LJM Tesis
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LA LLAVE Y LA CADENA.
Programa de doctorado
ESTUDIOS LINGÜÍSTICOS, LITERARIOS Y CULTURALES
2020
¿Y quién de vosotros, por ansioso que esté,
puede añadir una hora al curso de su vida?
Mateo, 6:27
Resumen ................................................................................................................. 7
Abstract .................................................................................................................. 8
Agradecimientos ................................................................................................... 10
I. INTRODUCCIÓN ......................................................................................................... 12
Objetivos .............................................................................................................. 12
La nueva ley del mundo: el honor, obsesión del hombre «inapasionable» .................. 76
Al filo de la espada: la justicia del padre y la desobediencia del hijo ....................... 136
La suntuosa cárcel de los hados: dos princesas custodiadas por el rey ..................... 171
Hermanos honrados, hermanas invisibles. Historia de un duende y una alacena ....... 174
De padres tiranos e hijos rebeldes: la confrontación de las dos caras del honor ........ 188
Entre la lira y el tambor: dos visiones antagónicas del honor .................................. 225
Leonor.................................................................................................................. 364
A lo largo de los siglos, muchos han sido los epítetos o apostillas que han
acompañado el nombre de Pedro Calderón de la Barca: dramaturgo, sacerdote, protegido
del rey Felipe IV, máximo exponente del auto sacramental, escritor de La vida es sueño.
De todas ellas, solo dos parten de su propia vida; el resto son herencias de su vocación
teatral y, las más peligrosas, concepciones parciales sobre su obra y figura, prejuicios
silenciosos que no forman parte del listado oficial, pero habitaron en la mente de
numerosos críticos y aún ahora perduran. Entre el nombre y el silencio, fácil es sembrar
sofismas, y si bien Pedro Calderón de la Barca es uno de los nombres más conocidos de
nuestra literatura también es, quizás por esa misma razón, uno de los menos leídos, uno
de los más distantes.
Throughout the centuries, many have been the epithets or apostilles that have
accompanied the name of Pedro Calderón de la Barca: playwright, priest, protégé of King
Felipe IV, best representative of Auto Sacramental, writer of La vida es sueño. Of all of
them, only two originate from his own life; the rest are legacies of his theatrical vocation
and, the most dangerous, partial conceptions about his work and figure, silent prejudices
that are not part of the official list but inhabited the minds of many critics and still remain.
Between the name and the silence, it is easy to sow sophistry, and although Pedro
Calderón de la Barca is one of the best known names in our literature, he is also, perhaps
for the same reason, one of the least read, one of the most distant.
With honour being placed at the heart of his dramaturgy, he has necessarily been
the object of dissection, scorn and praise, ideology and philological conclusion
converging on too many occasions; from Bances Candamo to Francisco Ruiz Ramón,
many have been the studies, evaluations, approaches and definitions dedicated to him. All
of them marked with their steps the path travelled here and, therefore, this thesis is their
heir as well as the first stone and a new path; from an extensive corpus which integrates
the main genres, this research deepens, points out and fixes the mechanisms, forms of
representation and feelings in which different types of characters experience honour in
Calderonian comedy, establishing at the same time a union between its meaning within
the dramatic universe and the imaginary meanings of baroque society, being the historical
context and religious experience which determine the dual face of honour in his theatre.
Only seen under this global prism, in constant relationship with the reality of the spectator
from that time, can it be understood how honour, in addition to being its cause, is in turn
a consequence of the passions and victories of the figures who doubt, suffer, love, murder
and sacrifice on stage.
AGRADECIMIENTOS
Hace unos años comencé un recorrido vital que me iba a convertir, sin yo saberlo,
en quien soy. Hoy, acabado el peregrinaje, puedo al fin tomar un respiro y dedicar unos
instantes a agradecer a todas aquellas personas, hados y circunstancias que me han
acompañado y dado fuerzas en cada alto en el camino.
A Teresa Merino y Antonio Juan, mis padres, por estar siempre a mi lado y por
transmitirme desde niña el amor por los libros; gracias a vosotros, jamás caminaré sola.
A Marc, cuyo apoyo e infinita paciencia ha llenado de enredo y alegrías la trama de esta
tragicómica tesis. A los amigos que han esperado al otro lado de la orilla a que emergiera
de mi despacho y me han hecho sentir arropada en una época a veces tan solitaria.
A la doctora Lola Josa, mi maestra, porque sin su guía jamás habría comenzado a
recorrer esta senda de galanes, damas, venganzas, honor y piedades; por darme alas en
cada conversación y por anclarme en tierra con gracianescos aforismos de prudencia en
cada revisión. Con todo el corazón, gracias por hacerme ver que los molinos eran, en
realidad, gigantes. Al doctor Gastón Gilabert, codirector y compañero de despacho y de
viaje. Por los consejos y ánimos que alumbraron los recovecos oscuros de la duda.
OBJETIVOS
Don Juan de Mendoza me mostró cómo el honor puede ser homicida aun cuando
la sangre no llega a derramarse, mientras que los pesares y determinación de Leonor me
acompañaron a lo largo de todo el proceso de escritura. Volví a presenciar un desenlace
tan injusto como irremediable, al tiempo que empezaba a comprender los caminos e
1
A lo largo de la tesis se utiliza el concepto «Comedia» con mayúsculas en su ampliamente conocida
acepción de obra dramática, independientemente del género dramático de la misma.
12
intenciones de un autor que escribía defendiendo unos preceptos a fin de ensalzar otros
muy distintos. No hay cosa como callar fue la tercera obra calderoniana que leí y la
primera que diseccioné verdaderamente de forma crítica, adentrándome en cada epígrafe,
en cada relectura, más y más en el laberinto que es su dramaturgia. Y desde ese momento
hasta ahora, este ha sido mi hogar; un hogar, lo confieso, menos transitado de lo que
imaginaba cuando empecé este viaje, porque ciertamente Calderón no es un puerto de
cómoda arribada. Más que un minotauro de rostro sacramental y pies de enredo, su teatro
es semejante a la hidra de Lerna por lo múltiple de su registro, contrastando la parálisis
de la tragedia con la vivacidad de sus comedias, la sobriedad mística de sus autos con el
fasto de sus piezas mitológicas. El escritor dio vida al arquetipo mientras se ocultaba entre
los conceptos y medias verdades de su verso, provocando con ello un desconcierto de
compleja superación: aquí se produce la gran paradoja calderoniana, pues si su arte, esto
es, su forma de entender el teatro, lo laureó, también le impuso el silencio del olvido. Tal
y como tristemente describe Trías, Calderón es para el público no especializado una
sombra de marcado carácter ideológico, un nombre perenne en los estantes de cualquier
librería, pero que pocos deciden abrir:
Y también interesa, con particular apremio y urgencia, tener muy presente el carácter algo
quebradizo e irregular de la recepción de esas obras. De hecho solo una docena se ha
filtrado, con mayor o menor fortuna, en el repertorio teatral, no solo español. Ingente
número de obras de grandísimo valor se hallan, todavía, en estado de duermevela,
esperando su resurrección escénica, o como mínimo lectora. Condenado a ser «teatro
leído» para honor y gloria de una legión de futuros doctorandos y de un escaso club de
«amigos de Calderón» (entre los que me cuento), Calderón subsiste en la memoria
colectiva hispánica tan solo como Gloria Nacional que da nombre a calles, plazas y teatros
(2001:10).
Durante los años que han ocupado la redacción de esta tesis, me he dado cuenta
de dos verdades: una es el triste olvido en el que se ha sumido, a nivel general, la
dramaturgia calderoniana más allá de sus obras principales. La segunda es que Calderón
de la Barca fue, es y será un autor escudado en la indeterminación, hecho que implica que
la distancia que se establece entre el público y su obra sea bidireccional. Sus Comedias
mayores –o, quizá sería más preciso, las más conocidas– se caracterizan por unos
desenlaces sangrientos, de valores caballerescos desfasados, de venganzas inmisericordes
y ascensiones de santos totalmente opuestas a la estética y ética actuales. Sus versos son
largos, sus amores acaban enfriados en el alfeizar de la honra en más ocasiones que en
13
menos, sus monólogos nos obligan a enfrentarnos a las sombras más terribles de nuestra
propia debilidad y razón. Desde la realidad de su ficción, nos hace comprender, aunque
solo sea durante un brevísimo instante, a fieras que ansían ser hombres, a hombres que
aceptan ser fieras por honor, a la gran vanidad y mentira de un mundo vacío de
trascendencia. Hizo de los miedos protagonistas y en vez de sacrificarlos en escena los
consagra, los hace sobrevivir, los acompaña de los suspiros de admiración del resto de
personajes.
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académica, nacidos, como no podía ser de otro modo, de mis propios objetivos personales
con el autor.
Esta tesis no pretende contestar la «gran pregunta» calderoniana. No hay entre sus
páginas una respuesta absoluta e irrefutable del posicionamiento del autor respecto al
sistema ideológico del honor en la sociedad del Seiscientos, ni se ha diseccionado el texto
con ideas preconcebidas sobre su supuesta complicidad o rechazo. Transformando en
afirmación la pregunta lanzada por Francisco Ruiz Ramón en la Introducción de su
edición de las tragedias de honor, «es hora ya de emprender la desmitologización del
teatro calderoniano», «cuyo enfoque crítico, aunque haya mudado sus técnicas y su
lenguaje, sigue empecinado en las ideas acuñadas por Menéndez Pelayo, en torno a las
cuales se sigue dando vueltas, bien para negarlas, bien para afirmarlas, pero sin cambiar
de raíz el punto de vista» (1968:22). Es importante subrayar la importancia de esta
premisa, dado que si pretende descifrarse al individuo en vez de al artista desde su obra
se está haciendo un ejercicio de finalidad más política que literaria, focalizada en la
reafirmación de una ideología y no en la investigación de un recurso dramático como lo
es, en esencia, el concepto del honor recogido en la Comedia barroca.
Los objetivos de los que parte la presente investigación son, en primer lugar,
establecer cómo se representan y desarrollan en el corpus profano calderoniano los
distintos mitos políticos, sociales y religiosos asociados al honor, tales como su
concepción religiosa y estamental, el papel condicionante y diferenciado que ejerce sobre
hombres y mujeres, su relación con la autoridad familiar y política y la relevancia
prácticamente sagrada del amor y la piedad como valores asociados al honor o contrarios
al mismo.
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Finalmente, el objetivo principal de estas páginas es demostrar que, dentro de un
corpus tan extenso y aparentemente antitético como es el calderoniano, existe un hilo de
Ariadna que une el mensaje del auto y el de la tragedia de venganza, un ideal que se
sustenta y refleja en la concepción que el personaje defienda del honor. Sobre este punto,
esta tesis define, contextualiza y une los dos rostros de la honra que, como las máscaras
de Talía y Melpómene, acompañan su dramaturgia: el honor de la venganza y el honor
del perdón. Su faceta trágica, el sangriento honor de restitución fundamentado en la fama,
es la más estudiado por la crítica y sobre la que se han construido, históricamente, los
discursos relativos al posicionamiento de Calderón de la Barca respecto a la llamada «ley
de honrado»; por otra parte, aquel que es «patrimonio del alma» –nacido de la virtud y
dádiva de Dios–, el cual ha sido recluido en dramas específicos y siendo por lo tanto
tratado como un paradigma mayormente vinculado al El alcalde de Zalamea y su
dramaturgia religiosa. No obstante, esta investigación prueba cómo sendos tipos de honor
aparecen siempre ligados en todas y cada una de sus Comedias, si bien en numerosas
ocasiones tendrá uno de ellos más preponderancia en la trama. De esta forma, la obra,
independientemente de su género dramático, presentará o bien un protagonista dividido
entre la violencia y la misericordia o construirá la trama sobre dos personajes enfrentados,
naciendo de su particular visión del honor el conflicto sobre el que se construirá el
argumento.
Por todo ello, esta tesis es el primer estudio sobre el honor en Calderón de la Barca
construido sobre un corpus amplio estructurado tanto en grupos temáticos que aúnan
obras de distinto género como en capítulos dedicados, por ser la honra su centro
argumental, exclusivamente al análisis de Comedias concretas; es, a su vez, uno de los
primeros en presentar un examen exhaustivo del texto en aras de refutar ciertas premisas
ideológicas o ancestrales interpretaciones, naciendo los objetivos y, en consecuencia,
también las conclusiones de la propia pluma del autor. Cuarenta obras llenan los
centenares de páginas que conforman este trabajo, en cuyas conclusiones se halla, después
de años de búsqueda, un atisbo de verdad: el descubrir que el honor no era, como suponía,
molino convertido en gigante por personajes enajenados, sino un espejo donde se refleja
el alma, corrompida por la pasión o salvada por la Gracia, del héroe, del asesino, de la
virtuosa, del cautivo. Honor, piedad y justicia serán las tres divinidades de su teatro, desde
el más breve entremés, pasando por la más sangrienta tragedia hasta el más clemente de
los autos. Sin embargo, llegar a sus altares no será sencillo; muchos perecerán y vivirán
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muriendo en el sueño de la fama y la «opinión». Piedad y Justicia serán las aguas
sacramentales que limpien la sangre derramada por la violencia, llegando la oculta y
eterna fuente sin origen, pero de caudalosa corriente a la que solo podrá acceder aquel
que, libre de pasiones, prejuicios y miedos se acerca descalzo a su manida y trueque la
espada por el manto del auténtico, gracianamente «inapasionable» y desapasionado
honor, aquel que, como ya lo dijo san Pablo, es dádiva de Dios.
17
METODOLOGÍA Y DESARROLLO DE LA INVESTIGACIÓN
El principal desafío del doctorando que decide hacer una tesis sobre un autor tan
estudiado como Pedro Calderón de la Barca es el tener que navegar por el inmenso océano
de una bibliografía sumida en un proceso de constante crecimiento y actualización. A esta
dificultad previa ha de añadírsele, en el caso concreto de estas páginas, la elección de un
tema tan transversal, complejo y lleno de matices como lo es el honor en un dramaturgo
cuya producción, al margen de los autos sacramentales, supera el centenar de Comedias.
Con estos condicionantes presentes, y en aras de definir un campo de trabajo lo
suficientemente amplio como para poder establecer correspondencias entre sus partes y
fundamentar las conclusiones en la propia obra del escritor, sin caer por otra parte en el
extremo de un exceso bibliográfico que comprometiera el debido rigor académico, se ha
seleccionado un corpus de cuarenta obras profanas, las cuales constituyen la base de esta
investigación. En lo referente a la estructura, el presente trabajo se ha organizado –
obviándose aquí los estudios introductorios, estado de la cuestión, conclusiones y
bibliografía– en seis capítulos destinados respectivamente al análisis de una determinada
problemática o visión del honor, construyéndose todos ellos a partir de una escogida
selección de Comedias.
En el capítulo III, centrado en el concepto bíblico del «soy quien soy» destaca la
presencia de dramas, hecho causado por la naturaleza defensiva y sacrificial del término
en el teatro calderoniano. Las obras que organizan este apartado son:
Basta callar
De un castigo, tres venganzas
Duelos de amor y lealtad
El encanto sin encanto
El galán fantasma
El postrer duelo de España
El purgatorio de San Patricio
El secreto a voces
El segundo Escipión
El Tuzaní de la Alpujarra
La gran Cenobia
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El siguiente bloque temático se basa en el enfrentamiento entre el honor del
individuo y el respeto vasallático al soberano, continuando por lo tanto la preponderancia
de dramas y tragedias. Pertenecen al capítulo IV:
El capítulo V trata sobre los conflictos de honor dentro del sistema familiar.
Dependiendo de quién sean los miembros implicados en el enfrentamiento la obra
pertenecerá a un u otro género dramático, siendo en consecuencia el apartado más
heterogéneo y que más obras engloba. Recogemos aquí las principales2:
2
Esta primera división de obras por capítulos se ha llevado a cabo teniéndose en cuenta en qué apartado
destaca más cada una de ellas, si bien en muchos casos una misma Comedia aparece y es estudiada a lo
largo de toda la tesis: por solo citar un ejemplo, El pintor de su deshonra aparece en tercer, quinto y octavo
capítulo porque, aun dándose el estudio más completo sobre la tragedia en este último, hay en su argumento
escenas y circunstancias relevantes al concepto de «ser quien se es», además del enfrentamiento
paternofilial entre don Álvaro y don Luis.
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Las cadenas del demonio
Los cabellos de Absalón
Los tres afectos de amor
No hay cosa como callar
El alcalde de Zalamea
Las armas de la hermosura
Mención aparte merece el capítulo VIII, el más extenso de toda la tesis, en el que
se lleva a cabo una exhaustiva investigación sobre las tres tragedias de venganza:
Aunque estas son las obras principales del corpus, ha sido conveniente añadir otras
de apoyo, cuya función es la de ofrecer un contexto a las distintas problemáticas y
sentimientos del honor descritos en cada capítulo o matizar aspectos señalados en otras
Comedias. Estas cinco obras son:
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Sobre las ediciones utilizadas3, siempre que ha sido posible se ha recurrido a
ediciones independientes, esto es, no englobadas volúmenes recopilatorios, de riguroso
cuerpo crítico y editadas por estudiosos de amplia trayectoria y reconocimiento en la
edición de textos de Calderón de la Barca, tales como Erik Coenen y Evangelina
Rodríguez Cuadros, por citar solamente dos ejemplos. En los casos en los que esto no ha
sido posible, se ha optado por utilizar las ediciones de Ángel Valbuena y Francisco Ruiz
Ramón por sus estudios críticos y por ser, aun actualmente, de las más manejadas en los
estudios que tratan sobre Calderón.
3
Véanse de la página 444 a la 447 de la Bibliografía, dedicadas exclusivamente a las ediciones de las obras
de Calderón de la Barca.
21
se origina la construcción ideológico-política del imperio, así como los mitos y leyendas
que moldearon el espíritu y mentalidad de los españoles que vivieron la unificación
territorial y la expansión más grande de la historia hasta ese momento. Siglos después,
los espectadores que se reunirán alrededor del escenario del corral esperarán ver en las
representaciones los visos de ese pasado de espada y victoria, aún convencidos de ser el
pueblo elegido de antaño, aún expectantes de observar una vez más la grandeza moral y
los valores imperecederos de una nación arruinada, mas completamente consciente de su
papel en el gran tapiz del mundo:
Se trataba de una multitud que, sin lecturas amplias, sin conocimientos, si se quiere,
exquisitos en ciencia o literatura, tenía un horizonte mental de una enorme precisión,
claridad y, sobre todo, cohesión. Todos ellos podrían diferenciarse y sentirse encontrados
en opiniones sobre aspectos secundarios o circunstanciales; pero en los supuestos básicos
necesarios sobre los que se asentaba el vivir de la gran máquina imperial española no les
cabía a ninguno la menor duda, y todos reaccionaban por igual ante determinados hechos.
Toda esa masa había recibido una educación férrea, idéntica, dentro de las normas de la
ortodoxia católica y de la monarquía. Estaban acordes sobre el honor, la hidalguía, las
conveniencias, la palabra empeñada, el amor. Para todos ellos la leyenda tradicional de la
historia o de los sucesos patrios era la voz de la más intocable verdad. Sabían y estaban
convencidos del papel divino que desempeñaban en la política europea y en la conquista
de América. En los labios de todos podía afluir para cada situación un verso de romance,
viejo de siglos y de experiencia, en que apoyar, unánimes, sus decisiones. Era el pueblo,
y no el populacho; el pueblo, unión del noble y del villano ante la circunstancia histórica,
del seglar y del clérigo ante la preocupación por la otra vida (Zamora Vicente, 1985:147).
22
mentalidad individualista de una época en la que la misma vida partía de la imagen de un
teatro.
23
ESTADO DE UNA CUESTIÓN IDEOLÓGICA: OLVIDO, EXÉGESIS Y RECUPERACIÓN DE
CALDERÓN Y SU TEATRO
24
generación de críticos por recuperar y rescatar, en cierto modo, al dramaturgo de los
juicios y prejuicios a los que se le sometió a lo largo del siglo XVIII, XIX y principios
del XX. Todos ellos son pequeños focos que iluminan la creación de una caracterización
distorsionada y parcial del autor y su obra, cuyo legítimo lugar en la historia literaria
empieza a cuestionarse al tiempo que desaparecen las luces del Barroco.
25
La subida de Carlos III al trono había señalado un momento de triunfo para las doctrinas
neoclásicas, que cuentan a partir de entonces con el apoyo oficial: en especial el conde de
Aranda ayudará en todo lo posible a las ideas renovadoras, tanto en literatura como en
economía y política. Uno de sus protegidos es José Clavijo y Fajardo, que se convierte en
el principal portavoz de los ataques contra el teatro barroco. […] En su revista periódica
El Pensador […] inició sus ataques a partir del número III […] y los ataques redoblaron
en los números IX, XX, XXIII, XXVII. Clavijo pregunta, indignado: ¿quién es más
patriota, el que coloca el honor de la nación en un espectáculo que muestra tantos aspectos
reprobables, o quien, viendo que no existe más razón para defenderlo que el hecho de
haber estado en vigor durante casi dos siglos, y que es español, pone su esfuerzo en
mejorarlo? El tono más periodístico y más popular de las censuras de Clavijo le dieron
una resonancia que no habían alcanzado las diatribas de los académicos neoclásicos. Se
trataba, en el fondo, de un proyecto más político que literario: reformar la sociedad a
través de la censura y manipulación de los espectáculos. El lector moderno no
comprenderá del todo el alcance y la urgencia de la empresa si no señalamos que en
aquella época el teatro desempeña funciones culturales e informativas que en nuestro
tiempo han quedado repartidas entre el teatro propiamente dicho, el cine, la radio, la
televisión y los periódicos y revistas. Puesto que el buen teatro era visto por los ilustrados
y neoclásicos como el instrumento decisivo para fomentar la educación pública, la calidad
moral y artística del pueblo, toda reforma del teatro se convertía en una cruzada a la que
los intelectuales y el gobierno debían prestar un apoyo sin condiciones (Durán y González
Echevarría, 1976:22-23).
Una era se abre y otra se cierra. Sin embargo, el presente nunca es capaz de
enterrar completamente el pasado. Una serie de motivaciones políticas y estéticas –sin
olvidar el interés personal de la nueva generación de escritores, quienes querían abrirse
paso sin la sombra y competencia de los grandes maestros de antaño (Durán y González
Echevarría, 1976:25)–, impulsaron la denostación de la herencia barroca, mas ese intento
no fue tan uniforme entre los literatos como pudiera parecer en un primer momento.
Romea y Tapia, Nipho y Oyanguren, por ejemplo, se posicionaron a favor de los valores
26
y creadores del Seiscientos, al tiempo que Sebastián y Latre, Trigueros, Castrillón y Solís
refundieron sus Comedias, «pudiendo decirse que la mayoría de los espectadores conoció
las obras del teatro áureo gracias a esos arreglos y no directa y originalmente» (Álvarez
Barrientos, 2000:286). Asimismo, García de la Huerta puso, si bien no al Lope, a
Calderón en su Theatro Hespañol, decisión aderezada de fuertes polémicas (2000:285).
Escudado por un pequeño ejército de seguidores y perseguido por numerosos detractores,
el poeta se consolidó como una figura incómoda entre los estudiosos, un borrón en su
impoluta y ordenada visión del arte. Su defensa se reforzará en el Romanticismo, siendo
Juan Nicolás Böhl de Faber –hamburgués fuertemente influido por las teorías
schlegelianas– y su esposa, Francisca Ruiz de Larrea, sus más resonantes adalides. La
sola concepción del mundo del matrimonio expone el cariz ideológico de la recuperación
calderoniana, ya partidista en los llamados «castizos» dieciochescos (Álvarez Barrientos,
2000:283) y que asume, en el convulso contexto español de la primera mitad del XIX, la
plena apropiación política de su persona y su arte:
27
un determinado sistema político-religioso. En definitiva, Calderón fue una «excusa»
(2004:145) a la que criticar o realzar según conviniera, porque en el fondo poco importaba
el sutil pensamiento cifrado en sus obras, eliminándose de su corpus cualquier comedia o
drama ambiguo que contraviniera la imagen oficial: lo que se odiaba o se admiraba eran
los valores que aparecían entre sus páginas, su expresión de la fe, la monarquía
absolutista, el sistema estamental, el tipo de relaciones existentes entre sus personajes. En
él se vio todo un modo de comprender la sociedad y el poder, concepción que arraigó
profundamente en el subconsciente nacional y fue recogida por la siguiente generación
de críticos, liderada por Marcelino Menéndez Pelayo:
Este admitirá que el dramaturgo se ha convertido «en símbolo de raza, y que su nombre
vaya unido siempre al de España: de aquí que se le considere en todas partes como nuestro
poeta nacional por excelencia». Y a continuación se lanzaba a la conocida arenga: «La
gloria de Calderón puede decirse que más que gloria de un poeta, es gloria de una nación
entera; y mientras se hable la lengua castellana, mientras se conserve algo del espíritu de
nuestros padres; mientras la fe católica no huya de las almas; mientras en Castilla quede
un resto de honor, de cortesía y de galantería; mientras el amor se estime como una
devoción y un culto […] tendrá Calderón admiradores, y será considerado siempre como
uno de los más gloriosos ornamentos que Dios quiso conceder a la raza española»
(Menéndez Pelayo apud. Durán y González Echevarría, 1976:158).
No obstante, lo cierto es que son pensadores y autores románticos los que impiden
la desaparición, tanto física como simbólica, de Calderón de la Barca: Mesonero
Romanos evitó el derrumbamiento de su casa, y gracias a Juan Eugenio Hartzenbusch su
obra encontró un nuevo hogar en la Biblioteca de Autores Españoles, colección que lo
devolvió al día a día de los ciudadanos de a pie al ser la primera recopilación completa y
acotada de sus Comedias. Poco a poco, aunque de forma superficial, ampliamente
distorsionada y nuevamente interesada4, la llama del reconocimiento alumbra
4
Álvarez Barrientos destaca los planteamientos gubernamentales ocultos tras la celebración del centenario,
encontrando también en ellos una posible justificación al duro juicio al que Menéndez Pelayo sometió al
poeta: «Por otra parte, tenía entonces España un gobierno liberal con Sagasta a la cabeza, habían sido
reintegrados los profesores krausistas a sus cátedras y ese mismo año se creaba la Unión Católica para
salvar el espíritu nacional del río de reformas liberales. El año anterior, Menéndez Pelayo había publicado
su Historia de los heterodoxos, como parte de esa estrategia de contención. Es posible que el disgusto del
polígrafo santanderino y de los conservadores católicos por la celebración del centenario de Calderón
tuviera que ver con que fueran los liberales quieres dirigieran la conmemoración. Se habría dado, por tanto,
una maniobra de capitalización poco habitual. Es decir, un gobierno liberal habría intentado congeniar a
todos los españoles liderando la celebración de una figura «española», patrimonio de los conservadores;
28
nuevamente al escritor, celebrándose en 1881 el aniversario de su muerte con «discursos,
retórica hueca, artículos de periódico en que los ditirambos rivalizaban en ampulosidad y
en palabrería», celebración institucional prontamente desmontada por un crítico de
veinticinco años y un escueto libro, en el que se «reaccionaba ante la imagen oficial y
lanzaba al público, a su vez, una imagen polémica de Calderón, imagen que había de tener
honda influencia en aquella década y prolongarla casi hasta nuestros días» (Durán y
González Echevarría, 1976:80). Ciertamente, Marcelino Menéndez Pelayo va a ser la
piedra fundacional de las construcciones ideológico-literarias posteriores. El que entonces
era un joven pensador llegaría a ser una de las máximas autoridades decimonónicas, cuyos
escritos aportaron «una gran significación a la noción de identidad nacional defendida por
las derechas en España y al papel que en dicha concepción ocupaba la figura icónica de
Calderón», «estandarte y el punto de reunión del catolicismo militante y de una buena
parte de las derechas españolas empeñadas en seguir los pasos de su maestro» (Manrique
Gómez y Pérez-Magallón, 2006:449-450).
Calderón y su teatro –en el que se recogen una serie de conferencias dadas ese
año en el Círculo de la Unión Católica– «inaugura la crítica moderna calderoniana»
(1976:85) y define la actitud de los estudiosos ante la figura del dramaturgo; de forma
similar a lo ocurrido con Luzán y sus discípulos, los juicios de Menéndez Pelayo –los
cuales, por otra parte, matizó posteriormente en Estudios y discursos de crítica histórica
y literaria– fueron llevadas al extremo por sus seguidores, especialmente por parte de la
Generación del 98:
Parece ser que las simpatías de los autores de la generación del 98 no están con Calderón.
Unamuno, en En torno al casticismo, obra de 1895, insistirá en que Calderón es un autor
«solo» nacional. […] Calderón es, para Unamuno, la máxima manifestación de la
superficialidad que aqueja a los españoles. […] No desarrolla las ideas ni les da vida.Y
además de eso, el estilo: «el vano lujo de colores y palabras», «la manera hinchada de
habrían portado ellos mismos el estandarte de Calderón para ofrecer una imagen de nación unida, tras el
final de la Segunda Guerra Carlista y de la Guerra de Cuba. La celebración del bicentenario de la muerte
de Calderón se convirtió en un festejo que no cuestionaba nada de cuanto tenía que ver con la idea de
España y del poeta. La crónica que de ella hizo Alonso del Real da la impresión de que lo menos importante
era aportar algo de luz al conocimiento de la historia. La documentación recogida por José Carlos de Torres
deja claro que se trataba de aprovechar políticamente un centenario para exaltar el sentimiento patrio y
congeniar, en la medida de lo posible, posiciones ideológicas más o menos encontradas tras haberse dado
una serie de medidas de carácter liberal que debían de tener preocupados a ciertos sectores de la población»
(2000:299).
29
hipérboles, discreteo, sutilezas y metaforismo apoplético». En Unamuno se encuentran,
pues, algunas de las censuras contra la estética del drama calderoniano hechas por
Menéndez Pelayo, expresadas con mayor vehemencia y con menos matices, es decir, sin
aspecto positivo alguno. Azorín, por su parte, arrancará de la visión que Menéndez Pelayo
tiene del teatro barroco en cuanto a su talante inmoral, reflejo de una sociedad cuyo
concepto del honor contradecía los principios de la verdadera moral. Según Menéndez
Pelayo, Calderón fue fiel espejo de las costumbres de sus coetáneos y profesó, como ellos,
la moral del honor, relativa, detestable en muchos casos, y opuesta a la cristiana. Azorín
invoca la autoridad de aquel y enfatiza sus ideas: […] hay quienes hablan de la comedia
aurea como institución moral, como espejo de virtudes caballerescas, pero, para Azorín,
nada más falso que ese juicio (Banús y Galván, 2002:213).
Vistas con la perspectiva histórica de casi un siglo, las opiniones de Menéndez y Pelayo
revelan que trató de juzgar la obra de Calderón a partir de los preceptos de una estética
neoclásica con ribetes de realismo y psicologismo decimonónicos. Para Menéndez y
Pelayo, la «verdad psicológica» y la «expresión natural» no eran, como lo son hoy,
convenciones de una escuela de arte dada, sino las normas por las que debía regirse el
arte de todas las edades (de ahí su dogmatismo neoclasicista). No se trata simplemente de
que Menéndez y Pelayo fuera un mal crítico, sino que su visión de la obra literaria
obedecía a otro «lenguaje crítico» muy diverso del que emplean los críticos de hoy, y
muy anti-barroco (Durán y González Echevarría, 1976:93).
30
1976:94). Con Valbuena se inicia propiamente la recuperación de Calderón y su «rescate»
de planteamientos políticos y poéticas ajenas al arte del Seiscientos.
5
Cabe la posibilidad de que si el régimen no hubiera puesto fin a una lectura más abierta de las obras de
Calderón, la crítica española hubiera podido situarse en igualdad de condiciones con la escuela inglesa, la
cual volvió a situarlo dentro del horizonte de la crítica literaria internacional y lo leyó de forma completa,
sin discriminar determinados géneros dramáticos. Con The Approach to the Spanish Drama of the Golden
Age (Parker, 1959) da comienzo en los países de habla inglesa los estudios calderonianos, los cuales, a
diferencia que en España, partían de la obra misma y de su propia perspectiva dramática aurisecular (Durán
y González Echevarría, 1976:97). Siguiendo la estela de Alexander Parker vendrían Bruce Wardropper,
William Cruickshank, Albert Sloman, Peter Dunn y C. A. Jones.
31
elección no era casual, pues se sustentaba en todo el bagaje crítico reaccionario que había
convertido en los siglos anteriores al dramaturgo en emblema del tradicionalismo y del
catolicismo, dos ideales fundamentales para el franquismo. Concretamente, la autoridad
incuestionable de Marcelino Menéndez Pelayo erigía a Calderón en encarnación plena de
estos valores (Hernández González, 2017:32-33).
6
La versión de La vida es sueño de Estudio 1, dirigida por Alberto González Vergel y Pedro Amalio López
en 1967 es probablemente la prueba más cercana, pues continua presente en la memoria colectiva, de la
manipulación que el régimen hizo de las obras aprobadas por los organismos oficiales: en este montaje
cinematográfico se elimina prácticamente a Rosaura de la acción, suprimiéndose también cualquier
parlamento –como el primer enfrentamiento entre Astolfo y Estrella– que pueda poner en tela de juicio los
valores de obediencia y heroísmo, destacados continuamente en la actuación de Segismundo.
32
Teatro Clásico de Almagro en 1978, reconvertido cinco años después en el Festival de
Teatro Clásico, así como la continuada presencia –más cómica y ligera– de Calderón en
la programación del Centro Dramático Nacional y la aparición de un nuevo espectador
culto revitalizó el teatro áureo, siendo este un reflejo de la transformación que se llevó a
cabo en la sociedad española a lo largo de 1980 y 1990 (Luciano García y Muñoz
Carabantes, 2000:428). La Compañía Nacional de Teatro Clásico, fundada en 1986, tuvo
y sigue teniendo un papel protagonista en la reintegración de nuestros clásicos en la
colectividad, reclamando su merecido lugar sobre las tablas con la versión de Adolfo
Marsillach de El médico de su honra, obra con la que la compañía inició su recorrido.
Desde entonces, la crítica ha trabajado intensamente en recuperar y mantener vivo el
amplísimo legado calderoniano, no solo selecciones interesadas. En esta labor ha sido
fundamental las investigaciones y ediciones creadas por los miembros del Grupo de
Investigación Siglo de Oro (GRISO) y los del Grupo de Investigación Calderón de la
Barca (GIC), así como las inestimables aportaciones de estudiosos de la talla de Aurora
Egido, Francisco Ruiz Ramón, Antonio Regalado o Evangelina Rodríguez, por
mencionar solamente a unos pocos nombres del gran océano que son, a día de hoy, los
estudios calderonianos.
33
Los pilares del orden universal que contempla la comedia son el honor y la fe […]. Sobre
todo la honra es el obstáculo más formidable para la aceptación universal de la comedia
y provoca defectos estéticos graves: anula, por ejemplo, las decisiones individuales, pues
todos se someten al código de la honra, o impone matrimonios mecánicos para restaurar
el orden sin tener en cuenta el amor o la felicidad (Arellano, 2004:58).
7
Como ocurre, por ejemplo, en Dunn (1964); Jones (1955); Domínguez de Paz y Rodriguez Corona (2001);
Molho (1993) y Cao (1981).
34
Cada crítico responde al honor de forma distinta, llegando a ser, como lo llamaba Losada,
un calidoscopio de distinto alcance e implicaciones, a veces positivo y otras negativo,
pero siempre absoluto en sus términos: por esta razón, es posible que en tan solo un año
de diferencia pueda leerse, en relación a El médico de su honra, que en esta obra «en
realidad, […] lo que Calderón está exaltando es la figura de este noble (don Gutierre) que
defiende los valores de la aristocracia incluso mejor que el propio monarca» (Tropé,
2016:454), entendiéndose el asesinato de la inocente un «justo castigo» que permite la
pervivencia de esos mismos valores (2016:453). Su argumentación se opone de forma
absoluta a las consideraciones de Arellano, quien ve en El médico una condena a esos
mismos preceptos que Tropé argumenta que defiende:
35
II. LUCES Y SOMBRAS DEL MUNDO BARROCO:
DEL OPTIMISMO RENACENTISTA A
LA CONFIGURACIÓN DEL SISTEMA DEL HONOR
No hay texto que no esté un contexto. Por lo demás, si nos enfrentamos con una obra, y
no con otra, es porque aquella obra nos ha llegado, y porque nos ha llegado determinada
idea de ella, que ha causado nuestro interés. Si queremos alcanzar una comprensión
filológica y una valoración crítica, debemos tomar conciencia de estos condicionamientos
históricos, con el fin de conseguir una comprensión «objetiva», que seguirá siendo un fin
inalcanzable en su totalidad, pero se demostrará en parte asequible, si nos damos cuenta
de aquellos condicionamientos (Meregalli, 1983:103).
Franco Meregalli introduce con estas palabras su estudio sobre la recepción del
teatro calderoniano a lo largo de los siglos XVII, XIX y XX, resaltando una evidencia
que, por el mismo hecho de serlo, es a menudo obviada, probablemente porque obliga al
historiador, crítico literario o simple lector a distanciarse de –y enfrentarse a– su propio
constructo ideológico, tarea hercúlea que se consigue vencer solo parcialmente. En el
caso del teatro calderoniano, además, la situación requiere la fortaleza de un Atlas, pues
pocos autores han sido tan politizados, denostados y laureados como Pedro Calderón de
la Barca: por solo citar un ejemplo, para Ferdinando Martini sus personajes son altamente
inverosímiles, alegóricos, incapaces de expresarse ni eficaz ni sinceramente, mientras que
para Arturo Graf, su contemporáneo, el desarrollo psicológico era precisamente la
característica más acertada de su arte (Vaiopoulos, 2015:187).
36
su realidad, fuese histórica o literaria. A partir de su teatro, juzgó los valores
fundamentales de un período dos siglos anterior a su nacimiento que les resultaba
altamente antipático (2015:189), tal y como se percibe en sus estudios.
Una acercamiento histórico al siglo XVII demuestra cómo todo lo que irritó a la
crítica romántica era fundamentalmente todo lo que fascinaba a los lectores del
Seiscientos; el teatro barroco no pretendió ser un mero entretenimiento o una expresión
artística puntillosamente descriptiva de su realidad, sino que fue un foco de propaganda
que debía tener necesariamente en cuenta ciertos componentes políticos –la
representación de la fe, de la autoridad monárquica, las causas de la tiranía (las cuales, a
su vez, afectan la representación de los afectos, dado que el rey acostumbra a ser un tirano
por amor), el honor, etc.– aparte de estar escrito según códigos poéticos, el cual imponía
la aparición de abundantes figuras retóricas tales como conceptos, juegos de palabras,
topoi petrarquistas y cancioneriles, hipérboles y paradojas. Todo esto sin olvidar lo más
importante, la imprescindible verosimilitud que establece el Arte Nuevo con una sociedad
singularmente concreta en la que se empieza a edificar la filosofía, el individuo y el
Estado modernos. Por esas razones, si se alberga la intención de comprender a Calderón
de la Barca o a cualquiera de sus contemporáneos, si realmente se pretende desarmar los
entresijos de su teatro, tanto el lector como el crítico han de hacerlo a través de la
disección de su contexto, apoyándose todo lo posible en la globalidad de un corpus de
más de cien obras en aras de establecer los vasos comunicantes que conectan sus obras,
tanto entre ellas como con el mundo más allá del teatro. Esta es la forma más objetiva y
justa que se ha encontrado en esta tesis para procurar descubrir el pensamiento,
obsesiones y principios del dramaturgo, pues ni tan solo es posible contar con un sustento
biográfico que ayude a diseminar lo literario de lo personal.
37
medievo. La teología era la base sobre la que se alzaban el resto de disciplinas científicas,
el centro de la estructuración estamental8; por lo tanto, cuando Copérnico, Colón, Lutero,
los escépticos e incluso los humanistas objetivaron, algunos más intencionadamente que
otros, parte de los fundamentos trascendentales que ordenaban la realidad, provocaron
una serie de reacciones y perturbaciones cuya consecuencia fue en el Renacimiento
positiva y de crecimiento, de dignidad mirandoliana que se desploma en el Barroco, siglo
que descubre que la superación del antiguo ideal no ha sido acompañada de la creación
de renovados arquetipos simbólicos, siendo entonces el momento en que los hombres se
vean obligados a aceptar sus propios límites. Esta situación provocó un hundimiento
moral y un caos de «fuerzas expansivas» (Maravall, 2002:78) que amenazaron los
mismos cimientos de la sociedad:
8
Recuérdese la definición de los estamentos descrita por Mateo Alemán en Guzmán de Alfarache, apoyada
en la I Carta a los Corintios de san Pablo: «Era fiesta, fuime a la iglesia, oí misa mayor y un buen sermón
de un docto agustino […] Dio una rociada por los eclesiásticos, prelados y beneficiados: que no les habían
dado tanto de renta, sino de cargo; no para comer, vestir y gastar en lo que no es menester, sino en dar de
comer y vestir a los que lo han menester, de quien eran mayordomos o propiamente administradores, como
de un hospital; y que haberles encargado la tal mayordomía o administración fue como a personas de más
confianza, menos interesadas, piadosas, retiradas del siglo y de sus confusiones, que con más cuidado y
menos ocupación podían acudir a este ministerio. Que abriesen los ojos a quién lo daban, cómo y en qué lo
distribuían; que era dinero ajeno de que se les había de tomar estrecha cuenta. “Nadie se duerma, todo el
mundo vele: no quiera pensar hallar la ley de la trampa ni la invención de la zancadilla para defraudar un
maravedí, que sería la sisa de Judas”. Dijo en general que sus tratos y costumbres fuesen como el farol en
la capitana, tras quien todos caminasen y en quien llevasen la mira, sin empacharse en otros tratos ni
granjerías de las que se encargaron con el voto que hicieron y obligación que firmaron en los libros de Dios,
donde no puede haber mentiras ni borrones. […] Entendí que, aunque habló con religiosos, tocaba en común
a todos, desde la tiara hasta la corona, desde el más poderoso príncipe hasta la vileza de mi abatimiento.
¡Válgame Dios! –me puse a pensar–, que aun a mí me toca y yo soy alguien: ¡cuenta se hace de mí! ¿Pues
qué luz puedo dar o como la puede haber en hombre y en oficio tan escuro y bajo? Sí, amigo –me respondía–
a ti te toca y contigo habla, que también eres miembro deste cuerpo místico, igual con todos en sustancia,
aunque no en calidad. Lleva tus cargos bien y fielmente; […] ni quieras llevar a peso de plata los pasos que
mueves y tanto por carga de dos panes como de dos vigas; modérate con todos; al pobre sirve de balde,
dándolo a Dios de primicia. No seas deshonesto, glotón, vicioso ni borracho. Ten en cuenta con tu
conciencia, que haciéndolo así, como la viejecita del Evangelio, no faltará quien levante su corazón y los
ojos al cielo, diciendo: “Bendito sea el Señor, que aun en pícaros ay virtud”. Y esto en ti será luz» (Alemán,
2015:325–327).
38
propios de los grupos que seguían conservando el poder en sus manos–. […] Se piensa
en el XVII firmemente que la adversidad que se sufre tiene causas humanas, causas, por
tanto, que se pueden y deben corregir (Maravall, 2002:64).
Tal y como la definió José Antonio Maravall, la cultura barroca es una «respuesta
[…] dada por los grupos activos en una sociedad que ha entrado en dura y difícil crisis»
(2002:55), un retorno al conservadurismo que luchó por aplacar cualquier particularidad
que pudiera poner en peligro el statu quo. De ahí que sea imprescindible conocer el origen
de determinadas fuerzas en aras de entender plenamente sus consecuencias. Por otra parte,
aunque íntimamente relacionado con lo descrito hasta ahora, Castilla, corazón y origen
del misticismo imperial, había vivido esencialmente aislada hasta su unificación con la
Corona de Aragón, dándose origen a una concreta visión del hombre y la misión espiritual
castellana (Elliot, 1977:09). Sus ideales militares y religiosos influyeron profundamente
en la construcción de la identidad, el imperio y la visión del honor aun imperante en la
generación de Calderón, las cuales expone en gran número de argumentos y personajes:
Un español del siglo XVII podía muy bien citar con orgullo las siguientes palabras del
Libro de los Salmos: «En toda la tierra se oyó su sonido, y hasta los confines del mundo
se oyó su voz». Sus compatriotas habían descubierto y colonizado un Nuevo Mundo y
habían llevado el Evangelio a los más alejados lugares de la tierra. Habían levantado por
sí mismos un imperio mayor que cualquier otro conocido en el mundo. Se habían ganado
un puesto exclusivo en los anales de la humanidad con la fuerza de sus armas, la habilidad
de sus diplomáticos, el esplendor de su civilización y la incomparable riqueza (ahora
quizá un poco deslucida) de su rey. ¿Quién podía dudar de que habían sido favorecidos
especialmente a los ojos del Señor, y que habían sido designados para seguir sus
propósitos? El carácter milagroso de la elevación de España hasta la grandeza se veía
confirmado por la extraordinaria rapidez con que esta se había conseguido. Poco más de
cien años antes apenas se podía decir que España existiese (Elliot, 1977:07).
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único que daba sentido a una etapa dominada por la peste bubónica, el hambre y la
división. Las bases del misticismo castellano se encuentran en la violencia de Aurelio –
Las armas de la hermosura– o en el desprecio de Aureliano –La gran Cenobia–,
personajes dominados por un código del honor sangriento y vengativo ampliamente
criticado por el dramaturgo, siendo su evolución dentro de la trama una de las escondidas
huellas de su ideología personal. De la misma forma, el clima de control político y social
característicos del gobierno de Olivares se materializa en la severidad cruel de parte de
sus personajes: el rey que encierra al heredero que pone en peligro su vida y la pervivencia
del reino –terror experimentado a su vez por el propio abuelo del monarca–, el exagerado
control que los padres ejercen sobre sus hijos, los esposos uxoricidas… todas estas
decisiones y desenlaces son el resultado de un código social inherentemente violento, y
todos sus causantes hubieran resultado monstruos sin profundidad y enajenados de no ser
porque su escritor hizo del miedo su motivación, un miedo intrínsecamente humano a
dejar de «ser quienes son», al oprobio y al ostracismo; en definitiva, miedo a perder su
sentido y control sobre un microcosmos que encierra los mitos y preocupaciones de una
sociedad en formación y destrucción tras la llegada de la plata americana. Mientras que
el lector actual –o Martini– puede ver a Curcio, por ejemplo, como un tirano sin corazón
y altamente inverosímil al no ser correlativo a su cotidianidad, para el espectador barroco
era un hombre profundamente real, tan constreñido por el honor y el terror a perder su
posición que se decide a sacrificar a su hijo aun a expensas de su propia alma. El honor
estamental está detrás de la tipificación del individuo, y en el subyace la lógica de sus
racionamientos.
Por su parte, la historia permite descifrar los detalles y ver las críticas de un
escritor que solo en ínfimas ocasiones mostró explícitamente sus posicionamientos. Su
pluma es directa y compasiva, se detiene en soliloquios de amor y representa sobre el
escenario los conflictos de su colectividad. Razonablemente, estos discursos son largos y
están, en muchas ocasiones, llenos de hipérboles, siendo así extremadamente barrocos
tanto en forma como en contenido. Y lo son porque Calderón no escribió para nadie más
que para sus espectadores, al igual que Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Andrés
de Claramonte, Mateo Alemán y las decenas de escritores que conforman el Siglo de Oro
español; sus obras han perdurado en el tiempo únicamente porque describen unas
pasiones y realidades universales y atemporales cuyos ecos resuenan todavía a día de hoy:
don Juan será un personaje eterno en occidente porque en él se cifra la esencia y los
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anhelos humanos; don Quijote es un compuesto de teoría de los humores, erasmismo y
desengaño, un grito de libertad ahogado por una realidad que, al fin de sus días, consigue
rencauzarlo al redil. Segismundo se enfrenta a sus hados desde el albedrío, y si descubre
que la vida es un sueño es porque esta es la única verdad inmutable en el XVII, la pieza
estable dentro del teatro del mundo. Antes de enfrentarse al dramaturgo, uno debe armarse
con las espadas y escudos de su tiempo, y para poder hacerlo, se ha de empezar muy atrás:
concretamente, en 1516, año en el que da comienzo la España imperial, la España que
moldeó, vivió y fue vivida en el teatro de Calderón.
Los imperios siguen un curso vital parejo al de los hombres que los habitan: nacen
y crecen, creyendo en su juventud que las glorias del presente serán eternas. Luego llega
el inevitable invierno de la vejez y con él el colapso, la fragmentación y la inevitable
decadencia. Le pasó al imperio de Alejandro Magno, a la Roma de los Césares y la España
de los Austrias, que nacería y moriría con un Carlos sentado en el trono. El fallecimiento
de Fernando el Católico y la discapacidad de su madre colocan, sobre las sienes de un
joven Carlos I, una corona destinada a ser pesada porque engarzada en ella venía Castilla
y sus posesiones americanas, así como los territorios de la Corona de Aragón, que incluían
Cerdeña, Sicilia, Nápoles y algunas plazas norteafricanas. Solo de su parte materna
recibía un pequeño imperio, al cual había de sumársele el legado paterno: los Países
Bajos, el Franco Condado y el derecho a reclamar el trono del Sacro Imperio Romano
Germánico, honor que obtendrá en 1519. A partir de ese momento, su mano sujetó las
riendas de uno de los mayores imperios europeos, mas, aun así, este parecía insuficiente
para el rey; Carlos I se sintió siempre inquieto en tiempos de paz, y acostumbraba a estar
más ausente que presente en Castilla, a cuyo rigor austero le costó habituarse.
41
existió una distancia prudencial entre el Habsburgo y sus súbditos, quienes no dejaron de
observar con cierto recelo las pretensiones imperiales de su señor. A pesar de sus
diferencias, pueblo y rey pronto se vieron unidos en la certeza de haber sido señalados
por Dios a fin de proteger cristiandad bajo «un monarca, un imperio y una espada»: «el
ideal expresado en los nobles versos de Hernando de Acuña, seguía ejerciendo una
permanente atracción sobre muchas personas en un mundo dividido y amenazado»
(Lynch, 2003:87), y fue el bálsamo de unión de las distintas realidades nacionales que
configuraban el imperio Habsburgo. Paralelamente, la vinculación de Carlos I con la
causa católica y su profunda semejanza con el heroico guerrero cristiano mitificado por
los castellanos consolidó su reputación en la península, garantizándole la estabilidad de
su posición aun cuando sus continuos viajes lo mantuvieron mayormente alejado del país.
Durante esos períodos de ausencia, los territorios peninsulares estuvieron directamente
bajo la autoridad de su esposa, Isabel de Portugal, quien ostentó el rango «lugarteniente
general y gobernadora» (Jiménez Zamora, 2015:70). Con la emperatriz al frente del reino,
Carlos I se aseguraba el control de la nobleza, estamento que perdía con los Austrias la
destacada influencia política disfrutada durante la etapa de los Trastámara. Los nobles
tuvieron que adaptarse a una nueva estructura de poder y a unas funciones más
diplomáticas y administrativas, las cuales se compensaron con el reforzamiento de su
poder económico, el cual contó con el beneplácito del emperador (Lynch, 2003:128). La
consecuencia directa de ese proceso fue el progresivo empobrecimiento de los
campesinos y, a coalición, el comienzo de una escasez prontamente endémica de zonas
de cultivo que comportó una subida generalizada de precios:
La concentración de la tierra, que favorecía a los propietarios, podía ser perjudicial para
la agricultura. Los aldeanos castellanos se quejaban frecuentemente de que escaseaba
tierra cultivable, hecho que atribuían a la extensión de las dehesas (tierras cercadas para
el pasto), propiedad de nobles absentistas cuyo interés fundamental era la cría de ganado
más que la agricultura. Los terratenientes no favorecían obsesivamente la ganadería ni
estaban ciegos respecto a lo que podía favorecer sus intereses. En su mayor parte deseaban
tener en sus tierras el mayor número posible de campesinos arrendatarios para conseguir
unos ingresos procedentes de las rentas y de la producción de cereales. Pero la resistencia
del campesinado a pagar rentas elevadas determinaba que una gran parte de la tierra
quedara vacía, pues los campesinos preferían arrendar las tierras baldías locales, que
podían cultivar sin necesidad de pagar renta. Pero en esos momentos se veían enfrentados
al poder no solo económico sino político de la nobleza, que en muchos casos dominaba
los concejos municipales, por ejemplo, a través de cargos hereditarios o comprados, y esa
posición les permitía influir en el funcionamiento y en el cumplimiento de las leyes
locales. En ocasiones controlaban en su propio beneficio la utilización de las tierras
comunales, incorporándolas a sus propiedades o imponiendo leyes contrarias a su cultivo,
obligando a los campesinos a regresar a las tierras de sus señores pagando las rentas
exigidas (Lynch, 2003:127).
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Las preocupaciones expansionistas de Carlos V lo convirtieron en un laureado
emperador a costa de su papel como rey de Castilla, puesto que sus campañas fueron
sufragadas principalmente por los castellanos, cuyos intereses nacionales no se
encontraban en ultramar, sino en Europa. No obstante, solo Castilla podía dotarlo del
capital y ejército que tanto necesitaba, siendo así como esta se convirtió en la pieza clave
de la política imperial. Debido a las continuas guerras de reconquista, la zona castellana
había desarrollado una potente tradición militar; el camino de las armas fue para la
pequeña nobleza y los estamentos no privilegiados una opción rentable y honrosa,
circunstancia que perfeccionó progresivamente la estructura del ejército: en 1496 se
estableció una formación militar nacional que supuso el primer eslabón en la conversión
de las huestes feudales en un ejército nacional, pagado y controlado por el Estado (Lynch,
2003:97), por lo que el flujo de soldados se mantuvo constante a lo largo de todo su
reinado, aunque supeditado a las soldadas. Como el coste de la guerra superaba
frecuentemente la previsión de gastos, los tercios acabaron siendo tan admirados como
mal pagados, hecho que irritaba a los militares y a Carlos I, obligado continuamente a
pacificar a su propio ejército amotinado en paralelo a los territorios rebeldes.
La situación era todavía peor las ocasiones en que los reinos españoles no podían
asumir el volumen total de la milicia, siendo la única solución la contratación de
mercenarios, cuya disciplina y lealtad estaba exclusivamente asociada al pago de sus
servicios. De este modo, la guerra se convierte, ya en los albores de la Casa de Austria
española, en la sangría principal de la hacienda pública. Sin embargo, la realidad de los
economistas no frenó las aspiraciones políticas, y las guerras se sucedieron, imparables,
hasta la gran derrota en Argel en 1541 y la Paz de Ausburgo de 1555. La sentencia Cuius
regio, eius religio pone fin al ideal de la unidad cristiana y, con él, al espíritu del
emperador: el gran César, el elegido de Dios, aquel a quien se dirigían mediante el
tratamiento de Sacra Cesárea Católica Real Majestad, había sido derrotado por
musulmanes y protestantes. Impulsado por los vientos de Ícaro, Carlos I se aproximó
demasiado al sol de la gloria para acabar descubriendo que Fortuna nunca sonríe
eternamente. En 1556 cede el laurel imperial a su hermano Fernando y ciñe a su hijo la
corona española, retirándose a descansar y morir en el hogar que mandó construir en el
monasterio de Yuste, retirado del mundo, enfermo de gota, rodeado de sacerdotes
jerónimos y silencio. Al final de sus días, la castellana templanza sobria, incomprendida
a su llegada, fue su última y más deseada compañera.
43
Un gobierno de tinta y papel
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Esta vez, el monarca se encontraba físicamente en la corte, mas resultó igual de
inaccesible que su predecesor. Carlos I le había instruido en los engaños y manipulaciones
de los Grandes, en el peligro de sus juegos políticos, siendo su encerramiento en sí mismo
un mecanismo de protección personal y estatal. Su silencio y su fuerte sentido del deber
lo convirtió en un emblema de prudencia, su impasibilidad era la materialización misma
del estoicismo, filosofía cifrada su divisa, Nec spe nec metu. Recibió con idéntico decoro
el desastre de la Armada Invencible y el triunfo de Lepanto (Lynch, 2003:223), y su
carácter impasible hizo de él un ejemplo de perfecta virtud que perduraría durante toda la
dinastía, resultando especialmente influyente en el reinado de su nieto: solo un rey con
semejante perfil y devoción podía perdonar los justos excesos de Pedro Crespo, sobre su
modelo construyó el conde-duque los ideales monárquicos de Felipe IV. Felipe II murió
en las fronteras del cambio de siglo, pero sin duda su carácter se decantaba más hacia la
seriedad barroca que al optimismo humanista. No obstante, su prudencia no debe ser
entendida como un sinónimo de parálisis: Felipe II procuró honrar el legado expansionista
de su padre conquistando las Filipinas y recuperando el peñón de Vélez de la Gomera,
aunque su mayor victoria fue más fruto del azar que de la astucia militar: la muerte sin
descendencia de Sebastián I le sienta en el trono de Portugal en 1580, y ello comporta la
anexión de Brasil, Mazagán, Casablanca, Tánger, Ceuta, la isla de Perejil, Macao,
Nagasaki y Malaca a la Corona española. De este modo, el plus ultra de Carlos I se
transforma en un exultante non sufficit orbis y, en tan solo sesenta y cuatro años, España
pasa de ser dos Coronas independientes a un imperio más extenso que el romano, con
todas sus gloria y tribulaciones:
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Lo cierto es que la Corona no estaba en condiciones de asumir la ingente
responsabilidad y dispendio que suponía la protección de tal imperio. Felipe II ya se había
visto obligado a declarar la primera bancarrota española en 1557, a la que seguirían las
de 1575 y 1596. El país está, en la última etapa de su gobierno, profundamente consumido
por las guerras imperialistas, el hambre y la peste, y Castilla no tenía ya la capacidad de
seguir proporcionándole los fondos y soldados que necesitaba. Sin embargo, en muchas
ocasiones, la guerra era un desenlace ineludible: el protestantismo progresaba en Europa,
y la amenaza del calvinismo era cada vez más próxima, como demuestra la entrada de sus
escritos a España y la huida de disidentes hacia Ginebra, París y los Países Bajos (Lynch,
2003:195). La pluralidad religiosa era una incómoda realidad ancestral, pero en ese
momento sus vínculos con las potencias extranjeras parecían más estables y peligrosos,
por lo que era necesario cortar de forma extrema la raíz del problema confesional:
Pese a los recelos de la Curia y del propio monarca, Trento resultó ser la mejor
defensa contra la heterodoxia y las aspiraciones nacionales de los países protestantes. La
Inquisición sumó fuerzas con el Estado y erradicó cualquier desviación heterodoxa,
estableciendo un clima de control que erradicó cualquier forma de oposición; en aras de
garantizar la unidad, Felipe II apretó el cerco contra los moriscos, promulgando en 1567
una pragmática que les ordenaba «que dejasen de utilizar el árabe, así como sus
costumbres raciales y religiosas, y que adoptasen la vestimenta castellana» (1973b:118),
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imposiciones que, esta vez, tendrían que cumplirse sin excepción. La crispación fue
aumentando en las zonas andaluzas, y culminó con la rebelión de las Alpujarras en 1568,
la cual se alargaría dos años más y acabaría con la rendición de los rebeldes. Con el
objetivo de evitar un nuevo levantamiento, el monarca ordena la deportación de los
moriscos de Granada, dispersados entre los distintos reinos peninsulares. Este pequeño
triunfo nacional de la ortodoxia se vio acompañado en 1571 de la victoria de Lepanto,
descrita por Miguel de Cervantes como «la más memorable y alta ocasión que vieron los
pasados siglos, ni esperan ver los venideros» (1980:51). Lepanto restituyó la fama
imperial española y revitalizó los espíritus castellanos, que volvían a alzarse como
defensores de la cristiandad; fue un atisbo de las glorias pasadas, pero la desilusión pronto
recobraría su trono. En los años posteriores, España vuelve a declararse en bancarrota,
retornan las hostilidades en los Países Bajos y se inician guerras con Inglaterra y Francia.
Las esparcidas victorias no podían hacer frente a la ruina de un país empobrecido,
hambriento y enfermo, que en la década de 1690 solo pedía a su rey que asumiera una
posición defensiva y permitiera descansar a la agotada nación (Lynch, 2003:411). Felipe
II era entonces un anciano afligido de gota, y también él parecía necesitar un tiempo de
reposo: moriría ocho años después en el monasterio de El Escorial, lejos pero
suficientemente cerca de Madrid, sabiendo que dejaba al mando de un imperio debilitado
a un hijo incapacitado para tal contienda. Murió, siguiendo el ejemplo de su padre,
rodeado de silencio.
47
ejercicio de la caza al de reinar, y su única cualidad parecía ser su fuerte sentimiento
religioso, el cual no obstante paralizó todavía más su actuación y compromiso político.
Sin más atributos, Felipe el Piadoso hubo de ser, después del gran Carlos I y el estimado
Felipe II, un cambio forzosamente difícil de aceptar:
Mas, por mucho que desearan evadirse de sus compromisos, tanto Felipe III como
su valido eran conscientes de que debían honrar el legado de sus predecesores: en el tapiz
de la historia y la fama, ellos eran los responsables de «preservar intacta una apreciada
herencia confiada temporalmente a su cuidado» (Elliot, 1990:147), la cual, aparte de
mantener, habían de acrecentar. Los españoles estaban profundamente orgullosos de su
pasado, y esperaban ver en su reinado el destello de la grandeza imperial. Sin embargo,
cualquier intento de crecimiento territorial significativo era, a esas alturas de la dinastía,
un objetivo sumamente improbable. La hacienda imperial estaba tan deslustrada y
mortecina como la flota Invencible que dormía en los muelles, sin capital para mantenerla
y sin soldados con que llenarla.
La mala gestión económica, sumada a las escasas fuentes de ingresos, fue el talón
de Aquiles de la dinastía de los Habsburgo. Con el objetivo de mantener un cierto
equilibrio dentro de la precaria situación de la hacienda real, Felipe II había impuesto un
código de austeridad dentro de la corte y su Casa afín a su frugalidad personal. En los
últimos años de su reinado, el gasto de la Casa Real ascendió a unos 400.000 ducados,
48
manteniendo los límites fijados por Carlos I (Domínguez Ortiz, 1969:77), aunque ya por
aquel entonces empezaron a escucharse recriminaciones en contra de los excesos
suntuarios de la Corona. Esas críticas se convertirían en alabanzas a la austeridad del rey
prudente al ponerse en comparación con el dispendio del Piadoso, bajo cuya etapa se llegó
a superar el millón (1969:77). No obstante, gran parte del coste invertido en la corte y la
familia real se consideraron necesarios y no fueron directamente utilizados por el
monarca, sino que sirvieron para sustentar la apariencia de esplendor que reflejaba su
prestigio, poder y reputación internacional: la representación del estatus era una necesidad
de las clases privilegiadas, las cuales se sustentaban esencialmente de la agricultura
castellana y, en menor medida, de la extracción de metales preciosos americanos. Sin
embargo, en torno a 1600, estos dos pilares económicos se derrumbaron: las economías
mexicanas y peruanas dejaron de importar productos agrícolas de la península, la cual no
estaba preparada, a su vez, para proveer a América de los bienes manufacturados que sí
necesitaban (Lynch, 2003:412). Los ingresos del comercio decayeron progresivamente,
y el capital americano empezó a reinvertirse en ultramar, hecho que aumentó la carga
económica de los campesinos castellanos. Asimismo, los crecientes gastos y excesos del
gobierno virreinal y el elevado coste de la explotación minera acabaron de frenar el río
de plata que había estabilizado la economía de Felipe II, y sin su aval desaparecían
también los acuerdos con los banqueros genoveses (Elliot, 1973a:77).
49
gente ni fuerzas, Lerma pone fin a la política expansionista y da comienzo a la Pax
Hispanica.
Observada con suficiente distancia histórica, la decisión del valido fue racional y
coherente con la situación del país. La paz de Vervins (1598) puso fin al heredado
conflicto francés, y la guerra anglo-española que había menguado durante diecinueve
años las arcas y las tropas del Estado concluye en 1604 con la firma del tratado de
Londres. Ese mismo año se obtendría el logro más destacado de la política pacifista, la
Tregua de los Doce Años que paralizó brevemente un conflicto que, en su totalidad, se
alargaría durante ochenta años. Los acuerdos internacionales no pudieron evitar la
suspensión de pagos de 1607, pero sí garantizaron un período de recuperación y
reequilibrio de fuerzas. Sin embargo, los contemporáneos del duque se fijaron más en la
deshonra de los tratados que en las consecuencias socio-políticas de los mismos, puesto
que España había cedido, según su perspectiva, al enemigo protestante holandés e inglés
y a un rey francés al que todavía muchos españoles consideraban un hereje (Elliot,
1990:148). Los altivos herederos del imperio romano se sentían agraviados y veían
humillado a su soberano, y las tensiones no iban a rebajarse a menos que el gobierno
ofreciera una nueva victoria que limpiara tamaña ofensa y, dadas las implicaciones
religiosas de los acuerdos, restaurase su misión de protectores de la cristiandad:
La Tregua de Amberes se firmó el 9 de abril de 1609. Ese mismo día, Felipe III tomó otra
decisión, la expulsión de los moriscos de España. La coincidencia en el tiempo de ambos
acontecimientos no es meramente accidental. Los estadistas españoles de la época
basaban sus decisiones en el cálculo y no en el accidente y la política española nunca fue
más calculadora que en 1609. Por fin, la situación internacional era propicia para una
medida que se consideraba necesaria desde el punto de vista de la seguridad nacional. La
distensión alcanzada gracias a la paz con Inglaterra en 1604 y con las Provincias Unidas
en 1609 permitió a España concentrar sus fuerzas terrestres y marítimas en el
Mediterráneo para garantizar la seguridad de la operación contra los moriscos. […]
Expulsar a los moriscos suponía liberar a España de un grupo al que desde hacía tiempo
se consideraba como un enemigo nacional, y simultáneamente, asestar un golpe a factor
de la ortodoxia religiosa, reforzando el poder y prestigio castellanos. Para un gobierno
que buscaba victorias sin grandes gastos, el factor psicológico no dejaba de tener
importancia (Lynch, 2003:459).
50
poco después de la expulsión, pidió una «rebaja en el repartimiento del servicio por haber
perdido mil casas y haber dejado de llegar de Valencia ocho o diez mil moriscos que cada
año solían ir a las labores de la seda» (1978:206). El empobrecimiento de los cristianos
viejos, el enriquecimiento del valido y la ausencia del monarca reavivó las protestas
superficialmente silenciadas, y en 1615 ni siquiera Felipe III podía ignorarlas: «A finales
de julio, un mercader de paños entregó en Valladolid un memorial al rey contra el duque
de Lerma, en el que simplemente reunía los rumores y reproches que circulaban por
doquier para informar sobre ellos al soberano» (García García, 1997:681). Sin
credibilidad ni reputación, Lerma utilizó de nuevo la amenaza de retirarse a la vida
religiosa, frecuente maniobra política que ahora se convertía en su única salida honorable.
En 1618 es ordenado cardenal y, tras una serie de intentos y presiones, es expulsado
definitivamente del ámbito político. En 1619 el duque de Uceda asumiría, con
restricciones, su posición. No obstante, lo cierto es que al rey no le quedaba tiempo para
aplicar mejoras o, simplemente, recuperar las riendas del poder; murió dos años después,
en Madrid, en medio de la fiebre y un ensordecedor clamor de reformas:
51
príncipe da paso a un esmerado programa destinado a formarle en el arte de gobernar,
eligiéndose como sus referentes políticos Fernando el Católico, el emperador Carlos I y
el diligente Felipe II (2003:488). Por otro lado, el conde mostró particular interés en
fomentar sus modales y refinar sus gustos, hecho facilitado por el gran interés artístico
del monarca, bajo cuyo mecenazgo florecerían artistas de la talla de Velázquez o Calderón
de la Barca. Olivares era muy consciente de que las esperanzas de la nación estaban
cifradas en aquel jovencísimo rey, quien pronto demostró estar a la altura de su papel:
«era un monarca consciente, incluso profesional, con conciencia política, nada indolente
y no menos informado que sus ministros» (2003:483).
El soberano nunca llegó a perder esa inseguridad congénita que parecía heredar
de su abuelo, mas logró –siguiendo un esquema prefijado al principio, pero sin dejarse
gobernar– llegar a ser el Rey Planeta que España ansiaba. Haciendo honor a su título y
legado, el monarca retoma su natural posición al frente del Estado denostada por su
predecesor, posición que asumió también en la vida pública castellana, siendo
auténticamente el sol sobre el que giraban todos los susurros, admiraciones y miradas.
Por más que el corazón de su gobierno fuese el valido, este tomó expresas precauciones
para permanecer en un segundo plano, mayormente invisible, detrás de la Corona,
discreción imprescindible si pretendía ganarse la confianza de los vasallos del rey. Los
españoles todavía desconfiaban de privados y favoritos, y él no dejaba de ser el tercero
en una lista de validos de escasa popularidad. Incluso Francisco de Quevedo, tan dado a
intentar ganarse el favor de los poderosos, advertía al Cuarto Felipe a no dejarse llevar
por los pecados de su padre en Política de Dios, obra dedicada tanto al soberano como al
futuro conde-duque:
Señor, los reyes pueden comunicarse en secreto con los ministros y criados familiarmente,
sin aventurar reputación; mas en público, donde en su entereza e igualdad está apoyado
el temor y reverencia de las gentes, no digo con validos, ni con hermanos, ni padre ni
madre ha de haber sombra de amistad; porque el cargo y la dignidad no son capaces de
igualdad con alguno. Rey que con el favor diferencia en público uno de todos, para sí
ocasiona desprecio, para el privado odio, y en todos envidia. Esto suele poder una risa
descuidada, un mover de ojos cuidadoso: no aguarda la malicia más preciosas
demostraciones. Cristo, cuando le dijeron estando enseñando a las gentes: «Aquí están tu
Madre y tus parientes», respondió con severidad, que parecía despego, misteriosamente:
«Mi madre y mis parientes son los que hacen la voluntad de mi Padre, que está en el
cielo». […] ¿Cómo le imitarán los reyes que desautorizan la corona con familiaridad y
entretenimiento de vasallos, llamando favorecer al ministro lo que es desacreditarse? Y
en una de estas acciones públicas, descuidadas y mal advertidas, descaece su reputación.
Ser rey es su oficio, y el cargo no tiene parentesco; huérfano es, y si no tiene ni conoce
para la igualdad padre ni parientes, ¿cómo admitirá allegado ni valido, si no fuere a aquél
52
sólo que hiciere la voluntad de su Padre, y que diere con humildad el primer lugar a la
verdad, a la justicia y misericordia? Así lo enseñó Cristo; pues cuando se escribe que hizo
honras, no abrazó a uno solo, sino a todos (1986:26).
9
Hacemos aquí referencia a las pragmáticas de 1623, ampliamente desarrolladas en el capítulo dedicado a
Las armas de la hermosura.
53
fueran normales, no dobles. Es de creer que en su mayoría volvieran intactas para
aprovechamiento de cocineros y pinches» (1969:84). Por otra parte, la «reformación»
interna estuvo acompañada de una «restauración» de la reputación internacional (Elliot,
1990:153), que significó esencialmente retomar los conflictos finalizados en la etapa
anterior; en 1621 concluyó la Tregua de los Doce Años y se reinicia la guerra contra los
Países Bajos, que se encadenaría con los enfrentamientos con Inglaterra de 1625 y la
guerra con Mantua y Francia en 1628 y 1636 respectivamente. Desgraciadamente para el
conde-duque, las armas no trajeron las victorias y honores prometidos, y el descrédito
dado desde su mismo gobierno a los acuerdos de paz convertía automáticamente todo
intento de conciliación en una humillación nacional. A finales de 1630, Olivares se
encontraba –como se habían encontrado cada uno de los ministros, reyes y validos
encargados de la administración imperial– frustrado, sin recursos y con un panorama
político imposible de solucionar. Su única solución era, también, la peor, y la que le costó
su posición: la pretendida Unión de Armas. La centralización de los distintos reinos
españoles le garantizaba el capital y soldados necesarios para poner un fin honroso a la
situación exterior, así como aliviar enormemente la carga fiscal de Castilla y consolidar
la soberanía del monarca, debilitada por la distancia y los organismos de poder propios
de cada territorio:
Fuera de Castilla, el separatismo era aún más acusado. La Corona de Aragón, que incluía
los dominios de Aragón, Cataluña y Valencia, tenía consagrada su identidad en unos
fueros, o derechos constitucionales, muy desarrollados. Cada uno de esos dos dominios
era gobernado independientemente, en cada uno de ellos existían unas leyes y un
impuesto fiscal propios y el rey estaba representado por un virrey. Más limitada aún era
la soberanía castellana sobre Italia, donde los reinos de Sicilia y Nápoles y el ducado de
Milán eran gobernados en nombre del rey de España por virreyes o gobernadores y
administrados por sus propias instituciones. En los Países Bajos, la soberanía española
era ejercida, allí donde era efectiva, por los archiduques, que no eran gobernantes
independientes pero tampoco únicamente meros gobernadores, y que gobernaban por
medio de instituciones locales y con la ayuda de personal nativo. No puede decirse que
esta estructura constitucional fuera federal, pues no existía en el centro organismo federal
alguno aparte de la corona. Se trataba de una unión personal, que respetaba plenamente
la independencia de cada una de las partes. En la práctica, el poder castellano se dejaba
sentir hasta cierto punto. La residencia permanente del monarca en Castilla, la
preeminencia de castellanos en los cargos públicos y el hecho de que los consejos
estuvieran radiados en Madrid determinaban que, en la práctica, la unidad fuera más real
que en la teoría. Pero había un aspecto del gobierno en que los reinos constitutivos de la
monarquía eran especialmente sensibles a los ataques contra sus prerrogativas: los
asuntos financieros. Uno de los mayores problemas a las que tenía que hacer frente el
gobierno castellano era convencerles para que contribuyeran a financiar los gastos
comunes proporcionalmente a sus recursos. Los Países Bajos españoles contribuían con
sumas modestas a los gastos generales de la monarquía, sumas que eran absorbidas en su
totalidad por la administración local; los gastos de defensa eran subvencionados por
Castilla. Desde el momento de la disolución de los Estados Generales en 1600 se
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recaudaba un subsidio ordinario de 3.600.000 florines anuales. […] En la península,
Portugal era totalmente autónoma en materia fiscal y no hacía contribución alguna a los
gastos de la monarquía. Las provincias vascas, aunque formaban parte de Castilla,
también quedaban inmunes a las exigencias de Castilla. No pagaban ni la alcabala, ni los
millones ni otros impuestos habituales en Castilla y se quejaban incluso de que los
artículos importados de Castilla ya estaban gravados con esos impuestos. Los únicos
ingresos que recibía el rey de las provincias vascas eran los que procedían de sus derechos
feudales y señoriales, que difícilmente permitían cubrir el coste de la administración en
esa zona (Lynch, 2003:447-448).
55
haciendo frente a los resultados de una gestión deficiente y un esfuerzo bélico que
sobrepasaba sus capacidades. En la década de 1650 llegaron las temidas firmas de paz.
España estaba por esa época en tan mala salud como el príncipe heredero, y el
monarca, quien había nacido ya señalado el Viernes Santo de 1605, muere arrepintiéndose
de sus pecados, enfermo, convencido de que él mismo ha causado los males de su patria.
Con él desaparecen las esperanzas de retorno, y Castilla ha de asumir, definitivamente,
que ha entrado en plena decadencia; la subida al trono de Carlos II, un infante enfermizo
regido por Mariana de Austria y una Junta de Regencia designada por su padre, la cual
fue prontamente superada por el confesor de la reina. Bajo su reinado, la estructura
imperial empezó oficialmente a descomponerse:
El nuevo instinto del gobierno fue el de la delegación. Cuando se necesitaba dinero con
urgencia, se arrendaba su recaudación; cuando se necesitaban tropas para el ejército, se
firmaban contratos con señores locales; cuando los litigantes se agrupaban pidiendo
justicia, se les enviaba a tribunales inferiores. La abdicación de la responsabilidad fue
acompañada de la enajenación de la propiedad, en un proceso en el que la corona vendió
irresponsablemente su patrimonio para obtener ingresos inmediatos. Estas formas
distintas de privatización determinaron una pérdida de autoridad y de recursos por parte
de la corona y la consolidación de prerrogativas y oligarquías regionales. […] Carlos II
no era el monarca en quien cabía confiar para detener el declive de la soberanía real ni
para poner fin al progreso de la aristocracia. Eran tan solo un número, la sombra de un
rey. El gobierno estuvo primero en manos de su madre, la reina regente, y luego en las de
una sucesión de favoritos y ministros, siendo aquellos destruidos y estos colocados en los
puestos de poder por la aristocracia (Lynch, 2003:711).
56
CUANDO LOS MONSTRUOS VOLVIERON A CONVERTIRSE EN COORDENADAS:
Con el imperio romano de occidente desapareció también toda una visión del
mundo. A partir del siglo V, conceptos como la esfericidad terrestre, las antípodas o los
mapas de Ptolomeo comenzaron a ser discutidos, olvidados o rechazados (Cid Rodríguez,
2009:95), construyéndose otra relación con lo exterior que ya no partía de un logos
matemático, calculable y demostrable, sino de un mito sediento de significación. A
medida que el cristianismo se asentaba en Europa, orbe y cosmos empezaron a ser
redefinidos, encontrándose en la cronología bíblica los orígenes de ese ancestral pero a la
vez nuevo entorno; una serie de acontecimientos fueron los elegidos para explicar y, a su
vez, condicionar la geografía por tal de que quedara representado en lo físico el poder y
voluntad de Dios (Ariza Moreno, 2009:27-28). De entre estos episodios, adquirió una
importancia destacada el del diluvio universal porque en él se fundamentó la principal
explicación de la existencia de los continentes y sus distintos pueblos y regiones,
formándose así la ecúmene medieval:
La mítica inundación de las tierras aún jóvenes es el origen de las corrientes hídricas y
las masas de agua que distinguen los tres continentes de la tierra firme: el río Tanais
(Don), que separa a Europa de Asia; el Nilo, que divide a África de Asia, y el mar
Mediterráneo, frontera entre Europa y África. A este episodio bíblico se debe también la
población del mundo, llevada a cabo por los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet,
respectivamente en Asia, África y Europa (Ariza Moreno, 2009:28).
