Prólogo A Habitaciones

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Prólogo a Habitaciones, por María Moreno, 2002.

Esta novela fue escrita hacia fines de los años cincuenta. No por azar, ya que
en sus pliegues se respira la atmósfera libertaria que estallaría en la década
siguiente. Pero con una diferencia notoria: Por sobre el mandato ideológico y
la peripecia existencialista sobrevive en ella una soltura sensual que evoca la
relectura modernista de los griegos, anterior a la tragedia colectiva de la
primera guerra, y el proyecto corporal del socialismo utópico, disperso bajo
los imperativos del Capital analizado como racionalidad de la producción.
La palabra “Novela” exige una duda. Habitaciones, como todas las obras de
Emma Barrandéguy, que ella sintetiza de manera muy injusta como de
catarsis, cuenta los avatares de una conciencia en la mejor tradición
memoralista nacional -Victoria Ocampo, L. V. Mansilla-. En sus entrelíneas
puede leerse una reflexión sobre el destino de una intelectual que no es
porteña y no por eso concedió en jugar de regionalista y que “afrancesada”
con ironía, compartió la misma luz de provincia con Juan L. Ortiz y Carlos
Mastronardi. Lo hizo bajo la consigna de “intentar demoler la sociedad
burguesa injusta y llevar la introspección hasta los últimos posibles
recovecos”.
En la lectura de El segundo sexo de Simone de Beauvoir y en los tomos de sus
autobiografías, Emma Barrandéguy recibió la marca que la enfrentaría a esa
palabra que el cuerpo rescató de la política, libertad. Los interiores iluminados
aquí son también los del interior, los de una cultura sumergida -alejada de la
metrópolis- la de las familias fundidas y de los terratenientes asolados por la
nueva burguesía de comienzos de los años 20. Como en las memorias de
Victoria Ocampo, la autobiografía se funde con la biografía de la patria:
“Cuando mi abuelo se suicidaba en 1896, por pérdida de sus cosechas,
Eduardo Wilde, aquel ministro de educación autonomista, defensor de la ley
laica de enseñanza, termina su Prometeo y Cía. Cuando mi padre hacía la
conscripción como artillero en Ramos Mejía, ya doblaba el nuevo siglo y la
guerra con Chile era una posibilidad”. Pero si para Victoria Ocampo era
urgente rescatar a la rosa de la mierda, para Emma Barrandéguy es preciso,
bajo la guía de su maestro Raúl González Tuñón, blindarla, convertirla en
arma sin renunciar a su aroma.
Habitaciones es el relato con que el recuerdo ordena un amor que sobresale en
una “red sentimental” no sólo por su condición de prohibido sino porque está
destinado a encarnar aquello que la pasión suele ubicar como exterior a toda
serie posible. Que ese relato se ordene dando testimonio ante otro lo
emparenta al Alexis de Marguerite Yourcenar aunque quien lo haga se cuente
en una posición totalmente distinta a la de Adriano, la de alguien que se
piensa en posición de subordinación pero que, desde allí, ejerce
estratégicamente la crítica a todo aquello que lo subordina: la especie, la clase
social, los deseos de acuerdo a cada sexo. El amor de la narradora por aquella
a quien nombra Florencia no lleva a la pregunta sobre lo que el protocolo
psicológico llama orientación sexual sino al recorrido lúcido por los
desfiladeros de una búsqueda erótica instalada en una soberanía que los
filósofos católicos con quienes Emma Barrandéguy polemizaba en su
juventud situaban -eligiendo el lenguaje de la tragedia- como inadmisible para
los dilemas de la carne.
Escrita mucho antes de que se teorizara sobre las minorías
sexuales, Habitaciones puede leerse como algo que está por delante de ellas,
en un horizonte más radical en tanto que denuncia los espejismos de toda
elección, la multiplicidad de los deseos y de sus formas, “el anhelo de una
puerta abierta hacia otras habitaciones, hacia nuevas experiencias”.
