Ferrándiz Etnografías Contemporáneas. Anclajes, Métodos y Claves para El Futuro.

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E T N O G R A F ÍAS C O N T E M P O R Á N E AS

AUTORES, TEXTOS Y TEMAS


ANTROPOLOGÍA
Colección dirigida por M . Jesús B uxó

47

grupo editorial
siglo veintiuno
siglo xxi editores, s. a. de c. v. siglo xxi editores, s. a.
C ERRO DEL AGUA, 248 , ROMERO DE TERRERO S, GUATEMALA, 4824 ,
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F rancisco Ferrándiz

E T N O G RA F ÍAS
C O N T E MPO RÁ N E AS
Anclajes, métodos y claves
para el futuro

UNIVERSIDAD AUTONOMA METROPOLITANA


Casa abierta al tiempo UNIDAD IZTAPALAPA División de Ciencias Sociales y Humanidades
E tnografías contem poráneas : A nclajes, métodos y claves para el futuro /
F rancisco F errándiz. — B arcelona : A nthropos E ditorial ; M éxico : U A M-
I ztapalapa. D ivisión de C iencias Sociales y H u m anidades, 2011
271 p. ; 20 cm. — (A utores, Textos y Tem as. A ntropología ; 47)

B ibliografía p. 253-270
IS B N 978-84-7658-994-6

1. E tnografía I. U niversidad A utóno m a M etropolitana-I ztapalapa. D ivisión de


C iencias Sociales y H u m anidades ( M éxico) I I. T ítulo I I I. Colección

Pri mera edición: 2011

© F rancisco José F errándiz M artín, 2011


© A nthropos E ditorial. N ariño, S.L., 2011
E dita: A nthropos E ditorial. B arcelona
w w w.anthropos-editorial.co m
E n coedición con la D ivisión de C iencias Sociales y H u m anidades.
U niversidad A utóno m a M etropolitana-I ztapalapa, M éxico
IS B N : 978-84-7658-994-6
Depósito legal: M . 42.238-2011
D iseño, realización y coordinación: A nthropos E ditorial
(N ariño, S.L.), B arcelona. Tel.: 93 697 22 96 / F ax: 93 587 26 61
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ni registrada en, o transm itida por, u n sistem a de recuperación de infor m ación, en ningu na for m a
ni por ningú n medio, sea mecánico, fotoquí m ico, electrónico, m agnético, electroóptico, por foto-
copia, o cualquier otro, sin el per m iso previo por escrito de la editorial.
Para Feli, luz de tantos ojos

H u i del ca m pa m ento con los pocos ho m bres que


m e era n fieles. E n el desierto los perdí, entre los
rem oli nos de aren a y la vasta noche. U n a flech a
cretense m e laceró. Varios días erré si n encontrar
agu a, o u n solo enor m e día m ultiplicado por el
sol, por la sed y por el te m or de la sed. D ejé el
ca m i no al arbitrio de m i caballo. E n el alba, la le-
ja n ía se eri zó de pirá m ides y de torres. I nsoporta-
blem ente soñé con u n exiguo y n ítido laberi nto:
en el centro h abía u n cá ntaro; m is m a nos casi lo
tocaba n, m is ojos lo veía n, pero ta n i ntri ncadas y
perplejas era n las cu rvas que yo sabía que iba a
m orir a ntes de alca n z arlo.
J.L. B O R G E S , « E l in m ortal», en E l aleph
1
IN TRO DUCCIÓ N

1.1. Consideraciones generales

L a cita de B orges que encabeza este libro ofrece, en un regis-


tro literario, una extraordinaria evocación de la naturaleza y las
dificultades de la tarea etnográfica. L a «perplejidad de las cur-
vas» del cántaro soñado en m itad del laberinto nos pone de fren-
te, con crudeza, ante nuestro objeto de análisis. L a metáfora del
trabajo de ca m po como laberinto (mazeway) ha sido ta m bién
sugerida por H onorio Velasco y Ángel D íaz de Rada para definir
la com plicada ruta del conoci m iento, pero ta m bién para apun-
tar salidas y anotar las ventajas de trabajar con esta conciencia
metodológica (1997). Como veremos en estas páginas, orientadas
a servir de guía de investigación para alu m nos de iniciación, y
en algún caso ta m bién avanzados, tras décadas de reflexión so-
bre las dificultades metodológicas de nuestra disciplina, esta-
mos ahora m uy lejos de repetir con nuestros alu m nos la fa mosa
anécdota que reveló L aura N ader en un texto de 1970, que for-
m aba parte de las leyendas académicas de la U niversidad de B er-
keley, y que recogieron H a m mersley y Atkinson en su popular
libro sobre los m étodos de investigación etnográfica (1994).
K luckhohn, su asesor en H arvard, le comentó que K roeber, ante
la petición de un alu m no de una hoja de ruta metodológica para
su investigación, le señaló como ejem plo un grueso libro, reco-
mendándole escribir uno semejante. B ernard (1998) cita otro
hecho parecido relatado por W hiting y sugiere que podría reco-
gerse todo un corpus de anécdotas de este tipo de entre los m iem-
bros de algunas generaciones de antropólogos. C uando W hiting

9
y sus com pañeros de doctorado en Yale en la década de 1930
plantearon la necesidad de un sem inario metodológico, la res-
puesta de Leslie Spier fue que «ése era un tem a para ser discuti-
do infor m almente en un desayuno, y no un tem a para un sem i-
nario de doctorado» (1982). E xiste de hecho una m ística, que
aún perdura, que considera el trabajo de ca m po como una suer-
te de rito de iniciación que los aprendices de antropólogos tienen
que superar para poder ser aceptados académ ica mente como
profesionales. E l aura de misterio que hubo durante m uchos años
en torno a las for m as y los estilos de llevar a cabo el trabajo de
ca m po y, de hecho, la poca sistem atización del método etnográ-
fico, estaban relacionados con esta m ística (Agar, 1980).
L a etnografía es un proceso de investigación m uy com plejo,
con m uchos frentes si m ultáneos y sucesivos. E xiste por lo tanto
una indudable dificultad a la hora de distribuir y elegir los tem as
m ás relevantes que consigan transm itir adecuada mente la inte-
gridad de este proceso, sin dejar atrás otros tantos. H e optado
por plantear un debate em inentemente práctico que recoja algu-
nas preocupaciones metodológicas con las que me he tenido que
enfrentar en m is dos trabajos etnográficos principales, como son
las que plantean la investigación audiovisual, la investigación de
la corporalidad, la investigación en situaciones de conflicto o
violencia, o la investigación m ultisituada. H ay algunos otros te-
m as de gran calado, como pueden ser la centralidad del método
com parativo en la disciplina, o la i m portancia del género en la
investigación etnográfica, que he optado por discutir transver-
salmente a lo largo del libro.
Así, este texto propone un recorrido por este laberinto del co-
nocimiento que es la etnografía, poniendo un mayor énfasis en la
naturaleza del trabajo de campo y sus técnicas asociadas. Para
ello plantearé primero una breve discusión sobre lo que se entien-
de por etnografía y sobre los dos modelos de producción del cono-
cimiento que habitualmente se consideran disponibles en la disci-
plina. Después, para introducir un sentido de perspectiva tempo-
ral en los debates metodológicos y en el uso de los métodos y
técnicas, haré una incursión por la historia del trabajo de campo
en la antropología, señalando las experiencias de algunos autores
que no deben ser tomadas como paradigmáticas, sino como ejem-
plos entre otros m uchos posibles en un entorno de investigación
cada vez más diversificado. A lo largo de este libro, utilizaré ade-

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más el trabajo y las propuestas de m uchos antropólogos y meto-
dólogos, y también de algunos sociólogos que trabajan con el mé-
todo etnográfico. Y, finalmente, utilizaré en determinados momen-
tos mis propias experiencias de campo para ilustrar algunos de
los debates y cuestionar los límites de algunas técnicas y procedi-
mientos de investigación. E n concreto, recurriré ocasionalmente
a ejemplos de mi trabajo de campo de tesis sobre el culto de M aría
Lionza en Venezuela (F errándiz, 2002, 2004a, 2004b, 2004c), ya
concluido, y, en menor medida, de mi trabajo de campo actual
(iniciado en 2003) sobre las exhu maciones de fosas com unes de la
G uerra Civil española (2005, 2006, 2008a, 2008b, 2009a, 2009b,
2010a, 2010b). La presencia de mis experiencias de investigación
en este libro se justifica por diversos motivos. Primero, porque
manifiestan un estilo de hacer antropología que revela mi posicio-
namiento teórico y metodológico, desde la selección y acotación
de los temas hasta el producto final. Segundo, porque me sirven
para ilustrar con experiencias de primera mano los imprescindi-
bles debates metodológicos que se producen en la disciplina. Y
tercero, porque creo en la importancia de la teoría enraizada, y en
la constante necesidad de retroalimentación entre los debates teó-
ricos y los datos empíricos, en lo que Willis y Trondman han defi-
nido, reform ulando a Glaser y Strauss (1967), como una dialéctica
de la sorpresa o ilu minación recíproca (2000). Así, este libro aspira
a tener, desde sus limitaciones, algunas de las características del
género de «memorias de campo» tan importante para los debates
metodológicos en nuestra disciplina y otras afines (Lévi-Strauss,
1992; Golde, ed., 1970; Rabinow, 1992; Dumont, 1978; Barley, 1999;
Cátedra, 1991; Téllez, ed., 2002; Wacquant, 2004).
Como señalan H a m mersley y Atkinson, todo trabajo de ca m-
po es un ejercicio de «adm inistración de la m arginalidad» (1994),
lleno de pequeños y grandes encuentros, desencuentros, cruces
de interpretaciones (Rabinow, 1992), ajustes metodológicos, des-
cubri m ientos y dudas. N o pretendo referir me a todos los proble-
m as y retos a los que he tenido que enfrentar me, como todo
antropólogo, a lo largo de m i trayectoria investigadora. Tan sólo
comentaré ciertos aspectos que fueron o están siendo particular-
mente relevantes, entre ellos los desafíos que para la disciplina
plantea un m undo en constante transfor m ación, la i m portancia
creciente de las nuevas tecnologías en la investigación, la rela-
ción con los infor m antes clave, las li m itaciones del testi monio

11
oral para acceder a las for m as de la corporalidad —en el caso de
M aría L ionza— o a las memorias trau m áticas —en el caso de las
exhu m aciones—, o los extraños vericuetos del extrañamiento y
la alteridad, por anticipar algunos. Para ello me basaré en re-
flexiones personales, en la trascripción de entrevistas grabadas,
en viñetas etnográficas, y en fragmentos editados de m i diario
de ca m po (F errándiz, 2002, 2008a). Pasando de un registro a
otro, espero poder, al tiem po que planteo debates metodológicos
que considero i m portantes en la disciplina, evocar ta m bién la
textura etnográfica de un trabajo de ca m po entre espiritistas y
otro que se basa en la recuperación de la memoria trau m ática y
las for m as del sufri m iento social, así como su dificultad meto-
dológica e interpretativa.

1.2. La etnografía

Antes de hacer una revisión de los distintos conceptos de la


antropología como disciplina científica, y pasar a la historia de
los métodos de ca m po en antropología, y de sus características,
quisiera hacer unas breves consideraciones sobre lo que signifi-
ca el concepto de etnografía en nuestra disciplina. Velasco y D íaz
de Rada consideran que la etnografía es el proceso metodológi-
co general que caracteriza a la antropología social, siendo el tra-
bajo de ca m po la «situación metodológica» central de la etno-
grafía (1997). H a m mersley y Atkinson, por su parte, entienden
la etnografía como un «método o conjunto de métodos» funda-
mentalmente cualitativos en los que el etnógrafo participa en la
vida cotidiana de las personas que está investigando. E n su opi-
nión, incluso podría hablarse de la etnografía como «la for m a
m ás básica de investigación social» al ser lo m ás semejante a la
rutina de vivir (1994). Para M arcus y F ischer, es «un proceso de
investigación en el que el investigador observa cuidadosa mente,
registra y se integra en la vida cotidiana de personas de otra
cultura, para después escribir textos sobre esa cultura, enfati-
zando el detalle descriptivo» (1986). Pujadas señala dos signifi-
cados básicos del tér m ino: como «producto», generalmente es-
crito pero en otras ocasiones en registro visual, y por otro lado
como «proceso», basado en el trabajo de ca m po (2004a). Para
Pujadas, la etnografía for m a parte del lla m ado triángulo antro-

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pológico, constituido en sus otros dos vértices por la contextua-
lización y por la com paración. B rym an, por su lado, apunta que
el concepto de etnografía ha llegado en ocasiones a ser asi m ila-
do al texto que es el producto final de todo el proceso de investi-
gación (2001a). Willis y Trond m an han proporcionado otra defi-
nición de la etnografía como una «fa m ilia de métodos que exi-
gen el contacto directo y sostenido con los agentes sociales, así
como la escritura densa del encuentro, respetando, registrando
y representando, al menos parcialmente en sus propios tér m i-
nos, la irreductibilidad de la experiencia hu m ana» (2000). E n lo
que ellos m ismos denom inan «M anifiesto» de apertura de la re-
vista E thnography, estos autores proponen las siguientes carac-
terísticas para la etnografía: 1) la i m portancia de la teoría como
precursora, medio y consecuencia del estudio y escritura etno-
gráficos; 2) la centralidad de la «cultura» en el proceso de inves-
tigación; y 3) la necesidad de un talante crítico en la investiga-
ción y la escritura de la etnografía.
Todos estos autores coinciden en que la etnografía exige la
presencia del investigador en el ca m po estudiado, y esta presen-
cia tiene, como veremos a lo largo de este libro, una serie de
consecuencias metodológicas significativas. U na característica
i m portante de la etnografía es que el investigador no puede con-
trolar m ás que de una for m a li m itada o preventiva lo que sucede
en la situación de ca m po elegida para la investigación, al contra-
rio de lo que ocurre en una situación experi mental de labora-
torio. L as cosas suceden una sola vez, y m uchas veces trabaja-
mos no con los hechos m ismos sino con las interpretaciones que
hacen los actores sociales. Como veremos, si esto es cierto en
cualquier estudio etnográfico, es especialmente acusado en la
investigación de conflictos y violencias, donde las versiones de
los sucesos son, con frecuencia, divergentes o incluso incom pa-
tibles. L a etnografía, así, no es un modelo de investigación cerra-
do, sino m ás bien tan heterogéneo como los objetos de estudio, y
pone al investigador en condiciones de utilizar técnicas m uy di-
versas, ajustándolas y modulándolas al entorno de investigación
(Velasco y D íaz de Rada, 1997; B ernard, 1998).
E s por lo tanto una práctica ecléctica y reflexiva, que obliga
al investigador a vivir en una especie de esquizofrenia metodoló-
gica, o en un estado de «conciencia explícita» por usar un tér m i-
no de Spradley (1980), o en algún tipo de «percepción a m plia-

13
da» (Peacock, 1989, citado en Velasco y D íaz de Rada, 1997).
Partiendo de la base de que el principal instru mento de investi-
gación es el investigador m ismo, éste, idealmente, ha de ser ca-
paz de vivir la vida cotidiana como uno m ás de sus infor m antes,
asu m iendo en su rutina e incluso en su cuerpo, como discutire-
mos m ás adelante, las prácticas sociales analizadas, y al tiem po
conectar esta experiencia con las preguntas que guían su investi-
gación, los roles que ocupa en el ca m po y las técnicas que des-
pliega en cada momento. Adem ás, la in mersión en el ca m po,
especialmente las de larga duración, obliga al etnógrafo a desa-
rrollar y ali mentar un tipo de m irada sobre la realidad específica
que Willis (2000) ha denom inado «imaginación etnográfica», que
es la que m antiene siem pre presente la perspectiva global sobre
los tem as y problem as estudiados en los contextos restringidos y
cotidianos en los que trabaja mos ( H annerz, 1998a y 1998b). O
como tituló E riksen su libro de introducción a la disciplina: de
lo que se trata es de negociar la tensión entre «lugares peque-
ños» y «tem as grandes», tensión que estaría en el eje de la etno-
grafía (1995). Si por un lado la etnografía asu me que el com por-
ta m iento hu m ano y las for m as en las que la gente construye el
significado de sus vidas y sus experiencias son m uy variables y
localmente específicas, no podemos perder nunca de vista los
contextos relevantes en los que esto sucede, ya sean regionales,
nacionales o globales, coloniales o poscoloniales.
O tra característica crucial que surge de estas reflexiones es
que la etnografía es emergente, y puede ser concebida como un
proceso en el que se establecen diná m icas de retroali mentación
entre teoría y práctica, entre realidad y texto, entre diseños de
investigación y situaciones ca m biantes, entre escenarios de ca m-
po y aplicación de técnicas de investigación, entre la posición del
investigador y la de los infor m antes, entre los investigadores y
las audiencias de sus textos, etc. Así, este libro tiene como finali-
dad, en su globalidad, transm itir a los alu m nos de antropología
algunas de las claves de esta «i m aginación etnográfica», históri-
ca mente arraigada pero al m ismo tiem po flexible, de m anera
que sean conscientes de que, frente a modelos de investigación
m ás rígidos, las for m as de practicar la antropología pueden ser
m últiples, y deben adaptarse a las condiciones ca m biantes en las
cuales se produce el conoci m iento antropológico en cada con-
texto histórico, social y cultural.

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2
L O S M É T O D O S C I E N T Í F IC O
Y H E R M E N É U T IC O E N A N T R O P O L O G ÍA

E l aforismo de E ric Wolf, «la antropología es la m ás hu m a-


nista de las ciencias, y la m ás científica de las hu m anidades»
(1964), refleja una tensión metodológica que recorre nuestra dis-
ciplina desde sus orígenes, a pesar de las m utaciones que ha su-
frido, de la evolución de los debates y de los contextos históricos
y políticos —de colonial a poscolonial—, o de la llegada de nue-
vas for m as de pensar la producción científica que han modifica-
do los tér m inos en los que la expresa mos. E n general, y de for m a
esquem ática, habla mos de dos métodos de producción de cono-
ci m iento que han tenido repercusiones en las for m as de hacer
antropología a través de los años: el científico y el her menéutico.
Aunque es im portante distinguir estos métodos, como se hace
a continuación, ta m bién lo es no considerarlos como opuestos o
incom patibles. Por un lado, generan una tensión epistemológica
que es i m prescindible para la crítica sostenida y el perfecciona-
m iento continuo de la investigación antropológica. Por otro lado,
como señala Sch weizer (1998), es m ás rentable para la disciplina
explorar sus posibles fertilizaciones recíprocas que sus diferen-
cias insalvables. Aurora G onzález E chevarría (2003) aboga con
claridad por este entendi m iento integrador de a m bas propues-
tas. Para esta autora, histórica mente ha habido un «desarrollo
em parejado de los métodos científico y her menéutico en antro-
pología, donde el segundo trata de desvelar la razón de algunos
de los escollos que encuentra la aplicación del pri mero». E n esta
lógica la antropología sería, por su propio objeto de estudio, ne-
cesaria mente interpretativa, al menos en sus descripciones, in-
cluso en la etapa clásica de la disciplina, entre mediados del siglo

15
XIX y mediados del siglo X X . Autores como M organ, B oas, G oode-
nough, e incluso Geertz, serían ejem plos de este entrelazam iento.
Incluso los autores m ás interpretativos como el propio Geertz y
su conocida «descripción densa», «no se li m itan a interpretar
culturas sino que ta m bién ofrecen explicaciones teóricas». Esta
propuesta del trenzado de estilos y paradigm as metodológicos se
basa adem ás en que, según G onzález E chevarría, el presu m ible
enfrenta m iento entre a m bos modelos está basado en un entendi-
m iento deficiente del modelo científico, según el cual las metodo-
logías interpretativas estarían reaccionando ante el modelo de
ciencia característico de la antropología clásica, sin incorporar
las profundas transform aciones que ha sufrido a lo largo del siglo
X X , especialmente en su segunda m itad (2002 y 2003).
D istintos autores han planteado for m as diferentes de organi-
zar esta discusión entre modelos epistemológicos. Por ejem plo,
H a m mersley y Atkinson (1994) distinguen entre tres posturas:

1) E l positivismo, en el que el modelo de la investigación so-


cial es la ciencia natural, en tér m inos de la lógica del experi men-
to, y donde se priorizan los métodos cuantitativos, la búsqueda
de leyes universales, de unos procedi m ientos estándares de re-
colección de datos, y de un lenguaje de observación neutral, eli-
m inando el efecto del observador.
2) E l «naturalismo», el cual consideran una reacción de la
etnografía cualitativa ante el modelo anterior, y que asocian al
interaccionismo si m bólico, a la fenomenología y a la her menéu-
tica. E l naturalismo sostiene que los fenómenos sociales son dife-
rentes de los físicos y que las acciones hu m anas están inducidas
por significados sociales. L a investigación tiene que ajustarse a la
realidad estudiada y no a unos principios metodológicos in m uta-
bles. Adem ás, la realidad social debe ser estudiada en su entorno
natural, no conta m inado por el investigador. Para los naturalis-
tas, según estos autores, es m uy i m portante acceder a los signifi-
cados asociados a la acción social, y eso sólo puede hacerse apren-
diendo la cultura que se investiga. L a etnografía utilizaría, por lo
tanto, la capacidad de los actores sociales para aprender —y lue-
go «desaprender»— culturas diferentes. Los naturalistas no bus-
can leyes universales sino «descripciones densas».
3) E l «antirrealismo», finalmente, ha venido a cuestionar desde
el constructivismo social y el relativismo cultural las principales

16
prem isas de las dos posturas anteriores, negando la posibilidad
de que haya una representación literal de la realidad o que los rela-
tos que se hacen reflejen sin más la naturaleza de los fenómenos
estudiados. E l lenguaje usado por los etnógrafos no refleja sino
que construye realidades, es decir, no puede ser transparente
sino producto de una serie de retóricas con unos condicionantes
culturales, políticos e históricos determinados. E n este contexto,
se ha cuestionado la pretendida neutralidad de los valores, así como
la posibilidad de la objetividad, y se han planteado posturas que
apuntan más bien hacia un tipo de investigación militante y trans-
formadora de la realidad. Esta postura propugna la optimización
de la presencia del investigador en el campo en un marco de inves-
tigación reflexivo e intersubjetivo, al que ya nos hemos referido al
discutir nuestra concepción de la etnografía.

Por otro lado, Schweizer (1998) ha propuesto diferenciar entre


m arcos científicos y hu m anistas, englobando en este últi mo a la
antropología interpretativa y a la posmoderna o «constructivista
radical». E stas últi m as son consideradas por algunos como ver-
siones extrem as de la her menéutica y de la antropología inter-
pretativa y, por otros, como alternativas metodológicas, en sí
m ism as, a los modelos preexistentes. Aunque existen diferencias
claras, sostiene este autor, se trata de métodos com plementa-
rios, que hay que entender en su «fertilización recíproca», y no
opuestos. Adem ás, a pesar de las discusiones y la variedad de
agendas y procedi m ientos de investigación, puede afir m arse que
la prioridad de las técnicas de ca m po ha actuado como un factor
u nificador de los m arcos metodológicos rivales. Se difiere, y
m ucho, sobre procedi m ientos específicos, pero hay un consenso
general sobre la i m portancia de recoger infor m ación sobre el
terreno y presentar los datos sobre los actores en su contexto
histórico y cultural. Incluso tras las duras críticas a las políticas
del trabajo de campo, a la construcción de la autoridad etnográfi-
ca o a la propia escritura etnográfica clásica —crisis de represen-
tación— que discutiremos m ás delante, que pusieron en cues-
tión en algún momento la centralidad de este procedi m iento de
investigación en nuestra disciplina, el campo sigue bien vivo,
aunque en los últi mos años se haya diversificado m ucho el re-
pertorio de modalidades y escenarios de investigación etnográfi-
ca y se lleve a cabo frecuentemente en m arcos reflexivos. Ade-

17
m ás, todas las escuelas antropológicas han estado de algu na
m anera interesadas en la com paración de casos etnográficos o,
en el caso de los posmodernistas, en el propio (des)encuentro
etnográfico como espacio de alteridad. A continuación seguire-
mos partes del esquem a proporcionado por Sch weizer (1998),
con algunas modificaciones, comentarios y añadidos.
Para este autor, la aproxi m ación científica asociada a las di-
ferentes variedades del positivismo propone una metodología
unificada para todas las ciencias y las hu m anidades. Su fin últi-
mo es el descubri m iento de leyes generales (generalizaciones
coherentes lógica mente que han sobrevivido a intentos de refu-
tación sólidos). E stas leyes gobiernan la naturaleza, la sociedad
y la cultura y pueden ser utilizadas en explicaciones científicas.
Para ello propone como procedi m iento general para la génesis y
validación del conoci m iento científico la for m ulación y puesta a
prueba de hipótesis. E l modelo de avance científico es el de la
acu m ulación de conoci m iento. E l método científico se basa en
algunos criterios m íni mos necesarios: la claridad del lenguaje
(las definiciones y los conceptos son instru mentos de com unica-
ción), y la validación de las for m ulaciones de verdad científica
mediante los procedi m ientos racionales de investigación lógica
y em pírica. Sch weizer pone un énfasis especial en señalar que el
positivismo no es homogéneo interna mente, sino m ás bien di-
verso, por lo que es conveniente no caricaturizarlo. Aunque en la
mente de algunos autores «positivismo» pueda ser un tér m ino
desprestigiado asociado de forma negativa a aproximaciones m uy
restringidas a la realidad social basadas en la recolección de da-
tos, el a mor por los nú meros, y la aceptación del statu quo, ésta
no era su significación en el X I X , cuando fue establecido por cien-
tíficos y refor m istas sociales europeos, especialmente Auguste
Comte, como reacción ante la metafísica. E n aquella época, «po-
sitivo» significaba recoger y validar conoci m iento sobre los he-
chos frente a las corrientes metafísicas. Así, siguiendo la argu-
mentación de Sch weizer, en origen, el positivismo no era en ab-
soluto una doctrina conservadora o política mente neutral. Su
descrédito llegó después cuando resultó que su crítica estaba
basada en el credo metafísico del progreso.
De for m a m ás o menos explícita, el positivismo influyó en
autores como Tylor, B oas, Low ie, K roeber, M urdock, Radcliffe-
B row n y otros, y está en la base del evolucionismo, del funciona-

18
lismo, del m aterialismo cultural y del estructuralismo. De he-
cho, como señala G onzález E chevarría (2003), m uchos de los
antropólogos de la etapa clásica de la antropología, que acota
desde mediados del X I X a mediados del X X , se adherían explíci-
ta mente a este m arco científico, aunque i m plícita mente practi-
caban algún tipo de interpretación, al menos en lo que atañía a
la descripción etnográfica de los «otros». Como veremos, la lle-
gada de la her menéutica en la década de 1960 abrirá una nueva
vía dentro de la disciplina, a m pliándose el debate. E n este con-
texto, la aportación metodológica de Tylor es citada como uno
de los momentos álgidos y pioneros del método científico en la
disciplina. Su fa mosa publicación de 1889, en la que hacía una
com paración con base estadística de varios cientos de socieda-
des para el estableci m iento de leyes de m atri monio y descenden-
cia es incluso, para M arvin H arris, el artículo m ás i m portante
del siglo X I X , y pionero directo de los H u man Relations Area F iles
(2002). 1 L as for m ulaciones estructural-fu ncionalistas de A.R.
Radcliffe-B row n (1975), en las que este autor define la antropo-
logía como una «ciencia natural de la sociedad» que tiene como
objetivo la for m ulación de leyes socioculturales, pueden, por su
lado, ser consideradas paradigm áticas de la afir m ación desde la
antropología de un método único para las ciencias.
M uy brevemente: en el contexto del método her menéutico o
interpretativo, por otro lado, no se aceptan los criterios del mé-
todo científico, y se considera necesario desarrollar una meto-
dología específica para entender la significación en las ciencias
sociales y hu m anas. E l modelo a seguir es la interpretación de
textos, y su objetivo es la exploración de los significados en tradi-
ciones culturales histórica mente situadas. Para la her menéuti-
ca, según Sch weizer, los científicos naturales sólo están interesa-
dos en los aspectos invariables y ahistóricos de sus objetos de
estudio. F rente a esto, frente a la búsqueda de leyes generales de
las ciencias naturales mediante experi mentos y observaciones
desde el exterior, la her menéutica debe preocuparse de lo especí-
fico y proceder metodológica mente siguiendo las pautas de la
interpretación de textos y el conoci m iento em pático (verstehen).
U n autor clave en la traducción de las estrategias metodológicas
her menéuticas a la antropología es Clifford G eertz que propone,

1. Véase http://w w w.yale.edu/hraf/

19
junto a algunos de sus seguidores, la antropología interpretati-
va. U na de las declaraciones m ás conocidas de G eertz es que «el
ho m bre es u n a n i m al atrapado en redes de sign ificación que
él m ismo se ha tejido» (1987a). Si la cultura son esas redes de
significación, entonces el análisis de la cultura no puede llevarse
a cabo mediante una ciencia experi mental en busca de leyes uni-
versales sino mediante una disciplina interpretativa en busca de
sentido. Aunque a veces Geertz utiliza el modelo textual en un sen-
tido restringido (los etnógrafos se basan en notas de ca m po y en
las transcripciones de las historias que les cuentan los infor m an-
tes para llegar a la interpretación y síntesis antropológica), en
general lo utiliza de m anera metafórica para referirse a la cultu-
ra, un conjunto de significados com partidos socialmente produ-
cidos que puede entenderse como una colección de textos. E n
este punto, quisiera destacar tres aspectos del trabajo de G eertz
que han sido especialmente influyentes en la consolidación de la
antropología interpretativa: la noción del «juego profundo», la
distinción entre «experiencia próxi m a» y «experiencia distan-
te», y otro de sus conceptos estrella, la «descripción densa».
L a tarea del antropólogo no es sólo descifrar la significación
de los mensajes escritos y verbales que ha recogido en el ca m po,
sino ta m bién entender qué significan deter m inadas escenas cul-
turales y, finalmente, la totalidad cultural. E n su libro La inter-
pretación de las culturas G eertz ofrece un m agnífico ejem plo de
cómo interpretar estas escenas culturales en su conocido análi-
sis de la pelea de gallos en B ali (1987b). L a antropología inter-
pretativa tiene que descifrar el «juego profundo», es decir, aque-
llo que está en juego m ás allá de lo explícito. E n el caso de la
pelea de gallos, lo i m portante no son los elementos in mediata-
mente accesibles al observador —las apuestas, los montos de las
ganancias o pérdidas, etc.—, sino toda una sutil tra m a de presti-
gio social que está trenzada en el universo si m bólico balinés y se
despliega en estas peleas. De hecho, lo que G eertz denom ina la
«puesta en juego de la significación» es tan i m portante que justi-
fica con m ucho los gastos de organizar una pelea y arriesgar en
las apuestas. E n la pelea se hacen explícitos com plejos ca m pos
de tensión social en una situación controlada. H ay una transfe-
rencia de percepciones entre la riña y el estatus social. De este
modo la pelea de gallos, como otras escenas etnográficas seme-
jantes, proporciona un comentario metasocial sobre la cuestión

20
de la clasificación de los hom bres en rangos jerárquicos fijos.
N os encontra mos con la emoción usada con fines cognitivos.
Por tanto, G eertz concluye que las sociedades contienen en sí
m ism as sus propias interpretaciones.
Para conseguir el conoci m iento em pático, G eertz propone
un debate sobre cómo acceder al «punto de vista nativo», y cuá-
les son los lí m ites de ese acceso (1983). Según G eertz, es un de-
bate que plantea la propia «voz de ultratu m ba de M alinowski»,
ya que su texto surge en respuesta a la aparición del diario de
ca m po de este fa moso antropólogo y a la demolición del m ito
que se había construido en torno a él. U ne a esto otro debate que
considera menos desarrollado: la supuesta habilidad del antro-
pólogo para poder acercarse al punto de vista nativo, esa «capa-
cidad casi sobrenatural de ver, sentir y percibir como un nativo».
B asándose en conceptos for m ulados por el psicoanalista H einz
K ohut, G eertz utiliza la distinción entre «experiencia próxi m a»
y «experiencia distante». L a pri mera es aquella que alguien, un
paciente o un infor m ante, por ejem plo, puede em plear de m ane-
ra cotidiana y sin esfuerzo para definir lo que él y sus próji mos
ven, sienten, piensan e i m aginan. L a experiencia distante es el
tipo de experiencia que los especialistas (etnógrafos, psiquiatras)
asu men para i m pulsar sus propósitos científicos, filosóficos o
prácticos. G eertz sugiere que la diferencia es de grado, no se
trata de una mera oposición entre dos polos. ¿Cómo se posicio-
na ante esto el etnógrafo? Si se queda en la experiencia próxi m a,
se em pantana en lo local, en lo vernáculo. Si se queda en la expe-
riencia distante, se aisla de la significación nativa, encallado en
abstracciones y asfixiado en la jerga académ ica y disciplinaria.
L a cuestión que plantea Geertz en su conocido texto sobre el
punto de vista nativo es cómo desplegar sim ultánea mente a m bos
tipos de experiencia para producir conoci m iento antropológico.
Para que, en sus propias palabras, «la interpretación de una for-
m a de vida no sea prisionera de los horizontes mentales de sus
protagonistas, ni se m antenga totalmente ajena a las tonalidades
distintivas de la experiencia». Esto supone desplazar el debate.
E n lugar de plantear la supuesta constitución psíquica que nece-
sitan tener los antropólogos para ser com petentes en su profe-
sión, el debate deriva hacia el ru m bo de la interpretación antro-
pológica. Por supuesto, eso no se pone en duda, el antropólogo
necesita seguir siendo m uy sagaz en el ca m po, y tratar de «meter-

21
se en el estado de áni mo» de los actores sociales con los que con-
vive. L a clave estaría en que hay que com prender m uy bien la
experiencia próxi m a para ponerla de m anera significativa en re-
lación con la distante. Es decir, se trata de proceder al descifra-
m iento de la significación de los nativos para conectarla con ca-
tegorías de análisis relevantes. Para Geertz, no hace falta tener
capacidades paranor m ales para introducirse en el «otro», sino
que basta con desarrollar un método y una habilidad para «cons-
truir sus modos de expresión» (sus sistem as si m bólicos). Para él,
no es necesaria la em patía total, sino llegar lo suficientemente
cerca como para ser capaces de entender sus refranes, su hu mor,
su significación. D istinguir sus «tics» de sus «guiños». Este cono-
ci m iento sobre los procesos subjetivos locales siem pre será in-
com pleto. Se trata sólo de una aproxi m ación. H ay tres razones
por las que no es posible que el entendi m iento del «otro» sea
pleno: 1) tenemos que traducir entre dos lenguajes, y esto conlle-
va distorsiones: la traducción es siem pre diferente del original;
2) solemos utilizar un medio escrito para reflejar testimonios ora-
les y el significado de la oralidad ca m bia en la escritura; y 3) es
i m posible que el antropólogo se convierta en un «otro».
Volviendo al caso del «juego profundo», los fines de la antro-
pología interpretativa no deben restringirse al entendi m iento de
la significación en sucesos particulares. E l propósito de la antro-
pología interpretativa es entender el conjunto de toda la socie-
dad y toda la tra m a de textos culturales que la com ponen. Para
conseguir este efecto, G eertz propone el concepto de «descrip-
ción densa», que se ha convertido en em blem ático de su apor-
tación a la antropología contem poránea (1987c). A pesar de la
estrategia de proxi m idad, no podemos confor m arnos con inter-
pretar «viñetas» de casos concretos, a pesar de que sean paradig-
m áticas de ciertas tendencias o predisposiciones de esa cultura y
se le ofrezcan al lector como «típicas» y reveladoras de las carac-
terísticas esenciales de ese grupo cultural. N os encontra mos en-
tonces con el problem a de la generalización. L a teoría, según
G eertz, ha de per m anecer m uy cerca del terreno estudiado, y
por eso aboga por una «descripción m icroscópica», que sea ca-
paz de pasar de la verdad local a la visión general. Aunque esta
descripción densa brota necesaria mente de los contextos confi-
nados en los que se investiga, el estudio de lo concreto debe ser
capaz de revelar hechos culturales m ás generales. Para G eertz,

22
la libertad de la teoría para forjarse en confor m idad con su lógi-
ca interna es m uy li m itada. L a secuencia de progreso de una
disciplina como la antropología no es una curva ascendente acu-
m ulativa, sino un proceso discontinuo, que fluye a borbotones.
E l análisis cultural parte siem pre de un nuevo com ienzo, no se
em pieza donde otro lo dejó. Su canal de expresión m ás idóneo
es el ensayo. Y no se trata tanto de generalizar desde los particu-
lares sino de generalizar dentro de los particulares. L a antropo-
logía, siguiendo esta línea de G eertz, debe dar cuenta de esta
«estructura jerarquizada de significaciones». F rente a la antro-
pología científica, la antropología interpretativa no es predictiva
si bien el m arco teórico en el que se insertan las interpretaciones
debe seguir siendo capaz de continuar dando explicaciones de-
fendibles a medida que ocurren nuevos fenómenos sociales. L a
ciencia progresa mediante el perfecciona m iento del consenso y
el refina m iento del debate. Su tarea principal, a la postre, es «a m-
pliar el universo del discurso hu m ano».
H asta aquí, un resu men del razona m iento de Geertz. Volva-
mos por un momento a Sch weizer (1998). L a her menéutica en-
tendida como interpretación de textos es menos com ún ahora de
lo que era en la década de los años setenta. Desde mediados de
los años ochenta, el posmodernismo ha desestabilizado en bue-
na parte este enfoque desarrollado de m anera preferente, como
hemos visto, a partir del trabajo de Clifford Geertz (M arcus y
F ischer, 1986; Clifford, 1988; Reynoso, com p., 1992). Para los
autores vinculados a esta corriente posterior, aunque la antropo-
logía interpretativa puede mostrase m uy sensible con la com-
prensión del «otro», acaba por silenciar su voz. E n la antropolo-
gía interpretativa, las experiencias parciales, inacabadas y m ulti-
formes del trabajo de campo se traducen finalmente en monólogos
abstractos y totalizadores en los artículos y libros que se escri-
ben. F rente a ello, el posmodernismo, del m ismo modo que el
«antirrealismo» de H a m mersley y Atkinson (1994), cuestiona
cualquier tipo de aproxi m ación sistem ática a la producción de
conoci m iento acu m ulativo y, desde el relativismo, enfatiza el po-
der creativo de los investigadores para «inventar» la realidad.
E nfatiza la relatividad histórica del conoci m iento, pero ta m bién
su parcialidad y su fragmentación, y por ello pone en duda la
validez de los sistem as de conoci m iento establecidos, en general,
y de la racionalidad occidental en particular. E n la antropología

23
nortea mericana, este debate se plasmó desde la década de los
años ochenta en libros como los publicados por Clifford y M ar-
cus (eds., 1991), M arcus y F ischer (eds., 1986), Clifford (1988),
Rosaldo (1989), M anganaro (ed., 1990), o Behar y Gordon (1995),
entre otros. Su i m pacto en la antropología ha sido i m portante,
pero su capacidad de renovación, e incluso de experi mentación,
se ha probado li m itada, aunque auguraba un ca m ino sin retor-
no, y no ha resistido la tentación de crear ortodoxias a medio y
largo plazo y sucu m bir a la ruleta comercial de las modas acadé-
m icas (Reynoso, 2000). U na de las for m as que tomó esta crítica
posm odernista de la antropología está relacionada con la críti-
ca literaria. Éste es un tem a que ya había anticipado en esta m is-
m a tradición el propio Clifford Geertz, y en su influyente libro E l
antropólogo como autor (1989), preludiado a su vez por un ar-
tículo lla m ado «B lurred Genres» (1980) y basado en unas confe-
rencias que dictó en 1983 en la U niversidad de Stanford, exa m i-
naba con su habitual sutileza el trabajo de Lévi-Strauss, E vans-
Pr itch a r d, M ali n o wsk i y B ened ict, a n ali z a n do los aspectos
estilísticos de su escritura etnográfica. Geertz popularizó la ex-
presión «estar allí», la «puesta en escena literaria» del contacto
directo con el «otro», como fruto de unas estrategias retóricas
m uy difundidas en la disciplina mediante las que se establecía la
«autoridad etnográfica» sobre el conoci m iento producido.
E n la introducción al m uy influyente libro de Clifford y M ar-
cus (eds., 1991), Clifford (1986) sintetizaba las bases de esa aproxi-
m ación crítica a la antropología clásica. Por una parte, desecha-
ba la idea de que fuera posible la transparencia de la representa-
ción en antropología, mediante la cual se pasaría sin m ayores
conflictos desde la experiencia de ca m po y los cuadernos de no-
tas directa mente al texto final. L a poética y la política son inse-
parables. L a ciencia está en, y no por enci m a de, los procesos
históricos y lingüísticos. L a etnografía está situada adem ás en-
tre poderosos sistem as de representación, como pueden ser los
discursos coloniales, los académ icos, las voces subalternas, etc.
L a etnografía codifica y descodifica los lí m ites entre culturas,
civilizaciones, clases y géneros. Clifford propone entender la et-
nografía como una for m a de literatura. Según su interpretación,
desde el siglo X V II , la «ciencia» había excluido ciertos modos ex-
presivos de su lenguaje: la retórica (en nom bre del lenguaje claro
y la significación transparente), la ficción (en nom bre de los he-

24
chos) y la subjetividad (por la objetividad). Pero para Clifford,
las etnografías son ficciones. E so sí, «ficciones verdaderas» o
«verdades parciales». Como dice explícita mente en el título a la
introducción de su libro The Predicament of C ulture, «los pro-
ductos puros se han vuelto locos» (1988).
B asándose en las reflexiones de F oucault (1979) sobre la re-
lación entre conoci m iento y poder, Clifford denuncia ta m bién la
alianza entre la antropología clásica y el colonialismo. L a etno-
grafía escenifica relaciones de poder, por lo que sus resultados
hay que entenderlos necesaria mente en tér m inos de «políticas
de la representación». U na vez desen m ascarada, la antropología
ya no puede seguir hablando con superioridad de los «otros»
culturales como «objetos de estudio». Ya no puede seguir recla-
m ando el monopolio legíti mo de su representación. Los discur-
sos característicos de O ccidente, especialmente la «razón», es-
tán, según Clifford, desprestigiados. Es importante tener en cuen-
ta que las realidades de la etnografía son de hecho negociadas en
el ca m po entre sujetos con distintos grados de acceso al poder. A
partir de ahí, es preciso ir m ás allá de la relación jerárquica cien-
tífico/infor m ante. L a antropología necesitaría, por lo tanto, una
fase de reflexividad y experi mentación para m irar crítica mente
su historia, evaluar las retóricas que se han establecido como
sentido com ún a lo largo del tiem po en la disciplina, y encontrar
nuevos for m atos experi mentales m ás fragmentados, abiertos,
dialécticos y polifónicos donde expresar el conoci m iento que
produci mos. Este tipo de razona m ientos, como señalan ta m bién
M arcus y F ischer (eds., 1986), no podían sino provocar una «cri-
sis de representación» en la antropología, que entronca con las
tesis de Lyotard sobre la condición posmoderna (1998). E s decir,
con la incredulidad respecto a las metanarrativas que previa-
mente legitimaban las reglas del método científico. Lyotard anun-
ciaba una «crisis de las grandes narrativas», que se difu m inarían
en una m ultiplicidad de «juegos de lenguaje». M arcus y F ischer
ta m bién propugnan la necesidad de una aproxi m ación reflexiva
al conoci m iento antropológico, como el que propuso Rabinow
en su memoria sobre su trabajo de ca m po en M arruecos, que
tendremos tiem po de discutir después con m ayor detalle (1992).
E l trabajo de ca m po es un com plejo diálogo y los datos que se
obtienen no son sólo subjetivos sino «intersubjetivos», producto
de largas interacciones. E n la sección sobre la escritura etnográ-

25
fica volveremos a lo que M arcus y F ischer denom inaban el «mo-
mento experi mental» de la antropología.
Rosaldo, por su parte, publicó en 1989 un conocido libro que
algunos consideran que anticipa los principales tem as de la an-
tropología posmoderna y los llamados «estudios culturales» (Rey-
noso, 2000). Rescata mos algunos puntos de interés de la argu-
mentación de este autor. E n la antropología, sostenía, se estaba
produciendo una erosión de las nor m as clásicas a medida que se
exploraban los espacios de hibridación y diferencia entre y en el
interior de las culturas. E ra i m portante denunciar los contextos
de poder político y económ ico en los que se producía la etnogra-
fía, y que quedaban subsu m idos bajo lo que denom inó «nostal-
gia i m perialista», es decir, una for m a de duelo por el «otro» que
se desvanecía bajo el i m pacto de nuestra propia cultura. Rosal-
do está de acuerdo en el paradigm a interpretativo de la «descrip-
ción densa», pero le reprocha que excluya estas relaciones de
poder, en especial la caracterización de la subordinación de los
sujetos m ás tradicionales de estudio en nuestra disciplina. C ues-
tionar el objetivismo significaba para Rosaldo la oportunidad de
explorar cuestiones éticas en un espacio —el proceso etnográfi-
co— que antes se consideraba libre de valores, per m itiendo al
analista convertirse en un crítico del poder y la cultura. L a cultu-
ra, destaca en su libro, no es ni homogénea ni unifor me ni es
experi mentada del m ismo modo por todos los agentes sociales.
Como parte de ello, plantea la exploración de los «cruces de fron-
tera» que nos per m itan localizar nuevas experiencias culturales,
acceder a espacios de invisibilidad cultural (siendo el de la auto-
ría uno de ellos) y cuestionar los conceptos clásicos de «pureza»
y «autenticidad» culturales.
E stos autores anclaban las críticas de los años ochenta del
siglo X X en algunos textos experi mentales y críticos que queda-
ron en el olvido o encuadrados en la heterodoxia —como el N a-
ven de B ateson (1936, ya citado por G eertz en 1989)—, en los
experi mentos y afinidades etnográfico-surrealistas de algunos
antropólogos franceses como M arcel G riaule o M ichel Leiris (Clif-
ford, 1988), o incluso en el trabajo de cineastas y antropólogos
visuales como Rouch (particularmente sus «etnoficciones», F eld,
1989; Stoller, 1992) o incluso Tierra sin pan de B uñuel, que se
convirtió en aquel momento en paradigm a de la reflexividad crí-
tica de la representación realista (N ichols, 1997).