En esa división tripartita y en forma de cruz vieron los hombres un claro mensaje
divino: tres continentes, tres fundadores y tres Reyes de Oriente como sus respectivos
embajadores (Castany Prado, 2012b:95), los cuales se habían postrado y reconocido en la
Epifanía a Cristo como el auténtico Mesías. Con Jerusalén en el centro de la Creación,
todo lo conocido era lo único real, siendo las regiones inexploradas terra incognita, lugar
de monstruos y leyendas. Europa se encontró, durante diez siglos, perfectamente unida
en sustancia y superficie con una divinidad visible en todo momento. Los mapas de este
período no pretenden mostrar solamente los distintos territorios o accidentes geográficos
sino que reflejan, al mismo tiempo, una historia trascendental, llena de simbología y
presagios:
57
El «mappa mundi» era un retrato sagrado, en el que el mundo no era entendido solo como
entorno físico, sino como el contenedor de una acumulación de eventos de origen divino.
La geografía era el espacio en donde se desplegaba una historia dominada por la voluntad
de Dios. En términos aristotélicos, era la actuación de su potencia, perceptible no sólo en
la belleza y variedad de la naturaleza, sino en los designios de la historia, en la
estratificación de eventos sagrados desde la creación en el jardín del Edén, hasta el juicio
final, epílogo ineludible del tiempo (Ariza Moreno, 2009: 27).
Paralelas a los mapamundis son las cartas portulanas, el otro gran ejemplo de la
cartografía medieval. Mientras que los primeros destacan por su carácter ideológico, los
portulanos son planos mucho más objetivos, centrados en la representación de las costas
mediterráneas y sus respectivos puertos. Su origen se sitúa alrededor del siglo XIII y
estuvieron siempre ligados a la brújula, inventada en China aproximadamente en el siglo
IX y traída a occidente por los musulmanes. Castany, en su estudio sobre la
descomposición del Viejo Mundo, observó la tímida secularización geográfica que
iniciaron los portulanos al ser su única finalidad la de guiar a los navegantes: «este tipo
de cartas apenas incluía información geográfica sobre la parte terrestre ni sobre las zonas
desconocidas, lo que implicaba, a su vez, una reducción de las especulaciones religiosas
y míticas sobre las tierras incógnitas» (2012a:24). No obstante, ni siquiera las cartas se
vieron libres de superstición y fantasía: en sus extremos e interiores todavía se podían ver
mitos como los cuatro ríos del Paraíso, la Atlántida o el Preste Juan (Campbell, 1987:372).
Que estos seres y ciudades encontraran aquí su lugar indica el grado de realismo y
veracidad que tenían en las mentes de los hombres, incapaces de concebir una geografía
que los excluyera. Esa visión del mundo, ya madura y asimilada, se mantuvo hasta que,
en 1492, un navegante perdió el rumbo y encontró un nuevo continente.
58
Este hecho es un perfecto ejemplo de cómo las consecuencias del descubrimiento
sobrepasaron el ámbito geográfico y afectaron, simultáneamente, al religioso y socio-
político; tras siglos de imperturbabilidad, las tribus americanas se irguieron como una
otredad que, solo por el hecho de existir, cuestionaba la veracidad de la narración bíblica
y de todo el sistema ideológico a ella ligado:
Llegaron aquellos extranjeros-símbolos; llegaron con sus costumbres, sus leyes, sus
valores originales; se impusieron a la conciencia de una Europa que estaba ávida de
interrogarlos sobre su historia y su religión. […] El americano era desconcertante. Perdido
en su continente, descubierto tan tarde, no era hijo ni de Sem, ni de Cam ni de Jafet; ¿de
quién podría ser hijo? Los paganos nacidos antes de la encarnación de Cristo tenían al
menos su parte del pecado original, puesto que descendían todos de Adán; ¿pero los
americanos? ¿Y por qué misterio, además, habían escapado al diluvio universal? (Hazard,
1988:24).
El miedo mítico a pasar el cabo de Bojador hacía que los marineros, llegado el momento,
se volvieran sin haber conseguido superar dicho punto. […] No obstante, el gasto
consiguiente en estas inversiones era suficientemente compensado con la captura de
esclavos, siguiendo una práctica habitual en la Edad Media donde la economía del «botín
y del rescate» tuvo un puesto preferente. […] La esclavitud está, pues, presente en los
59
prolegómenos de la era de los descubrimientos como un recurso seguro a la hora de
rentabilizar inversiones (Cortés López, 1996:250-251).
10
La justificación cristiana de la esclavitud se encuentra en el noveno libro del Génesis, en el cual se relata
el asentamiento de Noe y sus hijos una vez las aguas del diluvio volvieron a su cauce natural: «Después
comenzó Noé a labrar la tierra, y plantó una viña; y bebió del vino, y se embriagó, y estaba descubierto en
medio de su tienda. Y Cam, padre de Canaán, vio la desnudez de su padre, y lo dijo a sus dos hermanos que
estaban afuera. Entonces Sem y Jafet tomaron la ropa, y la pusieron sobre sus propios hombros, y andando
hacia atrás, cubrieron la desnudez de su padre, teniendo vueltos sus rostros, y así no vieron la desnudez de
su padre. Y despertó Noé de su embriaguez, y supo lo que le había hecho su hijo más joven, y dijo: “Maldito
sea Canaán; siervo de siervos será a sus hermanos”. Dijo más: “Bendito por Jehová mi Dios sea Sem, y sea
Canaán su siervo. Engrandezca Dios a Jafet, y habite en las tiendas de Sem, y sea Canaán su siervo”»
(Génesis, 9:20-27).
60
sin llegar a convencerse, y al final todo resultó en un sistema de encomiendas y tensiones
que tan solo aparentaba justicia, mas no resolvía el verdadero conflicto. Por primera vez,
Europa había tenido que enfrentarse a un otro que no podía entender mediante las
Escrituras, cuya dominación no tenía una explicación ancestral que protegía su
consciencia.
Todas estas universas e infinitas gentes, a toto genere, crio Dios los más simples, sin
maldades ni dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los
cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin
rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear
venganzas, que hay en el mundo. Son así mesmo las gentes más delicadas, flacas y tiernas
en complisión y que menos pueden sufrir trabajos, y que más fácilmente mueren de
cualquiera enfermedad […]. Son también gentes paupérrimas y que menos poseen ni
quieren poseer de bienes temporales, y por esto no soberbias, no ambiciosas, no
cudiciosas. Su comida es tal que la de los Santos Padres en el desierto no parece haber
sido más estrecha ni menos deleitosa ni pobre. […]Son eso mesmo de limpios y
desocupados y vivos entendimentos; muy capaces y dóciles para toda buena doctrina,
aptísimos para recebir nuestra santa fe católica y ser dotados de virtuosas costumbres, y
las que menos impedimentos tienen para esto que Dios crio en el mundo. Y son tan
importunas desque una vez comienzan a tener noticia de las cosas de la fe, para saberlas,
y en ejercitar los sacramentos de la Iglesia y el culto divino, que digo verdad que han
menester los religiosos para sufrillos ser dotados por Dios de don muy señalado de
paciencia, y, finalmente, yo he oído decir a muchos seglares españoles de muchos años
acá y muchas veces, no pudiendo negar la bondad que en ellos ven: “Cierto, estas gentes
eran las más bienaventuradas del mundo si solamente conocieran a Dios”. En estas ovejas
mansas y de las calidades susodichas por su Hacedor y Criador así dotadas, entraron los
españoles desde luego que las conocieron como lobos y tigres y leones crudelísimos de
muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte hasta
hoy, y hoy en este día lo hacen, sino despedazallas, matallas, angustiallas, afligillas,
atormentallas y destruillas por las extrañas y nuevas y varias y nunca otras tales vistas ni
leídas ni oídas maneras de crueldad, de las cuales algunas pocas abajo se dirán, en tanto
grado que habiendo en la isla Española sobre tres cuentos de ánimas que vimos, no hay
hoy de los naturales della docientas personas (Casas, 2011:13-15).
61
Cuando el orbe todavía estaba divido en ecúmene y tierra ignota, lo civilizado se
encontraba en Europa. A medida que los territorios se alejaban de ese centro, aumentaba
la barbarie hasta llegar a los monstruos de los extremos. Hijos de esa visión, los europeos
habían encontrado en su cultura, tradiciones y valores la perfección y la definición de lo
correcto, cuya imitación o correlación era imprescindible para poder considerar
civilizados al resto de pueblos. Pero sin la guía de la ecúmene, toda pretensión de
superioridad estaba destinada a desaparecer; en su defensa del indio, Bartolomé le
arrebata la etiqueta de civilizado al conquistador europeo y le impone la de bárbaro al
describirlo como un monstruo sanguinario capaz de asesinar a esas inocentísimas «ovejas
mansas» que no habían generado ningún conflicto ni a los españoles residentes en la isla
ni a los sacerdotes que procuraban convertirlos. Ya no es posible hablar de culturas
civilizadas o bárbaras, solo de actos morales e inmorales, e incluso esta división, como
vería Montaigne en su ensayo De los caníbales, era cuestionable (Castany Prado,
2012a:32). Posteriormente, el debate sobre los valores y la ética abriría camino al
replanteamiento de otros conceptos con los que, en apariencia, no guardaba relación:
Es perfectamente exacto afirmar que todas las ideas vitales, la de propiedad, la de libertad,
la de la justicia, se han vuelto a poner en discusión por el ejemplo de lo lejano. En primer
lugar, porque en lugar de recudir espontáneamente las diferencias a un arquetipo
universal, se ha comprobado la existencia de lo particular, de lo irreductible, de lo
individual. Después, porque a las opiniones recibidas se pueden oponer hechos de
experiencia, puestos sin esfuerzo al alcance de los pensadores. A las pruebas que se
necesitaban cuando se quería contradecir tal o cual dogma, tal o cual creencia cristiana, y
que había que ir a buscar penosamente en las reservas de la antigüedad, vinieron a
añadirse pruebas nuevas, frescas y brillantes. [...] La perspectiva cambió. Conceptos que
parecían trascendentales no hicieron más que depender de la diversidad de los lugares;
prácticas fundadas en razón no fueron ya más que consuetudinarias; y a la inversa,
costumbres que se tenían por extravagantes parecieron lógicas, una vez explicadas por su
origen y por su ambiente (Hazard, 1988:22-23).
62
ánimos de los conquistadores y las vidas de los conquistados. Los ecos de la crisis
pirrónica que inició el viaje de Colón se mantuvieron, a veces más despiertos, otras
adormecidos, en España durante siglos, provocando sutiles cambios, distancias entre el
ideal y el individuo que culminaron en un Barroco abatido, tan incapaz de atrapar la
verdad –la indiscutible, la salvadora verdad, la que llenó de esperanza a los primeros
cristianos– que tuvo que replegarse en un cotidie morimur y en una vida que en el Barroco
comienza a comprenderse como un sueño.
El nuevo hombre medieval heredó tanto la tierra como el cielo de sus predecesores
gentiles. La primera fue vaciada de todo lo que fuera ajeno a la divinidad y colmada
posteriormente de simbología, de certezas y vínculos con un Dios siempre presente,
siempre al alcance de aquellos que la buscaran. Pero mientras el mundo transmutaba, el
firmamento permaneció intacto; allí donde los griegos situaron la perfección y la armonía
inmutable, los cristianos alojaron a Dios. Grecia fue la primera civilización en observar
los astros desde una perspectiva exclusivamente científica, puesto que, por más que los
grandes héroes clásicos fuesen sus esclavos en las tragedias, más allá del teatro los
mortales esperaban alzarse sobre ellas, dominarlas bajo la tranquilidad de conocimiento
objetivo. La convicción de que todo el universo estaba sujeto a un orden racional que solo
debía ser descubierto para ser comprendido obsesionó a los filósofos, quienes buscaron
«tras el enmarañado y cambiante conjunto de apariencias suministradas por lo sentidos,
aquellos rasgos necesarios, universales e inmutables que mostrasen el carácter racional
de la naturaleza» (Solís, 1970:31). Por esta razón, la astronomía nace como ciencia
independiente separada de sus hermanas, la astrología y la mitología, en ese momento y
lugar a pesar de haber sido estudiada ya por los antiguos mesopotámicos (Jiménez,
1992:173). A lo largo de los siglos, los griegos fueron configurando distintos modelos
cosmológicos, siendo el más destacado el geocentrista y geoestático de Hiparco de Nicea
y Claudio Ptolomeo. La posible fusión de esta última teoría con la cosmología de
Aristóteles generó una firme concepción del universo –finito, dividido en dos mundos y
con la tierra en el centro– que no variaría hasta finales del siglo XVI. Para los cristianos,
63
la partición aristotélica del cosmos fue, sin duda, uno de los aspectos más interesantes de
su sistema, pues es fácilmente interpretable desde una perspectiva cristiana:
Ningún modelo cosmológico parecía convenir mejor con el cristianismo que la imagen
del universo propiciada por el sistema geocentrista y finitista que había arrancado de
Aristóteles. En efecto, un mundo único, que alojaba a la Tierra en el lugar central (no el
más excelso, sino más bien lo contrario, por ser el más alejado del extremo lindante con
el Empíreo) parecía el mejor escenario para acoger aspectos esenciales de la dogmática
cristiana como el dogma de la Encarnación de Dios en el hombre-Jesús y, en definitiva,
la temática del ofrecimiento de la Redención de los hombres. Ya desde Aristóteles, no
dejaba de admitirse que el globo terráqueo, en comparación con la región supralunar, es
el reino de la corrupción y la muerte, de la imperfección; pero también el escenario en el
que se dirime el drama de la salvación para el colectivo humano (Gómez Rodríguez,
2002:39).
La luna separaba lo impuro de lo perfecto, pues bajo ella reinaban los cuatro
elementos y lo mutable, y sobre ella el éter y la eternidad. El pecado capital había alejado
a los hijos de Adán de Dios, quien aun así seguía velando por sus ellos, piezas centrales
de un cosmos cerrado; todo lo que estos veían al alzar la vista formaba parte de un plan
superior, comprensible y conocido. Los griegos determinaron cómo funcionaba el
universo y los cristianos, como hicieron con la geografía, se ocuparon de explicarlo y
llenarlo de alegorías. Determinados pasajes bíblicos se interpretaron como
demostraciones del geocentrismo11 fijándose entonces el universo aristo-ptolemaico
como el único cierto y posible, siendo esa la visión imperante durante todo el medievo y
gran parte del Renacimiento hasta la publicación en 1543 de De revolutionibus orbium
coelestium.
11
«Él fundó la tierra sobre sus cimientos; no será jamás removida» (Salmos, 104:5). «Jehová reina; se vistió
de magnificencia; Jehová se vistió, se ciñó de poder. Afirmó también el mundo, y no se moverá» (Salmos,
93:1-5). «Entonces Josué habló a Jehová el día en que Jehová entregó al amorreo delante de los hijos de
Israel, y dijo en presencia de los israelitas: “Sol, detente en Gabaón; y tú, luna, en el valle de Ajalón”. Y el
sol se detuvo y la luna se paró, hasta que la gente se hubo vengado de sus enemigos. ¿No está escrito esto
en el libro de Jaser? Y el sol se paró en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse casi un día entero. Y no
hubo día como aquel, ni antes ni después de él, habiendo atendido Jehová a la voz de un hombre; porque
Jehová peleaba por Israel» (Josué, 10:12-14). «Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre
permanece. Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta» (Eclesiastés,
1:4-5). «Y esto te será señal de parte de Jehová, que Jehová hará esto que ha dicho: «He aquí yo haré volver
la sombra por los grados que ha descendido con el sol, en el reloj de Acaz, diez grados atrás. Y volvió el
sol diez grados atrás, por los cuales había ya descendido» (Isaías, 38:7-8).
64
El sistema heliocéntrico llevaba siglos planteado. Aristaco de Samos fue uno de
los primeros en defenderlo, pero al ser una teoría incompatible con la cosmología
aristotélica, acabó resultando «un planteamiento marginal y no ejerció influencia directa
en el desarrollo de la investigación astronómica» (Jiménez, 1992:181). Al ser Aristaco la
figura central del heliocentrismo griego, es llamativo que su nombre no se mencione en
el prólogo de De revolutionibus, donde sí aparecen Filolao el pitagórico y Nicetas de
Siracusa, defensores del movimiento terrestre (Copérnico, 1982:93). Es relevante la
defensa que hace de sus investigaciones en su proemio, dedicado a Pablo III, donde
justifica tanto la publicación de su obra debido a la presión ejercida por sus allegados12
(1982: 92) como su decisión de cuestionar el modelo geoestático. Copérnico parte de las
discordancias y problemas que presentaban los cálculos ptolemaicos, siendo estos
fácilmente solucionables si fuese la Tierra quien se moviera y no el sol. Así pues,
recordando a filósofos anteriores, crea una continuidad en la cual él es tan solo un
elemento más, presentándose como un mero matemático y no como un revolucionario,
actitud por otra parte desconocida en los astrónomos hasta Giordano Bruno. De hecho, el
sacerdote polaco nunca pretendió ser un elemento subversivo, ya que sus investigaciones
se centraron en el espacio infralunar, manteniendo el Empíreo lleno de éter, dejando un
cosmos finito y ontológicamente jerarquizado (Castany Prado, 2012a:25). Como observó
Pajón Leyra, Copérnico cargó contra las teorías de Ptolomeo, pero respetó las leyes de
Aristóteles:
Aun teniendo conocimiento de las distintas interpretaciones de los fenómenos del mundo
que se habían dado en la antigüedad, Copérnico no llega a liberarse totalmente de los
dogmas que la tradición había establecido como verdaderos. La astronomía ptolemaica le
resultaba demasiado compleja para ser cierta, pues en esa época se consideraba que el
mundo había sido constituido de la manera más sencilla posible. Sin embargo, el poner
en cuestión las tesis de Ptolomeo no resulta tan revolucionario si se tiene en cuenta que
el propio Ptolomeo las consideraba como meros instrumentos de cálculo y no como la
verdadera realidad de las cosas. En otras palabras, el sistema geocéntrico ptolemaico
basado en epiciclos era tomado como una hipótesis, no como un dogma, y por lo tanto
resultaba mucho más fácil cuestionarlo. Por el contrario, la otra de las tesis oficiales, la
de la física aristotélica, sí que había sido considerada por su autor como la forma en que
los objetos del mundo se comportan. Por tanto habría resultado mucho más costoso
12
El hecho de que solo aparezcan citados por su nombre y cargo Nicolás Shönberg y Tiedemann Giese,
cardenal de Capua y obispo de Culm respectivamente, es interesante; mencionando a figuras de autoridad
vinculadas a la Iglesia y de rango superior al suyo, Copérnico parece protegerse ante futuras
recriminaciones. El resto de conocidos son referidos como «varones eminentes y doctos» (1982: 92).
65
analizarla al margen de dogmas o proponer una explicación alternativa. Copérnico, de
hecho, ni siquiera llegó a planteárselo (Pajón Leyra, 2002: 31).
Al igual que Colón, que inició sin pretenderlo todo un cambio geográfico que
acabó repercutiendo en la significación del mundo, Copérnico se negó a renunciar a un
cielo místico y dialogante, guía del hombre durante su vida y morada final en su muerte
(Castany Prado, 2012a:25). Sin embargo, sus descubrimientos habían cuestionado una
tradición «esclerotizada y dogmática» (Solís, 1970:42), rompiendo los absolutos previos.
Su teoría sería ampliamente criticada y perseguida –De revolutionibus acabó incluida en
el Index librorum prohibitorum en 1616–, pero también inició una auténtica revolución
cosmológica porque a pesar de que el religioso pretendió ofrecer una verdad cerrada, sin
necesidad de añadidos, matemáticos y astrónomos posteriores usaron sus cálculos como
punto de partida hacia un nuevo modelo, desentrañando unas consecuencias tan eufóricas
para unos como funestas para otros. Las distintas fases que sufriría el pensamiento
occidental pueden verse reflejadas en los estudios cosmológicos del XVI: Kepler, por
ejemplo, aceptó el heliocentrismo y lo perfeccionó, al tiempo que su investigación sobre
las órbitas planetarias le llevó a rechazar las exigencias platónicas de circularidad y
velocidad uniformes, siendo por primera vez sustituidas, en el espacio supralunar, las
concepciones clásicas por otras basadas en aspectos meramente científicos. Sin embargo,
el matemático seguía condicionado por sus ideas religiosas; aceptó los cambios
copernicanos porque estos aún le permitían encontrar a Dios en el firmamento:
La posición central del sol era la mejor representación material de la divinidad, ¿qué otro
astro poseía tanta excelencia? También Kepler atribuía la esfericidad al universo, no por
razones estrictamente de carácter astronómico –objetivo inasequible–, sino metafísico:
esta figura geométrica es la de mayor capacidad y, así, la más apta para contener la
totalidad de las cosas sensibles. En segundo lugar, si el mundo para Kepler (y en esto
sigue siendo fiel a una tradición renacentista) es imago Dei, ¿qué forma más apropiada
para simbolizar la autosuficiencia divina que la esfera? A juicio de Kepler, Copérnico no
constituía peligro alguno para la causa de la teología cristiana, sino todo lo contrario. […]
Por otra parte, no le cabría duda alguna a Kepler de que la perfección divina no podía
sino crear el universo de acuerdo con un plan racional (matemático, en sentido platónico
o neopitagórico). La búsqueda de las razones (proporciones) de ese plan necesario
desembocó en el descubrimiento de sus tres célebres leyes (Gómez Rodríguez, 2002: 50-
51).
No fue hasta la aparición de Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo
de Galileo en 1632 que la cosmología dejó de construirse a partir de concepciones
66
metafísicas (Gómez Rodríguez, 2002:57) y pasó a ser considerada un estudio puramente
matemático. Por su enfoque, el astrónomo italiano tuvo que admitir que no era posible
demostrar que el universo fuera infinito, siendo esta la última frontera por romper; si bien
la infinitud no negaba per se la divinidad, sí que la alejaba de los hombres, obligándoles
a vagar por un cosmos eterno en el cual su papel y relevancia eran irrisorios. Galileo no
fue el único en dudar del mundo finito aristotélico, pero fue el primero en plantear la
auténtica problemática de que el hombre era incapaz de comprender y definir el universo
en su plenitud. El mero cambio de posiciones de Copérnico se acaba convirtiendo en la
demostración de los límites humanos a la vez que en un símbolo de cómo la última certeza
calculable, la división simbólica del cosmos, se había desmoronado. Para autores como
Giordano Bruno, esa ruptura supuso una liberación. En su Cena de las cenizas, alaba a
Copérnico por su valentía, pero a la vez se le recrimina el haberse «quedado corto al
reducir su obra a un cálculo matemático, es decir, al haber actuado únicamente como
astrónomo» (Bruno, 1987:37). El nolano se atrevió a tensar los límites del heliocentrismo,
siendo el primero en proclamar el carácter infinito del universo y en desarticular la
división ontológica aristotélica:
Les ratificó de nuevo que el universo es infinito y que consta de una inmensa región
etérea, que hay verdaderamente un cielo llamado espacio y seno en el que se hallan
muchos astros situados en él de forma no diferente a la Tierra. Dijo también que no hemos
de creer que haya otro firmamento, otra base, otro fundamento, donde se apoyen estos
grandes animales que constituyen todos juntos el universo, verdadero sujeto y materia
infinita de la infinita potencia actual divina, como muy bien nos lo ha hecho ver tanto la
razón y el discurso regulados como las revelaciones divinas, las cuales nos dicen que son
innumerables los ministros del Altísimo, al que asisten miles y miles y millones asisten
(Bruno, 1987:141).
67
de la gracia divina, la Encarnación y la Redención (1987:33). Se consideró a sí mismo un
profeta, un anunciador de ese nuevo mundo y verdad que Copérnico había vislumbrado,
pero no comprendido; a diferencia del resto de obras cuya base es el estudio de los astros,
La cena está impregnada de misticismo y retórica mesiánica:
Sin embargo, Bruno fue demasiado lejos. Se atrevió a desafiar todos los preceptos
que dominaban el mundo y este lo acalló, quedando su filosofía desdeñada, sus cálculos
rechazados, sus obras prohibidas y su cuerpo quemado. Su eufórico panteísmo muere con
él en la pira inquisitorial un 17 de febrero de 1600, a las puertas de un siglo que debió
convivir con las cenizas de lo que anteriormente había sido esplendor. El Renacimiento
aceptó los cambios que América y Copérnico habían iniciado, viendo en la infinitación
del cielo y la tierra la capacidad de reinventarse, de superar su condición de pecador
condenado (Castany Prado, 2012a:26-27). Sin embargo, cuando en el siglo XVII llegue
a Europa el hambre, la peste y la guerra, el optimista humanismo será irremediablemente
sustituido por el miedo, la angustia y la nada:
He aquí dónde nos llevan los conocimientos naturales. Si no son verdaderos, no hay
verdad en el hombre; si lo son, encuentra en ellos un gran motivo de humillación, forzado
a rebajarse de una u otra manera. […] Mire esa brillante luz puesta como una lámpara
eterna para iluminar el universo, que la Tierra le parezca como un punto en comparación
de la vasta órbita que este astro describe, y que se asombre al comprobar que esta vasta
órbita no es más que un frágil punto al lado del que esos astros, que giran en el
firmamento, abrazan. […] Todo este mundo visible no es más que un trazo imperceptible
en el amplio seno de la naturaleza. […] Es una esfera infinita cuyo centro está en todas
partes, la circunferencia en ninguna. En fin, el mayor rasgo sensible de la omnipotencia
de Dios es que nuestra imaginación se pierda en este pensamiento. Que el hombre,
volviendo en sí, considere lo que él es en comparación con lo que es; que se vea a sí
mismo como perdido, y que, en esa pequeña celda en la que se encuentra alojado, quiero
decir el universo, aprenda a estimar la tierra, los reinos, las ciudades y a sí mismo en su
68
justo valor. ¿Qué es el hombre en el infinito? […] ¿Qué es el hombre en la naturaleza?
Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo,
infinitamente alejado de la comprensión de los extremos. El fin de las cosas y sus
principios están para él invenciblemente escondidos en un secreto impenetrable.
Igualmente incapaz de ver la nada de donde ha sido sacado y el infinito donde es
absorbido. ¿Qué hará, pues, sino percibir alguna apariencia del medio de las cosas, en una
eterna desesperanza de conocer ni su principio ni su fin? Todas las cosas han salido de la
nada y van hacia el infinito (Pascal, 2003: 76-77).
69
En el Coloquio de Leipzig de 1519, y en sus escritos de 1520, El manifiesto a la nobleza
alemana y Del cautiverio de Babilonia en la Iglesia, Lutero dio el paso decisivo al negar
la autoridad de la Iglesia en materia de fe y presentar un criterio radicalmente distinto del
conocimiento religioso. […] Su rival en Leipzig, Johann Eck, nos cuenta con horror que
Lutero llegó hasta negar la completa autoridad del Papa y los concilios, a afirmar que las
doctrinas que han sido condenadas por los concilios pueden ser ciertas, y que los concilios
pueden errar, pues solo están compuestos por hombres. En El manifiesto a la nobleza
alemana, Lutero fue más lejos aún, negando que el Papa pudiese ser la única autoridad
en cuestiones religiosas. […] Finalmente, Lutero aseveró su nuevo criterio en la forma
más dramática cuando se negó a retractarse en la Dieta de Worms (Popkin, 1983:23-24).
Las reprobaciones de Lutero pueden verse como la conclusión de unas críticas que
durante años había recibido la institución eclesiástica y también como el inicio de una
nueva visión de su papel, representación y autoridad. Entre 1517 y 1584, la curia romana
debería enfrentarse a escenarios nunca presenciados: en 1517 se publican
Cuestionamiento al poder y eficacia de las indulgencias y De falso credita et ementita
Constantini donatione declamatio, obra en la que Lorenzo Valla demostró la falsedad de
la Donación de Constantino, base fundamental del poder papal y testamento legitimador
de su poder político sobre el antiguo imperio romano. En 1521 Carlos I convoca la Dieta
de Worms; las tropas imperiales se atreverán a atacar la ciudad de Roma en 1527, en 1531
vería la luz El príncipe de Maquiavelo, speculum principis que desacraliza el ideal
religioso y lo subordina a mera herramienta del Estado, mientras que en 1584 Giordano
Bruno cargaría contra la antigua visión y finitud del cosmos en La cena de las cenizas.
En este incipiente mundo de cambios y embestidas, el planteamiento de una reforma
integral parece convertirse entonces en una obligación para un papado de mermado
prestigio, definido por Teófanes Egido como «lejano para el pueblo de creyentes en buena
parte de los países que lo miraban como extractor de dineros, monopolizador de reservas
o como otra de tantas monarquías con sus intereses ajenos a una misión puramente
espiritual» (1991:13). Sin embargo, la propia estructura eclesiástica dificultaba la
aplicación de cambios sustanciales al estar dividida en un alto clero que acumulaba
obispados y beneficios –al tiempo que mantenía una vida secular poco ejemplar– y uno
bajo, mayormente iletrado y mal pagado (Lutz, 1998:37-38). Las carencias formativas de
estos párrocos y su desconocimiento de las Escrituras hicieron que la doctrina que llegaba
al pueblo llano estuviera deformada y llena de superstición, extendiéndose el culto a las
reliquias, la desvaloración de los sacramentos y la masificación de la venta de
indulgencias (1998:38) que tanto censuraría Lutero. Con el objetivo de acabar con estas
situaciones y afianzar los principios de la ortodoxia católica, Pablo III convoca en 1545
70
un concilio en Trento, concilio al que muchos se opondrían; la continua resistencia de la
curia y el papado provocó que las reuniones se vieran postergadas o directamente
anuladas, no siendo hasta 1563 cuando se promulgaran sus conclusiones (Egido, 1991:91-
92). No obstante, a pesar de las interrupciones y los cambios de pontífice, Trento supuso
el paso definitivo en la consolidación del dogma y, en un contexto dominado por la duda,
la Iglesia fue capaz de ofrecer una serie de respuestas claras y definir la ortodoxia que
debía imperar en el catolicismo postridentino:
71
indiscutible veracidad del conocimiento religioso cuestionó la gnoseología, ya que las
dudas planteadas en el ámbito religioso se extendieron progresivamente al resto de
campos del conocimiento: «Lutero realmente había abierto una caja de Pandora en
Leipzig en 1519. […] La búsqueda de la certidumbre había de dominar la teología y la
filosofía durante los dos siglos siguientes» (Popkin, 1983:41). Paralelamente, la
publicación en 1569 de todas las obras de Sexto Empírico en latín impulsó, todavía más,
la propagación de la filosofía escéptica a finales de un siglo cuyos referentes se
tambaleaban cada vez más:
72
en los españoles. De su intento de «reconciliar lo irreconciliable13», de «aplicar los
métodos de la erudición renacentista a la teología tradicional» brota, según Elliot, un
sentimiento artístico particular que pretendía acercar la divinidad al hombre, mostrársela
en su forma más excelsa y descarnada (1973b:157). El camino de la construcción
ideológica estuvo, asimismo, condicionado por las crisis económicas y militares que
soterraron el optimismo renacentista, el cual acabó finalmente sepultado en el XVII bajo
las mortajas de la peste negra:
Será en este reino deslustrado donde cale con más permeabilidad el dogma
contrarreformista. La fijación y enriquecimiento simbólico de los sacramentos no solo
había revitalizado la doctrina, sino que además había reforzado el vínculo religioso-
social: el hombre del Seiscientos encuentra en la iglesia un hogar estable y comunal, al
cual debe acudir con frecuencia. Su camino vital estaba ligado al sacerdote que lo
bautizaba, guiaba en la confirmación y la eucaristía, unía en matrimonio y, finalmente, lo
acompañaba en la muerte mediante la penitencia y la unción. Los valores postridentinos
se convierten en una guía sólida, en una verdad militante que había de ser protegida y
13
La expresión íntima de la religión siguió teniendo un cauce dual en el Barroco, quedando cada vivencia
expresada, respectivamente, en las lopescas Rimas Sacras y el Heráclito cristiano de Quevedo, ambas
escritas alrededor de 1613. La imagen de la divinidad es totalmente contraria en sendas obras, pues el Dios
del primero es un «padre piadoso, médico acertado, / juez justo, señor firme, amigo cierto» (2003:núm 26)
de clara semilla teresiana mientras que en Quevedo se muestra severo y cruel, digno reflejo del Dios
vigilante y condenatorio de determinados sectores contrarreformistas: «Dejado de un ladrón, de otro
seguido, / tan solo y pobre, a no le haber nombrado, / dudara, gran Señor, si tenéis Padre (1978:38).
73
defendida; los españoles hicieron suya la responsabilidad de defender el catolicismo de
los herejes y los infieles, su expansión y cuidado se volvió la razón de ser del imperio de
los Austrias; los tres Felipes se sintieron expresamente señalados por la Gracia y
asumieron la función de portavoces de su causa, su brazo ejecutor en la tierra; ese primer
sustento llenó de significado un imperio en expansión, mas en su etapa de estancamiento
resultó ser la última demostración del abandono de Dios, quien había concedido victorias,
tierras y gloria a los reyes que supieron servirle y ahora castigaba a Felipe IV por sus
pecados arrebatándole todo lo anteriormente ofrecido, dándole la espalda a su pueblo
elegido y condenándole al oprobio, el hambre y la enfermedad, males resumidos en el
refrán guzmanesco «Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y de hambre que
sube del Andalucía» (Alemán, 2015:314).
En aras de evitar las ofensas y redimirse a ojos del Padre, el gobierno de los
Habsburgo castellanos protegió y aunó fuerzas con la Inquisición, designándose jueces y
custodios del nuevo modo de estar en el mundo, creándose así renovados códigos de
conducta y mecanismos de control. No obstante, los mandatos de Trento únicamente
tenían potestad sobre las almas católicas; la disonancia religiosa o su convivencia cercana
era una amenaza inaceptable al ideal ortodoxo, por lo que Felipe II tuvo que afrontar el
histórico «problema morisco», conflicto racial que resurgía periódicamente, y con
particular fuerza en situaciones de crisis o penurias socio-económicas. La respuesta de
los órganos de poder inició la guerra de las Alpujarras y la posterior expulsión, esta vez
definitiva, de los musulmanes entre 609 y 1613. Sin embargo, a pesar de que las guerras
de fe son los episodios más visibles del conflicto ideológico-identitario del XVI, son los
propios mecanismos de control de la colectividad los que mejor permiten ver las
consecuencias políticas y religiosas de la Reforma y la Contrarreforma, puesto que la
expulsión morisca no supuso el fin de la «impureza» y sus amenazas, pues siglos de
convivencia judía y musulmana corrían por las familias españolas, volviéndose entonces
el mito de la limpieza de sangre una obsesión nacional y un requisito primordial para la
ascensión social:
74
siglo XVI […]. Aún más que el desarrollo de la Inquisición, el de la doctrina de limpieza
de sangre ilustra las tensiones internas de la sociedad española y muestra con qué facilidad
esta sociedad pudo caer víctima de las peores tendencias que albergaba en su seno. […]
La limpieza de la ascendencia se convirtió gradualmente en condición indispensable para
ser miembro de las Órdenes Religiosas así como para ser admitido en los Colegios
Mayores de las universidades. Los graduados de los Colegios tendían, de modo natural,
a arrastrar consigo la idea de discriminación al acceder a los altos cargos de la Iglesia y
del Estado (Elliot, 1973b:236).
75
LA NUEVA LEY DEL MUNDO: EL HONOR, OBSESIÓN DEL HOMBRE
«INAPASIONABLE»
El Barroco español vivió por y para el honor, pues este fue la base de los nuevos
fundamentos organizativos de la colectividad y el pilar de su teatro, pieza por lo tanto
clave de la sociedad estamental y tema central sobre el que gira prácticamente todo
argumento dramático; este concepto llegó a estar tan integrado dentro del sistema socio-
político que pasó de ser, progresivamente, el «resultado de la formación estratificadora»
a convertirse en el gran «principio constitutivo» (Maravall, 1979:23) del Seiscientos,
hecho que generó un nuevo modelo de interacción social y, consecuentemente, un nuevo
tipo de individuo. En sí mismo, el honor es un mecanismo de preservación desarrollado
orgánicamente a lo largo de los siglos hasta culminar en el XVII y un arma de control
gubernamental, siendo por ello un elemento sumamente controvertido, tan armonizador
como pernicioso. A nivel teórico, es un nexo entre lo personal y lo colectivo, un referente
moral inmutable que aseguraba los principios religiosos de la Contrarreforma y, al
establecer una clara definición entre lo prohibido y lo permitido, forzaba un modelo de
conducta honorable en el que nunca debía defraudarse la estima y confianza del otro (
Ariès y Duby, 1992:V,64). El honor reforzó las estructuras tradicionales de poder,
cuestionadas durante la crisis pirrónica del siglo anterior: su vinculación con la religión
eliminó los enemigos domésticos del catolicismo, puesto que la más mera desviación
respecto a la ortodoxia supondría automáticamente la deshonra y el ostracismo; al mismo
tiempo, reforzó la división estamental debilitada tras el ascenso de la burguesía y la
llegada de la economía de mercado (Castany Prado, 2012a:39), y consolidó la monarquía,
convertida entonces en «fons honorum» (Maravall, 1979:62) de la cual nacía el código
ético-social de las clases privilegiadas; estas atribuyeron sus privilegios a su linaje y
honorabilidad, al tiempo que adquirían nuevas ventajas y ampliaban su supremacía social:
El afán de los plebeyos por introducirse a hidalgos no se justificaba tanto por las ventajas
materiales (aunque estas no fueran despreciables) como por el deseo de alcanzar prestigio
y elevarse en la escala social. Los privilegios del estado noble, tales como los
encontramos expuestos, por ejemplo, en la Summa, de Arce Otalora, eran de varios
géneros: ante todo, la inmunidad de tributos y de toda prestación personal o real; esta
inmunidad tributaria, que era el más claro distintivo de la hidalguía, resultó muy
disminuida durante el siglo XVII con el incremento de los impuestos indirectos, y con
otros medios que la Monarquía ideó para hacer contribuir, a veces muy pesadamente, a
los nobles. Pero siempre se obstinaron en evitar todo impuesto personal, porque,
76
precisamente la exención de los de esta clase (moneda forera, servicio ordinario, etc.)
servía para separarlos de los pecheros y conservaban un enorme valor simbólico. Los
privilegios jurídicos eran numerosos, y algunos de gran valor. No podían ser
atormentados, salvo en ciertos casos atroces […]. No sufrían penas afrentosas, como las
de azotes y galeras. Caso de ser condenados a muerte no eran ahorcados, sino decapitados.
No podían ser encarcelados por deudas (salvo las debidas por rentas reales). Debían tener
prisión aparte, separada de a de los plebeyos, aunque esto no siempre era posible
cumplirlo. […] Con más frecuencia, la Justicia se limitaba a señalarles por prisión su
propia casa, o la ciudad entera. No se les podían embargar las armas, vestidos, caballo,
lecho y casa. Podrían desafiar, y se les podía obligar a retractarse. Las injurias que se les
hacían estaban más penadas. Tenían jueces especiales (alcaldes de hijosdalgo). En lo
referente a dotes, contratos y otros aspectos civiles, también les reconocían las leyes
algunas preferencias (Domínguez, 1979:40-41).
Todo, vestidos, joyas, lenguaje, sentimientos, no menos que comida y vivienda, que
juegos o deportes y uso de armas, etc., se halla distribuido según criterios de jerarquía
estamental. Ese minucioso estatuto integrador en cuyo molde se encierra a la persona, se
sublima en el principio que lo inspira y que no es otro que el grado de honor que a cada
uno de sus niveles corresponde jerárquicamente. […] Precisamente, cuando la crisis
histórica de los primeros siglos modernos, siguiendo la línea de las novedades
77
introducidas por el Renacimiento y potenciando las energías individualistas puestas en
juego durante el citado período, conoce francos ataques a la herencia de la sociedad
tradicional, cuando, en consecuencia, amenaza con hacer tambalearse al régimen
jerárquico y, en cualquier caso, deja en buena parte deteriorado el sistema de
estratificación estamental –que todavía se mantendrá en pie un buen trecho–, se puede
observar que, con objeto de galvanizar y conservar a pesar de todo el mundo premorderno
–un universo casi perdido–, se produce […] el endurecimiento de las posiciones
ideológicas conservadoras (Maravall, 1979:25).
14
La traslación de las imposiciones estatales al ámbito doméstico se analiza ampliamente en el capítulo V.
78
mantenimiento– generó una mentalidad particular, especialmente en el siglo XVII al
sumársele una atmósfera de crisis y restitución. El modelo nobiliario del Seiscientos es
una respuesta ideológica a los conflictos particulares del siglo y, a su vez, el resultado de
un largo proceso histórico de conversión social iniciado en occidente alrededor de los
siglos XI y XII (González García, 2003:127). La transformación del guerrero medieval al
cortesano implicó un cambio de paradigma que exigió a las clases aristocráticas la
búsqueda de distintas formas de distinción, pasándose del código de las armas al del
refinamiento. Sin embargo, esta transformación supuso «un proceso de autoconstitución
del individuo, de transformación de su sistema emotivo, de contención de las emociones,
un cambio en los preceptos de las buenas maneras» (2003:127), en las cuales se insertaría
el honor: como se ha mencionado anteriormente, el estamento nobiliario había de
mantener una apariencia determinada, una cortesía exquisita e impostura constante que
concluyó en la configuración de un rol social específico:
79
Hombre inapasionable, prenda de la mayor alteza de ánimo. Su misma superioridad le
redime de la sujeción a peregrinas vulgares impresiones. No hay mayor señorío que el de
sí mismo, de sus afectos, que llega a ser triunfo del albedrío. Y cuando la pasión ocupare
lo personal, no se atreva al oficio, y menos cuanto fuere más: culto modo de ahorrar
disgustos, y aun de atajar para la reputación (1995:105).
15
Uno de los aspectos más evidentes de la teatralización de la corte se encuentra en el juego de dependencias
reales, que marcaba de manera sutil los afectos y desavenencias del soberano y que adquirió una
importancia capital al ser la prueba fundamental del grado de poder e influencia del cortesano: «Es un lugar
que se extiende paulatinamente para, en círculos de influencia, alejar a nobles, funcionarios, servidores,
ciudadanos… del eje central, el monarca. El juego de habitaciones, salas y patios se distribuye
cuidadosamente, para que el acceso en cada caso dignifique y distinga cuidadosamente a quienes tienen el
privilegio de accederá ellos, salvando la frontera de los ujieres. Todavía a finales del siglo XVII se
expedirán curiosos y detallados documentos sobre quiénes pueden acceder en carroza a uno u otro patio; o
se darán ordenes severas para restringir la entrada de invitados a las fiestas reales» (Jauralde, 1999:33).
80
El príncipe percibe con toda intensidad y fuerza el drama acaecido: no representa ninguna
divinidad, finalmente ausente, sino que cubre ese papel y, en el orden imaginario de lo
social barroco, ocupa el lugar vacío dejado por ese mismo Dios, debiendo fingir y
justificar y ocultar su probable pérdida e inexistencia (o, cuando menos, su silencio),
mientras conduce su actuar al plano exclusivamente realista de la historia y de la
naturaleza, bajo la gran coartada de la legitimación religiosa. […] La declinación de las
repúblicas poderosas en el mundo o la ausencia misma de finalidad conquistable en el
horizonte de los histórico son cuestiones máximas que el representante del poder absoluto
deberá ocultar, sobreponiéndose al signo de la historia y marcando una dirección y una
illusio de fin y de finalidad, que estabilice a los pueblos y les ayude a sortear los momentos
vacíos creados por las constantes revueltas y sediciones, también por los reveses y
confrontaciones de la fortuna y los enemigos. Su «deber» se impone sobre el destino
funesto que alcanzan sus visiones y presagios aciagos, pues algo del espíritu anticipador
y milenarista comparte el príncipe con los profetas (Rodríguez de la Flor, 2005:52).
81
Cada época moldea la idiosincrasia e imagen de sus habitantes. Las necesidades y
preceptos varían cada siglo, y a veces un decalustro es suficiente para que se inicie una
pulsión que destruya lo anterior al tiempo que se reconstruye a partir de su legado,
siempre esquivos herederos del pasado, siempre hijos de las circunstancias. El aristócrata
barroco es el resultado de su tiempo y es, como el siglo, un conjunto de tensiones internas
y externas, un sujeto a medio camino del albedrío y el destino, un poderoso honorable
dominado por el honor; en definitiva, es un simple hombre a merced de Fortuna y la
reputación. Sin más espíritu que el de la honra, sus movimientos serán calculados y fríos,
su sentido trascendental quedará cifrado en «ser quien es»: sobre su vida y su muerte se
erguía el juez de la opinión (Elias, 1982:130), y semejante choque de opuestos lo hizo el
primer individuo moderno, entendido como aquel «que se desahoga en la duda
sistemática» (Regalado, 1995:I, 807) y procura dar respuesta, por más cruel que sea, a las
preguntas planteadas por el avance del mundo.
82
III. DE LA IDENTIDAD DE DIOS A LA DEL SER HUMANO:
SIGNIFICADO Y USO DE «SOY QUIEN SOY»
Dios ha querido rescatar a los hombres y abrir las puertas de la salvación a aquellos que
le buscan. Pero los hombres se hacen tan indignos de ello, que es justo que Dios rehúse a
algunos, a causa de su endurecimiento, lo que concede a los otros por una misericordia
que no le es debida. Si Él hubiera querido vencer la obstinación de los más endurecidos,
hubiera podido hacerlo, con solo descubrirse tan manifiestamente a ellos, que no hubiesen
podido dudar de la verdad de su esencia, tal como aparecerá en el último día, con
acompañamiento de rayos y tal hecatombe de la naturaleza, que los muertos serán
resucitados, y los más ciegos le verán. […] Hay la bastante luz para los que quieren ver,
y bastante oscuridad para los que tienen una disposición contraria. Hay bastante claridad
para iluminar a los elegidos, y bastante oscuridad para humillarles. Hay bastante
oscuridad para cegar a los réprobos, y bastante claridad para condenarles y hacerles
inexcusables (Pascal, 2003:167-168).
Pascal, Descartes, Locke; la lista sería larga. La defensa de Dios fue una constante
en la filosofía europea del XVII. En los años de la incertidumbre, de cisma religioso y
transformación económico-social, la misma divinidad veía su presencia y potestad
cuestionada, pues el protestantismo y el escepticismo habían herido el centro mismo de
la identidad cristiana. Si al ser barroco –descendiente del medieval y renacentista
frustrado–, hombres y mujeres nacidos de y en la crisis, se les despojaba de la seguridad
de la trascendencia, ¿qué les quedaba? La nada, el infinito que tanto sobrecogía a Pascal.
Miles de páginas, tratados y leyes se impulsaron a fin de frenar la «disolución de los
límites» (Castany Prado, 2012a:42) que anteriormente habían contenido el mundo y sus
habitantes. En ese momento, la calma se sustituye por el lamento: la Inquisición, la
limpieza de sangre, las diarias diatribas de los arbitristas, obsesionados en señalar como
culpables de los males de España la pérdida de sus costumbres y valores ancestrales16; el
16
J. H. Elliot muestra la relación que hubo, especialmente en el XVII, entre los numerosos arbitrios contra
la liberalidad de los españoles y el sentimiento de pérdida del sentido nacional: «En una cosmología que
postula una relación natural, ya que no siempre clara, entre las disposiciones divinas y la moralidad humana,
había una respuesta obvia. Castilla había provocado la ira divina y estaba pagando la culpa de sus pecados.
[…] Había por lo tanto una explicación sobrenatural de las dificultades de Castilla, cuyo corolario natural
era un puritanismo moralizador. No habría más victorias hasta que las costumbres fueran reformadas,
advertía Mariana, moralista, arbitrista e historiador. La época manifestaba su corrupción en inmoralidad
sexual e hipocresía religiosa, en la holgazanería e insubordinación de la juventud, en un vivir lujoso, un
rico vestir y una excesiva indulgencia en la comida y en la bebida, y en la gran afición al teatro y a los
juegos de azar. […] España solo podía ser limpiada de estos vicios mediante un programa de regeneración
nacional que empezara por la corte» (1973:293–294).
83
escrutinio y el acatamiento de un sistema cerrado, basado en un credo que respetaba y
ensalzaba el poder de la monarquía absolutista de los Austrias y la autoridad eclesiástica,
se convirtió en una constante, imponiéndosele así al individuo unas necesarias
convicciones irrefutables:
La cultura del Barroco es un instrumento operativo […] cuyo objeto es actuar sobre unos
hombres de los cuales se posee una visión determinada (a la que aquella debe
acondicionarse), a fin de hacerlos comportarse, entre sí y respecto a la sociedad que
forman y al poder que en ella manda, de manera tal que se mantenga y potencie la
capacidad de autoconservación de tales sociedades, conforme aparecen estructuradas bajo
los fuertes principados políticos del momento. En resumen, el Barroco no es sino el
conjunto de medios culturales de muy variada clase, reunidos y articulados para operar
adecuadamente con los hombres, tal como son entendidos ellos y sus grupos […] a fin de
acertar prácticamente a conducirlos y a mantenerlos integrados en el sistema social
(Maravall, 1980:132).
Sin negar la certeza expuesta por Maravall, es necesario matizar que las grandes
obras dramáticas, poéticas o novelísticas del período barroco no se construyen con el
único objetivo de moralizar, ni son, en exclusiva, textos de propaganda aun cuando
puedan alinearse con lo promulgado. La mayoría de ellas se construyen a través del viaje
vital de unos protagonistas, cuya historia es habitual que concluya dentro de los
parámetros tipificados por los preceptos político-religiosos del siglo: el loco muere
cuerdo, el seductor acaba castigado, el bruto se convierte en príncipe. Sin embargo,
84
cuántos de esos finales tan aparentemente armónicos nos llegan a resultar disonantes; es
solo natural preguntarnos si en su tiempo también llegaron a provocar esa reacción. La
grandeza de la literatura áurea viene, a mi parecer, de la obsesión de los autores por la
figura del «yo» y su inserción en sociedad. Los libros anteriormente mencionados tienen
esa idea de fondo, que permite al lector posterior ver cómo esas exigencias externas no
consiguieron calmar sus dudas interiores, mucho más trascendentes y difíciles de
responder:
La pregunta por el yo, por lo que hoy denominaríamos la identidad personal, parece ser
una constante del Barroco, tanto en los planteamientos filosóficos como literarios.
Recordemos la duda metódica cartesiana y la fundamentación de toda su filosofía en un
elemento del que ya no puede dudar, la propia existencia, la identidad, el yo: «cogito,
ergo sum», «pienso, luego soy». De un modo paralelo, podemos imaginarnos a
Segismundo elucubrando sobre la realidad o ensoñación de la vida humana, o a ese otro
personaje también de Calderón (en Eco y Narciso) que se encuentra en medio de un
bosque –en medio de la confusión y oscuridad del mundo, según comenta el maestro
Maravall– y que ignora todo sobre sí mismo y sobre la vida en sociedad. […] Uno de los
tópicos del Barroco es la pregunta por la identidad del ser humano, el intento de
comprenderse a sí mismo, «averiguar quién soy», establecer la «moral anatomía del
hombre», sus formas de ser y de relacionarse en la Naturaleza, ese «gran teatro del
Universo» y en el no menor «gran teatro de la vida en sociedad». La divisa clásica del
«conócete a ti mismo» alcanza una nueva expresión en la época (González García,
2003:125-126).
85
De la confrontación entre imitación y emulación, entre naturaleza y arte, surgen, en los
inicios del siglo XVII, los nuevos caminos poéticos, no en vano basados –como ocurre
con la novela cervantina o con la comedia lopesca– en la mezcla y contraste de temas,
géneros y estilos que produjeron –también en poesía– nuevos minotauros de Pasifae. […]
Y a parecidos fines se encamina la transformación de los temas desgastados, desde el
collige virgo rosas, al amor, las ruinas, los mitos o la muerte, felizmente innovados por
Góngora, Lope o Villamediana […]. La poesía barroca es una constante búsqueda de
temas y formas nuevos, pero el hallazgo reside, en numerosas ocasiones, en el desafío de
transformar los materiales previos gracias a las técnicas de yuxtaposición o de fundido
que rompen la rota estilística o la tradicional división de los géneros (1990:14 y 22).
Aunque las obras del filósofo latino eran conocidas en España desde el Medievo,
es en el XVII –exceptuándose a la generación de dramaturgos trágicos del siglo XVI–
cuando culmina su recepción e influencia (Blüher, 1983:333). Para Álvarez Solís, esto se
debe a que el código moral que transmitía la Stoa permitía entender y ejercer, con
determinadas variaciones, el gobierno de las pasiones y del caos que estas generan
(2011:06). Los clásicos planteamientos estoicos sobre la muerte, los excesos, el poder y
el hombre renacen en esta época, siendo inevitablemente adaptados al pensamiento
contrarreformista. La continua advertencia senequista del control de las pasiones cruzó
todo el universo gracianesco, mana de los speculum principis, condiciona la idea de
justicia y construirá la forma y visión del poder de la dramaturgia calderoniana. De hecho,
86
el interés que este siglo tuvo por Séneca fue tal que llegó a reaparecer la leyenda de su
cristianismo, refutada ya en el XVI por Erasmo (Blüher, 1983:362). De origen bíblico y
con reminiscencia estoica surge el «soy quien soy», emblema del Barroco y,
especialmente, de Pedro Calderón de la Barca.
En sí mismo, «soy quien soy» es uno de los nombres de Dios, el primero en ser
revelado a la humanidad. Esta sentencia está recogida en el libro del Éxodo,
concretamente en el versículo 3:14:
Dijo Moisés a Dios: «He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de
vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: «¿Cuál es su
nombre?», ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: «Yo Soy El Que Soy». Y
dijo: «Así dirás a los hijos de Israel: Yo Soy me envió a vosotros». Además dijo Dios a
Moisés: «Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de
Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros». Este es mi nombre
para siempre; con él se me recordará por todos los siglos (Éxodo, 3:13-3:15).
Este nombre, tan misterioso como la propia divinidad, permite un vínculo mucho
más próximo e íntimo entre el hombre y la trascendencia revelada, en la que esta deja de
ser un ente abstracto o incierto para pasar a ser una realidad perceptible y concreta.
Debido a su importancia y significado, este fragmento ha sido profusamente estudiado y
comentado en el catecismo católico:
87
próximamente, su cómoda adscripción a los valores sociales promulgados en la época–
una constante en la literatura áurea: la usó Lope de Vega, Bances Candamo, Ruiz de
Alarcón17; la exclamará don Quijote18, y la susurrarán numerosas damas calderonianas.
Se convierte en un topos áureo especialmente en el teatro, género que más ejemplos ofrece
debido a su naturaleza inmediata y a su uso propagandístico.
«Soy quien soy». […] Contra lo que esta expresión tópica parece dar a entender, la
conciencia estamental no se forma en el orgullo por una alta posición, no es un resultado
personalmente mantenido de un sentimiento de superioridad (como da a entender
Tönnies), sino que al revés, la alta condición o rango, engendrado por los poderes que se
poseen, en la que suscita el orgullo. Este no tiene más que el valor de una consecuencia.
Por eso, el «ser» de «soy quien soy» es anterior al reconocimiento orgulloso de su
posición predominante sobre los demás. La frase «soy quien soy» es para quien la emplea
y –lo que es importante– para aquellos ante los cuales se emplea, afirmación con necesario
rigor del puesto estamental, distinguido y existente, que uno tiene conciencia de
pertenecerle. […] Es, ideológicamente, una declaración de insuperable obligación: una
afirmación de atenerse, en el comportamiento que uno va a desplegar, al repertorio de
deberes que le son propios, que los demás están obligados a reconocerle como propios y
que él ha de tener fuerza física y moral para exigirles que así lo reconozcan; sometimiento,
pues, a una instancia externa o general: la ley (Maravall, 1979:33-34).
17
«El ser quien soy me retira / de toda vana quimera» (Lope de Vega, 1838:399). «Pensaré en suplicarte,
que repares /quien soy, quien eres, que mi honor ampares» (Bances Candamo, 1782:28). «Me obligastes, y
es forzoso, / puesto que tengo de hacer / como quien soy, no volver / sino muerto o vitorioso». (Ruiz de
Alarcón, 1976:100).
18
«—Yo sé quién soy –respondió don Quijote–, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos
los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos
y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías» (Cervantes, 2012:146).
88
Al coger un precepto religioso y convertirlo en una máxima de carácter social se
observa una desmitificación de su significado original, mas el cambio de contexto no
implicó un rebajamiento de su primera fuerza, porque si Dios se revela al profeta con esas
palabras, el hombre descubrirá posteriormente su sentido vital, su razón de estar en el
mundo. El «soy quien soy» salva a las grandes familias de la nada, del caos de lo
indefinido, y les vuelve a colocar en una posición de control. De aquí se entiende su rápida
vinculación con el honor, el cual también actúa como diferenciador y estabilizador de
clases a cambio de la individualidad de sus miembros:
González García observó en uno de sus artículos cómo las metáforas del «yo
barroco» se construyen siempre sobre imágenes que muestren una honda distancia entre
el individuo y el resto: ser una «razón de Estado de ti mismo», «blindarse en la vida social
o ser tan frío como el mármol» (2003:157). Para no perder el honor –y, por lo tanto, no
«perder el ser»–, esta separación era tan imprescindible como la teatralización de la vida
y el dominio sobre uno mismo. En la construcción de identidad es donde entra en juego
el pensamiento senequista, siempre tamizado por el ideario contrarreformista, ya que sin
la superación de las pasiones es imposible mantener un sistema basado en la unificación
dentro de los estamentos. La ataraxia clásica es entendida en el XVII como una
inmovilización hacia lo externo, la pervivencia en todo momento de la máscara: «si
admites en el sabio alguna pasión, la razón será impotente con ella y se verá arrastrada
como por un torrente» (1989:85), dice Séneca; «solo ya el no querer es lo que quiero»,
resumirá Quevedo (1981:07). A pesar de su continua aparición, no existe en la actualidad
ningún estudio exhaustivo sobre el papel del «soy quien soy» en la literatura áurea. En el
89
caso concreto de Calderón, tan solo Antonio Regalado se ha aproximado al concepto
desde una perspectiva global:
A lo largo de su obra Calderón baraja dialécticamente dos afirmaciones: «yo soy quien
soy», autoafirmación de un yo trascendental que autodefine la persona en función de un
concepto del deber que transciende el mero interés personal; y «no sé quién soy»,
negación que abraza el ser de la persona frente a la identidad corroborada por el poder
social. […] La afirmación «yo soy quien soy» corresponde a ese temple de ánimo que da
pie a los personajes a sobreponerse a sus inclinaciones y deseos […]. La otra vertiente del
«yo soy quien soy» responde a una obediencia o esclavitud a los imperativos categóricos
de códigos supraindividuales como pueden ser los del linaje, el honor o la razón de estado.
La exaltación del yo en «yo soy quien soy» puede ya corresponder a una ética de la gloria
mundana en conflicto con la moral cristiana o a una interpretación ascética de esa misma
afirmación, el vencerse a sí mismo que se impone como ideal de conducta en numerosos
personajes calderonianos. La ética de la gloria adopta en los dramas religiosos una forma
transmundana, el martirio, imitación de la pasión de Cristo que representa las antípodas
del orgullo que instiga a los personajes de los dramas profanos, idólatras del honor. En
las dos formas de la afirmación del yo, ya sea en la estoico-cristiana del vencerse a sí
mismo o la que exalta el honor sobre todas las cosas, se patentiza un proceso de
secularización de la paradigmática autodefinición del Dios del Antiguo Testamento: «yo
soy el que soy» («ego sum qui sum») (1995:II, 392-393).
En el tablero social del teatro, «ser quien se es» es la cualidad diferenciadora que
sitúa al protagonista en uno u otro extremo: ofrece seguridad en lo incierto, respalda sus
acciones, define su papel en el mundo y las relaciones que el resto van a establecer con
él. El resto de los habitantes de la Comedia han de respetar los privilegios del «que es»,
así como este debe cumplir con sus obligaciones; de esta forma, cuando estas condiciones
no se respetan se rompe el equilibrio y aparecen, uno tras otro, los conflictos. Muy claro
90
tiene este precepto el rey Egerio en El purgatorio de san Patricio, y así se lo hace saber
a los náufragos recién llegados a las costas de Irlanda:
Solo con el conocimiento de la identidad del otro puede empezar el juego barroco
de cortesías, exigencias y honores; negar el «ser» es, en definitiva, negar la vida, algo que
experimentará el más célebre preso calderoniano. Los parlamentos de Segismundo, tan
condicionados por la duda y plagados de interrogaciones, se llenan de convicción al
descubrirse príncipe de Polonia, encontrando en su posición la seguridad y el derecho de
condenar a todos aquellos que lo agraviaron, despertando del sueño de la incertidumbre
a la realidad:
91
El lector contemporáneo sabe que a Segismundo le falta recorrer un segundo
despertar, esta vez en su antigua prisión, porque el hombre que abre los ojos en la corte
es el que ha descubierto las ventajas de su título, ignorante todavía de sus imposiciones.
No obstante, tras tantas preguntas, por fin se empieza a vislumbrar una verdad, la misma
que ha interiorizado Estatira, triste ejemplo de Fortuna en Darlo todo y no dar nada: a
persa ha pasado de princesa a cautiva, pero, como ella misma dice, «no por eso había / yo
de dejar de ser yo» (1969b:1031). A causa del desproporcionado rescate exigido por
Alejandro Magno, Siroes y ella saben que no volverán a casa, hecho que convierte las
suntuosas habitaciones donde las retienen en una eterna y embellecida cárcel de la cual
tienen prohibido salir. La privación de libertad no puede ser entendida por la dama, que
comprende el paso de Babilonia a la corte griega como un cambio de localización que
supone una cierta reducción de sus privilegios, pero no la negación total de los mismos:
ella sigue perteneciendo a la realeza, y eso debe ser respetado en cualquier contexto
civilizado, es decir, en todo lugar que acate las normas sociales del honor. La condición
de noble de Estatira no está, por lo tanto, vinculada a un lugar geográfico, sino que es
entendida como una parte intrínseca a su persona. Esa certeza incuestionable hace que la
dama pueda aceptar los embistes de Fortuna, pero no el trato que está recibiendo por parte
del emperador griego: «que no perdió nuestro ser / con la libertad, el día / que padre y
patria perdió» (1969b:1031).
El extremo aislamiento y falta de cortesía a las que las somete Alejandro acaba
siendo asumida por sus subordinados, quienes empiezan a despreciar el decoro que le
deben a la princesa al verla como una simple cautiva. La escena que mejor representa ese
progresivo desprecio se da en el intento de detención de Campaspe, cuando los soldados
se atreven a intentar romper el sagrado de Estatira; el escándalo que ocasiona esta acción
hace que el emperador recapacite, permitiendo salir a las persas y garantizándoles el trato
y consideraciones que el «ser quienes son» les garantizan. Pero no solo los beneficios se
muestran en Darlo todo y no dar nada: el «ser» que reporta frutos de honor pierde su
voluntad, exigiéndosele a la representación de un papel impuesto antes de nacer que no
siempre va a coincidir con la voluntad del sujeto; así, al orgullo de la dama puede
contrastar la melancólica respuesta de Alejandro a uno de sus generales:
92
en mi elegir lo que había
de ser, ten por cosa cierta […]
ser Diógenes quisiera.
«Yo soy quien soy»; cuatro palabras bajo las que se encierra todo un entramado de
carácter social, literario y religioso, acerca del concepto de honor áureo; cuatro palabras
que sirven a Calderón de la Barca […] para mostrar un conflicto: el de la alienación del
individuo; alienación que nace de la disputa entre la conciencia y la realidad, entre la
sociedad que asfixia y el deseo liberador (Cobo Esteve, 2012:105).
93
hecho que enfrenta sus deberes nacionales con sus obligaciones de clase, es decir,
personales. Este enfrentamiento se observa en dos ocasiones, siendo la primera de ellas
la sublevación de los esclavos:
94
TOANTE Duelos en damas no son
tan escrupulosos que
las desdoren.
Sin ser consciente de ello, Toante actúa como Cósdroas al denostar el compromiso
de Irífile con Deidamia, ya que su situación es idéntica: ambos se ven forzados a cumplir
una ley no escrita, ambos quieren coronar a quien consideran justa reina de la ciudad. La
incapacidad de resolver la situación hace que sea necesario un deus ex machina,
representado por un justo Alejandro Magno que acaba finalmente gobernando Tiro.
95
embargo, como se muestra en El segundo Escipión y Casa con dos puertas, estos no son
resultan tan sencillos de superar para los implicados. Lelio y Egidio se encuentran en una
situación habitual de la comedia de enredo: ambos se han enamorado de la misma dama.
Para dar más interés y profundidad a su disputa, el autor hace que la primera relación de
igualdad que existe entre ellos se vea alterada, y que el amor tenga que someterse del
filtro de la cortesía porque Egido rescata a Lelio de morir en un incendio, piedad que
obliga al galán a renunciar a su enamorada por estar en deuda con su rival. A pesar de que
Egidio no le exige esta merced, se da por impuesta por el código social. Sin embargo, el
poco altruismo que Egidio muestra al no devolverle el retrato de Arminda vuelve a
provocar tensiones, porque la caballerosidad de Lelio no se ve retornada:
96
La relación que Marcela mantiene con los dos caballeros es la que fuerza sus
reacciones y la que opone las implicaciones de los «soy quien soy». En primer lugar, la
dama es la hermana soltera de Félix, quedando el honor de ambos ligado a sus acciones.
Como figura masculina de más autoridad, es su derecho y obligación restituir la honra
familiar, deslucida por Marcela al relacionarse con un hombre sin el consentimiento
explícito de su hermano y por haberlo puesto en ridículo delante de terceros. Ella se
ampara rápidamente en el sagrado de Lisardo, quien tiene el deber de protegerla al ser
una mujer en situación de peligro y por ser, en parte, el causante de la ira de Félix. Como
se verá en su correspondiente apartado, los conflictos de honor en los que intervenían
personajes femeninos suelen ser los más frecuentes al ser ellas sus portadoras,
condicionando desenlaces o bien agridulces o directamente trágicos. El matrimonio entre
Lisardo y Marcela impide el asesinato y el duelo, restaurándose así las dos ofensas.
97
Finalmente, el ser una dama noble en deuda con Enrique es lo que hace que
Serafina lo proteja en El encanto sin encanto, siendo el «soy quien soy» la críptica
explicación del despertar del galán en la cueva:
Su legítimo ser es su ser social, y a él debe fidelidad: ese ser que dicta la sangre, como
ministra suprema del orden. […] Esta concepción estamental de la persona y de la moral
que sobre ella rige, concepción que define, como acabamos de decir, el ser de cada uno
conforme a la figura que un «ordo» social objetivo le impone, dio lugar a un tópico
repetido hasta la saciedad en nuestro teatro clásico. […] Cuando un miembro de la clase
aristocrática se le recomiendo que por conveniencia o por razón de justicia no actúe de
determinada manera, contesta que no tiene más remedio que atenerse a la norma de
conducta que lleva impuesta, porque a le obliga lo que él es: «soy quien soy», repiten
cientos de veces, en obras de Lope, Ruiz de Alarcón, Rojas Zorrilla, Calderón, Moreto,
etc, sus personajes notables (Maravall, 1990:61).
98
hermano en No hay cosa como callar –«No es / menester que tú me adviertas; / que soy
quien soy» (1960h:1008)– o la ya asustada Mencía: «Yo soy quien soy. Vuelva el aire /
los repetidos acentos / que llevó» (2012:184-185); en otros, es un constante recuerdo de
las cadenas invisibles heredadas con el linaje: «¿Puedo yo no ser quien soy?», pregunta
en El monstruo de los jardines una desolada Deidamia a Aquiles, celoso ante sus futuras
y concertadas bodas (1969h:2010). La bella enamorada del héroe es una de las centenares
de mujeres valientes que pueblan el universo dramático de Calderón, siendo todas ellas
conscientes de lo que el mundo les exige, aun cuando el deber conduce en demasiadas
ocasiones a la infelicidad o la muerte. Es una muestra de su digno carácter y grandeza,
pero también un escudo contra las incontrolables consecuencias y peligros que conlleva
la más mínima creencia de máculas en su honor19. Por vida y por su fama, las damas
rechazan su propia dicha, representada en numerosas ocasiones en un amor imposible, y
apartan sus anhelos tras la fría muralla del «soy quien soy»; en el siguiente diálogo entre
Serafina y don Álvaro, Calderón expresó magistralmente la distancia que se crea entre lo
una vez deseado y la obligación del presente:
19
Las inesperadas situaciones a las que se puede llegar si la dama no vela celosamente por la imagen de su
honor se ejemplifican magistralmente en Casa con dos puertas mala es de guardar, y se pueden resumir
en un parlamento de Laura: «Y vine a tu casa, amiga, / sin mirar a los respetos / a que el ser quien soy me
obliga» (1960b:299). Al ser más fuerte, tanto en ella como en Marcela, el sentimiento al decoro esperado
en ellas se acaba generando un enredo que acaba con amenazas de muerte y la separación temporal de los
enamorados.
99
Amor y honor, dos de los grandes temas e hilos de Ariadna del teatro calderoniano,
principales protagonistas del «ser quien se es». El honor de Irífile le obliga a confesar su
identidad, aunque esa declaración sea prácticamente una sentencia de muerte –«[Porque]
por serlo, obligada estoy / a decir siempre la verdad» (1969d:1467)–; contra el alado dios
se sublevan Flérida en El secreto a voces –«Mostraré al mundo que soy / quién soy. […]»
(1960d:1242)– y Margarita en Basta callar, quien más detalladamente expone las razones
para olvidar un matrimonio imposible, sea por cuestiones sociales o por no ser
correspondidas:
Por supuesto, esta superación no es algo sencillo o asumible en un acto, sino que
es una situación extremadamente dolorosa y compleja donde el personaje se enfrenta a sí
mismo. Por esa razón, en determinadas ocasiones el dramaturgo opone los conceptos «fui
quien era» y «soy quien soy», poniendo así de manifiesto el cambio de papel y, por lo
tanto, de las expectaciones que se tienen sobre personaje. Siguiendo con la escena
anteriormente citada de El pintor, Serafina utiliza esa construcción pasado-presente para
explicar su situación a un empecinado don Álvaro:
100
Como enamorada, los sentimientos invaden a Serafina en el momento que ve a su
antiguo galán, mas como mujer casada preferiría que él hubiera muerto, «pues pudiera
yo, segura / de quién soy, / llorarte […]» (1968:290). De idéntica forma olvida Flérida su
amor por Federico y acepta lo que se espera de ella casándose con el duque: «Esta es mi
mano; que quiero / ya de lo que fui, olvidada, / acordarme de lo que soy» (1960d:1245).
Solo en Basta callar se presenta un matiz distinto a esta construcción, puesto que si
normalmente este uso remarca el cambio que se efectúa en el personaje, en este drama
refuerza la condición de enamorada de Serafina:
101
Por más que ellas sean «soles de honor», su honestidad jamás es suficiente para
una sociedad tan enajenada como la que nos muestra el teatro barroco, donde siempre
pueden planear nubes que oculten su luz, siempre puede aparecer una amenaza. Será
entonces cuando el «soy quien soy» se use como protección, siendo este tan débil como
fuertes son las pasiones de sus agresores.
Él, como caballero, no debería haber dudado de su enamorada, reforzando esa idea
con un «siendo yo quien soy» de valor social; la doncella, por su parte, se expone al
cuestionamiento de su conducta por salir así vestida, algo de lo que ella es consciente:
«No la extrañeza te espante / de verme, siendo quien soy, / venir en aqueste traje»
(2015:96-97). Prontamente se justifica, pues no menos que la vida le costaría al galán no
saber que el duque quiere su muerte. El recordar quién es Julia, junto con su explicación,
la protege de los posibles ceros e iras de Astolfo. Sin embargo, no siempre se tendrá esa
deferencia hacia las damas, ya que, en numerosas ocasiones sus explicaciones serán
silenciadas por otro personaje, abriéndose así nuevos conflictos. Como en el resto de los
usos, la frase acaba mostrando una gradación y diferentes tonos, dependientes sobre todo
del sexo del emisor y de tres posibles contextos: cuando la frase es pronunciada por
personajes masculinos, se inserta en tres de las cuatro obras que lo presentan dentro de
un monólogo introspectivo y lleno de refutaciones, donde el protagonista siente una furia
o un miedo descontrolado hacia otro, que va desgajando en sus murmuraciones hasta
conseguir convencerse de su error. Es uno de los mecanismos más célebres de Calderón,
102
y el que da solidez a dos de sus uxoricidas: don Lope y don Gutierre van a pasar por ese
proceso, siendo sus esposas los objetos de estudio de sus palabras. Celos, ira, vergüenza,
honor, amor y piedad, todo un cúmulo de sentimientos potentísimos se desbocan en sus
encabalgamientos, concluyendo ambos en un mismo punto, en tres versos casi idénticos:
«Leonor es quien es y yo / soy quien soy, y nadie puede / borrar fama tan segura
(2011a:152); «[…] Mencía es quien es, / y soy yo quien soy; no hay quien pueda / borrar
[…] tanto esplendor (2012:303). El «soy quien soy» / «es quien es» se inserta en su
monólogo como un amuleto protector que pronto queda destruido por el monstruo de los
celos y el honor. Protege en la mente de los maridos a unas esposas que, por su parte,
también han formulado el mantra, esperando encontrar en él seguridad y fuerza pero que
resultará, tristemente, ser su sentencia de muerte. El mismo proceso interior le ocurre,
más superficialmente, al morisco don Álvaro en El tuzaní de la Alpujarra, el único de los
varones capaz de sobreponer la inocencia que otorga el honor a las señas que se le
presentan ante los ojos. El anillo de Clara, que teóricamente había sido robado por su
asesino, no es prueba suficiente de que haya sido Juan de Austria el culpable, dado que
alguien con la estirpe y cuna del general no sería capaz de herir a una mujer:
103
todas ellas la más leve ocurre en la pieza más cómica, Casa con dos puertas: Laura se
defiende de las sospechas y acusaciones de don Félix con la simple frase de «porque yo
digo verdad / y soy quien soy» (1960b:298), estando tanto su integridad como su honor a
salvo incluso si él no la cree. La misma altivez demuestra Flor en De un castigo, siendo
su respuesta muy similar a la anterior: «Y al fin, señor, aunque estés / persuadido a tus
agravios, / soy quien soy» (1969c:55). También desde la seguridad de su condición de
infanta y bizarría rechaza Tamar las insinuaciones de Amón en Los cabellos de Absalón,
apreciándose en su desplante la misma altivez que en Laura:
104
hecho que las coloca en una situación de total vulnerabilidad; por esa razón sus
parlamentos son mucho más moderados, y se basan en el recuerdo constante de las
obligaciones que la posición social y su condición de caballero les debe: «Mire quién soy
y quién es» (1960a:68), advierte Estela a Eduardo III; «soy quien soy, y vos, señor, / sois
Enrique, sangre de Austria» (1969c:46), recuerda Flor a Enrique; «atienda de mi nobleza
/ al heredado respeto; / que soy quien soy en efecto» (1960e:966), concluye Violante. El
honor es su único mecanismo de defensa ante el que abusa de su poder, siendo una de las
facetas positivas del código social más remarcadas en la dramaturgia calderoniana.
El último uso que Calderón hace del «soy quien soy» presenta un matiz
interesante, pues se inserta dentro de locución «valer más que uno mismo». Dentro del
corpus, este tipo de «soy quien soy» aparece en cuatro obras: El encanto sin encanto, El
secreto a voces, A secreto agravio, secreta venganza y El galán fantasma. Todas ellas
presentan la misma situación, esto es, la renuncia de la venganza y el consiguiente perdón
del agravio, si bien se pueden apreciar ciertas diferencias, siendo A secreto agravio la que
presenta una mayor peculiaridad:
El «soy quien soy» que formula Leonor se encuentra a caballo entre el que se
utiliza como recordatorio del peso social y el de vencerse a sí mismo. Influido por las
características formales del primer caso, es el único de los incluidos en este apartado que
aparece antes de que ocurra la afrenta y se inserta en un monólogo en vez que en un
diálogo con el agraviador. Es, también, exclusiva –al menos dentro del corpus
105
seleccionado– la vinculación que se establece entre la sentencia y la muerte del personaje
que la verbaliza. Para comprender esta unión debe tenerse en cuenta que la psicología de
Leonor se construye sobre el precepto de que el honor es un bien que debe mantenerse a
toda costa aunque eso implique la destrucción de la propia vida, por lo que será una de
las muchas damas que esté dispuesta a suicidarse antes de verse deshonrada. La
superación de sus sentimientos por Luis es para ella una obligación en su nuevo estado,
y las dudas que surgen en esos segundos antes de verle –el ceder ante el antiguo amor, la
validez del razonamiento de dejarle entrar– se ven rápidamente disipadas ante el recuerdo
de su posición social y la seguridad de ser capaz de acabar con ella misma en caso de que
los afectos fueran superiores a su compromiso con sus obligaciones como esposa.
Por otra parte, los conflictos entre estamentos serán, junto a la trama amorosa, el
fundamento de El secreto a voces y El galán fantasma, ya que son las únicas donde el
agraviado es de un rango superior al ofensor. No obstante, pese a su idéntico final, los
motivos que permiten la superación del conflicto van a ser tan opuestos como sus
representantes. La construcción psicológica del duque de Sajonia es mucho más simple
que la de su equivalente en El secreto a voces al ser un personaje principalmente plano,
movido desde el inicio por el egoísmo y la soberbia: el rechazo de Julia le lleva a querer
matar a Astolfo (2015:102), siendo a una vez celos y orgullo los causantes de esta
decisión, como se demuestra en el diálogo que mantiene con Leonelo:
El desprecio que siente hace Astolfo es tanto por su condición social como por la
de enamorado, puesto que el duque se considera agraviado al ser vencido, en su conquista
amorosa, por un simple caballero, y su rango superior le alienta a forzar su entrada en
casa de la dama. Es su mezquindad la que genera el duelo con el galán, mientras que
oculta su identidad para no enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Es más, Calderón
refuerza el resentimiento y codicia propio de su carácter al hacer que siga celoso del
hombre que acaba de matar: «Y pues Julia de un muerto no se olvida, / bien puedo yo
106
tener celos de un muerto» (2015:159). Su desarrollo dramático impide que el perdón final
no nazca de una auténtica superación de su hybris, sino como una respuesta a esta. Por
otra parte, es el miedo a las apariciones fantasmales lo que lleva a Federico a dar su
palabra a Enrique de olvidar las supuestas ofensas de Astolfo, no el remordimiento de su
asesinato, y por esa razón lo consume la ira de verse nuevamente burlado y superado por
el galán cuando se descubre la verdad. Este hecho, sumado al hecho de que es el portador
del poder civil, hace que intente volver a matar a su rival, siendo solo el riesgo a otro
agravio el que frena sus acciones:
107
enredar más el enredo, Flérida acabará pidiendo a Laura que espíe al secretario y descubra
quién es su misteriosa dama, poniéndola en la difícil tesitura de tener que espiarse a sí
misma, engañar a su prima y superior y ser la confesora de la enamorada de su amante.
