
desde una distancia segura, Andy no pudo evitar sentir envidia. Él nunca
había disfrutado de ese ardor con nadie.
Para entonces ya estaba convencido de que realmente amaba a Mónica,
y ese amor creció mes a mes, año a año, hasta que llegó a creer que si
existían las almas gemelas, ellos lo eran. Continuaba sin gustarle estar solo,
en especial durante la noche, pero eso era un problema únicamente cuando
estaba lejos del hogar, ocupado en un caso.
Nunca se había sometido a psicoanálisis, y no creía que le apeteciera
sentarse en el sillón de cuero de un loquero y hablar de los aspectos en los
que no estaba del todo bien. Temía que fueran demasiados, y no quería
descubrir que había más de los que él pensaba. En las ocasiones en las que
examinaba su propio estado psicológico, creía que podía deberse al hecho
de ser hijo único de unos progenitores fríos y distantes; progenitores que
actuaban, durante la mayor parte del tiempo, como si incluso un hijo fuera
demasiado. Suponía que la muerte de su padre —que, para complicar las
cosas, había sido instigada por él—, y la resultante brecha que se había
abierto entre él y su madre, no habían hecho más que aumentar el problema.
Problemas de soledad que alimentaban sentimientos de abandono. Pero no
quería culpar a sus progenitores por sus propias deficiencias. Llegados a
este punto, había material más que suficiente para culpar a un abanico muy
amplio de personas.
«Esto no me lleva a ninguna parte». En lugar de cocerse en su propio
caldo, se fue a dar un paseo, cerrándose la cremallera del abrigo barato que
había comprado para protegerse de un fuerte viento gélido que llegaba del
río Arkansas. El cielo plomizo le daba al río el color del peltre.
Andy recogió un guijarro y lo lanzó de manera que pasara rozando la
superficie, donde rebotó tres veces. No satisfecho con el resultado, observó
los círculos concéntricos que se propagaban desde el punto de impacto, y
cuando desaparecieron, probó otra vez. Doce piedras más tarde, estaba
sudando. Se quitó la chaqueta y comenzó con otro grupo de guijarros, uno
tras otro, y otro, y otro más. Ahora ya había provocado series de círculos
concéntricos que se propagaban a todo lo ancho del río. Ya no intentaba que
rebotaran en la superficie, sino que los hacía describir un arco alto para que
cayeran directamente en determinados sitios, con el fin de intentar que las
anillas trazaran dibujos sobre el agua.
Una pareja que paseaba de la mano se detuvo para observarlo durante
un minuto, perplejos ante su férrea determinación, casi frenética. Él les
dedicó apenas la más fugaz de las miradas y volvió a su ocupación.
Veinte minutos más tarde se dejó caer en un banco. El sudor le
manchaba las axilas de la camisa y le corría por las sienes y el cuello.
Comenzaban a palpitarle las costillas y el brazo derecho, y supo que más
tarde le dolerían. Pero se sentía mejor de lo que se había sentido en días.
Dar salida a su creciente frustración, al enojo acumulado, mediante un
ejercicio carente de objetivo, había resultado tonificante.
Intentaría tener eso presente, trataría de hacer más ejercicio y
ensimismarse menos, mientras continuaba en la carretera y de cacería.
La cafetería olía de maravilla; cafés, diferentes tipos de té, canela, que hizo
pensar a Andy en los ojos de extraño color pardo claro de Felicia, caramelo
y otros aromas que ni siquiera podía aislar, se reunían para crear una
especie de festín olfativo. El local no era grande, pero las desiguales mesas
antiguas estaban metidas en pequeños nichos que les conferían privacidad.
Andy había pedido un café mezcla de la casa, y Felicia estaba tomando una
infusión de hierbas preparada en una tetera de cerámica azul que tenía
dibujos de mariposas esmaltados. Sonny Rollins tocaba un saxo tenor desde
altavoces ocultos, con el volumen lo bastante bajo como para que la gente
pudiera mantener una conversación, pero lo bastante alto como para
escucharlo si era lo que uno quería hacer.
Ella jugueteó con las etiquetas de papel de las bolsitas de hierbas
mientras esperaba que se hiciera la infusión.
—He estado pensando en su pregunta —dijo ella pasado un rato.
—¿Y?
—No quiero responderla. —La cara de él tuvo que reflejar la decepción
que sentía, porque ella dio marcha atrás de inmediato—. Quiero decir, no
del modo exacto como usted la formuló. No estoy segura de que sea la
pregunta correcta, o al menos de que lo sea una parte de ella.
—¿A cuál se refiere, exactamente? —preguntó Andy. Tomó un pequeño
sorbo de café. Aun con el azúcar y la crema, estaba demasiado caliente
como para beberlo. Cosa que, dado que aún estaba congelad: después de la
caminata, era una buena cosa.
Felicia vertió un poco de infusión en la taza, comprobó que ya estuviera
hecha, y luego la llenó.
—Vamos a ver. Si presuponemos la existencia de vampiros, cosa que es
una enorme presuposición que yo todavía no estoy dispuesta a hacer,
entonces hay varias cosas que deberían ser verdad. Y ya no estoy hablando
estrictamente como bioquímica, sino, supongo, como… como ciudadana
preocupada, por así decirlo.
—Soy todo oídos —la invitó a proseguir Andy.
—Partamos de una presuposición inicial, pues —volvió a decir ella—.
Existen los vampiros. Poseen una abundancia de células inmortales que los
hacen virtualmente inmortales. Muy difíciles de matar, como ha dicho
usted, y con increíbles capacidades de recuperación. Y, de algún modo,
pueden reproducirse, convirtiendo en vampiros a otras personas. Si todo eso
es verdad, hay ciertas cosas que necesitan.
—¿Cómo qué?
—Tiene que existir alguna clase de sociedad —respondió ella—.
Esos… seres no pueden existir en el vacío. Deben permanecer vigilantes
por sí mismos y por los demás, de alguna manera. La sociedad que forman
tiene que tener algún tipo de jerarquía, alguna estructura. Aunque sean, no
sé, digamos que extrahumanos, fueron humanos alguna vez. Puede que
hayan abandonado la mayoría de sus viejas costumbres, pero no pueden
haberse despojado de ellas del todo. Incluso los animales forman unidades
familiares, manadas y demás, y esos seres son intelectualmente mucho más
desarrollados que los animales.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Andy—. Así que existe algún tipo
de orden jerárquico.
—Exacto. No tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir si no hubiera
algún tipo de normas, alguna estructura interna. Después, deberían tener al
menos unos conocimientos rudimentarios para saber lo que son y cómo
mantenerse con vida. Aunque no sean precisamente pesos pesados
intelectuales, o aun en el caso de que sea la tradición el principal factor que
los mantiene unidos, tienen que tener algunas preguntas. ¿Cómo averiguan
las respuestas? ¿Se han infiltrado en las universidades, en los laboratorios
comerciales?
—Eso lo sabrá usted mejor que yo. —Andy bebió un poco de café, que
a esas alturas se había enfriado lo suficiente. Era bueno. O él pensó que lo
era. Aunque tal vez era el hecho de estar sentado allí, conversando con una
mujer atractiva, lo que le resultaba agradable.
—Todas las facultades tienen sus «vampiros» —dijo Felicia—, en el
sentido más metafórico de la palabra, por supuesto. Estudiantes que
duermen durante todo el día y sólo cumplen con sus horas de laboratorio
durante la noche, cuando no hay nadie más cerca. De vez en cuando se oye
hablar de estudiantes que viven en los edificios de los laboratorios o de las
aulas, se duchan en el departamento de atletismo, se cepillan los dientes en
lavabos públicos. A veces son excelentes estudiantes, incluso genios, pero,
o bien nunca han aprendido a ganarse adecuadamente el sustento, o están
demasiado inmersos en el estudio y la investigación como para conseguir
un empleo y pagar un alquiler o la cuota de un dormitorio colectivo. Nunca
he tenido noticia de que alguno haya atravesado la línea y desplegado un
comportamiento criminal, salvo entrar sin autorización en algunos sitios y
algún robo insignificante. Desde luego, nada de chupar sangre o cosa
parecida.
—Eso es parte del problema —le explicó Andy—. No tenemos noticia
del asunto. Si aparece un cuerpo completamente vacío de sangre, lo primero
en lo que piensa todo el mundo es en vampiros. Lo segundo que piensan es
que los ridiculizarán si admiten lo primero. Así pues, se inventan excusas.
No se hacen preguntas, o, si se las formulan, las respuestas son mentiras
destinadas a encubrir la verdad, porque nadie quiere ser el primero en
parecer un lunático. A los estadounidenses no nos gusta equivocarnos, pero
nos gusta todavía menos que se rían de nosotros.
Felicia asintió con la cabeza y se llevó la taza a los labios de forma
perfecta. Al beber bajó las largas pestañas sobre los ojos, como si obtuviera
un placer sensual de aquel acto.
—Estoy de acuerdo —dijo, mientras volvía a dejar la taza sobre la mesa
—. Lo cual significa que usted, señor Hertz, tiene un gran problema ante sí.
¿Cómo demuestra que existen los vampiros si todos los que podrían aportar
las pruebas tienen miedo de hacerlo?
—Llámeme Andy —le pidió él—. Y yo no he dicho en ningún
momento que esté intentando demostrar la existencia de los vampiros.