26
3
H IST O R IA D E L O S M É T O D O S D E C A M P O
Y A L G U N O S E J E M PL O S C L ÁSIC O S

H em os defendido ya que la etnografía, co m o proceso m eto-


dológico global de la antropología, tiene co m o u na de sus fases
fu nda m entales el trabajo de ca m po. Pero lo m ism o que etno-
grafía, el tér m ino trabajo de ca m po puede significar m uchas
cosas diferentes para distintos investigadores, y ta m poco es u n
m étodo que sea exclusivo de los antropólogos sociales. Co m o
señala B ernard (1998), los m étodos no «pertenecen» a las dis-
ciplinas, y es co m ú n encontrar haciendo investigación de ca m-
po a sociólogos, politólogos, psicólogos sociales, epidem iólo-
gos, enfer m eros, pedagogos, etc. E l trabajo de ca m po es u n
m étodo que, especial m ente, la antropología co m parte con u n
tipo de sociología cualitativa de m ucho recorrido que tiene sus
antecedentes en las investigaciones de la E scuela de C hicago
entre 1915 y 1935 (B ry m a n, 2001a). D entro de cada disciplina,
e independientem ente de los cruces de m étodos y técnicas que
puedan darse en deter m inados m o m entos históricos, el traba-
jo de ca m po ha tenido adem ás significados heterogéneos y ca m-
biantes, se ha hecho en pri m era persona o se ha delegado en
otros actores sociales o se llevado a cabo siguiendo criterios y
grados de i m plicación sobre el terreno diferentes. E n su m a, el
trabajo de ca m po no es lo m ism o para todos los investigadores
sociales, ni para todos los antropólogos contem poráneos, ni lo
fue ta m poco en distintos m o m entos históricos. E n este capítu-
lo m e centraré en la em ergencia del trabajo de ca m po desde los
orígenes de la disciplina hasta la for m ulación clásica de M ali-
nowski, y luego discutiré algu nos ejem plos de m onografías que
m e parecen i m portantes en la consolidación y el desarrollo del

27
método, o se refieren a algu nos debates metodológicos valiosos
en la disciplina.
Ada m K uper sostiene que B ronislaw M alinowski contribuyó
m uy conscientemente a crear su propio m ito como fundador del
trabajo de ca m po antropológico tal como quedó establecido en
la antropología durante décadas (1973). Aunque este m ito sin
duda se ta m baleó tras la publicación de sus diarios personales
(1989) y el reconoci m iento de algunos antecedentes que habían
quedado m ini m izados por la hegemonía del relato fundador, hay
un i m portante consenso en la disciplina en otorgarle a este autor
un papel decisorio en el estableci m iento del trabajo de ca m po en
el corazón metodológico de nuestra disciplina, m ás allá de sus
li m itaciones o de su propia neurosis, tal co m o se expresa en
sus diarios privados. Por todo ello es i m portante recordar que
aunque M alinowski plasmó esta for m a de investigar con espe-
cial fortuna en su conocida introducción a Los argonautas del
Pacífico Occidental (1979), tanto en la antropología a mericana
como en la inglesa había habido en los años anteriores una evo-
lución clara hacia la valoración del trabajo de ca m po como es-
trategia de investigación preferente en la incipiente disciplina
(U rry, 1984 y 2001; Stocking, 2001). Se ha convertido en un lu-
gar com ún, por ejem plo, criticar que los pri meros m ateriales de
ca m po que llegaron a m anos de antropólogos evolucionistas no
fueran, en su m ayor parte, de pri mera m ano, que no hubiera
criterios definidos sobre las técnicas de recolección y registro,
que su calidad fuera baja, o que fueran recogidos por personas
sin entrena m iento antropológico alguno, como funcionarios co-
loniales, viajeros, m isioneros, etc. ( H arris, 2002).
E stas alegaciones son ciertas, como lo es ta m bién que algu-
nos precursores del trabajo de ca m po sistem ático como M or-
gan, H addon o Rivers habían abonado el terreno para la valora-
ción metodológica de este método en la construcción del conoci-
m iento a ntropológico, y h abía n pro m ovido el desarrollo de
técnicas y cuestionarios para incrementar progresiva mente la
calidad de los datos recogidos y su valor com parativo. E l propio
M arvin H arris, con cuyo Desarrollo de la teoría antropológica se
han for m ados generaciones de antropólogos, niega que los auto-
res del entorno de F ranz B oas y los antropólogos sociales britá-
nicos introdujeran «abrupta mente» nor m as y criterios etnográ-
ficos radicalmente mejorados. Estas mejoras se acu m ularon pau-

28
latina mente durante el siglo X I X y es mejor pensar en una «línea
continua de creci m iento gradual del rigor de las nor m as etno-
gráficas» (2002). Creo que merece la pena, por lo tanto, hacer un
segui m iento algo m ás detallado de cuáles fueron las iniciativas y
los debates previos que crearon las condiciones para que investi-
gadores como el antropólogo polaco M alinowski pudieran for-
m ular sus modelos de investigación de ca m po con la sofistica-
ción con la que lo hicieron. Para ello me baso en los textos de
U rry, Stocking y H arris ya mencionados, y ta m bién en B ernard
(ed., 1998) y B rym an (2001a y 2001b).
La llegada del trabajo de campo a la disciplina puede conside-
rarse entonces como un proceso gradual, relacionado con el desa-
rrollo de una perspectiva cada vez más crítica sobre la validez de
los datos y las fuentes etnográficas, con la evolución de los mo-
delos teóricos, con el incremento de la profesionalización de la
disciplina, y con el desarrollo de las com unicaciones que facilitó
los desplazamientos hacia el «otro». La mayor parte de la infor-
mación que llega a Occidente entre el X V I y el X I X es, salvo excep-
ciones, poco sistemática, profundamente etnocéntrica, y de baja
calidad. Se empiezan a recoger datos de forma más metódica en
las ciencias naturales, especialmente en la botánica, desde media-
dos del X V II . Junto a los especímenes botánicos llegaron informes
y datos sobre los grupos culturales con los que se encontraban los
expedicionarios, que reflejaban las costu mbres más exóticas y lla-
mativas. Por ejemplo, la expedición naval de B audin (1800-1803)
—que sigue una pauta com ún en aquellos viajes— pide apoyo an-
tes de salir a la primera sociedad antropológica conocida, la So-
ciété des Observateurs de l’ H om me. Desde esta institución les pro-
porcionaron técnicas para recoger datos anatómicos e instruccio-
nes para recoger costu mbres, elaboradas en este último caso por
Joseph M arie Degérando. Según Urry, Degérando les llama la aten-
ción a los organizadores de la expedición sobre las dificultades de
la recolección de datos y las principales cualidades que necesita-
ría un investigador para llevar a cabo este tipo de trabajo. Les
proporciona además una serie de preguntas para guiar su investi-
gación, y las categorías de información que considera relevantes.
La expedición regresó a puerto sin hacer uso de las instrucciones
de Degérando, pero éstas sentaron un precedente y acabaron a la
postre influyendo en los cuestionarios que fueron utilizados más
adelante en la etnografía del X I X .

29
E l au mento de la calidad de los métodos de recogida de datos
va en paralelo al desarrollo institucional de la disciplina. U rry
considera que la antropología se estableció como ca m po de es-
tudio reconocido en torno a la década de 1840, tanto en A mérica
como en E uropa. Se crean nuevas instituciones especializadas,
algunas m ás antiguas se refor m an, y ya hay etnógrafos involu-
crados directa mente en este proceso. Se fundan, por ejem plo, la
Société E thnologique de Paris (1839-1848), la E thnological Socie-
ty of London (1843-1871), y la A merican E thnological Society
(1842-1870). Desde estas sociedades científicas no sólo se esti-
m ula el debate, sino que se prom ueve la recogida y publicación
de infor m ación sobre otras culturas. E n sintonía con los para-
digm as de la época, una preocupación funda mental es la com-
paración de costu m bres e instituciones de culturas diversas, ya
fuera para establecer su historia y difusión o las leyes de evolu-
ción cultural. Se necesitaba infor m ación del m ayor nú mero de
sociedades posible, y se instaló un sentido de urgencia ante la
desaparición de culturas, no exento de lo que Rosaldo llamó «nos-
talgia i m perialista» (1989). L a estrategia funda mental del perio-
do fue el estableci m iento y perfecciona m iento de largos cuestio-
narios para ser completados de modo comparativo en las diversas
expediciones científicas. U no de los cuestionarios m ás i m por-
tantes del siglo X I X , y luego ta m bién de buena parte del X X , fue-
ron las «N otes and Q ueries on Anthropology» del Royal Anthro-
pological I nstitute, basado en los que había diseñado anterior-
mente la E thnological Society. De hecho, cuando M alinowski llegó
al ca m po, este cuestionario ya iba por su cuarta edición (la pri-
mera salió en 1874). Algunos investigadores hicieron sus pro-
pios cuestionarios, siendo el m ás i m portante de ellos la fa mosa
«Circular» de M organ, apoyada por la Smithsonian I nstitution,
especializada en la recolección de ter m inologías de parentesco y
básica en la recopilación de m aterial que dio lugar a Systems of
consanguinity and affinity of the hu man family (1871). Ta m bién
fue m uy i m portante el cuestionario de sir Ja mes F razer, que tuvo
varias ediciones entre 1887 y 1916. Desde el principio se detecta-
ron las li m itaciones y los problem as de estos cuestionarios, lo
que condujo a un proceso de continuo perfecciona m iento. Por
ejemplo, algunas preguntas eran incomprensibles para informan-
tes de culturas cuyos idiom as eran casi desconocidos y cuya for-
m a de entender el m undo no podía i m aginarse desde un despa-

30
cho situado en alguna universidad o sociedad científica europea
o nortea mericana. Los propios recopiladores de datos tenían la-
gunas y dudas sobre cómo llevarlos a cabo. Pocos de ellos sabían
la teoría, los debates o las preguntas que estaban detrás de los
cuestionarios. Pero ta m bién hubo algunos recolectores de datos
que se hicieron fa mosos en el m undo antropológico por su peri-
cia, como es el caso de A.W. H ow itt, que trabajó en Australia
desde 1872 hasta su m uerte en 1908. Al principio trabajó con el
m isionero Lori mer F ison, esti m ulados a m bos por la Circular de
M organ de 1862. Le aportaron a M organ datos m uy valiosos so-
bre los aborígenes australianos y tuvieron correspondencia acti-
va con él hasta que m urió en 1881. H ow itt em pezó entonces a
enviar sus datos a antropólogos de Inglaterra, pri mero a Tylor y
luego a F razer. H ow itt llegó incluso a convencer a los aborígenes
para que reactuaran viejos ritos para que él los docu mentara.
E n E stados U nidos se vivía una situación distinta de la de
E uropa, ya que ese país contaba con sus propios «nativos». L a
«conquista del O este» y la expansión del ferrocarril contribuye-
ron al «acerca m iento» de m uchos grupos «exóticos», aunque
ta m bién hacían peligrar su supervivencia. Adem ás, el desarrollo
metodológico tiene otras características, desde la recopilación
de datos y el uso de infor m antes y recolectores nativos, a la pro-
pia acu m ulación de datos y la síntesis del m aterial. E l énfasis allí
estuvo en la recolección de datos lingüísticos, como pueden ser
listas de palabras, datos gra m aticales y textos nativos. L a pri me-
ra y m ás sistem ática recolección de textos de estas característi-
cas fue la de H .R. Schoolcraft, que em pezó a publicar en 1840.
M ientras que la antropología en E uropa era desarrollada por
aficionados y sociedades, en E E .U U. recibió desde m uy pronto
ayuda del gobierno y pronto em pezó a plasm arse y consolidarse
en m useos y u niversidades. E specialmente i m portante fue la
Sm ithsonian Institution, fundada en 1846, año en el que School-
craft les presenta un proyecto de investigación etnográfica. Pero
la i m plicación del gobierno creció aún m ás cuando estableció en
1879 el B ureau of (American) E thnology para la recolección de
datos sobre asuntos relacionados con los indios nortea merica-
nos, su sistem atización y posterior publicación. D urante los si-
guientes veinte años, bajo la dirección de John Wesley Powell, el
B ureau dom inó la antropología a mericana. E l B ureau em pieza a
publicar Ann ual Reports m asivos lujosa mente editados e ilustra-

31
dos, creando nuevos criterios de calidad para la presentación de
investigación etnográfica. Powell tenía ya bastante experiencia
personal con indios en el sudoeste de E stados U nidos antes de
que se fundara el B ureau. Se considera que fue un director m uy
activo, esti m uló la investigación local, y creó la estructura para
que se entrenaran recolectores de datos para rellenar cuestiona-
rios, llegando a hacerse algunos contratos. E ntre los que trabaja-
ron con él en los pri meros años estuvo el m isterioso y enigm áti-
co F rank H a m ilton C ushing que, de for m a pionera, pretendía
acceder al conoci m iento del punto de vista nativo, y estuvo cua-
tro años y medio con los zuñi desde 1879, aprendió su lengua, y
llegó a ser iniciado ritualmente en el sacerdocio del arco. Dewalt
y Dewalt consideran que C ushing fue un pionero en los métodos
de ca m po que m ás adelante se le atribuyeron a M alinowski. E s-
cribió, sin em bargo, poco de lo que aprendió entre los zuñi, y fue
acusado por sus críticos de haberse «vuelto nativo» (2002). Vol-
veremos m ás adelante a este debate sobre el gradiente de partici-
pación en las culturas estudiadas.
Como señala L isón Tolosana (1980), M organ fue ta m bién un
pionero en esta época por com paginar métodos diversos en sus
investigaciones y, especialmente, por la i m portancia que le con-
cedía a la presencia en el ca m po del investigador, en su caso,
entre las tribus indias nortea mericanas, recogiendo notas en un
diario de ca m po y ta m bién en un diario personal (1980). D uran-
te sus estancias de ca m po, salpicadas en el tiem po y continua-
ción de una juventud aventurera y m ilitante, utilizó la conver-
sación infor m al y realizó entrevistas a través de intérpretes. Sin
em bargo, como sostiene H arris (2002), ni siquiera el trabajo de
M organ con los iroqueses puede considerarse «trabajo de ca m-
po etnográfico» como tal, ya que carecía todavía del contacto
continuo y prolongado con los grupos estudiados. Paralelamente,
envió su cuestionario o Circular, ya citada, a diversas partes del
planeta (M icronesia, Japón, India) para que fuera utilizada por
m isioneros, oficiales consulares y representantes de E stados
U nidos en todo el m undo.
E n 1884, la British Association, que se reunía en Canadá, es-
tableció un com ité para promover la investigación entre los indí-
genas de Canadá, elaborando una guía de investigación, la Circu-
lar of Inquiry de 1887. Recluta al antropólogo alemán F ranz Boas,
que ya había hecho trabajo de ca m po entre los esqui m ales y ta m-

32
bién en la costa noroeste (M artínez H ernáez, 1996). Aunque el
com ité de la British Association estaba interesado en un panora-
m a general de las culturas estudiadas, B oas em pieza a proponer
trabajos m ás intensivos en culturas individuales, preludiando lo
que luego serían sus aportaciones metodológicas a la disciplina.
Según B rym an (2001a), B oas ocupa una posición si m ilar en la
antropología a mericana a la de M alinowski en la británica, y su
trabajo es m uy i m portante para la profesionalización de la in-
vestigación en el terreno. F ranz B oas explicará su punto de vista,
que H arris ha denom inado «puritanismo metodológico» (2002:
226-227), en dos artículos básicos: «T he L i m itations of the Com-
parative M ethod in Anthropology», (1896) y «T he M ethod of E th-
nology» (1920). E n ellos critica tanto el método com parativo evo-
lucionista como el seguido por los difusionistas. Su crítica se
centra en la ausencia de un estudio a m plio de las particularida-
des culturales, y en el salto directo a la teoría que se dio en a m-
bos casos. Se había sobrevalorado el alcance de las regularida-
des sin pruebas em píricas suficientes. De este modo B oas criti-
caba los métodos dom inantes con la siguiente argu mentación:
se han hecho m uchas descripciones difíciles de verificar ya que
se basaban en datos insuficientes que dependían de personas
poco entrenadas que proyectaban su subjetividad, lo que los con-
vertía en superficiales y acientíficos. Su método, de carácter in-
ductivo, obligaba a sus seguidores a la recopilación de artefactos
y el registro extensivo de textos y narrativas en los idiom as indí-
genas. Sólo cuando estos m ateriales pri m arios fueran recolecta-
dos, organizados, clasificados y publicados podrían los antropó-
logos em pezar a fundar un ca m po de estudio objetivo y científi-
co. Para B oas, eran necesarios m uchos datos en crudo antes de
em pezar a teorizar. De hecho, algunas críticas que se hicieron a
los boasianos fueron precisa mente por ser ateóricos, por dedi-
carse sólo a recoger datos, y no tener un sentido «nomotético»
de la disciplina ( H arris, 2002). U rry señala, por otro lado, lo difí-
cil que es reconstruir las técnicas que utilizaban los boasianos, a
pesar de los m anifiestos metodológicos de su mentor. Aunque
sin duda B oas hizo trabajo de ca m po personalmente, al menos
en sus pri meros años, el énfasis de sus métodos estaba m ás en la
recolección de datos a través de infor m antes particulares. E n
este m arco, se entrenaba a los indígenas para que registraran
infor m ación sobre sus propias culturas en su propia lengua. E n

33
el caso de B oas, su principal infor m ante k wakiutl fue G eorge
H unt, m iem bro de la com unidad interracial de F ort R upert, al
que enseñó a leer y escribir, e incluso a fotografiar (Jacknis, 1992).
E sta aproxi m ación al método tuvo como resultado com pilacio-
nes m asivas de m aterial, infor mes, textos y detalles de todo tipo
sobre grupos culturales específicos, m uy densos y difíciles de
m anejar, pero no desem bocó en descripciones generales sobre
las culturas ni su vida cotidiana.
E n Inglaterra, un momento clave en el desarrollo de las téc-
nicas de ca m po antropológicas fue la fa mosa Cambridge Anthro-
pological E xpedition al E strecho de Torres (1898-1899). E l zoólo-
go y profesor de la U niversidad de D ublín H addon, especialista
en biología m arina, ya había utilizado cuestionarios antropoló-
gicos en una expedición anterior (1888), y sus gestiones fueron
i m portantes para que la expedición tuviera un foco antropológi-
co. E ntre los m iem bros de la expedición se encontraban C.G .
Seligm an y, sobre todo, desde el punto de vista metodológico,
W. H .R. Rivers, al que ta m bién se le considera precursor de la
antropología médica (M artínez H ernáez, 2008). Rivers, que era
el encargado de ad m inistrar test psicológicos, em pezó a desa-
rrollar el «método genealógico», mediante el cual el antropólogo
podía estudiar problem as abstractos a través de hechos concre-
tos (1900). L as cuestiones de método eran básicas tanto para
Rivers como para su generación: sólo mediante metodologías y
ter m inologías sistem áticas podría la antropología establecerse
como una verdadera ciencia. Rivers utilizó su método después,
entre los toda de la I n dia (1901-1902) y m ás ta rde en M ela ne-
sia (entre 1907 y 1914). Va mos a verlo con algo m ás de detalle,
siguiendo de cerca la lectura que hace de este proceso Stocking
(2001), para poner mejor en contexto la aportación real de M ali-
nowski al «estudio de ca m po intensivo».
E l método genealógico o «método concreto» de Rivers con-
sistía en lo siguiente: para Rivers el parentesco no era i m portan-
te en sí, sino como indicador de otros procesos sociales. Soste-
nía que se le podían asociar al parentesco un nú mero de fenóme-
nos m uy i m portante, desde la propia estructura social a pautas
de residencia, relación con tótems, pertenencia a clanes, etc.
Usaba una serie de tér m inos básicos en inglés (padre, m adre,
hijo, hija, m arido, etc.), a través de un intérprete nativo, para
conseguir dilucidar las redes de parentesco de sus infor m antes.

34
E l sentido inglés de los tér m inos era el «biológico», algo que ac-
tualmente no es aceptable. Para solventar los problem as de tra-
ducción de relaciones de parentesco, Rivers probaba con dife-
rentes infor m antes. Rivers estaba convencido de que lo que ob-
tenía eran «hechos duros» sin subjetividad, es decir, «científicos»
y relacionados con relaciones biológicas «reales», equiparables
a las clasificaciones y correlaciones de las ciencias exactas. L a
com plejidad de los grupos con los que trabajó le llevó a defender
la necesidad de llevar a cabo «estudios intensivos», que en prin-
cipio no contem plaba. H addon, en 1904, ya proponía un trabajo
de ca m po renovado, planteando la necesidad de estudios exhaus-
tivos sobre grupos li m itados, siguiendo el método de Rivers. Ri-
vers plasmó m ás adelante su visión metodológica en la versión
de las Notes and Q ueries publicada en 1912, para la que escribió
la «General Account of M ethod». E l «investigador» de Rivers era
todavía m ás un encuestador que un «observador», aunque aho-
ra proponía que buscara la colaboración de dos o m ás «testigos
independientes». Siem pre que fuera posible, había que com ple-
mentar los testi monios recogidos con observaciones de pri mera
m ano. Rivers afir m aba que un análisis intensivo de uno de estos
eventos aportaba m ás infor m ación que un mes de preguntas.
Adem ás, el investigador tenía que desarrollar «si m patía y tacto»
para enfrentarse a las situaciones que se encontraba en el ca m-
po, pues su infor m ación dependía en buena parte de su relación
personal con los nativos. Aquí ya nos encontra mos m uy cerca de
M alinowski.
Pero aún hay m ás. L as propuestas siguieron en cascada. Esta
sugerencia fue seguida por Seligm an entre los vedda (1907-1908)
y por el m ismo Radcliffe-B row n en las Islas Anda m án (1906-
1908). U n poco después, en 1913, Rivers, en un infor me a la
Carnegie I nstitution, planteaba que la antropología necesitaba
estudios intensivos en pequeñas com unidades de entre cuatro-
cientas o quinientas personas, en las que el investigador ha de
vivir al menos un año y estudiar en detalle cada aspecto de la
vida y cultura nativas. A finales de la década de 1910 ya se esta-
ban enviando antropólogos bien for m ados a m uchos lugares del
m undo para hacer trabajos intensivos de este tipo. E s decir, los
principales antropólogos ingleses estaban de acuerdo en el mé-
todo y sus estudiantes siguieron sus consejos. L a Pri mera G ue-
rra M undial ralentizó este proceso, excepto en casos como el de

35
M alinowski, quien pudo prolongar su estancia en M elanesia
m ucho más allá del tiempo previsto. Sin embargo Stocking (2001)
defiende que el papel de M alinowski fue m ucho m ás allá de asu-
m ir plena mente las Notes and Q ueries y llevarlas a la práctica. E l
trabajo de M alinowski supuso para este autor un ca m bio funda-
mental en el locus pri m ario de la investigación, que se desplazó
de la barandilla del navío expedicionario o la m isión local a la
aldea de los nativos, posibilitando así la «participación» m ás in-
mediata en el m undo nativo. L a modernidad de la aproxi m ación
metodológica de M alinowski incluía, como es bien conocido, la
observación directa de la vida social, el aprendizaje de la lengua
nativa, la redacción copiosa de notas, la recogida sistem ática de
diferentes tipos de m aterial etnográfico y la estancia de larga
duración, lo que cierta mente le convierte no en un m ito pero sí
en una especie de revolucionario (Wax, 2001).
Como describe U rry (1984), al contrario que los ingleses, los
a mericanos no estaban tan preocupados por las transfor m acio-
nes de los métodos de ca m po y recolección de datos como por
las transfor m aciones en los métodos de análisis (Johnson, 1998).
La mayor parte de los trabajos etnográficos en E E .U U. entre 1900
y 1940 fueron de tipo individual, y m uchas veces consistían en
secuencias de visitas cortas durante largos periodos. Para m axi-
m izar su investigación en el ca m po, los investigadores se ocupa-
ban de aspectos m uy particulares, a veces por consejo de sus
m aestros, para rellenar lo que consideraban «vacíos de conoci-
m iento». Con estos condicionantes y ante las transfor m aciones
m asivas en las sociedades indias nortea mericanas originarias,
no era infrecuente que en lugar de participar en la vida cotidiana
trabajaran con algunos infor m antes especiales, a los que entre-
naban para registrar en textos escritos su memoria de la cultura
y vida de la com unidad. Aunque algunos de los estudiantes de
B oas no estaban satisfechos con el nivel teórico de interpreta-
ción que había en la escuela, en su mayor parte estaban de acuerdo
en esta necesidad urgente de recopilación m asiva de datos.
E n este contexto, se considera que M argaret M ead fue una
de las pri meras investigadoras en rom per filas, siguiendo en par-
te la estela británica, pero con un énfasis más psicológico (Dewalt
y Dewalt, 2002). Algunos autores sostienen que M ead no había
leído Los argonautas cuando viajó a Sa moa, lo cual dotaría de
m ayor originalidad aún a su pionera aportación (Sanjek, 1990).

36
Con apenas 23 años, M ead hizo trabajo de ca m po en Sa moa
entre noviem bre de 1925 y julio de 1926 en la isla de Ta’u en
M an u, después de haber pasado u nas sem anas aprendiendo
sa moano en Pago Pago. E ra un trabajo de ca m po que dependía
todavía m ás de los infor m antes que de una estrategia de «obser-
vación participante», pues no llegó a vivir directa mente entre los
nativos sino en un dispensario (B rym an, 2001b). Y frente al en-
tendim iento «holístico» de una cultura determ inada que propug-
naba M alinowski, el trabajo de M ead se enfocó m ás en un aspec-
to concreto.
Publicó este trabajo de ca m po en varias obras, aunque su
libro clásico, uno de los m ás leídos en la historia de la disciplina,
es Adolescencia y cultura en Samoa (1995), en el que, a petición
de B oas y en el contexto de los debates de la época sobre el pre-
dom inio de la «naturaleza» o de la «cultura» en la conducta hu-
m ana, esta investigadora trató de demostrar la plasticidad de la
biología hu m ana y la i m portancia del deter m inismo cultural en
el estableci m iento de pautas de com porta m iento, en concreto en
un caso de adolescencia femenina «pri m itiva». Lo hizo descri-
biendo Sa moa como una especie de paraíso en el que las adoles-
centes gozaban de considerable libertad sexual. Mead estaba tam-
bién interesada en deter m inar qué se podía aprender de la expe-
riencia sa m oa n a para m ejorar la ed ucación en los colegios
estadounidenses, ya que llegó a plantearse si una supuesta laxi-
tud sexual como la de la cultura sa moana podría evitar m uchas
de las neurosis características de las adolescentes nortea merica-
nas «civilizadas». Para M arcus y F ischer (1986), M ead se convir-
tió en un ejem plo tem prano de los antropólogos como críticos
de la cultura, colaborando junto con B oas y otros en la creación
de una tradición de uso activista de la etnografía —contra el evo-
lucionismo y el racismo científico en este caso—, tradición que
ellos pretendían rehabilitar para la antropología a mericana. Ade-
m ás, consideran su libro sobre Sa moa como el precursor de la
técnica de «desfa m iliarización» de lo propio mediante la «yuxta-
posición transcultural».
Tras su trabajo en Sa moa, M ead siguió ali mentando el deba-
te sobre los métodos. E n 1933 publicó un artículo en American
Anthropologist titulado «M ore Com prehensive F ield M ethods»,
donde hacía un lla m a m iento a favor del trabajo de ca m po inten-
sivo, la observación participante y la necesidad de experi mentar

37
en persona la vida cotidiana de los nativos. M ead, junto con su
m arido G regory B ateson, fue ta m bién pionera en el uso de mé-
todos audiovisuales en su trabajo de campo en B ali (1942) y N ueva
G uinea. E n estos trabajos de ca m po, M ead y B ateson hacen pe-
lículas y fotografías para docu mentar la vida cotidiana y las inter-
acciones personales, utilizando incluso la cá m ara lenta para ana-
lizar estilos de danza, pero su método no fue adoptado m asiva-
mente hasta m ucho después (Jacknis, 1988).
C uriosa mente, como ocurrió con el D iario de M alinowski
(1989), el trabajo de M ead en Sa moa acabaría ta m bién envuelto
en una agria polém ica tras su m uerte, con las duras acusaciones
de incom petencia metodológica lanzadas por Derek F reem an
(1983). E n resu men, F reem an argu mentaba que se trataba de
una investigación de baja calidad, hecha por una antropóloga
jovencísi m a, que hizo un trabajo de ca m po corto, que nunca
entendió la cultura sa moana, que no hablaba la lengua nativa, y
se creyó inocentemente las mentirijillas que le contaron las jóve-
nes que entrevistó sobre su vida privada. Para F reem an, ade-
m ás, Sa moa no es en for m a alguna un paraíso de experi menta-
ción sexual como el que describía M ead, sino una sociedad jerár-
quica, com petitiva, autoritaria, violenta, dada a las emociones
fuertes, y donde la sexualidad prem arital está estricta mente pro-
hibida. E sta controversia, que no sólo provocó un i m portante
debate en la antropología nortea mericana sino que tuvo ta m-
bién un i m portante i m pacto mediático, tiene varios frentes, de
los que destacaremos dos. E n pri mer lugar, como señala B ry-
m an (2001b), el texto de F reem an es un alegato contra el relati-
vismo cultural en cuyo contexto se había diseñado la investiga-
ción, dina m itando su significación teórica como una «instancia
negativa» de la deter m inación biológica sobre el com porta m ien-
to. Adem ás, apunta a la i m portancia del género en las relaciones
de ca m po y, en general, en el proceso etnográfico, como veremos
m ás adelante. M ead fue pionera en trabajar, siendo m ujer, en un
á m bito femenino, y adem ás adolescente. Algunas antropólogas
fem inistas han acusado a F reem an de activar una reacción de
corte m achista, atacando el papel de la m ujer en la disciplina en
dos sentidos. Por un lado, nos encontraría mos a la investigadora
incom petente y, por otro, a un colectivo de infor m antes no fia-
ble. Para la antropóloga nortea mericana N ancy Scheper-H ughes
(com unicación personal), por ejem plo, la visión de F reem an sólo

38
puede entenderse como una fantasía m asculina llena de testos-
terona. E n Sa moa puede darse un sistem a dual lleno de parado-
jas y contradicciones, que contiene distintos á m bitos de com-
porta m iento y representación, condicionados por el género. E s
difícil evaluar este debate puesto que sus presupuestos teóricos,
la localización del trabajo de ca m po, e incluso la época eran dis-
tintos en a m bos autores. ¿H an hecho trabajo de ca m po M ead y
F reem an en la m ism a cultura? ¿Puede una sociedad haberse
transfor m ado tanto en unas pocas décadas? ¿Puede el género de
los investigadores y los infor m antes deter m inar tanto el conoci-
m iento producido? H e desarrollado este caso un poco m ás por-
que creo que ilustra con claridad las dificultades y polém icas en
las que necesaria mente se ve envuelta la etnografía, y que trataré
de desgranar en las páginas que siguen.

39
4
E L PR O C E S O E T N O G R Á F IC O

Tras este breve y necesaria mente incom pleto recorrido histó-


rico por los orígenes de la investigación sobre el terreno en la
antropología, esta mos ahora en condiciones de profundizar en
las distintas fases del proceso de producción de conoci m iento
etnográfico, desde el origen de una idea de investigación hasta
las estrategias de presentación escrita de los resultados, pasando
por las técnicas y los procedi m ientos de recolección de datos
m ás habituales que se em plean en el trabajo de ca m po. Ya he-
mos comentado que el m arco teórico que soporta m ás o menos
explícita mente un proyecto de investigación deter m ina el tipo
de aproxi m ación a la realidad, seleccionando y enfatizando un
tipo de datos y de técnicas y procedi m ientos de recogida. Por lo
tanto, una de las tareas relevantes de un libro de introducción a
la investigación es transm itir a los alu m nos la flexibilidad y ver-
satilidad del proceso etnográfico en todos sus momentos, po-
niendo énfasis en que uno de los hechos cruciales de la investiga-
ción en antropología es m antener una actitud reflexiva per m a-
nente y una coherencia interna en el proceso. E s decir, es preciso
en todo momento ser conscientes de por qué se elige un tem a
deter m inado, en relación con qué debates, por qué se acota el
objeto de investigación como se hace, por qué se tom an deter m i-
nadas decisiones metodológicas, y por qué se eligen deter m ina-
das retóricas para expresar el conoci m iento adquirido. Si los et-
nógrafos no intenta mos relacionar teorías con datos, si no esta-
mos el tiem po suficiente en el ca m po, si no somos conscientes
del potencial y las li m itaciones de las técnicas de recogida de
datos que están a nuestra disposición, si no presta mos suficiente

41
atención a las estrategias de representación de los sujetos y las
situaciones sociales analizadas, el conoci m iento producido será
de peor calidad. Lo que se plantea a continuación no es un pro-
cedi m iento único para la etnografía, sino m ás bien lo contrario.
Se trata de aprender a diseñar y llevar a cabo la investigación de
una for m a flexible y ajustada en cada caso a los lugares y casos
que se investigan, de m anera que opti m icemos al m áxi mo los
recursos, los tiem pos, las relaciones sociales y las técnicas.