La psicología de la duquesa presenta más matices debido a su continuo intento de superar
su pasión amorosa, la cual resulta imposible de antemano debido a las diferencias de
clase. No obstante, Flérida oscila entre el deseo del amor –«¿Seré yo la primera, / Laura,
que haya casado / desigualmente?» (1960d:1235)– y sus obligaciones, decantándose
finalmente por las últimas:
108
la ha ofendido doblemente: no solo ha rechazado sus sentimientos hacia él, sino que ha
participado en el duelo donde ha muerto su hermano. El agravio de honor va a ser la
excusa que Margarita utilice para resarcir la afrenta sentimental, impulsor principal de su
venganza: «Más que mi sangre he de vengar mis celos» (1960c:1598). Cuando Calderón
hace que el motor de un personaje sea la hybris –siendo las más habituales en su teatro
los celos, la soberbia y el deseo sexual–, estos suelen dejarse llevar por sus emociones
hasta que un factor externo, normalmente otro personaje o la situación en la que se
encuentran, interviene e impide un desenlace violento; es lo que acontece, por ejemplo,
con Federico en El galán fantasma20, dispuesto a matar a Astolfo hasta que se ve
impedido por su propia palabra. Sin embargo, esto no ocurre en El encanto sin encanto,
ya que cuando Margarita tiene la oportunidad de matar a Florante, decide dejarlo huir:
Dos son los motivos que llevan a Margarita a dejar huir al galán: en primer lugar,
la reparación de la ofensa, encontrada en el vivir sin honor y no en la muerte, y en
segundo, la condición de rendido con la que él se entrega a la muerte, que hace que entre
en juego el concepto de la piedad y dignidad de clase. Atentar contra un enemigo que
voluntariamente se somete es un acto deshonroso para la dama, quien, como la inmensa
mayoría de personajes femeninos calderonianos y sus buenos gobernantes, ve en el
20
Otros ejemplos se encuentran en el Alejandro Magno de Darlo todo y no dar nada, Segismundo en La
vida es sueño, el rey musulmán de El príncipe constante y Aureliano en La gran Cenobia.
109
perdón un fin más victorioso que la venganza, siendo esta la razón por la cual es capaz,
de forma honesta, de vencerse a sí misma:
110
«NO SÉ QUIÉN SOY»
En no pocas piezas introduce el autor personajes que ignoran su origen, sin que
esa incógnita sea impedimento para que desarrollen las cualidades que les otorga la sangre
al nacer o intuyan la relación que deben establecer con algún personaje en especial. En
La devoción de la cruz, Eusebio sabe de su valor y nobleza aun ignorando que es hijo de
Curcio, siendo esa confianza la que lo impulsa a cortejar a Julia (2000b:141). Mas no
siempre es el desconocimiento del linaje lo que lleva a los personajes a exclamar «no sé
quién soy»; en la mayoría de ocasiones, es una gran alteración en su espíritu o la
imposibilidad de realizar sus funciones sociales la que los aliena y les arrebata su
identidad. De todos los seres creados por Calderón, es Juan Roca quien más desarrolla
esta idea, pasando sus palabras de la más extrema felicidad a la más profunda angustia:
«Después que vio a Serafina, / tan del todo [el pecho] se rindió / que aun yo no sé si soy
yo (1968:252)». El sincero amor que Roca siente por su joven esposa desborda de todos
los diálogos en los cuales surge su nombre. En ese último verso, bella galantería sin duda,
pone de manifiesto el profundo cambio que la dama ha supuesto en su vida, puesto que
es la primera mujer a la cual ha amado a pesar de su edad. Pero la trama se complica,
aparecen las sospechas y lo que antes era dicha se torna pesar. Su honor ha sido
secuestrado juntamente con Serafina, y el ser un hombre agraviado le ha arrebatado todo
lo que era, su «ser social» ha muerto: «No ha de saberse quién soy, / pues no soy mientras
vengado / no esté […]» (1968:366).
111
DECIO No lo sé;
tan ajeno de mí estoy,
que lo dudo. Decio fui,
el tiempo que tuve honor;
más después que no lo tengo,
no sé, Cenobia, quién soy.
112
IV. CONFLICTOS RELACIONADOS
CON EL ABUSO DE LA AUTORIDAD REAL
Frank P. Casa vio cómo los conflictos dramáticos del XVII se centraban
fundamentalmente en cuatro ejes: la fe, la lealtad, el honor y el amor (1983:15). Su
premisa es demostrable en el teatro de Calderón, quien tuvo un especial interés en
examinar las tensiones existentes entre los tres últimos: los límites y relaciones que se
establecen entre el amor, el honor y el poder son tan importantes en su dramaturgia que
dieron título a su primera Comedia, la más ambigua de todas las de esta temática debido
a su desenlace. Hay muchos elementos que se repiten en las diez obras que fundamentan
el presente apartado: un galán de estamento superior –cuya escala de poder varía,
habiendo desde emperadores y reyes a duques–, una dama siempre enamorada de otro y
unos personajes masculinos –a veces familiares, otras pretendientes, en la mayoría
ambos– que ven su honra peligrar en los intentos del poderoso. Si el amor no forma parte
del argumento, como ocurre en algunas ocasiones, se presta entonces especial atención a
los abusos de poder del tirano y sus efectos sobre el reino, el cual siempre se encuentra
sumido en una guerra. Dependiendo del género del texto, las consecuencias del conflicto
entre la lealtad, el honor y el amor serán más o menos graves; en La banda y la flor y El
galán fantasma, por ejemplo, piezas donde la trama gira entorno a las astucias y amores
del protagonista, la interferencia de los duques es mínima y solo conlleva un breve
período de separación para los amantes. Sin embargo, el argumento se complica y
adquiere un tono más sombrío cuando es el propio rey quien, obcecado por amor, se
enfrenta al galán y los familiares de la dama.
Si bien la oposición de las fuerzas absolutas del amor y del poder real fue un
recurso muy habitual de la Comedia barroca, su ejecución debía llevarse con sumo
cuidado: el sometimiento del soberano a la deidad de Amor creaba una tensión que
mantenía atrapado al espectador, pero que, mal llevada, podía llegar a cuestionar la
autoridad de la Corona (Díez Borque, 1976:74). Lope de Vega encontró un desenlace
113
impecable: el rey, «venciéndose a sí mismo en su inclinación amorosa» (1976:75), se
sobrepone a sus sentimientos y permite la unión de los amantes, manteniéndose «el mito
del amor, señor absoluto, sin quebrantar el poder real» (1976:75). Fijados de antemano el
dilema y una solución dramática que ensalza los valores de la monarquía y el honor, es
esperable encontrar su continuación dentro del teatro de Calderón, el cual mantuvo la
estructura establecida por Lope a la vez que desarrolló más la problemática del honor
estamental al mostrar soberanos más imperfectos y humanos a la vez que finales más
indeterminados que los de su predecesor. Su prototipo de monarca enamorado aparece
dotado con unas características muy interesantes, siendo todos célebres conquistadores
militares, acostumbrados por ello a la victoria y la rendición del enemigo. Al mismo
tiempo, todos ellos tratan sin excepción de adueñarse de la dama, viéndola como un reto
más que como un ser independiente y completo. Finalmente, consiguen superar, al menos
aparentemente, sus pasiones, convirtiéndose en reyes o emperadores justos y
magnánimos. Este es, en extremo resumido, el argumento y construcción psicológica de
honor y poder, Gustos y disgustos y Darlo todo y no dar nada y sus protagonistas,
Eduardo III, Pedro II y Alejandro Magno.
114
incluso a su hombre de confianza, Efestión –«¿Tanto en ti / puede una pasión, que así /
todo lo olvidas por ella?» (1969b:1061)–. La superposición del interés personal sobre el
colectivo es una plaga que afecta a su vez Aragón, donde el intenso desprecio que Pedro
II siente hacia la reina, María de Montpellier, lo lleva a fijarse en otras mujeres,
especialmente en la joven Violante. Las rápidas bodas concertadas y el origen de su
esposa son la causa de su resentimiento: el orgulloso monarca no ve igualdad en su unión
porque para él prima el honor de sangre sobre el de obras. Aunque no sea de forma tan
evidente como en El alcalde de Zalamea, la superioridad fáctica del honor estamental es
una de las motivaciones que espolea a los gobernantes para imponerse sobre las damas:
el monarca, como fons honorum, tiene más honor que un noble, incluso aunque este
pertenezca a los Grandes. Pedro II y Eduardo III actúan como don Álvaro, con la única
diferencia de ser el objetivo del primero una plebeya y el de ellos una condesa. El abuso
de autoridad y la pretensión de subordinación de clases se hace evidente en el chantaje
que el rey inglés hace a Estela: «Escoge; pues tengo yo / la justicia en la una mano, / y en
la otra mano el perdón» (1960a:87). Así como Alejandro Magno amenaza, en plenos
brotes de ira, a Diógenes y Apeles por enfrentársele (1969b:1063), la intimidación de
Eduardo es fría, calculada y, por ello, más cruel: «Y he de vencer con rigores / lo que con
regalos no» (1960a:87).
115
explícito de Violante; el rey se atreve a volver a sus habitaciones solo porque cree que es
ella quien lo ha citado, ignorando que todo es un engaño de la reina. El amor, y
probablemente la extendida concepción de la mutabilidad femenina, le convence que los
desplantes de la dama son por decoro y obnubila su raciocinio:
116
Enrico, acaba ayudando a Eduardo III en cada una de sus maquinaciones, desde infiltrarlo
en la habitación de la primera a ser el alcaide del segundo. Aun sin querer ser partícipe,
cede a todas las exigencias, siendo el aparte que murmura en el momento en que el rey le
ordena cerrar la puerta de Estela un resumen de su actuación: «Y cerraré / los ojos a mis
desdichas» (1960a:69). Don Guillén intenta aconsejar a Pedro II (1960e:971), pero al ver
que sus palabras son ignoradas, rápidamente se da por vencido y vuelve a acompañarlo
en sus andaduras nocturnas.
El encubrimiento constante del galán y la laxitud que se muestra ante sus excesos
es común en gran parte de las Comedias del XVII, donde el estamento acaba primando
sobre las obligaciones de la honorabilidad. Mas un código normativo basado en la
confianza y en las relaciones verticales de respeto y obediencia no puede funcionar si una
de las dos partes no cumple con su cometido: si el rey decide obviar la diplomacia y
cortesía que debe a sus subordinados, la estabilidad social se desequilibra y empieza a
producirse una reacción en cadena de acontecimientos de gravedad cada vez mayor.
Cuando no consigue seducir en secreto a Estela, Eduardo III se atreverá a llevar sus
improcedentes galanterías a la esfera pública, siendo entonces visto por Enrico, quien se
verá súbitamente doble agraviado: no solo se propasa el rey con su hermana, sino que
además le abofetea, siendo esta una de las peores afrentas entre caballeros. Sin posibilidad
de resarcimiento, Enrico mata a Teobaldo para impedir que se sepa lo ocurrido: «Y pues
en ti no puedo, / que eres mi rey, vengarme, / satisfaré mi ofensa en los testigos»
(1960a:79). El asalto comporta la detención del conde, el chantaje del rey, la amenaza de
suicidio y el casamiento final. El que lo ocurrido se sepa por pocos personajes, la soltería
de agresor y agredida y su relativa igualdad de clases permiten un desenlace en bodas; no
obstante, si estas no son una opción, solo la sangre podrá saldar las deudas del honor,
como prontamente descubre Violante. Su matrimonio no se ha efectuado, pero es ya de
dominio público cuando Pedro II sigue cortejándola: su padre, criados y allegados
conocen la situación, mientras que los engaños de la reina crean una duda verosímil sobre
el nivel de implicación de la dama en la deshonra familiar. Sin poder, como Enrico,
enfrentarse al soberano ni silenciar la vergüenza, el esposo enamorado se ve obligado a
convertirse en uxoricida:
117
muera Violante, el rey viva.
118
hermano Enrico en el caso de Estela, su marido en el de Violante. Las dos están inseridas
en grupos familiares que procuran vigilarlas y custodiarlas como precaución a futuras
ofensas, viéndose esta preocupación en los versos que abren Amor, honor y poder:
119
La azarosa interrupción de Ludovico, la infanta y Teobaldo impide el suicido de
Estela; el descubrimiento las intenciones de las damas por parte de personajes externos al
enredo fuerza a los gobernantes a actuar como se espera de ellos, pues ahora es la
colectividad, lo externo, lo que los juzga: el juicio de valor que hacen los terceros impone
el mantenimiento del código del honor, que puede condenar a la mujer en un primer
momento y salvarla después, al ejercer su potestad sobre el monarca. El honor vence
finalmente –al menos en apariencia en Amor, honor y poder– a la tiranía: «porque veáis
en tan felice estado, / vencido mi poder, su honor laureado» (1960a:88). Por su parte,
Campaspe goza de mayor libertad al ser un sujeto independiente, sin ligamientos con
personajes masculinos: su primer sagrado se lo ofrece Estatira, a quien trata con
cordialidad, pero de la que enseguida se desliga; la protección que Alejandro le ofrece
genera entre ellos una relación estamental de vasallo - soberano, dejándose al margen el
honor horizontal. Aun así, su final se acerca peligrosamente al de las condesas: la
indomable «reina de las fieras» (1969b:1032), que había matado en el pasado a otro
hombre que intentó violarla, se ve dominada por su propio sistema de valores que le
impide herir al emperador. Sin nadie que la defienda ni posibilidad de hacerlo, el suicidio
se vuelve su única salida, siendo su muerte evitada, nuevamente, por otra interrupción
fortuita.
En las tres piezas aquí explicadas, el dramaturgo dio voz a sus protagonistas
femeninas, elevando el conflicto entre la lealtad y el amor por encima del tópico del teatro
lopesco: la indiscutible honestidad de Violante, Estela y Campaspe y su desarrollo
psicológico, que pasa del ingenio cómico y distendido al valor más trágico, hacen que el
lector-espectador se posicione de su lado y observe las fisuras del sistema que organizaba
el mundo más allá del corral. Las tres son personajes con peso, sobre las cuales se
vislumbra la doble cara del honor en la Comedia –protector y mortal– y se esbozan, sin
juicios ni lisonjas, tres de las problemáticas del XVII: la imposición del bien común al
individual, la fragilidad del honor y la obligación de la Corona y los nobles de actuar con
virtud. En el epígrafe del «soy quien soy» se introdujo el concepto de la superación de las
pasiones y su vinculación con la tiranía, entendiéndola como el abuso de poder que
comete un mal rey. El aceptar que «se es quien se es» y el predominio de la razón frente
el deseo es lo que separa al tirano del monarca, que debe aprender a suprimir sus pasiones:
120
El problema de los afectos se concentra en el conflicto entre la voluntad y la razón. […].
Según dice Aristóteles en el principio de su libro sobre la política, el fin de todas las
acciones humanas es alguna suerte de bien, y el engaño en el conocimiento del bien lleva
a la desorientación. Así, el dominio de los afectos sobre la voluntad solamente se ejerce
sub specie boni, tomando engañosamente por bueno lo que de hecho es falso […]. El
orden políticamente correcto, según Saavedra Fajardo, tiene que ser el dominio de la
razón sobre la voluntad; solamente la razón responde a un conocimiento seguro del
verdadero bien (Empresa 7). Los afectos regulados y dominados por la voluntad, que a
su vez es gobernada por la razón, forman el ideal de un buen gobierno en el interior del
ánimo (Poppenberg, 2011:288-289).
Aside from the king’s own words, there is no evidence in the play that Eduardo reforms
or that he cares about the happiness of Estela. He shows no inclination to listen to her.
His sudden decision to marry Estela represents a tactical shift rather than a change of
heart on the part of the king, and is born out sexual frustration and thwarted desire rather
than out of admiration for virtue. Eduardo makes a prompt and public announcement of
his impending marriage, certain that Estela understands that the king would take revenge
against her family should she refuse to marry him. To Enrico’s delight, Eduardo grants
121
Flérida her wish to marry Enrico instead of Teobaldo. With the king about to marry his
sister, and his marriage to the princess assured, Enrico ceases his tirades against power.
He asks for forgiveness from Eduardo, who readily grants it to his future brother-in-law.
[…] The conclusion of the play is too abrupt and contrived to be anything but intentionally
disturbing (2012:229).
Es posible ver en las bodas una legitimación de los sentimientos de Eduardo III,
más sinceros al nacer de la admiración por Estela que por su atractivo. Sin embargo, el
mismo dramaturgo impide este planteamiento al introducir, al inicio del segundo acto, un
diálogo entre el rey y Teobaldo, en el cual el rey se niega a casar a su hermana contra su
voluntad: «Y yo te ofrecí mi gusto, / pero no su voluntad» (1960a:70) responde el
monarca, remarcando que la decisión recae, en última instancia, en la interesada: «Y
aunque su obediencia sé, / aconsejarla podré, / pero no podré forzarla» (1960a:70). El
hecho de que no sea partidario de los matrimonios concertados pero silencie rápidamente
a Estela, haciéndola su esposa sin tan siquiera tener su beneplácito, enturbia la grandeza
del gesto y lo sigue presentando como un tirano que, en vez de quebrantar el sistema
social, decide aprovecharlo y conseguir a una dama a la cual no hubiera podido obtener
de cualquier otra forma. La boda es celebrada por unos deudos y familiares que ya no
tienen que preocuparse por las antiguas afrentas, y recibida por la novia con una escueta
frase: «no merezco esos pies» (1960a:88). Estela acepta el casamiento como aceptó el
sacrificio, porque el honor ha de limpiarse.
Mostrar al rey bajo la influencia del dios Amor, «engaño de la esperanza, / tirano
del albedrío, / sinrazón de la razón» (Vega, 1999: vv. 1379-1381) es el mejor modo de
excusar la arbitrariedad del soberano. La Comedia hereda la visión neoplatónica del amor
y lo muestra como una fuerza absoluta capaz de desbarajustarlo todo, de llevar al ser del
peor al más elevado extremo de su virtud. Cupido, temido incluso por las propias
deidades, actúa desde fuera, entra por los sentidos y va calando poco a poco en el hombre.
Si este sabe controlar su pasión, el primer apego concupiscente se convierte en camino de
perfección; si se deja arrastrar por ella, Amor lo arrasará todo. Por esa razón, es
fundamental que honor y neoestoicismo sometan a Eros, lo que se representa con la
122
renuncia a las damas y la aceptación de los monarcas de sus antiguos errores. Mas no
todos los tiranos lo son movidos por argumentos amorosos: cuando su despotismo no
brota por una causa externa y temporal sino por un íntimo deseo de poder, la fijación pasa
a ser hybris y los desenlaces se ensombrecen con muertes; con esta funesta predisposición
nace Semíramis, una de las déspotas más célebres del teatro del XVII. La relectura y
valoración de la reina asiria ha sido paralela a la renovación crítica de la figura y
pensamiento de su dramaturgo: Semíramis, monstruo para unos21 y canto a la libertad
para otros, es ciertamente una de los personajes más detalladamente caracterizados y
elaborados de Calderón, que la convirtió en recipiente de las principales potencias
humanas:
El papel de Semíramis pide a la intérprete una diversa gama de matices que debe ir
modulando, reprimiendo, superando e incrementando en su itinerario hacia el poder
absoluto: la ambición, la timidez, la sutileza, la firmeza, el recato, la astucia, la soledad,
el deseo, la frigidez, el disimulo, la crueldad, la desvergüenza, la humildad y el orgullo,
conflictivo despliegue de una personalidad cuyo resorte profundo, la angustia, es el motor
de la voluntad de poder que encandela la fogosa y frígida figura (Regalado, 1995, I:864).
21
Dentro de la concepción de la reina siria como un personaje connaturalmente negativo destaca la de
Everett W. Hesse, quien la definió como una «figura grotesca», «que resulta ser un conjunto de narcisismo,
sadomasoquismo, resentimiento y venganza. […] Obtiene placer viendo sufrir a los otros y sufriendo ella
misma. […] El resultado es que Semíramis yace encarcelada en la prisión de su propio egocentrismo»
(1983:157).
123
para mostrar de forma distinta el gran tema recurrente de su dramaturgia, esto es, los
límites entre la libertad y el poder, su proximidad con el despotismo y la tendencia de los
individuos a quebrantar sus cadenas, sean físicas o simbólicas. Pero hay un elemento que,
dentro del corpus de este apartado, solo aparece en La hija del aire y la hace distinta a las
otras obras: el miedo. Semíramis, al contrario que los otros tiranos, teme, porque se sabe
desprotegida. Su primera lealtad por Menón y su capacidad de apartarse del poder a la
llegada de su hijo son demostraciones de su intento de acatar lo que se espera de ella; sin
embargo, al verse nuevamente secuestrada en su habitación, sin voz y sometida de nuevo
a lo externo (al hado, a la sociedad que la rechaza), un instinto que brota del miedo la
lleva a superar sus limitaciones, a eliminar los sentimientos de gratitud o decoro que la
coartaban. Esta antitética superación de las pasiones no lleva al esperado final restaurador,
sino que la convierte en «la más pura encarnación de la razón de estado» (Regalado, 1995,
I:885):
Vencidos los afectos que la distraían de su conquista absoluta del poder, al cual
va ligado su libertad, la reina se convierte en una déspota cruel, llevándola su irrefrenable
pasión a morir asaetada en el campo de batalla. Diana vence a Venus, el ser que tan
desesperadamente luchaba es subyugado por el hado, el reino cae en el más absoluto caos.
Sin monarcas dignos –Nino y Semíramis, movidos por sus pasiones; Ninias, en exceso
timorato–, Nínive cae en desgracia. La irresponsabilidad de Ninias al dejar libre a Lidoro,
su perdón al soldado rebelde y su negativa a indultar a Friso (Carreño, 2009:66-67),
añadida al despiadado régimen de su madre y a la falta de consejeros que guíen a los
soberanos son las tres armas que destruyen el reino, extendiéndose la culpa a toda la esfera
política, la cual olvida el honor y los deberes de clase por tal de salvarse a sí misma. En
palabras de Carreño, en esta «alegoría de las crisis del poder», la responsabilidad, al igual
que el avance de la trama, «son compartidas igualmente por los dioses que inclinan las
124
voluntades de los hombres, y por estos que, cegados por la pasión, deciden ignorar las
advertencias del cielo o de otros hombres» (2009:52).
Mientras que en La hija del aire todos los gobiernos se ven teñidos de corrupción,
en La gran Cenobia y El príncipe constante Aureliano y el rey de Tánger van a disponer
de rectos consejeros, aun cuando nunca los escuchen. Para «iluminar sus dimensiones
negativas» (Arellano, 2006:177), el dramaturgo los opone a personajes honorables, que
mantienen sus pasiones controladas en todo momento. En estas obras, más centradas en
el mensaje político y sin gran desarrollo de la contienda entre la libertad y el poder, el
foco deja de estar en el tirano y pasa a sus antagonistas: Cenobia y el infante don Fernando
son dos ejemplos de buen gobierno, auténticos protagonistas que acaban viéndose
sometidos a la tiranía de sus adversarios. La obsesión por mantener y agrandar su poder
hace que Aureliano y el rey musulmán olviden sus obligaciones para con su reino y sus
rivales, llenando el espacio dramático de desgracias y presagios de muerte. El emperador
muestra sus faltas como líder al denostar y degradar a Decio por haber sido vencido por
una mujer y su impiedad negando el poder de los dioses:
22
En el teatro calderoniano, el monte es símbolo y espacio prototípico de la violencia (Arellano, 2000:86);
al laurearlo allí emperador, Astrea apunta, sin advertirlo, el futuro de guerras y desastres que el gobierno
de Aureliano traerá a Roma.
125
razones y convencido de su poder, carga contra las huestes de Palmira y consigue capturar
a su reina, a la que obliga a pasear encadenada a sus pies en su entrada triunfal a Roma.
Indiferente a los avisos de Cenobia, Astrea y Decio, las continuas muestras de tiranía del
emperador lo llevan a morir apuñalado por sus súbditos, ascendiendo Decio entonces al
poder. La victoria de los justos es el último punto de unión entre La gran Cenobia y El
príncipe constante, cuyas conclusiones y desenlace se alinean con la visión de los
pensadores políticos de su tiempo.
La perfecta simbiosis de Monarquía e Iglesia, esto es, entre el poder y la ética, era
un ideal cuya teoría culminaría en la Política de Dios de Francisco de Quevedo y que
llevaba desarrollándose desde finales del medievo en los speculum principis, como
demuestran el Libro primero del espejo del principe christiano de Monzón en 1455,
Institución de un rey christiano colegida principalmente de la Santa Escritura y de
sagrados doctores, escrita en 1556 por Felipe de la Torre y el Tratado de la religión de
Rivadeneira en 1595 (Bleznick, 1955:386), sin olvidar a Erasmo y su Institutio principis
Christiani, dedicado al futuro Carlos V en 1516; ya en el XVII, destaca la obra de
Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas,
de 1640. Una larga tradición amolda la figura de los príncipes, especialmente en un
contexto de crispación territorial y confesional. Contra la Razón de Estado de
Maquiavelo, que sometía la ética a favor de la conservación del sistema y del Estado, la
Monarquía Católica de los Austrias se afianzó en una «Razón de Estado cristiana» que
negaba la autonomía de la política:
126
Una breve línea perteneciente a la correspondencia del conde-duque de Olivares
al conde de Gondomar resume la seguridad que tenía entonces España de la unidad entre
su destino nacional, su rey y Dios: «Señor mío, coraje, que Dios es español y está de parte
de la nación estos días» (Brown y Elliot, 1988:198). Como Dios, Soberano en la
trascendencia, el rey debía ejercer la función de Padre Legislador en el mundo sublunar,
siendo la templanza (Nogales Rincón, 2006:21) y la prudencia (Castillo Vegas y Peña
Echeverría, 1998:13) los cetros sobre los que se apoyaría su educación y sustentaría su
reinado. Toda la formación del príncipe se nutre de Las Escrituras, donde ambos
conceptos, junto al de justicia y fortaleza, forman las cuatro virtudes cardinales del
catolicismo (Asociación de Editores del Catecismo, 1992:460): la guía debe ser la
prudencia, «virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro
verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo» (1992:461); el objetivo, la
justicia, «virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al
prójimo lo que les es debido […] y a establecer en las relaciones humanas la armonía que
promueve la equidad respecto a las personas y al bien común» (1992:461); conviene
ejercer la fortaleza para asegurar «en las dificultades la firmeza y la constancia en la
búsqueda del bien […], resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos
en la vida moral» (1992:461); finalmente, es necesario que el rey tenga templanza, que
«asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites
de la honestidad» (1992:461). Con el nombre de tirano se conoce al mal monarca que no
respeta estos preceptos, haciendo que su mandato sea parcial e insensible a las
necesidades del reino (Nogales Rincón, 2006:35). Para evitarlo, es fundamental el control
de las pasiones y la presencia de un comité de sabios que asesoren al soberano: «la
importancia del consejo llegaría a ser tal en el plano teórico que se llegará a afirmar la
conveniencia de tomar una decisión equivocaba con consejo que una acertada sin él»
(2006:31). Los preceptistas vincularon la justicia a la templanza y la fortaleza a la
prudencia para configurar un sistema ideológico afín a las necesidades político-sociales
del XVII, que se cerraba y empezaba, como el uroboros, en las fauces del honor.
127
165723) por su dispersión temporal, la cual evidencia la predilección del dramaturgo por
el conflicto entre el deber y la pasión y permite observar ciertos cambios en su postura y
en la representación del conflicto. Siendo el honor el tema que atañe a esta tesis, empezaré
la conclusión de este epígrafe reuniendo los mecanismos de desmitificación que Calderón
lleva a cabo, en especial en Amor, honor y poder, Gustos y disgustos y Darlo todo al tener
el amor como pieza fundamental de su argumento. En primer lugar, el honor horizontal o
la correspondencia existente entre miembros de una misma clase social es percibido por
los personajes como algo peligroso, ya que justifica el asesinato de familiares –el intento
de uxoricidio de don Vicente– o la permisión de la muerte del inocente –el adiós del conde
de Salveric a su hija–. El dramaturgo volvió a denunciar en estas tres obras los
despiadados límites de la obligada restitución de los agravios, que acaba forzando a las
víctimas a ofrecerse al sacrificio por tal de salvaguardar su propio honor y la honra de sus
familias. Por otra parte, el honor vertical, regulador de la convivencia y límite estamental,
es continuamente representado como una relación unidireccional, débil y quebradiza: la
negativa de la fons honorum de respetar su rol y límites impide la actuación de sus
subordinados, que poco pueden hacer ante los excesos del monarca. El honor no deja de
basarse en una correlación de cortesías y distancias, y cuando una de estas se rompe, el
entramado social se debilita, se rompe la armonía y se suspende la acción hasta la
eliminación de la ofensa.
23
En relación con los problemas de datación de la Comedia, véase Coenen (2008).
128
públicos, su función social y valor personal, siendo el rechazo a que su honor sea
totalmente destruido la última motivación que las lleva a la amenaza final. El aspecto que
el dramaturgo critica del honor se centra, primordialmente, en la obligación de la
restitución y la imposibilidad de llevarla a cabo en situaciones donde la cortesía y las
obligaciones no se respetan.
Desde otra perspectiva, es interesante ver la noción del honor que tienen los
tiranos. De forma general, asocian su honorabilidad o valor social a la soberbia, dando
prioridad a la fama terrenal antes que a la trascendental; es especialmente notorio en los
soberanos históricamente conocidos por sus hazañas militares, destacando de entre ellos
Aureliano: mientras que «honor» es un término que los monarcas no acostumbran a
mencionar, él lo emplea de forma habitual, siempre acompañado de los verbos «quitar»
o «ganar». Su honor va unido a la vitoria marcial, por lo ser derrotado por Cenobia, a la
cual ya desprecia por ser mujer, supone conjuntamente su deshonra y la de su imperio;
con Aureliano se da la paradoja de que, para él, ser cruel con sus subordinados y con la
reina de Palmira es un acto de orgullo y honra porque garantiza la supremacía de Roma,
a la vez que esas acciones lo convierten en un hombre deshonroso a ojos del espectador
del corral de comedias. Cuando se observan los acontecimientos de las obras recogidas
desde el prisma de los gobernantes, se advierte que parte del conflicto nace de esta
contradicción entre la visión del honor del poderoso y la del resto de personajes, la cual
es afín a la del público: la cuestión no es que Eduardo III, Pedro II y Alejandro Magno no
tengan honor, sino que no consideran que la persecución amorosa sea un acto que ofenda
su majestad y posición en el mundo.
129
vasallos. El respeto de los otros es un ansia compartida por Eduardo III y Alejandro
Magno, que fuerzan las bodas y el rechazo de la enamorada respectivamente por tal de
ser celebrados:
REY Esconde, Estela, el riguroso acero; ALEJANDRO Por más que deslucir quieras
no te vean con él, que hacer espero mi acción, notablemente vana,
inmortal esta hazaña. […] no has de poder; que una cosa
Yo solamente he sido, es hacerla, otra lograrla.
quien vencedor se coronó vencido. Y así, para haberla yo hecho,
¿qué importa que tú…?
(Calderón de la Barca,
1960a:87) (Calderón de la Barca,
1969b:1065)
130
el Nuevo Testamento destaca la variación que sufre la expresión de la justicia divina,
trance que puede ejemplificarse en los versículos dedicados a la piedad; en el primer
Testamento el vocablo empieza a aparecer con frecuencia en el Deuteronomio y
acompaña al Texto Sagrado hasta el Libro de Malaquías, englobado, por norma general,
dentro de dos contextos: o bien aparece como sinónimo de la misericordia de Yahvé 24 o
como sentimiento a evitar ante el enemigo, sea entre mortales o de la trascendencia hacia
los adversarios de sus fieles25. El «Dios de los judíos», combativo pero justo26, que
«representó a un pueblo, representó la fortaleza de un pueblo, todas las tendencias de
agresión y de sed de poder nacidas del alma de un pueblo» (Nietzsche, 2015:52-53),
siendo así reflejo natural de una «nación concreta» (Consejo Ecuménico de las Iglesias,
1991:382) fue evolucionando hasta convertirse en el «Dios de los cristianos», cuyos
preceptos fueron recogidos en un Nuevo Testamento destinado a la creación de una
nación universal (1991:382-383). Protector ahora del mundo, el perdón y aceptación se
convirtieron en el corazón de la divinidad, y los versículos se llenan de cantos hacia la
piedad filial y fraternal: «Desecha las fábulas profanas y de viejas. Ejercítate para la
piedad; porque el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo
aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera» (Iª Timoteo, 4:7-
8). La piedad, como expone san Tomás de Aquino en Summa Theologiae, une a los
hombres y los acerca a la divinidad:
24
«Pero el Señor tuvo piedad de ellos, y les tuvo compasión y se volvió a ellos a causa de su pacto con
Abraham, Isaac y Jacob, y no quiso destruirlos ni echarlos de su presencia hasta hoy» (II Reyes, 13:23).
«Por esto también acuérdate de mí, Dios mío, y ten piedad de mí conforme a la grandeza de tu misericordia»
(Nehemías, 13:22).
25
«Y no tendrás piedad: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie»
(Deuteronomio, 19:21). «–Y los quebrantaré el uno con el otro, los padres con los hijos juntamente, –dice
el Señor–; no perdonaré, ni tendré piedad, ni misericordia para no destruirlos» (Jeremías, 13:14).
26
En la introducción de La muerte de la tragedia, Steiner resume con destacada lucidez esta idea: «Jehová
es justo, hasta en su furia. A menudo la balanza de la retribución o recompensa parece estar terriblemente
desequilibrada o bien las providencias de Dios parecen insoportablemente lentas. Mas, tras la suma de los
tiempos, no puede caber duda de que Dios es justo para con el hombre. Sus acciones no sólo son justas
sino, asimismo, racionales. El espíritu judaico es vehemente en su convicción de que el orden del universo
y de la condición humana es accesible a la razón. Las vías del Señor no son caprichosas ni absurdas.
Podemos entenderlas cabalmente si a nuestras indagaciones les conferimos la clara visión de la obediencia»
(1971:10).
131
Así como la virtud de la piedad manifiesta sumisión y reverencia no solo al padre carnal,
sino también a todos los consanguíneos, en cuanto unidos al padre, también la piedad
como don no solo profesa sumisión y reverencia a Dios, sino también a todos los hombres
en cuanto pertenecen a Dios (Aquino, 1955, IX:614).
Este carácter unitivo de la piedad fue una de las razones por las cuales la Casa de
Austria decidió hacer de ella su distintivo y estandarte: la devoción del conde Rodolfo IV
hacia el sacramento de la Eucaristía inició un pacto entre Dios y los Habsburgo (Negredo
del Cerro, 2002:297), el cual fue fortalecido por Felipe II al convertirse en el perfecto
ejemplo del rey piadoso y prudente; cuando en 1636 su nieto traslade el Santísimo
Sacramento a la Real Capilla del Alcázar, llevando el «cuerpo de Cristo bajo un pertinaz
diluvio en una muestra de respeto y sumisión que recordarán sus predicadores muerto» a
su hogar, Felipe IV mostrará en una Europa dividida en su fe, la sólida alianza de la
Monarquía Católica hispánica con la trascendencia católica (2002:301). El poderoso
simbolismo de semejante unión –la piedad, enlace sagrado entre hombres y Dios; la
eucaristía, sacramento devaluado por los protestantes que vincula al comulgado con
Cristo– fue la garantía de su aceptación entre sus vasallos y la base sobre la que se
afianzaría la legitimación de su poder:
Mediante la devoción eucarística, dogma negado en mayor o menor medida por todas las
Iglesias reformadas, los católicos se convertían en los únicos hijos verdaderos de Dios, y
por tanto en sus favoritos. De la casa de Austria se pasaba a la Fe de Austria y de la Fe,
al Dios de Austria. Comulgar (con lo que conlleva de preparación moral) era, pensaban
los hombres del Barroco, la mejor forma de agradar al Señor y, a fin de cuentas, ello
implicaba un apoyo sobrenatural que propiciaría la victoria […]. Junto a la Eucaristía, la
Inmaculada se presentó, para el caso específico hispánico, como otro aglutinante místico
[…]. Una abogacía desempeñada merced a una vinculación especial desde el principio de
la era cristiana a través de su aparición a Santiago en Zaragoza, la primera de la Historia
[…]. La trilogía Dios-Virgen-Santiago se conforma, así, en el eje protector de un proyecto
político al ser el monarca católico su representante en la tierra, su vicario. Pero lejos de
sacralizar su figura —algo contrario a la tratadística hispana y que podía enfrentar a la
Monarquía con Roma—, la persona del rey es presentada a los oyentes como un
administrador. El administrador elegido por la divinidad para repartir la justicia, y es esta
la característica básica de toda la oratoria sagrada en consonancia con los principios más
conocidos de la escolástica. No hablamos de un rey legislador, ni de un rey guerrero,
aunque ambos adjetivos le pertenecen, sino de un rey de justicia, justicia cargada de
valores morales y que debe ajustarse a los mandatos de la Iglesia. Por tanto, la conciencia
se erige como la verdadera gobernante de los Estados, y todo lo demás, incluida la
política, debe quedar sometida a ella. Hay, pues, una concepción teológica de la política
desde su propia base y que va más allá de la razón de Estado católica. Es que el monarca,
o es católico, o no es rey, y por eso tienen importancia la filiación y la sucesión. Los reyes
de España, aun mucho antes de la dinastía austríaca, habían sido elegidos por Dios para
emprender una tarea ingente pero necesaria: primero, la reconquista de España y, después,
la difusión y defensa armada del catolicismo a lo largo y ancho del planeta (Negredo del
Cerro, 2002:301-304).
132
Las obras de Calderón, que fueron creciendo en belleza, simbolismo y
profundidad a la par que el joven rey –tan solo cinco años menor que el dramaturgo– se
encargaron de mostrar a Felipe IV las ventajas y excelencias de los reyes que saben
perdonar; y si la piedad es la balanza reequilibradora de la paz en su teatro, la prudencia
será la crin de caballo que sujeta la pesada espada de Damocles que inmanentemente se
balanceaba sobre la cabeza de los gobernantes en esos tiempos de crisis. A nivel
dramático, la piedad actúa como restaurativo al tiempo que impide la aplicación de la
reparación sanguinaria o cruel del honor; puede citarse aquí el final de Las armas de la
hermosura, donde las lágrimas de Veturia conmueven a Coriolano y lo llevan a mostrarse
clemente con la ciudad de Roma, anteriormente condenada al asedio del ejército sabino;
otra muestra se encuentra El sitio de Breda, en las palabras del marqués Espínola: «Pues
mayor hazaña/ es que no manche en tal gloria/ con la sangre la victoria» (1969l:135), idea
que complementa la respuesta de Enrique de Vergas:
133
hacia una mayoría que, ahogada en impuestos y guerras, sobrevivía en las resultas del
sueño imperial de sus monarcas. La voluntad reformadora del dramaturgo puede verse en
la datación de las Comedias que exponen la importancia de la piedad: gran número de
ellas se escribieron y/o representaron durante años de fuertes conflictos militares –La vida
es sueño (1636), La hija del aire (1652)–, siendo por tanto inevitable el verlas como guías
de conducta contrarias a los deseos expansionistas y de control político marcadamente
agresivos del conde-duque.
134
de un conocimiento fundamentado en la autocertidumbre sino de una decisión, un acto
creador del hombre que aspira a un origen divino» (1995, I:628). Su libre albedrío lo
eleva, lo lleva a actuar como debe en vez de como quiere, «ser quien es», dejar de ser un
simple individuo para pasar a ser un ideal: «la libertad racional se impone frente a lo
demás, y lo hace con valor y arrojo, ya que no es una prudencia que nazca del temor y del
miedo. […] Ese modo de estar en el mundo hace posible la convivencia entre los
hombres» (Rivera de Rosales, 2008:57). El rey piadoso que vence su pasión resulta
victorioso, se convierte en un Segismundo coronado; un soberano impío acaba como
Semíramis, hundido en la desgracia y sin más culpables que la propia ambición. Como
Lope, Calderón resolvió el conflicto existente entre amor, lealtad y poder con la
superación de las pasiones del poderoso. Lo hizo con más detalle que su predecesor,
mostrando los límites y el poder que el deseo tienen en el alma de cualquier ser, incluso
en los más invictos y célebres gobernantes. Añadiéndole toda una enseñanza político-
cristiana, realzó las partes positivas del honor, que iguala a los hombres y protege a los
débiles, definiendo la grandeza del rey no en la victoria sobre el enemigo, sino sobre uno
mismo y sobre la violencia.
135
V. LA FAMILIA Y LOS CONFLICTOS DE HONOR
27
Un ejemplo de esto es la reacción violenta de don Félix a Marcela en Casa con dos puertas: a pesar de
que es un conflicto entre hermanos, el detonante es la concepción social del caballero, por lo que su
explicación era más relevante en el capítulo dedicado al «soy quien soy».
136
real sobre el mismo. La familia será el primer paso del individuo en el mundo, y por ello
su importancia es capital en el XVII:
La familia es la base sobre la que se sustenta el entramado social de los siglos modernos
y la institución más próxima al individuo. En el seno familiar recibirá, desde el mismo
momento de su nacimiento, todos los cuidados y atenciones que necesita para su
desarrollo hasta que llegue a alcanzar una edad en la que pueda defenderse por sí mismo.
La familia le presta protección frente al mundo exterior, le proporciona el cobijo, los
alimentos y los vestidos que le permiten desarrollarse físicamente y le transmite los
valores éticos, morales y sociales necesarios para integrarse y desenvolverse
satisfactoriamente en su mundo (Gascón Uceda, 2008:641-642).
Los hijos deben una total obediencia al padre, posteriormente se la deberán al rey
y, en última instancia, a Dios. Si un individuo se adapta correctamente a la jerarquía, esto
es, es capaz de someterse a la voluntad paterna, podrá luego asumir más fácilmente «las
exigencias que, a lo largo de su vida, ejercerán inexorablemente […] otras instancias
superiores, como el linaje o la patria» (Gascón Uceda, 2008:642). El buen hijo desarrolla
las virtudes de la prudencia y el respeto, imprescindibles cuando se mueva en el gran
teatro del mundo que es su sociedad coetánea. La relación establecida entre familia y
sociedad es tan indivisible que la aparición de rupturas en una supone la destrucción del
orden colectivo, como se evidencia en Las armas de la hermosura, La devoción de la
cruz, El pintor de su deshonra y No hay cosa como callar.
137
de galán impetuoso, que no se ajusta a sus obligaciones de clase por ser contrarias a sus
intereses.
La violencia que los enamorados ejercen sobre las damas es muy distinta, pero
comparte una característica fundamental: las separa de la colectividad, sea de emocional
o físicamente, como es el caso de Serafina, alejada por su secuestrador de su marido y,
por ende, de su espacio de honor. Sin pruebas irrefutables que garanticen su virtud, Juan
Roca no puede aceptarla de nuevo a su lado, algo que saben todos los personajes de la
tragedia y que verbaliza don Luis al inicio del tercer acto: «Pues a los ojos humanos, / por
más que esta sea desdicha / no deja de ser agravio» (1968:343). En el caso de No hay cosa
como callar, el desconocer la identidad de su violador obliga a Leonor a mantener en
secreto su afrenta –«Si yo una vez lo dijese / y ninguna lo vengase, / era afrentarme dos
veces» (1960h:1014)–, y su silencio la aleja del resto de personajes; Calderón refleja la
separación entre su protagonista y la colectividad en el inicio segundo acto, en la primera
escena tras el estupro: Leonor aparece sola y encerrada en su cuarto, rechazando las visitas
de su hermano y negándose a hablar con su criada. Su monólogo recordando los hechos
pasados, donde se van filtrando palabras de pesar y frustración –«…Quise (¡ay de mí)
detenerle […] / yo sola (¡oh traidor, aleve!)» (1960h:1014)– es la mejor demostración de
la situación de parálisis y angustia en la que se encuentra, ya que no puede ocupar su lugar
en sociedad porque ha sido burlada pero tampoco tiene la capacidad de restituir su honor
al no tener un agresor sobre el que vengarse.
Don Álvaro y don Juan han destruido la armonía social de los microcosmos de El
pintor y No hay cosa como callar, y con ella han quebrantado el honor de su linaje. El
elemento trágico de las dos obras aumenta cuando las relaciones sociales de las familias
de los agresores entran en acción, ya que don Luis es íntimo amigo de Juan Roca, mientras
que don Pedro de Mendoza era el protector de Leonor, por lo que su honor quedó
vinculado al de la dama en el momento en el que la acogió en su casa. Por esa misma
razón don Diego, el hermano de Leonor y competidor amoroso de don Juan por Marcela,
está en deuda con el padre de su enemigo, además de deberle la vida al propio burlador.
El dramaturgo construye magistralmente lazos de deudas y obligaciones entre sus
personajes, y los va constriñendo a lo largo de los actos hasta forzarlos a resolver el
conflicto planteado respetando el máximo número posible de eslabones de la cadena de
honor que ellos mismos se han ido fabricando. Cuando don Luis llega al lugar donde se
encuentra don Álvaro, sus manos están previamente atadas, pues él mismo ha maldecido
138
su suerte al expresar cuánto desea ayudar al pintor; don Luis verbaliza en tres ocasiones
su lealtad, la primera tras recibir la carta que le informa de lo sucedido (1968:343), la
segunda, la más clara, tras acceder a los deseos de Porcia de reunirse con don Álvaro en
la hacienda de campo donde se esconde –«Que, vive Dios, que se viera / en mí el ejemplo
más raro / de amistad que ha visto el mundo» (1968:346)–; y, finalmente, mientras le
explica el secuestro a su hijo:
En esta escena de diálogo entre don Luis y don Álvaro, el dramaturgo vuelve a
exponer los dos tipos de personajes que se ven involucradas en el mundo del honor: el
padre, heraldo de los valores familiares, orgulloso y protector de su nobleza, y el hijo, que
da por hecho los privilegios de sangre y pretende sortear su responsabilidad, olvidando el
compromiso que tiene con su linaje. La mezquindad del galán brota nuevamente de sus
labios al asegurar a su padre que, si supiera quién es el «agresor cobarde» (1968:373) le
daría muerte solo por la amistad existente entre las dos familias. La próxima vez que
padre e hijo vuelvan a reunirse, será en el lecho de muerte del segundo. De igual forma
se encuentra don Pedro con don Juan al final de la Comedia, único momento en el que
todos los personajes implicados en el enredo y agravio de la trama se encuentran en el
mismo espacio: es el momento de la resolución, y si don Luis pudo comprobar de primera
mano la culpabilidad de su hijo, Mendoza pronto va a sospechar las faltas del suyo. La
soberbia exacerbada del burlador y el menosprecio que muestra hacia Leonor obligan a
la agraviada a explicar lo ocurrido la noche del incendio:
139
vos habéis de defenderlo,
pero aun contra vuestro hijo
habéis de ser. […]
¿Os acordáis?... […]
Don Juan es uno de los pocos personajes nobles calderonianos con apellido, y ese
detalle facilita ver la ligazón existente entre sus actos y la honra de los Mendoza. Sus
intenciones se ven frenadas constantemente por personajes externos que le recuerdan sus
obligaciones, siendo la primera en hacerlo Marcela, definida como «dama de cada día»
(1960h:1002); el menosprecio con el que don Juan habla sobre ella desaparece en el
instante en el que ella entra en escena y le pide explicaciones, viéndose obligado a
inventarse tristes excusas para que no descubra sus auténticas intenciones con Leonor:
140
DON JUAN […] ¡Que seas tan necia,
que no eches de ver que había
conocídote, y que a esta
puerta me puse a hablar eso,
en venganza de que vengas
siguiendo en aquese traje
mis pasos!
Don Juan no siente nada por Marcela; solo la recordará en el momento que tenga
otro pretendiente y se sienta amenazado de perder algo que él considera suyo. Mas como
noble, Mendoza debe casar con acierto, y el galanteo a una dama de su misma condición
es un del protocolo social, como él mismo explica a su criado: «Todo ocioso cortesano, /
dice un adagio, que tenga / una dama de respeto» (1960h:1002). Si todo sigue el curso
esperado, es más que probable que Marcela se convierta en la esposa de don Juan, y por
esa razón adicional el joven seductor le debe respeto; forzosamente, sus conquistas e
intereses han de llevarse con la mayor discreción para que, aunque sospeche, la dama no
tenga pruebas de sus escarceos. En consecuencia, el protagonista acaba desdoblándose en
dos sujetos diferenciados: el honorable hijo de una familia principal y el burlador. No es
casual que la agresión a Leonor se produzca de noche y en un contexto cercano a lo irreal
que llega a asustar a Barzoque28, en el espacio de la duermevela: solo con la justificación
del sueño, libre de imposiciones ajenas, puede el seductor liberar su pasión y violencia.
La seguridad de que nada puede acontecerle –la víctima no sabe ni su nombre ni tiene,
que él sepa, pruebas que lo incriminan– hace que el agresor sea incluso más brutal y la
viole, que no burle. Sin remordimientos sale el violador de su cuarto, consciente de que
lo importante no es cumplir con la ética del honor, sino mantener una apariencia
honorable; para personajes como don Juan, el arrepentimiento solo llega cuando sus
delitos salen a la luz. No obstante, don Juan desea el reconocimiento de sus semejantes,
como puede verse en su diálogo con don Luis. Sin poder explicar la realidad de los
hechos, el pretendido burlador acaba idealizando el encuentro con Leonor, convirtiéndose
28
Existen abundantes similitudes entre No hay cosa como callar y El Burlador de Sevilla. Una de ellas es
la reacción de los criados ante las burlas de su señor. Barzoque, como Catalinón, es supersticioso, e intenta
impedir que su señor lleve a cabo la burla, convencido de que la situación ha tenido que ser orquestada por
el demonio (1960h:1011).
141
en sujeto pasivo del encuentro sexual al ser seducido por una «infanta encantada»
(1960h:1019), a la cual no le dio su nombre para proteger su propia dignidad de «mozo
por casar» (1960h:1018). Incluso en su jactancioso parlamento con don Luis ha de
empequeñecerse don Juan, incapaz de sobreponerse a su contexto, demasiado asustado
para siquiera acercarse a los extremos del Burlador (Juan Merino, 2018:185). Asimismo,
en esta escena se muestra el paradójico sentido del honor del protagonista, que parece
funcionar solo de forma unidireccional.
142
agresión a Leonor. El hijo de don Luis se presenta como un individuo doblemente
inculpado, porque aparte de poner en riesgo la honra de su padre no cumple sus deberes
como hijo y se ausenta sin licencia del hogar familiar durante el mes que tiene a Serafina
retenida. Cuando todas sus faltas sean de dominio público y sin posibilidad de enmiendo
al haber secuestrado una dama casada, la única reparación capaz de limpiar la honra de
su familia y el honor de Pedro Roca es la muerte de los ofensores. Movido por su
obligación, y sin muestras de pesar, el caballero resume escuetamente el pensamiento de
la mayor parte de padres calderonianos: «Que aunque a mi hijo me mate, / quien venga
su honor, no ofende» (1968:386). La frialdad que muestran don Luis y don Pedro no debe
ser confundida con crueldad: a la hora de sentenciar a sus hijos, se desvinculan de su
papel de padre y pasan a ser meros jueces, impidiendo que en sus sentencias interfiera
cualquier traza de sentimentalismo y parcialidad. El mismo dramaturgo evidencia la
dualidad de su función en los contextos ajenos al castigo final: a modo de ejemplo, cuando
don Álvaro pide a su padre volver a Barcelona para limpiar presuntamente el honra
familiar –«No se presuma de mí / que a la fortuna rendí / valor que de ti heredé»
(1968:287)–, este se niega, anteponiendo su seguridad: «No es el riesgo a que te ofreces,
/ Álvaro, para dos veces» (1968:287). En el caso de don Pedro, ya ha sido comentada su
actuación en la escena del duelo. Son personajes más pasivos que activos, cuya función
es administrar –o aceptar– justicia para resolver un enredo desconocido para ellos hasta
el desenlace de la obra.
De modo muy distinto introduce y desarrolla Calderón a los pater familias de Las
armas de la hermosura y La devoción de la cruz, seres deshumanizados y enajenados por
la concepción más sangrienta del honor. Aunque su atributo esencial sea la crueldad, el
personaje de Curcio no está caracterizado de forma plana; no es un monstruo brotado de
la nada, un sujeto solitario separado de la colectividad. Su violencia es, precisamente, una
respuesta al miedo irracional que siente a perder su posición dentro del grupo social, un
temor que se exterioriza en forma de rabia y enajenación. Las obsesiones de Curcio lo
convierten en un juez implacable y un padre inhumano, cuya sombra cubre y está presente
en todas las desgracias de la obra, que se inician, como señala Arellano, en el intento de
uxoricidio acontecido en un tiempo anterior al de la representación (2009:24): solos a
cargo de su padre, Lisardo y Julia acaban siendo el resultado de una educación severa,
donde la violencia es norma principal: pronto se aprecia la influencia paterna en el
primogénito, que junto el nombre hereda la sangre tirana, los modos y convicciones de su
143
predecesor. La semejanza de carácter queda reforzada en su similar entrada en escena,
con el padre imponiendo su voluntad sobre la de Julia, y el hijo exigiendo la sangre del
galán de su hermana.
Tres son las razones que impulsan a Lisardo a retar en duelo a Eusebio: la primera,
que haya puesto sus ojos en Julia aun siendo ellos amigos; la segunda se fundamenta en
una cuestión de protocolo social, ya que el enamorado no ha pedido permiso al varón de
más rango dentro de la familia antes de escribir a la dama; finalmente, la tercera y más
importante, la condición indigna del pretendiente, cuya «calidad» y «hacienda» no se
iguala a la de los Curcio (2000b:135). La imposibilidad de acrecentar la honra familiar
mediante el matrimonio de Julia lleva a Curcio a meterla en un convento y a Lisardo a
intentar acabar con el elemento disruptor que pone en peligro los planes del patriarca.
144
qué materializase, pero que es capaz de imaginar; y como buen hijo de su padre, prefiere
matar aquello que puede ser una amenaza y excusarse en el honor antes de asumir lo
desproporcionado de sus actos. Poco sospecha el joven que su muerte va a agraviar más
a su padre que unas misivas entre enamorados, porque supone la desaparición de su casa.
La honra familiar de Curcio está destinada a desvanecerse, y sin ser consciente de ello, el
padre ha ido guiando la muerte hacia su puerta, cercenando toda posibilidad de
perpetuación: él mismo acabó con su esposa, la visión del honor que impone a sus
descendientes ha acabado con su sucesor y le lleva a imponer el celibato a su hija. En un
solo acto, Curcio ha perdido al primogénito destinado a seguir sus pasos y su reputación,
es decir, todo lo que le importaba: «¿Hay más deshonra? / Eusebio me ha quitado vida y
honra» (2000:163). ¿Qué puede hacer un hombre como Curcio, tan enmarañado en los
hilos del honor sangriento? Solo la muerte de Eusebio puede limpiar su agravio, y el
embajador decide vengarse de la manera más visible posible para que a nadie le quepa
duda de su honorabilidad, pues agravios conocidos se cobran con públicas venganzas;
consecuentemente, hace perseguir a Eusebio, negándole un lugar en la comunidad que él
domina, forzándole a vivir con y como las fieras:
Entre el primer y segundo acto tiene que haber pasado un corto lapso de tiempo,
el suficiente como para que Julia entre en el convento y Eusebio se haya establecido como
líder de los bandoleros. Este impasse de tiempo forma parte de la cruel venganza de
Curcio, que no solo quiere acabar con la vida de Eusebio, sino hacerlo sufrir, antes de su
sacrificio, lo máximo posible, sobrepasando los límites que establece la restitución de
honor en casos de duelo, como se lamenta el bandido. Cuando el embajador decide
finalizar su venganza, moviliza a sus allegados y les hace peinar todo el monte,
145
acorralando a su presa como si de una cacería se tratase. Sin embargo, lo que el ofendido
padre no puede imaginar es que la venganza no le va a traer la calma que espera, sino
incomodidad y dudas; en el instante que Eusebio y Curcio se encuentran por primera vez,
su sangre se reconoce, sin que sus portadores sepan qué les está sucediendo: «No sé qué
respeto / has puesto en mí, que he temido / más tu enojo que tu acero», le confiesa el
joven, a lo que él responde: «Yo confieso que has podido / templar en mí de la ira […] /
gran parte» (2000b:235). Las «señales del corazón», como las llama Clotaldo en La vida
es sueño (2016:99), transmutan a los personajes y les hace dudar sobre su obligación –
entregar al joven extranjero al rey o sacrificar al asesino de su hijo–, mostrando una
piedad anteriormente desconocida. En La devoción, Curcio decide superarse a sí mismo
y perdonar la vida de Eusebio, mientras que el bandolero, cruel y orgulloso como su
progenitor, actúa como quien es en realidad y se humilla a las plantas del anciano:
146
OCTAVIO ¿Pues tú, señor, que habías
de animarnos, agora desconfías?
147
valoraciones de terceros, cuando se lamente y admita sus pecados; es en el monte donde
se producen los milagros, y donde el tirano está más cerca de la salvación. Todo esto
cambiará cuando sus allegados empiecen a buscar a Eusebio: las leyes del honor,
gobernantes de la colectividad pasan entonces a dominar el espacio de la naturaleza
previamente amparado por la Gracia, y el personaje empieza a experimentar una serie de
desgarros entre su ser individual y su ser social que se externalizan en los intentos de
aplacar la ira de Octavio y los villanos. Pero Curcio no consigue vencerse a sí mismo y
se doblega ante la presión social: no solo permite que Eusebio sea asesinado, sino que
acaba aceptando que su propio hijo no descanse en un camposanto por tal de mantener su
reputación:
148
sus acciones y ver las fisuras existentes en su aplicación del sistema del honor, sigue
anteponiendo la violencia a la piedad para mantener un determinado orden en un contexto
donde él ocupa un cargo destacado. Dentro de este arquetipo dramático se encuentra a su
vez Aurelio, juez y verdugo de Las armas de la hermosura. Mientras que en La devoción
se desarrollan las consecuencias ético-sociales de la crueldad, en el drama histórico estas
aparecen focalizadas en el ámbito socio-político, mostrándose la destrucción que
comporta el desequilibrio de la balanza del honor cuando la sociedad se rige por las leyes
de la violencia y la restitución.
En Las armas se libran simultáneamente dos batallas, una contra Sabinia y otra
contra un supuesto debilitamiento de la moral y las costumbres, siendo las mujeres únicas
culpables de la segunda y motivo de la primera. Veturia se alza, en nombre de todas las
matronas, en contra del senado, y Coriolano, llevado por su deber de galán, decide
ponerse a favor de su dama y en contra de su padre. La situación provoca un
enfrentamiento nunca visto en la ciudad, y la divide entre aquellos que anteponen la
tradición y los decretos del Estado y los que se niegan a acatar una ley que consideran
injusta:
149
FLAVIO Nunca el Senado deroga
la ley que ya una vez hizo.
150
Coriolano de la muerte de Flavio; culpable de un delito de sangre, pocas esperanzas
quedan para el antiguo héroe. El patricio podría haber sido ajusticiado en ese preciso
instante, pero la intervención de su padre lo mantiene momentáneamente a salvo:
Aurelio es un personaje mucho más astuto que Curcio. Ambos intentan proteger
a sus hijos, pero donde falla el sienés triunfa momentáneamente el romano, ya que el
exigir su muerte –«Muera, que no es hijo mío / quien es traidor a su patria» (1969p:955)–
le permite utilizar su cargo de custodio del orden para encerrar a Coriolano hasta que se
realice un juicio que satisfaga «al cielo y al mundo», siendo su ajusticiamiento «ejemplo,
y no venganza» (1969p:955). Con esto, consigue sacar al condenado del calor del
enfrentamiento, dándole unos días más de vida. Mas sin pretenderlo, las palabras del
padre protector acaban siendo el epitafio del hijo, puesto que el tribunal decide seguir su
consejo y convertir al condenado en un ejemplo para el pueblo romano, esperando frenar
así cualquier nuevo intento de rebelión contra el poder establecido; vencido por sus
propias palabras, Aurelio acaba siendo el auténtico verdugo de su hijo. El hombre
«inapasionable» se sobrepone al individuo sintiente, la colectividad vence y la violencia
se impone sobre el perdón:
151
no habrá consuelo que cuadre,
pues más que la voz de padre
pesó la pluma de juez.
152
Son pompas fúnebres y llantos, no músicas y regocijos, los que acunan al heredero
polaco: el sol se oscurece, la tierra tiembla y Segismundo entra en el mundo bañado en la
sangre de su madre. Basilio, rey astrónomo, pronto descubre que estos presagios son solo
un aviso del caos que está por llegar: en las estrellas ve que el recién nacido está destinado
a ser «el hombre más atrevido, / el príncipe más cruel / y el monarca más impío»
(2016:111), quedando Polonia condenada en sus manos. Para evitar la caída de su reino,
el monarca encierra a la «víbora humana del siglo» (2016:109) en una lejana torre,
dándole solo un nombre, un guarda y una cadena. Esta hamartia cruel no es en sí misma
un acto de tiranía, siempre y cuando se cometa en aras de garantizar el bien común; sin
embargo, Basilio tiene otro motivo para alejar a Segismundo, una razón particular que
empaña la nobleza de su decisión que será veladamente revelada en el discurso que dirige
a su ilustre corte:
153
Polonia la amenaza que representa Segismundo para que la corte acepte como sucesor a
su sobrino, siendo menor para Polonia el agravio de verse sometida a una potencia
extranjera que el de ser gobernada por un príncipe polaco enloquecido. Es precisamente
en el momento del experimento cuando Basilio delata su motivación tirana, porque para
que este dé el resultado que él espera ha saboteado la «bizarra condición» (2016:206) de
su hijo desde su nacimiento para convertirlo en un «compuesto de hombre y fiera»
(2016:142) incapaz de pasar la prueba de palacio. La vuelta de Segismundo a su legítimo
hogar beneficia a su padre de diversas formas pues, en primer lugar, le permite enmendar
la situación en caso de que sus predicciones no fueran correctas; en caso contrario, le
garantiza el apoyo de los nobles a Astolfo. De esta forma, sea cual sea el escenario
vencedor, él queda libre de cualquier acusación de tiranía. Basilio es consciente que
quitarle a su sangre «el derecho que le dieron / humano fuero y divino, no es cristiana
caridad» (2016:112), y de lo paradójico que resulta que, por librar a Polonia «de la
opresión y servicio / de un rey tirano» (2016:112) actúe él como tal y por esos motivos le
es fundamental que Segismundo se presente ante la corte, para poder catalogar de justa y
no de tirana su decisión:
154
encuentra con la res cogitans, formándose el ser. Vista bajo el prisma del honor, la
Comedia se abre a una dimensión social muchas veces oculta bajo la poderosa dicotomía
libertad / destino, dado que la oposición existente entre padre e hijo surge propiamente de
un conflicto de honor: Basilio procura evitar la deshonra que conlleva el humillarse a las
plantas del usurpador de su poder, y para ello aleja al agresor antes de que le sea posible
llevar a cabo la ofensa. El pretexto y preocupación por Polonia desaparece de su mente y
su discurso una vez puede condenar con toda legitimidad al hombre que lo amenaza,
pasando su reino de ser una «corte ilustre» (2016:107) a un «vulgo» «soberbio y atrevido»
(2016:178) en el instante en que la voluntad de sus súbditos no se alinea con la suya.
155
ROSAURA Mas ¿qué ha de hacer un hombre,
que de humano no tiene más que el nombre
atrevido, inhumano,
cruel, soberbio, bárbaro y tirano,
nacido entre las fieras?
156
A finales del tercer acto, tras recorrer un largo camino que finaliza en el mismo
monte donde todo empezó, Segismundo y Basilio se rencuentran, llevando cada uno en
sus espaldas el peso del destino. Basilio, el orgulloso rey sabio, se ve humillado a las
plantas de su cautivo; Segismundo, espada en mano, se alza victorioso sobre el que fue
juez de su albedrío. Toda Polonia se paraliza: el conflicto dinástico está a punto de
resolverse. Sin embargo, Segismundo se ha vencido a sí mismo, pues ha renunciado al
poder, al amor, a la libertad; en definitiva, ha aceptado su lugar en el mundo. Y en ese
mundo de sueños y vanaglorias, él es príncipe pero también hijo, y como tal se arrodillará
humildemente a las plantas de su padre, reconociendo su autoridad como pater familias.
La superación del conflicto familiar pone fin a la guerra de sucesión, restableciéndose la
paz en el reino. El hijo pródigo vuelve al hogar, la piedad que estaba perdida ha sido
hallada, y todo lo que se previno violento, acaba resultando –al menos aquí, en esta
perfecta escena anterior al juicio del soldado– misericordioso:
157
(1989:176)– magnifica la crueldad del crimen elevando su significación, dado que no es
un ímpetu amoroso lo que mueve al príncipe, sino un instinto salvaje e impío que, sin
mostrar arrepentimiento, desafía a las leyes divinas y terrenales, leyes de las que su padre
es el máximo representante. La denuncia de Tamar pone a Amón a los pies de un soberano
que quiere ser justo, pero acaba cediendo ante el agresor:
Los enfrentamientos paternofiliales encarnan una lucha entre dos ideas o modos
de vivir totalmente opuestos entre ellos: la pasión de Segismundo amenaza la vida y trono
de Basilio, mientras que los deseos de don Álvaro y don Juan se oponen a lo que don Luis
y don Pedro esperan de ellos. La piedad y honor de virtud de Eusebio no tiene lugar en la
Siena cruel de Curcio, como no hay lugar para las reclamaciones de Coriolano en la
concepción del mundo de Aurelio. Para que una visión triunfe, la otra debe desaparecer
o adaptarse, habiendo consecuentemente triunfadores y vencidos. Sin embargo, una parte
de David se ve reflejada en Amón, y ese vínculo de semejanza anula la capacidad de
disociación de un juez que nunca deja de verse como padre. Al fin y al cabo, él mismo
fue en el pasado un hombre culpable que logró superar sus pasiones gracias a un acto de
misericordia: «Adulterio y homicidio / siento tal, me perdonó / el justo Juez» (1989:195).
En el universo dramático de la Comedia todavía se escuchan los ecos de la piedad y la
Gracia, y ese condicionante, junto con su experiencia personal, lo lleva a ser el único
padre que absuelve a su hijo sin aplicar ningún tipo de castigo o correctivo. Sin ser
consciente de ello, entre las antiguas faltas del monarca y los pecados de Amón hay una
profunda relación no de semejanza, sino de causalidad:
158
Sloman, al igual que otros investigadores anteriores, señala como fuente del drama los
capítulos 13 a 19 del Libro II de Samuel. Esos capítulos son, en efecto, la fuente del
argumento de Los cabellos de Absalón. Pero la fuente de donde procede el sentido trágico
de la acción que el argumento espacializa en escena no está en ellos, sino en el capítulo
12, versículos 9 a 12 del mismo Libro II de Samuel, donde Yahvéh, por boca del profeta
Natán, maldice a David a causa del adulterio y del homicidio de que este es culpable
(Ruiz Ramón, 1984:42).
29
«Entonces dijo David a Natán: «Pequé contra Jehová». Y Natán dijo a David: “También Jehová ha
remitido tu pecado; no morirás. Mas por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová,
el hijo que te ha nacido ciertamente morirá”. Y Natán se volvió a su casa. Y Jehová hirió al niño que la
mujer de Urías había dado a David, y enfermó gravemente. […] Y al séptimo día murió el niño» (II Libro
de Samuel, 12:13–18).
159
física o simbólicamente, como es el caso de Tamar, compelida a desaparecer del mundo
de los hombres porque «[…] mujer sin opinión / no es bien que en la corte habite / muerta
su reputación» (1989:192). Ella es la otra cara del perdón del rey, que ha salvado a la
«prenda del corazón» (1989:196) sin limpiar el honor de la dama violada. En realidad, el
juicio de David ha solucionado su propio conflicto con Amón, costándole sus
predilecciones30 el respeto de Absalón, hermano de la dama por parte de madre y padre,
consanguineidad que tiene una importancia dramática capital por ser el elemento que
desencadena lo trágico y enfrentará a padre e hijo: mientras que el soberano sigue
rigiéndose por las leyes divinas del Antiguo Testamento, sus descendientes responden al
código del honor, cuyos decretos restitutorios se oponen a la misericordiosa sentencia del
juez. Como único hijo varón de su línea de sangre, Absalón decide desobedecer la
voluntad del pater familias e imponer su derecho de venganza, matando a Amón para
limpiar con su sangre la deshonra de Tamar, a quien entrega el cadáver de su agresor:
30
Como apunta Saturnino Rodríguez, el especial afecto que David siente por Amón se hace patente desde
las primeras escenas de la obra, así como la distancia existente entre padre e hija: «Esta actitud de amor
hacia sus hijos se presenta desde el principio mismo del drama en la primera escena del Acto I. En esta
escena todos los hijos, excepto Amón, están presentes para recibir a David, que vuelve triunfalmente a
Jerusalén después de su Victoria contra los Mohabitas. Cada uno de los cuatro hijos (tres hijos varones y la
hija Tamar) saluda a su padre con un diferente calificativo. […] David, a su vez, los saluda […] y los abraza
dos veces a cada uno. Empieza por Salomón, y sigue con Absalón, Adonias y Tamar, y la segunda vez
comienza por Adonias y sigue por Salomón, Absalón y Tamar. En ambos casos Tamar es la última. Este
detalle se podría interpretar como una preferencia de David hacia los hijos varones. […] Le preocupa más
la ausencia de Amón que la presencia de todos los demás hijos, hasta el punto de que no quiere retirarse a
descansar hasta haber visto a Amón. […] David trata inmediatamente de levantar a Amón de su postración
melancólica diciéndole que un príncipe heredero de Israel no debe dejarse abatir por el hado y la fortuna y
cuando conoce la tristeza de Amón, aunque no la causa de esta, le ofrece para aliviarla todo lo que tiene.
[…] Vemos aquí por una parte la grandeza de corazón y por otra la debilidad de David por el primogénito»
(1980:105–107).
160
TAMAR Gracias a los cielos doy,
que no lloraré desde hoy
mi agravio, Absalón valiente.
Ya podré mirar la gente
resucitando mi honor,
que la sangre del traidor
es blasón del inocente.
Quédate, bárbaro, ingrato,
que en venta lo tiene puesto
su sepulcro el deshonesto:
en la mesa, taza y plato.
31
En la tragedia solo aparecen cinco de los veinte hijos que tuvo David, siendo entonces Absalón su
segundo hijo y no el tercero.
32
Absalón no es el único que aspira a gobernar Israel: su hermano Adonías tiene el mismo objetivo, como
demuestra la discusión que mantienen al inicio del acto segundo. Cada uno de los príncipes fundamenta su
derecho al trono, siendo el del hermano menor la elección meritoria y la del mayor la sucesión lineal.
161
En Los cabellos de Absalón, el hado opera sobre David y sus descendientes a
través de las leyes del honor, las cuales se alían con la ambición de Absalón y le ofrecen
una legítima razón para asesinar al sucesor del rey, débil obstáculo que lo separa de la
corona; el fratricidio desemboca en una guerra civil, escenario donde el príncipe se
reunirá con el destino que le auguró Teuca y que él malentendió, muriendo ensartado «en
alto por los cabellos» (1989:218). Su padre llorará su muerte, todavía sin entender que
también él es responsable de la tragedia de su linaje, pues fue su amor paternal lo que
desencadenó la tragedia:
El rey debería poner coto a los excesos filiales, especialmente a los de Absalón,
conspirador rebelde que ambiciona la corona. Pero David no actúa como rey sino como
padre, olvidando que, según reza el título de una comedia de Rojas Zorrilla, No hay ser
padre siendo rey: al escuchar una historia de la pitonisa Teuca sobre un hijo asesino de su
hermano, simpatiza con el caso ficticio y la emoción de la supuesta madre que aplica a
las propias circunstancias, olvidando que anteriormente él mismo ha desautorizado a la
adivina –inspirada por un espíritu diabólico– y olvidando que si la historia de Teuca se
refiere a una madre particular, él, David, no es un padre sino un rey. Perdona, en suma, a
Absalón, asesino de Amón, provocando los males posteriores, al ignorar que la autoridad
suprema debe tomar en ocasiones una decisión política en bien de la comunidad, y no es
libre de traspasar ciertos límites de la clemencia (Arellano, 2011:22).
162
misericordia predicada por los evangelistas y recordada por numerosos moralistas y
autores:
Refiérenos el sagrado Evangelio por san Mateo, en el capítulo quinto, y san Lucas en el
sexto: «Perdonad a vuestros enemigos y haced bien a los que os aborrecen». Habéis de
considerar lo primero que no dice haced bien a los que os hacen mal, sino a los que os
aborrecen: porque, aunque el enemigo os aborrezca, es imposible haceros mal si vos no
quisiéredes. […] Todo cuanto mi amigo me diere, siendo temporal, es inútil, vano y sin
sustancia. Mas, mi enemigo, todo es grano; todo es provechoso cuanto dél me resulta,
queriendo valerme dello. Porque del quererme mal saco yo el quererle bien, y por ello
Dios me quiere bien: si le perdono una liviana injuria, a mí se me perdonan y remiten
infinito número de pecados; y si me maldice, lo bendigo; sus maldiciones no me pueden
dañar. […] ¿Cuál, si pensáis, es la causa de tan grande maravilla y la fuerza de tan alta
virtud? Yo lo diré: de que así lo manda el Señor, es voluntad y mandato expreso suyo. Y
si se debe cumplir el de los Príncipes del mundo, sin comparación mucho mejor del
Príncipe celestial, a quien se humillan todas las coronas del cielo y tierra (Alemán,
2015:184-185).
33
La mayoría de las víctimas de honor que se «vencen a sí mismos» optan por desterrar al agresor; esta
solución –presente dentro del corpus de tesis en El galán fantasma y El encanto sin encanto– les permite
remover el elemento disonante y devolver la estabilidad social sin atacar los principios de caridad y
magnanimidad que se les exigen como nobles.
163
ALBEDRÍOS FEMENINOS E INMISERICORDES VOLUNTADES PATERNAS
34
Para Basilio existen dos líneas temporales: el presente en el cual transcurre la Comedia y el futuro, el
cual, dada su condición de astrólogo, ya ha experimentado: cuando el rey encierra a Segismundo en la torre,
lo hace como castigo a unos hechos que no se han producido todavía para el resto de personajes, pero sí
para él.
164
El conflicto familiar presente en La cisma no es el prototípico que se da entre
padres e hijas porque en estos tiene un papel primordial la subordinación de la dama.
Como reina, Ana pertenece a un estamento superior, por lo que la relación de poder
cambia, sin contar la circunstancia de que como mujer casada la autoridad de su padre
sobre ella es prácticamente nula al formar parte de otro núcleo familiar. Por esas razones,
son Dorotea y Julia, tristes protagonistas de La niña de Gómez Arias y La devoción, las
que mejor ejemplifican este tipo de enfrentamientos, que no se originan por acciones
pasadas como en el caso de los varones, sino por los venideros; su rechazo al futuro que
sus predecesores les imponen las llevará a revelarse, sin saber que su atrevimiento les
traerá funestas consecuencias.
165
honra familiar –custodiada en última instancia por su hermano y su padre–, este es capaz
de justificar, mediante la manipulación de los límites de las leyes de honor, el
enclaustramiento de su hija por ser la única medida capaz de evitar un matrimonio
desigual que desvirtuaría su linaje. Julia acepta el poder que su padre tiene sobre su vida,
pero niega su control sobre su el libre albedrio que Dios le ha dado:
The patria potestas is a matter of law, but Julia reduces it to its theological basis and
infers therefrom its limitations. God created secondary causes, and among them the
authority of fathers over children, but he also created the free-will as something
independent of secondary causes. The authority of a father, therefore, extends over the
domain of secondary causes, namely, over the property, body or life of a child, and he
cannot be questioned within that area (at least, by the child, whose obedience must be
absolute), but he has no authority over the free-will (Entwistle, 1948:474).
166
Trento fue claro en este aspecto al condenar con excomunión mayor a quien «obligase»
a tomar hábito contra su voluntad; pero dejó varias leyes expeditas para que se pudiera
influir sobre la posible e infeliz profesa, bien por la insistente persuasión de los padres,
consejos eficaces que deben interpretarse como órdenes a acatar y más para la hija, cuya
misión era la obediencia y el sacrificio «a favor de los padres»; bien por su intención de
hacer criar a la niña / futura profesa en la educación de la comunidad religiosa si su
carácter era permeable y su ánimo receptivo. Esta última circunstancia podría explicar
por qué tantas «chiquillas» de corta edad eran ingresadas como postulantas, luego al
noviciado y a los dieciséis tomaban la profesión, haciendo los votos reglamentarios
(Pazzis Pi Corrales, 2010:16-17).
167
forajidas, Julia recurre al bandidismo como respuesta a una sociedad que la desprecia,
afirmando su dignidad –su libre albedrío– mediante una conducta abiertamente anti-social
(1974:110). Para comprender sus decisiones hay que entender las circunstancias en las
que se ve adscrita: abandonada por su padre y convencida de que Dios le ha dado la
espalda, Julia no tiene hogar al que volver. Ha «dejado de ser quien era» en el momento
en que cede a los intentos de Eusebio; ya no hay lugar para ella, porque Julia ya no es
nadie, solo una mujer deshonrada sin nadie que pueda restituirla. Deja atrás su pasado
como dama y abraza el bandolerismo para sobrevivir, no por sentimentalismo o por
neuroticismo. Se rebela contra las convenciones que le impone una sociedad dirigida y
pensada para los hombres (1974:130), sobreponiéndose a su situación y acercándose a su
salvación a medida que se adentra en la criminalidad. La respuesta social a su decisión
no se hará de esperar: a la que revela su identidad delante de Curcio, este se abalanza
sobre ella para matarla. No hay lugar para una forajida deshonrada en el mundo de los
hombres, en su sistema del honor de sangre; solo en el Cielo que le abre la Cruz y su
arrepentimiento puede estar segura, y en él desaparece para poder seguir existiendo.
