Steve Niles 30 Dias de Oscuridad 01 Rumores de Los No Muertos

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El agente especial de la FBI Andy Gray solía tenerlo todo

controlado. Pero eso fue antes de que la aterradora criatura que una
vez había sido su compañero y amigo atacara a su familia. Ahora
Gray busca respuestas pero sólo encuentra más preguntas y todas
ellas parecen conducir a la aislada población de Barrow, Alaska, un
lugar que ya ha tenido su dosis de horror. Andy Gray no tiene ni idea
de en qué se ha metido, y está a punto de descubrir lo peligrosas
que pueden llegar a ser algunas leyendas cuando resultan ser
reales…
Steve Niles & Jeff Mariotte

Rumores de los no muertos


30 días de noche - 1

ePub r1.0
WAIF 02.01.14
Título original: Rumors of the Undead
Steve Niles & Jeff Mariotte, 2006
Traducción: Diana Falcón Zas
Diseño de portada: Ben Templesmith

Editor digital: WAIF


ePub base r1.0
Nota del autor
En la mitología de «30 días de noche», Rumores de los no muertos tiene
lugar después de los acontecimientos de la novela gráfica Agente Norris:
MIA (que a su vez tiene lugar a continuación de los acontecimientos de la
novela gráfica Días oscuros), publicada originalmente en 30 Days of Night
Annual #1 (agosto, 2003). Sin embargo, cabe indicar que uno no tiene por
qué estar íntimamente familiarizado con dicha historia para disfrutar de esta
obra.
Fragmento de 30 días de noche, de Stella Olemaun
No puedo decir con total exactitud cuándo comenzó todo, cuándo mi vida
cambió para siempre.
Tal vez fue apenas un día antes de que el sol se pusiera en Barrow,
Alaska, al comienzo de la noche invernal.
Mi marido, Eben Olemaun, y yo éramos el sheriff y la ayudante del
sheriff en Barrow, esa remota y pequeña ciudad del extremo norte de
Alaska, cuya población era de cuatrocientas sesenta y dos personas después
de que la mayoría de la gente se marchara a pasar el invierno en otra parte.
Eben era nativo de Alaska, un inuit de pura sangre. Amaba Barrow con un
afecto que yo nunca pude sentir del todo, pero él me ayudó a aprender. Me
mudé aquí cuando abandoné el colegio y mi hogar de Michigan.
Estaba evitando tener que enfrentarme con mis padres. Eben estaba
evitando crecer. Nos enamoramos en el mismo instante de conocernos.
Él ya era ayudante del sheriff, y se las arregló para meterme también a
mí en el juego de la aplicación de la ley. Al principio pensé que lo hacía por
egoísmo y porque no quería estar lejos de mí, pero cuando vio que podía
apañármelas bien, la cosa funcionó y acabamos por convertirnos en la
primera pareja marido/mujer sheriff y ayudante del estado de Alaska.
Lo creáis o no, habría podido ser una vida de ensueño en muchos
sentidos. Ahora vuelvo la vista atrás y miro las cosas de las que me quejaba:
el frío —siempre había pensado que los inviernos de Michigan podían ser
brutales—, los períodos extremos de luz solar y oscuridad, la gente de la
localidad, incluso lo reacio que era Eben a tener un hijo…
Pero, claro está, en algún lugar muy alejado de nosotros daba la
impresión de que el mundo rodaba a toda velocidad hacia el infierno… Lo
sucedido dos meses antes, al otro lado del país, de donde aún estaban
retirándose los restos de dos rascacielos que formaban parte de la escena del
crimen más grande de la faz de la Tierra, las bombas que estaban cayendo a
modo de venganza a medio mundo de distancia, la gente de la localidad,
muy nerviosa, diciendo que los responsables podrían llegar en cualquier
momento a través de la tundra para joder el oleoducto: «Espera y verás…».
Ahora veo todo eso de un modo muy diferente, y daría cualquier cosa
por revivir los tiempos anteriores al momento en que nuestro pequeño
mundo se desmoronó en torno a nosotros.
Antes de que la oscuridad llegara con forma humana. Antes de que viera
morir a la mayoría de las personas que conocía, asesinadas ante mis ojos.
Empezamos a recibir las llamadas el día antes de que el sol se ocultara
para no volver a salir en los siguientes treinta días… y la puesta de un sol
que no reaparecería hasta algún momento de mediados de diciembre.
Parecía ser una fastidiosa pero inofensiva serie de llamadas por
vandalismo y robo. Al principio, la gente comenzó a llamar a nuestra
comisaría para denunciar la desaparición de teléfonos móviles y por satélite.
Al comienzo no parecía nada raro, pero fue el primer indicio que tuvimos
de que algo no iba bien en Barrow.
Luego fueron los ordenadores de los ciudadanos los que desaparecieron
y, en algunos casos, aparecieron destrozados. Se cortaron las líneas
telefónicas. Por último, comenzaron a llegar abundantes denuncias de
motos para nieve y otros vehículos todoterreno saboteados.
Daba la impresión de que estábamos siendo atacados, no por terroristas,
sino por bromistas, chicos, tal vez drogadictos. Fue tan repentino y extraño,
que ni Eben ni yo encontrábamos ningún sentido a todo aquello. Pero
entonces me di cuenta. Todas las señales se hallaban a la vista:
Nos estaban aislando de manera sistemática del mundo exterior.
Según resultó, los robos estaban (en su mayoría) siendo perpetrados por
un desconocido a quien Eben y yo arrestamos en Sam’s Place, el bar-
restaurante de la ciudad.
El desconocido, del tipo motorista desgreñado y que olía a cadáver
podrido, fue el primer indicio que tuvimos de a qué nos enfrentábamos, la
primera mirada al interior de un mundo que desearía que nunca hubiéramos
tenido que observar. Este hombre misterioso había estado montando un
escándalo en Sam’s Place, y Eben se acercó para hablar con él.
Daba la impresión de que iba a ser como cualquier otro arresto.
Estábamos bastante acostumbrados a los desvaríos y gritos de los borrachos
y drogadictos. El alcohol había sido prohibido en Barrow ese invierno (y
varios otros antes) a causa del alarmante índice de suicidios provocados por
las semanas de oscuridad. Lo único que lograba esa prohibición era hacer
que la gente fuera a buscar la bebida y las drogas fuera de la ciudad. Como
si el frío no entumeciera ya bastante… Además, nunca sabías quién iba a
intentar darse un último capricho; quizá alguien que trabajaba en el
oleoducto y había decidido aventurarse a pillar la última borrachera del
mes.
En cualquier caso, Eben lo pondría en su lugar. A fin de cuentas, ése era
el estilo de mi marido: te convencía con su encanto, y luego, si eso no
funcionaba, te tumbaba de un puñetazo.
Evidentemente, el tipo cuyo nombre jamás supimos había estado
chillando obscenidades y molestando a todo el mundo. Incluso insistía en
que le sirvieran la hamburguesa del todo cruda, chorreando sangre y sin que
hubiera tocado la plancha. Eso sí, estaba borracho y colocado. Ésos son los
peores.
Tras un acalorado intercambio de palabras entre Eben y el desconocido,
ayudé a mi marido a meter al tipo en el calabozo. Prestar el juramento de
que uno va a hacer respetar la ley suele significar que no pueden evitarse las
confrontaciones con ese tipo de personajes, pero os aseguro que éste me
provocó escalofríos.

El desconocido, aquel hombre horrible, parecía estar algo más que


mentalmente confundido cuando se sentó dentro de la celda de retención al
llegar a la comisaría.
Admitió abiertamente los robos de móviles y objetos personales de la
gente del pueblo («¡Fantástico! —había declarado Eben—. Caso abierto y
cerrado, entonces. Gracias por no haber hecho caso de eso de “puede y será
utilizado en contra suya, que le mencioné antes”»)… e insinuó la existencia
de un grandioso plan por parte de persona o personas desconocidas.
Eben y yo hicimos todo lo posible por no hacerle caso.
Él siguió hablando y hablando, advirtiéndonos sobre la amenaza que se
avecinaba y que no quería nombrar, y luego comenzó a referirse a sí mismo
como «localizador».
Yo pensaba: «¿Localizador? ¿Para qué? ¿Para el rodaje de una
película?».
Al fin, Eben y yo nos hartamos. Él y el desconocido se gritaron el uno al
otro a través de los barrotes de la celda.
Se fue la luz. Joder, eso sí que fue escalofriante.
Entonces, el localizador se echó a reír, y nos advirtió que había llegado
el momento de algo… algo ante lo que estaríamos indefensos.
Mientras nos amenazaba y la luz continuaba sin volver, lo único en lo
que yo podía pensar era en lo que ya había comenzado a temer: estaban
aislándonos del mundo exterior. Todas nuestras líneas de comunicación y
desplazamiento estaban siendo cortadas una a una; primero los teléfonos
móviles y vía satélite, luego las motos y tractores para nieve… y por último
la electricidad.
Gus Lambert, un tipo simpático pero reservado que no iba muy a
menudo a la ciudad, estaba a cargo de la central eléctrica de Barrow, que se
encontraba en la cresta de una colina situada justo al sur del pueblo. Si
había problemas con la luz, era el tipo con el que había que hablar.
Cuando Eben y yo hablamos del asunto, fue como echar gasolina al
fuego. El localizador se descontroló por completo.
—Ahora os estáis dando cuenta. ¡Mirad qué pasa con Gus! ¡Ventanas
tapiadas con tablones! ¡Sacos de arena contra las puertas! ¡Lo intentaréis
todo! ¡Pero uno a uno ellos os pillarán y limpiarán de carne vuestros
huesos!
El localizador parecía estar más nervioso a cada momento que pasaba;
chillaba, se tiraba del pelo grasiento, iba de un lado a otro por la celda. Pero
fue una de las últimas cosas que dijo lo que me perseguirá para siempre, el
primer indicio de eso con lo que pronto íbamos a enfrentarnos.
—Va a ser hermoso. ¡Y entonces podré estar con ellos!
Ellos.
¡Una palabra tan sencilla, tan inocua y que, sin embargo, tenía tan
enorme peso!
¿A quién diablos se refería?
Yo tenía ganas de catalogarlo como pirado, ya que en el norte tenemos
un montón de ellos, pero los locos no ejecutan planes tan elaborados… ¿o
sí?
¿Qué estaba sucediendo en mi ciudad?
Dado que se había ido la luz y los ciudadanos de Barrow estaban
saliendo a la calle y preguntándose qué sucedía, Eben y yo decidimos, en
aquel mismo momento, ir en coche hasta la central eléctrica… pero no antes
de que el localizador decidiera ofrecernos otra imprevista actuación.
Ante nuestros propios ojos, aferró los barrotes de acero reforzado de la
celda y los separó con las manos desnudas como si fueran de goma.
Metió la cara de maníaco por el espacio que iba ensanchándose, al
tiempo que decía con voz sibilante:
—Estáis JODIDOS.
Por completo horrorizada, reculé con paso tambaleante mientras
manoteaba en busca de mi revólver reglamentario y me preguntaba cuánto
polvo de ángel sería necesario ingerir para doblar barrotes de calabozo.
El hombre comenzó a pasar trabajosamente a través de la abertura que
había hecho. Eben se mantuvo firme en el camino del localizador al tiempo
que sacaba su arma.
Le dio un aviso al tipo, quien, por supuesto, lo desoyó, y entonces
disparó contra la cabeza del desconocido.
Para mi más absoluta conmoción, el hombre no cayó de inmediato, sino
que dio dos pasos más, para luego desplomarse en el suelo, donde se
retorció y pareció arañar el linóleo.
Me acerqué a él y vi el orificio que tenía en la parte posterior de la
cabeza, con el pegajoso tejido cerebral que había salido con la explosión y
estaba adherido a los bordes irregulares.
Y el tipo seguía moviéndose.
Eben bajó la mirada, conmocionado.
—¿Está muerto?
Sin pensar siquiera en lo que hacía, le vacié el cargador al desconocido
hasta que su cabeza prácticamente hubo desaparecido.
—Ahora sí.
Nunca había hecho nada semejante en toda mi vida… y, sin embargo,
no sentí el más mínimo remordimiento; sabía que había matado… un
monstruo, algo antinatural.
Mientras le disparaba las últimas balas a la cabeza, haciendo una pulpa
de carne y hueso triturados, el desconocido aún se las arregló para pillarme
por un tobillo.
Pero ahora, al rememorarlo, pienso que yo también debía hallarme en
estado de conmoción. Incluso en esas condiciones sabía que todo aquello
era imposible. Tenía el estómago cada vez más revuelto, como sólo sucede
por efecto del miedo…
Pero no hizo más que empeorar cuando Eben y yo fuimos a la central
eléctrica y encontramos a Gus Lambert.
La central estaba destruida.
La cabeza decapitada de Gus —con la mirada desorbitada
permanentemente fija en una expresión de confusión y horror, y la boca
abierta como si protestara silenciosamente ante la situación— había sido
clavada en el extremo de una pica con toda la nieve de alrededor salpicada
de sangre, como un retorcido mensaje que nos advertía de nuestra condena
inminente.
La destrucción de la central eléctrica era absoluta. Las antenas de
satélite hechas pedazos, el cableado arrancado y quemado, los generadores
convertidos en masas de hierro, destrozados a golpes. Las reparaciones
requerirían meses. Pero nada podría reparar a Gus.
El resto de su cuerpo estaba descuartizado, con los trozos dispersos por
la nieve.
Mi estómago revuelto acabó por estallar hacia la garganta y me hizo
caer de rodillas. En el curso de unas pocas horas, mi vida en Barrow con
Eben estaba siendo puesta patas arriba.
Eben y yo volvimos con el coche hacia la ciudad, desquiciados,
preguntándonos qué cojones pasaba. Durante el tiempo que yo llevaba
como ayudante del sheriff, en Barrow había habido sólo tres muertes
violentas, posibles homicidios.
Gus y el desconocido de la celda eran dos de ellos.
Eben se puso a especular abiertamente: ¿Algún tipo de banda? ¿Presos
fugados? ¿Terroristas que intentaban cargarse el oleoducto?
Ninguno de los dos tenía manera de mitigar el terrible miedo que crecía
en nuestro interior, un miedo que no tenía nombre, ni razón.
—¡Eben, para! —chillé, cuando girábamos en la ladera más meridional
de Barrow.
Había visto movimiento entre los árboles, algo que estaba más allá de
los helados senderos entre árboles y colinas congeladas.
Siluetas.
Eben detuvo el vehículo.
Hacía ya mucho que se había ocultado el sol; los cielos que cubrían
Alaska y toda la cima del mundo se habían vuelto oscuros. En un momento
anterior del día, antes del caos, Eben y yo habíamos dedicado un rato a
sentarnos en lo alto de una de las colinas para ver cómo la gran bola
amarilla desaparecía para no regresar en algo más de treinta días. Nos
dijimos, como hacíamos a menudo, cuánto nos amábamos el uno al otro.
Aquel momento me dará fuerzas durante años, si no durante el resto de
mi existencia.
Pero en aquel preciso instante no había luz que pudiera reconfortarnos,
no la habría en mucho tiempo.
Salimos del vehículo, y Eben miró con sus muy usados binoculares de
visión nocturna hacia donde le señalaba.
Yo miré hacia la oscuridad con los ojos desnudos. Había siluetas
pequeñas moviéndose en la distancia.
Cuando Eben se apartó los binoculares de los ojos, por su expresión
comprendí qué había visto.
Y por alguna razón, una frase de Macbeth, la obra teatral que había
estudiado en el colegio, surgió de un salto, clara como el cristal:
«Los pulgares me hormiguean. Algo malvado se acerca».
Eben no me miró siquiera.
—Entra en el coche —dijo—. Tenemos que avisar a los demás.
1
El sol matinal, difuminado por la niebla marrón amarillento que ceñía la
depresión de Los Ángeles como un sombrero tóxico y sofocaba con lentitud
a los ciudadanos hasta matarlos, eliminó la única ventaja con que contaba el
motel Slumber: luces de neón tan viejas que parecían retro. Era uno de esos
tugurios que los turistas a veces escogían en Internet por accidente. Por lo
general, se daban cuenta del error de su elección antes de registrarse y se
marchaban a una de las cadenas nacionales. Si no lo hacían, entonces la
canción de cuna de su primera noche era la de traficantes y rameras
ofreciendo su mercancía, gente con carritos de supermercado que recogían
botellas de los cubos de basura cercanos a las máquinas expendedoras,
pastilleros pidiendo a los huéspedes cigarrillos o monedas sueltas. Los polis
pasaban por allí de vez en cuando, pero preferían mantenerse a distancia en
la medida de lo posible. Incluso las finas palmeras habían dejado caer las
hojas, y se erguían desnudas, amarillentas y enfermas, como si prefirieran
morir antes que vivir demasiado cerca de aquel edificio que parecía una
caja desteñida y miserable.
Andy Gray sabía que el delito era habitual en un sitio como ése. Lo
único que resultaba inusitado era la presencia del precinto amarillo que
delimitaba la escena del crimen pasando en torno a los troncos de las
delgadas palmeras, con los extremos atados a la balaustrada de hierro
oxidado, y el coche patrulla que había junto al bordillo, con dos agentes
uniformados dentro. Andy dejó el Crown Victoria, color gris estándar y fue
andando hasta el vehículo blanco y negro al tiempo que agitaba el carné
profesional hacia los dos jóvenes policías.
Ellos salieron del coche y se estiraron para desentumecerse.
—Agente especial Andrew Gray, FBI —dijo, mientras entregaba la
funda de cuero con la placa y el carné profesional—. Necesito examinar de
cerca la escena del crimen, oficial Ybarra.
Ybarra comprobó los documentos de Andy, y luego le dedicó una ancha
sonrisa. Tenía los dientes blancos y regulares, realzados por su oscura piel
olivácea. Su compañera, una mujer llamada Coggins, era casi treinta
centímetros más baja que él, pero sólida. Mantuvo los labios apretados en
una fina línea mientras le entregaba un portapapeles. Andy añadió su firma
a la lista de los que habían estado antes allí.
—Los CSI han estado aquí durante toda la noche —le dijo Ybarra—,
pero se han marchado ya, así que supongo que es toda suya.
Así que era un novato. Los polis de Los Ángeles nunca se habían
referido como CSI[1] a los criminalistas que examinaban la escena del
crimen hasta que comenzaron a emitirse las series de televisión. Había
demasiados especialistas: médicos forenses, expertos en huellas dactilares,
antropólogos forenses, fotógrafos, los encargados de analizar rastros y
pruebas. Un poli con más experiencia seguramente habría dicho: «Los
CSIU ya han pasado». La unidad de investigación de la escena del crimen
cubría todos los niveles, y los polis —enfrentados siempre a los abogados
defensores, que se cogían a cualquier clavo ardiendo que se les ofreciera—
debían aprender a hablar con precisión. Andy calculaba que, de hecho, la
CSIU había pasado toda la noche allí, con la posible excepción del médico
forense, ya que ellos sólo aparecían cuando había cadáveres.
La cuestión era que Andy estaba bastante seguro de que en esa
habitación de hotel había habido el cuerpo de un muerto.
Todo el problema residía en el hecho de que nadie supiera que el cuerpo
estaba muerto.
Se apartó de los polis para abarcar con la mirada la escena del crimen,
intentando verla como era en ese momento, intentando olvidar lo que le
habían contado sobre los acontecimientos de la noche anterior. Y lo que
había visto al llegar a la oficina de Los Ángeles.
Jacob Paul Norris. Compañero de Andy. Muerto ambulante.
La ciencia del examen de la escena del crimen había sido inventada por
el FBI en su práctica totalidad. Recordaba lo que había aprendido en
Quantico, que abordar una escena del crimen con ideas preconcebidas te
cegaba a la realidad de la situación. Andy Gray vació la mente y abrió los
sentidos.
El hedor de la contaminación del tráfico de Sunset en hora punta.
Cristales en la superficie de la zona de aparcamiento destellando en la
luz matinal. Algunos teñidos de rojo.
Sangre, charcos de ella, casi negra sobre el macadán. Más sangre que
había salpicado las paredes estucadas de color amarillo pálido.
Pequeños charcos de alguna otra cosa en la acera que corría por delante
de las habitaciones. El carrito de una de las camareras había sido pillado en
medio del fuego cruzado. Era probable que los charcos fueran de champú,
limpiadores, disolventes, algo parecido. Los del laboratorio se lo
confirmarían.
Trozos saltados del estuco. Agujeros de bala. Al menos un centenar,
calculó.
Las ventanas de la habitación del motel destrozadas. Cortinas
meciéndose suavemente en la brisa que también agitaba el precinto de la
escena del crimen, haciendo un ruido como el que haría la carta de una
baraja metida entre los rayos de la bicicleta de un niño.
Otro olor, metálico, por debajo del propio de los tubos de escape. Cobre.
Sangre.
Y un tercero, aún más débil, que le era familiar. Andy buscó en la
memoria y lo encontró.
Carne podrida.
Sin moverse del sitio, Andy giró sobre sí mismo con lentitud para
examinar el entorno. Un muro de bloques de hormigón al fondo de la zona
de aparcamiento, que formaba parte de la tienda de licores. Sunset
Boulevard, donde había coches que ralentizaban su marcha para que sus
ocupantes pudieran mirar, boquiabiertos, el motel destrozado. Como si el
tráfico no fastidiara ya lo bastante. Al otro lado de la calle, un salón de
tatuajes, luego un bar de moda, luego el hotel Standard con el cartel puesto
cabeza abajo. Muy mono.
Andy vivía en Sacramento, con su esposa y sus dos hijas, pero había
pasado tanto tiempo en Los Ángeles que comenzaba a odiar la ciudad como
sólo podía hacerlo un nativo.
Apenas unos días antes, el precinto amarillo también había estado en
torno al Standard, pero los propietarios del hotel tenían mucha más
influencia en la ciudad que la familia pakistaní propietaria del motel tan
inteligentemente bautizado como Slumber[2]. En el Standard había sido
asesinada una mujer. De un disparo. Y eso ni siquiera había merecido el
titular de la edición vespertina. Una tal Olemaun se había registrado en la
habitación contigua a la de la muerta, pero había desaparecido.
Oficialmente era una «persona de interés» para el Departamento de Policía
de Los Ángeles. También lo había sido para la Agencia.
Andy se encogió de hombros. Ya había pasado bastante tiempo ahí
fuera. Pediría copias de todos los informes de la CSIU y con ellos rellenaría
lo que le faltaba. Era hora de ir a mirar lo que realmente lo había llevado
allí.
La habitación de Paul.
Volvió al Crown Victoria. De un maletín que llevaba en el maletero sacó
fundas de plástico para calzado, se las puso por encima de los zapatos y se
las ató en torno a los tobillos. Los de la CSIU ya habían tomado fotografías,
hecho mediciones y recogido muestras. Así que no le preocupaba el
principio de intercambio de Locard[3]. Andy no iba a contaminar la escena
del crimen por ir a echar un vistazo, pero si las historias que había oído eran
ciertas, no tenía ningún interés en contaminarse los zapatos por caminar
dentro de la habitación sin habérselos protegido. Por esa misma razón se
puso guantes de látex. El traje oscuro era de confección, de JC Penney, y si
se lo ensuciaba, podría pagarse la tintorería. Pero los zapatos eran unos
Bally, regalo de su mujer. No se trataba de unos zapatos baratos, no con
relación a su sueldo.
Así pertrechado, atravesó el aparcamiento hasta la puerta de la
habitación número 7. Estaba cerrada pero no con llave. Giró el pomo y
empujó.
Aunque la ventana que daba al aparcamiento había estallado, el aire
limpio aún no había eliminado el hedor de dentro. Era de allí de donde
procedía el olor a carne, y una gran parte de la sangre. Daba la impresión de
que Paul había tenido la profesión de carnicero como segundo empleo, y
establecido su propio matadero en aquella habitación.
Había sangre por todos los rincones. Una parte de ella era fresca, aún
líquida, y otra era marrón y estaba encostrada, como si llevara días allí.
Salpicaduras en las paredes, los cuadros y espejos; manchas de goteo
sobre la moqueta de un gris horrible y sobre la colcha de la cama que
alguna vez había sido blanca. Charcos que se secaban sobre el chapado de
melamina de la cómoda y de la pequeña mesa.
Continuó y entró en el cuarto de baño. Un lavabo con un espejo encima,
una taza de váter, una bañera con ducha, y una pequeña ventana de cristal
opaco que probablemente daba al callejón. Un toallero del que habían
colgado toallas blancas baratas de hotel. Los de la CSIU se las habían
llevado. Allí dentro Andy vio puntos en los que habían recogido muestras
de sangre, pero quedaba muchísima. Si hubiera tenido que adivinar, y a
Andy Gray[4] no le gustaba adivinar, habría dicho que se habían producido
múltiples muertes violentas en aquella pequeña y húmeda habitación.
El espejo estaba recubierto por una fina película roja, como si alguien
hubiera realizado un débil intento de limpiarle la sangre. A través de ese
velo rojo, Andy vio a un hombre tan insulso como su apellido. Bajo, de pelo
entrecano, piel amarillenta; el aspecto de un hombre que ha pasado
demasiado tiempo en interiores o a oscuras. No quería examinarse a sí
mismo durante más tiempo, y apartó la mirada.
En el lavabo parecía que un pintor hubiera estado lavando los pinceles;
un pintor monocromático, en realidad. Período rojo de Paul. Incluso —
Andy sintió que se le rebelaba el estómago y luchó por retener el desayuno
de cafetería—, los costados de la taza del váter estaban recubiertos de
sangre. Las desportilladuras que tenía la porcelana mostraban también
fragmentos de hueso.
¡Dios santo!, ¿qué había sucedido allí?
Vio algo sobre el suelo embaldosado. Andy se inclinó, temeroso de
arrodillarse en aquel sitio. Sacó un bolígrafo del bolsillo y lo usó para
mover el diminuto objeto. Un poco de pelo. Examinó con atención el resto
del suelo sin levantarse. Un diente muy pequeño en una mancha de sangre,
algo más que podría haber pertenecido al exoesqueleto de una cucaracha.
Le habían dicho que, de hecho, habían recogido trozos de animales del
lugar, como ratas, insectos, lagartos. Todos ellos destripados y arrojados a
un lado.
Todos exangües.
Andy volvió a ponerse de pie, pero con demasiada rapidez. La
habitación pareció ladearse y tuvo que sujetarse al borde del lavabo.
«Gracias a Dios por los guantes de látex», pensó. ¿Habría alguna ducha lo
bastante larga y lo bastante caliente como para limpiarlo bien, después de
aquello? Era el tópico más viejo del manual, pero Andy jamás se habituaría
a ver escenas como aquélla. Se preocuparía el día en que dejara de
hacérsele un nudo en el estómago.
Tenía que salir de allí. Sentía los poros obstruidos de suciedad, la nariz
taponada de sangre. Notaba su sabor en la boca. Sabía que los especialistas
de pruebas se habían llevado todos los objetos personales de Paul, como
ropa, ordenador portátil, maletín, cualquier nota que hubiera podido tomar.
La policía de la localidad odiaba que se presentara el FBI a exigir que le
entregaran las pruebas que habían recogido; los expedientes del caso. No se
lo reprochaba en lo más mínimo, pero él también lo había hecho y volvería
a hacerlo ese mismo día. Ellos no sabían qué tenían delante de los ojos, no
tenían nada que les indicara cuál era el cuadro general, y no podía
permitirse que lo supieran. El subdirector a cargo del Departamento de Los
Ángeles había dejado eso sobradamente claro.
Así que Andy complementaría el recorrido con todo lo que había
recogido la división de Hollywood del Departamento de Policía de Los
Ángeles, y al mismo tiempo se ganaría la enemistad de los polis de
Hollywood. Confirmando la reputación de los agentes del FBI como
gilipollas duros a los que no les importaban los polis que patrullaban las
calles. Andy no era realmente así, pero no podía hacer nada para cambiarlo.
Una vez fuera, se quitó los guantes y las fundas para el calzado, lo
envolvió todo junto y lo echó en uno de los cubos de basura del exterior del
motel. Se sintió mal por el próximo sin techo que rebuscaría en el cubo,
pero no lo bastante mal como para estar dispuesto a llevarse el material.
Cuanto antes pudiera dejarlo todo atrás, más a gusto estaría.
Sabía que no lo conseguiría en ningún momento del futuro próximo.
Aún tenía que encontrar a Paul. Pero al menos ya tenía una idea más
aproximada de lo que estaba buscando.
Paul nunca había usado la palabra abiertamente para describirse a sí
mismo. Pero él y Andy habían estado ocupados en el caso de Stella
Olemaun durante el tiempo suficiente como para saber qué palabra era. La
que Olemaun afirmaba que era, en cualquier caso, aunque Andy nunca
había estado dispuesto a aceptar su terminología.
Paul, sólo por ser quien era, había preferido la expresión «jodidos
chupasangres». Para Stella Olemaun, un poco más refinada —¿y quién no
lo era, comparado con Paul Norris?—, la palabra era… no.
«Ni hablar. Ni siquiera puedo pensar en ello, porque me volvería loco».
El agente especial Andrew Gray no creía en nada parecido.
Puede que algunos de sus colegas tuvieran la mente más abierta, pero
por lo que a Andy respectaba, «Creature Features» habían dejado de
emitirlo por televisión hacía mucho tiempo, y punto. La vida no estaba
hecha de máscaras de goma, historias de fantasmas para fuegos de
campamento y cines de iluminación mortecina; todo eso era producto de la
imaginación hiperactiva de alguien. ¡Incluso detestaba llevar a las niñas a
ver a Santa Claus, por el amor de Dios!
«Sí, sí… Aparte de los pirados corrientes, sólo son zarandajas los
muertos de Bela Lugosi, los de Herman Munster en “Nick at Nite”, y todo
lo demás», había pensado hacía mucho tiempo.
Pero… eso había sido antes de que viera a Paul la noche anterior en la
oficina de la delegación del FBI.
Habían sido compañeros durante años. Paul era un montón de cosas,
muchas de ellas desagradables, pero nunca había sido esa… esa cosa con la
que Andy había hablado la noche anterior.
De un modo innegable y horrendo, había cambiado.
Evocar el encuentro hizo que a Andy se le revolviera el estómago y se
sintiera confundido. Asustado. Pero tenía que hacerlo. Tenía que rellenar
todos los huecos con la lógica y la razón, o nunca descansaría. Así era
Andy. Todo tenía que encajar en alguna parte, con una etiqueta y una
definición clara. Andy Gray no tenía espacio en su cerebro lógico para nada
que pudiera catalogarse como sobrenatural… o contrario a lo natural.
Saludó con una mano a los polis Ybarra y Coggins, puso en marcha el
motor del Crown Victoria, bajó la palanca de los intermitentes, y se
incorporó al frenético tráfico de Sunset. No estaba muy lejos del parque
Runyon Canyon. Podría olvidarse de los pastilleros, contemplar algunas
zonas de hierba real y árboles auténticos, imaginar, por un momento, que
estaba muy lejos de la ciudad. Precisaba eso ahora mismo, necesitaba sentir
la tierra bajo los zapatos, y oír cantos de pájaros que no fueran palomas,
además de un atisbo de cielo azul en algún lugar de la opresiva
contaminación atmosférica de Los Ángeles. Necesitaba cosas que fueran
reales. ¡Por Cristo, se conformaría con cualquier cosa que estuviera a este
lado de la pesadilla!
Lo que de verdad necesitaba era un abrazo de Mónica y la risa de sus
hijas, Sara y Lisa, pero estaba demasiado contaminado hasta para hablar
con ellas. De momento, tendría que bastarle con el parque.
Como si eso pudiera lograr, de algún modo, disipar el pánico que estaba
enconándose en su interior, el tipo de pánico que inundaría su mundo, se
apoderaría de él cuando se estuviera ahogando en la gélida oscuridad que
crecía dentro de su cabeza.
Una y otra vez, se repetía sin cesar:
«Esto no está pasando».
«Esto no está pasando».
«Esto no está pasando».
2
La Agencia había sido pionera del uso de la psiquiatría en la investigación
criminal. Todos los graduados de la Academia habían hecho cursos de
ciencias conductuales, psicología anormal, y mente criminal. Andy no era
ninguna excepción. En esos cursos había leído acerca de muchos casos que
se habían dado a lo largo de los años, de gente que creía ser… esas cosas.
Eran personas que evitaban la luz diurna y bebían sangre. Algunos de ellos
se habían limado los caninos hasta convertirlos en colmillos afilados.
Algunos, incluso, habían llegado a matar.
Lo irónico del caso era que el problema contra el que se estrellaban
todos consistía en que no podían superar los graves efectos causados por lo
que codiciaban. La sangre hacía estragos en el sistema digestivo humano.
Beber la propia sangre es ligeramente menos perjudicial, pero beber la de
otros puede provocarte una serie de reacciones desagradables. Así que las
tripas les protestaban, el estómago les hacía erupción. La mayoría de los
que ingerían sangre acababan en el hospital, cosa que odiaban por la luz y la
desinfección. Pero al menos se les podía salvar la vida mediante la
alimentación intravenosa.
Con el tiempo, con la ayuda de largas horas de terapia o el
cumplimiento de la condena, a la mayoría de ellos se los convencía de que
no eran, de hecho, criaturas de la noche, bebedores nocturnos de sangre.
Incluso un pequeño paseo por Internet revelaba que la mayoría de ellos eran
sólo inadaptados que estaban desesperados por atraer un poco de atención y
hallar el camino para entrar en un mundo que, por lo demás, los había
rechazado.
Pero lo peor, y Andy lo había averiguado por la vía dura, era que por
cada docena de rarillos, más o menos, que se creían muertos reales, había
uno o una que pensaba que era el héroe o la heroína de la historia, una
especie de cazador.
Basándose en lo que la Agencia había visto hasta el momento, Stella
Olemaun parecía ser una socia fundadora de ésa categoría; una cazadora o
vigilante, dependiendo del lado en que estuvieras. Y a diferencia de lo que
sucedía con los otros aspirantes, a Stella la seguía un rastro de muerte y
destrucción.
Al principio se había observado que se reunía con traficantes de armas
de Alaska y del noroeste del Pacífico —al menos con aquéllos que el FBI
tenía controlados—, después de Ruby Ridge, Oklahoma City y el 11 de
septiembre.
Luego, en Los Ángeles, había estallado un tumulto durante su aparición
en una universidad a la que había ido para promocionar su libro 30 días de
noche. Había habido disparos, explosiones, y un montón de extraños
rumores e informes incompletos sobre aquella velada: peleas,
derramamiento de sangre… Incluso un informe que decía que un hombre
había ardido sobre el escenario hasta quedar convertido en cenizas. Pero esa
parte tenía que ser sólo una invención; no se había encontrado ninguna
prueba física que confirmara ese disparate.
El Departamento de Policía de Los Ángeles, al no saber qué pensar del
asunto y tener ya demasiadas cosas entre manos, había quitado hierro
prudentemente a todo el asunto y no había presentado cargos contra
Olemaun.
Presentar cargos significaba atraer muchísima atención indeseable.
Stella Olemaun había sido lo bastante activa y lo bastante elocuente
como para haber atraído la atención del FBI incluso antes de que se hubiera
publicado su libro, en el que afirmaba narrar la «verdadera historia desde
dentro» del incidente de Barrow, Alaska.
A los agentes especiales Andy Gray y Paul Norris les habían ordenado
averiguar qué se traía realmente entre manos.
Pero con toda esa histeria de masas alrededor, Andy no oyó hablar en
ningún momento de un agente del FBI que hubiera llegado a creer que
también él estaba en el asunto.
Hasta la noche anterior.
Andy se sentó en un banco del parque y bebió un sorbo de una botella
de coca-cola. La hierba y los árboles estaban en su pleno verdor de finales
de primavera, antes de que el calor y el aire seco del verano los agostaran.
Tenía que despejarse la cabeza, desenredar la maraña de impresiones
que se había llevado de la habitación de hotel de Norris y del encuentro con
él la noche anterior. Hacerlo significaría dilucidar quién había sido Paul,
qué le había sucedido, y en qué se había convertido. Porque,
definitivamente, algo le había ocurrido; el Paul Norris que había visto la
noche anterior no era el hombre que Andy había conocido durante la mayor
parte de su vida adulta.
Ni por asomo.

Amigos íntimos desde los tiempos de la Academia de Quantico, Andy


Gray y Paul Norris acabaron por formar equipo en la oficina de
Sacramento, donde ambos trabajaban. Emparejar a estos dos hombres dio
resultados inmediatos y fructíferos. Ambos se habían distinguido en el
cumplimiento del deber, pero juntos resultaron ser una imparable máquina
al servicio de la ley. Ladrones de bancos, secuestradores, peces gordos del
narcotráfico y criminales de cuello blanco caían ante sus esfuerzos
combinados. Andy había reparado en que Paul se había vuelto aún más
estrambótico y radical con el correr de los años; bebía más, fumaba más,
maldecía más y, en general, montaba el número. Pero cuando se
concentraba en un crimen, era como un láser que lo quemaba todo a su paso
hasta que el tipo malo estaba entre rejas. Andy era tan recto como su amigo
desenvuelto, y suponía que se equilibraban el uno al otro. Como en una
serie policíaca de televisión de la década de mil novecientos setenta.
Tres semanas después del repentino traslado de Paul a Los Ángeles
(Andy reconocía que había sido una época difícil, porque echaba de menos
trabajar con su buen amigo), los dos agentes fueron destinados como equipo
a otro caso, a pesar del hecho de que trabajaban en oficinas diferentes de
ciudades distintas. Juntos descubrieron las actividades delictivas de un
legislador de Los Ángeles que se valía de su posición para hacer chantaje a
una serie de empresas nacionales e internacionales. Tanto el subdirector a
cargo del Departamento de Los Ángeles como el agente especial encargado
del de Sacramento reconocían lo bueno cuando lo veían, y buscaron
maneras de mantener a los dos compañeros trabajando juntos.
Cuando surgió el caso de Stella Olemaun —en especial cuando quedó
claro que Olemaun empezaría la gira de promoción de su libro en Los
Ángeles—, los asignaron para vigilarlos a ella y a su extraño séquito. En
lugar de encontrarse entre el público cuando dio el discurso que desembocó
en un tumulto, Andy y Paul estaban en el aparcamiento, vigilando su coche
y charlando ociosamente. Ninguno de los dos tenía la más remota idea de
los fuegos de artificio que se organizarían en el interior, ni esperaban que
ella usara, dentro de un auditorio universitario, alguna de las armas que
había adquirido.
Al oír el alboroto, los agentes corrieron a la escena, pero los polis del
campus y los del Departamento de Policía de Los Ángeles estaban más
cerca. Una vez que ellos intervinieron, Andy y Paul se quedaron al margen
y dejaron que la policía local calmara las cosas. Los del Departamento de
Policía de Los Ángeles detuvieron a Stella, pero la soltaron casi de
inmediato cuando dijo que los disparos y explosivos sólo se habían usado
contra las criaturas de las que trataba en su libro. Se dio por supuesto que
todo el asunto había sido sólo otra estratagema publicitaria típica de Los
Ángeles.
Fue entonces cuando las cosas se desmoronaron.
Andy había ido al centro de Los Ángeles para comenzar el papeleo
necesario para quitarle a Stella de las manos al departamento de policía de
la ciudad. Antes de que pudiera llegar allí, Paul lo llamó al móvil para
decirle que Stella ya había sido puesta en libertad. Andy se había quedado
atascado en el tráfico de Los Ángeles y había pasado más de una hora antes
de que pudiera regresar a Hollywood.
Para entonces, Paul Norris había desaparecido.
Andy probó con el móvil. Sin respuesta. Llamó a su casa, pero Sally no
había tenido noticias suyas. Recorrió todo el Standard en busca de su
compañero. Nada. Paul había desaparecido, sin más. Puf. Andy llamó al
subdirector para informarlo de lo sucedido.
Cuando desaparece un agente del FBI, la Agencia se moviliza; al cabo
de una hora tenían agentes peinando Sunset y las calles circundantes. Se
investigaron sus tarjetas de crédito por si alguien las usaba. Su fotografía
fue enviada a todas las divisiones del Departamento de Policía de Los
Ángeles, a la oficina de todos los sheriffs de Los Ángeles, a la Patrulla de
Carreteras de California, y a la Patrulla Fronteriza.
Pero no encontraron ni rastro de él.
Oficialmente, el agente especial Paul Norris estaba desaparecido en
combate, pero, extraoficialmente, la Agencia suponía que estaba muerto, al
igual que Andy, porque aunque Paul tenía muchos defectos, no era la clase
de tipo que dejaría colgado un trabajo sin más. Sin embargo, mientras no
hubiera un cuerpo, Andy no estaba dispuesto a creerlo. Permaneció en la
escena día y noche buscando a su compañero.
Entonces, en el Standard fue asesinada una mujer llamada Judith Ali, a
quien dispararon a la cara desde poca distancia; la bala, al estallar, le había
abierto un agujero del tamaño de un puño en la parte posterior de la cabeza
y regado de sangre y sesos la habitación del hotel. Debido a que Ali había
sido vista por la ciudad hablando con Stella Olemaun y, qué coincidencia,
su habitación estaba justo al lado de la de Stella, el FBI se interesó mucho
por el caso. Pero no Andy. Para él no era más que una distracción del
verdadero problema que tenía entre manos: ¿Dónde estaba Paul?
En el caso de Andy, el misterio y la desesperación que rodeaban la
desaparición de Paul estaban cediendo rápidamente paso a un
comportamiento que lindaba con lo obsesivo. Andy Gray habría sido el
último en afirmar que su matrimonio carecía por completo de problemas. El
tiempo que había estado pasando en Los Ángeles no había contribuido a
mejorar las cosas en lo más mínimo, como tampoco la percepción de
Mónica, por completo infundada, de que prefería pasar más tiempo con
Paul Norris que con ella y las niñas. Pero durante el tiempo en que Paul
estuvo desaparecido, Andy no quería hablar con nadie que no pudiera
ayudarlo a encontrar a su compañero. Y eso incluía a Mónica. Después de
que él le colgara el teléfono por tercera vez, ella dejó de llamarlo.
Por último, durante el tercer recorrido de Sunset, un agente encontró al
empleado del motel Slumber que había registrado a alguien parecido a Paul
Norris que, al parecer, no estaba demasiado muerto, y le había asignado la
habitación número 7. El empleado no había detectado nada particularmente
extraño en el huésped, pero el agente habló con una camarera que dijo que
el huésped se había negado a dejarla entrar para que cambiara las sábanas y
las toallas, y que cada vez que pasaba por delante de la habitación el hedor
era más intenso.
Un conserje de noche había visto a Paul entrar y salir de la habitación,
sólo después de oscurecido, y regresar a veces con lo que parecían bultos
que se movían. En una ocasión, el conserje había llamado a la puerta de la
habitación para decirle al huésped que no estaba permitido tener mascotas
en el motel, pero el huésped —que se había registrado con el nombre de
Fred Savage—, le había contestado que si no se ocupaba de sus propios
asuntos, lo lamentaría amargamente.
Los agentes del FBI convergieron en el motel Slumber. Escucharon a
través de las ventanas y oyeron que Paul despotricaba para sí, en voz baja, y
también oyeron los chillidos y gritos de pequeños animales a los que
mataba. En la habitación de Judith Ali, en el Standard, habían encontrado
media cucaracha, y más tarde, por sugerencia de Andy, se le hicieron
pruebas de ADN. Se encontró en ella el de Paul Norris. Y sus huellas
dactilares fueron halladas por toda la habitación.
Cuando oyó la noticia por primera vez, Andy se quedó sentado dentro
del coche de alquiler —el coche de Paul había sido llevado de vuelta a la
Agencia para buscar pruebas en su interior— y ocultó la cara entre las
manos. Pensó que iba a llorar, pero las lágrimas no quisieron brotar. En su
lugar, sintió un vacío profundo.
El mejor amigo de su vida se había convertido en un asesino, una
especie de bestia salvaje.
Andy se sorprendió volviendo la vista hacia el pasado, buscando
indicios del aparente colapso nervioso de Paul. Pero había sido algo
demasiado repentino. Inexplicable.
Sabedor de lo muy unidos que estaban los dos hombres, el subdirector
llamó a Andy a la oficina de Los Ángeles mientras los agentes del FBI y la
brigada de armas y tácticas especiales (SWAT) del Departamento de Policía
de Los Ángeles se trasladaban al motel. Nadie esperaba que Paul Norris
saliera de aquello ileso, y no querían que Andy viera cómo herían o
mataban a su compañero. Mientras Andy atravesaba la ciudad en coche una
vez más, el agente al mando llamó a la puerta de la habitación de Paul. Éste
confesó el asesinato de Judith Ali, pero insistió en que «su señora» le había
ordenado que lo hiciera. El agente le dijo que el motel estaba rodeado y que
les gustaría que Paul se entregara.
Y Paul salió, en efecto.
Pero con una pistola en una mano y una escopeta en la otra. Según los
informes de la escena, antes de empezar a disparar, había gritado: «Muy
bien, ¿cuál de vosotros quiere que le patee primero el culo, gilipollas?».
Docenas de armas apuntaban a Paul Norris. Los agentes y la brigada
SWAT —que querían, hasta el último de ellos, darle a Paul todas las
oportunidades— esperaron hasta que el dedo comenzó a tensarse sobre el
gatillo de la escopeta, antes de abrir fuego.
Cuando lo hicieron, fue una masacre.
La primera bala impactó en el pecho de Norris; un disparo muy certero
al corazón. El siguiente no pudo identificarse con claridad, ya que recibió al
menos veinte disparos simultáneos. Antes de que el rugido de las armas se
hubiera apagado, setenta y ocho balas habían impactado en Paul, y otras
cincuenta y dos habían errado el blanco. Paul yacía en un charco de su
propia sangre al borde de la zona de aparcamiento, bajo una espesa nube de
acre humo negro.
Pero eso no había sido el fin.
De hecho, la verdadera diversión apenas acababa de empezar.
3
Por increíble que pudiera parecer, Paul Norris no estaba muerto.
No del todo.
Andy aún estaba en la oficina cuando lo llevaron. Paul iba tumbado en
una camilla, sujeto con correas de nailon antidesgarro. El subdirector había
intentado prepararlo para lo que iba a ver, pero era todavía peor de lo que
Andy había imaginado. Tenía decenas de heridas de bala abiertas y
sangrantes. Heridas que deberían haberlo matado varias docenas de veces.
Y sin embargo…
—Me alegro de volver a verte, Andy —dijo Paul—. ¿Cómo están las
crías?
«Dios mío, todavía respira… y encima pregunta por mi familia».
Andy había convencido al subdirector Flores para que lo dejara
interrogar a Paul a solas, y el equipo de la ambulancia que lo había
trasladado hizo rodar la camilla hasta una unidad especial de detención que
habían preparado para él. Una vez allí, pusieron la camilla en posición
vertical para que lo que quedaba de Jacob Paul Norris pudiera mirar a Andy
Gray a los ojos.
Entre ellos había una hilera de barrotes de acero y un cristal de quince
centímetros y medio de grosor. Podían oírse el uno al otro gracias a un
sistema de sonido integrado en la celda especial. En el lado del cristal en
que se encontraba Andy había un escritorio y una silla, así que cogió esta
última y la colocó ante el panel de vidrio.
—Esto parece mucho peor de lo que es —comentó Paul.
Andy se sentó con una taza de café en una mano y miró a su amigo,
intentando comprender qué le había ocurrido.
No podía evitar la conclusión obvia. Esto tenía algo que ver con el caso
de Stella Olemaun. Con esas cosas que habían atacado Barrow, Alaska,
donde se habían quedado durante todo el mes de pleno invierno, cuando el
sol no salía.
«No. Maldición, no. No puedo creer una sola palabra de todo eso». Era
cierto que podría ser una manera de explicar qué le había sucedido a Paul;
cabía suponer que algo así podía sobrevivir a setenta y pico disparos.
«Pero yo no puedo aceptarlo, eso es todo. De ninguna manera».
Miró a Paul a los ojos, bebió un sorbo de café e intentó encontrar alguna
otra explicación plausible. El concurso de miradas continuó durante varios
segundos agónicos.
—Los sanitarios de la ambulancia han controlado tus constantes vitales
—dijo Andy al cabo.
—¿Y?
—Estás muerto.
—En realidad —matizó Paul—, estoy en algún punto intermedio. Mi
señora desapareció antes de que pudiera saborear su sangre.
—¿Sangre? —repitió Andy como un eco reflexivo.
—Sí —respondió Paul—. Sangre. Estoy convirtiéndome en algo que
necesita sangre para sobrevivir.
Andy recordó las historias de psiquiatría anormal. «Gente que llegaba
hasta el punto de matar animales pequeños para beber su sangre. A veces,
en casos raros, mataban personas. Estúpidos gilipollas».
¿Era eso lo que le había ocurrido a Paul? ¿Se había roto algo dentro de
él? Durante los días en que había permanecido desaparecido, ¿había estado
convenciéndose de que era uno de los no muertos y que necesitaba sangre
para continuar? ¿Qué, en el nombre de Dios, habría podido impelerlo a
hacer eso de modo tan repentino?
Al final, se lo preguntó a bocajarro:
—¿Qué demonios te sucedió ahí fuera, Paul?
Paul respondió con total pragmatismo.
—Seguí a Olemaun. Pero luego apareció otra mujer, una a la que le
gustaba la sangre, y me convirtió en su… sirviente. Su Renfield, supongo.
Me tomó, Andy. No tuve elección.
Sí, claro. Paul ya había sido «tomado» por mujeres antes, a veces
mientras estaban de servicio. Pero nunca había desaparecido durante más de
una hora, poco más o menos, y el fluido que le habían extraído en esas
ocasiones no había sido sangre. Pero esto… esto era algo diferente, más
extremo. La sangre que manaba por las numerosas heridas de Paul y se
secaba lo demostraba. Y el hedor que manaba de él —más de lo que podían
explicar el hecho de que no se hubiera bañado en varios días y la sangre que
lo empapaba— era repulsivo, asqueroso, rancio. Era el hedor de los
muertos… pero peor.
Por primera vez en muchísimo tiempo, lo que Andy Gray necesitaba
más que nada en ese momento era un cigarrillo.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Andy. A fin de cuentas, era
la psicosis de Paul. Tal vez encontraría una manera de ocuparse de ella.
Pero la respuesta fue enervante.
—Será mejor que encuentres una manera de matarme, o lárgate de aquí
echando leches.
—¿Qué se supone que significa eso? —le preguntó Andy.
Cualquiera que fuese el trastorno que aquejaba a Paul, estaba
empeorando con cada minuto que pasaba. A pesar de las heridas y su estado
mental, Paul había estado hablando con Andy como los viejos amigos que
eran. Sus respuestas habían sido demenciales, pero lúcidas al mismo
tiempo, todas con sentido dentro del montaje mental que había construido
para sí. Y el colmo de la locura era que Paul había asimilado a Andy
completamente en ese montaje, y se había distanciado de una situación que
cualquier observador accidental podía ver que ya había descendido hasta la
locura.
La parte más atemorizadora del asunto, sin embargo, era que Andy
nunca había visto a Paul mirar a nadie, ni siquiera a los maleantes y
cabronazos que tanto odiaba, con nada parecido al desdén que le
demostraba a él en ese momento.
Lo que sucedió a continuación fue todavía más sorprendente. Del
principio al final duró sólo unos segundos, pero cuando Andy lo rememoró
para intentar examinarlo, tardó horas.
Porque lo que sucedió a continuación debería haber sido imposible.
Paul se contorsionó, casi como si se pusiera una chaqueta, y las tiras de
nailon simplemente salieron disparadas.
Una vez libre, sujetó los barrotes y tiró hacia los lados, curvándolos,
hasta separarlos lo bastante como para pasar entre ellos.
Con los puños atravesó de un golpe el vidrio supuestamente irrompible.
Algunas de las esquirlas que salieron volando hirieron a Andy, pero él,
presa del horror, ni siquiera lo sintió.
Paul, en posesión de una fuerza imposible, iba hacia él.
Y entonces levantó a Andy del suelo, sujetándolo por el cuello del traje
barato. Andy pataleó en el aire, indefenso. Abrió la boca, pero no logró que
ningún sonido saliera de ella.
A Andy lo habían apuntado con armas de fuego, insignificantes
cabecillas del narcotráfico le habían chillado, mientras se los llevaban, que
degollarían a su familia mientras lo obligaban a mirar…, pero nunca en su
vida había estado tan aterrorizado como en ese momento.
—¡Habría podido resistir un millar más de disparos delante del motel!
—le rugió Paul a la cara—. Pero la cabeza… nada puede vivir sin cabeza.
Dejó en el suelo a Andy, que estaba paralizado de miedo, incapaz de
defenderse.
—Piensa en eso la próxima vez que nos encontremos —le susurró Paul
al oído. Y antes de que Andy pudiera responder, Paul lo estrelló contra la
pared—. Pero, de momento —continuó—, parece que he cambiado, y el sol
saldrá dentro de pocas horas.
¿Cambiado? Dios mío, la fuerza que había desplegado había sido
sobrehumana. Y Andy conocía todas las historias referentes a la adrenalina,
las que decían que, en estado de estrés extremo, la gente podía hacer cosas
asombrosas. En un caso, un padre había levantado un automóvil entero del
suelo porque su hijo había quedado atrapado debajo. ¿Estaría Paul
experimentando algún tipo de sobredosis de adrenalina?
Entonces, por supuesto, la cosa empeoró todavía más.
Mientras Andy intentaba incorporarse hasta quedar sentado de espalda
contra la pared, Paul levantó el escritorio metálico por encima de la cabeza
sin el menor esfuerzo.
—Así que tengo que despedirme —dijo—, antes de hacerte algo
delicioso que podría lamentar.
Dicho esto, arrojó el pesado escritorio contra la pared. El muro
simplemente estalló hacia el exterior como si hubiera impactado contra él
un misil; ladrillo, yeso y clavos cedieron, y desde abajo llegó un estruendo
de metal que se abollaba y cristales que se hacían pedazos cuando los
escombros cayeron sobre los vehículos que había en el aparcamiento,
seguido por las sirenas de alarma de los coches. Paul saltó como una
especie de sapo gigante al interior del agujero que acababa de abrir. Se
detuvo, justo antes de abandonar el edificio, y se volvió a mirar a Andy.
Aún era reconocible como Paul Norris en aquel momento, aunque ya no
como ser humano.
Dentro de la boca abierta, Andy vio dos hileras de lo que parecían
dientes afilados como navajas. Tenía la lengua distendida, los ojos
encendidos como ascuas rojas, y las uñas, que aferraban el borde, parecían
garras deformes.
Andy quería atribuir aquella visión a una alucinación provocada por el
estrés…
Pero entonces, Paul volvió a hablar, y advirtió que incluso su voz había
cambiado. Era más grave, más áspera, y heló la sangre en las venas de
Andy, a quien se le erizó la piel de todo el cuerpo, porque las palabras de
Paul Norris transportaban un trasfondo sibilante que tuvo la certeza de que
era lo último que oiría jamás.
Estoy muerto estoy muerto estoy muerto estoy muerto estoy muerto.
—Saluda a tu mujer y a tus crías de mi parte, ¿quieres, Andy? —pidió
—. Y cuando veas a las mías, diles que papá tiene una bolsa flamantemente
nueva. ¡Y que le guuuuuusta mucho!
Andy intentó responder, recurrir a algo parecido a la humanidad de ese
momento para detener a Paul de algún modo, pero le costaba muchísimo
respirar siquiera. El ser atroz que había sido su mejor amigo y compañero
saltó desde el agujero de la pared, situado en el cuarto piso del edificio, y se
marchó.
Andy se levantó de un salto, y por instinto corrió hacia el agujero,
medio esperando que Paul aún estuviera allí, de alguna manera, como una
malevolente araña preparada para llevarse al indefenso insecto. Nada. Sólo
el incesante clamor de las escandalosas alarmas. Allá abajo no podía ver a
Paul, ni mucho más de ninguna otra cosa. Sólo oscuridad, aunque abajo
todavía había más luz que las sombras que estaban reuniéndose dentro de su
cabeza.
¿Qué…? ¿Qué…?
El grito primitivo estuvo a punto de escapar de su garganta cuando la
sala se llenó de gente.
—Obviamente, esto no puede trascender.
Los ojos del subdirector Héctor Flores se clavaron en Andy. Se
encontraban sentados en su despacho cuarenta minutos después de que,
literalmente, se hubieran desatado los infiernos. Los sanitarios habían
examinado a Andy, le habían vendado los cortes causados por las esquirlas
de vidrio, le dolían la espalda y las costillas por el vapuleo a que lo había
sometido Paul, y el agotamiento de no haber dormido en los últimos días
comenzaba a afectarlo. Le habían ofrecido un sedante, pero lo había
rechazado.
En ese preciso momento lo que necesitaba era ir tras el rastro de Paul, y
no quería nada que entorpeciera su tiempo de reacción o le enturbiara la
mente.
—¿Trascender? —repitió Andy, sin entender del todo.
—¿Un agente del FBI que de algún modo adquiere una fuerza increíble,
además de sed de sangre? —dijo el subdirector Flores. Era un hispano de
más de cincuenta años, fornido y pulcro. El traje que llevaba puesto
probablemente costaba tanto como el coche de Andy—. Vamos, agente
Gray, una cosa así nos convertiría en el hazmerreír. Ya estamos teniendo
suficientes problemas de jurisdicción con la CIA, y hay muchos otros que
no son precisamente admiradores de la Agencia. Si queremos conservar un
mínimo de dignidad, este asunto debe quedar en casa. Íntegramente.
¿Entendido?
—Lo entiendo —dijo Andy, que al fin lo comprendía.
«Se refiere a encubrirlo. Sucede algo como esto, algo sin precedentes, y
un loco peligroso con una fuerza tremenda anda suelto por una de las más
grandes ciudades de Estados Unidos, y en lugar de dedicar todos los
recursos disponibles al asunto, él sólo quiere enterrarlo, hacer como si no
pasara nada».
Y todo porque Flores estaba preocupado por el lugar que ocupaba la
Agencia en la escala jerárquica de la inteligencia nacional, preocupado por
la financiación que se les asignarían en los próximos presupuestos del
Estado.
«Eso es una jodida maravilla».
—¿Y qué hay de su familia? —preguntó Andy—. ¿Se les ha notificado?
—Nos ocuparemos de eso —prometió Flores. Su actitud parecía
relajada, pero sus ojos oscuros eran de movimiento rápido y mirada intensa,
y Andy lo había visto en acción, evaluando a un hombre con tanta rapidez y
precisión como un carnicero de toda la vida que observa un kilo de carne
picada—. Les diremos que Norris murió heroicamente. Tendrán el porvenir
asegurado, económicamente…, pero tú tienes que mantenerte lejos de ellos,
Gray. Quiero decir que ya sé que vosotros erais amigos, pero los verás a
todos en el funeral. Actúa con normalidad. Simplemente, no digas nada que
pueda comprometernos.
—¿Y Paul? —insistió Andy—. ¿Qué pasará con él?
—Estamos buscándolo, aunque lo hacemos volando por debajo del
radar —replicó Flores—. Pero nadie lo conocía mejor que tú. —Flores se
inclinó hacia adelante—. Lo que necesitamos que hagas es que salgas ahí
fuera y elimines cualquier rastro de todo este desastre.
—Señor, no entiendo…
—Sí que entiendes —lo cortó el subdirector—. Deja limpia esa
habitación de motel. Elimina los informes policiales, el homicidio de Judith
Ali. Todo. Por lo que a nosotros respecta, nunca existieron.
—¿Como si el propio Paul nunca hubiera existido?
Flores se encogió de hombros y se rascó una sien plateada.
—Dilo como quieras —asintió—. Pero ocúpate del asunto antes de que
nos muerda el culo.
—¿Y qué hacemos con el agujero de la pared? —continuó Andy—. ¿Y
con todos los agentes que estaban en el motel, o dentro de este edificio,
cuando el agente Norris escapó?
—Ya nos estamos ocupando de los temas internos —respondió Flores
—. Y he hablado con el agente especial encargado de Sacramento. Está
dispuesto a que te quedes destinado aquí durante todo el tiempo que haga
falta.
«Fantástico; Mónica estará encantada de oír eso. Como si últimamente
no hubiera faltado ya bastante de casa».
Pero mantuvo la boca cerrada. Todavía no quería marcharse a casa.
¿La Agencia quería que el agente especial Gray ocultara al mundo la
verdad sobre Paul Norris? Bien. Mientras le pagaran y le dieran la
autonomía que necesitaba, estaría encantado de dejar que creyeran que iba a
hacerlo.
Lo que Andy estaría haciendo realmente sería intentar descubrir la
verdad. En ese momento, lo único que tenía era la cabeza llena de
preguntas, y unos cuantos dolores por las molestias que se había tomado.
«Será mejor que encuentres una manera de matarme, o lárgate de aquí
echando leches».
Paul Norris, el antiguo Paul, habría querido una respuesta. Siempre era
una cuestión de atrapar al tipo malo, enchironarlo.
El nuevo Paul era una especie de monstruo. Ahora todo apuntaba a que
era él el tipo malo. Andy quería una explicación concreta. Quería entender.
«Piensa en eso la próxima vez que nos encontremos».
Y, de repente, Andy se encontró con que tenía mucho miedo a las
respuestas que estaba intentando encontrar.
4
—¿Mónica?
—¿Andy? ¿Estás…?
—Estoy bien, Mónica. Escucha… Paul ha muerto. —No era toda la
verdad, pero tampoco era mentira. Según los sanitarios de la ambulancia,
estaba clínicamente muerto.
Era más fuerte que nunca, pero estaba muerto.
—¡Ay, Dios mío! —Su voz sonó conmocionada, como cabía esperar.
Paul nunca había llegado a gustarle, pero lo había tolerado por amor a Andy
—. ¿Qué ha sucedido, Andy? ¿Estabas con él?
—Yo estoy bien, Mónica, no te preocupes por mí. Fue en el
cumplimiento del deber, algo de lo que en realidad no debo hablar. Sólo
puedo decirte… —Esa parte sí que era mentira, y se le atascó en la garganta
como una espina de pescado—, que murió como un héroe.
Andy escuchó la respiración agitada de su mujer, que intentaba
controlar las emociones. Era frágil. Como un polluelo de pájaro, pensaba él
a veces, física y emocionalmente. Era delgada como un palillo y ligera
como si tuviera los huesos huecos. Mientras que la esposa de Paul libraba
una batalla constante contra el sobrepeso, y era toda curvas, pechos y carne
redondeada, Mónica era exactamente lo contrario. Su cuerpo parecía
diminuto, como el de una niña alta, sin un solo gramo de grasa. La piel le
colgaba de los huesos, y a los treinta y cuatro años la tenía arrugada como
una vieja. Tenía un hermoso pelo castaño espeso, lo más saludable de ella,
pero la gente, a veces, pensaba que era una peluca y que ella estaba enferma
de cáncer.
Como en respuesta al aspecto físico de su persona, las emociones de
Mónica también parecían carecer de una capa protectora crucial. Lloraba
con facilidad. Cuando lo hacía, era silenciosamente, como si lo empujara
todo bajo esa fina capa de piel que tenía, y las lágrimas que brillaban en sus
mejillas fueran sólo las pocas que conseguían escapar. También era fácil
complacerla. Andy recordaba haberle hecho verter lágrimas de alegría en
una ocasión, un sábado por la mañana, por haberle comprado flores sin que
hubiera ninguna razón en concreto, cuando había ido a la ferretería a buscar
un recambio para la cisterna del baño. Lo asombraba que hubiera
sobrevivido a dos partos, pero las dos hijas que tenían parecían aportar las
mayores alegrías a su vida.
Se preguntaba qué decía de él el hecho de que no sintiera lo mismo.
—En cualquier caso, a eso se debe que yo no haya…
—Andy, ¿cómo se lo está tomando Sally?
—… hablado contigo, y… Todavía no he hablado con ella. Quiero decir
que lo hice hace unos días, cuando estábamos buscándolo, pero no desde…
desde que lo hemos sabido. La Agencia se ocupará de decírselo.
—Porque ella realmente idolatraba a ese hombre, sabe Dios por qué, y
tú eres su amigo más íntimo. La verdad es que deberías estar allí y…
—Mónica, la Agencia quiere encargarse del asunto. Me han dicho que
los deje ocuparse de eso. No te preocupes por Sally, estará bien. Se
asegurarán de que cobre la totalidad de la pensión de Paul, y probablemente
más.
—No es sólo una cuestión de dinero, Andy. Quiero decir que siempre
parece ser eso para vosotros, pero no lo es.
—Ya sé que no lo es, Mónica —dijo él. Era sólo que el tema económico
era del que más fácil resultaba hablar—. Simplemente… no te preocupes
por ella. Estará bien. Y lamento no haber hablado contigo durante estos
últimos días, pero he estado intentando encontrarlo, ¿sabes?, y ha sido… ha
sido duro.
Estaba llamándola desde una habitación de motel, no del mismo en el
que se había alojado antes, cuando vigilaban a Stella Olemaun, y por
supuesto que tampoco era el Slumber. Éste estaba más limpio que aquel
antro. No tenía miedo de tocar la colcha ni de caminar descalzo por la
moqueta. Y no había señales de vida insectil ni excrementos de rata en el
baño, aunque éstos, para ser justos, en la habitación de Paul podrían haber
sido culpa de él.
Además de esas ventajas, la habitación en la que se encontraba en esos
momentos —en el extrañamente bautizado motel Swiss Chalet, un edificio
más parecido a una casa de apartamentos de Berlín que a un chalet suizo—
tenía un televisor que funcionaba, con un mando a distancia que también
funcionaba, y un teléfono con el que podía hacer llamadas al exterior. Al
hojear la Biblia que había en la mesita de noche, Andy vio que tenía
teléfonos de prostitutas garrapateados en los márgenes, pero había que tener
en cuenta que aquello seguía siendo Los Ángeles y algunas cosas eran
inevitables.
—Es que… es que me hizo daño que me colgaras el teléfono, Andy.
—Lo sé, Mónica. He dicho que lo siento. —Él se encontró con que
comenzaba a invadirlo el pánico por miedo a que ella pudiera querer hablar
del estado de su relación. «Ahora no —pensó—. Tengo demasiadas otras
cosas en la cabeza»—. Escucha —se apresuró a decir—, tengo que
marcharme. Cuando haya hablado con Sally, te lo haré saber, por si quieres
llamarla. Pero no lo hagas hasta que yo te diga que la Agencia le ha
notificado lo de Paul.
Ella pasó a toda velocidad por la despedida abreviada, y Andy colgó.
Dejó escapar un suspiro de alivio. En algún momento tendrían que
mantener esa conversación, pero hoy no era el día adecuado.
Mónica Gray colgó el teléfono y se secó los ojos con el pañuelo de
papel que se había metido dentro de la manga. Solía llevar siempre uno allí,
preparado para cualquier emergencia. Por muchas cajas de pañuelos de
papel que hubiera en casa, nunca había una lo bastante a mano cuando a una
de las niñas le sangraba la nariz o se le derramaba un poco de café.
O alguien moría. Aunque fuera alguien que no le gustaba
particularmente.
Oyó un ruido a su espalda. Se volvió en la silla mientras guardaba el
pañuelo otra vez dentro de la manga. No tenía sentido hacer público que
algo iba mal.
Sara estaba allí, mirándola, con las manos cogidas delante. Siete años,
coleta, mofletuda. Tenía el lustroso pelo castaño de su madre, gracias a
Dios. Lisa, la mayor, había heredado el de Andy. Ahora era rubio y fino, y
se aclaraba hasta ser casi blanco bajo los efectos del sol. Tenía muchas
probabilidades de ser canosa cuando llegara a los treinta, igual que había
sucedido con su padre.
—Lisa hoy ha tenido una pelea en el colegio.
Ahí tenía la distracción que necesitaba.
—Hablaré con ella al respecto, Sara —dijo Mónica—. No deberías ser
chismosa, ¿sabes?
—Pensaba que deberías saberlo todo.
—Gracias. —Mónica sorbió un poco por la nariz, pero había acabado de
llorar, por el momento. Dejó el inalámbrico sobre la mesa donde había
estado ocupada con el pago de facturas, intentando estirar el sueldo de
Andy y lo que ella sacaba de su empleo de media jornada en una tintorería
del barrio, ahora que las dos niñas iban al colegio durante todo el día, y fue
en busca de Lisa. Habían llegado en el mismo autobús escolar, pero si Lisa
había entrado en casa, se había escabullido a alguna parte.
Mónica la encontró en su habitación, donde ya se había instalado ante el
escritorio y comenzado a hacer los deberes de matemáticas. Fracciones,
algo con lo que Mónica siempre había tenido problemas. Se arrodilló junto
al pequeño escritorio y esperó hasta que Lisa la miró.
—¿Quieres contarme qué ha sucedido?
—No ha sucedido nada.
—Eso no es lo que he oído.
—Sara es una rata.
Mónica reprimió una risita.
—Vale, puede ser, pero eso no cambia los hechos. ¿Estás bien?
Un gran suspiro.
—Estoy bien, mamá. —Digna hija de su padre.
«Estoy bien» era lo que grabarían en la lápida de Andy si de Mónica
dependía. No recordaba la última vez que su marido había ido al médico
por voluntad propia.
—¿Qué ha sucedido? —volvió a preguntar.
Esto obtuvo un suspiro más pequeño, y entonces los ojos de Lisa se
humedecieron.
—Chloe dijo que el FBI apesta —explicó—. Dijo que habían permitido
que Estados Unidos fuera atacado porque no saben lo que hacen y no son
capaces de usar los ordenadores. Así que la empujé en el patio, y entonces
me pegó.
Mónica rodeó a su hija con los brazos.
—No tienes por qué pelear para defender a la Agencia —dijo—. Tú
sabes que papá sabe usar el ordenador porque lo has visto, ¿verdad? Es
cierto que la Agencia tuvo algunos problemas con los ordenadores en
Washington, en la sede central. ¿Recuerdas cuando fuimos allí, hace un par
de veranos?
—Hemos ido dos veces, mamá —la corrigió Lisa—. Cuando yo era
pequeña, y luego otra vez cuando Sara era pequeña. Siempre que vamos a
algún sitio es a Washington. Yo quiero ir al Gran Cañón. O a Nueva York.
—Lo sé, cielo. Papá adora el FBI. Lo que quería decir es que el hecho
de que hayan tenido problemas allí no significa que los agentes
individuales, como papá, sean estúpidos. Y fue mucha gente la que lio las
cosas y permitió que los terroristas nos atacaran. Todos están trabajando
mucho para arreglar las cosas. Pelearse está mal, y sólo puede acabar mal,
¿lo sabes, verdad?
Lisa se zafó del abrazo y le sostuvo la mirada a su madre. A menudo era
severa, igual que su padre. Más propensa a fruncir el ceño que a sonreír.
Con frecuencia, Mónica deseaba que su hija pudiera experimentar la
despreocupada candidez de la infancia, pero eso era algo que parecía
territorio exclusivo de Sara. Sonreía con facilidad y se reía como una loca
de las tonterías más grandes. Lisa, por otro lado, parecía haber nacido
deprimida, y continuado ladera abajo a partir de entonces.
—Supongo —dijo.
—Tú sabes que estoy en lo cierto —dijo Mónica, sonriendo por ambas.
Quería que Lisa supiera que no estaba realmente en un lío; que erguirse en
defensa de su padre nunca sería algo malo, pero que había maneras más
aceptables de hacerlo—. En cualquier caso, tengo que daros una mala
noticia, y es más importante que cualquier tontería que haya dicho Chloe.
Algo le ha sucedido a… al amigo de vuestro padre, Paul. —Para Andy y las
niñas, Paul Norris siempre había sido tío Paul, pero ella nunca había podido
llamarlo así. Para Mónica, Paul Norris no era otra cosa que un hombre mal
hablado y desagradable, y pensaba que era bastante heroico por su parte el
hecho de permitir que se acercara a sus hijas.
—¿Qué ha sucedido? —Los ojos de Lisa ya estaban brillantes, y ella
supo lo que se avecinaba.
—Una gente mala lo ha matado.
Lisa tragó y apartó la mirada hacia una formación de figuras de acción
de Kim Possible que había sobre su cómoda.
—Papá va a encontrarlos y meterlos en la cárcel —añadió Mónica.
—¿Cuándo volverá a casa papá?
Mónica no pudo reprimir un suspiro.
—No estoy segura, cielo. Lo antes posible. Es sólo que primero tiene
que hacer algunas cosas. —Abrazó otra vez a Lisa y la retuvo durante un
largo momento, y sintió que los finos brazos de la niña temblaban al
extenderlos para rodear la espalda de su madre.
Cuando iba de camino a contárselo a Sara, se preguntó si Andy tenía la
más remota idea del esfuerzo que requería mantener unida una familia.
Seguro que había hombres que sí, que lo sabían, pero no su marido, y
sospechaba que tampoco muchos otros. Andy pensaba que ella era débil,
pero en su mundo la gente tenía que ser evaluada con rapidez y de modo
simple: peligroso, reincidente, inofensivo, fuerte. No tenía ni idea de la
fuerza que se necesitaba para doblarse con los vientos que amenazaban con
separar a la familia un día tras otro, y a los que tanta gente sucumbía. El
dinero, los enfados, la tristeza, todo el estrés de la vida cotidiana,
exacerbado por todas las emergencias, grandes o pequeñas. Había que ser
un sauce para resistir todo eso. Los rígidos no lo lograban.
Y Mónica Schwann Gray era un sauce. Había resistido contra
turbulencias con la fuerza de un vendaval en el pasado, y estaba segura de
que volvería a hacerlo. Pero jamás permitiría que su familia fuera
desmembrada, con independencia de lo que pasara. Era algo que había visto
suceder demasiadas veces, a demasiada gente. A ella no le sucedería.
Sorbió por la nariz una sola vez, decidida a no permitir que Sara supiera que
había tenido un disgusto.
Un sauce…
Andy se había encontrado con Angélica Foster en numerosas ocasiones,
cuando trabajaba en casos con Paul. Era una patóloga técnica forense de la
oficina del FBI en Los Ángeles. Paul pensaba que estaba buenísima y había
intentado acostarse con ella en unas cuantas ocasiones. Andy estaba
bastante seguro de que nunca lo había conseguido.
Ahora, Andy la quería para algo por completo diferente.
Había matado unas cuantas horas en el motel, hablando con Mónica,
mirando una estúpida película en televisión, y finalmente cayendo en un
sueño inquieto, aunque no había soñado. Cuando despertó, había empapado
las sábanas de sudor frío y se sentía como si le hubieran estado pasando
autobuses por encima del cráneo.
Pero darle vueltas a las cosas en la cabeza le había permitido, al menos,
concebir un plan de ataque. El primer paso sería averiguar todo lo que
pudiera sobre Paul Norris. Tenía que haber una manera —una manera
científicamente válida y lógica— de determinar qué le había ocurrido en
realidad. Andy necesitaba la respuesta a esa pregunta. Una vez que tuviera
eso, tal vez contribuiría a dar una pista de adonde había podido ir Paul.
Y Angélica, que había estado analizando las pruebas físicas, era el
punto de partida.
La encontró en el laboratorio, como siempre. Llevaba puesta una bata
azul claro, cortada, como toda la ropa de ese tipo, del modo menos
favorecedor posible. Pero, a pesar de eso, las diferentes prominencias de su
figura tensaban la tela de un modo prometedor. El pelo negro como ala de
cuervo y largo hasta los hombros estaba recogido en una red; cualquier
mechón suelto podía comprometer los casos criminales, así que no corría
riesgos con él dentro del laboratorio. Andy nunca la había visto fuera de
allí, pero imaginaba que cuando se lo dejaba suelto debía de ser todo un
espectáculo. Tenía la piel de una tonalidad olivácea, y sus ojos brillaban
como perlas negras por encima de unos pómulos prominentes. Andy no
sabía cuáles eran sus antecedentes raciales, pero calculaba que su ADN
estaba compuesto por una interesante mezcla genética.
—Agente especial Gray —dijo al verlo. Se apartó de los instrumentos,
se bajó la mascarilla, y le dedicó una sonrisa que podría alegrar el día de
cualquiera—. ¿Has venido por lo de tu compañero? Lo lamento muchísimo.
Me han contado lo que le ha sucedido.
La versión oficial, le habían dicho a Andy, sería que lo habían
encontrado muerto en el motel Slumber, asesinado por unos terroristas en
cuya organización había intentado infiltrarse. Eso encajaba bien con el caso
Olemaun, que oficialmente se había convertido en un caso de terrorismo
cuando habían visto a Estella Olemaun comprar grandes cantidades de
explosivos a un traficante de Valdez, Alaska.
Habría mucha gente que no se lo creería, incluidos todos los presentes
en la escena del tiroteo y los que habían visto el enorme agujero de la pared,
además de los propietarios de los coches sobre los que había caído el
escritorio que lo había abierto, arrojado por Paul. Pero el subdirector estaba
ocupándose de esas personas, una a una, intentando convencerlas de que era
una cuestión de interés nacional recordar los hechos como él quería que se
recordaran.
Angélica no había estado de turno esa noche, y había sido asignada a los
análisis serológicos cuando entró a trabajar aquella mañana. A esas alturas,
ya cerca del final de su turno, Andy esperaba que hubiera hecho algunos
avances.
—Gracias —dijo, aunque se sintió como un farsante por aceptar las
condolencias de la mujer. Lo único que suavizaba el asunto era que Paul
estaba perdido para él, en realidad, tanto si estaba muerto de verdad como si
no—. ¿Has encontrado algo?
Ella arrugó la nariz y frunció el ceño, lo cual hizo aparecer un profundo
hoyuelo en sus mejillas.
—Es realmente extraño —dijo—. He estado haciendo las pruebas una y
otra vez, en especial con los eritrocitos, los glóbulos rojos, porque en la
sangre no dejo de encontrar… bueno, material que no debería estar en la
sangre. También he hecho las comprobaciones dos y tres veces, porque
algunas de las muestras de plasma que tenía parecían ser más viejas de lo
que deberían, aunque la cadena de transporte muestra que la sangre era del
agente especial Norris, recogida la pasada noche. ¿Sabes por qué no van a
hacerle autopsia? Greg no quiere decírmelo.
Andy se encogió de hombros.
—No te impliques en ese asunto. ¿Qué piensas que te está diciendo esa
sangre?
—Todavía no lo sé —replicó Angélica, que negó una vez con la cabeza
—. A primera vista, parece que estaba enfermo o algo así. Pero no sé de
qué. Y lo que resulta más extraño es que no es la primera vez que me
encuentro con este tipo de cosas, últimamente. Recuperé el archivo para
asegurarme de que la memoria no me engañaba, pero estaba en lo cierto.
Hubo un homicidio por incendio provocado en Westholme, no hace mucho.
—¿Eso está cerca de la UCLA? —preguntó Andy.
—Correcto. La casa pertenecía al doctor Amos Saxon, un profesor de
allí. El doctor Saxon tenía también un contrato de investigación con el
Departamento de Defensa, que fue el motivo de que hicieran intervenir a la
Agencia. Hasta donde yo sé, aún no hay sospechosos, y nadie parece saber
si el asesinato tuvo alguna relación con el trabajo que hacía para el
Departamento de Defensa.
—Algo oí sobre el asunto —dijo Andy con tono de indiferencia. De
hecho, había hecho algo más que eso; había pasado por la escena. Dentro de
la casa quemada habían encontrado los cuerpos de dos agentes de policía,
además del cadáver del doctor Saxon. Los tres cadáveres presentaban una
concienzuda desfiguración dental, como si alguien la hubiera emprendido a
martillazos con sus dientes. El Departamento de Policía de Los Ángeles
había supuesto que el asesino había intentado obstaculizar la identificación
de las víctimas. Andy no se lo había creído ni por un segundo: los polis
llevaban puesto el uniforme y las placas identificativas con su nombre, y el
doctor Saxon estaba dentro de su propia casa. Pero no tenía ninguna teoría
mejor.
Sin embargo, la razón por la que había estado en la casa era porque el
doctor Saxon había sido el patrocinador de la visita de Stella Olemaun al
campus.
—Salió en las noticias —afirmó Angélica—. En cualquier caso, la
sangre obtenida en la escena presentaba las mismas extrañas propiedades.
Todavía no he podido identificarlas, pero aún trabajo en ello.
—Bien, Angélica, eso es fantástico —dijo Andy—. Avísame si
descubres algo, ¿vale?
—Lo haré, Andy. —Le dedicó una mirada compasiva—. Sé que ya te lo
he dicho, pero de verdad que siento mucho lo de Paul.
—Sí —respondió Andy—. Yo también.
5
Carol Hino subía cada día al tren que iba desde Manhattan a Connecticut,
donde tenía su casa, a las seis y cuarto de la tarde. Había estado haciéndolo
durante años, casi siempre con un manuscrito dentro del bolso Gucci, de
cuero, para leerlo durante el viaje. Ese anochecer, casi temía sacar el
montón de hojas sujetas con una banda elástica.
El libro sería un gran éxito casi con total seguridad, pero era la última
entrega de mis-padres-me-trataron-tan-mal-pero-yo-salí-bien, y Carol
estaba hastiada de todo eso. En ese caso en particular, los padres de la
autora habían sido estafadores que viajaban por todo el país, un paso por
delante de la ley y de la cólera de sus víctimas. Los padres habían estado
demasiado concentrados en encontrar el golpe perfecto, con cálculos y
porcentajes, lo cual había concluido en que su única hija fuera muy buena
en matemáticas pero tuviera deficiencias en todo lo demás, como el
contacto humano, las habilidades sociales o cualquier tipo de estabilidad.
La madre de la autora iba a la cárcel de vez en cuando, destino que su padre
eludió sólo por el sistema de desaparecer durante meses, o incluso años
seguidos.
La historia era interesante y estaba bien escrita, y la autora había salido
de ella relativamente ilesa, con unos pocos años de ayuda psiquiátrica y
recurriendo muy de vez en cuando a la farmacología moderna. De hecho, al
igual que la propia Carol, se había graduado en la Universidad Sarah
Lawrence con honores. Así pues, el final era muy optimista. Lo único que
sucedía era que Carol no lograba sentir entusiasmo al respecto.
En ese preciso momento, Carol tenía otro problema. Al avanzar el año y
ceder la primavera paso al verano, los días se hacían más largos. Según la
costumbre, las editoriales de Nueva York cerraban temprano los viernes de
verano por la tarde. Kingston House, la editorial para la que trabajaba
Carol, seguía esa tradición. Pero su jefe reaccionaba a la proximidad de esa
temporada esperando que trabajaran más horas durante la semana, y Carol
había permanecido en su escritorio hasta las siete y media de la tarde. Para
cuando llegara a la estación de Connecticut, donde tenía aparcada la Honda,
ya habría oscurecido del todo.
Se suponía que el conocimiento abría puertas, arrancaba postigos,
aumentaba el conocimiento que uno tenía del mundo y del sitio que
ocupaba en él. Tenía que ser algo positivo. O al menos eso había pensado
siempre.
Pero ya no lo pensaba. Porque lo que había llegado a saber la había
convencido de que el mundo era, en realidad, un sitio aterrador, mucho más
de lo que jamás hubiera imaginado. Ahora, Carol Hino mantenía las puertas
cerradas con llave y la alarma activada, y dormía con sueño ligero, cuando
lograba dormir, y compensaba la falta de sueño con pastillas y cafeína.
Estaba vigilante durante todo el tiempo.
En especial durante las horas de oscuridad.
Carol había aprendido a odiar la oscuridad.

