El Anacronópete, Viaje A China, Metempsícosis. Enrique Gaspar

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 284

Viajar al pasado ha sido uno de los temas más recurrentes en la literatura de

ciencia-ficción. A pesar de que tradicionalmente se había creído que la


novela La máquina del tiempo de H.G. Wells era la precursora de este
subgénero, El anacronópete del escritor español Enrique Gaspar fue la
auténtica pionera al describir por primera vez en la historia, un artilugio que
permitía viajar a través del tiempo, lo hizo 8 años antes que Wells, en 1887.
Para ello, Gaspar colaboró con Francesc Gómez Soler, el mejor ilustrador de
la época.
Incluye Viaje a China (relato epistolar de un viaje a la China de finales del
XIX) y Metempsicosis (relato de corte fantástico).

www.lectulandia.com - Página 2
Enrique Gaspar

El Anacronópete - Viaje a China -


Metempsícosis
ePub r1.0
17ramsor 13.11.14

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: El Anacronópete - Viaje a China - Metempsícosis
Enrique Gaspar, 1887
Ilustraciones: Francesc Gómez Soler
Retoque de cubierta: 17ramsor

Editor digital: 17ramsor


Material original: minicaja
ePub base r1.2

www.lectulandia.com - Página 4
www.lectulandia.com - Página 5
www.lectulandia.com - Página 6
EL ANACRONÓPETE

www.lectulandia.com - Página 7
www.lectulandia.com - Página 8
CAPÍTULO PRIMERO
En el que se prueba que ADELANTE no es la divisa del progreso

www.lectulandia.com - Página 9
ARÍS, foco de la animación, centro del movimiento, núcleo del bullicio,
presentaba aquel día un aspecto insólito. No era el ordenado desfile de
nacionales y extranjeros dirigiéndose a la exposición del Campo de
Marte ya para satisfacer la profana curiosidad, ya para estudiar
técnicamente los progresos de la ciencia y de la industria. Mucho menos reflejaban
aquellas fisonomías la alegre satisfacción con que los habitantes de la antigua Lutecia
corren anualmente a ver disputar el gran premio en el concurso hípico destrozando
palabras inglesas y luciendo trajes y trenes, capaz cada uno de satisfacer el precio del
handicap y de saldar todos juntos la deuda flotante de algún Estado.
Verdad es que aunque época de certamen universal, pues desfilaba el año de 1878,
no lo era de carreras, pues no iban transcurridos más que diez días del mes de Julio.
Además no había vaivén; es decir que no acontecía lo que en aquellos casos, que la
gente que se divierte se cruza en opuesta dirección con la que trabaja o huelga. Todos
seguían el mismo rumbo llevando impresa en la mirada la huella del asombro. Las
tiendas estaban cerradas, los trenes de los cuatro puntos cardinales vomitaban
viajeros que asaltando ómnibus y fiacres no tenían más que un grito:
—¡Al Trocadero!
Los vaporcitos del Sena, el ferrocarril de cintura, el tram-way americano, cuantos
medios de locomoción en fin existen en la Babilonia moderna, multiplicaban su
actividad hacia aquel punto atractivo del general deseo. Aunque el calor era sofocante
como de canícula, dos ríos humanos se desbordaban por las aceras de las calles, pues,
exceptuando los vehículos de propiedad, París con sus catorce mil carruajes de
alquiler, no podía transportar arriba de doscientas ochenta mil personas, concediendo
a cada uno diez carreras con dos plazas; y como la población se elevaba a dos
millones, en virtud del espectáculo del día a que todos querían asistir, resultaba que
un millón y setecientos veinte mil individuos tenían que ir a pié.
El Campo de Marte y el Trocadero, teatro de aquella representación única, habían
sido invadidos desde el amanecer por la impaciente multitud que, ño contando con
billete para la conferencia que en el salón de festejos del palacio debía celebrarse a
las diez de la mañana, se contentaba con presenciar la segunda parte, mediante el
valor de la entrada, en el área de la Exposición. Los que ya no tuvieron acceso a ella,
asaltaron los puentes y las avenidas. Los más perezosos o menos afortunados se
vieron reducidos a diseminarse por las alturas de Montmartre, los campanarios de las
iglesias, las colinas del Bosque y las prominencias de los Parques. Tejados, obeliscos,
columnas, arcos conmemorativos, observatorios, pozos artesianos, cúpulas,
pararrayos, cuanto ofrecía una elevación había sido adquirido a la puja; y los
almacenes quedaron exhaustos de paraguas, sombrillas, sombreros de paja, abanicos
y bebidas refrigerantes para combatir al sol.
¿Qué ocurría en París? Hay que ser justos. Ese pueblo que así se admira a sí
propio colocando sus medianías sobre pedestales para que el mundo los tome por
genios, como se divierte consigo mismo caricaturándose en sus infinitos ratos de

www.lectulandia.com - Página 10
ocio, se conmovía esta vez con sobrada razón. La ciencia acababa de dar un paso que
iba a cambiar radicalmente la manera de ser de la humanidad. Un nombre, hasta
entonces oscuro y español por añadidura, venía a borrar con los fulgores de su
brillantez el recuerdo de las primeras eminencias del mundo sabio. Y en efecto. ¿Qué
había hecho Fulton? Aplicar a la locomoción marítima los experimentos de Wat o de
Papin a fin de que los buques caminasen con mayor rapidez venciendo más
fácilmente la resistencia de las olas con su fuerza impulsiva; pero salir en lunes de un
puerto para llegar en martes a otro en que antes, a la vela y viento en popa, no hubiera
sido posible fondear hasta el sábado, no puede decirse que fuera ganar tiempo sino
perder menos a lo sumo. Stephenson, inventando la locomotora, le hacía devorar
espacio sobre dos nervios de metal; pero recorrer mayor distancia en menos minutos
era siempre ir en busca del mañana por la senda del hoy. Lo mismo digo de Morse:
transmitir el pensamiento por un alambre merced a un agente eléctrico, no destruye el
que, aunque el fluido sea capaz de dar cuatro veces la vuelta al orbe terráqueo en un
segundo, la idea tarde en volver a su punto de partida en cada revolución sobre la
línea equinoccial la duo-centésimo-cuadragésima parte de un minuto. Es decir que el
resultado es fatalmente posterior en la noción del tiempo. Además, el no poderse
prescindir de los conductores hace gráfica la definición que del telégrafo eléctrico
daba en esta forma un individuo: «Perro muy largo al que se tira de la cola en Madrid
y ladra en Moscou».
Las hipótesis del famoso Julio Verne tenidas por maravillosas, eran verdaderos
juguetes de niño ante la magnitud del invento real del modesto zaragozano vecino de
la Corte de las Españas. Bajar al centro de la tierra es cuestión de abrir un orificio por
donde verificar el descenso; imitar a los habitantes de Ergastiria que muchos siglos
antes de la era cristiana, ya penetraron en los abismos del Laurium para desenterrar el
plomo argentífero. El trayecto era más corto; pero la carretera la misma. Navegar en
los aires por la ingeniosa teoría del soplete, no ofrece otra ventaja que reducir la
dirección a la voluntad del aeronauta suprimiendo la maroma con que en la batalla de
Fleurus hacía transportar Jourdan los Montgolfier para descubrir la posición del
enemigo. Ir al polo esperando el deshielo es obra de pura paciencia; copia servil
aunque sabía de esas personas que, para hacer compras en un almacén, aguardan a
que la tienda esté en liquidación. Por lo que al Nautilus respecta, mucho antes que
Verne ya había hecho una prueba felicísima con el Ictineo nuestro compatriota
Monturiol. Para relatarnos lo que existe en el fondo de los mares basta reunir un
congreso de buzos. Y sobre todo (perdón si me repito) que arrancar en lunes del
terreno de aluvión para llegar en martes al eoceno, en miércoles al permeano y
concluir la semana en el mar de fuego; trasladarse en veinte horas desde Francia al
Senegal por la vía aérea; o alcanzar por la submarina el fin de un viaje más tarde o
más temprano, pero siempre después, encierra una idea de posterioridad que hace
monótona la misión de la ciencia, corriendo invariablemente tras el mañana como si
el ayer le fuese conocido.

www.lectulandia.com - Página 11
El mundo es la casa de la humanidad, cuyos habitantes al irse multiplicando, van
añadiendo pisos a la fábrica con el fin de estar con más holgura; pero sin cuidarse de
estudiar los cimientos del edificio, para cerciorarse de que podrá resistir el peso
abrumador que le echan encima. Cuando tan desfigurado vemos media hora después
el hecho de que hemos sido testigos treinta minutos antes ¿podemos confiar
ciegamente en los relatos que la historia nos hace de los tiempos primitivos sobre los
que fundamos nuestra conducta por venir? Si por una serie de deducciones Boucher
de Perthes creyó probar la existencia del hombre fósil, ¿no es posible que el fémur
que él tomó por humano perteneciera en la escala zoológica a algún congénere de la
montura del escudero de don Quijote? El pasado nos es absolutamente desconocido.
Las ciencias retrospectivas al estudiarlo, proceden casi por inducción, y mientras no
tengamos conciencia del ayer, es inútil que divaguemos sobre el mañana. Antes que ir
a la negación por las hipótesis del futuro, aprendamos a creer en Dios tocando de
cerca los maravillosos orígenes de su colosal obra de arquitectura.
Tales eran los principios filosóficos del doctor en ciencias exactas, físicas y
naturales don Sindulfo García, y su aplicación el espectáculo a que aquel pueblo,
ávido de emociones, concurría en masa con la ansiedad y la duda que necesariamente
debía despertar en él lo que, a pesar de llamarse París el cerebro del mundo, no cabía
en su cabeza.
—Pero, diga usted, señor capitán —preguntaba a uno de húsares de Pavía un
caballero que con diez y nueve individuos más se dirigía en ómnibus al sitio de la
experiencia. Usted como español debe estar enterado del mecanismo del
Anacronópete.
—Dispense usted —respondió el interpelado—: Yo sé batirme contra los
enemigos de mi patria; ser comedido con los hombres, galante con las señoras;
conozco la disciplina, la táctica y la estrategia; pero en punto a navegar por el aire
sólo he aprendido a ser manteado en el colegio cuando no tenía la petaca bastante
repleta para abastecer a mis condiscípulos.
—Con todo —insistía el preguntón—. A mí se me figura que en calidad de
compatriota del sabio inventor del aparato, debe usted poseer nociones más exactas
de él que un extranjero.
—Me honro con el título de español y soy además sobrino del señor García; pero
no tengo más luces sobre el asunto que cualquier otro.
La noticia del parentesco del capitán con el coloso científico, redobló la
curiosidad de los viajeros, que empezaron a querer encontrar en él huellas de su tío,
como en las desiertas llanuras de Maratón o entre los viñedos de los campos
cataláunicos buscamos las pisadas de Milcíades o el casco del corcel de Atila. Las
mujeres preguntaban si don Sindulfo era casado; los hombres si tenía alguna
condecoración, y todos si era pariente de Frascuelo.
—Pero, en resumidas cuentas, ¿qué se propone? —decía uno.
—Lo que estamos hartos de hacer los franceses —exclamaba un patriota exaltado

www.lectulandia.com - Página 12
—. Viajar por los aires.
—Sí; mas con dirección fija y con una velocidad vertiginosa —argüía
prudentemente un guardia nacional reparando que el húsar echaba mano del sable sin
más intención que la de colocárselo a su gusto.
—No niego —objetaba un cuarto— que es maravilla y grande surcar a medida del
deseo las corrientes atmosféricas; pero esto más tarde o más temprano hubiera
acabado por hacerse. Lo que no concibe la inteligencia humana, es que con ese
vehículo pueda el hombre retrogradar en el tiempo saliendo hoy de París después de
comer en Véfour para llegar ayer al monasterio de Yuste y tomar chocolate con el
emperador Carlos V.
—Eso es imposible —gritaron todos.
—Para nosotros los ignorantes —prosiguió el que hacía uso de la palabra—. No
así para la ciencia que ha sancionado la invención en el congreso último. De todos
modos, pronto saldremos de dudas. El señor García parte hoy en su Anacronópete
para el caos, de donde se propone regresar dentro de un mes trayendo las pruebas de
su expedición fabulosa.
—Apuesto a que el inventor es un bonapartista que quiere poner de nuevo sobre
el trono de Francia al traidor de Sedán —vociferaba el patriota.
—O traernos el Terror con Robespierre —decía apretando los puños un partidario
de la causa legitimista.
—Poco a poco —argumentaba un sensato—. Si el Anacronópete conduce a
deshacer lo hecho, a mí me parece que debemos felicitarnos porque eso nos permite
reparar nuestras faltas.
—Tiene usted razón —clamaba empotrado en un testero del coche un marido
cansado de su mujer. En cuanto se abra la línea al público, tomo yo un billete para la
víspera de mi boda.
Celebrando estaban aún todos la ocurrencia, cuando el ómnibus (no sin gran
riesgo de aplastar a la apiñada muchedumbre) se paró en la cabeza del puente; y,
apeándose, cada cual trató de abrirse paso como pudo para dirigirse a su destino.
Parece ficción lo que acabamos de oír, y sin embargo nada hay más positivo. El
doctor don Sindulfo García se aprestaba a hacer el experimento práctico de la
resolución del más arduo problema que hasta hoy registran los anales científicos:
viajar hacia atrás en el tiempo.
¿Qué análisis había hecho de él? ¿A qué clase de cuerpos pertenecía, lo que hasta
hoy era una idea abstracta, que así podía someterse a la descomposición? ¿De qué
agentes se valía para ello? ¿Qué colosal sistema era ese con que amenazaba llegar al
descubrimiento de la verdad retrogradando, en un siglo que busca sus ideales en el
mañana y que acepta el «adelante» como fórmula del progreso?
El capítulo siguiente nos lo dirá.

www.lectulandia.com - Página 13
www.lectulandia.com - Página 14
Una conferencia al alcance de todos

www.lectulandia.com - Página 15
OMPONÍASE el espectáculo de dos partes. En la primera el sabio español se
despedía de sus colegas, de las autoridades y del público de París con una
conferencia dada en el palacio del Trocadero, en la que, supliendo el
tecnicismo con demostraciones vulgares, se proponía hacer comprensible
a los menos versados en ciencias, los principios fundamentales de su invención.
Formaba la segunda la elevación del monstruoso aparato desde el Campo de Marte
hasta la zona atmosférica en que debía realizarse el viaje. Para ser testigo presencial
de la última, bastaba haber satisfecho la cuota de entrada en el recinto de la
exposición, trepar a las eminencias o diseminarse por las llanuras en espacio abierto;
y es lo que, como hemos visto, hicieron las masas desde que empezó a alborear,
poniendo a prueba la prudencia y los puños de la gendarmería que al fin logró evitar
una irrupción en el palacio de la Industria. Pocos, relativamente, eran los escogidos
entre los muchos que alegaban derecho a oír la palabra del doctor. El salón de fiestas,
aunque espacioso, no bastaba a contener tanta gente. Ninguno de los espectadores
seguía el tratamiento del anti-fat, y sin embargo diríase que todos hablan
enflaquecido, pues en cada asiento cabía por lo menos persona y media. Las entradas
estaban obstruidas y los pasillos cuajados de esa multitud que aguarda paciente la
ocasión de avanzar un paso, sabiendo que no ha de llegar nunca a la meta.
Los presidentes de la república, de los cuerpos colegisladores y del gabinete; el
cuerpo diplomático, las comisiones de los institutos y academias, de las
corporaciones sabias y del ejército alternaban, luciendo sus uniformes sembrados de
placas y cintas, con el modesto sacerdote sin más cruz que la del Gólgota destacada
sobre el fondo negro o morado de su túnica talar. Algunos fracs, aunque pocos, pues
en Francia raro es el que no tiene uniforme, asomaban como con vergüenza su
condición civil entre océanos de seda, cascadas de blondas, montes de brillantes y
nubes de cabellos, negras unas como de tempestad, rubias otras como estratos heridos
por el sol poniente y casi ninguna del color que anuncia la nieve en el invierno de la
vida: que mujer y vieja va siendo ya cosa incompatible en la patria de Violet y de
Pinaud.
Por fin sonó la hora: una ondulación de curiosidad vibró en el recinto y la puerta,
abierta de par en par por dos ujieres, dio paso a la comisión científica, a la derecha de
cuyo presidente caminaba el héroe con la modestia propia del talento impresa en el
semblante. Todo en él era vulgar. Su nombre más que de sabio parecía de barba de
sainete. Su apellido no estaba ligado por ninguna partícula a esas hojas patronímicas
que, como Paredes, o Córdoba, prestan frondosidad a los árboles genealógicos e
impiden la falta de respeto con que un vástago ilustre de los García, la Malibrán, es
nombrada en el mundo del arte cual pudiera serlo la Bernaola en el de los criminales
célebres. Llevaba sus cincuenta años, no con el soberbio orgullo del titán aportando la
piedra para escalar el cielo, sino con la resignación del mozo de cordel que transporta
un baúl. Pequeñito, con sus guedejas lisas y en correcta formación, el traje muy
cepilladito y como colgado de su armazón de huesos, tenía una de esas caras que

www.lectulandia.com - Página 16
parecen hechas bajo la influencia del nombre del que las ha de ostentar. En suma, era
digno de llamarse D. Sindulfo García y merecedor del apodo de Pichichi que su
criada le había puesto por sambenito. Tal era la envoltura que la sabiduría eligiera
para asombrar al mundo probando una vez más que bajo una mala capa se esconde un
buen bebedor.
La comisión tomó asiento debajo del órgano monumental; el presidente agitó una
campanilla de plata, la sesión quedó abierta, y el inventor del Anacronópete pasó a
ocupar la tribuna a través de una tempestad de aplausos que apagó, no su voz harto
débil e insonora, sino el movimiento de sus labios que hizo comprender a la multitud
que había pronunciado el sacramental «señores» comienzo de todo discurso.
Restablecido el silencio, el héroe se expresó de esta manera. —Seré breve porque
cuantas más horas consuma más alargo la distancia que me separa del ayer a donde
me dirijo. Seré vulgar, porque, sancionadas mis teorías por el mundo sabio, sólo me
resta hacerme comprender de todos. Ello no obstante contestaré a cuantas objeciones
se me hagan.
Mi propósito nadie lo ignora, es retroceder en el tiempo, no para detener el
continuo movimiento de avance de la vida, sino para deshacer su obra y acercarnos
más a Dios encaminándonos a los orígenes del planeta que habitamos. Pero para
explicar cómo se deshace el tiempo, es preciso que antes sepamos de qué se compone
este. Procedamos con orden. Dios hizo el cielo y la tierra: aquel oscuro; esta en la
forma caótica. Después dijo: —«Sea hecha la luz»— y la luz quedó hecha. Tenemos
pues al Sol flotando en la bóveda celeste y al orbe suspendido en el espacio por la
atracción solar.
Cualquiera sabe, desde que Galileo demostró el principio de la rotación de la
esfera, que el mundo se mueve; pero lo que no ha dicho la ciencia todavía, es por qué
la tierra al girar verifica su movimiento de occidente a oriente en vez de hacerlo a la
inversa; y esto es lo que yo voy a exponer como base de mi sistema anacronopético.
El auditorio dejó escapar un murmullo de satisfacción, y el sabio continuó de este
modo su conferencia:
—La Tierra en un principio estaba sumida en el caos; era una inmensa bola de
fuego que, como todo cuerpo incandescente, exhalaba esos vapores que conocemos
con el nombre de irradiación. Fija en su eje, pues como obra acabada de crear no
había empezado aún las revoluciones que el Hacedor le impuso, su calor era
infinitamente más intenso por Oriente en virtud de la influencia del sol que
constantemente la estaba bañando por aquella parte. Los que hayan visto fundirse en
una marmita sustancias bituminosas habrán observado la enorme cantidad de vapor
que se desprende de ellas. Figúrese por lo tanto el que despediría la fusión de un
esferóide cuyo volumen es de mil setenta y nueve millones de miriámetros cúbicos.
El más lego concibe que semejantes evaporaciones no podían tener lugar sin que cada
desprendimiento fuese acompañado de un estampido y de una convulsión. Ahora
bien, si al dispararse un cañonazo, la repercusión hace que el cañón retroceda, cada

www.lectulandia.com - Página 17
descarga de la irradiación debía llevar consigo dislocaciones en la esfera terráquea. Y
como las descargas se repetían con más frecuencia e intensidad por la parte Oriente
del planeta en razón del mayor calórico que el sol le suministraba, los repetidos
retrocesos originados hacia aquel lado por las constantes sacudidas dieron por
resultado la rotación del esferóide sobre su eje, en la dirección de Poniente a Levante,
sabiamente prevista por la Providencia para la periódica sucesión de los días y las
noches, y tan duradera como a su omnipotente arbitrio plazca que sea el fuego central
que le sirve de motor.
Un prolongado hurra acogió esta teoría tan nueva como atrevida e inesperada. El
doctor sin humedecerse la boca —lo que no dejó de llamar la atención de los oyentes,
acostumbrados a ver a sus oradores hacer siempre uso del agua en la peroración—,
reanudó así el hilo de la suya.
—Todo fenómeno obedece a una causa; y sin embargo han transcurrido dos siglos
y medio desde que el inventor del termómetro y del compás de proporción, el sabio
de Pisa que por el isócrono movimiento del péndulo enseñó a medir las pulsaciones
de la arteria y a contar los segundos, Galileo en fin, nos dijo que la Tierra se movía,
hasta hoy que nos ha sido revelada la razón de un hecho tan sencillo. Pero ¿basta
esto? De ningún modo. Si todo fenómeno obedece a una causa, preciso es también
que tenga un fin, que produzca un resultado, que llene un objeto.
«La Tierra se mueve» grita un hombre; y en seguida la ciencia pregunta:
«¿Porqué se mueve?» «Por el desprendimiento de calórico» responde la observación;
pero acto continuo la filosofía da el alto, cruza el arma y exclama a su vez: «¿Y para
qué se mueve?»
Vamos a contestar a la filosofía. La Tierra se mueve para hacer tiempo. Nuestro
planeta que, como hemos visto, no era más que una masa incandescente, llegó a
solidificar su corteza, vio surgir de su superficie montañas colosales, llenó de mares
sus senos, vistió su aridez con una flora sorprendente y poblóse de una fauna
riquísima. ¿Cómo se operó este milagro? Muy sencillamente; por la acción del
tiempo: por una sucesión de días o de épocas cuyo trabajo presidía la sabiduría y la
voluntad del Hacedor Supremo, el cual permite que la revolución continúe para
perfectibilidad del hombre y admiración de su omnipotencia. Las transformaciones
del globo son pues la obra del tiempo. Pero ¿quién es este artífice? ¿Dónde están sus
materiales? ¿Cuál es su laboratorio? El artífice es la irradiación; sus materiales están
en la zona gaseosa; su laboratorio es el espacio: EL TIEMPO ES LA ATMÓSFERA.
Todas las maravillas que la naturaleza, la ciencia, el arte y la industria presentan hoy
a nuestra admiración y que creyéndolas la expresión genuina del progreso nos llenan
de orgullo, proceden íntegras de esa región en que el hombre no ha sabido encontrar
hasta ahora más que aire, lluvia, relámpagos, rayos, truenos y media docena más de
accidentes meteorológicos. Refrenad vuestra impaciencia: voy a probar lo expuesto
con una demostración práctica, a mí me gusta que la convicción llegue al ánimo por
el sentido de la vista.

www.lectulandia.com - Página 18
Una oleada que amenazaba ser una explosión se produjo en el auditorio. El
presidente agitó su campanilla, y el disertante, que se había vuelto de espaldas un
momento, volvió a reaparecer de frente teniendo en la mano un sombrero de copa
cuyo cilindro envolvía una de esas enormes gasas con que el hombre va diciendo que
está de luto a los que no se lo preguntan, por lo poco que les importa.
La gasa, dispuesta previamente para el caso, daba cinco o seis vueltas al sombrero
y no estaba adherida a este más que por su cabo interior. Don Sindulfo empezó a
desenvolverla entre las carcajadas de la muchedumbre, que en aquella, como en todas
las circunstancias de la vida, aprovechó la que se le presentaba de abandonarse a su
condición frívola y bullanguera.
El sabio, como si nada oyese, continuó su tarea; dejó flotar el crespón cosido por
un borde a la copa y, exhibiendo la sedosa felpa del sombrero, dijo, señalando el
cilindro libre de toda envoltura:
—He aquí la Tierra en su estado incandescente tal y como a Dios le plugo
arrojarla en el espacio infinito. Como veis, está fija, inmóvil; pero de pronto, la
irradiación representada por esta gasa produce un desprendimiento; este por la
repercusión origina una dislocación en el globo y la esfera principia a girar sobre su
eje dando lugar al tiempo que no es otra cosa que el movimiento incesante.
Y así diciendo, mientras con la mano derecha tendía la gasa simulando una
columna de humo que se elevase, con la izquierda imprimía una imperceptible
rotación al sombrero.
—Mirad el tiempo —proseguía señalando el crespón—. ¿Queréis saber cómo por
una sucesión no interrumpida de segundos se convierte en minerales, en plantas y en
seres orgánicos? ¿Cómo del alga llega al jardín de aclimatación, del caolín al aderezo
de diamantes, de la caverna a la arquitectura, del trilobito con sus tres lóbulos, a la
frente del hombre y al cálculo infinitesimal? Seguidle conmigo a su laboratorio
atmosférico.
La estupefacción estaba pintada en todos los semblantes. El doctor dejó escapar
una sonrisa de triunfo, heraldo de su convicción, y remondándose el pecho continuó
así:

www.lectulandia.com - Página 19
www.lectulandia.com - Página 20
CAPÍTULO III

Teoría del tiempo: cómo se forma: cómo se descompone

www.lectulandia.com - Página 21
UALQUIERA que haya visto hervir en un hornillo una cazuela de sopas,
habrá tenido que fijarse necesariamente en el fenómeno de
transformación que se verifica en el vaho al escaparse por la campana de
la chimenea. Lo primero que hace es enfriarse y convertirse en gotas de
agua que paralizan la ebullición si caen en el fondo del recipiente; o bien se trueca en
hollín si la condensación tiene lugar a tal distancia del fuego que le permite
solidificarse. Es decir que si la cazuela continuara hirviendo durante una serie no
interrumpida de años, concluiría por formarse en la superficie de las sopas una
película o corteza producto de los desprendimientos de los vapores, ni más ni menos
que la que se forma en el fogón y que acabaría por petrificarse a fuerza de tiempo.
Pues apliquemos este principio a nuestro caso.
El sombrero es la tierra; la gasa el vaho. Éste sube y se condensa; pero aquella
gira y lo envuelve del mismo modo que la faja se lía en la cintura del chulo o el
turbante en la cabeza del musulmán. Y aquí tienen ustedes cómo por esta rotación la
primera capa del crespón oculta ya la seda del sombrero como la primera película
sólida del globo ocultó la masa ígnea del planeta. La gasa aparece llena de pliegues y
hendiduras. ¿Qué representan? Los montes y las llanuras obra del tiempo. ¿En dónde
se ha producido este tiempo? En la atmósfera. ¿Es decir que el Himalaya y la
montaña del Príncipe Pío; el valle de Josafat y el de Andorra nos han caído de las
nubes? Indudablemente. ¿Cómo? Así: los espantosos huracanes que entonces
reinaban, barrían hacia un punto dado las sustancias en fusión de la superficie de la
Tierra que, aglomeradas y acumuladas, formaban puntos prominentes, del mismo
modo que cuando soplamos en un plato de sémola, la sopa se llena de montoncitos.
Por otra parte las continuas descargas eléctricas abrían zanjas en la corteza del
esferoide o la deprimían produciendo cauces por los que corría la masa incandescente
que son los filones de hoy. Vinieron por último las lluvias torrenciales que,
enfriándolo y solidificándolo todo, dieron lugar a la formación del terreno primitivo o
sea de la primera capa consistente (contando de abajo arriba) de esta corteza de
ochenta kilómetros que nos sirve de pedestal.
«Poco a poco, me objetará alguno: Yo no veo en esas revoluciones atmosféricas
sino agentes modificadores de las propiedades del globo; pero nunca la idea del
tiempo. Obra de éste es indudablemente el mundo; sin embargo, la razón no admite
que los minerales, los vegetales y los animales que en sí encierra, sean producto del
rayo, del huracán o de la lluvia».
¿Qué es el tiempo?, preguntaré yo contestando. El tiempo es el movimiento; en la
inacción no hay ni antes ni después. ¿Quién ha impreso el suyo en la Tierra? La
irradiación, el desprendimiento de calórico, el vaho en fin por las repercusiones de
sus descargas. ¿De qué agentes se componía este vaho? De todos los que hoy
constituyen nuestro planeta; y la prueba es que si la Tierra no se hubiese movido, los
gases, perdiéndose en el espacio, nos hubieran dejado sin globo llevándose con la
evaporación todas sus substancias. Luego la atmósfera, recibiendo incesantemente las

www.lectulandia.com - Página 22
respiraciones del planeta, y devolviéndoselas transformadas, es el laboratorio donde
se operan las metamorfosis cósmicas, donde el movimiento se realiza y donde por
consiguiente el tiempo se produce. ¡Cómo! ¿Vosotros no veis en la lluvia más que la
gota de agua, la chispa en el rayo, la ráfaga en el huracán? Levantad el espíritu y
adorad al Creador que os envía en esos fluidos el mañana incesante, como hace cerca
de siete mil años os mandó el hoy en que vivís y sus maravillas que admiráis. Las
nubes arrojaron la columna de Santa Sofía en Constantinopla y el obelisco de Sixto V
en la ciudad Eterna trayéndonos en sus gotas el pórfido rojo de Egipto con sus
cristalizaciones blancas. De su laboratorio bajaron las agujas de Louqsor y la
columna de Pompeyo. El bermellón con que el hijo de David y Betsabé mandó pintar
el templo de Jehová, ¿quién lo produjo sino el cinabrio llovido sobre Almadén en la
Mancha? La cal y el carbono desprendidos de las entrañas del nimbo, os regalaron las
casas que habitáis procurándoos las calcáreas y las calizas, de que extraéis el mortero
y con que talláis la ménsula. En el mismo chaparrón en que venía envuelta la marga
para ladrillos, llegaba el caolín que con el feldespato se vitrificaba para procuraros
tazas en que tomar los alimentos y porcelanas con que adornar vuestros salones.
¿Dónde estarían los ferrocarriles que atraviesan el Mont-Cénis y el San Gotardo y los
vapores que, como el Vega, se abren ya camino por el estrecho de Behring, sin la
acción atmosférica que descomponiendo la vegetación del período carbonífero
elaboró la hulla? ¿Negaréis que en cada gota existía el germen de una locomotora o
de una goleta y en cada temporal el de un tren o de una escuadra? Pero no llovían
sólo medios de locomoción; del llanto de la zona gaseosa se desprendían chimeneas,
alumbrados públicos y caricias femeniles: porque extraído el hidrógeno de la hulla,
aquel levantaba fábricas de gas, mientras sus residuos metamorfoseados en cok
congregaban a la familia al amor de la lumbre o servían para firmar las paces entre
marido y mujer cuando, carbono cristalizado, se presentaban en la forma de diamante.
La brújula y el telégrafo eléctrico tuvieron por inspirador al rayo. ¿Qué seria de la
humanidad sin el mercurio que así le señala las variaciones de la temperatura como le
sirve para la extracción del oro y de la plata? Pero aún hay más. En los elementos
constitutivos de los fenómenos atmosféricos, Dios permite que vengan a la tierra en
embrión las conchas, las tortugas, las aves, los reptiles y los mamíferos de la época
secundaria; y que, purificado el aire por la absorción que del ácido carbónico ha
hecho la vegetación carbonífera, sople ya tan respirable en el período terciario para la
familia orgánica, que el infusorio, caído en la tierra con la gota de lluvia, se
desarrolle, se cruce y se agigante convirtiéndose en mastodonte, hipopótamo,
rinoceronte, caballo, toro, búfalo, ciervo, dromedario, tigre y león. Por fin, el terreno
cuaternario nos presenta el mamut, el auroch, el urus, el gamo, el ciervo y el
megaterio; hasta que la Providencia para coronar su obra, toma una porción de
aquella arcilla elaborada al efecto durante seis días o épocas, y, modelando con ella
una figura, le comunica su Divino soplo, la llama hombre y le proclama por su
inteligencia rey de la creación. Señores, las envolturas concéntricas de la gasa

www.lectulandia.com - Página 23
simbolizan las épocas geológicas de la naturaleza.
Estas épocas deben considerarse como las matemáticas del mundo. ¿No son
producto de evoluciones atmosféricas? Sí. ¿No contamos por ellas la edad del globo?
SI. Pues si cada película es una serie de siglos, cada gota, cada chispa, cada ráfaga
debe ser una porción de segundo; luego las horas se ciernen en el espacio: afirmemos
pues que el tiempo es la atmósfera.
El entusiasmo, reprimido en el auditorio por efecto de la admiración, estalló en la
primera pausa propicia, y una tempestad de aplausos y aclamaciones retumbó en el
recinto haciéndose extensiva hasta los corredores donde la gente aplaudía por espíritu
de imitación. Uno de los concurrentes, levantándose del asiento con gran extrañeza
del público que creía que abandonaba el local, se encaró con el sabio y le dijo:
—¿Se me permite exponer una duda?
—Todas cuantas se originen —respondió don Sindulfo.
—Si el orador considera al tiempo como una faja densa, ¿no es de presumir que
dada la depresión de todo cuerpo esférico por sus polos, los de la tierra queden sin
envoltura como la imperial del sombrero y el aro o círculo de la cabeza han quedado
sin gasa en la demostración?
—Es indudable; y eso no hace sino confirmar mi tesis. Probado que la atmósfera
es el tiempo y que el tiempo lo forman los acontecimientos, si nadie ha ido todavía a
los polos, en los polos no ha sucedido nada; y no haciendo falta el crespón o
envoltura allí donde no hay vitalidad, esta economía de atmósfera ha sido la sisa del
sastre naturaleza.
Una sonora carcajada acogió la humorística refutación del sabio, quien sin
inmutarse prosiguió el curso de su conferencia.
—Nada más simple, señores, que descomponer un cuerpo cuando los elementos
que lo componen nos son conocidos. Si yo sé que este signo de luto de mi sombrero
lo forman capas concéntricas de gasa liadas al rededor del cilindro, con irlas
desenvolviendo en sentido contrario al que ellas emplean en su revolución
envolvente, es indudable que llegaré a dejar a descubierto la copa; lo cual aplicado al
cosmos significa que a fuerza de desliar zonas geológicas se ha de tropezar con el
caos. Ahora bien: ¿Cómo tiene lugar esta descomposición? Para explicarlo
satisfactoriamente es preciso que me ocupe un poco de mi aparato. El Anacronópete,
que es una especie de arca de Noé, debe su nombre a tres voces griegas: Aná que
significa hacia atrás, cronos el tiempo y petes el que vuela, justificando de este modo
su misión de volar hacia atrás en el tiempo; porque en efecto, merced a él puede uno
desayunarse a las siete en París, en el siglo XIX; almorzar a las doce en Rusia con
Pedro el Grande; comer a las cinco en Madrid con Miguel de Cervantes Saavedra —
si tiene con qué aquel día— y, haciendo noche en el camino, desembarcar con Colón
al amanecer en las playas de la virgen América. Su motor es la electricidad, fluido a
que la ciencia no había podido hacer viajar aún sin conductores por más que estuviese
cerca de conseguirlo —y que yo he logrado someter dominando su velocidad. Es

www.lectulandia.com - Página 24
decir que lo mismo puedo dar en un segundo, como locomoción media, dos vueltas al
mundo con mi aparato, que hacerlo andar a paso de carreta, subirlo, bajarlo o pararlo
en seco. Dado el agente impulsor, todo lo demás son procedimientos mecánicos cuya
relación ningún interés despertaría, especialmente en un público que sabe de memoria
las obras de Julio Verne; obras de entretenimiento que si bien no he de comparar con
el solemne carácter científico de mis teorías, encierran no obstante hipótesis basadas
en estudios físicos y naturales que me eximen de explicaciones enojosas sobre el
regulador, los compensadores, termómetros, barómetros, cronómetros, anteojos de
gran potencia, recipientes de potasa, aparato Reiset y Regnaut para producir el
oxígeno respirable y tantos otros detalles rudimentarios. Elévome, pues, al centro de
la atmósfera, que es el cuerpo que se trata de descomponer y al que seguiré llamando
tiempo. Como el tiempo para envolverse en la tierra camina en dirección contraria a
la rotación del planeta, el Anacronópete para desenvolverlo tiene que andar en
sentido inverso al suyo e igual al del esferóide o sea de Occidente a Oriente. El globo
emplea veinticuatro horas en cada revolución sobre su eje; mi aparato navega con una
velocidad ciento setenta y cinco mil doscientas veces mayor; de lo cual resulta que en
el tiempo que la Tierra tarda en producir un día en el porvenir, yo puedo desandar
cuatrocientos ochenta años en el pasado.
Ahora bien; lo primero que salta a la vista es que, cualquiera que sea la velocidad
de la locomoción y la altura a que ésta se verifique, el Anacronópete no ha de hacer
más que describir una órbita al rededor de la tierra como la que al rededor de los
planetas describen los satélites; y así sucedería en efecto si la atmósfera permaneciera
inalterable; pero como la descompongo, en cada vuelta deshago su obra de un día y
allí donde me paro allí está el ayer. Veamos cómo se verifica este fenómeno.
Dícese vulgarmente que para conservar las sardinas de Nantes y los pimientos de
Calahorra hay que extraer el aire de las latas. Error. Lo que se extrae es la atmósfera
y por consiguiente el tiempo; porque el aire no es más que un compuesto de nitrógeno
y oxigeno, mientras que la atmósfera, además de constar de ochenta partes del
primero y veinte del segundo, lleva en sí una porción de vapor de agua y una pequeña
dosis de ácido carbónico, elementos todos que no se separan nunca al llenar un vacío.
Pero apartémonos de la ciencia y vengamos al razonamiento vulgar.
Figurémonos que el mundo es una lata de pimientos morrones de la que no hemos
extraído la atmósfera. ¿Qué sucede una vez tapada sin esta precaución? Que el
tiempo empieza a ejercer su influencia y a verificar su obra. En primer lugar se
adhieren a las paredes del bote unas moléculas que, aglomeradas y solidificadas
concluirían a fuerza de años por petrificarse y en cuyas substancias encontraríamos
los gérmenes minerales de las rocas primitivas. Después observamos que el jugo se
cubre de una especie de verdín que no es otra cosa que la vegetación rudimentaria. Y
por último los infusorios del vapor de agua vivificados, reproducidos y desarrollados
agusanan la conserva enriqueciéndola con las múltiples variantes del reino animal.
¿Puede aún dudarse que la atmósfera es el tiempo?

www.lectulandia.com - Página 25
Pues volvamos la oración por pasiva. Supongamos que hemos extraído el aire y
que abrimos la lata cien años después de haberla tapado. ¿Qué vemos? Los pimientos
en perfecto estado de conservación sin que el tiempo haya pasado por ellos; luego si
la acción atmosférica debió destruirlos o metamorfosearlos y la falta de esta acción
los ha mantenido en su completa integridad, es indudable que lo que nos comemos
cien años después, es la vida vegetal de una centuria antes y que por consiguiente
retrogradamos un siglo. Más claro. No hemos extraído el aire de la lata y la abrimos
en el momento en que la descomposición empieza; si tomamos una cuchara y con ella
empezamos a quitar las capas de moho que envuelven los pimientos, su rojizo color,
aún no alterado, concluirá por descubrirse a través de las injurias de la atmósfera.
Pues esta es la teoría del tiempo. Muy joven el mundo todavía para que el fuego
central haya desaparecido, se halla no obstante cubierto de esas películas de moho
que el Anacronópete va a desenvolver con el auxilio de cuatro grandes cucharas o
aparatos neumáticos fijos en sus extremos angulares; con los que, no sólo
descompongo las miserables veinte leguas de gases que circundan el esferóide en
capas concéntricas, sino que al desalojarlas logro navegar en el vacío impidiendo que
mi vehículo se inflame con la frotación atmosférica. Porque, volviendo a los símiles:
la atmósfera no es más que una aglomeración de átomos imperceptibles, del mismo
modo que una playa no es otra cosa que la reunión de millones de granos de arena. O
si la queremos más perceptible, la atmósfera es una vastísima plaza pública llena de
gente en un día de revolución. Si un hombre temerario e inerme se empeñara en
llevar corriendo un parte de un extremo a otro contra la oposición de la atmósfera
popular, sucedería que empellón de aquí, tirón de allá, resistencia de todas partes,
perecería sin remedio entre las ondas de aquel revuelto piélago, como el
Anacronópete acabaría por desaparecer abrasado en su carrera en razón de la
frotación y el movimiento.
Pero ¿qué hace un gobernador prudente representado en esta circunstancia por la
ciencia? Le da un caballo al encargado de llevar el parte (la electricidad aplicada al
Anacronópete), le rodea de un piquete de caballería (los cuatro aparatos neumáticos),
y les ordena que, lanza en ristre, desemboquen por una de las calles adyacentes. El
fenómeno que se opera es de todos conocido. Los átomos se dispersan delante de los
lanceros; las moléculas que quedan atrás tratan de llenar el hueco originado por el
desalojamiento o sea la dispersión; pero, como la caballería camina con más
velocidad que los amotinados de la retaguardia y los de delante huyen fuera del
alcance de las picas, los grupos desaparecen, y el parte, libre de toda fuerza de
resistencia llega a feliz término sin obstáculo alguno galopando por el vacío que le
van abriendo las lanzas del escuadrón.
El auditorio delirante iba a prorrumpir en una entusiasta exclamación; pero se
detuvo al ver que el interruptor volvía a ponerse de pié, y encarándose con el
disertante exclamaba:
—No sin temor voy a exponer una duda.

www.lectulandia.com - Página 26
—Escucho —dijo el sabio.
—Si por ese procedimiento, que no admite refutación, camina uno hacia atrás en
el tiempo: ¿no sucederá que a medida que el anacronóbata pierda años, se vaya
volviendo más joven?
—Indudablemente.
Aquí la sensación del bello sexo se tradujo en un grito de alegría.
—¿De modo que el viajero acabará por no existir a fuerza de irse achicando?
—Eso es lo que acontecería si la ciencia no lo hubiera previsto todo.
—¿Y cómo neutraliza su señoría esos efectos?
—Muy sencillamente: haciéndome inalterable merced a unas corrientes de un
fluido de mi invención. ¿No camino yo hacia el pasado? Pues así como pueden
guardarse sardinas frescas para el porvenir, me garantizo del ayer que constituye mi
mañana. Es el procedimiento de las conservas alimenticias aplicado a la vida animal
con el efecto invertido. Y esto sentado, permítaseme poner punto final a mi
conferencia, pues avanzan las horas y me urge tener esta noche una entrevista con
Felipe II para enterarme de si el pastelero de Madrigal fue o no positivamente el rey
portugués cuya desaparición dejará de ser en breve uno de los misterios de la historia.
Un diluvio de hurras se desencadenó en la sala. Los hombres lanzaban al aire sus
tricornios y sus sombreros; las señoras cubrían de flores la tribuna del orador, y el
órgano, ejecutando una marcha compuesta para aquella solemnidad, lograba a duras
penas dejarse oír entre las frenéticas vociferaciones del desbordamiento público.
Por fin, nuestro ilustre compatriota, rodeado del congreso científico y seguido de
la multitud consiguió llegar a la puerta; y, dando allí un viva al atrás como nuevo
grito de la civilización, atravesó la balaustrada, descendió la colina del Trocadero y se
encaminó al Anacronópete que majestuoso descansaba su inmensa mole en la
explanada del palacio del campo de Marte.

www.lectulandia.com - Página 27
En el que se tratan asuntos de familia

www.lectulandia.com - Página 28
OS grandes efectos no son siempre el resultado de grandes causas. Ahí
tenemos sino las guerras del Peloponeso a las que la historia atribuye una
razón eminentemente política y que sin embargo debieron su origen al
rapto que de tres doncellas educandas de Aspasia, hicieron unos
habitantes de Megara, jóvenes de buen humor, sin contar que la cosa no había de ser
del agrado de Pericles —de quien dicen malas lenguas si tenía o no tenía que ver con
la profesora—. Y paréceme a mi que sí que le gustaba al hombre porque, cuando
acusada de impiedad él se encargó de su defensa, no supo hacer más que cubrirse el
rostro con el manto y llorar como un chiquillo en el Pnix; lo que por cierto le valió la
absolución a la buena discípula de Anaxágoras.
Pues bien, erudición a un lado, tampoco el invento de don Sindulfo era debido,
como lo parecía, a su amor por la ciencia; sino a un interés doméstico, mejor diré, a
una mira puramente personal.
Cuatro palabras sobre su vida.
Muy joven aún nuestro héroe se encontró solo en el mundo, doctor en ciencias y
dueño de una inmensa fortuna cuyos rendimientos invertía, anualmente y casi
íntegros, en aparatos de las mejores fábricas extranjeras con que enriquecer su
gabinete de física y mineralogía. Tan pródigo para sus estudios como avaro para todo
lo demás, llegó a los cuarenta años sin conocer ni los rudimentos del amor. Todas sus
afecciones se concretaban en su amistad por Benjamín, otro sabiote dos lustros menor
que él, pero casi tan ajeno como don Sindulfo a todas las cosas de la tierra; verdad es
que el tiempo le faltaba para cuanto no fuese aprender sánscrito, hebreo, chino y un
par de docenas más de lenguas difíciles, para las que tenía una aptitud sin igual.
Aunque no habitaban la misma casa, puede decirse que vivían juntos, pues Benjamín
no abandonaba la de García en la que diariamente podía contar con su plato de cocido
a las dos y su guisado a las ocho, en virtud de lo cual Benjamín, que era pobre,
resolvía el problema de ahorrar sin tener, y don Sindulfo encontraba un estómago
agradecido que soportase sus impertinencias.
Los periódicos de Zaragoza, como todos los de la Península, amanecieron una
mañana anunciando la venta del museo de un célebre arqueólogo de Madrid fallecido
pocas semanas antes; y como Benjamín, a quien no se le cocía el pan en el cuerpo
cuando de cosas antiguas se trataba, manifestase deseos de adquirir algunas baratijas,
su amigo le procuró la ocasión decidiendo trasladarse ambos a la corte de las
Españas, y poniendo a disposición del anticuario su bolsillo y sus conocimientos.
Dicho y hecho: llegaron a Madrid, tomaron un cuarto común en las Peninsulares
y el día de la venta se trasladaron al gabinete del coleccionador. Benjamín lo hubiera
comprado todo a haber tenido dinero; pero se contuvo ante su pobreza y aún fue
preciso que don Sindulfo le aguijoneara para hacerse con algunos ejemplares. La
verdad es que se necesitaba ser un santo para no quitárselo de la boca, por ser dueño
de aquel cúmulo de maravillas. Allí en un estuche de cuero y en estado fósil se
encontraba el ojo que Aníbal perdió en el sitio de Sagunto: a su lado se erguía la

www.lectulandia.com - Página 29
punta del cuerno del buey Apis: un poco más allá reposaba una carabina llena de
moho que, por haberse encontrado cargada con cañamones, se suponía que fuese la
de Ambrosio que hasta entonces se había tenido por legendaria. Pero como los
precios no estaban al alcance de todas las fortunas, Benjamín tuvo que reducir sus
aspiraciones y concretarse a la adquisición de una medalla relativamente importante.
El tiempo había corroído parte de la inscripción; pero lo que de ella podía aún leerse
que era esto:

SERV C POMP PR
JO HONOR

no dejaba duda acerca del origen que el catálogo le atribuía suponiéndola tributo
conmemorativo de Servio Cayo prefecto de Pompeya en honor de Júpiter.
Ya iban a abandonar el museo cuando llamó la atención del absorto aficionado el
ínfimo precio en que estaba tasada una momia de carácter particular.
Y en efecto, ni el sarcófago tenía la forma egipcia, ni el procedimiento por que
aquel cadáver había sido embalsamado era el que, según Herodoto, se practicaba en
Tebas y Memfis abriendo el pecho con una aguzada piedra de Etiopia para sacar el
ventrículo y rellenar el vientre con mirra, casia y vino de palmera. Tampoco se había
obtenido la momificación con la resina llamada Katran por los árabes, extraída a
fuego vivo de un arbusto muy abundante en las orillas del mar Rojo, la Siria y la
Arabia feliz, como lo consigna el coronel Bagnole. Su acartonamiento parecía obra
natural; pues, sobre no tener huella de incisión alguna, ni estaba envuelta en las
tradicionales bandas, ni, falta de depresiones, podía decirse que hubiera sido fajada
nunca. El catálogo decía modestamente: «Momia de origen desconocido;» y esta
ausencia de abolengo o de historia es lo que la hacía despreciable para los que de
ordinario sólo se pagan de genealogías apócrifas las más veces.
Benjamín, con su espíritu observador, puso sus cinco sentidos en el estudio de los
menores detalles; y fijándose en una ajorca o argolla de metal adaptada en el tobillo
derecho y sobre la que campeaba una inscripción china —que el vulgo había tomado
por un adorno—, no pudo reprimir un grito de sorpresa.
—¿Qué es eso? —le preguntó don Sindulfo.
—Acabo de hacer un descubrimiento prodigioso.
—¿Cuál?
—Oiga usted lo que dice esta inscripción. «Yo soy la esposa del emperador Hien-
ti, enterrada viva por haber pretendido poseer el secreto de ser inmortal».
—¡Hien-ti! —exclamó don Sindulfo partícipe ya del entusiasmo de su amigo—.
¿El último vástago de la dinastía de los Han?
Destronado en el siglo tercero de la era cristiana por Tsao-pi, fundador de la
dinastía de los Ouei.
—Es decir…

www.lectulandia.com - Página 30
—Es decir que ese pueblo, cuna de la civilización del resto del mundo, poseía,
sino el secreto de la inmortalidad, por lo menos el de la longevidad fabulosa dé los
tiempos patriarcales.
Don Sindulfo, sin esperar nuevas explicaciones, sacó su cartera y extendió una
orden de pago contra su banquero, encargando el transporte a las Peninsulares de los
objetos adquiridos, entre los que figuraba otro hallazgo hecho a última hora y
consistente en un hueso petrificado, que tuvieron que pagar a peso de oro, pues se

www.lectulandia.com - Página 31
trataba nada menos, según el inventario, de una canilla de hombre fósil descubierta en
las inmediaciones de Chartres, en unos terrenos de la época terciaria.
Los dos inseparables no pensaban más que en los preparativos de regreso a
Zaragoza para entregarse de lleno a sus investigaciones científicas. Pero un garbanzo
interpuesto en su camino cambió de fase la majestuosa monotonía de su existencia.
Al ir por la tarde a liquidar y despedirse del banquero, fornido zamorano viudo y
enriquecido durante la primera guerra civil con la empresa de suministros para el
ejército leal, hubo aquello de:
—¿Y qué tal los tratan a ustedes en la fonda?
—Mal; comida francesa con la que nunca sabe uno lo que se mete en el
estómago. Nos vamos de Madrid sin probar un cocido a la usanza de Castilla.
Y lo de:
—Pues hoy satisfarán ustedes su capricho; porque precisamente acabo de recibir
unos garbanzos de Fuente-Saúco que ni de manteca serían más tiernos.
—Que eso sería mucha incomodidad.
—Que no.
—Que sí.
—Que torna.
—Que daca.
El resultado es que se quedaron a comer con el banquero, el cual banquero tenía
una hija; la cual hija era muda; pero, aunque no le faltaba más que la palabra para
hablar, a ella no se le quedaba nada por decir, que con pies y manos todo lo daba a
entender. Yo no sé cuál de estos aparatos locutorios es el que ella puso más en juego
durante la comida; lo cierto es que a los postres, don Sindulfo que ocupaba su
derecha, estaba a pesar de sus cuarenta años enamorado ya de la chica como un
cadete. Por supuesto que todo se lo merecía la hija de su padre, pues no había línea en
su cuerpo que no alcanzase el máximo de curva, ni facción que no incitase a
cualquiera a ser Espartero no sólo para perseguirlas como en Bilbao sino para
abrazarlas como en Vergara.
El viaje se suspendió; las visitas se repitieron; la necesidad de no tener los
aparatos físicos encomendados a manos mercenarias para su conservación sirvió a
don Sindulfo de tema con Benjamín sobre la conveniencia del matrimonio: el
asentimiento de éste alentó al sabio, la demanda fue hecha en debida forma; y el
banquero, que siempre tenía garbanzos del Saúco que probar cada vez que se le ponía
a tiro un hombre en estado de merecer, dijo que sí con la alegría del enfermo a quien
se le resuelve un tumor. La muchacha no hay que consignar si recibió bien la noticia,
pues sabido es que tratándose de matrimonio hasta las mudas se alegran.
Estipulóse la dote que fue pingüe, dispusiéronse los regalos de boda, y como entre
las condiciones figuraba la de residir en Madrid, los sabios se volvieron a Zaragoza
para empaquetar convenientemente el laboratorio. Un mes después, marido, mujer y
amigo, se instalaban en la calle de los Tres Peces de la coronada villa.

www.lectulandia.com - Página 32
Mamerta, que así se llamaba la señora de García, salió de un natural excelente;
porque el que gustase más de estar con Benjamín que con su marido, nada tenía de
particular, si se considera que aquél en su calidad de políglota la enseñaba a hablar
por señas en varias lenguas diferentes, mientras que don Sindulfo aun en la suya
propia no conseguía hacerse entender; y las mujeres se pirran porque les den
conversación. También se le iban los ojos detrás de los uniformes; pero don Sindulfo,
comprendiendo que este es achaque de muchachas, se ponía de cuando en cuando el
de nacional de caballería que usó en el bienio, y la dejaba tan contenta. El único
defecto que tenía era el de no podérsela contrariar. Al instante le daba un ataque de
nervios que se traducía en una serie de cachetes descargados sobre el occipucio de su
marido, en gracia de cuya conservación el hombre tuvo por prudente dejarle hacer su
voluntad en adelante para no excitar, decía, su sistema nervioso. Otra particularidad
suya digna de notarse es que en cuanto veía una aguja enhebrada, se desmayaba; lo
que, a pesar de sus buenos propósitos, la impedía ocuparse de los quehaceres
domésticos. Pasábase pues el día poniéndose moños en el tocador, haciendo señas
con Benjamín o tañendo a la guitarra una cosa que nadie le había enseñado ni nadie
podía entender; pero que ella reproducía siempre invariablemente con el mismo
ritmo, idénticas modulaciones y análogos efectos: romper el tímpano de los que la
oían.
Y así se deslizaron seis meses llenos de paz y de ventura para aquella trinidad;
tras de los cuales vino el verano y con este los baños de mar, que el banquero tomaba
en Biarritz para enflaquecer, sin lograrlo nunca, acompañado de su hija a quien se los
propinaban para adquirir carnes, sin conseguirlo tampoco. Visto pues que Mamerta, a
pesar del matrimonio, no engordaba, se decidió que aquel año iría con su padre, como
de costumbre, a ponerse en remojo en la playa favorita de la emperatriz. Llegaron y
se zambulleron; pero, con tan mala suerte, que el banquero mientras hacia una
habilidad tuvo un vahido y se ahogó. Su hija pidió auxilio por señas; el bote de
salvamento acudió como un rehilete; la muchacha no anduvo bastante lista en evitarlo
y, dándole en la nuca con la proa, en vez de uno fueron dos los cadáveres que sacó a
la orilla. Con lo que, como el padre había sido la primera víctima y Mamerta tenía
hecho testamento en favor de su esposo, don Sindulfo se encontró posesor de una
fortuna considerable que unida a sus bienes le permitía emular la fama de Creso.
«Bien vengas mal si vienes solo» dice el refrán; y nunca proverbio tuvo más
exacta aplicación, pues desde entonces empezaron las tribulaciones de nuestro sabio,
si bien pueden darse todas por bien sufridas en gracia de los beneficios que
reportaron a la ciencia.
Murió también por aquel entonces una hermana de don Sindulfo, tan rica como él,
viuda de luengos años y madre de un tierno pimpollo de quince primaveras que
respondía al nombre de Clara. Al dejar esta tierra, en la de Pinto, donde residía,
nombró tutor de la niña a su hermano, después de dejarle su manda correspondiente,
sin otra condición que la de no separar en vida a la huérfana de una mozuela, cuatro

www.lectulandia.com - Página 33
años mayor que Clara, con quien ésta se había criado y a quien, no obstante la
condición humilde de Juanita —pues no pasaba de ser una criada suya— quería
entrañablemente.
La viudez que lloraba nuestro sabio, sus aficiones que le incitaban a la soledad,
las circunstancias que le atraían al retiro le indujeron a cambiar de residencia, y los
dos inseparables con sus retortas y crisoles, sus pluviómetros y brújulas, sus
pedruscos y sus fósiles, fueron a sepultarse en Pinto entre la inocente sencillez de
Clara y las inocentes ocurrencias de Juanita que, hija de la tierra —sin dejar de serlo
de su padre y de su madre, difuntos— largaba una fresca al lucero del alba en ese
tono mayor que usa la gente de Madrid abandonada a su natural instinto. Los sabios
no le entraron a la Maritornes por el ojo derecho y ya principió por regalarle a cada
uno su mote. A don Sindulfo le llamaba el tío Pichichi y al profesor de lenguas el
locutorio.
Pero ¡oh fragilidad de las cosas humanas! Aquel hombre que llegara hasta los
cuarenta años sin experimentar la atracción de las hijas de Eva, no necesitó más que
seis meses de consorcio para no saber ya resistir a la influencia de su imán.
Desconociendo que su caso con la muda había sido una chanca matrimonial cedida al
primer postor, llegó a figurarse que su cara era moneda de buena ley para adquirirá
tan baja precio artículos no averiados, y siempre se la estaba poniendo delante a su
sobrina que, inocente y cariñosa, la contemplaba sin ver en ella más que una cara de
tío.
Estimulado por lo que nuestro héroe juzgaba el triunfo de sus atractivos y
secundado por las sugestiones de Benjamín, siempre dispuesto a lisonjear las
debilidades de su protector, un día al cabo de algunos meses don Sindulfo se decidió
a declarar a su pupila su atrevido pensamiento, lo que le valió una negativa rotunda,
si bien regada con amargo llanto de Clara que no se resolvía a explicar el motivo de
su oposición.
—¡Hombre de Dios! Venga usté acá —le dijo Juanita saliendo al encuentro de su
amo al enterarse de lo ocurrido—. Hágame usté el favor de mirarse las arrugas
delante de ese espejo: ¿Cree usté que a mi señorita le ha de gustar casarse con un
fuelle?
—¡Deslenguada! —gritó don Sindulfo ciego de cólera—. No dos lugar a que te
ponga en el arroyo.
—¿A mí? Ni usté ni nadie. Estoy aquí por la voluntad de la testaora y me
defiende la curia. Yo soy una criada ante escribano.
—Pero ¿en qué se funda para desahuciarme? —preguntó el tutor en tono humilde,
probando si por la dulzura sacaba mejor partido.
—Pues miste; finalmente, que a la señorita y a mi no nos da por la cencia sino por
la melicia.
—¿Cómo?
—Que ella quiere retemucho a su primo don Luís el capitán de húsares, y yo a su

www.lectulandia.com - Página 34
asistente Pendencia; que dentro de tres días llegarán de guarnición a Madrid, y que si
nos viene usted con retruécanos verá usted el escabeche de sabio que resulta.
Aquella revelación, confirmada por su sobrina, fue el golpe de gracia para don
Sindulfo, cuya pasión alcanzó el período álgido aguijoneada por los celos. El capitán,
más enamorado que nunca de su prima, llegó efectivamente a la corte una semana
después, y dos horas más tarde se personaba en Pinto; pero la puerta de la casa le fue
herméticamente cerrada por don Sindulfo con la intimación de no volver a poner allí
los pies so pena de desheredarle. El primer impulso de Luís fue pedir amparo a la
justicia contra la arbitrariedad del despiadado tutor; pero ni Clara tenía la edad legal
para que el juez supliese el disenso paterno, ni aun teniéndola hubiera ella contrariado
la última voluntad de su madre por la que le obligó a no tomar marido que no fuese
de la aprobación de don Sindulfo.
Preciso fue por lo tanto sufrir y esperar. Cuando se quiere y se es querido, todo se
soporta con resignación. Pero desde aquel punto la casa fue un infierno, pues las
cartas iban y venían por conducto del asistente y de la Maritornes, y al sabio todo se
le volvía vigilar sin fruto y enflaquecer sin resultado.
—¡Oh! —exclamaba el infeliz en su desesperación—. ¿Por qué se habrán
liberalizado tanto las leyes? Dichosos tiempos aquellos en que un tutor tenía derecho
de imponerse a su pupila. ¿Quién pudiera transportarse a aquella época, mal llamada
de oscurantismo, en que el respeto y la obediencia a los superiores constituían la base
de la sociedad? ¡Si yo pudiese retrogradar en los siglos!
—¡Ojalá Dios! —contestaba Benjamín haciéndole el dúo—. De ese modo
podríamos caer sobre China en el imperio de Hien-ti y aclarar ese enigma iniciado
por la momia, para cuya interpretación he leído inútilmente cuantos historiógrafos
han escrito sobre los sectarios de Confucio y Mencio.
Esta idea predominante en ambos llegó a tomar en ellos las proporciones de una
monomanía. El políglota soñaba en chino y su colega se pasaba la existencia
extrayendo aire de los recipientes con la máquina neumática, para su análisis y
descomposición. Pero todo fue inútil hasta que la Providencia —que quiso en este
caso como en la mayor parte de los descubrimientos, disfrazarse de casualidad— vino
inesperadamente en su ayuda.
Cierta tarde en que el nuevo don Bartolo, impulsado por sus celos penetró de
puntillas en la cocina con el fin de sorprender a las palomas, que huyendo del gavilán
se refugiaban casi siempre en el fogón, halló a Juanita deletreando una carta de
Pendencia, que ella se guardó precipitadamente donde sabía que don Sindulfo no se
la había de coger.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Instruyéndome —le dijo ella sin inmutarse.
—Más valdría que te entretuvieses en limpiar la chimenea que tiene un palmo de
hollín y un regimiento de telarañas.
—Y la creación entera encontrará usted ahí. Eso es la obra del tiempo. Si puede

www.lectulandia.com - Página 35
que desde que usted ha nacido no le hayan pasado un escobón.
Don Sindulfo, que tenía un cuchillo a mano, lo blandió con ánimo sin duda de
cometer un homicidio; pero deteniéndose oportunamente se puso a rascar con él la
campana del hogar como para paliar su arrebato.
—Pues entretente —añadió— en quitar las capas de basura y verás cómo
consigues sacar a luz los hornillos.
—¡Ay! No me haga usté reír. Pues si eso fuera posible ya se hubiera usted puesto
como nuevo rascándose con un cuchillo las capas de años que le sobran.
Don Sindulfo se las iba a echar de matón; pero una idea súbita cruzó por su mente
y se quedó en un pie como las grullas y en la actitud de Caín al oír al Señor
preguntarle: «¿Qué has hecho de tu hermano?» Aquel ser vulgar sin la menor noción
científica acababa de iniciarle en la solución del problema que perseguía con tanto
empeño.
Desde aquel instante puso manos a la obra. La física, las matemáticas, la
geología, la dinámica, la mecánica, el cálculo sublime, la meteorología, todo el saber
humano en fin, espoleado por su amor y azotado por sus celos, le abrió sus más
recónditos enigmas, y reduciendo a una fórmula su maravillosa invención, sentó el
axioma de que retrogradar en los siglos no era otra cosa que deshollinar el tiempo.
Algunos años, todo su capital y gran parte del de su sobrina, se invirtieron en la
construcción del Anacronópete. Entre tanto los novios esperaban pacientemente y
aventuraban, aunque en vano, alguna tentativa de transacción. Don Sindulfo ejercía
cada vez mayor vigilancia, ocultaba a todos, excepto a Benjamín, el trabajo que le
absorbía y daba rienda suelta a su pasión con la ilusoria esperanza de la victoria.
La terminación del aparato, coincidiendo con la apertura de la Exposición
Universal de 1878, permitió por fin que un día se cargasen varios wagones con todas
sus piezas desmontadas; y, encajonados en un coche de primera el inventor, su amigo,
la sobrina y el sinapismo de la criada, emprendieron todos súbitamente el camino de
París, donde el enamorado tutor se proponía, libre de las persecuciones del húsar,
realizar su sueño; lo que no consiguió nunca, como verá el lector que con
paciencia quiera seguir el curso de este increíble relato.

www.lectulandia.com - Página 36
www.lectulandia.com - Página 37
CAPÍTULO V

Cupido y Marte

www.lectulandia.com - Página 38
IENTRAS se montaba el armatoste en el área que le habían destinado en el
palacio de la exposición, don Sindulfo se estableció con su familia en el
hotel de la Concordia sito en el boulevard Malesherbes. Inútil es decir
que las horas que el sabio se pasaba en el Campo de Marte dirigiendo los
trabajos, Clara y Juanita quedaban encerradas bajo llave en sus habitaciones; pues,
celoso como un turco, nuestro compatriota temía a cada momento una evasión o un
rapto. Cuando sacaba a las muchachas a paseo, siempre lo hacía en coche, y no
asistían al teatro sino en palco con celosías.
Todas estas precauciones, la distancia que los separaba de Madrid, la idea de dejar
pronto la edad presente y los ineludibles deberes militares de su sobrino que le
impedían abandonar su puesto, infundieron cierta tranquilidad relativa en el ánimo de
don Sindulfo. Así pasó cerca de un mes viendo disminuir sus temores, cuando una
tarde al regresar solo de una sesión del Congreso científico y remontar el lado
izquierdo de la Magdalena, sintió como si le tirasen de la levita por detrás. Volvió la
cabeza y casi la perdió al encontrarse de manos a boca con Pendencia, el asistente de
su sobrino.
—¿Me da vu de la candel? —le dijo éste disponiéndose a encender su chicote en
el medianito del aturdido zaragozano y traduciendo en lengua de Racine su patrio
estilo cordobés.
—¡Un cuerno le daré a usted yo! ¿Qué hace usted en París?
—Puez he venío penzionao por el Gobierno con quince camaradaz máz a las
orillaz del Ciena para que aprendan los franceses a jacer zordaoz a nueztra jechura y
cemejanza.
Y en efecto, el ministerio de la Guerra enviaba al certamen un individuo de cada
arma de que se compone el ejército español, para dar una muestra así de los
uniformes como de su envidiable apostura y bizarría.
—¿Y mi sobrino es también de la tanda? —preguntó el sabio presintiendo su
desventura.
—¡Ci ez él quien noz manda! Le ezcogieron a pulzo.
—¡Cómo!
—El meniztro le dijo: «Hombre, vaya usté a la dizpocición para que vean allí que
todoz no zomoz tan feoz como zu tío de usté».
—¡Insolente! Comprendo la trama; pero sus inicuos proyectos quedarán
frustrados. ¡Ay de él si se atreve a declararme la guerra! Puede usted ir a decírselo de
mi parte.
Y como en aquel momento llegasen a la fonda, don Sindulfo se separó
bruscamente de Pendencia, que con un:

www.lectulandia.com - Página 39
—A la orden, don Pichichi; corrió en busca de su amo, en quien mis lectores
habrán ya reconocido al capitán de húsares que al principio de esta historia se apeó
del ómnibus en la cabecera del puente.
—¿Quién ha venido? ¿Habéis visto a alguien por el balcón? —fue la primera
pregunta formulada por el atribulado tío al entrar en las habitaciones de su sobrina.
—¿Y a quién quiere usted que veamos si nos pone usted candados hasta en las
vidrieras? —replicó Juanita con su respingo habitual.
Don Sindulfo no juzgó conveniente dar más explicaciones y se dirigió a su cuarto
contiguo al de las reclusas; pero al volverse de espaldas dejó ver unos papeles que,
pendientes de un hilo y enganchados a la levita por un alfiler, le había prendido
Pendencia durante su trayecto por el boulevard; y de los que Juana se apoderó
graciosamente mientras su amo abría la puerta, pues tanto la fregatriz como su
señorita estaban seguras de que Cupido había de aprovechar la primera ocasión que
se le presentase de comunicar con ellas.
Apenas se quedaron solas empezó la lectura de las cartas. La de Luís encerraba
mil protestas de amor para su prima, dándole la seguridad de que en breve se vería

www.lectulandia.com - Página 40
libre del yugo de su implacable tío.
La de Pendencia era tan lacónica como digna de conocerse. Decía así:
«Mi coracon es pera, Y a esto y acui coma tullo asta la merte ilo es Roce
Gomec».
Juanita, acostumbrada al estilo epistolar de su soldado comprendió que aquello
quería decir: «Mi corazón espera. Ya estoy aquí. Coma (o sea la puntuación escrita.)
Tuyo hasta la muerte. Y lo es Roque Gómez».
Al día siguiente Luís ocupaba ya un cuarto en el hotel de la Concordia. Por
fortuna don Sindulfo, que marchaba el primero, pudo verle al entrar en el comedor, y
retrocediendo antes de que los demás le apercibiesen, volvió a subir las escaleras con
todos y dio orden de que en adelante les dieran de comer a él y a los suyos en
gabinete aparte. Redobláronse las precauciones: cada vez que el tutor se ausentaba,
Benjamín quedábase de centinela; pero, vano empeño; Luís sobornaba al criado de
turno y las cartas iban y venían liadas en las servilletas, que era un llover.
¿Descubríase el ajo? ¿Suprimíanse los camareros sirviéndose a sí propios?
¿Prohibíase a Juanita que se acercase a la mesa para cambiar un plato y que saliese de
su prisión para nada? Las misivas no por eso dejaban de llegar, ya pegadas con cola
en el asiento de los jarros de agua para el tocador, ya en el hueco de un pastelillo que,
con una señal convenida de antemano, elegía Clara entre los demás de la fuente, ya
por último dentro de una nuez de que era portador un perro de la fonda al que
Pendencia había enseñado a escabullirse entre las piernas de don Sindulfo, cada vez
que éste abría la puerta para recibir por si mismo los manjares.
Realmente aquello no era vivir; los cien ojos de Argos no bastaban para atender a
tantas y tan frecuentes asechanzas. Así es que en cuanto el Anacronópete estuvo en
disposición de habitarse, don Sindulfo estableció en él su domicilio obteniendo, bajo
pretexto de su custodia, una guardia permanente de dos gendarmes que impedían la
aproximación al aparato de todo el que no fuese acompañado por el inventor. Pero si
la incorruptibilidad de los guardianes no cedió ni ante las súplicas ni ante las dádivas
de Luís, la travesura de su asistente se multiplicó con los obstáculos. Tan pronto
mientras los viajeros visitaban los Inválidos, donde ya había hecho él conocimientos,
se presentaba con una pierna de palo y unas barbas de chivo sirviendo de cicerone,
como envuelto en los andrajos de mendigo, les pedia una limosna en medio de los
bulevares, lo que —la mendicidad estando prohibida— le costaba pasar unas cuantas
horas en la prevención. Casi siempre concluía por ser descubierto; así es que don
Sindulfo decidió que en lo sucesivo no saldrían más que a misa y en carruaje.
Pendencia se disfrazó de cochero; pero se vendió, porque al darle en francés las señas
de la Magdalena, él, que no era fuerte en idiomas, los llevó al cementerio del Pére
Lachaise.
Agotados por fin todos los recursos, un día se confabuló con el suizo de la iglesia
a que asistían sus compatriotas y, ocupando su puesto a la vanguardia del postulante
que durante la ceremonia recoge las limosnas de los fieles, se aprestó a entregar una

www.lectulandia.com - Página 41
carta a Clarita; pero la falta de costumbre de circular por entre las filas de los
reclinatorios, cargado con la alabarda y el palo de tambor mayor, le hizo enredarse en
el espadín en momento tan inoportuno que, cayendo sobre el sabio mientras la peluca
se posaba en el devocionario de un caballero y el tricornio en la cabeza de una
devota, descubrióse el pastel y don Sindulfo abandonó con su gente el templo
regresando al Anacronópete que en adelante quedó convertido para todos sus
moradores en prisión celular.
Los días que siguieron a esta catástrofe fueron de desesperación para el
enamorado Luis que veía desaparecer sus esperanzas, y para el asistente y sus quince
compañeros que sentían aproximarse la hora de la expedición al pasado sin recoger el
fruto de sus maquinaciones. El único consuelo del capitán era colocarse con los
muchachos en la galería del arco central del palacio de la exposición y contemplar
desde allí el Anacronópete que a un centenar de metros se erguía con la sombría
majestad de un inmenso sepulcro.
Una tarde, que como de costumbre se hallaban ocupados en esta contemplativa
tarea proponiendo quién enviar una misiva encerrada en un proyectil hueco, quién
valerse de la balística para lanzar un hilo telefónico, empezaron las nubes a arrojar
agua que no parecía sino que se desprendían sobre la tierra las cataratas del cielo.
—Buena va a ponerce la dizpocición ci hay alguna gotera —dijo el asistente
prestando oído al diluvio que con fragor se despeñaba por los canalones.
—No hay miedo —le arguyo su amo—. Tal vez los desagües son los trabajos más
portentosos de esta fábrica. ¿No has visto los planos expuestos en la sección de París?
Las alcantarillas son más altas que esta bóveda.
—¡Cómo! —exclamó Pendencia abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Aquí
hay zumieroz?
—¡Qué duda cabe! Mira, el principal circula casi tangente al aparato.
—¡Digo! Turgente y todo, ¿y ce eztá uzté con la lengua pegada al paladar?
—No te entiendo.
—Ci uzté no ha nacido para la guerra. Como genioz militarez Napoleón y yo.
—¿Te explicarás?
—Puez ez muy cencillo. Ci don Cindulfo tiene para zu defenza ezcarpaz y
contraezcarpas, nozotros para el ataque le abrimos minaz y contraminaz.
Cabayeroz… al albañal.
Un entusiasta viva acogió la idea del cordobés. Indudablemente la alcantarilla era
la última trinchera del amor. Reconocidos los planos vióse con placer que bastaba
abrir una galería transversal de pocos metros para encontrarse debajo del centro
matemático del Anacronópete. Sobornar al encargado de la limpieza en aquella
sección, fue obra tanto más fácil y hacedera, cuanto que el individuo en cuestión era
rayano de España por el lado de Canfranc y gustaba de las peluconas de Carlos IV,
que Luís no le escaseó para lograr su objeto.
El tiempo apremiaba, pero contra diez y siete españoles, de los cuales la mitad se

www.lectulandia.com - Página 42
componía de aragoneses y catalanes, no hay obstáculos, sobre todo tratándose de
militares siempre a las órdenes del general No importa.
Los picos y azadones fueron abriendo paso; los puntales formando túnel y por
último, el día fijado para el inverosímil viaje, mientras don Sindulfo daba su
conferencia en el Trocadero acompañado de su inseparable Benjamín, los diez y seis
hijos de Marte saludaban la llegada de su capitán con el último golpe de piqueta que
los colocaba bajo la plaza enemiga. Al salir del foso se encontraron en una estancia
rectangular de la altura de un hombre buen mozo. Era el podio u obra muerta del
aparato para precaverle de las humedades en las paradas.
El plan de los invasores era romper a hachazos el suelo del Anacronópete; pero
con gran sorpresa suya, se lo encontraron abierto, pues el vehículo tenía en el fondo
para la limpieza de la cala una compuerta que funcionaba eléctricamente con el
mecanismo de una guillotina horizontal y que, sin duda con el objeto de dar mayor
ventilación al piso bajo no se habían cuidado de cerrar, muy ajenos de que por allí
pudiera tener efecto un ataque subterráneo.
—¡Arriba! —fue el grito unánime—; y transponiendo escaleras, cruzando
corredores, invadiendo salas, llegaron a donde estaban las cautivas, que no pudieron
reprimir un grito de terror al ver delante de sí a tantos hombres con armas que a
prevención para cualquier evento llevaban consigo.
El acto del reconocimiento no hay para qué pintarlo. Siéntanlo los que sepan
amar.
—Huyamos, mi bien —fue la primera frase que Luís acosado por el tiempo y las
circunstancias acertó a decir a su prima.
—¡Oh! Nunca —le respondió ella—. Cualquiera que sea mi suerte, la soportaré
resignada antes que faltar al juramento que hice a mi madre moribunda. Te amaré
siempre; pero huir contigo no lo esperes de mí.
Los ruegos, las exhortaciones, las lágrimas eran inútiles ante la irrevocable
resolución de aquella hija sumisa y obediente. Perdida parecía ya toda esperanza
cuando las aclamaciones de la multitud penetrando en el recinto indujeron a Clara a
inquirir el origen de tamaña confusión. Cuando Luis le explicó que obedecía al
entusiasmo popular por el invento de su tío, las pobres prisioneras que ignoraban en
absoluto los propósitos del tutor, prorrumpieron indignadas en invectivas contra aquel
monstruo que con su silencio las obligaba a una peregrinación tan llena de peligros.
—¡Eso es imposible! —balbuceaba la huérfana.
—¡El demonio del sabio! —decía la Maritornes—. ¡Pues ni que fuéramos
cangrejos para andar hacia atrás!
—¡Digo! Y tú que erez tan echada para adelante.
—¡Huyamos! —repetía Luís apercibiéndose de que la gritería era cada vez más
cercana—. Huyamos, no para esconder nuestro amor, sino para pedir a la justicia el
amparo que la ley te debe.
Esta juiciosa observación produjo su efecto. Los minutos eran preciosos; el tirano

www.lectulandia.com - Página 43
se aproximaba; un espantoso porvenir podía ser el resultado de aquella perplejidad.
—Sea pues —exclamó la pupila resueltamente.
Y todos se encaminaron a la mina.
Pero al querer penetrar por la abertura la encontraron obstruida.
Un desprendimiento del terreno les había cortado la retirada.

