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Hume

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Vol. 73 (2017)

David Hume y el juicio estético

Juan Martín Prada

Resumen:

En este trabajo se analiza el intento de Hume de compatibilizar el reconocimiento de la


diversidad en los juicios estéticos con la existencia de principios del gusto universales. La
exégesis de su propuesta de una norma del gusto se desarrollará analizando su relación con las
aportaciones anteriores de Locke, Shaftesbury, Addison y Hutcheson, fundamentalmente.
Asimismo, se valorará su impacto en la estética posterior, sobre todo en la Crítica del juicio de
Kant.

1. Introducción

Fue en la primavera de 1756 cuando David Hume finalizó su texto Of the standard of taste. Un
ensayo que acabaría siendo publicado como parte integrante del libro Four Dissertations,
editado en Londres por Andrew Millar en 1757. En este escrito, Hume intentó compatibilizar la
presupuesta existencia de principios del gusto universales con la compleja diversidad de
opiniones existente de facto sobre las obras de arte. Se trataba pues de elaborar una norma
del gusto y del sentimiento que él quería pudiese ser calificada como “verdadera”.

Las reflexiones y diatribas sobre el gusto estético estaban alcanzando a mediados del siglo XVIII
en Inglaterra, Escocia e Irlanda un momento álgido, como lo demuestra el hecho de que entre
1756 y 1759 hicieran su aparición, junto a éste de Hume, otros dos de los más importantes
textos sobre esta cuestión: Essay on taste de Alexander Gerard (ensayo ganador en 1756 de
una medalla de oro de The Edinburgh Society y publicado en 1759), y el discurso introductorio
titulado On taste que añadirá Burke a la edición de 1759 de su conocida A Philosophical Inquiry
into the Origin of Our Ideas of The Sublime and Beautiful (publicada por primera vez en
Londres en 1757) y que, de hecho, algunos consideran como una específica respuesta al texto
de Hume1. Textos que revisaban muchas de las consideraciones expuestas años atrás sobre la
problemática del gusto, sobre todo por Shaftesbury en su Advice to an author (1710) o por
Francis Hutcheson en su An Inquiry Into the Original of Our Ideas of Beauty and Virtue, cuyo
primer volumen vio la luz en 1725. Precisamente, este texto de Hutcheson es el más claro
antecedente del intento de Hume, al tratar de hacer compatibles los fundamentos que
permitirían afirmar la existencia de un sentido “interno” de la belleza con la diversidad de
gustos que empezaba a hacerse cada vez más obvia en las artes aplicadas del momento, el
mobiliario, la arquitectura y la jardinería, sobre todo, y que denotaban una creciente
fascinación por las formas exóticas del arte egipcio, japonés, chino o indostánico.

En el continente, la primera mitad de siglo XVIII había sido muy fructífera en cuanto a las
reflexiones sobre el gusto. Entre éstas destacarían los escritos del español Benito Jerónimo
Feijoó titulados Razón del gusto y El no sé qué (incluidos en su Teatro crítico universal
publicado en 1734), el poema de Voltaire titulado Le Temple du goût (1733), traducido muy
pronto al inglés, publicándose en Londres en 1734, así como otros muchísimos ensayos, entre
los que podríamos también recordar el texto titulado Essai sur le Beau, de Yves-Marie André,
publicado en 1741, o las exquisitas Réflexions sur le Goût de Madame de Lambert (publicado
póstumamente, ya en 1747). Indudablemente, en la teorización francesa sobre el gusto fue
también fundamental la entrada “Goût” en la Encyclopédie (volumen VII), escrita por Voltaire,
y que vio la luz en 1757. Un artículo que, sin embargo, había sido originalmente encargado a
Montesquieu, quien murió antes de terminarlo. El texto de Voltaire, no obstante, vendrá
acompañado del fragmento del escrito que Montesquieu no pudo concluir y que fue
encontrado entre los papeles de su escritorio (Essai sur le goût dans les choses de la nature &
de l’art2) así como del texto de D’Alembert titulado Réflexions sur l’usage et sur l’abus de la
Philosophie dans les matières de goût3, una conferencia que éste había leído en la Academia
francesa el día 14 de marzo de 1757.

En Inglaterra, la teorización francesa sobre el gusto se dará a conocer muy pronto y, de hecho,
la publicación de Essay on taste de Alexander Gerard, publicada por Millar en Londres en 1759,
irá ya acompañada de la traducción de los tres textos que integraron la entrada “Goût” de
L’Encyclopédie.

Por entonces, Hume llevaba ya mucho tiempo interesado en la cuestión del gusto. Ernest
Campbell (1980) incluso considera probable que cuando The Select Society de Edimburgo
propuso un premio al mejor ensayo sobre el gusto, y que ganó el texto de Gerard, Hume
participara como juez en este certamen4, siendo por entonces ya uno de los miembros líderes
de la Society y parte de su comité III “For Belles Lettres & Criticism”5.

Como se hacía ya patente en las numerosísimas observaciones que sobre cuestiones estéticas
encontramos en los textos anteriores de Hume (sobre todo en An enquiry concerning the
principles of morals, de 1751) sus mayores influencias en cuestiones estéticas provienen
fundamentalmente de las lecturas de Shaftesbury, Joseph Addison y Francis Hutcheson. La
presencia de la filosofía francesa es también muy determinante en sus consideraciones sobre
el gusto, siendo sobre todo palpable en Of The Standard of taste el influjo de Jean-Baptiste
Dubos y, en menor medida, de Bernard Le Bovier de Fontenelle. Y haríamos mal en olvidar que
fue en Francia donde Hume compuso su Treatise of Human Nature, país en el que permaneció
tres años hasta su regreso a Londres en 1737. Ciertamente, salta a la vista que la cultura y el
pensamiento francés inundan el pensamiento de Hume en este periodo. Es más, él
consideraba a los franceses mucho más avanzados que a los ingleses en cuestiones de gusto,
como muy perspicazmente nos recordará Kant en una de las páginas de su Crítica del Juicio6.

