b1t1 Esteban Buch. La Novena de Beethoven. Historia Política Del Himno Europeo

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La capacidad de conmover es lo que caracteriza —según el autor del Ensayo sobre el

origen de las lenguas— la música en su potencia original antes del momento fatal de la
degeneración; el canto es ese instante de comunión en el que los individuos se reúnen
«alrededor de las fuentes» para liberar el exceso de emoción. En el seno de esa 1
comunidad primitiva, la contradicción entre la ley y la
libertad queda disuelta en la fusión original de la
música y la poesía. «Los primeros cantos de todas
las naciones han sido cánticos o himnos», escribe
Rousseau en el Diccionario de música. Casi podría 2
afirmarse que el contrato social se establece por medio
de los himnos. Esta imagen idílica se parece a la de las
«diversiones públicas» descritas en la Carta a
D'Alembert, ideal de las fiestas republicanas inspirado
en Plutarco y en sus propios recuerdos ginebrinos de
infancia. El «espectador ofrecido en espectáculo» 3
expone su interioridad al misericordioso oído de sus
semejantes, y ancianos, hombres y niños unen sus
estrofas para asegurar la continuidad de las
generaciones y la permanencia de los valores
comunes. La música, concebida como lenguaje de las
pasiones, es el símbolo y el instrumento de un orden
social utópico donde la emoción subjetiva contribuye de modo armonioso a la institución del
colectivo.
Esa relación de lo vivido con lo social se expresa sobre todo por el canto,
preferentemente al unísono, porque es, según dice Rousseau, «la armonía más natural y,
por consiguiente, la mejor».4
Aunque también puede conseguirse con una melodía instrumental, como demuestra
el Ranz des vaches, «esa canción tan apreciada por los suizos cuya interpretación ante las
tropas se prohibió bajo pena de muerte, porque quienes la oían se fundían en lágrimas,
desertaban o morían, hasta tal punto despertaba en ellos el ardiente deseo de volver a ver
su tierra». Y las razones no deben buscarse en las característica de la melodía: «Esos
efectos, que no tienen lugar en los extranjeros, proceden de la costumbre, los recuerdos,
mil circunstancias que, recordadas por ese aire a quienes lo oyen y evocándoles su tierra,
sus antiguos placeres, su juventud y todas sus maneras de vivir, provoca en ellos un
amargo dolor por haber perdido todo eso.» El amor por la tierra, alentado por la música, es 5
más poderoso en el corazón de los mercenarios que la obediencia a las monarquías
extranjeras. Las lágrimas, la deserción y la muerte son las formas extremas de fidelidad a
una ley republicana que es como un eco de esa comunidad de cantos junto a la fuente de
las lenguas.
Ahora bien, Rousseau añade: «La Música entonces no actúa en absoluto como
Música, sino como signo memorativo.» La afirmación preludia el exilio de la música política,
ese «signo memorativo» lanzado al espacio comunitario, hacia los márgenes de la esfera
artística.
El cuadro es menos idílico cuando Rousseau, inspirándose en la Antigüedad griega y
romana, imagina el modo de gestionar lo simbólico en una sociedad real. El concepto de
religión civil, presentado en el Contrato social, es
desarrollado en las Consideraciones sobre el gobierno
de Polonia. El Estado debe encargarse de la formación
del carácter nacional, concebido por oposición a un
carácter Europeo uniforme: «Hoy ya no hay franceses,
alemanes, españoles, siquiera ingleses, por más que se
diga; sólo hay europeos. Todos tienen los mismos
gustos, las mismas pasiones, las mismas costumbres,
porque ningún país ha recibido formas nacionales por medio de una institución particular.»
Esa institución de lo nacional, del que los monumentos constituyen el instrumento
permanente, incluye el culto a los héroes desaparecidos y la conmemoración de los
grandes hechos históricos. Semejante reproducción mecánica de la emoción patriótica
exige la uniformización de la relación subjetiva con el pacto colectivo; «un niño al abrir los
ojos debe ver la patria y, hasta la muerte, verla sólo a
ella».6
El contraste entre la espontaneidad del Ensayo y
la restricción de las Consideraciones anuncia la
paradoja del canto patriótico republicano. Es
cierto que el segundo texto no prescribe
obligatoriamente el canto comunitario, lo que sugiere
que para Rousseau sigue estando más cerca de la
felicidad mítica que de las sociedades reales, que han
perdido el estado natural. Sin embargo, los hombres de
la Revolución francesa, que se inspiran directamente en
Rousseau, convertirán los himnos en un elemento
esencial de las fiestas republicanas. «Que nadie se
equivoque: no se trata sólo de canciones, sino de la
comunión de las almas, representada por el unísono de
las voces», comenta Julien Tiersot. La observación 7
afecta al corazón del proyecto musical de la Revolución,
tal como se expresa a partir de la fiesta de la
Federación el 14 de julio de 1790; concierne también
de modo directo al mito de La marsellesa. Ese proyecto y ese mito es la institución de una
voz única de la nación.
Al igual que en Gran Bretaña, la voz de la nación es la de un «nosotros» que,
apartándose de los géneros instituidos por la música monárquica de Estado, aparece como
indicio gramatical de la transformación del pueblo en sujeto político. Esto resume quizá lo
que tienen de común el Dios salve al rey y La marsellesa, modelos de todos los himnos
nacionales modernos. No obstante, las canciones que proliferan en la escena francesa son
muy diferentes de la oración inglesa, anclada de modo voluntario en la tradición; en
consonancia con un acontecimiento considerado una nueva era en la historia del mundo. La
Revolución implica la sustitución de la soberanía real por una nueva figura del soberano, el
pueblo nación, que en virtud de una ley concebida como expresión de la voluntad general
constituirá la república «una e indivisible». Y La marsellesa desempeña ahí un papel más 8
que decisivo, aunque no se cuente al principio entre las músicas de las fiestas
revolucionarias, un género representado por los himnos de Gossec, Méhul, Lesueur,
Cherubini y otros compositores del Instituto Nacional de Música creado en 1793. Se ha
destacado que la particularidad y, en cierto modo, la clave del éxito de la canción de Rouget
de Lisie con respecto a las canciones tradicionales reside en un rasgo formal nuevo —la
preparación del estribillo— que da al verso «¡A las armas, ciudadanos!» el efecto
performativo de un «grito político». Es el grito que la utopía musical oficial intentará 9
retomar por su cuenta, incorporándolo al repertorio como signo de un habla popular
extendida al conjunto de las músicas de Estado. Con todo, no es sencillo hacer cantar a
todo un pueblo al unísono. La enunciación de los himnos revolucionarios oscilará entre la
representación de la voz colectiva en el canto de músicos profesionales y los intentos de
hacer cantar a la propia población. Esas variaciones están ligadas a menudo a cuestiones
prácticas, pero también llevan la huella de debates políticos sobre la participación popular
en general y, por lo tanto, sobre el estatuto de la democracia.