4.1. El diseño de la investigación

Toda acción planificada que llevemos a cabo precisa de la


elaboración de una hoja de ruta previa. E n el caso que nos ocu-
pa, el diseño de investigación es la expresión del plan de trabajo
etnográfico, es decir, del proceso en el que intenta mos, de for m a
sistem ática, definir nuestro intereses, deter m inar qué queremos
investigar, seleccionar en qué lugar queremos hacerlo, tratar de
anticipar los actores sociales que nos encontraremos y su rele-
vancia relativa para el estudio, fijar una cronología para las dife-
rentes acciones de la investigación, e incluyendo, en el caso de la
etnografía, el proceso de redacción del producto final. D iseñar
una investigación consiste en entender bien el objeto de estudio
y deli m itar sus contornos significativos, y com binar los distintos
elementos y fases en una secuencia adecuada para los resultados
que se desean obtener. E l diseño es crucial para llegar al ca m po
con garantías de éxito, pero es i m portante concebirlo como una
hoja de ruta que tiene que estar necesaria mente preparada para
asu m ir ajustes y variaciones en el transcurso de la investigación,
o incluso variar sustancialmente si aparece un elemento casual
que de alguna m anera ca m bie el juego en la pesquisa. Si el dise-
ño está for m ulado de tal m anera que incorpore esta flexibilidad
teórica y metodológica, será m ás eficaz que si trata mos de m an-
tenerlo por enci m a de todo sin i m portar los hechos que podrían
inducir a su modificación o ajuste. L a etnografía, como hemos
dicho, dem anda una presencia prolongada del investigador so-
bre el terreno, y por eso esta flexibilidad es especialmente nece-
saria, puesto que en nuestra investigación esta mos per m anente-
mente enredados en roles y relaciones sociales que están m u-
chas veces fuera de nuestro control, y dependemos en buena parte

42
de la em patía con nuestros infor m antes y de su voluntad de cola-
boración. Adem ás, en el caso de la antropología, durante una
buena parte de su desarrollo histórico el ca m po de investigación
preferencial ha sido el «otro» cultural, lo cual añade todavía mayor
incertidu m bre en la anticipación del progreso ideal de la investi-
gación, tal como se plasm a en el diseño.
Ya he comentado antes algo sobre la i m portancia del desa-
rrollo paulatino en los alu m nos de una «i m aginación» de inves-
tigación, ya sea «sociológica» (M ills, 1961) o «etnográfica» (At-
kinson, 1990; Willis, 2000), como requisito indispensable para
poder «pensar» todo el proceso etnográfico adecuada mente en
su contexto (social, político, histórico y cultural), en sus ra m ifi-
caciones teóricas, en sus «ca m pos» y en sus métodos y técnicas
adecuados. Velasco y D íaz de Rada se refieren a ella como una
«for m a de curiosidad» ali mentada por la capacidad de «extraña-
m iento» o reconoci m iento de la diversidad cultural (1997), que
es uno de los ejes metodológicos centrales de la etnografía tal
como se ha practicado histórica mente en la antropología. Puede
afir m arse que un buen diseño de investigación es directa mente
proporcional a la capacidad de i m aginar etnográfica mente la
investigación que va a llevarse a cabo, y esto supone ta m bién
anticipar líneas de com unicación adecuadas entre la teoría, los
métodos y los datos que se espera conseguir. E ste tipo de i m agi-
nación tiene que ver con las características personales e intere-
ses del investigador, por supuesto, pero esta cualidad de m irar el
m undo y los problem as sociales con ojos de etnógrafo es algo
que se aprende y mejora con la experiencia, y su desarrollo re-
flexivo debería ser un objetivo central de cualquier curso de ini-
ciación a la investigación. H ay otro aspecto que es i m portante
destacar porque tiene una incidencia directa en nuestra práctica
académ ica: a nivel práctico, un diseño adecuado y bien estructu-
rado es funda mental para conseguir la financiación necesaria
para llevar a cabo la investigación.
D iseñar una investigación etnográfica necesaria mente obli-
ga a tom ar m uchas decisiones que pueden agruparse, según Le-
Com pte y Schensul, en tres á m bitos: 1) las cuestiones que se
pla ntea n y se trata n de contesta r; 2) los recu rsos con los que
se cuenta, es decir, cómo opti m izar el tiem po, el apoyo, la finan-
ciación, etc.; y 3) las características, especialmente las li m itacio-
nes, del lugar de ca m po y de las personas y roles sociales que nos

43
encontraremos en él (1999). L a adecuación del diseño depende
del m ayor o menor conoci m iento que el investigador tenga pre-
via mente del problem a o proceso que pretende estudiar. Por un
lado, es i m prescindible comenzar una investigación a través de
la bibliografía ya existente. Por otro, los trabajos de ca m po pre-
li m inares son, por breves que resulten, m uy i m portantes a la
hora de hacer un diseño adecuado, porque posibilitan al investi-
gador observar de pri mera m ano algunas características del fe-
nómeno social estudiado, lo que per m ite anticipar y afinar el
diseño y evitar errores y m alas interpretaciones.
Co m o ya he señalado en u n texto m etodológico anterior
(2002), en el caso del culto espiritista de M aría L ionza en Vene-
zuela, sobre el que escribí m i tesis doctoral en la U niversidad de
B erkeley (2004a), fue una visita preli m inar el 12 de octubre de
1992 a la montaña de Sorte en el estado de Yaracuy, el principal
centro de peregrinación de esta for m a de religiosidad popular, el
que me i m pulsó definitiva mente a decantar me por este tem a de
investigación, a pesar de sus dificultades. E n realidad, m i pro-
yecto inicial no tenía relación directa con ese culto, sino que
estaba orientado al estudio de los problem as de traducción y
com unicación entre sistem as terapéuticos coexistentes —biome-
dicina y medicina popular, sobre todo— en deter m inadas zonas
afrovenezolanas conocidas por la creencia generalizada en la
brujería, especialmente la región de B arlovento. M ientras elabo-
raba m i proyecto, todavía no había tenido oportunidad de viajar
a Venezuela y estaba construyendo m i objeto de estudio usando
exclusiva mente recursos bibliográficos y siguiendo el consejo de
m is tutores y algunos especialistas en religiosidad popular y an-
tropología médica en A mérica L atina, que me reafir m aban el
interés de m i propuesta original. E n esta fase, em pecé a encon-
trar me con el culto en los libros que consultaba, hasta el punto
de que pronto em pezó a desplazar m i proyecto de investigación
original. U na vez detectado, no hubo vuelta atrás. Dentro de m is
li m itaciones, había tratado de utilizar todos los recursos biblio-
gráficos de la U niversidad de B erkeley, incluyendo bases de da-
tos, présta mos inter-bibliotecarios y, por supuesto, los a m plios
fondos de la biblioteca. H abía encontrado incluso un tesoro bi-
bliográfico, un libro publicado en 1912 por José G regorio H er-
nández —uno de los fundadores de la medicina venezolana y
que ahora es uno de los principales «espíritus» del culto—, dedi-

44
cado por él m ismo a un general venezolano. H abía leído todo lo
que podía encontrarse sobre el culto en toda la red de universi-
dades públicas de California. H abía hecho algunos cursos de lec-
turas dirigidas enfocados a la antropología latinoa mericana y a
todo el cuerpo bibliográfico sobre cultos de posesión, especial-
mente en la zona caribeña y en B rasil. H abía conversado con los
especialistas que pensé que me podían ayudar a entender e in-
vestigar el culto. H abía leído ta m bién todo lo que había podido
sobre la antropología del cuerpo y la que entonces se em pezaba
a conocer en ese á m bito académ ico como «sociología carnal»
(Wacquant, 2004), acudiendo a algunos sem inarios especializa-
dos sobre estos tem as.
Pero, desde la distancia, tenía m uchas dudas sobre la posibi-
lidad de poder encontrar y cartografiar un culto tan extendido y
disperso en una sociedad como la venezolana, que desconocía
casi totalmente. Tenía ta m bién dudas lógicas sobre m i capaci-
dad personal para afrontar un trabajo de ca m po de larga dura-
ción sobre una práctica tan exigente desde un punto de vista
personal y emocional. Tenía dudas y temores, bien funda menta-
dos, sobre la seguridad de llevar a cabo un trabajo de ca m po en
los sectores sociales populares que vivían en los barrios, lo que
me ponía peligrosa mente en relación con el m undo delincuen-
cial y con los altos índices de violencia cotidiana en Venezuela
(F errándiz, 2004b y 2004c). Sin em bargo, el encuentro con M a-
ría L ionza durante dos días en Sorte en 1992, aunque en absolu-
to disipó todas estas cautelas, especialmente las vinculadas a la
seguridad personal, tuvo el efecto de una iniciación ritual etno-
gráfica sin retorno. F ue una experiencia abru m adora, un encuen-
tro con el campo i m posible de anticipar. Acudí con un colega
nortea mericano a la montaña justo en los días de m ás afluencia
de todo el año, en torno al 12 de octubre, y había decenas de
m iles de espiritistas, m uchos de ellos en diferentes estados de
trance, distribuidos por las laderas de la montaña en un entorno
selvático. L as vacilaciones sobre la presunta riqueza etnográfica
del culto se acabaron de un plu m azo. E l culto era tan absoluta-
mente intenso, enigm ático y tan lleno de vitalidad y sensualidad
que llegué al convenci m iento casi instantáneo de que, en ese
momento de m i vida y de m i carrera, literalmente fascinado por
lo que estaba experi mentando, no tenía m ucho sentido em bar-
car me en otro tipo de investigación en Venezuela. E ra un culto,

45
adem ás, lo suficientemente extraño y exótico, a pesar de que ha-
bía surgido en una sociedad petrolera, que en m i todavía inci-
piente y, m irada desde el presente, algo clásica y desfasada idea
de la antropología, me parecía perfecta mente legítimo y auténti-
co como lugar de ca m po, expresado ya en la disciplina en m últi-
ples estudios sobre tem áticas semejantes tanto en A mérica L ati-
na como en otros lugares del m undo. E ntonces, como detallaré
m ás adelante, em pezó a perfilarse un problem a diferente, que
me enfrentaba directa mente con el diseño del trabajo: ¿cómo
investigar un culto alta mente descentralizado, practicado por
m iles de personas, y fuertemente i m bricado con los barrios m ar-
ginales de las periferias urbanas?
Así, un pri mer problem a del diseño de investigación etnográ-
fica es definir y deli m itar mediante lecturas, consultas con espe-
cialistas y trabajo de ca m po preli m inar —siem pre que sea posi-
ble— un objeto de estudio adecuado, accesible, reconocible y
novedoso desde el punto de vista teórico y metodológico, inde-
pendientemente de su com plejidad y de las m atizaciones y re-
ajustes que se irán haciendo a medida que avance el proceso de
investigación en sus diferentes fases. Lógica mente nunca se eli-
ge en el vacío, y pocas veces al azar. Cada investigador tiene sus
propias preocupaciones, sus propias afinidades teóricas y meto-
dológicas, pertenece o se siente cercano a una escuela de pensa-
m iento u otra, o tiene en su biografía alguna característica que le
predispone a un tipo de investigación deter m inada. E l contexto
personal, social, académ ico o incluso político es, por lo tanto,
m uy i m portante en la selección del tem a. Adem ás, la investiga-
ción es idealmente un proyecto de vida. A lo largo de su carrera,
los investigadores tienen varias opciones: pueden especializarse
en un tem a concreto, pueden m antener una agenda estable de
intereses y tem as m ás o menos a m plios que puede desplegarse y
evolucionar en una dirección u otra, o pueden ca m biar radical-
mente de ru m bo de un proyecto a otro.
Para estudiantes que se están iniciando puede ser útil tener
en mente esta concepción procesual de la investigación, de modo
que planteen sus carreras con perspectiva. Por ejem plo, como
veremos con m ás detalle en el capítulo sobre antropología de la
violencia, en m i experiencia investigadora he trazado hasta el
momento un itinerario que comenzó en el análisis del culto de
posesión espiritista de M aría L ionza, para luego situarse duran-

46
te unos años en la antropología de la violencia, y continuar final-
mente en un proyecto sobre la memoria trau m ática de la G uerra
Civil española tal como se expresa en las exhu m aciones contem-
poráneas de fosas com unes. Del m ismo modo que ahora puedo
tratar de defender una trayectoria con cierta coherencia en la
que, pese a la aparente disparidad entre un proyecto y otro que
puede percibirse a pri mer vista subyacen tres ejes de continui-
dad —corporalidad, memoria, violencia—, también soy conscien-
te de que si, por ejem plo, no me hubiera encontrado en Caracas
con los índices de violencia cotidiana, estructural y delincuen-
cial con los que me encontré durante m is visitas entre 1992 y
1995, y si esa violencia no se hubiera expresado tan dra m ática-
mente en el culto de M aría L ionza, quizá hubiera acabado por
derivar m i trayectoria investigadora hacia otros ángulos que
em pecé a explorar en m i tesis doctoral y luego dejé de lado, como
pueden ser la evolución histórica de los grupos afroa mericanos
en A mérica L atina, la religiosidad popular, la m arginalidad ur-
bana, la curación y eficacia si m bólica, etc. Adem ás m i investiga-
ción sobre las exhu m aciones de la G uerra Civil, que supone el
tránsito entre el estudio del cuerpo poseído y el del cuerpo fusi-
lado, pone paulatina mente en m i agenda de intereses tem as que
hasta ahora me resultaban lejanos, y ahora me planteo para fu-
turos proyectos de investigación, como pueden ser la transm i-
sión generacional del trau m a social, los procesos de m usealiza-
ción e institucionalización de la memoria, la plasm ación geográ-
fica de la memoria histórica, la lla m ada vida social de los derechos
hu manos en el m arco de la lla m ada justicia transicional (Wilson,
2006; F errándiz, 2010), las transfor m aciones contem poráneas
en las culturas de la m uerte, etc.
E n el apéndice a su conocida obra La imaginación sociológi-
ca, titulado «sobre la artesanía intelectual», el sociólogo estado-
unidense de la U niversidad de Colu m bia C.W. M ills (1961) reco-
mendaba m antener un archivo privado de experiencias y posi-
bles cursos de investigación, archivo que había que ir alimentando
con anotaciones, «ideas m arginales», notas bibliográficas, recor-
tes de prensa, esbozos de proyecto, reseñas de libros y otros re-
cursos. L a reorganización periódica y autorreflexiva de este dia-
rio privado de ideas y posibles tem as de investigación per m itía
«m antener despierto el m undo interior» del investigador, es de-
cir, transfor m ar las categorías de los hechos de interés, jerarqui-

47
zarlos de nuevo, y establecer nuevas conexiones. Aparte de estos
archivos personales, hay otros factores i m portantes a la hora de
decantarse como investigador por un tem a u otro, como pueden
ser los progra m as de docencia e investigación de la institución
en la que nos encontra mos y sus prioridades estratégicas; la evo-
lución de la bibliografía de la especialidad en la que investiga-
mos, que nos ayuda a redefinir los problem as, a buscar los con-
textos relevantes de análisis, y a ajustar de for m as diferentes
nuestros m arcos conceptuales a las realidades ca m biantes; o los
contactos que m antenemos con especialistas en congresos, con-
ferencias o reuniones m ás infor m ales, que de nuevo cuestionan
nuestra m anera de proceder y nos aportan ideas nuevas sobre la
investigación. E star lo mejor infor m ado posible, y eso incluye el
buen m anejo de la literatura internacional, ta m bién es i m por-
tante a la hora de seleccionar un objeto de estudio, pues evita la
duplicación inútil de las investigaciones, a menos que la inten-
ción sea precisa mente la de un reestudio. L a novedad es, por lo
tanto, un elemento i m portante a la hora de seleccionar el tem a
de investigación, como ta m bién lo son la originalidad y, lógica-
mente, la viabilidad.
H a m mersley y Atkinson (1994) proponen un proceso de refi-
na m iento del objeto de estudio partiendo de «problem as preli-
m inares», parafraseando la introducción a Los argonautas de
M alinowski, cuyo punto de partida puede ser diverso. Por ejem-
plo, ellos señalan que el origen de la investigación puede ser una
teoría de la que brotan hipótesis, o el propio desconoci m iento de
un fenómeno que despierta curiosidad, o ciertos desastres natu-
rales o crisis políticas («experi mentos naturales»), o encuentros
fortuitos o experiencias personales que pueden dar lugar a la
aparición de una curiosidad científica por un tem a deter m ina-
do. A partir de aquí, el diseño per m ite convertir estos problem as
preli m inares en un conjunto de preguntas a partir de las cuales
se pueden em pezar a establecer conexiones teóricas. Pero éste es
un proceso de retroali mentación en el que los intereses teóricos
evolucionan al m ismo tiem po que los contornos del objeto de
análisis, y lo m ismo sucede cuando em pieza el trabajo de ca m po
y aparecen los datos. Velasco y D íaz de Rada lo for m ulan de la
siguiente m anera: los etnógrafos nos representa mos los objetos
de estudio, y nos ponemos en m archa como investigadores, me-
diante «guías de trabajo» con diferentes grados de sistem atici-

48
dad y, de nuevo, incom pletas, flexibles y ca m biantes (1997). E s-
tas guías de trabajo, que son un elemento necesario del proceso
etnográfico, evolucionan a medida que el investigador se va orien-
tando en el ca m po como si se tratara de un laberinto.
Las preguntas que nos hacemos en estas guías de trabajo siem-
pre tienen una di mensión teórica, que puede ser m ás o menos
consciente o explícita, y for m an el eje a partir del cual for m ula-
mos objetivos e hipótesis, y plasm a mos las intuiciones interpre-
tativas que pretendemos validar empíricamente (Pujadas, 2004b).
Al m ismo tiem po, condicionan la selección y preparación del
trabajo de ca m po, como veremos a continuación, y nos i m pul-
san a elegir las técnicas m ás adecuadas de entre la a m plia ga m a
que tenemos disponible para obtener los datos que considera-
mos necesarios. U n diseño de investigación no es, como ya hemos
sugerido, un com parti mento estanco, sino una condición nece-
saria de ordenación de los intereses y tareas del etnógrafo que se
modifica en el transcurso de la investigación. E n un diseño de
investigación hay, por lo tanto, que proponer un m apa de ruta de
la investigación que com bine flexibilidad con rigor. Para orien-
tarse en este laberinto de la investigación etnográfica, es preciso
conocer lo m ejor posible los antecedentes del problem a y el o
los contextos relevantes de análisis, situar el problem a dentro de
un m arco teórico capaz de retroali mentarse con los datos que se
vayan obteniendo, deter m inar con la m ayor claridad posible los
objetivos generales y específicos de la investigación, identificar y
localizar las fuentes docu mentales y bibliográficas relevantes para
desarrollar el estudio, definir un campo adecuado para obtener
datos sobre las preguntas de investigación for m uladas, descom-
poniendo sus elementos, sus a m bientes y actores sociales y, fi-
nalmente, integrar las diferentes técnicas de ca m po de for m a
que se adecuen a las preguntas for m uladas y a las características
de la situación de investigación propuesta.

4.2. El trabajo de campo como situación metodológica

E n esta sección general sobre el trabajo de ca m po, se antici-


pan algunos de los debates que desarrolla mos a continuación.
Ya vi mos antes cómo el trabajo de ca m po llegó a instalarse en el
corazón metodológico de la disciplina, a través del segui m iento

49
de su progresión histórica en dos de las principales tradiciones
de la antropología. Según Stocking, el trabajo de ca m po está en
la base de los «valores metodológicos» de la disciplina, y se ha
filtrado incluso a las nociones m ás cotidianas de lo que significa
ser antropólogo en la sociedad en general (2001). Como ta m bién
señala este autor, la i m agen clásica de M alinowski (un antropó-
logo occidental, varón, solitario, pasando una tem porada larga
entre nativos y usando métodos de recolección rigurosos) ha sido
durante m uchos años una suerte de «arquetipo» de nuestro mé-
todo. Incluso hoy, después de tantos años, debates e incluso es-
cándalos, a pesar de las críticas al trabajo de ca m po y a la etno-
grafía clásica que discutiremos m ás adelante, y a pesar de que
las situaciones de ca m po «clásicas» sencilla mente ya no existen,
sigue habiendo un sentido general en la antropología de que la
presencia sobre el terreno es la situación metodológica funda-
mental en la que recogemos la infor m ación etnográfica y con-
textualiza mos los datos con la necesaria «densidad» (San m ar-
tín, 2003). Para González E chevarría, la subjetividad y los «valores
sociales» del investigador han estado presentes m uy frecuente-
mente en los debates sobre el estatus epistemológico de la antro-
pología como ciencia «dura» o interpretativa (1987), ya que es a
partir del trabajo de ca m po etnográfico que establecemos nues-
tras teorías y construi mos nuestros textos, rozándonos, cuando
no rasgu ñándonos o directa mente chocándonos con las relacio-
nes y procesos sociales. Así, aunque el trabajo de ca m po no es
exclusivo de nuestra disciplina, sí la distingue por su centralidad
metodológica. Aunque en general no está explícita mente for m u-
lado, en algunas tradiciones académ icas el trabajo de ca m po de
larga duración —o incluso en relación con un «otro» cultural—
no es sólo el método de la disciplina, sino que es adem ás condi-
ción indispensable para la ad m isión iniciática de un investiga-
dor en el colectivo de antropólogos.
Trabajos de ca m po hay tantos como investigadores. Ya hici-
mos referencia a que cada escuela o tendencia antropológica se
hace un tipo de preguntas diferentes, busca contextos de investi-
gación de ca m po distintivos, y prioriza diferentes estilos de pre-
sencia sobre el terreno. A pesar de esta diversidad metodológica
e histórica, desde M alinowski hay un acuerdo general de que el
antropólogo tiene que estar en el campo el tiempo suficiente como
para que su presencia se haga rutinaria entre los grupos estudia-

50
dos, o al menos no sea considerada una anom alía que induzca a
la sospecha y ponga en cuestión la viabilidad de la investigación.
Lo veremos luego con m ás detalle cuando hablemos de los m úl-
tiples papeles sociales del antropólogo en el ca m po, y de los dis-
tintos grados de i m plicación disponibles, entre ellos la lla m ada
observación participante, que es la m ás extendida en la discipli-
na. H ay, por lo tanto, una enor me variabilidad de trabajos de
ca m po posibles, tan grande como la cantidad de for m as de i m-
plicarse en él. M ás adelante veremos ta m bién cómo el rango de
lo que considera mos como un trabajo de ca m po antropológico
legítimo en la disciplina se está a m pliando notablemente, no sólo
debido a las transfor m aciones provocadas por la globalización,
sino ta m bién por el desarrollo de nuevos intereses de investiga-
ción en la disciplina (analizaremos con algo m ás de detalle el
caso de los estudios m ultilocales y los estudios de la violencia),
que están requiriendo la construcción constante de nuevos luga-
res de investigación, el replantea m iento y reajuste de técnicas, o
la modulación y diversificación de las retóricas.
Los estudios de campo profesionales pueden durar entre unos
pocos meses y décadas, dependiendo de los casos. Aunque la in-
tención última es adquirir un conocimiento lo más profundo posi-
ble de los grupos hu manos y fenómenos estudiados, y conseguir el
acceso paulatino a los niveles de significación implícitos en los pro-
cesos culturales, es tan com ún que un antropólogo no regrese nun-
ca una vez finalizado el trabajo de campo necesario para su inves-
tigación, como que el trabajo de campo se prolongue en el tiempo
mediante periodos de campo en secuencia (Scheper-H ughes, 1997),
o incluso reestudios del mismo lugar con la perspectiva de los años
o décadas. También hay que tener en cuenta las fases previas al
trabajo, como son la obtención de fondos, el aprendizaje de idio-
mas cuando es necesario, el perfilamiento del proyecto, la obten-
ción de permisos si hacen falta (pasaportes, visados, autorizacio-
nes de acceso en casos de investigación en instituciones u organis-
mos como hospitales, centros penitenciarios, etc.), la negociación
del proyecto con comités éticos cuando lo exige el tema —aspecto,
por cierto, prácticamente ausente en el panorama antropológico
español más allá de las iniciativas individuales—, la institución o la
agencia que aporta la financiación, etc.
Desde luego el trabajo de campo no sólo es producto de un
diseño de investigación determinado, sino que está fuertemente

51
condicionado por la situación personal y profesional del investi-
gador, por su experiencia etnográfica previa, así como por condi-
cionantes externos como los que se acaban de mencionar. Como
señala A mit (2000), los aspectos personales, institucionales e in-
vestigadores de cualquier etnógrafo se construyen recíprocamen-
te y no pueden entenderse por separado. Si se trata de estudiar un
nuevo problema en un campo ya conocido y donde se han hecho
investigaciones anteriores, el trabajo se puede hacer en unas po-
cas semanas. E n antropología aplicada, en casos en los que es
preciso elaborar un informe o hacer un peritaje en el menor perio-
do de tiempo posible, las circunstancias también son distintas. De
hecho, el largo ciclo de la producción de conocimiento etnográfi-
co, en el que los textos pueden tardar años en salir publicados, ha
incrementado el valor de boletines institucionales de respuesta
rápida como Anthropology Today y ha llevado a algunas revistas de
prestigio (Cultural Anthropology, que incluye a veces una sección
llamada «In the News», o E thnography, que tiene un apartado de-
nominado «F ield for T hought») a crear secciones especializadas
para la presentación más ágil de materiales sobre hechos que es-
tán en el debate público y donde la antropología, incluso sin un
trabajo de campo clásico y sin una retórica estrictamente acadé-
mica, puede aportar elementos importantes a la discusión.
E n mi experiencia de doctorado en Estados U nidos, los alu m-
nos debíamos llevar a cabo un trabajo de campo de un mínimo de
12 meses para que fuera aceptado como legítimo por nuestros
asesores de tesis y, en general, por el claustro de profesores. La
mayor parte de las investigaciones obtenían becas, por lo que este
requisito era cu mplido en la mayoría de los casos en una estancia
única, quizá precedida de trabajos de campo preliminares, y se-
guida de visitas posteriores para recabar datos que no fueron re-
cogidos en la temporada larga. Pero para los profesores de m u-
chas universidades, excepto en el caso de los años sabáticos o,
fuera de la universidad, en el de los profesionales que trabajan en
institutos de investigación, es imposible planificar trabajos de cam-
po tan largos y continuados, así que la estrategia de investigación
ha de variar y estructurarse en estancias más cortas durante tem-
poradas más largas. B asándose en su experiencia con sus alu m-
nos y también como editor de Urban Life durante tres años, E mer-
son (1987), aunque ha mostrado su optimismo por el futuro de la
etnografía, se ha quejado de que hay casos en los que, a pesar del

52
discurso aparentemente internalizado por m uchos etnógrafos, en
la práctica no se hace «suficiente» trabajo de campo, y tampoco se
hace adecuadamente. E n especial porque de la calidad de las rela-
ciones que se establecen en el campo depende en buena parte la
calidad de los datos obtenidos, y la gestión de las relaciones sobre
el terreno lleva tiempo y método (Goward, 1984). E merson sugie-
re que la propia dinámica de competitividad que se ha instalado
en la carrera académica favorece en ocasiones lo que denomina
un aproximación quick-and-out —rápido y fuera— a la etnogra-
fía, en la que se pierde densidad investigadora a cambio de capital
académico a corto plazo.
O tro aspecto general del trabajo de ca m po tiene que ver con
la necesidad o no de viajar para acceder al á m bito de investiga-
ción seleccionado. N o es lo m ismo plantear una investigación en
la antípoda que hacerla en casa, y en cada caso las condiciones y
las exigencias son m uy diferentes. L a distancia dialéctica y geo-
gráfica entre casa y campo, histórica mente, es básica en el pro-
ceso de extrañamiento que subyace histórica mente a la antropo-
logía como disciplina especializada en «otros» culturales, y ha
señalado la diferencia entre el lugar en el que se han recolectado
los datos y el lugar donde se analizan y convierten en conoci-
m iento etnográfico acabado, es decir, donde se acaban de escri-
bir (G upta y F erguson, 1997). E n su influyente libro sobre la
historia del trabajo de ca m po en antropología y sus transfor m a-
ciones contem poráneas, Anthropological Locations, estos auto-
res distinguen dos fases de escritura etnográfica: 1) sobre el te-
rreno se redactan las «notas de ca m po», que están cercanas a la
experiencia, son fragmentarias, y contienen docu mentación en
crudo, entrevistas y observaciones, y 2) en «casa», la etnografía
que se reescribe una vez de regreso se refiere ya a los tem as teó-
ricos relevantes en la investigación, y los trenza con la infor m a-
ción que proviene del trabajo de ca m po. E n las situaciones en
las que el trabajo de ca m po se realiza en la vecindad del lugar
habitual de trabajo o el acceso es relativa mente sencillo, el pro-
ceso de investigación puede reproducir las condiciones de «ex-
traña m iento» clásicas de la disciplina siguiendo el modelo diná-
m ico «mesa de trabajo-ca m po», como han propuesto Velasco y
D íaz de Rada (1997), aunque este método de trabajo lógica men-
te ta m bién se practica en cualquier lugar de ca m po alejado de la
base institucional del investigador donde existan las condicio-

53
nes, como fue el caso de m i investigación en el culto de M aría
L ionza, ya que en Caracas vivía en un aparta mento y podía re-
dactar casi diaria mente las notas cuando regresaba de los cen-
tros espiritistas.
O tra consideración i m portante es la di mensión o escala del
campo, así como su adecuación como método de investigación
al problema planteado. Los etnógrafos trabajamos habitualmente
y de m anera intensiva y cara a cara en contextos sociales de ta-
maño reducido —históricamente, estudios de com unidad (Arens-
berg, 1961; M oreno, 1972; N avarro, 1984), estudios de grupos
tribales ( M alinowski, 1979), estudios de redes sociales (B ott,
1990), estudios de fiestas (Velasco, ed., 1987), estudios de reli-
giosidad popular (Álvarez Santaló, B uxó y Rodríguez B ecerra,
1989), historias de vida de una persona deter m inada (Pujadas,
1992), etc.—, lo que en ocasiones puede poner bajo sospecha la
representatividad de los datos obtenidos y del conocimiento cons-
truido a partir de ellos, frente a otras estrategias de investigación
extensiva, como las cuantitativas. A pesar de las dudas que a
veces se plantean respecto a la validez de los estudios de ca m po
etnográficos, especialmente aquellos que enfatizan la observa-
ción participante y otros procedi m ientos cualitativos, B ernard
(1995) los defiende alegando las siguientes razones: 1) el trabajo
de ca m po per m ite desplegar un alto nú mero de técnicas de in-
vestigación y, por lo tanto, recoger una gran variedad de datos de
distinta naturaleza; 2) la presencia en el ca m po reduce el proble-
m a de la reacción ante la presencia del investigador, nor m ali-
zándose así, paulatina mente, su presencia en el grupo social es-
tudiado, así como sus acciones de investigación, como la elabo-
ración de censos y genealogías, las entrevistas, las fotografías o
vídeos, etc.; 3) la presencia en el ca m po contribuye sustancial-
mente a entender mejor la situación que se investiga, ayudando
al etnógrafo a for m ular las preguntas adecuadas a las personas
indicadas; 4) sólo la presencia prolongada en el ca m po propor-
ciona el conoci m iento intuitivo de la cultura estudiada, pudien-
do así el investigador atribuir los significados adecuados a las
acciones sociales observadas o registradas; y finalmente 5) hay
m uchos problem as que sólo pueden ser investigados mediante
la estancia prolongada en el ca m po.
Ahora, tras estas consideraciones generales, pasa mos a ana-
lizar algunas de las características de la investigación etnográfi-

54
ca de ca m po. Como hemos definido la etnografía como un pro-
ceso de retroali mentación continua, podría parecer contrapro-
ducente establecer divisiones claras entre unas fases de la inves-
tigación y otras. Si se hace es exclusiva mente por motivos didác-
ticos, y ta m bién por responder a la estructura de m uchos de los
debates disciplinarios. De todos modos, soy consciente de que al
menos partes de algunas discusiones, así como los casos etno-
gráficos que presento, se podrían mover de una sección a otra
sin causar violencia al conjunto.

4.3. La selección del campo

U no de los elementos funda mentales del diseño de investiga-


ción es seleccionar bien el lugar donde se va a hacer la investi-
gación de campo, ya que la etnografía, necesaria mente, se tiñe
de las características y procesos del lugar en el cual toca tierra.
E n general, y es bueno transm itírselo a los alu m nos, hay ciertas
pautas que conviene seguir a la hora de elegir el lugar de ca m po,
aunque yo no puedo asegurar que haya cu m plido al pie de la
letra todas ellas en ninguna de m is investigaciones etnográficas.
B ernard (1995), por ejem plo, hace una pri mera consideración:
no hay razón para seleccionar un sitio que es problem ático si
puede encontrarse uno equivalente que es m ucho m ás sencillo a
menos que lo que el investigador busque sea precisa mente un
lugar conflictivo donde se expresen con m ayor intensidad las
tensiones que se pretende investigar. Siem pre hay que sopesar
las opciones disponibles antes de hacer la elección. Se trata en
este punto de elegir el lugar que en principio plantee el acceso
m ás sencillo, pero ta m bién m ás diversificado y sofisticado, al
tipo de entornos sociales y datos que se quieren investigar. Aun-
que éste es un consejo sensato, especialmente para un estudian-
te que em pieza su carrera, si lo hubiera seguido en el caso de
M aría Lionza, como también me recomendaban encarecidamen-
te m uchos de m is propios colegas venezolanos, hubiera hecho
probablemente una investigación digna, pero hubiera evitado,
por ejem plo, entrar con tanta frecuencia a presenciar ceremo-
nias espiritistas en los barrios m arginales, puesto que ta m bién es
posible encontrar el culto en lugares m ás seguros, en zonas po-
pulares del centro de las ciudades, e incluso en a m bientes de

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clase media y alta. Pero sin la experiencia etnográfica en los ba-
rrios, el resultado final de la investigación y la tesis no hubiera
sido satisfactorio para m í, pues las bolsas de pobreza de la peri-
feria urbana son precisa mente el lugar en el que esta devoción
religiosa tiene su m ayor fuerza, donde su capacidad de reciclaje
de i m ágenes, discursos y prácticas es m ayor, y donde se expresa-
ba de m anera m ás nítida el entrelaza m iento del espiritismo con
la violencia cotidiana —aspecto que, ya he señalado, se convirtió
en uno de los m ás i m portantes de m i investigación. Aun así, de
entre todas las posibilidades que se me abrieron en los barrios,
donde el culto puede encontrarse literalmente en todos lados,
busqué y seleccioné centros espiritistas en los lugares que yo
consideré m ás seguros de todos los posibles, aunque no siem pre
acerté o supe leer adecuada mente los gradientes de peligrosidad
de lo que en Venezuela se conoce como zonas rojas.
H a m mersley y Atkinson (1994) sostienen que la propia elec-
ción del ca m po ca m bia de m anera sustancial aspectos del dise-
ño previo, y que, en una relación de retroali mentación, el diseño
ayuda a acotar, reajustar y, por usar una expresión de A m it, «com-
parti mentalizar» el campo (2000). Es decir, decidir dónde y cuán-
do se observa, qué se observa, si la observación es participante o
no, con quién se interacciona y en qué orden, con qué técnicas se
van a buscar los distintos tipos de datos que resultan de interés,
cuáles son los soportes adecuados para los distintos tipos de da-
tos, cómo se va a com portar el investigador en relación con las
expectativas de los sujetos sociales que están en el campo, etc. E l
etnógrafo casi nunca está en posición de anticipar con exactitud
hasta qué punto y de qué m anera va a cubrir las previsiones del
lugar de ca m po finalmente elegido. Para m ini m izar riesgos de
falta de fluidez en la investigación, una buena posibilidad es se-
leccionar previa mente una serie de lugares de ca m po alternati-
vos o si m ultáneos, y circular por ellos a medida que avanza la
investigación y se van desatascando las relaciones personales y
los diferentes bloqueos que pueden surgir.
U nos párrafos atrás ya explicaba los motivos que me llevaron
a elegir el culto de M aría L ionza como objeto de estudio para m i
tesis doctoral. Revisaré ahora algunos de los problem as que se
me presentaron al diseñar la investigación de ca m po, en rela-
ción con m is decisiones a la hora de elegir y com parti mentalizar
el ca m po. E n un pri mer momento, tras discusiones con m is cua-

56
tro asesores de tesis en aquel momento, Stanley B randes, N ancy
Scheper-H ughes, Renato Rosaldo y M ichael Watts, definí (desde
casa) tres ejes básicos para orientar el estudio sin perder el ru m-
bo en una práctica social m uy dispersa, com pleja y sofisticada:
la relación histórica del culto con la sociedad petrolera y la ideo-
logía de la nación hegemónica en el país; la cristalización en el
cuerpo de la memoria popular —sobre todo a través de las «cor-
tes» o agrupaciones de espíritus m ás relacionadas con la histo-
ria de Venezuela, como la corte africana, la corte india, la corte
libertadora, etc.—; y, tras m i trabajo de ca m po preli m inar en el
que había encontrado en la montaña de Sorte decenas de mé-
diu ms jóvenes autom utilando sus cuerpos durante el trance, la
relación del culto con el incremento de las violencias urbanas.
Antes de em pezar lo que podría mos lla m ar la fase for m al de di-
seño, me resultó de m ucha utilidad un trabajo que me pidió para
un sem inario de investigación el profesor Renato Rosaldo, que
titulé « E l beneficio de la duda», donde expresaba todas las pre-
guntas sin respuesta que tenía en aquellos momentos respecto al
espiritismo venezolano (algunas de las cuales todavía no se han
disipado). E ste trabajo fue m i pri mera guía de ca m po, y en él
em pecé a plasm ar los contornos y lí m ites de m i investigación,
que eran m i preocupación m ayor al em pezar. E s decir, qué cosas
me interesaban, dónde podía encontrarlas, mediante qué técni-
cas, en qué secuencia, etc. E ntonces em pecé el proceso de «com-
parti mentalización» de la estancia de ca m po en Venezuela, que
tenía prevista para un año. Puesto que no tenía posibilidad de
saber cómo iba a entrar en el culto, o lo receptiva que iba a ser la
gente a m i investigación, y al encontrar me ante una práctica so-
cial m uy extendida y dispersa, tan sólo podía «construir el ca m-
po» a priori trazando unas directrices generales que luego debía
ajustar durante el trabajo de ca m po en sí.
E n primer lugar, tenía un interés m uy especial por investigar
la dimensión urbana del culto y por caracterizar la naturaleza de
lo que llamo la ciudad espiritista (2004a, cap. 2). Esta decisión
metodológica sorprendió a algunos de mis colegas venezolanos,
pero para mí estaba m uy fundamentada. Primero, porque consi-
deraba que el espacio de cotidianidad del culto era el prioritario
para entender su dinámica interna, frente a la que en principio pa-
recía más lógica priorización del trabajo etnográfico en la monta-
ña de Sorte y otros santuarios naturales del culto, que era donde

57
empezaban y acababan otras m uchas investigaciones. Ya he co-
mentado antes que unos meses antes de comenzar el periodo lar-
go de m i trabajo de campo, en octubre de 1992, había visitado en
un viaje de campo preliminar la montaña de Sorte, en el estado de
Yaracuy, el escenario más espectacular del culto y un lugar ex-
traordinariamente atractivo para un investigador interesado en el
espiritismo. Pero el hecho de que Sorte fuera el mirador más pre-
visible hacia el culto, donde es fácil encontrarse con antropólogos,
(para)psicólogos, sociólogos, eruditos locales, artistas, periodis-
tas, fotógrafos, etc., fascinados por su exotismo —lo que sitúa a la
montaña en un escalafón elevado de lo que G upta y F erguson lla-
man «jerarquía de pureza» de los lugares de campo (1997)—, me
hizo pensar que debía comenzar mi investigación por el otro ex-
tremo, más complicado y de peor acceso, es decir, allí donde esta
práctica se despliega cotidianamente: en los centros de culto ur-
banos. M ientras que en Sorte el culto estaba siempre allí de forma
masiva —lo que no dejaba de ser un seguro de vida en caso de
fracasar mi diseño original—, representaba una situación de ex-
cepcionalidad, puesto que cada grupo de culto independiente sólo
visitaba la montaña u otro santuarios una o dos veces al año. Por
lo tanto, opté por dejarlos en un segundo plano y acudir a ellos, la
mayor parte de las veces, con mis informantes urbanos. E n se-
gundo lugar, por la convicción de que sólo era posible determinar
la naturaleza del culto, los grados de implicación de sus fieles, la
estructura jerárquica de los grupos, el significado de los altares,
los rituales de iniciación y los itinerarios corpóreos de los mé-
diu ms durante un plazo prolongado mediante el seguimiento de
un nú mero limitado de grupos en sus contextos de cotidianidad,
mientras que la montaña representaba una especie de escaparate
ocasional de espiritistas. Eso sí, de m ucha espectacularidad. E n
tercer lugar, porque era una metodología inversa a la más habi-
tual, ya que una buena parte de las investigaciones sobre el culto
que conocía se habían basado en estancias de campo en la monta-
ña de Sorte.
U na segunda decisión metodológica tenía que ver con la se-
lección de un á m bito urbano adecuado para explorar el culto.
Inicialmente elegí Caracas para hacer m i investigación por ser el
centro del poder político y una ciudad de gran complejidad, donde
se reflejaba con claridad la huella del i m pacto petrolero sobre la
sociedad venezolana, y me ofrecía acceso a una buena parte de

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toda la ga m a de experiencias urbanas i m aginables en la Vene-
zuela contem poránea. E ra, por lo tanto, un escenario de investi-
gación difícil, pero m uy versátil. Ta m bién se encontraban allí
m is contactos académ icos en Venezuela, y es donde tuve la opor-
tunidad de conseguir un lugar para vivir con relativa facilidad.
D ado que m i planificación metodológica me exigía rotar por di-
versos centros espiritistas decidí vivir en un entorno de clase
media, cerca de la universidad, y salir a hacer trabajo de ca m po
según las condiciones y la evolución de la investigación. E sto me
posibilitó establecer un despacho a poca distancia de los centros
que visitaba con frecuencia, lo que me dotaba, como ya he men-
cionado, de un espacio de investigación dual que me per m itía
circular con facilidad entre la «mesa de trabajo» y el «ca m po»
(Velasco y D íaz de Rada, 1997) en apenas unas horas. Pero al
m ismo tiem po, decidí adoptar una postura flexible que no me
restringiera necesaria mente a la capital y me per m itiera seguir
pistas o m adejas que surgieran fuera de m i control, como así
sucedió de hecho en el trabajo de ca m po, en el que tuve contac-
tos con grupos en otras ciudades como B arquisi meto, San F eli-
pe, M aracay y, m uy especialmente, Catia L a M ar.
U na tercera decisión que tuve que solucionar en las pri meras
sem anas de m i llegada a Caracas tenía que ver con la elección de
varios centros espiritistas representativos de la práctica popular
del culto, así como de algún otro de clase media o alta, para
poder establecer un m arco com parativo. Al no tener contactos
en el culto antes de iniciar m i trabajo de ca m po, era i m posible
anticipar los grupos exactos con los que iba a hacer trabajo de
ca m po. A través de las lecturas que había hecho en la universi-
dad, había podido conocer algunos detalles acerca de su estruc-
tura interna, así como su relación entre ellos —generalmente
m uy com petitiva— y con las vecindades en las que se ubican. A
pesar de for m ar parte de una m ism a devoción religiosa, cada
centro espiritista tiene sentido en sí m ismo, crea su propia diná-
m ica i nter n a, i n icia a los m édi u ms m enos experi m entados,
desarrolla relaciones con un colectivo de espíritus deter m inado
aunque fluido, se m antiene estable o se escinde, y puede recibir
pacientes de su entorno in mediato, de otras zonas alejadas en
Caracas, o incluso de fuera de la ciudad. E sto me per m itió anti-
cipar la utilidad de hacer trabajos intensivos en varios centros, y
en m i diseño inicial decidí que el criterio que iba a usar para