Andy completó la ronda por los otros laboratorios del edificio. Ordenó
pruebas, a menos que ya las estuvieran haciendo, de muestras del tejido que
Paul Norris había dejado cuando atravesó el vidrio con los puños, de la voz
de Paul Norris grabada durante la conversación que habían mantenido, de la
integridad estructural del vidrio en sí, de los barrotes, del escritorio y del
muro. Dejó su número de móvil en todos los casos, y pidió que lo llamaran
en cuanto se supiera algo nuevo. Estaba acabando el turno de día, y en un
par de casos habló con los técnicos del turno de noche.
Al final, Greg Sugarbaker, el burócrata que dirigía el laboratorio, lo
pilló cerca del ascensor.
—Agente especial Gray —dijo, torvo—. Mis condolencias por tu
compañero.
Sugarbaker, precisamente, sabía que no se había pedido autopsia porque
el cuerpo de Paul no estaba allí para poder filetearlo, y sabía también que
había roto las ligaduras y abierto un agujero en la pared. Así pues, su
condolencia no era más que comedia. Algo en lo que Andy estaba dispuesto
a participar.
—Gracias —dijo—. Echaré de menos a ese bastardo intratable. —En
cualquier caso, eso era verdad.
—Por lo que he oído, has puesto a mis técnicos de laboratorio un poco
nerviosos —continuó Sugarbaker—. Da la impresión de que estés
dirigiendo las cosas por aquí, en lugar de hacerlo yo. Pidiendo pruebas,
exigiendo resultados con rapidez, ese tipo de asuntos.
—Sólo estoy intentando descubrir qué le sucedió a mi compañero —le
aseguró Andy.
—Eso lo entiendo —dijo Sugarbaker—. Yo haría lo mismo. Y créeme,
estamos trabajando en ello. Ahora mismo es nuestra máxima prioridad.
—Gracias.
—Pero tengo que ser yo el que establezca las prioridades —añadió
Sugarbaker—. Si se hiciera de alguna otra manera, entonces todos los
agentes que tuvieran un caso entre manos no se moverían de aquí diciendo
lo importante que es que sus resultados sean los primeros. Nunca se haría
nada.
—Lo entiendo —replicó Andy, que sabía que el asesinato de un agente
siempre estaría en primer lugar, con independencia de todo lo demás.
Greg Sugarbaker se inclinó hacia él y bajó la voz con aire de
conspiración.
—Has presionado tanto a la gente que algunos piensan que andas
metido en algo. Como que tú y Norris os habíais mezclado en un asunto…
indeseable, y que ahora que le ha costado la vida a él, tú estás intentando
silenciar el asunto.
—Sólo quiero saber qué pasó —repitió Andy.
—Eso ya lo sé, y lo respeto, agente Gray. Créeme. Pero tienes que
entender lo que haces que parezca. Tú no trabajas en esta oficina, así que
esta gente no te conoce bien. E incluso si te conocieran… bueno, ya sabes
cómo son las cosas. Después del 11 de septiembre, después de lo del
Departamento de Seguridad Nacional… todos están nerviosos y nadie se fía
de nadie. Lo único que digo es que te lo tomes con un poco de calma,
¿vale? Nos aseguraremos de que estés al corriente de todo lo que hacemos
lo antes posible.
Andy tendió la mano, y Sugarbaker se la estrechó.
—Gracias —dijo Andy con sinceridad—. Agradezco todo lo que estáis
haciendo por Paul.
—No hay de qué —replicó Sugarbaker—. Me alegro de que hayamos
tenido esta conversación.

En el Swiss Chalet, Andy dejó funcionando el televisor con el volumen


bajo, sólo para tener un poco de ruido de fondo. Se sentó ante el escritorio y
se puso a escribir en el papel del motel. Estaba reuniendo todas las ideas y
toda la información, haciendo garabatos, tomando notas, intentando dejar
que su subconsciente estableciera las conexiones que él no había logrado
hacer.
Miró algunas de las palabras que había garrapateado. «Ratas».
«Bichos». «Sangre». «Sangre extraña». «¿Saxon?». «Dientes
desaparecidos». «Renfield». La última palabra estaba subrayada con tres
líneas. ¿Qué diantre había querido decir Paul con eso?
Se había llevado al motel una copia de la grabación del interrogatorio de
Paul y una grabadora, y volvió a escuchar esa parte.
«Seguí a Olemaun. Pero luego apareció otra mujer, una a la que le
gustaba la sangre, y me convirtió en su… sirviente. Su Renfield, supongo.
Me tomó, Andy. No tuve elección».
«Me convirtió en su Renfield». ¿Un arma? Había un rifle británico, pero
se llamaba Enfield. ¿Cómo hacía alguien para convertirte en su Renfield?
Desconectó el teléfono de la entrada de la pared y conectó el portátil en
su lugar. Con todo el dinero de impuestos que iba a parar a los cofres de la
Agencia, a veces el mejor instrumento que un agente podía usar era Google.
Sin embargo, no sirvió de nada. Demasiados resultados. Una banda de
música punk, una marca discográfica, varias referencias a Escocia, gente
cuyo nombre artístico o web incluían la palabra, pero sin ninguna razón
aparente del porqué.
Para afinar la búsqueda, entró algunas de las otras palabras que había
anotado. «Renfield sangre ratas bichos», tecleó, y luego pulsó buscar.
Y todo se aclaró de inmediato.
El nexo común era Drácula, de Bram Stoker.
Al parecer, Renfield era un personaje de la novela original y de las
adaptaciones cinematográficas. Andy leyó algunas de las descripciones del
personaje, un hombre mortal que hacía lo que Drácula le ordenaba.
Obsesionado con la consunción de la vida, se comía todos los bichos que
podía encontrar en el sanatorio del doctor Seward, antes de que Drácula le
diera un propósito en la vida.
Tal vez más pertinente, Andy encontró referencias a un trastorno
psicológico llamado vampirismo clínico, rebautizado como Síndrome de
Renfield. Era el trastorno que le había venido antes a la memoria, aunque
no había podido recordar el nombre.
Renfield. Paul había caído —o creía haber caído— bajo el dominio de
una mujer. Su señora. Ella ordenaba, y él obedecía sin más. «Me tomó,
Andy —había dicho Paul—. No tuve elección».
Si a uno se le iba la pelota, se pasaba cuatro pueblos y empezaba a
asesinar a la gente y apuntar a sus compañeros agentes con armas de fuego,
tenía que ser conveniente poder culpar a un anónimo «otro».
Esto no le decía dónde debía buscar a Paul, ni qué le había sucedido en
realidad. Pero sí que señalaba en una cierta dirección, la misma dirección
que indicaban un montón de las otras pruebas circunstanciales.
Lo único que sucedía era que no se trataba de una destinación a la que él
quisiera llegar.
Paul había estado escondido en aquella habitación de motel, comiendo
bichos y roedores, porque se había convertido en el Renfield de alguien. Ya
estaba cambiando, convirtiéndose en algo diferente de lo que era, algo de
una fuerza terrible.
Algo innegablemente malvado.
El asesinato de Judith Ali tenía que haberlo cometido por mandato de su
señora, quienquiera que fuese.
Andy se frotó la cara. Estaba perdiendo el rumbo. Al menos el rumbo
lógico.
Hacía un par de días que no se afeitaba. Esa mañana había tomado una
ducha rápida, pero le vendría bien una más larga y un lavado de pelo.
Recordaba haberse sentido sucio, contaminado, cuando estaba en la
habitación de Paul en el motel Slumber, pero todavía no había hecho
realmente nada por remediarlo. Ahora, sin embargo, volvió a sentirse igual,
una sensación de hormigueo, como si un millón de gusanos se le movieran
justo por debajo de la piel. El estómago se le contrajo, y él se puso en pie de
un salto, corrió al cuarto de baño, y logró levantar la tapa del váter justo a
tiempo.
Cuando quedó vacío de lo poco que había comido en los últimos días,
Andy abrió los grifos de la ducha, con el agua tan caliente como podía
soportar. Se quitó a tirones el traje sucio y lo arrojó al suelo, en un rincón.
Tendría que ver si podían limpiarlo en seco adecuadamente, y en caso
contrario simplemente lo tiraría a la basura. Desnudo, se metió bajo el agua
caliente e intentó dejar que lo escaldara lo bastante como para llevarse la
porquería, el recuerdo de pesadilla de la atroz transformación de su amigo.
Cerró los ojos y dejó que la lluvia de la ducha le bombardeara la cara.
Recogió la fina pastilla de jabón del motel, le quitó el envoltorio de papel, y
la gastó casi del todo enjabonándose una y otra vez, en un intento de
librarse de la suciedad. Entre jabonaduras, vació casi todo un frasco del
champú del hotel.
Al fin, cerró el agua, salió de la bañera y se frotó con la toalla hasta que
la piel sobrecalentada comenzó a escocerle. Se pasó la máquina de afeitar
eléctrica por las mejillas y el mentón y se peinó el corto pelo gris. Por
suerte, tenía un segundo traje en la bolsa de viaje, y, aunque arrugado, al
menos estaba limpio. Se puso una camisa blanca impecable, se subió la
cremallera de los pantalones, y se puso la chaqueta. Sin corbata, lo cual era
inusitado en él. Pero, por otro lado, esa noche no estaba trabajando.
Decentemente arreglado por primera vez desde que había desaparecido
Paul, Andy se dio cuenta de que necesitaba algo de comida sólida. En
cuanto pensó en ello, se le despertó un hambre voraz.
Salió del motel y condujo hasta ver un asador. Pero a Andy le gustaba el
bistec al punto… un poco sangrante… y de repente el estómago comenzó a
revolvérsele otra vez.
Pasó de largo y continuó adelante hasta encontrar un restaurante con
barra libre de ensaladas. Estaba bastante desierto. Llenó un plato con
ensalada y lo complementó con pan y sopa de patata. Pero no pensaba que
pudiera comer ningún tipo de carne; ni siquiera había podido añadir
sucedáneo de tocino a la ensalada.
Sentarse a tomar una comida normal ahora parecía raro. Cuando estaba
en su ciudad, Andy intentaba cenar con la familia cada noche. A Lisa y a
Sara solía gustarles contar lo que habían hecho en el colegio ese día, aunque
él sospechaba que dentro de un año, poco más o menos, comenzarían a
responder con el «nada» con que solía contestar él de niño cuando sus
padres le preguntaban por la jornada escolar. La verdad era que le había
llegado a gustar el momento de la cena, cuando había que animar a las niñas
para que se comieran la verdura, tentarlas con la esperanza de un postre a
cambio de que dejaran limpio el plato.
Mientras estaban ocupados en la vigilancia de Stella Olemaun, Andy y
Paul habían comido mucha comida rápida, por lo general dentro del coche,
porque daba la impresión de que ella estaba casi siempre en movimiento.
De vez en cuando, en las ocasiones en que permanecía quieta en un sitio,
uno de los dos iba a un restaurante donde pudiera comprar comida para
llevar, la cual consumían allá donde estuvieran escondidos. Ahora, Andy
comía y observaba a la gente que lo rodeaba: familias con niños, parejas
jóvenes que habían salido a cenar, los jugadores de un equipo de fútbol
americano amateur que estaban con amigos y aficionados. Gente normal
con vidas normales. Se había hecho de noche; podrían haber sido ellos,
supuso.
La perseverante lógica de Andy aún sospechaba que ya era demasiado
tarde para Paul. Se había pasado de la raya y ya no tenía posibilidad de
volver atrás. Lo mejor que podía esperar era, probablemente, una larga
estancia en una institución para locos criminales, y luego, si sobrevivía a
eso, una vejez de litio o alguna otra droga psicoactiva que mantuviera bajo
control su locura.
A menos, claro está, que se hubiera convertido en uno de ellos.
Aquel pensamiento impactó a Andy como una horrible certeza, y lo
sobresaltó tanto que derramó el café en el plato. Dejó la taza con manos
temblorosas. Era todo cierto… tenía que serlo. El libro de Stella. Su historia
sobre el ataque contra Barrow. De algún modo, Paul se había tropezado con
uno de ellos y lo había cambiado. La locura no podía justificar aquella
increíble fuerza, ni la capacidad para sobrevivir a todas aquellas balas.
Podía explicar la transformación mental y psicológica, pero no la física. Ni
el hecho de que no tuviera latido cardíaco, ni respiración cuando lo
examinaron los sanitarios de la ambulancia.
Paul Norris estaba muerto y, sin embargo, se movía, hablaba, y
funcionaba. En algunas cosas, mejor que cuando estaba vivo. Tenía que
haber una explicación científica, porque todo lo que había en el mundo, por
estrafalario que fuera, podía acabar explicándose mediante los hechos y la
lógica. Tal vez se trataba de algún tipo de enfermedad, un virus. Andy no
sabía la suficiente teoría médica avanzada como para dilucidarlo por sí
mismo, pero estaba convencido de que existía esa explicación.
Se había servido un cuenco de fruta con nata montada para postre, pero
como ya no tenía hambre, lo dejó sobre la mesa y regresó al motel. Allí se
quitó el traje y se cepilló los dientes.
Después de tomarse tres pastillas para dormir, se metió en la cama y
encendió el televisor, sin dar importancia a lo que se emitía.
«Ya sé qué tengo que hacer».
Media hora más tarde, cayó en un sueño muy profundo.
—Paul Norris es un vampiro —dijo Andy.
—Andy, has estado soportando una enorme cantidad de estrés… —
comenzó el subdirector Flores.
—No, señor… créame, sé lo absurdo que parece, pero permítame
exponérselo.
El subdirector agitó una mano como si le hiciera una señal a un tren
descontrolado.
—No te molestes, Andy, por favor. Somos el FBI, no los jodidos
Cazafantasmas. O los, ¿cómo era?… los de «Expediente X». El FBI no se
pone a buscar bigfoots de ésos, ni chupacabras ni ovnis. No investigamos
casas encantadas. Y estoy condenadamente seguro de que no nos ocupamos
de vampiros.
Andy miró las fotografías que había en la pared detrás de Flores.
Presidentes, senadores, todos los directores que había habido desde Hoover.
Gente seria. La luz matinal entraba por la ventana de la oficina.
Andy también era una persona seria.
—Señor, no podemos limitarnos a descartarlo sin haberlo investigado
siquiera.
—¿No podemos? —repitió Flores—. ¿No podemos? —Rio—. Joder, ya
lo creo que podemos, hijo.
Hoover no habría aprobado las palabrotas. En otros tiempos, Flores se
habría encontrado de inmediato haciendo otra vez trabajo de campo. Pero,
por otro lado, recordó Andy, Hoover era aficionado a las gasas, los encajes
y algún que otro chal de cachemir, así que nadie era perfecto.
—Estaba muerto, señor —insistió Andy—. Los sanitarios de la
ambulancia no pudieron encontrarle ningún signo vital. Recibió setenta
disparos, algunos incluso en el corazón y la cabeza. Estaba encerrado en
nuestra celda más segura, atado a una camilla con correas de nailon. Y
logró… escapar sin más. Rompió las correas de nailon, dobló los barrotes,
destrozó el cristal y la pared. ¿Quién puede hacer eso, señor?
—Andy, no hagamos que esto sea peor de lo que ya es —dijo el
subdirector.
Pero Andy, exasperado, se puso de pie.
—¡¿Quién?! —gritó—. ¡Paul Norris no podía hacerlo! ¡Yo he trabajado
con él durante décadas, señor! Era bastante fuerte para ser un tipo de
mediana edad, pero no hay manera de que haya podido hacer esas cosas. Es
imposible. Y eso sin incluir el hecho de que es imposible que alguien haya
recibido todos esos disparos y vaya por ahí caminando y hablando. Eso no
puede suceder, y punto.
»Pero sucedió. Yo lo vi. Me levantó como si no pesara nada y me arrojó
a un lado. Levantó ese escritorio por encima de la cabeza como usted
levantaría una pelota de baloncesto. Esa celda tiene micrófonos y cámaras,
señor, así que ya sé que ha visto la grabación. Eso no puede negarlo.
—¡Puedo negar lo que me dé la gana cuando se trata de una jodida
locura, agente especial Gray! —Flores estaba que echaba humo—. ¡Cosa
que, en este caso, es así!
Flores se controló, con las orejas rojas de cólera, y luego exhaló con
lentitud antes de volver a hablar.
—Andy, no hagas que llame a tu agente especial superior y tengas que
pasar los seis meses próximos en el diván de un loquero. Fías sufrido una
pérdida terrible, tu compañero y amigo ha desaparecido, y todos
entendemos lo que eso puede hacerle a un hombre. El funeral de Paul es
esta tarde. Asiste a él y luego tómate unos días libres, recupera la sensatez.
Cuando te sientas mejor, podrás volver a trabajar y ocuparte de eso que te
pedí que hicieras.
Andy, furibundo, se metió los puños en los bolsillos.
—Se refiere a la ocultación.
—Yo no usaría ese término por aquí —dijo Flores.
—Es lo que es.
—Tómate unos días libres, Andy. Vete a casa, si quieres. Echa un polvo.
Haz algo, no me importa qué. Simplemente no vuelvas a presentarte por
aquí hasta que no estés dispuesto a entrar en razón.
No había nada más que pudiera decir. No tenía manera de hacer que el
subdirector admitiera la verdad.
Andy dio media vuelta y salió a grandes zancadas, e intentó cerrar de
golpe la puerta de vidrio del despacho al salir.
Pero la puerta tenía un mecanismo electrónico de cierre que la frenó,
para luego cerrarla con tanta delicadeza como el suspiro de un bebé.
«Vale. Incluso lo inanimado está contra mí».
6
Andy no prestó mucha atención a las palabras del pastor. El funeral de Paul
tuvo lugar en la iglesia presbiteriana a la que asistía la familia Norris de vez
en cuando. Ninguno de los presentes parecía conocerlo muy bien, y otro
agente del FBI que estaba sentado junto a Andy le dijo que, dentro de la
iglesia, el objeto de adoración era Dios, no el difunto, así que elogiar a este
último no era algo prioritario. El pastor habló de la voluntad de Dios y Su
amor, y a Andy le resultó todo un poco tedioso y trillado.
Mientras el hombre continuaba hablando con voz monótona, Andy
recorrió el edificio con la mirada, y la detuvo en el ataúd que había frente al
altar y que presuntamente contenía los restos mortales de Jacob Paul Norris:
amante esposo, padre devoto, leal empleado del gobierno… y ahora, ¿algo
por completo distinto?
Había cruces por todo el recinto. No podía creer que Paul dejara pasar la
oportunidad de presenciar su propio funeral si tenía la más mínima
oportunidad de hacerlo. Pero si ya se había transformado en vampiro,
¿podría entrar en un sitio consagrado a Dios? ¿Con todas esas cruces
dentro? Había muchas cosas que Andy no sabía. Si eran reales, como estaba
llegando a aceptar, ¿qué parte de lo que aparecía en las películas era
verdad? No podía imaginar a Paul convirtiéndose en murciélago, y
ciertamente no lo había hecho para escapar la otra noche.
«¿O sí lo había hecho? Paul saltó, pero yo no vi qué pasó después. Ni vi
ni oí cómo aterrizaba. ¿Tal vez le salieron alas y se alejó volando? Patrañas.
Pero ¿todo aquello no eran patrañas?».
La navaja de Ockham era un modo de vida para Andy Gray.
Y nunca lo fue más que cuando se trataba de Paul Norris, desde el
momento en que se conocieron.
La primera vez que recordaba haber visto a Paul había sido en un aula
de la academia del FBI, en Quantico, Virginia. La sala era tan
burocráticamente insulsa como lo son la mayoría de aulas, con pupitres
metálicos y sillas de plástico ordenadas en pulcras hileras y el instructor
situado en la parte frontal, sobre una tarima de madera. El instructor había
estado parloteando acerca de los beneficios rehabilitadores de las
penitenciarías federales y bla, bla, bla, cuando alguien que estaba sentado
detrás de Andy lo interrumpió. A Andy le sorprendió que un estudiante —o
nuevo agente en formación, como los llamaban— no hubiera levantado la
mano y esperado hasta que le hubieran dado permiso para intervenir.
—Hmm, disculpe, señor —dijo el alumno—, pero eso es una patraña.
Una escoria que viola a una abuela no va a convertirse en un ciudadano
cabal porque lo obliguen a andar en compañía de otros violadores y
asesinos.
Como si fueran uno solo, todos los integrantes de la clase se volvieron a
mirar para ver quién demonios estaba a punto de ser expulsado.
Andy quedó casi tan sorprendido por la apariencia del joven como por
la deliberación con que incumplía las normas de la academia. Durante años,
la Agencia había insistido en contratar personal que tuviera un aspecto
corriente en todos los sentidos. Al fin, se les había ocurrido que «corriente»
en Harlem, o en una barriada hispana o una reunión de la Organización
Nacional de Mujeres era diferente de «corriente» en un Elk’s Club de Iowa.
Mientras miraba al estudiante que había hablado sin autorización, Andy
Gray tuvo que preguntarse si en ese momento no estarían intentando
infiltrar una organización subversiva de gente fea.
Porque si en el mundo había existido jamás una palabra que pudiera
describir a Paul Norris, esa palabra era «feo». En todo caso, con el correr de
los años había adquirido mejor aspecto, aunque eso jamás lo habría
adivinado alguien que lo hubiera visto en los últimos tiempos. El joven Paul
Norris tenía una nariz enorme y orejas que sobresalían a ambos lados de su
cabeza como portezuelas de coche abiertas. Tenía el pelo rubio, pero graso
y ya clareando en la coronilla. Sus labios eran gruesos y rojos, y se
contraían como si cada uno tuviera voluntad propia. Mientras Andy lo
miraba, las pálidas mejillas de Paul se ruborizaron como si acabara de darse
cuenta de lo que había hecho.
—Es muy posible que tenga usted razón, señor Norris —había
respondido el instructor, milagrosamente imperturbable—. Sin embargo, no
corresponde al FBI determinar la validez de ningún castigo en particular.
Nuestro cometido es apresar a los perpetradores, y a partir de ese punto las
decisiones quedan en manos del Estado.
Paul asintió con la cabeza a modo de respuesta al instructor, y entonces
reparó en que Andy lo observaba, boquiabierto. Lo miró fijamente durante
un segundo, y luego le dedicó un guiño y una sonrisilla maliciosa.
A partir de ese momento, Andy había tomado la determinación de
prestar atención a Paul Norris.
Andy había sido atraído hacia las fuerzas de la ley en unas
circunstancias inusitadas. Cuando era niño había sido presa de terribles
miedos —pesadillas recurrentes que duraban semanas enteras, fobias y
preocupaciones por casi cualquier cosa—, y desde muy temprana edad
había pensado que la gente que llevaba placa y pistola podía enfrentarse a
cualquier peligro, y esta filosofía perduró. Su compañero de la academia le
había causado una extraña fascinación porque era alguien que estaba
dispuesto a decirle lo que fuera a cualquiera si le parecía algo importante, y
que parecía no temer nada en absoluto. Paul Norris tenía una vena obscena
y era desdeñoso para con las normas de conducta tradicionales. Pero,
además —cosa que era quizá más significativa—, sentía un profundo y
permanente respeto por la ley, y por la «justicia» como la entendía él.
Odiaba a todos los que hacían presa en los inocentes: traficantes de droga,
timadores y delincuentes de todo tipo.
¡Y las conversaciones! Después de las horas de clase, sentados en una
de las tabernas de Quantico frecuentadas por los estudiantes de la academia
y los pelados de la base de la Marina, Paul se explayaba largo y tendido
sobre sus conceptos de honor y decencia, y sobre papel del FBI en el
fomento de ambas cosas. Andy pagaba gustoso las jarras de ambos. Se
sentía atraído por aquel joven estudiante, y en el curso de las siguientes
quince semanas de estudios se hicieron íntimos amigos. Se entrenaban
juntos, iban juntos al túnel de tiro, estudiaban juntos después de clase. Al
final del programa de estudios, Andy se graduó entre los diez mejores de su
clase.
De algún modo, aunque raras veces se lo viera estudiando, Paul estaba
entre los cinco mejores.
Después de la academia, estuvieron separados durante algunos años, ya
que Andy fue destinado a la oficina de campo de Chicago, y Paul a Boston.
Pero ambos mantuvieron un estrecho contacto, escribiéndose y llamándose
con regularidad, y más tarde enviándose correos electrónicos. Andy conoció
a Mónica Schwann, que trabajaba en la tintorería a la que él llevaba los
trajes, y se casó con ella. Paul se mostró tan poco impresionado por Mónica
y tan despectivo con la idea del matrimonio en general, que como regalo de
bodas le llevó a Andy una navaja del ejército suizo con una tarjeta que
decía: «Para cuando necesites cortar las ligaduras».
Andy se había reído. Para algunos, eso habría significado el fin de la
amistad, pero Andy sabía que no era más de lo que cabía esperar en el caso
de Paul Norris (aunque no se atrevió a hablarle a Mónica del incidente).
Un par de años después de eso, Paul conoció a Sally Winston, una
voluptuosa rubia que trabajaba como ayudante de dirección en una oficina
que él estaba investigando por sospecha de fraude. Andy no pudo evitar
devolverle la pelota por eso. Para cuando los dos fueron destinados como
compañeros en la oficina de campo del FBI en Sacramento, ambas parejas
tenían dos hijas y una cierta edad, y su amistad era más fuerte que nunca.
Así que se entristeció cuando a Paul volvieron a trasladarlo, esta vez a
Los Ángeles. Las dos familias celebraron una última fiesta de despedida,
una fiesta-piscina en casa de los Gray, a la que invitaron a la mayoría de
compañeros de trabajo. A pesar del persistente temor de Andy, Paul se
emborrachó sólo un poco y no hizo demasiado el ridículo. Luego, Paul le
echó un brazo a Andy alrededor del cuello y golpeó la mesa metálica del
jardín con la botella de Heineken para llamar la atención de todos. La
camisa hawaiana de Paul estaba abierta y dejaba a la vista el pecho flácido
y la tripa fofa que colgaba, prominente, de su constitución flacucha como
un apéndice alienígena.
Cuando todos los ojos se hubieron posado sobre él, alzó la botella en el
aire.
—Quiero dar las gracias a mi colega Andy Gray por esta fiesta —
anunció—. Y por más que eso, por ser el mejor amigo que pueda tener
alguien. Hemos pasado por todo juntos. Quantico, la vida de soltero, la vida
de casado, la paternidad. Y a lo largo de todo eso ha habido una constante,
algo que nunca cambia, pase lo que pase. —Hizo una pausa, bebió un
sorbo, bajó la botella al tiempo que dejaba escapar un pequeño eructo, y
añadió—: Andy tiene la polla más pequeña del FBI, al menos desde que
murió Hoover. Y por muy negras que se me pusieran las cosas, saber eso
siempre me ha ayudado a continuar.
Los asistentes a la fiesta se rieron, algunos con entusiasmo, otros con
comodidad, ya que en la piscina estaban sus hijos, muchos de los cuales
iban juntos a la iglesia presbiteriana. Andy sintió que se le ponía la cara de
color rojo brillante, pero rio entre dientes y formó una pistola con los dedos
de la mano para disparar a Paul a la cabeza.
—Todo lo que puedo decir es: gracias a Dios que estás vivo —replicó
Andy, impasible.
—¡Eso, eso! —gritó alguien, en medio de las carcajadas.

«Doy gracias a Dios de que estamos vivos», pensó Andy.


Los asistentes al funeral estaban saliendo del edificio. Sally Norris
aceptó la mano que Andy le tendió, y luego lo atrajo para estrujarlo en un
fuerte abrazo.
—Ven en el coche con nosotras, Andy —dijo—. Te necesito cerca,
ahora mismo.
Andy la miró, con el rímel corrido por las lágrimas y la nariz enrojecida.
Vestía de negro, por supuesto, un vestido muy ajustado con una torerita, y
un sombrerito con velo oscuro que le caía en pliegues ante los ojos azules.
Detrás de ella, las niñas, Nicole y Debra, los miraban. No se sentía cómodo
con la tristeza; siempre había odiado tener que informar a los parientes más
próximos de la muerte de alguien, y se alegraba de que eso fuera, por lo
general, competencia de los polis locales. Pero ¿cómo podía negarse a la
petición de la esposa de su mejor amigo? Así que esperó con ella y las niñas
hasta que todos los demás se hubieron marchado de la iglesia tras darle el
pésame a la acongojada familia.

La limusina era larga y negra, con el aire acondicionado tan fuerte que hacía
que el interior alcanzara una temperatura casi ártica. Andy se sentó en el
asiento que miraba hacia la parte posterior, de modo que a través del cristal
teñido de negro podía ver el sitio en que habían estado pero no hacia dónde
se dirigían. Era lo que quería. Mientras hablaba con Sally, intentaba
escudriñar los coches que tenían detrás. «Para ver si Paul nos sigue».
—¿Tú estabas con él, Andy? ¿Al final? No logré sacarle muchos
detalles a Héctor ni a nadie más de la Agencia.
—Ojalá hubiera estado —dijo Andy. Odiaba mentirle a la «viuda»
Norris, pero la verdad es que no tenía alternativa—. Tal vez habría podido
hacer algo. Estaba buscándolo… No sé cuánto te contaron realmente.
—Como te he dicho, no mucho. Al parecer, fue capturado por la gente a
la que estabais siguiendo, y lo mataron.
—Eso es, más o menos, lo que ocurrió —dijo Andy. Estaban
siguiéndolos, desde luego que sí; una larga fila de coches entró en
formación detrás de ellos, encabezada por un poli de la motorizada.
Llevaban los faros de carretera encendidos—. Intentamos encontrarlo a
tiempo, ya sabes que andábamos todos por ahí fuera buscándolo.
—Lo sé. —Se frotó la nariz. Andy tuvo miedo de que comenzara a
llorar otra vez, pero no lo hizo—. Pero ojalá me hubieran dejado ver el
cuerpo. —Se inclinó para salvar el espacio que mediaba entre los asientos y
susurró para que las niñas no la oyeran—: ¿Lo… torturaron?
Andy asintió con gravedad. Era la historia que había acordado con el
subdirector Flores.
—Es mejor que no conozcas los detalles.
Sally intentó sonreír. Tenía los ojos de un adorable tono azul, como el
de los tejanos al desteñirse, y el velo les confería un aspecto misterioso.
Pero la sonrisa no llegó a serlo del todo.
—Gracias por cuidar de mí, Andy —dijo, y luego hizo un gesto con la
cabeza hacia las niñas—. De nosotras.

La sepultura estaba en una cuesta cubierta de hierba desde la cual, si


mirabas con la suficiente atención a través de una pantalla de árboles y de la
bruma de Los Ángeles, podías ver una fina franja del océano Pacífico. El
cementerio en sí ocupaba dos pendientes que descendían en arco la una
hacia la otra para formar una «V» profunda cuyo centro señalaba en línea
recta hacia el mar. Se llamaba Acres del Descanso, aunque Andy dudaba
que pudieran engañar a alguien para hacerle pensar que los habitantes sólo
estaban descansando.
Él, desde luego, esperaba que no fuera así. Pero, por otro lado, su
percepción de ese tipo de cosas estaba sufriendo un cambio radical.
Los asistentes habían mermado con respecto a los que había en la
iglesia. La mayoría de los agentes compañeros de Paul estaban presentes,
apropiada y típicamente ataviados con traje oscuro y gafas de sol. Había
otras personas a las que Andy no reconoció, sobre todo mujeres que dedujo
que eran amigas de Sally, y niños con sus padres que debían de ser amigos
y compañeros de clase de sus hijas.
Su atención se vio desviada hacia los árboles de la periferia del
cementerio. Bajo el dosel de hojas, las sombras eran densas y oscuras.
«Allí es donde estaría Paul, si estuviera aquí».
Dado que nadie le prestaba atención, Andy se alejó de la tumba con
disimulo —de todos modos, el ataúd que meterían en ella estaba vacío—, y
se encaminó hacia los árboles. Se metió una mano debajo de la chaqueta,
casi por instinto, y tocó la Glock del calibre 22 que reposaba dentro de la
funda del cinturón. «Si Paul estaba allí…».
Dejó morir el pensamiento. Si Paul estaba allí, el arma sería tan inútil
contra él como los centenares de balas que le habían disparado en el
exterior del motel. Tal vez sería mejor que buscara un palo afilado entre las
ramas caídas que había bajo los árboles.
La hierba que pisaba era blanda y mullida. Al llegar a la linde de los
árboles, cedió paso a dentadas hojas de roble caídas entre la fina hierba más
alta en el borde, allá donde no llegaba el cortacésped.
Andy sentía un hormigueo de expectación en el estómago.
Nada.
No había nadie acechando allí detrás, aunque se veían botellas tiradas y
otros desperdicios que indicaban que había gente que a veces pasaba el rato
a la sombra de los árboles. Probablemente, gente sin hogar. Más allá de la
pantalla de árboles, al pie de una cuesta sembrada de rocas, estaba la
autovía 405, cuyo ruido quedaba disimulado por el susurro de los robles.
Satisfecho de que Paul no estuviera oculto allí, después de todo, Andy
dio media vuelta y volvió a la sepultura, donde la ceremonia estaba tocando
a su fin. Tuvo que esperar a Sally otra vez, puesto que su coche se había
quedado en la iglesia. Y allí, junto a lo que todos creían que era el sitio de
descanso final de Paul, los que habían acudido al lugar se mostraban
efusivos en su congoja, llorando, lamentándose y amenazando con romper
las costillas de Sally con fuertes abrazos. Andy se quedó a un lado con
Debra y Nicole, que habían llorado antes, pero ahora se limitaban a
observar, más o menos mudas de asombro, el comportamiento de los
adultos.
Cuando hubieron vuelto a la limusina, Andy, mientras sostenía una
mano de Sally a través del espacio que separaba los asientos, le formuló una
pregunta que había estado guardando para el momento adecuado,
cualquiera que fuese.
—¿Puedo ir hasta tu casa, Sal? Me gustaría registrar el despacho de
Paul, a ver si puedo encontrar alguna nota o algo que pueda ayudarme a
encontrar a quienes le hicieron esto. —Sonrió—. Ésa es una metáfora
bastante confusa, ¿verdad?
Sally se rio por primera vez en todo el día, y cuando lo hizo, Andy vio
con claridad qué hacía que Paul no dejara de volver a casa. Era una mujer
muy atractiva. Su sonrisa era contagiosa, y su risa era una brillante chispa
en una tarde triste.
—¿No se supone que las metáforas tienen que aclarar las cosas? —
preguntó.
—La lengua inglesa nunca fue la asignatura que mejor se me dio —
admitió Andy—. Ahora que lo pienso, no creo que tuviera una asignatura
que se me diera mejor. Sólo algunas que eran menos peores que otras.
Sally volvió a reír.
—Claro que puedes venir. Ya sabes cómo es su despacho, pero si
piensas que allí puedes encontrar algo que te ayude, adelante.
—Fantástico. Iré un poco más tarde, hacia el final de la tarde, si te
parece bien. Antes tengo que ocuparme de algunas otras cosas.
—Estaremos en casa —dijo Sally—. Probablemente atracándonos hasta
ponernos malas con toda la comida que los amigos y los vecinos han estado
llevándonos.

De vuelta en su coche, Andy conectó el teléfono móvil y descubrió que


había un mensaje: «Agente especial Gray, soy Angélica Foster, del
laboratorio serológico. Creo que deberías echar una mirada a la habitación
23 del motel Hollywood. El ADN de la sangre encontrada allí encaja a la
perfección con el de Stella Olemaun. Si tienes alguna pregunta, házmelo
saber».
En la luz cada vez más mortecina, Andy se encontró luchando con el
tráfico para llegar a otro desvencijado tugurio de Hollywood. Éste era un
edificio de tres pisos situado en Gower, a un par de manzanas de
Hollywood Boulevard. El bulevar era la típica mezcla de turistas, góticos,
punks y putas, pero cuando giró en Gower desapareció el elemento
turístico. Al subir los tres escalones hasta la puerta del motel, se cruzó con
un detective de robos y homicidios del Departamento de Policía de Los
Ángeles, vestido con un costoso traje color crema.
—Taylor —lo saludó Andy al reconocerlo—. Andy Gray, FBI.
Taylor le dedicó una sonrisa falsa.
—Cuánto tiempo, hombre —respondió al tiempo que le tendía la mano.
Taylor había sido running back de fútbol americano en la UCLA hacía
décadas. Aún tenía los hombros anchos, el pecho voluminoso y el apretón
pulverizador de manos, pero en su pelo había ya tanta sal como pimienta—.
¿Qué lo trae por aquí?
—No estoy del todo seguro —confesó Andy—. He recibido un mensaje
de nuestro laboratorio que dice que en la habitación 23 hay sangre que
coincide con la de alguien a quien he estado vigilando, una señora que se
llama Stella Olemaun. ¿Cuál es la situación? ¿Hay un cuerpo?
—Hay la sangre suficiente como para llenar uno —replicó Taylor—,
pero, no, no hay cuerpo. La habitación la ocupaba una mujer descrita como
de cabello pelirrojo corto, bastante guapa, pero, por lo demás, corriente.
Pagó en metálico y se registró como Betty Ford. Nadie lo puso en duda. Si
quiere que le diga la verdad, el recepcionista no sabe quién era Betty Ford.
No vieron llegar ninguna visita. Pagó una semana por adelantado. Al acabar
la semana, el director llama a la puerta. No hay respuesta. Entran. Hay
sangre por todas partes, pero la vieja Betty se ha largado. ¿Cree que es su
Stella?
—Por lo que ve parece, sí —replicó Andy—. Tiene la costumbre de
ponerse en camino con rapidez y pasar inadvertida. Por lo general, siempre
hemos podido encontrar otra vez su rastro. La última noticia que tuvimos de
ella era que se alojaba en el Standard, con su nombre auténtico, y que
pagaba con tarjeta de crédito. Luego desapareció, y desde entonces no
habíamos logrado encontrarla. Da la impresión que es aquí adonde vino,
pero podría haberse marchado esa misma noche, por lo que yo sé.
—Puede examinar la habitación, si quiere —dijo Taylor—, aunque yo
creo que es un callejón sin salida. La hemos peinado. No ha dejado ni un
pelo púbico, sólo la sangre que ha empapado la moqueta. No hay equipaje.
Podríamos llevarnos el tubo de desagüe, pero sólo encontraríamos piel,
pelos y fluidos de los últimos cincuenta años de huéspedes, ya que dudo
que lo limpien alguna vez. Pero las toallas están secas y dobladas, por lo
que no parece que la vieja Betty haya tomado una ducha durante su visita.
—¿Así que no van a tratarlo como homicidio? —le preguntó Andy.
—No hay cuerpo. ¿Quién ha muerto? No lo sabemos. Si aparece alguien
lo reconsideraremos, pero en este momento la única ley que se ha violado,
hasta donde puedo ver, es que alguien pagó siete noches y no registró la
salida al octavo día. Ni siquiera dejar la moqueta hecha un asco es ilegal.
Todavía. Si la industria hotelera se sale con la suya, tal vez lo será algún
día.
—De acuerdo, gracias —dijo Andy. No tenía ningún interés en mirar
otra habitación de motel ensangrentada; las de Judith Ali y Paul Norris
habían sido suficiente por el momento. Si Taylor decía que no habían
dejado nada, era probable que estuviera en lo cierto. Andy lo conocía como
poli ambicioso que tenía un ojo puesto en la política, así que si pensara que
allí había un caso, estaría indagando con toda su alma.
Lo cual dejaba a Andy sin saber qué dirección tomar. Le había dicho a
Sally que tenía cosas que hacer, pero eso era otra mentira, ya que en el
momento de decirlo ignoraba lo relativo al mensaje telefónico. Sólo había
querido alejarse un rato de ella y de las niñas. Estaba intentando pensar en
Paul como transformado, no como muerto; una especie de monstruo. Estar
cerca de Sally hacía que le resultara más difícil dar ese salto mental. Le
recordaba al Paul padre de familia, el tipo que a veces dormía por ahí pero
que siempre acababa por volver al hogar.
Pero el Swiss Chalet no quedaba lejos. Condujo de vuelta hasta allí, se
quitó los zapatos, se desanudó la corbata y la colgó sobre la chaqueta, en el
respaldo de una silla. Una cabezadita antes de ir a ver a Sally. No tenía
necesidad de cenar; la comida que había mencionado Sally sería más que
suficiente. Se tendió sobre la colcha, y cerró los ojos. Sólo unos minutos…
El hedor a sangre le inundaba la nariz, espeso, con un sabor a cobre.
Sombras que se solidificaban para adquirir forma; caras con la boca
abierta en alaridos mudos. Dientes, lenguas, labios recubiertos de sangre
seca, manchas escarlata en mentones y mejillas.
Su propio padre, marcado por cicatrices y con la mandíbula inferior
caída como había sido en los últimos años de su vida.
Andy despertó empapado en sudor, con la respiración trabajosa y el
corazón desbocado. El sueño había sido difuso, carente de especificidad, y
se desvanecía con rapidez, a diferencia de las persistentes pesadillas de su
infancia. Pero esos pocos momentos de pánico onírico habían hecho que el
terror de los últimos días penetrara en su mente de una manera innegable.
Estaba convencido de que, de algún modo, su amigo había atravesado esa
imposible barrera y se había convertido en uno de los no muertos bebedores
de sangre. Hasta ese momento lo había creído sólo a medias.
Pero sentado en el borde de la cama, aún temblando ligeramente, supo
que si no lo creyera, nunca habría tenido un sueño semejante.
Tanto si lo quería como si no, Andy Gray se había convertido en
creyente.
7
La casa de los Norris contenía una curiosa mezcla de muebles que eran lo
bastante viejos como para llamarlos antigüedades, incluido un sillón de
color naranja desteñido que Andy recordaba del primer piso que tuvo Paul
después de salir de la academia, junto con actualizaciones y accesorios
comprados en Crate & Barrel. Andy nunca había hablado con Paul sobre el
asunto, pero suponía que había insistido en conservar algunas de sus cosas
viejas mientras dejaba que Sally se ocupara de reemplazar cualquiera que se
gastara o se cayera a pedazos. Andy se sentó en un sofá en el que había
descansado muchas veces a lo largo de los años, un mueble tapizado de tela
marrón con hilos de colores verde pálido y oscuro intercalados en la trama.
Un muelle le pinchó el trasero.
Sally se sentó frente a él, en una butaca de orejas más moderna color
verde bosque. Entre ellos había una mesa de café contemporánea, de
madera de arce, sobre la que descansaban dos tazas de infusión de hierbas
que se estaban enfriando. Las revistas Cosmopolitan de Sally decoraban la
mesa de café, un verdadero país de las maravillas poblado de escotes que
sonreían a Andy. Sally se había cambiado la ropa de luto de la mañana y se
había puesto una de las camisas blancas de Paul, tejanos y unos calcetines
gruesos. La camisa estaba abotonada sólo hasta la mitad; cuando se inclinó
hacia adelante para coger la taza de té, Andy echó una buena mirada al
panorama.
Intentó mantener los ojos fijos en la cara de ella cuando se lanzó al
interrogatorio.
—¿Te contaba mucho Paul sobre sus casos, Sally?
Se removió en el sillón. La camisa se abrió, pero ella se la cerró con
recato.
—Durante estos últimos meses, tú pasaste más tiempo con él que yo —
replicó ella—. Me dijo que estabais vigilando a una terrorista potencial,
intentando reunir las pruebas suficientes para detenerla antes de que
efectuara un ataque a lo grande. Pero eso fue todo.
—Sé que pasamos mucho tiempo fuera de casa —dijo Andy—. Ya sea
fuera de la ciudad o en operaciones de vigilancia. También Mónica se queja
mucho de eso, pero así es la vida en la Agencia, supongo. Lamento que no
haya pasado más tiempo aquí, con vosotras.
—Nunca he podido entender por qué no podía dormir en casa, al menos
cuando estaba en la ciudad por un trabajo —dijo ella.
—A veces teníamos que hacer turnos a deshora —intentó explicarle
Andy—. Uno de nosotros dormía unas pocas horas mientras el otro
vigilaba, y luego cambiábamos. Aunque la mujer a quien estábamos
siguiendo a menudo dormía durante toda la noche, no siempre era así; a
veces se levantaba y salía a pasear por la calle a las dos de la madrugada, y
cuando lo hacía, teníamos que seguirla. En otras ocasiones dormía durante
todo el día y estaba activa por la noche. Así que Paul no podía arriesgarse a
venir a casa, a pesar de no estar muy lejos de aquí.
Sally suspiró.
—Supongo que no. Quiero decir que entiendo la situación, aunque no
me gusta. En especial ahora que ya no está, y yo pienso en todas esas
noches en que dormí sola… y en todas las que vendrán a partir de ahora.
—¿Se puso en contacto contigo, o intentó hacerlo, durante el tiempo
que estuvo desaparecido? —preguntó Andy, deseoso de dirigir la
conversación hacia temas más pertinentes.
Sally miró su taza de té, se inclinó hacia adelante y bebió un sorbo antes
de responder. Clásicas maniobras evasivas. El tipo de cosas que hace una
testigo cuando quiere posponer la réplica a una pregunta que no quiere
contestar.
—No lo sé —dijo al fin, mientras volvía a dejar la taza de té sobre la
mesa—. Hubo un par de llamadas telefónicas en las que no había nadie al
otro lado cuando contesté. O al menos nadie dijo nada… ya sabes, como
cuando contestas al teléfono y oyes ese silencio vacío, como si hubiera
alguien allí pero sólo estuviera escuchando con la respiración contenida. En
un caso estaba tan segura de que era Paul, que, de hecho, dije su nombre.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Un chasquido, y luego el tono de línea desocupada.
—Así que, quienquiera que fuese, colgó cuando dijiste el nombre.
—Supongo que sí —asintió Sally—. Me dije a mí misma que no era
más que alguien que se había equivocado, y cuando llamé Paul a esa
persona, se dio cuenta del error.
—Pero ¿ahora…?
Sally volvió a vacilar.
—Ahora no estoy tan segura. ¿Y si en realidad era él? ¿Y si estaba
herido y no podía hablar, o tenía miedo de que pudiera oírlo quienquiera
que lo tuviera prisionero? ¿Y si estaba intentando enviarme algún tipo de
mensaje para decirme cómo podía ayudarlo?
—Pero ¿en aquel momento no lo pensaste?
Otro suspiro, y volvió a cambiar de postura en la silla.
—No lo sé, Andy. Estoy… estoy tan asustada por todo esto…
—¿De qué tienes miedo, Sally?
Esta vez ella le sostuvo la mirada, con los azules ojos fijos, sin
parpadear.
—Tampoco eso lo sé. De algo. La Agencia no me lo ha contado todo, y
tú tampoco. De eso puedo darme cuenta por mí misma. Y entiendo que no
puedas; también eso es parte de la vida en la Agencia. Pero tengo esa… no
sé, esa sensación, ya sabes, en plena noche. Supongo que no es más que la
depresión de las tres de la madrugada, la oscura noche del alma, o algo así.
Pero me encuentro con que me despierto con esa sensación espeluznante, y
eso me da un miedo de muerte.
Andy fue el primero en apartar la mirada. No podía decirle lo que él
creía. Si lo hacía, el subdirector Flores pediría su cabeza. En cualquier caso,
lo que él quería era desentrañar por su propia cuenta qué le había sucedido a
Paul y encontrar una manera de arreglarlo. Implicar a Sally sería
contraproducente, y tal vez incluso peligroso para ella y las niñas.
—Se te pasará, Sally —le dijo al fin—. Probablemente no sea más que
ansiedad porque él ya no está… Tienes todo el derecho de estar asustada y
alterada, créeme. Pero podéis contar conmigo para lo que sea.
El fantasma de una sonrisa pasó por la cara de Sally, y desapareció con
la misma rapidez que había llegado.
—Gracias, Andy.
—También yo lo echo de menos, Sally. Eso lo sabes, ¿verdad?
Ella se inclinó hacia adelante y la camisa se le abrió. Él intentó
continuar mirándola a los ojos, trató de no permitir que su mirada bajara por
el cuello de Sally hasta la camisa abierta.
—Lo sé, Andy. Tú lo conocías desde hacía más tiempo que nadie.
—Sí —dijo, con la garganta contraída de repente—. ¿Puedo echar una
mirada a su despacho ahora, Sally?
—Claro —replicó ella, y se levantó—. Ya sabes dónde está. Si necesitas
algo, dímelo.
Andy se puso de pie y salió de la habitación sin volver la vista atrás.

El despacho de Paul estaba en la parte posterior de la casa, pasando por la


cocina. Ocupaba una esquina y tenía dos ventanas, pero Paul, hasta donde
Andy sabía, jamás había abierto los postigos de ninguna de ellas. Al entrar,
pulsó un interruptor que encendió una luz cenital. Sobre el escritorio había
una lámpara de banquero, con pantalla verde, y Andy también la encendió.
Aun con ambas luces encendidas, el despacho era una habitación oscura, y
densas sombras ocultaban los rincones.
Un viejo escritorio grande de madera, dos archivadores metálicos
negros, una credencia de madera con un montón de expedientes encima.
Una silla de cuero con ruedas, y dos sillas de madera, de respaldo recto,
para las visitas. Una de ellas tenía encima una alta pila de carpetas.
Andy sabía que no era mucha gente la que se molestaba en visitar a Paul
en el despacho de su casa, y la verdad era que su compañero no pasaba
mucho tiempo en él, sólo el suficiente como para dejar cosas sobre el
escritorio o guardar documentos en un armario, pero no el necesario para
organizar ni ordenar nada. Pero Paul había sido un tipo reservado. Si tenía
una idea, le daba vueltas en la cabeza hasta lograr que tuviera una forma
presentable, apoyada en algún tipo de prueba, antes de comunicarla.
Aunque fuera a su compañero o a su mujer.
Si había alguna pista que llevaba a lo que fuera que había puesto a Paul
en el camino de su «señora», allí era donde la encontraría.
Andy comenzó por el escritorio, que tenía el aspecto de ser el último
lugar en que había dejado cosas. Sentado en la silla de cuero, pasó los
expedientes uno a uno. Impuestos, recibos, seguros… casi todo cuestiones
domésticas que no estaban relacionadas con el trabajo. Abrió el poco
profundo cajón central. Bolígrafos y lapiceros, una calculadora,
sujetapapeles, abrecartas. En el centro, una agenda de cuero. Andy la abrió
y pasó las páginas con rapidez hasta encontrar las anotaciones más
recientes. Algunas las reconoció, ya que eran citas a las que ambos habían
acudido juntos.
Pero en el margen de la página correspondiente a la semana durante la
cual Paul había desaparecido, había una nota que no reconoció.
Sólo decía: «murciélago», además de una dirección de un callejón que
salía de Sunset. Andy no recordaba que Paul hubiera mencionado ese lugar
en ningún momento, y si hubiera sido uno de sus abrevaderos habituales, no
habría tenido que escribir la dirección. Así pues, ¿qué era? Andy conocía el
vecindario en general: clubs de striptease, licorerías y antros de baja estofa.
Anotó la dirección en un trozo de papel en blanco de un taco para notas
que había sobre el escritorio, y pasó al siguiente cajón, el superior de la
derecha. Encima de todo había un ejemplar del libro de Stella Olemaun, 30
días de noche. Andy lo sacó y comenzó a hojearlo. No hacía mucho que el
libro había salido a la venta, tan sólo un par de semanas, pero ese ejemplar
ya había sido muy sobado. La sobrecubierta estaba rayada y rota en la parte
inferior. Las páginas se veían manoseadas, con esquinas dobladas para
marcarlas. Paul había subrayado fragmentos con bolígrafo azul y hecho
anotaciones rápidas —a veces tan breves como un signo de exclamación o
interrogación— en los márgenes. En ningún momento le había dicho a
Andy que lo estaba leyendo. Resultaba obvio que había algún aspecto del
caso Olemaun que había estado rumiando desde hacía cierto tiempo, sin
mencionárselo para nada a Andy.
Por otro lado, si Paul había estado leyendo aquello y tomándoselo en
serio…
¿Sería errónea toda la visión del mundo que tenía Andy?
En eso, precisamente, radicaba todo el asunto: ¿el mundo era lo que
Andy Gray siempre había creído que era, o era un lugar mucho más oscuro?
¿Era un mundo de vida cíclica que comenzaba y acababa según unas pautas
establecidas cuando los organismos salían de sus pozos fangosos, o era un
mundo donde la muerte era una opción? ¿Un mundo en el que los muertos
podían volver a levantarse y alimentarse de los vivos?
Dejó el libro sobre el escritorio, decidido a llevárselo para poder revisar
lo que había estado leyendo Paul. Ya en el momento de apartar la mano de
él, Andy sabía que su creencia se había visto reforzada. El resto de los
hechos —el más notable de los cuales era la supervivencia de Paul a la
descarga de balas, pero también su imposible fuerza, las características
desconocidas de su sangre— no podían ser negados. Y tampoco podían ser
explicados por un simple trastorno fisiológico.
«Paul Norris es un vampiro. Vale más que te hagas a la idea, porque eso
no va a cambiar».
Una mano que se posó sobre su hombro lo sobresaltó y estuvo a punto
de gritar.
Con el corazón desbocado, se volvió y vio a Sally, que estaba de pie
detrás de él.
—Lo siento —se apresuró a decir—. No quería sobresaltarte, Andy.
Sólo quería ver si necesitabas algo.
Él le tomó la mano; ya comenzaba a calmarse, y su ritmo cardíaco
descendía hasta ser casi normal.
—No pasa nada, Sal —dijo—. Supongo que ha sido porque no te he
oído entrar.
La mano de ella era tibia y suave, y le devolvió el apretón en lugar de
soltarlo. No dijo nada, sino que se limitó a mirarlo con los carnosos labios
ligeramente separados. Sally Norris era una mujer hermosa, siempre lo
había sido. Andy recordaba haber sufrido un ataque de celos cuando Paul se
casó con ella, porque era tremendamente atractiva, mientras que la belleza
de su propia esposa era mucho más difícil de encontrar. Sally tenía diez
años menos que Mónica, pero parecía acabada de salir de la facultad, y
cuando salían las dos juntas, a veces las tomaban por madre e hija. Para
gran disgusto de Mónica. Y para el suyo propio, tenía que admitir Andy, en
lo más recóndito de su corazón.
Pero ahora Sally lo sujetaba con ambas manos y tiraba, y él se levantó
de la silla. Ella retrocedió un paso y lo atrajo hacia sí. Él vio que tenía
abiertos un par de botones más de la camisa blanca, y que debajo no había
sujetador sino los pechos de ella, que se mecían con suavidad cubiertos por
la fina tela de algodón. Se le cortó el aliento y sintió un inesperado
movimiento en la entrepierna.
—Sally, yo…
—Shhh. —Ella le soltó una de las manos y posó los dedos sobre sus
labios para silenciarlo—. Ahora mismo no quiero hablar —dijo con una voz
enronquecida que él desconocía. Pero ella dejó los dedos donde estaban y le
metió uno entre los labios. Él sintió que la uña chocaba contra sus dientes, y
abrió la boca para atraer los dedos al interior. Los lamió, los chupó. Sally
dejó escapar un gemido, retiró los dedos y los metió en su propia boca.
Luego bajó la mano y se acercó más a Andy, buscando los labios de él con
los suyos, pasando la lengua a través de ellos para explorarle la boca. Con
la mano que tenía libre, Andy la rodeó y apretó contra sí. La mano ascendió
por la columna vertebral de la mujer, y luego pasó en torno a las costillas
hasta encontrar su pecho. El beso de él se hizo más pasional, y entonces ella
lo interrumpió.
—Arriba —susurró.
No era por él, no tenía nada que ver con el hecho de que fuera Andy Gray.
Era todo cosa de Sally. Necesitaba a alguien, quienquiera que fuese.
Necesitaba contacto humano y alivio físico, y él era el medio más fácil de
obtener ambas cosas. Estaba allí, a mano. Ella sabía que no iba a rechazarla.
Se quitaron la ropa en cuestión de segundos. Sally se tendió de espaldas
en el centro de la cama, con las piernas abiertas. No iba a haber juegos
previos de ningún tipo. Andy no esperó más invitación y avanzó hacia ella.
Sally le tomó el pene con las manos y lo guio hacia su interior, levantando
el cuerpo con urgencia para presionarlo contra él. Estaba mojada y cálida,
suave y hambrienta.
Andy se dio cuenta de que aquélla era la escena de ella, su rollo. Ella lo
había deseado, lo había preparado desde el principio, y ahora se harían las
cosas a su manera. Y no era que él tuviera objeciones; hacía semanas que
estaba lejos de casa, e incluso cuando estaba en ella, sus relaciones sexuales
eran casi mecánicas, habituales más que pasionales. Pero Sally Norris era
una mujer que irradiaba sexo, y él habría sido incapaz de resistírsele aunque
hubiera querido hacerlo.
Yacían inmóviles, la cabeza de él sobre un pecho de ella, mientras la
respiración de ambos descendía hasta el ritmo normal. Ambos estaban
cubiertos de sudor. Aquella relación sexual había sido la más intensamente
física que Andy podía recordar en mucho tiempo, y aunque no había sido
particularmente prolongada, estaba agotado, carente por completo de
energía.
—¿Estás bien, Sally? —preguntó en voz baja, pasado un rato—.
¿Necesitas algo…?
—Estoy bien, Andy —murmuró ella, adormilada—. Estoy bien, de
verdad. Sólo… sólo quédate tumbado un rato conmigo.
Él cambió de postura para acurrucarse junto a ella, y subió la ropa de
cama para taparlos a ambos. Ella le sonrió, y luego se volvió de lado. Al
cabo de pocos minutos, oyó la profunda respiración regular que indicaba
que se había dormido. Pero la mente de Andy ya había vuelto a funcionar a
máxima velocidad. ¿Debería contarle la verdad sobre Paul? Eso podría
ayudarla. Pero también podría darle la falsa esperanza de que él pudiera
regresar un día. ¿Y cómo se tomaría ella la idea de que Paul aún podía
moverse, que continuaba siendo un ser pensante, pero no había vuelto a su
lado? Eso podría hacerle más daño que el hecho de creer que había muerto.
Cuando ya hacía unos diez minutos que Sally estaba dormida, Andy se
levantó de la cama. La miró, ya profundamente dormida, con los labios
separados. Un hermoso ser sexual, saciado de momento. Fue hasta la
ventana y miró hacia el patio del otro lado, y a la calle, plateada a la luz de
la luna.
Pero mientras se encontraba de pie junto a la ventana, tuvo la incómoda
y familiar sensación de que lo observaban. ¿Un mirón en aquel vecindario?
Era posible. ¿O sólo un vecino considerado, preocupado por Sally, que
había levantado la mirada y visto a un hombre desnudo en su habitación la
noche del día que habían enterrado a su marido? Eso o alguna otra cosa; en
cualquier caso, la sensación lo enervaba. Retrocedió para apartarse de la
ventana y quedarse en las sombras a las que no llegaba la luz de la luna.
Como tocado por el abrazo de la oscuridad, una ola de culpabilidad y
revulsión inundó a Andy. Recogió la ropa interior y los pantalones. No
podía quedarse allí, no podría enfrentarse con Sally cuando despertara.
Se vistió con rapidez y salió del dormitorio en dirección a la escalera.
Pero antes de que llegara abajo se abrió otra puerta, y Nicole, la hija mayor
de Sally, apareció en el rellano. Se frotaba los ojos con los puñitos. «Vale…
esto sí que es embarazoso. Tengo que salir de aquí». Andy se detuvo en la
escalera y la miró.
—¿Qué sucede, Nicole? —preguntó—. ¿No puedes dormir?
—La luna es demasiado brillante, tío Andy. Entra por mi ventana.
Y mientras estaba despierta y mirando por la ventana, vi a un hombre
saltando.
—¿Saltando? —repitió Andy.
—Por los tejados del otro lado de la calle —dijo ella—. Saltaba de un
tejado a otro. Primero pensé que era Santa Claus, pero después me acordé
de que Santa Claus no existe; yo sólo finjo porque Debra aún cree en él.
Sólo tiene seis años.
—Lo sé.
—Así que no era él. Pensé que tal vez era papá, que había bajado del
cielo para visitarnos. No pude verlo bien, pero se parecía un poco a papá.
Pero si fuera papá, habría venido a verme, ¿verdad?
—Estoy seguro de que lo haría, si pudiera. —Un escalofrío repentino
recorrió a Andy, que se estremeció—. ¿Sabes qué, Nic? Yo sé que tu papá
está en el cielo y te vigila desde allí. Lo que has visto ahí fuera, lo que has
creído ver, probablemente era sólo un sueño.
Ella negó con la cabeza, agitando el largo pelo rubio.
—Yo sé si estoy dormida o no, tío Andy —dijo—. No estaba dormida.
Andy estaba quedándose sin ideas.
—Tal vez fuera un ángel.
—Los ángeles tienen alas, no saltan. Y llevan vestidos blancos, no traje
y corbata. —Reprimió un bostezo—. Creo que intentaré volver a dormirme
—dijo—. Si ves a mi papá por ahí fuera, dile que vuelva a casa.
—Lo haré —le aseguró Andy con tono poco convincente.
Nicole volvió a entrar en su dormitorio, y Andy hizo una rápida escala
en el despacho de Paul para recoger el ejemplar de 30 días de noche.
Luego, huyó de la casa de los Norris. El coche de la Agencia aguardaba en
el sendero de entrada.
Andy observó los tejados, los árboles, las sombras. Nada. Si alguien
había estado allí, ya se había marchado.
Se apresuró a abrir el coche y arrojó el libro sobre el asiento del
acompañante. Puso en marcha el motor y las luces de carretera, y echó
marcha atrás.
Pero la culpabilidad no se quedó atrás. No señor. Desde que se había
casado con Mónica nunca había mantenido relaciones sexuales con otra
mujer, y prácticamente nunca había coqueteado con nadie. No era ese tipo
de persona, como Paul o Sally, para quienes el sexo siempre había parecido
ser tan importante como comer o respirar.
Ahora, no sólo se había acostado con otra, sino que, además, lo había
hecho con la viuda de su compañero el día del funeral de éste.
Y, para empeorar las cosas, el tipo ni siquiera estaba muerto de verdad.

Paul Norris contempló su funeral a través de unos binoculares robados de


una tienda de artículos deportivos de Alvarado. Había un buen observatorio
en lo alto de una nave de trasteros de alquiler que estaba frente al
cementerio, al otro lado de la autovía, y se acuclilló allí, debajo de unos
conductos, fuera de la luz solar directa, totalmente envuelto en ropa
protectora (uno nunca era demasiado cuidadoso, después de todo), con los
binoculares dirigidos hacia su esposa y sus hijas.
Y Andy, por supuesto. Ese cabrón. Su ex compañero y supuesto mejor
amigo, que había llegado en la limusina con Sally, y se había mantenido tan
cerca de ella durante la mayor parte del servicio oficiado junto a la
sepultura, que la gente podría haber empezado a preguntarse quién era el
marido allí. Salvo durante el rato en que se había alejado para adentrarse en
un pequeño grupo de robles que había junto a la autovía.
Paul había pensado que Andy tal vez necesitaba mear o vomitar y no
podía esperar hasta encontrar un lavabo. Pero no hizo ninguna de las dos
cosas, sólo pasó unos minutos mirando por los alrededores. En un momento
dado miró hacia el otro lado de la autovía. Paul se sobresaltó; se sintió
como si Andy lo mirara a los ojos, aunque, por supuesto, sin unos
binoculares no había manera de que Andy pudiera verlo. Sin embargo,
había resultado un poco desconcertante.
Y como si eso no fuese ya lo bastante malo, luego Andy había ido a su
casa. Paul había visto encenderse las luces de su despacho… «¡Mi jodido
despacho privado el mismísimo día de mi funeral!». ¿Qué había, tan
importante, allí? ¿Es que Sally no respetaba nada? Las luces del despacho
permanecieron encendidas durante el resto de la noche, incluso después de
que las niñas subieran a acostarse y la luz del dormitorio de Sally se
encendiera y luego volviera a apagarse.
Andy no se marchó hasta bastante después de eso, e incluso cuando se
largó, las luces del despacho continuaron encendidas. Paul no sabía muy
bien qué pensar de todo eso. A Sally le gustaban los hombres, sin duda; a
veces seis o siete a la vez, una perversión que de vez en cuando Paul estaba
dispuesto a consentir porque le encantaba ver cómo su caliente esposa
forzaba sus propios límites.
Pero ¿con el asexuado Andy Gray? ¿Y el mismo día en que había
enterrado a su marido? Eso sobrepasaba los límites del buen gusto.
El primer impulso de Paul fue entrar a través de la ventana y arrancarle
la garganta. Pensar en esos gloriosos regueros rojos cubriéndola le causaba
una excitación tan sexual como observarla en acción con otros hombres.
Podía imaginar la sorpresa que habría en sus desorbitados ojos agonizantes
cuando él se inclinara a beber.
Sin embargo… era su mujer, su Sally, y aunque él parecía haberse
convertido en… algo diferente… no era capaz de llegar a matarla.
Ni a Andy.
Todavía no, en cualquier caso.
En él quedaba lo bastante del Paul Norris humano como para que
recordara a las dos personas a las que más había querido en toda su vida.
No había manera de saber si eso perduraría; todo aquello era demasiado
nuevo, demasiado extraño para él. No tenía un mapa de carreteras, ningún
libro que pudiera guiarlo, aparte del de Stella Olemaun, y la cantidad de
cosas que ella desconocía habría podido llenar un volumen al menos igual
de grueso. Ella había visto muchísimo y vivido para contarlo. Pero también
había teorizado mucho, meras conjeturas, en el mejor de los casos, y su
obra contenía mucha información incorrecta.
No había nada que Paul odiara más que la gente incapaz de ser precisa
con los hechos.
Así que Paul estaba solo. No sabía si la empatía que sentía hacia Sally y
Andy iba a durar o no.
Por ahora, no obstante, los dejaría vivir.
«Supongo que es vuestra noche de suerte, jodidos cabrones».
Tragándose la congoja y el sentimiento de culpabilidad, Andy entró en el
aparcamiento de una licorería. Ya no era un gran bebedor, y había acabado
por dejar el tabaco hacía varios años. Pero en ese preciso momento, esas
cosas eran detalles insignificantes, carentes de importancia. Cogió una
botella de Jim Beam de un estante porque reconoció la marca. En el
mostrador le pidió un paquete de Camel al dependiente de aspecto aburrido.
—¿Con o sin filtro? —preguntó el tipo.
—Sin filtro —replicó él. No sabía muy bien por qué estaba haciendo
eso, ni qué esperaba conseguir. ¿Castigarse? ¿Buscar el olvido en el alcohol
y el humo? Sea como fuere, esa noche no quería analizar más.
Al salir de la licorería con lo que había comprado dentro de una
pequeña bolsa de papel marrón, se detuvo en seco.
¿Un movimiento en los tejados de enfrente?
Miró.
Tiendas cerradas, letreros apagados, ventanas oscuras.
Por encima, tejados desiertos y un cielo gris oscuro. El cielo nunca era
realmente negro, allí; las luces de la ciudad rebotaban en él y hacían que
fuera siempre de un no negro sin relieve. La luna era visible a través de él,
al igual que un fortuito puñado de estrellas.
Pero si había habido algo sobre los tejados, ya había desaparecido.
Se encogió de hombros, abrió el coche, y dejó la bolsa sobre el asiento
del acompañante, junto al libro de Stella Olemaun.
Puso en marcha el motor y se dirigió de vuelta a su motel. Casi podía
saborear el Jim Beam.
Fragmento de 30 días de noche, de Stella Olemaun
Eben y yo regresamos a toda velocidad a la ciudad en cuanto vimos a los
invasores caminando a través de la tundra.
Despertaron la alarma en una de nuestras facetas más primitivas. Tal vez
era debido a todo lo que había desembocado en aquello: los teléfonos
robados y el sabotaje de las comunicaciones por satélite, el desconocido al
que habíamos tenido que matar… o tal vez fue sólo el hecho de verlos.
Había docenas de ellos desplegados de un modo casi organizado, como
un ejército invasor. Pero era más que eso.
Más tarde los vería de cerca; sus ojos resplandecían a la luz de la luna,
sus dientes eran como navajas, pero creo que fue su absoluta normalidad lo
que más me espeluznó. Llevaban ropa de calle; tejanos y camiseta, había
varios con traje, otras con vestido.
Si hubieran sido humanos de verdad, considerando la zona del mundo
en la que estábamos, habrían muerto por congelación con ropa como ésa.
Recuerdo haber mirado a mi marido, normalmente valiente ante los
problemas, y ver un terror muy real en sus ojos. Eso fue más inquietante
que todo lo que estaba sucediendo. Eben nunca tenía miedo cuando se
suponía que debería tenerlo; era una de esas personas. Sin miedo.
Pero mientras conducía de regreso a Barrow, derrapando y coleando en
el que posiblemente era el último vehículo que funcionaba, vi sus ojos
desorbitados que iban a toda velocidad de un lado a otro en busca de
respuestas, las manos temblorosas aferradas al volante.
—¿Qué debemos hacer? —pregunté.
Estaba aturdida, no podía pensar, mi formación sobre la aplicación de la
ley se había vuelto borrosa… Recuerdo lo estúpida que me sentí al
preguntar qué había que hacer.
Teníamos que regresar a la ciudad, pero luego, ¿qué?
Eben dio otro bandazo. Iba a una velocidad excesiva. Estaban cayendo
cristales de nieve helada que ocultaban lo poco que podíamos ver a través
se la oscuridad y el parabrisas helado. Miré hacia la derecha mientras
huíamos y tuve el más absurdo de los pensamientos: los invasores estaban
justo allí, manteniéndose a nuestra velocidad, justo fuera de la vista.
Posé una mano sobre una pierna de Eben y llamé su atención. Me miró,
y entonces, por un momento, recuperé a mi marido. Sus ojos se suavizaron
y volvió esa conocida seguridad en sí mismo en la que tanto confiaba yo,
aunque fuera fugazmente.
Repetí la pregunta.
—¿Qué debemos hacer?
Eben hizo un movimiento con la cabeza como para disculparse, y
repitió lo que había dicho al salir.
—Tenemos que avisar a los demás.
—¿Y decirles qué? —pregunté.
—No lo sé —tartamudeó él, y luego rio con nerviosismo—. La verdad
es que no lo sé.
Esta vez fui yo quien los vio primero.

Con una mano apoyada en un hombro de Eben, miré hacia atrás a través del
cristal posterior espolvoreado de nieve. Entre las franjas de hielo fundido
por el calor de la resistencia, vi siluetas en la carretera; no se trataba de un
vehículo, sino de formas humanas.
Que corrían detrás de nosotros.
—Nos están siguiendo —comenté.
Eben miró por el retrovisor y luego bajó con rapidez los ojos hacia el
velocímetro. Marcaba setenta y dos kilómetros por hora.
—Imposible.
No lo era. Estaban acercándose, seis o siete figuras humanas. El que iba
en cabeza se encontraba lo bastante cerca como para que pudiera verle la
chaqueta de cuero, la cabeza afeitada y los numerosos aros de plata que le
perforaban ambas orejas.
Eben pisó el acelerador. Yo miré hacia atrás. Sólo el calvo continuó
siguiéndonos. Los otros giraron repentinamente hacia la izquierda y se
perdieron en la oscuridad.
Eben luchaba para mantener el vehículo en la carretera helada, y yo
podía ofrecer poca ayuda, así que pasé gateando por encima del asiento
hasta la parte posterior de la cabina y desenfundé la pistola.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Eben desde el asiento del conductor.
—Poniéndoselo difícil —le chillé yo—. ¡Baja la luna posterior!
Al descender el cristal pude ver con claridad al calvo. Estaba a menos
de veinte metros detrás de nosotros, y acortaba distancias. Tenía unos ojos
negros resplandecientes, y por un momento pensé que estaba sonriendo.
Pero no, era sólo el conjunto de dientes más grandes y afilados que jamás
había visto.
Apunté con la pistola e intenté hacer blanco a pesar del traqueteo del
vehículo y del gélido viento que se arremolinaba en torno a nosotros. El
calvo entraba y salía de la mira. No podía apuntar con precisión, así que le
disparé cuatro veces al pecho. Las dos primeras balas erraron, pero las otras
dos le dieron en un hombro y lo hicieron girar como una peonza.
Las balas no lo mataron —apenas hicieron manar un poco de sangre,
hasta donde pude ver—, pero ganamos el precioso tiempo que
necesitábamos para huir.

Eben y yo guardamos silencio durante el resto del viaje hasta la ciudad.


