Impacto Social de La Globalizacion en Los Paises e

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Impacto de la globalización en los países en

desarrollo
Ignacio Ramonet
Info ATTAC

Dos fenómenos centrales e imbricados caracterizan hoy a nuestro planeta: por una parte,
todos los Estados participan de la dinámica globalizadora y, al mismo tiempo, el mundo
asiste a la revolución de la información. Se trata de un proceso importante, comparable al
del paso de la economía agraria al de la economía industrial. Vivimos una segunda
revolución capitalista, cuyo nombre es: globalization.

¿Y qué es en definitiva la globalización? Se trata de la interdependencia y de la imbricación


cada vez más estrecha de las economías de numerosos países, sobre todo el sector
financiero, ya que la libertad de circulación de capitales, de flujos financieros, es total y
hace que este sector domine, muy ampliamente, la esfera económica.

La globalización llega a todos los rincones del planeta, ignorando o pasando por alto tanto
los derechos y reglas de individuos y empresas como la independencia de los pueblos o la
diversidad de regímenes políticos.

La globalización es la característica principal del ciclo histórico inaugurado por la caída del
muro de Berlín, en noviembre de 1989, y la desaparición de la Unión Soviética, en
diciembre de 1991.

Su empuje y su potencia son tales, que nos obligan a redefinir conceptos fundamentales
sobre los que reposaba el edificio político y democrático levantado a finales del siglo
dieciocho: conceptos como Estado-nación, soberanía, independencia, fronteras, democracia,
Estado benefactor y ciudadanía.

La globalización no apunta a conquistar los países, sino los mercados. Su preocupación no


es el control físico de los cuerpos ni la conquista de territorios, como fue el caso durante las
invasiones o los periodos coloniales, sino el control y la posesión de las riquezas. La
consecuencia de la globalización es la destrucción de lo colectivo, la apropiación de las
esferas pública y social por el mercado y el interés privado. Actúa como una mecánica de
selección permanente, en un contexto de competencia generalizada. Existe competencia
entre el capital y el trabajo, pero -como los capitales circulan libremente y los seres
humanos son mucho menos móviles- el capital siempre gana.

Los fondos privados de los mercados financieros tienen ahora en sus manos el destino de
muchas empresas nacionales y la soberanía de numerosas naciones y también, en cierta
medida, la suerte o el destino económico del mundo.

Los mercados financieros pueden dictar sus leyes a las empresas y a los Estados. En este
nuevo paisaje político-económico, el financista se impone al empresario, lo global a lo
nacional y los mercados al Estado.

En una economía globalizada ni el capital ni el trabajo, ni las materias primas constituyen en


sí mismos el factor económico determinante, sino que lo importante resulta la relación
óptima entre esos tres factores. Para establecer esa relación, las grandes firmas globales no
tienen en cuenta ni las fronteras ni las reglamentaciones, sino solamente el tipo de
explotación inteligente que pueden realizar de la información, de la organización del trabajo
y de la revolución en los métodos de gestión.

Esto comporta con frecuencia la ruptura de la cadena de solidaridades en el interior de un


país.
Se llega así al divorcio entre el interés de las grandes multinacionales y el de las pequeñas y
medianas (incluso grandes) empresas nacionales, entre el interés de los accionistas de las
grandes empresas y el de la colectividad nacional, entre la lógica financiera y la lógica
democrática.

Las grandes empresas multinacionales no se sienten concernidas, ni mucho menos


responsables, por esta situación, ya que subcontratan y venden en el mundo entero y
reivindican un carácter supranacional que les permite actuar con enorme libertad, ya que no
existen, por decirlo así, instituciones internacionales capaces de reglamentar con eficacia su
comportamiento.

La globalización constituye una inmensa ruptura económica, política y cultural; somete a las
empresas y a los ciudadanos a un diktat único: "adaptarse", abdicar de su voluntad para
obedecer al mandato anónimo de los mercados financieros. La globalización, tal como se
desarrolla actualmente, es el economicismo llevado al extremo.