www.lectulandia.com - Página 44
CAPITULO VI
El vehículo considerado como escuela de moral

www.lectulandia.com - Página 45
UÉ hacer en circunstancias tan adversas? Los pusilánimes proponían
permanecer en el espacio hueco del podio y esperar a que el
Anacronópete al elevarse les permitiera salir; pero sobre correr el riesgo
de ser descubiertos si se notaba la falta de las cautivas, exponíanse —aun
salvando esta eventualidad— a ser pulverizados por una desviación del vehículo en el
momento del arranque. Los más resueltos optaban por romper la puerta y conquistar
la salida con las armas. Este plan se desechó por violento e infecundo, prevaleciendo
al fin la idea sugerida por los prudentes, de ocultarse yaguar-dar la ocasión propicia
de emprender la fuga.
La cala estaba por fortuna harto provista de materiales de construcción,
destinados a las reparaciones, y de vituallas de toda especie para que no abundasen
los escondrijos. Fuéronse pues metiendo los unos tras la pipería de los caldos, los
otros en los intersticios de los balotes de gramíneas; y así se formaban parapetos con
los sacos de harina y los cajones de conservas, como se atrincheraban en los
montones de legumbres o hacían reducto del sarcófago de la momia.
Clara recomendó a todos la mayor prudencia exhortándoles a no moverse hasta
que ella o Juanita viniesen en su busca, lo que, en nombre de sus compañeros, le fue
prometido solemnemente por Pendencia, excitando una carcajada unánime al asomar
la cara embadurnada de blanco por efecto de sus frotaciones contra unos costales de
candeal.
Mientras esta escena tenía lugar en el Anacronópete, fuera ocurrían incidentes
dignos de ser narrados.
Concluida la conferencia, don Sindulfo, como hemos visto, empezó su marcha
triunfal desde el Trocadero al Campo de Marte entre los vítores de la multitud
frenética y dos filas de guardia nacional que la villa de París había puesto a su
disposición para conservarle el paso expedito. Una vez dentro del área de la
exposición, el maire invitó al sabio a reposarse breves momentos en una elegante
tienda de campaña levantada ad hoc cerca del Anacronópete, en el centro de la cual
veíase una mesa capaz de satisfacer la intemperancia de Lúculo y de emular la
esplendidez de los festines de Cleopatra. Era el lunch de despedida ofrecido por la
municipalidad de París al insigne inventor, pues parece imposición de la naturaleza,
respetada por la costumbre, que en todo regocijo público el estómago haya de meter
la primera cucharada.
Sentáronse anfitriones, convidados y parásitos (planta que brota espontáneamente
en todos los comedores) y, con el reposo del cuerpo, dio principio el trabajo de las
mandíbulas. Durante los encurtidos, los torsos formaban con la mesa un ángulo recto,
a medida que el lastre iba estivando el aparato digestivo, el ángulo se convertía en
agudo. Al sonar la hora del champagne los lados móviles trataron de reconquistar el
equilibrio; pero la perpendicular al mantel no pudo restablecerse y, dando por tope a
los omoplatos el respaldo de los sillones, el ángulo obtuso dominó en toda la linea.
Entonces empezaron los brindis, peores unos que otros, si bien todos malos, pues

www.lectulandia.com - Página 46
no hay nada que limite tanto la inteligencia como el elogio. Así es que, haciendo
gracia de ellos al asendereado lector, me limito a extractar lo único que en aquel
cúmulo de peroraciones hubo de bueno, que fue precisamente lo que no tuvieron de
alabanza.
El bibliotecario de la Sorbona, levantándose del asiento y sacando a luz un
primoroso ejemplar de la Ilíada, publicado recientemente a expensas de la sociedad
bibliófila, rogó a don Sindulfo que al pasar por la olimpiada en que floreció el padre
de la epopeya, obtuviese de Homero que le firmase su obra magna corrigiendo los
yerros tipográficos que encontrase y consignando bajo el testimonio de su facsímile si
fue en Chio o en Smirna donde vio la luz primera.
—Propongo que se substituya esa última frase por esta otra: «En dónde nació» —
interpuso un académico de la historia—. Porque —prosiguió— suponiendo que la
lógica fuese en aquellos tiempos fabulosos una ciencia tan exigente como lo es en
nuestros días, nos exponemos a seguir ignorando cuál fue la patria del cantor de
Troya, si al preguntarle dónde vio la luz primera, él lo toma pedem literae y nos
contesta que en ninguna parte por ser ciego de nacimiento.
Aprobada la enmienda, tocóle el turno al presidente de la junta de agricultura,
quien en correcta frase —pues era un poeta el encargado de velar por los intereses
agrícolas del país— encareció a don Sindulfo casi en verso, la necesidad de combatir
los efectos del oidum y de la fhiloxera en las vides: para lo cual creía el medio más
seguro hacerse con unos sarmientos de la viña de Noé a fin de reproducirlos en
Francia.
Esta proposición levantó una tempestad de aplausos, pues nadie ignora que el
vino es una de las principales riquezas del suelo transpirenaico, cuya producción
aunque fabulosa, por poco que la cosecha flojee ya no alcanza a cubrir las
necesidades del consumo.
Muchas más fueron las ideas que, dirigidas todas al mejoramiento de la condición
humana, se desarrollaron en la sobremesa, e infinitos los encargos particulares y de
índole risible que se hicieron al doctor. Ya era un empresario de teatros quien le abría
un crédito incondicional con el fin de que ajustase a Molière para dar doce
representaciones antes de que se cerrara la exposición. Ya un tipógrafo quien se
comprometía a trasladarse a la Grecia del siglo de Pericles, con el objeto de imprimir
las conferencias de Sócrates y publicar un periódico político.
Don Sindulfo dio las gracias a todos y a cada cual; objetó que aquel su primer
viaje no tenía otro carácter que el de exploración, y, ofreciendo desempeñar cuantas
pudiera de las diferentes comisiones que se le confiaban, dio por concluido el acto.
No había llegado aún a la puerta cuando el prefecto de policía, apeándose de su
carruaje, penetró en el pabellón y se dirigió al sabio.
—¿Puede el señor García acordarme una conferencia de breves minutos? —le
dijo.
—Hiciéralo con placer si no fuese ya la hora reglamentaria y temiese abusar de la

www.lectulandia.com - Página 47
impaciencia pública.
—Me trae aquí una misión oficial. Vengo en nombre del gabinete.
Ante esta observación no había medio de insistir. Los comensales se retiraron
prudentemente a un extremo de la tienda, mientras en el opuesto los dos
interlocutores sostenían el siguiente diálogo:
—El gobierno me delega para pedirle a usted un señalado servicio.
—Me honra tal confianza. Escucho a usted.
—A nadie se le oculta que la Francia, desgraciadamente, atraviesa un período de
relajación moral que amenaza destruir los ya minados cimientos de la familia,
fundamento de todas las sociedades.
—Aunque con dolor, me es fuerza asentir a tan acertado parecer.
—El gobierno, más interesado que nadie en la redención de su patria, ha
penetrado con ánimo resuelto en el fondo de esta cuestión pavorosa; y cree poder
afirmar que el quebrantamiento de los vínculos sociales proviene de ese escandaloso
mercado sensual con que no ya emulamos, sino trasponemos el histórico y poco
plausible renombre de Síbaris y Capua.
—Evidentemente; mas no alcanzo cuál pueda ser la parte que me incumba en esa
misión redentora.
—A eso voy. Regenerar a la mujer es crear buenas madres de que carecemos.
—No en absoluto.
—Es usted muy amable. Gracias por la mía. Tener madres es garantizar la
educación de los hijos. De los buenos hijos germinan los esposos modelos y los
íntegros ciudadanos. Luego hay que purificar la familia para salvar la patria.
—Estamos de acuerdo.
—Ahora bien; de esas desgraciadas mujeres, que, para vergüenza de propios y
extraños, arrastran sus vicios por nuestras populosas ciudades pregonando con
histéricas carcajadas su mercancía, pocas, contadas, son las que consiguen un
resultado beneficioso que consolide su existencia en la vejez. Los hospitales, los
teatros, las porterías suelen constituir su última trinchera; y muchas hay que al perder
la menguada lozanía de los primeros años volverían con arrepentimiento a la senda de
la virtud, a no impedírselo el estado en que los excesos y la depravación las han
sumido y que las hacen ineptas para los puros goces de la familia. El gabinete, pues,
en consejo extraordinario, me encarga ser intérprete de sus sentimientos cerca de
usted y me comisiona para dirigirle a usted una proposición.
El prefecto acercó más aún su silla a la de don Sindulfo y prosiguió de esta
manera:
—¿Hemos entendido mal o es cierto que con el maravilloso vehículo de su
invención puede el navegante rejuvenecerse a medida que retrograde en el tiempo?
—Así es, con tal de que previamente no se haya sometido a la inalterabilidad de
las corrientes del fluido que lleva mi nombre; pues de otro modo vería pasar los
siglos sin experimentar alteración alguna.

www.lectulandia.com - Página 48
—¿En qué tiempo puede usted recorrer un espacio de veinte años?
—En una hora.
—¿Y llegado a ese término, le es a usted dable perpetuar la edad de la persona en
el punto porque entonces atraviese?
—Sin ningún obstáculo.
—Pues bien. El plan del gobierno es rogar a usted que acepte en la expedición
una docena de señoras que frisen en los cuarenta (edad en que la vejez no las ha
hecho aún desistir de las ilusiones; pero harto avanzada en mujeres de su condición
para abrigar esperanzas de medro), y ofrecerles que en sesenta minutos van a
reconquistar sus veinte abriles. De este modo, es indudable que, aleccionadas por la
experiencia, y arrepentidas por el fracaso, al encontrarse dueñas de sus hechizos por
segunda vez, sigan la senda de la morigeración y abandonen la del vicio.
—Plausible es la intención. ¿Pero no teme usted, señor prefecto, que si lo que
entra con el capillo no sale sino con la mortaja, las buenas señoras al verse en el
pleno ejercicio de sus facultades quieran volver a tentar fortuna?
—No lo espero. De todos modos este no es más que un ensayo de que
desistiremos si no salimos airosos, o que en caso contrario repetiremos en grande
escala. ¿Qué responde usted al ministerio?
—La misión me honra sobremanera para rechazarla; pero debo advertir a usted
que yo viajo con mi sobrina y…
—No tema usted el menor desafuero. Se portarán dignamente. Ya las hemos
exhortado y el miedo al castigo las contendrá.
—Lo celebraría aunque lo dudo.
—Se lo aseguro a usted; la amenaza es temible.
—¿Cuál se les ha impuesto?
—No quitarles ni un año de encima si se exceden en algo.
—Tiene usted razón; me tranquilizo.
—¿Estamos de acuerdo?
—Completamente.
—El gobierno sabrá recompensar a usted favor tan señalado.
—Me basta conseguir por premio que Francia sea digna en el orden moral de la
supremacía que por tantos otros conceptos se ha conquistado en el mundo.
Terminada la entrevista, el cortejo con don Sindulfo a la cabeza salió del
pabellón, a cuya puerta esperaban en sus carruajes las alegres expedicionarias que,
apeándose, se agregaron al grupo oficial, tomando todos juntos la dirección del
Anacronópete.
Llegados al pie del coloso cruzóse un último adiós. El sabio, Benjamín y las
viajeras penetraron en el vehículo y éste, herméticamente cerrado, atrajo desde aquel
momento las miradas de todos los circunstantes.
No habría transcurrido un cuarto de hora, cuando un murmullo de dos millones de
almas onduló en el espacio. El Anacronópete se elevaba con la majestad de un

www.lectulandia.com - Página 49
montgolfier. Nadie aplaudía porque no habla mano que no estuviese provista de algún
aparato óptico; pero el entusiasmo se traducía en ese silencio más penetrante que el
ruido mismo.
Llegado a la zona en que debía tener lugar el viaje, el monstruo, reducido al
tamaño de un astro, se paró como si se orientara. De repente estalló un grito en la
multitud. Aquel punto, bañado por un sol canicular, había desaparecido en el
firmamento con la brusca rapidez con que la estrella errática pasa a nuestros ojos de
la luz a las tinieblas.

www.lectulandia.com - Página 50
CAPÍTULO VII
¡Marchen!

www.lectulandia.com - Página 51
ONSTABA el Anacronópete, como hemos dicho, de
un podio o basamento sobre el que descansaba el
suelo de la bodega, y en el espesor de cuyo muro
veíanse empotrados los escalones que daban
acceso al portón, única entrada del vehículo. La
forma de este era rectangular. En sus ángulos
erguíanse cuatro formidables tubos
correspondientes a los aparatos de desalojamiento
que, con sus bocas retorcidas en dirección de los
puntos cardinales, parecían otros tantos enormes trabucos arqueados en figura de 7.
En el piso principal, y corriendo por sus cuatro lados, circulaba una elegante galería
cuya puerta, como todas las demás aberturas del locomóvil, quedaba herméticamente
cerrada en viaje. Un inmenso disco de cristal, rasante por cada viento a la pared,
servia a los viajeros para desde el interior y con el auxilio de potentes instrumentos
ópticos, contemplar el paisaje y rectificar la orientación durante la marcha. Dos
frontones coronaban los testeros ostentando en sus tímpanos el nombre del coloso y
sosteniendo en sus caballetes la cubierta en plano inclinado, así dispuesta para las
paradas; pues en movimiento —navegando por el vacío— ni había que cuidarse de
los desagües ni precaverse contra las afecciones atmosféricas.
Exteriormente, era pues el Anacronópete una especie de arca de Noé sin quilla;
toda vez que sus funciones no se relacionaban con el líquido elemento y que, para
flotar en caso necesario, bastábale la tripa que, a modo de los antiguos navíos,
arrancaba del suelo de la cala y se contraía debajo del balcón sirviéndole de soporte.
Examinémosle ahora por dentro.
La planta baja la ocupaba toda la bodega a excepción del pequeño espacio —
destinado a vestíbulo y a la escala espiral— que constituía la entrada de honor para
las dependencias superiores, de las que se descendía a la cala por otra escalera de
caracol levantada en uno de los ángulos. En el opuesto veíase el aparato del fluido
García, con cuyas corrientes hacíanse inalterables los cuerpos; precaución tomada ya
de antemano con cuantos materiales de construcción y provisiones de boca había a
bordo. Enfrente de aquel, funcionaba el mecanismo Reiset y Regnaut para producir el
oxígeno respirable. Tanto este aparato como el de la inalterabilidad estaban

www.lectulandia.com - Página 52
prudentemente reproducidos diversas veces en el Anacronópete, aunque sus efectos
podían hacerse sentir en cualquiera parte con el auxilio de conductores. También las
pilas eléctricas tenían los suyos diseminados por el vehículo, para llevar las corrientes
a donde se necesitara un movimiento, porque allí toda actividad era mecánica. Así
por ejemplo; la compuerta que, en forma de guillotina horizontal, dio acceso como
hemos visto a los hijos de Marte, correspondía con otra de idéntica estructura tallada
en el suelo del piso alto. ¿Queríase cargar el Anacronópete? Pues no había más que
elevarle convenientemente, colocar debajo las mercancías, aplicarles un conductor y
ellas solas subían por las aberturas hasta dar con los aisladores que paralizaban su
ascensión en el punto deseado. La limpieza tenía lugar por el mismo procedimiento.
Unas escobas mecánicas barrían los espacios libres y conducían los residuos sobre la
trampa del piso principal. Abierta ésta calan las escorias sobre la cala y, repetida allí
la operación, un bostezo de la guillotina las arrojaba fuera; de modo que bastaba
empezar en lunes el barrido para en un segundo encontrarse con el sábado hecho.
En la planta alta residía el poderoso agente de la locomoción: la electricidad.
Nada tan interesante como el relato de su mecanismo; pero como esto nos llevaría
muy lejos y el lector, aceptado el principio, ha de hacerme gracia de las explicaciones
técnicas, limítome a decirle que del centro de aquella zona lanzaban las pilas sus
torrentes de fluido a todas las articulaciones encargadas de producir el movimiento y
a los tubos neumáticos repulsores de la atmósfera. Un elegante registro marcaba la
velocidad y una sencilla aguja la regulaba. En la misma pieza estaban el observatorio
y el laboratorio con sus lentes, retortas, mapas, compases, bibliotecas, aerómetros y
utensilios cronográficos. En las crujías laterales y con el sistema de los camarotes,
alternaban por el ala derecha, el gabinete de señoras con el cuarto de baño y la
despensa con la cocina; en la que sobre una plancha colocábase un pollo vivo que una
descarga eléctrica desplumaba, mientras un chispazo lo convertía en comestible, siete
mil doscientas veces más pronto que cualquier asador común.
El lavadero, situado en la extremidad posterior del eje, era un prodigio. Entraba la
ropa sucia por un lado y salla por el otro, lavada, planchada, seca y zurcida.
El ala izquierda se la había reservado íntegra el sexo fuerte, y nada tenía de
notable a no ser el departamento de los relojes; en que uno marcaba la hora real en la
existencia efectiva y otro la relativa al momento histórico del viaje con expresión del
siglo, año, mes y día según el cómputo Gregoriano.
Cuando después del entusiasta y último adiós de las corporaciones, los sabios
penetraron en su baluarte, el primer cuidado de don Sindulfo fue alojar bajo llave en
el cuarto de las colecciones, a las atónitas agregadas, con intimación de no moverse
de allí hasta que él fuera en su busca; pues por más confianza que le mereciesen sus
protestas, él creía, y con razón, que las rejas no perjudicaban a los votos. En seguida
y de una sola conmoción eléctrica dejó herméticamente cerrado el Anacronópete;
hecho esto propinó a Benjamín unas descargas del fluido de la inalterabilidad,
recibiendo él otras tantas de mano de su amigo.

www.lectulandia.com - Página 53
—Ya no puede el tiempo ejercer su influencia sobre nosotros —exclamó con aire
de triunfo una vez terminada la operación.
—¿No cree usted sin embargo —objetó su inseparable— que nada perdíamos con
esperar para fijarnos a que el Anacronópete llevase algunos minutos de marcha?
—Comprendo la intención de usted, y nadie más interesado que yo en perder
algunos años para ver si rejuveneciéndome cesaban los rigores de mi sobrina; pero si
a usted o a mí, únicos que conocemos este mecanismo, nos sobreviniera un accidente
cualquiera ¿cuál sería nuestra suerte disparados sin rumbo en el espacio y qué
responsabilidad no pesaría sobre nosotros dejando insoluble el más gigantesco de los
problemas científicos?
La observación era tan justa, que el políglota no tuvo nada que objetar. Verdad es
que todo hubiera sido inútil, pues, una vez fijados, sólo la acción regular del tiempo
hubiera tenido poder para destruir la producida por el fluido.
Dirigiéronse por lo tanto al gabinete de señoras, donde Clara y Juanita se habían
refugiado como los chicos que se esconden cuando creen haber hecho algún mal; y
conduciéndolas capciosamente al laboratorio, mientras Benjamín conseguía con maña
que las muchachas se pusiesen en contacto con los conductores, don Sindulfo las
volvía inalterables con un par de descargas que las hizo retorcerse como culebras.
—Oiga usté —dijo la de Pinto encarándose con su amo así que pudo enderezarse
y articular palabra— si es que usté quiere no seguir comiendo más que sémola, repita
usted esa operación y verá usted salirle muelas… de la boca. ¿Para qué ha dado usted
esas vueltas al organillo que nos ha dejado como si tuviésemos alferecía?
—Menos gritos —le arguyó su amo—. Aquí estáis bajo mi férula. Empezó mi
dominio y no hay para qué pedirme explicaciones de mi conducta. Vuestra misión es
obedecer y callar.
—En cuanto a eso, poco a poco —interpuso Clara.
—¡Cómo! ¿Te me insubordinas?
—No señor; pero protesto de que haya usted abusado de nuestra ignorancia, para
obligarnos por sorpresa a emprender un viaje sin precedente en el mundo.
—¿Y quién te ha dicho?…
—¿Quién ha de ser, hombre de Dios, sino la mismísima milicia española que se
está burlando de usté, a pesar de saber más matemáticas que Motezuma?
—¿Qué oigo? ¿Ha encontrado Luís medio de hacerte llegar alguna carta? —
preguntó el sabio aturdido y sin sospechar que, no obstante su tiranía, hubiera podido
ser el capitán esquela viviente.
—Digo, digo, una carta… Toda una baraja completa para hacerle a usted tute.
—Procura no ser insolente, porque de lo contrario en llegando a la Roma de los
Césares, te vendo como esclava al primer patricio que encuentre en la calle.
—¿Y qué van a hacerme a mí los patricios? ¡Pues qué! ¿Yo no vengo de
liberales? Mi padre fue furriel de voluntarios.
—Oiga usted nuestros ruegos.

www.lectulandia.com - Página 54
—Nunca.
—Si le digo a usted que el tal don Pichichi es el Calomarde de los tíos.
—Se concluyeron las intrigas —vociferaba don Sindulfo lívido de coraje—. Se
acabaron los amorcillos de colegiala: y ya que a buenas no has querido aceptar mi
mano, yo te sabré conducir a países y edades en que la voluntad del tutor siendo ley
para su pupila, mal que te pese tendrás que llamarte mi esposa.
—Eso jamás. Primero la muerte; antes la tortura.
Y pues agotada la persuasión recurre usted a la violencia, yo le probaré que tengo
valor para afrontarlo todo.
Y dirigiendo una mirada de connivencia a Juanita, añadió:
—En marcha cuando usted guste.
—Si, señor. Arre; que en el primer cambio de tiro ya nos apearemos para
quejarnos a la autoridad.
El sabio no se hizo repetir la orden; juntó los polos y el Anacronópete comenzó su
marcha ascensional, no sin cierta emoción de parte de las reclusas que veían
desaparecer por instantes los contornos de la ciudad bajo sus plantas.
En el cuarto de las agregadas, la impresión fue más viva por estar esperando con
más impaciencia los resultados del viaje. En la cala, el silencio era absoluto. Sólo
Pendencia se permitió decirle en voz baja a su jefe, al apercibirse de la oscilación:
—Mi capitán: el botacilla.
De repente el coloso tomó rumbo y empezó a desalojar atmósfera sin que nadie se
apercibiera de que viajaban con una velocidad de dos vueltas al mundo por segundo;
pues la locomoción, verificándose en el vacío, falta de capas con que rozar no
producía movimiento alguno sensible.
—Ya andamos —exclamó don Sindulfo con el orgullo paternal que le inspiraba
su invención.
—Adelante —prorrumpió resueltamente su sobrina.
—¡Loor al genio! —balbuceó Benjamín abrazando a su protector.
—¡Jesús! —decía Juana—. Si esto es más soso que un cocido sin sal. Ni se ve un
campanario, ni una lechuga, ni ná que le pueda alegrar a una el corazón. Prefiero el
ordinario de mi pueblo. Vamos, don Sindulfo, sóo… En llegando a los Inválidos pare
usted.
La pobrecilla no calculaba que había empezado su frase en París el diez de Julio
de mil ochocientos setenta y ocho y que la estaba acabando en treinta y uno de
Diciembre del año anterior sobre la cordillera de los Andes.

www.lectulandia.com - Página 55
www.lectulandia.com - Página 56
Efectos retroactivos

www.lectulandia.com - Página 57
LAS suertes estaban echadas y no había medio de retroceder, o mejor
dicho, de avanzar, si queremos ser lógicos con la situación. Clara y
Juanita se retiraron al gabinete, confiadas en la vecindad de sus
defensores y dispuestas a exhibirlos en el primer alto que hicieran; pues
en marcha les parecía aventurado sacarlos de su escondite, temerosas de que don
Sindulfo, por vengarse, los condenara a todos a movimiento continuo.
El sabio por su parte no se saciaba de saborear su triunfo con Benjamín; y
verdaderamente no le faltaba razón para ello, pues jamás experimento alguno había
tenido éxito tan satisfactorio.
—¡Eureka! —exclamó en un arranque de entusiasmo aquel segundo Arquímedes
que, sin el auxilio de una palanca, removía el mundo hasta en sus cimientos.
—¿A qué altura estamos? —preguntó el poliglota.
—Hace veintiún minutos que salimos de París —le contestó su amigo
consultando el cronómetro—; por consiguiente hemos desandado siete años y nos
hallamos en diez de Julio de mil ochocientos setenta y uno.
—¿Estudiemos la situación?
—Sea.
—Rumbo a oriente —dijo Benjamín clavando los ojos en su compás.
—Fijo —asintió el Sabio mirando el suyo.
—Latitud 50o N.
—Exacto.
—No hay más que inclinar los catalejos un grado al Sur y dirigir nuestras
observaciones sobre el punto de partida.
Y asestando los anteojos al disco meridional, cuyas puertas se abrieron de una
descarga, ambos profesores se pusieron a sondear el espacio. Por supuesto que
previamente apagaron las luces eléctricas que constituían el alumbrado constante de
aquella hermética clausura donde siempre era de noche; pues como el vacío sólo se
hacía al rededor del Anacronópete, las capas atmosféricas inmediatas a él conducían
los rayos del sol; y de no haber tenido cerrado el vehículo, nadie hubiera podido
resistir las vertiginosas intermitencias de luz y sombra ocasionadas por la violenta
transición del día a la noche en una velocidad de cuarenta y ocho horas por segundo.
Pocos llevaban de observación los anacronóbatas sin apercibir en su carrera más
que el vapor iluminado con que como aliento fosforescente, les anunciaban su
presencia las ciudades en el periodo nocturno, o las grandes siluetas de las mismas
bañadas por el sol y recortadas sobre el fondo oscuro del terreno durante el día,
cuando de repente los dos observadores lanzaron un grito tan rápido como fugaz
había sido la sensación que experimentaran. En medio de las tinieblas y sobre el
meridiano de París, el reflejo de una inmensa hoguera acababa de herir su retina.
—¡La comune! —exclamaron ambos.
Y en efecto, aquel resplandor era el petróleo de los pozos norteamericanos
oponiendo en vano su devastadora influencia al sentimiento de civilización de la vieja

www.lectulandia.com - Página 58
pero noble Europa.
Los sabios no se movieron de su observatorio hasta dar con otro hecho ostensible
que ratificara sus deducciones cronológicas; pocos segundos les bastaron para
transponer la primavera y cruzar aquel riguroso invierno teatro de la más espantosa
de las luchas internacionales, y digno campo de la locura humana. La tierra era una
inmensa sábana de nieve, como si el frío del terror sembrado en las campiñas hubiera
germinado en cosechas de hielo. El astro rey no se reflejaba sino en mortíferas
superficies de acero y bronce, y las parábolas de los proyectiles parecían arcos de
fuego levantados en las sombras para impedir que se desplomase la bóveda sideral.
Globos aerostáticos confiando a una corriente atmosférica la salvación de la patria,
palomas mensajeras volviendo al arca sin el ramo de olivo, París capitulando, Metz
cediendo, Sedán dejando huérfana una corona… ¿A qué más efemérides? El cómputo
era exacto. Estaban en el año de los castigos.
Cerradas las compuertas y vuelta a iluminar la estancia:
—Maestro; una duda —exclamó Benjamín.
—¿Cuál?
—Puesto que nosotros nos dirigimos al ayer y vamos a llegar al pasado con la
experiencia de la historia, ¿no nos sería dable cambiar la condición humana evitando
los cataclismos que tamañas dislocaciones han producido en la sociedad?
—Aclare usted su pensamiento.
—Supongamos que caemos sobre el Guadalete en las postrimerías del imperio
godo.
—¿Y bien?
—¿No cree usted que dando un curso de moral a la Cava y a don Rodrigo, o
haciendo ver al conde don Julián por medio de la lectura de Cantú, Mariana y
Lafuente, las consecuencias de su traición, lograríamos torcer el rumbo de los
acontecimientos e impedir que hubiera tenido lugar la dominación árabe en España?
—De ningún modo. Nosotros podemos asistir como testigos presenciales a los
hechos consumados en los siglos precedentes; pero nunca destruir su existencia. Más
claro; nosotros desenvolvemos el tiempo, pero no lo sabemos anular. Si el hoy es una
consecuencia del ayer y nosotros somos ejemplares vivos del presente, no podemos,
sin suprimirnos, aniquilar una causa de que somos efectos reales. Un símil le
patentizará a usted mi teoría. Figúrese usted que usted y yo somos una tortilla hecha
con huevos puestos en el siglo VIII.
No existiendo los árabes, que son las gallinas, ¿existiríamos nosotros?
Benjamín recapacitó un momento, después de lo cual repuso:
—¿Y por qué no? Aun admitiendo la hipótesis de que ambos seamos
descendientes del moro Muza, el evitar que éste y los suyos penetren en España no
impide nuestra existencia. Yo no destruyo las gallinas; lo que hago es obligarlas a que
sigan poniendo en África. Luego la tortilla puede subsistir sin otra diferencia que
tener el Atlas por hornillo en lugar del Guadalete.

www.lectulandia.com - Página 59
Don Sindulfo se mordió los labios no encontrando refutación al argumento de su
amigo que él calificó de paradójico, y cortóla conversación abriendo el pupitre y
disponiendo a anotar en su diario las observaciones de la derrota. Benjamín a su vez
dirigióse al armario en que encerraba los más preciados ejemplares de su museo
arqueológico y se entretuvo en comprobar las clasificaciones.
Dejémosles entregados a tan sabia tarea y veamos lo que en él ínterin ocurría en
el cuarto de las colecciones, donde esperaban impacientes su transformación las doce
hijas de Eva en que el gobierno francés fundaba la regeneración moral de su país.
A aquellos de mis lectores que hayan visitado la Francia, y lo serán todos
probablemente, no hay para qué hacerles la descripción de los trajes de las viajeras.
Teniendo el lujo por cebo y el arte de agradar por oficio, fácilmente se colige que las

www.lectulandia.com - Página 60
tales señoras habían puesto a contribución para adornarse todo el ingenio de la
industria sedera de Lyon, agotado los maravillosos recursos que posee la fabricación
de encajes en Cluny y Valenciennes y engarzado en el oro de California los diamantes
del Brasil, las esmeraldas de Colombia y las perlas del golfo de Bengala.
—Y bien, Niní; ¿qué tal va eso? —preguntó a una esbelta rubia otra que acusaba
haber sido incitante morena en sus mocedades y que respondía al nombre de Naná,
pues todas tenían el suyo artístico.
—Por ahora no puede decirse nada; pero si la prefectura me vuelve a mis quince
años, le juro no casarme sino con un hombre que vote siempre por el gobierno. Hay
que ser agradecida.
—Cualquier día me uncen a mi —repuso desde su rincón una nerviosilla que con
una carta se estaba entreteniendo en doblar pajaritas de papel.
—¿Pues cuáles son tus propósitos, Emma?
—Hacer que me desembarquen en la corte de Luís XV y pedir que me presenten a
S. M.
—Lo que es yo —dijo otra que se llamaba Sabina— primero me dejo robar por
los romanos que volver a París a vestirme de percal y dormir sobre un felpudo.
—Pero hemos dado nuestra palabra —insistió Niní.
—Pensad que la regeneración de la Francia depende de nosotras.
—Para la que se fíe de promesas oficiales —arguyó Emma—. En cuanto nos
viesen jóvenes y bonitas, los mismos que hoy nos toman por instrumentos de
rehabilitación serian los primeros en querer venir a turbar nuestra paz doméstica.
¡Ahí! ¡Los hombres! ¡Los hombres!…
Y como siguiese jugueteando con la pajarita, observó que se le pulverizaba sin
que sus dedos la triturasen.
—Aquí tenéis la prueba —añadió explicando a su modo el fenómeno y dando
cima a su pensamiento—. Escriben sus protestas de amor sobre papel podrido para
que duren poco.
—Eso es el fuego de la pasión que calcina el papel —objetó la optimista Niní.
—O la humedad del recinto que lo deshace —adujo una nueva interlocutora—.
No brilla el Anacronópete por su limpieza: desde que hemos entrado en él, no hago
otra cosa más que quitarme velloncitos de lana y borrillas de toda especie que sin
duda caen del techo.
—Es verdad. Lo mismo he notado yo —dijo Sabina—. No te muevas, aguarda.
—¿Qué es?
—Una mariposa que tienes en el lazo del sombrero. ¡Una polilla!
—¡Ay! ¡Y yo un gusano! —gritó otra corriendo en busca de una mano benéfica
que la libertara de él.
Emma quiso volar en su auxilio; pero se detuvo al ver sus dedos impregnados de
una sustancia viscosa que había sustituido a la pajarilla. Instintivamente produjo con
el brazo un sacudimiento nervioso; pero al quererse mirar de nuevo la mano, la pasta

www.lectulandia.com - Página 61
había desaparecido y en su lugar pendían de sus falanges pedacitos de trapo y
filamentos de todos tamaños y matices.
Un grito de asombro resonó en el cuarto y la algarada se hizo general cuando
Sabina, que consultaba con la mirada a Niní, vio que de la boca de esta, abierta por la
sorpresa, salía un diente postizo disparado por el empuje de otro verdadero que
tomaba su lugar. Simultáneamente el rubio añadido de Naná, perdido el color y falto
del cordón que le sujetara, caía en el suelo mientras su cabeza se cubría de sedosas
hebras capaces de causar envidia a la Margarita del Fausto.
—Mirad a Emma —vociferaba una—. Ya no tiene pata de gallo.
—Y Coralia ha perdido su verruga —exclamaba otra.
—¡Qué tersura la de mi cutis!
—¡Qué morbidez la de mis hombros!
—¡No más canas!
—¡Ya somos jóvenes!
—¡Viva!
Y todas consultaban los espejos de sus estuches o se miraban en cualquiera
superficie bruñida, distribuyéndose besos y abrazos en el vértigo de su admiración.
La causa de tan maravillosos efectos se explica muy fácilmente. El tiempo
empujado hacia atrás verificaba su obra de destrucción; las viajeras no habían sido
sometidas a la inalterabilidad; pero sus trajes tampoco. Así es que cada minuto que
transcurría dejaba lo mismo en su organización física que en su tocado la huella del
retroceso; pues todo en ellas caminaba hacia su origen; y del mismo modo el papel
pasaba de la consistencia del billete a la trituración del batán y a la primera forma de
guiñapo, que el raso se metamorfoseaba en mariposa para degenerar en larva y
reducirse a semilla. Nada más encantador que aquellas turgentes formas mal cubiertas
por racimos de capullos de seda entretejidos con vellones de finísima lana y
contrastando el dorado color de sus tenues filamentos con el nácar de las ostras a
medio abrir que servían de lecho a las perlas embrionarias. ¡Qué artística agrupación
la de aquellos minerales incrustados en fragmentos de rocas, rodeados de copos de
algodón en rama, ceñidos por verdes aristas de cáñamo y cruzados por residuos de
cintas que, de confección anterior a aquel momento histórico, conservaban su
integridad como un anacronismo de la moda en la armonía de descomposición de la
naturaleza!
La estupefacción era unánime; el entusiasmo indescriptible; pero el tiempo no se
detenía en su carrera y el fenómeno empezó a tomar proporciones alarmantes. Los
productos transformados en primeras materias dejaron en breve de adornar los
contornos de aquellas humanas esculturas. Traspuesto el período en que cada porción
de materia había sido arrancada de su asiento, las fracciones comenzaron a desertar
en busca de sus matrices. El vellón desaparecía para adherirse a la oveja; la ostra
atraída por el banco corría a sepultarse en las costas de Malabar; el algodón huía a
hundir sus raíces en las llanuras norteamericanas y la cabritilla de los borceguíes

www.lectulandia.com - Página 62
despojada del curtido, volaba a revestir el esqueleto de la inocente res de los Alpes,
mientras por los huecos que dejaba la deserción asomaban trazos dignos de inspirar el
desnudo a los clásicos escoplos de Miguel Ángel, Praxíteles y Fidias.
Las viajeras al contemplar su desnudez se taparon el rostro con las manos, que el
pudor es algo inherente a la hermosa mitad de la especie humana, y prorrumpieron en
tan desaforados gritos, que don Sindulfo y Benjamín, dejando aquel sus apuntes y
éste sus clasificaciones, corrieron en averiguación del alboroto.
—No se puede entrar —decían unas al apercibirse de que los sabios trataban de
abrir la puerta.
—Ya tenemos bastante —exclamaban otras.
—¡Ay! Mi corsé —gritaba una tercera.
Clara y Juanita, a quienes los sabios al verlas llegar despavoridas pusieron al
corriente de la situación, penetraron en la estancia; y asustadas ante tan insólito
espectáculo volvieron a salir pidiendo auxilio a la ciencia.
—¡Hombre de Dios! Que se van a constipar esas señoras —vociferaba la
maritornes.
En esto Benjamín que ya había comprendido la situación, llegó con unos
transmisores del fluido de la inalterabilidad; y pasándolos por la puerta entornada,
aconsejó a las excursionistas que se agarrasen a ellos. Hiciéronlo así ellas, y con
cuatro vueltas al aparato y otras tantas docenas de quejidos de las victimas, quedaron
estas fijadas y remediado el mal.
—Prestadles unos vestidos vuestros —dijo don Sindulfo a su pupila y a Juana, en
tanto que él y Benjamín desternillándose de risa tornaban a reanudar su tarea en el
laboratorio, comentando el incidente. Pero apenas el políglota se había dejado caer en
su asiento, cuando con los cabellos de punta y lanzando un grito desgarrador volvió a
levantarse como si un sacudimiento galvánico le hubiese arrancado de la silla.
—¿Qué ocurre? —le preguntó el sabio acudiendo en su socorro.
—¡Mire usted… mire usted! —balbuceaba el infeliz, señalándole la célebre
medalla conmemorativa comprada en la almoneda del arqueólogo madrileño y
atribuida según el catálogo a Servio Cayo prefecto de Pompeya en honor de Júpiter.
Don Sindulfo tomó el disco que reluciente como una chapa de aguador brillaba
sobre la mesa. El objeto en cuestión no había sido fijado aún, esperando para hacerlo
el instante cronológico que pudiese acusarles su autenticidad; pero éste había ya
llegado y, destruida la acción del tiempo, los caracteres campeaban sobre el bruñido
fondo con una elocuencia aterradora.

SERV… C. POMP… PR…


JO… HONOR

era el anuncio sobre latón de una empresa de coches de muerto fundada en París
por la época que ellos atravesaban y que restituida a su integridad decía así:

www.lectulandia.com - Página 63
SERVICE DE POMPES FUNÈBRES
RUE D’ANJOU SAINT HONORÉ.

www.lectulandia.com - Página 64
www.lectulandia.com - Página 65
CAPÍTULO IX
Reducción gradual del ejército hasta su supresión definitiva

www.lectulandia.com - Página 66
EPARADAS las averías causadas por la retrogradación en el indumento, las
viajeras corrieron al laboratorio en busca de don Sindulfo y empezaron a
darle múltiples pruebas de su gratitud.
Los dos sabios no habían vuelto aún del estupor que les produjera la
metamorfosis del disco; y en verdad que no les faltaba motivo para renegar de la
ciencia que en tal ocasión los había tratado como madrastra. Ello no obstante hicieron
de tripas corazón, disimularon su enojo y, cerrando los armarios, consagraron su
atención preferente a la contemplación de aquellos tan variados ejemplares de la más
hermosa mitad del género humano. La colección era completa: creeríase uno
transportado al paraíso de Mahoma o al foyer de la danse en la grande ópera de París.
Aunque la conducta de las agregadas a bordo era irreprochable, don Sindulfo,
temeroso de alguna imprudencia, quiso evitar a Clara su contacto y la exhortó a que
con Juanita se retirara al gabinete.
—Como que nos vamos a quedar encerradas allí dentro —dijo la de Pinto—
ahora que hemos encontrado que la casa está habitada por presonas.
—No importa —repuso el tutor tragando bilis—. No os conocéis, no habláis el
mismo idioma.
—Mi señorita entiende el francés, y estas señoras conocen todas las lenguas. Ya
nos han dicho que viajan por gusto y eso que andan a repelo.
Y efectivamente: en los pocos minutos que habían tenido disponibles para
conferenciar, no sólo Juanita las había impuesto en la situación, sino que se había
conquistado el concurso de las expedicionarias para obligar con ardides a don
Sindulfo a hacer un alto que les permitiera sacar de su escondite a la fuerza armada y
emprender juntos la fuga; pues hay que advertir que, al verse rejuvenecidas las doce
hijas de Eva, ya no tenían más que una aspiración: ser libres.
Comprendiendo el tutor que la lucha era desigual y tranquilizado con la falsa idea
de que, restituidas a la edad del candor relativo, las parisienses sólo abrigarían
sentimientos puros e inocentes, puso en olvido aquello de «lo que entra con el capillo
sale con la mortaja» y las dejó a todas juntas, si bien bajo la custodia de su inspección
inquisitorial.
—En este momento entramos en el año 1860 —exclamó Benjamín consultando el
derrotero.
—¡Ay! El día en que perdí a mi novio en Constantina —interpuso Niní poniendo
en juego la sensibilidad para mover el corazón de don Sindulfo y auxiliar los planes
de Clara.
—Y el mismo en que yo abandoné el hogar materno en Bona, por los excesivos
rigores de mi padrastro —adujo Sabina mojándose los ojos con saliva para fingir que
lloraba.
El sabio tomó oportunamente la palabra, pues de tardar unos segundos más, todas
aquellas jóvenes hubiesen resultado oriundas de la Argelia.
—Poco a poco —objetó don Sindulfo—. Se están ustedes enterneciendo

www.lectulandia.com - Página 67
prematuramente. Recapaciten ustedes que andamos hacia atrás; y que por lo tanto el
año principia para nosotros en 31 de diciembre, o lo que es lo mismo, que entramos
en él cuando en la vida real se sale. De modo que aún les quedan a ustedes tres
minutos para consagrarse a su doloroso aniversario.
—Tanto mejor —prorrumpió Niní en un arranque de alegría—. Así podré verle
vivo. Pídame usted lo que quiera; pero restitúyame usted a sus brazos y empezará una
era de ventura para mí que sólo he tocado humillaciones.
—Por piedad —vociferaba Sabina—. Ya que se ha encargado usted de nuestra
rehabilitación, que se la debamos completa.
—Lo que solicitan es imposible. Yo las restituiré a ustedes a Francia al regreso de
nuestro viaje; pero el tiempo es oro y no puedo permitirme un alto. De hacer uno en
África lo verificaría sobre Tetuán para asistir a la memorable jornada que tan alto
puso el honor de las armas españolas.
—¡Cómo! —arguyó Juanita tomando parte en la trama— ¿Vamos a pasar por el
Riff, donde murió de un balazo, antes de nacer yo, mi tío el trompeta de cazadores, y
será usted tan cruel que no le deje dar un abrazo a su sobrina predilecta?
—¿Pues no acabas de decir que no le conociste?
—Eso no importa. Tenemos en casa su retrato al garrotipo.
—Creo —balbuceó Clara, empleando todos sus medios de seducción— que mi
tío considera lo bastante el nombre castellano para no dejar de rendir este justo
tributo de admiración al heroísmo de nuestros compatriotas; y es harto amable para
no acceder al ruego de su pupila.
—Sea, pues tú lo quieres —respondió el tutor vencido—. Asistiremos a aquella
epopeya; pero sin bajar.
—¿A vista de pájaro? —preguntó Juanita tratando de insistir; pero un gesto de su
ama la hizo comprender que puesto en el camino de las concesiones, don Sindulfo no
tardaría en rendirse.
El sabio torció el rumbo hacia el 35o de latitud N.; y, al marcar el cronómetro el
crepúsculo vespertino del 4 de febrero de 1860, redujo la marcha a paso de carreta y
dejó que el Anacronópete se deslizara sobre Tetuán, fuera del alcance de los
proyectiles; pero bastante cerca del teatro de la lucha para poder apreciar los menores
detalles de aquella memorable batalla.
Todos los corazones nacidos de la vertiente meridional de los Pirineos a la punta
de Tarifa, palpitaban con violencia. Abierto el disco, cada cual asestó su instrumento
óptico al campo de operaciones y un grito de entusiasmo resonó en la estancia.
—Allí se divisan los combatientes —exclamó Naná, arreglándose el tocado por si
levantaba los ojos alguno de los oficiales de Estado Mayor, mientras Juanita atónita
balbuceaba:
—¡Jesús! Si parece un titirimundi.
—¡Pero, es extraño! —adujo Clara, fijándose en el fenómeno que se desarrollaba
a sus ojos—. Yo no me explico sus movimientos.

www.lectulandia.com - Página 68
—Es verdad —prorrumpieron todos parando mientes en caso tan original.
—¿Qué es ello? —preguntó el sabio.
—Mire usted. Lo hacen todo a la inversa.
—¡Ah! Sí —repuso el sabio dándose cuenta de lo que para él carecía de
importancia, pues ya lo tenía previsto—. Eso consiste en que, como nosotros vamos
viajando hacia atrás en el tiempo, empezamos a ver la batalla por el fin.
—¡Ya! —interpuso Juanita—. ¡Cosas de usted, que lo principia todo por la cola!

Y efectivamente, los viajeros observaban la batalla de Tetuán con el orden
cronológico invertido; como el héroe de Lumen de Flammarión veía la de Waterloo,
al remontarse en espíritu a la estrella Capella, teniendo que pasar antes por los rayos
luminosos de la Tierra que alumbraban en el espacio hechos posteriores.
—Observen ustedes —proseguía don Sindulfo— como lo primero que se advierte
es que los cadáveres se incorporan.
—Es verdad —asentía Benjamín—. Y luego disparan sus fusiles.
—Y después cargan.
—¿Cargan? Porque serán sabios —argüía la Maritornes, no desperdiciando
ocasión de zaherir a su victima.
—¿Qué es eso? ¿Huyen?
—No. Es que retroceden, porque caminamos hacia el momento en que están
ocupando las posiciones que tenían antes de avanzar. Es decir, que ahora llegamos
propiamente al principio de la batalla. De modo que parándonos podríamos asistir a
ella por su orden.
—Pues, sóoo —dijo la lugareña excitando la hilaridad en todos, a cuyas reiteradas
súplicas el sabio no tuvo valor de resistir, aguijoneado a su vez por el orgullo patrio.
El Anacronópete quedó suspendido en la atmósfera merced a un ligero movimiento
en el graduador.
Escritos estos renglones veintiún años después de aquel memorable
acontecimiento, paréceme que su relato, aunque hecho a vuela pluma, no ha de
carecer de atractivo para la generación que nos está acabando de reemplazar. Copio
aquí, pues, la narración del diario de don Sindulfo, en la que sin duda se ha inspirado
el pintor Castellani para reproducir con el pincel aquella jornada, y que también ha
servido a la prensa de la corte para describir el panorama que se exhibe en Madrid
frente a la casa de la Moneda. Dice así:
«Estamos en el centro del campamento marroquí de Muley-Ahmed. Las tropas
españolas llegan hacia él persiguiendo de cerca al enemigo, cuyas posiciones corona
simultáneamente. Tenemos en frente el mar, Tetuán a la espalda, el río Martín a la
derecha, y a la izquierda la torre de Geleli y la Casa Blanca.
»El general O’Donnell dispone que sus fuerzas ejecuten un movimiento
envolvente sobre el campamento de Muley-Ahmed, con objeto de atacarlo por dos
puntos distintos con las tropas de los generales Prim y Ros de Olano, entre las que se

www.lectulandia.com - Página 69
sitúa la artillería protegida por los ingenieros. Rómpese el fuego de cañón por
cuarenta piezas que avanzan gradualmente hasta colocarse a cuatrocientos metros de
las trincheras marroquíes.
»En primer término se destaca el general en jefe a caballo con su estado mayor,
dando órdenes al comandante Ruiz Dana y teniendo a su lado al coronel Jovellar y al
jefe del Estado mayor, general García. Detrás las baterías españolas cañonean los
reductos. En el fondo a lo lejos el mar y la escuadra.
»A la derecha el general Ros de Olano, dando instrucciones a su hijo y dirigiendo
el movimiento de la primera división del tercer cuerpo, mandada por el general
Turón, consigue que sus soldados penetren por distintos puntos en las trincheras. El
regimiento de Albuera con su coronel Alaminos; Ciudad-Rodrigo con el teniente
coronel Cos-Gayón, y el brigadier Cervino al frente de los batallones de Zamora y
Asturias, invaden a la vez el campamento a pesar de la tenaz resistencia de los
enemigos; uno de los cuales en las ansias de la muerte, encuentra fuerzas suficientes
en su fanatismo para arrastrarse hasta un cañón abandonado, y dispararlo causando
horroroso estrago en las primeras filas de nuestras tropas.
»Por la izquierda el general Prim ataca las trincheras seguido del coronel
Gaminde; penetra por una tronera rodeado de catalanes, soldados de Alba de Tormes,
Princesa, Córdoba y León; forma confuso tropel con los enemigos y sostiene cuerpo a
cuerpo una lucha encarnizada. A su lado veo caer moribundos al comandante
Sugrañes y al teniente Moxó, tremolando el primero en sus manos la bandera de los
intrépidos tercios catalanes. Don Enrique O’Donnell apoya enérgicamente el ataque
de su jefe el general Prim, y se dirige luego al campamento de Muley-Abbas en la
torre de Geleli, que los moros abandonan precipitadamente.
»Muley-Ahmed intenta en vano con enérgico valor detener la fuga de sus
soldados, que huyen despavoridos ante las aguerridas huestes de Prim y abandonan la
Casa Blanca. Llenos de terror, desoyen el mandato de su jefe, le arrastran en su huida
y dejan en poder de nuestras tropas, como trofeo de tan señalado triunfo, el
campamento con ochocientas tiendas, ocho cañones, armas, municiones, camellos,
caballos y bagajes.
»En el fondo, hacia Tetuán, el sultán de Marruecos contempla consternado la
derrota de su ejército numeroso.
»Durante la marcha de nuestros soldados, los enemigos amenazan atacar la
retaguardia; pero el general O’Donnell, sin detenerse, destaca hacia Tetuán dos
batallones del tercer cuerpo a las órdenes del general Makenna, quien adelantando
rápidamente a lo largo del río Martín protegido por la brigada de coraceros del
general Alcalá Galiano, rechaza al enemigo sobre la plaza después de breve lucha y
paraliza sus esfuerzos.
»Formidables fuerzas enemigas, bajando a la vez de la torre de Geleli, amagan
atacar nuestra derecha con sus infantes y tres mil jinetes; pero el general en jefe,
atento a todas las peripecias del combate, hace adelantar la brigada de lanceros del

www.lectulandia.com - Página 70
conde de Balmaseda. Las tropas cargan vigorosamente sobre el enemigo y le ponen
en precipitada fuga protegidas en su movimiento por el cuerpo de reserva del general
Ríos, situado en el reducto de la Estrella.
»La jornada ha sido completa. Tetuán no tardará en abrir sus puertas al vencedor,
y el emperador de Marruecos debe ya empezar a arrepentirse de haber excitado el
justo enojo de la nación española».
El entusiasmo a bordo no reconocía límites. Todos suplicaban a don Sindulfo que
les permitiese bajar para dar un abrazo a aquellos héroes, inclusa Juanita que
pretextaba haber reconocido los pulmones de su familia en un paso de ataque tocado
por su tío con la trompeta. El sabio que, además de estar poseído de la admiración
general, tenía un carácter vengativo impropio de sus luces intelectuales, vio en
aquella circunstancia una ocasión de desembarazarse del torcedor de su fregatriz, y
accedió a la demanda decidido a volver a emprender la marcha en cuanto Juanita
traspusiese los umbrales del Anacronópete en busca del supuesto pariente. Eligióse
pues para el descenso un bosquecillo que les garantizase de una bala perdida, y con
gran contentamiento de todos y una sencillísima manipulación, el vehículo tocó
tierra.
Pero ¡ay! que no comete el hombre acción mala sin recibir tarde o temprano por
ella el condigno castigo. Saboreando estaba cada cual la realización de sus
propósitos, cuando Benjamín, que, asomado al disco contemplaba el horizonte, dio un
grito y retrocedió involuntariamente.
—¿Qué es eso? —le preguntó su inseparable, corriendo a su lado.
—¡Friolera! —contestó el políglota perdiendo él color—. Que sin duda hemos
caído en una emboscada tendida por los marroquíes a nuestras tropas.
Un sudor frío circuló por la frente de todos los viajeros.
—¡Huyamos! —fue la opinión general.
—Mire usted los kabilas que se dirigen hacia aquí.
—No hay más remedio que apelar a la fuga —adujo el sabio corriendo al
regulador y poniendo en movimiento la máquina, mientras Benjamín cerraba los
discos y restablecía el alumbrado eléctrico, exclamando:
—Pronto, que nos alcanzan.
Aún no había acabado de pronunciar la frase cuando:
—¡Un moro! —articuló con voz ahogada una de las viajeras.
—¡Dos! —prorrumpió Juanita parapetándose detrás de su amo.
—¡Veinte! —profirieron todos poseídos de un terror pánico cobijándose en un
rincón del laboratorio en compacto grupo.
Eran en efecto dos docenas de fugitivos del campamento de Muley-Ahmed que,
buscando su salvación en el bosque, presenciaron el descenso del vehículo y
tomándolo por arma de guerra habían resuelto atacarlo; pero, no encontrándole
entrada franca, se valieron de sus cuerpos salientes y, escalándolos con la entereza
que da el fanatismo, lograron introducirse por los tubos de desalojamiento antes de

www.lectulandia.com - Página 71
que el coloso emprendiese la marcha.
Pasado el primer momento de
estupor, en que nadie osaba
levantar los ojos ante aquellos
morazos de seis pies de altura
provistos de gumías y
espingardas y llevando escrito en
el rostro el vengativo ceño del
enemigo derrotado, Naná se
resolvió a preguntar a don
Sindulfo:
—Diga usted. ¿Nos harán
algo?
—A nosotros rebanarnos el
pescuezo; y a ustedes llevárselas
al harem en calidad de odaliscas.
—¿Con los eunucos? ¡Qué
horror! —articularon las aludidas
por lo bajo.
—Pues lo que es al harem —
interpuso Juana encarándose con
su señor— creo que también podría usted venir.
—¡Insolente!
—Para hacernos compañía y enseñarnos ciencias en los ratos de ocio.
El tutor no se habla equivocado acerca del propósito de los invasores, según la
traducción que Benjamín le hizo de las órdenes dictadas por el jefe de la fuerza. Los
expedicionarios estaban irremisiblemente perdidos. Una idea luminosa brotó sin
embargo en el cerebro del atribulado don Sindulfo.
—Si logramos ganar tiempo —dijo al políglota— nos hemos salvado.
—¿De qué modo?
—Dando al vehículo la velocidad máxima y consiguiendo que estos kabilas, que
no están sometidos a la inalterabilidad, se vayan empequeñeciendo hasta que
concluyan por desaparecer una vez traspuesto el instante de su natalicio.
—¡Sublime idea!
Y forzando el graduador, la máquina se puso a funcionar con una rapidez
vertiginosa.
—¡A ellos! —gritó el capitán; y los moros se aprestaron a consumar su obra; pero
los ayes y las lamentaciones del sexo débil eran tan repetidos y penetrantes, que, no
logrando restablecer el silencio, les pusieron a todos a guisa de mordaza un lienzo
atado en la boca y, oprimiendo sus brazos con fuertes ligaduras, los arrastraron tras sí
para conducir los esclavos al asilo del disperso campamento.

www.lectulandia.com - Página 72
Cerca de un cuarto de hora anduvieron buscando los riffeños inútilmente la salida,
con gran satisfacción de los cautivos que, si bien no podían pedir socorro ni fugarse
maniatados como estaban, veían en cambio que sus opresores se rejuvenecían
rápidamente y acariciaban la esperanza de hallarse en breve libres de su yugo.
Pero los caracteres meridionales son impetuosos y no tienen la paciencia por
virtud. Agotada la de los hijos del desierto al sospechar que estaban siendo los
prisioneros de sus rehenes, se conformaron con salir por donde entraran; mas,
convencidos de la imposibilidad de hacerlo con su presa, adoptaron la extrema
resolución de exterminar a los viajeros.
Encontrábanse a la sazón en la cala y las mujeres se desesperaban al pensar que
cuando una sola voz les bastaría para llamar en su auxilio a sus salvadores, tenían que
sucumbir al mutismo. Colocados los reos en un ángulo de la bodega, los moros
ocuparon el centro y apercibieron sus espingardas. Ya no les quedaba duda a aquellos
infelices acerca de la triste suerte que les deparaba el destino. Apiñados y
confundidos revolvíanse los desgraciados en la desesperación de la impotencia y ya
los cañones estaban apuntados hacia su pecho, cuando el tiempo, ejerciendo su
poderoso influjo, convirtió de repente la cuerda que sujetaba al tutor en finísimos
filamentos de cáñamo que le dejaron libre el ejercicio de sus músculos. Apercibirse
de tan providencial beneficio y emplearlo en poner en contacto los conductores que
junto a él descendían por las paredes de la cala, fue operación tan rápida como el
pensamiento. Acto continuo las compuertas se abrieron y los hijos de Agar
desaparecieron para siempre en el espacio insondable.
La alegría que sucedió a aquellos minutos de angustia no hay quien la describa.
Restituidos a la libertad abrazábanse todos sin distinción de sexos ni condiciones; y
hasta la misma Juanita no pudo prescindir de decir a su amo, en un arranque de
gratitud:
—Si no fuera usted tan feo, me casaba con usted.
Saboreando estaba el sabio su triunfo muy convencido de haber conquistado con
él un lugar preferente en el corazón de su pupila, cuando ésta temiendo ver surgir
nuevos contratiempos.
—Ya es ocasión de revelárselo todo —exclamó, pidiendo consejo a Juanita.
—¿Qué duda cabe? —respondió la resuelta asesora.
Y añadiendo:
—¡A mí, valientes! —incitó a salir de su guarida a los soldados españoles,
riéndose con descaro del asombro del buen tío que intuitivamente comprendió la
asechanza de que le habían hecho objeto.
—¡Cómo! ¿Están aquí? —prorrumpió lívido de coraje.
—¡Perdón! —repetía Clara.
—Ni para ti ni para ellos —proseguía el celoso tutor dando golpes en cuantos
objetos tenía a tiro.
—Pues, ea —arguyó Juanita—. Guerra a muerte; y el sabio que sea hombre, que

www.lectulandia.com - Página 73
salga. Don Luís, Pendencia, melitares: ¡Mueran las matemáticas!
Un ay de espanto reemplazó a tan enérgico apóstrofe. Los diez y siete hijos de
Marte aparecieron en la cala trepando por los sacos de harina y los barriles de
provisiones; pero, como no habían sido sometidos a la inalterabilidad y el mayor de
ellos no contaba veinticinco primaveras, los cuatro lustros desandados en el tiempo
desde la salida de París los habían reducido a la condición de tiernos parvulillos.
—¡Esto es espantoso! —murmuraban las francesas que se las habían prometido
muy felices de la galantería española.
—¡Yo desfallezco! —articulaba la pupila no dando crédito a la realidad, mientras
Juanita hecha un basilisco exclamaba enseñándole los puños a su amo:
—Si es usté el sabio más animal que conozco.
El tutor se bañaba en agua de rosas al contemplar la venganza que le servia el
azar. Entre tanto el vehículo caminaba y los infantes se achicaban hasta el extremo de
no poderse tener ya en pié.
—Pero, hombre de Dios, ¿no ve usted que se nos deshacen como la sal en el
agua? —argüía la maritornes echando espuma por la boca.
—Mejor —contestaba aquel segundo Otelo—. Así acabaremos de una vez.
Y los angelitos yacían tendidos en el suelo agitando brazos y piernas en la
inacción de los primeros meses y llorando a pulmón lleno. Compadecidas de su
situación, cada hija de Eva tomó en brazos al suyo y se puso a pasearlo por la cala
viéndolos mermarse progresivamente, en tanto que el implacable tío se frotaba las
manos con satisfacción y sonreía con satánico gesto.
—¡Luis mío! —repetía Clara anegada en llanto y tributando sus caricias a aquel
residuo de su capitán de húsares.
—¿Ya no tienes una gracia para tu Juanita? —preguntaba a su microscópico
Pendencia la de Pinto.
Y el bribón del asistente, como si aún quisiera darle una prueba de su travesura, le
mordió el vestido por la parte en que a los niños de su edad se les sirven los
alimentos.
De pronto aquellas mujeres se quedaron pálidas con los brazos cruzados sobre el
pecho; ya no abarcaban objeto alguno: el ejército se les había disuelto entre las
manos.

www.lectulandia.com - Página 74
www.lectulandia.com - Página 75
CAPÍTULO X
En que tiene lugar un incidente que parece insignificante y es, sin embargo, de
mucha importancia

www.lectulandia.com - Página 76
A pérdida de un ser querido es una de las más terribles pruebas a que
puede exponerse la sensibilidad humana: y aun así la aflicción pasa por
distintas gradaciones según las circunstancias que han acompañado al
hecho.
—Al menos ha muerto en su cama y rodeado de los suyos —le dicen al atribulado
pariente los encargados de consolarle.
—Y ha tenido usted la satisfacción de que Dios se lo conserve hasta una edad
avanzada —añaden otros.
Y efectivamente, todas estas reflexiones son un lenitivo al dolor que, resultado de
una máquina pensante y contante, paga la situación en su justo precio reservándose
para las grandes catástrofes el máximum de intensidad.
Ahora bien: imagínense los lectores cuál sería la disposición de ánimo de los
viajeros ante aquel quinto acto de una tragedia para cuyo desenlace no había Deus ex
machina posible. Porque un novio es algo más que un pariente a los ojos del objeto
de su cariño; y además de la amargura de separarse para siempre del suyo, las
enamoradas doncellas sufrían el vejamen de ver que, siendo el amor un numen que
engrandece cuanto toca, a ellas al revés, se les achicaba todo entre las manos.
Clara perdió el sentido ante la inmensidad de su infortunio y tuvo que ser
conducida al gabinete en brazos de las expedicionarias. Juana, más entera aunque no
menos herida, se desahogaba dando gritos contra el opresor y llamando a la guardia
en su socorro.
Pero la situación más grave era sin duda la de don Sindulfo. Por malo que tuviese
el genio, por mezquina que fuera su condición, por miras estrechas que lo alentasen,
distaba mucho de ser un malvado: y la muerte de los veinticuatro moros, aunque
llevada a cabo en legitima defensa propia, eran dos docenas de puñales que tenía
hundidos en el corazón. Agréguese a esto la aparición de los hijos de Marte, en la que
veía no sólo una desobediencia a sus mandatos sino la inutilidad de haber agotado su
ciencia y sus recursos para desembarazarse de un rival, y se comprenderá fácilmente
que su razón trastornada le indujese a permitir que el tiempo devorase a aquellos
infelices, sin prestarles el menor auxilio. Primer paso suyo en la senda del crimen por
la que hemos de verle avanzar presa de los celos, la desesperación y la locura. No
adelantemos empero el discurso.
Los mahometanos, aunque hombres, eran enemigos de Dios y habían atentado
contra su vida; por consiguiente, bien muertos estaban. Pero aquellos diez y siete
infantes, a quienes había servido de implacable Herodes, qué daño le habían hecho?
¿Merecía tan horroroso castigo una travesura de la juventud? ¿No era su sobrino una
de las victimas? ¿No hubiera sido más humano, pues no estaban sometidos a la
acción del fluido, hacer rumbo hacia el presente y, una vez reconquistadas sus
naturales proporciones, desembarcarlos en los alrededores de su edad?
Todas estas y otras muchas observaciones se hacía don Sindulfo, pero la imagen
de su pasión desatendida, y su amor propio sublevado concluían por vencer, y

www.lectulandia.com - Página 77
resultado de tan acerba lucha fue que delirante cayese en los brazos de su amigo bajo
los efectos de una continua convulsión.
¿Pues no estaba garantizado por la inalterabilidad?, me objetará alguien.
Ciertamente, pero la acción del fluido, penetrando por la membrana epidérmica,
atravesando el dermis e infiltrándose por los tejidos musculares, sólo alcanza a la
superficie de los huesos, que petrifica como las demás vías por donde circula. Así
pues el ejemplar influido por sus corrientes, ni pierde la tersura del cutis, o sea la
juventud, ni sufre de erupciones cutáneas, ni está expuesto a las inflamaciones
producidas por la acción atmosférica: pero experimenta hambre, sed y sueño y no se
exime de padecimientos viscerales, productos las más veces del sistema moral al que
la ciencia no ha llegado a dar todavía la osificación que a un tegumento.
Cargó pues Benjamín con aquel cuerpo inanimado y lo condujo a su dormitorio
para ver de provocar la reacción metiéndolo en la cama; pero, al pasar por el
laboratorio, recordó la velocidad vertiginosa que habían impreso al aparato en el
momento de la invasión marroquí, y temeroso de alguna catástrofe por imprudencia,
dio un golpe a la aguja del graduador, reduciendo el Anacronópete, a su entender, a la
locomoción media.
¡Qué pequeños incidentes son origen de los más grandes acontecimientos!
Don Sindulfo, acurrucado en el lecho, daba diente con diente de continuo y
alguna que otra sacudida por intervalos a Benjamín.
—Juanita —dijo éste saliendo al encuentro de la de aparejo redondo—. Calienta
un poco de agua para hacer una infusión a tu amo que se siente mal.
—¿Quién? ¿Yo? Pues como no sea para escaldarle vivo, que se aguarde a que
encienda fuego.
—¡Vamos! Deja a un lado el enojo y recapacita que si él se muere nadie podrá
llevarnos a puerto de salvación.
—¿Pues usted no entiende la maquinaria?
—Muy poco. Además, la caridad te aconseja ser compasiva. Prepara la lumbre
mientras yo saco el té y el azúcar de la despensa.
Sea el miedo a permanecer indefinidamente en el espacio o la compasión
inherente a su sexo, Juanita no replicó e hizo rumbo a la cocina.
—Ya sabes. Con un par de chispazos eléctricos alumbras una hoguera en un decir
Jesús.
—A mí déjeme usted de telégrafos, que yo me las compondré a la moda antigua.
Y, así diciendo, llegó al hornillo, colocó en él unos carbones y tomando unos
fósforos frotó uno tras otro sobre la lija, sin conseguir encender ninguno; pero lo más
notable del caso era que ni dejaba huella la cerilla en el raspador ni la cabeza del de
Cascante se gastaba.
—Es claro. Las babas de don Sindulfo que lo reblandecen todo —murmuró, y
echóse en busca de otra caja y de algunas virutas y trapos con qué facilitar la
combustión. No encontrando nada a propósito, dio al pasar por el cuarto de las

www.lectulandia.com - Página 78
agregadas con unos fragmentos de telas y pieles que, aunque acusaban una rica
procedencia, eran retales al fin y muy del caso en circunstancias tan apremiantes.
Dispuso los residuos en el fogón y, haciendo una nueva e inútil tentativa con los
fósforos:
—A ver si usted tiene más gracia —dijo a Benjamín que acudía cargado con un
pilón de azúcar, y un bote de té Hulón.
—Esto es más breve —arguyó el políglota comunicando la chispa eléctrica al
hornillo a merced de la cual los trapos se encendieron pero no los carbones; siendo de
notar, por más que ninguno de ambos observase el fenómeno, que las suplentes
virutas iban tomando extrañas formas parecidas a lazos, mangas de vestido, tacones
de bota y objetos de mercería.
—Parte un poco de azúcar —ordenó Benjamín a Juanita en tanto que él, puestas
las hojas en la tetera, derramaba encima el agua hirviendo.
—¡El demonio que pueda con esta pirámide de Egipto!, si es más dura que la
cabeza de un sabio —repetía Juanita dando golpes en el pilón con un martillo sin
conseguir levantar una arista.
—Déjate; aquí hay azúcar molido —exclamó el interpelado poniendo una
cucharada en la taza de otro paquete que para el uso ordinario había en el vasar y
sirviendo en ella el licor benéfico.
—Pero aguarde usted… ¡si eso no está aún! Todavía no ha tomado color.
Un sudor frío circuló por la frente de Benjamín, en quien la resistencia del pilón,
la incombustibilidad de los carbones y la inalterabilidad del agua vinieron a darle la
llave del enigma. Presa de una agitación nerviosa se puso a disolver el azúcar en la
infusión; y la llevarse una cucharada a los labios:
—¡Horror! —dijo palideciendo.
—¿Qué ocurre? —preguntó la doncella mirándole de hito en hito temerosa de que
también empezara él a reducirse como los otros.
—¿Qué ha de ser? Que hemos vuelto inalterables para su conservación los
artículos de consumo, y ahora nos encontramos con que son resistentes a toda
influencia física.
—¿Es decir?…
—Que ni el azúcar endulza, ni el carbón se enciende, ni el pilón se parte, ni habrá
quién le pueda hincar el diente a una patata.
—¿De modo que nos vamos a morir de hambre? —balbuceó Juanita con los ojos
desencajados.
—No; pero tendremos que apearnos a cada comida y tomar los alimentos propios
de la época y de la localidad; pues de fijarlos ya ves lo que sucede; y de abandonarlos
a la acción retrógrada del tiempo, en tres minutos el pan se nos convertiría en espigas
y el vino en cepas.
—¿Y dónde tomaremos hoy la pitanza? —repuso la lugareña a quien la idea de un
alto sonreía por lo que encerraba de salvador para las reclusas.

www.lectulandia.com - Página 79
—En los infiernos —salió murmurando Benjamín con la taza del agua caliente en
la mano; la que propinada a su amigo le produjo las consecuencias de un hemético
sumiéndole después en una dulce y agradable somnolencia.
Entretanto Juanita volaba a dar parte de lo ocurrido a sus compañeras de
infortunio, quienes rodeando el lecho de la pupila, presenciaban una escena no menos
digna de admiración que la precedente.
Es pues el caso que mientras prodigaban sus consuelos a la pobre huérfana, Niní,
que no sin profunda aflicción había visto desaparecer de sus lóbulos, antes de ser
fijada, las dos hermosas perlas que llevaba por pendientes, dio un grito de alegría al
llevarse las manos hacia los desheredados cartílagos y encontrarse con la restitución
de sus preciadas joyas.
—Mirad, esto es milagroso…
—En efecto —exclamaron todas. Y al tender en torno suyo una mirada de
asombro, éste creció de punto al observar que todos los objetos arrebatados por la
acción retrógrada del tiempo les eran devueltos sin saber cómo. Ya un girón del
vestido de Naná, cubriéndose de larvas, tomaba la forma de capullos para
metamorfosearse en tupido raso de Lión; ya una tira de becerro, curtiéndose
repentinamente y modelándose al pie de Sabina se llenaba de pespuntes y lazos hasta
elevarse a la categoría de un borceguí Carlos IX.
—¡Mi chal! —gritaba una…
—¡Mis encajes! —decían otras.
Y todas se libraban al más expansivo arranque de entusiasmo, cuando la más
razonadora de ellas:
—Poco a poco —les arguyó—. Moderad vuestro júbilo. Cierto es que
reconquistamos nuestro ajuar; pero ¿quién os asegura que la devolución no será
completa?
—¡Cómo!
—¿No teméis que por este fenómeno, cuya explicación ignoramos, cada perla que
creemos ganada nos devuelva la arruga que juzgamos perdida?
La observación era tan atinada y el temor de perder los encantos tan profundo,
que un grito unánime salió de todos los labios en demanda de socorro; y las viajeras,
dejando a Clara en el gabinete al cuidado de Juanita, echáronse en busca de los sabios
encontrando felizmente en el laboratorio a Benjamín que consiguió a duras penas
imponer silencio a aquella rebelde turba.
—¿Qué significa esto? —preguntó la más osada—. ¿Tratáis de volvernos a
envejecer?
—Que se nos admita a libre plática —argumentaba otra—. Ya hemos pasado la
cuarentena.
—¡No más lazareto! —vociferaban a coro.
Benjamín, que no acertaba a darse razón de lo que veía, estudiaba el caso con los
ojos fijos en el suelo; y maquinalmente al notar un objeto que relucía, lo recogió y dio

www.lectulandia.com - Página 80
con un ochavo moruno.
—Alguna moneda que se le ha caído a un kabila —dijo Niní llamándole la
atención hacia lo más urgente—. No haga usted caso de eso.
—Pero si esta moneda —repuso el políglota— procede de un marroquí, ¿cómo,
no estando sometida a la inalterabilidad, subsiste todavía? Debería haberse
descompuesto toda vez que viajamos hacia atrás.
—Acaso sea más antigua que el año en que nos hallamos.
—No. Su fecha es del 1237; y como el cómputo árabe principia en 622, época de
la Hégira, este ochavo corresponde al 1859 de nuestra era o sea al año anterior en que
fuimos atacados por los riffeños y que debimos trasponer tres minutos después de la
invasión.
—¿Entonces? —interrogaron las atónitas viajeras con la mirada.
Y como Benjamín dirigiese la suya hacia el cuarto de los relojes:
—¡Maldición! —dijo al consultar el cronómetro del tiempo relativo.
E inmediatamente hizo parar en seco el Anacronópete.
—¿Qué es ello?
—Que al querer moderar hace poco la locomoción, he rebasado sin duda la línea
de la aguja y caminábamos hacia adelante. Hemos deshecho lo andado. Estamos
sobre Versalles a 9 de julio o sea en la víspera del día que salimos de París.
La alegría que se pintó en el rostro de las viajeras al convencerse de que, sin
detrimento de su juventud, eran restituidas al teatro de sus operaciones, no hay quien
la describa. Todas suplicaron a Benjamín que las desembarcase; y aunque éste temía
las iras de don Sindulfo, pudo más en él la idea del ridículo de que iba a cubrirse
cuando su colega advirtiese su ineptitud. Así es que confiado en el seguro del secreto,
toda vez que ni Clara ni Juanita eran testigos de su derrota; y en la persuasión de
cohonestar con una medida de buen gobierno el abandono de las agregadas,
determinóse a darles gusto, lo que le valió una abundante y envidiable cosecha de
abrazos y besos.
El vehículo descendió majestuoso en el parque contiguo al Trianon; las viajeras lo
abandonaron sigilosamente, y Benjamín, dando la velocidad máxima se echó por el
espacio a desquitarse de lo perdido diciendo:
—Ahora a China en busca del secreto de la inmortalidad.
Al día siguiente los periódicos de París traían dos noticias: una que fue comentada
por todos los desocupados de los bulevares; otra que sólo conmovió al mundo sabio.
Decía la primera, que habían sido reducidas a prisión doce jóvenes que,
valiéndose de las circunstancias, querían explotar la credulidad pública haciéndose
pasar por las expedicionarias del Anacronópete; siendo así que en ninguna de ellas se
encontraban trazos que acusasen ser las agraciadas por la Prefectura, donde constaba
su filiación y se les había entregado pasaportes de que las impostoras no venían
provistas a su regreso.
La segunda era más lacónica aunque más trascendental para la ciencia, en cuyos

www.lectulandia.com - Página 81
anales sigue constando como artículo de fe: se reducía a dar cuenta de que a las nueve
y cuarenta y cinco minutos de la mañana el observatorio astronómico había
presenciado la caída de un enorme aereolito en las inmediaciones de Versalles.
¡Así se escribe la historia!