Ella rio, y él se encontró también riendo.
—No soy estúpida, Andy. Si lo fuera, usted ni siquiera estaría
preguntándome estas cosas.
Andy alzó la taza de café como para brindar por ella.
—Recibido. Muy decididamente, no es estúpida.
—Bueno, ¿y va a contarme por qué? Quiero decir, entiendo por qué
podría querer hacerlo. Supongo que me refiero a cómo descubrió todo lo
relativo a ellos, para empezar. Y si puedo serle franca, tengo la sensación de
que esto es una especie de cruzada en solitario por parte de usted.
—¿Qué le hace decir eso?
Ella dejó que su mirada lo recorriera durante un momento.
—Tal vez he visto demasiada televisión, pero ¿ustedes no van siempre
en pareja, por lo general? ¿Y vestidos con trajes que no parecen haber
pasado demasiado tiempo en una tienda de ropa usada? Puede que se deba a
su sentido personal de la elegancia, y estoy muy a favor de eso. Pero pienso
que no es así y, normalmente, soy bastante buena evaluando a la gente, así
que, ¿quién es usted, Andy Hertz?
Andy bebió un gran trago de café para no responder de inmediato.
—¿Cuántas preguntas son? —inquirió, después de dejar la taza sobre la
mesa—, ¿tiene libre el resto del día?
Ella rio y miró el reloj de pulsera.
—No —replicó—. De hecho, tengo que salir corriendo, y lo único que
he tomado para almorzar ha sido una taza de té. Si me gruñe el estómago
durante la clase, lo culparé a usted.
—Y yo aceptaré la culpa.
—Pero aún quiero respuestas —dijo ella—. ¿Cenamos mañana?
No había pensado en quedarse en Madison. Sin embargo, como estaba
nevando había muchas probabilidades de que las carreteras fuesen
peligrosas de transitar, eso en el caso de que estuvieran abiertas.
Y no podía negar que disfrutaba hablando con ella. Había pasado tanto
tiempo desde que había disfrutado de cualquier cosa que no fuera la más
básica interacción humana, por lo general con un mostrador en medio y un
intercambio de dinero en metálico, que aquello era como un regalo
inesperado para él.
—Claro —asintió—. Cenar me parece bien.
—¿Quiere que lo recoja en su hotel? ¿Dónde se aloja?
—No lo sé, aún —admitió—. Tal vez podríamos encontrarnos en su
oficina y salir desde allí.
—A las siete —decidió ella, que se puso de pie pero le hizo un gesto
para que se quedara sentado—. Quédese, acabe el café —dijo—. Tengo que
salir a escape. Ha sido agradable conocerlo, Andy. O quienquiera que sea.
La observó marchar con paso decidido. En un momento dado, ella echó
la cabeza atrás para ofrecer la cara hacia la nieve que caía, y él rio en voz
alta.
20
Esa noche cena con Felicia. Andy no sabía qué sentir al respecto; ella era,
desde luego, la relación humana más íntima que había mantenido desde el
comienzo de todo aquel infierno, a pesar de las circunstancias.
Andy intentó trabajar, hizo unas cuantas llamadas telefónicas más y
envió correos electrónicos a algunas otras personas que habían participado
en el tema de la célula inmortal en el foro. Pero sus pensamientos no
dejaban de divagar. Mónica, las niñas. Paul y Sally… en especial Sally, la
última mujer con la que había hecho el amor.
No era que esperase que Felicia Reisner cayera en sus brazos. O en su
cama. No la echaría de una patada, como decía la canción, pero, eh, que
estaba casada. También era atractiva y tenía éxito. Y él parecía un desecho
de tienda de segunda mano.
Esa parte podía arreglarse. Se fue al centro comercial Westgate y dedicó
una parte de su menguante capital efectivo a comprarse un par de
pantalones nuevos y un jersey azul oscuro. Al probarse el pantalón, se dio
cuenta de que sus zapatos estaban en un estado que parecía que los había
arrastrado tras el coche durante sus peregrinaciones a través del país. Se
llevaría una parte más de sus reservas, pero los pantalones quedarían
ridículos emparejados con un calzado tan patético.
Cuando llegó al despacho de Felicia, llevaba puesto el abrigo que se
había comprado cuando comenzó a hacer frío, con el jersey nuevo debajo.
Los pantalones oscuros tenían la raya bien definida, y se dio cuenta de que,
con sólo mirarlo, ella sabría que había ido de compras.
Pero cuando abrió la puerta, la atención de ella estaba fija en la pantalla
del ordenador. Ni siquiera lo miró.
—Lo lamento —dijo—, pero el horario de oficina ya ha terminado.
—Felicia —dijo Andy, al tiempo que se tragaba la decepción—. Soy yo,
Andy. ¿No teníamos que ir a cenar?
Ella hizo girar la silla y, cuando lo vio, su cara se alegró de forma
evidente.
—¡Ay, Dios, Andy, cuánto lo siento! He estado inmersa en esto desde
últimas horas de la tarde y lo había olvidado por completo. —Se le pusieron
las mejillas rojas como un tomate—. Dios, eso hace que parezca una
verdadera bruja, ¿verdad? Lo siento. Supongo que me distraigo con
facilidad. La verdad es que lo recordé cuando salía de casa y le dije a
Pearce que no iría a cenar.
—¿Es su esposo?
—Sí. Pearce. —Se volvió otra vez hacia la pantalla—. Sólo un par de
minutos, ¿vale?
Andy se recostó contra la entrada y observó cómo acababa lo que estaba
haciendo. Ese día llevaba un jersey marrón muy holgado, abolsado a la vez
que, de alguna manera, se adhería a su cuerpo. Unos tejanos azules
desteñidos enfundaban sus largas piernas, metidas en botas UGG. Tenía la
cabeza inclinada hacia la pantalla para leer, y el cabello lacio le caía hacia
adelante y ocultaba la mayor parte de su perfil.
Tardó más de dos minutos, pero no mucho. Felicia se irguió con viveza
y cerró el documento que tenía en pantalla para luego apagar el ordenador.
Le dirigió a Andy una ancha sonrisa, fue hasta el armario, y apareció con
abrigo y bolso.
—¿Preparado para salir?
—¿Sabemos adónde vamos? —preguntó él—. Supongo que tendría que
haber preguntado eso ayer, para poder reservar mesa.
—No se preocupe por eso —dijo ella, mientras apagaba las luces
cenitales. Él fue el primero en salir por la puerta de la oficina, y ella lo
siguió y cerró con llave—. Conozco un sitio en el que no nos harán esperar.
Con su presupuesto, Andy había comido en Denny’s muchas veces
durante la huida; a menudo era un respiro que agradecía después de los
locales de comida rápida y, por lo general, resultaban fáciles de localizar
desde las autovías. Pero nunca había visto a nadie que se deleitara tanto
como Felicia con la carta. Dedicó diez minutos a estudiarla, intentando
decidir entre desayunos y cenas, y acabó inclinándose por un Grand Slam,
que declaró que era su favorito para cualquier momento del día.
—No me malinterprete —dijo ella, después de pedir la comida—. No es
que no me guste también la buena comida. Es sólo que a veces tengo estos
antojos, y he descubierto que, a menudo, es buena idea hacer caso de mis
antojos.
—Yo he aprendido que los míos se cuentan entre mis peores enemigos
—replicó Andy—. Pero puedo ponerlos en su sitio, al parecer.
La camarera le llevó a Felicia un vaso de limonada, y llenó de café la
taza que Andy tenía delante. Cuando se marchó, Felicia miró a Andy.
—Bueno —dijo, con un tono repentinamente serio. Mantenía la voz
baja, aunque no había cerca ninguna mesa ocupada—. He estado pensando
mucho en sus preguntas, pero antes de entrar en eso yo tengo unas cuantas
que quiero formularle.
—Muy justo —admitió Andy—. Responderé a todo lo que pueda.
—Ése sería un buen comienzo —dijo Felicia—. No llegó a contestarme
las grandes preguntas de ayer. ¿Quién es usted, y por qué está tan
obsesionado con los vampiros?
Andy jugueteó con los cubiertos durante un minuto mientras pensaba en
lo que podía arriesgarse a contarle.
—Mi nombre es realmente Andy —dijo—, pero ya no estoy en el FBI,
porque ellos no querían que indagara en esto. Y yo no podía dejar de
hacerlo.
—¿Por qué no? —preguntó ella—. No está loco, ¿verdad? Porque si es
alguna clase de lunático, entonces…
—Estoy bastante seguro de estar cuerdo por completo —la interrumpió
Andy—. O al menos tan cuerdo como cualquiera, en estos tiempos. Y la
razón por la que resulta tan importante para mí es que mi mejor amigo se
convirtió en vampiro y asesinó a mi esposa y a mis dos hijas.
La cara morena de Felicia se puso blanca. Alzó una mano y se tironeó
del labio inferior antes de hablar.
—Dios —dijo al fin—. Lo siento de verdad, Andy. Eso es…
Él asintió con la cabeza.
—Es bastante insoportable. Y créame, sé que parece una absoluta
locura. Seré capaz de demostrarlo algún día, pero por el momento lo único
que puedo hacer es pedirle que confíe en mí.
—Hasta ahora no me ha dado ninguna razón para no hacerlo.