Pero entremos ya al análisis de cómo va a tratar Hume de fundamentar su norma del gusto.
Para ello, en primer lugar, deberíamos señalar que, si bien para él la belleza y la deformidad no
serían cualidades de los objetos, sino que pertenecerían enteramente al sentimiento, existirían
determinadas cualidades en los objetos que por naturaleza serían apropiadas para producir
estos sentimientos particulares. Es decir, que algunos objetos, a causa de la estructura de la
propia mente, estarían por naturaleza concebidos para proporcionarnos placer o desagrado.
De ahí que Of the standard of Taste parta del reconocimiento de un sustrato común a toda la
humanidad en lo referente a la belleza, y sobre el que Hume creía poder afirmar que “los
principios del gusto vendrían a ser casi, si no completamente, los mismos en todos los
hombres”7. Esta hipótesis de que ha de haber algunos principios en lo relativo a lo bello que
sean comunes a toda la humanidad, esto es, que la universalidad del gusto estaría enraizada
en la universalidad de la estructura causal de las percepciones de los sentidos humanos, era ya
un rasgo típico de la estética británica del momento. Y cuando Hume afirma que “en medio de
toda la variedad y capricho del gusto (…) algunas formas o cualidades particulares, debido a la
estructura original de nuestra configuración interna, están calculadas para agradar y otras para
desagradar”8, no estaría sino volviendo a lo ya planteado por Addison muchos años antes,
cuando éste, en The pleasures of imagination (1712) había escrito lo siguiente: “mediante la
experiencia encontramos que hay ciertas modificaciones de la materia que la mente sin
examen alguno previo las pronuncia a primera vista bellas o deformes”9. Un posicionamiento
idéntico al que defenderá Hume lo encontramos presente también en el texto de Hutchenson
An inquiry concerning the origin of our idea of beauty (1725): “la presencia de algunos objetos
nos agrada necesariamente, y la presencia de otros nos desagrada también necesariamente
(…) Por la misma constitución de nuestra naturaleza, uno es hecho ocasión de deleite y el otro
de desagrado”10. Hutchenson partía aquí de la idea de Shaftesbury de un “common sense”, de
un sentido de la belleza natural, existente en todos los hombres, y en el que se apoyaba para
afirmar que “encontramos un acuerdo de los hombres en sus gustos por las formas tan
completo como en sus sentidos externos”11. Más adelante, Burke, en su Inquiry, también
tomará como eje central de sus propuestas el supuesto de que “es probable que la norma en
lo concerniente a la razón y al gusto sea la misma en todas las criaturas humanas”12. Una
defensa de la universalidad del gusto que, basándose en ese “sentido común” supuesto por
Shaftesbury, será el más claro antecedente del “sensus communis aestheticus” defendido
décadas después por Kant, y sobre el que éste fundamentará, como es bien sabido, su
exigencia de una validez universal de los juicios de gusto “puros” o de lo bello.

Así pues, a lo largo del texto Of the standard of taste, Hume tratará de explicar cómo es
posible resolver los desacuerdos en lo concerniente a los juicios de gusto, y cómo formular una
solución para éstos, reconciliando así las valoraciones a menudo discordantes en lo referente a
las obras de arte. Incidirá nuevamente en la búsqueda de una norma, de una regla con la que
pudieran ser reconciliados los diversos sentimientos de los individuos, o que permitiese, al
menos, confirmar como válido un sentimiento y condenar otro. Su propósito era, en definitiva,
establecer un criterio que legitimase la posibilidad de juicios estéticos de validez universal.

No obstante, no podemos pasar por alto que el texto de Hume será también una meditada
teorización de la figura del especialista (el crítico), que aquí se ensalzará como garante y
fundamento último, como veremos, de esa norma del gusto tan ansiada. Pero a pesar de
aceptar como punto de partida el carácter universal de los principios del gusto, Hume no
dejará de recordarnos, como veremos, que son pocos los hombres cualificados “para dar un
juicio sobre una obra de arte, o establecer su propio sentimiento como la norma de la
belleza”13.

2. El relativismo del gusto y la búsqueda de las reglas de la belleza

El contexto en el que Hume tratará de formular su norma del gusto era indudablemente
complejo. Muchos seguidores de Locke, partiendo del rechazo de éste de la doctrina de las
ideas innatas, negaban también que nuestros gustos pudieran surgir de algún sentido o
capacidad natural de percepción. Se iba generalizando así, sobre todo en la Inglaterra de
principios del siglo XVIII, la aceptación de que el gusto por la belleza y el orden solo podría
provenir del interés, de la costumbre o de la educación. Pronto, sin embargo, emergieron
voces contrarias. Entre ellas, la de Francis Hutcheson, uno de los que más firmemente se
opusieron a este relativismo respecto a las cuestiones del gusto, defendiendo que era posible
conciliar la negación de Locke de la doctrina de las ideas innatas con la afirmación de un
sentido interno, natural, de lo bello14. En su opinión, ese sentido no tenía nada que ver con
una idea innata, sino que, al igual que los sentidos externos, se trataría de una capacidad de
percepción o determinación de la mente “para recibir necesariamente ciertas ideas a partir de
la presencia de objetos”15.

No obstante, y a pesar de los esfuerzos de Hutcheson, el subjetivismo señalado por la vieja


fórmula “de gustibus non est disputandum” continuaba ganando adeptos cada vez con más
fuerza. No podía evitar pues Hume reconocer el poder que ya a mediados del siglo tenía esa
“species of philosophy” que “repudiaba toda esperanza de éxito en la búsqueda de una norma
del gusto”16. De ahí que Of the Standard of Taste fuese concebido, precisamente, como una
respuesta a esa situación, fruto de un intento de superación de ese relativismo cada vez más
extendido, pero ante el que Hume se mostró siempre firme, convencido él también de la
existencia de una especie de “sentido común” (common sense) estético.

La estrategia por la que optó Hume evitaba cautelosamente el incuestionable relativismo en lo


referente al gusto físico o del paladar (sensitive taste) y sobre el que Locke había rechazado
específicamente cualquier tipo de universalidad17, centrándose solo en el “mental taste”, es
decir, el gusto aplicable a las obras de arte. Frente al relativismo de nuestro gusto culinario, el
juicio acerca de las obras de arte y, por tanto, nuestra preferencia de unas frente a otras, no
podría carecer de un fundamento objetivo. Y para defender su posicionamiento, Hume
propuso algunos ejemplos, comparando entre sí la obra de algunos literatos: “De cualquiera
que afirmase que existe una igualdad de ingenio y elegancia entre Ogilby y Milton, o entre
Bunyan y Addison, se pensaría que defiende una extravagancia no menor que si hubiese
sostenido que la madriguera de un topo es tan alta como el pico de Tenerife, o un charco tan
extenso como el océano”18. Con estas comparaciones intentaba negar el principio de la
igualdad natural de gustos; no sería para él admisible decir que John Bunyan sería mejor que
Joseph Addison, o que la literatura de Ogilby pudiera ser considerada de mayor calidad que la
de su admirado Milton. Así pues, si no todos los juicios de gusto en relación con las obras de
arte eran igualmente válidos, habría que inferir de ello la existencia de ciertas reglas del arte
en las que podríamos basarnos para enjuiciar y valorar diferentes obras y artistas.