Varias veces, mientras Eben maniobraba por el difícil terreno, creí ver otras
figuras en la oscuridad exterior. Corriendo con nosotros hacia la ciudad.
Viajábamos a más de ochenta kilómetros por hora.
Por mi memoria pasaron en rápidos destellos el desconocido que
teníamos en el calabozo doblando los barrotes, los dientes de nuestro
perseguidor, y ahora las figuras humanas que corrían a la misma velocidad
que nuestro vehículo. Creo que fue en ese momento cuando por fin dejé
salir a la superficie la palabra que había estado arrastrándose desde el fondo
de mi mente.
Vampiros.
No la dije en voz alta. No dije nada. Me limité a mirar a Eben, y me di
cuenta de que su mente corría a la misma velocidad que el vehículo que
conducía. Me pregunté si pensaría como yo, sí ya estaría considerando la
misma imposibilidad.
8
El despacho que Andy Gray tenía en su casa estaba más ordenado que el de
Paul Norris. Pero, por otro lado, al igual que sucedía con el despacho de
Paul, Andy apenas si lo utilizaba. La casa era lo bastante grande como para
que cada niña tuviera su propia habitación, Mónica tuviera una sala de
costura para ella, y Andy dispusiera de un despacho. Mónica lo llamaba
«guarida», pero para Andy ese término implicaba pasatiempos
superficiales, trofeos de caza y lectura placentera en un gran sillón de cuero.
Lo llamaba «despacho» porque, cuando llevaba trabajo a casa, era allí
donde se sentaba para hacerlo. El escritorio era de segunda mano y había
llegado con una incómoda silla de madera con ruedas que aún usaba. Como
Paul, tenía archivadores, pero los suyos eran de madera de pino y estaban
rayados y manchados.
Tampoco tenía un sillón de cuero. Había una butaca de cuero de
imitación que en otros tiempos se había reclinado con facilidad al accionar
una palanca. Ahora tenía roto el mecanismo, pero si se echaba hacia atrás
con fuerza podía hacer que la silla cediera hasta quedar en una posición
levemente inclinada. Lo hizo en ese momento, después de haberla colocado
debajo de una lámpara de pie. Tenía un vaso de Jim Beam sobre una
esquina del escritorio, al alcance de la mano, y había colocado el cenicero
en equilibrio sobre un brazo de la butaca. Tras recostarse contra el respaldo,
Andy abrió el ejemplar de 30 días de noche que se había llevado del
despacho de Paul. Había vuelto a su casa para leerlo porque quería alejarse
de Los Ángeles, de Paul, Sally y de todo lo demás. Había estado bebiendo
mucho desde que había comprado la primera botella, y si iba a continuar
hacia la consiguiente borrachera prolongada que preveía, quería hacerlo en
la seguridad y comodidad de su propio hogar.
Antes de leérselo de cubierta a contracubierta, decidió examinar las
secciones que Paul había subrayado o anotado de alguna u otra manera.
Resultaba obvio que aquellos pasajes habían sido los más significativos
para su compañero, así que esperaba encontrar en ellos alguna pista sobre la
suerte corrida por Paul. Hacía menos de doce horas que había regresado a
Sacramento; tiempo suficiente para echar una siesta y saludar a las niñas,
tiempo suficiente para que Mónica se quejara de que había estado mucho
tiempo fuera, lo regañara por oler a tabaco y preguntara por qué se
mostraba tan frío y distante ahora que había vuelto.
—Mi compañero ha muerto —le dijo mientras cerraba la puerta de su
despacho—. Tengo que averiguar quién lo ha hecho. —La respuesta fácil, si
bien no la más sincera. Mónica había murmurado una réplica, pero él no la
había oído a través de la puerta cerrada.
«Su fuerza es increíble —decía uno de los pasajes subrayados—. He
visto verdaderas proezas de fuerza que habría considerado imposibles para
cualquier ser humano. Cobertizos con paredes de acero atravesados como si
fueran de papel. Coches arrojados de un lado a otro como bolsas de basura
en un vertedero. Personas literalmente desgarradas en dos, brazos
arrancados de cuajo. La palabra ‘preternatural’ me viene a la mente cuando
intento pensar en cómo describir lo que pueden hacer, porque ningún ser
humano normal que haya caminado alguna vez sobre la Tierra ha exhibido
una fuerza tan tremenda».
«No es broma», pensó Andy al recordar cómo Paul lo había levantado
en el aire con una mano, para luego arrojarlo a un lado. Y Paul también
sonreía entonces, como si se divirtiera inmensamente. Si, como había dicho
él, estaba aún en el proceso de cambio, era probable que esa inmensa fuerza
nueva fuera para él una maravilla.
¿Era posible que Paul se hubiera dejado capturar?
Siempre había sido un poco fanfarrón. Nunca le había gustado el trabajo
duro, pero eran muchas las cosas que obtenía con facilidad, y no era de los
que ocultaban sus virtudes, por así decirlo. Ya en los tiempos de la
academia, cuando sobresalía en algo le gustaba asegurarse de que los demás
lo supieran. Había sido uno de los mejores tiradores de su clase, y se lo
había recalcado a todos y cada uno, e incluso iba al túnel de tiro en horarios
que no eran los de su clase para poder demostrar su destreza ante nuevos
grupos de estudiantes y ante otros agentes de la ley que practicaban en
Quantico.
Tal vez sabía que iba a adquirir esa fuerza, y es probable que la sintiera
comenzar cuando aquella lluvia de plomo no lo había matado, así que había
decidido que quería que se manifestara del todo en un lugar donde pudiera
impresionar a otros con ella.
Demonios, era probable que supiera que Andy estaría allí. Eso sería el
máximo: demostrarle al tipo que mejor lo conocía que ya no era el hombre
que había sido antes. Sería algo que Paul haría sin dudar.
Andy negó con la cabeza con gesto triste y volvió al libro.
Otro pasaje subrayado hablaba de la boca de los vampiros, de las hileras
de afilados dientes desiguales, del hedor de su aliento, de las largas lenguas
de movimiento veloz. Eso también lo tenía Paul. Andy no había reparado en
los dientes y la lengua hasta el mismísimo final, pero el aliento de Paul
había sido fétido desde el principio. Aunque cabía la posibilidad de que eso
fuera un efecto natural de beber sangre de ratas y bichos. Los dientes y la
lengua eran un cambio físico que muy bien podría haber estado entre los
últimos que se producían. La visión había sido horrible: la boca de Paul que
se abría dejando a la vista hileras de dientes afilados como navajas, y la
lengua rojo brillante que se desenroscaba para pasar entre ellos.
En apenas unas pocas páginas, Andy había confirmado que los cambios
que le habían sobrevenido a Paul eran fiel reflejo de los atributos físicos de
las criaturas sobre las que había escrito Stella Olemaun. Volvió a sumergirse
en el libro, donde encontró una vívida descripción de un ataque homicida.
Leyó sólo unas pocas líneas, se detuvo, bebió un sorbo de Jim Beam, y
luego vació el vaso.
Si Paul podía sobrevivir con sangre de alimañas mientras estaba
cambiando, ¿continuaría siendo así cuando el cambio hubiera concluido?
¿Necesitaban esos seres sangre humana para conservar la vida, o eso era
sólo una preferencia? La pregunta era importante, crucial, en realidad,
porque llevaba a la pregunta de si Paul se había convertido necesariamente
en un asesino después de la transformación. Había decidido no matar a
Andy cuando había podido hacerlo. Si realmente había estado vigilando su
antiguo hogar, entonces también había decidido no matar a Sally y a las
niñas.
En vida, Paul a menudo había sido grosero, basto, carente de sutileza.
Mónica decía que era el clásico patán. En su profesión, a menudo era
necesario echar mano de la diplomacia, pero a Paul eso le costaba mucho.
Era del tipo que prefería reventarle la cabeza a alguien que intentar
persuadirlo de que se entregara. Ambos compañeros se complementaban en
eso. Andy era lo opuesto, y echaba mano de la violencia como último
recurso, preocupado por los sentimientos de los demás. Paul lo llamaba
liberal blando (a pesar de saber que en el aspecto político no era verdad),
porque Andy siempre buscaba una manera de no tener que hacer daño a
alguien.
En la muerte, o en la no muerte, o en lo que fuera, ¿cómo sería Paul?
¿Se volvería de manera automática como los que habían invadido Barrow,
despiadadas máquinas de matar interesadas sólo en la carne fresca? ¿O
tendría libre albedrío? Era ir un poco lejos suponer que porque alguien era a
veces un gilipollas en vida, a la primera oportunidad se convertiría en un
asesino en serie.
Pero, por otro lado, si la narración de Stella merecía credibilidad, los
vampiros de Barrow eran asesinos del primero al último. No resultaba
probable que todos ellos hubieran sido asesinos también cuando estaban
vivos. Tenía que haber algo inherente, pues, al hecho de ser vampiros, que
los libraba de las inhibiciones contra el asesinato. Se encontraban lo
bastante fuera de la sociedad humana como para que las antiguas normas ya
no los afectaran. Sólo estaban ejerciendo su instinto de supervivencia
porque necesitaban de verdad la sangre humana para sobrevivir. Estaban
intentando propagar su especie al convertir en vampiros a los ciudadanos de
Barrow.
Espera… eso último no parecía ser cierto. Andy buscó más adelante en
el libro y no pudo hallar una referencia específica. Pero si todos los que
mataba un vampiro se convertían en vampiro, no habría pasado mucho
tiempo antes de que Barrow quedara completamente superpoblada, hasta el
punto de que algunos habrían tenido que marcharse, o se habrían quedado
todos sin alimento. Pero eso no parecía probable en Los Ángeles. Andy
suspiró. Aún había tanto que no sabía… El libro era un punto de partida,
pero adivinaba que había mucha más información que podía conseguirse si
lograba separar los hechos de la ficción.
Retrocedió otra vez hasta la primera página, y empezó a leer.

Angélica Foster había estado pasando tantas horas en el laboratorio que


temió que su apartamento la atacara, como los anticuerpos a un virus
invasor, cuando entró en él. Era un riesgo que estaba dispuesta a correr. De
hecho, había salido del trabajo veinte minutos antes, como algo
excepcional. Había pasado por un mercado, comprado ingredientes para
ensalada, una caja de pasta en forma de lazos, una baguette y una botella de
vino blanco. No iba a tener compañía; sólo quería disfrutar de una comida
en casa en lugar de pasar a buscar un sándwich envuelto en celofán de los
que había en la cafetería del FBI. Intentó recordar cuándo había sido la
última vez que había llevado alguien a casa —hombre o mujer; le gustaban
ambos—, para realizar cualquier actividad que se asemejara a algo
placentero. Mucho, mucho tiempo. Meses. Había corrido mucha agua por
debajo de los puentes, desde entonces.
Por supuesto, se había llevado trabajo a casa.
Puso un poco de jazz suave y descargó la compra en la cocina. Graduó
el horno a 135 grados, y puso a hervir el agua en la vieja olla Revere Ware
con fondo de cobre que había heredado de su madre. Añadió un poco de sal
y un chorro de aceite. Mientras se calentaba el horno, cortó en rebanadas
una cuarta parte de la comida, untó las rebanadas con mantequilla y las
espolvoreó con ajo, romero y un poco de orégano para luego envolverlas en
papel de aluminio. Cuando el horno se hubo calentado, colocó el pan en la
rejilla central y programó el temporizador para que se apagara al cabo de
quince minutos. A esas alturas, el agua ya hervía con fuerza, así que le echó
dentro una parte de la pasta que había en la caja, al tiempo que removía.
Llevó el agua otra vez a ebullición, y luego bajó el fuego hasta lograr un
hervor lento.
Controlado esto, se trasladó a la habitación contigua y puso en marcha
el ordenador. Tal vez la luz de unas velas habría sido más apropiada,
supuso. Pero aquello no era una cita, de las que había tenido muy, muy
pocas últimamente. Y no podía decir que no le habría gustado tener
algunas, pero el trabajo consumía todo su tiempo y atención.
Volvió a la cocina para trocear lechuga con los dedos, cortar tomates,
zanahorias pequeñitas y apio. Metió todos los ingredientes en un cuenco y
les echó un poco de ajo tostado y queso parmesano. A esas alturas la cocina
olía de maravilla, y en el despacho la pantalla del ordenador relumbraba.
Salió de la cocina durante un minuto para acercarse al ordenador y
conectarse.
Angélica mantenía su apartamento tan pulcro como inmaculado tenía el
laboratorio. Aunque trabajaba muchas horas, por lo general intentaba quitar
el polvo y pasar la aspiradora dos o tres veces por semana antes de salir.
Había un sitio asignado para cada cosa, desde los casilleros para la
correspondencia hasta los ganchos de latón antiguos que había en la pared,
donde ella colgaba las llaves. El escritorio y la mesa de comedor también
eran antiguos. Un sofá de cuero negro de imitación y algunas librerías
completaban la habitación, y un corto pasillo llevaba hasta un dormitorio
con cuarto de baño.
Vuelta a lo que tenía entre manos: comer. Tomó un bocado de pasta.
«Aahh. Nada como la comida casera, cielo».
Mientras cenaba, hojeó los documentos impresos que se había llevado
del laboratorio. Las muestras de sangre de Paul Norris presentaban extrañas
irregularidades que, hasta el momento, había sido incapaz de explicar.
Había presentes células que no deberían haber estado allí, células cuyo
origen y propósito eran un completo misterio. Parecían reproducirse con
rapidez, como si la sangre fuera para ellas un entorno favorable. Hasta
donde había podido determinar, actuaban como… células cancerígenas,
aunque no se correspondían con ningún cáncer que hubiera podido hallar
mencionado en ninguna de las obras de referencia habituales.
Angélica había abrigado la esperanza de que el hecho de repasar los
documentos en un entorno diferente le permitiera mirar el problema con
ojos nuevos. Hasta el momento, no había habido suerte. Apartó a un lado
los documentos, frustrada, y se puso a atacar el pan de ajo.
Cuando fregaba los platos, un recuerdo pasó con rapidez por su mente
consciente como una mariposa por encima de un campo de cultivo, y lo
atrapó. Se trataba de un artículo que había leído en la Revista de serología.
El autor hablaba de un tipo de célula descubierto recientemente y le daba un
nombre en particular. Pero ¿cómo demonios lo había llamado? Angélica
había pensado que el nombre se le quedaría, pero ahora parecía decidido a
eludir sus intentos por recordarlo. Al fin, mientras secaba el vaso de vino, lo
logró:
La célula inmortal.
Angélica se apresuró a guardar los platos secos y fue hacia el ordenador.
Se había descargado el correo y aguardaba a que lo leyera, pero lo dejó y
fue directamente a por un buscador. Tecleó la frase, pulsó BUSCAR y
esperó.
En respuesta aparecieron miles de páginas. Artículos y libros sobre el
cáncer, sobre la inmortalización de células como medio para evitar el
envejecimiento y muerte naturales. No recordaba quién era el autor del
artículo original, así que no podía afinar la búsqueda valiéndose de su
nombre, y tenía las revistas en el laboratorio. Se resignó a examinar cientos
de listados para ver si alguno le llamaba la atención.
En la tercera página, algo lo hizo.
Felicia Reisner. En el momento en que vio el nombre, Angélica recordó
que era el de la autora. Lo tecleó en el campo de búsqueda y redujo los
resultados de manera considerable. Fue de listado en listado, leyendo lo
suficiente de cada uno como para saber si necesitaba continuar o no.
Cuando en el reloj de pared sonaron las diez, aún no había llegado a la
mitad. Sin embargo, estaba soñolienta, y otro vaso de vino la haría dormir.
Así pues, se preparó una tetera de té negro y continuó.
Iba por la segunda taza cuando encontró el foro. Estuvo a punto de
derramar el té sobre el teclado a causa del sobresalto que le produjo leer el
nombre de uno de los participantes en el foro.
El doctor Amos Saxon, de la UCLA. El catedrático de biología que
había invitado a Stella Olemaun a dar una charla en el campus, y cuyo
cuerpo había sido hallado en su propia casa consumida por las llamas. La
sangre de la escena tenía propiedades similares a las que presentaba la
sangre de Norris.
El foro era de un grupo de discusión sobre medicina de la universidad.
En él, varios meses antes, el doctor Saxon había planteado algunas
preguntas sobre la célula inmortal de Felicia Reisner. Una parte de la
respuesta de Reisner decía: «Esta enfermedad comienza con una sola célula
dentro del cuerpo, una que muta y, esencialmente, destruye el Mecanismo
de seguridad de la reproducción celular, haciendo que la célula se
reproduzca indefinidamente. La célula y sus descendientes directos son, por
tanto, ‘inmortales’, y avanzan, reproduciéndose sin control, hasta acabar
propagándose por todo el cuerpo y alterando todos sus procesos normales».
La respuesta del doctor Saxon era sucinta:

«Tal vez deberían llamarla la célula VAMPIRO».

Reisner no había respondido y el tema había sido abandonado.


Angélica se estremeció, helada hasta los huesos por ninguna razón
discernible. Dejó encendido el ordenador y volvió a los documentos. La
sangre de Norris era de tipo O negativo. Estaba plagada de esas extrañas
células, aparentemente cancerígenas, que ni tenían la apariencia ni
mostraban el comportamiento de ninguna célula cancerígena de la que ella
tuviera noticia. Había una cantidad enorme de ellas, como si las alimentara
algún proceso desconocido. No estaba del todo segura, pero parecía que
incluso hubieran continuado reproduciéndose después de que la sangre
hubiese sido extraída de Norris y almacenada en el laboratorio.
Más desconcertante aún —y ominoso, si se consideraba la última
observación del doctor Saxon— era que la sangre extraída de dentro del
estómago de Norris presentaba la misma mezcla de su sangre normal con
células «inmortales». La sangre que había ingerido. ¿Por qué coincidía con
la sangre del sistema circulatorio? Era cierto que cuando una persona
comía, los alimentos acababan convirtiéndose en energía y llegaban al
torrente sanguíneo en forma de azúcares y otros compuestos. Pero no
encontrabas tabletas de Snickers, ni hamburguesas, ni tofu flotando por la
sangre en su forma original.
«La célula VAMPIRO…».
Volvió apresuradamente al ordenador. Encontró la dirección de correo
electrónico del agente especial Andrew Gray, y tecleó una nota rápida
describiendo a grandes rasgos lo que había descubierto, y acabando con la
promesa de que continuaría trabajando en el asunto.
Una vez que lo hubo enviado, el cansancio que la había hecho recurrir
al té negro volvió a apoderarse de ella. Podría tomar otra taza, pero era
seguro que si lo hacía, permanecería despierta toda la noche. Sería mejor
que se fuera a la cama e intentara dormir seis o siete horas. Podría volver al
asunto por la mañana. Tal vez para entonces ya sabría cuál era la pregunta
correcta que debía formular, las líneas correctas que debía explorar. Apagó
el ordenador y enjuagó la taza de té.
Cuando iba hacia el cuarto de baño para cepillarse los dientes, Angélica
oyó un suave golpe de llamada en la puerta del apartamento.
«¿Gray?».
Imposible. No podía haber recibido ya el correo electrónico y haber
llegado hasta allí.
Atravesó el oscuro comedor para ir hasta la puerta y espiar por la mirilla
provista de lente gran angular.
El vestíbulo parecía desierto.
Tras asegurarse de que la cadena estaba puesta, abrió la puerta.
No había nadie.
¿Se lo habría imaginado? Era cierto que estaba muy cansada.
Tras volver a cerrar, accionó el bloqueo del pomo de la puerta y echó el
pestillo de seguridad. Se volvió para encaminarse otra vez hacia el cuarto de
baño.
Y se detuvo en seco.
Había un hombre delante de ella. Pelo claro, traje oscuro, corbata. Alto.
Y dientes.
Ella trabajaba para el FBI. Nunca había sido un agente de campo, pero,
aun así, uno aprendía algunas cosas. Tenía que observar bien al tipo,
memorizar su cara, medir su estatura comparándola con un objeto conocido,
calcular su peso. Si la robaba o la violaba, no se iría de rositas.
Pero no lograba superar la visión de todos aquellos dientes, pequeños
afilados, como hileras de agujas. Y, entre ellos, serpenteando en su
dirección, una larga lengua roja.
—Lamento interrumpir tu tratamiento de belleza nocturno, Angélica —
dijo él. Su voz era suave, casi un susurro inhumano, pero a pesar de eso le
resultó familiar. Tenía el aliento fétido, como de carne podrida—, pero te ha
llegado la hora de morir.
Entonces, Angélica abrió la boca para gritar y tensó el cuerpo, dispuesta
a luchar. Cuchillos en la cocina, un pesado jarrón a unos diez pasos de
distancia, sobre la mesa. Encontraría algo…
Él se movió a una velocidad mayor de lo que ella podía creer, tanto que
sus ojos fueron incapaces de seguirlo. Casi sintió cómo se le partía el
cuello, pero entonces su columna vertebral quedó rota y desapareció toda
sensibilidad. Al mismo tiempo, el apartamento se sumió en la negrura.
9
Andy leyó 30 días de noche desde la primera página hasta la última, y
volvió a comenzar. Al igual que su compañero antes que él, se encontró
escribiendo notas en los márgenes y señalando determinados fragmentos.
Cuando eso ya no fue suficiente, buscó un viejo bloc de papel pautado y
comenzó a anotar en él sus pensamientos.
Había decidido que Stella Olemaun iba por buen camino.
Este libro, publicado como obra de ficción, era cualquier cosa menos
eso. Había perdido realmente a su marido y a la mayoría de sus amigos —
de hecho, a la mayor parte de toda su ciudad— a causa de un ataque
vampírico acaecido durante el largo invierno de Alaska.
Incluso pensaba entender la motivación que la había llevado a escribir el
libro. Era necesario advertir al mundo, convencerlo de que los vampiros
eran reales y peligrosos. Ahora sabía que Stella no era ninguna terrorista.
Era más bien lo contrario, una heroína solitaria pidiendo a gritos cordura en
un mundo que nada deseaba más que no hacerle caso. No le reprochaba que
se aprovisionara de armas y explosivos, cualquier cosa que pudiera volarles
la cabeza a esos chupasangres. A medida que avanzaban los días, comenzó
a sentir que estaba insuficientemente armado en su propia casa, y adquirió
el hábito de llevar encima la pistola Glock durante las horas de vigilia y
meterla bajo la almohada por la noche. Apenas si salía de casa, salvo un
desplazamiento que hizo al centro para comprar una escopeta y unas
cuantas cajas de balas.
Mónica protestó, pero él descubrió que estaba adquiriendo gran destreza
en sacársela de encima.
Una noche había sobresaltado a Sara, que había ido descalza hasta el
dormitorio de sus padres, en camisón, y se lo había encontrado con la
escopeta en las manos, sin afeitar y legañoso.
Se encontraba sentado en el despacho, encerrado con llave, y le daba
vueltas al libro entre las manos. ¿Por qué lo llamaban ficción? Parecía una
extraña elección, desde luego. No estaba estructurado como una novela,
ciertamente, y a través de Paul él había visto los suficientes hechos ciertos
como para saber que era incorrecto haberlo publicado como tal. Peor aún,
despojaba al libro de su poder, de su capacidad persuasiva. Al encasillarlo
como novela hacían que resultara demasiado fácil no tomarlo en serio.
Como narración de hechos acaecidos de verdad tenía una cierta fuerza, pero
como obra de ficción era mala, y sin duda sería ignorada por todos los
críticos y todos los programas de entrevistas. El libro habría podido tener un
lugar en la lista de bestsellers si lo hubieran tratado correctamente. Era
bastante jugoso, lleno de violencia y sangre, junto con crudas emociones al
desnudo. Andy podía imaginar a Stella como invitada en los programas de
noticias matinales de la red, con cobertura en The New York Times.
En cambio, era una figura casi olvidada de la escena estadounidense,
con nada más que unas pocas páginas de Internet dedicadas a su obra.
Y éstas parecían estar hechas por el tipo de pirado paranoide que hacía
que Art Bell[5] pareciera convincente.
Suponía que Stella tenía que haberse enfurecido cuando se lo dijeron.
Estaba claro que había puesto el corazón y el alma en la obra. Era evidente
que Kingston House, la editorial, le había pagado e invertido dinero en la
publicación… ¿Por qué habían saboteado intencionadamente toda la
edición?
Andy conectó el cable del teléfono a la toma de la pared. Con tres
llamadas logró identificar a la directora de redacción, una mujer llamada
Carol Hino, y conseguir su número de teléfono. Lo marcó y esperó.
—Despacho de Carol Hino —dijo una alegre voz femenina.
—Soy el agente especial Andrew Gray, del FBI, y deseo hablar con la
señora Hino.
—Ehhhh… un segundo. —Se oyó un chasquido en la línea y Andy fue
puesto en espera. Menos de treinta segundos después, alguien le respondió.
—Soy Carol Hino. —Era una voz más madura que la anterior.
Temblaba un poco. Tal vez estaba nerviosa.
Andy volvió a identificarse.
—La llamo por el libro 30 días de noche —añadió.
—La verdad es que no tengo nada que decir al respecto —replicó. Otra
vez el temblor—. Y lo cierto es que estoy muy ocupada.
—No le robaré mucho tiempo, y es algo extremadamente importante,
señora Hino.
—Estoy segura de no saber nada que pueda tener interés para el FBI.
—La sorprendería, señora —insistió—. Todos piensan eso mismo, pero
a veces los ciudadanos anónimos resultan de gran utilidad.
—Como ya le he dicho, estoy muy ocupada, señor Gray. —Estaba algo
más que nerviosa. Oyó cómo tragaba con la boca seca y su garganta emitía
un pequeño chasquido. Estaba asustada—. ¿Y cómo sé yo que usted es
realmente del FBI?
—Si lo desea, puede llamar a la centralita telefónica principal de
Washington y preguntar por mí —le aseguró él—. Yo trabajo en la oficina
de Sacramento, California. Puedo darle mi número de identificación. Puede
pedir el número en información telefónica de Washington, o sacarlo de la
página de Internet del FBI. Una vez que le hayan confirmado mi identidad,
puede volver a llamarme o, si lo prefiere, la llamaría yo.
—Gracias, señor Gray. Eso no será necesario. Ahora, por favor…
—Me temo que debo insistir, señora Hino. Sólo tengo un par de
preguntas; no le robaré más de un par de minutos de su tiempo, como
mucho. Lo que me estaba preguntando era que, dado que resulta obvio que
Stella Olemaun invirtió una enorme cantidad de trabajo en este libro y
describió sus propias experiencias en…
—No sólo ella —lo interrumpió Carol Hino.
—¿Perdone?
—Stella no escribió el libro ella sola. Lo publicamos sólo con su
nombre, pero dado que usted es del FBI, será mejor que lo sepa. La hice
trabajar con un escritor anónimo para asegurarme de que pudiera
publicarse. Stella es una mujer inteligente, pero es la esposa del sheriff de
una ciudad pequeña, ya sabe, no una escritora profesional, realmente.
Andy estaba atónito.
—¿Un escritor anónimo? —repitió.
—Así es. La verdad es que es algo que se hace habitualmente, en
especial con los libros de las celebridades. A la gente le gusta pensar que su
estrella cinematográfica favorita escribió ella sola esa novela o aquella
biografía, pero raras veces es así.
—¿Quién fue el escritor anónimo? —preguntó Andy.
—Tenemos un acuerdo de privacidad con él, pero… estoy segura de que
usted podría resolver este punto con una autorización o una orden judicial.
—Parecía menos gélida, ahora que hablaba de cosas de las que sabía—. Se
llama Donald Gross. Es muy conocido en el ramo como lo que llamamos
«negro». A veces trabaja como escritor anónimo, a veces escribe novelas
basadas en obras de cuya propiedad le han concedido la licencia, como
películas o series de televisión. Con su propio nombre publica novelas de
asesinatos reales, del tipo realmente sangriento que, a veces, pueden
encontrarse en los supermercados. Es un profesional, escribe bien, y entrega
los manuscritos dentro del plazo acordado. Si tuviera una docena como él,
sería una mujer feliz.
—¿Dónde puedo encontrarlo? —preguntó Andy—. Me gustaría
formularle algunas preguntas.
—Ojalá pudiera decírselo —replicó Carol—. Parece haber
desaparecido. Después de entregar el libro con Stella, parecía estar asustado
por algo. Y no se lo reprocho. Insistió en que su nombre no apareciera en
ninguna parte en el libro… aunque de todos modos no habría figurado, y él
lo sabía. Y luego… no sé. Simplemente dejó de responder a las llamadas
telefónicas y a los correos electrónicos. Incluso nos devolvieron un cheque
de derechos de autor que le enviamos. No había dejado ninguna dirección a
la que reenviar el correo. Ningún escritor del mundo ha evitado nunca que
le entregaran un cheque de derechos de autor, hasta donde yo sé.
—Eso sí que parece extraño —dijo Andy—. ¿Trabaja con algún agente?
—No —replicó Carol—. Es él quien hace todos los tratos. En una
ocasión me dijo que prefería quedarse con ese quince por ciento antes que
pagar la universidad a los críos de algún parásito.
—Parece que es todo un personaje —observó Andy.
—El tipo de hombre que hizo que se acuñara el término «cascarrabias»
para describirlo.
—Bueno, lo buscaré —prometió Andy—. A ver si podemos entregarle
ese cheque, después de todo. Gracias por hablarme de él. Pero mi pregunta
era la siguiente: después de todo el trabajo que Stella y este Donald Gross
invirtieron en el libro, y del dinero que Kingston House pagó por él, ¿por
qué lo publicaron como obra de ficción? ¿Acaso eso no garantizaría que
nadie se lo tomara en serio?
Volvió a tragar con la boca seca. Cuando habló otra vez, lo hizo con una
voz que era apenas un susurro y en la que había reaparecido el temblor,
aunque ahora era más fuerte.
Era el sonido del terror puro.
—Nos obligaron, señor Gray. Nos obligaron a cambiarlo a la colección
de ficción.
Un momento de silencio hizo que Andy se preguntara si habría colgado.
Pero luego su voz volvió a sonar, estrangulada, como si luchara para
contener las lágrimas.
—Dijeron que estarían vigilando.
Un chasquido, y se oyó el sonido de línea desocupada. Carol Hino había
colgado.

—¿Andy? ¿Andy?
Toctoctoctoctoctoctoc.
—¡Andy!
Mónica estaba ante la puerta del despacho, aporreándola. Él extendió un
brazo, subió el volumen de la radio y volvió a la lectura.
Internet era un recurso asombroso. El problema residía en que no tenía
ningún filtro, nada que le indicara si lo que estaba leyendo allí era verdad,
inventado, o producto de alucinaciones. Pero lo conectaba con fuentes
primarias… artículos de periódicos, diarios de familia y cosas por el estilo,
de todas partes, y eso le resultó útil.
En un principio centró la atención en las comunidades que se
encontraban alrededor y por encima del Círculo Polar Ártico, como Barrow.
Y encontró una abundante cantidad de entradas de las que ocuparse.
En 1953, la población de la pequeña ciudad de Tiksi, de la antigua
URSS, aparentemente había desaparecido durante un invierno
particularmente severo. Los estadounidenses —los que supieron del asunto
— atribuyeron el suceso a las pruebas atómicas soviéticas y especularon
con que la gente sólo había sido desplazada para poder hacer pruebas
subterráneas en la región. Otros, más cínicos, dieron por supuesto que los
soviéticos habían hecho las pruebas sin evacuar a la gente, y que la
radiación resultante los había eliminado.
Un suceso similar había tenido lugar en la isla soviética llamada
Revolución de Octubre en 1968. Para entonces, la tecnología
estadounidense era capaz de determinar si había habido cualquier tipo de
prueba armamentística. No se había registrado ninguna. Pero, una vez más,
la población había desaparecido, sin más, durante las semanas más oscuras
del período invernal.
Nord, Groenlandia, 1911.
Mould Bay, Canadá, 1879.
Tromso, Noruega, 1842.
Península de Kola, Rusia, 1799.
En cada uno de estos lugares, una población floreciente había
desaparecido de forma misteriosa. En todos los casos durante el invierno.
Todas eran pequeñas ciudades situadas alrededor del Círculo Polar Ártico.
Todos eran sitios en los que el sol se ponía y no volvía a salir en varias
semanas.
Leer esos informes dejó a Andy helado hasta los huesos. Se
diferenciaban de la historia narrada por Stella sobre Barrow en una
característica importante: en ninguno de ellos se había observado el tipo de
matanza que ella había descrito. Cuando el sol había vuelto a salir, la gente
de esas ciudades simplemente ya no estaba, había desaparecido.
A Andy se le ocurrió de inmediato una razón plausible para explicar
eso: a diferencia de lo sucedido en Barrow, no había sobrevivido ningún
testigo.
Miró el reloj, y lamentó haberlo hecho. Medianoche. No era de extrañar
que Mónica hubiera dejado de golpear la puerta; estaba seguro de que se
había ido a la cama hacía horas. Él aún no estaba a punto para dormir.
Había estado bebiendo sorbitos de una nueva botella de Jim Beam, y una
nube de humo flotaba en lo alto de la habitación. Su mente era un torbellino
a causa de lo que había estado leyendo. Sabía que no podría dormir aunque
lo intentara; dentro de su mente febril estaban estableciéndose demasiadas
conexiones como para poder hacerlo.
Hacía semanas que estaba así. No había mirado siquiera el calendario;
trabajaba allí hasta que el sueño lo vencía, y luego se despertaba para
trabajar un poco más. Mónica le había preparado comidas y él se las había
comido cuando tenía hambre, sin importarle que se hubieran enfriado. De
todos modos, entre el Beam y los Camel, no podía saborear gran cosa.
Volvió al ordenador. Dejemos el Círculo Polar Ártico, de momento. ¿Y
el resto de poblaciones desaparecidas? Roanoke, Virginia, donde había
desaparecido una colonia entera en 1590, y dejado tras de sí una sola
palabra: «Croatan». Tenía un vago recuerdo de eso, y un informe que leyó
en la red se lo trajo a la memoria. Había varias teorías para explicar adonde
habían ido a parar aquellos colonos, pero ninguna de ellas era definitiva. El
pueblo anasazi, del suroeste americano, que aparentemente había
desaparecido sin dejar rastro en torno a 1519. Se había dado por supuesto
que habían sido asimilados por otras tribus vecinas, pero era sólo una teoría
no demostrada. Hallazgos arqueológicos recientes también apuntaban a la
práctica del canibalismo entre ellos, cosa que podría haber sido una
interpretación errónea de pruebas de vampirismo. La población de la isla de
Pascua, que se desvaneció tras construir sus monolíticas cabezas de piedra.
Por dondequiera que mirara, había ejemplos, grandes y pequeños.
Ciertamente, todas esas desapariciones no podían ser atribuidas a
vampiros. No obstante, era probable que hubieran sido responsables de
algunas de ellas. Andy abrió los postigos de la ventana de su despacho y
miró hacia la oscuridad del otro lado. Sabía que era allí donde moraban. Los
humanos siempre habían buscado la luz. Obviamente, Andy no había estado
presente en los primitivos tiempos de los protohumanos, pero podía
imaginarlos refugiándose en cuevas o en lo alto de los árboles al caer la
noche, para salir sólo con la alborada. Luego, cuando aprendieron a utilizar
el fuego —ciertamente, una de las más urgentes metas para aquellos
primeros humanos—, pudieron mantener la noche a raya.
¿Habría vampiros ya entonces, acechando en las sombras, imperando
sobre la noche? ¿O eran una evolución más reciente? Tenía que existir
alguna base científica que explicara su existencia; Andy no lograba
convencerse de que pudieran tener un origen sobrenatural, de que fueran
obra del diablo o alguna otra necedad por el estilo. Para empezar, ya le
había costado lo suyo aceptar la idea de que los vampiros eran reales.
Pedirle que aceptara la existencia de algún tipo de magia oscura era
simplemente demasiado.
Mientras miraba el cielo, el horizonte oriental comenzó a teñirse de gris.
Pronto amanecería. Dejó escapar un suspiro de alivio. Cada noche que
pasaba era una pequeña victoria más.
Descorrió el cerrojo de la puerta del despacho y salió. El cuarto de baño
más cercano era el baño de cortesía del otro lado de la cocina. Permaneció
en él durante un par de minutos, y cuando salió, encontró a Mónica en el
corredor, mirándolo con el ceño fruncido, vestida con un viejo albornoz
verde de rizo de algodón encima de un pijama de algodón corriente.
—Acaba de llamarte Sally Norris —dijo—. De hecho, anoche llamó
varias veces, un par de veces durante el día de ayer, y al menos una vez al
día desde que volviste a casa. Cosa que no podías saber, por supuesto, va
que has pasado todas las horas de vigilia encerrado en ese despacho
evitando a tu familia. ¿Existe alguna razón en particular para que haya
estado llamándote tanto? ¿Hay algo que yo debería saber?
Andy no intentó entender la cólera que se apoderó de él. Estalló como
salida de la nada, un ventarrón de furia con la fuerza de un huracán ante la
inimaginable irritación que ella tenía que haber sentido para preguntarle
algo semejante.
—¡¿Te parece suficiente que porque su marido acaba de ser asesinado?!
—vociferó—. ¡¿Te parece suficiente que porque yo soy el tipo que intenta
averiguar quién lo hizo?! Dios mío, Sally es amiga tuya, o al menos yo
pensaba que lo era. ¿Y ahora qué, tienes un pequeño ataque de celos porque
se atreve a llamarme para saber cómo va el caso? ¿Por qué no me dijiste,
simplemente, que ella estaba al maldito teléfono?
La cara de Mónica, que recordaba vagamente a la de un pájaro,
manifestó una cierta conmoción, como si la hubieran golpeado.
—Te lo dije —replicó. Sus labios comenzaban a temblar—. Llamé a la
puerta de tu despacho y te lo dije.
—¡Y una mierda! —rugió él—. ¡Yo habría contestado a una llamada de
Sally!
—Me dijiste que me dejara de joder —replicó Mónica. La palabra
resultó sorprendente al salir de su boca. Mónica nunca decía palabras
malsonantes ni palabrotas. Tampoco lo hacía Andy, en general, pero a causa
del enfado no se cuestionó lo que había estado diciendo—. Sally ha estado
llamando tanto que me he estado preguntando a cargo de quién corría eso
de joder.
Una mano de Andy se cerró en un puño. Antes de que la golpeara, sin
embargo, la ola de ira comenzó a pasar y se dio cuenta de lo que había
estado a punto de hacer. Se metió la mano en el bolsillo, como si pudiera
ocultar aquel acto sin más. No se fiaba de su lengua. Sabía que aquella
conversación tenía que acabar antes de que él hiciera o dijera algo que ya
no le permitiera dar marcha atrás. Le volvió la espalda a Mónica, regresó al
despacho y echó el cerrojo a la puerta otra vez. Al otro lado oía como ella lo
llamaba con voz conmocionada y llorosa.
No le hizo caso.
Había algo más que lo inquietaba, algo en lo que había estado pensando
antes de que la abrumadora necesidad de mear lo hiciera abandonar la
seguridad del despacho. Se sentía como si se hubiera transformado en un
fardo de ese tipo de urgencias, una estrafalaria combinación de intelecto
inquisitivo y bajos deseos animales. De vez en cuando tenía que comer,
dormir, defecar. Tal vez el hecho de acostarse con Sally Norris había tenido
tanto que ver con sus propias urgencias como con las de ella, después de
todo. Pero ésas eran exigencias físicas, atributos de un cuerpo que era, a fin
de cuentas, sólo humano. El resto de él estaba consumido por un misterio.
¿Qué le había sucedido a Paul Norris, cómo podía afrontar el asunto, y
dónde estaba Paul, ahora? Después de las necesidades de supervivencia,
ésas eran las únicas cosas que importaban.
Lo cual le recordó por qué había vuelto al despacho, para empezar. El
correo electrónico de Angélica Foster.
Amos Saxon.
10
El doctor Amos Saxon había sido uno de esos profesores que daban clases
porque les gustaba enseñar, no por el dinero. Nunca habría podido
permitirse la casa que tenía en Westholme, a pocas manzanas del campus,
situado en Westwood, con su salario. Le había costado un par de millones
con toda facilidad, y, según las investigaciones que Andy había hecho antes
de volver a Los Ángeles, había pagado en metálico.
Pero, por otro lado, la enseñanza había sido sólo una parte de la vida de
Saxon. Tenía el título de médico, y antes de morir aún atendía a unos pocos
pacientes selectos. Había escrito libros, incluida una obra de divulgación
científica sobre la psicología del romance, la cual había llegado a las listas
de bestsellers, y varias obras eruditas más que habían sido adoptadas por
cursos universitarios de todo el país. Tenía subvenciones y contratos de
investigación para el gobierno. También había empresas privadas que le
pagaban por su asesoramiento. A Andy Gray le parecía que había llevado
una vida afortunada.
Aunque no lo bastante afortunada. Un pirómano lo había carbonizado
hasta tal punto que el buen doctor había tenido que ser identificado por el
historial dental.
Después de leer el correo electrónico donde Angélica Foster detallaba
las similitudes entre la sangre extraída de Norris y la que había sido hallada
en casa del doctor Saxon, Andy se había instalado en su silla para buscar
más información sobre el profesor. Rico, por supuesto. Divorciado, pero
visto a veces con mujeres encantadoras, incluida alguna estrella menor de la
pantalla. Parecía haber algún indicio de escándalo que implicaba a una
estudiante. La historia se extinguió con rapidez, pero no sin conferir un
cierto toque de picardía a Saxon.
Entonces Andy se había quedado dormido. Tras un par de horas de
sueño, despertó y se cambió de ropa. Esquivó a Mónica y las niñas, se
metió en su propio coche, un Toyota Camry de seis años, e hizo el largo
viaje hasta Los Ángeles. El corto descanso había contribuido a refrescarlo,
y el café y los comprimidos de cafeína de una serie de gasolineras y tiendas
de carretera lo mantuvieron despierto durante el resto del viaje. Se
encontraba otra vez entre las cenizas de la casa de Saxon, con la horrible
certeza de que no faltaba mucho para que oscureciera.
La primera vez que había estado allí fue justo después del incendio.
Saxon había sido el que había llevado a Stella Olemaun al campus, y eso
hizo que el profesor apareciera en el radar del FBI, por así decirlo. No
obstante, en la escena también habían sido hallados muertos dos agentes del
Departamento de Policía de Los Ángeles, así que la Agencia había dejado
que se encargaran ellos de la investigación. Realizaron los informes que
acabaron por aterrizar en el escritorio que Andy tenía asignado en la oficina
de Los Ángeles.
En aquel momento había leído minuciosamente esos informes. Con el
añadido de lo que él sabía sobre Paul Norris y Stella Olemaun, ahora
miraba la escena con otros ojos. Caminó entre los escombros, comparando
el entorno con los planos de la casa y las fotografías que había visto de la
vivienda antes de que se quemara. Podía determinar que se encontraba en el
ala que el doctor Saxon dedicaba a su trabajo. Allí había habido un
laboratorio casero, un consultorio, una sala de espera para sus pacientes
ricos, una sala de archivos, y aún más. El hedor acre dejado por el incendio
estaba desvaneciéndose, ya que el viento pasaba silbando por las zonas de
la casa que habían quedado abiertas. La casa de al lado, cuyo terreno y un
extremo habían quedado parcialmente quemados, estaba cubierta con hules
que se agitaban como velas de barco al viento. Milagrosamente, un
gigantesco jacarandá que crecía en el límite entre las dos propiedades
regaba los parterres carbonizados con sus flores purpúreas, completamente
intacto.
En la habitación de archivos, los expedientes los guardaba en
archivadores ignífugos, pero los habían abierto y el contenido había
quedado incinerado. Ése había sido uno de los primeros indicios de que el
incendio había sido provocado, dado que alguien tenía que haber abierto
esos archivadores para permitir que el fuego entrara en ellos. Andy sujetó la
linterna entre una mejilla y el hombro y se puso a rebuscar entre las cenizas,
pero no quedaba lo bastante de ningún expediente como para
proporcionarle una primera pista que le indicara en qué había estado
ocupado Saxon. Los ordenadores eran masas fundidas de plástico y cables.
Según los informes, no habían podido rescatar nada de su contenido, y los
CD de seguridad habían sido destruidos o habían desaparecido.
Cruzó una puerta arqueada —la casa había sido del estilo toscano
moderno que aparecía en las revistas de arquitectura— y entró en las
oficinas de la consulta médica de Saxon. Las cenizas se desplazaron por el
suelo de mármol de la sala de espera. Lo que en las fotos parecían mullidos
sillones de cuero, eran ahora cosas quemadas de las que sólo quedaban
estructuras metálicas ennegrecidas. Había una mesa de tubo cromado y
vidrio que estaba relativamente intacta. Los restos de los policías habían
sido hallados en aquella sala. El capitán de la brigada a la que pertenecían
los dos agentes había sido incapaz de explicar qué estaban naciendo allí.
Andy no podía aventurar una conjetura, no sin tener mucha más
información. Y eso no parecía estar al alcance de la mano.
Pasó a la habitación siguiente, una sala de exploración separada de la
sala de espera mediante una puerta de acero. El calor había sido tan intenso
que la puerta se había fundido ligeramente y, en consecuencia, deformado, y
aunque continuaba sujeta a los goznes era imposible hacerla girar en
ninguna de las dos direcciones. Sin embargo, la puerta había contenido una
parte de la furia del incendio, y la sala había quedado más intacta que la
mayoría. Los armarios contenían instrumental apenas chamuscado; las
jeringuillas tenían fundidas las piezas de plástico, pero habían quedado las
partes metálicas, junto con cuencos de acero inoxidable y otros objetos que
Andy no sabía cómo se llamaban y que parecían intactos. Incluso la camilla
de exploración estaba relativamente en buenas condiciones; el tapizado de
cuero se había quemado y en algunos puntos se había enrollado hacia atrás
y dejaba ver el relleno, pero el resto estaba casi intacto. La linterna de Andy
iluminó algo de textura extraña que había debajo de la superficie de cuero,
así que abrió la navaja para rasparlo. Ante la hoja de la navaja aparecieron
unas escamitas enrolladas de color rojo amarronado.
Al parecer, la camilla había estado empapada de sangre, tanta que había
calado a través del cuero y se había secado dentro del acolchado. Lo olió,
pero el aroma de la sangre había desaparecido bajo el hedor a quemado.
Pero alguien había sangrado profusamente sobre aquella camilla, pensó.
Pasó a la sala siguiente, la cual no se parecía a ningún despacho de
médico que hubiese visto jamás. Había anillas fijadas a las paredes. El
acero de las anillas estaba mellado y tenía muescas, como si otros objetos
metálicos, presumiblemente cadenas, hubieran sido fijados en ellas. El
efecto general era más el de una mazmorra que el de un consultorio médico,
lo que hizo que Andy se preguntara si la estudiante del silenciado escándalo
no habría pasado algún tiempo allí como prisionera o esclava voluntaria de
Saxon.
Una gran parte de la pintura se había desprendido de las paredes, pero
aún quedaba algo, de color verde pálido con una franja verde más oscura.
Al mirar más de cerca, Andy vio marcas extrañas en las paredes entre las
anillas. Las iluminó con la linterna, y las estudió. Iban desde unos sesenta
centímetros del suelo hasta alrededor de un metro ochenta centímetros de
altura, un poco menos en algunos casos. Eran cuatro manchas oscuras sobre
lo que quedaba de la pintura.
Las imágenes destellaron en su mente en cuanto se dio cuenta de qué
debía de haber sucedido: Cuatro personas engrilletadas en posición erecta
contra la pared. El fuego entra con una explosión a través de la sala de
exploración y atraviesa la puerta de comunicación. El calor evapora toda la
humedad del aire, hace hervir los fluidos de los cuerpos. Los globos
oculares salen disparados, los cerebros estallan contra el cráneo, piadosa
inconsciencia antes de que se produzca la incineración de los cadáveres.
No. La incineración no había sido completa. Habían quedado los
suficientes restos de los policías como para identificar los cuerpos. Pero el
informe no mencionaba ningún otro cuerpo encontrado allí, aunque esa sala
estaba más lejos del origen del incendio, y las paredes y el techo de piedra,
junto con el suelo de mármol, habían aportado poco combustible a las
llamas.
Así pues, alguien había retirado los restos de quienesquiera que
hubieran muerto quemados en aquella sala. Andy recorrió toda la habitación
con el haz de la linterna para intentar demostrar que su hipótesis era
errónea. Si allí dentro hubiera habido algún elemento combustible, el fuego
habría podido tener más intensidad; librerías, sólidos muebles de madera,
cualquier cosa de ese tipo. En un rincón había un montón de ceniza. Lo
removió con un pie y encontró algo duro dentro. Sacó el objeto de entre las
cenizas con la punta del zapato y se acuclilló para mirarlo. Era negro y le
resultó familiar. Lo recogió y le dio unos golpecitos contra una zona del
suelo que estaba más limpia para hacer caer parte del hollín.
Un maxilar humano que aún tenía algunas piezas dentales.
Quienquiera que hubiera limpiado la escena había pasado aquello por
alto, y los investigadores del Departamento de Policía de Los Ángeles aún
no lo habían encontrado. O lo habían dejado allí intencionadamente.
Tenía algo raro.
Andy lo enfocó con la linterna. Al principio había pensado que era
humano, y realmente tenía aspecto de serlo. Pero los dientes… no eran
humanos.
Había dos hileras de ellos, no una sola. Afilados como diminutas
navajas. Más pequeños que la mayoría de dientes humanos, salvo por dos
laterales, cercanos a la parte frontal, justo debajo de donde estarían los
caninos superiores. Esos dos tenían el doble del tamaño que sería normal y
acababan en punta de flecha.
Colmillos grandes como los de una fiera.
Andy casi arrojó aquello a un lado a causa del horror, pero se contuvo.
Aquello era una prueba; sólida, innegable.
Eso sólo podía ser de un vampiro.
Andy giró desde Sunset y metió el Camry en una zona de aparcamiento que
había a la mitad de la segunda manzana. Había dejado el maxilar en la
guantera junto con la linterna; volvió a sacar la linterna y se la metió en un
bolsillo. Examinó la Glock para asegurarse de que llevaba las dieciséis
balas. Se tocó el bolsillo de la chaqueta para confirmar que llevaba el
segundo cargador.
No podía volver a Los Ángeles sin comprobar el bar que Paul Norris
había anotado en su agenda, pero había caído la noche cuando aún estaba en
casa de Saxon. Ya antes de conocer la existencia de los vampiros no habría
entrado desarmado en un tugurio de un callejón de Sunset. Ahora, le
hubiera gustado tener un bazuca para complementar la Glock.
Volvió andando hasta Sunset. Destellaban los faros de los automóviles
que pasaban, la vida que continuaba a pesar de los horrores que aguardaban
en la oscuridad, horrores que aquellas gentes no podían ni sospechar. Andy
había pasado su vida adulta intentando mantener a sus compatriotas a salvo
de las pesadillas de las que no tenían ni idea: criminales y terroristas,
estafadores y timadores, asesinos, secuestradores y matones. La vida de un
agente del FBI no era para cualquiera, pero él pensó que estaba bastante
bien dotado para ella. Y Paul Norris todavía más, porque Paul entendía la
oscuridad del alma humana mejor que Andy. Mejor que muchos. Andy sólo
podía llegar hasta ella desde el intelecto, pero Paul podía percibirla de
manera intuitiva, podía penetrar en ella sin tener que intentarlo siquiera.
Andy encontró el callejón, situado entre una oficina de seguros cerrada
y un salón de masaje, y se volvió de espaldas a la calle. La entrada del salón
de masaje estaba apartada del callejón, de modo que los clientes podían
entrar y salir sin que pudieran observarlos desde la calle. Un par de
ventanas cubiertas por cortinas y un letrero de neón eran las únicas cosas
visibles desde Sunset. Más al interior del callejón, a la izquierda, había otra
puerta que quedaba medio escondida debajo de una escalera de incendios.
Ésa era la entrada del bar sin nombre. Andy fue directamente hacia ella,
se detuvo en el exterior y apoyó una oreja contra la puerta. O bien estaba
cerrado, o bien abandonado, o…
No quería pensar en las otras posibilidades.
La puerta estaba cerrada con llave, pero cedió con facilidad al forzarla,
porque la madera podrida de la jamba se desmenuzó bajo su peso. Al entrar,
lo asaltó un espantoso hedor de morgue. Había olido tanta sangre desde la
desaparición de Paul que temía tener la nariz impregnada ya de ella de
modo permanente. Accionó un interruptor de la luz, pero no sucedió nada.
Sacó la linterna y la encendió.
El lugar era un desastre. Parecía que allí se hubiera producido la pelea
de bar más grande de la historia. Había mesas y sillas derribadas y dispersas
sin orden por todo el local. Al fondo estaba la barra, pero lo único que
quedaba de las botellas era destrozado vidrio multicolor. Detrás de la barra
se veía una superficie plana con marcas de pegamento; allí había colgado
un espejo alguna vez. Ahora, lo más probable era que formara parte de las
esquirlas de vidrio roto.
Y sangre.
Sangre por todas partes.
Marcas de salpicaduras en las paredes. Sangre pulverizada que había
ascendido hasta el techo, casi invisible entre las tuberías y el cableado.
Charcos secos en el suelo, descamándose como pintura vieja.
¿Una masacre? ¿O algo peor?
Un comedero.
Andy se detuvo en el centro de la habitación y se estremeció, haciendo
que el haz de la linterna se bamboleara de manera incontrolable.
¿Cuántos habían muerto allí? Sentía la presencia de la muerte que
rondaba por el lugar como lo había hecho por otras escenas de muerte en
masa en las que había estado a lo largo de su carrera. Nunca había creído en
fantasmas, pero estaba dispuesto a admitir que tanta matanza dejaba tras de
sí algún tipo de energía negativa.
«Paul anotó este lugar en su agenda. ¿Había estado aquí? ¿Me lo habría
dicho si hubiera venido?».
A menos que aquél hubiera sido el final… el último lugar al que había
ido antes de cambiar. ¿Era allí donde se había encontrado con la señora, ésa
cuyas órdenes tenía que obedecer? ¿La que lo había abandonado antes de
que acabara su transformación?
Andy quería salir de allí.
Las opciones parecían ser examinar el lugar centímetro a centímetro,
como una auténtica escena de crimen, o captar sólo una impresión general y
salir. Estaba bastante convencido de que optar por el método de escena de
crimen lo dejaría bastante jodido físicamente. Y tal vez peor que eso,
porque, ¿y si la enfermedad vampírica era debida a un virus? Podría
contraerla por contacto con tanta sangre como había allí. Y quién sabía qué
otras enfermedades podían estar acechando en ella, o qué otros fluidos
corporales podían estar presentes y que él no podía detectar al no ir
pertrechado con nada más sofisticado que una linterna.
«A la mierda con esto».
Se encaminaba hacia la puerta cuando oyó el ruido.
Un sonido como de correteo, como cuando había tenido ratas en el
desván de la casa de Sacramento.
Giró sobre sí mismo y dirigió la luz hacia la barra. «No sería
sorprendente que aquí hubiera ratas, o cualquier otro tipo de alimaña». Pero
cuando iluminó esa zona, vio algo que había pasado por alto la primera vez,
una pesada puerta negra que cerraba el paso a un espacio situado detrás de
la barra.
Maldiciendo para sí, Andy avanzó hasta la puerta. La verdad era que
quería volver a su coche y alejarse de aquel lugar. Sólo había dormido un
par de horas. Era de noche en Los Ángeles, él estaba molido, y había estado
castigando despiadadamente su cuerpo. No sabía durante cuánto tiempo
podría continuar exigiéndose tanto esfuerzo antes de derrumbarse.
Desenfundó el arma y abrió la puerta de un tirón.
Detrás de la barra se abría un cavernoso espacio oscuro. «Cuando este
local estaba en funcionamiento, es probable que aquí celebraran conciertos
o bailes». El haz de luz apenas llegaba a las paredes del otro extremo,
donde los muebles y pertrechos habían sido apartados hacia los lados. En lo
alto, más tuberías y cableado descubierto, y vigas en sombras.
Ya casi había devuelto la pistola a la funda cuando oyó el ruido otra vez,
procedente de las sombras del extremo más alejado del enorme espacio.
Apuntó hacia el lugar con la linterna y el arma, pero no vio nada más
que mesas y sillas apiladas cubiertas por una capa de polvo.
—¡FBI! —anunció con voz imperiosa, aunque a él le pareció que
sonaba un poco tonta en aquel espacio vacío—. ¿Quién anda ahí?
Otra vez el sonido de correteo desplazándose hacia la izquierda a lo
largo de la pared del fondo. Andy intentó seguirlo con la luz. Nada.
—¡FBI! —Volvió a gritar—. ¡Déjese ver!
El sonido cesó de repente. Andy contuvo el aliento y luchó para sujetar
la Glock con pulso firme. Desplazó la luz en círculos cada vez más amplios,
en busca de la rata o lo que fuera. El sudor le empapaba el pelo de las sienes
y le salpicaba el labio superior. Oía los fuertes latidos de su propio corazón.
Y entonces volvió, el mismo ruido de raspado y deslizamiento, pero no
procedente de la pared del fondo.
Esta vez le llegaba de lo alto, encima de él.
Andy levantó la linterna a tiempo de captar una figura humana, un
hombre, que se movía entre las vigas de acero. Aquello, él, se detuvo como
inmovilizado por el círculo de luz y volvió la cabeza para posar la mirada
sobre Andy.
Era flaco, casi como una araña con sus brazos y piernas finos como
palillos, y estaba sujeto al techo, cosa que parecía imposible.
A la luz de la linterna, Andy pudo verlo con horrible detalle; vio los
dedos nudosos que se soltaban.
Se dejó caer, directamente hacia Andy.
La boca provista de colmillos se abrió mientras se precipitaba, y vio
sangre vieja que le manchaba la piel en torno a la boca y trazaba líneas que
le bajaban por el mentón. Ojos negros como pozos vacíos, afiladas garras
por uñas, incrustadas de suciedad y sangre, pelo negro y enredado, tan
mugriento como las ratas que Andy había esperado ver, y caía hacia Andy,
que alzó el arma, «cabeza, dispara a la cabeza, dispara a la cabeza, dispara a
la cabeza» y apretó el gatillo dos veces antes de que aquella cosa le cayera
encima, apuntando directamente a la boca abierta del monstruo. El
fogonazo del cañón fue cegador en aquel espacio oscuro. La criatura giró
violentamente en el aire. Una de sus extremidades golpeó a Andy en la
cabeza, y ambos cayeron al suelo sucio. La Glock salió volando de la mano
de Andy.
En el momento en que se precipitaba tras ella, la criatura se levantó.
Cuando Andy ya tenía la pistola en la mano y había rodado hasta ponerse
de rodillas, aquella cosa había desaparecido. La puerta por la que había
entrado giró sobre sus herrumbrosos goznes.
Andy apoyó una mano en el suelo para impulsarse y ponerse de pie, y
esta vez resbaló en un charco viscoso. Volvió a caer y se dio un fuerte golpe
en una rodilla contra el suelo de hormigón. Manoteando en busca de algo
que le proporcionara tracción, su mano golpeó contra otra cosa. Cogió la
linterna y dirigió la luz hacia el suelo. Había caído en un charco de sangre
fresca, pero había más: trocitos de hueso, dientes, y rugoso tejido gris y
rosado que sólo podía pertenecer a un cerebro. Asqueado, Andy se puso en
pie de un salto y sacudió la mano para librarse de aquélla porquería en la
medida de lo posible. Necesitaría desinfectarse, después de eso.
Llegó a la puerta y la atravesó, con la pistola y la linterna sujetas con
manos temblorosas. La sala más pequeña del otro lado estaba vacía hasta
donde podía determinar. La puerta que comunicaba con el exterior se
encontraba entornada, aunque él la había dejado abierta de par en par al
entrar.
Lo que significaba que había acertado a la criatura en la cabeza y le
había causado el daño suficiente como para regarse él mismo de hueso y
sesos, pero la criatura había huido a pesar de la herida.
A lo largo de todo el recorrido de vuelta al coche, sus piernas
amenazaron con doblarse de un momento a otro. Andy vigilaba y
escuchaba, dispuesto a disparar otra vez ante el menor movimiento
inusitado. Bajó por Sunset con la linterna encendida y la pistola en la otra
mano, y nadie ralentizó el paso para echarle una segunda mirada. Cuando
dejó Sunset, entró en una calle que estaba más oscura, y el ruido del tráfico
quedó detrás de él. Su coche estaba donde lo había dejado. Alumbró con la
linterna el interior antes de entrar, y en cuanto estuvo detrás del volante lo
abandonó toda la fuerza, ya que la subida de adrenalina lo había dejado
ahora débil y tembloroso. Logró echarle el seguro a la puerta, y luego apoyó
las manos en el volante y recostó la cabeza sobre ellas.
Permaneció así durante largos minutos, sin moverse salvo por los
incontrolados temblores de piernas y brazos. Al fin logró aquietarlos, pero
continuaba sintiéndose agotado y vacío. Exhausto. Esperaba poder
mantenerse despierto durante el tiempo suficiente para encontrar una
habitación de motel, en un lugar lo bastante alejado de allí como para que la
criatura no pudiera seguirlo a pie, pero no tan alejado que lo obligara a
conducir durante toda la noche para llegar. Abrigaba la esperanza de que
podría dormir, de que los nervios no lo mantendrían despierto a pesar del
profundo cansancio que sentía.
Abrió la guantera para volver a guardar la linterna.
El maxilar de vampiro había desaparecido.
Andy se dio cuenta entonces de que había cerrado el coche con llave
antes de entrar en el local, pero lo había encontrado abierto al regresar. No
se veía ni rastro de quién lo había abierto, pero la incontrovertible prueba
que había descubierto apenas una hora antes había desaparecido.
Cuando al fin sintió que había recuperado la fuerza suficiente como para
controlar el vehículo, recogió las llaves de donde las había arrojado, sobre
el asiento del acompañante, e insertó la llave de encendido en el contacto.
Antes de que pudiera girarla, sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo y
miró la identidad de quien llamaba. Un número del FBI.
—Gray —susurró por el micrófono.
—Andy, soy el subdirector Flores —dijo una voz conocida—. Sé que
has estado trabajando con Angélica Foster en el laboratorio forense, así que
quería que lo supieras de inmediato.
—¿Qué supiera qué? —preguntó Andy. Temía la respuesta, sabía que no
podía ser una buena noticia, no si Flores lo llamaba en persona a una hora
tan tardía.
—La han asesinado, Andy. Le cortaron la garganta, o se la desgarraron
con un arma que aún no hemos identificado. Violada, probablemente post
mórtem. Ha sido un chiflado, Andy. La Unidad Especial está haciéndose
cargo del asunto, así que no me parece que tengas que preocuparte por ello.
Era una de los nuestros, y no vamos a dejarlo hasta que hayamos logrado
freír a ese bastardo.
Cansado, Andy asintió con la cabeza, y entonces recordó que Héctor
Flores no podía verlo.
—Gracias, señor. Lamento lo de Foster. Era buena en su trabajo.
El subdirector hizo algunos otros ruidos compasivos y colgó. Andy
apagó el teléfono y se lo metió otra vez en el bolsillo.
La Agencia podía pensar lo que le diera la gana acerca de la muerte de
Foster, pero Andy sabía que no había sido un crimen sexual aleatorio.
Angélica Foster era el nexo que conectaba a Paul Norris, Amos Saxon y
Stella Olemaun. Así pues, su muerte no era una coincidencia.
Era un mensaje, una advertencia de un viejo amigo.
Y el significado no habría podido ser más claro, aunque para enviárselo
hubiera usado uno de esos enormes carteles publicitarios que había en
Sunset.
11
Andy logró dormir cuatro horas.
Al despertar, fue en busca de una licorería cercana, donde compró una
botella de tres cuartos de Jim Beam y un vaso grande de poliestireno
expandido lleno de café. Se llevó ambas cosas a la habitación del motel, tiró
una parte del café y vertió en el vaso aproximadamente la cuarta parte de la
botella. Se sentó sobre el borde de la cama, con la mente en blanco,
mirando fijamente una reproducción mala de un cuadro de Georgia
O’Keeffe que había en la pared de delante, y se tomó el brebaje.
Cuando hubo acabado, arrugó el vaso y lo lanzó hacia la papelera,
aunque erró. Lo dejó donde había caído y se encaminó al baño. Se quitó el
traje manchado que había llevado puesto desde la mañana anterior. Abrió la
ducha con el agua tan caliente como pudo aguantar, y se metió debajo. Una
vez más, usó el jabón y el champú suministrados por el motel para intentar
limpiarse, pero por mucho que frotara no podía librarse del recuerdo de
estar sentado en aquel cieno de sangre y sesos.
Andy cerró la ducha y, aún goteando, volvió a la habitación. La botella
estaba sobre la mesita de noche. Le quitó el corcho, se la llevó a los labios,
echó la cabeza atrás y dejó que el líquido le quemara la garganta al tragarlo.
Cuando lo hubo acabado, sacudió la cabeza con violencia y regresó al baño
en busca de una toalla. Se secó y volvió a ponerse la ropa sucia. No se había
llevado equipaje alguno al salir de Sacramento. Se mojó un dedo con agua
caliente y se frotó los dientes con él. Se daba cuenta de que no cumplía con
los requisitos de pulcritud del FBI, pero a esas alturas había dejado de
preocuparse por el asunto.
A su manera, estaba casi tan transformado como Paul. Era un extraño
incluso para sí mismo. Y no un extraño que le gustara demasiado,
reflexionó.
En el coche, camino de la oficina de Los Ángeles, llamó a la Unidad
Especial e interrogó al agente que se había hecho cargo del caso de
Angélica para averiguar todo lo que pudiera sobre las circunstancias de la
muerte. Todo lo que oyó lo hizo sentir cada vez más y más cabreado.
Una vez que llegó a la oficina, enseñó su identificación e hizo caso
omiso de las miradas curiosas y horrorizadas de los agentes que lo
rodeaban. Fue directamente a la oficina de Angélica Foster y se puso a
registrar sus archivos y papeles, en busca de cualquier nota relativa a su
investigación sobre Norris o Saxon.
Llevaba allí apenas unos minutos, y aún tenía las manos vacías, cuando
Héctor Flores irrumpió en el despacho, flanqueado por dos gorilas a los que
no reconoció.
—Agente especial Gray —bramó el subdirector para hacerle saber de
inmediato a Andy que estaba metido en problemas—. ¿Qué estás haciendo
aquí?
—Intentando averiguar qué le sucedió a mi compañero —replicó Andy
—, y a Angélica.
—Te dije que ya estaban ocupándose del caso de Angélica —dijo el
subdirector Flores—, y te di instrucciones específicas sobre cómo llevar el
caso Norris.
—Y si no le importa que se lo diga, señor, esas instrucciones son
sandeces —le contestó Andy—, y su manera de considerar el caso Foster es
también una sandez. No fue víctima accidental de un pervertido. Se acercó
demasiado a la verdad sobre los vampiros y Paul la mató por eso.
—¡Gray, quedas suspendido de tus funciones! —gritó el subdirector.
Tenía la cara roja, y la saliva salió despedida de sus labios al replicar—.
Quiero verte en mi oficina… ¡ahora!
—No voy a ir a ninguna parte —contestó Andy—. Voy a quedarme aquí
mismo hasta que encuentre lo que necesito para cerrar este caso.
—¡Tú no estás en el caso Foster! —insistió Flores.
—Es todo un solo caso, Héctor, y dado que ha decidido no poner a
nadie a trabajar en él, yo me he designado a mí mismo. ¿Cómo puede decir
que la muerte de Angélica ha sido un crimen sexual? Le habían drenado la
sangre del cuerpo. ¡Drenado! ¿Dónde estaba? ¿Han encontrado una
conveniente bañera llena de sangre? ¿Algunas jarras de plástico? ¿No? Por
supuesto que no. Pero ¿continúa afirmando que lo hizo un violador?
—Gray, estás borracho… —lo interrumpió Flores.
—Eso no tiene nada que ver con el asunto —dijo Andy—. ¿Dónde está
la sangre? Si no fue un ataque vampírico, ¿dónde está la sangre? Y Hastings
me ha dicho que la penetración fue post mórtem, incluso los tajos del cuello
fueron post mórtem. ¿Ha intentado razonar eso, Héctor? ¿Ha intentado
estirar un poco su pequeño cerebro de guisante para conjeturar por qué
podría ser eso? —Las manos de Andy se cerraron, y tuvo que luchar para
no darle de puñetazos al subdirector—. ¿Qué le parece porque el asesino
estaba intentando ocultar las heridas de los mordiscos?
Héctor Flores se volvió hacia uno de los gigantes que tenía al lado.
—Espósalo —dijo, señalando a Andy con un pulgar.
Entonces, Andy perdió los estribos. Se lanzó hacia el arrogante
gilipollas del subdirector y le aporreó el tronco y los brazos con los puños.
Tenía ganas de arrancarle los ojos al tipo con las uñas, pero los dos gorilas
le aferraron los brazos y se lo quitaron de encima a Héctor.
—Tranquilícese, Gray —dijo uno de ellos. Parecía un adicto a los
esteroides, con cuello de toro, brazos casi tan gruesos como la cintura de
Andy, y cara inexpresiva de rasgos toscos. Sus labios apenas parecieron
moverse al hablar. Llevaba corto el pelo rubio; era lo único que lo
distinguía del otro tipo, cuyo pelo corto era castaño oscuro.
Andy renunció a la lucha cuando vio que no podría persuadir a aquellos
tipos, y que la fuerza con que le aferraban los brazos era demoledora. El
subdirector Flores aprovechó su situación para pinchar el pecho de Andy
con un dedo mientras se componía la corbata y la americana.
—Estás fuera de aquí, Gray —dijo—. Fuera del edificio, e
indefinidamente suspendido y pendiente de los resultados de la vista
disciplinaria a la que serás sometido. Y desde ahora puedo garantizarte
cuáles serán esos resultados. Se te acusará de atacar a un superior. Perderás
el empleo y la pensión, y tendrás una suerte del demonio si no te condenan
a prisión.
—¿Quieres decir que no tendré que obedecer órdenes de cabronazos
como tú? —preguntó Andy con un gruñido—. Se me parte el corazón.
El subdirector Flores apartó la mirada de él para dirigirse a los gorilas.
—Lleváoslo fuera de mi vista.
Los gorilas obedecieron.

De vuelta en su oficina, el subdirector Flores se sirvió café en una taza azul


marino que tenía el sello del FBI estampado en un lateral. Se miró en un
espejo pequeño que guardaba en el cajón central del escritorio, se aseguró
de que había recuperado la compostura, y llamó al agente especial Dan
Bradstreet a su oficina. Dan apareció dos minutos más tarde. Sus pantalones
grises a rayas estaban perfectamente planchados, la corbata de su club
presentaba un perfecto nudo Windsor, sus zapatos brillaban, y su pelo de
corte conservador estaba peinado con pulcritud. Parecía un cruce entre un
héroe de fútbol universitario de la década de 1960, más o menos, y una
interpretación artística del agente ideal del FBI.
Por lo que concernía a Héctor Flores, desde luego que era el agente
ideal del FBI. Hacía lo que se le ordenaba. No formulaba preguntas
problemáticas ni intentaba hacer volcar el bote. En esos tiempos,
demasiados agentes pensaban que tenían que ser los que sacaran a relucir
los trapos sucios, los que limpiaran el FBI y se aseguraran de que no volvía
a acaecer otro 11 de septiembre durante «su guardia». Héctor tenía poca
paciencia con los reformadores. Le gustaban los agentes que dejaban que
sus superiores se preocuparan de esas cosas mientras ellos hacían su
trabajo.
Dan Bradstreet era ese tipo de agente, y Héctor había confiado en él en
una serie de ocasiones diferentes: Una banda de ladrones de bancos había
aterrorizado Los Ángeles y matado a siete personas, incluido el padre de
uno de los amigos de Héctor, que trabajaba como guardia de seguridad de
un banco. Héctor había logrado averiguar quién era el jefe de la banda, para
su propia satisfacción, aunque no logró reunir las pruebas para demostrarlo
ante un tribunal. Sin embargo, le había prometido justicia a su amigo, así
que lanzó a Dan Bradstreet tras la banda. La justicia había sido servida.
En otra ocasión había azuzado a Dan contra un colega que había
amenazado el ascenso de Héctor a subdirector. Había convencido a Dan de
que los intereses de la nación quedarían mejor servidos si era Héctor quien
obtenía el puesto. Dan había escuchado con educado desinterés y había
dicho que se aseguraría de que no fuese un problema. Dos días después, el
otro tipo no sólo retiró su solicitud, sino que renunció al FBI y se marchó a
vivir a un rancho de Wyoming.
Así que Héctor sabía que podía contar con Dan para que se ocupara de
las cosas con el mínimo de alboroto. Esperó hasta que Bradstreet se hubo
sentado en uno de los sillones para los visitantes.
—Acabo de echar a Andy Gray del edificio —dijo—. En realidad he
hecho que Bunson y McClary lo echaran. En cualquier caso, Gray ha
quedado suspendido, Dan. Me ha atacado físicamente. Ha estado bebiendo
y le ha pillado una perra extraña respecto a Foster y a Norris, su ex
compañero.
—¿Qué quiere que haga? —La voz de Dan era como mantequilla
fundida. A Héctor le encantaba oírla, y si Dan hubiera sido una
personalidad de la radio o un lector de libros grabados, escucharía una de
sus grabaciones cada vez que estuviera tenso o irritado.
—Quiero que te pegues a su culo —dijo Héctor—. Que veas adonde va,
con quién habla. Si comienza a difundir disparates sobre vampiros, quiero
saberlo. Si lleva las cosas más lejos de eso, le das pasaporte.
Dan se limitó a asentir con la cabeza con tanta despreocupación como si
Héctor le hubiera pedido que le devolviera a alguien una llamada telefónica.
Héctor sabía perfectamente bien en qué lío se vería metido si se descubría
que había ordenado la ejecución de un agente del FBI, aunque fuera uno tan
aparentemente bellaco como Andy Gray. De todos modos, confiaba en que
Dan se llevaría el secreto a la tumba.
A mediodía, Andy había dejado atrás la carretera conocida como
Grapevine, y tenía ante él la larga y plana extensión de la interestatal 5
serpenteando por el centro del valle de San Joaquín. La carretera atravesaba
la región agrícola de California por el centro, y a ambos lados no había nada
más que campos llanos que se extendían hacia lomas lejanas situadas en
ambos horizontes. A mediodía, el valle estaba caliente, seco y quieto, salvo
por el tráfico que corría arriba y abajo por la autovía, como si tuviera una
prisa desesperada por llegar al norte o al sur de California.
Se había detenido en Los Ángeles durante el tiempo suficiente como
para pasar por la sucursal de la biblioteca pública que había en el centro.
Citando la Patriot Act[6] y enseñando su identificación, había exigido todos
los libros que tuvieran sobre vampiros y vampirismo, de ficción o de otro
tipo. Cuando vio los carros que le llevaban, cambió de opinión y los
seleccionó para escoger los ejemplares suficientes como para llenar dos
bolsas de la compra de gran tamaño. Se concentró en historia y biografía,
aunque también incluyó algunas obras de ficción cuyo título reconoció.
Como el Drácula, de Bram Stoker, El misterio de Salem’s Lot, de Stephen
King, Entrevista con el vampiro, de Anne Rice, Soy Leyenda, de Richard
Matheson, y El tapiz del vampiro, de Suzy McKee Chamas. Los libros que
no eran de ficción variaban entre obras de divulgación de ciencias ocultas
hasta libros antiguos de las colecciones especiales de la biblioteca. Todos
ellos llenaban el maletero del Camry mientras él corría hacia el norte.
Mientras apagaba un Camel en el cenicero del coche, Andy reconoció
que su obsesión con aquella investigación estaba echando el resto de su
vida por la taza del váter. Se mantenía en funcionamiento a base de
nicotina, cafeína y alcohol. Le había soltado a su mujer más tacos que un
marinero borracho. Casi nunca le había levantado la voz a Mónica en el
pasado, y ahora había estado a punto de darle un puñetazo. Había apartado a
sus hijas completamente de su vida. Ah, sí, y acababa de golpear al jefe de
la oficina del FBI en Los Ángeles, lo que podría llevarlo a la cárcel.
Era preciso que recuperara el control y enderezara su vida. Sí, lo que le
había sucedido a Paul era importante, y no sólo porque Paul fuera su amigo
más antiguo.
Se trataba de algo que podía hacer algo más que cambiar su vida; podría
cambiar el mundo.
Una prueba positiva de la existencia de los vampiros —una prueba
como el maxilar que había poseído brevemente— impactaría en todos los
países, todas las culturas. Se movilizarían ejércitos para luchar contra la
amenaza. Se haría actuar a las fuerzas del orden. Algunos morirían para que
muchos, muchos más, vivieran.
«Pero es más que eso». Mientras conducía, con una mano apoyada con
suavidad sobre el volante para mantener el coche corriendo por la recta
cinta negra, con un nuevo cigarrillo en equilibrio entre los labios, intentó
averiguar por qué había perdido los estribos hasta tal punto.
No dejaba de ver destellos de una imagen muy antigua de su padre, que
había pasado seis años en coma, en Minnesota. Estaba cerebralmente
muerto y lo mantenían vivo una serie de máquinas y aparatos que hacían
que sus pulmones se llenaran y vaciaran de aire, mantenían los riñones en
funcionamiento, lo alimentaban y se ocupaban de los orines y las heces. Él
nunca había querido que lo mantuvieran como un vegetal con ayuda de lo
que, un poco absurdamente, denominaban «soporte vital», algo que le había
repetido a su hijo mayor en numerosas ocasiones. Por lo general, cuando
llevaba dentro un par de cervezas, durante el corte para publicidad de la
transmisión de un partido de fútbol. Los partidos de fútbol transmitidos por
televisión eran lo que en casa de Benjamín Gray pasaba por vinculación
padre/hijo cuando Andy era joven.
No obstante, hacía unos doce años, una colisión con un camión de
dieciocho ruedas en una noche lluviosa había acabado con todas las
funciones corporales superiores de Ben Gray. A Andy le dijeron que el
córtex cerebral había quedado destruido a causa de los daños sufridos por el
cráneo y el cerebro. Según todas las pruebas que pudieron hacerle, la
actividad eléctrica del cerebro era plana. Ben Gray podía sentarse si lo
apoyaban bien en la cama, y su cara mostraba una gama de expresiones
diferentes, pero los médicos insistían en que éstas no guardaban relación
alguna con los estímulos externos ni con nada que el padre de Andy
estuviera pensando. No pensaba en absoluto. No era consciente de que
estaba en el mundo. Era, en todos los aspectos, un muerto.
Y sin embargo, Ruthann, la madre de Andy, había insistido en
mantenerlo con vida, conectarlo a las máquinas, tubos y cables que
pudieran prolongarle la existencia. Andy había llegado a creer que aquello
no era vida. No sufría dolor, pero tampoco sentía nada más. Lo arreglaban
para recibir visitas, y él sonreía, se tiraba pedos, babeaba y fruncía el ceño,
y cuando se marchaban, volvían a tumbarlo y le curaban las llagas.
Andy le recordaba a su madre lo que Ben había dicho siempre, pero eso
no tenía efecto alguno sobre ella. Estaba decidida a ser una mártir de la
causa de Benjamín Gray, y dedicó su vida, y el poco dinero que tenía en el
banco o podía sacar de las tarjetas de crédito, a mantener viva esa causa a
pesar de que él no estuviera vivo. Ella afirmaba que sí estaba vivo, que se
desanimaba si Andy no lo visitaba con regularidad, y que las visitas
frecuentes lo dejaban muy contento. Por supuesto, estaba engañándose a sí
misma. Andy habría podido golpear a su padre en la cara con ladrillos sin
que a éste le importase lo más mínimo.
Al final, harto de contemplar la no vida de su padre prolongada a
perpetuidad, Andy había contratado abogados y se había enfrentado a su
madre en los tribunales. Había sido una batalla dura, porque cuando se
produjo el accidente con el camión, su padre no había hecho testamento
ordinario ni testamento vital alguno, pero, al fin, Andy había prevalecido.
Apagaron las máquinas, retiraron los tubos, y el cuerpo de Ben siguió al
cerebro al sitio en que había permanecido durante años.
La lucha le había costado a Andy lo poco que quedaba de la relación
con su madre, la cual, de todos modos, había sido irritante desde hacía años.
Las últimas palabras que Andy le dijo, fueron: «¿Por qué no pueden
descansar los muertos? ¡Deja a los muertos estar muertos!». Ella había
comenzado a verter enormes lágrimas de cocodrilo y salido
apresuradamente de la habitación. Lo poco que tuvieron que decirse el uno
al otro después de eso, durante los cuatro años que a ella le quedaron antes
de que la matara la bebida, fue transmitido a través de los abogados.
Las hijas de Andy no habían llegado a conocer a los abuelos paternos, a
Andy le parecía perfecto.
Pensar en eso ahora, y estableciendo la conexión con el caso de Paul, lo
golpeó con una ferocidad tal como no lo había hecho en años. La mano con
que Andy sujetaba el volante se puso a temblar, así que levantó la otra mano
para aferrarla con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, hasta
que el temblor pasó.
«Deja a los muertos estar muertos».