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diferenciar a unos grupos de otros era su grado de estructura-
ción interna. N ecesitaba encontrar grupos desestructurados, gru-
pos inter medios, grupos alta mente organizados e, idealmente,
algún grupo en el que se estuviera produciendo una escisión.
Para ello, una vez en el ca m po, elaboré una estrategia doble. Por
un lado, nunca perdí la oportunidad de visitar un centro o san-
tuario espiritista si las circunstancias de la investigación, los con-
tactos, los encuentros fortuitos, las invitaciones inesperadas, me
llevaban en esa dirección, o me encontraba con algún médiu m
que, por su estilo de práctica, fuera de especial interés para los
tem as que estaba investigando. E n este sentido, m i intención
inicial era que m i itinerario de investigación m i metizara en lo
posible el recorrido de m uchos de los creyentes de M aría L ion-
za, que ca m bian con frecuencia de grupo de culto, desarrollan
relaciones m ás fuertes con unos que con otros, desarrollan afini-
dades con ciertos médiu ms, viajan a veces con ellos a los santua-
rios, etc.
A pesar de m i fla m ante hoja de ruta inicial, m i campo en
Venezuela nunca fue estable. E s m ás, estuvo lleno de sobresal-
tos, aunque esto ta m bién era previsible. Sólo al cabo de unos
meses de investigación pude asegurar que estaba trabajando pre-
ferentemente con unos grupos diferenciados, como había plani-
ficado. Los tres centros espiritistas con los que trabajé de m ane-
ra m ás intensiva, de menor a m ayor organización, fueron: 1) un
grupo de espiritistas aglutinado por el carism a de un médiu m
itinerante, D aniel B arrios, que vivían en la lla m ada economía del
rebusque en el com plicado barrio de L as M ayas, en el extremo
sur de Caracas; 2) el centro «Juan Pelao» —que era una escisión
de un grupo m ás grande de M aiqueitía ya desaparecido, y del
que se separó durante m i trabajo de ca m po el centro «Arichuna-
O lofi»—, situados a m bos en un radio de 200 m en el barrio de
Soublette, en la ciudad costera de Catia L a M ar; 3) el centro de la
«India Rosal» en el conocido barrio de L a Vega en Caracas, el
m ás organizado de los tres. Dediqué m ucho tiem po a estar con
ellos dentro y fuera de las ceremonias espiritistas —a acudir a
sus ceremonias pero ta m bién a vivir su cotidianidad—, a inte-
raccionar con sus espíritus y sus médiu ms en trance, a acom pa-
ñarles en sus viajes a santuarios externos, etc.
Sin em bargo, a pesar de que estos tres grupos espiritistas y
algunos de sus principales m iem bros se convirtieron en eje cen-

60
tral de m i investigación y me per m itieron consolidar una hoja de
ruta estable, necesitaba conocer el funciona m iento de otros gru-
pos, y ta m bién obtener datos de tipo com parativo sobre la natu-
raleza de las prácticas espiritistas en grupos de élite, y ta m bién
sobre la for m a que adoptaba el culto en á m bitos rurales. Así,
desde m i base caraqueña, siem pre m antuve una actitud de flexi-
bilidad metodológica para incrementar en lo posible el nú mero
y la variedad de situaciones de ca m po en las que podía experi-
mentar el entra m ado espiritista y obtener infor m ación com pa-
rada que me per m itiera contrastar la diversidad de estilos de
práctica espiritista. Para ello m antuve si m ultánea mente relacio-
nes m ás esporádicas con otros centros o portales espiritistas en
el barrio 23 de E nero, en el barrio de Petare, o en la Avenida San
M artín, todos ellos en Caracas, y en el m unicipio de B aruta (su-
deste de Caracas) y en el barrio de San Juan de la Cañada de la
ciudad de B arquisi meto. Visité en nu merosas ocasiones una per-
fu mería o tienda de venta de productos asociados al espiritismo
en la Avenida San M artín, y entré en decenas de ellas en distintos
puntos de Caracas para hacer consultas, hablar con los médiu ms
de guardia y adquirir m ateriales esotéricos para m i colección
etnográfica. Y ta m bién asistí a varias sesiones espiritistas en un
centro de clase alta que se reunía en unas lujosas instalaciones
en C hacao, en una zona de lujo, y tuve contacto con un grupo
que podría mos adscribir a la clase media-alta venezolana en la
ciudad de San F elipe. Adem ás, tuve la oportunidad de visitar un
hospital espiritista en la ciudad de M aracay, donde acudía una
media de 500 pacientes diarios. Para estudiar cómo el culto de
M aría L ionza se difundía de las ciudades hacia los á m bitos rura-
les, abrí otro frente de investigación con Jacinto, un curandero
afrovenezolano que vivía con su fa m ilia en una cabaña en lo alto
de una colina, en un pequeño pueblo de B arlovento, Tapipa, y
que había aprendido el espiritismo —del que vivía— durante una
estancia que había hecho en Caracas. Viajé adem ás con m is in-
for m antes urbanos a un buen nú mero de santuarios naturales
durante el curso de m i investigación, funda mentalmente a Sorte
(estado de Yaracuy), Anare (estado de Vargas), y L a M ariposa
(Caracas), pero ta m bién a la C ueva de Don Toribio en el estado
Portuguesa y a algunos ríos de la región de B arlovento, que es
donde tenía previsto que se localizara etnográfica mente m i pro-
yecto inicial sobre com petencias terapéuticas (F errándiz, 2004a).

61
U nos años después, en torno a 2002, cuando estaba prepa-
rando la publicación de m i libro sobre M aría L ionza, y ya lleva-
ba un tiem po trabajando sobre tem as de antropología de la vio-
lencia y de la memoria trau m ática, tal como se expresaba en el
culto de M aría L ionza, em pecé a diseñar un nuevo proyecto de
investigación, sin descartar volver a hacer en el futuro un reestu-
dio del culto para probar m is hipótesis relativas al eclecticismo y
a la naturaleza transformadora del culto. Pero m i trabajo de cam-
po sobre M aría L ionza estaba, en su parte funda mental, acaba-
do y publicado, y estaba buscando un tem a y un campo adecua-
dos para seguir desarrollando los intereses de investigación que
habían cobrado m ayor preem inencia durante m i trabajo en Ve-
nezuela, en concreto, la memoria social, las for m as contem porá-
neas de la corporalidad, y la violencia en sus diversas m anifesta-
ciones. E staba en una fase de transición.
Al principio tuve dudas porque quería seguir trabajando con
temas latinoamericanos, pero mi situación personal y laboral, que
ya no era la de un estudiante de doctorado, no me permitía plan-
tear un trabajo de campo de la misma envergadura allí. E mpecé
recogiendo información en mi «archivo personal de asuntos de
interés» (M ills, 1961) sobre un posible tema de investigación que,
sin tener que dejar el continente, eliminaba en buena parte la difi-
cultad de diseñar y financiar un estudio de campo en Latinoamé-
rica. E mpecé a hacer algunos contactos iniciales y a leer biblio-
grafía sobre él. Se trataba de analizar el impacto del estado de
conflicto crónico que sufre Colombia sobre la diáspora de sus ciu-
dadanos en E uropa, especialmente en España. Eso me obligaba a
trasladarme a temas y debates sobre procesos migratorios, pero
me seguía permitiendo trabajar con la base que ya tenía sobre la
violencia, la memoria y el sufrimiento social, que en este caso co-
braba una dimensión transnacional y planteaba problemas de in-
vestigación complicados. Pero, ¿qué colombianos? ¿Dónde? Los
colombianos son además un colectivo especialmente estigmatiza-
do por las asociaciones que se hacen en el sentido com ún europeo
entre ellos y la guerrilla, el narcotráfico o el sicariato. De hecho, en
ese tiempo, hubo incluso varios incidentes con resultado de m uer-
te en M adrid, involucrando a colombianos, y eso hacía el tema
todavía más delicado. E mpecé a leer algunos artículos sobre estas
cuestiones que me resultaron m uy sugerentes, especialmente uno
del profesor de la U niversidad de Colu mbia Valentine Daniel so-

62
bre los refugiados políticos tamiles en Inglaterra (1997). Consulté
a algunos expertos, me reuní con la presidenta de una de las prin-
cipales asociaciones de colombianos en M adrid, e incluso localicé
y entrevisté a varios colombianos que habían adquirido el estatus
de refugiados políticos en España, y que habían salido de Colom-
bia por amenazas de los grupos paramilitares. Llegué incluso a
conseguir una de las amenazas de m uerte anónimas que uno de
ellos había utilizado como prueba para la obtención de su estatu-
to de refugiado político.
Pero m ientras acotaba el ca m po de la diáspora colom biana y
me preparaba para una larga investigación, incluyendo visitas a
Colom bia, em pecé ta m bién a recoger en otro cajón m aterial so-
bre el lla m ado movimiento para la recuperación de la memoria
histórica en E spaña, relacionado con las exhu m aciones de las
fosas de la G uerra Civil, que em pezaron en el año 2000. L a exhu-
m aciones de cadáveres de personas fusiladas en la retaguardia
del ejército sublevado y, posterior mente, durante el franquismo,
estaba provocando un debate m uy encendido sobre la relación
de E spaña con su pasado m ás incómodo, sobre la supuesta men-
te modélica transición española y sobre la persistencia del trau-
m a social a través de los años a pesar de un pacto político que
puede equivaler a una ley de pu nto final como las que se están
revirtiendo en algunos países de A mérica L atina (2005; 2010b).
A principios de 2003, decidí elegir este segundo tem a y poner
el de la diáspora colom biana en una cola i m aginaria de proyec-
tos de investigación puesto que, a diferencia de lo que estaba
pasando con el proceso de recuperación de la memoria, en que
hay un sentido m uy consolidado de urgencia por la mera des-
aparición física de los supervivientes, el tem a de Colom bia lleva
la mentablemente m uchos años y, presu m iblemente, seguirá allí
cuando decida que es el momento de ca m biar de proyecto. M i
archivo personal de la diáspora colom biana sigue ali mentándo-
se con noticias de los periódicos, conversaciones con colegas,
etc., pero de una m anera menos sistem ática. Comencé entonces
a definir las características de la investigación y la naturaleza del
trabajo de ca m po etnográfico que puede hacerse sobre el proce-
so de recuperación de la memoria histórica. Desde el principio
percibí una continuidad clara con algunos aspectos de m i inves-
tigación sobre M aría L ionza, ya lo he comentado, aunque el tem a
pueda parecer m uy diferente a pri mera vista.

63
M ás adelante contaré ta m bién detalles de m i entrada en el
ca m po de investigación de las exhu m aciones contem poráneas
en E spaña, de los que considero infor m antes m ás relevantes, y
de m i propia posición en un asunto que me concierne no sólo
como investigador sino ta m bién como ciudadano y en que tra-
bajan si m ultánea mente m uchos especialistas de diferentes dis-
ciplinas: historiadores, psicólogos, arqueólogos, abogados o fo-
renses, aparte de los fa m iliares y los propios militantes de la me-
moria que están detrás de estas iniciativas (Jelin, 2003). E n este
punto, hablaré brevemente de cómo diseñé originalmente la in-
vestigación y de cómo entiendo el campo etnográfico en un asunto
com plicado que en varios momentos durante la últi m a década
ha estado en el ojo de un huracán mediático, político y judicial.
E n este caso, se trata de un trabajo de ca m po m ás episódico y a
largo plazo que, a diferencia de m i investigación sobre el culto
de M aría L ionza, por diferentes motivos personales y laborales,
no puedo llevar a cabo de m anera continua durante un periodo
de un año y luego salirme para analizarlo y escribirlo. Pri mero,
porque su espacio de despliegue coincide con m i actual ubica-
ción personal y profesional. E s decir, es un trabajo de ca m po
aquí en el que, por su alto perfil mediático, m uchos días se entra
sencilla mente encendiendo un aparato de radio por la m añana
durante el desayuno. Adem ás, porque es un proceso de largo
recorrido tem poral, en el que se están produciendo novedades
continua mente, y del que no sabremos la profundidad de su i m-
pacto hasta dentro de unos años. F inalmente, las características
de las exhu m aciones de fosas com unes —que por decisión meto-
dológica situé como eje funda mental de la investigación y como
campo principal del estudio—, que se concentran en los meses
de pri m avera y verano, unidas a las responsabilidades profesio-
nales, me i m piden dedicar me en exclusividad al trabajo de ca m-
po durante un periodo li m itado.
Para llevar a cabo esta investigación con garantías, he defini-
do diferentes estrategias metodológicas si m ultáneas que me per-
m itan, por un lado, tomar el pulso a todo lo que está ocurriendo
en el nivel nacional e internacional en relación con la gestión de
la memoria trau m ática en E spaña, y en una segunda fase com-
parativa en otros países; y, por otro, tratar de evaluar cuál es el
i m pacto en los á m bitos locales, que fueron un escenario crucial
de represión y olvido durante la guerra y el franquismo y consti-

64
tuyen actualmente la espina dorsal del trabajo de recuperación
de la memoria. U n tem a tan candente y sobre el que se está escri-
biendo tanto, no sólo respecto al caso español sino sobre otros
casos que tienen cierto parentesco en Argentina, C hile, G uate-
m ala, E l Salvador, B osnia o R uanda, por mencionar algunos,
obliga a que durante todo el proceso de investigación sea priori-
tario dedicar tiem po a la lectura exhaustiva de la literatura exis-
tente sobre la historiografía de la G uerra Civil y la posguerra,
sobre procesos semejantes en otros lugares del m undo y, m ás en
general, sobre la justicia transicional, el trau m a social, la antro-
pología de la violencia y el sufri m iento social, la antropología de
los derechos hu m anos, etc.
Al mismo tiempo, un proyecto de esta naturaleza precisa la
recopilación casi diaria de información en los medios de com uni-
cación y en otros ámbitos sobre los diferentes sucesos que tienen
lugar en relación con este proceso de recuperación de la memo-
ria. Por ejemplo, las guerras de las esquelas y las estatuas y la per-
sistencia del franquismo en el callejero tanto urbano como rural,
los debates sobre la Ley de Memoria H istórica y su desarrollo
reglamentario, la producción de docu mentales sobre la represión,
la organización de actos de desagravio a distintos tipos de vícti-
mas del franquismo, homenajes, conciertos, jornadas, protestas,
manifestaciones, encierros, conferencias y cursos de verano, la
circulación de noticias y docu mentales televisivos, la producción
de piezas de arte inspiradas en las exhu maciones, conversaciones
personales o telefónicas con especialistas y activistas de la memo-
ria, etc. La cantidad de acciones e iniciativas que están teniendo
lugar en m uchos puntos de España hacen inviable que se pueda
acudir a todas, aunque es posible seguirlo en parte gracias a lo
que Varisco ha llamado participant webservation, es decir, al tra-
bajo de campo en Internet y las redes sociales, sobre el que habla-
remos con algo más de detalle en otra sección (2002).
Pero el corazón del campo, al que estoy dedicando m i m ayor
esfuerzo investigador y que me per m ite circular con brújula en
un ca m po extraordinaria mente com plejo y lleno de sucesos rele-
vantes de diversa índole, se refiere al estudio etnográfico de las
exhu m aciones de las fosas com unes como lugares de la memoria
que se reactivan en el proceso de excavación (N ora, 1989). Desde
el punto de vista del diseño de investigación, eso requeriría m i
presencia en el m ayor nú mero de exhu m aciones posible durante

65
un periodo que inicialmente calculé en cuatro años pero, a la
hora de cerrar este texto, se había prolongado casi una década.
Pero la exhu m ación como escenario de campo principal para
analizar la difícil relación de E spaña con la G uerra Civil, con sus
variantes autonóm icas, es un ar m a de filo m últiple. Por un lado,
entre 2000 y 2011 ha habido tantas excavaciones (m ás de 250)
que es i m posible acudir a todas, o incluso a veces saber que han
sucedido. Por otro lado, como aspecto positivo, como duran ha-
bitualmente, según el ta m año de la fosa com ún y la com petencia
de los equipos técnicos, entre un fin de sem ana y 10 días, me
per m iten com patibilizar m i presencia en ellas con otros com-
prom isos laborales. Pero aunque las exhu m aciones son actos
políticos, sociales y si m bólicos de un gran dra m atismo e intensi-
dad, de ninguna m anera pueden com pararse una por una a lo
que sería un trabajo de ca m po de larga duración en el sentido
clásico de la disciplina, que ya hemos descrito antes. E s difícil en
unos pocos días, por ejem plo, conocer todas las relaciones de
parentesco tejidas en torno a las personas fusiladas, conocer las
historias y los ru mores que circulan desde la guerra en los pue-
blos, conocer las motivaciones de todas las personas que se acer-
can a las exhu m aciones, etc. Ya me enfrenté a un problem a de
diseño de la investigación semejante en el culto de M aría L ionza,
y la solución que he encontrado es semejante.
Debido a estas dificultades, para aproxi m ar me etnográfica-
mente a las exhu m aciones he planteado una estrategia doble.
Por un lado, llevo varios años desarrollando una investigación
de ca m po m ultilocal o m ultisituada (M arcus, 2001) que com bi-
na la presencia etnográfica en exhu m aciones de fosas com unes
(Valdediós, 2003; Villa m ayor, 2004; Covarrubias, 2005; F onta-
nosas, 2006; M ilagros, 2009; L a Pedraja, 2010; L a Legua, 2011;
etc.), con el estudio de diversas O N G de recuperación de la me-
moria histórica (especialmente la Asociación para la Recupera-
ción de la Memoria H istórica —AR M H— y la Federación de F oros
por la M emoria), grupos de trabajo con apoyo institucional (So-
ciedad de Ciencias Aranzadi) y algunos laboratorios forenses. L a
investigación tiene como base la observación participante (lue-
go aclararé qué significa en este contexto) en los diversos esce-
narios de recuperación de la memoria que ya he mencionado,
especialmente las exhu m aciones, así como la recogida en vídeo
digital de testi monios de vícti m as del franquismo tanto in situ

66
en las exhu m aciones como en otros escenarios de la memoria,
basándome en un protocolo elaborado por L uis E lguezabal y yo
m ismo y utilizado ta m bién por algunas de las A R M H en distin-
tos puntos de E spaña.1
Por otro lado, para sortear y com plementar el potencial défi-
cit de profu ndidad etnográfica en la investigación de ca m po m ul-
tisituada, he seleccionado una región que me per m ita enfrentar-
me con el proceso de recuperación de la memoria histórica si-
guiendo una estrategia de investigación más clásica. E n concreto,
durante varios años he estudiado en m ayor profundidad todo lo
que ocurre en tem as de memoria de la G uerra Civil en el Valle
del Tiétar en la provincia de Ávila, una zona que ha sido m uy
activa y ta m bién controvertida. Por un lado, tengo vínculos fa-
m iliares con la región, lo que me facilita la infraestructura y el
acceso de lo que esta vez sí sería una investigación en casa. E s
adem ás una zona en la que ya se han llevado a cabo varias exhu-
m aciones (una de ellas, la de Candeleda, que contenía los restos
de tres m ujeres y fue exhu m ada en 2003, ya ha inspirado una
obra de teatro) y las asociaciones de recuperación de la memo-
ria histórica principales, la A R M H y el F oro por la M emoria, son
activas, y donde han existido y existen otras asociaciones de per-
fil m ás local. Aparte del segui m iento de lo que ocurre en esta
región, estoy llevando a cabo un estudio de com u nidad en el pue-
blo de C uevas del Valle, m uy golpeado por la G uerra Civil, del
que era originario uno de m is abuelos. C uevas del Valle es un
pueblo típico de las acciones de retaguardia de los dos bandos,
pues se produjo el fusila m iento de once personas afines a la fa-
lange a los pocos días del golpe de E stado, y la represión de las
tropas franquistas fue m uy i m portante, llegando a morir en la
contienda el 10 % de la población. L as fosas com unes donde ya-
cen los fusilados de C uevas del Valle aún no han sido abiertas,
pero es posible que lo sean durante el transcurso de m i investi-
gación. E l trabajo de ca m po en C uevas del Valle, donde pasé
todos los veranos de m i infancia, me enfrenta adem ás a m is pro-
pios fantasm as fa m iliares, e incrementa necesaria mente el tono
reflexivo de m i investigación etnográfica.

1. V éase h ttp://w w w.todoslosn o m b res.org/p h p/gener ica.p h p?en lace=


m uestradocu mento & iddocu mento=6#

67
4.4. La entrada al campo

U no de los momentos míticos de la etnografía clásica, como


nos ha enseñado M .L. Pratt en su análisis de las «escenas de
llegada» que contienen m uchas de las monografías clásicas en
sus capítulos introductorios (1991; G eertz, 1989), es la i m por-
tancia que hemos dado a la presencia en el ca m po como funda-
mento de lo que se ha dado en lla m ar «autoridad etnográfica»,
es decir, del establecim iento retórico del «haber estado allí» como
garante de la legiti m idad y calidad de la investigación etnográfi-
ca. Ya veremos después con m ás detalle este tem a, porque for m a
parte de la batería de críticas que desde el posestructuralismo se
ha hecho a la disciplina antropológica clásica. Ahora, hablare-
mos tan sólo de algunas de las características de este momento
inicial de la investigación de ca m po, que es i m portante porque
puede dotar de auspicios in mejorables a una investigación de-
ter m inada o, por el contrario, dejarla herida de m uerte. Y esto
porque el etnógrafo, por la naturaleza de su práctica, se inserta
en un ca m po social al que no pertenece, y que en m uchas ocasio-
nes no tiene categoría clasificatoria para incorporarle con clari-
dad. Según el contexto histórico y geográfico, los antropólogos
hemos sido y podemos ser confundidos con médicos, arqueólo-
gos, policías, m isioneros, o incluso, en el caso de algunos colegas
nortea mericanos, con agentes de la C IA.2 E xcepto en lugares
donde la presencia de antropólogos es continua, como por ejem-
plo en las com unidades m ayas en las que ha funcionado el H ar-
vard Chiapas Project durante años (Vogt, 1994) —sobre las que
circula en la profesión el chiste de la fa m ilia nuclear chiapaneca,
que incluye el padre, la m adre, los hijos y el antropólogo—, o en
países donde el perfil de los antropólogos es funda mentalmente
aplicado y colaboran de m anera continua con diversas institu-
ciones en el desarrollo de planes y políticas sobre el terreno, el

2. E sta percepción tiene u na base real. Para los escándalos en la antropo-


logía nortea mericana por la colaboración de algu nos profesionales con dife-
rentes instancias del gobierno en guerras y conflictos, véase el libro Anthro-
pology goes to War de E ric Wakin (1992). M ás recientemente, para u na eva-
luación de la colaboración de «antropólogos em potrados» en las u nidades
m ilitares nortea mericanas en Afganistán e Irak en el lla m ado H u m an Terrain
System, véase G on zález (2008), así co m o la página web del colectivo Concer-
ned Anthropologists (http://sites.google.com/site/concernedanthropologists/).

68
rol de antropólogo es habitualmente m al com prendido, incluso
en las sociedades occidentales.
Por eje m plo, en m i i nvestigación sobre M a ría L ion z a, fu i
confu n dido con u n sacerdote, con u n psicólogo, con u n tu ris-
ta, con u n periodista, con u n paciente, etc., m ientras que en
m i trabajo actual sobre las exhu m aciones de las fosas de la G ue-
rra Civil siem pre he de aclarar que no soy un médico forense. M i
rol de sacerdote respondió a una brom a de un promotor cultural
afroa mericano, José, con el que me había puesto en contacto, y
puede encuadrarse en la experiencia del antropólogo inocente que
popularizó B arley (1999). E s decir, el antropólogo solo, enreda-
do en una situación sobre la que no tiene apenas control, sin
posible escapatoria, m anejado por sus infor m antes, enredado
en un rol social equívoco. F ui a la región de B arlovento, pues
José quería presentar allí un disco de un decimero local (intér-
prete de un género m usical caribeño), y ta m bién poner en varios
pueblitos una película sobre el culto de M aría L ionza, lo cual me
interesaba sobrem anera puesto que for m aba parte de una estra-
tegia consciente por su parte de afroamericanización de lo que
yo considero un culto criollo, y no m uy arraigado en las zonas de
antiguo predom ino esclavista, excepto en casos de em igrantes
que han tenido experiencias urbanas del culto y han regresado.
Junto con un a m igo suyo, nos interna mos en la selva en un viejo
C hevrolet verde chillón, apodado por ellos m ismos como el avis-
pón. Íba mos visitando caseríos dispersos, ocupados en su totali-
dad por población de origen negro. L as huellas del sistem a es-
clavista colonial de plantaciones de cacao estaban fuertemente
i m presas en el paisaje todavía. E n cada parada, que eran m u-
chas, m i amigo el promotor cultural me presentaba como el «pa-
dre Paco», y la gente me besaba la m ano y me traía a sus hijos
para que les diera la bendición. Todo esto era m uy creíble puesto
que hay m uchos sacerdotes españoles en la zona, y m i propio
acento in mediata mente evocaba esa condición. E staba incomo-
dísi mo y se lo dije, a lo que me prometía que bueno, que los
venezolanos son brom istas, «echadores de vaina», y que no lo
repetiría. Pero en cada parada, ocurría lo m ismo. L a situación
aún em peoró cuando en uno de los trayectos se le ocurrió, ante
las risas de su com pañero y un creciente estado de pánico por m i
parte, que yo iba a «bautizar» el disco. N ada, «un padrenuestro y
ya está», me decía. Al llegar al caserío donde estaba prevista la

69
presentación tuve que esconder me detrás de un coche para que
no me encontrara, a pesar de que me buscó con la m irada. So-
breviví a aquella encerrona pero no a la del día siguiente. M e
propuso visitar a su abuela, que estaba en el lecho de m uerte,
porque sabía m ucho sobre las costu m bres locales y sería para
m í una experiencia auténticamente etnográfica. N ada m ás en-
trar, me presentó como un joven cura que le había traído de la
capital para que la confesara. « E stá —me cuchicheó al oído—
enfrentada con el párroco local desde hace m uchos años, y no
pueden ni verse». Paradójica mente, m i condición de «cura» me
daba acceso a un tipo de relaciones que ni podía soñar como
etnógrafo. Pero ni que decir tiene que en ningún momento pude
siquiera balbucear m i condición de antropólogo.
B ernard (1995) ta m bién considera que el momento de «en-
trada» es crucial para el desarrollo de la investigación, y apunta
cinco principios a tener en cuenta: 1) como ya vi mos anterior-
mente, si busca mos el lugar m ás asequible de todos los posibles
con semejante potencial etnográfico para llevar a cabo la investi-
gación de ca m po, la facilidad de entrada ha de ser uno de los
factores a tener en cuenta; 2) aunque yo no he encontrado hasta
el momento esta necesidad en m is investigaciones etnográficas,
y estoy en desacuerdo con el uso de estrategias de lo que pode-
mos lla m ar «legiti m ación jerárquica» de nuestra presencia en
un lugar deter m inado (aunque m uchas veces sucede sin nuestro
control), B ernard recom ienda ir al ca m po con toda la docu men-
tación escrita que sea posible sobre uno m ismo y sobre el pro-
yecto de investigación, como, por ejem plo, cartas de introduc-
ción y aval de una institución deter m inada, fir m adas al m ás alto
nivel posible, per m isos de acceso en caso de que sean necesa-
rios, etc.; 3) utilizar todos los recursos disponibles para encon-
trar la situación m ás cómoda posible en el momento de entrada
al lugar de ca m po. Si se trata de estudiar organizaciones con
estructuras jerárquicas, por ejem plo, recom ienda em pezar a ges-
tionar la entrada con los cargos m ás i m portantes o a través de
los procedi m ientos establecidos por la propia institución; 4) éste
es un aspecto que sí considero de la m ayor i m portancia, y que
está relacionado con la dificultad que señalaba antes para expli-
car en el «ca m po» qué es un «antropólogo». Bernard sugiere que
planifiquemos bien cómo va mos a explicar nuestra tarea en la
situación social en la que entra mos, para poder contestar a las

70
dudas legíti m as de los infor m antes. Por ejem plo, ¿qué hacemos
allí? ¿Q uién nos envía? ¿Q uién nos paga? ¿Por qué hacemos en-
trevistas, graba mos en vídeo o tom a mos fotos? ¿Q ué haremos
con los datos que obtenemos? ¿Cómo podemos garantizarles a
los inform antes confidencialidad o exposición pública, según sus
deseos? ¿D isponem os de consenti m ientos infor m ados? ¿Q ué
consecuencias, positivas o negativas, puede tener nuestra pre-
sencia para ellos? B ernard recom ienda brevedad, honestidad y
consistencia; 5) dedicar tiem po a conocer con anticipación la
estructura física y social del lugar en el que haremos la investiga-
ción, es decir, «navegar» mentalmente por ella anticipando los
obstáculos y las posibles estrategias de investigación a seguir.
Como sugiere B ernard en este últi mo punto, la negociación
de esta entrada depende en buena parte de lo bien que conozca-
mos previa mente la estructura jerárquica o, en algunos caos, el
«orden del caos» (D íaz G . Viana, ed., 2004) del ca m po en el que
entra mos a investigar, las personas con las que nos va mos a en-
contrar, los códigos de com unicación y etiqueta, e incluso valo-
remos el posible i m pacto de nuestro talante personal. N o hay, en
todo caso, una estrategia de entrada única, sino principios gene-
rales, entre los cuales los de carácter ético han de ser priorita-
rios. E n todos los casos el etnógrafo ha de modularse al campo
elegido, a sus contornos y los perfiles sociales que lo habitan, y a
las propias características de la investigación. B rym an (2001)
hace una delimitación inicial entre lo que podríamos llamar «cam-
pos cerrados» y «ca m pos abiertos», dependiendo de su nivel or-
ganizativo. Aunque reconoce que es una cuestión de grado m ás
que de división dicotóm ica, los pri meros están bien acotados y
jerarquizados, y responden a las organizaciones for m ales. Los
segundos son entornos sociales m ás m aleables, como las subcul-
turas urbanas, o, por poner un ejem plo que ya hemos discutido,
el culto de M aría L ionza. E n los dos casos es necesario estable-
cer estrategias de entrada, que pueden resultar igualmente com-
plicadas.
E n este m ismo á m bito, Pujadas (2004c) distingue tres tipos
de «escenarios» de investigación: 1) las «instituciones abiertas»,
como las asociaciones de vecinos, los sindicatos, los partidos
políticos, etc. E n ellas los niveles de participación y de interac-
ción de los actores sociales son diversos, y las relaciones cara a
cara discontinuas y fragmentarias; 2) las «com unidades peque-

71
ñas», como los poblados indígenas, un pequeño barrio, etc., en
el que las relaciones cara a cara son intensas y continuas y donde
generalmente todo el m undo se conoce; y 3) las «com unidades
grandes», entre las que incluye pueblos, villas, ciudades, valles,
regiones, com arcas e incluso un país, contextos sociales en los
que no se dan el tipo de relaciones descritas en el escenario ante-
rior y donde las nociones de «com unidad» que puedan tener los
m iem bros pueden adscribirse m ás adecuada mente al concepto
de «com unidad i m aginada» de B enedict Anderson (1991).
L a entrada puede ser «explícita» o «encubierta». D esde m i
pu nto de vista, siem pre es m ás conveniente y ética la «entrada
explícita», au nque pueda suponer problem as inicial m ente, o
incluso dar al traste con la propia investigación. É ste es u n caso
que es especial m ente delicado cuando trata m os de investigar
grupos que viven en situaciones de ilegalidad (in m igrantes sin
papeles, traficantes de droga, m afias, bandas, etc.), o incluso
en la m arginalidad, por el tipo de sospechas que puede desper-
tar u na persona que no «pertenece» al entorno y cuyas inten-
ciones no son claras al principio. N o sólo se trata exclusiva-
m ente de u na responsabilidad ética, que lo es, y de m ucha i m-
portancia, sino que adem ás u na investigación encubierta nos
introduce necesaria m ente en el á m bito del engaño y el en m as-
cara m iento, nos acerca a la diná m ica de las cá m aras ocultas
del lla m ado periodismo de investigación, y nos ancla en u n rol
social m ucho m enos versátil etnográfica m ente que los que po-
demos desplegar y negociar en una investigación explícita. Ta m-
bién hay m uchos m atices entre ocultar y hacer explícita la in-
vestigación. H a m m ersley y Atk inson, por ejem plo, apoyan que
no se infor m e total m ente, y señalan los problem as m etodológi-
cos de lo que podría m os lla m ar el «exceso de revelación» sobre
los intereses de la investigación, puesto que puede llegar a con-
dicionar las respuestas y el co m porta m iento de los grupos y
personas estudiados, del m ism o m odo que lo hace en las entre-
vistas. L a «dosificación de los intereses del investigador» es otra
posible estrategia. Por otro lado, n uestras pregu ntas teóricas
pueden tener poco interés para los «porteros» con los que ne-
gocia m os la entrada. H ay ocasiones, sin em bargo, en las que, al
for m ar parte de las reglas de sociabilidad, el disfraz puede ser
u na estrategia consecuente, co m o es el caso de las investigacio-
nes etnográficas que se están llevando a cabo en I nternet, don-

72
de la m ayor parte de los participantes se m ueven ellos m ism os
de m áscara en m áscara (1994).
E n todas estas operaciones, tenemos que tener en cuenta a
los «porteros» o gatekeepers, es decir, las personas que encontra-
mos o que se nos acercan inicialmente, con las que m uchas ve-
ces hemos de iniciar la negociación de nuestra entrada, y que
pueden condicionar fuertemente nuestro recorrido por el labe-
rinto de la investigación etnográfica, abriéndonos espacios m uy
valiosos en ocasiones, enredándonos en pugnas entre grupos de
interés que demandan o demandarán nuestra adhesión, o abrién-
donos las puertas equivocadas, en otras ( H a m mersley y Atkin-
son, 1994, Dewalt y Dewalt, 2002). Por poner un ejem plo ya clá-
sico, en sus Reflexiones sobre u n trabajo de campo en M arruecos,
Paul Rabinow (1992) cuenta los problem as que le planteó el que
fuera Alí, que estaba involucrado en una red de prostitución y
que era persona non grata para m uchos en el m unicipio de Sidi
L ahcen Lyussi al que quería acceder, el que se ofreciera para
facilitar la entrada en la com unidad durante su trabajo de ca m-
po en M arruecos. Identificar a los «porteros» y «leerlos» correc-
ta mente en su contexto y significación social local es funda men-
tal, lo m ismo que lo es identificar a las personas que, por un
motivo u otro, están en condiciones de bloquear o torpedear la
investigación. Los «porteros», por su lado, ta m bién tienen unas
expectativas previas, m ás o menos equivocadas, sobre lo que re-
presenta tener un investigador en su entorno social, y sobre las
reglas de jerarquía y etiqueta que han de seguirse. Reflexionar
sobre estas expectativas —que pueden ser extraordinaria mente
indicativas del ca m po social en el que se entra— es tan i m por-
tante como entender el papel social que ocupan los «porteros»
en cada caso.
N o siem pre es fácil desde un principio saber cuál es el á m bi-
to de influencia de estos «porteros», y cuál es la significación de
sus actos y de su discurso. Todos nos encontra mos en el ca m po
personas que se nos acercan m ás desde el principio, aunque des-
conocemos su representatividad o sus intenciones. E stas perso-
nas de m ayor accesibilidad inicial pueden ser las menos adecua-
das a medio y largo plazo, induciéndonos incluso a lo que pode-
mos lla m ar «tra m pas metodológicas». Agar (1980) las clasifica
en dos tipos, los «gestores profesionales de extraños» y las perso-
nas «anóm alas», como era el caso de Alí en M arruecos sobre el

73
que habla Rabinow en su libro. Dewalt y Dewalt hablan incluso
de los «oportunistas» (2002), aunque quizá sea necesario plan-
tearse en paralelo cuánto de oportunista puede tener ta m bién
un etnógrafo. Podemos m atizar en estos tipos sociales tan a m-
plios a las personas solitarias, o a aquéllas sin influencia que
esperan ganar algo de la presencia legiti m adora de un extraño, a
otros extraños o periféricos al campo social que buscan una alian-
za productiva para opti m izar sus recursos, a posibles «desinfor-
m adores» que tratan de distraer la atención o proporcionar «pre-
ventiva mente» un discurso prefabricado que transm ita el relato
hegemónico del grupo de social al que pertenezca —un ejem plo
claro podría ser el de un relaciones públicas de una em presa—,
etc. E so no quiere decir en ningún caso que haya que sospechar
que hay sistem ática mente agendas ocultas en estos pri meros
encuentros, porque m uchas veces la gente que se aproxi m a lo
hace con curiosidad, desconfianza m uy legíti m a o buenas inten-
ciones, según los criterios locales de hospitalidad. N o hay que
olvidar que el personaje que siem pre tiene un interés concreto —
y un diseño que incluye la planificación interesada de las rela-
ciones sociales, como hemos visto— por m anejar las relaciones
sociales a su conveniencia es el propio etnógrafo. H a m mersley y
Atkinson hablan de la i m portancia que puede tener en todo caso
conseguir desde el principio algún tipo de «padrinazgo infor-
m al» (1994), que posterior mente puede acrecentarse o quedar
desactivado a medida que el etnógrafo profundiza sus relacio-
nes y su presencia en el entorno social que investiga.
E ntrar en el ca m po es siem pre entrar en un circuito de inte-
reses personales y grupales que en principio no controla mos y
que, a medida que los vaya mos aprendiendo, nos pondrán en
una situación de equilibrios inestables que conviene gestionar
con solvencia, sobre todo a medida que au menta la confianza o
rapport con los infor m antes, y las relaciones de tanteo iniciales
se convierten en a m istades, alianzas y potenciales dem andas de
fidelidad en ca m pos sociales que, como la vida m ism a, siem pre
están atravesados por intereses contrapuestos. Generalmente, en
los trabajos de campo el investigador tiene que franquear varias
entradas, aspecto que se acentúa en los proyectos m ultisituados.
E s decir, es conveniente hablar en la práctica de una diná m ica
de entradas m últiples, que no se correspondería con ese momen-
to paradigmático de llegada en algunas etnografías clásicas que

74
discutía Pratt. Podemos lla m ar al pri mer contacto con el lugar
de ca m po o sus agentes sociales entrada inicial, que estará segui-
da de entradas derivadas. E stas entradas, la inicial y las deriva-
das, pueden estar asociadas, o tendrán que ser negociadas inde-
pendientemente.
Por ejem plo, en el culto de M aría L ionza tuve una entrada
inicial de tipo genérico al culto, que fue durante el trabajo de
ca m po preli m inar, y después tuve que gestionar m últiples entra-
das a lo largo de la investigación, cada vez que me aproxi m aba a
un nuevo grupo espiritista y, básica mente, tenía que em pezar
desde cero. L a experiencia adquirida en las entradas anteriores,
en la mayor parte de los casos, me facilitaba la negociación, puesto
que la lógica de aceptación o rechazo del investigador era seme-
jante. E n el caso de la etnografía de las exhu m aciones de la G ue-
rra Civil, por el contrario, la entrada inicial ha facilitado m ucho
la gestión de m uchas de las entradas derivadas. Lo explico a con-
tinuación.
Después de m i trabajo de ca m po preli m inar en 1992, al que
ya me he referido, llegué finalmente a Caracas en julio de 1993.
Pasé un año investigando varios centros de culto urbanos, visi-
tando santuarios naturales, presenciando y participando en ce-
remonias espiritistas, y conversando con materias —médiu ms—,
creyentes en el culto y pacientes. Aunque tenía m i base en Cara-
cas y cuatro de los centros que estudié con m ayor profundidad
se encontraban en barrios de esta ciudad, ta m bién me desplacé
con cierta asiduidad a la ciudad costera de Catia L a M ar, donde
había encontrado un grupo que vivía en un barrio que parecía a
pri mera vista m ucho menos peligroso que los que yo conocía en
Caracas. L a decisión de estudiar la cara urbana del culto en los
barrios m arginales de Caracas y sus m unicipios aledaños, como
ya he comentado antes, me planteó una serie de problem as de
entrada. Por un lado, a m i llegada a Venezuela no tenía las claves
necesarias para leer con corrección y densidad las com plicadas
calles de Caracas y m ucho menos para m anejar me con soltura
en los barrios populares, que son laberintos autoconstruidos re-
pletos de callejones, escaleras y quebradas insalubres —tan ex-
tensos que algunos autores ya los denominan ciudades-barrio—,
con altos índices de pobreza, desestructuración social, presión
policial y delincuencia. N unca llegué a aprender del todo a m a-
nejar me por estos espacios urbanos, ni m ucho menos. Pero ta m-

75
poco lo hice en Sorte, que tiene su propia dificultad y que repro-
duce m uchas de las diná m icas que pueden encontrarse en los
barrios. Por otro lado, el corazón organizativo del culto, los cen-
tros espiritistas, no se anunciaba clara mente en las calles. Poco a
poco fui reconociendo algunos de los signos externos del culto,
que al principio contaba como grandes hallazgos y ahora me
parecen sencilla mente apabullantes y cotidianos: anuncios en
las secciones de clasificados de los periódicos, peatones con co-
llares m ulticolor, frases e i m ágenes pegadas en los cristales tra-
seros de los carritos de transporte, remates de libros sobre m a-
gias diversas en los puestos de buhoneros, y sobre todo perfu me-
rías —estableci m ientos esotéricos con toda la parafernalia ritual
necesaria para practicar el espiritismo—, que proliferan espe-
cialmente en los sectores populares.
H asta aquí bien. E staba em pezando a descifrar la ciudad es-
piritista. Pero necesitaba contactar cuanto antes con varios cen-
tros de culto para recopilar datos sobre el funciona m iento de
estos grupos y llevar a cabo un análisis com parativo. E n aquel
momento inicial, ni a m í ni a m is conocidos caraqueños, enton-
ces casi todos de clase media, nos parecía sensata la idea de en-
trar en los barrios buscando centros espiritistas sin tener contac-
tos previos. De hecho, tuve que hacer de nuevo el ca m ino inver-
so. F ui a Sorte en dos ocasiones y allí contacté con dos de los
grupos espiritistas de Caracas que luego serían cruciales en m i
investigación. U no de ellos tenía su sede en el barrio de L a Vega,
y el otro en el de L as M ayas. Aunque en a m bos casos llegar hasta
donde se encontraban los centros era com plicado y poco seguro,
me aportaron a la larga una infor m ación valiosísi m a sobre el
culto, su expresión urbana, su relación con el sector infor m al de
la econom ía y las vinculaciones del culto con elaboraciones si m-
bólicas y corpóreas de la violencia callejera.
Si m ultánea mente, a través de una a m iga, entré en contacto
con otro grupo cuyos m iem bros principales residían en Caracas
pero tenía su altar en un cuarto reservado en el interior de una
fábrica de piezas de latón en el m unicipio de B aruta, al sur de
Caracas. U no de los espiritistas de L as M ayas, por su parte, me
llevó a otro centro espiritista que estaba situado en un aparta-
mento en uno de los superbloques del 23 de E nero, ta m bién en
Caracas, con cuya materia principal tuve contacto durante todo
el trabajo de ca m po. F inalmente, un com pañero de la U niversi-

76
dad Central de Venezuela me puso en contacto con L uis, quien
frecuentaba un grupo espiritista situado en el barrio de Soublet-
te, en la ciudad costera de Catia L a M ar, no lejos de Caracas.
Sem analmente, rotaba por estos grupos dependiendo de los días
en los cuales tenían abiertos sus centros, preparaban una cere-
monia especial, o viajaban a algún espacio natural a practicar
sus ritos, incluyendo la montaña de Sorte.
A continuación transcribo algunos fragmentos editados de
m i diario de ca m po en los que se refleja m i pri mer contacto con
algunos de los m iem bros y los hermanos —espíritus— del grupo
«Juan Pelao» de Soublette. A pesar de que ya llevaba algunos
meses trabajando con el culto, las notas de ca m po relatan una
típica «escena de llegada» (Pratt, 1991). E n una investigación
como la de M aría L ionza, con un diseño m ultisituado como el
que ya he descrito, tenía que entrar por pri mera vez en m uchas
ocasiones. Esto me llegó a generar problem as porque algunos de
los grupos, una vez en curso la investigación, me absorbieron
como su antropólogo —m i presencia e interés incrementaban
su capital si m bólico en los contextos locales que eran relevantes
para ellos— y me criticaban por trabajar si m ultánea mente con
otros espiritistas. Por razones de espacio, transcribo unos frag-
mentos del diario de ca m po de una de ellas, dejando fuera la
m ayor parte de las descripciones etnográficas, y enfatizando las
interacciones que estaban m ás directa mente relacionadas con
m i visita. L uis, que trabajaba en la biblioteca de la U niversidad
Central de Venezuela y tenía una vieja ca m ioneta roja, me invitó
a una ceremonia que iba a tener lugar en las in mediaciones de la
población costera de Anare, en unos portales —santuarios— jun-
to a un pequeño río. Viaja mos juntos desde Caracas, donde vi-
vía mos a m bos. Desde el pri mer momento, m i presencia, y el con-
trol sobre m i presencia, se convirtió en un elemento m ás de una
larga pugna, que yo desconocía, entre los dos principales secto-
res del grupo.