Pero antes de continuar, parece pertinente hacer aquí algunas puntualizaciones sin las que
quizá no podríamos comprender en profundidad lo defendido por el filósofo escocés. En
primer lugar, hay que tener en cuenta que, desde un enfoque empirista, todas las reglas
generales del arte se encontrarían solo en la experiencia, es decir, en la observación de los
sentimientos comunes de la naturaleza humana en relación con determinadas formas o
cualidades. Por tanto, las reglas generales de la belleza solo podrían derivarse del estudio de lo
que nos agrada o desagrada cuando esos estímulos se presentan “aislados (singly) y en un alto
grado”19. En principio, para Hume (al igual que para Hutcheson) decir que un objeto es bello
sería simplemente señalar su tendencia a causar en nosotros una determinada respuesta de
agrado. Por tanto, y en contra de la tradición clasicista, las reglas de composición, es decir, las
reglas del arte, de lo bello, solo podrían extraerse de la experiencia, de la observación de lo
que nos agrada o desagrada. No podríamos pues pensar, en ningún caso, que esas reglas
pudieran estar fijadas por razonamientos a priori, ni que pudieran considerarse como
conclusiones abstractas del entendimiento a partir de la comparación de tendencias o
relaciones de ideas fijas e inmutables. Hume rechazaba así la búsqueda de los “primeros
principios” del arte, aquellos supuestamente atemporales y por lo general vinculados a la
perfección, y que seguían siendo por entonces los transmitidos en las instituciones
académicas. Para él, la expresión no podía ser reducida a una cierta forma de verdad, o a
alguna forma de “verdad geométrica” o “exactitud”20, dado que, siguiendo esos esquemas,
“se produciría una obra que, por experiencia universal, se ha visto que es de lo más insípida y
desagradable”21. Así pues, el filósofo escocés caracterizará al gusto como algo espontáneo,
ajeno a todo tipo de argumentos o reglas previas a la propia experiencia singular del objeto.
Continuaba por tanto avanzando en la vía abierta por Hutcheson, para quien el placer que
sentimos ante lo bello no surgiría de un conocimiento de los principios, proporciones, causas o
de la utilidad del objeto, aunque ese conocimiento pudiera sobreañadir un placer racional22
(consideración esta última que Hume también aceptará, aunque con ciertos matices).

Sin embargo, no debemos identificar esa espontaneidad del juicio de gusto con que éste sea
mero fruto de las primeras impresiones que nos proporciona una obra. A este respecto, en su
texto An Enquiry Concerning the Principles Of Morals (1751), Hume ya había afirmado que en
muchos órdenes de la belleza, y particularmente en los referidos a las artes más refinadas, “es
un requisito emplear mucho razonamiento para sentir el adecuado sentimiento, y un falso
deleite podría frecuentemente ser corregido por argumentos y reflexión”23. Por tanto, y al
igual que en lo concerniente a la belleza moral, el juicio de gusto demandaría la asistencia de
nuestras facultades intelectuales. No sería el gusto esencialmente un efecto de determinados
estímulos sobre un espectador pasivo, puesto que los placeres surgirían también de la
comprensión activa y del razonamiento de los espectadores. Por ello, y como veremos más
adelante, para Hume (como también lo será para Burke), la mejora de nuestro gusto
dependería también, en gran medida, de la de nuestro entendimiento.

3. La no coincidencia en los juicios de gusto y sus causas

Recordemos nuevamente que, en opinión de Hume, los principios del gusto son universales y
que serían “casi, si no completamente, los mismos en todos los hombres”24. Pero si las reglas
generales del arte pueden ser encontradas en la observación de los sentimientos comunes de
la naturaleza humana, nos vemos abocados aquí a plantearnos una serie de preguntas: ¿cómo
es que en muchas ocasiones no hay coincidencia en los juicios de gusto?; ¿cómo se explicaría
que no haya uniformidad de sentimientos en relación con las mismas formas?; ¿cómo es
posible la diferencia de juicios de gusto cuando varias personas contemplan una misma obra
de arte si, en teoría, los principios de la belleza son universales, si son los mismos en todas las
personas?; ¿en qué podemos basarnos para afirmar que el juicio de gusto de un hombre es
preferible al de otro si los principios de lo bello serían universales?. Pues bien, las respuestas a
estos interrogantes las podemos encontrar en la siguiente afirmación: “las emociones más
refinadas de la mente son de una naturaleza muy tierna y delicada, requieren de la
concurrencia de muchas circunstancias favorables para hacerlas actuar con facilidad y
exactitud, de modo que el menor estorbo exterior las perturbaría”25. Por tanto, nos advierte
Hume, para poder valorar la belleza de un objeto tendríamos que escoger con cuidado el
tiempo y el lugar apropiados y poner la imaginación (fancy) “en una situación y disposición
adecuadas”26. Así pues, una perfecta serenidad mental y una atención apropiada al objeto
serían condiciones esenciales para que nuestra experiencia no sea engañosa y podamos juzgar
adecuadamente la belleza. Si, por el contrario, no nos hallamos en ese estado de serenidad, ni
ponemos la suficiente atención al objeto que contemplamos, nuestro juicio será erróneo. De
igual modo “un hombre con fiebre no insistiría en que su paladar es capaz de decidir acerca de
los sabores; tampoco uno afectado de ictericia pretendería dar un veredicto con respecto a los
colores”27. Y en su opinión es muy frecuente que ocurran incidentes y situaciones particulares
que viertan luz falsa sobre los objetos, impidiéndonos una percepción adecuada, al debilitarse
con ellos la acción de los principios generales de los que dependería nuestro verdadero
sentimiento de la belleza.

Salta a la vista que estos problemas en relación con el gusto son prácticamente los mismos que
señaló Locke como causas de la no correcta diferenciación de las ideas: “No examinaré aquí
hasta qué punto la imperfección en diferenciar unas ideas de otras yace en el embotamiento o
en defectos de los órganos sensoriales, bien a la falta de penetración, ejercicio o atención en el
entendimiento, bien a la prisa y precipitación natural en algunos entendimientos”28. Es decir,
Hume estaría identificando como causas de un juicio de gusto erróneo los mismos problemas
que para Locke dificultarían el poder discernir adecuadamente unas ideas de otras. Y lo haría
siguiendo aquí de forma muy literal al filósofo inglés. Llama sin duda la atención cómo incluso
el ejemplo del hombre con fiebre antes mencionado aparecía también en ese mismo apartado
del Essay Concerning Human Understanding de Locke: “aunque suceda que un hombre con
fiebre, perciba en el azúcar un sabor amargo mientras que en otra circunstancia cualquiera
sentiría un sabor dulce”29.

