Rosalia de Castro Raiz Apasionada de Galicia - Luisa Carnes
Rosalia de Castro Raiz Apasionada de Galicia - Luisa Carnes
Rosalia de Castro Raiz Apasionada de Galicia - Luisa Carnes
de la Paz. Allí una niña enfermiza aprende a andar sobre las piedras viejas del
jardín y pasa horas contemplando los aleteos de las mariposas sobre las dalias.
Frente a su colegio está el cementerio de Adina, donde la pequeña se
entretiene deletreando los epitafios en los días de sol. Esa niña es Rosalía de
Castro, la gran poeta gallega, y esa casa, el hogar al que siempre querrá
volver, fuente de inspiración de toda su obra. Tras su infancia en Galicia, la
joven Rosalía se instala en el Madrid convulso de Isabel II, donde conoce a
Manuel Murguía, su futuro marido, y al dulce Gustavo Adolfo Bécquer, cuyo
reflejo en los espejos del Café Suizo es todo melancolía. Después vienen los
hijos, Simancas, la muerte de su adorada madre. Y esa continua añoranza de
Galicia en medio de la adustez castellana. Luisa Carnés, la narradora invisible
de la Generación del 27, la autora de Tea Rooms. Mujeres obreras, escribió
esta biografía en 1945, ya en su exilio mexicano. Una obra llena de encanto y
de complicidad, tan rica en ambientes que más parece, en muchos momentos,
un cuento gótico que un texto biográfico.
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Luisa Carnés
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Luisa Carnés, 2018
Prólogo: María Xesús Lama
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PRÓLOGO
UNA REMOTA ROSALÍA QUE ALIENTA EN MI
CARA
RAÍZ, pasión y pueblo son tres conceptos que Luisa Carnés escogió para
subtitular esta biografía de Rosalía de Castro y que parecen unir de algún
modo a la autora con su personaje: la raíz como elemento que une
intensamente al ser que aflora en la superficie con las oscuras y vastas
profundidades que le proporcionan alimento, la pasión como fuerza motriz
para una actividad constante de creación e intervención en la realidad y en las
estructuras invisibles que tejen la comunidad, y pueblo como representación
de amor al otro colectivo que transforma a la artista en intérprete o traductora
de los anhelos de tantos seres anónimos que no tienen ni tendrán jamás voz en
la Historia. Fuerzas, dones y objetivos compartidos por dos mujeres
extraordinarias que construyeron su propio camino creativo contra viento y
marea, en cierto modo solas, pero no tanto como podría hacernos creer la
constatación de todas las barreras con las que ambas tropezaron para alcanzar
el carril de la visibilidad o la canonización, no tanto que no hubiese detrás de
sus acciones un proyecto colectivo de intervención social compartido con
muchos otros intelectuales de su generación, un movimiento del que ella,
ellas, formaron parte, cada una en su tiempo.
Carnés escribe esta biografía en su exilio mexicano, probablemente por
encargo, para publicar en 1945 dentro de una colección de biografías
denominada «Vidas españolas e hispanoamericanas» de la editorial Rex. Una
colección que había surgido de la necesidad de los exiliados españoles de
proyectar en el país de acogida una imagen de exaltación de España, aquel
ideal perdido de los desterrados. España, Galicia, pueblo… Domingo Rex
había iniciado su proyecto con semblanzas biográficas de figuras históricas en
emisiones radiofónicas y, sorprendido por el éxito, decide ahondar en el
proyecto creando una colección editorial que se inicia con Retablo hispánico
(1944), una miscelánea de textos que intentan presentar la historia y la cultura
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de España a través de panorámicas de diferentes ámbitos como la música, las
artes o la historia política, firmadas por veintiséis artistas y estudiosos. La
continuidad del proyecto a través de la colección de biografías muestra con
claridad que el género biográfico se concebía como una herramienta útil para
presentar una visión crítica de la historia de España a través de figuras
representativas. Pero la selección de los personajes y la construcción de su
imagen biográfica será el reflejo de una visión de España que no va a
coincidir con la visión oficial que se está construyendo en el interior bajo la
dictadura franquista, y que incluye personajes «hispanoamericanos» en un
intento de presentar una comunidad hispana única y plural.
¿Qué papel juega entonces, en este proyecto, Rosalía de Castro?
Sorprende en primer lugar que es uno de los pocos personajes escogidos
próxima en el tiempo, y acompañada en la selección por otras mujeres como
Isabel la Católica, forjadora de la unidad política, o Teresa de Jesús, voz del
misticismo tan característico de la cultura religiosa española. Me parece
evidente que la función de Rosalía en este «retablo» biográfico es representar
la excelencia creativa y la sensibilidad poética asociadas a una representación
plural del crisol identitario español, concebido como riqueza desde el amor al
pueblo. Los exiliados republicanos, conviviendo muy de cerca en el exilio con
los nacionalistas de Cataluña, Galicia y Euskadi, ven muy claro ahora, al
menos desde ciertos círculos culturales, que están unidos en la misma lucha y
que la España republicana solo puede construirse cohesionada con una visión
respetuosa e integradora de la realidad plurinacional. Una visión que se
vuelve inevitable al reivindicar, como se pretendía, la tradición del
liberalismo del siglo XIX, que había surgido en buena medida vinculado a las
revueltas provincialistas frente a la hegemonía conservadora en el poder.
¡Ah si supiese la biógrafa cuánto potencial le permanecía velado aún en su
personaje! Carnés hace maravillas con los escasos datos de que dispone en el
momento de la redacción. Podemos imaginar, leyéndola, cómo ganaría su
semblanza si tuviese acceso a tantas aportaciones que la crítica ha presentado
en las últimas décadas desvelando las vinculaciones de Castro y su grupo de
amigos más próximos con el Partido Democrático, el sector más radical del
liberalismo, sus manifestaciones claramente feministas en textos publicados
en prensa como Lieders o Las literatas, las vinculaciones con la filosofía
krausista evidentes en su novela más filosófica, El caballero de las botas
azules, o incluso su posicionamiento combativo en polémicas locales como la
lucha por convertir el desamortizado convento de Conxo en manicomio para
que los enfermos pudiesen permanecer cerca de sus familias. O su admiración
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por Lermontov, o su programa de destrucción del tópico del amor romántico
en las novelas cargadas de personajes femeninos que luchan contra los
peligros de la entrega amorosa en sus diversas formas. ¡Tantos aspectos de la
autora gallega estaban aún sin analizar, sin documentar, sin comentar en
profundidad en los años cuarenta!
Una fuente fundamental para su relato lo constituye la semblanza de la
autora que hace Manuel Murguía, su marido, en el libro Los Precursores
(1885), y probablemente otros escritos suyos como el prólogo a las Obras
completas de 1909. Era difícil en aquel momento sustraerse a la imagen
construida por un gran estratega cultural como Murguía para consumo de una
sociedad extremadamente conservadora que la había silenciado por rebelde.
El resultado de los desvelos del marido por sacar su obra del ostracismo era
probablemente la imagen admirada por sus amigos gallegos, que no podían
proporcionarle mucha más documentación. De hecho, los vínculos con los
círculos de exiliados gallegos en México seguramente le proporcionan toda la
bibliografía disponible, y más tarde recuperan su obra en una segunda edición
en 1964 con la editorial Ecuador 0º 0’ 0” de Alejandro Finisterre. Pero aun así
Carnés sabe ver la esencia de la mujer libre, altruista y luchadora que fue
Rosalía de Castro. Por eso hoy podemos leer esta biografía disfrutando de su
capacidad evocadora y su imaginación para crear imágenes sugerentes: los
canónigos de Iria leyendo sus breviarios sobre los sarcófagos, el intercambio
epistolar con la madre, los paseos conversando con su hija Alejandra
adolescente… La atmósfera, en esencia, nos sumerge en el mundo de la
autora haciéndonos sentir el vuelo del aire que exhalan en suspiros mientras
escribe, tantas veces con el corazón oprimido y la sangre bullendo en sus
venas con un clamor de justicia.
MARÍA XESÚS LAMA
Sant Cugat del Vallés, abril 2018
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INFANCIA Y JUVENTUD
I
PADRÓN, erguida en tierra de santos y milagrerías; tendida en un costado de
la antigua Iría Flavia, que abriera su seno amoroso para recoger los huesos de
Santiaguiño de las manos leves de los apóstoles —según reza el escudo de la
villa—, tiene por hermanas a las parroquias de San Pedro, Santa María de
Rumillo, Santa María de Bastábales, Santa María de Cruces y Santa María de
Iría.
Aromada por el incienso de sus templos vecinos, Padrón se extiende sobre
una verde llanura, que baña el río Sar, en la margen derecha de otro río
gallego: el Ulla. Su perenne quietud solo es cortada por bronco repicar de
campanas, o por las riadas invernizas, heraldos de desolación en esta dulce
tierra de los verdes tiernos, de las nieblas y de los «aparecidos».
Los nombres femeninos de sus iglesias; su tierna vegetación; sus cielos,
azules o grises; su eterna llovizna, imprimen a Padrón un carácter suave,
maternal. Su silencio, que rompe el piar de los pájaros y los gritos de los
niños, reviste de una mayor gravedad a sus rúas, recogidas entre piedras
antiguas, que sortean con lentitud abarcas campesinas.
Las campanas de la iglesia de Bastábales despiertan y adormecen cada día
a la villa de Padrón. Bajo el eco de sus bronces se tejen amoríos. Las
campanas saludan a los que ven la primera luz en estos suelos húmedos, y
despiden a los que se van hacia el mar, o por el camino, sin posible retorno,
del pequeño cementerio de Adina.
Las campanas envuelven a Padrón en melancolía sugeridora, pero también
contribuyen a hacerla melancólica su leyenda del apóstol Santiago; sus
nieblas y aguas y sus fuegos fatuos de la Santa Compaña.
En Santa María Lestrove se alzan las Torres de Hermida, el caserón de los
Castro, mansión señorial, famosa por su antigüedad —su escudo ostenta la
fecha de 1585—. Los Castro, de Lestrove, constituyeron una rama de poetas y
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religiosos que brilló en las letras con Juan Rodríguez de la Cámara, trovador
de las cortes de don Juan II y don Enrique IV, hombre apasionado de la
naturaleza y de la expresión más tentadora de esta: las mujeres (la historia
deja entrever unos amoríos con la reina de Castilla, doña Juana, esposa de
Enrique IV y madre de la Beltraneja; amoríos que valieron al poeta un largo
destierro, desde el cual, finalmente, fue a dar en un claustro).
La Iglesia católica cuenta entre sus doctores a tres padroneses ilustres de
la Casa de Castro: fray Martín Salgado y Moscoso, agustino, fino poeta; fray
Gabriel Salgado y Moscoso, docto mercedario, rector de la Universidad de
Alcalá, y fray Gabriel, hermano de ambos, profeso en la Orden de San
Bernardo, hombre dado a los estudios teológicos.
A través de la Iglesia y de la poesía ha llegado la Casa de Castro al
siglo XIX. Sus piedras muestran las huellas del tiempo. El abandono, el olvido,
se advierten en sus muros descascarillados, oscurecidos por medallones
anchos de humedad. Una arcada sostiene el espacioso balcón de piedra que
decora la fachada principal. En la capilla, el escudo muestra la antigüedad de
la progenie. En el interior: muebles oscuros, techumbres polvorientas,
peldaños cascados que espantan a los insectos. En el desván se arrugan las
uvas doradas, las manzanas rojas y las castañas, las dulces y menudas
castañas gallegas.
Abajo, de una en otra estancia de la mansión, entre retratos que perdieron
su color original y pesados cortinajes, doña Teresa de Castro adolece entre
oscuros atavíos. Sus ojos, que un día fueron soñadores y húmedos, se elevan
al cielo. Sus mejillas han adquirido de la cera el tinte espectral. Sus dedos
finos se entrelazan frecuentemente para rezar. Sus pasos leves van y vienen
sobre las losas frías de la capilla familiar.
Desde las ventanas del palacio se ven los montes de Bastábales, suaves en
sus laderas y en sus crestas azuladas, revestidas casi siempre por la lluvia
lenta, terca y fecunda, que hace feraz a este hermoso valle de la Mahía, imán
de peregrinos adolecidos.
A los pies de los montes, robles y pinos, frutas y flores, removidos por los
vientos quejumbrosos y bañados por las aguas, elevan hasta las ventanas de
doña Teresa de Castro sus aromas y su bella estampa, reposo para los ojos
enceguecidos por el llanto.
El lastre pagano-cristiano, peculiar de Galicia, pero acentuado en este
valle de la Mahía, está pegado a la casa solar de los Castro como la niebla se
adhiere a los picachos de las montañas. Rezos y suspiros la ocupan. Las
ilusiones juveniles la abandonaron hace tiempo. Doña Teresa, joven todavía,
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viste ropas de vejez o renunciamiento. Las oraciones vuelan entre las
campanadas que avientan las aguas desde las torres de Santa María de
Bastábales, en cada hora de sus días largos, penosos, poblados de inquietud.
Un misterio total, una neblina densa, como la que se eleva por sobre los
caseríos blancos de Iria Flavia, circunda a esta familia de los Castro, de la que
un día había de proceder la más grande poetisa —poeta, en gracia a la
reciedumbre de su obra— de Galicia.
¿Quiénes acompañan a doña Teresa de Castro en sus soledades? ¿Qué
hilos familiares, o qué orfandad han tejido a su soltería el marco sombrío que
sirve de fondo a su imagen?
Nadie lo sabe.
En los atardeceres de verano, cuando el sol se hunde tras los montes de
Bastábales, envuelto en tenues nubes color de rosa, y los rapaces de Padrón
se acercan a la fonte de ferro del palacio de Castro, a beber el agua más clara
y fresca del valle de la Mahía, la negra figura de doña Teresa se agita detrás
de las ventanas, haciendo estremecer la clara alegría juvenil.
Misterio en el ambiente, plagado de consejas del valle. Misterio en torno
al palacio de Castro, rezagado al margen de las movibles aguas del Sar;
adormecido dentro de sus viejos muros.
En el invierno, las tardes se acortan, los gruesos zapatones retumban en
las rúas de Padrón, y el agua de la fonte de ferro de la casa de Castro es
menos codiciada. Las vetustas piedras de sus ventanas vuelven a los vidrios el
agua recibida de los cielos cerrados. Las sombras que preceden a la noche de
invierno llegan deprisa a la casona de los Castro, la envuelven en un manto
apretado, y hacen más impenetrables sus paredes.
Las finas aguas que anegan el valle de la Mahía y las montañas de
Bastábales (de los vastos valles), azuzan mansamente a los padroneses que
pasan ante las Torres de Hermida. Nadie repara ahora en sus muros oscuros,
ni en sus altos aleros en que anidan los murciélagos.
A esa hora, la puerta del palacio de los Castro suele entreabrirse, sin que
sus engrasados goznes rechinen, y deja entrar o salir una figura arropada en
largo manteo y tocada con el sombrero de teja clerical (¿confesor de la
familia?). Su pie, ligero y joven, se afirma sobre las mondas piedras. Su mano
derecha, fina, blanca, sostiene un paraguas grande. Anda en línea recta. Deja
paso airosamente a las mujeres que cruzan ante él, abrumadas por las pesadas
cargas de yerba mojada sobre la cabeza, de que penden los periquitos (trenzas
anudadas a las extremidades inferiores). Desaparece hacia la iglesia de Iria.
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En el palacio de Castro, detrás del balcón principal, una figura negra se
estremece, medio borrosa entre los hilos de agua que cubren los vidrios.
Cuando el clérigo se aleja, se esfuma detrás de una esquina, la negra
figura desaparece del balcón de los Castro.
Dentro, doña Teresa arrecia en suspiros y avemarías. Sus pies recalan en
la capilla fría. Sus dedos se entrelazan a los pies del patrón de Galicia: «¡No
me abandones, Santiaguiño!».
Luego, al retraerse al fondo de la alcoba fría, olorosa de manzanas,
mientras sus dedos ágiles aflojan el xustillo y el seno, libre de su prisión,
revolotea como un pichón tierno, la voz delgada de doña Teresa —lutos en las
ropas y en los hundidos ojos— pregunta una vez más a su fiel Francisca:
—Dime, Francisca: ¿no viste anoche mi Santa Compaña? ¿Non viches,
rapaza?