www.lectulandia.com - Página 82
CAPÍTULO XI
Un poco de erudición fastidiosa aunque necesaria

www.lectulandia.com - Página 83
L día 14 del noveno mes del año 604 (antes de J. C.)
en la aldea de Li, estado feudal de Tsou, hoy
provincia de Hou-nan, nacía con los cabellos
blancos después de ochenta y un años de gestación
(al decir de sus sectarios) el gran metafísico de la
China, apellidado por esta circunstancia Lao-tseu o
sea el viejo niño.
Hasta su aparición, la filosofía más remota del
Celeste Imperio estaba reducida al Y-King,
enciclopedia puesta en orden por Fo-hi, en quien los historiadores creen reconocer a
Noé después que salió del Arca e hizo su viaje a la provincia de Xen-si cerca del
monte Ararat en la parte opuesta de la Bactriana. Su fundamento es enseñar el origen
de las cosas y las transformaciones sufridas en el curso de las edades. Dios es
considerado en ella como la piedra angular sobre que todo descansa. Es a un tiempo
mismo Ly y Tao (razón y ley) y como tal se revela a la inteligencia humana.
Lao-tseu, guiado por una sabiduría apacible, enseñó a despreciar las pasiones, a
elevarse sobre todos los intereses, grandezas y glorias terrenales, recomendando
hacer abnegación de sí propio en beneficio de los demás y humillarse para ser
enaltecido: lenguaje que recuerda la humildad y la caridad de la doctrina del
Salvador.
Todo el tesoro de su inteligencia lo encerró en su obra titulada Tao-té-King. King
significa que el libro es clásico: Tao y Té son las palabras porque empiezan las dos
partes de que consta su tratado y que, como sucede con el Pentatéuco, le han servido
para darle el nombre. Ambos títulos reunidos quieren decir Libro de la razón
suprema y de la virtud.
He aquí un fragmento que confirma que, ante el espectáculo de las desgracias de
su patria, en vez de aspirar a una reforma, como Confucio lo hizo más tarde, Lao-tseu
se aisló, exhortando al hombre a buscar el bien supremo en la soledad ascética y
haciéndolo consistir en la calma absoluta:
«El hombre, dice, debe esforzarse en obtener el último grado de incorporeidad a

www.lectulandia.com - Página 84
fin de conservarse tan inalterable cuanto le sea posible. Los seres aparecen en la vida
y cumplen sus destinos: nosotros contemplamos su renovación sucesiva por la cual
cada uno de ellos vuelve a su origen. Volver a su origen significa ponerse en reposo;
ponerse en reposo es restituir su mandato; restituir su mandato es hacerse eterno. El
que sabe hacerse eterno es iluminado; el que no, se convierte en víctima del error y de
todas las calamidades».
Esta moral, que podemos llamar pasiva, fue exagerada por sus prosélitos que se
apellidaron Tao-ssé o sean doctores celestes. Y en efecto, mientras Lao-tseu no
asentaba el bien público y el privado sino en el ejercicio de la virtud y en la
identificación con la razón suprema para dominar los sentidos y alcanzar la
impasibilidad, sus sectarios abusaron de esta inacción para abandonarse a un rígido
ascetismo; y, proclamando que la sabiduría engendra los desórdenes, recomendaron
al pueblo la ignorancia más absoluta, reservándose no obstante las artes cabalísticas y
adivinatorias a fin de embaucar con ellas a las masas cuando, a la aparición del
Budhismo en China, los Tao-ssé se confundieron con los Bonzos.
Las dos sectas de los Yang y los Mé no son sino ramas del mismo tronco: sus
diferencias son tan insignificantes que no merecen ser reseñadas sino comprendidas
en el principio fundamental de la religión de los Tao-ssé, cuya consecuencia fue
elevar a dogma la ociosidad entre las clases ignorantes.
El año 551 antes de la era vulgar, hacia el solsticio de invierno del año vigésimo
segundo del reinado de Ling-uan, nació en la aldea de Tseu, reino feudal de Lu (hoy
provincia de Chantung), el gran Kun-fu tseu o Confucio como le llamamos en
Europa.
Tan distante este filósofo de la ciega credulidad como de las mágicas ficciones de
los Tao-ssé, jamás se ocupó ni de la naturaleza humana, ni del principio divino, ni de
la metafísica en fin. Su carácter no es el de un innovador; limítase tan sólo a
restablecer las bases de la moral práctica de las sociedades primitivas.
«Lo que yo os enseño, decía él, lo podéis aprender por vosotros mismos haciendo
un legítimo uso de las facultades de vuestro espíritu. Nada tan natural ni tan sencillo
como la moral cuyas prácticas saludables trato de inculcaros. Todo lo que yo os
predico, los sabios de la antigüedad lo han ejecutado ya. Su práctica se reduce a tres
leyes fundamentales: de relación entre vasallos y señores, entre padre e hijo y entre
marido y mujer, y el ejercicio de estas cinco virtudes capitales: la humanidad, es
decir, el amor de todos sin distinción ninguna; la justicia, que da a cada uno lo que le
pertenece; la observancia de las ceremonias y usos establecidos, a fin de que todos los
que viven juntos sigan una misma regla y participen de las mismas ventajas y de los
mismos inconvenientes; la rectitud de juicio y de sentimiento para buscar y desear lo
verdadero en todo, sin alucinaciones egoístas para sí, ni apasionadas para los otros; la
sinceridad, o sea un corazón abierto que excluya la ficción y el disimulo, así en las
palabras como en las obras. Estas son las virtudes que han valido el dictado de
venerables a los primeros institutores del género humano, en vida, y los han

www.lectulandia.com - Página 85
conducido después a la inmortalidad: Tomémoslos por modelo y esforcémonos en
imitarlos».
Tal es en resumen la moral de Confucio, cuyo carácter distintivo es hacer derivar
todos los deberes de los de la familia, y reducir las virtudes a una sola: la piedad
filial. Su dogma es la obediencia del inferior al superior.
En cuanto a metafísica, he aquí lo que al padre Pedranzini decía un mandarín
sectario de Confucio:
«Nosotros nos guardamos mucho de decidir sobre cosas que no son evidentes y
que los sabios antiguos tenían por inciertas. El axioma de los hombres santos consiste
en la partícula si, puesto que dicen: Si hay un paraíso, los virtuosos gozarán en él mil
delicias; si hay un infierno, los malvados serán precipitados en él; pero ¿quién puede
afirmar que existan o no? Abstenerse del mal y hacer bien, he aquí el punto
importante. El Tai-hio recomienda que lo principal es la virtud y lo accesorio las
riquezas y el bienestar. El Liun-in encarga que no hagas a otro lo que no quieras para
ti. Todo estriba en esto. Procédase así y basta; las felicidades del paraíso, si hay uno,
vendrán como consecuencia».
Esta moral fue la que dominó en las clases ilustradas cuyos sectarios, hostiles a
los preceptos oscurantistas de los Tao-ssé, tomaron el nombre de letrados y su
comunión el de academia.
Entre los discípulos de Confucio el más notable es Meng-tseu o Mencio, muerto
en 314 (a. de J. C.). Afligido de ver triunfantes las dos sectas de Tao-ssé, o sean la de
Yang que predicaba el egoísmo como el principal regulador de las acciones humanas,
y la de Mé que sostenía que el afecto debía extenderse a todos por igual sin distinción
de parentesco, propagó una filantropía generosa basada en la moral de Confucio cuyo
resumen es éste: «Sirve bien al cielo quien sigue la recta razón». Su libro reunido a
los tres de apotegmas de Confucio, es aún hoy de texto entre los que aspiran a los
cargos públicos.
Vemos, pues, dos grandes grupos disputándose el dominio de las conciencias: la
metafísica de Lao-tsé, relajada por los mágicos procedimientos de los Tao-ssé sus
sectarios, dueña de las masas ignorantes y perezosas: la moral de Confucio,
observada por los letrados, alumbrando las inteligencias privilegiadas y siendo, por
decirlo así, la religión del estado, patrocinada y seguida por los emperadores,
indiferentes más que tolerantes de todas las demás prácticas y creencias. Hubo sin
embargo una época en que los cabalísticos amenazaron invadirlo todo. Fue en el siglo
11 (antes de J. C.) cuando los Tao-ssé, separándose de la pura doctrina de Lao-tsé,
empezaron a librarse a extrañas especulaciones y pretendieron haber descubierto el
secreto de la inmortalidad contenido en un misterioso brebaje. En vano fue que los
sectarios de Confucio quisieran desenmascararlos; protegidos por el emperador Wu-ti
hubieran sin duda alguna triunfado de los letrados, si uno de estos, tomando la copa
que sus rivales destinaban al monarca, no la hubiese apurado de un sorbo desafiando
el enojo del augusto personaje que, en su ceguedad, le condenó a morir en su

www.lectulandia.com - Página 86
presencia.
—Si la eficacia de este licor es verdadera —le dijo el confucista— la orden que
acabáis de dar es inútil: si por el contrario es falsa, con mi muerte destruiréis vuestro
error.
El engaño descubierto, Wu-ti volvió su crédito a los letrados, y los Tao-ssé
continuaron ejerciendo su influencia tan sólo entre los ignorantes y amigos de la
ociosidad. Estos siguiendo la religión de los espíritus, como ya se ha visto; aquellos
predicando el escepticismo y la indiferencia y consignando que la muerte no tiene
más objeto que hacer pasar el alma a otro cuerpo o descomponerla en aire, sin que
quede nada del hombre a no ser la sangre en sus hijos y el nombre en su patria.
Ello no obstante, como en sus libros consignase Confucio que él no trataba sino
de restablecer la doctrina primitiva y que no era más que el precursor de un ilustre
personaje que vendría de Occidente, el rey Ming-ti envió en el siglo primero de
nuestra era una flota hacia aquella parte, en busca del gran reformador. Las naves
fueron bastante lejos; pero no atreviéndose a ir más allá, abordaron una isla en que
encontraron una estatua de Budha que, trasladada a China en el año 65 de Jesucristo,
fue desde entonces adorada bajo el nombre de Fó y sigue compartiendo el culto con
los prosélitos de Lao-tsé y los letrados.
Algunos cristianos, huyendo por esta época de las persecuciones de Nerón,
llegaron hasta el Celeste Imperio; pero cohibidos por la escasez del número y por las
condiciones del país, quedaron oscurecidos hasta que en 635 de nuestra era, bajo el
reinado de Tai-tsung, fue recibido en Chang-ngan el sacerdote nestoriano O-lo pen
del Ta-tsin, es decir del imperio romano. El emperador envió a su encuentro los
principales dignatarios que le condujeron al palacio; hizo traducir sus santos libros y,
persuadido de que Encerraban una doctrina verdadera y saludable, decretó que fuese
erigido un templo a la nueva religión y que veintiún sacerdotes se consagrasen a su
servicio. El hecho esta consignado en un monumento levantado en Si ngan fu, en el
cual la doctrina cristiana se encuentra expuesta sucintamente, y se dice que los
misioneros llamados por O-lo pen llegaron en 636 a la corte de Tai-tsung; que éste
publicó un edicto en favor del cristianismo; que Kao-tsung hizo construir iglesias en
todas las ciudades; que Vu-heu persiguió a sus sectarios y que Kuo-tsé iba siempre
seguido de un sacerdote cristiano en las batallas.
Las revueltas políticas, que a principios del siglo tercero de nuestra era (en que va
a tener lugar este relato) agitaban la China, no podían por menos de transmitir su
influencia a las antagonismos religiosos que entre sí despertábanlos tres principios de
Lao-tsé, Confucio y Fó o Budha.
El emperador Ho-ti fue el primero que en el año 120, era cristiana como todo lo
que a seguir va, concedió honores y dignidades a los eunucos de palacio, en
detrimento del ascendiente que los letrados habían tenido hasta entonces en la corte.
Unos y otros continuaron disputándose el poder hasta el año 187 en que los eunucos
hicieron sospechosa a los ojos del monarca la academia, presentándole la unión de los

www.lectulandia.com - Página 87
hombres instruidos como un peligro contra su tiranía. El emperador Chungti desterró
a los doctores y libró a los tribunales a los más ilustres proclamándose él a su vez
amigo de la ciencia por haber hecho grabar sobre cuarenta y seis lápidas de mármol y
en tres clases de caracteres los cinco libros clásicos del I-King.
Aunque los Tao-ssé hacían aparentemente causa común con los eunucos, no
tardaron, aprovechando las circunstancias, en utilizarlas en su provecho. La peste,
habiendo desolado el imperio durante once años, un Tao-ssé llamado Changkio halló
contra ella un remedio seguro en cierta agua preparada con unas palabras misteriosas.
Este charlatán obtuvo fácilmente crédito entre las masas. Seguido por una turba de
empíricos, los disciplinó, y en breve encontróse a la cabeza de un partido numeroso.
Su doctrina era que el cielo azul, o sea la dinastía de los Han dominante a la sazón en
la persona del emperador Hien-ti, tocaba a su término para dejar paso al cielo
amarillo. Descubiertos sus propósitos y viendo su pérdida segura, se echó al campo
en abierta rebelión. Cincuenta mil hombres secundaron su grito, y tomando un gorro
amarillo por insignia, se aprestaron a devastar el país. Sus expediciones fueron
favorecidas por el levantamiento de muchos ambiciosos que aspiraban a repartirse la
China en diversos estados; pero la prudencia y el valor del general Tsao-tsao, jefe del
partido de los letrados a quienes el monarca llamó en su auxilio, sofocaron la
insurrección y los vencidos se acogieron a su bandera. Hien-ti le nombró su primer
ministro; pero enorgullecido por su triunfo, pronto se vio a Tsao-tsao ceñirse el
sombrerete de doce colgantes, adornado con cincuenta y tres piedras preciosas —
atributo distintivo de la majestad— y hacerse llevar en el coche de eje de oro con tiro
de seis caballos. No hubiera tardado mucho en apoderarse del sello imperial si la
muerte no le hubiera atajado el camino. Su obra no obstante fue consumada por su
hijo Tsao-pi, primer calado o ministro de Hien-ti a quien arrebató la corona en el año
220 dando fin a la dinastía de los Han para dar comienzo a la de los Ouei.
Pero, no adelantemos los sucesos toda vez que vamos a hacer asistir a los lectores
a este acontecimiento memorable; y dejemos consignado para su mayor inteligencia
que el Anacronópete llegó a Ho-nan, corte entonces del imperio chino, en el año 220,
bajo el reinado de Huen-ti y en sazón en que la revuelta dominada, muerto Tsao-tsao
y elevado a la dignidad de Calado su hijo Tsao-pi, el poder había sido reconquistado
por los letrados, quienes perseguían sin piedad así a los sectarios de Fó, por lo que
tenía de nuevo la religión búdhica importada del Indostán, como a los Tao-ssé por la
grosería de sus empíricos recursos.

www.lectulandia.com - Página 88
www.lectulandia.com - Página 89
CAPÍTULO XII

Cuarenta y ocho horas en el Celeste Imperio

www.lectulandia.com - Página 90
IENTE como un bellaco el refrán, cuando asegura que no hay mal que dure
cien años; pues sus diez y seis centurias bien contadas se pasó don
Sindulfo en el lecho del dolor, desde que arrojó a los hijos de Mahoma en
el espacio y a los de Marte en la nada, hasta que el Anacronópete se posó
en los alrededores de Ho-nan, capital a la sazón del imperio chino.
En los tres días y medio que duró el viaje, Benjamín, aprovechándose del sopor
del sabio y del sueño de las muchachas, hizo sus correspondientes altos y salió
sigilosamente del vehículo para proveerse de las indispensables municiones de boca;
pues ya hemos visto que las que a bordo llevaban eran inútiles. El primer festín se lo
debió a la piadosa munificencia de la reina Isabel la Católica; y por cierto que estuvo
a punto de costarle la vida porque llegado al campamento de San-ta-Fe, donde el
ejército castellano se desesperaba ante la tenaz resistencia de los moros de Granada,
fue tomado por espía de Boabdil, a lo que contribuía no poco el extraño disfraz que
para aquella época constituían su americana y sus pantalones con boca de trabuco.
Afortunadamente el políglota no perdió la serenidad; y acordándose de lo
beneficiosos que podían serle los conocimientos adquiridos en la cátedra de historia,
pidió ser conducido a presencia de la reina a fin de hacerle revelaciones importantes.
Acompañada estaba doña Isabel de su esposo don Fernando, del cardenal Ximénez y
de sus primeros capitanes; y todos, menos la augusta señora, sostenían el parecer de
levantar un sitio en que se enterraban la paciencia de los sitiadores y los fondos del
erario, cuando Benjamín haciendo irrupción en la tienda:
—¿Qué es levantar el sitio? —exclamó con alientos de profeta.
E inclinándose al oído de la reina añadió en voz baja:
—Hoy 2 de Enero de 1492, día de viernes, como aquel en que el Redentor de los
hombres derramó en el Calvario su preciosa sangre, y a las tres, hora precisa en que
el Verbo encarnado exhaló su postrer suspiro, el pendón de Santiago y el estandarte
real ondearán en la torre de la Alhambra.
Doña Isabel palideció; los cortesanos que la rodeaban, recelando algún desafuero,
echaron mano a sus espadas; y no lo hubiera pasado muy bien el maestro de lenguas
si los añafiles moros mezclándose con la trompetería cristiana no hubieran traído con
sus ecos una pausa salvadora.
—¿Qué ocurre? —preguntó el rey al ver aparecer en la tienda al conde de
Cifuentes llevando en el semblante impresa la alegría.
—Ocurre, señor —dijo el noble caballero— que Boabdil acaba de rendirse; y que
para que los vencedores puedan entrar en Granada con entera seguridad, el vencido
envía en rehenes al campo de Castilla a sus hijos con seiscientos hombres de armas al
mando de dos de sus más esclarecidos jefes.
Un grito de asombro se escapó de todos los pechos.
—¿Quién eres tú? —preguntó la reina casi prosternándose atónita ante el que en
su fe bendita tomaba por aparición celeste.
—Un pobre mortal —respondió Benjamín— que os pide por toda recompensa

www.lectulandia.com - Página 91
que le dejéis seguir libremente su camino suministrándole un bocado de pan con que
aplacar su hambre.
Tan limitada exigencia acabó de ratificar el juicio que doña Isabel formara del
profeta; y sin atreverse a insistir en premiarle con dádivas humanas, ella por sus
propias manos le aderezó unas alforjas henchidas de rico jamón de las Alpujarras y
rebosando de pan del mejor candeal de Castilla, amen de una cantimplora de vino de
Aragón del que, para el servicio de la mesa de don Fernando, custodiaban en el
repuesto los despenseros de campaña.
Ya se disponía Benjamín a abandonar la tienda, cuando la soberana llamándole
aparte y con las manos cruzadas en ademán de súplica:
—¿Qué puedo hacer —le dijo— para felicidad de mis vasallos y esclarecimiento
de mi trono?
—Dad oídos, señora —le contestó el políglota— a un genovés que vendrá a
ofreceros un mundo.
—¿A Colón? —preguntó la reina admirada—. Ya le he visto; pero si aseguran que
es un loco! Además, mi tesoro está exhausto.
—Vended vuestras joyas si es preciso. Él centuplicará su valor creando vicios
para la humanidad.
Y así diciendo entregó a la reina una breva de Cabañas a la que la pobre señora
daba vueltas entre sus dedos sin explicarse su virtud.
—¿Y qué es esto? —se resolvió a inquirir al cabo.
—¡Humo! —exclamó Benjamín, y desapareció.
Y en efecto, dos años después, corriendo en busca de otro rumbo para las Indias
orientales, volvía Colón de América con un nuevo mundo para España y una
infinidad de estancos para las viudas de militares pobres.

www.lectulandia.com - Página 92
El segundo descenso que en busca de vitualla hizo Benjamín a la tierra, veinte
horas más tarde o sea en las postrimerías del siglo XI no ofreció nada de notable. No
así el que después de un período equivalente verificó en el año 696 a la ciudad de
Rávena al declinar la tarde de un domingo.
Esta villa, como saben todos, era a la sazón la residencia de los exarcas que
dirigían los destinos de la parte de Italia sometida al poder de Bizancio. Gobernada
por las instituciones municipales del Bajo-Imperio, estaba distribuida en escuelas
para las milicias urbanas; pero una bárbara costumbre tenía allí lugar. Los días de
fiesta, jóvenes y viejos, niños y mujeres, cualquiera que fuese su condición, salían de
la ciudad y, divididos en bandos, se libraban a unas pedreas de que resultaban
siempre heridos y muertos. Gozoso volvía Benjamín de un convento en que, gracias a
los harapos de mendigo que se había colgado, recibiera abundantes provisiones; y
dirigiéndose iba hacia su vehículo, cuando una desaforada gritería y una multitud de
gente que avanzaba en precipitada fuga le dieron a comprender, compulsando fechas
y según lo que en Agnelli había leído, que atravesaba aquel histórico momento en que
los de la puerta Tiguriana, vencedores de los de la poterna de Sommovico, los
persiguieron hasta dar cuenta de la mitad del opuesto campo.
—Esto no reza conmigo —dijo para su capote el viajero, y se echó a correr a
campo traviesa; pero los guijarros llovían con tal profusión que a fin de acelerar su
marcha no titubeó en apoderarse de un burro lombardo que pacía en una pradera y
cuyos lomos oprimiendo sacó al escape. Desgraciadamente una piedra salida de una
honda tiguriana hirió con tan mala suerte a su cabalgadura que, dándole de lleno en

www.lectulandia.com - Página 93
un corvejón, le rebanó la pata por entero sin que al reponerse de la caída pudiera el
jinete dar con el miembro mutilado que deseaba conservar como recuerdo de aquel
drama cuyo fin, según diremos de paso, fue el siguiente: Vencidos los de la poterna
simularon una reconciliación; e invitando a un festín a los de la escuela Tiguriana, los
degollaron a todos arrojando sus cadáveres en las cloacas. Los traidores fueron
ahorcados, sus muebles consumidos por el fuego; y, allanadas sus viviendas, el área
en que se alzaban fue conocida en adelante con el nombre del barrio de los asesinos.
Restituido milagrosamente Benjamín al Anacronópete, compartió su pitanza con
Clara y con Juanita que desde la desaparición del ejército no salían de su cuarto en el
que la aflicción las tenía relegadas; propinó algunas yerbas saludables que había
cogido para don Sindulfo y emprendió su marcha hacia el celeste imperio. Pero al
abrir su armario para hacer unas apuntaciones en el diario de bordo ¿qué creerán mis
lectores que encontró dentro? Pues nada menos que la pata del burro hirsuta y
sanguinolenta ocupando en el casilicio el lugar del famoso hueso que el desgraciado
comprara en Madrid a peso de oro tomándolo por una canilla de hombre fósil
descubierta en las inmediaciones de Chartres.
Por fin sonó el año 220 en el cuadrante del tiempo relativo y, haciendo alto el
coloso en los arrabales de Ho-nan, la esperanza de hacerse dueño del secreto de la
inmortalidad borró el desengaño antropológico de que jamás hizo mención Benjamín
a sus compañeros de viaje.
Repuesto ya don Sindulfo de su acceso, aunque con la razón no muy conforme,
como se verá por el curso de los acontecimientos, y entregadas las muchachas a esa
obediencia pasiva que es la indiferencia del dolor, dispusiéronse todos a penetrar en
la corte de Hien-ti, no sin que previamente cohonestara el políglota la desaparición de
las francesas con una insurrección a bordo que le había puesto en el caso de
desembarcarlas según sus deseos.
Nadie le hizo observación alguna sobre el particular.
Clara y Juanita sentían el corazón muy lacerado para ocuparse de otra cosa que de
su desgracia, y el sabio por su parte, silencioso como un marmolillo, sólo tenía puesta
su imaginación en su proyecto, que era desembarcar en una época de oscurantismo y
de autocracia donde la arbitrariedad de las leyes le permitiera obligar a su pupila a
llamarse su esposa.
La ciudad estaba desierta. La primera emperatriz habla fallecido la noche antes, y
el luto nacional, según el edicto del emperador, prohibía a todo hijo del celeste
Imperio salir de sus viviendas ni abrir puertas ni ventanas en el transcurso de cuarenta
y ocho horas.
Llegados los viajeros a los muros de Ho-nan e interrogados por el jefe de la
guardia acerca de sus designios, Benjamín, que era el intérprete de la expedición, le
expuso sus deseos de ser recibidos en audiencia por el emperador Hien-ti. El traje de
los excursionistas, los rasgos fisonómicos de la raza europea, la vigilancia que se le
tenía prescrita y la sospecha de que los anacronóbatas pudieran ser sectarios de los

www.lectulandia.com - Página 94
Tao-ssé, tan perseguidos a la sazón por el partido de los letrados dueños del poder,
hicieron parar mientes al oficial, y creyendo servir con ello la causa de su monarca,
dispuso que, escoltados por su gente y con los ojos vendados, fueran conducidos a la
presencia del emperador.
Obtenida la venia del monarca, los viajeros, no sin gran susto aunque
tranquilizados por la erudición de Benjamín que se esforzaba en persuadirles de que
en la conducta del jefe de guardia no había malevolencia sino cumplimiento del ritual
observado en la corte china, se encontraron delante de Hien-ti.
Era este soberano un hombre corrompido, de condición viciosa, en quien la sed de
placeres no bastaba a saciar el insultante lujo de que se rodeaba a costa de sus
abyectos vasallos. El palacio o yamen que habitaba y del que tomó copia el príncipe
Tchao para construir el suyo en Yé un siglo más tarde, era de una suntuosidad
indescriptible. En sus muros no se veía sino mármol y en sus techos resbalaban los
rayos del sol sobre la tersa superficie de los barnices y las lacas. Las campanillas que
colgaban de los cornisamentos eran de oro; de plata las columnas que sostenían el
entablamento, y toda suerte de piedras preciosas esmaltaban los cortinajes que
cubrían las puertas.
Las más hermosas mujeres, así de la clase mandarina como de la plebe, lo
habitaban con más de diez mil personas que entre astrólogos y artistas formaban el
séquito del emperador. Mil doncellas montadas en corceles ricamente enjaezados le
servían de guardia y le acompañaban en sus excursiones, cuando no se hacía llevar en
un ligero carruaje tirado por corderos adiestrados que se paraban allí donde una de las
cinco mil actrices destinadas a la voluptuosidad de Hien-ti, ofrecía a los rumiantes
pastos frescos para detener su carrera y lograr la insigne honra de que el monarca se
reposase en sus brazos.
Apenas los viajeros se presentaron en la estancia en que los aguardaba Hien-ti,
éste no pudo reprimir un movimiento de sorpresa, arrancado por la hermosura de
Clara. Dominándose no obstante por el decoro que le imponía su condición de viudo,
contentóse con cruzar una mirada de inteligencia con su primer ministro Tsao-pi;
quien a su vez, y tal vez por adulación hacia su amo, hizo un gesto significativo
contemplando a Juanita como quien dice: «Pues esta otra tampoco me parece a mi
costal de paja».
Nos llevaría tan lejos la descripción del ceremonial empleado en la entrevista y el
extraño estilo usado por los interlocutores que, para dar una idea de ambos, haremos
un resumen de lo que el historiador Cantú y otros sinólogos cuentan sobre el
particular; advirtiendo de paso que estos usos siguen practicándose hoy en China casi
en absoluto, pues sabido es que el estacionamiento constituye la base de su carácter.
«La cortesía artificial de los chinos —dicen los que de relatar estas ceremonias se
han ocupado— se manifiesta en todos sus actos, en sus visitas sujetas a
reglamentación, en el modo de colocarse en ellas según la categoría, en su manera de
andar y en sus interminables cumplimientos. Jamás emplean el yo personal en la

www.lectulandia.com - Página 95
conversación; dicen, sí, vuestro criado; o si el rango lo exige, vuestro indigno y
humilde esclavo. No dirigen la palabra a nadie sin tratarle de muy noble señor. Su
país es vil, miserable y abyecto, lo mismo que sus presentes por suntuosos que los
hagan; al paso que cuanto pertenece al señor a quien hablan es digno de la
consideración más elevada. En sus visitas todo esta prescrito por el código de la
etiqueta, que tiene fuerza de ley, y el que descuidase la menor de sus prescripciones
inferiría al otro un insulto, quedaría deshonrado y hasta se haría acreedor a un
castigo. Los embajadores europeos quedaban antes sometidos a cuarenta días de
aprendizaje y eran examinados por el tribunal de los ritos; transcurridos los cuales, si
cometían algún yerro ante el emperador, eran responsables de él sus institutores».
«Cuéntase que un duque de Moscovia rogó al emperador en sus credenciales que
dispensara a su enviado si, falto de práctica, caía en alguna falta venial; y que el Hijo
del cielo dando sus pasaportes al plenipotenciario, contestó en estos términos al
soberano moscovita: Legatus tuus multa fecit rústice».
«Pero no es solamente en la corte donde se procede así; todo chino que desea
hacer una visita a otro, sea letrado o mercader, hace presentar por el criado que le
precede una tarjeta (tie tsée) con su nombre y sus cumplidos, en la que se lee por
ejemplo: El amigo tierno y sincero de su señoría, o el discípulo perpetuo de su
doctrina se presenta para hacerle su reverencia hasta el suelo.
»Si el visitado le recibe, la silla o litera entra a través de los patios hasta la sala de
recepción. Llegado a ella el ceremonial marca uno por uno los saludos que deben
hacerse, las conversiones a derecha y a izquierda, las cabezadas, la súplica de pasar el
primero y el no aceptarlo, la reverencia que el amo de la casa tributa al sitial
destinado al huésped que éste no ocupa sin que aquel le limpie antes el polvo con sus
vestidos. Siéntanse por fin con la cabeza cubierta, pues lo contrario sería irreverente,
y empieza la conversación cuidando mucho de llamarse viejos, refinamiento
exquisito de amabilidad y buena educación. En seguida se sirve el té para el cual hay
también su manera de ofrecerlo, de aceptarlo, de llevárselo a la boca y de
devolvérselo al criado. Al despedirse, media hora bien contada se pierde en palabrería
vana de la que tienen a provisión un buen repuesto. Si uno dice una galantería, fei sin
responde el otro, es decir: Prodiga usted su corazón. El menor servicio le vale a uno
un Siepu-tsin. (Mi gratitud no puede tener fin.) Favor pedido va siempre acompañado
del indispensable te-tsui (¡Qué gran pecado tomarme tamaña libertad!) La alabanza
no se recibe sin protestar Ki can. (¿Cómo poder creerlo?)
Y el postre de toda comida es esta frase del anfitrión: «Yeu-mau, tai-man. (Mal te
hemos recibido, mal te hemos tratado.)»
«El amo de la casa sale a la puerta para ver subir en la silla a su amigo. Este
asegura que no lo hará nunca en su noble presencia: y después de un canje de
instancias y de negativas, aquel se retira y el otro se mete en la litera; pero aún no se
ha sentado cuando el primero llega a la carrera para desearle feliz viaje. El huésped le
devuelve sus saludos, insiste en no marcharse sin que el amigo se retire, y aunque el

www.lectulandia.com - Página 96
amigo dice que allí permanecerá clavado hasta perderle de vista, el buen tono
aconseja que al cabo sea él quien después de muchas dificultades ceda y se aleje.
Parte el huésped, y apenas ha dado unos pasos, cuando el que lo recibió sale a la
puerta para darle el adiós último al que el otro responde por gestos sacando la cabeza
por la ventanilla; hasta que al fin logra llegar a su casa, y a los dos minutos un criado
del anfitrión viene a enterarse de su salud de parte de su amo, a darle las gracias por
su visita y a hacer votos para que se repita en breve».
Enterados de estas minuciosidades, demos cuenta en nuestro estilo usual de la
interesante entrevista que los cuatro viajeros tuvieron con el emperador Hien-ti y con
su primer calado, en el palacio de la corte de Ho-nan.

www.lectulandia.com - Página 97
CAPÍTULO XIII
La Europa del siglo XIX ante la China del siglo III

www.lectulandia.com - Página 98
L espectáculo de tantas maravillas acumuladas no pudo menos de sacar
de su estupor a Clara y a Juanita; especialmente a la última que, si bien
no logró reconquistar su buen humor, empezó a hacer uso de la palabra.
—Oiga usted —preguntó dirigiéndose a su amo—. ¿Pues no dicen
que los chinos llevan coleta? ¿Cómo es que estos son rabones?
—Porque los celestiales —le contestó don Sindulfo— conservaron su integridad
capilar hasta el siglo XVII en que, vencidos por los tártaros mandchures, éstos les
obligaron a dejarse crecer en la cabeza un como rabo de perro en señal de esclavitud.
—Me lo estudiaré —dijo gravemente la de Pinto, sentándose a una indicación del
calado.
Terminado el ritual de las salutaciones, el emperador interrogó a los viajeros
acerca de su origen y del objeto que los conducía a su presencia; a lo que Benjamín
respondió que eran habitantes de la región occidental; que vivían en una época mil
seiscientos años posterior a la suya, y que, poseedores del secreto de retrogradar en
los siglos, acudían a Ho-nan para inquirir el principio de la inmortalidad predicado
por los Tao-ssé y poder, perfeccionándolo, abrir al hombre las puertas del porvenir
como ya le tenían abiertas las del pasado.
Hien-ti cruzó con su valido una mirada de inteligencia. Para ellos era indudable
que los excursionistas pertenecían a la secta derrotada de los embaucadores que con
tan inverosímiles relatos trataban sin duda de alucinar a la corte y al pueblo, para
renovar las luchas de los gorros amarillos. Su sentencia de muerte estaba tácitamente
dictada desde aquel instante, si bien el arrobamiento con que contemplaba las
facciones de ambas doncellas parecía presagiar en su favor una conmutación de la
pena capital.
—¿Y qué pruebas podéis aducir que nos den testimonio de vuestra veracidad? —
adujo el monarca a fin de conocer los subterfugios de que los impostores pensaban
servirse para cohonestar sus afirmaciones.
—Señor —repuso Benjamín—. Tarea fácil ha de sernos la de convencer a V. M.
con sólo presentarle alguna pequeña muestra de los progresos operados por la
civilización en los diez y seis siglos que nos separan, y de que tan buen uso puede
hacer el imperio, ya apropiándose los realizados en otras naciones, o ya
anteponiéndose en su descubrimiento a los que, en centurias muy posteriores a la que
atravesamos, llevó a cabo la China.
—En efecto —dijo Hien-ti con una sonrisa de incredulidad—. Si la cosa es como
aseguras, bien merece tomarse en cuenta. Haznos admirar esas maravillas de la
civilización.
Benjamín no se hizo repetir la orden; y, echando mano a un saquito de noche que
a prevención llevaba provisto de multitud de zarandajas, empezó a vaciarlo con el
orgullo de un hijo del siglo XIX que, engreído con las conquistas de su época, cree
poder burlarse impunemente de sus antecesores, a quienes, después de todo, debe la
base de unos conocimientos que él no ha hecho las más veces sino perfeccionar.

www.lectulandia.com - Página 99
—Aquí tenéis —dijo exhibiéndolo con paternal solicitud— un vaso de bronce,
imitación del ánfora griega. Sustancia fusible desconocida en vuestro imperio, cuyas
aplicaciones os será grato saber.
—Poco a poco —replicó el emperador cortándole el discurso y llevando a
Benjamín a una puerta, ante cuyas antas se erguían dos colosales jarrones del mismo
metal.
—¡Cómo! —preguntó el políglota aturdido—. ¿No sólo tenéis idea de Ja fusión
sino que sabéis aplicarla a trabajos artísticos monumentales?
Hien-ti no pudo reprimir una carcajada; y poniendo el dedo sobre unos caracteres
chinos que por los adornos corrían:
—Lee aquí —añadió.
El atribulado viajero dio un paso atrás, producido por el asombro, al ver sobre el
cuello del vaso esta máxima: A fin de mejorar tu condición purifícate cada día; lema
perteneciente a todos los enseres del uso del emperador Chang fundador de la
segunda dinastía, y de cuya autenticidad no dejaba duda el sello de su reinado que
campeaba en el centro.
—Señores —gritó Benjamín dirigiéndose a los suyos—. Estos jarrones han sido
fundidos en el año 1766 antes de la era cristiana.
—De modo —interpuso el tutor— que según nuestra cuenta, tienen de existencia
casi treinta y seis siglos y medio.
Mordiéndose los labios por despecho arqueológico estaba aún Benjamín, cuando
descubriendo, a través de la pedrería que lo ocultaba, el fondo del cortinaje:
—¿Qué es esto? ¿También os es familiar el arte de tejer la seda?
—Tu ignorancia me asusta —le contestó el calado—. ¿No sabes que ese
descubrimiento tuvo lugar en el año sesenta y uno del reinado de Hoang-ti, época en
que dan principio para los letrados los tiempos históricos de la China y el ciclo de
sesenta años divididos éstos en 365 días y 6 horas, base de nuestro cómputo?
—Y apuesto —dijo Juanita al oír la traducción— que ese don Juan Tic era ya
viejo en tiempo de Jesucristo.
—Como que floreció 2698 años antes —replicó don Sindulfo.
—Lo que yo decía; contemporáneo de usted.
—Pase por el bronce y vaya en gracia la seda —insistió Benjamín, que no se
acomodaba a ser vencido en el certamen—. Pero a fe que esto no sabrá V. M. para lo
que sirve.
Y desdoblando un papel presentó al emperador una brújula.
Hien-ti se sonrió con el ministro; y, conduciendo al políglota a una ventana que
sobre el río caía.
—¿Ves esos barcos? —le preguntó.
—¡Con casco de hierro! —exclamó el interpelado atónito, pudiendo distinguir las
planchas del forro a través de la luz crepuscular.
—Sí; hace ya seiscientos años que no nos servimos de los buques de madera; y

www.lectulandia.com - Página 100


más de doce siglos que hacemos uso en ellos de ese aparato que tú nos presentas
como una maravilla y cuya invención sabe el cielo a quién pertenece.
Absortos estaban los dos sabios sin acertar a darse la explicación de lo que veían,
cuando un confuso tropel de gente que, gritando para abrirse camino, precedía a unos
carromatos de extraña forma, les sacó de su atolondramiento.
—¿Qué ocurre? —inquirió don Sindulfo.
—Nada importante —repuso Tsao-pi—. Algún incendio. Eso son las bombas que
van a sofocarlo.
—¡Las bombas! —prorrumpieron todos.
—Que le echen a usted un roción —dijo la de Pinto a su amo—; a ver si le
calman a usted esos ardores de la juventud.
—Pero esa invención —añadió Benjamín oponiéndose aún a la evidencia— como
la de los pozos artesianos, la porcelana, los puentes colgantes, los naipes y el papel
moneda, no datan en China, según nuestros historiógrafos, sino de los siglos octavo al
trece, y estamos a principios del tercero. Pues si bien es cierto que el sabio sinólogo
Estanislao Julien comunicó en 1847 a la academia de ciencias de París la fecha de
ciertos descubrimientos de los chinos, las épocas que cita parecen tan fabulosas que
el orgullo europeo se resiste a aceptarlas.
—¿Y qué dice de nosotros ese buen señor?
—Supone que en el siglo X de nuestra era ya poseíais el grabado y la litografía.
El emperador por toda respuesta le enseñó su retrato y el de su difunta, que,
hechos por ambos procedimientos, pendían de los muros con siete siglos de
antelación a la hipótesis de Julien.
—¿Y qué más refiere? —añadió Hien-ti.
El políglota, bajando la voz, repuso:
—Que en el siglo XI erais dueños de la maravillosa invención de Gutenberg.
Y así diciendo le alargó un periódico al monarca, explicándole al propio tiempo la
misión que venía a llenar la prensa periódica.
—¡Ah! Sí. Mi predecesor trató de permitir la publicación de una gaceta con el fin
de que todos sus vasallos pudieran convertirse en censores de los abusos del poder;
pero en vez de utilizarla ellos como instrumento de censura, la convirtieron en
palenque de diatribas e insultos, y fue preciso derogar la autorización y limitar el
permiso de imprimir a la publicación de nuestros libros sagrados.
E hizo ver a los viajeros un ejemplar de los apotegmas de Confucio que,
ricamente encuadernado, yacía sobre un velador.
Los dos sabios se abalanzaron a él con hidrofobia bibliómana; pero las sombras
de la noche eran ya tan espesas que no lo hubieran podido examinar si Tsao-pi, dando
la orden de encender las luces, no hubiera mandado entrar a unos esclavos que con
unas esponjas, empapadas en cierta substancia inflamable, llenaron de claridad el
recinto con sólo aplicar la llama a unos mecheros salientes en el muro.
—¡Gas! —fue el grito unánime.

www.lectulandia.com - Página 101


—Sí, gas —dijo tranquilamente el emperador.
—¿Pero de dónde lo extraen?
—Del seno de la tierra; de las materias fecales, cuyas emanaciones conducimos a
donde queremos merced a unos tubos subterráneos.
—Eso también lo dice Julien; pero se lo atribuye al siglo VIII. No os admire,
señor, nuestra extrañeza; pues aunque teníamos vagos indicios de vuestros adelantos,
son estos tales y tan en abierta contradicción con la decadencia y el atraso de la China
del siglo XIX, que no nos atrevíamos a dar crédito a la civilización del pasado por el
estacionamiento y hasta retroceso del presente.
—Todas las naciones que alcanzan un gran desenvolvimiento, suelen ver
desaparecer su grandeza, que utilizan otros estados nacientes —arguyó Hien-ti, no
creyendo prudente, en razón de los planes que abrigaba, decir a los viajeros que eran
unos impostores vulgares que querían hacer pasar por prodigios de supuestas edades
futuras las nociones más rudimentarias de la ciencia practicada a la sazón.
—¿De modo que habrá que tomar por artículo de fe el aserto de Julien que, con la
tinta y el papel de trapo, coloca la pólvora entre los descubrimientos del siglo
segundo, anterior a Jesucristo?
—¿La pólvora?
—Sí. Esa composición de setenta y cinco partes
de sal de nitro con quince y media de carbón y
nueve y media de azufre, atribuida en la Edad
media al monje alemán Schwartz, y que el sinólogo
en cuestión cree que fue introducida en Europa, de
la China, donde el nitrato de potasa lo da ya
preparado la naturaleza.
—Como no te refieras a los cañones, no sé qué
quieres decir. A ver si es esto.
Y tomando el emperador de una panoplia una
flecha embadurnada dé un polvo negro (que no era
otra cosa sino pólvora), a cuyo extremo inferior
había un cohete amarrado, prendió fuego a la corta
mecha que de este pendía, apoyó el rehilete en la
cuerda del arco y disparándolo por la ventana se
incendió en el espacio como una lengua de fuego,
acrecentando su marcha con la nueva fuerza impulsiva que le prestaba la explosión
del petardo en la atmósfera.
El monje alemán quedó relegado desde aquel momento a la categoría de los seres
fabulosos.
—No dudo —prosiguió Hien-ti— que todos estos procedimientos se
perfeccionarán con la marcha de los siglos; pero ya veis que esencialmente no podéis
enseñarnos nada nuevo; y la prueba es que venís a nuestros dominios en busca del

www.lectulandia.com - Página 102


secreto de la inmortalidad que se tiene por dogma entre los sectarios de los espíritus
del celeste imperio. Pues bien; no quiero que vuestro viaje sea infructuoso. Yo os
descubriré ese arcano con una condición.
—¿Cuál?
—Ayer he perdido a la emperatriz mi compañera; las leyes me autorizan a tomar
nueva esposa transcurridas que sean las cuarenta y ocho horas del luto nacional.
Mañana vence el plazo. Concededme que comparta el trono con esta linda joven.
Y acompañando la acción a la frase puso entre las suyas la mano de Clara que,
asustada, la retiró, pidiendo que la explicaran tan brusca acometida. La traducción
que Benjamín les hizo de la exigencia del monarca sublevó a la pupila y exasperó a
don Sindulfo, que en vano había puesto en las autoritarias leyes del imperio la
esperanza de ser el esposo de su sobrina.
—Dígale usted que no se ha hecho la miel para la boca del asno —argumentaba la
maritornes. Y todos, menos el políglota, se disponían a protestar tumultuosamente,
cuando la idea de poder perder la vida si se obstinaban en rehusar, sugirió a don
Sindulfo un plan conciliador.
—Finjamos ceder —dijo por lo bajo a los suyos—; y una vez restituidos al
Anacronópete, a donde pediremos que se nos conduzca para disponer los trajes de
ceremonia, nos ponemos en movimiento y que nos echen galgos.
Las muchachas asintieron a la proposición; pero Benjamín se resistía porque la
fuga le privaba del secreto de la inmortalidad tan codiciado. Sin embargo, no tardó en
avenirse aparentemente, pues abrigaba el proyecto que más tarde se verá.
Entre tanto el emperador organizaba
con su ministro la manera de
desembarazarse de los embaucadores, en
cuanto la autoridad del jefe de la familia
(tan ineludible en China para el
matrimonio) le concediese el honor a que
aspiraba.
El ritual chino prescribe que la novia
quede en su casa hasta que la comitiva
nupcial vaya en su busca para transportarla
a la del marido. Determinóse, pues, que los
viajeros volviesen a su morada de donde al
día siguiente por la noche iría a sacarla el
cortejo imperial.
Despidiéronse todos de Hien-ti y de su
ministro; y,
acompañados de una guardia de honor, para custodiar exteriormente el
Anacronópete, y de multitud de esclavos cargados de provisiones y presentes, se
encaminaron los anacronóbatas al vehículo cuya puerta abrió Benjamín entrando en

www.lectulandia.com - Página 103


él el primero.
En cuanto los servidores se hubieron retirado y los centinelas esparcido por los
alrededores del coloso, a distancia respetuosa, don Sindulfo tocando el regulador y
soltando una carcajada:
—No dirán que no los engañamos como a chinos —exclamó.
Pero de pronto quedóse pálido; el engañado era él. El aparato eléctrico no
funcionaba. Estaban reducidos a prisión.

www.lectulandia.com - Página 104


CAPITULO XIV
Un huésped inesperado

www.lectulandia.com - Página 105


RISTE, como la misma noche triste de Hernán Cortés en la víspera de la
batalla de Otumba, fue la pasada a bordo del Anacronópete por los
expedicionarios. Clara, la más digna de compasión sin duda, no hacía
sino llorar y preguntarse, en su situación desesperada, qué delito había
cometido para ser directa o indirectamente la victima expiatoria de todos los
caprichos del destino inexorable. El tutor protestaba de su buena fe en las
circunstancias presentes, puesto que su plan al acceder había sido burlar los designios
del emperador emprendiendo la fuga; pero sus buenos propósitos, que no encerraban
más que una mira egoísta, se estrellaban contra una fuerza mayor que los reducía a la
inmovilidad contra todas las previsiones de sus cálculos científicos.
—Una solución de continuidad no es la causa de la paralización, puesto que las
corrientes circulan sin impedimento; decía el sabio fundándose en las observaciones
que él y su amigo habían hecho repetidas veces en el vehículo y sin sospechar que
Benjamín pudiera hacerle traición.
—Me juego la cabeza de usted —argüía Juana a su señor— a que si llamamos a
un herrero chino nos dice en seguida en qué consiste la atascadura del carro. ¡Vaya!
Que han quedado ustedes lucidos delante de su majestad. Alumbre usted su
inteligencia, hombre, ya que, según le ha probado a usted el emperador, lleva usted
una fábrica de gas en su persona.
Don Sindulfo miraba a su amigo en demanda de consejo; pero Benjamín
permanecía mudo como todo el que tiene sobre su conciencia algún delito de que no
se arrepiente y cuya responsabilidad procura eludir con el silencio. Y en efecto, la
culpa de aquella situación era exclusivamente del poliglota. Verdad es que él ignoraba
los proyectos de Hien-ti sobre la parte masculina de la tripulación y confiaba en que
un subterfugio cualquiera restituiría a Clara al Anacronópete a fin de escapar apenas
terminase la ceremonia, pero la ciencia es tan egoísta que todo lo juzga anima vili
cuando se trata de un experimento; y la idea de perder el secreto de la inmortalidad, si
abandonaban la China del siglo III, podía más en él que las contingencias a que, si se
quedaban, exponía a sus compañeros de infortunio. Así es que entrando el primero en
el Anacronópete, como hemos visto, colocó capciosamente una jícara de porcelana
entre los conductores del fluido y el volante, con cuyo aislador perdida la corriente
eléctrica, el aparato dejaba de funcionar. Cada vez que don Sindulfo, sin sospechar la
asechanza de su correligionario, verificaba con él un reconocimiento, Benjamín,
afectando oficiosidad, se adelantaba y escabullía el pocilio con un hábil escamoteo,
volviéndolo a ingerir en cuanto el sabio, convencido de que no había ningún
obstáculo, pasaba adelante para poner en actividad el mecanismo.
Agotados todos los recursos técnicos se pensó seriamente en desertar; pero ni era
posible realizarlo con éxito, toda vez que la guardia afecta a su servicio tenía la orden
de no abandonar un instante a los viajeros sospechosos, ni aun suponiendo posible la
evasión mejoraban su precaria suerte; pues advirtiendo su ausencia, poco habían de
tardar en dar alcance a los fugitivos. Además existía otra razón poderosa para

www.lectulandia.com - Página 106


oponerse; y era que no podían abandonar el Anacronópete sin correr el riesgo de
permanecer indefinidamente a más de mil seiscientos años de distancia de su edad;
cosa que hubiera sonreído a don Sindulfo si las circunstancias locales le hubieran
permitido realizar su desideratum de imponer a la pupila su conyugal yugo.
Tomóse pues la resolución de esperar a que la Providencia les enviara con la luz
del nuevo día algún rayo de esperanza, y rendidos por la fatiga se recostaron en sus
lechos.
La noche fue larga como de dolor: cada cuarto de hora el grito de los centinelas
cortaba la monotonía del silencio interrumpido además a intervalos por unos golpes
secos como los que da el martillo sobre el clavo. El ruido parecía subir de la cala y,
temiendo alguna invasión de los celestiales, don Sindulfo y Benjamín bajaron a la
bodega; pero aunque permanecieron allí más de quince minutos, no volvieron a oír
los martillazos que no obstante se reprodujeron apenas restituidos a sus habitaciones.
—Es por este otro lado sin duda —exclamó Benjamín.
—Sí —interpuso el sabio—. Algún arco de triunfo que nos preparan.
Y absortos en sus pensamientos quedáronse ambos aguardando la aurora que no
tardó en venirlos a saludar con una sonrisa que parecía feliz augurio de esperanza.
Pero el día, sin detenerse en su carrera, seguía su curso no sólo desprovisto de todo
medio de salvación, sino devorando en cada minuto una ilusión de los viajeros.
Al anochecer espiraba el plazo de las cuarenta y ocho horas prescrito por la ley
para el luto nacional, y acto continuo la nueva emperatriz debía dirigirse al yamen a
compartir el trono con el soberano.
Desde muy temprano fue visitado el Anacronópete por la servidumbre de Hien-ti,
que, con opíparos manjares, ricos presentes y trajes de boda, a la usanza china, para
todos los expedicionarios, estaba presidida por King-seng, maestro de ceremonias de
la corte y joven simpático, de gallarda apostura, a quien todos otorgaron una
preferencia espontánea, no sé si por el sello de tristeza que llevaba en el semblante o
por las atenciones que guardaba a los cautivos.
Por fin al declinar la tarde llegaron las esclavas y los eunucos encargados de
vestir y aderezar el tocado, así de la contrayente como de su séquito, lo que quería
decir que la hora había sonado de abandonar toda esperanza. La desesperación,
último baluarte del impotente, se apoderó de los expedicionarios. Clara y Juanita
abrazadas en un rincón se resistían heroicamente a entregar sus cuerpos a aquel para
ellas fúnebre atavío. Don Sindulfo con los ojos extraviados incitaba a su amigo a que
protestase de aquella violencia en el idioma de Confucio, como él lo hacía en el más
enérgico aragonés. Benjamín, sin arrepentirse de lo hecho, empezaba a experimentar
cierta compasión por sus correligionarios; y todo era lamentos, confusión y desorden
cuando el maestro de ceremonias, mandando salir del laboratorio a la servidumbre y
tomando aparte a los viajeros:
—Desgraciados —les dijo— no temáis; yo os salvaré.
Júzguese de la sorpresa y de la alegría de los cuatro ante las palabras de King-

www.lectulandia.com - Página 107


seng, cuya traducción les iba haciendo Benjamín. Clara le estrechaba las manos, don
Sindulfo le daba gracias en latín por si las humanidades hablan llegado hasta el
celeste Imperio, y Juanita le largó un abrazo a la usanza de Pinto que casi lo derriba.
—Silencio, imprudentes —prosiguió el ángel tutelar de los desahuciados—.
Evitad que nos oigan. El emperador os ha tomado por Tao-ssé venidos a Ho-nan para
renovar las luchas de los gorros amarillos y se propone exterminaros apenas
verificada la ceremonia nupcial. Esta boda no la lleva a cabo más que para saciar un
grosero apetito, toda vez que una ley reciente le prohíbe aumentar el número de sus
concubinas.
—¡Qué horror! —balbucearon los reos.
—Sí; pero aquí estoy yo que lo sé todo.
—¿Cómo? —inquirieron los circunstantes estrechando el grupo.
—Hace como diez lunas que llegó de occidente un hombre fugitivo. Oculto en
Honam encontró medio de ponerse en contacto con la emperatriz Sun-ché, la esposa
mártir del opresor. Lo que la dijo lo ignoro; pero la augusta señora, que me honraba
con sus confidencias, me dio a comprender que aquel hombre era el que en sus
apotegmas dice Confucio que traería de Occidente la revelación de su doctrina y que,
en efecto, le había ofrecido la inmortalidad.
—¡La inmortalidad! —repitieron todos escuchando con interés creciente un relato
que justificaba la monomanía de Benjamín.
—Si —prosiguió King-seng—; para ella y para los suyos. La emperatriz me
encargó de crear prosélitos y ordenó al misterioso personaje que hiciese venir de sus
apartadas regiones algunas familias que alimentaran y propagasen sus luces. Vosotros
sois sin duda los primeros en acudir al llamamiento y yo os brindo con mi protección.
La oferta tenía demasiada importancia para que nadie se atreviera a destruir la
suposición del maestro de ceremonias; así es que viendo en ello su salvación, se
convinieron en seguirle la corriente, y sobre todo el poliglota que tocaba la meta de
sus aspiraciones.
—¿Y ese occidental dónde encontrarle? —preguntó Benjamín.
—La desgracia os persigue —adujo King-seng—. Ha muerto.
—¡Muerto! —exclamaron todos fingiendo una profunda aflicción.
—Pero vosotros proseguiréis su obra. Hace dos días el emperador, que ya miraba
a su esposa con malos ojos por creerla sectaria de los Tao-ssé, sorprendió al
extranjero en conferencia con la emperatriz; y al oír que la brindaba con la
inmortalidad, acabó por convencerse de que ambos pertenecían a la secta de los
embaucadores. Tsao-pi, su primer ministro y jefe del partido de los letrados, pidió
venganza; y, mientras el occidental era aserrado en la plaza de las ejecuciones,
anunciábase al pueblo, para el que es un arcano cuanto en palacio ocurre, que Sun-
ché había sucumbido repentinamente; pero la infeliz había sido enterrada viva en las
mazmorras del yamen por orden de su despiadado esposo.
—¡Qué inhumanidad! —arguyeron los oyentes a excepción de Benjamín que

www.lectulandia.com - Página 108


parecía absorto en profundas reflexiones.
—La indignación ha dado un grito en el pecho de todos los parciales de la
emperatriz, que aún es posible que exista, porque ese género de muerte es lento. Pero
animada o cadáver la sacaremos de su tumba, para lo cual, mis secuaces reunidos,
harán que estalle la rebelión mientras se celebre el banquete nupcial. Vosotros
desechad todo temor; yo me encargo de protegeros con mis tropas; pero disponeos al
ceremonial secundando así mis planes, pues la menor sospecha puede perdernos.
Confiad en la gente que he traído para vuestro servicio. Me obedecen con absoluta
abnegación. Andad, que la hora avanza.
La idea de una lucha con resultados desconocidos no era en verdad halagüeña
para gentes pacíficas, ajenas a los intereses del imperio; pero su situación particular
se presentaba tan erizada de peligros insuperables, que no titubearon en decidirse por
el término del dilema que les ofrecía alguna probabilidad de éxito.
Llamada la servidumbre dejáronse ataviar con todo el esplendor debido a su
rango, y aun sazonada estuvo la tarea con algunos chistes, pues no hay que olvidar
que eran españoles los que corrían tamañas contingencias.
Concluido el tocado, un ruido infernal de tamboriles, címbalos y el obligado gong
o campana china, además de multitud de linternas de caprichosa estructura que por
los abiertos discos divisaron, les anunció que la comitiva imperial llegaba a las
puertas del Anacronópete, donde se detuvo, pues el ritual prescribe que no se invada
el domicilio de la virgen.

www.lectulandia.com - Página 109


—Adelante —exclamó King-seng tomando de la mano a Clara para conducirla a
la litera en nombre del emperador.
—¡Adelante! —gritaron todos poseídos del entusiasmo que infunde la esperanza.
Y atravesando estaban la bodega para ganar el portón, cuando unos golpes secos y
repetidos obligaron al séquito a pararse en medio de la estancia.
—¿Qué es ello? —preguntó el maestro.
—¿No habéis oído? —repuso Benjamín.
—Sí. Parece que alguien llama.
Y como todos prestasen atención, los golpes se reprodujeron con mayor
insistencia.
—¿No advertís? —hizo notar Clara—. Resuenan por este lado.
—En la caja —añadió Juanita consultando con los ojos al anticuario.

www.lectulandia.com - Página 110


—¡Cómo! ¿En la de la momia? —balbuceó don Sindulfo tan asombrado como
sus compañeros.
En esto, Benjamín que había permanecido en la actitud de la meditación:
—Sí; eso es —articuló dándose un golpe en la frente.
—¿El qué? —prorrumpieron todos en coro.
—Que retrogradando hemos llegado al período en que la emperatriz aún vivía, si
bien enterrada, y mi momia no es sino la desgraciada consorte del emperador Hien-ti.
Y dirigiéndose estaba ya al sarcófago, cuando un nuevo golpe más formidable
que los otros hizo saltar los goznes de la caja, y una hermosa mujer en toda la lozanía
de la juventud salió de aquel lecho de muerte.
—¡Sun-ché! —gritaron todos los chinos reconociéndola y prosternándose ante la
maravillosa aparición.
—¡La emperatriz! —repitieron los atónitos expedicionarios.
Juanita no decía nada; pero en conciencia empezaba a sospechar que los sabios no
eran tan estúpidos como ella se figuraba.

www.lectulandia.com - Página 111


CAPÍTULO XV

La resurrección de los muertos antes del Juicio final

www.lectulandia.com - Página 112


ENGANZA! —fue la primera frase que articuló la emperatriz al verse
rodeada de los suyos.
—¡Venganza! —repitieron sus parciales aclamando a Sun-ché.
—Dejad —prosiguió la egregia dama— que bese las rodillas de la
criatura que ha velado por mi existencia.
Y sus ojos arrasados de lágrimas se posaron con gratitud en King-seng.
—No es mía desgraciadamente la honra de haber salvado vuestros preciosos días
—replicó el maestro de ceremonias que, no explicándose de otro modo la presencia
de la emperatriz en el Anacronópete, supuso desde luego que sus tripulantes, más
felices que él, habían logrado con astucia sacar de las mazmorras a la víctima
inocente de Hien-ti.
Los viajeros, aunque sabían que la momia encerrada en un sarcófago de alcanfor
de época harto remota para poder resistir victoriosamente la acción retrógrada del
tiempo, debía su resurrección a la circunstancia de no estar sometida a la
inalterabilidad, dejaron al mandarín en su creencia, tanto por lo que tenía de racional,
cuanto por lo que favorecía sus planes.
—¡Cómo! ¿Son éstos? —adujo la emperatriz al enterarse de la situación y
besando con transportes de gozo a Clara y a Juanita; con gran contentamiento de la
última que por primera vez se veía objeto de las caricias de una soberana.
—Sí; estos son los que han roto vuestras cadenas. Desgraciadamente llegaron
tarde para librar de la muerte al occidental su hermano, que como no ignoráis os
precedió en el suplicio.
—¡Pobre mártir! —articuló Sun-ché tributando un triste recuerdo al que fue su
mejor amigo.
Pero de pronto, levantando sus hermosas pupilas negras y fijándolas en don
Sindulfo y en Benjamín que, con fruición arqueológica, saboreaban aquel triunfo de
la ciencia.
—Es extraño —repuso—. Yo os he visto antes de ahora. Vuestras facciones
despiertan en mí un recuerdo vago y confuso que no acierto a precisar.
—¡Ca! No lo crea Usía —interrumpió Juana—. Si estos moscones no se separan
de nuestro lado. Son dos granos malignos que nos han salido a la señorita y a mí.
El políglota, buscando la lógica de tamaño fenómeno, supuso, y así se lo
comunicó a su amigo, que la momia al volver a la vida los habla visto en la bodega a
través de algún resquicio de la caja; pero que, expuesta a síncopes frecuentes antes de
entrar en la plenitud de la existencia, había perdido la noción del tiempo en sus
alternativas de insensibilidad, atribuyendo así a épocas remotas sucesos recientes.
Error craso, como se probará en el curso de esta inverosímil historia.
—¿Pero qué significa esta música? ¿Qué anuncian estos aprestos de fiesta? —
preguntó Sun-ché al oír unos golpes de gong con los que se daba a entender a la
comitiva que la hora avanzaba y que la paciencia del emperador tocaba a su término.
Entonces King-seng narró lo ocurrido y puso al corriente a su soberana de cómo

www.lectulandia.com - Página 113


Hien-ti, pretextando al pueblo su muerte por accidente natural, se disponía a celebrar
segundas nupcias con la extranjera a cuyos parientes había ofrecido, en cambio del
consentimiento, el secreto de la inmortalidad.
—Miente el infame —exclamó con voz de trueno la emperatriz—. Lo que medita
es vuestro exterminio; pero no lo conseguirá.
Y por un instintivo movimiento se abrazó a don Sindulfo como para defenderle de
toda asechanza.
—No hay más; la ha flechado —dijo Juana a su señorita—. A ver si así la deja a
usted de mortificar ese sinapismo.
—No lo conseguirá —replicó el maestro de ceremonias—; porque presintiendo
que aún no habíais exhalado el postrer suspiro, vuestros parciales sólo aguardan a que
dé principio la ceremonia para provocar la rebelión.
—Pues bien, marchemos; yo os guiaré al combate.
—Poco a poco —objetó Benjamín, a quien el bélico entusiasmo de la augusta
señora cercenaba las probabilidades de éxito si, vencidos en la refriega, no podía
hacerse dueño del talismán que tanto ambicionaba—. La prudencia dicta meditar bien
el caso antes de abandonarse a una aventura peligrosa.
—Sí —adujo King-seng—. Vuestra egregia persona no debe exponerse. Todo está
ya previsto para caer oportunamente sobre el tirano cuando menos lo presuma. No
por anticipar el triunfo lo convirtamos en derrota.
—Esperemos a que nos libre el arcano de la inmortalidad.
—¿La inmortalidad? —inquirió con cierto orgullo la emperatriz—. ¿Y qué sabe él
de ella? Os ha mentido. Yo sola poseo las pruebas que me dio el occidental y que he
sabido sustraer a las requisas de Hien-ti ocultándolas en lo más recóndito del palacio.
—Con doble motivo debéis proceder con cautela si vuestro objeto es recuperarlas;
pues no imagino que queráis dejar ignorada tan preciosa conquista.
—¡Oh! No. Decís bien. Es preciso aclarar ese enigma cuya solución parece
hallarse en occidente.
—¡Cómo! —interrogaron todos.
—No es este el momento de las explicaciones-continuó Sun-ché.
La noche avanza y el tirano debe estar impaciente. Seguid a la comitiva; fingid
doblegaros a los proyectos del emperador. Yo os precedo a palacio para hacerme con
las pruebas; y en cuanto la ceremonia comience en el patio del Dragón, me presento a
mis secuaces; tras breve lucha os apoderáis de Hien-ti y, libertando al pueblo de un
opresor, yo os indicaré quién debe compartir conmigo el trono de Fo-hi.
Y así hablando, lanzó una mirada a don Sindulfo que heló a éste la sangre en las
venas, y le valió el que su criada le dijese al oído:
—La suerte no es para el que la busca sino para el que la encuentra. ¡Viva don
Pichichi primero! ¡Valiente rey de bastos va usted a hacer!
Todos iban a prorrumpir en una aclamación; pero Sun-ché imponiéndoles
silencio, vistióse, para no ser reconocida, las túnicas de una esclava; y seguida de dos

www.lectulandia.com - Página 114


eunucos de su confianza absoluta, salió del Anacronópete. King-seng llevando de la
mano a Clara la condujo al palanquín; y cerrado este con llave, la música hirió el
espacio y el cortejo nupcial tomó lentamente, entre la apiñada multitud, el camino del
yamen.
Catorce patios había que atravesar para dirigirse a las habitaciones imperiales,
siendo el llamado de honor el inmediato al cuerpo del edificio. En el centro se hallaba
el dragón sagrado, monstruo fundido en bronce con las fauces abiertas rasantes al
suelo y la cola enroscada perdida en las alturas. Limitaban el área innumerables
kioskos que servían de tribuna en las grandes solemnidades para los mandarines y
dignatarios de alto rango y que formaban, por decirlo así, escolta al templete imperial
al que solo el monarca, su familia y su primer ministro podían tener acceso.
Todas estas fábricas, como el yamen que abierto a cuatro vientos se erguía en el
fondo sobre una suntuosa escalinata de mármol con adornos de jade sanguíneo,
estaban profusamente iluminadas con miles de linternas de múltiples formas y
dimensiones: ya un tulipán y una rosa robaban sus colores a la naturaleza, ya un
enorme globo a través de sus paredes hechas de arroz con toda la transparencia del
cristal, lucía figuras de movimiento. Junto a un pez de luz que agitaba sus natatorias y
coleaba, veíanse dos gallos que libraban entre sí descomunal combate. Ora eran dos
medias sandías las que luciendo su rojiza pulpa pendían de un arquitrabe, ora una
langosta la que contrayendo y dilatando sus articulaciones coronaba el vértice de un
frontón. Gomas odorantes se consumían en centenares de pebeteros; escudos de
flores simulando mariposas e insectos alados embalsamaban el ambiente. La entrada
estaba custodiada por los dioses porteros: dos gigantescas figuras de siniestra faz, de
musculatura titánica y de una riqueza indumentaria sólo comparable con su candor
artístico. La guardia de doncellas rodeaba el templete del emperador; las demás
fuerzas militares con sus arcos terciados y sus partesanas en reposo ocupaban el
segundo término. La baja servidumbre del palacio invadía el graderío.
—¿Estás seguro de lo que dices? —murmuró por lo bajo el monarca a Tsao-pi
para evitar el ser oído por sus tres concubinas oficiales que detrás de él tomaban
asiento.
—No tardaréis en convenceros ante la evidencia. La rebelión debe estallar esta
misma noche en el yamen; pero será sofocada, yo os lo juro. Los rebeldes me son
conocidos y mis precauciones están tomadas.
—¿De modo que esos impostores eran realmente sectarios de los gorros
amarillos?
—Y parciales de la emperatriz.
Aquí llegaban en su diálogo cuando la comitiva nupcial empezó a trasponer con
solemne paso el patio de honor, y a la voz de alerta cada cual se aprestó a llenar su
cometido. Linternas y banderolas componían el fondo de esta procesión terminada
por el palanquín de la desposada, a cuya puerta caminaba de vigía el maestro de
ceremonias delegado por el augusto consorte para la presentación. Don Sindulfo,

www.lectulandia.com - Página 115


Benjamín y Juana hacían uso de su derecho de rodear la litera como miembros de la
familia. Los cortesanos y la servidumbre venían detrás. Fuerzas de caballería
cerraban la marcha.
Depuesta la preciosa carga en mitad del patio, previas las rituales genuflexiones,
King-seng entregó la llave del palanquín al monarca que, saliendo al encuentro de su
futura, la condujo al templete. Acto continuo el jefe de los letrados leyó los preceptos
de Confucio sobre los deberes que contrae la mujer para con el marido; y a felicitar a
Hien-ti comenzaba en nombre de la academia cuando una melancólica canción de
ritmo particular hizo volver la cabeza a los circunstantes que, atónitos, vieron
aparecer a la emperatriz por entre las abiertas fauces del dragón sagrado.

www.lectulandia.com - Página 116


—¡Sun-ché! —exclamó toda la corte presa de sentimientos distintos.
—¡Traición! —gritó Hien-ti ante la resurrección de su victima.
Pero la extrañeza de los celestiales al recuperar a su soberana era juego de niños
ante la que experimentó Juanita al sentirse cogida de los brazos como con tenazas por
don Sindulfo y Benjamín que, con los ojos fuera de las órbitas y el pelo de punta
balbuceaban entre sacudidas nerviosas:

www.lectulandia.com - Página 117


—¡Mamerta!…
—¡Mi mujer!…
Juanita creyó que estaban locos; pero no; era en efecto que los sabios hablan
reconocido en las modulaciones de aquella cantilena el célebre e ininteligible
estribillo con que, en vida, les destrozaba el tímpano constantemente la hija del
banquero, la muda de los garbanzos, la esposa del inventor ahogada con su padre,
como recordarán mis lectores, al tomar un baño en las playas de Biarritz.
En vano buscaban en los rasgos fisonómicos de la emperatriz trazos que acusasen
alguna afinidad con la difunta. Empezando por que hablaba, todo en ella era
diametralmente opuesto; mas no obstante, aquella rara melodía ¿era posible que fuese
calcada con tan asombrosa exactitud de pausas e inflexiones por otro ser humano
nacido a más de tres mil leguas de distancia y a diez y seis siglos de separación del
primitivo ejemplar?
Los dos amigos no tuvieron tiempo de rectificar ni de ratificar sus impresiones,
porque la impaciencia de los rebeldes desbordada por el entusiasmo, les hizo
prorrumpir en un viva a Sun-ché; y antes de que los secuaces del emperador pudieran
apercibirse al combate, volvieron contra ellos sus armas. Por desgracia para los
generosos libertadores, la previsión de Tsao-pi habla hecho frotar las cuerdas con una
sustancia corrosiva; de modo que al tender los arcos aquellas se rompieron; y las
flechas en vez de salir disparadas por la tensión cayeron a sus pies dejándolos
inermes.
—¡A ellos! —gritó el calado a los suyos; y sin respetar jerarquías ni condiciones,
la emperatriz, los anacronóbatas y los insurrectos fueron ceñidos por estrechas
ligaduras y sus gritos ahogados por mordazas de cuero.
—¿Tenéis más cómplices? —preguntó el emperador a Clara, que con
desesperados esfuerzos protestaba de su inocencia.
—Advierte —añadió Hien-ti— que mis bodas no han sido más que un pretexto
para descubrir vuestros planes. Sólo la delación puede salvarte la vida. Responde.
Clara hizo un gesto negativo.
—¿Y bien? ¿Vuestras órdenes? —dijo Tsao-pi al tirano.
—Cumple con tu deber —repuso éste tras breve pausa—. Y para que mi pueblo
vea que nada me hace retroceder ante la salud del estado, comienza el sacrificio por
la emperatriz rebelde y por los encubiertos partidarios de los gorros amarillos.
Y mientras obligaban a los reos a arrodillarse delante del dragón, un pelotón de
arqueros destacándose de las fuerzas se aprestó espontáneamente a consumar la
hecatombe.
Apuntaron en efecto; pero al dar el emperador la voz de tirar, volvieron contra
éste sus armas y el feroz Hien-ti cayó sin vida en el suelo atravesado por las flechas y
bañado en sangre. Sus soldados, poseídos de la superstición de que cuando el jefe
muere, sus legiones no alcanzan jamás la victoria, emprendieron despavoridos la fuga
sin que los esfuerzos de Tsao-pi los pudieran detener, y perseguidos por los

www.lectulandia.com - Página 118


defensores de Sun-ché que libertados de sus trabas por los
arqueros corrieron a coronar su obra.
Entretanto las inocentes víctimas restituidas a la
existencia, se abrazaban entre sí, lloraban de emoción;
y por señas, pues la voz no salía del pecho, daban
gracias a sus salvadores.
—¿A quién debemos la vida? —pudo por fin articular
Clara.
—¡Viva España! —gritaron diez y siete voces. Y los
arqueros despojándose de sus vestiduras dejaron ver a los
hijos de Marte en toda la plenitud de su desarrollo.
—¡Ellos! —exclamaron sus compatriotas ante aquel
espectáculo más fenomenal que los anteriores.
—¡Tú! ¡Y de tamaño natural! —repetía Juanita sin
cansarse de mirar a su Pendencia y midiéndole la caja del
cuerpo con los brazos.
—¡Pues qué! ¿Crees tú que a mí ze me encoge el
corazón ante el peligro?
Clara estuvo a punto de desmayarse de alegría; pero
como las mujeres tienen el talento de la oportunidad, no perdió el sentido más que lo
estrictamente necesario para tener que apoyarse en el hombro de Luís. Benjamín
discurría sobre las causas del fenómeno, y don Sindulfo echaba espumarajos por la
boca vociferando:
—¿Cómo estáis aquí?
—¡Toma! ¿Puz no viajamos juntoz?
—Yo os lo explicaré —repuso la emperatriz—. Al dirigirme a palacio los vi
rondando la poterna; conocí por sus trajes que eran de los vuestros; y ellos,
comprendiendo por mis señas mis intenciones, se acomodaron a ejecutar mis planes
que eran velar por vosotros.
—Pero no es eso —gritaba el tutor cada vez más exaltado—. ¿En qué consiste
que después de evaporarse en el camino reaparecen en China en toda su integridad?
—No es este el momento de las explicaciones —adujo Benjamín, temiendo
alguna nueva complicación—. ¿Traéis las pruebas de la inmortalidad?
—Sí —repuso Sun-ché.
—Pues lo que urge es ponernos en salvo.
—¡Al Anacronópete! —propusieron todos.
—¡Si no funciona!
—¿Quién sabe? Allá veremos —objetó Benjamín, seguro de lo que anticipaba—;
lo principal es parapetarnos en sitio seguro.
Y la emperatriz, cobijándose en don Sindulfo:
—Partamos —añadió—, que ya libres del monstruo, la que fue dueña de un

www.lectulandia.com - Página 119


imperio podrá abandonarse a la irresistible atracción que por ti siente y tendrá orgullo
en llamarse tu esclava.
No le faltaba al sabio más que aquella declaración a quemarropa para acabar de
perder el juicio; y hubiera cometido alguna inconveniencia en el estado en que se
hallaba su razón, si el chocar de las armas no hubiera acusado la proximidad del
enemigo y la precisión de huir. Colocaron pues a las damas entre las filas del sexo
fuerte, y unos abandonados a su legítimo gozo y alguno a su desesperación, tomaron
todos el camino del Anacronópete al que llegaron sin contratiempo.
Para terminar los anales de la contienda civil entre los Tao-ssé y los letrados,
diremos, que vueltas de su estupor las huestes de Hien-ti, concluyeron por vencer a
los parciales de Sun-ché desanimados ante la desaparición de su soberana y sin un
jefe que los condujera al combate. Tsao-pi, viendo huérfano el trono, subió sus
gradas, se ciñó el sombrerete y fundó la séptima dinastía de los emperadores,
conocida en la historia con el nombre de los Ouei.

