Límite Temporal Pena Perpetua Con Accesoria

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Ministerio Público de la Nación

Unidad Fiscal de Ejecución Penal

Juzgado Nacional de Ejecución Penal N° 2


Legajo N° 1583 “N., R. S. s/determinación temporal de la pena”.

Sr. Juez:
I. Por el presente, y en virtud del traslado conferido, esta
Unidad Fiscal de Ejecución Penal emite opinión respecto de la solicitud
formulada por la Dra. Solari Carrillo -defensora ad hoc interinamente a
cargo de la Defensoría Pública N° 4 ante los Juzgados Nacionales de
Ejecución Penal-, orientada a que se declare la inconstitucionalidad del art.
52 del CP y, en consecuencia, se incorpore a su asistido R. S. N. al período
de prueba.
En el marco de la causa 729, con fecha 6 de septiembre de
2000, el Tribunal Oral en lo Criminal N° 8 condenó a R. S. N. a la pena
única de reclusión perpetua, accesoria de reclusión por tiempo
indeterminado, comprensiva de la pena dictada por ese Tribunal de
reclusión perpetua, accesoria de reclusión por tiempo indeterminado, por
considerarlo penalmente responsable, en calidad de coautor, del delito de
homicidio agravado por haber sido cometido con el fin de consumar otro
delito y asegurar su impunidad, reiterado (dos hechos), estos en concurso
material con robo con armas; robo simple; robo con armas en concurso
material con lesiones graves, agravadas por haber sido provocadas para
facilitar otro delito y asegurar la impunidad; y privación ilegítima de la
libertad, agravado por su comisión mediante amenazas y violencia; y autor
del delito de encubrimiento reiterado. Asimismo, la condena comprende la
pena de siete años de prisión dictada por el Tribunal Oral de Menores N° 3,
como coautor de los delitos de robo agravado por tratarse de vehículo
dejado en la vía pública, reiterado -dos hechos- y robo simple reiterado -
tres hechos- (v. fs. 1/42).
Así, toda vez que N. se encuentra cumpliendo la pena de
prisión perpetua con más la accesoria de reclusión por tiempo
indeterminado, a criterio de esta Unidad Fiscal de Ejecución Penal para
resolver la pretensión de la defensa se torna necesario fijar el término de
vencimiento de la pena cuya ejecución actualmente se controla. Tal
determinación, en definitiva, permitirá establecer el término a partir del
cual N. se encontrará en condiciones de acceder a las modalidades de
ejecución comprendidas en el período de prueba (v. art. 27, punto II, inc.
“c” del Decreto 396/99).
II. Como primera aproximación a la materia objeto de examen
corresponde señalar que, en virtud de la posición que ha sido asignada por
la Constitución Nacional y la Ley Orgánica de Ministerio Público, uno de
los deberes centrales de esta Unidad Fiscal radica en fomentar el respeto y
el cumplimiento de los principios de igualdad ante la ley, presunción de
inocencia y derecho de toda persona a ser oída públicamente y con justicia
por un tribunal independiente e imparcial, y contribuir, de esa manera, con
un sistema penal justo y equitativo y con la protección eficaz de los
ciudadanos contra la delincuencia (v. arts. 120 de la CN; 1 y 25 de la Ley
Nº 24.946 y Directrices sobre la Función de los Fiscales, adoptadas en el
VIII Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y
Tratamiento del Delincuente -27/8 al 7/9/1990-).
En ese orden, sin perjuicio que la pena de prisión perpetua
más la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado fue la sanción
alcanzada en la etapa de debate en el marco del contradictorio, el planteo
deducido por mi contraparte habilita evaluar la cuestión desde una
renovada aproximación.
Es que la aplicación de la pena de prisión perpetua, a la luz
del orden constitucional, impone el deber de cuantificar judicialmente esa
sanción.