Viajo a los portales espiritistas de Anare con L uis. M e


habla otra vez de R ubén, su mejor a m igo en el grupo y mate-
ria de pri mera clase. Para mos en una perfu mería en [el m u-
nicipio de] N aiguatá. Yo com pro un paquete de tabacos [pu-
ros] y él dos velones pequeños, de colores rojo y azul. Pidió
uno blanco pero no había. Llega mos a Anare y L uis no ve el

77
jeep de R ubén. Ca m ina mos durante media hora hacia los
portales. N o encontra mos a nadie del grupo de Soublette,
pero sí un grupo nu meroso de santeros que están recogien-
do sus cosas junto al río. Pasa mos rápido y no puedo fijar me
bien. Tienen una serie de platos llenos de frutas en torno a
un hoyo en el suelo. L uis se para junto a unos árboles unos
metros m ás adelante, y se fu m a tres tabacos para averiguar
qué pasa [...]
E ncuentro con R ubén. H a pasado m ás de una hora. Por
fin llegan algunos m iem bros del grupo. R ubén tiene 21 años.
E s un brom ista, y com ienza fingiéndose homosexual. Viene
con su cortejo de ayudantes: F rancisco, E lide e Inocenta. E l
resto del grupo vendrá después en otros vehículos y en auto-
bús. L uis, R ubén y yo regresa mos al m unicipio de N aiguatá
a com prar com ida. E l hielo se rom pe, como en tantas oca-
siones, con chistes de gallegos. «¿Perdone, son ustedes go-
chos? N o, somos sólo siete, pero somos gallegos...» [...] E n el
viaje de regreso al pueblo de Anare, L uis le comenta que yo
estoy investigando el culto y quiero film ar algunas ceremo-
nias. R ubén desconfía. «¿Cómo es la vaina?». R ubén no se
decide, hay que pedir per m iso a los hermanos [...] R ubén se
refugia en un m utismo total hasta que llega mos de nuevo a
los portales espiritistas de Anare. Allí nos encontra mos ya al
resto de los m iem bros del centro, que están iniciando los
preparativos para la ceremonia. Los hom bres están colocan-
do el altar en unas lajas de piedra bajo un árbol. Se han olvi-
dado las estatuas y tiene que usar esta m pitas [...] L uis me
presenta a Teresa, una m ujer de 50 años, la materia principal
del grupo. M e recibe con m ucha a m abilidad [...] R ubén se
retira a una piedra junto al río para fu m arse unos tabacos y
prepararse para el trance. É ste era un momento especial-
mente delicado. E n el espiritismo, en m uchas ocasiones el
éxito de m i entrada dependía de los mensajes que los espíri-
tus de cada grupo dejaban en las cenizas del tabaco, lo que
convertía a la lectura del tabaco en uno de los porteros fun-
da mentales de m i trabajo de ca m po. Los médiu ms, antes de
colaborar, pedían permiso. Si la lectura de las cenizas era
positiva, todo iba bien. Si, por el contrario, el tabaco salía
trancado, la entrada se com plicaba, y en ocasiones había de
esperar a los trances para poder obtener el per m iso de los

78
propios hermanos que poseían a los médiu ms, que por regla
general no me negaban (con alguna excepción). Después de
interpretar las cenizas de sus tabacos y de reflexionar un poco,
R ubén me lla m a y me dice que sí lo va mos a hacer, que hay
per m iso de los espíritus. Va mos a trabajar juntos e incluso
podré film ar, pero no cuando estén todos los m iem bros del
grupo. Tiene que ser en una ceremonia privada en su casa.
E l jueves que viene. E s obvio que hay tensiones internas en
el grupo. L uis me lo confir m a [...]
Desde la puesta de sol, tienen lugar varias ceremonias
curativas y un nú mero m uy elevado de trances en distintas
materias. E n el momento de m ayor auge de la ceremonia,
cuento seis personas en trance al m ismo tiem po. Pero son
Teresa y R ubén, los médiu ms m ás versátiles, los que llevan
el peso de las ceremonias y tienen m ayor autoridad en el
grupo. E sa pri mera noche, los her m anos que bajan en Tere-
sa son los que m ás reconocen m i presencia y dedican parte
de su tiem po a conversar con m igo. Teresa entra pri mero en
trance con el espíritu de una india, Anaguara. Apenas se re-
conoce lo que habla [...] M e saluda antes de irse, pero no la
entiendo [...] Llega el espíritu que da nom bre al grupo, Juan
Pelao, un viejito de los Andes. Conversa brevemente con m i-
go. M e da la bienvenida y un trago de anís, su licor favorito
[...] [ E l tercer espíritu en la secuencia de trances es] Car-
mencita la Canelita, una curandera de la región de B arlo-
vento [...] M e dice que sabe que estoy m uy interesado en el
habla de los espíritus, y que me ha lla m ado m ucho la aten-
ción la india que bajó en esa m ism a materia un rato antes
[...] M e asegura que para m i trabajo necesito testi monios de
los espíritus y de los médiu ms. Todo eso lo voy a conseguir
en ese grupo, todos van a colaborar [...] F inalmente, L uis
Rem igio, un espíritu cubano, baja cuando ya casi todo el
m undo está dor m ido. Tenemos una conversación donde me
propone, sin que yo le haya sugerido nada antes, que la me-
jor solución no es que grabe las voces y testi monios de los
espíritus en una cinta, sino que les grabe en vídeo de una
vez. Pero mejor que preparar me una sesión para m í solo,
sería m ás conveniente que fuera un día que estén curando
en el portal, por ejem plo un sábado, y así puedo obtener toda
la infor m ación que necesite. H abría que pedir per m iso a los

79
pacientes, cla ro. N o h ay d u da de que ya se h a difu n dido
m i conversación con R u bén y h a co m en z ado u n a p ugn a
por el control del a ntropólogo.
Tras despedirse el hermano L uis Rem igio, todos los que
aún quedan despiertos se van a dor m ir a las ha m acas o tien-
das de ca m paña que han dispuesto junto al río. Al día si-
guiente, hay una nueva sesión de curaciones y trances que
dura desde media m añana hasta casi la noche. F inalmente
regreso con L uis a Caracas, y queda mos para bajar de nuevo
a hacer la film ación, pero en el altar de R ubén, no en el de
Teresa, como me había propuesto L uis Rem igio. Debía ade-
m ás dejar luego una copia de las cintas a R ubén. L a sem ana
siguiente visito el centro espiritista de R ubén en Soublette, y
grabo en vídeo la ceremonia. Teresa, aunque en principio no
estaba avisada, está presente. A partir de entonces, viajé con
frecuencia a Soublette y Anare, a pesar de que el grupo se
acabó dividiendo en dos de for m a trau m ática y esto me hizo
las cosas m ucho m ás com plicadas, puesto que estuve obliga-
do a hacer equilibrios entre algunos de m is inform antes prin-
cipales en este grupo, que quedaron en a m bos lados de la
divisoria y me dem andaban fidelidad con igual insistencia.

E n el proyecto de investigación sobre las exhu m aciones de


las fosas de la G uerra Civil, me encuentro ta m bién en una situa-
ción semejante de entradas m últiples, pero con otras caracterís-
ticas. E n este caso no dependo de que una entidad m ística co-
m unique a un grupo de culto si soy bienvenido o no. Pero las
negociaciones exigen otro tipo de com plejidad. Pueden estable-
cerse dos niveles de entrada. E l pri mero de ellos tiene que ver con
m i significación como antropólogo investigador de la memoria
trau m ática en las O N G que lideran el proceso, y que de hecho
actúan como portero en m uchas de las exhu m aciones individua-
les. E l m ismo día que tomé la decisión de aparcar m i proyecto
de investigación sobre la diáspora colom biana y seleccionar el
de las exhu m aciones, escribí un mensaje de correo electrónico a
E m ilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación
de la M emoria H istórica, que había sido la persona que había,
literalmente, removido cielo y tierra para sacar a su abuelo de su
fosa en la exhu m ación conocida como «Los Trece de Priaranza»
(León, octubre de 2000). Después, junto con Santiago M acías,

80
fundó la A R M H . Aunque ha habido nu merosas exhu m aciones
durante la posguerra y ta m bién en los pri meros años de la de-
mocracia, la que él protagonizó acaparó el interés mediático que
está en la base del últi mo ciclo de exhu m aciones. E m ilio Silva
me contestó brevemente, con tan sólo un nú mero de móvil, y me
puse en contacto con él. Q ueda mos para conversar en su casa en
las afueras de M adrid. Pero nos conoci mos de una m anera i m-
prevista. C uando estaba a punto de llegar a su casa, fui em besti-
do por otro coche en una rotonda en la entrada de Torrelodones
(M adrid). Le lla mé para justificar m i retraso, y se presentó en el
lugar del accidente. Así que conocí a E m ilio Silva en m itad de un
atasco, rellenando un parte a m istoso del golpe. E m ilio Silva es
licenciado en sociología aunque se dedica al periodismo y la te-
levisión. Por lo tanto, me resultó m uy sencillo explicarle qué es
lo que pretendía hacer, aunque sus expectativas sobre m i trabajo
no siem pre coinciden plena mente con las m ías. H a sido, con
diferencia, m i principal portero y padrino en el movi m iento de
las exhu m aciones de fosas, y me ha puesto en contacto paulati-
na mente con algunos de los principales actores sociales que co-
laboran en este esfuerzo hu m anitario. Se trata de un ca m po de
acción social m uy polém ico, en el que hay per m anentes contro-
versias incluso entre los propios m ilitantes de la memoria, de
m anera que aunque m i relación con E m ilio me abrió m uchísi-
m as puertas, me dificultó, al menos tem poralmente, otras. Por
otro lado, me puse ta m bién en contacto telefónico desde el prin-
cipio con F rancisco E txeberria, uno de los forenses de m ayor
prestigio que colaboran en el proceso de exhu m aciones de las
fosas, de la que él ha coordinado casi 200, y que trabaja asidua-
mente con la A R M H . E txeberria ha sido adem ás el coordinador
del proyecto de recuperación de la M emoria H istórica del País
Vasco, financiado por el G obierno Vasco y gestionado desde la
Sociedad de Ciencias Aranzadi.
E l otro tipo de entrada al que me tengo que enfrentar con
asiduidad es en cada exhu m ación a la que acudo. E n la m ayor
parte de los casos en que ha sucedido, he entrado en calidad de
colaborador de la A R M H , lo cual me ha proporcionado innega-
bles privilegios y acceso a todo tipo de infor m ación sobre el te-
rreno. Práctica mente nadie cuestionaba m i presencia y casi todo
el m undo presu m ía que debía llevar a cabo algún tipo de labor
i m portante dentro del equipo técnico. E s decir, era uno m ás en

81
el colectivo de científicos que provenían de las universidades y
centros de investigación y trataban de sistem atizar todos los as-
pectos del proceso de investigación previa, exhu m ación, recogi-
da de testi monio e infor mes técnicos de cada excavación. E l pro-
blem a era m ás bien cómo diferenciar me de los arqueólogos y los
forenses, especialmente al principio, cuando en la exhu m ación
de Valdediós (2003) tuve que ejercer durante un tiem po como
arqueólogo, lo que, aunque había sido m i especialidad de licen-
ciatura, estaba m uy lejos de m i praxis académ ica desde hacía
m ás de diez años. Al principio llevaba a cabo m i investigación
etnográfica en torno a las exhu m aciones por m i cuenta, sin un
papel fijo, recopilando entrevistas en vídeo, analizando el proce-
so de «desvela m iento» paulatino del lugar del cri men, en toda su
crueldad, y su i m pacto sobre los asistentes a las exhu m aciones,
recopilando infor mes forenses, hablando con activistas y perio-
distas, etc. Práctica mente en cada caso tenía que explicar qué
era lo que yo hacía y con qué finalidad. E ncontré que era sencillo
explicar que m ientras los forenses y los arqueólogos estaban in-
teresados en los datos duros, en los cadáveres, yo me interesaba
m ás en los senti m ientos, el dolor, los olvidos, los trau m as, las
historias, los ru mores... E n la experiencia del trau m a de la de-
rrota, en su m a. E s decir, trataba de poner de nuevo, metafórica-
mente, carne y sentimientos a los huesos que se recuperaban en
las exhu m aciones.
A finales del año 2003 E m ilio Silva me pidió que participara
con m ás claridad en las actividades de la A R M H , que estaba,
como otras asociaciones, dotándose de protocolos técnicos de
actuación para afrontar las exhu m aciones con m ayor rigor y
garantías. E n concreto, me pidió que escribiera un protocolo de
grabación en vídeo de entrevistas —que ya he comentado breve-
mente y del que hablaré con m ás detalle m ás adelante— que
pudiera ser utilizado por voluntarios dispuestos a recoger testi-
monios por todo el país. L a A R M H había puesto en m archa una
ca m paña de «donantes de memoria» para la que este tipo de
protocolos resultaba necesario, especialmente para guiar a vo-
luntarios sin experiencia previa en grabar en vídeo entrevistas
de esta naturaleza. E n la siguiente exhu m ación a la que acudí en
julio de 2004 en el m unicipio de Villa m ayor de los M ontes (F e-
rrándiz, 2008b), me integré en lo que puede denom inarse equipo
de gestión de familiares de las víctimas que trabajaba en el exte-

82
rior de la fosa, atendiendo a las personas que dem andaban infor-
m ación sobre lo que allí había ocurrido. U na tarea funda mental
era recopilar infor m ación que pudiera resultar útil en las identi-
ficaciones en el laboratorio: fotografías, descripciones, docu men-
tos de identidad, etc. E n Villa m ayor tenía ya el distintivo A R M H
que me per m itía acceder a la fosa o a sus alrededores —el acceso
estaba restringido para evitar aglomeraciones e interferencias
en las labores de excavación— a voluntad, a pesar de que en el
entorno de las exhu m aciones la tarea m ás i m portante, que des-
cribiré m ás adelante, era la grabación en vídeo de testi monios
de los fa m iliares de las personas fusiladas en caliente, en el entor-
no de la fosa o en otros lugares que nos indicaban, especialmen-
te sus casas. Para ello acotaron para nosotros (colaboraba con
una historiadora holandesa) un espacio específico y de acceso
restringido en el que podía mos entrevistar sin interferencia de
curiosos, fotógrafos o periodistas. A partir de ese momento, los
procedi m ientos de colaboración entre distintos especialistas y
activistas en las exhu m aciones em pezaron a clarificarse, aunque
a medida que ha avanzado el proceso y ca m biado las circunstan-
cias, se ha ido produciendo un ajuste continuo. Por m i parte,
para poder llevar a cabo m i etnografía, tuve que negociar con el
resto de los investigadores sobre el terreno, los activistas y los
fa m iliares y reajustar m i presencia para integrar me de m anera
significativa en los equipos técnicos que trabajaban en las fosas,
asu m iendo tareas que en principio no tenía contem pladas en m i
diseño de investigación pero que desde la distancia en el tiem po
considero cruciales para poder entender el proceso con m ucha
m ayor com plejidad.

4.5. La observación participante

H ay un buen nú mero de guías y artículos que o son mono-


gráficos o incluyen discusiones sobre las características y el uso
contem poráneo de la observación participante en el trabajo de
ca m po etnográfico, y que pueden servir como introducción para
cualquier persona interesada en su mergirse en este modelo de
investigación (Agar, 1980; B arley, 1999; B ernard, 1995; B rym an,
ed., 2001; C átedra, 1992; E llen, ed., 1984; D ew alt, D ew alt y
Wayland, 1998; Dewalt y Dewalt, 2002; D íaz de Rada, 2003; F et-

83
ter m an, 1998; G uasch, 1997; G upta y F erguson, 1997; H a m mers-
ley y Atkinson, 1994; Pujadas, coord., 2004; Rabinow, 1992; San-
m artín, 2003; Spradley, 1980; Téllez, coord., 2002; U rry, 2001;
Velasco y D íaz de Rada, 1997; entre m uchas otras). Ya vi mos
anterior mente cuáles fueron los orígenes del método y algunos
de sus hitos clave. M ucho m ás adelante, a partir de la década de
1980, a raíz de las críticas a las retóricas clásicas de la antropolo-
gía y la ocultación que hacían de las relaciones de poder en el
ca m po (Clifford y M arcus, eds., 1991; M arcus y F ischer, 1986;
M anganaro, ed., 1990; B ehar y G ordon, eds., 1995; etc.), los tex-
tos etnográficos m ás contem poráneos han ido incorporando con
m ayor frecuencia relatos o descripciones de tipo reflexivo sobre
la naturaleza de las interacciones de los investigadores sobre el
terreno, y allí ta m bién pueden obtenerse m uchos datos sobre las
circunstancias concretas en las que se llevó a cabo la investiga-
ción. Esta reflexividad metodológica puede ser m uy positiva, pues
per m ite a los lectores de obras etnográficas conocer los procedi-
m ientos y decisiones por los que se ha llegado al producto final
que tiene entre sus m anos. B asándome en las guías que he men-
cionado anterior mente, caracterizaré en esta sección los tipos
de observación que son posibles en una situación de ca m po et-
nográfica, con un m ayor énfasis en la observación participante.
A partir de ahí, discutiré cuáles son las características de un ob-
servador participante, cuáles son los roles de ca m po posibles,
cuáles son las técnicas que pueden asociarse a esta situación de
ca m po, etc. A m pliaré algunos de estos tem as en las siguientes
secciones.
L a observación participante siem pre es trabajo de ca m po y,
aunque no agota las posibilidades del trabajo de ca m po, es el
método central, definitorio y más auténtico de la etnografía des-
de M alinowski. A pesar de ello, no todos los etnógrafos entien-
den lo m ismo por observación participante, ni están dispuestos
a asu m ir los m ismos com prom isos sobre el terreno, ni están de
acuerdo sobre el coeficiente adecuado de la observación partici-
pante en la globalidad del proceso de investigación. H ay adem ás
u na diversidad de posibilidades de observación que ta m bién
pueden utilizarse si m ultánea, secuencial o alternativa mente.
Aunque como apunta Spradley en todos los casos nos encontra-
mos ante un continuo o «gradación de la participación» que puede
profundizarse, modularse o revertirse, y no ante categorías ab-

84
solutas y cerradas (1980), creo que resulta didáctico citar una
tipología de distintas observaciones y participaciones como la
que proponen Dewalt y Dewalt (2002), que es una versión modi-
ficada de la clasificación for m ulada anterior mente por el propio
Spradley. Dewalt y Dewalt establecen cinco posibilidades. Aun-
que ya hemos visto que la antropología social y cultural, en gene-
ral, privilegia la «participante», cada una de ellas tiene sus pro-
pias ventajas e inconvenientes, puede resultar adecuada para unas
situaciones u otras y, lo que es i m portante, no tienen por qué ser
excluyentes dentro del m ismo proyecto de investigación: 1) la
«no participación», que según Spradley se refiere al conoci m ien-
to adquirido sobre los aconteci m ientos sin presencia alguna, es
decir, a través de los medios de com unicación, de la literatura y
el arte, etc.; 2) «participación pasiva» se refiere a los casos en
que el investigador está en el terreno pero observa sin m ás, sin
interaccionar con la gente. E quiparan esta fór m ula a la del «es-
pectador», y las personas observadas pueden no percatarse de la
presencia del investigador; 3) «participación moderada»: el et-
nógrafo está en el lugar de investigación, la gente es consciente
de su presencia, pero la participación es li m itada y ocasional;
es un tipo de participación que puede ser adecuado para contex-
tos de observación m uy estructurados, como una consulta médi-
ca, un quirófano, o un juicio. Dewalt y Dewalt sitúan aquí la
investigación en la que el antropólogo vive en su casa y se despla-
za al ca m po diaria u ocasionalmente, y sólo interviene en ciertos
contextos de actividad de ca m po —com m uting anthropology.
Tanto m i trabajo de ca m po en Venezuela como el de las exhu m a-
ciones de las fosas com unes pueden considerarse ta m bién como
etnografías de este tipo, pero ta m bién sería adecuado colocar
a m bos proyectos en la siguiente categoría de participación, que
Dewalt y Dewalt sitúan como fase inicial de las participaciones
con m ayor i m plicación; en concreto, 4) la «participación acti-
va», que es la que suele equipararse con la «participante», que es
cuando el investigador se integra en la m ayor parte de las activi-
dades de los actores sociales que ocupan el «ca m po» como estra-
tegia de aprendizaje de las reglas culturales, sociales o políticas,
según el tipo de proyecto. Como veremos luego, ta m poco hay
consenso sobre la intensidad de la participación dentro de este
tipo; 5) finalmente, estaría la «participación com pleta», o «con-
versión en el otro» que, aunque Spradley la consideraba reversi-

85
ble y co m patible con la recolección de datos, en su extrem o
m áxi mo de integración nos devuelve al caso de integración de
C ushing entre los zuñi a finales del X I X , que ya comenta mos an-
tes, y al debate sobre el «antropólogo que se vuelve nativo», como
es el fa moso caso de K eneth G ood, que vivó 13 años entre los
yanom a m i, se casó y tuvo hijos «allí», antes de «regresar a casa».
Algunos antropólogos ven clara la necesidad o conveniencia de
«iniciarse» siguiendo alguno de los ritos nativos, como es el caso
de la experiencia de ca m po entre los cha m anes yolmo del H i m a-
laya de Desjarlais (1992), o de asu m ir hasta el final las conse-
cuencias de la participación, como es el caso de la iniciación al
boxeo del sociólogo francés Loïc Wacquant en un gi m nasio del
gueto de C hicago (2004), casos de los que hablaremos después
con m ás detalle en la sección sobre la antropología del cuerpo.
L a «participación com pleta» puede ser encubierta, fingiéndose
m iem bro de ese grupo o colectivo. Por supuesto, desde hace dé-
cadas hay otro proceso inverso vinculado con el incremento en
la cantidad de «antropólogos nativos» que se for m an en institu-
ciones occidentales y estudian sus propios grupos culturales, lo
que nos pondría en otro nivel de participación co m pleta, pues-
to que en este caso el «extraña m iento» estaría producido no tan-
to por el encuentro con el «otro» en el ca m po, que es inexistente,
sino por el encuentro con la «academ ia» occidental; 6) Tedlock,
por su parte, refiriéndose a las críticas literarias de la antropolo-
gía clásica y al narcisismo de alguno de sus productos, ha plan-
teado un nuevo tipo que ella denom ina la «observación de la
participación» y que tendría como resultado la «etnografía na-
rrativa»: un género de memorias etnográficas que se centran en
las sensaciones y experiencias del propio investigador (1991).
O tro ejem plo de clasificación de los tipos de participación,
en este caso asociada al tipo de datos que se obtienen, es la que
proporcionan Snow, B enford y Anderson (2001). Para estos au-
tores, hay cuatro tipos de datos: experiencia directa, observa-
ción directa, narrativas, y registros y docu mentos. Cada uno de
los posibles «posiciona m ientos» del etnógrafo abre unos ca m i-
nos hacia la infor m ación y bloquea otros. Los posibles «perso-
najes» que plantean, y que fueron desarrollados por ellos y sus
estudiantes en el ca m po, son: 1) el «escéptico controlado»; 2) el
«activista ardiente»; 3) el «investigador colega»; y 4) el «experto
acreditado».

86
L a observación participante puede entenderse ta m bién como
un proceso metodológico relativamente desestructurado median-
te el cual un observador tom a parte en las actividades cotidia-
nas, en los rituales, en las interacciones, en los sucesos en los que
participa la gente estudiada, con el fin de aprender los aspectos
explícitos e implícitos de la cultura. Incorpora, según Paul (1953),
una tensión metodológica i m portante, en tanto que la «observa-
ción» apela a un distancia m iento analítico m ientras que la «par-
ticipación» i m plica algún tipo de com prom iso emocional. E s-
tratégica mente, significa que mediante ella participan en una
diversidad de tareas que están disponibles en el propio ca m po,
el etnógrafo consigue «nor m alizar» paulatina mente su presen-
cia, o m ini m izar su i m pacto, y establecer relaciones que no se-
rían posibles con ninguna otra propuesta metodológica. L a ob-
servación participante facilita la creación de relaciones de em-
patía con los sujetos sociales estudiados, incrementándose así la
calidad de los datos y los lugares de acceso, al m ismo tiem po que
introduce elementos de subjetividad en el estudio a medida que se
profundizan las relaciones sociales.
E n el extraordinario Tristes trópicos, Lévi-Strauss (1992) enfa-
tizaba la idea de proceso en la etnografía. H ay un momento inicial
en el que todo sorprende o impresiona, momento que da paso
paulatinamente a la familiaridad. E n este proceso, el investigador
cambia sus interpretaciones de la realidad con la que se encuen-
tra, y por lo tanto el etnógrafo es necesariamente víctima o escla-
vo de la «ilusión de la percepción». Bernard (1995) aconseja to-
mar en cuenta en el diseño de investigación este proceso en la
siguiente secuencia: el «contacto inicial», que puede ser un mo-
mento de pánico o de euforia y excitación emocional e intelectual
(como dem uestra el propio Lévi-Strauss en los capítulos de llega-
da a B rasil en Tristes trópicos); el «choque cultural», en el que la
excitación y curiosidad inicial por lo «exótico» da paso al extraña-
miento y a la asimilación de la diferencia, lo que puede causar
estados depresivos o al menos de desorientación tem poral; el
momento de «descubrimiento de lo obvio»; el necesario «descan-
so» en el que se sale del campo para reajustar el diseño y empezar
a poner en funcionamiento las interpretaciones o explicaciones;
el momento de «concentración en las tareas pendientes», sobre
las que se ha reflexionado en el descanso; el momento de «agota-
miento», cuando los datos empiezan a hacerse repetitivos y hay

87
que plantearse si es necesario o no prolongar la estancia; y el «mo-
mento de salida», del que hablaremos más adelante.
B asándose en la influyente propuesta de B erger y L uck m ann
(1986), Velasco y D íaz de Rada (1997) señalan la homología en-
tre el investigador y el aprendiz, y caracterizan el trabajo de campo
etnográfico como proceso de socialización en el que se aprenden
la lengua, los códigos de com unicación no verbal, las nor m as de
etiqueta, etc. E n tér m inos de B erger y L uck m ann, se trataría de
una socialización secundaria o resocialización. Pero adem ás se-
ría, excepto en el caso del antropólogo nativo, y quizá ta m bién
en el del antropólogo que se vuelve presunta mente nativo, de un
aprendizaje social sin internalización, cuya finalidad responde a
un objetivo externo, que es lograr un conoci m iento m ás profun-
do de la cultura estudiada: el tan buscado «punto de vista nati-
vo», objeto del deseo de una buena parte de la antropología, que
ya hemos discutido en relación con M alinowski y G eertz. Se tra-
ta, por lo tanto, de un aprendizaje controlado, de una socializa-
ción reversible que sólo puede producirse y convertirse en un
recurso metodológico en un entorno cultural e institucional que
ad m ita esta posibilidad de socializaciones de ida y vuelta, y pue-
da generar una disciplina con los intereses y métodos de la an-
tropología. Adem ás, por seguir con la lógica de estos autores, el
papel de «incom petente aceptable» o «nativo m arginal» que ad-
quiere el etnógrafo, en el mejor de los casos, no sólo es un hecho
palm ario, sino un activo metodológico crucial en una disciplina
en la que el «extraña m iento» o «sentido de la diferencia» es un
eje de reflexividad y crítica funda mental, y tiene entre sus fun-
ciones básicas la de la neutralización del etnocentrismo y la de la
superación paulatina del «choque cultural». E ste extraña m ien-
to, esta m irada externa que desnaturaliza las relaciones sociales,
como instru mento metodológico, genera ta m bién un m arco de
interacción de carácter com parativo. De hecho, en el caso de los
estudios en «casa», hay que construir este sentido de la diferen-
cia mediante la tom a de conciencia del proceso de investigación
y la lectura com parativa, entre otras estrategias.
M auss definió en su M an ual de etnografía (1967) algunos pun-
tos esenciales sobre la observación participante que, a pesar de
las transfor m aciones tan sustanciales que ha habido en los con-
ceptos y for m as de la investigación de ca m po en nuestra disci-
plina, aún tienen vigencia. M auss destacaba la i m portancia de la

88
observación m inuciosa y directa de la realidad estudiada, enfati-
zaba la i m posibilidad de separar observación de interacción en
la aplicación del método etnográfico, y señalaba que el conoci-
m iento del lenguaje nativo era básico para la calidad de los da-
tos. Adem ás, incidía en dos elementos que ahora son sentido
com ún en la disciplina: el trabajo de ca m po posibilita una m ulti-
plicidad y com plementariedad de técnicas, especialmente aque-
llas que tienen que ver con la observación y con los interca m bios
lingüísticos, concreta mente la entrevista. Y segundo, la di men-
sión com unicativa del método etnográfico.
Bernard, por su parte, definió en 1995 las cualidades que juz-
gaba idóneas para un «observador participante» y que, aunque
su aprendizaje es funda mentalmente práctico y se produce en el
propio ca m po, debían ser incorporadas a la for m ación metodo-
lógica de los investigadores: 1) aprendizaje de la lengua, si esto
es necesario. Como vi mos en el caso de M argaret M ead, un co-
noci m iento deficiente puede tener consecuencias i m portantes
sobre la calidad de la investigación. Por lo general, a menos que
sea del todo necesario los etnógrafos contem poráneos tratan de
no usar intérpretes en su trabajo de ca m po, como era típico en la
época boasiana, por ejem plo, para evitar la acu m ulación de «tra-
ducciones» culturales sobre los datos; 2) construir una «concien-
cia explícita» (Spradley, 1980) de la investigación o, como he-
mos denom inado antes, m antener la «i m aginación etnográfica»
a pleno rendimiento durante la observación participante; 3) «desa-
rrollar la memoria», aspecto que considero clave ya que m uchas
veces es difícil encontrar espacio o tiem po para escribir lo que
está ocurriendo. Cada investigador desarrolla en el ca m po sus
propios métodos de recolección, pero cuanto m ás entrenados
estemos para retener en la memoria espacios, situaciones y con-
textos sociales, mejor será la calidad de los datos. B ernard cita a
B odgan (1972) para aconsejar que, por ejem plo, si no ha sido
posible tom ar notas en el momento, se utilicen estrategias m ne-
m otécnicas del tipo: no hablar con nadie hasta que la infor-
m ación relevante haya quedado registrada, la conveniencia de
recordar las cosas en su secuencia tem poral, etc.; 4) m antener
cierta «inocencia metodológica» si no es contraproducente y
puede perjudicar a los infor m antes o al propio desarrollo de la
investigación. «D isfrutar» en lo posible de las torpezas y desajus-
tes iniciales y aprender de ellos para com prender el ca m po lo

89
mejor posible; 5) aprender a escribir notas y diarios de ca m po,
como veremos m ás adelante; 6) aprender a «perder el tiem po»,
evitando la tentación de «abru m ar metodológica mente» a los
infor m antes por nuestra prisa o ansiedad por obtener datos en
plazos cortos que sólo responden a nuestros condicionantes de
investigación. E ste «estar allí, si m plemente» favorece adem ás la
conversación casual, que es un vehículo crucial de infor m ación
etnográfica, y adem ás ayuda m ucho a construir relaciones de
confianza; 7) búsqueda de la «objetividad», si es posible, eli m i-
nando al m áxi mo los prejuicios, en lo que no puede ser sino un
ejercicio per m anentemente reflexivo y crítico.
Dewalt, Dewalt y Wayland (1998), por su parte, señalan las
siguientes características «deseables»: 1) el observador partici-
pante o etnógrafo debe aproxi m arse al trabajo de ca m po con la
mente abierta y todo lo libre de prejuicios que sea posible; 2) un
«interés genuino» por las ideas y experiencias de los dem ás abre
m uchas puertas, m ientras que se han de respetar las situaciones
en las que no somos bienvenidos; 3) no dejarse arrastrar por el
«choque cultural», entendiéndolo como una fase necesaria y de
intenso aprendizaje; 4) es preciso entender que un buen nú mero
de los errores cometidos durante la observación participante son
subsanables, que las situaciones conflictivas se producen siem-
pre y for m an parte de la nor m alidad de las relaciones hu m anas;
5) desarrollar las cualidades de observación; 6) aprender a escu-
char, o desarrollar esta cualidad si ya está presente; 7) una de las
cualidades de la observación de ca m po es que nos pone ante
situaciones insospechadas, y por lo tanto un buen «observador
participante» debe estar abierto a la sorpresa y a aprender de lo
insospechado.
Según las for m ulaciones de la observación participante que
esta mos siguiendo hasta el momento, una de las tareas funda-
mentales del etnógrafo y una de las principales justificaciones
de la observación participante como método de investigación
sería conseguir rapport, es decir, «em patía», «afinidad» o «com-
penetración» con las personas que está estudiando. O sea, esta-
blecer unas relaciones de confianza, cooperación y reciprocidad
(hablaremos m ás delante de esto en la sección sobre los «infor-
m antes») que satisfagan al menos en parte a los actores sociales
involucrados en la investigación, y, desde un punto de vista prag-
m ático, per m itan al etnógrafo acceder paulatina mente a los ti-

90
pos de datos que necesita. E sta em patía se consigue con las m is-
m as «ar m as» con las que gestiona mos nuestras propias relacio-
nes personales y profesionales, pero adaptándolas a la situación
de ca m po concreta y, en entornos de «otredad», a unos códigos
de interacción para los que carecemos de experiencia o conoci-
m iento suficiente. U na prem isa básica, desde m i punto de vista,
es «aceptar las reglas del juego social» tal como están estableci-
das en el ca m po, sin pretender alterarlas m ás allá de lo que supo-
ne nuestra propia presencia como investigadores y el despliegue
de nuestras técnicas de recogida de datos. E s por lo tanto nece-
sario tiempo para entenderlas, para aclarar malentendidos y ajus-
tar las expectativas recíprocas.
E n este contexto es preciso desarrollar poco a poco unas ba-
ses estables para el interca m bio honesto de infor m ación, porque
el etnógrafo en ningún caso se libra de tener que responder a
cuestiones personales, por m ucho que le puedan incomodar, y
m uchos de los infor m antes querrán saber qué agenda hay detrás
de la presencia del investigador y qué se va a hacer con los datos
que se obtengan a su costa. E n algunos casos, y esto es cada vez
m ás frecuente, querrán leer los resultados de la investigación.
E n otros casos puede ser útil adem ás pensar el desarrollo de
otros en etapas, para no forzar algunos datos —para cuyo acce-
so adecuado todavía necesita mos m ás confianza— dem asiado
pronto. Q uizá suceda algo i m previsto en el ca m po que acelere el
rapport. Algunos autores incluso aconsejan, en los trabajos de
campo largos en los que es difícil mantener indefinidamente cierto
sentido de la diferencia, salir durante una tem porada por un do-
ble motivo. Pri mero, para «oxigenar» la investigación fuera del
ca m po, si éste se vuelve dem asiado asfixiante y, segundo, para
retornar al ca m po como «viejos conocidos».
E l etnógrafo no es en cualquier caso el único que necesita des-
canso, también lo necesitan las personas sobre las que edifica su
investigación. La estrategia m ultilocal que utilicé en el culto de
M aría Lionza me permitió recorrer este camino con relativa rapi-
dez, ya que al establecer una secuencia de visitas semanales a los
diferentes grupos con los que trabajaba, regresaba continuamen-
te a ellos y cada vez un mayor nú mero de los miembros estables
de cada grupo me consideraba como un viejo conocido o incluso
un miembro más del portal. Como ya discutiré después, en los
grupos en los que utilicé el vídeo, mi ausencia —porque me en-