168
siquiera de asimilar la situación, mas el lector-espectador no necesita de sus lamentos
para saber lo que ocurrirá si nada estorba los planes de don Juan y don Luis: la dama se
lamentará en privado de su situación, clamará contra su destino y aceptará, por miedo o
por deber, el casamiento concertado. Dorotea no tiene voz en esta escena, pero pueden
prestársela otra de las numerosas protagonistas calderonianas que se enfrentan a su misma
suerte:
169
la ha sacado» (1969o:809). La reputación de don Luis está perdida no tanto por el
secuestro de su hija, sino por la condición de su secuestrador, un soldado raso sin méritos
ni reconocimiento. Casarla con él, única restitución pacífica posible, limpiaría la afrenta
de la huida, pero deshonraría su linaje. Humillado, don Luis procura mantenerse sereno
y prudente mientras trata de dar con el homicida de su honor. A pesar de que su ira parece
dirigida mayormente al galán, será Dorotea la primera víctima de su venganza: en el
instante en el que la ve intenta asesinarla, olvidando el decoro que le debe a don Diego y
al sagrado de su hogar. Los gritos de la dama –«¡Qué me da muerte mi padre!
(1969o:815)»– alertan a Arias, que vuelve a llevársela al confundirla con Beatriz. De
nuevo burlado, a don Luis no le quedará más remedio que hacer pública su vergüenza a
la reina Isabel I, esperando que su intervención le permita restituir su doblemente
insultado honor:
170
tipo de justicia externa puede aplicarse sobre ella. Es tras verla segura, protegida en su
condición de esposa y con su honor intacto, cuando la reina manda ejecutar a Arias por
cometer la impiedad de venderla; la víctima queda perdonada y el auténtico culpable
castigado, algo poco usual en el teatro barroco pero frecuente en el calderoniano cuando
son las monarcas las que se alzan como protectoras del honor femenino.
Una de las características que separan a Calderón del resto de dramaturgos áureos
es la profundidad y continuidad con la que trató la dicotomía libertad / destino. Esta
temática, representada de numerosas formas y en multitud de perspectivas, fue
principalmente encauzada a través del enfrentamiento entre un rey tirano y su
descendencia, y encontró su más perfecta expresión en La vida es sueño; Segismundo es
el más famoso heredero enfrentado con su predecesor, pero sus pesares son compartidos
por numerosos personajes, entre ellos las protagonistas de Las cadenas del demonio y Los
tres afectos de amor, prisioneras como él de su horóscopo y de su padre. El conflicto
dinástico de La vida es sueño se aligera en estas dos Comedias, que varían sutilmente de
rumbo para acercarse a orillas más religiosas, sociales o sentimentales que su antecesora.
El nacimiento de Irene está teñido de malos presagios: los sabios han examinado
su futuro en las estrellas para solo encontrar en él «robos, muertes, distensiones, / bandos,
tragedias, incendios, […] / ruinas y escándalos». Los dioses de Armenia han maldito a la
princesa al ser «el principal instrumento» que los destruirá junto con el imperio, viéndose
sometidos por la «[…] nueva ley de un dios / superior a todos ellos» (1969q:646). Ante
semejante amenaza, el rey Polemón decide intervenir, desencadenando con sus acciones
el hado contra el que se enfrenta:
171
Que en esta torre, fundada
en los ásperos desiertos
de Armenia, viva, si acaso
vive quien vive muriendo.
172
SELEUCO Hallé, digo, que teniendo
en tu horóscopo contraria
influencia tu hermosura,
peligro te amenazaba
de violenta muerte, siendo
tu gracia ella y tu desgracia.
Sangriento fiero homicida
contra ti traidoras armas
previene. […]
A esta causa,
viendo ser tu perfección
tu peligro, retirarla
quise a los ojos del mundo.
173
hado le ha asegurado la muerte violenta de Rosarda, pero el padre, incapaz de entender
que nadie nace ajeno a la sombra de la muerte, decide tenerla custodiada. Al final, lo que
las estrellas vaticinaban era el intento de asesinato llevado a cabo por su primo Arteo y la
despechada Ismenia, y la sangre que salpica el rostro de la princesa tras el fallido disparo.
Ante este resultado, tan inocuo en comparación a lo que había imaginado, el asombrado
rey solo puede celebrar que lo que el destino «prometió sangriento / vino a ejecutar
benigno» (1969r:1212).
En los hogares en los que falta la figura del pater familias, la posición de más
poder dentro de la jerarquía familiar pasa a ser ocupada por los hijos varones, los cuales
obtienen con el cargo la obligación de velar por el honor de las mujeres de su casa, con
especial atención al de las casaderas. Las hijas, por consiguiente, se ven o bajo una doble
autoridad en el caso de familias completas como Julia, custodiada por Curcio y Lisardo,
o subordinadas a sus hermanos, los cuales pueden llegar a ser más recelosos de su honra
que un padre o incluso que un marido. Las tensiones intrafamiliares que se producen en
estos casos son la base del argumento de La dama duende y Casa con dos puertas mala
es de guardar, comedias hermanas que comparten año de escritura y tipo de protagonista.
Dentro de las numerosas similitudes existentes entre Ángela y Marcela, lo más relevante
en ellas es su principal diferencia, esto es, su estado civil.
174
encontrarse de repente «con dos hermanos casada» (2011c:126), con una existencia
llevada «tan de secreto, que apenas / sabe el sol que vive en casa» (2011c:121). Confiado
en la eficacia de sus cuidados –a los que les suma la ingeniosa invención de la alacena–
don Juan decide invitar a don Manuel, íntimo amigo con el que se encuentra en deuda al
haber sido herido por don Luis.
Los moralistas y la sociedad eran muy rigurosos con ellas. […] Se las miraba con recelo
porque podían suponer ejemplos distorsionantes para las demás mujeres. Juan de Pineda
indica: «tenemos más que hacer en guardar una viuda, que cuatro doncellas, por la
licencia que tienen de usar de su libertad». Vives señala […] que las viudas deben estar
encerradas y «si alguna vez tienen que salir de casa que salgan muy cubiertas, tarde,
acompañadas de dueña», y además que vayan por sitios donde no haya gente aunque
tengan que dar más vuelta. Les advierte que no hablen mucho con sacerdotes so color de
devoción. […] Francisco de Osuna sostiene que las viudas deben vestir humildemente, y
que lo mejor sería que llevaran hábito porque han de ser reducidas todas al estado de vejez
[…]. Juan de Soto sostiene que las viudas han de estar muy recogidas, tener el rostro
amarillo y penitente, y oler a incienso. […] Guevara se compadece de ellas: a las mujeres
después de viudas no les es lícito andar fuera, ni salir de casa, ni hablar con los extraños,
ni negociar con los suyos, ni conversar con los vecinos, ni pleitear con los deudores, sino
que conforme a sus tristes estados «se han de tapiar en sus casas, y se han de encerrar en
sus cámaras, do tienen por oficio regar los estrados con sus lágrimas, y romper los cielos
con suspiros» (Vigil, 1986:195-197).
175
Si los moralistas encuentran razones para defender el encierro de las viudas, en la
comedia se encuentran también voces que justifican los rigores de don Juan y don Luis;
en la consolación que Isabel le da a su señora se advierten los temores de una sociedad
que, sin saber cómo gestionar la viudez femenina, solo puede esconderla en aras de evitar
situaciones que pudieran comprometer determinados preceptos sociales35:
35
«Los moralistas no eran partidarios de que los viudos contrajeran segundos matrimonios. […] Este
empeño obedecía a la mentalidad clerical, de acuerdo con la cual, la represión sexual, la perfección
individual y el orden social son inseparables. Para los moralistas una sociedad ideal y perfecta hubiera sido
la que se aproximara a su idea del mundo angélico […]. En general, veían el matrimonio como un mal
necesario para asegurar la reproducción. Y pensaban que los que habían estado casados una vez ya habían
hecho su contribución genética a la Historia. […] Eran contrarios a que se celebraran segundas bodas, tanto
hombres como mujeres. Pero ponían más énfasis en que no se volvieran a casar las mujeres porque hacían
una especie de traslación hacia el futuro de la fidelidad debida al marido y del derecho exclusivo de este al
uso del cuerpo de su mujer» (Vigil, 1986:198–199).
176
disfraza su identidad y se convierte en una dama duende sin nombre y, por lo tanto, sin
responsabilidades de clase o de estado. La presencia que deja notas y revuelve la alcoba
no es una viuda, ni siquiera es humana; la máscara del duende le permite dejar de ser
quien es y actuar con una libertad hasta entonces desconocida intramuros de su cárcel.
Solo cuando se revele tapada ante don Manuel empezará su vida a correr peligro,
acercándose el peso de la realidad y el deber a medida que la obra llega a su fin.
De más libertad dispone Marcela en Casa con dos puertas, aun siendo su grillete
un hermano igualmente severo y obsesionado por el honor. Don Félix también cree en las
ventajas del encierro, dando por hecho que su honra está a salvo siempre y cuando
permanezca oculta de posibles agravios. Al igual que en La dama duende, la futura afrenta
se materializa en un apuesto caballero al que, por las leyes de la cortesía inherentes a su
condición de noble, el receloso hermano ha de admitir en su casa. Sin alacena, en una
pequeña habitación escondida y con la prohibición de ser vista se encuentra la dama
durante toda la estancia de los visitantes. El veto de don Félix anima más que amedranta
a Marcela, que acaba fijándose en el galán incitada por la curiosidad; tan infructíferas
como a don Luis y don Juan le resultan a Félix sus protecciones de honor, pues son ellas
mismas las que acaban uniendo a los amantes:
177
Marcela aprovecha que su encierro no es tan férreo como el de Ángela 36 y se cita
con Lisardo en casa de su amiga Laura, espacio ajeno a la influencia de don Félix que la
protege al tiempo que le permite obviar sus responsabilidades familiares: mientras se hace
pasar por la dueña de la casa, la dama puede dejar de ser «Marcela», la hermana
custodiada, para ser simplemente una «mujer noble» sin identidad ni más ataduras que
las de la honestidad y el decoro; para ella, la casa de Laura se asemeja a un escenario en
el que le es posible actuar como ella quiere en vez de como su hermano le impone. Sin
embargo, su escenario es un espacio connotado, ya que no deja de ser la vivienda de una
noble: así como Ángela podía romper las leyes del decoro al interpretar el papel de un
duende, Marcela tiene un código de conducta de respetar; puede dejar de ser ella misma,
pero no le es posible «dejar de ser quien es». Ese condicionante le obliga a descubrir su
rostro, a responder determinadas preguntas incómodas sobre su relación con Félix y, lo
más importante, la expone a los peligros del honor:
Sea dentro o fuera del hogar, Marcela y Ángela son culpables de un mismo delito
de desobediencia. Al hacerlo, se han enfrentado a la autoridad del familiar que las guarda,
deshonrándolos tanto por no respetar sus órdenes como por reunirse con un hombre sin
36
Aun cuando el encierro de las doncellas fue defendido por algunos moralistas –siendo ejemplo de ellos
Juan de la Mora y Alonso de Andrade (Vigil, 1986:21)–, la mayoría de ellos consideraban adecuado dejarlas
salir con vigilancia, centrando sus esfuerzos en definir qué actitud y modales debían mantener durante sus
paseos. Esta concesión se debía en gran parte en las grandes dificultades que encontraban a la hora de
casarse las muchachas que habían vivido encerradas pues, al no haberse relacionado más que con familiares,
carecían de la «desenvoltura» y la «mínima gracia» (Vigil, 1986:24) que se esperaba de ellas. Para no
frustrar las posibilidades matrimoniales de Marcela, don Félix debe permite salir y mantener amistades
ajenas al círculo familiar.
178
su consentimiento. En el momento en que don Juan y don Félix se descubren burlados –
y por ello deshonrados– deciden limpiar la afrenta matando tanto a su «infame»
(2011c:316) y «vil» (1960b:308) hermana como al amigo que, sin saberlo, los ha
ofendido. Es particularmente interesante ver los razonamientos de honor que mantienen
Luis, Juan y Félix a lo largo de las escenas finales de la obra, caracterizadas por la rapidez
con la que sucede todo y donde el sentimiento principal es la ira: los hermanos amenazan
con la espada a Ángela y Marcela movidos por la vergüenza, pero no olvidan «quien son»,
es decir, las obligaciones estamentales que tienen con su adversario. Ese código entre
caballeros hace que Luis se niegue a entrar en la habitación donde está encerrada la pareja,
porque «[…] matarle entre los dos será hazaña / muy cobarde, y aun será / vil traición y
no venganza» (2011c:317); en el caso de don Félix, el poder que tiene sobre la vida de su
hermana queda neutralizado por el sagrado que le garantiza Lisardo, obligado por su
condición de noble a «defenderla y ampararla / por mujer» (1960b:308).
179
al principio. En ese aspecto, ambas obras son un ejemplo del doble rasero con el que el
honor juzgaba a hombres y mujeres, puesto que las mismas situaciones que para ellas son
motivo de murmuración y amonestación resultan para ellos perfectamente normales: en
La dama duende, Ángela se escapa para ir a ver el Hero y Leandro de Antonio Mira de
Amescua; al salir del corral se entretiene hablando, y es entonces cuando don Luis se la
encuentra y, viendo a sus amigos reunidos alrededor de una tapada tan «airosa»
(2011c:119), decide acercarse. Formar parte de semejante reunión en plena plaza y,
posteriormente, perseguir una mujer por la calle no supone una vergüenza para él, y si
bien se decide a seguirla para ver si la reconoce, su comportamiento sigue siendo
reprobable dentro del impecable código de conducta que impone en su casa. Más adelante,
cuando le refiera lo sucedido a su hermana, esta clamará contra de las «mujeres
tramoyeras» (2011c:133), salvaguardándose al comentar que seguramente la tapada no
sabía quién era su perseguidor, y que solo huía para ser seguida. Su respuesta deriva en
un fantástico diálogo que pone en relieve la ironía de la viuda, su conocimiento de lo que
espera de ella y el ideal que don Luis pretende imponerle:
Más ostentosas son las faltas de don Félix, quien tampoco tiene reparos a seguir a
desconocidas. La amorosa persecución le reporta más beneficios que a su compañero,
pues consigue descubrir quién es la dama y dónde vive; una vez resuelto el enigma,
empieza a cortejar a Laura, avanzando su relación hasta el habitual intercambio de
palabras a través de una reja:
180
fueron de venturas tales
la noche y jardín; que solos
a los dos quise fiarme.
181
LA PROTECCIÓN MATERNA Y EL SUEÑO DE LA LIBERTAD
(Vega, 2006:146-147)
37
Véase Menéndez y Pelayo (1880); García Lorenzo (2012); Caballero (2019) y Schevill (1918).
182
molestia a la cual ha alejado de su lado, y el rechazo que siente por él es conocido por
todo el reino:
183
ferocidad y coraje que la impulsa a gobernar. Sin experimentos iniciáticos, Semíramis
llega a la corte como reina y sin que nadie le haya enseñado a «ser quien es», por lo que
nunca ha de amoldarse al papel secundario que el mundo de los hombres fuerza sobre las
damas nobles; la llegada de su heredero a Babilonia es el desencadenante que cambia su
significación social y le impone su rol natural de mujer, relegando su psique varonil al
silencio de sus habitaciones de viuda. Por esa razón se viste de varón y suplanta la
identidad de su hijo, para volver a entrar en el espacio del poder que se le veta,
reconociendo a Ninias como sucesor solo en su lecho de muerte: «Yo, si el reino te quité,
/ ya te restituyo el reino» (2009:320).
184
Liríope mantiene a Narciso encerrado en la cueva –extensión alegórica de su
vientre– para protegerlo e impedir su crecimiento: mediante el control del entorno, la
madre fuerza un estado infantilizador sobre su hijo, manteniéndolo en un estado de
inmadurez y dependencia que impide el desarrollo de los instintos básicos de la pubertad,
castrándolo simbólicamente para alejarlo del deseo sexual que amenaza su vida. Para
impedir que los hados se cumplan, Liríope no solo separa a Narciso de la colectividad,
sino que pretende anular sus sentidos, siendo el resultado de su crianza un cruce entre
hombre y niño débil e ignorante, plagado de miedos e incapaz de sobrevivir más allá de
su cueva, como demuestra su corta estancia en la aldea.
185
Entre Eco y Narciso y El monstruo de los jardines pueden establecerse ciertos
paralelismos más allá de su argumento libertad / destino, como la anulación de la propia
naturaleza y el impulso del amor como desencadenante de lo trágico: Narciso reprime sus
sentimientos e impulsos para evitar ceder a la hermosura que lo amenaza, mientras que
es la condición masculina de Aquiles lo que lo precipita a la muerte. Tetis ha leído en las
estrellas que las Moiras sitúan el fin de su hijo en la guerra de Troya, conflicto al que
pretende arrastrarlo Ulises y al que, como hombre, Aquiles no puede ignorar. Para alejarlo
del rey de Ítaca, la nereida cubre a su hijo en ropajes de mujer y lo envía a Gnido
suplantando la identidad de Astrea, fallecida prima de Deidamia. La pasión que Aquiles
siente por la dama lo lleva a renunciar a «nombre, ser, honor y fama» (1969h:2000),
matando parte de su identidad para poder vivir cerca de su hermosura. Sin embargo,
Aquiles no encuentra en el reino de Polemio la felicidad que ansía, pues tampoco allí
puede ser libre: correspondido por su amada, el exterior femenino de Astrea obliga a la
pareja a mantener sus amores en secreto, situación que se hace insostenible en el momento
en el que llega la petición de matrimonio de Lidoro; es entonces cuando el hijo de Tetis
se da cuenta de que ha huido de la muerte en vida de la gruta por una vida a medias con
Deidamia, anhelo que no puede conseguir disfrazado y que perderá si se descubre como
hombre:
186
AQUILES Fortuna, piérdase todo
día que a Deidamia pierdo. […]
Así yo, habiendo dejado
la nupcial ropa de Venus,
solo túnicas de Marte
vestiré […].
Adiós, teatro funesto
donde mi primer amor
representó sus afectos.
Adiós, bastardos adornos
de mi cautela instrumentos.
Adiós flores, adiós fuentes:
adiós Deidamia.
38
En la obra solo es relevante parte del horóscopo de Perseo, sin que llegue a especificarse que la tiranía
de Acrisio se origina por el temor que siente a que se cumpla el oráculo de que su nieto lo asesinará. La
Comedia se aleja del componente trágico y se centra en el heroico, augurándose solamente sus futuros
triunfos a través del Polídites: «Ha de venir una beldad a ellos, / madre de un joven que ha de enriquecellos
/ de triunfos de que el sol será testigo» (1969m:1647).
187
POLÍDITES Porque has de saber, Perseo,
que eres de sangre tan alta
que en aquesta obligación
me pone el cielo […].
Y así, pues con tus sucesos
hoy mis sucesos se enlazan,
dándose la mano a un tiempo
tu noticia y mi esperanza.
Hoy en día sabemos que las fechas no encajan en la segunda hipótesis. El plan de enviar
a Diego a México se puso en marcha en abril de 1608, cuando Dorotea (bautizada el 4 de
marzo de 1598) acababa de cumplir diez años. El Francisco, de dieciocho, que le
acompañó pudo haber sido Francisco González, en cuyo caso no había sido expulsado
todavía de casa. Podría aducirse, no obstante, que el padre pensó que en torno a marzo de
188
1608 había sucedido algo que provocó el envío inmediato de Diego y Francisco a México,
y el traslado de Dorotea a Toledo cuando se supo con claridad que estaban pensando en
regresar a España; pero suponer que Francisco, a sus dieciocho años, abrigaba realmente
planes respecto a Dorotea, de nueve, con la connivencia de su hermano, de once (Diego
fue bautizado el 21 de abril de 1596), resulta excesivo para nuestra imaginación. La
explicación más segura es, tal vez, que años después, cuando el poeta elaboró argumentos
a partir de relaciones familiares problemáticas, se dio cuenta de las posibilidades de
desastre que habían existido en su propia familia y desarrolló en su imaginación una
situación que no se había dado en la realidad (Cruickshank, 2011:100).
Más probable que un incesto es la posibilidad de que los hermanos, cada uno por
su parte, hubieran hecho algo que disgustara a su padre y motivara su salida del hogar
familiar. Ciertamente, parece la premisa más viable si se tienen en cuenta los documentos
que se conservan de don Diego, en los que aparece retratado como un hombre autoritario
y propenso a la venganza que intentó controlar a sus hijos incluso después de morir: en
su testamento advierte a Diego que si se llegaba a casar con alguna de sus primas o «con
una persona con quien me dijeron trataba dello» (Cruickshank, 2011:96) sería a costa de
su herencia, amenaza dirigida también a Francisco: «Y a él le mando expresamente no se
case con aquella mujer con quien trató de casarse, y si lo hiciere y conforme a las leyes
le puedo desheredar de todo, lo hago» (2011:97). A Pedro Calderón –que por aquel
entonces tenía quince años– no le impone ninguna condición matrimonial, pues dos años
antes ya se había decidido que no iba a casarse; su lugar estaba en la capellanía que su
abuela materna, Inés de Riaño, había fundado en la iglesia de San Salvador. No parece
que don Diego tuviera en cuenta la voluntad de su hijo cuando, preparándolo para su
futuro cargo de primer capellán, lo matriculó en Derecho Canónico en la prestigiosa
universidad de Alcalá de Henares en 1614, estudios que abandonaría en el instante en que
su padre falleciera:
La muerte prematura del padre tuvo al parecer como consecuencia su decisión de lanzar
una nueva apuesta en lo referente a su carrera; en vez de regresar a Alcalá para licenciarse
en Derecho Canónico, se matriculó en diciembre en Salamanca, donde se podía estudiar
también Derecho Civil. Quizá influyeron en él consideraciones de tipo económico, pero
no deberíamos desestimar la posibilidad de que Pedro reaccionara ante el final de lo que
consideró una tutela opresiva por parte de su padre. Al fin y al cabo, el padre había
supuesto, sin duda, en su testamento que su muerte no dejaría a Pedro sin el dinero para
proseguir su formación universitaria. Si aquel no era otro más de sus errores de cálculos
económicos –y la continuación lo fue–, el hecho de que Pedro no regresase a Alcalá para
el segundo trimestre parece un rechazo deliberado de los deseos de su padre
(Cruickshank, 2011:101).
189
El dramaturgo empezó su andadura literaria tras la muerte de su padre. Quizá este
no habría aprobado que un hijo suyo se hiciera poeta, quizá no sintió la necesidad de
escribir hasta que se quedó huérfano. Sea como fuere, sobre 1617 1620 se publican sus
primeros poemas (Cotarelo, 2001:81) y en 1623 su primera Comedia, iniciando un
extenso corpus dramático en el que forzosamente, hubo de volcar parte de sus
experiencias personales. Calderón representó de forma recurrente los conflictos que
genera el exceso de autoridad, especialmente dentro del ámbito doméstico: de las cuarenta
obras que recoge esta tesis, dieciséis presentan un enfrentamiento entre miembros de la
misma familia. Dada la similitud que existe entre ellos, es más que probable que la
despótica figura paterna que construye el dramaturgo sea un reflejo de su propio padre,
encontrándose entonces en el hijo rebelde una parte del mismo Calderón y sus hermanos,
todos ellos víctimas de las malas decisiones de su progenitor:
No basta con alegar que se trata de opiniones modernas anacrónicas o que las familias del
siglo XVII esperaban que los padres fueran dominantes; dominante no tiene por qué
significar destructivo. En las obras de Calderón hay muchos padres cuya actitud
dominante echa a perder o destruye las vidas de sus hijos. El tema constituye casi una
obsesión. Las madres dominantes son más raras que las que mueren en el parto o poco
después (las madres de Segismundo, Semíramis, Rosarda, Leonido, Heraclio, Adonis y
Justina), por lo cual parece posible que el joven Pedro acusara a su madre en su
subconsciente por haber muerto de ese modo, dejando así vía libre por lo menos a algunas
desgracias familiares, sobre todo las de una madrastra hostil y los pleitos subsiguientes.
Pedro no habría sido un caso único de este tipo de inculpación subconsciente
(Cruickshank, 2011:100-101).
Diego Calderón había de ser algo más que un padre tirano, como más que eso lo
fueron aquellos que salieron de la pluma de su hijo. Curcio y Basilio, por ejemplo, son
hombres complejos, llenos de miedos, dudas y arrepentimientos. El escritor no solo no
juzgó a sus personajes, sino que procuró constantemente evitar reducirlos a simples
arquetipos de venganza, dándoles una dimensión tan rica que el lector-espectador no
puede evitar sentir una punzada de compasión por ellos; si Calderón acabó usando la
escritura como método catártico, parece plausible pensar que, de alguna forma,
comprendió a su padre y denostó sus métodos, actuando, cuando la vida le puso en la
misma situación con la llegada de un hijo ilegítimo de forma totalmente opuesta a la de
don Diego (2011:102).
190
Dejando a un lado la lectura biográfica, es comprensible a nivel dramático el uso
constante del conflicto familiar como marco de la acción por su nivel de significación. En
cierto sentido, en Calderón la familia es una estructura metateatral, pues sus integrantes
–los protagonistas– se ven forzados a interpretar un papel –el que les marca el ideal del
honor– delante del resto de personajes; una de las Comedias que más permite ver este
doble juego de ficción es La dama duende, donde Ángela es un personaje calderoniano
que a su vez interpreta el papel del «duende» y el de «perfecta viuda» con el fin de conocer
a don Manuel sin deshonrarse a sí misma y a sus hermanos. Adicionalmente, el que la
jerarquía familiar del Seiscientos fuera un reflejo de la estamental permitía convertirla en
un microcosmos sobre el que actuaban las mismas fuerzas, amenazas y deseos que se
percibían en España, revelándose a través de una confrontación paternofilial todos los
poderes y debilidades del Estado. Por todo esto, los diferentes enfrentamientos entre
familiares reproducen problemáticas específicas, todas ligadas con el tema del honor; por
ejemplo, la problemática del honor estamental restitutorio es representada a través de los
conflictos paternofiliales y fraternales, ahondándose en cada grupo una tensión de honor
específica: en el primer caso, el pater familias se ve obligado de castigar al hijo que ha
deshonrado su linaje, cumpliéndose la amenaza del filicidio si no se encuentra otra vía de
limpieza como el matrimonio; en las disputas con hijas, el foco del conflicto se desplaza
hacia el futuro ya que se centran en el desproporcionado control que los padres ejercían
sobre las doncellas, decidiendo su destino –más concretamente, su estado civil– sin tener
su consentimiento o tan siquiera valorar su opinión. Complementariamente, este tipo de
padre pretende imponer a sus descendientes, sean varones o mujeres, un ideal de
perfección filial contra el que los dominados acaban revelándose de algún modo.
Finalmente, en los hogares donde el hermano es el responsable de la dama y la honra
familiar las presiones del honor se extreman, dando como resultado el encierro de la
mujer.
Por más que los conflictos fraternales y los paternofiliales denuncian las tiranías
de la honra, este no es siempre una amenaza sangrienta o un atributo negativo; en las
obras libertad / destino, el honor aparece vinculado a la dignidad del individuo,
traduciéndose en su innato derecho a vivir de forma acorde a su posición y linaje. Esta
visión positiva del honor se encuentra reflejada en los enfrentamientos entre madres e
hijos –salvo en La hija del aire–, reyes y príncipes o princesas: por protección, los hijos
son apartados de la colectividad, impidiéndoseles así cumplir con su rol social; sin
191
propósito ni rumbo, estos personajes se encuentran anulados, en un estado de parálisis
permanente, en un «vivir muriendo» que solo puede superarse mediante el
restablecimiento de su legítimo lugar en el mundo, encontrándose entonces con su honor,
esto es, con su significado trascendental. Sin embargo, la contextualización positiva del
honor no elimina las cadenas que la reputación y la fama imponen sobre los hombres;
claro ejemplo de ello el Aquiles de El monstruo de los jardines, que accede a ser quien
es y cumplir con su destino aun sabiendo que morirá en la guerra: «Ya voy Ulises,
aguarda, / que fama y honor pretendo» (1969h:2021).
192
VI. EL HONOR DE VIRTUD, ALMA DE EL ALCALDE DE ZALAMEA
Gloria no es otra cosa sino el renombre de mucha virtud. Honor es el acatamiento prestado
a la virtud excepcional. […] Dignidad es, o bien la buena opinión que tienen los hombres,
39
«Es, por consiguiente, la virtud un estado electivo que se encuentra en la condición media relativa a
nosotros, el cual se define con la definición con que lo definiría un hombre sensato. Y es una mediedad
entre dos vicios: el uno por exceso, el otro por defecto. Y lo es por el hecho de que los unos se quedan
cortos y los otros exceden lo conveniente tanto en las afecciones como en las acciones, mientras que la
virtud encuentra y elige el término medio. Por lo cual, en lo que toca a su entidad y a la definición que pone
de manifiesto su esencia, la virtud es una condición media, por más que con respecto a lo mejor y a la
excelencia sea un extremo» (Aristóteles, 2005:85-86).
193
granjeada en justicia por la virtud, o cierto decoro que asoma al exterior de la virtud, que
vive recatada en la más entrañable intimidad. Poder y reinar es tener a muchos, por cuyo
bien mires recta y desinteresadamente. Nobleza es ser conocido por hechos honoríficos,
y para el hijo de buenos, es mostrarse semejante y digno de sus padres (Vives, 1977:23-
34).
194
La sorpresa que la expresión «patrimonio del alma» causa en don Lope de
Figueroa es similar a la fascinación que ha despertado en la crítica; de entre los numerosos
artículos y estudios que hay sobre el concepto del honor en la obra, destacan, por su rigor
y alcance, los de Peter N. Dunn (1964), el primero en observar las implicaciones legales
que la respuesta de Crespo tenía en el drama ya que si bien el honor del villano tiene un
origen religioso, sus consecuencias van a afectar al orden jurídico y social del pueblo.
Pedro Crespo entiende la justicia y el honor de la misma forma, esto es, como un bien
inalienable al ser humano, pues le es natural y otorgado por un poder superior –sea Dios
o el monarca–, siendo ambos atributos los vínculos que lo unen con sus hermanos
cristianos. Esta concepción se asemeja a la idea de unidad que transmitió san Pablo en el
capítulo XII de la Primera Epístola a los Corintios, la cual es, según Dunn, fuente
fundamental del honor de virtud del villano (1964:80):
Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros
del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo
Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o
libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu. Además, el cuerpo no es un solo
miembro, sino muchos. […] Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos
en el cuerpo, como él quiso. Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el
cuerpo? Pero ahora son muchos los miembros, pero el cuerpo es uno solo. […] Antes bien
los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios; y a aquellos
del cuerpo que nos parecen menos dignos, a éstos vestimos más dignamente; y los que en
nosotros son menos decorosos, se tratan con más decoro. Porque los que en nosotros son
más decorosos, no tienen necesidad; pero Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante
honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los
miembros todos se preocupen los unos por los otros. De manera que si un miembro
padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los
miembros con él se gozan. (Iª Corintios, 12:12-26)
195
responder a las advertencias de don Lope –«¿Sabéis que estáis obligado / a sufrir, por ser
quien sois, / estas cargas?» (2011b:106)– y dejarle claro que su obligación de villano es
proporcionar a los soldados una hacienda; su fama y honra están exenta de tributos porque
no es un bien terrenal, y mucho menos de clase. Don Lope se admira ante semejante
respuesta, pero rápidamente la olvida: en sus dos primeras preguntas a Crespo, el cabo ha
dejado claro que para él el honor es un valor estamental ajeno a los villanos, por lo que
no entiende cómo el campesino, por rico que fuera, iba a poder «perderse» si no tiene
honor que perder en primer lugar:
196
Calderón hizo un trabajo excepcional en la caracterización de Crespo al hacer que
funcionasen en su personaje dos visiones aparentemente antagónicas de la vivencia social
y religiosa, puesto que el villano es cristiano viejo de ilustre linaje, y eso en sí mismo ya
le confiere honor. Su pureza racial es lo que debe garantizarle el respeto de los soldados,
no su dinero, y por esa razón, el rico campesino rechaza comprar una ejecutoria
simplemente porque no tiene sentido según sus principios: «Pues ¿qué gano yo en
comprarle / una ejecutoria al rey, / si no le compro la sangre?» (2011b:86). Lo
fundamental para él es la sangre, pero no la heredada, sino la cristiana. Su visión y porte
orgulloso provoca las burlas de los militares y en especial la de don Mendo, quien tiene
sangre hidalga pero la hacienda empobrecida; mas, ¿de qué le sirve al mezquino hidalgo
el título –comprado por su padre, por cierto– si no puede trabajar para mantenerse? Mendo
ha podido pagar su camino hacia la nobleza, pero sigue siendo la burla de Zalamea. Su
triste condición lo hace indigno de Isabel, de inferior condición pero de más honra, y la
«honra no la compra nadie» (2011b:86).
Toda la arquitectura dramática está diseñada para resaltar el honor del villano,
aunque este no sea perfecto. En él se considera presunción y vanidad lo que a los nobles
se les entiende como natural, esto es, la exhibición sin reparos de su honra. La «opinión»
de sus semejantes es una obsesión para el campesino tanto como lo es para los nobles
calderonianos –algunos capaces de matar a sus esposas para limpiarla–, algo que siempre
lleva en los labios: de las ocho veces que aparece el término en la obra, repartidos
equitativamente en el primer y tercer acto, en cinco es pronunciada por Crespo –primero
con orgullo, posteriormente en su súplica a don Álvaro–, una por Juan cuando le recuerda
a don Álvaro que los labradores también tienen honor y dos por el militar, burlándose en
ambos casos de las presunciones de padre e hijo. A través de los versos donde se
especifica la palabra «opinión» se advierte el crescendo del conflicto y se insinúa un final
semejante al esperado en las afrentas de honor entre nobles: secreto, bodas o muerte. La
naturaleza prudente de Crespo le inclina al secreto; sin embargo, muchos personajes saben
ya lo ocurrido, imposibilitándole la ocultación de «agravio tan manifiesto» (2011b:175).
El lector-espectador, acostumbrado a los estereotipos y resoluciones arquetípicas de la
Comedia Nueva, sabe que las bodas no pueden resultar una alternativa viable debido a las
diferencias sociales entre agresor y agredida, a no ser que el dramaturgo decidiera
decantarse por una vía más idealizada e igualar de algún modo a la pareja –como ocurre,
por ejemplo, en El perro del hortelano de Lope o en algunas de las Novelas ejemplares
197
cervantinas–; algo similar hace Calderón al hacer que sea la visión del honor de Crespo
la que tome las riendas de la situación:
A lo largo de su súplica, Crespo maneja dos conceptos básicos, esto es, la dignidad
de su familia y las obligaciones del militar. El anciano empieza preciándose de la
honestidad de su hija y esposa, concluyendo con sus propios cuidados. Este primer bloque
temático pretende convencer al capitán de que sí existe una igualdad entre él e Isabel, y
por lo tanto las bodas son una solución digna para las dos partes implicadas. El dinero
será, posteriormente, la amalgama que una el argumento basado en la nobleza del espíritu
con la nobleza de clase, recordando el alcalde su fortuna antes de admitir los distintos
«merecimientos» que gozan los hijos de caballeros y los de campesinos, pero rápidamente
añade que, al ser don Álvaro de linaje ilustre, nada pierden las futuras generaciones.
Conocedor del poder del dinero, le ofrece todos sus bienes terrenales a don Álvaro,
incluso su vida y la de su hijo, para que repare la opinión de Isabel y restablezca su honor
familiar: «Crespo has turned the other cheek to the Captain, offering him his own
dishonour (in the eyes of the world), offering indeed to become the mere thing which the
Captain has assumed him to be, if he will grant Isabel status and respect as a person»
(Dunn, 1960:100). El orgulloso labrador es capaz de renunciar a su «opinión», lo más
198
sagrado que tiene, para salvar la de su hija. La humillación física del anciano arrodillado
llega de esta forma a límites trascendentales:
Calderón shows what are the spiritual implications of Crespo's material offer. He is asking
the Captain to recognize what unites them both; begging the Captain to look to his own
Christian honour, to put himself right with his own soul and its patrimony, before God.
Not simply «mi honor», but «un honor», for the honour of Christians is a communion,
and although no man can destroy it, he can wound it, and all share in the common hurt
(Dunn, 1960:101).
If gold has not transformed Pedro Crespo, it has transformed his children […]. The first
we learn about Juan is that he plays «pelota» and, like a genuine Calderón noble, has lost.
[…] Unlike Juan Labrador, Crespo has no apparent objection to his son’s playing
«pelota». His quarrel with Juan takes up the matter of risk. According to the father, Juan
ventures more than cash when he makes bets he cannot immediately cover; he needlessly
endangers his reputation. […] The thematic unity of the apparently random progression
from a rich but always endangered harvest to a son who has come to ask his father to pay
his gaming debts is that gold is a noble metal which, when possessed in sufficient
quantity, raises the consciousness of the possessor from physical to metaphysical
preoccupations. «Opinión» is Pedro Crespo’s entirely aristocratic obsession. But he
wishes for his son to preserve his standing through peasant caution, never pledging more
than he can immediately pay. Yet Juan has moved far more deeply into aristocratic values
and knows that the noble, in wagering all, risks the loss of all (Ter Horst, 1981:307-308).
199
apostando busca en la ejecutoria la argumentación para desdecirse de sus obligación de
acoger soldados, «y redimir vejaciones / del sol, del hielo y del aire» (2011b:87), algo
que lo une a don Álvaro. Tanto el militar como el labrador entienden el estatuto de la
nobleza como un manto protector, una excusa que les evita enfrentarse a las penalidades
y los castigos. Por eso Juan, tan cerca del honor de la Comedia y tan lejos del de virtud
de su padre, no duda en esgrimir la espada contra su hermana, en una escena que
podríamos encontrar en numerosas obras de honor calderonianas. Juan sobrepasa sus
funciones y límites sociales dos veces intentando salvar su honor: primero ataca a un
oficial, algo impensable para un villano, y luego se hace heraldo del honor familiar,
función que corresponde a su padre. Por su imprudencia y arrogancia, Pedro acaba
encerrándolo hasta poder llevar a cabo sus planes (Jones, 1955:447); unos planes que, por
otra parte, nadie consigue comprender, porque el agraviado hace justamente lo contrario
a lo esperado y hace aún más pública su vergüenza al iniciar un proceso judicial que
expone a todo aquel que no lo supiere ya el estupro de Isabel. Crespo se sobrepone a su
papel de padre y pasa a sumir su función de representante de la ley, y publica su deshonra
para garantizar su desagravio. Como alcalde, sabe que don Álvaro, que tan confiado se
mostraba al tener la certeza de que sus delitos no iban a considerarse graves dentro de un
tribunal militar, pagará con su sangre la ofensa, quedando su honor nuevamente limpio.
Ante la noticia de lo sucedido, el poder militar se alza contra el villano que se atreve a
enfrentárseles, reencontrándose don Lope y Pedro Crespo en una escena muy similar a la
de su presentación:
200
El cabo y el alcalde siguen hablando en idiomas de honor opuestos. Figueroa
entiende la justicia como su justicia, representando el «esprit de corps» que asocia el
honor a la pertenencia de una institución más que a la clase social (Dunn, 1960:93). El
que su jurisdicción haya sido saltada por un vulgar villano es algo incomprensible para
él, aunque entienda los motivos que han llevado a Crespo a detener a don Álvaro; solo
desde la comprensión de que uno de sus oficiales se ha propasado tiene sentido su
promesa de restitución «Yo os sabré satisfacer, / obligándome a la paga» (2011b:192)–,
pero esta llega tarde y, probablemente, resultaría insatisfactoria para los ofendidos. El
alcalde condena tras un juicio al acusado, el padre queda vengado sin que haya caído en
venganzas personales a las cuales renunciaba a principios del acto tercero, y aplica su
justicia de forma imparcial, protegiendo a Isabel y encerrando a Juan. Cuando este pase
a ser un soldado más, queda bajo el mando de Figueroa y sale enseguida de prisión, hecho
que muestra una vez más la sobreprotección de los militares y la permisividad del cabo.
Si la obra concluyera de este modo, el final resultaría en exceso idealista y ajeno a la
dramaturgia de Calderón. Crespo sigue habiéndose propasado en sus funciones, y el
pronóstico social de Isabel no augura ser muy positivo aun cuando, en teoría, la afrenta
ha sido solucionada: la mancha que acompaña su reputación es demasiado grande y
notoria, y si bien en El alcalde de Zalamea se aboga por cambios y nuevas perspectivas
de entender las reparaciones y el honor, en ningún momento se olvidan las exigencias y
consecuencias de la nueva ley del mundo. La intervención ex machina del rey salva la
vida del alcalde y de toda Zalamea, contra quien iba dirigida la ira de Figueroa. La
justificación que el campesino da de sus acciones al monarca es paralela a su explicación
del honor a don Lope, estableciéndose una vez más una relación directa entre el primer y
el tercer acto:
La unidad del Cuerpo Místico de Cristo que aúna a los hombres en su honor se
troca al final de la representación en la unidad del sistema judicial español, cuyo máximo
201
representante es el rey; y Crespo no se está dirigiendo a un monarca abstracto, sin más
nombre que el de «Rey» en el dramatis personae del drama, sino que habla con Felipe II,
conocido por sus actos de clemencia y su piedad. Antonio Regalado recuerda en
Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro la imagen que
el pueblo tenía del monarca, poniendo de ejemplos de su virtud sus indultos a un gran
número de condenados a muerte el Viernes Santo de 1579 y la liberación durante su viaje
a Lisboa de todos los prisioneros de las ciudades por las que cruzó (1995, I:376). Por
supuesto, históricamente el rey debía ser Felipe II pues el drama se construye a partir de
un episodio real:
La obra de Pedro Crespo se desarrolla sobre un fondo histórico concreto y enlaza con él:
en junio de 1580, Felipe II se pone al frente de las tropas que le esperaban en la provincia
de Badajoz para entrar en Portugal. En cuanto a los enfrentamientos entre campesinos y
soldados, eran muy frecuentes, como lo atestigua el caso que relata Castro Rossi, y aduce
José María Aguirre para explicar la conducta de Pedro Crespo: «Su abuso de autoridad
podría considerarse psicológicamente válido, fundado en la desconfianza del villano de
que la nobleza le haga justicia; tal desconfianza está justificada por Castro Rossi, narrando
el caso de un soldado que, habiendo herido al padre y el hermano de una doncella, que
luego violaría, fue mandado prender por su jefe, don Pedro Girón, quien "la misma noche
le dio libertad"». A la misma situación se refiere el artículo tercero del edicto que Felipe
II promulga durante su estancia en Badajoz «que ningún soldado ni otra persona de
cualquier grado ni condición que sea ose ni se atreva a hacer violencia ninguna de
mujeres, de cualquier calidad que sea, so pena de la vida» (Ynduráin, 1986:304-305).
202
ese momento en la villa. La crueldad del castigo es uno de los motivos que llevó a
Domingo Ynduráin a defender la inexistencia de un honor de virtud en la obra puesto que
al final Crespo acaba reparando su agravio con una venganza sangrienta y el encierro de
Isabel en un convento, primando entonces el honor estamental sobre el espiritual
(1986:309-310). El texto en sí resalta la búsqueda de venganza del padre ofendido –«Pues
¡juro a Dios, / que me lo habéis de pagar!» (2011b:178), le increpa a don Álvaro antes de
coger la vara de alcalde–, y la motivación que lo mueve es la reparación de su mismo
honor, por mucho que se aproxime a la investigación del delito en traje y funciones de
alcalde. Pese a ello, la resolución y el castigo recaen sobre el culpable, no la víctima. Esta
es una diferencia fundamental entre El alcalde y la mayor parte del corpus calderoniano,
más centrado en mostrar las continuas injusticias que recaen sobre la víctima que en
ofrecer castigos que, en su mundo coetáneo, en el Madrid que él habitaba y paseaba,
simplemente no ocurrían, y cuando lo hacían, como es el caso del alcalde extremeño que
se atrevió a detener a un militar, se convertían en noticia y mito. Además, por la forma
como se anuncia el ingreso en el convento de Isabel se extrapola que la decisión ha sido
tomada por la dama, no por su padre: «Un convento tiene ya / elegido y tiene esposo, /
que no mira calidad» (2011b:199).
203
honra y la opinión –relación que tanto Ynduráin como la mayoría de estudiosos que se
han acercado de la obra han recalcado acertadamente– es intrínsecamente barroca e
inseparable del género teatral. Crespo puede tener la certeza de tener la sangre limpia y
una honra inmaculada, pero no puede evitar el contexto de murmuraciones y juicios de
valor externos en el que vive. Esa bipartición entre lo que él cree y la sociedad le exige
explica su negativa de asesinar a Isabel y su obsesión con la opinión: el villano solo puede
alzarse contra los límites del honor prototípico cuando este colisiona contra los del honor
de virtud, viéndose obligado entonces a buscar subterfugios. Lo esperable es que, sin
bodas ni posibilidad de un duelo, Crespo limpie su honra con la muerte de su hija o el
silencio; que el protagonista decida seguir un camino totalmente distinto ya le ofrece un
honor que, aunque no quisiéramos o pudiéramos llamar sin riesgo «patrimonio del alma»,
es fundamentalmente opuesto al estamental: lo importante no es que haya una venganza;
lo importante es quién recibe la venganza, y en qué situación queda la víctima. Isabel no
está en un convento porque su padre la considere perdida, sino por el contexto en el que
vive. No hay mácula de vergüenza o pesar en la revelación de Crespo del futuro de su
hija; ahora estará con un esposo que no mirará su título, sino sus acciones y su honra,
impoluta al no haber sido liviandad, sino fuerza, lo que en un primer momento la afrentó.
Entre la solución del convento y la que le ofrece don Lope –quien por otra parte, no
explicita cómo va a «remediar» la situación de Isabel, por mucho que se lo mencione, a
hechos pasados, al villano (2011b:198)–, es lógico que alguien que cree en el honor por
virtud se decante por la primera opción. Las observaciones de si la venganza es más o
menos personal es un elemento incómodo prototípicamente calderoniano, pero que, en sí,
no afecta en profundidad a los temas tocados en la obra, ni a la visión del honor que de
ella se extrapola.
El alcalde de Zalamea propone una vivencia del honor tan distinta a las que el
dramaturgo tiene acostumbrados a sus lectores modernos que muchos la han considerado
una Comedia singular, una rara avis de difícil enclave dentro de su dramaturgia; y
precisamente por eso se ha convertido en una de sus obras más conocidas. Salvando las
numerosas distancias que las separan, se distingue en la obra un objetivo similar al del
Burlador de Sevilla: la advertencia a aquellos que abusan de su posición social de su
posible fin. Sin la huida constante hacia la idealización, Crespo desmitifica el carácter
absoluto del honor estamental, y moviéndose dentro de sus límites consigue mostrar sobre
el escenario lo triunfal que resulta escarmentar al agresor sin condenar a la víctima. Eso
204
no quiere decir, sin embargo, que Calderón no introduzca elementos idealistas: el que su
virtud sea tan estimada por el rey que lo convierta en alcalde de por vida es sin duda una
licencia poética difícilmente aplicable a la vida real, pero menos probable es que la caída
de Roma a manos de los sabinos fuera evitada por el llanto de una mujer, como ocurre en
Las armas de la hermosura. La obra es un bello canto al honor de virtud, al honor pacífico
que convierte a humildes labradores en respetados alcaldes, al honor que protege; un
honor presente también en el teatro de Calderón de la Barca, pero que ha pasado por alto,
soterrado por truculentas tragedias y uxoricidas, obviado por siglos de acercamiento
ideológico al autor. El alcalde es una flor de almendro dentro del invierno del honor, pero
sigue estando ahí. Es cierto que nunca aparecerá con tanta fuerza como en Crespo, pero
el dramaturgo no deja de abogar por él; dos años después, en 1638, lo volvería a hacer
aparecer en boca de una reina de Aragón en Gustos y disgustos:
Dos concepciones del honor, que trasladan dos modos de ver el mundo y el valor
del individuo en sociedad; uno es hija de su tiempo, un reflejo del clima de asfixia y
control que manifiesta el teatro áureo, otro es la herencia de un pasado clásico, más
centrado en la ética social y menos en su organización, un recuerdo que pervivía casi
exclusivamente dentro de libros religiosos. Sin uno no puede entenderse el otro, pues la
preponderancia del honor estamental solo indica el pulso vital del Barroco, pero no puede
eliminar su contraparte, que va vislumbrándose en breves versos en alguna comedia, o en
la vida de algún hidalgo andante que se cansó de todo y decidió vivir en su locura y su
virtud.
205
VII. LAS ARMAS DE LA HERMOSURA,
ESPEJO DE UNA SOCIEDAD EN CRISIS
MUJER
206
y peligroso es herencia del legado de Eva, la primera portadora de la semilla diabólica de
la cual germinaron todas las calamidades del mundo, gran y única culpable de la
condenación de los hombres:
Vino Betsabé al rey Salomón para hablarle por Adonías. Y el rey se levantó a recibirla, y
se inclinó ante ella, y volvió a sentarse en su trono, e hizo traer una silla para su madre,
la cual se sentó a su diestra. Y ella dijo: «Una pequeña petición pretendo de ti; no me la
niegues». Y el rey le dijo: «Pide, madre mía, que yo no te la negaré» (2:19-20).
207
condenación e intercesión divina generó una particular concepción de género que se
relacionaba con el masculino bajo el paradigma de repulsión y atracción, asonancia que
llevó a la conclusión lopesca de que la mujer era como una sangría, «que a veces da salud,
y a veces mata» (Vega, 1984:286-287). No obstante, el juego de opuestos que tanto
agradaba a los poetas incomodaba al estamento eclesiástico, encargado de fijar una moral
ortodoxa fiel a los decretos tridentinos (Hernández Bermejo, 1988:175): dentro del
reformado código social, la mujer perdió parte de los privilegios conseguidos a lo largo
del Renacimiento. El acercamiento humanista a las teorías antropocentristas aportó
tímidas mejoras en las condiciones de vida de sus compañeras de siglo; la defensa de
pensadores como Tomás Moro de sus capacidades intelectuales y del beneficio que
comportaba para la república educarlas permitió la aparición de la docta puella y la
entrada de las mujeres en un mundo de conocimiento que durante siglos les había estado
vetado. Sin embargo, su modelo de «mujer instruida» se enfrentaba al de la «mujer
virtuosa» de Juan Luis Vives (Martín Casares, 2002:230), viéndose su utopía rebajada a
un conjunto de licencias que ofrecían una cierta libertad siempre dentro de la rigidez del
hogar; ejemplo de ello fue la aceptación de que las damas pudieran leer, siempre y cuando
sus lecturas no sobrepasaran el limitado catálogo religioso aprobado por los moralistas
que excluía cualquier divertimiento u ociosidad:
Quienes reconocen el derecho y capacidad de la mujer para las letras le imponen otros
límites. Debe cuidar en extremo qué libros escoge para leer, dedicando su atención a los
piadosos y rechazando los profanos. Se trata en definitiva de utilizar la lectura como
medio para fomentar las virtudes propias de su condición y de las funciones que se le
asignan: modestia, vergüenza, castidad, prudencia, sumisión y piedad cristiana. Los libros
de caballería, las comedias y las novelas de tema amoroso son condenados expresamente
(Hernández Bermejo, 1988:178).
Por mucho que las concepciones de género del Quinientos son mayormente
idénticas a las medievales, el discurso violentamente misógino de sus antecesores no
casaba con los aires de cambio y modernidad propios del siglo, por lo que los moralistas
idearon nuevos mecanismos de adoctrinamiento de entre los cuales destacan los manuales
de comportamiento, primera muestra del proceso de teatralización por su reducción del
individuo a un ideal, sea el perfecto cortesano de Castiglione o La perfecta casada de fray
Luis de León; no obstante, aunque el peso de la máscara fue impuesto a ambos sexos, el
valor de los hombres dependía de las distintas funciones que podían ejercer en la república
208
(Martín Casares, 2002:218), mientras que a ellas se las definía a partir de su función
dentro de una jerarquía familiar: para Vives, la mujer solo tiene sentido en su papel de
doncella, esposa o viuda, trinidad a la que fray Luis de la Cerda añade el de la monja
(2002:218), estado en el que sigue sometida simbólicamente a un varón. La mujer era
entendida como un anexo masculino, por lo que solo le es lícito aquello que contente y
mejore la calidad de vida de sus familiares o esposo: el silencio, la soledad y la obediencia
son sus tres grandes virtudes, sin las cuales no puede sustentarse una sociedad patriarcal.
No es casual que a lo largo del XVI y el XVII el encierro femenino fuese defendido y
alabado por los religiosos, pues al retirarla de la vida pública reforzaban la división de los
géneros a la vez que les impedían crear disonancias en el modelo de masculinidad. Para
defender sus métodos, los autores solo tuvieron que recordar la propensión al pecado que
sufrían las hijas de Eva, siendo necesaria la tutela de un noble varón para frenar sus
impulsos naturales:
209
naturales y afianzarse los conocimientos aprendidos. Si la educación paterna ha sido la
adecuada, la doncella supera en gran medida su condicionamiento natural y se acerca al
ideal materno-conyugal indispensable en su papel de mujer casada, estado en el que aflora
la parte mística de su naturaleza y actúa como intercesora entre hijos y marido, ocupando
un papel secundario al lado del padre que ejerce su autoridad como juez sobre todos los
miembros del núcleo familiar. Indudablemente, para que toda esta férrea distribución sea
viable ha de negársele a la mujer cualquier traza de individualismo o de pensamiento
crítico, limitando desde su nacimiento sus conocimientos y experiencias, al tiempo que
se le ofrecen tratados de perfección y hagiografías que enfatizan los beneficios de la
entrega y el estoicismo. Y, por si aún le quedaban preguntas acerca de las imposiciones
de su sumisión, sacerdotes, padres y pensadores la acallaban con la sublime virtud del
silencio, arma que garantizaba la pervivencia del sistema:
Mas, como quiera que sea, es justo que se precien de callar todas, así aquellas a quien les
conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo
que saben; porque en todas es, no solo condición agradable, sino virtud debida, el silencio
y el hablar poco. Y el abrir su boca en sabiduría, que el sabio aquí dice, es no la abrir sino
cuando la necesidad lo pide, que es lo mismo que abrirla templadamente y pocas veces,
porque son pocas las que lo pide la necesidad. Porque, así como la naturaleza, como
dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó
a que cerrasen la boca; y como las desobligó de los negocios y contrataciones de fuera,
así las libertó de lo que se consigue a la contratación, que son las muchas pláticas y
palabras. Porque el hablar nace del entender, y las palabras no son sino como imágenes o
señales de lo que el ánimo concibe en sí mismo; por donde, así como a la mujer buena y
honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de
dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, y por
consiguiente, les tasó las palabras y las razones; y así como es esto lo que su natural de la
mujer y su oficio le pide, así por la misma causa es una de las cosas que más bien lo está
y que mejor le parece. Y así solía decir Demócrito que el aderezo de la mujer y su
hermosura era el hablar escaso y limitado. Porque, como con el rostro la hermosura dél
consiste en que se respondan entre sí las facciones, así la hermosura de la vida no es otra
cosa sino el obrar cada uno conforme a lo que su naturaleza y oficio le pide. El estado de
la mujer, en comparación del marido, es estando humilde, y es como dote natural de las
mujeres la mesura y vergüenza, y ninguna cosa hay que se compadezca menos, o se
desdiga más de lo humilde y vergonzoso, que lo hablador y lo parlero (León, 1972:126-
127).
210
públicos, su reputación quedaría mancillada, sufriendo las consecuencias de su deshonra
su valor social y sus relaciones comerciales (Ariès y Duby 1991:VI, 197). Por esa razón
era imprescindible que las hijas y las esposas desempeñaran, callando, «su prerrogativa
de guardianas del hogar y de la moral familiar» (1991:VI, 29) para proteger su honor de
doncella o matrona y el de los varones a ella asociados. La sistemática ordenanza del
silencio parece ser indicativo de la resistencia femenina a las pautas de comportamiento
patriarcales (Vigil, 1986:16), por lo que fueron necesarias nuevas formas de mantener a
la mujer urbana dentro de los inocuos límites del hogar, llenándola con tareas domésticas
que la dejen sin tiempo de ocio, enemigo de la virtud y compañero de la murmuración:
«si la casada no trabaja, ni se ocupa en lo que pertenece a su casa, ¿qué otros estudios o
negocios tiene en que se ocupar? Forzado es que, si no trata de sus oficios, emplee su vida
en los oficios ajenos, y que dé en ser ventanera» (León, 1972:81). El dinero fue,
nuevamente, el gran adversario de los moralistas, ya que en los domicilios burgueses las
tareas domésticas eran responsabilidad de la servidumbre, por lo que la noble
desempeñaba un rol más de gestión que de amorosa entrega hogareña. Hilar y rezar solo
podían ocupar unas horas determinadas de su día y la tentación de salir debía ser grande,
especialmente en los años dorados del corral de Comedias.
Si la lectura piadosa y los quehaceres diarios no podían evitar que la dama fuera
«parlera y vagabunda» (León, 1972:81), tendría que ser educada desde el espacio público,
precisamente a través del moralmente denostado ocio: el teatro fue el mecanismo de
propaganda institucional más eficaz de la monarquía católico-absolutista, representando
a través de la «heroína pizpireta y enredadora» los mismos valores que recogía la apocada
«ñoña de los moralistas» (Vigil, 1986:35). La perfecta dama que recorría los escenarios
españoles exponía a las espectadoras los peligros de perder el honor, las amenazas de la
honra y los beneficios que obtienen aquellas que, gracias a su ingenio y su silencio, acaban
felizmente casadas con un galán de su estamento y aprobado por sus padres. Desde las
tablas a las novelas amatorias, de caballerías, pastorales y bizantinas, pasando por la lírica
amorosa, los escritores fortalecieron un modelo femenino silencioso y sufriente, una
belleza estática diseñada para ser observada: bien lo sabe Aminta, retratada en el instante
en que se cubría los ojos con la mano (Quevedo, 1981:344-355) o sostenía entre sus labios
un clavel (1981:342-343); más adorada fue Lisi, que despertaba la admiración y anhelos
de Quevedo al peinarse (1981:493), acariciar un pequeño perro (1981:518) o,
simplemente, recostarse a descansar a la sombra de un laurel (1981:533-534). Los poetas
211
barrocos, siguiendo la tradición del amor cortés, se acercan y definen a la mujer con una
reverencia casi sagrada al verla como una intermediaria entre la belleza terrena y la
belleza de la Creación, siendo Lisi una Laura española, un ángel de perfección que acerca
al poeta a lo sublime y lo eterno. Forzosamente por ello, Lisi ha de ser un arquetipo
sumamente abstracto sin ningún rasgo de individualidad o personalidad, una bella flor
que muere lentamente en un vaso mientras ilumina con su belleza y discreción el honor
de los habitantes de la casa. En el universo literario, el género que dotó de más libertad a
la mujer fue la comedia, mundo trastocado en el que la dama miente, traza ingenios, se
escapa e intenta, en definitiva, ser libre, para escándalo de eclesiásticos y pensadores:
Pero aunque en el género del enredo se eliminen las diferencias entre sexos y que
autores como Wardropper defiendan que en este tipo de obras las mujeres vencen a los
controles masculinos que las sujetan (González, 1995:53), el objetivo que persiguen es
esencialmente patriarcal, puesto que solo desean casarse: tomando como ejemplo La
dama duende, doña Ángela solo se libera del control de sus hermanos después de ser
entregada como esposa a don Manuel, pasando de la custodia de un varón a la de otro. La
comedia podía invertir los valores sociales, pero no podía suprimirlos y, en aras de
mantener el decoro y la verosimilitud, ciertas ataduras debían respetarse. Con todo, es
innegable que las damas cómicas de Lope y Calderón consiguieron con su astucia superar
la censura y denunciar la asfixiante situación de sus compañeras de siglo, resquebrajando
la máscara del imperturbable ideal que, al menos teóricamente, representaban. En el caso
concreto de nuestro dramaturgo, la crítica a la extrema misoginia imperante fue
verbalizada a través del ligero divertimento de la capa y espada, la gravedad de la tragedia
y el agridulce diálogo de la tragicomedia, pero fue en el drama histórico de Las armas de
la hermosura donde más directamente cargó contra los dictámenes y pretensiones de los
moralistas y arbitristas.
212
EL SENADO ROMANO Y LA JUNTA DE REFORMACIÓN DE OLIVARES
Gaspar de Guzmán tuvo muy presente que, para triunfar, el jovencísimo rey debía
ser lo opuesto de su padre. En 1621, España ansiaba un cambio de rumbo político que la
devolviera al esplendor de los primeros Austrias, una vuelta a los orígenes que la
impulsara lo suficiente como para seguir avanzando. Como le recuerda Francisco de
Quevedo, mucho se esperaba del Cuarto Felipe y de la herencia de su sangre, nada menos
que una perfección que permita salvar a la patria de la deshonra:
Tan importante como ser es, en el XVII, aparentar. No era suficiente que el nuevo
soberano admitiera y respondiera a las súplicas de sus vasallos, tenía darles una evidencia
tangible del progreso que iba a traer su reinado. Con ese objetivo nace las Juntas de
Reformación, organismos cuyo objetivo era acabar con la laxitud del régimen anterior y
que promovieron pragmáticas de marcada voluntad simbólica, como son las referentes a
la moda: las leyes suntuarias, integradas dentro de la remodelación económica de
Olivares, fueron mucho más que un ejercicio de control del gasto por su pretensión de
moldear la imagen de la corte y la de una nueva España frugal y sobria, tan visiblemente
distinta a la anterior que, como menciona Javier Portús, cualquier extranjero que hubiera
estado en Madrid en 1618 y volviera en 1623 se habría encontrado en un ambiente
completamente distinto (2015:246-247). No obstante, la buena voluntad del gobierno se
vio prontamente frenada por una serie de acontecimientos imprevistos, como fue la
canonización de cinco españoles –san Isidoro, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier
y santa Teresa de Jesús– en 1622, tan solo un año después de la creación de la Junta; tal
honor no podía recibirse sin unas celebraciones que igualaran la dignidad de sus
homenajeados, por lo que la ciudad que esperaba ser modelo de austeridad se llenó de
213
«ceremonias litúrgicas, representaciones teatrales, certámenes poéticos o procesiones que
recorrieron las calles y plazas […], que se engalanaron con una gran cantidad de arcos
triunfales y altares efímeros», (Portús, 2015:251). Para compensar el enorme dispendio
económico, se impidió el juego «de cañas y toros» que el ayuntamiento tenía planeado,
recomendándose que ese dinero se empleara en limosnas (2015:251), decisión más bien
simbólica teniendo en cuenta el gasto previamente acumulado.
Un eclesiástico de la época, fray Juan de Castro, calculaba que una señora necesitaba la
siguiente ropa: cuatro camisas delgadas a cuatro varas y media cada una, y cuatro enaguas
de lienzo a cinco varas, costando seis reales la vara; veinte varas de puntas (para dos
enaguas), a doce reales de plata la vara; dos vestidos de seda, a catorce varas cada uno, y
214
a tres pesos la vara; diez varas de guarnición para cada uno de estos vestidos, a doce reales
vara; una pollera de raso o terciopelo, siete varas, a dos pesos cada una; un manto, diez
pesos; un corte de puntas, doce pesos. Aparte los vestidos de salir, usaban las mujeres
batas para andar por casa; prendas que recibían el nombre de ropas de levantar. Las damas
elegantes las llevaban de seda con guarnición. También los caballeros distinguidos hacían
uso de tal ropa (Deleito y Piñuela, 1966:181).
Las piezas de vestir que menciona Juan de Castro son solo la base sobre la que se
construye el armario de las damas a la que habría de sumársele mantos, velos, adornos,
sombreros, calzado y un sinfín de capas decorativas a cada cual más desmesurada y
costosa. Sin pretenderlo, la puesta de escena de España ante el mundo había abierto la
puerta a las modas extranjeras, para gran disgusto de moralistas, escandalizados por los
guardainfantes, rebozos y jubones escotados que tanto agradaban a sus portadoras. Los
adalides del decoro consideraban que el rebozo era un elemento encubridor que permitía
«pasar de la libertad al libertinaje e incluso al delito con gran facilidad» (Escalonilla,
2001:75) al ocultar la identidad de su portador. También el guardainfante ocultaba las
indecencias, porque además de ser una señal de coquetería era una manera de esconder
los embarazos fuera del matrimonio (Deleito y Piñuela, 1966:153). No obstante, iba a
resultar extremadamente complicado para el gobierno frenar la moda del pernicioso
guardainfante cuando la mismísima reina los llevaba, y al parecer por razones poco
honestas:
Las prohibiciones, varias veces reiteradas, fueron tan letra muerta como todas las que
dictaba el poder público frente al poder omnímodo de la costumbre. Lejos de desaparecer
el guardainfante, aumento aún de volumen desde la muerte de la primera esposa de Felipe
IV, Isabel de Borbón, pues la nueva reina Mariana de Austria aceptó y aun patrocinó
aquella moda. Según opina un escritor moderno, fue «sin duda para atraer más al rey, que
era de los más partidarios de estas grotescas invenciones, porque en sus galanteos le
proporcionaban la sorpresa de lo desconocido» (Deleito y Piñuela, 1966:154).
215
como enseña el mismo Hipócrates» (Suárez Figaredo, 2011:107). Para su desespero y el
de muchos, las dificultades al concebir no amedrantaron a las nobles, como tampoco lo
hizo la prohibición del jubón escotado a cualquier mujer que no ejerciera la prostitución
(Deleito y Piñuela, 1966:161), por lo que las prendas indecorosas siguieron exhibiéndose
en acontecimientos públicos, en los que el guardainfante se encontraba con la lechuguilla.
Los vestidos femeninos podían irritar a los moralistas, pero donde avistaron
directamente la ruina del imperio fue en el aliño masculino. A causa de la defensa que
durante siglos habían hecho de la naturaleza del hombre, «dotado de entendimiento y
razón» (León, 1972:44), su gusto por la fruslería debía ser motivado por causas externas,
que en este caso fueron la perversión francesa40 y la mala influencia del ocio, que les hace
concebir «ánimo y condición de mujeres» (León, 1972:80) y corrompe su sustancia
gallarda. Para devolver la gravedad a la corte, se inició una campaña en contra de los
sombreros demasiado largos, los cuellos exagerados y las calzas, única pieza de vestir
que se sustituyó orgánicamente a favor de los gregüescos, un tipo de calzón ancho, largo
y discreto –es decir, más económico– que para agrado de los reformadores se puso de
moda alrededor de 1622 (Portús, 2015:247). La lechuguilla, por el contrario, iba a ser más
difícil de erradicar, puesto que era una de las prendas favoritas de caballeros y damas.
Este tipo de cuello estaba formado por grandes pliegues de tela holandesa que cubrían la
totalidad del cuello, y costaban al erario público varios millones al año (Deleito y Piñuela,
1966:211); teniendo en cuenta que en 1621 finaliza la Tregua de los Doce Años y se
retoman las hostilidades con los Países Bajos, es lógico que el Estado promulgara una
pragmática que prohibiera la lechuguilla que, aparte de empobrecer sus arcas, financiaba
al enemigo holandés. Con todo, a los nobles les incomodaba enseñar el cuello después de
tantos años de recogimiento, por lo que la Junta promovió el uso de la valona, menos
recargada y sin almidón. La valona era mucho más económica y cómoda que su
antecesora, pero no hizo fortuna porque a los nobles les parecía un cuello demasiado
40
En Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos, Alonso de Carranza culpa reiteradamente a
Francia de los excesos y amaneramientos del traje y la idiosincrasia española al ser allí donde se originaron
las modas moralmente más perniciosas. A esta razón ha de añadírsele la tensa situación entre ambas
naciones, que en 1636 –año de publicación de la obra– se encontraban en guerra, por lo que la vestimenta
era vista como un campo de batalla doméstico en el que España, además de perder, estaba sufragando al
ejército enemigo al ser Francia su principal vendedor de telas. Por todo ello, el autor ruega al rey que
prohíba su uso y reinstaure las costumbres y modos de vestir nacionales, llegando a extrapolar que el cambio
de vestido de los nobles facilitaría a corto plazo la victoria militar.
216
francés y no estaba la situación política como para «salir todos gavachos», como diría
don Fernando de Contreras (1966:213). Tampoco ayudó en absoluto que Felipe IV
enfermara de la garganta poco después de defender su uso, por lo que tuvo que
encontrarse un cuello más adecuado al público castellano: de esa búsqueda nace la golilla,
que «era como una valona armada sobre un soporte inferior o alzacuello de cartón o lienzo
almidonado, cerrado a modo de platillo, que envolvía y oprimía la garganta, dando a los
hombres la impresión de decapitados» (1966:214). Después de años de deliberaciones,
sustitución de prendas y advertencias, el 11 de febrero de 1623 entran en vigor las leyes
suntuarias, las cuales alcanzaron a la población con inusitada dureza:
217
motivó principalmente a los gobiernos del Tercer y Cuarto Felipe a promover preceptivas
sobre el vestido:
Las mujeres inventaron excesivo gasto a su adorno, y así la hacienda de la república sirve
a su vanidad. Y su hermosura es tan costosa y de tanto daño a España, que sus galas nos
han puesto necesidad de naciones extranjeras para comprar, a precio de oro y plata, galas
y bujerías, a quien sola su locura y devaneo pone precio; de suerte que nos dejan los
extranjeros el Reino lleno de sartas y invenciones y cambray y hilo y dijes, y se llevan el
dinero todo, que es el niervo y sustancia del reino. Y lo que más es de sentir es de la
manera que los hombres las imitan en las galas y lo afeminado, pues es de suerte, que no
es un hombre ahora más apetecible a una mujer que una mujer a otra. Y esto de suerte,
que las galas en algunos parecen arrepentimiento de haber nacido hombres, y otros
pretenden enseñar a la naturaleza cómo sepa hacer de un hombre mujer. Al fin hacen
dudoso el sexo, lo cual ha dado ocasión a nuevas premáticas, por haber introducido vicios
desconocidos de naturaleza. […] Al fin se ve en estado España, por nuestros pecados
(Quevedo, 2012:54-55).
218
diferencias que sustentan el modelo social patriarcal. Por eso ambos aluden a la
naturaleza, y por eso causó tanta repulsión la superficialidad de un nuevo peinado; para
los moralistas, las continuas derrotas españolas eran debidas a la feminización de sus
hombres, perdiéndose con este cambio los atributos que le habían dado el favor de Dios:
Que de la misma suerte que V. Majestad, como único asilo y amparo de la Católica
Cristiandad (casi reducida a solo su Imperio) y como verdadero primogénito de la Iglesia
Católica Apostólica Romana, con el auxilio divino que le asiste castiga al Luterano
protervo y reprime al rebelde Calvinista y disipa al pérfido Hugonote […] se oponga
también a la perdición y estrago de los antiguos buenos usos y costumbres que en estos
sus fieles vasallos causan los trajes y adornos detestables y lascivos que estas gentes nos
comunican como atendiendo cuidadosamente, lo primero, a la perversión de nuestras
costumbres en daño de las almas; lo segundo, a la subversión de nuestras haciendas y
patrimonios; lo tercero, a la efeminación y desmedro del orgullo y valor español,
juzgándose a lo menos en lo segundo y tercero grandemente interesados. Con que V.
Majestad debe esperar del Altísimo gran premio eterno y grandes aumentos y felicidades
en su Corona y amplísimo Imperio. Que Dios prospere y nos guarde su Real persona para
el bien público, amparo y defensa de la fe verdadera de la Iglesia Católica contra infieles
y pérfidos herejes y sus fautores (Suárez Figaredo, 2011:126).
41
La teoría de los humores fue la base «objetiva» de los prejuicios sociales y raciales que corroboraban la
supremacía del hombre español sobre la mujer y sus enemigos internacionales; el ejemplo más claro de esta
biología aventajada lo ofrece, nuevamente, la pluma de Francisco de Quevedo: «Como sea verdad
asegurada por los filósofos que de la buena o mala templanza de los humores resultan las complexiones en
los cuerpos, y de ellas las costumbres, las cuales, aunque suele corregir la razón, por la mayor parte
muestran, o en las obras o en la intención, imperiosamente su malicia, es sin duda que España, teniendo
tierra templada y cielo sereno, causará semejantes efetos en humores y condiciones; como se ve, pues ni la
frialdad nos hace flemáticos y perezosos como a los alemanes, ni el mucho calor inútiles para el trabajo
como a los negros y a los indios; pues, templada la una calidad con la otra, produce bien castigadas
costumbres» (Quevedo, 2012:51).
219
porque viene a demostrar que a la mujer «en su disposición natural, todo género de letras
y sabiduría es repugnante a su ingenio» (Huarte de San Juan, 1991:305). Al tiempo que
los estados delimitaban las capacidades, los humores a ellos vinculados definían el
carácter y el aspecto físico, por lo que el exterior era una extensión de la biología interna
del individuo. Es esta concordancia la que sustenta las premisas de, entre otros, Carranza
y Quevedo, quienes la entienden como una relación de semejanza bidireccional: si el
desequilibrio de los humores es capaz de producir cambios en la fisonomía, la alteración
constante de la apariencia podría forzar que la flema y la melancolía –humor que
aumentaba en los tiempos de ocio– dominaran sobre la bilis y la sangre y «enfriaran» los
estados del hombre. A la clase política le preocupaba que la «feminización» de la moda
masculina comportara la «flematización de la sociedad», es decir, la imposición del
temperamento flemático propio de las mujeres a quienes debían acrecentar, proteger y
gobernar el país, situación insostenible a largo plazo que acabaría colapsando y
desintegrando la nación. Para impedirlo, España había de reavivar el carácter sanguíneo
de sus hombres mediante guerras que les recordaran su heredada grandeza y erradicaran
la enfermedad nobiliaria del ocio:
Mientras tuvo Roma a quien temer y enemigos, ¡qué diferentes costumbres tuvo! ¡Cómo
se ejercitó en las armas! ¡Qué pechos tan valerosos ostentó al mundo! Mas luego que
honraron sus deseos perezosos al ocio bestial con nombre de paz santa, ¡qué vicio no se
apoderó de ella! Y ¡qué torpeza no embarazó los ánimos que antes bastaron a sujetar el
mundo! Viose entonces que la prudencia de los hombres sobra para vencer el mundo; mas
no sabe vencerse a sí. Y si es verdad que a la invidia de los enemigos y al miedo precioso
que se les tiene (llámole así por el efeto que hace) se debe el cuidado y diciplina de los
perseguidos y invidiados, largo es sin duda en España este fruto, pues como tierra que por
todas partes se ve advertida de ojos enemigos de sus principios, a que se ejercita toda en
defensas de su virtud; y así en esta poca paz que alcanzamos, en parte maliciosa, el largo
hábito a las santas costumbres de la guerra la sustenta en ellas, aunque a mi opinión
España nunca goza de paz: solo descansa, como ahora, del peso de las armas, para tornar
a ellas con mayor fuerza y nuevo aliento. Y son a todos como a ella importantes las armas
suyas, pues, a no haberlas, corriera sin límites la soberbia de los turcos y la insolencia de
los herejes, y gozaran en las Indias seguros los ídolos su adoración, de suerte que es orilla
deste mar, cuya gloria es la obediencia destas olas que solamente la tocan para deshacerse
(Quevedo, 2012:52).
Calderón recoge todas las inquietudes de sus compatriotas acerca del vestido, la
feminización, las mujeres y el estado de la nación en Las armas de la hermosura, drama
220
histórico gobernado por un senado quevedesco el cual, decenios después, se hace eco de
su encendido razonamiento para denunciar cómo el ocio y la paz han debilitado tanto a
Roma que cualquier enemigo se cree en condiciones de vencerla:
Detrás de las palabras del personaje y del poeta se advierte la Roma mitificada de
la cual los españoles se sentían sucesores. Desde su origen, Castilla había vivido por y
para la guerra, pues empezó luchando por su independencia, siguió con la llamada
Reconquista y continuó, incansable, en América; sus héroes eran guerreros que arbolaban
sus espadas por Dios y por su tierra, siendo sus ideales los propios de un pueblo bendecido
en constante expansión (Elliot, 1977:09). Bajo el reinado de los primeros Austrias,
Castilla se convirtió en el corazón del mayor imperio en la historia de Europa, solo
comparable en grandeza y fama al romano:
Los españoles eran conscientes de realizar algo que incluso sobrepasaba las proezas de
los romanos. Estaban en vías de construir un imperio universal verdaderamente universal,
en el sentido de ser un imperio global. Este progreso global puede ser simplemente
trazado mediante una serie de fechas: en la década de 1530, la conquista de Perú; en la de
1560, las Filipinas, y en 1580, la anexión de Portugal y la consiguiente anexión del África
portuguesa, el Lejano Oriente y Brasil. Desde ese momento en el imperio del rey de
España no se ponía, efectivamente, el sol. Sobrepasó, por tanto, en extensión y en número
221
de habitantes, al mayor imperio de la historia de Europa, el romano. […] El imperio
romano se convirtió en modelo y punto de referencia para los castellanos del siglo XVII
que se veían a sí mismos como los herederos y sucesores de los romanos, conquistando
un imperio aún más extenso, gobernándolo con justicia e imponiendo leyes que eran
obedecidas en los más lejanos confines de la tierra. Era un potente mito y tenía
importantes consecuencias psicológicas para aquellos que creían en él (Elliot, 1990:29).
