El Anacronópete, Viaje A China, Metempsícosis. Enrique Gaspar
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El Anacronópete, Viaje A China, Metempsícosis. Enrique Gaspar
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Enrique Gaspar
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Título original: El Anacronópete - Viaje a China - Metempsícosis
Enrique Gaspar, 1887
Ilustraciones: Francesc Gómez Soler
Retoque de cubierta: 17ramsor
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EL ANACRONÓPETE
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CAPÍTULO PRIMERO
En el que se prueba que ADELANTE no es la divisa del progreso
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ARÍS, foco de la animación, centro del movimiento, núcleo del bullicio,
presentaba aquel día un aspecto insólito. No era el ordenado desfile de
nacionales y extranjeros dirigiéndose a la exposición del Campo de
Marte ya para satisfacer la profana curiosidad, ya para estudiar
técnicamente los progresos de la ciencia y de la industria. Mucho menos reflejaban
aquellas fisonomías la alegre satisfacción con que los habitantes de la antigua Lutecia
corren anualmente a ver disputar el gran premio en el concurso hípico destrozando
palabras inglesas y luciendo trajes y trenes, capaz cada uno de satisfacer el precio del
handicap y de saldar todos juntos la deuda flotante de algún Estado.
Verdad es que aunque época de certamen universal, pues desfilaba el año de 1878,
no lo era de carreras, pues no iban transcurridos más que diez días del mes de Julio.
Además no había vaivén; es decir que no acontecía lo que en aquellos casos, que la
gente que se divierte se cruza en opuesta dirección con la que trabaja o huelga. Todos
seguían el mismo rumbo llevando impresa en la mirada la huella del asombro. Las
tiendas estaban cerradas, los trenes de los cuatro puntos cardinales vomitaban
viajeros que asaltando ómnibus y fiacres no tenían más que un grito:
—¡Al Trocadero!
Los vaporcitos del Sena, el ferrocarril de cintura, el tram-way americano, cuantos
medios de locomoción en fin existen en la Babilonia moderna, multiplicaban su
actividad hacia aquel punto atractivo del general deseo. Aunque el calor era sofocante
como de canícula, dos ríos humanos se desbordaban por las aceras de las calles, pues,
exceptuando los vehículos de propiedad, París con sus catorce mil carruajes de
alquiler, no podía transportar arriba de doscientas ochenta mil personas, concediendo
a cada uno diez carreras con dos plazas; y como la población se elevaba a dos
millones, en virtud del espectáculo del día a que todos querían asistir, resultaba que
un millón y setecientos veinte mil individuos tenían que ir a pié.
El Campo de Marte y el Trocadero, teatro de aquella representación única, habían
sido invadidos desde el amanecer por la impaciente multitud que, ño contando con
billete para la conferencia que en el salón de festejos del palacio debía celebrarse a
las diez de la mañana, se contentaba con presenciar la segunda parte, mediante el
valor de la entrada, en el área de la Exposición. Los que ya no tuvieron acceso a ella,
asaltaron los puentes y las avenidas. Los más perezosos o menos afortunados se
vieron reducidos a diseminarse por las alturas de Montmartre, los campanarios de las
iglesias, las colinas del Bosque y las prominencias de los Parques. Tejados, obeliscos,
columnas, arcos conmemorativos, observatorios, pozos artesianos, cúpulas,
pararrayos, cuanto ofrecía una elevación había sido adquirido a la puja; y los
almacenes quedaron exhaustos de paraguas, sombrillas, sombreros de paja, abanicos
y bebidas refrigerantes para combatir al sol.
¿Qué ocurría en París? Hay que ser justos. Ese pueblo que así se admira a sí
propio colocando sus medianías sobre pedestales para que el mundo los tome por
genios, como se divierte consigo mismo caricaturándose en sus infinitos ratos de
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ocio, se conmovía esta vez con sobrada razón. La ciencia acababa de dar un paso que
iba a cambiar radicalmente la manera de ser de la humanidad. Un nombre, hasta
entonces oscuro y español por añadidura, venía a borrar con los fulgores de su
brillantez el recuerdo de las primeras eminencias del mundo sabio. Y en efecto. ¿Qué
había hecho Fulton? Aplicar a la locomoción marítima los experimentos de Wat o de
Papin a fin de que los buques caminasen con mayor rapidez venciendo más
fácilmente la resistencia de las olas con su fuerza impulsiva; pero salir en lunes de un
puerto para llegar en martes a otro en que antes, a la vela y viento en popa, no hubiera
sido posible fondear hasta el sábado, no puede decirse que fuera ganar tiempo sino
perder menos a lo sumo. Stephenson, inventando la locomotora, le hacía devorar
espacio sobre dos nervios de metal; pero recorrer mayor distancia en menos minutos
era siempre ir en busca del mañana por la senda del hoy. Lo mismo digo de Morse:
transmitir el pensamiento por un alambre merced a un agente eléctrico, no destruye el
que, aunque el fluido sea capaz de dar cuatro veces la vuelta al orbe terráqueo en un
segundo, la idea tarde en volver a su punto de partida en cada revolución sobre la
línea equinoccial la duo-centésimo-cuadragésima parte de un minuto. Es decir que el
resultado es fatalmente posterior en la noción del tiempo. Además, el no poderse
prescindir de los conductores hace gráfica la definición que del telégrafo eléctrico
daba en esta forma un individuo: «Perro muy largo al que se tira de la cola en Madrid
y ladra en Moscou».
Las hipótesis del famoso Julio Verne tenidas por maravillosas, eran verdaderos
juguetes de niño ante la magnitud del invento real del modesto zaragozano vecino de
la Corte de las Españas. Bajar al centro de la tierra es cuestión de abrir un orificio por
donde verificar el descenso; imitar a los habitantes de Ergastiria que muchos siglos
antes de la era cristiana, ya penetraron en los abismos del Laurium para desenterrar el
plomo argentífero. El trayecto era más corto; pero la carretera la misma. Navegar en
los aires por la ingeniosa teoría del soplete, no ofrece otra ventaja que reducir la
dirección a la voluntad del aeronauta suprimiendo la maroma con que en la batalla de
Fleurus hacía transportar Jourdan los Montgolfier para descubrir la posición del
enemigo. Ir al polo esperando el deshielo es obra de pura paciencia; copia servil
aunque sabía de esas personas que, para hacer compras en un almacén, aguardan a
que la tienda esté en liquidación. Por lo que al Nautilus respecta, mucho antes que
Verne ya había hecho una prueba felicísima con el Ictineo nuestro compatriota
Monturiol. Para relatarnos lo que existe en el fondo de los mares basta reunir un
congreso de buzos. Y sobre todo (perdón si me repito) que arrancar en lunes del
terreno de aluvión para llegar en martes al eoceno, en miércoles al permeano y
concluir la semana en el mar de fuego; trasladarse en veinte horas desde Francia al
Senegal por la vía aérea; o alcanzar por la submarina el fin de un viaje más tarde o
más temprano, pero siempre después, encierra una idea de posterioridad que hace
monótona la misión de la ciencia, corriendo invariablemente tras el mañana como si
el ayer le fuese conocido.
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El mundo es la casa de la humanidad, cuyos habitantes al irse multiplicando, van
añadiendo pisos a la fábrica con el fin de estar con más holgura; pero sin cuidarse de
estudiar los cimientos del edificio, para cerciorarse de que podrá resistir el peso
abrumador que le echan encima. Cuando tan desfigurado vemos media hora después
el hecho de que hemos sido testigos treinta minutos antes ¿podemos confiar
ciegamente en los relatos que la historia nos hace de los tiempos primitivos sobre los
que fundamos nuestra conducta por venir? Si por una serie de deducciones Boucher
de Perthes creyó probar la existencia del hombre fósil, ¿no es posible que el fémur
que él tomó por humano perteneciera en la escala zoológica a algún congénere de la
montura del escudero de don Quijote? El pasado nos es absolutamente desconocido.
Las ciencias retrospectivas al estudiarlo, proceden casi por inducción, y mientras no
tengamos conciencia del ayer, es inútil que divaguemos sobre el mañana. Antes que ir
a la negación por las hipótesis del futuro, aprendamos a creer en Dios tocando de
cerca los maravillosos orígenes de su colosal obra de arquitectura.
Tales eran los principios filosóficos del doctor en ciencias exactas, físicas y
naturales don Sindulfo García, y su aplicación el espectáculo a que aquel pueblo,
ávido de emociones, concurría en masa con la ansiedad y la duda que necesariamente
debía despertar en él lo que, a pesar de llamarse París el cerebro del mundo, no cabía
en su cabeza.
—Pero, diga usted, señor capitán —preguntaba a uno de húsares de Pavía un
caballero que con diez y nueve individuos más se dirigía en ómnibus al sitio de la
experiencia. Usted como español debe estar enterado del mecanismo del
Anacronópete.
—Dispense usted —respondió el interpelado—: Yo sé batirme contra los
enemigos de mi patria; ser comedido con los hombres, galante con las señoras;
conozco la disciplina, la táctica y la estrategia; pero en punto a navegar por el aire
sólo he aprendido a ser manteado en el colegio cuando no tenía la petaca bastante
repleta para abastecer a mis condiscípulos.
—Con todo —insistía el preguntón—. A mí se me figura que en calidad de
compatriota del sabio inventor del aparato, debe usted poseer nociones más exactas
de él que un extranjero.
—Me honro con el título de español y soy además sobrino del señor García; pero
no tengo más luces sobre el asunto que cualquier otro.
La noticia del parentesco del capitán con el coloso científico, redobló la
curiosidad de los viajeros, que empezaron a querer encontrar en él huellas de su tío,
como en las desiertas llanuras de Maratón o entre los viñedos de los campos
cataláunicos buscamos las pisadas de Milcíades o el casco del corcel de Atila. Las
mujeres preguntaban si don Sindulfo era casado; los hombres si tenía alguna
condecoración, y todos si era pariente de Frascuelo.
—Pero, en resumidas cuentas, ¿qué se propone? —decía uno.
—Lo que estamos hartos de hacer los franceses —exclamaba un patriota exaltado
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—. Viajar por los aires.
—Sí; mas con dirección fija y con una velocidad vertiginosa —argüía
prudentemente un guardia nacional reparando que el húsar echaba mano del sable sin
más intención que la de colocárselo a su gusto.
—No niego —objetaba un cuarto— que es maravilla y grande surcar a medida del
deseo las corrientes atmosféricas; pero esto más tarde o más temprano hubiera
acabado por hacerse. Lo que no concibe la inteligencia humana, es que con ese
vehículo pueda el hombre retrogradar en el tiempo saliendo hoy de París después de
comer en Véfour para llegar ayer al monasterio de Yuste y tomar chocolate con el
emperador Carlos V.
—Eso es imposible —gritaron todos.
—Para nosotros los ignorantes —prosiguió el que hacía uso de la palabra—. No
así para la ciencia que ha sancionado la invención en el congreso último. De todos
modos, pronto saldremos de dudas. El señor García parte hoy en su Anacronópete
para el caos, de donde se propone regresar dentro de un mes trayendo las pruebas de
su expedición fabulosa.
—Apuesto a que el inventor es un bonapartista que quiere poner de nuevo sobre
el trono de Francia al traidor de Sedán —vociferaba el patriota.
—O traernos el Terror con Robespierre —decía apretando los puños un partidario
de la causa legitimista.
—Poco a poco —argumentaba un sensato—. Si el Anacronópete conduce a
deshacer lo hecho, a mí me parece que debemos felicitarnos porque eso nos permite
reparar nuestras faltas.
—Tiene usted razón —clamaba empotrado en un testero del coche un marido
cansado de su mujer. En cuanto se abra la línea al público, tomo yo un billete para la
víspera de mi boda.
Celebrando estaban aún todos la ocurrencia, cuando el ómnibus (no sin gran
riesgo de aplastar a la apiñada muchedumbre) se paró en la cabeza del puente; y,
apeándose, cada cual trató de abrirse paso como pudo para dirigirse a su destino.
Parece ficción lo que acabamos de oír, y sin embargo nada hay más positivo. El
doctor don Sindulfo García se aprestaba a hacer el experimento práctico de la
resolución del más arduo problema que hasta hoy registran los anales científicos:
viajar hacia atrás en el tiempo.
¿Qué análisis había hecho de él? ¿A qué clase de cuerpos pertenecía, lo que hasta
hoy era una idea abstracta, que así podía someterse a la descomposición? ¿De qué
agentes se valía para ello? ¿Qué colosal sistema era ese con que amenazaba llegar al
descubrimiento de la verdad retrogradando, en un siglo que busca sus ideales en el
mañana y que acepta el «adelante» como fórmula del progreso?
El capítulo siguiente nos lo dirá.
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Una conferencia al alcance de todos
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OMPONÍASE el espectáculo de dos partes. En la primera el sabio español se
despedía de sus colegas, de las autoridades y del público de París con una
conferencia dada en el palacio del Trocadero, en la que, supliendo el
tecnicismo con demostraciones vulgares, se proponía hacer comprensible
a los menos versados en ciencias, los principios fundamentales de su invención.
Formaba la segunda la elevación del monstruoso aparato desde el Campo de Marte
hasta la zona atmosférica en que debía realizarse el viaje. Para ser testigo presencial
de la última, bastaba haber satisfecho la cuota de entrada en el recinto de la
exposición, trepar a las eminencias o diseminarse por las llanuras en espacio abierto;
y es lo que, como hemos visto, hicieron las masas desde que empezó a alborear,
poniendo a prueba la prudencia y los puños de la gendarmería que al fin logró evitar
una irrupción en el palacio de la Industria. Pocos, relativamente, eran los escogidos
entre los muchos que alegaban derecho a oír la palabra del doctor. El salón de fiestas,
aunque espacioso, no bastaba a contener tanta gente. Ninguno de los espectadores
seguía el tratamiento del anti-fat, y sin embargo diríase que todos hablan
enflaquecido, pues en cada asiento cabía por lo menos persona y media. Las entradas
estaban obstruidas y los pasillos cuajados de esa multitud que aguarda paciente la
ocasión de avanzar un paso, sabiendo que no ha de llegar nunca a la meta.
Los presidentes de la república, de los cuerpos colegisladores y del gabinete; el
cuerpo diplomático, las comisiones de los institutos y academias, de las
corporaciones sabias y del ejército alternaban, luciendo sus uniformes sembrados de
placas y cintas, con el modesto sacerdote sin más cruz que la del Gólgota destacada
sobre el fondo negro o morado de su túnica talar. Algunos fracs, aunque pocos, pues
en Francia raro es el que no tiene uniforme, asomaban como con vergüenza su
condición civil entre océanos de seda, cascadas de blondas, montes de brillantes y
nubes de cabellos, negras unas como de tempestad, rubias otras como estratos heridos
por el sol poniente y casi ninguna del color que anuncia la nieve en el invierno de la
vida: que mujer y vieja va siendo ya cosa incompatible en la patria de Violet y de
Pinaud.
Por fin sonó la hora: una ondulación de curiosidad vibró en el recinto y la puerta,
abierta de par en par por dos ujieres, dio paso a la comisión científica, a la derecha de
cuyo presidente caminaba el héroe con la modestia propia del talento impresa en el
semblante. Todo en él era vulgar. Su nombre más que de sabio parecía de barba de
sainete. Su apellido no estaba ligado por ninguna partícula a esas hojas patronímicas
que, como Paredes, o Córdoba, prestan frondosidad a los árboles genealógicos e
impiden la falta de respeto con que un vástago ilustre de los García, la Malibrán, es
nombrada en el mundo del arte cual pudiera serlo la Bernaola en el de los criminales
célebres. Llevaba sus cincuenta años, no con el soberbio orgullo del titán aportando la
piedra para escalar el cielo, sino con la resignación del mozo de cordel que transporta
un baúl. Pequeñito, con sus guedejas lisas y en correcta formación, el traje muy
cepilladito y como colgado de su armazón de huesos, tenía una de esas caras que
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parecen hechas bajo la influencia del nombre del que las ha de ostentar. En suma, era
digno de llamarse D. Sindulfo García y merecedor del apodo de Pichichi que su
criada le había puesto por sambenito. Tal era la envoltura que la sabiduría eligiera
para asombrar al mundo probando una vez más que bajo una mala capa se esconde un
buen bebedor.
La comisión tomó asiento debajo del órgano monumental; el presidente agitó una
campanilla de plata, la sesión quedó abierta, y el inventor del Anacronópete pasó a
ocupar la tribuna a través de una tempestad de aplausos que apagó, no su voz harto
débil e insonora, sino el movimiento de sus labios que hizo comprender a la multitud
que había pronunciado el sacramental «señores» comienzo de todo discurso.
Restablecido el silencio, el héroe se expresó de esta manera. —Seré breve porque
cuantas más horas consuma más alargo la distancia que me separa del ayer a donde
me dirijo. Seré vulgar, porque, sancionadas mis teorías por el mundo sabio, sólo me
resta hacerme comprender de todos. Ello no obstante contestaré a cuantas objeciones
se me hagan.
Mi propósito nadie lo ignora, es retroceder en el tiempo, no para detener el
continuo movimiento de avance de la vida, sino para deshacer su obra y acercarnos
más a Dios encaminándonos a los orígenes del planeta que habitamos. Pero para
explicar cómo se deshace el tiempo, es preciso que antes sepamos de qué se compone
este. Procedamos con orden. Dios hizo el cielo y la tierra: aquel oscuro; esta en la
forma caótica. Después dijo: —«Sea hecha la luz»— y la luz quedó hecha. Tenemos
pues al Sol flotando en la bóveda celeste y al orbe suspendido en el espacio por la
atracción solar.
Cualquiera sabe, desde que Galileo demostró el principio de la rotación de la
esfera, que el mundo se mueve; pero lo que no ha dicho la ciencia todavía, es por qué
la tierra al girar verifica su movimiento de occidente a oriente en vez de hacerlo a la
inversa; y esto es lo que yo voy a exponer como base de mi sistema anacronopético.
El auditorio dejó escapar un murmullo de satisfacción, y el sabio continuó de este
modo su conferencia:
—La Tierra en un principio estaba sumida en el caos; era una inmensa bola de
fuego que, como todo cuerpo incandescente, exhalaba esos vapores que conocemos
con el nombre de irradiación. Fija en su eje, pues como obra acabada de crear no
había empezado aún las revoluciones que el Hacedor le impuso, su calor era
infinitamente más intenso por Oriente en virtud de la influencia del sol que
constantemente la estaba bañando por aquella parte. Los que hayan visto fundirse en
una marmita sustancias bituminosas habrán observado la enorme cantidad de vapor
que se desprende de ellas. Figúrese por lo tanto el que despediría la fusión de un
esferóide cuyo volumen es de mil setenta y nueve millones de miriámetros cúbicos.
El más lego concibe que semejantes evaporaciones no podían tener lugar sin que cada
desprendimiento fuese acompañado de un estampido y de una convulsión. Ahora
bien, si al dispararse un cañonazo, la repercusión hace que el cañón retroceda, cada
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descarga de la irradiación debía llevar consigo dislocaciones en la esfera terráquea. Y
como las descargas se repetían con más frecuencia e intensidad por la parte Oriente
del planeta en razón del mayor calórico que el sol le suministraba, los repetidos
retrocesos originados hacia aquel lado por las constantes sacudidas dieron por
resultado la rotación del esferóide sobre su eje, en la dirección de Poniente a Levante,
sabiamente prevista por la Providencia para la periódica sucesión de los días y las
noches, y tan duradera como a su omnipotente arbitrio plazca que sea el fuego central
que le sirve de motor.
Un prolongado hurra acogió esta teoría tan nueva como atrevida e inesperada. El
doctor sin humedecerse la boca —lo que no dejó de llamar la atención de los oyentes,
acostumbrados a ver a sus oradores hacer siempre uso del agua en la peroración—,
reanudó así el hilo de la suya.
—Todo fenómeno obedece a una causa; y sin embargo han transcurrido dos siglos
y medio desde que el inventor del termómetro y del compás de proporción, el sabio
de Pisa que por el isócrono movimiento del péndulo enseñó a medir las pulsaciones
de la arteria y a contar los segundos, Galileo en fin, nos dijo que la Tierra se movía,
hasta hoy que nos ha sido revelada la razón de un hecho tan sencillo. Pero ¿basta
esto? De ningún modo. Si todo fenómeno obedece a una causa, preciso es también
que tenga un fin, que produzca un resultado, que llene un objeto.
«La Tierra se mueve» grita un hombre; y en seguida la ciencia pregunta:
«¿Porqué se mueve?» «Por el desprendimiento de calórico» responde la observación;
pero acto continuo la filosofía da el alto, cruza el arma y exclama a su vez: «¿Y para
qué se mueve?»
Vamos a contestar a la filosofía. La Tierra se mueve para hacer tiempo. Nuestro
planeta que, como hemos visto, no era más que una masa incandescente, llegó a
solidificar su corteza, vio surgir de su superficie montañas colosales, llenó de mares
sus senos, vistió su aridez con una flora sorprendente y poblóse de una fauna
riquísima. ¿Cómo se operó este milagro? Muy sencillamente; por la acción del
tiempo: por una sucesión de días o de épocas cuyo trabajo presidía la sabiduría y la
voluntad del Hacedor Supremo, el cual permite que la revolución continúe para
perfectibilidad del hombre y admiración de su omnipotencia. Las transformaciones
del globo son pues la obra del tiempo. Pero ¿quién es este artífice? ¿Dónde están sus
materiales? ¿Cuál es su laboratorio? El artífice es la irradiación; sus materiales están
en la zona gaseosa; su laboratorio es el espacio: EL TIEMPO ES LA ATMÓSFERA.
Todas las maravillas que la naturaleza, la ciencia, el arte y la industria presentan hoy
a nuestra admiración y que creyéndolas la expresión genuina del progreso nos llenan
de orgullo, proceden íntegras de esa región en que el hombre no ha sabido encontrar
hasta ahora más que aire, lluvia, relámpagos, rayos, truenos y media docena más de
accidentes meteorológicos. Refrenad vuestra impaciencia: voy a probar lo expuesto
con una demostración práctica, a mí me gusta que la convicción llegue al ánimo por
el sentido de la vista.
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Una oleada que amenazaba ser una explosión se produjo en el auditorio. El
presidente agitó su campanilla, y el disertante, que se había vuelto de espaldas un
momento, volvió a reaparecer de frente teniendo en la mano un sombrero de copa
cuyo cilindro envolvía una de esas enormes gasas con que el hombre va diciendo que
está de luto a los que no se lo preguntan, por lo poco que les importa.
La gasa, dispuesta previamente para el caso, daba cinco o seis vueltas al sombrero
y no estaba adherida a este más que por su cabo interior. Don Sindulfo empezó a
desenvolverla entre las carcajadas de la muchedumbre, que en aquella, como en todas
las circunstancias de la vida, aprovechó la que se le presentaba de abandonarse a su
condición frívola y bullanguera.
El sabio, como si nada oyese, continuó su tarea; dejó flotar el crespón cosido por
un borde a la copa y, exhibiendo la sedosa felpa del sombrero, dijo, señalando el
cilindro libre de toda envoltura:
—He aquí la Tierra en su estado incandescente tal y como a Dios le plugo
arrojarla en el espacio infinito. Como veis, está fija, inmóvil; pero de pronto, la
irradiación representada por esta gasa produce un desprendimiento; este por la
repercusión origina una dislocación en el globo y la esfera principia a girar sobre su
eje dando lugar al tiempo que no es otra cosa que el movimiento incesante.
Y así diciendo, mientras con la mano derecha tendía la gasa simulando una
columna de humo que se elevase, con la izquierda imprimía una imperceptible
rotación al sombrero.
—Mirad el tiempo —proseguía señalando el crespón—. ¿Queréis saber cómo por
una sucesión no interrumpida de segundos se convierte en minerales, en plantas y en
seres orgánicos? ¿Cómo del alga llega al jardín de aclimatación, del caolín al aderezo
de diamantes, de la caverna a la arquitectura, del trilobito con sus tres lóbulos, a la
frente del hombre y al cálculo infinitesimal? Seguidle conmigo a su laboratorio
atmosférico.
La estupefacción estaba pintada en todos los semblantes. El doctor dejó escapar
una sonrisa de triunfo, heraldo de su convicción, y remondándose el pecho continuó
así:
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CAPÍTULO III
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UALQUIERA que haya visto hervir en un hornillo una cazuela de sopas,
habrá tenido que fijarse necesariamente en el fenómeno de
transformación que se verifica en el vaho al escaparse por la campana de
la chimenea. Lo primero que hace es enfriarse y convertirse en gotas de
agua que paralizan la ebullición si caen en el fondo del recipiente; o bien se trueca en
hollín si la condensación tiene lugar a tal distancia del fuego que le permite
solidificarse. Es decir que si la cazuela continuara hirviendo durante una serie no
interrumpida de años, concluiría por formarse en la superficie de las sopas una
película o corteza producto de los desprendimientos de los vapores, ni más ni menos
que la que se forma en el fogón y que acabaría por petrificarse a fuerza de tiempo.
Pues apliquemos este principio a nuestro caso.
El sombrero es la tierra; la gasa el vaho. Éste sube y se condensa; pero aquella
gira y lo envuelve del mismo modo que la faja se lía en la cintura del chulo o el
turbante en la cabeza del musulmán. Y aquí tienen ustedes cómo por esta rotación la
primera capa del crespón oculta ya la seda del sombrero como la primera película
sólida del globo ocultó la masa ígnea del planeta. La gasa aparece llena de pliegues y
hendiduras. ¿Qué representan? Los montes y las llanuras obra del tiempo. ¿En dónde
se ha producido este tiempo? En la atmósfera. ¿Es decir que el Himalaya y la
montaña del Príncipe Pío; el valle de Josafat y el de Andorra nos han caído de las
nubes? Indudablemente. ¿Cómo? Así: los espantosos huracanes que entonces
reinaban, barrían hacia un punto dado las sustancias en fusión de la superficie de la
Tierra que, aglomeradas y acumuladas, formaban puntos prominentes, del mismo
modo que cuando soplamos en un plato de sémola, la sopa se llena de montoncitos.