www.lectulandia.com - Página 120


CAPÍTULO XVI

En que todo se explica complicándose todo

www.lectulandia.com - Página 121


A situación a bordo había cambiado completamente. Las muchachas
bailaban en un pie ante un aumento de tripulación tan inesperado como
de su gusto, y la misma emperatriz no ocultaba a nadie el contento que le
producía su viudez. Los milites arrullados por Cupido perdían la
memoria de sus pasadas desventuras; y Benjamín, próximo a tocar su desideratum,
bendecía las circunstancias que le colocaban en el caso de dar cima a su obra sin
entorpecimiento alguno, puesto que de hecho él se hallaba convertido en jefe de la
expedición.
Y efectivamente; desde el punto en que entraron en el Anacronópete, don
Sindulfo, que no había desplegado sus labios por el camino, se dejó caer en una silla
víctima de un abatimiento alarmante. Tan pronto su mirada se clavaba en el suelo en
la actitud del hombre que medita, como sus ojos desencajados erraban de uno a otro
de sus compañeros, brillando con el siniestro resplandor de la amenaza. Cien ideas
confusas se disputaban el paso por las inyectadas venas de su frente, en cuyas
pulsaciones, alternativamente regulares y febriles, podía leerse ya el planteamiento de
un teorema en demanda de una explicación científica para tantos fenómenos
incomprensibles, ya los arrebatos de la ira caminando ciega de los celos a la
venganza.
—Me parece que a don Pichichi se le ha aflojado algún tornillo del Capitolio; —
dijo Pendencia observando como los demás el estado del tutor.
—Y a usted también se le desmorona el cimborio —adujo Juanita encarándose
con Benjamín—. Figúrense ustedes que hace poco, cuando los chinos querían
mecharnos, estos dos señores han creído reconocer a la difunta de don Sindulfo que
requiescat. Habráse visto despropósito mayor?
—En cuanto a eso, hablaremos más tarde —contestó el políglota un si es no es
picado. No por desconocer las causas hemos de negar los efectos de las cosas.
—¿Cómo?
—En este viaje inverosímil lo lógico es tal vez lo absurdo. Demos tiempo al
tiempo.
En aquel momento oyeron un penetrante grito y vieron a Sun-ché que, asida por
el brazo, hacía esfuerzos para desprenderse de las férreas y convulsas manos de don
Sindulfo. La infeliz, llevada de su instintivo amor hacia el sabio, había querido
prodigarle una caricia, y el pobre loco la habla recibido como algunos cuerdos
reciben a la mujer propia, por la sola razón de serlo. Pero la víctima, cediendo a una
convulsión nerviosa, agitaba los remos que le quedaban libres, con tan mala suerte
para el presunto marido, que a más de algunos puntapiés en las espinillas se llevó
desde la boca a la nuca una colección de redobles a puño cerrado, en que las narices,
como punto más saliente, no fueron las menos favorecidas.
—¡Es ella! ¡Es ella! —exclamó don Sindulfo soltándola por fin, y corriendo
despavorido al lado de su familia—. ¡Es Mamerta! ¿Recuerda usted que tampoco
podíamos contrariarla sin que sufriésemos las consecuencias de sus crispaciones, con

www.lectulandia.com - Página 122


lo que conseguía hacer siempre su voluntad?
—Calma, amigo mío, calma —repetía Benjamín no menos absorto que el tutor
ante la analogía de la soberana con la hija del banquero zamorano. Mientras no nos
expliquemos racional o científicamente cómo una mujer española y del estado llano,
ahogada en el siglo XIX, puede ser una emperatriz china del siglo tercero, estamos en
el caso de suponerlo todo pura coincidencia.
—Pero, hombre de Dios —arguyó Juana—: si eso es achaque de cada hija de
vecino; la gramática parda del sexo. Y yo misma, si no hubiera usted sido mi señor,
del primer ataque que me tomo cuando nos sacó usted de París, le deshago a usted el
depósito de la sabiduría.
—¡Y los cazcoz zon para ello! —repuso Pendencia haciendo notar los puños que
Juanita crispaba.
—¿No tendría la difunta alguna especialidad más marcada a cuyo cotejo someter
a la emperatriz por vía de prueba? —preguntó el capitán de húsares participando de la
extrañeza general.
—Piénselo usted bien —insistió Clara.
Don Sindulfo recogió un momento sus ideas, y después de reiterados esfuerzos:
—Sí —exclamó dándose un golpe en la frente y sacando del reverso de la solapa
una aguja que enhebrada tenía siempre a prevención para ensartar papeletas del
catálogo.
Y antes de que los circunstantes pudieran inquirir su propósito, dirigióse a donde
Sun-ché se hallaba descansando del accidente.
—Cósame usted esto —dijo arrancándose bruscamente un botón de la levita, y
presentándoselo a la emperatriz, a quien miraba de hito en hito para no perder detalle
del experimento.
La buena señora que, no entendiendo nada de lo que ocurría en torno suyo,
comenzaba a aburrirse, echó mano al botón considerándolo un objeto de curiosidad;
pero al ver el arma de costura dio un penetrante grito, y doblando la cabeza sobre
el pecho quedó desmayada en la silla; circunstancia que, como dijimos al comienzo
de este relato, era peculiar de la organización de la muda y que Benjamín, lívido de
estupor, refirió a los atónitos viajeros.
—No hay duda, no —gritaba don Sindulfo retorciéndose como una culebra—; el
mismo horror a las agujas enhebradas que no la permitió zurcirme nunca un par de
calcetines.
—Se conoce que la banquera era catedrática en holgazanería —arguyó en voz
baja la doméstica; mientras el atribulado don Sindulfo, pronunciando frases
incoherentes, golpeando cuanto en el camino encontraba, y echando espuma por la
boca y fuego por los ojos, se dirigió frenético a su gabinete en busca de una solución
para aquel problema.
Todos se precipitaron tras él; pero la puerta, cerrada con estrépito, les cortó el
paso. Entonces se resolvieron a prestar algún auxilio a la emperatriz; precaución que

www.lectulandia.com - Página 123


fue inútil, porque la augusta dama, como si se lo hubiesen soplado al oído, en cuanto
la aguja desapareció, se quedó más buena que antes.
—Supongo —dijo Luís al políglota— que en el estado en que está mi tío no le
confiará usted el rumbo de la expedición.
—¡Dios me libre! Podría hacernos víctimas de su enojo —adujo Clara.
—Con ece arriero eztamoz ceguroz de volcar.
—Descuiden ustedes —objetó Benjamín—. Me interesa demasiado el asunto para
confiar la derrota a un demente.
—¡Cómo! ¿Ha perdido el juicio? —preguntaron los demás.
—Mucho me lo temo. Con todo, no desespero de salvarle. Confíen ustedes en mí.
E invitando a Sun-ché a acercarse al aparato de la inalterabilidad, en tanto que los
viajeros hacían comentarios sobre la situación, la descargó unas corrientes que
debieron contrariarla también a juzgar por las sacudidas nerviosas que llovieron sobre
el occipucio del anticuario. Acto continuo separó el aislador que entorpecía la acción
del volante; y elevando el vehículo a la zona atmosférica en que debía tener efecto la
locomoción, hizo parar en seco el Anacronópete exclamando:
—Ahora sepamos a dónde nos dirigimos.
—¡A París! —fue el grito unánime.
—Juzto; a Pariz para encerrar al zabio en un manucordio y hacer que a nozotroz
noz eche el cura el garabato nuncial.
—Antes —objetó Benjamín— veamos si el principal objeto de nuestra
expedición se ha logrado satisfactoriamente.
—¿Cuál?
—La posesión del secreto de la inmortalidad que nos ha ofrecido la emperatriz.
Instada ésta a explicarse, sacó un pergamino en el que había trazado por una
mano experta el plano de una ciudad.
—¿Qué es esto? —preguntó el ansioso arqueólogo temiendo un desengaño.
—Algún pellejo de zambomba de la adoración de los pastores en el Portal de
Belén —dijo Juanita.
—¡Pero la fórmula! —volvió a insistir impaciente Benjamín apremiando a Sun-
ché.
—El occidental no tuvo ocasión de iniciarme en ese misterio, sorprendido como
fue por mi tirano esposo; pero al encarecerme la eficacia de su principio, me
manifestó que las pruebas de la inmortalidad habían sido enterradas por uno de sus
antecesores en Pompeya, debajo de la estatua de un emperador, marcada en el
pergamino con un círculo rojo.
—Sí, aquí está —interpuso Benjamín señalando en el papiro una mancha circular
bajo la que en correcto latín se leía: «Efigie pétrea de Nerón».
—Parece ser —prosiguió la emperatriz— que el conocimiento de esta
circunstancia pasó tradicionalmente por varias generaciones sin que nadie se atreviera
a evidenciarlo; hasta que el intrépido mártir cuya muerte sentimos, se resolvió a

www.lectulandia.com - Página 124


sacarlo a luz; pero acusado de profanación por habérsele sorprendido en el instante en
que se disponía a zapar la estatua, consiguió a duras penas evadirse de la prisión y
llegar a mis dominios donde tuve la fortuna de conocerle. Una expedición secreta a su
patria estaba ya decidida para hacerse con el misterioso talismán, cuando el fin que
todos sabéis ha venido a destruir nuestros proyectos.
—Aún vive quien los secundará —dijo Benjamín con los ojos centelleantes de
entusiasmo. Y dirigiéndose a los suyos—: A Pompeya —añadió.
Algunas protestas levantó aquel grito; pero la felicidad es tan complaciente y era
tan natural el deseo de los viajeros de hacer una excursión por el pasado, libres ya de
los riesgos que hasta entonces habían corrido, que aplacados los murmullos,
Benjamín orientó el vehículo y poniéndolo en movimiento, hizo rumbo hacia la hija
tan feliz como mimada del risueño golfo de Neápolis.
Las siete horas que habían de tardar en recorrer los ciento cuarenta y un años que
separaban a los anacronóbatas del principio del tercer siglo al último tercio del
primero, no eran intervalo para que se aburriesen unas personas que tanto tenían que
contarse y tantas curiosidades que admirar. Capitaneados pues por Juanita, los
neófitos pusiéronse a girar una visita de inspección al Anacronópete en tanto que
Benjamín, normalizada relativamente la situación, buscaba la causa de aquellos
efectos fenomenales.
Lo primero que trató de explicarse es la aparición de los milites evaporados.
Retrogradó por consiguiente en sus pensamientos, y a fuerza de hombre lógico, se
dijo que si la consecuencia era anómala, el origen tenía que ser necesariamente
irregular. Ahora bien: ¿qué circunstancia extraordinaria habla ocurrido durante la
navegación? Al momento le vino a las mientes el impulso retroactivo que él mismo
imprimió al Anacronópete poco después de la catástrofe de los riffeños, cuando
creyendo caminar hacia el pasado estuvo haciendo rumbo al presente hasta llegar a
Versal les en la víspera del día de partida. La luz estaba hecha y las tinieblas
disipadas: la deducción no tenía vuelta de hoja.
Y en efecto, si mis lectores recuerdan el incidente del ochavo moruno (que,
perdido por un kabila, se aniquiló en cuanto traspuso el instante en que fue acuñado,
pero que volvió a cobrar forma apenas el Anacronópete, marchando hacia el presente,
rebasó el minuto de la acuñación), comprenderán que el fenómeno de la resurrección
de los hijos de Marte obedecía a la misma causa. Evaporados ál retrogradar, habían
perdido su forma humana, obra del tiempo; pero su espíritu inmortal no había
abandonado el Anacronópete, como el grano de trigo oculto en la gleba no deja de
existir en el terruño aunque invisible hasta la germinación. Así es que, cuando en su
marcha hacia el hoy, sonó en el vehículo la hora del nacimiento de los soldados, la
envoltura de carne acudió al llamamiento cronológico; y el germen, rompiendo la
tierra, dejó ver el tallo para ser robusta caña y volver a tomar las proporciones dé su
espiga.
El cómo se sustrajeron a una segunda disolución cuando, apercibido de la falta,

www.lectulandia.com - Página 125


Benjamín reconquistó el verdadero rumbo, tiene una explicación muy sencilla. Los
soldados, que alternativamente se habían visto reducirse y desarrollarse, al recobrar
sus proporciones quisieron no volverlas a perder y escalaron el laboratorio decididos
a implorar el amparo de la ciencia;
pero al llegar al pasillo, oyeron las explicaciones que sobre la inalterabilidad
estaba dando Benjamín a las parisienses; y como el capitán de húsares tenía sus
rudimentos de física, propinóse con sus compañeros unas corrientes del fluido y
opinó muy sabiamente que permaneciendo ocultos servirían mejor la causa de las
reclusas doncellas que exponiéndose, si se exhibían, a ignotas contingencias
provocadas por los celos del tutor. Y así es cómo ocultos en sus gazaperas llegaron a
China oportunamente para evitar una catástrofe.
Apuntó Benjamín estas observaciones en su memorándum particular; pero
abstúvose muy mucho de divulgarlas, prefiriendo dejar a todos en la persuasión de lo
maravilloso a confesarse reo de ineptitud.
El segundo problema era más difícil de resolver. ¿Cómo a través de diez y seis
siglos una emperatriz china se presentaba a sus ojos con tan señaladas diferencias
físicas, pero con analogías de organización tan evidentes con aquella Mamerta
ahogada en las playas de Biarritz? Ensimismado estaba el políglota en tan metafísicos
conceptos y ya el trayecto casi tocaba a su fin sin que hubiese podido coordinar dos
ideas afines, cuando unos gritos desaforados que partían del gabinete de don Sindulfo
le sacaron de su abstracción.
—¡El loco! ¡El loco! —exclamaron los excursionistas, que al oír las voces
acudieron precipitadamente en busca de Benjamín.
—Sí. ¿Qué podrá ser?
—Algún calambre en la mollera —dijo el andaluz.
E instintivamente todos se dirigieron al cuarto; pero apenas iniciado el
movimiento, la puerta se abrió; y don Sindulfo con el traje en desorden, las manos
crispadas y la púrpura de la ira en el semblante, hizo irrupción en el laboratorio
vociferando:
—¡Maldición! —Ya di con la clave del enigma. Ya comprendo cómo Sun-ché
puede ser mi difunta Mamerta.
—¿Cómo?
—¡Por la metempsícosis!!…
Los profanos no entendían ni una palabra; pero el políglota se quedó pensativo
luchando entre la fe y la duda.
—Diga uzté; ¿y ezo ce come con cuchara o con tenedor?
—¡La metempsicosis! —prosiguió el sabio sin atender a observaciones—. La
transmigración de las almas, por la cual el espíritu de los que mueren pasa al cuerpo
de otro animal racional o inmundo según sus merecimientos en vida.
—¡Ay! —arguyó Juanita—. Pues lo que es ustedes dos, por lo chinches que han
sido con nosotros, van a parar al Rastro.

www.lectulandia.com - Página 126


—¿Es decir —interrogó el sobrino, a quien el asunto empezaba a interesar— que
la emperatriz por una serie de transmigraciones llegó en su última evolución a ser la
esposa de usted?
—Justamente. Y al retrogradar en el tiempo se nos presenta bajo la envoltura real
que tenía en esta época, como en el alto que hicimos en África pudimos —a haber
tropezado con ella— hallarla convertida en vegetal o en acémila entre los bagajes.
—Permítame usted —objetó Benjamín—. Nosotros somos cristianos y nuestro
dogma rechaza esas teorías.
—¿Y qué importa? —replicaba el demente exaltándose por grados.
—Nosotros somos católicos; pero ella es china, sectaria de Budha; luego bien
puede transmigrar según prescribe su religión. Porque ¿quién le dice a usted que la
Providencia no impone sus castigos con arreglo a las creencias que profesa cada uno?
Todos, menos Sun-ché, que estaba como en el limbo sin saber lo que pasaba,
comprendieron que el pobre doctor tenía el juicio extraviado. Sólo Benjamín, a fuer
de hombre de ciencia, entusiasmado con el descubrimiento de aquella especie de
metafísica experimental, concluyó por dar al loco la razón; que era como perder la
suya.
—Es indudable. ¡Eureka! —gritó como Arquímedes abrazando a su amigo.
—Pero si aquella no hablaba —insistió Juanita— y ésta echa cada discurso como
un diputado.
—Ezo no; porque ci zu marido no entiende lo que dice, para él ez lo mismo que ci
fuese muda.
—Además —dijo Luís sonriendo— que si entonces perdió el uso de la palabra,
tal vez fue un castigo del dios Budha por el abuso que de ella hizo acaso en una
existencia anterior.
—De modo —argumentó Clara aprovechando aquella ocasión de romper sus
cadenas— que ya cesará usted de perseguirme; porque ligado como está usted a esta
señora por los vínculos del matrimonio, ¿no pretenderá usted casarse conmigo
cuando nuestra religión proscribe la bigamia?
El doctor, al sentirse hostigado en lo que precisamente constituía su preocupación
desde que sorprendido hubo la afinidad de la emperatriz con Mamerta, estalló al ser
argüido de aquel modo por Clara, y de la monomanía pacífica pasó al vértigo furioso.
—¿Desistir yo de un cariño al que he consagrado todas las fuerzas de mi vida, mi
actividad, mi inteligencia? —decía apretando los puños y haciendo rodar los ojos en
sus órbitas—. ¡Oh! Nunca.
—¡Que muerde! —interrumpió Pendencia separándose por precaución, como los
demás, del delirante sabio que persiguiéndolos añadía:
—No. Si el destino me es adverso, lucharé contra el destino; pero serás mi mujer
aunque para ello tenga que ir hasta el crimen.
—Es inútil —repuso la atrevida Maritornes—. Si aunque nos degüelle usted, aquí
los muertos resucitan.

www.lectulandia.com - Página 127


—Pues bien, pereceremos todos. Es preciso acabar con esta situación.
—¿Cómo?
—En la cala hay diez barriles de pólvora; les aplicaré una mecha, y ni rastro
quedará del Anacronópete.
—No cea uzté bárbaro.
—Tranquilícense ustedes —exclamó Benjamín recordando el incidente que en
diversas ocasiones le obligó a descender a tierra en busca de vitualla en su trayecto de
África a China—. Las provisiones, sometidas a la inalterabilidad, resultan ineficaces
para su uso, según prácticamente he observado.
—¡Ignorante! —interrumpió el loco recobrando por un momento su lucidez.
—¿Qué?
—Arrojando nuevo fluido sobre los cuerpos para que las corrientes anteriores se
pongan en contacto con las nuevas y formen una sola, no hay más que dar vueltas a la
inversa al disco del aparato transmisor para recogerlas todas y, neutralizadas,
devolver a las provisiones sus propiedades específicas.
—Bueno es saberlo; pero estamos perdidos.
—Hay que inundar la Zanta Bárbara.
—Corramos.
—No, no temáis —interpuso el tutor pasando, para detenerlos, de la amenaza a la
súplica—. Una voladura acabaría con todos, y yo no quiero que ella muera. Respetaré
sus días. Pero vosotros —añadió dirigiéndose a los militares y a la emperatriz, y
volviendo a la exaltación con más fuerza que nunca— preparaos a sufrir mi
venganza. Sois el obstáculo de mi dicha y os exterminaré a fin de realizar mis
designios, aunque para llegar con Clara al altar tenga que cruzar ríos de sangre. ¡Ah!
¡Ya sé cómo!…
Y así diciendo traspuso la puerta y se dirigió frenético a la cala. Sus compañeros,
recelando no sin razón algún inminente peligro, corrieron tras él con intención de
detenerle.
Luís, capitaneando a los suyos, fue el primero en llegar a la bodega; pero el
doctor, que acariciando su plan se había ocultado capciosamente, apenas vio a los
hijos de Marte y a su sobrino en medio de la estancia, hizo girar el portón de la
limpieza, y los diez y siete héroes desaparecieron en el espacio entre los gritos de las
enamoradas doncellas y de Benjamín, que al ir en su seguimiento sólo alcanzaron a
ser testigos de tan horrorosa catástrofe.
—¡Salvémonos! —fue la voz general, sin que nadie pensara en desmayarse ante
la gravedad de las circunstancias. Y todos se abalanzaron a la escalera; pero
Benjamín, apercibiéndose de que don Sindulfo trataba de cortarles el paso subiendo
por otra escala espiral que había en el fondo, aconsejó a las tres cadavéricas mujeres
que le esperasen allí; y trepando como un gamo por los salientes de la maquinaria, se
introdujo por la claraboya del techo en el laboratorio, paró en seco el Anacronópete,
interpuso previsoramente el aislador, descendió por el mismo conducto y, abriendo la

www.lectulandia.com - Página 128


puerta, abandonó con sus compañeras de infortunio aquel lugar de muerte antes de
que el loco se apercibiera de su fuga.
La suerte les favorecía en medio de tantas contrariedades. Habían arribado a
Pompeya.

www.lectulandia.com - Página 129


CAPÍTULO XVII
Panem et circenses

www.lectulandia.com - Página 130


OCOS meses hacia que, sucediendo a su progenitor, imperaba Tito en
Roma. Este príncipe generoso, que llamaba día perdido a aquel en que no
había dispensado algún bien, empezaba a borrar con su clemencia el
sangriento recuerdo de Nerón y la sórdida avaricia de Vespasiano su
padre.
El triunfador de Jerusalén, las delicias del género humano como le apellidaban,
había proscrito las persecuciones contra los sectarios del Nazareno, iniciadas por
Tiberio y sobrepujadas por el hijo de Agripina. Ello no obstante, los suplicios no
cesaron completamente.
Las provincias, gobernadas por prefectos arbitrarios revestidos de una autoridad
suprema y escudados en una irresponsabilidad absoluta, se libraban a cruentos
espectáculos, ora para satisfacer los naturales instintos de la plebe, ya para secundar
los ocultos planes de los pretores. En este caso se hallaba Pompeya.
Residencia de estío de las familias patricias de la Campania y del Lacio, sus
habitantes más que de luchas políticas se ocupaban del embellecimiento de su ciudad
con el fin de atraer a la población flotante que tan buenos rendimientos les daba. Y tal
era su fanatismo para la conservación del ornato público que, cuando a la caída de
Nerón la Italia entera destruyó las estatuas de este monstruo, ellos respetaron, sin
deificarlas, todas las que erigidas en sus calles encerraban alguna notoriedad artística.
Pero así que el caliginoso aliento del verano empujaba hacia aquella vertiente del
Vesubio a los levantiscos ciudadanos de Neápolis y Salerno, las pasiones se
encendían y Pompeya era durante cuatro meses émula en discordias civiles de Roma
su metrópoli.
Tenían los pompeyanos a la sazón por Proefectus urbis un senador vendido a la
causa de Domiciano, aquel segundo Calígula que dos años después debía precipitar la
muerte de su hermano Tito, colocándole en la fila de los dioses mientras le denigraba
entre los simples mortales. Fingiendo pues someterse a los designios del Emperador,
el Prefecto no desperdiciaba coyuntura de atizar el fuego de la indisciplina para
favorecer, bajo mano, los ambiciosos planes del Caín su protector.
Habían dado comienzo las vindemiales, ferias de las vendimias que desde el tres
de Setiembre al tres de Octubre se celebraban en toda la Italia agrícola. La época de
los grandes juegos se aproximaba y con ella el descontento público; no sólo porque
su terminación era la señal de desfile para los veraneantes impelidos mal de su grado
a consagrarse a sus tareas ordinarias, sino porque desde el advenimiento de Tito las
circenses no eran ya las lúgubres hecatombes en que el pueblo romano bebía su
bélica inspiración. Reducidos a la carrera, al salto, al disco y al pugilato, echaban de
menos los gladiadores, los bestiarios, los secutores y los dimaqueres con su polvo,
sus rugidos, su sangre y sus cadáveres.
Pero a las ya expuestas uníase aún otra circunstancia. Habiendo consumido un
incendio en Roma el Capitolio, el Panteón, la Biblioteca de Augusto y el Teatro de
Pompeyo, amén de otros monumentos menos importantes, Tito prometió que todo

www.lectulandia.com - Página 131


sería reedificado a sus expensas; y, rehusando los donativos que le ofrecían así las
ciudades del imperio como los príncipes sus aliados, vendió hasta los muebles de su
palacio para cumplir su palabra. El entusiasmo público desbordó en todas partes
organizándose festejos con que solemnizar la largueza del emperador. Pero los
secuaces de Domiciano, valiéndose de ocasión tan propicia para tomar en ridículo la
clemencia del soberano, indujeron a la plebe a reclamar con tal insistencia la
restitución de su espectáculo predilecto, que Tito debió ceder ante el clamor general
y, al inaugurar su célebre anfiteatro, otorgó gladiadores, naumaquias o combates
navales y hasta cinco mil fieras. Los pompeyanos no fueron los que contribuyeron en
menor parte a esta dolorosa reconquista instigados por el Proefectus urbis.
Era el anochecer del día 7 de Setiembre del año 79 de Jesucristo. El Ceryx
encargado de la conservación del orden, recorría presuroso todos los puestos
recomendando a sus vigiles que atendieran a la seguridad pública, sin oponerse no
obstante al torrente popular que, desbordando de las termas, de la Basílica, de los
templos de Júpiter y Hércules, de las tiendas de la avenida de la Abundancia y de los
tugurios de la calle de la Fortuna, se dirigía en tropel a la morada del Pretor, llevando
teas encendidas y gritando como en la Roma cesárea:
—¡Panem et circenses!…
El Prefecto, queriendo cubrir con cierto velo de legalidad su propia obra,
presentóse en la puerta de palacio, rodeado de la guardia pretoriana; y, precedido de
seis lictores que vestidos con el sagum descansaban los fasces sobre el hombro
izquierdo mientras con la virga en la opuesta mano separaban los grupos:
—Al foro, dijo —y tomó el camino de las asambleas generales seguido de la
multitud que tras él continuaba vociferando:
—¡Panem et circenses!…
En aquel santuario de la opinión pública, una representación verbal le fue elevada
en nombre de todos los ciudadanos de Pompeya.
—¿Sabéis —arguyó— que las leyes lo prohíben?
—Entiende tú —repuso el tribuno que llevaba la voz— que si se enerva el pueblo
en la molicie, el día de la lucha no tendrá fuerzas para abrir las puertas del templo de
Jano.
—¡No más quadriga!…
—No más disco.
—¡Luchadores! —fue el grito Unánime.
Y como la exasperación amenazara convertirse en motín, el Prefecto les concedió
los andabates que, peleando con una venda en los ojos o cubiertos con una armadura,
ofrecían menos riesgo.
—No: ¡gladiadores! —repitió la turba.
Y el demandado fingiendo doblegarse a las circunstancias, asintió a los clamores
de la plebe; pero como la debilidad de parte de la fuerza es la señal del abuso en el
oprimido:

www.lectulandia.com - Página 132


—¡Bestiarios! —prorrumpieron unos pocos; lo que no tardó en hacerse el eco
general. Y de concesión en concesión, los pompeyanos consiguieron que les
restituyesen no sólo los laquearios (que por un lazo escurridizo tirado con destreza
procuraban detener y cazar a los adversarios) y los retiarios que, con una mano
armada de un tridente y llevando en la otra una red, envolvían con ella a su
antagonista para darle muerte una vez vencido, sino el repugnante espectáculo de las
bestias feroces, desgarrando entre los aplausos de la abyecta muchedumbre las carnes
de los prisioneros de guerra, o abriendo con sus dientes el camino de la gloria a los
mártires sublimes de la religión cristiana.
La impaciencia popular señaló el día siguiente para renovar el derramamiento de
sangre en el anfiteatro. La premura de la exigencia no permitiendo que se
restablecieran los abolidos gladiadores fiscales, que eran los que el Fisco
suministraba a sus expensas, ni los postulatitii o sean los que por más hábiles el
pueblo reclama preferentemente, hubo de recurrirse a los privados, sostenidos por
empresas particulares que los alquilaban mediante una retribución pecuniaria.
En cuanto a los bestiarios, a falta de prisioneros de guerra y de delincuentes
condenados a este género de lucha, se determinó substituirlos con esclavos o con
gente ya acusada de impiedad, ya sospechosa de seguir la doctrina del que llamaban
impostor de Galilea.
Restituido el prefecto en triunfo al pretorio y agotados los vítores al emperador, la
ebria muchedumbre se retiró a sus hogares a esperar el mañana, quedando sumida
Pompeya en esa calma precursora de toda tempestad horrible.
Este fue el instante en que los fugitivos del Anacronópete, deslizándose como
sombras sobre el empedrado de lava de sus rectas y elegantes avenidas, penetraron en
la ciudad.
Benjamín, que en medio de las mayores contrariedades perseguía su fin científico
con la terquedad de un sabio aragonés, se había provisto en su fuga de un zapapico y
caminaba consultando al resplandor de la luna creciente el plano del teatro de sus
operaciones. Sun-ché, que además de haber asistido a la trágica desaparición de los
militares había sido impuesta por el poliglota en la locura del doctor, se apoyaba en el
brazo izquierdo de su intérprete rendida de cansancio y entregada a tristes
pensamientos. Pendida del derecho arrastrábase mejor que andaba la más digna de
compasión de todos: la desventurada pupila que por breves horas había tocado el
séptimo cielo de sus ilusiones para ser precipitada desde más alto en los últimos
abismos de la desesperación.
Juana era la única que, no obstante la gravedad de las circunstancias, no se
abandonaba al desaliento.
—Verá usted —decía— cómo a lo mejor nos los vemos aparecer por ahí vestidos
como judíos del monumento.
—No, esta vez los hemos perdido para siempre.
—¡Quiá! Si ellos son como el ave Félix que según cuentan renace después de

www.lectulandia.com - Página 133


hecha cecina.
—Por fin llegamos —exclamó Benjamín deteniéndose en un quadrivium o
desembocadura de cuatro avenidas, en cuyo centro se alzaba la estatua de Nerón
dando frente a la puerta de Herculano situada en la extremidad de la calle Domiciana.
Invitados los viajeros por el impaciente sabio a tomar algún reposo mientras él se
libraba a sus excavaciones, Clara y Sun-ché se recostaron en los poyos de una fuente
que junto a ellas corría con manso murmullo; y, entregadas a sus reflexiones,
quedáronse pronto, si no dormidas, aletargadas.
Juanita, en la esperanza de ver aparecer a Pendencia en la forma de centurión o de
draconarius, se quedó haciendo compañía al arqueólogo amenizándole la tarea con
sus aceradas pullas.
La situación del tesoro estaba tan perfectamente señalada en el plano, que a la
media hora escasa de remover la tierra, el zapapico tropezó en un cuerpo resistente.
Benjamín, con el corazón hecho un molino de viento, desenterró una pequeña
caja de metal que, sin inscripción alguna, revelaba servir sólo de estuche a algún
objeto precioso. Abierta por fin en medio de la mayor ansiedad, sacó a luz el
políglota unos manojos de cordelillos en los que de distancia en distancia había nudos
que a primera vista dejaban comprender por sus combinaciones que no habían sido
hechos al azar. El sabio dio un grito de asombro.

www.lectulandia.com - Página 134


—¡Cordeles! —dijo Juanita—. Hombre, ¿y no le dan a usted ganas de ahorcarse?
—Silencio, profana.
—Siquiera propínese usted con ellos una docena de disciplinazos.
—¿Sabes tú lo que es esto?
—A que salimos ahora con que es alguna libra de fideos del tiempo de
Salomón…
—Esta es la primera escritura que usaron los hombres sobre la tierra, legada a la
humanidad por Fo hi como le llaman los chinos, o según nosotros por Noé a su salida
del arca. Este es el prototipo de la palabra escrita revelado al mundo sabio en la
academia de inscripciones por el paleógrafo Shuckford.
Y con verdadera hidrofobia científica Benjamín se dispuso a interpretar el
enigma. Desgraciadamente una densa nube le eclipsó el tenue rayo de la luna
próxima ya a desaparecer en el horizonte occidental; y no bastándole el simple tacto,
tuvo que diferir su empresa.
—Pero diga usted: ¿qué tintero empleaban esos potrotipos? Pues qué: ¿siempre

www.lectulandia.com - Página 135


no se ha escrito del mismo modo?
—Ni por soñación. Que sepamos, hasta ahora son tres las maneras conocidas de
trazar la escritura: Por línea perpendicular, por orbicular o redonda y por horizontal; y
aun así estas tres grandes ramas se subdividen en muchas variantes.
—¡Jesús! Y yo que no sé poner una carta más que con falsilla, porque sino me
tuerzo.
Benjamín, a quien la nube se empeñaba en velar el astro de la noche, tanto para
distraer su inacción, como cediendo a sus naturales aficiones, tomó así la palabra
creyendo asistir a un curso de paleografía:
En la Mitología de Carrasco se lee que los indios de la isla Trapobana, según
Diodoro de Sicilia, escriben por líneas perpendiculares rectas. Du-Halde consigna
que los chinos y japoneses, aunque usan la escritura perpendicular, la trazan como los
Hebreos de derecha a izquierda; así es que sus libros comienzan por donde los
nuestros tienen su fin. Los septentrionales o Escitas grababan en las rocas sus letras
llamadas Runas o Rúnicas en renglones curvos, reuniendo las líneas de alto abajo y
viceversa; pero oblicuamente o en espiral. Los tártaros, según Nienhoff, cuyas
consonantes son parecidas a las de los etíopes porque las enlazan con sus vocales,
escriben en línea perpendicular de derecha a izquierda; y los mogoles, de alto abajo
en opinión de Treveux. Los habitantes de las Islas Filipinas y de Malaca, refiere Giró
del Mundo que comienzan, por el contrario, de abajo hacia arriba y de izquierda a
derecha. Y los mejicanos, según Acosta, lo verifican por línea perpendicular
ocupando de alto abajo toda la página. Conocieron también el uso de unas cuerdecitas
teñidas de diversos colores anudadas y entrelazadas de varios modos según la
importancia del suceso que debía referirse; esta costumbre era común en todos los
salvajes de la América septentrional. Las grandes poblaciones del Perú, dice Baltasar
Bonifacio, usaron como las de la América del Norte las mencionadas cuerdecitas, que
conservaban en archivos (establecidos y custodiados por personas instruidas) para
consulta de todos los sucesos dignos de ser transmitidos a la posteridad.
—Aguarde usted —interrumpió Juanita—. ¿Va a ser muy larga la procesión?
—Si te molesta la dejaremos.
—Nada de eso; a mí no me incomoda, porque lo que no entiendo, por un oído me
entra y por otro me sale; pero si usted me lo permite me sentaré. Con que quedamos
en los salvajes de la Habana serpentrional.
Benjamín la miró con lástima y prosiguió así:
—Entrando en el segundo sistema, aseguran Pausanias y Bimard de la Bastie, que
los griegos conocieron la escritura orbicular como se desprende de la inscripción del
disco de Ifito que se reputa posterior en 300 años al sitio de Troya. También se
sirvieron de ella, según Maffei, los etruscos o antiguos toscanos. Los más remotos
pueblos septentrionales enlazaron la escritura de alto abajo y viceversa; pero también
en líneas oblicuas o en espiral. Y no ofreciendo dificultad el que estos caracteres sean
los verdaderos runos, resultan legitimas las inscripciones que cita el mismo Pausanias

www.lectulandia.com - Página 136


por tener sus líneas mucha semejanza y aun identidad con las de los pueblos del
Norte. Las inscripciones griegas del monumento erigido en Olimpia por los
Cipselides, eran difíciles de leerse a causa de sus multiplicadas curvas.
—Lo mismo me pasaba a mí con las cartas de Pendencia; y eso que venían en
papel rayado; pero cada renglón parecía un vía-crucis: aquello sí que a estar en latín,
lo cree usted escritura articular.
—Tomemos la horizontal —continuó el sabio.
Y Juanita, creyendo que se trataba de una orden que empezaba a lisonjearla, se
tendió cuan larga era en el arroyo, como lo pudiera hacer en el más mullido lecho.
—No me duermo, no señor —adujo al comprender por el movimiento de
extrañeza de Benjamín que se había equivocado—. Siga usted, que si me aburro ya le
diré a usted que se pare.
Benjamín buscó la luna; pero como ella no se dejase ver, reanudó su discurso con
desaliento.
—Pues bien: la escritura por línea horizontal abraza varias especies. La
Bustrojedona de la primera edad, de derecha a izquierda; la del segundo hasta el
cuarto período, de izquierda a derecha; y la aratoria que reúne las precedentes yendo
y volviendo por líneas paralelas y frente por frente del punto de partida.
—¡Vaya un trajín! ¿Sabe usted que una plana de esas parecerá un ejercicio de
bomberos?
—Los orientales siempre han escrito de derecha a izquierda como los etruscos;
menos los armenios y los habitantes del Indostán que lo hacen de izquierda a derecha.
En los griegos se ha observado que, bien sea por los métodos de Pelasgo, de Cécrope
o de Cadmo; participa aunque a lo oriental de las dos especies; porque cuando
escriben muchas lineas vuelven de derecha a izquierda. Esta dirección es la que
empleaban los Hunnos.
—¿Y los otros?
—Hablo de los Hunnos, hoy zikulos de la parte de la Transilvania.
—¡Ah!, sí. Adelante, no los conozco.
—Los etíopes o abisinios, los siameses y los thibetanos escriben de izquierda a
derecha, y estos últimos casi horizontalmente. Dos inscripciones notables presenta la
escritura bustrofedona de la primera edad, admitida también entre los galos y los
francos; la una se halló en las ruinas del templo de Apolo Amycloeus en Amycles,
villa de la Laconia, hacia el año 1400 antes de J. C.; la segunda, que refiere Muratori,
consta en el mármol de Nointel o Baudelot descubierto en 1672 en una iglesia de
Atenas, cuyo mármol fija la época por los años 457 antes de la era cristiana. Las
pieles de los cuadrúpedos preparadas de diversas maneras, las de los pescados, los
intestinos de las serpientes y de otros animales, las telas de lienzo y de seda, las hojas,
la corteza y la madera de los árboles, la borra de las plantas y su corazón, el hueso, el
marfil, las piedras comunes y preciosas, los metales, el vidrio, la cera, el ladrillo, la
greda y el yeso, han sido las materias sobre los que en todos tiempos y en el día se

www.lectulandia.com - Página 137


escriben los caracteres.
—Pues en cuestión de caracteres, aunque el mío no es de los peores, como don
Sindulfo no nos devuelva los militares, aún ha de ver usted a las criadas escribir con
las uñas sobre pellejo de sabio.
—Los mármoles, los bronces y las planchas o láminas de metal han sido de uso
común entre los griegos y romanos: el de las pieles data del tiempo de Job. En
planchas de madera y tablitas de bambú escribieron los chinos, dice Du-Halde, antes
de la invención del papel. Las pirámides, los obeliscos y las columnas de las
observaciones astronómicas de los babilonios, que refiere Flavio Josefo, fueron de
mármoles, piedras y ladrillo. Las leyes de Solón estaban escritas en madera; las de los
romanos en bronce, de las que tres mil se perdieron en el incendio del Capitolio. Los
pueblos septentrionales grababan sus inscripciones rúnicas en las piedras y en las
rocas. La escritura en plomo sube al tiempo del Diluvio. La hecha en marfil se ha
conservado en las tablas llamadas dípticas o de dos hojas, porque las polipticas son
las que exceden de este número. Se escribía también, según Plinio, en las hojas de
palmera y de ciertas malvas; así es que en algunas comarcas de las Indias orientales,
afirma Alfonso Costadan, escriben en las hojas del Macareguo, hojas que tienen seis
pies de largo por uno de ancho. Lo propio hacen, dice Michael Boim, los habitantes
del fuerte de Mieu, junto a Bengala y Pegú, sirviéndose del Areca, especie de
palmera, y de la corteza del árbol llamado Avo. Los del reino de Siam y Cambodge y
los insulares de Filipinas (aunque estos últimos siguen el método de los españoles) se
valen de las hojas de plátano, de palmera o de la parte lisa de las cañas en las que
trazan sus caracteres con un punzón o cuchillo. Los siracusanos lo hacían en hojas de
olivo y los atenienses en conchas. En Atenas, cuenta Suidas, que se consignaban los
nombres de los valientes que habían sucumbido en defensa de la patria, sobre el velo
de Minerva.
—Pues buena la pondrían la mantilla a la pobre señora. ¡Vamos!, sería de casco y
lo escribirían por el revés.
—Los indios, según Filostrato, hacían su escritura en los Syndones, que así
llamaban a sus telas o vestidos.
—¡Ay! Pues yo siempre los he visto en cueros; es decir, en las estampas.
—Los judíos tenían una particular habilidad en unir los diferentes trozos del
pergamino, haciéndolo en términos de no poderse distinguir señal alguna. Con este
motivo, añade Flavio Josefo que Tolomeo Filadelfo se llenó de admiración cuando
los setenta ancianos, enviados por el gran sacerdote, desdoblaron en su presencia los
rollos de la ley toda escrita con caracteres de oro. No obstante, el grabado en seco, sin
auxilio de la tinta ni de otro color, parece haber sido el primer procedimiento: los
montañeses de Kuei-cheu en China, así lo ejecutan sobre unas tablitas de madera muy
tierna. Los parthos hacían en sus vestidos las letras con aguja, no usando del papyrus
que podrían haber hallado en abundancia en Babilonia.
—Ya que me vuelve usted loca con tanto nombre extranjero, explíqueme usted

www.lectulandia.com - Página 138


siquiera alguno de esos terminachos que como guijarros de punta me están
levantando chichones en la cabeza.
—El papyrus es una especie de caña parecida a la typha propia de los parajes
bajos y húmedos. Sus raíces leñosas tienen por lo regular diez pies de longitud: su
tallo triangular no excede de dos codos en tanto que no se eleva sobre la superficie de
las aguas; pero en su totalidad alcanza hasta cuatro o cinco. Después de varios
procedimientos llegaba a ser papel, no excediendo nunca de la marca que se le tenía
asignada, que era dos pies de longitud. Los instrumentos empleados para escribir han
sido con corta diferencia los mismos que usamos en el día, a saber: la regla, el
compás, el plomo, las tijeras, el cortaplumas, la piedra para afilar, la esponja, el estilo
o punzón, la pluma o caña, el tintero o escribanía, el atril y las ampolletas o botellitas
de vidrio, conteniendo una el líquido para volver más suelta la tinta espesada, y otra
el bermellón o rojo para escribir los principios de los capítulos. El estilo, stylus
graphium, y el buril, caelum celtes, sirvieron para la escritura en seco o sin tinta; de
consiguiente se empleaban en los mármoles, metales y en las tablas preparadas con
cera y yeso, y eran de varios tamaños y formas. La caña, arundo; el junco, juncus y el
cala-mus usáronse en la escritura que se hacia con tinta; pero antes de conocerse la
aplicación de las plumas. El Egipto, Gnido y el lago Amáis en Asia, según Plinio,
daban profusión de estos juncos o calamos que los griegos se hacían llevar de Persia
y que, cogidos en el mes de Marzo en Aurac, dejaban endurecer por espacio de seis
meses entre el fiemo o estiércol, tomando de este modo un hermoso barniz jaspeado
de negro y amarillo oscuro.
En aquel instante sonó un ronquido; pero Benjamín embriagado en su peroración,
no se detuvo hasta terminar su relato.
—El uso de las plumas de ánsares, cisnes, pavos y grullas —continuó disparado
— no data al parecer sino del siglo quinto. Los siameses se valían del lápiz. Los
chinos emplean actualmente, como en la antigüedad, el pincel de pelo de conejo por
mejor y más suave. La tinta de los tiempos remotos no tenía de común con la nuestra
sino el color y la goma que entraba en su composición: Se llamaba atramentum
scriptorium o librarium, para distinguirla del atramentum sutorium o calchantum. El
negro lo hacían con el humo de la resina, de pez, de tártaro, marfil quemado y
carbones triturados; cuyos ingredientes en fusión se sometían a la acción solar. Los
pueblos orientales empleaban la gibia y el alumbre que los africanos substituían a
veces con la adormidera o el jugo del calamar. Refiere Allatius haber visto la tinta de
pelo de cabra quemado que, aunque un poco roja, tenía las propiedades de no perder
su color, ser lustrosa y adherirse muy bien al pergamino; de modo que era muy difícil
borrarla. La tinta china, conocida 1120 años antes de J. C., se extrae de varias
materias y especialmente de los pinos o del aceite quemado. Entre los indios la
decocción de las ramas de un árbol llamado aradranto les suministra este licor tan…
Aquí llegaba Benjamín en su afluente desbordamiento, cuando un «Mátame al
sabio», de Juanita que soñaba, le hizo comprender que su erudición era inútil y dio

www.lectulandia.com - Página 139


por terminada la conferencia.
En esto un hombre, que con una linterna encendida en la mano doblaba la
esquina, desembocó en el quadrivium.

—¡El loco! —gritó Benjamín reconociendo a don Sindulfo, que en efecto venía
en busca de los fugitivos; a cuya voz despertáronse los tres durmientes como si
hubiesen sentido un sacudimiento galvánico.
—¡Favor! —exclamaron las infelices, abrazándose en defensa mutua.
Pero Benjamín, para quien aquella luz era como el relámpago para el caminante
perdido en las tinieblas, antes de que su amigo les apercibiese, corrió a su encuentro
vociferando como el sabio de Siracusa cuando al dar con la teoría del peso específico
dicen que salió desnudo del baño repitiendo: ¡Eureka!
—¿De qué se trata? ¿Ha vuelto a la vida mi rival? —preguntó el demente
persiguiendo su manía.
—No. He hallado el secreto de la inmortalidad. Leamos, alúmbreme usted.
Y consultando los cordelillos, su pecho se dilató al ver que la disposición de los
nudos correspondía a la escritura armenia en la que creía poder alardear sus
conocimientos.
—Y bien: ¿Qué dice?
Benjamín con no poca dificultad leyó lo que sigue:
—«Si quieres ser inmortal, anda a la tierra de Noé y…»
—¡Maldición!
—¿Qué es ello?
—Que no puedo interpretar el sentido de los demás caracteres. No importa —
continuó en su delirio—. Volaremos a la región del Patriarca y daremos solución a
este enigma indescifrable.
—Si usted en cuestión de lenguas no conoce más que la estofada —se permitió
argüir la intemperante Juanita; a cuya voz el loco fijando mientes en el grupo de las
tres gracias, crispó los puños, y dirigiéndose a Sun-ché:
—Tú también me estorbas —dijo— pero pronto no serás más que un cadáver.

www.lectulandia.com - Página 140


E iba a abalanzarse sobre ella, cuando por dicha suya el sabio tropezó en uno de
los poyos y cayó al suelo de bruces. Benjamín acudió en su auxilio mientras la
trinidad femenina se replegaba con espanto hacia la fuente.
—Esto no se hace entre cristianos —gritó la de Pinto con toda la fuerza que le
prestaba la indignación.
—¡Cristianos han dicho! —murmuró por lo bajo a su gente el ceryx, que atraído
por la linterna de don Sindulfo, acechaba a los viajeros y que, por la relación de la
palabra española con la latina dedujo una verdad funesta para los anacronóbatas.
—¿Qué? —se preguntaron todos al verse rodeados de los vigiles.
—Apoderaos de ellos.
El terror fue general.
—Yo soy inocente —aducía Clara.
—Respetad a la emperatriz —ordenaba Sun-ché en chino.
—¡Prenda usted a ese, señor guindilla! —balbuceaba la maritornes señalando al
tutor.

www.lectulandia.com - Página 141


Pero como los gritos fuesen en aumento, les aplicaron unas mordazas y
maniatados los condujeron a la presencia del Prefecto que en desenfrenada orgía
saboreaba en el pretorio el motín tan favorable a la causa de Domiciano.
—¡Piedad! —articularon todos, libertados de sus ligaduras y cayendo a los pies
del ebrio senador.
—No le excitéis con vuestros ayes —observó el políglota—. Reparad que no
entiende más que el latín.
—Pues bien: In nomine Domini nostri Jesu Cristi —dijo Juanita muerta de miedo
y recordando la salutación con que el cura de su lugar daba los buenos días a sus
feligreses.
—¿Quién pronuncia aquí el nombre del impostor de Galilea? —rugió el Prefecto
pudiendo apenas mantenerse en equilibrio.

www.lectulandia.com - Página 142


—Estos cristianos que acaban de profanar la estatua de Nerón.
—¿Cuál es el jefe?
—Éste, el más viejo —contestó Juanita impuesta por la traducción de Benjamín.
—Subidlo al cráter y arrojadlo en las entrañas del Vesubio.
Una explosión de lágrimas y lamentos sucedió a tan bárbara orden; pero antes de
que las excursionistas pudieran dirigir una palabra de consuelo a don Sindulfo, éste
había desaparecido entre un grupo de vigiles encargados de la ejecución del decreto.
—Los demás —prosiguió el togado beodo— apréstense a servir de bestiarios en
los circenses de mañana.
—¡Horror! Nos destinan al circo —tradujo el arqueólogo, cubriéndose el rostro
con las manos, mientras Clara perdía el sentido y Sun-ché interrogaba con ojos
extraviados sin obtener contestación.
—¿Al circo? Pues no se apuren ustedes —objetó Juana— que si es en el de Price
yo tengo allí un primo aposentador.
—No; se nos condena a ser devorados por las bestias feroces.
Amordazados de nuevo, nadie pudo proferir una queja. Los vigiles sacaron del
pretorio a los reos, y el Praefectus urbis, tambaleándose, volvió a la sala del festín
gritando a sus comensales con feroz alegría:
—El pueblo tendrá bestiarios: la paz de Pompeya queda por ahora asegurada.
Y en efecto; unas horas después, al resplandor del sol naciente, el pobre tutor con
los pies ensangrentados por la penosa ascensión del Vesubio rodaba a los profundos
abismos del volcán, al mismo tiempo que sus compañeros de viaje penetraban en las
mazmorras del anfiteatro para servir de pasto a las fieras y de diversión a la más soez
de las plebes.

www.lectulandia.com - Página 143


CAPÍTULO XVIII
«Sic transit gloria mundi».

www.lectulandia.com - Página 144


O me detengo a describir el anfiteatro porque, exceptuando los ciegos de
nacimiento, todos en España han visto una plaza de toros, con la que
aquel guarda una completa analogía. Baste saber que los veinte mil
espectadores, de que era capaz el de Pompeya, invadieron desde muy
temprano aquel día los asientos que los locarios les designaban en los cunei o
secciones previamente dispuestas por los designatores o maestros de ceremonias,
según el rango y circunstancias de cada uno.
El podium, que era como si dijéramos la meseta del toril con gradines y
extendiéndose por todo el círculo de la plaza, estaba destinado a los funcionarios de
alta jerarquía. En él campeaba el cubiculum o palco del Prefecto, a imitación del
suggestum o trono del emperador en Roma, cubierto con un dosel a manera de
pabellón; distintivo que, aunque menos suntuoso, ostentaban asimismo las
localidades accidentalmente ocupadas por una vestal, un senador o algún enviado de
las naciones extranjeras.
A continuación del podium venían las filas de gradas para los caballeros; y tras de
ellas la popularia, el tendido, el sol por decirlo así; aunque la comparación no es fiel,
pues maldito si los rayos del rubicundo Febo molestaban al público. Y no es porque
nubes lo empañasen, que esplendente brillaba en mitad del firmamento, y con
alientos tales que, no por ser el octavo día del mes de setiembre, pudieron prescindir
de refrescar el ambiente, como lo verificaban en canícula, merced a un licor odorífero
compuesto de agua, vino y azafrán, conducido por unos tubos hasta el espacio
cubierto, consagrado a las mujeres en la parte superior del edificio, para desde allí
hacerlo caer en lluvia cernida sobre el concurso. Tampoco obedecía el eclipse al
capricho de ninguna empresa niveladora de clases en beneficio de sus intereses, como
la de Casiano, que en Madrid y en el año de gracia de 1874, se permitió fijar este
anuncio célebre la víspera de una corrida extraordinaria: De orden de la autoridad
mañana no hay sol. Consistía sencillamente en que por encima de las cabezas de los
circunstantes corrían unos toldos de lona que en los grandes circenses romanos solían
ser de seda y púrpura bordados de oro.
Bajo el podio, en derredor de la arena, estaban las cavece, bóvedas o casetas poco
elevadas, con sus posticoe o compuertas cerradas por los ferreis clathris —grifos de
hierro— en las que se metía a los gladiadores y las fieras destinados al combate. En
frente se hallaba situada la puerta libitinensis, por donde se sacaba a los bestiarios
muertos para ser conducidos al spoliarium, en el que se les despojaba completamente
de lo que sobre sí tenían.
Los ecos de los clarines anunciaron la aproximación de los gladiadores; y en
efecto, no tardaron en presentarse en la arena todos juntos para saludar al auditorio;
siendo recibidos por éste con un batir de palmas que no parecía sino que Frascuelo y
Lagartijo habían cambiado de traje y que el público de los barrios altos y bajos de
Madrid estaba veraneando en Pompeya. Porque hay que tener presente que aplaudir y
silbar ha sido en todas épocas el modo más admitido por el pueblo de expresar su

www.lectulandia.com - Página 145


satisfacción o su desagrado; y cuando esta última manifestación tenía lugar en un
teatro, el actor que de ella era objeto, estaba en el deber de quitarse la máscara como
para acusar recibo de la silba.
Despejado el redondel después del paseo, un nuevo punto de clarín echó al anillo
a los essedarios; luchadores que combatían sobre carros, a ejemplo de los galos y
bretones. Vinieron en seguida los hoplomacos, armados de pies a cabeza y
antagonistas de los provocadores. Ni unos ni otros consiguieron hacerse sangre,
quedando todo reducido, con gran descontentamiento de la muchedumbre, a unos
cuantos chichones sin consecuencia. Tras éstos exhibiéronse los mirmillones o gallos,
que usando de lanza y escudo a la manera de los originarios de la Galia, reñían con
los retiarios; los cuales al perseguirlos con la red y el tridente les gritaban:
—Galle, non te peto; piscem peto.
Es decir:
—Gallo, no a ti; a tu pescado quiero.
Con lo que aludían a un pez de metal que en la cimera de sus cascos ostentaban
los opuestos combatientes. O el gallo había perdido los espolones o el pescador lo era
más de caña que de red, ello es lo positivo que en una de las intentonas tuvieron la
mala suerte de tropezar, cayendo cada cual por su lado, y sobre los dos una rechifla
que ni cuando el concejal presidente deja pasar un toro de varas.
Por fin sonó la hora de los meridianos, gladiadores que peleaban a la de medio
día, y cuyo espectáculo era, para hablar técnicamente, el bicho de la tarde, el quinto
escogido a pulso: una circunstancia excepcional venía a hacerlos más interesantes;
ambos luchadores eran rudiarii; o lo que es igual, que habiendo servido tres años
consecutivos, tenían ganado el rudis, grueso bastón con nudos, símbolo de retiro o
licenciamiento en los circenses, donde ya no debían volver a presentarse sino, como
en la ocasión aquella, por un acto de su voluntad omnímoda.
Aplaudidos y otorgada la venia por el gobernador o prefecto presidente,
empuñaron las arma lusoria; espadas de madera recibidas en premio en varios
ejercicios; y con ellas empezaron a ejercitarse cruzándolas en continuos choques:
especie de proemio, como cuando los picadores prueban las puyas sobre la valla, al
que daban el nombre de proeeludere, ventilare. Pero era necesario andar muy listos
en esta operación; porque, en cuanto el clarín sonaba, deponían los juguetes; y,
echando mano de los verdaderos trastos de matar, propinábanse cada linternazo que
era una bendición de Dios.
Así lo hicieron; y como los dos eran mataores de fama, costó gran trabajo al más
afortunado —pues no sé si era el más fuerte— derribar de un volapié a su antagonista
que cayó a plomo revolcándose en la arena.
A la vista de la sangre, el pueblo lanzó un rugido de entusiasmo. El vencedor
consultó con la mirada al auditorio que, teniendo derecho de vida o muerte sobre el
vencido, podía otorgarle gracia presentando la palma de la mano ton el pulgar
encogido; pero la sed de matanza era tal, que los jueces, tendiendo por el contrario el

www.lectulandia.com - Página 146


pólice y cerrando el puño, prorrumpieron unánimemente en voces de: recipere
ferrum; lo que equivalía a exigir que se le diera el cachete. Sólo faltaba la ratificación
del Prefecto al clamor popular: pero el presidente, sea por lástima o por capricho
autoritario de oposición, agitó un lienzo blanco en señal de conceder el missio o
perdón por aquella vez en nombre del monarca augusto. Clemencia estéril entonces
porque el herido acababa de ascender a cadáver. Retirado su cuerpo de la arena con
unos garfios de que tiraban cuatro esclavos, dos ediles salieron a ofrecer al victorioso
atleta la palma de plata otorgada a su valor. Los espectadores no creyendo justa la
recompensa, pusiéronse a gritar:
—¡Lemnisci! ¡Lemnisci!
Y el Prefecto, a fin de no herir susceptibilidades, accedió a la demanda
disponiendo entregar al gladiador, en sustitución de la palma, las guirnaldas de flores
sujetas por cintas de lana, símbolo de los lemniscati; con lo que el agraciado quedaba
manumitido de la esclavitud, entrando desde aquel instante en la categoría de los
libertos.
Un murmullo de satisfacción que con el arrellanarse en los asientos es en toda
asamblea precursor del espectáculo preferente, indicó el turno de los bestiarios.
Clara y Sun-ché, agobiadas bajo el peso de tan espantosa situación, eran casi
conducidas en vilo por unos soldados, pues su abatimiento las impedía caminar.
Benjamín, sacando fuerzas de flaqueza, procuraba mostrarse hombre y filósofo,
avanzando serenamente. Juanita era la que con una resolución impropia de las
circunstancias, entró en la arena emulando en desenvoltura a los chicos que se echan
al redondel a correr novillos embolados. Habiendo escapado ya a tan varios como
inminentes peligros, creíase impermeable, valiéndonos de su propia expresión para
traducir la idea de invulnerabilidad. El éxito que obtuvo su porte no se puede
comparar sino a las ovaciones que alcanzan en Madrid las malas comedias.
Vestían los reos calzón y túnica corta y llevaban los brazos y piernas liados con
unas tiras de cuero como los primitivos guerreros de la Lombardía. Blandiendo con la
mano derecha una espada corta, pendía de su izquierda un paño rojo destinado a
excitar a las fieras, de lo que acaso ha tomado origen nuestra suerte de matar en el
arte de Pepe-Hillo.
Llevados ante el cubiculum del Prefecto, les obligaron a entonar por tres veces el
morituri te salutant; pero Juanita, amiga siempre de chacota, queriendo patentizar sus
conocimientos en el latín de su uso, tomó los trastos con la extremidad del siniestro
remo anterior y, simulando descubrirse con el brazo libre:
—Dominus vobiscum —le dijo al senador—. Brindo para que usiam reventatur
como un perri de una indigestionem de morcillam. Salutem y sarnam.
Concluida la peroración y diseminados los luchadores por el anillo, los guardias
se retiraron y el Prefecto hizo la señal de que soltasen las fieras. Juanita, cuadrándose
delante de las caveoe, se dispuso a recibir y las puertas giraron sobre sus goznes.
Pero en vez de los leones del desierto de Lybia, Luís y Pendencia con sus quince

www.lectulandia.com - Página 147


compañeros de armas desembocaron en el circo apercibiendo los revólvers ya
habilitados por el sistema de la desinalterabilidad, de que el malogrado don Sindulfo
les enseñó a hacer uso en su primer rapto de locura.
Verlos y arrojarse cada una sobre su cada cual, inclusa Sun-ché aunque no tenía
cuyo, y Benjamín que simpatizaba con todos, obra fue de un mismo instante.
—¿No se lo decía yo a usted? —gritaba la de Pinto—. Si son como los
espárragos, perdonando el modo de señalar; que les corta usté la cabeza y en seguida
les vuelve a salir otra.
Pero la ocasión no era la más propicia para entretenerse con símiles. Los
espectadores, defraudados en sus esperanzas y comprendiendo por lo que veían, que
estaban siendo victimas de un engaño, prorrumpieron en voces de:
—¡Traición!
Y abandonando las gradas, echaron fuera sus aceros y se aprestaron a hacer
irrupción en la arena, para tomarse venganza por su mano.
Luis, que todo lo tenía previsto, formó el cuadro con su fuerza, y, colocando en el
centro a las mujeres, antes de que la turba transpusiese el podio, le envió una
descarga de la que ni un solo tiro quedó por aprovechar. Sucedió una pausa producida
por el asombro; mas como el valor de los pompeyanos era incontestable y no habían
tenido aún tiempo de encontrar la explicación del fenómeno, trataron de insistir con
más vehemencia, siendo detenidos en su empuje por una segunda hecatombe. Los
pusilánimes se detuvieron; los más esforzados sólo tuvieron un grito:

—¡Adelante!

www.lectulandia.com - Página 148


Y ya empezaban a descolgarse en la arena cuando Luís, mandando hacer fuego
graneado sobre ellos, dispuso una especie de caza, cuyos efectos los dejó
consternados. Aquellos pequeños útiles de guerra que a tal distancia enviaban la
muerte arrojando proyectiles sin interrupción, tomaron a sus ojos un carácter
sobrenatural que no titubearon en atribuir al implacable enojo de sus dioses: el pánico
sobrevino y la dispersión se hizo general.
¡Poder del progreso que permitía a un puñado de hombres ver correr en su
presencia a veinte mil legionarios conquistadores del mundo entero!
El anfiteatro se quedó vacío. Entonces comenzaron las expansiones, el deplorar la
suerte adversa del tutor para cuyo rescate toda tentativa se juzgó inútil, pues debía
haberse ya cumplido la sentencia; y por último las explicaciones y muy
particularmente la que con la reaparición de los hijos de Marte se relacionaba. Ésta no
podía ser más sencilla.
Mis lectores recordarán sin duda unos martillazos que don Sindulfo y Benjamín
oyeron mientras recorrían el Anacronópete la noche que pernoctaron en China. Pues
bien, dábanlos los milites que, buscando asilo más seguro para hacer la travesía aérea
que los parapetos de las provisiones, se confeccionaron, con unas lonas embreadas
que había en la cala, un enorme zurrón o hamaca tendida en el espacio hueco del
podio, con la que comunicaban merced a una abertura, provista para mayor disimulo
de su correspondiente compuerta, practicada junto a la guillotina de la descarga, y
donde el gas respirable entraba por un tubo de goma a través de un simple agujero.
—De modo —concluyó Pendencia— que cuando don Pichichi, que requiescat,
creyó arrojarnos en el dezpacio, no hizo más que abrirnos la puerta prencipal de
nuestra propia caza.
Dadas gracias a Dios y celebrada la ocurrencia:
—Ahora escapemos; la tierra de Noé nos aguarda —dijo Benjamín sacándose del
pecho los cordeles que había conservado en medio de tanta tribulación.
Embriagados todos en su felicidad le siguieron automáticamente; pero al llegar a
la puerta la encontraron cerrada; y, por los alaridos que daba el populacho al exterior,
dedujeron que forzarla sería imprudencia.
Y efectivamente, todo el pueblo acarreando muebles, canastas, maderos y cuantos
utensilios pudieran servirles para formar barricadas, levantaban una colosal alrededor
del edificio en el que los anacronóbatas iban a ser sitiados por hambre.
La situación era grave. Restituidos al redondel, ya se habían puesto a discutir en
consejo de familia, cuando un estampido horroroso retumbó en todos los ámbitos de
la ciudad y una luz cárdena iluminó el espacio. El susto fue de padre y muy señor
mío, porque, sin pensaren el anacronismo que cometían, los expedicionarios
atribuyeron la detonación a la pólvora de alguna mina con que los indígenas querían
volar el edificio.
—Piensen ustedes en la fecha relativa de hoy —decía Benjamín—. ¿En qué día
creen ustedes que vivimos?

www.lectulandia.com - Página 149


—Lo que es para nosotros siempre es martes —repuso Juanita.
Una segunda conmoción aumentó la alarma. El arqueólogo se puso pálido como
la muerte y, aspirando el olorcillo de azufre de que estaba impregnada la atmósfera:
—¡Maldición! —gritó mesándose los cabellos.
—¿Qué pasa? —interrogaron los excursionistas.
—¡Sí… eso es…! ¡Día 8 de setiembre del año setenta y nueve de la era cristiana!
… ¡La erupción del Vesubio!… ¡Nos hallamos en el último día de Pompeya!!!…
Aún no había concluido la frase, cuando un calambre geológico, una sacudida del
suelo volcánico, sacando al circo de su asiento, derribó gran parte de sus muros
haciendo rodar por la arena a los interlocutores sin que, felizmente, ninguno de ellos
fuera alcanzado por los escombros. La lava caía a torrentes, la ceniza embargaba la
respiración.
—Salvémonos —gritó Benjamín apenas pudo ponerse en pié; y todos se
precipitaron por la abertura, pasando por encima de cadáveres abrasados por la
erupción y desatendiendo los ayes de los moribundos y la desesperación de los vivos.
La inalterabilidad a que estaban sujetos haciéndolos insensibles a la influencia de
cualquiera acción física, les permitió llegar al Anacronópete sin obstáculo alguno;
pues las sustancias en fusión resbalaban sobre sus carnes sin adherirse.
Instalados en él, Benjamín elevó el vehículo a la zona de locomoción. Un ruido
como el de una piedra chocando en un tubo de desalojamiento, produjo un sonido
campanudo; pero ya el coloso había emprendido su vertiginosa marcha y, devorando
tiempo, se lanzaba a enriquecer la ciencia con el descubrimiento del pasado, mientras
a sus pies dejaba una dolorosa enseñanza para el porvenir.

www.lectulandia.com - Página 150


CAPÍTULO XIX

Los náufragos del aire

www.lectulandia.com - Página 151


Ltrayecto que tenían que recorrer, pues determinaron no detenerse en
ningún punto, era el más largo que se habla llevado a efecto en toda la
expedición. Se encontraban en el año 79 de la era cristiana; y el Diluvio
Universal corresponde como nadie ignora al 3308 antes de J. C.
Aunque la zona en que viajaba el Anacronópete estuviese muy por encima de la
región en que se forman las tempestades y no tuvieran nada que temer por
consiguiente del cataclismo provocado por la maldad de los hombres, creyeron no
obstante deber dar oídos a la prudencia y se convino en hacer alto en un periodo
posterior, históricamente hablando; lo que caminando hacia atrás equivale a tocar
tierra antes de llegar a aquella gran catástrofe.
Su objeto era avistarse con Noé; y como este repoblador del mundo vivió todavía
350 años después de salir del arca, no solamente podían evitar las contingencias del
Diluvio, sino hacerse más pronto dueños del secreto de la inmortalidad
desembarcando en el 2958 (a. d. J. C.) en que acaeció su muerte; o sea a 3037 años de
la destrucción de Pompeya añadiendo los 79 que les faltaba trasponer del siglo
primero.
Con todo; como no era cosa de irle a entretener de semejante asunto en las
postrimerías de su existencia, y teniendo tiempo a mano de que disponer, se votaron
un par de lustros más para imprevistos, y se fijó el descenso en el año 3050 del día de
la fecha; trece antes del fin del patriarca, a los 937 de su edad y con 258 de antelación
al desquiciamiento del globo.
Contando pues en números redondos una marcha de cinco siglos diarios,
necesitaban siete días (incluyendo las paradas de las comidas en plena atmósfera)
para tragarse las treinta centurias y media en cuestión. Pero el humor no faltaba, si
bien turbado a intervalos por el recuerdo de don Sindulfo, y había provisiones para
dos meses; de modo que, si nada es más largo que una semana de hambre, ellos
parafraseando el axioma, presentían que nada iba a ser más corto que otra de
felicidad.
La expedición tuvo principio en las mejores condiciones. Los ocios se mataban
ora explicando a Sun-ché las maravillas del invento y narrándole las peripecias del
viaje (si bien haciendo caso omiso de su parentesco con el inventor para evitarle las
amarguras de la viudez), ora fundando planes sobre el porvenir, todos por supuesto de
color de rosa y perfumados con el incienso de la vicaria.
Poco más de la mitad del camino tenían ya andado, cuando en la hora meridiana
del cuarto día y en sazón en que el vehículo cortaba la más limpia y transparente de
las atmósferas, el aparato dejó repentinamente de funcionar.
—¿Qué ocurre? —se preguntaron todos con extrañeza.
—Algún cambio de tiro —repuso Juanita.
Pero la actitud alarmante de Benjamín no permitió a nadie saborear el chiste.
—Tal vez una solución de continuidad —dijo éste meditabundo.
—Entonces vamos a despeñarnos sobre la tierra si la corriente no se establece —

www.lectulandia.com - Página 152


adujo Luís.
—Sin embargo —objetó el políglota— no nos movemos.
—¡Cómo! ¿Ezto ni zube ni baja?
—No.
—Puez ací ce quedó Quevedo.
Y precedidos de Benjamín los excursionistas se consagraron al reconocimiento
del mecanismo sin hallar desperfecto alguno que les procurara la clave del enigma.
La tarde se pasó en vanas tentativas, y con las sombras de la noche la alarma,
exagerando el peligro, alcanzó proporciones considerables. Pocos fueron los que
lograron dormitar; dormir ninguno. Con la luz del alba repitiéronse las observaciones;
y como casi todos alcanzaban los mismos grados de inteligencia en mecánica, las
opiniones podían contarse por los individuos.
Al tercero día, los militares como recurso supremo y sin dar cuenta a Benjamín de
lo que consideraban muy luminosa idea, se decidieron a deslastrar el Anacronópete; y
empezaron a arrojar por las compuertas las cajas y costales que más a mano se les
vinieron, sin reparar en clase ni condición. Término estaban poniendo a su tarea,
cuando Benjamín que, atraído por los golpes, llegó a la cala:
—¡Desgraciados! ¿Qué hacéis? Deteneos —gritó fuera de sí.
—¡Le peza mucho la tripa a la cabalgadura!
—Pero nos estáis dejando sin provisiones de boca; y nuestro caso es horrible:
¡Hemos naufragado en el aire!…
Aquel grito fue la señal del pánico. Toda esperanza estaba en efecto perdida; y
por un azar hijo de la impremeditación se veían sin vitualla, pues las existentes
apenas alcanzaban para cuarenta y ocho horas.
Semejante peligro era indudablemente el más grave a que hablan estado
expuestos.
—¿Quién podrá venir en nuestro socorro? —preguntaba la pupila con las de sus
ojos arrasados en lágrimas.
—Deje usted; que puede que pase algún titiritero de esos que suben en globo y
nos echará una cuerda —aducía Juana optimista hasta competir con el célebre
Panglos.
—¿Aeronautas aquí? —exclamaba con desaliento el arqueólogo consultando la
situación—. ¿Ignoras que estamos en el año 1645 antes de la era cristiana y encima
mismo del desierto de Sin?
—Ci a mí me dan un cable yo me comprometo a dezcolgarme para ezplorar el
horizonte —propuso Pendencia.
Pero ni había a bordo soga tan larga, ni, aun siendo posible el descenso, debía
exponerse el valiente andaluz a quedar en tierra si al vehículo se le ocurría emprender
la marcha sin más razón que la que había tenido para pararse. Encomendóse pues la
salvación de los náufragos a aquella débil pero única probabilidad, y como medida de
precaución se acortaron las raciones.

www.lectulandia.com - Página 153


Seis días después de la detención ya no tenían que llevarse a la boca. Al séptimo
hubo que triturar las sustancias que contenían algún jugo y elaborar una especie de
harina con sus principios leñosos. Al octavo la fiebre había ganado las filas. Al
noveno no quedaba ningún recurso; y el aire que por todas las ventanas abiertas
penetraba, era insuficiente para la respiración de aquellos infelices asfixiados por la
sed y demacrados por el hambre.
Al amanecer del décimo, los excursionistas yacían tendidos por el laboratorio,
cuyo aspecto tenía muchos puntos de contacto con un campo de batalla sembrado de
cadáveres.
—Decidámonos. ¿Qué se hace? —preguntó Benjamín dando un rugido con el
aliento que le prestaba la desesperación.
—Devorarnos a la suerte —gritó un soldado, a cuya proposición asintieron en
coro todos los hijos de Marte cerrando los oídos a las súplicas que las mujeres
anonadadas les dirigían.
—Un momento de reflexión —adujo Luís pensando en Clara—. Acaso se le
ocurra a alguien otro plan menos cruento.
—No; a la suerte —vociferaron los milites tomando una actitud amenazadora.
—Dicen bien —objetó Benjamín—. No hay salvación para nosotros; hace diez
días que permanece inmóvil el aparato.
—Zobre todo el dijeztivo.
—El hambre nos acosa y el instinto de conservación aconseja una determinación
radical.
—¡Qué lástima que los judíos hayan matado a don Sindulfo! —balbuceó la
decidora Juanita—. ¿Quién le tuviera aquí?
—¿Para qué? ¡Una boca más!
—No, señor; para hacerle pagar el pato.
Al oír el pato verificóse un movimiento de reacción en los viajeros que les hizo
incorporarse; pero convencidos de que eran víctimas de una ilusión, todos ahogaron
un suspiro y volvieron a dejarse caer.
—¡No más treguas! —insistieron los peticionarios.
—¡Piedad! —murmuró Clara, estrechando las manos de Luís.
—Por última vez —intercedió el enamorado capitán dirigiéndose a los suyos—
yo os exhorto a que hagáis gracia a las mujeres.
—Ci. Puez para hacerlaz reír eztamoz ahora.
—¡No!
—Pues bien; yo os doy mi vida por la suya.
—Ezo ez diztinto; ze aprueba, porque todoz hemoz de ir cayendo por turno.
Ahora te convenceráz de mi amor, Juanita.
—¿Por qué?
—Porque mil vecez te he dicho: «Te quiero tanto, que te comería». Y ci te toca
número bajo yo te probaré mi cariño.

www.lectulandia.com - Página 154


Perdida ante el hambre toda noción de humanidad y de respeto, los soldados
puestos de pie exigían con tal ahínco el cumplimiento de su demanda, que hubiera
sido temeridad exponerse a que, tomando por sí mismo la justicia, se convirtiese en
ley del capricho lo que podía concretarse a contingencia de la fortuna.
—Resignación —dijo Benjamín—. Manos a la obra. Apuntemos los nombres;
venga papel.
—¿Papel? Nos hemos engullido hasta los billetes de banco.
—Pues echemos pajas.
—No; que nos podemos comer el juego.
—Ya sé —prosiguió el políglota—. Aquí tengo mi colección de minerales y
piedras preciosas; cada cual tome un ejemplar cuya inicial del color corresponda con
la de su nombre. Así, por ejemplo: Luís, lázuli: Pendencia… perla: Clara, coral.
—Usted, Benjamín, tomará el verde —interpuso Juanita.
—Verde se escribe con V.
—Para prozodias eztá el estómago.
Distribuidas aquellas boletas de nueva invención, metiéronlas en un pañuelo y
dispusiéronse a dar comienzo al acto.
—¡A ver! Una mano inocente.
—Como no zea la del almirez…
—Usted, Clara.
—Yo no quiero ser responsable de la muerte de mi prójimo —dijo la pupila
eludiendo la oferta.
—Tú, Juana.
—No, que estoy segura de sacar la jota. Que escoja la emperatriz, que justo es
que le toque a ella la China.
Y ya le iban a presentar el bombo a Sun-ché, cuando un bulto que se desprendía
por uno de los ventiladores, hizo volver a todos la cabeza hacia aquel sitio.
—¡Don Sindulfo! —gritó el arqueólogo dejando caer las piedras.
—¡El loco! —exclamaron los circunstantes no atreviéndose a creer lo que veían.
Era realmente el asendereado tutor el que, excitado por la locura, aunque
impotente por la inanición, se presentaba a sus ojos convertido en un esqueleto
parlante.
¿Cómo se encontraba allí? Es muy sencillo. Al arrojarle al Vesubio, su cuerpo en
vez de seguir hasta el fondo, se detuvo en una de las rocas salientes del interior del
cráter. La inalterabilidad a que estaba sometido le permitió no sólo resistir la caída sin
el menor daño, sino soportar también la alta temperatura de aquel antro en fusión. Al
verificarse la erupción fue lanzado al espacio con la peña que le sustentaba; pero
como en aquel instante el Anacronópete, al salir huyendo de Pompeya, cortase la
parábola que don Sindulfo describía, uno de los tubos de desalojamiento le recibió
como el buzón recibe una carta, produciendo aquel extraño ruido que los viajeros
tomaron por el choque de una piedra sobre el vehículo.