Y Francisca, también suspiros y lágrimas, acaricia el cabello negro,
abundante, de doña Teresa:
—Non vin, roxiña. ¡Non vin!
El valle de la Mahía vive envuelto en nieblas y en superstición. Sus niños
temen a la oscuridad, donde acecha el mal de olio. Los labios delgados de sus
campesinos musitan oraciones en el instante de partir el pan e interrogan, con
ojos espantados, a la penetra, que vigila el destino de los padroneses.
La peneira es la criba que afina el polvo del maíz. Es vehículo de sustento
para el hombre gallego, y a la par ausculta en el más allá. En las noches de
invierno, clavada en el techo de la cocina con una tijera, mecida por el viento,
en contacto con los seres que rigen los destinos del hombre, la peneira
muestra su ventura o su llanto a los hijos del valle de la Mahía.
La peneira es la precursora gallega de la mesa de tres patas de los
espiritistas. La muerte y la vida se entrelazan, al impulso del aire, en sus
giros, bajo la techumbre campesina.
La Santa Compaña que anuncia la muerte en los hogares gallegos fluctúa
como las lenguas temblorosas del Espíritu Santo sobre las cabezas de los
apóstoles, encima de las casas, según relata la superstición de los nativos del
valle de la Mahía.
Pero la Santa Compaña de doña Teresa de Castro no ronda los muros del
palacio antiguo.
—Non a vin, roxiña —repite Francisca.
Y una vez más doña Teresa y Francisca, unidas por el mismo hilo de
familiar angustia, ascienden al desván. Bajo sus pies parecen huir los
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peldaños de piedra. Entre las ristras de ajos, de pimientos verdes que penden
de la techumbre, la peneira se balancea suavemente.
Los ojos de las dos mujeres se clavan en la criba, oscurecida por el
tiempo. La lluvia golpea en las tejas y los insectos crujen entre los montones
de cebollas y de patatas.
Doña Teresa, apretando el mantón de lana que le cubre los hombros,
pregunta con voz débil, reiteradamente:
—Dime, peneira, peneiriña…
Y la peneira gira una y otra vez hacia la derecha, obstinadamente.
—¡Queira o ceo que morra!… ¡Queira o ceo que morra!…
Pero la peneira dice: «no».
Y de regreso a su alcoba, grande, fría, olorosa de pomas maduras, los
dedos delgados de doña Teresa de Castro se crispan sobre su cintura ancha,
bajo la cual florecen amores sacrílegos.
La peneira anuncia vida.
Doña Teresa de Castro será madre de una niña triste, enfermiza y
delicada, venturosa por la gracia poética de que le dotaran las angustias
maternas y su madre terrena: Galicia.
Doña Teresa será madre de uno de los más grandes poetas gallegos, de
una de las mujeres más auténticamente españolas: Rosaba de Castro.
II
«En 24 de febrero de mil ochocientos treinta y siete, María Francisca
Martínez, vecina de San Juan del Campo, fue madrina de una niña que bauticé
solemnemente y puse los santos óleos, llamándola María Rosalía Rita, hija de
padres incógnitos, cuya niña llevó la madrina y va sin número por no haber
pasado a la Inclusa, y para que así conste lo firmo, José Vicente Várela y
Mantero».
El anterior documento, que obra en poder del abogado A. Sánchez y
Gómez Adanza, vecino de Padrón, fue obtenido del párroco de Santa Susana,
templo de Santiago de Compostela, donde fue bautizada Rosalía de Castro.
La peneira no mintió. El fruto de los amores de doña Teresa de Castro y
el canónigo de la parroquia de Santa María de Iría está en brazos de la fiel
Francisca.
—Tráela. Tiembla de frío… ¡Pobriña!
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Nació el día 21 de febrero de 1837, en una modesta casa del Camino
Nuevo, esquina a la carretera de Conxo, en Santiago.
«¿Vivirá?». Doña Teresa se hace esta pregunta contemplando el rostro
flaco de su hija. Sus puñitos apretados son grandes y huesudos. El escaso
cabello es negro. La boquita ancha. Cuando llora lo hace débilmente. Su
desarrollo es lento y penoso. Sus primeros meses están plagados de males
menores. Ríe poco, y sus mejillas carecen de ese color sonrosado que es en el
rostro de los niños manzanas, olorosas manzanas gallegas.
«¿Vivirás, miña filia?».
Doña Teresa de Castro llora. Sus ojos no recobrarán nunca más el brillo
de la primera juventud. Su fervor cristiano aunado a la superstición acendrada
en ella, como en todo hijo del valle de la Mahía, la inclina a ver en la hija,
débil y nada agraciada, la respuesta del cielo a sus amores. No es novedad en
Galicia, sobre todo en las tierras bajas que bañan el Sar y el Sarela, la madre
soltera, pero la hija de un sacerdote y una doncella es algo inusitado que la
Virgen de la Soledad y Sant-Iago no pueden ver con buenos ojos.
«¿Que culpa ten, pobriña?». Y por eso la adora. Sus ojos siguen cada
mirada; su oído persigue amorosamente cada balbuceo de la niña. Tiene un
año, y apenas se sostiene sobre sus endebles piernecitas. El color no ha
florecido en su carita de pómulos acusados. «El aire campesino avivará el
color de su sangre».
Doña Teresa regresa a Padrón con su hija, pero no pisa el palacio de
Lestrove.
¿Qué lazos unen a doña Teresa de Castro con los habitantes del solar de
Lestrove, conocido por todos por las Torres de Hermida? Poco dice la historia
de los familiares de la poetisa. La misma niebla que se adhiere a los muros del
palacio de Castro se cierne sobre la vida de esta familia, linaje de clérigos y
de poetas (se habla de un Hermida y Castro primo de Rosalía).
El palacio de Castro permanecerá durante años cerrado para el pobre
cuerpo que lo habitara en tiempos.
En Padrón, cerca del cementerio de Adina, hay una casa humilde cuyo
nombre es grato al espíritu quebradizo de doña Teresa: «Huerta de la Paz».
Allí esconde su dolor.
La niña aprende a andar sobre piedras viejas, y asiéndose a la mesa y a los
pétreos bancos que hay ante la casa (sobre la mesa escribirá Rosalía, años más
tarde, sus poemas de juventud).
Su infancia es triste, como después será su adolescencia. Sus ojos negros,
de aguda pupila, se fijan en todo lo que se mueve, en todo lo que vive y brilla.
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Observadora, pasa horas enteras contemplando los aleteos de las mariposas
sobre las dalias encarnadas del Huerto de la Paz, o las hormigas, que abren
caminos sobre la parda corteza de los castaños. Sentada sobre la yerba su
pequeñez aprecia ya el esplendor de las puestas de sol tras de los montes de
Bastábales, y sus ojitos se entornan para mejor recoger, al Ángelus, las
campanadas de Santa María, que bajan a morir a sus pies, al valle de Padrón.
Los ruidos y el color encuentran una respuesta en los ojos y en el fino oído de
la hija de doña Teresa de Castro. Horas y horas la pequeña permanece
arrobada, mirando las nubes que pasan, formando caprichosas figuras, o los
hilos de agua que descienden constantemente sobre los vidrios de las ventanas
en el largo invierno gallego. También la inquietan las estrellas, que prenden
diamantes en el manto azul tendido sobre el valle de la Mahía.
La atracción por lo nativo despierta ya en ella y se desarrolla, a la par que
endurecen sus huesos, y sus lacios cabellos se transforman en apretadas
crenchas. Prende en sus ojos y en su corazón el encanto de la tierra gallega, a
cuyo contacto se forma.
Estas primeras impresiones de la campiña y el ambiente, recogidos y
asimilados en su sangre durante años de candor, brotarán más tarde, en
espontánea pasión, de su pluma:
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La madre sueña para ella cultos maestros, finos mentores. Pero doña
Teresa es muy pobre. La Huerta de la Paz es, a la vez, morada y medio de
subsistencia para madre e hija. La tierra del pequeño huerto es agradecida y
ofrece fruto abundante para sustento de ambas, pero los medios económicos
de la casa son limitados. La niña ha de aprender al cabo el camino de la
escuela municipal, como cualquier hija de campesinos del valle de la Mahía.
La escuela está frente al pequeño y poético cementerio de Adina. Alegre
en su serena tristeza este cementerio de Adina, como todos los de Padrón,
muestra esa melancolía soñadora, ese hechizo propio del paisaje gallego
(Polas mañas sombríos / e ñas tardes solitarios. / Cand’o sol poniente os
baña / co seu resplendor dourado, / cheos dun grande sosego / parés que nos
din: «Durmamos!»[1]).
A la salida de la escuela sombría el cementerio de Santa María Adina se
ofrece a los ojos de los niños bañado por el sol. Los sauces, los olivos, las
flores y el oloroso romero que crece entre las tumbas resplandecen ante las
pupilas infantiles, que reflejan largos pasillos y negros pizarrones.
Como una bandada de pájaros, la chiquillería se extiende por el
cementerio, con gritos y risas, recoge las flores moradas y salta junto a los
sepulcros recién removidos.
Mientras, los sacerdotes viejos, sentados encima de algún blanco
sarcófago románico, releen en sus libros o pasan las cuentas de sus rosarios.
Las horas transcurridas gozosamente en este camposanto conmovieron
profundamente el corazón de Rosalía. Entre la casa silenciosa y la escuela sin
sol, fría y desmantelada, el cementerio de Adina pone su paréntesis de luz, de
flores, de pájaros.
Muchos años después la poetisa hallará en la evocación de estas horas de
su infancia motivo para sus expansiones líricas más tiernas:
O simiterio d’Adina,
n’hai duda qu’é encantador,
cos seus olivos escuros
de vella recordaçon;
co seu chan d’herbas e frores
lindas cal noutras dou Dios.
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Aprende a deletrear en los epitafios del cementerio de Adina. Escucha el
bisbiseo de las viejas que aspergen agua bendita sobre las sepulturas. En la
sala grande de La Huerta de la Paz, acompaña a su voz, ya hermosa y rica en
inflexiones, con la guitarra salvada al polvo del olvido. Sus ojos son
expresivos; su frente infantil tiene una sombra meditativa; su salud es
precaria.
Al borde de la pubertad, su estado físico queda definido con un grave
diagnóstico: tuberculosis.
Los inviernos del valle de Padrón la llenan de una mortal tristeza, le
ponen en el pecho quebradizo una pesada losa.
Doña Teresa lucha inútilmente contra el mal durante muchos años.
Rosalía crece delicada, suspirante e impresionable. Un paxariño muerto
excita su llanto; una flor marchita la conmueve hasta el dolor. Pero el mal que
impide a su juventud el natural florecimiento no altera su dulzura de carácter.
Vive entregada al amor maternal con igual pasión que la madre puso en
ella desde el momento de concebirla.
¿Cómo explica doña Teresa a su hija la ausencia paterna del hogar?
Hay en la vida de las criaturas rincones ignorados aun a los ojos
penetrantes de la posteridad. Sin duda Rosalía de Castro conoció su origen.
La soledad de su casa, sin amparo de varón, la perenne tristeza materna y la
falta de apellido paterno le hablan de lo irregular de su nacimiento. Pero sin
duda doña Teresa fue más allá, descubriendo a su hija a quien debía la vida.
No otra cosa dejan entrever algunos escritores que analizan la obra de la
poetisa gallega, y sobre todo la afirmación de Manuel Murguía, esposo de
Rosalía, en su obra Los Precursores (1885). «Fue muy desgraciada toda su
vida. Parecía llevar en su corazón los secretos temores que sintió su madre
todo el tiempo que la llevó en su seno».
La hija del canónigo padronés y de doña Teresa de Castro hereda de su
madre, con la endeblez física, las angustias perturbadoras. Pero Rosalía sabe
prescindir de la tradicional peneira y dirigir su propio destino. Sin olvidar
totalmente a los santos se acerca a los pecadores. La melancolía que le
infunde el ambiente que la rodea y su origen oscuro avivan su comprensión
para las miserias ajenas. La escasez económica en que se desenvuelve la pone
en relación con el pueblo más humilde. Pronto le serán familiares las
penalidades de los campesinos y de los pescadores; conocerá las
consecuencias de las aterradoras riadas y el color que tiene la soledad en el
rostro de las mujeres gallegas, cuyos maridos emigraron a América. Las
mujeres gallegas, con sus periquitos al aire, plañideras y lloronas dentro de
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sus xustillos color gris, y bajo las cargas de leña y de yerba fresca, formarán a
su niñez cohorte inolvidable. Mujeres solas. Niños solos. Entre llanto y
suspiros, las mujeres sin hombre seguirán acarreando agua y maíz y labrando
la tierra por los medios más primitivos.
Estas estampas, que años más tarde serán evocadas en forma maestra por
Rosalía en As viúdas dos vivos e as viudas dos mortos, van moldeando la
personalidad de la escritora, la enraízan a la propia tierra, le van penetrando
suavemente el ánimo. El dolor de as viúdas dos vivos despertará en ella la
preocupación por Galicia.
¿Qué tiene Galicia? ¿Por qué emigran los hombres gallegos?
III
Dice Rosalía de Castro en su prólogo a Cantares gallegos: «e n’habendo
deprendido en mais escola qua dos nosos probes aldeans, guiada solo por
aqueles cantares, aquelas palabras cariñosas e aqueles xiros nunca
olvidados que tan docemente resoaron nos meus desd’a cuna, e que foran
recollidos polo meu corazón como harencia propia, atrevínme a escribir estes
cantares…».
En estas palabras, dichas con su dulzura peculiar, expresa la hija de doña
Teresa de dónde le viene la sabiduría. Con modestia propia de su delicado
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espíritu, manifiesta no haber tenido otra escuela que la de los pobres aldeanos
gallegos. Es una flor cultivada en el jardín popular. Del pueblo recibió el
sentimiento poético y el lenguaje, que recogió en su mente y en su corazón
«como herencia propia».
Su confesión es más elocuente todavía al manifestar en el mismo prólogo:
«sin gramática nin regras de ningunha clás, o leutor atopará moitas veces
faltas d’ortografía, xiros que disoarán os oídos dun purista; pro o menos, e
pra disculpar en algo estos defeutos puxen o mayor coidado en reproducir o
verdadeiro esprito do noso pobo, e pensó qu’o conseguín en algo…».
No obstante estas afirmaciones de la propia escritora, algunos le atribuyen
una instrucción poco común en las mujeres de su época, aun en las de la clase
más elevada. Se asegura que «dibujaba bien y tocaba el piano». Pero mal
pudo haber piano en La Huerta de la Paz, donde el pan era escaso a veces.
Es más verosímil la posibilidad de que la propia doña Teresa, a la par que
cultivaba el pequeño huerto de su casa completaba por sí misma la educación
de su hija. Nada podría afirmarse al respecto. Como dice la misma poetisa, su
cultura es heredada del saber popular. Rosalía se abre amorosamente a tal
herencia. Dialecto, canciones, leyendas, refranes, consejas: nada de lo que
llega a ella, a través de los ojos o de los oídos, se pierde.
A los once años se revela en la niña la gracia poética. Su fina
espiritualidad, diluida durante algún tiempo en ensayos musicales y
pictóricos, entra resueltamente por sendas literarias. Son fuentes fecundas de
inspiración de la nena Rosalía las penas ajenas, que siente «como propias»; el
paisaje en que se desenvuelve —nieblas, lluvias—; el ambiente: superstición,
leyenda… Su propio origen, que la hace reflexiva y grave; su dolencia, son en
ella venero inagotable de poesía.
Cuando otras niñas visten a sus muñecas, Rosalía viste el papel con
sencillos pensamientos, muchas veces ornados con ropaje extraño, pero ya
impregnados de ternura, dotados de la encantadora espontaneidad que habrán
de caracterizar la obra de la poetisa compostelana.
No se conocen estas primicias poéticas de Rosalía más que por
referencias. La niña rompía sus versos apenas concebidos (esa misma
indiferencia por la opinión ajena, o acaso el pudor de mostrar su más hondo
sentir, la movieron a permanecer en el anónimo durante años, cuando ya su
lenguaje era el propio).