Por otra parte las continuas descargas eléctricas abrían zanjas en la corteza del
esferoide o la deprimían produciendo cauces por los que corría la masa incandescente
que son los filones de hoy. Vinieron por último las lluvias torrenciales que,
enfriándolo y solidificándolo todo, dieron lugar a la formación del terreno primitivo o
sea de la primera capa consistente (contando de abajo arriba) de esta corteza de
ochenta kilómetros que nos sirve de pedestal.
«Poco a poco, me objetará alguno: Yo no veo en esas revoluciones atmosféricas
sino agentes modificadores de las propiedades del globo; pero nunca la idea del
tiempo. Obra de éste es indudablemente el mundo; sin embargo, la razón no admite
que los minerales, los vegetales y los animales que en sí encierra, sean producto del
rayo, del huracán o de la lluvia».
¿Qué es el tiempo?, preguntaré yo contestando. El tiempo es el movimiento; en la
inacción no hay ni antes ni después. ¿Quién ha impreso el suyo en la Tierra? La
irradiación, el desprendimiento de calórico, el vaho en fin por las repercusiones de
sus descargas. ¿De qué agentes se componía este vaho? De todos los que hoy
constituyen nuestro planeta; y la prueba es que si la Tierra no se hubiese movido, los
gases, perdiéndose en el espacio, nos hubieran dejado sin globo llevándose con la
evaporación todas sus substancias. Luego la atmósfera, recibiendo incesantemente las
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respiraciones del planeta, y devolviéndoselas transformadas, es el laboratorio donde
se operan las metamorfosis cósmicas, donde el movimiento se realiza y donde por
consiguiente el tiempo se produce. ¡Cómo! ¿Vosotros no veis en la lluvia más que la
gota de agua, la chispa en el rayo, la ráfaga en el huracán? Levantad el espíritu y
adorad al Creador que os envía en esos fluidos el mañana incesante, como hace cerca
de siete mil años os mandó el hoy en que vivís y sus maravillas que admiráis. Las
nubes arrojaron la columna de Santa Sofía en Constantinopla y el obelisco de Sixto V
en la ciudad Eterna trayéndonos en sus gotas el pórfido rojo de Egipto con sus
cristalizaciones blancas. De su laboratorio bajaron las agujas de Louqsor y la
columna de Pompeyo. El bermellón con que el hijo de David y Betsabé mandó pintar
el templo de Jehová, ¿quién lo produjo sino el cinabrio llovido sobre Almadén en la
Mancha? La cal y el carbono desprendidos de las entrañas del nimbo, os regalaron las
casas que habitáis procurándoos las calcáreas y las calizas, de que extraéis el mortero
y con que talláis la ménsula. En el mismo chaparrón en que venía envuelta la marga
para ladrillos, llegaba el caolín que con el feldespato se vitrificaba para procuraros
tazas en que tomar los alimentos y porcelanas con que adornar vuestros salones.
¿Dónde estarían los ferrocarriles que atraviesan el Mont-Cénis y el San Gotardo y los
vapores que, como el Vega, se abren ya camino por el estrecho de Behring, sin la
acción atmosférica que descomponiendo la vegetación del período carbonífero
elaboró la hulla? ¿Negaréis que en cada gota existía el germen de una locomotora o
de una goleta y en cada temporal el de un tren o de una escuadra? Pero no llovían
sólo medios de locomoción; del llanto de la zona gaseosa se desprendían chimeneas,
alumbrados públicos y caricias femeniles: porque extraído el hidrógeno de la hulla,
aquel levantaba fábricas de gas, mientras sus residuos metamorfoseados en cok
congregaban a la familia al amor de la lumbre o servían para firmar las paces entre
marido y mujer cuando, carbono cristalizado, se presentaban en la forma de diamante.
La brújula y el telégrafo eléctrico tuvieron por inspirador al rayo. ¿Qué seria de la
humanidad sin el mercurio que así le señala las variaciones de la temperatura como le
sirve para la extracción del oro y de la plata? Pero aún hay más. En los elementos
constitutivos de los fenómenos atmosféricos, Dios permite que vengan a la tierra en
embrión las conchas, las tortugas, las aves, los reptiles y los mamíferos de la época
secundaria; y que, purificado el aire por la absorción que del ácido carbónico ha
hecho la vegetación carbonífera, sople ya tan respirable en el período terciario para la
familia orgánica, que el infusorio, caído en la tierra con la gota de lluvia, se
desarrolle, se cruce y se agigante convirtiéndose en mastodonte, hipopótamo,
rinoceronte, caballo, toro, búfalo, ciervo, dromedario, tigre y león. Por fin, el terreno
cuaternario nos presenta el mamut, el auroch, el urus, el gamo, el ciervo y el
megaterio; hasta que la Providencia para coronar su obra, toma una porción de
aquella arcilla elaborada al efecto durante seis días o épocas, y, modelando con ella
una figura, le comunica su Divino soplo, la llama hombre y le proclama por su
inteligencia rey de la creación. Señores, las envolturas concéntricas de la gasa
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simbolizan las épocas geológicas de la naturaleza.
Estas épocas deben considerarse como las matemáticas del mundo. ¿No son
producto de evoluciones atmosféricas? Sí. ¿No contamos por ellas la edad del globo?
SI. Pues si cada película es una serie de siglos, cada gota, cada chispa, cada ráfaga
debe ser una porción de segundo; luego las horas se ciernen en el espacio: afirmemos
pues que el tiempo es la atmósfera.
El entusiasmo, reprimido en el auditorio por efecto de la admiración, estalló en la
primera pausa propicia, y una tempestad de aplausos y aclamaciones retumbó en el
recinto haciéndose extensiva hasta los corredores donde la gente aplaudía por espíritu
de imitación. Uno de los concurrentes, levantándose del asiento con gran extrañeza
del público que creía que abandonaba el local, se encaró con el sabio y le dijo:
—¿Se me permite exponer una duda?
—Todas cuantas se originen —respondió don Sindulfo.
—Si el orador considera al tiempo como una faja densa, ¿no es de presumir que
dada la depresión de todo cuerpo esférico por sus polos, los de la tierra queden sin
envoltura como la imperial del sombrero y el aro o círculo de la cabeza han quedado
sin gasa en la demostración?
—Es indudable; y eso no hace sino confirmar mi tesis. Probado que la atmósfera
es el tiempo y que el tiempo lo forman los acontecimientos, si nadie ha ido todavía a
los polos, en los polos no ha sucedido nada; y no haciendo falta el crespón o
envoltura allí donde no hay vitalidad, esta economía de atmósfera ha sido la sisa del
sastre naturaleza.
Una sonora carcajada acogió la humorística refutación del sabio, quien sin
inmutarse prosiguió el curso de su conferencia.
—Nada más simple, señores, que descomponer un cuerpo cuando los elementos
que lo componen nos son conocidos. Si yo sé que este signo de luto de mi sombrero
lo forman capas concéntricas de gasa liadas al rededor del cilindro, con irlas
desenvolviendo en sentido contrario al que ellas emplean en su revolución
envolvente, es indudable que llegaré a dejar a descubierto la copa; lo cual aplicado al
cosmos significa que a fuerza de desliar zonas geológicas se ha de tropezar con el
caos. Ahora bien: ¿Cómo tiene lugar esta descomposición? Para explicarlo
satisfactoriamente es preciso que me ocupe un poco de mi aparato. El Anacronópete,
que es una especie de arca de Noé, debe su nombre a tres voces griegas: Aná que
significa hacia atrás, cronos el tiempo y petes el que vuela, justificando de este modo
su misión de volar hacia atrás en el tiempo; porque en efecto, merced a él puede uno
desayunarse a las siete en París, en el siglo XIX; almorzar a las doce en Rusia con
Pedro el Grande; comer a las cinco en Madrid con Miguel de Cervantes Saavedra —
si tiene con qué aquel día— y, haciendo noche en el camino, desembarcar con Colón
al amanecer en las playas de la virgen América. Su motor es la electricidad, fluido a
que la ciencia no había podido hacer viajar aún sin conductores por más que estuviese
cerca de conseguirlo —y que yo he logrado someter dominando su velocidad. Es
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decir que lo mismo puedo dar en un segundo, como locomoción media, dos vueltas al
mundo con mi aparato, que hacerlo andar a paso de carreta, subirlo, bajarlo o pararlo
en seco. Dado el agente impulsor, todo lo demás son procedimientos mecánicos cuya
relación ningún interés despertaría, especialmente en un público que sabe de memoria
las obras de Julio Verne; obras de entretenimiento que si bien no he de comparar con
el solemne carácter científico de mis teorías, encierran no obstante hipótesis basadas
en estudios físicos y naturales que me eximen de explicaciones enojosas sobre el
regulador, los compensadores, termómetros, barómetros, cronómetros, anteojos de
gran potencia, recipientes de potasa, aparato Reiset y Regnaut para producir el
oxígeno respirable y tantos otros detalles rudimentarios. Elévome, pues, al centro de
la atmósfera, que es el cuerpo que se trata de descomponer y al que seguiré llamando
tiempo. Como el tiempo para envolverse en la tierra camina en dirección contraria a
la rotación del planeta, el Anacronópete para desenvolverlo tiene que andar en
sentido inverso al suyo e igual al del esferóide o sea de Occidente a Oriente. El globo
emplea veinticuatro horas en cada revolución sobre su eje; mi aparato navega con una
velocidad ciento setenta y cinco mil doscientas veces mayor; de lo cual resulta que en
el tiempo que la Tierra tarda en producir un día en el porvenir, yo puedo desandar
cuatrocientos ochenta años en el pasado.
Ahora bien; lo primero que salta a la vista es que, cualquiera que sea la velocidad
de la locomoción y la altura a que ésta se verifique, el Anacronópete no ha de hacer
más que describir una órbita al rededor de la tierra como la que al rededor de los
planetas describen los satélites; y así sucedería en efecto si la atmósfera permaneciera
inalterable; pero como la descompongo, en cada vuelta deshago su obra de un día y
allí donde me paro allí está el ayer. Veamos cómo se verifica este fenómeno.
Dícese vulgarmente que para conservar las sardinas de Nantes y los pimientos de
Calahorra hay que extraer el aire de las latas. Error. Lo que se extrae es la atmósfera
y por consiguiente el tiempo; porque el aire no es más que un compuesto de nitrógeno
y oxigeno, mientras que la atmósfera, además de constar de ochenta partes del
primero y veinte del segundo, lleva en sí una porción de vapor de agua y una pequeña
dosis de ácido carbónico, elementos todos que no se separan nunca al llenar un vacío.
Pero apartémonos de la ciencia y vengamos al razonamiento vulgar.
Figurémonos que el mundo es una lata de pimientos morrones de la que no hemos
extraído la atmósfera. ¿Qué sucede una vez tapada sin esta precaución? Que el
tiempo empieza a ejercer su influencia y a verificar su obra. En primer lugar se
adhieren a las paredes del bote unas moléculas que, aglomeradas y solidificadas
concluirían a fuerza de años por petrificarse y en cuyas substancias encontraríamos
los gérmenes minerales de las rocas primitivas. Después observamos que el jugo se
cubre de una especie de verdín que no es otra cosa que la vegetación rudimentaria. Y
por último los infusorios del vapor de agua vivificados, reproducidos y desarrollados
agusanan la conserva enriqueciéndola con las múltiples variantes del reino animal.
¿Puede aún dudarse que la atmósfera es el tiempo?
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Pues volvamos la oración por pasiva. Supongamos que hemos extraído el aire y
que abrimos la lata cien años después de haberla tapado. ¿Qué vemos? Los pimientos
en perfecto estado de conservación sin que el tiempo haya pasado por ellos; luego si
la acción atmosférica debió destruirlos o metamorfosearlos y la falta de esta acción
los ha mantenido en su completa integridad, es indudable que lo que nos comemos
cien años después, es la vida vegetal de una centuria antes y que por consiguiente
retrogradamos un siglo. Más claro. No hemos extraído el aire de la lata y la abrimos
en el momento en que la descomposición empieza; si tomamos una cuchara y con ella
empezamos a quitar las capas de moho que envuelven los pimientos, su rojizo color,
aún no alterado, concluirá por descubrirse a través de las injurias de la atmósfera.
Pues esta es la teoría del tiempo. Muy joven el mundo todavía para que el fuego
central haya desaparecido, se halla no obstante cubierto de esas películas de moho
que el Anacronópete va a desenvolver con el auxilio de cuatro grandes cucharas o
aparatos neumáticos fijos en sus extremos angulares; con los que, no sólo
descompongo las miserables veinte leguas de gases que circundan el esferóide en
capas concéntricas, sino que al desalojarlas logro navegar en el vacío impidiendo que
mi vehículo se inflame con la frotación atmosférica. Porque, volviendo a los símiles:
la atmósfera no es más que una aglomeración de átomos imperceptibles, del mismo
modo que una playa no es otra cosa que la reunión de millones de granos de arena. O
si la queremos más perceptible, la atmósfera es una vastísima plaza pública llena de
gente en un día de revolución. Si un hombre temerario e inerme se empeñara en
llevar corriendo un parte de un extremo a otro contra la oposición de la atmósfera
popular, sucedería que empellón de aquí, tirón de allá, resistencia de todas partes,
perecería sin remedio entre las ondas de aquel revuelto piélago, como el
Anacronópete acabaría por desaparecer abrasado en su carrera en razón de la
frotación y el movimiento.
Pero ¿qué hace un gobernador prudente representado en esta circunstancia por la
ciencia? Le da un caballo al encargado de llevar el parte (la electricidad aplicada al
Anacronópete), le rodea de un piquete de caballería (los cuatro aparatos neumáticos),
y les ordena que, lanza en ristre, desemboquen por una de las calles adyacentes. El
fenómeno que se opera es de todos conocido. Los átomos se dispersan delante de los
lanceros; las moléculas que quedan atrás tratan de llenar el hueco originado por el
desalojamiento o sea la dispersión; pero, como la caballería camina con más
velocidad que los amotinados de la retaguardia y los de delante huyen fuera del
alcance de las picas, los grupos desaparecen, y el parte, libre de toda fuerza de
resistencia llega a feliz término sin obstáculo alguno galopando por el vacío que le
van abriendo las lanzas del escuadrón.
El auditorio delirante iba a prorrumpir en una entusiasta exclamación; pero se
detuvo al ver que el interruptor volvía a ponerse de pié, y encarándose con el
disertante exclamaba:
—No sin temor voy a exponer una duda.
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—Escucho —dijo el sabio.
—Si por ese procedimiento, que no admite refutación, camina uno hacia atrás en
el tiempo: ¿no sucederá que a medida que el anacronóbata pierda años, se vaya
volviendo más joven?
—Indudablemente.
Aquí la sensación del bello sexo se tradujo en un grito de alegría.
—¿De modo que el viajero acabará por no existir a fuerza de irse achicando?
—Eso es lo que acontecería si la ciencia no lo hubiera previsto todo.
—¿Y cómo neutraliza su señoría esos efectos?
—Muy sencillamente: haciéndome inalterable merced a unas corrientes de un
fluido de mi invención. ¿No camino yo hacia el pasado? Pues así como pueden
guardarse sardinas frescas para el porvenir, me garantizo del ayer que constituye mi
mañana. Es el procedimiento de las conservas alimenticias aplicado a la vida animal
con el efecto invertido. Y esto sentado, permítaseme poner punto final a mi
conferencia, pues avanzan las horas y me urge tener esta noche una entrevista con
Felipe II para enterarme de si el pastelero de Madrigal fue o no positivamente el rey
portugués cuya desaparición dejará de ser en breve uno de los misterios de la historia.
Un diluvio de hurras se desencadenó en la sala. Los hombres lanzaban al aire sus
tricornios y sus sombreros; las señoras cubrían de flores la tribuna del orador, y el
órgano, ejecutando una marcha compuesta para aquella solemnidad, lograba a duras
penas dejarse oír entre las frenéticas vociferaciones del desbordamiento público.
Por fin, nuestro ilustre compatriota, rodeado del congreso científico y seguido de
la multitud consiguió llegar a la puerta; y, dando allí un viva al atrás como nuevo
grito de la civilización, atravesó la balaustrada, descendió la colina del Trocadero y se
encaminó al Anacronópete que majestuoso descansaba su inmensa mole en la
explanada del palacio del campo de Marte.
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En el que se tratan asuntos de familia
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OS grandes efectos no son siempre el resultado de grandes causas. Ahí
tenemos sino las guerras del Peloponeso a las que la historia atribuye una
razón eminentemente política y que sin embargo debieron su origen al
rapto que de tres doncellas educandas de Aspasia, hicieron unos
habitantes de Megara, jóvenes de buen humor, sin contar que la cosa no había de ser
del agrado de Pericles —de quien dicen malas lenguas si tenía o no tenía que ver con
la profesora—. Y paréceme a mi que sí que le gustaba al hombre porque, cuando
acusada de impiedad él se encargó de su defensa, no supo hacer más que cubrirse el
rostro con el manto y llorar como un chiquillo en el Pnix; lo que por cierto le valió la
absolución a la buena discípula de Anaxágoras.
Pues bien, erudición a un lado, tampoco el invento de don Sindulfo era debido,
como lo parecía, a su amor por la ciencia; sino a un interés doméstico, mejor diré, a
una mira puramente personal.
Cuatro palabras sobre su vida.
Muy joven aún nuestro héroe se encontró solo en el mundo, doctor en ciencias y
dueño de una inmensa fortuna cuyos rendimientos invertía, anualmente y casi
íntegros, en aparatos de las mejores fábricas extranjeras con que enriquecer su
gabinete de física y mineralogía. Tan pródigo para sus estudios como avaro para todo
lo demás, llegó a los cuarenta años sin conocer ni los rudimentos del amor. Todas sus
afecciones se concretaban en su amistad por Benjamín, otro sabiote dos lustros menor
que él, pero casi tan ajeno como don Sindulfo a todas las cosas de la tierra; verdad es
que el tiempo le faltaba para cuanto no fuese aprender sánscrito, hebreo, chino y un
par de docenas más de lenguas difíciles, para las que tenía una aptitud sin igual.
Aunque no habitaban la misma casa, puede decirse que vivían juntos, pues Benjamín
no abandonaba la de García en la que diariamente podía contar con su plato de cocido
a las dos y su guisado a las ocho, en virtud de lo cual Benjamín, que era pobre,
resolvía el problema de ahorrar sin tener, y don Sindulfo encontraba un estómago
agradecido que soportase sus impertinencias.
Los periódicos de Zaragoza, como todos los de la Península, amanecieron una
mañana anunciando la venta del museo de un célebre arqueólogo de Madrid fallecido
pocas semanas antes; y como Benjamín, a quien no se le cocía el pan en el cuerpo
cuando de cosas antiguas se trataba, manifestase deseos de adquirir algunas baratijas,
su amigo le procuró la ocasión decidiendo trasladarse ambos a la corte de las
Españas, y poniendo a disposición del anticuario su bolsillo y sus conocimientos.
Dicho y hecho: llegaron a Madrid, tomaron un cuarto común en las Peninsulares
y el día de la venta se trasladaron al gabinete del coleccionador. Benjamín lo hubiera
comprado todo a haber tenido dinero; pero se contuvo ante su pobreza y aún fue
preciso que don Sindulfo le aguijoneara para hacerse con algunos ejemplares. La
verdad es que se necesitaba ser un santo para no quitárselo de la boca, por ser dueño
de aquel cúmulo de maravillas. Allí en un estuche de cuero y en estado fósil se
encontraba el ojo que Aníbal perdió en el sitio de Sagunto: a su lado se erguía la
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punta del cuerno del buey Apis: un poco más allá reposaba una carabina llena de
moho que, por haberse encontrado cargada con cañamones, se suponía que fuese la
de Ambrosio que hasta entonces se había tenido por legendaria. Pero como los
precios no estaban al alcance de todas las fortunas, Benjamín tuvo que reducir sus
aspiraciones y concretarse a la adquisición de una medalla relativamente importante.
El tiempo había corroído parte de la inscripción; pero lo que de ella podía aún leerse
que era esto:
SERV C POMP PR
JO HONOR
no dejaba duda acerca del origen que el catálogo le atribuía suponiéndola tributo
conmemorativo de Servio Cayo prefecto de Pompeya en honor de Júpiter.
Ya iban a abandonar el museo cuando llamó la atención del absorto aficionado el
ínfimo precio en que estaba tasada una momia de carácter particular.
Y en efecto, ni el sarcófago tenía la forma egipcia, ni el procedimiento por que
aquel cadáver había sido embalsamado era el que, según Herodoto, se practicaba en
Tebas y Memfis abriendo el pecho con una aguzada piedra de Etiopia para sacar el
ventrículo y rellenar el vientre con mirra, casia y vino de palmera. Tampoco se había
obtenido la momificación con la resina llamada Katran por los árabes, extraída a
fuego vivo de un arbusto muy abundante en las orillas del mar Rojo, la Siria y la
Arabia feliz, como lo consigna el coronel Bagnole. Su acartonamiento parecía obra
natural; pues, sobre no tener huella de incisión alguna, ni estaba envuelta en las
tradicionales bandas, ni, falta de depresiones, podía decirse que hubiera sido fajada
nunca. El catálogo decía modestamente: «Momia de origen desconocido;» y esta
ausencia de abolengo o de historia es lo que la hacía despreciable para los que de
ordinario sólo se pagan de genealogías apócrifas las más veces.
Benjamín, con su espíritu observador, puso sus cinco sentidos en el estudio de los
menores detalles; y fijándose en una ajorca o argolla de metal adaptada en el tobillo
derecho y sobre la que campeaba una inscripción china —que el vulgo había tomado
por un adorno—, no pudo reprimir un grito de sorpresa.
—¿Qué es eso? —le preguntó don Sindulfo.
—Acabo de hacer un descubrimiento prodigioso.
—¿Cuál?
—Oiga usted lo que dice esta inscripción. «Yo soy la esposa del emperador Hien-
ti, enterrada viva por haber pretendido poseer el secreto de ser inmortal».
—¡Hien-ti! —exclamó don Sindulfo partícipe ya del entusiasmo de su amigo—.
¿El último vástago de la dinastía de los Han?
Destronado en el siglo tercero de la era cristiana por Tsao-pi, fundador de la
dinastía de los Ouei.
—Es decir…
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—Es decir que ese pueblo, cuna de la civilización del resto del mundo, poseía,
sino el secreto de la inmortalidad, por lo menos el de la longevidad fabulosa dé los
tiempos patriarcales.
Don Sindulfo, sin esperar nuevas explicaciones, sacó su cartera y extendió una
orden de pago contra su banquero, encargando el transporte a las Peninsulares de los
objetos adquiridos, entre los que figuraba otro hallazgo hecho a última hora y
consistente en un hueso petrificado, que tuvieron que pagar a peso de oro, pues se
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trataba nada menos, según el inventario, de una canilla de hombre fósil descubierta en
las inmediaciones de Chartres, en unos terrenos de la época terciaria.
Los dos inseparables no pensaban más que en los preparativos de regreso a
Zaragoza para entregarse de lleno a sus investigaciones científicas. Pero un garbanzo
interpuesto en su camino cambió de fase la majestuosa monotonía de su existencia.
Al ir por la tarde a liquidar y despedirse del banquero, fornido zamorano viudo y
enriquecido durante la primera guerra civil con la empresa de suministros para el
ejército leal, hubo aquello de:
—¿Y qué tal los tratan a ustedes en la fonda?
—Mal; comida francesa con la que nunca sabe uno lo que se mete en el
estómago. Nos vamos de Madrid sin probar un cocido a la usanza de Castilla.
Y lo de:
—Pues hoy satisfarán ustedes su capricho; porque precisamente acabo de recibir
unos garbanzos de Fuente-Saúco que ni de manteca serían más tiernos.
—Que eso sería mucha incomodidad.
—Que no.
—Que sí.
—Que torna.
—Que daca.
El resultado es que se quedaron a comer con el banquero, el cual banquero tenía
una hija; la cual hija era muda; pero, aunque no le faltaba más que la palabra para
hablar, a ella no se le quedaba nada por decir, que con pies y manos todo lo daba a
entender. Yo no sé cuál de estos aparatos locutorios es el que ella puso más en juego
durante la comida; lo cierto es que a los postres, don Sindulfo que ocupaba su
derecha, estaba a pesar de sus cuarenta años enamorado ya de la chica como un
cadete. Por supuesto que todo se lo merecía la hija de su padre, pues no había línea en
su cuerpo que no alcanzase el máximo de curva, ni facción que no incitase a
cualquiera a ser Espartero no sólo para perseguirlas como en Bilbao sino para
abrazarlas como en Vergara.
El viaje se suspendió; las visitas se repitieron; la necesidad de no tener los
aparatos físicos encomendados a manos mercenarias para su conservación sirvió a
don Sindulfo de tema con Benjamín sobre la conveniencia del matrimonio: el
asentimiento de éste alentó al sabio, la demanda fue hecha en debida forma; y el
banquero, que siempre tenía garbanzos del Saúco que probar cada vez que se le ponía
a tiro un hombre en estado de merecer, dijo que sí con la alegría del enfermo a quien
se le resuelve un tumor. La muchacha no hay que consignar si recibió bien la noticia,
pues sabido es que tratándose de matrimonio hasta las mudas se alegran.