—Intento ser honrado —replicó Andy—. Cuando puedo. Esto es
demasiado importante para mí como para mentir al respecto, y realmente
espero que usted pueda ayudarme a demostrar la verdad.
Felicia bebió un poco de limonada mientras la camarera dejaba las
ensaladas sobre la mesa. Cuando la mujer se hubo marchado, continuó:
—Respecto a eso —dijo entonces—, creo que puedo hacerlo.
Ésa era la noticia que Andy había estado deseando oír, pero en lugar de
sentirse emocionado se encontró con que estaba ansioso. ¿Y si ella le daba
esperanzas para nada? ¿Y si tenía en mente algo por completo distinto, o
sólo quería demostrar que los vampiros no podían existir? En otra época,
eso habría sido muy bueno para él, pero ahora no.
—Muy bien —asintió, con voz inexpresiva.
—Pienso que conozco la manera de hacer algunos experimentos con las
llamadas células inmortales —explicó ella—, con el fin de ver si pueden
transmitirse de un cuerpo a otro del modo que usted ha descrito. No sería
una prueba determinante, pero nos haría avanzar en la dirección correcta.
No era tan convincente como él habría deseado, pero era mejor que
nada, decidió.
—El inconveniente es —continuó ella— que actualmente tengo un
montón de trabajo que hacer: investigación, docencia, otro par de proyectos
que tengo a medias. Así que esto lo haré, Andy, y lo haré gratuitamente, en
mi tiempo libre. Nadie de la universidad sabrá nada al respecto; tendrá que
confiar en mí en eso. La verdad es que si pusiera en conocimiento de
alguien lo que estoy haciendo, me pondrían de patitas en la calle al cabo de
una hora. El caso es que con todo el trabajo que tengo entre manos, y la
necesidad de mantener éste en secreto, va a tardar algún tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé. Meses en el mejor de los casos. Espero que no sean años.
—¿Años?
Felicia rio.
—Parece usted tan decepcionado… —dijo—. Y entiendo el porqué,
Andy, de verdad, no estoy riéndome de usted ni nada parecido. Sé que es un
trabajo muy importante y lo haré con toda la rapidez que me sea posible. Es
lo máximo que puedo prometerle. ¿Le vale?
La verdad era que no tenía ningún otro bioquímico que ya estuviera
trabajando en el área correcta y se ofreciera a ayudarlo. Asintió con la
cabeza.
—Claro, lo acepto —asintió—. Le agradeceré cualquier cosa que pueda
hacer, Felicia.
La camarera llegó con la cena, así que la conversación volvió a
interrumpirse.
—Bueno —dijo Felicia, después de que se hubiera marchado—,
concentrémonos en la buena cocina y en conocernos mejor, y dejemos el
resto para más tarde.
Sólo puedo suponer lo que sucedió por lo que pudimos conjeturar a partir
de lo que vimos y escuchamos a hurtadillas desde nuestros escondrijos.
Después de tantos días de ocupación, Eben y yo habíamos convertido
nuestras rutas de gateo en una ciencia, y nos desplazábamos con relativa
comodidad sin que los buscadores de sangre nos pudieran detectar.
Desde el sótano presenciamos la llegada de ese nuevo invasor extraño,
también calvo, pero con orejas desfiguradas, casi puntiagudas, y una piel
blanca que brillaba como porcelana. Iba vestido con un hermoso traje y un
abrigo rojo forrado de seda. Cuando entró en la ciudad a grandes zancadas,
pasando ante las ruinas salpicadas de sangre del bar de Ikos, llevaba dos
mujeres del brazo, como una especie de dignatario no muerto que estuviera
de visita, y por la reacción de los otros —tanto si estaban alimentándose
como en medio de una matanza, quedaban inmóviles en su presencia— nos
dimos cuenta de que aquella percepción no era tan descabellada como podía
parecer.
Iban hablando, y resultaba evidente, sin necesidad de oír lo que estaban
diciendo, que se trataba de vampiros de épocas o creencias diferentes. Eben
y yo permitimos que nos dominara la curiosidad, y gateamos para
acercarnos más a los vampiros que estaban reunidos cerca del centro de la
ciudad, entre cuerpos y nieve manchada de sangre.
Confirmando nuestras sospechas, el ataque contra Barrow parecía haber
sido idea del vampiro calvo más joven. Le hablaba con deferencia al de más
edad, comentando su propio ingenio por haber descubierto Barrow y sus
treinta días de noche, y el maravilloso foco de alimentación que era para los
de su especie. Vociferó que los humanos eran ganado y comida para los
inmortales, y que tendrían que ser los humanos quienes se ocultaran en las
sombras, no ellos.
El vampiro de más edad guardó silencio al principio… y luego, de
repente, estalló, enfurecido.
—¡¡Jodido idiota arrogante!!
El vampiro más joven recibió un golpe tan fuerte que al principio pensé
que el otro le había arrancado la cabeza, pero seguía vivo, de rodillas,
sangrando como una fuente por la boca y la nariz.
Recuerdo haber mirado entonces a Eben y verle una expresión que no le
había visto en mucho tiempo. Casi parecía de esperanza.
—¡Hostia puta! ¿Has visto eso? —susurré yo.
Eben se limitó a asentir con la cabeza, pero no podía apartar los ojos de
lo que sucedía en la calle.
—Sí… sí que lo he visto —dijo.
Mi instinto estaba en lo cierto; el vampiro más joven era un violento
asesino arrogante que sentía poco respeto por lo que dijera o pensara el
veterano recién llegado. Los demás parecieron dividirse. Algunos se
alejaron de ellos. Otros huyeron del escenario sin más.
Y entonces oí la discusión a través del constante siseo del fuerte viento
gélido.
El de más edad estaba airado no por la matanza —los humanos eran
comida y eso era completamente aceptable—, sino porque atacar una
ciudad entera de un modo que probablemente atraería la atención era una
locura. El veterano repitió varias veces que el instrumento más importante
con que contaban era que los humanos no creyeran realmente en su
existencia, y las masacres como ésa podían despertar sospechas
innecesarias.
Se erguía ante el vampiro más joven, mientras lo increpaba.
—Tenía la esperanza de llegar a tiempo para impedírtelo. Al mirar a mi
alrededor me doy cuenta de que he llegado demasiado tarde… El daño ya
está hecho.
El vampiro más joven parecía confundido.
El recién llegado estaba realmente furioso. Hablaba una y otra vez sobre
los centenares, miles de siglos que eran necesarios para convertirse en un
mito que formara parte de la cultura de la humanidad. «Hacer que los
humanos ya no crean que existimos», decía. Pero en ese momento, todo
estaba en peligro, dado que el ataque contra Barrow resultaría sospechoso si
corría la voz.
—¡La sospecha y el miedo son las semillas de nuestra extinción…
Volverán a perseguirnos! —despotricaba.
Escuché cada palabra. Captaba el miedo que había en la voz del
vampiro. Pienso que en aquel momento no habría podido hacer nada con
esa información, dado que estaba por completo concentrada en sobrevivir,
pero archivé aquello en el fondo de la memoria.
No sólo se les podía matar, sino que también eran capaces de tener
miedo.
Pero además, fue cuando escuchamos discutir a los vampiros que nos
dimos cuenta de lo poco que significábamos para ellos. No éramos más que
comida. Y ahora, a consecuencia de las muertes de casi todas las personas a
las que conocía y quería, comprendí a qué se refería el jefe de los
vampiros… El poder más grande que tienen los vampiros es que nadie cree
en ellos.
El vampiro joven se puso de pie.
—¡¿Quién… te… crees… que… eres?! —farfulló, escupiendo y
temblando de furia, al tiempo que se lanzaba contra el de más edad—. ¡Te
mataré! ¡Te…!
Eben y yo no estábamos preparados para lo que vino a continuación.
El de más edad agarró al más joven por el cuello.
—Tú no harás nada —dijo—. Sólo morirás.
Dicho esto, sujetó al otro por los hombros y lo desgarró completamente
en dos… con las manos desnudas. El cuerpo se rasgó como carne cocida;
un lado se llevó la caja torácica, mientras que el otro se quedó con carne y
huesos arrancados de las articulaciones.
La cabeza del joven invasor rodó, aún viva, por la nieve, hacia donde
Eben y yo nos ocultábamos bajo la casa, acurrucados detrás de los
ventisqueros empapados de sangre.
La cabeza miraba con furia al vampiro de más edad, aún farfullando de
furia, casi como si negara lo que acababa de sucederle al resto de su cuerpo.
—Matar… ffff… matar… e-e…
De repente me sentí insegura, como si fueran a descubrirnos. Aquel
vampiro más viejo parecía poseer una fuerza que eclipsaba a los otros y yo
temía que pudiera olfatearnos a pesar del frío y de la nieve que no paraba de
caer.
Tironeé de Eben, que parecía absorto en la escena.
—Eben, deberíamos marcharnos —susurré.
Eben me miró con ojos inexpresivos, y entonces, como atraídos por el
movimiento, ambos nos volvimos a mirar en el momento en que el vampiro
de más edad bajaba los ojos hacia la cabeza del vampiro más joven, que
ahora siseaba amenazas vacuas desde la nieve. Entonces, el más viejo la
pisó con fuerza, para aplastarlo y aniquilarlo para siempre jamás.