La idea de un pueblo que canta al unísono a la libertad como resultado de la


Revolución es anterior a La marsellesa y, en un primer tiempo, independiente del Estado.
Aparece expresada con claridad en la prensa en vísperas de la fiesta de la Federación.
Durante los trabajos de preparación del Campo de Marte, cuando por todas partes resuena
el Ça ira como grito de concentración, un periódico propone «que se cante en francés un
himno a la libertad, al que haya puesto música un compositor famoso», y añade que «el Te
Deum podría preceder a la prestación del juramento cívico y el himnoconcluir la
ceremonia», de tal modo que se articulara lo viejo y lo nuevo. El 8 de julio, la idea es 10
retomada en la Chronique de Varis, al aproximarse el día en que, «a la misma hora,
veinticuatromillones de hombres jurarán en nombre de la libertad»; y ya lo que se propone
es una supresión del Te Deum, porque ese Te Deum en latín «lo han hecho cantar los
tiranos», porque «se ha cantado por crímenes, se ha cantado por puerilidades». El autor
hace un llamamiento a componer un nuevo canto en francés, a la manera de la
Antigüedad judía y romana, «un cántico simple y enérgico como el juramento,
majestuoso y grande como el 14 de julio»: «Que la ejecución sea sencilla. Muchachos con
el pelo sin rapar, muchachas ingenuas como la libertad, interesantes como la libertad,
hermosas como la libertad, cantarán el himno al Dios de la libertad. Un estribillo será
repetido por el coro, un coro de veinticuatro millones de hombres. » Se puede afirmar que ahí,
en esos artículos de 1790 y, sobre todo, en ese coro de
veinticuatro millones, ya está todo el proyecto de la voz del pueblo. En relación con las
prácticas tradicionales, los cambios son múltiples: en la
lengua, con la sustitución del latín por el francés; en la
temática, pasando de la invocación al Dios cristiano a la
de la libertad o incluso a la del «dios de la libertad»; en el
estilo, con ese «cántico» de virtudes clásicas, grandeza y
simplicidad; un cambio de enunciación, por último, con la
desaparición de la barrera entre músicos y no músicos y
la entronización de un sujeto colectivo del canto que se
convierte en la voz general del pueblo mediante la
agrupación de todos los individuos. Éstos deben pronunciar, además, un juramento, ese
«teatro sagrado del contrato social» de recuerdo clásico que, preludiado en 1785 por El
juramento de los Horacios de David, recorre a partir del Jeu de Paume todos los rituales de
la Revolución. La innovación radical de semejante proyecto no pasa en modo alguno 12
desapercibida a los contemporáneos: «Un pueblo regenerado, un pueblo que celebra la
conquista de la libertad, debe hablar una lengua nueva», afirma la Chronique de Paris.13
Sin embargo, al día siguiente de la fiesta de la Federación, las Revolutions de Paris
tienen que comentar, con una sombra de decepción: «¡Habría sido una revolución sustituir
en una ceremonia religiosa y cívica la lengua latina por nuestra lengua materna, y el viejo Te
Deum por un hermoso himno de uno de nuestros poetas!» Dicha revolución no tendrá 14
lugar en 1790. Tras la misa dicha por Talleyrand y el solemne juramento prestado por el
rey Luis XIV y el presidente de la Asamblea Nacional, el pueblo escucha, igual que en el
pasado, una obra religiosa en latín con melodías en canto llano armonizado. El Te Deum de
Francois-Joseph Gossec es interpretado por músicos profesionales y alumnos de la
Escuela Real de Canto,bajo la dirección del compositor, que el Moniteur llama «el chantre
de la religión». Los federados no son invitados a unir sus voces. En cambio, ese Te Deum, 15
cantado e interpretado al aire libre, tampoco es el de las iglesias del Antiguo Régimen. El
gran coro y la orquesta de viento se apoyan en un gran arsenal de percusiones, reforzado al
final por una descarga de artillería. La apoteosis final introduce, además, una novedad
significativa en el texto: la figura de la nación, Domine salvum fac gentem, se añade tras
Domine salvum fac legem, a la fórmula tradicional Domine salvum fac regem; es decir, la
tríada: la nación, la ley, el rey, que podríamos oír como una resonancia, muy transitoria, del
espíritu del Dios salve al rey. La comunidad nacional irrumpe así en la música de Estado,
por más que falte todavía mucho para convocar verdaderamente al «coro de los veinticuatro
millones».
A pesar de todo, por esas fechas, el poeta Marie-Joseph Chénier, obedeciendo los
votos de la Chronique de Paris, ya ha escrito un Hymne pour la fête de la Fédération. Una
oda francesa en veintiséis cuartetas: la extensión y el estilo muestran que la idea de
Chénier no es hacerla cantar por el pueblo; de hecho, su texto es poco apto para ser cantado,
ni siquiera por músicos. De todos modos, un año más tarde el propio Gossec
pondrá música a tres estrofas. El Chant du 14 Juillet está ya muy lejos del Te Deum: nada
de canto llano ni de interludios musicales, sino, tras una breve introducción, una única línea
melódica sobre una armonía muy simple y un acompañamiento que, con sus fanfarrias,
evoca una sonoridad típicamente militar.
Esa pieza, que todavía elogia al «Dios del pueblo y los reyes», anuncia los cantos que
florecerán durante la República. En esos himnos revolucionarios parece presente sobre
todo la memoria de las óperas de Gluck; en especial, la de los coros reformados según el
principio prosódico. Sin embargo, la instrumentación para orquesta de viento, el empleo de
las señales militares, la necesidad de que se entiendan las palabras, la ejecución al aire
libre y la función performativa en el seno de una liturgia participativa, implicarán un
distanciamiento decisivo con respecto a la ópera. Tampoco cabría reducirlos a una forma
única, puesto que su principal rasgo común es ante todo de orden negativo, en relación con
el canto llano y la polifonía de Palestrina. Las diferentes influencias que encontramos en
estos cantos republicanos, desde la música militar a cierta herencia sacra, pasando por la
pastoral y el «impulso terrible» del que hablará el compositor Grétry, sin olvidar algunos 16
elementos compartidos con la música masónica, se corresponden bastante bien con las
oscilaciones ideológicas del culto revolucionario en el marco general del neoclacisismo
que David orienta en las artes plásticas y que se impondrá como arte oficial del gobierno
republicano.
Todo ello no convierte necesariamente esas piezas en aptas para ser cantadas por la
multitud. La línea melódica de los himnos compuestos por Gossec sobre las palabras de
Chénier, que constituirán la gran mayoría de los cantos oficiales hasta 1793, no excluye a
priori una participación popular, aunque no está concebida con ese objetivo. En un primer
momento, las autoridades revolucionarias no parecen emprender grandes esfuerzos para
lograr una auténtica participación del «pueblo»: ni con la adaptación de las nuevas
composiciones a formas populares de ejecución, ni con la incorporación al repertorio oficial
de músicas populares, que, sin embargo,