Había gente en la que simplemente no se podía confiar para que hicieran las
cosas bien.
Paul Norris sabía que a Andy le comunicarían la muerte de Angélica
Foster. Héctor Flores se aseguraría de que lo supiera, porque el subdirector
de Los Ángeles era el consumado burócrata, con gráficos, listas y libretas
donde anotaba los detalles de todo lo que sucedía a su alrededor, estaría
enterado de que Angélica trabajaba en asuntos de interés para el agente
especial Gray.
Había sido un poco más complicado que enviarle a Andy un correo
electrónico o llamarlo por teléfono, pero mucho más divertido. Angélica,
después de todo, era una monada. Mejor aún, en el pasado se había puesto
beligerante con Paul sólo por un comentario que él había hecho, y en
aquella ocasión en que ella retrocedió al apartarse del microscopio y él
acabó con un puñado de culo en la mano.
Así que él había disfrutado mucho al desgarrarle la carne con los
dientes. La textura ligeramente gomosa de la piel que estaba justo por
debajo de la mandíbula, la capa de sal debida al largo día de trabajo pasado
en el laboratorio, el rastro de especias dejada por la preparación de la
comida, todo esto lo hizo bajar con un trago de sangre. El terror que
apareció en los ojos de ella en el último instante, cuando por fin lo
reconoció a pesar de los cambios físicos por los que había pasado, había
endulzado aún más la comida.
El problema era, sin embargo, que Andy había recibido el mensaje y
luego rehusado hacer caso.
Estúpido cabrón.
Paul conocía a Andy desde hacía el tiempo suficiente como para
predecir cuál sería la reacción de su antiguo compañero. Andy querría
entender qué le había sucedido a Paul. Era un tipo al que le gustaba
enderezar las cosas, si podía —ese impulso era la principal razón por la que
había entrado en la Agencia—, así que buscaría alguna clase de cura o
tratamiento para el trastorno de Paul.
Paul aún no sabía gran cosa sobre lo que había sucedido, salvo que era
algo que causaba estragos en las características dentales de la gente,
alargaba los dedos y los proveía de garras nudosas, le había conferido a él
una fuerza y una resistencia asombrosas, e inducido un ansia de beber
sangre. Pero estaba bastante seguro de que no existía nada parecido a una
cura, a menos que uno contara como tales la luz solar directa o la
decapitación. Lo cual significaba que la búsqueda de Andy estaba
condenada al fracaso.
Para ser más precisos: si Andy tenía éxito, el que estaría condenado
sería Paul.
Y lo que era igual de malo era que Andy no callaría nunca con respecto
a ese asunto. Ya era bastante malo que Stella Olemaun hubiera escrito su
jodido libro y se lo hubieran publicado. Era cierto que lo habían clasificado
como de ficción, pero eso no había evitado que la gente que tenía una pizca
de conciencia reconociera las verdades que contenía y las magnificara.
Ahora había páginas de Internet sobre Barrow y los susurros, los rumores
de los no muertos.
Esta nueva especie en la que Paul Norris había sido introducido sin
ceremonias amaba a la oscuridad, cosa que era cierta tanto en el aspecto
metafórico como en el literal. Paul no tenía acceso a la mujer que lo había
creado y que debería haberlo orientado en aquella nueva existencia, pero en
lugar de eso parecía poseer una especie de conciencia racial. Una de las
cosas que entendió, casi por instinto, fue que su nueva raza había
sobrevivido a lo largo de los siglos gracias a que había mantenido en
secreto su existencia. Todo el mundo había oído hablar de los vampiros,
pero la sociedad moderna los consideraba historias graciosas y distracciones
entretenidas (si no horrendas). Las culturas más primitivas, en las cuales las
historias de vampiros eran transmitidas oralmente en lugar de narradas en
películas, televisión, cómics y novelas baratas, o creían aún en ellos o los
consideraban criaturas históricas, relegadas a un pasado lejano. En
cualquiera de los dos casos, las mismas fuerzas que los mantenían aislados
de la cultura popular occidental también impedían que sus historias
causaran impacto en el escenario global.
El peligro residía en que alguien tendiera un puente sobre esa brecha, y
convenciera a una parte significativa del mundo de que en esas historias
había verdad mezclada con obvia ficción.
Que era donde alguien como Andy, un respetado agente del FBI con un
expediente impecable, podía convertirse en un problema. Si lograba
averiguar lo que Paul apenas estaba comenzando a saber —lo prevalentes
que los vampiros eran en realidad—, y llegaba a difundir esa información,
podría causarles grandes problemas en todas partes.
Razón por la cual había sido necesario advertirle que lo dejara.
Paul no quería matar a su mejor amigo. Lo haría si no tenía más
remedio, por supuesto, pero las cosas aún no habían llegado a ese punto.
Así que le había enviado el mensaje a través de Angélica Foster. Andy
no era tan estúpido como para interpretar mal el significado.
Pero entonces, en lugar de dejar el asunto del todo, lo increíble era que
Andy había ido a la biblioteca de Los Ángeles y cargado montones de libros
sobre vampiros.
Paul tenía sus propios asuntos que atender; no podía vigilar a Andy de
manera indefinida. De todos modos, se las había arreglado para seguirlo
desde la oficina de la Agencia hasta la biblioteca. Paul podía permanecer en
el exterior, dentro del coche, durante breves períodos del día, porque había
tenido la previsión de robar un vehículo que tenía las ventanillas y el
parabrisas teñidos de un tono muy oscuro, y además mantenía el cuerpo
completamente cubierto, de la cabeza a los pies, con ropa protectora. Era un
movimiento un poco peligroso, habida cuenta de cómo afectaba a su raza la
luz directa del sol, pero era un riesgo que a él parecía compensarle, a pesar
de todo.
Cuando se hubo puesto el sol, se identificó en la biblioteca como agente
del FBI que seguía la pista de un hombre que se hacía pasar por agente, y le
dieron una lista completa de los libros que se había llevado Andy.
Más o menos toda la colección de libros sobre vampiros, al parecer.
Sólo podía sacarse una conclusión.
Andy estaba decidido a no hacer caso de la advertencia de Paul.
Paul suspiró. Eso era una putada en muchos sentidos.
Al salir de la biblioteca, Andy había ido hacia el norte. Bueno, tal vez
sólo se dirigía de vuelta a Hollywood, al valle de San Fernando, o a algún
sitio parecido, pero tal vez se encaminaba a Sacramento. Lo cual
significaría un largo viaje en coche, o peor aún, en avión.
Uno de los verdaderos inconvenientes de todo este asunto de los
chupasangre era que la movilidad de Paul se veía severamente restringida.
Si Andy continuaba siendo un problema, y en especial si se desplazaba
mucho, Paul iba a tener que ocuparse de él de una manera más definitiva.
Todo dependía de Andy. Hasta el momento, había hecho todos los
movimientos equivocados.
Paul esperaba que abriera los ojos, y pronto.
Fragmento de 30 días de noche, de Stella Olemaun
Ojalá tuviera una historia de victoria para explicar, pero eso no constituiría
un relato fiel de los acontecimientos que se produjeron en Barrow aquel
invierno.

Eben y yo logramos volver a la ciudad, pero no fuimos los únicos.


Los invasores habían llegado también, y estaban atacando.
Al principio sólo pudimos oír gritos lejanos y disparos de arma de fuego
mezclados con un extraño rugido chillón que lanzaban los no muertos
cuando mataban.
No puedo describir con la precisión suficiente la sensación de absoluto
desamparo que experimentamos Eben y yo. No sólo éramos los protectores
jurados de Barrow, sino también habitantes de la pequeña ciudad. ¡Aquellas
personas eran nuestros amigos, nuestra familia! Intentamos luchar contra
los atacantes…, pero las armas eran inútiles contra ellos, como no fuera
para hacer que se detuvieran apenas uno o dos segundos.
Vi cómo una familia, los Sullivan-Brandy, Mark y su hija Sally, eran
arrastrados fuera del coche cuando intentaban escapar. Los intrusos eran
oscuras figuras larguiruchas que se movían más como arañas que como
seres humanos.
Destrozaron a aquella familia, figurativa y literalmente.
Primero separaron a unos de los otros, arrancando a Sally de los brazos
de su madre. Derribaron a Mark a golpes sobre la nieve, desgarrándole la
ropa y la piel al mismo tiempo, como si ambas ofrecieran igual resistencia.
Desnudaron a Mark entre cinco o seis de aquellas terribles criaturas, y
luego, mientras su mujer y su hija lloraban, le clavaron los dientes
salvajemente en las muñecas, el cuello, y por debajo de un muslo.
Intenté ayudarlo. Disparé. Chillé. Pero lo único que conseguí fue atraer
la atención hacia nosotros, y Eben tuvo que arrastrarme a la seguridad del
refugio que hay debajo de la comisaría. La supervivencia era nuestra única
esperanza; salvar a los demás no era una alternativa. Era una verdad
horrible de descubrir.

Cuatro horas después de que Eben los avistara atravesando el terreno


abierto que rodeaba Barrow, aquellas criaturas habían llegado a la ciudad y
convertido nuestro hogar en un baño de sangre en llamas. No teníamos
ningún medio para pedir ayuda, ni razón para creer que fuera a acudir
alguien.
Nos encontrábamos solos ante una fuerza invasora que apenas podíamos
comprender, y mucho menos combatir.
Y eso fue sólo el primer día.
Quedaban muchos días y noches por venir, que pasaríamos ocultos en la
oscuridad, oyendo los constantes alaridos de los habitantes del pueblo que
eran asesinados para obtener la sangre que corría por sus venas.
12
La práctica totalidad de las culturas de la Tierra tenían historias de
vampiros.
Andy se enteró de que los tártaros de Asia Central creían que los
eclipses solares los causaban vampiros que se escabullían de estrellas
lejanas para chupar la vida al sol. En uno de los libros más antiguos que
había conseguido en la biblioteca, uno británico de 1951 titulado Misterios
de debajo de nuestros pies, leyó una historia acerca de un chupasangre que
emergía de agujeros abiertos en el suelo para atacar a los pastores que
dormían en los campos con su rebaño y los dejaban blancos como las
ovejas. Había leyendas andinas que hablaban de almas de condenados a las
que se les había negado la entrada en el paraíso a causa de sus pecados
terrenales, y que subsistían absorbiendo la fuerza vital a sus víctimas
después de engañarlas para mantener relaciones sexuales con ellas. Otras
historias andinas iban más lejos, y describían otra clase que hipnotizaba a
las víctimas y les sorbía la grasa del cuerpo. El pueblo warao, de
Sudamérica, creía que los vampiros chupaban la sangre a los humanos para
que fueran impregnados por los espíritus oscuros del inframundo.
En Razas paganas de la península Malaya leyó que los vampiros no
eran demonios, en realidad, sino monstruos de carne y hueso, cabezas
unidas a entrañas que bebían sangre de seres vivos. Hasta donde se pudo
remontar encontró historias de vampiros en el pasado lejano; desde los
tiempos de los sacrificios de animales o humanos vivos a ciertos dioses que
luego consumían su carne y su sangre.
Mientras pasaba las hojas de El vampiro de hecho y en ficción y de
Vampiros de todo el mundo, y de Yo, vampiro, y de Comensales de la
sepultura, le pareció improbable que un tipo de fábula tan específica tuviera
raíces en tantos sitios diferentes, y que una variedad tan grande de pueblos
temiera a los seres que llegan por la noche.
Improbable a menos que todos esos pueblos entendieran algo que la
moderna civilización occidental, en su ilimitada cordura y sofisticación,
había decidido fingir que no era más que una fábula.
Los vampiros eran reales.
Andy lo había visto por sí mismo en numerosas ocasiones, aunque ya no
estuviera en posesión de la prueba física.
—¡Andy!
Era otra vez Mónica, desde el otro lado de la puerta de su despacho.
Hacía días que estaba en casa, encerrado allí durante la mayor parte del
tiempo, evitándolas a ella y las niñas. Hizo caso omiso de los golpes en la
puerta, abrió la ventana corredera y meó a través de ella al patio trasero.
¡Qué demonios! De todos modos, nadie podía verlo gracias a la valla que
rodeaba la casa.
—Andy —dijo ella con voz cansada—. Sé qué está pasando. He
hablado con Sally Norris. No soy ninguna idiota, Andy, y no soy la
gazmoña que tú crees que soy. Te la tiraste. ¿Sabes qué? A mí no me
importa. Podemos superar esto, Andy. Sólo tenemos que hablar.
Se subió la cremallera de la bragueta y cerró la ventana. Su despacho
había sido redecorado estilo huracán. No pudo reprimir una sonrisa al
pensar en lo mucho que a Mónica le gustaría la metáfora. Era una señora
bastante conservadora, la perfecta esposa del FBI en muchos aspectos, pero
sentía un amor inexplicable por las películas de desastres naturales.
Terremotos, incendios forestales, volcanes, tsunamis, tornados. Cuanto más
cursis, mejor. Cualquier película rodada antes de 1980 o para la televisión
por cable se colocaba de inmediato entre los primeros lugares de su lista.
Era una de esas cosas, como su pasión por las azucaradas golosinas
Hostess, las magdalenas glaseadas y los Twinkies y todo el resto (salvo esas
monstruosidades de bolas de nieve cubiertas de coco), que le habían ganado
la simpatía de él y habían contribuido a impedir que la relación perdiera
frescura con el transcurso de los años.
Andy había dejado en paz lo que había en los archivadores, pero, por lo
demás, cualquier cosa que no fuera pertinente para el caso de los vampiros
había sido arrojada al patio por la ventana, donde suponía que la estaban
estropeando el sol, la lluvia y la orina, pero no le importaba.
El lugar de esas cosas lo ocupaba la información que estaba reuniendo
sobre vampiros. Había un mapa de Alaska fijado en una pared con clavos
de dieciséis centavos, los únicos que había podido encontrar con rapidez en
el garaje. Barrow estaba rodeada por un círculo trazado con rotulador rojo.
Por todas partes había clavados artículos que había encontrado en Internet y
había impreso. Los libros cubrían todas las superficies, algunos abiertos por
una página en concreto, y otros apilados, o bien esperando que los leyera, o
ya leídos y dejados a un lado.
El plato de mesa que había estado usando como cenicero se había
desbordado sobre el escritorio, y algunas colillas habían hecho quemaduras
en la moqueta del despacho porque las había dejado donde habían caído. La
papelera estaba rodeada de botellas vacías. Cuando volvía de Los Ángeles,
había parado en una gasolinera que tenía un minisupermercado y comprado
provisiones: diez cartones de Camel y todo el Jim Beam que el chico tenía
en existencia. El muchacho era pálido y flaco, con el pelo teñido de negro,
largo por un lado y casi afeitado por el otro. Un pirsin en el labio inferior y
tres en la ceja derecha. Parecía que no había visto el sol en meses, tal vez
años, y si trabajaba en el turno de noche de un sitio como ése, era probable
que no tuviera ninguna razón real para hacerlo. Andy dejó suelta la Glock
dentro de la funda al entrar en la tienda. El chico se parecía a uno de ellos,
pensó. Pero cuando abrió la boca, Andy se fijó en sus dientes y vio que eran
normales.
Antes de pagar, echó a la cesta un par de cajas de chocolatinas y barritas
energéticas que cogió directamente del estante: Kit-Kats, Heath Bars, Milky
Way, Three Musketeers. Había estado complementando las comidas con
esto, y haciéndose el café en el despacho. Calculaba que Mónica pronto
dejaría de cocinar para él, y entonces tendría que pedir pizzas o comida
china. En cualquier caso, ella ya había empezado a servirle las comidas en
platos de papel, porque no le devolvía los de porcelana.
—Andy, déjame entrar —imploró—. Hazlo por nuestras hijas si no
quieres hacerlo por mí. —Antes había amenazado con llamar a un cura o a
su jefe. Andy no sabía si había hecho alguna de esas cosas, pero nadie había
ido a la casa, así que supuso que había sido un farol.
Hizo girar el botón del volumen de la pequeña radio que siempre tenía
funcionando sobre la credencia. Una guitarra distorsionada se puso a plañir
contra un atronador solo de bajo. Andy odiaba el heavy metal, pero
funcionaba bien como filtro de ruido.
Paul Norris. Angélica Foster. El resto de las víctimas. Ellos eran lo que
importaba, no la pequeña vida de Andy ni su familia. ¿No había hecho el
juramento de proteger a la gente y defender la ley?
Mónica golpeó otro par de veces, apenas audibles por encima de la
música. Andy abrió un libro y se puso a leer, concentrándose para aislarse
de ella. Cuando volvió a alzar la mirada, Mónica parecía haberse marchado.
Bajó el volumen de la música y conectó el teléfono. En el servicio de
información telefónica de Los Ángeles obtuvo el número de la división
policial que cubría Westwood. Llamó, se identificó como agente del FBI, y
logró que lo pusieran en contacto con uno de los detectives que trabajaban
en el incendio de la casa de Saxon y la muerte de los dos agentes de policía.
Ese detective no tenía mucho que decir, pero le reveló que los dos
agentes estaban fuera de servicio, y que la última persona que los había
visto con vida era otro policía uniformado de nombre Goodis. Información
interesante. Andy insistió un poco y consiguió el número de teléfono
privado de Goodis. El tipo había estado de baja durante toda la semana.
—¿Sí? —preguntó Goodis con voz vacilante cuando contestó al
teléfono.
—¿Agente Goodis? —dijo Andy, intentando hablar más como un
federal que como el lunático furioso en que sabía que estaba convirtiéndose
—. Soy el agente especial Andy Gray, del FBI. Trabajo en la oficina de
Sacramento, aunque estoy llevando a cabo una misión especial a través de
la oficina de Los Ángeles, así que si quiere comprobar mi identidad, le
recomiendo que llame a Sacramento.
—No, está bien —replicó Goodis. «Parece deprimido. Taciturno». Se
preguntó si el tipo habría estado llamando a teléfonos de atención
permanente al suicida, y se lo imaginó sentado en una casa desierta, en
albornoz y calzoncillos, con el arma de servicio sobre el regazo, intentando
reunir el valor necesario para metérsela dentro de la boca—. ¿Qué quiere?
—Es por el doctor Amos Saxon —dijo Andy, y oyó que Goodis
maldecía por lo bajo, pero continuó— está relacionado con alguien de un
caso de terrorismo en el que hemos estado trabajando, una tal Stella
Olemaun. Creo que la detuvieron por un alboroto que se produjo en el
Campus de la UCLA, en un acto que organizó Saxon.
—Algo así he oído decir —replicó Goodis evasivo.
—Y ahora Saxon está muerto —continuó Andy—. Su casa fue
incendiada y dos policías murieron cuando eso ocurrió.
—Sí.
—Quiero saber qué sucedió —dijo Andy.
—Yo no puedo ayudarlo.
—Inténtelo. Es importante.
—Lo siento. No lo sé.
—Usted fue el último que vio con vida a esos polis. Tiene que saber
algo sobre adonde iban, qué estaban haciendo en casa de Saxon…
—Yo no sé nada —insistió Goodis—. Ya se lo he dicho.
—Sí, y yo no le creo. ¿Cuál es su nombre de pila? Alan, ¿verdad?
—Mire, tengo que marcharme —dijo el poli.
—Es muy importante —reiteró Andy.
—Ahora voy a colgar —dijo Goodis—. Y no voy a contestar más al
teléfono, así que ni siquiera lo intente.
—Pero…
—¿Quiere saber lo que yo sé? —preguntó Goodis, de repente, enfadado
—. Es lo siguiente. Espero que lo ayude.
—¿Qué es?
Una pausa.
—Es todo verdad.
Se oyó un chasquido, y luego el tono de línea desocupada. Alan Goodis
ya no estaba.
Lo que le había dicho a Andy era escalofriante. Pero no se trataba de
algo que él no supiera ya.
Los no muertos acechaban a los incautos, imperaban en la oscuridad, y
lo habían hecho durante… bueno, siglos, por lo menos. Tal vez desde que
había seres humanos. Quizá desde antes de eso.
Andy abrió otra botella, bebió un largo trago. Ya ni siquiera le quemaba
al bajar por la garganta. Era como agua.
Y tampoco lo emborrachaba ya. No amortecía las imágenes. Necesitaba
más.

Lo despertó alguien que llamaba a la puerta. Tenía la cara apoyada sobre el


escritorio, encima de un charco de su propia saliva. Se incorporó.
—¿Papi? —Era Lisa. Aún reconocía las voces de sus hijas—. Papi,
necesito hablar contigo.
Él no respondió. Se marcharía dentro de un par de minutos. Entonces
llegaría Sara. Su voz era más plañidera y aguda, y resultaba más difícil no
hacerle caso.
Pero no se lo haría. No quería que lo vieran con ese aspecto. De todos
modos, tenía trabajo. Miró el reloj y se dio cuenta de que había dormido
durante casi dos horas.
«¿A cuánta gente podían matar en dos horas?». No podía ni imaginarlo.
A un montón.
«No todos convierten en vampiros a sus víctimas». De algún modo, eran
selectivos. Si no convirtieran a ninguna de las víctimas, la especie acabaría
por extinguirse. Dudaba que se reprodujeran por los medios tradicionales.
Sin embargo, si los convirtieran a todos, su número crecería de manera
exponencial. Un chupasangre que se alimentara una vez al día convertiría a
siete personas por semana. Digamos que esos siete tardaban siete días en
convertirse en vampiros completos, más o menos lo que había tardado Paul.
Al final de la segunda semana ya serían catorce. A la semana siguiente esos
catorce se convertirían en ciento noventa y seis, más los siete nuevos de los
primeros. Doscientos tres. A la semana siguiente serían más de mil
cuatrocientos. Una semana después, casi diez mil. Casi setenta mil una
semana más tarde.
De un solo vampiro. Andy no tenía ni idea de cuántos había, pero
muchos más que uno. Así pues, no podían convertir a todas sus víctimas,
porque si lo hacían, todos los seres humanos del mundo se convertirían en
vampiros en dos meses como mucho, y entonces, ¿de qué iban a
alimentarse?
Así que tenían que controlarse.
Además, habían sido precavidos durante todos estos siglos, pues en caso
contrario ya los habrían identificado y, probablemente, eliminado.
El que había atacado a Andy en el bar desierto le había parecido una
bestia, apenas algo más que un animal voraz. Pero tenían que usar el
cerebro, porque si no lo hicieran, no habrían logrado sobrevivir. Lo cual
significaba que gozaban de un cierto grado de libre albedrío, y podían
decidir a quién convertir y a quién matar, cómo esconderse, cómo viajar y
lograr que no los atraparan.
En el libro de Stella se teorizaba que podían vivir eternamente si
contaban con un suministro de sangre y no se les cortaba la cabeza. Eran
inmortales, pero tenían que alimentarse de seres humanos, lo que
significaba que también eran malignos.
Aunque, por otro lado, tal vez no. El vampirismo simplemente convertía
a la gente en seres que necesitaban sangre humana para sobrevivir. ¿Acaso
el resto, la parte malvada, era una mera reacción ante eso? Después de todo,
la constante necesidad de asesinar transformaría con el correr del tiempo,
incluso a la persona más decente.
Si es que realmente necesitaban sangre humana. Al parecer, Paul había
sobrevivido durante un tiempo con sangre de ratas e insectos. Pero entonces
estaba en una fase transicional, aún no era un vampiro completo.
¡Cuántas preguntas! ¿Tenían esas criaturas —temía Paul Norris— libre
albedrío? ¿Habría huido de la celda de detención, y de Andy, porque tenía
miedo de en qué se había convertido, o porque realmente quería embarcarse
en una vida de asesinato después de la muerte? ¿Se volvería como aquella
patética criatura a la que Andy le había disparado en el bar? ¿Y Angélica
Foster, se convertiría también en uno de ellos?
Andy volvió a los libros. Las novelas contenían muchas tonterías. Como
lo de las estacas de madera clavadas en el corazón. Lo de que se convertían
en murciélagos y se marchaban volando. ¡Ajo, por el amor de Dios! Lo de
que tenían que dormir en un lecho de tierra de su país natal ahí tenías una
creencia provinciana. En estos tiempos parecía que pocas personas
alcanzaban la edad adulta cerca de su tierra natal, así que cualquiera que se
convirtiera en vampiro quedaría condenado de inmediato.
Las únicas cosas seguras que Stella Olemaun describía en su libro eran
la decapitación y la luz solar. Andy estaba decidido a encontrar en las otras
obras que no eran de ficción cualquier otra pista lo bastante común como
para sugerir más posibilidades.
Las historias de vampiros más cautivadoras eran, por supuesto, las
procedentes de Europa Oriental. Albania, Rumanía. Transilvania, hogar del
Drácula de ficción, y también del histórico Vlad Tepes, que se bañaba en la
sangre de los turcos que mataban sus ejércitos.
—¡Andy!
Mónica otra vez. Su voz era atiplada, pero en ella había también una
nota de ronquera, como si hubiera estado gritando hasta irritarse la
garganta. Andy volvió a subir el volumen de la radio. Los vocalistas que
chillaban competían con las persistentes llamadas de su mujer. Intentó
volver a aislarse de ella y continuó leyendo. Encendió otro cigarrillo y
aspiró el humo hasta el fondo de los pulmones, donde lo retuvo. Desenroscó
el tapón de una nueva botella de Beam. «Cayendo bajo», pensó, mientras se
llevaba la botella a los labios.
Las palabras parecían moverse. Sangre. Profundos bosques de noche.
Familiares. Colmillos.
Inmortalidad.
Todo parecía demasiado mágico. Andy pensaba que había alguna
validez científica en ello, pero no del modo en que hablaban del tema las
viejas leyendas de los Balcanes. Para aquellas gentes era todo una cuestión
de demonios y ángeles. La idea de la inmortalidad seguía esa misma línea
de pensamiento, ya que sólo la magia podría hacer realmente inmortal a
alguien.
Era posible que lo que le había sucedido a Paul pudiera aumentar la
esperanza de vida, porque esa transformación iba acompañada de la
capacidad para sobrevivir a heridas graves que matarían a cualquier otro.
Pero los tejidos envejecían de todas formas. Un vampiro vetusto no podía
contar con que su cuerpo respondiera igual que lo hacía el de un vampiro
joven.
«A menos que —reflexionó Andy mientras expulsaba una nube de
humo hacia el techo—, el cuerpo haya sobrevivido a esas horribles heridas
regenerando el tejido a una velocidad por lo demás inimaginable». Ese tipo
de regeneración podía también proporcionar una especie de inmortalidad si
todo el tejido corporal —venas y tuétano, piel y músculos, además de
huesos, dientes y todo el resto— podía ser reemplazado a medida que
envejecía.
Él no era un científico, y sus conocimientos de anatomía eran sólo los
de un adulto, con un título universitario. Sólo podía especular sobre lo que
le parecía razonable. Lo cual lo devolvió a la idea de que se trataba de un
virus, transmitido mediante el intercambio de sangre entre el mordedor y el
mordido. La pregunta que surgía era cómo podían decidir los chupasangres,
de ser ése el caso, quién sería transformado y quién sería, simplemente…
Andy intentó conjeturarlo, pero había demasiadas incógnitas,
demasiadas variables, y de repente se sintió tan cansado que los
pensamientos parecieron estrellarse unos contra otros dentro de su cerebro
como autos de choque. Dejó un montón de libros en el suelo, subió los pies
encima del escritorio, se echó hacia atrás en la silla giratoria, y cerró los
ojos.
Muerto para el mundo.
13
Andy despertó sintiéndose como si su cabeza fuera un malevolente intruso
que intentaba liquidarlo. Moverla más de un milímetro a derecha o
izquierda hacía que sintiera en las sienes punzadas de dolor al rojo blanco.
Tenía la boca seca y sabía que debía beber agua, pero el solo pensamiento
de ingerir cualquier cosa le revolvía el estómago.
«Simplemente no soy un hombre muy bebedor, y cuando antes entienda
eso, mejor para todos los implicados».
La última botella que había vaciado yacía de lado, caída en el suelo.
Reparar en ella hizo que Andy se diera cuenta de que tenía la vejiga llena a
reventar, y consideró abrir la ventana para atender esa necesidad, o tal vez
intentar usar la botella. Pero no confiaba en que la mano no le temblara
demasiado como para hacer esto último, y no estaba seguro de tener la
fuerza necesaria para abrir la ventana. En todo caso, la casa parecía estar en
silencio; tal vez se habían marchado todas a dormir. El reloj marcaba las
siete, pero no estaba seguro de si eran de la mañana o el anochecer.
Se puso trabajosamente de pie; la cabeza le palpitaba con cada
movimiento y cada vez que respiraba. Avanzó hasta la puerta y logró hacer
girar el pomo. Apoyó una mano contra la jamba para sujetarse y no caer a
causa de la ola de mareo que lo recorrió. Cuando se le hubo pasado casi del
todo, tiró de la puerta hasta abrirla y salió al pasillo. Atravesó la cocina. La
puerta del cuarto de baño estaba abierta, y no se molestó en cerrarla al
entrar. La tapa del váter estaba bajada. Inclinarse para levantarla casi lo hizo
vomitar, pero al menos estaba en el sitio adecuado para eso.
Meó durante largo rato. No se molestó en dejar correr el agua, porque
para eso tendría que inclinarse otra vez. En el pasillo, pensó de nuevo en lo
silenciosa que estaba la casa, el silencio de una casa vacía, que tenía una
calidad diferente que el de una casa en la cual sus habitantes sólo guardaban
silencio.
Lo único que podía oír era el regular chuck-chuck-chuck-chuck de un
aspersor de riego de un parterre, y que podría haber sido de su casa o de la
del vecino.
Una luz solar dorada entraba por las ventanas del salón. Así que era de
día, pero el sol se pondría dentro de un rato. Había dormido durante horas;
una parte de la noche y todo el día. ¿Dónde estaban todas? Tal vez habían
abierto por fin los ojos y lo habían abandonado.
No había querido ver ni hablar con su mujer ni con sus hijas, y
necesitaría reabastecer el despacho si iba a quedarse allí durante mucho
tiempo más. Casi se había quedado sin cerillas, y estaba casi seguro de que
esa botella de Jim Beam había sido la última. Si su familia se había
marchado a alguna parte, sería un buen momento para hacer un viaje rápido
a la tienda.
Salvo por el palpitante dolor de cabeza y las náuseas, claro está. Pero
habría sido peor si Mónica hubiera estado chillándole. Echó a andar a través
del salón y miró hacia lo alto de la escalera al pasar.
Lisa estaba allí. Su rubia coleta colgaba por encima de un escalón cerca
de la parte superior. Tenía la cabeza vuelta hacia el techo, con el cuello
doblado en un ángulo extraño.
La sangre había bajado dos escalones más, como pintura derramada.
Andy vio gordas moscas lánguidas caminando por ella.
—¡Lisa! —La cabeza casi le explotó, pero corrió hacia la escalera,
mientras sacaba con torpeza la Glock de su funda—. ¡Lisa!
No obtuvo respuesta. Salvo por la postura del cuerpo y por la sangre
que manaba de ella, habría podido estar dormida. Andy subió los escalones
de dos en dos, sin acordarse de su propio malestar.
Lisa tenía los ojos abiertos, fijos en el techo. Había muerto asustada. La
espesa sangre seca ocultaba parcialmente un profundo corte que tenía en la
garganta. Se había ensuciado las bragas, y el olor a sangre, mierda y muerte
le revolvieron el estómago. Tenía la piel pálida, como porcelana, y aunque
había sangre sobre ella y en la escalera, Andy no vio lividez alguna en la
espalda al levantarla por los hombros. Presionó cerca de la herida, pero no
manó sangre. Era como si la hubieran desangrado, y la mancha de la
escalera no era ni remotamente toda la sangre que había contenido su
cuerpo.
«¿Cómo…?».
«Sara».
«Mónica».
Pasó una pierna por encima de su hija y continuó subiendo la escalera
con el corazón desbocado.
Todos los agentes —todos los polis, probablemente, de toda clase—,
despertaban bañados en sudor a las tres de la madrugada porque habían
tenido una pesadilla en la que a su familia le sucedía algo malo. Algún
asesino al que habían puesto a la sombra y que salía con el resentimiento
aún enquistado, o el amigo de uno de ellos, a quien le había caído una
condena larga, y que pensaba que la mejor manera de igualar los
marcadores era vengarse en la mujer del agente de la ley y sus hijas.
Pero eran como las pesadillas de su infancia, sólo malos sueños, nada
que pensara de verdad que fuera a suceder jamás.
Había sucedido.
Tragó bilis.
Encontró a Sara en su habitación. Muerta. Como Lisa. Tendida en su
propia cama empapada de sangre. La garganta desgarrada. Al igual que su
hermana, parecía que le habían extraído toda la sangre, salvo por la que
había caído sobre la cama.
Apretó los puños, y cerró los ojos para evitar que le cayeran las
lágrimas.
—¡Mónica! —llamó—. ¡Mónica!
No hubo respuesta. La casa estaba en un silencio absoluto, excepto por
el susurro de la brisa que movía las cortinas. ¿Era así como había entrado el
asesino? Andy fue hasta la ventana y miró hacia el patio.
Abajo, en el jardín, una blusa y unos pantalones que pertenecían a
Mónica estaban extendidos sobre el césped. Incluso desde allí arriba pudo
ver las manchas de sangre en las prendas. El aspersor giraba sobre su eje,
lanzando el agua en un arco por todo el jardín.
—¡Mónica! —volvió a gritar.
Tragó con dificultad, bajó corriendo por la escalera y salió por la puerta
posterior. Las prendas de ropa no habían caído allí sin más, sino que alguien
las había colocado; los pantalones con las perneras separadas, la blusa por
encima de ellos, señalando con las mangas el rincón más lejano del jardín,
más allá de los columpios y el gran roble. Una especie de indicación. Andy
corrió hacia el árbol, y el agua del aspersor le dio de lleno y lo empapó.
Allí, contra la cerca, estaba Mónica.
Andy se detuvo en seco. Obligó a sus pies a moverse, a continuar
avanzando hacia su mujer. Mientras la miraba, sin embargo, con el
convencimiento de que estaba muerta, el profesionalismo comenzó a tomar
las riendas. Se detuvo a poca distancia de ella y examinó la escena del
crimen con ojo crítico. Cada pocos segundos el aspersor le echaba encima
una cascada de agua, pero no le hacía caso.
Había marcas irregulares de arrastre que atravesaban el césped hacia el
lugar en que había acabado. Así pues, la habían matado allí y había luchado
a lo largo de todo el camino. La ropa tenían que haberla dispuesto cuando
ella ya estaba muerta.
El cadáver de Mónica, como los de las niñas, estaba blanco como el
hueso. La sangre salpicaba el césped en torno a ella y la cerca que tenía
detrás, pero no en la cantidad que contenía el cuerpo de un adulto. La
garganta salvajemente destrozada por múltiples cortes, sangre en torno a la
herida y sobre su pecho, vientre y muslos, diluida por el agua del aspersor.
Tenía los ojos abiertos y por sus mejillas corría el agua como lágrimas, y
caía de entre sus labios ligeramente separados.
La habían colocado en la esquina de la valla de madera. Tenía la cabeza
alzada, los ojos abiertos como si estuviera mirándolo. Sus manos estaban
levantadas, clavadas a la cerca por encima de la cabeza. Tenía las piernas
separadas, con las rodillas alzadas, como invitándolo.
Con la cerca que rodeaba la casa y la ocultaba a la vista de ojos
curiosos, al parecer ningún vecino fisgón había presenciado el violento
despliegue ni llamado a la policía.
Andy se acercó más. Quienquiera que hubiese hecho aquello —y él ya
pensaba que sabía quién había sido— habría dejado huellas o algún tipo de
rastro de contacto, a menos que llevara guantes y traje completo de látex.
Éste había sido un ataque físico de gran proximidad. Desde donde estaba
podía incluso descartar el ataque sexual. Y el asesino había deambulado por
la casa, y por tanto había más oportunidades de que hubiera dejado pruebas
tras de sí.
Entonces, su máscara de profesionalismo se hizo pedazos, y Andy dejó
escapar un sollozo estrangulado.
Atravesó el jardín corriendo, dejó caer la pistola y tomó a Mónica entre
los brazos. Intentó apartarle las manos de la cerca, pero estaban demasiado
bien clavadas a ella. Apoyó la cara surcada de lágrimas contra la piel fría de
su mujer.
—Mónica —dijo entre sollozos—, vuelve conmigo, Mónica.
Perdóname por haberte dejado fuera, pero, por favor, no me abandones. No
creo que pueda… que pueda…
Se atragantó con las palabras y dejó de intentar hablar. De todos modos,
Mónica no podía oírlo. Era demasiado tarde para implorar perdón. Los
muertos no podían perdonar ni consolar a los vivos.
«Deja a los muertos estar muertos».
—¿Andy?
Una voz de hombre, detrás de él.
No era Paul Norris.
Andy se volvió al tiempo que recogía el arma.
Conocía al hombre que se encontraba de pie allí, impecable con su traje
gris de hechura perfecta.
El agente especial Dan Bradstreet, el recadero de Héctor Flores. O al
menos era la reputación que tenía.
Andy observó la cara de Dan, sus ojos. Estos últimos se agrandaron y
movieron con rapidez para abarcar toda la escena.
Vieron a Andy de rodillas, con Mónica en brazos, cubierto de sangre de
ella. Empapado, sin afeitar, despeinado, sin duda con una pinta espantosa.
Andy se sentía sobrio del todo, pero sabía que no tenía aspecto de
estarlo.
Dan intentó mantener la vista fija mientras tendía una mano hacia la
pistola.
Andy hizo lo mismo.
—Dan… Dan… en serio… yo no he hecho esto, Dan. Tienes que
creerme. Acabo de encontrarla aquí. Mis hijas están dentro.
Tenía la pistola en la mano y apuntaba con ella a Dan. La de Dan lo
apuntaba a él.
—Te creo, Andy —dijo Dan. Su tono de voz no fue muy convincente—.
He estado vigilándote, Andy, y sé que tú no has hecho esto.
—Entonces baja el arma, Dan.
—Ya sabes que no puedo hacerlo… Pero es preciso que tú bajes la tuya,
Andy. Ahora. Podemos resolver todo esto, pero sólo si dejas el arma en el
suelo. Ya conoces el procedimiento.
—Ya sé cómo va, Dan. Pero también sé que si la dejo en el suelo, me
vas a detener. Me dejarás explicar mi versión de la historia, pero para
entonces ya será demasiado tarde.
Dan se encogió de hombros.
—Da la impresión de que ya es demasiado tarde, Andy.
Andy había estado en el FBI durante el tiempo suficiente como para
saber cómo irían las cosas. En especial, habida cuenta de que ya había
atacado al subdirector Flores. Lo encerrarían. Le asignarían un abogado de
oficio que no podría hacer nada por defenderlo, porque las pruebas
demostrarían que Andy había estado a solas en casa con su familia, que
había sangre de su mujer sobre él, que estaba armado, que había estado
bebiendo mucho, y que se había vuelto loco y las había asesinado a las tres.
Pasaría el resto de su vida en la cárcel. Tal vez apelando una y otra vez
una pena capital, quizá sólo en una penitenciaría de máxima seguridad con
un puñado de personas a las que había puesto a la sombra él mismo. Cada
vez que se fuera a dormir, cada vez que entrara en la ducha o saliera al
patio, estaría esperando que le clavaran una puñalada en la espalda con un
cuchillo de fabricación artesanal, o que un brazo fuerte o una cuerda de
tender la ropa se cerrara en torno a su cuello.
Entre tanto, el verdadero asesino quedaría libre. Nadie creería la versión
de Andy de lo que había sucedido allí. Si lo creían, de todos modos
inculparían a Andy para encubrir la verdad.
De algunas cosas, simplemente no podía hablarse.
—Déjala, Andy. —Dan hizo un gesto descendente con su arma—. No
voy a repetírtelo.
Se tenían en jaque el uno al otro.
—Que te jodan, Dan.
Andy hizo fuego con la Glock.
El disparo le dio a Dan en la mano. Saltaron trozos de carne y manó una
fuente de sangre al tiempo que su pistola salía volando. El ayudante de
Flores lanzó un alarido de dolor.
—¡Mierda! Andy, Dios…
—Lo siento, Dan.
Dan se lanzó hacia la pistola manoteando con la mano izquierda. Andy
volvió a disparar, y esta vez acertó a la pierna de Dan. Éste volvió a
maldecir cuando la pierna se dobló bajo su peso.
—Jesús… Andy… ¿Por qué has…?
—Habría podido matarte, Dan. Si hubiera hecho lo que tú crees que he
hecho, no habría vacilado. Pero no voy a matarte. Cuando me haya
marchado, llamaré al uno nueve uno para pedir asistencia médica para ti.
Dan se retorcía en el suelo, cerca de un roble. Andy se le acercó, alejó
un poco más la pistola de Dan de una patada y se metió la suya en la
pistolera. Le quitó a Dan las esposas que llevaba en el cinturón, hizo que el
agente rodeara el roble con los brazos, y lo esposó por ambas muñecas.
Dan, débil a causa del shock y la pérdida de sangre, apenas si opuso
resistencia.
—Yo no las maté, Dan. Sé que no te importa, pero quiero que lo sepas.
—¿Quién lo hizo entonces, Andy? —farfulló Dan, con los dientes
apretados, respirando trabajosamente—. Tú eras el único que estaba aquí. Si
tú no fuiste, ¿quién, entonces?
—Paul Norris. Sí, ya sé que no me crees. No me importa. Fue él.
—Norris está muerto —dijo Dan Bradstreet.
—¿Lo ves? Te lo he dicho. —Andy sacó la Glock de la pistolera, la
cogió por el cañón y golpeó al agente en la frente con la culata; el otro se
desplomó hacia adelante, sujeto sólo por las esposas.
Andy había prometido llamar al uno nueve uno y lo haría.
Pero antes necesitaba una buena ventaja.
Y con la sangre de su familia secándose, aún pegajosa en las manos,
Andy Gray corrió para salvar la vida.
Fragmento de 30 días de noche, de Stella Olemaun
Detesto rememorar la matanza de aquellas noches. He tenido demasiadas
pesadillas desde entonces. Dormida y despierta.
Barrow fue dominado con tanta rapidez que Eben y yo apenas si
tuvimos tiempo para reconocer la culpabilidad de no ser capaces de
proteger a los ciudadanos. Éramos unos completos inútiles ante nuestros
atacantes. No eran ni más ni menos que máquinas de matar; veloces,
incansables, y despiadados en su búsqueda de sangre, sin que el hecho de
asesinar a un niño pequeño les importara más que el de asesinar a cualquier
otro.
Su fuerza era increíble, tal vez sólo comparable a su brutalidad. Vi
extremidades arrancadas sin esfuerzo de la articulación, y hombres adultos
derribados por lo que parecían ser niños.
Durante las primeras noches nos limitamos a escondernos dondequiera
que podíamos, casi congelados, y usamos los espacios de debajo de las
casas elevadas del suelo como sendero para desplazarnos, fuera de la vista
de los vampiros. Aquí digo vampiros, así de claro, porque hacia la segunda
o tercera noche ya no había manera de negar lo que eran esas criaturas.
Cuando corría a socorrer a la hija de una mujer que daba clases en la
escuela elemental de Barrow, lo vi de primera mano, una vez más.
Estaba escondida detrás de unos barriles de arena que había apilados a
lo largo de un costado del bar Ikos mientras buscaba comida y
supervivientes. No hallé ninguna de las dos cosas. En cambio, me encontré
con la escena más horripilante que me perseguirá durante el resto de mis
días: dos de ellos, un hombre y una mujer, despojaron de toda su ropa a la
indefensa Kylie Grace, de once años, allí, en el gélido frío, y luego se
turnaron para arrancarle con los dientes trozos de carne que chupaban para
sorber la sangre. Sólo cuando los aterrados alaridos de Kylie se
transformaron en sollozos agónicos, le mordieron la arteria principal del
cuello y le drenaron la sangre. Después se la pasaron del uno al otro como
si fuera un porro, presionando con una mano la herida de la que manaba un
chorro de sangre, hasta que los sollozos cesaron y el cuerpo quedó laxo.
Pero no acabó allí.
Cuando los vampiros hubieron acabado, retorcieron la cabeza de Kylie
hasta que el cuello se rompió, y mientras uno sujetaba el cuerpo, el otro le
arrancó del todo la cabeza, que arrojó a la nieve, tras lo cual ambos
continuaron adelante, riendo y hablando en un idioma que yo no entendía,
tal vez alemán.
Lloré detrás de esos barriles, sin moverme durante sabe Dios cuánto
tiempo, mientras me roían el frío y la desesperación.
A mi alrededor, desde una distancia tan cercana como unos pocos
metros hasta un punto tan lejano como la periferia del poblado, se oían los
sonidos de la matanza.
Gritos de súplica y alaridos de dolor.
Muy de vez en cuando oía disparos, pero nunca durante mucho rato y,
por lo general, iban seguidos de gritos horribles, como si, suponía yo, el
tirador hubiera sido desarmado y asesinado para drenarle la sangre.
Requirió esfuerzo, pero reuní fuerza y valor y me aventuré a salir de
detrás de los barriles. Hacía un frío gélido. Recorrí varias manzanas por
debajo de las casas, deteniéndome entre los edificios para escrutar las
calles. Si los veía, cambiaba de dirección y daba un rodeo en torno a ellos.
Había visto escenas del crimen en mi vida, pero nada que pudiera
prepararme para las hectáreas de carnicería de que fui testigo.
Había calles enteras que parecían pintadas con una gruesa capa de
sangre, como si se hubiera usado una manguera para esparcirla. Mi
agonizante ciudad estaba sembrada de cadáveres que, en todos los casos,
estaban decapitados.
Aquellos asesinos hijos de puta se alimentaban de la gente, la
torturaban, y luego, después de haberle drenado la sangre… le arrancaban la
cabeza.
Pasarían semanas antes de que entendiera el porqué de esto último.

Cuando me encontraba con un muro de nieve que se interponía en mi


camino hacia Eben, me desviaba para pasar con sigilo por dentro de las
casas, a pesar de saber con qué escenas podría encontrarme.
Sobre todo se veían signos de lucha y casas vacías. En un caso hallé la
vivienda completamente desierta de vida, con comida servida en la mesa,
intacta. ¿Se habrían marchado a tiempo y escapado de los vampiros… o
habrían hallado el mismo fin que todos los otros que intentaban huir?
Regresé junto a Eben tras haber pasado horas fuera. Estaba acurrucado
en el pequeño sótano de la caldera que había en la comisaría… y no se
encontraba solo.
Preocupado por mí, se había aventurado al exterior. No me había
encontrado, pero había localizado a cuatro personas que estaban ocultas
debajo de unos coches, y las había llevado a nuestro humilde refugio.
Al parecer, todos tenían la misma historia para contar. Estaban ocupados
en las habituales tareas de preparación para el largo período de oscuridad y
frío, reforzando el aislamiento, limpiando la nieve de debajo de las casas,
cuando, de repente, oyeron sonidos de violencia. Y luego fue como si el
mundo se hubiera vuelto loco.
Sam y Lucy Ikos estaban allí, con nosotros. Ambos eran propietarios del
Ikos Bar and Diner, que dirigían juntos. Los dos se hallaban con Eben
cuando regresé, pero Lucy estaba gravemente herida, con un desgarrón tan
profundo a lo largo de una pierna que se le veía el hueso.
Lucy nos contó cómo los vampiros habían atacado el bar igual que si
fueran comandos invasores. Habían parado el generador portátil para apagar
todas las luces y bloqueado la puerta delantera. Luego, mientras los
clientes, junto con Sam y Lucy, eran ganados por el pánico en el interior, los
chupasangres habían descendido a través de la claraboya.
Sam se había valido de una escopeta para lograr escapar con su esposa,
pero los demás no habían tenido tanta suerte. Cuando Sam huía con Lucy,
oyó a algunos de los hombres más duros que había conocido gritar por su
vida antes de ser asesinados.
Lo que nosotros no sabíamos era cómo había sido herida Lucy. Sam
sospechaba que había sido con un trozo de vidrio o de metal cuando huían.
Eben y yo no estábamos tan seguros. La herida estaba limpia salvo por un
poco de tierra y hebras de tela, pero tenía una forma extraña, una hilera de
cortes profundos. Ni Eben ni yo dijimos nada, pero estábamos bastante
convencidos de que a Lucy Ikos la habían mordido.
Nos ocupamos de la herida lo mejor que pudimos, y le dimos whisky
para ayudarla a dormir.
Eben y yo nos turnábamos para hacer guardia. Había una sola puerta
que bajaba hasta el reducido sótano, además de dos pequeñas ventanas,
situadas en lo alto y cubiertas de nieve. La puerta era una trampilla que
quedaba oculta bajo los escombros de la comisaría destruida. Suponíamos
que si los invasores iban a echar un vistazo, les parecería que el lugar ya
había sido saqueado. Eben solía abrir un pequeño agujero en la nieve ante
una de las ventanas y vigilaba la calle durante horas y horas desde el nivel
del suelo.
Esa noche, después de mi regreso, Eben y yo nos agachamos cerca de la
pequeña ventana mientras los otros dormían.
—Vi cómo mataban a Kylie Grace, cuando estaba fuera —le dije.
Eben me miró y se mordió el labio inferior.
—Jesús.
—No hay nada que podamos hacer, cariño —dije—. Mantenernos con
vida y mantener a salvo a tanta gente como podamos… es lo máximo que
está en nuestras manos.
Eben me miró.
—¿De verdad crees eso, Stella? —preguntó.
Miré a mi marido a los ojos, buscando el miedo que yo sentía en mi
interior, el que había visto antes en ellos, pero no estaba allí. Eben no tenía
miedo de nada. Lo único que vi en ellos fue frustración, como la que
sentiría un niño que, por muy fuerte que fuera, se encontrara con que un
matón más grande podía con él.
Al fin respondí, un poco avergonzada, pero sólo porque era la verdad.
—Sí… sí, lo creo.

Esa noche, Lucy Ikos murió en brazos de su marido.


Su suave rostro bondadoso perdió de repente todo rastro de quien había
sido, y sus ásperas manos de trabajadora se cerraron en puños. Yo acudí
junto a Sam e intenté consolarlo, pero mi intención era alejarlo del cuerpo
de su mujer por si acaso había alguna sorpresa.
Cuando alejaba suavemente a Sam del cuerpo, vi que los puños de Lucy
se abrían, y que Eben tendía las manos hacia un hacha que reposaba sobre
unos ganchos que había en la pared posterior, cerca de la segunda ventana.
Sam reparó en lo que sucedía y comenzó a sollozar, pero no intentó detener
a Eben.
Me parecía increíble lo mucho que ya habíamos llegado a aceptar una
cosa que apenas unos días antes nos habría resultado imposible de imaginar
siquiera.
Reuní a Sam y los otros supervivientes en un rincón, alejados del sitio
en que Eben se encontraba de pie, esperando.
Mientras Eben preparaba el hacha y Sam ocultaba el rostro entre las
manos, los párpados de Lucy se abrieron con brusquedad, y los ojos que
vimos ya no eran los de ella. Eran casi completamente blancos, con pupilas
diminutas como cabezas de alfiler que de inmediato se clavaron en Eben.
El hacha cayó y la cabeza de Lucy se separó del cuerpo antes de que
ella pudiera emitir sonido alguno y transmitir nuestra posición a los otros.
14
Andy Gray estaba bien jodido.
Al FBI no le gustaban las personas que disparaban contra sus agentes,
aunque sólo fuera en una mano y una pierna. En especial, si la mencionada
persona ya había atacado a un superior y desobedecido órdenes directas.
Irían tras él sin escatimar esfuerzos. Estarían cabreados. No repararían
en gastos para perseguirlo hasta capturarlo.
Y tal vez peor que todo eso era el hecho de que necesitaba visitar la
oficina de Sacramento antes de marcharse de la ciudad. Era una locura.
Pero tenía que descubrir qué sabía el FBI, y no había ninguna manera mejor
de hacerlo.
Había registrado los bolsillos de Dan Bradstreet en busca de las llaves
de su coche. Y ya puestos a ello, también le había cogido el teléfono móvil.
Al salir por la puerta delantera de su casa vio el coche del agente aparcado a
media manzana, un Ford Crown Victoria plateado. Llevaba en el bolsillo las
llaves de su propio Camry, y había cogido el juego que Mónica guardaba en
el bolso. No había manera de saber si algún vecino había llamado ya a la
policía después de oír los disparos del arma de Andy. No había manera de
que todo eso pudiera acabar bien, pero no tenía tiempo para intentar
encubrir los asesinatos de Mónica y las niñas, ni de hallar una manera de
demostrar su propia inocencia. Lo máximo que podía hacer era
enlentecerlos a todos, asegurarse de que Dan no pudiera hacer un informe
antes de que él hubiera tenido tiempo de huir.
La luna estaba saliendo para cuando llegó a la oficina. La Agencia
estaba abierta veinticuatro horas al día siete días por semana, por supuesto,
pero por las noches sólo trabajaba una dotación mínima. Andy aparcó el
Crown Victoria de Dan en su propia plaza, cerca del límite oeste de la zona
de aparcamiento, bajo un frondoso roble que proporcionaba sombra donde
cobijarse del despiadado sol de los ardientes veranos de Sacramento. Había
dedicado unos pocos minutos, antes de salir de casa, a componer su aspecto
y ponerse un traje limpio. También había cargado un par de armas y varias
cajas de munición en el profundo maletero del Crown Victoria, además de
un bolso de viaje con ropa interior limpia, prendas de recambio y un
neceser básico.
Había tocado fondo. Borracho durante días, fumando como un demonio,
sin hacer caso de su mujer y sus hijas. Eso ya era bastante malo.
Haber permanecido dormido mientras las asesinaban era aún peor.
Paul Norris había estado en su casa. Sabía que Andy estaba haciendo
caso omiso de la advertencia implícita en la muerte de Angélica Foster. Tal
vez no era capaz de matar a Andy. Habían sido íntimos amigos, y tal vez la
trayectoria de maldad que seguía Paul aún no había llegado al punto en que
no tendría ningún problema en matar a un amigo.
Pero matar a Mónica, Lisa y Sara… Hasta la desaparición de Paul,
Andy había sido un marido y padre devoto. Un poco demasiado enfrascado
en su trabajo, tal vez, como millones de otros hombres estadounidenses.
Pero había querido a Mónica y a las niñas. Una parte de él esperaba con
anhelo el día en que podría jubilarse de la Agencia para pasar más tiempo
con Mónica. Viajar, tal vez. Comprar una autocaravana y ver Estados
Unidos sin mirar a través del prisma de la aplicación de la ley, sin verlos a
todos como víctimas o maleantes potenciales. Las niñas ya serían mayores
por entonces, por supuesto, y tal vez tendrían familia propia. Nietos.
Andy se mordió el labio inferior. Ahora necesitaba conservar la
serenidad, no quería que los ojos volvieran a llenársele de lágrimas ni dejar
que la congoja lo dominara. Ya habría tiempo más que suficiente para llorar
las muertes de su familia más tarde… aunque esperaba que no fuera en el
interior de una celda, en la cárcel.
Se miró en el espejo retrovisor. Le vendría bien una ducha, decidió.
Tenía algo de sangre en el pelo. «Nadie va a mirarme con tanto detalle…
espero».
Sus objetivos estaban cambiando. Al principio, todo se centraba en
encontrar a Paul. Ahora, esa prioridad había descendido uno o dos
peldaños. Tenía que averiguar qué le había sucedido a su compañero, y, tal
vez más importante, tenía que sacar a la luz la verdad sobre los vampiros.
Y luego tenía que matar a Paul Norris.
La puerta principal, acristalada, era cerrada con llave después de las seis
de la tarde. Andy avanzó hasta ella, sabedor de que lo veían a través de las
cámaras. Alzó su identificación hacia la cámara y sonrió. En menos de un
minuto, la silueta de Earl Pombro se acercó a la puerta, y se hizo más nítida
al aproximarse al cristal. Pelo gris, uniforme gris, pistola enfundada al lado.
Le hizo un gesto de asentimiento a Andy, y abrió.
—¿Trabajando hasta tarde?
—Así es, Earl. Últimamente he pasado tanto tiempo en Los Ángeles que
tengo papeleo que poner al día. —Earl no podía saber que lo habían
suspendido a menos que se hubiera emitido una alerta. Eso sucedería en
cuanto Dan Bradstreet se pusiera en contacto con el subdirector Flores, así
que Andy tenía que salir de allí antes de que eso ocurriera—. ¿Y tú qué tal?
¿Todo bien? —preguntó Andy, cordial.
Earl dedicó un momento a considerar la pregunta, apretando los labios
uno contra otro como si intentara aplastar algo entre ellos.
—Sí, supongo que sí —dijo, cuando Andy ya había comenzado a pasar
ante él—. A mi mujer se le ha pasado por fin la manía de la dieta baja en
carbohidratos, gracias a Dios.
—Pues vigila el colesterol y come verduras —le respondió Andy por
encima del hombro. Un minuto más tarde subía en el ascensor hacia su
despacho del tercer piso.
El lugar le pareció extraño al entrar en él. La luz de la luna penetraba
por las grandes ventanas. El ordenador estaba en su sitio de siempre, el
teléfono, un anticuado bote de madera del que asomaban bolígrafos,
lapiceros y una regla de quince centímetros. De todos modos, hacía tanto
que estaba fuera y le habían pasado tantas cosas en los últimos días, que
aquel entorno era como un remanente de otra vida, o como el plato de una
película que hubiera visto muchas veces.
Encendió la luz cenital, que acabó con las sombras y le permitió respirar
con mayor tranquilidad.
No había pensado seriamente que Paul pudiera estar esperándolo allí
dentro, pero todo era posible. O eso parecía. Cuando más sabía, más
entendía que no podía descartarse nada. El mundo estaba tan preñado de
misterios que el estrafalario semanario Weekly World News probablemente
se ajustaba más a la realidad que The New York Times.
Se sentó en la silla del escritorio y puso en marcha el ordenador. Era un
viejo PC que funcionaba con una versión de Windows que hacía mucho que
se había quedado obsoleta para el resto del mundo. El FBI se había
embarcado en una importante reinvención tecnológica propia después del
11 de septiembre. Las mejoras no habían llegado aún a Sacramento; el
portátil que había comprado hacía dos años era mucho más avanzado que el
ordenador de sobremesa de la oficina. Y aunque Washington había estado
gastando millones, al parecer los habían gastado en los equipos
equivocados, lo que había resultado en un pequeño escándalo a causa de su
incapacidad para cubrir las necesidades de la recogida de datos del nuevo
rostro de la inteligencia estadounidense.
Sin embargo, el ordenador trabajaba en red local, y desde allí Andy
podía revisar los archivos de California. Le resultaba un poco absurdo no
poder entrar en el sistema de Washington, o en el de otros estados. Si se
producía un robo de un banco en Fresno, por ejemplo, y él sospechaba que
estaba relacionado con una serie de robos que se habían producido en
Philadelphia, tendría que llamar por teléfono a la oficina de Philadelphia, o
enviarles un correo electrónico para pedir los expedientes, en lugar de poder
sacarlos directamente desde su despacho. Eso era algo que la Agencia tenía
planeado cambiar, cuando se pusieran a ello.
Le sorprendió un poco descubrir que su contraseña de seguridad aún
funcionaba. Bastante increíble, de hecho. Otra cosa que sería revocada en
cuanto Dan Bradstreet despertara y lograra librarse de las esposas. Andy
sonrió. Estaba dentro de los archivos de California. Ahora sólo tenía que
dilucidar cómo encontrar lo que estaba buscando.
Probó buscando la palabra «vampiro».
Nada. ¿Qué esperaba?
Pero si los vampiros habían estado por ahí durante siglos —o aunque
sólo fueran décadas—, la Agencia tenía que haberse tropezado antes con
ellos. Esos encuentros tenían que figurar en los archivos de alguna parte.
¿Debía buscar «chupasangre»? ¿«Drácula»? ¿«Colmillos»?
Al final se decidió por la palabra «sangre».
Millones de resultados. Por supuesto.
Añadió las palabras «vacío», «desangrado» y «mordisco».
Premio gordo. El sistema sólo le dio veintidós resultados que contenían
las cuatro palabras.
Leyó cada uno de ellos palabra por palabra. Se detuvo después del
tercero para desperezarse, frotarse los ojos, e ir a buscar un vaso de agua a
la cocina. Estaba deshidratado, tenía un dolor sordo en la cabeza, el
estómago aún revuelto, y la congoja volvía a inundarlo. Milagrosamente,
había empezado a sentir hambre, cosa que interpretó como una buena señal.
No tenía tiempo para comer. Volvió al ordenador y continuó leyendo.
Con lentitud, poco a poco, comenzó a emerger un esquema. Como
sucede con esos grandes dibujos compuestos de cientos o miles de
diminutas imágenes, reunidas todas de una determinada manera. De cerca
uno puede ver las pequeñas imágenes, pero cuando uno se aleja lo
suficiente se hace visible el dibujo general.
Ahora Andy tenía unas cuantas de esas pequeñas imágenes, aunque no
el dibujo grande. Aún no.
Anotó algunos nombres que aparecían más de una vez. Fredrik. Charles
Wildmon Taylor. Brewster. Henrietta Lowrey. Vicente. Marilyn Corle.
Algunos lugares también aparecían en múltiples casos. Andy anotó los
siguientes: Broussard, Louisiana; Chamblee, Georgia; Barrow, Alaska;
Tirgu Mures, Rumanía; Andresy, Francia; Rosario, Argentina.
El FBI había investigado extrañas matanzas en numerosas ocasiones a
lo largo de su breve existencia. Catorce de los expedientes que leyó no le
sirvieron de nada, ya que sólo eran casos en los cuales las palabras que
había buscado aparecían por casualidad. Pero el resto de ellos parecían
relacionados.
La palabra «vampiro» era meticulosamente evitada, pero la
trascendencia resultaba obvia. Víctimas halladas con heridas en el cuello.
Desangradas. Ataques acaecidos durante la noche. Sin testigos
supervivientes.
En un par de ocasiones, los cuerpos habían desaparecido varios días
más tarde de iglesias o funerarias. En un caso se había desvanecido un
cuerpo enterrado cuya sepultura parecía haber sido excavada desde abajo.
En cada uno de estos casos, algún alto cargo de la Agencia había creído
necesario recordar a los agentes que los investigaban que mantuvieran en
secreto sus hallazgos.
Dos de los casos eran diferentes del resto, y Andy los leyó y releyó con
interés, para luego imprimirlos. En esos casos, separados por dieciséis años,
los agentes habían interrogado a sospechosos de asesinato. Los asesinos
habían decapitado a sus víctimas, en ambos casos personas con las que no
tenían ningún tipo de vínculo personal. Ambos habían insistido en que las
propias víctimas eran asesinos (una vez más brillaba por su ausencia la
palabra «vampiro»; «monstruo» era la que se usaba en su lugar). En el
informe más reciente, de hacía siete años, el asesino había afirmado que esa
víctima era sólo la última de una cadena de nueve, todos los cuales habían
sido asesinos en serie a los que era necesario cortarles la cabeza con el fin
de salvar vidas inocentes.
Más significativo aún, afirmó formar parte de una acción organizada.
«¿Algún tipo de milicia antivampiros?». Andy registró a fondo los
archivos pero no pudo hallar ninguna otra referencia al respecto.
Sin embargo, hubo otra frase que surgió ante sus ojos:
«Operación Rojo Ensangrentado».
Sin definición ni explicación.
Cuando Andy intentó buscar la frase, apareció una ventana de
advertencia que lo desviaba a Washington. Al parecer, con independencia
de lo que fuera la operación Rojo Ensangrentado, estaba clasificada hasta
los más altos niveles.
Andy miró el reloj del ordenador. Las diez y cuarto. Dan Bradstreet
debería despertar dentro de muy poco. Si no podía librarse de las esposas
por sí mismo, podría comenzar a gritar. Alguien acudiría a ayudarlo; el
vecindario de Andy era cordial, el tipo de lugar donde la gente se conocía
entre sí, se organizaban fiestas entre los vecinos de cada manzana, y se
celebraban mercadillos multifamiliares.
La una y cuarto en Washington. Eso estaba bien. Andy llamó y logró
que fueran pasando la llamada hasta que tuvo al teléfono a la agente
especial Yolanda Friese.
—Estoy trabajando en un caso de aquí y he tropezado con algo llamado
operación Rojo Ensangrentado —le dijo—. Al parecer, está clasificado por
encima de mi nivel, pero quiero asegurarme de no meterme en la
investigación de alguien más ni fastidiar la operación encubierta de nadie.
Si pudieras darme la información básica del asunto para que sepa de qué
debo mantenerme apartado, te lo agradecería.
—No estoy al tanto de ninguna operación con ese nombre —dijo
Yolanda Friese—, pero echaré un vistazo a ver qué puedo averiguar.
—Te lo agradecería —respondió Andy. Esperó mientras ella tecleaba y
lanzaba exclamaciones de sorpresa.
—Lamento… lamento no poder contarte mucho —declaró—. La mayor
parte está clasificado incluso por encima de mi nivel. Pero… —rio entre
dientes—… parece el apelativo de una organización secreta de…
cazavampiros.
Andy soltó una risa forzada.
—Eso tiene que ser una broma, ¿verdad?
Yolanda vaciló.
—La Agencia no es conocida por su sentido del humor —replicó—. Ni
por tener una imaginación hiperactiva. Sólo estoy contándote lo que puedo:
un grupo de cazavampiros y vampiros. Y ahora sólo estoy conjeturando,
pero supongo que la Agencia estaba intentando determinar si los vampiros
eran reales. Ya sabes, como esos estudios de la Fuerza Aérea sobre ovnis.
Es probable que clasificaran la operación porque habrían sido el hazmerreír
si el público se hubiera enterado.
—El hazmerreír —repitió Andy—. Eso es seguro. ¿Hay algo más que
puedas decirme?
—Eso es todo —afirmó Yolanda—. No sé en qué estás trabajando por
ahí, pero si apunta a la operación Rojo Ensangrentado, probablemente sería
mejor que le dieras carpetazo al asunto y pasaras a algo real.
—Eso haré —prometió Andy—. Y no te preocupes, que mantendré en
secreto toda ésta tontería. —Colgó el teléfono.
¿Una sociedad secreta? ¿Qué comprendía tanto a cazavampiros como a
vampiros? ¿Y la Agencia había estado al tanto de eso durante años pero lo
había mantenido en secreto?
Andy se quedó mirando el teléfono como si fuera una víbora de
cascabel que pudiera atacar en cualquier momento. Era casi increíble.
Salvo que no lo era. Por supuesto que la Agencia encubriría el asunto.
Es lo que hacía. Encerraban a los malos consagrados del momento, como
mañosos italianos, traficantes de droga o terroristas. Al resto los vigilaban
de cerca, pero en secreto. ¿A cuánta gente que ahora tenía más de cincuenta
años le había abierto expediente el FBI en la década de 1960, cuando
estaban en la universidad, por haber asistido a una manifestación o a un
concierto contra la guerra? ¿Cuántos se habían molestado en usar el Acta de
Libertad de Información para averiguarlo? La Agencia tenía tentáculos que
se extendían por todo el país, pero la mayor parte de lo que averiguaba
nunca lo llevaba ante un tribunal ni se lo revelaba al resto del mundo.
Ahora, al parecer, los vampiros también encajaban en ésa categoría.
Andy volvió a mirar el reloj. Las diez y treinta y seis. Tenía que salir de
allí. Antes de apagar, probó una cosa más, un pequeño truco que le había
enseñado un técnico en sistemas informáticos antes de que lo despidieran.
Un canal posterior para entrar en los archivos y ver quién más había estado
accediendo a ellos en los últimos tiempos.
Sólo apareció un nombre.
Paul Norris.
Andy volvió a descolgar el teléfono. ¡Sally! Acababa de recordarlo.
Durante su sopor alcohólico, Mónica había dicho que Sally no dejaba de
llamar. ¿Estaría preocupada por Paul? ¿Asustada? Tal vez él había andado
merodeando en torno a la casa, asustando a las niñas. Nicole pensaba que lo
había visto sobre un tejado.
Tal vez ya era demasiado tarde; quizá Paul había matado a su propia
familia, igual que a la de Andy.
Marcó el número de Sally. El teléfono sonó una vez, dos, tres. Luego se
oyó un chasquido y la voz de Sally.
—¿Hola?
De repente, la boca de Andy quedó tan seca como el desierto del
Sahara. No sabía qué decir. No sabía qué podía decir que tuviera sentido o
que pudiera ayudarla en lo más mínimo. ¿Advertirla de que tuviera
cuidado? Era inútil. Si Paul quería matarla, ¿cómo se suponía que iba a
salvarse?
Colgó.
Su mirada recorrió las notas que había tomado. Sabía que tenía poco
tiempo, que Dan Bradstreet ya habría recobrado el conocimiento con total
seguridad. Tenía que ponerse en movimiento antes de que lo atraparan allí.
No reconocía ninguno de los nombres que había escrito. Y sólo uno de
los lugares había surgido antes en el caso que llevaba entre manos.
Barrow, Alaska.
De algún modo, era el centro de todo. Conectaba todo lo demás. No
podía ir allí ahora. En primer lugar, dado que todo había empezado con el
caso Olemaun, si él estuviera persiguiéndose a sí mismo, ése sería el primer
lugar en el que buscaría.
Pero esperaba acabar allí arriba uno de estos días.
15
No habría podido decir qué lo puso en estado de alerta.
Andy se acercó a la ventana de su despacho y miró hacia la zona de
aparcamiento. Allí abajo todo parecía normal. No había muchos coches,
apenas unos cuantos, incluido el Crown Victoria que él le había robado a
Dan. Ni coches patrulla ni nada, aunque, por otro lado, eso llegaría después.
Primero lo retendrían allí mismo, en el edificio, y lo interrogarían. A los
polis sólo los harían intervenir después.
Aun así, había algo que le causaba una sensación extraña. ¿Quizá
nervios? ¿Un poco de hipersensibilidad? O tal vez sólo estaba alucinando a
causa de toda la situación.
En cualquier caso, Andy sabía que tenía que salir de allí, y ya. Recogió
los expedientes que había impreso y se encaminó hacia la escalera a paso
rápido. Antes de abrir la puerta, cambió de idea. Cualquier cosa fuera de lo
normal pondría en guardia a Pombro, si no lo habían alertado ya. Se
encaminó hacia el ascensor, pulsó el botón de llamada y aguardó con
ansiedad a que las puertas se abrieran. Tamborileó con los dedos sobre las
carpetas de los expedientes que sujetaba entre los brazos, ya que había
olvidado llevar un maletín.
Al fin llegó el ascensor. Vacío. Andy entró. Comenzaba a sentirse
aliviado; un descenso de dos plantas, unos pocos pasos hasta la puerta, un
apresurado «buenas noches» a Earl Pombro, y habría salido, sano y salvo.
Al llegar a la planta baja, las puertas se deslizaron hacia los lados y
Andy salió, con la espalda erguida, una sonrisa estampada en la cara, los
ojos fijos al frente.
Earl estaba al teléfono. Alzó la mirada hacia Andy y la apartó, pero
luego su cabeza volvió a girar como si estuviera montada sobre un pivote.
Tenía la frente y el labio superior perlados de sudor.
Andy aceleró el paso.
—Buenas noches, Earl —dijo al pasar ante el puesto de guardia.
Earl dijo algo en voz baja por el micrófono, y colgó.
Andy ya casi había llegado a la puerta. Reflejado en el cristal vio a Earl
que se levantaba, moviendo los labios, mientras su mano derecha bajaba
hasta la pistolera.
—Señor Gray —logró decir el guardia.
Andy empujó la puerta para salir y echó a correr. Cuando volvió a
cerrarse, supo que no tenía que preocuparse por la posibilidad de que le
dispararan por la espalda, al menos durante unos segundos. Los cristales de
todo el edificio eran a prueba de balas para proteger a la gente del interior,
aunque en este caso servían a un doble propósito.
Para cuando Earl llegó a la puerta y salió, Andy estaba deslizándose en
el asiento del conductor del sedán de Dan Bradstreet.
Puso en marcha el motor y vio que Earl giraba hacia él sujetando el
arma con ambas manos. Pero el gran roble se interponía en la línea de tiro,
y el guardia tuvo que correr por el paseo delantero en busca de un mejor
ángulo. Mientras lo hacía, Andy retrocedió para salir de la plaza de
aparcamiento, puso la marcha de avance del coche, y salió a toda velocidad.
Si Earl llegó a disparar una bala, Andy no la oyó.
Pero ahora era un fugitivo consumado. Ese hecho era innegable. Lo cual
significaba que tendría que obrar con inteligencia, o acabaría muerto.
Héctor Flores colgó el teléfono y soltó una maldición. Aunque era
bilingüe, siempre prefería maldecir en inglés. Sus duros sonidos guturales
hacía que los improperios parecieran mucho más contundentes que en
español.
Y en ese preciso momento sentía cada sílaba de lo pronunciado. Había
sido un día atrozmente malo.
Había asignado a Dan Bradstreet para mantener vigilado a Andy Gray.
Dan lo había hecho. Hasta un cierto punto. Pero, de algún modo, se había
perdido el momento en que Andy había asesinado a su propia familia.
Luego había permitido que Andy se hiciera con el control de la situación.
Andy lo había esposado a un árbol y se había llevado su arma y su coche.
En suma, una actuación nada estelar.
Y para rematar todo esto, Andy había entrado como Pedro por su casa
en su propia oficina y accedido a archivos clasificados. El único tipo a
quien Héctor había podido despertar en Sacramento era un guardia de
seguridad que, si Héctor tenía alguna influencia, estaría disfrutando de la
jubilación hacia finales de la semana. El guardia acababa de llamarlo para
decirle que Andy había salido del aparcamiento a toda velocidad.
Héctor volvió a descolgar el teléfono. Dan le había dicho que Andy se
había llevado su teléfono móvil junto con su arma y las llaves de su coche.
Por si acaso aún lo tenía, Héctor marcó el número. Sonó varias veces, y
luego oyó la voz de Andy:
—Seguro que es el subdirector Flores.
—Correcto, Andrew. Y dado que respondes a este teléfono, tenemos un
problema bastante grande.
—Ya sé que lo tenemos, Héctor —dijo Andy. «Parece cansado —pensó
Flores— pero no presa del pánico ni airado»—. Y ya sé lo que piensas, pero
yo no maté a mi propia familia. Sería incapaz de hacerlo.
—No sé qué pensar, Andy —respondió evasivo. «No trates de pillarlo
en nada. Deja que se delate él mismo».
—Simplemente piensa en que yo tenía razón antes. En lo que te dije
acerca de Paul.
—Andy, tienes que darte cuenta de lo absurdo que es eso. Los vampiros
no son algo por lo que se preocupe el FBI, ni nada en lo que crea yo
personalmente.
—En cuanto a la primera parte, Héctor, si no crees que la Agencia se
preocupe por los vampiros, echa un vistazo más atento. Excava un poco en
la operación Rojo Ensangrentado, y luego me lo repites. —Su voz subió de
tono, al inundarlo la emoción—. Y lo que tú creas personalmente carece de
importancia. Mi esposa, mis hijas… A sus cuerpos les habían drenado toda
la sangre, Héctor. ¿Adónde ha ido a parar? ¿Quién podría hacer algo así
salvo uno de esos monstruos?
—Mira, Andy, estás pasando una mala época —le dijo Héctor. Intentaba
hablar con tono paternal, tranquilizador—. Necesitas ayuda. ¿Por qué no
vienes para que podamos resolver todo esto?
Andy soltó un resoplido que podría haber sido una risa.
—Debo de estar perdiendo la cobertura, Héctor —dijo—. No te oigo
bien.
—Andy, vamos. Ya sabes cómo tiene que acabar todo esto. O vienes
aquí y hablamos, buscamos una manera de resolver las cosas a satisfacción
de todos, o te conviertes en un fugitivo. Has estado en la Agencia durante el
tiempo suficiente como para saber que no hay modo de escapar de nosotros.
No sólo de nosotros, sino… Demonios, Andy, tenemos tres cadáveres. La
policía de la ciudad va a querer participar en esto. Y también la policía
estatal. Si no te entregas tú mismo, tienes todas las posibilidades de ser
perseguido. Preferiría verte aparecer de una sola pieza.
Se produjo un largo momento de silencio, como si Andy estuviera
considerando la sugerencia. Pero se prolongó demasiado. Héctor pronunció
el nombre de Andy un par de veces. Luego, el tono de línea desocupada
sonó en su oído.
Andy se había quedado sin cobertura o había colgado.
Lo que significaba que Héctor tendría que sufrir la indignidad de emitir
un aviso a todas las unidades para que buscaran a un agente que, aunque
sólo fuera de manera temporal en ese momento, estaba asignado a su
oficina. Si fuera sólo el hecho de que Andy anduviera por ahí,
descontrolado, chillando que había vampiros, no sería un problema tan
grande. Podría mantener el asunto en familia, hacer que se ocuparan de
Andy discretamente. Pero, como le había dicho a Andy, había tres
cadáveres, incluidos los de dos niñas, hallados en su casa, y Dan Bradstreet
juraba que nadie había entrado ni salido salvo Andy Gray. La policía de la
ciudad exigiría participar. Puede que incluso se enterara la prensa, aunque él
invocaría la seguridad nacional tanto como pudiera para evitar que eso
sucediera. La prensa se había vuelto bastante sumisa en ese tipo de cosas.
Héctor soltó un suspiro y volvió a descolgar el teléfono.