Y de este modo murió el cabecilla de la masacre de Barrow.
Yo sentí un entusiasmo repentino. ¿Habría acabado? ¿Se marcharían
ahora los vampiros de Barrow?
No pasaría mucho tiempo antes de que incluso nuestras más pequeñas
esperanzas fueran aplastadas.
22
A mediados de octubre, Andy estaba en Boise, Idaho.
Tras haber descubierto que le gustaba observar ríos, había encontrado
un motel que quedaba a un par de manzanas del río Boise, y dedicaba las
mañanas a pasear por la orilla, mirando el agua y el tráfico que la recorría, y
dejaba que el aire frío lo despejara. Las tardes las consagraba a intentar
dilucidar el asunto de los chupasangre, con una suerte que mermaba sin
parar.
Llamaba a Felicia cada pocos días, desde la carretera, desgarrado entre
el deseo de hablar con ella —con cualquiera, en realidad, pero con ella de
manera especial— y el deseo de no ser un pesado.
Pero esa mañana, cuando la llamó, ella le pidió que volviera a Madison
a toda velocidad.
No quiso explicarle la razón por teléfono, y sólo dijo que había hecho
un avance significativo y lo necesitaba allí.
Él metió sus pertenencias en las gastadas maletas, pagó la habitación y
se marchó del motel. El último coche robado era un Nissan Altima blanco
que se había llevado del aparcamiento de un motel de Pueblo, y le había
cambiado las placas de matrícula casi de inmediato por unas de Tennessee.
Cuarenta minutos después de haber colgado el teléfono, ya estaba en la 184,
corriendo en dirección este.
Pasarían un par de días de conducir casi sin parar antes de que llegara a
Madison. Habría preferido ir en avión, pero no se atrevía a poner a prueba
la documentación de Andy Hertz hasta ese límite.
Además, viajar en un vuelo comercial significaría renunciar al
armamento que transportaba en el maletero, cosa que lo dejaría aún más
indefenso de lo que ya estaba.
No era que hubiese visto ningún vampiro al que matar con las armas
que llevaba. Había pasado tanto tiempo desde que se había encontrado cara
a cara con uno que se sentía en parte inclinado a pensar que todo aquello
había sido una pesadilla, una alucinación alimentada por el alcohol.
Pero Mónica y las niñas estaban muertas.
Eso no era un sueño.
Y aún no había empezado a beber cuando había visto a Paul.
No, estaban ahí fuera. Tan difíciles de encontrar como los tréboles de
cuatro hojas, no mucho más sustanciales que susurros en el viento.
Eso era de lo que él tenía que ocuparse, lo que debía cambiar.
No podían continuar siendo sólo rumores, cuentos narrados para asustar
a las masas. Tenían que ser presentados como los auténticos, sólidos y
malevolentes seres que eran en realidad.
Mucho más peligrosos que los terroristas o los gánsteres, más
merecedores de todas las atenciones de las fuerzas del orden y el ejército.
Andy estaba convencido de que si le quedaba algo de cordura, era esta
búsqueda lo que la había preservado. Esta misión, esta obsesión.
Cuando hubiera logrado esa meta, podría relajarse. O simplemente
desaparecer.
Retirarse. Morirse. Cumplir la condena de prisión que sin duda lo
aguardaba por todos sus delitos.
Pero todavía no.
Pisó más el acelerador y corrió hacia el este, y hacia el peor error de su
vida.
Una vez en Anchorage, Andy salió del aeropuerto y fue en taxi hasta la
ciudad. En el sitio al que se dirigía iba a necesitar ropa especial.
Encontró una tienda de deportes y pagó en efectivo una parka, unos
calzoncillos largos de seda, botas, gruesos guantes para nieve y un
pasamontañas. Lo metió todo dentro de una mochila de nailon nueva que
podría llevar en el avión junto con la bolsa para una noche que ya tenía, y se
registró en un motel.
Se paseó por la habitación. Tenía encendida la televisión para que lo
distrajera, pero no le servía de mucho. Su mente no dejaba de darle vueltas
a lo que había averiguado, como si fueran prendas de ropa dentro de la
secadora.
Imágenes de Mónica clavada a la tapia se abrían paso hasta su
conciencia.
Sus hijas, desangradas hasta morir.
Ángel y Graja hechas pedazos.
Felicia, con sus ojos abriéndose en el momento en que el frío acero del
fusil le tocó la mejilla.
Mientras se dirigía allí en avión, casi había dejado atrás a los fantasmas
por un tiempo. Pero ahora le habían dado alcance porque estaba atascado en
un sitio, temeroso de aventurarse en la nevada oscuridad.
Cuando se hizo obvio que no iba a poder dormir, fue a ver al conserje de
noche que le vendió dos somníferos por cinco pavos; luego le preguntó si
quería compañía. Andy no estaba seguro de si se ofrecía él mismo o le
ofrecía una prostituta. Rechazó la oferta sin pedir más explicación.
Cualquier persona con quien se pusiera en contacto podría convertirse
en objetivo.
De vuelta en la habitación, se tomó las dos pastillas y se sentó en la
cama, donde no paró de moverse, inquieto, hasta que lo venció el sueño.
Cuando Andy abrió los ojos, el reloj de la mesilla de noche anunciaba que
ya eran las diez. Se levantó y miró por la ventana. El sol apenas estaba
comenzando a asomar por el horizonte.
Puso en marcha la pequeña cafetera que había en la habitación y se
duchó con rapidez mientras se hacía el café. Tomó una taza al salir del
baño, y se vistió con la ropa de abrigo que había comprado. Compró en una
máquina que había en el pasillo un paquete de minidonuts y bolsita de
cacahuetes. Se los llevó a la habitación y se lo comió todo con otra taza de
café flojo.
Pero había dormido demasiadas horas como para poder tomar un
desayuno de verdad; su avión salía a las once y media. El vuelo estaba
completo, pero enseñó el carné del FBI en el mostrador de reservas y
dejaron a alguien en tierra para que él pudiera viajar. Cuando acabó con la
comida improvisada, se cepilló los dientes, pagó la habitación y fue al
aeropuerto en taxi.
Al llegar a Fairbanks tuvo que hacer pequeño, de dieciocho asientos.
Con una fila de uno de en su lado, y de dos en el otro. Seis hileras. Seis de
los asientos estaban desocupados, y la auxiliar de vuelo, que tenía más de
cuarenta y cinco años y era flaca como una adicta a la heroína, le pidió a un
par de personas que cambiaran de asiento para que el avión quedara
«adecuadamente equilibrado». Los compañeros de vuelo de Andy iban
vestidos de un modo bastante parecido al suyo, preparados para el clima
que hallarían al aterrizar. Como para adaptarse a la vestimenta de los
pasajeros, la temperatura de a bordo permaneció gélida.
Durante el vuelo, Andy fingió leer un ejemplar de Newsweek de tres
meses de antigüedad que encontró en el bolsillo del asiento, mientras
pensaba en lo que lo había conducido hasta allí.
Tal vez debería de haberse quedado en Sacramento, en aquel momento
que le parecía tan lejano en el tiempo, y cooperar con las autoridades para
resolver el asesinato de su familia.
¿Y si las había matado alguien que no era Paul Norris? Andy había
metido entre rejas a un montón de tipos malos; alguno de ellos podría haber
salido, u ordenado el golpe desde la cárcel. Negó con la cabeza. Había sido
Paul. Tenía que haber sido Paul. No tenía sentido considerar siquiera alguna
alternativa. Estaba igualmente seguro de que el vampiro o los vampiros que
habían matado a Ángel, Graja y Felicia no habían sido Paul.
«Ehhhhhhhhhhh —intervino la voz de sus pensamientos, sonora—.
Perdona, Andy, pero eso no lo he pillado. ¿Quién dices que las mató?
Quiero decir, en realidad».
«Cállate», le contestó él.
Probablemente debió haberse mantenido cuerdo y sobrio cuando estaba
en Los Ángeles. Atacar al subdirector Flores había sido un grave error. Si se
hubiera limitado a hacer lo que le mandaban, habría podido acabar el
período de servicio y jubilarse con una pensión razonable. Su familia
seguiría viva. Paul no habría tenido ninguna razón para atacarla. Felicia
nunca habría oído hablar de él. Pearce no estaría viudo, y las muertes de
Ángel y Graja no estarían persiguiéndolo noche y día.
Pero tal vez estaba analizando demasiado todo el asunto.
A fin de cuentas, ¿había necesitado realmente Paul una razón? ¿Había
sido una reacción contra la obsesión de Andy, o algo que había planeado
desde el principio?
Tal vez Andy lo había malinterpretado desde el inicio. Tal vez ya se
había vuelto de lleno hacia el bando del mal. Tenía que haber sabido que
matar a la esposa y las hijas de Andy le causaría a éste mucho más dolor.
Andy Gray, gran agente del FBI, se suponía que tenía que ser capaz de
proteger a los indefensos, y ahora tenía que vivir sabiendo que les había
fallado a las personas más próximas a él y causado el asesinato de
inocentes. La muerte habría sido misericordiosa en comparación.
«¿Y qué te detiene, entonces?».
El pensamiento fue desterrado en cuanto apareció. El alivio que
prometía podía ser dulce, pero Andy tenía que hacer dos cosas antes de
poder permitirse saborearlo.