proliferan en Francia durante esa época en el
marco de una verdadera explosión de la música
política. No obstante, el tema de la participación
en las fiestas revolucionarias ganará poco a poco
un espacio en el seno de los debates, hasta
convertirse en un signo de las divisiones
políticas. En la primavera de 1792, los sans culottes y las sociedades patrióticas organizan
en honor de los suizos insurrectos en Châteauvieux una fiesta en la que se canta un Choeur
à la Liberté y una Ronde nationale. Las Révolutions de Paris observan entonces: «No se
trataba de ir al compás; sólo los corazones iban al unísono, y eso era lo único que hacía
falta.» El tono casi orgiástico contrasta con el militarismo que el mismo periódico 17
descubrirá poco después en la fiesta de la Ley, organizada por el gobierno de los Feuillants
en honor del alcalde Simonneau, asesinado en el transcurso de unos desórdenes. No
obstante, tanto Le triomphe de la loi a partir de un texto de Roucher, como las dos piezas de
Marie-Joseph Chénier para la fiesta de Châteauvieux, están compuestos por Gossec, sin
que pueda decirse que, de las tres piezas, la primera sea la más difícil de cantar; hasta ese
momento, la música juega con una participación popular que a veces parece convocar y a
veces pretende mantener a distancia, sin desmentir del todo con ello el carácter erudito de
las composiciones ni el estatuto profesional de quienes las ejecutan.
Ese régimen comienza a quedar
modificado por la declaración de guerra del 2 0
de abril de 1792, que impone nuevos objetivos
a las liturgias civiles, y por la aparición de La
marsellesa, que propone un nuevo modelo de
música política. El vínculo entre ambos hechos
está inscrito no sólo en el tono, el título y las
circunstancias de la composición de la pieza de
Rouget de Lisie del 2 5 de abril de 1792, sino
incluso en el texto del Chant de guerre pour
l'armée du Rhin, donde se han reconocido los
términos de un llamamiento al pueblo de
Estrasburgo: «¡A las armas, ciudadanos! El
estandarte de la guerra está desplegado; la
señal está dada. ¡A las armas!, hay que
combatir, vencer o morir. ¡A las armas,
ciudadanos! Si persistimos en ser libres, todas
las potencias de Europa verán fracasar sus
siniestros complots.» El grito político del 18
estribillo evoca el toque de trompeta que recoge la dimensión performativa de las señales
acústicas en la escena militar. Esa aparente disolución del trabajo artístico, siempre
subrayada por el hecho de que su autor es un compositor aficionado, contribuye a la
difusión de La marsellesa en la época de la Revolución y a la leyenda posterior. Su trayecto
desde Estrasburgo y Marsella hasta París, de Valmy y Jemmapes a todas las batallas
revolucionarias, es el trayecto de una incorporación directa a las prácticas militares y
políticas, obra no de las autoridades sino del propio pueblo republicano, simbolizado por
ese famoso batallón de marselleses que, según la leyenda, irrumpe el 10 de agosto de 1792
en las Tullerías cantando las terribles cuartetas.
Y, sin embargo, el Chant de guerre pour l'armée du Rhin se crea en las proximidades
del poder. El alcalde de Estrasburgo, gran burgués hijo de una familia noble protestante,
amigo de filósofos, detesta el Ça ira y deplora su influencia; es una autoridad constitucional
la que, como réplica a una producción popular, solicita a un músico y poeta conocido por su
dominio de las nuevas músicas patrióticas (ha escrito en 1791 un Hymne a la liberté, al que
pone música Ignace Pleyel). Algunos días más tarde, el nuevo aire es ejecutado en la plaza
de armas por el cuerpo de música de la guardia nacional de Estrasburgo; la canción
revolucionaria por excelencia empieza pues su carrera pública como música oficial. Una
observación de la señora Dietrich contribuye a situar su recepción estilística:
«Es como Gluck pero mejor, más vivo y más despierto.» Aunque el canto sea 19
retomado de manera inmediata por «el pueblo», quien lo compone es un oficial del cuerpo
de ingenieros, de origen aristocrático. «La marsellesa es el punto de unión de las dos
principales tendencias de la música revolucionaria: los himnos y las canciones populares.
Himno por su texto muy ideológico y su rápida institucionalización; canción, por su música
magníficamente simple, perfectamente adaptada al texto, y por ello muy expresiva.» Por lo 20
tanto, no se opone a Gossec ni al Ça ira, es una pieza excéntrica: en el sentido geográfico,
por su recorrido por la periferia como preludio de su triunfo en París; en el sentido
biográfico, por ese autor que es y no es un aficionado; en el sentido institucional, por ese
encargo oficial que no lo es; y, en el sentido estilístico, ese «Gluck pero mejor» que acabará
por hacer posible la participación directa del pueblo con ocasión de las fiestas oficiales,
aunque con una adaptación previa. Y, para completar su excentricidad, el texto de Rouget
de Lisie, con su exaltación directa de la victoria y la aniquilación del enemigo, se aparta a la
vez de la proclamación de Estrasburgo y los grandes rituales revolucionarios por la
ausencia del famoso juramento de morir por la patria.
Durante el verano de 1792, La marsellesa se impone en la calle, la prensa, las salas
de espectáculos y los salones privados de París. Aunque es sobre todo con la armonización
realizada por Gossec en el marco del cuadro patriótico L'offrande à la Liberté, estrenado en
la Opera el 3 0 de septiembre de 1792, cuando «el aspecto religioso del "amor sagrado por
la Patria" se convirtió en capital, más allá de su aspecto belicoso». En octubre, la Feuille 21
villageoise da a La marsellesa el nombre de «himno nacional» —probablemente el empleo
más antiguo del término—, al tiempo que observa que ese himno «reúne tan altos
pensamientos que sólo debe ser cantado con una especie de decoro religioso». Esta 22
connotación religiosa coincide con su incorporación a los rituales oficiales. Al día siguiente
de Valmy, el ministro de la Guerra sugiere la ejecución de La marsellesa al ejército de
Bélgica; el 14 de octubre de 1792, en París, la celebración de la conquista de Saboya
permite integrarla por primera vez en las fiestas republicanas oficiales: «La canción de los
soldados marselleses, convertida en himno de la República, se cantó con entusiasmo»,
informará el Moniteu. Además, en esa ocasión se oye por primera vez la «estrofa de los 23
hijos» que en los últimos versos introduce el tema del juramento ausente en el texto original:
«Tendremos el orgullo sublime / de vengarlos o seguirlos.»
La recepción de La marsellesa más allá de las fronteras francesas contribuirá
directamente a su nueva posición de símbolo republicano: la canción se convierte en
símbolo de unión para los republicanos ingleses, alemanes, austriacos, italianos o polacos,
quienes la traducen, hacen circular ediciones y la cantan con ocasión de las reuniones más
o menos clandestinas. En 1794, la partitura llega a Buenos Aires, donde se convertirá en el
modelo de las músicas revolucionarias para el conjunto de la América latina alzada contra la