Jugaba «a los poetas» sin saberlo. Su temprano amor hacia las canciones
populares la llevan a componerlas por sí misma. En sus composiciones de los
quince años ya habría emigrantes y mujeres abandonadas. Su pluma destilaría
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ya el dolor de los orfos, de la tierra trabajada por mujeres. Su claro juicio se
inquietaría profundamente ante el desolador aspecto de su país natal
despoblado de varones. Su interrogación brotaría con fuerza: «¿Por qué
emigran los hombres gallegos?».
La presencia de la enfermedad se hace más perceptible en esos años.
Padece crisis profundas, sobre todo durante los inviernos. Su melancolía se
acentúa entonces. La fatiga la postra, y su inspiración se hace más doliente y
generosa.
Doña Teresa torna a sus coloquios escondidos: «¡Peneiriña!».
La criba vuelve a anunciar vida.
Pero la madre de la poetisa busca, angustiada, contactos más directos con
el más allá. Pasa los días en constante exaltación religiosa. Tal vez decide la
prueba del Corpo Santo. Tal vez, una tarde de otoño, cuando el mal de la hija
se hace más sensible, la lleva al cementerio de Adina, abandonado entre las
nieblas, silencioso de pájaros y de risas de niños…
En un rincón, entre blancas cruces y sosegados árboles, se halla la tumba
del Corpo Santo. Dice la leyenda que muchos años ha fue enterrado allí un
monje. La misma fuente le atribuye milagrerías, que el pueblo ha recogido. ¡É
corpo santo! Una exhumación mostró un cuerpo incorrupto, «cuyas viejas
virtudes vencieron a la natural destrucción de la materia». Se dice en el valle
de Padrón que si un enfermo reposa durante media hora sobre la tumba del
Corpo Santo, sanará de sus males. Pero la suerte será adversa si el enfermo se
queda dormido encima del sepulcro. El sueño en la tumba del Corpo Santo es
nuncio de muerte como el cortejo amarillento de la Santa Compaña.
Quizás, en una tarde de niebla, doña Teresa y Rosalía pasaran entre las
hileras de cruces blancas hacia el sepulcro del monje santificado por la
leyenda popular…
Si así fue, Rosalía no se quedó dormida. Sentada en tierra, entre la bruma,
los ojos oscuros y el cabello negro de la joven poeta, irradiaron vida.
Pero los inviernos siguieron siendo amenaza mortal para la dulce nena.
Las primaveras, por el contrario, son esperanza. La niebla desaparece. Las
lluvias dejan paso a un sol que hace abrir las dalias y florecer los rosales de
La Huerta de la Paz.
Los ojos de Rosalía se reaniman como las ramas de los castaños y las
vides tiernas. La tez morena, las trenzas brillantes y los contornos suaves del
cuerpo núbil de la jovencita, florecen con los verdes brotes del maíz. Cuando
escribe sobre la mesa de piedra, debajo de una olorosa madreselva del jardín,
su cuerpo exhala también un aliento de resurrección.
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Rosalía pasa en primavera y verano por períodos de alegría expansiva.
En una de esas épocas, encontrándose en Santiago, en casa de unos
amigos (¿tal vez la fraternal madrina María Francisca?), acepta tomar parte en
una fiesta del Liceo San Agustín. Allí son leídos en público versos suyos. En
un ambiente escolástico, un poco seco, Rosalía recibe por primera vez los
parabienes de extraños.
El Liceo San Agustín, de Santiago de Compostela, va unido a los años
mozos de la poetisa. En otra ocasión toma parte en una representación teatral.
Su sensibilidad se acomoda a toda manifestación artística. Rosamunda, de Gil
y Zárate, fue encarnada por Rosalía. Flores y palomas llueven sobre el
escenario. Se le aconseja que siga la profesión teatral… (acaba de cumplir
diecisiete años).
Pero Rosalía poseía un temperamento delicado que no se avenía a la vida
artificiosa de los cómicos. ¡Ella, toda pureza y sensibilidad, metida en un
mundo de papel!…
Se asegura, no obstante, que sus dificultades económicas estuvieron a
punto de conducirla hasta un escenario madrileño.
¿Qué hay en ello de cierto?
Fiel a su sensibilidad creadora y a su destino, Rosalía de Castro no salió
del cauce que la Poesía le había trazado desde su niñez más tierna.
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Encontramos los contactos de la escritora con la naturaleza en muchos de
sus Cantares gallegos:
Paseniño, paseniño,
vou pola tarde calada,
de Bastábales camiño.
Camiño do meu contento;
y en tanto o sol non se esconde,
nunha pedriña me sentó.
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se siente vinculada, el dolor de la tierra gallega, sin campesinos; de las costas
gallegas, sin pescadores.
Durante años, al amor del hogar, en las amplias cocinas campesinas y
marineras, los vellos y vellas han venido interrogando a la peneira sobre el
retorno de los hijos que se fueron un día por el mar. Mientras crepitan los
leños retorcidos, se leen cartas, que traen saladas gotas de llanto de los hijos
de Galicia, y de mares, que la ausencia larga hace más amargos. A veces, las
cartas parecen resplandecer en promesas y esperanzas. ¡Pero los que se fueron
no vuelven!
Algunos ven en las emigraciones gallegas —en las que fue pródigo
siempre el valle de Padrón, cuna y sepulcro de Rosalía— solo un anhelo
andariego, nacido en el hijo de Galicia de lo más profundo de su raíz céltica.
Pero hay un problema social por encima de este posible atavismo. Galicia,
feraz, dadivosa en frutos, no ha alcanzado el progreso agrícola que disfrutan
otras regiones españolas. El labrador gallego sigue inclinado penosamente
sobre la reja primitiva. La gleba significa para él un esfuerzo agotador, mal
recompensado. Reposando en sus valles y costas galanas, velada en sus
nieblas, Galicia parece olvidada de España. Adormecidos en sus leyendas de
trasgos y meigas, los hombres gallegos buscan en los exorcismos, en la
oración y en el mar, de indecisos rumbos, el remedio a su duro destino.
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¿No parece llorar en estos versos la más tierna de las despedidas? ¿Por qué se
va, entonces? ¿La empujan a Castilla las dificultades que prevalecen en La
Huerta de la Paz?
La vida de la tierna compostelana ofrece zonas impenetrables, rudos
contrastes; es clara y brumosa, pálida y encendida, como el paisaje galaico.
Un día la vemos esperando el tren, en la estación de Santiago.
Es el mes de mayo, cuando florecen las dalias en La Huerta de la Paz. Las
campanadas de Santa María de Bastábales descienden hacia el valle de la
Mahía, cristalinas, como los arroyuelos, que entre vegas verdes escapan a la
tutela del Sar y el Sarela.
Los viejos clérigos recibirán el dulce sol en el cementerio de Adina…
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CASTILLA
I
ROSALÍA llega a la corte madrileña en 1855.
La capital de España se resiente todavía del legado de Fernando VII Las
cicatrices abiertas por la revolución de julio están aún frescas. El general
Espartero dirige los destinos de la nación, después de haber hecho posible un
deseo largamente acariciado por el pueblo: la salida de la reina Cristina de la
corte de España. Cristina es odiada. Se dice que «su nombre va ligado a toda
contrata lucrosa, de buena o mala ley, a toda especulación onerosa y
privilegio monopolizador». El pueblo madrileño recibe gozoso la partida de la
reina madre para Francia.
Pero ¿ha mejorado por ello la situación del país?
El pueblo se deja llevar dócilmente por el camino que le trazan los
políticos y militares de la época. El ambiente social es de confusión. Se ha
luchado en las barricadas. Hasta los toreros se han encendido en ardores
patrióticos (Cúchares y los hombres de su cuadrilla se batieron en la calle de
las Huertas); pero mientras en unos lugares se dieron vivas a Isabel II, en
otros se cantó el Himno de Riego…
En la corte impera la intriga. La reina Isabel se deja influir de quienes la
rodean. Su esposo, Francisco de Asís de Borbón, interesa a Isabel en favor de
los derechistas, representados en el elemento castrense por el general
Leopoldo O’Donnell (esta labor culminará, un año más tarde, con la caída del
Gobierno de Espartero, fraguado por O’Donnell y el rey durante una fiesta
palatina, entre dos rigodones).
Los muebles de la viuda de Fernando VII fueron quemados en las calles
por los patriotas, pero esto no purificó los aires serranos de la corte. El pueblo
pasa hambre. Los espíritus de sor Patrocinio, La Monja de las llagas, y del
cura Fulgencio, siguen aposentados en las recámaras del Palacio de Oriente.
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En los cuartos de banderas del reino se conspira, se fraguan planes que nada
tienen que ver con el bienestar de los españoles.
Mientras, en los cosos taurinos triunfan Cúchares y Lagartijo, y en el
teatro del Príncipe, Antonio Vico, Julián Romea y Teodora Lamadrid se
hacen aplaudir por la reina de España.
Isabel II asiste al teatro casi todas las noches. En los entreactos, come
bombones mientras se abanica con gracia madrileña.
El duque de Rivas y don Eugenio de Hartzenbusch se acercan al palco
real. («¿Cómo estás, duque?», dice la reina).
El infante don Francisco de Paula, suegro y tío de la soberana, sentado
junto a su sobrina, muestra al público su efigie, en la que destaca la borbónica
nariz. A su lado, la infanta Josefa, prima de la reina, centra los focos de sus
gemelos de nácar en la figura airosa de Julián Romea.
En palcos y luneta hay susurros de conversaciones, relucen brillantes y
huele a perfumes franceses…
A la puerta del teatro un golfillo vocea los periódicos de la noche. Una
niña vende violetas. Uno de los huérfanos popularizados por la musa de
Manuel del Palacio adormece su abandono a la puerta de un caserón de la
callada plazuela de Santa Ana.
En los cafés se leen y comentan los últimos versos satíricos aparecidos en
El padre Cobos:
Tirando de su equipaje,
como acémila de noria,
España sigue de viaje
por la senda de la gloria,
¿va, quizás,
por el antiguo sendero?
No; que la guía el «chascás[2]».
del general Espartero.
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El salto de Padrón a la corte es un poco brusco para Rosalía. El valle de la
Mahía, envuelto en las brumas de sus ríos, apenas se ha conmovido por la
revolución de julio de 1854. Si alguna conmoción se experimentó en la región
aquella, de campesinos y pescadores, no fue tan profunda como para turbar la
quietud de La Huerta de la Paz. De los airosos maizales, los pausados
girasoles y los pinos verdes al paisaje hosco de Castilla hay un mundo de
saudades padronesas, que afinan más y más la sensibilidad de Rosalía de
Castro.
No es sencillo desenraizarse de la propia tierra, y Rosalía es una raíz viva
de Galicia. En el estrecho vagón de tercera que la conduce a Madrid, la
escritora siente dentro de sí misma las primeras voces reveladoras del
destierro. El paisaje manchego, sus dilatados campos endurecidos; el páramo
castellano, grande en sus ruinas de piedra, mísero en sus campesinos
cenceños, requemados por un sol sin celajes, la llena de tristeza. La
madrugada de El Escorial, con su monasterio, de líneas severas, bajo una luna
fría, la hace estremecer. La pequeña estación; el farol tembloroso, asomando
bajo la manta zamorana en que se arropa el mozo; las pisadas de la pareja de
la Guardia Civil, llenan su alma de oscuros presagios. Ante este paisaje duro,
que su tierna sensibilidad gallega no comprende, el recuerdo de la tierra
nativa se hace más fuerte, más imperioso: se señorea en absoluto del ser.
Varias veces hace el viaje a la capital de España, y su impresión de
melancolía siempre es la misma. Su pluma expresa así sus sentimientos frente
a la planicie castellana y manchega:«… aquelas soidades de Castilla que dan
idea do deserto; eu que recorrín a feraz Extremadura e a extensa Mancha,
dond’o sol cai a promo alomeando monótonos campos, dond’o cor da palla
seca presta un tono cansado o paisaxe que rinde e entristece o esprito, sin
unha herbiña que distraía a mirada que vai perderse nun ceo sin nubes, tan
igual e tan cansado coma terra que crobe…».
Al lado de esta estampa se refleja el sentimiento de ternura de que está
poseída la poetisa cuando escribe, refiriéndose a la dulce región
compostelana: «A terra cubería en toda las estacións de herbiñas e de frores;
os montes cheos de pinos, de robres e salgueiros; os lixeiros ventos que
pasan; as fontes i os torrentes derramándose fervedores e cristaiños vran e
invernó xa polos risoños campos, xa en profundas e sombrisas hondonadas…
Galicia e sempre un xardín donde se respiran aromas puros, frescura e
poesía».
Su desbordante pasión por Galicia oscurece a los ojos de Rosalía el
paisaje castellano, de indudable grandeza.
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Todo en la villa y corte le es extraño. Los corazones abiertos de los hijos
de Madrid no bastan a resarcirla del hondo pesar que le produce la situación
de los gallegos pobres. El habla dulce y sugeridora de sus hermanos de raza se
le ofrece siempre en los medios más humildes de la población. Aguadores,
serenos, criados, panaderos, cargadores, son siempre gallegos. Y cuando en
un hotel un mozo gallego coloca el baúl de Rosalía sobre sus hombros para
conducirlo al cuarto que se destina a la escritora, esta enjuga una lágrima («i a
prole fecunda tua/s’espalla en errantes hordas»).
Los gallegos ocupan en la capital de España los lugares más modestos,
realizan las labores más duras. ¿Por falta de méritos personales? El gallego es
activo y emprendedor, pero, en general, el que llega a la corte, como aquel
que, más ambicioso, emigra a América, no dispone de otra defensa para la
lucha por la vida que sus propias manos, encallecidas por trabajos de campo o
de mar. No sabe leer. Su mente está oscurecida por la ignorancia…
Pero Rosalía juzgaba el problema a través de su amor por Galicia y los
gallegos. Para ella, la situación de inferioridad social en que se encuentran sus
paisanos en Madrid se debe al desdén con que se les mira en la corte
castellana. Castilla, «a nai qu’un fillo despreça», cruza los brazos ante el
abandono, ante el dolor sin consuelo de los hijos de Galicia.
Esta impresión, que habrá de cristalizar en nuevos impulsos poéticos de
profundo sabor regional —nacional, por tanto—, aísla a Rosalía del ambiente
literario. Por otra parte, las tertulias intelectuales de los cafés, en las que se
habla de arte, política y toros aporreando con ardor español el mármol de las
mesas con las cucharillas de metal, le son profundamente molestas. El humo
de los cigarros, que finge celajes a los ángeles pintados en el techo, le
mortifica los pulmones enfermos.
Tampoco la atraen los paseos crepusculares del Prado, humedecido por la
brisa fría que se desprende del Jardín Botánico. Las elegantes que guían sus
tílburis, escoltadas por galanes a caballo, le hacen más penosa la presencia del
cargador gallego, sudoroso bajo un gran baúl.
A los paseantes se mezclan intelectuales tan destacados como Ventura de
la Vega —enormes patillas y alto sombrero de copa— y Gertrudis Gómez de
Avellaneda, bella y distinguida, semivelada por la seda de su mantilla.
La Puerta del Sol, en la que ríen los caños de la fuente Mariblanca, los
pregones, los ciegos que venden La Gaceta, los aguadores, los cesantes, las
modistas, las beatas que entran y salen en la iglesia del Buen Suceso —
blondas negras y melindres tras el abanico—, forman un marco demasiado
violento para las tinieblas galaicas de Rosalía.
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La atraen más los paseos del Buen Retiro y el dorado Parterre, oloroso,
lleno de risas infantiles, como el viejo cementerio de Santa María Adina.
También place a su romántico temperamento el Madrid primitivo, sus calles
en soledad rodeadas por antiguos palacios, sus rincones sorprendentes, donde
la historia brota en cada puerta como el chorro de agua clara en las Cuatro
Fuentes del Prado.
No obstante su retraimiento, su fuerte personalidad la descubre a los ojos
de otros poetas de la época. Su admiración por Enrique Heine, que muere en
París un año después de la llegada de la escritora a Madrid, la unió en un
común fervor con el tierno Gustavo Adolfo. Acompañada de Bécquer visita
los cementerios de San Isidro y San Justo, recargados de mármoles y de lacios
sauces recatados y tristes. En estos dos camposantos madrileños cobra la
muerte una tangibilidad desconocida en el dulce y pequeño camposanto de
Adina. Las hojas secas que cubren los angostos paseos de San Isidro llenan el
alma de una profunda melancolía, que no disipan los gorjeos de los pájaros.