Para justificar tal fin, corresponde partir de una serie de
premisas fundamentales.
a) A partir de la vigencia de la Constitución Nacional de 1853
cabe colegir una determinada orientación en la ejecución de la pena
privativa de la libertad, en cuanto su art. 18 dispone que las cárceles de la
Nación sean sanas y limpias para seguridad y no para castigo de los reos
detenidos en ellas y, toda medida que a pretexto de precaución conduzca a
mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hace responsable al juez que
la autorice. De modo que, por esa vía, cristaliza un sentido humanista, que
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reconoce la dignidad del ser humano.


Esta originaria perspectiva fue robustecida con la
incorporación de una finalidad explicita para la ejecución de la pena a
partir de la reforma constitucional del año 1994 y de la inclusión, con esa
jerarquía, de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos (art. 75,
inc. 22 C.N.) “en las condiciones de su vigencia”, es decir, teniendo en
cuenta las recomendaciones y decisiones de los órganos de interpretación y
aplicación de los instrumentos internacionales, en el marco de sus
competencias.
Por un lado, el art. 5.6 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos establece que “las penas privativas de la libertad
tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los
condenados”. Por su parte, el art. 10.3 del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos postula que “el régimen penitenciario consistirá en un
tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y readaptación social
de los penados”. Ambos instrumentos se cuentan entre los individualizados
por la norma constitucional.
Desde entonces, una finalidad constitucional traza
esencialmente el sentido de la ejecución penal: la reinserción social del
condenado.
Para que aquella finalidad guarde conformidad con el resto de
los derechos, principios y garantías que integran el cuerpo constitucional
debe importar tanto una garantía que le asiste las personas condenadas
como una obligación Estatal de disponer eficazmente los medios
orientados a dotar a los sujetos pasivos de una sanción penal de
herramientas para la consecución de su reinserción social.
Paralelamente, y en virtud de lo normado por la Declaración
Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (arts. 25 y 26), la
Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 5), la Convención
Americana sobre Derechos Humanos (art. 5.2) y el Protocolo Internacional
de Derechos Civiles y Políticos (art. 10.1), el principio de humanidad rige
el cumplimiento de la pena privativa de la libertad. En consecuencia, es
obligación del Estado garantizar a las personas condenadas el diseño de
una política penitenciaria que tenga como norte reconocer la dignidad de la
persona humana durante la ejecución de la pena y evitar todo trato cruel,
inhumano o degradante.
En esta dirección, la Corte Suprema de Justicia de la Nación
ha resaltado la obligación estatal de dar cumplimiento a los extremos
prescriptos por las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos de
las Naciones Unidas respecto del tratamiento digno que se debe conceder a
toda persona privada de libertad, y ha exhortado a los poderes políticos a
adecuar su legislación procesal penal en materia de prisión preventiva y
excarcelación, y de ejecución penal y penitenciaria a los mandamientos
constitucionales e internacionales ratificados por nuestro país (v. causa
“Verbitsky, Horacio s/habeas corpus" Fallos 328:1146).
b) Sucesivamente, el texto constitucional también fija al
Legislador un deber de certeza en materia penal, derivado del principio
nulla poena sine lege (art. 18 CN).
Tal principio prescribe que tanto la definición de la conducta
delictiva como de la pena deben estar determinados por la ley antes de que
suceda el hecho que es objeto de una sentencia condenatoria (v. Salt,
Marcos Gabriel; Rivera Beiras, Iñaqui “Los derechos fundamentales de los
reclusos. España y Argentina”, Editores del Puerto, Buenos Aires, 1999, p.
200).
En esta dirección, ha de advertirse que el principio de estricta
legalidad no sólo debe observarse en cuanto a la redacción de los tipos,
sino también en lo que incumbe a las penas y a su duración temporal
(v. Zaffaroni, Eugenio Raúl “El máximo de la pena de prisión en el
derecho vigente” en Revista La Ley del 10/5/2010 y en La Ley 2010-C -
Sección Doctrina-, pág. 966 y siguientes, el resaltado corresponde a esta
pieza).
Así, para cumplir con el mandato de certeza no solamente la
conducta que se pretende criminalizar debe estar anteriormente contenida
en una norma penal, sino que además, esa conducta debe estar conminada
con una pena que haya sido previamente determinada.