Esta mundialización condena por adelantado, en nombre del "realismo", cualquier veleidad
de resistencia e, incluso, de disidencia. Los pujos proteccionistas, la búsqueda de
alternativas, las tentativas de regulación democrática y las críticas a los mercados
financieros son considerados "arcaicos" o incluso oprobiosos.

La mundialización erige a la competencia en única, exclusiva, fuerza motriz. Helmut


Maucher, un ex presidente de Nestlé, declaró por ejemplo en el Foro de Davos: "Tanto para
un individuo, como para una empresa o un país, lo importante para sobrevivir en este
mundo es ser más competitivo que el vecino".

Pobre del gobierno que no siga esta línea. "Los mercados lo sancionarían de inmediato -
advirtió Hans Tietmeyer, ex presidente del Bundesbank alemán- ya que los políticos están
ahora bajo control de los mercados financieros". Marc Blondel, secretario del sindicato
francés Force Ouvrière, pudo verificar esto en Davos, en 1996: "En el mejor de los casos,
los poderes públicos sólo son subcontratistas de las grandes multinacionales. El mercado
gobierna; el gobierno administra".

Boutros Boutros-Ghali, ex secretario general de las Naciones Unidas, señaló por su parte:
"La realidad del poder mundial escapa ampliamente a los Estados. Esto es así porque la
gloabalización implica la emergencia de nuevos poderes, que trascienden las estructuras
estatales". ¿Y quiénes son, en este siglo que comienza, esos "nuevos poderes", esos nuevos
amos del mundo? Por cierto, no constituyen, como algunos imaginan, una especie de estado
mayor clandestino que conspiran en las sombras para controlar al mundo. Se trata más bien
de fuerzas que se mueven a su antojo gracias a la globalización, que obedecen a consignas
precisas, cuyo slogan totalitario podría ser: "todo el poder a los mercados".

George Soros, financista multimillonario, sostiene que "los mercados votan todos los días,
por cierto; fuerzan a los gobiernos a adoptar medidas impopulares, pero indispensables.
Son los mercados los que tienen sentido del Estado".

Sin embargo, la globalización mata al mercado nacional, en particular los de los países en
desarrollo, que es uno de los fundamentos del poder del Estado nación. Anulando al
mercado, modifica el capitalismo nacional y disminuye el papel de las empresas locales y de
los poderes públicos.

Las empresas locales, incluso los Estados, ya no disponen de los medios para oponerse a los
mercados. Quedan desprovistas de instrumentos para frenar los formidables flujos de
capital, muchas veces puramente especulativos, o para oponerse a la acción de los
mercados contra sus intereses y los intereses de los ciudadanos. En general, los gobiernos
se someten a las consignas de política económica definidas por organismos mundiales como
el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial de Comercio,
que ejercen una verdadera dictadura sobre la política de los Estados.

La globalización no se reduce a la simple apertura de fronteras; traduce sobre todo el


creciente poder de los mercados financieros, el retroceso de los Estados nacionales y las
dificultades para establecer poderes supranacionales capaces de orientarla hacia el interés
general.

Favoreciendo el libre flujo de capitales y las privatizaciones masivas a lo largo de los dos
últimos decenios, los responsables políticos han permitido la transferencia de decisiones
capitales (en materia de inversiones, de empleo, de salud, de educación, de cultura, de
protección del medio ambiente), desde el ámbito público nacional hacia el ámbito privado
internacional. Es por eso que actualmente más de la mitad de las doscientas primeras
economías del mundo no pertenecen a países, sino a empresas privadas.

Si consideramos la cifra de negocios global de las doscientas principales empresas del


planeta, vemos que aquella representa más de un cuarto de la actividad económica
mundial. Sin embargo, esas doscientas firmas emplean menos del 0.75 por ciento de la
mano de obra del planeta.