91
contrara en otro punto de la investigación o porque no tuviera
acceso al barrio debido a algún incidente u operativo policial—
era comentada o incluso lamentada, si se producía alguna «cura-
ción» especial que no quedaba grabada.
H a m mersley y Atkinson nos recuerdan que, en cualquiera de
los casos, estas «estrategias com unicativas» de estableci m iento
de afinidad no son sólo un prolegómeno hacia la infor m ación
futura, sino que nos dicen m ucho sobre la cultura o grupo social
que esta mos estudiando desde el pri mer momento, son por lo
tanto una parte importante del proceso etnográfico (1994) y, desde
m i punto de vista, establecen un funda mento ético con las perso-
nas con las que investiga mos. Lo m ismo que ocurre con la parti-
cipación, ta m poco hay acuerdo sobre cuál es el gradiente de afi-
nidad deseable. E s previsible que varíe en cada caso y en cada
etnógrafo, dependiendo de las características sociales del ca m-
po, del diseño de la investigación y de la propia personalidad del
investigador y de los inform antes con los que trabaje. Ahora bien,
el «exceso de afinidad» puede tener dos consecuencias negativas
para la investigación. Por un lado, hace que peligre la perspecti-
va externa del investigador y la diná m ica de extraña m iento que
hemos discutido antes. Por otro lado, en el propio ca m po el ex-
ceso de em patía es nor m al que ocurra con algún grupo de inte-
rés concreto, lo que genera problem as personales y de acceso a
otros grupos que estén en conflicto.
La conciencia por parte del investigador de sus características
personales y de la interpretación que hacen los actores sociales de
su presentación en el campo son cruciales en este proceso de esta-
blecimiento de empatía. La ropa que elegimos, por ejemplo, pue-
de tener una influencia determinante en la dinámica de las rela-
ciones sociales y, de una manera más general, no parece inapro-
piado sugerir respeto por las pautas de etiqueta locales. Recuerdo
que en una ocasión conocí a un antropólogo en México que había
invitado a un cineasta a filmar una película sobre un ciclo ritual
de un grupo indígena. E l cineasta, vestido en un estilo informal,
incluyendo vaqueros raídos, le causó un problema grave al antro-
pólogo, puesto que en las secuencias rituales que estaban filman-
do todos los participantes iban engalanados, incluso, a su manera,
el antropólogo, y no entendían el porqué de un ropaje tan descui-
dado. D urante mi trabajo de campo en Venezuela, opté por mime-
tizarme con mis informantes espiritistas en las ceremonias, no

92
sólo en términos de la ropa que llevaba, sobre la que había cierto
control ritual y era además una especie de antídoto contra posi-
bles incidentes en la calle (robos, etc.), sino también en la gestua-
lidad y en la lectura idónea de los espacios y los tiempos rituales,
para evitar cometer infracciones. Éste es un aspecto al que L uque
se ha referido como la «pluralidad de lenguajes» (1985). Es decir,
el etnógrafo no debe sólo aprender la lengua y los dialectos cuan-
do esto es necesario, sino que también es vital que se convierta en
un aprendiz de lo que H all denominó «el lenguaje silencioso» (1974;
H all, 1959; H all y H all, 1995). Por ejemplo, en las primeras cere-
monias a las que acudí en Venezuela, era frecuente que me olvida-
ra de que era ritualmente incorrecto cruzar los brazos o las pier-
nas, porque así cruzaba o interfería con el flujo de las fuerzas espi-
rituales que estaban entrando en los cuerpos, por lo que me
llamaban continuamente la atención. Del mismo modo, no era
tolerable que me colocara en la línea de com unicación sagrada
que había entre el médiu m y el altar, especialmente en las entra-
das y salidas de los trances.
E l tema del género, e incluso de la sexualidad en el campo —y
en todo el proceso etnográfico—, es de m ucha importancia y se ha
incorporado paulatinamente a los debates sugeridos anteriormen-
te, a veces sin el conocimiento del etnógrafo, como en el caso de
los diarios de M alinowski (1989, véase también Golde, 1970; Ra-
binow, 1992; Behar y Gordon, eds., 1995; K ulik y Willson, eds.,
1995; y D ubish 2001). También la presencia de los hijos en el cam-
po ha sido explorada desde el punto de vista metodológico (Casell,
ed., 1987; Bourgois, 1995). Scheper-H ughes, por ejemplo, ha se-
ñalado la diferencia entre acudir al campo (en este caso en B rasil)
sola o acompañada por su familia. Acudir sola suponía situarse
en lo que podríamos llamar el «mercado de las m ujeres disponi-
bles», mientras que su llegada con el marido y sus hijos, a los que
integró en las escuelas locales y les hizo escribir su propio diario
de campo (1987), dejaba esta cuestión fuera del ámbito de las
relaciones plausibles para sus informantes, o al menos replantea-
ba radicalmente el contexto de posible «seducción».
E l desarrollo del rapport no agota en absoluto las tareas del
etnógrafo. A pesar de que cuando entra mos en el ca m po no so-
mos conscientes de ello, a pesar de que es algo que tiene que
estar previsto en el diseño de la investigación, la observación
participante ofrece al investigador una especie de juego de m ás-

93
caras, es decir, una serie de posibles roles de campo que pueden
ocuparse si m ultánea, alternativa o secuencialmente. De hecho,
es com ún que un etnógrafo asu m a diferentes roles a lo largo de
un m ismo día de investigación de ca m po, y que su rol vaya evo-
lucionando a medida que se cubren fases de investigación y la
integración en el ca m po es m ayor. Como señalan H a m mersley y
Atkinson (1994), al igual que los padrinos o porteros, los actores
sociales ta m bién intentan colocar el etnógrafo en su «zona de
experiencia», y el etnógrafo tiene que saber «ad m inistrar la m ar-
ginalidad» en la que necesaria mente se encuentra. E stas «identi-
ficaciones iniciales» pueden ser una li m itación si son restricti-
vas y se convierten en crónicas, y el etnógrafo, si quiere tener
éxito, tendrá que negociar los roles que le son asignados sin vio-
lentarlos. Pero siem pre hay que tener en cuenta que en esta ne-
gociación per m anente durante el trabajo de ca m po, el tipo de
roles que acaba mos asu m iendo, en cada momento y en el con-
junto de la estancia, condicionan de for m a i m portante el tipo y
la calidad de los datos obtenidos. C uando antes hablába mos de
la investigación encubierta, destacába mos que, m ás allá de las
consideraciones éticas ineludibles, era una estrategia de investi-
gación que fijaba al etnógrafo en un papel no sólo engañoso sino
m uy poco versátil, y le i m pedía usar sin causar sospecha alguna
de las técnicas que acom pañan a la observación participante
abierta. Velasco y D íaz de Rada destacan la i m portancia de la
optim ización de los contextos de investigación posibles, así como
de todas las posibles posiciones sociales del investigador en el
ca m po (1997).
E n este sentido, el etnógrafo tiene que asu m ir que según el
uso que de su presencia hacen los actores sociales puede llegar a
ser investigador, a m igo, rival, recurso económ ico, padrino, me-
diador con el m undo oficial, entre otros m uchos papeles socia-
les. A lo largo del trabajo de ca m po puede tener alegrías, decep-
ciones, crisis personales y con sus infor m antes, enfrenta m ien-
tos, reconciliaciones, etc. E sta diversificación de la experiencia
durante el proceso de investigación, lo m ismo que el recorrido
de ida y vuelta entre em patía y extraña m iento, son i m portantes
porque en la propia adopción de roles sociales los etnógrafos
asi m ila mos de una m anera práctica (ósmosis) las rutinas socia-
les de los grupos estudiados en nuestro propio cuerpo, como
veremos, en nuestra propia racionalidad, incluso en nuestra «es-

94
tructura de senti m ientos» (Willia ms, 1977), todos los cuales se
convierten en instru mentos de conoci m iento etnográfico. Ade-
m ás, el pri mer infor m ante del investigador es siem pre uno m is-
mo, que aprehende el espacio social que investiga en su propio
cuerpo, en sus rutinas, en su vestuario, en sus gestos, en su apren-
dizaje lingüístico, y de ahí se deriva, es preciso insistir, la necesi-
dad de m antener una postura crítica y reflexiva durante todo el
proceso de investigación etnográfica.
Todo esto convierte a la práctica etnográfica en una expe-
riencia necesaria mente intersubjetiva. H ay un i m pacto del etnó-
grafo en la realidad social estudiada, y ésta a su vez i m pacta en el
propio antropólogo. Según la perspectiva teórica y metodológi-
ca del investigador, este i m pacto recíproco puede tratar de m ini-
m izarse, o activarse en toda su com plejidad, como vi mos al prin-
cipio con los modelos positivista, naturalista y antirrealista de la
investigación etnográfica. Aquí nos encontra mos de nuevo con
la m ultiplicidad de estilos de la etnografía. Si esta mos de acuerdo
con las conclusiones de Rabinow en el libro que escribió sobre
su trabajo de ca m po en M arruecos (1992), la «cultura» no es
homogénea ni se m anifiesta como una sola voz, y los «hechos»
etnográficos son interpretaciones «m ultivocales» que se cons-
truyen en el propio trabajo de ca m po en la interacción de los
investigadores con sus infor m antes. N o hay un mecanismo úni-
co de traducción entre culturas, no hay una posición privilegia-
da ni una perspectiva absoluta. Como los hechos culturales ob-
tenidos en contextos de observación participante existen en su
m ayor parte como experiencia vivida, como práctica, son nece-
saria mente híbridos y transculturales, si se está investigando en
un contexto de «otredad». Pasemos ahora a profundizar en las
relaciones de los etnógrafos con los lla m ados informantes.

4.6. Los informantes

Todos los libros de metodología y las narrativas sobre el tra-


bajo de ca m po hablan de la i m portancia de los informantes en la
investigación etnográfica, aunque es una denom inación técnica
que incomoda a m uchos. Conklin sugería en 1968 la i m portan-
cia del «trabajo intensivo con infor m antes» como parte ineludi-
ble de la etnografía. Los infor m antes son básicos porque no todo

95
lo que ocurre en el ca m po es «observable» en el sentido estricto
del tér m ino, como ya vi mos cuando discutía mos las modalida-
des de observación y participación. Pueden adem ás ofrecernos
guías y orientaciones que nos ayuden a situarnos y movernos en
el laberinto del campo. B ernard nos ayuda a distinguir entre dos
tipos de infor m antes que los investigadores usan: para el trabajo
cuantitativo, los seleccionados al azar, y los que se buscan y se
seleccionan con cuidado y paciencia para obtener infor m ación
cualitativa lo m ás precisa posible (1995). Ya habla mos antes de
los gatekeepers, que son los pri meros actores sociales con los que
se encuentra el investigador. E n ocasiones, se acaban diluyendo
como infor m antes significativos, en otras se acaban convirtien-
do en informantes clave. De hecho, cada investigación de ca m po
se apoya en un grupo reducido de estos infor m antes clave, que
constituyen la red social básica del investigador, y pueden provo-
car reacciones en cadena, poniéndonos en contacto con otros
posibles infor m antes y a m pliando y profundizando la red social
en el ca m po.
Así, no todos los infor m antes significan lo m ismo para el in-
vestigador, y el rango de relaciones que pueden establecerse con
ellos es m uy a m plio, adem ás de estar siem pre en flujo y sujeto a
los vaivenes de toda relación hu m ana. Los criterios de selección
y autoselección paulatina de infor m antes son m uy diversos, no
son necesaria mente conscientes, y van desde la intuición a la
em patía personal, a su representatividad en un ca m po social
deter m inado, o a su com petencia como relatores o metanarrado-
res de su propia cultura. Ya vi mos que los antropólogos boasia-
nos, por ejem plo, entrenaban infor m antes nativos para que fue-
ran capaces de recoger infor m ación desde el m arco de referen-
cia del investigador, como ocurrió en el caso de G eorge H unt.
Todos los casos mencionados son válidos, siem pre que el investi-
gador sea capaz de m antener esa doble conciencia de la que he-
mos hablado en repetidas ocasiones y sea consciente de la posi-
ción que ocupa el infor m ante en su relación personal, así como
con relación al contexto social en el que se da la investigación.
Pero lo m ismo que antes sostenía mos que el investigador tiene
que m antener cierta cualidad ca m aleónica en el ca m po y ser ca-
paz de circular entre roles, es conveniente para la investigación
tener infor m antes válidos en el m ayor nú mero de dom inios so-
ciales y culturales que encontremos en un ca m po de estudios

96
deter m inado. E so no quiere decir en absoluto que no pueda ha-
ber etnografías de m ucha calidad basadas en la relación del in-
vestigador con un solo infor m ante, como pueden ser las de Cra-
panzano (1980), Shostak (1981) o G riaule (1987), siem pre que
se entienda e integre bien en el texto resultante su representativi-
dad y su posición en el escenario social investigado. Volveremos
a este aspecto al hablar de las historias de vida.
E s i m portante tener en cuenta que no hay ningún grupo en el
que los infor m antes estén todos de acuerdo sobre un hecho o
suceso deter m inado, aunque puede haber siem pre cierto con-
senso en los relatos. Como sugiere Van M aanen (1981), con base
en su trabajo de ca m po en organizaciones policiales, con la difi-
cultad que un estudio de este tipo tiene, el investigador tiene que
m antener una actitud de «escepticismo sano» respecto a los in-
for m antes, pues nunca hay garantías plenas de que las infor m a-
ciones que nos transm iten no respondan a agendas de poder in-
dividual o entre facciones en el interior de las com unidades o
grupos estudiados, o que lo que se pretenda es directa mente des-
infor m ar. Por lo general, en m i trabajo de ca m po en Venezuela
pienso que los marialionceros que conocí me transm itían de una
m anera gen uina, es decir, ajustada a su creencia y en el m arco de
sus propias pautas de interacción social, lo que sabían sobre el
espiritismo. Sólo en una ocasión me encontré con una persona
que trató deliberada mente de engañar me y burlarse de m í. E sto
sucedió en el B oulevard de Sabana G rande, en el centro de Cara-
cas. A través de una a m iga antropóloga que estaba haciendo su
trabajo de ca m po con niños de la calle en esa zona (M árquez,
1999), me puse en contacto con varios de ellos, e incluso visité
con ella un conocido Centro de Detención de M enores, puesto
que m uchos de ellos eran espiritistas y devotos de la corte malan-
dra. Joseíto, que era uno de los m ás m ayores y que consu m ía
pega mento de una m anera m ás controlada, me dijo que había
un buhonero, o vendedor callejero, que era un espiritista m uy
fa moso en el com plejo universo social de la calle, y que estaba
seguro de que me aportaría gustosa mente m ucha infor m ación.
Joseíto me facilitó el contacto con este vendedor, cuyas historias
eran tan insólitas, que resultaban descabelladas incluso para un
culto tan abierto y flexible como el de M aría L ionza. Traté de
hablar con él un par de ocasiones m ás, per m aneciendo horas
junto a su puesto, pero la em patía no llegó nunca. Ahora sí, dada

97
la com petitividad del culto y el per m anente conflicto entre mate-
rias, en m uchas ocasiones la infor m ación que me aportaban m is
infor m antes era crítica con la práctica espiritista de otros de
m is infor m antes.
E n el libro de Rabinow que ya hemos citado en varias ocasio-
nes (1992), el autor hace varias reflexiones sobre su relación con
los infor m antes que son de m ucho interés. Como señala Cátedra
en su introducción a la versión en castellano, el libro dem uele
varios m itos sobre el trabajo de ca m po: la propia i m agen del
antropólogo como científico; la aceptación no problem ática de
los datos de ca m po, al plantear el com plejo proceso de obten-
ción de datos y sus i m plicaciones epistemológicas; y la i m agen
idílica del infor m ante y de las relaciones entre infor m antes e
investigadores. Como corolario, Cátedra apunta que las reflexio-
nes de Rabinow ya dejaban claro que el propio proceso de pro-
ducción de conoci m iento social transfor m aba irrem isiblemente
el objeto de conoci m iento (1992). Rabinow se rebela ante lo que
era su propio sentido com ún etnográfico antes de entrar en el
ca m po: la idea de que «el infor m ante siem pre tiene razón», y de
que el etnógrafo es una «no-persona» o, paradójica mente, una
«persona total», si es cierta la caricatura del antropólogo como
«observador sonriente» que dibuja. M ientras que el antropólogo
ha de controlarse, el infor m ante puede ser «él m ismo». F rente a
esta idea que le había sido transm itida durante su for m ación en
C hicago, y tras su experiencia de ca m po en la que algunos de sus
infor m antes habían em pujado su relación hasta «el lí m ite», pro-
bándole y provocándole, en el libro sostiene que en el m arco de
investigación etnográfico hay que desarrollar o negociar necesa-
ria mente un sistem a de sí m bolos com partidos que per m ita la
com unicación m ás o menos fluida entre el investigador y sus
infor m antes, en m uchos casos partiendo de cero. E n el mejor de
los casos —recordemos que Rabinow se movía en un contexto
de «alteridad»—, este sistem a com partido de com unicación es
«li m inal» y precario, y es adem ás «externo» tanto al investigador
como al infor m ante. E stá adem ás acosado por «rupturas» cons-
tantes, que obligan al reposiciona m iento en el ca m po.
E n este «proceso com unicativo fuerte» (Agar, 1980) de nego-
ciación intersubjetiva, el antropólogo induce sin duda al infor-
m ante a producir relatos sobre su propia cultura que no articu-
laría nor m almente en su contexto de experiencia cotidiano, tan-

98
to en conversaciones infor m ales como en entrevistas m ás estruc-
turadas. Pero ta m bién los infor m antes «fabrican» discursos para
el antropólogo que no usarían en otros contextos de su propia
cotidianidad. H a m mersley y Atkinson discuten este aspecto de
las relaciones de ca m po en tér m inos de «relatos solicitados» y
«relatos no solicitados», cada uno de ellos con su propia com ple-
jidad (1994).
Rabinow se encontró con distintos tipos de inform antes, cuya
relación con él describe profusa mente y con gran elocuencia.
Por ejem plo Ibrahi m, su profesor de árabe, se había convertido
en un mediador profesional entre las com unidades europea y
m arroquí de Sefrou. Como tal, le proporcionaba un discurso
«em paquetado», equivalente al que transm itía a otros visitantes
o turistas, pero no le dejaba ir «m ás allá». Rabinow ta m bién
discute el problem a de la «profesionalización» de los infor m an-
tes, lo que le ocurrió con M alik, al que le ofreció un em pleo esta-
ble durante su estancia en Sidi L ahcen y el cual, dada su buena
reputación en el pueblo, legiti m aba a su vez la presencia del in-
vestigador. A lo largo de su relación, M alik ca m bió su personali-
dad, al verse obligado a refor m ular sus propias experiencias si-
guiendo las dem andas que le for m ulaba Rabinow como ayudan-
te de investigación. Así, la presencia del antropólogo crea una
duplicación de la conciencia en los infor m antes con los que tra-
baja m ás de cerca. Y eso le lleva a señalar dos hechos: que los
antropólogos nos situa mos histórica mente mediante la pregun-
tas que hacemos, y que lo que recibi mos de los infor m antes son
interpretaciones, igualmente mediatizadas por la historia y la
cultura.
H ay aún otro tipo de infor m ante característico que, aunque
suele ser m uy apreciado por los etnógrafos, presenta problem as
por su dudosa representatividad. Recordemos que Agar (1980),
cuando hablaba de los tipos de porteros que se encontraban los
etnógrafos en el ca m po, hacía referencia a los infor m antes «m ar-
ginados» o «desviados», en una clasificación que podemos inter-
pretar que com prende a personas inadaptadas, o cuyo rol social
es de algún modo externo o periférico a la media de integración
social del grupo. B ernard ta m bién es de la opinión de que son
m uy valiosos, si se entienden adecuada mente, los infor m antes
que m uestran cierto grado de «cinismo» o distancia respecto a
su cultura (1985). Ogotem mêli, el informante principal de G riaule

99
(1987), estaba distanciado de la cultura dogon tras un accidente
con un rifle. E l caso de Alí, del que ya hemos hablado en la sec-
ción de «entrada», era paradigm ático de este tipo de infor m an-
te, según nos describe Rabinow. L a consolidación de su relación
fue casual, y se debió a una concordancia i m prevista entre una
reacción de Rabinow ante una provocación de Alí y el estilo cul-
tural m arroquí. Alí era un m agnífico infor m ante precisa mente
porque su posición m arginal respecto a su propio grupo social
de origen le hacía m antener un discurso crítico y de segundo
orden sobre su propia cultura, lo que no ocurre tan fácilmente
con infor m antes que están plena mente socializados y viven en
un estado de «nor m alidad» en sus propias culturas, lo que Agar
denom ina infor m ante «sólida mente integrado» (1980).
E n alguna de las viñetas etnográficas que he presentado an-
terior mente sobre m is trabajos etnográficos ya se percibían con
claridad las tensiones a las que está sometido el investigador
durante el trabajo de ca m po. L a relación ca m biante con los in-
for m antes es un punto de fricción habitual, como lo es la aplica-
ción de ciertas técnicas de recogida de datos que son externas al
grupo investigado y pueden causar desajuste en su estructura de
relaciones. A continuación desarrollo algunas de las ideas expre-
sadas anterior mente a través de algunas experiencias con algu-
nos de los espiritistas con los que conviví en Venezuela. E m piezo
con una breve entrevista a uno de m is informantes clave, D aniel
B arrios, que es el protagonista del capítulo «C uerpos» de m i li-
bro sobre el culto (2004a, cap. 3), y plantea otro aspecto aún no
discutido del encuentro entre antropólogos e infor m antes, que
es el de la negociación no ya de la relación, sino del propio dise-
ño metodológico de la investigación.

— D aniel, ¿me estás hablando del año 82, 83?


— N o, estoy hablando del 87, cuando yo em pecé a recibir
espíritus...
— E ntonces tú llevas como 7 años trabajando.
— M ás o menos...
— ¿Y por qué cuando tú te estabas for m ando em pezaron
a llegar espíritus vikingos al culto?
— B ueno, mira, a lo largo de m uchos años en la montaña,
se conocían sobre todo los indios, los chamarreros [curande-
ros y campesinos con acentos y perfiles locales]... Pero, ¿qué

100
pasa? Éstos siempre han existido y siempre existen y se man-
tiene, porque son la base del espiritismo en Venezuela, cha-
marrero e indio [...] Pero luego llega esa fiebre de lo vikingo...
— ¿Por qué?
— Antes bajaban de m anera m ás reservada [...] Pero ya
sabes que a la gente le gusta lo espectacular, lo que lla m a la
atención [...] Y la gente em pezó a hacerles peticiones para
que les bajaran, y los que no podían, comenzaron a platanear
[fingir] [...]
— Vale, ¿pero por qué vik ingos y no esqui m ales, por
ejem plo?
— Pues porque no había espíritus de esqui m ales... Y por-
que los vikingos son como los africanos, trabajan de la m is-
m a m anera [...]
— ¿Pero cuál es su vínculo? Los vikingos eran de E uropa
del norte [...]
— M ira, Paco, para hacer bien tu trabajo, tienes que des-
cribir lo esencial, y sólo hasta donde los hermanos [espíritus]
te permitan llegar... O sea, tienes que mentalizarte, y no tratar
de escribir más allá de tu propia comprensión, porque si no,
estarías confundiéndote a ti mismo, y confundiendo al lector.

E sto me decía D aniel, joven espiritista itinerante, tu m bado


cómoda mente en una ha m aca colgada en la terraza enrejada del
aparta mento que m i m ujer y yo había mos alquilado en Los C ha-
guara mos, en Caracas, líder del grupo marialioncero que tenía
su base en el barrio de Las M ayas, ya mencionado, y que se convir-
tió en uno de m is mejores a m igos y mentores en Venezuela. Yo
me encontraba a su lado sentado en una silla con una grabadora
en la m ano. «Vengo psicológica mente preparado para hablar
contigo aunque, te diré, esto parece la consulta de un psicoana-
lista, con su diván y todo», ironizaba D aniel desde la ha m aca.
Siem pre bromeába mos sobre la estructura jerárquica de la en-
trevista y m is renovadas estrategias de «tortura» para «sacarle»
infor m ación. H asta este momento, m i relación con D aniel había
sido esporádica. Tras conocernos en la plaza Si món B olívar del
m unicipio de C hivacoa, cerca de la montaña de Sorte, en agosto
de 1993, perdí su pista durante unos meses hasta que supe por
un amigo espiritista com ún de su llegada a Caracas. Rápidamente
le invité a pasar unos días en casa, y él aceptó. D urante los cua-

101
tro días que estuvo con nosotros, me aproxi m aba a él con m i
grabadora y le sometía a sesiones de entrevistas hasta que se
cansaba y me pedía una «tregua». Pero aparte de contar me co-
sas m uy interesantes sobre su vida y hablar me largo y tendido
sobre su experiencia en el espiritismo, D aniel tenía ideas m uy
claras sobre cómo debía llevar a cabo m i investigación. Como
ocurriera con el espíritu L uis Rem igio del que habla mos ante-
rior mente, algunos de m is infor m antes —espiritistas y espíri-
tus— se convirtieron en valiosos asesores metodológicos. A ve-
ces excesiva mente intransigentes.
D aniel se involucró m ucho en m i investigación y, en los diver-
sos encuentros que tuvi mos, algunos de ellos casi m ilagrosos
debido a su estilo de vida itinerante, no cesaba de proponer me
planes de acción y censurar m is carencias, torpezas y deslices
metodológicos. Así, lo m ismo me recomendaba tem as que debía
indagar m ás profunda mente —no siem pre coincidentes con m is
intereses—, visitas que debía hacer, fotografías que tenía que
sacar, libros que debía adquirir o aspectos que debía observar
con especial atención en las ceremonias, que me señalaba asun-
tos que él consideraba vías m uertas en m i investigación sobre el
culto, cuestionaba m i relación con deter m inados médiu ms, o
criticaba m i for m a de preguntar y m i propensión a escuchar a
«todo el m undo». Como me comentaba en m uchas ocasiones, el
culto estaba lleno de «farsantes» y m i falta de criterio sobre los
que eran «buenos» y «m alos» espiritistas le escandalizaba. Des-
de luego, D aniel no era el único que m iraba con sospecha m i
relación con «otros» médiu ms. E l culto de M aría L ionza es un
a m biente extrem ada mente co m petitivo donde hay u n debate
permanente sobre las formas «correctas» o «incorrectas» de prac-
ticar el espiritismo. L a m ayor parte de m is infor m antes tenían
opiniones m uy claras al respecto y no dejaban de preguntar me
por los otros grupos con los que trabajaba y por los médiu ms a
los que observaba y entrevistaba.
Por ejem plo, durante n uestra relación, D aniel me insistió
m uchas veces en la necesidad de que conversara con Pablo V áz-
quez, el entonces presidente de la Asociación de Brujos de la
Montaña de Sorte. Como ya he comentado anterior mente, des-
esti mé convertir a Sorte en el centro de m i investigación, pero sí
visité la montaña en varias ocasiones en com pañía de m is prin-
cipales contactos espiritistas, siguiendo el ritmo de sus propias

102
visitas al santuario. E n un pri mer momento, aunque conocía la
asociación y estaba al corriente de sus actividades —se fundó en
la Sem ana Santa de 1994, cuando yo estaba en la montaña—, no
hice m uchos esfuerzos para entrevistar me con Pablo V ázquez
tem iendo que él y su grupo de materias m ás cercanas trataran de
orientar en exceso m i investigación, al menos en la montaña.
Poner me en sus m anos desde el principio hubiera supuesto una
i m porta nte pérdida de a utono m ía en m i trabajo. D e hecho,
u n a de sus tareas como asociación es asesorar a los investigado-
res o periodistas que llegan al santuario, poniéndoles en contac-
to con ciertos médiu ms que for m an parte de la junta directiva o
actúan dentro de su particular ortodoxia espiritista. Así que lo
deseché conscientemente como portero principal de m i investi-
gación, pero no podía dejar de hacerle una entrevista en algún
momento de m i estancia. Para m í la asociación tenía y tiene un
enor me interés pero no dejaba de ser un agente m ás en el com-
plejo entra m ado marialioncero, cuya característica funda mental
es la fragmentación y la autonom ía de los grupos de culto. F inal-
mente, D aniel consiguió su objetivo. D urante el últi mo viaje que
hice con él a la montaña, poco antes de dejar Venezuela, me
presentó a Pablo y me dejó a solas con él unas horas, m ientras él
se internaba en la vegetación con el resto de los m iem bros del
grupo con el que había mos viajado. L a larga conversación que
m antuve con Pablo fue m agnífica y me proporcionó la versión
m ás «oficial» que podía darse en ese momento sobre el espiritis-
mo y sus conflictos internos. Pablo tenía una gran preocupación
por las representaciones sobreexotizadas y sensacionalistas del
espiritismo de M aría L ionza que salen al m undo exterior. Sus
preguntas m ás insistentes fueron acerca de las materias con las
que había trabajado durante m i estancia en Venezuela. Sólo D a-
niel obtuvo su aprobación. G racias a m i relación con él, Pablo
certificó la idoneidad de m i investigación, no sin cierta descon-
fianza por no haber acudido a él desde el principio.

Viene todo el tiem po gente de fuera a la montaña, gente


del extranjero, ¿no? ¿Y qué estoy haciendo yo acá? Yo estoy
representando a un culto... Yo soy representante de la escue-
la de esa señora que está allí y que se lla m a M aría L ionza. Si
yo fallo, si yo quedo m al, ¿qué pueden decir? N o van a decir
«Pablo, tal y cual». Van a decir «pues [el culto de] M aría

103
L ionza...». E s como el caso de esos periodistas que estaban
ayer aquí. Se presentaron en un portal por allá, y el tipo les
dijo un poco [un montón] de mentiras. Pri mera vez que vie-
nen, y se llevan una i m presión falsa de la montaña. N o, eso
es mentira... E s una desinfor m ación, una tergiversación del
culto. E n tér m inos de fondo y de for m a, en el sentido de que
son personas que no se ajustan a lo real, pues. N o son espiri-
tistas verdaderos, son farsantes... [Algunos] pueden ser mé-
diu ms, pero están m al orientados, no están capacitados...
¿Q ué sucede con esto? Para decirte, pues, yo he visto [espíri-
tus] indios tom ando w hisky, en vez de tom ar cocuy [aguar-
diente] o agua... [ E se médiu m] es un mentiroso, lo que quie-
re [es tom arse] unos palos [tragos] de w hisky... Y si un alu m-
no ve que su m aestro hace eso, él hace lo m ismo. Y así con
m uchas cosas. De repente [viene gente y me dice], «m ira,
Pablo, le vi mos rascao [borracho] en la montaña», o «Pablo,
le vi mos con una m ujer abrazado, acostado en la ha m aca...»
[C uando ve esto], la gente piensa que [estos médiu ms] an-
dan engañando o tratando de robar.
Vamos a ver tu caso... Tú andas indagando, tú preguntas,
buscas información por allá... Porque tú desconoces... ¿verdad?
Si tú conocieras, te sentarías y escribirías tu propio libro sin
más, ¿verdad? ¿Y qué hubiera ocurrido si no es por Daniel?
¿Q ué pasa si tú te consigues un tipo que es un loco, que te
orienta mal, que te engaña? Como tú desconoces la cultura...

H emos hablado en varias ocasiones de los procesos de nego-


ciación que se producen en el trabajo de ca m po. U na de las diná-
m icas sociales m ás i m portantes en este aspecto durante la ob-
servación participante es la gestión de las relaciones de recipro-
cidad. L o m ism o q u e los a n t ropólogos esper a m os q u e los
infor m antes se com porten de deter m inada m anera y nos pro-
porcionen cierto tipo de datos, los infor m antes ven en el investi-
gador a un agente externo que puede proporcionarles cierto tipo
de bienes m ateriales o si m bólicos. Como señalan M oreno F eliú
y N arotzky (2001) y N arotzky (2001), la reciprocidad es un con-
cepto m uy debatido histórica mente en la disciplina, pero no ha
sido en ocasiones suficientemente problem atizado. E n vez de
considerarla como una parte de la acción social «invariablemen-
te positiva, tanto en su configuración como en sus resultados»,

104
proponen insertarla en contextos sociales «com plejos y a m biva-
lentes, llenos de tensión, m anipulación, diferencias extrem as de
poder e injusticias», aunque ta m bién es i m portante señalar que
son ám bitos que perm iten y sustentan la ayuda m utua y las trans-
ferencias de recursos. E s en este contexto no ingen uo en el que
deben entenderse ta m bién las relaciones de reciprocidad que se
dan entre los etnógrafos y los agentes sociales con los que inter-
accionan, reconociendo que, como ya se señalaba en el influyen-
te libro editado por Clifford y M arcus, las relaciones en el ca m po
son siem pre relaciones jerárquicas y relaciones de poder (1991).
L as ya clásicas viñetas etnográficas de Rabinow en M arruecos
(1992), en las que sus infor m antes se posicionaban respecto a
sus recursos económ icos —incluyendo la disponibilidad de su
vehículo—, planteaban esta di mensión del entrelaza m iento de
la reciprocidad y las relaciones de poder en toda su com plejidad.
Además, los propios conceptos y expectativas de reciprocidad son
m uy diferentes en un contexto cultural y otro.
Como ya comenté antes, D aniel B arrios me consideraba una
oveja descarriada y consideraba su deber asesorar me metodoló-
gica mente como experto en el espiritismo. Pero no sólo eso. Ta m-
bién esperaba que prestara m ucha atención a sus consejos me-
todológicos y los incorporara en m i diseño, como una for m a de
reciprocidad —que nunca pacta mos for m almente— por los con-
tactos que me había proporcionado y los conoci m ientos que me
estaba transm itiendo. H emos quedado en que el desarrollo de
relaciones de reciprocidad en el ca m po es inevitable. Lo que no
es tan previsible es la for m a que éstas tom an en cada caso. U na
vez que em pecé a trabajar m ás sistem ática mente con R ubén y
sus discípulos en Soublette —que, como señalé m ás arriba, se
encontraban en fase de separación del grupo m atriz, situado en
el altar de la casa de Teresa—, me absorbieron dentro del grupo y
se mostraron extraordinaria mente celosos de m i relación con
Teresa, Daniel o cualquier otro médiu m o grupo espiritista. Aparte
de film ar las ceremonias —en ocasiones se llegaron a enfadar
porque no llevaba con m igo la cá m ara de vídeo y no habría fil-
m ación esa noche— y preguntar continua mente, como m iem-
bro del centro espiritista m uchas veces tenía asignadas peque-
ñas tareas rituales que me fueron cediendo progresiva mente a
medida que me convertía en un incompetente aceptable, como
fu m ar tabacos (puros) y aprender a adivinar en sus cenizas, ac-

105
tuar de banco o ayudante del médiu m, auxiliar a los hermanos
en sus peticiones, preparar y prender velas, trasladar estatuas
del altar, diseñar y atender una velación (ritual) sencilla, etc. E n
cualquier caso, yo siem pre llevaba objetos ceremoniales de pri-
mera necesidad (especialmente velas, tabacos y algún licor) como
ofrenda a los altares. Si uni mos que aparte de ser i m prescindi-
bles eran m uy caros —en relación con las condiciones de vida de
los marialionceros con los que trabajaba—, estas ofrendas siem-
pre eran bienvenidas e incluso esperadas.
E n el barrio de Soublette de la ciudad costera de Catia L a
M ar, R ubén, E lide y F rancisco, que durante m i estancia en Vene-
zuela iban casi siem pre juntos, funcionaban no sólo como célula
espiritista sino ta m bién como unidad de supervivencia en el sec-
tor infor m al de la econom ía. R ubén tenía un viejo jeep con el que
a veces trabajaba por las noches como taxista, a pesar de carecer
de licencia y del peligro que entraña andar por las calles de los
barrios del L itoral Central a esas horas. Ta m bién participaban
en el mercado infor m al de com pra-venta de piezas de automó-
vil. F rancisco trabajaba ocasionalmente li m piando baños en el
aeropuerto internacional de M aiquetía. Pero funda mentalmen-
te salían adelante ofreciendo todo tipo de servicios espiritistas:
adivinaciones con tabaco, despojos, limpiezas de personas, loca-
les o vehículos, operaciones místicas, etc. Para ello recibían visi-
tas en el rancho de R ubén, casi a cualquier hora, y ta m bién se
movían per m anentemente por los barrios del litoral con el jeep.
R ubén, la materia principal de este pequeño grupo espiritista
escindido del grupo de Teresa, no tenía una tarifa fija por sus
servicios, pero sí esperaba ciertos beneficios a ca m bio, ya fueran
pequeñas cantidades de dinero (la voluntad), com ida, gasolina,
piezas para el coche, aloja m iento o trabajo para unos días, etc.
Desde el principio, me incluyeron en su repertorio de recursos
cotidianos potenciales, aunque siem pre con prudencia. R ubén
nunca me pidió directa mente dinero a ca m bio de infor m ación
sobre el culto, pero sí esperaba que de vez en cuando les invitara
a comer hasta hartarse en algún pequeño restaurante de la cos-
ta, o sabían que cuando viajába mos juntos, en caso de quedarse
sin gasolina o tener una avería, podían recurrir a m í, como de
hecho ocurrió en varias ocasiones. Ta m bién contaban con que
les proporcionara copias de las grabaciones en vídeo que hacía-
mos, y que ellos utilizaban como archivo de curaciones, entrete-

106
ni m iento, y promoción personal en el á m bito espiritista local.
Por otro lado, la m ayor parte de las veces que estuve en Soublet-
te me invitaron a com partir su escasa mesa o, si se com plicaban
las ceremonias, sencilla mente no com ía mos nada.
A pesar de pasar m ucho tiem po juntos, sólo dos veces, que yo
recuerde, tuvi mos problem as serios para encajar esta reciproci-
dad no escrita. E n una ocasión, tras un viaje de varias horas
desde un estado situado en el oriente de Venezuela, después de
varios días sin apenas comer, decidieron venir a m i casa de Cara-
cas. Por supuesto, nunca me avisaron ni yo tenía nada listo. Va-
rios vecinos sospecharon al verles entrar en el portal. N o era una
zona habitual para gente de barrio que venía sucia y con las ro-
pas raídas, especialmente después de un viaje largo. U no de m is
com pañeros de piso, un etnom usicólogo californiano especiali-
zado en m úsica caribeña, se aterrorizó al verles. E llos ta m poco
ayudaron m ucho porque, pensando que yo iba a abrir la puerta,
si m ularon un atraco para ver me la cara de susto. D ados los índi-
ces delictivos y la proliferación de ar m as en Caracas, la brom a
no me hizo ninguna gracia. L a situación no fue m uy cómoda
pero, afortunada mente, había suficiente com ida en la nevera y
finalmente pasa mos un buen rato. H acia el final de m i trabajo
de ca m po, organicé una fiesta en m i casa a la que invité a com-
pañeros de la universidad y a varios de m is infor m antes. R ubén
y su grupo aparecieron varias horas antes de que la fiesta co-
menzara, ta m bién en esta ocasión m uy ha m brientos. A dos de
ellos no les había visto nunca. Se sentaron en el sofá del salón, y
se hizo un silencio incómodo. N i siquiera había mos hecho la
com pra para la fiesta y nos quedaba todo por preparar. A pesar
de que i m provisé unas tortillas de patatas y decidí abandonar
m is preparativos para estar con ellos, sé que R ubén se fue ofen-
dido. Desde entonces, cada vez que nos vi mos, nunca dejó de
recordar me que les había sacado el culo —que había tratado de
echarles de m i casa.
E l trabajo de ca m po etnográfico es, pues, fruto de com plejas
negociaciones en las cuales se cruzan expectativas e intentos de
utilización recíproca. Lo m ismo que los antropólogos busca mos
infor m antes idóneos en circunstancias deter m inadas para res-
ponder a cuestiones for m uladas dentro de m arcos teórico-meto-
dológicos deter m inados, los infor m antes m anejan su relación
con el antropólogo para sus propios fines. U no de los casos don-