Esto último, en cuanto importa al presente examen, equivale a
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decir que en forma previa a la comisión del hecho la ley debe regular las
características cuantitativas de la pena. Y tal exigencia acarrea la
obligación del Congreso Nacional de definir de manera cierta las
consecuencias del delito en lo atinente al tipo de pena y a su monto (art.
75, inc. 12 C.N.).
Sin embargo, este mandato de certeza también alcanza al
poder Judicial, en tanto garante de la adecuada implementación del diseño
constitucional. Con ese norte, la jurisprudencia de nuestro máximo
Tribunal ha enfatizado el deber de agotar todas las interpretaciones
posibles de una norma antes de concluir con su inconstitucionalidad, toda
vez que es un remedio extremo, que sólo puede operar cuando no resta
posibilidad interpretativa alguna de compatibilizar la ley con la
Constitución Nacional y los tratados internacionales que forman parte de
ella, dado que siempre importa desconocer un acto de poder de inmediata
procedencia de la soberanía popular, cuya banalización no puede ser
republicanamente saludable (Fallos 328:1491).
Así, frente a la eventual lesión legislativa del mandato de
certeza por medio de la decodificación, sólo es posible la reconstrucción
técnica o dogmática por vía jurisdiccional de las disposiciones legales en
forma armónica y compatible con la jerarquía de valores que impone la
Constitución, en cuyo vértice superior se hallan la integridad y la dignidad
de la persona, conforme a la decidida esencia personalista del orden
jurídico argentino, señalada desde la Constitución de 1853 y aún desde
todos sus antecedentes a partir de la emancipación nacional (v. CSJN,
Fallo “Estévez, Cristian Andrés”, rto. 8/6/10, voto en disidencia del Dr.
Zaffaroni, considerandos 16 y 25).
De tal forma, cuando se presente una situación fáctica que no
esta resuelta legislativamente se impone al juez interpretar como medio
para garantizar el cumplimiento del mandato de certeza constitucional.
c) En el caso de autos, justamente, se presenta la anomalía
descripta en el apartado precedente.
La pena perpetua que prescribe el código penal argentino no
resulta efectivamente perpetua, toda vez que el condenado siempre tiene la
posibilidad de retornar al medio libre, luego de transitar un lapso en prisión
(v. arts. 13 y 16 del CP).
Es correcto que sea así, en tanto, como fuera señalado en el
apartado a), esa pena -la más grave del catálogo contenido en nuestro
Código Penal- no está excluida de la lógica enderezada
preponderantemente a la reinserción social exigida por el diseño
constitucional.
Sin embargo, ese esquema se desploma en casos, como en el
sub lite, en los que la persona condenada a una pena de prisión perpetua, a
su vez, es sancionada con la pena accesoria de reclusión por tiempo
indeterminado.
El Legislador ha habilitado la aplicación de la pena accesoria
en los supuestos, como el presente, en que el hecho haya sido subsumido
en alguna de las hipótesis previstas en el art. 80 del CP (supuesto
expresamente excluido de la doctrina emergente del Fallo de la CSJN
“Gramajo”, G. 560 XL, rta. el 5/9/06, v. considerando 29 del voto de la
mayoría).
Para estos casos, el art. 53 del CP prevé los requisitos que
deben verificarse para acceder a la libertad condicional, a saber: a) haber
agotado la pena de prisión o reclusión temporal impuesta; b) haber
cumplido, como mínimo, cinco años de cumplimiento de la pena accesoria
de reclusión por tiempo indeterminado; c) haber mantenido buena
conducta, demostrado aptitud y hábito para el trabajo, así como otras
actitudes que permitan suponer verosímilmente que no constituirá un
peligro para la sociedad y demás recaudos del art. 13 del CP.
Finalmente, recién luego de transcurridos cinco años de
obtenida la libertad condicional, y reunidos todos los informes requeridos
por el art. 53, podrá tenerse por cumplida la pena.