Mediante las fusiones, se multiplica el número de firmas gigantes, cuyo peso es a veces
superior al de los Estados. La cifra de negocios de General Motors es superior al Producto
Interno Bruto de Dinamarca; la de Exxon-Mobil supera el de Austria. Cada una de las 100
empresas multinacionales más importantes vende más de lo que exporta cada uno de los
120 países más pobres del planeta. Las 23 multinacionales más poderosas venden más de
lo que exportan algunos gigantes del sur del planeta, como India, Brasil, Indonesia o
México. Esas grandes firmas controlan el 70 por ciento del comercio mundial y amenazan
con asfixiar o absorber a millares de pequeñas y medianas empresas en el mundo.

Los dirigentes de las multinacionales y de los grandes grupos financieros y mediáticos


mundiales detentan la realidad del poder y, a través de sus poderosos lobbies, se imponen
sobre las decisiones políticas, confiscando en su beneficio la economía y la democracia. El
volumen de la economía financiera es 50 veces superior al de la economía real y sus
principales actores -los fondos de pensión estadounidenses, británicos y japoneses-
dominan los mercados financieros. Ante ellos, el peso de los Estados y de las empresas
locales, cualesquiera que sean, resulta casi despreciable.

Cada vez más países que han vendido (muchas veces malvendido) sus empresas públicas al
sector privado internacional se han convertido de hecho en propiedad de los grandes grupos
multinacionales, que actualmente dominan sectores enteros de la economía del sur,
sirviéndose de los Estados locales para ejercer presión sobre los foros internacionales y
obtener las decisiones políticas más favorables a su dominación global.

Las políticas de ajuste estructural impuestas a los países en desarrollo en los años ochenta
en el marco del Consenso de Washington han dado resultados satisfactorios a escala
macroeconómica, pero han significado un costo social exorbitante y contraproductivo. Los
gobiernos han "saneado" las economías únicamente para favorecer la inversión
internacional y, al mismo tiempo, han destruido las sociedades.

La aceleración de la globalización y las crisis financieras de los años 1997 y 1998


aumentaron estos perversos efectos. Provocaron una reducción de los gastos públicos en
salud y educación en nombre de la lucha contra el déficit fiscal y un aumento de las
desigualdades y de la pobreza. Es cierto que en los países en desarrollo éstas no son
producto exclusivo de las políticas de ajuste, pero es innegable que esas políticas han
contribuido a acrecentarlas.

Actualmente, tanto las estructuras de Estado como las económicas y sociales de los países
en desarrollo han sido barridas. El Estado se desploma un poco en todas partes. Se
desarrollan zonas donde no existe el derecho, una suerte de entidades caóticas
ingobernables al margen de toda legalidad donde se ha recaído en un estado de barbarie en
el que sólo las mafias imponen su ley. Aparecen nuevos peligros: crimen organizado,
delincuencia explosiva, inseguridad generalizada, redes mafiosas, fanatismos étnicos o
religiosos, corrupción masiva, etcétera.
La abundancia de bienes y el progreso de la técnica alcanzan niveles sin precedentes en los
países ricos y desarrollados, pero en los países en desarrollo el número de los que no tienen
techo, trabajo, medicamentos ni lo suficiente para alimentarse, aumenta sin cesar. Sobre
los 4,500 millones de personas que viven en los países en desarrollo, más de un tercio (o
sea 1,500 millones) no tiene acceso al agua potable. El 20 por ciento de los niños no ingiere
las calorías o proteínas suficientes y alrededor de 2 mil millones de personas, un tercio de la
humanidad, sufre de anemia.

La globalización viene acompañada de un impresionante proceso de destrucción.


Desaparecen industrias enteras en todas las regiones, con los sufrimientos sociales que eso
comporta: feroz explotación de hombres, mujeres y, más escandaloso aún, de niños: 300
millones de niños son explotados en el mundo, en condiciones de brutalidad sin
precedentes.

La mundialización comporta también devastación ecológica. Las grandes firmas pillan el


medio ambiente valiéndose de medios desmesurados; se aprovechan sin frenos ni
escrúpulos de riquezas naturales que representan el bien común de la humanidad. Esto se
acompaña asimismo de una criminalidad financiera ligada a los negocios y a los grandes
bancos, que reciclan sumas que superan el millón de millones de dólares por año, es decir,
20 por ciento de todo el comercio mundial y más que el PNB de un tercio de la humanidad.