corona española. Así se inicia un recorrido que hará de ella, a lo largo de todo el siglo
XIX, el himno republicano por excelencia y, mediante el engendramiento indirecto de
canciones tan diferentes como La brabançonne y La internacional, el punto focal de un
vasto conjunto de músicas políticas. Ahora bien, la impronta sacralizante de la República no
la protege de las desviaciones antirrepublicanas o antifrancesas: ya en 1792, una
traducción alemana la presenta como Schlachtlied der Deutschen, es decir, en evidente
réplica al título original, como el Canto de guerra de los alemanes; en Valmy, el príncipe real
prusiano insiste en conseguir la música, aunque —según cuenta la leyenda— diga a
quien le entrega la partitura completa: «Bien se podría haber guardado las palabras»; en 25
Maguncia, se ejecuta La marsellesa aún ocho meses después de la toma de la ciudad por
los prusianos, delante de seis mil hombres en parada y, según Norbert Cornelissen, «en
presencia de más de ciento cincuenta oficiales prusianos de todos los grados, entre los
cuales había varios generales, que la hicieron repetir hasta tres veces, sin que parecieran
darse cuenta del despecho y la turbación que eso causaba en los emigrantes presentes»;26
en 1798, un tal Karl Herklots escribe un poema sobre el aire de La marsellesa con
ocasión de la coronación del rey de Prusia Federico Guillermo III. Y, aunque ninguna
de esas versiones antifrancesas logra imponerse de verdad, no hay que despreciar su
significado. La marsellesa es y seguirá siendo el símbolo musical republicano por
excelencia; pero, al mismo tiempo, propone un nuevo modelo de música política a los
súbditos de las monarquías europeas, quienes tendrán que librar un combate simbólico
próximo, en ciertos aspectos, al del de los revolucionarios franceses. El episodio de
Maguncia muestra que, para los prusianos al menos, esa música no es al principio ese
signo memorativo que execran los aristócratas franceses, sino más bien un objeto que
suscita su curiosidad, cuando no su admiración. De ahí toda una corriente de melodías
políticas que, por antifrancesas que sean, no dejarán de llevar la huella de La marsellesa a
las diferentes escenas europeas. Por otra parte, la connotación política ligada a su melodía
se filtrará también en el seno de la música «pura»: a partir de 1795 se publican en Alemania
unas variaciones instrumentales, la primera de una larga serie de apropiaciones y citas
eruditas en donde al final encontraremos, entre muchos otros, los nombres de Schumann y
Wagner. «Se afirma con mala fe que este himno sólo se canta en Francia: el aire, los
acompañamientos, se cantan en todos los lugares en los que no se es insensible a los
encantos de la música», dice también Cornelissen en 1796. Los encantos musicales de La
marsellesa: he ahí un proyecto propiamente europeo, característico de la época de las
guerras revolucionarias.
En Francia, la aparición de La marsellesa modifica de manera sensible el paisaje de
los rituales cívicos y, poco a poco, da lugar a la idea de un símbolo musical único. Por una
parte, su circulación superará con creces todas las demás canciones, ya sea con su texto
original ya sea como evocación de otras letras —sólo en Francia se cuentan casi doscientas
—, utilizada a la vez como prontuario y forma de legitimación. Por otra parte, suministra un
nuevo modelo a los organizadores de las fiestas revolucionarias, preocupados por articular
la exaltación abstracta de los valores universales de libertad o igualdad con una temática
patriótica y guerrera, dirigida contra un enemigo exterior concentrado a menudo en el
término «Europa». El 10 de agosto de 1793 tiene lugar la Fiesta de la Unidad y la
Indivisibilidad de la República, primera de las grandes fiestas organizadas por Jacques Louis
David, que expone a la Convención un plan donde se considera por primera vez de
manera oficial la participación popular en el canto. En dicha ocasión se estrenan, sin 27
embargo, varios himnos de Gossec según el modelo consagrado; pero una gigantesca
procesión en cinco etapas culmina en el Campo de
Marte con el Aire de los marselleses armonizado por Gossec, sobre un nuevo texto de
Varon que concluye: «¡Valor, ciudadanos, formad los batallones, / con la sangre de los
reyes regad vuestros surcos!» El derrocamiento de la monarquía es introducido en el texto de
La marsellesa para hacer converger así el estatuto simbólico del «himno de la república»
con su contenido literal; y ese símbolo es insertado en el corazón del ritual republicano,
antes del juramento pronunciado en el altar de la patria por el presidente de la Convención
Nacional: «Ahora, mientras nosotros constituimos Francia, Europa ataca desde todas
partes; ¡JUREMOS defender la constitución hasta la muerte! La república es eterna.» Los 28
himnos republicanos conservan su papel central durante el culto a la Razón, donde son
opuestos de modo explícito a los cantos católicos; además, en esa época toma forma el
proyecto de un canto comunitario sistemático a escala nacional, esas recopilaciones de
«himnos guerreros» destinadas a las ceremonias decadarias. Con ocasión de la fiesta del 2
0 de brumario, el Journal de Paris describe un himno a la Razón de Chénier y Gossec,
cantado por «la Convención al completo» y por «todas las Secciones». Imposible saber 29
cómo la Convención toma parte en ese canto que probablemente no ha oído nunca; la
unión de los representantes y el pueblo en un canto común, metáfora de la buena salud
institucional de la República, es demasiado idílica para ser retenida sin prudencia. En
efecto, algunas semanas más tarde Danton —quien, por otra parte, no duda en conceder a
las canciones el papel de «decorar» la Revolución— se rebela contra los miembros de una
sección parisina que irrumpen en la sala de la Convención para cantar La marsellesa:
«Reconozco el civismo de los peticionarios, pero pido que de ahora en adelante en la
tribuna sólo oigamos a la razón en prosa.» Más allá de la ironía, Danton describe un canto 30
político que, en período de crisis, se vuelve incompatible con la racionalidad parlamentaria.
En las tensiones que oponen entonces el principio representativo a la democracia directa de
los sans-culottes, el canto colectivo es, sobre todo para estos últimos, una pieza del arsenal
militant que contribuye a reforzar su condición, ampliamente reconocida, de metáfora de la
organización nacional.
Bajo la hegemonía de Robespierre se desarrolla en toda su potencialidad la idea de
una práctica masiva del canto comunitario; con la fiesta del Ser Supremo, el «coro de los
veinticuatro millones» soñado en 1790 se acerca como nunca a su realización práctica. El
artesano de esa verdadera hazaña técnica es, por supuesto, David, por más que se limite a
seguir el espíritu del «sistema de fiestas nacionales bien entendido», cuya teoría enuncia
Robespierre el 18 de floreal del año II. El Plan presentado por David prevé una intervención