www.lectulandia.com - Página 155


—¿De modo, que del boleo que le dio a usted el volcán, vino usted a colarce por
el rezpiradero del ana compepe?
—Sí; para satisfacer mi venganza.
—¿Cómo?
—Al oír que mi sobrina y Luís se abandonaban a los mayores transportes de
felicidad: al ver vivo al rival de quien ya me juzgaba libre, los celos ejercieron sobre
mí su funesto poder y concebí la idea de que pereciésemos todos juntos.
—Pero ¿por qué medio? —interrogó su colega.
—Fijando en el espacio el Anacronópete, cuyo mecanismo secreto no conocéis
ninguno, para condenaros a la inmovilidad en la atmósfera insondable y complacerme
en vuestra lenta agonía.
—¡Miserable! —prorrumpieron los soldados— ¡Muera!
—Ci, muera; que cea ezta la primera rez que ce zacrifique en nuestro
holoclauztro.
—Matadme en buen hora; no haré sino precederos. Vuestra suerte no por eso ha
de cambiar.
—Tiene razón —objetó Benjamín— no adelantamos nada.
—Sí; se adelanta la comida —arguyó la de Pinto.
—¿Luego no hay clemencia?
—Ninguna. Muramos.
—Corriente, muramoz; pero lo que ez usted inaugura el matadero.
—A él, camaradaz.
Los soldados se precipitaron sobre don Sindulfo a pesar de la resistencia de Sun-
ché que por gestos les pedía el perdón del hombre por quien experimentaba tan
invencible simpatía. Ya iban a descargarle el golpe fatal, cuando una lluvia benéfica
que penetraba por la claraboya del techo, suspendió la mano de aquellas sedientas
criaturas.
—¡Agua! —articularon todos abriendo la boca para recibir el celestial rocío.
—¡Es nieve! —exclamó Juanita reparando que más que gotas aquello parecían
copos.
—¡Tampoco ez nieve! —repuso con alegría Pendencia al saborearlo—. Hay
dentro azi como unos chícharoz.
Benjamín que hasta entonces permaneciera silencioso, dióse un golpe en la frente,
y embriagado de gozo:
—¡Nos hemos salvado! —dijo.
Y corrió en busca de una biblia que en el armario estaba, mientras don Sindulfo se
mesaba los cabellos de desesperación al presentir su derrota.
—Mirad —insistió el políglota leyendo en el libro—. «Capítulo XVI del Éxodo.
Israel vino a parar en el desierto de Sin que está entre Elim y Sinaí». Donde nos
hallamos nosotros.
—¿Y bien? —preguntaron los circunstantes atónitos al contemplar que envueltos

www.lectulandia.com - Página 156


en la lluvia caían por la claraboya centenares de pájaros animando el laboratorio con
sus voces y aleteos.
—«Y vinieron codornices que cubrieron el campamento, el cual se llenó también
de un rocío que los israelitas llamaron maná».
—¡El maná! ¡Bendito sea Dios!
Y todos se hincaron de rodillas.
—¿Y ahora persistirá usted en su criminal proyecto? —preguntó Luís a su tío.
—Y la peregrinación duró cuarenta años —interpuso Juanita—. Con que de aquí
a que se nos acaben las provisiones, tiempo le queda a usted de ver cómo se arrullan.
—En vano es luchar —exclamó el tutor vencido y humillado—. Llevadme
adonde os plazca.
—A la tierra de Noé en el Ararat —gritó Benjamín.
—Sea —balbuceó el sabio; pero por lo bajo añadió—: todavía puedo vengarme.
Y los excursionistas, después de recoger abundante cantidad de aquel pan del
cielo y de reconfortar sus perdidas fuerzas, obligaron a don Sindulfo a dejar
desembarazados los movimientos del Anacronópete, encerrándole luego por
precaución en el cuarto de los relojes para no verse expuestos a algún nuevo rapto de
locura.
—Que nadie ce coma laz plumaz de laz codornicez que han de cervir para hacerle
un plumero al zabio.
—¿No se lo decía yo a usted, señorita? —observó Juana—. Nosotros somos como
los tentetiesos; aunque nos tiren de cabeza, siempre caemos de pié.
Y el Anacronópete emprendió su majestuosa marcha sobre el pueblo escogido por
Dios, al que aún tuvieron ocasión de ver atravesando el mar Rojo a pie enjuto
mientras sus aguas, uniéndose tras él, abrían ancha tumba a los ejércitos del cuarto
Amenophis.

www.lectulandia.com - Página 157


CAPITULO XX
El mejor, no porque sea el más bueno, sino por ser el último

www.lectulandia.com - Página 158


ESTEABAN tranquilamente los pastores mientras el ganado se esparcía por
la falda de la montaña o por las laderas de dos ríos que, al cruzar sus
brazos, parecían decirse estrechamente adiós como si presintieran que en
su curso iban a separarse para no volver a reunirse nunca.
Los labradores en el valle, congregados en familia, dormitaban bajo sus tiendas,
soñando tal vez al resguardarse de los rayos del sol, en el botín que la noche les
reservaba en el ataque de la vecina tribu.
La mujer, reducida en aquellos tiempos a la condición de animal el menos
mimado del hombre, aderezaba las pieles que habían de servir de envoltura al fornido
Triptolemo y al infatigable Nemrod, o disponía el tasajo con cuyos restos, disputados
a los canes, se la premiaba el ejercicio de la maternidad.
Dominando el campamento sobre una no muy elevada colina, alzábase la tienda
del jefe, donde éste y los ancianos organizaban el pillaje y resolvían las diferencias de
la tribu con veredictos que nada tenían de común con la justicia.
El descenso del Anacronópete en aquel risueño valle, produjo en la nómada
multitud la extrañeza supersticiosa y cobarde que en la ignorancia infunde siempre lo
desconocido. Al despertar sobresaltados por el aviso de los vigías, todos apercibieron
sus hondas, empuñaron sus cayados y corrieron adonde el consejo estaba reunido
para preguntar tumultuosamente si era al ataque o a la defensa a lo que debían
disponerse.
Aunque la caída del vehículo tenía algo de sobrenatural a sus ojos, y los trajes de
los expedicionarios aumentaban su confusión, la exigüidad del número con relación a
la tribu restableció la confianza y se determinó dejarlos avanzar para despojarlos en
sazón oportuna y repartirse las mujeres entre los que más se distinguieran por la
noche en el rebato del aduar enemigo.
En aquel momento una negruzca nube, que poco antes empezara a subir por el
horizonte, llenó el valle de sombras y descargó en lluvia torrencial.
—¡Ah de la tienda! —gritó Benjamín al llegar con los suyos a la de los ancianos.
—Me parece que también aquí van a recibirnos con tanto gusto como al casero —
murmuró Juanita al ver la actitud de la gente.
—¿Por qué venís a turbar el sosiego de nuestro campo?
—Somos viajeros errantes y pedimos hospitalidad.
—Pagadla.
—Ved nuestra extenuación —prosiguió el políglota—. Reconfortad con algún
alimento nuestras perdidas fuerzas.

www.lectulandia.com - Página 159


Y la verdad es que, hartos de codornices, los excursionistas deseaban adquirir a
cualquier precio una cazuela de modestas sopas de ajo.
—Trocadlo por vuestras vestiduras —repuso el jefe—. Aquí no se da nada sino
por algo.
Convenido el trueque, se transmitió la orden de servirles leche, frutas y un par de
recentales.
Entretanto la tempestad seguía rugiendo y el eco de las descargas eléctricas
repercutía en el valle con imponente fragor.
—Mirad, mirad esa colección de ancianos venerables —repetía Benjamín
dominado por su idea y contemplando con éxtasis la ratificación de sus esperanzas en
aquellas cabezas cubiertas de nieve—. Decidme si no son ellos los que poseen el
secreto de la inmortalidad.
—¿Cuántoz añoz tiene usted, abuelo?
—Quinientos setenta y cinco —repuso el interpelado al enterarse por Benjamín
de la pregunta de Pendencia.
—Gemelo de usted —dijo Juanita a don Sindulfo que, absorto y reflexivo, sólo

www.lectulandia.com - Página 160


dejaba escapar una sonrisa de satisfacción cada vez que el rayo iluminaba la tienda
con su cárdena luz.
—Puez habrá usted conocido a Mahoma.
—Creo prudente, don Benjamín —observó el capitán de húsares— que mientras
disponen los alimentos, aclare usted su enigma a fin de emprender el rumbo hacia
nuestras tierras.
—Si… voy a realizar mi sueño dorado.
Temblando de emoción y rodeado de sus compañeros que, después de tantos
peligros, esperaban saborear las delicias del triunfo, el paleógrafo sacó los cordeles
encontrados en Pompeya, y enseñándoselos avaramente al jefe de la tribu:
—A ver —le dijo— si podéis descifrarme esta escritura de que sólo me ha sido
dado interpretar los primeros caracteres.
Todos los circunstantes contenían la respiración. El cinco veces centenario
patriarca repasó los nudos entre sus dedos y, lanzando una carcajada estrepitosa:
—¡Mirad! —exclamó haciendo circular el documento entre los suyos que con
irreverentes signos de desprecio hicieron coro a la hilaridad del anciano.
—¿Pero en suma…? —preguntó Benjamín con desconcierto.
—Esto son tonterías del soñador Noé: consejos que ha repartido por todas las
tribus para curarnos de lo que él llama la corrupción de los hombres.
—¿Qué? —interrumpieron los circunstantes presintiendo algún desengaño.
—Él sabe que nosotros no nos acomodamos sino con el robo, el pillaje y el
escándalo, y pretende que Dios, a quien no conocemos, va a castigarnos con sus iras.
—No parece que os ha escarmentado el Diluvio —objetó Benjamín ante aquella
tan paladina como desvergonzada confesión.
—¿El Diluvio? No sé. Nosotros venimos de luengas tierras.
—¿Pero no habéis experimentado una inundación general?
—No en mis días.
—Bien hice yo en sostener en el Ateneo que el cataclismo no había sido
universal. En fin; volviendo a nuestro asunto, aquí dice: «Si quieres ser inmortal,
anda a la tierra de Noé y»…
—«Y él —prosiguió el viejo interpretando la escritura— enseñándote a conocer a
Dios te dará la vida eterna».
Los expedicionarios no pudieron reprimir un movimiento de indignación contra
Benjamín, al ver reducido a un precepto moral lo que ellos acariciaron como receta
empírica. Todo se explicaba perfectamente: los cordeles transmitidos a varias
generaciones habían sido enterrados bajo la estatua de Nerón por algún cristiano
habitante de la Campania deseoso de eludir las persecuciones del siglo primero; y el
occidental refugiado en China, descendiente suyo e iniciado en el secreto, se había
introducido en Ho-nan para difundir la doctrina del Salvador anteponiéndose a las
gloriosas conquistas de las misiones católicas en el extremo Oriente.
—¿De modo? —balbuceó el políglota ruborizado…

www.lectulandia.com - Página 161


—Que nos ha hecho usted pasar las de Caín —repuso Juanita— para aprender lo
que desde chiquitines sabíamos ya por el catecismo del Padre Ripalda.
—¡Ci zon uztedes doz zabioz de cimilor!…
Las pullas y las diatribas no hubieran tenido fin sin una detonación espantosa que,
pareciendo conmover hasta los cimientos del mundo, produjo un silencio de muerte.
La lluvia se despeñó de golpe como si cataratas la vomitasen, y todos por instinto
trataron de salir de la tienda; pero un vigía penetrando en ella con la mirada errante:
—¡Salvaos! —dijo con terror—. El firmamento se desgaja; los ríos han roto sus
barreras y el valle ha desaparecido bajo las hondas encrespadas de un mar de espuma.
¡A la montaña!
—¡A la montaña! —gritó la tribu desapareciendo al par que la tienda—: aquella
impelida por el pánico; ésta arrebatada por el huracán.
Las mujeres, perdiendo el sentido, impidieron emprender la fuga a los
anacronóbatas, que con espanto veían flotar los cadáveres sobre las aguas, ganar los
vivos las alturas, iluminar el espacio sierpes de fuego, y sobre el negro fondo del
horizonte subir el nivel de aquella rugiente masa líquida hasta lamer la cúspide del
montículo que les servía de base.
—¡Valiente chaparrón, caballeroz! ¿Ci cerá el Diluvio?
—Imposible —dijo Benjamín—. Aquella catástrofe tuvo lugar en el 3308 antes
de Jesucristo y nosotros hemos hecho alto en el 2971 o sea 337 años antes.
—¿Y mi venganza? —vociferó don Sindulfo con la alegría de una satánica
satisfacción.
—¿Cómo?
—Me habéis encerrado como una fiera en el cuarto de los relojes y yo los he
retrasado para que, dirigidos por un falso cómputo, seáis víctimas conmigo de esta
conflagración universal.
Un rugido prolongado sucedió a las palabras del implacable loco. La situación era
insostenible; las aguas desprendían bajo los pies de los viajeros las piedras de la
colina, y la oscuridad era tan profunda que a dos pasos no se distinguían los objetos.
Las fuerzas de Luís cedían al peso de su preciosa carga. Ello no obstante trató de
subir hasta la punta del promontorio; pero una ráfaga le derribó y Clara desasida de
sus brazos sepultóse en el abismo.
—¡Dejarme a mí que nado como un boquerón! —dijo Pendencia y se arrojó al
agua; pero al caer, sin lastimarse gracias a la inalterabilidad, en vez de sumergirse en
un cuerpo liquido dio con el inanimado de Clara tendido sobre una superficie sólida y
dura. Un manojo de rayos iluminó el firmamento, y a su resplandor pudo el intrépido
soldado medir la inagotable bondad de la Providencia, enviándole en un grito agudo
todo un himno de alabanza.
—¡El cangrejo! —exclamó reconociendo el Anacronópete y recordando su
condición retrógrada.
Era en efecto el vehículo, que arrastrado por la corriente flotaba sobre las olas

www.lectulandia.com - Página 162


junto a aquella colina que de tumba se había trocado en embarcadero.
Don Sindulfo, con los ojos inyectados en sangre, fue el primero en penetrar en él
ciego de cólera.
El trasbordo se verificó sin dificultad por la galería que recibiera a Clara y al
asistente, y unos segundos más tarde los expedicionarios, hendiendo aquella cortina
de agua y fuego, seguían su curso navegando por la más diáfana y apacible de las
atmósferas primitivas.

Ocupados en prestar auxilios a las enfermas y preocupados con la duración del


síncope, todos advirtieron que andaba; pero a nadie se le ocurrió preguntar quién
había puesto en actividad al coloso. Luis, ante el temor de que su pobre tío cometiese
por razón de su estado alguna nueva imprudencia, le puso cuatro centinelas de vista
señalándole otros tantos pies cuadrados de zona de movimiento fuera del alcance del

www.lectulandia.com - Página 163


mecanismo.
En las primeras horas se desconfió de salvar a aquellos exánimes seres harto
resistentes hasta entonces a tantas vicisitudes; pero la juventud suele acordarse en
medio de sus derrotas del indisputable derecho que la asiste a la vida, y provoca crisis
tan rápidas y absolutas como la que a nuestras simpáticas viajeras devolvió el uso de
sus facultades.
Abrazado que se hubieron como hacían después de haber corrido algún gran
peligro, por cuya razón paréceme que si no los deseaban tampoco los temían, nadie
pensó sino en la felicidad que al regreso les esperaba.
—¡Ah! —decía Juanita—. Cuando yo vuelva a oír pregonar por Madrid la
Correspondencia…
—Nada, nada; cada oveja con zu pareja. Uzté, capitán, con la ceñorita; don
Pichichi con la emperatriz y yo con la doncella (perdonando el modo de ceñalar) —
con lo que se refería a un cariñoso golpe que le había dado en la espalda a la de Pinto
— noz vamos a la parroquia, noz echa el cura el garabato y a vivir.
—A este paso no tardaremos en llegar —adujo Luís. Entonces fue cuando el
poliglota ñjó mientes en la vertiginosa rapidez que llevaban; pero ignorando si la
imprudencia estaba de su parte, se calló limitándose a consultar los relojes que con
gran asombro suyo encontró desmontados y con las manillas fijas en el año 3308,
época del Diluvio que habían traspuesto hacía seis horas.
—¿Qué es esto? —se preguntó alarmado. Y abriendo uno de los discos del
laboratorio, trató de reconocer la posición. Aquello era horrible; las alternativas de
luz y sombra se sucedían como las vibraciones de un timbre eléctrico en que la
transición del sonido al silencio no deja espacio perceptible. De vez en cuando el
Anacronópete suspendía su marcha; diríase que se procuraba algún reposo, tras del
cual, nuevo Judío Errante, emprendía su curso como si una voz oculta le gritase:
«Anda». Aprovechando estos fenómenos, para él incomprensibles, Benjamín con la
vista clavada en el telescopio asistía al desfile de la descomposición de la naturaleza.
Ora, al cruzar la antigua Hélade, robaba sus secretos a la mitología apercibiéndose de
que los cíclopes no eran más que los primeros explotadores de las minas bajando a las
entrañas de la tierra con una linterna en la frente, convertida por los poetas en un ojo;
ya al cortar los confines del Asia y de la América, sorprendía que los siberianos
habían sido los pobladores de las regiones descubiertas por Colón, pues los veía
atravesar en caravanas, lo que entonces era un istmo, abierto más tarde por las aguas
para formar el estrecho de Behring; el Mediterráneo no existía; los Alpes eran una
llanura; el desierto de Lybia un mar. Tras los hijos de Caín, aparecía el cadáver de
Abel: después del Paraíso la Creación…
Una carcajada sacó a Benjamín de su estupor: era don Sindulfo que, recreándose
en el asombro del arqueólogo, gritaba en el paroxismo de la locura:
—Habéis provocado mi venganza y yo no cejo en la empresa.
—¿Qué? —exclamaron todos presintiendo alguna nueva desventura.

www.lectulandia.com - Página 164


—Creíais caminar hacia adelante, y ya veis que seguís retrocediendo.
—¿Pero aquí no se acaban las tribulaciones? —decía Juana.
—Ce noz orvidó trincarlo.
—Cambiemos de rumbo.
—Sí.
—Es inútil —prosiguió el loco con sus carcajadas convulsivas—. ¿No observáis
que viajamos con una velocidad quintuplicada? No hay quien nos detenga: he
destruido el regulador, y el Anacronópete disparado corre a precipitarse en las masas
candentes primitivas.
—¡Horror!…
—La muerte nos espera a todos en el caos.
—¡El caos!
—Mirad.
Y en efecto; a través del disco brillaba una tenue luz, principio del orden de la
naturaleza y fin de la confusión de los elementos; pero, al retrogradar, la masa caótica
iba espesándose gradualmente, y el grueso vidrio no alcanzaba a resistir los aluviones
de agua, tierra y fuego que, agitados por el aire suspendían a intervalos y con
violentos choques el empuje del vehículo flotante en aquel barro incandescente. La
inalterabilidad había perdido sus propiedades; la asfixia se apoderaba de los viajeros,
por el calórico desprendido de las paredes; hasta que por fin el cristal fundido, dando
paso a un torrente de sustancias ígneas, ¡¡¡se abrió con el estampido de cien
volcanes!!!……

Era el público del teatro de la Porte Saint Martin que, concluida la representación
de una comedia de Julio Verne, premiaba la inventiva del autor. Juanita con
Pendencia y los agregados militares enviados por nuestro gobierno a la exposición de
París, ocupaban unos asientos de galería. Clara, casada desde la víspera con Luís,
compartía con éste las miradas de los curiosos en un palco de proscenio, acompañada
de su tutor y de su inseparable amigo el arqueólogo, parte integrante de la existencia
de don Sindulfo desde que perdió a la muda en las playas de Biarritz, y atraídos
ambos a la Babilonia moderna por el aliciente del universal concurso.
Ya se comprende lo demás: el tutor se había dormido y había soñado. Cuando por
el camino contó el sueño a su familia, todos rieron grandemente; lo que dudo mucho
que haya acontecido a mis lectores con este relato. Y no obstante hay que reconocer
que mi obra tiene por lo menos un mérito: el de que un hijo de las Españas se haya
atrevido a tratar de deshacer el tiempo, cuando por el contrario es sabido que hacer
tiempo constituye la casi exclusiva ocupación de los españoles.

www.lectulandia.com - Página 165


www.lectulandia.com - Página 166
VIAJE A CHINA
CARTAS AL DIRECTOR DE «LAS PROVINCIAS»

www.lectulandia.com - Página 167


www.lectulandia.com - Página 168
Macao, 26 Sbre. 1878.

uerido amigo: A las diez en punto de la mañana del 11 de Agosto, el


vapor Tigris, de las Mensajerías Marítimas, largó sus amarras, y como
flecha salida del arco, se desprendió de Marsella con rumbo al extremo
Oriente.
Todos tus lectores saben sin duda lo que es un barco; pero pocos habrán estado a
pupilo en uno correo durante treinta y ocho días, y por si alguno llegara a necesitar
ese hospedaje, allá van unos cuantos informes sobre el particular.
Los buques tienen su fisonomía como las personas; pero como en ellas, el
cruzamiento de razas influye en la alteración de las facciones. No sé si la estética
naval o la conveniencia indujo, no hace mucho, a los ingleses a suprimir el tajamar en
sus steamers, y naturalmente, del comercio de sus astilleros con las naciones
marítimas, resultó una generación de buques chatos que se pasea por los mares con
los quevedos en la frente, puesto que los dos vigías de proa ya no encuentran narices
sobre qué cabalgar. El Tigris, harto viejo para someterse a las exigencias de la moda,
conserva aún su cartílago nasal, y hace bien, pues tengo para mí que en cuestiones de
navegación, tan indispensable es el olfato como la vista.
La patrona de estos pupilajes, que se llama Agencia general, y que tiene
sucursales en las cinco partes del mundo, reside en Marsella, y le indica a uno el
cuarto que puede ocupar en tal o cual de las nueve casas que desde la Joliette hasta
Shang-Hai tiene en aquel momento disponible; y he aquí lo que por 52 francos y 50
céntimos al día puede exigir el huésped.
Una de las dos camas de que se compone cada camarote y los accesorios
correspondientes a un cuarto-tocador con ropa; un camarero; baño diario, caliente o
frío; un peluquero; el derecho de usar como costureras a las camareras destinadas al
servicio de señoras; un médico; un boticario; cuarenta fogonistas, africanos, en su
mayor parte salidos del golfo de Aden, encargados de alimentar los hornos; un primer
maquinista y cuatro segundos; dos cocineros con sus marmitones correspondientes;
un maître d’hôtel y doce criados para las mesas de primera y segunda; cerca de
cuarenta chinos para el servicio secundario, entre los cuales algunos boys (voz inglesa
que significa muchacho o criado de distinción), consagrados a agitar las pancas de
que hablaré a su tiempo; un capitán de armas conservador de las de a bordo, y con el
deber de cerrar las escotillas de los camarotes cada vez que al mar se le hinchan las
narices y amenaza invadir el buque por la menor abertura; dispenseros; carniceros; un
repostero; sobre cincuenta tripulantes para poner y quitar las cortinas de los balcones,
según el viento que sopla; un agente de correos; un comisario, a cuyo cargo corre la
administración general, pago de haberes, compra de provisiones y que recibe las
quejas de los inquilinos si alguna tienen que formular; no sé cuántos timoneros; tres

www.lectulandia.com - Página 169


oficiales y un segundo capitán, salidos del cuerpo de pilotos, cada uno de los cuales
hace el servicio de puente durante cuatro horas, lo que en lenguaje técnico se llama el
cuarto, y por último, un comandante, por lo común teniente de navío de la marina de
guerra, jefe nato de todo el personal, y por decirlo así, intendente de la casa.
De paso, y como detalle, te diré que el carbón que se gasta diariamente a bordo se
eleva a 50 toneladas, que, a 60 francos una como mínimum, representa una suma de
3,000 por día.
Pasemos a la alimentación.
A las seis y media de la mañana empiezan los desayunos de café solo o con leche,
té, chocolate, pan con manteca, una copa de vino generoso u otra bagatela por el
estilo. A las nueve y media se sirve el almuerzo, compuesto de cuatro hors d’oeuvres,
como sardinas de Nantes, salchichón, agujas u otro pastelillo de carne, huevos,
manteca, ostras, langostines, etc., etc., a los que siguen dos platos fuertes de cocina,
tan abundantes como variados, y el indispensable karrick (arroz con salsa muy
cargada de pimienta), terminándose con un surtido postruario y una taza de café. Las
libaciones se hacen con vino tinto francés, Marsala, Jerez seco, cerveza y coñac.
También hay agua.
Cuanto sale de este programa se paga a parte.
«Y ya me tiene usted como un reloj», diría el caballero particular, hasta las doce
y media, hora en que se sirve el tiffin, palabra con que se designa en Asia el tente en
pié, que en Europa llaman los ingleses y sus adeptos lunch, y que consta de caldo,
salchichón, pollo o carnes fiambres, queso, sandwiches, vino, cerveza, refrescos de
limón y brandy, y otras menudencias. Concluido el tiffin, ya no se yanta nada más…
hasta las cinco y media, en que la campana vuelve a congregar a los pasajeros en el
refectorio para la comida. Afortunadamente esta es ligera: una sopa, un relevé, cuatro
suculentas entradas, dos asados (de ave y de carne), ensalada, karrick, un plato de
legumbres, dos entremets o platos dulces, uno de los que muy a menudo es sustituido
por un rico helado, queso, frutas frescas y secas, pastas, café, pan, vinos y licores.
Y ya no toma uno otra cosa hasta las ocho y media. Entonces, con el pretexto de
la taza de té, se paladea un bombón por aquí, se engulle una galleta por allá, se
discute y se prueba experimentalmente que el sandwich es mejor por la noche que por
la mañana; y con una limonada ahora, un vaso de cerveza poco después y un grog
más tarde, dan las diez de la noche, y las mandíbulas se entregan al reposo, para
emprender de nuevo su tarea al romper el alba, ni más ni menos que un peón de
albañil, sin domingos ni fiestas de guardar.
A propósito de fiestas, te diré que estas no se solemnizan, por no haber a bordo
sacerdotes; y que habiendo preguntado la causa de esta omisión, se me contestó, y me
convencieron, que de establecer en los vapores un presbítero católico, habla que dar
cabida en ellos, por equidad, a un pastor protestante, a un papa griego, a un dervich
musulmán, a un bonzo chino y a tantos otros encargados de los diferentes cultos con
que los hombres interpretan la idea de la Divinidad.

www.lectulandia.com - Página 170


Las diversiones y los espectáculos se dividen en naturales y técnicos. Son
naturales el whist y el ajedrez; el piano y canto, prodigados generalmente por los que
menos aptitudes deben a la madre naturaleza y al arte auxiliar; el mareo desde la
palidez, su primer síntoma en ambos sexos, hasta la abstinencia del tabaco en el
hombre y la descompostura e impudibundez sin conciencia en las señoras; el rodar
sobre cubierta de los pasajeros con sus sillas en días de marejada; los equilibrios y el
cojeo de aquellos valientes que se pasean por vanidad, y a quienes al echar el pie les
falta el barco; el pajarito que vuela, el pez que salta, el buque que se divisa, el
promontorio que sale de las aguas, el panorama del puerto a que se arriba, y el
ridículo tocado con que el europeo se disfraza por estas latitudes, y que contrasta con
el traje negativo de la mayor parte de los indígenas asiáticos.
Constituyen los técnicos las maniobras de la marinería, que los pasajeros
experimentados explican a los novicios con gravedad cómica y en detrimento de la
exactitud la mayor parte de las veces; las noticias geográficas, hidrográficas y
etnográficas con que el viajero se enriquece, gracias a la amabilidad de los oficiales;
el lenguaje de las banderas y de las luces; las de Bengala con que se saludan por la
noche al cruzarse dos vapores de la, misma compañía, y que, tomadas por un
incendio a bordo, hicieron salir de su camarote a cierta señora tan despavorida, como
ligera de ropa, enhebrada en un enorme salvavidas de cerca de dos varas de diámetro;
la revista de inspección que el domingo pasa el comandante, seguido de su estado
mayor, a todo el personal, vestido de gala y formado en su puesto; el simulacro de
fuego a bordo que se hace cada jueves y en el que, al minuto de dar la campana la
señal de alarma, todo tripulante debe hallarse en su destino, la bomba funcionando, el
doctor en la farmacia y las camareras preparando hilas y vendajes: por último, el
zafarrancho de combate que, una vez en el viaje de ida y otro en el de vuelta, se
simula para el horrible caso de abandono del buque, y que se practica tomando cada
oficial el mando de un bote cuyas amarras hace picar, y saliendo primero el más
joven con los niños, después el que le sigue en edad con las mujeres, el tercero con
los viejos, y los sucesivos con el resto de la tripulación: todos los oficiales, armados
de revólvers, tienen la consigna de levantar la tapa de los sesos al que no se someta a
la disciplina del caso.
¡Delisioso!, como diría el capitán de la zarzuela Robinson.
Y enterado ya de lo que es el domicilio flotante y de la vida que en él has de
llevar, pasemos a lo que podrás ver, si te da la ocurrencia de venir a hacerme una
visita; para lo cual principias por gastarte dos mil francos para meterte como un libro
en el estante de una biblioteca; y una vez encasillado, si el mareo no te vuelve tísico,
o la diferencia de climas no te mata, ni te asfixia el mar Rojo, ni la nostalgia te impele
a suicidarte, ya estás seguro de que a menos de que la máquina estalle, o se declare
una manga de agua que sumerja el buque, o que haya un incendio a bordo, o que otro
barco aborde el tuyo, o que un error de cálculo en una noche oscura te haga estrellar
contra una roca, o que el mistral te quiera guardar en el Mediterráneo antes de que el

www.lectulandia.com - Página 171


Monzón pueda engullirte en el Océano índico o devorarte un Tiffón en el mar de la
China, ya estás seguro, repito, de llegar sano y salvo a Hong-Kong y poder exclamar
al pisar sus playas: «Me separan de mi casa treinta y ocho días de mar y tres de tierra,
descompuestos en tres mil leguas de veinte al grado. Aquí son las ocho de la noche y
en mi patria apenas si será medio día: me hallo en pleno Celeste Imperio y he hecho
la mitad de la vuelta al mundo: escribiré mi llegada a la familia y antes de tres meses
tendré la contestación, si la manda a correo seguido».
Créeme, llévate pañuelo, porque sino tendrías que secarte más de una lágrima con
el dorso de la mano.
En fin, no pensemos más en ello; el comandante sobre el puente, grita con voz de
trueno: «Larguez tout: en avant», y las amarras se divorcian de los bitones.
Partamos.

www.lectulandia.com - Página 172


www.lectulandia.com - Página 173
Macao, 8 de Octubre de 1878.

uerido amigo: No me exijas que entre en un análisis profundo de las


cosas que vamos a ver. Recuerdo aún la sorpresa que me produjo siendo
niño, y ya empieza a ser larga la fecha, el primer prestidigitador que
admiré en un teatro, y el desengaño que experimenté cuando, ya mozo,
supe que tenían doble fondo las cajas; y desde entonces, siempre que puedo, me
limito a la superficie, sin meterme en honduras, convencido de que la ilusión es más
bella que la realidad.
Te convido, pues, a una función de fantasmagoría sin alardes de erudición, en la
que, si errores cometo, no serán de trascendencia, puesto que no trato de producir
enseñanza.
Pasemos el estrecho de Bonifacio, con la Córcega a un lado y la Cerdeña al otro.
¿Ves a la derecha una casita blanca con un toldo de pámpanos? Es la residencia de
Garibaldi en Caprera. El brazo de la unidad italiana está allí para señalar enfrente al
viajero la cuna de los Bonapartes.
Alborea el día 13 y fondeamos en Nápoles. Su extensa y hermosa bahía se baña
de luz; los vendedores de objetos de coral y de lava invaden el Tigris, mientras los
músicos ambulantes, metidos en lanchas, te saludan con sus cantos populares, llenos
de poesía y ejecutados con una admirable precisión por jovencillas vivarachas de ojos
de fuego, para quienes la música es como la palabra: no saben cuándo la aprendieron.
El vapor debe zarpar a las nueve, y no hay tiempo para visitar todo lo notable que
encierra este primer punto de escala. Afortunadamente, yo la conozco desde mi
regreso de Atenas y voy, aunque muy de prisa, a señalarte lo que más impresión ha de
producirte.
Figúrate que desembarcamos a las seis de la tarde.
En primer lugar, tomemos un sorbete en casa de Benvenuto; es un tributo que hay
que pagar al gran confeccionador de helados que tiene Europa. Por media lira, o sean
dos reales, te sirven una como rodaja de queso de bola, de dos dedos de gruesa y en
forma de media luna, que te deja recuerdo indeleble del nombre de pezzi con que lo
bautizan. De allí nos vamos al teatro de San Carlos, suntuoso edificio dirigido por un
arquitecto español y academia en que se sanciona, como en la Scala de Milán, la fama
de los artistas líricos.
Ya es media noche y el estómago pide que nos ocupemos de él; por consiguiente,
en lugar de meternos entre las ahogadas paredes de un restaurant, nos vamos a Santa
Lucia. Allí, a la orilla del mar, al aire libre, sobre magnificas mesas de mármol,
alumbradas por globos de gas, unos criados vestidos de rigurosa etiqueta nos sirven
pescado frito, langostines y ostras frescas, que unas vendedoras muy jóvenes y bien
ataviadas abren y preparan en elegantes casilicios alineados al borde del parapeto del

www.lectulandia.com - Página 174


muelle; y todo esto rociado con Salerno y Siracusa, y amenizado con las picarescas
canciones de tanta Malibrán en flor y tanto Paganini degenerado como fecunda en
aquella tierra privilegiada la lava del Vesubio.
Una carretela nos aguarda. Subamos a ella y sigamos la herradura de la bahía. Al
cabo de dos horas de marcha, me preguntas admirado si aquella calle de Nápoles no
acaba nunca; y tu asombro crece de punto al saber que hace más de una y media que
hemos dejado la ciudad, y que aquella serie interminable de quintas, caseríos, villas y
hasta palacios, no son otra cosa que pueblecillos, jardines y granjas qué se suceden
sin interrupción ni intervalo desde Nápoles hasta Reggio, extremo occidental de la
Italia en el estrecho de Mesina. Nosotros nos paramos en Portici, donde, a defecto de
la Muda del maestro Auber, encontramos a un locuaz arriero, que nos prepara las
caballerías para la ascensión al Vesubio.
Larga y penosa ésta, fuera del interés científico que puede despertar en un
geólogo, no tiene otro encanto que la satisfacción de haber marchado sobre cenizas,
la vanidad de haber tocado los bordes de su inmenso cráter y oído la bronca
respiración de sus pulmones; y para el que, como yo, madruga poco, haber asistido a
la iluminación del golfo por los primeros rayos del sol naciente. Plata en el mar,
verde en la montaña, rojo en el horizonte, azul en el cielo, tornasoles en la ciudad,
perfume en el ambiente, música en el espacio, luz en el aire. Tú, poeta, dispón en tu
fantasía y como te dicte el sentimiento, los colores y los ruidos que te libro a granel;
pero que son los verdaderos componentes de una alborada en Nápoles.
Desde allí, y por otra vertiente, las acémilas nos bajan a Pompeya, sepultada en el
primer siglo de la era cristiana y descubierta en tiempo de Carlos III, de la que hoy se
conoce ya todo el perímetro y más de tres cuartas partes de la ciudad están
desenterradas. ¿Qué podré decirte de ella? Su orden arquitectónico te es bien
conocido. Pues bien; imagínatela toda cortada a la altura del primer piso de sus casas
y sin más que la planta baja en pié. Pórticos, vestíbulos, patios con fuentes
microscópicas y detalles liliputienses, y detrás el gyneceo o habitaciones para las
mujeres: columnas estriadas como base de apoyo, mosaicos por adorno y el cave
canem inscrito en el suelo cerca de la perrera, como aviso prudente para las
pantorrillas del visitante. Parece una ciudad cuyos moradores han salido para asistir a
alguna fiesta cercana, y a cada momento crees que van a hacer irrupción en sus
dominios. En su museo se admiran cosas sorprendentes: trigo y legumbres
carbonizadas, pan cocido el día de la erupción, aceite metido en tinajas, joyas
pertenecientes a los cadáveres, que se han encontrado envueltos en una capa
petrificada de lava y azufre, y de los que han sacado vaciados en yeso, conservando la
posición en que los sorprendió la muerte; papiros a los que se da cierta consistencia
con una substancia química, y que colocados bajo una campana de cristal, se los
sujeta a un aparato que desenvuelve dos milímetros por día, hasta que toda la hoja
desarrollada, se la fotografía, y pegada a un cartón, pasa a enriquecer la biblioteca de
manuscritos, más notable bajo el punto de vista de la curiosidad que de la historia.

www.lectulandia.com - Página 175


¡Qué impresión al visitar aquel teatro donde resonó la musa de Plauto y de Terencio!
¡Qué movimiento de horror ante aquel circo, donde tantos gladiadores han apagado
con su sangre la sed de espectáculos cruentos del pueblo latino! ¡Qué
sobrecogimiento ante aquel foro, que Cicerón ha sabido llenar con su presencia
cuando para reposar de las tareas de Roma, iba a solazarse durante el estío en la
patricia residencia pompeyana! ¡Qué asombro al visitar aquellas termas, germen en
un principio de salubridad y de higiene en una raza guerrera; fomentador más tarde
de la corrupción y la molicie en aquellos imitadores de Capua! ¡Qué vergüenza en
aquellos templos del amor, con sus lechos de mármol, sus estimulantes del deseo
artísticamente pintados en las paredes, y su padrón de ignominia esculpido en la
puerta como testimonio de la divinidad a que se rendía culto!
Las ruinas de Herculano son más importantes en el concepto del arte; pero lo
difícil del descenso y la premura de nuestro viaje nos impiden ir a verlas.
Tomemos el tren, y atravesando vergeles llenos de quintas, con sus colgantes de
macarrones puestos a secar en todas las ventanas (y de que el pueblo napolitano hace
un inconcebible consumo, comiéndolos la gente baja con las manos y por madejas),
volvamos a Nápoles, y a uña de caballo, echemos una ojeada al museo de Borbón.
Vasto y suntuoso edificio; posee numerosos y notables cuadros; y en escultura se
honra con el grupo de Farnesio; pero como no podemos apreciar una por una las
bellezas que atesora, vamos a ceñirnos a una sola, aunque típica especialidad. Me
refiero a la venta de copias de aquellos lienzos maestros, ejecutadas, no diré por
artistas, mas sí por obreros del arte de Apeles que, a centenares, invaden las
espaciosas crujías del palacio y asaltan al curioso con ofertas tentadoras y en
competencia sin igual. Allá va un ejemplo para muestra: una copia de una Santa
Familia del Sarto, midiendo media vara, tendida en un bastidor con cuñas, y aunque
ligeramente tratada, representando un trabajo de tres sesiones por lo menos, me ha
sido adjudicado en la suma de… una peseta.
Y basta, que nos esperan a bordo. Atravesemos a escape la Chioja y Toledo, las
dos grandes arterias de la populosa Nápoles, el palacio real y la multitud de teatrillos
que, como hongos, salen por todos lados; y mientras el Tigris larga sus amarras,
echemos unas monedas de cobre a esos buzos, que desde su lancha nos desean buen
viaje. Míralos cómo se zambullen, cómo luchan en el agua, y cómo, por fin, el más
hábil se presenta en la superficie, llevando en la boca los dos cuartos de la presea. Por
fin, zarpamos; los músicos ambulantes entonan desde sus canoas una marcha, cuyos
ecos se van debilitando poco a poco; la bahía parece como que se contrae, y la ciudad
como que se repliega; ya un solo punto luminoso se ve en el horizonte: el Vesubio;
después su aliento… después nada; el mar, tan imponente cuando aleja al viajero; tan
juguetón y bullicioso cuando le vuelve a los suyos.
A las nueve de la noche, el Stromboli, como faro de las islas Líparis, se presenta
por estribor, arrojando fuego de su cráter. A media noche, el vapor corre entre dos
cordones de luces; son Mesina y Reggio; Scila y Caribdis. La Sicilia se borra por fin

www.lectulandia.com - Página 176


con la vaga silueta del Etna, y al otro lado la Calabria ulterior se pierde en las olas y
se confunde en la bruma. Dos días después llegan hasta nosotros las brisas del
archipiélago griego que, envidiosas de la isla de Candía, que nos sale al paso, trepan
por sus ásperas montañas, y nos saludan con la más cariñosa de las sonrisas; y el 17, a
las dos de la tarde, el vigía de Daimieta anuncia nuestra llegada a Puerto-Said.
Estamos en África.
Instintivamente la mirada se vuelve hacia atrás como buscando algo que se lleva
el agua al borrar la estela de nuestro barco. Es que acabamos de dejar una parte del
mundo; la nuestra. ¡Adiós, Europa!
Hay dos itinerarios para llegar hasta el mar Rojo; el que seguimos nosotros y el
que se hace desembarcando en Alejandría y tomando el ferro carril que pasa por el
Cairo y va a Suez. Este último es más largo, no por la duración del viaje, sino porque
una vez en la capital del Egipto, ¿quién se vuelve sin visitar la Esfinge, la pirámide de
Gizeh, las demás tumbas de los Faraones y lavarse en la corriente del Nilo?
He dicho que el viaje es más largo, no por su duración, y debo rectificar este
aserto, pues según me han referido, parece ser que la locomoción ferrocativa de los
jellah, hace de la lentísima española algo vertiginoso, como los convoyes de San
Francisco de California a Nueva-York, pues entre otras causas hay la muy poderosa
de que cuando al maquinista se le cae la petaca, o encuentra a un amigo que sigue a
pie la ruta, para el tren, y recoge a una o a otro, sin que nadie le dirija cargos por ello.
Nosotros, ya puestos en la boca del canal, seguiremos la recta trazada por el
inmortal Lesseps.
En Puerto-Said desembarcan los pasajeros para Beirut, Damasco, Smirna, y toda
la costa de Siria y Palestina, y en los que seguimos al extremo Oriente, empieza a
verificarse la metamorfosis reglamentaria de trajes, usos y costumbres.
Lo primero es despojarnos de todo sombrero a la europea, y calzarnos el hélmed
(con h aspirada); casco para el uso de los ingleses en la India, que le da a uno el
aspecto de un cocinero de bomberos, en razón de la forma del utensilio y de la blanca
funda que lo reviste. A este preservativo de la insolación sigue el aligeramiento de
traje, como recurso contra los calores sofocantes que nos aguardan, y que consiste en
la sustitución de la lanilla por el lino y el empleo de la morisca por la noche. La
morisca es un traje de algodón, compuesto de calzones anchos y blusa de manga
perdida, que se viste con exclusión de camisa e interioridades equivalentes. A bordo
da comienzo el consumo de arroz hervido, rociado con una salsa muy picante, de la
que toma el nombre de Kury para los ingleses, Cary para los franceses, y que todos,
indistintamente, llamábamos Karrik en tono de broma, porque, como dicha prenda de
vestir, servia de abrigo al estomagó contra el desnivel de calórico producido por la
transpiración. Las parteas, que son como unas bambalinas de lona pendientes del
techo, forradas de algo que sin hacerlas pesadas las vuelva consistentes, y que se
adornan con un volante al canto, son puestas en movimiento de vaivén por un chino
que, desde el extremo del comedor tira de la cuerda que las une todas, y que es como

www.lectulandia.com - Página 177


la mano de aquellos abanicos, encargados de refrescar el aire a las horas de comer; o
lo que es lo mismo, constantemente. Por último, se nos da la orden de dormir sobre
cubierta, pues ha habido casos, como el de unas religiosas que por pudor se quedaron
en el camarote, y amanecieron asfixiadas por la atmósfera de fuego que reina por las
noches, principalmente en el mar Rojo.
Puerto-Said no tiene nada de notable, aunque su porvenir es inmenso; ciudad
brotada de la apertura del istmo, no hay nada en ella, fuera del sol, que acuse el
carácter oriental; todo está construido a la europea, si bien con arreglo a las
exigencias locales; su faro recuerda los de los puertos franceses; su plaza de Lesseps
es un pequeño square a la inglesa; las casas, aun las más fastuosas, como la agencia
de las mensajerías y las oficinas del canal, podrían pasar por quintas de recreo en los
alrededores de Roma, o en la campiña de Pau; las tiendas, pobres en general, se
parecen a las de una provincia de segundo orden de España.
Las calles, tiradas a cordel y a medio construir, son un remedo, en fin, de las
modernas poblaciones. En ellas abundan los cafés cantantes con orquestas alemanas,
biliares, ruletas y demás entretenimientos. Pero lo que a Puerto-Said le falta como
sello urbano, lo suple con creces con la diversidad de razas orientales que lo pueblan.
Desde el negro del Sudán que en la barcaza conduce el carbón para El Tigris, hasta el
chipriota que vende fotografías en el bazar, todo difiere de lo nuestro. Ya es el
indolente mozo de cordel, que sucio y harapiento, acorta su miseria durmiendo en la
arista de sombra que proyecta en la calle el alero de un tejado; ya el habitante de la
Arabia pétrea, que con su túnica azul y su tabardo gris, ostenta sobre un fondo de luz
los viriles y correctos contornos de una fisonomía abierta como el desierto; ya el
beduino de la fuente de Moisés, con la bruñida y negra faz, destacándose sobre el
blanco y recogido turbante, y acariciando la espingarda, compañera de su soledad.
Allí se codean la beduina de las montañas de Altaka, con la cara descubierta y llena
de ajorcas y de joyeles, y la mujer fellah, de mirada incitante, que lanza rayos de sus
pupilas por encima del velo que le cubre el rostro; el chek de la guardia nocturna, de
rugosa frente y acusadas facciones, y el beduino del monte Sinaí, con su turbante en
punta y el torso desnudo; la dama turca y la esclava del Sudán; el derwiche y el
camellero, el hombre de mar y el de la montaña; el mercader, en fin, de bazar
cubierto, y el hijo de los aduares; pero todo con tal perfume de Mahoma, con un sello
tan marcado de Corán, que, para que la ilusión sea completa, hasta el cielo parece
asociarse a nuestra causa, retrasando el plenilunio, y coronando en una luna creciente
el inmenso turbante azul, bajo el que asoma la islamita fisonomía de Puerto-Said.
Volvamos a bordo. Aquí ya nadie canta como en Nápoles; pero todos gritan. El
batelero no te transporta al Tigris si antes no pagas al chek el precio del pasaje. El
buhonero ya no vende baratijas de su confección, sino artículos de viaje traídos de
Europa. El arte se acabó en Italia, para no volver a verlo. En Egipto la fuerza natural
impera, pero con un carácter retrógrado a medida que avancemos. Con los primeros
albores del día 18, el vapor se pone en marcha para entrar en el canal, admirable

www.lectulandia.com - Página 178


corrección hecha por la ciencia sobre el libro de la naturaleza, sublime puerta por la
que la civilización va a invadir los dominios de la barbarie. Entremos.
Largamente debatida ha sido la cuestión de si en los tiempos antiguos existió o no
un canal que ligaba el mar Mediterráneo al golfo Arábigo. Los que lo afirman,
aducen como razón la presencia de los lagos en el istmo; lagos que, hábilmente
utilizados por Lesseps, han facilitado notablemente su titánica empresa. Yo dejo al
tiempo y a la ciencia que aclaren este punto, y limitándome a mi papel de cronista,
relato lo que veo.
Para no andar buscando mapas, vamos a formarnos uno, que nos dé una idea
aproximada del istmo de Suez. Apoyemos las dos manos de plano sobre una mesa y
unamos los pulgares por sus extremos como para formar la cadena magnética, con la
que dicen que se hacen girar los platos y los sombreros. La mano derecha representa
el continente africano, la izquierda es el Asia. El vacío que resulta entre los pulgares
y el pecho significa el Mediterráneo que, extendiéndose por la muñeca derecha (a la
que supondremos cortada, para que nos haga el efecto del Estrecho de Gibraltar),
toma, desde el lado opuesto de la misma muñeca hasta el extremo del meñique
izquierdo, el nombre de Océano Atlántico.
El hueco desde los pulgares hasta los nudillos de los índices, es el mar Rojo o
golfo Arábigo; y desde dichos nudillos hasta la extremidad de los dedos, el mar de las
Indias.
Los pulgares, unidos, son la lengua de tierra que une al Asia con el África, y que,
impidiendo que el Mediterráneo y el mar Rojo se junten, toma el nombre de istmo de
Suez.
Cuando, antiguamente, un buque tenía que transportar mercancías a las Indias o a
los puertos chinos colonizados por europeos, abordaba el Océano atlántico, costeaba
la punta de la mano derecha, y navegando después de índice a índice, estaba seguro
de llegar en unos seis meses a su destino, cuando no tenía que detenerse un par de
ellos, esperando viento favorable sobre la extremidad del anular derecho, conocido
con el nombre de Cabo de las Tormentas o de Buena Esperanza.
Pero un día el orbe entero se conmovió. Era por los años 1820. Un inglés llamado
Mr. Wagorne había imaginado el modo de hacer llegar el correo desde Europa a las
Indias, ganando más de una mitad de tiempo. Time is money, gritó la Gran Bretaña; y
la Mala inglesa quedó establecida de este modo: un buque de vapor conducía los
paquetes desde Gibraltar hasta el nudillo del pulgar derecho, o sea Alejandría; desde
allí, atravesando el dedo, o sea el istmo, el correo era llevado por tierra con graves
riesgos y exposiciones, hasta el puerto de Suez, en la bifurcación del pulgar y el
índice: y una vez en Suez, otro vapor de la compañía Peninsular y Oriental inglesa lo
dirigía a su destino por el mar Rojo.
Era este un inmenso adelanto, y bien merecido tiene Mr. Wagorne el busto que la
Compañía le ha levantado en el extremo del canal; pero la rapidez de la
comunicación postal no hacia sino aguijonear la impaciencia del mercader que, si

www.lectulandia.com - Página 179


bien recibía la remesa con mucha antelación, no por eso las mercancías tardaban
menos. En esto apareció Mr. de Lesseps, y esgrimiendo unas tijeras de gran temple
intelectual y de muchos millones de coste, dio un corte en el istmo, hizo que dos
mares, hasta entonces separados por dimes y diretes de una mala lengua de tierra,
quedasen amigos hasta el extremo de vivir juntos, y ayudado por el vapor, logró que
en la quinta parte del tiempo que un buque invertía antes en costear el África, pueda
hoy el viajero trasladarse desde el Campo de Marte hasta Pekín.
El canal no es otra cosa que una inmensa zanja abierta en el istmo y que se
ensancha de cuando en cuando por la presencia de los lagos Menzaleh, Ballah,
Timsah y los Amargos. A derecha e izquierda el desierto con sus ribazos blancos de
sal por la evaporación del agua. De distancia en distancia un chalouf o estación de la
empresa, donde un poco de tierra vegetal, llevada exprofeso, ha permitido que broten
algunas plantas para solaz y entretenimiento del guarda y remembranza de la
vegetación en la mente del viajero. Por rara casualidad, un árabe con la espingarda al
hombro atraviesa aquellos arenales, veloz como el pensamiento y como huyendo de
la soledad. En las horas en que el sol cae más a plomo, algún camellero, con cinco o
seis de sus fíeles rumiantes, busca saludable refugio cerca de la corriente de las
aguas, tendido en la vertiente del talud. Constantemente el espejismo, produciendo
extraños fenómenos de óptica. Ya son montículos de arena que, reflejados en la
atmósfera, semejan islotes saliendo del fondo de un lago: ya es una ciudad con sus
cúpulas y minaretes, que la realidad destruye y convierte en la reflexión de una
bandada de grullas que dispersa el silbido del vapor. En el medio del canal, un
verdadero oasis: Ismailia con el palacio del virrey, rodeado de palmeras, naranjos y
bananeros. Un poco más lejos nos sorprende la noche; pero como la navegación está
aquí prohibida fuera de las horas de sol, hacemos alto. Se respira plomo; las bujías
del piano ostentan una llama fija e inmóvil sobre cubierta; estamos atracados junto al
ribazo y nadie se atreve a desembarcar: hay fieras. Amanece el 19 y nos ponemos en
marcha.
Tres horas después estamos en Suez. La ciudad, distante como una legua del
puerto, se une a éste por una faja de tierra echada sobre el agua, sin una piedra, sin un
árbol, sin el menor pretexto de sombra. Pocos minutos después, el vapor sigue su
rumbo y penetra en el mar Rojo.
La sacudida del hélice repercute en el corazón del viajero, y de un solo latido de
su frente, retrograda miles de años. Va a pasar de Mahoma a Moisés, del Corán al
Génesis; de la leyenda árabe al dogma bíblico; del mórbido seno de la desnuda
poesía, al severo y majestuoso pliegue de la túnica cristiana.

www.lectulandia.com - Página 180


www.lectulandia.com - Página 181
Macao, 14 Marzo 1879.

i querido amigo: Estamos atravesando el golfo de Suez; parece que, con


sólo extender los brazos, vamos a tocar al África por la derecha y al Asia
por la izquierda. A un lado llevamos la tierra de los Faraones, el poema
de José, el Nilo, cuna del gran legislador del pueblo Israelita; al otro el
desierto, cuarenta años de peregrinación, Judea, el Jordán, Jerusalén.
¿Ves por babor aquel pequeño paraíso destacándose en medio del arenal de la
Arabia pétrea? Es un grupo de palmeras y plátanos dando sombra a la fuente de
Moisés, primer alto de los Israelitas después de pasar a pie enjuto el mar Rojo. Por la
noche, el pico del monte Sinaí sale a recordarnos los preceptos del Decálogo. El mar
se ensancha, bórranse las costas; pero la imaginación le hace adivinar a uno la
proximidad de Medina, tumba del Profeta Mahoma, y los vapores que, hacinados de
sectarios del Korán en caravana, se cruzan con el nuestro, nos señalan la situación de
la Meca, la ciudad santa del islamismo.
Durante tres días el calor nos sofoca. Por fin, llegamos al estrecho de Bab-el-
Mandeb, o puerta de los Suspiros, perfumada con el aroma de los cafetales de Moka.
Destacado de la costa africana se ve un peñón; es Perrin, la primera portería del
estrecho; aquel guardián habla inglés, y a guisa de llavero ostenta un variado y
surtido manojo de cañones. Unas horas más tarde, al amanecer el día 24, otro inglés,
con más cañones que el primero, nos abre, por decirlo así, la otra hoja de la puerta, y
fondeamos en Aden, pequeño rincón de la Arabia feliz.
Los hijos de Albión han impuesto al mundo conocido la sacramental frase de las
casas de Madrid: Nadie pase sin hablar con el portero. Inglaterra es el conserje
universal. Desde su casa puede pasar revista a todo el que se proponga dirigirse por el
mar del Norte a las regiones árticas. El estrecho de Gibraltar le permite husmear
cuanto ocurre en el Océano y el Mediterráneo. Queda un boquete abierto entre la
Sicilia y Túnez; lo tapa con Malta; y Constantinopla, sobre la que de hecho ejerce el
protectorado, cierra la marcha de esta serie de mamelones, que forman la gran
muralla marítima de la Europa. En el triángulo del África es dueña de los ángulos:
Sierra Leona, el canal de Suez, en la forma de la mitad de sus acciones, y el Cabo. La
América se halla prensada entre la Nueva-Bretaña, o Canadá, la Jamaica y las
posesiones antárticas y las de la Oceanía; y por lo que al Asia respecta, empezando en
Chipre, siguiendo por Aden (donde se convierte en oro el café de Moka y desde el
que se escudriña todo el movimiento de la costa S. E. del África, del cabo Guardafui
al de Buena Esperanza) y terminando en el estrecho de Bering, todo habla inglés y
nada escapa a la vigilancia de la Gran-Bretaña. El Indostán, enclavado entre dos
golfos, está defendido en el de Omán por Aden y la isla de Ceylán, y por ésta y
Singapore en el de Bengala; amén del refuerzo de la Australia para tener en jaque a

www.lectulandia.com - Página 182


toda la Malesia y la Micronesia en el Océano equinoccial; la Cochinchina no puede
moverse entre la Península de Malaca y Hong-Kong; y por último, las concesiones
otorgadas en Shang-Hai, Tien-tsing y la costa de la China, llevan la influencia del
Reino Unido hasta las regiones árticas en el estrecho de Da vis, y puede decirse que
la Inglaterra tiene al mundo metido en el bolsillo.
Pero hablemos de Aden. Allí dejamos a los viajeros que se dirigen a Zanzíbar,
Mozambique, Madagascar, Mauricio y Borbón. Una serie de rocas peladas, sin más
vegetación que una lujuriante de artillería de grueso calibre, sirve de asiento a la
ciudad. Esta es una de las primeras fortificaciones del mundo; luego la visitaremos;
antes fijémonos en lo que rodea al Tigris. Ya han trepado por la borda multitud de
mercaderes y se han cerrado las portillas de los camarotes para evitar el hurto y la
rapiña. Aquello es una invasión de hordas salvajes de aspecto aterrador, color de
ébano, ojos inyectados en sangre, pelo crespo, sonrisa infernal, alaridos de fiera,
desnudos la mayor parte, y ofreciéndote sus mercancías, consistentes en pieles de
tigre, de leopardo o de mono, maderas toscamente labradas, flechas, crises, armas,
dientes de animales; la especulación, en fin, en su forma más rudimentaria.
Nuestro vapor se ve rodeado por infinidad de barcazas, tripuladas por seres que
parecen monstruos salidos del Averno, y que en un inglés sui generis, te brindan con
llevarte a tierra. Los niños, que de cinco o seis años ya manejan sus embarcaciones,
tienen el aspecto de monos; como el simio, rechinan los dientes, y como él tienen los
pies y las manos aplastadas, y muy largas las falanges. Han nacido para vivir en el
agua, y es de ver como, por una pequeña retribución, se precipitan desde la borda del
Tigris, atraviesan su quilla de babor a estribor, luchan entre sí y pescan la moneda,
que muchas veces el remolino ha conducido al fondo. Otras, como en el viaje anterior
al del Tigris, acontece que un tiburón se encarga de dirimir la contienda, devorando a
alguna de aquellas pobres criaturas.
Lo que llama poderosamente la atención, es que la mayor parte de aquellos
negros ostenta una cabellera rubia como un hijo de las orillas del Támesis. Confieso
que mi primera intención fue creer que la influencia del dominio inglés entraba por
algo en aquel mesticismo de la raza; pero luego supe que sólo se debe a la moda, que
allí; como en todas partes, hace sentir su presión. Parece, en efecto, que este es un
signo de distinción entre los habitantes del golfo de Aden, y que para obtener el
resultado que se proponen, se untan la cabeza, después de raspada, con una mezcla de
cal y no sé qué otra sustancia; y lo prueba el que muchos de ellos llevaban su
hedionda plasta sobre el occipucio, pareciendo como atacados de alguna asquerosa
enfermedad cutánea. Después dejan crecer el pelo, que, crespo y de colores distintos,
les abulta la cabeza en tres o cuatro veces el tamaño natural, y excuso decirte si, al
ver correr hacia ti a un fenómeno semejante, no echas mano al revólver, como medida
de precaución.
Lo primero que, después de los cañones, se ve al tocar tierra, es el barrio
comercial, con sus agencias,

www.lectulandia.com - Página 183


fondas, factorías y la residencia del gobernador. Unos sucios e incómodos coches
de cuatro asientos le llevan a uno por la ciudad indígena, formada de chozas y
zaquizamíes; y después de cruzar el verdadero Aden, con sus cuarteles, sus casuchas
jalbegadas y sus estrechas calles, sigues subiendo, con el mar siempre a la izquierda y
algunos arrabales hediondos a la derecha, hasta llegar a las cisternas, obra titánica
donde apaga su sed aquel pueblo, asfixiado por los rayos de un sol tropical.
En todo el trayecto de dos horas no se encuentra ni el vestigio de una planta; sólo
al pie de las cisternas han conseguido, llevando tierra vegetal de Europa, plantar una
docena de árboles, pero una docena literalmente hablando, que han alcanzado el
desarrollo de una mata de laurel. En los puestos de la policía, que se suceden de
trecho en trecho, se ve por vez primera el gong o campana china, disco de metal que
da un sonido como el del címbalo, y con el cual se comunican los agentes. Estos
dominan a la turba a palos, y te libertan por ese medio de los innumerables chiquillos
que te siguen y asedian pidiéndote una limosna, lo que no quita para que, después de
despejado el terreno, el policeman tienda también la mano en demanda de
retribución.
Asombra la diversidad de razas que allí pululan. El árabe, de correctas facciones;
el abisinio, desafiando al sol con su cabeza siempre descubierta, y tapando sus
piernas con una sábana llamada sarrong, que, liada a la cintura, pende hasta los
tobillos, mientras que embozado en otra, echada sobre los hombros, encuadra con
elegantes pliegues su bronceada fisonomía, de puras aunque acentuadas líneas, y
juguetea con el inseparable junco en forma de cayado, indispensable atributo de su
elegante condición; el somaulís, con su gracioso turbante; el afeitado y desnudo
habitante de Nubia, cabalgando sobre el paciente asno; el parsi, descendiente de los
antiguos persas, sectario de Zoroastro y adorador del fuego, cubierto con un jaique
sobre calzones a la europea, y calzada la cabeza con una como mitra en forma
idéntica a la boquilla de un clarinete; el indostánico o malabar, con la chaquetilla de
vivísimos colores y el abultado turbante escarlata, fumando sus ekibuc, incrustado en
las jorobas de su camello; hasta el hombre, en fin, que sin otro traje que un pañuelo
pendiente de la cintura, ignora su patria, su religión y su lengua; todo se encuentra allí
en mezcla confusa, como si la especie humana se hubiera dado cita para asombro del
viajero, que sólo conoce el mundo por las cartas geográficas.
Amanece el día 25, y zarpamos con rumbo a Ceylán. A las dos de la tarde
doblamos el cabo Guardafui, y dejamos el estrecho de Bab-el-Mandeb para cruzar el
golfo de Omán por el mar de las Indias, y aquí empieza a danzar el buque impelido
por un violento S. O., que no es otra cosa que los últimos, pero respetables, aletazos
del monzón.
Son los monzones unos vientos que en dirección distinta reinan periódicamente
en estas latitudes. De Octubre a Marzo soplan de NE., y de Mayo a Agosto del SO.;
pero hasta entablarse o fijarse, hay en los meses intermedios una lucha entre ambos,
que produce en el mar de la China los horrorosos huracanes conocidos con el nombre

www.lectulandia.com - Página 184


de tifones que, aunque de menor importancia que los ciclones del Atlántico,
ocasionan catástrofes espantosas.
Pasemos lo mejor que podamos estos ocho días que nos esperan sin ver tierra, y
colocándonos por entre las Maldivias y las Lakedivias, recalemos sobre el cabo
Comoriq, crucemos el golfo de Manaar y fondeemos al terminar el 2 de Setiembre en
la parte meridional de la isla de Ceylán, en aquel paraíso, portugués primero, luego
holandés y británico últimamente, que lleva el nombre de Punta de Gales.

Busco, pero en vano, la manera de describirte esta maravilla; no se me ocurre más


que compararla a una decoración de ópera de gran espectáculo. Voy a ver si puedo
dar de ello alguna idea. Estando en rada, miras de frente a la ciudad, y por tu derecha
se extiende la costa. ¿Te has detenido a observar alguna vez el innumerable tejido de
troncos y ramas de que se componen los zarzales y las malezas? Pues figúrate que
toda aquella inextricable red de palitos se convierten en elevados y airosos cocoteros,
que se cimbrean al soplo de una benéfica brisa, y tendrás la base de esta inconcebible
vegetación. Imagínate que del centro de la ciudad, surgen cúpulas de templos
católicos, pingorotes de capillas ojivales o góticas, promontorios de pagodas
búdhicas, pirámides de monumentos bramines, minaretes de mezquitas árabes,
terrazas de opulentas moradas; y todo esto entre bosques de jardinería. Yo no sé si me
explico; pero a ver si me entiendes: recuerdo que en todas partes por donde la
vegetación es rica, se ve una masa hermosa, imponente; pero masa en fin, cosa
maciza. En Gales no; los troncos están tan compactos que se tocan; pero las ramas
son tan variadas, tan elegantes, tienen una languidez tan poética, que parece como
que el artífice de aquella naturaleza ha estudiado la combinación de la luz sobre los

www.lectulandia.com - Página 185


colores de las plantas, y se ha complacido en recortar aquellas hojas festoneadas, para
que un cielo siempre azul caiga a pabellones por las ondulaciones de los árboles, y un
sol tropical se infiltre por entre los hilos de aquel encaje de verdura. Junto al cocotero
de cubierto tronco y arqueado penacho, surgen el bananero, de ancha y deshilachada
hoja, y la palma del viajero, abanico abierto de colosales ramas, que lanza al aire sus
varillas, adornadas de plumas de esmeralda, con la regularidad de los radios de una
circunferencia; y si de los prismas pasamos a los olores, dime el maridaje que
resultará de la mezcla de aquellas gomas, con los efluvios de unos frutos que,
empezando en la odorante piña, espiran y se ahogan en los bosques de caneleros.
¡Aquello es un caos de colores y perfumes!
Saltemos pronto a tierra; hay que entrar allí. ¿Pero qué es esto? En Gales todo es
sorprendente. Las lanchas tampoco son como en los demás países; los botes, las
canoas, las falúas, todo aquello concluyó. Aquí nos sale al encuentro la piragua,
embarcación típica y original, que merece describirse.
Figúrate un cajón de madera, de la longitud y de la altura de una canoa ordinaria,
con dos proas como ésta, pero sin tripa, toda vez que sus costados lo forman
sencillamente dos planchas, unidas entre sí por unos travesaños en la parte superior, y
una especie de peana o contrapeso por abajo. Su anchura no llega a media vara, de tal
modo que los tripulantes, al sentarse en ellas, llevan las piernas encajadas, y las
caderas fuera de la embarcación. Como supones, seria imposible que este aparato
flotase, a no ser por el balancín que le agregan por un costado, y que consiste en dos
largos remos armados y sujetos a la borda en posición de bogar, a cuyos extremos se
ata transversalmente, o sea paralelo a la piragua, un cilindro de madera que,
descansando sobre el agua, establece el equilibrio, presentando un extenso polígono
de resistencia que le impide zozobrar.
Ya asaltan el Tigris los buhoneros del país. La raza humana, que en Nápoles era
morena, tostada en África y negra en Aden, empieza a perder color en la India; el
cingalés es un moreno con fondo amarillo y pelo de azabache. Hombres y mujeres se
peinan echándose las melenas hacia atrás, y retorciéndolas para sujetarlas, hechas un
bodrio, sobre la nuca; un peine de goma como el que en Europa usan las niñas,
completa su tocado. El cuerpo le ciñen con un sarrong de colores, como la sábana de
los abisinios, y una chaquetilla europea en ellos y un gabancito o caracó en ellas, que
tiene poco de airoso. El sexo feo suele usar patillas, lo que acaba de asimilarlos a los
gitanos.
La venta a bordo ha cambiado también de fase. A los productos artísticos de Italia
y a los zoológicos de la Arabia, han sucedido los finísimos encajes de Lahor, los
bordados y telas primorosas de Cachemira, los productos persas, que las caravanas
indostánicas transportan de Ispahán y dé Tehrán, y por último, las piedras preciosas
con que en calidad y cantidad compite la India con el mundo entero.
Debo advertirte que se venden muy caras y que te piden por ellas el cuádruplo de
su valor; así como que hay que ser muy experto para no tomar gato por liebre, pues

www.lectulandia.com - Página 186


son más las piedras falsas que las verdaderas que se ponen en circulación. Sólo de ese
modo se explica que yo adquiriese ocho grandes rubíes, tres enormes zafiros y un
topacio en cambio de tres levitas, dos pantalones y cuatro chalecos fuera de uso. Fue
un cambalache de cristal por paño, muy admitido entre los joyeros falsos cingaleses.
Desembarquemos; pero no me preguntes lo que es Punta de Gales; no lo sé. Allí
no hay calles; son bosques inmensos en los que, diseminados, encuentras templos,
casas, chozas, hoteles, agencias, joyerías; coches que se cruzan con carretas tiradas
por bueyes pequeños, que trotan como caballos, bayaderas que bailan,
magnetizadores de serpientes que las electrizan al son de la flauta, juglares que te
asombran, titiriteros que te horripilan. Ya sabes que los indios del Malabar son los
más hábiles gimnastas que se conocen; estoy persuadido, sin embargo, de que van a
maravillarte estos dos ejemplos de acrobacia y prestidigitación de que he sido testigo
en uno de aquellos jardines que llaman plazas.
Un hombre coloca tres venablos o chuzos atados en forma de trípode y con los
hierros hacia abajo, sobre el puño de un sable; apoya la punta de éste sobre una lanza,
y acostándose en el suelo, tiene todo aquel armatoste en equilibrio sobre su frente,
hasta que dándole una sacudida, despide la lanza por un lado, el sable por otro y los
venablos vienen a clavarse en el suelo entre las rodillas y los sobacos del titiritero.
Otro individuo puso sobre una mesa, sin tapete, una canasta de mimbre, en la que,
encogiéndose mucho, se arrebuñó un muchachuelo; cubrió el cesto con su tapa, y
blandiendo un enorme cris, se entretuvo en dar de puñaladas al continente y al
contenido. Oyéronse los ayes más desgarradores, la sangre corría por la mesa…
—¡Basta! ¡Basta! —gritamos todos, no dando crédito a nuestros ojos.
El juglar destapó entonces el canasto; el canasto estaba vacío y el rapazuelo
entraba en el corro pidiendo con su platillo unas monedas de cobre por aquel
inconcebible espectáculo al aire libre.
Una de las imprescindibles excursiones que hay que hacer en Punta de Gales es a
Wackwella (pronuncia Guacuela). Un cómodo y bien acondicionado coche te lleva,
mediante tres rupias (treinta reales), y durante cuatro horas, a visitar el bosque de los
caneleros; y por un camino imposible de describir, en el que abundan los árboles más
raros, las aves más trinadoras y pintadas que puede soñar la fantasía, y por el que
constantemente te sigue una turba de rapaces ofreciéndote, ya un mangustán rojo
como la grana y blanco como la nieve, ya un coco con que aplacar la sed, ya una
rama de canela con que perfumarte, llegas a la plataforma en cuestión, desde la que,
saboreando un refresco del país, divisas un extenso horizonte, cuajado de islas de
cocoteros y de colinas de cafetales, por las que serpentea lo que al pronto parece un
ancho y caudaloso río de muchas leguas, y que resulta ser una interminable y
consecutiva serie de plantaciones de arroz. En el fondo se destaca el pico de Adán,
monte situado al N. de la isla, detrás del que existe el puente de Eva, que une la isla
de Ceylán al continente índico, separados por el estrecho de Palk. Porque, debo
advertirte, que los Cingaleses pretenden, y creo que con razón, que el Paraíso terrenal

www.lectulandia.com - Página 187


estaba en su casa; así es que se encuentran allí todos los nombres de nuestras
Sagradas Escrituras, y hasta se rinde culto a la Virgen María.
Oye cómo la teogonía de los bramines cierra el capitulo de su Génesis:
«Atani entristecía en el Paraíso; Dios le dio a Iva por compañera (aquí sigue una
bellísima descripción imposible de traducir, pero tan admirable como el cántico de
los cánticos). Y al contemplar Dios tanta ventura, dijo: —Ahora sí que estoy
satisfecho de mi obra; ya es perfecta; he producido el amor».
Suenan las once de la mañana del día 4 y no tenemos tiempo que perder.
Despidámonos de los pasajeros para Pondichery, Madras, Calcuta y Bengala en el E.
de la India, y de los que se dirijan a Bombay por el ferrocarril del continente.
Volvamos al Tigris y zarpemos. En cuatro días cruzamos el golfo de Bengala. El 8 se
aparece Penang, el portero inglés de los Estrechos, con su artillería correspondiente,
formando pendant con la punta de Achem, de la isla de Sumatra, en la Oceanía. Al
amanecer del 9 concluimos de pasar el estrecho de Malaca y atracamos junto al
muelle de Singapore. Estamos sobre el Ecuador; un grado más y cortamos la línea.
La entrada a esta posesión inglesa es uno de los espectáculos más bonitos que
puede soñarse y comparte justamente la admiración del viajero con el Bósforo, el
Rhin, el Danubio, la bahía de Río de Janeiro y el golfo de Nápoles. Imagínate que
Singapore es un gigante cuyos enormes pies, que son las costas, están bañados por el
agua. El vapor se desliza por la punta de sus dedos; pero cada vez que cruza una de
sus bifurcaciones, viene a sorprenderte un panorama pintoresco y variado, que te
lleva de sorpresa en sorpresa. Entre una vegetación, si no tan exuberante, por lo
menos tan coqueta como la de Ceylán, ves aparecer en la cumbre los bungalows, o
casas dé campo inglesas, con sus galerías corridas bajo una serie de arcadas, mientras
por abajo, en los repliegues de los dedos, pueblos enteros de chozas plantadas sobre
estacas, se reflejan en las ondas, de las que brotan árboles copudos y en que se bañan
las aves domésticas. Cada una de aquellas ensenadas parece un Nacimiento.
Aquí la raza es ya amarilla, con ese tinte enfermizo que caracteriza al malayo.
Elegantes y ventilados cochecillos llamados palanquines, tirados por caballitos
malabares, de la alzada de un borriquillo moruno y guiados por un cochero indio, con
quien generalmente se cierra el ajuste a bofetadas, te transportan por un larguísimo
camino poblado de tenduchos, en su mayoría chinos, a la city o barrio comercial. Este
es sombrío, sucio; pero importante y lleno de animación.
Singapore es el punto de escala de los que van y de los que vienen, y el almacén
de depósito de todas las mercancías imaginables. Así es que, relacionado con el resto
del mundo, pululan en su seno todas las razas que vimos en Aden, enriquecidas con el
concurso de los siameses y anamitas, los chinos del N. y S. del Celeste Imperio, los
tagalos del Septentrión, los visayas del Centro y los moros del Mediodía del
archipiélago Filipino, los javaneses y los indígenas, en fin, de las Molucas, las
Célebes, la Oceanía y Australia. Allí no tienes que preguntar al europeo el derrotero
que sigue; su rostro te lo indica; el que llega tiene color, está rozagante, ríe, charla,

www.lectulandia.com - Página 188


nace. El que regresa se lleva el sello del país, amarillea, calla, se queja, muere. En
Singapore el traje se simplifica; el sarrong se reduce a un taparrabos, el desnudo
impera y empiezan a verse los shalakós, enormes discos de junco de infinitas formas,
para cubrirse aquellas cabezas afeitadas o aderezadas con tufos de pelo, que ya brotan
en el principio del occipucio, ya se corren hacia la nuca o se inclinan
caprichosamente sobre una de ambas orejas.
En la City vi el tipo que más ha expitado mi hilaridad. Era a la puerta de una
tonelería; y sobre una pipa un hombre totalmente desnudo, con la cabeza afeitada,
ostentando sobre sus narices unos anteojos chinos, cada uno de cuyos cristales tienen,
sin exageración, el diámetro de una copa para agua, y su montura en concha medio
dedo de ancho, leía puesto en cuclillas, a la usanza asiática, el Times de Londres.
Por un magnífico puente colgante, se atraviesa el río y se penetra en la ciudad
propiamente dicha. Allí están las casas habitables, el palacio del gobierno, el City hall
o casa municipal, las iglesias, colegios, congregaciones, paseos, espectáculos; todo en
medio de árboles y de flores; pero con carácter europeo adaptado a las condiciones
locales. Poca sociabilidad, trato inglés, formalidad, mucho comfort; pero expansión,
cero.
El 10 salimos de Singapore y empezamos a subir hacia el N. el mar de la China,
cruzando el golfo de Siam. El 12 recalamos en el cabo de San Jaime, mole imponente
erizada de bosque virgen, en cuya cumbre se levanta el semáforo, visitado
constantemente por fieras, contra las que tienen que vivir apercibidos los vigías
condenados a aquel peligroso servicio. Siguiendo la costa, aparece de repente, bajo la
pesadumbre de aquella montaña, un fondeadero llamado la Bahía de los cocoteros;
pintoresco y ameno lugar donde se halla establecida la estación telegráfica del cable
submarino, por la que, pocos días después, recibía mi familia la noticia de mi feliz
llegada, a las siete horas de mi desembarco en Hong-Kong, mediante la módica suma
de once pesetas por palabra.
Remontamos con la luna el Donaí, ancho y profundo río, lleno de zig-zag con
monótonos, pero verdes ribazos, en los que duermen algunos cocodrilos; y antes de
que alborease el día 13, atracábamos delante de la Agencia de las Mensajerías en
Saigón, capital de la Cochinchina francesa.
Situado al lado opuesto del río, hay que atravesar éste en una lancha para llegar a
la ciudad. Sin querer exclama uno: «Esto es Francia». En efecto, los hijos de San Luis
tienen tres necesidades, que no pueden dejar de satisfacer, y que imprimen el sello
hasta a sus colonias menos importantes: Cafés, restaurants y demi-monde. Saigón
está alumbrada por gas, como todas las posesiones inglesas del Asia; pero como en
estas los establecimientos de diversión pública no existen, resultan oscuros, mientras
que en la metrópoli de la Cochinchina la luz incita al paseante a recorrer su muelle, y
la gente vive de noche, sin cuidarse de la hora del apagafuegos.
Otro distintivo peculiar de la buena administración francesa es que el barquero o
el cochero no te exigen nunca más dinero del que tú les das por su trabajo.

www.lectulandia.com - Página 189


Las calles, nacientes aún, están edificadas sobre
bosques y jardines; pero estos, ni tienen el aspecto
virgen de Ceylán, ni el ondulante y caprichoso de
Singapore. El rectángulo impera; han obligado a los
árboles a aprender táctica, y todos se han tenido que
alinear, para producir anchos boulevares sujetos a
escuadra. El palacio del gobernador es un magnífico
y suntuoso monumento, los jardines recuerdan el
parque Monceau de París. Dentro de algunos años
aquello no se diferenciará en nada de una capital de
provincia francesa, aparte de las chozas de los
naturales.
La arteria principal de Saigón se llama calle de
España. Es el único testimonio y el solo provecho
que hemos sacado de la campaña de Cochinchina, en
la que las armas españolas han regalado a sus
vecinos de allende el Pirineo la hegemonía sobre el
imperio de Annam, la costa del golfo de Tonkín y el
reino de Cambodge. Sólo falta Siam para tener el
protectorado sobre toda la India Transgangética.
A rumbosos no nos gana nadie.
Amanece el día 14, levamos ancla, y Norte arriba del mar de la China, bordeamos
la isla de Hai Nam, enfilada al canal de Formosa, y fondeamos el 17 a las nueve de la
noche, en la rada de Hong-Kong, colonia inglesa del Celeste Imperio.

