Muerte en El Priorato

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© 2008, Esperanza Martínez de Lezea García
©De esta edición:
2017, Santillana Infantil y Juvenil, S. L.
Avenida de los Artesanos, 6. 28760 Tres Cantos (Madrid)
Teléfono: 91 744 90 60

ISBN: 978-84-9122-043-5
Depósito legal: M-37. 845-2015
Printed in Spain - Impreso en España

Segunda edición: abril de 2017


Más de 12 ediciones publicadas en Santillana

Directora de la colección:
Maite Malagón
Editora ejecutiva:
Yolanda Caja
Dirección de arte:
José Crespo y Rosa Marín
Proyecto gráfico:
Marisol del Burgo, Rubén Chumillas, Julia Ortega y Álvaro Recuenco

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Muerte en
El Priorato
Toti Martínez de Lezea
Ilustración de cubierta de Mikel Casal
A Isabel Martínez de Lezea.
I

El agua era transparente y podía ver las algas y los 9


peces de colores con perfecta claridad sin necesidad
de llevar las gafas de buceo. Incluso podía respirar
a varios metros bajo la superficie. Era una sensa-
ción extraña, pero a él le parecía de lo más natural.
Divisó una estrella de mar gigante y nadó hacia
ella para observarla con más atención; el animal
encogió sus tentáculos y se hizo una bola, como si
fuera un erizo. Alargó la mano para tocarla y...
—¡Que vas a llegar tarde al instituto!
Lo despertaron de golpe el ruido de la puerta al
abrirse y la desagradable voz de Juanamari. Iker
tardó un rato en darse cuenta de que no estaba na-
dando en un mar azul, de aquellos que aparecían
en los catálogos de viajes, sino que se encontraba
tumbado de través sobre una cama revuelta, con la
sábana bajera hecha una bola y el edredón ­tirado
por el suelo. Aún tardó un rato en levantarse y
permaneció con los ojos cerrados, deseando que el
momento se alargara hasta el infinito.
Juanamari, la asistenta, entró en el cuarto y
abrió las cortinas de un tirón al tiempo que mur-
muraba algo sobre el olor a pies y el desorden de la
habitación.
10 —¡Que vas a llegar tarde al instituto! —repitió
antes de salir.
La oyó moverse por el piso y encender la radio
para escuchar el programa matinal, y supo que no
tenía escapatoria. Se levantó despacio, como si su
cuerpo, en lugar del de un joven de catorce años,
fuera el de un luchador de sumo de 250 kilos de
peso.
Todas las mañanas le ocurría igual. Tal vez
le costaría menos levantarse si se fuera antes a
dormir, en lugar de andar navegando por Inter-
net hasta pasadas las doce de la noche. Su madre
le pilló en una ocasión en que se había bajado de
la red una canción de las últimas de los Queen of
the Stone Age y la música sonó como una sirena
de ambulancia por el pasillo. Desde entonces, pro-
curaba tener más cuidado y no cometer errores.
Trabajaba sin luz y navegaba en silencio, o se colo-
caba los auriculares que había comprado con el di-
nero que le había regalado tía Marta por su catorce
cumpleaños. Era un buen invento ese del Internet;
podía chatear con un millón de personas, visitar
mil mundos diferentes sin salir de su habitación,
y, con la práctica, se había convertido en todo un
experto. Sus padres le habían regalado un equipo 11
completo por su último cumpleaños.
—Para que vayas introduciéndote en la técnica
del futuro —apostilló su padre con tono de enten-
dido—. Dentro de poco, el que no sepa utilizar el
ordenador será un analfabeto integral.
—Y no pierdas el tiempo entrando en los chats
y en las páginas porno —le avisó su madre—. Es
una herramienta de trabajo.
En el fondo, estaba seguro de que sus padres