107
de m ás se dra m atizó esta negociación y la utilización de m i pre-
sencia por parte de uno de los espiritistas con los que estaba en
contacto fue durante m i corta y algo roca m bolesca relación con
Valerio. Le conocí el 12 de octubre de 1993 en la montaña de
Sorte durante una ceremonia colectiva en el altar nú mero 1, m uy
cerca del puente que cruza el río Yaracuy, en la que varias mate-
rias se juntaron para llevar a cabo una ceremonia de iniciación a
un grupo de niños y m uchachos. Valerio, vestido con una ca m i-
seta blanca y un pantalón vaquero, actuaba como m aestro de
ceremonias, y le preguntamos si podíamos sacar fotografías. Tras
darnos su consenti m iento, nos com unicó que lo que a él real-
mente le interesaba era que llegára mos a film ar su trabajo. E n
ese momento pensaba que éra mos periodistas. E n cualquier caso
—me dijo cuando le conté qué hacía mos allí—, a falta de perio-
distas, le interesaba entrar ta m bién en contacto con investigado-
res para que estudiaran «su» for m a de practicar el espiritismo,
que consideraba la m ás auténtica y poderosa. H asta aquí había
una convergencia de objetivos. Valerio tenía un indudable caris-
m a y por su juventud pertenecía a las nuevas generaciones de
médiu ms que a m í me interesaba estudiar por su vinculación a
las for m as m ás novedosas de la posesión. Yo apunté la dirección
de una casa en una pequeña com unidad rural de la región de
B arlovento, donde Valerio me aseguró que pasaba parte de su
tiem po, y él se quedó con m i nú mero de teléfono en Caracas.
Tres días después me lla mó desde una cabina pública y acor-
da mos una cita en un conocido estableci m iento de jugos de fru-
ta en C hacaíto, Caracas. Valerio quería negociar con m igo una
serie de asuntos, todos ellos relacionados con su idea de hacer
escuela en el espiritismo ahora que, según él, estaba en su es-
plendor como materia. E n pri mer lugar, necesitaba film aciones
de sus trances para observarse y «crecer espiritualmente», y ta m-
bién para mostrar su for m a de trabajar a otros. Como yo estaba
grabando ceremonias en vídeo, sólo parecía cuestión de encon-
trar la ocasión. Ta m bién quería que le ayudara a escribir un li-
bro sobre el culto, «aunque fuera a lápiz». M i aportación le da-
ría, en cualquier caso, un «respaldo científico» a su for m a de
concebir y practicar el espiritismo, y así me lo dijo explícita men-
te. Yo le propuse que hiciéra mos una serie de entrevistas m ás
organizadas, con una grabadora de por medio, para así poder
obtener infor m ación sistem ática de su trayectoria y conoci m ien-

108
tos del culto de M aría L ionza. Valerio estuvo de acuerdo. Por lo
que había deducido de nuestra conversación, yo estaba algo des-
pistado, y hasta que le conocí no había encontrado aún espiritis-
tas «verdaderos». Ahora podría aprender con él como m aestro.
E n ese momento yo ya albergaba dudas sobre la conveniencia de
continuar m i relación con él. A pesar de ello, por las m ism as
razones que me i m pulsaron a acercar me a él en la montaña de
Sorte, decidí probar.
Q uince días después, me avisó con una lla m ada de que esta-
ría en un pequeño m unicipio de la región de B arlovento ese fin
de sem ana. Al llegar a su pueblo, encontré que la planta inferior
de la casa donde me había convocado estaba com pleta mente
vacía con excepción de un altar espiritista. L as paredes tenían
señales de inundaciones recientes hasta casi el techo. E l suelo de
dos de las salas estaba lleno de grupos de sí m bolos dibujados
con talco, ya deteriorados, que m arcaban ceremonias ya con-
cluidas. Allí no había nadie. U n chico joven que estaba en la calle
convenció a unos niños que jugaban para que me llevaran donde
estaba Valerio. Ca m ina mos m ás de una hora por unos ca m inos
y pistas de tierra. Llega mos a unas quebradas donde había gente
bañándose en el río. E n una de ellas, había un nutrido grupo de
espiritistas. Valerio estaba con ellos. Ta m bién se encontraba allí
H enry, su banco o ayudante ritual. Valerio tenía la cara ensan-
grentada. E staba en trance con un espíritu de la corte africana
lla m ado Centauro de África, que gusta de cortar a sus m aterias
con cuchillas de afeitar, aspecto del espiritismo al que me referi-
ré en la sección sobre antropología de la violencia (F errándiz,
2004b). Valerio estaba desafiando abierta mente a un médiu m de
Caracas que había ido allí con su caravana —grupo de espiritis-
tas— para llevar a cabo una ceremonia en contacto directo con
la naturaleza. Se estaba produciendo, por lo tanto, un «conflicto
de m aterias» y el a m biente era realmente tenso. M uchas de las
personas que habían ido al río a pasar la m añana estaban agol-
padas junto a la carretera observando la escena. M e uní a ellas.
U na vez concluida la ceremonia, bajé hasta el lecho del río.
Valerio estaba teniendo una acalorada discusión sobre lo que
había pasado. Tras reconocer me y saludar me, me hizo sacarle
unas fotos saltando por enci m a de una hoguera y comiendo can-
dela —brasas—, delante del todos los fieles que se encontraban
presentes. Como estaba cansado de la ceremonia anterior, ni si-

109
quiera se tomó la molestia de entrar de nuevo en trance para las
fotos. L uego regresa mos juntos al pueblo a buen paso. M e pre-
guntó si llevaba grabadora. L a saqué de m i mochila y Valerio
em pezó a contar me su visión del espiritismo. C uando estába-
mos llegando al pueblo, ante m i desconcierto, Valerio tomó por
com pleto el control de la situación. M e arrancó la grabadora de
las m anos, au mentó notablemente el paso y siguió hablando y
entonando cantos espiritistas. Así me arrastraron por las calles
más concurridas del pueblo. Valerio es verdaderamente elocuente,
y en ningún momento olvidó que su testi monio grabado tenía
como destino la elaboración de un m anual espiritista. E n voz
innecesaria mente alta, se autoentrevistaba y recababa opinio-
nes sobre el espiritismo a la gente que se encontraba por la calle,
señalando quién era yo a quien quisiera escucharle. E n varias
ocasiones, me pidió que les hiciera fotos. Valerio estaba pasean-
do ostensiblemente a «su» antropólogo, venido desde E spaña y
E stados U nidos con la intención de hablar con él, para solucio-
nar algún problema de legitimidad local que yo desconocía. Como
culm inación de esta exhibición en la que pretendían establecer
públicamente el interés científico de su práctica en su entorno so-
cial m ás significativo, al llegar a la plaza del pueblo, en medio de
la expectación de todos los presentes, él y H enry me hicieron
sacarles unas fotografías bajo la estatua de Si món B olívar. N i
siquiera en esta foto soltó Valerio la grabadora.
Del m ismo modo que el interés del investigador puede presti-
giar al infor m ante en deter m inados contextos, Donald Jorale-
mon ha planteado otro tem a crucial: la relación que pueden te-
ner los informantes clave con el prestigio académ ico del investi-
gador. E n un artículo que siem pre me ha i m presionado y que he
utilizado en m is clases de metodología y de antropología médica
(1990), este autor discute el choque inicial que le supuso cono-
cer que «su infor m ante» peruano, E duardo Calderón, sobre el
que había escrito siete capítulos en uno de sus libros, estaba tra-
bajando para un grupo de new age nortea mericano y participaba
plena mente en la «comercialización del cha m anismo». Recibía
a turistas de E E .U U., viajaba a lugares esotéricos y entonaba
cantos cha m ánicos junto con grupos de «turistas esotéricos»,
esperando la llegada de naves espaciales. Al saber Joralemon todo
esto, sus pri meras sensaciones fueron de «vergüenza», «enfado»,
y «traición». Su prestigio profesional estaba en entredicho por

110
no haber sabido distinguir a un «cha m án de verdad» de un adve-
nedizo. Pero después utiliza el caso para reflexionar de un modo
crítico sobre las expectativas de «autenticidad» que los propios
antropólogos proyecta mos con frecuencia sobre la gente con la
que trabaja mos. Pri mero, Joralemon reconoce que la aparición
de Calderón en una serie de televisión sobre el cha m anismo lati-
noa mericano había ca m biado su vida y le había introducido en
un circuito transnacional de consu mo de paquetes turísticos eso-
téricos. Joralemon ta m bién llega a la conclusión de que Calde-
rón había conseguido conectar, con m ucho éxito, for m as locales
peruanas y for m as globalizadas de concebir la aflicción y el m is-
terio, en el m arco de un mercado m uy com petitivo. Le iba sin
duda m ucho mejor que antes. E ra dueño de un hotel y un restau-
rante y ya no sufría privaciones económ icas. ¿Le parecía m ás
«auténtico» cuando era pobre? ¿E ra Calderón un charlatán? Para
Joralemon, clara mente, no. Por un lado, le había mostrado la
flexibilidad que caracteriza a m uchos especialistas terapéuticos
populares, postura que él m ismo había defendido con entusias-
mo en m uchas reuniones científicas. ¿Q uién era él para i m poner
la «creatividad auténtica» que debe tener un cha m án? Por otro
lado, los antropólogos, que vivi mos de los datos que obtenemos
de nuestros infor m antes, no podemos criticar el hecho de que
ellos ta m bién se beneficien económ ica mente de las oportunida-
des que se les presentan, a veces a través de su exposición públi-
ca etnográfica.

4.7. Conversaciones y entrevistas

Aparte de los datos obtenidos mediante la observación, los ejer-


cicios com unicativos más importantes que los etnógrafos hace-
mos en el campo son escuchar, hablar y preguntar. Y en el proceso
etnográfico escuchamos, hablamos y preguntamos de m uchas
maneras, desde conversaciones informales, hasta entrevistas es-
tructuradas. Cada una de las distintas modalidades tiene sus ven-
tajas y sus inconvenientes, y todas ellas tienen que entenderse,
como la misma etnografía, como un proceso. Además, todas ellas
tienen su «política», más o menos «micro», puesto que ni siquiera
las conversaciones más informales son una actividad social neu-
tral. Por supuesto que todos hablamos en nuestra vida cotidiana,

111
y tenemos distintos tipos de registros para dirigirnos a distintos
tipos de interlocutores y audiencias. Los etnógrafos que van a ir al
campo, tienen que optimizar su versatilidad ya adquirida para la
conversación, pero al mismo tiempo adaptarse —aprendiendo en
el campo— a ciertos tipos de conversaciones a los que no tienen
por qué estar acostu mbrados, y que responden a códigos de co-
m unicación locales como puede ser las formas del hu mor, el rit-
mo y significado de los silencios, los sobrentendidos, los registros
ritualizados, etc. Como señala José L uis G arcía, es preciso ade-
más entender el discurso como una conducta social a «observar»
y analizar como tal, como «partes de secuencias complejas de ac-
ción», o como «constructos lógicos a desentrañar», y no sólo como
«descripciones objetivas» (1996).
Pongo ahora un nuevo ejem plo del uso social de los discur-
sos en el culto de M aría L ionza. C uando llegué a Venezuela yo
ja m ás me había enfrentado cara a cara a un médiu m en trance
en un ritual religioso de la intensidad que tienen los espiritistas.
Y sin em bargo, aunque algunos espíritus tenían pautas de inter-
ca m bio bastante ritualizadas o hablaban en jergas incom prensi-
bles, la m ayor parte son m uy charlatanes, y disfrutan m ucho de
la conversación, incluso de las que uno podría considerar trivia-
les para un á m bito ritual. Les encanta hablar —y aconsejar a sus
fieles— sobre los hijos, el trabajo, el dinero, la salud, los depor-
tes, la lotería, etc. L a conversación no es accesoria a sus actos,
sino constitutiva de ellos, y es la base de su eficacia social. Pero
incluso las conversaciones m ás prosaicas con los espíritus tienen
lugar en un á m bito ritual, lo que les proporcionaba a las entida-
des místicas una especie de preponderancia discursiva puesto que,
en la lógica del culto, tienen una enor me sabiduría que sólo se
puede obtener en el m ás allá, pueden ver el futuro, reconocer el
pasado o incluso, lo que resulta desconcertante para m uchos,
entre ellos el antropólogo, leer e interpretar los más profu ndos
pensamientos de su interlocutor. N o se trataba por tanto de una
conversación com ún, aunque los tem as fueran de lo m ás coti-
diano. L as conversaciones con espíritus se convertían en com-
plejas negociaciones en las que yo tenía m uy poco m argen de
m aniobra para discutir o m atizar un argu mento. E sto se com-
plica aún m ás si tenemos en cuenta que en no pocas ocasiones, a
lo largo de un día deter m inado o incluso en el conjunto de una
relación, hablaba m ucho menos con los propios médiu ms que

112
con sus espíritus cuando estaban en trance. É ste es el caso de
R ubén, uno de m is informantes clave, pero una persona de pocas
palabras. E n este sentido, lo que R ubén me ofrecía funda men-
talmente era el diálogo con sus espíritus, con los que he dialoga-
do durante horas y horas en distintas ceremonias.
L as conversaciones desestructuradas son el método m ás usa-
do por los etnógrafos, dada la cantidad de tiem po que esta mos en
el ca m po y la i m posibilidad de m antener un ritmo de entrevistas
m ás estructuradas sin violentar o forzar dem asiado el ca m po so-
cial y las relaciones que va mos tejiendo. U na tarea funda mental
al entrar en el ca m po es descifrar y comenzar a usar las reglas y
contextos de conversación, así como los rangos de for m alidad o
infor m alidad que son habituales o nor m ativos en el grupo estu-
diado: el estilo oral, las reglas de tacto o distinción, el gusto, la
etiqueta, las jergas y los vocabularios y sus contextos de enuncia-
ción (B ourdieu, 1998). Como es un aprendizaje práctico y corpó-
reo, no es infrecuente cometer errores y usar registros inconve-
nientes o fuera de lugar, lo que puede provocar fricciones o malen-
tendidos. Pero el conocimiento de las convenciones de interacción
lingüística de un grupo, su entendi m iento como conducta, es
básico no sólo para sobrevivir en el ca m po, sino ta m bién porque
nos da claves cruciales para la interpretación del material que re-
cogemos y sobre la propia cultura del grupo. Como son contex-
tos infor m ales, el uso de grabadoras o vídeos, si no está bien inte-
grado, puede convertirlos en otro tipo de interacción, pues los
agentes sociales se harán m ucho m ás conscientes de sus palabras
y podrían incluso sentirse vigilados o coaccionados. Esto exige
que cuando poda mos vaya mos tom ando notas de lo que se ha
dicho, en qué tér m inos y en qué contextos. Y que haga mos un
seguimiento y reconstrucción diario de las cosas que hemos apren-
dido en estas conversaciones m ás casuales.
E stas conversaciones laxas o infor m ales que nos ayudan a
incorporarnos a la cotidianidad del colectivo social que se está
estudiando, superando lo que B riggs lla m a el «impasse com uni-
cativo» (1997), se sitúan en el polo m ás desestructurado de la
entrevista. Los etnógrafos tienen adem ás a su disposición dife-
rentes tipos de entrevistas m ás for m alizadas. Podemos hablar
en este caso ta m bién de un continuo de situaciones de entrevis-
ta, cuyas características tienen que ver con el control que el in-
vestigador ejerce sobre su estructura. E n todos los casos, es

113
i m portante no olvidar que las entrevistas son siem pre relaciones
asi métricas (Agar, 1980). A medida que las entrevistas se vuelven
m ás for m ales se hace m ás explícito el rol de investigador del
etnógrafo, pues excepto en situaciones concretas, i m ponen es-
tructuras de conversación poco habituales o incluso ajenas al
grupo estudiado, al contrario de lo que pasa con las conversacio-
nes infor m ales. E s decir, la técnica de la entrevista crea una si-
tuación de com unicación con ciertas reglas de i m posición exter-
na, y en el caso de las m ás estructuradas, se trata ya de lo que
Ruiz Olabuénaga define como «conversación profesional» (1999).
H ay etnógrafos que piensan que las entrevistas, hasta las no
estructuradas, i m ponen necesaria mente una significación y un
orden artificiosos en las respuestas de los infor m antes, produ-
ciendo incluso situaciones de «incom prensión etnográfica» (F ri-
golé, 1998), y por lo tanto no deben ser usadas en contextos de
observación participante m ás que en situaciones m uy concretas
( K lein m an, Stenross y M c M ahon, 2001). Pero lo habitual es que
los etnógrafos usemos diversas modalidades de entrevistas a lo
largo de nuestra investigación de ca m po. E n el caso de M aría
L ionza, utilicé durante la m ayor parte del tiem po registros de
conversación infor m al —excepto con algunos infor m antes cla-
ve—, y dejé las entrevistas m ás for m ales para el final del trabajo
de ca m po, cuando ya tenía cierto grado de confianza e intim idad.
L as entrevistas pueden ser conceptualizadas como una suer-
te de in mersión teatral en la que, aparte de la entrevista, se están
interca m biando m uchos otros tipos de claves com unicativas. E n
una entrevista etnográfica, como en una conversación infor m al,
el entrevistador no espera ni supone que el entrevistado sea ob-
jetivo y neutral. E l m undo del entrevistado no coincide necesa-
ria mente con el m undo exterior que trae consigo el entrevista-
dor, y por eso no es realista esperar que coincidan las expectati-
vas, pero sí que la consistencia o inconsistencia interna del relato
del entrevistado sea significativa. Así, desde u n pu nto de vista
interpretativo, lo que se busca es el m u ndo subjetivo del entre-
vistado y su riqueza significativa. D urante la entrevista, el en-
trevistador ren u ncia a la pose neutral para buscar la conexión
em pática con el entrevistado, au nque esto no signifique que
hayan de supri m irse los intentos por contrastar afir m aciones,
o em itir opiniones propias si el entrevistado lo solicita (R uiz
O labuénaga, 1999).

114
H ay m uchos m anuales y tipologías de entrevistas. Seguire-
mos nuevamente a Bernard (1995) durante unas líneas. Este autor
divide el continuo de com unicaciones verbales en cuatro posi-
bles opciones: 1) la «entrevista infor m al» se caracteriza por la
m ayor levedad de su estructura y control, y se refiere al tipo de
conversación cotidiana y espontánea del que ya hemos hablado.
Se practica especialmente en los pri meros momentos de la in-
vestigación, y aparte de la infor m ación recogida, son i m portan-
tes para tejer relaciones sociales, para profundizarlas, y para ac-
ceder a nuevos tem as culturales (Roca, 2004); 2) la «entrevista
no dirigida», en la cual tanto el infor m ante como el investigador
saben que lo que se está produciendo es una entrevista, pero en
este caso se produce un control m íni mo del investigador sobre
las respuestas del infor m ante, a pesar de que el pri mero tiene un
plan en la cabeza sobre lo que debería ocurrir. Roca sostiene que
en esta modalidad flexible y relajada, el entrevistador ha de crear
una atmósfera que facilite que el entrevistado se exprese con li-
bertad sin ser interru m pido; 3) para B ernard, en aquellas situa-
ciones en las que hay pocas posibilidades de hacer m ás entrevis-
tas a esa persona, lo conveniente es la «entrevista sem iestructu-
rada», que supone un paso m ás en el control que el entrevistador
va teniendo en la interacción. Tiene la m ism a flexibilidad que el
tipo anterior, requiere las m ism as cualidades por parte del en-
trevistador, deja bastante autonom ía al entrevistado, pero la di-
ferencia es que ahora se usa una «guía de entrevista», que es una
lista de pregu ntas y tem as que tienen u na secuencia definida;
4) finalmente estarían las «entrevistas estructuradas», en las que
el investigador requiere a todos los infor m antes que respondan
a una lista de «estí m ulos» lo m ás parecida posible.
E l investigador, ya lo hemos visto repetida mente, está tan
socialmente situado como sus infor m antes, y tanto con la obser-
vación participante como con las entrevistas contribuye a crear
las realidades y los em plaza m ientos donde se recogen y analizan
m ateriales em píricos. Por lo tanto, la m anera de entrevistar, de
actuar durante la entrevista, la estructuración, el tono y grado de
generalidad de las entrevistas, condicionan fuertemente la inter-
acción y su resultado. Dewalt y Dewalt (2002) nos señalan algunas
técnicas que, independientemente del nivel de estructuración de
la entrevista, ha de aprender y desplegar un buen entrevistador.
E n pri mer lugar, nos proponen como técnica funda mental la

115
«escucha activa». Aprender a escuchar es crucial para establecer
rapport y para poder leer las cualidades narrativas y los lí m ites
del entrevistado. Con «activa» se refieren a un tipo de escucha
reflexiva en la que nos hacemos anotaciones mentales sobre cómo
está sucediendo todo, dónde nos quiere llevar el informante, hasta
qué punto se está cu m pliendo el plan del entrevistador, etc. E s
decir, se trata de extrapolar las características recomendables
del etnógrafo en el ca m po, la ya mencionada «i m aginación etno-
gráfica», a la situación de entrevista. Con «activa» ta m bién se
refieren a la lectura adecuada de las claves no verbales de la en-
trevista, tanto a las suyas como a las del infor m ante, que pueden
ser tan significativas como el contenido del discurso y, en todo
caso, ayudan a contextualizarlo e interpretarlo. U na segunda téc-
nica sería la del «silencio sensible» o, como dice R uiz O labuéna-
ga, «el arte del silencio» (1999). E s decir, hay que mostrar al
entrevistado que aunque en ciertos momentos no esta mos ha-
blando, no esta mos desconectados de lo que se nos dice. H ay
m uchas claves no verbales mediante las cuales se puede demos-
trar este interés, como apoyarse hacia delante, asentir, hacer ges-
tos con las m anos que subrayen algún aspectos de lo que está
siendo narrado, etc. E l espacio personal apropiado es clave en
este sentido, y es algo que tiene que negociarse en cada caso, sin
violentar las pautas espacio-corporales del entrevistado, como
nos describe la investigación sobre proxém ica de H all (1959,
1974). Pero estas claves no verbales son ta m bién culturalmente
relativas, y están teñidas por el estatus, el género, la edad, etc.
Respecto al procedi m iento de las entrevistas, como regla ge-
neral, suele ser m ás efectivo hacer preguntas de tipo descriptivo
que no puedan ser contestadas con monosílabos o con una pala-
bra específica. C uanta m ayor oportunidad tengan los entrevista-
dos para expresar sus experiencias, sensaciones y puntos de vis-
ta en sus propias palabras, i m ágenes y metáforas, m ás rica y
m atizada será la entrevista. E n todo caso, hay que tratar de evi-
tar que la entrevista se convierta en un interrogatorio o exa men.
A veces, cuando la aportación de nuestro entrevistado es recogi-
da convenientemente en una sola sesión, será suficiente con la
realización de una sola entrevista, o se pueden hacer varias en-
trevistas distanciadas en el tiem po. E n otras ocasiones tendre-
mos necesidad de realizar m ás de una sesión, sobre todo en aque-
llos casos en que nos encontremos ante infor m antes privilegia-

116
dos, que puedan aportar testimonios especialmente valiosos (tes-
tigos directos de sucesos clave, personas con una jerarquía so-
cial deter m inada, etc.). C uando se considere que es conveniente
hacer m ás de una sesión de entrevistas, una buena fór m ula es
em pezar cada nueva sesión con un breve repaso de la entrevista
o entrevistas anteriores, y poner al entrevistado en la mejor si-
tuación para retom ar su testi monio en donde lo dejó. Podemos
repasar la entrevista anterior, comentar sus contradicciones si
las hubiera, las dudas o lagunas que nos hayan quedado, etc.
Para ello es i m prescindible haber transcrito las entrevistas ante-
riores para conocer en detalle su contenido, y aprender a jerar-
quizar, seleccionar y condensar la infor m ación recibida. E n las
entrevistas sucesivas hay que pensar si m antener el m ismo esce-
nario o variarlo. M antenerlo puede servir para establecer una
continuidad in mediata con la entrevista anterior, arrastrando
tem as y com plicidades. Variarlo puede per m itirnos utilizar un
nuevo entorno significativo para a m pliar el rango de preguntas
o modificar —a m ayor o menor— el tono emocional de la con-
versación.
H ay ta m bién una gran diferencia entre las entrevistas indivi-
duales, las entrevistas con pocas personas y las entrevistas colec-
tivas. E n cada uno de los casos, especialmente cuando se grabe
en vídeo, las estrategias han de ser necesaria mente distintas. E n
el caso de las entrevistas colectivas, juntaremos en lo posible a
individuos que com partan elementos que los relacionan entre sí,
funda mentalmente la participación en algún evento (como testi-
gos, por ejem plo). N o es conveniente que se busque unani m idad
u homogeneidad de opinión, sino que se favorezca la libre expre-
sión y el debate. L as entrevistas colectivas tienen ciertas venta-
jas: por un lado ahorra mos tiem po a los infor m antes, y por otro
podemos provocar la discusión y el interca m bio de diferentes
puntos de vista y m ultiplicar las reacciones individuales. Pero
hay otros casos en los que no es aconsejable la entrevista en gru-
po, por ejem plo, cuando el tem a a tratar es específica mente indi-
vidual, m uy ínti mo o lo rodean tabúes, m iedos, estigm as, des-
confianza, etc. Ta m bién puede ocurrir que una persona tenga
reparos para hablar en presencia de otra —que puede ser inclu-
so un fa m iliar cercano—, y sea m ás conveniente hablar con m a-
yor privacidad en una entrevista individual. E n el caso de que
optemos por la entrevista colectiva, la tarea del entrevistador se

117
com plica, pues es necesario una m ayor estructuración y control:
hay que iniciar la conversación, motivar a las personas presen-
tes para que intervengan, decidir en lo posible quién, cuándo y
por cuánto tiem po debe intervenir —sobre todo para dar opor-
tunidades a todos los presentes de participar de una manera equi-
librada—, o ser capaz de interru m pir, acelerar o detener la inter-
acción en los distintos momentos y tem as de la conversación.
Respecto a los escenarios de la entrevista, la localización pue-
de ser un aspecto a discutir y negociar con los propios entrevista-
dos, siempre que se den las condiciones técnicas idóneas. E n ge-
neral debemos buscar un espacio que le sea cómodo y accesible a
la persona que vayamos a entrevistar. Otros aspectos como lu mi-
nosidad, la ausencia de ruidos y distracciones, etc., son funda-
mentales para la grabación. Cuando planteamos una entrevista,
debemos intentar asegurarnos de que disponemos del tiempo ne-
cesario para llevar todo el proceso a buen fin. La precipitación no
puede ser buena para hacer entrevistas en profundidad. También
es necesario no ser demasiado ambiciosos en los primeros mo-
mentos, tener paciencia, fomentar el desarrollo de la necesaria
empatía con nuestro interlocutor, ser capaces de manejar los rit-
mos, descansar si hay síntomas de cansancio en el entrevistado,
etc. Es básica la elaboración de una ficha biográfica del entrevis-
tado y una ficha de entrevista. E n ella tenemos que apuntar datos
básicos del entrevistador, del entrevistado y de las circunstancias
de la entrevista: nombre, edad, estado civil, lugar de origen, fecha
y lugar de la entrevista, forma de establecimiento del contacto y
otros datos de interés, según las circunstancias.
E l preá m bulo es un com ponente i m portante del proceso de
recogida de testi monios en entrevistas. E n general, no es reco-
mendable em pezar la entrevista sin m ayores preá m bulos. Por el
contrario, dedicar un tiem po previo a explicar, en un contexto
infor m al, los motivos de la recogida de testi monio, las circuns-
tancias personales, etc., nos per m iten ta m bién obtener datos y
pistas preli m inares para orientar después la entrevista. Ta m po-
co conviene extender este periodo dem asiado porque, si esto ocu-
rre, luego la entrevista puede parecer dem asiado ensayada, per-
diendo espontaneidad. Debemos adoptar un talante de conver-
sación, pues no se trata de un interrogatorio judicial ni de una
investigación policial. E n la m ayor parte de los casos es conve-
niente establecer una relación personal en la que la colaboración

118
y el entendi m iento sean las pautas de interacción. Sólo la volun-
tad del entrevistado nos per m ite una buena entrevista.
L a entrevista es una situación construida en la que el entre-
vistado puede tener m ucha, poca o nula experiencia. E n el inicio
de la entrevista, hay que romper el hielo y huir de la precipita-
ción. E n esta fase inicial es i m portante poner m ucha atención en
la construcción de confianza con el entrevistado. Los errores o
m alentendidos de estos pri meros momentos pueden truncar la
entrevista. Si no se ha hecho antes, es el momento de dar las
explicaciones necesarias sobre los objetivos e i m portancia de la
entrevista. Ta m bién las pistas generales sobre los tem as que in-
teresan al entrevistador. Cada entrevista es distinta, como lo es
cada entrevistador. Como tendencia general, es conveniente ir
de lo general a lo concreto. Partiendo de las preguntas m ás gene-
rales y fáciles de contestar en los momentos iniciales, debemos
centrarnos poco a poco en aspectos m ás específicos y polém i-
cos. E s una fase de tanteo en la que podemos encadenar las pre-
guntas de nuestro interés hasta que tenga mos algo m ás sólido
con lo que orientar el resto de nuestra entrevista/conversación.
L a fase de «desarrollo» es la fase de elaboración y profundi-
zación de los tem as planteados inicialmente. E n las entrevistas
menos estructuradas, es i m portante respetar la textura y el ritmo
n a rrativos del entrevistado. R u i z O lab uén aga considera que
u n a pregu nta general, básica, bien centrada, o «la n z adera»,
es u n a b uen a for m a de co m en z a r. E llo per m ite senta r u n a tó-
n ica de conversación relajada, y evita r que se i nsta u re u n a
di n á m ica de m onosílabos (1999). E l proble m a del etnógrafo
es deter m i n a r cuál es la «buena pregunta» y deter m inar el con-
texto en el que puede for m ularse para obtener la «buena res-
puesta» (B riggs, 1997). H ay que recordar de todas m aneras que
en el proceso etnográfico las entrevistas se producen en un m ar-
co de convivencia con los actores sociales y, por lo tanto, cuando
se em piecen a hacer las entrevistas m ás estructuradas, el etnó-
grafo ya debería ser capaz de discernir las preguntas que son
relevantes y cómo for m ularlas. Para fases m ás avanzadas de la
entrevista la estrategia básica sería la del «em budo», es decir, las
preguntas abiertas con que comenzó la entrevista —«lanzade-
ras»— se van estrechando, aclarando, concretando y m ini m i-
zando en pasos sucesivos. Se va por tanto de lo m ás a m plio a lo
m ás pequeño, de lo superficial a lo profundo, de lo i m personal a

119
lo personalizado, de lo informativo a lo interpretativo, de los datos
a su interpretación. E n casos de bloqueo, puede reconducirse la
entrevista en otra dirección, o volver tem poralmente a un nivel
m ayor de generalidad —para recuperar la transición hacia el
detalle, el inti m ismo o la emoción por otros derroteros—, o plan-
tear un resu men de lo hablado hasta el momento para que el
entrevistado adquiera conciencia del punto en el que se encuen-
tra la entrevista. R uiz O labuénaga lla m a a esta últi m a la técnica
del «espejo viviente», o «m iniespejismo», que incorpora dos ejer-
cicios: el reflejo (el entrevistador le cuenta al entrevistado lo que
éste ha dicho) y la estructuración (es una reconstrucción que pue-
de servir para enfatizar tem as de interés y reconducir la entre-
vista). C uando se agote un tem a o languidezca la conversación,
es el momento de proponer una de las alternativas tem áticas
previstas de antem ano. O tras estrategias de «relanza m iento» que
nos propone este autor son: el «silencio» o respiro, el «eco», el
«resu men», el «desarrollo», la «insistencia», la «cita selectiva», el
«frigorífico» (tirar del «arsenal de tem as»), la «distensión», la
«distracción», la «esti m ulación» y la «posposición» o interrup-
ción tem poral. E n todo caso, siem pre hay que dar oportunida-
des para la rectificación o m atización de asuntos que hayan sali-
do anterior mente en la conversación y cobran nueva luz en mo-
mentos m ás avanzados de la entrevista. F inalmente, un aspecto
funda mental de las entrevistas es saber cuándo acabarlas. Para
algunas personas resultará dem asiado cansado o doloroso, por
la edad o por el tipo de emociones despertadas, el que se prolon-
guen por dem asiado tiem po. E n otras ocasiones, el estableci-
m iento de un grado de em patía idóneo entre entrevistador y en-
trevistado per m itirá interacciones m ás prolongadas. A veces, la
em patía necesaria puede tardar en llegar unas cuantas sesiones.
Ta m bién puede ocurrir que la entrevista llegue a un punto m uer-
to y se haga repetitiva, o que el entrevistado se encuentre incó-
modo por cualquier motivo, interno o externo, lo que haga con-
veniente su finalización. E s i m portante dejar siem pre la puerta
abierta para aquellos que deseen interru m pir la entrevista por el
motivo que sea. Por últi mo, pero no menos i m portante, para ser
utilizada la entrevista ha de tener la cobertura de un consenti-
m iento infor m ado mediante el cual la persona entrevistada co-
nozca con el detalle que necesite cuál es la naturaleza del proyec-
to y el destino y uso futuro de los m ateriales, estableciendo cláu-

120
sulas de confidencialidad y anoni m ato si son precisas, y reser-
vando la opción a la persona entrevistada de revocar en cual-
quier momento el per m iso de uso de la entrevista.
D urante m i trabajo de ca m po con M aría L ionza utilicé fun-
da mentalmente modalidades de entrevistas entre infor m ales y
sem iestructuradas, algunas de ellas en vídeo, como discutiré m ás
adelante. Su progresión ta m bién se ajustó a la secuencia que
apuntába mos como conveniente antes: las entrevistas m ás for-
m ales tuvieron lugar a partir de la m itad del trabajo de ca m po.
Para el tipo de etnografía m ultivocal que quería escribir, dispo-
ner de la transcripción literal de los relatos de los fieles del culto
era crucial. D urante la investigación, usé diferentes escenarios
de entrevista, algunos propuestos o propiciados por m í y otros
sobrevenidos. E ntre los que m ás utilicé estaba el propio entorno
de las ceremonias, especialmente en los tiem pos m uertos de an-
tes y después de los ritos. Antes de las ceremonias, se produce
m ucha interacción infor m al y m ucha conversación sobre aspec-
tos del ritual, y podía hacer preguntas sobre ciertos aspectos de
la preparación de los rituales, sobre las características de los es-
píritus, etc., sin interferir dem asiado en las actividades prepara-
torias, en las que yo m ismo colaboraba. E n las ceremonias la
m ayor parte de las entrevistas las hacía con los propios espíritus
—con los médiu ms en trance—, m uchas veces utilizando el ví-
deo. L a m ayor parte de las veces se trataba de conversaciones
poco estructuradas cara a cara o a través de la cá m ara. E n las
pri meras fases del contacto con cada uno de los grupos, las con-
versaciones eran m ás infor m ales pero obligadas, ya que la ex-
pectativa de m i presencia y m i condición de estudioso extranje-
ro despertaba m ucha curiosidad en los médiu ms en trance, y
con frecuencia me lla m aban para preguntar me o contar me co-
sas sobre su vida y su práctica, o sobre el propio espiritismo.
Pero en algunas ocasiones, ya m ás avanzada la investigación,
cuando no estaban los hermanos dem asiado ocupados con pa-
cientes o llevando a cabo consultas, velaciones u operaciones mís-
ticas de cualquier tipo, pude hacer algunas entrevistas m ás for-
m ales y estructuradas con los espíritus y con otros participantes
durante las propias ceremonias.
E l conoci m iento espiritista es adem ás m uy a m plio y, lejos de
una ortodoxia, está m uy diversificado y en continua transfor m a-
ción. Eso provoca que los propios médiums y fieles siempre apren-

121
dan cosas nuevas en las ceremonias, y que frecuentemente dis-
crepen sobre el significado o adecuación de algunos de los actos
sagrados o presencias sorprendentes o esperadas de espíritus en
los médiu ms. Así, m ás allá de los momentos de actividad cere-
monial y en los días sucesivos, en los grupos espiritistas se pro-
ducen debates a veces m uy encendidos que para m í resultaban
clave y reflejaba en m is notas con todo detalle a pesar del insom-
nio y el cansancio después de una noche en blanco de trances.
E n los grupos con los que trabajaba con m ás asiduidad, depen-
diendo del grado de em patía y de la antigüedad de m i relación
con ellos, podía activar distintos tipos de entrevista, desde las
m ás infor m ales a entrevistas sem iestructuradas, en otros mo-
mentos de su vida cotidiana. Por otro lado, en la montaña de
Sorte, que es gran mercado y escaparate del culto, ta m bién se
habla (y se polem iza) sobre el espiritismo todo el tiem po, los
médiu ms se critican unos a otros y era por lo tanto otro escena-
rio donde podía escuchar los debates, hacer preguntas y planter
entrevistas con distinto grado de estructuración. De hecho, en la
montaña, cuando se corría la voz de que había un «antropólo-
go», o un «científico», no pocas veces me trajeron a personas
que les parecían significativas para que les hiciera entrevistas
m ás for m ales, que cobraban un carácter público. Éste es un dato
de interés porque las personas que me traían eran invariable-
mente médiu ms de edad avanzada, «sabios» en tér m inos loca-
les, que eran para los fieles los que tenían y podían aportar me el
conoci m iento m ás legíti mo y experi mentado sobre el culto. E n
a m bos casos, en los centros espiritistas y en la montaña, ta m bién
yo fui entrevistado y cuestionado en m uchas ocasiones, y siem-
pre me presté a ello como for m a básica de reciprocidad. Tenían
interés por saber qué me parecía el espiritismo, si había algo
semejante en E spaña, si lo que había visto en ese grupo concor-
daba con lo que veía en otros, y preguntas de esta naturaleza.
F inalmente, en los dos últi mos meses de m i trabajo de ca m po
em pecé a hacer m ás sistem ática mente entrevistas sem iestructu-
radas con la m ayoría de m is informantes clave. E stas entrevistas
podían estar ya m ás focalizadas puesto que m i conoci m iento del
espiritismo era m ayor, conocía los tér m inos en los que ellos m is-
mos hablan de las cosas, y tenía ciertas dudas concretas que ellos
podían aclarar me. L as voces espiritistas recogidas en estas entre-
vistas de la últi m a fase de la investigación han sido m uy i m por-

122
tantes en la construcción de m i texto etnográfico, aportando
polifonía y pu nto de vista nativo al relato.
Voy a señalar, finalmente, m i encuentro etnográfico con un
tipo de entrevista sem iestructurada (por el propio infor m ante) a
la que me he referido brevemente antes, y que podemos denom i-
nar autoentrevista. Tras la atípica jornada de investigación que
narré en la sección anterior, regresé a la región de B arlovento a
buscar a Valerio en otra ocasión, con una i m presión en papel de
su teoría del espiritismo. N i él ni H enry estaban en el pueblo. A
pesar de que intenté localizarles varias veces en unos nú meros
de teléfono que me había proporcionado, nunca volví a verles.
Rescato ahora algunos fragmentos del monólogo de Valerio aque-
lla tarde y noche, ca m inando por las calles del pueblo bajo la
m irada de los curiosos. A pesar de sentir me clara mente m anipu-
lado, ta m bién había obtenido m i prem io. M ás allá de su grandi-
locuencia y tono mesiánico, las palabras de Valerio me dieron
pistas —y metáforas— para entender los vínculos que estaba
buscando entre el espiritismo y la sociedad petrolera, y ta m bién
me fueron útiles para avanzar la línea de investigación que esta-
ba desarrollando sobre las entidades m ísticas como engranajes
de la memoria y las nociones étnicas populares. Adem ás, Valerio
no desaprovechó la ocasión para «ponerme en mi lugar». Yo podía
ser un «brujo español», de acuerdo, pero ta m bién era un enem i-
go. Según él, a pesar del paso de los siglos, las alianzas estratégi-
cas y agravios históricos entre los pueblos per m anecía frescos.
Por eso, me avisaba de la hostilidad que, por m i origen, debía
esperar en deter m inados trances. E specialmente si el médiu m
era él. E ste augurio no se cu m plió en ninguna de las m uchas
ceremonias a las que asistí hasta el final de m i trabajo de ca m po,
m ás allá de algunas alusiones irónicas. Pero sí pude constatar a
lo largo de m i investigación que for m aba parte del discurso de
los propios espiritistas respecto a su práctica.