En primer lugar, tenía que descubrir a los vampiros ante el resto del
mundo.
Y en segundo, Paul Norris tenía que morir.
O volver a morir.
Andy cerró la revista, y estaba a punto de devolverla al bolsillo del
asiento cuando oyó la voz del tipo que estaba al otro lado del pasillo.
—¿Me permite?
Andy lo miró. Cincuenta y pocos, corpulento. La cara de un trabajador,
llena de líneas de expresión y arrugas causadas por los elementos. Pequeños
ojos azules, pelo oscuro corto, una expresión abierta y sin complicaciones.
—Es de hace un par de meses.
—Es mejor que nada —dijo el hombre—, que es la otra alternativa.
Tengo algunas novelas del Oeste en la maleta, pero la he facturado.
Andy le tendió la revista.
—Toda suya.
Andy también llevaba un libro en la maleta, uno que siempre lo
acompañaba, pero no iba a ponerse a leer 30 días de noche. En especial a
bordo de un avión que iba hacia Barrow, Alaska.
Cerró los ojos, aún un poco espeso a causa de las pastillas para dormir
que había tomado la noche anterior. Se encontró con que ansiaba fumarse
un cigarrillo, cosa que no había hecho desde que había despertado aquella
trágica mañana. No cedería a esa urgencia, se prometió. Si no iba a ayudarlo
a encontrar las pruebas que necesitaba, o a Paul, no había razón ninguna
para hacerlo.
Sintió la presión en los oídos cuando el avión comenzó el picado
descenso hacia Barrow. Bostezó, se pinzó la nariz y soplo para intentar
igualar la presión. La voz del piloto crepitó en los altavoces, pero Andy no
pudo entender qué decía. Sonaba como la tradicional notificación de
«aproximación para aterrizar». La auxiliar de vuelo recorrió con rapidez el
pasillo que había entre las dos filas de asientos, mirando el regazo de los
pasajeros, y luego se sentó en su asiento de la parte posterior y se abrochó
el cinturón de seguridad.
El ángulo en que descendía el avión le pareció demasiado empinado,
pero no sabía nada acerca del aeropuerto de Barrow. Tal vez tenían que
entrar pasando por encima de montañas, o algo parecido.
Miró por la ventanilla, pero aún estaba oscuro. Unas pocas luces, muy
espaciadas, pasaron a toda velocidad por el exterior del avión. Luego oyó
que cambiaba el sonido del motor, para transformarse en un gemido agudo,
y rebotaron contra la pista de aterrizaje. Volvieron a elevarse.
Andy miró al exterior, vio edificios bajos iluminados en la oscuridad del
exterior. El avión volvió a tocar el suelo, con brusquedad. Andy sintió cómo
frenaba, el estremecimiento provocado al empezar a detenerse la pequeña
aeronave. Otro bote y la mesa de Andy se soltó del cierre y le golpeó las
rodillas.
Cuando estaba devolviéndola a su sitio, el avión comenzó a deslizarse
lateralmente. Con pánico, Andy miró al tipo que estaba al otro lado del
pasillo. El hombre reprimió un bostezo y pasó otra página de la revista
Newsweek. Así que Andy miró por la ventanilla, y vio las luces azules que
marcaban los límites de la pista acercarse cada vez más y más.
Al fin, el avión se detuvo.
Un ala quedó totalmente fuera de la pista.
Volvió a oírse la voz del piloto.
—Lo lamento, amigos. Un poco de hielo en la pista de aterrizaje.
Bienvenidos al aeropuerto Wiley Post-Will Rogers Memorial, de Barrow.
Habrá un corto paseo hasta la terminal, así que tengan cuidado dónde pisan
cuando acaben de bajar la escalerilla, y gracias por volar hoy con nosotros.
Andy miró a los otros pasajeros y dedujo que tenían que ser viejos
trabajadores de Alaska. El peligroso aterrizaje no los había alterado en lo
más mínimo.
Andy esperó su turno y salió del avión al viento gélido. Se cerró la
cremallera de la parka, sacó los guantes de los bolsillos y se los puso antes
de intentar bajar la escalerilla del avión hasta la pista. Tuvo visiones de
resbalar en el hielo, intentar sujetarse a la barandilla y dejarse la piel de las
palmas pegada al metal congelado. Se le condensaba la respiración.
En el suelo, esperó, incómodo, mientras sacaban el equipaje de la
bodega de carga. Cuando tuvo la bolsa y la mochila, siguió a los demás
pasajeros hasta el edificio de la terminal, una estructura de acero corrugado
que parecía provisional. La fachada estaba iluminada con focos. Andy miró
el reloj sólo para asegurarse, pero eran realmente las dos de la tarde. El
cielo estaba cubierto por una gruesa capa de nubes que impedía el paso de
la luz solar que hubiera podido llegar al suelo. Podría haber sido de noche.
El interior de la terminal no era mucho más impresionante que el
exterior. Unas cuantas hileras de sillas de plástico, un tablero donde se
veían los horarios de las llegadas y las salidas, una máquina de coca-cola, y
un mostrador de reservas de formica rajada. En la pared de detrás del
mostrador se veía un pavo de papel que llevaba puesto un sombrero de
peregrino. Al igual que sucedía en el avión, mantenían baja la temperatura
interior para que la gente vestida con gruesas prendas de invierno no pasara
calor.
Andy salió por la puerta delantera a un paseo iluminado en busca de un
taxi. No había ninguno, ni se veía rastro alguno de coches de alquiler. Ni de
autobuses, por cierto. Vio un par de camiones aparcados junto al bordillo, y
reparó en que el tipo al que le había dado la revista en el avión estaba
subiendo a uno de ellos.
—¡Eh! —le gritó, pero el hombre ya había cerrado la puerta y el camión
arrancó.
Andy se volvió. Un par de personas aún estaban saliendo del
aeropuerto.
—Necesito llegar a Barrow —dijo Andy, sin dirigirse a nadie en
particular—. ¿Puede alguien llevarme?
Un hombre de baja estatura se detuvo y miró a Andy desde debajo del
borde de piel de la capucha. Era un retaco de tío, no más alto de un metro
cincuenta y dos centímetros, pero de aspecto sólido, con la nariz rota de un
luchador, un par de incisivos desportillados, y, por añadidura unos ojillos
que se entrecerraban como si lo hubieran visto todo y un poco más. Le
dedicó a Andy una sonrisa extraña, calculadora y de aceptación al mismo
tiempo.
—Yo voy hacia allí.
—Le agradeceré de verdad que me lleve —dijo Andy—. Esperaba que
hubiera algún taxi.
—Si hubiera venido en verano, los habría habido —dijo el hombre—.
¿Es su primera visita?
Andy asintió con la cabeza. Cuando Stella Olemaun había llamado la
atención del FBI, ya se había marchado de Barrow. Los acontecimientos
descritos en su libro ya habían sido investigados y se habían presentado los
informes —maquillados, de eso Andy estaba convencido—, así que él y
Paul no se habían molestado en ir hasta allí.
Su interés había estado centrado en lo que Stella haría a continuación,
no en lo que le había sucedido allí.
—Extraña época del año para venir por aquí —dijo el hombre—. Pero
es asunto suyo, no mío. He aparcado aquí mismo.
Condujo a Andy a través de un aparcamiento cubierto de grava hasta
una camioneta.
—Me llamo Sam —dijo mientras andaban, y le tendió la mano. Cuando
Andy se la estrechó, sintió la dura callosidad de la palma—. Sam Lorre.
—Andy Hertz —dijo Andy. El nombre falso se le había hecho más fácil
de recordar que el que le habían dado al nacer.
—Encantado de conocerlo, Andy. —Llegaron a la camioneta, y Sam
Lorre lanzó su mochila dentro de la caja. Andy vio que estaba cargada con
rollos de alambre de espino provisto de afiladas hojas que destellaban con
malevolencia a la luz de los focos de la zona de aparcamiento.
—¿Haciendo trabajo de cercado? —preguntó Andy.
—Sólo intentando arreglar todo lo que quedó destrozado la última vez
que llegó la oscuridad —dijo Sam.
Andy dejó su equipaje en la caja de la camioneta, evitando el alambre
con todo cuidado. Mientras subía al coche, pensó en lo que había dicho el
hombre, y volvió a mirar el cielo.
No estaba sólo nublado.
Estaba oscuro.
Miró el reloj de pulsera para consultar la pequeña ventanita de la fecha a
la que no solía hacer el más mínimo caso. El pavo de papel de detrás del
mostrador debería haberle dado una pista.
28 de noviembre.
—¿Cuánto falta para que oscurezca? —preguntó al ocupar el asiento.
Sam hizo girar la llave y le dedicó otra vez aquella extraña sonrisa.
—Diez días —dijo—. Normalmente, por esta fecha los aviones ya han
dejado de volar hasta aquí. Este año hay un poco más de tráfico, más
saliente que entrante, pero un poco de cada. Yo acabo de dejar a mi mujer y
mi hijo, que han salido en el último vuelo; ya no quiero que se queden aquí
durante el período de oscuridad.
No le ofreció más explicaciones, y Andy no se las pidió. Ya estaban en
camino, fuera de las instalaciones aeroportuarias, e iban por una pista de
grava calibrada. Sam gobernaba el volante con experta eficiencia. Mientras
conducía, aumentó la temperatura de la calefacción, y el aire sopló en el
rostro de Andy, frío al principio, pero entibiándose con rapidez.