La mercantilización generalizada de las palabras y las cosas, de los cuerpos y los espíritus,
de la naturaleza y de la cultura, agrava las desigualdades.

Las diferencias de ingreso a escala planetaria se ampliaron en proporciones sin precedentes


en la historia. La relación entre el país más rico y el más pobre era de alrededor de 3 a 1 en
1816, cuando Argentina se declaró independiente. En 1950, era de 35 a 1, de 44 a 1 en
1973, de 72 a 1 en 1992 y de ¡82 a 1 en 1995! Si bien -gracias a un crecimiento sostenido
y a los beneficios de la llamada nueva economía- el mundo es globalmente más rico, las
políticas de ayuda a los más pobres resultan un fiasco evidente. Entre 1990 y 1998, las
progresión anual media del ingreso por habitante fue negativa en 50 países en desarrollo.
En más de 70 países, el ingreso medio por habitante es hoy menor que hace 20 años.

A escala planetaria, uno de cada dos niños sufre de malnutrición. Más de 3 mil millones de
personas, la mitad de la humanidad, viven con menos de 2 dólares por día "Viven" es una
manera de decir, porque con dos dólares por día deben comer, alojarse, curarse, vestirse,
transportarse.

En América Latina, la pobreza alcanzaba en 1980 al 35 por ciento de los hogares; en 1990,
al 45 por ciento, o sea que pasó de 135 a 200 millones de personas. En 1998, más de 50
millones de personas, que antes pertenecían a las clases medias, habían pasado a la clase
de "nuevos pobres".

La desigualdad aumenta entre países ricos y pobres, en materia de acceso a medicamentos


y de investigación para el tratamiento de enfermedades prácticamente ausentes en los
países desarrollados.

Aunque el mundo ha progresado mucho en materia de una mejor salud para todos, esos
avances son relativizados por el peor de los escándalos: la gravísima desigualdad en el
acceso a la salud. La señora Brundtland, directora general de la Organización Mundial de la
Salud, constata que "más de mil millones de personas abordan el siglo XXI sin haber gozado
de la revolución sanitaria: sus vidas siguen siendo breves y marcadas por la enfermedad"
(1).

La globalización es cada vez más excluyente. En nuestro planeta, el quinto más rico de la
población dispone del 80 por ciento de los recursos, mientras el quinto más pobre dispone
de menos del 0.5 por ciento.

El número de personas que vive en la pobreza es más grande que nunca y la distancia en
términos relativos entre los países desarrollados y en desarrollo nunca fue más importante.
La fosa que separa el Norte del Sur es hoy tan grande, que resulta difícil imaginar cómo
podría desaparecer.

Las exportaciones mundiales se han más que duplicado, pero la participación en ellas de los
países menos desarrollados pasó del 0.6 en 1980 al 0.5 en 1990 y al 04 por ciento en 1997.

Podemos verificar con satisfacción que en los últimos veinte años más de 100 países se
desprendieron de regímenes militares o de partido único y que, por primera vez en la
historia, la mayor parte de la humanidad vive en democracia. Pero el desastre económico
pone en cuestión el progreso de las libertades civiles en muchos países en desarrollo. La
pobreza disminuye el sentido de la democracia.

Se podría estimar que la clase media global reagrupa a los propietarios de automóviles, o
sea alrededor de 500 millones de personas. Si estimamos tres personas por coche, eso hace
1,500 millones, o sea el 25 por ciento de la población mundial, de las cuales cuatro quintas
partes viven en el Norte y consumen el 80 por ciento de los recursos del planeta. La
comunidad mundial de abonados a Internet conoce un crecimiento exponencial y representa
actualmente el 26 por ciento de la población de Estados Unidos, pero menos del 1 por
ciento del conjunto de los países en desarrollo.