4. La falta de delicadeza de imaginación

Para Hume, otra de las causas de que muchas personas no consigan el sentimiento apropiado
de la belleza sería lo que él denomina la falta de “delicadeza de imaginación”30, noción a la
que le había dedicado en 1742 un texto titulado Of the Delicacy of Taste and Passion.

Ya he señalado antes que Hume admitía que hay ciertas cualidades en los objetos que por
naturaleza son apropiadas para producir los sentimientos de la belleza y la deformidad,
siguiendo casi al pie de la letra lo afirmado por Addison en 1712. Sin embargo, y puesto que
esas cualidades pueden encontrarse en pequeño grado y pueden estar mezcladas y
confundidas entre sí, el gusto podría no llegar a verse afectado por esas cualidades tan
pequeñas o no ser capaz siquiera de distinguirlas. De ahí la importancia de la delicadeza del
gusto, que consistiría en que los órganos de los sentidos “sean tan sutiles que no permitan que
nada se les escape y, al mismo tiempo, tan exactos que perciban cada uno de los ingredientes
en la composición”31.

Hay que tener muy en cuenta que la noción de belleza de Hume es de tipo relacional, y de ahí
la importancia de que los espectadores sean capaces de apreciar todos los elementos que
componen una obra y de las relaciones establecidas entre sí. Por tanto, solo en el caso de que
exista en el sujeto esa “delicadeza”, y que el observador se halle en un estado de perfecta
serenidad mental y dedique la atención apropiada al objeto que contempla, serían aplicables
las reglas generales de la belleza. Por el contrario, cuando un crítico carece de delicadeza de
gusto, no haría sino juzgar sin distinción, atendiendo solo a las cualidades más manifiestas y
palpables del objeto y, por tanto, escapándosele los rasgos más sutiles que la obra de arte
contiene.

Pero detengámonos por un instante en este interesante concepto de la “delicadeza del gusto”,
y que, por cierto, tanto debe al término “fine taste”32 empleado por Addison. Ser poseedor de
delicadeza de gusto, de ese “talento”, como lo denomina Hume, supondría poseer órganos
sensoriales sutiles y exactos, con los que sentirnos afectados sensiblemente, de manera
adecuada, por cada una de las partes que integran la obra de arte. Pero esa delicadeza no sería
solo condición del goce y satisfacción resultado de la experiencia de los rasgos magistrales de
las obras de arte, sino también causa de “una desazón equivalente al percibir los descuidos y
faltas cometidas por el artista”33. Es decir, que la delicadeza del gusto nos sensibilizaría ante
todos los elementos constitutivos de las obras y, por tanto, no solo ante sus rasgos excelentes,
sino también ante los errores, descuidos o incoherencias en las obras que personas carentes
de esa delicadeza de gusto no serían capaces de apreciar.

5. La dimensión estética en el camino hacia la perfección del ser humano

Es preciso hacer hincapié que en el texto Of the Delicacy of Taste and Passion, Hume se
muestra convencido de que cultivar el goce de las artes liberales nos permite formarnos
nociones más exactas de la vida. El cultivo del goce de las artes liberales y, por tanto, el
fomento de nuestra delicadeza de gusto, nos ayudaría a ir poco a poco perdiendo lo que él
denomina “delicadeza de pasión”, ésa que nos hace “extremadamente sensibles a todos los
accidentes de la vida”34 y que tan incómoda nos resulta en ocasiones. La delicadeza del gusto
reduciría pues nuestra sensibilidad ante aquellas cosas que nos afectan negativamente pero
que no son realmente importantes. Por tanto, adquiriendo delicadeza de gusto “muchas cosas
que complacen o afligen a otros nos parecerán demasiado frívolas para merecer nuestra
atención”35. Un gusto cultivado para las bellas artes mejoraría pues nuestra sensibilidad para
todas las pasiones delicadas y agradables, al mismo tiempo que dejaría la mente “incapaz de
emociones más rudas y turbulentas”36. Una noción la de “delicadeza del gusto” que resulta de
vital importancia para entender la relevancia que Hume da a la dimensión estética en el
camino hacia la perfección del hombre, anticipando muchas de las consideraciones en las que
sobre todo la estética alemana, y particularmente Friedrich Schiller, insistirá años más tarde.
En efecto, para Hume, la perfección del hombre y la perfección del sentido o del sentimiento
se encontraban estrechamente vinculadas.

La conexión originaria entre la delicadeza de gusto y la delicadeza de pasión no es sin embargo


aclarada por Hume, aunque se muestra convencido de que “nada es tan apropiado para
curarnos de esta delicadeza de pasión como el cultivo de ese gusto más elevado y refinado que
nos hace capaces de juzgar los caracteres de los hombres, las composiciones del genio y las
producciones de las artes más nobles”37. Un gusto refinado equivaldría, por tanto, a un buen
sentido. Nada pues mejoraría tanto el temperamento “como el estudio de las bellezas, de la
poesía, la elocuencia, la música o la pintura”38. De modo que las “suaves y delicadas
emociones” (soft and tender) excitadas por las artes serían capaces de apartar de nuestra
mente del “apresuramiento de los negocios y el interés personal”39, al fomentar la reflexión y
al predisponernos a un estado de tranquilidad, suscitadora de “una agradable melancolía que,
de todas las disposiciones de la mente, es la más apropiada para el amor y la amistad”40.

6. ¿Cómo desarrollar la delicadeza de nuestro gusto?

Pero si un gusto delicado resulta algo de tantísima importancia para el perfeccionamiento del
ser humano, parece imperativo que nos preguntemos aquí ¿cómo podemos desarrollar la
delicadeza de nuestro gusto? Y la respuesta que podemos encontrar en Hume no deja lugar a
dudas: “nada tiende más a incrementar y mejorar este talento que la práctica en un arte
particular y el frecuente examen o contemplación de una clase particular de belleza”41,
apostillando a continuación que “la misma habilidad y destreza que da la práctica para la
ejecución de cualquier obra, se adquiere también por los mismos medios para juzgarla”42.