musical para cada uno de los momentos decisivos de la fiesta; pero ni ese documento, ni el
Détail des cérémonies que lo acompaña, dicen quién debe cantar el Hymne a l'Être
suprême con ocasión del discurso pronunciado por el presidente de la Convención. La 31
indicación explícita de hacer participar a la población en ese momento crucial parece
proceder de Robespierre en persona, quien cuatro días antes de la fiesta ordena a Bernard
Sarrette, director del Instituto Nacional de Música, sustituir el himno de Marie-Joseph
Chénier, que ya está en el programa, por otro que será cantado por todo el pueblo. Al día 32
siguiente, el Comité de Salud Pública adopta oficialmente el Himno al Ser Supremo escrito
por Théodore Desorgues y al que Gossec pone música, y dispone que la partitura sea enviada
a todos los departamentos para uniformizar cuanto sea posible la celebración. Así,
las más altas autoridades del Estado intervienen para poner en práctica la idea de un canto
colectivo simultáneo en el conjunto de Francia: «Entonces el pueblo francés libre
demostrará a la Alemania y la Italia sojuzgadas que también él posee el genio de ese arte,
pero que sólo lo consagra a cantar la libertad», dicen los músicos, respondiendo entusiastas
a la llamada. No cabe duda de que todo esto es imposible sin una preparación. Dos días 33
antes de la fiesta, los miembros del Instituto Nacional de Música reciben el encargo de
enseñar al pueblo el himno de Desorgues, que debe interpretarse en el «Jardín Nacional»
de las Tullerías, y unas estrofas de Chénier sobre el aire de La marsellesa, que deben ser
cantadas sobre la colina levantada en el Campo de Marte.
El Plan de David prevé que las dos primeras estrofas sean dichas por dos mil
cuatrocientos hombres y mujeres instalados en la colina al lado de las autoridades, y que
los estribillos sean retomados respectivamente por todos los hombres y las mujeres
presentes; la última estrofa es cantada por la totalidad de la colina, y el estribillo retomado
por el conjunto del pueblo. Se reconoce aquí el tipo de dramaturgia cara a Rousseau, que
se corresponde bastante bien con el espíritu de la requisición general decretada por la
Convención en agosto de 1793: «Los jóvenes irán al combate; los hombres casados
forjarán armas y transportarán subsistencias; las mujeres harán tiendas, ropa y servirán en
los hospitales; los niños harán vendas; los ancianos, en las plazas, animarán a los
soldados, enseñándoles el odio a los reyes y la unidad de la República.» Esta división de 34
las tareas, que pronto reaparecerá en el Chant du départ de Chénier y Étienne Méhul, se
despliega con ocasión de la fiesta del Ser Supremo a una escala monumental, antes de que
las voces de cada grupo se fusionen en la voz única de la nación; al final, dice el Plan de
David, «todos los franceses funden sus sentimientos en un abrazo fraterno: no tienen más
que una voz, cuyo grito general, viva la República, asciende hacia la divinidad».
El Himno al Ser Supremo de Desorgues y Gossec es una melodía simple, de
atmósfera casi bucólica, con la indicación de carácter «muy gracioso y religioso»: que
contribuye a reforzar su condición, ampliamente reconocida, de metáfora de la organización
nacional.
Bajo la hegemonía de Robespierre se desarrolla en toda su potencialidad la idea de
una práctica masiva del canto comunitario; con la fiesta del Ser Supremo, el «coro de los
veinticuatro millones» soñado en 1790 se acerca como nunca a su realización práctica. El
artesano de esa verdadera hazaña técnica es, por supuesto, David, por más que se limite a
seguir el espíritu del «sistema de fiestas nacionales bien entendido», cuya teoría enuncia
Robespierre el 18 de floreal del año II. El Plan presentado por David prevé una
intervención musical para cada uno de los momentos decisivos de la fiesta; pero ni ese
documento, ni el Détail des cérémonies que lo acompaña, dicen quién debe cantar el
Hymne a l'Être suprême con ocasión del discurso pronunciado por el presidente de la
Convención.31 La indicación explícita de hacer participar a la población en ese momento
crucial parece proceder de Robespierre en persona, quien cuatro días antes de la fiesta
ordena a Bernard Sarrette, director del Instituto Nacional de Música, sustituir el himno de
Marie-Joseph Chénier, que ya está en el programa, por otro que será cantado por todo el
pueblo.32 Al día siguiente, el Comité de Salud Pública adopta oficialmente el Himno al Ser
Supremo escrito por Théodore Desorgues y al que Gossec pone música, y dispone que la
partitura sea enviada a todos los departamentos para uniformizar cuanto sea posible la
celebración. Así, las más altas autoridades del Estado intervienen para poner en práctica la
idea de un canto colectivo simultáneo en el conjunto de Francia: «Entonces el pueblo
francés libre demostrará a la Alemania y la Italia sojuzgadas que también él posee el genio
de ese arte, pero que sólo lo consagra a cantar la libertad», dicen los músicos,
respondiendo entusiastas a la llamada.33 No cabe duda de que todo esto es imposible sin
una preparación. Dos días antes de la fiesta, los miembros del Instituto Nacional de Música
reciben el encargo de enseñar al pueblo el himno de Desorgues, que debe interpretarse en
el «Jardín Nacional» de las Tullerías, y unas estrofas de Chénier sobre el aire de La
marsellesa, que deben ser cantadas sobre la colina levantada en el Campo de Marte.
El Plan de David prevé que las dos primeras estrofas sean dichas por dos mil
cuatrocientos hombres y mujeres instalados en la colina al lado de las autoridades, y que
los estribillos sean retomados respectivamente por todos los hombres y las mujeres
presentes; la última estrofa es cantada por la totalidad de la colina, y el estribillo retomado
por el conjunto del pueblo. Se reconoce aquí el tipo de dramaturgia cara a Rousseau, que
se corresponde bastante bien con el espíritu de la requisición general decretada por la
Convención en agosto de 1793: «Los jóvenes irán al combate; los hombres casados
forjarán armas y transportarán subsistencias; las mujeres harán tiendas, ropa y servirán en
los hospitales; los niños harán vendas; los ancianos, en las plazas, animarán a los
soldados, enseñándoles el odio a los reyes y la unidad de la República.»34 Esta división de
las tareas, que pronto reaparecerá en el Chant du départ de Chénier y Étienne Méhul, se
despliega con ocasión de la fiesta del Ser Supremo a una escala monumental, antes de que
las voces de cada grupo se fusionen en la voz única de la nación; al final, dice el Plan de
David, «todos los franceses funden sus sentimientos en un abrazo fraterno: no tienen más
que una voz, cuyo grito general, viva la República, asciende hacia la divinidad».
El Himno al Ser Supremo de Desorgues y Gossec es una melodía simple, de
atmósfera casi bucólica, con la indicación de carácter «muy gracioso y religioso»:
La primera estrofa es al unísono, la segunda armonizada a cuatro voces, que cantan
los coristas del Instituto acompañando las voces del pueblo:

Père de l'univers, suprême intelligence, Bienfaiteur ignoré des aveugles mortels, Tu


révélas ton être a la reconnaissance Qui seule éleva tes autels.
Ton temple est sur les mots, dans les airs, sur les ondes, Tu n'as point de passé, tu
n'as point d'avenir;
Et sans les occuper, tu remplis tous les mondes, Qui ne peuvent te contenir.
Padre del universo, suprema inteligencia. Benefactor ignorado de los ciegos mortales,
revelaste tu ser a la gratitud que, sola, elevó tus altares.
Tu templo está en las palabras, los aires, las ondas, no tienes pasado, no tienes
futuro; y sin ocuparlos llenas todos los mundos, que no pueden contenerte.
El 20 de pradial, el canto colectivo del Himno al Ser Supremo es dirigido y sostenido
por un formidable efectivo de músicos bajo la dirección de Gossec. Se sitúa entre las dos
partes del discurso de Robespierre —que será comparado a «Orfeo enseñando a los
hombres los principios de la civilización y la moral»—, tras la quema de una alegoría del 35
Ateísmo, cuyas cenizas al parecer mancillarán involuntariamente la blanca alegoría de la
Sabiduría revelada por su inmolación. La ceremonia del Campo de Marte es, en todo caso,
la que resulta ser la más imponente. En primer lugar, los hombres de la colina cantan, con
la melodía de Rouget de Lisie:

Dieu puissant, d'un peuple intrépide, C'est toi qui défends les remparts;
La victoire a, d'un vol rapide, Accompagné nos étendards. Les Alpes et les Pyrénées,
Des Rois ont vu tomber l'orgueil;
Au Nord, nos champs font le cercueil
De leurs phalanges consternées.

Dios poderoso, de un pueblo intrépido tú eres quien defiende las murallas;


la victoria, con vuelo rápido,
ha acompañado nuestras banderas. Los Alpes y los Pirineos,
de los reyes han visto caer el orgullo;
al Norte, nuestros campos sirven de ataúd a sus falanges consternadas.

Tras el estribillo, son las mujeres quienes hacen oír su voz:

Entends les vierges et les mères, Auteur de la fécondité;


Nos époux, nos enfants, nos frères, Combattent pour la liberté;
Et si quelque main criminelle
Terminoit des destins si beaux, Leurs fils viendront sur leurs tombeaux
Venger la cendre paternelle.

Oye a las vírgenes y las madres, autor de la fecundidad;


nuestros esposos, hijos, hermanos, combaten por la libertad;
y si alguna mano criminal acabara con tan bellos destinos,
sus hijos se acercarán a las tumbas para vengar la ceniza paterna.

Tras la repetición del estribillo, los dos mil cuatrocientos hombres y mujeres se unen
para la tercera estrofa:

Guerriers, offrez votre courage; Jeunes filles, offrez des fleurs; Mères, offrez pour
votre hommage Vos fils vertueux et vainqueurs.
Vieillards, dont la mâle sagesse N'instruit que par des actions, Versez (versons) vos
bénédictions Sur les armes de la jeunesse.
Guerreros, ofreced vuestro coraje; muchachas, ofreced flores; madres, ofreced
vuestro homenaje a vuestro hijos virtuosos y vencedores. Ancianos, cuya masculina
sabiduría sólo instruye mediante acciones, verted (vertamos) vuestras bendiciones sobre
las armas de la juventud.

Finalmente, el conjunto de los presentes, es decir, varios centenares de miles de