Estipulóse la dote que fue pingüe, dispusiéronse los regalos de boda, y como entre
las condiciones figuraba la de residir en Madrid, los sabios se volvieron a Zaragoza
para empaquetar convenientemente el laboratorio. Un mes después, marido, mujer y
amigo, se instalaban en la calle de los Tres Peces de la coronada villa.
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Mamerta, que así se llamaba la señora de García, salió de un natural excelente;
porque el que gustase más de estar con Benjamín que con su marido, nada tenía de
particular, si se considera que aquél en su calidad de políglota la enseñaba a hablar
por señas en varias lenguas diferentes, mientras que don Sindulfo aun en la suya
propia no conseguía hacerse entender; y las mujeres se pirran porque les den
conversación. También se le iban los ojos detrás de los uniformes; pero don Sindulfo,
comprendiendo que este es achaque de muchachas, se ponía de cuando en cuando el
de nacional de caballería que usó en el bienio, y la dejaba tan contenta. El único
defecto que tenía era el de no podérsela contrariar. Al instante le daba un ataque de
nervios que se traducía en una serie de cachetes descargados sobre el occipucio de su
marido, en gracia de cuya conservación el hombre tuvo por prudente dejarle hacer su
voluntad en adelante para no excitar, decía, su sistema nervioso. Otra particularidad
suya digna de notarse es que en cuanto veía una aguja enhebrada, se desmayaba; lo
que, a pesar de sus buenos propósitos, la impedía ocuparse de los quehaceres
domésticos. Pasábase pues el día poniéndose moños en el tocador, haciendo señas
con Benjamín o tañendo a la guitarra una cosa que nadie le había enseñado ni nadie
podía entender; pero que ella reproducía siempre invariablemente con el mismo
ritmo, idénticas modulaciones y análogos efectos: romper el tímpano de los que la
oían.
Y así se deslizaron seis meses llenos de paz y de ventura para aquella trinidad;
tras de los cuales vino el verano y con este los baños de mar, que el banquero tomaba
en Biarritz para enflaquecer, sin lograrlo nunca, acompañado de su hija a quien se los
propinaban para adquirir carnes, sin conseguirlo tampoco. Visto pues que Mamerta, a
pesar del matrimonio, no engordaba, se decidió que aquel año iría con su padre, como
de costumbre, a ponerse en remojo en la playa favorita de la emperatriz. Llegaron y
se zambulleron; pero, con tan mala suerte, que el banquero mientras hacia una
habilidad tuvo un vahido y se ahogó. Su hija pidió auxilio por señas; el bote de
salvamento acudió como un rehilete; la muchacha no anduvo bastante lista en evitarlo
y, dándole en la nuca con la proa, en vez de uno fueron dos los cadáveres que sacó a
la orilla. Con lo que, como el padre había sido la primera víctima y Mamerta tenía
hecho testamento en favor de su esposo, don Sindulfo se encontró posesor de una
fortuna considerable que unida a sus bienes le permitía emular la fama de Creso.
«Bien vengas mal si vienes solo» dice el refrán; y nunca proverbio tuvo más
exacta aplicación, pues desde entonces empezaron las tribulaciones de nuestro sabio,
si bien pueden darse todas por bien sufridas en gracia de los beneficios que
reportaron a la ciencia.
Murió también por aquel entonces una hermana de don Sindulfo, tan rica como él,
viuda de luengos años y madre de un tierno pimpollo de quince primaveras que
respondía al nombre de Clara. Al dejar esta tierra, en la de Pinto, donde residía,
nombró tutor de la niña a su hermano, después de dejarle su manda correspondiente,
sin otra condición que la de no separar en vida a la huérfana de una mozuela, cuatro
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años mayor que Clara, con quien ésta se había criado y a quien, no obstante la
condición humilde de Juanita —pues no pasaba de ser una criada suya— quería
entrañablemente.
La viudez que lloraba nuestro sabio, sus aficiones que le incitaban a la soledad,
las circunstancias que le atraían al retiro le indujeron a cambiar de residencia, y los
dos inseparables con sus retortas y crisoles, sus pluviómetros y brújulas, sus
pedruscos y sus fósiles, fueron a sepultarse en Pinto entre la inocente sencillez de
Clara y las inocentes ocurrencias de Juanita que, hija de la tierra —sin dejar de serlo
de su padre y de su madre, difuntos— largaba una fresca al lucero del alba en ese
tono mayor que usa la gente de Madrid abandonada a su natural instinto. Los sabios
no le entraron a la Maritornes por el ojo derecho y ya principió por regalarle a cada
uno su mote. A don Sindulfo le llamaba el tío Pichichi y al profesor de lenguas el
locutorio.
Pero ¡oh fragilidad de las cosas humanas! Aquel hombre que llegara hasta los
cuarenta años sin experimentar la atracción de las hijas de Eva, no necesitó más que
seis meses de consorcio para no saber ya resistir a la influencia de su imán.
Desconociendo que su caso con la muda había sido una chanca matrimonial cedida al
primer postor, llegó a figurarse que su cara era moneda de buena ley para adquirirá
tan baja precio artículos no averiados, y siempre se la estaba poniendo delante a su
sobrina que, inocente y cariñosa, la contemplaba sin ver en ella más que una cara de
tío.
Estimulado por lo que nuestro héroe juzgaba el triunfo de sus atractivos y
secundado por las sugestiones de Benjamín, siempre dispuesto a lisonjear las
debilidades de su protector, un día al cabo de algunos meses don Sindulfo se decidió
a declarar a su pupila su atrevido pensamiento, lo que le valió una negativa rotunda,
si bien regada con amargo llanto de Clara que no se resolvía a explicar el motivo de
su oposición.
—¡Hombre de Dios! Venga usté acá —le dijo Juanita saliendo al encuentro de su
amo al enterarse de lo ocurrido—. Hágame usté el favor de mirarse las arrugas
delante de ese espejo: ¿Cree usté que a mi señorita le ha de gustar casarse con un
fuelle?
—¡Deslenguada! —gritó don Sindulfo ciego de cólera—. No dos lugar a que te
ponga en el arroyo.
—¿A mí? Ni usté ni nadie. Estoy aquí por la voluntad de la testaora y me
defiende la curia. Yo soy una criada ante escribano.
—Pero ¿en qué se funda para desahuciarme? —preguntó el tutor en tono humilde,
probando si por la dulzura sacaba mejor partido.
—Pues miste; finalmente, que a la señorita y a mi no nos da por la cencia sino por
la melicia.
—¿Cómo?
—Que ella quiere retemucho a su primo don Luís el capitán de húsares, y yo a su
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asistente Pendencia; que dentro de tres días llegarán de guarnición a Madrid, y que si
nos viene usted con retruécanos verá usted el escabeche de sabio que resulta.
Aquella revelación, confirmada por su sobrina, fue el golpe de gracia para don
Sindulfo, cuya pasión alcanzó el período álgido aguijoneada por los celos. El capitán,
más enamorado que nunca de su prima, llegó efectivamente a la corte una semana
después, y dos horas más tarde se personaba en Pinto; pero la puerta de la casa le fue
herméticamente cerrada por don Sindulfo con la intimación de no volver a poner allí
los pies so pena de desheredarle. El primer impulso de Luís fue pedir amparo a la
justicia contra la arbitrariedad del despiadado tutor; pero ni Clara tenía la edad legal
para que el juez supliese el disenso paterno, ni aun teniéndola hubiera ella contrariado
la última voluntad de su madre por la que le obligó a no tomar marido que no fuese
de la aprobación de don Sindulfo.
Preciso fue por lo tanto sufrir y esperar. Cuando se quiere y se es querido, todo se
soporta con resignación. Pero desde aquel punto la casa fue un infierno, pues las
cartas iban y venían por conducto del asistente y de la Maritornes, y al sabio todo se
le volvía vigilar sin fruto y enflaquecer sin resultado.
—¡Oh! —exclamaba el infeliz en su desesperación—. ¿Por qué se habrán
liberalizado tanto las leyes? Dichosos tiempos aquellos en que un tutor tenía derecho
de imponerse a su pupila. ¿Quién pudiera transportarse a aquella época, mal llamada
de oscurantismo, en que el respeto y la obediencia a los superiores constituían la base
de la sociedad? ¡Si yo pudiese retrogradar en los siglos!
—¡Ojalá Dios! —contestaba Benjamín haciéndole el dúo—. De ese modo
podríamos caer sobre China en el imperio de Hien-ti y aclarar ese enigma iniciado
por la momia, para cuya interpretación he leído inútilmente cuantos historiógrafos
han escrito sobre los sectarios de Confucio y Mencio.
Esta idea predominante en ambos llegó a tomar en ellos las proporciones de una
monomanía. El políglota soñaba en chino y su colega se pasaba la existencia
extrayendo aire de los recipientes con la máquina neumática, para su análisis y
descomposición. Pero todo fue inútil hasta que la Providencia —que quiso en este
caso como en la mayor parte de los descubrimientos, disfrazarse de casualidad— vino
inesperadamente en su ayuda.
Cierta tarde en que el nuevo don Bartolo, impulsado por sus celos penetró de
puntillas en la cocina con el fin de sorprender a las palomas, que huyendo del gavilán
se refugiaban casi siempre en el fogón, halló a Juanita deletreando una carta de
Pendencia, que ella se guardó precipitadamente donde sabía que don Sindulfo no se
la había de coger.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Instruyéndome —le dijo ella sin inmutarse.
—Más valdría que te entretuvieses en limpiar la chimenea que tiene un palmo de
hollín y un regimiento de telarañas.
—Y la creación entera encontrará usted ahí. Eso es la obra del tiempo. Si puede
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que desde que usted ha nacido no le hayan pasado un escobón.
Don Sindulfo, que tenía un cuchillo a mano, lo blandió con ánimo sin duda de
cometer un homicidio; pero deteniéndose oportunamente se puso a rascar con él la
campana del hogar como para paliar su arrebato.
—Pues entretente —añadió— en quitar las capas de basura y verás cómo
consigues sacar a luz los hornillos.
—¡Ay! No me haga usté reír. Pues si eso fuera posible ya se hubiera usted puesto
como nuevo rascándose con un cuchillo las capas de años que le sobran.
Don Sindulfo se las iba a echar de matón; pero una idea súbita cruzó por su mente
y se quedó en un pie como las grullas y en la actitud de Caín al oír al Señor
preguntarle: «¿Qué has hecho de tu hermano?» Aquel ser vulgar sin la menor noción
científica acababa de iniciarle en la solución del problema que perseguía con tanto
empeño.
Desde aquel instante puso manos a la obra. La física, las matemáticas, la
geología, la dinámica, la mecánica, el cálculo sublime, la meteorología, todo el saber
humano en fin, espoleado por su amor y azotado por sus celos, le abrió sus más
recónditos enigmas, y reduciendo a una fórmula su maravillosa invención, sentó el
axioma de que retrogradar en los siglos no era otra cosa que deshollinar el tiempo.
Algunos años, todo su capital y gran parte del de su sobrina, se invirtieron en la
construcción del Anacronópete. Entre tanto los novios esperaban pacientemente y
aventuraban, aunque en vano, alguna tentativa de transacción. Don Sindulfo ejercía
cada vez mayor vigilancia, ocultaba a todos, excepto a Benjamín, el trabajo que le
absorbía y daba rienda suelta a su pasión con la ilusoria esperanza de la victoria.
La terminación del aparato, coincidiendo con la apertura de la Exposición
Universal de 1878, permitió por fin que un día se cargasen varios wagones con todas
sus piezas desmontadas; y, encajonados en un coche de primera el inventor, su amigo,
la sobrina y el sinapismo de la criada, emprendieron todos súbitamente el camino de
París, donde el enamorado tutor se proponía, libre de las persecuciones del húsar,
realizar su sueño; lo que no consiguió nunca, como verá el lector que con
paciencia quiera seguir el curso de este increíble relato.
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CAPÍTULO V
Cupido y Marte
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IENTRAS se montaba el armatoste en el área que le habían destinado en el
palacio de la exposición, don Sindulfo se estableció con su familia en el
hotel de la Concordia sito en el boulevard Malesherbes. Inútil es decir
que las horas que el sabio se pasaba en el Campo de Marte dirigiendo los
trabajos, Clara y Juanita quedaban encerradas bajo llave en sus habitaciones; pues,
celoso como un turco, nuestro compatriota temía a cada momento una evasión o un
rapto. Cuando sacaba a las muchachas a paseo, siempre lo hacía en coche, y no
asistían al teatro sino en palco con celosías.
Todas estas precauciones, la distancia que los separaba de Madrid, la idea de dejar
pronto la edad presente y los ineludibles deberes militares de su sobrino que le
impedían abandonar su puesto, infundieron cierta tranquilidad relativa en el ánimo de
don Sindulfo. Así pasó cerca de un mes viendo disminuir sus temores, cuando una
tarde al regresar solo de una sesión del Congreso científico y remontar el lado
izquierdo de la Magdalena, sintió como si le tirasen de la levita por detrás. Volvió la
cabeza y casi la perdió al encontrarse de manos a boca con Pendencia, el asistente de
su sobrino.
—¿Me da vu de la candel? —le dijo éste disponiéndose a encender su chicote en
el medianito del aturdido zaragozano y traduciendo en lengua de Racine su patrio
estilo cordobés.
—¡Un cuerno le daré a usted yo! ¿Qué hace usted en París?
—Puez he venío penzionao por el Gobierno con quince camaradaz máz a las
orillaz del Ciena para que aprendan los franceses a jacer zordaoz a nueztra jechura y
cemejanza.
Y en efecto, el ministerio de la Guerra enviaba al certamen un individuo de cada
arma de que se compone el ejército español, para dar una muestra así de los
uniformes como de su envidiable apostura y bizarría.
—¿Y mi sobrino es también de la tanda? —preguntó el sabio presintiendo su
desventura.
—¡Ci ez él quien noz manda! Le ezcogieron a pulzo.
—¡Cómo!
—El meniztro le dijo: «Hombre, vaya usté a la dizpocición para que vean allí que
todoz no zomoz tan feoz como zu tío de usté».
—¡Insolente! Comprendo la trama; pero sus inicuos proyectos quedarán
frustrados. ¡Ay de él si se atreve a declararme la guerra! Puede usted ir a decírselo de
mi parte.
Y como en aquel momento llegasen a la fonda, don Sindulfo se separó
bruscamente de Pendencia, que con un:
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—A la orden, don Pichichi; corrió en busca de su amo, en quien mis lectores
habrán ya reconocido al capitán de húsares que al principio de esta historia se apeó
del ómnibus en la cabecera del puente.
—¿Quién ha venido? ¿Habéis visto a alguien por el balcón? —fue la primera
pregunta formulada por el atribulado tío al entrar en las habitaciones de su sobrina.
—¿Y a quién quiere usted que veamos si nos pone usted candados hasta en las
vidrieras? —replicó Juanita con su respingo habitual.
Don Sindulfo no juzgó conveniente dar más explicaciones y se dirigió a su cuarto
contiguo al de las reclusas; pero al volverse de espaldas dejó ver unos papeles que,
pendientes de un hilo y enganchados a la levita por un alfiler, le había prendido
Pendencia durante su trayecto por el boulevard; y de los que Juana se apoderó
graciosamente mientras su amo abría la puerta, pues tanto la fregatriz como su
señorita estaban seguras de que Cupido había de aprovechar la primera ocasión que
se le presentase de comunicar con ellas.
Apenas se quedaron solas empezó la lectura de las cartas. La de Luís encerraba
mil protestas de amor para su prima, dándole la seguridad de que en breve se vería
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libre del yugo de su implacable tío.
La de Pendencia era tan lacónica como digna de conocerse. Decía así:
«Mi coracon es pera, Y a esto y acui coma tullo asta la merte ilo es Roce
Gomec».
Juanita, acostumbrada al estilo epistolar de su soldado comprendió que aquello
quería decir: «Mi corazón espera. Ya estoy aquí. Coma (o sea la puntuación escrita.)
Tuyo hasta la muerte. Y lo es Roque Gómez».
Al día siguiente Luís ocupaba ya un cuarto en el hotel de la Concordia. Por
fortuna don Sindulfo, que marchaba el primero, pudo verle al entrar en el comedor, y
retrocediendo antes de que los demás le apercibiesen, volvió a subir las escaleras con
todos y dio orden de que en adelante les dieran de comer a él y a los suyos en
gabinete aparte. Redobláronse las precauciones: cada vez que el tutor se ausentaba,
Benjamín quedábase de centinela; pero, vano empeño; Luís sobornaba al criado de
turno y las cartas iban y venían liadas en las servilletas, que era un llover.
¿Descubríase el ajo? ¿Suprimíanse los camareros sirviéndose a sí propios?
¿Prohibíase a Juanita que se acercase a la mesa para cambiar un plato y que saliese de
su prisión para nada? Las misivas no por eso dejaban de llegar, ya pegadas con cola
en el asiento de los jarros de agua para el tocador, ya en el hueco de un pastelillo que,
con una señal convenida de antemano, elegía Clara entre los demás de la fuente, ya
por último dentro de una nuez de que era portador un perro de la fonda al que
Pendencia había enseñado a escabullirse entre las piernas de don Sindulfo, cada vez
que éste abría la puerta para recibir por si mismo los manjares.
Realmente aquello no era vivir; los cien ojos de Argos no bastaban para atender a
tantas y tan frecuentes asechanzas. Así es que en cuanto el Anacronópete estuvo en
disposición de habitarse, don Sindulfo estableció en él su domicilio obteniendo, bajo
pretexto de su custodia, una guardia permanente de dos gendarmes que impedían la
aproximación al aparato de todo el que no fuese acompañado por el inventor. Pero si
la incorruptibilidad de los guardianes no cedió ni ante las súplicas ni ante las dádivas
de Luís, la travesura de su asistente se multiplicó con los obstáculos. Tan pronto
mientras los viajeros visitaban los Inválidos, donde ya había hecho él conocimientos,
se presentaba con una pierna de palo y unas barbas de chivo sirviendo de cicerone,
como envuelto en los andrajos de mendigo, les pedia una limosna en medio de los
bulevares, lo que —la mendicidad estando prohibida— le costaba pasar unas cuantas
horas en la prevención. Casi siempre concluía por ser descubierto; así es que don
Sindulfo decidió que en lo sucesivo no saldrían más que a misa y en carruaje.
Pendencia se disfrazó de cochero; pero se vendió, porque al darle en francés las señas
de la Magdalena, él, que no era fuerte en idiomas, los llevó al cementerio del Pére
Lachaise.
Agotados por fin todos los recursos, un día se confabuló con el suizo de la iglesia
a que asistían sus compatriotas y, ocupando su puesto a la vanguardia del postulante
que durante la ceremonia recoge las limosnas de los fieles, se aprestó a entregar una
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carta a Clarita; pero la falta de costumbre de circular por entre las filas de los
reclinatorios, cargado con la alabarda y el palo de tambor mayor, le hizo enredarse en
el espadín en momento tan inoportuno que, cayendo sobre el sabio mientras la peluca
se posaba en el devocionario de un caballero y el tricornio en la cabeza de una
devota, descubrióse el pastel y don Sindulfo abandonó con su gente el templo
regresando al Anacronópete que en adelante quedó convertido para todos sus
moradores en prisión celular.
Los días que siguieron a esta catástrofe fueron de desesperación para el
enamorado Luis que veía desaparecer sus esperanzas, y para el asistente y sus quince
compañeros que sentían aproximarse la hora de la expedición al pasado sin recoger el
fruto de sus maquinaciones. El único consuelo del capitán era colocarse con los
muchachos en la galería del arco central del palacio de la exposición y contemplar
desde allí el Anacronópete que a un centenar de metros se erguía con la sombría
majestad de un inmenso sepulcro.
Una tarde, que como de costumbre se hallaban ocupados en esta contemplativa
tarea proponiendo quién enviar una misiva encerrada en un proyectil hueco, quién
valerse de la balística para lanzar un hilo telefónico, empezaron las nubes a arrojar
agua que no parecía sino que se desprendían sobre la tierra las cataratas del cielo.
—Buena va a ponerce la dizpocición ci hay alguna gotera —dijo el asistente
prestando oído al diluvio que con fragor se despeñaba por los canalones.
—No hay miedo —le arguyo su amo—. Tal vez los desagües son los trabajos más
portentosos de esta fábrica. ¿No has visto los planos expuestos en la sección de París?
Las alcantarillas son más altas que esta bóveda.
—¡Cómo! —exclamó Pendencia abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Aquí
hay zumieroz?
—¡Qué duda cabe! Mira, el principal circula casi tangente al aparato.
—¡Digo! Turgente y todo, ¿y ce eztá uzté con la lengua pegada al paladar?
—No te entiendo.
—Ci uzté no ha nacido para la guerra. Como genioz militarez Napoleón y yo.
—¿Te explicarás?
—Puez ez muy cencillo. Ci don Cindulfo tiene para zu defenza ezcarpaz y
contraezcarpas, nozotros para el ataque le abrimos minaz y contraminaz.
Cabayeroz… al albañal.
Un entusiasta viva acogió la idea del cordobés. Indudablemente la alcantarilla era
la última trinchera del amor. Reconocidos los planos vióse con placer que bastaba
abrir una galería transversal de pocos metros para encontrarse debajo del centro
matemático del Anacronópete. Sobornar al encargado de la limpieza en aquella
sección, fue obra tanto más fácil y hacedera, cuanto que el individuo en cuestión era
rayano de España por el lado de Canfranc y gustaba de las peluconas de Carlos IV,
que Luís no le escaseó para lograr su objeto.
El tiempo apremiaba, pero contra diez y siete españoles, de los cuales la mitad se
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componía de aragoneses y catalanes, no hay obstáculos, sobre todo tratándose de
militares siempre a las órdenes del general No importa.
Los picos y azadones fueron abriendo paso; los puntales formando túnel y por
último, el día fijado para el inverosímil viaje, mientras don Sindulfo daba su
conferencia en el Trocadero acompañado de su inseparable Benjamín, los diez y seis
hijos de Marte saludaban la llegada de su capitán con el último golpe de piqueta que
los colocaba bajo la plaza enemiga. Al salir del foso se encontraron en una estancia
rectangular de la altura de un hombre buen mozo. Era el podio u obra muerta del
aparato para precaverle de las humedades en las paradas.
El plan de los invasores era romper a hachazos el suelo del Anacronópete; pero
con gran sorpresa suya, se lo encontraron abierto, pues el vehículo tenía en el fondo
para la limpieza de la cala una compuerta que funcionaba eléctricamente con el
mecanismo de una guillotina horizontal y que, sin duda con el objeto de dar mayor
ventilación al piso bajo no se habían cuidado de cerrar, muy ajenos de que por allí
pudiera tener efecto un ataque subterráneo.
—¡Arriba! —fue el grito unánime—; y transponiendo escaleras, cruzando
corredores, invadiendo salas, llegaron a donde estaban las cautivas, que no pudieron
reprimir un grito de terror al ver delante de sí a tantos hombres con armas que a
prevención para cualquier evento llevaban consigo.
El acto del reconocimiento no hay para qué pintarlo. Siéntanlo los que sepan
amar.
—Huyamos, mi bien —fue la primera frase que Luís acosado por el tiempo y las
circunstancias acertó a decir a su prima.
—¡Oh! Nunca —le respondió ella—. Cualquiera que sea mi suerte, la soportaré
resignada antes que faltar al juramento que hice a mi madre moribunda. Te amaré
siempre; pero huir contigo no lo esperes de mí.
Los ruegos, las exhortaciones, las lágrimas eran inútiles ante la irrevocable
resolución de aquella hija sumisa y obediente. Perdida parecía ya toda esperanza
cuando las aclamaciones de la multitud penetrando en el recinto indujeron a Clara a
inquirir el origen de tamaña confusión. Cuando Luis le explicó que obedecía al
entusiasmo popular por el invento de su tío, las pobres prisioneras que ignoraban en
absoluto los propósitos del tutor, prorrumpieron indignadas en invectivas contra aquel
monstruo que con su silencio las obligaba a una peregrinación tan llena de peligros.
—¡Eso es imposible! —balbuceaba la huérfana.
—¡El demonio del sabio! —decía la Maritornes—. ¡Pues ni que fuéramos
cangrejos para andar hacia atrás!
—¡Digo! Y tú que erez tan echada para adelante.
—¡Huyamos! —repetía Luís apercibiéndose de que la gritería era cada vez más
cercana—. Huyamos, no para esconder nuestro amor, sino para pedir a la justicia el
amparo que la ley te debe.
Esta juiciosa observación produjo su efecto. Los minutos eran preciosos; el tirano
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se aproximaba; un espantoso porvenir podía ser el resultado de aquella perplejidad.
—Sea pues —exclamó la pupila resueltamente.
Y todos se encaminaron a la mina.
Pero al querer penetrar por la abertura la encontraron obstruida.
Un desprendimiento del terreno les había cortado la retirada.
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CAPITULO VI
El vehículo considerado como escuela de moral
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UÉ hacer en circunstancias tan adversas? Los pusilánimes proponían
permanecer en el espacio hueco del podio y esperar a que el
Anacronópete al elevarse les permitiera salir; pero sobre correr el riesgo
de ser descubiertos si se notaba la falta de las cautivas, exponíanse —aun
salvando esta eventualidad— a ser pulverizados por una desviación del vehículo en el
momento del arranque. Los más resueltos optaban por romper la puerta y conquistar
la salida con las armas. Este plan se desechó por violento e infecundo, prevaleciendo
al fin la idea sugerida por los prudentes, de ocultarse yaguar-dar la ocasión propicia
de emprender la fuga.