Se considera que el número de utilizadores de Internet, estimado en 142 millones en 1998,


debería ser de 500 millones en 2003. La gran batalla del porvenir será entre empresas
estadunidenses, europeas y japonesas por controlar las redes. Los países en desarrollo y
sus empresas, salvo alguna excepción, están por completo al margen de esta nueva fuente
de riquezas y apenas recogerán unas migas del comercio electrónico. Embrionario en 1998,
con apenas 8 mil millones de dólares de intercambio, el comercio electrónico llegará a 40
mil millones este año y superará los 80 mil millones en 2002.

Pero en la edad de la globalización, incluso los países ricos no garantizan un nivel de


desarrollo humano satisfactorio a todos sus habitantes. Sectores enteros de la sociedad
quedan al margen de la aparente prosperidad económica. En Estados Unidos, el 16 por
ciento de la población, o sea una persona de cada seis, sufre de exclusión social. El número
de niños sin cobertura médica satisfactoria llega el 37 por ciento. En Texas, el estado de
George Bush, llega al 46 por ciento. En la primera potencia económica del mundo, 32
millones de personas tienen una esperanza de vida inferior a los 60 años; 44 millones están
privadas de toda asistencia médica; 46 millones viven por debajo de los niveles de pobreza
y hay 52 millones de iletrados. En el Reino Unido, un cuarto de los niños vive por debajo de
los niveles de pobreza; más de la mitad de las mujeres trabaja en condiciones precarias y,
en el plano de la asistencia médica, Gran Bretaña está en la última posición en la Unión
Europea, después de Grecia, Portugal e Irlanda.

Hay a quien estas cifras parezcan asombrosas o desmesuradas... A escala mundial, los
países en desarrollo necesitarían una 80 mil millones de dólares por año (casi la mitad de la
deuda externa argentina) para asegurar servicios de base para todos.

Por todas partes, la regla es la pobreza y el confort la excepción. La desigualdad creciente


es una de las características estructurales de la mundialización. Estimaciones recientes de la
ONU señalan que en 1999 la fortuna acumulada por las 200 personas más ricas del mundo
representa más de un millón de millones de dólares. A título comparativo, digamos que los
582 millones de habitantes de los 43 países menos desarrollados totalizaron un ingreso de
146 mil millones de dólares.

Existen individuos más ricos que los Estados: el patrimonio de las 15 personas más ricas
supera el PIB del conjunto del Africa subsahariana. La riqueza de las tres personas más
ricas del mundo es superior a la suma del Producto Nacional Bruto de todos los países
menos desarrollados, o sea 600 millones de personas.

La globalización ha favorecido una gigantesca dilatación de la esfera financiera: el monto de


las transacciones del mercado de divisas se multiplicó por cinco desde 1980, para llegar a
cerca de ¡dos millones de millones de dólares por día! El monto de las transacciones
financieras internacionales es 50 veces más importante que el valor del comercio
internacional de bienes y servicios. El monto de los activos en poder de los inversionistas
institucionales (compañías de seguros, fondos de pensión, etc.) supera los 25 millones de
millones de dólares, o sea más que la totalidad de las riquezas producidas anualmente en
todo el mundo.

Y las autoridades no pueden hacer gran cosa ante el poder de la especulación. Por ejemplo
Japón, país que posee la más importante reserva de divisas del mundo (más de 200 mil
millones de dólares), no es nada ante el poder financiero de los tres primeros fondos de
pensión de Estados Unidos: ¡más de 500 mil millones de dólares! Si un gobierno
democrático desea proteger sus empresas nacionales y realizar una política favorable al
crecimiento y al empleo reduciendo las ganancias de las grandes empresas y tolerando un
pequeño aumento de la inflación, los inversionistas internacionales lo acusarán de inmediato
de proteccionismo y sancionarán al país, sea atacando su moneda, sea vendiendo
masivamente las acciones de sus empresas. Esta reacción brutal provoca una crisis y hace
imposible la aplicación de una política que ha sido democráticamente elegida por los
ciudadanos.