Que la práctica de un arte particular fuese uno de los medios para desarrollar la delicadeza de
nuestro gusto es algo que estaba siendo defendido de forma especialmente intensa por los
académicos franceses, y cuya influencia se aprecia muy claramente en Hume. Bastaría
recordar, por ejemplo, lo propuesto por el Conde Caylus en su conferencia ante la Academia
titulada De l’Amateur de 1748, donde éste afirmó que para poder entender el arte “es casi
indispensable copiar todo tipo de obras, dibujar y pintar (…) y practicar todas las técnicas del
arte bello”. Años más tarde, en 1758, y tratando precisamente de defender al artista como el
único crítico adecuado de las obras de arte, Charles-Nicolas Cochin asegurará en una
disertación ante la Academia, que solo los artistas podrían ser “los verdaderos jueces”, con lo
que solo el practicante experimentado, el conocedor del oficio, podría llegar a tener una
opinión autorizada. De todo ello que no pueda resultarnos extraño que Diderot acabara
convirtiéndose en un auténtico experto en relación con los aspectos técnicos y
procedimentales de las artes plásticas, fundamentando muchos de sus juicios críticos en
consideraciones que parecen emerger de la mente de un auténtico pintor.

En todo caso, e independientemente de que la práctica de un arte en particular sea o no


requisito obligado para un correcto juzgar las obras, otro punto señalado por Hume resulta
incuestionable: la frecuente contemplación y estudio de una clase particular de belleza es
práctica obligatoria para la mejora de nuestra delicadeza de gusto. Afirmación, por cierto, que
veremos años más tarde reformulada bellamente por Voltaire, para quien el conocimiento de
las artes hace que “nuestros oídos poco a poco aprendan a escuchar y nuestros ojos a ver”43.

No obstante, Hume también señaló una segunda vía para el desarrollo de nuestro gusto, y que
tendría que ver con la relación que él observó entre razón, entendimiento y gusto: “La misma
excelencia de las facultades que contribuye a mejorar la razón (…) sería esencial para las
operaciones del verdadero gusto”44 afirmando a continuación que es raro “encontrarse con
un hombre que teniendo un gusto preciso no tenga también un sólido entendimiento”45. Así
pues, un gusto refinado equivaldría, en alguna medida, a buen sentido. Una correlación entre
gusto y entendimiento que será fundamental en la estética posterior, y que veremos presente
en muchos de los filósofos prerrománticos, y nuevamente de forma especialmente clara en
Schiller, para quien “un gusto cultivado irá unido, casi sin excepción, a un entendimiento
claro”46.
Para la defensa de esta relación entre gusto y entendimiento, Hume se apoyaba en la
suposición de que para juzgar correctamente una obra genial, “hay tantos puntos de vista a
tener en cuenta, tantas circunstancias que comparar, y tanta necesidad de conocer la
naturaleza humana, que ningún hombre que no posea el juicio más sólido hará nunca una
crítica tolerable de tales obras”47. Por ello, mejorando las facultades que contribuyen a la
actividad de razonar podríamos mejorar nuestro gusto. Pero aquí nos vemos forzados a volver
a la cuestión, antes aludida, de hasta qué punto el juicio de gusto no dependería solo de la
experiencia inmediata del objeto y de la sensibilidad o delicadeza de nuestros sentidos, al ser
también modificable mediante otras instancias. A este respecto, no hay que olvidar que Locke
en An Essay Concerning Human Understanding ya había afirmado la posibilidad de que el ser
humano podría, en la mayor parte de los casos, cambiar el agrado o desagrado que le
producen ciertas cosas o acciones48, dado que el gusto de la mente sería susceptible de
cambios, ya fuese mediante una consideración adecuada del objeto, la práctica o la
costumbre. Por otra parte, la intervención del entendimiento resultaría para Hume necesaria
para evitar errores en el juicio estético, mejorando éste en la medida en que lo hacen las
capacidades de la razón. Una conexión entre entendimiento y gusto que veremos luego
especialmente presente en Burke, convencido también él de que en el gusto intervendrían no
solo los sentidos y la imaginación, sino también el entendimiento, dado que sería esta facultad
la que nos permitiría descubrir las faltas y errores de los que pudiera adolecer una obra de
arte. Es más, en opinión del pensador irlandés, para que pudiéramos hablar de “buen” gusto,
el entendimiento tendría que actuar con el fin de evitar que nuestro juicio fuese víctima de los
efectos de las primeras impresiones. Sin la participación del entendimiento el juicio sería débil
y precipitado. Con lo que, basándose en lo ya afirmado por Hume, el fortalecimiento de la
facultad del entendimiento en lo referido a las obras de arte vendría dado para Burke “por el
ejercicio adecuado y bien dirigido”49.

7. Los principios generales de la belleza

Visto todo lo anterior, parece pertinente que abordemos ya de forma más extensa la cuestión
de los principios generales de la belleza. Para Hume, como ya se ha señalado, las reglas
generales de la belleza se derivarían de la observación de lo que nos agrada o desagrada,
convencido de que la naturaleza habría puesto una relación específica entre formas y
sentimientos50, y que deberíamos descubrir investigando la acción sobre nosotros de cada
belleza en particular. Sin embargo, Hume reconocía que éste podría no ser el mejor camino
para la elucidación de estos principios. En efecto, eran muchas sus dudas acerca de que esta
investigación pudiera ser considerada como la vía más adecuada para alcanzarlos. De hecho,
en Of the standard of taste parece limitarse a aceptar la imposibilidad, señalada antes por
Addison, de identificar la causa eficiente del agrado o desagrado que nos producen las formas
de los objetos. Recordemos que, en opinión de Addison, no podríamos “bosquejar o señalar
las diversas causas necesarias y eficientes de que dimana nuestro placer o disgusto”51, siendo
imposible descubrir las causas de las relaciones entre las cualidades formales del objeto y el
placer o disgusto que nos producen. Es decir, que para Addison la alegría o variedad de los
colores, así como la simetría y proporción de las partes de un objeto suscitarían en nosotros el
placer que es propio de la experiencia de algo bello, pero en ningún caso sería posible
averiguar la causa eficiente de ese placer. No podríamos llegar a saber pues qué es lo que, en
última instancia, explicaría la correspondencia entre esas cualidades y el placer que nos
suscita52. Hume incluso va a ir más allá de la limitación señalada por Addison, renunciando
también a identificar las propiedades de los objetos que causan en nosotros el sentimiento de
la belleza. Una renuncia que, sin embargo, no será compartida por muchos de sus seguidores,
y de hecho Burke tratará pronto de enmendarla, volviendo a especificar, como había hecho
Addison, un conjunto de cualidades suscitadoras en nosotros del sentimiento propio de la
experiencia de lo bello53. Por contra, aunque existiesen principios de aprobación generales, el
gusto dependería para Hume de tantos incidentes y situaciones, de tantas variables, que no
sería efectivo un análisis centrado en las propiedades específicas de los objetos.