La cala estaba por fortuna harto provista de materiales de construcción,
destinados a las reparaciones, y de vituallas de toda especie para que no abundasen
los escondrijos. Fuéronse pues metiendo los unos tras la pipería de los caldos, los
otros en los intersticios de los balotes de gramíneas; y así se formaban parapetos con
los sacos de harina y los cajones de conservas, como se atrincheraban en los
montones de legumbres o hacían reducto del sarcófago de la momia.
Clara recomendó a todos la mayor prudencia exhortándoles a no moverse hasta
que ella o Juanita viniesen en su busca, lo que, en nombre de sus compañeros, le fue
prometido solemnemente por Pendencia, excitando una carcajada unánime al asomar
la cara embadurnada de blanco por efecto de sus frotaciones contra unos costales de
candeal.
Mientras esta escena tenía lugar en el Anacronópete, fuera ocurrían incidentes
dignos de ser narrados.
Concluida la conferencia, don Sindulfo, como hemos visto, empezó su marcha
triunfal desde el Trocadero al Campo de Marte entre los vítores de la multitud
frenética y dos filas de guardia nacional que la villa de París había puesto a su
disposición para conservarle el paso expedito. Una vez dentro del área de la
exposición, el maire invitó al sabio a reposarse breves momentos en una elegante
tienda de campaña levantada ad hoc cerca del Anacronópete, en el centro de la cual
veíase una mesa capaz de satisfacer la intemperancia de Lúculo y de emular la
esplendidez de los festines de Cleopatra. Era el lunch de despedida ofrecido por la
municipalidad de París al insigne inventor, pues parece imposición de la naturaleza,
respetada por la costumbre, que en todo regocijo público el estómago haya de meter
la primera cucharada.
Sentáronse anfitriones, convidados y parásitos (planta que brota espontáneamente
en todos los comedores) y, con el reposo del cuerpo, dio principio el trabajo de las
mandíbulas. Durante los encurtidos, los torsos formaban con la mesa un ángulo recto,
a medida que el lastre iba estivando el aparato digestivo, el ángulo se convertía en
agudo. Al sonar la hora del champagne los lados móviles trataron de reconquistar el
equilibrio; pero la perpendicular al mantel no pudo restablecerse y, dando por tope a
los omoplatos el respaldo de los sillones, el ángulo obtuso dominó en toda la linea.
Entonces empezaron los brindis, peores unos que otros, si bien todos malos, pues
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no hay nada que limite tanto la inteligencia como el elogio. Así es que, haciendo
gracia de ellos al asendereado lector, me limito a extractar lo único que en aquel
cúmulo de peroraciones hubo de bueno, que fue precisamente lo que no tuvieron de
alabanza.
El bibliotecario de la Sorbona, levantándose del asiento y sacando a luz un
primoroso ejemplar de la Ilíada, publicado recientemente a expensas de la sociedad
bibliófila, rogó a don Sindulfo que al pasar por la olimpiada en que floreció el padre
de la epopeya, obtuviese de Homero que le firmase su obra magna corrigiendo los
yerros tipográficos que encontrase y consignando bajo el testimonio de su facsímile si
fue en Chio o en Smirna donde vio la luz primera.
—Propongo que se substituya esa última frase por esta otra: «En dónde nació» —
interpuso un académico de la historia—. Porque —prosiguió— suponiendo que la
lógica fuese en aquellos tiempos fabulosos una ciencia tan exigente como lo es en
nuestros días, nos exponemos a seguir ignorando cuál fue la patria del cantor de
Troya, si al preguntarle dónde vio la luz primera, él lo toma pedem literae y nos
contesta que en ninguna parte por ser ciego de nacimiento.
Aprobada la enmienda, tocóle el turno al presidente de la junta de agricultura,
quien en correcta frase —pues era un poeta el encargado de velar por los intereses
agrícolas del país— encareció a don Sindulfo casi en verso, la necesidad de combatir
los efectos del oidum y de la fhiloxera en las vides: para lo cual creía el medio más
seguro hacerse con unos sarmientos de la viña de Noé a fin de reproducirlos en
Francia.
Esta proposición levantó una tempestad de aplausos, pues nadie ignora que el
vino es una de las principales riquezas del suelo transpirenaico, cuya producción
aunque fabulosa, por poco que la cosecha flojee ya no alcanza a cubrir las
necesidades del consumo.
Muchas más fueron las ideas que, dirigidas todas al mejoramiento de la condición
humana, se desarrollaron en la sobremesa, e infinitos los encargos particulares y de
índole risible que se hicieron al doctor. Ya era un empresario de teatros quien le abría
un crédito incondicional con el fin de que ajustase a Molière para dar doce
representaciones antes de que se cerrara la exposición. Ya un tipógrafo quien se
comprometía a trasladarse a la Grecia del siglo de Pericles, con el objeto de imprimir
las conferencias de Sócrates y publicar un periódico político.
Don Sindulfo dio las gracias a todos y a cada cual; objetó que aquel su primer
viaje no tenía otro carácter que el de exploración, y, ofreciendo desempeñar cuantas
pudiera de las diferentes comisiones que se le confiaban, dio por concluido el acto.
No había llegado aún a la puerta cuando el prefecto de policía, apeándose de su
carruaje, penetró en el pabellón y se dirigió al sabio.
—¿Puede el señor García acordarme una conferencia de breves minutos? —le
dijo.
—Hiciéralo con placer si no fuese ya la hora reglamentaria y temiese abusar de la
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impaciencia pública.
—Me trae aquí una misión oficial. Vengo en nombre del gabinete.
Ante esta observación no había medio de insistir. Los comensales se retiraron
prudentemente a un extremo de la tienda, mientras en el opuesto los dos
interlocutores sostenían el siguiente diálogo:
—El gobierno me delega para pedirle a usted un señalado servicio.
—Me honra tal confianza. Escucho a usted.
—A nadie se le oculta que la Francia, desgraciadamente, atraviesa un período de
relajación moral que amenaza destruir los ya minados cimientos de la familia,
fundamento de todas las sociedades.
—Aunque con dolor, me es fuerza asentir a tan acertado parecer.
—El gobierno, más interesado que nadie en la redención de su patria, ha
penetrado con ánimo resuelto en el fondo de esta cuestión pavorosa; y cree poder
afirmar que el quebrantamiento de los vínculos sociales proviene de ese escandaloso
mercado sensual con que no ya emulamos, sino trasponemos el histórico y poco
plausible renombre de Síbaris y Capua.
—Evidentemente; mas no alcanzo cuál pueda ser la parte que me incumba en esa
misión redentora.
—A eso voy. Regenerar a la mujer es crear buenas madres de que carecemos.
—No en absoluto.
—Es usted muy amable. Gracias por la mía. Tener madres es garantizar la
educación de los hijos. De los buenos hijos germinan los esposos modelos y los
íntegros ciudadanos. Luego hay que purificar la familia para salvar la patria.
—Estamos de acuerdo.
—Ahora bien; de esas desgraciadas mujeres, que, para vergüenza de propios y
extraños, arrastran sus vicios por nuestras populosas ciudades pregonando con
histéricas carcajadas su mercancía, pocas, contadas, son las que consiguen un
resultado beneficioso que consolide su existencia en la vejez. Los hospitales, los
teatros, las porterías suelen constituir su última trinchera; y muchas hay que al perder
la menguada lozanía de los primeros años volverían con arrepentimiento a la senda de
la virtud, a no impedírselo el estado en que los excesos y la depravación las han
sumido y que las hacen ineptas para los puros goces de la familia. El gabinete, pues,
en consejo extraordinario, me encarga ser intérprete de sus sentimientos cerca de
usted y me comisiona para dirigirle a usted una proposición.
El prefecto acercó más aún su silla a la de don Sindulfo y prosiguió de esta
manera:
—¿Hemos entendido mal o es cierto que con el maravilloso vehículo de su
invención puede el navegante rejuvenecerse a medida que retrograde en el tiempo?
—Así es, con tal de que previamente no se haya sometido a la inalterabilidad de
las corrientes del fluido que lleva mi nombre; pues de otro modo vería pasar los
siglos sin experimentar alteración alguna.
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—¿En qué tiempo puede usted recorrer un espacio de veinte años?
—En una hora.
—¿Y llegado a ese término, le es a usted dable perpetuar la edad de la persona en
el punto porque entonces atraviese?
—Sin ningún obstáculo.
—Pues bien. El plan del gobierno es rogar a usted que acepte en la expedición
una docena de señoras que frisen en los cuarenta (edad en que la vejez no las ha
hecho aún desistir de las ilusiones; pero harto avanzada en mujeres de su condición
para abrigar esperanzas de medro), y ofrecerles que en sesenta minutos van a
reconquistar sus veinte abriles. De este modo, es indudable que, aleccionadas por la
experiencia, y arrepentidas por el fracaso, al encontrarse dueñas de sus hechizos por
segunda vez, sigan la senda de la morigeración y abandonen la del vicio.
—Plausible es la intención. ¿Pero no teme usted, señor prefecto, que si lo que
entra con el capillo no sale sino con la mortaja, las buenas señoras al verse en el
pleno ejercicio de sus facultades quieran volver a tentar fortuna?
—No lo espero. De todos modos este no es más que un ensayo de que
desistiremos si no salimos airosos, o que en caso contrario repetiremos en grande
escala. ¿Qué responde usted al ministerio?
—La misión me honra sobremanera para rechazarla; pero debo advertir a usted
que yo viajo con mi sobrina y…
—No tema usted el menor desafuero. Se portarán dignamente. Ya las hemos
exhortado y el miedo al castigo las contendrá.
—Lo celebraría aunque lo dudo.
—Se lo aseguro a usted; la amenaza es temible.
—¿Cuál se les ha impuesto?
—No quitarles ni un año de encima si se exceden en algo.
—Tiene usted razón; me tranquilizo.
—¿Estamos de acuerdo?
—Completamente.
—El gobierno sabrá recompensar a usted favor tan señalado.
—Me basta conseguir por premio que Francia sea digna en el orden moral de la
supremacía que por tantos otros conceptos se ha conquistado en el mundo.
Terminada la entrevista, el cortejo con don Sindulfo a la cabeza salió del
pabellón, a cuya puerta esperaban en sus carruajes las alegres expedicionarias que,
apeándose, se agregaron al grupo oficial, tomando todos juntos la dirección del
Anacronópete.
Llegados al pie del coloso cruzóse un último adiós. El sabio, Benjamín y las
viajeras penetraron en el vehículo y éste, herméticamente cerrado, atrajo desde aquel
momento las miradas de todos los circunstantes.
No habría transcurrido un cuarto de hora, cuando un murmullo de dos millones de
almas onduló en el espacio. El Anacronópete se elevaba con la majestad de un
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montgolfier. Nadie aplaudía porque no habla mano que no estuviese provista de algún
aparato óptico; pero el entusiasmo se traducía en ese silencio más penetrante que el
ruido mismo.
Llegado a la zona en que debía tener lugar el viaje, el monstruo, reducido al
tamaño de un astro, se paró como si se orientara. De repente estalló un grito en la
multitud. Aquel punto, bañado por un sol canicular, había desaparecido en el
firmamento con la brusca rapidez con que la estrella errática pasa a nuestros ojos de
la luz a las tinieblas.
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CAPÍTULO VII
¡Marchen!
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ONSTABA el Anacronópete, como hemos dicho, de
un podio o basamento sobre el que descansaba el
suelo de la bodega, y en el espesor de cuyo muro
veíanse empotrados los escalones que daban
acceso al portón, única entrada del vehículo. La
forma de este era rectangular. En sus ángulos
erguíanse cuatro formidables tubos
correspondientes a los aparatos de desalojamiento
que, con sus bocas retorcidas en dirección de los
puntos cardinales, parecían otros tantos enormes trabucos arqueados en figura de 7.
En el piso principal, y corriendo por sus cuatro lados, circulaba una elegante galería
cuya puerta, como todas las demás aberturas del locomóvil, quedaba herméticamente
cerrada en viaje. Un inmenso disco de cristal, rasante por cada viento a la pared,
servia a los viajeros para desde el interior y con el auxilio de potentes instrumentos
ópticos, contemplar el paisaje y rectificar la orientación durante la marcha. Dos
frontones coronaban los testeros ostentando en sus tímpanos el nombre del coloso y
sosteniendo en sus caballetes la cubierta en plano inclinado, así dispuesta para las
paradas; pues en movimiento —navegando por el vacío— ni había que cuidarse de
los desagües ni precaverse contra las afecciones atmosféricas.
Exteriormente, era pues el Anacronópete una especie de arca de Noé sin quilla;
toda vez que sus funciones no se relacionaban con el líquido elemento y que, para
flotar en caso necesario, bastábale la tripa que, a modo de los antiguos navíos,
arrancaba del suelo de la cala y se contraía debajo del balcón sirviéndole de soporte.
Examinémosle ahora por dentro.
La planta baja la ocupaba toda la bodega a excepción del pequeño espacio —
destinado a vestíbulo y a la escala espiral— que constituía la entrada de honor para
las dependencias superiores, de las que se descendía a la cala por otra escalera de
caracol levantada en uno de los ángulos. En el opuesto veíase el aparato del fluido
García, con cuyas corrientes hacíanse inalterables los cuerpos; precaución tomada ya
de antemano con cuantos materiales de construcción y provisiones de boca había a
bordo. Enfrente de aquel, funcionaba el mecanismo Reiset y Regnaut para producir el
oxígeno respirable. Tanto este aparato como el de la inalterabilidad estaban
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prudentemente reproducidos diversas veces en el Anacronópete, aunque sus efectos
podían hacerse sentir en cualquiera parte con el auxilio de conductores. También las
pilas eléctricas tenían los suyos diseminados por el vehículo, para llevar las corrientes
a donde se necesitara un movimiento, porque allí toda actividad era mecánica. Así
por ejemplo; la compuerta que, en forma de guillotina horizontal, dio acceso como
hemos visto a los hijos de Marte, correspondía con otra de idéntica estructura tallada
en el suelo del piso alto. ¿Queríase cargar el Anacronópete? Pues no había más que
elevarle convenientemente, colocar debajo las mercancías, aplicarles un conductor y
ellas solas subían por las aberturas hasta dar con los aisladores que paralizaban su
ascensión en el punto deseado. La limpieza tenía lugar por el mismo procedimiento.
Unas escobas mecánicas barrían los espacios libres y conducían los residuos sobre la
trampa del piso principal. Abierta ésta calan las escorias sobre la cala y, repetida allí
la operación, un bostezo de la guillotina las arrojaba fuera; de modo que bastaba
empezar en lunes el barrido para en un segundo encontrarse con el sábado hecho.
En la planta alta residía el poderoso agente de la locomoción: la electricidad.
Nada tan interesante como el relato de su mecanismo; pero como esto nos llevaría
muy lejos y el lector, aceptado el principio, ha de hacerme gracia de las explicaciones
técnicas, limítome a decirle que del centro de aquella zona lanzaban las pilas sus
torrentes de fluido a todas las articulaciones encargadas de producir el movimiento y
a los tubos neumáticos repulsores de la atmósfera. Un elegante registro marcaba la
velocidad y una sencilla aguja la regulaba. En la misma pieza estaban el observatorio
y el laboratorio con sus lentes, retortas, mapas, compases, bibliotecas, aerómetros y
utensilios cronográficos. En las crujías laterales y con el sistema de los camarotes,
alternaban por el ala derecha, el gabinete de señoras con el cuarto de baño y la
despensa con la cocina; en la que sobre una plancha colocábase un pollo vivo que una
descarga eléctrica desplumaba, mientras un chispazo lo convertía en comestible, siete
mil doscientas veces más pronto que cualquier asador común.
El lavadero, situado en la extremidad posterior del eje, era un prodigio. Entraba la
ropa sucia por un lado y salla por el otro, lavada, planchada, seca y zurcida.
El ala izquierda se la había reservado íntegra el sexo fuerte, y nada tenía de
notable a no ser el departamento de los relojes; en que uno marcaba la hora real en la
existencia efectiva y otro la relativa al momento histórico del viaje con expresión del
siglo, año, mes y día según el cómputo Gregoriano.
Cuando después del entusiasta y último adiós de las corporaciones, los sabios
penetraron en su baluarte, el primer cuidado de don Sindulfo fue alojar bajo llave en
el cuarto de las colecciones, a las atónitas agregadas, con intimación de no moverse
de allí hasta que él fuera en su busca; pues por más confianza que le mereciesen sus
protestas, él creía, y con razón, que las rejas no perjudicaban a los votos. En seguida
y de una sola conmoción eléctrica dejó herméticamente cerrado el Anacronópete;
hecho esto propinó a Benjamín unas descargas del fluido de la inalterabilidad,
recibiendo él otras tantas de mano de su amigo.
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—Ya no puede el tiempo ejercer su influencia sobre nosotros —exclamó con aire
de triunfo una vez terminada la operación.
—¿No cree usted sin embargo —objetó su inseparable— que nada perdíamos con
esperar para fijarnos a que el Anacronópete llevase algunos minutos de marcha?
—Comprendo la intención de usted, y nadie más interesado que yo en perder
algunos años para ver si rejuveneciéndome cesaban los rigores de mi sobrina; pero si
a usted o a mí, únicos que conocemos este mecanismo, nos sobreviniera un accidente
cualquiera ¿cuál sería nuestra suerte disparados sin rumbo en el espacio y qué
responsabilidad no pesaría sobre nosotros dejando insoluble el más gigantesco de los
problemas científicos?
La observación era tan justa, que el políglota no tuvo nada que objetar. Verdad es
que todo hubiera sido inútil, pues, una vez fijados, sólo la acción regular del tiempo
hubiera tenido poder para destruir la producida por el fluido.
Dirigiéronse por lo tanto al gabinete de señoras, donde Clara y Juanita se habían
refugiado como los chicos que se esconden cuando creen haber hecho algún mal; y
conduciéndolas capciosamente al laboratorio, mientras Benjamín conseguía con maña
que las muchachas se pusiesen en contacto con los conductores, don Sindulfo las
volvía inalterables con un par de descargas que las hizo retorcerse como culebras.
—Oiga usté —dijo la de Pinto encarándose con su amo así que pudo enderezarse
y articular palabra— si es que usté quiere no seguir comiendo más que sémola, repita
usted esa operación y verá usted salirle muelas… de la boca. ¿Para qué ha dado usted
esas vueltas al organillo que nos ha dejado como si tuviésemos alferecía?
—Menos gritos —le arguyó su amo—. Aquí estáis bajo mi férula. Empezó mi
dominio y no hay para qué pedirme explicaciones de mi conducta. Vuestra misión es
obedecer y callar.
—En cuanto a eso, poco a poco —interpuso Clara.
—¡Cómo! ¿Te me insubordinas?
—No señor; pero protesto de que haya usted abusado de nuestra ignorancia, para
obligarnos por sorpresa a emprender un viaje sin precedente en el mundo.
—¿Y quién te ha dicho?…
—¿Quién ha de ser, hombre de Dios, sino la mismísima milicia española que se
está burlando de usté, a pesar de saber más matemáticas que Motezuma?
—¿Qué oigo? ¿Ha encontrado Luís medio de hacerte llegar alguna carta? —
preguntó el sabio aturdido y sin sospechar que, no obstante su tiranía, hubiera podido
ser el capitán esquela viviente.
—Digo, digo, una carta… Toda una baraja completa para hacerle a usted tute.
—Procura no ser insolente, porque de lo contrario en llegando a la Roma de los
Césares, te vendo como esclava al primer patricio que encuentre en la calle.
—¿Y qué van a hacerme a mí los patricios? ¡Pues qué! ¿Yo no vengo de
liberales? Mi padre fue furriel de voluntarios.
—Oiga usted nuestros ruegos.
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—Nunca.
—Si le digo a usted que el tal don Pichichi es el Calomarde de los tíos.
—Se concluyeron las intrigas —vociferaba don Sindulfo lívido de coraje—. Se
acabaron los amorcillos de colegiala: y ya que a buenas no has querido aceptar mi
mano, yo te sabré conducir a países y edades en que la voluntad del tutor siendo ley
para su pupila, mal que te pese tendrás que llamarte mi esposa.
—Eso jamás. Primero la muerte; antes la tortura.
Y pues agotada la persuasión recurre usted a la violencia, yo le probaré que tengo
valor para afrontarlo todo.
Y dirigiendo una mirada de connivencia a Juanita, añadió:
—En marcha cuando usted guste.
—Si, señor. Arre; que en el primer cambio de tiro ya nos apearemos para
quejarnos a la autoridad.
El sabio no se hizo repetir la orden; juntó los polos y el Anacronópete comenzó su
marcha ascensional, no sin cierta emoción de parte de las reclusas que veían
desaparecer por instantes los contornos de la ciudad bajo sus plantas.
En el cuarto de las agregadas, la impresión fue más viva por estar esperando con
más impaciencia los resultados del viaje. En la cala, el silencio era absoluto. Sólo
Pendencia se permitió decirle en voz baja a su jefe, al apercibirse de la oscilación:
—Mi capitán: el botacilla.
De repente el coloso tomó rumbo y empezó a desalojar atmósfera sin que nadie se
apercibiera de que viajaban con una velocidad de dos vueltas al mundo por segundo;
pues la locomoción, verificándose en el vacío, falta de capas con que rozar no
producía movimiento alguno sensible.
—Ya andamos —exclamó don Sindulfo con el orgullo paternal que le inspiraba
su invención.
—Adelante —prorrumpió resueltamente su sobrina.
—¡Loor al genio! —balbuceó Benjamín abrazando a su protector.
—¡Jesús! —decía Juana—. Si esto es más soso que un cocido sin sal. Ni se ve un
campanario, ni una lechuga, ni ná que le pueda alegrar a una el corazón. Prefiero el
ordinario de mi pueblo. Vamos, don Sindulfo, sóo… En llegando a los Inválidos pare
usted.
La pobrecilla no calculaba que había empezado su frase en París el diez de Julio
de mil ochocientos setenta y ocho y que la estaba acabando en treinta y uno de
Diciembre del año anterior sobre la cordillera de los Andes.
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Efectos retroactivos
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LAS suertes estaban echadas y no había medio de retroceder, o mejor
dicho, de avanzar, si queremos ser lógicos con la situación. Clara y
Juanita se retiraron al gabinete, confiadas en la vecindad de sus
defensores y dispuestas a exhibirlos en el primer alto que hicieran; pues
en marcha les parecía aventurado sacarlos de su escondite, temerosas de que don
Sindulfo, por vengarse, los condenara a todos a movimiento continuo.
El sabio por su parte no se saciaba de saborear su triunfo con Benjamín; y
verdaderamente no le faltaba razón para ello, pues jamás experimento alguno había
tenido éxito tan satisfactorio.
—¡Eureka! —exclamó en un arranque de entusiasmo aquel segundo Arquímedes
que, sin el auxilio de una palanca, removía el mundo hasta en sus cimientos.
—¿A qué altura estamos? —preguntó el poliglota.
—Hace veintiún minutos que salimos de París —le contestó su amigo
consultando el cronómetro—; por consiguiente hemos desandado siete años y nos
hallamos en diez de Julio de mil ochocientos setenta y uno.
—¿Estudiemos la situación?
—Sea.
—Rumbo a oriente —dijo Benjamín clavando los ojos en su compás.
—Fijo —asintió el Sabio mirando el suyo.
—Latitud 50o N.
—Exacto.
—No hay más que inclinar los catalejos un grado al Sur y dirigir nuestras
observaciones sobre el punto de partida.
Y asestando los anteojos al disco meridional, cuyas puertas se abrieron de una
descarga, ambos profesores se pusieron a sondear el espacio. Por supuesto que
previamente apagaron las luces eléctricas que constituían el alumbrado constante de
aquella hermética clausura donde siempre era de noche; pues como el vacío sólo se
hacía al rededor del Anacronópete, las capas atmosféricas inmediatas a él conducían
los rayos del sol; y de no haber tenido cerrado el vehículo, nadie hubiera podido
resistir las vertiginosas intermitencias de luz y sombra ocasionadas por la violenta
transición del día a la noche en una velocidad de cuarenta y ocho horas por segundo.
Pocos llevaban de observación los anacronóbatas sin apercibir en su carrera más
que el vapor iluminado con que como aliento fosforescente, les anunciaban su
presencia las ciudades en el periodo nocturno, o las grandes siluetas de las mismas
bañadas por el sol y recortadas sobre el fondo oscuro del terreno durante el día,
cuando de repente los dos observadores lanzaron un grito tan rápido como fugaz
había sido la sensación que experimentaran. En medio de las tinieblas y sobre el
meridiano de París, el reflejo de una inmensa hoguera acababa de herir su retina.
—¡La comune! —exclamaron ambos.
Y en efecto, aquel resplandor era el petróleo de los pozos norteamericanos
oponiendo en vano su devastadora influencia al sentimiento de civilización de la vieja
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pero noble Europa.
Los sabios no se movieron de su observatorio hasta dar con otro hecho ostensible
que ratificara sus deducciones cronológicas; pocos segundos les bastaron para
transponer la primavera y cruzar aquel riguroso invierno teatro de la más espantosa
de las luchas internacionales, y digno campo de la locura humana. La tierra era una
inmensa sábana de nieve, como si el frío del terror sembrado en las campiñas hubiera
germinado en cosechas de hielo. El astro rey no se reflejaba sino en mortíferas
superficies de acero y bronce, y las parábolas de los proyectiles parecían arcos de
fuego levantados en las sombras para impedir que se desplomase la bóveda sideral.