Rubens Recúpero, secretario general de la Comisión de Naciones Unidas para el Comercio y


el Desarrollo, acaba de lanzar el siguiente grito de alarma: "Es necesario controlar los
movimientos de capital volátil. La economía mundial es hoy más inestable que nunca desde
la Segunda Guerra Mundial. Los países en vías de desarrollo son los más vulnerables. La
reforma de la arquitectura financiera planetaria debe ser la primera prioridad mundial" (2).
James Wolfensohn, presidente del Banco Mundial, admitió el fracaso de una cierta política, a
punto tal que declaró en Ginebra, el 26 de junio pasado: "Sabemos ahora que la estabilidad
macroeconómica, la liberalización y las privatizaciones son importantes, pero no suficientes.
El desarrollo tiene múltiples facetas. Hacer funcionar los mercados, apunta a reducir la
pobreza, pero demanda un entorno social sólido. La pobreza es multidimensional: una
mejor calidad de vida no se traduce solamente por ingresos más elevados, sino que debe
representar asimismo más libertades civiles y políticas, más seguridad y participación a la
vida pública, más educación, alimentación y salud, un medio ambiente más protegido y un
aparato de Estado que funcione realmente" (3).

En conclusión, la globalización construye sociedades duales: de un lado un grupo de


privilegiados e hiperactivos y, del otro, una inmensa masa de precarios, desempleados y
marginados.

Los años noventa son los años de la exclusión social, con todos los riesgos que ello supone,
ya que el crecimiento de la pobreza y la desaparición de toda esperanza de salir de ella
favorece el aumento de la violencia en los países en desarrollo. En algunos de ellos, la
violencia ha adquirido la dimensión de una verdadera guerra. En Brasil, por ejemplo,
alrededor de 600 mil personas han muerto asesinadas en los últimos 20 años.

En países como Japón o Francia, el número de personas asesinadas es, respectivamente, de


2 y 3 por cada 100 mil personas. En Brasil, es de 58 y en Colombia ¡de 78 personas
asesinadas por cada 100 mil! En ciertas ciudades esa proporción es aún más trágica: en Cali
es de 88, y en ciertos barrios de San Pablo ¡de 102 ! Y la tendencia es al agravamiento. En
1988, fueron asesinadas en Brasil 21 mil personas; en 1999, 42 mil, o sea el doble, sin
contar los robos, las agresiones, violaciones y secuestros.

Alrededor de 2,500 personas son secuestradas anualmente en Colombia; cientos en Brasil,


México, Guatemala. En ciertas ciudades de América Latina, más del 50 por ciento de las
personas interrogadas declaran que ya no salen de su casa por la noche, lo que comporta
un desastre económico para muchos comercios y empresas.

¿Cuándo acabaremos por comprender, por aceptar, que la equidad y la justicia social, lejos
de constituir frenos al desarrollo, son por el contrario favorables a mediano y largo plazo a
la eficacia económica, a la expansión del comercio y a la prosperidad de las empresas? Hay
que tomar medidas redistributivas, destinadas a facilitar el acceso de los pobres a la renta,
y poner en práctica políticas que estimulen la participación de los pobres en la vida social y
económica. Lo verdaderamente importante sería reducir el peso del servicio de la deuda
externa y liberar esos recursos para la inversión productiva y el gasto social. El pago de la
deuda es, en algunos países, la mayor partida del gasto gubernamental y llega a consumir
hasta el 30 y el 40 por ciento del mismo. En el plano internacional, se requiere ante todo un
entorno de estabilidad que favorezca el crecimiento económico y marcos reguladores que
limiten los flujos especulativos y eliminen la volatilidad financiera asociada a la
globalización. También es clave la apertura comercial de los países industrializados, a través
de una nueva ronda de negociaciones multilaterales, pero ésta sólo contribuirá a mejoras
sociales si va acompañada de cláusulas sociales y ambientales. Solo así conseguiremos
humanizar la globalización y hacerla compatible con una concepción elevada de la
democracia y de la dignidad humana.

Info ATTAC
Asociación por una Tasa sobre las Transacciones especulativas para Ayuda a los Ciudadanos

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