querían compensarle por el poco tiempo que pa-
saban con él. Salían de casa hacia el trabajo antes
de que él se despertara y volvían para cenar y me-
terse en la cama. Ya ni recordaba la última vez que
habían hablado los tres en familia, como su amigo
Santi, sus padres y hermanos, que siempre encon-
traban tiempo para charlar y reír juntos. Algún fin
de semana que sus padres no tenían compromisos
o aprovechaban para hacer un viaje corto, comían
en silencio sin nada que decirse y con la tele en-
cendida. Pero ¿de qué iban a hablar?
—¿Qué tal en el instituto?
—Bien, ¿y vosotros en la oficina?
—Bien, ¿y los estudios?
12 —Bien.
No es que echara en falta las escenas familiares
que veía en algunas series de televisión, casi todas
americanas, en las que los padres jugaban al ba-
loncesto con sus hijos y las madres cocinaban para
toda la familia o parecían tan jóvenes como sus
propias hijas, ¡qué pesadez! Pero le habría gustado
­compartir algo más su vida con ellos, y que ellos com-
partieran la suya con él. Echó una mirada al reloj
con forma de pingüino, horrible regalo de tía Marta
por su sexto cumpleaños y que aún funcionaba.
—¡Jobar! ¡Las nueve menos cinco!
Se vistió a toda velocidad con la misma ropa
que el día anterior: un pantalón vaquero arrugado
y un niqui negro, no menos arrugado, que llevaba
dibujada en el pecho una mano peluda de hombre
lobo. Se calzó las playeras sin soltar los cordones,
cogió la mochila y salió disparado de su cuarto en
el mismo momento en que daban las nueve en el
reloj de la plaza.
—¿No vas a desayunar? —oyó preguntar
a Juanamari.
—¡No tengo tiempo! —respondió él antes de
dar un portazo y bajar de cuatro en cuatro los es-
calones hasta el portal. 13
El bedel estaba a punto de cerrar la verja cuan-
do Iker llegó como una exhalación y se coló por la
estrecha abertura.
—Otra vez tarde —dijo el hombre a modo de
saludo, pero él no contestó y corrió hacia el edificio.
No quedaba nadie en los pasillos y se dirigió
a su aula en el segundo piso. ¡Qué mala pata! La
primera clase de los viernes era la asignatura de
Cultura Clásica y el viejo Apraiz estaría en aque-
llos momentos calándose las gafas y mirando uno
a uno a los veinticinco alumnos de tercero A para
comprobar quién faltaba. Abrió despacio y asomó
su cabeza rizada y despeinada por la puerta.
—Urrutia, me gustaría verlo en su sitio antes
de que yo llegara, aunque solo fuera una vez en
todo el curso.
Le dirigió una sonrisa de disculpa y se apresuró
a ocupar su lugar. ¿Quién le habría mandado a él
escoger Cultura Clásica entre las materias optati-
vas? Le había parecido que podría resultar intere-
sante. Por otra parte, tampoco había mucho donde
elegir: o esa, o Francés, y, a fin de cuentas, podría
resultarle provechosa si decidía presentarse junto a
14 su pandilla a uno de aquellos concursos de la tele.
Algunas veces los veían en casa de Santi, y quien
no sabía una respuesta, sabía otra. Él, estaba claro,
respondía casi sin pensar a las preguntas de nom-
bres de animales y sitios raros, como por ejemplo
cuál era la capital de Siria. Aunque no podía ubicar-
la en un mapa, había dejado pasmados a sus ami-
gos al decir «Damasco» antes que los concursantes.
La pasta del concurso les vendría bien. Estaban a
punto de convencer a sus padres para que los de-
jaran apuntarse a una excursión que el club de
montañismo del barrio había organizado a Huesca
para hacer trekking durante el mes de agosto.
—Si te lo ganas —había dicho su madre.
—Si apruebas —había dicho su padre.