personas, retoman por última vez el estribillo al unísono. Y éste es un juramento. A
diferencia del de la fiesta de la Federación, el juramento de la fiesta del Ser Supremo es
pronunciado efectivamente por todos; o, más bien, por todos los hombres, porque las
mujeres se limitan a saludar la promesa de sacrificio de sus hijos, padres y esposos:
Avant de déposer nos/vos glaives triomphants, Jurons, jurons (jurez, jurez) D'anéantir
le crime et les tyrans.36
Antes de depositar nuestras/vuestras espadas triunfales juremos, juremos (jurad,
jurad) aniquilar el crimen y los tiranos.
Cuatro años después de que se publicara en los periódicos la idea de un «coro de
veinticuatro millones de franceses», vemos realizada esa misma imagen en la fiesta del Ser
Supremo, colocada bajo el signo de la fraternidad: «Es un espectáculo digno de las miradas
del universo y del recuerdo de los siglos, contemplar a una familia de veinticinco millones de
hermanos adelantarse juntos al nacimiento del día para elevar su alma y su voz hacia el
Padre de la naturaleza.» Ni que decir tiene que unos cuantos miles están todavía muy 37
lejos de veinticinco millones; pero, en tanto que metáfora, esa comunidad lírica equivale a la
constitución mística de la nación gracias a una melodía convertida en piedra angular del
pacto republicano a cambio de una reducción inexorable de su excentricidad. Con el
juramento final sobre el aire de La marsellesa, los franceses tienen ya una voz única, que
es voz, canto y grito a la vez; voz política tanto como palabra religiosa, canto litúrgico tanto
como marcha guerrera, en resumen, como decía David, el «grito general» de la nación. Ese
juramento, que sella el contrato social por medio del canto, traduce el proyecto de «concluir la
Revolución con la instauración de una religión de Estado». La fiesta del 2 0 de pradial 38
concentra todas las bazas de la música revolucionaria en un momento único en que la
estética oficial se acerca como nunca a esa experiencia de lo sublime teorizada a lo largo
del siglo XVIII. Ni antes ni después tendrá encarnación comparable la utopía de la «voz del
pueblo». Es inútil subrayar lo excepcional de esta coyuntura: algunas semanas más tarde,
cuando prepara la fiesta en honor de Barra y Viala, David prevé de nuevo que el pueblo
cante un himno escrito por Davrigny y compuesto por Méhul; sin embargo, el 10 de
termidor, en lugar de festejar a los niños héroes, los parisinos acudirán a ver rodar la
cabeza de Robespierre. Al encontrar su lugar en el corazón de la «religión de Estado»
robespierrista de la primavera de 1794, la voz del pueblo al unísono se encuentra
históricamente asociada al Terror. Ese vínculo es tanto más claro cuanto que la realización
práctica de semejante proyecto, lejos de reposar sobre la espontaneidad de los
participantes, implica de forma necesaria un alto grado de coacción. Por otra parte, es ese
aspecto autoritario lo que convertirá las fiestas davidianas en blanco de los termidorianos
como Marie-Joseph Chénier, quien declara ante la Convención: «Cuando de fiestas
públicas se trata, cuando debe regocijarse un pueblo entero, resulta absurdo prescribirle
todos sus movimientos como quien ordena la instrucción a los soldados.» Y, a decir 39
verdad, la asociación entre el proyecto del «grito general» de la nación y el de una
organización disciplinaria de la sociedad constituye una herencia de la Revolución francesa
que encontraremos en el curso de los debates sobre las políticas simbólicas de los
regímenes represivos o totalitarios. De todos modos, no se trata de una invención de los
jacobinos, sino de una fantasía recurrente de la Revolución, como conjuro sonoro de un
enemigo donde se identifican el despotismo y Europa. Si bien sólo Robespierre intenta la
experiencia de oír la voz única de la nación, el resto de los revolucionarios no deja de soñar
con ella y sentar sus bases ideológicas e institucionales. Es de nuevo Chénier quien, el
mismo día de la ejecución de Robespierre, relanza la teoría y la práctica de los himnos en
un discurso que tendrá como resultado concreto la creación del Conservatorio Nacional de
Música y Declamación. Al tiempo que constata que «Alemania y la orgullosa Italia, vencidas
en todo lo demás por Francia, pero largamente victoriosas en ese género, han encontrado
por fin un rival», enuncia el triunfo del principio rousseauniano del signo memorativo gracias
a «esos himnos que ornan nuestras fiestas cívicas, que aún ayer excitaban el justo
entusiasmo de la Convención Nacional y que los republicanos franceses no olvidarán,
como tampoco los orgullosos descendientes de Guillermo Tell han olvidado el canto
rústico y popular que, en suelo extranjero e incluso en la vejez, evoca en su golpeada
imaginación los dulces recuerdos de la infancia y los recuerdos más dulces aún de la tierra
natal».40
Ese interés persistente explica que el repertorio de los himnos republicanos no deje
de crecer después de Termidor y que incluso produzca alguna de sus piezas más notables;
sobre todo el Himno al Panteón de Cherubini: Mientras se hunde en la guerra, Francia
multiplica los frentes de combate simbólico: el
ministro de la Marina envía a las colonias recopilaciones de himnos republicanos para
que los canten los esclavos liberados, esos «africanos convertidos en franceses» en
quienes se trata afirma, de alentar el «fanatismo de la libertad». Bajo el Directorio, 41
ese desarrollo nacionalista del universalismo republicano se encuentra también en el
centro de proyectos más cívicos y menos belicosos. Jean-Baptiste Leclerc, teofilántropo y
miembro del Consejo de los Quinientos, impresionado como tantos otros por el Ranz des
vaches e inquieto ante los efectos devastadores de la «moda», busca sentar las bases de
una «música nacional» con el objetivo de engendrar un «carácter nacional único» a partir
del «género hímnico» en el que incluye tanto La marsellesa como la romanza y la canción.42
Por su parte, La Révellière-Lépeaux, presidente del Directorio y autor de un Essai sur les
moyens de faire participer l'universalité des spectateurs à tout ce qui se pratique dans les
fêtes nationales, imaginará un canto colectivo para varias voces con la colaboración técnica
de Méhul. Esos años son, en realidad, los de un nuevo intento de organización del canto 43
colectivo, pero no por medio del proyecto de un sublime momento de canto al unísono de
las masas, sino por medio del proyecto más discreto del culto decadario, en el que los
teofilántropos piensan sacar provecho de la tradición protestante del canto congregacional.
El desplazamiento del énfasis desde el acontecimiento masivo excepcional hasta la rutina a
pequeña escala, se expresa de manera literal en la inclusión del Himno al Ser Supremo de
Desorgues y Gossec en todas las recopilaciones hechas para las fiestas decadarias. Al 44
final, el canto decadario tendrá resultados mediocres y, por lo que respecta a los grandes
rituales, el despegue monumentalista dejará cada vez menos espacio a la idea de una
participación popular cuyo testimonio extremo y final es, ya durante el Consulado, el Chant
pour le 14 juillet 1800 para tres coros y tres orquestas, de Méhul. El Imperio barrerá los
restos de la utopía musical republicana y, con ella, por mucho tiempo, La marsellesa. Sin
embargo, los discursos y las prácticas del canto colectivo bajo la Primera República
sobrevivirán a los avatares de la época para proyectarse sobre el conjunto de la tradición
republicana francesa. Y, gracias a la difusión de La marsellesa más allá de las fronteras de
Francia, contribuirán de modo decisivo a una música política republicana en la que se
alimentarán las diferentes élites revolucionarias y nacionalistas a lo largo del todo el siglo
XIX e incluso hasta nuestros días-

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