Globos aerostáticos confiando a una corriente atmosférica la salvación de la patria,
palomas mensajeras volviendo al arca sin el ramo de olivo, París capitulando, Metz
cediendo, Sedán dejando huérfana una corona… ¿A qué más efemérides? El cómputo
era exacto. Estaban en el año de los castigos.
Cerradas las compuertas y vuelta a iluminar la estancia:
—Maestro; una duda —exclamó Benjamín.
—¿Cuál?
—Puesto que nosotros nos dirigimos al ayer y vamos a llegar al pasado con la
experiencia de la historia, ¿no nos sería dable cambiar la condición humana evitando
los cataclismos que tamañas dislocaciones han producido en la sociedad?
—Aclare usted su pensamiento.
—Supongamos que caemos sobre el Guadalete en las postrimerías del imperio
godo.
—¿Y bien?
—¿No cree usted que dando un curso de moral a la Cava y a don Rodrigo, o
haciendo ver al conde don Julián por medio de la lectura de Cantú, Mariana y
Lafuente, las consecuencias de su traición, lograríamos torcer el rumbo de los
acontecimientos e impedir que hubiera tenido lugar la dominación árabe en España?
—De ningún modo. Nosotros podemos asistir como testigos presenciales a los
hechos consumados en los siglos precedentes; pero nunca destruir su existencia. Más
claro; nosotros desenvolvemos el tiempo, pero no lo sabemos anular. Si el hoy es una
consecuencia del ayer y nosotros somos ejemplares vivos del presente, no podemos,
sin suprimirnos, aniquilar una causa de que somos efectos reales. Un símil le
patentizará a usted mi teoría. Figúrese usted que usted y yo somos una tortilla hecha
con huevos puestos en el siglo VIII.
No existiendo los árabes, que son las gallinas, ¿existiríamos nosotros?
Benjamín recapacitó un momento, después de lo cual repuso:
—¿Y por qué no? Aun admitiendo la hipótesis de que ambos seamos
descendientes del moro Muza, el evitar que éste y los suyos penetren en España no
impide nuestra existencia. Yo no destruyo las gallinas; lo que hago es obligarlas a que
sigan poniendo en África. Luego la tortilla puede subsistir sin otra diferencia que
tener el Atlas por hornillo en lugar del Guadalete.
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Don Sindulfo se mordió los labios no encontrando refutación al argumento de su
amigo que él calificó de paradójico, y cortóla conversación abriendo el pupitre y
disponiendo a anotar en su diario las observaciones de la derrota. Benjamín a su vez
dirigióse al armario en que encerraba los más preciados ejemplares de su museo
arqueológico y se entretuvo en comprobar las clasificaciones.
Dejémosles entregados a tan sabia tarea y veamos lo que en él ínterin ocurría en
el cuarto de las colecciones, donde esperaban impacientes su transformación las doce
hijas de Eva en que el gobierno francés fundaba la regeneración moral de su país.
A aquellos de mis lectores que hayan visitado la Francia, y lo serán todos
probablemente, no hay para qué hacerles la descripción de los trajes de las viajeras.
Teniendo el lujo por cebo y el arte de agradar por oficio, fácilmente se colige que las
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tales señoras habían puesto a contribución para adornarse todo el ingenio de la
industria sedera de Lyon, agotado los maravillosos recursos que posee la fabricación
de encajes en Cluny y Valenciennes y engarzado en el oro de California los diamantes
del Brasil, las esmeraldas de Colombia y las perlas del golfo de Bengala.
—Y bien, Niní; ¿qué tal va eso? —preguntó a una esbelta rubia otra que acusaba
haber sido incitante morena en sus mocedades y que respondía al nombre de Naná,
pues todas tenían el suyo artístico.
—Por ahora no puede decirse nada; pero si la prefectura me vuelve a mis quince
años, le juro no casarme sino con un hombre que vote siempre por el gobierno. Hay
que ser agradecida.
—Cualquier día me uncen a mi —repuso desde su rincón una nerviosilla que con
una carta se estaba entreteniendo en doblar pajaritas de papel.
—¿Pues cuáles son tus propósitos, Emma?
—Hacer que me desembarquen en la corte de Luís XV y pedir que me presenten a
S. M.
—Lo que es yo —dijo otra que se llamaba Sabina— primero me dejo robar por
los romanos que volver a París a vestirme de percal y dormir sobre un felpudo.
—Pero hemos dado nuestra palabra —insistió Niní.
—Pensad que la regeneración de la Francia depende de nosotras.
—Para la que se fíe de promesas oficiales —arguyó Emma—. En cuanto nos
viesen jóvenes y bonitas, los mismos que hoy nos toman por instrumentos de
rehabilitación serian los primeros en querer venir a turbar nuestra paz doméstica.
¡Ahí! ¡Los hombres! ¡Los hombres!…
Y como siguiese jugueteando con la pajarita, observó que se le pulverizaba sin
que sus dedos la triturasen.
—Aquí tenéis la prueba —añadió explicando a su modo el fenómeno y dando
cima a su pensamiento—. Escriben sus protestas de amor sobre papel podrido para
que duren poco.
—Eso es el fuego de la pasión que calcina el papel —objetó la optimista Niní.
—O la humedad del recinto que lo deshace —adujo una nueva interlocutora—.
No brilla el Anacronópete por su limpieza: desde que hemos entrado en él, no hago
otra cosa más que quitarme velloncitos de lana y borrillas de toda especie que sin
duda caen del techo.
—Es verdad. Lo mismo he notado yo —dijo Sabina—. No te muevas, aguarda.
—¿Qué es?
—Una mariposa que tienes en el lazo del sombrero. ¡Una polilla!
—¡Ay! ¡Y yo un gusano! —gritó otra corriendo en busca de una mano benéfica
que la libertara de él.
Emma quiso volar en su auxilio; pero se detuvo al ver sus dedos impregnados de
una sustancia viscosa que había sustituido a la pajarilla. Instintivamente produjo con
el brazo un sacudimiento nervioso; pero al quererse mirar de nuevo la mano, la pasta
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había desaparecido y en su lugar pendían de sus falanges pedacitos de trapo y
filamentos de todos tamaños y matices.
Un grito de asombro resonó en el cuarto y la algarada se hizo general cuando
Sabina, que consultaba con la mirada a Niní, vio que de la boca de esta, abierta por la
sorpresa, salía un diente postizo disparado por el empuje de otro verdadero que
tomaba su lugar. Simultáneamente el rubio añadido de Naná, perdido el color y falto
del cordón que le sujetara, caía en el suelo mientras su cabeza se cubría de sedosas
hebras capaces de causar envidia a la Margarita del Fausto.
—Mirad a Emma —vociferaba una—. Ya no tiene pata de gallo.
—Y Coralia ha perdido su verruga —exclamaba otra.
—¡Qué tersura la de mi cutis!
—¡Qué morbidez la de mis hombros!
—¡No más canas!
—¡Ya somos jóvenes!
—¡Viva!
Y todas consultaban los espejos de sus estuches o se miraban en cualquiera
superficie bruñida, distribuyéndose besos y abrazos en el vértigo de su admiración.
La causa de tan maravillosos efectos se explica muy fácilmente. El tiempo
empujado hacia atrás verificaba su obra de destrucción; las viajeras no habían sido
sometidas a la inalterabilidad; pero sus trajes tampoco. Así es que cada minuto que
transcurría dejaba lo mismo en su organización física que en su tocado la huella del
retroceso; pues todo en ellas caminaba hacia su origen; y del mismo modo el papel
pasaba de la consistencia del billete a la trituración del batán y a la primera forma de
guiñapo, que el raso se metamorfoseaba en mariposa para degenerar en larva y
reducirse a semilla. Nada más encantador que aquellas turgentes formas mal cubiertas
por racimos de capullos de seda entretejidos con vellones de finísima lana y
contrastando el dorado color de sus tenues filamentos con el nácar de las ostras a
medio abrir que servían de lecho a las perlas embrionarias. ¡Qué artística agrupación
la de aquellos minerales incrustados en fragmentos de rocas, rodeados de copos de
algodón en rama, ceñidos por verdes aristas de cáñamo y cruzados por residuos de
cintas que, de confección anterior a aquel momento histórico, conservaban su
integridad como un anacronismo de la moda en la armonía de descomposición de la
naturaleza!
La estupefacción era unánime; el entusiasmo indescriptible; pero el tiempo no se
detenía en su carrera y el fenómeno empezó a tomar proporciones alarmantes. Los
productos transformados en primeras materias dejaron en breve de adornar los
contornos de aquellas humanas esculturas. Traspuesto el período en que cada porción
de materia había sido arrancada de su asiento, las fracciones comenzaron a desertar
en busca de sus matrices. El vellón desaparecía para adherirse a la oveja; la ostra
atraída por el banco corría a sepultarse en las costas de Malabar; el algodón huía a
hundir sus raíces en las llanuras norteamericanas y la cabritilla de los borceguíes
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despojada del curtido, volaba a revestir el esqueleto de la inocente res de los Alpes,
mientras por los huecos que dejaba la deserción asomaban trazos dignos de inspirar el
desnudo a los clásicos escoplos de Miguel Ángel, Praxíteles y Fidias.
Las viajeras al contemplar su desnudez se taparon el rostro con las manos, que el
pudor es algo inherente a la hermosa mitad de la especie humana, y prorrumpieron en
tan desaforados gritos, que don Sindulfo y Benjamín, dejando aquel sus apuntes y
éste sus clasificaciones, corrieron en averiguación del alboroto.
—No se puede entrar —decían unas al apercibirse de que los sabios trataban de
abrir la puerta.
—Ya tenemos bastante —exclamaban otras.
—¡Ay! Mi corsé —gritaba una tercera.
Clara y Juanita, a quienes los sabios al verlas llegar despavoridas pusieron al
corriente de la situación, penetraron en la estancia; y asustadas ante tan insólito
espectáculo volvieron a salir pidiendo auxilio a la ciencia.
—¡Hombre de Dios! Que se van a constipar esas señoras —vociferaba la
maritornes.
En esto Benjamín que ya había comprendido la situación, llegó con unos
transmisores del fluido de la inalterabilidad; y pasándolos por la puerta entornada,
aconsejó a las excursionistas que se agarrasen a ellos. Hiciéronlo así ellas, y con
cuatro vueltas al aparato y otras tantas docenas de quejidos de las victimas, quedaron
estas fijadas y remediado el mal.
—Prestadles unos vestidos vuestros —dijo don Sindulfo a su pupila y a Juana, en
tanto que él y Benjamín desternillándose de risa tornaban a reanudar su tarea en el
laboratorio, comentando el incidente. Pero apenas el políglota se había dejado caer en
su asiento, cuando con los cabellos de punta y lanzando un grito desgarrador volvió a
levantarse como si un sacudimiento galvánico le hubiese arrancado de la silla.
—¿Qué ocurre? —le preguntó el sabio acudiendo en su socorro.
—¡Mire usted… mire usted! —balbuceaba el infeliz, señalándole la célebre
medalla conmemorativa comprada en la almoneda del arqueólogo madrileño y
atribuida según el catálogo a Servio Cayo prefecto de Pompeya en honor de Júpiter.
Don Sindulfo tomó el disco que reluciente como una chapa de aguador brillaba
sobre la mesa. El objeto en cuestión no había sido fijado aún, esperando para hacerlo
el instante cronológico que pudiese acusarles su autenticidad; pero éste había ya
llegado y, destruida la acción del tiempo, los caracteres campeaban sobre el bruñido
fondo con una elocuencia aterradora.
era el anuncio sobre latón de una empresa de coches de muerto fundada en París
por la época que ellos atravesaban y que restituida a su integridad decía así:
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SERVICE DE POMPES FUNÈBRES
RUE D’ANJOU SAINT HONORÉ.
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CAPÍTULO IX
Reducción gradual del ejército hasta su supresión definitiva
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EPARADAS las averías causadas por la retrogradación en el indumento, las
viajeras corrieron al laboratorio en busca de don Sindulfo y empezaron a
darle múltiples pruebas de su gratitud.
Los dos sabios no habían vuelto aún del estupor que les produjera la
metamorfosis del disco; y en verdad que no les faltaba motivo para renegar de la
ciencia que en tal ocasión los había tratado como madrastra. Ello no obstante hicieron
de tripas corazón, disimularon su enojo y, cerrando los armarios, consagraron su
atención preferente a la contemplación de aquellos tan variados ejemplares de la más
hermosa mitad del género humano. La colección era completa: creeríase uno
transportado al paraíso de Mahoma o al foyer de la danse en la grande ópera de París.
Aunque la conducta de las agregadas a bordo era irreprochable, don Sindulfo,
temeroso de alguna imprudencia, quiso evitar a Clara su contacto y la exhortó a que
con Juanita se retirara al gabinete.
—Como que nos vamos a quedar encerradas allí dentro —dijo la de Pinto—
ahora que hemos encontrado que la casa está habitada por presonas.
—No importa —repuso el tutor tragando bilis—. No os conocéis, no habláis el
mismo idioma.
—Mi señorita entiende el francés, y estas señoras conocen todas las lenguas. Ya
nos han dicho que viajan por gusto y eso que andan a repelo.
Y efectivamente: en los pocos minutos que habían tenido disponibles para
conferenciar, no sólo Juanita las había impuesto en la situación, sino que se había
conquistado el concurso de las expedicionarias para obligar con ardides a don
Sindulfo a hacer un alto que les permitiera sacar de su escondite a la fuerza armada y
emprender juntos la fuga; pues hay que advertir que, al verse rejuvenecidas las doce
hijas de Eva, ya no tenían más que una aspiración: ser libres.
Comprendiendo el tutor que la lucha era desigual y tranquilizado con la falsa idea
de que, restituidas a la edad del candor relativo, las parisienses sólo abrigarían
sentimientos puros e inocentes, puso en olvido aquello de «lo que entra con el capillo
sale con la mortaja» y las dejó a todas juntas, si bien bajo la custodia de su inspección
inquisitorial.
—En este momento entramos en el año 1860 —exclamó Benjamín consultando el
derrotero.
—¡Ay! El día en que perdí a mi novio en Constantina —interpuso Niní poniendo
en juego la sensibilidad para mover el corazón de don Sindulfo y auxiliar los planes
de Clara.
—Y el mismo en que yo abandoné el hogar materno en Bona, por los excesivos
rigores de mi padrastro —adujo Sabina mojándose los ojos con saliva para fingir que
lloraba.
El sabio tomó oportunamente la palabra, pues de tardar unos segundos más, todas
aquellas jóvenes hubiesen resultado oriundas de la Argelia.
—Poco a poco —objetó don Sindulfo—. Se están ustedes enterneciendo
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prematuramente. Recapaciten ustedes que andamos hacia atrás; y que por lo tanto el
año principia para nosotros en 31 de diciembre, o lo que es lo mismo, que entramos
en él cuando en la vida real se sale. De modo que aún les quedan a ustedes tres
minutos para consagrarse a su doloroso aniversario.
—Tanto mejor —prorrumpió Niní en un arranque de alegría—. Así podré verle
vivo. Pídame usted lo que quiera; pero restitúyame usted a sus brazos y empezará una
era de ventura para mí que sólo he tocado humillaciones.
—Por piedad —vociferaba Sabina—. Ya que se ha encargado usted de nuestra
rehabilitación, que se la debamos completa.
—Lo que solicitan es imposible. Yo las restituiré a ustedes a Francia al regreso de
nuestro viaje; pero el tiempo es oro y no puedo permitirme un alto. De hacer uno en
África lo verificaría sobre Tetuán para asistir a la memorable jornada que tan alto
puso el honor de las armas españolas.
—¡Cómo! —arguyó Juanita tomando parte en la trama— ¿Vamos a pasar por el
Riff, donde murió de un balazo, antes de nacer yo, mi tío el trompeta de cazadores, y
será usted tan cruel que no le deje dar un abrazo a su sobrina predilecta?
—¿Pues no acabas de decir que no le conociste?
—Eso no importa. Tenemos en casa su retrato al garrotipo.
—Creo —balbuceó Clara, empleando todos sus medios de seducción— que mi
tío considera lo bastante el nombre castellano para no dejar de rendir este justo
tributo de admiración al heroísmo de nuestros compatriotas; y es harto amable para
no acceder al ruego de su pupila.
—Sea, pues tú lo quieres —respondió el tutor vencido—. Asistiremos a aquella
epopeya; pero sin bajar.
—¿A vista de pájaro? —preguntó Juanita tratando de insistir; pero un gesto de su
ama la hizo comprender que puesto en el camino de las concesiones, don Sindulfo no
tardaría en rendirse.
El sabio torció el rumbo hacia el 35o de latitud N.; y, al marcar el cronómetro el
crepúsculo vespertino del 4 de febrero de 1860, redujo la marcha a paso de carreta y
dejó que el Anacronópete se deslizara sobre Tetuán, fuera del alcance de los
proyectiles; pero bastante cerca del teatro de la lucha para poder apreciar los menores
detalles de aquella memorable batalla.
Todos los corazones nacidos de la vertiente meridional de los Pirineos a la punta
de Tarifa, palpitaban con violencia. Abierto el disco, cada cual asestó su instrumento
óptico al campo de operaciones y un grito de entusiasmo resonó en la estancia.
—Allí se divisan los combatientes —exclamó Naná, arreglándose el tocado por si
levantaba los ojos alguno de los oficiales de Estado Mayor, mientras Juanita atónita
balbuceaba:
—¡Jesús! Si parece un titirimundi.
—¡Pero, es extraño! —adujo Clara, fijándose en el fenómeno que se desarrollaba
a sus ojos—. Yo no me explico sus movimientos.
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—Es verdad —prorrumpieron todos parando mientes en caso tan original.
—¿Qué es ello? —preguntó el sabio.
—Mire usted. Lo hacen todo a la inversa.
—¡Ah! Sí —repuso el sabio dándose cuenta de lo que para él carecía de
importancia, pues ya lo tenía previsto—. Eso consiste en que, como nosotros vamos
viajando hacia atrás en el tiempo, empezamos a ver la batalla por el fin.
—¡Ya! —interpuso Juanita—. ¡Cosas de usted, que lo principia todo por la cola!
…
Y efectivamente, los viajeros observaban la batalla de Tetuán con el orden
cronológico invertido; como el héroe de Lumen de Flammarión veía la de Waterloo,
al remontarse en espíritu a la estrella Capella, teniendo que pasar antes por los rayos
luminosos de la Tierra que alumbraban en el espacio hechos posteriores.
—Observen ustedes —proseguía don Sindulfo— como lo primero que se advierte
es que los cadáveres se incorporan.
—Es verdad —asentía Benjamín—. Y luego disparan sus fusiles.
—Y después cargan.
—¿Cargan? Porque serán sabios —argüía la Maritornes, no desperdiciando
ocasión de zaherir a su victima.
—¿Qué es eso? ¿Huyen?
—No. Es que retroceden, porque caminamos hacia el momento en que están
ocupando las posiciones que tenían antes de avanzar. Es decir, que ahora llegamos
propiamente al principio de la batalla. De modo que parándonos podríamos asistir a
ella por su orden.
—Pues, sóoo —dijo la lugareña excitando la hilaridad en todos, a cuyas reiteradas
súplicas el sabio no tuvo valor de resistir, aguijoneado a su vez por el orgullo patrio.
El Anacronópete quedó suspendido en la atmósfera merced a un ligero movimiento
en el graduador.
Escritos estos renglones veintiún años después de aquel memorable
acontecimiento, paréceme que su relato, aunque hecho a vuela pluma, no ha de
carecer de atractivo para la generación que nos está acabando de reemplazar. Copio
aquí, pues, la narración del diario de don Sindulfo, en la que sin duda se ha inspirado
el pintor Castellani para reproducir con el pincel aquella jornada, y que también ha
servido a la prensa de la corte para describir el panorama que se exhibe en Madrid
frente a la casa de la Moneda. Dice así:
«Estamos en el centro del campamento marroquí de Muley-Ahmed. Las tropas
españolas llegan hacia él persiguiendo de cerca al enemigo, cuyas posiciones corona
simultáneamente. Tenemos en frente el mar, Tetuán a la espalda, el río Martín a la
derecha, y a la izquierda la torre de Geleli y la Casa Blanca.
»El general O’Donnell dispone que sus fuerzas ejecuten un movimiento
envolvente sobre el campamento de Muley-Ahmed, con objeto de atacarlo por dos
puntos distintos con las tropas de los generales Prim y Ros de Olano, entre las que se
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sitúa la artillería protegida por los ingenieros. Rómpese el fuego de cañón por
cuarenta piezas que avanzan gradualmente hasta colocarse a cuatrocientos metros de
las trincheras marroquíes.
»En primer término se destaca el general en jefe a caballo con su estado mayor,
dando órdenes al comandante Ruiz Dana y teniendo a su lado al coronel Jovellar y al
jefe del Estado mayor, general García. Detrás las baterías españolas cañonean los
reductos. En el fondo a lo lejos el mar y la escuadra.
»A la derecha el general Ros de Olano, dando instrucciones a su hijo y dirigiendo
el movimiento de la primera división del tercer cuerpo, mandada por el general
Turón, consigue que sus soldados penetren por distintos puntos en las trincheras. El
regimiento de Albuera con su coronel Alaminos; Ciudad-Rodrigo con el teniente
coronel Cos-Gayón, y el brigadier Cervino al frente de los batallones de Zamora y
Asturias, invaden a la vez el campamento a pesar de la tenaz resistencia de los
enemigos; uno de los cuales en las ansias de la muerte, encuentra fuerzas suficientes
en su fanatismo para arrastrarse hasta un cañón abandonado, y dispararlo causando
horroroso estrago en las primeras filas de nuestras tropas.
»Por la izquierda el general Prim ataca las trincheras seguido del coronel
Gaminde; penetra por una tronera rodeado de catalanes, soldados de Alba de Tormes,
Princesa, Córdoba y León; forma confuso tropel con los enemigos y sostiene cuerpo a
cuerpo una lucha encarnizada. A su lado veo caer moribundos al comandante
Sugrañes y al teniente Moxó, tremolando el primero en sus manos la bandera de los
intrépidos tercios catalanes. Don Enrique O’Donnell apoya enérgicamente el ataque
de su jefe el general Prim, y se dirige luego al campamento de Muley-Abbas en la
torre de Geleli, que los moros abandonan precipitadamente.
»Muley-Ahmed intenta en vano con enérgico valor detener la fuga de sus
soldados, que huyen despavoridos ante las aguerridas huestes de Prim y abandonan la
Casa Blanca. Llenos de terror, desoyen el mandato de su jefe, le arrastran en su huida
y dejan en poder de nuestras tropas, como trofeo de tan señalado triunfo, el
campamento con ochocientas tiendas, ocho cañones, armas, municiones, camellos,
caballos y bagajes.
»En el fondo, hacia Tetuán, el sultán de Marruecos contempla consternado la
derrota de su ejército numeroso.
»Durante la marcha de nuestros soldados, los enemigos amenazan atacar la
retaguardia; pero el general O’Donnell, sin detenerse, destaca hacia Tetuán dos
batallones del tercer cuerpo a las órdenes del general Makenna, quien adelantando
rápidamente a lo largo del río Martín protegido por la brigada de coraceros del
general Alcalá Galiano, rechaza al enemigo sobre la plaza después de breve lucha y
paraliza sus esfuerzos.
»Formidables fuerzas enemigas, bajando a la vez de la torre de Geleli, amagan
atacar nuestra derecha con sus infantes y tres mil jinetes; pero el general en jefe,
atento a todas las peripecias del combate, hace adelantar la brigada de lanceros del
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conde de Balmaseda. Las tropas cargan vigorosamente sobre el enemigo y le ponen
en precipitada fuga protegidas en su movimiento por el cuerpo de reserva del general
Ríos, situado en el reducto de la Estrella.
»La jornada ha sido completa. Tetuán no tardará en abrir sus puertas al vencedor,
y el emperador de Marruecos debe ya empezar a arrepentirse de haber excitado el
justo enojo de la nación española».
El entusiasmo a bordo no reconocía límites. Todos suplicaban a don Sindulfo que
les permitiese bajar para dar un abrazo a aquellos héroes, inclusa Juanita que
pretextaba haber reconocido los pulmones de su familia en un paso de ataque tocado
por su tío con la trompeta. El sabio que, además de estar poseído de la admiración
general, tenía un carácter vengativo impropio de sus luces intelectuales, vio en
aquella circunstancia una ocasión de desembarazarse del torcedor de su fregatriz, y
accedió a la demanda decidido a volver a emprender la marcha en cuanto Juanita
traspusiese los umbrales del Anacronópete en busca del supuesto pariente. Eligióse
pues para el descenso un bosquecillo que les garantizase de una bala perdida, y con
gran contentamiento de todos y una sencillísima manipulación, el vehículo tocó
tierra.
Pero ¡ay! que no comete el hombre acción mala sin recibir tarde o temprano por
ella el condigno castigo. Saboreando estaba cada cual la realización de sus
propósitos, cuando Benjamín, que, asomado al disco contemplaba el horizonte, dio un
grito y retrocedió involuntariamente.
—¿Qué es eso? —le preguntó su inseparable, corriendo a su lado.
—¡Friolera! —contestó el políglota perdiendo él color—. Que sin duda hemos
caído en una emboscada tendida por los marroquíes a nuestras tropas.
Un sudor frío circuló por la frente de todos los viajeros.
—¡Huyamos! —fue la opinión general.
—Mire usted los kabilas que se dirigen hacia aquí.
—No hay más remedio que apelar a la fuga —adujo el sabio corriendo al
regulador y poniendo en movimiento la máquina, mientras Benjamín cerraba los
discos y restablecía el alumbrado eléctrico, exclamando:
—Pronto, que nos alcanzan.