Las visitas a los cementerios, que dejan su huella fecunda en el poeta
sevillano, hacen en la escritora gallega más encantador el recuerdo de su
camposanto padronés, donde las risas de los niños desvanecen la estampa de
la muerte.
La amistad de Rosalía de Castro con Gustavo Adolfo Bécquer, mantenida
por admiraciones comunes y gustos afines, pudo hacer pensar en un posible
idilio. Se tiene por cierto que no existió. Románticos y tristes ambos por
temperamento y por ambiente, el mismo viento que al sevillano mueve a la
duda, a la gallega inclina al pesimismo.
Esta leve disparidad de reacciones no impidió, sin embargo, la formación
de una amistad, que se prolongó en el futuro, haciéndose extensiva por parte
de Bécquer al marido de Rosalía, Manuel Murguía, también gallego y
escritor.
Gustavo Adolfo Bécquer es el primero en conocer las poesías de la joven
compostelana, quien mejor comprende su excepcional temperamento artístico,
sus formas de expresión, su sencillez, el amor a la tierra lejana que murmura y
llora en sus versos como las soterradas aguas en los valles gallegos…
II
Cada día que pasa en la corte es un eslabón más que la ata a sus recuerdos: los
hombres, los aromas, los rumores, tan distintos a los que se entrelazan a las
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imágenes que su mente acaricia. El clima frío o ardiente de Madrid; sus
nieves, que hacen enmudecer las calles del centro y resucitan emociones
navideñas en los callejones y pasadizos antiguos; las campanas de la ciudad,
cuyo repicar atrae a las viejas enlutadas como a bandadas de murciélagos,
¡todo es diferente!
¡Qué distinta el habla rotunda de Castilla a la fala dulce y cariciosa del
valle de Padrón! ¡Qué tenue y grato el viento, arrastrándose entre los pinos
rumorosos y los verdes maizales, rizando el limpio cristal de las rías después
de haberse mecido con las ondas del mar! ¡Qué encanto en el invierno
gallego, que hace más fraterno al hogar, más bellos los contiños de meigas
junto a los leños crepitantes de la cocina, mientras el alma colectiva de
Galicia se estremece con el presentimiento de la Santa Compaña! ¡Cómo
llenan de dulces emociones y llaman a los sueños sus campanadas lentas, que
se apagan en el fondo de los verdes valles!…
La morriña, latente en todo hijo de Galicia, se acusa con más brío en la
escritora, dos veces gallega, originalmente y en virtud de su temperamento
poético.
Es en estos períodos de estancia en Castilla cuando la saudade dicta a
Rosalía de Castro parte de los versos que aparecerán años más tarde —1863
— bajo el acertado título de Cantares gallegos. En las épocas vividas en la
capital española, en las que su amor al terruño se hace más sensible, cada
suspiro, cada lágrima de la poetisa adquieren forma poética. Sus poemas son
brazos que se tienden hacia la tierra querida cuando dice:
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Es su acendrado amor a Galicia, tornado ardiente brasa por la distancia, el
que la hace exclamar:
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Non permitás qu’aquí morra,
airiños da miña terra,
qu’aínda pensó que de morta
hei de sospirar por ela.
La primavera llega otra vez hasta ella, imprimiendo a su piel un color nuevo,
desvaneciendo las falsas rosas que enciende la fiebre en los inviernos.
Una vez más se abren a un sol tibio las dalias de La Huerta de la Paz; los
rosales muestran botones apretados, las campanillas violeta trepan alegres
hacia el tejado. Las paredes de la casa vuelven a deslumbrar de blancas entre
las hojas de la higuera y de la madreselva.
La alegría de respirar bien, de sentir cómo se desvanece la losa que
oprimió su pecho durante el invierno, hacen encender en Rosalía las alegrías
de su plena juventud. Tiene veinte años. No es bella, pero se sabe agraciada
por el don poético, que dota a sus ojos de una luz diferente a la que brilla en
los ojos de otras mujeres. También su feminidad derrocha cualidades de que
otras mujeres carecen. Su bella voz, que sabe acomodar a las más dulces
inflexiones y modelar dentro de las expresiones más cariciosas, es dulce
vehículo para la conquista de los corazones.
En algunas fiestas del pueblo entona canciones de amor acompañándose
de la guitarra. Sus ojos y sus labios ríen; sus miradas se enredan a las faldas
alegres, a los zapatos que trenzan muiñeiras, mientras las empanadas de
pescado se tuestan en el horno hasta tornarse dorados soles.
Estos contactos con los campesinos no se perderán. Rosalía de Castro
posee el privilegio de captación, y en su mente queda cuanto ven sus ojos. Las
angustias del hombre gallego, las riadas, con su cohorte de hambre y
epidemias, las emigraciones, la soledad de los pueblos sin varones, forman la
más pura creación de Rosalía. Las alegrías inocentes de los pobres, sus
diversiones ingenuas, sus amores, llenan también las más hermosas páginas
de esta escritora, de vena y sentimiento auténticamente popular, la más
abrasada en galleguismo que ha dado Galicia.
La ironía, la terquedad sana del hombre del campo, se nos ofrecen en la
obra de la escritora padronesa en versos ricos de imágenes y colorido en «Un
repoludo gaiteiro», «Non che digo nada», «Compadre desque un vai vello» y
otros poemas, que se encuentran en Cantares gallegos.
La primavera siguiente a su regreso de Madrid —posiblemente la de 1856
— Rosalía se da plenamente a la creación literaria. La mesa de piedra de La
Huerta de la Paz es testigo de su labor. Al lado de la florecida madreselva, de
los rosales, van brotando los poemas, los cuentos, las obras que, a raíz de su
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publicación, no despertarán gran entusiasmo, acaso por servirse su autora de
una voz demasiado simple a que no están acostumbrados los críticos de la
época, saturados de la grandilocuencia de Espronceda, de la forma ampulosa
de don José Zorrilla y de las diferentes modalidades de los demás escritores y
poetas del momento. La sencillez de expresión de Rosalía, los temas que la
inspiran, su sobriedad y, sobre todo, el idioma empleado por ella, su aversión
a expresarse en castellano, determinan que sus primeros libros sean acogidos
con indiferencia y, en algunos casos, con hostilidad.
En 1857 y durante un período de bonanza en su salud, se decidió a
publicar su primera obrita: La flor, editada en Vigo.
La aparición de este volumen de poesías fue muy celebrada en los medios
intelectuales de Coruña y Vigo.
La publicación de La flor había de anunciar a España la aparición de un
gran poeta. También daría forma definitiva al destino de Rosalía de Castro.
III
1857
Doña Teresa de Castro ha envejecido. Sus manos siguen entrelazándose
para rezar, pero sus antes delicados dedos se han secado, y los huesos se
abultan en ellos bajo la morena piel. Sus manos se han abierto por las labores
agrícolas y sus ojos han aprendido a buscar en las estrellas el agua que hace
abundantes las cosechas. Al regar las campanillas y los rosales de La Huerta
de la Paz, las manos de doña Teresa se hacen suaves y ligeras, como cuando
colocaban varas de nardos ante el altar de Santiaguiño, en la capilla de las
Torres de Hermida.
¿Seguirá la peneira volando en predicciones frente a la ventana abierta del
desván?
Por las tardes, doña Teresa recose su ropa, olorosa de manzanas, mientras
el tren corre enfrente buscando la ruta de Castilla.
Los viejos canónigos y los seminaristas pasan ante La Huerta de la Paz
con aire sosegado.
En el valle de Padrón hay muchos clérigos. Siempre fue en las vegas
padronesas gran honor tener un sacerdote en la familia. Los curas viven
rodeados de respeto y cariño. Las puertas de la Casa Consistorial, de los
palacios, de los caseríos, se abren de par en par ante las botas negras del
clérigo. Por eso, el sueño ambicioso de todos los campesinos padroneses es
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tener un hijo sacerdote. Por eso, mucho antes de que los ojos de los jóvenes se
abran a los caminos y a los deseos de mocedad, sus hombros se hunden bajo
el peso del negro hábito del seminarista. Esto justifica la ausencia de
verdadera vocación religiosa en gran parte de los curas padroneses. Este
renunciar a las aventuras y a las dichas mundanas por ajena voluntad da
origen a esos jóvenes seminaristas de ojos ardientes, cuyo corazón golpea
bajo la sotana con aldabonazo de llamada al amor.
¿Vocación de sacerdote padronés…? Doña Teresa sabe bien del peso de
las negras ropas sacerdotales sobre el cuerpo galán del mozo, hecho cura por
deseo paterno. Y por eso, sus ojos, que los años van hundiendo en un rugoso
círculo oscuro, siguen con ternura las figuras de los seminaristas, que pasan
hojeando su breviario ante La Huerta de la Paz.
Otra vez se ha hecho a la soledad. Solo que la soledad de su casa de hoy
no lo es de pasillos pétreos sino de claros aposentos, donde el sol penetra
envuelto en los reflejos verdes de las persianas. Las flores aroman el ambiente
y las campanas de la iglesia de Santa María de Bastábales traen al valle ecos
menos tristes que antaño.
Las cartas de Rosalía llegan con frecuencia, empañadas siempre de
saudosa melancolía, de añoranzas de la tierra, húmeda y verde, en que se
desenvuelven los días iguales de su madre.
En la primavera de 1857 recibe doña Teresa el primer libro de su hija,
editado en Vigo. Poco después hace su aparición Rosalía, ansiosa como
siempre de respirar los aires de su patria.
En Padrón, la joven retorna a sus viejas costumbres: paseos por el campo,
visitas al cementerio de Adina y a la iglesia colindante.
Estando en La Huerta de la Paz, este año del 57, recibe un ejemplar del
periódico La Iberia, que se edita en Madrid. La Iberia publica un artículo
crítico sobre La flor, primera obrita de la escritora padronesa. Lo firma
Manuel Murguía, natural de Coruña, historiador y brillante prosista.
La flor circula en reducidos medios literarios de Madrid y Galicia. Merece
el volumen pocos comentarios favorables o alentadores. Solo Manuel
Murguía, también gallego, y tal vez poseído por la misma morriña que
Rosalía de Castro, comprende los sentimientos que animan aquellas primicias
intelectuales, todavía sin vehículo propio de expresión, que se asoman a los
umbrales de la poesía contemporánea. Murguía es el primero en advertir
detrás de aquellos balbuceos inocentes, de aquellos tanteos juveniles, la
irrefrenable vocación literaria de la poetisa. Y su pluma es fiel a su impresión
de lector y a su juicio de crítico. En Padrón ha nacido una escritora.
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Las consideraciones de Manuel Murguía en torno a La flor despiertan
cierta curiosidad en los medios intelectuales de Galicia y Madrid hacia el
libro de la poetisa compostelana. Pero ninguna otra pluma será tan rotunda y
generosa en el elogio como la del historiador gallego.
Su admiración por la escritora le mueve a frecuentar a la mujer. Lo
consigue ese mismo año, un día de verano, cuando las calles de Madrid se
llenan de los pregones más apasionados: «¡Macetas de claveles dobles!».
Eduardo Chao, el amigo que puso en sus manos el primer ejemplar de La
flor, le presenta a Rosalía un día de Corpus en plena calle de Alcalá, beata de
cera e incienso.
Rosalía de Castro va acompañada de Eulogio Florentino Sanz, traductor
de Enrique Heine y unido a la poetisa gallega por el vínculo cordial de
admiración hacia el romántico alemán.
Rosalía estrecha la mano del primer hombre que se ha ocupado de ella
como escritora desde las páginas de un diario importante. Manuel Murguía se
siente un poco decepcionado ante los rasgos físicos, un tanto vulgares, de la
joven. Rosalía es alta, de complexión robusta. El color de su tez denota la
naturaleza enfermiza, pero sus caderas son anchas y su busto desarrollado.
Los ojos, no muy grandes, están dominados por una pupila oscura, penetrante.
Los rasgos pronunciadamente gallegos aparentan una energía que la hija de
doña Teresa está lejos de poseer.
A las pocas palabras cambiadas con la muchacha, mientras la procesión
del Corpus, interminable de velas y bonetes, afluye de la Puerta del Sol,
advierte Murguía en esta mujer, nada hermosa, la misma dulzura que refleja
cada uno de sus poemas. Sus miradas, sus palabras, su hermosa voz, sus
tiernas expresiones, señalan a la joven con un hechizo que atrae los
corazones.
Manuel Murguía tiene cerca de veinte años más que Rosalía, pero ello no
impide que la presencia de su encantadora paisana le despierte anhelos
juveniles en el corazón. La encuentra deliciosa cuando se abanica para
espantar el aire pesado de junio, y las ondas negras de la mantilla le acarician
levemente las mejillas sin color.
Un poco ajenos al gentío y al amigo que les acompaña, hablan de Galicia.
Rosalía se deja prender fácilmente en la plática, en que entran el mar, las
vegas padronesas, las alegrías y dolores del pueblo gallego…
Murguía empieza a sentirse dulcemente envuelto en aquella voz, prendido
en aquella fala llena de localismos tan deliciosamente dulces y evocadores.
Absortos en su plática oyen la exclamación de Eulogio Florentino Sanz:
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—¡Que pasa el Santísimo!…
La procesión ha terminado, y las piedras preciosas de la custodia
centellean bajo el claro sol de Madrid.
Miles de cabezas se inclinan, mientras de los balcones caen claveles y
aleluyas de colores.
El paseo se prolonga hasta la Puerta de Alcalá.
La noche encuentra a Rosalía de Castro y Manuel Murguía convertidos en
los mejores amigos del mundo, gracias al cariño común por la misma tierra:
Galicia.
Murguía la busca en los días siguientes. Pero no es fácil verla. Rosalía
sale poco. Trabaja mucho. Pero ¿qué clase de trabajo absorbe sus días? Parece
que en aquella época traducía mucho del francés, idioma que, como el piano y
el dibujo, le fue enseñado por su madre. Las traducciones están mal
remuneradas, pero Rosalía es sobria, y aún puede permitirse pequeños envíos
de dinero a La Huerta de la Paz.
A veces escasea el trabajo, y es posible que, en una de estas crisis,
atendiendo a voces que se lo aconsejaron, estuviera a punto de hacerse actriz,
cosa que se da por cierta por quienes llegaron a tratar a sus familiares.
La entrada del otoño, con el mortal caer de las hojas, le trae de nuevo el
anhelo de las vegas floridas de Padrón.
Así es toda la vida de Rosalía: idas y vueltas en torno a una salud que no
llegó a poseer nunca.
¿Es igual en el amor? ¿Qué fue para ella Manuel Murguía? ¿Acaso el
posible asidero de lo que le parecía tener de inestable la vida? ¿Esperaba
hallar en la compañía de aquel hombre, cerca de veinte años mayor que ella,
el reposo espiritual que desde sus años más tiernos le había faltado? Si en
Madrid Murguía es para Rosalía el recuerdo vivo de Galicia, en la quietud
perenne de las vegas mojadas, de los mansos ríos y los mares abiertos a los
sueños gallegos, en Padrón, la renuévala presencia de los amigos queridos, las
pláticas literarias, los paseos en el Buen Retiro, las emociones sentidas en
común en el teatro de la Cruz y del Príncipe, en los conciertos y en el Museo
del Prado.
Porque Murguía va a Padrón, desde Coruña, a visitar a la escritora. Y en
Padrón, Manuel Murguía pide a doña Teresa la mano de su hija.
La de Castro suspira. Rosalía tendrá esposo, y sus hijos tendrán padre. No
pregunta al escritor acerca de su edad, ni de sus medios pecuniarios. Murguía
es hombre serio. Sus pasos suenan fuerte en las losas de La Huerta de la Paz,
que desconocen pasos de varón.
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Al año siguiente (1858) se casan Rosalía de Castro y Manuel Murguía.
Ella cuenta veintiún años, dieciocho menos que su marido.
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EL AMOR
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I
A UNA sensibilidad como la de Rosalía de Castro había de corresponder un
corazón también susceptible de los sentimientos más tiernos y profundos. Así
fue. Desde su edad más temprana, Rosalía da muestras de poseer una
capacidad amorosa que los años no harán disminuir. Su inclinación a la
tristeza, a la contemplación de los pájaros y de las flores; su afición al canto y
a la música señalan, en sus años niños, a la par que un temperamento lírico y
soñador, al más dulce y amoroso de los seres.