El aeropuerto estaba a pocos minutos de la ciudad. Al cabo de no
mucho, Andy comenzó a ver luces brillantes que se reflejaban en la capa de
nubes de lo alto. Luego coronaron un montículo bajo y pudo ver las luces
directamente, como la deslumbrante iluminación de un estadio, en lo alto de
largos postes colocados por toda la pequeña ciudad, dirigidas hacia abajo y
en dirección al perímetro del poblado. Las luces formaban una especie de
foso de los que rodeaban las murallas de la antigüedad, aunque en este caso
circundaban una alta valla de alambre de espino provisto de afiladas
lengüetas en lugar de la muralla de un castillo.
Más allá de la alambrada vio más calles de grava —nada estaba
pavimentado— de las que parecía que acababan de quitar la nieve, que se
amontonaba en enormes ventisqueros contra los altos pilotes de las casas
elevadas, y hasta muy arriba de las paredes de aquellas casas que aún se
encontraban a nivel de la calle. Una gruesa costra de nieve helada recubría
los empinados tejados.
Andy había estado en muchos sitios fríos —Madison no se
caracterizaba por un clima suave, precisamente—, pero también había
vivido en California durante mucho tiempo. No podía acabar de imaginar
por qué alguien podría escoger vivir en un sitio como éste.
Más aún, no podía imaginar por qué alguien iba a estar tan loco como
para quedarse después de lo que había sucedido allí hacía un par de años.
Fragmento de 30 días de noche, de Stella Olemaun
Después de ver cómo el joven cabecilla de los invasores de Barrow era
despachado con facilidad por el atildado vampiro de más edad, Eben y yo lo
interpretamos erróneamente como un signo de esperanza. Pero la verdad era
que el vampiro mayor, con su reluciente cabeza calva y sus orejas
puntiagudas, tenía para nosotros planes mucho peores.
Se dirigió a los vampiros restantes, los que no habían huido, con una
ferocidad que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
—He aquí lo que vamos a hacer —siseó—. Primero vamos a recoger a
los muertos para ponerlos dentro de sus moradas. Quiero que encontréis
hasta el último superviviente. Quiero que los matéis. Alimentaos de ellos, si
queréis, o simplemente matadlos. No me importa, pero no los convirtáis.
Yo quería marcharme de allí, regresar junto a los otros y advertirles que
se avecinaba una redada, pero Eben se negaba a moverse. Continuaba
tumbado en la nieve, con los ojos desorbitados y la respiración agitada. No
podía apartar los ojos de la sangre del cuerpo destrozado del vampiro joven,
de su cabeza aplastada.
Tiré de mi marido, y se me quitó de encima con suavidad. Algo estaba
formándose en su mente, un plan de huida, algo que no quería o no podía
expresar verbalmente.
—Tal vez… sí que hay una manera… —fue cuanto dijo.
Yo no sabía a qué se refería, y no me importaba. Ya habíamos
descubierto que podía acabarse con los vampiros, pero nuestro grupo era
pequeño y débil. No teníamos ni la más ligera posibilidad de vencerlos en la
lucha.
Y ahora, con aquel nuevo jefe, experimenté un miedo que no se parecía
a nada que hubiera sentido antes.
Me inundó la repentina urgencia de reunir a todos los supervivientes y
huir, dispersarnos por los bosques y colinas helados, con la esperanza de
que algunos de nosotros lográramos salir de ellos con vida.
A medida que el vampiro hablaba, mis miedos no hacían más que
empeorar.
Cuando alzó los brazos en el aire para reunir a los no muertos, vi sus
largos dedos crueles recubiertos con la sangre de uno de los suyos.
Tenía planeado cortar el oleoducto, inundar Barrow de petróleo y
prenderle fuego a toda la población, para quemarla hasta los cimientos en su
totalidad. Si no hay supervivientes, no hay problemas.
Finalmente logré llevarme de allí a Eben cuando vio que yo estaba al
borde de las lágrimas. Teníamos que ponernos en movimiento, y el eco de
las órdenes del vampiro no hizo más que dar fuerza a esa idea:
—¡Para mañana, a esta misma hora, quiero esta ciudad borrada del
mapa!
Mucho más tarde, ciertas autoridades dirían que ciento cincuenta y nueve
residentes de Barrow, Alaska, habían perdido la vida en un incendio del
oleoducto que casi había destruido el poblado. Otros dijeron que había sido
por una fuga de sustancias químicas.
No creáis a nadie que intente venderos ese cuento chino. Yo estaba allí.
Cuando el sol volvió a salir, de las cuatrocientas sesenta y dos personas
que nos quedamos en Barrow al ponerse el sol, sólo diecinueve estábamos
allí para verlo. Lo más horrible de todo es que, al principio, habíamos sido
veinte.
Me resulta difícil narrar los últimos momentos que pasamos juntos.
Una vez que hubimos ayudado a apagar los incendios y restablecer algo
parecido al orden, los supervivientes se sintieron incómodos con la
presencia de Eben. Después de todo lo que habíamos pasado, resultaba
comprensible.
Eben y yo salimos paseando de Barrow, hasta la ladera desde la que
siempre observábamos cómo el sol desaparecía, pero esta vez nos sentamos
en el otro lado, para aguardar su regreso.
Fue idea de Eben. Yo quería que se marchara, pero él era tan testarudo
como yo.
Partiendo de un cielo del color del humo, el horizonte cambió poco a
poco al marrón a medida que se aproximaba más y más la salida del sol, ese
gris ceniza teñido de un matiz dorado.
Eben me abrazaba y hacía todo lo posible por explicarme cómo se
sentía. Su voz era como hueca, extraña.
—Empieza a resultar difícil de resistir, Stella. A veces olvido… quién
era antes… y siento este dolor.
—Podrías ocultarte —dije—. Vivir… como viven ellos. Podrías…
Eben sonrió dulcemente y negó con la cabeza.
—Shhhh, no me refería a eso.
Me cubrió la mano con una de las suyas. Incluso a través de los guantes
gruesos podía sentir su gélido contacto.
Me miró a los ojos.
—Podría vivir eternamente, claro, pero no quiero respirar ni un segundo
más… —hizo una pausa—, si no puedo recordar cómo es amarte.
Para entonces, el sol había comenzado a asomar por el horizonte.
Era demasiado pronto. No quería dejarlo marchar.
Cerré los ojos, y en la mano sentí que Eben desprendía una suave
calidez, hasta que ya no hubo nada dentro de la mano. Abrí los ojos con
lentitud y miré a mi lado, donde mi marido, mi compañero, mi mejor
amigo, había estado sentado apenas un momento antes.
Ahora sólo quedaba su ropa, y unas cenizas que arrastraba el viento
cada vez menos frío.
26
La carretera de grava llegaba hasta una enorme puerta fortificada.
Múltiples capas de tejido hexagonal de alambre, con tablas sujetas a él
para hacerlo más fuerte y estable.
Un metro ochenta de alambre de púas provisto de afiladas cuchillas
totalizaba una altura de cercado de cinco metros y medio.
Unas luces cegadoras caían en picado sobre la puerta, donde una docena
de hombres y mujeres que llevaban gruesas parkas empuñaban escopetas y
fusiles automáticos.
Sam Lorre ralentizó la furgoneta al acercarse y se detuvo en el exterior
de la verja. Detrás de ésta había una segunda puerta de reja, protegida por
torretas blindadas para ametralladora y altas torres de vigilancia. Los
guardias de las torres barrieron la furgoneta con reflectores. Parecía
haberlos de dos tipos diferentes. Cuando Andy lo preguntó, Sam le explicó
que los segundos eran unas luces especiales de rayos UV, pero no dio más
explicaciones.
—Eh, Sam —lo saludó una de las guardias que estaban a nivel del
suelo. Parecía que todos lo conocían—. ¿Lo has conseguido?
—Está detrás —replicó Sam—. Todo lo que necesitamos para reforzar
las vallas.
Algunos de los guardias se habían acercado como quien no quiere la
cosa al lado de la furgoneta en la que se encontraba Andy.
—¿Quién es el pasajero? —preguntó la que estaba hablando con Sam,
como si obedeciera una señal que Andy no había captado.
—Lo he recogido en el aeropuerto, después de dejar a Candy y a Bob —
replicó Sam.
Uno de los guardias que estaban del lado de Andy dio unos golpecitos
en la ventanilla con el cañón de la Mossberg calibre 12.
—¿Le importaría bajar del vehículo, señor? —preguntó con cortesía.
Andy no tenía ninguna razón para contrariar a aquella gente, aunque lo
irritaba que lo trataran como a un criminal —como él había tratado a tanta
otra gente, se dijo— sin tener ningún motivo para ello.
—En absoluto —dijo, mientras abría la puerta con lentitud. Bajó con las
manos a la vista—. ¿Quiere ver mi placa? —preguntó. El guardia del fusil
asintió con la cabeza, y Andy sacó del bolsillo la identificación y la sostuvo
en alto—. Andy Hertz —se presentó—. FBI.
—Está bien, señor —dijo el guardia y bajó la escopeta. Había al menos
otras siete personas apuntándole, supuso Andy. Entonces sacó una linterna
pequeña de alguna parte—. Abra la boca, por favor.