Aún no había acabado de pronunciar la frase cuando:
—¡Un moro! —articuló con voz ahogada una de las viajeras.
—¡Dos! —prorrumpió Juanita parapetándose detrás de su amo.
—¡Veinte! —profirieron todos poseídos de un terror pánico cobijándose en un
rincón del laboratorio en compacto grupo.
Eran en efecto dos docenas de fugitivos del campamento de Muley-Ahmed que,
buscando su salvación en el bosque, presenciaron el descenso del vehículo y
tomándolo por arma de guerra habían resuelto atacarlo; pero, no encontrándole
entrada franca, se valieron de sus cuerpos salientes y, escalándolos con la entereza
que da el fanatismo, lograron introducirse por los tubos de desalojamiento antes de
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que el coloso emprendiese la marcha.
Pasado el primer momento de
estupor, en que nadie osaba
levantar los ojos ante aquellos
morazos de seis pies de altura
provistos de gumías y
espingardas y llevando escrito en
el rostro el vengativo ceño del
enemigo derrotado, Naná se
resolvió a preguntar a don
Sindulfo:
—Diga usted. ¿Nos harán
algo?
—A nosotros rebanarnos el
pescuezo; y a ustedes llevárselas
al harem en calidad de odaliscas.
—¿Con los eunucos? ¡Qué
horror! —articularon las aludidas
por lo bajo.
—Pues lo que es al harem —
interpuso Juana encarándose con
su señor— creo que también podría usted venir.
—¡Insolente!
—Para hacernos compañía y enseñarnos ciencias en los ratos de ocio.
El tutor no se habla equivocado acerca del propósito de los invasores, según la
traducción que Benjamín le hizo de las órdenes dictadas por el jefe de la fuerza. Los
expedicionarios estaban irremisiblemente perdidos. Una idea luminosa brotó sin
embargo en el cerebro del atribulado don Sindulfo.
—Si logramos ganar tiempo —dijo al políglota— nos hemos salvado.
—¿De qué modo?
—Dando al vehículo la velocidad máxima y consiguiendo que estos kabilas, que
no están sometidos a la inalterabilidad, se vayan empequeñeciendo hasta que
concluyan por desaparecer una vez traspuesto el instante de su natalicio.
—¡Sublime idea!
Y forzando el graduador, la máquina se puso a funcionar con una rapidez
vertiginosa.
—¡A ellos! —gritó el capitán; y los moros se aprestaron a consumar su obra; pero
los ayes y las lamentaciones del sexo débil eran tan repetidos y penetrantes, que, no
logrando restablecer el silencio, les pusieron a todos a guisa de mordaza un lienzo
atado en la boca y, oprimiendo sus brazos con fuertes ligaduras, los arrastraron tras sí
para conducir los esclavos al asilo del disperso campamento.
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Cerca de un cuarto de hora anduvieron buscando los riffeños inútilmente la salida,
con gran satisfacción de los cautivos que, si bien no podían pedir socorro ni fugarse
maniatados como estaban, veían en cambio que sus opresores se rejuvenecían
rápidamente y acariciaban la esperanza de hallarse en breve libres de su yugo.
Pero los caracteres meridionales son impetuosos y no tienen la paciencia por
virtud. Agotada la de los hijos del desierto al sospechar que estaban siendo los
prisioneros de sus rehenes, se conformaron con salir por donde entraran; mas,
convencidos de la imposibilidad de hacerlo con su presa, adoptaron la extrema
resolución de exterminar a los viajeros.
Encontrábanse a la sazón en la cala y las mujeres se desesperaban al pensar que
cuando una sola voz les bastaría para llamar en su auxilio a sus salvadores, tenían que
sucumbir al mutismo. Colocados los reos en un ángulo de la bodega, los moros
ocuparon el centro y apercibieron sus espingardas. Ya no les quedaba duda a aquellos
infelices acerca de la triste suerte que les deparaba el destino. Apiñados y
confundidos revolvíanse los desgraciados en la desesperación de la impotencia y ya
los cañones estaban apuntados hacia su pecho, cuando el tiempo, ejerciendo su
poderoso influjo, convirtió de repente la cuerda que sujetaba al tutor en finísimos
filamentos de cáñamo que le dejaron libre el ejercicio de sus músculos. Apercibirse
de tan providencial beneficio y emplearlo en poner en contacto los conductores que
junto a él descendían por las paredes de la cala, fue operación tan rápida como el
pensamiento. Acto continuo las compuertas se abrieron y los hijos de Agar
desaparecieron para siempre en el espacio insondable.
La alegría que sucedió a aquellos minutos de angustia no hay quien la describa.
Restituidos a la libertad abrazábanse todos sin distinción de sexos ni condiciones; y
hasta la misma Juanita no pudo prescindir de decir a su amo, en un arranque de
gratitud:
—Si no fuera usted tan feo, me casaba con usted.
Saboreando estaba el sabio su triunfo muy convencido de haber conquistado con
él un lugar preferente en el corazón de su pupila, cuando ésta temiendo ver surgir
nuevos contratiempos.
—Ya es ocasión de revelárselo todo —exclamó, pidiendo consejo a Juanita.
—¿Qué duda cabe? —respondió la resuelta asesora.
Y añadiendo:
—¡A mí, valientes! —incitó a salir de su guarida a los soldados españoles,
riéndose con descaro del asombro del buen tío que intuitivamente comprendió la
asechanza de que le habían hecho objeto.
—¡Cómo! ¿Están aquí? —prorrumpió lívido de coraje.
—¡Perdón! —repetía Clara.
—Ni para ti ni para ellos —proseguía el celoso tutor dando golpes en cuantos
objetos tenía a tiro.
—Pues, ea —arguyó Juanita—. Guerra a muerte; y el sabio que sea hombre, que
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salga. Don Luís, Pendencia, melitares: ¡Mueran las matemáticas!
Un ay de espanto reemplazó a tan enérgico apóstrofe. Los diez y siete hijos de
Marte aparecieron en la cala trepando por los sacos de harina y los barriles de
provisiones; pero, como no habían sido sometidos a la inalterabilidad y el mayor de
ellos no contaba veinticinco primaveras, los cuatro lustros desandados en el tiempo
desde la salida de París los habían reducido a la condición de tiernos parvulillos.
—¡Esto es espantoso! —murmuraban las francesas que se las habían prometido
muy felices de la galantería española.
—¡Yo desfallezco! —articulaba la pupila no dando crédito a la realidad, mientras
Juanita hecha un basilisco exclamaba enseñándole los puños a su amo:
—Si es usté el sabio más animal que conozco.
El tutor se bañaba en agua de rosas al contemplar la venganza que le servia el
azar. Entre tanto el vehículo caminaba y los infantes se achicaban hasta el extremo de
no poderse tener ya en pié.
—Pero, hombre de Dios, ¿no ve usted que se nos deshacen como la sal en el
agua? —argüía la maritornes echando espuma por la boca.
—Mejor —contestaba aquel segundo Otelo—. Así acabaremos de una vez.
Y los angelitos yacían tendidos en el suelo agitando brazos y piernas en la
inacción de los primeros meses y llorando a pulmón lleno. Compadecidas de su
situación, cada hija de Eva tomó en brazos al suyo y se puso a pasearlo por la cala
viéndolos mermarse progresivamente, en tanto que el implacable tío se frotaba las
manos con satisfacción y sonreía con satánico gesto.
—¡Luis mío! —repetía Clara anegada en llanto y tributando sus caricias a aquel
residuo de su capitán de húsares.
—¿Ya no tienes una gracia para tu Juanita? —preguntaba a su microscópico
Pendencia la de Pinto.
Y el bribón del asistente, como si aún quisiera darle una prueba de su travesura, le
mordió el vestido por la parte en que a los niños de su edad se les sirven los
alimentos.
De pronto aquellas mujeres se quedaron pálidas con los brazos cruzados sobre el
pecho; ya no abarcaban objeto alguno: el ejército se les había disuelto entre las
manos.
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CAPÍTULO X
En que tiene lugar un incidente que parece insignificante y es, sin embargo, de
mucha importancia
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A pérdida de un ser querido es una de las más terribles pruebas a que
puede exponerse la sensibilidad humana: y aun así la aflicción pasa por
distintas gradaciones según las circunstancias que han acompañado al
hecho.
—Al menos ha muerto en su cama y rodeado de los suyos —le dicen al atribulado
pariente los encargados de consolarle.
—Y ha tenido usted la satisfacción de que Dios se lo conserve hasta una edad
avanzada —añaden otros.
Y efectivamente, todas estas reflexiones son un lenitivo al dolor que, resultado de
una máquina pensante y contante, paga la situación en su justo precio reservándose
para las grandes catástrofes el máximum de intensidad.
Ahora bien: imagínense los lectores cuál sería la disposición de ánimo de los
viajeros ante aquel quinto acto de una tragedia para cuyo desenlace no había Deus ex
machina posible. Porque un novio es algo más que un pariente a los ojos del objeto
de su cariño; y además de la amargura de separarse para siempre del suyo, las
enamoradas doncellas sufrían el vejamen de ver que, siendo el amor un numen que
engrandece cuanto toca, a ellas al revés, se les achicaba todo entre las manos.
Clara perdió el sentido ante la inmensidad de su infortunio y tuvo que ser
conducida al gabinete en brazos de las expedicionarias. Juana, más entera aunque no
menos herida, se desahogaba dando gritos contra el opresor y llamando a la guardia
en su socorro.
Pero la situación más grave era sin duda la de don Sindulfo. Por malo que tuviese
el genio, por mezquina que fuera su condición, por miras estrechas que lo alentasen,
distaba mucho de ser un malvado: y la muerte de los veinticuatro moros, aunque
llevada a cabo en legitima defensa propia, eran dos docenas de puñales que tenía
hundidos en el corazón. Agréguese a esto la aparición de los hijos de Marte, en la que
veía no sólo una desobediencia a sus mandatos sino la inutilidad de haber agotado su
ciencia y sus recursos para desembarazarse de un rival, y se comprenderá fácilmente
que su razón trastornada le indujese a permitir que el tiempo devorase a aquellos
infelices, sin prestarles el menor auxilio. Primer paso suyo en la senda del crimen por
la que hemos de verle avanzar presa de los celos, la desesperación y la locura. No
adelantemos empero el discurso.
Los mahometanos, aunque hombres, eran enemigos de Dios y habían atentado
contra su vida; por consiguiente, bien muertos estaban. Pero aquellos diez y siete
infantes, a quienes había servido de implacable Herodes, qué daño le habían hecho?
¿Merecía tan horroroso castigo una travesura de la juventud? ¿No era su sobrino una
de las victimas? ¿No hubiera sido más humano, pues no estaban sometidos a la
acción del fluido, hacer rumbo hacia el presente y, una vez reconquistadas sus
naturales proporciones, desembarcarlos en los alrededores de su edad?
Todas estas y otras muchas observaciones se hacía don Sindulfo, pero la imagen
de su pasión desatendida, y su amor propio sublevado concluían por vencer, y
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resultado de tan acerba lucha fue que delirante cayese en los brazos de su amigo bajo
los efectos de una continua convulsión.
¿Pues no estaba garantizado por la inalterabilidad?, me objetará alguien.
Ciertamente, pero la acción del fluido, penetrando por la membrana epidérmica,
atravesando el dermis e infiltrándose por los tejidos musculares, sólo alcanza a la
superficie de los huesos, que petrifica como las demás vías por donde circula. Así
pues el ejemplar influido por sus corrientes, ni pierde la tersura del cutis, o sea la
juventud, ni sufre de erupciones cutáneas, ni está expuesto a las inflamaciones
producidas por la acción atmosférica: pero experimenta hambre, sed y sueño y no se
exime de padecimientos viscerales, productos las más veces del sistema moral al que
la ciencia no ha llegado a dar todavía la osificación que a un tegumento.
Cargó pues Benjamín con aquel cuerpo inanimado y lo condujo a su dormitorio
para ver de provocar la reacción metiéndolo en la cama; pero, al pasar por el
laboratorio, recordó la velocidad vertiginosa que habían impreso al aparato en el
momento de la invasión marroquí, y temeroso de alguna catástrofe por imprudencia,
dio un golpe a la aguja del graduador, reduciendo el Anacronópete, a su entender, a la
locomoción media.
¡Qué pequeños incidentes son origen de los más grandes acontecimientos!
Don Sindulfo, acurrucado en el lecho, daba diente con diente de continuo y
alguna que otra sacudida por intervalos a Benjamín.
—Juanita —dijo éste saliendo al encuentro de la de aparejo redondo—. Calienta
un poco de agua para hacer una infusión a tu amo que se siente mal.
—¿Quién? ¿Yo? Pues como no sea para escaldarle vivo, que se aguarde a que
encienda fuego.
—¡Vamos! Deja a un lado el enojo y recapacita que si él se muere nadie podrá
llevarnos a puerto de salvación.
—¿Pues usted no entiende la maquinaria?
—Muy poco. Además, la caridad te aconseja ser compasiva. Prepara la lumbre
mientras yo saco el té y el azúcar de la despensa.
Sea el miedo a permanecer indefinidamente en el espacio o la compasión
inherente a su sexo, Juanita no replicó e hizo rumbo a la cocina.
—Ya sabes. Con un par de chispazos eléctricos alumbras una hoguera en un decir
Jesús.
—A mí déjeme usted de telégrafos, que yo me las compondré a la moda antigua.
Y, así diciendo, llegó al hornillo, colocó en él unos carbones y tomando unos
fósforos frotó uno tras otro sobre la lija, sin conseguir encender ninguno; pero lo más
notable del caso era que ni dejaba huella la cerilla en el raspador ni la cabeza del de
Cascante se gastaba.
—Es claro. Las babas de don Sindulfo que lo reblandecen todo —murmuró, y
echóse en busca de otra caja y de algunas virutas y trapos con qué facilitar la
combustión. No encontrando nada a propósito, dio al pasar por el cuarto de las
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agregadas con unos fragmentos de telas y pieles que, aunque acusaban una rica
procedencia, eran retales al fin y muy del caso en circunstancias tan apremiantes.
Dispuso los residuos en el fogón y, haciendo una nueva e inútil tentativa con los
fósforos:
—A ver si usted tiene más gracia —dijo a Benjamín que acudía cargado con un
pilón de azúcar, y un bote de té Hulón.
—Esto es más breve —arguyó el políglota comunicando la chispa eléctrica al
hornillo a merced de la cual los trapos se encendieron pero no los carbones; siendo de
notar, por más que ninguno de ambos observase el fenómeno, que las suplentes
virutas iban tomando extrañas formas parecidas a lazos, mangas de vestido, tacones
de bota y objetos de mercería.
—Parte un poco de azúcar —ordenó Benjamín a Juanita en tanto que él, puestas
las hojas en la tetera, derramaba encima el agua hirviendo.
—¡El demonio que pueda con esta pirámide de Egipto!, si es más dura que la
cabeza de un sabio —repetía Juanita dando golpes en el pilón con un martillo sin
conseguir levantar una arista.
—Déjate; aquí hay azúcar molido —exclamó el interpelado poniendo una
cucharada en la taza de otro paquete que para el uso ordinario había en el vasar y
sirviendo en ella el licor benéfico.
—Pero aguarde usted… ¡si eso no está aún! Todavía no ha tomado color.
Un sudor frío circuló por la frente de Benjamín, en quien la resistencia del pilón,
la incombustibilidad de los carbones y la inalterabilidad del agua vinieron a darle la
llave del enigma. Presa de una agitación nerviosa se puso a disolver el azúcar en la
infusión; y la llevarse una cucharada a los labios:
—¡Horror! —dijo palideciendo.
—¿Qué ocurre? —preguntó la doncella mirándole de hito en hito temerosa de que
también empezara él a reducirse como los otros.
—¿Qué ha de ser? Que hemos vuelto inalterables para su conservación los
artículos de consumo, y ahora nos encontramos con que son resistentes a toda
influencia física.
—¿Es decir?…
—Que ni el azúcar endulza, ni el carbón se enciende, ni el pilón se parte, ni habrá
quién le pueda hincar el diente a una patata.
—¿De modo que nos vamos a morir de hambre? —balbuceó Juanita con los ojos
desencajados.
—No; pero tendremos que apearnos a cada comida y tomar los alimentos propios
de la época y de la localidad; pues de fijarlos ya ves lo que sucede; y de abandonarlos
a la acción retrógrada del tiempo, en tres minutos el pan se nos convertiría en espigas
y el vino en cepas.
—¿Y dónde tomaremos hoy la pitanza? —repuso la lugareña a quien la idea de un
alto sonreía por lo que encerraba de salvador para las reclusas.
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—En los infiernos —salió murmurando Benjamín con la taza del agua caliente en
la mano; la que propinada a su amigo le produjo las consecuencias de un hemético
sumiéndole después en una dulce y agradable somnolencia.
Entretanto Juanita volaba a dar parte de lo ocurrido a sus compañeras de
infortunio, quienes rodeando el lecho de la pupila, presenciaban una escena no menos
digna de admiración que la precedente.
Es pues el caso que mientras prodigaban sus consuelos a la pobre huérfana, Niní,
que no sin profunda aflicción había visto desaparecer de sus lóbulos, antes de ser
fijada, las dos hermosas perlas que llevaba por pendientes, dio un grito de alegría al
llevarse las manos hacia los desheredados cartílagos y encontrarse con la restitución
de sus preciadas joyas.
—Mirad, esto es milagroso…
—En efecto —exclamaron todas. Y al tender en torno suyo una mirada de
asombro, éste creció de punto al observar que todos los objetos arrebatados por la
acción retrógrada del tiempo les eran devueltos sin saber cómo. Ya un girón del
vestido de Naná, cubriéndose de larvas, tomaba la forma de capullos para
metamorfosearse en tupido raso de Lión; ya una tira de becerro, curtiéndose
repentinamente y modelándose al pie de Sabina se llenaba de pespuntes y lazos hasta
elevarse a la categoría de un borceguí Carlos IX.
—¡Mi chal! —gritaba una…
—¡Mis encajes! —decían otras.
Y todas se libraban al más expansivo arranque de entusiasmo, cuando la más
razonadora de ellas:
—Poco a poco —les arguyó—. Moderad vuestro júbilo. Cierto es que
reconquistamos nuestro ajuar; pero ¿quién os asegura que la devolución no será
completa?
—¡Cómo!
—¿No teméis que por este fenómeno, cuya explicación ignoramos, cada perla que
creemos ganada nos devuelva la arruga que juzgamos perdida?
La observación era tan atinada y el temor de perder los encantos tan profundo,
que un grito unánime salió de todos los labios en demanda de socorro; y las viajeras,
dejando a Clara en el gabinete al cuidado de Juanita, echáronse en busca de los sabios
encontrando felizmente en el laboratorio a Benjamín que consiguió a duras penas
imponer silencio a aquella rebelde turba.
—¿Qué significa esto? —preguntó la más osada—. ¿Tratáis de volvernos a
envejecer?
—Que se nos admita a libre plática —argumentaba otra—. Ya hemos pasado la
cuarentena.
—¡No más lazareto! —vociferaban a coro.
Benjamín, que no acertaba a darse razón de lo que veía, estudiaba el caso con los
ojos fijos en el suelo; y maquinalmente al notar un objeto que relucía, lo recogió y dio
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con un ochavo moruno.
—Alguna moneda que se le ha caído a un kabila —dijo Niní llamándole la
atención hacia lo más urgente—. No haga usted caso de eso.
—Pero si esta moneda —repuso el políglota— procede de un marroquí, ¿cómo,
no estando sometida a la inalterabilidad, subsiste todavía? Debería haberse
descompuesto toda vez que viajamos hacia atrás.
—Acaso sea más antigua que el año en que nos hallamos.
—No. Su fecha es del 1237; y como el cómputo árabe principia en 622, época de
la Hégira, este ochavo corresponde al 1859 de nuestra era o sea al año anterior en que
fuimos atacados por los riffeños y que debimos trasponer tres minutos después de la
invasión.
—¿Entonces? —interrogaron las atónitas viajeras con la mirada.
Y como Benjamín dirigiese la suya hacia el cuarto de los relojes:
—¡Maldición! —dijo al consultar el cronómetro del tiempo relativo.
E inmediatamente hizo parar en seco el Anacronópete.
—¿Qué es ello?
—Que al querer moderar hace poco la locomoción, he rebasado sin duda la línea
de la aguja y caminábamos hacia adelante. Hemos deshecho lo andado. Estamos
sobre Versalles a 9 de julio o sea en la víspera del día que salimos de París.
La alegría que se pintó en el rostro de las viajeras al convencerse de que, sin
detrimento de su juventud, eran restituidas al teatro de sus operaciones, no hay quien
la describa. Todas suplicaron a Benjamín que las desembarcase; y aunque éste temía
las iras de don Sindulfo, pudo más en él la idea del ridículo de que iba a cubrirse
cuando su colega advirtiese su ineptitud. Así es que confiado en el seguro del secreto,
toda vez que ni Clara ni Juanita eran testigos de su derrota; y en la persuasión de
cohonestar con una medida de buen gobierno el abandono de las agregadas,
determinóse a darles gusto, lo que le valió una abundante y envidiable cosecha de
abrazos y besos.
El vehículo descendió majestuoso en el parque contiguo al Trianon; las viajeras lo
abandonaron sigilosamente, y Benjamín, dando la velocidad máxima se echó por el
espacio a desquitarse de lo perdido diciendo:
—Ahora a China en busca del secreto de la inmortalidad.
Al día siguiente los periódicos de París traían dos noticias: una que fue comentada
por todos los desocupados de los bulevares; otra que sólo conmovió al mundo sabio.
Decía la primera, que habían sido reducidas a prisión doce jóvenes que,
valiéndose de las circunstancias, querían explotar la credulidad pública haciéndose
pasar por las expedicionarias del Anacronópete; siendo así que en ninguna de ellas se
encontraban trazos que acusasen ser las agraciadas por la Prefectura, donde constaba
su filiación y se les había entregado pasaportes de que las impostoras no venían
provistas a su regreso.
La segunda era más lacónica aunque más trascendental para la ciencia, en cuyos
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anales sigue constando como artículo de fe: se reducía a dar cuenta de que a las nueve
y cuarenta y cinco minutos de la mañana el observatorio astronómico había
presenciado la caída de un enorme aereolito en las inmediaciones de Versalles.
¡Así se escribe la historia!
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CAPÍTULO XI
Un poco de erudición fastidiosa aunque necesaria
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L día 14 del noveno mes del año 604 (antes de J. C.)
en la aldea de Li, estado feudal de Tsou, hoy
provincia de Hou-nan, nacía con los cabellos
blancos después de ochenta y un años de gestación
(al decir de sus sectarios) el gran metafísico de la
China, apellidado por esta circunstancia Lao-tseu o
sea el viejo niño.
Hasta su aparición, la filosofía más remota del
Celeste Imperio estaba reducida al Y-King,
enciclopedia puesta en orden por Fo-hi, en quien los historiadores creen reconocer a
Noé después que salió del Arca e hizo su viaje a la provincia de Xen-si cerca del
monte Ararat en la parte opuesta de la Bactriana. Su fundamento es enseñar el origen
de las cosas y las transformaciones sufridas en el curso de las edades. Dios es
considerado en ella como la piedra angular sobre que todo descansa. Es a un tiempo
mismo Ly y Tao (razón y ley) y como tal se revela a la inteligencia humana.
Lao-tseu, guiado por una sabiduría apacible, enseñó a despreciar las pasiones, a
elevarse sobre todos los intereses, grandezas y glorias terrenales, recomendando
hacer abnegación de sí propio en beneficio de los demás y humillarse para ser
enaltecido: lenguaje que recuerda la humildad y la caridad de la doctrina del
Salvador.
Todo el tesoro de su inteligencia lo encerró en su obra titulada Tao-té-King. King
significa que el libro es clásico: Tao y Té son las palabras porque empiezan las dos
partes de que consta su tratado y que, como sucede con el Pentatéuco, le han servido
para darle el nombre. Ambos títulos reunidos quieren decir Libro de la razón
suprema y de la virtud.
He aquí un fragmento que confirma que, ante el espectáculo de las desgracias de
su patria, en vez de aspirar a una reforma, como Confucio lo hizo más tarde, Lao-tseu
se aisló, exhortando al hombre a buscar el bien supremo en la soledad ascética y
haciéndolo consistir en la calma absoluta:
«El hombre, dice, debe esforzarse en obtener el último grado de incorporeidad a
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fin de conservarse tan inalterable cuanto le sea posible. Los seres aparecen en la vida
y cumplen sus destinos: nosotros contemplamos su renovación sucesiva por la cual
cada uno de ellos vuelve a su origen. Volver a su origen significa ponerse en reposo;
ponerse en reposo es restituir su mandato; restituir su mandato es hacerse eterno. El
que sabe hacerse eterno es iluminado; el que no, se convierte en víctima del error y de
todas las calamidades».
Esta moral, que podemos llamar pasiva, fue exagerada por sus prosélitos que se
apellidaron Tao-ssé o sean doctores celestes. Y en efecto, mientras Lao-tseu no
asentaba el bien público y el privado sino en el ejercicio de la virtud y en la
identificación con la razón suprema para dominar los sentidos y alcanzar la
impasibilidad, sus sectarios abusaron de esta inacción para abandonarse a un rígido
ascetismo; y, proclamando que la sabiduría engendra los desórdenes, recomendaron
al pueblo la ignorancia más absoluta, reservándose no obstante las artes cabalísticas y
adivinatorias a fin de embaucar con ellas a las masas cuando, a la aparición del
Budhismo en China, los Tao-ssé se confundieron con los Bonzos.