Rosalía es hija del amor más profundo, secreto y exaltado, y acaso su
formación orgánica en un seno torturado por honda pasión y amarga angustia
la dotara de cualidades que habían de hacerla capaz de amarlo todo,
comprenderlo todo, que es otra forma de amar.
Todo es amor en Rosalía: amor a su madre; amor a Galicia; amor a los
gallegos; amor y siempre amor en su vida. Primero son los colores, los
aromas, que despertarán en la escritora la pasión por la tierra nativa, grande y
fecunda, que habrá de acompañarla toda su vida, formándola mujer y artista.
De una a otra edad, envolviéndola en un manto impalpable de ternura, el amor
a su madre.
Pero ¿y Rosalía mujer? ¿Cómo se manifiesta en la edad del amor? ¿Qué
fisonomía adquiere en la pubertad la capacidad amorosa de la gran escritora?
Voces del pueblo que la vio nacer dan como ciertos unos amores entre
Rosalía de Castro y un humilde mozo padronés. Se viste a la anécdota
amorosa con tintes de tragedia. Si ello fue cierto, será un eslabón más de amor
con que la tierra gallega habrá encadenado a Rosalía.
¿Hasta qué punto pudo ella, fina y espiritual, hilvanar ensueños
románticos en torno a un mozo sin instrucción alguna, seguramente rudo y
desprovisto de la delicadeza necesaria para comprender a mujer de fibra tan
quebradiza?
Se dice que el hombre era vigoroso y gallardo, y la poetisa solo contaba
diecisiete años, edad propicia a las ilusiones más exaltadas, sobre todo en una
imaginación ardorosa como la que poseía la hija de doña Teresa de Castro.
El barniz dramático con que se pinta esta historia de amor atribuida a la
escritora compostelana no dice nada en favor de su autenticidad, aunque sí
nimba a estos supuestos amores de la poetisa y el campesino de indudable
prestigio.
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Se asegura que en los períodos de mejoría en su enfermedad Rosalía
gustaba de asistir a los bailes que se celebraban en su pueblo, fiestas de fuerte
colorido popular y gran belleza plástica. Allí, junto a los pasos trenzados de la
muiñeira, al calor de la dulce gaita céltica, en un ambiente húmedo y dulce, el
corazón de la joven respondió a la primera llamada del amor. La gaita de
populares resonancias, el sol tibio, hicieron más profundo el mirar de ciertos
ojos negros… El muchacho es celoso. Rosalía no es bella, pero su mirada es
dulce y profunda, y su temperamento poético imprime a su voz y a sus
movimientos una gracia que la hace distinta a todas las muchachas de Padrón
—trenzas airosas y rojas mejillas—, que mezclan sus faldas de color a las de
la descendiente de los Castro, de Lestrove, en los giros de la danza rústica.
También a los ojos de Rosalía el mozo de ardientes pupilas es diferente a
los demás; acaso menos tosco e indudablemente hermoso en su brava estampa
montaraz.
Otro deseo masculino ronda a Rosalía. Una tarde, en el baile, un mozo se
acerca a la pálida padronesa, la envuelve en sus miradas encendidas y,
atrevido, la saca a bailar antes que el mozo que la enamora.
Es fatal imprudencia en el valle de la Mahía «bailar» a la novia de otro. El
atrevimiento se paga a veces con la vida. Y el que lanzó a Rosalía en el ruedo
loco y alegre de la muiñeira pagó con la suya el gesto varonil.
La historia tiene un epílogo melancólico: en un peñón de Ceuta cumple
condena el mozo. En el corazón de Rosalía, el drama levantó un ídolo.
¿Hasta qué punto es cierta la anécdota?
Se asegura que la escritora llevó al papel este recuerdo, que dicen perduró
a través de toda su vida, aun dentro del matrimonio.
Hay en Follas novas, una de las más características obras de Rosalía,
prologada por Emilio Castelar y aparecida en 1880, una poesía breve, sentida
hondamente, como todas las que salieron de tan fina pluma pero cuyo tema
expresa un estado de ánimo que muy bien pudiera enlazarse a la hipotética
anécdota, la titulada: «Unha vez tiven un cravo», que comienza así:
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¿Se trata del supuesto amor adolescente?
Casada desde 1858 con Manuel Murguía, la escritora rinde, no obstante,
culto a un dulce sentimiento que sin duda no ha despertado el marido. En todo
caso, si no del hipotético ensueño juvenil, se trata del amor mismo, de quien
siempre estuvo enamorada la escritora, al que adoró bajo sus diversas formas.
Todo poeta, al crear poesía, se recrea a sí mismo y Rosalía,
profundamente afectiva, no podía alterar esta regla. Así, el acento apasionado
de su obra responde a su encendido anhelo de amor, a su necesidad de ser
amada.
También de Follas novas son los siguientes versos, en los que otra vez,
bajo la urdimbre literaria, surge la voz amorosa:
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Manuel Murguía lleva cerca de veinte años a la poetisa, carece del
atractivo físico capaz de conmover la imaginación viva de la padronesa.
Literariamente, Murguía es el hombre acomodado a su estrella, al lado de
cuya palidez la lírica nueva y recia de Rosalía de Castro resplandece con luz
propia. Murguía, como hombre y escritor, está en la madurez, una madurez
serena, sin arrebatos. Rosalía tiene veintiún años y su pluma, falta de
experiencia pero conducida por una mente arrebatada, está pronta a introducir
acentos originales en la poesía de su época. Murguía, como hombre y como
literato, se ha sentado tranquilamente a saborear los frutos de su esfuerzo; es
un historiador estimable, narrador brillante, fino y pulcro. Rosalía se asoma
apenas a los umbrales de la literatura. Sus primicias poéticas están cargadas
de la experiencia dolorosa adquirida en el seno materno y desarrollada en el
contacto con el pueblo bajo de Galicia; su espíritu sufre constante inquietud,
mientras el de Murguía apetece un sosiego egoísta…
¿Qué pudo unir, siquiera temporalmente, seres tan disparejos?
Tal vez un mismo deseo dirigido por opuestos caminos: Rosalía apetecía
la paz interior y Manuel Murguía también.
Rosalía llega a Manuel Murguía después de un camino penoso. Su
temperamento y su rica imaginación la hacen grande; su pobreza y su falta de
salud la disminuyen. Un mundo triste la rodea en una tierra también triste,
llorosa, húmeda y plañidera. Su gran amor, su madre, es un motivo más de
angustia para la joven.
Doña Teresa de Castro reza sin cesar porque su filia encuentre un home.
«No quiero morirme y dejarla soliña», dice la de Castro a su fiel y ya gastada
María Francisca, la que un día, hace veintiún años, presentara en la iglesia de
Santa Susana de Santiago de Compostela a una niña a la que se llamó «María
Rosalía Rita, hija de padres incógnitos».
Manuel Murguía es el home para doña Teresa de Castro.
¿Lo es asimismo para su hija?
Rosalía adora a su madre. La conoce profundamente, también. Ha
estudiado desde niña sus gestos más ligeros, sus miradas, las inflexiones de su
voz. Sabe bien lo que significan los ojos, ya hundidos, de doña Teresa, sobre
la estampa iluminada por una lamparilla perpetua de Santiago Apóstol… Y
cuando llega Murguía a La Huerta de la Paz, un día de otoño en que las
manzanas rojas comienzan a arrugarse en el desván, y con su palabra
mesurada habla de matrimonio, la mirada húmeda de doña Teresa se clava en
el santo («¡Gracias, Santiaguiño!»).
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Desde ese día las manos delgadas de la madre parecen más ágiles, gustan
otra vez de arreglar los tiestos, de anudar lazos color rosa a los barrotes
dorados de su estrecha cama de soltera.
¿Rosalía?
La felicidad materna le pone reflejos de primavera en la piel morena, sin
color. Se siente casi feliz viendo a su madre escoger la tela de hilo que habrá
de formar su ajuar de casada. Las manos de doña Teresa se estremecen de
ilusión al tocar los encajes, los entredoses blancos, las cintas de seda de las
enaguas…
Pero ¿por qué los blancos dedos de la novia no tiemblan entre las sedas y
los tules transparentes? ¿Por qué no enciende el rubor de enamorada las
mejillas castas de la novia?
Desempolvando el más oculto y amado de sus recuerdos, doña Teresa
reanima en el pasado una imagen ceñida por negro manteo en un marco gris
de lluvia, bajo el dintel severo de las Torres de Hermida…
—¿No quieres tú a Manuel, hija?
La pregunta sube una tarde del corazón a los labios de doña Teresa,
mientras las aguas del invierno gallego caen una vez más sobre La Huerta de
la Paz.
—Sí, le quiero, madre.
—Entonces, ¿por qué no estás más alegre, cuando vas a casarte?…
—Estoy contenta, madre, pero el invierno me pone así… Ya lo sabe usted
de siempre…
—Ya tengo ganas de que te cases y de tener nietos… Y que esta casa esté
alegre; que se le vaya el aliento de meigas…
—¡Qué cosas tiene usted, madre!…
Doña Teresa sueña con que en La Huerta de la Paz resuenen pasos de
hombre. Manuel Murguía hará realidad este sueño.
Llena de contento, mientras su hija se coloca bajo la tutela del marido,
doña Teresa se desposa con la soledad más completa. ¡Rosalía ya está casada!
¡Rosalía puede ser feliz, amar libremente a su marido, sin suspiros
ocultos, sin buscar amparo en las sombras!
Nunca le ha parecido a doña Teresa más bella la tierna primavera
padronesa, ni más sedosa la melena verde del maíz…
En tanto, Rosalía y Manuel Murguía se dirigen a La Coruña, al mar.
Siempre en los momentos más trascendentales de su vida, Rosalía siente
la llamada del mar. El mar, que se lleva a los hijos de Galicia por cerrados
caminos temblorosos, ejerce enorme influencia sobre esta tierna hija del valle
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de la Mahía, a la que atrae irresistiblemente hacia sus aguas saladas. Frente al
mar, su sangre circula con más violencia; los caminos abiertos ante su cuerpo
enfermo y su ardiente imaginación se le antojan más dilatados, y la grandeza
de la tierra gallega se le muestra en su plenitud.
—El día que me muera quiero tener delante el mar —dice a su marido,
apenas sus pies han sentido la leve caricia de las olas y sus pulmones
enfermos se han embriagado con la brisa marina.
—No comprendo por qué piensas ahora en la muerte —le dice el esposo.
«No comprende», piensa Rosalía. Siempre tuvo el sentimiento de no ser
comprendida por él. Tal fue el drama en la vida conyugal de Rosalía de
Castro y Manuel Murguía.
¿Por falta de cariño en la esposa?
Rosalía, llena de amor y deseo de ser amada —¡ella que lo amó todo
infinitamente!—, puso toda la ternura de que era capaz en el compañero que
le deparaba el destino.
Su generosidad amorosa le concedió la dulce maternidad, expresión
sublime del amor. La maternidad hizo rebosar el vaso de amor que fue
Rosalía de Castro.
¿Es que Manuel Murguía, hombre dotado de fina espiritualidad, no supo
asir el hilo de comprensión —de amor— que había de ligar definitivamente
su vida a la de la poetisa? ¿Cuánto tiempo tardó en desvanecerse la atracción
que le uniera a la escritora una tarde madrileña, y que le empujó después,
lleno de ilusión, hasta el perfumado rincón de La Huerta de la Paz?
No es fácil hallar la respuesta. Lo que no tiene duda es la existencia del
amor por Rosalía en el corazón de su marido. Cuando se ocupa de la poetisa,
la pluma del escritor gallego expresa, sin proponérselo tal vez, toda la ternura
de que está poseída el ánima de quien la conduce. Murguía es el primero en
descubrir a la escritora, en alentarla, en señalar a la crítica española el gran
poeta que alienta en la provinciana que vive escondida en la villa de Padrón.
De la admiración literaria da en el amor. El amor que sintió por la esposa, casi
veinte años menor que él, le llevó a comprenderla mejor que nadie, a respetar
el sufrimiento antiguo provocado en la dulce padronesa por su origen oscuro;
a advertir las huellas que el padecimiento físico iba dejando en aquel delicado
espíritu, y que la hacían más y más sensible, más propicia a vibrar en el
sentimiento despertado por la tierra nativa; más susceptible de percibir todos
los dolores humanos.
Manuel Murguía, que escribió refiriéndose a su mujer: «fue muy
desgraciada toda su vida», no podía estar ausente de ese sufrimiento.
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Sin embargo, no fueron felices. Se habla de diferencias en los caracteres.
Las peculiaridades de los enfermos del pecho —malhumorados, irritables,
hiperestésicos— poseídas en alto grado por la escritora contribuyeron sin
duda a la separación moral de los esposos, separación que los años
ahondaron.
II
Un amor había en Rosalía que no disminuiría nunca, que los males físicos y
las inquietudes espirituales no alterarían: el amor por Galicia. El cariño por el
rincón que la vio nacer fue cultivado con especial empeño en su corazón. Las
vegas padronesas, las rías, la voz de Galicia, sus coplas y llantos, sus
supersticiones, permanecerán vivas en su mente y en su sangre. Siempre vivió
estrechamente enraizada a la tierra nativa —raíz sensible ella misma de
Galicia—. En la villa de Padrón acomoda sus dudas, sus penas, sus
esperanzas y angustias materiales. A la vega padronesa acude cuando se ve
apagar, como un cirio demasiado gastado. Cuando se ve renacer en otra vida,
también va a Padrón.
En Padrón nace su primer hijo —una hija: Alejandra—. En la pequeña
población que bañan el Sar y el Sarela, la primera hija de Rosalía de Castro y
Manuel Murguía recibe los resplandores del sol húmedo, el aliento de la tierra
fértil que formaron a su madre, mujer y poeta.
El nacimiento de su hija hace a Rosalía más plena. La maternidad la une
aún más a su madre; la une a doña Teresa con esa fuerza que da a las mujeres
la comprensión mutua de un amor y un dolor comunes. El drama de su origen
resurge más vivo y el largo calvario de doña Teresa, madre soltera, se le
aparece en toda su grandeza. La maternidad la llena de amor por todos los
niños gallegos. Su inspiración brota generosa ante los niños descalzos, faltos
de calor, cuyas madres trabajan la tierra. Frente a su hijita, que se desarrolla
entre tibios pañales olorosos a manzanas, la miseria de los niños del valle de
la Mahía se le presenta más dramática, con nuevos perfiles angustiosos, y la
hace soñar para ellos ríos de dulce leche y flores celestiales…
En los Cantares gallegos hay unos versos tiernos dedicados a un niño
solitario que brotaron sin duda al influjo de su renovado amor por los
infantuelos:
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¿quén vos ha de dar a teta,
si tua nai vai no muiño,
e teu pai na leña seca?
Eu cha dera, miña xoia,
con mil amores cha dera,
hastra rebotar meu santo,
hastra verte dormidiño
hastra que máis non quixeras,
con esa boca tan feita
sorrindo todo fartiño
cal ubre de vaca cheia.
¿Se puede dar mayor ternura que la encerrada en estas sencillas expresiones
líricas? Solo una madre puede sentir tan hondamente esa soledad del niño al
que faltan el calor y la leche maternos. Solo una amorosa como Rosalía es
capaz de recibir tan fecundamente el dolor escondido en las chozas de paja y
en los desnudos cobertizos campesinos de la Galicia mísera. Solo amando
intensamente a su pueblo —del que es raíz apasionada— puede apretar sobre
su pecho, a través del amor a su hija, a todos los niños gallegos y soñar, para
las criaturas sin calor maternal, abundancias surgidas de su mente exaltada:
Así, cada período de su vida, cada sentimiento propio, la unen más y más al
pueblo gallego.
En la vida real la presencia de su hija también se hace sentir. Como toda
madre, Rosalía desea para su criatura el más grande bien. Ello la induce a
ponerla en posesión de aquello que puede hacer más venturoso al ser humano:
el saber. Apenas conoce la pequeña Alejandra las nubes, las flores que
adornan La Huerta de la Paz, y ya su madre le enseña las bellezas del idioma
francés, le pone entre los débiles deditos una pluma para que, como ella,
busque una salida plástica a sus ensueños, nacidos del influjo de las nubes, los
pájaros y los girasoles.