España era reacia a aceptar la paz aun en los peores momentos porque la
inactividad militar atacaba más su sistema simbólico que el perder una batalla. La Pax
Hispanica iniciada por Lerma era un oxímoron en sí misma, dado que el misticismo
castellano era contrario a cualquier idea de la paz por ser esta entendida como una puerta
de entrada del ocio y, en cierta medida, de la igualdad, ya que en el ocio todos los nobles
–sean franceses, españoles o alemanes– se comportan del mismo modo; en tiempos de
descanso, incluso los israelitas se olvidaron de Dios y forjaron ídolos falsos. Pero, así
como los hijos de Leví masacraron a los herejes, Dios castigaba España arrebatándole la
victoria y asolando sus tierras con hambre y enfermedades, plagas que solo llegarían a su
fin si los caballeros olvidaban los placeres de la paz y volvían a congraciarse con su origen
místico. Al menos, eso creía Quevedo y –quitándole la trascendencia cristiana– defiende
Aurelio, y de ahí la similitud de sus parlamentos. Además de su visión apocalíptica,
ambos comparten el culpable que ha condenado su patria a la deshonra, el cual no puede
ser otro que las mujeres. En el caso de la Comedia, es la gallardía de dos en particular la
que más afrenta al senador. Extramuros, la que agravia su honor es Astrea, la reina sabina
que alienta a las tropas enemigas y decora su blasón con las arrogantes siglas SPQR42 que
avergüenzan al senado romano: «al Sabino Pueblo / ¿Quién Resistirá?» (1969p:943).
Dentro de la ciudad, es Veturia quien se le enfrenta, estandarte de las mujeres que él tanto
aborrece. En realidad, para el senador las sabinas son poco más que la enfermedad que ha
debilitado a los jóvenes patricios: su música, sus festejos, su amor y su gentileza son el
germen maléfico que amenaza los pilares que han dado sentido a su existencia. Humillado
por Astrea y convencido de que las sabinas son ponen en peligro el porvenir de Roma,
42
En Las armas de la hermosura Roma aún no ha adoptado las siglas SPQR –Senātus Populusque
Rōmānus–, pero la ironía no podía pasar por alto a los espectadores de la Comedia: Astrea arrebata el
emblema de su enemigo para mostrar la seguridad y arrogancia de su ejército, transformando todo lo heroico
del lema romano en un símbolo de su caída. De hecho, la república elige las mismas siglas como respuesta
al mensaje sabino: «Senado y Pueblo Romano / es Quien resistirle piensa» (1969p:946).
222
aprovecha que los galanes están en el frente para promulgar un edicto muy familiar para
el público del corral:
223
un remiendo» (1969p:952). Y, también ante ellos, expone las consecuencias de semejante
sometimiento y atropello; Veturia, futura nuera de Aurelio, rechaza la vida de encierro
que le impone la ley y se alza en contra de las pragmáticas a la vez que expone la
hipocresía de todos aquellos que pretenden silenciarla haciendo pública la gran pregunta
que tantísimas damas calderonianas han murmurado en la intimidad:
224
preconcebida idea de su incapacidad. Del mismo modo que las pragmáticas prohibieron
una realidad física para proteger una entidad simbólica, Veturia usa el pretexto de los
adornos para denunciar la tiranía de la «bruta nación» (1969p:953) que ha olvidado la
también ancestral cortesía que todo caballero le debe a una mujer por el mero hecho de
serlo. Su falta de respeto ha agraviado a las sabinas, y como les recuerda Veturia, perdidas
ellas, poca ciudad queda para proteger:
225
deja de estar en expansión y se estabiliza. La Roma de Aurelio es, en definitiva,
demasiado distinta a la Roma de Coriolano, como lo son los sonidos del tambor43 y la lira
que acompañan los primeros versos del drama. Al igual que en La vida es sueño y La hija
del aire, en Las armas la música es un símbolo que presagia el conflicto a partir de la
desarmonización de tonos militares –tambores y trompetas– y palatinos, dentro de los
cuales destaca históricamente la lira. Estos instrumentos tienen, por sí mismos, una
profunda significación conocida tanto por el espectador barroco y el dramaturgo,
creándose un vínculo metateatral que marca el tono de la Comedia:
La lira representó, con sus afinadas cuerdas, la armonía del mundo (armonía de las
esferas), la concordia; su música era capaz de la curación; los antiguos la empleaban para
disipar la melancolía. […] En los primeros tiempos el cristianismo adoptó ese mismo
significado, y la perfecta relación de sus órdenes fue comparada con la buena conducta
del creyente. […] Todavía como ejemplo de la armonía del alma y aun del mundo fue
empleada simbólicamente entre los tratadistas de los siglos XVI y XVII […]. El tambor
guarda un fuerte carácter telúrico y mágico. Se ha dicho repetidamente que expresa el
ritmo del mundo y el pulso de la naturaleza: los hace explícitos. Es el corazón humano
que bate, el corazón del animal, el pálpito que acompasa lo viviente. Su atribución
cósmica se debe a la identificación con el trueno y el rayo, de ahí que tenga una marcada
connotación bélica: Ares (Marte) e Indra lo escuchan complacidos. […] Ciertamente,
durante la Edad Media fueron numerosas las leyendas que referían al poder de los
tambores y sus influencias sobre quienes los escuchaban. Si eran de piel de lobo, todo
anunciaba tensión; si eran de cordero, todo indicaba concordia. […] Fue a partir del siglo
XV cuando formó, ya de manera usual, parte de las empresas militares (Andrés,
2012:957-958 y 1535-1541).
43
Como indica Gilabert, el tambor militar –más conocido en la época como «caja»– «es el instrumento de
percusión que más veces aparece en el teatro del Siglo de Oro y, junto al clarín, constituye buena parte de
la sensación acústica global que reinó en la escena durante más de dos siglos» (2020:152). Los espectadores
barrocos asociaban el sonido del tambor a la contienda militar o la guerra civil, siendo por lo tanto un
«elemento indispensable para simbolizar un furor guerrero que el espectador no puede ver, pero debe creer
sin usar sus ojos, con el poder sugestivo del arte sonoro (2020:153).
226
predecesores, los patricios deciden enviar a sus hijos a la batalla al tiempo que purgan la
ciudad de los «nocivos faustos de Flora y Baco» (1969p:942), imponiendo sobre las
generaciones nacidas en la paz los ideales de la guerra, erradicando cualquier influencia
que difiera con el arquetipo marcial de virilidad, austeridad y dominancia de los
ancestrales héroes. Las pretensiones del senado de devolver Roma a una época pre-rapto
totalmente masculina debieron, de nuevo, resultar familiares a los espectadores de la obra,
dado que son una traslación de las que albergaban numerosos pensadores, políticos y
arbitristas barrocos: los edictos de unos son las pragmáticas de los otros, así como el
pasado glorioso añorado por Aurelio es hermano del misticismo castellano, aún vigente
en tiempos de Calderón, estableciéndose en ambos un vínculo indivisible entre las armas
y la fama; de esa unión surge una concepción característica del honor –aquí definida como
honor del tambor– fundamentado en arquetipos de masculinidad, el cual segrega del
espacio público los atributos prototípicamente femeninos en aras de potenciar las
características del guerrero. Por consiguiente, las sociedades regidas por el honor del
tambor son inherentemente severas y propensas a la ejemplaridad, propiedades que se
hacen evidentes en el juicio de Coriolano. Como líder de los rebeldes, los jueces le
inculpan todos los delitos ocurridos durante la revuelta en un litigio parcial y
desproporcionado que tergiversa los motivos de la sublevación y pervierte las palabras
del acusado hasta hacer de la supresión del edicto una conspiración política:
227
Bajo el mando de Coriolano, Roma dominó pueblos, venció a los etruscos y
resistió el ataque de Sabinia, victoria con la que cruzó triunfante las puertas de la ciudad
a escasas horas de su encarcelamiento. Su laureada fama va totalmente en contra de los
intereses del senado, por lo que es necesario destruirla antes de acusarlo de traición
delante de «nobleza y plebe» (1969p:960) a fin de evitar una posible rebelión; de ahí el
cambio de narrativa llevado a cabo por el relator, quien lo presenta como un malévolo
usurpador dispuesto a asesinar a un anciano por tal de hacerse con el poder. La muerte de
Flavio es el argumento concluyente de sus aspiraciones imperiales –«Y sobre un senador
muerto, / despertado las sospechas / de quererla hacer imperio» (1969p:964)– y, sin
embargo, las pruebas contra él son exageradamente inconsistentes: gracias a las
explicaciones de Veturia, el lector-espectador sabe que fue una «desmandada punta» la
que lo hirió en medio de un «ciego» y «confuso tumulto» (1969p:955), siendo su
fallecimiento un triste accidente. A su vez, el testigo solamente identifica la espada su
espada como arma del crimen, pero no aclara si hubo una voluntad homicida o,
simplemente, dio una estocada al aire: «Testigo hay que afirma ser / suya, y de otro alguno
no, / la espada que a Flavio hirió» (1969p:960). Puesto que no se le permite asistir al
pleito, público y jurado escuchan únicamente la perspectiva del senado y una brevísima
contrarréplica, dictada por el relator, en la cual reafirma su lealtad a la república,
concluyendo con que «no se opuso su fortuna / al Senado, sino a una / no justa ley […]»
(1969p:960).
228
que un castigo imparcial, una venganza destinada a reafirmar públicamente la autoridad
del senado, el cual obliga al reo a vestir el manto, bastón y laurel de los vencedores
únicamente para poder arrebatárselos antes de desterrarlo:
229
permanecer en posición defensiva mientras la república se consume lentamente. Mediante
el cerco y la retirada constante, Coriolano impone sobre los seguidores de Marte una
muerte deshonrosa, lenta y cruel, dejándole sin la dignidad de la batalla y, sin ella, le
arrebata su preciado honor militar.
230
CORIOLANO Tú has dicho que no lo eres.
Si te creo, ¿qué más quieres?
(Calderón de la Barca, 1969p:973-974)
La humildad de Coriolano se quedó, junto con los atributos que le hacían «ser
quien era», encerrada en una cárcel romana. El resentimiento le impide vencerse a sí
mismo, y ni las justificaciones de Aurelio, los ruegos de Enio o el perdón de Lelio son
capaces de conmoverlo, porque su mente está nublada por una deshonra tan inmensa que
solo la muerte de los testigos y la destrucción Roma pueden limpiarla. Y entonces, cuando
ya no hay lugar para la esperanza, cuando familia, amistad y nobleza han sido
despreciadas, una devota de Cupido vuelve a revelarse contra el injusto tirano: «Matronas
de Roma, hagamos / nosotras los ejemplares» (1969p:976). A su orden, las mujeres salen,
acompañando a los hombres convocados por Enio, a recibir al enemigo: delante de las
murallas de la ciudad, una pareja encabeza a los vencidos y otra lidera a los vencedores,
solamente separadas por un ser híbrido de sangre romana naturalizado en Sabinia. Al final
del acto tercero, Veturia cumple con la promesa que hizo en el primero y se enfrenta a su
antigua reina y galán para salvar su ahora hogar:
Astrea y Veturia son personajes muy similares. Ambas son portavoces del honor
femenino y se mantienen firmes en tiempos de adversidad, circunstancia que las lleva a
encabezar revueltas aunque siempre desde un segundo plano, ya que mientras ellas dan
voz a la causa, son sus compañeros quienes tienen la obligación de actuar: por esa razón
es Sabinio quien declara la guerra movido por las «repetidas instancias» (1969p:943) de
Astrea, del mismo modo que las recriminaciones de Veturia instan a Coriolano a objetar
públicamente el edicto. Como la responsabilidad de los enfrentamientos recae también
sobre el personaje masculino, es su fama la que se ve acrecentada –ejemplo de ello son la
231
asociación del emperador con las victorias de su ejército y la rendición a sus plantas de
Aurelio– o, en el caso de Coriolano, comprometida. A pesar de ser ella quien denuncia la
tiranía de la pragmática, el nombre de Veturia nunca se menciona durante el juicio, hecho
comprensible si se tiene en cuenta que las mujeres han sido tan sometidas en Roma que
ni siquiera se les permite asistir a acontecimientos públicos; por otra parte, al senado
tampoco le conviene resaltar su insumisión, dado que iría en contra de la imagen
femenina, callada y delicada, que quieren imponer. Las damas viven dentro de un mundo
masculino, y asumen un papel de compañera que al final se demostrará imprescindible.
Con todo, son sus diferencias las que definen la evolución de la trama, puesto que
la reina se inclina hacia el honor del tambor al tiempo que Veturia es portavoz del de la
lira. Aun cuando sendas concepciones se basan en principios discriminadores, en Las
armas el honor de la lira unifica lo separado por el tambor mediante la vinculación del
honor con la nobleza de la sangre, entendida como la tendencia innata del aristócrata a la
virtud. Este vínculo crea una distancia estamental y fortalece las relaciones internas del
grupo, cuyos miembros, sean hombres o mujeres, comparten un código y atributos
propios, superando la segregación basada en la idealización y denostación de
determinados sexos prototípicos del honor del tambor. Para las sociedades de la lira, lo
masculino y lo femenino conforman una alianza inseparable, insertada dentro de un
entramado social en el cual cada uno desempeña un papel complementario; este papel
está, a su vez, limitado y protegido por «los privilegios antiguos» (1969p:953), nombre
con el que Veturia define las funciones históricas que hombres y mujeres han
desempeñado desde la antigüedad y los privilegios consustanciales a cada uno de ellos.
Como puede apreciarse, el honor de la lira respeta la distribución tradicional de los roles
de género, pero, al contrario que el del tambor, valora la función que la mujer ejerce
dentro de la colectividad: así como la madre era considerada una intercesora entre el hijo
y el padre, la presencia de la dama garantizaba la concordia entre nobles, ya que cualquier
descortesía era una ofensa hacia su persona. Esta particularidad del honor femenino
aparece en centenares de Comedias y es, en Las armas, la causa del primer conflicto
paternofilial:
CORIOLANO Perdona,
señor, y dame licencia
para suplicarte que
no enojado las ofendas,
232
ni a ellas ni a cuantos conmigo
a mi ruego las festejan;
y más en este jardín,
donde Veturia se alberga,
noble matrona, a quien todas
reconocen preeminencia
por su real sangre […].
Coriolano interrumpe educadamente a su padre por tal de impedir que sus palabras
o su indecorosa vehemencia lo agravien a él o a las doncellas presentes. El jardín de
Veturia es un sagrado donde la violencia no tiene lugar; la hermosura frena la injusticia,
y concierta lo que antes era desorden. No obstante, su función pacificadora forma parte
de un juego de dos, porque si los hombres no acatan las normas del juego cortesano, es
decir, si no respetan el obligado respeto que les deben, la mujer pierde su capacidad de
intermediaria y la armonía desaparece definitivamente, como ocurre en Roma después de
la publicación del edicto. Su encierro supone la desaparición de sus atributos
característicos y, por lo tanto, sin compasión que equilibre la severidad propia de los
hombres, la sociedad tiende a la ejemplaridad, la desproporción y el aniquilamiento. A lo
largo de la Comedia, el dramaturgo subraya cuán imperiosamente necesita Roma a las
mujeres, porque sin ellas es imposible que la nación sobreviva; Rómulo planeó el
secuestro de las sabinas para asegurar el porvenir de su patria (1969p:942), el cual se
recuerda en el compromiso de Coriolano y Veturia donde se celebra el amor del presente
–«A que su edad / viva eterna» (1969p:941)– y la promesa del futuro: «Y su beldad / en
fecunda sucesión / a Roma ilustre» (1969p:941). Calderón universaliza esta realidad
comparando Roma y Jerusalén (1969p:942), el corazón de Israel donde nació Salomón,
heredero de aquel cuyo legado jamás se extinguiría (II Samuel, 07:12-17); comparación
por otra parte nada casual, pues son los dos grandes imperios mitificados por los
españoles, ambos perpetuados a través de la sangre, ambos inmortales gracias al linaje
que iniciaron. En ese sentido, el cerco de la ciudad es un reflejo de su colapso interno y,
a la vez, un símil del edicto en cuanto a sus consecuencias:
233
el desabrimiento fijo,
triste y escabroso el lecho,
el gusto forzado y tibio,
con melindres la fineza,
el halago con retiros,
siempre el enojo rebelde,
nunca seguro el alivio.
La asfixiante realidad impuesta sobre ellas las lleva a rebelarse negando sus
afectos a esposos y galanes, situación que, a la larga, afecta a la descendencia y pone en
peligro la pervivencia de la nación. Análogamente, los sabinos encierran a los romanos
dentro de sus murallas, y con las vías de subministro cortadas, Roma no puede hacer más
que extinguirse lentamente. Las decisiones unilaterales de los hombres son la causa de
todos los conflictos –el rapto, el edicto, el destierro de Coriolano, el cerco–, y por esa
razón les es imposible solucionarlas; tendrá que ser su opuesto, tanto en forma como en
significado, el que restaure el orden con sus lágrimas, única arma capaz de conmover el
tambor de Marte. Veturia conquista aquello que el senador, el noble y el soldado no
consiguen, libera la nobleza de Coriolano de las cadenas de la venganza y le recuerda
«quién es»:
VETURIA ¿Qué
más armas quieres quitarme,
que quitarme que no llore,
si contra enemigo amante
la mujer no tiene otras
que la venguen o la amparen [...]?
234
El concepto del llanto va hilándose sutilmente durante todo el drama hasta
culminar en el rencuentro de los amantes: el primero en referirse a las lágrimas es Aurelio,
quien las compara con el canto de las sirenas «que, si otras cantando matan, / ellas
llorando deleitan» (1969p:499), resaltando con ellas la nociva influencia de las sabinas y
su capacidad de corromper a los hombres. Poco después, Enio las enlaza con la guerra al
ver en el pesar de Astrea –«[…] Nadie llegó a verla / o sin lágrimas los ojos / o el
semblante sin tristeza» (1969p:943)– una de las razones principales de la toma de armas
de Sabinio. Por consiguiente, en el primer acto el llanto solo aparece relacionado con la
mujer y siempre como causa de los males de la ciudad.
A finales del segundo acto, las lágrimas son el símbolo del triste futuro de Roma,
el cual anuncia Coriolano tras su alianza con el emperador: «Y llore Roma en sus ruinas
/ mi injusto aborrecimiento» (1969p:969). A partir de estos versos, el llanto deja de ser
femenino, se universaliza –«Los que mi desdicha vieron, / lloren todos mi venganza»
(1969p:974)– y reaparece personalizado en un hombre en el tercer acto: «Por no
quedarme otra ruina, / lloraré tu ruina yo» (1969p:974); Coriolano silencia con estas
palabras las exhortaciones de su padre, expresándole por primera vez sus auténticos
sentimientos, hasta entonces ocultos por la ejemplaridad. Gracias a la anterior repudia de
Aurelio, Coriolano queda eximido de sus obligaciones filiales, por lo que le es posible
desobedecer al pater familias sin deshonrarse a sí mismo; en los escasos segundos en que
las máscaras del ideal y la cortesía caen, el militar expone públicamente su tristeza a un
senador que desprecia cualquier indicio de debilidad, resultando más humano aquí que en
todos sus heroicos actos anteriores. Calderón siembra en la mente de su protagonista una
semilla de pesar que le impide convertirse en un tirano frío e impasible, situando en el
centro del escenario un joven humillado y abandonado por su patria y su padre, cuya única
solución es limpiar su deshonra para poder reintegrarse en otro colectivo que lo acepta,
pero no le es natural. La angustia de Coriolano justifica dramáticamente su rendición ante
Veturia puesto que lo sitúa en un punto intermedio entre la crueldad y el perdón, al cual
va acercándose a medida que avanza su dialogada batalla; la rabia inicial troca en
obligación y deseo de venganza –«Que, aunque Sabinio me fía / de su voluntad las llaves,
[…] / yo sé que desea vengarse»; «Sé que vengarme deseo» (1969p:978)–, y concluye
con lo imposible del perdón:
235
corrido de no vengarme,
donde todo sea rencores,
todo iras, todo pesares.
«El valor está obligado / tanto a bienes como a males» (1969p:979), le responde
ella serenamente. La matrona desarma uno a uno los argumentos de su oponente, mientras
procura hacerle entender el contrasentido de resolver una injusticia mediante otra mayor.
Sin embargo, no hay que ver en las intervenciones de Veturia una defensa idealizada de
la superación de las pasiones, porque en ningún momento le niega a Coriolano su derecho
de restitución; su pretensión no es salvar Roma en sí, sino que intercede únicamente por
los inocentes que morirán si continúa el cerco:
Por más que el amor de la dama hable en idiomas de honor, su visión es tan
radicalmente opuesta a la del galán que la contienda queda en tablas, pues ni él logra
convencerla de quedarse en Sabinia ni ella de volver a Roma. Sin embargo, en el momento
de la despedida las miradas de los amantes se cruzan por última vez, y los ojos de Veturia
capturan a Coriolano tan irremediablemente como los de Lucinda al poeta: «Pero si las
estrellas daño influyen / y con las de tus ojos nací y muero, / ¿cómo las venceré sin
albedrío?» (Vega, 1984:246). Las lágrimas de su enamorada, «siempre victoriosas /
municiones de cristales» (1969p:979), desarman al general y le hacen renunciar a su
honor en un breve verso –«Viva, pues, triunfante Roma» (1969p:979)– a pesar de que esa
decisión puede costarle la vida. Para honrar la generosidad de los emperadores sabinos,
236
Coriolano obliga al senado a retirar el edicto e igualar en condición y privilegios a
hombres y mujeres, desterrando definitivamente el honor del tambor de Roma a favor del
de la lira al darles a ellas el arbitrio y gobierno de la honra. De este modo, la última escena
retorna a la armonía del comienzo, volviendo a «ser ellas las rogadas / y ser ellos los
rendidos» (1969p:953), auténtica ley del mundo que Roma nunca debió olvidar; en Las
armas, las mujeres son las grandes protagonistas y las auténticas heroínas al ser las únicas
capaces de inspirar y recordar la nobleza de los hombres incluso en las circunstancias más
oscuras:
The play is a vindication of woman’s place in society. The two great dramatic moments
of the play, first at the end of Act I when Coriolano defies the unjust edict of the Senate
and second at the end of Act III when he overcomes his desire for revenge and shows
mercy to Rome, represent the triumph of a woman. In both instances Veturia prevails
upon Coriolano to act rightly. She inspires in him the spirit of self-sacrifice which makes
him defy the Senate regardless of danger, and she teaches him mercy. Love and valour
are not incompatible. In Plato’s Symposium Phaedrus claims that love inspires men to
noble deeds; and this is its achievement in Las armas de la hermosura (1958:65).
44
Laura Hernández González señala como prueba del éxito de Las armas de la hermosura las ocho
representaciones documentadas que se llevaron a cabo entre 1678 y 1692 y su continuación en los
escenarios españoles durante la primera mitad del siglo XVIII (2016:575).
237
Alexander Parker y Albert Sloman, que el drama salió del semiolvido nacional. Sus
investigaciones iniciaron una nueva tendencia en la crítica y fijaron determinados
preceptos que, aunque no son del todo imprecisos, es conveniente reconsiderarlos bajo
una perspectiva más cercana a la construcción dramática del personaje y al tratamiento
del honor.
238
CORIOLANO ¿Quién pudo desempeñarse
ni más noble ni más cuerda?
239
CORIOLANO A uno y otro doy los brazos,
por ser prisiones sus lazos
que mi humildad os ofrece.
LELIO Arrogante
estás.
240
se miraron / para hacerla tan fuerte como bella, / que en ella los extremos se igualaron.
(1969ñ:74)», o las acompañantes de Circe en El mayor encanto, amor. La relación entre
este tipo de damas de compañía y la protagonista sigue un patrón muy particular de corte
mitológico idéntico al establecido por Diana con sus ninfas: las mujeres de este perfil
habitualmente desdeñan el amor –característica que las vincula con el culto a la diosa
virgen– y acompañan sin temor ni recelos a su señora a la batalla:
241
VETURIA Y cuando aquesto no baste,
monstruos somos vengativos:
temed, pues, temed que el odio
quizá se pase a peligro;
que en manos de las mujeres
también, con violentos bríos,
saben herir los puñales,
saben cortar los cuchillos,
y cuando no, ser sus ojos,
viendo el adagio cumplido,
de que las mujeres somos
milagros y basiliscos.
Al igual que Sloman, Parker examinó el drama desde una perspectiva dicotómica
que influyó notablemente en sus conclusiones, particularmente en sus hipótesis sobre el
honor, ya que lo consideró un atributo exclusivamente masculino y, en consecuencia, una
extensión de su crueldad: «Honour makes Aurelio publicly degrade his own son and vote
for his sentence to death; honour makes Coriolano prepared to destroy his native city»
(1959:221). Desde su perspectiva, el honor de los patricios imposibilita las relaciones
humanas al sobreponer la venganza a la piedad y el afecto, y ha de pasar a ser custodiado
por las mujeres a fin de que sean el amor, la razón y el perdón los sentimientos que
dominen las relaciones humanas (1959:222). Ciertamente, el honor de Aurelio y
Coriolano es fundamentalmente restitutorio y sangriento, «something that fosters a purely
selfish placing of one’s own reputation and social dignity above everything else»
(1959:221); sin embargo, Parker obvia las situaciones en las que el honor ampara a los
personajes, siendo ejemplo de ello el enredo de la prisión: aunque la estratagema de la
dama le permite escapar antes del juicio, Coriolano se niega a ser libre a costa del «honor
y fama» (1969p:959) de Enio, poniendo en peligro su vida por tal de proteger a su
compañero. En la acelerada y esticomítica discusión que mantienen se exponen los lazos
existentes entre la amistad y el honor, un honor distinto al de sus padres, intrínsecamente
piadoso y altruista:
ENIO Es furor.
242
CORIOLANO Es honor. […]
ENIO Es ingrata
fe con Veturia.
CORIOLANO Veturia
me querrá (que es noble dama)
más con alabanza muerto
que vivo sin alabanza.
Por más que en el honor de los jóvenes siga existiendo un componente mortal,
este es debido a la imposible situación en la que se ven involucrados. Sin embargo, es
muy revelador que la muerte solo pase a ser una imposición externa en los últimos versos
de Coriolano, referentes a la opinión de la dama; si, tal y como defendieron Parker y
Sloman, esta fuese el símbolo de amor y concordia, su única preocupación sería salvar la
vida de su galán, no su honor. Pero como demuestra ella misma en su proclama inicial,
Veturia está completamente insertada en el sistema del honor, incluyendo su faceta más
violenta o magnánima; es el honor lo que le impide huir con su enamorado y abandonar
la ciudad que la ha humillado, no el amor, como tampoco es precisamente su espíritu
benévolo lo que la lleva a revelarse. La dama exige a su prometido, es decir, al varón de
más rango de su núcleo familiar, la limpieza su ofensa y actúa ante edicto según los
mandatos del honor vindicativo, y por lo tanto no renuncia a su privilegio restitutorio ni,
recordemos, se lo niega a Coriolano, pues en su súplica final le insta a vengarse solo en
los responsables de su agravio. Su perdón no es, en consecuencia, ni universal ni
completamente desinteresado, porque sigue siendo un mecanismo de desagravio:
243
Los patricios tienen la capacidad de perdonar y amar sinceramente a sus allegados;
las matronas son dignas adversarias, fieras en la lucha y ecuánimes en la paz. Los propios
personajes invalidan la separación «mujer -amor», «hombre-honor», puesto que ambos
llegan a ser heraldos de la venganza: la severidad de Aurelio es comparable a la de Astrea,
quien no duda en sacrificar a las sabinas sitiadas, poniendo la derrota de Roma por encima
de sus vidas inocentes. En ninguna ocasión exige su liberación, puesto que su objetivo
principal vengar la vergüenza de sus vasallas y la suya propia, ya que el engaño de los
romanos ofende a toda Sabinia; es únicamente tras ver su agravio limpiado, con el senado
humillado a sus plantas y a sus mujeres victoriosas, cuando decide retirarse de la
contienda. En realidad, el punto central del argumento y desenlace de Las armas es la
denuncia de la tiranía, la cual solo puede ser evitada o erradicada a partir de la superación
de las pasiones. Calderón alteró el mito de Coriolano e intercambió su enfrentamiento
con los volscos por los sabinos a fin de resaltar cómo los anhelos individuales acaban
destruyendo la colectividad, anteponiendo el sentido de la obra al rigor histórico:
In a play about the rights of Rome’s women it is inevitable that reference should be made
to the occasion when those rights were first and most flagrantly abused, and, by making
the Sabines rather than the Volscians the attackers, Calderón could trace the events in
Rome back to the their first cause. The Romans carry off the Sabine women; the Sabines
seek revenge and attack Rome. This causal sequence which Calderón establishes makes
it clear that it is man himself rather than fortune which has shaped the conditions of war
and violence of the play’s first act. […] Calderón clearly shows the moral responsibility
of all the characters involved for the disaster (Sloman, 1958:78).
Los conflictos que asolan la república son el resultado de las iras y temores de sus
individuos: Aurelio, dominado por su rabia y desprecio, instaura un edicto sin
fundamento, meramente sustentado por los prejuicios misóginos de un senado
envejecido; el Estado pierde la objetividad y comete un acto despótico, encendiendo los
sentimientos de sus ciudadanas: Veturia se deja llevar por su furor y fuerza la intervención
de los patricios, dando comienzo a una protesta que colisiona con la severidad de los
senadores, cuyo orgullo les impide retractarse. Al ver su posición amenazada, la curia
vuelve a imponer su voluntad y condena falsa e injustamente a Coriolano, llenándolo de
ira y ansia de venganza, moldeando con su propia tiranía al futuro tirano de su destino.
La crueldad y desmesura destruyen el conjunto social de Roma, fragmentada en una
nobleza culpable y una plebe sacrificada, cercenada en hombres y mujeres. La muerte se
244
va nutriendo de las divisiones generadas por la crueldad, por lo que solo la unidad de la
concordia puede salvar la ciudad:
Veturia antepone sus obligaciones nobiliarias a su agravio, y abre una tregua con
su enemigo para proteger a la plebe y a sus compañeras. Movida por su honor, asume su
responsabilidad en lo ocurrido y se vence a sí misma en dos ocasiones, una ante Aurelio
y otra ante Coriolano, declinando su ofrecimiento de escapar con él; ella misma se ha
señalado como cabo y tribuno de las mujeres, por lo que abandonarlas supondría una
deshonra. Su superación inspira la de los patricios, capaces de superar respectivamente
su orgullo y enarbolar la bandera de la derrota y renunciar a una venganza
desproporcionada. Tres personajes se dejan dominar por su pasión, tres personajes se
vencen; en una estructura cíclica típicamente calderoniana, al final de la representación
las lágrimas de la prudencia extinguen el fuego de las pasiones.
245
con la salvedad de que, en esta ocasión, él había sido partícipe en la redacción del original;
el drama es una refundición de El privilegio de las mujeres, escrita colaborativamente por
él, Antonio Coello y Juan Pérez de Montalbán en 1636, ocupándose cada uno de ellos,
según Sloman, de una jornada en concreto: Calderón sería así el «arquitecto» de la obra
al diseñar en el primer acto los personajes, escenas y conflicto (1958:61) mientras que
Montalbán y Coello se habrían encargado del segundo y tercer acto respectivamente
(1958:69 y 73). Por lo tanto, cuando en 1652 revisa su escrito, está verdaderamente
reexaminando su modo de componer, sometiendo a su arte y personajes a unos cambios
influidos indiscutiblemente por su maduración como escritor, pero también por sus
experiencias personales. Calderón tiene entonces cincuenta y dos años, y demasiadas
circunstancias –la guerra de Cataluña, el sacerdocio, la muerte de su hermano– le separan
del hombre que había sido en 1636. Sus Comedias, en sintonía con una época compleja y
devastada moral y militarmente, adquieren un carácter más sombrío y sutil, su
construcción dramática se robustece y encuentra un cauce de expresión natural; su teatro
se llena de cuidados y matices, la psique de sus personajes se complica y llena de terrores.
Son los años de La hija del aire y de El pintor de su deshonra, de personajes angustiados
que luchan fútilmente contra un destino impuesto. La mano que sostiene la pluma ha
cambiado, y sus creaciones están destinadas a hacerlo a su vez; díganselo sino a la fiera
Veturia, mucho más directa y arrogante en El privilegio de las mujeres45 que en su versión
posterior:
45
Sobre los conflictos de autoría de esta obra, véase Vega García-Luengos (2007).
246
nos usurpéis, atrevidos
en el reino de las armas
y en el ocio de los libros,
manchado el laurel de Marte
y el laurel de Palas limpio.
247
CORIOLANO Más pesa aquesta balanza
amor, amor ha vencido.
248
original la dama ya tenía dentro de sí la semilla de la grandeza; en la de mediados de
siglo, el dramaturgo solo la ha dejado crecer. La mujer en Calderón llegó a ser algo más
que una imagen evítica o mariana, y sus obras se llenaron de heroínas fuertes y completas,
capaces de sobreponerse a las cadenas del honor y la tradición, mujeres que mostraban
una realidad distinta a las espectadoras, en cuya psique se iba arraizando, poco a poco,
ese nuevo paradigma:
249
se pongan en libertad; donde quiera que la viere
y las que volver quisieren no la hiciera cortesía,
A Sabinia no se impidan por necio y grosero quede.
ni sus personas ni bienes. Y que podáis, si ofendidas
Que las que quieran quedarse, de vuestros maridos fuereis,
restituidas se queden castigar como los hombres
en sus primeros adornos su adulterio con la muerte.
de galas, joyas y afeites. Y por mayor privilegio,
Que la que se aplique a estudios más grave, y más eminente,
o armas, ninguno las niegue pues yo por una mujer
ni el manejo de los libros sin honra me vi, se entregue
ni el uso de los arneses: todo el honor de los hombres
sino que sean capaces, al poder de las mujeres.
o ya lidien o ya aleguen, Y que ellas puedan, sin el
en los estrados de togas, matarle, atarle y prenderle,
y en las lides de laureles. porque han de ser absolutos
Que el hombre que a una mujer, dueños de la honra siempre.
dondequiera que la viere, Y con estas condiciones,
no la hiciere cortesía, que Roma ufana concede,
por no bien nacido quede. esté aquesto instituido;
Y por mayor privilegio, el campo sabino es este,
más grave y más eminente, yo quedo triunfante en él,
pues por las mujeres yo de ti, y del triunfante quedes.
sin honra me vi, se entregue Ella queda agradecida,
todo el honor de los hombres él parte confuso, alegre,
a arbitrio de las mujeres. porque entre los dos partimos
aplauso tan excelente,
(Calderón de la Barca, mirando restituidas,
1969p:980) ufanas, y honrando siempre
a los heroicos y grandes
privilegios las mujeres,
para que dellas merezca
el perdón, si es que no hubiesen
ferido los tres oficios
como la beldad merece.
250
potestad de ejecutoras, garantiza a las mujeres la pervivencia de sus antiguos y nuevos
privilegios. La obra no pretende ser una respuesta a las pragmáticas, su objetivo no es
transmitir un determinado mensaje al público del corral; al igual que centenares de
Comedias, El privilegio de las mujeres tiene un desenlace poco verosímil porque es
esencialmente un divertimento, sin que por ello pierda calidad o sea una pieza menor; su
objetivo es, simplemente, distinto. Cuando Calderón retoma su argumento lo hace movido
por otras inquietudes y en un contexto político muy determinado:
Tras años de guerra, Felipe IV lanza la última ofensiva contra Cataluña. La rendición
definitiva de la ciudad de Barcelona tras el asedio se produce el 11 de octubre de 1652.
Durante esos meses se sucedieron las discusiones sobre la mejor manera de poner fin a la
contienda. Las posturas se dividieron entre los partidarios de arrasar el territorio con un
castigo ejemplar y los que defienden la indulgencia y el perdón. Finalmente, el 3 de junio
de 1653 Felipe IV concede un perdón general y promete observar los privilegios y fueros
del principado. Teniendo en cuenta la intensa presencia de este debate en la vida
cortesana, es poco probable que la representación de Las armas de la hermosura en
palacio no fuera interpretada en relación con el conflicto catalán. Roma, al igual que la
ciudad de Barcelona en 1652, sufre en la Comedia un asedio militar y, debilitada por el
hambre, acepta la rendición al tiempo que envía al rey embajadas de súplica. Además, el
origen del conflicto catalán también residió en la derogación de una serie de privilegios
del principado. La lectura de la obra como una súplica en favor de la magnanimidad del
rey resultaría evidente. Por otro lado, la relación de Calderón con la campaña catalana fue
especialmente intensa. Parece que estuvo presente en los sucesos de Fuenterrabía que
dieron origen a la guerra catalana y participó en la guerra de Cataluña, como caballero de
la Orden militar de Santiago, en una compañía de caballos-corazas hasta que se licenció
del ejército en 1642. Fue herido en campaña, asistió al sitio de Lérida y presenció el
agotamiento de un pueblo devastado por la guerra, el hambre y la epidemia de peste. En
unos años la población del principado se redujo en una quinta parte. Esta visión desolada
de la guerra se advierte en Las armas de la hermosura […], donde Calderón aboga por la
defensa del pueblo que sufre las veleidades de sus gobernantes (Domínguez de Paz y
Rodríguez Corona, 2001:132-133).
251
cultura del desagravio instigada por el senado mediante la imposición de un código social
basado en el respeto y la cortesía, pues, desde ese instante, la fama de un noble es
dictaminada por su trato hacia las damas, quedando deshonrado cualquiera que se
atreviera a atacar su dignidad y decoro. Con esta resolución, el general impide la
promulgación de nuevas leyes en contra de las mujeres, y realza su importancia dentro de
la sociedad, dándole una función pacificadora tan imprescindible en la paz como en la
guerra:
El Estado no puede sobrevivir sin la mitad de sus miembros, y para que el conjunto
prospere todos han de tener una función dentro de la colectividad. Por ese motivo,
Coriolano exige que se dé a las mujeres libertad para tomar armas y libros además de
adornarse si así lo desean, siendo esta su petición más idealizada, y no obstante la que
más se acerca al concepto de unidad que el escritor procura transmitir. Los enamorados
ponen fin a una época de división que solo ha herido a Roma y, desde la concordia,
asientan los mandamientos de un futuro más próspero y, sobre todo, más justo. Las armas
de la hermosura es una contestación indirectamente directa a las guerras nacionales de la
Corona, a las leyes suntuarias, a la política de Olivares y a una sociedad dominada por la
enajenación del honor y el terror de perder su lugar en el mundo; definitivamente,
Calderón no vio en la decadencia de las costumbres la causa de la declinación de un
imperio que llevaba años en la deriva, ni compartió las exacerbadas exigencias de parte
de sus contemporáneos, las cuales solo debilitaban aún más la nación. Desde las trincheras
de la Corte denunció los excesos que el gobierno de Felipe IV llevaba demasiado tiempo
252
cometiendo mientras representaba ante los ojos del monarca los beneficios del perdón y
la grandeza de la piedad, haciendo de la justicia magnánima el verdadero honor al que
todo rey cristiano debía aspirar.
46
La nacionalidad de Astrea es uno de los detalles más cuidados de Las armas: los territorios celtíberos
hacían frontera con Cataluña (González-Conde, 1992:304), circunstancia que reforzaría la teoría de que la
obra fue escrita en 1652 al calor de los acontecimientos de la sublevación. Asimismo, los celtíberos fueron
una de las comunidades que más ferozmente se opuso la invasión romana, siendo su resistencia en
Numancia la mayor muestra de su coraje. Su sacrificio les ha hecho pasar a las páginas de la historia y creó
un mito hondamente arraigado en el imaginario español, mito que Calderón recupera en el drama; las
similitudes que se establecen entre Numancia y Roma y los atributos asociados históricamente a los
celtíberos –capacidad militar, valentía, orgullo y honor– son indiscutiblemente las razones que motivaron
al dramaturgo a cambiar el origen de su emperatriz, la cual era chipriota en El privilegio de las mujeres.
Por otra parte, una de las características más particulares de esta población prerromana era el hospitium,
contrato que garantizaba la seguridad y protección de los pueblos hermanados y «tenía el valor añadido de
253
ENIO A toda Sabinia hallé,
sin recato de que sea
contra Roma la jornada,
no tan solo en arma puesta,
pero en marcha; a cuyo efecto,
estaban pasando muestra
de militares pertrechos
todas las campañas llenas.
Numerosas huestes son
las que alistadas se asientan,
según supe, voluntarias;
porque (como dije) Astrea,
que adquirir de vengadora
de las mujeres intenta
el alto nombre, en persona
las conduce y las alienta
con tan gran jactancia.
su significación religiosa, la de los séquitos de guerreros dispuestos a dar su vida por la de su jefe militar»
(Sánchez, 2005:284). Aunque sea imposible de descubrir si Calderón conocía este código civil, lo cierto es
que tiene una traslación perfecta dentro del sistema político sabino, puesto que es la «fingida amistad»
(Calderón de la Barca, 1969p:942) y la traición de Roma a su futura patria hermana lo que afrenta en primer
lugar a Sabinio y le hace alzarse en armas en dos ocasiones contra Rémulo y el senado.
254
dos «espurios hijos de los hados» (1969p:946) y engrandecida por bandidos que viven
«sin Dios, sin fe, sin culto, / del homicidio, el robo y el insulto» (1969p:946), oculta tras
unas murallas que encierran las crueldades de una «[…] ley tan inviolable que, su extremo
/ asaltarle costó la vida a Remo» (1969p:947), un pueblo que vivió por y para destruir y
dominar. Es sumamente revelador que esta visión no llegue a desmentirse nunca por el
bando romano, el cual únicamente tinta de esplendor sus conquistas pero es incapaz de
añadir más honores a su pasado; la única vez que la ciudad se redime es en las palabras
con las que Coriolano calma a Astrea en el campo de batalla –«puesto que has llegado al
puerto / donde las mujeres tienen, con franca escala el respeto» (1969p:949)–,
afirmaciones por otra parte inmediatamente refutadas por las leyes suntuarias; el rapto de
las sabinas es la demostración más sacrílega de la impiedad romana, ya que Rómulo
agravia a un invitado, seguramente desarmado, en el sagrado de su hogar, y profetiza el
trato que los suyos van a dar a las extranjeras. En añadidura, Roma es definida como un
transmutado teatro de la Fortuna (1969p:496), idea que se va recuperando a lo largo de la
obra: en el segundo acto, Veturia recuerda cómo en la ciudad «[…] no hubo calle ni plaza
/ que no fuese lastimoso / teatro de mortales ansias (1969p:955), metáfora utilizada de
nuevo por Coriolano cuando se presenta ante los reyes sabinos:
255
el triste mudar de Coriolano; todo ello va calando en la mente del espectador y evidencia
las intenciones de Calderón, su visión del conflicto y la respuesta que el rey estaba
obligado a dar si no quería ser un tirano cruel, el severo juez que condenó su propio reino.
En ese theatrum mundi que se sabe teatro –Aurelio así lo manifiesta en su apremio a Enio,
recordándole que el rapto es una de esas «memorias» universalmente conocidas, «según
en su gran teatro / al mundo las representan / el tiempo en veloces plumas» (1969p:942)–
mas ignora el estar siendo representada en uno de los salones del palacio del Retiro
(Hernández González, 2016:574), Sabinia carga contra Roma liderada por una monarquía
fuerte y equitativo, el auténtico ideal de la concordia: solamente una civilización unida
en el respeto puede tener ese ímpetu, ímpetu que se encuentra en el alma española, aunque
enterrado bajo el desgobierno y la venganza; al menos, así lo presenta el dramaturgo al
hacer que sea la reina quien aliente a las tropas –las cuales, para hacer todavía más clara
su relación, se organizan en tercios–, impulsada por el legado de su patria:
256
El pueblo es un reflejo de sus dirigentes; los sabinos se guían por las enseñanzas
de justicia y entrega de sus soberanos, los romanos aprenden de la crueldad de su senado.
Acorralados e impedidos para la batalla, el gobierno de la república vaga a la deriva,
indeciso y sobrepasado por las circunstancias, decide resistir dentro de los muros, los
mismos muros que Rómulo ordenó construir en aras de procurar, ilusamente, evitar las
mudanzas de la Fortuna (1969p:946). Poco más pueden hacer los herederos de un
fratricida que dejar morir a los suyos, ningún otro fin es posible para un pueblo nacido de
la violencia. Ha de ser el ejemplo de las sabinas, nacidas en una tierra totalmente contraria
y educadas en la integridad las que lideren el vencimiento de la antigua fiereza: Veturia
ha sido vasalla de un «rey ilustre» y una «generosa reina»; sabe que «jamás con los
rendidos / usaron de ingratitudes» (1969p:970). La dama destaca además cómo su
ejemplo ha ennoblecido a la milicia, y por tanto no duda que los soldados aceptarán «a
que las vengue el amago, / antes que el golpe ejecuten» (1969p:970).
257
Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya
no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros». Y
levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido
a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. […] El padre dijo a sus
siervos: «Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en
sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este
mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado». Y comenzaron a
regocijarse (Lucas, 15:18-24).
Nadie ha de estar tan en desgracia del rey, en cuyo castigo, si le pide misericordia, no se
le conceda algún ruego. […] Como aconseja el Espíritu Santo cuando dice: «Noli nimium
esse justus»; pecado en que incurren los que tienen autoridad en la república, y son
vengativos; que hipócritas, de la justicia de Dios hacen venganza, afrenta y arma ofensiva.
Éstos son alevosos, no jueces; traidores y sacrílegos, no príncipes. […] Y por demás se
juntan autoridades de Aristóteles, y otros filósofos, que en las tinieblas de la gentilidad
mendigaron algún acierto, cuando el rey Cristo Jesús en este evangelio enseña como
verdad, vida y camino a todos los monarcas, el método de la justicia real. […] Señor, el
delito siempre esté fuera de la clemencia de vuestra majestad, el pecado y la insolencia,
mas el pecador y el delincuente guarden sagrado en la naturaleza del príncipe (Quevedo,
1986:10-12).
Las cosas de Cataluña se mantienen aún en bellaco estado, pues el enemigo se mantiene
todavía en campaña: ya ha ocupado algunos puestos; espero que el tiempo le atajará los
pasos, ya que nuestras fuerzas no están en estado de poderlo hacer. En Flandes no hay
nada de nuevo. De Italia hay días que faltan cartas, y estoy con cuidado porque la armada
de Francia sabemos que ha ido a la vuelta de Nápoles, y si en aquel reino tuviésemos
ahora nueva guerra sería cosa de mucho cuidado. Vamos tratando de las disposiciones
generales para el año que viene, pero todo está en estado que, si el Señor no nos asiste,
temo la última ruina de esta Monarquía; y así, os encargo que continuéis y aumentéis
vuestras suplicas para que se duela de nosotros, pues os confieso que me hallo fatigado:
Él sea bendito. Nos hallamos buenos, pero como se va dilatando la sucesión de varón de
258
estos reinos, anteveo sus daños si faltase: os vuelvo a encargar apretéis con Nuestro Señor,
pues quiere que le pidamos en nuestras necesidades, pero siempre estoy resignado en su
santa voluntad. De Madrid, a 22 de diciembre 1654 –Yo, el Rey (Seco Serrano, 1958:07).
Sin duda, como decís, es la justicia la base sobre la que carga todo el gobierno de una
monarquía, y sin ella padecerá todos los daños que apuntáis; reconociéndolo yo así, deseo
que se administre rectamente en mis reinos y que los ministros la ejecuten con todo
cuidado; pero están tan dañados los ánimos y tan olvidadas las virtudes, que no sé si
consigo lo que procuro, particularmente en tiempos tan turbados y con una guerra tan
larga; pero no obstante estas dificultades tan difíciles de reparar, hago y haré lo posible
para conseguir lo que tanto importa, y a vos os pido me ayudéis con Nuestro Señor, para
que me asista en lo que tanto conviene. […] De Madrid, 19 de abril 1655 – Yo, el Rey
(1958:17) .
Reconozco, Sor María, que nuestros pecados (y particularmente los míos) son el motivo
de los aprietos y castigos que padecemos, y como en mí faltan las virtudes que poseía el
santo rey Ezequías, temo que no he de acertar a desenojarle; si bien siento verle ofendido
y deseo su culto y veneración, para lo cual he ordenado y ordenaré de nuevo a todos mis
ministros y prelados que eviten con todo cuidado y castiguen con todo rigor pecados
públicos y escandalosos, y me den cuenta de lo que obraren; y si me fuera lícito ir yo
personalmente por esas calles a remediarlos, lo hiciera con mucho gusto, pero temo que
como están los vicios tan arraigados será muy difícil extinguirlos, aunque de mi parte
haré lo posible para conseguirlo; pedid vos a Nuestro Señor me ayude para ello. […] De
Madrid, a 18 de agosto 1655 – Yo el Rey (1958:28-29).
259
VIII. LAS TRAGEDIAS DE VENGANZA
Y LA TIRANA LEY DEL HONOR
De un corpus compuesto por más de cien Comedias, tres son las que más pasiones
e inquietudes han provocado entre el público, lectores y críticos; tres tragedias –o dramas,
según a quién se pregunte47– protagonizadas respectivamente por tres uxoricidas y tres
esposas asesinadas, trinidad inmisericorde y asfixiante que consagró durante siglos a
Calderón como el cruel dramaturgo del honor, la fría e inhumana pluma del régimen
totalitario del Seiscientos. Pero incluso aunque esto fuese cierto, aunque el escritor no
fuese más que un brillante y sanguinario heraldo del honor, hay algo encapsulado en A
secreto agravio, secreta venganza, El pintor de su deshonra y El médico de su honra que
sigue fascinando a los auditorios contemporáneos, un terrible eco de tiempos pasados que
sigue vivo en nuestra interioridad e impide que caigan en el olvido; indudablemente, ellas
son, junto a La vida es sueño y El alcalde de Zalamea, los campanarios más altos,
monumentales y austeros de la catedral que es la dramaturgia calderoniana. Y todavía hoy
subsiste la misma pregunta que se hicieron todos y cada uno de los críticos y espectadores
que se han enfrentado a las tragedias de honor, todavía hoy es una necesidad saber dónde
se posicionaba Calderón, si a favor del asesino o de la víctima; muchos pensaron, en un
primer momento, que la balanza de la simpatía se decantaba hacia los maridos: lo
defendió Bances Candamo –primero en fijar por escrito el género de las «tragedias de
venganza» (1970:34), nombre por el cual este tipo de obras eran conocidas en la época y
término aquí empleado para referirnos a ellas– en Theatro de los theatros (1970:34) y lo
sentenció Menéndez Pelayo, incapaz de separar autor de obra, resultándole los dos
«radicalmente inmorales», sentimiento compartido por Gerald Brenan, quien vio en la
actuación del rey Pedro I un implícito asentimiento (Sullivan, 1981:358). Contrariamente,
para otros la simple conceptualización de un Calderón reaccionario y antitético a la
47
La polémica sobre el género dramático de estas Comedias se desarrolla más extensamente en los artículos
de Toro (1988); Ruiz Ramón (1984) y Parker (1971).
260
doctrina cristiana era en exceso dispar con la imagen beatífica del sacerdote que habían
construido, y tuvieron que sortear esa incompatibilidad a fin de evitar la disonancia
cognitiva generada entre su modelo idealizado y la realidad del texto. De ese conflicto
surgieron las consideraciones de Antonio Rubió, el cual llegó a afirmar que A secreto
agravio, El médico y El pintor habían sido escritas exclusivamente para contentar al
público sediento de honra del corral de comedias, aun a pesar de ir en contra de la propia
ideología de su creador:
Tanta ferocidad en los sentimientos, que con dureza merecida han echado en rostro a
Calderón algunos críticos extranjeros, […] es por fortuna una excepción en su hermoso
teatro, morada de pasiones nobles, templo de purísimos ideales y de armoniosa poesía.
[…] Hay casos en que la gravedad del mal es tan extraordinaria, tan inflexibles las
exigencias del pundonor, tan vivo el deseo de excitar el terror y de producir un saludable
escarmiento (pues también había su fondo moral en el mismo rigor con que se penaban
las infracciones de la fidelidad conyugal), que no consienten a nuestro poeta más
reparación que la venganza, ni otro desenlace, por repugnante que sea, que la muerte del
ofensor. Entonces, ya que otra cosa hacer no puede, se ceba en las mismas
inconsecuencias del honor mundano y se queja amargamente de sus bárbaras leyes, que
condenan al inocente, le obligan, para rehabilitar su opinión, a convertirse en criminal.
[…] No hay duda, como hemos apuntado anteriormente, que malentendidas
conveniencias dramáticas y el deseo de halagar los sentimientos de un público por demás
exigente en materias de honor fueron parte muy poderosa en que procediera también de
esta suerte, Calderón, que como sacerdote y cristiano pensaba de muy diferente modo que
como escritor (1882:99-106).
Ruiz Ramón utilizó el proverbial ejemplo del monstruo de dos cabezas para definir
la producción calderoniana, siendo una parte «la de un Calderón dramaturgo cristiano» y
de otra «la de un Calderón dramaturgo del mundo anticristiano del honor» (1968:22). Las
dos facetas que mejor encarnan al padre del auto sacramental y al director de
representaciones de la corte, facetas aparentemente antitéticas pero inseparables, pues en
ambas se apoyan los pilares de su dramaturgia, sea profana o sacra: el mundo de los
hombres es uno de los grandes protagonistas en la trascendencia de la eucaristía, así como
la piedad siempre encuentra una grieta por la que iluminar el inmisericorde teatro del
honor, aunque sea de formas inescrutables, opuestas a toda lógica; hacia esa conclusión
avanzan las páginas de este apartado, como también desemboca la presente tesis. Mas,
antes de llegar a nuestro destino, han de comprenderse los de don Lope de Almeida,
Gutierre Alfonso Solís y Juan Roca, los verdugos y víctimas del honor conyugal.
261
LOS UXORICIDAS MENORES
Entre 1635 y 1638, Calderón escribe y representa siete Comedias48 en las que
aparece un personaje que intenta –y en la mitad de los casos, consigue– asesinar a su
esposa; cantidad inusual que se concentra en estos años para luego prácticamente
desaparecer de su corpus hasta su gran retorno alrededor de 1650 con El pintor de su
deshonra, la última de sus incomparables tragedias de venganza. Las causas que
motivaron este interés dramático continúan siendo, a día de hoy, un misterio: gracias a
los Avisos, sabemos que en 1643 ocurrieron –o más correctamente, alcanzaron la esfera
pública– tres uxoricidios en la villa de Madrid, por lo que es posible que fueran las
circunstancias históricas las que le hicieran retomar a un prototipo de protagonista que
había alcanzado su máxima expresión en El médico, pincelándolo con los matices y
melancolías que caracterizaron su vida en esos años.
Si se parte del contexto, es cierto que desde 1621 a 1640 se cometieron, solo en la
capital, ocho parricidios, de los cuales un 86,5 por ciento correspondía a conyugicidios
en los que fallecieron dos maridos y seis mujeres, una cifra sorprendente alta pero que no
superaba los ocho llevados a cabo en la década anterior (Llanes Parra, 2011:443). Quizá
la justicia se mostró, como en dos de estas obras, excesivamente benigna con el asesino
en alguno de los casos y eso le impulsara a escribir, o quizá simplemente fue testigo del
planteamiento desarrollado por Lope de Vega alrededor de 1631 en El castigo sin
venganza y en el atribuido El médico de su honra y decidió «refundirlo» y transformarlo
en algo distinto, más afín a sus principios, alumbrando a los esposos con una luz muy
distinta a la empleada por el Fénix. Para poder comprender la totalidad de este arquetipo
conviene, antes de empezar propiamente con el estudio de Almeida, Solís y Roca,
detenerse en sus semejantes, quienes no llegan a teñirse las manos de sangre por la
intervención de la providencia o por un amor tan sincero que es capaz, solo en el espacio
del mito, de salvar a la inocente, condenada igualmente por un destino cruel; las estrellas
48
Aunque en este recuento se añade El gran monstruo del mundo, esta tragedia no aparece analizada en
este capítulo por ser la muerte de la esposa una consecuencia del hado de Herodes más que el resultado de
la ley del honor.
262
de Los tres mayores prodigios transmutan en honor en Gustos y disgustos y La devoción
de la cruz, obras de opuesta temática encontradas en lances de honra.
Vicente de Foix
Las desgracias de Vicente han sido tratadas anteriormente49, mas no era entonces
el lugar para detenerse en sus pesares personales. Él es el último marido agraviado del
ciclo y el que experimenta más superficialmente el conflicto entre amor y honor debido a
que la trama principal de Gustos y disgustos orbita alrededor de la dicotomía existente
entre el honor y la lealtad, pero incluso en su pronta decisión encuentra Calderón un
resquicio en el que exponer la tiranía de su acción y el dolor que esta comporta; Foix,
cuyo intenso amor hace que lleve dos años casado en secreto con la hija del mayor
enemigo de su familia, no alberga hasta finales del tercer acto sospecha alguna de la virtud
de Violante aun a sabiendas de que el rey ha entrado de noche en sus aposentos, sombra
de cómplice agravio hacia la que el propio padre de la dama se decanta al preguntar si
ella dio ocasión (1960e:967) y la que el galán acalla con un amago de ira, siempre anudada
a la deshonra:
49
Véase el capítulo IV.
263
puerta de su enamorada noche tras noche –«[…] Que si allí vivía, / era porque allá tenía
/ conmigo todos mis celos»–, celos que, una vez pronunciados, corrompen la mente y
envenenan el alma –«Todos dije, y dije bien», (1960e:964) exclama previa acusación– y
le hacen ver tentaciones e insinuaciones donde solo ha existido altivez y honestidad, ya
que el hecho de que la pareja haya pasado numerosas noches juntos desde hace años no
es razón para dudar del honor de la dama, puesto que antes de ceder a requiebros amorosos
impone no una promesa, sino un matrimonio clandestino amparado por Dios –«Violante
es mi esposa: el cielo / este casamiento hizo» (1960e:968)– que, a pesar de no estar
legitimado por el Derecho civil, es plenamente válido ante un tribunal de honor:
VIOLANTE ¿Yo?
264
DON VICENTE Sí, porque si me das
oculto el bien merecido,
no soy del todo marido,
y soy del todo galán.
Y así, divina Violante,
no yerro en hablar celoso,
pues he entrado a ser tu esposo
sin salir de ser tu amante.
Mi corazón, no te espante
si hoy como dama te ama;
que no se ofende tu fama,
pues entre amar y temer,
llegaste a ser mi mujer,
sin dejar de ser mi dama.
265
Sin embargo, las pretendidas certezas no pueden cercenar el sentimiento,
reclamando la restitución una vida y dos almas: mientras se oculta entre las flores y
maleza del jardín, Vicente acepta su estado como una muerte en vida, puesto «que no será
acción tirana / sepultarme vivo, puesto / que voy cadáver con alma» (1960e:991). Solo el
azar salva a los enamorados de las tristezas de la venganza, siendo ellos la única pareja
que va a conseguir dejar atrás, una vez erradicada la desconfianza y probada la honra de
la esposa, la deshonra de forma pacífica, casándose de pleno derecho, libres de las tiranías
de la pasión. De las seis damas sentenciadas por la honra, solo Violante consigue
sobrevivir, a pesar de ser la tercera rescatada por una fuerza superior a la del honor, ya
que Rosmira y Deyanira no experimentarán sus gozos y alegrías, al menos no en el mundo
de los hombres.
Curcio
Un parto prematuro en el octavo mes es prueba suficiente para Curcio del adulterio
de su esposa a pesar de ser una circunstancia natural y al parecer nada inusual dentro del
pequeño universo de La devoción; en el segundo acto, los villanos Tirso, Gil y Blas hablan
sobre Catalina y su hijo, nacido a los seis meses de embarazo:
266
desarrollarse en su ausencia. Una ligera alteración de lo esperado, un rumor
instantáneamente deslumbrado por el sol de la virtud es todo lo que el inquisidor de su
honra necesita para llevar a Rosmira al monte y asesinarla con extremada violencia,
«tirando por varias partes / mil heridas» (2000b:194) con su espada, símbolo nobiliario
mutado en puñal sacrificial. Su crimen, más que su monólogo, es lo que traslada al lector-
espectador al interior del personaje, capaz de planear semejante brutalidad con
premeditación y distancia50 pero ejecutándola sanguínea e irracionalmente, sin que sea
una cadena de casualidades, encuentros, papeles y confesiones lo que alce su brazo, ni
notar sobre sus hombros la fuerte presión social que carga la pistola de El pintor. En La
devoción no existe verdaderamente un escándalo público, solo una sombra murmuradora
fácilmente refutada. Mas, para desgracia de Rosmira, no hay hombre más enajenado de
honor que Curcio, como tampoco existe ofensa, por ínfima e irreal que sea, que no
necesite ser limpiada:
Curcio comparte gran parte de las propiedades que definen a los uxoricidas
mayores, especialmente con Gutierre y Almeida: los tres sienten celos desmedidos, son
pasionales, planifican su restitución para que esta parezca un desgraciado accidente y
ocultan, en parte, sus inseguridades personales bajo las leyes del honor. Conjuntamente,
todos sufren la disociación entre su honor y su corazón que les produce la simple idea de
la venganza en largos monólogos, siendo uno de ellos reconvertido parcialmente en
confesión pública pues se relata ante un tercero en La devoción, desahogo impuesto por
50
En su largo parlamento con Julia, Curcio rememora el proceso de dudas, angustia y desgarro emocional
originado por su situación: «Yo entre confusiones tantas, / ni vi regalo en la mesa, / ni hice descanso en la
cama» (2000b:158). Teniendo en cuenta que el sienés tuvo tiempo de reflexionar sobre la posible inocencia
de Rosmira –«Y aunque a veces discurría / en su abono, y aunque hallaba / verosímil la disculpa…»
(2000b:159)– y hubo de esperar hasta el día de la caza para justificar su ida al monte y garantizarse una
coartada, además de decidir dónde asesinarla (2000b:159–160), difícilmente puede decirse que la decisión
del crimen fuera causada por un exabrupto pasional.
267
las circunstancias y el peso de la culpa en el que aparecen cuatro tristemente bellos versos
que resumen a la perfección la esencia despótica del honor:
268
Todo lo que en las tragedias de venganza es frialdad y raciocinio es en Siena
visceralidad y venganza, pecado cruel de ira per vitium (Delgado Morales, 2009:102) que
maldice a toda la familia: su intento de uxoricidio separa a los hermanos y provoca la
posterior atracción al confundirse el vínculo de sangre con atracción amorosa; por seguir
sus enseñanzas, Lisardo morirá en un duelo –causado, por otra parte, por una también
adulterada imaginación que le hace ver ofensas donde solo hay corteses misivas–, su
venganza hace de Eusebio un bandolero y la imposición del convento, sumada al
abandono que Julia siente, hace de ella un «ministro de la muerte», una salvaje homicida
obsesionada por cobrar su deshonra (2000b:225). La crueldad del pater familias envenena
la sangre de sus descendientes, los hace vengativos y los enajena con un honor de
restitución íntimamente ligado con la hybris soberbia, particularmente en Eusebio. La
fanática devoción de Curcio al dios del honor liga su alma a un mundo corrupto y violento,
impidiéndole alcanzar la gracia ni obtener la salvación (O’Connor, 1986:371); su
necesidad de desagravio y sus pasiones ciegan sus ojos a los continuos mensajes de la
providencia, retornando a su camino de perdiciones y pecado incluso tras ver ascender a
su hijo, quedándose solo y atrapado en un ciclo de crueldad e impiedad el cual aleja,
irremediablemente, al hombre de Dios:
Curcio y Rosmira, Violante y Vicente son espejos en los que se refleja una
problemática mayor: en sus Comedias, su conflicto conyugal expone, respectivamente, la
opuesta relación del honor con los preceptos religiosos y las consecuencias del abuso del
poder, algo por otra parte habitual en las obras donde aparecen enfrentamientos entre
familiares. La realidad de Curcio, Vicente, Gutierre, Almeida y Roca es esencialmente
idéntica, por lo que consecuentemente sus acciones y conclusiones deben ser mayormente
las mismas, siéndolo también los motivos que, poco a poco, los distancian de sus
enamoradas: nunca sabremos qué habría ocurrido si Gutierre hubiera escuchado a
269
Mencía, o si don Juan se hubiese atrevido a disparar al oír los llantos y desesperadas
súplicas de entrar en un convento de Serafina. El silencio es emblema de honor, y para
sobrevivir en el espacio de las apariencias y los susurros los cónyuges callan,
confesándose únicamente en el secreto de habitaciones cerradas, hilvanando monólogos
en los que el emisor no solo es juez, fiscal y verdugo, sino que responde en nombre del
acusado, creando un diálogo alienado en el que el agravio ocupa el lugar de la verdad.
Hércules
270
HÉRCULES Porque importa
la satisfacción ajena
a veces más que la propia.
271
y es menester que uno viva
con los demás, es forzosa
desdicha satisfacer
con alguna acción ahora
mal las malicias ajenas.
La cultura del desagravio afecta por igual a hombres y mujeres, así como los celos
y desdenes; Deyanira será incapaz de aceptar los desprecios de su enamorado y urdirá
una estratagema para recuperarlo mediante la sangre de Nero, cuyas propiedades mágicas
han de revivir su antiguo amor y devolverla a su legítimo lugar; pronto descubrirá que la
misma sangre que debía salvarla es la que mata abrasando al héroe, hamartia que se cobra
la vida de la conyugicida y el que previamente pensó en asesinarla. Las muertes finales
de Los tres mayores prodigios son, de forma más distante que en el resto de obras aquí
mencionadas, consecuencia del honor, ya que es la decisión intermedia del protagonista
lo que la provoca: en lances de honor solo existe el perdón o la venganza, por los cuales
hay que pagar un alto precio. Hércules no estuvo dispuesto a enfrentarse al mundo ni a sí
272
mismo y muere ensangrentado, Deyanira no acepta la piedad ofrecida por considerarla
indigna, perdiendo por ello su honra y a su amor. Su tragedia será inmortalizada, años
después, en un lienzo pintado por un marido ofendido para un amante celoso, nuevo
principio en una eternidad de venganza.
Por más que en un principio pueda parecer que A secreto agravio, El médico y El
pintor son islas de un mismo archipiélago situado en los confines del corpus calderoniano,
lo cierto es que existe un fuerte vínculo entre ellas y Comedias tan dispares como Gustos
y disgustos no son más que imaginación, Los tres mayores prodigios y La devoción de la
cruz. Este vínculo nace de del propio modo de concebir el arte del dramaturgo, pues es
Calderón un autor esquivo con tendencia a cubrir su pensamiento bajo subtramas, juegos
retóricos y un constante rechazo a enjuiciar a sus creaciones, sean tiranos asesinos o
ejemplos de virtud. Su naturaleza bifronte y huidiza obliga a aquel que pretende descifrar
la intentio auctoris de sus tres tragedias más desconcertantes a realizar una lectura más
amplia de su corpus, ya que solo así podrá divisar los delicados hilos que recorren el tapiz
de su universo dramático, los miedos y anhelos que motivan las acciones de sus
personajes. Unos –en este caso, los «uxoricidas menores»– arrojarán luz sobre otros –los
«mayores»–, haciendo de intérpretes y guiando a Teseo en un laberinto de apariencias y
medias verdades, habitado por criaturas monstruosamente humanas.
Porque si hay algo que Vicente, Hércules y Curcio demuestran es que «el
uxoricida» es un tipo concreto de personaje cuya máscara puede ser asumida por cualquier
«galán», «héroe» o «viejo», arquetipos que los definen hasta que su honor conyugal es
amenazado. Sus pensamientos y acciones demuestran que Almeida, Solís y Roca no son,
como ha llegado a afirmarse (Armendáriz:2002), monstruos crueles y sádicos, sino el
resultado de un contexto determinado. Ver al marido como único culpable de un crimen
fundamentado en el honor responsabiliza a un solo sujeto de la condición intrínsecamente
violenta de todo un sistema de control social, convirtiéndose el asesino en chivo
expiatorio de la colectividad. Definir a Gutierre como un ser inhumano que actúa
irracionalmente al compás de su particular necesidad de venganza supone afirmar
implícitamente que Solís es un elemento disonante ajeno a la moralidad del grupo al que
273
pertenece, resultando por lo tanto una irregularidad que brota espontáneamente y en
ínfimo porcentaje dentro de una sociedad fundamentalmente equilibrada en vez de ser
una consecuencia y víctima de un código prestablecido. Sin embargo, esta premisa queda
invalidada cuando son personajes como Vicente y Hércules, tan alejados del arquetipo
del «marido celoso» o el «enajenado de honor», los que toman la determinación de
cometer el asesinato en aras de recuperar su cuestionada posición dentro del colectivo,
salvándose las damas por circunstancias ajenas al control del uxoricida: la falta de testigos
permite a Hércules fingir la muerte de Deyanira al tiempo que la fuerza a dejar de «ser
quien es» en medio de unos desconocidos montes, mientras que Violante es protegida por
la confesión de la reina y restituida por el rey; incluso Curcio se debate a lo largo de toda
la obra entre la culpa y su sentido del deber, mostrando una debilidad que imposibilita
verlo como un mero ejemplo de hybris cruel. Ni él ni Gutierre son abominaciones
insalvables, porque en el teatro profano de Calderón los monstruos no existen. Este esposo
y este padre son hombres desesperados, fieles a unas leyes inmisericordes que les obligan
a actuar, y si bien eso no erradica su culpa personal ni encubre las pasiones que se
vislumbran a través del escudo del honor, los hace profundamente humanos y universaliza
un dolor originado de una causa concreta, la cual no deja de ser la anteposición de la
obligación al deseo.
51
A parte de ser un ejemplo clásico de virtud y fuerza vinculado desde el siglo XVI con la figura del
príncipe (McKendrick, 1993:140), la importancia de Hércules en España era destacada al el mito
274
Sebastián I y Almeida en Alcazarquivir. El marco histórico se llena además de significado
al encuadrarse el enfrentamiento doméstico dentro de territorios en guerra o sumidos en
la inestabilidad, tales como lo fueron Lisboa en el verano de 1578, España durante el
destronamiento de la Casa de Borgoña y los doce años que duró la sublevación catalana.
Estas correlaciones crean un vínculo inquebrantable entre la crisis familiar y la nacional,
entendiéndose así a los esposos como una «pequeña patria» –continuación de la estructura
metateatral propia de las Comedias donde aparecen conflictos fraternales o
paternofiliales– que, tanto en la realidad como en la ficción, constituye el corazón del
sistema integrador del honor, el cual se extendía desde su centro a los distintos planos de
construcción social (Maravall, 1979:66).
275
honor al mismo tiempo, dicotomía que se extremaba a medida que aumentaban las
presiones de la honra:
Subjection of wife to husband was both a reflection and a guarantee of society's subjection
to the state and mankind's to God. Thus society gave the husband the means to impose
his will –the wife was subject to him by divine and human law– but at the same time
demanded that he imposed it. Husbands were responsible to society for their wives'
behavior and those who did not correct adulterous wives were denounced as accessories
to the sin in Christian manuals, although severe punishment was condemned. The
problem was that the husband's authority and control was vested in a creature –woman–
thought to be composed of cold and wet humours (man was hot and dry) which rendered
her wilful, unpredictable and untrustworthy, and governed by uncontrollable sexual
urges. She posed therefore a constant threat to family unity and subjection to her husband
was the only way of trying to keep these tendencies under control. In the context of a
patriarchal system where honour and reputation were invested in the behaviour of one's
wife. […] Such assumptions about woman's nature were calculated to breed insecurity
and suspicion precisely because they conceded to the wife the power to take away not
only the husband's peace of mind but his social role and with it his identity (McKendrick,
1993:141).
276
que Maravall define como un «peligro disolvente» (1979:67), una asonancia que, cuanto
menos, cuestionaba desde lo más profundo del sistema el orden e ideario impuesto por
reyes, clérigos, padres y esposos. La única forma de mantener «el control de la sucesión
filial en el orden psicológico-moral de los caracteres y en el orden patrimonial de la
herencia» (1979:67) era someter las pasiones y albedrío de las mujeres, utilizándose
nuevamente el miedo como instrumento predilecto para grabar la doctrina en sus
flemáticas mentes: el Derecho civil permitía al marido burlado ejecutar, previa
autorización, a la infiel dejando a su elección el método y brutalidad del castigo (Bazán
Díaz, 2007:314), indeterminación que las dejaba completamente indefensas ante la
violencia de sus verdugos. Si se tiene presente la normalización histórica de las agresiones
domésticas hacia las mujeres y su extrema dependencia respecto a sus maltratadores, es
sencillo imaginar el terror que la legitimación estatal de la violencia debía despertar en
ellas, independientemente de su culpabilidad o inocencia. Durante la Edad Moderna, los
tejidos sociales occidentales y orientales continuaron entendiendo los golpes y vejaciones
como una parte esencial de los «correctivos» que los maridos empleaban para «rectificar»
las acciones o palabras «inapropiadas» de sus esposas, asumiéndose la violencia marital
como un aspecto severo pero habitual de la vida conyugal. Por más que la sociedad y los
jueces –religiosos o civiles– desaprobasen el uso indebido de la fuerza, no existía un
marco que fijase dónde acababa la «sujeción justa» (Ruiz Sastre, 2016:471) y empezaba
la crueldad, quedando en la práctica el agresor protegido y la víctima desamparada, quien
rápidamente entendía que cualquier confesión indebida podía poner en riesgo su sustento;
las víctimas solo hacían públicos los abusos sufridos cuando su vida o esa misma
subsistencia que las mantenía enmudecidas peligraba, representando sus acusaciones un
pequeño porcentaje de los «delitos contra la moral sexual o contra las normas del
matrimonio»: a modo de ejemplo, durante todo el siglo XVII en la capital del Arzobispado
de Sevilla solo 28 mujeres –y un hombre (2016:473)– denunciaron la violencia
improcedente de sus cónyuges (2016:464).
277
sirviendo envuelta en mieles de honestidad y amorosas virtudes marianas a unas doncellas
acostumbradas a ver los triunfos de galanes y damas en el teatro, reposando en los tratados
moralistas la aspereza de un estado que entendía la obediencia como la mayor muestra de
amor y obligación cristiana:
Bien a propósito de esto es el ejemplo que Sant Basilio trae, y lo que acerca dél dice: «La
víbora –dice– animal ferocísimo entre las sierpes, va diligente a casarse con la lamprea
marina; llegada, silba, como dando señas de que está allí, para desta manera atraerla de la
mar a que se abrace maridablemente con ella. Obedece la lamprea, y júntase con la
ponzoñosa fiera, sin miedo. ¿Qué digo en esto? ¿Qué? Que por más áspero y de más fieras
condiciones que el marido sea, es necesario que la mujer le soporte, y que no consienta
por ninguna ocasión que se divida la paz. ¡Oh, que es un verdugo! ¡Pero es tu marido! ¡Es
un beodo! Pero el ñudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un desapacible! Pero
miembro tuyo ya, y miembro el más principal» (León, 1972:54-55).
Educadas en el miedo, la mirada de las doncellas y las casadas tuvo que ser más
penetrante, más discreta. Quizá, desde la cazuela, las amorosas –o angustiosas–
anagnórisis paternofiliales eran entendidas como advertencia de las propiedades de la
sangre, de su capacidad de descubrir a sus descendientes solo por ver en ellos el brillo de
su nobleza o las cualidades de su casa. Incluso cuando esta no fuera la intención de los
dramaturgos –difícilmente puede defenderse tal premisa en Calderón, más interesado en
reprender a aquellos hombres que, como Clotaldo, abandonan a enamoradas y
obligaciones por igual tras la consumación sus amores–, el temor todo lo alcanza, todo lo
contamina. Ellas son las únicas que podrían guiarnos por los recovecos de su imaginación,
encorsetada junto a su realidad de género en los márgenes de la ecúmene de sus
compañeros de siglo. Ellos tampoco se vieron libres de las ataduras del miedo, siendo sus
cárceles más amplias y dignificadas, mas cárceles al fin y al cabo.
278
ciertas disciplinas históricamente dependientes de la teología –geografía, cosmología,
filología, filosofía, política…– empiezan a desligarse de la «ciencia magna»,
emancipándose consecuentemente de la fuente matricial del símbolo, este empieza
debilitarse, arrastrando en su lenta caída la inviolabilidad de las figuras civiles y religiosas
a las cuales había ungido de autoridad. El estudio llevó a la duda, la duda a la crisis
pirrónica, la crisis a la reconstrucción; el hombre encuentra su lugar en el centro de la
Creación, posición a la que podía aspirar solamente entonces, en aquel breve interludio
donde el mito perdió sus propiedades de Atlas. El espíritu humanista construyó sus alas
con cera y planeó invencible sobre el mundo durante un centenar de años para acabar
precipitándose al vacío del nihilismo en el instante que descubrió que su saber no bastaba,
que su recién adquirida fuerza resultaba finalmente insuficiente para vencer a los titanes
que se había atrevido a cuestionar. Su herencia fue un rastro de cera derretida, gotas
heladas ajenas al calor y la fluidez del pasado que sirvieron en los albores del siglo XVII
para moldear un renovado código simbólico con el que endoselar a unos referentes
políticos más acordes a la realidad de una nueva era, dominada por reyes Soles y Planetas
que recogían en su cetro la capacidad de Juez de Dios, figuras intermedias más simbólicas
que humanas que expulsaron al hombre de la Utopía y lo devolvieron a su origen pecador.
La gran caída de los Ícaros pasados fue prueba suficiente para demostrar a los hombres
que debían estar siempre sujetos a una ley, y si estos se habían apartado a Dios, serían la
monarquía absoluta y una Iglesia cerrada en la ortodoxia los estandartes del orden. Los
vientos del nihilismo crearon a hombres eran cárcel de hombres, y para impedir nuevas
revoluciones, los individuos debían de ser sometidos, y no hay mayor cadena que la que
nace del símbolo, pues este dictaminará el valor que el ser dé a su propia existencia; si la
destrucción de un modo de estar en el mundo había tenido comienzo con la fragmentación
del símbolo, ahora sería este el que los mantuviera cautivos.
279
futura esposa; una vez casado, accederá al estatus más alto dentro de la jerarquía familiar,
continuador del linaje de su casa nobiliaria. El carácter, condición social y virtuosismo de
la mujer a la que ligase su nombre, siendo ella quien defina su futuro fuera y dentro del
hogar. Los mancebos llegaban a la edad casadera prácticamente sin experiencia ni
relación con el género contrario más allá del que pudieran experimentar con los miembros
de su propia familia o los que se permitieran en ambientes oficiales fiscalizados por
decoros y distancias, por lo que su primera fuente de conocimiento sobre cómo elegir y
qué implicaciones tiene la vida de casado eran las preconcepciones sociales que
alimentaban y eran alimentadas por el discurso religioso. Este les recordaba las dádivas
de este estado que, por su clase, no podían excusarse al tiempo que les advertía sobre la
agónica situación de los malcasados, víctimas de la demoníaca maldad femenina:
Ello es así que no hay cosa más rica ni más feliz que la buena mujer, ni peor ni más
desastrada que la casada que no lo es; y lo uno y lo otro nos enseña la Sagrada Escritura.