Así las cosas, Hume optó finalmente por afirmar que las reglas generales del arte deberían
derivarse de una segunda vía, que tendría que ver con el análisis de modelos ya establecidos
en la historia y que habrían conseguido perdurar en el tiempo. Esta vía de carácter histórico
consistiría en constatar “la duradera admiración que rodea a esas obras que han sobrevivido a
todos los caprichos de la moda, a todos los errores de la ignorancia y de la envidia”54. Las
bases que fundamentarían el juicio de gusto correcto no podrían radicar en el mero análisis de
cualidades formales específicas, sino en algo mucho más complejo: en situar a la historia como
filtro del valor y calidad de las obras de arte, poniendo, entre varios ejemplos, el caso de
Homero, quien “complació en Atenas y en Roma hace dos mil años, y es todavía hoy admirado
en París y Londres”55.

Hume nos recuerda que este criterio histórico, que él considera idóneo para enjuiciar las obras
de arte, tendría sin embargo escasa aplicabilidad en el ámbito de la ciencia, pues allí las teorías
y sistemas son continuamente desacreditadas y sustituidas por otras nuevas, algo que, por el
contrario, no sucedería en las bellezas propias de la elocuencia y la poesía: “La filosofía
abstracta de Cicerón ha perdido su crédito, pero la vehemencia de su oratoria es todavía
objeto de nuestra admiración”56.

En resumidas cuentas, esta segunda vía para alcanzar las reglas generales del arte se basaría
en apelar a los modelos y principios establecidos a lo largo del tiempo por el consentimiento y
la experiencia común de las naciones y las épocas. Pues aunque una nación civilizada pudiera
estar equivocada en su preferencia por un autor épico o trágico, “nunca se ha visto que yerre
durante largo tiempo”57 cediendo así, finalmente, ante la fuerza del “verdadero genio”58. Y es
precisamente desde este enfoque histórico desde el que nuestro filósofo se atreverá a afirmar
que “la dificultad de encontrar la norma del gusto, incluso en casos particulares, no es tan
grande como parece”59.

Formalizaciones diversas de este criterio histórico serán frecuentes en los escritos de la


segunda mitad del siglo XVIII, perviviendo aún claramente en Kant60, quien, siempre atento
lector de Hume, se posicionará en su Kritik der Urteilskraft en apoyo de este criterio para la
elaboración de los juicios de gusto. No obstante, en el contexto de la filosofía kantiana, podría
parecer que la aceptación de este criterio basado en la consideración de las obras de los
antiguos como modelos (y que a todas luces podría ser considerado como una especie de
apropiación a priori de las fuentes del gusto) entraría en contradicción con la autonomía del
gusto en cada sujeto y que Kant defendió siempre a ultranza. Sin embargo, para el filósofo de
Königsberg era precisamente el juicio de gusto por no ser determinable por conceptos o
preceptos, “el que más necesita de ejemplos de lo que más persistentemente ha merecido el
aplauso en el progreso de la cultura”61. Para él, este criterio no implicaría pues convertirnos
en meros imitadores de los antiguos, sino solo reconocer que “no hay uso alguno de nuestras
fuerzas, por libre que sea, ni siquiera de la razón, (…) que no incurriera en tanteos deficientes
si todo sujeto tuviera que comenzar siempre partiendo enteramente de la tosca disposición de
su natural, en vez de arrancar de los ya efectuados por otros que le precedieron”62. Sin
embargo, hay que aclarar que Hume no propuso el empleo de este criterio de tipo histórico de
la misma manera que lo hará Kant. En el caso del pensador escocés, este criterio no se orienta
a que los ejemplos de los antiguos sirvan de guía para que encontremos en nosotros mismos
los principios del gusto, como propondrá el filósofo prusiano, sino que lo que sugirió es extraer
principios artísticos generalmente admitidos, tomándolos de aquellos que, como Homero,
Terencio o Virgilio, mantendrían “un imperio universal e indiscutido sobre las mentes de los
hombres”63.

Podría dar la falsa impresión de que Hume habría intentado con ello una nueva reducción de
los principios del gusto a una serie de reglas, como algunos años antes había hecho
Baumgarten en sus Meditationes Philosophicae de Nonnullis ad Poema Pertinentibus (1735).
En efecto, hay quienes han interpretado que lo que propuso Hume con todo ello era una
limitación de esos principios a una serie de reglas generales que, contrastadas su validez
históricamente y de cara a la práctica artística, se presentarían como principios poéticos
preestablecidos. Sin embargo, incurriríamos en un grave error si interpretamos que la
propuesta de Hume cae en la simple prescripción de reglas generales de lo bello a la manera
de lo propuesto por Baumgarten. Por el contrario, Hume evitó siempre señalar cuáles podrían
ser esos principios, apenas señalando la simplicidad (en contra del excesivo refinamiento)
como una de las cualidades esenciales de la buena literatura. En realidad, en el contexto de su
pensamiento estético debemos entender ese criterio histórico como una estrategia orientada,
sobre todo, a elaborar una teoría de la comparación, que se consolidaría como medio para no
caer en errores, para un correcto juzgar las obras de arte: “Solo por comparación fijamos los
epítetos de alabanza o rechazo y aprendemos cómo asignar su debido grado a cada uno”64.
Por tanto, el criterio histórico en Hume no se orientaría a marcar pautas para la creación que
debieran ser seguidas por los artistas, o que solo sirviesen como elementos cuya adecuada
presencia en las obras pudiera plantearse como base de los juicios de gusto. Así, este criterio
basado en los modelos clásicos encuentra en Hume su aplicación fundamental en el campo de
la recepción, como base de un juicio que debe actuar por contraste: “una gran inferioridad de
belleza molesta a una persona versada en la mayor excelencia de esa clase y es por esa razón
que se la considerará deforme”65. Las grandes obras del pasado son empleadas por Hume
como campo de experiencias de lo bello, cuyos efectos en nosotros, comparados con los
experimentados en otras obras, servirían de principal criterio de evaluación: “Alguien
acostumbrado a ver, examinar y sopesar las diversas obras admiradas en las diferentes épocas
y naciones, no puede sino evaluar los méritos de una obra que se le presenta, y asignarle su
lugar correspondiente entre las producciones del genio”66.