Y terminados aquí los treinta y ocho días de navegación, en que a escape hemos
visitado lo que nos salía al encuentro, hagamos alto y empecemos a tratar
detenidamente de los usos, costumbres, ceremonias y fisonomía del pueblo chino, así
como del aspecto de las principales poblaciones del país de Confucio.

www.lectulandia.com - Página 190


www.lectulandia.com - Página 191
Macao, 19 de Abril de 1879.

i querido amigo: Cuando desde Europa se le ocurre a uno pensar en


China, se la representa en su imaginación como una inmensa tela de esos
abanicos que llegan allí del Celeste Imperio. Por lo menos así me la
forjaba yo. Por todas partes verdes praderas como la esmeralda,
salpicadas de flores rojas y azules; en medio de aquellas limpias sábanas de verdura,
casitas con su agalerada techumbre, flanqueadas de kioskos en forma de parasoles
superpuestos, con su campanilla correspondiente al extremo de cada radio; el
arqueado puente como la joroba de un camello tendido sobre un riachuelo
transparente que refleja los vivísimos colores del junco al deslizarse por su superficie;
a la puerta, en forma de una O, de la casa, ataviadas damas con sus bordados trajes de
seda y diminuto pie departiendo tranquilamente con gallardos mancebos envueltos en
talares túnicas de recamo de oro, y saboreando una taza de té; en el fondo niños
remontando cometas sobre una terraza, y ancianos venerables de luenga barba blanca
viendo volar pintados pajarillos. Todos ellos, por supuesto, con caras de marfil,
aguzadas y nacaradas uñas y ojos oblicuos. En resumen, la China del europeo es el
progreso material del siglo XIX combinado con las patriarcales costumbres de los
tiempos bíblicos; de la tela del abanico se desprenden para él estas tres condiciones
distintivas de la raza mongólica: lujo, limpieza y silencio.
Cerremos el abanico y abramos la puerta del hoy imperio tártaro. Vas a ver el
desengaño que nos espera.
Una gritería, comparable tan sólo a una riña de verduleras, es lo primero que te
llama la atención al despedirte de la gente de a bordo y disponerte a tomar una
embarcación que, desde la inmensa y hermosa bahía de Hong-Kong, te conduzca a
tierra. Son los barqueros pugnando por atracar sus champanes al Tigris, ofreciéndote
sus servicios o diciendo buenos días simplemente a un camarada, pues para todo se
alborota aquí.
Y palpitando de emoción bajas las escaleras con los ojos cerrados para abrirlos de
repente y gozar del espectáculo de aquella China soñada.
Lo primero que ves es el champan o bote para conducción de pasajeros y
mercancías, tosca embarcación parecida a una barcaza muy tripuda, con un toldo de
bambú en la popa, chorreando mugre por todas partes y exhalando una fetidez
insoportable, a la que concluyes por habituarte, pues la forma un conjunto de
circunstancias inherentes a la raza indígena, que constituye el perfume local,
conocido por el europeo con el nombre genérico de «olor de chino». La tripulación
está compuesta de varias mujeres de distintas edades, pero de fealdad idéntica;
algunas veces hay también un hombre; pero como éste viste el mismo traje que

www.lectulandia.com - Página 192


aquellas, carece en absoluto de barba y todos poseen los mismos rasgos fisonómicos,
resulta que para el viajero inexperto el chino es el ser que bajo una misma
terminación y articulo comprende los dos sexos, masculino y femenino, y que la
gramática coloca en el género epiceno. Ojo pequeño y algo oblicuo, encerrado en un
párpado carnoso, sin casi ceja, frente no muy deprimida, nariz aplastada, pómulos
salientes, labio superior con honores de hocico, dientes un poco más pequeños que
teclas de piano, color mejor que hictérico, amarillo de vicio, pelo negro de sartén con
la aspereza exacta de la crin; lampiño el hombre, rechoncha la mujer, pero ambos
escrofulosos y llenos de pupas y asquerosidades, son los componentes de una cabeza
china de la clase humilde, que comprenderemos en la denominación de culi, como
aquí se llama al bracero, mozo de cuerda y todo el que ejerce un oficio bajo.
Un calzón ancho hasta el tobillo, de una tela que debió ser percal negro o azul y
que, perdido el aderezo de goma, ha degenerado en tejido de grasa, y una blusa de lo
mismo abrochada por el costado, pendiente hasta el muslo, con mangas perdidas y
largas hasta rebasar un palmo las manos, que quedan ocultas en ellas, constituyen el
traje común de dos. No hay camisa ni cosa que lo valga. El pie desnudo; alguno que
otro lleva una suela sujeta con cordeles al tobillo; pero es raro. Como ves, nada más
parecido al disfraz del pierrot francés, salvo el color y la limpieza. La mujer lleva la
cabeza cubierta con un pañuelo de algodón, colocado lo mismo que nuestra gente del
pueblo; el hombre la ostenta casi siempre desnuda. Usa, sin embargo, en verano un
shalakó o sombrero de bambú, en forma de un disco desmesurado, con un pingorote
en el centro, como la tapadera de una taza, y en invierno una montera de fieltro
oscuro, menos alta, pero idéntica en la forma al sombrero del pierrot.
Tanto el macho como la hembra se abrigan con un saco hasta la cintura, sin
mangas y guatado, que visten sobre el traje descrito, y llamado patchama. Los niños
emplean el mismo uniforme, pero de colores rabiosos, y les cubren la cabeza, ya con
un simple aro, del que penden borlas y cordones, ya Con una cosa parecida a las
carteras en que los chicos de la escuela guardan los libros, colocada de modo que la
cubierta penda sobre el cogote, y adornando los dos picos del remate de arriba con
unas orejitas de gato hechas de algodón en rama.
Pasemos al peinado. Los parvulillos llevan sobre cualquiera de ambas orejas un
plumerito, como la perilla de un hombre, atadito con una cinta de color; el resto
afeitado; con lo cual se consigue que se fortalezca la parte de pelo que más tarde han
de dejarse crecer, y que, como dejo dicho, toma la consistencia de la cerda. En efecto:
en cuanto el niño llega a adulto, se le afeita también el tuferito y se le hace adoptar el
invariable aderezo de la epidermis capilar masculina; porque debo advertirte que aquí
nada cambia, todo es inmutable; no hay modas ni caprichos. El pasado se sabe por el
presente, el mañana puede leerse por el hoy, la tradición impera; el estacionamiento
es la base de su sistema.
Hasta hace dos siglos el habitante del Celeste Imperio lucia larga cabellera y
ostentaba el traje con que vemos representados en sus estampas a los ídolos y los

www.lectulandia.com - Página 193


héroes de sus leyendas; pero al caer la dinastía china de los Ming y tener que soportar
la dominación tártara de los mandchures del N., la dinastía Tsing, que hoy subsiste,
impuso a sus vasallos la dura ley del vencedor, y haciéndoles cambiar de traje, les
obligó a afeitarse la cabeza y dejarse una cola de perro, en signo de servidumbre.
Coloca sobre la cabeza un solideo; afeita todo lo que no esté cubierto por él; deja
crecer hasta donde quiera el pelo que aquel encubre; haz después una trenza que, con
el auxilio de cordones, casi siempre negros, pero alguna vez azules o encarnados,
llegue hasta los tobillos, y tendrás la idea exacta del peinado chino, desde el primer
mandarín hasta el último culi, sin más diferencia que, mientras las clases acomodadas
se afeitan semanalmente y llevan los cordones limpios, el pobre lo toma por
semestres y cambia de cordón cuando la miseria se ha comido el primero. Algunos
fashionables dejan crecer alrededor de la mata una como aureola de pelos cortos, que
flotan a merced del viento y que acaba de embellecerlos. Agrega a todo esto las
rarezas de configuración de aquellas cabezas, cuyos defectos nada hay que disimule;
los chirlos, las protuberancias y las cicatrices de todo género que las ornan, y calcula
los purgantes que ha debido uno tomar hasta acostumbrar el estómago y la vista.
Ya que de pelos me ocupo, consignaré que la barba en los chinos son diez o doce
hebras de esparto, brotadas al azar, y que les está prohibido por sus leyes y
costumbres llevar bigote hasta que han cumplido cuarenta y ocho años, o tienen
nietos, o bien a los veintiocho si son mandarines.
Pasemos a las mujeres. La soltera se echa atrás todo el cabello, rematado por una
trenza larga, en cuyo tronco lleva liada una cinta de color, formando un anillo; saca
de la sien izquierda un banda de pelo como de tres dedos de ancha, lo que consigue
abriéndose una pequeña raya vertical, y se circuye lo alto de la frente con aquella
faja, que va a mezclarse con el resto de la cabellera por el lado opuesto. Como ves,
las hijas de Eva conservan toda su integridad capilar, si bien son tan lampiñas como
los chinos, pues las cejas y las pestañas hay que verlas con microscopio.
El peinado de la casada es muy difícil de explicar: echado todo atrás, sin raya
alguna, salen de los lados dos enormes cocas, que sujetan con alambres por dentro; el
topo se separa más de un palmo de la nuca, y le forma todo el pelo de la mata,
saliendo como el espolón de un buque de guerra, y el del cogote, subiendo a enlazarse
con aquel: un cordón de pelo retorcido baja desde la parte alta y posterior de la
cabeza hasta el vértice de aquel ángulo agudo, y multitud de broches y alfileres
sujetan, con el auxilio de la goma, tan complicado aparato, al que dan el nombre de
peinado del ave de la inmortalidad. Y esta denominación me sugiere una explicación
más exacta del efecto que produce este tocado. Córtale a una gallina el cuello y las
patas, ábrela por la pechuga, encájasela en la cabeza a una china por esta abertura,
ábrele las alas en toda su extensión, que son las cocas, y adereza el topo de manera
que quede formando la cola. Es idéntico hasta en sus proporciones.
Por decreto de no sé qué emperador, cierta gente de mar está proscrita de la tierra,
y por consiguiente no puede habitar más que en sus embarcaciones. De modo que el

www.lectulandia.com - Página 194


champan es el estrado, la cocina, el dormitorio, la pagoda, la cuna y el lecho de
muerte de sus moradores; allí nacen, viven, rezan, se reproducen y mueren.
Las madres, consagradas a sus tareas, no pueden atender muy asiduamente a sus
hijos; así es que para trabajar desembarazadamente, se los echan a la espalda,
sujetándolos con un como pañuelo de lana, al que va sentado el rapaz y del que
penden cuatro correas, que se ajustan como cinturón y como tirantes en las caderas.
Esto, si el infante es aún mamón; pues apenas anda, ya se bandea por su cuenta; y la
única precaución que se toma es atarle un cordel a la cintura para pescarle cada una
de las veinte veces que al día se cae al agua: algunos añaden corchos o vejigas, para
que flote el náufrago; pero no es de rigor, en atención a que sin ellos aprende a nadar
más pronto.
Al cruzar la bahía, mi primer cuidado fue estudiar su aspecto; allí te encuentras el
pontón para hospital militar, navío de tres puentes sin arboladura; el comodoro inglés,
el almirante francés, corbetas rusas y alemanas, la Mala francesa que llega de Europa,
la inglesa que sale para la India, vapores británicos para Shang-Hai y Emuy,
españoles para Manila, la Mala americana del Pacífico, los anexos de las Mensajerías
para el Japón; pero te preguntas: «¿Y la marina china?» Allí la tienes representada
por miles de champanes y centenares de lorchas para la pesca y el tráfico costero,
única empresa de estos nautas con coleta.
La lorcha es lo que vulgarmente llamamos junco; barco tripudo, más o menos
grande, con una popa semiesférica, anchísima y desmesuradamente alta, timón
descomunal calado en celosía, y dos palos, a los que van sujetas unas velas latinas
despuntadas con una serie de travesaños horizontales de madera, a modo de entenas,
para tomar los rizos. Muchas de ellas, aun las mercantes, llevan a bordo cañones de
hierro, que ni el famoso de Barba-Azul. Como el champan, la lorcha es una casa de
familia, cuyo desaseo está en proporción de su mayor capacidad. El día se lo pasan
tocando el gong, o tan-tan, o campana chinesca, que estos tres nombres tiene el disco
en cuestión; y la noche quemando papelitos para ahuyentar a los espíritus maléficos.
La media docena de lanchas cañoneras que posee el gobierno, están mandadas por
capitanes franceses, ingleses o americanos.
Por fin, desembarcamos en el muelle; culis machos y hembras transportando
mercancías, pendientes a los extremos de un bambú, colocado sobre el hombro, culis
de silla asaltándote con las de mano o literas, único medio de locomoción en estas
regiones, agentes de policía india con sus abultados turbantes encarnados, repartiendo
bofetones y latigazos con que hacer entrar en orden a aquellas acémilas humanas del
servicio público, y mucho europeo consagrado a sus tareas, constituyen el
movimiento de la población; pero aquello no es China; las casas que veo son las de
mis latitudes, la gente con coleta que circula por las calles es la hez del pueblo
uniformemente vestida, y yo necesito la tela del abanico, los colores, la luz, el recamo
de oro, los bordados en seda, el Oriente, en fin, con sus mandarines, sus tropas, sus
mujeres, su industria, sus diversiones, su vida peculiar. —Ya le veo a usted a la caída

www.lectulandia.com - Página 195


de la tarde persiguiendo modistillas chinescas— escribía a un amigo mío residente en
Hong-Kong otro suyo de Madrid, y yo, aunque sin instintos de pirata callejero,
deseaba conocer en toda su integridad la fisonomía del Celeste Imperio. Luego
iremos al barrio chino; —ahora recorramos la ciudad europea.
Hong-Kong es una maravilla. Edificada en anfiteatro sobre una peña que hace
cuarenta años no tenía ni una planta, asombra el ver lo que los ingleses han hecho de
ella en tan corto espacio. Calles paralelas y escalonadas, abiertas a lo largo de la isla,
te ofrecen por doquiera la grata sombra de sus amenos, elegantes y caprichosos
jardines; porque es de notar que, aprovechando los accidentes del terreno, han
edificado sus avenidas de modo que las calles no parecen calles; al lado de un templo
ves una esbelta escalinata que conduce a la casa contigua, levantada sobre un
terraplén con árboles; junto al graderío que te hizo subir, se abre una cuesta con
artística ornamentación, que te hace bajar al bungalow vecino; una tapia te oculta el
cottage que se alza sobre el promontorio de upa colina interior; de modo, que la vista
va de sorpresa en sorpresa, descubriendo aquel sembrado de moradas espléndidas
entre una vegetación artificial, y de fortificación en fortificación, de paseo en paseo,
de la iglesia al club, del teatro al hospital, subes por magníficos caminos en zig-zag,
hasta el pico Victoria, donde se halla el semáforo y desde el que abarcas todo el
panorama de la rica colonia inglesa.
El mando superior de la isla es conferido por la corona inglesa a un gobernador,
con la categoría (aunque civil) de vicealmirante y comandante en jefe, que preside los
dos Consejos, ejecutivo y legislativo. La administración comprende la secretaria
colonial, el tesoro, obras públicas, registro y correos.
La de justicia tiene tres jurisdicciones, la Suprema corte o audiencia, la corte de
policía o tribunal sumario y de primera instancia, y la corte de marina. La institución
del jurado existe para lo civil y lo criminal.
Además del pontón destinado en la bahía a hospital militar, hay en la población
un hospital civil para europeos, otro para chinos, otro para variolosos y otro para la
marina.
Hay ocho o diez centros de enseñanza pública, la mayor parte encomendados a
los misioneros.
El material de incendios es una cosa admirable. En cada distrito estacionan varias
bombas de vapor, que en pocos minutos se transportan al lugar del siniestro. Esto no
quita para que el 25 de Diciembre de 1878 se declarase un incendio a las once de la
noche, y el 26, a las tres de la tarde, estuviesen convertidas en escombros seiscientas
casas. Las libaciones de Navidad influyeron mucho en ello.
Fue el espectáculo más imponente que he presenciado. En cuanto se da la señal de
fuego, todo individuo con tienda abierta tiene obligación de mandar a los culis que
están a su servicio, provistos de una linterna china de papel de colores, y vestidos con
un saco de arpillera, en que consta la razón de la casa en grandes caracteres. Figúrate,
pues, toda la población dominando las alturas de la ciudad, la gente de los barrios

www.lectulandia.com - Página 196


amenazados por el incendio salvando sus muebles, los culis transportándolos a
hombros en medio de la gritería más espantosa y de la confusión menos descriptible,
toda la fuerza armada de la plaza y la de los buques surtos en la bahía prestando su
concurso, el gas apagado, las calles convertidas en ríos y en campamentos, la
dinamita y el cañón derribando manzanas enteras, y en el fondo aquella hoguera
colosal, de la que, como chispas, se desprendían millares de linternas en todas
direcciones, y que convertía el mar en un espejo de fuego: comprendí a Nerón.
La vida en Hong-Kong, como país comercial, tiene pocos atractivos. Algunas
familias desperdigadas pasean por este o el otro vericueto, como medida higiénica;
pero sin un punto fijo de cita para el high life. Hay alguna que otra reunión, y un
teatro inglés, al que apenas asisten señoras: verdad es que éstas son escasas. En
cambio el hombre se divierte mucho a la inglesa, es decir, haciendo excursiones
campestres y desarrollando las fuerzas físicas en ejercicios gímnicos. Como no hay
cafés públicos, existen un club alemán, otro portugués y otro parsi, pero ninguno
puede compararse al británico, que es un verdadero modelo. El ingreso cuesta treinta
duros y cuatro la cuota mensual; el edificio, suntuoso, pertenece a la sociedad, que ya
no sabe en qué invertir el dinero que le sobra; del seno del mismo club emanan
multitud de sociedades de sport, tales como el club de regatas, el de carreras, el de
declamación, el de conciertos, el juego de pelota con variadísimas manifestaciones, la
lucha de la maroma, en la que dos bandos tiran de los extremos de una cuerda hasta
atraerse el uno al otro; por supuesto que para cada cosa tienen su magnífico local ad
hoc, no siendo el menos notable las praderas que les sirven de trinquete; el
gobernador y los notables presiden muchas de estas fiestas, y a todas tiene derecho el
miembro del club general.
En este puede decirse que vive la parte europea masculina de Hong-Kong. Es su
Bolsa. Allí escribe su correo en magnífico papel que, a granel, y con preciosos
membretes, anda tirado por las mesas, y recibe la correspondencia que en un cuadro
está a merced del que la quiera tomar, sin que se le ocurra hacerlo nunca mas que al
interesado. En el salón de lectura hay todos los periódicos notables del mundo; de la
biblioteca, rica en obras sobre la China, toma el socio los volúmenes que le da la gana
y se los lleva a su casa, dejando en cambio un recibo. Hay un bar-room, o sitio de
bebidas, un lunch-room o puesta de fiambres para el tentempié, y un diner-room o
comedor, donde almuerza y come muchísima gente, teniendo sus platos huecos, que
se llenan de agua caliente en el invierno, y su hielo, pancas y ventiladores para el
verano. Existen trece dormitorios, con el objeto de que el socio que llegue de fuera
esté seguro de tener cuarto donde pasar la noche, aunque las fondas estén atestadas. Y
al efecto, cada uno que se sucede toma su turno; de modo que cuando arriba un
decimocuarto huésped, el número uno se va con la música a otra parte, pues se
supone que ya ha debido tener tiempo de procurarse posada. Lo que se consume no se
paga hasta fin de mes, a la presentación del ticket, o boleta, que por cada cosa ha
firmado el socio, así es que los dependientes, todos chinos, no pueden robar ni un

www.lectulandia.com - Página 197


céntimo. Magníficos billares, tocadores espléndidos y salones confortabilísimos
completan este prototipo de casinos, cuya administración corre a cargo de un solo
dependiente inglés con el título de secretario.
La vida es cara en Hong-Kong. Una casa, no muy grande, cuesta ochenta duros al
mes y ciento cincuenta el orificarle a uno cinco muelas. En las fondas se paga cuatro
duros por día, sin los vinos, y cinco reales en el Club por una copa de licor
cualquiera.
Pero dejemos ya todo lo que huela a Europa y corramos en busca de cosas
celestes.
En Queen’s road, o sea en la arteria principal, alternan con establecimientos
europeos, multitud de tiendas chinas, cuyo aspecto en nada difiere de las que vemos
en nuestra casa, a excepción de las mercancías que en ellas se expenden.
Trabajos en marfil, filigranas de plata, vasos de porcelana, pendientes de jade
(piedra verde de gran valor en estas regiones), juegos de ajedrez, abanicos de concha
y de laca, muebles de maqué y otras industrias parecidas, yacen en anaquelerías y
escaparates, relativamente limpios, pero sin agrupación artística. Las muestras de los
bazares son unas planchas de madera rojas o negras, colocadas en las puertas
verticalmente y de canto como columnas, con caracteres chinos de relieve y dorados,
que constituyen el mejor adorno posible, pues sabido es que la escritura china es un
acabado modelo de elegancia en dibujo. En el fondo y detrás del mostrador, uno o
dos chinos macilentos aguardan su presa. El mueblaje es invariable, como el de todo
el Celeste Imperio. Sillas o sitiales, en ángulos rector, de una madera oscura, casi
negra, con mas o menos tallado, según su riqueza, y con asiento por lo común de
piedra, con unas mesas pequeñas, rectangulares también, con su tapa de mármol
incrustada en el marco. Con estas tiendas alternan algún bazar japonés, con sus
elegantes productos de idéntica fisonomía, pero más artísticos que los chinos, y
mercaderes parsis e indostanes con sus cachemires, telas de la India y mantones de
capuchas, hechos con retalitos del tamaño de dos reales, cosidos entre sí, y que
parecen remiendos, de los que no compré uno porque no me pidieron por él más que
mil pesos, y era usado.
Por fin, a la terminación de Queen’s road, en el extremo occidental de la ciudad,
empieza el barrio chino.
¡Horror! ¡Abominación! ¿Y para esto he empleado treinta y ocho días y me he
expuesto a las contingencias de un viaje de tres mil leguas? Figúrate unas casuchas de
ladrillo gris azulado, sin enlucido de yeso, ni por dentro ni por fuera, con una puerta y
una ventana embutidas en dos pilares de mampostería, porque es preciso que así sea,
a fin de que no entren los espíritus maléficos. Unos gruesos barrotes de palo en
sentido vertical hacen de cancela. En cada una de estas viviendas habitan treinta o
cuarenta individuos, la mayor parte con el torso desnudo, destilando pringue,
viviendo entre estiércol, en compañía del marrano y de las gallinas, ejerciendo su
industria en colaboración con otro artesano de índole distinta. Así media tienda

www.lectulandia.com - Página 198


pertenece a un sastre y la otra media a un platero o pintor de retratos.
Todo son abacerías, expendedurías de verduras, pescado salado y objetos de culto
para las pagodas, tocinerías, zapateros remendones, armeros y artículos de ferretería
oxidados por el moho y la incuria. En fin, el rastro de la grasa, de la fetidez y de la
basura elevado al infinito. Ya hablaremos de ello al ocuparnos detenidamente de los
usos y costumbres locales. Por hoy basta, pues al ver que en vano sería buscar en
Hong-Kong la tan deseada tela del abanico, me falta tiempo para abandonar este
muladar indígena y hacer rumbo hacia Macao.

www.lectulandia.com - Página 199


www.lectulandia.com - Página 200
Macao 30 de Abril de 1879.

uerido amigo: Un elegante vapor de ruedas, estilo americano como los


del Misisipí, pintado de blanco y con la gran cámara a proa sobre
cubierta, te hace recorrer en tres horas y cuarto, y por la suma de 3 duros,
las cuarenta millas que separan a Hong-Kong de Macao. Las segundas
están en el través del barco. Los chinos, cualquiera que sea su categoría, no son
admitidos más que en la cala.
Al ponerse en marcha el buque, lo primero que te llama la atención es un
guardián que, con un sable desnudo, vigila una escotilla de proa, que comunica con la
cala, y que antes ha tenido cuidado de tapar con unos barrotes de hierro, a los que ha
echado la llave.
Otro centinela, igualmente armado, custodia la escalera que desciende al sollado.
Por último, en la cámara hay dos panoplias con machetes, puñales, carabinas,
revólvers y municiones de reserva, con un letrero que dice: loaded, es decir,
cargados. Son precauciones tomadas, invitaciones hechas al viajero para el caso
probable, y antes muy frecuentemente reproducido, de que los chinos se subleven al
pasar por las Islas de los Ladrones y entreguen la tripulación a los piratas que
infestan estos mares y que no perdonan vidas ni haciendas.
Por fin, llegamos a Macao, pequeña península que afecta la forma de una S, en
cuya cabeza y tripa existen unas fortificaciones. La curva inferior es el puerto
interior, en la desembocadura del río. La bahía, huérfana de todo buque que no sean
las lorchas chinas y sin casi calado, la representa el semicírculo entre el cuello y la
cabeza, en cuyo muelle está situada la Praia Grande, la mejor o la única calle de la
ciudad. Las demás, abiertas paralelamente a esta sobre la colina, y las transversales,
son callejones tristes, sombríos, conventuales, acusando pobreza, ruina y privaciones.
El barrio chino, idéntico al de Hong-Kong, se extiende por la espalda de la S desde la
embocadura del río hasta la nuca, de la que arranca un istmo, el que liga la isla al
continente chinesco, largo de un kilómetro y ancho lo suficiente para que un coche
pase por él sin caerse al agua, si no se desvía del centro. Al cruzar la bahía, Macao,
del que sólo se ve la Praia Grande, parece un pequeño Nápoles; después se cree uno
en un pueblo de Aragón o de Castilla en pleno siglo XVI.
No voy a hacer historia, ni te enseñaría nada diciéndote que esta es la primera
factoría europea que el arrojo de los portugueses abrió en los mares de China.
Tampoco te importa saber que el mando de la isla esté confiado a un gobernador,
teniente de navío; que existen un juez de derecho, un procurador de asuntos sínicos,
una oficina de hacienda, encargados de obras públicas, sanidad, capitanía de puerto,
una guarnición al mando de un comandante, jefes de fortificación, y media docena

www.lectulandia.com - Página 201


más de funcionarios portugueses, todos ellos amabilísimos y de franco y abierto
carácter. Entre la colonia lusitana figura un señor don Lorenzo Marqués, dueño de
una casa con un espacioso parque, en el que se encuentra la gruta de Camoens,
compuesta de dos peñascos verticales y uno horizontal, apoyándose en aquellos a
semejanza de dolmen o altar druida, y en la cual el desterrado vate compuso la mayor
parte de sus Lusiadas. Un templete con el busto de Camoens, y algunas estrofas de su
poema esculpidas en marmol, alternan con ditirambos de poetas modernos de todas
las naciones, figurando en muy buen lugar una octava de don José Heriberto García
de Quevedo, ministro que fue de S. M. Católica en China.
Las señoras europeas son nones y no llegan a tres, como canta el dicho. De la raza
macaense no sé qué decirte para darte una idea de su fealdad. Es imposible que nada
en el mundo se parezca al cruzamiento de chino con portugués, ya de la metrópoli, ya
de sus posesiones de Goa en la India, Timor en Oceanía o Cabo Verde y demás
establecimientos del África occidental. Imagínate un bull-dog con vestimentas
humanas, y te quedas atrás. Por supuesto, no se tratan con ningún europeo, ni se las
ve a ellas en ninguna parte; deben estar enmohecidas. Por las tardes se colocan detrás
de las persianas (cierre ineludible de todo hueco de Macao), y desde allí ven sin ser
vistas. Los días de fiesta van a misa, vestidas de negro, y cubiertas con un enorme
manto de seda del mismo color, que pende hasta las rodillas, y en el que esconden la
cara, en lo cual obran con gran prudencia; además, las que pueden usan silla de mano,
con puerta apersianada también; es su único ventilador. Te aseguro que al contemplar
aquellas recatadas damas, cruzando en sus literas las tortuosas y empinadas calles de
la ciudad, alumbradas de noche por algún modesto reverbero de aceite, y empedradas
de pedernal y guijarros en punta, le da a uno gana de calarse un chambergo con
pluma, embozarse en un tabardo y ceñir una espada de cazoleta, para no destruir la
armonía de un cuadro digno de la época de Velázquez.
Abolida en 1874 la emigración de culis o trabajadores para Cuba y el Perú, solo
recurso, pero beneficioso, con que contaba Macao desde que la apertura del puerto de
Hong-Kong le privó del gran tráfico con la Europa y la Oceanía, esta misera colonia
no cuenta con industria de ninguna clase, si no es la torrefacción del té, de la que
están encargadas casas chinas. Se puede decir que los macaenses se hallan sumidos
en la indigencia. Como puerto libre, el gobierno portugués no saca de ella más
rendimientos que los que el juego público le procura; porque hay que notar que
Macao es el Mónaco o el Baden-Baden del Celeste Imperio. El juego prohibido,
perseguido y castigado severamente en todo el imperio, se ha refugiado en Macao, a
la sombra de la bandera lusitana.
El chino, que posee todos los vicios, no podía dejar de ser jugador, y lo es, en
efecto, en grado superlativo. Además del ajedrez, las damas, el billar y el volante,
para el que se sirve de los pies con suma destreza, tiene cartas más numerosas que las
nuestras (128 naipes), pero en estrechas tiras, como los dedos de las manos, y con
caracteres en vez de figuras; dominó, con 32 fichas de madera, al que llama Pai; el

www.lectulandia.com - Página 202


atchen, o juego de tres dados, en que sobre un cartón, en que figuran los seis números
de uno de aquellos y las combinaciones de los tres, apunta el jugador, y al que por
onomatopeya se le da el nombre de Kulú Kulú, pues imita el ruido que producen los
dados cuando el banquero los agita sobre un platillo cubierto de una pequeña taza de
porcelana. Estos y otros muchos juegos se juegan en mitad de las calles del bazar
chino por culis y arrapiezos que apenas pueden tenerse en pié, y es muy frecuente el
ver a dos chinos comiendo naranjas y apostando sobre los gajos que tendrán, o, a
defecto de otra cosa, sobre las sillas que pasarán en tal transcurso de tiempo por la
esquina en que están sentados.
Ya que de sentarse hablo, te diré que la manera que tienen de hacerlo los chinos y
todos los pueblos del Asia es especial, e incomprensible que con ella hallen reposo.
Abren las piernas, se dejan caer en cuclillas, sin tocar al suelo, y así se pasan horas
enteras. Pruébalo y me contestarás.
Pero volvamos a los juegos y consignemos los tres más productivos para el
gobierno portugués.
El Pakopio es una especie de lotería antigua o primitiva, en la que, mediante una
contribución, un comerciante chino es banquero. Al efecto, distribuye en todas las
tiendas del bazar unos papeles o billetes como cartones de lotería con cuarenta
caracteres arriba, y otros cuarenta abajo. Llega el jugador, y con un pincel borra a su
elección cinco caracteres de la sección superior y otros cinco de la inferior,
arriesgando en ellos el dinero que quiere. El banquero a su vez, y a una hora dada,
antes de que empiece el juego en las tiendas expendedoras de billetes, ha borrado a su
arbitrio otros cinco caracteres de cada sección, y depositado esta boleta en una caja,
cuya llave tiene un delegado gubernativo. Ábrese esta al medio día, y los jugadores
cuyas combinaciones son iguales a la que el banquero imaginó, cobran el premio
proporcional a la suma expuesta. La operación vuelve a repetirse a las doce de la
noche. ¡Dos extracciones diarias! ¡Oh moralidad!
El segundo en jerarquía superior es el Fantan. Doce son las casas, entre primera,
segunda y tercera clase, que se consagran hasta media noche a tan plausible tarea,
dejando al fisco un rendimiento de cuarenta y cuatro mil duros anuales en concepto
de contribución.
Entras por una puerta adornada con calados dorados, como todas las casas lujosas
de China, y alumbrada por linternas de papel de colores o de cola de pescado, con
inscripciones. Un biombo de madera oscura, con los obligados calados, te oculta el
lugar del suplicio. Tomas una escalerilla lateral, sucia y ennegrecida por el aceite de
coco de las iluminaciones, y penetras en un cuartucho con un balcón o galería elíptica
en el centro, que deja ver la sala de abajo, donde está el tapete. Algunas casas tienen
otra galería en el segundo piso, tan falta de aseo como la del primero. Allí te sientas
en un escabel de madera, forrado de grasa, en compañía de varios culis y europeos,
que los sábados, en particular, vienen de Hong-Kong, y otros puntos a probar fortuna.
Unas canastillas, pendientes de unas cuerdas sujetas a la baranda de la galería, te

www.lectulandia.com - Página 203


permiten hacer llegar a los de abajo el dinero que vas a exponer. Nada te digo de los
perfumes que allí se aspiran entre efluvios de tabaco, tufo de las lámparas y
eructaciones de los chinos, que consideran este desahogo como el más delicado
refinamiento de cortesía, y en especial cuando uno está convidado en casa ajena para
demostrar que la comida le ha sentado bien.
Veamos ahora el salón. Un público tan numeroso y escogido como el de las
galerías, rodea un mostrador, cubierto, a falta de tapete, con una esterilla fina de
junco, en el centro del cual hay como un ladrillo de plomo, cada uno de cuyos
ángulos representa un número del 1 al 4. Un culi, desnudo hasta la mismísima región
umbilical, es el encargado de colocar las apuestas donde el público le marca, y de
pagar a los gananciosos (con 7 por 100 de descuento, que se reserva la casa para la
contribución), o de cobrar integro de los perdularios. Otro caballero chino, en lucha
anatómica con el primero, se entretiene en un aditamento del mostrador en ordenar
los billetes de banco, pesar los duros mejicanos, que por aquí son la moneda
corriente, y envolver en papelitos los fragmentos de plata, escribiendo encima el
valor efectivo para facilitar las transacciones. Conocidos el cobrador y el cajero,
pasemos al croupier, o tenedor de la banca. Es este, por lo común, un señor carnoso y
tranquilo, que no exhibe lo que sus vecinos, no porque deje de estar tan desnudo
como ellos, sino por impedírselo un pliegue abdominal que candorosamente descansa
sobre la mesa. Tiene delante como quinientas o seiscientas sapecas. La sapeca es la
moneda china de cobre en circulación; su diámetro es el de un cuarto de los nuestros,
con un agujero cuadrado en el centro; cada ciento veinte forman dos reales. Las
sapecas destinadas al Fantan son, sin embargo, ad hoc, más perfectas y sin
inscripción como las otras. Toma un puñado como de doscientas próximamente, y las
coloca en el mostrador, cubriendo aquel promontorio con una pequeña tapa de latón
para impedir que el público pueda contarlas con la vista, tapa que mientras está
puesta, indica que puede hacerse juego.
Por fin la quita, y esgrimiendo una varita afilada por el extremo inferior, empieza
con una delicadeza exquisita a separar con ella sapecas de cuatro en cuatro, hasta
dejar una última porción que, según resulta ser de una, dos, tres o cuatro, da la
ganancia a los que han jugado a estos números, amén de las infinitas combinaciones a
que da lugar el sistema. Por supuesto, que cuando aún quedan por separar sesenta o
más sapecas, hay jugador que ya sabe cuál va a ser el residuo. Dícese también que no
obstante la vigilancia del público y el esmero con que la operación se practica, el
banquero sabe sacar dos juntas cuando le conviene. De mí he de decir que he estado
tres veces para enseñar este juego típico a extranjeros, y ellos y yo hemos perdido
siempre.
Pero el que revela hasta dónde llega la pasión del azar en los sectarios de
Confucio y su inmoralidad en grado supino, es el juego del Vaisen o de los
examinandos.
Si las instituciones chinas y sus preceptos sociales y políticos tuviesen en la

www.lectulandia.com - Página 204


práctica la observancia exigida por sus códigos, habría que confesar que era la
primera nación del mundo, y tendríamos a honra el imitarlos. Pero nada más falseado
en el ejercicio que las sanas doctrinas de sus moralistas y legisladores.
Hable el Vaisen.
En China no hay otra aristocracia que la del talento. Honores, títulos,
condecoraciones, cargos públicos, todo, en fin, se le otorga al que más sabe, sin que
el más oscuro y humilde del país deje de poder optar a la dignidad suprema. Al
efecto, todos los años hay en Pekín y en Cantón, alternativamente, exámenes
públicos, para cuyos ejercicios existen espaciosos locales con cuatro, cinco mil o más
celdas, en las que, tapiados como los cardenales en la elección de Papa, ejecutan los
examinandos sus composiciones; no creas que de ciencias exactas, naturales y físicas,
no; toda la sabiduría de los celestes se reduce a conocer el mayor número de signos
de que se compone su escritura, las máximas de Confucio y Mencio, y la genealogía
de sus monarcas con hechos notables de su historia. Así obtienen el título de
mandarín, que comprende nueve grados y se distinguen por el color del botón que
colocan sobre el sombrero oficial, como te explicaré a su tiempo, con lo cual se
hallan en aptitud para ejercer un destino público, el que, con una gran longevidad y
un hijo varón, completa los tres mayores beneficios que estos señores se desean entre
sí. Al terminar los exámenes de un año se reparten las listas de los examinandos para
el siguiente, y aquí entra aquello. Fórmanse con estas listas millones de cuadernos en
que figuran los nombres de los alumnos; estos cuadernos, que son otros tantos billetes
de lotería, se venden a distintos precios a los jugadores, quienes marcan, como en el
Pakopio, los nombres de los que juzgan que han de ser aprobados, ganando al
terminar los exámenes en proporción de los nombres que acertaron y de la cantidad
que representaba el cuaderno. ¡Qué sumas se jugarán al Vaisen cuando el
monopolizador de esta industria en Macao, único punto donde se tolera, paga al
gobierno portugués cuatrocientos cincuenta mil duros anuales!
Excuso decirte que cuando se aproxima la época de los ejercicios, todo se vuelve
recomendaciones a los catedráticos y ofertas pecuniarias para que desaprueben a
fulano o a mengano, sobre el que se ha inclinado la balanza de las apuestas; o bien
recurren al examinando mismo para que conteste mal a trueque de dinero. En fin, no
hay género de cohecho ni de prevaricación que deje de ponerse en práctica, con lo
que resulta una segunda lotería para alumnos y examinadores.
Ahora, antes de empezar a tratar al chino, acabemos de conocerle. Ya te he
descrito al culi macho y hembra, con su traje y su fisonomía; ambos son uno, salvo el
que en la patchama de las mujeres las mangas perdidas sólo llegan a la mitad del
brazo, que adornan con una pulsera de jade, como la ajorca del tobillo y los aretes de
las orejas. ¡Coquetuelas en todas partes! Subiendo un peldaño en la escala femenina,
tropezamos con la camarera o ama, como la llaman por aquí. Es la misma mujer culi,
más limpia, con traje idéntico, si bien aseado, y con la patchama azul de lustrina
ornada al canto con una faja negra de cuatro dedos. Usa zapatos con dos tacones, a

www.lectulandia.com - Página 205


proa y a popa, o de seda como el de los hombres, de forma agalerada, con una suela
blanca de fieltro sumamente gruesa. Las hay que llevan medias de Europa; pero
nunca se tapan la cabeza con shalakó como las jornaleras; se preservan del sol con
una sombrilla. Y ya se acabaron las hijas de Eva, puesto que la que ocupa una
posición desahogada, la mujer de clase, si aquí puede llamarse de ese modo, no sale
nunca de casa ni la ve, hasta después de casado con ella, el hombre mismo que ha de
ser su marido.
Vamos a hablar ahora del famoso pie pequeño de las chinas. En todas las clases lo
encuentras con profusión. He aquí cómo se practica esta bárbara costumbre. Al nacer
la niña le descoyuntan hacia dentro, triturándoselos, todos los dedos, menos el mayor,
le doblan el pie de modo que se apoye al andar sobre las falanges, quedando el dedo
gordo formando el empeine, y le maceran el talón, que desaparece por completo en el
tobillo. Es decir, que el pie lo forma solo el dedo respetado; lo demás es un muñón
informe. Naturalmente el zapato, estrecho y muy puntiagudo, de vistosos colores y
bordados, y sujeto a la canilla por una faja para que se sostenga, resulta de una
pequeñez inconcebible y se da al pie la apariencia de una pata de cabra. El origen de
esta aberración nadie lo conoce, o mejor dicho, se le atribuyen varias causas.
Pretenden unos escritores que fue por adulación hacia una emperatriz que, por lo
diminuto de su pié, mereció ser española; suponen otros que es signo de distinción
para dar a entender con ello que no necesitan andar y pueden pagarse una camarera
que las sirva de apoyo, pues hay muchas que, sin este requisito, no dan un paso. Algo
de esto último debe haber dado la inclinación del chino a hacer ver que puede
derrochar dinero, y sus aficiones a lo simbólico y emblemático, como lo es también el
dejarse crecer las uñas, muy ribeteadas por lo común, para indicar que no se
consagran a tareas manuales. Mujeres hay que las llevan cubiertas con dediles, y en
Siam se ven individuos con treinta centímetros de uñas, que concluyen por retorcerse
en forma de tirabuzón.
Volviendo al pie pequeño, y respetando las opiniones de los que saben más que
yo, opino, sin embargo, que hay otra razón para este martirio. Con la trituración
desaparece por completo la pantorrilla; desde el tobillo a la rótula, la pierna no es más
que una canilla; pero en compensación los muslos y las caderas adquieren un
desarrollo fenomenal y muy en armonía con los gustos estéticos de los chinitos.
—¿Por qué no suprimen ustedes esa costumbre? —pregunté a un celeste de quien
me asesoro para mis apuntes.
—Porque nos gusta —me respondió— ver cimbrearse al andar a la mujer, que
teniendo cuello de cisne, debe tener piernas de faisán.
—Pero eso es bárbaro —añadí.
—¿No lo es más el corsé europeo? —objetó en son de demanda.
—De ese modo condenan ustedes a la pobre mujer a no participar de ninguno de
los goces de su sexo —proseguí eludiendo la pulla.
—¿Cuáles?

www.lectulandia.com - Página 206


—El baile, verbi gracia.
—¡El baile! —me dijo soltando una carcajada—. Nosotros no bailamos nunca. Es
una de las cosas que más nos llaman la atención en ustedes; que se sofoquen y echen
los hígados para no gozar del espectáculo. ¿No sería más natural y más noble dejar
bailar a los criados, y que los amos los contemplasen? Es lo que nosotros hacemos
con los músicos y los juglares; nosotros los pagamos y ellos nos divierten.
—Tiene usted buenas ocurrencias.
—No, señor, es que ustedes tienen cosas muy raras.
—¡Hombre!
—Si, señor, muy raras y muy inútiles. Así, por ejemplo, nosotros creemos que los
botones están muy en razón en el traje cuando sirven para abrochar algo.
—Y nosotros lo mismo —le argüí.
—Entonces ¿por qué se ponen ustedes estos? —me dijo haciéndome dar media
vuelta y señalándome los dos tradicionales botones del talle de la levita.
Ante tamaño argumento confieso que me quedé mudo. Desde entonces cada vez
que marcha delante de mí un europeo, no puedo dejar de mirar aquellas dos obleas
que me parecen los ojos del chino riéndose de las modas de París, y diciéndome: «Te
veo».
En todas partes del mundo se nota diferencia en los rasgos fisonómicos entre un
hombre de baja condición y otro educado. Hay en este último más delicadeza en los
trazos, más suavidad en los músculos, más distinción en general. Aquí no; todos son
iguales. El príncipe Kung, regente del imperio, el virrey de Cantón, el opulento
empresario del opio, el mercader y el culi, son ejemplares del mismo cliché.
Una sola cosa los distingue, y es la mejor tela del traje. Todo el que no es culi usa
patchama de la misma forma que la de aquel, pero de merino o de seda cruda, de
delicados colores celeste, violeta o amarillo de hoja seca. Los pantalones, de igual
forma que unos calzoncillos, no de punto, van atados al tobillo sobre unos calcetines
de lienzo blanco, muy ajustados del pie y anchos de la canilla. En invierno añaden
unas pistoleras, o sea un segundo calzón sin fondillos, que deja ver el de abajo por
detrás desde las corvas hasta arriba y un capotón guatado y sin mangas como el de los
culis, pero limpio relativamente. La blusa se convierte en ellos en túnica talar llamada
Kavalla, cuando se visten de gala, de igual forma y color que la patchama, pero
descansando en los talones. La cabeza, en verano descubierta y garantizada por un
paraguas, en los meses de frío se la tapan con una flanerita de seda negra del tamaño
de un solideo y colocada como este.
El boy o ayuda de cámara es el único chino de modales más desenvueltos y de
rostro más simpático; yo creo que en ello influye su trato constante con europeos.
Habla inglés o portugués, según la colonia en que habita, francés los de los puntos en
que hay concesión de terreno a aquella nación, algunos alemán por análoga causa, y
muchísimos español por haber permanecido en Manila o ido a Cuba en el período de
la emigración. El boy es el jefe de todos los criados de una casa; las mujeres no hacen

www.lectulandia.com - Página 207


otro servicio que el de camareras. Se necesitan los siguientes: Un cocinero con siete
duros mensuales: él provee el menaje de cocina y se agencia el pinche o aprendiz.
Dos culis de silla; algunos tienen de cuatro a seis duros; encargados de la limpieza de
la casa y de servirle a uno de acémila enganchados a la litera. Un office coolie, para
las comisiones, correo y mandados burocráticos, con igual salario, y por último, el
boy con ocho duros.
Reservados, respetuosos, fieles, salvo las pequeñas sisas, serviciales, exactos,
aunque rutinarios en el cumplimiento de su deber, los chinos son un verdadero
modelo de criados. No viven más que para adivinar lo que a su amo puede hacerle
falta. Hace pocas noches, con el deán de la Catedral de Manila, que me hizo el honor
de pasar dos días conmigo, me fui al Círculo; de allí nos trasladamos a una casa de
Fantan para que conociera este juego. A la salida, sobre media noche, advertimos que
llovía; pero al trasponer la puerta, los culis de casa estaban allí con la silla, sin que
nadie los hubiera avisado y en un sitio al que jamás concurro.
Un diplomático, amigo mío, asistió de uniforme a una comida oficial en Hong-
Kong. Después se fue a tomar el té en casa de unos amigos; sintiéndose algo
indispuesto, Je obligaron a pasar allí la noche: al amanecer del día siguiente estaba su
boy personado en la casa con el traje de levantarse y otro de calle para cuando su amo
se despertara.
Te vas de paseo al campo, llega una carta para ti y el office coolie, como un
podenco, se pone a olfatear tu rastro, sin que vuelva a casa hasta encontrarte y haberte
dado la misiva.
Con su salario se mantienen, se visten y economizan para dar la mitad lo menos a
su padre, o sostener su casa si no son solteros.
En cambio no les mandes nada que esté fuera de sus deberes. Cada cual tiene los
suyos y no sale de ellos. El office coolie no te encenderá una lámpara ni tomará una
escoba, el culi de silla no te sacará una camisa del armario, el boy no irá con un
recado a casa de tu vecino.
Ayer estaba en mi escritorio dándole unas instrucciones al boy; de pronto una
ráfaga se me lleva todos los papeles.
—Cierra esa ventana —le digo. Él gira sobre sus talones, y desde la puerta grita:
—¡Culi! Ventana.
El culi, como si hubiera presentido la caricia de Eolo, estaba ya trasponiendo el
dintel.
—¿Por qué no la has cerrado tú? —le grito al boy indignado. Y él sin alterarse,
me contesta:
—Not my business, sir. No es de mi incumbencia.

www.lectulandia.com - Página 208


www.lectulandia.com - Página 209
Macao, 18 de Noviembre de 1879.

i querido amigo: Una representación teatral china es sin disputa lo que


más llama la atención del europeo, acostumbrado a ver que entre los
celestiales todo pasa al revés que entre nosotros. Así, por ejemplo, estar
con la cabeza descubierta delante de una visita, se considera como signo
irrespetuoso y hasta insultante. El lado izquierdo es el preferente en toda ceremonia.
Una sonora eructación hacia el final de una comida, es la prueba más relevante de
cortesía que puedes dar a tu anfitrión, para hacerle entender con ello que sus manjares
te han sentado bien. Cuando a uno le llamas viejo, le prodigas el elogio más
cumplido, y es hasta fórmula precisa preguntar a la persona a quien ves por la vez
primera los años que tiene, y responderle que aparenta más edad. Por supuesto, ya
sabes que escriben de arriba a abajo y de derecha a izquierda; de modo que sus libros,
impresos en pliegos como los del papel de cartas por un solo lado, y encuadernados
de manera que el doblez haga las veces de canto, formando una sola página lo que
entre nosotros constituiría la primera y la cuarta, tienen el fin en el lugar en que en
Europa se pone el principio.
Pues bien, todo esto son tortas y pan pintado en comparación de los templos en
donde se rinde culto a Melpómene y Talía.
Los chinos son idólatras del teatro: es una verdadera pasión la que tienen por
estos espectáculos, en que se representan batallas y pasajes de su historia, alternados
con entremeses, de autor siempre anónimo, pues entre ellos es oficio vil el de
dramaturgo, en lo que muy pronto creo que los vamos a imitar en Europa, si
seguimos por donde andamos.
Pero vayamos por partes.
Las compañías, por lo menos las que yo he visto, están compuestas de hombres
solos, y es notabilísima por cierto la habilidad con que los encargados de los papeles
de mujer las imitan en todo;> llegando la perfección hasta el punto de remedar el pie
pequeño de las chinas, formado con un taruguito de madera que se colocan en la
punta de los dedos, y con el que tienen que andar de puntillas. Su identificación con
la metamorfosis es tal, que hasta fuera de la escena se los toma por mujeres. Me han
asegurado que hay compañías exclusivamente formadas por el bello sexo y otras
mixtas; y verdad debe ser, por cuanto las leyes chinas niegan a las actrices el derecho
de contraer matrimonio legal, relegándolas a la condición de concubinas.
Estas compañías, más o menos numerosas, se dividen en de 1.°, 2.° y 3.er orden, y
llevan una vida nómada y errante, como la de nuestros antiguos faranduleros,
trabajando allí donde los ajustan, si bien su adquisición es siempre disputada. Rara
vez son empresarios los actores.

www.lectulandia.com - Página 210


Lo que llamaremos temporada dura cinco días consecutivos, y los artistas reciben
por su trabajo una remuneración que varia entre 600 y 1,500 duros.
Generalmente los teatros se improvisan con bambú en los pueblos de poca
importancia; pero donde las representaciones son frecuentes, hay edificios de planta,
hechos de ladrillo y yeso, a cuya categoría pertenecen los dos que posee Macao.
La sala es un rectángulo. Dos órdenes de lunetas de madera oscura, separadas por
un callejón en el centro, componen, como en nuestros coliseos, el patio, al que
concurre la gente acomodada. Estas lunetas están separadas de la pared por un ancho
pasillo a cada lado, a los que de pie y gratis asiste el pueblo. En el primer piso hay
dos galerías laterales para señoras y caballeros preferentes. En el segundo y en el
fondo, paralelamente a la escena, se levanta un graderío para todos, como el paraíso
del Real, cuyas delanteras, separadas del vulgo por una barrera y de los vecinos por
un tabique, son los palcos para las autoridades de la Colonia.
Los precios de las localidades varían desde un real hasta cinco. Las paredes, que
en algún tiempo debieron estar enlucidas de yeso, no están ya más que relucientes de
mugre, y jamás hubo mano de pintura en ellas ni en el maderamen, negro por tan
distintas y frecuentes fumigaciones. Alguna que otra lámpara de aceite de coco,
despabilada a intervalos por culis (coolies), vestidos lo estrictamente necesario para
no poder decir que van desnudos, alumbran y asfixian al público. El traje del que no
paga y el de la muchedumbre de a real, viene a ser como el del culi. Los de los
caballeros y señoras ya nos son conocidos. Pero hay otra clase de Evas, luciendo
patchamas de la forma invariable china, si bien bordados en sedas de colores
vistosísimos, que por las flores de su peinado, los oropeles de su prendido y el blanco
de magnesia y rojo de ladrillo con que embadurnan sus mejillas, para imitar a las
grandes damas, acusan a la legua su triste condición de hetairas. Su misión se reduce
a dar testimonio con su presencia de la prodigalidad del que las alquila. Y en efecto,
el chino, ostentoso por naturaleza, no la lleva allí con fin alguno ulterior: el oficio de
aquella mujer termina con el espectáculo. Aquel buen hombre necesita hacer ver que
se ha gastado en tal circunstancia algo más que el precio del billete, y ha convidado a
aquella criatura, para que esté sentada junto a él, le abanique, le rasque y le prepare la
pipa; pues se me olvidaba decir que todos, sin distinción de sexos, fuman durante la
representación, comen y beben y se dicen que les ha sentado bien.
En los pasillos hay puestos donde se confecciona toda clase de alimentos, desde
el pastel hasta la morcilla asada, que aún humeante, sirven por la sala los
dependientes de los abastecedores. Imagínate el olor que allí habrá, si agregas a esto
el que todos los descartes de la naturaleza se llevan a cabo donde al público le place.
Aquello es un vasto jardín. ¡Quién fuera alcalde de barrio de Sevilla para poder poner
aquel célebre aviso: «No se premite jumar en el zalon ni llevar castora ni náa que
puea incomodal ar veyo sejo!»
Se me pasaba por consignar un detalle. Las representaciones dan comienzo a las
siete de la noche, continúan hasta las cuatro de la madrugada, se suspenden hasta las

www.lectulandia.com - Página 211


once, y terminan a las cinco de la tarde. El que tiene sueño echa allí su siestecita y
ronca. Los ruidos alternan con los perfumes.
Pasemos a la escena, poco elevada sobré el nivel del público. Figúrate una
decoración de sala cerrada; pero que en vez de ser de tela y madera, sea de ladrillo y
yeso, es decir, fija invariable, sin más puertas que dos pequeñas en el fondo, y
adornada con pinturas y hojarascas de talla dorada. De los muros penden grandes
tarjetones encarnados o negros, donde con caracteres de oro se consignan el nombre
de la compañía y sus títulos. Dos pasillos laterales interiores, prosecución de los que
en el público sirven para espacio gratuito, conducen al foro, donde en un solo recinto
se hallan la guardarropía, la sastrería, el vestuario y todas las dependencias.
En el centro del escenario está la orquesta destinada a acompañar a los
ejecutantes. Su instrumental se compone de una especie de rabel o violín de una sola
cuerda, una o dos guitarras chinas, desmesuradamente grandes, y con la caja en forma
de concha, una como a modo de dulzaina, címbalos, gong o campana china, un
tambor convexo de metal, como una cazuela pequeña, tocado con palillos, y unos
crótalos que producen el sonido de nuestras castañuelas. Todo el proscenio está
invadido por un centenar de culis, parte de ellos espectadores, otros guardarropas,
despabiladores y dependientes, colocados, como los coros de las óperas en los teatros
de provincia, en fila a guisa de soldados de papel. Comprenderás, por lo dicho, que el
espacio libre para representar se reduce a unas cuatro varas en cuadro.
Las decoraciones, cualquiera que sea el sitio en que pase la acción, se reducen a
una mesa tosca de madera con una silla de bambú a cada lado. Si el teatro representa
una casa rica, revisten las sillas de un paño encarnado. Cuando se trata de un
accesorio que juega algún papel en la obra, como por ejemplo, un árbol a cuyo pie
debe sentarse un personaje, cúbrese el asiento de un paño negro, al que se sujeta un
cartelón que dice: «Árbol».
Fácilmente se ve hasta dónde puede llegarse por este camino de la ideología.
Algunas veces la mesa se convierte en cama, agregándose unos riquísimos cortinajes:
es el único lujo, pero preciso, que se permiten en la mise en scéne.
Desterrados del teatro los trajes de la dinastía reinante de los Tsing, raza tártara de
la Manchuria, los artistas usan los de la época de los Ming, pura rama celestial o del
imperio del Centro, que son lujosísimos, raros hasta lo indescriptible, y de que sólo
puedo darte una ligera idea, recordándote los personajes de ciertos abanicos y de
algunas porcelanas antiguas del país. Carecen de consuetas y de traspuntes, y todo va
fiado a la memoria; con la particularidad de que el público conoce casi siempre la
obra tan bien o mejor que los actores, a quienes nunca aplaude, reduciéndose la
manifestación de su agrado a un murmullo de aprobación.
La mímica es entre los chinos el fundamento de la declamación; todo Jo
componen con gestos. Un personaje que escribe, otro que come, no se servirán nunca
del pincel (que es su pluma), ni de la taza o los palillos (que forman el plato y el
cubierto); con las manos dan a entender como pueden lo que hacen; y sin duda para

www.lectulandia.com - Página 212


ellos debió escribir aquel libretista del baile El robo de las Sabinas, la célebre
acotación que decía: «Los romanos dejan ver por sus ademanes que carecen de
mujeres». Los chinos lo hubieran interpretado sin apurarse.
Hay, sin embargo, algunos utensilios de que se sirven como símbolo: por ejemplo,
el personaje que figura estar montado lleva como látigo una cola de caballo; el que
navega blande un remo, porque es de notar que la acción no se interrumpe nunca ni se
subsanan ciertas justificaciones con recursos de arte. Si alguien dice que se va de
Cantón a Pekín, y la escena que sigue tiene ya lugar en el sitio de su destino, es
preciso que emprenda el viaje, ejecutando todos los medios de locomoción de que ha
de servirse, llegando a tal extremo la escrupulosidad de estos detalles, que no omite el
de cerrar la puerta, bajar la escalera y golpear el aire con sus nudillos cuando figura
que llama en otra casa.
Pero lo más raro sin duda en este convencionalismo, es la manera de dar a
entender que uno de los interlocutores no ha oído lo que los otros se han dicho aparte.
Consiste el movimiento en volver la espalda al público.
Siguiendo por la vía de los emblemas, no te sorprenderá el saber que, para
demostrar un personaje que es hipócrita y de doble intención en sus actos, se pinta las
narices con una mancha blanca. Por supuesto que abundan las prosopopeyas o
personificaciones de ideas, entre las cuales he visto a la inspiración, vestida como de
arlequín, penetrar en el cerebro de varios examinandos que concurrían a un certamen
del grado de mandarines, dando brincos por encima de sus cabezas.
Su literatura dramática no puedo yo apreciarla, aunque conozco algunas
traducciones de obras antiguas. Sin embargo, sé de ella lo bastante para consignar que
los entremeses modernos son, en su mayoría, obscenos y repugnantes, pintura fiel y
exacta de sus costumbres. En ellos ves títulos como este: El castigo de una mujer que
no ha tenido hijos varones, circunstancia que entre los celestiales autoriza al marido a
tomar concubina legal; como verás cuando te dé a conocer al chino en familia. Son de
larga duración, sin estar divididos en actos, o constando de uno solo. Se representa y
se canta en ellos, siendo de notar que, tanto los personajes masculinos como los
femeninos, cantan en falsete con unas modulaciones imposibles de comprender, y
llevando un compás muy parecido a un laberinto. Añade el acompañamiento de
aquellas chicharras, y el ruido infernal del gong y los platillos, que aprietan sin
compasión al final de cada pieza, y tendrás una idea de cómo se rinde aquí culto a
Euterpe. Esto no obsta para que en Pekín haya un ministerio que se llama de la
música.
Yo he asistido a la representación de una obra, que es la historia de un
matrimonio, a cuyos contrayentes otorga el cielo, coram pópulo, el beneficio de un
hija en la forma de un muñeco de cartón, y a cuya paternidad legal puede el público
servir de testigo de prueba.
Por la contra, existen obras antiguas de un delicioso carácter y de una intención
filosófico-social del mejor cuño. Juzga por este relato.

www.lectulandia.com - Página 213


Tchuang-Tsen es un sabio y viejo confucista, casado con la hermosa Tián. Un día
que el marido se paseaba por el monte, observó junto a una tumba a una linda mujer
aventando la tierra con su abanico. Preguntándole lo que aquello significaba,
contestóle ella que aquel sepulcro era el de su marido, que al morir le habla impuesto
la obligación de no volverse a casar hasta que la tierra de su lecho de muerte
estuviese completamente seca, y que trataba de ver si con sus esfuerzos lograrla lo
que la naturaleza se empeñaba en negarle: secarla.
El sabio, que al mismo tiempo tiene sus ribetes de hechicero, compadecido de Ja
pobre viuda, hace que la humedad de la tumba desaparezca, lo que ella acoge con
evidentes muestras de júbilo, llenando de caricias a Tchuang-Tsen, y concluyendo por
regalarle su abanico. De regreso a su casa, entera a Tián de lo ocurrido, y ésta, que
demuestra ser mujer rígida en sus principios e intransigente en cuanto con la decencia
y la consideración se relaciona, se desata en improperios y llena de dictados a aquella
mujer, que tan pronto y sin recato alguno olvida el respeto debido a su difunto
esposo.
—Lo mismo harías tú y todas —le contesta el sabio.
—Nunca —replica Tián—. Eso es indecoroso e impropio de mujer que se estima.
Finalmente, tras una larga discusión, cada uno se queda con su razón, sin
avenirse.
A los pocos días, Tchuang-Tsen cae enfermo, y se muere. Tián se abandona al
más vehemente y más ostensible dolor. Terminadas las ceremonias fúnebres, mete el
cadáver en la caja, y se dispone, según la usanza china, a guardarle en la cámara
mortuoria los tres o cuatro meses de rigor entre la gente rica.
En este intervalo, llega a la casa Wang-Sun, joven y apuesto mancebo, que
ignorando la muerte de Tchuang-Tsen, venía con una carta de recomendación, desde

www.lectulandia.com - Página 214


lejanas tierras, a ser su discípulo y compartir con él su hogar. La viuda le da
alojamiento hasta que disponga su regreso, y ambos lloran al difunto, encomiando,
las excelencias de su carácter y sus virtudes. Pero el diablo las carga, y de fil en
aiguille, como dicen los franceses, Tián concluye por enamorarse de Wang-Sun, que,
nuevo José, quiere buscar en la fuga amparo contra las tentaciones de la viuda del
Putifar chino. La pasión de Tián se excita con su esquivez, y por fin… ambos se
ablandan.
Entonces óyense golpes en la caja; Wang-Sun, aterrado, echa a correr; Tián, con
mano trémula, abre el féretro, y lo halla vacío. Vuelve a la sala en busca de su
amante, y se encuentra con su marido Tchuang-Tsen, que la recibe con una carcajada,
y le explica que es él quien ha tomado la forma de Wang-Sun, concluyendo con esta
frase:
«¡Vamos! ¿Te convences de que lo mismo sois todas?»
Los hechos históricos que en el teatro se representan, son más bien escenas
gimnásticas, en las que los combatientes se entregan a saltos muy notables, luciendo
trajes lujosísimos y armas de una rareza ejemplar, cuya autenticidad es notoria, pues
aún se usan, y las describiré a su tiempo cuando te hable de mi visita al virrey de
Cantón.
Lo original de estas representaciones es el combate. Si la crónica refiere que el
héroe de la leyenda mató a quinientos combatientes, no cesará el espectáculo
mientras los comparsas no hayan pasado otras tantas veces bajo el filo de su espada,
que él blande de un modo muy artístico, figurando que mata con ella a sus enemigos;
hasta que al fin, para indicar que la lucha ha terminado, coge una cabeza de cartón
que está sobre la mesa, y hace como si la derribara de un tajo. Entonces retumban
vivas y gritos de victoria, y cercándole de banderas, se lo llevan en triunfo; el público
murmura, y si no cae el telón por no haberlo, sale uno a respirar el fresco ambiente de
la tarde.

www.lectulandia.com - Página 215


www.lectulandia.com - Página 216
Macao, 26 de Marzo de 1880.

i querido amigo: Ya te he dicho que en vano busca uno colores en China;


pues lo mismo sucede con los olores (salvo los malos, peculiares de este
país), los ruidos, los afectos y las pasiones. Todo aquí es vergonzante o
rudimentario; no hay nada franco y decidido. Aspirando bien, llegas a
encontrar a la flor algún perfume recatado y modesto; las frutas no son ni agrias ni
dulces, pero sí insípidas; los instrumentos músicos carecen de sonoridad, su ruido es
mate; chinos y chinas cantan en falsete, sin vibraciones en la voz y en el diapasón de
la confidencia; se diría que hacen música en secreto. No extrañarás, por lo tanto, el
saber que en China no hay amor, con lo que probado queda que no hay nada: lo que
no obsta para que los estadistas difieran en reconocerle de cuatrocientos a quinientos
millones de población, que es una apreciable diferencia. Esto indica que hay familia
en el sentido de la multiplicación. Veamos cómo está organizada esta operación
aritmética.
El nacimiento de una hembra es una desgracia en el hogar. La ley protege al
marido cuya mujer no le ha dado hijos varones, y le autoriza a tomar concubina legal.
La superstición, base de esta sociedad, va aún más lejos, y madres hay que
considerando como un castigo celeste el no tener sino hijas, las matan, por aplacar el
enojo divino. Venderlas es cosa frecuente; por dos reales adquieres una niña de tres o
cuatro años. No hace muchos días vino una madre a regalarnos la suya, en
agradecimiento de unos juguetes que a su hijo le habían dado los míos.
Es tan inconcebible lo que voy a contarte y tan frecuente en los escritores el
inventar por producir efecto, que, aunque te consta mi veracidad, creo de mi deber
repetirte bajo palabra, para satisfacción de tus lectores, que estas correspondencias no
tienen otro mérito que el de la exactitud, reducidos sus detalles las más veces a las
menores proporciones, pues cosas hay que no sabe uno cómo decirlas, y que no
obstante se deben dar a conocer.
Entre muchas hermanas hay siempre una que es la predilecta de los padres,
predilección que debe trascender al público, lo que consiguen colocándole en un lado
de la cabeza el tuferito de pelo que las demás ostentan en mitad del occipucio, hasta
que ya adultas unas y otras, dejan crecer la parte afeitada y adoptan el peinado de
soltera o el de casada, aun siendo célibes, si no quieren consagrarse al matrimonio.
Por supuesto, no las enseñan a leer ni a escribir, y su educación se reduce a empezar a
comprimirlas el pie desde que tienen cuatro años, para destinarlas a esposas, que
necesariamente han de ser de pie pequeño. Hablo de las clases acomodadas, pues los
pobres, como en todas partes, hacen lo que pueden, y se casan sin miramiento a la
base.
Muchas de estas desgraciadas mujeres quedan relegadas a la condición de

www.lectulandia.com - Página 217


concubinas de algún chino acomodado, o pasan a ser mercancía vil del transeúnte,
porque sucede que, si joven aún, cae enferma, in articulo mortis la madre la vende a
una curandera, que se encarga de cerrarle los ojos y sufragar su entierro; pero si sana,
la empírica, que a su profesión agrega el oficio de zurcidora de voluntades, queda
dueña exclusiva de la infeliz, y la explota hasta que ella puede emanciparse mediante
un rescate pecuniario.
La elefantiasis, esa terrible enfermedad hereditaria conocida vulgarmente con el
nombre de lázaro, hace en China estragos horrorosos; y la mujer que por desgracia
cuenta algún lazarino en su abolengo, es llevada por su propia madre a esos centros
de la higiene pública, donde cubriéndose treinta y seis veces de oprobio, asegura la
superstición que desaparece el germen del mal.
Pero nace un hijo y la decoración cambia; no creas que hay bautizo ni inscripción
civil; toda la ceremonia se reduce a celebrar tan fausto suceso con una comilona,
mucho más copiosa para el mayorazgo que para los demás hermanos varones que le
sigan: derecho de gradación que se refleja en todos los actos de la vida china,
alcanzando hasta la herencia, de la que, excluidas las hembras, toca a cada hijo una
parte tanto mayor cuanto aventaja en años a sus hermanos menores.
El padre pone un nombre a su antojo al chico, y éste lo conserva hasta que se
halla en disposición de empezar su instrucción primaria. Entonces lo cambia,
operación que verifica también al casarse y al desempeñar un cargo público. Los
emperadores mudan asimismo de nombre al subir al trono, al entrar en la mayor edad
y al ser juzgados después de su muerte por los censores, quienes le conceden el
dictado con que han de ser conocidos en la historia.
Empieza, pues, el muchacho por estudiar los caracteres de que se compone su
lengua, y que se elevan a la enorme cifra de 85,000. Conocer la mayor cantidad
posible de ellos constituye el desideratum de los chinos. Escritura ideológica trazada
con pincel de arriba abajo y de derecha a izquierda, cada signo de sus más de
doscientas radicales corresponde a la representación de un objeto, y combinados,
producen esa multiplicidad de caracteres a cuya absoluta posesión no hay nadie que
haya podido llegar todavía. Agrega a esto el que cada signo tiene una pronunciación
monosílaba y que cada monosílabo es susceptible de ser pronunciado de cuatro
maneras diferentes, y tendrás una idea, aunque remota, de las dificultades de la
lengua.
El idioma oficial es el mandarín o pekinés, existiendo además muchísimos
dialectos o puncti (lengua del país), entre los cuales el más generalizado es el
cantonés. El populacho y la gente de mar hablan una jerga conocida con el nombre de
Aka.
Como en China no hay universidades ni centros de enseñanza oficial, el
muchacho tiene que estudiar con maestros particulares, empezando por imponerse en
moral según las máximas de Confucio, retórica, historia la estrictamente necesaria
para conocer la cronología de sus reyes, pues la de los demás pueblos maldito lo que

www.lectulandia.com - Página 218


les interesa; filosofía con las ampliaciones de Mencio a los preceptos de Confucio y
comentaristas de éste, y legislación, la cosa menos parecida al derecho que puedas
suponer.
Y aquí se acabó toda la enseñanza. Lo importante es obtener un grado de
mandarín, única aristocracia personal, no hereditaria, en China, a la que tiene opción
el individuo cualquiera que sea su origen, y que si se otorgase exclusivamente al
mérito, en vez de adjudicarse al mejor postor, justificaría en los chinos el dictado de
celestiales con que se adornan;
pero ya te dije al hablar de los juegos cómo se verifican estos exámenes.
Nueve son los grados de mandarín y se distinguen por el botón o bellota con que
adornan su sombrero. Éste es como una gorra de jockey, a la que se le añadiese, en
lugar de visera, un ala o baranda como la de un sombrero calañés ceñida al casquete,
es decir, sin vuelo y tan alta como éste, teniendo por remate en el centro de la copa,
su borla de fleco encarnada y el botón distintivo de la categoría. Su efecto es el de un
cubo de ancha base, puesto por la boca sobre el cráneo.
El botón rubí o rojo transparente, es el signo de los mandarines de primera clase,
la más elevada. Su número es de veinticinco. Seis están en el ministerio, quince
presiden los tribunales de provincia y cuatro tienen a sus órdenes al ejército. Todos
ellos han de ser letrados y forman el Consejo del emperador.
El botón rojo coral opaco, lo usan los mandarines de segunda clase, en la que
están comprendidos los magistrados y jefes militares, y los de los ramos de la
administración pública, entre ellos los gobernadores de las provincias.
El zafiro o azul transparente, corresponde a la tercera clase, o sea a los
presidentes de los tribunales de segundo orden, en las provincias, estando
comprendidos en la cuarta los individuos de estos mismos tribunales con derecho al
uso del botón azul opaco.
La quinta y sexta, relativas a cargos públicos de menor importancia, se
diferencian por el botón blanco transparente y blanco opaco; y la séptima, octava y
novena, que abrazan los maestros de instrucción y los encargados de la vigilancia y
conservación del orden público, ostentan el botón dorado, ya liso, ya trabajado a
cincel.
Su número total asciende a 25,000; de ellos, 15,000 pertenecientes a ramos civiles
y 10,000 al ejército, si bien estos pueden triplicarse en caso de guerra.
Los cuatro grados principales son: el de siut-sai o bachiller, cuyos exámenes
escritos, verificados por el sistema celular y juzgados por tres tribunales distintos a
pliego cerrado y con lema, como en los concursos poéticos, tiene lugar anualmente en
las ciudades todas del imperio. El siut-sai se subdivide en ling-sen, que con sueldo
del Estado, sirve a las órdenes de mandarines de alto rango; en seng sengó agregado
del ling-sen, con sueldo temporal, y en fu hio, o sea una especie de alumno de la
normal dedicado a la enseñanza.
El grado inmediato superior es el de Ku-jin o licenciado, el primero que da aptitud

www.lectulandia.com - Página 219


para aspirar a los cargos públicos, y cuyos exámenes, verificados como todos, por el
mismo sistema celular, tienen lugar en la capital de la provincia.
El de Tsin o doctor, y el de Ham-ling profesor, han de pasarse en Pekín. Todos los
gastos en época de exámenes, son costeados por el emperador. Y ya en aptitud por
razón de su categoría, lo mismo desempeña el mandarín un cargo en la magistratura
que en la administración, en el ejército que en la marina. Lo compra y luego lo
usufructúa como mejor le place, con arreglo a la tarifa de su capricho. Ya te he dicho
que, una vez mandarín, el chino puede y debe dejarse crecer el bigote.
Llegada la época de casar al muchacho, lo que si es mandarín no tendrá efecto
sino con hija de mandarín precisamente, he aquí lo que ocurre. En primer lugar los
novios no se conocen; uno y otro ignoran en absoluto con quién van a compartir la
existencia. Una casamentera de oficio arregla con los padres de los contrayentes las
condiciones del contrato, en las que para nada interviene el dote, pues no le hay.
Basta saber que la novia es de pie pequeño y su familia de posición análoga a la del
novio. Si es posible, se procura que los dos contrayentes hayan nacido en el mismo
día de la luna (los chinos computan por lunaciones), si bien en año diferente, en
atención a que ella debe ser más joven. Te diré de paso que, como para los celestiales
el ser viejo es un titulo, todo chino cuenta adelantado, y desde que nace tiene un año:
de modo que cuando realmente cumple uno, para él son dos.
Unos días antes del destinado para la ceremonia, recorren las calles multitud de
culis, harapientos como siempre, cargados con los regalos de la novia, consistentes en
provisiones de boca para un mes, y el ajuar; todo metido en cajas, sobre las que hay
unos letreros expresando el contenido, que nunca es tan ostentoso como reza el cartel,
dado el defecto de ostentación de la raza.
El día de la boda, a las nueve o las diez de la noche, la novia se viste con lo peor
que tiene; deshace su peinado de soltera, y a medio hacer el de casada, se despide de
su madre. Es condición precisa que alborote la casa, fingiendo gran desesperación; y
así la bajan hasta el zaguán, donde la espera la silla nupcial, palanquín cerrado por
todas partes y adornado de vistosa talla, que se alquila ad hoc, y en el que la meten a
puñados y como por violencia, al compás de sus berridos, ahogados por los golpes
del gong, la dulzaina, el tamborete convexo de metal y los cohetes del séquito,
compuesto de coolies provistos de linternas de papel de todos tamaños y hechuras.
Antes de salir del hogar paterno, la madre arroja sobre la silla unos puñados de
arroz y unas gotas de vino, extraído de este grano, para que la abundancia acompañe
a su hija, y puesto un velo rojo a modo de cortina sobre el palanquín, la comitiva se
pone en marcha hacia la casa del novio, seguida de la casamentera y de un marrano
abierto en canal y asado, con que la suegra tiene que obsequiar necesariamente al
yerno. En cuanto éste advierte la proximidad del cortejo, sale a la puerta y espera que
depositen la preciosa carga. Su primer cuidado es descorrer el velo que cubre la litera
y llamar a su esposa, que continúa lanzando ayes como si la desollaran viva. Si el
novio acepta con gusto el matrimonio, lo demuestra llamando a su mujer merced a

www.lectulandia.com - Página 220


una patada que da contra la puerta del palanquín; si, por el contrario, la boda le viene
cuesta arriba, se concreta a golpear la silla con los nudillos. Por fin, ábrese el castillo
encantado y la novia se presenta cubierto el rostro en señal de rubor. La casamentera
la toma sobre sus espaldas, y como pudiera hacerlo con un fardo, la sube las escaleras
y la deposita detrás de la cama, sobre el duro suelo. Síguela el marido, contempla a su
cónyuge, y si no es de su agrado, se presenta ante los circunstantes con el abanico
metido en la babucha; pero si merece su aprobación, se lo coloca entre el pescuezo y
la cavalla o túnica, cena con los circunstantes y remite a su suegra la cabeza y el rabo
del cerdo, en testimonio de satisfacción absoluta.
La noche se pasa devorando, bebiendo té, disparando cohetes y oyendo aquella
música infernal. A la mañana siguiente tiene lugar la recepción de los parientes y
amigos, provistos de su correspondiente regalo. Una vez reunidos, colocan a la novia
en el centro, y las mujeres que la rodean principian a decir todo género de
obscenidades y conceptos libres, que aquella debe escuchar con aparente rubor, pues
el acto envuelve una especie de examen de su inocencia. Restituida al hogar paterno,
y convencida la madre de que su hija ni ha sido impaciente ni ha faltado al recato,
descósele las vestiduras que iban unidas entre sí para que no pudiera ser despojada de
ellas, lávale la cabeza, la casamentera la adoba el peinado de casada, y con los
aderezos propios de su condición, regresa definitivamente a casa de su marido, donde
tiene sus habitaciones reservadas o su gyneceo, inaccesible al sexo fuerte extraño a la
familia.
La mujer, degradada y envilecida en el Celeste Imperio, no come jamás con su
marido, quien no titubea en sentarse a la mesa con los últimos coolies de su
servidumbre; y mientras no tenga un hijo varón, está en el deber de considerarse
como la esclava de su suegra.
El adulterio contra mujer legitima o primera, es decir, no concubina, es castigado
de muerte sin substitución; pues en los demás casos de pena capital, el reo puede
comprar substituto, y la ley se da por satisfecha con decapitar a un hombre que se
avenga a purgar el delito ajeno.
Los chinos, ostentosos por naturaleza, toman concubinas sin limitación, como
cuestión de lujo, aun cuando su mujer les haya dado hijos varones. Todas habitan
bajo el mismo techo y en perfecta armonía; pero los hijos de las segundas mujeres no
pueden llamar madre sino a la esposa legal (de quien son criadas las otras), si bien
gozan de toda consideración y derechos, incluso el de primogenitura, como hijos
legítimos que son según sus Códigos.
Uno de los cuidados más importantes del chino es hallarse rodeado de los suyos
en el momento de la muerte; el hijo mayor es el encargado de dar a las cenizas de sus
padres los honores más exagerados posibles, honores que a veces conducen hasta a la
ruina. Vayamos por partes.
Desde el instante en que principia la agonía de un celestial, todos los suyos
rodean el lecho y prorrumpen en exclamaciones de dolor, que cesan en cuanto aquel

www.lectulandia.com - Página 221


espira, pues, rituales, más que espontáneas, tienen por solo objeto dar al moribundo
un postrer testimonio de consideración; y muchas veces se alquilan llorones de oficio,
si la familia no es bastante numerosa para armar todo el ruido de precepto.
Con las ansias de la muerte se ponen a hacerle el tocado, incluso peinarle,
operación que en las mujeres invierte horas enteras; y acto continuo le revisten de
todos los trajes que constituyen su ajuar, puestos unos sobre otros, a fin de que en la
otra vida no carezca de abrigo. Ya en las postrimerías, le arrojan de la cama abajo,
pues ningún chino debe morir sino en el duro suelo, y cerrados los ojos, guardan el
cadáver durante tres días, en los que los bonzos, con los invariables instrumentos de
gong, chirimía o dulzaina y timbalillo de metal, se entregan en la casa mortuoria a sus
oraciones fúnebres, acompañados de los parientes más cercanos, que se distinguen
por una montera de tela blanca con que cubren la cabeza. EL luto consiste en ponerse
el cordón de la coleta de color azul y revestir la casa con entrepaños de papel celeste,
también con caracteres dorados, en los que se consignan el nombre del finado y las
máximas sobre el respeto debido a los que ya no son.
Transcurrido aquel plazo, meten el cuerpo en una caja cuadrilonga con una
especie de medias cañas superpuestas en toda la longitud de sus lados, lo que, vistas
por sus testeros, le da la apariencia de una flor de cuatro hojas, y en tal estado
conservan el cadáver en la casa dos, cuatro meses y hasta un año, según los medios
de que dispone la familia, pues en todo este intervalo continúan las preces, y por
consiguiente los gastos.
Llegado el día del entierro, se reúnen parientes, amigos, llorones, bonzos y
músicos, y precedidos de dos con estandartes de madera, se dirigen al sitio de la
inhumación. Si el muerto es pobre, le dan sepultura en el cementerio general, que es
el lomo de una colina sin tapia ni cercado, lleno de pilares de piedra, donde está
inscrito el nombre del que debajo reposa.
Si, por el contrario, se trata de un rico, el féretro es transportado a veces a
centenares de leguas de distancia, a la tumba que, el finado en vida o el hijo a su
muerte, ha adquirido en virtud de informaciones dadas por una especie de agoreros o
adivinos, que viven de esta especulación. Su misión es estudiar el terreno, siempre
montuoso, en que el cadáver hallará más dulce bienestar, y que mejor se adapte a sus
condiciones de carácter, según las revelaciones atribuidas a sus sortilegios. Inútil es
decirte que los tales arúspices se ponen a menudo de acuerdo con el propietario de un
yermo invendible; y que, abusando de la supersticiosa credulidad en que todo chino
incurre, llega hasta a hacer pagar a su cliente cien mil duros por lo que no valdría
veinticinco en buena venta.
La tumba china afecta invariablemente la forma de Omega, o para los que no
sepan griego, de una corcheta, mucho más elevada por el centro de la curva que por
los extremos, y con el espesor suficiente para contener un cuerpo humano entre el
doble tabique de su linea. Su diámetro alcanza catorce o más metros; el hueco central
está esmaltado de flores, y una verja de caprichosa forma circuye, aunque no siempre,

www.lectulandia.com - Página 222


el todo.
La comitiva enciende grandes teas de ramas secas, con las que a los cuatro
vientos se ponen todos a dar golpes al aire para ahuyentar los malos espíritus,
operación muy frecuente en los actos de la vida china, concluido lo cual dan sepultura
al muerto, gritan otro ratito, y depositando en la tumba comestibles y otras
menudencias, se da por terminado el acto.
La idea de que el espíritu del muerto anda errante, y puede carecer en la otra vida
de los artículos más necesarios, incluso el dinero, hace que el chino esté enviando
constantemente remesas a sus deudos de todo género de cosas; pero como el
procedimiento saldría muy caro, han inventado un expediente tan original como
lucrativo para los que a tal industria se dedican. Consiste éste en la fabricación de
enseres fúnebres de papel representando corpóreamente sillas, mesas, barcos, literas,
caballos, armas, camas, pagodas y hasta dinero (pedacitos cuadrados de talco pegados
sobre una cuartilla de papel de estraza); todo lo cual se vende en multitud de
almacenes especiales, para que los chinos lo quemen diariamente, y convertido en
humo, lo hagan llegar a su destino. En fin, conduce a tal extremo la superstición de
estas gentes sobre el particular, que, aunque algo en desuso, todavía se practica una
bárbara costumbre; al dar sepultura a un chino opulento, entierran vivos con él a dos
o más muchachos para que desempeñen con el muerto las funciones de criados… y
otras.