De la buena, dice así: «El marido de la mujer buena es dichoso y vivirá doblados días, y
la mujer de valor pone en su marido descanso, y cerrará los años de su vida con paz. La
mujer buena es suerte buena, y, como premio de los que temen a Dios, la dará Dios al
hombre por sus buenas obras. El bien de la mujer diligente deleitará a su marido e
hinchará de grosura sus huesos. Don grande de Dios es el trato bueno suyo: bien sobre
bien y hermosura sobre hermosura es una mujer que es santa y honesta. Como el sol que
nace parece en las alturas del cielo, así el rostro de la buena adorna y hermosea su casa».
(Ecl, 36.) Y de la mala dice, por contraria manera: «La celosa es dolor de corazón y llanto
continuo; y el tratar con la mala es tratar con los escorpiones. Casa que se llueve es la
mujer rencillosa (Prov, 19.), y lo que turba la vida es casarse con una aborrecible». La
tristeza del corazón es la mayor herida, y la maldad de la mujer es todas las maldades
(León, 1972:30-31).
280
estatal. En este punto, la supremacía patriarcal y la ideología misógina se unen en su
máxima expresión político-social: tal y como afirma McKendrick, las preceptivas contra
la mujer eran un arma de sometimiento femenino tanto como un engranaje de sujeción
masculina, puesto que responsabilizaban al marido de las acciones de un ser de naturaleza
demoníaca y humores húmedos, dándoles a ellas la capacidad de destruir su rol social y
su misma identidad dentro del colectivo (1993:141). En un ejercicio imposible de
subyugación y dominancia, el hombre debía controlar a la esposa y era al mismo tiempo
controlado por ella; de esta forma, la esposa constituía una amenaza constante para el
marido (1993:141), quien jamás podría confiar plenamente en su virtud. Esta es la
realidad que Calderón plasma en la «conciencia alucinada» (Ruiz Ramón, 2000:70) de
los uxoricidas, verbalizadores de ese combate entre lo aprendido y lo experimentado,
oscilando entre la confianza demostrada y la sospecha asimilada en dos monólogos
extremadamente similares en los que la tradición misógina se alza con la victoria:
DON GUTIERRE Y así, acortemos discursos, DON LOPE Leonor es quien es, y yo
pues todos juntos se cierran soy quien soy, nadie puede
en que Mencía es quien es borrar fama tan segura
y soy quien soy; no hay quien pueda ni opinión tan excelente.
borrar de tanto esplendor Pero sí puede, ¡ay de mí!,
la hermosura y la pureza. que al sol claro y limpio siempre,
Pero sí puede, mal digo, si una nube no le eclipsa,
que al sol una nube negra por lo menos se le atreve;
si no le mancha, le turba, si no le mancha, le turbia,
si no le eclipsa, le hiela. y al fin, al fin le obscurece.
Don Gutierre y don Lope experimentan lo que McKendrick denomina «la tiranía
de la mujer sobre la mente del marido», la cual se materializa en las tragedias en la
progresiva vinculación de la esposa al enemigo que les aprisiona o «emascula». En su
deseo de escapar de la espiral de la duda y la vergüenza, el uxoricidio es entendido como
un «tiranicidio» necesario para recuperar su libertad y el control ilícitamente arrebatado
(1993:141). Su violencia nace, en consecuencia, de su deseo de proteger su propia
autoridad y la del sistema que se la confiere (1993:141), el cual participa de forma pasiva
en la violencia ejercida; la aceptación del crimen por parte de las figuras de autoridad
expone un sentimiento de «solidaridad social y masculina» (1993:136) que protege al
uxoricida y pone de manifiesto la crueldad intrínseca del código moral del honor
convertido en imperativo categórico de obligado cumplimiento. Tal y como afirma
281
Antonio Regalado, el personaje calderoniano puede clamar contra la ley que le obliga a
esgrimir el cuchillo, mas nunca negarse a empuñarlo: «Calderón sabía que respetar la ley
y actuar por un sentido del deber no preservaba necesariamente a la libertad del otro, sino
que podía reprimirla y destruirla, que se podía respetar una ley injusta y que el deber podía
llevar a la injusticia» (1995:I, 289). Almeida, Solís y Roca serán los brazos ejecutores de
una justicia social fundamentada en una injusticia moral, piezas del ajedrez de las honras.
Solo el portugués, en su destino de muerte, consigue la paz deseada, quedando sus
sucesores muertos en vida en un universo de venganza que los ha destruido en aras de
proteger su propia pervivencia, semejante al Cronos devorador de inocentes.
282
desprende su contestación dista del temor y la premura mostrado por el infante en su
última audiencia con Pedro I, materializándose en su voz su conciencia inocente y
culpable. El noble mantiene la calma incluso después de escuchar el nombre de Leonor
porque no tiene nada que ocultar, quebrándose su aplomo solo cuando el monarca le exige
ir en contra del «heredado respeto» (1960e:966) que como caballero le debe a la dama52:
REY No me repliquéis,
que me enojaré por vida.
52
La reverencia hacia la mujer por parte de los nobles es un imperativo continuamente recordado en las
tres obras de venganza, y de cuyo olvido se origina la tragedia: en A secreto agravio, Leonor envía a Sirena
a advertir Benavides que por ser «principal, noble y honrado, / por español y soldado» está «obligado a ser
cortés» porque una mujer –«no Leonor, / porque le basta saber / a un noble que una mujer»– «le suplica
que su amor / olvide» (2011a:143). El aviso reaparece más sucintamente en El pintor en el momento en
que Serafina demanda al galán que obedezca los principios de su sangre y haga honor a quién es (1968:308).
La asociación del respeto a la dama con el axioma de nobleza explica no solo la incomodidad de Solís en
esta escena, sino que expone el poco respeto que el rey muestra a su vasallo al forzarle a atentar contra su
propio honor de clase.
283
La presión a la que Pedro I somete a don Gutierre avanza el conflicto entre Mencía
y Enrique del segundo acto, exponiéndose en ambas escenas la problemática del honor
frente a la autoridad real. Ambos han de recordar al poderoso la consideración debida a
su linaje –el ruego de no atentar contra la dignidad de una mujer, la denuncia de la esposa
del ataque contra su honra–, advertencia que prontamente se desestima y en la que
descansa una de las semillas de la tragedia, ya que sus explicaciones ofenden a Leonor y
fuerzan la intervención de don Arias, cuyo desafío agravia de retorno a Solís. El rey,
agraviado a su vez por el atrevimiento de los caballeros, ordena su encarcelamiento,
oportunidad que el Trastámara no duda en aprovechar: «En ocasión de la caza, / preso
Gutierre, podré / ver esta tarde a Mencía» (2012:249). El engaño del monarca, su
descortesía y sus excesos permiten los del infante, y presagian las faltas de prudencia que
desembocan en el asesinato de la inocente. En este primer encuentro se empieza a
percibir, además, la futura rivalidad y la predisposición de Pedro I en contra del futuro
médico, manifestada en la parcialidad de su «juicio»: en vez de escuchar con ecuanimidad
sendas partes, desconfía de las razones del acusado y parece solo interesado en encontrar
una prueba que pruebe su ya sentenciada culpabilidad, sentimiento que se verbaliza en
forma de aparte: «¡Vive Dios que me engañaba! / La prueba sucedió bien» (2012:244).
El juez se implica personalmente en los agravios de la dama porque ve su justicia
cuestionada por un «poderoso», amparándola en parte a fin de demostrar su autoridad:
Los recelos del soberano son compartidos posteriormente por el privado del
Trastámara, recelos motivados también por su propia inseguridad. Dentro de la obra, será
el que guíe al lector-espectador por los entresijos de la tragedia, tragedia a la que él mismo
dio comienzo al transgredir el sagrado de Leonor y frustrar sin pretenderlo sus esponsales
con su prometido. Don Arias será el confidente y el adversario que descubra las pasiones
del resto de personajes, siendo suya la voz que anuncie la oscuridad que está por venir:
284
DON ARIAS En mi vida he conocido
galán necio, escrupuloso
y con extremo celoso
que, en llegando a ser marido,
no le castiguen los cielos.
Gutierre pudiera bien
decirlo, Leonor; pues quien
levantó tantos desvelos
de un hombre en la ajena casa
extremos pudiera hacer
mayores, pues llega a ver
lo que en la propia le pasa.
285
La lealtad a los ideales caballerescos de don Gutierre es una constante destacada
en su relación con sus allegados, como se ejemplifica en el diálogo que mantiene con
Coquín en su visita fugaz a Mencía. Ante la sugerencia del criado de huir y salvar la vida,
el noble entra en cólera, ofendido por la sola idea de responder la cortesía de un «deudo
y amigo» (2012:263) con un agravio:
286
su casa, el rigor de su venganza se empapa de una severidad tan insólita y ajena a él que
llega a horrorizarle: en otro anuncio del destino, sin luz y ciego de rabia, atrapa a Coquín
y, desoyendo sus avisos, intenta darle muerte. El criado salva la vida por intervención de
Fortuna, que arroja luz en el equívoco con la vela de Jacinta. Abiertos los ojos a la verdad
despierta de su encanto, asombrado de su propio furor: «¡Qué engaño! ¡Qué error! […] /
¡Oh ciego abismo / del alma y paciencia mía!» (2012:273).
287
Don Gutierre pronto va a descubrir que el destino del trágico está plagado de
amargas ironías. Las muestras de aprecio que él considera dádivas a su honor descubrirán
ser en realidad semillas de desdicha, cifrándose su desgracia en el verso «sabe tu alteza /
honrar» (2012:199). Dos gracias le concede el infante a su vasallo, descansar en su quinta
e interceder por él ante el rey; dos veces le prodiga este su alabanza, una en su primer
encuentro, otra en el último, momento en el que reconoce la daga de su vergüenza en la
espada del Trastámara:
53
Uno de los atributos más destacados de Solís es su lealtad, virtud continuamente realzada en sus
parlamentos con Pedro I y Enrique de Trastámara. Cuando en el primer acto el infante se apresura a huir a
Sevilla, el caballero le encomienda que descanse sin descuidar su obligada obediencia, confrontado en su
respeto vasallático y su honor nobiliario: «Necio en apurar estoy / vuestro intento, pero creo / que mi lealtad
y deseo...» (2012:200). Posteriormente, después de haber explicado a Pedro I la causa de sus mudanzas, se
somete a su voluntad ofreciéndole su espada, insignia de su nobleza, y su vida: «Yo me pongo a vuestros
pies, / donde a la justicia vuestra / dará la espada mi fe / y mi lealtad la cabeza» (2012:240). El soberano
reconocerá su virtud en el último consejo que le ofrece a su hermanastro, recordándole que la daga
extraviada podría haber retornado a su amo impregnada en sangre «a no ser el que la rige / tan noble y leal
vasallo» (2012:356).
288
mas con vos por enemigo,
¿quién ha de atreverse, quién?
Tanto enojaros temiera
el alma cuerda y prudente
que a miraros solamente
tal vez aun no me atreviera,
y si en ocasión me viera
de probar vuestros aceros,
cuando yo sin conoceros
a tal extremo llegara,
que se muriera estimara
la luz del sol por no veros.
289
llore un hombre» (2012:343). Honor y amor, su pasión heredada y adquirida (2012:343),
los dos humores que han convivido en su interior en perfecta armonía hasta que una
«tirana nuble» osó ensombrecer el «esplendor» y «fe» de su esposa (2012:343). Es solo
aquí, en la más absoluta desesperación y obligado por las circunstancias que se atreve a
pronunciar la pena que tanto se ha esforzado en silenciar y señala al culpable de sus
desvelos «no porque sepa, señor, / que el poder mi honor contrasta», sino porque «[…]
imaginarlo basta / quien sabe que tiene honor» (2012:344). Y así, humillado y honrado a
un mismo tiempo, implora y avisa al rey de aquello que previamente había advertido más
veladamente a Enrique:
290
Pedro I no es rey de las almas, y la afrenta denunciada habita en un mundo de
ficciones ajeno a su potestad; su sentencia es, dentro de los límites de su justicia, una
conciliación que admite la queja a fin de tranquilizar al esposo, reparación que él
considera suficiente para una daga extraviada que, en sí misma, no evidencia una
deshonra. La oposición de supuestos que la daga despierta en marido y soberano se avanza
en la audiencia y se reafirma en el desenlace de la representación, dándose conclusión en
este último encuentro a la audiencia frustrada por la huida de Enrique:
En su reunión con Solís, monarca actúa de forma prudente, pero sus respuestas
demuestran que no comprende el verdadero motivo de la súplica del marido o la razón de
su desvelo. En el primer juicio contra su honor, el caballero ya le confesó que, aunque
escuchó «satisfacciones» y nunca dio a su agravio «entera fe», «fue bastante esta
aprehensión» para cortar sus lazos con Leonor (2012:243), «porque el agravio del gusto
/ al alma toca también» (2012:244), alma que es «reservado lugar» del honor (2012:352).
Es el alma de don Gutierre, cuyo hogar es el cuerpo de Mencía54 –belleza «donde el alma
de un vasallo / con ley soberana vive» (2012:352)– lo que Enrique ha ofendido; es a ella,
en su abstracción, a quien ha de satisfacer. Amparándose en esta doble dimensión,
intangible o imaginada y física, considera insuficiente el veredicto, porque avala
únicamente su fama –honor público cifrado en el teatro áureo en la «opinión»–, y neglige
su honor individual, aquel que es patrimonio del alma y en la tragedia se personifica en
54
A parte de la asociación aquí hecha por el rey, don Gutierre verbaliza en más de una ocasión cómo su
alma reside en Mencía: en su reencuentro en el acto segundo, confiesa a su esposa que «[…] vivía / yo sin
alma en la prisión / por estar en ti […]», y que ha aceptado el favor del alcaide para que «alma y vida con
razón / otra vez se viese unida» (2012:264). Ese vínculo explica por qué en los actos de violencia dirigidos
a la dama o motivados por los celos su alma quede «ciega» (2012:273), y la importancia que esta adquiere
en el desenlace.
291
el personaje de la esposa. Por ese motivo la contestación de Pedro I le agravia, variando
en consecuencia el tono suplicante por uno combativo: «No me obligue / vuestra
majestad, señor, / a que piense, que imagine» –«imaginar», verbo convertido en hilo de
oro que cruza el laberinto caótico de su mente– «que yo he menester consuelos / que mi
opinión acrediten» (2012:346). El marido percibe en la alabanza un timbre de duda hacia
la virtud de Mencía, soñada ofensa que se apresura en desmentir: «¡Vive Dios!, que tengo
esposa / […] que deja atrás las romanas / Lucrecia, Porcia y Tomiris»; «Esta ha sido
prevención / solamente» (2012:347). Asombrado por la pugna entre seguridad y recelos
que le ha llevado a demandar agravios al tiempo que pregona la firmeza de su honra, el
rey le pregunta:
292
DON ARIAS ¿Cuánto peor os estará
que tenga por cierto quien
imaginó vuestro agravio
y no le constó después
la satisfacción?
Solís describe amor y honor como «pasiones del ánimo» (2012:244) similares a
los humores hipocráticos. Amor y honor son, a su vez, las esencias que sustentan las
fuerzas contrarias que batallan en su interior. El marido enamorado muere en el instante
en que el humor del honor, el cual ha ido creciendo desde el descubrimiento de la daga,
se desborda y, aliándose con la enfermedad de los celos, consume el amor, siendo la
pérdida total de un humor sinónimo de muerte. Esta autofagia simbólica se materializa en
escena en su desesperada súplica de muerte –«Pero antes que llegue a esto / la vida el
cielo me quite» (2012:363)–, final preferido al sacrificio que está a punto de acontecer:
«Preciando de tan piadosos, / ¿no hay, claros cielos, decidme, / para un desdichado
muerte?» (2012:363). Para su desgracia y la de Mencía, el cielo permanece en silencio,
cubriéndose el sol de Sevilla con densas nubes de tragedia. Libre el infante, amenazada
su honra y demostrados sus celos, la vida de la esposa se racionaliza como el único
remedio capaz de frenar la enfermedad: «Arranquemos de una vez / de tanto mal las
raíces. / Muera Mencía […]» (2012:361). Amor, que tantas veces la protegió, no puede
salvarla esta vez, no sin el honor de su lado. Porque, por más que se encuentren finalmente
enfrentados, amor y honor no fueron siempre enemigos; antes de la fatídica noche en la
que la ponzoña de la daga viciara su sangre, eran aliados cuya unión era capaz, si bien no
frenar, de controlar los embates de locura que sufre don Gutierre contrarrestando los
susurros de Discordia con las luces de la prudencia, llamas que destruyen uno a uno los
engaños que nacen de la duda:
293
otra espada como ella,
que no es labor tan extraña
que no hay mil que la parezcan.
Y apurando más el caso,
confieso ¡ay de mí!, que sea
del infante, y más confieso
que estaba allí aunque no fuera
posible dejar de verle;
mas, siéndolo, ¿no pudiera
no estar culpada Mencía?
Que el oro es llave maestra
que las guardas de criadas
por instantes nos falsea.
¡Oh, cuánto me estimo haber
hallado esta sutileza!
294
son para maridos viles
que pierden a sus agravios
el miedo cuando los dicen.
Don Gutierre se casa con Mencía porque sabe que su honor estará seguro en su
sagrado. No son los muros, la distancia o sus precauciones las que mantienen, en un
primer momento, a salvo su honra, sino ella, la más «honesta, casta y firme» de las
compañeras (2012:346). Es solo tras conjurar el mal de los celos que y muere la razón,
porque «[…] cuando llega / un marido a saber que hay / celos, faltará la ciencia»
(2012:313). Son los celos los que llevan a saltar los muros de su propia casa para
asegurarse de una fidelidad que antes no se atrevía a cuestionar. Tras encontrada dormida
y guardada, honor le insta a marcharse –«Volverme otra vez quiero; / bueno he hallado
mi honor, hacer no quiero / por ahora otra cura» (2012:326)– mas los celos lo retienen en
una madeja de dudas que su razón pronto desbarata: «Pero, ¿ni una criada / la acompaña?
¿Si acaso retirada / aguarda...?»; «¡Oh pensamiento / injusto! ¡Oh vil temor! ¡Oh infame
aliento!» (2012:326). Incapaz de vencerse a sí mismo, «sin luz y sin razón dos veces
ciego» (2012:327) llega ante ella, haciéndose en su confusión realidad las pesadillas.
295
DON GUTIERRE (Ap. Riguroso
es el dolor de agravios,
mas con celos ningunos fueron sabios).
¿Celoso? ¿Sabes tú lo que son celos?
Que yo no sé qué son, ¡viven los cielos!,
porque si lo supiera
y celos […] llegar pudiera
a tener... ¿qué son celos?,
átomos, ilusiones y desvelos…
no más que de una esclava, una criada,
por sombra imaginada,
con hechos inhumanos
a pedazos sacara con mis manos
el corazón, y luego,
envuelto en sangre, desatado en fuego,
el corazón comiera
a bocados, la sangre me bebiera,
el alma le sacara,
y el alma, ¡vive Dios!, despedazara,
si capaz de dolor el alma fuera.
296
DON GUTIERRE […] Y ya que ha sido
Mencía la mujer que yo he querido
más en mi vida, quiero
que en el último vale, en el postrero
parasismo, me deba
la más nueva piedad, la acción más nueva;
ya que la cura he de aplicar postrera,
no muera el alma, aunque la vida muera.
Gutierre Alfonso de Solís muere tras salvar el alma de Mencía y su cuerpo pasa a
ser habitado, desde ese momento, por el médico. Dentro de él solo queda un compuesto
de honor y celos, de cuya unión se alimenta la pulsión de muerte que lo mantiene con
vida y que durante dos días y dos noches ha dormido en la vaina de una daga oculta bajo
su capa. La muerte es una promesa para don Gutierre y una obligación para el alter ego,
coincidiendo en ser para ambos la pócima que sana a fuego o en hielo dependiendo de
quién sostenga el vial. En las ocasiones que los celos urgen al marido al uxoricidio, la
muerte vendrá acompañada de violencia, como en la escena del jardín, y será un remedio
de rápido efecto, que ha de aplicarse tan rápidamente como se intuye –o se lee– la
infección; de tal forma ocurre con don Juan y don Lope, que matan bajo este influjo y
caracterizan sus la vehemencia y la presencia del fuego, elemento asociado a los celos
que o bien aparece de forma simbólica, como ocurre con el incendio que pone a Serafina
en brazos de don Álvaro, o explícitamente en los parlamentos de Solís y Almeida:
DON LOPE No digas que tengo celos […] DOÑA MENCÍA El aire que corría
¿Posible es que tal dijese entre estos ramos mientras yo dormía
sin que, desde el corazón la luz ha muerto; luego
al labio, consuma y queme traed luces.
el pecho este aliento […]? DON GUTIERRE (Ap.) Encendidas en mi fuego.
(Calderón de la Barca, (Calderón de la Barca,
2011a:150) 2012:332)
297
Sin embargo, aun con el fuego de los celos prendido en el pecho, el modus operandi
del médico estremece por su frialdad y una distancia tan extrema que el uxoricida es capaz
hasta de reflexionar en escena sobre cómo llevar a cabo el asesinato, descartándose el
veneno y la violencia enlazados a los celos por ser, respectivamente, «[…] fácil / de
averiguar, las heridas / imposibles de ocultarse» (2012:387). Mientras Almeida y Roca
actúan movidos por su pasión, el médico es una entidad desapasionada que mata según
las dos esencias que lo sostienen: Mencía muere a causa de los celos, tal y como confiesa
Coquín al rey –«Gutierre, mal informado / por aparentes recelos, / llegó a tener viles celos
(2012:395)–, y la forma en cómo muere está definida por la impersonalidad del honor:
Lo que rechaza el héroe, al rechazar los celos y la capacidad analítica de la razón para
conocer e interpretar lo real, son las motivaciones individuales, pues el Yo que monologa
es, precisamente, el campo de batalla y, a la vez, el lugar de la simbiosis del yo personal
y el yo colectivo. En la pugna interior entre ambos, que el monólogo sustancia y revela,
y a los que Calderón denomina «pasión de amor» y «pasión de honor», esta última –para
seguir el lenguaje del dramaturgo– objetivada en «ley del mundo» desplaza a la primera
y acaba tomando entera posesión de la conciencia. Don Lope de Almeida, don Gutierre
Alfonso y don Juan Roca, divididos interiormente –y su ser o su entidad dramática
consiste en esa división– llegarán a través de las mismas interrogaciones y de las mismas
quejas a la idéntica decisión: la esposa debe morir. ¿Cómo llega a esa decisión? ¿Quién
y qué le obliga a matar? En los monólogos se presenta a sí mismo como víctima de la ley
del honor, a la que acusa de bárbara, de injusta, de infame. Sin embargo, la obedece, aun
sabiendo que tal obediencia implica enajenación de la propia libertad y complicidad con
el mal. […] Ni siquiera cuando en un proceso cerebral de rigurosa lógica el propio
personaje desmonta en el análisis y critica con sus propias sospechas y los datos de la
realidad que ellas mismas van a sustituir. Por otra parte, muestran el carácter de necesidad
del asesinato que van a seguir. Protesta e interrogación no abren camino a la elección,
porque no son manifestaciones de la libertad ni expresan la duda y la agonía de una
conciencia libre. Sirven, en cambio, para dar expresión y hacer ver, en forma pura y
298
limpiamente dramática, la impotencia del individuo atrapado en el gran mecanismo social
e ideológico, interiorizado, hecho forma y molde interior del ser, en el que se encuentra
prisionero y contra el que, en verdad, no puede rebelarse, pues sería revelarse contra sí
mismo, el «sí mismo» del «soy quien soy» (Ruiz Ramón, 2000:74-75).
299
Lope de Almeida
Una española navega hacia las costas de Lisboa con el rostro empapado en
lágrimas; en el muelle la espera un portugués con el alma encendida. Ella se enjuga el
pasado de los ojos y cubre su corazón con el consejo de un anciano: «a vista de Portugal»,
Leonor, es hora de que «te despidas de Castilla» (2011a:123). En la frontera entre el mar
y la tierra, doña Leonor de Mendoza y don Lope de Almeida se encuentran, muriendo las
lusitanas olas de la pasión en puertos castellanos de hielo y distancia. Con paroxismos de
amor intenta acercarse a su mujer, mas no será a él a quien se refieran los pensamientos
y palabras de la dama, cuyos ojos miran al hombre al que ha firmado «rendida» su vida
(2011a:137) al tiempo que su voz se dirige al mercader que le ofrece un anillo de
diamantes grabado con los recuerdos «que hoy son piedras y rayos fueron antes / del sol
[…]» (2011a:130). Las palabras de Leonor y don Lope jamás llegarán a converger, como
jamás conseguirán unirse sus almas; la primera respuesta de la casada contendrá el secreto
agravio que impulse la secreta venganza del marido, los últimos versos de él son el triste
destino que le abrasará junto a un toledano en medio de las aguas de Lisboa: «Que quien
antes de veros pudo amaros / mal os podrá olvidar después de veros» (2011a:137).
Trastocados los corazones y las lenguas por la gramática del honor, en el desenlace de A
secreto agravio el amor hablará en acentos castellanos, mientras que la tragedia tendrá
cadencia portuguesa. El localismo de la obra, reforzado a partir del juego de opuestos y
tensiones que origina la distinta nacionalidad de los protagonistas, es el rasgo principal
que la separa de sus compañeras de ciclo y la pieza clave en la que se asienta su estructura
dramática por ser uno de los principales catalizadores de lo trágico y el fundamento de la
construcción psicológica de don Lope. Sin llegar a ser un arquetipo, en el personaje
confluyen gran parte de los tópicos sobre portugueses presentes en tiempos de Calderón,
como la extática reacción de Almeida ante la llegada de su mujer, sintomática de
«condición de rendidos y desesperados enamorados, propensos a la enfermedad y aun a
la muerte por amor» (Pedrosa, 2007:100) que lo define tanto a él como a sus compatriotas
dentro y fuera de la Comedia, pues también Silva será un enamorado sometido a unas
emociones siempre extremas.
Por más que procure ocultarlos bajo una capa de dignidades y cortesías, a don
Lope se le escapan los afectos de los labios una vez a solas con Manrique y don Juan,
acompañando sus parlamentos las liras de Himeneo y los tambores del honor. Desde el
300
principio de la tragedia, el recién casado aparece envuelto en sus dos pasiones cardinales,
inclinándose más por la «adquirida» que por la «heredada» (2012:343): «¡Diérame el
amor sus alas! / Volara abrasado y ciego» (2011a:111); «que hoy en Lisboa ha de entrar
/ mi esposa, y estas tres leguas / de mar –para mí de fuego [son]–» (2011a:122). El honor
de las armas palidece frente a la promesa del matrimonio, las tribulaciones del amigo son
apaciguadas por la llegada de Leonor. Las acciones y discurso de don Lope muestran su
carácter orgulloso y su adscripción a las leyes de la restitución –«[…] Solo dichoso /
puede llamarse el que deja […] / limpio su honor» (2011a:119)–, mientras que la
magnitud de su vehemencia por reunirse con una enamorada «idolatrada» (2011a:136)
antes de tan siquiera ser vista demuestra el absoluto dominio que sus sentimientos ejercen
sobre él. Cuán distinta es su entrada en escena a la de don Gutierre, vasallo antes que
marido, primero postrado a los pies del infante y alejado de Mencía por requerimiento de
su rey. El amor tranquilo que en Sevilla une a los esposos aun en la distancia es para
Almeida una fiebre por la que está dispuesto a colgar las armas en el preciso momento en
que «no queda en toda Lisboa / fidalgo ni caballero / que ser no piense el primero» en
acompañar al rey en su cruzada y así merecer la «eterna loa» (2011a:143) reservada a los
caídos por la fe.
Inmenso es el amor del portugués, pero mayores son las imposiciones de la honra.
En compañía del honor, don Lope templa sus desbordados afectos en el recogimiento del
silencio y su verso se vuelve circunspecto en aras de encarnar la dignidad de «quien es»,
acallándose entonces el amante para dar voz al noble «inapasionable», porque aún
«cuando la pasión ocupare lo personal, no se atreva al oficio, y menos cuanto fuere más:
culto modo de ahorrar disgustos, y aun de atajar para la reputación» (Gracián, 1995:105).
El continuo control que el personaje ejerce sobre sí mismo se descubre en las primeras
escenas de la obra en el cambio de registro con el que expresa su alegría a Manrique y a
don Juan, testigos respectivos de sus excesos y su ecuanimidad. Con el primero, don Lope
se libera de todo decoro y da rienda suelta a la exaltación que lo consume, siendo su ardor
tan inconmensurable que el criado ha de pedirle que se refrene, profetizando en su aviso
el fuego que acabará consumiéndole el alma:
301
MANRIQUE ¿Y no miras que es error,
digno de que al mundo asombre,
que vaya a casarse un hombre
con tanta prisa, señor?
Si hoy que te vas a casar
del mismo viento te quejas,
¿qué dejas que hacer, qué dejas
cuando vayas a enviudar?
302
y como ocurre con Leonor y, finalmente, con Mencía. Para proteger la deslucida fama de
su antigua prometida, don Gutierre acentuará la dignidad que el vulgo le cuestiona al
señalar que es «una señora / bella, ilustre y noble […], / de lo mejor desta tierra»
(2012:238); de forma similar, se sentirá obligado a puntualizar la castidad y firmeza de
su mujer en el momento en que perciba la injuria del adulterio en la respuesta del rey
(2012:347).
Don Lope es, al igual que Pedro II en Gustos y disgustos, un claro ejemplo de los
peligros de la ensoñación. Tal y como advertía en un aforismo Gracián, «nunca lo
verdadero pudo alcanzar a lo imaginado. […] Cásase la imaginación con el deseo, y
concibe siempre mucho más de lo que las cosas son», que «por grandes que sean las
excelencias, no bastan a satisfacer el concepto, y como le hallan engañado con la
exorbitante expectación, más presto le desengañan que le admiran» (1995:112). Al
contrario que Roca, infatuado primero por un retrato y enamorado de su esposa después,
303
los excesos de su imaginación nunca llegan a desaparecer en la calma de la cotidianidad
porque la pareja no dispone de un espacio seguro y privado en el que florezca un afecto
más sincero, hecho que en consecuencia impide que se establezca la más mínima relación
de confianza. Almeida se casa con un ideal elegido por su «noble sangre» y «antiguo
valor» para así evitar las desdichas del oprobio (2011a:183), mas la perfección de su
elección se desdibuja en la mirada persistente de Benavides. Incapaz de actuar en el
mundo del honor sin descubrir su ofensa, el marido habita en los entresijos de su mente
enferma de celos, afirmando y dudando incesantemente de una quimérica Leonor. El mar
de ficciones y realidades que lo separa de su mujer es tan vasto que hasta las palabras se
ahogan antes de alcanzar la orilla opuesta, con la diferencia de que ahora es la ella la que
intenta acercarse y la silenciada:
Los versos de Leonor beben de una larga y renovada tradición castellana que
sublima con su poesía los amores de la Comedia áurea. Con parlamentos semejantes en
sentimiento y arquitectura recibe Mencía a don Gutierre y se despide don Juan de Serafina
–«Con envidia destas redes, / que en tan amorosos lazos / están inventando abrazos»
(2012:262); «Que yo me divierta es justo; / pues con no verte, es el gusto / mayor de
volver a verte» (1968:300)–, con incluso mayor barroquismo se dirigen numerosas damas
a sus galanes; solo hay que recordar los bellísimos versos compartidos por don Álvaro y
doña Clara en El Tuzaní de la Alpujarra para apreciar cómo en el teatro calderoniano la
expresión del amor se desborda del verso por su alma gongorina, poeta al que citará con
304
más frecuencia que a ningún otro (Hernando-Morata, 2012:234). Mediante el empleo de
este código amatorio heredado, Leonor procura acercarse al dueño de su vida y su honor
–«Porque mi vida y mi honor / ya no es mía, es de mi esposo» (2011a:142)– con la
esperanza de añadir «amor» en el listado de elementos que los unen, pero su compañero
es ajeno a su lenguaje sentimental. El ornatus que para la española es sinónimo de
proximidad es para el portugués una impostación distante, que embellece una emoción
carente de sustancia. Su naturaleza y comprensión sobre qué es el amor y cómo ha de
expresarse lo lleva a encorsetar sus afectos en el decoro circunspecto de la honra,
demostrándolos con actos libres del lenguaje de artificios característico de la nobleza,
como ejemplifica el sagrado que extiende sobre un perseguido pero restituido don Juan,
a quien no duda en acoger con la única exigencia de que este deje a un lado «las cortesanas
finezas / entre amigos excusadas» (2011a:122) y acepte sin reparos el ofrecimiento de
«un amigo verdadero» que le ofrece cobijo y defensa (2011a:121). En un contexto en el
que todo gesto y palabra está sometido al escrutinio de la opinión, su propensión al
silencio ha de entenderse como un mecanismo de preservación natural, el cual se le
impone a la extranjera en dos momentos clave de su vida en Portugal: antes de asumir su
nuevo estado y una vez sea integrante de pleno derecho de la nobleza lusitana. Las
advertencias de Sirena y Almeida son la brújula de prudencia que han de ayudarla a
navegar a través de sus recién adquiridas obligaciones, pero de nada servirán sus consejos,
pues aunque el cuerpo de la dama reside en Lisboa, su corazón sigue atrapado en España.
Castilla y Lisboa darán asilo a las dos deidades rivales que gobiernan las tragedias
de venganza, quedando por ello eternamente enfrentadas; Castilla, antiguo imperio de
Amor, es un anhelo y recuerdo del pasado que se infiltra en el presente de Lisboa, reino
custodiado por Honor. Estas dos naciones y conceptos antagónicos se reúnen en Leonor,
doncella en España y esposa en Portugal, la niña enamorada casada solo sobre el papel,
compuesto de opuestos que anuncia la desgracia: «No te disculpes, Leonor. / Mira, mira
que me matas» (2011a:174) le suplica el portugués, perseguido por unas palabras que
hacen ciertas las pesadillas. Don Lope lucha contra el verbo de un agravio que le quema
en los labios –«[…] ¡Lengua, detente!, / no pronuncies, no articules / mi afrenta […]»
(2011a:149)–, fuego hecho «veneno infame, de todos / tan distinto y diferente»
(2011a:150) que nace del pecho y muere en la boca. El contrario idioma del amor y honor,
simbólicamente engarzados al español y portugués, es el principal desencadenante de la
acción trágica cuya oposición se traslada a la escena mediante el conflicto entre la realidad
y la ficción, esto es, entre lo dicho y lo callado.
305
La retórica del silencio de don Lope provoca que la mitad de su discurso sean
monólogos o apartes, en concreto 445 versos de los 990 pronunciados por el personaje.
Las disertaciones internas van in crescendo a lo largo de la representación ya que son
asintomáticos a sus sospechas y, por lo tanto, dependientes de su misma visión de su
honor. En el primer acto, Amor toma las riendas y don Lope solo realiza un aparte en el
que enfatiza quedamente su anhelo de reunirse con Leonor (2011a:122), enterrando con
él las desgracias de don Juan extramuros de su templo de felicidad como si pretendiera
reducirlas a un triste y pasado episodio anecdótico ya resuelto, carente de repercusiones
en su felicidad y futuro. Después de haber retornado victorioso de la conquista de las
Indias (2011a:114), la fama de Almeida tan cristalina que renuncia sin pesar a los lauros
militares a los que aspira el resto de la nobleza portuguesa a fin de adentrarse en la paz
del matrimonio, pues es hora de que «[…] Marte ceda / a Amor la gloria, cuando en paz
reciba, / en vez de alto laurel, sagrada oliva» (2011a:109). Estimado por su rey y casado
con una dama en la que belleza y augusto linaje se aúnan, las pasiones desbordan el pecho
de don Lope y su voz ocupa todo el escenario, siendo Manrique los oídos del amor y don
Juan los de la honra; entre 157 versos de euforia brotan 90 dedicados a la defensa
sangrienta del honor aun cuando esta deja abandonado a su suerte al ejecutor. Esta
intromisión de la venganza, disonante a la alegría reinante pero afín en sus extremos, pone
fin a una tragedia pasada e introduce la que va acontecer, igual en esencia y desenlace,
distinta solo en la discreción del agraviado:
306
En el segundo acto, los fuegos de amor se reducen a ascuas y el honor domina los
pensamientos e intervenciones de don Lope, quien ve marchitarse su honra a medida que
crece un «girasol» (2011a:150) en cuya sombra se perfila la mayor de las afrentas. Los
ojos de don Luis son sus primeros enemigos, ejército mudo al que pronto se suman los de
don Juan, convertido en inquisidor de su honor. La continua vigilancia de la opinión,
representada en todos sus estratos por el rey, el noble y el criado, enajena su mente y
domina sus pensamientos, siendo finalmente sus omnipresentes «ojos» y «oídos» los que
guíen su mano hacia el puñal de la venganza, enemigos invisibles contra los que
agónicamente batalla y los que conjura en sus momentos de mayor confusión:
Perseguido por la mirada y consejos de don Juan y Sebastián I, don Lope se refugia
en el silencio y sus intervenciones se llenan de apartes: de los 334 versos que recita en
este acto, 179 se formularán en apartes, sobrepasando lo silenciado a lo pronunciado por
24 versos. Esta cifra aumenta en el tercero hasta los 266, a los cuales ha de sumarse el
«discurso oficial» del honor desarrollado en sus últimos 107 versos. Al mismo tiempo, el
conflicto interno del marido queda plasmado en su expresión escindida construida a partir
del encabalgamiento de apartes y recitados, discurriendo primero consigo mismo y solo
después con la colectividad. Este uso paralelo del diálogo interno y externo permite que
el personaje establezca un doble discurso entre la verdad silenciada y sentida y la mentira
expresada y representada, moldeando con sus intervenciones la realidad por tal de
ajustarla a los decoros del honor. El espacio en el que se muevan los protagonistas será,
307
en consecuencia, un escenario controlado por Almeida, quien transforma sus agravios en
equívocos e impone el silencio sobre el resto de personajes, como se aprecia en el episodio
del tapado. Cuando el oprobio pase de imaginado a inequívoco, el orgulloso caballero se
torna un marido precavido que, al ver expuestos sus desvelos en las excusas de Leonor,
renuncia a su papel de ejecutor y protege la virtud de la esposa asumiendo la identidad
del fugitivo.
Sin embargo, el ardid está condenado al fracaso porque es imposible que él, que
se encuentra fuera de la habitación con don Juan, sea el mismo hombre que este acaba de
ver entrar; la insistencia del caballero por desenredar el enredo exaspera a un don Lope
ya acorralado por su propia angustia –«¡Que no puedan los cuerdos, los más sabios, / celar
de un necio amigo los agravios!» (2011a:167)–, quien le pide guardar la puerta mientras
examina toda la casa, decisión encomiada y, en gran medida, impuesta por don Juan:
«Pues no saldrá por ella. / Mirar seguro puedes» (2011a:168). La prudencia de mantenerle
alejado y la cobardía de Manrique hacen que el marido llegue solo ante don Luis, misma
aparición de la deshonra en su negro arrebozo y espada desvainada. Es exactamente
entonces, descubierto el galán y el marido conjeturando afrentas –«Si en la calle este
hombre, ¡cielos! / tantos pesares me daba», murmura para sí, «¿qué vendrá a darme
escondido / dentro de mi misma casa?» (2011a:171)– cuando la restitución violenta que
ha ido infiltrándose en la tragedia desde su comienzo exija que la sangre se derrame pero,
para asombro de tapado, público y lectores, don Lope acepta sus justificaciones porque
«[…] verdad puede ser todo; / y cuando no, aquí no hay causa / para mayores extremos»
(2011a:171). Su ecuanimidad, antípoda de la inmisericordia despótica de la tríada de
venganza, tiene no obstante una condición, y es la que todo quede encubierto por el manto
del aparte:
308
la satisfacción que basta,
¿quién de una malicia huye?,
¿quién de una sospecha escapa?,
¿quién de una lengua se libra? […]
Y en la voz tan solamente
de una criada, una esclava,
no tuviera, ¡vive Dios!,
vidas que no le quitara,
sangre que no le vertiera,
almas que no le sacara,
y estas rompiera después
a ser visibles las almas.
309
más honra, más alabanza.
Callando mi intento rijo,
porque dijo la venganza
lo que el agravio no dijo. […]
Y hasta que pueda logralla
con más secreta ocasión,
ofendido corazón :
sufre, disimula y calla.
Por otra parte, es relevante el modo en que el marido se dirige a don Luis y la
reacción que su respuesta provoca en el galán puesto que revela de forma más explícita
la oposición entre Portugal y España veladamente introducida en el enfrentamiento
lingüístico. Nada es casual en el teatro calderoniano, y Almeida siempre se referirá a su
rival como ese «caballero castellano55» –fórmula empleada también por don Juan la única
vez que lo menciona (2011a:176)– porque el mismo origen de don Luis suscita sus
recelos, desconfianza causada en parte por las tensas relaciones políticas existentes entre
ambas naciones en 1578 y magnificada por el hecho de ser compatriota de Leonor. Don
Luis es consciente de las suspicacias que su presencia provoca en Lisboa y por ese motivo
comienza sus disculpas especificando que su estancia en la ciudad se debe a un asunto de
celos, motivo que, según la tradición, cualquier portugués comprendería sin necesidad de
más explicaciones.
Aunque la historia del toledano tiene parte de invención, no puede decirse que sea
del todo falsa, si bien traduce la verdad a la lengua de disimulos propia del género trágico:
ciertamente, él iba camino a Castilla cuando, tras encontrase con Leonor, decide
«ampararse» en Lisboa (2011a:169) hasta que pueda retomar la conversación que queda
constantemente pendiente; asimismo, el ruego de la dama de que se no vuelva a Castilla,
–«Que ocasión habrá otra vez / para acabar de quejarte» (2011a:165)– lo mantiene
55
Don Lope solo define a don Luis como un «galán» (2011a:200) –adjetivo que, por otra parte, revela en
sí mismo el doble juego de su relato– y «gallardo caballero» (2011a:201) tras asesinarlo, acogiéndose
entonces a las cortesías de honor ya expuestas por don Juan al principio de la tragedia: don Manuel es
descrito como un caballero «de mucha resolución, / muy valiente, muy cortés, / bizarro y cuerdo […]»
(2011a:115) por su asesino porque su muerte fue fruto de un lance de honras: «[…]Que yo, / aunque le
quité la vida / no he de quitarle el honor» (2011a:115). Tras la restitución de sangre, es imperativo que el
noble vengado realice la figura de su víctima para así proteger su propio honor y cumplir con el obligado
respeto estamental.
310
simbólicamente desterrado de su tierra «por los celos de una dama» (2011a:169). Don
Luis se presenta, como don Juan, solo y perseguido ante Almeida, pero en vez de rogar
su favor le pide que lo mate, para evitar con su sacrificio que «[…] padezca / alguna virtud
sin causa» (2011a:170-171) y morir rindiendo «el ser, la vida y el alma / a un honrado
sentimiento / y no a una infame venganza» (2011a:171). Don Lope, que sospecha de sus
intenciones, se niega a dignificar con una muerte honrosa los sentimientos e intentos del
galán y le ofrece, en cambio, su protección, espada y amistad «porque un caballero debe
/ amparar nobles desgracias» (2011a:171). Con este acto de virtus nobiliaria, el marido se
vence a sí mismo y purga sus celos con el catártico de la templanza porque una mirada,
si no es recíproca, no es deshonrosa; aunque las dudas seguirán hilvanando agravios en
su mente, don Lope consigue subyugarlas con cadenas de silencio, cordura y prudencia
(2011a:153) hasta descubrir si tras ellas se esconde una «razón» o una «sinrazón»
(2011a:191). La muerte de don Luis no es, por lo tanto, un exabrupto momentáneo de
celos y violencia, sino una respuesta a las palabras de su esposa, cuya alteración le revela
callando la auténtica naturaleza de su relación con el castellano.
Forzado por lo público de su agravio, don Lope decide restituir con sangre lo que
no ha podido cubrir su discreción, pues el manto de secreto bajo el cual procura ocultar
su afrenta se deshila en la lengua de Leonor y los ojos y oídos de Sirena, testigo tanto de
lo ocurrido como de las respuestas incriminatorias de la dama. En solo un amanecer,
«fama tan segura» y «opinión tan excelente» (2011a:152) quedan reducidas a susurros
que recorren las calles de Lisboa en las advertencias de don Juan –«Con las voces, no lo
oyó / entonces el desmentido»; «un amigo lo ha sabido, / y que se murmura de él»
(2011a:178)– y el consejo malinterpretado del rey: «Que en vuestra casa, aunque la
empresa es alta, / podréis hacer, don Lope, mayor falta» (2011a:181). Los áspides de la
vergüenza envenenan su sangre y desatan el rigor que ahogará a marido y galán en un
mar de violencia:
311
La violencia de Almeida no es un atributo consustancial a su psique, sino el
resultado, magnificado por la ponzoña de los celos, de la descompensación de las pasiones
del honor y el amor; en su estado natural, la violencia duerme en la vaina del honor y solo
despierta en los momentos en que su fama queda «manchada», como ocurre en la escena
de enredo y en las intervenciones finales de don Juan y Sebastián I. La asociación entre
los términos «mancha» y «deshonra» se repite a lo largo los tres actos y sigue el esquema
de traslación entre la ficción y la realidad característico de A secreto agravio: don Juan
es el primero en introducirla tanto en escena como en la vida del recién casado –«¡Que
una razón, / o que una sinrazón, pueda / manchar el altivo honor!» (2011a:117)–,
inoculando en él el miedo a un conflicto de honor provocado por una hermosura. Esa
sospecha anida en la mente de don Lope –«Que al sol claro y limpio, siempre / si una
nube no le eclipsa, […] / si no le mancha, le turba» (2011a:152)– y acaba dominándolo,
como demuestra su exacerbada respuesta a Benavides a finales del acto segundo:
También don Luis establecerá esa conexión al pedirle que detenga su espada, ya
que «[…] la sangre de un rendido / más que se ilustra se mancha» (2011a:169).
Finalmente, una vez restituido el agravio, mar y sangre limpian físicamente su afrenta:
«Ya que la liga ensució / una mancha tan cruel», «así el mar las manchas lava / de la gran
desdicha mía» (2011a:204). De esta forma, el ciclo de sangre y venganza de los agravios
comienza en los lamentos pasados de don Juan y acaba cerrándose en el acto final de don
Lope; esta estructura circular, transmitida de un personaje a otro a través del oído que
escucha afrentas y los ojos que las ven aun cuando estas no existen resalta el origen
externo tanto del pretendido agravio como de la enajenación del uxoricida, dado que
Almeida, más que combatir consigo mismo, lo hace contra las presiones que su contexto
social ejercen sobre él. Con su honra puesta en duda por su estamento y por la fons
honorum, el marido asume su responsabilidad de ejecutor de la honra conyugal y,
conforme a la «ley de honrado» (2011a:202), mata al galán, acción alabada en el
desenlace de la tragedia por los mismos personajes que la motivan: «¡Qué bien en un
312
hombre luce / que, callando sus agravios, / aun las venganzas sepulte!» (2011a:202),
exclama Silva; «Es el caso más notable / que la antigüedad celebra» (2011a:210), se
asombra el rey. La restauración por honor no niega, no obstante, la naturaleza pasional de
don Lope, pues sus asesinatos están teñidos de hybris y rencor; Benavides muere
apuñalado a traición y su cadáver es abandonado en el mar para que «[…] le sepulte / su
olvido» (2011a:201), negándole incluso la postrera merced de un entierro cristiano. La
impiedad de su acción es tan ajena a la antigua virtud ensalzada que el mismo asesino ha
de orquestar una farsa que ampare su crueldad, la cual comienza nada más encontrarse:
313
DON LOPE Pues conmigo iréis. (Ap.) Llegó
la ocasión de mi venganza.
Almeida castiga a don Luis con una muerte infame, y asesina a su mujer con sus
propias manos no porque su honra se lo exija, sino para poder acompañar a Sebastián I a
la guerra en África: «[…] Matar espero / a Leonor: no diga el rey […] / que no vaya,
porque yo / en mi casa no haga falta» (2011a:203). El marido sabe que su esposa no ha
cometido adulterio –«Viendo que su sangre esmalta / el lecho que aún no violó»
(2011a:203)–, pero eso no puede salvarla, porque Leonor muere por celos, consumida en
un incendio de celos que el marido utiliza para renacer en su honor y recuperar, en
palabras de don Juan, la «antigua opinión / de honrado» (2011a:117) que en su conciencia
alucinada ella le ha arrebatado:
314
Con el cadáver de su esposa en brazos, el uxoricida clama contra la tragedia que
ha acabado con la vida de la más «noble, altiva, honrada, honesta, / que en los labios de
la fama / deja esta alabanza eterna» (2011a:208-209). Leonor será, en la muerte, el ideal
que el marido dibujó en su mente, siendo el cuerpo del honor y no el de Leonor de
Mendoza el que entregue a los espectadores. Apuñalada la verdad de una honestidad
manchada solo en apariencia, Almeida reescribe las muertes de los castellanos y cubre su
venganza con la máscara de un hado propicio que le guía de regreso a la campaña
portuguesa que le ha de permitir, también a él, morir en las fantasías de la honra; esta será
la última y macabra fineza que Leonor le extiende, pues le da en su muerte la segunda y
definitiva licencia de marchar:
Sus palabras finales irán dirigidas a don Juan, quien recoge el estribillo de
venganza del marido tras conocer la muerte del galán –«De esta suerte ha de vengarse, /
quien espera, calla y sufre» (2011a:202)– y sentencia como culpables a los inocentes para
amparar su crimen del mismo modo que el amigo lo acogió en su momento de mayor
incertidumbre: «Don Lope sospechas tuvo / que pasaron de sospechas / y llegaron a
verdades» (2011a:210). El noble portugués, declarado celoso y adalid de la restitución,
reconoce los indicios de la pasión en la muerte de Leonor y, en aras de no ser él quien
manche su recién lavada honra, solo descubre expresamente al rey la muerte del galán,
315
fingiendo ser la de Leonor un triste accidente sospechado y callado por ambos: « Esta es
verdadera historia / del gran don Lope de Almeida» (2011a:210).
Don Juan será el «espejo» de don Lope (2011a:117), el alter ego que de voz a su
honor. Serán sus consejos los que perturben la felicidad del amigo y le hagan dudar de
Leonor, sus desdichas mostrarán a un prudente caballero el camino de la venganza.
Durante toda la tragedia, don Lope combatirá contra el primer y último juez de su honra,
aquel con el que troca alegrías por penas, gustos por dolor, venturas por quejas
(2011a:120); luchará por huir del ojo, oído y lengua que destruye su fama y que siempre
consigue atraparle, sin importar las dignidades pasadas en las ficciones de una palabra
mal dada o de un gesto mal escogido. Almeida ha acrecentado el heredado valor en la
guerra, ha sido «con el caballero, amigo; […] / con el soldado, bienquisto» (2011a:183)
y aun así es víctima y verdugo de una ley que menosprecia la virtud a favor de un ideal
de perfecciones inalcanzable. Al final de todo, cuando ya nada quede, el antiguo
enamorado entrega su amor a las llamas y su vida a los altares del honor y muere en
Alcazarquivir del mismo modo que vivió sus últimas horas en Lisboa, envuelto en la
violencia de una ficción prometida gloriosa y que acaba arrasada en los escombros de la
vanidad.
Juan Roca
316
surge un uxoricida menguado hasta en su nombre, metáfora de su cruel destino; Roca será
una estatua pigmaleónica que cobra vida al enamorarse de Serafina, un don Juan sin color,
demasiado anciano y sometido a las leyes de la honra, arrastrado y vencido por los celos.
Don Lope y don Gutierre se definen y son definidos por el resto de personajes por
los extremos de su amor y su honra, siendo ambas pasiones sus atributos rasgos
principales y su esencia dramática. Sin embargo, la dicha de don Juan dista océanos del
317
incendio de sentimiento de don Lope, y su honor es un estandarte que ondea en las puertas
de un «rico mayorazgo […] / ilustre y principal» (1968:251). Nada ni nadie enturbia su
fama, pues poco se puede murmurar de un noble entrado en años que vive más retirado
que presente de la vida pública. Por ese motivo, el hado ha de encontrar una nueva forma
de introducirse en su pecho, y lo hará, del mismo modo que lo hizo en A secreto agravio
y El médico, a través de aquello que lo define: la pintura. Un retrato mueve su inclinación
y tornan el melancólico lector en un galán hechizado por una hermosura, perdiendo dicho
pecho, vida y hasta identidad: «Después que vio a Serafina, / tan del todo [el pecho] se
rindió / que aun yo no sé si soy yo» (1968:252). Desde el momento en que se reúnen,
Serafina pasará a ser el centro de las miradas y versos de don Juan, que, rendido a cortesías
de amor antes tan impropias, se dirige a ella por primera vez con la expresión «mi bien,
mi dueño, mi esposa» (1968:274), tríada de bendiciones que son, para ella, recuerdo de
sus desdichas por ser las mismas con las que don Álvaro la despierta de su desmayo
colmado de augurios (1968:272). Estas seis palabras abren y cierran el reencuentro de
antiguos enamorados, y con otras muy parecidas –«Ven, mi amor, mi bien, mi cielo»
(1968:276)– los separa el marido. La pareja decide partir de inmediato hacia España, mas
el azar hace que Serafina se encuentre antes don Álvaro, trastocando su presencia, como
ya lo hiciera su retrato, las inclinaciones del galán que ya había decidido olvidarla:
Las lágrimas de Serafina gritan el amor que callan los labios y, extinguiendo los
celos de don Álvaro, riegan las esperanzas que han sembrado dos desventurados versos:
«Porque no pueda el dolor / decir que del honor triunfa» (1968:292). Del mismo modo
que Mencía abre sin pretenderlo con un consejo las puertas de su hogar la desgracia, las
palabras tergiversadas de Serafina son las que lo convencen a perseguirla, afilando con
delirios de amor el puñal de la honra:
318
DON ÁLVARO En fin, ¿sientes...
SERAFINA No lo niego.
SERAFINA No arguyas.
El segundo acto se abre con otro retrato y la frustración de Roca que, incapaz de
trasladar al lienzo la belleza de Serafina y exasperado por las continuas irreverencias de
Juanete, decide calmar sus nervios paseando hasta el puerto en aras de entretenerse «de
este necio sentimiento» (1968:300); esta primera reacción ante la impotencia, carente del
319
menor atisbo de violencia, expone su naturaleza reflexiva y calmada, la cual justifica su
actuación en el episodio del enredo, topos en el que convergen las tres tragedias de
venganza. Don Juan regresa más pronto de lo esperado y halla la casa a oscuras, tomando
en ese momento, por primera vez, la heredada voz de sus predecesores: «¿Cómo,
habiendo anochecido, / no hay aquí luz?» (1968:309). Cuando vuelve a repetir la pregunta
a su esposa, el miedo de ella se convierte en terror al escuchar las siguientes palabras de
su marido: «Unos parientes y amigos / me obligaron a volver» (1968:310). Dama y
espectadores, advertidos por el título de la obra y por las similitudes entre su primer acto
y el de A secreto agravio, esperan que el honor desenvaine la espada, pero todo queda en
suspenso cuando su ejecutor acabe su parlamento: «Que importaba que viniese […] / a
darte aviso / de que han trazado una fiesta» (1968:310). Aunque la falta de luz le
sorprende, Roca no duda ni por un instante de la más que verosímil explicación de su
esposa –«Descuido, señor, ha sido / de las criadas» (1968:30)– y llena, en antítesis a todo
lo esperado, la escena de devotos versos de amor: «¿Quién pudiera de diamantes, / no
solo hacerte el vestido», exclama, dichoso por el simple hecho de poder ofrecerle un
divertimento, «mas, para que le pisaras, / irte empedrando el camino?» (1968:312). Será
Juanete, el criado que incordia su señor con advertencias camufladas en cuentos56, el que
alumbre el hogar conyugal con la chispa de los celos al toparse a oscuras con la barba de
un tapado:
FLORA No es nada.
JUANETE ¿Cómo
que no es nada? Es muchísimo.
56
Juanete es, desde la periferia de lo cómico, una figura relevante en cuanto a anunciador de los elementos
que conforman la tragedia. Estudios sobre su figura pueden encontrarse en Fischer (1972), Sloane (1976)
y, más superficialmente, en Wilson (1970).
320
JUANETE Tropecé aquí con un hombre
que de tu cuarto escondido
salía.
Por más cómica que resulte la intervención del criado, la barba prueba que un
hombre ha entrado en la casa y este peligro, sumado a las persistentes reiteraciones de
Flora y el extraño comportamiento de Serafina, causa los recelos del marido –«Apuremos,
corazón, / todo el veneno al peligro» (1968:316)– siendo su esposa el foco de sus
sospechas: «Que el llevarme Serafina / de aquí, y con traidor aviso / dejar aquí a Flora…»
(1968:316). El temor que esa sola idea le produce le hace examinar todas las habitaciones
aunque no dé por cierta la afrenta –«Que quiero, aunque no imagino / que digas verdad,
mirar / la casa […]» (1968:316)– y, después de no hallar a nadie, retoma la interrumpida
escena amorosa y guía a Serafina a su dormitorio para que elija las joyas y ropas que la
adornarán la noche de Carnaval. La dentellada de los celos acompaña a don Juan al
vestidor –«¡Válgame Dios!, ¡qué de cosas / llevo que pensar conmigo!» (1968:317)– y la
quinta de Cardona, mas su veneno es, por ahora, tan débil que no logra hacerle caer en
monólogos de delirio que tan pronto postran a don Lope y don Gutierre, ya que en este
caso la enfermedad ha de combatir contra las equilibradas pasiones y la templanza
inherente a la sangre del su portador. Sin embargo, por más que refrene su angustia y sus
dudas sobre Serafina mueran al punto de nacer, la dolencia corre ya por sus venas,
creciendo y acercándose a su corazón en cada embate, esta vez originado por un máscara;
cortesías de honor son siempre más poderosas que las desdichas y don Juan se ve forzado
a entregar su dama al enmascarado en aras de respetar el juego de respetos y prevenciones
que acompañan las músicas y el baile:
321
DON JUAN El máscara te ha pedido
danza; si te ha conocido
o no ya es fuerza el danzar;
si te conoce, porque
sería descortesía;
y si no, porque sería
cuidado.
322
fuerza trágica de esta escena es tan intensa que hace de ella un enclave de dolor capaz de
traspasar escenario y páginas y enlazar las emociones del marido con las del lector-
espectador por ser, más que un error trágico, una inabarcable crueldad, un acto suicida
que pone el corazón del héroe en las mismas manos de la desgracia:
Lope y Gutierre apuñalan la afrenta que habita en Mencía y Leonor para así
entregar su cadáver a los ojos y la justicia del honor, representados por los testigos de su
desgracia y la figura de autoridad; el cuerpo que yace entre sus brazos y sábanas blancas
es, en consecuencia, el de su propio honor, restituyéndose el uxoricida mediante la
postrera descripción de la dama y su muerte. No obstante, la reescritura de la honra
únicamente es posible cuando el agravio ha permanecido oculto dentro de los muros del
hogar conyugal, y la desdicha de don Juan es presenciada por toda la nobleza barcelonesa;
este hecho condiciona que la restitución y la despedida final se desarrollen en momentos
diferentes, muriendo Serafina, en alma y cuerpo, dos veces: su ser trascendente, asociado
a su honor y su «ser quien es», desaparece en el momento en que es raptada, siendo por
lo tanto entonces cuando el marido deje sobre el escenario a su noble esposa y retorne a
su lugar dentro del universo del honor. Por otra parte, a finales del acto tercero don Juan
devolverá a don Pedro y don Luis los cuerpos mortales de sus hijos, bellas carcasas vacías
de honra despreciadas por sus padres. Su camino hacia la muerte y la infamia será
recorrido en sentido contrario por don Juan, casado en la virtud y en la desgracia con
Serafina; él se salvará de la violencia del fuego solo para descubrir que ha puesto su vida
en manos del máscara y, ya perdida la vida y el alma, se arroja al mar, ahogándose su
identidad en las aguas de la deshonra frente la inquisidora mirada de la opinión. En sus
últimas palabras, el anciano clama a la muerte y conjura la justicia de los cielos, única
redentora posible después de que la terrenal lo abandone en su frío sepulcro:
323
TODOS ¿Qué es esto?
DON JUAN Es
una desdicha, una rabia,
una afrenta, una deshonra
tan grande, ¡ay de mí!, tan rara,
que no me atrevo a decirla
hasta después de vengarla…
y ha de ser desta manera. […]
Contra el fuego y contra el agua,
lidiaré igualmente. Dadme,
¡cielos!, o muerte o venganza. […]
¡Amparo, cielo!
TODOS Él te valga.
Don Juan reaparece a mediados del acto tercero en la orilla opuesta del
Mediterráneo y, por tal de evitar que sus agravios desembarquen junto a él, se niega a
acogerse al sagrado de don Luis, menospreciando en sus recelos –«Pero, ¿a qué amigo
llegara / yo a fiarme, en quien no hallara / un testigo contra mí?» (1968:366)– el sincero
afecto que este le profesa, pues el único anhelo del noble es «[…] saber adónde / don Juan
está, y a su lado / correr su misma fortuna» (1968:343). Abandonado por sus deudos y
rechazando al único amigo que le queda, el caballero se condena a ser en Nápoles una
sombra de lo que fue en Barcelona, un ejemplo de Fortuna tristemente pincelado por el
único vínculo de su vida anterior:
324
raídas ropas del pintor, el marido humillado puede caminar libremente por el escenario
del honor, puesto que la humildad que en el noble delata su deshonra es señal de virtud
en los villanos, exentos de cumplir los mandamientos de las apariencias. La asociación
de la honra con el vestido aparece a lo largo del tercer acto y retoma, en la práctica, la
teoría discutida por Silva y Almeida en un puerto lisboeta, rehusando el perseguido la
invitación de don Lope para evitar que su triste aspecto «desluzca» su nobleza, «porque
el mundo, no la sangre, / sino el vestido respeta», a lo que el amigo responde quedamente
que «eso es engaño del mundo, / que no ve ni considera», en su vanidad, «que al cuerpo
le viste el oro, / pero al alma la nobleza» (2011a:122). Y así, rico en alma y pobre en tela,
Roca se presenta ante el príncipe con un cuadro pintado por sus celos y los de Ursino y
un emblema que cifra los de don Álvaro –«Quien tuvo celos primero, / muera abrasado
después» (1968:368)–, condenados los tres a perder, cual Hércules y cada uno de un modo
distinto, a Deyanira por el centauro del honor. La triste pincelada que acompaña al lienzo
conmociona tanto al príncipe que le encarga pintar a una belleza tan ajena como
inolvidable para, ya que de otro modo es imposible, hacerla suya a través del retrato. Don
Juan, que conoce bien sus pesares, le advierte que tales bellezas son inalcanzables aun
para espejos de óleos, mas la persistencia de su mecenas y el hilo de su tragedia le obligan
a aceptar. Es entonces, tras recordar a Serafina, su pérdida y la importancia pasada y
presente, cuando el rigor consume la mente de don Juan y queda bajo el dominio del
pintor bajo la asombrada mirada del criado, incapaz de reconocer a su señor en sus
prevenciones de violencia:
325
El alter ego toma posesión del marido después de que el honor destruya su psique,
dándose una relevancia ínfima a los celos en comparación al protagonista papel que
adquieren en A secreto agravio y El médico. Al mismo tiempo, el hecho de desarrollar el
efecto desgarrador del honor en un monologo carente de las influencias de los celos
permite al dramaturgo resaltar cómo ambos cónyuges son víctimas de la ley del honor,
siendo su obligada restitución lo que sentencie a Serafina, condenada mucho antes del
abrazo de don Álvaro, y a don Juan, impuesto ejecutor castigado por las acciones de un
tercero. Por esa razón, es su falta de honor y no sus celos lo que don Juan quiere silenciar
al saber que una vez pronuncie su agravio el mundo exigirá su restitución, cargándolo con
el peso de una muerte ajena y la suya propia:
326
Honor aprieta su cerco y hace de la cuadra una auténtica cárcel –«Mas si encerrado me
halla / el lance, ¿qué he de intentar?» (1968:382)– y, desgarrado por sus dudas, ira y
locura lo impulsan a cometer un crimen que Amor refrena: «Venganza ha de ser segura /
la que ha de hacer el honor», «fuera de que, si se apura / su venganza a mi esperanza, / la
media parte me alcanza» (1968:383). Adalides de dos deidades, pintor y marido no
pueden vencerse ni a sí mismos ni a su rival, por lo que ha de ser Serafina la que ponga
fin a su autofágica contienda mediante un gesto inocente comprendido como infamia que
inclina la balanza a favor de los celos y da la victoria a la venganza: «¡Ya, cielos, / no hay
sufrimiento que baste!»; «¡Muere traidor, y contigo / muera esa hermosura infame!»
(1968:384).
Serafina muere por honor, mas son los celos los que aprietan el gatillo; la tragedia
no podía acabar de otro modo, pues don Juan Roca, el comedido, el amante de los libros,
el devoto enamorado de su esposa jamás habría podido matarla de no estar su corazón
envenenado y su mano guiada por su honra. Serafina, era la dicha de sus días y la cura de
sus melancolías; al perderla, el uxoricida recupera su identidad a costa de renunciar a su
misma existencia, a ser una máscara con honor y sin alma que habita sin rumbo en un
mundo demasiado hostil. Para salvarse al menos del recuerdo, cuando el pintor
desaparece tras haber «dibujado con sangre» el cuadro de su deshonra (1968:385), don
Juan suplica la muerte al tribunal del honor, inmolándose en el mismo altar donde reposan
los cuerpos inertes de su esposa y el hijo del único hombre que estuvo dispuesto a
acogerlo en su momento de mayor necesidad:
327
Sin embargo, en un mundo gobernado por la venganza no hay lugar para la piedad
derramada en la sangre de las inocentes. Y así, los tiranos legisladores proceden honrados
(1968:387) y lo condenan a vivir, concluyendo la tragedia en la retirada cobarde del
marido reconvertido en el anciano apocado que era antes de conocer a Serafina. La justicia
divina que persigue a don Lope y le arrebata el honor a Portugal, el dintel manchado de
sangre y el pacto entre don Gutierre y Pedro I es aquí un desenlace vacío en el que crimen
y asesino se desvanecen en el silencio y festejos de la nobleza, demostrándose la
intrascendencia y la vanidad de una sociedad capaz de anunciar unas nupcias entre
cadáveres. Quizá sea por esa crueldad, tan impía y absurda, por la que Juanete y Calderón
pidan disculpas en los últimos versos:
LAS DAMAS
Debido a su inusual violencia, las tragedias de venganza han sido las obras más
afectadas por la lectura ideológica comúnmente realizada sobre la dramaturgia
calderoniana, siendo por ello las que más revisiones han experimentado a lo largo de los
siglos. A medida que el foco de atención fue alejándose del enjuiciamiento moral para
centrarse en las razones que fuerzan el sangriento desenlace, el uxoricida ha pasado de
ser un «asesino monstruoso, frío y calculador» (Armendáriz, 2002:36) a alzarse como
«una persona ejemplar, cuyo doloroso sacrificio, lejos de deshumanizarle, le convierte en
afirmación máxima de la dignidad del hombre» (2002:43), víctima de una ley injusta que
impone la cuchilla en su mano. Sin embargo, la progresiva evolución de la crítica respecto
a la figura y motivaciones de los maridos no se ha visto acompañada –al menos, no de
forma significativa– de una revalorización del personaje de la esposa, el cual sigue
estudiándose generalmente como un anexo de su contraparte masculina, solo relevantes
328
en su relación con él57. Ellos son, históricamente, los protagonistas absolutos de sus
respectivas tragedias, y por esa razón son ellos, en acción y volición, los que deben
transformarse, ya que solo así es posible amoldarlos a los distintos juicios de valor que
cada época ha hecho de las tragedias de venganza y de su autor.
57
Antonio Rubió llegaría a afirmar que «el buen sentido moral de nuestro poeta no le permitió poner nunca
en primer término la figura de la mujer criminal o acriminada, sino que apartó de ella el interés y las miradas
de los espectadores para concentrarlos en el carácter del marido […]», apoyándose en esta premisa para
relegarlas a un discreto segundo lugar: «De ahí que en Secreto agravio doña Leonor, que alienta el oculto
propósito de agraviar a su marido, a quien anima para que se ausente de su lado, desempeñe en la acción
un papel relativamente secundario; mientras que don Lope concentra en sí toda la atención y deja pequeños
a su lado a los dos amantes culpables. Aun la misma doña Mencía, que es completamente inocente, ¡cuán
sin color y ligeramente delineada aparece en medio de su dulzura e idealidad, comparada con las del
enérgico celoso don Gutierre y del poético don Pedro…!» (1882:250).
329
Desde que don Pedro Calderón atendió tanto al aire y al decoro de las figuras, no se pone
adulterio que no sea sin culpa de la mujer, forzándola y engañándola. Y en su primorosa
Comedia de El pintor de su deshonra hace que el galán robe una mujer casada, sin culpa
de la infeliz, y se mantiene intacta en poder del galán, y, no obstante, por la duda, mata a
los dos el marido. Pues ¿qué pluma, por severa que sea, dirá que podrán las mujeres
casadas hallar más a mano en esta el deseo del adulterio que el horror del castigo, dándole
a deber el uno junto al otro? Y, si lo hallaren, maldad será de los ojos que miran, y no
intrínseca malicia del objeto, cuando todo el discurso de la Comedia puede ser escuela de
buenos casados, y el fin terror de los malos (Bances Candamo, 1970:34).
330
–o total, en determinados casos– del asesino a expensas de la inculpación de la asesinada.
En el proceso de humanización del monstruo, las damas pierden parte de su estatus de
víctima, o al menos se les niega la capacidad de serlo completamente. Esta repartición de
responsabilidades es particularmente evidente en el caso de Leonor, generalmente
considerada como la «más culpable» de las esposas por ser la más implicada y, por ende,
la principal responsable del ciclo de errores que desembocan en su muerte. La piedad que
Calderón mostró por su protagonista no sobrevivió al frío embate de la ideología
conservadora, la cual manipuló las palabras de la dama, olvidó su honradez –«Supiera
darme la muerte / si no supiera vencer» (2011a:162), se promete y recuerda antes de hacer
entrar a don Luis– y envileció sus actos, mutilando su psique hasta hacer de ella la «mujer
adúltera, que en lugar de su marido recibe a ajenos» descrita en el Libro de Ezequiel
(16:32), imperdonable en su vanidad y causante de todas las desgracias de su casa:
Lope de Almeida, amante, confiado y generoso con su esposa Leonor, tiene la desgracia
de no hallar en ella correspondencia a su profundo e intenso cariño. Ignorante de las
relaciones que su compañera había sostenido con don Luis, se entrega a ella amoroso,
ajeno de sospechas, y solo anhela el feliz momento de poder estrecharla en sus brazos.
Recíbela con la mayor alegría, sin que repare en el astuto rival, que, bajo el traje de
mercader, al escuchar la equivoca contestación de Leonor, alienta vagas esperanzas. […]
Doña Leonor y su amante desprecian en la ceguera de su pasión el prudente aviso que les
dio don Lope, y la impunidad en que este deja su primer agravio sirve solo para alentarles
en el camino del crimen. Desde este punto la venganza es necesaria para castigar la
infidelidad conyugal, ya que no bastaron amonestaciones y amenazas (Rubió, 1882:118-
122).
332
Los protagonistas de estas tragedias y sus aliados desoyen las enseñanzas
recogidas en el Libro de los Proverbios58 y deciden abrazar el honor, aun a costa de
renunciar a su alma. El dramaturgo era plenamente consciente de que estaba situando
sobre el escenario a tres hombres tan enteros al principio como rotos en su final, ahogados
en pasiones, predispuestos a la violencia, derramadores de sangre inocente movidos por
honor, pero también por celos. Solo don Juan, desde el vacío melancólico de su dolor,
ejecuta a Serafina sin más voluntad que la de la Fama, siendo por ello el único en vincular
lo imperdonable de su acción con el imperativo de su muerte. Él, Almeida y Solís son el
Agamenón que se inclina ante la crueldad de un sacrificio que les permitirá arribar al
puerto honra, y por más impuesto que sea su papel de arúspice, no puede borrar la
brutalidad de su restauración. Ellas mueren a sangre y fuego, y a sangre y fuego eternos
se condenan ellos. Pero en el mundo de los hombres, nadie acusa a los asesinos, es más,
dos de ellos son incluso celebrados, mientras que la prudencia del tercero es admirada en
secreto aparte por un rey justo, a la par que cruel. Nada hay más monstruoso, más ajeno
a la virtud y a la Gracia que tanco encumbra Calderón en sus autos sacramentales que sus
tragedias de venganza; para la crítica conservadora, nada hiere con más fiereza la
unanimidad cristiana del autor, porque no existe en todo su corpus profano un acto tan
insalvable como la fría venganza de Gutierre. Y por ese motivo, por ese rechazo y repulsa
que estos hombres ejercen sobre el pensador que ha de enfrentarse al texto sin más armas
que las que le ofrece la propia Comedia –hasta al estudioso consigue desconcertar el autor,
oculta su intentio auctoris en lo más profundo de cada obra, sin más advertencia las más
veces que un breve título–, ha de adulterarse el significado del verso, culpándolas a ellas
para poder concluir que, fuera del tétrico universo del honor conyugal, «en todas las
demás circunstancias la solución del problema era apacible a satisfacción de los
personajes dramáticos y de los espectadores» (Rubió, 1882:100), sentencia que,
probablemente, sería discutida por Estela, Leonor, Margarita59 y otras tantas damas
casadas contra su voluntad.
58
«Seis cosas aborrece Jehová, y aun siete abomina su alma: los ojos altivos, la lengua mentirosa, las manos
derramadoras de sangre inocente, el corazón que maquina pensamientos inicuos, los pies presurosos para
correr al mal, el testigo falso que habla mentiras, y el que siembra discordia entre hermanos» (Proverbios,
06:16-19).
59
Protagonistas respectivamente de Amor, honor y poder, No hay cosa como callar y Basta callar.
333
La fácil inculpación de Leonor es significativamente difícil de extrapolar a sus
compañeras de altar, aunque no imposible; en algunos casos, la justificación de sus
muertes se ha llegado a encontrar fuera del propio ecosistema dramático, como hace
Rubió al afirmar que «Calderón jamás llegó a atreverse a dar el paso de mostrar su
cristiandad en sus obras profanas» (1882:103). Mediante este juicio de valor sumamente
parcial, justifica la sangría de El médico a partir de unas supuestas imposiciones
dramáticas que anulaban la ética personal del autor, haciendo de esta obra en particular
una especie de dádiva –panem et circenses literario– ofrecida un auditorio poco sensible
a las armonías cristianas60. Esta conclusión, si bien extraña y ajena a todo rigor filológico,
le permite salvar a Mencía, a quien le es imposible definir como una infame adúltera,
castigada por sus bajos instintos; extrapolando la culpa del asesinato a un espacio ajeno a
la representación, la dama puede continuar siendo un parangón de virtudes, opuesta en
todo a su esposo, víctima inocente de los celos irracionales de un desquiciado Gutierre:
Con severa cuanto altiva fisonomía, como la digna esposa del Cid; dispuesta a obedecer
como mandatos las menores indicaciones de su marido; cariñosa y fiel por lo común para
con él, aun cuando el casamiento no hubiera sido espontáneo, sino impuesto por la fuerza
o por razones de conveniencia; recatada y honesta a fuer de pundonosa y cristiana; noble,
galante y generosa cual dama hidalga y de limpio nacimiento: tal aparece la esposa de la
escena de Calderón moralmente considerada (Rubió, 1882:247).
60
En más de una ocasión, el filósofo expondrá que la brutalidad de estas tragedias nace como respuesta a
la necesidad del autor de conseguir el agrado del público: «Deploramos como el que más que Calderón,
cediendo a las preocupaciones de su tiempo sobrado comunes, haya sembrado de escenas sangrientas
algunas de sus producciones dramáticas» (1882:72). El perdón «hubiera sido lo más moral y cristiano, pero,
a su juicio, no lo más estético, y a fuer de artista enamorado de su asunto, nuestro poeta dramático atendió
ante todo al efecto que sus dramas podrían causar en el ánimo de sus espectadores» (1882:103).
334
con el ideal de justicia supuestamente representado en don Gutierre sino con el honor,
cifrado en la daga y la carta. Su importancia en la obra se reduce hasta el punto de
negársele ser víctima de las leyes del honor, diluyéndose con ello enormemente la
gravedad ético-social denunciada en la tragedia. Demasiado cercana al ideal castizo para
acusarla, Mencía acaba siendo una desdibujada alegoría de la virtud, un personaje pasivo
que solo existe para mostrar los desmedidos celos de Solís, quien queda, a su vez,
reducido a un Otelo de segunda (1882:141), un contraejemplo moralizador
empequeñecido a la categoría de enajenado de amores y con un sentimiento personal de
la honra poco o nada compartido por el resto de personajes. El médico es tan radicalmente
opuesta a los valores estéticos y éticos del crítico decimonónico que este ha de aislarla en
la singularidad del exceso, incluyéndola en un compendio indeterminado de
«exageraciones» que «no siguen las leyes generales de su teatro», y por tanto no son
relevantes en el estudio del sentimiento del honor en Calderón (1882:101). Precisamente
por rechazo que le provocaba –y provocó de forma general hasta el siglo XX–, esta obra
es la menos manipulada, aunque también por ello ha sido la más incomprendida de las
tres aquí recogidas. Mucho más alabada fue El pintor, cuya protagonista, «a pesar de la
su culpabilidad», es la única estudiada como una entidad independiente a su marido,
llegando incluso a estar «mejor delineada» que él» (1882:251).
La constancia y fidelidad de Serafina resisten las más duras pruebas; y posee esta última
virtud en tan delicado extremo, que se niega a bailar con don Álvaro […]. Solo el mandato
de su esposo, que le ordena que baile para no incurrir en grosería, ya que las costumbres
del país así lo exigen, decide a Serafina a dar su consentimiento a don Álvaro, quien
recibe nuevos desaires al repetir sus pretensiones amorosas. […] Tras tan felices frases,
¡lástima de inconsecuencia final, que pone completamente en duda su virtud, indicada en
aquellas ambiguas palabras que se le escapan, al despertarse después de horrible pesadilla,
y ver junto a sí a su amante: «Nunca fueron tus brazos más agradables»! Piérdese con
ellas su entereza de carácter, combatida por una pasión avasalladora, base principalísima
de su atractivo (1882: 254-258).