Andy sabía que tendría que desprenderse del Crown Victoria de Dan antes
de que pasara mucho tiempo. Era probable que ya estuviera transmitiéndose
el número de placa y la descripción del vehículo a todas las fuerzas del
orden público que se encontraran a ochocientos kilómetros a la redonda.
Estaba saliendo a toda velocidad de Sacramento, en dirección nordeste
por la interestatal 80, hacia Reno. Sabedor de que controlarían sus cuentas
bancarias pero que no sorprendería a nadie que aún continuara en la ciudad,
había pasado por un cajero automático cercano a la incorporación de la
interestatal 5 en dirección sur, para dar la impresión de que se dirigía a
Stockton o a Los Ángeles. Allí sacó el máximo de trescientos dólares que
podía darle la máquina. Si el banco hubiera estado abierto, habría entrado
para retirarlo todo, pero no quería quedarse dando vueltas por la ciudad
hasta las diez de la mañana. Arrojó por la ventanilla el teléfono móvil de
Dan, cerca del cajero, y dio media vuelta para dirigirse a la 80.
En lugar de relajarse mientras Sacramento se alejaba y Nevada se
acercaba, se sintió cada vez más inquieto. Tenía las palmas de las manos
empapadas y no dejaba de secárselas en los pantalones para poder sujetar
bien el volante, aunque le temblaban como las de un enfermo de Parkinson.
Cada kilómetro que se deslizaba por debajo de las ruedas parecía
reiterar los tremendos problemas en que estaba metido.
Si lo atrapaban, Héctor Flores se aseguraría de que lo juzgaran por el
asesinato de su familia. El hecho de que hubiera un agente del FBI
vigilando la casa, y con pruebas más que suficientes para demostrar que
Andy había tocado a todas las víctimas —por no mencionar la bebida, el
ataque a un superior y el comportamiento errático—, era suficiente para que
lo condenaran con total seguridad.
Ansiaba tener a alguien a quien poder llamar, alguien a quien poder
confesarle sus miedos.
Pero no tenía a nadie.
Con Paul transformado, la Agencia persiguiéndolo, y Mónica y las
niñas muertas, su sistema de apoyo se había desmoronado.
Estaba tan solo en el mundo como podía estarlo un hombre.
Aferró el volante para impedir que le temblaran las manos y descubrió
que sentía el sabor del alcohol en la lengua, un recuerdo fantasmal que hizo
que el ansia de beber volviera con creces. Sólo un sorbo para enjuagarse la
boca, sentir el sabor, sentir cómo le quemaba las mejillas por dentro, ni
siquiera tenía que tragarlo…
Se sorprendió observando la autovía en busca de una gasolinera que
tuviera una tienda en la que vendieran licores y tabaco —el deseo de
nicotina era casi tan fuerte como el de alcohol—, y golpeó el volante con
fuerza con la mano derecha. Esa manera de pensar no iba a ayudarlo. Sólo
acabaría con él borracho en un motel que el FBI tendría rodeado hacia el
final del día. Permanecer sobrio era la única manera de conservar la
agudeza mental.
Perder esa agudeza conduciría a su muerte.
El horizonte oriental se había vuelto gris para cuando se detuvo en un
edificio de aparcamiento situado detrás de Harrah’s. Cruzó andando el
puente de entrada al casino y salió por la puerta más cercana. Dos manzanas
más adelante, prácticamente aún a la sombra de Harrah’s entró en una
pequeña imprenta: Nat’s Reni Redi-Print.
Natan Cebulski apartó la mirada de la pantalla de ordenador que había
detrás del mostrador y le ofreció a Andy una sonrisa falsa. Era un
hombrecillo de pelo oscuro mal peinado en un fallido intento de ocultar una
zona calva, una impresionante nariz, y pequeños ojillos como perlas negras
que parecían haber sido sacados de una cabeza mucho más pequeña.
—Agente especial Gray —lo saludó al tiempo que se levantaba—. Esto
sí que es una sorpresa. He mantenido limpia la nariz.
—Ahórrate el rollo —dijo Andy, alzando una mano para cortar el
torrente de mentiras que iban a salir por la boca de aquel hombre—.
Necesito que hagas algo por mí.
Una de las cejas de Nat ascendió por su frente como una oruga que
reptara de lado.
—¿Por ti? —En un mueble que tenía detrás había una cafetera sobre un
calentador que inundaba la tienda con su hedor alquitranado. Nat siempre
había sido madrugador; se iba a la cama a las ocho y media y abría la tienda
a las cinco y media de la mañana. El horrible café que preparaba le daba
energías durante el resto del día.
Andy sabía que Natan Cebulski hacía documentación falsa en su tienda
para una variada serie de delincuentes. Dejaba que continuara operando
porque, a veces, en un apuro, Nat podía dirigirlo discretamente hacia un
malhechor desaparecido a cambio de su discreción. Ahora que él mismo
tenía necesidad de desaparecer. Andy se alegraba de haber hecho la vista
gorda con Nat.
—Así es —replicó Andy, y cruzó los brazos sobre el pecho. No pensaba
dar más explicaciones, y Nat sabía que era mejor no preguntar—. Usa el
nombre de Andrew Hertz. Mi fotografía y mis datos personales. Necesito
permiso de conducir, pasaporte, una tarjeta Visa, y un carné profesional del
FBI. Proporcióname una dirección en Los Ángeles o San Diego.
—¿Quieres que falsifique un carné del FBI?
—No actúes como si fuera la primera vez que lo haces, Nat.
—Hay cosas con las que intento no mezclarme.
Andy dejó caer sobre el mostrador su carné auténtico y su placa.
—Trabaja con esto.
Nat lo recogió con una mano.
—Vuelve mañana, en torno a esta hora —dijo.
—Respuesta equivocada —replicó Andy—. Esta vez tengo prisa.
Dispones de dos horas.
Nat le dedicó una mirada de pánico.
—Andy, tengo otros trabajos, otros compromisos, ¿sabes? No puedo
dejarlo todo sin más y…
—Claro que puedes. De hecho, ése era tu plan desde el principio. Dejar
el resto y hacer esto.
—Tengo que dejar listas unas invitaciones de boda, Andy. La madre
se…
—Esto es Reno —volvió a interrumpirlo Andy—. Aquí nadie envía
invitaciones de boda.
Nat parpadeó y se enjugó el sudor de la frente.
—Andy, entiendo que tengas prisa, de verdad, lo has dejado más que
claro, pero ya sabes que hago un trabajo artesanal de calidad. Si quieres lo
mejor, no puedes meterle prisas. Claro que podría tenerlo acabado dentro de
un par de horas, pero si quieres que sea aceptable, necesito dedicarle un
poco de tiempo.
—Nat —replicó Andy con calma—. Si estás aquí en lugar de en la
cárcel, es porque yo estuve dispuesto a mirar hacia otro lado unas cuantas
veces. Ahora necesito que hagas esto por mí, y no tengo tiempo para
quedarme dando vueltas por Reno esperando que lo acabes. Puedo darte
tres horas, pero eso es todo. Después, o bien recojo los documentos y me
largo con viento fresco, o tú irás de camino a cumplir una condena de diez
años en Nellis.
Nat volvió a parpadear, y asintió con la cabeza. «No tienes más que
ponerte duro con el tipo, y conseguirás lo que quieres». Andy miró su reloj.
—Volveré a las nueve y media.
Nat asintió con la cabeza mientras se inclinaba ante el ordenador para
ponerse manos a la obra.
En el exterior, el sol había superado el horizonte. Parpadeó y tuvo una
momentánea sensación de pánico porque no veía nada, y no sabía quién
podía haber ahí fuera, observándolo, esperando con las armas preparadas a
que saliera. Se volvió hacia la entrada en sombras y dejó que sus ojos se
adaptaran a la luz.
«Así va a ser a partir de ahora. Durante sabe Dios cuánto tiempo. Tal
vez para siempre. Esperando en todo momento lo peor, temeroso de cada
poli, de cada agente de la ley. Así se sentían los tipos que he encerrado
antes de que los atrapara».
Y tal vez peor era el hecho de darse cuenta de que los mejores días de
su vida se habían acabado de modo innegable. Con independencia de lo que
sucediera a partir de ese momento, nunca sería tan bueno como el pasado.
Nunca había querido a Mónica y a las niñas como debería haberlo hecho,
pero las había querido como podía, con toda la intención de compensarlas
en algún momento indeterminado del futuro.
Bueno, pues el futuro estaba allí.
Y ellas habían desaparecido.
Negó con la cabeza. La calle estaba despejada. Reno apenas había
despertado, y sólo vio un par de coches que se movían a manzanas de
distancia. Andy volvió con rapidez hacia el casino. Ocultarse allí era algo
que distaba mucho de ser ideal, pero al menos estaban acostumbrados a la
gente de paso; una cara desconocida a las siete de la mañana no haría que
nadie formulara preguntas, como podría suceder en otros lugares.
En el interior, jugadores de aspecto cansado jugaban con máquinas
tragaperras y máquinas de póker. Sólo funcionaba una mesa de dados, y dos
personas se encontraban sentadas ante sendas mesas de blackjack, donde
aburridos empleados lanzaban cartas hacia ellas. Andy bajó por los
pasadizos escalonados hacia un restaurante, encontró un reservado y pidió
un desayuno. Comió con lentitud mientras leía un periódico que alguien
había dejado en la mesa contigua. Cuando hubo matado cuarenta y cinco
minutos, dejó una pequeña propina y volvió a entrar en el casino. Metió un
billete de veinte en una máquina de vídeo de póker libre y jugó durante una
hora, ganando, perdiendo e inhalando el humo de los jugadores que
fumaban a su alrededor.
El humo hizo que tuviera ganas de encender un cigarrillo, comprar un
paquete de Camel.
Beber.
Sería tan fácil comprar una botella, pedir una habitación…
Resistió la tentación y metió otros diez dólares en la máquina.
Cuando se agotaron, se levantó y salió a la calle. El sol era ahora
todavía más brillante, y más caliente. Se quitó la americana, se la echó por
encima de un hombro, y recorrió a pie el perímetro del edificio de
aparcamiento. Estaba atento por si veía federales, miraba con detenimiento
el interior de cada coche para asegurarse de que no contenía un herido e
iracundo Dan Bradstreet, ni ningún otro que pudiera intentar hacer un
movimiento contra él.
Vio a dos borrachos que dormían la mona cada uno dentro de su coche,
uno de los cuales parecía vivir permanentemente allí. Vio a una pareja en
estado preorgásmico. Un hombre hablando por el teléfono móvil y una
mujer joven aporreando algo en un ordenador portátil. Un par de coches
salieron del aparcamiento mientras él caminaba, y unos pocos más llegaron.
Entró un Nissan Maxima azul con matrícula de Oregón, y de él bajó una
pareja de mediana edad que sacó el equipaje del maletero y echó a andar
hacia el Harrah’s.
Ni polis ni federales.
Volvió a bajar y rodeó la manzana. Al otro lado de la calle, enfrente del
local de Nat, había una tienda de empeños. Ver a la mujer con el portátil le
había recordado que él iba a necesitar uno, iba a necesitar algún medio para
mantenerse al día de lo que sucedía en el mundo. Entró en la tienda, dejó
caer el nombre de Nat, y obtuvo un trato razonable por un HP con wi-fi.
Hizo un cheque de su propia cuenta, y añadió diez mil dólares de más. El
propietario miró el talón por segunda vez, sorprendido, pero Andy le dijo
que llamara a Nat si tenía alguna pregunta. El tipo refunfuñó y entró en la
trastienda, de donde salió con el efectivo.
Andy se lo metió en el bolsillo delantero del pantalón. La cosa se
pondría cada vez más y más difícil, y ese día tenía que sacar de la cuenta
tanto dinero como pudiese. No importaba mucho que eso delatara el hecho
de que se había detenido en Reno; de todos modos descubrirían el coche de
Dan bastante pronto.
Pero a partir de allí era preciso que desapareciera del todo.
Volvió a la tienda de Nat a las nueve treinta y cinco. Los documentos
estaban listos, por supuesto, y los expertos ojos de Andy no detectaron
ningún problema. Andy dio las gracias al nervioso Nat («Es un placer hacer
tratos contigo… Y mantente alejado de problemas, ¿me oyes?») y regresó
al casino una vez más. Ante la ventanilla de una cajera, sonrió, sacó sus
nuevos documentos, incluido el del FBI, y compró treinta mil dólares en
fichas con su antigua tarjeta de débito. La cajera puso en cuestión los
nombres contradictorios, pero él le explicó con calma que los agentes del
FBI usaban habitualmente dos o más identidades, y la instó a pasar la tarjeta
por el lector. Lo hizo, y la cuenta continuaba abierta. Aprobada la cantidad,
le entregó las fichas.
Andy se llevó la bandeja a una mesa de blackjack donde jugó unas
pocas manos, todas las cuales perdió menos una. Pasados veinte minutos se
excusó, le dio un par de fichas de cinco dólares al empleado, y se dirigió
con la bandeja a una cajera diferente. Cuando salió del casino tenía más de
treinta y nueve de los grandes en los bolsillos.
Volvió al edificio de aparcamiento. El Maxima azul oscuro continuaba
en el mismo sitio. Por el equipaje que la pareja se había llevado al interior,
daba la impresión de que iban a quedarse unos cuantos días. Puede que
salieran más tarde para ir en coche a cenar o a algún otro sitio, pero también
podrían no salir de Harrah’s hasta que decidieran volver a su casa de
Oregón.
Esperaba disponer de unos días antes de que se denunciara el robo del
coche, pero aprovecharía lo que pudiera conseguir. Subió a buscar el coche
de Dan Bradstreet, bajó una planta y lo aparcó en la plaza vacía que estaba
convenientemente situada junto al Maxima. Con una útil caja de
herramientas que había en el coche de Dan, abrió el Maxima haciendo
palanca, y puso en marcha el motor. Forzó el maletero para trasladar a él
todas las armas y otras cosas que llevaba en el Crown Victoria. Después
cerró el coche de Dan y salió del aparcamiento en el Maxima.
Tenía que continuar en movimiento.
16
Andy Gray había desaparecido.
Paul Norris tenía muchísimas otras cosas en la cabeza y no quería
pasarse toda la vida —bueno, la no vida, o vida póstuma, o lo que fuera—
controlando los movimientos de su antiguo compañero. Lo único que había
querido era que Andy abandonara la investigación sobre vampiros, y
aunque éste no había hecho caso del primer mensaje que le había enviado,
estaba bastante seguro de que el último había sido alto y claro como el
cristal.
Mónica, flaca como un pollo, había resultado ser mucho más deliciosa
de lo que él había imaginado.
Le habría gustado saber dónde estaba Andy, pero tenía otras cosas de las
que ocuparse. Sentía más que nunca la urgencia de averiguar que conocía
con exactitud el mundo de los vivos acerca de los vampiros. Ahora sabía
que la Agencia había dedicado a investigarlos más esfuerzos de los que
estaba dispuesto a admitir. Cabía suponer que no eran los únicos. Pero
¿compartían su información con otras fuerzas del orden o agencias
gubernamentales? Improbable. La Agencia tenía tendencia a ser muy
reservada y secretista.
Después de pasar las horas diurnas en un motel de Sacramento con las
gruesas cortinas echadas, Paul se dirigió en coche hacia el sur, a través de la
noche, para detenerse poco antes del alba en un motel de carretera situado
en Buttonwillow. Despertó a un soñoliento recepcionista y pidió una
habitación para ese día. La habitación era pequeña y olía a moho, pero las
persianas funcionaban. Dormiría unas horas y miraría la televisión. Habría
preferido seguir viaje, pero el sol podía matarlo. Tenía que haber alguna
manera de obviar esta desventaja. Una vez más, lamentó la desaparición —
la probable destrucción— de la mujer vampiro que lo había creado. Habría
continuado obedeciendo sus órdenes de buena gana, si también se hubiera
podido beneficiar de su experiencia, de lo que ella podía enseñarle. Según
estaban las cosas, tenía que aprenderlo todo sobre la marcha, tenía que
dilucidar qué estrategias de supervivencia podrían resultar efectivas.
Una conjetura equivocada podría ser la última.
Hasta el momento, los cambios que había experimentado habían sido
positivos en su mayoría. Aunque, sus movimientos se veían un tanto
limitados por tener que evitar la luz solar. Y había tardado un poco en
sentirse cómodo del todo con la idea de que los asesinatos en serie iban a
convertirse en algo habitual.
Ahora, apenas unas semanas más tarde, anhelaba la sangre incluso
cuando no estaba especialmente hambriento. Era más que simple sustento,
era una adicción. La deseaba con tanto ardor como había deseado la bebida
y el sexo cuando estaba vivo. Incluso el recepcionista, un tipo de mediana
edad con barbita canosa, pelo grasiento y una barriga grande como un
Pontiac, tenía esa densa droga roja corriéndole por las venas. Paul prefería
con mucho alimentarse de mujeres; su libido no era lo que había sido, pero
eso no significaba que no obtuviera una carga de energía sexual de ellas. De
todos modos, tal vez tendría que apañarse con el recepcionista antes de
marcharse.
La ventaja era que podría llevarse el dinero de la caja cuando hubiera
terminado.
Cuando estaba vivo, Paul Norris nunca había sido un tipo que pudiera
limitarse a existir de día en día. Ahora era igual. Necesitaba una meta, un
plan, algo hacia lo que avanzar. Antes, siempre andaba acostándose con
alguna tía caliente o metiendo en chirona al siguiente delincuente.
Sus metas habían cambiado.
Quería encontrar a otros vampiros, establecer contactos, descubrir cómo
eran la sociedad y la jerarquía vampíricas. Tal vez convertirse en un pez
gordo entre los no muertos. Eso podría ser divertido.
Igual de importante, o aún más, era averiguar cómo podía ayudar a su
nueva especie a protegerse de los foráneos, de los bienhechores como Stella
Olemaun y Andy Gray.
Lo mejor era que si lograba esto último, sería algo que contribuiría a
que pudiera lograr lo primero. Cuando les llevara a los peces gordos de los
vampiros la absoluta primicia de lo que el mundo mortal sabía, acompañada
de algunas ideas sobre cómo hacer que esos conocimientos perdieran
credibilidad, tendrían que darle la bienvenida al rebaño.
No tendrían elección.
Así era, precisamente, como le gustaban a Paul las cosas.

Carol Hino se metió tres aspirinas en la boca y las tragó con un sorbo de
café negro. El desayuno de los campeones.
Estaba sentada ante la mesa de la cocina, una habitación retro de acero
inoxidable y cuero sintético rojo, y hacía girar la taza con lentitud entre las
manos. Se había puesto una bata de seda y se había pasado unas cuantas
veces el cepillo por el corto pelo negro, pero eso había sido todo lo que
había podido hacer por su apariencia, antes de recurrir a la cafeína y los
analgésicos.
En el dormitorio, un tipo dormía, desnudo, entre las sábanas. Anoche le
había dicho su nombre, al menos de pasada, pero en ese momento no podía
recordarlo aunque le fuera la vida en ello. Al abrirse un poco la bata pudo
ver el chupetón que él le había dejado en el pecho derecho, justo por encima
del pezón, y recordó el fugaz momento de pánico cuando él pegó la boca a
su cuerpo.
Había succionado, pero no había extraído sangre, y ella acabó por
relajarse.
—Ésta no eres tú, Carol —dijo en voz alta para sí. Dejó que la taza de
café se detuviera entre sus manos. Había estado comportándose de manera
extraña, rompiendo sus propias normas, desde la llamada telefónica de
aquel agente del FBI. ¿Cómo se llamaba? No-sé-qué Gray.
No-sé-qué Gray había cogido el montaje cuidadosamente recompuesto
que era su vida después de Stella Olemaun, y de una patada le había hecho
volar los cimientos. La experiencia de trabajar con Stella en 30 días de
noche había sido una pesadilla, y, literalmente, una fuente de pesadillas.
Una vez que se dio cuenta de que Stella narraba muy en serio esa historia,
el mundo de Carol cambió. Se había graduado en el Colegio Universitario
Sarah Lawrence, era inteligente, culta y ambiciosa. A los veintisiete años
era editora de una gran editorial de Nueva York. Varios de sus libros habían
figurado en la lista del Times, y un par de ellos habían obtenido premios
bastante importantes. Era una profesional tan consagrada como el infierno,
y si era un poco frágil desde el punto de vista emocional, tal vez un poco
fría, no tenía importancia. Una cosa cada vez, y la carrera era lo primero.
Entonces descubrió que los vampiros eran reales, y eso había abierto un
gran agujero en su visión del mundo. Si aquello era verdad —y el caso era
que no podía negarlo—, ¿cuántas de las otras muchas ideas excéntricas que
había descartado durante toda su vida podrían ser una verdad absoluta? ¿La
percepción extrasensorial? ¿Los licántropos? ¿Los fantasmas?
Se encontró cuestionándolo todo.
Experimentó con una docena de Iglesias diferentes, leyó libros de
filosofía hasta altas horas de la noche. Por último, con el correr del tiempo,
estableció una especie de paz consigo misma. Se había retirado al seno de la
racionalidad tal y como la había percibido siempre, con esa única
desviación. Y raras veces se permitía pensar en ella.
Pero resultó que su resolución tenía la solidez de una cáscara de huevo.
Y cuando Gray —Andrew Gray, eso era—, apareció en su vida formulando
preguntas, se dio cuenta de lo absurda que había sido su retirada. El hecho
de no pensar en los misterios del mundo no los hacía desaparecer. Sólo
había estado ocultando la cabeza, nada más, como una niña asustada que se
tapa con la sábana para mantener alejados a los monstruos.
Cuando esa comprensión la embistió con la fuerza de un tren de
mercancías, la derribó. Y aunque la metáfora siempre le había parecido una
exageración, ahora sabía qué se sentía. Esta vez, en lugar de buscar refugio
en los familiares puertos intelectuales, se sorprendió a sí misma
aventurándose en aguas inexploradas.
Oyó unos pies descalzos que se arrastraban, y luego el hombre del
dormitorio apareció en la puerta de la cocina. Se había puesto los bóxers —
a rayas rojas, grises y blancas—, pero nada más. Tenía una buena
constitución, musculosa y sólida. Su rostro, ahora que lo veía a la luz de la
mañana y estando sobria, no era particularmente hermoso. Nariz pequeña,
grandes ojos líquidos, labios demasiado gruesos para una cara tan delgada,
y un mentón que a duras penas se hacía ver. Tenía el pelo castaño rizado,
aplastado en la zona que había estado apoyada en la almohada.
—Hola —dijo.
—Hola. He preparado café. ¿Quieres?
—Claro —dijo él—. ¿Tienes leche?
Ella nunca la tomaba.
—Hay un poco en la nevera. No sé desde cuándo está ahí.
Antes de servirse una taza, se inclinó y le dio un beso en una mejilla,
más como si fuera lo que se esperaba de él que como si realmente quisiera
hacerlo. Tal vez era así; Carol no sabía cuáles eran los actuales rituales de
apareamiento. La cara del hombre tenía el mismo olor que ella, almizclado,
acre.
Él abrió la nevera. «¿Cómo demonios se llamaba?». Sacó un envase de
cartón de dos litros y lo giró para buscar la fecha de caducidad.
—Ayer —dijo con un encogimiento de hombros. Vertió un poco de café
en una taza de cerámica verde, le añadió un chorro de leche, y lo mezcló
agitando el recipiente de un lado a otro.
—No suelo desayunar mucho —admitió Carol—, así que espero que no
tengas hambre.
—Estoy bien —replicó él. Alzó la taza hacia ella—. Es bueno.
Mientras bebía, miró por encima del borde de la taza para observar la
cocina retro. Los armarios eran de pino, estilo mediados de siglo, provistos
de accesorios de acero inoxidable estilo bar de carretera; azucarero,
servilletero, tostadora. El microondas y la cafetera eran modernos, pero
todo lo demás hablaba de una época pasada en la que Carol no había vivido
personalmente.
—Bonita habitación, eh… —dijo.
Carol sonrió.
—Mira, yo tampoco recuerdo tu nombre. He estado devanándome los
sesos pero no hay manera. Me llamo Carol, y no es que eso tenga
importancia, porque cuando te acabes el café, te marcharás.
Él también sonrió, y ella recordó por qué se había sentido atraída hacia
él en el bar, la noche anterior. Su sonrisa era encantadora y atrevida a la vez,
llena de confianza pero con una especie de encanto infantil. De alguna
manera hacía que los elementos dispares de su cara actuaran juntos de un
modo que no lograrían por otros medios.
—En ese caso, soy Jake.
Estaba segura de que la noche anterior no había sido Jake. La noche
anterior tampoco había reparado en el anillo de oro que llevaba en la mano
izquierda, o no le había importado su presencia. Ninguno de estos dos
hechos la trastornaba de modo especial.
—¿A tu mujer no le importa que no vayas a casa?
—Tenemos un acuerdo —dijo Jake. O quienquiera que fuese.
—Bien —se apresuró a decir Carol. No quería que él se molestara en
dar más explicaciones. Tanto si era una mentira como si era verdad, el solo
hecho de escucharlo implicaría más esfuerzo del que ella estaba dispuesta a
dedicarle—. Oye, Jake, tengo que irme a trabajar, así que es necesario que
te vistas y te pongas en marcha.
Él se bebió el resto del café.
—Vale.
Se le abrió la bata de seda al ponerse de pie, y lo sorprendió
examinándole el pecho con los ojos. El chupetón tenía un color rojo vivo.
—Si significa algo que te lo diga, lo he pasado muy bien —dijo, y no
hizo el más leve movimiento para cerrarse la bata. «Que mire».
—Yo también.
—¿Y a qué estás esperando, entonces?
Ella volvió a bajar los ojos hacia la marca mientras él se le acercaba,
erecto… y decidió que, joder, iba a llegar tarde otra vez. Tal vez no iría a
trabajar en todo el día.
Quizá nunca más.
«¿A quién le importa, de todos modos?».
Las manos de Jake le recorrían todo el cuerpo.
Fue en ese momento cuando Carol Hino sintió el frío abrazo de la
desesperación, y por un breve instante anheló los tiempos en que la
ignorancia era la dicha.
Antes de que supiera la verdad.
Fue también en ese momento cuando deseó no haber oído hablar nunca
de la hija de puta de Stella Olemaun.
17
Los meses y los kilómetros iban quedando atrás, pasando por debajo de las
ruedas de un coche robado tras otro.

En Pocatello, Andy compró un coche en una empresa de compraventa de


vehículos de segunda mano. Pero le costó una cantidad excesiva de su
precioso dinero en efectivo, en especial cuando tuvo que pagar una cantidad
adicional para conseguir que el tipo se lo vendiera sin registrarlo ni
matricularlo. Lo conservó durante un par de meses, hasta que el motor se
gripó en las afueras de Birmingham. Después de eso, volvió a robarlos.

Intentaba limitarse a las ciudades, donde una cara desconocida no fuera


objeto de curiosidad. Una semana, tal vez dos en cada una.
Al principio no se quedaba durante más de una o dos noches. Salt Lake
City, Pocatello, Butte, Billings. No tardó mucho en darse cuenta de que, a
ese paso, se quedaría sin ciudades. En cualquier caso, no vio que nadie le
prestara la más mínima atención. En una parada de camiones de las afueras
de Casper sufrió un pequeño ataque de pánico cuando dos agentes de la
policía del estado entraron en Hardee’s y se sentaron en el reservado
contiguo al que ocupaba él, pero no le hicieron el más mínimo caso,
bromearon con las chicas del mostrador, y no lo siguieron cuando se
marchó.
Poco a poco comenzó a calmarse y empezó a dormir un poco mejor en
la sucesión de habitaciones baratas que iba ocupando. En Denver, Colorado
Springs y Albuquerque pasó una semana en cada una. Dos semanas en
Austin. Una en Dallas y una en Houston. En Nueva Orleans se quedó
durante casi tres semanas. Luego fueron Jackson, Memphis, Birmingham,
Atlanta. Partes del país en las que no había estado nunca antes.
No dedicaba tiempo a recorridos turísticos. Casi cada noche conectaba
el ordenador portátil a la línea telefónica y entraba en Internet. Estaban los
foros de los chupasangre, que pronto descubrió que estaban poblados por
muchos quiero y no puedo, y por adolescentes góticos en busca de una
nueva manera de asustar a papá y mamá. Pero merodeaba por ellos de todos
modos, con la esperanza de pescar alguna información perdida. En todas las
ciudades buscaba en bibliotecas y librerías de viejo, por si encontraba libros
que no hubiera visto antes. Comenzó a leer los obituarios y los anuncios de
venta de propiedades inmobiliarias, intentando encontrar funcionarios
gubernamentales cuyas familias pudieran deshacerse de documentos que lo
ayudaran en su búsqueda.
Muy poco a poco, reunió nueva información.

Tres días antes de Navidad, en el rastrillo de una iglesia de Little Rock,


encontró una libreta de notas en la que un hombre había escrito sobre una
experiencia a la que logró sobrevivir. La mayor parte de la libreta de espiral
era una narración vulgar de una vida corriente dedicada a trabajar, pagar
facturas, cuidar del jardín y asistir a la iglesia. Pero hacia el final, el hombre
describía a un visitante de primera hora que había acudido al colmado
donde trabajaba.

Era flaco como un palo —había escrito el hombre—. Estaba despeinado por
el viento y tenía la piel tan blanca como la porcelana. Cuando pregunté si
podía ayudarlo, se volvió hacia mí y le vi los dientes, largos y puntiagudos,
que goteaban sangre. Había estado mordisqueando carne de vaca de la
nevera de la sección de carnicería.
Di media vuelta y hui. Al principio pensé que estaba siguiéndome, pero
luego, cuando salía corriendo, vi su reflejo en las puertas de la tienda. Se
había quedado atrás, en la sección de carnicería, con la cara hundida en
algunas de las piezas de carne más caras.
Me fui directamente a la iglesia, donde sentía que la cruz y el poder del
Señor me protegerían. Recé durante una hora y luego volví a la tienda, con
las rodillas temblándome durante todo el camino. La puerta estaba abierta y
la tienda se encontraba desierta. La nevera de la carne era un desastre, con
sangre y restos por todas partes. El extraño hombre se había marchado, y
nunca volvió mientras yo estuve allí.

Andy añadió la libreta al maletín blando que llevaba consigo a todas partes
y que contenía los relatos que él consideraba que tenían más probabilidades
de ser veraces. Esto era extraño; ¿podían los vampiros vivir alimentándose
con sangre de animales? Tal vez se trataba de un vampiro nuevo, como
cuando Paul había subsistido con sangre de alimañas.
La mayoría de los encuentros de los que había tenido noticia eran
despropósitos. Pero había unos pocos, esparcidos en el espacio y el tiempo,
que tenían visos de verdad. Varios habían sido colgados en los tablones de
los boletines virtuales dedicados a Stella Olemaun, y descubrió que en ellos
el porcentaje de relatos falsos con respecto a los encuentros auténticos era
menor.
Por supuesto, suponía que habría habido muchos más relatos veraces si
hubieran sobrevivido más víctimas.

Navidad.
No pudo esquivarla del todo. La radio y los hilos musicales lo
bombardeaban con música propia de esas fiestas. La televisión estaba
inundada de anuncios comerciales, cuñas institucionales y programación
que celebraban las fiestas.
Después de Little Rock, Andy aterrizó en Tulsa, donde la gente parecía
hacer grandes esfuerzos por estar alegre y desearle una feliz Navidad. Y un
próspero Año Nuevo, añadían muchos.
De algún modo, no esperaba encontrar mucha felicidad allí. Echaba
terriblemente de menos a Mónica, Sara y Lisa. La mañana de Navidad se
sentó en la fría habitación del motel, sin poder encontrar una postura
cómoda sobre el colchón, demasiado blando, ni en la silla, demasiado
rígida, de respaldo recto. Negó con la cabeza ante su propia estupidez. «Un
hombre adulto debería ser capaz de estar solo». Pero eso nunca le había
gustado, hasta donde podía recordar. De niño siempre tenía una radio junto
a la cama, con una emisora de FM sintonizada y con el volumen bajo, de
modo que sólo él pudiera oírla, con la esperanza de que la música
ahuyentara la sensación de soledad y las pesadillas. Cuando fue a la
universidad y vivía en un dormitorio colectivo, usaba auriculares para no
molestar a sus compañeros.
Después de la academia, Andy se convirtió en un soltero joven. Se
sumergió en el trabajo, sin salir mucho con nadie. Cada noche que pasaba
solo en casa, ponía música en el equipo de sonido o encendía el televisor.
Cuando conoció a Mónica Schwann —y, más concretamente, descubrió que
a ella le gustaba de verdad y que disfrutaba con su compañía—, quedó
encantado. No porque ella fuera la criatura más hermosa que jamás había
conocido, no porque fuera la más inteligente o la más divertida con quien
estar, ya que ese honor en particular siempre había correspondido a Paul
Norris, sino porque era alguien que estaría allí durante las largas horas de
oscuridad. Cuando dormía acurrucada a su lado, no le hacía falta tener un
aparato electrónico en funcionamiento.
En esos primeros tiempos no tenía la seguridad de estar enamorado.
Pensaba que lo estaba, pero no creía haber estado enamorado nunca en el
pasado y no disponía de muchos elementos de comparación. No oía música
de violines ni de arpa. Las flores eran tan coloridas como siempre, pero no
sentía ninguna compulsión de olerlas o recogerlas.
Dos años después, cuando Paul Norris conoció a Sally Winston, había
sido como si dos almas gemelas se avistaran en un mar de insipidez. Ambos
eran personas vigorosas y sexuales. Su atracción era incendiaria, tanto que
quienes se encontraban cerca corrían el riesgo de quemarse. Observándolos
desde una distancia segura, Andy no pudo evitar sentir envidia. Él nunca
había disfrutado de ese ardor con nadie.
Para entonces ya estaba convencido de que realmente amaba a Mónica,
y ese amor creció mes a mes, año a año, hasta que llegó a creer que si
existían las almas gemelas, ellos lo eran. Continuaba sin gustarle estar solo,
en especial durante la noche, pero eso era un problema únicamente cuando
estaba lejos del hogar, ocupado en un caso.
Nunca se había sometido a psicoanálisis, y no creía que le apeteciera
sentarse en el sillón de cuero de un loquero y hablar de los aspectos en los
que no estaba del todo bien. Temía que fueran demasiados, y no quería
descubrir que había más de los que él pensaba. En las ocasiones en las que
examinaba su propio estado psicológico, creía que podía deberse al hecho
de ser hijo único de unos progenitores fríos y distantes; progenitores que
actuaban, durante la mayor parte del tiempo, como si incluso un hijo fuera
demasiado. Suponía que la muerte de su padre —que, para complicar las
cosas, había sido instigada por él—, y la resultante brecha que se había
abierto entre él y su madre, no habían hecho más que aumentar el problema.
Problemas de soledad que alimentaban sentimientos de abandono. Pero no
quería culpar a sus progenitores por sus propias deficiencias. Llegados a
este punto, había material más que suficiente para culpar a un abanico muy
amplio de personas.
«Esto no me lleva a ninguna parte». En lugar de cocerse en su propio
caldo, se fue a dar un paseo, cerrándose la cremallera del abrigo barato que
había comprado para protegerse de un fuerte viento gélido que llegaba del
río Arkansas. El cielo plomizo le daba al río el color del peltre.
Andy recogió un guijarro y lo lanzó de manera que pasara rozando la
superficie, donde rebotó tres veces. No satisfecho con el resultado, observó
los círculos concéntricos que se propagaban desde el punto de impacto, y
cuando desaparecieron, probó otra vez. Doce piedras más tarde, estaba
sudando. Se quitó la chaqueta y comenzó con otro grupo de guijarros, uno
tras otro, y otro, y otro más. Ahora ya había provocado series de círculos
concéntricos que se propagaban a todo lo ancho del río. Ya no intentaba que
rebotaran en la superficie, sino que los hacía describir un arco alto para que
cayeran directamente en determinados sitios, con el fin de intentar que las
anillas trazaran dibujos sobre el agua.
Una pareja que paseaba de la mano se detuvo para observarlo durante
un minuto, perplejos ante su férrea determinación, casi frenética. Él les
dedicó apenas la más fugaz de las miradas y volvió a su ocupación.
Veinte minutos más tarde se dejó caer en un banco. El sudor le
manchaba las axilas de la camisa y le corría por las sienes y el cuello.
Comenzaban a palpitarle las costillas y el brazo derecho, y supo que más
tarde le dolerían. Pero se sentía mejor de lo que se había sentido en días.
Dar salida a su creciente frustración, al enojo acumulado, mediante un
ejercicio carente de objetivo, había resultado tonificante.
Intentaría tener eso presente, trataría de hacer más ejercicio y
ensimismarse menos, mientras continuaba en la carretera y de cacería.

A través de un foro de Internet dedicado a 30 días de noche, Andy había


encontrado un ex policía en Cape Girardeau, Missouri. Después de
intercambiar correos electrónicos durante un par de semanas, el tipo había
accedido a hablar cara a cara con él. Se encontraron en un bar oscuro y
tranquilo llamado Henry’s Alibi Room.
Pete Cookson parecía no haberse alejado de la barra desde hacía mucho
tiempo. Andy no tenía muy claro si había un disco acolchado sobre el
taburete, o si tenía el palo de éste directamente metido por el culo. Hacía
girar el taburete, pero no se puso de pie en ningún momento mientras Andy
estuvo allí.
Cuando Andy entró, transcurrieron unos treinta segundos de cortesía, y
luego Cookson le dedicó un sombrío suspiro alcohólico.
—Será mejor acabar con lo que has venido a hacer aquí —dijo.
—¿Quieres que nos traslademos a un reservado, por ejemplo? —
preguntó Andy.
—Estoy bien aquí. —Pete Cookson era un tipo grande, tipo héroe
musculoso de equipo de fútbol juvenil, pero esa masa se había convertido
en grasa. Aún llevaba el pelo rubio muy corto, y sus ojos todavía tenían la
mirada suspicaz de un policía veterano. Pero el mentón se le había fundido
con el cuello de buey, y los hombros caían hacia una barriga que sobresalía
por encima del cinturón. No le quedaba regazo, sólo tripa y rodillas. Ladeó
la cabeza, grande como una bala de cañón, hacia el flacucho camarero de la
barra—. Gus no nos prestará ninguna atención.
—¿Gus? —preguntó Andy—. ¿Qué le ha sucedido a Henry?
—Murió —dijo Pete sin dar más explicaciones. Gus se les acercó y los
miró con expectación. Pete se limitó a asentir con la cabeza, pero Gus
parecía saber qué significaba eso.
—Una coca-cola —pidió Andy. El alcohol olía de manera tentadora,
pero hacía ya más de medio año que no bebía ni una gota, y quería
continuar así. Gus alzó una ceja como si dijera: «¿Qué diantre hace un
abstemio hablando con Pete Cookson?».
Los dos hombres se quedaron sentados en silencio mientras Gus iba a
buscar las bebidas. Lo que dejó delante de Pete parecía un vaso —del
mismo tamaño que el de refresco que le sirvió a Andy— lleno de vodka.
Pete echó la cabeza atrás para beber un gran sorbo, y luego hizo girar el
taburete para encararse con Andy.
—Envié el texto a ese foro de Internet porque no quería hablar del
asunto con nadie —comenzó—. Pero tampoco podía guardar silencio sobre
lo que sabía.
—¿Por qué no te olvidas de que yo he leído lo que escribiste y
simplemente me cuentas qué sucedió? —sugirió Andy. Temeroso de asustar
al ex poli, no le había dicho que era del FBI. Pete no le había preguntado
por qué quería conocer la historia, pero Andy había intentado dejarle claro,
a través de los correos electrónicos, que era algo muy importante para él.
Suponía que Pete se lo había estado guardando todo durante demasiado
tiempo, y estaba deseando soltarlo.
Pete asintió con lentitud y tomó un sorbo más pequeño que el anterior.
Su aliento le recordó a Andy el consultorio de un médico.
—Una noche, iba hacia mi casa después de haber trabajado hasta tarde.
Pasaba ocho horas dentro del coche patrulla, y luego otros cuarenta minutos
de coche porque mi mujer y yo vivíamos fuera de la ciudad.
—¿Eso sucedió aquí, en Cape Girardeau?
—Sí —replicó Pete—. Pero yo había heredado de mi padre una pequeña
granja, y queríamos criar a los niños allí. Sólo llegamos a tener uno, al que
llamamos James, por mi padre. Por entonces tenía unos seis años…; hace
ya cuatro años que pasó todo. Así que iba en coche hacia mi casa. Acababa
de salir de la comisaría apenas un par de minutos antes. Con el rabillo del
ojo me pareció ver un movimiento repentino en el interior de una estrecha
calle lateral. No sabía muy bien qué había visto, pero si sabes algo sobre
polis, tienes que saber que funcionamos tanto por instinto como por
cualquier otra cosa.
»Detuve el coche y me bajé. Dejé la puerta abierta para que no hiciera
ruido al cerrarse y quité la llave del contacto para que el coche no se pusiera
a pitar para avisar que una puerta se había quedado abierta. Retrocedí
andando hasta la esquina. Me había cambiado el uniforme por ropa de calle,
pero aún llevaba la pistola en la funda del cinturón, así que la saqué.
Bebió un sorbo más grande y dejó el vaso con un golpe sobre la
desgastada barra de madera.
—Al llegar a la esquina, acerqué la cara a la pared y me asomé a mirar,
presentando sólo un ojo y el arma. Lo que vi fue lo que me había llamado la
atención al principio: un hombre y una mujer que forcejeaban. Pero en ese
momento, al verlos mejor, descubrí que la mujer era la agresora. Tenía a
aquel tipo —que no era precisamente un canijo, sino un hombre de buen
tamaño— contra la pared. Él le lanzaba puñetazos y la alcanzó con algunos
buenos golpes, pero ella tenía las manos sobre sus hombros y lo empujaba
hacia atrás a la vez que se inclinaba para acercársele. No sabía si era una
situación de sexo duro que se les había escapado un poco de las manos, o
qué.
»En cualquier caso, supuse que no eran cosas para hacer en la calle. Salí
de detrás de la esquina, adopté una posición de disparo, apunté a la mujer y
anuncié mi presencia. Les dije a ambos que dejaran de hacer lo que estaban
haciendo y se tumbaran en el suelo con las manos por encima de la cabeza.
»En lugar de obedecer, ella levantó al hombre, lo alzó por encima de la
cabeza como si fuera una levantadora de pesas y él un peso ligero.
Probablemente habría tenido que abrir fuego en ese momento, pero estaba
demasiado sorprendido por lo que veía como para hacer nada. Sorprendido,
y pensando que me habría gustado tener más agentes allí conmigo. Lo
sostuvo en el aire durante unos segundos —como para fanfarronear—, y
luego me lo lanzó a mí. ¡Me lo lanzó!
»Yo tal vez estaba a unos diez o doce metros de distancia, pero a pesar
de eso tuve que esquivar el cuerpo del tipo cuando voló hacia mí. Por
supuesto, para hacerlo me vi obligado a dejar de apuntarla, pero procuré no
perderla de vista, así que sólo oí cómo el tipo chocaba contra el pavimento a
mi espalda.
»Le grité a la mujer y le dije otra vez que se tumbara boca abajo y se
rindiera de una puta vez. No me importa reconocer que a esas alturas estaba
bastante histérico. No sabía si estaba colocada con PCP o qué. Ella me oyó,
pero se negó a rendirse. En lugar de eso, vino hacia mí con las manos
extendidas y la boca abierta. Entonces vi que sus dedos parecían una
especie de garras de monstruo. Volví a gritarle, pero ella se limitó a sisear y
siguió avanzando en mi dirección. Tenía sangre en el mentón, y recuerdo
que eso me sorprendió.
Pete tragó con la boca seca mientras el vaso de licor quedaba olvidado
sobre la barra. Hablaba con voz enronquecida y grave, y Andy se dio cuenta
de que lo incomodaba contar aquella experiencia.
—A esas alturas no quería malgastar tiempo ni munición para hacer un
disparo de advertencia. Apunté con el arma a la cintura y disparé dos balas.
—¿Y qué sucedió?
—Nada en absoluto. Sé que le di. Estaba lo bastante cerca, y yo no
tengo ni la más remota duda de que las balas acertaron. Pero tampoco le
hicieron nada. Disparé otras tres. La enlentecieron un poco, pero eso fue
todo.
»Lo siguiente que supe fue que la tenía encima. Una de esas garras me
arañó el pecho, me desgarró la camisa… Puedo enseñarte las cicatrices.
—No hace falta —dijo Andy—. ¿Qué pasó después?
—Me derribó sin más. Logré hacer otro disparo cuando ella me arañaba,
y le dio en el cuello. Rodó encima de mí, chillando con ese terrible alarido
agudo. Volvió a golpearme con uno de sus brazos y mi cabeza se estrelló
contra el pavimento. Supongo que perdí el conocimiento durante unos
minutos.
»Cuando fui capaz de volver a levantarme, ella había desaparecido. Fui
a examinar al tipo para ver en qué estado había quedado. No se encontraba
muy bien; había sufrido quemaduras al rozar contra el asfalto, que le había
arrancado unos buenos trozos de piel de los brazos y la cara. Estaba débil y
pensé que tal vez sufría un shock. Intentó hablar, pero sólo farfullaba y no
se le entendía nada. Lo interrogué intentando averiguar algo de su atacante.
Él no dejaba de quejarse del cuello, ni de tocárselo, así que, al final, se lo
miré, le limpié la sangre y vi un desgarro de bordes dentados en la garganta.
»En ese momento corrí hasta el coche y llamé para pedir que viniera
una ambulancia. La herida sangraba sin parar; no a borbotones, porque no
le había afectado la yugular ni nada parecido, pero no dejaba de salir
sangre. Era casi como si ella hubiera querido conseguir un pequeño
riachuelo de sangre, no un torrente.
»Mientras esperábamos la ambulancia, veía como él se iba, pero no
sabía qué podía hacer para ayudarlo. Intenté aplicar presión sobre la herida
del cuello, pero no quería aplastarle la tráquea ni nada parecido. Ni tampoco
podía hacerle un torniquete. De todos modos, tenía todas aquellas otras
heridas, y sabe Dios qué clase de heridas internas al haber sido lanzado
desde tan lejos.
»Murió mientras esperábamos. Yo oía las sirenas que se acercaban cada
vez más, y le hablaba, intentando mantenerlo despierto, hacer que
continuara conmigo. Pero no sirvió de nada. Para cuando llegaron, con un
coche patrulla detrás de ellos, ya había muerto.
—Tiene que haber sido duro —dijo Andy.
—Sí. Pero mientras estaba esperando, y después, en medio de todo el
ajetreo, cuando describía lo sucedido y era interrogado por los de asuntos
internos y por mis propios compañeros de la policía…, lo único en lo que
no dejaba de pensar era… en vampiros. No quería decir la palabra, ni
siquiera me la dije mentalmente a mí mismo. Pero ¿de qué otro modo iba a
explicar lo que había sucedido? Quiero decir que esto no es una maldita
película, ¿sabes? Es probable que pienses que soy un jodido loco, igual que
lo pensaron ellos. Pero yo vi lo que vi. Nada puede cambiar eso. Y le metí
en el cuerpo a esa tipa media docena de balas sin conseguir que se
preocupara siquiera. Tenía sangre en la cara, como si la hubiera sorprendido
cuando estaba bebiendo.
»Me tomé un par de días de permiso, y lo único que pude hacer fue
quedarme sentado pensando en el asunto. Cuando más pensaba, más me
convencía. Tina se enfadó porque no le prestaba la más mínima atención.
Después de los días de permiso, volví a trabajar y se lo conté todo al jefe.
Usé la palabra “vampiro” y le expliqué por qué pensaba eso.
»Él se quedó sentado y escuchó todo lo que yo tenía que decir. Pensaba
que se le estaban abriendo los ojos, pero cuando acabé me dio la tarjeta de
un psiquiatra que tenía un contrato con el departamento. Podría volver a
trabajar cuando el loquero dijera que ya era apto para el servicio. Por el
modo en que lo dijo, me di cuenta de que realmente no pensaba que fueran
a declararme apto. Se lo pregunté directamente, y me contestó que tal vez
sería mejor para mí que escogiera otra carrera. Le entregué la placa y la
pistola allí mismo.
»Bueno, tal vez puedas imaginarte el resto. No conseguí encontrar
trabajo, empecé a beber demasiado, Tina me abandonó y se llevó a James, y
al final vendí la granja y cogí una vivienda pequeña en la ciudad. Hasta el
día de hoy no podría decirte con seguridad qué vi, pero todavía hoy estoy
convencido de que realmente era un… Quiero decir, ¿qué otra cosa podría
hacer todo eso? Cuanto más estudiaba acerca de ellos, más me convencía de
que estaba en lo cierto.
Dejó de hablar, vació el vaso y lo agitó en dirección a Gus, que asintió
con la cabeza y le llevó otro. Cuando Pete se volvió a mirar a Andy, tenía la
piel pálida, casi gris.
—Todavía estoy viviendo de lo que me dieron por la granja, pero no me
durará mucho más. Supongo que estaré bien mientras pueda pagar el
alquiler y la cuenta del bar, pero, y ¿después de eso?
»Dicen que el suicidio es un pecado. Yo empiezo a pensar que es la
única opción razonable.
18
La principal pasión de Héctor Flores, aparte del FBI, era restaurar coches
clásicos. Disfrutaba librándolos del desgaste y los estragos de los años,
desnudarlos hasta dejarlos como eran originalmente, para luego acariciarlos
y guiarlos hacia una nueva gloria. En ese momento estaba trabajando en un
Mustang de 1967 que había estado aparcado en la calle, a pocas manzanas
del océano, durante varios años. Lo habían pintado de un color amarillo
canario —una abominación contra las leyes de Dios y de los hombres,
decidió Héctor—, y el tiempo pasado al sol, en el aire salobre, había
decolorado la pintura hasta darle un enfermizo tono pálido, como el de un
limón exprimido y dejado secar.
En ese preciso momento estaba luchando contra el óxido y se había
quedado sin gel antioxidante para barcos. Así que hizo una escapada al 7-
Eleven de la ciudad para comprar unas latas. El día primaveral era brillante
y soleado, y condujo el Trans Am de 1973, de color rojo bomberos, el único
coche de los que había restaurado que no había tenido corazón para vender,
mientras en su radio atronaban canciones de rock clásico al máximo
volumen que él podía soportar.
Cuando trabajaba en los coches procuraba apartar de la mente los
asuntos de la Agencia. No siempre lo conseguía, y hoy era uno de los días
malos. Había estado investigando la operación Rojo Ensangrentado desde
que Andy Gray le había hablado de ella. No había hecho muchos progresos;
si el FBI no era experto en guardar secretos, no era nada. Pero hacía
muchos años que Héctor estaba en la Agencia y había hecho favores a un
montón de gente. Era un hombre político, un jugador de los vestíbulos del
poder, y sabía qué palancas accionar, pero a pesar de eso continuaba
encontrándose excluido.
Sin embargo, había averiguado lo bastante como para saber que el FBI
no descartaba la existencia de vampiros, después de todo. Por el contrario,
había dedicado muchos esfuerzos humanos y recursos a estudiarlos. Y
posiblemente muchos más a mantener el asunto en silencio.
Al salir de la tienda con una bolsa de plástico llena de pequeñas latas de
antióxido, vio una figura familiar que iba hacia él. Incluso en su día libre,
vestido con una camisa hawaiana y un pantalón chino, Dan Bradstreet
parecía demasiado serio. Su postura era rígidamente erguida, los pantalones
informales estaban planchados con raya y llevaba los zapatos lustrados. Le
sonrió a Héctor al acercarse.
—¡Qué sorpresa! —dijo.
—Necesitaba quitarle el óxido al Mustang que estoy restaurando —le
dijo Héctor. Se estrecharon la mano—. ¿Qué te trae por aquí?
Dan parpadeó a causa del sol, se apantalló los ojos con una mano, la que
Andy Gray casi le había arrancado de un tiro. «Cirujano brillante. Un
trabajo endemoniadamente bueno», pensó Héctor.
—Yo no me ocupo de la mecánica de mi coche, pero necesito una nueva
funda para el volante. Estaba pensando en una de ésas de cuero. Pero si son
demasiado difíciles de poner, entonces tal vez sería mejor una de goma.
¿Usted tiene una?
—Siempre —replicó Héctor. Quería proteger el volante de sus coches
de la suciedad y la grasa de las manos, así que los mantenía inevitablemente
cubiertos—. De las de cuero. No tienen complicación.
—¿Puedo verla? —preguntó Dan.
A Héctor le sorprendió un poco que Dan estuviera tan preocupado por
saber si era capaz de poner una funda de volante. En general, era un tipo
muy capaz. Pero a Héctor le gustaba enseñar sus coches y hablar de ellos,
así que llevó a Dan hasta el Trans Am.
—Es una belleza —dijo Dan al acercarse.
—Gracias —replicó Héctor. Abrió la puerta y se inclinó para dejar la
bolsa de latas en el suelo, ante el asiento del acompañante. La sombra de
Dan cayó sobre él, y Héctor oyó un sonido familiar pero inesperado. Se
inmovilizó.
—Dan, ¿qué coño pasa? —No sabía qué sucedía, por qué Dan había
sacado una pistola contra él, pero aún estaba seguro de poder salir con bien
de aquello—. ¿Hay algún problema?
Dan no respondió, pero se inclinó más hacia adelante; Héctor casi podía
sentir al agente pegado a su espalda. Estaba atrapado en el interior del
coche, que no le dejaba espacio para maniobrar. Dan ocupaba la posición de
ventaja y tenía el arma; Héctor llevaba la suya enfundada junto a los
riñones, debajo del chubasquero ligero, pero ni siquiera podía intentar
sacarla sin que Dan.
—Dan, háblame —dijo, mientras lo inundaba la desesperación.
Dan guardó silencio durante un largo momento. Al fin, habló:
—Lo siento, Héctor. Me caes bien, pero deberías haber mantenido la
nariz fuera de cosas que no te conciernen.
El sudor perló las sienes de Héctor mientras intentaba encontrar una
réplica adecuada. No se le ocurrió ninguna.

Dos disparos en la parte posterior del cráneo. Dos fuertes detonaciones en


una concurrida zona de aparcamiento, donde aceleraban los motores y
golpeaban las puertas al cerrarse. Dan se irguió con indiferencia mientras
devolvía la pequeña .22 a la funda que llevaba a la cadera y que quedaba
cubierta por los largos faldones de la camisa hawaiana, y regresó a su
coche. Un nuevo Crown Victoria plateado reemplazaba al que le había
robado Andy Gray. La mayoría de la gente no les dedicaría ni al coche ni a
él una segunda mirada.
Le apenaba de verdad haber tenido que cargarse a su jefe. Héctor Flores
había hecho mucho por él dentro de la Agencia. El problema era que Héctor
había creído ser el jefe máximo de Dan, y ése no era el caso, simplemente.
Para empezar, la Operación Rojo Ensangrentado lo había destinado a Los
Ángeles, y era el jefe de esa operación ante quien respondía realmente Dan.
Ese alto cargo había oído demasiadas historias sobre que Héctor andaba
metiendo las narices en Rojo Ensangrentado. Las advertencias sutiles no
habían logrado disuadirlo. Y todos sabían que Héctor Flores era un bastardo
tenaz. No parecía probable que renunciara, y cada vez se acercaba más.
Así que había recaído sobre Dan el cometido de ocuparse de la
situación. Cuando salía del aparcamiento, vio que alguien que pasaba había
reparado por fin en que algo raro ocurría en el Trans Am. Dan se alejó,
aliviado de que aquello hubiera acabado.
Ya se estaban ocupando del asunto.

Andy se quedó unos días más en Cape Girardeau. Convenció a Pete


Cookson de que le mostrara dónde se había producido el avistamiento, y
aunque había pocas probabilidades de que pudiera repetirse, estuvo
vigilando la estrecha calle durante un par de noches, sentado en el último
coche que había robado.
Al no tener resultados positivos, recurrió a Albert Kennan, el jefe de
policía, a la mañana siguiente. Esta vez enseñó su carné del FBI falso a
nombre de Andrew Hertz. Después de darle a la lengua durante unos
minutos, Andy cerró la puerta de la oficina del jefe y se sentó en una de las
sillas para visitantes. Kennan se encaminó hacia su escritorio y se sentó,
tras lo cual miró a Andy con aire pensativo. Era un tipo maduro,
probablemente poli de toda la vida, dedujo Andy, con espeso pelo blanco y
piel curtida como el cuero. Llevaba un uniforme azul y gris claro, y el
cinturón Sam Browne[7] crujió cuando él tomó asiento.
—No quiero ocuparle demasiado tiempo, jefe Kennan —dijo Andy—,
pero estoy siguiendo la pista de un caso importante… Digamos sólo que
tiene ramificaciones de seguridad nacional y dejémoslo ahí, y esa pista me
ha traído hasta usted.
El jefe de policía le dedicó a Andy una sonrisa franca.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted?
—Tuvieron un incidente en esta ciudad hace algunos años —dijo Andy
—. Una mujer aparentemente atacó a un hombre. Intervino un agente que
estaba fuera de servicio, pero no fue capaz de salvar a la víctima. La
atacante, aunque se afirma que recibió varios disparos, escapó.
Un aséptico asentimiento de cabeza que no delató nada.
—Tengo un vago recuerdo del incidente.
—Me gustaría ver el expediente, por favor.
Una larga pausa. El jefe Kennan apoyó las grandes manos, con las
palmas hacia abajo, sobre el escritorio. Su tosco mentón se tensó. La natural
comodidad relajada que exhibía hasta ese momento, desapareció.
—Veré si puedo encontrarlo.
Se levantó y salió de la habitación sin pronunciar una sola palabra más.
Andy se quedó sentado y esperó mientras miraba las fotos que había en la
pared, del jefe Kennan con dignatarios locales, e incluso con el fiscal
general de Estados Unidos, un hombre que, en opinión de Andy, confundía
el patriotismo con la religión, tenía miedo a los cuerpos desnudos y a los
gatos tricolores, y no había hecho nada para fomentar el progreso de las
fuerzas del orden público. Por suerte, por lo que a Andy concernía, el
hombre iba a dimitir dentro de poco o lo obligarían a abandonar el cargo. El
jefe regresó pocos minutos después con las manos vacías.
—Lo siento, señor Hertz —dijo. No parecía sentirlo en absoluto—.
Tuvimos una inundación hace un par de años. Puede que haya oído hablar
de ella. El agua entró en este edificio y algunos de los expedientes quedaron
destruidos. Estábamos en proceso de escanearlo todo para guardarlo en
formato digital, pero ése era uno de los que aún no habían sido transferidos.
Lamento decirle que no quedó nada.
—Ya veo. —Andy se puso de pie. Podía insistir en registrar él mismo
los archivos, pero no creía que con eso fuera a conseguir nada. El jefe
Kennan había permanecido ausente el tiempo suficiente como para coger el
expediente y ocultarlo en otro sitio, si lo que quería era mantenerlo fuera de
la vista. O podría haberlo destruido hacía mucho tiempo. O podría haber
resultado destruido de verdad en la inundación, como él afirmaba—. Bueno,
gracias por su ayuda, de todos modos —dijo. Salió de la oficina y del
edificio con la esperanza de que nadie hubiera transmitido el número de
matrícula del Buick Rendezvous robado mientras estaba dentro.
De vuelta en el interior del coche, consideró la posibilidad de ir al
hospital para ver si podía encontrar historiales médicos o el informe de un
forense sobre la víctima. Pero sin tener un nombre ni una fecha precisa,
sería un proceso largo y complicado, y no sabía muy bien qué beneficio
podría obtener de eso. Aun así, parecía evidente que allí se había producido
un ataque vampírico. Era probable que hubiera habido casos por toda la
ciudad; el problema era encontrar a la persona correcta con la que hablar del
asunto. Este ataque en particular había sido encubierto oficialmente, como
parecía ser siempre el caso, y era probable que también eso sucediera de
manera constante.
De ese caso, decidió, ya había averiguado casi todo lo que tendría
posibilidad de averiguar, y continuar rascando no le serviría de nada a
menos que lo condujera directamente hasta la mujer vampiro. Así pues, se
acercó a la orilla del Misisipí, bajo un frío cortante, para observar la ancha
avenida de agua. Descendía del norte en un poderoso caudal, y fluía hacia el
sur dividiendo el país en dos. ¿Aquellas criaturas procedían también del
norte? ¿Serían Barrow y los lugares de ese tipo, regiones donde la oscuridad
duraba semanas enteras, los territorios originarios de los vampiros?
Había intentado imaginar la razón por la cual la luz solar los mataba, y
no lo había logrado. Tal vez era algo evolutivo, resultado de su nacimiento
en lugares oscuros. Si hubiese estado vivo, puede que el doctor Saxon, de la
UCLA, hubiera podido arrojar algo de luz sobre el tema. O Ángela Foster,
de haber podido continuar con sus investigaciones.
Por primera vez en meses recordó el correo electrónico que le había
enviado Angélica. Decía en él que el extraño mensaje de Saxon había
aparecido en algún tipo de foro de Internet. De ser así, razonó, tal vez
continuaba en el mismo sitio. Incluso podría haber respuestas u otros
comentarios, e incluso cabía la posibilidad de que hubiera más científicos
trabajando en el asunto en ese mismo momento. Andy había estado
centrado en las fuerzas del orden público y la «comunidad» vampírica en su
conjunto, pero no había prestado atención ninguna a la ciencia.
Por urgente que fuera conectarse otra vez a Internet, había permanecido
en Cape Girardeau durante demasiado tiempo, en especial ahora que había
atraído la atención de las autoridades. Fue de prisa hasta el coche y se
dirigió al norte, siguiendo el curso del grandioso río. Al llegar al otro lado
de Springfield, Illinois, se registró en un costoso motel turístico y conectó el
ordenador portátil.
Tardó pocos minutos en encontrar el foro donde Angélica había
localizado la conversación del doctor Saxon sobre la «célula inmortal». La
conversación había muerto allí. Andy, sin embargo, estaba convencido de
que no era una muerte definitiva, no más definitiva que la «muerte» de un
vampiro. El tema era demasiado inquietante como para que no le hicieran
caso las personas con una mente curiosa.
Tenía que haber continuado, aunque sólo fuera mediante correos
electrónicos privados, conversaciones y trabajo de laboratorio.
Anotó los nombres de las personas que habían participado en la
conversación original, y el nombre de Felicia Reisner, de la Universidad de
Wisconsin, la investigadora cuyo artículo había sido el catalizador. Otra
media hora de navegación le proporcionó información para contactar con
algunos de los participantes. Después de desconectar el portátil, empezó a
hacer llamadas telefónicas.
La mayoría de las personas con las que logró hablar no pudieron
ayudarlo. Eran biólogos, químicos o estudiantes que entraban en el foro de
vez en cuando pero no habían prestado mucha atención a la conversación, o
ni siquiera la recordaban, después de tanto tiempo.
No pudo localizar a Felicia Reisner hasta la noche. Para entonces ya
había empezado a preocuparse por la cuenta de teléfono que estaba
acumulando en el motel, con los recargos que aplicaban a cada llamada.
Había intentado no largarse de los moteles sin pagar; robar coches ya era
bastante malo, pero al menos las aseguradoras compensarían a sus víctimas.
Andy había sido agente de la ley durante toda su vida, y entendía el
problema que subyacía bajo esa justificación: cuantas más indemnizaciones
pagaban las compañías de seguros, más cobraban a sus clientes. A fin de
cuentas, eran empresas con fines lucrativos. Pero aunque era una
justificación obvia, tenía que vivir con ella, ya que no tenía ninguna otra
manera de desplazarse sin ser detectado.
Pilló a Felicia Reisner cuando iba a sentarse a cenar con su familia.
Parecía distraída, agobiada, y en absoluto interesada en hablar con Andy. Él
recalcó su condición de agente del FBI y el aspecto de la seguridad
nacional, y casi pudo oír como ella se erizaba.
—¿Por qué no se apodera de los expedientes que tienen sobre mí
bibliotecas y librerías? —preguntó—. Pinche mi teléfono, ya puestos.
Andy oía la voz del marido, al fondo, implorándole que se calmara.
—Señora Reisner —dijo Andy—, no estoy intentando acusarla ni
investigarla en ningún sentido, créame. Sólo estoy interesado en algunas de
las ramificaciones de un artículo publicado por usted con el título de «La
célula inmortal». Estoy específicamente interesado en cualquier
conversación que hubiera mantenido sobre el tema con el doctor Amos
Saxon, de la UCLA. El doctor Saxon, no sé si lo sabe, fue asesinado. Estoy
intentando averiguar por qué y quién lo asesinó, y creo que tiene que ver
con algunas ideas que tenía acerca de estos temas.
Se produjo un silencio momentáneo.
—Vivimos en un mundo extraño, si es que están matando a los eruditos
a causa de sus investigaciones —respondió al cabo, Felicia Reisner—.
Aunque, por otro lado, hay que recordar que a Sócrates lo obligaron a beber
una copa de cicuta, así que no debería sorprenderme, supongo. —Dejó
escapar un largo suspiro—. Realmente, no hay nada nuevo bajo el sol,
¿verdad? —Cuando Andy no replicó, ella continuó—. Muy bien, tengo un
poco de tiempo mañana, entre las once y las doce.
Mi oficina está en el anexo de Bioquímica. Cualquiera del campus
puede indicarle cómo llegar.
Andy dijo que iría, y colgó. Fue hasta la ventana y descorrió la cortina.
A la luz de las farolas de la zona de aparcamiento vio caer copos de nieve.
«Madison —pensó, taciturno—. Fantástico». Había abrigado la
esperanza de poder volver al sur para escapar de lo peor del invierno.
En cambio, iba a dirigirse hacia el corazón del frío. Y si quería estar en
Madison por la mañana, tendría que marcharse ya mismo.
Aún no había sacado nada de las maletas, ni siquiera había dormido
desde que llegó a Springfield. Se tumbó sobre la cama y durmió un par de
horitas antes de largarse sin pagar la cuenta y salir a la carretera.
Interludio
La buena noticia era que Stella Olemaun estaba muerta.
La mala noticia… bueno, las había a manta.
Estaba muerta, sí, pero ella —al igual que su marido, Eben, antiguo
sheriff de Barrow, Alaska— había sido creada. Igual que Paul.
Paul no pretendía entender la transformación de ellos dos.
Pero estaba muy cabreado por ello.
Había ido a Barrow por la oscuridad, porque todos los caminos, al
parecer, conducían a Barrow. Al llegar allí había conocido a muchos otros
vampiros, los primeros a los que podía localizar desde que había sido
creado. Sintió una afinidad inmediata con aquellas criaturas, aquellos
moradores de la noche. Los había de todas las razas, tamaños y tipos, pero
lo que tenían en común era más fuerte que cualquier diferencia.
Ahora los definía su hambre.
Y aceptaron de inmediato a Paul como uno de los suyos. Después de
enterarse de sus antecedentes como agente del FBI, se mostraron muy bien
dispuestos a escuchar sus consejos sobre estrategia y táctica. Estaban
preparando otro ataque contra la ciudad, que se había armado y fortificado
contra ellos como no lo había estado tres años antes, durante el primer
asedio de Barrow.
Esta vez los residentes sabían qué esperar. O pensaban que lo sabían.
Pero no esperaban a Paul Norris. No habían previsto la furia que se
había acumulado en la comunidad vampírica contra ellos por haber
sobrevivido y reconstruido la ciudad, y contra Stella Olemaun por escribir
su jodido libro de mierda. Con la guía y ayuda de Paul, los vampiros
atacaron.
No, tacha eso. Los vampiros fueron a la jodida guerra.
Los habitantes se defendieron, algunos con gran valentía, otros con
menos. Los vampiros, sin embargo, eludieron las defensas, atravesaron las
cercas y el alambre de espino. La victoria ya casi parecía segura.
Y justo cuando el premio más dulce de todos —el hijo del nuevo sheriff
de la ciudad— estaba al alcance de las garras de Paul, aparecieron Stella y
Eben.
Y procedieron a darle una paliza de muerte al no muerto Paul Norris.

Norris se retiró a la bahía Prudhoe, donde planeaba pasar el resto del


invierno en un nido que unos pocos de los otros supervivientes de este
segundo asedio habían establecido allí. Se curó con rapidez, ahora que era
un no muerto, pero aún tenía dolores a causa de la paliza sufrida a manos de
los Olemaun.
Lo que no habían hecho había sido matarlo. Era probable que nunca
supiera por qué. Lo habían arrojado fuera de la casa donde había encontrado
al chico. Tenía la cabeza casi arrancada, pero no del todo. La mayoría de
sus huesos estaban rotos, y buena parte de sus órganos internos, reventados.
Estaba seguro de que pensaron que estaba muerto; pero aún le quedaba una
chispa de vida.
Y entonces, un palurdo atontado, cazador y trampero llamado John Ikos,
lo encontró y lo arrastró hasta una choza remota de las afueras de la ciudad.
Al parecer, Ikos era curioso, o se creía una especie de héroe.
Acabó siendo sólo alguien que había cometido un error muy grave.
Cuando Paul recuperó el conocimiento dentro de la primitiva morada de
Ikos, el cazador dijo que había planeado descuartizarlo y enviar los pedazos
a científicos y agencias dedicadas a la aplicación de la ley.
Al igual que los Olemaun, Ikos había pensado que Norris estaba muerto.
Los había engañado a todos.
Norris hizo que Ikos continuara hablando mientras él recuperaba
fuerzas. Por último, el hombre lo apuntó con una escopeta. Paul devolvió el
disparo y le voló una rótula al cazador. Después de todo lo que había
pasado, los perdigones de la escopeta le dolían de manera infernal, pero no
eran ni remotamente mortales para él.
Paul se alejó caminando de John Ikos. El tipo no lo sabía, pero era
probable que hubiera salvado la vida de Paul. Si se hubiera quedado en la
ciudad, los Olemaun o algún otro se habrían dado cuenta de que habían
dejado el trabajo a medias y lo habrían rematado. Al llevárselo, Ikos le
había dado la posibilidad de sobrevivir… de curarse.
Sin embargo… Norris hablaba en serio cuando declaró que ya estaba
harto de aquella demencial ciudad de mierda.

Paul hizo una mueca de dolor al levantarse después de haber permanecido


acuclillado. Aún no se había curado del todo, al parecer. Un olor familiar
había despertado su interés, y de la habitación contigua le llegaban sonidos
agradables. Aquel nido, situado dentro de un gran espacio comercial que en
otros tiempos había sido un supermercado, alojaba a seis vampiros: cuatro
mujeres y otro hombre. El cavernoso espacio principal estaba destinado a
descansar y dormir, pero también había una serie de habitaciones traseras
que se habían usado para oficinas, almacenes, cocina del personal y cosas
parecidas.
Paul bajó por el amplio corredor alfombrado y entró en la cocina de
suelo de baldosas. Dentro, Samantha y Clea estaban dándose un banquete
con una chica adolescente que aún llevaba el traje de animadora con que la
habían encontrado.
Paul sonrió al ver aquello.
—¿Tenéis bastante para otro? —preguntó.
Samantha estaba inclinándose para pegar la boca a la herida abierta del
cuello.
—Consíguete una para ti —respondió, haciendo apenas la pausa
necesaria.
Clea, sin embargo, le devolvió la sonrisa e hizo un gesto con la cabeza
para indicarle que se acercara.
—Yo puedo compartir.
Paul se reunió con ella junto a la chica casi muerta, y disfrutó de la
presión del cuerpo de Clea contra el suyo. La suavidad del pecho
voluminoso contra su brazo, la firmeza del muslo. No había estado con una
mujer desde que lo habían creado, no con una que también quisiera, y de
repente se dio cuenta de que era algo que echaba de menos.
Pero lo primero era lo primero. Clea tenía la cara embadurnada de
sangre adolescente. El olor de la muchacha era fresco, vibrante, lleno de
vida… al menos hasta que se había tropezado con Clea y Samantha. Con un
asentimiento de la cabeza de Clea, Paul se inclinó hacia la herida, y chocó
con Samantha. Un corazón palpitante bombeó sangre rica y caliente dentro
de su boca expectante, y él tragó con voracidad.
En los momentos como ése no podía ni imaginar por qué habría podido
sentirse a gusto cuando era un ser humano.
19
—¿Vampiros?
El modo en que Felicia Reisner repitió la palabra, como si una mueca
burlona pudiera hacerse audible, no dejó ninguna duda de los sentimientos
que le inspiraba el tema.
—Lo siento, señor Hertz. Por teléfono lo tomé erróneamente por una
persona seria.
Él se removió con incomodidad en el asiento. La oficina donde se
encontraban era moderna y espaciosa, con las librerías y el escritorio de
madera clara, pero las sillas para visitantes, de cuero oscuro eran frías y
poco acogedoras.
—El dicho es: «serio como un infarto» —replicó Andy—, pero en este
caso sería mejor decir «serio como el asesinato intencional de un profesor
universitario y dos agentes de policía, y el incendio de su casa».
Ella ya había empezado a recoger la carpeta de un expediente de encima
del escritorio, como si quisiera que él simplemente se largara, pero entonces
volvió a dejarla.
—Vuelvo a decirle que lamento muchísimo la muerte del doctor Saxon.
No sabía nada de los agentes de policía. Y me perdonará por no estar al día
en temas jurisdiccionales, pero ¿por qué algo así iba a ser asunto del FBI?
—Está relacionado con un caso en el que trabajo —replicó Andy. Era
una respuesta que ya daba con naturalidad—. Está todo interconectado. Sé
que el doctor Saxon estaba intrigado por su teoría de la célula inmortal, y sé
que pensaba que podría ser aplicable a un trabajo que estaba llevando a
cabo para demostrar la existencia de los vampiros en el mundo.
Esa palabra otra vez. Reisner se puso rígida al oírla. Era alta y delgada,
bonita, con el pelo castaño rojizo cortado a media melena, y ojos color
canela. Sus rasgos estaban perfectamente dispuestos, como si alguien
hubiera hecho una composición con los rasgos caucásicos que gustaban a
más gente, aunque su tez era justo lo bastante oscura como para sugerir
antecedentes de mezcla racial.
—Me temo que no veo cómo.
—Se supone que los profesores universitarios tienen que tener una
mente abierta —dijo él—. Así que inténtelo durante un minuto. Todo el
mundo sabe algo sobre los vampiros de ficción, así que úselos como punto
de referencia, en caso necesario. Viven eternamente, siempre y cuando
cuenten con la sustancia correcta. Se curan con rapidez. Es muy difícil
matarlos; la decapitación y la luz solar son las únicas maneras seguras de
lograrlo. ¿No podrían ser ejemplos vivientes de la teoría que usted ha
desarrollado?
—Siempre pensé que era necesario clavarles una estaca en el corazón, o
dispararles una bala de plata.
—La bala de plata es para los licántropos, y la estaca, según creemos,
pertenece a la ficción —dijo Andy—. Trabaje conmigo en esto, por favor,
doctora Reisner.
Felicia Reisner tamborileó con las uñas —pintadas de color rojo
amarronado y bien cuidadas— sobre la superficie lisa del escritorio. Eran
casi del mismo tono que el jersey de angorina que llevaba puesto.
—Lo estoy intentando, señor Hertz —replicó—. Es sólo que… no me
gusta ver que se abusa de la ciencia poniéndola al servicio del absurdo.
—Si fuera verdad, si yo estuviera diciéndole la verdad, usted
desempeñaría un papel fundamental para salvar muchísimas vidas —
insistió Andy—. Pero dejemos eso a un lado por el momento y centrémonos
en lo teórico. ¿La célula que usted ha descrito podría hacer eso?
—Todos somos sólo colecciones de material celular —dijo Felicia—.
Así que, en teoría, si la estructura celular de alguien estuviera compuesta
por esas células en lugar de las células humanas normales, sí, posiblemente.
—Se detuvo y se mordió el labio inferior durante un segundo—. Sí.
Alguien podría convertirse en inmortal. O casi. Siempre y cuando…
—Siempre y cuando ¿qué?
—¿Conoce la regla de los siete años? ¿El hecho de que las células de
nuestro cuerpo son esencialmente reemplazadas cada siete años, más o
menos?
—He oído hablar del tema —dijo él—. Eso explica por qué algunas
personas superan alergias y otras enfermedades, o las desarrollan en un
momento dado.
—Correcto —dijo—. Iba a decir que la persona no sólo debería tener
una abundancia de células inmortales, sino que también debería
reemplazarlas por el mismo tipo de célula.
—¿Podría suceder eso? Reconozco que nos metemos en un territorio
aún más hipotético, doctora Reisner, y le aseguro que esto es sólo para mi
propia información. No le será transmitido a nadie.
—Bueno… por supuesto que podría. Yo no habría desarrollado la
hipótesis de esas células si no hubiera visto pruebas de su existencia.
Aunque nunca en las cantidades de las que está hablando usted. Pero sí que
existen. Yo las he estudiado. Tengo muestras.
Andy se puso de pie para acercarse a la ventana y mirar la nieve
arrastrada por el viento en el exterior. El campus ya estaba alfombrado de
blanco, y por él se movían estudiantes y personal envueltos en gruesas
prendas que los protegían del frío. Cuando iba hacia el edificio de la
doctora, Andy había visto carteles que anunciaban un baile de San Valentín,
cosa que le había recordado que ya estaban a mediados de febrero. Tanto
tiempo transcurrido, y apenas si había comenzado a rascar la superficie de
todo este asunto de los vampiros.
—¿Podrían propagarse de una persona a otra? ¿Cómo un virus?
—Es mucho lo que sabemos sobre cómo funciona el cuerpo humano,
señor Hertz. Los avances que hemos hecho en sólo las últimas décadas son
enormes. Determinar la secuencia del genoma humano… ¿Tiene la más
ligera idea de lo que eso habría significado para la gente de hace cincuenta
años? ¿Si hubieran podido comprenderlo siquiera?
—Me temo que ése no es realmente mi campo profesional, doctora
Reisner. He leído sobre el asunto, pero la verdad es que no sé qué significa.
—No es importante para esta conversación —dijo ella—. Era sólo un
ejemplo. Lo que quería señalar es que, a lo largo de estas décadas, al mismo
tiempo que dábamos saltos increíbles en nuestra compresión, también nos
dábamos cuenta de que aún hay muchas cosas que no sabemos. El ébola nos
tomó por sorpresa. Y la gripa aviar. Y, el sida.
Apenas ahora estamos comenzando a controlar eso… con un
tratamiento, pero sin poder curarlo. La forma en que es capaz de mutar, de
ir un paso por delante de las sustancias con que lo bombardeamos… Ni
siquiera podemos vencer al cáncer, aún, y sabemos de su existencia casi
desde siempre. El caso es, señor Hertz, que no sé si esas células pueden
propagarse como un virus. En un principio sospecharía que no, porque no
es la forma típica como se reproducen las células. Pero aún no he podido
determinar cómo se reproducen esas células en particular. Así que la
respuesta tiene que ser un tal vez.
Andy se apartó de la ventana. Felicia había hecho girar la silla de cuero
de su escritorio y estaba frente a él. La irritación que había manifestado
antes se había esfumado.
—¿Puedo pedirle que me siga la corriente un poco más, doctora
Reisner?
Ella sonrió. Bonitos dientes regulares. Andy apreciaba eso aún más
después de haber visto qué aspecto tenía la boca de los vampiros.
—¡Qué diablos, si ya he llegado hasta tan lejos!
—Si aceptamos que existen los vampiros, y que su célula inmortal
desempeña, de alguna manera, un papel para ayudarlos a vivir de manera
indefinida, siempre y cuando se alimenten, ¿qué otros elementos entran en
juego? ¿Hay alguna otra cosa específica que necesiten para sobrevivir?
¿Cómo podríamos usar este conocimiento para encontrarlos y eliminarlos?
Felicia abrió la boca para responder, pero luego se detuvo.
—¿Podemos ir a otro sitio? —preguntó—. Quiero decir que… en este
edificio tengo colegas, estudiantes. Odiaría que alguien oyera esta
conversación y se hiciera una idea equivocada. Hay una cafetería cerca de
aquí, y no sé a usted, pero a mí me vendría bien tomar algo caliente.
Andy asintió. Ella sacó de dentro de un armario un abrigo de paño con
capucha, y poco después atravesaban el campus con paso enérgico y las
manos metidas en los bolsillos. La doctora Reisner se había puesto la
capucha, pero caminaba con la cara orientada hacia el cielo, al parecer
disfrutando de la sensación que le causaban los copos al caer sobre su piel.
—¿Sabe que todavía no es peligroso recogerlos en la lengua, señor
Hertz? No hay muchos problemas de nieve ácida. Todavía no, en cualquier
caso. Veremos dentro de unos cuantos años.
—No lo he hecho desde hace mucho —dijo él.
—Pruebe. Nunca es demasiado tarde para repescar placeres de la
infancia.
Hizo lo que ella decía; echó atrás la cabeza y sacó la lengua. Los copos
de nieve le hacían levísimas cosquillas, se fundían con rapidez y se
convertían en minúsculas gotas de agua. Rio, y entonces se dio cuenta de
que estaba riendo, y se sorprendió.
También había pasado mucho tiempo desde que había hecho eso por
última vez.