Así, el art. 53 del CP prevé una serie de pasos sucesivos para
acceder a la libertad condicional y al, eventual, agotamiento de la pena. Sin
embargo, no surge de dicha norma a partir de qué momento debe
computarse el inicio de las penas accesorias.
Cierto es que sobre este punto la jurisprudencia ha
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interpretado que ese plazo debe comenzar a computarse a partir del


término general previsto para la obtención de la libertad condicional con
relación a las penas perpetuas (v. CFCP, Sala III, “Sobrero”, rta. el 30/6/03,
La Ley, 2821/2003).
Sin embargo, aunque esa hermenéutica judicial ha permitido
llenar el vacío legislativo en torno al inicio del cómputo de la sanción
accesoria por tiempo indeterminado, no resuelve completamente la
indeterminación temporal de la pena fijada en la sentencia de condena en
este tipo de casos.
Es que, como fuera señalado anteriormente, la letra del art. 53
del CP prevé que recién luego de transcurridos cinco años de obtenida la
libertad condicional, y reunidos todos los informes requeridos por el art.
53, podrá tenerse por agotada la pena.
Esta perspectiva denota que el agotamiento de la pena no se
encuentra determinado por completo o integralmente, sino que resulta
pasible de variaciones. Está condicionado al efectivo acceso de la persona
condenada a la libertad condicional.
En este tipo de supuestos, hasta tanto el condenado no pueda
acceder efectivamente a la libertad condicional no podrá aspirar a una
determinación completa de la condena. Tal indeterminación posibilita, para
esta categoría de personas condenadas, la prolongación indefinida del
encierro. En consecuencia, descarta en los hechos el sentido resocializador
con el que debe ejecutarse la sanción, asimilándose tales situaciones -en
caso de no subsanarse este vacío legal- a la antigua pena de muerte civil.
No se trata solo de una eventualidad que adquiere vigencia al
no prosperar la inclusión en la libertad condicional. El perjuicio se halla
presente desde el momento de la imposición de la condena, a partir de la
imposibilidad de establecer un derrotero acabado para la ejecución de este
tipo de pena. Tan incertidumbre termina asemejando la medida de coerción
material dictada a la situación a las “medidas de seguridad”,
condicionando la posibilidad de alcanzar una reinserción social exitosa al
desaparecer aquello que le da sentido a la ejecución de la pena desde la
perspectiva de la persona condenada: el retorno al medio libre.
De tal forma, como fuera señalado en el apartado b), es
evidente que el Poder Legislativo ha omitido proveer la certeza promovida
constitucionalmente para las hipótesis examinadas.
No es concebible que, por el juego de diversas normas
infraconstitucionales, la situación de una persona condenada por un delito,
por más grave que este sea, pueda ser equiparada a la de un sujeto sin
ninguna esperanza de alcanzar a vivir nuevamente en libertad, en algún
momento de su vida. Tal situación equivaldría a sancionar a la persona
condenada a un castigo literalmente perpetuo, sin importar los recursos
interdisciplinarios que el Estado destine a su resocialización, ni al esfuerzo
que ella misma haga, mientras cumple la pena, para reinsertarse. Todo ello,
en flagrante contradicción con el aludido mandato constitucional.
Por otra parte, el incumplimiento del mandato constitucional
de certeza, por parte del Legislador, no puede ser suplido mediante un
eventual indulto presidencial, como alguna jurisprudencia admite (v.
CFCP, Sala I, “Castro”, rta. el 11/11/02). Es que el indulto constituye una
gracia otorgada por vía administrativa, por un órgano -el Poder Ejecutivo-
ajeno al juicio de determinación judicial del hecho punible, el cual, por sí
mismo, debe garantizar el debido proceso adjetivo y sustantivo en los
términos de los artículos 18 y 33 de la Constitución Nacional.
No obstante, bien señalan Zaffaroni, Alagia y Slokar que en
los casos en los que el límite de la prisión perpetua no surja del texto de la
ley, no puede entenderse que dependa del indulto, ya que no puede
considerarse suficientemente cubierto el reclamo del principio republicano
por esta vía, toda vez que el indulto es un acto eminentemente discrecional
(v. Zaffaroni, Eugenio R.; Alagia, Alejandro; Slokar, Alejandro: Derecho
Penal. Parte General, Ediar, Buenos Aires, 2002, pág. 903).