Andy obedeció, sorprendido por el hecho de que identificarse como
agente del FBI no hubiera provocado ningún tipo de reacción. El guardia le
iluminó el interior de la boca durante unos segundos.
—Gracias —dijo—. Ahora permítame echar una mirada a sus ojos.
Andy entendió. No les importaba quién fuera él, siempre y cuando no
fuese un vampiro.
Un momento más tarde, el guardia apagó la linterna.
—¡Está limpio! —gritó—. Bienvenido a Barrow, señor Hertz.
—Gracias —dijo Andy—. Es un… placer estar aquí.
Fue hasta la caja de la camioneta de Sam para sacar la bolsa de viaje y
la mochila, y al pasar ante la ventanilla abierta del conductor, tendió la
mano al interior para estrechar la de Sam.
—Gracias por traerme, Sam —dijo—. Supongo que puedo continuar a
pie a partir de aquí.
—Como quiera, amigo —replicó Sam—. Si tiene pensado quedarse, sea
cuidadoso, ¿quiere?
—No se preocupe —replicó Andy—. «Cuidadoso» es mi segundo
nombre.
—¡No según su identificación! —le gritó el guardia que lo había
examinado. Andy rio y asintió con la cabeza. No había pensado que el tipo
hubiese siquiera mirado la placa. «Supongo que no corren riesgos, por
aquí».
—Bienvenido a Barrow —dijeron otros dos. Andy acusó recibo de los
saludos, y entró en el poblado.
En el interior, más allá de la cegadora luz de los reflectores y las
baterías de focos tipo estadio, el poblado estaba bien iluminado pero en
calma. Andy recorrió varias manzanas donde había edificios que parecían
abandonados; tapiados con tablones, candados y cadenas. Las aceras eran
estrechas, y las calles de grava calibrada se veían espolvoreadas de nieve
helada. Después del calor asfixiante de la furgoneta, el aire frío le helaba las
mejillas y la nariz descubiertas.
La primera persona que encontró en el poblado lo pilló por sorpresa al
girar en una esquina con paso casi silencioso. Se abrigaba con una gruesa
parka para nieve, como la mayoría de los otros, con la capucha bien subida
y el largo pelo negro asomando por debajo de ella. Sobre un hombro llevaba
una escopeta de corredera Remington Pump-Action. Clavó en Andy una
dura mirada, y luego asintió una sola vez con la cabeza.
—Buenas noches —dijo. Su tono era tranquilo.
Andy se preguntó cómo podía estar seguro, en la oscuridad.
—Hola —respondió.
El hombre continuó a paso rápido, sin decir una sola palabra más.
Dos manzanas más adelante, Andy vio un cartel de luz de neón donde la
palabra HOTEL relumbraba a través de las tinieblas. Se dirigió hacia él, y
pasó junto a otro par de hombres que se encontraban de pie junto a un
todoterreno. Todos iban armados, al parecer. Fusiles y escopetas. La Glock
de Andy, que le habían permitido llevar en los aviones sólo gracias a las
credenciales del FBI, parecía diminuta e insuficiente en comparación.
En el hotel Northern Lights no tuvo ningún problema para conseguir
habitación. El conserje pareció sorprendido, y tal vez un poco eufórico por
el hecho de tener otro huésped.
—En verano, si no reserva tiene que dormir en la calle. A todos les
gusta venir a ver el sol de medianoche, las auroras boreales. Pero en esta
época del año la mayoría de los hoteles cierran. Yo mantengo abierto
porque siempre hay un puñado de gente como usted.
—Me alegro de que así sea —dijo Andy—. La verdad es que no tenía
nada planificado, y he venido por un impulso.
—Espero que sepa con qué va a encontrarse —dijo el conserje.
—Creo que me hago una idea bastante aproximada. —Firmó con su
nombre falso en el libro de registro, y el conserje le dio la llave de la
habitación 210.
Andy subió un piso en el pequeño ascensor, y encontró la habitación,
donde dejó el equipaje en el suelo y subió la calefacción para contrarrestar
el helor que parecía haberse filtrado a través de los muros. Se quitó el
abrigo, entró en el baño, mojó una toallita con agua caliente y se cubrió la
cara con ella. Estaba agotado del viaje, pero aún no podía dormir. Tenía que
organizarse. En ese momento estaba expuesto, desprotegido. Si aparecía
Paul, sólo tendría la Glock, y allí habría acabado su historia. La tela caliente
y húmeda le resultaba reconfortante, pero pasados unos segundos se la quitó
y la echó dentro de la bañera manchada de herrumbre. La sensación lindaba
con lo relajante.
Y él no había ido a Barrow a relajarse.
Cuando echó a andar hacia la puerta, sin embargo, sintió las rodillas
como si fueran de goma. Se dejó caer sobre la cama y oyó como los muelles
amortiguaban su peso.
Tal vez sí que necesitaba pasar un tiempo de descompresión después del
largo viaje. Cogió el mando del televisor que había en la mesita de noche, y
lo encendió. Recepción vía satélite, cosa que tenía mucho sentido. Estuvo
unos minutos pasando de una cadena a otra, en busca de algo lo bastante
interesante como para dejarlo puesto mientras intentaba cerrar los ojos
durante unos minutos. Al final se decidió por una reposición de Seinfeld, y
la miró hasta el final, más un segundo episodio, antes de poder levantarse
otra vez.
Se obligó a ponerse de pie y vestirse con las gruesas prendas de abrigo,
mientras pensaba que, dado que parecía que iba a quedarse durante un
tiempo, iba a necesitar más ropa. Ya había nieve en el suelo, pero sabía que
el frío aumentaría.
Dubitativo entre el deseo de cubrirse la cara con el pasamontañas y la
preocupación por que eso pudiera dar una idea equivocada a los
desconocidos, Andy llegó a la decisión de guardarlo en el bolsillo lateral
con cremallera de la parka. Si el frío le resultaba excesivo, siempre podía
ponérselo más tarde. Cerró la cremallera del anorak, se puso los guantes, y
volvió a salir a la gélida noche.
Por lo que calculaba, era primera hora de la noche, pero el cielo tenía el
mismo aspecto que antes, oscuro y nublado, en el que se reflejaban las
brillantes luces que bordeaban el poblado. Supuso que sería mejor que se
habituara a ello.
Las calles tampoco habían cambiado mucho. Aún se veían algunas
personas andando por ellas, en pareja o a solas. La mayoría llevaba fusil o
escopeta, y Andy incluso identificó un par de fusiles automáticos entre
aquella variedad.
Barrow se parecía más a una zona de guerra que a un soñoliento
poblado de Alaska.
Unos minutos de deambular lo llevaron hasta la oficina del sheriff, una
casa móvil de buen tamaño colocada sobre unos cimientos de bloques de
hormigón. Las ventanas tenían barrotes, y la puerta estaba reforzada con
barras de hierro.
Al recordar lo que les había sucedido a Stella y a Eben Olemaun, Andy
pensó que no era de extrañar que el nuevo sheriff quisiera un local más
seguro.
Había un hombre joven de pie en el exterior de la oficina. Al igual que
todos los demás, llevaba una parka con capucha. Los pantalones, lucían una
gruesa franja negra, así que pertenecían a un uniforme.
—¿Sheriff? —preguntó Andy al aproximarse.
El hombre se volvió a mirarlo. Una cara cuadrada con mandíbula fuerte
y penetrantes ojos azules. Bajo la capucha se veía el pelo rubio corto.
—Sí —respondió. Sus ojos se abrieron un poco más, con sorpresa, al
mirar a Andy—. Usted ha venido de visita.
Era una declaración, no una pregunta. De todos modos, Andy
respondió.
—Acabo de bajar del avión.
—En ese caso, no volverá a marcharse —dijo el sheriff.
—Es lo que me han dicho. Espero no haber cometido un error.
—Relativamente. Yo mismo soy un recién llegado —dijo el sheriff—.
Pero esto me encanta. Ya ni se me ocurriría marcharme.
—¿A pesar de todos los problemas? —preguntó Andy.
El sheriff se encogió de hombros, movimiento apenas perceptible a
causa de la gruesa parka.
—Tenemos alborotadores de vez en cuando, como cualquier otro sitio.
Ven que somos un poco diferentes, que estamos preparados para casi
cualquier cosa, dan media vuelta, y se marchan a casa.
Andy asintió con la cabeza. Aquel tipo se mostraba reservado y
prudente, pero no estaba mintiendo abiertamente. Andy sabía que él haría lo
mismo si estuviera en su lugar.
—Me llamo Andy Hertz —se presentó, al tiempo que le tendía la mano
—. FBI. Ya he cerrado el expediente, pero pasé bastante tiempo
investigando a su predecesor. O a su mujer, en cualquier caso, la ayudante
del sheriff Stella Olemaun.
La cara del sheriff continuó serena, pero su cabeza se alzó apenas un
poco, como si reconsiderara la primera evaluación que había hecho de
Andy. Tocó la mano enguantada de Andy con la suya.
—Entonces no ha venido aquí sólo en calidad de turista.
—No del todo. Stella y su libro despertaron mi interés. Quería ver
dónde había sucedido todo.
Cómo sucedió.