La cafetería olía de maravilla; cafés, diferentes tipos de té, canela, que hizo
pensar a Andy en los ojos de extraño color pardo claro de Felicia, caramelo
y otros aromas que ni siquiera podía aislar, se reunían para crear una
especie de festín olfativo. El local no era grande, pero las desiguales mesas
antiguas estaban metidas en pequeños nichos que les conferían privacidad.
Andy había pedido un café mezcla de la casa, y Felicia estaba tomando una
infusión de hierbas preparada en una tetera de cerámica azul que tenía
dibujos de mariposas esmaltados. Sonny Rollins tocaba un saxo tenor desde
altavoces ocultos, con el volumen lo bastante bajo como para que la gente
pudiera mantener una conversación, pero lo bastante alto como para
escucharlo si era lo que uno quería hacer.
Ella jugueteó con las etiquetas de papel de las bolsitas de hierbas
mientras esperaba que se hiciera la infusión.
—He estado pensando en su pregunta —dijo ella pasado un rato.
—¿Y?
—No quiero responderla. —La cara de él tuvo que reflejar la decepción
que sentía, porque ella dio marcha atrás de inmediato—. Quiero decir, no
del modo exacto como usted la formuló. No estoy segura de que sea la
pregunta correcta, o al menos de que lo sea una parte de ella.
—¿A cuál se refiere, exactamente? —preguntó Andy. Tomó un pequeño
sorbo de café. Aun con el azúcar y la crema, estaba demasiado caliente
como para beberlo. Cosa que, dado que aún estaba congelad: después de la
caminata, era una buena cosa.
Felicia vertió un poco de infusión en la taza, comprobó que ya estuviera
hecha, y luego la llenó.
—Vamos a ver. Si presuponemos la existencia de vampiros, cosa que es
una enorme presuposición que yo todavía no estoy dispuesta a hacer,
entonces hay varias cosas que deberían ser verdad. Y ya no estoy hablando
estrictamente como bioquímica, sino, supongo, como… como ciudadana
preocupada, por así decirlo.
—Soy todo oídos —la invitó a proseguir Andy.
—Partamos de una presuposición inicial, pues —volvió a decir ella—.
Existen los vampiros. Poseen una abundancia de células inmortales que los
hacen virtualmente inmortales. Muy difíciles de matar, como ha dicho
usted, y con increíbles capacidades de recuperación. Y, de algún modo,
pueden reproducirse, convirtiendo en vampiros a otras personas. Si todo eso
es verdad, hay ciertas cosas que necesitan.
—¿Cómo qué?
—Tiene que existir alguna clase de sociedad —respondió ella—.
Esos… seres no pueden existir en el vacío. Deben permanecer vigilantes
por sí mismos y por los demás, de alguna manera. La sociedad que forman
tiene que tener algún tipo de jerarquía, alguna estructura. Aunque sean, no
sé, digamos que extrahumanos, fueron humanos alguna vez. Puede que
hayan abandonado la mayoría de sus viejas costumbres, pero no pueden
haberse despojado de ellas del todo. Incluso los animales forman unidades
familiares, manadas y demás, y esos seres son intelectualmente mucho más
desarrollados que los animales.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Andy—. Así que existe algún tipo
de orden jerárquico.
—Exacto. No tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir si no hubiera
algún tipo de normas, alguna estructura interna. Después, deberían tener al
menos unos conocimientos rudimentarios para saber lo que son y cómo
mantenerse con vida. Aunque no sean precisamente pesos pesados
intelectuales, o aun en el caso de que sea la tradición el principal factor que
los mantiene unidos, tienen que tener algunas preguntas. ¿Cómo averiguan
las respuestas? ¿Se han infiltrado en las universidades, en los laboratorios
comerciales?
—Eso lo sabrá usted mejor que yo. —Andy bebió un poco de café, que
a esas alturas se había enfriado lo suficiente. Era bueno. O él pensó que lo
era. Aunque tal vez era el hecho de estar sentado allí, conversando con una
mujer atractiva, lo que le resultaba agradable.
—Todas las facultades tienen sus «vampiros» —dijo Felicia—, en el
sentido más metafórico de la palabra, por supuesto. Estudiantes que
duermen durante todo el día y sólo cumplen con sus horas de laboratorio
durante la noche, cuando no hay nadie más cerca. De vez en cuando se oye
hablar de estudiantes que viven en los edificios de los laboratorios o de las
aulas, se duchan en el departamento de atletismo, se cepillan los dientes en
lavabos públicos. A veces son excelentes estudiantes, incluso genios, pero,
o bien nunca han aprendido a ganarse adecuadamente el sustento, o están
demasiado inmersos en el estudio y la investigación como para conseguir
un empleo y pagar un alquiler o la cuota de un dormitorio colectivo. Nunca
he tenido noticia de que alguno haya atravesado la línea y desplegado un
comportamiento criminal, salvo entrar sin autorización en algunos sitios y
algún robo insignificante. Desde luego, nada de chupar sangre o cosa
parecida.
—Eso es parte del problema —le explicó Andy—. No tenemos noticia
del asunto. Si aparece un cuerpo completamente vacío de sangre, lo primero
en lo que piensa todo el mundo es en vampiros. Lo segundo que piensan es
que los ridiculizarán si admiten lo primero. Así pues, se inventan excusas.
No se hacen preguntas, o, si se las formulan, las respuestas son mentiras
destinadas a encubrir la verdad, porque nadie quiere ser el primero en
parecer un lunático. A los estadounidenses no nos gusta equivocarnos, pero
nos gusta todavía menos que se rían de nosotros.
Felicia asintió con la cabeza y se llevó la taza a los labios de forma
perfecta. Al beber bajó las largas pestañas sobre los ojos, como si obtuviera
un placer sensual de aquel acto.
—Estoy de acuerdo —dijo, mientras volvía a dejar la taza sobre la mesa
—. Lo cual significa que usted, señor Hertz, tiene un gran problema ante sí.
¿Cómo demuestra que existen los vampiros si todos los que podrían aportar
las pruebas tienen miedo de hacerlo?
—Llámeme Andy —le pidió él—. Y yo no he dicho en ningún
momento que esté intentando demostrar la existencia de los vampiros.
Ella rio, y él se encontró también riendo.
—No soy estúpida, Andy. Si lo fuera, usted ni siquiera estaría
preguntándome estas cosas.
Andy alzó la taza de café como para brindar por ella.
—Recibido. Muy decididamente, no es estúpida.
—Bueno, ¿y va a contarme por qué? Quiero decir, entiendo por qué
podría querer hacerlo. Supongo que me refiero a cómo descubrió todo lo
relativo a ellos, para empezar. Y si puedo serle franca, tengo la sensación de
que esto es una especie de cruzada en solitario por parte de usted.
—¿Qué le hace decir eso?
Ella dejó que su mirada lo recorriera durante un momento.
—Tal vez he visto demasiada televisión, pero ¿ustedes no van siempre
en pareja, por lo general? ¿Y vestidos con trajes que no parecen haber
pasado demasiado tiempo en una tienda de ropa usada? Puede que se deba a
su sentido personal de la elegancia, y estoy muy a favor de eso. Pero pienso
que no es así y, normalmente, soy bastante buena evaluando a la gente, así
que, ¿quién es usted, Andy Hertz?
Andy bebió un gran trago de café para no responder de inmediato.
—¿Cuántas preguntas son? —inquirió, después de dejar la taza sobre la
mesa—, ¿tiene libre el resto del día?
Ella rio y miró el reloj de pulsera.
—No —replicó—. De hecho, tengo que salir corriendo, y lo único que
he tomado para almorzar ha sido una taza de té. Si me gruñe el estómago
durante la clase, lo culparé a usted.
—Y yo aceptaré la culpa.
—Pero aún quiero respuestas —dijo ella—. ¿Cenamos mañana?
No había pensado en quedarse en Madison. Sin embargo, como estaba
nevando había muchas probabilidades de que las carreteras fuesen
peligrosas de transitar, eso en el caso de que estuvieran abiertas.
Y no podía negar que disfrutaba hablando con ella. Había pasado tanto
tiempo desde que había disfrutado de cualquier cosa que no fuera la más
básica interacción humana, por lo general con un mostrador en medio y un
intercambio de dinero en metálico, que aquello era como un regalo
inesperado para él.
—Claro —asintió—. Cenar me parece bien.
—¿Quiere que lo recoja en su hotel? ¿Dónde se aloja?
—No lo sé, aún —admitió—. Tal vez podríamos encontrarnos en su
oficina y salir desde allí.
—A las siete —decidió ella, que se puso de pie pero le hizo un gesto
para que se quedara sentado—. Quédese, acabe el café —dijo—. Tengo que
salir a escape. Ha sido agradable conocerlo, Andy. O quienquiera que sea.
La observó marchar con paso decidido. En un momento dado, ella echó
la cabeza atrás para ofrecer la cara hacia la nieve que caía, y él rio en voz
alta.
20
Esa noche cena con Felicia. Andy no sabía qué sentir al respecto; ella era,
desde luego, la relación humana más íntima que había mantenido desde el
comienzo de todo aquel infierno, a pesar de las circunstancias.
Andy intentó trabajar, hizo unas cuantas llamadas telefónicas más y
envió correos electrónicos a algunas otras personas que habían participado
en el tema de la célula inmortal en el foro. Pero sus pensamientos no
dejaban de divagar. Mónica, las niñas. Paul y Sally… en especial Sally, la
última mujer con la que había hecho el amor.
No era que esperase que Felicia Reisner cayera en sus brazos. O en su
cama. No la echaría de una patada, como decía la canción, pero, eh, que
estaba casada. También era atractiva y tenía éxito. Y él parecía un desecho
de tienda de segunda mano.
Esa parte podía arreglarse. Se fue al centro comercial Westgate y dedicó
una parte de su menguante capital efectivo a comprarse un par de
pantalones nuevos y un jersey azul oscuro. Al probarse el pantalón, se dio
cuenta de que sus zapatos estaban en un estado que parecía que los había
arrastrado tras el coche durante sus peregrinaciones a través del país. Se
llevaría una parte más de sus reservas, pero los pantalones quedarían
ridículos emparejados con un calzado tan patético.
Cuando llegó al despacho de Felicia, llevaba puesto el abrigo que se
había comprado cuando comenzó a hacer frío, con el jersey nuevo debajo.
Los pantalones oscuros tenían la raya bien definida, y se dio cuenta de que,
con sólo mirarlo, ella sabría que había ido de compras.
Pero cuando abrió la puerta, la atención de ella estaba fija en la pantalla
del ordenador. Ni siquiera lo miró.
—Lo lamento —dijo—, pero el horario de oficina ya ha terminado.
—Felicia —dijo Andy, al tiempo que se tragaba la decepción—. Soy yo,
Andy. ¿No teníamos que ir a cenar?
Ella hizo girar la silla y, cuando lo vio, su cara se alegró de forma
evidente.
—¡Ay, Dios, Andy, cuánto lo siento! He estado inmersa en esto desde
últimas horas de la tarde y lo había olvidado por completo. —Se le pusieron
las mejillas rojas como un tomate—. Dios, eso hace que parezca una
verdadera bruja, ¿verdad? Lo siento. Supongo que me distraigo con
facilidad. La verdad es que lo recordé cuando salía de casa y le dije a
Pearce que no iría a cenar.
—¿Es su esposo?
—Sí. Pearce. —Se volvió otra vez hacia la pantalla—. Sólo un par de
minutos, ¿vale?
Andy se recostó contra la entrada y observó cómo acababa lo que estaba
haciendo. Ese día llevaba un jersey marrón muy holgado, abolsado a la vez
que, de alguna manera, se adhería a su cuerpo. Unos tejanos azules
desteñidos enfundaban sus largas piernas, metidas en botas UGG. Tenía la
cabeza inclinada hacia la pantalla para leer, y el cabello lacio le caía hacia
adelante y ocultaba la mayor parte de su perfil.
Tardó más de dos minutos, pero no mucho. Felicia se irguió con viveza
y cerró el documento que tenía en pantalla para luego apagar el ordenador.
Le dirigió a Andy una ancha sonrisa, fue hasta el armario, y apareció con
abrigo y bolso.
—¿Preparado para salir?
—¿Sabemos adónde vamos? —preguntó él—. Supongo que tendría que
haber preguntado eso ayer, para poder reservar mesa.
—No se preocupe por eso —dijo ella, mientras apagaba las luces
cenitales. Él fue el primero en salir por la puerta de la oficina, y ella lo
siguió y cerró con llave—. Conozco un sitio en el que no nos harán esperar.
Con su presupuesto, Andy había comido en Denny’s muchas veces
durante la huida; a menudo era un respiro que agradecía después de los
locales de comida rápida y, por lo general, resultaban fáciles de localizar
desde las autovías. Pero nunca había visto a nadie que se deleitara tanto
como Felicia con la carta. Dedicó diez minutos a estudiarla, intentando
decidir entre desayunos y cenas, y acabó inclinándose por un Grand Slam,
que declaró que era su favorito para cualquier momento del día.
—No me malinterprete —dijo ella, después de pedir la comida—. No es
que no me guste también la buena comida. Es sólo que a veces tengo estos
antojos, y he descubierto que, a menudo, es buena idea hacer caso de mis
antojos.
—Yo he aprendido que los míos se cuentan entre mis peores enemigos
—replicó Andy—. Pero puedo ponerlos en su sitio, al parecer.
La camarera le llevó a Felicia un vaso de limonada, y llenó de café la
taza que Andy tenía delante. Cuando se marchó, Felicia miró a Andy.
—Bueno —dijo, con un tono repentinamente serio. Mantenía la voz
baja, aunque no había cerca ninguna mesa ocupada—. He estado pensando
mucho en sus preguntas, pero antes de entrar en eso yo tengo unas cuantas
que quiero formularle.
—Muy justo —admitió Andy—. Responderé a todo lo que pueda.
—Ése sería un buen comienzo —dijo Felicia—. No llegó a contestarme
las grandes preguntas de ayer. ¿Quién es usted, y por qué está tan
obsesionado con los vampiros?
Andy jugueteó con los cubiertos durante un minuto mientras pensaba en
lo que podía arriesgarse a contarle.
—Mi nombre es realmente Andy —dijo—, pero ya no estoy en el FBI,
porque ellos no querían que indagara en esto. Y yo no podía dejar de
hacerlo.
—¿Por qué no? —preguntó ella—. No está loco, ¿verdad? Porque si es
alguna clase de lunático, entonces…
—Estoy bastante seguro de estar cuerdo por completo —la interrumpió
Andy—. O al menos tan cuerdo como cualquiera, en estos tiempos. Y la
razón por la que resulta tan importante para mí es que mi mejor amigo se
convirtió en vampiro y asesinó a mi esposa y a mis dos hijas.
La cara morena de Felicia se puso blanca. Alzó una mano y se tironeó
del labio inferior antes de hablar.
—Dios —dijo al fin—. Lo siento de verdad, Andy. Eso es…
Él asintió con la cabeza.
—Es bastante insoportable. Y créame, sé que parece una absoluta
locura. Seré capaz de demostrarlo algún día, pero por el momento lo único
que puedo hacer es pedirle que confíe en mí.
—Hasta ahora no me ha dado ninguna razón para no hacerlo.
—Intento ser honrado —replicó Andy—. Cuando puedo. Esto es
demasiado importante para mí como para mentir al respecto, y realmente
espero que usted pueda ayudarme a demostrar la verdad.
Felicia bebió un poco de limonada mientras la camarera dejaba las
ensaladas sobre la mesa. Cuando la mujer se hubo marchado, continuó:
—Respecto a eso —dijo entonces—, creo que puedo hacerlo.
Ésa era la noticia que Andy había estado deseando oír, pero en lugar de
sentirse emocionado se encontró con que estaba ansioso. ¿Y si ella le daba
esperanzas para nada? ¿Y si tenía en mente algo por completo distinto, o
sólo quería demostrar que los vampiros no podían existir? En otra época,
eso habría sido muy bueno para él, pero ahora no.
—Muy bien —asintió, con voz inexpresiva.
—Pienso que conozco la manera de hacer algunos experimentos con las
llamadas células inmortales —explicó ella—, con el fin de ver si pueden
transmitirse de un cuerpo a otro del modo que usted ha descrito. No sería
una prueba determinante, pero nos haría avanzar en la dirección correcta.
No era tan convincente como él habría deseado, pero era mejor que
nada, decidió.
—El inconveniente es —continuó ella— que actualmente tengo un
montón de trabajo que hacer: investigación, docencia, otro par de proyectos
que tengo a medias. Así que esto lo haré, Andy, y lo haré gratuitamente, en
mi tiempo libre. Nadie de la universidad sabrá nada al respecto; tendrá que
confiar en mí en eso. La verdad es que si pusiera en conocimiento de
alguien lo que estoy haciendo, me pondrían de patitas en la calle al cabo de
una hora. El caso es que con todo el trabajo que tengo entre manos, y la
necesidad de mantener éste en secreto, va a tardar algún tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé. Meses en el mejor de los casos. Espero que no sean años.
—¿Años?
Felicia rio.
—Parece usted tan decepcionado… —dijo—. Y entiendo el porqué,
Andy, de verdad, no estoy riéndome de usted ni nada parecido. Sé que es un
trabajo muy importante y lo haré con toda la rapidez que me sea posible. Es
lo máximo que puedo prometerle. ¿Le vale?
La verdad era que no tenía ningún otro bioquímico que ya estuviera
trabajando en el área correcta y se ofreciera a ayudarlo. Asintió con la
cabeza.
—Claro, lo acepto —asintió—. Le agradeceré cualquier cosa que pueda
hacer, Felicia.
La camarera llegó con la cena, así que la conversación volvió a
interrumpirse.
—Bueno —dijo Felicia, después de que se hubiera marchado—,
concentrémonos en la buena cocina y en conocernos mejor, y dejemos el
resto para más tarde.

Después de la cena y de tomar pastel de tres chocolates como postre —todo


lo cual pagó Felicia—, él la llevó en su coche de vuelta al aparcamiento de
la facultad, donde había dejado su vehículo. Ambos salieron del coche de
Andy y se quedaron de pie en la gélida noche; su aliento formaba en torno a
ellos nubes de vapor que luego desaparecían.
Él quería que aquel contacto humano, aquella conexión, se estrechara,
rodearla con los brazos, y casi no pudo soportar las sensaciones que su
mente imaginaba: el calor del cuerpo de ella, el relieve de sus curvas contra
él, el aroma del perfume ligeramente afrutado que llevaba…
«Basta. Concéntrate. Recuerda por qué estás aquí, por qué la necesitas».
Y en el fondo de todo, Andy pensó que no necesitaba tener intimidad
con ella, siempre y cuando pudiera oírla reír de vez en cuando. Ese contacto
humano obraría maravillas a favor de su menguante cordura.
—Ahora voy a jugármela, pero tengo que decirle que hacía mucho
tiempo que no conocía a una mujer tan fascinante como usted. Creo que
había metido una parte de mí en una caja, y…
—No literalmente, espero.
—Una caja metafórica —aclaró él—. Cuando todo esto acabe, tal vez
seré capaz de volver al resto de mi vida. Le estoy profundamente
agradecido por cualquier cosa que pueda hacer para ayudarme a acabar con
el asunto.
—Me halaga. —Ella sonrió, se inclinó y le dio un inesperado beso en
una mejilla—. No se preocupe —dijo—. Llegaremos a la verdad. Andy,
cualquiera que sea.

Paul había aprendido a amar la cacería.


En esas largas noches, era especialmente divertida. La gente de Barrow
sabía lo suficiente como para quedarse en el interior de sus casas después de
que el sol huyera de la oscuridad que se aproximaba, pero en las otras
ciudades, aunque la voz había corrido, no acababan de entender el
concepto. Las cuatro de la tarde aún era la tarde para ellos, a pesar de que a
las cuatro y media ya fuese noche cerrada. Se quedaban en el exterior para
hacer recados, beber en los bares, visitar a los amigos…
A Paul no le importaba por qué andaban por las calles, sino sólo el
hecho de que podía encontrarlos allí.
Como pollos que deambularan por el patio a pesar de que hubiera salido
el zorro.
En la oscuridad veía mejor de lo que jamás había visto a la luz del día.
¿La textura del cuero de los zapatos de un hombre que estaba a treinta
metros? Sin problema. El destello de oro de los molares de una mujer que
hablaba por el teléfono móvil a seis manzanas de distancia. Los ojos azul
oscuro de un niño que se vislumbraba a lo lejos.
Con la claridad del cristal.
Más claro aún, porque el cristal podía empañarse, enturbiarse.
Paul Norris se sentía como un ave rapaz, un halcón que volara en
círculos sobre un prado, enfocando a un conejo de cola blanca o a una
ardilla terrestre.
Esa noche seguía a una mujer que llevaba un chaquetón marinero negro,
gorra de punto roja, pantalones de esquiar marrones, y botas negras. Había
salido de un bar y avanzaba con paso vacilante. Por debajo del gorro
asomaban mechones rebeldes del color de la paja. Era flaca. Bebía más de
lo que convenía a su peso corporal, y por el olor que le llegaba de ella —
sudor rancio a cuarenta metros—, se formó la idea de que también tenía
otros hábitos.
Eso era bueno. Le gustaban los drogatas, los adictos a la anfetamina. Le
proporcionaban un subidón adicional cuando les vaciaba las venas y bebía
el cóctel rojo.
Cuando se encontraba a una docena de pasos por detrás de ella, arrastró
los pies para que lo oyera acercarse. El miedo hacía que el corazón latiera
con mayor rapidez y la sangre corriera con más fuerza por las venas.
(Agitado, no revuelto). Ella se volvió y él sonrió, con la boca abierta, para
mostrarle todos los dientes como agujas y sacarle la lengua. Al principio
ella vaciló, se quedó mirándolo, pero cuando él pasó ante el escaparate
iluminado de una tienda y la luz de neón lo bañó, la mujer reprimió un
grito.
Dio media vuelta y comenzó a correr.
Perfecto.
Paul dejó que le sacara una buena ventaja; si era demasiado fácil,
restaba diversión a la cacería.
Cuando ella estaba a una manzana de distancia, Paul comenzó a correr.
Oía cómo los pasos de la mujer resonaban en la calle tranquila, incluso
después de que girara en una esquina. Aumentó la velocidad. Al llegar a la
esquina aceleró de golpe, de modo que si ella miraba hacia atrás, cosa que
suponía que haría, él casi parecería volar.
Funcionó. Esta vez la mujer gritó.
Cargó hacia ella al tiempo que inhalaba el olor de su sudor, licor, humo
de tabaco rancio, sexo y, ahora estaba convencido, crack.
Justo como a él le gustaban. Paul aún podía beber, pero los aguados
fluidos de los brebajes alcohólicos le sabían amargos y no servían para
nada. Prefería con mucho beber de esta manera, de segunda mano, pero
mucho más placentera.
La persecución comenzaba a aburrirlo. La mujer corría ante él, pero era
torpe y lenta. Decidió poner punto final y le dio alcance con seis largas
zancadas. Empezó a chillar otra vez. Él cortó sus gritos en seco asestándole
un puñetazo en la parte posterior de la cabeza y estrellándola contra una
pared. Antes de que pudiera recobrarse siquiera, le enredó los dedos en el
pelo y le echó bruscamente la cabeza atrás para dejar expuesta la garganta.
A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, que resbalaron por las
sucias mejillas.
Paul Norris sonrió. Pasó sus uñas duras como el hueso y afiladas como
estiletes por la carne tierna. Se inclinó hacia adelante, con la boca abierta,
para recibir su recompensa.
Un movimiento atrajo su mirada mientras bebía, y al alzar la mirada vio
a Clea que lo observaba, con los brazos cruzados por debajo de los pechos,
con una sonrisa malevolente en los labios. Él apartó la cara y presionó la
herida con una mano para cortar el flujo de sangre.
—¿Quieres un poco? —preguntó.
—Ya me conoces, soy una mujer de grandiosos apetitos —explicó Clea.
—Es lo que me gusta de ti. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la
víctima, y Clea avanzó para pegar la boca abierta sobre la herida. Paul retiró
los dedos con lentitud, y ella chupó la sangre que los cubría antes de soltarle
la mano.
Cuando ambos se hubieron hartado, Paul y Clea se miraron a los ojos.
Él sintió el efecto de las drogas que había en el cuerpo de la mujer y que
ahora corrían por el suyo, agudizando sus sentidos. En los líquidos ojos de
Clea veía lo mismo. La atracción había ido en aumento entre ellos dos,
juguetones coqueteos que se producían de manera regular. Desde el cambio,
él no había sentido gran cosa por lo que al deseo sexual respectaba, aunque
ahora había vuelto con creces.
Clea se lamió la sangre del labio inferior sin apartar los ojos de él ni por
un instante.
Paul miró en torno una vez, pero la calle continuaba desierta. Avanzó
hacia Clea, le pasó los brazos en torno a la espalda y la atrajo hacia sí. Sus
labios se unieron. Él metió la lengua entre los de ella y dejó que sus dientes
desgarraran la carne tierna. Clea reprimió una exclamación al sentir el sabor
de su sangre, y se curvó contra su cuerpo al tiempo que le metía la lengua
dentro de la boca para hacer lo mismo. Cerró las piernas en torno a una de
las de Paul y se frotó contra su muslo mientras le metía mano en la
entrepierna y le desabrochaba el cinturón.
Él la empujó contra la pared y tropezaron con el cuerpo sin vida de la
mujer de quien acababan de alimentarse. Riendo, ambos cayeron sobre la
fría acera, junto a ella. Arrancándose ropa y piel con dientes y garras,
sangrando sobre la acera y el uno sobre el otro, Clea se abrió para recibirlo.
Ambos sabían que mientras sus cabezas no se vieran amenazadas, cualquier
herida sanaría, y la sangre que les recubría la piel y llenaba sus bocas no
hacía más que aumentar el ardor del momento. Él empujó para penetrarla al
tiempo que le mordía y desgarraba con voracidad el cuello, los hombros, los
brazos, los pechos. Clea le hizo lo mismo a él. Lo rodeó con las manos y le
clavó las uñas en la cintura, y cuando le atravesó la piel hasta llegar a la
columna, Paul estalló dentro de ella.
Agotados, permanecieron tendidos y enredados durante los siguientes
veinte minutos, más o menos, hasta que se hubieron recuperado lo bastante
como para volver al nido.
Mientras regresaban, aún con el sabor de Clea en la boca y percibiendo
su propio olor en ella, Paul supo que había descubierto un beneficio más de
su nueva condición.
21
Como ya le había advertido, el trabajo habitual de Felicia se interponía en
su investigación. Para mantenerse fuera de su camino, Andy se marchó de
viaje otra vez. Para alejarse del invierno, se dirigió al sur: Nashville,
Birmingham, Montgomery, Tallahassee, Jacksonville. En Orlando se quedó
varias semanas, convencido de que, con tanto turista en la ciudad, él no
llamaría la atención. Después continuó viaje y bajó hasta Miami y Key
West.
Allí volvió a quedarse un tiempo. Había otro montón de aves
migratorias que habían escapado del frío, así que él se perdía entre la
multitud. Pasó los días paseando por la playa, escuchando los agudos gritos
de las gaviotas y dando manotazos a las pulgas de arena y los mosquitos.
Cada pocos días llamaba a Felicia por teléfono para mantener el contacto,
pero intentaba no presionarla demasiado. Se encontró con que, entre una y
otra llamada, anhelaba el sonido de su voz, el alegre tintineo de su risa. Se
dio cuenta de que estaba obsesionándose, pero había tenido esa tendencia
desde la transformación de Paul; obsesionado con los vampiros, con
demostrar su existencia. El asesinato de su familia no hizo más que
alimentar esa obsesión, concentrarla, y lo impulsó a dejar atrás cualquier
otra cosa que él hubiera sido jamás o hubiera querido hacer.
Ahora que estaba haciendo algún progreso —o al menos tenía la
sensación de que así era, ya que por fin contaba con una aliada y algo
parecido a un plan—, los días parecían pasar con espantosa lentitud. Quería
avanzar, pero se veía obligado a esperar de acuerdo con la disponibilidad de
Felicia. Intentaba seguir investigando, pero se daba cuenta de que ya había
explotado la mayoría de las rutas que se abrían para él. Internet estaba lleno
de personajes cargados de afectación y de los típicos quiero y no puedo,
pero no había aparecido ningún vampiro de verdad, y tuvo un éxito muy
limitado en la tarea de encontrar gente que se hubiera tropezado con ellos y
sobrevivido, o que estuviera dispuesta a hablar del asunto.
Era probable que Key West fuese el peor lugar del país donde buscar. El
sol salía temprano y parecía surgir de repente del océano, y luego se
quedaba en el cielo. Al atardecer, después de que se hubiera puesto, su
resplandor aún parecía bañar la ciudad, haciendo destellar la arena de la
playa y las olas que rodaban sobre ella. Cualquier vampiro que cazara en
este lugar tendría que sacar mucho provecho a las horas de oscuridad.
Después de unas pocas semanas, Andy estaba preparado para largarse.
En cualquier caso, razonó, el verano se aproximaba con rapidez, y
demasiado pronto, y con él la humedad y, cosa casi increíble, aún más
insectos. Para alejarse de ambas cosas se dirigió otra vez al norte, siempre
cambiando de coche cada pocas ciudades, alojándose en moteles baratos e
intentando no llamar la atención. Se dirigió casi en línea recta hacia
Madison, pasó allí unos días y comió un par de veces con Felicia, que le
hizo saber que había avanzado muy poco.
Mientras conducía hacia el oeste, intentaba no darle muchas vueltas al
asunto, pero lo que había parecido prometedor a finales del invierno, estaba
convirtiéndose en una decepción tras otra a mediados de verano.
Se detuvo en Davenport, Des Moines, Sioux City, Omaha, Lincoln. El
territorio era llano por todas partes, pero el cielo azul era inabarcable en lo
alto. El Cuatro de Julio Andy estaba en Wyoming, sentado en las gradas del
Ten Sleep Rodeo, mirando cómo vaqueros y vaqueras intentaban domar a
sus animales, eran arrojados al polvo, y salían del rodeo, tal vez cojeando,
pero recibiendo las olas de aplausos de la muchedumbre.
Para cuando empezó a anochecer detrás de las colinas, Andy estaba
quemado por el sol y empachado de palomitas de maíz, perritos calientes y
coca-cola. Se desperezó pero no abandonó el asiento, porque a continuación
vendrían los fuegos artificiales. Andy, que en otros tiempos había sido un
tipo muy patriota, se había disociado de su país y de la gente que lo
rodeaba. Allí, en medio de aquel grupo de desconocidos, vio banderas,
sonrisas y apretones de mano, cintas amarillas que adornaban camiones,
hombres y mujeres que se sentían complacidos con su absoluta condición
de estadounidenses. Él no podía sumergirse por completo en el espíritu del
día; había demasiadas cosas que él sabía y ellos no sobre la comunidad de
la inteligencia estadounidense y el modo en que funcionaba, cómo las
administraciones utilizaban lo que les proporcionaban los espías, y, por
supuesto, el hecho de que había auténticos monstruos deambulando por el
territorio de los hombres libres, el hogar de los valientes.
Pero lo intentó, y muy de vez en cuando, durante unos pocos momentos
—mirando las explosiones de color en el cielo negro, escuchando la risa
sincera de sus vecinos, u observando a un vaquero que recogía el sombrero
del suelo, le sacudía el polvo, y lo agitaba hacia la multitud vociferante—,
lo consiguió.

A Carol Hino la habían despedido de Kingston House el pasado mes de


mayo.
Demasiadas ausencias, demasiadas mañanas en las que llegaba justo
antes de mediodía y en no muy buena forma, demasiadas reuniones de
redacción en las que admitía que no había leído, ni le importaba, el
manuscrito del que estaban hablando.
Era demasiado inteligente como para no saber que estaba echando su
empleo por la borda. Pero no conseguía cambiar. Siempre que el jefe le
hablaba, ella tenía ganas de zarandearlo. «Vas a morir —tenía ganas de
decirle—. Si no te matan los terroristas, lo harán los vampiros. Vives en
Nueva York, sobreviviste al 11 de septiembre, pero podrías salir mañana
por la noche a pasear al perro o a buscar comida china, y acabar acuchillado
por un punk pirado… y abierto en canal por un chupasangre para beberse tu
sangre».
Mantuvo la boca cerrada, pero perdió el empleo.
Tenía algunos ahorros, y ganaba un poco de dinero extra escribiendo
relatos para periódicos de pequeño formato. Intentó contar un poco de la
verdad en los cuentos sensacionalistas con la esperanza de alertar a
cualquiera que pudiese entresacar las semillas de realidad del envoltorio de
absurdos.
En agosto había tenido que dejar su bonito apartamento del Upper West
Side. Se mudó a un edificio sin ascensor, en el que había encontrado un piso
a través de Internet que compartía con una peluquera de animales,
vegetariana estricta, que escuchaba blues hasta altas horas de la noche. A
Carol no le importaba; de todos modos, no solía llegar a casa con mucha
frecuencia antes de la mañana. Permanecía fuera hasta horas cada vez más
avanzadas, frecuentaba bares, afters, lo que fuera. Cualquier lugar en el que
hubiera gente, bebida, drogas y la posibilidad de situaciones peligrosas.
Algo de la fragilidad de la vida la impelía a buscar los límites, los extremos.
No iba en metro si podía ir andando, y evitaba la calle si había un callejón
secundario que podía llevarla al mismo sitio.
Del mismo modo que había sabido antes que estaba poniendo en peligro
su puesto de trabajo, sabía que ahora estaba arriesgando la vida cada noche.
Durmiendo con desconocidos, adentrándose en vecindarios poco seguros,
merodeando por la oscuridad. Cada día, depositaba su vida en manos de un
destino incierto.
Sólo la proximidad de la muerte la hacía sentir viva.
Carol estaba convencida de que Stella Olemaun había muerto. Y era
probable que lo mismo le hubiera sucedido también a Donald Gross, a esas
alturas.
Los vampiros estaban decididos a no permitir que el mundo supiera de
su presencia. Y el gobierno, por alguna jodida razón, parecía tan ansioso
como ellos por guardar el secreto.
Bajó por la Octava, deseando que hubiese algún modo que le permitiera
sacarlo todo a plena luz, y lamentando haber dejado que la editorial cediera
y definiera 30 días de noche como obra de ficción. Pero ya no podía hacer
nada. Estúpidas historias publicadas en periódicos de pequeño formato y
escritas para los ignorantes y los borrachos no servirían de nada.
Era casi medianoche, y los pocos turistas que por accidente se habían
desviado hacia esa zona ya habían regresado a sus hoteles. Se veían
hombres recostados contra edificios con bolsas de papel camuflando las
botellas que llevaban en su interior. Un par de putas giraron en la esquina,
exhibieron su mercancía ante el tráfico que pasaba, y luego se apresuraron a
esfumarse en cuanto apareció a la vista un coche de policía. Cuando hubo
pasado de largo, un tipo con camiseta sin mangas y pantalón corto holgado
con los calzoncillos asomando por encima de la cintura le silbó y se agarró
la entrepierna.
Carol se detuvo, retrocedió hasta donde estaba el tipo, y le apartó la
mano. Se inclinó para masajearle los genitales e inhalar el aliento
alcohólico del hombre. Cuando él abrió la boca y empezó a jadear, a la vez
que se ponía duro debajo del pantalón, ella se rio en su cara y lo soltó. Con
un contoneo adicional de las caderas, se alejó.
¿La seguiría? ¿Sacaría una pistola y le dispararía? ¿La maldeciría por
haber nacido? Cualquiera de esas cosas sería aceptable; otro combate contra
la oscuridad.
Una manera de que le recordaran que aún estaba viva.
Se volvió a mirar al tipo, que aún la miraba con ojos coléricos, cuando
bajó del bordillo al llegar a la esquina. Una ráfaga de aire, un bocinazo, y
luego un impacto que ni siquiera sintió hasta que estuvo volando, girando, y
se estrelló contra el pavimento.
Todo se disoció de todo lo demás. Voces que gritaban, cláxones y
sirenas ensordecedoras, pero ninguna de esas cosas tenía una fuente obvia
que ella pudiera determinar. El aliento alcohólico del tipo calentorro volvió
a inundarle la nariz, pero rostros diferentes entraban y salían de su campo
visual, y ninguno se parecía al de él. Tenía frío a pesar de ser una noche
cálida y bochornosa de Nueva York. Antes había estado sudando, pero
ahora era el pelo lo que tenía mojado, suponía que de sangre, pero cuando
intentó levantar una mano para palparse la cabeza con los dedos, su brazo
se negó a moverse. Sabía que estaba tendida de espaldas en la calle, pero no
sentía la superficie áspera del asfalto, ni el calor del día que radiaba la
superficie negra.
Se cerró de golpe la puerta de un taxi. Sonó como un trueno. Se acercó a
ella un tipo a grandes zancadas, con la camisa abierta sobre una camiseta
gris manchada de sudor, el pelo largo y sujeto detrás de la cabeza con algo,
tal vez una banda elástica. Detalles extraños se hicieron evidentes en su
conciencia: un diente de oro en la parte frontal de la boca que destelló a la
luz de los faros del coche cuando se inclinó sobre ella, una cicatriz que tenía
debajo del ojo izquierdo, el modo en que sorbía por la nariz mientras
maldecía una y otra vez.
Ella rio, o pensó que lo hacía, porque ya no podía oír su propia voz.
Incluso la voz del taxista se había fundido con el estruendo general, como
cuando se llevaba al oído una caracola marina cuando era una niña. El tipo
pareció confundido, así que ella pensó que tal vez se había reído de verdad.
—Ni siquiera eres un vampiro —dijo ella para intentar explicarse—. Ni
siquiera eres un jodido no muerto. Sólo un tipo corriente.
El taxista dijo algo más, pero ella no pudo oírlo.
Descubrió que no le importaba.
Sucedían muchas cosas de ésas.
En la calle de la ciudad que ella había amado, Carol Hino observó cómo
se apagaban todas las luces de Manhattan, una a una, dejándola envuelta en
la exquisita, pura negrura que ella había estado buscando desde el principio.

A Dan Bradstreet nunca le había gustado realmente Nueva York.


Comparada con Los Ángeles, era físicamente intimidante. Los edificios
se elevaban en lugar de extenderse, las calles daban la impresión de ser
estrechas, agobiantes. El tráfico era demencial. En una autovía de Los
Ángeles podía formarse un atasco que durara horas, pero al menos uno
sabía dónde estaban las calles. Dan nunca había conducido por Nueva York,
y nunca lo haría. Los coches, en especial los taxis, pasaban disparados de
un carril al siguiente sin previo aviso ni razón aparente. La ciudad era sucia
y olía mal, y la gente siempre parecía tener prisa por llegar a alguna parte.
Prefería mantenerse completamente alejado de esa ciudad, y cuando
estaba en ella prefería ir en limusina o en coche de alquiler en lugar de
moverse en taxi. El metro era siempre su último recurso.
Pero ahora iba en taxi, desde el centro a Battery. Eran más de las diez de
la noche, pero las calles aún estaban abarrotadas. La ciudad había estado
sufriendo una ola de calor y el aire permanecía húmedo durante toda la
noche. La gente que veía a través de las ventanillas llevaba tan poca ropa
como podía sin transgredir la ley, y a veces menos.
Dan hizo muchos aspavientos para poder leer el permiso del taxista,
colocado en el cristal que separaba la parte delantera de la posterior. El tipo
tenía el pelo largo, castaño, recogido en una coleta, barba desaseada y
dientes en malas condiciones. Su nombre, según el permiso, era Shane
Amthorp. Tras examinar de nuevo el permiso, Dan se reclinó en el asiento.
—¿No lo he visto en los periódicos? —preguntó.
—Es probable que sí —respondió Shane—. Si lee el Post.
—¿Y quién no? ¿Cómo lo llamaban? Algo raro.
—«El taxi vampiro» —dijo Shane con una risa.
—¿Por qué? —preguntó Dan. Sabía la respuesta de la pregunta antes de
formularla, o al menos la respuesta que esperaba oír. Shane Amthorp no lo
decepcionó.
—Atropellé a esa mujer —explicó—. No estaba muy bien de la cabeza,
supongo, porque bajó del bordillo justo delante de mi taxi cuando estaba
girando en la esquina. Quiero decir, justo delante… No había manera de
que pudiera esquivarla. Todos los testigos estuvieron de acuerdo en eso, y
los polis ni siquiera me acusaron.
—Vaya, tiene que haberse llevado un buen susto —dijo Dan. Disfrutaba
bastante haciéndose el inocente de ojos desorbitados.
—Sí —dijo Shane. Miró a Dan a los ojos a través del retrovisor, y luego
volvió la vista hacia adelante durante el tiempo suficiente para pasar como
una flecha por el estrecho espacio que quedaba entre una furgoneta de
reparto y otro taxi—. Ese tipo de cosas pasan a veces. Forman parte del
juego. Me siento mal por eso, ¿sabe? La mujer estaba viva, luego chocó
contra mi taxi, y a continuación estaba muerta. No es algo que me tome a la
ligera, quiero decir. Mierda, tuve pesadillas tres noches seguidas. Pero
tampoco me culpo.
Dejó de hablar para concentrar la atención en conducir durante un
minuto. Dan no lograba dilucidar cómo hacía para controlar una bestia de
dos toneladas a través de lo que parecían calles letales mientras parecía
dejar vagar la mente. Estaba convencido de que si él estuviera ante el
volante, lo aferraría durante todo el trayecto con tanta fuerza que se le
pondrían los nudillos blancos, y estaría demasiado aterrado como para
pronunciar una sola palabra.
—Pero ¿y eso del nombre? —preguntó Dan, cuando Shane se hubo
relajado un poco—. ¿Cómo pudo convertirlo el accidente en un vampiro?
—La mujer no murió de inmediato —replicó Shane—. Yo salí del taxi y
fui a ver cómo estaba, y ella me miró con los ojos un poco enturbiados y
dijo algo de que yo era un vampiro. Un grupo de gente se había reunido
alrededor de ella, y una de esas personas se lo contó a la periodista cuando
apareció en busca de un artículo. Verá, yo hago el turno de noche y duermo
durante el día, así que la reportera pensó que lo del vampiro era algo que
podía aprovechar. Eso es todo lo que hay. Quiero decir que yo no me bebo
la sangre de nadie, ni nada parecido.
Dan estudió con atención al tipo a través del espejo. Tenía dientes
normales, uno de oro en la parte frontal y el resto torcidos y amarillentos,
pero no eran propios de un vampiro. Las manos que sujetaban el volante
estaban encostradas y sucias, pero no tenían garras. «Bien, entonces. A éste
no tendré que matarlo».
Una parte tan grande de su vida laboral giraba en torno a silenciar a
personas que habían averiguado demasiado sobre los no muertos, que se
sintió aliviado al encontrar a alguien que era un verdadero ignorante del
asunto; no tenía ni idea acerca de los vampiros, y al parecer estaba contento
de continuar así. Dan le formuló otro par de preguntas de sondeo, sólo para
asegurarse, pero prácticamente ya lo había decidido.
Lo cual significaba que tenía que regresar a Los Ángeles —una
bendición, después de aquel nido de ratas que era Nueva York— y
concentrarse una vez más en intentar encontrar a Andy Gray.
Había tres empleados de la Agencia en el Centro del Crimen de
Clarksburg, West Virginia, que estaban dedicados casi a tiempo completo a
ver si encontraban algún signo de él, rastreando tarjetas de crédito y cuentas
bancarias, comprobando si aparecía alguna huella dactilar suya en alguna
parte, buscando cualquier indicio de un nombre que pudiera ser un alias de
Andy.
Hasta ese momento, nada. El tipo se las había apañado para desaparecer
del planeta. Era probable que estuviera muerto, razonaba Dan, víctima de
uno de los vampiros a los que perseguía. Tal vez del propio Paul Norris. En
caso contrario, ya habría aparecido algún rastro de él.
—Si quiere hablar de vampiros —dijo Shane—, eche una mirada a esos
gilipollas de Washington. Alimentaron a toda la administración con la
sangre de tres mil neoyorquinos muertos. Mi hermana estaba en las Torres
Gemelas, y todavía no hemos recibido toda la pasta que se nos prometió.
Nos mintieron acerca de la calidad del aire y disfrazaron los índices de
aprobación. Y luego continuaron alimentándose de la sangre de los
soldados estadounidenses y de sabe Dios cuántos iraquíes inocentes. Si
quiere que le diga la verdad, yo pienso que son ésos los auténticos
vampiros.
«Un taxista con opiniones propias. Qué inesperadamente encantador».
Tal vez debería matar al tipo, después de todo, sólo por una cuestión de
principios.
Devolvió sus pensamientos a la desaparición de Andy Gray. Sin tener
un cuerpo, sin confirmación, Dan tenía que seguir buscando. Como hacían
los títeres de West Virginia. En algún momento le darían luz verde para que
cerrara el expediente, pero aún no se había llegado a ese punto.
Le daba igual. Mientras siguiera cobrando sus cheques haría lo que le
ordenaran. Cualquier cosa que no fuera trabajar en un grasiento y sucio
restaurante de comida rápida.
O conducir un coche, ya que estamos.
Fragmento de 30 días de noche, de Stella Olemaun
Eben y yo hicimos todo lo posible por encontrar supervivientes y
mantenerlos a salvo. Esconderse era la opción más segura. La comida se
había convertido en un problema tan grande como los asesinos que
controlaban las calles de Barrow. Eben y yo trabajábamos como un equipo,
arrastrándonos por debajo de las casas.
Cuando Eben encontró un alijo de alimentos enlatados intactos en un
almacén situado detrás del bar de Sam Ikos, no nos quedó otra alternativa
que aventurarnos al exterior otra vez. Los vampiros volvían a estar activos
después de lo que consideramos como un período de descanso; los oíamos
moverse durante las veinticuatro horas, registrando las casas en busca de
supervivientes. A veces no oíamos nada, cosa que agradecíamos, pero con
demasiada frecuencia los sonidos de registro de los vampiros eran seguidos
por los alaridos de personas que sabíamos que imploraban por su vida.
Pero cada vez que salíamos a la fría noche, aprendíamos un poco más
sobre su comportamiento, sus tendencias, y esperábamos que algún día
descubriríamos una debilidad. Las primeras veces que nos aventuramos al
exterior variamos nuestra ruta, y descubrimos que los vampiros no
cambiaban el recorrido de sus patrullas. Con independencia de las
variaciones que introdujéramos nosotros, ellos no se adaptaban, cosa que
Eben interpretó como que eran criaturas de costumbres y tendían a recorrer
el mismo terreno una y otra vez, del cual se desviaban sólo por una nueva
víctima.
Eben comentó que tal vez eso de que el asesino regresa a la escena del
crimen se originó en la leyenda de los vampiros. Yo le dije, sin rodeos, que
no pensaba que fuese así.
El tiempo que pasábamos merodeando por las calles de Barrow ponía a
prueba nuestra paciencia y nuestros nervios. Avanzar. Detenerse. Mirar.
Escuchar. Repetir.
Tuvimos varios sustos con los vampiros, pero en esos casos reunimos
todos nuestros conocimientos relacionados con lo que sabíamos de ellos por
las películas.
Nada funcionaba. Balas, cuchillos, estacas de madera. Yo incluso llegué
a hacer una cruz con dos trozos de madera, y aquel maldito monstruo sólo
se rio.
—¿Es esto una puta broma? —dijo, mientras iba a por mí.
Eben le disparó una bala en un hombro para enlentecerlo.
Pronto nos dimos cuenta de que el frío extremo parecía afectar a su
sentido del olfato. Entre todo lo que estaba pasando, esto parecía ser la
única ventaja que teníamos. Eso y, si vivíamos durante el tiempo suficiente,
ver qué sucedía cuando por fin el sol saliera dentro de unas semanas.
Por sí solo, eso explicaba a la perfección por qué estaban allí; fueron a
por nosotros aprovechando el mes de oscuridad propio de la zona, que
creaba literalmente un paraíso vampírico sobre la faz de la Tierra.

Los días se transformaron en semanas, y me encontré con que perdía la


esperanza.
Iba a morir allí, como alimento para monstruos.
Toda la ciudad había sido transformada. Sin calefacción ni electricidad,
las calles y edificios se cubrieron de hielo, como una aldea abandonada
desde hacía mucho. Los vampiros, al parecer, tenían intención de quedarse
allí a celebrar un largo banquete durante todo el período de oscuridad
invernal.
Pero no carecíamos de victorias. Eben y el hermano de Sam, el
trampero John Ikos, junto con otros hombres, habían logrado atrapar a uno
de los invasores y decapitarlo, proporcionándonos así el primer indicio de
que aquellas monstruosas criaturas eran increíblemente resistentes, pero no
indestructibles.
El problema residía en que habían muerto tres hombres para matar a
uno de ellos. Eso significaba que no podíamos defendernos enfrentándonos
a ellos; no contábamos con la cantidad de gente necesaria.
Por fortuna, aunque a nosotros nos atormentaban el hambre, el frío y el
miedo, al parecer los vampiros tampoco carecían de problemas propios.
Mientras que nosotros permanecíamos ocultos y silenciosos, los
vampiros andaban por el exterior y se mostraban extremadamente locuaces.
Muchos de ellos hablaban en idiomas que yo no reconocí, pero la
mayoría hablaban inglés.
Resultaba evidente que la idea de atacar Barrow había sido del vampiro
calvo con pírsines vestido de cuero al que habíamos visto personalmente
llevar a cabo algunos de los ataques más crueles. Lo oímos vociferar
órdenes, y, según todas las apariencias, era quien dirigía el cotarro.
Ordenaba que se decapitaran cuerpos y que se capturaran familias que hacía
desfilar ante él antes de que sus integrantes fueran asesinados.
Fue cuando apareció un extraño vampiro nuevo que toda aquella
pesadilla quedó patas arriba.

Sólo puedo suponer lo que sucedió por lo que pudimos conjeturar a partir
de lo que vimos y escuchamos a hurtadillas desde nuestros escondrijos.
Después de tantos días de ocupación, Eben y yo habíamos convertido
nuestras rutas de gateo en una ciencia, y nos desplazábamos con relativa
comodidad sin que los buscadores de sangre nos pudieran detectar.
Desde el sótano presenciamos la llegada de ese nuevo invasor extraño,
también calvo, pero con orejas desfiguradas, casi puntiagudas, y una piel
blanca que brillaba como porcelana. Iba vestido con un hermoso traje y un
abrigo rojo forrado de seda. Cuando entró en la ciudad a grandes zancadas,
pasando ante las ruinas salpicadas de sangre del bar de Ikos, llevaba dos
mujeres del brazo, como una especie de dignatario no muerto que estuviera
de visita, y por la reacción de los otros —tanto si estaban alimentándose
como en medio de una matanza, quedaban inmóviles en su presencia— nos
dimos cuenta de que aquella percepción no era tan descabellada como podía
parecer.
Iban hablando, y resultaba evidente, sin necesidad de oír lo que estaban
diciendo, que se trataba de vampiros de épocas o creencias diferentes. Eben
y yo permitimos que nos dominara la curiosidad, y gateamos para
acercarnos más a los vampiros que estaban reunidos cerca del centro de la
ciudad, entre cuerpos y nieve manchada de sangre.
Confirmando nuestras sospechas, el ataque contra Barrow parecía haber
sido idea del vampiro calvo más joven. Le hablaba con deferencia al de más
edad, comentando su propio ingenio por haber descubierto Barrow y sus
treinta días de noche, y el maravilloso foco de alimentación que era para los
de su especie. Vociferó que los humanos eran ganado y comida para los
inmortales, y que tendrían que ser los humanos quienes se ocultaran en las
sombras, no ellos.
El vampiro de más edad guardó silencio al principio… y luego, de
repente, estalló, enfurecido.
—¡¡Jodido idiota arrogante!!
El vampiro más joven recibió un golpe tan fuerte que al principio pensé
que el otro le había arrancado la cabeza, pero seguía vivo, de rodillas,
sangrando como una fuente por la boca y la nariz.
Recuerdo haber mirado entonces a Eben y verle una expresión que no le
había visto en mucho tiempo. Casi parecía de esperanza.
—¡Hostia puta! ¿Has visto eso? —susurré yo.
Eben se limitó a asentir con la cabeza, pero no podía apartar los ojos de
lo que sucedía en la calle.
—Sí… sí que lo he visto —dijo.
Mi instinto estaba en lo cierto; el vampiro más joven era un violento
asesino arrogante que sentía poco respeto por lo que dijera o pensara el
veterano recién llegado. Los demás parecieron dividirse. Algunos se
alejaron de ellos. Otros huyeron del escenario sin más.
Y entonces oí la discusión a través del constante siseo del fuerte viento
gélido.
El de más edad estaba airado no por la matanza —los humanos eran
comida y eso era completamente aceptable—, sino porque atacar una
ciudad entera de un modo que probablemente atraería la atención era una
locura. El veterano repitió varias veces que el instrumento más importante
con que contaban era que los humanos no creyeran realmente en su
existencia, y las masacres como ésa podían despertar sospechas
innecesarias.
Se erguía ante el vampiro más joven, mientras lo increpaba.
—Tenía la esperanza de llegar a tiempo para impedírtelo. Al mirar a mi
alrededor me doy cuenta de que he llegado demasiado tarde… El daño ya
está hecho.
El vampiro más joven parecía confundido.
El recién llegado estaba realmente furioso. Hablaba una y otra vez sobre
los centenares, miles de siglos que eran necesarios para convertirse en un
mito que formara parte de la cultura de la humanidad. «Hacer que los
humanos ya no crean que existimos», decía. Pero en ese momento, todo
estaba en peligro, dado que el ataque contra Barrow resultaría sospechoso si
corría la voz.
—¡La sospecha y el miedo son las semillas de nuestra extinción…
Volverán a perseguirnos! —despotricaba.
Escuché cada palabra. Captaba el miedo que había en la voz del
vampiro. Pienso que en aquel momento no habría podido hacer nada con
esa información, dado que estaba por completo concentrada en sobrevivir,
pero archivé aquello en el fondo de la memoria.
No sólo se les podía matar, sino que también eran capaces de tener
miedo.
Pero además, fue cuando escuchamos discutir a los vampiros que nos
dimos cuenta de lo poco que significábamos para ellos. No éramos más que
comida. Y ahora, a consecuencia de las muertes de casi todas las personas a
las que conocía y quería, comprendí a qué se refería el jefe de los
vampiros… El poder más grande que tienen los vampiros es que nadie cree
en ellos.
El vampiro joven se puso de pie.
—¡¿Quién… te… crees… que… eres?! —farfulló, escupiendo y
temblando de furia, al tiempo que se lanzaba contra el de más edad—. ¡Te
mataré! ¡Te…!
Eben y yo no estábamos preparados para lo que vino a continuación.
El de más edad agarró al más joven por el cuello.
—Tú no harás nada —dijo—. Sólo morirás.
Dicho esto, sujetó al otro por los hombros y lo desgarró completamente
en dos… con las manos desnudas. El cuerpo se rasgó como carne cocida;
un lado se llevó la caja torácica, mientras que el otro se quedó con carne y
huesos arrancados de las articulaciones.
La cabeza del joven invasor rodó, aún viva, por la nieve, hacia donde
Eben y yo nos ocultábamos bajo la casa, acurrucados detrás de los
ventisqueros empapados de sangre.
La cabeza miraba con furia al vampiro de más edad, aún farfullando de
furia, casi como si negara lo que acababa de sucederle al resto de su cuerpo.
—Matar… ffff… matar… e-e…
De repente me sentí insegura, como si fueran a descubrirnos. Aquel
vampiro más viejo parecía poseer una fuerza que eclipsaba a los otros y yo
temía que pudiera olfatearnos a pesar del frío y de la nieve que no paraba de
caer.
Tironeé de Eben, que parecía absorto en la escena.
—Eben, deberíamos marcharnos —susurré.
Eben me miró con ojos inexpresivos, y entonces, como atraídos por el
movimiento, ambos nos volvimos a mirar en el momento en que el vampiro
de más edad bajaba los ojos hacia la cabeza del vampiro más joven, que
ahora siseaba amenazas vacuas desde la nieve. Entonces, el más viejo la
pisó con fuerza, para aplastarlo y aniquilarlo para siempre jamás.
Y de este modo murió el cabecilla de la masacre de Barrow.
Yo sentí un entusiasmo repentino. ¿Habría acabado? ¿Se marcharían
ahora los vampiros de Barrow?
No pasaría mucho tiempo antes de que incluso nuestras más pequeñas
esperanzas fueran aplastadas.
22
A mediados de octubre, Andy estaba en Boise, Idaho.
Tras haber descubierto que le gustaba observar ríos, había encontrado
un motel que quedaba a un par de manzanas del río Boise, y dedicaba las
mañanas a pasear por la orilla, mirando el agua y el tráfico que la recorría, y
dejaba que el aire frío lo despejara. Las tardes las consagraba a intentar
dilucidar el asunto de los chupasangre, con una suerte que mermaba sin
parar.
Llamaba a Felicia cada pocos días, desde la carretera, desgarrado entre
el deseo de hablar con ella —con cualquiera, en realidad, pero con ella de
manera especial— y el deseo de no ser un pesado.
Pero esa mañana, cuando la llamó, ella le pidió que volviera a Madison
a toda velocidad.
No quiso explicarle la razón por teléfono, y sólo dijo que había hecho
un avance significativo y lo necesitaba allí.
Él metió sus pertenencias en las gastadas maletas, pagó la habitación y
se marchó del motel. El último coche robado era un Nissan Altima blanco
que se había llevado del aparcamiento de un motel de Pueblo, y le había
cambiado las placas de matrícula casi de inmediato por unas de Tennessee.
Cuarenta minutos después de haber colgado el teléfono, ya estaba en la 184,
corriendo en dirección este.
Pasarían un par de días de conducir casi sin parar antes de que llegara a
Madison. Habría preferido ir en avión, pero no se atrevía a poner a prueba
la documentación de Andy Hertz hasta ese límite.
Además, viajar en un vuelo comercial significaría renunciar al
armamento que transportaba en el maletero, cosa que lo dejaría aún más
indefenso de lo que ya estaba.
No era que hubiese visto ningún vampiro al que matar con las armas
que llevaba. Había pasado tanto tiempo desde que se había encontrado cara
a cara con uno que se sentía en parte inclinado a pensar que todo aquello
había sido una pesadilla, una alucinación alimentada por el alcohol.
Pero Mónica y las niñas estaban muertas.
Eso no era un sueño.
Y aún no había empezado a beber cuando había visto a Paul.
No, estaban ahí fuera. Tan difíciles de encontrar como los tréboles de
cuatro hojas, no mucho más sustanciales que susurros en el viento.
Eso era de lo que él tenía que ocuparse, lo que debía cambiar.
No podían continuar siendo sólo rumores, cuentos narrados para asustar
a las masas. Tenían que ser presentados como los auténticos, sólidos y
malevolentes seres que eran en realidad.
Mucho más peligrosos que los terroristas o los gánsteres, más
merecedores de todas las atenciones de las fuerzas del orden y el ejército.
Andy estaba convencido de que si le quedaba algo de cordura, era esta
búsqueda lo que la había preservado. Esta misión, esta obsesión.
Cuando hubiera logrado esa meta, podría relajarse. O simplemente
desaparecer.
Retirarse. Morirse. Cumplir la condena de prisión que sin duda lo
aguardaba por todos sus delitos.
Pero todavía no.
Pisó más el acelerador y corrió hacia el este, y hacia el peor error de su
vida.

En la oficina, Felicia hizo sentar a Andy y le enseñó tablas, gráficos y


ecuaciones, nada de lo cual tenía sentido para él. Estaba completamente
exhausto por el largo viaje en coche, cargado de cafeína y de pastillas para
mantenerse despierto compradas en las paradas de camiones, además de
nervioso. No podía concentrarse en lo que ella intentaba decirle.
—Ve al grano, Felicia —le espetó—. ¿Cuál es el veredicto?
Ella dejó escapar un suspiro y sonrió, paciente. Llevaba una blusa roja
con escote en pico que insinuaba la unión de los pechos, aunque no la
acababa de mostrar, pantalones negros y zapatillas de deporte rojas.
—Tenías razón, Andy. Lo que yo llamo célula inmortal puede
transmitirse de una persona a otra mediante un intercambio de fluidos
corporales.
Andy había creído que eso era verdad durante tanto tiempo que le
costaba trabajo hacerse a la idea de que hubiera podido equivocarse.
—Así que cuando un vampiro bebe sangre de una víctima…
—El intercambio se produce en dos sentidos —lo interrumpió Felicia
—. El vampiro bebe sangre, pero aporta saliva a la víctima. Lo que yo
aventuro es que si el vampiro mata a la víctima, ya es demasiado tarde y las
células no pueden asentarse. Pero si la víctima está desangrada sólo en parte
y se la deja con vida, las nuevas células, cortesía del vampiro, penetran con
rapidez y reemplazan a las existentes. Además de conferir la casi
inmortalidad, también cambian la bioquímica del individuo, con los efectos
que tú has descrito. Cambios físicos que pueden contribuir a satisfacer la
nueva apetencia de sangre humana. Curación rápida. Sensibilidad extrema a
la luz…
—¿Así que ésta es la prueba que necesitamos para hacerlo público? —
preguntó Andy, que aún intentaba seguirla. Estaba claro que Felicia se
sentía emocionada por el descubrimiento, pero le pareció detectar en ella
una cierta vacilación.
Felicia negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo—. Esto aún es teórico.
—Pero tú has dicho…
—He dicho que la transmisión se produce como pensábamos. Como
pensabas tú. Y he podido demostrar repetidamente que las células
inmortales pueden sustituir la estructura celular preexistente. Pero por lo
que respecta al resto, la parte de los vampiros… bueno, sólo hay una
manera de demostrar eso.
—¿Cuál es? —preguntó Andy—. Ésa es la parte importante. Sin eso…
—Dejó morir la frase mientras la decepción le partía el alma. Después del
largo viaje en coche a toda velocidad, de lo animado que se había sentido
hacía apenas unos momentos, que le mataran la esperanza una vez más…
no era justo.
«La vida es una mierda, y luego te mueres». Debía de haber visto esa
pegatina de parachoques un centenar de veces desde que se encontraba
hundido.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó, ahora con voz más monótona.
El agotamiento estaba apoderándose de él.
—Simple. Necesitamos un vampiro —dijo Felicia—. No podremos
demostrar la aparición de las características vampíricas a menos que
podamos experimentar con las células de un vampiro de verdad.
—Pero… perdona, no te sigo. Quiero decir que si tuviéramos un
vampiro, no necesitaríamos el resto —dijo, abatido—. Así que con esto no
ganamos nada.
—No necesitamos el vampiro entero —se corrigió ella—. Sólo un poco
de materia celular de uno de ellos. Sangre, saliva, tejido… cualquiera de
esas cosas. ¿Cómo podemos conseguirlo?
Andy apoyó los codos en el escritorio y ocultó el rostro en las palmas de
las manos.
—Estamos justo donde hemos estado siempre —se lamentó. Él jamás le
había hablado de la mandíbula de vampiro que había poseído de modo muy
pasajero.
—Eso no me lo creo ni por un segundo, Andy. Tenemos una prueba
científica definitiva, una prueba que la comunidad científica no podrá negar,
de un importante aspecto de nuestra teoría.
—No es una teoría, Felicia, es un hecho. Y si no podemos demostrarlo,
va a continuar muriendo gente.
—Podemos demostrarlo, Andy. Tiene que haber una manera de
conseguir tejido de vampiro. Una vez que tengamos eso, el resto será fácil.
«¿Fácil?».
Descorazonado, Andy se registró en un motel diferente de los otros en los
que había estado durante sus visitas a Madison. «Lo único que necesitamos
es una muestra. ¡Jesús! Eso es como decir que yo sería rico con que tuviera
sólo un millón de pavos».
Encendió el televisor y sintonizó algún programa diario de entrevistas,
se dejó caer en la cama y se quedó dormido.
Cuando despertó era tarde, pasadas las once. Al mirarse en el espejo
pensó que tenía aspecto de muerto: pálido, demacrado, sin afeitar, con el
pelo enredado por el largo viaje y la larga siesta. Necesitaba una ducha,
pero tenía demasiada hambre. Se quitó la ropa con la que había dormido, se
puso prendas limpias, y se encaminó hacia el coche. Dado que nunca se
había alojado en aquel motel no sabía cómo era el vecindario, qué clase de
comida podría encontrar. Pero necesitaba comer algo.
A dos manzanas del motel, de repente, se le ocurrió la respuesta.

Los peatones circulaban arriba y abajo por la manzana, entrando y saliendo


de los círculos de luz que proyectaban las farolas. Los coches ralentizaban,
daban vueltas, a veces se detenían. Tras unas pocas palabras intercambiadas
en el bordillo, las rameras subían voluntariamente a los vehículos de
desconocidos con los que luego se alejaban.
Con frecuencia, las prostitutas eran las víctimas favoritas de los asesinos
en serie. Eran las mujeres olvidadas de la sociedad, sin familia ni amigos; y
las fuerzas del orden no les hacían ningún caso a menos que las detuvieran
en algún tipo de redada. Cuando desaparecían, nadie se enteraba salvo sus
compañeras de la calle. Y ellas eran reacias a presentar una denuncia en la
policía porque eso significaría revelar lo que habían estado haciendo en las
calles. De todos modos, los polis no eran demasiado propensos a
escucharlas.
Andy necesitaba un vampiro. Los vampiros cazaban de noche.
Cuando uno quería cazar a un cazador, necesitaba un cebo.
«Oh, Dios… ¿en qué estoy pensando?».
Andy continuó andando unas cuantas manzanas, encontró un sitio de
comida rápida, le estuvo dando vueltas una vez más, y luego volvió. Se
quedó sentado dentro del coche, que había aparcado a la sombra de unos
árboles de ramas bajas, y comió observando el ballet de las rameras.
Cuando se detenía un coche, se acercaban contoneándose a la ventanilla del
lado del acompañante. Tras una rápida conversación, se deslizaban dentro
del vehículo o daban media vuelta y regresaban a la acera. Cuando pasaba
un coche patrulla, se fundían con las sombras, para volver a salir en cuanto
había desaparecido.
El propio Andy estuvo a punto de arrancar media docena de veces.
«Una locura. Esto no es más que una locura».
Pero en el fondo sabía que podía ser un disparate lo bastante grande
como para dar resultado.
Pasadas un par de horas, apareció un hombre en la acera. En
afroamericano, alto y bien vestido, con un traje que se le ajustaba como si
fuera hecho a medida. Perilla pulcra, pelo muy corto. No se parecía a la idea
que Andy tenía del estereotipo de chulo. En cuanto giró en la esquina,
cuatro de las mujeres fueron hacia él. Él rio con ellas y las tocó de modo
afectuoso. Andy apenas pudo ver el intercambio de dinero, pero en un
momento dado cada una de las mujeres le entregó algo. Fajos de billetes,
supuso Andy. Desaparecieron en un bolsillo del traje sin estropearle la
línea.
«Muy fino», pensó Andy.
Alzó una mano para mover el interruptor de la luz del techo a la
posición de apagado permanente, y salió del coche sin hacer ruido.
Se mantuvo en las sombras, fuera del alcance de las luces de los coches
que pasaban y del resplandor de las farolas, y no perdió de vista al chulo
mientras el hombre acababa la recolecta y se encaminaba de vuelta al otro
lado de la esquina de donde había salido.
Esa calle era residencial, y el hombre se dirigió hacia un pequeño chalet
que había a media manzana. El jardín estaba rodeado por una valla metálica
con una puerta batiente; en el interior de la valla habían dejado que el
césped y la hierba crecieran en estado salvaje, casi hasta la cintura del
hombre. Dentro había luces encendidas, pero la farola de la calle más
cercana a la puerta estaba fundida… «o le han disparado», especuló Andy,
por si el chulo intentaba mantener sus movimientos en secreto, hasta cierto
punto. El hombre subió un par de escalones que lo llevaron a la puerta, y
entró.
Andy regresó de prisa al Altima y sacó la Remington del calibre 12. Ya
llevaba la Glock en una funda contra la cadera, debajo de un chubasquero
fino.
Sujetó la Remington pegada a una pierna y caminó, muy erguido, de
vuelta hacia la casa.
Dejando a un lado la trascendencia moral de lo que estaba a punto de
hacer, la vieja ansiedad comenzó a hacer presa en él, como le había
sucedido cada vez que tenía que entrar en una casa como agente del FBI.
Pero en esa época siempre eran varios, todos armados, y cubiertos con
chubasqueros azules que lucían las letras amarillas FBI estampadas en la
espalda, y todos sabían lo que tenían que hacer, como las piezas de un reloj.
Esta vez operaba en solitario.
La verja rechinó al abrirla, pero él la dejó entreabierta y subió corriendo
por los escalones.
Al llegar arriba probó el pomo de la puerta. No giró.
Había abrigado la esperanza de que el chulo estuviera lo bastante
confiado como para no echar la llave, pero daba la impresión de que iba a
tener que hacer las cosas de manera ruidosa.
El chalet tenía al menos cincuenta años, y la puerta no parecía
reforzada. Andy reculó y le dio una patada justo por encima del pomo,
descargando todo su peso en el pie. La jamba se rompió y la puerta se abrió
con brusquedad, y del interior le llegó el grito de alarma de una voz
sobresaltada.
Andy entró apuntando con la escopeta.
—¡Quietos! —gritó—. ¡FBI!
—¿Qué mierda?
La voz no parecía tan aterrorizada como Andy habría deseado. Más bien
fastidiada, como si un vendedor telefónico o puerta a puerta hubiera
interrumpido su cena.
Andy giró en un recodo y entró en una pequeña sala de estar iluminada
sólo por una lámpara de pie que había junto a la ventana. La pantalla estaba
manchada y desteñida. El chulo a quien había visto antes estaba sentado en
un sillón junto a ella. Se había quitado la americana y aflojado la corbata, y
mostraba una camisa granate, de manga larga, que parecía de seda. La sala
olía como si años de tabaco y marihuana hubieran impregnado todas sus
superficies.
Sobre uno de los brazos del sofá había dos montones pequeños de
billetes.
—¿Qué mierda quiere el FBI conmigo? —preguntó. Miró detrás de
Andy, como si buscara a los otros agentes que deberían estar ahí en el caso
de que fuera una verdadera redada de los federales. Luego estudió a Andy
con cuidado. Mantuvo las manos sobre los reposabrazos, intentando no tirar
el dinero al suelo, pero también procurando no hacer ningún movimiento
brusco que pudiera provocar que se contrajera el dedo que Andy tenía en el
gatillo.
«Tómatelo con calma, Andy. Frío como el hielo».
—No me importan sus negocios —dijo Andy—. Puede continuar con lo
que hace como si tal cosa. El caso es que necesito llevarme prestadas a dos
de sus chicas.
El hombre sonrió.
—Adelante, la que quiera, si tiene el dinero —replicó—. No necesita
una pipa para eso.
Andy negó con la cabeza.
—No me entiende. No estoy hablando de un préstamo temporal —
aclaró—. Las necesito durante bastante tiempo. Tal vez incluso para
siempre.
—Ah, vaya. ¿Sabe su jefe que está usted amenazando mi medio de
vida? —preguntó el hombre.
—No me importa cuáles —continuó Andy sin hacerle caso—. Deme las
dos que menos ganen. No tienen por qué ser bellezas, y cuanto peores sean,
mejor, probablemente.
El chulo se atrevió a llevarse una mano al mentón y se rascó la perilla.
—Si va a hacerme la competencia, va a necesitar mercancía de primera.
¿A qué está jugando, hermano?
—No es ninguno de tus jodidos asuntos —replicó Andy—. Las
mantendré fuera de tu territorio, alejadas de las otras. Lo que quiero es que
no hagas preguntas. Sólo acepta que esto es lo que hay, y olvídate de ello.
Puedo ponerte las cosas muy mal de verdad, si quiero. —Sopesó la escopeta
a modo de recordatorio—. Y soy el que tiene esto.
—Esta vez.
—Mira, no quiero ser un gran problema para ti, pero lo seré si me tocas
los cojones. Simplemente dame lo que quiero y me marcharé.
El tipo mantenía la mirada fija en Andy, como si pudiera leer algo en él.
—Usted me pone nervioso —dijo al fin—. No acabo de saber de qué va
y, por lo general, soy bueno en eso. Me flipa.
—No quiero echar un polvo. Sólo dos señoras que, en cualquier caso,
estás pensando dejar marchar.
—Bueno, es que ése es el caso. Soy leal con mis señoras, y ellas son
leales conmigo.
Andy intentó no dejarse dominar por la frustración.
—Estoy seguro de que te aprecian —dijo, mientras tensaba el dedo
sobre el gatillo—. Pero esto no es una negociación. Si tú mueres, serán
todas mías, ¿verdad?
—Vale, vale —dijo el tipo, levantando las manos—. No se altere,
¿quiere? Tengo un par que puede llevarse, si significa tanto para usted.
Puede llevarse a Ángel y a Graja. Me ahorrará las molestias de… retirarlas.
—Le enseñó a Andy una boca llena de dientes blancos.
No eran dientes de chupasangre, pero, de todos modos, eran los de un
depredador.
—Ésos no son sus nombres reales, ¿no?
—Averiguará sus nombres reales cuando las conozca —respondió el
tipo—. Es necesario que las conozca para que pueda pagarles la fianza
cuando las detengan. Ya sabe cómo funciona este negocio, ¿verdad?
—No parece muy complicado.
El tipo rio.
—En ese caso, supongo que me saqué el máster en administración de
empresas para nada.
—¿Cuándo podré conocerlas? —preguntó Andy—. No tengo toda la
noche.
—La verdad es que es usted un pequeño bastardo impaciente —dijo el
chulo mientras hacía un gesto hacia el teléfono que estaba sobre una mesita
situada en el rincón. En contraste con la apariencia exterior de la casa, el
interior era decente, si bien no especialmente pulcro.
—Si promete no dispararme, las llamaré.
—Adelante —dijo Andy. Sin dejar de apuntar al chulo con la escopeta,
tomó asiento en un sofá viejo forrado de tela y se dispuso a esperar.
«Que Dios me perdone por lo que estoy a punto de hacer», pensó Andy.
De algún modo, no pensaba que sus plegarias pudieran bastar. En
cualquier caso, en los últimos tiempos no lo habían ayudado mucho.
23
—¡¿Qué has hecho qué?!
Andy no había esperado ni por un momento ver a Felicia tan furiosa.
«Venga, que eso es mentira —intervino la voz del interior de su cabeza
—. ¿Cómo pensabas que iba a reaccionar? ¿Cómo podría reaccionar
cualquier persona cuerda?».
Estaban de vuelta en la oficina de ella. Después de conocer a Ángel y a
Graja y explicarles qué se esperaba de ellas (les dijo que era un asunto de
seguridad nacional, nada menos), había regresado al motel a dormir unas
horas, y luego volvió durante el horario de atención de Felicia.
Andy acababa de explicarle el plan a Felicia.
Y la parte referente al encuentro con Ángel y Graja.
Y la parte referente a lo que se esperaba de ellas.
Y Felicia había estallado.
—Dame una buena razón por la cual no deba echarte a la calle de una
patada en el culo o llamar a la poli. ¡Hablo en serio, Andy!
—Fuiste tú la que dijo que necesitábamos un vampiro —replicó Andy
con calma, con la esperanza de que se tranquilizara—. No son demasiado
fáciles de conseguir, en especial cuando los buscas.
—¡Pero Andy… ¿has perdido el seso?! Esas mujeres son seres
humanos. —Felicia hizo hincapié en las dos últimas palabras. Parecía
horrorizada—. No son cebos. No puedes hacer eso.
—No servirían como cebo si no fueran humanas —recalcó Andy—. La
verdad es… —La cara de Felicia volvía a mostrar enojo, así que se apresuró
a explicarse—: Mira… esto también es duro para mí, ¿vale? Ya no puedo
más. Vale, ¿quieres la verdad? Bien. Las dos son adictas al crack. Ángel es
también seropositiva. Viven desenfrenadamente…
—… y morirán aún peor. Ésta es una muy, muy mala idea, Andy.
—Mira, Felicia, yo…
—No voy a hacer esto, Andy.
—Cállate un minuto, ¿vale? —Andy alzó la voz y comenzó a hablar con
rapidez—. Escúchame… no es que tengamos muchas alternativas en este
asunto. Esto podría funcionar o no, pero tengo que intentarlo. Estas mujeres
pueden andar por las calles durante toda la noche intentando atraer a un
vampiro. Si consiguen algunos otros clientes entretanto, cosa que estoy
seguro de que harán, habida cuenta de lo que yo les pago, pueden quedarse
con todo el dinero, así que estarán en una situación mejor que antes. Incluso
piensan que están haciendo algo en nombre de la seguridad nacional, cosa
que, en cierto sentido, es verdad. Si ven un vampiro, y yo les he dicho lo
que tienen que buscar, pulsarán el botón de pánico de su teléfono y me
llamarán. Yo estaré por el vecindario en todo momento. Me presento, me
cargo al chupasangre, y ya tenemos nuestra muestra de tejido. En ese
momento las señoras quedarán en libertad, y en una situación que no será
peor que la de antes.
—¿Y todos viviremos felices y comeremos perdices, fin? —replicó
Felicia con voz cargada de sarcasmo.
—¿Quién sabe? Al menos, haciendo las cosas a mi manera no tienen
que darle la mitad de sus ingresos a un chulo, no se las obliga a prostituirse.
No me queda mucho dinero en efectivo, pero lo que les pago cubrirá sus
facturas durante un tiempo.
Felicia se apretó las sienes con exasperación.
—Dios mío…, no puedo creer que esté diciendo esto… Tú… ¿juras que
estarás lo bastante cerca como para protegerlas en caso de que consigan
atraer a un vampiro?
—Por supuesto. Ésa es la idea, precisamente. No nos servirá de nada si
no estoy allí.
—Quiero conocerlas —dijo Felicia con firmeza—. Esta noche. Quiero
ver dónde las tienes metidas, y asegurarme de que me siento satisfecha con
sus condiciones.
—Felicia, yo…
—Lo siento, eso no es negociable, Andy, si quieres que continúe a
bordo.
Él recordó que le había dicho casi lo mismo al chulo la noche anterior.
Entonces, él lo había dicho en serio, y parecía que, ahora, ella también.
—De acuerdo —dijo él—. Te llevaré a verlas esta noche, y te las
presentaré.
Felicia asintió con la cabeza, aunque su expresión continuaba siendo de
preocupación.
No estaba tomándose bien aquello.
Era una idea increíblemente estúpida, un intento desesperado de los mil
demonios. Cualquiera que la aceptara de manera voluntaria tenía que ser
una especie de lunático peligroso.
Cosa que, indudablemente, lo definía a él.