Por ello, a efectos de resolver la situación actual y eliminar
este extremo de carencia de certeza en la determinación del máximo de la
pena de prisión perpetua más la accesoria de reclusión por tiempo
indeterminado y, en definitiva, su vencimiento, sólo cabe resolver la
cuestión en el ámbito jurisdiccional, y adoptar un criterio interpretativo de
las diferentes disposiciones legales en juego que las armonice, dé vigor y
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efecto.
III. Sentado así el deber jurisdiccional de fijar certeza sobre el
monto máximo de la pena de prisión perpetua más la accesoria de
reclusión por tiempo indeterminado y la fecha de su vencimiento, resta
ahora examinar cuál es el tribunal competente para tal fin.
La disquisición se resume a determinar si se trata de una
competencia propia del Tribunal de Juicio que fijó la pena o si sería
posible delegar tal función -en una etapa posterior al debate- al Juez de
Ejecución durante el control de la pena.
a) Al respecto, la doctrina tradicional formulaba una
distinción entre individualización legal, judicial y administrativa o
ejecución de la pena. Según esta clasificación, individualización normativa
es la que realiza el Legislador cuando preestablece distintas clases de
penas o de medidas, de manera tal que el juez encuentra una clasificación
individualizante a la que debe someterse. Pero debido al carácter abstracto
que necesariamente debe conservar la ley, queda en manos del juez el
proceso de “individualización de la pena. La pena debe adecuarse al
individuo concreto, tarea que sólo puede ser efectivamente llevada a cabo
por el juez. La individualización administrativa, por su parte, designa a
todas aquellas medidas relativas al tratamiento penitenciario, que en esa
división quedan a cargo de la autoridad administrativa. Detrás de esa
clasificación se encuentra una concepción de la pena dividida en tres
fases, una a cargo del legislador, otra a cargo del juez y otra a cargo del
personal penitenciario. (v. más ampliamente, la descripción sobre la
perspectiva tradicional que explicita Patricia Ziffer, Lineamiento de la
determinación de la pena, Ad-Hoc, Buenos Aires, 1996, p. 23/4).
Equivocadamente se afirmaba que, como consecuencia de esta
división tripartita de la individualización de la pena -y, en concreto, su
determinación en el caso de autos -, resultaba ser una competencia que el
Tribunal de debate podría delegar en la Justicia de Ejecución o, lisa y
llanamente, en la autoridad administrativa penitenciaria.
Sin embargo, la doctrina hace tiempo ha descartado
definitivamente esta posibilidad en el marco de un Estado Constitucional
de Derecho. Se ha sostenido con razón que “…la idea tradicional de
individualización de la pena considerada como un proceso con tres
etapas, no responde al marco de un estado constitucional de derecho, sino
a una distribución de tareas extraña al hoy generalizado sistema de
control de constitucionalidad. En efecto: el derecho penal debe contener
la irracionalidad del ejercicio del poder punitivo y, por ende, debe hacerlo
desde que se abre el marco abstracto para su ejercicio hasta que se agota
el que se impone sobre cualquier persona criminalizada. Pretender que el
derecho penal no puede objetar los ámbitos de arbitrio punitivo señalados
por las agencias legislativas, y que la administración tiene un cargo casi
exclusivo en la ejecución, es tanto como negar ese control sobre la
actividad criminalizante de las agencias políticas y penitenciarias.” (v.
Zaffaroni, Eugenio Raúl; Alagia, Alejandro; Slokar, Alejandro: op. cit.,
pág. 948).
b) Descartada aquella posibilidad, resulta clarificadora la
descripción realizada por Julio Maier respecto a la forma en la que los
Tribunales de Juicio avanzan ordinariamente en la determinación del fallo
penal.
