José Miguel Gómez
José Miguel Gómez
José Miguel Gómez
Magníficos los cuadros de este pintor que presentan a San José y el Niño que se
encuentran en la Catedral de Comayagua y en el Museo de Arte Religioso.
En el año de 1992, en el que tantos significados se agolpan y tanta historia clama por
ser escuchada, la obra de José Miguel Comes, pintor hondureño del S. XVIII, genera
para esta antología un horizonte de sentido extraordinario. Pintor en el que converge
lo mejor de las escuelas de su tiempo (desde la Quiteña a la Sevillana y desde la
guatemalteca a la Vallisoletana), indica los grados de madurez a que estaba llegando la
sociedad colonial centroamericana. Pertenece a la generación que engendrará a los
hacedores de la Independencia.
El pintor criollo del siglo XVIII, José Miguel Gomes, es “un hombre a caballo entre dos
siglos”; nacido en el primer cuarto del siglo SVIII y fallecido en 1806, en las
antevísperas de las Fiestas del Patrón San Miguel, cuyo entronizamiento había vivido
por casi todo un siglo. Pintor de caballete, decorador de la parroquia que en 1785 el
Obispo Fray Antonio de San Miguel dedicara a su patrón el Príncipe de las Milicias
Celestiales, en su eterna lucha contra el mal, tratando de defender a los solitarios
vecinos de Tegucigalpa dieciochesca de las continuas tentaciones a que se veían
sometidos por la opulencia de la plata y la riqueza de sus minas; sobredorador,
propietario de las tierras agrestes del San José de la Vega del Aguacate, huérfano de
esta tierra y católico devotísimo del padre universal San José; además militar,
matemático y científico empírico que busca respuesta a las preguntas universales
sobre el hombre y su misión en la bóveda celeste, gran gozador de la perfección
humana, mal humorado, vecino de la plaza de San Francisco y criollo tegucigalpense
integrado poderosamente a una generación que hace de las lecturas una corriente
ideológica concreta, favorable a la presencia del indio, como al entorno de la
naturaleza de la que forman parte y que únicamente se separan de ella por el impulso
de la fuerza de su pensamiento. Testigo de las grandes construcciones y de los sueños
que los alimentaron como generación, tales como la milagrosa aparición de la morena
Virgen de Suyapa y de las ideas de libertad que apoyadas en ese “abuelango” ilustre de
la sangre española, impulsaron la idea de la monarquía constitucional. José Miguel
Gomes no sólo fue un pintor que se expresó en el lenguaje común de la época: la
expresión religiosa. Su búsqueda se encaminó a crear una relación entre la escultura y
la pintura, a relacionar el pensamiento religioso con las verdades irrebatibles de la
ciencia, del misterio expresivo del color, de la visión mistérica de la luz y la sombra, de
la integración de las etnias, rebuscando en esa vertiente del pasado cercano las
virtudes y la estética de la nueva raza mestiza. Pintor, médico, geómetra, amanuense,
físico, heredero y minero, en el largo tránsito de su vida, logró expresarse y además
interpretar a su generación a través de los lienzos que subsistieron no sólo al paso
demoledor del tiempo, sino también a la incuria de las generaciones posteriores que
no hemos sabido reconocer en él y en su obra la raíz de aquella identidad necesaria
que sirva de punto de apoyo para la proyección de una nueva obra que sea, el sendero
más propicio para la formulación de una plástica más certera y más propia. Esa generación en
la cual él se integró y cuya herencia aceptó se inicia con la visión Formativa del Renacimiento
de su cura mentor Francisco Borjas de Arando: de Miguel Antonio de Santelices, quien lo guía
por los caminos de la regla áurea de José Gabriel de Madariaga, quien le brinda las
oportunidades de realización de su obra; de Juan José Thomé, quien busca la posibilidad
financiera de sus proyectos, y sobre todo, la protección del señor cura José Simeón de Celaya,
su amigo y protector entrañable, quien no sólo lo ubica en el reino de las ideas, sino que le
explícita el misterio de su origen en donde encuentra la fortaleza y seguridad de si mismo.
Octogenario y muerto su gran amigo, el señor cura Celaya, quien deja en su testamento la
cantidad necesaria para concluir la decoración de la ambiciosa parroquia de la villa de
Tegucigalpa, como un último e imperioso reclamo - inicia la amistad con Juan Antonio Márques
y Castejón, el que realiza el sueño generacional de concretar el poder municipal con el
religioso, donde su participación es además de artista, líder de esa gran masa anónima
aborigen que unidas por lengua, tradición y fe, ejercía el nomadismo, yendo de sitio en sitio
para decorar con la tierra blanca de los valles las pechinas de cúpulas de iglesias, parroquias y
catedrales donde dejaron sus mistéricos mensajes. Amigo personal de Vicente Calves y sus
cinco hijos, escultores, tallistas y ensambladores, crearon y recrearon retablos, altares, puertas
y “entradas” que constituyen la reposición de las ideas dispersas por una generación que
intentó crear a través de la aceptación de la multiplicidad étnica y de la aceptación de la
herencia hispánica, un sitio proclive a formar una sociedad nueva en la que se establecieran
formas más claras de convivencia humana. Es por eso necesario y preciso rescatar lo que
queda de la obra de José Miguel Comes, quien habla claro y alto desde el punto de partida de
su generación. El nos demuestra cómo el arte es un lenguaje apropiado para la expresión que
perdura más allá del tiempo. Aceptemos su intemporalidad.