Pudiera parecer que con su matrimonio y la maternidad el destino de
Rosalía está cumplido pero, precisamente en ese punto en que su vida se
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completa, nuevas perspectivas de dolor se le muestran, nuevas angustias la
atenazan.
Para su marido, la vida no es fácil. El trabajo le obliga a alejarse de
Padrón. No es pescador ni campesino. Ni el campo ni el mar lo reconocen
como amigo. Su fuente de vida está lejos: en las universidades, en las
academias, entre húmedas paredes, papeles amarillentos; hundido en la trama
espesa de la historia.
Rosalía, cumpliendo su deber de esposa, lo sigue: Santiago, Simancas y
más tarde, la corte de España.
La niña Alejandra queda en Padrón con su abuela. Rosalía teme exponer a
su hijita a las inclemencias de otras tierras; sueña en que la pequeña se
desarrolle entre el maíz y las macetas de La Huerta de la Paz.
Para ella llegan los años duros, la emigración en la propia tierra española.
En Simancas, en el Archivo General del Reino, Murguía investiga.
En una casa modesta del pueblo sencillo, seco, donde la naturaleza y el
hombre son enteros, rotundos; donde no existe la fala dulce, ni los medios
tonos gallegos, Rosalía se siente acabar. ¿Dónde quedaron las vegas verdes,
las queridas campanadas rebotando de valle en valle, las mozas de alegres
periquitos y risas retozonas?
La nieve que tiñe de blanco los tejados de Simancas es mortaja para el
corazón de la padronesa, más sola y triste que nunca en el silencio austero de
la vieja Castilla. Es en esta época, que la poetisa denomina de su «destierro»,
cuando el amor por Galicia surge arrollador y violento. En Simancas fueron
construidas las más ardientes rimas de cariño a su tierra que salieron de la
pluma de Rosalía. Los versos escritos en Simancas y recogidos en Follas
novas, aparecido en 1880, denotan el estado de ánimo de quien los escribiera.
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que fan doçe o vivir,
cabe a figueira da paterna casa,
que anos conta sin fin,
¡que contos pracenteiros…! ¡Que amorosas falas se din
alí!…
III
Tres años de destierro. Breves visitas a Padrón y vuelta a Madrid.
Las cartas de su madre son el único aliciente en la vida de Rosalía. Las
palabras mimosas de doña Teresa llevan hasta la corte el ambiente familiar de
la pequeña villa, sobre todo de los años transcurridos en La Huerta de la Paz.
En cada frase escrita por su progenitura, Rosalía revive escenas del terruño,
hechos sencillos de su hogar, voces y gestos de su hija que son, para la madre
amantísima que es Rosalía, tesoro inestimable. Las cartas cruzadas entre
Rosalía de Castro y su madre son a manera de un diálogo cortado por breves
pausas. Es el amoroso coloquio iniciado en la infancia de la escritora y que
solo interrumpirá la ausencia definitiva de doña Teresa.
Doña Teresa de Castro es joven todavía cuando enferma de muerte. Hace
años que aceptó el hábito negro de los que ya perdieron toda esperanza en
este mundo.
Sus ropas ciñen un cuerpo prematuramente marchito, en el que los ojos
negros siguen interrogando a la peneira, invisible para ella, que aventará el
maíz en el desván de las Torres de Hermida. La salud y la felicidad de Rosalía
continúan siendo el centro de sus afanes.
A raíz del matrimonio de su hija, su inquietud cede un tanto. La llegada de
la primera nieta calma sus pensamientos en confusión. La nieta le es fiadora
de paz y de amor. Rosalía y Manuel serán felices. La pequeña Alejandra
corriendo entre los amarillos girasoles ahuyentará el aire de meigas de La
Huerta de la Paz.
Pero la dicha no se ha hecho para este hogar de muros blancos y persianas
verdes, cuyos vidrios hace estremecer con frecuencia el paso raudo del
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ferrocarril.
La enfermedad de doña Teresa hace su aparición cautelosamente, con
paso blando y traicionero, mientras a los labios de una vieja padronesa pugna
por salir el grito que espanta a los jóvenes y hace acurrucar a los viejos en sus
hogares, mientras los perros aúllan, estrangulados por dogales oscuros: ¡la
Santa Compaña!
Por todo Padrón corre la noticia; se alarga, silbosa, entre los árboles y las
cañas del maíz y golpea en las ventanas de los pazos:
—¡La Santa Compaña apareció en La Huerta de la Paz!
—¡La Santa Compaña!
La Santa Compaña con su amarillento cortejo… Pero ¿de quién? La nena
Alejandra es una rosiña de abril. ¿Entonces…? Se piensa en Rosalía, siempre
enferma… Pero, no; Rosalía está lejos. Y la figura sombría de doña Teresa
atrae la compasión de sus vecinos.
¡Pobre doña Teresa!
La de Castro se recluye en sus habitaciones. Pronto se echa de menos su
semblante tristón detrás de los cristales en los días de lluvia; su negra figura
entre los castaños y al sesgo de las campanillas color de rosa del pequeño
jardín de la casa.
La influencia de la Santa Compaña llega hasta Madrid, a la casa de los
Murguía. Rosalía, gallega sobre todo y por ello supersticiosa, no puede
sustraerse al hálito penoso que emana de Padrón, y que percibe a través de la
distancia, entre los efluvios primaverales de la Casa de Campo…
—Siento que algo pasa allá —dice a Murguía una noche.
—Tu imaginación te hace ver lo que no existe —es la respuesta de su
marido—. Sin embargo, para que te quedes tranquila, escribiré urgentemente
a tu madre.
—¿Lo harás hoy mismo?, —interroga Rosalía, llena de ansiedad.
—Si tú lo quieres, hoy mismo.
—¡Ay, sí, Manuel!…
—Verás cómo es culpa de tus nervios, de tu estado.
Porque Rosalía será madre por segunda vez. Su cuerpo, de poca salud
pero de ancha cadera reveladora, es generoso en la maternidad. A Alejandra
seguirá un hijo, y luego otros más…
Y Manuel Murguía atribuye al embarazo de Rosalía su perenne estado de
dolorosa exaltación.
—Verás cómo todo es imaginación…
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Hablan en el pequeño comedor de su hogar, mientras un viento templado
riza las cortinas leves de una ventana abierta.
Aquella misma noche llega la carta de doña Teresa, la última que escribirá
a su hija.
La superstición popular acierta una vez más. La Santa Compaña se
aposenta sobre el tejado de La Huerta de la Paz. La figura de lutos perpetuos
de doña Teresa de Castro no volverá a empañar la melancólica primavera del
jardín padronés.
Rosalía llega a tiempo de recoger las últimas palabras de su madre.
El hilo de amor tendido entre madre e hija como invisible cordón
umbilical se rompe bruscamente.
Rosalía queda como desprendida por primera vez del seno materno.
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También el lazo matrimonial se hace más perceptible. Manuel, el padre de
sus hijos, forma parte del sufrido y doliente pueblo gallego. El sufrimiento,
calando en sus huesos, la acerca más a él.
Manuel Murguía parece renovar su cariño a la esposa; está más próximo;
la insta a que escriba, a que salga de la celda de recuerdos penosos a que
voluntariamente se ha condenado.
Obstinada en abrazarse a sus recuerdos, Rosalía se niega a salir de su
silencio poético. Solo de vez en cuando compone algo que parte del cariño a
sus hijos y en ellos acaba.
También en su fibra materna había de herirla el destino. Honorato
Alejandro, el único hijo varón, muere a los pocos meses de nacido.
¡Dolor sobre dolor!
Rosalía recibe el nuevo golpe con serenidad. Su carne ha madurado para
el sufrimiento y en sus ojos, que reflejan la melancolía del paisaje galaico, va
cuajando una mirada fija en lejanías que solo ella alcanza a ver.
De la nueva congoja queda en la obra de la escritora padronesa huella
perdurable, en que se advierte un estoicismo que no apaga el dolor:
Estos versos figuran en En las orillas del Sar, obra escrita en castellano y
aparecida en Madrid, editada por Fe en 1884, cerca de diez años después de la
muerte de su hijo.
Cuatro años antes había aparecido Follas novas, libro con el que Rosalía
rompe su largo silencio cediendo a las peticiones de un editor. En los poemas
que componen este volumen está comprendida la mayoría de los que escribió
la poetisa durante la época que ella llamó «no deserto de Castilla» y que la
muerte de su madre interrumpe.
«Guardados estaban, ben podo decir que para sempre, estos versos, e
xustamente condenados pola súa propia índole a eterna olvidanza, cando non
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sin verdadeira pena, vellos compromisos abrigáronme a xuntalos de presa e
correndo, ordénalos e dalos a estampa», dice Rosalía de Castro a manera de
justificación consigo misma en el pórtico de Follas novas; y continúa:
«¡Vaian en boa hora, lies dixen entonces, estes probes enxendros da miña
tristura…!».
¡Tristeza y amor, siempre amor en la vida de Rosalía de Castro! En Follas
novas, cada poema marca un período de la vida atormentada de la autora.
«Enxendros da miña tristura» denomina ella a las composiciones poéticas
recogidas en Follas novas y, en efecto, cada imagen, cada verso, encierra toda
la amargura contenida en el corazón de la escritora. En breves palabras
expresa la angustia de su corazón cuando dice:
Su dolor sin mengua; su recuerdo sin olvido, la llevan a desear la suerte de las
imágenes de piedra de las viejas iglesias compostelanas. Su fino espíritu, al
que los embates no endurecen, se hace más y más delgado, aumenta en
sensibilidad y, traspasada por dolor y amor, Rosalía de Castro tiembla a
impulsos de la adversidad como una pequeña hoja.
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LA OBRA
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I
CANTOS al mar, a los ríos, a las flores domésticas, a los sepulcros, al viento
y a la lluvia. Cantos al recuerdo escondido, al dolor, a los sueños ocultos, al
alma de su tierra. Calor de intimidad: eso es Rosalía de Castro. Esa intimidad
de sus versos es lo que hace grande a la escritora, es lo que imprime rango
universal a su obra poética.
Para adquirir jerarquía muchos poetas han de salir espiritualmente del
marco limitado de la patria. Rosalía no necesita poner la mirada fuera de su
país para hacer grande a su patria chica. Esa calidad íntima y profundamente
humana de su poesía es vasta como el mundo. Su dolor por los emigrantes,
por la miseria y el abandono de Galicia, es el dolor de todos cuantos han
emigrado empujados por la adversidad o atraídos por falsos soles lejanos. El
llamado «localismo rosaliano» es la raíz más honda de la universalidad
poética de la autora de Cantares gallegos. Igual que su vida íntima, más
grande y admirable cuanto más pequeña y cañada, su arte proyecta una más
viva luz precisamente por su acento familiar. Porque el dolor de un hombre es
el dolor de todos los hombres, el dolor del mundo. Y las emociones poéticas
que laten en los versos de Rosalía de Castro, tan limitadas al espacio breve de
su aldea, de su pequeño ámbito pueblerino, son las emociones de toda la
España sufrida, de todo el universo dolorido. Por eso Rosalía es la poetisa de
raigambre más popular del siglo XIX en España. Por eso fue y sigue siendo la
poetisa dilecta de los humildes, de los sencillos de corazón, de los dolientes y
de los desterrados. Porque al conquistar a su pueblo, por virtud de haberlo
comprendido y compadecido como una madre amorosa compadece y
comprende a sus hijos desdichados, Rosalía, cual una figura legendaria,
conquista para su Galicia —y por consecuencia, para España— un lugar
perdurable en el corazón de los que se alejaron de la patria española por
circunstancias dolorosas. Rosalía logra con sus versos la conquista espiritual
—la más irresistible de las conquistas— de la América española. Los versos
de la sencilla y dulce padronesa consiguen lo que no han logrado siglos de
dominación de los españoles en América. El corazón de los emigrantes,
perdido y desparramado en los mares y bosques americanos, es recogido por
Rosalía. También atraen sus brazos amorosos a los hermanos en idioma de los
pueblos distantes de América.
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Después de Cataluña —hermana de Galicia por afinidades, cuyas raíces
deben buscarse en el apego de ambas regiones españolas a sus respectivas
lenguas, a su entrañable amor por sus tradiciones, sus costumbres, etc.— es la
América española la que mejor comprende a la poetisa gallega. La obra que
primero dio resonancias de gloria al nombre de Rosalía de Castro, la que sacó
del silencio aldeano el espíritu de la escritora remansado en melancolía,
Cantares gallegos, es recogida y exaltada como su alta calidad poética
merece, en Cataluña y en América. En Cuba, la obra logra varias ediciones.
En Buenos Aires, las ediciones no han dejado de repetirse nunca. La obra
poética de Rosalía, que llega a todos a través del corazón, vehículo de
comprensión de los seres sensibles, es recibida en su época, en los medios
literarios de España, con desdén, cuando no con indiferencia. La flor, primicia
poética de la autora, aparecida en Vigo, encuentra en el ambiente completa
frialdad. Solo Manuel Murguía, más tarde esposo de la artista, sabe penetrar
en su mundo poético. Solo el historiador coruñés, fino y sensible, también
apasionado de Galicia, sabe leer en aquellos versos trazados con la
ingenuidad que caracteriza a la obra primigenia de todo artista. Comprende lo
que valen las poesías de Rosalía y, sobre todo, lo más importante: lo que
significará la aparición de esta joven escritora en el ambiente intelectual,
dulzarrón y ampuloso de la época.
Para la crítica oficial, de paladar estragado por la grandilocuencia, por la
fatuidad literaria, Rosalía de Castro será un ente poético raro al cual ni
siquiera se preocupará por estudiar. Para los jóvenes que siguen embobados la
estela sensiblera de Campoamor, Balart, Núñez de Arce, Selgas, Grilo y otros
afortunados rimadores, la autora de La flor pasa inadvertida. A ello
contribuye, en particular, el haberse expresado la ilustre padronesa en el
idioma materno. Pero en la propia Galicia no obtiene Rosalía mejor acogida.
Aquella voz que habla en forma familiar de cosas familiares no agrada a los
oídos que no saben oír. Las penas que lloran en los versos de Rosalía no dicen
nada a quienes, acostumbrados a oírlas desde la niñez, no han sabido
entenderlas sin embargo.
Pero si el fondo de esta voz poética no merece la atención de los
intelectuales coterráneos y contemporáneos suyos, su ropaje no es más
venturoso. Lo sencillo y escueto de su naturaleza, la falta de hinchazón en las
estrofas de La flor, a la par que la absoluta despreocupación de su autora por
las corrientes que privan, concita la ira de los consagrados, de los jerarcas y
de los que a ciegas les siguen.
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Manuel Murguía, que como esposo hará desdichada a la poetisa, es quien
primero la hace dichosa como artista al revelarle valores propios que Rosalía
ignora. Murguía, que más tarde hará verter mares de llanto a Rosalía por sus
veleidades amorosas, es el primero en iluminarlos con su comprensión de
lector y crítico. Y ella, que es refractaria a todo afán de notoriedad, siente la
santa vanidad de saberse comprendida en lo más caro de su sentimiento: su
amor a la poesía.
Más tarde, con la aparición de Cantares gallegos, otras voces se levantan
en torno a la purísima llama que son los versos rosábanos. Pero esta vez no es
para el elogio o el juicio sereno, sino para lanzar contra ellos los más duros
ataques. Sus paisanos son los más inflexibles. En Galicia se dice que
Cantares gallegos «no son cantares, ni gallegos». Madre ingrata, Galicia
reniega de su hija más tierna y amante.
Por mucho tiempo la incomprensión de los intelectuales de su época hiere
a Rosalía. Los ataques de aquellos enemigos de cuanto sale de lo trillado se
repiten una y otra vez ante cada nueva obra de la padronesa, a pesar de que
sus libros se venden en España y América. El pueblo, con su fina intuición y
honda sensibilidad, exalta y ama a Rosalía. La crítica, seca, arrugada y agria,
se cala las antiparras académicas y rehúsa aceptarla.
En las orillas del Sar, libro aparecido un año antes de la muerte de la
poetisa, es acogido con indiferencia.