Pasaron cinco noches.


Que se hicieron eternas.
Con el reloj interno ya patas arriba, Andy comenzó a dormir durante el
día para poder permanecer despierto por las noches, cuando las mujeres
estaban en la calle.
Les había asignado una esquina que estaba alejada del habitual
recorrido de las prostitutas, a unas pocas manzanas de East Washington, en
el exterior de una zapatería que cerraba a las siete.
Se había registrado en un motel cercano, y la esquina no estaba lejos del
apartamento que había alquilado para las dos mujeres.
De vez en cuando, Andy echaba un vistazo a la esquina y la encontraba
desierta, lo que significaba que la que estaba de guardia en realidad se
encontraba con un cliente. Al menos eso esperaba.
Pero no había habido ni rastro de ningún vampiro. Cuando lo pensaba,
Andy se daba cuenta de que ni siquiera sabía si había vampiros en
Wisconsin. Éste era, claro está, el inconveniente de su plan; cabía la
posibilidad de que las mujeres no atrajeran nunca a uno de ellos. Era como
echar migas de pan para palomas ausentes. Felicia había intentado hacer
hincapié en esto en primer lugar, pero él no le había hecho caso, incapaz de
dar con una opción mejor.
Sin embargo, necesitaban algo. Alguna manera de hacerles saber a los
chupasangre que las mujeres estaban ahí, en la calle.
Al fin se le ocurrió otra idea que, vista en retrospectiva, resultó ser un
error de juicio aún mayor que el uso de un cebo humano.
Publicó un anuncio clasificado.

¿30 días de noche?


Yo sé que es verdad, y quiero unirme a la
diversión.

Añadió la intersección escogida. Usó la Visa que estaba a nombre de


Andy Hertz para publicar el anuncio en los principales periódicos del país.
Estaba seguro de que la mayoría de la gente no tendría ni idea de qué
significaba.
Pero los vampiros lo sabrían.

Dan Bradstreet vio el anuncio en Los Angeles Times, el cual le habían


enviado mediante un correo electrónico encriptado desde Clarksburg. No
había nada en absoluto que indicara que Andy Gray tenía algo que ver con
él.
Pero Dan se mordió el labio inferior mientras leía aquella única línea
una y otra vez.
Un mensaje simple y una esquina de Wisconsin. Podía ser de
prácticamente cualquiera.
Pero no podían negarse las conexiones obvias, 30 días de noche era el
título del libro de Stella Olemaun sobre la experiencia que había vivido en
Barrow. El compañero de Andy, Paul, había sido transformado cuando
ambos investigaban a Olemaun. En sí mismo, eso no era una prueba, pero
bastó para poner a Dan en alerta. Andy Gray había desaparecido del planeta
hacía más de un año, y aunque aquello no fuera nada del otro mundo como
pista, era mejor que cualquier otra que hubiese llegado a sus manos.
Llevaba en el maletero del coche una bolsa de viaje con mudas de ropa
y un neceser para poder marcharse de la ciudad en cuestión de un momento.
Descolgó el teléfono para reservar un billete en el siguiente vuelo a
Madison.

Dos semanas más, y todavía nada.


Andy no sabía qué más hacer, como no fuera un llamamiento a los
vampiros en uno de los nuevos programas de televisión matinales. Un
callejón sin salida más en una cadena aparentemente infinita de ellos.
A pesar del rollo de la seguridad nacional, que sólo tenía una fuerza
relativa, Ángel y Graja estaban aburriéndose de todo el asunto.
Se iban con clientes, tomaban drogas y, en general, estaban poco mejor
que antes, salvo por el hecho de que se quedaban con todo el dinero que
ganaban. Pero también parecían sentirse solas, sin la compañía de su chulo
y el resto de su rebaño. Cuando Andy o Felicia iban a verlas, se mostraban
habladoras, casi empalagosas. Andy, que no quería sentirse demasiado
atraído hacia ellas, hizo todo lo posible para que sus visitas fuesen cortas y
profesionales.
«Mantenías a distancia. No pierdas de vista la pelota y tal vez todos
logremos salir vivos de ésta».
En los momentos como ése, no se sentía más que un poli degenerado.

Dan Bradstreet estaba sentado dentro de la furgoneta, con los muchachos de


la unidad de intervención especial y el propio equipo de asalto de la
Agencia. Una segunda furgoneta, con una tripulación mixta similar, estaba
aparcada una esquina más allá. El edificio se encontraba al otro lado de la
calle y un poco más abajo de la manzana. Había luces encendidas en
algunas viviendas, las otras permanecían a oscuras.
Ninguno de ellos creía que Andy Gray estuviera en casa.
Su gente había estado ocupada en peinar la zona de los alrededores de la
intersección mencionada en el anuncio del periódico. Habían enseñado
fotografías de Andy, retratos de los archivos la Agencia y otros
manipulados por ordenador para obtener como resultado a Andy con barba,
con el pelo largo, con bigote, por todo el vecindario. Al final, alguien lo
había reconocido y les había señalado aquel lugar.
Dan no había podido confirmar que Andy estuviera dentro, pero aunque
no fuera así, podría haber alguna manera de determinar dónde estaba.
Dan no perdía de vista un monitor que mostraba una imagen de la
fachada del edificio en blanco y negro. Los polis de Madison se habían
ocupado de desalojar los edificios circundantes, por si la cosa salía mal.
Hacía un par de minutos había recibido de ellos una transmisión que
confirmaba que estaba todo despejado. A partir de aquel momento vigilaron
el edificio para asegurarse de que nadie más entrara ni saliera.
—Acabemos con esto —dijo, al ver que continuaba sin haber actividad.
Se puso un casco Kevlar. Ya llevaba un chaleco Kevlar debajo de la
cazadora azul tradicional que lucía estampadas en la espalda las siglas FBI
en letras amarillas lo bastante grandes como para que pudieran ser cuatro
granadas aturdidoras sujetas al cinturón. Otros miembros del equipo de
intervención especial irían equipados con fusiles de asalto HK G36 de 5.56
milímetros, mientras que los francotiradores habían ocupado posiciones en
los tejados cercanos y apuntaban a la puerta y las ventanas de la vivienda de
Andy con fusiles Remington 700. Todos estaban en contacto a través de
micrófonos Motorola de garganta.
El hijo de puta saldría esposado, o con los pies por delante.
A una orden suya, los dos equipos tácticos salieron en pleno de las
furgonetas y se dirigieron hacia el objetivo. Dan se alegraba de que aquella
larga cacería acabara dentro de poco; estaba un poco ansioso, como
siempre, por lo que aguardaría detrás de la puerta, pero el golpeteo de las
botas sobre el pavimento, el fácil y eficiente movimiento de los hombres y
mujeres bien entrenados y disciplinados, le serviría de consuelo.
Para eso habían ido allí.
24
Al salir del motel y llegar al coche, Andy descubrió que se había dejado
dentro el teléfono. Miró si había mensajes, por si acaso. Nada.
Aun así, debería pasar en coche por la esquina para ver qué tal les iban
las cosas a las chicas. Le temblaban las rodillas y tenía la boca seca. Estaba
prácticamente exhausto. Se alegraba de que aún fuera de noche, contento
porque nadie podría verle la cara.
Pero al pasar por la esquina vio que ninguna de las dos mujeres estaba
de guardia. «Probablemente se han marchado con algún cliente —pensó—.
Maldición».
Sin embargo, cada vez que pasaba por allí y no las veía, no podía evitar
preocuparse. ¿Y si les hubiera sucedido algo? ¿Y si alguien, vampiro o no,
había atacado a una de las mujeres y ella no había tenido oportunidad de
llamarlo? ¿O si había llamado pero él, de algún modo, no se había dado
cuenta?
Dio una vuelta más a la manzana y luego condujo hasta el apartamento
que compartían las mujeres. Tal vez la que no estaba en la calle había tenido
noticias de la otra.
Había luces encendidas dentro, cosa que calmó un poco sus miedos.
Después de aparcar, subió corriendo y llamó con los nudillos.
La puerta, que sólo estaba entornada, se abrió.
Del interior le llegó el empalagoso hedor de la sangre, de la muerte.
Orina, heces y carne cruda.
Andy inspiró una bocanada de aire fresco, desenfundó el arma y entró.
Cerró la puerta de una patada tras de sí.
Ángel y Graja estaban allí.
Ambas muertas.
El salvajismo le revolvió el estómago.
Ángel había sido, en otros tiempos, una afroamericana guapa, de nariz
respingona y sonrisa cordial. Cuando Andy la conoció, tuvo que mirar muy
por debajo de los estragos causados por la enfermedad, las drogas y la vida
dura para ver esas cosas, pero aún seguían presentes para el observador
cuidadoso.
Ahora, su cara era irreconocible como algo perteneciente a un ser
humano.
Parecía que la hubieran estado golpeando con un mazo para ablandar
carne. Tenía el rostro reducido a pulpa, y la carne arrancada a tiras dejaban
a la vista los huesos machacados. La encontró tendida en el suelo de la sala
de estar, delante de una mesa baja de madera, sobre un charco de sangre que
empapaba la alfombra debajo de su cuerpo, por el que se movían gordas
moscas saciadas. Debajo de una de las piernas, que estaba retorcida en una
posición antinatural en torno a ella y que sin duda tenía los huesos
destrozados, descubrió una pata de silla partida que tenía pegados trocitos
de piel, músculo, hueso y pelo; tenía que ser con eso que la habían
golpeado.
Aturdido, Andy continuó hacia el dormitorio que permanecía a oscuras,
rezando para que Graja estuviera en las calles, en alguna parte, o con un
cliente. Antes de llegar siquiera a la puerta, supo que no era así.
El hedor que le llegó de allí dentro era tan terrible como el del salón.
Cuando encendió las luces, supo por qué.
Graja era una asiática americana con el pelo negro como el ave de su
nombre. Tenía la piel clara y un cuerpo menudo, de cintura estrecha, pechos
muy pequeños, y piernas espléndidas que ella solía lucir con minifalda.
Ya no luciría nada nunca más.
Su cuerpo estaba acurrucado junto a la cama, con un gran charco de
sangre en torno al cuello. Pero su cabeza estaba sobre la almohada y miraba
hacia la puerta con ojos desorbitados.
En la pared, detrás de la cabeza, acusatoria, escrita en sangre, estaba la
locura de Andy puesta al desnudo:
¿Hasta qué punto te crees que
somos estúpidos?

La bilis le llenó la garganta y la boca. Escupió sobre la alfombra.


Lo que tenía delante lo había hecho él. «Todo es culpa mía». Las dos
mujeres habían sido prostitutas, drogadictas. Pero también eran humanas,
habían estado vivas, y nadie merecía que sus últimos momentos en la Tierra
fueran tan horribles, tan degradantes, tan aterrorizadores.
Visto en retrospectiva, una parte del plan de Andy había funcionado a la
perfección: las mujeres habían actuado como cebos y habían atraído a los
vampiros. Pero éstos habían comprendido que las mujeres eran una trampa.
En lugar de darse un banquete con ellas, le hacían saber a Andy lo malo que
era su plan, en realidad.
«¿Habría sido Paul?», se preguntó brevemente, en medio del horror que
sentía. No había manera de saberlo con seguridad, no sin pasar allí
demasiado tiempo para buscar huellas dactilares o pruebas de ADN. Pero
suponía que no. Después de todo el tiempo pasado, Paul se habría quedado
por los alrededores, esperando para mantener con Andy una conversación
cara a cara, en lugar de enviarle otro telegrama escrito con sangre.
La cólera comenzó a hervir lentamente en sus venas.
Iba a tener que vivir con los asesinatos de Ángel y Graja sobre su
conciencia…, pero, al igual que Paul, cualquiera que fuese el chupasangre
que había hecho eso, no entendía a Andy Gray. Estos asesinatos, al igual
que los de su familia, fracasarían en su objetivo. En lugar de asustarlo,
aquello no hacía más que triplicar su resolución.
Pondría al descubierto aquellas abominaciones de la naturaleza,
encontraría la prueba que necesitaba, una tan contundente que no pudiera
ser negada por la prensa, el público, ni un gobierno que prefería barrer las
verdades desagradables a los rincones oscuros.
Dedicó una última mirada larga a la cabeza cortada de Graja con el fin
de acorazarse para lo que vendría a continuación, y entonces reparó en que
tenía algo blanco sujeto entre los labios.
Se obligó a acercarse más.
Parecía una tarjeta de visita.
Se inclinó sobre la cabeza para intentar leerla sin tocarla. Y su sangre se
convirtió en hielo.
La tarjeta era de Felicia.

Dan Bradstreet se encontraba de pie en medio de la habitación del motel, y


giraba sobre sí mismo para abarcar la totalidad en un barrido, porque el
visor antibalas y el borde del casco le impedían la visión periférica.
Andy Gray no estaba allí. Pero había estado, y daba la impresión de que
regresaría. Su ropa aún estaba colgada en el armario, y la maleta, vacía,
descansaba en el fondo. Neceser y productor de higiene personal en el baño,
efectos personales sobre la cómoda y la mesita de noche. El recepcionista
había dicho que hacía más de una semana que tenía alquilada la habitación,
y que había pagado por adelantado hasta fin de noviembre.
Dan no podía negar su decepción. Había querido que Andy estuviera
allí en ese preciso momento, y acabar con el asunto esa noche, de una
manera u otra. Algunos de sus hombres ya trabajaban en la colocación de
una puerta nueva, a la que colocarían el número de la vieja después de
arrancarlo. Otros esperarían allí para detener a Andy en cuanto regresara.
«Pero no había manera de saber cuándo sería». Tal vez más tarde, esa
misma noche, quizá al día siguiente. Puede que una semana después. A
juzgar por las apariencias, Andy sólo había salido a pasar la velada fuera,
pero regresaría sin tardanza.
No obstante, subestimarlo no había funcionado de momento, y Dan no
iba a caer de nuevo en ese error. Tenía que volver a la calle y continuar
buscando.
Había echado a andar hacia la puerta cuando entró el sargento
Washington, su enlace con el equipo de Madison. Piel oscura, pelo corto, y
una sonrisita en su cara bigotuda.
—Agente especial Bradstreet —comenzó—, le va a interesar escuchar
esto.

Al llamar al móvil de Felicia, se disparó de inmediato el buzón de voz.


Lo mismo sucedía con los teléfonos de su casa y de la oficina. Dejó
mensajes urgentes en ambos para decirle que todo había salido
horriblemente mal. Mientras conducía con una mano, pasaba de un número
a otro y pulsaba la tecla de llamada, para luego concluir con la de finalizar
cuando volvía a responder el contestador.
No sabía dónde estaban ella o su marido, Pearce. ¿Habrían salido, tal
vez? ¡Maldición!
Las calles estaban muy concurridas a esa hora, pero había comenzado
una lluvia otoñal que hacía que las aceras estuvieran resbaladizas y
traicioneras. La atención de Andy estaba dividida, y mantenía el acelerador
apretado casi a fondo, haciendo rechinar los neumáticos al girar en las
esquinas, dando coletazos en las rectas. Esperaba oír sirenas de un momento
a otro, pero no podía ir más despacio. Simplemente tenía que alejarse.
Buscó una vez más el número de casa de Felicia y, tras saltarse una
señal de stop, pulsó el botón de llamada.
Respondió una voz. Por fin. Masculina. Madura.
—¿Hola?
—¿Está Felicia?
—No. ¿Quién…?
—Pearce, ¿verdad? Felicia…
—¿Eres Andy Gray? Felicia mencionó que…
Pearce no parecía ser capaz de entender la urgencia de la situación, y
Andy no disponía del tiempo para explicársela.
—¿Dónde está?
—La dejé en su oficina, dijo que tenía trabajo que…
—Llámela si puede. No deje de llamarla. Dígale que salga de allí, que
se marche a un lugar seguro y público. Luego debe llamarme y decirme
dónde está. Ahora mismo voy de camino hacia allí.
—¿De qué va todo…?
—Sólo dígaselo, Pearce, es importante. —Andy cortó la comunicación,
y volvió a llamar a la oficina. Sin respuesta. Hizo un rápido giro de ciento
ochenta grados, un viraje brusco, y esquivó por muy poco a un todoterreno
que estaba aparcado junto al bordillo. Corrigió, entró a toda velocidad por
la otra calle, volvió a la suya. Esta vez rozó el costado de un coche que
estaba aparcado, e hizo saltar chispas. Continuó adelante.
«Dios. Felicia…».

El lugar era un matadero.


Una vecina había dado la alarma. Al mirar por la ventana, vio a un tipo
que salía corriendo del apartamento con un arma en la mano. Había dejado
la puerta abierta tras de sí. Ella tenía demasiado miedo como para mirar
dentro, pero llamó al encargado del edificio, quien había echado un vistazo.
El equipo de Dan había tenido que pasar por encima del vómito del tipo
para poder entrar. La cara del encargado aún estaba verdosa. Pero había
identificado positivamente la foto de Andy; dijo que no vivía en el edificio,
pero que había alquilado la vivienda e iba por allí de vez en cuando.
Sospechaba que las mujeres eran prostitutas, pero nunca llevaban clientes
allí, así que no podía hacer nada. La testigo también había reconocido la
fotografía de Andy como el tipo que había visto salir huyendo.
Una cosa que no encajaba era que ninguno de los cadáveres presentaba
heridas de bala. Nadie había oído disparos.
Aquello parecía resultado de un ataque de vampiros.
¿Por qué iba Andy a matarlas de esa manera? Dan tampoco podía
interpretar el mensaje de la pared.
Como fuera, estaba acercándose, y eso era lo que importaba.
Y Andy, al parecer, había pasado de ser una molestia a convertirse en un
homicida en toda regla. Aun en el caso de que no hubiera matado a su
familia —y eso todavía estaba pendiente de resolver—, caería por estas dos.
«Además de por joderme la mano. No puedo olvidarme de eso».
Dan sonrió. Mejor para él. Ahora, cuando Andy resultara muerto al
intentar escapar, la historia sería todavía más fácil de vender.
Y, valiente chapucero, había dejado una tarjeta que les decía hacia
dónde se dirigiría a continuación. O bien dónde acababa de estar.
En cualquiera de los dos casos, habría polis en la escena dentro de
pocos minutos.

Durante todo el recorrido hasta el campus, Andy se había sentido


aterrorizado por lo que podría encontrar al llegar.
Varios escenarios, de espantoso a peor, pasaron por su cabeza. Intentó
razonar que Felicia estaría en su oficina, concentrada en el trabajo,
demasiado liada como para contestar el teléfono.
No había logrado convencerse de eso.
Ninguna de las posibilidades de pesadilla que había considerado era tan
mala como lo que encontró.
Porque no estaba muerta.
Irrumpió en la oficina con la escopeta en las manos, y se la encontró
sentada en la silla del escritorio, desplomada sobre el teclado. El lugar no
olía como el apartamento.
Tal vez sólo se había quedado dormida ante el ordenador. «Que esté
bien, por favor», pensó.
—¡Felicia! —la llamó, mientras avanzaba hacia ella. No le respondió.
Llegó a su lado y posó una mano sobre uno de sus hombros para
despertarla.
Felicia se fue contra el respaldo, laxa. Tenía los músculos flojos, inertes.
A Andy se le subió el corazón a la garganta. Demasiado tarde.
Pero los párpados de ella se abrieron. Aquellos ojos color canela casi lo
miraron, sólo por un segundo, y volvieron a cerrarse. ¡Bren!
Pero estaba tan pálida… Su piel era como porcelana fina, no tenía el
habitual tono oscuro.
Y entonces reparó en el desgarrón del cuello. Piel rasgada y limpia, sin
sangre, como papel roto apresuradamente.
Se obligó a separar los bordes de la herida. Ni una gota de sangre. La
habían desangrado. Y, sin embargo, continuaba viva.
El terror lo inundó como una marea que asciende con rapidez. La mente
se le quedó casi en blanco mientras intentaba recordar a qué conclusión
habían llegado durante sus numerosas conversaciones.
Si un vampiro mataba a una persona, esa persona sólo era un muerto.
Pero si un vampiro desangraba a una víctima y la dejaba con vida…
«No, no, no».
Si eso era verdad, no podía permitir que viviera. Pero si no lo era,
Felicia necesitaba atención médica. Sin demora.
Ella se movió un poco en la silla, y Andy creyó oír un gemido. No sabía
qué significaba. ¿Estaría recuperando el sentido? ¿Entrando en el estado de
vampirismo? ¿Cómo podía saberlo?
Respuesta: no podía.
Llegó a la única conclusión posible. Tragó con dificultad y reprimió el
dolor.
La atención médica ya no podría salvarla, no si la habían dejado
prácticamente sin sangre. Era asombroso que aún retuviera algo de
consciencia.
Y permitir que ella se uniera a los no muertos realmente no era una
opción.
Con las manos temblorosas y mientras se le llenaban los ojos de
lágrimas, alzó la escopeta.
«Nada vive sin cabeza».
—Lo siento, Felicia —susurró mientras apuntaba con el arma, que de
repente pesaba una tonelada—. Lo siento muchísimo.
25
Cuando salía del aparcamiento del campus, Andy vio lo que parecían
guardias de seguridad de la institución que avanzaban por las sombras hacia
el anexo de Bioquímica donde estaba la oficina de Felicia. Reprimió el
pánico y se alejó a una velocidad moderada, pues no quería llamar la
atención.
Cuando estaba a dos manzanas de distancia, pisó a fondo el acelerador.
Sobre su estela flotaba un rastro de cuerpos. Un estudiante de justicia
criminal de primer curso —incluso, un ávido espectador de Ley y orden—
podría relacionarlo a él con todos esos cadáveres.
Necesitaba alejarse de Madison. Y esta vez, como novedad, sabía
adonde debía ir.
Suponiendo que quienquiera que estuviese sobre su pista probablemente
no habría descubierto aún lo relativo al teléfono móvil que Felicia había
comprado para él, marcó el número de Northwest Airlines.
Había un vuelo que salía de Madison a las seis y cincuenta minutos de
la mañana. Tendría que hacer un transbordo en Minneapolis/St. Paul, y
luego otro en Anchorage.
Miró el reloj de pulsera. Eso lo obligaría a esperar en el aeropuerto
durante casi tres horas antes del embarque. No le servía. En ese momento
estaba más a salvo en la carretera. Abandonaría las cosas que tenía en la
habitación del motel y compraría otras nuevas por el camino.
Concluyó la llamada. En lugar de ir al aeropuerto, salió de la ciudad por
la 194. Iría en coche hasta Minneapolis y cogería allí el vuelo a Anchorage.
Una vez en Alaska, decidiría qué hacer para llegar hasta Barrow.
Barrow.
No sabía si allí podría hallar alguna respuesta. Pero se había quedado
sin ideas.
Al llegar la mañana, el cielo continuaba con un color peltre sin relieve.
La lluvia de la noche anterior se convirtió en nieve, primero copos
arrastrados por el viento, luego una nevada constante y cerrada. A Andy no
le importaba; concentrarse en la carretera lo ayudaba a apartar del primer
plano mental los recientes recuerdos espantosos y la tremenda culpabilidad
que sentía. La autovía se volvió resbaladiza y peligrosa, y los coches
comenzaron a detenerse en los arcenes para esperar que mejorara el tiempo
o aparecieran las quitanieves. Andy vio incluso camiones con
semirremolque que se habían detenido a esperar que pasara la nevisca.
Él continuó adelante.
Las ruedas del coche robado resbalaban y se deslizaban por el asfalto
helado. Le dolían los brazos y los hombros, y los ojos le escocían de
agotamiento. Bajó un poco la ventanilla y subió el volumen de la radio para
intentar mantenerse alerta. Unas cuantas veces creyó que había llegado su
hora, convencido de que saldría volando de la autovía o que se iría contra
los vehículos que iban en sentido contrario a causa de un patinazo.
Consideró la posibilidad de detenerse y unirse a los otros coches que había
en los arcenes.
La muerte, decidió, sería mejor que no intentarlo.
Continuó adelante.

Una vez en Anchorage, Andy salió del aeropuerto y fue en taxi hasta la
ciudad. En el sitio al que se dirigía iba a necesitar ropa especial.
Encontró una tienda de deportes y pagó en efectivo una parka, unos
calzoncillos largos de seda, botas, gruesos guantes para nieve y un
pasamontañas. Lo metió todo dentro de una mochila de nailon nueva que
podría llevar en el avión junto con la bolsa para una noche que ya tenía, y se
registró en un motel.
Se paseó por la habitación. Tenía encendida la televisión para que lo
distrajera, pero no le servía de mucho. Su mente no dejaba de darle vueltas
a lo que había averiguado, como si fueran prendas de ropa dentro de la
secadora.
Imágenes de Mónica clavada a la tapia se abrían paso hasta su
conciencia.
Sus hijas, desangradas hasta morir.
Ángel y Graja hechas pedazos.
Felicia, con sus ojos abriéndose en el momento en que el frío acero del
fusil le tocó la mejilla.
Mientras se dirigía allí en avión, casi había dejado atrás a los fantasmas
por un tiempo. Pero ahora le habían dado alcance porque estaba atascado en
un sitio, temeroso de aventurarse en la nevada oscuridad.
Cuando se hizo obvio que no iba a poder dormir, fue a ver al conserje de
noche que le vendió dos somníferos por cinco pavos; luego le preguntó si
quería compañía. Andy no estaba seguro de si se ofrecía él mismo o le
ofrecía una prostituta. Rechazó la oferta sin pedir más explicación.
Cualquier persona con quien se pusiera en contacto podría convertirse
en objetivo.
De vuelta en la habitación, se tomó las dos pastillas y se sentó en la
cama, donde no paró de moverse, inquieto, hasta que lo venció el sueño.

Cuando Andy abrió los ojos, el reloj de la mesilla de noche anunciaba que
ya eran las diez. Se levantó y miró por la ventana. El sol apenas estaba
comenzando a asomar por el horizonte.
Puso en marcha la pequeña cafetera que había en la habitación y se
duchó con rapidez mientras se hacía el café. Tomó una taza al salir del
baño, y se vistió con la ropa de abrigo que había comprado. Compró en una
máquina que había en el pasillo un paquete de minidonuts y bolsita de
cacahuetes. Se los llevó a la habitación y se lo comió todo con otra taza de
café flojo.
Pero había dormido demasiadas horas como para poder tomar un
desayuno de verdad; su avión salía a las once y media. El vuelo estaba
completo, pero enseñó el carné del FBI en el mostrador de reservas y
dejaron a alguien en tierra para que él pudiera viajar. Cuando acabó con la
comida improvisada, se cepilló los dientes, pagó la habitación y fue al
aeropuerto en taxi.
Al llegar a Fairbanks tuvo que hacer pequeño, de dieciocho asientos.
Con una fila de uno de en su lado, y de dos en el otro. Seis hileras. Seis de
los asientos estaban desocupados, y la auxiliar de vuelo, que tenía más de
cuarenta y cinco años y era flaca como una adicta a la heroína, le pidió a un
par de personas que cambiaran de asiento para que el avión quedara
«adecuadamente equilibrado». Los compañeros de vuelo de Andy iban
vestidos de un modo bastante parecido al suyo, preparados para el clima
que hallarían al aterrizar. Como para adaptarse a la vestimenta de los
pasajeros, la temperatura de a bordo permaneció gélida.
Durante el vuelo, Andy fingió leer un ejemplar de Newsweek de tres
meses de antigüedad que encontró en el bolsillo del asiento, mientras
pensaba en lo que lo había conducido hasta allí.
Tal vez debería de haberse quedado en Sacramento, en aquel momento
que le parecía tan lejano en el tiempo, y cooperar con las autoridades para
resolver el asesinato de su familia.
¿Y si las había matado alguien que no era Paul Norris? Andy había
metido entre rejas a un montón de tipos malos; alguno de ellos podría haber
salido, u ordenado el golpe desde la cárcel. Negó con la cabeza. Había sido
Paul. Tenía que haber sido Paul. No tenía sentido considerar siquiera alguna
alternativa. Estaba igualmente seguro de que el vampiro o los vampiros que
habían matado a Ángel, Graja y Felicia no habían sido Paul.
«Ehhhhhhhhhhh —intervino la voz de sus pensamientos, sonora—.
Perdona, Andy, pero eso no lo he pillado. ¿Quién dices que las mató?
Quiero decir, en realidad».
«Cállate», le contestó él.
Probablemente debió haberse mantenido cuerdo y sobrio cuando estaba
en Los Ángeles. Atacar al subdirector Flores había sido un grave error. Si se
hubiera limitado a hacer lo que le mandaban, habría podido acabar el
período de servicio y jubilarse con una pensión razonable. Su familia
seguiría viva. Paul no habría tenido ninguna razón para atacarla. Felicia
nunca habría oído hablar de él. Pearce no estaría viudo, y las muertes de
Ángel y Graja no estarían persiguiéndolo noche y día.
Pero tal vez estaba analizando demasiado todo el asunto.
A fin de cuentas, ¿había necesitado realmente Paul una razón? ¿Había
sido una reacción contra la obsesión de Andy, o algo que había planeado
desde el principio?
Tal vez Andy lo había malinterpretado desde el inicio. Tal vez ya se
había vuelto de lleno hacia el bando del mal. Tenía que haber sabido que
matar a la esposa y las hijas de Andy le causaría a éste mucho más dolor.
Andy Gray, gran agente del FBI, se suponía que tenía que ser capaz de
proteger a los indefensos, y ahora tenía que vivir sabiendo que les había
fallado a las personas más próximas a él y causado el asesinato de
inocentes. La muerte habría sido misericordiosa en comparación.
«¿Y qué te detiene, entonces?».
El pensamiento fue desterrado en cuanto apareció. El alivio que
prometía podía ser dulce, pero Andy tenía que hacer dos cosas antes de
poder permitirse saborearlo.
En primer lugar, tenía que descubrir a los vampiros ante el resto del
mundo.
Y en segundo, Paul Norris tenía que morir.
O volver a morir.
Andy cerró la revista, y estaba a punto de devolverla al bolsillo del
asiento cuando oyó la voz del tipo que estaba al otro lado del pasillo.
—¿Me permite?
Andy lo miró. Cincuenta y pocos, corpulento. La cara de un trabajador,
llena de líneas de expresión y arrugas causadas por los elementos. Pequeños
ojos azules, pelo oscuro corto, una expresión abierta y sin complicaciones.
—Es de hace un par de meses.
—Es mejor que nada —dijo el hombre—, que es la otra alternativa.
Tengo algunas novelas del Oeste en la maleta, pero la he facturado.
Andy le tendió la revista.
—Toda suya.
Andy también llevaba un libro en la maleta, uno que siempre lo
acompañaba, pero no iba a ponerse a leer 30 días de noche. En especial a
bordo de un avión que iba hacia Barrow, Alaska.
Cerró los ojos, aún un poco espeso a causa de las pastillas para dormir
que había tomado la noche anterior. Se encontró con que ansiaba fumarse
un cigarrillo, cosa que no había hecho desde que había despertado aquella
trágica mañana. No cedería a esa urgencia, se prometió. Si no iba a ayudarlo
a encontrar las pruebas que necesitaba, o a Paul, no había razón ninguna
para hacerlo.
Sintió la presión en los oídos cuando el avión comenzó el picado
descenso hacia Barrow. Bostezó, se pinzó la nariz y soplo para intentar
igualar la presión. La voz del piloto crepitó en los altavoces, pero Andy no
pudo entender qué decía. Sonaba como la tradicional notificación de
«aproximación para aterrizar». La auxiliar de vuelo recorrió con rapidez el
pasillo que había entre las dos filas de asientos, mirando el regazo de los
pasajeros, y luego se sentó en su asiento de la parte posterior y se abrochó
el cinturón de seguridad.
El ángulo en que descendía el avión le pareció demasiado empinado,
pero no sabía nada acerca del aeropuerto de Barrow. Tal vez tenían que
entrar pasando por encima de montañas, o algo parecido.
Miró por la ventanilla, pero aún estaba oscuro. Unas pocas luces, muy
espaciadas, pasaron a toda velocidad por el exterior del avión. Luego oyó
que cambiaba el sonido del motor, para transformarse en un gemido agudo,
y rebotaron contra la pista de aterrizaje. Volvieron a elevarse.
Andy miró al exterior, vio edificios bajos iluminados en la oscuridad del
exterior. El avión volvió a tocar el suelo, con brusquedad. Andy sintió cómo
frenaba, el estremecimiento provocado al empezar a detenerse la pequeña
aeronave. Otro bote y la mesa de Andy se soltó del cierre y le golpeó las
rodillas.
Cuando estaba devolviéndola a su sitio, el avión comenzó a deslizarse
lateralmente. Con pánico, Andy miró al tipo que estaba al otro lado del
pasillo. El hombre reprimió un bostezo y pasó otra página de la revista
Newsweek. Así que Andy miró por la ventanilla, y vio las luces azules que
marcaban los límites de la pista acercarse cada vez más y más.
Al fin, el avión se detuvo.
Un ala quedó totalmente fuera de la pista.
Volvió a oírse la voz del piloto.
—Lo lamento, amigos. Un poco de hielo en la pista de aterrizaje.
Bienvenidos al aeropuerto Wiley Post-Will Rogers Memorial, de Barrow.
Habrá un corto paseo hasta la terminal, así que tengan cuidado dónde pisan
cuando acaben de bajar la escalerilla, y gracias por volar hoy con nosotros.
Andy miró a los otros pasajeros y dedujo que tenían que ser viejos
trabajadores de Alaska. El peligroso aterrizaje no los había alterado en lo
más mínimo.
Andy esperó su turno y salió del avión al viento gélido. Se cerró la
cremallera de la parka, sacó los guantes de los bolsillos y se los puso antes
de intentar bajar la escalerilla del avión hasta la pista. Tuvo visiones de
resbalar en el hielo, intentar sujetarse a la barandilla y dejarse la piel de las
palmas pegada al metal congelado. Se le condensaba la respiración.
En el suelo, esperó, incómodo, mientras sacaban el equipaje de la
bodega de carga. Cuando tuvo la bolsa y la mochila, siguió a los demás
pasajeros hasta el edificio de la terminal, una estructura de acero corrugado
que parecía provisional. La fachada estaba iluminada con focos. Andy miró
el reloj sólo para asegurarse, pero eran realmente las dos de la tarde. El
cielo estaba cubierto por una gruesa capa de nubes que impedía el paso de
la luz solar que hubiera podido llegar al suelo. Podría haber sido de noche.
El interior de la terminal no era mucho más impresionante que el
exterior. Unas cuantas hileras de sillas de plástico, un tablero donde se
veían los horarios de las llegadas y las salidas, una máquina de coca-cola, y
un mostrador de reservas de formica rajada. En la pared de detrás del
mostrador se veía un pavo de papel que llevaba puesto un sombrero de
peregrino. Al igual que sucedía en el avión, mantenían baja la temperatura
interior para que la gente vestida con gruesas prendas de invierno no pasara
calor.
Andy salió por la puerta delantera a un paseo iluminado en busca de un
taxi. No había ninguno, ni se veía rastro alguno de coches de alquiler. Ni de
autobuses, por cierto. Vio un par de camiones aparcados junto al bordillo, y
reparó en que el tipo al que le había dado la revista en el avión estaba
subiendo a uno de ellos.
—¡Eh! —le gritó, pero el hombre ya había cerrado la puerta y el camión
arrancó.
Andy se volvió. Un par de personas aún estaban saliendo del
aeropuerto.
—Necesito llegar a Barrow —dijo Andy, sin dirigirse a nadie en
particular—. ¿Puede alguien llevarme?
Un hombre de baja estatura se detuvo y miró a Andy desde debajo del
borde de piel de la capucha. Era un retaco de tío, no más alto de un metro
cincuenta y dos centímetros, pero de aspecto sólido, con la nariz rota de un
luchador, un par de incisivos desportillados, y, por añadidura unos ojillos
que se entrecerraban como si lo hubieran visto todo y un poco más. Le
dedicó a Andy una sonrisa extraña, calculadora y de aceptación al mismo
tiempo.
—Yo voy hacia allí.
—Le agradeceré de verdad que me lleve —dijo Andy—. Esperaba que
hubiera algún taxi.
—Si hubiera venido en verano, los habría habido —dijo el hombre—.
¿Es su primera visita?
Andy asintió con la cabeza. Cuando Stella Olemaun había llamado la
atención del FBI, ya se había marchado de Barrow. Los acontecimientos
descritos en su libro ya habían sido investigados y se habían presentado los
informes —maquillados, de eso Andy estaba convencido—, así que él y
Paul no se habían molestado en ir hasta allí.
Su interés había estado centrado en lo que Stella haría a continuación,
no en lo que le había sucedido allí.
—Extraña época del año para venir por aquí —dijo el hombre—. Pero
es asunto suyo, no mío. He aparcado aquí mismo.
Condujo a Andy a través de un aparcamiento cubierto de grava hasta
una camioneta.
—Me llamo Sam —dijo mientras andaban, y le tendió la mano. Cuando
Andy se la estrechó, sintió la dura callosidad de la palma—. Sam Lorre.
—Andy Hertz —dijo Andy. El nombre falso se le había hecho más fácil
de recordar que el que le habían dado al nacer.
—Encantado de conocerlo, Andy. —Llegaron a la camioneta, y Sam
Lorre lanzó su mochila dentro de la caja. Andy vio que estaba cargada con
rollos de alambre de espino provisto de afiladas hojas que destellaban con
malevolencia a la luz de los focos de la zona de aparcamiento.
—¿Haciendo trabajo de cercado? —preguntó Andy.
—Sólo intentando arreglar todo lo que quedó destrozado la última vez
que llegó la oscuridad —dijo Sam.
Andy dejó su equipaje en la caja de la camioneta, evitando el alambre
con todo cuidado. Mientras subía al coche, pensó en lo que había dicho el
hombre, y volvió a mirar el cielo.
No estaba sólo nublado.
Estaba oscuro.
Miró el reloj de pulsera para consultar la pequeña ventanita de la fecha a
la que no solía hacer el más mínimo caso. El pavo de papel de detrás del
mostrador debería haberle dado una pista.
28 de noviembre.
—¿Cuánto falta para que oscurezca? —preguntó al ocupar el asiento.
Sam hizo girar la llave y le dedicó otra vez aquella extraña sonrisa.
—Diez días —dijo—. Normalmente, por esta fecha los aviones ya han
dejado de volar hasta aquí. Este año hay un poco más de tráfico, más
saliente que entrante, pero un poco de cada. Yo acabo de dejar a mi mujer y
mi hijo, que han salido en el último vuelo; ya no quiero que se queden aquí
durante el período de oscuridad.
No le ofreció más explicaciones, y Andy no se las pidió. Ya estaban en
camino, fuera de las instalaciones aeroportuarias, e iban por una pista de
grava calibrada. Sam gobernaba el volante con experta eficiencia. Mientras
conducía, aumentó la temperatura de la calefacción, y el aire sopló en el
rostro de Andy, frío al principio, pero entibiándose con rapidez.
El aeropuerto estaba a pocos minutos de la ciudad. Al cabo de no
mucho, Andy comenzó a ver luces brillantes que se reflejaban en la capa de
nubes de lo alto. Luego coronaron un montículo bajo y pudo ver las luces
directamente, como la deslumbrante iluminación de un estadio, en lo alto de
largos postes colocados por toda la pequeña ciudad, dirigidas hacia abajo y
en dirección al perímetro del poblado. Las luces formaban una especie de
foso de los que rodeaban las murallas de la antigüedad, aunque en este caso
circundaban una alta valla de alambre de espino provisto de afiladas
lengüetas en lugar de la muralla de un castillo.
Más allá de la alambrada vio más calles de grava —nada estaba
pavimentado— de las que parecía que acababan de quitar la nieve, que se
amontonaba en enormes ventisqueros contra los altos pilotes de las casas
elevadas, y hasta muy arriba de las paredes de aquellas casas que aún se
encontraban a nivel de la calle. Una gruesa costra de nieve helada recubría
los empinados tejados.
Andy había estado en muchos sitios fríos —Madison no se
caracterizaba por un clima suave, precisamente—, pero también había
vivido en California durante mucho tiempo. No podía acabar de imaginar
por qué alguien podría escoger vivir en un sitio como éste.
Más aún, no podía imaginar por qué alguien iba a estar tan loco como
para quedarse después de lo que había sucedido allí hacía un par de años.
Fragmento de 30 días de noche, de Stella Olemaun
Después de ver cómo el joven cabecilla de los invasores de Barrow era
despachado con facilidad por el atildado vampiro de más edad, Eben y yo lo
interpretamos erróneamente como un signo de esperanza. Pero la verdad era
que el vampiro mayor, con su reluciente cabeza calva y sus orejas
puntiagudas, tenía para nosotros planes mucho peores.
Se dirigió a los vampiros restantes, los que no habían huido, con una
ferocidad que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
—He aquí lo que vamos a hacer —siseó—. Primero vamos a recoger a
los muertos para ponerlos dentro de sus moradas. Quiero que encontréis
hasta el último superviviente. Quiero que los matéis. Alimentaos de ellos, si
queréis, o simplemente matadlos. No me importa, pero no los convirtáis.
Yo quería marcharme de allí, regresar junto a los otros y advertirles que
se avecinaba una redada, pero Eben se negaba a moverse. Continuaba
tumbado en la nieve, con los ojos desorbitados y la respiración agitada. No
podía apartar los ojos de la sangre del cuerpo destrozado del vampiro joven,
de su cabeza aplastada.
Tiré de mi marido, y se me quitó de encima con suavidad. Algo estaba
formándose en su mente, un plan de huida, algo que no quería o no podía
expresar verbalmente.
—Tal vez… sí que hay una manera… —fue cuanto dijo.
Yo no sabía a qué se refería, y no me importaba. Ya habíamos
descubierto que podía acabarse con los vampiros, pero nuestro grupo era
pequeño y débil. No teníamos ni la más ligera posibilidad de vencerlos en la
lucha.
Y ahora, con aquel nuevo jefe, experimenté un miedo que no se parecía
a nada que hubiera sentido antes.
Me inundó la repentina urgencia de reunir a todos los supervivientes y
huir, dispersarnos por los bosques y colinas helados, con la esperanza de
que algunos de nosotros lográramos salir de ellos con vida.
A medida que el vampiro hablaba, mis miedos no hacían más que
empeorar.
Cuando alzó los brazos en el aire para reunir a los no muertos, vi sus
largos dedos crueles recubiertos con la sangre de uno de los suyos.
Tenía planeado cortar el oleoducto, inundar Barrow de petróleo y
prenderle fuego a toda la población, para quemarla hasta los cimientos en su
totalidad. Si no hay supervivientes, no hay problemas.
Finalmente logré llevarme de allí a Eben cuando vio que yo estaba al
borde de las lágrimas. Teníamos que ponernos en movimiento, y el eco de
las órdenes del vampiro no hizo más que dar fuerza a esa idea:
—¡Para mañana, a esta misma hora, quiero esta ciudad borrada del
mapa!

Teníamos un pequeño grupo de supervivientes en la bodega, quince


residentes de Barrow, hambrientos y helados, que incluían al pobre Derek
Ott, que había escapado de un ataque pero no sin que le mordieran un
brazo. Derek se apagaba con rapidez, y estábamos seguros de que acabaría
como Lucy Ikos y todos los demás.
Simplemente no teníamos corazón para hacer lo que debía hacerse antes
de que se convirtiera. A fin de cuentas, nuestro corazón aún era humano.
El humor de Eben había cambiado de manera radical. Insistió en que
huir era lo peor que podíamos hacer.
—Nos superan en número —dijo—. Si huimos, nos matarán a todos.
Yo me sentía frustrada. Nos estaba diciendo lo que no podíamos hacer,
pero aún no había sugerido una alternativa, y se lo hice saber.
En vez de enfrentarse a mí, Eben se sentó y hundió la cara entre las
manos. Todos los presentes en el refugio parecieron darse cuenta, y cuando
levantó la cabeza y habló fue como si los últimos rastros de esperanza
desaparecieran.
—Ya no puedo seguir pintando bonitos cuadros para esta gente, cielo —
dijo, hablando como si supiera lo que yo estaba pensando—. Esos
monstruos están haciendo pedazos toda la ciudad. No podemos luchar. No
podemos huir. Lo único que les ha hecho algún daño ha sido…
Eben no pudo acabar la frase.
Derek Ott se había transformado.
Saltó hacia mí chillando con tanta fuerza que los otros vampiros lo
habían oído con total seguridad. Su apariencia había cambiado de modo tan
brutal y absoluto que ninguno de nosotros tuvo siquiera tiempo para gritar.
Apenas unos momentos antes, era un adolescente con el pelo largo hasta
los hombros y unos restos de acné en proceso de curación, pero la cosa que
me acometió parecía cualquier cosa menos humana.
Lo único que yo podía hacer era observar esos colmillos como agujas
que le crecían de las encías, tanto más largos cuanto más se me acercaba.
Hasta que Eben intervino armado con un viejo arpón para ballenas.
Atravesó al vociferante vampiro en medio del aire y lo estrelló contra el
suelo con fuerza.
—¡Stella! —gritó Eben—. ¡El hacha!
En un solo movimiento tendí las manos hacia el hacha que había sobre
un cajón, la sujeté con fuerza y la descargué sobre el cuello del chico con
toda mi energía. Sentí la resistencia de la carne y el hueso, y luego la dureza
del hormigón al tiempo que saltaba una chispa y la cabeza se alejaba
rodando.
Todos callamos y escuchamos. Por encima de nosotros, las calles
estaban en silencio, pero lo que oímos resultó igual de escalofriante; desde
lejos nos llegaban los alaridos de otros supervivientes que habían logrado
ocultarse y que eran arrastrados fuera de sus escondrijos; oímos llorar a
niños y a los padres implorando por sus vidas.
Corrí a la ventana para ver si podía distinguir lo que estaba sucediendo
fuera, pero lo único que vi fue fuego y llamas por todas partes. Oía los
alaridos de la gente, pero los vampiros no estaban en mi línea de visión.
Y entonces apareció a la vista lo más extraño de todo.

Un helicóptero llegó desde el sur, volando a toda velocidad hacia nosotros,


y en ese momento entendí qué había desviado la atención de los invasores.
Estúpidamente permití que la esperanza creciera en mi interior al ver
que el aparato venía hacia la ciudad, pero esa esperanza se extinguió con la
misma rapidez cuando vi que unas figuras oscuras saltaban, atravesaban el
aire y se enganchaban al helicóptero como sanguijuelas.
Alguien había acudido a salvarnos, pero tampoco los tripulantes del
helicóptero eran rivales para los vampiros.
La nave con un exceso de peso, se estrelló contra el suelo y estalló,
mientras los atacantes parecidos a insectos se dispersaban alegremente para
alejarse de las llamas «Ahora sí que se ha acabado», pensé. Irían casa por
casa. Era sólo cuestión de tiempo que nos encontraran. Y con las pocas
armas que teníamos ni siquiera podríamos defendernos durante mucho
tiempo. No tardarían en matarnos, y Barrow desaparecería, devorada por la
maldad que acechaba en nuestras calles.
Fue entonces cuando vi a Eben rebuscando en el equipo médico, del que
extrajo una jeringuilla.
No sé qué pensé al principio, pero él no tardó en dejar claras sus
intenciones.
Se detuvo junto al cuerpo del chico Ott, del que la sangre manaba como
una fuente por el cuello cercenado.
—¿Eben?
Él me miró con una expresión que nunca le había visto, muy triste y a la
vez decidida.
—No hay ningún otro medio.
Eben estaba loco, tenía que estarlo, pero en realidad yo suplicaba que lo
estuviera porque sabía qué tenía intención de hacer y lo que eso significaba.
—Por favor, tiene que haber otro modo —dije, llorando.
En el exterior, explosiones, gritos mezclados con risas crueles.
Eben escuchó los sonidos.
—Si lo hay, no lo hemos encontrado —replicó con calma—. Y el
tiempo se está acabando… con rapidez.
El pánico aumentaba en mi interior mientras observaba a Eben
arrodillarse y usar la jeringuilla para extraer sangre del cuello del joven Ott.
Eben hizo un gesto a un par de hombres supervivientes, no recuerdo
quiénes, para que me sujetaran, pero yo luché para soltarme.
—¡Quitadme las manos de encima! —exclamé, y ellos retrocedieron.
—¡No sabes si va a funcionar! —le supliqué a Eben—. ¡Es una locura!
¡Es la sangre de otra persona! No quiero que lo hagas. Lo lograremos.
Saldremos juntos de ésta. Todos nosotros.
Pero Eben no se puso a discutir conmigo.
Por el contrario, zanjó la discusión como hacía siempre que nos
peleábamos, cuando cada uno había dicho lo que quería decir: con una
sonrisa amorosa y una suave caricia en una de mis mejillas con el dorso de
una de sus manos de tacto delicado.
—Te quiero, Stella.
Yo me quedé ahí de pie, impotente, sabedora de que él no se detendría
aunque se lo suplicara, forcejeara con él o intentara impedírselo. Conocía a
mi amado Eben lo bastante bien como para saber que cuando se decidía por
algo, arriesgado o no, no cambiaba de parecer.
Fue duro observarlo. De repente, todos los sonidos procedentes del
exterior, como los del interior, desaparecieron mientras Eben se inyectaba la
sangre del vampiro y reaccionaba un instante después de vaciar la
jeringuilla.
Eben echó la cabeza atrás, con los dientes muy apretados para reprimir
un alarido que yo sólo podía imaginar que ansiaba soltar.
Él sufría de un modo espantoso, pero yo permanecí allí, petrificada
como los demás, sin saber qué esperar, sin saber si al cabo de unos instantes
iba a tener que matar a mi marido como lo habíamos hecho con Lucy Ikos y
Derek Ott.
Observé, sollozando, cómo su cara perdía todo color hasta quedar
blanca y sus ojos se transformaban en unos globos blancos con diminutos
puntos negros, y las venas se le hinchaban en el cuello y las manos como
serpientes que corrieran por debajo de su piel.
Luego se desplomó en el suelo, y en la habitación se hizo un silencio
roto sólo por mi propia exclamación ahogada y mis sollozos constantes.
Mi Eben había muerto. Pero sólo por un momento.
Allí tendido, su cuerpo se estremeció y las manos comenzaron a
cerrarse como si intentaran asir una vida nueva, aunque no respiraba.
Había vuelto, pero no estaba vivo.
Mi marido, el sheriff Eben Olemaun, era ahora… un no muerto.
Todos retrocedieron cuando se puso de rodillas. En ese momento ya
pude ver que se movía de modo diferente al hombre con quien me había
casado. Fue más como si… se deslizara hasta quedar de rodillas; luego se
volvió para mirar a los ojos a cada uno de los supervivientes y, finalmente,
posar la mirada sobre mí.
—Haz algo —susurré yo—. Háblame, Eben.
Sonrió, y vi que sus dientes habían cambiado. No eran como las hileras
de navajas del joven Ott, sino más refinados…, como los colmillos
vampíricos de las leyendas. Y entonces habló.
—Puedo oler tu sangre, Stella. Puedo ver tus venas… todas ellas…
palpitando.
Su voz me provocó un escalofrío, y avancé hacia él cuando vi que uno
de los hombres, Stephen Adler, se disponía a recoger el hacha. Miré a
Stephen y negué con la cabeza.
Cuando tendí una mano hacia Eben, él reaccionó apartándose de mí con
precipitación, casi desesperado.
—¡No, no te me acerques!
Se puso de pie y miró a su alrededor. Se miró las manos, y luego a los
asustados supervivientes del refugio.
—No os haré daño a ninguno de vosotros.
Sus palabras tenían un sonido estrangulado, como si estuviera
enfrentándose a algo que intentaba hacerse con el control de su persona, y
luego me dedicó una última mirada y salió de un salto del refugio, como un
necrófago de un cementerio.
No vi mucho de lo que ocurrió a continuación. Esperamos en el refugio
durante la mayor parte de lo que imagino que fue la lucha de Eben por su
vida. Oímos gritos y voces de ira.
Al fin, cuando no pude esperar más, recogí las armas que teníamos y
salí a las calles de Barrow para reunirme con mi marido. Para mi asombro,
todos los del refugio hicieron lo mismo. Cuando, en los últimos días del
período de oscuridad invernal, salí a las calles empapadas en sangre de
nuestra querida ciudad, no estaba sola.
Y nuestro grupo tampoco era el único; otros supervivientes que habían
permanecido escondidos como nosotros estaban saliendo a la luz para
presenciar la lucha en la cima del mundo entre Eben Olemaun y el jefe
vampiro.
A un lado se encontraban los vampiros restantes, pero más y más gente
salía con rapidez, seres humanos que empuñaban de todo, desde pistolas
hasta lanzas improvisadas.
Sin embargo, la atención estaba fija en las dos figuras que se hacían
pedazos la una a la otra en el centro de la ciudad. A Eben no le iba tan bien
como nosotros habíamos pedido en nuestras plegarias. Estaba
ensangrentado y débil, y, al parecer, el vampiro calvo sólo estaba jugando
con mi valiente marido.
Al presentir la proximidad de su muerte, los otros vampiros comenzaron
a desviar su atención hacia nosotros. Grité que todos nos reuniéramos en un
grupo apretado por si decidían atacarnos.
No sé si Eben vio lo que estaba sucediendo, o si simplemente descubrió
la manera de controlar sus recién halladas habilidades, pero dejó a todo el
mundo conmocionado cuando asestó al jefe vampiro un puñetazo que no
sólo lo derribó al suelo cubierto de nieve, sino que, además, lo hizo sangrar
por la nariz.
El vampiro se limpió la sangre de la cara y comenzó a temblar de furia.
Eben se preparó para un ataque brutal, y tanto vampiros como humanos
contuvieron el aliento en espera de la explosión.
Se produjo, pero no del modo en que la hubiera imaginado ninguno de
nosotros. El vampiro cargó contra Eben a tal velocidad que lo único que vi
fue un borrón negro que iba hacia mi marido, quien se mantenía en posición
y concentrado, con los ojos entrecerrados y los puños apretados.
Cuando el borrón estaba a punto de golpearlo, Eben recibió la carga con
un puñetazo dirigido a la cabeza, el cual no sólo impactó contra el vampiro,
¡sino que lo atravesó!… en la explosión de sangre más gloriosa que jamás
he tenido el placer de presenciar.
El cuerpo sin cabeza resbaló por el hielo y fue a detenerse con lentitud a
los pies de los restantes invasores.
Eben avanzó con el brazo cubierto de rojo, los nuevos colmillos
desnudos en una sonrisa colérica, y se dirigió a los invasores.
—Largaos… de… mi… ciudad.
Pero los invasores, aquellos bastardos asesinos, ya habían comenzado a
huir para salvar su no vida.
Sin pensarlo, corrí hacia Eben y lo abracé, y él me devolvió el abrazo,
pero ahora había una extraña frialdad yuxtapuesta a la más cálida de las
sonrisas que jamás me había dedicado.
—¿Debo perseguirlos? —preguntó, refiriéndose a los invasores en fuga.
—No volverán —repliqué yo, aún abrazándolo—. Además, el sol
saldrá…
¡Dios!, sí, eso era verdad, ¿no?
El plan de Eben había funcionado. Él había salvado Barrow, pero ¿a
costa de qué? Ahora era uno de ellos, con un absoluto control de sí mismo
por el momento. Pero era uno de ellos de todos modos.
Ahora el sol era su enemigo tanto como el de ellos.

Mucho más tarde, ciertas autoridades dirían que ciento cincuenta y nueve
residentes de Barrow, Alaska, habían perdido la vida en un incendio del
oleoducto que casi había destruido el poblado. Otros dijeron que había sido
por una fuga de sustancias químicas.
No creáis a nadie que intente venderos ese cuento chino. Yo estaba allí.
Cuando el sol volvió a salir, de las cuatrocientas sesenta y dos personas
que nos quedamos en Barrow al ponerse el sol, sólo diecinueve estábamos
allí para verlo. Lo más horrible de todo es que, al principio, habíamos sido
veinte.
Me resulta difícil narrar los últimos momentos que pasamos juntos.
Una vez que hubimos ayudado a apagar los incendios y restablecer algo
parecido al orden, los supervivientes se sintieron incómodos con la
presencia de Eben. Después de todo lo que habíamos pasado, resultaba
comprensible.
Eben y yo salimos paseando de Barrow, hasta la ladera desde la que
siempre observábamos cómo el sol desaparecía, pero esta vez nos sentamos
en el otro lado, para aguardar su regreso.
Fue idea de Eben. Yo quería que se marchara, pero él era tan testarudo
como yo.
Partiendo de un cielo del color del humo, el horizonte cambió poco a
poco al marrón a medida que se aproximaba más y más la salida del sol, ese
gris ceniza teñido de un matiz dorado.
Eben me abrazaba y hacía todo lo posible por explicarme cómo se
sentía. Su voz era como hueca, extraña.
—Empieza a resultar difícil de resistir, Stella. A veces olvido… quién
era antes… y siento este dolor.
—Podrías ocultarte —dije—. Vivir… como viven ellos. Podrías…
Eben sonrió dulcemente y negó con la cabeza.
—Shhhh, no me refería a eso.
Me cubrió la mano con una de las suyas. Incluso a través de los guantes
gruesos podía sentir su gélido contacto.
Me miró a los ojos.
—Podría vivir eternamente, claro, pero no quiero respirar ni un segundo
más… —hizo una pausa—, si no puedo recordar cómo es amarte.
Para entonces, el sol había comenzado a asomar por el horizonte.
Era demasiado pronto. No quería dejarlo marchar.
Cerré los ojos, y en la mano sentí que Eben desprendía una suave
calidez, hasta que ya no hubo nada dentro de la mano. Abrí los ojos con
lentitud y miré a mi lado, donde mi marido, mi compañero, mi mejor
amigo, había estado sentado apenas un momento antes.
Ahora sólo quedaba su ropa, y unas cenizas que arrastraba el viento
cada vez menos frío.
26
La carretera de grava llegaba hasta una enorme puerta fortificada.
Múltiples capas de tejido hexagonal de alambre, con tablas sujetas a él
para hacerlo más fuerte y estable.
Un metro ochenta de alambre de púas provisto de afiladas cuchillas
totalizaba una altura de cercado de cinco metros y medio.
Unas luces cegadoras caían en picado sobre la puerta, donde una docena
de hombres y mujeres que llevaban gruesas parkas empuñaban escopetas y
fusiles automáticos.
Sam Lorre ralentizó la furgoneta al acercarse y se detuvo en el exterior
de la verja. Detrás de ésta había una segunda puerta de reja, protegida por
torretas blindadas para ametralladora y altas torres de vigilancia. Los
guardias de las torres barrieron la furgoneta con reflectores. Parecía
haberlos de dos tipos diferentes. Cuando Andy lo preguntó, Sam le explicó
que los segundos eran unas luces especiales de rayos UV, pero no dio más
explicaciones.
—Eh, Sam —lo saludó una de las guardias que estaban a nivel del
suelo. Parecía que todos lo conocían—. ¿Lo has conseguido?
—Está detrás —replicó Sam—. Todo lo que necesitamos para reforzar
las vallas.
Algunos de los guardias se habían acercado como quien no quiere la
cosa al lado de la furgoneta en la que se encontraba Andy.
—¿Quién es el pasajero? —preguntó la que estaba hablando con Sam,
como si obedeciera una señal que Andy no había captado.
—Lo he recogido en el aeropuerto, después de dejar a Candy y a Bob —
replicó Sam.
Uno de los guardias que estaban del lado de Andy dio unos golpecitos
en la ventanilla con el cañón de la Mossberg calibre 12.
—¿Le importaría bajar del vehículo, señor? —preguntó con cortesía.
Andy no tenía ninguna razón para contrariar a aquella gente, aunque lo
irritaba que lo trataran como a un criminal —como él había tratado a tanta
otra gente, se dijo— sin tener ningún motivo para ello.
—En absoluto —dijo, mientras abría la puerta con lentitud. Bajó con las
manos a la vista—. ¿Quiere ver mi placa? —preguntó. El guardia del fusil
asintió con la cabeza, y Andy sacó del bolsillo la identificación y la sostuvo
en alto—. Andy Hertz —se presentó—. FBI.
—Está bien, señor —dijo el guardia y bajó la escopeta. Había al menos
otras siete personas apuntándole, supuso Andy. Entonces sacó una linterna
pequeña de alguna parte—. Abra la boca, por favor.
Andy obedeció, sorprendido por el hecho de que identificarse como
agente del FBI no hubiera provocado ningún tipo de reacción. El guardia le
iluminó el interior de la boca durante unos segundos.
—Gracias —dijo—. Ahora permítame echar una mirada a sus ojos.
Andy entendió. No les importaba quién fuera él, siempre y cuando no
fuese un vampiro.
Un momento más tarde, el guardia apagó la linterna.
—¡Está limpio! —gritó—. Bienvenido a Barrow, señor Hertz.
—Gracias —dijo Andy—. Es un… placer estar aquí.
Fue hasta la caja de la camioneta de Sam para sacar la bolsa de viaje y
la mochila, y al pasar ante la ventanilla abierta del conductor, tendió la
mano al interior para estrechar la de Sam.
—Gracias por traerme, Sam —dijo—. Supongo que puedo continuar a
pie a partir de aquí.
—Como quiera, amigo —replicó Sam—. Si tiene pensado quedarse, sea
cuidadoso, ¿quiere?
—No se preocupe —replicó Andy—. «Cuidadoso» es mi segundo
nombre.
—¡No según su identificación! —le gritó el guardia que lo había
examinado. Andy rio y asintió con la cabeza. No había pensado que el tipo
hubiese siquiera mirado la placa. «Supongo que no corren riesgos, por
aquí».
—Bienvenido a Barrow —dijeron otros dos. Andy acusó recibo de los
saludos, y entró en el poblado.
En el interior, más allá de la cegadora luz de los reflectores y las
baterías de focos tipo estadio, el poblado estaba bien iluminado pero en
calma. Andy recorrió varias manzanas donde había edificios que parecían
abandonados; tapiados con tablones, candados y cadenas. Las aceras eran
estrechas, y las calles de grava calibrada se veían espolvoreadas de nieve
helada. Después del calor asfixiante de la furgoneta, el aire frío le helaba las
mejillas y la nariz descubiertas.
La primera persona que encontró en el poblado lo pilló por sorpresa al
girar en una esquina con paso casi silencioso. Se abrigaba con una gruesa
parka para nieve, como la mayoría de los otros, con la capucha bien subida
y el largo pelo negro asomando por debajo de ella. Sobre un hombro llevaba
una escopeta de corredera Remington Pump-Action. Clavó en Andy una
dura mirada, y luego asintió una sola vez con la cabeza.
—Buenas noches —dijo. Su tono era tranquilo.
Andy se preguntó cómo podía estar seguro, en la oscuridad.
—Hola —respondió.
El hombre continuó a paso rápido, sin decir una sola palabra más.
Dos manzanas más adelante, Andy vio un cartel de luz de neón donde la
palabra HOTEL relumbraba a través de las tinieblas. Se dirigió hacia él, y
pasó junto a otro par de hombres que se encontraban de pie junto a un
todoterreno. Todos iban armados, al parecer. Fusiles y escopetas. La Glock
de Andy, que le habían permitido llevar en los aviones sólo gracias a las
credenciales del FBI, parecía diminuta e insuficiente en comparación.
En el hotel Northern Lights no tuvo ningún problema para conseguir
habitación. El conserje pareció sorprendido, y tal vez un poco eufórico por
el hecho de tener otro huésped.
—En verano, si no reserva tiene que dormir en la calle. A todos les
gusta venir a ver el sol de medianoche, las auroras boreales. Pero en esta
época del año la mayoría de los hoteles cierran. Yo mantengo abierto
porque siempre hay un puñado de gente como usted.
—Me alegro de que así sea —dijo Andy—. La verdad es que no tenía
nada planificado, y he venido por un impulso.
—Espero que sepa con qué va a encontrarse —dijo el conserje.
—Creo que me hago una idea bastante aproximada. —Firmó con su
nombre falso en el libro de registro, y el conserje le dio la llave de la
habitación 210.
Andy subió un piso en el pequeño ascensor, y encontró la habitación,
donde dejó el equipaje en el suelo y subió la calefacción para contrarrestar
el helor que parecía haberse filtrado a través de los muros. Se quitó el
abrigo, entró en el baño, mojó una toallita con agua caliente y se cubrió la
cara con ella. Estaba agotado del viaje, pero aún no podía dormir. Tenía que
organizarse. En ese momento estaba expuesto, desprotegido. Si aparecía
Paul, sólo tendría la Glock, y allí habría acabado su historia. La tela caliente
y húmeda le resultaba reconfortante, pero pasados unos segundos se la quitó
y la echó dentro de la bañera manchada de herrumbre. La sensación lindaba
con lo relajante.
Y él no había ido a Barrow a relajarse.
Cuando echó a andar hacia la puerta, sin embargo, sintió las rodillas
como si fueran de goma. Se dejó caer sobre la cama y oyó como los muelles
amortiguaban su peso.
Tal vez sí que necesitaba pasar un tiempo de descompresión después del
largo viaje. Cogió el mando del televisor que había en la mesita de noche, y
lo encendió. Recepción vía satélite, cosa que tenía mucho sentido. Estuvo
unos minutos pasando de una cadena a otra, en busca de algo lo bastante
interesante como para dejarlo puesto mientras intentaba cerrar los ojos
durante unos minutos. Al final se decidió por una reposición de Seinfeld, y
la miró hasta el final, más un segundo episodio, antes de poder levantarse
otra vez.
Se obligó a ponerse de pie y vestirse con las gruesas prendas de abrigo,
mientras pensaba que, dado que parecía que iba a quedarse durante un
tiempo, iba a necesitar más ropa. Ya había nieve en el suelo, pero sabía que
el frío aumentaría.
Dubitativo entre el deseo de cubrirse la cara con el pasamontañas y la
preocupación por que eso pudiera dar una idea equivocada a los
desconocidos, Andy llegó a la decisión de guardarlo en el bolsillo lateral
con cremallera de la parka. Si el frío le resultaba excesivo, siempre podía
ponérselo más tarde. Cerró la cremallera del anorak, se puso los guantes, y
volvió a salir a la gélida noche.
Por lo que calculaba, era primera hora de la noche, pero el cielo tenía el
mismo aspecto que antes, oscuro y nublado, en el que se reflejaban las
brillantes luces que bordeaban el poblado. Supuso que sería mejor que se
habituara a ello.
Las calles tampoco habían cambiado mucho. Aún se veían algunas
personas andando por ellas, en pareja o a solas. La mayoría llevaba fusil o
escopeta, y Andy incluso identificó un par de fusiles automáticos entre
aquella variedad.
Barrow se parecía más a una zona de guerra que a un soñoliento
poblado de Alaska.
Unos minutos de deambular lo llevaron hasta la oficina del sheriff, una
casa móvil de buen tamaño colocada sobre unos cimientos de bloques de
hormigón. Las ventanas tenían barrotes, y la puerta estaba reforzada con
barras de hierro.
Al recordar lo que les había sucedido a Stella y a Eben Olemaun, Andy
pensó que no era de extrañar que el nuevo sheriff quisiera un local más
seguro.
Había un hombre joven de pie en el exterior de la oficina. Al igual que
todos los demás, llevaba una parka con capucha. Los pantalones, lucían una
gruesa franja negra, así que pertenecían a un uniforme.
—¿Sheriff? —preguntó Andy al aproximarse.
El hombre se volvió a mirarlo. Una cara cuadrada con mandíbula fuerte
y penetrantes ojos azules. Bajo la capucha se veía el pelo rubio corto.
—Sí —respondió. Sus ojos se abrieron un poco más, con sorpresa, al
mirar a Andy—. Usted ha venido de visita.
Era una declaración, no una pregunta. De todos modos, Andy
respondió.
—Acabo de bajar del avión.
—En ese caso, no volverá a marcharse —dijo el sheriff.
—Es lo que me han dicho. Espero no haber cometido un error.
—Relativamente. Yo mismo soy un recién llegado —dijo el sheriff—.
Pero esto me encanta. Ya ni se me ocurriría marcharme.
—¿A pesar de todos los problemas? —preguntó Andy.
El sheriff se encogió de hombros, movimiento apenas perceptible a
causa de la gruesa parka.
—Tenemos alborotadores de vez en cuando, como cualquier otro sitio.
Ven que somos un poco diferentes, que estamos preparados para casi
cualquier cosa, dan media vuelta, y se marchan a casa.
Andy asintió con la cabeza. Aquel tipo se mostraba reservado y
prudente, pero no estaba mintiendo abiertamente. Andy sabía que él haría lo
mismo si estuviera en su lugar.
—Me llamo Andy Hertz —se presentó, al tiempo que le tendía la mano
—. FBI. Ya he cerrado el expediente, pero pasé bastante tiempo
investigando a su predecesor. O a su mujer, en cualquier caso, la ayudante
del sheriff Stella Olemaun.
La cara del sheriff continuó serena, pero su cabeza se alzó apenas un
poco, como si reconsiderara la primera evaluación que había hecho de
Andy. Tocó la mano enguantada de Andy con la suya.
—Entonces no ha venido aquí sólo en calidad de turista.
—No del todo. Stella y su libro despertaron mi interés. Quería ver
dónde había sucedido todo.
Cómo sucedió.
—Me llamo Kitka, agente Hertz. Brian Kitka. En cuanto a lo que
sucedió, si ha leído el libro de Stella, sabe tanto como cualquiera, poco más
o menos. Al menos sabe lo que sucedió la primera vez.
—¿La primera vez? —repitió Andy—. Quiere decir…
Brian Kitka asintió con la cabeza mientras en sus ojos aparecía un brillo
acerado.
—Volvieron. Ya hace algún tiempo, pero yo no veo que la gente de aquí
vuelva nunca a bajar realmente la guardia.
Andy había visto mensajes indirectos en los foros que hacían referencia
a un segundo ataque, pero no les dio credibilidad.
Por supuesto, ni una sola palabra había llegado nunca a los principales
medios de comunicación. Por entonces ya se encontraba fuera de los
circuitos de la Agencia, y no es que hubiese estado nunca dentro de ellos
cuando se trataba de vampiros. Al no tener ninguna clase de confirmación,
había supuesto que la segunda invasión había sido imaginaria o de ficción,
un rumor de Internet.
—¿Cuándo se produjo?
Brian pensó durante un momento.
—En dos mil cuatro —dijo.
—Así que transcurrieron tres años entre la primera invasión y la
segunda —calculó Andy—. ¿Y este año?
—Nada —replicó Brian—. Está todo tan tranquilo como una iglesia el
martes por la mañana. Hasta ahora.
—Pero a pesar de todo —señaló Andy—, he visto las vallas, las torres
de iluminación…
—Procuramos mantenerlo todo en buen estado de conservación —dijo
Brian—. Ya teníamos todo eso el año pasado. Y vinieron de todos modos.
Un invierno de Barrow causa estragos en las infraestructuras, y nadie quiere
correr riesgos, así que cada año lo renovamos casi todo.
Andy intentaba aclararse cronológicamente.
—Usted no estaba aquí la primera vez —resumió—. Cuando Eben era
el sheriff.
—Yo vine más tarde, justo a tiempo para el ataque de dos mil cuatro —
precisó Brian.
—Y se quedó.
—Esto se le mete a uno en la sangre, supongo —asintió Brian—. A mi
hijo Marcus también le gusta. Le va realmente bien en el colegio.
Andy estaba impresionado por aquel hombre, y un poco atónito.
Brian Kitka había vivido un ataque de los vampiros contra el poblado y
admitía que podía producirse otro en cualquier momento. La larga noche
había comenzado. ¿Cómo podía Kitka estar tan sereno, actuar con tanta
tranquilidad?
«Y pensar que desde el principio he pensado que era yo quien había
perdido el seso».
—Es… es una buena noticia —dijo Andy con un temblor en la voz.
—Tiene frío —dijo el sheriff—. Entremos.
—Gracias. —Brian tenía razón. Aun con la ropa de abrigo que llevaba
puesta, el aire del Ártico se hacía sentir—. Supongo que nunca he superado
mi aguada sangre californiana.
—Bueno, no es gran cosa lo de ahí dentro —le aseguró Brian—. Nos
gusta gastar el dinero del contribuyente en las defensas de la ciudad, no en
una oficina elegante para mí. Pero las estufas funcionan realmente bien.
Andy siguió al sheriff al interior, mientras se preguntaba si la afabilidad
sería real o una simple actuación. El último buen papá de pueblo que había
conocido, cuando estaba en Missouri, había resultado ser tan duro como el
hierro.
Apenas había atravesado la puerta cuando oyó una voz femenina que
rechinaba como un gozne de puerta metálica.
—¿Carne nueva?
—Donna, éste es el agente especial Hertz, del FBI —dijo Brian Kitka
—. Ésa es Donna Sikorski, mi ayudante.
La mujer que salió anadeando de detrás del escritorio era casi tan ancha
como alta. Tendió una regordeta mano hacia Andy, pero cuando él se la
estrechó, apretó la suya con una fuerza demoledora. Tal vez no cumplía con
los requerimientos de peso y estatura de la Agencia, pero eso no la hacía
blanda.
—FBI, ¿eh? No vemos muchos federales por aquí arriba. Los que
vienen no suelen pasar de Anchorage.
—Yo estoy en misión especial —mintió Andy—. De hecho, a decir
verdad, dedico a esto mi tiempo libre, no el de la Agencia.
—Eso está bien —dijo Donna—. Significa que no tenemos que ser
amables con usted, invitarlo a cenar y mierdas parecidas.
Brian se rio.
—Donna tiene un problema con la sinceridad —dijo—. No hay manera
de lograr que diga lo que realmente piensa.
Donna parecía esquimal: cara ancha y chata, piel oscura, pelo negro
recogido en un moño. Sonrió, pero Andy no pudo determinar si era una
sonrisa genuina.
—John también se queja de eso —dijo.
—¿Quién es John?
—John Ikos —explicó Brian—. Un trampero, un trampero que vive un
poco al sureste del pueblo. Su novio.
A Andy le pareció que ella se había sonrojado un poco.
—John no es mi novio —contestó—. ¿Tú llamas novia a tu mano
derecha? Porque sé que no has tenido ni una cita desde que te mudaste aquí.
—Vale, vale —rectificó Brian—. John Ikos es un trampero con el que
Donna duerme de vez en cuando. Contribuye a suavizarle un poco el
carácter. Tendría que verla cuando está borde.
—No sé si sobreviviría a eso —replicó Andy.
—La supervivencia es lo único que nos importa —dijo Donna—, como
dice John. «La supervivencia es la primera tarea», decía aquel viejo anuncio
de un coche.
—Es en gran parte responsable de haber ayudado al pueblo a sobrevivir
durante el último ataque —afirmó Brian—. Quiero decir que todos pusimos
nuestro grano de arena. John Ikos sufrió una herida de bala grave, pero se
cargó a más vampiros que nadie. Donna es casi la única persona de la
ciudad a quien él le gusta, y viceversa, pero…
—¿Me oyes a mí decir que me gusta? —lo interrumpió Donna.
—… pero todos lo respetamos —continuó Brian, sin hacerle caso—.
Detesto pensar dónde estaríamos si no hubiera sido por él.
—Parece todo un personaje.
—No está mal —concedió Donna—. ¿Quiere un café, federal?
Allí dentro, Andy había comenzado a calentarse, pero aún sentía el
helor en los huesos.
—Un café sería fantástico.
Ella se encaminó hacia una cafetera que descansaba sobre un archivador
de metal y vertió un poco de líquido negro en un vaso de poliestireno
expandido.
—¿Le echo algo? ¿Crema, azúcar, alcohol?
—Escoja el alcohol —le aconsejó Brian—. Es lo único que puede
disimularle el sabor.
—A John le gusta mi café —protestó Donna, al tiempo que sacaba una
botella del cajón superior del archivador y vertía un poco de whisky en el
vaso.
—John come rata de monte —contestó Brian—. Y nunca he oído que
hubiera enterrado a ninguno de sus perros de trineo, pero siempre está
adquiriendo alguno nuevo.
Andy no estaba muy convencido de beber el whisky. No era una idea
genial volver a bajar por ese camino. Pero quería que aquella gente confiara
en él, y si se presentaba como una especie de abstemio —aunque lo era
desde la muerte de Mónica—, temía que se cerraran como ostras. Aceptó el
vaso que le dio Donna y bebió un sorbito.
—¿Qué caza?
—Lo que puede —replicó Brian—, me alegra que ande por ahí fuera;
para nosotros es como un sistema de alarma que avisa con antelación. Se
entera del paso de cualquier cosa por su territorio, y eso incluye… bueno,
ya sabe. A ellos.
Andy tomó otro sorbito. El brebaje era asqueroso.
—Da la impresión de que es un tipo que vale la pena tener cerca.
—Lo ha pillado bien —dijo Donna. Había vuelto a meterse
apretujadamente tras el escritorio y estaba atareada con algunos documentos
—. En más de un sentido.
—Sólo para ti, Donna —replicó Brian—. Pero, sí, John Ikos es una
bendición en muchos sentidos. Me temo que yo no soy ningún Eben
Olemaun, ni ninguna Stella, ya que estamos. Necesito toda la ayuda que
pueda conseguir.
—Da la impresión de que los Olemaun fueron unas personas notables.
—Lo son —afirmó Donna.
Con cierta sorpresa, Andy reparó en que hablaba en presente, pero
decidió no indagar.
Daba la impresión de que el tipo al que realmente tenía que conocer era
John Ikos. Probablemente sabía tanto como cualquiera sobre los
chupasangre, y tal vez estaría más dispuesto que cualquier otro a hablar de
ellos. En el peor de los casos, probablemente sería un patán estúpido al que
podría inducir a revelarle algo.
Se quedó durante el tiempo suficiente como para no ser descortés, y
bebió del brebaje de Donna tanto como pudo soportar su estómago.
Hablaron de los Olemaun durante un rato más, y luego Brian y Donna
comenzaron a darle consejos sobre cómo soportar el frío y la prolongada
oscuridad.
Esa parte estaba bastante seguro de poder controlarla. Ya llevaba mucho
tiempo viviendo con la oscuridad de su propia alma.
Cuando le pareció prudente, se excusó. Les había sonsacado una idea
general de cómo encontrar a John Ikos, y quería ponerse a buscarlo de
inmediato.
A fin de cuentas, en el exterior no iba a aumentar la luz.