8. Fuentes de discrepancia en los juicios de gusto

Como ya he señalado, aunque en opinión de Hume los principios del gusto serían
prácticamente universales, no todos los juicios de gusto serían igualmente válidos. Es más, una
obra podría ser un fracaso aunque gustara a mucha gente, de modo que un espectáculo
impactante (shocking) podría satisfacer el gusto vulgar pero no el refinado67. Por tanto, se
encontraría ya presente aquí la cautela (que tan importante será en Kant) ante todo lo que
pudiera resultar meramente agradable, atrayente o productor de admiración para aquel que
carece de un gusto refinado. Son los peligros de esas bellezas que Hume denomina
“llamativas” (florid) y “superficiales” (superficial), y que solo consiguen complacernos en las
primeras impresiones, pero que, al contemplarlas con más calma, dejan pronto de agradarnos,
al darnos cuenta de sus carencias y defectos. Por eso, el juicio de una obra debería estar
precedido de un análisis atento y reflexivo, y bajo distintos puntos de vista, percibiendo
cuidadosamente la relación entre las partes que la integran, distinguiendo los verdaderos
caracteres de su estilo, siendo incluso un requisito necesario el que esa misma obra fuese
analizada detenidamente (perused) por nosotros “más de una vez”68. Hume denunciaba así
los peligros de la agitación o premura que suele acompañar al primer examen de una obra y
que, en su opinión, conducían a confudir “el genuino sentimiento (sentiment) de la belleza”69.

Asimismo, en Of the standard of taste se halla presente también la exigencia de que el juicio
estético debe estar liberado de cualquier idea preconcebida que sitúe al crítico en la
parcialidad, anticipando, en cierta manera, el “desinterés” kantiano, y como muy
explícitamente queda expresado en la siguiente afirmación: “para capacitar a un crítico de la
manera más plena para llevar a cabo esta tarea, debe preservar su mente libre de todo
prejuicio y no permitir que nada entre en su consideración más que el objeto sometido a
examen”70. Por tanto, para que una obra de arte produzca su debido efecto, ésta debería ser
examinada atentamente, no hallándose el crítico bajo la influencia de prejuicios, de elementos
externos a lo que conforma la obra, pues si fuese así todos sus sentimientos “naturales”
estarían pervertidos.

Pero donde Hume hace una aportación más original es en la consideración de otras dos
fuentes de discrepancia acerca de las valoraciones de gusto, hasta entonces apenas
consideradas, una psicológica y otra histórico-geográfica. Dos causas de variedad en los gustos
que servirían para marcar una diferencia en los grados de nuestra aprobación o rechazo de
determinadas obras, aunque no podrían ser en ningún caso, insiste Hume, suficientes para que
tuviéramos que considerar al gusto estético como algo relativo. La primera de estas dos
fuentes se apoyaría en la suposición de que cada uno elegimos a nuestro autor favorito de la
misma manera como elegimos a nuestros amigos, es decir, por similitud de temperamento y
de carácter71 y en la que la edad jugaría también un papel clave: “A los veinte años Ovidio
puede ser el autor favorito, Horacio a los cuarenta, y quizá Tácito a los cincuenta”72. Una
afirmación que partiría de la suposición de que, a medida que vamos abandonando la
juventud, iríamos prefiriendo las “reflexiones sabias y filosóficas respecto a la conducta en la
vida y a la moderación de las pasiones”73.

Como segunda fuente de discrepancia acerca de las valoraciones de gusto se hallarían los
hábitos y opiniones particulares de cada época y país. De modo que cuando leemos una obra
nos agradarían más las escenas y personajes que nos recuerdan los que podemos encontrar en
nuestra propia época y país. Y si bien un individuo culto y dotado de alta capacidad reflexiva
podría aceptar estas peculiaridades y usos, esta aceptación sería mucho más difícil, en opinión
de Hume, con un auditorio popular (common) que “nunca puede desviarse tanto de sus ideas
y sentimientos usuales como para que le agraden escenas que en nada se le parecen”74.
No obstante, no hay que pasar por alto que Hutcheson ya había escrito en 1725 sobre la
compatibilidad entre la diversidad de gustos acerca de las formas de las artes en los diferentes
países y culturas y la uniformidad de nuestro sentido de la belleza. Su propuesta, manifestada
en An Inquiry Into the Original of Our Ideas of Beauty and Virtue consistía en hacer depender
este sentido del principio de la unidad en la variedad, creyendo que con ello se hacía posible
conciliar la diversidad de gustos observable en los diversos países con el reconocimiento de la
existencia de un sentido natural y, por tanto, universal, de lo bello. Para Hutcheson, aunque en
los países asiáticos no se siguiesen las proporciones griegas o romanas, habría en ellos también
una proporción mantenida, una uniformidad de las diversas partes entre sí y respecto del todo.

Sin embargo, la problemática señalada por Hume en relación con la condición geográfica del
gusto estético acabó por convertirse en el escollo más difícilmente salvable en su intento de
defender la universalidad de los principios de la belleza. Una problemática que, con el tiempo,
poco a poco, irá derivando inexorablemente hacia una teoría del relativismo estético que
culminará con Herder, ya en los albores del nuevo siglo. Recordemos que en su obra Kalligone,
éste afirmará que “en cada pueblo se observa un rumbo que le es propio en la unión de lo
agradable”75. Palabras que anunciarán el inicio del irreversible proceso de liquidación de la
noción de validez universal en relación con los principios del gusto defendida por Hume, y que
veremos constatarse ya plenamente en los escritos etnográficos de mediados del siglo XIX.

Otra fuente de discrepancia en los juicios estéticos señalada por Hume fue la vinculada a la
separación temporal entre el presente del espectador y la época en la que fue realizada la obra
objeto de su experiencia. Con ello intentó justificar que la comedia, por ejemplo, no solo no
fuese transferible de una nación a otra, sino que tampoco lo fuera de una época a otra;
diferentes costumbres o hábitos dificultarían que pudiéramos conmovernos hoy con
determinadas acciones o rasgos de una obra solo apreciables adecuadamente en la época
concreta en la que ésta fue realizada. Una fuente de discrepancia en los juicios estéticos en la
que Hume quería ver una posible solución para la vieja controversia de los antiguos y los
modernos, la conocida Querelle. Ésta, catalizada a finales del siglo XVII con la publicación en
1688 de la obra Parallèle des anciens et des modernes de Charles Perrault, había pasado muy
pronto a Inglaterra. Su importancia hizo que Hume se viese obligado a considerarla en su
ensayo sobre la norma del gusto. Diatribas cuyas causas él no veía en una serie de
planteamientos estéticos contrapuestos, sino en que se hubiese pasado por alto,
precisamente, esa dimensión temporal que él consideraba como una de las fuentes principales
de divergencia en los juicios estéticos.