335
Contrariamente a lo que aquí se implica, ni estos versos se pronuncian en un
contexto amoroso ni son la confesión de un oculto deseo de entrega carnal. Serafina no
se alegra «ver junto a sí a su amante» porque desee su compañía o haya sucumbido a sus
pasiones, lo hace porque su presencia le indica que su inminente muerte ha sido solo un
sueño: esperando ser asesinada por Roca, es recogida por los brazos de don Álvaro, señal
funesta pero prueba de que su situación no ha cambiado, y que por lo tanto está segura.
Rubió adultera el significado de su respuesta y enfatiza sus supuestas intenciones
deshonestas al definir al galán como su «amante», adjetivo que introduce de forma harto
intencionada la cita al tiempo que tergiversa su relación, puesto que los jóvenes no son
amantes, sino que lo fueron. Los amores del pasado nunca se traducen en una relación
extramatrimonial, como tampoco existe en el presente de la representación una unión
sentimental entre ellos. Largos parlamentos explicitan el desdén y aborrecimiento que la
cautiva siente hacia su secuestrador; todos ellos, se resumen en una sentencia inapelable:
«Tú, conseguida, no puedes / conseguirme» (1968:350). La esposa se mantiene siempre
fie y distante, salvo en una ocasión, un instante tan breve como el que transcurre entre
dos versos octosílabos y en el que ella se ha visto morir. Solo entonces muestra un cierto
alivio de ver al «aleve», «fiero», «traidor» e «injusto» «tirano» (1968:349) que la ha
separado de su marido, solo entonces descubre su terror y su vulnerabilidad. Si esta escena
ha de ser prueba de algo, es que el acto que la sentencia a muerte no es su voluntad de
entregarse a otro hombre, sino una pequeña demostración de humanidad, un inocente
gesto de socorro. Don Juan ve lo que quiere y lo que necesita ver, como hace el
investigador al condenarla por dos versos, los dos únicos versos de los quinientos cuarenta
y seis pronunciados por Serafina en los que, públicamente, se desdibuja –que no
fragmenta– su inconmovible honorable «soy quien soy». Lucrecia de su honra en vida,
muere en la ignominia de la afrenta, acusada por los anteojos moralizadores de pensadores
cuya ética les impedía ver la más clamorosa denuncia al sistema restitutorio de la honra
al serles este una realidad incuestionable o un ideal caballeresco, reminiscencia olvidada
de una Arcadia cristiana (Rubió, 1882:20):
Austera fiereza no es más que un castigo, reprobado y excesivo si se quiere, pero castigo
al fin y al cabo de un crimen tan odioso como el adulterio. Dura lex, sed lex. […] Mucho
más reprobable es al fin y al cabo la exhibición del adulterio en la escena moderna, donde
se emplean todos los recursos del arte y de un falso sentimentalismo para excitar a favor
de la mujer culpable la compasión y la benevolencia (1882:279).
336
Mencía
Pero el hecho cierto es que de las tres mujeres involucradas en los dramas que contemplo
solo Serafina de El pintor de su deshonra es inocente, mientras que la culpabilidad de
Leonor en A secreto agravio es tan evidente que la venganza de don Lope ha merecido
menos condenas que la de don Gutierre. […] Desde este punto de vista doña Mencía no
es inocente en absoluto: sus acciones son culpables en tanto crean una serie de apariencias
capaces de deshonrar a su marido (y si el honor radica en la opinión, las apariencias son
verdaderas realidades pues en la apariencia se basa el honor). La segunda es que,
ciertamente, doña Mencía realiza una serie de acciones que atentan contra el honor de
don Gutierre. […] Halla un hombre en su casa, descubre el puñal que luego identifica
como posesión de don Enrique, su mujer escribe a don Enrique papeles que el marido
sorprende, en la oscuridad se dirige a él confundiéndolo con don Enrique y llamándolo
«Alteza», lo que confirma para don Gutierre la relación entre Mencía y el infante
(Arellano, 2009:38).
337
al verla en sus brazos, todas
es forzoso que me falten.
338
merced del hombre al cual no han dudado en afrentar traspasando los muros de su honra.
Enrique y Álvaro perderían respectivamente fama y vida a principios del segundo acto de
no ser por la prudencia y contención de las esposas, cuya capacidad de reacción impide
que se accionen los engranajes de la restitución: mediante el uso de sus afectos, distraen
a don Gutierre y don Juan y matan la luz, permitiendo al intruso escapar en la oscuridad.
En su huida, ninguno admitirá la deuda que contrae con las damas, pero sí admirarán la
valentía de los esposos, tan ajena a ellos como su sentido del deber:
(Calderón de la Barca,
1968:312-313)
Con su argucia, Mencía y Serafina ponen a salvo su honor, mas también plantan
la semilla de la desconfianza en la mente de sus parejas. La sorpresa con la que reciben
el amoroso servilismo de sus compañeras manifiesta lo extraño de su comportamiento,
siendo en el caso de El médico una expresión inconsciente de la inquietud de Mencía,
quien tiende a extremar sus muestras de afecto cuando se siente amenazada, como
corrobora el segundo recibimiento de don Gutierre –«¡Oh mi esposo! ¡Oh mi bien! ¡Oh
gloria mía!» (2012:334)–, quien para entonces no solo conoce la identidad del supuesto
ladrón, sino que está ya convencido de la implicación de su mujer en sus agravios. La
asociación de sus «fingidos extremos» (2012:334) acentúan la ironía trágica que recorre
toda la obra, puesto que todos los actos y palabras con los que Mencía espera proteger su
vida y honor son, en la psique enajenada de su asesino, el idioma de la deshonra y el gesto
de la culpa. Demostrar que «son quienes son» es la mayor de sus preocupaciones, y por
tal de mantener su reputación ambos personajes serán capaces de llegar a límites
insospechados, aunque estos a veces impliquen revelar sus ocultas vergüenzas. Don
Gutierre escala los muros de su propia casa, finge ser el enamorado de su mujer, exige al
rey que repare las afrentas de su hermano, marca con sangre su puerta y tiñe con ella las
339
blancas manos de Leonor; Mencía, digna compañera de su esposo, expone su temple y
sus procederes de «médica de su honra» cuando denuncia la presencia de un intruso en la
casa, pidiéndole posteriormente a su marido que recorra cada una de las estancias del
hogar mientras Enrique huye por otra puerta. Su fría determinación impresiona a su
criada, la única que comprende el riesgo que acaba de asumir:
340
GUTIERRE Anoche llegué a mi casa,
es verdad, pero las puertas
me abrieron luego y mi esposa
estaba segura y quieta.
En cuanto a que me avisaron
de que estaba un hombre en ella,
tengo disculpa en que fue
la que me avisó ella mesma.
En cuanto a que se mató
la luz, ¿qué testigo prueba
aquí que no pudo ser
un acaso de contingencia?
341
Enrique hace pública su pasión, y con ello arrastra a Mencía a la plaza de la
deshonra. Sin importar lo quedamente que se confiese y que dirija sus quejas a alguien de
confianza, señora y criada son conscientes que solo es cuestión de tiempo que las afrentas
del infante lleguen a oídos del vulgo, cuyas murmuraciones son capaces de transmutar
Livias en Mesalinas. La advertencia de Jacinta acentúa la inminencia de su tragedia, y en
tan solo unos versos el «gran secreto» se hace una acusación insoslayable, una verdad
imposible de silenciar: «Pues si una vez se ausenta, / como dicen, por ti…» (2012:368);
con ese amenazante plural guía su mano y la coloca sobre la pluma, apremiándola a
escribir un papel que le traiga de vuelta a Sevilla. Con su honra calzada en una espuela,
decide sellar su destino con una última carta aun sabiendo que «pruebas de honor son
peligrosas pruebas» (2012:369), procurando sortear por última vez los augurios de muerte
que, poco a poco, han ido acorralándola desde la llegada del Trastámara. Esta vez, sin
embargo, la suerte no estará de su parte, puesto que ahora es su marido y no ella quien
sostiene la luz de la Fortuna. El juego de apariencias que una noche antes la había
protegido es, finalmente, el que la sentencia, siendo la carta que debía garantizar su
seguridad la demostración más firme de su verosímil deshonra. Mencía se equivoca al
asumir un riesgo demasiado público; los celos y las medias confesiones nublan la razón
de don Gutierre. Sus yerros nutren la tragedia y los sentencian a los dos, ya que, si bien
ella a muere a expensas del honor de su esposo, este pierde de nuevo el control de su
honra al tener que depositarla en las manchadas manos de Leonor.
342
de venganza, aceptan como natural– numerosas damas calderonianas. Mencía miente,
engaña, trama y escribe precisamente porque es noble, tanto en linaje como en «alma»;
si no fuese así, cedería antes o después a sus pasiones, como lo hizo entre remordimientos
y placeres la Casandra lopesca. La construcción psicológica de Mencía se asienta sobre
dos esquemas aparentemente antagónicos, la dama tracista y la esposa lucreciana, los
cuales exponen su profundidad y la voluntad de Calderón de resaltar cuidadosamente su
inocencia, a pesar de su indudable implicación en el enredo. Al mismo tiempo, su dúplice
personalidad señala y es resultado del doble origen del peligro, doméstico y externo a un
mismo tiempo: en el interior del hogar ha de combatir contra la violencia de don Gutierre,
condicionante que impulsa el engaño y protección del infante; fuera de él, se encuentran
las peligrosas palabras y comportamiento del Trastámara, los cuales la presionan a romper
su decoro y pedir la vuelta del galán a Sevilla, por más que este sea una amenaza directa
sobre su honor, a fin de proteger su fama.
343
Para Mencía, primera conocedora de los mandamientos de honra de Solís –no en
vano fueron lances de honor los que los unió–, poner en riesgo su vida y la de Enrique
por tal de salvaguardar su virtud tanto esa noche en concreto como en su futuro con don
Gutierre es una exigencia que se entiende como natural e imprescindible, y por eso se
arriesga a denunciar al intruso –a quien deja un corto tiempo de maniobra–, pidiéndole a
su marido que inspeccione cada una de las habitaciones para así demostrar que no tiene
nada que esconder. La esposa de estas tragedias está siempre construida como una
contraparte de su esposo opuesto en inocencia pero parejo en carácter, por lo que ha de
ser capaz de asumir unos riesgos comparables a los de su compañero para limpiar o
proteger su fama. De esta forma, así como Solís se arriesga a denunciar a un infante de
Castilla en aras de velar por un honor erguido a lo largo de los años, Mencía actúa y tiene
una consideración de su honor equivalente, como se va revelando en la reconstrucción
parcial de su pasado en las escenas con Enrique.
344
no es bien que publiquen ellos
lo que yo debo callar.
345
asociado al sustantivo «dueño», en una conversación harto sugerente llena de
implicaciones en la que se esconde todo el entramado de tensiones de la obra: «Mencía.
¿Sois vos el dueño / desta casa?», pregunta el Trastámara, deseoso de que así sea para
poder hacer noche en ella; «No, señor», contesta ella antes de añadir el enigmático
argumento «pero de quien lo es, sospecho / que lo soy» (2012:190). Su ambigüedad fuerza
una nueva pregunta –«¿Y quién lo es?» (2012:190)–, revelándose solo entonces el
nombre del esposo. Antes de que el personaje aparezca ante Enrique y el lector-
espectador, personaje y auditorio descubren su propiedad principal y su relación con
Mencía, «dueña» del «dueño» de su honor –con una pluma cargada de intención hace el
dramaturgo que el primer verso que el caballero le dedica sea «Bellísimo dueño mío»
(2012:208), habitual cortesía que adquiere aquí tintes de destino–, el cual se asocia a la
casa donde en ese instante se encuentran. La introducción de los personajes de El médico
es tan distinta a la de El pintor y A secreto agravio porque es, en sí misma, una declaración
de los conceptos que la obra pretende denunciar y visibilizar. En vez de abrirse con un
esposo abrasado en amores y una mujer ahogada en lágrimas, aquí la tragedia se inicia
con un poderoso incapaz de controlar las riendas de su caballo / pasión, seguido de la
momentánea aceptación de unos sentimientos ya extintos –nótese la insistente
reafirmación del pasado en la confesión de Mencía con relación al estado de su amor, «ya
resuelto en cenizas», y en el binomio «aquí fue amor» / «es ruina»– y la firme imposición
de su nuevo estado de casada. La tensión entre el amor y la honra de Serafina y Leonor
se convierte aquí en un choque entre dos clases de honor, estamental y conyugal, siendo
por ello la lucha consigo misma mucho menor, solventada en treinta cuatro versos; mucho
más extensas son las intervenciones de sus compañeras –ochenta y cinco en el caso de
Leonor, ciento catorce en el de Serafina, a los que deben sumarse al menos nueve más,
dado que la revelación de los amores y la prerrogativa del «ser quien se es» aparece en
dos diálogos distintos–, porque mucho más profundo era la relación que los antiguos
amantes compartían.
346
asentado como el suyo –«Tuve amor y tengo honor: / esto es cuanto sé de mí»
(2012:215)–, pero indudablemente siente afecto por su marido; ella misma lo corrobora
con sus tenues celos, áspid al que ella tampoco es ajena: «¿Quién duda que haya causado
/ algún deseo Leonor?» (2012:210), dice con fingida indiferencia don Gutierre antes de
que este marche a ver al rey. Aun cuando él le asegura su devoción sigue dudando ella –
«Pienso que la deseáis mucho, / por eso cobarde lucho / conmigo» (2012:212)–, dejándole
partir por obligaciones de honor más que por voluntad. La maestría con la que Calderón
indaga en el alma humana en esta Comedia cristaliza en las semejanzas que unen a víctima
y ejecutor, ambos espejos de unos mismos sentimientos que, en Solís, van deformándose
hasta el punto de devorarlo, convertido el susurro en los oídos de la dama en un grito
atronador que exige venganza. «¿Puede en los dos / haber engaño, si en vos / quedo yo y
vos vais en mí?» (2012:212), le pregunta don Gutierre, asegurándole su fidelidad en el
vinculo sagrado que los une. Cuando esa unión de almas y sangre se rompa, todo arderá
en fuegos de honor y venganza. Pero al hacer que Mencía, la gran víctima de los celos en
el teatro calderoniano sea la primera en ceder, aunque solo sea por un instante, a su azul
–pues este es el color de los celos (Vega García-Luengos, 2012:174)– encanto, prueba
que nadie es indiferente a su poder, y que son los celos, junto la enajenación del honor,
los que llevan a sus personajes a cometer los peores pecados.
Celos y soberbia son dos de los grandes destructores del teatro áureo. Todo lo
corrompen a su paso, todo lo mudan, y pocas defensas tiene el recibidor de ambas
pasiones. A lo largo de sus últimos días, Mencía se adentra sin ser consciente de ello en
el laberinto de las pasiones de don Gutierre y Enrique sin más defensa que el hilo de oro
de su virtud, poderosa arma pero demasiado débil a los embates del fuego. Después de
saber que está casada, es decir, después de saber que es un bien que se le niega, su ira se
desata, siendo su incendio un opuesto a las cenizas de ella: «Estase Troya ardiendo / y,
Eneas de mis sentidos, / he de librarlos del fuego» (2012:192). Enrique clama en la cama
contra Mencía, contra su boda, contra el destino que los ha reunido –«Pues fue divino
decreto / que viniese a morir yo / […] donde tú estabas casada» (2012:192)–, dominado
por los celos, le acusa de su funesta suerte, haciéndola a ella culpable de su caída. Las
palabras de Enrique son un aviso de lo que vendrá; el poder de los celos es capaz de hacer
perder las riendas de la cordura desde un tirano infante castellano hasta el más noble de
los caballeros de Sevilla:
347
DON ENRIQUE Y no fue sino que, al ver
tu casa, montes de celos
se le pusieron delante
porque tropezase en ellos,
que aun bruto se desboca
con celos y no hay tan diestro
jinete que allí no pierda
los estribos al correrlos.
Sin embargo, hay una diferencia esencial entre las protestas de Enrique y las de
don Álvaro y don Luis, originada en la distinta naturaleza que las origina: mientras que
los dos caballeros claman contra la mudanza de sus enamoradas –«¿Qué me podrá
responder, […] / a tu mudanza y tu olvido?» (2011a:135); «Cierta es mi muerte, pues es
/ cierta la mudanza suya» (1968:288)–, acusación que justifican en la secreta promesa de
casamiento hecha antes de sus respectivas partidas, en el parlamento de Enrique no se ven
rastros de ese compromiso, solo la exposición de unos celos tan absolutos que le han
herido antes incluso de reencontrarse con Mencía en su caída inicial. Sin embargo, el
infante no tiene potestad para exigirle explicaciones a la dama, al menos no directamente.
Los parlamentos entre ellos se construyen a partir de metáforas y alegorías que alejan al
sujeto de sus sentimientos –personificados en el caballo desbocado y la caza de la garza–
, distancias verbales en las que se refleja la distancia real que hay entre ellos; aunque
Enrique adorase a Mencía, esta nunca fue, realmente, su dama. Jamás existieron, entre
ellos, promesas de amor porque la posibilidad de que esos sentimientos se legitimaran a
través de unas bodas era irrisoria, y esa imposibilidad fáctica impidió cualquier muestra
348
de reciprocidad por parte de ella. Por ese motivo, el timbre de disculpa y aceptación de
las pasadas relaciones con el galán que caracterizan las respuestas de Leonor y Serafina
no tiene lugar en la de Mencía, dado que ni siquiera se sitúa en el mismo esquema de
conflicto; su contestación es más cercana al enfrentamiento amor / estamento, basados en
el interés amoroso de un poderoso –«Vuestra alteza, […] / puso los ojos en mí, / es verdad,
yo lo confieso»– hacia una dama noble que siempre se muestra esquiva a sus intentos –
«Bien sabe de tantos años […] / con que constante mi honor / fue una montaña de hielo»
(2012:195)– que a la tensión entre amor y honor, pasado y presente sobre las que se
asientan A secreto agravio y El pintor.
349
conmigo de mis agravios.
Es precisamente por esa relación estamental que existe entre ellos que el último
consejo de Mencía al galán sea más parecido al de Estela al rey en Amor, honor y poder
que a las lágrimas de honor que derraman sus compañeras, transmutado aquí el
sentimiento en una honra perenne, ajena a las mudanzas del tiempo y los embates de
Amor: «Mirad, aunque estéis celoso, / que ninguno es poderoso / en el ajeno albedrío»
(2012:203). Estos versos, sumados a los últimos citados del galán, presagian la futura
locura de don Gutierre, el cual llegará a ser, como Enrique, incapaz de dominar las riendas
de su pasión. La tensión entre el honor estamental y el honor individual es la gran
protagonista de las escenas compartidas entre la dama y el infante, cuya primera y última
interacción sigue un patrón paralelístico, centrado en el deseo de huida del galán: en el
primer acto, a pesar de que la llegada de Enrique supone para Mencía un riesgo personal,
su condición de noble le impide dejarle marchar en su estado, así que ha de rogarle que
se quede a fin de cumplir con su obligación nobiliaria. Su apresurada partida despertaría,
además, las sospechas del temido «vulgo» al que se hace referencia posteriormente,
puesto que implícitamente señala un motivo de falta suficientemente grave como para
hacer huir al Trastámara antes de la llegada de Solís. Esta coyuntura vuelve a darse a
mediados del tercer acto, cuando el Trastámara, para desgracia de Mencía, sale
atropelladamente de la ciudad. El miedo que había mostrado en su rencuentro se hace
realidad en su distante despedida, sin que nada pueda hacerse para evitar la desgracia.
Consciente de que las materias de honor son tan vidriosas «que con el más leve soplo / se
empañan, si no se quiebran» (1969p:945), Mencía había procurado silenciar las quejas
del herido enamorado, asustada ya desde un primer momento hasta del viento testigo,
insegura aun en la intimidad de su casa:
350
DOÑA MENCÍA Quien oyere a vuestra alteza
quejas, agravios, desprecios,
podrá formar de mi honor
presunciones y concetos
indignos dél, y yo agora,
por si acaso llevó el viento
cabal alguna razón
sin que en partidos acentos
la trocase, responder
a tantos agravios quiero,
porque donde fueron quejas
vayan con el mismo aliento
desengaños. […]
Si me casé, ¿de qué engaño
se queja, siendo sujeto
imposible a sus pasiones,
reservado a sus intentos,
pues soy para dama más
lo que para esposa menos?
Al igual que don Gutierre, teme hasta de los susurros que puedan destruir una
fama labrada diligentemente durante años, una honestidad pública que es su deña de
identidad. A ojos de su esposo, Mencía es la culminación de una virtud tan pura que solo
es digna de ser comparada con las grandes heroínas clásicas, una honestidad tan célebre
que la desposa con el más exigente de los heraldos del honor. Una moral de esta
relevancia, así como una unión entre dos nobles ejemplares, solo puede romperse en el
momento en que uno de ellos deje de «ser quien es», condicionante tan ajeno a su
interioridad que ha de venir impuesto por un elemento externo a ellos. La soberbia de
Enrique será ese puñal destructor, pues es él quien introduce la pulsión de muerte en la
obra. En su segundo encuentro, el galán comparará a la dama con una garza, retomando
el simbolismo de la caza avanzado a finales del primer acto (2012:249), exponiendo
veladamente su deseo de conseguirla. Ella accede a participar en su juego de conceptos y
asume su papel de presa, mas troca en muerte todo lo que él camufla en amores porque la
garza, símbolo de belleza, «[…] dicen / que cuando de todos huye / conoce el que ha de
matarla» (2012:258). «Así yo viendo a tu alteza, / […] conocí el riesgo y temblé», le
responde, «porque mi temor no ignore, / porque mi espanto no dude, / que es quien me
ha de dar la muerte» (2012:259). Hay en esta escena un sutil baile de contrarios, una
batalla alegórica entre la serpiente de la soberbia y la garza del honor. En el plano de lo
351
simbólico, la garza ganaría la contienda61; sin embargo, en el mundo inmisericorde de las
tragedias de venganza, el ave se encuentra indefensa ante el experto cazador.
Mencía es una víctima de los excesos del honor, una gota más en el río de sangre
de la restitución. Pero, sobre todo, Mencía es una víctima de las pasiones de los hombres.
Los actos de un infante la encierran en una alcoba, los pensamientos de un marido la
desangran. Ella, que siempre había guardado silencio, que había hecho de la prudencia su
guía, muere por pronunciar dos palabras en el instante equivocado, por seis escritas en
papel. Y esos dos actos, esas dos expresiones de desesperación, son las vendas que se
soltarán finalmente de sus muñecas. Si el silencio es el sagrado de la cordura (Gracián,
1995:102), en la palabra habita la muerte, una muerte de la que la garza procura huir, sin
saber que se dirige a ella a cada batir de sus alas.
61
En el simbolismo cristiano, la garza, conjuntamente con la cigüeña y el ibis son aves destructoras de
serpientes, y por lo tanto «son adversarios del mal, animales antisatánicos, y en consecuencia símbolos de
Cristo» (Chevalier y Gheerbrau, 1986:290).
352
Serafina
No solo dan rienda suelta a su dolor y a su pena profunda, sino que expresan, como una
especie de timbre de nobleza, su fidelidad interior al amor verdadero. Dolor por el amor
perdido y fidelidad al amor único definen, en efecto, la calidad del alma y la calidad del
amor de la mujer noble, a la que caracteriza la firmeza y no la mudanza ni la superficial
inconsciencia que fácilmente se consuela. Pero también preparan la admiración del
espectador por el sacrificio al que ambas están dispuestas: el del amor en aras del honor.
El valor del sacrificio, y la dificultad de este, depende del valor del amor. A mejor amor
mayor dolor, y a mayor dolor mayor mérito en la renuncia y en el vencimiento de sí
mismas. […] El dolor por el pasado abolido y resucitado se transformará en dolor por el
presente imposible, y, sin embargo, real (Ruiz Ramón, 2000:49).
353
En el interior de Serafina, oculta detrás de una marmolea belleza, habita una fuerza
que la distingue del resto de personajes de la obra. Su determinación es ese «fuego, luz,
aire y sol» (1968:229) imposible de retratar, una llama que, incluso diluida en pintura,
enciende el apagado pecho del pintor. Una mirada y una palabra es suficiente para que
príncipes, ancianos y galanes queden admirados, atraídos por su «hermosura divina» y
prendidos finalmente por «su ingenio singular62» (1968:252). Esta primera descripción
que don Luis ofrece a don Juan se reafirma, con los mismos adjetivos, poco después en
la conversa que mantienen Ursino y don Álvaro, enamorados de esos mismos rasgos:
62
En la obra, el ingenio es un atributo mayormente reservado a las mujeres; frente a la pasividad, lamentos
e imprudencias que dominan las actuaciones de los personajes masculinos, las damas consiguen superar los
lances en los que se encuentran sin romper su imagen decorosa. Ejemplo de ello es el enredo de Porcia en
el tercer acto: aprovechándose de los afectos de su padre –«Unos siempre mis halagos / son contigo»
(1968:344)– e interpretando el papel de prudente hermana, consigue recuperar su lugar de encuentro con
Ursino sin despertar sospechas (1968:355).
354
el Cielo / la unión de dos voluntades» (1960g:169). La palabra dada tiene un poder
sagrado que une a los amantes y legitima, en su honestidad, los sentimientos que
comparten:
La supuesta muerte de don Álvaro ahoga todas sus esperanzas, dejándola a su vez
en una difícil situación: como noble, no puede posponer su obligación de casarse con
alguien digno de su linaje; como hija, además, ha de considerar los deseos de su padre.
Sin embargo, Serafina no se hunde en la tristeza, ni deja que el dolor domine sobre su
albedrío. En vez de acatar obedientemente la voluntad de don Pedro y acceder por
despecho a un matrimonio que no desea, asume conscientemente sus deberes de clase y,
en condición de viuda, elige a don Juan como esposo por ser su mejor opción: «Que hasta
saber que habías muerto, / no me persuadió mi padre / a haber elegido dueño»; «Viuda
/de ti me he casado» (1968:272). Los verbos con los que define su decisión distan en
extremo de la realidad que narra Leonor –«forzada», «vengarme» (2011a:127)–, siendo
su forma de entrar en el matrimonio un reflejo de su futura vida: el carácter tranquilo y
equilibrado de Serafina se aviene con naturalidad al espíritu sosegado de Roca, quien
encuentra en ella la perfecta compañera. Los antiguos días de lectura y pintura continúan,
ahora con ella a su lado; los momentos que los cónyuges comparten dejan ver una idílica
y apacible vida doméstica donde abundan reciprocas muestras de afecto, como la escena
de la pintura, cargada de bellas palabras y sentimientos, o la preparación de la mascarada,
355
en la que don Juan llena de atenciones a su esposa. En Barcelona, todo gira entorno a la
felicidad de la recién llegada, recibida por la nobleza condal con bailes y honras; hasta su
esposo –el cual, teniendo en cuenta la primera descripción que de él hace don Luis, no
parece especialmente interesado en asistir a celebraciones de este tipo– desea asistir con
ella a los carnavales, siendo esa noche una de las más felices del matrimonio hasta que
todo quede arrasado por un fuego y dos pasiones:
356
son imposibles, porque don Juan no solo lo ha sustituido en su condición de esposo, sino
que también lo ha reemplazado en el corazón de la dama. El trato entre ellos, esa
condición que anteriormente declaró a Porcia ser indispensable para que el amor florezca,
cambia las obligaciones por unos afectos cuya intensidad y rapidez la sorprenden y
conmueven con una impetuosidad extraña en ella, tan extraño como el súbito amor que
el pintor sintió al ver su retrato:
357
ocupando su lugar un pintor movido por la tristeza y la venganza y una mujer antes de
fuego, ahora convertida en llanto. De poco le sirve ser la esposa que más drásticamente
se despide de su enamorado, la que más impide al galán acercarse y la que más ajena se
mantiene al juego de enredo iniciado por galanes y criadas; Serafina, aquella desdichada
viuda aun en vida de don Álvaro, se niega a escuchar sus súplicas porque nada pueden
cambiar sus palabras. Sus conversaciones serán, pues, marcadamente unilaterales desde
el principio, ya que si ella reconoce, aunque sea un instante, que su antiguo enamorado
está vivo ha de enfrentarse a los sentimientos que esto le despierta, siéndole esta una
consecuencia inadmisible por su condición de casada. Dentro del juego de muertes y
cambios que opera sobre todos los personajes de la tragedia, el amante muere en el mar,
retornando de él el hijo de don Luis por el que nada siente, negándose a participar en
ninguna situación que quebrante su nueva realidad:
SERAFINA No sé;
pues pudiera yo, segura
de quien soy, llorarte muerto;
y vivo fuera locura
llorarte […].
SERAFINA No he de escucharte.
358
lo ilustre de mis respetos,
lo honrado de mis desvíos,
lo atento de mis decoros,
lo noble de mis designios,
a ti mismo te examina
en mi favor por testigo,
porque si a ti mismo tú
no te vences, será indicio
que de ti mismo olvidado,
no te acuerdas de ti mismo.
En A secreto agravio, don Luis es introducido en la casa por la criada Sirena, con el
permiso de Leonor, que le está esperando en la sala. El comportamiento de la dama es no
solo ambiguo, sino equívoco. […]. En El médico, el infante don Enrique es introducido
por la esclava Jacinta sin conocimiento de Mencía. La escena tiene lugar de noche no en
la sala casi a oscuras, sino en el jardín en el que Mencía duerme descuidada y en el que
brillan luces que ha mandado traer. […] Finalmente, en El pintor de su deshonra el amante
se presenta súbitamente, sin que medie invitación alguna expresa o tácita de Serafina.
Unos diez años posterior a A secreto agravio […] hay un elemento escénico idéntico en
ambas: el mensaje de que es portadora la criada […]. Serafina, después de recibirlo,
manda a Flora actuar como si no se lo hubiera dado y se niega a ver a don Álvaro, aunque
no puede ocultar su enorme turbación al saber que este quiere verla. […] El diálogo, más
demorado, permite a Serafina, recobrada de su turbación, significar su firmeza, su
dignidad, su profundo sentido del honor, su superioridad dialéctica sobre el amante, su
clara visión de la realidad, su perfecto dominio de la situación y, desde luego, su absoluta
inocencia y autenticidad. Sin embargo, esta mujer capaz de gran serenidad […] que acaba
de dar una lección de elegancia moral y de savoir faire, apenas oye la voz del marido se
siente presa del miedo, amenazada de muerte. […] Reaccionan las tres del mismo modo:
con miedo. Miedo que les hace ocultar a los amantes. Si en el caso de Leonor pudiera
pensarse en una posible conexión entre miedo y culpa, no así en los casos de Mencía y
Serafina, como palabra y acción de consumo muestran. El hecho pues, de que las tres
obren del mismo modo, poseídas de idéntico miedo, parece invitar a descartar la culpa
como origen del miedo. Si alguna conexión existe entre miedo y culpa habría que buscarla
a partir del proceso que empieza con la ocultación, no antes, en cuyo caso no es la culpa,
sino el miedo el núcleo generador de las acciones que siguen (Ruiz Ramón, 2000:62-65).
359
No existe en la Comedia áurea ningún personaje ajeno al poder de las apariencias.
Un simple equívoco verosímil es suficiente para destruir la fama de toda una vida, y esa
verdad tan absoluta rompe los lazos de confianza, dejando en su lugar unos seres
dominados por el miedo y el instinto de la sospecha; bien hicieron los poetas en comparar
las mujeres con el sol, pues serán sus compañeros sus lunas de honra, iluminados solo por
el reflejo de sus rayos. Ante la realidad de la deshonra y el consiguiente desagravio, el
escudo de honor que ha protegido a Serafina se quiebra, quedando paradójicamente a
merced de Fortuna por «ser quien es», es decir, por su propio sentido del honor. Ella no
podrá asumir el papel tracista que magistralmente domina Mencía, porque ni le es natural
ni es la compañera de un hombre tempestuoso obsesionado por su honra. De no ser por
la rápida intervención de Flora, marido y galán se habrían encontrado, y si bien su enredo
consigue salvar la vida de don Álvaro y quizá la de su señora, no evita que los temores
de Roca se magnifiquen. Por más que Serafina pronto domine sus miedos y consiga
sacarlo de la estancia, son sus desmedidas muestras de servitud –«¿Tengo yo elección ni
arbitrio / más que tu gusto?» (1968:311)–, juntamente con el enredo final de los criados,
lo que despierta los recelos de don Juan, quien ya no será capaz de ignorar la sombra de
la sospecha. No obstante, su primera inquietud no desencadena un proceso de
cuestionamiento de la honra de la esposa, como sí ocurre en sus predecesoras. En su caso,
las suspicacias se traducen en unos celos tenues, demasiado superficiales para dominar a
Roca, quien es al mismo tiempo un espectador pasivo de los acontecimientos en vez de
el ejecutor activo de la acción prototípico de estas obras. Por ese motivo, El pintor es la
única tragedia de venganza en la que es la esposa, y no el marido, el personaje que guía
y define el argumento, la voz que más resuena y la presencia que más domina el espacio
dramático, dejando consecuentemente al monólogo y al mismo Juan Roca en un segundo
plano hasta prácticamente el final de la representación.
360
de su portador, quien nunca pierde del todo su identidad pues su virtud es parte misma de
su esencia; este matiz influye enormemente en las vidas de los conyugues ya que es el
elemento que impide que ella sufra un proceso de destrucción de la identidad tan absoluto
como el de su marido. Dado que la identidad de don Juan se basa en su fama, él, como
individuo, solo puede existir mientras el mundo reconozca su existencia. Su realidad se
construye desde el exterior hacia adentro, y por esa razón su desgracia personal trasciende
en su apariencia, en su mansedumbre a la hora de soportar los desaires de los criados del
príncipe, en la pobreza preferida a la admisión de una identidad deshonrosa (1968:363).
Su actitud de derrota contrasta con la dignidad que muestra su esposa, quien incluso
recluida contra su voluntad, desesperanzada y en océanos de lágrimas mantiene su altivez
pronto ascendida a desprecio frente al iluso pretendiente que la ha apartado de su esposo
esperando que, fuera de los ojos de la honra, ella se entregara a sus deseos, espejismo que
pronto desaparece:
Serafina pierde su nombre y su título, pero nunca deja de «ser quien es». Como
ocurre con Estatira en Darlo todo y no dar nada, su virtud se origina en su sangre y su
linaje, por lo que ningún condicionante externo, por grave que sea, es capaz de doblegar
su rectitud y nobleza. Sin embargo, la dama sigue viviendo en un mundo de apariencias,
cuyo poder y alcance conoce de primera mano justamente por haber sido primero hija y
luego esposa de un hombre principal: «Don Juan es noble ofendido: / solo en esto digo
harto» (1968:350). Serafina sabe que su identidad como compañera de Juan Roca murió
361
en el instante que la apartaron de él, y que el único final posible que le espera dentro de
la sociedad del honor es la muerte. A partir de estos versos hay un cambio en su actitud y
pasa de atacante a suplicante, viéndose a merced de las imposiciones primero de don
Álvaro y de la discreción de Ursino después. Ambos galanes impedirán que la dama se
salve, porque serán ellos quien le nieguen, cada uno a su modo, que adopte un nuevo
papel en el mundo: don Álvaro se niega a dejarla marchar a un convento y la retiene en
un bello cadalso, mientras que el príncipe la reconocerá, y al hacerlo la fuerza a asumir
su realidad de esposa deshonrada, invocando con sus lamentos –«Que ya, sabiendo quién
soy, / por puntos mi muerte aguardo» (1968:363)– la entrada en escena de don Juan. Del
mismo modo que su esposo renuncia a su identidad y pasa a ser un simple pintor, ella
espera abandonar su vida anterior e intenta asumir un nuevo estado en un convento, el
único lugar en el mundo de los hombres donde el custodio de las almas es el honor de
virtud.
Durante el tiempo que Serafina es una «hermosura» sin nombre, la casa de campo
se convierte en un oasis libre de las leyes del honor. Aquellos que lo visitan son o bien
criados, siempre ajenos a sus rigores, o enamorados más preocupados por sus propias
pasiones que por opiniones, quedando sus actos y sus pensamientos a resguardo del
omnipotente juicio de la «opinión». Pero los ojos de la opinión nunca descansan, y en un
instante se revela el secreto, se asesina a los culpables, se restaura el orden. Es entonces
cuando la colectividad reaparece en escena y ampara la venganza del pintor,
restituyéndolo como noble y manteniendo vivo con su cruel beneplácito un código de
sangre y muerte. La bala de su desagravio silencia a aquella que ha sido la voz del honor
y la razón, imponiéndose con su sonido una narrativa verosímil, pero basada en una
preconcepción tan falsa como la afrenta vengada. Serafina no morirá por un papel, sino
porque su marido la ve en brazos de otro hombre63. Es la única de las esposas que no
63
A lo largo del tercer acto, los brazos adquieren un simbolismo fúnebre. En la primera aparición del
vocablo, don Luis niega en un primer momento las piedades que Porcia le pide para su hermano, pues no
«ha de hallar / la puerta abierta y los brazos» (1968:345) aquel que ofende a su padre. Al final de la
representación, Serafina llegará muerta a brazos de su padre, último acto de compasión que don Luis sigue
negándole a su hijo, el cual morirá a sus plantas. Asimismo, la dama profetizará la escena de la exégesis en
su descripción de las pretensiones del enamorado –¿[…] Con solo hallarme en tus brazos / vencida de tus
traiciones, / forzada de tus agravios? (1968:348)–, sueño que nunca ocurre pero que don Juan da por certeza,
Los brazos de don Álvaro también se relacionan con la afrenta del secuestro –«Desmayada en mis brazos /
pasó del golfo del fuego / a incendios de agua (1968:347)–, imposición que luego será juzgada por los
conyugues como el origen de sus respectivas desgracias: «¡Oh, mal haya amor villano, / que la fuerza del
cariño / la funda en la de los brazos!» (1968:350); «Cuantas razones propuse , / al verla en sus brazos, todas
362
recupera su fama al morir64, siendo acusada tanto por su marido como por el mundo, el
cual habla en boca de los padres.
La celebración de su muerte es una impiedad que poco tiene que envidiar al horror
sangriento de El médico, y esconde en su aceptación los miedos y enajenaciones de toda
una sociedad, porque su único crimen es haber abandonado su legítimo lugar al lado de
su esposo. No fue un acto voluntario, ni siquiera deseado. Serafina es víctima de las
crueldades de la restitución y, a su vez, es un grito de denuncia a la misoginia
institucionalizada de la época, pues es impensable que una sociedad edificada en el
descrédito de sus capacidades y la demonización de su naturaleza pueda confiar en su
virtud. Para los habitantes de la Comedia, Serafina es una bella pintura cuyo valor existe
solo en la firma de un pintor que la avale, y que pierde toda significación si no tiene un
custodio que la controle, un guardián que la vigile, un esposo o un padre que grade su
honestidad. Poco importa si sucumbe o no a la pasión, pues los jueces del honor ya han
dictaminado su falta; verla en brazos de un galán le da al mundo el espectáculo que espera
ver, sin que la verdad importe en su juego de espejos y ocultaciones. Serafina muere
porque ha de morir, y su muerte es oficiada por una sociedad enferma, que queda expuesta
en su brutalidad fundacional en las últimas palabras de la asesinada:
/ es forzoso que me falten»(1968:384). Sus brazos solo se describirán como «agradables» cuando aparezcan
vinculados a un contexto de muerte (1968:383), siendo esta la última advertencia del destino que está por
acontecer.
64
El acuerdo de silencio del rey Sebastián hace que la versión oficial de la muerte de Leonor sea el incendio,
muriendo como un ejemplo de virtud y no como adúltera.
363
Leonor
En aras de alcanzar las orillas de la Fama, el artista ha de morir para renacer, como
un compuesto de hombre y mito, en el océano ideológico que nutre una nación. La imagen
que de él o ella perdura no será la auténtica, sino la que las circunstancias, intereses
políticos e idiosincrasia propia de cada tiempo histórico deseen o necesiten, unas veces
acercándose más a la leyenda, otras asomándose a la humanidad oculta tras el laurel. Las
obras que se coronan como cúspide de un corpus moldean la figura de su creador, se
convierten en espejo de su alma al tiempo que establecen unos preceptos no escritos de
prejuicios y asunciones más ficticias que reales, aunque siempre apuntaladas en un verso
o una obra tangible: imposible es no pensar, al margen de las disputas de autoría, en Tirso
de Molina cuando se menciona El Burlador de Sevilla, tanto como no recordar
fugazmente la vida y Arte de Lope de Vega al encontrar en una biblioteca un tomo de
Fuenteovejuna o El perro del hortelano. Lo mismo ocurre con el Calderón de mirada
severa que domina La vida es sueño, El alcalde de Zalamea y El médico de su honra, ese
pretendido adalid de la moral que hizo de sus personajes murallas de honor, hombres que
solo se rompen para poder reconstruirse después y mujeres de mirada firme capaces de
sobrevivir e incluso vencer en un mundo diseñado para doblegarlas. Son estas, las
protagonistas de las Comedias que han entrado en el canon literario, las que han forjado
el arquetipo de dama calderoniana; son ellas las que el lector contemporáneo espera
encontrar en cualquiera de sus obras incluso antes de empezar a leer, dejando que ante
sus ojos solo se desplieguen tres tipos de personaje: la Isabel que se entrega a la muerte
para salvaguardar el honor familiar; la Rosaura combatiente, que lucha por recuperar su
honor y denuncia la tiranía de aquellos que se lo niegan y la honorable Mencía, cuya
grandeza queda aún más de manifiesto en su cruel y presentida muerte.
364
víctimas de El Burlador de Sevilla, montañas de rigor las separan de sus compañeras
tracistas lopescas. En Calderón, la mujer será vulnerable en privado e inexpugnable en
público, vive, esgrime contra sí el cuchillo, siente, piensa y muere por y para el honor,
pues hay también duelo en sus damas.
365
Cada una de las protagonistas recorre un camino distinto, como distintas son las
circunstancias que las llevan a ser quienes son. Mencía sueña en una telaraña de honor,
tiranos, celos y nocturnidad, mientras Serafina vive envuelta en luz, música, solemnidad
y huidas. Leonor, por su parte, experimenta la transformación de doncella enamorada a
esposa, descubriendo las implicaciones de su nueva condición una vez se destruya todo
lo que la rodea. Por su situación y por su propio crecimiento dentro de la obra, es un
personaje más cercano a Dorotea, la ingenua e inexperta niña abandonada por Gómez
Arias que a sus compañeras trágicas, pues, al igual que ella, se implica excesivamente en
el juego de enredo al poner su fe en su propia virtud y al recato de un galán, sin ver cuán
próximas se hallan de quebrar el fino cristal de las apariencias. No obstante, ese cortejo
con los límites externos del honor –puntualización clave y habitualmente ignorada en los
juicios de valor hechos al personaje–, no prueban, como sustenta Rubió (1882:122), una
moral frívola o superficial, sino que nace de su juventud o falta de madurez: la niñez de
Dorotea queda reflejada en el mismo título del drama y en el cantar que lo acompaña, el
cual insta al público desde antes de iniciarse la representación a dolerse de esa «muchacha
y niña» (Frenk, 1987:422) engañada. En el caso de Leonor, será ella misma quien revele
su personalidad impulsiva y aniñada en el arrebato de rabia y llanto descontrolado que
arroja sobre Sirena, quien, sin duda hastiada de volver a escuchar un discurso que ya
conoce, solo puede intentar atajar los superlativos lamentos de su señora antes de llegar
a puerto:
366
las responsabilidades de su nuevo estado, ya que no posee la madurez de espíritu, la
prudencia ni la fortaleza necesarias para dejar ir su pasado: «Lo que una vez aprendí, /
podré perderlo, ¡ay de mí!, / olvidarlo no podré» (2011a:127). Leonor no llega a puerto
como una viuda que, como Serafina en El pintor, ha dejado transcurrir el luto y se ha
vuelto a casar según sus propias reglas, sino que es una muchacha mortificada que ha
aceptado casarse por poderes con un desconocido solo para poner fin a su propio dolor.
En su grito final –«¡Mira tú lo que sentí/ […] pues forzada me casé, / solo por vengarme
en mí!» (2011a:127)–, se aprecia su intento de enterrar el dolor de la ausencia en Castilla
y renacer en Portugal libre de los pesares de antaño; «Hasta las aras, amor», se dice a sí
misma y al fantasma de su relación con don Luis, «te acompañé; aquí te quedas, / porque
atreverte no puedas / a las aras del honor» (2011a:127).
367
sus posibilidades de mantener el control de la situación. De hecho, que el enredo llegue a
producirse es una demostración de su falta de fortaleza, dado que la dama se niega en un
primer momento a recibir al galán y le envía a su criada con orden de dejar de seguirla y
abandonar Portugal. Recordándole a don Luis sus obligaciones de caballero, se escuda en
el sagrado de su hogar y corta los lazos que la unen con su pasado, que «no sufre Portugal
/ galanteos de Castilla» (2011a:143). Pero una sola golondrina no trae el verano, ni una
resolución superar todas las flaquezas: la convicción de Leonor se mantiene firme hasta
la siguiente intervención de la criada, instante en el que su seguridad vuelve a
desmoronarse. Su insistencia la persuade a tomar, abrir y leer el papel en un diálogo que
es un auténtico juego de tentaciones entre los dos Genios del ser, y en el que Sirena se
hace digna de su nombre y atrae a Leonor a las orillas de un juego demasiado peligroso
que cercena el crecimiento interior que empezaba a florecer:
LEONOR ¿Hablástele?
SIRENA Y la repuesta
en este papel te envía,
y de palabra me dijo
que si él una vez te hablara,
él se fuera y te dejara. […]
368
LEONOR ([Ap]. Eso sí, ruégame más).
Pesada estás, y por ti
rompo la nema y le leo,
por ti sola.
Sirena, al contrario que Jacinta, no actúa movida por el dinero, ni parece obtener
ningún tipo de beneficio de la reunión de los antiguos amantes. Por esa razón, es plausible
creer que la criada, que ha presenciado todas las tempestades de amores y llantos de su
señora y siempre le ha recomendado prudentemente que olvide a Benavides (2011a:126),
desee que Leonor viva acorde a su condición al lado de don Lope, hecho que requiere de
la partida del elemento disonante, quien le ha prometido «que en oyéndole una vez / se
ausentará de Lisboa» (2011a:161). Ambas mujeres deciden confiar, con más o menos
esperanzas, en la palabra dada, y «a trueco de que se vaya» (2011a:161), la esposa accede
a la que ha de ser su última reunión y cita a don Luis en su casa, exponiendo así
nuevamente su ingenuidad al no ver el peligro que esa decisión conlleva; Sirena le
propone un plan sencillo y libre de riesgos, sin espacio para que «el temor, ni aun al honor
/ tenga qué dudar ni qué temer» (2011a:161) y cuyo resultado ha de poner fin a todos sus
problemas. Por su inexperiencia en trances de honra, no advierte la ambigua conclusión
de su criada –«Óyele lo que dijere / y obre fortuna después» (2011a:161)– y se deja llevar,
como lo hizo en el pasado, por el consejo de un tercero. La seguridad que muestra ante
su confidente desaparece, no obstante, en cuanto se queda a solas, siendo su voz la única
que llene el espacio dramático. Esta falta de intimidad es característica de A secreto
agravio y condiciona las decisiones de los cónyuges, los cuales se encuentran
constantemente acompañados por un confidente que los guía: don Juan influirá
enormemente en los pensamientos de don Lope y se mantendrá de forma constante a su
lado, mientras que el único instante de soledad de Leonor se da en esta escena.
Ese sutil cambio de receptor es el punto de partida de todas las plumas cargadas
contra el personaje, porque en vez de actuar como las grandes damas calderonianas y
darse la muerte para evitar el deseo de un tirano, Leonor apunta el cuchillo contra su
propia pasión, pues ella es su propia tirana; su fuego, y no el de don Luis, es el mayor
enemigo de su honra. Su guerra personal entre quien es y lo que desea ocupa todo el
segundo acto, y al ser mujer y además casada, ese es el pecado que la crítica más
conservadora es incapaz de absolver. Pero es necesario señalar que Leonor no es
Casandra, en el aspecto que nunca cede a su deseo y se mantiene en las aras del honor
consagradas a su llegada a Lisboa. Su única falta es sentir amor, un amor que no acepta y
que se esfuerza por olvidar. Al fin y al cabo, Mencía también escribirá un papel y se
reunirá con un enamorado en su casa; hasta la virtuosa Serafina acepta los brazos de don
Álvaro al despertar de un presagio de muerte. Todas cometen una falta a ojos de los
maridos, y mueren sin importar su grado de implicación en el enredo central. En estas
Comedias, la muerte no es un castigo merecido, es el sacrificio de Ifigenia impuesto a los
maridos a cambio de retornar al hogar de su honor.
370
La gran diferencia con sus sucesoras es que Leonor accede a reunirse con su
antiguo enamorado, siendo por otra parte esta aceptación un acto de supervivencia
impuesto por unas circunstancias externas y ajenas a su control: cegado por su propio
deseo, don Luis cruza los límites del decoro y se alza como el más atrevido de los galanes,
siendo su conducta tan indecorosa que hasta el propio marido descubre sus intenciones.
El castellano ronda las puertas del hogar de los Almeida, los sigue a la iglesia, a la visita.
Su presencia es una sombra incesante que empaña la honra del matrimonio desde su
primer encuentro, porque con el rey aún en Lisboa no debe haber pasado mucho tiempo
entre el primer y el segundo acto. La falta de respeto de Benavides desespera a ambos
cónyuges, y por tal de hacerle desaparecer la dama acaba accediendo a su petición,
consciente de que el galán no volverá a Castilla hasta que lo asesinen o la vea. A fin de
salvaguardar la honra de su personaje, Calderón la sitúa en un escenario de imposible
solución, en la que toda opción mancha su reputación en menor o mayor grado;
reuniéndose en la intimidad de su casa, Leonor aún puede protegerse de los susurros de
la opinión trasladando al espacio privado un conflicto que don Luis ha hecho
clamorosamente público. Esta decisión activa el elemento trágico, porque se toma sin
tener en consideración los secretos pensamientos de don Lope, quien salvaguarda la honra
de su compañera en su convencimiento de que ella se mantiene altivamente indiferente a
los suspiros del caballero. Consecuentemente, en la mente alucinada del marido la culpa
del oprobio recae exclusivamente sobre don Luis, siendo ambos víctimas de sus acciones:
«Cuando sirva, cuando espere, / cuando mire, cuando quiera, / ¿en qué me agravia ni
ofende?» (2011a:152), se pregunta recordándose que su esposa no le ha dado motivos
para desconfiar de su virtud. Por esa razón sus recelos no despiertan plenamente hasta ver
el alborozo y escuchar las justificaciones de Leonor, retrato en su temor de la máxima
excusatio non petita, accusatio manifesta, trasladándose entonces el foco del deshonor a
ambas partes.
La cita que Sirena prometió sencilla resulta ser un desastre que empeora aún más
la situación de ella y las desgracias de él. La conjunción de la inhabilidad tracista de la
protagonista, incapaz de sobreponerse a su terror y carente de la personalidad fuerte y la
prudencia de Mencía y Serafina, la mala Fortuna y el excesivo número de custodios que
pueblan la hacienda –don Juan no deja de ser una extensión desconfiada per se de
Almeida– hace que salga peor todo lo que podía salir mal, porque no solo se descubre la
presencia e identidad del embozado sino que, en su alteración, Leonor se delata una y otra
vez, asfixiando en sofocos de honor a don Lope a cada palabra que pronuncia:
371
DON JUAN En esta cuadra entraba
cuando un hombre salía.
LEONOR Algún ladrón sería
que robarla intentara.
Por más que el portugués sea el más racional y comprensivo de los uxoricidas
mayores, es imposible que la actitud de Leonor, sumada a los actos previos de don Luis,
no ponga en entredicho la naturaleza de su relación. A partir del allanamiento, sus
monólogos internos van mutando progresivamente de la duda a se acercan a la certeza de
la necesidad de restitución; en el tercer acto, para él Leonor será en público la más
«honesta» (2011a:208) de las compañeras, mientras que en sus adentros la considera una
adúltera consumida por su «liviano apetito», «[…] aquella que fácilmente / rindió alcázar
tan altivo» (2011a:184). Ese cambio en sus sentimientos lo inicia Benavides, pero será
Leonor quien lo asiente: en un único acto de precaución, el galán protege su virtud
manteniéndola al margen de los motivos de su traspaso; según su versión de lo ocurrido,
esta ni siquiera debería saber que se encontraba en la casa, ya que sube a escondidas por
la escalera y por casualidad acaba escondido en la misma habitación que Leonor le suplica
a no entrar solamente porque ella es «testigo» de que está vacía (2011a:168). Por
supuesto, don Lope no les cree y, aun así, en un acto de auténtica virtud nobiliaria, deja
372
marchar al castellano a condición de que nadie lo vea salir. De las tres tragedias de
venganza, A secreto agravio es la única –y me atrevería a decir de toda la dramaturgia
del siglo– en la que el enamorado sale airoso de visitar de noche la alcoba de una casada
por la intervención del marido en vez de por el ingenio de la dama. Esta, haciendo última
gala de su ingenuidad, no solo no aprende del peligro, sino que se confía de su suerte y
cita al cabo de un tiempo al galán en la quinta donde vive apartada, anteponiendo su
voluntad a las apariencias del honor como si la seguridad que la impulsa fuese realmente
un velo capaz de embozarla ante los ojos de la honra:
373
LEONOR Que la mujer más cuerda,
de haber amado, amada no se acuerda.
El crecimiento del personaje se refleja en las precauciones que toma para proteger
su honor y mantener, dentro del siempre presente riesgo, las apariencias exigidas por el
decoro: la cita secreta, nocturna y en un espacio libre de la vigilancia del esposo es ahora
una reunión privada camuflada dentro de un evento público al que asistirá el propio rey,
en una celebración dedicada a Almeida y los caballeros que partirán en breve a la batalla.
Al mismo tiempo, los paroxismos del papel enviado por el galán contrastan también con
la sobriedad del segundo mensaje, el cual deja claro la voluntad de su escritora: «Esta
noche va el rey a la quinta. Entre la gente podéis venir disimulado, donde habrá ocasión
para que acabemos, vos de quejaros y yo de disculparme. Dios os guarde, Leonor»
(2011a:189). Si se tiene en cuenta la asociación de don Gutierre con la palabra «alteza»,
la misiva que Mencía le envía al infante habría de considerarse más incriminatoria, hecho
sorprendente porque solo consta de seis palabras. Por si toda esta contextualización no
fuese suficiente, el dramaturgo da al rencuentro la mayor de las justificaciones posibles,
siendo este el amor que el trato y la paciencia de don Lope están empezando a despertar
en ella:
Estos últimos y ambiguos versos son para Coenen la confesión final del adulterio
por ser «precisamente este el momento que ha elegido Calderón para hacerla sucumbir,
al parecer, definitivamente» (2011a:68). Esta premisa es defendida en el prólogo de su
edición de A secreto agravio y se reafirma en una cita a pie de página en la aparición de
374
los versos dentro de la Comedia, en la cual la entrega de la dama se sentencia entonces
como «evidente» (2011a:198). En la breve nota desaparece todo atisbo de distancia y
duda y Leonor queda definida como una adúltera que se entrega sin miedo a su pasión
justo antes de descubrir la muerte de don Luis y ser asesinada por su marido. Pero este
verso condenatorio, del cual depende en gran medida todo el retrato ideológico que
Coenen ha ido haciendo de la protagonista, fue revisado por Calderón y cambiado en la
versión publicada en la Segunda Parte, cambio que el crítico admite en su prólogo al
tiempo que reitera la caída de la esposa:
Resulta también llamativa la variante del verso 2415, que remata el monólogo en el que
Leonor anuncia su intención de ceder a los embates de don Luis. Según el manuscrito, las
palabras de Leonor son: «y tenga fin mi amor, y el gusto tenga». El impreso da: «y tenga
fin mi amor, porque él lo tenga», palabras que resultan sumamente ambiguas, por lo que
solo la tónica general del discurso nos permite entenderlas correctamente (2011a:87-88).
Si bien Coenen admite la imprecisión que genera ese revisado verso final, su
conclusión sobre su culpabilidad se mantiene firme, basando su juicio en la «tónica
general del discurso». Sin embargo, en el monólogo final de Leonor no se aprecia un
posicionamiento a favor del adulterio, no al menos de forma tan evidente como aquí es
defendido. De hecho, si se tiene en cuenta el juego de opuestos que caracteriza este
parlamento –el mostrar aborrecimiento cuando amaba a don Luis pero ahora aceptar
reunirse con él, acto que el galán entiende como una invitación amorosa, o su cambio de
parecer respecto a la posibilidad de olvidar un antiguo amor–, todo parece indicar que lo
que la dama ha decidido es olvidar a Benavides, sintiéndose más próxima ahora a su
marido a causa de sus diarias muestras de afecto. Nada explicita Leonor y nada explicita
el dramaturgo, quien niega al lector-espectador descifrar sus palabras mediante una
respuesta de Sirena, cuya intervención aclararía las intenciones de su señora. No obstante,
partiendo de la evolución del personaje y los cambios de pensamiento existentes entre su
primer monólogo y el último –encuadrados de forma muy similar, pues se recitan como
confesión secreta a Sirena antes de descubrirse la salvación y muerte de Benavides–, es
factible ver los versos originales como la redención del personaje, el cual decide en ese
instante que su amor pasado «tenga fin», dándose el «gusto» de poder despedirse y cerrar
esa etapa de su vida. Esta interpretación no solo parece más plausible dentro del contexto
de la Comedia áurea, en el cual es harto improbable que una dama confesara sobre escena
de forma tan explícita y saltándose todo decoro esperar gozar de un «gusto» sexual, sino
375
que es más acorde con lo expuesto en la carta que recibe Benavides al tiempo que pone
de manifiesto la evolución de Leonor.
Sobre este último punto, es importante destacar que la Leonor que llega a Lisboa,
enamorada e incapaz de olvidar su pasado, no es la misma que accede a reunirse por
última vez con don Luis. A pesar de sus desvelos en el acto segundo, la esposa se ha
mantenido firme en su honor incluso estando a solas con su antiguo galán en un momento
en el que todavía lo amaba, sentimientos que si no desaparecen, se enfrían en el tercer
acto, siendo la «tristeza» y no la dicha lo que la domine en esos instantes previos al
encuentro (2011a:196). En consecuencia, si se sigue una lectura fundamentada en
exclusiva en el texto, es mucho más probable que el último verso suponga la aceptación
de su vida de casada y su propósito de superar su relación con don Luis, revelación que
respetaría, además, la estructura cíclica de la tragedia: envuelta en fuegos de atrevimiento
y en aguas de pesar, Leonor se despide –primero en su entrada en Lisboa y ahora como
dama casada convencida de su lugar en el mundo– de su pasado en aras de aceptar su
futuro: «Ya la vez última aquí / se despida del dolor», dice al arribar a puerto, «porque
atreverte no puedas / a las aras del honor» (2011a:127); «y tenga fin mi amor, porque él
lo tenga», dirá en su final definitivo.
En ese momento de la obra, Leonor está decidida («ya vuelvo determinada», v.865) a
poner su honor por encima de su amor; pero la carne es débil, y se libra en ella una notable
lucha entre su sentido del deber y sus impulsos sentimentales o sexuales. Hay que insistir
en que la conservación de su honor y el temor a las consecuencias de sus acciones son los
únicos motivos de doña Leonor para rechazar a don Luis. Ni ella ni ningún otro personaje
se refiere nunca al carácter sacramental del matrimonio católico, ni al carácter
pecaminoso del adulterio que implica. Estamos ante una literatura mundana, sobre un
problema mundano, y brilla por su ausencia la dimensión trascendental que el
cristianismo atribuye a la vida humana (nadie parece preocuparse tampoco por el destino
de las almas de los dos asesinados). Los motivos de Leonor se reducen a no querer ser
«malcasada» y temer por su vida; y son motivos, para ella, harto difíciles de obedecer
(2011a:66).
377
Para poder convertir a la esposa en la culpable de su propia muerte, esta ha de ser
forzosamente un personaje guiado por sus deseos carnales y que por puro egoísmo se
resiste a sus deseos, cayendo finalmente en la tentación por su propia soberbia. Pero esta
concepción hace desaparecer en gran medida todo el juego de tensiones entre el honor y
el amor, el desgarro de dejar o continuar «siendo quienes son» que experimentan los
cónyuges y la denuncia de la venganza amparada por una ley tan mortífera que se cobra
la vida de la inocente y el alma de su ejecutor. Nada hay de «mundano» en las páginas de
A secreto agravio, ni tampoco es, como llegó a afirmar Valbuena, «la historia del soldado
maduro que casa con mujer joven y atolondrada» (1969a:423), porque la historia de
Leonor y don Lope es, en esencia, la de una mujer y un hombre que luchan contra sí
mismos, tristes ejemplos de la eterna pugna calderoniana entre la libertad y el deber.
Quizás, si no se prejuzgara a Leonor antes de que se alce el telón y el libro se abra, la
valentía, dudas y resolución de sus versos serían auténticamente escuchados; quizás
entonces se introduciría siempre el verso revisado en vez de dejar otro más sencillo de
ajustar a su condena y, por lo tanto, más «adecuado»:
Además, resulta muy adecuado que Leonor remate su monólogo hablando de su anhelo
de tener «gusto», habiéndolo empezado insistiendo en la tristeza que siente (vv.2370 y
ss.). En fin, si este verso fue revisado por Calderón65 para el impreso, resultan enigmáticos
sus motivos y, cuando menos, discutible su acierto (2011a:88).
65
La conclusión mayoritaria de la crítica es que el texto fue, muy probablemente, revisado por el mismo
Pedro Calderón; Coenen mismo lo afirma cuando señala que «hay indicios que sugieren que el manuscrito
y el texto de la Segunda Parte derivan de un arquetipo común, y que entre la redacción del arquetipo y la
impresión del texto, este fue repasado por el propio autor, quien, por los motivos que fuera, hizo unas pocas
revisiones» (2011a:84).
378
don Lope los posiciona implícitamente a favor del engañado y de su venganza, la cual es
en consecuencia entendida como un justo aunque cruel castigo.
Juzgar a Leonor como un personaje más culpable que Mencía o Serafina es ignorar
el mensaje coral escondido en las tres tragedias de venganza. Es innegable que participa
más activamente en el enredo que sus compañeras, pero su muerte la deciden las sombras
de deshonra que don Lope cree escuchar en las voces de sus allegados más que sus propios
errores. Al final, ni siquiera importa que haya escrito el papel, pues su marido la asesina
sin haberlo leído. Mencía se ve atrapada en la telaraña hilada por un poderoso y muere
379
por intentar evitar los susurros que, una vez lleguen a oídos de Gutierre, solo podrán
silenciarse con su sangre. Serafina ni siquiera está consciente cuando la raptan del regazo
de la honra, no participa en modo alguno en los acontecimientos que acaban con su vida
más allá de apoyarse en un hombre al despertar. Asún así, las tres mueren, porque en
realidad no importa su grado de implicación en el agravio; Calderón escribió tres tragedias
haciendo, expresamente, de la víctima un ideal cada vez más incuestionable solo para
sacrificarlas en los altares del honor, demostrando así que no es su virtud lo que se
cuestiona, sino la inmisericordia de un código social que les ata las manos y les venda los
ojos antes de entregarlas al arúspice. En las tragedias de venganza, el honor no entiende
de virtud, pues solo se alimenta de apariencias. La verdad de esa vanidad, su macabra
intrascendencia es tan inmensamente impía que incluso críticos contemporáneos al autor
tuvieron que manipular, en un colosal ejercicio de exégesis, la intención de El pintor de
su deshonra por tal de mantenerla dentro de los márgenes cristianos, por tal de hacer de
la mujer la culpable de su muerte y ejemplo del uxoricida. Fuera del escenario, la
inocencia importa igual de poco a los ojos de una sociedad que solo ve lo que quieren ver,
al igual que los personajes que habitan sobre él.
Leonor nunca fue, ni será, la perfecta esposa. A ella le corresponde dar voz a esas
decenas de mujeres casadas por obligación, motivadas más por la norma establecida que
por su albedrío. En A secreto agravio no existe la imposición de un padre, porque esta es,
si bien la más conocida, solo una de las formas en las que la tradición impone su voluntad
sobre ellas; es la voz incesante de la opinión, ese mal omnipresente que destruye las vidas
de los tres protagonistas, lo que guía su suerte y su desgracia. La dama no se da tiempo a
olvidar, salta de fuego en fuego hasta morir en él. Una pasión consume su alma al
principio, otra la abrasa al final. Es la más pasional de la tríada, y por eso es un personaje
imposible de ejemplarizar. Y al no poder hacer de ella un mito de virtud, ha pasado a la
historia como la más liviana de las esposas, por más que sea un alcázar que soporta los
embates de dos pasiones, la suya propia y la del pasado que la persigue. Es la muchacha
que no tuvo tiempo a crecer porque muere justo cuando empezaba a vivir en paz.
Comparada con sus hermanas de tragedia y con las grandes damas calderonianas, es un
personaje débil, volátil, pequeño. Comparada con la realidad detrás de la figura, Leonor
es, simplemente, una mujer joven llena de luz y oscuridad, que solo intenta cumplir su
obligación sin perder el corazón por el camino.
380
EL CRIMEN
En una guerra así, nada es injusto. De esta guerra de cada hombre contra cada hombre se
deduce también esto: que nada puede ser injusto. Las nociones de lo moral y lo inmoral,
de lo justo y de lo injusto no tienen allí cabida. Donde no hay un poder común, no hay
ley; y donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son las dos virtudes
cardinales de la guerra. La justicia y la injusticia no son facultades naturales ni del cuerpo
ni del alma. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviese solo en el mundo, lo
mismo que se dan en él los sentidos y las pasiones. La justicia y la injusticia se refieren a
los hombres cuando están en sociedad, no en soledad. En una situación así, no hay
tampoco propiedad, ni dominio, ni un mío distinto de un tuyo, sino que todo es del
primero que pueda agarrarlo y durante el tiempo que logre conservarlo. Y hasta aquí, lo
que se refiere a la mala condición en la que está el hombre en su desnuda naturaleza, si
bien tiene una posibilidad de salir de ese estado, posibilidad que, en parte, radica en sus
pasiones y, en parte, en su razón. Las pasiones que inclinan a los hombres a buscar la paz
son el miedo a la muerte, el deseo de obtener las cosas necesarias para vivir cómodamente,
y la esperanza de que, con su trabajo, puedan conseguirlas. Y la razón sugiere
convenientes normas de paz, basándose en las cuales los hombres pueden llegar a un
acuerdo (Hobbes, 2009:117).
Decía Hobbes que el estado natural del hombre era el de la guerra, una guerra
absoluta llevada a cabo por sujetos enloquecidos por sus pasiones, habitantes de un
mundo de sospechas y miedo que les lleva a atacar, a protegerse, a vivir en las pequeñas
islas de su razón. Hombres como lobos, pequeñas bestias encerradas en sedas y cortesías
de honor, violencia infiltrada en dagas y espadas engarzadas o viales de boticario, tan
imparable y tan longeva como la humanidad. Naturaleza que, a su vez, al nutrirse de las
angustias de su portador se agiganta y florece en épocas de conflicto, como lo fue la
barroca: el aumento de la fiscalidad, los enfrentamientos inter y nacionales, las epidemias,
el hambre, las inundaciones y las sequías sumieron a los hombres y las mujeres en un
trance de melancolía y rabia que instauró la sociedad «de la ley y el pleito», en la que
cualquier riña, mirada o injuria era llevada ante los tribunales al tiempo que el
bandolerismo y la picaresca se propagaban como respuesta a la desesperación (Carmona
Gutiérrez, 2010:224-225). La violencia era en la época parte de lo cotidiano, llegando a
veces a unos extremos hiperbólicos únicamente dados por verdaderos al encontrarse en
los Avisos y noticiarios:
Espigando solo en los Avisos de Barrionuevo, y limitándonos a los cuatro años que
comprenden de 1654 a 1658, y a Madrid, hallamos cuatro parricidios, cinco degüellos,
cinco atentados, seis actos especialmente crueles, once envenenamientos, cuatro
homicidios, cuarenta y dos asesinatos, ocho suicidios, doce casos de ladrones, tres de
ladrones sacrílegos, seis de clérigos ladrones o criminales, uno de noble ladrón, cuatro de
estafadores, tres de incestos, uno de pecado de bestialidad, seis de grupos de sodomitas y
381
otros varios de hechos no menos delictivos. Y, naturalmente, Barrionuevo, aun ciñéndose
a esos cuatro años, no pudo recoger todos los excesos que habitualmente se perpetraban;
consignó solo aquellos de que tenía noticia (Deleito y Piñuela, 2014:113).
La fuente real más directa parece haber sido el caso del pintor, escultor y arquitecto
Alonso Cano, a quien acusaron de haber asesinado a su esposa en 1644, hecho que
encontramos relatado en los Avisos de Pellicer, el 14 de junio del referido año. La versión
que a principios del siglo XVIII registrará Palomino, aunque no haya servido
directamente de fuente a la comedia, parece contener indicios de algunos rumores más
sobre el caso en su época, e informa que Cano «alzó velas y se pasó a Valencia
secretamente, echando voz que se había ido a Portugal. En cuyo tiempo, aunque de
secreto, ejecutó algunas pinturas». En una noticia del 28 de julio de 1643 –y por ende
anterior a la de Cano–, al relatar otro suceso, Pellicer escribe: «y por ahora no se hablan
sino en esto y en dos mujeres que han muerto a manos de sus maridos por adúlteras; el
uno pintor, y el otro bodeguero». Y, en una correspondencia entre padres jesuitas fechada
en el 18 de abril de 16453, se narra la noticia de que un pintor mató al amante de su esposa
y ella se fue a un convento (Rinaldi, 2017:227-228).
Por más que este tipo de sucesos fueran insistentemente reprobados por la
colectividad, el Derecho canónico, moralistas y religiosos66 (Regalado, 1995, I:350), lo
66
La Iglesia se posicionó claramente en contra del asesinato de la adúltera a manos del marido, quedando
patente en los escritos de los moralistas el acercamiento piadoso al crimen en vez del sangriento promovido
por la costumbre social. Tal y como recoge Vigil: «Los moralistas se apoyaban en el pasaje de la mujer
adúltera del Evangelio: «No dio Cristo licencia de apedrear a la mujer adúltera», escribe Osuna. […] Juan
382
cierto es que los uxoricidas disponían de ciertos salvoconductos legales que amparaban
su delito, si bien estos eran escasos y, en ocasiones, contradictorios debido la caótica
naturaleza acumulativa del sistema legislativo castellano, el cual aprobaba leyes nuevas
sin derogar las anteriores aun cuando se generaban ambivalencias (Valdés Pozueco,
2008:498); Felipe II procuró poner orden mediante la publicación de la Nueva
Recopilación de 1569, en donde se agrupan las aproximadamente cuatro mil
disposiciones esparcidas entre «las leyes del Fuero Juzgo (1241), el Fuero Real (1254),
el Estilo (1310), el Ordenamiento de Alcalá (1348), el Ordenamiento de Montalvo (1484),
así como las pragmáticas de los Reyes Católicos, y la legislación vigente de Carlos I y
Felipe II» (2008:499), al que debía sumársele el Ius Commune y las Siete Partidas de
Alfonso X. La prelación de fuentes estaba fijada en el Ordenamiento de Alcalá, donde se
establecía que en primer lugar debían aplicarse las leyes en él presentes, seguidas de los
fueros municipales «en cuanto no fuesen contrarios a Dios, la razón y la ley» y,
finalmente, las Siete Partidas (2008:499). Los casos de adulterio y uxoricidio se
encuentran presentes en varios ordenamientos, estando siempre observados desde un
prisma absolutamente patriarcal, como señala Díez Borque citando a Gacto:
Para el ordenamiento jurídico, el adulterio del hombre casado surge solo cuando la
relación extramatrimonial tiene carácter permanente, es decir, cuando mantiene
públicamente a una barragana, o cuando abandona el hogar para irse a vivir con ella. […]
La mujer cometía adulterio siempre que realizara un acto sexual, aunque fuera episódico,
con cualquier hombre que no fuera su marido. Legisladores y juristas se pertrechan otra
vez con argumentos de tipo biológico para defender la diferencia de trato, fundándola en
el riesgo de un eventual embarazo de la mujer como consecuencia de esta relación ilícita
(2018:31).
El género del acusado afectaba a la sanción, pues mientras los maridos debían
afrontar penas pecuniarias –pérdida de la quinta parte de sus bienes si mantenían una
relación a largo plazo y la confiscación de la mitad de su patrimonio en caso de
cohabitaje–, las esposas se exponían a la pena capital, castigo heredado del Derecho
de la Cerda, que puede ser clasificado como un moralista estricto y duro, sin embargo al referirse a este
tema, afirma: «Uno de los grandes errores que hay en el mundo es que quiera el hombre con acuerdo de su
voluntad hacer un tan gran mal como quitar la vida a una mujer que en tanto tiempo quiso y amó, por solo
cumplir con los hombres malos y mundanos y satisfacer al vulgo. Cuánto mejor es que mire el casado a
Dios». Y añade: «De cuán nobleza y cristiandad usa el hombre que deja de matar a su mujer, hallándola en
adulterio» (1986:148).
383
romano en el que el castellano hundía sus raíces y que reconocía la potestad del padre o
marido a asesinar a la adúltera y a su amante –quien era castigado no por su engaño, sino
por atentar contra la «propiedad» ajena–, siempre que los descubriera «in fraganti». Este
privilegio se limitó con la «lex Iulia», prohibiéndose desde su aplicación el asesinato de
los implicados salvo si uno de ellos era un liberto de la familia o persona «vilis»; de esta
forma, la legislación de Augusto traslada la punición del ámbito privado al público,
regulándolo con un conjunto de medidas cautelares, como el de solo poder detener a los
adúlteros hasta veinte horas para probar su delito sin poder dejar a la esposa libre, aceptar
compensaciones económicas o mantener el matrimonio tras probarse la infidelidad. No
obstante, estos requisitos se dieron por abolidos en el reinado de Alejandro Severo, donde
se retoma la pena de muerte (Vivó de Undabarrena, 2001:185), la cual continúa vigente
en el Fuero Real –««Si muger casada ficiere adulterio, amos sean en poder del marido, e
faga de ellos lo que quisiera e de cuanto an, así que non pueda matar el uno de ellos e
dexar el otro» (2001:185)–, el Ordenamiento de Alcalá –«Si el esposo los hallare en uno,
que los pueda matar si quisiere ambos a dos, así que no pueda matar al uno y dexar al otro
[…] y que aquel contra quien fuere juzgado, que lo metan en su poder y haga de él y de
sus bienes lo que quisiere» (2001:186)– y las alfonsinas Siete Partidas:
Acusado seyendo algund ome, que ouiesse fecho adulterio, si le fuesse prouado que to
fizo, deue morir por ende: mas la muger que fiziesse el adulteno, maguer le fuesse
prouado en juyzio, deue ser castigada e ferida publicamente con agotes, e puesta, e
encerrada en algun Monasterio de dueñas. […] El marido que fallare algund ome vil en
su casa, o en otro lugar, yaziendo con su muger, puedelo matar sin pena ninguna, maguer
non le ouiesse fecho la afruenta que diximos en la ley ante desta. Pero non deue matar la
muger, mas deue fazer afruenta de omes buenos, de como to fallo; e de si, meterla en
manos del Judgador, que faga della la justhcia que la ley manda (Collantes de Terán,
1996:219).
Una lectura superficial del Fuero Real y las Partidas es suficiente constatación de
las discrepancias existentes entre dos de los códigos legislativos vigentes, especialmente
en lo relacionado con el castigo femenino , y aunque los juristas conocieran el orden de
prioridad –y entre ellos se incluye Calderón, licenciado en Derecho canónico y civil–, es
fácil imaginar cuán difusos eran los márgenes de actuación de los maridos ofendidos,
especialmente en una colectividad donde él y el pater familias eran los máximos
responsables de la autoridad doméstica y, por lo tanto, compartían gran parte de los costes
sociales de la deshonra con el inculpado; la venganza privada es, en ese contexto, la única
forma de restauración del orden que mantiene oculta la vergüenza y evita el descrédito de
384
todo el linaje familiar, secretismo que atentaba no solo la justicia civil, sino los límites de
lo «permitido» y lo «prohibido»: es imposible comprobar cuántos esposos asesinaron a
sus mujeres influenciados por motivaciones económicas o pasionales y se justificaron en
la ley de adulterio, mas la simple posibilidad de que eso ocurriera ya comprometía
gravemente a los organismos oficiales del poder, pues creaban un sistema legal paralelo
al establecido. Por esa razón, el gobierno de los Reyes Católicos procuró aunar el modelo
privado con el público manteniendo el derecho de venganza pero controlando su
aplicación a partir de una sentencia oficial, esto es, el uxoricidio únicamente era legal
cuando un tribunal condenaba a la adultera y al amante, quienes eran posteriormente
entregados al marido para que hiciera con ellos lo que creyera conveniente, desde
perdonarlos a ejecutarlos; mediante este filtro, observa Bazán Díaz, «el marido se
convertía en un verdugo legalmente investido que ejecutaba públicamente venganza en
el patíbulo de la localidad y ante toda la comunidad vecinal, recuperando de este modo
su honor mancillado» (2007:313).