—Me llamo Kitka, agente Hertz. Brian Kitka. En cuanto a lo que
sucedió, si ha leído el libro de Stella, sabe tanto como cualquiera, poco más
o menos. Al menos sabe lo que sucedió la primera vez.
—¿La primera vez? —repitió Andy—. Quiere decir…
Brian Kitka asintió con la cabeza mientras en sus ojos aparecía un brillo
acerado.
—Volvieron. Ya hace algún tiempo, pero yo no veo que la gente de aquí
vuelva nunca a bajar realmente la guardia.
Andy había visto mensajes indirectos en los foros que hacían referencia
a un segundo ataque, pero no les dio credibilidad.
Por supuesto, ni una sola palabra había llegado nunca a los principales
medios de comunicación. Por entonces ya se encontraba fuera de los
circuitos de la Agencia, y no es que hubiese estado nunca dentro de ellos
cuando se trataba de vampiros. Al no tener ninguna clase de confirmación,
había supuesto que la segunda invasión había sido imaginaria o de ficción,
un rumor de Internet.
—¿Cuándo se produjo?
Brian pensó durante un momento.
—En dos mil cuatro —dijo.
—Así que transcurrieron tres años entre la primera invasión y la
segunda —calculó Andy—. ¿Y este año?
—Nada —replicó Brian—. Está todo tan tranquilo como una iglesia el
martes por la mañana. Hasta ahora.
—Pero a pesar de todo —señaló Andy—, he visto las vallas, las torres
de iluminación…
—Procuramos mantenerlo todo en buen estado de conservación —dijo
Brian—. Ya teníamos todo eso el año pasado. Y vinieron de todos modos.
Un invierno de Barrow causa estragos en las infraestructuras, y nadie quiere
correr riesgos, así que cada año lo renovamos casi todo.
Andy intentaba aclararse cronológicamente.
—Usted no estaba aquí la primera vez —resumió—. Cuando Eben era
el sheriff.
—Yo vine más tarde, justo a tiempo para el ataque de dos mil cuatro —
precisó Brian.
—Y se quedó.
—Esto se le mete a uno en la sangre, supongo —asintió Brian—. A mi
hijo Marcus también le gusta. Le va realmente bien en el colegio.
Andy estaba impresionado por aquel hombre, y un poco atónito.
Brian Kitka había vivido un ataque de los vampiros contra el poblado y
admitía que podía producirse otro en cualquier momento. La larga noche
había comenzado. ¿Cómo podía Kitka estar tan sereno, actuar con tanta
tranquilidad?
«Y pensar que desde el principio he pensado que era yo quien había
perdido el seso».
—Es… es una buena noticia —dijo Andy con un temblor en la voz.
—Tiene frío —dijo el sheriff—. Entremos.
—Gracias. —Brian tenía razón. Aun con la ropa de abrigo que llevaba
puesta, el aire del Ártico se hacía sentir—. Supongo que nunca he superado
mi aguada sangre californiana.
—Bueno, no es gran cosa lo de ahí dentro —le aseguró Brian—. Nos
gusta gastar el dinero del contribuyente en las defensas de la ciudad, no en
una oficina elegante para mí. Pero las estufas funcionan realmente bien.
Andy siguió al sheriff al interior, mientras se preguntaba si la afabilidad
sería real o una simple actuación. El último buen papá de pueblo que había
conocido, cuando estaba en Missouri, había resultado ser tan duro como el
hierro.
Apenas había atravesado la puerta cuando oyó una voz femenina que
rechinaba como un gozne de puerta metálica.
—¿Carne nueva?
—Donna, éste es el agente especial Hertz, del FBI —dijo Brian Kitka
—. Ésa es Donna Sikorski, mi ayudante.
La mujer que salió anadeando de detrás del escritorio era casi tan ancha
como alta. Tendió una regordeta mano hacia Andy, pero cuando él se la
estrechó, apretó la suya con una fuerza demoledora. Tal vez no cumplía con
los requerimientos de peso y estatura de la Agencia, pero eso no la hacía
blanda.
—FBI, ¿eh? No vemos muchos federales por aquí arriba. Los que
vienen no suelen pasar de Anchorage.
—Yo estoy en misión especial —mintió Andy—. De hecho, a decir
verdad, dedico a esto mi tiempo libre, no el de la Agencia.
—Eso está bien —dijo Donna—. Significa que no tenemos que ser
amables con usted, invitarlo a cenar y mierdas parecidas.
Brian se rio.
—Donna tiene un problema con la sinceridad —dijo—. No hay manera
de lograr que diga lo que realmente piensa.
Donna parecía esquimal: cara ancha y chata, piel oscura, pelo negro
recogido en un moño. Sonrió, pero Andy no pudo determinar si era una
sonrisa genuina.
—John también se queja de eso —dijo.
—¿Quién es John?
—John Ikos —explicó Brian—. Un trampero, un trampero que vive un
poco al sureste del pueblo. Su novio.
A Andy le pareció que ella se había sonrojado un poco.
—John no es mi novio —contestó—. ¿Tú llamas novia a tu mano
derecha? Porque sé que no has tenido ni una cita desde que te mudaste aquí.
—Vale, vale —rectificó Brian—. John Ikos es un trampero con el que
Donna duerme de vez en cuando. Contribuye a suavizarle un poco el
carácter. Tendría que verla cuando está borde.
—No sé si sobreviviría a eso —replicó Andy.
—La supervivencia es lo único que nos importa —dijo Donna—, como
dice John. «La supervivencia es la primera tarea», decía aquel viejo anuncio
de un coche.
—Es en gran parte responsable de haber ayudado al pueblo a sobrevivir
durante el último ataque —afirmó Brian—. Quiero decir que todos pusimos
nuestro grano de arena. John Ikos sufrió una herida de bala grave, pero se
cargó a más vampiros que nadie. Donna es casi la única persona de la
ciudad a quien él le gusta, y viceversa, pero…
—¿Me oyes a mí decir que me gusta? —lo interrumpió Donna.
—… pero todos lo respetamos —continuó Brian, sin hacerle caso—.
Detesto pensar dónde estaríamos si no hubiera sido por él.
—Parece todo un personaje.
—No está mal —concedió Donna—. ¿Quiere un café, federal?
Allí dentro, Andy había comenzado a calentarse, pero aún sentía el
helor en los huesos.
—Un café sería fantástico.
Ella se encaminó hacia una cafetera que descansaba sobre un archivador
de metal y vertió un poco de líquido negro en un vaso de poliestireno
expandido.
—¿Le echo algo? ¿Crema, azúcar, alcohol?
—Escoja el alcohol —le aconsejó Brian—. Es lo único que puede
disimularle el sabor.
—A John le gusta mi café —protestó Donna, al tiempo que sacaba una
botella del cajón superior del archivador y vertía un poco de whisky en el
vaso.
—John come rata de monte —contestó Brian—. Y nunca he oído que
hubiera enterrado a ninguno de sus perros de trineo, pero siempre está
adquiriendo alguno nuevo.
Andy no estaba muy convencido de beber el whisky. No era una idea
genial volver a bajar por ese camino. Pero quería que aquella gente confiara
en él, y si se presentaba como una especie de abstemio —aunque lo era
desde la muerte de Mónica—, temía que se cerraran como ostras. Aceptó el
vaso que le dio Donna y bebió un sorbito.
—¿Qué caza?
—Lo que puede —replicó Brian—, me alegra que ande por ahí fuera;
para nosotros es como un sistema de alarma que avisa con antelación. Se
entera del paso de cualquier cosa por su territorio, y eso incluye… bueno,
ya sabe. A ellos.
Andy tomó otro sorbito. El brebaje era asqueroso.
—Da la impresión de que es un tipo que vale la pena tener cerca.
—Lo ha pillado bien —dijo Donna. Había vuelto a meterse
apretujadamente tras el escritorio y estaba atareada con algunos documentos
—. En más de un sentido.
—Sólo para ti, Donna —replicó Brian—. Pero, sí, John Ikos es una
bendición en muchos sentidos. Me temo que yo no soy ningún Eben
Olemaun, ni ninguna Stella, ya que estamos. Necesito toda la ayuda que
pueda conseguir.
—Da la impresión de que los Olemaun fueron unas personas notables.
—Lo son —afirmó Donna.
Con cierta sorpresa, Andy reparó en que hablaba en presente, pero
decidió no indagar.
Daba la impresión de que el tipo al que realmente tenía que conocer era
John Ikos. Probablemente sabía tanto como cualquiera sobre los
chupasangre, y tal vez estaría más dispuesto que cualquier otro a hablar de
ellos. En el peor de los casos, probablemente sería un patán estúpido al que
podría inducir a revelarle algo.
Se quedó durante el tiempo suficiente como para no ser descortés, y
bebió del brebaje de Donna tanto como pudo soportar su estómago.
Hablaron de los Olemaun durante un rato más, y luego Brian y Donna
comenzaron a darle consejos sobre cómo soportar el frío y la prolongada
oscuridad.
Esa parte estaba bastante seguro de poder controlarla. Ya llevaba mucho
tiempo viviendo con la oscuridad de su propia alma.
Cuando le pareció prudente, se excusó. Les había sonsacado una idea
general de cómo encontrar a John Ikos, y quería ponerse a buscarlo de
inmediato.
A fin de cuentas, en el exterior no iba a aumentar la luz.