Explica que la experiencia demuestra que “…el capítulo
dedicado a la individualización de la pena, además de abarcar un
porcentaje ínfimo de la sentencia, queda librada al más absoluto arbitrio
judicial que, sin sujeción a ninguna de las formas rígidas establecidas
para reconstruir el hecho y arribar al fallo de culpabilidad, mide la
reacción penal que va a aplicar con métodos que carecen de un
fundamento racional. En el mejor de los casos se halla allí un simulacro
de fundamentación que la mayoría de las veces acude a meras
abstracciones –que la ley penal contiene como parámetros para medir la
pena-, sin concretarlas ni demostrarlas en el caso particular de que se
trata.” (v. Maier, Julio B. J.: Derecho Procesal Penal. Fundamentos,
Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004, T. I, pág. 382).
A su criterio, este procedimiento encontraba sentido en el
sistema de enjuiciamiento penal del siglo XIX, que agotaba su cometido
con el juicio de culpabilidad, respondiendo a un puro derecho penal de
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acto, ya que previó, en un principio, un sistema de penas fijas, sin escalas


ni alternativas.
Sin embargo, desde la vigencia de escalas de gravedad
dentro de una misma clase de pena para cada uno de los delitos “…resulta
imprescindible, por un lado, sujetar la reconstrucción de los hechos a
tener en cuenta para individualizar la pena, el debate sobre ello y la
decisión a las mismas pautas de garantía que rigen para el fallo de
culpabilidad, y, por el otro, exigir que el fallo sobre la pena reúna las
mismas características de objetividad y seriedad que el de culpabilidad,
esto es, que sea racionalmente fundado” (v. Maier, Julio B. J.: op cit.,
ídem).
A su criterio, la solución esta constituida por “…la cesura
del juicio penal (debate y decisión) en dos partes, la primera dedicada al
análisis y pronunciamiento sobre la culpabilidad, que finaliza con un
interlocutorio de culpabilidad, y la segunda dirigida al análisis y decisión
sobre la pena (fallo penal) […] la proposición implica que después del
debate y decisión sobre la culpabilidad, se lleve a cabo otro debate
completo. En ese debate el acusador introduce las cuestiones de que se
valdrá para requerir la pena, el imputado podrá contestarlas y, en su
caso, se recibe la prueba sobre ellas y se discute sobre los criterios para
individualizar la pena, correspondiendo al tribunal la decisión por fallo
fundado...” (v. Maier, Julio B. J.: op cit., pág. 383, el resaltado corresponde
a esta pieza).
De tal forma, el producto del debate oral debe alcanzar a
determinar fehacientemente no solamente el juicio de culpabilidad, sino
también el juicio sobre la pena.
De hecho, este segundo juicio no solamente abarca el
marco de conocimiento propio del debate, sino que resulta su razón última.
En esta dirección, se ha sostenido que “…el eje del derecho penal y
procesal radica en la pena, lo demás son sólo presupuestos de ella. Lo
que en definitiva va a afectar directa y concretamente al ciudadano es la
pena que se le va a aplicar y, por lo tanto, necesariamente dentro del
proceso tiene que dársele la significación e importancia que merece.
Todas las garantías penales sustanciales y procesales carecen de sentido
si la determinación de la pena esta desprovista de toda salvaguarda
respecto del proceso.” (v. Claus Roxin Determinación judicial de la pena,
Editores del Puerto, Buenos Aires, 1993, pp. 128/9, el resaltado
corresponde a esta pieza).
En ese mismo sentido, afirman Zaffaroni, Alagia y Slokar
que “[l]a determinación de la pena por el tribunal, dentro del ámbito que
la ley deja para esa decisión o bien, la determinación de las
consecuencias jurídicas de un hecho penal por el juez, según la clase,
gravedad y posibilidad de ejecución, en vista a la elección dentro de una
pluralidad de posibilidades legalmente previstas, es tarea que abarca la
determinación de la clase de pena, de la cuantía de ella dentro de los
límites legales y de la forma de imposición o cumplimiento. No obstante,
no tiene mayor sentido práctico introducir esta subclasificación, porque la
cuantificación y el resto de la determinación son actividades judiciales
prácticamente inescindibles, dado que no se concibe juzgador que fije una
cuantía de pena sin establecer la clase, o la forma de imposición o de
cumplimiento…” (v. Zaffaroni, Eugenio Raúl; Alagia, Alejandro; Slokar,
Alejandro: op. cit., pág. 949).