Alfredo Weiss encarna -si leemos el nombre de la dedicatoria y el de esa
segunda persona ante la que el texto da testimonio en correlato a ciertos datos
esbozados por la trama- aun hombre de Sur, es decir que pertenece a una
coalición de la cultura alta argentina. Frente a él, la voz de la narradora vuelve
a jugar como la contracara de la de Victoria Ocampo: los interiores cuyas
cortinas descorre no son sólo los de un amor que no osa decir su nombre sino
los de una cultura de oposición, la de la izquierda de los años treinta,
republicana, comunista y, a menudo, proscripta y en donde aquellos amores
debían permanecer en la penumbra de la desviación burguesa. Entonces, como
en una caja china, cada interior esconde otro que el primero oculta y al que es
preciso acceder descorriendo nuevos velos. Del lado de Florencia los
interiores se vuelven islas: “no sólo guarida sino isla donde me sumerjo y
respiro, aliviada de todas mis tensiones, isla donde me tiendo sin violencia
totalmente abandonada, aguardando, aguardándome, y cuando vuelvo a
habitarme recobro mis voces antiguas, cantos que vienen de lejos, vibraciones
diferentes y me quedo en acecho, vigilante, guardando las puertas de mi
ciudad que sólo usted conoce, para que nadie entre después de nosotros”. La
isla donde se habita puede ser Lesbos pero menos como espacio erótico que
como lugar donde habitarse en una refundación de a dos donde el hombre
sólo permanecerá al sesgo o como ausente.
En ese sentido las confesiones laicas que desnudan el texto, lejos de constituir
una justificación son el detalle, la evidencia de todo lo que escapaba al saber
superior del macho, todo aquello donde éste nada podría saber; realizadas con
un tono muy alejado de la autocompasión, utilizan la modestia afectada con
que las mujeres -desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Mariquita Sánchez
pasando por Victoria Ocampo misma- se han dirigido a la autoridad para
enrostrarle sus exceso cuando no sos debilidades: “¿Sos feliz, Alfredo, me
pregunto ahora, vos que llenás bien las condiciones exigidas por la estadística
y las noticias fúnebres: esposa, hijos, sociedades anónimas? ¿o simplemente
no te has interrogado tanto como yo y seguiste viviendo cada día, que es lo
que en realidad deberíamos hacer y hacemos, no es cierto? Tirar, nomás.
Seguir tirando. ¿Hasta? Hasta la muerte”.
El final de Habitaciones es una cita del final de La invitada de Simone de
Beauvoir sólo que los personajes no están en los mismos lugares, el triángulo
no es equilátero: la mujer más jóven privilegia su vínculo con la otra mujer y
el rival es el hombre. Es también una resolución que empuja el testimonio a la
ficción para que se vuelva novela de transgresión y la ley deje caer su peso,
menos para subrayar su inexorable acción que para hacer más transparente el
lugar de la víctima. Porque Emma Barrandéguy expone dilemas que ponen en
evidencia la desigualdad de poderes mientras que La invitada ignoraba el
derecho de pernada intelectual ejercido por el más fuerte y que vuelve ilusoria
toda igualdad. Ese final es estoico y, en cierto modo, feliz: ¿Acaso no
constituye un final feliz conservar el amor pasión, sustrayéndolo a la
decadencia y la muerte? ¿Fue realmente un accidente fatal o un sacrificio con
fines ejemplares, el hecho de que Florencia manchara de sangre la mano del
abogado, de un hombre de ley y de una autoridad intelectual? El lector que no
se contente con el lugar de voyeur -si lo hiciera quedaría desilusionado- podrá
averiguarlo si consiente en abrir los postigos y mirar hacia adentro, siempre
que lo haga como Habitaciones lo exige, cara a cara.

Disponible en https://www.eternacadencia.com.ar/blog/ficcion/item/cara-a-
cara-2.html

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