www.lectulandia.com - Página 223


www.lectulandia.com - Página 224
Macao 30 de Enero de 1881.

i querido amigo: Los chinos computan por lunaciones y por los años de
entronizamiento del príncipe reinante. Hoy, es, pues, primer día de luna
del año séptimo del emperador Kuang. La única fiesta, propiamente
hablando, que le está concedida al celestial, y cuya duración es
generalmente de treinta días. Es condición indispensable que nadie entre en el año
nuevo sin haber pagado todas las deudas contraídas en el anterior; de ahí el que a la
espiración de Diciembre los artículos de lujo se vendan en las tiendas por la mitad del
precio, la estadística de hurtos, nunca robos, aumente de una manera considerable, y
los prestamistas no puedan dar abasto a los clientes.
Quince días antes del que hoy se conmemora, las transacciones se paralizan; el
chino, comerciante con lonja abierta o propietario con casa cerrada —como lo están
todas las que no son expendedurías, pues el prurito del celestial es que nadie
inspeccione sus actos, y para ello fabrica su vivienda a cubierto del murallón que
adopta por fachada— todo confucista, budhista o taotista, en fin, barre o manda
barrer su hogar; operación que no vuelve a repetir hasta el año siguiente, pues entre
otras preocupaciones, tiene la de creer que quitar las inmundicias, es ahuyentar la
fortuna. Tanto es así, que el mayor castigo que en su superstición puede dársele a un
celestial, es condenarle a pobreza eterna, pasándole una escoba por la cara. Y por mi
nombre, que deben ser riquísimos, a juzgar por los ostensibles signos de economía de
que hacen alarde.
Engalánanse los almacenes con hojarasca de papel de oro y de colores, con flores
de artificio, con macetas de plantas naturales, algunas de las cuales, por su rareza,
alcanzan ciento o más duros de valor; ilumínase todo con arañas, linternas y
candelabros; dispónese en el centro una mesita cubierta con riquísimo tapete de seda
recamado de oro, sobre la cual el dragón sagrado u otro ídolo de su devoción recibe la
ofrenda de las golosinas que los visitantes han de comerse después, y da comienzo al
disparo de millones de pequeños cohetes, con que sin interrupción están saludando a
la luna.
Al principiar el año nuevo, o sea a las doce de la noche, pues nadie duerme para
no entrar en él con malos sueños, todo el mundo —menos la mujer de condición que
vive siempre reclusa— échase a la calle a contemplar las iluminaciones, aspirar el
olor de la pólvora, asistir a los espectáculos teatrales y decir Kon-ji o sea «viva» al
deudo, pariente o amigo, Amanece, y desde aquel punto las tiendas, cuyo cierre
además de la puerta ordinaria, consiste en gruesos barrotes verticales de madera al
exterior, ingeniosamente atrancados por una traviesa que los sujeta todos por dentro,
quedan cerradas, a excepción del postigo, para dar paso a las visitas. Estas las
constituyen caballeros, que aquel día no parecen millonarios por lo limpios que se

www.lectulandia.com - Página 225


ponen, que van a comer alguna golosina y a emborracharse jugando a la morra, o sea
a acertar el número de dedos que entre los jugadores presentan simultáneamente. Al
revés que entre nosotros, el que pierde es el que queda obligado a beber, y el que
gana el que paga el vino de arroz, único que ellos conocen y que liban en tazas
microscópicas de porcelana. Aunque la embriaguez llega a su colmo en estas fiestas
de Baco, ni hay que deplorar nunca una consecuencia triste, ni en esta ni en otra
época del año se encuentra un chino beodo por la calle. La morigeración de este
pueblo, en lo que a costumbres públicas se refiere, es ejemplar. ¿Será la civilización
el germen de nuestros vicios? Creamos que no, y pasemos adelante.
Por supuesto que en ese día no puedes contar con ninguno de tus servidores;
tienes que andar a pié, prescindir de recados y darte por muy feliz si, en gracia de los
aguinaldos recibidos, alguno de ellos se digna hacerte la cama y darte de comer algo
frito, para acabar pronto. Desde muy temprano vienen todos a prosternarse en tu
presencia, y en seguida echan a correr al bazar a comprarse zapatos, de que hacen
provisión para los doce meses restantes; pues nadie deja de estrenar algo en año
nuevo; y hasta los pobres de solemnidad, a falta de otra cosa, renuevan el cordón con
que se trenzan la coleta. En cambio ellos te obsequian con toda clase de dulces, desde
el de toronja o zambúa, hasta el de guisantes en vaina azucarados; y te regalan
cohetes.
Entre las clases acomodadas el ceremonial es el mismo, sin más diferencia que el
hacerse a cencerros tapados. Se saludan por tarjetas, pedazos rectangulares de papel
grana, de un palmo de largo, con tres o cuatro caracteres negros, del diámetro de un
napoleón; se envían presentes comestibles, y se visitan con el ritual que te explicaré
al hablarte de mis relaciones sociales con los hijos del cielo. Poco a poco el bullicio
va perdiendo en intensidad, y quince clías después todo torna a su natural estado.
Los chinos celebran otras festividades; pero en ninguna de ellas se cierran los
establecimientos ni se suspende la vida pública. La conmemoración de los difuntos,
que tiene lugar durante la cuarta luna, se reduce a quemar objetos de uso doméstico,
simulados en papel, que por ese medio creen enviar a los errantes espíritus para que
no carezcan en la otra vida de lo necesario. Lo más notable de este rito son las visitas
a las pagodas que entonces se construyen a expensas de los consumidores, pues se
sufragan con el producto de una especie de subsidio con que todo expendedor recarga
sus ventas anuales y que religiosamente entrega a la comisión encargada de alquilar o
adquirir los adornos y de dirigir los festejos.
Estas construcciones, que ocupan un área como la plaza Mayor de Madrid y
tienen una elevación como la de la nave del Escorial, están hechas exclusivamente de
bambú sin el auxilio de un clavo ni otra trabazón que la de sus muescas y nudos. De
aquellas inmensas bóvedas penden millares de lámparas y objetos de adorno, cuyo
peso maravilla que puedan resistir unos soportes tan débiles en apariencia. Las
lucernas, algunas de las cuales sustentan hasta cien globos de luz, tienen sus brazos y
machones revestidos de diminutas plumas de un pájaro azul turquí que se confunden

www.lectulandia.com - Página 226


entre filamentos de oro con el más acabado esmalte de orfebrería. El interior de las
pagodas no puede describirse; es dé un efecto maravilloso, hasta para los europeos
acostumbrados a ver prodigios en los concursos universales de la industria. Sobre
colosales armazones de sutil mimbre, vuelan por el espacio gigantescas mariposas,
aves e insectos de flores naturales con todos los matices y perfumes de que es
susceptible la naturaleza de la zona tropical. Alternando con estos ramilletes y
encuadradas en magníficos marcos de talla, vense representaciones esculturales de
tamaño natural y de movimiento, recordando pasajes de las mejores obras dramáticas;
cuyos personajes, luciendo los trajes de la pasada dinastía Ming, son un asombro de
lujo, con tamaña profusión de sedería bordada, que nadie ha podido aún igualar en
perfección ni en opulencia. Más allá los bronces del culto y suntuarios se mezclan
con los vasos y discos del más puro caolín, de los tiempos remotos, confundidos a su
vez con los monstruosos bloques de verde jade o de sanguinolento mármol de la
Tartaria. Mientras la susurrante fuente humedece las espirales de humo perfumado
que exhalan centenares de pebeteros, los ídolos búdhicos, de quince codos de altura,
resisten con sus atléticos brazos los arranques del entablamento, y las obras más
acabadas del recamo de oro y plata sobre seda, cuelgan desde el friso hasta el
pavimento como ramificaciones de un Pactolo aéreo e inagotable. Es la primera vez
que he visto realizado el esplendor de mi China soñada. Desgraciadamente sólo dura
la ilusión ocho días al año. Quince minutos han bastado muchas veces para que un
incendio lo devorase todo y produjese innumerables víctimas; pero ¿quién se resiste a
visitar de noche aquel admirable conjunto, realzado con millares de luces y
transparentes de tan delicado gusto como caprichosas formas? Desgraciadamente el
encanto huye con sólo fijarse en el sucio porte de la concurrencia. No hay
compensación…
Contrastando con esta magnífica exposición, llega la fiesta del plenilunio de la
octava luna; manifestación modesta, pero imprescindible, del culto budhista. En ella
se conmemora el aniversario de la creación por Dios del astro de la noche. Todo
chino permanece en su casa, y aguarda con la ventana abierta y a oscuras a que la
casta Selene haga su aparición en la rendija del firmamento que le permite ver su
angosta calle; y, apenas la divisa, le alumbra candelillas, le quema pebetes, la saluda
prosternándose hasta el suelo y come en su honor un pedazo de pastel, confeccionado
exprofeso con tocino y almendra para aquella solemnidad, cuya virtud no se me
alcanza; pero te diré acerca de su consumo, que una sola pastelería de Hong-Kong
produce anualmente a cada uno de sus cinco socios, la enorme cifra de diez mil pesos
fuertes. Verdad es que se trata de un pastelero más famoso que el mismo de Madrigal.
Otro espectáculo que realmente tiene importancia y novedad para el europeo es
una procesión de linternas. Estas no se verifican en épocas determinadas; son
expansiones accidentales que se permite sufragar, ya un vecino acomodado a quien
un negocio le ha salido bien, ya un gremio que solemniza una circunstancia
memorable, ya, en fin, un barrio que impetra el favor del cielo ante una enfermedad

www.lectulandia.com - Página 227


epidémica. Porque, aunque retarde con una digresión su relato, debes saber que aquí
la medicina no constituye facultad ni se aprende en colegio alguno. Todo es
empirismo; no hay más que curanderos, cuyo mérito está en proporción del número
de recetas que poseen. Su diagnóstico es muy sencillo: para ellos las enfermedades se
reducen a fuego o aire. Su terapéutica aún lo es más. El fuego lo apagan con jugos de
vegetales, y el aire lo sacan con ventosas y con cauterios. De ahí que no haya chino
que no tenga el cuerpo, y en especial el cuello y la cabeza, lleno de cicatrices y
quemaduras. El tifus, que en China se llama fiebre del cabello, consiste, a su juicio,
en una como venita o hebra capilar que circula por el cuerpo llena de sangre
corrompida y que hay que extraer. Para asesorarse de que el enfermo padece
semejante dolencia, le dan a saborear un manjar amargo; y si lo halla dulce, es prueba
inconcusa de que el mal existe. Entonces hay que buscar el sitio en que puede
encontrarse el cabello, y si dan con él, lo extirpan vaciándole la sangre inficionada.
Poseen, sin embargo, algunos medicamentos de virtud reconocidísima; y no puedo
resistir a la tentación de transcribirte el que para combatir el cólera emplean en el
Ton-Khin. Se lo debo a nuestro compatriota el Reverendo Padre monseñor Colomer,
natural de Reus, obispo y jefe de nuestras misiones en aquella región de Annam; que
siempre lo ha usado con resultados satisfactorios. Tuéstanse al horno unos cangrejos,
mejor de río que de mar; machácanse bien con su cáscara; se disuelve media
cucharada de aquellos polvos en una copa pequeña de buen vino añejo y se le da a
beber al paciente. Generalmente basta con la primera dosis; pero si el mal no cediera,
se repite la operación. Suele ocurrir que al desaparecer el cólico, se paralizan también
los descartes diuréticos. Para provocarlos y combatir la irritación que origina aquel
estado, no hay sino machacar vivos, y por consiguiente crudos, dos o tres cangrejos;
mezclarlos con igual cantidad de vino y de la misma clase que en el procedimiento
anterior, y, colado su jugo, dárselo a beber al enfermo.
Volvamos ahora a la procesión de linternas, a la que concurren todos los vecinos
del barrio con objetos de su exclusiva confección o alquilados a industriales al efecto;
pero de un modo o de otro, llevados a cabo con una perfección asombrosa. El
elemento principal de ellos, como de casi todos los adornos chinos, es el papel, y una
pasta de arroz transparente como el cristal, y muy parecida, aunque más pura, a
nuestra cola de pescado, que adaptan primorosamente a unos armazones de mimbre o
bambú finísimo.
En cuanto anochece, se reúne el cortejo en el lugar de la cita; y al estampido de
algunos morteretes y de algunos millares de petardos, da comienzo el desfile por el
orden siguiente: abren la marcha unas cuantas docenas de individuos, vestidos como
todos los que componen la procesión con los pintorescos e indescriptibles trajes de la
época de los Ming, llevando piras embreadas en recipientes de metal, que iluminan el
espeso humo que van produciendo. Síguense unas banderas más grandes, pero
idénticas en corte a las de los gremios valencianos, puestas sobre el hombro del porta-
estandarte y en sentido horizontal. Y allí principia un ascua de fuego producida por

www.lectulandia.com - Página 228


cuatro o cinco mil linternas de todos tamaños, formas y colores, levantadas sobre
unas perchas, cuyo río de luz corta de trecho en trecho, ya un grupo de músicos con
címbalos, crótalos, dulzaina, timbales, discos convexos (sobre los que repican con
una sola baqueta) y el obligado gong; ya unas pagodillas del tamaño de nuestras
andas, llenas de molduras y rodeadas de pebetes; ora unas mangas y parasoles de
espléndido tisú de oro, parecidas a las del culto católico; luego los monstruosos
ídolos de la teogonía búdhica. No ha concluido aún la sorpresa que te producen el
insecto, el pájaro el buque, el jarrón, el kiosco y el templo montados con flores
naturales y circuidos de puntos luminosos, cuando te arranca un nuevo grito de
admiración el niño que, simbolizando un guerrero mitológico cabalga sobre un
microscópico caballo de los confines del desierto de Gobi, enjaezado a la usanza
mandarina y cubierto de gualdrapas dignas del tocado del imperial jinete; te encanta
la imaginación que han desarrollado en la gigantesca concha con todos los
cambiantes de la madrépora, en cuyo seno descansa una elegante china simulando
una perla del rio de Cantón, o te seducen el albérchigo y la naranja que, abiertos en
gajos, presentan a tus atónitos ojos, humanas simientes en la clásica agrupación del
arte asiático. Pero donde está el mérito sobresaliente de la procesión, es en la infinita
variedad de aquella multitud de linternas, donde parece haberse agotado la fuerza
imaginativa de la inspiración del hombre. Sin detenerme a describir los faroles
ordinarios, pequeños unos y colosales otros, ostentando un carácter chino, que ya por
sí constituye un adorno singular; pasando en silencio los tulipanes, girasoles,
estrellas, globos y pirámides; ¿cómo no llamar la atención el racimo de uvas de luz,
contrastando con el oro de su fruto el verde tono de sus pámpanos; las dos medias
sandías con la púrpura de su seno salpicada de relucientes pepitas; la carpa, el
salmonete y el atún abriendo la boca y agitando sus aletas; los dos gallos
combatiendo con la saña de la verdad; el pavo que se esponja ante la contemplación
del auditorio; la langosta que despide aletazos o contrae y dilata sus articulaciones; el
faisán de Shang-Hai; los monstruos gesticulantes emblema de las pasiones humanas;
y por último, las monumentales pagodas con sus cubiertas agaleradas, sus frisos
esculpidos y sus afiligranados detalles —más numerosos y sutiles que los de la
arquitectura gótica— dejando escapar por el mosaico de su policromía torrentes de
luz y de perfumes? Una guardia, provista de partesanas y lanzones dignos del lápiz de
Gustavo Doré, precede a un hombre con cabeza de león (animal fatídico de esta fauna
mitológica), huyendo ante el dragón sagrado, que lo persigue para ver si lo puede
devorar. Es la lucha de la virtud con el vicio. Este dragón, de formidables fauces y
armado con anillos que le permiten plegarse a discreción de los doscientos hombres
que lo llevan sobre puntales de bambú, está forrado de seda verde transparente, y va
alumbrado por dentro. Tiene más de cien metros de longitud, y se considera como un
favor celeste y un signo de felicidad el que incline la cabeza delante de la casa de
uno. El favorecido le dispara entonces unos millares de cohetes en justo
reconocimiento, y el reptil se libra a una graciosa y bien combinada serie de

www.lectulandia.com - Página 229


ondulaciones, contrayéndose, dilatándose y retorciéndose en espirales luminosas.
Terminaré mi catálogo de festejos con la descripción de los fuegos artificiales, a
que son muy aficionados los chinos. Para el concurso del gran patchon (cohete), se
exhiben con anterioridad en un barracón los premios consistentes en un espejito de
mano, un transparente, un ramo de papel de talco, o cualquiera zarandaja por el estilo,
que ellos en dar no son muy pródigos.
Llegada la tarde de la lucha, colócase el pirotécnico sobre un tablado y empieza a
disparar voladores. La muchedumbre, apiñada al rededor, observa la dirección de la
caña; aguarda a que baje, y entonces hace prodigios de agilidad por apoderarse de
ella; con lo cual y consecuente con la superstición que preside todos sus actos, no
sólo alcanza ventura para sí y los suyos —mayor cuanto es más gordo el cohete—
sino que obtiene una recompensa, quedando obligado a sufragar otra para la justa del
año siguiente.
Sus tan decantados fuegos artificiales, repetidos con frecuencia y siempre con
igual monotonía, no tienen de particular más que la candidez. Divídense en diez o
doce actos, y cada uno de estos en tres transformaciones, lo que da lugar a que el
espectáculo termine a las cuatro de la mañana habiendo empezado apenas
anochecido. Allá va un acto por cuyo patrón están cortados todos los demás.
Principiase por disparar en medio de la calle y sobre una mesita, una cantidad de
voladores con poca o ninguna luz, muchas chispas, profusión de humo y largos
compases de espera. Luego la escena se traslada a un catafalco, sobre el que se alza
un andamiaje de bambú de la altura de una casa de cuatro pisos. Ízanse en él tres
como bombos, de cuádruple diámetro que el de los de una orquesta, en que van
encerrados los fuegos. Se aplica una mecha al inferior, y después de diez largos
minutos, el armazón se abre y deja ver una maceta con una planta cuyas hojas van
cambiando lentamente de colores. Llegado el turno del segundo tambor, aparece una
rueda horizontal, en que dan vueltas unas figuras de movimiento que montan a
caballo, se apean, riñen o se abrazan, pero todo tan diminuto, alumbrado por unas
lucecitas de tan poca intensidad y tan envuelto en humo, que sólo el espectador de
primera fila puede apreciarlo. La última caja contiene el bouquet; y en honor de la
verdad, algunos de ellos no dejan de llamar la atención, pues fatigada la vista con
tanto inútil esfuerzo, gusta de que la sorprendan con una masa luminosa; y lo
consigue una gran torre transparente de forma octógona, que se desprende desde lo
alto del andamiaje hasta el suelo, llevando pendiente de cada ángulo de su tejado una
sarta de linternas encendidas, que ni sabe uno darse cuenta de cómo se alumbran, ni
se explica que puedan caber en tan estrecho recinto.

www.lectulandia.com - Página 230


Fiestas de Hon-Kung en Macao

Macao, 26 de Setiembre de 1881.

a primera parte la constituye la afluencia de cien mil forasteros a una


ciudad de sesenta y ocho mil almas; se albergan donde pueden, duermen
donde se albergan y comen en la alcoba: no he nombrado la calle porque
se sobreentiende.
Cuatro días de fiesta: ni una borrachera, ni un robo, ni una disputa.
¿Quién es Hon-Kung? No lo sé, ni tengo tiempo de estudiarlo en este momento.
Es, según voz pública, el primero, después de Dios, de los santos de la corte celestial
china. Se le invoca para que conceda paz a todo el imperio, le preserve de epidemias
y le otorgue riquezas innúmeras; participa, por consiguiente, del Jano de los paganos,
del San Roque de los católicos y de la lotería de los españoles.
En el cómputo chino, cada tres años traen uno bisiesto, que se compone de una
luna más de veintinueve o treinta días en la lunación séptima, época en que debe
verificarse la fiesta del santo; pero como no siempre hay dinero disponible, redúcese
aquella a una modesta manifestación, transcurriendo a veces catorce y más años sin
que tenga efecto una solemnidad como la que voy a describir, y que en la ocasión
presente ha sobrepujado a cuanto se ha hecho hasta ahora en Macao, matriz,
metrópoli, casa solariega del festival en cuestión.
¿Cómo se arbitran los fondos? Como no puede copiar ningún pueblo que no tenga
la buena fe, el patriotismo, el amor, en una palabra, del celestial a su enorme familia
de cuatrocientos millones de individuos con coleta. Todo comerciante con tienda
abierta está obligado a recargar cada objeto que vende en cinco sapecas (cada sapeca
vale medio maravedí), que entrega religiosamente a una comisión económica, la cual
se encarga de aumentar los productos con el interés que hace ganar al dinero y con
los donativos espontáneos de los particulares, cuyos nombres figuran después
inscritos en sendos papeles encarnados en el pabellón central del barrio chino. Desde
el año 1868 hasta hoy se han recaudado sesenta mil pesos fuertes, que son los que se
han invertido en alquiler de los objetos de ornamentación para la ceremonia:
calcúlese por ahí el valor intrínseco de este Pactolo de oro, seda y luces.
Describamos, si podemos:

www.lectulandia.com - Página 231


Una cruz griega forma la parte engalanada del Bazar; son dos calles
perpendiculares que se cortan casi por el centro y a cada una de las cuales puede que
el kilómetro le venga como a su medida. Unos armazones, o andamios de bambú,
atados con hojas de la misma caña, y sin que en su sostenimiento entre un clavo, se
elevan hasta por encima de las casas, produciendo en algunos sitios tres cúpulas
superpuestas de una elevación como el cimborio del Escorial. Todo aquel armazón se
cubre con lo que ahora diré; y el vecino a quien le tapan una ventana, ni se queja al
alcalde, ni habla mal del gobierno; come a oscuras, y se calla.
Reviste el techo un lienzo de colores abigarrados con flores, hojarasca, animales y
quimeras, del que penden tulipanes, peces, frutas e infinitas representaciones, que no
son sino otras tantas linternas que le dan el aspecto de una bóveda tachonada de
puntos luminosos. Hasta poco más de la altura de dos hombres, caen, sujetos por
gruesas maromas, millares de lucernas, arañas, girándolas y quinqués, cuya forma no
hay medio de describir ni por su variedad ni por su complicación. Voy a ver si
ciñéndome a una sola, logro hacerme comprensible. Figúrense los lectores la Catedral
de Milán reproducida materialmente en madera, con siete metros de altura, y todo el
resalte de filigrana de oro. El fondo para el profano es de esmalte azul; para el
observador que lo toca y se convence de que la paciencia del hombre pueda llegar a
tal límite, es de plumas microscópicas de alción o martín pescador, pegadas con cola.
Añádansele centenares de estatuetas esculpidas en pirámides o en racimos como los
grupos de los juegos acrobáticos; e iluminándola con doscientos globos de luz con
colgantes o lágrimas de cristal de todos los colores del prisma, se sabrá lo que es una
de estas lámparas, como se sabe que el punto que asoma en la lontananza del mar es
un vapor, porque se ve el humo con el catalejo.
Sin que la bóveda se venga abajo por el enorme peso que resiste, sustenta además
de todo lo que es luz, una asiática profusión de gigantescas mariposas, dragones
colosales, caracteres chinos titánicos y un centenar más de variantes en ramos de
flores; que no otra cosa son los tales monstruos sino la parte perfumada de la
naturaleza, adornada con pedazos de espejo y cintas de seda y oro.
Nosotros decimos que todo pende de Dios, pero los chinos deben creer que todo
pende del bambú; porque después de lo que dejo colgado, aún faltan unos centenares
de cajones con veinte o treinta figuras de medio tamaño natural en cada uno,
reproduciendo escenas de los dramas y entremeses más notables de la dramática
celeste. La encarnación de los personajes es perfecta; el indumento riquísimo, y las
armas, como el sable que le regalé a un sobrino mío en ciertas Navidades, y que,
según él, era de buena verdad… de carne.
Las calles están cortadas a trechos por arcos de triunfo colgantes; pues son sin
pies, no tienen más que un cornisamento y un gran friso, se estriban en las paredes y
los sostiene el entablamento. Cada arco parece el puente de los Suspiros en Venecia.
Todas las fachadas de las casas están literalmente cubiertas, desde el zócalo hasta
el alero del tejado, de ricas obras de talla, altos y bajos relieves, cuadros de algunos

www.lectulandia.com - Página 232


metros con figurillas hacinadas del color del lapislázuli, hojarascas de ricas maderas
aromáticas, otras doradas, transparentes y adornos policrómicos, mientras cada puerta
(que lo es de una tienda) se halla convertida en una pagoda con su altar en el centro,
su ídolo, flores, pebetes y ofrendas de comestibles. A intervalos una música deleita al
transeúnte (si es chino) con sus chirriantes ecos, o un juglar luce sus habilidades
sobre un estrado.
Pero donde está la verdadera maravilla es en el pabellón principal; vasto recinto,
colosal nave formando la cabeza de la cruz, y en el que, lo que ya llevamos visto, está
centuplicado en profusión y en riqueza. ¿Qué hay allí? Yo no sé si podré explicarlo.
Lucernas, cuadros, flores, relieves, esculturas, cincuenta mil nombres de
contribuyentes o donantes, músicos, un teatro en el fondo con representación
permanente y quince mil espectadores, además de otros dos coliseos que funcionan
en las calles contiguas, y millares de macetas que parecen receptáculos de plantas y
son vasos de prodigios: aquel arbolillo, que se tomaría por un juguete de Nuremberg,
es un ejemplar liliputiense del corpulento ébano guardando todas las proporciones
debidas en sus microscópicos detalles. Un arbusto que más allá simula un león hecho
con astas de venado, es una raíz que a fuerza de mutilaciones, injertos, paciencia y
sabiduría, ha tomado aquella forma en un transcurso de doscientos años tal vez, y con
el concurso de seis o siete generaciones. Lo mismo digo del carácter chino que está a
su lado; con la apariencia de una rama de boj recortado recientemente para aquella
circunstancia, es no obstante un tronco con sus brazos y hojas educados desde hace
siglos para concluir por simular el nombre de una divinidad, de un emperador o de un
simple individuo. Que hay planta de ellas que vale dos mil pesos, no hay para qué
consignarlo.
La calle termina por un inmenso altar a cada lado, defendido por dos gigantes de
cartón; cuya cabeza, como los telamones del orden atlántico, sostiene el piso. En el
pebetero que hay delante arde todo un tronco, de madera de sándalo. Relicarios de
filigrana de algunos metros de tamaño, cajas y linternas de orfebrería, monstruos y
quimeras de metal, apoyados en el suelo y enroscándose hasta la bóveda, cascadas de
paños bordados de oro y sedas, vasos de jade y otras piedras preciosas; todo está allí
hacinado, como si la mano de un Pluto invisible hubiera removido las entrañas del
universo para hacer ante la humanidad el inventario de su riqueza.
Hablemos ya de la procesión. Esta en algunos casos suele ir por dentro; pero en el
presente va por todas partes, porque es de rigor que pase por la casa de cuantos a ella
han contribuido. No se extrañará por lo tanto que el desfile, que dura más de dos
horas a paso de marcha, con raras detenciones de un minuto a lo más, empiece a las
ocho de la mañana, termine a las seis de la tarde y tenga que reanudarse durante tres
días consecutivos.
Relatar todo lo que va en ella y por su turno correspondiente, es tarea superior a
mi asendereada memoria. El oro, la seda y los adornos que hemos visto en el bazar,
constituyen su base. Pero asusta pensar que el traje más modesto de la comitiva no

www.lectulandia.com - Página 233


baja de doscientos pesos de valor, que pasan de tres mil los asistentes, y que no hay
medio de contar las banderas monumentales de raso recamado de oro, los estandartes
de sedas flojas, los parasoles de plumas de pavo real, los bronces suntuarios, vasos de
jade, mármoles sanguinolentos, maderas preciosas y tanto y tan infinito detalle de un
exagerado precio, ya por su rareza como por su antigüedad o mérito artístico.
Aunque variados hasta la saciedad, he aquí el patrón de los dos figurines, que dan
la norma en esta especial indumentaria.
Las congregaciones de chinos ricos llevan el tradicional zapato de galera bordado;
media blanca con polainas de cintas de seda de colores hasta la rodilla; calzón de
satín blanco; blusa de lo, color de plomo claro; faja de gró muy ancha que forma
como un delantal, y cuyos cabos bordados en seda y oro de relieves valen un dineral:
cordón de torzal grana en la coleta y ésta enroscada sobre la frente; un sombrero
tártaro de paja, igual a los paveros de España, forrado de gró, y con caracteres y
adornos de terciopelo y oro en la copa; y el inseparable abanico de plumas de cisne,
ensartado en la cintura por detrás, lo que les da el aspecto de una cola de palomo.
Todos llevan su correspondiente coolie o criado portador del banquillo para
reposarse en las paradas.
El otro traje yo no lo sé explicar. Se compone de una túnica y una sobre túnica
bordadas; mejor diré, empedradas de oro y plata, comparables tan sólo, aunque más
ricas, a los vestidos de luces de nuestros toreros. Los sombreros, ya representando un
enorme tulipán con franjas de seda, ya un capacete o casco con aletas y plumas de
faisán, son de lo mismo, y el efecto general es el de un ejército de astros.
Con ellos alternan los mandarines modernos en traje de gala, con vestas y
capacetes de seda del mismo color en cada individuo, y mil reproducciones del iris
entre todos; los bonzos, de cabeza rasa, y los ejecutores de la justicia (séquito de los
grandes personajes), con sus hopalandas negras, uno como cencerro de mimbre
oscuro en la cabeza, y portador cada cual de un instrumento de suplicio.
A las banderas, grandes como las de los gremios valencianos, suceden niños a
caballo en traje de emperadores de la dinastía de los Ming. Detalle curioso; entre las
cabalgaduras figuraba un pollino, especie rarísima en estas regiones. A aquellos
siguen timbaleros redoblando sus tamboretes de metal (porque aquí se puede repicar
y andar en la procesión); andas con objetos raros, perfumes, pagodillas, músicas,
angarillas con comestibles y bebidas para los que tengan necesidad de reconfortar sus
fuerzas; armarios con trajes para reponer los desperfectos, cuadros de talla, lemas,
parasoles de flores naturales, y multitud de centenares de representaciones humanas,
simbolizando pasajes de su teogonía, cuya explicación no es de este lugar, pero cuyo
efecto sorprendente no puedo dejar de transmitir.
Imagínense los lectores un pescador y una tancalera colocados de pie sobre un
torniquete giratorio; él echa las redes, ella rema; ambos dan vueltas como la tablilla
de un barquillero, y ninguno se cae ni oscila, a pesar de ser párvulos como todos los
actores de esta especie de autos religiosas.

www.lectulandia.com - Página 234


Otra de las andas es una mujer que se abanica mientras que un mandarinete se
sostiene en equilibrio sobre el país del abanico.
Ya un anciano tao-tsé ve brotar un guerrero de su dedo índice, ya una virgen se
posa sobre la cabeza de una paloma viva, ora dos héroes cruzan sus partesanas y
sostienen terrible lucha en el aire, o un budha en fin apoya un pie en los pétalos de un
lotho mientras en su infantil mano se yergue su elegido, que vuela a la región de los
espíritus descartado de su envoltura material. No se ve ni un alambre, ni el menor
asomo de mecanismo: aquello asombra.
Precedido de un lujoso acompañamiento y al son de atambores (algunos del
tamaño y configuración de una pipa de cien arrobas sobre la que pegan a quien más
puede dos robustos mancebos), aparece el dragón cornúpeto; monstruo de cartón con
escamas de oro y marabus en las articulaciones, con cincuenta metros de longitud,
tres mil duros de coste, y admirable obra de atrezista cantonés. Es llevado por treinta
hombres, que ejecutan con él variadas evoluciones, y el público le saluda con cohetes
y petardos, que se confunden con los acordes de la música que graciosamente y en
honor del pueblo chino, ha dispuesto el señor gobernador de la colonia que toque a su
paso por delante del palacio. El reptil, en cambio, recorre todo el vestíbulo, pues
sabido es que donde mete la cabeza el tal animal sagrado, entra la felicidad.
Cierra la marcha la guardia de honor, ostentando armas blancas de una rareza que
casi frisa en extravagante. Lanzones, partesanas, pinchos, medias lunas, harpones,
horquillas, machetillos y adargas de mimbres son los objetos más salientes de aquella
hoy ya inocente armería.
Y aquí da fin este desaliñado relato hecho a vuela pluma, para que no pierda su
sello de oportunidad.

www.lectulandia.com - Página 235


www.lectulandia.com - Página 236
Los chinos dentro de casa
Visita a una familia rica—. La habitación—. El mobiliario El banquete—.
Elaboración del té—. Uso del opio

Macao 10 de Marzo de 1882.

i querido amigo: El tiempo y el comercio se han encargado de destruir la


preocupación con que los celestiales miraban a los europeos. Hoy
encuentran que sus dollars son excelente lazo de unión, y gracias a las
transacciones mercantiles, las puertas de la casa china no están ya
cerradas al diablo blanco, mote de todo occidental. El gineceo continúa siendo
inaccesible; pues sabido es que las hijas de Eva no son aquí visitadas sino por los
parientes íntimos, ni salen a la calle más que para llenar deberes de cortesía, y aun
eso en palanquín cerrado y con previo anuncio. Ello no obstante, como satisfacción
de una curiosidad y con alguna influencia, consigue uno ingerirse hasta el santuario
de las mujeres, acompañado, como es natural, del gallo del gallinero. Mi mujer y yo
hemos tenido la dicha de ser recibidos por la familia de un miembro de la alta banca,
y creo que será grato conocer mis impresiones sobre el particular.
Como en China el ir a ver a una señora no es aquello de «me voy a pasar un ratito
con fulana», como sucede en nuestros países, sino que el acto, sobre poco frecuente,
reviste el carácter de una solemnidad, es preciso tomar día, pedir audiencia como si
dijéramos, y acompañar la solicitud con un regalito de tanta más monta, cuanto
mayor es la categoría del visitante.

*
**

Las viviendas ya tengo dicho que están a cubierto de la curiosidad pública; así es
que tienes que atravesar uno o más patios para encontrar la puerta de la casa, donde el
dueño te está esperando, y en la que te recibe con las cortesías propias de su
ceremonial. Consisten estas en juntar las manos sobre el pecho, como el oficiante
católico al dirigirse al ara, pero con los puños cerrados, que agita repetidas veces al
mismo tiempo que inclina la cabeza. Apenas transpuesto el umbral, se tropieza con
un gran biombo o mampara, último tapujo del interior, en que alineadas y puestas
sobre pies derechos, se destacan unas planchas (a veces quince o veinte) pintadas de
encarnado y con letras de oro acusando el nombre, títulos, cargo y dignidades del
morador.

www.lectulandia.com - Página 237


El zaguán, que en algunas partes es un patio cubierto alrededor con su impluvium
en el centro, a la pompeyana, constituye el estrado del marido. Allí me recibió el
banquero, mientras su primera esposa, acompañada de una hermanita suya, de sus
hijas, y de su servidumbre (entre la que hay que colocar a las concubinas de su
esposo), apareciendo en lo alto de una escalera, se llevó a mi mujer y a la del señor
que me servía de intérprete, a las habitaciones superiores.
La disposición del mobiliario es igual en todas partes. Las sillas, grandes sitiales
de tamarindo, de la forma de nuestros sillones de baqueta, pesados como el plomo y
negros como el ébano, tienen el asiento y el respaldo de piedra —cuyas vetas
simulando montañas y paisajes— les dan un valor fabuloso. Cuando el personaje es
muy rico, los muebles están cubiertos de paños color de grana, con bordados de oro y
sedas. Arrimados a la pared, de la que nunca se separan, a cada dos sillones sucede
una mesita alta, estrecha y con tres estantes, que sirve de pedestal a un jarrón de
flores, y de apoyo al té y los dulces con que el que visita es obsequiado apenas llega.
Frutas escarchadas, entre las que figuraban guisantes en su vaina, cigarros y otras
golosinas, nos fueron ofrecidos en una bandeja circular con radios que constituían
otros tantos casilicios. Mi anfitrión se entretuvo mientras hablaba en roer unas pepitas
secas de sandía, con cuyos desperdicios, expelidos ruidosamente de la boca, ensució
mi Hou-lon, rico cha, como aquí se llama al té, presentado en tazas sin asas, provistas
de una cobertera que uno entreabre para beber con la misma mano con que la
sostiene, y cuyo objeto es impedir el sorber las hojas que flotan en el líquido.
El chino no usa el agua como bebida; el consumo, por lo tanto, de cha, es
incalculable; no le ponen jamás azúcar, ni emplean más que el negro. Su precio varía,
desde diez reales hasta treinta y dos duros la libra. Este es el mandarín, que se vende
en manojitos de la cantidad de cada toma, atados con cintas de colores.

*
**

Allá va una sucinta reseña sobre la elaboración del té. Recibido en las fábricas,
todavía fresco, se escogen sus infinitas variedades; sométesele a la acción del fuego
en unas colosales cacerolas, como las perolas de hilar la seda, y agitándolo
constantemente, espérase a que las hojas queden contraídas por la torrefacción. El
que posee aroma propio no sufre nuevas operaciones; al inodoro se le perfuma
después con unas fumigaciones de azahar, de jazmín y otras olorosas flores, y
encerrado en cajas de plomo, recubiertas de otra de madera, se le exporta. El verde
procede de unas hojas superiosísimas, que se tuestan muy poco; pero como la
cosecha es escasa y el consumo en Europa grande, se le falsifica como los vinos de
Lebrija, las Cabezas, Valencia y Cataluña, que tomamos por Jerez y Burdeos. Los
ácidos son la base de aquella mistificación, contra la que hay que ponerse en guardia.
El espíritu de especulación lleva tan lejos a los chinos, que los agentes de las

www.lectulandia.com - Página 238


casas europeas necesitan ojos de Argos para no caer en las mil y una añagazas que les
tienden los celestiales. La prueba del té destinado a la exportación, es muy curiosa.
Tómanse unos puñados de diversas calidades extraídos de cualquiera caja al azar;
colócanlos en unas cubetas bañadas de luz cenital, que penetra por un enorme
embudo de madera fijado en la ventana donde se apoya el mostrador. Pésase un tael
(próximamente una onza) de cada montón, y se deposita en tantas teteras como
especies han de analizarse, y que, numeradas como las tazas que tienen delante,
corresponden a las cubetas. Échase encima el agua hirviendo, y transcurridos los
cinco minutos que marca un diminuto reloj de arena, viértese el licor en los pocilios y
los residuos pasan al mostrador junto con el puñado correspondiente. Entonces se
escudriña con minuciosidad la diferencia entre el cha en crudo y el poso de la
infusión. El color acusa la frescura de la hoja. Si esta, al desrizarse queda entera, es
prueba de que no se la ha hecho servir ya, porque en China, donde nada se
desperdicia, recogen los detritus del té y lo venden a los fabricantes, para mezclarlo
con el virgen. La sed de ganancia hace que también el europeo, cuando no hay abuso,
pero si rebaja de precio, pase por esta mala fe, que no sospechan los consumidores de
Occidente; pero en cambio son muy rigurosos con el peso, por lo que, provistos de un
imán muy potente, lo restriegan por los montones de las cubetas, y extraen de ese
modo las limaduras de hierro con que se mezcla el articulo. Ahora bien; problema:
Cuando un enfermo se propina en España una taza de Pei-Kó, ¿qué es lo que cura, el
té, la herradura o las babas de chino que por tercios entran en su composición?

*
**

Reanudemos nuestra visita, en la que es de rigor permanecer cubiertos, porque ya


sabes que aquí todo se hace al revés que entre nosotros. El primer cumplido que te
espeta el dueño de la casa es decirte que pareces un viejo; la senectud es para el
celestial la condición más respetable. Todo lo que es tuyo lo eleva a las nubes con
hipérboles extremadamente orientales, y lo que con él se relaciona lo pone a los pies
de los caballos. Si le encomias la buena disposición de la casa, te contestará que vive
en una pocilga, y si le alabas la hermosura de su mujer, te argüirá que es una bruta
(sic).
Después nos hizo pasar a sus oficinas de comercio, donde, con el cajero, tenedor
de libros, dependientes y mozos de carga, nos congregamos al rededor de una mesa,
abandonándonos a un expansivo banquete de todo género de sucia pastelería.
Como creo que ha de interesarte el relato de una comida a su usanza, voy a
permitirme esta digresión. Las mujeres no asisten; la confusión de ambos sexos es
degradante para el fuerte, que ve en la madre de sus hijos una esclava y no una
compañera. Cada mesa no puede contener más de ocho personas; por consiguiente
aquellas se multiplican en proporción del número de convidados. Manteles no los

www.lectulandia.com - Página 239


hay; en cuanto a servilletas, cada uno va provisto de un pañuelo de seda que hace sus
veces. Los manjares están ya servidos en grandes escudillas de porcelana, rodeadas
de otras más pequeñas para las salsas y jugos con que han de adobarse, y que vierte el
comensal con una cucharilla de loza, cuando no pringa en el líquido condimento el
bocado que, por ser muy grande, ha tenido que llevar tres o cuatro veces a la boca.
Una taza sin asas, para los comestibles, y otra microscópica para el único vino que
ellos beben, extraído del arroz y perfumado con una esencia, constituyen la vajilla. El
cubierto son los célebres palillos, llamados jachi, que colocan uno en la bifurcación
del pulgar y el índice, y otro entre el índice y el anular, mientras el del corazón y el
meñique funcionan, a guisa de muelle, para abrirlos y cerrarlos como unas tenazas.
Con este aparato cada cual toma de la vasija común el pedazo que más le apetece, y
lo traslada a la suya parcial, después de multitud de paseos y baños por las diferentes
salseras.
El sitio preferente es el de la izquierda. He aquí ahora el orden del menú: abren la
marcha los dulces y las frutas. Síguense a estos las cuatro entradas de manjares finos,
entre los que figuran los deliciosos cangrejos con huevos, las no despreciables aletas
de tiburón, las insípidas pechugas de codorniz y los repugnantes nidos de pájaro, que
nosotros llamamos de golondrina. Este refinamiento culinario, que se paga a peso de
oro, son verdaderos nidos de un pajarillo, que se encuentra en Java. Formado de tallos
y yerbecillas, se los limpia de plumones y otras adherencias, y deshechos por la
cocción, quedan reducidos a una sustancia gelatinosa, con la que mezclan almendras
de varias frutas, y de la que, a pesar de sus condiciones pectorales, no he podido
intentar una segunda prueba. Su nombre es ning-vo.
A estas delicadezas suceden los platos fuertes. Manos de cerdo rellenas, chuletas
azucaradas, patos salados y prensados, que saben a jamón, faisanes que en Shang-Hai
valen a dos reales pieza, corzo y pescados ahumados. La salazón abunda en su
cocina, lo que produce escrófulas y asquerosidades a que la pluma se resiste. Excuso
decirte que, dado el cubierto, todo tiene que presentarse hecho pedacitos; y que si
algo hay que trinchar, los dedos se encargan de la operación.
Aquí principian las libaciones, en las que son muy parcos. En seguida entra en
tanda el arroz hervido simplemente y servido en cubos de madera, de los que cada
convidado se propina dos o tres tazas, pues constituye la verdadera y diaria
alimentación del chino, que nunca prueba el pan. Amenízanlo con langostines, cerdo,
aves, pescado y todo género de chow-chow (chau-chau), como ellos llaman a las
mezclas. La manera de devorarlo, pues no puede decirse que lo comen, es
nauseabunda. Pizcan de la fuente general un trozo de chow-chow, lo trasladan a su
escudilla y, colocándose esta debajo de la barba, como una bacía de afeitar, empujan
precipitadamente con los fachis el arroz, ni más ni menos que si rellenasen de
casquijo un agujero, y no lo mascan hasta que se les sale por la boca.

www.lectulandia.com - Página 240


**

Relatarte lo que come el indigente es tarea ímproba. Aquí no se desperdicia nada.


La carne de perro y de gato se vende públicamente; a la de ratón y toda suerte de
animales inmundos se le da caza en el propio domicilio. Sé que voy a extralimitarme
poniendo a prueba el estómago de tus lectores; pero la cosa es tan notable, que no
puede pasarse en silencio. Para el chino pobre, peinarse es un banquete. De ese modo
pretenden que recuperan la sangre que el insecto les ha chupado.
Terminada la comida, es preciso colocar los jachi cruzados sobre la taza en signo
de satisfacción y gratitud; el anfitrión los va retirando y poniendo sobre la mesa como
contestando: no hay de qué. Un par de eructaciones son del mejor tono para atestiguar
que los manjares te han sentado bien.
El té sin azúcar y unas chupadas de pésimo tabaco ponen fin a la fiesta. Las pipas
en que fuman, indescriptibles y variadas hasta lo infinito, no contienen, por enormes
que sean, más tabaco que el indispensable para una bocanada; por consiguiente, hay
que cargarlas en cada aspiración, valiéndose para encenderlas de unas mechas de
papel retorcido (que también se usa como cordel) sobre las que soplan muy
hábilmente para que produzcan llama.

*
**

Admitidos por fin en el gineceo, nos encontramos a las señoras terminando su


tiffin y en sazón que la dueña de la casa, quitándose un nivat de plata (horquilla) y
pinchando con él un pastelillo, se lo ofrecía a mi mujer; que como puedes imaginarte,
no tenía ya más apetito. En vista de lo cual la criada sirvió agua caliente, en la que
remojó un pañuelo de espumilla de seda, con el que su ama se limpió las manos y la
boca, pasándolo después a toda la reunión para que hiciera lo propio. Luego sacaron
las pipas. Todo el sexo bello fuma.
Acto continuo nos llevaron a visitar las habitaciones, idénticamente amuebladas a
las que ya he descrito. En el salón penden algunos retratos de familia, horriblemente
pintados al óleo, cuadros inocentes como los países de los abanicos y entrepaños con
máximas y caracteres. Las paredes no están enlucidas; ostentan el ladrillo vivo de
color gris azulado y ennegrecido por el humo de los pebetes que a todas horas están
ardiendo en nichos destinados a los dioses penates y porteros. En el oratorio álzase un
altar con pebeteros y relicarios de metal blanco, flores artificiales, estatuítas de Lao-
tsé, el fundador de la metafísica, de Cugnan, la Virgen de la pureza, y de la multitud
de ídolos de las teogonías búdhica y de Brahma, que mezcladas con la moral de
Confucio, forman las tres religiones dominantes en el país.
En los dormitorios, arcones de sándalo y armarios de alcanfor alternan con las

www.lectulandia.com - Página 241


camas de tamarindo, confundiéndose la de la primera mujer con las de las
concubinas, que el dueño comparte indistintamente. Duermen vestidos y sobre una
esterilla que sustituye al colchón, sin más sábanas que un abrigo de lana, en que se
arrebuñan. La almohada es de loza del tamaño y forma de las almohadillas que
antiguamente usaban las señoras en España para coser; y no apoyan en ellas la cabeza
sino el cuello, con lo que las mujeres consiguen no deshacerse el peinado que, por su
complicación, no restauran más que semanal o quincenal mente. En la cabecera hay
colgados infinidad de amuletos, acusadores de la superstición que los domina. Un
sobre de un despacho imperial trae fortuna; y, si se le hierve, su agua cura
enfermedades epidémicas.
Unas monedas de cobre ensartadas evitan el mal de ojo. La infusión de una bolita
de oro, otra de plata y una ramita de coral es eficacísima contra los sustos. La nuez
extraída de la garganta de un mono vivo no tiene rival para las fiebres. Y en la casa
donde, como acontece en la mía que está apoyada sobre un monte, entran culebras, ya
no hay más que pedir.

*
**

El fumador de opio pertenece a lo reservado; los hay públicos para los


transeúntes, sin perjuicio de tener cada uno el suyo particular en el domicilio. Este
horrible vicio, que embrutece al hombre y le acorta la vida, no ha podido ser
desterrado, a pesar de los esfuerzos del gobierno imperial, que ha tenido que
contentarse con infligirle un impuesto de diez pesetas por bola de cuatro libras, que es
como se expende en crudo. En las colonias está monopolizado, mediante una suma,
que en Macao asciende, con la inclusión de la pequeña isla de Taipa y Colowane, a
cerca de cincuenta mil duros al año. Sus efectos son espantosos; el pobre compra el
residuo del de la gente acomodada, y no gasta menos de un real diario. Yo conozco en
Hong-Kong a un rico mandarín que invierte más de peso y medio cada día, y que, a
consecuencia del abuso, tiene que trasladarse a Cantón de dos en dos meses, para
hacerse operar por la paralización absoluta de sus funciones digestivas.
El opio, que cocido toma el nombre de anfión (a-pin hi en chino), se reduce por
esta operación a una pasta bastante dura. Para fumarlo, se necesita que la habitación
esté cerrada, a fin de que el aroma no se evapore. En el centro del cuarto elévase un
entarimado cubierto con un boca-porto, más o menos lujoso, que imprime al conjunto
el carácter del escenario de un teatro, del tamaño de una cama de matrimonio. En él,
provistos de dos almohadas, se acuestan los fumadores, separados por un banquillo,
sobre el que arde una lamparilla de aceite. Cuando el chino no tiene un amigo que le
acompañe, lo reemplaza por una concubina que, aunque no comparte su placer, le
arrulla y le canta. La mujer propia jamás se presta a lo que entre ellos es el colmo de
la abyección. La pipa es de las dimensiones y estructura de una flauta, con un agujero

www.lectulandia.com - Página 242


en el centro, al que se adapta el hornillo de barro, como un hongo o seta, provisto de
un oído diminuto. Las sustancias de estos aparatos varían hasta lo infinito; y a veces
su mérito, por la saturación del tubo o la riqueza del utensilio, es tal, que lámpara,
cilindro y horno cuestan tres mil duros, como los que yo he visto destinados al último
embajador de China en Rusia. El procedimiento es este: con un alambre se extrae del
bote una partícula de anfión como un guisante; se somete a la acción de la llama para
fundirlo, y rozándolo sobre el hornillo de la pipa, se le hace tomar, cilindrándolo, el
tamaño del oído, en el que se adapta, después de repetidas manipulaciones.
Aplícasele a la luz, arde y se aspira. Su sabor es acre como su perfume; pero no tiene
nada de repulsivo. Sus efectos son la atrofia y sus consecuencias la imbecilidad.

*
**

Una revista, pasada a las joyas y telas bordadas del ajuar de la señora, puso
término a una visita en que invertimos más de tres horas de reloj, volviendo a casa
cargados con multitud de golosinas, de que nos llenaron los bolsillos, como
testimonio comestible de la honra que les acabábamos de dispensar.
Hasta la otra.

www.lectulandia.com - Página 243


www.lectulandia.com - Página 244
CANTÓN - I
Macao, 8 de Diciembre de 1882.

antón es para los chinos lo que París para los europeos; la ciudad de los
placeres, del lujo, de la industria, de la actividad y de la riqueza. Pekín,
con ser la capital del Imperio, no tiene para los celestiales otro aliciente
que el de la vida pública con su balumba oficial.
Nacer en Suchau, que produce los hombres más hermosos; vivir en Cantón,
paraíso de los bienes terrenales, y morir en Lauchan, donde se fabrican las mejores
cajas de muerto, son los tres dones más preciados que la naturaleza puede hacer a un
hijo de Confucio.
Las noventa y tantas millas que separan al emporio chino de la colonia de Hong-
Kong, y de las cuales más de dos tercios son de navegación fluvial, se recorren en
unas siete horas en vapores de río, sistema americano, pertenecientes a compañías, ya
indígenas, ya inglesas, con servicio cuotidiano de día y de noche.
Ni Cunard, ni las Mensajerías, ni la Mala del Pacífico, ni la Trasatlántica, ni la
Trinacria pueden compararse en lujo y comodidad con algunos de los buques de esta
empresa británica. Construidos para cortas travesías, sin riesgo de ninguna especie
(pues al menor indicio de tifón dejan de circular), estos steamers tienen en el centro
de la cubierta la cámara; vasto y elegante salón ventilado en verano por multitud de
ventanas que permiten al viajero admirar las riberas sin moverse de su sitio, y
abrigado en invierno por caloríferos y estufas.
Los camarotes son verdaderos gabinetes, con camas en vez de literas, lámparas
suspendidas, inmensos tocadores de mármol provistos de irreprochables artículos de
limpieza. El pasaje no cuesta más que tres duros, y uno y medio cada comida, que en
cantidad satisfaría la intemperancia de Lúculo, y en calidad merecería el aplauso de
Brillat-Savarin; se la rocía con Burdeos, Jerez, Porter y Pale-ale, sin contar los licores
que precipitan el Moka, y añadiendo un desayuno a elección en los viajes de noche.
Viajar por agua sin columpiarse, es el bello ideal de la locomoción: metido, pues,
en un palacio que se desliza, avanza uno con vertiginosa rapidez embelleciendo con
la feliz disposición del ánimo los detalles que le salen al encuentro. Para Boca Tigris,
fortificación que defiende la entrada del rio, es la primera sonrisa del excursionista,
que en cada montón de tierra que saca la cabeza del agua, reconoce siempre a un
simpático amigo. Renuncio a juzgar si este mamelón está bien o mal artillado, porque
en punto a cañones, yo no he tenido trato más que con los de las plumas cuando se
estilaban de ave. Lo único que sé, es que Jos chinos lo miran como un Gibraltar, y los
europeos se ríen de él. Sumando; pues, ambos términos, y tomando la proporción
media, deduzco que con unas leccioncitas de los oficiales del ramo ingleses y buena
pólvora de Albión, el ruido y las nueces andarían equilibrados.

www.lectulandia.com - Página 245


Remontando aquellas riberas amenizadas con las típicas torres de cinco, seis o
siete pisos, terminados por tejadillos en forma de araña y alfombradas de diversas
plantaciones, llégase a Wampoa, avanzada de Cantón, donde ya nos interceptan el
paso los innumerables botes de la población flotante, condenada a vivir y morir en
sus esquifes, y cuyo número excede a toda ponderación. Los ingleses llaman a estas
embarcaciones Slipper-boat (barco zapatilla) por la forma que afectan con su
puntiaguda proa y sus toldos agalerados de bambú: el efecto real es el de un cerdo
nadando. Al verlos hacinados a miles bajo los puentes de Cantón y en los puntos más
resguardados del río, se le ocurre a uno preguntar si la ciudad está abandonada, pues
no parece sino que se ha trasladado a bordo el millón y medio de sus habitantes.
Por fin se atraca: estamos en el emporio chino. Cerremos los ojos ante aquella
especie de muladar que constituye el carácter distintivo de los barrios celestiales, y
apretemos el paso para hacer entrar a los sentidos en puertos de salvación. Después
nos encenagaremos.
Antes de rebasar la linea, nos sorprende un edificio severo y majestuoso con cara
de persona decente y acomodada. Es el Custom house o aduana inglesa. Sabido es
que cuando la poderosa Albión terminó a cañonazos sus diferencias con el imperio
del Medio, intervino las aduanas, como garantía del pago de la indemnización de
guerra. Saldada que fue la operación, observó el gobierno chino que los rendimientos
durante la gestión administrativa de sus apaleadores, habían sido mucho más pingües
que en manos de sus funcionarios nacionales; y rogó a aquellos que continuasen en su
tarea por cuenta del Estado en lo que se refiriera a importación o exportación en
buques extranjeros. Desde entonces radica en Pekín un inteligentísimo Director
general, retribuido con un elevado tanto por ciento sobre el total de la recaudación, a
cuyo cargo, elección y coste, están los funcionarios de las diferentes agencias fiscales
del imperio. Sujetos a un escalafón riguroso y a reglamentos fijos, exígeseles a estos
empleados el conocimiento perfecto del inglés, e ingresan en el cuerpo, después de
unos meses de prueba, con un haber mínimo de ciento veinte pesos al mes y casa en
común o independiente si son casados. Simultaneando con el ejercicio de sus
funciones, aprenden la lengua mandarina y obtienen sus ascensos a medida de su
aplicación, hasta llegar a jefes de departamento con diez, doce y creo que hasta
catorce mil duros anuales, y habitación, criados, convites oficiales y otros gastos
satisfechos. El personal se compone de ingleses, americanos, españoles, franceses,
italianos; de todas las nacionalidades en fin. De ese modo el día que el gobierno
chino quisiera prescindir de la administración inglesa, habría una reclamación
universal de intereses lastimados, y tendría que someterse a la dura ley de la fuerza.
Esto es entenderlo y saber hacer duraderas las cosas. Lo mismo nos pasa a nosotros.
No nos entristezcamos y pasemos adelante.
Atravesando el puente de los señores, pues el otro que lo separa de la población
china está destinado a la servidumbre, nos encontramos en Shameen; islote más
grande que una manta de cama pequeña de matrimonio, cuyo terreno constituye la

www.lectulandia.com - Página 246


concesión o morada europea. Habitado por el cuerpo consular, los funcionarios de la
aduana y los agentes de las casas de comercio extranjeras, Shameen encierra en junto
treinta familias. Cada casa es un pequeño hotel con su galería abierta sobre la
fachada, respirando alegría, riqueza y buen gusto. El arroyo es de césped y las calles
andenes de jardín. Hay una capilla protestante y hasta gente que se pasea a caballo y
al trote. ¡Qué temeridad! Pero no vayan ustedes a figurarse que aquí se detienen las
maravillas del pequeño Lilliput: es todo un Estado bajo la base del comunismo. Un
cónsul es administrador de correos con la responsabilidad y formalidades de un
funcionario público. Todos los habitantes, excepto las señoras (que me parece que
son nones y no llegan a tres), están obligados a prestar servicio como bomberos. El de
las armas es gratuito y obligatorio: al menor asomo de revuelta por parte de los
chinos, como aconteció hace dos o tres años, cada cual empuña el útil de guerra de
que dispone, organízanse guardias y retenes, los vapores de la línea aprontan sus
calderas; y, como fuera vano empeño resistir, al primer tiro de alarma, todo el mundo
a bordo; el ejército de tierra se convierte en fuerzas de mar.
Sobre ser tan pequeña la isla, aún queda espacio para un elegante paseo sobre el
malecón; desde el cual, dirigiendo la vista del lado de la tierra, apercíbense hombres
que se agitan en diversas direcciones, pelotas que describen giros parabólicos y
raquetas que muy a menudo resignan sus poderes en la cara de su dueño. Son
praderas públicas, trinquetes a la inglesa, sport verdadero, donde los moradores
entretienen sus ocios con el ejercicio gímnico del cricket. Teniendo ya lawn-tennis,
no pierdo la esperanza de asistir a un handicap en el futuro hipódromo de Shameen.
¿Me preguntan ustedes qué ruido de billar es el que sale por las ventanas de ese
magnífico edificio? Pues qué quieren ustedes que sea sino el del billar del club inglés;
donde además de todos los juegos lícitos y de todas las bebidas y reconfortantes
gástricos apetecibles, encontrarán ustedes una magnífica biblioteca, de cuyas obras se
puede disponer a domicilio, y habitación dispuesta para que pernocte el socio
transeúnte. Esto sin contar los periódicos y el papel gratis para la correspondencia.
Pero no nos detengamos aquí, que mejor que el club inglés es el alemán, en el
que, amén de las mismas comodidades y atractivos, existe un teatro, un verdadero
teatro común de dos; pues en él los pobladores de Shameen hacen de hombres y
mujeres; de actores y público; de empresario y abono.
¿Quieren ustedes más? Pues como no nos metamos en un houseboat (bote-casa),
con su dormitorio, cocina y demás menesteres, para entrarnos río adentro y pasar
ocho días consagrados a la pesca o a la caza en domicilio flotante propio, de que
nadie carece, la isla ya no da más de sí.
Ahora repasemos el puente; hagamos irrupción en la ciudad china y digamos
como en los libretos de las comedias de magia: Mutación.
Así como el comedor de la casa de aquel chusco era tan bajo de techo que no
podía comerse en él más que lenguados, así las calles de Cantón son tan estrechas que
no hay mortal que entre en su recinto si no es con calzador. Extendiendo los brazos, y

www.lectulandia.com - Página 247


hablo en serio, se tocan ambas paredes; y en todas las esquinas hay una tienda con
una puerta en cada lado del ángulo, a fin de que, al cruzarse dos palanquines,
mientras el uno sigue por el arroyo, el otro tome por el almacén y no se interrumpa la
circulación. De trecho en trecho un enorme portón se atraviesa en el camino para
limitar un barrio; abierto al tránsito de día, ciérrase al ponerse el sol, y nadie pasa sin
permiso del portero, lo que permite no sólo localizar cualquier motín en un momento
dado, sino saber quién trasnocha y por qué motivo.
El que haya visto una población china las conoce todas; su construcción es
idéntica. Casas hechas con un ladrillo gris azulado, sin más presión que la de los pies
del obrero, y que no enlucen jamás ni en paredes ni en tabiques: vigas al aire; en el
interior una zahurda; en la fachada una puerta con una ventana encima. Escalas de
mano para el acceso: dos o tres industriales viviendo en comunidad, y toda clase de
animales domésticos, desde el guarro hasta la chinche, compartiendo el hogar con los
moradores racionales. El chino rico sólo se diferencia del pobre en tener casa más
grande y poseer más dinero.
Pekín es la única ciudad que reviste otro carácter. Sus calles anchas tienen en el
centro a modo de un terraplén formado por la basura, que arrojan los vecinos y que el
sol se encarga de secar y corromper. Sobre esta alfombra transita la gente, ya a
caballo ya en carretas, en las que no cabe más que un individuo sentado en el fondo
de la caja; porque asientos, Dios nos los dé. El polvo es asfixiante y fétido; pero la
municipalidad ya lo tiene previsto todo: ha colocado de distancia en distancia unos
recipientes de barro que hacen el oficio de columnas mingitorias; y a determinadas
horas del día la escuadra de la limpieza, provista de sendos cazos, riega la vía con
aquel precioso licor. No hablemos más de Pekín; en primer lugar porque no lo
conozco y me alegro; y en segundo, porque mis lectores han de participar de mi
alegría.

www.lectulandia.com - Página 248


www.lectulandia.com - Página 249
CANTÓN - II

stamos dentro de Cantón; ya estamos en medio de esta red de estrechas


callejas, llenas en toda su extensión de tiendas y tiendecillas.
¿En dónde están los que consumen?, se pregunta uno al ver aquella
profusión de abastecedores. Porque en efecto, no hay una sola casa que
no sea una tienda, a excepción del barrio tártaro, erigido en una zona especial, cuyos
moradores, de más bizarro continente que los chinos, y soldados por derecho de raza
(pues pertenecen a la nacionalidad de la dinastía mandchú reinante) tienen viviendas
de un solo piso, jalbegadas por el exterior, y si mucho menos aseadas, parecidas a las
de algunas aldeas pobres españolas. El fenómeno se explica con recordar que Cantón
es a Asia lo que París a Europa. Los cuatrocientos millones de habitantes del Celeste
imperio se surten en él, no sólo de los artículos de lujo, sino de los de boca de
primera necesidad que, salados y secos, transportan a los últimos confines en millares
de lorchas o juncos de su temeraria cuanto rutinariamente diestra marina mercante.
Dicho sea en honor de la verdad, hay algunos establecimientos que seducen, no
por la suntuosidad de los edificios, que en poco o en nada difieren de los otros, sino
por la riqueza de los objetos que en ellos se expenden. Los bordados de seda, las
lacas, las porcelanas, los tejidos, las incrustaciones de nácar sobre madera, peculiares
del Tonkín, las sillerías de tamarindo (el ébano local), las tallas perfeccionadas de
Ningpo con aplicaciones de marfil, las filigranas de plata y oro, y las antigüedades,
fascinan por su valor intrínseco y por la novedad que producen a nuestros ojos; pero
carecen de aquella variedad infinita, del gusto ejemplar de la industria europea, y
sobre todo de su perfección irreprochable. Aquí no hay nada bien concluido, y las
más preciadas joyas concluyen por hastiar a fuerza de monotonía. Se fabrica sobre un
tipo y sólo varía la materia. El arte, como la existencia del chino, está sujeto a patrón.
Así es que cuando se han aprendido ya de memoria las dos docenas de moldes en que
se vacía su inteligencia industrial, los bazares suntuarios con sus preciosidades
gemelas (o por lo menos con su aire incontestable de familia) y sus enormes muestras
de planchas de charol con caracteres de oro que, pendientes del arquitrabe y rasando
el suelo en sentido vertical, dan a la calle el aspecto de una columnata, quedan
eclipsados por la asombrosa multiplicidad y el inagotable surtido de abacerías,
bodegones, ropavejeros, confeccionadores de toscos objetos de papel para
conmemoración de los difuntos, y tantos y tan repugnantes comercios bajos que, ora
detienen la marcha del transeúnte con un buey o un cerdo abierto en canal junto a la
carcomida tabla anunciadora: ya le salpican el rostro con la sangre del pescado que
cortan a rebanadas; o provocan sus náuseas, en fin, con la exhibición de verduras en
salmuera, salazones de especies desconocidas, gusanos de seda sacados de las perolas
de las fábricas de filatura para ser comidos con arroz, hierro enmohecido, festines de

www.lectulandia.com - Página 250


animales al aire libre, dentistas ambulantes revestidos de rosarios de muelas, barberos
que sacuden sus navajas sobre los circunstantes, hombres desnudos que, con sus
amarillentas manos provistas de largas y negras uñas, sacan de las vasijas los
manjares que aquel pueblo famélico devora con avidez; ciegos en filas de seis y ocho
tocando campanillas para no ser atropellados por la muchedumbre, mendigos con
úlceras y escrófulas que sólo se creen viéndolas, truhanes, agoreros, jugadores de
dados y fumadores de opio. Este es el Cantón típico: miseria, basura, abyección.
Apenas anochece cesa el ruido; las puertas se cierran herméticamente. En las
primeras horas arden unas candelillas, que cada familia enciende a sus dioses penates
en hornacinas abiertas sobre el umbral. Cuando se apagan, todo queda en tinieblas.
Entonces aparecen las rondas nocturnas, armadas de lanzones retorcidos, partesanas,
escudos de mimbre, y precedidos de un gong o campana china, en el que dan sendos
porrazos; con lo que consiguen dos objetos: despertar al que duerme y prevenir a los
ladrones para que burlen su vigilancia.
Una buena costumbre, que debe ser imitada en ciertos países donde la policía deja
mucho que desear, es la de hacer responsables a los inquilinos con tienda abierta de
los desórdenes que pueden ocurrir en la calle delante de su casa. De ese modo el
temor de una multa, hace que en cuanto en el arroyo se origina una disputa, salga el
tendero provisto de un garrote o de cualquier otro argumento de persuasión, y se lleve
a los contendientes a la zona de su vecino, quien a su vez repite la operación, y así
sucesivamente hasta dar con la fuerza pública, que termina en la cárcel la partida de
tentetieso.
Las pagodas, aunque en la parte consagrada al culto difieren poco entre sí, tienen
notables diferencias de aspecto como edificios. Cuéntanse a centenares, por lo que no
nos detendremos mas que en las que ofrezcan alguna particularidad. La de los
Quinientos ídolos es sencillamente un museo de escultura encargado de perpetuar, en
toscas figurillas de madera dorada de medio tamaño natural, la memoria de los que se
han distinguido por cualquier concepto. Un padre que tuvo muchos hijos, un hombre
que alcanzó una gordura fenomenal (signo de favor celeste), un individuo virtuoso,
un general valiente, están seguros de inmortalizarse en aquel totum revolutum de
santos, héroes y monstruos de feria. No hablemos del mérito artístico de las estatuas.
Hay allí (y por cierto que es circunstancia singular) una reproducción del gran viajero
del siglo XIII, del veneciano Marco Polo, con una chaquetilla de trajinero de la
Mancha y un hongo pavero, que pedir más fuera gollería.
La de la Campana es sólo notable por el gigantesco tamaño de la que pende de
una oscura y medio derruida linterna. Todos estos templos poseen la suya además del
gong y del bombo con parche de piel de vaca sin curtir; pues, según la tradición, los
primitivos bonzos eran criminales condenados al aislamiento; y debían anunciar, con
una campanada repetida cada quince minutos, que no habían apelado a la fuga.
La Torre de porcelana, mal comprendida entre las pagodas, es uno de esos
polígonos de varios cuerpos que figuran en todas las telas de abanicos y cuyas tejas

www.lectulandia.com - Página 251


barnizadas relucen al sol con varios cambiantes.
Sus relieves de buen gusto y su elegante forma la conquistan un primer lugar
entre los monumentos de su especie.
La Pagoda de los Cerdos, así llamada por una pocilga en la que pasan feliz
existencia cinco o seis ejemplares sagrados de ellos, que se renuevan anualmente,
encierra un culto simbólico; pues parece ser que, según la metempsícosis, el hombre
que transmigra a aquel animal inmundo es de los menos pecaminosos; y tiene la
seguridad de recobrar pronto su condición primitiva, visto que la vida del marrano no
excede por lo común de doce meses. Constituye, en una palabra, una dosis de
purgatorio a su manera, tanto más pronto redimido cuanto menos tardan en
desarrollarse las mantecas del pecador.
La de los Cinco pisos, desmantelada, no sirve ya mas que de mirador, en gracia de
su altura, y fue cuartel general del ejército de ocupación.
El ritual del culto de Budha, cuya religión tiene tantos puntos de contacto con el
cristianismo, se parece bastante al ceremonial católico. El oficiante junta las manos
sobre el pecho, como nuestros sacerdotes, con ligeras alteraciones en la colocación de
los dedos; y hasta en sus cantos hay inflexiones que diríanse copiadas de nuestra
liturgia.
Jamás olvidaré la impresión que me produjo un servicio fúnebre a que asistí en
Macao con motivo del entierro más suntuoso que registran los fastos chinos.
Invirtiéronse en él cerca de cuarenta mil duros; pues en los cien días que se conservó
el cadáver en la casa y que, según el budhismo, es el tiempo que el alma anda errante
hasta ocupar su puesto en la región de los espíritus, cuantos parientes, deudos y
amigos acudieron a rendir el último tributo al finado, fueron mantenidos, incluso de
opio, a expensas del hijo primogénito. Sin detenerme a describir las maravillas de
ornamentación de la casa mortuoria, atestada de muebles excepcionales, de plantas en
cuya cultura habían intervenido tres o cuatro generaciones para ir conduciendo los
tallos hasta formar con las robustas ramas caracteres, figuras y símbolos; de objetos
de papel para quemar ante la tumba que se confundían con el marfil, el bronce y el
cristal; omitiendo la narración de los tres meses de ceremonias religiosas, en las que
tomaron parte sesenta bonzos y dos obispos o jefes de comunidad, referiré a la ligera
la que tuvo efecto la víspera de la inhumación. Una pagoda, aislada de la capilla
ardiente, ocupaba dos habitaciones contiguas. En la interior y bajo unos arcos de
ramaje de una transparencia cristalina, profusamente iluminados, doce bonzos y un
superior vestidos de seda y oro y apoyados en una fauna simbólica, se mantenían en
éxtasis. ¡Qué inmovilidad en aquellas difíciles posiciones! ¡Qué inercia y qué
absorción en aquella actitud contemplativa! Era preciso detenerse media hora ante
aquellas estatuas animadas, para sorprender una ligera oscilación que acusase un
soplo de vida en su marmórea rigidez. Así se mantuvieron desde las seis de la tarde
hasta la una de la madrugada. En la pieza vecina, atestada de relicarios gigantescos de
filigrana, revestida de paños bordados, en que el oro entraba por arrobas, e iluminada

www.lectulandia.com - Página 252


profusamente, veíanse unas mesas dispuestas en trapecio, como en los festines de las
óperas. Ocupaban las de los lados los bonzos de orden menor, cubiertos de unas
hopalandas oscuras y ceñidos de unas fajas y bandas de diversos colores, según la
comunidad a que pertenecían. En las tres del fondo estaban los oficiantes. Sobre estos
y en un trono de nubes pendiente del techo, yacía recostado un obispo en el mismo
arrobamiento qué sus otros compañeros de reposo; si bien acompañado de dos
harapientos coolies, que con sendos abanicos, le refrescaban la atmósfera deletérea de
aquella elevación en que se acumulaban las emanaciones del aceite de las luminarias
y la respiración, a menudo ruidosa, de sus colegas y del auditorio celeste. Otros
mancebos, con más o menos mugre, distribuían té a los religiosos. Preces,
invocaciones, purificación de la morada por el fuego y mucho golpe de gong
acompañado de dulzaina, formaron la parte esencial de la ceremonia. Por fin, el
oficiante principal se puso en pie detrás de su mesa; y en medio de un silencio
sepulcral, levantó los ojos al cielo, blandió dos campanillas y se puso a comunicar
con el muerto.
Después del Dies irae del catolicismo, no conozco nada más sublime que ese
coloquio de la religión con el pecador. Ni una voz, ni un canto, ni una palabra; pero
¡cuánto arte en las vibraciones del timbre que, ora simulan el terror del alma puesta al
borde del abismo de las penas eternas; ora traducen la satisfacción y la gratitud del
espíritu arrancado de repente a la condenación, por las plegarias de los vivos; o bien,
por último, evaporándose en una imperceptible noción del sonido, acusan el
alejamiento del hálito vital por las regiones etéreas, para volar a fundirse en Dios,
principio y germen de todo lo creado, de quien era partícula y a cuyo todo se
restituye! Es un pasmo de ejecución y un torrente de sentimiento. Por desgracia,
pronto descubren la oreja; pues el difunto, para quien aquel día suele ser siempre
nefasto, responde que su alma está sufriendo crueles torturas, que no cesarán hasta
que doten con una fuente en que naden peces de colores a tal convento, o hagan a
cual otro los donativos que sus riquezas le permitan; de modo que el estómago se
apodera de la sublimidad de la concepción, y toda la grandeza del espíritu se
desvanece entre la gente bonza, ante una solución gástrica de refectorio.
Cerremos esta crónica religiosa con cuatro palabras sobre la Catedral erigida en el
centro del barrio tártaro. De orden gótico, está tallada en duro granito y recuerda la de
Amiens. Carece aún de pavimento, de ornamentación, de altares y de objetos de
culto, y van invertidos en ella ocho millones de francos, producto de donaciones y
limosnas. Su diócesis alcanzará a veinte personas; sin embargo, al verla ostentar su
inmensa nave en medio de millón y medio de gentiles, diríase que ha sido construida
en la previsión de que pueda servir para, millón y medio de católicos. Todo es de
esperar de nuestras intrépidas misiones.