Finalmente Alberto Binder, al examinar la organización del
juicio penal y su producto, la sentencia, valora la relevancia de la “cesura
del juicio penal”. Señala que “…la cesura permite ordenar el debate
teniendo en cuenta la importancia –cada día más reconocida- de la
concreta aplicación de la pena…” y concluye que “…[e]sta forma de
dividir el juicio se acomoda mucho más a un Derecho penal que le otorga
mayor importancia a las consecuencias concretas de las decisiones
judiciales. La aplicación de una pena es la consecuencia más concreta de
la decisión judicial penal…” (v. Binder, Alberto M: Introducción al
derecho procesal penal, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2008, pág. 258/9).
Con todo, necesariamente la pena y su monto deben ser
producto de la inmediación y contradicción que emerge del debate, no
resultando válido que sea delegada a una instancia jurisdiccional que
interviene luego de agotada la etapa recursiva, ya transcurrido un holgado
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lapso de tiempo, y completamente ajena al contradictorio suscitado entre


las partes trabadas en controversia en punto a la determinación de la
sanción penal a imponer.
La determinación judicial de la pena en la etapa de juicio
oral resulta necesaria en tanto será la vía que permitirá que la persona
condenada tenga certeza al momento de finalizar el debate sobre el alcance
del reproche estatal. Operará, entonces, como una garantía en favor de la
persona del condenado.
En consecuencia, la función limitadora de la culpabilidad
no alcanza simplemente a la responsabilidad por el hecho, sino también a
la determinación fehaciente del monto de la pena que habrá de fijarse. Ése,
ha de operar como un requisito de fundamentación de la sentencia de
condena.
En esta misma dirección, históricamente la CSJN ha
interpretado que la cuantificación penal es una materia reservada a los
tribunales de sentencia, con los límites que se derivan de la propia
Constitución, en dos sentidos: a) que la individualización penal no resulte
groseramente desproporcionada con la gravedad de los hechos y de la
culpabilidad, en forma tan palmaria que lesione la racionalidad exigida por
el principio republicano (art. 1 Constitución Nacional) y la prohibición de
penas crueles e inhumanas (art. 5.2 de la Convención Americana de
Derechos Humanos) ; y b) que la prueba de las bases fácticas consideradas
para la cuantificación no resulte arbitraria con la gravedad señalada por
esta Corte en materia de revisión de hecho y prueba (v. Fallos: 328:3399;
Fallo “Estévez”, ya citado, considerando 5° del voto en disidencia del Dr.
Zaffaroni).
c) La solución propuesta encuentra apoyo, a su vez, en
normas sustantivas y adjetivas que determinan la competencia del Tribunal
de debate para fijar el monto de la pena y su vencimiento.
Así, el primer párrafo del art. 493 del CPPN prescribe que
el Tribunal de juicio habrá de practicar por secretaría el cómputo de la
pena, fijando la fecha de vencimiento de su monto. Dicho cómputo será
notificado al ministerio fiscal y al interesado, quienes podrán observarlo
dentro de los tres días.
Si bien la norma prescribe el deber del Actuario de fijar la
fecha de vencimiento de la pena, la circunstancia que sobre el cómputo
practicado las partes interesadas puedan trabar una controversia en los
términos del art. 491, inc. 1 del CPPN, habilita la existencia de un
pronunciamiento de orden jurisdiccional que determine de forma previa a
la ejecución de la condena su fecha de agotamiento.
En esta dirección, el Tribunal de juicio deberá comunicar la
sentencia y el cómputo al juez de ejecución, el cual tiene vedado
efectuarlo si fue omitido (v. CFCP, Sala III, causa 1197 “Huñis”, rta. el
23/10/97).