A fines del siglo XVIII aparecen trabajando en Tegucigalpa otros dos pintores. Uno del
cual sabemos únicamente su apellido: Qubas, del cual podemos apreciar algunos
cuadros en la actual Catedral; el otro fue el más importante de todos los pintores
hondureños del período colonial; se trata de un indígena de Tegucigalpa de nombre
José Miguel Gómez.
Este pintor sirve de puente de unión entre los pintores de temas religiosos del siglo
XVIII y los retratistas académicos del primer cuarto del siglo XIX. Gómez, al contrario de
todos sus congéneres de la época, se deja influenciar notablemente por la escuela de
pintura cuzqueña y como dice Pal Kelemen sobre él, “la técnica del colorido y su clara
transparencia en la pintura” hacen de José Miguel Gómez uno de los mejores pintores
de la América colonial.
José Miguel Gómez es el único pintor hondureño del período colonial que se sale de la
temática religiosa para ejecutar pintura de bodegones, paisajes realizados en biombos
y domina la técnica del retrato. Gómez fue, además, uno de lo más prolíferos pintores
del siglo XVIII en el área de Honduras y, no obstante que realizase trabajos de pintura
para las iglesias de Tegucigalpa, Suyapa, Sabanagrande, la Villa de San Antonio y
Comayagua, (47) siempre lo encontramos alcanzado de dinero, unas veces
hipotecando alhajas de oro para pagar réditos atrasados, y otras veces solicitando
prórroga mientras saca el producto de su molienda (48). Gómez trabajó
incansablemente para la parroquia de San Miguel Arcángel de Tegucigalpa, en donde
hasta nuestros días han llegado las pinturas de los cuatro Evangelistas que llenan las
pechinas que sostienen la cúpula del edificio, ejecutadas en 1786, el lienzo de gran
tamaño que se encuentra en el arco del coro y el retrato de tamaño natural del padre
Simón de Zelaya que encuentra en la sacristía. Gómez, va a emplear otro
directamente sobre el lienzo provocando de ese modo la sensación de relieve que dan
sus pinturas. Gómez realizó su obra entre 1770 y 1805, época en que su firma aparece
probablemente en el último de sus lienzos: la Divina Pastora, en poder de colección
particular de Tegucigalpa.
José Miguel Gómez, el primer pintor profesional hondureño del siglo XVIII, y el más
importante de los pintores en la época colonial, era de origen indígena y nació en
Tegucigalpa en 1712. A pesar de ser autodidacta y discípulo de Miguel Antonio de
Santelices, se destacó como un pintor de gran personalidad a lo largo de sus 86 años
de existencia, pintando hasta 1806.
Gómez creó una escuela de pintores criollos y mestizos, influenciando a artistas como
Villafranca, Luis Marques, Florencio Irías y Fermín Reconco.
Sus obras, como los cuadros de San José y el Niño en la Catedral de Comayagua y el
Museo de Arte Religioso, son magníficos ejemplos de su trabajo.
José Miguel Gómez, un hombre que vivió entre dos siglos, también fue militar,
matemático, científico empírico y un destacado pintor.
José Miguel Gómez se destacó como el único pintor hondureño del período colonial que
se apartó de temas religiosos para abordar bodegones, paisajes en biombos y la
técnica del retrato. Destacándose como uno de los pintores más prolíficos del siglo
XVIII en Honduras.
José Miguel Gómez sirve como puente entre los pintores de temas religiosos del siglo
XVIII y los retratistas académicos del siglo XIX. A diferencia de sus contemporáneos, se
dejó influenciar por la escuela de pintura cusqueña y su técnica de colorido y
transparencia lo destacó como uno de los mejores pintores de la América colonial.
Su obra, influenciada por la escuela cusqueña, se caracteriza por el uso abundante de
oro y evoca el esplendor del barroco y los estofados.
Sus obras incluyen pinturas de los cuatro Evangelistas, un lienzo en el arco del coro y
un retrato del padre Simón de Zelaya en la parroquia de San Miguel Arcángel de
Tegucigalpa. Trabajó incansablemente y su firma aparece probablemente en su última
obra, la Divina Pastora.