Y lo mismo habían dicho los padres de los de-
más. Querían demostrarles que no solamente se
lo merecían después de todo el curso estudiando
como burros, sino que, además, estaban dispues-
tos a trabajar en lo que fuera durante el mes de ju-
lio para pagarse el viaje. Aunque, claro, si lograban
el dinero en el concurso, menos esfuerzo.
—Aquí tenéis las notas.
La voz del profesor le hizo olvidar sus planes
y prestar atención. Era la última evaluación y 15
necesitaba aprobarla. No había logrado superar
el cinco en las otras tres por los pelos, pero una
buena nota en esta última podía salvarlo de la
hecatombe. Esperó a que le entregaran su hoja,
cerró los ojos durante un instante para darse
fuerzas y al abrirlos de nuevo se encontró con
un fatídico 4,7. Atónito, contempló la nota sin
llegar a creérsela. ¿Acaso el viejo Apraiz estaba
loco? ¿Cómo podía negarle tres miserables déci-
mas en la última evaluación?
—A los que habéis aprobado, enhorabuena. Los
demás, recoged estas hojas en las que he prepara-
do el programa de estudio para el verano. Espero
que en septiembre vengáis mejor preparados.
¡Viejo roñoso! ¡Así se le cayesen los pelos de sus
barbas de chivo!
No escuchó ni una palabra durante el resto de
la hora. Apenas podía pensar con claridad. Tenía
aprobadas las demás asignaturas, pero su padre le
había advertido que únicamente habría trekking si
las aprobaba todas.
—TODAS —recalcó.
Y estaba seguro de que mantendría su palabra.
16 Cuando asumía el papel de «padre responsable»,
no había quien le discutiera ni una coma. ¡Y tenía
que ser precisamente aquella materia, la menos in-
teresante, la que iba a fastidiarle unas vacaciones
fenomenales y a hundirle en la miseria!
Se levantó como un autómata al sonar el tim-
bre de cambio de clases y se aproximó a la mesa del
profesor, encima de la cual estaban las hojas con el
trabajo para el verano.
—¿No hay ninguna otra posibilidad?
—se aventuró a preguntar, plantando cara a su
mayor enemigo en aquel momento.
—No —respondió este—. Si usted se hubiese
molestado en llegar puntual y hubiera atendido en
lugar de dedicarse a soñar durante las clases, tal
vez habría disfrutado con esta materia y ahora no
estaríamos hablando de ello.
No replicó; cogió la hoja, la metió en la mochila
sin echarle ni un vistazo y salió sin despedirse del
hombre que acababa de amargarle el día y el vera-
no. Iría a hablar con el tutor, se dijo, y a exponerle
su situación. No era justo que con todo aprobado
tuviera que fastidiarse por una asignatura que no
pensaba elegir en el curso siguiente. ¡A la mierda
con la Cultura Clásica! Era una bazofia, buena para 17
cuatro pelagatos con pinta de intelectuales, pero a
él no le iba a hacer ninguna falta para estudiar In-
formática. Manu era un buen tipo y lo entendería;
él hablaría con el viejo barbas de chivo y consegui-
ría que lo aprobase.
Pero el tutor escuchó con atención, afirmando
con gestos de cabeza a cada uno de sus alegatos y,
finalmente, le informó de que el profesor Apraiz
nunca cambiaba las notas de las evaluaciones. No
había nada que hacer al respecto.
Al volver a casa, olió a croquetas recién hechas y
su estómago se contrajo para recordarle que no ha-
bía probado bocado desde la noche anterior. Jua-
namari había dejado la comida preparada encima
de la mesa de la cocina: una ensalada de patatas y
unas croquetas de carne. Tiró la mochila junto­a la
nevera y empezó a comer antes incluso de haberse
sentado. Entonces, se fijó en la nota que la mujer
había apoyado en el vaso.