Asimismo, la propia letra del artículo 51 del CP regula que
el Tribunal de juicio deberá comunicar al Registro Nacional de
Reincidencia, entre otras cuestiones: a) la fecha de extinción de las penas
perpetuas; b) el cómputo de las penas temporales y su fecha de caducidad.
De tal forma, la competencia del Tribunal Oral surge
claramente de las propias normas del orden interno.
d) Finalmente, también equivocadamente algunos
Tribunales sostienen que los cuestionamientos tendientes a determinar el
monto de la pena, su agotamiento y, de tal forma, la incorporación de la
persona al medio libre carecen de actualidad al momento en que el
Tribunal de Juicio emite la condena, en tanto no sería sino en un período
posterior que se debatirá el acceso de esa persona condenada a algún
régimen liberatorio.
Sin embargo, tal argumentación no contempla que la
determinación fehaciente del monto de la pena y de la fecha de su
vencimiento en el debate oral serán indispensables y condicionantes para
que, en la etapa de ejecución, pueda diseñarse un programa de tratamiento
individualizado que tenga como norte la resocialización de la persona
condenada.
En ese sentido, el segundo párrafo del art. 1 de la LEP
dispone que “[e]l régimen penitenciario deberá utilizar, de acuerdo con
las circunstancias de cada caso, todos los medios de tratamiento
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interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad [de reinserción


social]”. Paralelamente, el art. 5 del mismo cuerpo normativo prevé, en su
primer párrafo, que “[e]l tratamiento del condenado deberá ser
programado e individualizado y obligatorio respecto de las normas que
regulan la convivencia, la disciplina y el trabajo” y, en su último párrafo,
que durante la ejecución de la pena “…deberá atenderse a las condiciones
personales, intereses y necesidades para el momento de su egreso [al
medio libre]”. Finalmente, el art. 6 de la LEP regula que “[e]l régimen
penitenciario se basará en la progresividad, procurando limitar la
permanencia del condenado en establecimientos cerrados y promoviendo
en lo posible y conforme su evolución favorable su incorporación a
instituciones semiabiertas o abiertas o a secciones separadas regidas por
el principio de autodisciplina”.
Así, del juego armónico de tales normas emerge que en el
ámbito penitenciario habrán de evaluarse las circunstancias que rodeen al
caso individual, las problemáticas inherentes a él y, en función de ellos, las
respuestas interdisciplinarias que resulten más aptas para alcanzar el fin
resocializador. De ello se colige que habrán de diseñarse tratamientos
diferenciados en función de las diversas necesidades que la persona
condenada evidencie.
Ineludiblemente, el programa de tratamiento individual
resultante se encontrará direccionado a dotar de herramientas a la persona
condenada para su egreso en libertad. De tal forma, todo el diseño de ese
programa, como así también la progresividad de la persona por el régimen
penitenciario, encontrará sentido sólo si durante el mismo momento en que
comienza a ejecutarse la condena se encuentra ya fehacientemente
determinado el monto de la pena privativa de la libertad y su agotamiento.
En ese orden, la Justicia de Ejecución mal podría fijar la
escala aplicable al hecho punible cuando su finalidad no es otra que la de
controlar la ejecución de la condena y, por esa vía, articular las
herramientas institucionales necesarias a fin de procurar la reinserción
social del sujeto.
Como fuera señalado en el apartado anterior, tal
competencia se encuentra expresamente vedada por imperio del principio
de culpabilidad sustantiva, en tanto importaría remitir la decisión sobre el
fallo penal a una instancia posterior e inferior, ajena al debate, donde
impera la inmediación y la contradicción.
Por los argumentos expuestos, esta Unidad Fiscal de
Ejecución Penal entiende que corresponde que el Juez de Ejecución se
declare incompetente para determinar el plazo de vencimiento de la pena
de prisión perpetua más la accesoria de reclusión por tiempo
indeterminado que le fuera impuesta a R. S. N. y que remita las presentes
actuaciones, a tal efecto, a conocimiento del Tribunal de Juicio.
Unidad Fiscal de Ejecución Penal, de febrero de 2015.

En del mismo se devolvió. Conste.

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