Treinta minutos después de que el agente especial Hertz abandonara la


oficina, el trabajo administrativo de Brian Kitka se vio interrumpido.
—Aquí hay algo que deberías ver —dijo Donna. Iba hacia él con una
hoja de papel en la mano. Tenía un vago recuerdo de haber oído funcionar
el fax, pero no le había hecho caso.
—¿Qué es?
—Tu boletín general de las fuerzas del orden —replicó ella—. Un tipo
al que ya buscan por asesinar a su esposa y sus dos hijas acaba de matar a
tres personas más. Una profesora universitaria y dos prostitutas.
—¿Y qué tiene que ver eso con nosotros? —preguntó Brian.
Donna le entregó la hoja.
La fotografía que había en ella mostraba claramente el rostro del
hombre que se había presentado como Andy Hertz.
Según el boletín, era realmente del FBI, pero se llamaba Andrew Gray.
Para cuando acabó de leer la página, Donna había vuelto a su escritorio
y escribía algo con el teclado del ordenador.
—¿Ese tipo del FBI te parece alguien capaz de matar a su familia? —
preguntó Brian—. ¿O más bien alguien que está buscando al asesino de su
familia?
—¿Ese tipo? —Donna no apartó los ojos de la pantalla—. No es ningún
asesino.
Brian asintió con la cabeza. «Lo mismo pensaba yo».
Arrugó la hoja de papel, se inclinó sobre su escritorio, y ejecutó un tiro
perfecto a la papelera de Donna.
—Dos puntos —dijo—. ¿Cuántos llevo ya doce? ¿Catorce?
—Anda ya, Kitka —replicó Donna, que ni siquiera dejó de teclear—.
Ya sabes que haces trampas como un hijo de puta.
—No es cierto.
—Y —añadió ella, esta vez dándose la vuelta para dedicarle una sonrisa
maliciosa—, mientes como un cerdo.
27
«Miento a todas las personas que conozco».
Andy caminaba con cuidado por la nieve apelmazada, que era tan dura
como hormigón, en dirección al lugar donde esperaba que viviera John
Ikos.
No había querido preguntarlo de manera directa, así que sólo estaba
vagamente seguro de adonde iba. Además, la cabeza aún le zumbaba debido
al primer trago de alcohol que había bebido en un par de años.
«¿Cuándo fue la última vez que fui del todo sincero con otro ser
humano?».
Había estado mintiendo a todo el mundo sin excepción. Había alguna
que otra verdad ocasional mezclada con la falsedad, por supuesto. Más en el
caso de Felicia, en quien había confiado mucho. Pero había estado
representando un papel durante mucho tiempo, y sabía tan bien como
cualquiera que nadie podía arriesgarse a adoptar una personalidad falsa sin
convertirse, en mayor o menor grado, en el personaje que representaba.
Dónde acababa Andy Gray y comenzaba Andy Hertz era una línea
borrosa, en el mejor de los casos.
También borrosa era la línea de colinas bajas que tenía delante. La
interminable noche no era negra como la brea; tal vez llegaría a serlo, pero
no todavía. Se parecía más al cielo justo después del anochecer, brumoso,
donde era difícil distinguir cualquier detalle, especialmente en la distancia,
donde todo se fundía. Andy sabía que encontraría al trampero en alguna
parte de esas colinas. Pero ¿en cuál de ellas? No había contado con que
hubiera tantas.
Se dio la vuelta para asegurarse de que podría hallar el camino de vuelta
al pueblo, en caso necesario. No había ningún problema por ese lado. Las
luces proyectaban un resplandor hacia el cielo e iluminaban la parte inferior
de las nubes altas. Pero cuando se volvió otra vez, le resultó aún más difícil
distinguir algo en la oscuridad que tenía por delante. El frío se le colaba
dentro de la capucha y de los guantes. Incluso otra taza del horrible café de
Donna le parecía apetecible en ese momento.
Pero se había fijado una meta, así que continuó avanzando
trabajosamente. El único ruido que oía era el crujiente sonido de la nieve
aplastada por sus botas. A pesar del pasamontañas, tenía la nariz demasiado
helada como para oler nada. Estaba comenzando a darse cuenta de lo
estúpido que había sido por salir de esa manera cuando llevaba sólo unas
horas en la región y había llegado exhausto debido a la terrible experiencia
de Madison y los subsecuentes vuelos hasta allí. «Otra cosa que añadir a la
siempre creciente lista de cosas idiotas que he hecho últimamente». Debería
haber esperado y haberse adaptado al clima y las condiciones de la zona
antes de lanzarse a campo traviesa en solitario. Ser testarudo, exigirse
demasiado, podría acabar haciendo que se perdiera por ahí fuera.
Hipotermia. Muerte por congelación.
Al menos había oído decir que te entumecías antes de morir, y que en
realidad no sentías gran cosa al final.
Era un consuelo.
Pasados otros quince minutos, más o menos, comenzó a preocuparse de
verdad. Su mente divagaba, se le desenfocaba la vista. Sus piernas se
movían con rigidez, como las de un robot, pero continuaban
transportándolo, aunque no sabía hacia dónde.
Observó la lucecilla roja que había sobre la nieve durante varios
segundos antes de deducir qué era. Al fin, comprendió.
Una mira láser.
El haz se movió en torno a él, y se acercó a sus pies.
Se quedó petrificado, mirando cómo ascendía.
Cuando llegó hasta su estómago, Andy salió de la parálisis, se lanzó
hacia la izquierda y se aplastó contra la nieve.
—¡No dispare! —gritó con tanta fuerza como pudo—. ¡Estoy buscando
a John Ikos! ¡Me envía Kitka! —Otra mentira.
Se puso trabajosamente de pie, con las manos en alto.
—¡No dispare! —repitió—. ¡Soy amigo de Brian Kitka y Donna
Sikorski!
A través del terreno helado le llegó una voz adusta.
—Venga hacia aquí —dijo—. Mantenga las manos donde yo pueda
verlas, y deténgase cuando se lo diga o no vivirá para cometer un segundo
error.
Andy obedeció a la voz. Mientras caminaba no dejaba de mirarse el
pecho. El punto rojo de la mira láser estaba centrado en él con firmeza. El
tipo era bueno.
La voz lo hizo detenerse a unos diez metros del pie de la colina. Al
forzar la vista a través de la oscuridad, Andy distinguió la desdibujada
silueta de una estructura, en gran parte oculta por ventisqueros, construida
contra la montaña. Tenía delante una tronera horizontal que confería al
edificio un aspecto más de búnker militar que de cabaña de trampero. No
veía al hombre del interior ni el arma que empuñaba, pero sabía que ambos
estaban allí.
—¡Alto! —ordenó el hombre. Andy se detuvo.
—Muéstrame las manos.
Andy las levantó.
—Eso son guantes —dijo el hombre—. Yo he dicho las manos.
Andy entendió. Los vampiros tenían garras. Aquel tipo no corría
riesgos. Tenía dudas de si debía o no obedecer porque hacía demasiado frío
y no quería perder ningún dedo por congelación. Pero podía hacerlo durante
unos segundos. Se quitó los gruesos guantes y alzó las manos desnudas.
Un reflector lo iluminó a través de la tronera, con una luz cegadora.
—Bien —dijo el hombre—. Vuelva a ponerse los guantes y enséñeme
los dientes.
Andy manoteó con torpeza los guantes, pero logró ponérselos. Se
levantó la parte inferior del pasamontañas hasta el labio superior, cerró los
ojos y abrió la boca. Sintió el reflector en la cara. Luego se apagó y volvió a
sumirse en el frío y la oscuridad.
—Muy bien —dijo el hombre—. Mantenga las manos arriba y
acérquese.
Andy obedeció, y en el búnker se abrió una puerta y dejó escapar un
chorro de luz que iluminó la nieve. Luego apareció una silueta en la
entrada. Un hombre alto, delgado, que llevaba una parka ribeteada de piel.
Tenía un arma en las manos —un fusil Barrett M82A de extraño aspecto,
con bípode incluido—, aunque ahora en posición de descanso, sin apuntar
hacia él. Andy se alegró de que el hombre no le hubiera disparado. Una sola
de esas balas .50 BMG lo habría hecho pedazos.
—¿John Ikos?
—Ése soy yo —replicó el trampero—. ¿Quién lo pregunta?
—Me llamo Andy Hertz —mintió Andy—. Soy del FBI.
—Vaya… —John Ikos hizo una pausa momentánea sin apartarse de la
entrada, con los ojos fijos en él. Andy tuvo la impresión de que el trampero
iba a ordenarle que se marchara por donde había llegado. En cambio,
asintió con gravedad—. Bueno, me parece que no voy a echárselo en cara.
Pero quiero ver su pistola antes de que dé un paso más.
Andy no se molestó en negar que llevaba una. Con la torpeza lógica
debido a que tenía puestos los guantes, la sacó de la pistolera y la sujetó por
la culata. John avanzó un par de pasos, con una ligera cojera, y tendió una
mano.
—Démela —dijo—. Podrá recuperarla cuando haya acabado aquí. Que
no será dentro de mucho, así que no piense que va a quedarse a comer.
Al recordar lo que Brian Kitka había comentado sobre los hábitos
alimentarios del hombre, Andy casi se alegró por ello.
Depositó la Glock en la mano de John.
—Estoy formándome la idea de que los federales no son muy
apreciados por aquí —dijo.
—¿Lo son en alguna parte?
—Tal vez no demasiado, ahora que lo menciona —admitió Andy—.
Pero en algunos sitios menos que en otros.
—Pase dentro. —John Ikos abrió la marcha. La sección delantera era,
en efecto, tipo búnker. La pared estaba construida con bloques de hormigón,
y debajo de la tronera había armas, municiones, binoculares, miras
telescópicas, gafas de visión nocturna, todo pulcramente ordenado. Todo
con aspecto de haber sido muy usado.
Una segunda puerta, chapada en acero, daba paso a la vivienda. Se
trataba de una cabaña de trampero más tradicional. En un rincón ardía una
estufa de leña que calentaba agradablemente la sala principal y perfumaba
el aire con el humo de la madera. Entre ésta y la chimenea abierta, donde
colgaba una tetera grande sobre ascuas encendidas, colgaban de la pared
cazuelas y sartenes. Había un armario de madera con una jofaina dentro, y
Andy dedujo que era al máximo que llegaba la instalación sanitaria interior.
No podía ni imaginar usar un retrete exterior en los brutales inviernos del
Ártico, pero estaba bastante seguro de que allí no había ninguna otra
opción.
John Ikos hizo un gesto con la cabeza hacia la mesa y las sillas hechas
con madera de la región, toscamente tallada y sin pulir. Sobre la mesa ardía
un farol de propano.
—Siéntese —dijo. Andy lo hizo, y John se sentó delante de él, dejó la
Glock encima de la mesa y descansó el fusil sobre las piernas—.
Probablemente pensará que soy uno de esos chiflados obsesionados con la
supervivencia que siempre están esperando una catástrofe, como los de
Waco o Ruby Ridge.
—No sé nada de eso —repuso Andy—. Sólo sé que Brian y Donna
dijeron que es usted la persona indicada con la que hablar por lo que se
refiere a los vampiros.
—Bueno, pues no lo soy —continuó John, sin hacer caso del
comentario de Andy—. Por lo que a mí respecta, esa gente recibió lo que se
merecía. No tengo nada en contra de la ley, ni de los agentes federales en
general. Sólo soy un tipo cauteloso, es todo. Protejo lo que es mío, y le
aseguro con toda mi alma que no corro riesgos con el jodido FBI.
—¿Y eso por qué?
—Conocí a otro, hace algún tiempo. ¿Se ha fijado en que cojeo? —Sí.
—Fue el bastardo que me lo hizo. Fue por culpa mía, claro. Esa vez bajé
la guardia. —A la luz del farol se veía que los ojos de Ikos eran profundos y
tristes, y su cara estaba marcada por las arrugas de edad y las
preocupaciones. Tenía mala dentadura, en el pasado le habían roto la nariz,
y un enrejado de cicatrices recorría su mejilla derecha hasta el rabillo del
ojo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Andy. El trampero parecía querer hablar
del tema. Había que ponerlo a hablar y gradualmente desviarlo hacia el
asunto que quería tratar Andy. Técnica de interrogatorio clásica.
—Fue después de que rechazáramos el último ataque —dijo. Parecía
seguro de que Andy sabría a qué ataque se refería—. Encontré uno de ellos
en la nieve, y tuve una brillante idea que resultó no ser una idea tan
brillante.
«Parece que eso sucede con mucha frecuencia», pensó Andy.
—Pensé que me traería el cuerpo aquí —continuó John—, lo verificaría,
y luego lo cortaría en pedazos y los enviaría a científicos y laboratorios para
que los estudiaran. Ellos podrían averiguar qué hace que vivan y cómo
librarse de ellos.
—Yo intenté hacer lo mismo —le aseguró Andy.
—Lo único que sucedió fue que no estaba tan muerto como yo creía —
continuó John—. Despertó después de que lo trajera aquí. Debería haberme
dado cuenta: la cabeza continuaba colgada del cuerpo por muy poco, pero
aún estaba unida a él. El problema fue que yo llevaba varios días sin dormir,
luchando, y estaba agotado y no pensaba con claridad. Lo traje a casa, me
senté, y me quedé dormido en la silla.
»Cuando desperté, estaba sentado y me miraba. Con mi escopeta en las
manos. Dijo que estaba en deuda conmigo por salvar su despreciable vida.
Era una especie de bastardo que se odiaba a sí mismo, de eso no cabe duda.
Se quejaba de lo complicado que era estar no muerto, de la enorme cantidad
de cosas que había que averiguar. Yo habría estado encantado de acabar con
él, pero no quiso ni oír hablar del tema.
Pero entonces me sorprendió. Tal vez porque estaba en deuda conmigo,
como había dicho. No llegué a saberlo. Pero me pasó la escopeta. Intenté
usarla, pero le había quitado las balas. Para cuando conseguí volver a
cargarla, él sacó su propia arma y me disparó en la pierna. Me voló casi
toda la rótula. Yo también le disparé, pero el disparo con que él me hirió
impidió que apuntara bien, y le erré a la cabeza. Heridos ambos, él se puso
a reír. Me mostró su carné del FBI y luego se largó. Como si toda aquella
maldita situación fuera una especie de chiste que él hubiera pillado y yo no.
—¿Y lo dejó marchar sin más? —preguntó Andy.
—No podía hacer otra cosa —respondió John—. Pensé que iba a
desmayarme a causa del dolor y la pérdida de sangre. Al fin logré hacerme
un torniquete con el que detuve la hemorragia, y un par de días después
logré llegar al pueblo para que un médico pudiera echarme un vistazo. El
jodido chupasangre se había marchado hacía mucho, por supuesto. Había
jurado que nunca volvería a Barrow, así que ya era algo.
»Fui a buscarlo cuando la pierna me lo permitió. En su identificación
había una dirección de Los Ángeles, California, y hacia allí me fui. —John
rio entre dientes con suavidad—. Vaya un sitio, desde luego. Vi más
monstruos allí que aquí en toda una vida. Y peor aún, no sólo chupasangres
individuales, sino bandas enteras de ellos.
—¿Bandas? —repitió Andy. No había tenido noticia de ninguna de ellas
durante el tiempo que había pasado allí. Pero no había vuelto a California
desde la muerte de Mónica.
—Así es. Vagabundean, matan… organizados, como las bandas de
traficantes de drogas o de lo que sea. Es una mierda que da mucho miedo.
Mucho más que uno solo de esos hijos de puta con placa del FBI.
Andy no se había atrevido a esperar que el trampero estuviese hablando
de Paul Norris, pero tenía que serlo.
—¿Cómo se llamaba?
—Nunca olvidaré eso —dijo John—. Norris. P. Norris. P de puto, si
quiere mi opinión.
En el corazón de Andy se clavaron agujas de hielo.
«Hostia puta».
—P… de P-Paul —tartamudeó Andy—. Era mi compañero antes de
que… antes de que lo transformaran.
Los profundos ojos de John se clavaron en él.
—¿Está buscándolo para matarlo?
Andy sólo pudo asentir con la cabeza.
John soltó una risa seca.
—Pues vaya, hombre, ¿por qué no lo ha dicho antes? ¿Quiere un trago?
Apoyó el fusil contra la mesa y fue hasta el armario que había debajo de
la jofaina, de donde regresó con una jarra y dos vasos de metal. Los llenó y
colocó uno delante de Andy. A éste le daba miedo lo que había dentro —ni
siquiera había salido de una botella con la etiqueta de un fabricante, sino de
una jarra de cerámica—, pero había ganado terreno con John Ikos y no
quería perderlo. Sonrió y bebió un sorbito. Se atragantó.
—¡Joder! —exclamó con voz rasposa—. Es fuerte.
—Lo hago yo mismo —dijo John—. No quieren vender licor en el
pueblo porque vuelve a la gente homicida o algo así durante el período de
oscuridad. Preparo una buena cantidad cada verano. Se conserva bien a lo
largo de todo el invierno.
—Apuesto a que sí —dijo Andy, con el esófago al rojo vivo—. Así que
usted estuvo aquí durante los dos ataques, ¿no?
—Muy cierto —replicó John. Bebió un largo trago del vaso—. Me
cargué a un buen número de esos bastardos chupasangre, se lo digo yo.
Andy alzó el vaso.
—Brindo por eso —dijo. Hicieron chocar los vasos, y entonces Andy
bebió un sorbito diminuto mientras el trampero acababa el suyo. Volvió a
llenarlo con la jarra que había llevado a la mesa con dicho fin.
—He pasado la mayor parte de mi vida matando cosas —declaró John
—. Animales y alimañas. La muerte no es una extraña para mí, y en mis
momentos filosóficos, de los que tal vez presencie uno, de aquí a seis o
siete vasos, si todavía anda por aquí, encuentro en ella una cierta belleza.
Pero esas cosas… no tienen nada bello. No son más que máquinas de matar
que pasan por la vida como trilladoras a través de campos de trigo durante
la cosecha. Toscos, feos, brutales. Ese tal Norris intentó decir que era como
yo porque se comía lo que mataba, igual que yo. Pero no es lo mismo. Yo
no veo a esos animales como inútiles pedazos de carne que respiran por
casualidad hasta que yo les pongo la mira encima. Los valoro por lo que
son, y cuando no intento llenar la despensa, me gusta verlos correr, salvajes
y libres.
»Pero para esos monstruos nosotros no somos más que el almuerzo.
Algunos somos el almuerzo de hoy, y a otros nos tienen en reserva para
mañana. Pero todos somos almuerzos, y no servimos para nada más.
—Esos ataques —comenzó Andy—. Rechazarlos tiene que parecerse
más a la guerra que a una partida de caza.
—Exacto —asintió John—. También he hecho la guerra. La del Golfo.
Puedo decirle que es el lugar más caliente en el que jamás he tenido el
disgusto de estar. Aquí fue exactamente igual, una cuestión de estrategia,
fuerzas abrumadoras y bajas en masa. A veces también de daños colaterales
y pérdidas aceptables. Pero esta última vez. —Sonrió, acto que pareció
extrañamente fuera de lugar en su rostro severo, y detuvo el vaso justo antes
de que le tocara los labios—. Esta última vez tuvimos ayuda.
—¿Qué clase de ayuda?
—No espero que me crea —dijo el trampero—, pero si ha llegado hasta
tan lejos, tal vez me crea de todos modos. En cuanto a mí, no estoy seguro
de nada.
—¿Qué pasó? —preguntó Andy.
—No lo sé realmente —replicó John—. Puede que incluso haya oído
hablar de ellos. ¿Eben y Stella Olemaun?
¿Oído hablar? Stella era, en última instancia, la razón de que él
estuviera allí. Pero la última vez que la habían visto había sido en Los
Ángeles, en los días en que Paul había sido transformado.
—¿Estuvieron aquí? —preguntó Andy, perplejo.
—En cierto sentido —dijo John Ikos—. Algunos de nosotros los vimos,
Kitka, Donna, yo y unos cuantos más. Aparecieron y destrozaron a los
vampiros como si fueran papel higiénico viejo o algo así. Luego nos dijeron
que estarían aquí, vigilando Barrow. A continuación se marcharon.
Andy tocó el borde del vaso.
—¿Está seguro de que no había estado dándole demasiado a este
brebaje?
—Ya sé lo que parece —respondió John—. Parece una locura. También
yo lo pensaría si no lo hubiera visto. Y si no hubiera habido otros testigos,
lo más probable es que incluso dudara de mis propios ojos.
Andy no sabía muy bien cómo tomarse esa historia. Parecía un
despropósito, el tipo de historias que las personas se contaban unas a otras
para hacer que los largos inviernos pasaran un poco más rápido. ¿Ángeles
guardianes? Andy había dejado de creer en ellos antes de perder la fe en
Santa Claus.
Pero el trampero no parecía un tipo fantasioso, y estaba mortalmente
serio.
Andy decidió no insistir en el asunto.
—¿Ha venido sólo para matar a Norris? —le preguntó John, tras unos
cuantos minutos de silencio—. ¿O tiene algo más en mente?
—Para serle sincero, ni siquiera sé dónde está Paul —replicó Andy—.
Me encantaría encontrarlo y matarlo, pero mi primera prioridad es averiguar
todo lo que pueda sobre los vampiros; conseguir pruebas reales de su
existencia, pruebas que nadie pueda negar. Cuando queden al descubierto,
podré preocuparme por Norris.
John Ikos asintió con la cabeza.
—Tiene sentido —dijo—. ¿Sabe qué? Si quiere llegar al meollo del
asunto, tiene que hablar con un tipo llamado Harlow que vive en la ciudad.
—¿Quién es?
—Chris Harlow. No es su verdadero nombre, pero es como se lo
conoce. Es el escritor que trabajó en el libro con Stella.
—¿Gross? —preguntó Andy, que extrajo el nombre del fondo de la
memoria. Carol Hino lo había mencionado—. ¿Donald Gross?
—Creo que sí, que se llama así.
—¿Vive aquí? ¿En Barrow? —Andy seguía atónito.
—Pienso que sabe que lo protegeremos —dijo John—. Tiene en la
cabeza un montón de información sobre ellos. ¡Ah, cómo les gustaría verlo
muerto!
—¿Puedo hablar con él?
—Supongo que eso dependerá de si él quiere. Valdría la pena intentarlo,
como mínimo.
—¿Cómo puedo encontrarlo?
John describió una casa móvil que había en el centro de la pequeña
ciudad, y le dijo cómo encontrarla.
—Valora su intimidad, como la mayoría de nosotros —le advirtió—.
Pero si le dice lo que busca, lo más probable es que esté encantado de
ayudarlo. —Se acabó el segundo vaso de licor y se levantó de la silla. El
vaso de Andy, sin acabar, aún estaba sobre la mesa. Lo cogió, se bebió lo
que quedaba, y se levantó—. Gracias por el trago, John —dijo—. Y por la
conversación.
—Ha sido un placer —afirmó John Ikos—. Me gusta lo que ha venido a
hacer aquí, Andy. Si puedo ayudarlo en algo, sólo tiene que decírmelo. —
Le tendió una mano, y Andy se la estrechó. El apretón era firme y ofrecía lo
que parecía una genuina amistad. Si lo interpretaba correctamente, se
trataba de una oferta que Andy estaba encantado de aceptar.
—Se lo agradezco —dijo Andy.
John abrió la puerta que comunicaba con el búnker, lo atravesó e hizo lo
mismo con la puerta exterior.
—Una cosa más —dijo—. No pierda de vista un hecho simple que yo
olvidé una vez.
—¿Cuál es?
—Nada puede vivir sin cabeza.
Andy se detuvo en seco, y durante un breve instante pensó en el cruel
final de Felicia.
—Es algo que Paul Norris me dijo una vez, y Stella lo escribió en su
libro, o lo hizo Donald Gross, supongo. Me… me he visto obligado a
tenerlo presente.
—Es un buen consejo —le aseguró John—. Si no lo olvida, continuará
vivo. Es una regla de oro.
28
Andy no sabía si había sido la bebida o la cordial compañía, pero cuando
salió de la cabaña del trampero ya no sentía tanto frío ni soledad como
antes.
Los ocho kilómetros de vuelta al pueblo le parecieron más cortos que a
la ida, y, por supuesto, las luces brillaban como un faro, así que no tuvo que
preocuparse por encontrar el camino.
Lo más difícil de vivir por encima del círculo polar sería lograr que su
reloj interno se ajustara.
Según el reloj de pulsera, ya era bastante más de medianoche, pero en
las calles principales había más gente que antes. Puesto que el sol no
determinaba las actividades de las personas, éstas tenían que hacerlo según
su propio criterio, durmiendo cuando necesitaban hacerlo y saliendo cuando
no dormían. Había tiendas abiertas, gente que charlaba y reía. A pesar de no
formar parte de ella, tuvo la impresión de que Barrow era una verdadera
comunidad en un sentido en que nunca podrían serlo las grandes metrópolis
en las que había pasado la mayor parte de los últimos dos años. Como para
reforzar aún más su aislamiento, las indicaciones de John lo hicieron
recorrer estrechas calles secundarias en lugar de los brillantes paseos
concurridos.
La descripción de John era precisa, así que poco después encontró lo
que tenía que ser la casa móvil de Donald Gross.
Se alzaba en solitario sobre una manzana que había sido consumida por
las llamas. Los ennegrecidos cimientos señalaban los límites de los edificios
que había habido allí en el pasado. La casa móvil en sí tenía al menos
treinta años de antigüedad, calculó Andy. Había sido blanca ribeteada de
marrón oscuro, pero el marrón se había decolorado y el blanco ensuciado,
así que los dos colores habían quedado casi iguales.
Las ventanas tenían mosquitera y las cortinas echadas, pero dentro se
veían luces encendidas.
Andy llamó a la puerta con los nudillos.
Del interior le llegó un estallido de movimiento: puertas que se
cerraban, pasos apresurados, actividad frenética. Por encima de todo el
resto, Andy creyó oír a una pareja que hacía el amor apasionadamente. Esto
cesó de repente, pero los demás sonidos continuaron un poco más. Le
recordaron a un chico que escondiera revistas cochinas para que no las viera
su madre, o a un traficante que corriera a echar las pruebas por el retrete.
Esperó, mientras se preguntaba si Donald Gross pensaba de verdad que
actuaba con sutileza.
Al fin se abrió la puerta delantera de la casa móvil, aunque el escritor
quedó separado de él por una mosquitera.
—¿Sí? —preguntó el hombre.
—Me llamo Andy Hertz —se presentó Andy—, John Ikos me ha
enviado a verlo. Soy del FBI.
—Jesús —exclamó el hombre—. Yo no he hecho nada.
Al mirarlo, Andy dudó de la veracidad de esa afirmación. Desconocía la
edad de Donald Gross, pero el hombre que tenía delante parecía andar por
los sesenta y pico. Su pelo era largo y grueso como alambre, decolorado
hasta un enfermizo blanco amarillento, que habría tenido el mismo tono que
su piel de no haber sido porque el pelo carecía de las manchas de melanina
que le afeaban las mejillas. Sus ojos, de párpados pesados, eran turbios y
estaban inyectados de sangre; su cara parecía un mapa de relieve. Los
dientes, cuando abrió la boca, se veían negros y llenos de caries. No se
quedaba quieto, sino que cambiaba el peso de un pie al otro mientras
esperaba que Andy dijera algo.
«Fantástico. Un farlopero —pensó Andy—. Metas, crack o algo por el
estilo. No me extraña que haya tardado en llegar a la puerta».
—Lo sé —dijo Andy, al fin—. No he venido por asuntos oficiales, no se
preocupe. De hecho estoy fuera de la nómina, de momento. Estoy
intentando informarme sobre los vampiros, y me gustaría hablar con usted
sobre Stella Olemaun y su libro 30 días de noche.
El hombre del otro lado de la mosquitera parpadeó y se pasó los dedos
por el duro cabello.
—No… no sé de qué está hablando.
—Usted es Donald Gross, ¿verdad?
El hombre sonrió con nerviosismo. Llevaba puesta una sudadera
manchada con una camisa abierta de franela a cuadros por encima, y un
pantalón de chándal gris y mugriento.
—No. Se equivoca, amigo. Me llamo Chris Harlow.
—Mire, yo sé que usted es el señor Gross —insistió Andy—. Sólo
quiero hablar. Puede comprobar las uñas de mis manos y mis dientes, si eso
le hace sentirse mejor. Páseme un crucifijo, lo que sea.
—Esa mierda religiosa no funciona, hombre. Yo compré crucifijos y
estrellas de David, y puedo encender velas a siete santos diferentes. Por si
acaso. Pero la verdad es que esas cosas les dan igual, no son más que
necedades de ficción.
—¿Puedo entrar, señor Gross? Porque tengo que decirle que aquí fuera
no hace precisamente un calor sofocante, y ya hemos establecido que usted
es Donald Gross, y no me importa lo que esté celebrando aquí dentro. Sólo
necesito saber lo que pueda contarme sobre los vampiros.
Donald asintió con un bamboleante gesto de cabeza y manoteó con
torpeza el cierre de la mosquitera.
—Claro, claro, perdone —dijo—. Entre, por favor. Sólo, ya sabe, no se
fije en el desorden y demás.
Cuando Andy subió los pequeños escalones metálicos, el olor a
amoníaco estuvo a punto de tumbarlo de espaldas. Consideró la posibilidad
de pedirle a Donald que abriera una ventana, pero decidió que eso no haría
más que volver a despertar la paranoia del hombre. Una vez dentro, vio qué
le preocupaba a Donald que viera: el conjunto de hornillos, baterías, vasos
de precipitado, propano y sustancias químicas que indicaban la existencia
de un laboratorio casero de metanfetamina.
No era de extrañar que el escritor hubiera dejado de contactar con los
editores. Por el aspecto que tenía, el hábito de la droga no era nuevo en él.
En la parte delantera de la casa móvil había un comedor con asientos de
tipo banco. Donald quitó una pila de papeles de encima de uno de ellos para
ponerla en el suelo e invitar a Andy a sentarse. Andy lo hizo, y dejó los
guantes y el pasamontañas encima de la mesa, pero Donald permaneció de
pie, oscilando y balanceándose como un boxeador grogui. Se inclinó y
recogió un sobre de la pila que acababa de dejar en el suelo.
—¿Quiere vampiros? —preguntó—. Mire esto. Es una solicitud de
tarjeta de crédito preaprobada. Quieren que unifique mis otras tarjetas de
crédito en ésta, y me ofrecen un interés de bienvenida bajo. ¿No es
fantástico? Luego, al cabo de seis meses, los intereses se disparan hasta el
veinte por ciento o algo parecido. —La risa que soltó parecía un poco
maníaca, pensó Andy—. ¿Y sabe qué es realmente hermoso? Míreme, ¿a
usted le parece que tenga esa jodida pasta por algún sitio?
Andy no respondió. Por lo que parecía, no iba a tener que decir mucho
sobre nada.
—Pero el caso es —continuó divagando Donald— que hacen esto
continuamente. Hacen tarjetas de crédito que a la gente pobre le resulte fácil
conseguir. Luego los bombardean con ofertas para que unifiquen sus pagos.
Al final, los pobres mamones acaban pagando la mayor parte de lo que
ganan a los bancos y las empresas de tarjetas de crédito sólo para cubrir los
intereses, y cuando ya no pueden pagar, los bancos simplemente les
embargan el sueldo, si lo tienen, antes de que puedan tocar un céntimo.
Dejó de pasearse y hablar al mismo tiempo, y miró a Andy.
—Lo siento —se disculpó—. Aquí arriba tengo demasiado tiempo para
pensar, y no puedo hacer nada con las conclusiones que saco. He leído la
noticia en Internet, y me ha puesto furioso.
—Conozco la sensación —dijo Andy, que por fin tuvo la oportunidad
de intervenir—. Pero usted no se mudó aquí para huir de los chupasangres
financieros. ¿Qué está haciendo aquí, en Barrow?
Donald contempló a Andy como si mirara a un demente.
—Éste es el lugar más seguro del mundo, hombre —dijo—. Esta gente
ha rechazado sus ataques más veces que nadie. Ellos saben, tío. Saben qué
están haciendo y cómo vencerlos.
—Al decir «vencerlos», ¿se refiere a…?
—¡A los vampiros, hombre! Los chupasangres no muertos.
—Era sólo para asegurarme —dijo Andy—. ¿Así que aquí se siente
seguro?
—Más seguro que en cualquier otra parte. No sé si diría que me siento a
salvo, pero sí más seguro.
—¿A pesar de que hayan atacado dos veces este poblado?
—Así es —afirmó Donald—. Porque también están por todas partes,
¿sabe? Con la diferencia de que en el resto de sitios campan a sus anchas.
Aquí ya ni siquiera pueden entrar.
—¿Sabía algo acerca de ellos antes de que Kingston House lo contratara
para trabajar con Stella? —preguntó Andy.
Donald alzó la mirada hacia el techo, como si el nombre de ella
estuviera escrito allí, en alguna parte. Se metió la mano izquierda por
debajo de la sudadera y se rascó la tripa prominente.
—Creo que no. Quiero decir que no sabía que fueran reales de verdad.
—¿Cómo supo que ella no estaba inventándoselo todo, sin más? —
preguntó Andy—. Quiero decir que, por experiencia personal, sé que es
muy difícil convencer a alguien de una cosa semejante, algo que durante
toda su vida le han dicho que no era más que un disparate supersticioso.
¿Cómo lo persuadió Stella?
Donald interrumpió su perpetuo pasearse de un lado a otro durante un
momento.
—Sólo dijo la verdad.
Sus ojos estaban cada vez más límpidos a medida que hablaba.
—Ya sabe, cuando uno oye la verdad y simplemente sabe que es así,
puede ver que es verdad, como si estuviera envuelta en una luz dorada o
alguna mierda de ésas. —Se interrumpió, sacudió la cabeza como para
espantar insectos invisibles, y continuó—: Y, además, me trajo hasta aquí
arriba, y me mostró alguna mierda que usted ni se creería.
Que era adonde Andy había estado queriendo llegar desde el principio.
Suponía que el tipo era —había sido— un escritor profesional que,
según Carol Hino, podía escribir sobre casi cualquier cosa. Así que era
probable que pudiera contar la historia de Stella, aunque no se la creyera.
—¿Cómo qué? —insistió Andy—. ¿Qué le mostró?
Donald se rodeó el torso con los brazos, como abrazándose a sí mismo.
—Ah, muchas, muchísimas cosas. Y no sólo ella, sino que desde que
llegué aquí he estado haciendo una especie de colección, supongo.
Guardándolo todo.
—¿Puede enseñármela a mí?
Andy no sabía por qué, pero Donald pareció aterrorizado de repente.
Hizo un gesto hacia una entrada oscura, que Andy supuso que era del
dormitorio de la casa.
—Está todo ahí. Ahí lo guardo todo.
Andy tuvo que hacer un esfuerzo para no encogerse de hombros.
—Pero ¿puedo verlo?
Una sonrisa furtiva.
—Claro, espere, lo sacaré. —Entró en la otra habitación y encendió la
luz. «Adictos —pensó Andy, negando con la cabeza con pesar—. Aquel
tipo tal vez había sido de inteligencia mediocre alguna vez».
Cuando Donald volvió, llevaba consigo una calavera. La dejó con un
golpe sordo sobre la pequeña mesa.
En general tenía el mismo aspecto que cualquier otra calavera humana.
Salvo por los dientes.
Andy había visto de cerca la nueva dentadura de Paul y el maxilar que
había encontrado en casa de Amos Saxon, y esos dientes le recordaban
aquéllos.
Agudos colmillos rodeados de diminutos dientecillos afilados como
navajas, como los de un tiburón en miniatura.
Ningún ser humano había tenido jamás una boca como ésa.
—¿Dónde… dónde ha conseguido esto? —preguntó Andy con pasmo
apenas disimulado. Si era real y no una obra maestra de la escultura, sería
una prueba excelente para convencer a los escépticos. Tal vez incluso
podría contener tuétano con material genético que podría analizarse.
—Me lo dio Ikos —explicó Donald—. Cuando Stella y yo trabajábamos
en el libro. Dijo que quería que lo tuviera yo.
—¿Qué más tiene? —le preguntó Andy, cuyo entusiasmo iba en
aumento.
—Ahora vuelvo. —Donald volvió a entrar en la otra habitación y salió
con una caja de madera. La caja tenía la parte superior tallada y los laterales
acanalados, y estaba provista de bisagras y cierre de latón.
Donald la dejó sobre la mesa, junto a la calavera.
—Ábrala.
Andy lo hizo. Dentro encontró, además del revestimiento de terciopelo
rojo, un pequeño frasco de plástico. Habría podido ser un frasco de jarabe
NyQuil. Parecía extraño encontrar algo tan corriente en un contenedor tan
elaborado.
—¿Qué es? —preguntó.
Donald recogió el frasco, lo sacudió y lo alzó hacia la luz de la lámpara
del techo. Andy intentó ver a través del plástico verde. Era un líquido
oscuro.
—Es sangre —dijo Donald—. De uno de ellos.
—¡¿Eso es sangre de vampiro?!
El Santo Grial. Ojalá la hubiera tenido cuando Felicia estaba viva para
poder hacer algo con ella. Demonios, si hubiera sabido que existía, jamás
habría tramado aquel estúpido plan para atrapar a un vampiro, y Felicia,
Ángel y Graja estarían todavía vivas.
—Así es —asintió Donald—. La recogí yo mismo durante el último
ataque. Alguien le voló la cabeza a uno que estaba justo al otro lado de la
cerca. Yo cogí el frasco, lo enjuagué, corrí afuera y lo llené.
—Es increíble —dijo Andy sin poder evitarlo. Había intentado
mantenerse sereno con aquel hombre, pero las cosas que estaba viendo eran
pasmosas. Si pudiera llevárselas a los científicos…
—¿Quiere ver el material bueno de verdad? —preguntó Donald.
«¿Por qué te crees que estoy aquí?», pensó Andy.
—Desde luego.
Donald entró en el dormitorio una vez más, y volvió con un DVD.
—¿Le gustan las pelis?
—Claro —asintió Andy, con la esperanza de que el escritor no tuviera
pensado mostrarle una de las docenas de versiones de Drácula o algo peor.
Donald fue hasta un pequeño televisor con DVD incorporado y extrajo un
disco —la peli porno que había estado mirando antes, supuso Andy— para
reemplazarlo por el otro.
—Esto me lo dio Stella —dijo—. Ella ni siquiera llegó a verlo hasta
después de que escribiéramos el libro, cuando estaba en viaje de promoción.
Hizo una copia y me la envió por correo, por seguridad, dijo. Supongo que
conoció a la mujer cuyo hijo grabó el vídeo, cuando estaba en Los Ángeles.
Andy recordó a una mujer con quien Stella había trabado amistad
mientras estaba allí para dar la conferencia en UCLA, hacía tanto tiempo
que parecía toda una vida. Recordaba que la mujer había aparecido muerta.
«¿Cómo se llamaba?».
Donald puso en marcha el lector de DVD y Andy miró, como
hechizado. Primero nieve estática, y luego un par de segundos de pantalla
en negro. Pero a continuación, apareció una imagen. Oscuras estructuras
rectangulares. La pantalla brilló con luz cegadora en los puntos en que
algunas de ellas estaban en llamas. Una voz de hombre, aterrada, podía
oírse apenas por encima del ruido de una hélice. Así que aquello había sido
tomado desde un helicóptero. «El lugar está hecho pedazos —le pareció que
decía la voz—. Hay sangre por todas partes».
Andy se acercó más al pequeño televisor mientras pensaba que ojalá
tuviera una pantalla más grande, mejor definición. El helicóptero estaba
descendiendo y aparecían a la vista más detalles, pero continuaba siendo
difícil distinguir las cosas en aquel aparato tan pequeño. Estaba bastante
seguro de que lo que veía eran cuerpos sobre la nieve rodeados por un halo
rojo. Luego una lucha, alguien que intentaba escapar de otro más fuerte. El
más fuerte hizo girar al primero en redondo, y finalmente lo estrelló contra
la nieve.
Por último, un brusco movimiento de desgarro. La sangre manó como
una fuente hacia el helicóptero desde la garganta desgarrada. El más fuerte
se inclinó y entonces su cuerpo bloqueó el campo visual de la cámara.
—Está alimentándose —dijo Donald—. ¿Ve eso?
—Sí —replicó Andy en voz baja. Estaba intentando entender las
palabras del piloto, pero vocalizaba mal y resultaban inaudibles a causa del
rugido del helicóptero. Pero eso era lo que a él le había parecido, también.
«Está alimentándose».
De repente, se oyó un fuerte golpe sordo y la imagen se movió como
enloquecida.
—¿Qué está pasando? —preguntó Andy.
—Siga mirando.
La cámara daba saltos mientras descendía hacia el suelo. El helicóptero
tenía que estar siendo objeto de un ataque, supuso Andy. Tal vez alguien,
desde el suelo, le había volado el rotor de cola de un disparo. Giraba
mientras caía. Andy estaba mareándose sólo de mirar la pantalla. Vio más
edificios en llamas, más figuras oscuras que se movían por el poblado, más
sangre en la nieve. Mucha más sangre.
Oyó un potente grito. ¿El piloto? Luego se oyó otra voz, grave y segura
de sí, con tal vez un rastro de inflexión europea, aunque resultaba difícil de
decir debido al ruido del helicóptero: «¿Adónde crees que vas?».
El piloto chilló algo en respuesta, pero sus palabras eran poco claras,
enturbiadas por el terror. La cámara continuaba con la vertiginosa caída,
pero entonces, casi como si el piloto hubiera recobrado el control —de sí
mismo y de su equipo—, hizo una panorámica hacia arriba, apartándose del
suelo para dirigirse hacia la parte delantera del aparato. Ahora el cielo
oscuro giraba y giraba vertiginosamente al otro lado del cristal.
Pero había algo más que bloqueaba parte del cielo. Andy tuvo que
apartar la mirada, parpadear y volver a mirar, porque simplemente no podía
creer lo que veía.
Y allí estaba.
Un vampiro —calvo, con orejas de murciélago, vestido con un traje
negro y corbata roja— sujeto al cristal de la nave que caía en espiral. De la
boca abierta le manaba sangre que salpicaba el cristal y era arrastrada por el
furioso viento. Sus dedos provistos de garras estaban clavados en el cristal
hasta que, al fin, éste se hizo trizas y él saltó al interior.
La pantalla volvió a quedar negra, y Donald Gross sacó el DVD.
Andy se quedó mirando el televisor.
Claro que todo el asunto podría haber sido resultado de efectos
especiales, imágenes generadas por ordenador.
No pensaba que fuera así.
Por algo que tenía el vampiro del helicóptero, casi sereno, como si lo
que estaba haciendo no fuera nada del otro mundo.
Como si supiera que sobreviviría.
Sus ojos, muy abiertos y salvajes. Las manos que se tendían hacia el
piloto.
—Dios, ese pobre tipo… —dijo Andy. Se estremeció a pesar de que
hacía calor dentro de la casa.
—Hay que pensar que lo mató el impacto, no ellos —señaló Donald.
—Probablemente sea verdad —dijo Andy—, pero… Dios mío… eso
fue… espantoso.
—Por eso quería enseñárselo —dijo Donald. Ahora parecía más
tranquilo, como si se le estuviera pasando el efecto de las drogas. O
empezando.
—¿Se lo ha enseñado a alguien más?
—¿Está loco? —exclamó Donald—. ¿Sabe lo que me harían?
—Pero aquí no pueden llegar hasta usted.
Donald se recostó contra la encimera de la cocina, consumida ya toda la
energía maníaca que lo había inundado hasta entonces.
—Lo sé. Pero aquí todos saben de la existencia de ellos, así que no
necesitan que los convenzan. Por aquí no vienen muchos desconocidos, y
no hablo con los que lo hacen. Con usted no habría hablado si no lo hubiera
enviado John.
Judith Ali. Ése era el nombre de la mujer que Stella había conocido en
Los Ángeles.
—¿Saben quién era el piloto?
—No lo creo —replicó Donald—. Dudo que quedara de él lo suficiente
como para identificarlo. Pero ¿sabe dónde cayó su helicóptero?
—¿Dónde? —preguntó Andy.
—Donde nosotros estamos ahora —declaró Donald—. Aquí había unos
almacenes, pero cuando el helicóptero estalló los hizo desaparecer. El solar
quedó vacío hasta que yo lo ocupé.
—Renovación urbana —comentó Andy—. Pero todavía no entiendo por
qué no sacó usted este material de Barrow y se lo enseñó al resto del
mundo. Es lo que Stella estaba intentando hacer, ¿verdad?
—Y mire lo que le sucedió. Ellos quieren seguir siendo un secreto. No
tienen más remedio. Y harán cualquier cosa para garantizarlo. Es la
tapadera perfecta, ¿no? No existimos, así que no perdáis el tiempo
buscándonos. Somos el coco, eso de lo que os hablaba vuestro hermano
mayor para asustaros durante las acampadas familiares. Pero no somos
reales, no, no. No haríais más que perder vuestro tiempo.
—También yo me encontré con eso —admitió Andy.
—Es su mejor defensa, y lo saben. Así que si alguien intenta demostrar
que son reales, mucho cuidado, porque acabas de pintarte una jodida diana
fosforescente enorme en el culo. ¿Ha visto la película Sospechosos
habituales?
Andy asintió con la cabeza.
—¿Por qué?
—¿Recuerda lo que decía Kevin Spacey en ella?: «El mejor truco que
hizo jamás el diablo fue convencer al mundo de que él no existía». Pienso
en eso cada día.
Sobre Andy descendió un helor que no era el del ártico frío gélido de
Barrow.
—Por eso vivo aquí —continuó Donald Gross—. No por el clima, ni
por el dinero, ni por las tías. Sólo quiero mantenerme apartado de la mira
telescópica.
Andy lo entendía. Ya estaba pensando en una manera que le permitiera
llevar las pruebas del escritor de vuelta a la civilización al tiempo que
mantenía el nombre de Donald Gross fuera del asunto. Él cargaría con todas
las consecuencias. No le parecía mal.
Estaba a punto de decirlo, cuando el mundo se derrumbó.
29
En realidad no se derrumbó, sino que más bien explotó, decidió Andy, una
fracción de segundo antes de ver qué lo había hecho.
La pared opuesta de la casa móvil, la del lado de la pequeña cocina,
pareció arrancarse por propia voluntad. Sabía que, a veces, los laboratorios
de metanfetaminas detonaban, y se preguntó si sería eso lo que estaba
sucediendo, que por algún motivo su cerebro era incapaz de procesar la bola
de fuego y el ruido y sólo observaba los efectos.
Pero Paul Norris estaba de pie donde había estado la pared; le corría
sangre por las manos porque se las había cortado al arrancar la pared, y su
fea cara mostraba un ceño fruncido de suficiencia.
—¡Eh, compañero! —gritó Paul—. ¡Gracias por conducirme
directamente hasta él!
Andy tardó unos segundos en reaccionar.
El alcohol que había bebido esa noche, el hecho de que todavía no
hubiera dormido, tal vez el absoluto terror de encontrarse otra vez con Paul
después de todo ese tiempo, lo enlentecieron. Pero tendió la mano hacia la
Glock.
—Yo no te he conducido a ninguna parte —dijo—. Hace una eternidad
que no te veía.
Paul rio, y fue un sonido desagradable, tan desagradable como lo había
sido siempre. La risa de Paul siempre había carecido totalmente de alegría,
y solía estar dirigida contra algún pobre desgraciado.
—Es verdad —admitió mientras entraba. La estructura dañada se movió
bajo su peso—. Pero has estado enseñando el carné del FBI por toda
Alaska. ¿De verdad pensabas que yo no me enteraría? ¿Y sabría que eras
tú?
Se acercó más.
Ahora, Donald Gross estaba detrás de Andy, y de su garganta manaban
aterrorizados sollozos líquidos.
—Vosotros dos habéis celebrado aquí toda una sesión de vinculación
masculina, ¿verdad? —continuó—. También yo quería entrar y presentarme
hace mucho tiempo, pero primero quería oír lo que el viejo Donald tenía
sobre nosotros. No está mal, para ser un escritor acabado y adicto a la
metanfetamina.
—Por favor… —suplicó Donald.
—Déjalo tranquilo, Paul —dijo Andy—. Esto es entre tú y yo.
Paul puso una mueca triste.
—Ah, es cierto, soy un mal amigo, mierda. ¿No lo entiendes, Andy?
Nunca ha sido algo personal entre nosotros. Es sólo que yo estoy intentando
mantener un secreto y tú no dejas de mordisquearle los bordes, como un
conejo asustado en un huerto.
—Tal vez no tan asustado como a ti te gustaría pensar —replicó Andy,
con la esperanza de que la exhibición de bravuconería encubriera el pánico
que sentía.
De detrás le llegó un nuevo hedor que se impuso al del amoníaco.
Donald se había ensuciado los pantalones.
Andy sabía que sólo tendría una oportunidad, y tendría que
aprovecharla en el segundo o dos segundos siguientes, o ya sería demasiado
tarde. Tenía que separar la cabeza de Paul de su cuerpo, cosa que no podía
hacer armado sólo con una Glock. Pero si lograba hacer salir a Paul al
exterior, tal vez podría usar un trozo de aluminio del revestimiento
arrancado de la casa móvil para acabar el trabajo.
Apuntó y apretó el gatillo en un mismo movimiento.
Pero Paul fue más rápido.
Cubrió la distancia que los separaba y de una palmada hizo que se
alzara la mano con que Andy sujetaba la pistola. La bala atravesó el techo
de la casa. Antes de que Andy pudiera reaccionar, Paul le dio dos
puñetazos, primero en el estómago y luego, en el momento en que se
doblaba de dolor, en el mentón. El segundo puñetazo lo lanzó girando al
interior de la cocina, donde sus brazos, al agitarse descontroladamente,
derribaron los trastos de fabricación de metanfetamina y el pequeño
televisor.
Se desplomó contra la encimera, y sintió que todo se le caía encima al
tiempo que perdía el conocimiento.
Paul ni siquiera dedicó una mirada a su viejo amigo.
Andy había caído, estaba acabado.
La amenaza, cosa bastante absurda, la representaba el consumido
hombre que lloriqueaba delante de él con los pantalones manchados. Era el
hombre que podía dejarlo al descubierto, tanto a él como a su raza.
Había sido el aliado de Stella Olemaun, su caja de resonancia. Él sabía
tanto como ella, y él tenía la «colección» para demostrar lo que sabía.
Parecía patético —era patético—, pero requería la atención de Paul
Norris, inmediata e individualizada.
El escritor no hizo intento alguno de escapar. Probablemente tenía los
pies pegados al suelo por sus propios fluidos corporales. De su garganta
salió un sonido ronco, como de carraspera. Si intentaba implorar
misericordia, lo estaba haciendo muy mal. Por sus mejillas hundidas corrían
las lágrimas, y en sus fosas nasales se formaban burbujas de moco.
Asqueado por su aspecto —pero con la esperanza de que en sus venas aún
quedara algo de droga—, Paul cargó hacia él a través del detritus de su vida,
y lo aferró por el flaco cogote. Con la otra mano desgarró la garganta del
hombre, rompiendo piel y arteria.
La sangre manó con fuerza por la herida, empapando la ropa y la piel de
Paul. Se estremeció con el aroma metálico, la líquida corriente cálida que
manaba a borbotones al ritmo del agonizante corazón de Donald Gross. La
sensación era casi sexual, y como sucedía siempre al comienzo de una
comida, los sentidos de Paul estaban vivos, aguzados por la expectación. Su
deleite se veía aumentado por el hecho de que Gross aún estaba vivo, con
los ojos desorbitados de horror, los labios temblorosos, los brazos y piernas
sacudiéndose y pataleando mientras Paul lo sujetaba para inmovilizarlo.
Paul lo dejó en el suelo de la casa móvil casi con la misma suavidad que
si fuera un amante. Ahora la sangre bañó la cara de Paul, se le metió en los
ojos y dentro de la nariz, entre los labios.
Se pasó la lengua por los labios para saborearla, y rio suavemente.
El escritor intentó zafarse; incluso en los últimos momentos de su vida
tenía demasiado miedo como para aceptar su suerte. Pero sabía qué se
avecinaba, y eso bastaba para satisfacer a Paul.
Bajó la cara hacia la herida, abrió la boca y pegó los labios alrededor de
ella. Los afilados dientes mordieron y desgarraron la carne destrozada
mientras la sangre le llenaba la boca. Tragaba con rapidez, pues no quería
desperdiciar ni una gota más del precioso fluido.
Había hecho esto con la suficiente frecuencia cómo para saber en qué
momento el mundo comenzaba a oscurecerse para su presa, a cerrarse como
los postigos de una ventana.
Norris sintió que la vida estaba abandonando a Donald Gross, así que se
detuvo de inmediato y presionó la arteria cortada con una mano para
detener la hemorragia y acercar sus ojos a los del escritor.
—Y ahora, dime, ¿valía la pena todo eso por ayudar a esa perra de
Olemaun a escribir su libro? —preguntó.
Incapaz de hablar, la única respuesta que le dio Gross fue un
aterrorizado batir de párpados.
Para Paul fue suficiente. Dejó de presionar la arteria y bebió con
voracidad.
Cuando acabó la cena, miró en torno, buscando el postre.
Pero Andy se había largado mientras Norris disfrutaba del escritor.
Siempre listo, el viejo Andy, en especial cuando se trataba de huir.
Vio que sobre la mesa de comedor había un par de guantes y un
pasamontañas; si pertenecían a Andy, que llevaba en Alaska apenas unas
horas, muy pronto lamentaría no habérselos llevado.
A solas dentro de la casa móvil, rio entre dientes. Debería ir tras Andy,
pero ya hacía una cantidad de tiempo espantosamente larga que estaba allí.
Después de su casi destrucción a manos de la difunta Stella Olemaun,
había jurado que nunca volvería a Barrow. La próxima vez que ella lo
atacara, John Ikos podría no estar cerca para arrastrarlo a lugar seguro. En
cualquier caso, no sería tan descuidado como lo había sido antes.
Y aunque era probable que Andy fuera de camino a buscar refuerzos,
Paul tenía asuntos aún más importantes que atender allí mismo.
El matar por fin a Donald Gross era un bien secundario, pero eso no
solucionaba el problema de la colección de pruebas que tenía de la
existencia de los vampiros. En ausencia del escritor, esas pruebas podían
hablar con voz mucho más potente de lo que Gross hubiera podido hacerlo
sin contar con ellas.
Junto al televisor encontró el DVD con la grabación del primer ataque
contra Barrow. Ya había destruido uno como ése, el que le quitó a Judith Ali
hacía tiempo, cuando había empezado todo aquello. Por entonces no sabía
que ella le había dado una copia a Stella Olemaun, ni de que Olemaun había
hecho una copia para Gross. Pero por entonces Stella tenía todo un equipo
trabajando para ella, así que cualquiera de esas personas habría podido
hacerlo.
La grabación era condenatoria, de eso no cabía ninguna duda.
Pero aquel DVD había existido durante un par de años sin ser más
ampliamente difundido. Él sospechaba que se trataba de la última copia que
quedaba (aparte de los vídeos colgados en Internet, de los que había sabido
que estaban ocupándose otros de su especie); la copia de Stella Olemaun se
había perdido o había sido destruida hacía ya mucho. La sostuvo entre el
índice y el pulgar y apretó, doblándola por la mitad. Luego la dobló en el
sentido contrario, y finalmente la rompió en dos a lo largo de la línea que
había quedado marcada.
La calavera fue la siguiente. La arrojó contra el suelo de la casa y la
pisoteó hasta reducirla a polvo.
En el baño de Donald Gross encontró carpetas y más carpetas de
recortes de prensa, cartas y cosas por el estilo, que se llevó a la cocina. Si
había algo que un adicto a la metanfetamina tenía en cantidad, eran líquidos
inflamables. Vertió un poco sobre la pila de papel.
Justo antes de dejar caer una cerilla, vio la caja de madera. ¿No había
afirmado Gross que contenía sangre de vampiro? Bueno, pues eso no estaba
bien.
Sacudió la cerilla para apagarla y sacó la caja de donde había caído,
detrás de la encimera de la cocina. Abrió el pequeño cierre de latón.
Vacía.
Olfateó el forro de terciopelo. Leves rastros de sangre.
«Andy, Andy, Andy».
Tras hacer un segundo registro para asegurarse de que no había pasado
nada por alto, Paul encendió una nueva cerilla de madera y la echó sobre la
pila impregnada de líquido inflamable. Prendió con una ligera detonación, y
las llamas ascendieron con violencia hasta lamer el techo.
Había dado alcance a Andy bastante antes, en el exterior del poblado,
entre éste y la cabaña del trampero. Andy, que no sabía que lo estaban
siguiendo, había dejado huellas perfectamente claras. Paul había pisado
dentro de las huellas de Andy, para no dejar rastro.
Al salir ahora, sin embargo, Andy había sido lo bastante listo como para
caminar pisando dentro de las mismas huellas. Paul lo había seguido de
igual modo, sabedor de que en algún momento Andy se desviaría. Se movía
con rapidez, seguro de que el incendio de la casa móvil haría salir a los
habitantes, si Andy no había dado la alarma general.
Lo más sorprendente fue que no vio que las huellas de Andy se
desviaran en ningún momento del rastro original. Había seguido la misma
ruta, por tranquilas calles secundarias hasta la periferia del pueblo, y a
través de una puerta pequeña. Al igual que había hecho antes, Paul evitó la
puerta principal y la torre con baterías de luces UV. Corrió hasta el punto
central de esa sección de la cerca, donde los focos de las dos torres de las
esquinas se encontraban en su barrido regular. Pero después había un
momento en que ambas luces barrían la zona en direcciones opuestas, y lo
más probable era que los ojos de los guardias que las dirigían estuviesen
haciendo lo mismo. Paul esperó durante un momento, corrió para tomar
impulso, y saltó por encima de la cerca. Había entrado del mismo modo. Se
preguntó cuándo cerrarían esa brecha.
A salvo en el otro lado, Norris soltó un suspiro de alivio y volvió a
localizar las huellas. Ahora que estaba fuera del poblado y no corría el
riesgo de ser descubierto, se movió con más rapidez. Finalmente, a algo
más de un kilómetro y medio de la cerca, Andy se desvió de las huellas
preexistentes y se dirigió hacia una zona boscosa y despoblada.
«Jodido idiota. ¿Crees que puedes correr más que yo? ¿Aquí fuera? En
el poblado tenías al menos una pequeña probabilidad de sobrevivir».
Continuó avanzando a grandes zancadas, siguiendo las huellas en la
nieve helada.
A pesar de que su visión era mucho mejor desde que había cambiado —
como lo era el resto de él, en casi todos los sentidos—, estaba casi encima
de Andy cuando lo vio. La escasa luz de la noche hacía que resultara difícil
ver, y Andy se había puesto de rodillas justo al pie de un montículo. Paul,
literalmente, lo olió antes de verlo; el sudor, la sangre y el miedo ascendían
de la nieve como vapor.
Al coronar el montículo vio a Andy abajo, de espaldas a él, arrodillado.
Pensó que tal vez su antiguo amigo había tropezado y, debido al
agotamiento, tenía dificultades para levantarse.
Él podía arreglar eso.
No para que Andy volviera a levantarse, sino para que nunca tuviera
que preocuparse de hacerlo otra vez.
Se acercó más, silencioso como la nieve al caer.
Y entonces se detuvo en seco.
Delante de Andy la nieve estaba manchada de sangre.
Debajo de su mano derecha había un frasco de plástico vacío. Del tipo
de los que contienen jarabe para la tos.
Restos de sangre se adherían al interior.
Junto a él, un cuchillo del ejército suizo, con la hoja desplegada y
ensangrentada.
Paul reconoció el cuchillo. Se lo había regalado a Andy hacía años.
Y Andy había leído el libro de Stella, maldita sea. Sabía qué había
hecho Eben Olemaun, cómo había derrotado a Vicente y rechazado la
invasión.
—Andy —dijo, con un tono de osadía que no sentía del todo—. No
sabes qué has hecho.
La voz de Paul, tan cerca detrás de él, le dio más frío a Andy que el
helor y la nieve de Alaska.
Su intención había sido que el vampiro lo siguiera, por supuesto. Pero
¿estaba realmente preparado para ello? Era demasiado tarde para
preguntarse eso.
—Creo que tengo una idea bastante buena —replicó. Su voz se quebró
un poco, pero la mantuvo bastante bajo control. «Tómatelo con calma.
Déjalo ser Paul».
—He estado haciendo contigo lo que me ha dado la gana, Andy. Como
ése… Perlman con su Stradivarius favorito. Durante todo ese tiempo tú no
supiste quién tañía tus cuerdas… pero era yo.
—Y una mierda, Paul —dijo Andy. Recogió los pies debajo del cuerpo
y se levantó con dificultad—. Me perdiste la pista, has estado años sin saber
dónde estaba. Acabas de decirme que me volviste a encontrar después de
que llegara a Alaska.
—Claro, no estaba sobre tu rastro cada día —replicó Paul. Andy
siempre había sabido cuando estaba echándose un farol—. Pero he ido un
paso por delante de ti a lo largo de todo el camino.
Eso podía ser verdad, pero Paul seguía echándose faroles. Andy sacó
fuerza de esa certidumbre.
—No creerás honradamente que esto va a funcionar.
—Funcionó en el caso de Eben Olemaun —le recordó Andy—. Y tengo
una corazonada de que podría funcionar incluso contra vampiros más duros
que tú.
—Vamos, entonces, muchacho. Muéstrame lo que tienes.
—Eso no es propio de ti, Paul. —Andy comenzó a volverse con lentitud
mientras aún goteaba sangre de su muñeca izquierda—. Tú nunca fuiste un
luchador. Nunca te ponía en la línea de tiro si había una salida más fácil. —
Gruesas gotas de sangre cayeron de sus dedos y estallaron contra la nieve.
—¿Estás seguro de que no nos confundes al uno con el otro, colega? —
preguntó Paul. No parecía capaz de apartar los ojos del ensangrentado brazo
de Andy—. A fin de cuentas, tú siempre quisiste ser como yo.
Andy negó con la cabeza.
—No, simplemente tú siempre pensaste que lo quería. Hubo momentos
en los que casi conseguiste convencerme de que era así. Pero he pasado
lejos de ti el tiempo suficiente como para saber quién soy… para saber
quiénes somos cada uno de los dos, supongo. Y la verdad es que no siento
el más mínimo interés en ser para nada parecido a ti. Nunca te has ganado
nada en la vida, sólo has aceptado lo que te han dado. Te has apoderado de
todo lo que te ha pasado por delante como si te lo debieran. Tengo una
primicia para ti, Paul. El mundo no te debe nada, como no sea el dolor que
tú le has infligido.
La risa de Paul fue genuina, pero sin el más ligero rastro de calidez.
—¡Ay! Has herido mi sensibilidad, viejo amigo.
A Andy se le había agotado la paciencia. Además, tenía que acabar con
aquello.
—Tú mataste a mi familia, ¿verdad?
—Tú te follaste a mi mujer.
Una perfecta respuesta Paul Norris.
—¡Tú mataste a mi familia! —repitió Andy, esta vez en voz más alta,
casi gritando. ¿De verdad que había sido amigo de este tipo? Sí, en caso
contrario ahora no estaría tan furibundo—. ¡¡¿Verdad?!!
—Sí —respondió Paul—. Sí, lo hice.
No parecía nada arrepentido, sino que más bien se jactó de ello.
Lo cual era bueno. Hacía que el resto de aquello fuese más fácil.
—Era lo que quería saber —dijo Andy.
Paul Norris no lo entendía.
Andy Gray debería estar encogido de terror.
Había mezclado la sangre del vampiro con la suya propia, pero aún no
había cambiado. Y mientras no lo hiciera, estaría indefenso ante la fuerza
de Paul.
En cambio, Andy estaba avanzando hacia él.
No con prisa, pero sin pausa, un decidido paso tras otro. Los ojos de
Andy se desviaron hacia la izquierda, como si mirara por encima del
hombro de Paul. Tal vez si no hubieran estado juntos en la academia habría
caído en ese truco. A menos que…
La sangre había dejado de caer de la muñeca de Andy.
No tenía ninguna herida en ella.
Sólo restos de sangre que se le secaban sobre la piel.
No se había cortado en absoluto. Sólo se había vertido una parte de la
sangre sobre el brazo.
«¡Mierda!».
Paul comenzó a volverse…

Cuando Paul lo entendió, Andy lo supo por su expresión.


Paul había cambiado… ¿Demonios, y quién no? Pero no tanto como
para que Andy no pudiera calibrar sus reacciones. La dilatación de las fosas
nasales, los ojos que se abrían una fracción más de lo normal. ¡Ah, cómo
odiaba su viejo amigo que lo engañaran!
Paul comenzó a volverse para ver qué había detrás de él, qué estaba
mirando Andy. Mientras lo hacía, Andy vio el punto rojo de la mira láser
deslizarse de través por una mejilla de Paul.
El impacto llegó primero, luego fue la detonación del arma restallando
por encima del paisaje nevado, resonando como un trueno.
Pero el impacto…
La cabeza de Paul Norris estalló y desapareció de encima del cuello, a
la vez que se colapsaba como un globo pinchado, todo al mismo tiempo.
La cara de Andy estaba salpicada de sangre y trozos de cerebro, y un
diente le golpeó la mejilla izquierda justo por debajo del ojo.
La masa desinflada de la cabeza de Paul, plana por un lado como un
neumático pinchado, giró una media docena de veces antes de caer y abrir
un surco en la nieve.
El cuerpo de Paul permaneció de pie, con las manos alzadas a la altura
del esternón, las caderas girando, con todo el aspecto de un hombre que
busca algo y no sabe dónde lo ha dejado.
«Cosa que no está demasiado lejos de la verdad», pensó Andy.
De hecho, Norris dio dos pasos hacia su propia cabeza antes de que se le
doblaran las rodillas. Se hincaron en la nieve y él se quedó allí, ahora con
los brazos extendidos hacia atrás, como para equilibrarse. La sangre
manaba a borbotones por su cuello. Permaneció erguido hasta que Andy
avanzó a grandes zancadas hasta él y le dio una patada en el pecho,
momento en que se fue de espaldas. Las rodillas se le deslizaron de debajo,
y su cuerpo sin cabeza se desplomó, al haber perdido todo resto de vida.
«Deja a los muertos estar muertos».
Por si acaso, Andy fue a mirar la cabeza, casi esperando que aún
estuviera viva, chasqueando los dientes, gruñendo y quejándose de la
injusticia que se le había hecho.
Estaba, por suerte, en silencio, medio vuelta hacia otro lado; la
destrozada carne de la fea cara de Paul dejaba ver el hueso y parte de su
mandíbula vampírica.
Andy le pateó nieve a la cara, y sonrió ante su propia reacción infantil.
Regresó junto al cadáver y lo levantó por el cuello de la ropa. Paul parecía
casi ingrávido, pero Andy supuso que era su euforia, más que la ausencia de
unos kilos de cabeza, lo que hacía que fuese así. Ya no tenía un frasquito de
sangre de vampiro, pero el cadáver de Paul era algo mejor.
Un vampiro entero, o casi.
La muerte de Paul no lo compensaba por las muertes de Mónica, Sara y
Lisa. No podía ni comenzar a hacerlo. Pero era un paso por la senda
correcta, al fin. Y con el cuerpo de Paul en sus manos, podría hacer
progresos para lograr exculparse de las muertes de Felicia, Ángel y Graja.
La única manera de justificar esas muertes era hacer lo que le había
prometido a Felicia: sacar la existencia de aquellos mierdosos chupasangres
a rastras hasta la luz del día, por mucho que patalearan y chillaran.
Arrastró el cuerpo de Norris hacia el búnker de John Ikos, y sólo cuando
comenzó a hacérsele más pesado se dio cuenta de que había calculado mal
el trecho. Estuvo bien que John fuese un tirador de primera, porque él le
había dejado mucha más distancia de tiro que la prevista.
El trampero se encontraba de pie en la puerta, silueteado por la luz
amarilla que tenía detrás. Cuando se acercó lo suficiente, Andy vio el
esbozo de una sonrisa en su cara barbuda. Dejó caer el cuerpo decapitado al
suelo, a los pies de John.
—Bonito trabajo —dijo John Ikos.
—Bonito disparo. Lamento el exceso de distancia.
—No pasa nada.
—Pero me alegro de que nos viera.
—Supongo que no ha estado por aquí el tiempo suficiente como para
saberlo —dijo John—. No se me pasa nada por alto.
—Es la impresión que tengo. Más o menos lo había deducido, así que…
—Andy inclinó la cabeza hacia el cuerpo que yacía en el suelo—. Podría
haber sido más seguro si lo hubiéramos hablado antes, tal vez, pero tuve la
corazonada de que funcionaría.
John se acuclilló junto al cuerpo y lo volvió para dejarlo de espaldas.
—¿Éste es el tipo? ¿Norris? Es difícil saberlo sin la cabeza.
—Es él. No quedó bastante de la cabeza como para llevársela.
—Los carroñeros agradecerán el regalo —afirmó John.
—Pueden servirse cuanto quieran —replicó Andy—. Siempre y cuando
no los transforme a ellos en raros carroñeros vampíricos.
John, de hecho, lo pensó durante un momento.
—Parece improbable.
Ambos hombres permanecieron de pie en el frío y la oscuridad, aunque
Andy no dejaba de mirar hacia el este, como si el sol fuera a salir en
cualquier momento. No lo haría, no durante semanas y más semanas.
—Bueno —dijo John, rompiendo el silencio—. ¿Va a quedarse por aquí,
ahora que todo ha acabado?
Se encogió de hombros.
—He perdido el último vuelo de salida, así que parece que me quedaré
durante un tiempo. Pero ¿quién dice que ha acabado? —Metió una mano
dentro de uno de los enormes bolsillos de la parka y sacó el DVD que había
rescatado de casa de Donald Gross. «Espero que la peli porno que sin duda
destruyó Paul no fuera de alquiler o se la hubiera prestado alguien», pensó
—. Yo acabo de empezar.
—Vaya, ¿no resulta irónico? —John Ikos estalló en carcajadas. Parecían
torpes, y Andy supuso que era algo raro en él. No le importaba. Él mismo
no había estado riendo demasiado, al menos desde hacía mucho, mucho
tiempo. Puede que fuera una risa torpe, pero le recordaba que, en un pasado
lejano, a él le había gustado reír.
Se unió al trampero. Al principio con una risilla entre dientes, pero
luego sintió cómo crecía en su interior, así que echó la cabeza hacia atrás y
la dejó salir.
Allí, en el frío y la oscuridad de la noche más larga del mundo, con los
dedos de las manos y la cara entumecidos, con la sensación de que se le
estaban volviendo quebradizos, su mejor amigo y peor enemigo muerto a
sus pies, y el hombre que lo había matado de pie junto a él, Andy Gray
rugió.
Rugió de agotamiento.
De congoja.
De triunfo.
STEVE NILES (izquierda). Nació el 21 de junio del año 1965, es un autor y
novelista de cómics y libros, conocido principalmente por sus trabajos
como 30 Days of Night, Simon Dark, Mystery Society y Batman: Gotham
Country Line. Se le acredita, entre otros escritores contemporáneos, de traer
de vuelta a la fama los cómics de horror. Actualmente está trabajando para
Marvel, DC, entre otras editoras de cómics. Steve reside en Los Ángeles.

JEFF MARIOTTE (derecha). Es un galardonado autor quien ha publicado


más de 30 novelas, entre las cuales se incluye las novelas de horror como
The Slab, la nominada serie de Witch Season, y los recientes thrillers River
Runs Red y Missing White Girl. Es el co-propietario de la tienda de libros
especializada Mysterious Galaxy en San Diego. Actualmente vive en
Arizona con su esposa.
Notas
[1] CSI, «Crime Scene Investigation». (N. de la T.) <<
[2] «Sueño profundo» en inglés. (N. de la T.) <<
[3]
Criminólogo forense francés (1877-1968), que enunció la teoría según la
cual cada contacto deja un rastro. (N. de la T.) <<
[4] «Gris» en inglés. (N. de la T.) <<
[5] Locutor de radio y autor de obras paranormales. (N. de la T.) <<
[6] Ley surgida tras el atentado del 11-S para ampliar los poderes de las
agencias de seguridad y del Estado a fin de combatir el terrorismo. (N. de la
T.) <<
[7] Tipo de cinturón militar con tirante sobre el hombro derecho que se
utiliza habitualmente para llevar armas. (N. de la T.) <<

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