Ha llamado tu madre, que ella y tu padre tienen


un compromiso y no volverán hasta la noche.

18 El curso estaba a punto de finalizar, solo ha-


bía clase por las mañanas y en un par de semanas
no tendría que levantarse para ir al insti. En otro
momento, se habría alegrado y habría salido ha-
cia las piscinas municipales, las descubiertas, que
acababan de abrir para la temporada de verano,
pero aquel día no tenía ganas de estar con nadie y
menos de escuchar los planes de sus amigos para
las vacaciones. A su padre le encantaban las cro-
quetas frías y siempre le dejaba media docena en
la nevera para él, pero no estaba de humor para
hacer favores a nadie y, en venganza, se las comió
todas.
Juanamari había hecho la cama y ordenado
su cuarto. Su madre le obligaba a hacerse la cama
cuando era más pequeño, pero llevaba tiempo sin
hacérsela. ¿Para qué? Era él quien dormía en ella y
le daba igual que las sábanas estuvieran o no esti-
radas y el edredón en su sitio. Se tumbó y contem-
pló un póster de la primera película de El Señor de
los Anillos clavado en la pared con unas chinchetas.
Le gustaba aquel dibujo de una fortaleza en llamas
y varios dragones voladores atacándola. Se imagi-
nó a sí mismo como Aragorn y al profesor Apraiz
como el malvado Saruman, y se divirtió un rato 19
recreando una lucha entre los dos en la cual, por
supuesto, él salía vencedor. Era una pena que esas
cosas no pasasen en la realidad.
—Iker, ¡eres un idiota! —se dijo.
Siempre le había gustado soñar, dormido o des-
pierto. A fin de cuentas, no hacía daño a nadie y
creaba su propio mundo, el que más le apetecía en
cada momento, pero ya no era un niño y era ab-
surdo perder el tiempo en imaginaciones que no
llevaban a ninguna parte. Se levantó de la cama
enfadado consigo mismo y encendió el ordenador,
«la máquina infernal» que ponía la tierra conoci-
da a su disposición. Sin casi darse cuenta, tecleó
«apraiz» en el buscador e inmediatamente apare-
cieron 160.728 resultados. ¿Cómo diablos se lla-
maba? No tenía ni idea. En el insti todo el mundo
lo llamaba profesor Apraiz o Apraiz a secas, pero
en algún momento había oído decir que el tipo era
una eminencia, o como se dijese, en su materia.
—Bueno, ¡no será para tanto! —exclamó en
voz alta.
Si fuera un sabio, no estaría dando clases en un
insti; por lo menos estaría en una universidad o se
20 dedicaría a escribir libros que nadie leería, él desde
luego no.
Pasó unas cuantas páginas, pero no encontró
nada interesante. Tampoco había nada especial en
un par de chats en los que se metió con el pseu-
dónimo de «acorralado». Al principio le había di-
vertido mucho introducirse como un cazador fur-
tivo a la búsqueda de una presa a la que marear
diciéndole trolas, echándose años y presumiendo
de lo que no era para intentar ligar, pero pronto se
dio cuenta de que los demás participantes hacían
lo mismo y acabó aburriéndose. De vez en cuando
entraba en alguno por si acaso tenía suerte y en-
contraba a alguien diferente, pero estaba claro que
los chatea­dores eran todos tan mentirosos como él
y tampoco le apetecía entrar en un foro, aunque a
menudo encontraba temas apetecibles para pasar
un rato. Harto, dejó el ordenador encendido, cogió
el balón de baloncesto y se marchó a la cancha que
había debajo de su casa.