Las dos sectas de los Yang y los Mé no son sino ramas del mismo tronco: sus
diferencias son tan insignificantes que no merecen ser reseñadas sino comprendidas
en el principio fundamental de la religión de los Tao-ssé, cuya consecuencia fue
elevar a dogma la ociosidad entre las clases ignorantes.
El año 551 antes de la era vulgar, hacia el solsticio de invierno del año vigésimo
segundo del reinado de Ling-uan, nació en la aldea de Tseu, reino feudal de Lu (hoy
provincia de Chantung), el gran Kun-fu tseu o Confucio como le llamamos en
Europa.
Tan distante este filósofo de la ciega credulidad como de las mágicas ficciones de
los Tao-ssé, jamás se ocupó ni de la naturaleza humana, ni del principio divino, ni de
la metafísica en fin. Su carácter no es el de un innovador; limítase tan sólo a
restablecer las bases de la moral práctica de las sociedades primitivas.
«Lo que yo os enseño, decía él, lo podéis aprender por vosotros mismos haciendo
un legítimo uso de las facultades de vuestro espíritu. Nada tan natural ni tan sencillo
como la moral cuyas prácticas saludables trato de inculcaros. Todo lo que yo os
predico, los sabios de la antigüedad lo han ejecutado ya. Su práctica se reduce a tres
leyes fundamentales: de relación entre vasallos y señores, entre padre e hijo y entre
marido y mujer, y el ejercicio de estas cinco virtudes capitales: la humanidad, es
decir, el amor de todos sin distinción ninguna; la justicia, que da a cada uno lo que le
pertenece; la observancia de las ceremonias y usos establecidos, a fin de que todos los
que viven juntos sigan una misma regla y participen de las mismas ventajas y de los
mismos inconvenientes; la rectitud de juicio y de sentimiento para buscar y desear lo
verdadero en todo, sin alucinaciones egoístas para sí, ni apasionadas para los otros; la
sinceridad, o sea un corazón abierto que excluya la ficción y el disimulo, así en las
palabras como en las obras. Estas son las virtudes que han valido el dictado de
venerables a los primeros institutores del género humano, en vida, y los han
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conducido después a la inmortalidad: Tomémoslos por modelo y esforcémonos en
imitarlos».
Tal es en resumen la moral de Confucio, cuyo carácter distintivo es hacer derivar
todos los deberes de los de la familia, y reducir las virtudes a una sola: la piedad
filial. Su dogma es la obediencia del inferior al superior.
En cuanto a metafísica, he aquí lo que al padre Pedranzini decía un mandarín
sectario de Confucio:
«Nosotros nos guardamos mucho de decidir sobre cosas que no son evidentes y
que los sabios antiguos tenían por inciertas. El axioma de los hombres santos consiste
en la partícula si, puesto que dicen: Si hay un paraíso, los virtuosos gozarán en él mil
delicias; si hay un infierno, los malvados serán precipitados en él; pero ¿quién puede
afirmar que existan o no? Abstenerse del mal y hacer bien, he aquí el punto
importante. El Tai-hio recomienda que lo principal es la virtud y lo accesorio las
riquezas y el bienestar. El Liun-in encarga que no hagas a otro lo que no quieras para
ti. Todo estriba en esto. Procédase así y basta; las felicidades del paraíso, si hay uno,
vendrán como consecuencia».
Esta moral fue la que dominó en las clases ilustradas cuyos sectarios, hostiles a
los preceptos oscurantistas de los Tao-ssé, tomaron el nombre de letrados y su
comunión el de academia.
Entre los discípulos de Confucio el más notable es Meng-tseu o Mencio, muerto
en 314 (a. de J. C.). Afligido de ver triunfantes las dos sectas de Tao-ssé, o sean la de
Yang que predicaba el egoísmo como el principal regulador de las acciones humanas,
y la de Mé que sostenía que el afecto debía extenderse a todos por igual sin distinción
de parentesco, propagó una filantropía generosa basada en la moral de Confucio cuyo
resumen es éste: «Sirve bien al cielo quien sigue la recta razón». Su libro reunido a
los tres de apotegmas de Confucio, es aún hoy de texto entre los que aspiran a los
cargos públicos.
Vemos, pues, dos grandes grupos disputándose el dominio de las conciencias: la
metafísica de Lao-tsé, relajada por los mágicos procedimientos de los Tao-ssé sus
sectarios, dueña de las masas ignorantes y perezosas: la moral de Confucio,
observada por los letrados, alumbrando las inteligencias privilegiadas y siendo, por
decirlo así, la religión del estado, patrocinada y seguida por los emperadores,
indiferentes más que tolerantes de todas las demás prácticas y creencias. Hubo sin
embargo una época en que los cabalísticos amenazaron invadirlo todo. Fue en el siglo
11 (antes de J. C.) cuando los Tao-ssé, separándose de la pura doctrina de Lao-tsé,
empezaron a librarse a extrañas especulaciones y pretendieron haber descubierto el
secreto de la inmortalidad contenido en un misterioso brebaje. En vano fue que los
sectarios de Confucio quisieran desenmascararlos; protegidos por el emperador Wu-ti
hubieran sin duda alguna triunfado de los letrados, si uno de estos, tomando la copa
que sus rivales destinaban al monarca, no la hubiese apurado de un sorbo desafiando
el enojo del augusto personaje que, en su ceguedad, le condenó a morir en su
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presencia.
—Si la eficacia de este licor es verdadera —le dijo el confucista— la orden que
acabáis de dar es inútil: si por el contrario es falsa, con mi muerte destruiréis vuestro
error.
El engaño descubierto, Wu-ti volvió su crédito a los letrados, y los Tao-ssé
continuaron ejerciendo su influencia tan sólo entre los ignorantes y amigos de la
ociosidad. Estos siguiendo la religión de los espíritus, como ya se ha visto; aquellos
predicando el escepticismo y la indiferencia y consignando que la muerte no tiene
más objeto que hacer pasar el alma a otro cuerpo o descomponerla en aire, sin que
quede nada del hombre a no ser la sangre en sus hijos y el nombre en su patria.
Ello no obstante, como en sus libros consignase Confucio que él no trataba sino
de restablecer la doctrina primitiva y que no era más que el precursor de un ilustre
personaje que vendría de Occidente, el rey Ming-ti envió en el siglo primero de
nuestra era una flota hacia aquella parte, en busca del gran reformador. Las naves
fueron bastante lejos; pero no atreviéndose a ir más allá, abordaron una isla en que
encontraron una estatua de Budha que, trasladada a China en el año 65 de Jesucristo,
fue desde entonces adorada bajo el nombre de Fó y sigue compartiendo el culto con
los prosélitos de Lao-tsé y los letrados.
Algunos cristianos, huyendo por esta época de las persecuciones de Nerón,
llegaron hasta el Celeste Imperio; pero cohibidos por la escasez del número y por las
condiciones del país, quedaron oscurecidos hasta que en 635 de nuestra era, bajo el
reinado de Tai-tsung, fue recibido en Chang-ngan el sacerdote nestoriano O-lo pen
del Ta-tsin, es decir del imperio romano. El emperador envió a su encuentro los
principales dignatarios que le condujeron al palacio; hizo traducir sus santos libros y,
persuadido de que Encerraban una doctrina verdadera y saludable, decretó que fuese
erigido un templo a la nueva religión y que veintiún sacerdotes se consagrasen a su
servicio. El hecho esta consignado en un monumento levantado en Si ngan fu, en el
cual la doctrina cristiana se encuentra expuesta sucintamente, y se dice que los
misioneros llamados por O-lo pen llegaron en 636 a la corte de Tai-tsung; que éste
publicó un edicto en favor del cristianismo; que Kao-tsung hizo construir iglesias en
todas las ciudades; que Vu-heu persiguió a sus sectarios y que Kuo-tsé iba siempre
seguido de un sacerdote cristiano en las batallas.
Las revueltas políticas, que a principios del siglo tercero de nuestra era (en que va
a tener lugar este relato) agitaban la China, no podían por menos de transmitir su
influencia a las antagonismos religiosos que entre sí despertábanlos tres principios de
Lao-tsé, Confucio y Fó o Budha.
El emperador Ho-ti fue el primero que en el año 120, era cristiana como todo lo
que a seguir va, concedió honores y dignidades a los eunucos de palacio, en
detrimento del ascendiente que los letrados habían tenido hasta entonces en la corte.
Unos y otros continuaron disputándose el poder hasta el año 187 en que los eunucos
hicieron sospechosa a los ojos del monarca la academia, presentándole la unión de los
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hombres instruidos como un peligro contra su tiranía. El emperador Chungti desterró
a los doctores y libró a los tribunales a los más ilustres proclamándose él a su vez
amigo de la ciencia por haber hecho grabar sobre cuarenta y seis lápidas de mármol y
en tres clases de caracteres los cinco libros clásicos del I-King.
Aunque los Tao-ssé hacían aparentemente causa común con los eunucos, no
tardaron, aprovechando las circunstancias, en utilizarlas en su provecho. La peste,
habiendo desolado el imperio durante once años, un Tao-ssé llamado Changkio halló
contra ella un remedio seguro en cierta agua preparada con unas palabras misteriosas.
Este charlatán obtuvo fácilmente crédito entre las masas. Seguido por una turba de
empíricos, los disciplinó, y en breve encontróse a la cabeza de un partido numeroso.
Su doctrina era que el cielo azul, o sea la dinastía de los Han dominante a la sazón en
la persona del emperador Hien-ti, tocaba a su término para dejar paso al cielo
amarillo. Descubiertos sus propósitos y viendo su pérdida segura, se echó al campo
en abierta rebelión. Cincuenta mil hombres secundaron su grito, y tomando un gorro
amarillo por insignia, se aprestaron a devastar el país. Sus expediciones fueron
favorecidas por el levantamiento de muchos ambiciosos que aspiraban a repartirse la
China en diversos estados; pero la prudencia y el valor del general Tsao-tsao, jefe del
partido de los letrados a quienes el monarca llamó en su auxilio, sofocaron la
insurrección y los vencidos se acogieron a su bandera. Hien-ti le nombró su primer
ministro; pero enorgullecido por su triunfo, pronto se vio a Tsao-tsao ceñirse el
sombrerete de doce colgantes, adornado con cincuenta y tres piedras preciosas —
atributo distintivo de la majestad— y hacerse llevar en el coche de eje de oro con tiro
de seis caballos. No hubiera tardado mucho en apoderarse del sello imperial si la
muerte no le hubiera atajado el camino. Su obra no obstante fue consumada por su
hijo Tsao-pi, primer calado o ministro de Hien-ti a quien arrebató la corona en el año
220 dando fin a la dinastía de los Han para dar comienzo a la de los Ouei.
Pero, no adelantemos los sucesos toda vez que vamos a hacer asistir a los lectores
a este acontecimiento memorable; y dejemos consignado para su mayor inteligencia
que el Anacronópete llegó a Ho-nan, corte entonces del imperio chino, en el año 220,
bajo el reinado de Huen-ti y en sazón en que la revuelta dominada, muerto Tsao-tsao
y elevado a la dignidad de Calado su hijo Tsao-pi, el poder había sido reconquistado
por los letrados, quienes perseguían sin piedad así a los sectarios de Fó, por lo que
tenía de nuevo la religión búdhica importada del Indostán, como a los Tao-ssé por la
grosería de sus empíricos recursos.
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CAPÍTULO XII
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IENTE como un bellaco el refrán, cuando asegura que no hay mal que dure
cien años; pues sus diez y seis centurias bien contadas se pasó don
Sindulfo en el lecho del dolor, desde que arrojó a los hijos de Mahoma en
el espacio y a los de Marte en la nada, hasta que el Anacronópete se posó
en los alrededores de Ho-nan, capital a la sazón del imperio chino.
En los tres días y medio que duró el viaje, Benjamín, aprovechándose del sopor
del sabio y del sueño de las muchachas, hizo sus correspondientes altos y salió
sigilosamente del vehículo para proveerse de las indispensables municiones de boca;
pues ya hemos visto que las que a bordo llevaban eran inútiles. El primer festín se lo
debió a la piadosa munificencia de la reina Isabel la Católica; y por cierto que estuvo
a punto de costarle la vida porque llegado al campamento de San-ta-Fe, donde el
ejército castellano se desesperaba ante la tenaz resistencia de los moros de Granada,
fue tomado por espía de Boabdil, a lo que contribuía no poco el extraño disfraz que
para aquella época constituían su americana y sus pantalones con boca de trabuco.
Afortunadamente el políglota no perdió la serenidad; y acordándose de lo
beneficiosos que podían serle los conocimientos adquiridos en la cátedra de historia,
pidió ser conducido a presencia de la reina a fin de hacerle revelaciones importantes.
Acompañada estaba doña Isabel de su esposo don Fernando, del cardenal Ximénez y
de sus primeros capitanes; y todos, menos la augusta señora, sostenían el parecer de
levantar un sitio en que se enterraban la paciencia de los sitiadores y los fondos del
erario, cuando Benjamín haciendo irrupción en la tienda:
—¿Qué es levantar el sitio? —exclamó con alientos de profeta.
E inclinándose al oído de la reina añadió en voz baja:
—Hoy 2 de Enero de 1492, día de viernes, como aquel en que el Redentor de los
hombres derramó en el Calvario su preciosa sangre, y a las tres, hora precisa en que
el Verbo encarnado exhaló su postrer suspiro, el pendón de Santiago y el estandarte
real ondearán en la torre de la Alhambra.
Doña Isabel palideció; los cortesanos que la rodeaban, recelando algún desafuero,
echaron mano a sus espadas; y no lo hubiera pasado muy bien el maestro de lenguas
si los añafiles moros mezclándose con la trompetería cristiana no hubieran traído con
sus ecos una pausa salvadora.
—¿Qué ocurre? —preguntó el rey al ver aparecer en la tienda al conde de
Cifuentes llevando en el semblante impresa la alegría.
—Ocurre, señor —dijo el noble caballero— que Boabdil acaba de rendirse; y que
para que los vencedores puedan entrar en Granada con entera seguridad, el vencido
envía en rehenes al campo de Castilla a sus hijos con seiscientos hombres de armas al
mando de dos de sus más esclarecidos jefes.
Un grito de asombro se escapó de todos los pechos.
—¿Quién eres tú? —preguntó la reina casi prosternándose atónita ante el que en
su fe bendita tomaba por aparición celeste.
—Un pobre mortal —respondió Benjamín— que os pide por toda recompensa
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que le dejéis seguir libremente su camino suministrándole un bocado de pan con que
aplacar su hambre.
Tan limitada exigencia acabó de ratificar el juicio que doña Isabel formara del
profeta; y sin atreverse a insistir en premiarle con dádivas humanas, ella por sus
propias manos le aderezó unas alforjas henchidas de rico jamón de las Alpujarras y
rebosando de pan del mejor candeal de Castilla, amen de una cantimplora de vino de
Aragón del que, para el servicio de la mesa de don Fernando, custodiaban en el
repuesto los despenseros de campaña.
Ya se disponía Benjamín a abandonar la tienda, cuando la soberana llamándole
aparte y con las manos cruzadas en ademán de súplica:
—¿Qué puedo hacer —le dijo— para felicidad de mis vasallos y esclarecimiento
de mi trono?
—Dad oídos, señora —le contestó el políglota— a un genovés que vendrá a
ofreceros un mundo.
—¿A Colón? —preguntó la reina admirada—. Ya le he visto; pero si aseguran que
es un loco! Además, mi tesoro está exhausto.
—Vended vuestras joyas si es preciso. Él centuplicará su valor creando vicios
para la humanidad.
Y así diciendo entregó a la reina una breva de Cabañas a la que la pobre señora
daba vueltas entre sus dedos sin explicarse su virtud.
—¿Y qué es esto? —se resolvió a inquirir al cabo.
—¡Humo! —exclamó Benjamín, y desapareció.
Y en efecto, dos años después, corriendo en busca de otro rumbo para las Indias
orientales, volvía Colón de América con un nuevo mundo para España y una
infinidad de estancos para las viudas de militares pobres.
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El segundo descenso que en busca de vitualla hizo Benjamín a la tierra, veinte
horas más tarde o sea en las postrimerías del siglo XI no ofreció nada de notable. No
así el que después de un período equivalente verificó en el año 696 a la ciudad de
Rávena al declinar la tarde de un domingo.
Esta villa, como saben todos, era a la sazón la residencia de los exarcas que
dirigían los destinos de la parte de Italia sometida al poder de Bizancio. Gobernada
por las instituciones municipales del Bajo-Imperio, estaba distribuida en escuelas
para las milicias urbanas; pero una bárbara costumbre tenía allí lugar. Los días de
fiesta, jóvenes y viejos, niños y mujeres, cualquiera que fuese su condición, salían de
la ciudad y, divididos en bandos, se libraban a unas pedreas de que resultaban
siempre heridos y muertos. Gozoso volvía Benjamín de un convento en que, gracias a
los harapos de mendigo que se había colgado, recibiera abundantes provisiones; y
dirigiéndose iba hacia su vehículo, cuando una desaforada gritería y una multitud de
gente que avanzaba en precipitada fuga le dieron a comprender, compulsando fechas
y según lo que en Agnelli había leído, que atravesaba aquel histórico momento en que
los de la puerta Tiguriana, vencedores de los de la poterna de Sommovico, los
persiguieron hasta dar cuenta de la mitad del opuesto campo.
—Esto no reza conmigo —dijo para su capote el viajero, y se echó a correr a
campo traviesa; pero los guijarros llovían con tal profusión que a fin de acelerar su
marcha no titubeó en apoderarse de un burro lombardo que pacía en una pradera y
cuyos lomos oprimiendo sacó al escape. Desgraciadamente una piedra salida de una
honda tiguriana hirió con tan mala suerte a su cabalgadura que, dándole de lleno en
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un corvejón, le rebanó la pata por entero sin que al reponerse de la caída pudiera el
jinete dar con el miembro mutilado que deseaba conservar como recuerdo de aquel
drama cuyo fin, según diremos de paso, fue el siguiente: Vencidos los de la poterna
simularon una reconciliación; e invitando a un festín a los de la escuela Tiguriana, los
degollaron a todos arrojando sus cadáveres en las cloacas. Los traidores fueron
ahorcados, sus muebles consumidos por el fuego; y, allanadas sus viviendas, el área
en que se alzaban fue conocida en adelante con el nombre del barrio de los asesinos.
Restituido milagrosamente Benjamín al Anacronópete, compartió su pitanza con
Clara y con Juanita que desde la desaparición del ejército no salían de su cuarto en el
que la aflicción las tenía relegadas; propinó algunas yerbas saludables que había
cogido para don Sindulfo y emprendió su marcha hacia el celeste imperio. Pero al
abrir su armario para hacer unas apuntaciones en el diario de bordo ¿qué creerán mis
lectores que encontró dentro? Pues nada menos que la pata del burro hirsuta y
sanguinolenta ocupando en el casilicio el lugar del famoso hueso que el desgraciado
comprara en Madrid a peso de oro tomándolo por una canilla de hombre fósil
descubierta en las inmediaciones de Chartres.
Por fin sonó el año 220 en el cuadrante del tiempo relativo y, haciendo alto el
coloso en los arrabales de Ho-nan, la esperanza de hacerse dueño del secreto de la
inmortalidad borró el desengaño antropológico de que jamás hizo mención Benjamín
a sus compañeros de viaje.
Repuesto ya don Sindulfo de su acceso, aunque con la razón no muy conforme,
como se verá por el curso de los acontecimientos, y entregadas las muchachas a esa
obediencia pasiva que es la indiferencia del dolor, dispusiéronse todos a penetrar en
la corte de Hien-ti, no sin que previamente cohonestara el políglota la desaparición de
las francesas con una insurrección a bordo que le había puesto en el caso de
desembarcarlas según sus deseos.
Nadie le hizo observación alguna sobre el particular.
Clara y Juanita sentían el corazón muy lacerado para ocuparse de otra cosa que de
su desgracia, y el sabio por su parte, silencioso como un marmolillo, sólo tenía puesta
su imaginación en su proyecto, que era desembarcar en una época de oscurantismo y
de autocracia donde la arbitrariedad de las leyes le permitiera obligar a su pupila a
llamarse su esposa.
La ciudad estaba desierta. La primera emperatriz habla fallecido la noche antes, y
el luto nacional, según el edicto del emperador, prohibía a todo hijo del celeste
Imperio salir de sus viviendas ni abrir puertas ni ventanas en el transcurso de cuarenta
y ocho horas.
Llegados los viajeros a los muros de Ho-nan e interrogados por el jefe de la
guardia acerca de sus designios, Benjamín, que era el intérprete de la expedición, le
expuso sus deseos de ser recibidos en audiencia por el emperador Hien-ti. El traje de
los excursionistas, los rasgos fisonómicos de la raza europea, la vigilancia que se le
tenía prescrita y la sospecha de que los anacronóbatas pudieran ser sectarios de los
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Tao-ssé, tan perseguidos a la sazón por el partido de los letrados dueños del poder,
hicieron parar mientes al oficial, y creyendo servir con ello la causa de su monarca,
dispuso que, escoltados por su gente y con los ojos vendados, fueran conducidos a la
presencia del emperador.
Obtenida la venia del monarca, los viajeros, no sin gran susto aunque
tranquilizados por la erudición de Benjamín que se esforzaba en persuadirles de que
en la conducta del jefe de guardia no había malevolencia sino cumplimiento del ritual
observado en la corte china, se encontraron delante de Hien-ti.
Era este soberano un hombre corrompido, de condición viciosa, en quien la sed de
placeres no bastaba a saciar el insultante lujo de que se rodeaba a costa de sus
abyectos vasallos. El palacio o yamen que habitaba y del que tomó copia el príncipe
Tchao para construir el suyo en Yé un siglo más tarde, era de una suntuosidad
indescriptible. En sus muros no se veía sino mármol y en sus techos resbalaban los
rayos del sol sobre la tersa superficie de los barnices y las lacas. Las campanillas que
colgaban de los cornisamentos eran de oro; de plata las columnas que sostenían el
entablamento, y toda suerte de piedras preciosas esmaltaban los cortinajes que
cubrían las puertas.
Las más hermosas mujeres, así de la clase mandarina como de la plebe, lo
habitaban con más de diez mil personas que entre astrólogos y artistas formaban el
séquito del emperador. Mil doncellas montadas en corceles ricamente enjaezados le
servían de guardia y le acompañaban en sus excursiones, cuando no se hacía llevar en
un ligero carruaje tirado por corderos adiestrados que se paraban allí donde una de las
cinco mil actrices destinadas a la voluptuosidad de Hien-ti, ofrecía a los rumiantes
pastos frescos para detener su carrera y lograr la insigne honra de que el monarca se
reposase en sus brazos.
Apenas los viajeros se presentaron en la estancia en que los aguardaba Hien-ti,
éste no pudo reprimir un movimiento de sorpresa, arrancado por la hermosura de
Clara. Dominándose no obstante por el decoro que le imponía su condición de viudo,
contentóse con cruzar una mirada de inteligencia con su primer ministro Tsao-pi;
quien a su vez, y tal vez por adulación hacia su amo, hizo un gesto significativo
contemplando a Juanita como quien dice: «Pues esta otra tampoco me parece a mi
costal de paja».
Nos llevaría tan lejos la descripción del ceremonial empleado en la entrevista y el
extraño estilo usado por los interlocutores que, para dar una idea de ambos, haremos
un resumen de lo que el historiador Cantú y otros sinólogos cuentan sobre el
particular; advirtiendo de paso que estos usos siguen practicándose hoy en China casi
en absoluto, pues sabido es que el estacionamiento constituye la base de su carácter.
«La cortesía artificial de los chinos —dicen los que de relatar estas ceremonias se
han ocupado— se manifiesta en todos sus actos, en sus visitas sujetas a
reglamentación, en el modo de colocarse en ellas según la categoría, en su manera de
andar y en sus interminables cumplimientos. Jamás emplean el yo personal en la
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conversación; dicen, sí, vuestro criado; o si el rango lo exige, vuestro indigno y
humilde esclavo. No dirigen la palabra a nadie sin tratarle de muy noble señor. Su
país es vil, miserable y abyecto, lo mismo que sus presentes por suntuosos que los
hagan; al paso que cuanto pertenece al señor a quien hablan es digno de la
consideración más elevada. En sus visitas todo esta prescrito por el código de la
etiqueta, que tiene fuerza de ley, y el que descuidase la menor de sus prescripciones
inferiría al otro un insulto, quedaría deshonrado y hasta se haría acreedor a un
castigo. Los embajadores europeos quedaban antes sometidos a cuarenta días de
aprendizaje y eran examinados por el tribunal de los ritos; transcurridos los cuales, si
cometían algún yerro ante el emperador, eran responsables de él sus institutores».
«Cuéntase que un duque de Moscovia rogó al emperador en sus credenciales que
dispensara a su enviado si, falto de práctica, caía en alguna falta venial; y que el Hijo
del cielo dando sus pasaportes al plenipotenciario, contestó en estos términos al
soberano moscovita: Legatus tuus multa fecit rústice».
«Pero no es solamente en la corte donde se procede así; todo chino que desea
hacer una visita a otro, sea letrado o mercader, hace presentar por el criado que le
precede una tarjeta (tie tsée) con su nombre y sus cumplidos, en la que se lee por
ejemplo: El amigo tierno y sincero de su señoría, o el discípulo perpetuo de su
doctrina se presenta para hacerle su reverencia hasta el suelo.