El silencio que rodea a Rosalía de Castro después de morir impulsa a
tomar la pluma en su defensa a un gran escritor: Azorín. Azorín, sutil
captador de los auténticos valores, se revuelve contra la indiferencia y la
incomprensión que rodeó a la gran compostelana en vida, y en su obra
Clásicos y Modernos dice, refiriéndose a En las orillas del Sar: «Nadie habló
de este libro. ¿Cómo puede producirse este fenómeno en la vida de un
pueblo? ¿De qué manera un acontecimiento capital, de honda trascendencia
en el pensamiento, en la estética de un país, puede pasar inadvertido?».
Gustaban los españoles en 1885 —y siguen gustando— (Azorín escribía esto
alrededor de la primera década del siglo) de la poesía brillante, artificiosa y
oratoria; pero aquellos años había entre la generalidad de los escritores
espíritus selectos, delicados; ya en 1884 Leopoldo Alas había publicado dos
libros de crítica: uno La Literatura, en colaboración con Palacio Valdés; otro,
los Solos. La crítica independiente se había inaugurado. Nadie, sin embargo,
reparó en los versos de Rosalía de Castro cuando apareció En las orillas del
Sar. Años después, en 1902, al formar don Juan Valera su deplorable
Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, no incluyó en esa antología a
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Rosalía de Castro; hombres anodinos y mujeres insignificantes acoge Valera
en su colección; ni de una página puede disponer para uno de los más grandes
poetas castellanos de la decimonovena centuria. Hay más, tampoco en 1908
logró penetrar Rosalía en la no menos lamentable colección de líricos Las
cien mejores poesías, formada por Menéndez y Pelayo. Y hay todavía más,
aunque parezca colmo increíble: Antonio de Valbuena, en un trabajo dedicado
al examen de la antología de Menéndez, no se acuerda tampoco de Rosalía al
citar varios poetas olvidados o postergados por el erudito montañés. Esta
abrumadora soledad, está sistemática postergación, este olvido de los
contemporáneos hacen profundamente simpática a Rosalía.
II
El SILENCIO en torno a Rosalía de Castro y su obra literaria es un síntoma
de la atmósfera gris de la época.
Mientras los libros de la poetisa gallega salen hacia los dilatados mares de
América sin que una sola mano conmovida los despida, los versos del otro
gran poeta contemporáneo de la gran escritora, el sevillano y dulce Bécquer,
pasan ante los ojos indiferentes de los españoles entre una gacetilla que
recuerda la última fiesta palaciega y la reseña de un «estreno» en el Teatro de
la Cruz.
Los escándalos de la castiza Isabel y las intrigas de los hombres de su
gabinete preocupan más a la España del diecinueve que los arrebatos tiernos
de una poetisa, dulce y enfermiza, que adolece junto a las rías de Padrón o
muere de melancolía en una calle de Madrid.
Frente a los problemas políticos, a los cuartelazos tradicionales, a las
zancadillas de los militares ambiciosos, se alza el cuadro de un pueblo
desorientado, que ignora hacia dónde va y lo que quiere; que se embriaga con
el vino de Valdepeñas y se deja seducir, como una solterona romántica, por
los versos de cualquier tramoyista lírico puestos en boca de Julián Romea. El
pueblo de Madrid se enternece con el sentimentalismo pueblerino de su reina
y vierte lágrimas con las cursilerías de Camprodón…
Los españoles ignoran que los versos que les dan «sus» poetas, envueltos
en almíbar indigesto, no tienen nada que ver con el pueblo mismo al que
cantan o parecen cantar. Solo de vez en cuando las recias estrofas de Lope, de
Calderón, de Tirso, de don Ramón de la Cruz, sacuden con alientos españoles
las quebradizas tablas de los corrales cortesanos. En general, una atmósfera
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letal invade los medios artísticos, donde un grupo de escritores españoles ha
levantado el artificio, que no el arte, de unos versos hinchados, que hinchadas
críticas mantienen con apasionada fidelidad.
Los versos de Rosalía, publicados primero como balbuceos tímidos en los
periódicos de Coruña, de Vigo, de Santiago, van afirmándose lentamente, tal
un niño en sus primeros pasos, hasta asentar la planta.
De las poesías sueltas en los periódicos y revistas locales salta a Madrid.
Murguía, a quien cabe la responsabilidad de haber hecho plenamente mujer,
por el dolor, a la poetisa de Padrón, es también el hombre cuya voz ha sonado
más viva en los oídos de los sordos deliberados, de los ciegos conscientes. La
sencillez encantadora, la lírica deliciosa y fuerte de la gallega, tan fuerte que
sobrepasaba los límites domésticos que la provocaban, llenó a Murguía de
esperanzas. «Ha nacido una poetisa verdadera», se dijo a sí mismo Manuel
Murguía, y lo dijo en todos los matices, en los periódicos de la corte de
España. Nada le importaron los ataques ni la indiferencia con que era acogida
cada nueva obra de Rosalía. Él levantó la antorcha de la verdad, y con ella
alumbró a la gran poetisa gallega, nacida de unos amores tristes y dramáticos,
en una humilde casita del Camino Nuevo, de Santiago. Allí estaba un poeta,
de apariencia mínima, cuya voz, débil al parecer, haría temblar los falsos
tronos poéticos de España.
Rosalía de Castro, escritora popular, tanto por la forma sencilla y clara
con que viste su hondo lirismo como porque canta el dolor y el amor del
pueblo; porque es el eco más fiel del paisaje gallego, de sus tradiciones más
bellas, de sus supersticiones, de sus inquietudes y anhelos, es también el grito
poético que dirá a los poetas del XIX: «Basta».
Sí, basta ya de oropel, de telas pintadas, de falsos soles, de tormentas de
hojalata. Los susurros rosalíanos, salidos del corazón, tendrán más fuerza en
el porvenir que cualesquiera de los gritos desesperados de un Núñez de Arce;
los tenues suspiros lanzados por el pecho amoroso de la gallega serán más
fuertes que las lágrimas de glicerina poética del autor de las Dolaras.
Toda revolución quiere la destrucción del pasado para afianzarse. La lírica
de Rosalía de Castro, sin proponérselo su autora, es más demoledora para sus
contemporáneos que la pluma venenosa del crítico más mordaz del siglo. Con
solo su aparición, su sonrisa de húmedos soles galaicos, Rosalía sacudirá el
marasmo poético de la época, brindando una esperanza a los espíritus no
contaminados del virus grandílocuo. El lenguaje popular, sencillo, lleno de
pureza y casticismo localista de Rosalía dará al traste con las parrafadas
ampulosas, con el fárrago que aturde. El seductor paisaje rosaliano, húmedo y
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juguetón, brillante, saudoso, arrobador, acabará con los «mares procelosos»,
las «olas de encaje», los ábregos que «llenan de pavor». Rosalía de Castro
arrancará las gafas del diablo —las gafas verdes que todo lo embellecen con
falsos colores— de los ojos de las generaciones venideras y establecerá el
reinado de la voz del pueblo, de los sentimientos del pueblo. Díez Canedo ha
dicho, muy agudamente, que cuando todos los demás declamaban o cantaban,
ella se atrevió simplemente a hablar. Y en voz baja, añadiríamos nosotros.
A Rosalía cabe también el honor de haber abierto los ojos de España al
dolor gallego, al abandono y la tragedia secular del pueblo gallego, que
emigra empujado por la necesidad más que impulsado por afanes nómadas
heredados de sus ancestros, como se quiere afirmar por quienes observan el
problema gallego con los ojos de la fábula.
Rosalía establece en el siglo XIX un nexo auténtico entre el escritor y su
pueblo al recoger en su obra el ambiente gallego, el paisaje y las tradiciones
de su patria chica, engrandeciendo con ello la inspiración poética. Y, al
establecer este nexo, acaso sin proponérselo recoge la herencia poética de
Lope, hondamente popular como ella, cantor de los eternos valores
espirituales del pueblo español. El Fénix de los Ingenios canta la nobleza
proverbial, la lealtad, el concepto del honor en el español, desfigurado por el
tiempo aunque no desaparecido sino adaptado a la entraña de nuestra época.
Rosalía hace carne de su poesía las inquietudes y dolores, las esperanzas y
saudades gallegas —españolas— y al hacerlo, al fundirse con su pueblo en las
ansias y en los humanos desfallecimientos se hace, como él, imperecedera.
Por la esencia y por la forma, Rosalía de Castro, como tantas veces se ha
dicho, es una precursora. Es una revolucionaria de la poesía. Porque, al
adelantarse a su generación en formas nuevas, acabó hundiendo las antiguas y
produjo un movimiento que barrió, con sus aguas puras —purificaderas—
toda hojarasca vana.
Era tradicional que los poetas cantasen solamente al amor, la patria, la
devoción religiosa, la muerte. Estos grandes temas reciben, desde lejanos
tiempos, la pleitesía de trovadores y bardos. Solo Rosalía, en los tiempos
modernos, se acerca a los motivos íntimos del dolor popular; estrecha contra
su corazón las tristezas hondas, la sencillez de los hombres y mujeres del
pueblo, y llora con el llanto de los pobres y desvalidos.
De Rosalía acá, en muchos casos, la poesía española ha cultivado ese
carácter popular que culmina en Antonio Machado, andaluz universal, cantor
de Castilla, de sus labriegos y trajinantes, más grande cuanto más español,
cuanto más andaluz.
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Ese sentimiento popular en la poesía española —popular arrancando de la
raíz más angustiosamente sensible del pueblo— ha permitido que, en la
última guerra de independencia de España fueran los poetas los más próximos
entre los intelectuales al pueblo, los más enraizados en su dolor y en su fe
patriótica.
Más si es en el fondo de la obra donde se encuentra el maravilloso poder
que ha elevado a la inmortalidad de lo sencillo a Rosalía de Castro, no dista
mucho en originalidad y vigor el vaso donde aquel está contenido.
Después de Cantares gallegos y Follas novas, obras de la primera época
de la poetisa padronesa, es En las orillas del Sar la que señala el ángulo más
innovador de su poesía. Por estas innovaciones se adelanta al propio Rubén
Darío e insinúa con la métrica armonías y combinaciones que luego se
pondrían definitivamente en vigor.
En En las orillas del Sar, donde el paisaje y los encantos de la tierra
materna surgen entre suspiros dolientes, entre sentencias de madurez y
decepciones resignadas, la sencillez de Rosalía pierde su expresión mínima
para engrandecerse, para hacerse mayor de edad. Ya no juega con el dolor de
Galicia y su propio dolor personal en exclamaciones breves o en rápidos y
graciosos cabrilleos. Su voz y el atuendo poético en que envuelve sus ideas
han crecido y ganado, en severidad y serenidad la una, en densidad el otro.
Sin arrebatos de juventud como en Cantares gallegos; sin lágrimas de
adolescente romántica, la poetisa expresa sus sentimientos antiguos
transformados por penas más hondas, pero reposadas ya. Los años y los
pesares han formado el alma y la voz de la poetisa. Y como los predestinados,
como los elegidos de las Musas, al repasar su vida lo hace ahora en forma
serena y perfecta. En En las orillas del Sar ha perdido Rosalía su localismo
—no por serlo, menos español— y ha ganado en calidad universal. Ahora el
poeta está plenamente logrado. Al decir sus palabras definitivas al mundo, sus
palabras últimas, condensa lo más jugoso de su técnica propia, amasada en su
propia y graciosa, limpia inspiración, y las presenta en la forma más brillante
y perdurable.
En En las orillas del Sar es donde se encuentra la semejanza poética de
Rosalía de Castro y Gustavo Adolfo Bécquer. El verso es casi semejante en
ambos sin que ello signifique que la gallega o el andaluz llegasen a influirse
mutuamente. Se trata de dos seres de temperamento parecido, sensibles,
puros, a quienes el mismo ambiente llevó a reaccionar de idéntica manera. El
contraste de la época que vivieron con sus sueños íntimos, con sus
inquietudes humanas y poéticas, es el impulso que hace vibrar a los dos
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poetas más finos del siglo XIX con la misma intensidad. Y, al vibrar sus
corazones y brotar su inspiración, lo hace bajo vestidura similar en ambos
espíritus.
III
Bécquer y Rosalía, amigos personales y coincidentes, al elevar su voz poética
han mostrado el camino a los que vinieron detrás. Las huellas de los dos
románticos, desengañados del mundo y enamorados de los cementerios, de
los atardeceres, del otoño, se ven en muchos de los poetas jóvenes españoles
que se desangran en el destierro por la herida de la tierra materna.
Pero donde la influencia de Rosalía de Castro ha quedado más
profundamente impresa es en Galicia, naturalmente. El pueblo gallego ha
hecho de ella su ídolo, y los líricos que la siguieron, borrando con ello
postergaciones pretéritas, se ejercitan en la poesía regionalista de que Rosalía
fue maestra.
Porque inmediatamente anterior a Rosalía de Castro solo Francisco
Auñón, muerto en 1878, destacado en temas humorísticos y patrióticos,
llevaba la voz lírica gallega de su época.
Rosalía, de más recia personalidad, de más originalidad y fuerte acento
que Auñón, hace reaccionar el estancamiento poético de su país natal,
reviviendo en sus versos la poesía autóctona de la Galicia eterna, remozada
con savia de auténtico arte. Rosalía es la más viva representación del
galleguismo en poesía; recoge la herencia legada por las viejas cantigas y
bebe el más puro lirismo en las foliadas y regueifas, dulces florecillas
gallegas llenas de la melancolía y el saudoso sol galaico-portugués.
Las canciones de Rosalía van tan entrañablemente unidas a la esencia de
lo popular de Galicia que ya no se sabe en qué punto de su obra queda la
creación artística y dónde se desliga esta de su inseparable compañera la
leyenda, el contiño, que corre de boca en boca, como impulsado desde los
recovecos más lejanos de los ríos gallegos, de la conseja más remota en la
memoria.
Igualmente lo objetivo y lo subjetivo van estrechamente enraizados en
esta poetisa singular. En sus versos, los lamentos del corazón tienen algo de
etéreos y las nubes vagarosas que cruzan por el cielo pálido de su obra laten
como corazones amorosos.
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Por esto es Rosalía de Castro única en la literatura moderna de Galicia.
Por eso su personalidad, su vena popular, no ha podido ser imitada por los
que la siguieron.
Después de Rosalía, dolecida en males y amoriños, otro poeta gallego —
este nacido en Orense— Lamas Carvajal, también como la padronesa apegado
al terruño y alentado de nobles intenciones, no pudo elevarse hasta la altura
de ella pese a sus temas localistas y al empleo de voces regionales en su
idioma poético. Eduardo Pondal, coruñés de Ponteceso, también sigue con
cariñosa obstinación los pasos de Rosalía, incluso en los temas, ya que su
poema más celebrado fue As campanas d’Anllons, glosa de la canción popular
Campanas de Bastábales, que inspirara a Rosalía una de sus poesías más
«gallegas», más impregnadas del hálito de la campiña donde nació y tuvo
reposo definitivo su cuerpo. Curros Enriquez, sentimental y rebelde, ligado a
su tierra por la saudade propia de un gallego que vivió mucho tiempo en
América y por el sentimiento vivo del dolor campesino, de la congoja
nacional que hace grande e inmortal a la lírica rosaliana, pierde intensidad al
acercarse a Rosalía, aun cuando con Pondal y Lamas Carvajal figura al lado
de ella en el grupo más alto de la llamada Generación de los Precursores
gallegos.
Los «continuadores» de los poetas ya mencionados junto a la gran Rosalía
—Rodríguez González, Lugrís Freire, entre ellos— también captados por el
encanto de la tierra nativa, poseídos por la leyenda gallega, por el poético
influjo de as meigas y os trasnos (brujas y duendes), no han conseguido
elevarse sobre la poetisa de Padrón, cuyo nombre ha quedado en Galicia
unido a sus consejas, a sus supersticiones, en el corazón del pueblo.
Como prosista, Rosalía no añade méritos a su obra total. La primera lírica
moderna de Galicia no llega a ser una escritora de personalidad propia, ni
siquiera una novelista de segundo orden. Rosalía empieza y acaba en sus
poemas. El caballero de las botas azules, El primer loco, Domingo de Ramos,
que figuran entre sus producciones en prosa más destacadas, pasarán por la
literatura española sin gran relieve.
Es en su obra poética donde hay que buscar a Rosalía de Castro. Son sus
cantares y sus poemas los que hacen a Rosalía situarse sobre la mayoría de los
poetas españoles del siglo XIX y seguir iluminando el camino a los líricos por
venir con su luz radiante, inmortal.