Tal y como esperaba, tuvo que olvidarse del trek-


king. De nada valieron sus alegaciones de aboga-
do de serie televisiva, ni sus promesas de estudiar
durante las vacaciones. Sus padres se mantuvie- 21
ron firmes y no hubo manera de que cambiaran
de opinión, pero a él le dio la impresión de que,
más que disgustados por el suspenso, se sentían
aliviados por tener una disculpa para no dejarlo
marchar con sus amigos. Aunque no se lo dijesen,
estaba seguro de que temían que algo malo pudie-
se ocurrirle.
Había sucedido lo mismo con el monopatín
que había pedido dos años antes y que no quisie-
ron regalarle para Navidades aduciendo que no se
lo había ganado. Su amigo Santi le regaló el suyo
viejo, y no pudieron negárselo, pero respiraron
aliviados el día que se dio un trompazo y lo par-
tió en dos. Aprovecharon la coyuntura de que se
había roto el brazo derecho para prohibirle volver
a subirse en uno. No le importó demasiado, todo
había que decirlo, porque el golpe fue morrocotu-
do y se le quitaron las ganas durante una tempo-
rada, pero le agobiaba tanta superprotección. Ya
no era un niño y ellos lo trataban como si todavía
lo fuera.
Resignado, decidió poner al mal tiempo buena
cara y organizarse. Tenía las piscinas y la cancha
22 de baloncesto, y más suerte que algunos de sus
amigos, obligados a marchar al pueblo de los abue-
los o a acudir a playas llenas de gente y de medu-
sas, y en las que no cabía una pulga.
Sin embargo, a mediados de julio, sus padres le
dieron un susto de muerte al informarle de que pa-
sarían unos días en la casa rural de unos amigos,
concretamente del uno al diez de agosto. Así evita-
ban tener que aguantar los ruidos nocturnos de las
tradicionales fiestas de La Blanca, afirmaron.
—¿Yo también? —preguntó sin esperar una ne-
gación.
—¡Pues claro, cariño! —exclamó su madre pa-
sándole la mano por el pelo, algo que Iker odia-
ba—. No pensarás que vamos a dejarte solo aquí,
¿verdad?
—¿Y Juanamari?
—¿En qué mundo vives, hijo? Ella también tie-
ne vacaciones.
—¿Y dónde está ese sitio?
—En el campo.
—¿Dónde, para ser exactos?
Se le había atragantado el bocadillo de chorizo
de Pamplona que se estaba metiendo entre pecho
y espalda. Estaban locos; definitivamente, esta- 23
ban locos. ¿Cómo se les ocurría llevárselo al campo
como si fuera un crío? ¿Y qué diablos iba a hacer él
en el campo? El campo estaba repleto de moscas y
bichos, y ya se le había pasado la edad de atrapar
lagartijas.
—En La Rioja.
¡Aquello era peor que ir a una playa con la tor-
tilla y la gaseosa! A sus padres les encantaba La
Rioja e iban por allí siempre que tenían ocasión.
A él también lo llevaban cuando era un niño, aun-
que logró zafarse del engorro al cumplir los doce.
Prefería mil veces más quedarse en casa de tía
Marta que andar dando vueltas respirando el aire
puro —que decía su madre— o metido en un res-
taurante donde su padre siempre pedía lo mismo:
patatas a la riojana y chuletillas de cordero. Se
r­ eunían con unos amigos y él se aburría como un
hongo. La idea de pasar diez días paseando y co-
miendo chuletillas le puso enfermo, e hizo un últi-
mo intento.
—¿No puedo quedarme en casa de tía Marta?
—No. Se va a Grecia con otras profesoras de la
universidad y, además, las vacaciones son para pa-
24 sarlas en familia, padres e hijos.
Juró por lo bajines que si algún día tenía hijos,
los trataría como a personas adultas y jamás los
obligaría a ir de vacaciones a lugares a los que no
quisieran ir.
Todavía hizo varias intentonas para eludir la
tortura; incluso logró hacerse invitar por la madre
de Santi para quedarse en su casa ya que ellos no
iban a ninguna parte, pero fue inútil. A la míni-
ma insinuación, su padre le dirigió una de aquellas
miradas suyas que decían más que mil palabras, y
no insistió. Evitó informar a sus compañeros so-
bre su terrible infortunio. Los escuchó hacer pla-
nes, hablar del viaje a Huesca, de acampadas, de
las fiestas, y no le cupo la menor duda: de todos,
era el que peor suerte tenía, el más gafe.

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