9. La figura del crítico y la norma del gusto

Hay que insistir en que, para Hume, todas las fuentes de discrepancia acerca de las
valoraciones de gusto señaladas anteriormente no implicarían en absoluto un relativismo en
cuanto a qué es la belleza, pero sí que debieran ser tenidas en cuenta como reguladoras de los
grados de aprobación o rechazo que podría suscitar una obra en sus lectores o espectadores.
Asimismo, y aunque él defendía que los principios generales del gusto son uniformes en la
naturaleza humana, la mayor parte de los seres humanos nos hallaríamos sometidos a
prejuicios, defectos o desviaciones de nuestras facultades, adoleciendo en ocasiones de la
suficiente delicadeza de gusto como para ser capaces de apreciar los elementos más sutiles de
las obras de arte. Situaciones o condiciones que podrían hacernos pensar, equivocadamente,
en la inexistencia de tales principios generales del gusto. De todo ello, y considerando Hume
que la mayor parte de los seres humanos nos hallaríamos siempre bajo una u otra de estas
imperfecciones, afirmó que “se considera un personaje raro al verdadero juez en bellas artes,
incluso hasta en las épocas más refinadas”76. Por tanto, solo podríamos considerar como tales
aquellos críticos que posean “un juicio sólido, unido a un sentimiento delicado, mejorado por
la práctica, perfeccionado por la comparación y libre de todo prejuicio, y el veredicto unánime
de tales jueces, dondequiera que se les encuentren, es la verdadera norma del gusto y de la
belleza”77. Es decir, la verdadera norma del gusto y de la belleza sería solo derivable del
veredicto o coincidencia plena de los juicios de aquellos que cumpliesen estos requisitos. Esta
original propuesta de Hume suponía, pues, un drástico cambio en la fundamentación de los
juicios estéticos, que ya no ponía su acento en la reglamentación de las artes, es decir, en el
ámbito de su producción, en la búsqueda de principios a seguir por parte del artista y
considerados como principios a priori del gusto, sino en la experiencia de las obras, en el
campo de su recepción por parte de una serie de expertos.

Insistamos de nuevo en que en la exigencia de Hume de que el verdadero juez de las bellas
artes (figura que, por otra parte, guardaría muchas resonancias con el “virtuoso” de
Shaftesbury) debe estar libre de todo prejuicio a la hora de emitir su veredicto, se hallaría un
claro antecedente de la exigencia kantiana de una percepción “desinteresada” y que, como
sabemos, el filósofo prusiano consideraba como requisito necesario de los juicios sobre lo
bello.

No obstante, Kant consideró necesario ir mucho más lejos que Hume negando tajantemente
una exigencia planteada por éste, y que era la de atender, en el juicio de una obra, a los fines o
propósitos para los que ésta ha sido concebida (algo que sería del todo incompatible con el
planteamiento kantiano). Para Hume, en efecto, “[t]oda obra de arte tiene también un cierto
fin o propósito para el que está calculada y ha de ser así considerada más o menos perfecta,
según se adecúe a alcanzar este fin. El objeto de la elocuencia es persuadir, el de la historia
instruir, el de la poesía complacer por medio de las pasiones y de la imaginación”78.
Finalidades que, en su opinión, debieran ser consideradas siempre al examinar una
determinada obra, y que permitirían juzgar hasta qué punto los medios empleados se adaptan
a sus respectivos propósitos.

Es difícilmente discutible que el pensamiento estético de Hume encontró en Kant su más


importante interlocutor. Y, de hecho, sería muy difícil entender el rechazo kantiano de un
principio objetivo del gusto sin tener en cuenta lo anticipado por Hume. No obstante, si bien el
influjo de éste en la Crítica del Juicio es notable, tampoco hay que olvidar que Kant
consideraba que el empirismo no había sido capaz de fundamentar filosóficamente la cuestión
del gusto. Hemos de recordar que, al igual que para Kant no era aceptable el posicionamiento
racionalista para el que el juicio de lo bello descansaría sobre conceptos determinados
(confundiéndose por ello el juicio de gusto con el juicio sobre lo bueno o lo perfecto), tampoco
sería para él suficiente juzgar solo conforme a motivos empíricos, es decir, que no pudieran
darse más que a posteriori por medio de los sentidos. Desde la perspectiva kantiana, el
empirismo de la crítica del gusto supondría que el objeto de nuestra satisfacción no se
distinguiría de lo agradable. Si el racionalismo fundaría la satisfacción estética en conceptos
(no distinguiendo lo bello de lo bueno y de lo perfecto), en opinión de Kant el empirismo la
fundaría en la sensación, resolviéndola equivocadamente en lo agradable. Racionalistas y
empiristas, pues, habrían negado el valor independiente de la belleza, a cuya defensa Kant
dedicará todos sus esfuerzos. En efecto, en la Crítica del juicio trató de reconocer en la belleza
un fundamento independiente y firme referido al juicio, una finalidad autónoma que revelaría
la “legislación” estética como una legislación transcendental a priori. Sin embargo, en nuestra
opinión, esta crítica no parece del todo aplicable a Hume. Pues frente a lo planteado por otros
filósofos empiristas, en el pensamiento de Hume la belleza no quedaba totalmente reducida al
ámbito de lo agradable. En Of the stantard of taste (como también sucede en la Inquiry de
Burke) el entendimiento participa activamente, como ya se ha comentado, en el juicio de
gusto. Es más, Hume explícitamente negó que hubiese una necesaria conexión entre sentir
agrado ante una obra de arte (es decir, que nos “guste”) y juzgarla como buena79, lo que de
facto se situaría muy cerca de la diferenciación kantiana entre juicios de gusto empíricos o de
la sensación, y los juicios de gusto “auténticos” es decir, los centrados en lo bello.

En definitiva, Of the stantard of taste debe ser recordado como un punto de inflexión en la
teorización del juicio de gusto, apuntando a una dirección completamente diferente de la
frecuentada hasta entonces, conformando el primer y más brillante paso hacia la
conformación de una embrionaria estética de la recepción (Rezeptionsästhetik). Las
consideraciones allí expuestas sobre el gusto y su fundamentación constituirán, en su
conjunto, un referente esencial en toda la estética posterior, siendo mucha, como hemos visto,
la influencia ejercida por Hume en las posteriores teorizaciones sobre el juicio de gusto, y
especialmente palpable en Kant. Por otro lado, su exigencia de un juicio sólido y un
sentimiento delicado, mejorado por la práctica, perfeccionado por la comparación y libre de
todo prejuicio, al no presuponer ningún concepto previo de qué cualidades serían propias de
lo bello, seguirá siendo, incluso en la actualidad, condición pertinente (y siempre deseable) de
todo juicio estético.

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