»Si el visitado le recibe, la silla o litera entra a través de los patios hasta la sala de
recepción. Llegado a ella el ceremonial marca uno por uno los saludos que deben
hacerse, las conversiones a derecha y a izquierda, las cabezadas, la súplica de pasar el
primero y el no aceptarlo, la reverencia que el amo de la casa tributa al sitial
destinado al huésped que éste no ocupa sin que aquel le limpie antes el polvo con sus
vestidos. Siéntanse por fin con la cabeza cubierta, pues lo contrario sería irreverente,
y empieza la conversación cuidando mucho de llamarse viejos, refinamiento
exquisito de amabilidad y buena educación. En seguida se sirve el té para el cual hay
también su manera de ofrecerlo, de aceptarlo, de llevárselo a la boca y de
devolvérselo al criado. Al despedirse, media hora bien contada se pierde en palabrería
vana de la que tienen a provisión un buen repuesto. Si uno dice una galantería, fei sin
responde el otro, es decir: Prodiga usted su corazón. El menor servicio le vale a uno
un Siepu-tsin. (Mi gratitud no puede tener fin.) Favor pedido va siempre acompañado
del indispensable te-tsui (¡Qué gran pecado tomarme tamaña libertad!) La alabanza
no se recibe sin protestar Ki can. (¿Cómo poder creerlo?)
Y el postre de toda comida es esta frase del anfitrión: «Yeu-mau, tai-man. (Mal te
hemos recibido, mal te hemos tratado.)»
«El amo de la casa sale a la puerta para ver subir en la silla a su amigo. Este
asegura que no lo hará nunca en su noble presencia: y después de un canje de
instancias y de negativas, aquel se retira y el otro se mete en la litera; pero aún no se
ha sentado cuando el primero llega a la carrera para desearle feliz viaje. El huésped le
devuelve sus saludos, insiste en no marcharse sin que el amigo se retire, y aunque el
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amigo dice que allí permanecerá clavado hasta perderle de vista, el buen tono
aconseja que al cabo sea él quien después de muchas dificultades ceda y se aleje.
Parte el huésped, y apenas ha dado unos pasos, cuando el que lo recibió sale a la
puerta para darle el adiós último al que el otro responde por gestos sacando la cabeza
por la ventanilla; hasta que al fin logra llegar a su casa, y a los dos minutos un criado
del anfitrión viene a enterarse de su salud de parte de su amo, a darle las gracias por
su visita y a hacer votos para que se repita en breve».
Enterados de estas minuciosidades, demos cuenta en nuestro estilo usual de la
interesante entrevista que los cuatro viajeros tuvieron con el emperador Hien-ti y con
su primer calado, en el palacio de la corte de Ho-nan.
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CAPÍTULO XIII
La Europa del siglo XIX ante la China del siglo III
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L espectáculo de tantas maravillas acumuladas no pudo menos de sacar
de su estupor a Clara y a Juanita; especialmente a la última que, si bien
no logró reconquistar su buen humor, empezó a hacer uso de la palabra.
—Oiga usted —preguntó dirigiéndose a su amo—. ¿Pues no dicen
que los chinos llevan coleta? ¿Cómo es que estos son rabones?
—Porque los celestiales —le contestó don Sindulfo— conservaron su integridad
capilar hasta el siglo XVII en que, vencidos por los tártaros mandchures, éstos les
obligaron a dejarse crecer en la cabeza un como rabo de perro en señal de esclavitud.
—Me lo estudiaré —dijo gravemente la de Pinto, sentándose a una indicación del
calado.
Terminado el ritual de las salutaciones, el emperador interrogó a los viajeros
acerca de su origen y del objeto que los conducía a su presencia; a lo que Benjamín
respondió que eran habitantes de la región occidental; que vivían en una época mil
seiscientos años posterior a la suya, y que, poseedores del secreto de retrogradar en
los siglos, acudían a Ho-nan para inquirir el principio de la inmortalidad predicado
por los Tao-ssé y poder, perfeccionándolo, abrir al hombre las puertas del porvenir
como ya le tenían abiertas las del pasado.
Hien-ti cruzó con su valido una mirada de inteligencia. Para ellos era indudable
que los excursionistas pertenecían a la secta derrotada de los embaucadores que con
tan inverosímiles relatos trataban sin duda de alucinar a la corte y al pueblo, para
renovar las luchas de los gorros amarillos. Su sentencia de muerte estaba tácitamente
dictada desde aquel instante, si bien el arrobamiento con que contemplaba las
facciones de ambas doncellas parecía presagiar en su favor una conmutación de la
pena capital.
—¿Y qué pruebas podéis aducir que nos den testimonio de vuestra veracidad? —
adujo el monarca a fin de conocer los subterfugios de que los impostores pensaban
servirse para cohonestar sus afirmaciones.
—Señor —repuso Benjamín—. Tarea fácil ha de sernos la de convencer a V. M.
con sólo presentarle alguna pequeña muestra de los progresos operados por la
civilización en los diez y seis siglos que nos separan, y de que tan buen uso puede
hacer el imperio, ya apropiándose los realizados en otras naciones, o ya
anteponiéndose en su descubrimiento a los que, en centurias muy posteriores a la que
atravesamos, llevó a cabo la China.
—En efecto —dijo Hien-ti con una sonrisa de incredulidad—. Si la cosa es como
aseguras, bien merece tomarse en cuenta. Haznos admirar esas maravillas de la
civilización.
Benjamín no se hizo repetir la orden; y, echando mano a un saquito de noche que
a prevención llevaba provisto de multitud de zarandajas, empezó a vaciarlo con el
orgullo de un hijo del siglo XIX que, engreído con las conquistas de su época, cree
poder burlarse impunemente de sus antecesores, a quienes, después de todo, debe la
base de unos conocimientos que él no ha hecho las más veces sino perfeccionar.
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—Aquí tenéis —dijo exhibiéndolo con paternal solicitud— un vaso de bronce,
imitación del ánfora griega. Sustancia fusible desconocida en vuestro imperio, cuyas
aplicaciones os será grato saber.
—Poco a poco —replicó el emperador cortándole el discurso y llevando a
Benjamín a una puerta, ante cuyas antas se erguían dos colosales jarrones del mismo
metal.
—¡Cómo! —preguntó el políglota aturdido—. ¿No sólo tenéis idea de Ja fusión
sino que sabéis aplicarla a trabajos artísticos monumentales?
Hien-ti no pudo reprimir una carcajada; y poniendo el dedo sobre unos caracteres
chinos que por los adornos corrían:
—Lee aquí —añadió.
El atribulado viajero dio un paso atrás, producido por el asombro, al ver sobre el
cuello del vaso esta máxima: A fin de mejorar tu condición purifícate cada día; lema
perteneciente a todos los enseres del uso del emperador Chang fundador de la
segunda dinastía, y de cuya autenticidad no dejaba duda el sello de su reinado que
campeaba en el centro.
—Señores —gritó Benjamín dirigiéndose a los suyos—. Estos jarrones han sido
fundidos en el año 1766 antes de la era cristiana.
—De modo —interpuso el tutor— que según nuestra cuenta, tienen de existencia
casi treinta y seis siglos y medio.
Mordiéndose los labios por despecho arqueológico estaba aún Benjamín, cuando
descubriendo, a través de la pedrería que lo ocultaba, el fondo del cortinaje:
—¿Qué es esto? ¿También os es familiar el arte de tejer la seda?
—Tu ignorancia me asusta —le contestó el calado—. ¿No sabes que ese
descubrimiento tuvo lugar en el año sesenta y uno del reinado de Hoang-ti, época en
que dan principio para los letrados los tiempos históricos de la China y el ciclo de
sesenta años divididos éstos en 365 días y 6 horas, base de nuestro cómputo?
—Y apuesto —dijo Juanita al oír la traducción— que ese don Juan Tic era ya
viejo en tiempo de Jesucristo.
—Como que floreció 2698 años antes —replicó don Sindulfo.
—Lo que yo decía; contemporáneo de usted.
—Pase por el bronce y vaya en gracia la seda —insistió Benjamín, que no se
acomodaba a ser vencido en el certamen—. Pero a fe que esto no sabrá V. M. para lo
que sirve.
Y desdoblando un papel presentó al emperador una brújula.
Hien-ti se sonrió con el ministro; y, conduciendo al políglota a una ventana que
sobre el río caía.
—¿Ves esos barcos? —le preguntó.
—¡Con casco de hierro! —exclamó el interpelado atónito, pudiendo distinguir las
planchas del forro a través de la luz crepuscular.
—Sí; hace ya seiscientos años que no nos servimos de los buques de madera; y
—¡El loco! —gritó Benjamín reconociendo a don Sindulfo, que en efecto venía
en busca de los fugitivos; a cuya voz despertáronse los tres durmientes como si
hubiesen sentido un sacudimiento galvánico.
—¡Favor! —exclamaron las infelices, abrazándose en defensa mutua.
Pero Benjamín, para quien aquella luz era como el relámpago para el caminante
perdido en las tinieblas, antes de que su amigo les apercibiese, corrió a su encuentro
vociferando como el sabio de Siracusa cuando al dar con la teoría del peso específico
dicen que salió desnudo del baño repitiendo: ¡Eureka!
—¿De qué se trata? ¿Ha vuelto a la vida mi rival? —preguntó el demente
persiguiendo su manía.
—No. He hallado el secreto de la inmortalidad. Leamos, alúmbreme usted.
Y consultando los cordelillos, su pecho se dilató al ver que la disposición de los
nudos correspondía a la escritura armenia en la que creía poder alardear sus
conocimientos.
—Y bien: ¿Qué dice?
Benjamín con no poca dificultad leyó lo que sigue:
—«Si quieres ser inmortal, anda a la tierra de Noé y…»
—¡Maldición!
—¿Qué es ello?
—Que no puedo interpretar el sentido de los demás caracteres. No importa —
continuó en su delirio—. Volaremos a la región del Patriarca y daremos solución a
este enigma indescifrable.
—Si usted en cuestión de lenguas no conoce más que la estofada —se permitió
argüir la intemperante Juanita; a cuya voz el loco fijando mientes en el grupo de las
tres gracias, crispó los puños, y dirigiéndose a Sun-ché:
—Tú también me estorbas —dijo— pero pronto no serás más que un cadáver.
—¡Adelante!
Era el público del teatro de la Porte Saint Martin que, concluida la representación
de una comedia de Julio Verne, premiaba la inventiva del autor. Juanita con
Pendencia y los agregados militares enviados por nuestro gobierno a la exposición de
París, ocupaban unos asientos de galería. Clara, casada desde la víspera con Luís,
compartía con éste las miradas de los curiosos en un palco de proscenio, acompañada
de su tutor y de su inseparable amigo el arqueólogo, parte integrante de la existencia
de don Sindulfo desde que perdió a la muda en las playas de Biarritz, y atraídos
ambos a la Babilonia moderna por el aliciente del universal concurso.
Ya se comprende lo demás: el tutor se había dormido y había soñado. Cuando por
el camino contó el sueño a su familia, todos rieron grandemente; lo que dudo mucho
que haya acontecido a mis lectores con este relato. Y no obstante hay que reconocer
que mi obra tiene por lo menos un mérito: el de que un hijo de las Españas se haya
atrevido a tratar de deshacer el tiempo, cuando por el contrario es sabido que hacer
tiempo constituye la casi exclusiva ocupación de los españoles.
Y terminados aquí los treinta y ocho días de navegación, en que a escape hemos
visitado lo que nos salía al encuentro, hagamos alto y empecemos a tratar
detenidamente de los usos, costumbres, ceremonias y fisonomía del pueblo chino, así
como del aspecto de las principales poblaciones del país de Confucio.
i querido amigo: Los chinos computan por lunaciones y por los años de
entronizamiento del príncipe reinante. Hoy, es, pues, primer día de luna
del año séptimo del emperador Kuang. La única fiesta, propiamente
hablando, que le está concedida al celestial, y cuya duración es
generalmente de treinta días. Es condición indispensable que nadie entre en el año
nuevo sin haber pagado todas las deudas contraídas en el anterior; de ahí el que a la
espiración de Diciembre los artículos de lujo se vendan en las tiendas por la mitad del
precio, la estadística de hurtos, nunca robos, aumente de una manera considerable, y
los prestamistas no puedan dar abasto a los clientes.
Quince días antes del que hoy se conmemora, las transacciones se paralizan; el
chino, comerciante con lonja abierta o propietario con casa cerrada —como lo están
todas las que no son expendedurías, pues el prurito del celestial es que nadie
inspeccione sus actos, y para ello fabrica su vivienda a cubierto del murallón que
adopta por fachada— todo confucista, budhista o taotista, en fin, barre o manda
barrer su hogar; operación que no vuelve a repetir hasta el año siguiente, pues entre
otras preocupaciones, tiene la de creer que quitar las inmundicias, es ahuyentar la
fortuna. Tanto es así, que el mayor castigo que en su superstición puede dársele a un
celestial, es condenarle a pobreza eterna, pasándole una escoba por la cara. Y por mi
nombre, que deben ser riquísimos, a juzgar por los ostensibles signos de economía de
que hacen alarde.
Engalánanse los almacenes con hojarasca de papel de oro y de colores, con flores
de artificio, con macetas de plantas naturales, algunas de las cuales, por su rareza,
alcanzan ciento o más duros de valor; ilumínase todo con arañas, linternas y
candelabros; dispónese en el centro una mesita cubierta con riquísimo tapete de seda
recamado de oro, sobre la cual el dragón sagrado u otro ídolo de su devoción recibe la
ofrenda de las golosinas que los visitantes han de comerse después, y da comienzo al
disparo de millones de pequeños cohetes, con que sin interrupción están saludando a
la luna.
Al principiar el año nuevo, o sea a las doce de la noche, pues nadie duerme para
no entrar en él con malos sueños, todo el mundo —menos la mujer de condición que
vive siempre reclusa— échase a la calle a contemplar las iluminaciones, aspirar el
olor de la pólvora, asistir a los espectáculos teatrales y decir Kon-ji o sea «viva» al
deudo, pariente o amigo, Amanece, y desde aquel punto las tiendas, cuyo cierre
además de la puerta ordinaria, consiste en gruesos barrotes verticales de madera al
exterior, ingeniosamente atrancados por una traviesa que los sujeta todos por dentro,
quedan cerradas, a excepción del postigo, para dar paso a las visitas. Estas las
constituyen caballeros, que aquel día no parecen millonarios por lo limpios que se
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Las viviendas ya tengo dicho que están a cubierto de la curiosidad pública; así es
que tienes que atravesar uno o más patios para encontrar la puerta de la casa, donde el
dueño te está esperando, y en la que te recibe con las cortesías propias de su
ceremonial. Consisten estas en juntar las manos sobre el pecho, como el oficiante
católico al dirigirse al ara, pero con los puños cerrados, que agita repetidas veces al
mismo tiempo que inclina la cabeza. Apenas transpuesto el umbral, se tropieza con
un gran biombo o mampara, último tapujo del interior, en que alineadas y puestas
sobre pies derechos, se destacan unas planchas (a veces quince o veinte) pintadas de
encarnado y con letras de oro acusando el nombre, títulos, cargo y dignidades del
morador.
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Allá va una sucinta reseña sobre la elaboración del té. Recibido en las fábricas,
todavía fresco, se escogen sus infinitas variedades; sométesele a la acción del fuego
en unas colosales cacerolas, como las perolas de hilar la seda, y agitándolo
constantemente, espérase a que las hojas queden contraídas por la torrefacción. El
que posee aroma propio no sufre nuevas operaciones; al inodoro se le perfuma
después con unas fumigaciones de azahar, de jazmín y otras olorosas flores, y
encerrado en cajas de plomo, recubiertas de otra de madera, se le exporta. El verde
procede de unas hojas superiosísimas, que se tuestan muy poco; pero como la
cosecha es escasa y el consumo en Europa grande, se le falsifica como los vinos de
Lebrija, las Cabezas, Valencia y Cataluña, que tomamos por Jerez y Burdeos. Los
ácidos son la base de aquella mistificación, contra la que hay que ponerse en guardia.
El espíritu de especulación lleva tan lejos a los chinos, que los agentes de las
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Una revista, pasada a las joyas y telas bordadas del ajuar de la señora, puso
término a una visita en que invertimos más de tres horas de reloj, volviendo a casa
cargados con multitud de golosinas, de que nos llenaron los bolsillos, como
testimonio comestible de la honra que les acabábamos de dispensar.
Hasta la otra.
antón es para los chinos lo que París para los europeos; la ciudad de los
placeres, del lujo, de la industria, de la actividad y de la riqueza. Pekín,
con ser la capital del Imperio, no tiene para los celestiales otro aliciente
que el de la vida pública con su balumba oficial.
Nacer en Suchau, que produce los hombres más hermosos; vivir en Cantón,
paraíso de los bienes terrenales, y morir en Lauchan, donde se fabrican las mejores
cajas de muerto, son los tres dones más preciados que la naturaleza puede hacer a un
hijo de Confucio.
Las noventa y tantas millas que separan al emporio chino de la colonia de Hong-
Kong, y de las cuales más de dos tercios son de navegación fluvial, se recorren en
unas siete horas en vapores de río, sistema americano, pertenecientes a compañías, ya
indígenas, ya inglesas, con servicio cuotidiano de día y de noche.
Ni Cunard, ni las Mensajerías, ni la Mala del Pacífico, ni la Trasatlántica, ni la
Trinacria pueden compararse en lujo y comodidad con algunos de los buques de esta
empresa británica. Construidos para cortas travesías, sin riesgo de ninguna especie
(pues al menor indicio de tifón dejan de circular), estos steamers tienen en el centro
de la cubierta la cámara; vasto y elegante salón ventilado en verano por multitud de
ventanas que permiten al viajero admirar las riberas sin moverse de su sitio, y
abrigado en invierno por caloríferos y estufas.
Los camarotes son verdaderos gabinetes, con camas en vez de literas, lámparas
suspendidas, inmensos tocadores de mármol provistos de irreprochables artículos de
limpieza. El pasaje no cuesta más que tres duros, y uno y medio cada comida, que en
cantidad satisfaría la intemperancia de Lúculo, y en calidad merecería el aplauso de
Brillat-Savarin; se la rocía con Burdeos, Jerez, Porter y Pale-ale, sin contar los licores
que precipitan el Moka, y añadiendo un desayuno a elección en los viajes de noche.
Viajar por agua sin columpiarse, es el bello ideal de la locomoción: metido, pues,
en un palacio que se desliza, avanza uno con vertiginosa rapidez embelleciendo con
la feliz disposición del ánimo los detalles que le salen al encuentro. Para Boca Tigris,
fortificación que defiende la entrada del rio, es la primera sonrisa del excursionista,
que en cada montón de tierra que saca la cabeza del agua, reconoce siempre a un
simpático amigo. Renuncio a juzgar si este mamelón está bien o mal artillado, porque
en punto a cañones, yo no he tenido trato más que con los de las plumas cuando se
estilaban de ave. Lo único que sé, es que Jos chinos lo miran como un Gibraltar, y los
europeos se ríen de él. Sumando; pues, ambos términos, y tomando la proporción
media, deduzco que con unas leccioncitas de los oficiales del ramo ingleses y buena
pólvora de Albión, el ruido y las nueces andarían equilibrados.
n la parte opuesta del rio, llamado Honam, hay unos jardines, que
visitaremos, por no quedarnos sin verlo todo; pero no porque merezca la
pena de perniquebrarse al pasar aquellos carcomidos puentes, ni de
atrapar unas fiebres palúdicas por intentar en vano reflejar nuestra
imagen en el impuro seno de unas charcas cenagosas. La flora es rica, pero
descuidada; y como esta excursión no es científica, suprimo por inoportuno lo que
habla a la inteligencia y callo por inexistente lo que halaga los sentidos. No
saldremos, sin embargo, de allí sin entonar un himno de asombro a la camelia de
Cantón, rarísima variedad, que sólo florece de dos en dos años y cuya forma es una
verdadera maravilla. Redúcese a una estrella de varias puntas, cada uno de cuyos
radios está compuesto de pétalos sobremontados, que disminuyen hacia las
extremidades con una simetría y proporción geométricas. Estos pétalos, que son de
color de rosa pálida, doblan sus bordes hacia fuera, presentando una fimbria de matiz
más fuerte, que dan a la flor, como dejo dicho, el aspecto de una estrella de escamas,
con círculos concéntricos festoneados de rojo.
No salgamos del slipper boat, toda vez que nos hallamos en el río; y desafiando
su impetuosa corriente, dirijámonos de nuevo a las márgenes de la ciudad china, en
busca de los tan afamados botes de flores, donde los celestiales comparten los
placeres nocturnos con los teatros y los culaus; bodegones sobre los que vale más
callarse, y espectáculos de que es preferible no volver a decir una palabra.
Constituyen aquellas mansiones de la alegría unas enormes barcazas flotantes,
que en nada difieren entre si, a pesar de su número. Vista una, vistas todas.
Alegremente pintadas al exterior, ocupa el puente un salón alumbrado por linternas y
amueblado con sitiales y mesillas. Unos canastillos de flores penden del techo: y allí
se come, se bebe y se fuma, mientras unas cuantas mujeres de jalbegado rostro, con
los pómulos y los párpados cubiertos de almazarrón (aristocrático afeite del bello
sexo), bien vestidas y mejor peinadas (pero nunca limpias), cantan, al parecer
acompañadas de instrumentos músicos, muy semejantes para nosotros a los de
tortura, preparan las pipas de los consumidores y les dan conversación. Todo ello sin
algazara expansiva, pacíficamente y sin ulteriores consecuencias. Los hombres pagan
y no riñen; y a las cantantes les dura el peinado intacto una semana, que es lo que
tarda en volver la peinadora. No hay propinas.
Se me olvidaba consignar que los europeos deben ir provistos de algún frasco de
esencia con que preservar el olfato de ciertas emanaciones, porque además de los
perfumes urbanos, existen los fluviales, despedidos por unas góndolas que
constantemente están cruzando el río cargadas con materias para el abono de sus
fértiles tierras de labor, y a las que los habitantes de Shameen han bautizado con el
El angelito acababa de cumplir los quince años y tenía ya la cara llena de vello como
melocotón verde de Calatayud. Mal criado y voluntarioso como si fuera hijo de su
madrastra, había que darle gusto en todo, so pena de que escandalizase el barrio a
berridos. Insolente a fuer de rico ignorante, y desarrollado por las faenas agrícolas de
su pueblo, don Abundio no tenía sobre él dominio alguno físico ni moral. En vano
trató de inculcarle algunas nociones de Historia; los resultados fueron nulos. Una vez
al preguntarle quién era Colón respondió que un hombre que había puesto un huevo
de punta; y en Geografía sostenía que la capital de Holanda era Bola, de donde
tomaba su nombre el queso.
¿Asistir a las academias? Perdone por Dios, hermano. De pedrea todos los días,
eso sí, con los pilletes de la puerta de Santa Bárbara; y llenos andaban los encantes de
sus libros de enseñanza que malvendía para comprar un tendido de sol en los
novillos, su pasión dominante. Él era siempre el primero en saltar a la arena en cuanto
tocaba el turno de los embolados para el público, y más de un revolcón le costaba la
aficioncilla. Su aula predilecta era el matadero, de donde siempre volvía con algún
chirlo más y unas tajadas menos.
En la casa todos eran sus víctimas. Tan pronto
era el perro de aguas, compañero inseparable de don
Abundio, el que atado por el rabo y sujeto a una
escarpia de la pared, pasaba media hora boca abajo
atronando la manzana con sus aullidos, como el
minino el que, con un mazo de cohetes encendidos
en la cola, salía bufando por la calle como alma que
lleva el diablo. El pobre tutor le hacía reflexiones
amenizadas siempre con su poquito de Historia para
ver si, por la misma puerta por donde trataba de
inculcarle la morigeración y el respeto, le entraba
también la instrucción; pero, nada; era como lavarle
la cara con jabón a un burro negro.
Un día en que León había atado mano con mano
y pata con pata a los dos pobres bichos, unidos así
de costado como los hermanos siameses, y los había
lanzado a la calle con unas alcuzas en las
extremidades posteriores, don Abundio que
atropellado por los fugitivos midió el suelo, habló así a su pupilo:
—Tu conducta es salvaje, León. El que hace daño a los animales está en camino
de hacérselo a los hombres. Además, si tú no fueses un ignorantón, sabrías que los
Han transcurrido cinco años desde los últimos acontecimientos y nos hallamos donde
Tajo a Jarama el nombre quita, o sea en la provincia de Aranjuez, como decía un
amigo mío que se gastó todo su patrimonio en que le eligieran diputado con el objeto
de ser nombrado gobernador, lo que no pudo lograr ni siquiera del punto en que tiene
lugar esta escena.
Yo les describirla a ustedes Aranjuez; pero temo abusar, porque pocos serán mis
lectores que no hayan estado allí, y además porque con la explicación de los países
pasa lo que con la de las personas en las novelas, que por más que los autores se
empeñen en pintarnos la forma de sus narices, el color de sus ojos y el timbre de su
voz, los personajes pasarían impunemente al lado de uno sin cuidado de ser
conocidos, a no haberlos visto antes, pues en la cara es donde se admira la fecundidad
y la inventiva de la naturaleza: todas están compuestas de los mismos órganos y
ninguna se parece.
Así pues plantemos árboles, tracemos alamedas, hagamos brotar abundantes
pastos, dejemos serpentear por allí brazos de ríos, y que cada cual se lo forme en su
imaginación como le parezca que ha de estar más bonito y más adecuado a un sitio
real cantado por los poetas y atravesado por el ferrocarril. Sólo les exijo a ustedes no
dar al olvido que allí hay dehesas en donde se crían toros que, después de corridos y
martirizados en el espectáculo más típico y peculiar de nuestro país, nos los comemos
en estofado los españoles y las españolas.
La luna de Octubre siete meses cubre, dice el proverbio; y, como la de aquel año
FIN