www.lectulandia.com - Página 253


CANTÓN - III

n la parte opuesta del rio, llamado Honam, hay unos jardines, que
visitaremos, por no quedarnos sin verlo todo; pero no porque merezca la
pena de perniquebrarse al pasar aquellos carcomidos puentes, ni de
atrapar unas fiebres palúdicas por intentar en vano reflejar nuestra
imagen en el impuro seno de unas charcas cenagosas. La flora es rica, pero
descuidada; y como esta excursión no es científica, suprimo por inoportuno lo que
habla a la inteligencia y callo por inexistente lo que halaga los sentidos. No
saldremos, sin embargo, de allí sin entonar un himno de asombro a la camelia de
Cantón, rarísima variedad, que sólo florece de dos en dos años y cuya forma es una
verdadera maravilla. Redúcese a una estrella de varias puntas, cada uno de cuyos
radios está compuesto de pétalos sobremontados, que disminuyen hacia las
extremidades con una simetría y proporción geométricas. Estos pétalos, que son de
color de rosa pálida, doblan sus bordes hacia fuera, presentando una fimbria de matiz
más fuerte, que dan a la flor, como dejo dicho, el aspecto de una estrella de escamas,
con círculos concéntricos festoneados de rojo.
No salgamos del slipper boat, toda vez que nos hallamos en el río; y desafiando
su impetuosa corriente, dirijámonos de nuevo a las márgenes de la ciudad china, en
busca de los tan afamados botes de flores, donde los celestiales comparten los
placeres nocturnos con los teatros y los culaus; bodegones sobre los que vale más
callarse, y espectáculos de que es preferible no volver a decir una palabra.
Constituyen aquellas mansiones de la alegría unas enormes barcazas flotantes,
que en nada difieren entre si, a pesar de su número. Vista una, vistas todas.
Alegremente pintadas al exterior, ocupa el puente un salón alumbrado por linternas y
amueblado con sitiales y mesillas. Unos canastillos de flores penden del techo: y allí
se come, se bebe y se fuma, mientras unas cuantas mujeres de jalbegado rostro, con
los pómulos y los párpados cubiertos de almazarrón (aristocrático afeite del bello
sexo), bien vestidas y mejor peinadas (pero nunca limpias), cantan, al parecer
acompañadas de instrumentos músicos, muy semejantes para nosotros a los de
tortura, preparan las pipas de los consumidores y les dan conversación. Todo ello sin
algazara expansiva, pacíficamente y sin ulteriores consecuencias. Los hombres pagan
y no riñen; y a las cantantes les dura el peinado intacto una semana, que es lo que
tarda en volver la peinadora. No hay propinas.
Se me olvidaba consignar que los europeos deben ir provistos de algún frasco de
esencia con que preservar el olfato de ciertas emanaciones, porque además de los
perfumes urbanos, existen los fluviales, despedidos por unas góndolas que
constantemente están cruzando el río cargadas con materias para el abono de sus
fértiles tierras de labor, y a las que los habitantes de Shameen han bautizado con el

www.lectulandia.com - Página 254


nombre, de tigres, no sé si por el aliento que exhalan o por el terror que inspiran: lo
cierto es que se las presiente y se las huye.
Saltemos a tierra. ¿Pero qué es esto? ¿Tocan somatén? ¿Hay algún incendio?
Toda la gente mira hacia arriba, y provistos de gongs, cacerolas, latas de petróleo o
simples pedazos de bambú, grandes y chicos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres
golpean y gritan a quien mete más ruido. ¡Ah! No hay que asustarse. Es que hay
eclipse, y como según la astronomía china, este fenómeno tiene lugar porque la luna
riñe con el sol, y en la contienda lleva la casta Selene la mejor parte, pues empieza ya
a comerse al astro del día, los moradores de la tierra la obligan por aquel medio a
soltar el bocado, a fin de no quedarse sin luz y sin calor; lo que consiguen siempre,
porque aquí no tiene el mismo significado que en Europa lo de ladrar a la luna.
Verifícanse en Pekín y en Cantón alternativamente los exámenes anuales para los
diversos grados de mandarín. Los ejercicios se hacen por el sistema celular; es decir,
que cada examinando queda recluso y tabicado durante unos días, con el objeto de
escribir su tesis sin el auxilio de bibliotecas ni consultores; y a este fin se destina un
edificio conocido con el nombre de las once mil celdas, que mas propiamente
deberían llamarse chiqueros. No es, pues, una universidad, porque la enseñanza es
libre y a domicilio; y tampoco es una pocilga, porque son miles de ellas. Con saber
las máximas de Confucio, los comentarios de Mencio, la cronología de los
emperadores y contar hasta diez mil, sale de allí un hombre con aptitud para general,
almirante, presidente del Supremo, obispo, ministro de la música (existe un
ministerio ad hoc) o cualquier otro cargo en armonía con sus aficiones o al alcance de
sus recursos, pues importa saber que en China la administración del Estado se
concede a la puja. Luego nos extenderemos sobre este particular. Recordemos antes a
los lectores que lo hayan puesto en olvido, que existe una lotería llamada Vaisen
(desterrada del imperio y acogida al pabellón portugués en Macao), reducida a jugar
sobre el nombre de los examinandos que se presume que han de ganar el curso. Cuál
sea el número de los jugadores dedúzcase de lo que el monopolizador paga al
gobierno del establecimiento lusitano, que en la última subasta trienal satisfizo la
enorme suma de seiscientos cuarenta mil duros. Así es que cuando la opinión se
inclina por tal o cual estudiante de reconocida aplicación e incontestable inteligencia,
el concesionario, ante la probabilidad de tener que satisfacer grandes premios,
procura sobornar a los examinadores para que desahucien al candidato, o corromper a
éste con dádivas para que abdique del éxito.
Volvamos a lo de la puja. Cantón, capital de los dos Kuanes (Kuan-tung y Kuan-
si) es la sede de un a modo de gobierno de provincia; con la sola diferencia de que el
gobernador tiene el título de virrey y ejerce jurisdicción sobre cuarenta millones de
habitantes en una extensión de 435,000 kilómetros cuadrados. Pues bien; cuando el
gabinete de la metrópoli, o más propiamente hablando, el emperador —y en su
defecto el regente, si como acontece ahora, el soberano está aún en la menor edad—
trata de proveer el cargo, elige un mandarín de la más elevada categoría; pero siendo

www.lectulandia.com - Página 255


muchos los aspirantes, opta por aquel que ofrece mayor suma de rendimientos al
Estado. Por supuesto que el monarca repite, como Luís XIV, el Estado soy yo. Una
vez el agraciado en el ejercicio de sus funciones, saca sus cuentas y dice: «Seis que
me cuesta el destino y seis que yo quiero ganar son doce, que corresponden a los
contribuyentes. Dividiendo estos doce por tres, que son los años que ha de durar mi
ejercicio, tocan a cuatro anual». Y en efecto; llama a los mandarines sufragáneos, y
suma por aquí, multiplica por allá, él se las arregla de modo que le salgan los cuatro.
Pero ¿qué acontece? Que, como las autoridades inferiores han escalado sus destinos
por igual procedimiento, apelan a los mismos recursos económicos; y pídales lo que
les pida el virrey, se lo dan, pues toda la operación se reduce a aumentar la derrama
entre sus administrados. No hay más ley que el capricho, y es inútil quejarse, porque
al que protesta se le confiscan los bienes, y al que se resiste lo decapitan.
Para muestra basta un botón. El general de las fuerzas militares de Cantón, a
quien tuve el gusto de conocer, y que entre varias cosas notables me preguntó si
España estaba junto al Perú, responde de un contingente de doscientos mil soldados,
pues el efectivo apenas llega a la mitad; los restantes figuran sólo nominalmente en
los cuadros del ejército, y el pré se cobra pero no se paga. El día que hay una revista
general, lo que ocurre de higos a brevas, se echa mano de los coolies de los oficiales,
de los cargadores, mozos de esquina, vagos y mendigos, y hasta la otra. Este
espectáculo, que tiene mucho de curioso (y no en la acepción de limpio), se divide en
dos partes.
Es la primera una parodia de táctica al estilo europeo, en que las voces de mando
son sustituidas por golpes de gong y las descargas dirigidas por los banderines de las
secciones. Los movimientos resultan a discreción, sin duda para corresponder al
calzado de la tropa, que es también discrecional. Unos llevan borceguíes viejos de
señora con bigotera de charol, otros botas de hombre con la caña por fuera, algunos
los usan de gendarme francés montado, y la generalidad caret utroque. En fusiles los
hay desde el arcabuz hasta el de aguja, largos y cortos, y que apuntan y no tiran.
La parte nacional comprende el tiro al blanco con arcos de un peso y de una
tensión excepcionales; la esgrima de lanza, en la que agotan todos los recursos de la
gesticulación para hacerse miedo; y las maniobras hípicas con jinetes, que montan y
desmontan a la carrera, se tienden sobre el caballo, que es poco mayor que una rata
gorda, y ejecutan, en fin, todas las habilidades propias de los clowns.
Ahí van algunos datos curiosos.
Según la estadística de Behm y Wagner de 1874 a 76, las veinticinco provincias
en que se divide el Imperio del medio, contando la China propiamente dicha y los
países tributarios, miden una superficie de 10.466,655 kilómetros cuadrados, y tienen
una densidad de 434.446,514 habitantes. Pero vaya usted a saber la verdad en un país
donde no hay censo y en el que es preciso sacar las cuentas como las presupuestaba
de las obras municipales aquel arquitecto de Soria, que, preguntándole lo que podría
costar un matadero, respondía: «De quinientos a sesenta mil duros».

www.lectulandia.com - Página 256


Los ingresos de la nación, según los ingleses, que son los más versados en la
contabilidad china, ascienden por el presupuesto de 1875 a 79.500,000 taels(cada tael
valiendo peso y medio), y se descomponen así:

Por territorial … 18.000.000


Impuesto sobre mercancías … 20.000.000
Renta de aduanas … 15.000.000
Sal … 5.000.000
VENTA DE CATEGORÍAS … 7.000.000
Ingresos eventuales … 1.000.000
Ganados, agricultura y demás productos naturales y en especie … 13.100.000
TOTAL … 79.100.000

En 1874 emitió el gobierno chino el primer empréstito exterior por 15.691,875


francos, dando en garantía la renta de aduanas.
Careciendo de administración civil, no es para extrañarse que tampoco la tenga
militar. Verdad es que el mismo vacío se nota en ingenieros y estado mayor; y aun me
atrevería a decir en el ejército en absoluto, si no vinieran a desmentirlo los siguientes
datos de Klaprotz, de que él no sale garante, ni yo tampoco, pues están adquiridos en
los cuadros mitológicos del ya conocido contingente ideal.

Infantería regular … 300.180 hombres


Caballería regular … 227.000
Artillería … 17.000
Reserva … 30.000
Oficiales del ejército regular … 6.000
Infantería irregular … 400.000
Caballería irregular … 273.000
Oficiales del ejército irregular … 5.200
Marina … 32.410
TOTAL … 1.290.820

Si yo fuera ministro de la Guerra en China, pondría una nota al pie de mi


presupuesto departamental, como la de los antiguos billetes de diligencia en las
observaciones sobre los equipajes, diciendo: «No se responde de robos por fuerza
mayor». Como no lo soy, y me alegro, me limito a consignar que el efectivo del
ejército celeste depende del resultado de las cosechas generales.

www.lectulandia.com - Página 257


www.lectulandia.com - Página 258
CANTÓN - IV

egún hemos consignado al principio,


la dinastía reinante no es china,
propiamente hablando, sino tártara
mandchur; es decir, invasora,
dominante por derecho de conquista, y mirada, por
consiguiente, con prevención por los oprimidos.
De aquí nace el que, favorecidos por la gran
desorganización del Estado, tengan éstos formadas
sociedades secretas, que funcionan en el misterio,
y cuyo fin, como fácilmente se colige, no es correr
tras la libertad en busca del derecho político
moderno, sino sencillamente cambiar de yugo. Dos
siglos hace que trabajan con este objeto, sin
lograrlo.
Hay además otro partido: el extranjerista, compuesto indistintamente de tártaros y
chinos, que reconociendo las ventajas de la civilización, pide telégrafos, ferrocarriles,
reformas en las costumbres y progreso, en una palabra; pero sus sectarios se hallan en
minoría, pues ni el espectáculo del gas incita a la masa tradicional del pueblo a
desprenderse de sus linternas, ni el espíritu revolucionario del movimiento en sentido
de avance, se aviene con la rutinaria y perezosa marcha de estos seres mecánicos.
Ello vendrá, no obstante, y acaso muy pronto, pues ya empiezan a observar que la
actividad es un elemento de riqueza, y el chino es avaro.
Tomando pretexto de cualquiera de estas razones políticas, sucede a lo mejor que
un mandarín cuyas aspiraciones no han sido satisfechas, se levanta en armas, recluta
ciento cincuenta mil hombres, y recorre con ellos las provincias, amenazando
absorber el imperio. Pero como en Pekín le ven las cartas, le envían un emisario para
que ajuste la paz con él; le dan algo de lo mucho que pide y una mañana el rebelde no
amanece en el campo, con lo cual se disuelve el ejército; porque, lo mismo en
sublevaciones que en batallas, en faltando el jefe se acabó el cotarro. Algunas veces,
pocas, pillan al descontento y le cortan la cabeza, como acaeció hace cuatros años
con el general Li, que se había enseñoreado del Tonkín, y cuyo recuerdo me trae a la
memoria una frase del virrey de Cantón, que no debo pasar en silencio. Esto me da
pie para relatar nuestra visita al yamen o palacio del feudal lugarteniente del
emperador.
Agregado en calidad de curioso a la misión diplomática que cerca de Li-u

www.lectulandia.com - Página 259


(nombre del virrey, que no hay que confundir con el del general rebelde) fue a
desempeñar por entonces nuestro malogrado ministro en China D. Carlos A. de
España, vestíme, como los demás señores del cortejo, de chaqué y sombrero gacho; y
suprimidos con el frac los guantes como innecesario e incomprensible atributo de
cortesía en las altas y bajas regiones celestes, encaminámonos todos en sendas sillas
mandarinas forradas de algo que fue paño verde, y con alamares, que a haber
conservado su envoltura de seda, hubieran sido negros, al yamen del gobernador,
precedidos del portatarjetas para anunciarnos.
Forman el palacio en cuestión multitud de anchurosos patios con pabellones
sueltos, que en nada difieren, como arquitectura y muebles, de las casas de los chinos
ricos. En la puerta exterior unos harapientos coolies disparan seis morteretes; y unos
hombres vestidos de colorines, con la cabeza calzada de una especie de enorme
cencerro colorado, del que salía como cimera una tiesa, larga y única pluma de faisán,
se pusieron en fila junto a unos figurones gigantescos y ridículos de cartón, dioses
porteros de la morada.
En el último patio, y acompañado de su séquito, nos esperaba el virrey, que
graciosamente nos saludó a todos cerrando los puños, juntándolos por las falanges y
agitándolos a la altura del pecho, como si zarandease una sonajera. Li-u, que respecto
a fisonomía y modales está cortado por el patrón general de su raza, en la que no se
nota nunca esta diferencia de cutis, de movimientos, de dicción y de forma que
distinguen a nuestras clases privilegiadas del común de las gentes, vestía túnica de
riquísimo satín celeste con caballa o balandrán azul tina, ostentando en el pecho, a
modo de sacerdote bíblico, una placa cuadrada con los emblemas de su magistratura
bordados en seda y oro. Botas de raso negro con ancha suela de fieltro blanco cubrían
sus piernas hasta la rodilla; y de sus hombros pendía una esclavina de lustrosa piel de
nutria, sobre cuyo fondo destacábase un profuso collar de cuentas de ámbar. Cubría
su cabeza el sombrerete mandarín de castor, con un botón de coral del tamaño de un
huevo de paloma, y de la parte posterior del bonete salía en sentido horizontal un
plumero a modo de rabo de zorra, que se extendía hasta media espalda.
Invitados a pasar al pabellón de las recepciones, encontramos servida en él una
mesa con dulces, vinos, tazas de té y cubiertos europeos. El virrey puso al ministro a
su izquierda, lugar de honor según los usos locales, y al intérprete a su derecha. Los
secretarios, la oficialidad del aviso Marqués del Duero, el vicecónsul de España en
Cantón, y el cronista, muy servidor de ustedes, nos acomodamos donde quisimos,
permaneciendo con nuestros hongos encasquetados, para seguir el ceremonial de la
etiqueta confucista. Los oficiales de Li-u, de pie detrás de nosotros a manera de
coperos, nos escanciaban el champagne, y colmaban los platos de sabrosos
limoncillos en almíbar, jengibre en dulce, guisantes azucarados y otras golosinas, por
las que previamente había pasado sus manos el virrey, atestiguando así que podíamos
comerlas con entera confianza, seguros de que no contenían veneno. El gobernador,
entre bocado y bocado, daba una chupada a la pipa, que cada vez le cargaba su

www.lectulandia.com - Página 260


secretario particular; pues sabido es que el recipiente de estos utensilios no admite
tabaco más que para una sola aspiración. Y allí empezaron a tratarse los asuntos de
Estado con la asistencia de nuestros coolies de silla y de los barrenderos, apaga luces
y encargados de las salvas en el yamen, que hicieron irrupción en la sala, en uso por
lo visto de un legítimo derecho; pues nadie los estorbó en su faena de interrumpir con
sus animadas conversaciones y carcajadas a los conferenciantes.
—¿Qué noticias hay de la insurrección de Li? —preguntó nuestro
plenipotenciario.
—Eso acabará pronto —contestó el virrey.
Y haciendo un gesto de contrariedad:
—El caso es —añadió— que yo he tenido en la mano el evitar esta revuelta,
porque días antes de levantarse en armas, y cuando todavía nadie sospechaba de su
lealtad, vino a visitarme, y en su conferencia conmigo noté cierta vaguedad en su
mirada que no me dio buena espina. Tanto, que tuve una corazonada, y determiné
mandarle cortar la cabeza; pero luego ¡se me olvidó! ……………
¡Desventurado país donde la vida de los ciudadanos está a merced de las
corazonadas de un gobernador! A él debían mandarse a todos los que en la vieja
Europa se rebelan contra la tiranía imaginaria del cumplimiento de sus obligaciones,
porque ávidos de privilegios injustos, olvidan que sus ansiados derechos no son más
que sus propios deberes ejercidos por otro.
Li-u, quitando la cobertera a su taza de té, nos invitó a apurar las nuestras; lo que
significaba que la conferencia había dado fin.
Al día siguiente, embarcado en un bote de flores, remolcado por una lancha de
vapor, fue a devolver la visita al ministro; sin que en ella ocurriera otro incidente
digno de relato, que la súplica dirigida a don Guillermo Lobé, comandante del
Marqués del Duero, de no saludarle con los cañonazos de ordenanza, hasta
encontrarse fuera del alcance de los tacos. Lo que se cumplió, esperando para hacer la
salva a que tomase tierra, y metido en la silla que allí le aguardaba, desapareciese
entre la multitud precedido de soldados, tocando gongs y caracoles (que hacen las
veces de trompetas).
Yo quería llevar a mis lectores a conocer la cárcel, pero no me atrevo, porque,
francamente, es un espectáculo que con dificultad se resiste. Me limito, pues, a
pasearlos por delante del establecimiento, sito en una plazoleta cerrada por un
murallón, sobre el que se ven pintados monstruos de una fauna sui generis. Allí,
convenientemente custodiados, se solean centenares de presos con la coleta cortada,
envueltos en andrajos, comidos por la miseria, y ostentando la importancia de su
penalidad, quien con la cabeza metida en la canga, cual arrastrándose con los pies en
cepo;
otro, en fin, con una cadena sujeta a la garganta, y de cuyo extremo inferior pende
una piedra como un queso de bola, en la que estriba su libertad, pues sólo puede
recobrarla el día en que, por efecto del uso, el adoquín se desprenda de la cadena.

www.lectulandia.com - Página 261


Los mandarines encargados de administrar la justicia, proceden también por
corazonadas. Cuando hay un delito que castigar, echan mano del presunto reo; pero si
éste se fuga, lo substituyen con su pariente más próximo, o en defecto de familia, con
el vecino más inmediato. El interrogatorio da principio, suspendiendo al que va a
servir para satisfacción de la vindicta pública, a un como banquillo de cama puesto en
sentido vertical, amarrándole por los pulgares de manos y pies. Por no prolongar esta
posición insostenible, el acusado reconoce las más veces una culpabilidad de que está
inocente; y ya convicto, no hay más procedimientos ni apelaciones: se le mete en la
cárcel y se aguarda la llegada de la primavera, que es la época en que a granel se
verifican las ejecuciones. Ya no consisten éstas, como antiguamente, en aserrar en
dos a lo largo a la victima, ni en cortarle lentamente en miles de pedacitos, ni en
quemar a fuego lento, ni en ninguno de tantos primores como aún se admiran en
efigie en la pagoda de los tormentos; pero se flagela hasta la muerte; se divide viva en
setenta y cinco trozos a la mujer adúltera; se estrangula a los cómplices atándoles una
soga al pescuezo y tirando un verdugo de cada uno de los cabos; se tritura liando al
reo con una cuerda y oprimiendo el cable a merced de un torno; y se decapita, por
último, a gusto del consumidor; porque si es pobre, se arrodilla en el suelo con las
manos sujetas a la espalda y recibe dos o tres sablazos, hasta dividirle la cabeza del
tronco: si tiene con qué pagar la supresión del sufrimiento, elige un ejecutor afamado,
que con sólo apoyar en la nuca la hoja, le corta de un golpe las vértebras cervicales,
ni más ni menos que como se descabella a un toro: y si es muy rico, compra quien lo
reemplace en el cadalso; lo que se obtiene, tanto por la indiferencia con que mira la
muerte el chino de precaria condición (que halla en este mercado manera de que sus
hijos le hagan honras fúnebres de que carecería de otra suerte), cuanto por la
benevolencia de los tribunales, que se contentan con que el crimen suceda al castigo,
sea quien fuere el que lo sufra: por último, cuando se cuenta con influencias, se
soborna a los jueces, y entonces la faena se lleva a efecto fuera de la época
reglamentaria; pero en lugar de salir el reo de la cárcel metido en un canasto con las
piernas colgando coram populo y a la luz del día, lo llevan por la noche al campo del
suplicio, donde le aguarda una litera que lo conduce a otra provincia, y el público se
da por satisfecho con creer que la cabeza del inocente que yace en el suelo es la del
verdadero criminal.
Después de referir tantos horrores, quisiera concluir con una frase de consuelo. Ya
di con ella:
No hablemos más de Cantón.

www.lectulandia.com - Página 262


LA METEMPSÍCOSIS

www.lectulandia.com - Página 263


Pues señor, era una vez un tal don Abundio Recogido con quien tan bien cuadraba el
apellido por la morigeración de sus costumbres, como contrastaba el nombre por la
escasez de sus recursos. Exprofesor de Historia de un instituto de provincia, vivía
reducido a los estrechos límites de su jubilación de catedrático de entrada, pues jamás
pudo conseguir el ascenso. Era sin embargo feliz, tan feliz como puede serlo un
hombre que a los sesenta años habita un piso cuarto en la calle de la Palma Alta de
Madrid, posee una regular biblioteca, se hace servir por una maritornes alcarreña el
chocolate con buñuelos a las siete de la mañana, come a las dos su eterno cocido, y
digo eterno por carecer de principio y de fin, y cena a las once su inevitable guisado
con patatas, precedido en invierno de unas sopas de ajo y seguido en la época
canicular del indigesto pero refrescante gazpacho con pepino.
Por las tardes de tres a cinco o de cinco a siete, según la estación, se encaminaba
pian pianino a la calle de la Victoria y, ya saboreando un vasito de café con leche, ya
paladeando un chico de horchata, repasaba la prensa del día que el camarero le iba
presentando, seguro de que los dos cuartos de propina no habían de faltarle. Todos los
parroquianos del café de la Vizcaína conocían a don Abundio; pero ninguno le
trataba. No tenía amigos, y desde diez años atrás se le había bautizado con el mote de
Juan Palomo, por aquello de yo me lo guiso y yo me lo como que reza el refrán. Los
domingos amenizaba el Moka con una copita de ron o las chufas con una ración de

www.lectulandia.com - Página 264


bizcochos. El primero de mes se permitía el despilfarro de una peseta para asistir al
paraíso del teatro Real, y el quince se deleitaba con lo que entonces era literatura
dramática en el teatro Español, donde por cinco reales ocupaba un asiento de galería
alta. Practicaba las fiestas de precepto, nunca faltaban en su bolsillo los cuatro
ochavos que destinaba diariamente a la limosna de un anciano, de una mujer, de un
niño y de un lisiado, y así tranquilo, ordenado y solo, llevaba don Abundio su
existencia calzada con chanclos, tanto para evitar el lodo del mundo como para pasar
por él sin hacer ruido y evitar el molestar y que le molestasen.
Había con todo una nube en su horizonte, y el género de vida que se había
impuesto era como una especie de expiación de su pasado. Hagamos historia.
Allá en sus mocedades, don Abundio habla tenido por amigo fraternal a un don
Serapio Benigno Prudencio Manso y Cordero, natural de Toro, propietario, viudo y
padre de un niño llamado León, de quien él catedrático de historia había sido padrino
al mismo tiempo que albacea testamentario de la madre. El lazo que los unía era tan
estrecho que no tenían pan partido como suele decirse; y en casa del propietario había
el cuarto de don Abundio, el cubierto de don Abundio y hasta las zapatillas de don
Abundio, pues allí se descalzaba, comía a menudo y aun pernoctaba con frecuencia.
Fragility, your name is woman: Fragilidad, tu nombre es mujer, ha dicho
Shakespeare, y aun cuando yo no sé lo que quiso dar a entender con ello el poeta de
Strafford, aquí lo aplico por si viniera bien, pues la fragilidad de don Serapio le
condujo a contraer segundas nupcias en cuanto hubo acabado de llorar los doce meses
reglamentarios a su difunta esposa.
Ocioso creo consignar que don Abundio fue padrino de la boda y que, si bien
retiró sus zapatillas del hogar conyugal, siguió compartiendo frecuentemente con sus
amigos el cocido de la amistad sazonado con el chorizo de la abundancia.
Non bis in ídem, dice el proverbio latino, que cito para que vean ustedes que lo
mismo manejo yo las lenguas muertas que las vivas, y también para probar que
efectivamente no se debe reincidir en nada si es esto lo que aquella máxima
prescribe; pues así como le pudo salir bien a don Serapio la segunda edición de su
esclavitud, le salió en la frente, como vulgarmente se dice, para dar a entender que
algo le sale a uno mal.
Y en efecto, doña Remigia, pues así se llamaba la consorte, le salió rana; y no lo
digo porque careciese de pelo, que mata era la de sus trenzas capaz de adornar la
cimera del casco de un oficial de caballería; lo que ya creo que habla tenido lugar
cuando estuvo en relaciones con un teniente de lanceros de Calatrava; y en cuanto a
guapa, llamábanla en su pueblo la hermosa Judit no sólo por sus encantos personales
sino porque hacía perder la cabeza a cuanto Holofernes se le ponía a tiro. Pero pagada
de sí misma, esclava de su belleza, manirrota y poco dada al trabajo, resultó
madrastra del hijastro y cara mitad del esposo; cara, en lo que tenía de dispendiosa, y
mitad en lo que dividía al entero. Alegre como unas castañuelas eso sí; porque su
cama podría parecer un plantel de espárragos por los cuarenta dedos que ella y su

www.lectulandia.com - Página 265


marido dejaban asomar por los agujeros de las sábanas, las calcetas asemejar a los
desiertos africanos por no tener una planta, los baberos del niño competir en barbas
con un albañil en sábado; pero ni una noche faltaría en su casa la tertulia de hombres
solos, en la que se entretenían en juegos inocentes, entre los cuales el escondite,
siendo don Serapio el encargado de buscar siempre sin encontrar nunca,
especialmente a su mujer y a un empleado en consumos que tenían una habilidad
notable para esconderse.
Hubo a la sazón una de esas expansiones populares que, como lluvia tras sequía,
lo fecundan todo, y del chaparrón aquél brotó una milicia nacional. Don Serapio fue
nombrado capitán de la cuarta del primero y don Abundio su teniente. Con este
motivo las visitas del catedrático se sucedían sin interrupción, pues a los deberes de la
amistad se agregaban las exigencias de la patria.
Aunque don Abundio frisaba ya en los cuarenta años, conservaba rasgos de esa
belleza a lo Espartaco que tanto cautiva a ciertas Evas idólatras de la forma. Además
en su calidad de catedrático de historia, relataba con frecuencia la de España a doña
Remigia que, a fuer de mujer, se encantaba aprendiendo vidas ajenas. Si a esto se
añade el aliciente del uniforme y la veleidad de la dama, fácilmente se deducirá de
todo junto que, nueva edición de la señora de Putifar, doña Remigia trató de quedarse
entre las manos más de una vez la capa de don Abundio. Fiel éste al que, imitando los
tiempos de la Edad media, llamaba su hermano de armas, rechazó como pudo las
obsesiones de aquel súcubo tentador en quien la virtud de la víctima no hacia sino
aguijonear el deseo.
Pero ce que femme veut, Dieu ou le diable le veut. ¡Cuidado si sé yo lenguas!
Vamos al decir que doña Remigia se empeñó en que allí fuera Troya, y Troya hubo
con su Paris y su Menelao correspondientes.
Un día de parada, estando reunido el batallón en el patio de un exconvento de
carmelitas, don Serapio se apercibió de que se había dejado olvidada en su casa la
alocución que debía dirigir a su compañía en el convite que después de la formación
había de darle, para agradecer el honor de haberle elegido capitán. Don Abundio fue
el encargado de ir en su busca. Al entrar en el domicilio de su jefe, lo primero que vio
fue a doña Remigia acabando de ataviarse para asistir a la parada. Estaba hecha un
brazo de mar; pero si hemos de ser justos, él no la iba en zaga. Aquellos pantalones
blancos y relucientes cuya posesión se disputaban por arriba dos tirantes con las
hebillas corridas hasta los hombros y por debajo unas trabillas con las que parecía
llevar los pies en cabestrillo, eran el summum de la marcialidad de afición. Pues
dónde me dejan ustedes la casaca de paño verde botella con vivos y golpes de color
de canario, que amarillo era el distintivo de los fusileros, y botones de metal
numerados a un lado y otro del péti cerradito en forma de pechuga de pichón? No
había medio de resistir a un hombre que sobre sus cinco pies y cinco pulgadas se
ponía un morrión de un palmo cumplido, con una visera como el pescante de un
coche, una chapa hasta la imperial despidiendo rayos de latón y un par de carrilleras

www.lectulandia.com - Página 266


con escamas. Pues no digo nada cuando repicaban gordo y le añadían el último piso
al chacó. El golpe maestro era aquella cuarta de plumero en forma de nabo arqueado
hacia delante, utensilio de triple utilidad, pues no sólo quitaba el sol, sino que
aventaba las moscas y llenaba de cortesías a los transeúntes. En esta forma, más la
espada en el biricú y el corbatín de suela, se presentó don Abundio ante la esposa de
don Serapio; y si hoy estarla para pegarle un tiro, entonces no cabe duda que estaba
seductor.
Doña Remigia al verle lanzó una exclamación de asombro que le hizo dar tres o
cuatro vueltas al plumero. Él se descubrió, y arreglándose el cucuné le expuso el
objeto de su visita. Busca por aquí, busca por allá, ni sombra de alocución en el
pupitre de don Serapio. Con la confusión y las prisas debieron ponerse tan cerca uno
del otro, que el fleco de la berta de doña Remigia se enredó en uno de los botones de
la casaca del catedrático, y cátenlos ustedes trabajando por desasirse. Primero todo
fueron risas, después ya empezaron como a ponerse formales, el fleco no se
desprendía y los dedos se enredaban. En suma, cuando don Serapio que había
encontrado el discurso en el fondo del morrión, entró en la casa para decirle a su
amigo que no se molestase en buscarlo, pues había dado con él donde menos lo
presumía, es decir cerca de su cabeza, encontró al teniente ascendido, y, señalándole
la puerta, dimitió la capitanía y se retiró con su mujer a Toro de donde ya he dicho
que era natural.
Los remordimientos, la vergüenza y el desprecio de sí mismo que le inspiraba su
conducta, produjeron en don Abundio unas viruelas que le pusieron entre la vida y la
muerte. Por fin se restableció; pero ya no volvió a ser ni sombra de lo pasado.
Transcurrido el tiempo reglamentario pidió su jubilación y retiróse a Madrid donde le
tenemos buscando por la paz del cuerpo la tranquilidad del espíritu.
Pero nada hay duradero sobre la tierra, ha dicho el sabio (y no lo repito en griego
no sé por qué).
Un día recibió una carta que, si empezó llamándole la atención por la ridícula
forma del sobre, le llenó de alarma al abrirla y verla fechada en Toro. Decía así; salvo
la ortografía:
«Muy señor mío y mi dueño: Tengo el gusto de participar a usted que ayer se
murió el difunto don Serapio Manso, lo que hemos sentido mucho y rogad por él. Lo
hemos enterrado junto con doña Remigia (q. b. s. p.) que también se murió hace dos
días de una indigestión en el vientre que el médico dice que es cólera; pero yo no
quiero que sea cólera que para eso soy alcalde, servidor de usted, y después se
asustarán los vecinos.
»El niño está en mi casa, jugando a la pelota de luto, porque son criaturas que
nada entienden de aflicciones, y el sastre que es el pregonero se lo ha cosido en dos
trancos.
»Don Serapio ordena y manda que usted sea tutor y curador de Leoncito, y se lo
remitiremos si usted no viene según la disposición del difunto cuya vida Dios guarde

www.lectulandia.com - Página 267


muchos años. Juan Artola —alcalde. Por no saber firmar hace la señal de la cruz. +».
Don Abundio lloró al amigo, rezó por la pecadora, comprendió que aquella
disposición testamentaria era el castigo impuesto a su felonía, y quince días después
entraba en Madrid con su pupilo León.

www.lectulandia.com - Página 268


II

El angelito acababa de cumplir los quince años y tenía ya la cara llena de vello como
melocotón verde de Calatayud. Mal criado y voluntarioso como si fuera hijo de su
madrastra, había que darle gusto en todo, so pena de que escandalizase el barrio a
berridos. Insolente a fuer de rico ignorante, y desarrollado por las faenas agrícolas de
su pueblo, don Abundio no tenía sobre él dominio alguno físico ni moral. En vano
trató de inculcarle algunas nociones de Historia; los resultados fueron nulos. Una vez
al preguntarle quién era Colón respondió que un hombre que había puesto un huevo
de punta; y en Geografía sostenía que la capital de Holanda era Bola, de donde
tomaba su nombre el queso.
¿Asistir a las academias? Perdone por Dios, hermano. De pedrea todos los días,
eso sí, con los pilletes de la puerta de Santa Bárbara; y llenos andaban los encantes de
sus libros de enseñanza que malvendía para comprar un tendido de sol en los
novillos, su pasión dominante. Él era siempre el primero en saltar a la arena en cuanto
tocaba el turno de los embolados para el público, y más de un revolcón le costaba la
aficioncilla. Su aula predilecta era el matadero, de donde siempre volvía con algún
chirlo más y unas tajadas menos.
En la casa todos eran sus víctimas. Tan pronto
era el perro de aguas, compañero inseparable de don
Abundio, el que atado por el rabo y sujeto a una
escarpia de la pared, pasaba media hora boca abajo
atronando la manzana con sus aullidos, como el
minino el que, con un mazo de cohetes encendidos
en la cola, salía bufando por la calle como alma que
lleva el diablo. El pobre tutor le hacía reflexiones
amenizadas siempre con su poquito de Historia para
ver si, por la misma puerta por donde trataba de
inculcarle la morigeración y el respeto, le entraba
también la instrucción; pero, nada; era como lavarle
la cara con jabón a un burro negro.
Un día en que León había atado mano con mano
y pata con pata a los dos pobres bichos, unidos así
de costado como los hermanos siameses, y los había
lanzado a la calle con unas alcuzas en las
extremidades posteriores, don Abundio que
atropellado por los fugitivos midió el suelo, habló así a su pupilo:
—Tu conducta es salvaje, León. El que hace daño a los animales está en camino
de hacérselo a los hombres. Además, si tú no fueses un ignorantón, sabrías que los

www.lectulandia.com - Página 269


egipcios creían en la metempsícosis o transmigración de las almas, por la cual el
hombre que no había cumplido con todos sus deberes morales y sociales, en vida,
pasaba al morir a la condición de bruto o bestia inmunda. Esta creencia, más
generalizada de lo que algunos suponen, la profesan también los chinos, quienes
consideran como un don celeste el transmigrar a un cerdo, porque de ese modo sólo
ha de durar un año la esclavitud de su espíritu en una envoltura irracional. Ahora
bien; ¿quién te asegura que semejante castigo no es una de las manifestaciones de
nuestras penas eternas? ¿Por qué no ha de formar parte eso del infierno o del
purgatorio de los creyentes? Y si es así ¿quién te dice que al martirizar a un pobre
bruto no estás lastimando a un amigo, a un pariente, acaso a los mismos que te dieron
el ser?
Yo no sé el efecto que esta homilía produjo en el ánimo del adolescente; pero lo
que sí puedo atestiguar es, que algunos días más tarde, la Maritornes volvió de la
plazuela trayendo una marranilla de leche que su padre (el de la criada, no el de la
lechona) remitía a don Abundio, por vía de regalo, con el ordinario de su pueblo; y
que León, aprovechando un descuido, cargó con ella y la vendió al primer transeúnte
para, con su producto, asistir a la corrida de toros. El exprofesor de Historia,
enfurecido ante la pérdida de aquel suculento manjar, raro en su mesa, repetía:
—¡Vender una marranilla de tres meses!
—Esos hace que lloramos a doña Remigia —contestó el pupilo—. ¿Querría usted
que me expusiera a comerme a mi madrastra?
Y efectivamente, desde aquel día, empezó a dejar en paz a los animales; pero la
emprendió con las personas; y así llenaba de recortes de ortiga la cama de su tutor,
como conteniendo el aliento y de puntillas, se acercaba por detrás a la alcarreña
mientras espumaba el puchero, de bruces sobre el fogón, y metiendo una mano entre
el zagalejo corto y sus piernas sin medias, le clavaba los dedos en la robusta
pantorrilla al par que imitaba el ladrido de un perro; con lo que la pobre muchacha al
principio se asustaba mucho; pero luego se fue acostumbrando.
Las cosas iban llegando a tal punto que el infeliz don Abundio no gozaba
momento de reposo. César Cantú, Lafuente, Mariana y multitud de historiógrafos
hablan desaparecido de su biblioteca y tomado la forma de tendidos; el uniforme de
teniente de nacionales yacía en una casa de préstamos de donde salió el dinero para
una tienda de manzanilla. Finalmente una noche en que, a hora muy avanzada, León
se dirigía a oscuras desde su cuarto al de la alcarreña con intención de darle algún
susto, tropezó en las sombras con su tutor que, con los brazos abiertos, buscaba la
manera de orientarse por el pasillo.
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó con severidad don Abundio.
—¿Y usted? —le replicó el mozalbete.
—Yo he sentido pasos; y temeroso de alguna trastada de las de usted, me he
levantado a velar por el reposo de esa inocente criatura.
—Pues yo he venido a preguntarle si había puesto a remojo los garbanzos.

www.lectulandia.com - Página 270


Y al día siguiente, con el pretexto de dar un paseo matinal, tutor y pupilo se
encaminaron a la calle de Sal si puedes, donde Leoncito quedó como pensionista en
el colegio de don Tranquilino Verdugo, bajo la advocación de San Juan Capistrano.
Ustedes habrán oído decir, y por si no yo se lo digo, que no hay nada peor que un
chico travieso a no ser dos chicos traviesos. Pues bien, en el colegio de don
Tranquilino había treinta pensionistas, de los que pronto se hizo jefe nuestro héroe; y
si antes León valía por cuatro, concluyó por hacerse insoportable con la emulación de
sus compañeros.
El desgraciado director, hombre entrado en edad y cuyas narices eran una bomba
aspirante de rapé, apeló a todos los correctivos imaginables para meterlo en cintura;
pero no alcanzó mejor suerte que don Abundio. Ya era un bramante sujeto por un
extremo a la mampara y prendido por el otro con un alfiler a su peluca el que dejaba
al profesor con la calva al aire cada vez que abrían la puerta; ya una vejiga provista
de un pito la que, al ir a sentarse en el sillón, aplastaba con su cuerpo y le hacía saltar
hasta las vigas creyendo, con el quejido que daba al deshincharse, que había
despanzurrado a su gata de Angola. Por supuesto que no cejó en su manía de asustar a
las criadas; pero a la de don Tranquilino, que era del Escorial, le cayó en gracia el
chico, y lejos de incomodarse, engordaba, como suele decirse, con las travesuras de
León.
Un domingo del mes de diciembre en que había novillos con mojiganga y dos
toros estoqueados, el director tuvo la desgraciada ocurrencia de llevarse de paseo a
sus alumnos por la calle de Alcalá para que asistiesen al espectáculo de la ida de la
gente a la plaza. León, que formaba a la cola de la ruta, contemplaba con ojos de
envidia aquel torrente humano que a pié, en berlina, en ómnibus, en calesa y aun en
tartana, se precipitaba desde la Puerta del Sol hasta la Cibeles como desbordando por
un embudo invertido. La cara de satisfacción de los transeúntes, la idea de las
emociones que iban a experimentar aquellos con quienes se codeaba al paso y de
quienes tan lejos estaría dentro de poco, el humo de los cigarros, pues basta los que
no van a los toros fuman el día de corrida para hacer creer a los que los ven que van;
el ruido, el sol, el conjunto, en fin, trastornaron el juicio del hijastro de doña Remigia,
y unas se le iban y otras se le venían sin cocérsele el pan en el cuerpo. De repente la
luz parece como que adquirió más intensidad y el ambiente un olor como de carne
muerta y tripas rotas. Todas las miradas convergieron a un punto dado. Era la
cuadrilla de chulos que en coches abiertos se dirigían al redondel luciendo colores,
lentejuelas, moñas y pasamanería. La sangre afluyó al corazón del aficionado y un
velo cubrió su vista; pero no tan tupido que le impidiese percibir entre la comitiva a
un picador que, caballero en una alimaña, llevaba a la grupa a uno de esos pilletes
que les sirven de escuderos y que, bajo la égida de su protector, tienen entrada
triunfal y gratuita en la plaza. León no resistió más; echó a correr como deudor
perseguido por acreedores y, agarrando de un tobillo al escudero, lo desmontó de una
sacudida y de un salto ocupó su lugar. Aunque se subía el embozo del capote para no

www.lectulandia.com - Página 271


ser conocido, sus camaradas de colegio le olfatearon y fueron con el soplo a don
Tranquilino que, ahogado por la pena, y en la imposibilidad de darle alcance, volvió a
casa con la ruta y participó a don Abundio lo ocurrido, consignando en la carta su
irrevocable resolución de despedir al mozalbete.
El excatedrático de Historia, que le estaba poniendo a la alcarreña unos
pendientes de similor que le había regalado por su buen comportamiento, recibió la
misiva como si fuera el casero, es decir, de mal humor, y se echó a la calle
confeccionando un discurso con que ablandar a don Tranquilino y evitarse la
irrupción del ahijado en su hogar, si bien metiéndose tres reales en el bolsillo del
chaleco para, si no lograba convencer al señor Verdugo, comprar a su criada unas
medias de estambre. En todo pensaba el bendito señor.
Llegado que hubo al colegio de San Juan Capistrano, pudo convencerse de que la
determinación de don Tranquilino no tenía vuelta de hoja. Le ofreció aumentarle los
honorarios, le habló de Cicerón y de Séneca probándole que sabía más que ellos.
Nada, ni las dádivas, ni la adulación quebrantaron aquella naturaleza de diamante:
—Usted que tiene criada —concluyó por decirle— comprenda usted lo que a la
mía le espera.
En estas estaban departiendo en el refectorio, pues ya habla anochecido y los
muchachos cenaban bajo la vigilancia del director que andaba viendo a quiénes
tocaba el turno del castigo para ahorrarse las diez raciones que diariamente suprimía
bajo el pretexto de penas correccionales, cuando se presentó León con la gorra
encasquetada y embozado en un capote que, si no tan roto como el del lazarillo de
Tormes, quien tiraba piedras sin desembozarse, estaba reducido al tercio de su peso
específico en virtud de tanto agujero por donde se tamizaba su individuo.
Verle llegar y caer sobre él una granizada de improperios de don Tranquilino y
don Abundio acompañada de una rechifla de los imberbes fue cosa simultánea. León
impávido se mantenía de pie en un rincón.
Restablecido el orden y penetrado el tutor de que no tenía más remedio que
compartir el hogar con su ahijado, pronunció su discurso de despedida y exhortó al
reo a que pidiera perdón a su víctima. Resistióse aquél, y como don Abundio se
empeñara en apelar a la violencia, el muchacho dejó caer su capa en el suelo, blandió
un par de banderillas que ocultas llevaba y, aprovechando la actitud de don
Tranquilino que había dejado caer su pañuelo de yerbas y se disponía a recogerlo, se
las clavó de frente en medio de las dos paletillas y emprendió la fuga entre la algazara
de los alumnos, los berridos del director y las convulsiones de don Abundio que, con
la boca a un lado y agitando pies y manos como si nadase, se revolcaba por los
suelos. Media hora después sucumbía el desgraciado a un ataque de apoplejía
fulminante, y a don Tranquilino, de bruces en la cama, le hacían la primera cura.
De éste no volveremos a saber nada. De los demás nos ocuparemos en los
capítulos siguientes.

www.lectulandia.com - Página 272


www.lectulandia.com - Página 273
III

Han transcurrido cinco años desde los últimos acontecimientos y nos hallamos donde
Tajo a Jarama el nombre quita, o sea en la provincia de Aranjuez, como decía un
amigo mío que se gastó todo su patrimonio en que le eligieran diputado con el objeto
de ser nombrado gobernador, lo que no pudo lograr ni siquiera del punto en que tiene
lugar esta escena.
Yo les describirla a ustedes Aranjuez; pero temo abusar, porque pocos serán mis
lectores que no hayan estado allí, y además porque con la explicación de los países
pasa lo que con la de las personas en las novelas, que por más que los autores se
empeñen en pintarnos la forma de sus narices, el color de sus ojos y el timbre de su
voz, los personajes pasarían impunemente al lado de uno sin cuidado de ser
conocidos, a no haberlos visto antes, pues en la cara es donde se admira la fecundidad
y la inventiva de la naturaleza: todas están compuestas de los mismos órganos y
ninguna se parece.
Así pues plantemos árboles, tracemos alamedas, hagamos brotar abundantes
pastos, dejemos serpentear por allí brazos de ríos, y que cada cual se lo forme en su
imaginación como le parezca que ha de estar más bonito y más adecuado a un sitio
real cantado por los poetas y atravesado por el ferrocarril. Sólo les exijo a ustedes no
dar al olvido que allí hay dehesas en donde se crían toros que, después de corridos y
martirizados en el espectáculo más típico y peculiar de nuestro país, nos los comemos
en estofado los españoles y las españolas.
La luna de Octubre siete meses cubre, dice el proverbio; y, como la de aquel año

www.lectulandia.com - Página 274


hubiera sido esplendente y limpia, he aquí porqué en el mes de Enero, en que
empieza este relato, el sol brillaba en el cielo como el ojo de una muchacha bonita;
que si a soles comparan los poetas los ojos, no hay razón para que a ojo no compare
yo el sol, si es verdad aquello de que el orden dé los factores no altera el producto.
En fin, eran las dos y sereno de una tarde del mes de los gatos, y la yerbecilla,
caldeada por los rayos de Febo, parecía cama de canónigo atemperada por
confortante calentador.
Sobre aquella sábana de esmeralda, rumiando los tallos tiernecitos, como quien
después de una comida abundante no desdeña el paladear una golosina, un enorme
cabestro yacía muellemente tendido haciendo firmas con la cola sobre el suelo, como
las hace cualquiera con el bastón cuando está sentado pensando en las musarañas. Un
colosal cencerro pendiente de un collarín de baqueta cortaba las lineas de su cuello, y
era su pelo cárdeno como espalda de azotado. Colmillos de elefante de Bankok eran
sus astas, y por la redondez de su cuerpo parecía ir diciendo a todos: «Pues señor, no
estoy descontento de mi suerte».
Y apuesto a que ya han reconocido ustedes en él, al cónyuge de doña Remigia, al
bueno de don Serapio que, después de seis años de transmigración, estaba reducido a
custodiar cornúpetos jarameños, del mismo modo que entre los seres racionales se
cuida de las odaliscas en el harem.
No olviden ustedes que, aunque transmigrado, don Serapio conservaba recuerdos
de su vida anterior, porque de lo contrario ¿dónde estarían la gracia y el castigo de la
metempsícosis? Sentado este precedente, asistamos a su soliloquio penetrando en sus
reflexiones.
«Lo que es este año se puede decir que no tenemos invierno. Miren ustedes qué
días estos. Yo estoy con un palmo de lengua fuera; y si es los muchachos, andan por
ahí revueltos como en canícula; hace materialmente calor. La verdad es que esta
existencia no deja de tener su encanto, sobre todo para las naturalezas pacíficas como
la mía. Nadie se mete con uno, a uno le importa un pito todo cuanto pasa a su lado;
buena yerba, buen establo y ningún quebradero de cabeza. Verdad es que tampoco me
la quebraba mucho cuando era hombre; pero me la quebraban los demás, porque ya
era el inquilino que no pagaba, el investigador de hacienda que me aumentaba la
contribución, y eso que siempre que pasaba por el pueblo venía a vivir a mi casa; por
más señas que como al maldito no le gustaba acostarse temprano, mi pobre mujer se
tenía que quedar acompañándole hasta las tantas para hacerle la tertulia, porque lo
que es yo con la primera campanada de las diez las buenas noches y a dormir. Ahora,
nada; en cuanto amanece viene el mayoral, me dice: arriba, Manteca, y yo dolón,
dolón, dolón a llevar a pacer a la gente del bronce; una vez en la pradera, a comer y a
revolcarse; si hay alguna disputilla, de las que siempre tienen la culpa las vacas, los
meto en cintura, porque, parece mentira; pero ahora que no tengo ni voluntad, ni
inteligencia, ni raciocinio, ni nada, soy más valiente que cuando lo tenía todo. Y así
que empieza a anochecer vuelve a decir el mayoral: arriba, Manteca, y yo dolón,

www.lectulandia.com - Página 275


dolón, dolón, a casa con ellos. Y ¡cómo me obedecen! Ahora sí que puede decirse que
soy capitán y no cuando lo era de nacionales, que tenía descuidados todos mis
asuntos con la bendita patria, y el tiempo se me pasaba en recibir a los subalternos
que me venían a pedir la orden, hasta que tuve que tomar la determinación de que
fuera mi mujer la que se entendiera con los oficiales. ¡Pobre Remigia! ¿Qué habrá
sido de ella? La echo mucho de menos, no porque la necesite, que maldita la falta que
me hace el que venga a turbar mi sosiego, sino por saber qué suerte ha sido la suya.
¡Cómo lloró su extravío! Se empeñó en hacer testamento porque quería suicidarse, lo
que hubiera llevado a cabo a no ser porque me previno el escribano y convinimos él y
yo en que pretextaría un quehacer apremiante siempre que ella fuera a su casa con
objeto de testar.
»Pues así y todo estuvo Remigia yendo diariamente por espacio de un año en
busca de don José, hasta que se le pasó aquello no sé cómo. La verdad es que yo
procedí muy cruelmente; llevármela a Toro donde no tenía trato con nadie, ella,
¡acostumbrada toda la vida a alternar con los unos y con los otros!… Pues no digo
nada, despedir de mi casa a Abundio, al amigo de toda la vida; porque de aquel
incidente, como de ello me convenció mi mujer, sólo era responsable la casualidad, el
demonio que anda suelto y hace que se enrede un fleco en un botón, precisamente en
el momento en que a mí se me ocurre volver a mi casa; porque si yo me quedo con el
batallón en el convento, nada. ¿Y cómo estará mi hijo? ¡Qué adelantos habrá hecho
bajo la inspección de Abundio para quien lo mismo eran griegos y romanos que paja
y avena para mí! ¿Vivirán? ¿Serán infelices? ¿Dónde estarán?»
Y así pensando, y con la boca abierta se fue quedando dulcemente dormido,
cayéndosele la baba de gusto.
Pocos minutos hacía que se hallaba entregado al reposo, cuando un alboroto
promovido en la torada vino a sacarle de su letargo.
—¿Qué será ello? —se preguntó don Serapio levantándose y dirigiéndose hacia el
teatro de la lucha. En esto vio llegar una vaca que desalentada corría hacia él
gritando:
—Señor Manteca, señor Manteca; venga usted pronto, que se matan.
—Pero ¿qué ocurre?
—Un toro que han traído de las dehesas del Norte, donde nadie le podía domeñar
y que, dada la fama de usted, le ponen bajo su vigilancia. Apenas entró en el prado se
empeñó en decirme chicoleos, y como mi Caramelo es tan celoso, se trabaron de
palabras, de las palabras vinieron a las manos, sus amigos tomaron parte por él, y allí
los tiene usted a todos revueltos sin que zagales ni mansos los puedan hacer entrar en
razón.
Un silbido acompañado de un grito de Manteca lanzado por el mayoral, le hizo
apretar el paso a don Serapio que, sonando el cencerro, se interpuso entre los
combatientes. El intruso era un toro de cinco años berrendo en negro, bonito de
estampa y duro de cabeza; pero en cuanto don Serapio metió la suya en el corro, allá

www.lectulandia.com - Página 276


fue rodando el otro como tentetieso de mojiganga.
—¿Con que contigo no ha podido nadie? Pues a ver si yo te enseño a tratar a las
personas decentes.
Y a darle se disponía un nuevo revolcón, cuando el vencido bajando la voz para
no ser oído de nadie le dijo al cabestro:
—Detente, Serapio. ¿No me reconoces?
—¡Abundio! —murmuró éste con un ahogado gemido sólo perceptible del
catedrático. Y los dos quedaron mirándose silenciosos.
Los demás testigos de la escena fueron a comentar el triunfo de Manteca
diseminados en corrillos por el prado, y cuando los dos estuvieron solos se hablaron
de esta manera:
—¿Tú por aquí, Abundio? ¡Qué alegría! Pero déjame que te mire. Te encuentro
hasta buen mozo. Al pronto no te había reconocido.
—Pues yo a ti, Serapio, al momento. No has cambiado nada: estás lo mismo.
—Cuéntame qué ha sido de ti. ¿Te has casado? ¿Y mi hijo? ¿Vive? ¿Es hombre
de bien? ¿Estudia mucho?
Aquí el berrendo lanzó un suspiro y, tomando sus precauciones para no dar a su
amigo tan triste noticia de sopetón, fue poco a poco y con rodeos detallándole las
proezas de León hasta el paso de las banderillas, último detalle de que había podido
ser testigo el profesor de historia. Por supuesto que bien pudo ahorrarse ceremonias,
porque don Serapio en vez de afligirse lanzó una sonora carcajada y pareció divertirse
mucho con el relato.
—¡Qué diablillo! ¡Qué diablillo! —decía sin dejar de reír—. La misma afición de
su madre, que esté en gloria, que se moría por los toreros. Y en cuanto a lo de asustar
a las criadas, vamos, no lo ha robado de nadie, que yo también cuando chico las daba
cada susto. ¡Qué diantre!, todos hemos sido jóvenes. ¿Verdad, Abundio?
Y diciendo así le daba con el cuerno en el hombro maliciosos golpecitos.
—Serapio, tu grandeza de sentimientos me humilla y me degrada más y más a tus
ojos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no obstante mi conducta para contigo, me conservas tu amistad y…
—¿Vas a ponerte de mal humor por una niñería que no vale un pito? Ya sé yo que
en el fondo ninguno de los dos teníais la culpa de aquello. ¡Ea!, lo pasado, pasado y
abracémonos.
—Pero —insistía el profesor titubeando.
—Si no me abrazas para probarme que no me guardas rencor por haberte echado
de mi casa, me incomodo.
Y los dos amigos se confundieron en un estrecho abrazo.
—Ahora vente conmigo y te enseñaré una praderita donde hay unos pastos con
los que te vas a chupar los dedos, pero te encargo que delante de gente no me llames
Serapio sino Manteca. ¿Y tú qué nombre tienes?

www.lectulandia.com - Página 277


—A mí me llaman Pendenciero.
—Y lo eres, según me han referido.
—Chico, no es esto revolverme contra lo que ya no tiene remedio; pero encuentro
que mi transmigración no es justa.
—Hombre, no le dan a uno a elegir. Yo tampoco merecía esta suerte; pero ¿qué
hacer? Hay que conformarse. Después de todo, esto no es tan malo; y si en vez de
mostrarte bravucón y gallito haces por aparecer reflexivo y prudente, llegarás a verte
como yo, y ya tienes tu vida asegurada.
Y departiendo así, los dos amigos recorrieron la dehesa con gran contentamiento
de los pastores, que en aquella unión no veían sino el ascendiente de Manteca, cuya
fama de cabestro número uno quedó asegurada para siempre.
Y así transcurrió como medio año, hasta que un domingo del mes de Julio…
Pero lo que sigue merece capítulo aparte.

www.lectulandia.com - Página 278


—¿En dónde estoy? —se decía para si don Abundio dando vueltas y más vueltas en
un pequeño espacio sin luz alguna cuyos límites medía con la cabeza y con la cola—.
Vamos a ver, recojamos las ideas —se repetía—. Ayer por la tarde con cinco
compañeros más y acompañado de don Serapio y algunos otros cabestros, me
metieron en una jaula de madera y me empaquetaron en un wagOn del ferrocarril;
pero las portezuelas eran tan altas que no pude orientarme en todo el trayecto. Por la
noche, que era oscura como boca de lobo, nos desembarcaron a todos juntos;
custodiados por zagales, vinimos a un corralón en donde sin pegar los ojos, la hemos
pasado tratando inútilmente de explorar el terreno y haciendo comentarios sobre lo
que nos ocurría. Esta mañana, obligándome a pasar por un corredor con puertas a los
lados, una de las cuales estaba abierta, y con gente por arriba, a quien no he visto, si
bien oía su algazara, han empezado a pincharme y a hacer conmigo tales cosas, que
me metí no sé por dónde y de repente me encontré encerrado en este cuchitril. Mi
primer cuidado fue llamar a gritos a Manteca; pero en lugar de la suya, fueron las
cinco voces de mis camaradas las que me contestaron contándome que también ellos
se hallaban en idéntica situación. Yo creo sin embargo que esto no ha de durar
mucho, porque mis compañeros han ido saliendo por turno, y al pasar por aquí
delante decían a los que quedábamos: «¡Una puerta abierta! Sálvese el que pueda!» Y
ya no he vuelto a oírlos; lo que me prueba que han logrado evadirse. Hasta ahora van

www.lectulandia.com - Página 279


cuatro, de modo que sólo gemimos presos el Carabinero y yo.
Así discurría Pendenciero cuando de repente encontróse inundado en luz; la
puerta de su mazmorra se había abierto de par en par como movida por un resorte, e
inútil es decir que se echó fuera dando brincos de alegría y gritando con toda la
fuerza de sus pulmones:
—¡Carabinero, Carabinero! Ya me han soltado, estoy libre. ¡Viva la libertad!
¡Viva Riego!
—Acérquese usted por acá —le contestaba el otro— y ayúdeme usted a derribar
esta maldita puerta a ver si podemos escaparnos juntos.
Y don Abundio por una parte y Carabinero por la de dentro, pusieron a prueba sus
testuces; pero aquello era más duro que pan de limosna. En esto el liberto sintió un
agudo dolor entre las paletillas y notó que le colgaban unas como cintas escaroladas
por el lomo.
—¡Brutos! —exclamó con un prolongado bramido.
—¿Qué es eso?
—Una cerbatana que algún mal intencionado acaba de propinarme. ¡Y cómo me
pica! Carabinero, compóngaselas usted como pueda que yo no aguanto más. Aquí
hay una salida y por ella me escurro. Hasta más ver.
Y colóse en efecto por una como boca de antro que, apenas lo recibió en su seno,
cerróse herméticamente dejándolo tan a oscuras como lo estuviera hasta entonces.
—Pues, vaya, que esto es salir de Málaga y entrar en Malagón —decía el pobre
don Abundio frotándose contra las paredes tanto para orientarse como para calmar el
escozor de la espaldilla.
Aplicó el oído y percibió en confusa mezcla, aplausos, gritos y música hacia la
parte exterior. Un rayo de luz, que entraba por un agujero en forma de calabaza, hirió
su vista, velada por el dolor y el enojo, y, colocando su cuerpo de modo que la
armadura no le molestase, guiñó un ojo y aplicó el abierto al de la cerradura.
—¡Horror! —gritó retrocediendo y alcanzando toda la medida de su situación—.
¡Estoy en una plaza de toros! ¡Soy el quinto; el predilecto de la corrida!!!…
Y empezó a revolverse con furia loca, embistiendo a todas partes y haciendo
ariete de su cabeza con qué producir brecha y escapar. Pero fue inútil. Una serie de
puyazos dirigidos por una ventanilla que abrieron en el techo del toril, acabaron de
hacerle perder el juicio: y, cuando al son de los clarines y timbales giró sobre sus
goznes la ferrada puerta, salió a la plaza dispuesto a comerse al que se le pusiera
delante.
Del primer arranque despanzurró a dos jamelgos cuyos jinetes quedaron
sepultados bajo las cabalgaduras.
—¡Caballos! ¡Caballos! —aullaba el público, o sea la fiera de los tendidos,
entusiasmado con aquel prólogo que tan bello porvenir prometía.
La gente de a pie apenas si tenía tiempo de saltar el olivo.
—El toro de la tarde —decían unos.

www.lectulandia.com - Página 280


—El de la temporada —argumentaban otros.
—Sentarse —gritábanlos de arriba, poniéndose de pie como los de abajo.
Un picador de los de reserva, que quería contraer méritos para asegurar su
contrata, se acercó al ángulo cinco, y echando al aire su sombrero.
—Vaya por ustedes —dijo, y se encaminó sobre su sardina en busca de don
Abundio.
—¡Bravo! ¡Bravo! —fue el grito general.
Pero apenas se había puesto en suerte cuando caballo y caballero fueron rodando
por la arena con gran peligro del segundo que, sólo dando vueltas como una perinola,
logró escapar de una muerte segura, llevando dos pisotones en la cabeza, un varetazo
en el muslo y un susto en todo su cuerpo.
—¿Me haría usted el favor de repetir esa suerte, que estaba distraído y se me ha
pasado? —le dijo un chusco; pero como en aquel momento se apercibiera el público
de que, con el marronazo, el reserva había despaldillado al toro, se armó una de
silbidos que ni en un teatro en noche de estreno infeliz.
—¡A la cárcel! —decía la sombra.
—¡Que lo ahorquen! —coreaba el sol, siempre partidario de los recursos
extremos.
Y las botellas y los proyectiles andaban por los aires como murciélagos
perseguidos, mientras los alguaciles agitando sus penachos y luciendo sus
pantorrillas, se llevaban al reserva al palco presidencial e intimaban a los picadores la
orden de salir a los medios.
Restablecida la calma y normalizada la corrida, don Abundio empezó a
experimentar cansancio, y ya le era preciso traer a la memoria su desesperada suerte
para que se decidiera a tomar varas.
Un prolongado punto de clarín despejó de cuadrúpedos el redondel, no sin que el
presidente se llevara una silba por no haber dejado al toro dar todo su juego, y don
Abundio creyó que todo había concluido. Pero como viese delante a un mozalbete
que, con unos palitos en la mano, se entretenía en dar saltos, ya corriendo hacia
delante ya hacia atrás:
—Tú vas a pagar por todos —dijo el berrendo, y fuese a él en derechura; pero el
chulo, dándole un gracioso quiebro como bolero en salida, le dejó clavadas en el
morrillo dos banderillas que le hicieron dar un bote y exclamar:
—¡Pobre don Tranquilino! ¡Qué rato pasaría usted!…
Al segundo par sintió no haberse fingido cobarde como le aconsejó don Serapio,
cuya condición envidiaba; y al tercero se decidió a vender cara su vida y se entableró
pegando la cola a la valla sin que los capotes de los chicos lograran hacerle arrancar.
—Ande usted, que nos ha engañado —gritó una voz femenina desde la barrera—.
Salió usted más valiente que el Cid y se ha quedado usted más reflexivo que un
catedrático de Historia.
Al oír la alusión volvió don Abundio la cabeza y se encontró con una hermosa

www.lectulandia.com - Página 281


muchacha, vestida de manola, apoyada sobre la capa de paseo del matador puesta a
guisa de colgadura en el antepecho.
—¡Sí, señor, yo se lo digo a usted! —proseguía ella—. La moza de Pinturita que
va a mandarle a usted de un volapié a la eternidad, en cuanto el señor presidente
acabe de sonarse y pueda hacer seña con el pañuelo.
Don Abundio dio un bramido horroroso. ¿Ustedes creen que de indignación?
Nada de eso; es que acababa de reconocer en aquella manola a la alcarreña su criada.
El pobre señor ya no tuvo momento de reposo; se fue al centro de la plaza y, tomando
carrera, saltó el olivo con tal empuje que a no haber maroma, se cuela en el tendido
con ánimo de dar un abrazo a su antigua Maritornes. Tres veces repitió la tentativa, y
sólo a duras penas, y después de haberle clavado un rejón en al anca, se logró que
fuera a entablerarse al lado opuesto.
Por fin, tocaron a matar; Pinturita tomó los trastos, y después del correspondiente
brindis, se fue solo a la fiera, paró los pies y se puso en facha.
Tres pases al natural y dos de pecho forzados llevaba cumplidos el matador con
gran contentamiento del público y absorta extrañeza de Pendenciero que no le quitaba
ojo, cuando, liando el trapo y armándose para el volapié, echó atrás la cabeza el
diestro y dejóle ver al toro un lunar como una pieza de dos reales que tenía junto a la
nuez. Descubrir don Abundio aquel signo y echarse a correr por la plaza todo fue
uno.
—¡Está huido! —vociferaban todos silbando al toro como pudieran hacerlo con
un actor que no supiera su papel.
Y sin embargo, el pobre cornúpeto llevaba la razón en su fuga; quería evitar una
horrorosa catástrofe. Había reconocido en Pinturita a su ahijado León.
En vano fue que éste cambiara de muleta y apelara a todos los recursos para traer
al toro a jurisdicción; don Abundio, transido de pena, esquivaba la lucha. Lo que pasó
por su pupilo, nadie lo sabe. ¿Temía el fiasco? ¿Recordaba lo que sobre la
metempsícosis le había repetido tantas veces su tutor y, compulsando fechas, abrigaba
algún temor sobre el caso presente? Lo ignoro; lo cierto es que se puso pálido, y
volviendo a la barrera depositó trapo y estoque y se sentó en el estribo diciendo que
él no podía hacer más.
—¡Perros! ¡Perros! —gritó el público; porque se me olvidaba decir a ustedes que
esto pasaba antes de que la media-luna se hubiera introducido en la lidia.
Y, en efecto, la trahílla salió a la arena con gran contentamiento de don Abundio
que, no hallando motivos de consideración para los canes, los fue despanzurrando por
turno después de llevarlos y traerlos como pelota en trinquete. La única que se le
resistía era una perra con cara de patrona de casa de huéspedes sin principio, que
siempre encontraba modo de escabullírsele entre las patas.
—También llevarás tu merecido —murmuró el catedrático dando un derrote al
aire.
—¿Yo? —le contestó la perra soltando una de esas carcajadas más insultantes que

www.lectulandia.com - Página 282


un bofetón—. ¡Si no ha podido conmigo mi marido! Caro va usted a pagar el
haberme puesto en el caso de ir a acabar mis días en Toro con Serapio.
—¡Remigia! —pues la mastina no era otra— argüía Pendenciero falto de fuerzas
para resistir a tanta tribulación. Mira que yo no soy manso, y si me buscas camorra la
encontrarás.
—Calle usted la boca, teniente de papel. Ni a usted ni a todo Jarama junto temo
yo. Y el toro que sea hombre, que salga.
Y daba brincos procurando hincar el diente donde podía; hasta que convencida de
la inutilidad de sus esfuerzos y oyendo al tendido pedir a voz en cuello que se
llevaran al toro al corral, porque la noche se venía encima, se dirigió resueltamente a
donde León estaba, y ladrando y enseñándole los dientes, le increpó de esta manera:
—Lo mismo que tú, torero de invierno, ¿así vuelves por la honra de tu familia?
¿Por qué no le diste un golletazo? ¡Si me voy convenciendo de que eres hijo de tu
padre!…
León no entendía; pero no quitaba los ojos de la perra y meditaba.
Por fin soltaron a los cabestros y, en cuanto doña Remigia reconoció a su marido,
se le abalanzó a una oreja diciéndole con transportes de fingido gozo:
—¡Serapito mío! Esta vez sí que no nos separaremos; yo quiera ir a donde tú
vayas. Mira, aquí tienes a Leoncito que se hará pastor, y reunidos pasaremos la
existencia. Hasta si tú quieres consentiré en que nos acompañe don Abundio.
Y don Serapio, inmóvil, conmovido y con la cabeza inclinada por el peso de su
esposa, cuyas virtudes admiraba, quiso hablar, pero sólo tuvo fuerzas para decir:
Muuu…
Todo parecía augurar un feliz desenlace, cuando uno de los pastores, creyendo
por la actitud de Manteca que la perra le martirizaba en vez de acariciarle, tomando
por odio de raza lo que era expansión de familia, llegó con el garrote enarbolado a
donde los cónyuges estaban, y descargó con él tan tremendo como infortunado golpe
sobre la cabeza de doña Remigia, que ésta, dando media vuelta, cayó exánime a los
pies de su marido.
—¡Pobrecita! ¡Tan buena! —murmuró Serapio.
Y, dirigiéndose a donde el catedrático estaba:
—La hemos perdido —exclamó—. ¡Valor, amigo!
Y ambos tomaron el camino del toril, lanzando al pasar junto a León una mirada y
un mugido que conmovieron al émulo de Costillares. Pero al llegar a la puerta, don
Abundio dobló las rodillas y, sin proferir una queja, quedó muerto de repente.
En las reseñas de los periódicos dijeron que le había ocasionado la muerte la
despaldilladura del reserva. ¡Así se escribe la Historia! En el matadero se vio que
tenía el corazón deshecho. Había muerto de un aneurisma.
Don Serapio siguió llevando el cencerro y acabó por olvidar y ser feliz.
Lo que pasó por León nadie lo sabe; pero es lo cierto que al día siguiente se cortó
la coleta con asombro de sus admiradores; se volvió misántropo y concluyó por

www.lectulandia.com - Página 283


fundar en Madrid la primera sociedad protectora de los animales.
En cuanto a la alcarreña, continuó sirviendo.

FIN

www.lectulandia.com - Página 284

También podría gustarte