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LA MUERTE
I
EN LAS postrimerías de 1875, Rosalía se dirige otra vez a Madrid con su
marido y su hija Alejandra, que ha permanecido en la ciudad de Santiago
durante tres años.
Manuel Murguía ha sido llamado a la corte para dirigir La Ilustración
Española y Americana.
La capital de España sigue siendo para ella madrastra. En los inviernos
nota Rosalía que su enfermedad progresa, se hacen sentir con más violencia
las molestias de la triste dolencia que padece desde su primera edad, y su
melancolía se acentúa.
Como siempre, melancolía y dolor llevan aparejada la imagen de la tierra
nativa y la inspiración poética.
Escribe, aunque exteriormente el ambiente literario de Madrid parece no
existir para esta mujer, ya en los umbrales de la cuarentena y totalmente
entregada al amor de sus hijos.
Porque ya son varios los brotes tiernos de su árbol. Alejandra, sin
embargo, sigue siendo la hija más querida, aunque para los demás Rosalía es
igualmente una madre amorosa. Para Alejandra es también amiga. La hija es
su más tierna confidente. Ante ella abre Rosalía su corazón, sediento siempre
de las melancólicas primaveras gallegas, del amor de los mares y los ríos
celtas.
Alejandra es la más ferviente admiradora de su madre. Ya ha cumplido 18
años y es delicada y sensible. Su amor a la poetisa tiene manifestaciones
conmovedoras. Ella cuida de que sobre la mesa de trabajo de Rosalía haya
siempre un ramo de violetas o de pensamientos, las flores preferidas por su
madre, y de que sus hermanos no alteren el silencio del hogar mientras la
poetisa escribe. Ella acompaña a la autora de Cantares gallegos en sus paseos
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por el campo madrileño, tan árido y falto de la cándida hermosura del campo
gallego.
Rosalía tiene predilección por la Moncloa. La Moncloa, con sus calzadas
accidentadas tendidas hacia la estación del Norte —ruta de los trenes que van
a Galicia— y que se asoma a la Casa de Campo, al Manzanares y a las
montañas de Guadarrama, de vagos contornos sugeridores entre la bruma del
río, llena a Rosalía de melancolía saudosa.
Hace años, frente al Guadarrama, yendo con Manuel Murguía, Rosalía
sintió más fuerte la presencia de la Galicia de verdes tiernos y la adustez
castellana se le tornó más áspera y le sugirió los conocidos versos en los que
Castilla adquiere figura humana:
Castellana de Castilla,
tan bonita y tan fidalga.
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En las temporadas en que sus males parecen ceder gusta Rosalía de huir a
su enfermedad y entregarse totalmente al amor de sus hijos. Trata de dirigir
sus pasos siempre en línea recta, como en otros tiempos elevara entre tensos
alambres los brazos de las campanillas azules de La Huerta de la Paz para que
crecieran siempre hacia arriba y abrieran cada mañana su corazón al sol.
Ovidio, el único hijo —las demás son mujeres—, ha heredado de su
madre el amor por la forma y el color. Será pintor.
Rodeada de sus hijos, la escritora se olvida de sí misma. Deja de sentir
igualmente la presencia de su marido, enojosa en ocasiones.
Manuel Murguía, pequeño, insignificante en apariencia bajo su sombrero
de copa y abotonado dentro de su oscura levita, entra y sale con sus libros
debajo del brazo, se pierde detrás de una puerta en el tráfago exterior.
Un algo que nunca pudieron penetrar quienes les conocieron (¿la
enfermedad de la poetisa?, ¿el amor de adolescencia que se le atribuye?)
separa a Rosalía de Manuel Murguía. Pero en el fondo de la aparente frialdad
de Manuel brota la llama de la tierna admiración que el historiador coruñés
sintió siempre por la poetisa padronesa. Dentro de su figura vulgar, que acaso
no despertó nunca los arrebatos de un corazón femenino, la sensibilidad de
Manuel Murguía ardía como una llama tenue pero inextinguible. En su mente
los años habían grabado la figura de Rosalía, desde siempre quebradiza en el
ademán y en el color, no obstante su apariencia robusta; su frente, que ya
orlaban algunas canas; sus ojos negros, cuya mirada aguda se afinaba.
«Es demasiado pura; es demasiado sensible para habitar en este mundo»,
se decía Murguía.
No obstante la aparente frialdad que existía entre ambos, vigilaba el
escritor los gestos de su compañera, observaba que en ella el dolor se había
establecido de manera permanente. La veía agobiada por un peso invisible y
aunque nada decía, pensaba: «Ella no es de este mundo».
Rosalía pasaba los inviernos en Padrón, acompañada de su hija Alejandra.
Pero la presencia de la tierra adorada ya no operaba en ella la
transformación antigua. Frente a los girasoles y los verdes encantadores que
rodeaban a la escritora, ella no reaccionaba en alegría como antaño. Los
dolores, cada vez más frecuentes, la hacían disminuir, tornarse breve ovillo de
carne dolorida, y al salir de sus crisis, el paisaje familiar, los rumores, la brisa
de los ríos, no le inspiraban los exaltados pensamientos de otros días. Una
gravedad nueva la poseía frente a las vegas, mil veces deseadas, de Padrón.
Los aromas, los brillantes colores de que se componía el tan añorado terruño,
le producían una sensación desconocida, de cansancio y de eternidad. Era
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como si durante muchos años hubiera buscado entre los perfumes y los
acentos de la campiña y en el hombre gallego una pregunta, que de improviso
le era contestada, dejándole la fatiga desolada del que ya nada desea.
Conforme los dolores físicos se hicieron más terribles y pertinaces, la
sensación de vacío, de haber rebasado su destino, se posesionó de todos los
momentos de Rosalía de Castro.
Alejandra, la primogénita, la predilecta, escribía a su padre desde
Padrón:«… tiene días en que parece alejarse de todo. Ya no encuentra placer
en las pláticas con las gentes de por acá. Sale de casa y vaga horas y horas por
el campo, como si buscara algo cuya situación solo ella conociera. Otras
veces escribe mucho, pero todo muy triste, lleno de recuerdos y adioses…».
Alejandra se refiere a algunas de las poesías que forman parte de En las
orillas del Sar, escritas en castellano y aparecidas en 1884, un año antes de la
muerte de la poetisa.
Escritos en la última época de su vida, algunos de los poemas reunidos en
este volumen muestran a la Rosalía enferma sin esperanza, agotada por el
sufrimiento.
Las imágenes candorosas y risueñas de ayer se han tornado en visiones de
soledad con los años y los sufrimientos. El corazón y la imaginación de
Rosalía, cargados de recuerdos y presagios, quedan impresos en cada uno de
sus versos. Como siempre, esta mujer, toda corazón y sensibilidad, da al papel
cuanto es y posee. Ella misma es la mejor expresión de su propio pensamiento
cuando dice en Follas novas: «as mulleres somos arpa de solo dúas cordas, a
imaxinasión e o sentimento». Su obra fue fiel a su pensamiento.
Como todo temperamento romántico Rosalía, desde su adolescencia, vio
la vida a través de un prisma de melancolía y tristeza, que en sus primeros
tiempos es más bien exaltación de su alma de poeta. La tristeza poética de
Rosalía es una tristeza preñada de sonrisas. Sus adolescentes llamados a la
muerte exaltan un fuerte deseo de vivir.
En cada imagen de En las orillas del Sar fluye la idea del dolor y de la
muerte. La retórica se transforma en mortaja sutil, que se ofrece a la poetisa
desde cada rincón del paisaje que antes era motivo de ilusión y sugería una
marcha por claros caminos.
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Después de haber otorgado su inmensa ternura a todo, tierra y hombres,
Rosalía, la más fina raíz de la tierra gallega, se eleva sobre hombres y tierra.
Ya está fuera del mundo. El mal horrible, que día a día dobla su cintura, le
hace extraño lo más familiar, de lo cual ya se siente distante.
En Follas novas, publicada cinco años antes de su muerte, se advierte ya
que el corazón que lleva la pluma de la poetisa está envuelto por un cerco de
hielo del que no puede escapar.
Sin embargo, en sus poesías no hay un destello de rebeldía contra su
prematuro fin, que advierte cercano. Una rara filosofía originada en su
sensibilidad y conciencia la mueve a una resignación tal que lastima.
Así en «Amigos vellos» nos cuenta una visita a la iglesia de Iría Flavia
con una grandeza de ánimo conmovedora.
Los santos, las piedras, los vitrales amigos, tienen un aspecto
desconocido. De todo lo que antes fue motivo de encanto escapa un hálito de
eternidad que indefectiblemente para en la idea de la muerte:
II
1884
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Rosalía de Castro tiene en esa época 47 años, pero el dolor físico le
arrebata todo deseo de vivir y la torna una vieja decrépita. El amor a sus hijos
no salvará a su espíritu de perecer entre la miseria en que se ha trocado su
cuerpo. Ni en los recuerdos del pasado halla consuelo.
Las imágenes que ayer despertaron en ella sueños ilusionados hoy
presentan ante sus ojos un mar de tinieblas, en que zozobra su angustia.
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me destierran del cielo, donde las fuentes brotan
eternas de la vida.
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—¡Mamá!…
—Sé que lo harás, hija.
—Sí, mamá; lo que usted diga.
Alejandra no acierta ya a hilvanar generosas mentiras. Rosaba conoce
mejor que nadie la índole de los dolores que corroen sus entrañas. Detrás de
los cristales de La Huerta de la Paz o en el lecho, en las horas turbias del
martirio, Rosalía es la mujer de corazón fuerte que sabe enfrentarse con su
destino. Va hacia su fin rectamente, sin el menor temblor en los pies, sin
desviar los ojos de la senda a cuyo límite está la sima oscura.
Su natural apego a la vida la mueve a buscar en la radiante aurora, o en los
brotes verdes del maíz una imagen venturosa. Pero el impulso es pasajero y,
encarada de nuevo a su suerte, halla en su propia inspiración la respuesta
anhelada cuando dice, en En las orillas del Sar.
III
El destino es cruel, y en el punto mismo de su tránsito le muestra la más
iluminada hora.
Rosalía de Castro muere el 15 de julio de 1885, al mediodía. El sol del
verano dora las mieses del campo gallego e ilumina en verdes claros el valle
de la Mahía.
Desde su lecho de muerte, Rosalía puede captar el paisaje espléndido de
las vegas gallegas en estío, mientras las campanas de Santa María Adina
marcan la hora definitiva de la escritora.
El caballo del panadero cruza la calle, dejando en el viento el aroma de la
hogaza caliente. Los chiquillos que salen de la escuela llenan el pueblo de
gritos alegres, como bandadas de pájaros ligeros.
Bajo un rayo de sol, encima de la mesa de noche, un ramo de
pensamientos acompaña la mirada dolorida de la poetisa.
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Amarillas y enflaquecidas, las manos de Rosalía buscan sobre la colcha de
lino la fibra a qué asirse, mientras sus ojos ahondan en el horizonte a través de
la ventana abierta.
Alejandra, que está a su lado, le entrega el triste ramo de flores que los
dedos de la escritora desmenuzan lentamente. Es en ese instante, dorado y
generoso de vida en la Naturaleza, cuando Rosalía de Castro, sintiendo que
pierde la suya, dice a su hija:
—Trae todos mis retratos.
Y cuando los tiene delante:
—Quémalos.
Alejandra quema ante los ojos apagados de su madre los cartones en que
una Rosalía, de rostro lleno de esperanzas, se asoma, temblorosa de emoción,
al mundo de la Poesía. Las imágenes adolescentes; el gesto melancólico, un
tanto adusto que conocen los admiradores de la poetisa gallega, quedan
reducidos a un pequeño montoncito de ceniza, precursor de lo que en breve
será el cuerpo de la escritora.
Igualmente son consumidas por el fuego sus últimas obras.
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En sus últimos instantes de vida Rosalía de Castro busca en el enigma del
mar la contestación a su pregunta postrera: «¿Qué es al fin lo que acaba y lo
que queda?».
El mar está lejos, pero Rosalía cree percibirlo próximo, y su deseo del
mar, al que dirige su muda interrogación última, le trae a los oídos ecos mil
veces escuchados de las olas gallegas batiendo los acantilados del Finisterre.
Y el mar, solo para ella visible, se le une en su instante postrero, mientras
sus ojos se cubren por las últimas lágrimas.
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EPÍLOGO ILUMINADO
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Ya para entonces los restos de la escritora descansaban en la iglesia de
Santo Domingo, de Santiago.
El 25 de mayo de 1891 se realiza el traslado. El mausoleo que contiene los
restos es de mármol de Carrara, y quedó en la capilla de la Visitación.
Monumento y mausoleo se debieron a la aportación popular de Galicia, que
en esta forma retribuyó al recuerdo de uno de sus más dulces y profundos
poetas del silencio ominoso con que acogió su muerte. Toda Galicia acudió a
la estación de Comes, de Santiago. Autoridades, sacerdotes, profesores
universitarios, se confundieron con las mujerucas arrugadas, las viúdas de
vivos, los orfos, que tardíamente lloraron sobre los restos de aquella que los
había hecho inmortales. Los comercios y las escuelas cerraron sus puertas, y
ante la Universidad compostelana, coronas de laurel —expresión de la
inmortalidad del hombre— cayeron sobre el ataúd de Rosalía, mientras un
coro de voces femeninas interpretaba el Pietá de Stradella…
Y fueron los ramos de tomillo oloroso, las violetas y pensamientos
ofrendados por las manos ásperas y rugosas de las campesinas y de los
pescadores gallegos los que primero besaron los restos de Rosalía de Castro,
ya en su morada definitiva, enraizados los huesos a la húmeda tierra que dio
los mejores acentos a su corazón y a su obra literaria.
Bajo el tomillo y los pensamientos y violetas, de vida efímera, la mano del
hombre grabó letras perdurables: «D. O. M. Pra eterna memoria Galicia fixo
facer por suscrición nacional este moimento onde descansa na paz do Señor
a que foi groria da sua patria señora dona Rosalía Castro de Murguía. Finou
en Iria no 15 de julio do ano de 1885. Dou comenzó a suscrición a colonia
gallega en Cuba. Po los coidados da Sociedade Económica de Santiago
dóusele cima».
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Luisa Genoveva Carnés Caballero (Madrid, 1905-México D. F., 1964) —
también conocida por el pseudónimo de Clarita Montes y Natalia Valle— fue
una novelista y periodista española, autora invisibilizada de la Generación del
27.
Nació en el seno de una familia obrera en el madrileño barrio de Las Letras.
A los once años entró a trabajar en un taller de sombrerería y en 1928 vio
publicada su primera obra, Peregrinos de calvario, una colección de
narraciones breves. De lo vivido en su nuevo trabajo como camarera en un
salón de té saldría Tea Rooms. Mujeres obreras (1934). De formación
autodidacta, Carnés consiguió con esta novela una calurosa acogida por parte
de la crítica y el público. Su carrera, como la de tantas otras, se vio truncada
por el golpe militar del 18 de julio de 1936, que desencadenó la Guerra Civil.
Defensora activa de la causa republicana, al estallar la Guerra Civil escribió
artículos y teatro de combate en su defensa que estrenó con Rafael Alberti
hasta que pasó a Francia por La Junquera; se libró de ir a parar a un campo de
concentración gracias al ofrecimiento del presidente mexicano Lázaro
Cárdenas, y así terminó exiliada en 1939 en México embarcándose en el
famoso trasatlántico Veendam junto con un puñado de intelectuales
republicanos. Allí permaneció hasta su muerte en marzo de 1964 en un
accidente de automóvil.
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Dejó un corpus literario de una decena de novelas, una sesentena de cuentos,
tres piezas de teatro y centenares de crónicas.
Página 75
Notas a pie de página
Página 76
[1]Se ha actualizado la ortografía de los textos gallegos de Rosalía que cita la
autora siguiendo las ediciones críticas recientes publicadas por la editorial
Galaxia de Vigo. (Nota de los editores). <<
Página 77
[2] Morrión que usaba la Caballería. (Nota de la autora). <<
Página 78
[3]
Pañuelos negros de seda, estampados y bordados, que atan a su cabeza las
mujeres gallegas. (Nota de la autora). <<
Página 79