Para disuadir a los aquellos que quisieran continuar con la vía del secretismo, en
las leyes de Toro de 1505 se prohibió que los asesinos obtuvieran la dote y bienes de la
asesinada, concretamente en la número ochenta y dos: «El marido que matase por su
propia autoridad al adúltero y a la adúltera, aunque los tome in fragante delito, […] no
gane la dote, ni los bienes del que matare; salvo si los matare o condenare por autoridad
de nuestra justicia» (2007:313); adicionalmente, el uxoricida se enfrentaba a penas de
destierro, procesándose también por homicidio a los familiares que mataran a una adúltera
sin un permiso judicial (2007:314). Es llamativo que la protección que determinadas
ordenanzas otorgaron a la esposa no se extendiese al amante, siendo su forzosa muerte si
se optaba por la vía de la venganza un punto en común entre todas ellas, exceptuándose
en las Partidas a los «cómplices» pertenecientes a un estamento superior al agraviado:
El marido que fallare algund ome vil en su casa, o en otro lugar, yaziendo con su muger,
puedelo matar sin pena ninguna, maguer non le ouiesse fecho la afruenta que diximos en
la ley ante desta. Pero non deue matar la muger, mas deue fazer afruenta de omes buenos,
de como to fallo; e de si, meterla en manos del Judgador, que faga della la justhcia que la
ley manda. Pero si este ome fuere tal, a quien el marido de la muger deue guardar, e fazer
reuerencia, como si fuesse su senor, o ome que to ouiesse fecho libre, o si fuesse ome
hornrado, o de gran lugar, non to deue matar porende; mas fazer afruenta, de como to
fallo con su muger, e acusarlo dello ante el Judgador del lugar, e despues que el Judgador
supere la verdad, deuel dar pena de adulterio (Collantes de Terán, 1996:219).
385
La ley daba por restituido al marido en el momento que fallaba a favor de su
demanda de adulterio. A partir de entonces, la mujer pasaba a ser juzgada por un «juez
doméstico» que podía decidir entre absolverla, vengarse o divorciarse, quedando la vida
del amante ligada a la de adúltera y, consecuentemente, en manos del marido, sin que su
condición de varón o un acuerdo entre ambas partes pudiese exonerarlo de la pena capital.
Tanto él como la infiel habían atentado contra la santidad y honorabilidad del matrimonio,
por lo que sobre sendos pecadores recaía la responsabilidad de reparar la fractura social
que habían provocado, ya que atacar los fundamentos de la familia significaba atacar a
los del Estado. Legalmente, el uxoricidio no fue nunca una obligación, pero era una
amenaza suficientemente poderosa y definitiva como para refrenar las pasiones de
cualquier galán o casada, una forma de control que mantenía perfectamente acotados los
límites familiares y, en extensión, los del Estado: una casa ordenada conformaba un país
ordenado, y allá donde la virtud no alcanzara, corregiría y guiaría el miedo y la violencia.
Sin embargo, todo sistema organizativo tiene incongruencias y cabos sueltos, siendo en
el del honor el abuso de poder: cuando el agresor pertenecía a un estamento superior, la
potestad de restitución personal quedaba anulada por la ley del vasallaje, teniéndose que
llevar al poderoso a la justicia sin ninguna garantía de imparcialidad por parte del tribunal.
Aunque las Leyes del Reino permitían al villano matar a un noble si lo hallaba en
pleno acto (Collantes de Terán, 1996:219) era extremadamente improbable que el
ofendido ejerciera su lícita venganza sobre él, puesto que al hacerlo se enfrentaría con la
totalidad del estamento nobiliario. Por más que los gobiernos pretendieran dar una imagen
de decoro y relativa equidad, lo cierto es que la clase privilegiada era prácticamente
impune a las acusaciones realizadas por plebeyos, teniendo que ser, hasta en el mundo
ficticio de la Comedia, un poder superior –sea Felipe II en El alcalde de Zalamea, sea la
divinidad en El burlador de Sevilla– el encargado de castigar sus abusos y amparar a los
desprotegidos, para tranquilidad de Enrique II en El médico de su honra y Pedro II de
Aragón en Gustos y disgustos no son más que imaginación.
67
Véase a modo de ejemplo Valdés Pozueco (2008) y Tropé (2016).
386
equivalencia entre el código legislativo de la Comedia y las ordenanzas vigentes en la
Castilla de 1630 - 1650. No obstante, solo el Fuero Real –el más severo con relación al
castigo– ampara el asesinato sin intervención gubernamental, privilegio ya anulado un
siglo antes por las leyes del Toro: así pues, si se aplica la jurisprudencia castellana68,
Gutierre, Almeida y Roca actúan al margen de la legalidad vigente y no pueden ser
amparados por la justicia porque no disponen ni de pruebas fehacientes que demuestren
el adulterio, ni han sido autorizados por un tribunal ni han sorprendido in flagranti delicto
a los adúlteros, requisito repetido en la mayoría de las ordenanzas. Es más, si se eligiera
seguir mayormente el Fuero Real, este estipula en el Libro IV, Título VII, ley I que en
caso que «la muger non fuer en culpa, mas fuer forzada, non aya pena» (Alfonso X,
2015:131), cláusula que habría permitido al pintor –quien no parte de sospechas previas,
el más afectado por el crimen que le toca cometer y el que más podría decirse que halla a
la pareja in fraganti– volver a casa con Serafina, a la que incluso puede perdonar sin
agraviar su honor69. De los tres protagonistas, solamente don Gutierre cumple
rigurosamente con los requerimientos del Derecho civil, pues es el único que denuncia su
ofensa al rey –entregándole una prueba razonablemente inculpadora– antes de asumir el
papel de «médico de su honra», responsabilidad que, por otro lado, le es impuesta por la
pasividad y descuido de Pedro I, como se verá en el siguiente apartado. Con todo, es más
que evidente que ningún espectador del siglo XVII esperaba ver sobre las tablas una
resolución basada en la nulidad matrimonial, o siquiera en el perdón de la supuesta
adúltera; el divorcio era un tema del entremés, y hasta en él ocurría difícilmente, como
bien saben los litigantes de El juez de los divorcios. El teatro es un reflejo de los valores
sociales estimados y denostados por sus contemporáneos, y esa premisa ya impedía que
un marido aceptase o siquiera se plantease la idea de la separación porque habría sido
inmediatamente considerada una inmoralidad, la cual era el argumento predilecto de los
68
Curiosamente, nunca se ha llegado a ver si las leyes que se aplican en A secreto agravio y El pintor tienen
alguna correspondencia con el código civil portugués, napolitano o catalán.
69
«Quando alguna muger casada o desposada ficiere adulterio, todo orne la pueda acusara: et si el marido
non la quisiere acusar, nin quisiere que otro la acuse, ninguno non sea recebido por acusador en tal fecho,
ca pues él quier perdonar a su muger este pecado, non es derecho que otro gelo demande, nin sobrél la
acuse» (Alfonso X, 2015:132).
387
moralistas empecinados en cerrar los corrales y prohibir las Comedias, enemigos y
condicionantes de todo dramaturgo barroco:
El argumento de estas, por la mayor parte, se reduce al galanteo de una mujer noble, con
una cortesana competencia de otro amante, con varios duelos entre los dos, o más, por los
términos decentes de la cortesanía, que para en casarse con ella el uno, después de muy
satisfecho de su honor y de que no favoreció a los otros, y en desengañarse los demás. Y
ninguna hay que, como asegura el padre Camargo, pare en una comunicación deshonesta,
en una correspondencia escandalosa, en un incesto y en un adulterio. […] Veamos
también ahora qué comedia habrá en el mundo que acabe en un incesto. Yo no he visto
que ningún galán se case con su hermana ni con su madre. Solo en la Comedia de San
Gregorio se ve por un acaso y una ignorancia, pero ni aquellos personajes se supone casan
con mala fe, ni allí se aprueba; solo se expone por ejemplo, y si esto se vedara, también
quitaran de contarlo en su historia. […] No tendrá el poeta ni la Comedia culpa alguna de
quien puede tomar lo bueno del ejemplo tome lo malo, y por eso es acto indiferente,
porque tiene bueno y malo. Ninguna Comedia hay en todas las castellanas que acabe en
un adulterio, aunque hay algunas que empiezan en él y acaban en la tragedia de la
venganza, porque es regla también indispensable que no se pueda poner el delito sin el
castigo de él, por no dar mal ejemplo, y esto más es poner horror al adulterio que incitarlo
(Bances Candamo, 1970:33-34).
Los uxoricidios dramáticos asombran y son recordados por la misma razón que lo
hacían los reales: eran inusuales y prohibidos, descansaban en la fina frontera que
separaba la ordenanza y el honor, lo privado y lo público, lo exigido por la colectividad
y lo estipulado en Fueros y Partidas; porque se construyen sobre la muerte de una esposa
que era legal, sí, pero bajo muchos incisos, incisos que no son necesarios en el universo
de la Comedia, en el que se magnifican los impíos mandamientos de los hombres y los
gubernamentales, donde la sangre es más pura que el agua y la venganza no es privilegio,
sino una obligación. Si A secreto agravio, El médico y El pintor causaron tanto asombro
fue debido a que arrojaron luz a la larga y tétrica sombra del honor de restitución al
denunciar, como bien señala Valdés Pozueco, una costumbre social convertida en ley
(2008:498), una ley terrible y cruel a la que se acogen los maridos en aras de limpiar su
conciencia tanto dentro como fuera de la Comedia, como muestra el uxoricidio de Inés
de Levia a finales del siglo XV, ejemplo real de la confrontación de la tradición con la
regulación civil; casada por «palabras de presente» con García Fernández, este la asesinó
debido a su supuesto cohabitaje con Lanzarote de Futinos tras ser asesorado por juristas
que le afirmaron la legalidad de su castigo:
Más adelante parece que García fue informado por letrados y justicias de que podía
proceder de hecho contra su mujer puesto que la había hallado cometiendo adulterio,
388
razón por la cual él se creía con derecho a matarla, y así lo hizo. En su escrito, el marido
asesino declara también que hacía unos seis meses que temía a su suegra y a sus parientes
políticos porque querían proceder contra él, y que «porque quiere acabar con esta
situación, y demostrar su inocencia para poder aparecer por dicha villa», se presentaba
ante los reyes para que le hiciesen justicia. Los alcaldes de Casa y Corte, reciben el
encargo de comprobar los hechos, y de que, llamadas y oídas las partes, investiguen lo
expuesto y dicten sentencia sin demora. Resultan llamativas las diferencias que podemos
encontrar en la interpretación de las leyes, según la conveniencia de quien las necesita o
las quiere utilizar en su propio beneficio. Lo más probable es que García buscase un
asidero legal en el que poder apoyarse para matar a su esposa y quedar impune tras la
comisión del delito. Por ello, se justifica diciendo que si la mató fue porque los entendidos
en derecho le dijeron que podía hacerlo, basándose posiblemente en alguna ley antigua o
fuero a los que no se alude, o simplemente amparándose en la costumbre. Sin embargo
los familiares de su mujer, que también parece que conocen las leyes a las que se pueden
acoger, quieren proceder contra él, por lo que el marido trata de curarse en salud
acudiendo a la justicia real para buscar su protección antes de que lo haga la familia de la
esposa asesinada. De cualquier modo, podemos considerar que el criminal no se atrevía
a entrar en la villa por temor a las represalias de la parentela de la víctima, esto puede
deberse, más allá del poder de ese grupo familiar, a que, quizá, no estuviese tan aceptado
socialmente que los maridos se pudiesen tomar la justicia por su mano y matar a las
mujeres acusadas de adúlteras (Álvarez Bezos, 2013:192-193).
En las tragedias de venganza, la «ley de honrado», término con la que don Lope
de Almeida se refiere a ella, (2011a:202) prima sobre las Siete Partidas, el Fuero Real y
la Nueva Recopilación, estando presente con mayor o menor rigor en toda la dramaturgia
profana de Calderón. Solo mirando a través de su distorsionada lente cobra pleno sentido
el desgarro y angustia de los maridos o, sobre todo, la actuación de los gobernantes,
quienes ostentan el cargo de jueces y protectores del honor: Pedro I de Castilla, Sebastián
I y Federico de Ursino son conscientes de la obligada restitución de la honra, y por eso
amparan no a un uxoricida, sino a un noble que ha limpiado «cuerdamente» (2012:398)
su deshonra. La antitética relación entre el Derecho del honor y el Derecho civil se ve
recogida con particular fuerza en El pintor, en cuyo final el príncipe ordena que se le
proporcione un caballo a Juan Roca para que huya de una justicia de la cual,
paradójicamente, él es el mayor garante, siendo su consejo prontamente obedecido por el
asesino aun después de recibir el beneplácito de los padres: «Yo estimo valor tan grande;
/ mas por no irritar la ira, / me quitaré de delante» (1968:386). Los soberanos rehúsan a
ejercer su autoridad –salvando el singular castigo protector de El médico– al posicionarse
a favor de la honra y mantener oculto el crimen, extendiendo con su silencio un indulto
que, por más ilegal que sea, es necesario para mantener el delicado equilibrio del código
social, en donde el perdón solo agravia y la esposa, forzosamente, ha de morir.
389
LA AUTORIDAD
Por ese motivo, cuando el tiempo histórico de la Comedia coincide con el del
espectador –es decir, siempre que no se especifica que ha ocurrido en una etapa anterior
a la contemporánea–, el personaje del rey debe forzosamente desaparecer en aras de
garantizar el inmisericorde y anticatárquico desenlace; si el tercer acto de El pintor se
hubiera desarrollado en Barcelona bajo el reinado de algún miembro de la Casa de
Austria, la impunidad del asesino hubiera podido dar lugar a un debate sobre la cruel
justicia del monarca, situación harto peligrosa para cualquier escritor áureo,
especialmente si se tiene en cuenta el año de redacción de la tragedia: la guerra con
Cataluña había colocado a Felipe IV en una posición sumamente complicada entre los
que defendían un acercamiento basado en la piedad y aquellos que le reclamaban una
política de ejemplaridad, siendo por lo tanto la protección o castigo del uxoricida –cuyo
acto es injustificable desde una perspectiva religiosa, pero permitido por la legalidad
vigente de la Comedia– un posicionamiento demasiado directo e inconcebible para un
dramaturgo que escribe para la corte. De este modo, la ejecución ocurre en Nápoles y la
responsabilidad del crimen recae sobre el joven y ficticio príncipe de Ursino y los padres
de las víctimas, siendo estos los auténticos custodios del honor.
390
Sebastián I
El hecho de que el nuevo rey, tan deseado, naciera el día de san Sebastián, se consideró
como un don del cielo, como la realización del milagro con tanta ansiedad pedido; era
san Sebastián el patrón venerado por los portugueses como protector de la peste, del
hambre y de la guerra y en ese aspecto, amado aún más por la gente de Lisboa, que sufría
frecuentemente los efectos de la peste y de los terremotos; en gratitud se llamó al nuevo
rey Sebastián y ello se consideró de buen augurio para Portugal. […] Son bien conocidas
las circunstancias de la formación física y espiritual del nuevo monarca portugués. Soñó
con la grandeza de su pueblo y su formación estuvo dirigida hacia el alto ideal de hacer
realidades todos los sueños portugueses. Se preparó constantemente para la gran empresa,
se sintió siempre iluminado por Dios y su instrumento para la grandeza de la fe cristiana.
[…] Y porque reunió en sí las más altas virtudes caballerescas de Portugal y porque sonó
a tono con la grandeza portuguesa, fue adorado por su pueblo, que llegó a aquietar su
espíritu afirmándose en la idea de que el Mesías que salvaría a Portugal y el Rey Deseado
eran una misma persona (García Figueras, 1944:167-168).
391
que le enviara, este no iba a cambiar de opinión: «Le he persuadido de palabra y por
escrito, pero no ha aprovechado nada» (2000:409), escribe el Rey Prudente a su
embajador, claudicando en su empeño de convencerlo. Castilla no podía comprender la
testarudez de Sebastián I –principalmente porque iba en contra de sus propios intereses–
, pero sus súbditos la entendieron como una demostración más de su católica grandeza y
sus huestes y «la mejor y la mayor parte de la nobleza» (García Figueras, 1944:163) le
siguieron sin el menor ápice más allá del mar. La copiosa adhesión de los nobles a la
causa sebastianista se da asimismo en la tragedia calderoniana –«No hay caballero que
quede / en Portugal, que a las voces / de la fama nadie duerme» (2011a:146)–, y subyace
en el enfrentamiento entre la lealtad y el amor de don Lope: el celoso esposo es el único
varón de una casa ilustre, y no quiere comprometer la fama de su linaje solo por quedar
junto a su esposa en Lisboa. La cruzada del monarca estaba destinada a pasar a la
posteridad, y su seguridad fue para la nobleza, dentro y fuera de la obra, garantía
suficiente de la victoria portuguesa. Sin embargo, su confianza no consiguió superar los
recelos de sus ministros, quienes conocían su peor faceta: Sebastián era hijo póstumo del
infante Juan Manuel, heredero de Juan III y, por lo tanto, la única esperanza de la dinastía
Avís, hecho que afectó a su educación y posterior gobierno, como se trasluce en
Miscelânea Pereira de Foios, una recopilación anónima de distintos textos escritos que
presentan al rey como un hombre caprichoso y de débil voluntad política, dominado por
sus validos (Martínez Torrejón, 2016:202) y más interesado en la caza que en los asuntos
de Estado:
392
decisión de don Lope de colgar las armas y admirar su astuta venganza, sin presentar el
menor atisbo de preocupación o desaprobación sobre el crimen:
393
a disponer de más «pruebas» contra Leonor, mas es esta conversación la que perturba
definitivamente al celoso marido:
394
la quinta que del Rey la llama / el vulgo, aquesta noche duerma, digo / que no me he de
quedar hoy en Lisboa» (2011a:180)– y le desvincula de forma absoluta de sus
responsabilidades en la ciudad. Su impiedad, su descuidada gestión y justicia parcial serán
castigadas fuera de escena mediante una muerte cruel, que dejará su reino definitivamente
abandonado y a merced de Castilla. En Alcazarquivir, la muerte aguarda al rey y al
criminal, quien, como la gran mayoría de los nobles que le acompañaron, será asesinado
rodeado de violencia, sacrificándose en un escenario tan honroso como en el que condena
a Leonor: «Con vos iré, donde pueda / tener mi vida su fin, / si hay desdicha que fin
tenga» (2011a:209).
Pedro I
70
Durante su reinado se ordenó acuñar en las doblas de oro y los reales de plata la inscripción Dominus
mihi adiutor et ego dispiciam enemicos meos –«El Señor es mi ayuda y despreciaré a mis enemigos»–,
correspondiente a los versículos 6 y 7 del Salmo 117, lema que aparecía a su vez en el salón de Embajadores
del Alcázar de Sevilla; con este emblema, Pedro I reforzó «el carácter del retrato oficial con un contenido
que justifica el poder real, su origen divino y su eficacia frente a los enemigos de la corona» (Cómez Ramos,
2007).
395
Pedro I de Castilla, apodado «justiciero» por sus seguidores y «cruel» por sus adversarios
reina entre 1350 y 1369 en un momento en que la pugna entre monarcas y nobles por el
manejo del gobierno llega a su máxima expresión. Los constantes enfrentamientos con la
nobleza, el desprecio a su esposa, Blanca de Borbón, y posterior asesinato, la ausencia de
un heredero legítimo, su relación amorosa con Maria de Padilla, la influencia de la familia
Padilla en los asuntos de estado, la guerra civil con su hermanastro Enrique, representan
distintos episodios de su reinado que dieron lugar a discursos contrarios, producto de
pasiones encontradas, de uno u otro bando. Finalmente el debilitamiento del poder de
Pedro, su asesinato a manos de Enrique y el entronizarniento de este último con el
consecuente advenimiento de una nueva dinastía, determinaron también cambios de signo
en los textos referidos a los hechos vividos (Chicote, 2005:132-133).
Querer ver en el rey don Pedro de El médico de su honra o solo a Pedro el Justo o solo a
Pedro el Cruel, no solo es quedarse con una imagen incompleta, con una sola de sus caras,
empobreciendo su condición centáurica, contradictoria y extraordinariamente rica de
personaje teatral, sino también romper la unidad dramática y trágica del universo
396
coherentemente trabado por Calderón, donde no existen ni personajes ni situaciones
planas. ¿Por qué imponer la monosemia allí donde reina la polisemia? El rey don Pedro
de El médico es, a la vez, el justo y el cruel, […] el que ama la justicia y termina obrando
la injusticia, el que se ofrece como mediador en los casos de honor y media en el deshonor,
el que, como Mencía, asocia la daga del infante con su propia muerte, y presa del mismo
terror y la misma turbación padece la alucinación de su sangriento fin, y el que, como
Gutierre, obra bajo el impulso del recelo y el malentendido, y, finalmente, teniendo
conciencia de la crueldad de Gutierre y de la inclemencia de su acción piensa que ha
actuado cuerdamente (Ruiz Ramón, 2000:86-87).
397
ofreciendo sus propios anillos a los pobres y garantizando ventajas razonables y
provechosas a los soldados que luchan en su nombre (2012:218). En sus primeras
actuaciones como soberano, Pedro I se comporta como una fons honorum ejemplar,
consciente en todo momento del decoro y consideración que debe a sus súbditos, siendo
la mejor demostración de ello su trato hacia Leonor:
LEONOR Yo soy...
398
su fama y parte de culpa –la propia Leonor la admite al reconocer ser «liberal de amor»
y «escasa de honor» (2012:224)–, Pedro I jamás la reprueba ni compromete el pundonor
que le debe por ser mujer –ese «privilegio antiguo» femenino del que habla Veturia en
Las armas de la hermosura (1969p:953)–, escuchando serenamente su alegato sin dejar
que sentimientos personales ni valoraciones ajenas influyan en su juicio. El monarca, en
su faceta de distribuidor y garante del honor, asume como propia la restitución de Leonor,
la cual es sumamente compleja al estar él casado y haber quedado libre de culpa: «el más
riguroso juez / no halló causa contra mí» (2012:239-240). Pero Gutierre no ha conocido
todavía al más riguroso juez, porque hasta entonces no se ha hallado en presencia de «El
Justo»; su inmaculado honor va a verse cuestionado a medida que el de la despreciada
doncella gana credibilidad:
399
REY (Ap.) Que dijese le apuré
el suceso en alta voz
porque pueda responder
Leonor, si aqueste me engaña;
y, si habla verdad, porque,
convencida con su culpa,
sepa Leonor que lo sé.
400
A medida que avanza la representación se hace más evidente la tendencia a la
ejemplaridad del personaje, consecuencia política de sus inquietudes personales: las
únicas escenas en las que pierde su fría imperturbabilidad son en aquellas donde considera
que su autoridad real se ha visto comprometida por algún acto indecoroso, como lo es el
mero ademán de posar la mano en la espada delante de su presencia; el gesto impulsivo
de Gutierre y Arias lo enfurece enormemente, siendo esta la primera vez que muestra su
severidad encerrándolos en prisión por tal de alejarlos de su presencia:
A la «fiera condición» citada por Arias se le añaden ahora los adjetivos «riguroso»
y «cruel» empleados por Solís, complementarios a su vez de la valoración de Coquín:
«Dicen que sois tan severo / que a todos dientes hacéis» (2012:235). El criado es quien
más cerca está de la persona que se oculta detrás de la majestad, y por ello es quien más
sospecha de sus intenciones, como le comenta a don Gutierre: «Señor, yo llego a dudar /
[…] de la condición del Rey» (2012:269). Lo que el noble considera cobardía y deshonor
es en realidad una prudente intuición nacida de su apuesta, la cual sintetiza la concepción
de justicia del soberano, situada entre la recompensa –«Pues cada vez / que me hiciéredes
reír / cien escudos os daré» (2012:233-234)– y el cruel castigo –«Y si no me hubiereis
hecho / reír en término de un mes / os han de sacar los dientes» (2012:234)–. Es
importante destacar que, a pesar de que la acción de El médico transcurra en una España
literaturizada, era imposible impedir que el auditorio estableciera relaciones entre el
personaje y el auténtico Pedro I de Castilla, por lo que forzosamente han de moverse en
realidades parecidas y, en menor o mayor grado, equivalentes. En la ficción y en la
realidad, el rey es –y fue– consciente de la inestabilidad de su posición, y su temor a ser
destronado se tradujo en un rigor despiadado, reconducido en la Comedia en forma de
castigos inusuales y tan indescifrables como su persona. Pedro I desconfía de los infantes,
401
desconfía de sus caballeros y desconfía de todos sus vasallos, siendo el rigor un escudo
protector que lo separa y resguarda de una colectividad amenazadora. Por ese motivo
disfruta desconcertando a quienes se le acercan y se enfrenta puerilmente con galanes
envalentonados en medio de las calles sevillanas, por esa razón disecciona a su entorno y
a todos los que le rodean tan intensamente como lo hace don Gutierre.
REY ¡Con vos, infante, con vos! […] DON GUTIERRE Injustas deben de ser.
¿Vos, Enrique, no sabéis
que más de un acero tiñe (Calderón de la Barca,
el agravio en sangre real? […] 2012:237-238)
(Calderón de la Barca,
2012:351-352)
71
Este punto se analiza detalladamente en el apartado La verbalización de la tragedia.
403
Mediante un arranque críptico que subraya la decepción y enojo de la autoridad,
Pedro I turba a su interlocutor y lo sitúa desde el principio en una clara posición de
desventaja en la que el acusado, dando por hecho que el rey conoce la totalidad de sus
faltas, confiesa los secretos que ha estado ocultando hasta entonces. Sin embargo, su plan
no da, esta vez, el resultado esperado, porque Enrique, simplemente, no es Gutierre: sus
privilegios le han hecho perder todo respeto por las leyes del honor, ignorando sus límites
y preceptos por tal de conseguir el objeto de su deseo: cuando el rey le impide excusarse
recordándole que Mencía «es beldad tan imposible» (2012:353), «[…] belleza que no
admite / objeción» (2012:354), él le contesta simplemente que «el tiempo todo lo rinde, /
el amor todo lo puede» (2012:354), despreciando tanto los continuos rechazos de la dama
como la afrenta que sus acciones están causándole al noble que lo acogió en su casa y le
ofreció su caballo tras resultar herido; el galán está tan ofuscado por sus pasiones que
considera legítimo cortejar a una casada meramente por haberla conocido antes que su
marido –«Pues yo, señor, he de hablar. / En fin, doncella la quise» (2012:355)–, a quien
menosprecia por ser, en comparación con su regia persona, un indigno pretendiente:
«¿Quién, decid, agravió a quién? / ¿Yo a un vasallo…?» (2012:355). De sus palabras se
destila el mismo desdén estamental tan soberbiamente exhibido por cierto capitán apeado
en Zalamea que también se creyó intocable por «ser quien era», otro poderoso protegido
por su rango y por el mismo código social que impide a sus víctimas cobrarse su
venganza:
REY ¿Y no sabéis
dónde la daga perdisteis?
404
El honor de don Gutierre es dependiente de su obediencia y lealtad a la Corona, y
por lo tanto le es imposible atacar al infante, aun teniendo pruebas fehacientes de su
culpabilidad, sin comprometer la fama de su linaje. En aras de salvaguardar la imagen del
rey –cuyo honor está, por ser el varón de más rango dentro de su núcleo familiar,
vinculado al de su hermano–, el noble decide poner fin discretamente a los excesos de
Enrique –«Solo a vuestra majestad / di parte, para que evite / el daño que no hay»– para
así impedir que llegue a producirse un agravio que le fuerce a actuar: «si le hubiera, de
mí fíe / que yo le diera el remedio / en vez, señor, de pedirle» (2012:348). Atacar el honor
de «tan noble y leal vasallo» es un acto de tiranía tan contrario a los principios
monárquicos y tan rebelde a la autoridad del soberano que este no pude más que
silenciarlo para evitar, al menos, continuar ofendiendo a Solís, quien escucha romperse
su honra silenciosamente oculto, cumpliendo diligentemente las órdenes de su señor aun
en la tensa situación en la que se encuentra: «Callad» (2012:354), le exige el rey a
Enrique, lamentándose de su decisión en los apartes –«¡Válgame Dios, ¡qué mal hice / en
esconder a Gutierre!» (2012:354)–, consciente de cuánto acaban de complicarse las cosas.
Las injurias y las desdichas se acumulan una a una en la sangre de don Gutierre,
agravando su ya severa enfermedad de honor, un honor, por otra parte, que consume pero
tiene a su vez la capacidad de sanar al ser antídoto a los abusos de los poderosos; no
obstante, Enrique solo puede apagar sus pasiones «venciéndose a sí mismo», objetivo al
que pretende guiarle su hermano a través de sus advertencias:
El honor al que hace referencia Pedro I es aquel «patrimonio del alma» axiomático
y sagrado, superior a cualquier mortal por insigne que sea su posición y legado, espada y
escudo que –siempre que se encuentren en las manos adecuadas– protegen al vasallo,
405
ensalzan al noble y dignifican al monarca, trinidad social contra la blasfema el infante
cada vez que ronda las puertas de la quinta de Solís; mas qué puede realmente hacer el
muro de la honra, tan intangible y volátil, contra un tirano ambicioso y soberbio incapaz
de aceptar la justicia de su rey natural, incapaz de aprovechar todas las oportunidades de
enmienda ofrecidas por su hermano y que prosigue en sus intentos. Sus auténticos
propósitos centellean en la hoja de su daga –«Tomad su acero, y en él / os mirad: veréis,
Enrique, / vuestros defetos» (2012:356)–, cuyo corte augura las dos muertes que ocurrirán
a continuación, una sobre el escenario y otra fuera de ella, en el teatro de mil tragedias
que será Montiel (2012:388). En la última audiencia del rey, la muerte se sienta en su
trono y ordena fraguar las cuchillas del honor y del destino que empuñan Gutierre y
Enrique de Trastámara, las cuales no descansarán hasta hundirse en sus vainas. Por más
que la piedad procure señalar el camino a la justicia con sangre y lamentos (2012:392),
por más que el cobarde criado se atreva a denunciar la locura de su señor, la rueda de la
restitución ha empezado a girar, siendo imposible de detener hasta que las puertas y las
almas queden marcadas. La súplica de auxilio de Coquín llega demasiado tarde, y la
misericordia se queda reunida, en mortal asombro, delante las puertas de la venganza:
406
REY Don Diego, espera. […]
¿No ves sangrienta una mano
impresa en la puerta?
407
«Inocente», adjetivo agónicamente repetido por la dama antes de su sacrificio –
«No me juzgues culpada; / el cielo sabe que inocente muero»; «una mujer no mates
inocente» (2012:376)– y en su lecho de muerte, verdad irrefutable que se pone en
conocimiento del rey quien, de nuevo, solo emite su sentencia tras escuchar, esta vez bajo
el rebozo de terceras personas y del disimulo, las explicaciones de ofensor y ofendido.
Toda la construcción dramática de Pedro I, su singular forma de aplicar justicia, la trama
de Leonor, la del bufón y la risa, las promesas hechas y las reparaciones negadas, cada
uno de los afluentes de la Comedia desembocan en esa noche, en esa calle y la decisión
del monarca, el mismo que se propone salvar a Mencía mediante otra de sus notables
«industrias» (2012:397) y se descubre impotente ante la rapidez y previsión del médico,
siendo ahora él el desconcertado; obligado a actuar por ser el «supremo juez» (2012:397)
de su reino, el honor, ese rey de reyes en el teatro áureo, le frena la mano, pues su ley
ampara la «acción tan inclemente» cometida por su «cruel» vasallo: «No sé qué hacer;
cuerdamente / sus agravios satisfizo» (2012:398).
A sus confusiones debe añadírsele el grillete de la culpa, porque, por pequeña que
sea, él es en parte responsable de la muerte de Mencía: no solo dejó marchar a su hermano
antes de resolver por completo las denuncias de don Gutierre, sino que lo deja solo,
humillado y en posesión de una daga que compromete la reputación de la casa real aun
cuando este le había advertido que se vería forzado a limpiar él mismo su ofensa. Así
pues, su reputación está condicionada al silencio de Solís, al que no puede atacar ni
tampoco dejar impune delante de tantos testigos; perdida la resolución inicial –«No he de
poder / sosegar hasta que halle / una casa que deseo» (2012:393)–, todo en la obra se
paraliza y queda en suspenso hasta que el hado se presenta, tapado con mantos, ante él:
Leonor sale al amanecer para ir a la iglesia, y su casual encuentro salva el honor del rey
al tiempo que le permite cumplir la palabra previamente dada:
408
Como si todo estuviera orquestado por el destino, en ese preciso instante sale don
Gutierre de su casa, «loco» y «furioso» (2012:400) para informar a Sevilla –y más
concretamente, al rey– del triste accidente que ha causado la muerte de su mujer, entre
llantos y muestras de dolor que conmoverían a los presentes si no supieran ya la verdad
de lo ocurrido. En un acto de macabra credibilidad, Solís señala al cadáver y las blancas
sábanas empapadas de escarlata, «[…] prodigio que espanta, / espectáculo que admira»
(2012:405) y prueba, finalmente, de su inocencia. Terrible imagen que asombra al rey,
pero no le impide continuar con su planeado castigo, imponiéndose desde ese momento
la enmascarada lengua del disimulo: «La prudencia es de importancia; / mucho en
reportarme haré» (2012:404). Sabiendo implícitamente que cuenta con el beneplácito de
la dama72, ordena al viudo desposarse inmediatamente con Leonor, castigando con la
fama mancillada de la novia su pecado de honor:
72
Leonor demuestra tener una visión del honor muy parecida a la de don Gutierre, siendo capaz de llegar a
unos extremos similares de sacrificio por tal de recuperar su reputación: «Que menos perder importa /la
vida, cuando me dé / este atrevimiento muerte / que vida y honor perder» (2012:245). Teniendo esto en
cuenta, la decisión de Pedro I resulta menos despótica, puesto que se limita a limpiar la deshonra de la dama
ofreciéndole la posición que Solís le prometió y negó posteriormente.
409
Pedro I sabe que el «escarmiento» que busca don Gutierre se encuentra en la
soledad que le garantiza el luto, la cual daría tiempo a borrar las huellas de sus agravios
e impediría el nacimiento de nuevas preocupaciones de honor; de igual forma, desposarse
tan prontamente podría despertar los recelos y susurros de sus vecinos, situación que
amenazaría una vez más su honra. Y es precisamente por esos motivos y por la profunda
aversión que Solís muestra hacia la mera idea de comprometerse nuevamente que el
monarca decide ajusticiarlo mediante unas bodas desiguales que deslucen el honor de su
casa, siendo este un castigo ejemplar que respeta la presunta inocencia del asesino al
tiempo que le impide obtener la tranquilidad que anhela. En palabras de Antonio
Regalado, «don Pedro, al usurpar el papel del confesor y tergiversar el de juez, ni absuelve
ni castiga al transgresor, condenándolo a la atormentada reviviscencia del trauma y
privándolo de la posibilidad de todo arrepentimiento» (Regalado, 1995, I: 369). Su cruel
justicia adquiere aquí toda su significación, siendo un digno adversario del «notable
sujeto» (2012:404) al que se enfrenta en una velada contienda de hipótesis que exponen
descarnadamente la verdad y responsabilidad de todos los implicados en la tragedia:
410
DON GUTIERRE ¿Y si volviendo a mi casa
hallo algún papel que pide
que el infante no se vaya?
REY Sangralla.
Federico de Ursino
El eco de sus palabras resonará quince años más tarde en la Nápoles de El pintor,
gobernada por un joven príncipe más galán que soberano cuya autoridad y presencia
palidece en comparación al inmenso titan que fue, anteriormente, Pedro I de Castilla. Sin
embargo, dentro del entramado dramático de esta tragedia no puede existir mejor monarca
que Federico de Ursino, pues a través de él pinta el hado su cuadro de pesares: por sus
amores con Porcia, el príncipe reconoce y amparó a don Álvaro mientras este caminaba
sin rumbo, sin recursos y abandonado de su suerte por la capital catalana, iniciándose una
411
amistad entre los dos: «Procuré albergarle, siendo / desde allí mi camarada» (1968:277).
Ese encuentro fortuito le lleva de regreso a Italia justo el día de los esponsales de Serafina
y don Juan, siendo en casa de su protegido donde se reúna con su dama y conozca a la
«hermosura divina» (1968:283) que le ha de llenar de desvelos antes de volver a partir.
Sus viajes hacen de él el perfecto vínculo entre Gaeta y Barcelona, y aunque realmente
es la pieza común que favorece el reencuentro de determinados personajes, su implicación
en la trama es mínima, puesto que si lo esperable era que don Álvaro, en aras de seguir a
Serafina, lo acompañara en su siguiente viaje a España73 –como, de hecho, solicita: «Y
es lo que pedirte quiero, / que me vuelvas a enviar, / pues hay hoy embarcación»
(1968:287)–, esa opción queda inmediatamente descartada por la negativa de don Luis:
«Aunque agradezco el deseo, / no has de ir […] / por lo menos, por ahora» (1968:287).
Con todo, el primer impedimento resulta ser su mayor protección, ya que ir con el príncipe
implicaría ajustarse a una ruta prediseñada y le forzaría a «ser quien es» en todo momento,
requisitos que no solo limitarían enormemente su tiempo en solitario en la ciudad, sino
que directamente le impedirían llevar a cabo el secuestro; ciertamente, Fortuna se pone a
su favor cuando le fuerza a fletar un barco, pudiendo entonces asumir una nueva identidad
y ofreciéndole plena libertad para cometer su delito. Por otra parte, como don Álvaro no
utilizó un sistema de transporte con un origen y destino determinado, es imposible saber
que estuvo en Barcelona durante las fiestas de Carnaval, y al haber llevado en secreto su
relación con Serafina no existen motivos que lo conviertan en sospechoso, salvo su
prolongada ausencia. No obstante, incluso este cabo suelto se ve fácilmente superado,
porque aunque su familia es forzosamente consciente de su huida, asumen que su
apresurada marcha –«Y sin despedirme, ¡ay cielos!, / de mi padre y de mi hermana, / vine
a ver a Serafina» (1968:334)– es un acto de rebeldía contra una decisión paterna,
justificando en el miedo y el arrepentimiento su larga estancia en Nápoles:
73
La súbita partida de Ursino es, esencialmente, lo que posibilita que la venganza de don Juan se lleve a
cabo, puesto que al tener que adaptarse al horario de las galeras que regresan a Cataluña –«El patrón de las
galeras / […] trae orden de que / en él un hora no esté» (1968:285)– no puede asistir a las fiestas que don
Luis ha organizado en honor a los recién casados, siéndole imposible aplazar, como le pide el anciano
caballero, la partida de las galeras debido a la promesa hecha a don García de Toledo: «No puedo, / que
está empeñado mi honor […] / harto me pesa por vos» (1968:286). Por esta circunstancia, el príncipe no
reconoce al Roca cuando este le ofrece posteriormente sus servicios.
412
ya lo sabéis, por razón
de retirarse a vivir
a la aldea de Belflor.
Mi hermano, que embarazaba
aquesta resolución,
con haber sin su licencia
ídose, sin que él ni yo
sepamos dónde, le ha dado
de apresurar la ocasión,
de suerte que irse mañana
intenta de aquí.
Tampoco don Juan retorna a Gaeta acompañando a la corte de Ursino, pues sus
requiebros amorosos lo mantienen alejado de obligaciones y travesías74. Su instinto es el
que le hace regresar, en su búsqueda, a la pequeña población italiana, dando por hecho
«que si aquí fue amor primero, / aquí sin duda vendría» (1968:365) su huida esposa,
llegando por mera casualidad a Nápoles: la reciente afición del príncipe por la pintura75
le lleva a contratar al pobre pintor, que viaja hacia la capital solo para informarle que su
encargo está acabado. Federico acaba tan conmovido por la descripción de la obra y los
74
En un característico diálogo de medias verdades, el príncipe confiesa a Porcia su triste estado, variando
solamente el objeto de sus desvelos: «Pues ha muchos días que yo / de Nápoles también falto, / porque una
grande tristeza / me tiene tan retirado, / que en esta vecina quinta / lloro tu ausencia; y es tanto / el gusto de
vivir solo, / que aquestos días he dado / en no salir della […]» (1968:356)
75
Su gusto por los pintores españoles –«Y aun de España, pues yo he hallado / alguno que a Apeles puede
/ competir […]» (1968:356)– favorece enormemente a Roca, pues su nacionalidad –«Español, ¿qué te
obligó / a esperarme aquí?» (1968:367)– predispone su contratación.
413
sentimientos que en ella se esconden –«Que trayendo mis desvelos / celos, me has hablado
en celos» (1968:368)– que se atreve a pedirle retratar en secreto a una bella dama que
vive en una quinta próxima, singular «fineza» que solo el español, por su condición de
extranjero y por sus capacidades artísticas, puede realizar:
414
esto faltaba ahora», murmura en un aparte, «que estuviese enamorado / el amante de la
hermana / de la dama del hermano» (1968:361). En cuestión de horas tendrá el hastiado
casero que añadir el marido a la ecuación, a quien deja entrar en su faceta de pintor y lo
deja encerrado con llave junto a la infeliz secuestrada. Los entresijos amorosos de El
pintor construyen una fuerte subtrama en la que se muestran los distintos mecanismos y
realidades de dos personajes que comparten la problemática entre honor y amor en la que
se ve sumido el joven galán76, siendo sus actuaciones totalmente opuestas: mientras que
Álvaro se dedica a perseguir a Serafina e impone sus sentimientos al honor –tanto el de
ella como el suyo–, Federico decide alejarse de ella puesto « que es necedad, que es
locura, / idolatrar hermosura / antes perdida que hallada» (1968:286). No obstante, su
prudente distancia no consigue frenar su pasión y, sin lograr vencerse a sí mismo, el
príncipe acaba melancólico y enfermo de amor, albergando aun, como le confiesa
veladamente a don Juan, la esperanza de poder conseguirla: «Y en tanto que amor percibe
/ modo en que pueda rendido / solicitar sus favores…» (1968:369).
Por el retrato que Porcia hace de él, parece que sus requiebros y enamoramientos
fugaces son algo común, añadiéndose a sus continuos desvelos los celos de la dama
presentes en cada uno de los actos: en el primero, le recrimina que su fe no fue estimada
«en esta prolija ausencia», desconfiando de sus palabras y sus disculpas (1968:280-281);
en el segundo, su canción cifra los celos que siente, señal convenida cuya sutilezas
Federico no llega a –o no desea– comprender, siendo el criado quien las verbalice:
¿Quién, sino tú, tuvo puesta / en música su pasión? (1968:323). En el tercero, sin
embargo, el galán no podrá seguir esquivando las recriminaciones de Porcia, puesto que
en sus respuestas ya no tendrán el salvoconducto del más leve atisbo de duda:
PORCIA Porque sé
76
La pluralidad de visiones se empieza a tratar en El médico de su honra y se concentra en el último aparte
de don Gutierre y Pedro I, donde el viudo expone una concepción del honor centrada en las apariencias y
las probabilidades de la deshonra mientras que el rey realza la importancia de la verdad frente a la teoría
verosímil surgida de los celos y la enajenación del caballero.
415
que os tiene un hermoso encanto
en Nápoles divertido.
Por más que Ursino sea un galán volátil y, por lo tanto, no sea un perfecto ejemplo
de virtudes que contraste la conducta del amigo, nunca pierde consciencia de su honor y
lo mantiene en todo momento, desde la promesa de no retener las galeras en el puerto de
Gaeta al sagrado otorgado a don Juan. Sus intentos no comprometen verdaderamente el
decoro debido a Serafina, y se mueve siempre dentro de los límites marcados por ella –
«Una y otra razón vuestra / ya conmigo han alcanzado / su pretensión» (1968:361), le
responde, respetando sus deseos, cuando ella le solicita su silencio y que se marche–,
demostrando que sus escarceos personales no interfieren con sus obligaciones de noble y
de príncipe; probablemente, esa sea una de las razones que le impulsen, a parte de su
interés y el formalismo del género dramático, a casarse con Porcia, para así borrar las
trazas de que lo vinculan al crimen y cerrar el conflicto honrando al padre del asesinado
con un matrimonio «ilustre» (1968:387). Por su parte, el papel de Porcia en la Comedia
es fundamentalmente el de dama tramoyera, cuyo único objetivo y deseo es estar junto a
su interés amoroso, aunque no por ello su actuación resulta menos importante dentro de
la arquitectura trágica, dado que es gracias a ella que los antiguos amantes se vuelven a
encontrar. A su vez, es quien organiza la cacería y convoca a Federico en la quinta donde
se halla Serafina, por lo que, siguiendo la cadena de causas y consecuencias, sin su
intervención Roca jamás la hubiera encontrado. De esta forma, todos los personajes
participan activa o pasivamente en la muerte de la esposa, incluso aquellos que parecen
desaparecer en los laterales de la Comedia, esto es, don Luis y don Pedro, los padres que,
a un mismo tiempo, recuperan y entregan a un hijo, los ancianos que reaparecen cuando
se derrame la sangre de su linaje y futuro:
416
DON LUIS Lo mismo digo yo, puesto
que aunque a mi hijo me mate,
quien venga su honor, no ofende.
LA VERBALIZACIÓN DE LA TRAGEDIA
77
Antes de saber qué ha ocurrido, el príncipe exige que se respete la vida de don Juan, impulso en el que
se refleja su parcialidad y las ataduras de honor que influyen en su juicio: «Al que pretenda injuriarle / le
quitaré yo mil vidas, / puesto que está en esta parte / en mi confianza» (1968:385).
417
da cuerpo al temor, lo transporta del espacio del subconsciente –de lo íntimo, de lo
salvable y controlable– al ágora pública, donde es expuesto y sometido al juicio del propio
individuo y el de la colectividad. La sociedad moderna tiende a silenciar aquello que la
hace vulnerable y verbaliza lo superficial, lo positivo, lo que no tiene la capacidad de
herir. Y si la modernidad empieza a nacer en el siglo XVII, también en él debe nacer el
«silencio del alma», la protección bajo una máscara muda que vive, como diría Bances
Candamo, diciendo sin decir (1970:57); no obstante, por más que Margarita se repita que
le «basta callar» (2000a:229), por más que Leonor admita que, en determinados trances,
«no hay cosa como callar» (1960h:1025), los sentimientos no pueden contenerse
eternamente: al final, con «suspiros, del dolor mudos despojos, / también la boca a razonar
aprende, / como con llanto y sin hablar los ojos» (Quevedo, 1981:497); en el silencio de
su intimidad, el ser acaba desprendiéndose del peso de la angustia, el miedo y el deseo y
expresa todo lo que no le es permitido sentir:
78
En el teatro calderoniano, la redondilla aparece habitualmente musicada y relacionada con un contexto
amoroso; ejemplos de ello se encuentran en Darlo todo y no dar nada, Eco y Narciso, El encanto sin
encanto, El mayor encanto, amor y Los tres afectos de amor.
418
conscientes de que están acercándose a un abismo sagrado y sacrificial que condenará a
todos los implicados en su discurso:
DON LOPE ¿Osará decir la lengua DON GUTIERRE Estos celos... ¿Celos dije?
qué tengo...? Lengua, detente, ¡Qué mal hice! Vuelva, vuelva
no pronuncies, no articules al pecho la voz; mas no,
mi afrenta, que si me ofendes, que si es ponzoña que engendra
podrá ser que castigada mi pecho, si no me dio
con mi vida o con mi muerte, la muerte, ¡ay de mí!, al verterla,
siendo ofensor y ofendido al volverla a mí podrá,
yo me agravie y yo me vengue. que de la víbora cuentan
No digas que tengo celos... que la mata su ponzoña
Yo lo dije, ya no puede si fuera de sí la encuentra.
volverse al pecho la voz. ¿Celos dice? Celos dije.
(Calderón de la Barca, (Calderón de la Barca,
2011a:149-150) 2012:311-313)
419
del sueño profético, los horóscopos natalicios y los «discursos del destino», denominados
así en esta tesis a falta de un término establecido, dado que este tipo de augurios no han
sido estudiados de forma independiente. Este recurso fue mayormente utilizado por el
dramaturgo durante su primera etapa de producción –apareciendo, por ejemplo, en La
gran Cenobia y El sitio de Breda79–, y se encuentra especialmente desarrollado en A
secreto agravio, obra que se abre con el ardiente enamorado que espera el barco en el que
viaja su esposa y se cierra entre olas e incendios. A lo largo del primer acto, aparecen
frecuentemente y siempre en boca de Leonor o Lope los elementos «fuego» y «mar»,
términos empleados frecuentemente en la poesía amorosa que tienen en sus respectivos
parlamentos una finalidad dicotómica: en el caso del enamorado, las fuerzas opuestas se
unen a fin de expresar lo absoluto de su amor, relacionándose paralelamente cada una de
ellas con un personaje y un atributo concreto; de este modo, él es incendio e impaciencia
y ella agua y calma, creándose la armonía a partir de su unión. No obstante, todo lo que
en el galán son deseos y esperanzas muta en la joven casada en quejas –«Quéjase el mar
a la tierra / cuando en lenguas de agua toca / los labios de opuesta roca»; «Quéjase el
fuego si encierra / rayos que al mundo hacen guerra» (2011a:126)– y desdichas, siendo
su pesar tan inconmensurable que hasta el agua queda transformada en fuego; ambos son
introducidos en llamas de amor o de dolor, separados por el mar donde morirá ahogado
don Luis:
79
En La gran Cenobia, Astrea, sacerdotisa de Apolo, predice sin pretenderlo el futuro de la reina, en ese
instante herida en el fondo de una cueva: «Herida y sangrienta estás… / Donde mísero trofeo / de la soberbia
serás» (1969ñ:85). Poco después, traicionada en cierta forma por Decio, Cenobia será presa de Aureliano
y exhibida a los del tirano Aureliano. Más adelante, su premonición indirecta vuelve a repetirse en su
diálogo con Decio, a quien desea el laurel con que será coronado al final: «Libre Roma de un tirano, / tú
seas emperador» (1969ñ:86). En el caso de El sitio de Breda, a pesar de que en su introducción al drama
Valbuena comprenda los malos augurios de Flora –«una sospecha me abrasa, / y astrologo el corazón, / no
sé qué le avisa el alma» (1969l:112)– como un «sueño profético» (1969l:104), la dama está totalmente
consciente durante su formulación, por lo que su intervención ha de situarse de la categoría aquí propuesta.
420
LEONOR Salga en lágrimas deshecho
el dolor que me provoca
el fuego que al alma toca. […]
Y sin paz y sin sosiego
todo lo abrasen veloces,
pues son de fuego mis voces
y mis lágrimas de fuego.
421
quiso que no resplandezca–,
esta, señor, fue mi esposa.
Si los contrarios elementos unen a los esposos, la muerte será el gran vínculo entre
los antiguos amantes: esta se aposenta en los labios y mente del galán en el instante en el
que descubre el nuevo estado de Leonor, hacia ella parecen dirigidos todos sus esfuerzos;
de todos los enamorados, él es quien presenta una mayor «pulsión de muerte», nublándose
su razón hasta tal punto que llega a entregarse «alegre» al esposo, buscando en su
rendición un fin digno a su posición social que le permita «entregar el ser, la vida y el
alma / a un honrado sentimiento / y no a una infame venganza» (2011a:171), versos que
demuestran como incluso en el espacio de la muerte, el honor sigue siendo la
preocupación principal. Don Luis es consciente de lo imposible de sus anhelos, y, sin
embargo, Amor es un dios tirano, una invencible fuerza que lo arrastra a un violento final.
Su funesta influencia empaña la relación de los esposos desde el principio, ya que la
pretensión de la dama de olvidar el sufrimiento experimentado en Castilla –«Ya la voz
última aquí / se despida del dolor» (2011a:127), murmura al arribar al puerto lusitano–
queda frustrada por la aparición del amante, haciéndose con su llegada el pasado presente,
impidiendo cualquier posibilidad de futuro o felicidad:
422
Su primer parlamento es un juego a tres de tensiones y medias verdades en el que
el portugués expone en su cortés galanteo la angustia de don Luis, incapaz de olvidar la
hermosura que deslumbra a su reciente esposo; por su parte, Leonor rechaza
indirectamente al soldado en su respuesta a don Lope, marcando así una distancia y
tensión insalvables entre ellos. Sus últimos versos vaticinan la triste realidad de su
compromiso, iniciado por poderes y obstaculizado por los celos, la desconfianza y la
incapacidad de Leonor de asumir plenamente sus recién adquiridas obligaciones
maritales, puesto que por más que comprenda el peligro que supone la presencia constante
del galán en su calle y puerta –«Este hombre ha de obligarme, / con seguirme y
ofenderme, / a matarme y a perderme» (2011a:160)– sigue cediendo a las presiones de
don Luis, poniéndose en situaciones que hieren su honor y la separan de su marido. Solo
cuando acepta plenamente su nuevo estado puede dejar atrás su pasado y centrarse en su
vida en Lisboa, aceptando así los sentimientos de Almeida y floreciendo en ella nuevas
semillas de amor.
Sin embargo, su decisión es demasiado tardía, dado que su destino está ya sellado,
y la dama muere antes de que a su amor le dé tiempo a madurar plenamente; realmente,
nunca pudo, por como era, amarlo del todo. Paralela a la evolución afectiva de la casada
se desarrolla el germen de la sospecha en su compañero, en cuya mente se aloja la idea
de la venganza desde el incidente del tapado; agraviado y con temor de ser su vergüenza
expuesta, empieza a concebir su estrategia de silenciosa restitución, haciendo partícipe al
público mediante tres versos que señalarán la culminación de sus propósitos: «Y a la
venganza mía / tendrá ejemplos el mundo, / porque en callarla fundo» (2011a:168). El
segundo acto se cierra con una variación del tercetillo –«El que de vengarse trata, / hasta
mejor ocasión / sufre, disimula y calla» (2011a:174)–, finalizándose tanto este como el
anterior con una ominosa resolución: «Siga mi suerte atrevida / […] porque he de amar a
Leonor / aunque me cueste la vida» (2011a:140). Adicionalmente, Almeida retoma en
esta estrofa los verbos con los que prudentemente ha perdonado la vida del transgresor –
«Y cuando no, aquí no hay causa / para mayores extremos: / sufre, disimula y calla»
(2011a:171)–, empleándolos también en el monólogo que lo sentencia:
423
con más secreta ocasión,
ofendido corazón:
sufre, disimula y calla.
424
cada minuto es un año,
es un siglo cada instante.
La huida de Enrique a Consuegra acrecienta las sospechas del monarca, por más
que don Diego procure convencerle de lo accidental del suceso (2012:380); mas, para
pesar del caballero, la música en Calderón jamás miente ni se equivoca, y esta ya anuncia
por las calles de Sevilla las auténticas intenciones del Trastámara: «Para Consuegra
camina», cantan unas voces a lo lejos, «donde piensa que han de ser / teatros de mil
tragedias / las montañas de Montiel» (2012:388). No obstante, el puñal no es únicamente
una señal del fin de su reinado, sino que es, al mismo tiempo, un símbolo de su comienzo:
en su audiencia con el rey, Leonor lo asocia con una «cuchilla», cuyo «sangriento giro
que entre nubes de oro / corta los cuellos de uno y otro moro» (2012:220), refiriéndose
con toda probabilidad a la guerra castellano-granadina de 1361; la unión entre la justicia
y la sangre es remarcada inicialmente por la primera víctima de honor de Solís, a quien
la dama demuestra conocer en profundidad:
425
LEONOR Don Gutierre es caballero
que en todas las ocasiones
con obrar y con decir
sabrá, vive Dios, cumplir
muy bien sus obligaciones;
y es hombre cuya cuchilla
o cuyo consejo sabio
sabrá no sufrir su agravio
ni a un infante de Castilla.
80
Una en el primer acto en el verso 1015; tres en el segundo, vv. 1384, 2026 y 2028 y quince en el último:
vv. 2097, 2099, 2191, 2251, 2268, 2281, 2285, 2293, 2306, 2488, 2699, 2852, 2937, 2939 y 2942
426
sientas que siento, y a ver
llegues bañada en tu sangre
deshonras tuyas porque
mueras con las mismas armas
que matas, amén, amén!
Los hados siempre se cumplen, aunque nunca de la forma esperada; de este modo,
la dama dirige sus quejas exclusivamente a don Gutierre, pero será Mencía quien pague
su pasada afrenta, sin que por ello se contradiga lo predicho; al fin y al cabo, la pareja
está conformada por dos cuerpos y una única alma, topos amoroso sutilmente hilado por
el dramaturgo en las escenas de rencuentro y separación, siendo esta misma circunstancia
la que evita que el «médico» falte a la promesa hecha a su señor de que la sangre con la
que lavaría su deshonra sería la suya propia –«No os turbéis; con sangre digo / solamente
de mi pecho» (2012:345)–, aun estar refiriéndose a la de su esposa:
El cerco del destino huye de la Sevilla del «médico» a bordo de un barco castellano
con origen a Nápoles, en cuyas orillas espera otro impaciente prometido. El hado y la
muerte se convierten en los invisibles testigos de las bodas de don Juan y Serafina,
427
adquiriendo la presencia de un premonitorio rayo que ensordece las súplicas del pasado
de la recién casada y que resuena en la estancia como disparo:
(Disparan dentro.)
SERAFINA Juzga...
428
Esta singular evolución de conceptos poéticos está presente en las tres Comedias,
siendo otra prueba más del inconmensurable poder de la palabra, especialmente si está
dicha de forma irreflexiva; en la historia de Juan Roca, la imagen petrarquista de la dama
como sol resulta ser el motivo de sus desgracias, dado que la grandeza de su belleza la
acaba haciendo un ideal inalcanzable, una felicidad ajena al mundo gris del honor: ya en
su entrada en escena es comparada con el sol por don Luis –«Dadme, ¡oh bella Serafina!,
/ cuya hermosura divina / rayos con el sol reparte» (1968:260)–, comparación amable que
pronto se tiñe de peligro al ponerse en boca del príncipe, pues muestra el influjo de su
hermosura sobre los galanes: «¿Quién es una hermosa aurora, / huéspeda de Porcia bella,
/ con quien el sol es estrella?» (1968:283), pregunta él, olvidando su respeto a su
enamorada; desde que sus rayos le alumbran, en la mente de Ursino queda fijada la
imagen de Serafina, del mismo modo que esta continúa obsesionando a don Álvaro y
embelesa a su marido, incapaz de plasmar en sus cuadros la luz que desprende su esposa:
En este cortés y dulce diálogo se verbaliza la voluntad del destino, puesto que
Fortuna forzará a don Juan a retratar una vez más a Serafina, sin saber que ella es la
belleza a la que se refiere el príncipe quien, como ya conjeturaba en su primer encuentro
(1968:258), no reconoce al pintor y le encarga retratar a su esposa, ofreciéndole su
protección y dándole la posibilidad de llevar a cabo su venganza: «Cree de mí que,
agradecido, verás tu deseo cumplido»(1968:370). También Fortuna hará que le sea
429
imposible pintarla hasta que no descubra su rostro, momento en el que Roca debe olvidar
el pincel y retomar la pistola del honor; al final, sus palabras resultaron ser ciertas, ya que,
por culpa de su hermosura, Serafina será siempre un bosquejo imposible de capturar. No
obstante, la dama que él recuerda yace apagada desde su rapto; su luz muere en las aguas
que la separan de su esposo, símbolo de su sepultada honra:
430
IX. CONCLUSIONES.
LA PREGUNTA SIN RESPUESTA DE COQUÍN
Y así, monarquía e Iglesia, advertidos por los vientos de cambio que les habían
mostrado solo unos años antes su propia fragilidad, trastocaron la antigua dádiva del
honor, ese sentimiento presente en el corazón de cada hombre y mujer, e hicieron de ella
un Argos de cien ojos y cien lenguas, centinela omnipotente y omnipresente cuyo rigor
mantenía sujetas refrenar las pasiones y el crecimiento de un sentimiento de identidad que
amenazaba la autoridad de las clases dirigentes. Será este honor sangriento y vigilante el
que domine la Comedia áurea, utilizada como «gran campaña de propaganda social,
destinada a difundir y fortalecer una sociedad determinada, en su complejo de interesas y
valores y en la imagen de los hombres y del mundo que de ella deriva» (Maravall,
1990:13). Honor, dogma, gusto y estética construirán los arquetipos y argumentos que
llenan el escenario de enamorados suspirantes, nobles que restituyen sus agravios y
pecadores arrepentidos salvados por la Gracia. Más si el teatro solo hubiese sido un
enclave ideológico endulzado con damas en traje de galán y parlamentos de amor, este
431
no habría conseguido convocar, representación tras representación, a su ejército de fieles,
ni seguiría conmocionando a sus lectores cuatro siglos después. El teatro es y ha sido
siempre un espejo donde el ser se encuentra consigo mismo y, para desengaño de los
moralistas que procuraron cerrar los corrales para luego reabrirlos, los miedos, violencias
y anhelos del público se filtraron en las tramas y tramoyas del discurso oficial. Fueron
estos sentimientos, estos susurros de duda pronunciados por el albedrío que el honor no
pudo silenciar, los que inspiraron a un joven dramaturgo ascendido a director de
representaciones de la Corte, cuyo corpus es aparentemente tan contradictorio como sus
espectadores.
Esta tesis es, por lo tanto, el primer trabajo sobre el honor calderoniano
fundamentado en un corpus amplio estructurado tanto en grupos temáticos que aúnan
obras de distinto género como en capítulos dedicados, por ser la honra su centro
argumental, exclusivamente al análisis de Comedias concretas. Al mismo tiempo, la
mirada global que caracteriza la investigación aquí llevada a cabo traspasa los límites de
la dramaturgia y pone de manifiesto las correlaciones existentes entre su teatro y el
contexto histórico del autor y las significaciones imaginarias que conformaban el
universo simbólico español, fuente y origen de la psique de sus personajes. Convergidos
432
vida y teatro –esencias, por otra parte, imposibles de desligar–, a lo largo de estas páginas
se demuestran y definen los dos rostros del honor calderoniano, presentes ambos en el
corazón de todos y cada uno de los dramatis personae que pueblan su cosmos dramático;
para comprender su crueldad y entender su misericordia, hay que partir de las pasiones
que dominan la escena y ver como sus portadores sienten, controlan y son controlados
por el honor, partiendo de sus hombros para alcanzar el mensaje cifrado por el autor. Por
esa razón, mi investigación comienza con un estudio detallado del uso y significación del
«soy quien soy», sentencia en todas sus acepciones que cifra el poder y debilidad del
honor. Además de ser el primer estudio pormenorizado de uno de los topos dramáticos
más importantes del siglo XVII, este capítulo expone cómo los personajes experimentan
el honor como una pasión que, en equilibrio, garantiza la armonía y protege a los
miembros más desprotegidos de la colectividad. El honor será el escudo que proteja a las
damas de los intentos del tirano, al honor apelarán los cautivos cuando sus captores les
nieguen la libertad y dignidad que su sangre les garantiza. Dentro de la estructura social,
es el juez que establece los límites del poder entre y dentro de los estamentos, el mayor y
muchas veces único protector de los miembros más débiles de la sociedad. La justicia del
honor es, para la mujer y para el desamparado, el garante de la libertad y, como ya explicó
a su escudero un sabio caballero de triste figura, por esos dos dones «se puede y debe
aventurar la vida» (Cervantes, 2012: II, 505). Ese es el honor virtuoso, digno, inmortal
que lleva a escena en su primera Comedia; ese es el honor que la joven Estela defiende
ante el rey y por el que está dispuesta a morir:
Mas esta defensa pronto se descubre fino cristal, pues el honor no depende de uno
mismo; es necesario que todos los miembros de la sociedad respeten su sagrado. En
433
consecuencia, cuando el «homicida del honor» decide imponer su pasión, este pierde su
sentido protector, siendo solo la muerte la única capaz de vencer a aquel que no se vence
a sí mismo. En ese sentido, perder el honor, es decir, dejar de ser considerado honrado a
ojos de la «opinión», supone «dejar de ser quien se es», pérdida identidad que niega al
individuo su legítimo lugar en el mundo. Los límites del honor vertical se exploran más
detenidamente en el capítulo dedicado a los conflictos relacionados con la autoridad real,
en el que se destaca ese honor idealizado y, fundamentalmente, teórico, rápidamente
anulado por los intentos del poderoso. Ante el agravio y la imposibilidad de conciliación,
solo pueden ocurrir dos cosas: o bien el varón cuyo honor está asociado a la honestidad
de la mujer limpia la afrenta asesinando a la dama o bien esta amenaza al tirano con el
suicidio, acto que dejaría implícitamente a la fons honorum sumida en la deshonra. Esta
imposible tensión de obediencia vasallática y honra solo puede solucionarla el monarca,
el cual recordará, amedrentado por la dignidad lucreciana de su víctima, las obligaciones
adscritas a su «ser quien es». No obstante, es necesario resaltar cómo son los miedos y
deseos de los hombres, no el honor, lo que pone en peligro a las damas; Vicente solo
decide matar a su esposa cuando despiertan en él los celos, siendo el honor el argumento
objetivo, externo, impuesto, que justifica un crimen motivado por su pasión. También
serán los anhelos de los gobernantes los que, en primer lugar, atenten contra la honestidad
de Estela, Campaspe y Violante e impongan con sus actos la necesidad de una restitución
sangrienta.
Por otra parte, en el capítulo titulado «La familia y los conflictos de honor», este
se encuentra representado tanto en su distribución vertical como en la horizontal. Los
enfrentamientos entre padres e hijos suelen producirse por la negativa del joven a seguir
la virtus nobiliaria impuesta por el pater familias, enfrentándose la original concepción
del honor con la meramente instrumental, la cual domina en la realidad de la Comedia.
El honor se presentará, de nuevo, como un límite entre la virtud, encarnada por una dama
noble que goza del respeto de su familia y la nobleza, y la pasión, hybris que gobierna en
la mente y actos del «galán». Dado que los hijos viven en el hogar familiar y están sujetos
a la autoridad del padre, deberán encontrar el modo de dejar de «ser quienes son» en aras
de poder perpetrar, sin agraviarse ni atraer el rigor paterno, el estupro o el secuestro; en
el momento que vuelvan a asumir su identidad se mostrarán como perfectos caballeros,
hijos obedientes que escudan sus acciones en pretextos de amor o en «encantamientos»
ajenos a su voluntad. Don Juan y don Álvaro seguirán considerándose nobles honrados
aun a pesar de su crimen, paradoja solo comprensible si se parte de su visión manipulada
434
del honor. Es, en este contexto, sumamente reveladora la escena del encuentro de los dos
amigos en No hay cosa como callar, en la que don Juan define de forma velada su honor
como un bien heredado que le permite disfrutar de los privilegios de clase, sin tener por
ello que aceptar ningún tipo de obligación. Su honor parte de la opinión y la fama de su
linaje, y por lo tanto los valores inculcados por don Pedro son para él una representación
de obligado cumplimiento, pero jamás una guía moral.
El honor traspasa los muros del hogar familiar en los casos en los que el padre y
el hijo son rey y sucesor. En su dimensión política, el honor será sinónimo de la libertad
negada por el padre tirano, aunque con un ligero matiz: Segismundo e Irene estarán
también presos, pero será el honor la llave que abra las puertas de su torre. En el tiempo
en que sus padres les niegan «libertad, vida y honor» (2016:141), ambos príncipes serán
435
ejemplo de violencia, llegando Irene en su agonía a vender su alma al diablo. Al mismo
tiempo, Calderón desmitifica el aura de dignidad y sentido del deber con la que los reyes
justifican el destierro del heredero mostrando cómo su rigor es el responsable del caos del
reino, siendo ellos los que activen el funesto hado que pretendían evitar. Basilio y
Polemón niegan o se atreven comprobar la gratia divinae, y con ello niegan a sus
herederos, y por extensión a sus vasallos, la libertad del albedrío. Por consiguiente, la
sociedad acaba dividida entre los defensores de la razón de estado que ampara la decisión
de los monarcas y aquellos que luchan al lado del heredero por tal de defender el albedrío.
Acompañados, de forma más o menos explicita, por la luz de la Gracia, Irene y
Segismundo se vencen finalmente a sí mismos y muestran misericordia ante sus padres,
restituyéndose con ellos la paz. En La vida es sueño y Las cadenas del demonio, la piedad
vence a la venganza, el albedrío se impone y la libertad se convierte en el mismo centro
del honor. Pero incluso en este tipo de Comedias, focalizadas en el honor asociado al
concepto de libertad, el dramaturgo introduce ese honor estamental que «es de materia
tan fácil / que con una acción se quiebra / o se mancha con un aire» (2016:101). Alejado
de toda trascendencia, instrumento organizativo siempre favorable al poderoso, la
deshonrada Rosaura sale dispuesta a matar a Astolfo, aprovechando el contexto propicio
de la guerra sucesoria para limpiar su agravio. No obstante, la templada, justa
intervención de Segismundo, quien ha conseguido superar el amor que siente por la joven
extranjera tras recuperar su identidad social, la restaura sin derramar sangre, forzando a
Astolfo a cumplir la promesa de casamiento que le hizo en Moscovia. El honor queda,
entonces, representado como una ley neutra, injusta o justa dependiendo de la
imparcialidad de su juez.
436
instante la felicidad: Narciso, el único que no consigue vencerse y huir de la tiranía del
afecto acaba ahogado en sí mismo, metáfora cruel de que nada puede vivir tras la muerte
del albedrío.
Es también una primera piedad, miel que camufla el veneno de la tiranía, la que
sume Jerusalén en la guerra y el fratricidio. La incapacidad de David de superar sus
sentimientos paternales hacia Amón nubla su juicio, quedando el violador exonerado y
agraviada Tamar, víctima obligada a vivir entre fieras (1989:192). El rey ha sido piadoso,
pero no prudente ni justo; su parcial sentencia dota a Absalón de un motivo legítimo para
asesinar al primogénito, aunándose, nuevamente, honor y pasión, dado que Amón muere
a causa de su crimen, pero a manos de la ambición.
437
CRESPO Quiero
también, señor, castigar
el desacato que tuvo
de herir a su capitán;
que aunque es verdad que su honor
a esto le pudo obligar,
de otra manera pudiera.
438
autofágicos de la ley del honor restitutorio, ciclo de venganza que solo finaliza cuando
una de las partes tiende la mano al enemigo. La piedad de las lágrimas de Veturia, su
templanza y su honor de virtud, plasmado en su negativa a abandonar a sus compatriotas,
salva la ciudad y la hace renacer, junto a Coriolano, en una nueva nación en la que todos
sus miembros están enlazados por relaciones de respeto y cortesía.
439
rumores que han empezado a recorrer las calles de Lisboa, Sevilla y Barcelona. De todos
ellos, solo Gutierre procurará, templada la ira por la condición real de su adversario,
trasladar el pesar desde su pecho ante la justicia rey, a quien confiesa sus preocupaciones
sin dejar de atestiguar, una y otra vez, la férrea salud de su opinión (2012:346). Sin
embargo, Pedro I no pone fin al conflicto de honor y el vasallo, advertido de cuán rápido
se pierde una virtud por el triste ejemplo de Leonor, se restituye en su misma sangre
(2012:345), porque como le recuerda veladamente al soberano «[…] el honor / con
sangre, señor, se lava» (2012:409).
La magistral capacidad del autor de comprender los entresijos ocultos que movían
y conmovían a sus contemporáneos hizo que la desacralización de la «ley del honrado»
se llevase a cabo tanto desde el frente del asesino y el de la asesinada, siendo ellas las que
se amparen en el honor y defiendan la virtud de «ser quienes son» mientras que sus
maridos, en monólogos rebosantes de fuerza dramática y agonía, confiesen el sinsentido
del honor de restitución en parlamentos prácticamente idénticos: «¡Qué injusta ley
condena / que muera el inocente, que padezca!» (2012:305); «¿En qué tribunal se ha visto
/ condenar al inocente?» (2011a:183); «Donde no hay culpa, ¿hay delito, / siendo otro el
delincuente?» (1968:364). Hasta Curcio, el enajenado de honor por excelencia, imprecará
contra su tiranía: «¿Qué ley culpa a un inocente? / ¿Qué opinión a un libre agravia?»;
«Miente otra vez; que no es / deshonra, sino desgracia» (2000b:158). Mostrar, dentro de
un discurso situacional afín a los límites de la ortodoxia propagandística del Estado, cómo
la restauración atenta contra la inocencia y el principio de verdad al tiempo que destruye
la psicología del agraviado desenmascara la injusticia de un crimen impuesto sobre
víctima y ejecutor, realizándose el castigo no por voluntad del ofendido o en aras de
soliviantar una afrenta, sino para satisfacer a un tribunal más preocupado por la apariencia
que por la realidad que se esconde tras ella. Las quejas de los asesinos se formularán
mediante un lenguaje fuertemente legalizado que subraya el carácter impositivo de la
venganza, siendo el honor ley y juez la sociedad, congregada en las Comedias en el
concepto de la «fama»: así, todos los personajes, asesinos o asesinados, se sentirán a
merced de «el legislador tirano» (1968:364) de «mil ojos / para ver lo que le pese» y «mil
oídos para oíllo» (2011a:149) que les tiende el puñal y la pistola porque «todos / curan a
costa de sangre» (2012:388). La asociación entre honor y opinión traslada el juicio del
estado del propio honor del individuo a la colectividad, matiz de trágicas consecuencias
que don Lope de Almeida retrata en su respuesta al tapado (2011a:173).
440
Las tragedias de venganza se construyen bajo la concepción de que el honor es
una pasión del alma, un humor dentro del cuerpo simbólico de ese ser que «es». La
crueldad y la piedad que los ejecutores de su honor muestran es, por lo tanto, dependiente
de su equilibrio, circunstancia por otro lado compleja; los celos, la soberbia, el miedo, la
voluntad de poder… todas estas «enfermedades» descompensan la armonía y enajenan al
hombre, siendo la venganza y la sangría de la pasión el único modo de «recuperar la
salud». Será tras la consumación de la venganza, sanado el agravio, cuando se manifieste
la intentio auctoris, dado que ese será el instante en el que los asesinos, honrados y
restituidos, amparados por el poder civil, descubran que la sangre de la esposa no ha
lavado las manchas de su desgracia; solos, sin alma y sin poder volver a ser quienes eran,
la impiedad de sus actos se cobrará si no su vida, su futuro:
Juan Roca, he has killed the truth along with Serafina and Alvaro and no one now will
ever know his wife remained true to him. In the fictional world of the plays events are
tolerated by the authorities because hierarchical order depends on the patriarchal control
to which it delegates its authority. Upon that control too depends a man's peace of mind,
privileged in the masculine community that comprises the community of honour at the
expense even of woman's existence. But what those events show is that for the individual
the control over circumstances and the tranquility of mind demanded by honour were
ultimately an illusion. Juan Roca experiences a sense of alienation that drives him from
the company of the peers by whose rules he has lived, thought and acted. Gutierre is
forced by a knowing king with a reputation for cruel justice into an unwanted marriage
that will condemn him to the eternal suspicions of the pathologically jealous. Lope,
through association with another significant choice of king, will soon, in a disastrous and
ignominious historical battle, meet the death he claims to seek in order to put an end to
his misery; he may be posturing, he may be sincere, but either way he has lost. Whether
the agent is a state of mind, a king intent on poetic justice, or Providence, the control each
husband killed for is forfeited, the peace of mind each sought to preserve is lost, for all
that some tatters of social honour remain. […] The cost in morality, and in human misery
and life, is such that the system itself is called into question, and the violent deaths, so
deliberately signalled by the text, of two out of three of those who incorporate that system
can only confirm this. There are suggestions in certain others of Calderon's plays –those
with a more political flavour, for example, such as La vida es sueño and EI alcalde de
Zalamea– that Calderon himself conceded the need in human affairs to achieve a balance
between virtue and necessity (or expediency), to apply moral values circumspectly to the
realities of existence. […] Wife-murder is shown to be neither morally acceptable nor
strategically justified. The presumptions of honour construct a self-fulfilling narrative
where the sacrifice of ethics to an assumed necessity leads one way or another to tragedy,
disaster and injustice (1993:143-144).
Como se ha ido resaltando a lo largo de estas páginas finales, esta tesis constata
cómo el honor en Calderón es, en su origen, un mecanismo regulador de la relación
estamental que dictamina los límites, derechos y obligaciones de los distintos miembros
de la colectividad. Por otro lado, será un sentimiento que habita en la consciencia de los
personajes, el cual puede estar relacionado con la virtus nobiliaria o con la tiranía de la
441
«opinión», esto es, que puede brotar desde dentro hacia afuera o desde afuera hacia
dentro. Cuando se de este último escenario, el personaje validará sus acciones en el
silencio cómplice de los terceros, representados en la figura de autoridad y los testigos de
su afrenta. No obstante, serán precisamente las voces que el marido, padre o hermano
crea escuchar en contra de su honor las que condicionen la realización de la venganza,
siendo el miedo a perder su lugar en el mundo a causa de los susurros del vulgo aquello
que guíe la mano hacia la espada. Por otra parte, en su primera acepción, honor será un
bien intrínseco del alma, un reflejo terrenal del albedrío divino destinado a proteger las
piezas más vulnerables de la estructura social. El honor «patrimonio del alma» no es,
entonces, una particularidad de El alcalde de Zalamea, Comedia que tampoco es una rara
avis carente, como defendió Valbuena Briones, de «la filosofía trascendental y del terror
ante el destino que infunden el sello característico de los dramas trágicos del autor»
(1969f:535); el monólogo de Isabel, con el que se abre el acto tercero (2011b:155), es
idéntico en dolor y denuncia al de Solís, Almeida y Roca, uno desde la perspectiva de la
víctima, los otros desde la del ejecutor. El llanto de Isabel se dirige a los cielos y el de los
maridos al honor, pues son ellos, hado y honor, honor transmutado en hado, el que ha
permitido o causado su desdicha. Sin desestimar la aportación del crítico, su introducción
a la obra es el perfecto ejemplo de cómo el honor de virtud ha sido tradicionalmente
comprendido como un concepto paradigmático de El alcalde y las obras de temática
religiosa. Esta continua separación de la faceta positiva y trascendental del honor y la
sangrienta, propia de la restitución de la fama dificulta la comprensión del juego de
tensiones, matices y lucha personal que sus personajes experimentan, personajes al
mismo tiempo conformados de luz y oscuridad. Ambas, misericordia y violencia, son
pulsiones que conforman su identidad dramática, siendo elección del personaje decidir
cuál de ellas obedecer.
El honor en Calderón es, en esencia, una pasión y una ley, cuya gravedad e
influencia serán tan fuertes como el ser se lo permita. Honor es el espejo en el que se
refleja la piedad de aquel que se vence a sí mismo y la crueldad del que permanece en la
oscuridad de su propia hybris, es la llave que libera y la cadena que esclaviza, una
requerimiento de obligada restitución, quedando siempre a merced del ejecutor decidir
como proceder; honor y celos son los puñales con los que Gutierre desangra a Mencía,
honor y prudencia serán las palabras de un rey que ponen de manifiesto la sinrazón del
crimen cometido. Honor es una verdad a veces basada en la apariencia, es la razón de la
vida y es causa de muerte, es la pregunta de Coquín que nunca llega a responderse:
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DON GUTIERRE ¿Y de ti qué han de decir?
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