N osotros trabaja mos con el petróleo que está en las gran-


des profundidades de la tierra donde habita mos. A cien, a
doscientos, a trescientos pies, m ás abajo. Porque el petróleo
es algo caliente. C uando me refiero a caliente [quiero decir
que] te puedo trabajar con petróleo, con candela, o te puedo
trabajar con la naturaleza en cualquier sitio donde haya sido
explotado cualquier pozo petrolero. [Allí] puedo montar cual-

123
quier tipo de ceremonia. E l petróleo es caliente. E s hijo de
nuestra naturaleza. Yo trabajé en un pozo de petróleo en
M aturín, en el estado M onagas, en la H P104. N o trabajaba
no m ás como cu ñero, sino trabajaba ta m bién como un gran
ayudante y dueño y señor de un culto de religiones. E l día
viernes, cuando se retiraba toda la com pañía, yo me queda-
ba entonces haciendo m is ceremonias por el lugar. E l lugar
es caliente, el lugar tiene naturaleza. Y yo lo que busco es la
naturaleza. Yo no voy a hacer nada con ir a trabajar a un
aparta mento, ni con ir a trabajar a una quinta, ni con mon-
tar un gran altar. N o. M i altar es m i fe. M i altar es m i volun-
tad. M i altar puede ser una tapa. Yo lo que utilizo son los
recursos naturales, renovables, y los no renovables ta m bién.
Porque son los m ás lógicos y los m ás necesarios para m í.
Siem pre y cuando yo esté en lo caliente, o esté a la orilla del
m ar, o esté a la orilla del río, estoy trabajando bien. N osotros
somos hijos de la cualidad del petróleo, porque somos hijos
de una riqueza. Y nosotros valoriza mos nuestra riqueza tra-
bajándolo a él, y a sus alrededores [...]
Para m í tú eres un brujo español. Con el correr de los
años, tú m ueres y puedes bajar en m í. ¿Pero cuál es tu nom-
bre? Ahí es donde yo me arrecho —enfado— con los brujos.
Los vikingos son los guerreros europeos. E llos nacieron, hi-
cieron su dios, crearon su tribu, y todos los vikingos tienen
su nom bre al igual que todos nosotros los seres hu m anos.
L os vikingos bajan en Venez uela porque hay y habem os
materias que tenemos razas. Irlandesas, a mericanas, grin-
gas, españolas, trinitarias, barloventeñas, guayanesas. Por
eso ellos bajan en Venezuela... Tu sangre está ligada con la
m ía. N osotros som os los papás de ustedes los españoles.
Porque los mestizos somos nosotros. Pero ustedes querían
ser m ás mestizos que nosotros esclavizándonos. Y cuando
los grandes españoles trajeron los negros a Venezuela, fue
para quitar al indio la esclavitud, y poner al negro. ¿Q ué su-
cedió? H ubo una discordia. N i el negro ni el indio: todos
somos hom bres y todos va mos a luchar. Comenzó la lucha
de B olívar, de G uaicaipuro, del general Páez, de Ariz mendi,
del gran m ariscal de Ayacucho, del teniente Pedro Ca mejo,
que hoy se le dice el N egro F elipe. Yo todo lo que estoy ahora
hablando contigo es como si me lo estuvieran dictado, pero

124
no estoy transportado, sino que siento m i verdadera fuerza
espiritual, terrenal. E se que está detrás de m í es m i poder, es
m i sabiduría [...]
Para m í los indios, como el gran cacique G uaicaipuro,
fueron como los malandros —delincuentes— actuales. Pe-
leaban por lo de ellos. Y defienden lo de ellos. Los indios
todo el tiem po estuvieron a favor de la gente. Yo soy negro
enrazao. Yo soy venezolano por m i padre, que es de G uiria. Y
extranjero, de Trinidad, por m i m adre. O sea, que soy vene-
zolano. Porque tengo esa sangre, porque tengo ese color. Yo
puedo ser extranjero, pero sigo siendo negro. Y el indio no
aborrece al negro. Si a m í me baja un indio, aun con los años
y los siglos que hemos vivido, el indio te aborrece por ser
español. Si baja el N egro F elipe, ¿se va a poner a hablar con
un catire —blanco—? E so es un em buste. Los años han ca m-
biado, pero sus huesos están enterrados. Y han sido quem a-
dos y ahorcados y traspasados por una flecha. Y cómo no
van a tener odio a los blancos. Vi una vez a un espíritu que se
lla m aba B lanpax Parker, o B lai Paeker, y era español. Pero
es raro, porque el español y el portugués son los que están
m ás apartados de nuestra religión [...]

E sta autoentrevista de Valerio es un ejem plo m uy claro de lo


que podría mos lla m ar discurso prefabricado para el antropólogo,
semejante al tipo de conversaciones que Rabinow m antuvo con
Ibrahi m (1992). Q uizá sea un ejem plo inusual, pero nos sirve
para plantear las dificultades a las que en no pocas ocasiones
nos enfrenta mos a la hora de plantear las negociaciones para
conseguir y efectuar entrevistas en el trabajo de ca m po y ta m-
bién para valorar la gran infor m ación que estas autoentrevistas
nos proporcionan sobre las expectativas que el entrevistado tie-
ne de lo que puede interesarnos. Q uiero aprovechar para comen-
tar otra autoentrevista que tuvo lugar en unas circunstancias m uy
diferentes, aunque ta m poco fue intencional, y que resultó igual-
mente clarificadora. E n la sección sobre la escritura de la etno-
grafía he incluido una viñeta donde se expresan las circunstan-
cias en las que se produjo esta interacción, así que no las men-
ciono ahora. E n una ceremonia en el barrio de L a Vega, serían
las cinco o seis de la m añana cuando se oyó una voz desde el
altar requiriendo m i presencia. E ra la «negra F rancisca D uarte».

125
«¿Dónde está el antropólogo que quería entrevistar me?». E n ese
momento yo me encontraba indispuesto en otra habitación de la
casa y no pude acudir, así que le pedí a m i m ujer, que me acom-
pañaba, que cogiera la grabadora y se fuera a hablar con el espí-
ritu. «¿De qué?». «N o sé, invéntate algo», le dije. «De su vida, de
cómo cura, lo que sea». É sta es una transcripción de lo que reco-
gi mos en la grabadora:

[ASU N C I Ó N ] Se me fue Paco...


[N E G R A F R A N C ISC A] ¿Q uieres saber cuántas curacio-
nes yo realicé, m i negra linda?
[A] E so, díga me usted...
[N F ] Yo realice m illones de curaciones, m i negra, yo no
tengo nu meración, m i negra linda, tanto en vida como m uer-
ta, m i negra bonita....
[A] ¿Y usted se acuerda de alguna en especial?
[N F ] U na en especial fue un hom bre que le saqué un cas-
cabel que tenía en la barriga... se lla m aba Jesús de la Cari-
dad, m i negra linda.
[A] ¿Y cómo se le había metido ahí dentro?
[N F ] E so fue una bruja que vino de bastante lejos, m i
negra linda, y se lo metió porque estaba enamorao de ella
pero él no le paraba pelota, como dicen ustedes, m i negra
linda... Y entonces, lo puse a vom itar, pero... É sa fue la últi-
m a curación que yo hice, m i negra linda, yo se lo quité... A
mediados de eso me echaron una brujería y me m ataron a
m í, m i negra... Porque había m uchos envidiosos... E ra como
decir todavía en «vida terrenal», no «transportada en mate-
ria»... Pero tú no sabes nada de eso, m i negra linda... Porque
tu hom bre te dejó....
[A] N o sé donde se metió... Porque él es el que está ha-
ciendo la investigación, y me ha dejado aquí...
[N F] Está haciendo una tesis, mi negra linda... Lo que pasa
es que él lo que tiene es lo que llama mal de diarreíta... Le dio
la flojera... Se acostó cuando yo bajé, mi negra linda....
[A] Yo creo que sí.
[N F ] Pero ahorita yo estoy aquí, m i negra linda... Si quie-
ren saber algo de m i vida, acépteme un día para venir a con-
tarle la historia de m i vida, porque ahorita me agarraron
como se dice fuera de com bate, pues... yo soy una negra m uy

126
bochinchera, m i negra, bastante bochinchera... ¿a ti ta m bién
te gusta?
[A] Sí, pero son casi las cinco de la m añana y el cuerpo,
como que no aguanta...
[N F ] E stá Paco un poco cansado...
[A] Sigue en el baño.
[N F ] Usted no sabe qué preguntar a la N egra F rancisca...
[A] N o, usted me cuenta...
[ N F ] ¿Q ué quieres que te cuente, m i negra, con qué cu-
raba yo?
[A] Por ejem plo...
[N F ] Yo curaba con lo que lla m an el mapurite, m i negra,
la albahaca morada, que es la mejor para curar cuanto hay
para sacar un daño. ¿E stás oyendo, m i negra linda? Y los
purgantes que yo m andaba era el jalapa, que eso es bueno,
m i negra bonita, curé como a m iles de personas, m i negra,
pero después de que los curaba decían que yo no los cura-
ba... ¿me estás oyendo? Como a todo brujo... un día me llegó
un her m ano que se lla m aba F elipe... F elipe.... G onzález, y
entonces lo curé porque llegó con una barriga postiza, m i
negra linda... Y llegué yo y lo curé, m i negra bonita, y cuan-
do em pezó a botar la vaina ésa por... chicharrón soplao, pues.
Y entonces el m uy condenado decía que yo era la que le ha-
bía enfer m ado, y yo nunca lo había enfer m ado...
[A] ¿Pero no se curó?
[N F ] Se curó, m i negra linda...
[A] Pues qué desagradecido, ¿no?
[N F] E ra m uy desagradecido... E ntonces el hermano Paco
está haciendo como una tesis...

Así, tanto en el culto como en m i proyecto de investigación


en m archa sobre la memoria de los derrotados de la G uerra Ci-
vil, he estado m uy interesado por el análisis de construcción so-
cial de la memoria, y he trabajado m ucho con el método de la
historia oral. C uando em pecé m i investigación sobre espiritis-
mo, ya contaba con un m uy buen libro escrito en Venezuela so-
bre este tem a, en concreto, sobre la presencia de Si món B olívar
en la «conciencia popular», que me sirvió para guiar m is intere-
ses y preguntas en los pri meros momentos (Salas, 1987; F errán-
diz, 2004a). E l trabajo de colectivos de investigadores como los

127
que se reconocen bajo la denom inación de « E studios Subalter-
nos» (G uha y Spivak, eds., 1988), que prestaban una atención
especial a cómo los grupos subordinados en los regí menes colo-
niales y poscoloniales (en los que los antropólogos hemos lleva-
do casi siempre a cabo nuestras investigaciones de campo) articu-
laban respuestas creativas ante los relatos de la realidad que les
i m ponían los poderes hegemónicos, me proporcionó en aquel
momento un m arco para interpretar lo que F oucault lla mó «co-
noci m ientos subyugados» (1979), es decir, esas voces perdidas,
desatendidas o silenciadas, según los casos, pero que finalmente
articulaban visiones críticas y alternativas de la realidad y del
pasado. C uando habla mos de memoria popular, como era el caso
de la M aría L ionza que yo estudié, nos referi mos a los procesos
de elaboración de una «historia desde abajo» ( H all, 1978) —que
incluye a las lla m adas «gentes sin historia» (Wolf, 1987), o las
experiencias de vida «antibiográficas» (Terradas, 1992)—, que
actúa en la periferia de la historiografía oficial, que se presenta
i m perfecta mente elaborada, fragmentada y dispersa, que está
habitada por una mezcla desordenada de personajes arquetípi-
cos, y otros con tra m as biográficas locales m ás reconocibles, y
ali menta la «heteroglosia» (B urke, 2003), abierta en todo mo-
mento a interpretaciones m últiples y coyunturales.
E ntroncando con los intereses de la lla m ada «N ueva H isto-
ria» tal como fue refor m ulada en las décadas de los setenta y los
ochenta, especialmente la «historia desde abajo» (Sharpe, 2003),
la «m icrohistoria» (Levi, 2003) y la revalorización del testi monio
oral y otras fuentes que habían sido consideradas irrelevantes en
la historiografía clásica rankeana (B urke, 2003), la antropología
encontró un nuevo punto de convergencia teórico y metodológi-
co con la historia que ha producido algunos resultados m uy no-
tables (G utiérrez Estévez, 1996). Revistas como New Left Review,
Oral H istory Review, I nternational Journal of Oral H istory o H is-
toria, Antropología y F uentes Orales inciden específica mente en
este á m bito de convergencia entre diferentes disciplinas, sus in-
tereses y sus métodos. Desde la antropología se entiende que las
vías de acceso al pasado disponen en cada contexto cultural de
lenguajes y soportes culturalmente relativos, que funcionaban
en ca m pos interpretativos de gran com plejidad, definidos por
relaciones de poder. De hecho, hay en antropología una i m por-
tante literatura sobre las «historias de los vencidos» o sobre las

128
«for m as indígenas de la memoria». Desentrañar estos lenguajes
y sus contextos de enunciación es un reto básico de la historia
oral. Pero ta m bién es i m portante reconocer que las for m as de la
memoria popular o subalterna no per m anecen estables, sino que
se están transfor m ando continua mente, por lo que requieren
modelos de interpretación y análisis igualmente versátiles. E l
conocido libro de Rowe y Schelling (1991), por ejem plo, sugería
la necesidad de seguir los procesos de transfor m ación de los
m últiples soportes de la cultura popular en A mérica L atina para
analizar las expresiones de la memoria de los desfavorecidos,
enfatizando en este caso el com plicado encuentro de «lo popu-
lar» con la modernidad y sus nuevas «industrias culturales».
U n reto teórico y metodológico funda mental de la historia
oral es m uy semejante al que hemos incorporado preferentemente
a la denom inación de imaginación etnográfica, es decir, cómo
relacionar las vidas y las narrativas cotidianas con los grandes
sucesos sociales, políticos y globales en las que están insertas.
B urke (2003) señala que «rescatar a los socialmente invisibles o
escuchar a quienes no se expresan» i m plica m ayores riesgos de
los que se toma la historiografía tradicional. Desde Vansina (1965)
ha habido m ucho trabajo dedicado al estudio de la fiabilidad de
las fuentes orales —aunque el propio Vansina las considerara un
m al menor—, y a los problem as metodológicos causados por la
situación de entrevista, que hemos discutido anterior mente. Ve-
remos un poco m ás adelante el problem a específico de aquellas
fuentes orales vinculadas a experiencias trau máticas. Prins (2003)
diferencia, dentro de las fuentes orales, la «tradición oral» del
«recuerdo personal». Respecto a la tradición oral, diferencia cua-
tro for m as siguiendo criterios de for m a y estilo. Dos de ellas son
aprendidas de memoria (poesía y canciones, y fór m ulas como
nom bres, refranes, etc.), y las otras dos no son aprendidas de
memoria (épica y narrativa, que se refiere a las tradiciones del
origen, las historias dinásticas y los relatos sobre la organiza-
ción social). Los principales problem as metodológicos están re-
lacionados con las tradiciones no aprendidas de memoria, pues-
to que el investigador puede identificar las for m as y las reglas
tras un estudio exhaustivo en las que están memorizadas, pero
no puede hacerlo del m ismo modo en las libres o i m provisadas.
Lo i m portante desde el punto de vista metodológico es identifi-
car las modalidades de tradición oral con las que cada investiga-

129
dor se encuentra en el ca m po, y saber contextualizar su for m a y
estructura para poder interpretarlas adecuada mente.
H ay u n ejem plo m agnífico de recopilación etnográfica de
una tradición histórica oral: el del rescate del conocim iento «fesi-
ten» de los ci m arrones sara m aka de Surina m por parte del an-
tropólogo nortea m ericano R ichard Price, plasm ado en su libro
F irst Ti me (1983). D espués de m uchos años de trabajo de ca m-
po, los sara m aka le pidieron que «escribiera» u n libro sobre u n
conoci m iento histórico secreto y «peligroso» que había co men-
zado en torno a 1800 y se transm itía oral m ente en las m adru-
gadas de u na m anera fragm entada a aquellos «historiadores
sara m aka» que estuvieran interesados en el pasado de su gru-
po desde que se escaparon de las plantaciones. Al tratarse de
u n conoci m iento transm itido cara a cara y segú n intereses po-
líticos, cada «historiador» tiene u na versión distinta de él. E n
este conoci m iento los sara m aka trazan su genealogía m atrili-
neal m ente hasta u n grupo originario de esclavos h uidos. E stas
versiones del pasado están desestructuradas y cada clan trata
de legiti m arse social y política m ente buscando situaciones de
predo m inancia en él. L os desplaza m ientos geográficos de los
ci m arrones durante el «fesi-ten» establecieron, por ejem plo, las
pautas de posesión de la tierra para el futuro. L as alian zas en-
tre clanes que vivieron en esa época todavía m arcan las relacio-
nes interclánicas actuales. E l conoci m iento «fesi-ten» está co m-
puesto por listas genealógicas, epítetos personales, lugares con-
m em orativos, «m apas verbales», listas de jefes, proverbios y
fragm entos narrativos m isceláneos, toques de ta m bor con sig-
nificación histórica, canciones, oraciones, etc. U n aspecto i m-
portante que señala Price es que los sara m aka, al ver que su
conciencia histórica estaba desapareciendo, confiaron en «su»
antropólogo para que le diera for m a escrita, y le otorgaron el
papel de «cronista oficial». D e ese m odo obtiene acceso a u n
conoci m iento secreto del que ni siquiera conocía su existencia
hasta entonces. E n la introducción al libro, Price constata la
dificultad de «traducir» entre u n registro oral y otro escrito,
aparte del m era m ente lingüístico. Tiene m iedo de cuál será el
i m pacto de u n libro de esta naturaleza sobre el propio sistem a
de conoci m iento que está codificando en u na versión ú nica y
«oficial» o «autorizada», y por lo tanto, de u na naturaleza m uy
distinta a su for m a oral fragm entaria y descentrada. H ablare-

130
m os m ás adelante con m ás detalle sobre las estrategias retóri-
cas de los libros que escribió Price sobre la mem oria sara m aka.
Aún nos queda decir unas palabras sobre el llamado método
biográfico, que trata de recobrar recuerdos personales. Es otro
proceso de investigación m uy vinculado a las entrevistas y a la
reconstrucción de la memoria a través del recuerdo personal. Aun-
que autores como Prins han señalado los problemas de fiabilidad
del recuerdo personal, que puede ser autojustificador o dado al
lapsus de memoria, la biografía se ha convertido en un método de
una enorme proyección. Seguiremos a Pujadas en la reconstruc-
ción de las características del método de la «historia de vida» (1992).
H ablamos generalmente de life story o «relato de vida» para refe-
rirnos a la historia de una vida determinada tal como la cuenta la
persona que la ha vivido, y de life history o «historia de vida» en el
estudio de caso que comprende no sólo la life story, sino también
otros tipos de docu mentación complementaria (docu mentos ofi-
ciales o personales, fotos, etc.) que nos ayuden a reconstruirla más
allá de sus propios términos. También están las «autobiografías»,
que se diferencian de las biografías porque son narrativas surgi-
das por la propia iniciativa de la persona, y las que se han denomi-
nado «autoetnografías», en las que se construye una narrativa de
tipo reflexivo sobre el propio etnógrafo, sobre la persona entrevis-
tada, o sobre la relación entre ambos (Reed-Danahay, ed., 1997),
algunas de cuyas modalidades —como la «autobiografía antropo-
lógica»— ya fueron identificadas hace tiempo por B randes (1982).
Para Pujadas, el método biográfico puede constituirse en un mé-
todo clave en las aproximaciones cualitativas a la realidad social,
e incluso puede ser útil para estructurar encuestas de orden cuan-
titativo. Como veremos, también es un método que tiene un ajuste
claro en los estudios transnacionales y en las investigaciones so-
bre violencia.
De nuevo, como en la etnografía en general, el método bio-
gráfico pone en m archa una dialéctica crucial en la disciplina, al
com paginar el interés particularista por la experiencia de las
personas habitualmente sin voz (aunque las nociones nostálgi-
cas de lo subalterno hayan de ser cuestionadas con la globaliza-
ción y la llegada de los medios de com unicación a todos los rin-
cones del planeta, incluyendo los espectáculos hu manitarios y
los reality shows) y el reconocimiento denso del momento históri-
co en el que recogemos la historia de vida. F rente a las m últiples

131
ventajas del método, sus inconvenientes están relacionados con
la dificultad de encontra r b uenos i nfor m a ntes, la dificultad
de com pletar los relatos biográficos em pezados, la dificultad de
controlar la infor m ación obtenida, la propia i m paciencia del in-
vestigador, el peligro de seducción de un relato (Robben, 1995)
o, por el contrario, el exceso de suspicacia, o la fetichización del
propio método. E l método biográfico tiene otras técnicas aso-
ciadas, como son la elaboración de relatos biográficos m últiples,
ya sean paralelos o cruzados, que consisten en m uestras m ás
a m plias y polifónicas de relatos biográficos que pueden entre-
cruzarse o no, y per m iten m ini m izar algunos de los efectos de la
em patía y la subjetividad de los relatos biográficos individuales.
Respecto al proceso de elaboración de la historia de vida, Puja-
das propone una etapa inicial, una fase de encuesta, otra fase de
registro, tra nscripción y elaboración de los relatos, u n a fase
de análisis e interpretación, y una fase final de presentación y
publicación de los resultados.
Vea mos como ejem plo dos casos de historias de vida que
M arcus y F ischer ya consideraron paradigm áticas del momento
experi mental y crítico tem prano de la antropología nortea meri-
cana (1986). N inguno de estos casos es una historia de vida con-
vencional, sino que están construidas como mediaciones entre
los infor m antes y los etnógrafos, y expresadas de for m a dialógi-
ca. Lo «experi mental» de estas dos historias de vida es que ex-
ploran los m últiples puntos de vista que convergen en el encuen-
tro etnográfico. Shostak escribió N isa después de un trabajo de
ca m po entre los cazadores recolectores !kung san del desierto de
K alahari (1981), un grupo m uy estudiado en la disciplina por
responder presunta mente a los ideales del «pri m itivismo» clási-
co, e incluso a las pautas de laxitud en las relaciones sexuales
que tanto fascinaron a M ead en «su» Sa moa. L a propia Shostak
establece paralelismos entre ellos y los «antepasados prehistóri-
cos». Se trata de la transcripción editada de 15 entrevistas con
una sofisticada m ujer de 50 años. N isa era una infor m ante exce-
lente desde el punto de vista de Shostak: entendió pronto la di-
ná m ica de las entrevistas, llegó a hacer un relato «vaga mente
cronológico» de su vida e, inducida por la antropóloga, volvió
con m ayor detalle a las fases que la posterior com piladora consi-
deraba m ás i m portantes. Shostak sostiene que N isa m aduraba
narrativamente a medida que pasaban las entrevistas, siendo más

132
sofisticada cada vez. E sa m adurez fue interpretada en tér m inos
de m ayor «fiabilidad». L a autora introduce cada capítulo con
comentarios basados en entrevistas con otras m ujeres, en un in-
tento de control de la representatividad de N isa. E n el epílogo
Shostak discute que el libro es fruto del encuentro entre dos
m ujeres en distintos momentos de sus ciclos de vida. E so hace
que se filtren al libro debates contem poráneos del fem inismo
nortea mericano de la época, como el efecto emocional de los
ciclos menstruales o el poder coercitivo de los roles sexuales
(M arcus y F ischer, 1986). A través de los ojos de N isa, Shostak se
encuentra una sociedad !kung m ás violenta que las descripcio-
nes anteriores, teñidas de «nostalgia i m perialista» o duelo por lo
que la propia cultura del observador destruye (Rosaldo, 1989).
Por otro lado, el libro que Crapanzano escribió sobre Tuha m i
es una historia de vida de lo que Agar lla m aba infor m ante «des-
viado» (Agar, 1980; F rigolé, 1998). Tuha m i era un fabricante de
tejas m arroquí iletrado, soltero y solitario, y por ello «excepcio-
nal» y m arginal a su propia cultura. Tuha m i creía que estaba
casado con una m ujer demonio con pies de ca mello, A’isha Q an-
disha. H abía otros hom bres m arginales —«solitarios», «sexual-
mente disfuncionales», «inadaptados físicos», «excéntricos» o
si m plemente «solteros», en palabras de Crapanzano— que ta m-
bién declaraban estar casados con este ser. A’isha era m uy celosa
y le pedía que m antuviera su relación m arital en secreto. Tuha m i
estaba, en palabras del autor, «utilizando un lenguaje cultural
que tenía a su disposición para articular su experiencia» en los
m árgenes de la sociedad m arroquí, incluyendo la «negociación
de la realidad» que tenía con el etnógrafo. Pero precisa mente
por estos motivos, la tra m a que usaba para dar sentido a su vida,
entre la «historia y el cuento de hadas», encapsulaba de una for-
m a tanto i m plícita como explícita los «valores, vectores inter-
pretativos, pautas de asociación, presuposiciones ontológicas,
orientaciones espaciotem porales y hori zontes eti m ológicos»
m arroquíes. Desde el m argen, con su historia de vida, Tuha m i
hablaba de tem as centrales de su cultura como la jerarquía so-
cial tradicional, las pautas de autoridad, la lógica de las relacio-
nes sexuales, etc. Crapanzano no cree posible que el etnógrafo
pueda desaparecer de la diná m ica esencial del encuentro en sus
textos. H ay una tendencia fuerte en el antropólogo a atribuir al
infor m ante lo que es una «realidad negociada», y eso hace indis-

133
pensable la ubicación de la historia de vida en la diná m ica del
encuentro.

4.8. Historias e itinerarios del cuerpo

E n esta sección a m plío algunas de las ideas ya planteadas,


pero adecuadas a la investigación del cuerpo y de las for m as de
corporalidad. Para B.S. Turner, uno de los autores m ás significa-
tivos en el desarrollo de este ca m po en la sociología, el au mento
de actividad política y cultural sobre el cuerpo en las últi m as
décadas hace posible pensar las sociedades modernas como «so-
ciedades so m áticas» (1992). Pero, ¿h u bo algu n a vez algu n a
sociedad que no lo fuera? É sta es sin duda una convicción que
está detrás del esfuerzo de m uchos investigadores en disciplinas
diversas, entre ellas la antropología. E n la bibliografía de las úl-
ti m as décadas hay una proliferación de investigaciones sobre las
relaciones entre cuerpo y género, cuerpo y sexualidad, cuerpo y
violencia, cuerpo y consu mo, cuerpo y m áquina, cuerpo y reli-
giosidad, cuerpo y salud, cuerpo y vejez, cuerpo y clase social,
cuerpo y estigm a social, cuerpo y m e m oria, cuerpo y e m o-
ción, cuerpo, hegemonía y resistencia, discursos disciplinarios y
for m as de la corporalidad, etc., cuyo éxito se expresa, por ejem-
plo, en el prestigio adquirido por la revista Body and Society. E l
propio Turner afir m a que el cuerpo se ha convertido en «uno de
los principales ca m pos de batalla donde se produce la lucha para
forjar una perspectiva crítica adecuada para analizar las carac-
terísticas ca m biantes de la realidad social, política y cultura con-
tem poránea» (1992).
E ste giro hacia el cuerpo del análisis social i m plicaba enton-
ces, como ta m bién ocurre ahora, una adecuación de nuestros
métodos y m arcos de análisis para poder leer e interpretar las
distintas modalidades de la actividad hu m ana en las prácticas
corporales. ¿Cómo podemos modular nuestros métodos y técni-
cas para estudiar cuerpos? ¿Cómo podemos usar las for m as y
estilos de corporalidad para descifrar aspectos m uy variados de
la sociedad? O , dicho de otra m anera, ¿cómo podemos entender
lo social a partir de las for m as de corporalidad que genera? Va-
mos a verlo respecto a dos aspectos entrelazados. Por un lado,
cómo investigar formas de corporalidad, y en segundo lugar, cómo

134
utilizar el cuerpo como instru mento metodológico. Lo haremos
a través de ejem plos de m i investigación sobre el culto de M aría
L ionza, que es un á m bito de acción social afín a lo que Wac-
quant ha denominado «universos corpocéntricos» (1995). E l culto
de M aría L ionza ha sido, especialmente desde los años cuarenta,
un actor relevante en discursos y proyectos políticos, en inter-
venciones públicas de intelectuales y artistas, en el i m aginario y
prácticas de la élite, y en el desarrollo de las for m as contem porá-
neas de la cultura popular. Desde entonces, se han inventado
m itos, se han escrito obras de teatro, se han construido estatuas
y creado iconografías, se ha perseguido y encarcelado a médiu ms,
se han constituido asociaciones esotéricas, se han desarrollado
proyectos de unificación dogm ática, se han elaborado estudios
desde diversas disciplinas, se han film ado docu mentales y com-
puesto canciones, se han m ultiplicado los centros de culto, se ha
desarrollado un vigoroso mercado de productos espiritistas, etc.
Pero el aspecto crucial que debía analizar era el desarrollo histó-
rico de una for m a de corporalidad m uy específica y ritualizada,
aunque entrelazada con la corporalidad cotidiana. Por lo tanto,
al comenzar m i investigación partía de la hipótesis de que las
for m as de corporalidad del culto están ancladas en contextos
históricos deter m inados, y que las diferentes tramas corpóreas
de los espíritus, como expresiones de la memoria popular, se ac-
tivan, desactivan y transfor m an según la percepción popular de
las circunstancias políticas y sociales de Venezuela. Y lo hacían,
adem ás, con una inesperada rapidez.
E l estudio de la posesión me planteaba, en este sentido, pro-
blem as metodológicos específicos. Los médiu ms se sienten siem-
pre cerca de los espíritus que los poseen, incluso cuando conver-
san con el antropólogo de turno en la plaza de su pueblo. Tienen
cosquilleos, inspiraciones, videncias, emociones, gestos, etc., que
atribuyen a estos recostamientos cotidianos. E l trance es un con-
tinuo de sensaciones que va desde estos contactos ligeros y coti-
dianos hasta posesiones de enor me intensidad. ¿Cómo recons-
truir sus claves emocionales y sensoriales —lo que Willis y Trond-
man denominan la «significación sensual» de la experiencia social
(2000)— especialmente en los momentos de m ayor i m plicación
corpórea, es decir, durante los trances? Como comentaré en la
siguiente sección, la grabación en vídeo de las ceremonias se
reveló como un instru mento metodológico funda mental, pues

135
me per m itía, por un lado, registrar la sobredosis de información
que siem pre se produce en las ceremonias espiritistas y, por otro,
discutir a posteriori con los propios médiu ms lo que iba suce-
diendo en sus cuerpos a medida que las fuerzas espirituales en-
traban y salían de ellos. Pero esto sólo fue posible en algunos
casos concretos, en los que pude fil m ar sistem ática mente el
desarrollo espiritista durante el periodo de m i estancia en Vene-
zuela, lo que ta m bién li m itaba enor memente la secuencia tem-
poral del segui m iento. Así, desde el principio de m i investiga-
ción, ta m bién dediqué buena parte de m i tiem po a recoger testi-
monios de diferentes médiu ms sobre la posesión, su aprendizaje,
sus características, su relación con la edad, el género, la condi-
ción social, la curación, la violencia cotidiana, etc. De este modo
pude ir elaborando, poco a poco, lo que podría mos lla m ar histo-
rias de cuerpo o itinerarios corporales. E stos itinerarios corpora-
les tienen una finalidad semejante a las historias de vida que
hemos discutido anterior mente, pero virando el interés hacia lo
que le ha pasado al cuerpo del infor m ante durante un periodo
deter m inado de tiem po. Siem pre en el entendi m iento de que, lo
m ismo que una historia de vida si está bien hecha puede plas-
m ar un momento histórico en toda su com plejidad, podemos
descifrar la corporalidad de una m anera semejante en relación
con el contexto social, político, cultural e histórico que la produ-
ce y le da sentido.
E ncontré entonces u n problem a básico en el relato de la
posesión. E s frecuente que las m aterias espiritistas, sobre todo
en el caso de las clases populares, pierdan la conciencia duran-
te el trance. D e hecho, la pérdida de conciencia es u no de los
indicadores internos de la autenticidad y profu ndidad del tran-
ce, que es m uchas veces discutida. Por lo tanto, las narrativas
de la posesión se basan sobre todo en las sensaciones que los
médiu ms recuerdan, m uchas veces de for m a atropellada y con-
fusa, de los m o m entos previos e in m ediata m ente posteriores a
la posesión. C uando los m édiu ms bajan a tierra, recuerdan, por
u n lado, el pri m er herm ano que trató de entrar en su cuerpo y,
por otro, intentan descifrar en las sensaciones residuales del
trance las pistas que dejó el paso de otras entidades espiritua-
les, cada u na de las cuales produce efectos corporales concre-
tos. Son m em orias cuyo referente básico son el cuerpo y los
sentidos. Aprendí gracias a m is infor m antes que los sabores

136
que quedan en la boca (cada categoría de espíritus tiene prefe-
rencias por licores, frutas...), las heridas en la piel (algu nas en-
tidades usan sangre para curar y cortan a los m édiu ms), los
dolores m usculares (los cha m arreros, por ejem plo, suelen ser
viejitos artríticos que fuerzan m ucho la espalda de los médiu ms
y provocan intensos dolores lu m bares tras el trance), los vesti-
gios de flu idos que a veces se quedan enganchados en las ar-
ticulaciones, o los colores de la cera derretida sobre el cuerpo,
las sustancias y licores que los i m pregnan, per m iten a los m é-
diu ms em pezar a reconstruir la secuencia de trances de la cere-
m onia, e incluso la escala —grado de energía—, estado de h u-
m or o duración de la estancia de las diferentes entidades. Por
supuesto, m ientras se recuperan del trance, e incluso en las
horas y los días posteriores, contrastan estos datos con los de
los testigos que presenciaron las cerem onias. A m edida que
aprendía a reconocer estas claves sensoriales del trance, m is
entrevistas se iban haciendo m ás precisas y adecuadas, desde
m i pu nto de vista, y u n poco m ás instruidas, desde el pu nto de
vista de m is infor m antes.
E n cu alq u ier caso, la n a r ració n oral n o deja de ser u n ve-
h ícu lo co n m uch as li m itacio nes p a ra plasm a r estos m o m en-
tos de altísi m a i n tensi d a d e m ocio n al y sensor ial. U n a catego-
r ía n a r rativa releva n te en el cu lto en la q ue esta d ificu lta d es
m u y cla ra es el i n ten to de descr i pció n de la p r i m era vez q ue
se a p roxi m a n las fuerzas a u n m éd i u m en potencia o en desa-
r rollo. F ren te a los m éd i u ms exper i m en ta dos, q ue ya p ueden
po ner n o m b re y a pelli dos a los esp í r it us q ue poseen sus cuer-
pos, en estos casos n os enco n tra m os co n n a r rativas do n de lo
q ue p r i m a es u n alboroto de sensacio nes o, en p ala b ras de
Csor d as, u n a «gestalt caótica» (1994). Pero i ncluso B etty, q ue
fue m éd i u m d u ra n te m ás de u n a déca d a a n tes de aleja rse del
cu lto de M a r ía L io n z a y m e h a b ía defi n i do co n m uch a cla r i-
d a d las ca racter ísticas d isti n tivas de los espírit us q ue la po-
seía n co n m ás frecuencia, tod avía recor d a b a así, en tre gra n-
des asp avien tos q ue tr ata b a n de a b r a z a r e i nvesti r de u n a
m ayor cor porali d a d sus p ala b ras, las sensacio nes m asivas y
desor den a d as de su p r i m era i n iciació n cu a n do ten ía 15 a ñ os.
E stá b a m os sen ta dos dela n te de u n a cervez a en u n b a r de Pa r-
q ue C en tral, en C a racas.

137
Lo cierto es que yo no recuerdo nada hasta que llegó el
momento en que me dijeron: «ven tú»... M e dijo Paquita,
«vente», y me llevó... Ah, qué emoción, estaba el chico que
me gustaba, y yo toda emocionada. Yo tenía 15 años, me
pararon allí... E xtender los brazos, apretar los puños, y ce-
rrar los ojos... Y em pezaron a dar me fuerza; a dar me fuerza:
«respira fuerte y profundo», y bueno, caí hacia atrás. M e
sujetaron, me acostaron, y entonces me untaron de aceite
por todas partes, por todos lados. Ahora te voy a decir lo que
sentí yo allí con los ojos cerrados. H ay varias cosas que a m í
me asom bran. Pri mero, yo em pecé a pensar en el estóm ago,
porque yo siem pre he sufrido del estóm ago. Y entonces, ay,
pedía que me lo curaran, que me lo curaran, y entonces yo
em pecé como a... se me em pezaron a salir las lágri m as, ¿no?
O sea, con m is ojos cerrados, acostada en el piso, comencé a
sentir que las lágri m as se me salían, y yo no sabía por qué...
Pero yo seguía con m i estóm ago y tal, y entonces em pecé así
como, poco a poco, a sentir ganas de llorar... Pero ya no sólo
de botar lágri m as, sino de ah ah ah ah ah ah ah [respiración
fuerte]... Y em pecé así, con la cosa así, pero era como un
desespero, una cosa así, y cada vez lloraba m ás duro... E ra,
cómo decirte, una cosa así como cuando a ti te pasa algo,
que tú necesitas llorar, pero i m presionante, porque yo se-
guía con m is brazos así, y en ningún momento abrí los ojos,
que uno tiende a abrir sus ojos en esos momentos. Pero yo
estaba como en otro momento, en otra cosa, con m is ojos
cerrados. Y lloraba, y lloraba, y lloraba, y lloraba, pero cada
vez la cosa era m ás así. Y entonces comencé a gritar. E ra
como una necesidad de gritar, y me acuerdo que me daban
por aquí y me decían: «sácalo, sácalo». Y me em pujaban las
tripas, y yo gritaba m ás duro, y gritaba, y gritaba... Pero de
repente em pecé a pegar gritos, y ta m bién yo seguía con m i
lloradera. Yo seguía en m i posición llorando y gritando pero
igualito, con m is ojos cerrados. E ntonces recuerdo como que
alguien se sentó sobre m i estóm ago, y me resultó tan repug-
nante que em pecé a brincar. Así como para quitár melo de
enci m a, y recuerdo que me agarraron por los brazos y yo...
Sentía que me tocaban y era como una desesperación... y yo
lo que quería era quitar me a todo el m undo de enci m a. E n-
tonces me metían cosas en la boca, y esa broma me sabía tan

138
horrible, lo escupía y gritaba, y yo seguía con m is ojos cerra-
dos, claro. Yo no abrí los ojos, responsablemente, tú sabes,
de lo m ás obediente... M e batuqearon, y entonces em pecé a
sentir candela, ¿no? Pero sin abrir los ojos. E ran m uchas
sensaciones, pero nor m almente, si tú estás en una situación
de peligro, o que consideras de peligro, tú abres tus ojos...
Pero yo no sabía qué estaba pasando. Y empecé a sentir como
que me caían granitos, que ahora yo ya sé que son de pólvo-
ra, ¿no?, pero yo lo sentía en m i cuerpo, y sentía todas esas
cosas. Y era peor porque gritaba m ás duro... m ientras m ás
me echaban, más gritaba yo, entonces cuando yo sentía como
candelazos que salían. Yo gritaba durísi mo... Y recuerdo que
em pecé a ver como que yo estaba parada en medio de un río,
así, de noche, y había como una especie de sol, pero no un
sol que ilu m inaba, sino un sol que era como candela, así gran-
dísi mo, frente a m í, y vi una i m agen de una pareja que ve-
nían ca m inando hacia m í. Pero después que yo vi eso, en-
tonces yo em pecé... ah ah ah ah ah, em pecé ya a relajar me. Y
el sol ése se me iba acercando, se me iba acercando, y enton-
ces en ese momento fue que sentí la frescura de la fruta que
me echaron, así, friíta, así, por todo el cuerpo, y era así, sa-
broso, y yo con m is ojos cerrados. M e echaron m i cosa, me
pararon, me sacudieron, y bueno, entonces el her m ano —ya
tenía enfrente al her m ano— me bendijo, y me preguntó que
cómo me lla m aba. Y le dije m i nom bre, entonces, bueno, me
llevaron al río y me cruzaron. M e dieron m i jaboncito azul,
ras, ras, ras, ras, me lavé, y allí em pecé otra vez a llorar, pero
ya era como un llanto de tranquilidad, de que ya pasó todo...
E ra otra cosa... [U na sensación] como de tranquilidad, [como]
que me había quitado un peso de enci m a o algo así. E ra
tranquilidad, sabroso. Y fui hacia donde estaba el tipo [mé-
diu m], que ya estaba en tierra, yo nunca lo voy a olvidar, y
me dijo a m í: «tú eres tú y no hay nadie que pueda contra ti».
Yo esto lo he utilizado toda m i vida. O sea, yo no tengo que
rendir me ante ese tipo de cosas.

Com plementando m is observaciones con las entrevistas con


los médiu ms y en algunos casos visionando vídeos de sus tran-
ces, pude ir elaborando, poco a poco, esas historias de cuerpo o
itinerarios corporales a las que me refería, desde sus experien-

139
cias iniciales caóticas, a través de su iniciación, hasta las fases
m ás sofisticadas de mediu m nidad. Lo m ismo que las historias
de vida, las historias de cuerpo i m plican un entendi m iento pro-
cesual, es decir, aceptar que los cuerpos se modulan y transfor-
m an con relación al paso de los años, por un lado, pero ta m bién
en relación con los entornos sociales, culturales y políticos en los
que se construyen y evolucionan. E n su i m portante libro sobre
cuerpo, género, identidad y ca m bio en el País Vasco, M ariluz
E steban usa ta m bién esta metáfora del itinerario corporal para
hacer un segui m iento de las transfor m aciones en la identidad
femenina a través de las experiencias de cuerpo de sus infor-
m antes, asi m ilándolo a la noción de itinerario terapéutico m uy
usado en la antropología médica (2004). E steban utilizó en su
estudio entrevistas, en dos casos «autobiografías corporales», e
incluyó su propia «autoetnografía corporal». Con ello la autora
buscaba analizar los procesos de «identidad corporal» y «em po-
dera m iento corporal» relacionados con las estructuras de géne-
ro, ta m bién conectando las experiencias personales de sus infor-
m antes y ella m ism a con los contextos sociales en los que podían
o pugnaban por expresar deter m inados aspectos de su corpora-
lidad. O tro conocido caso de «autoetnografía corporal» es el de
M urphy, The Body Silent (1987), en el que este antropólogo nor-
tea mericano hace un relato sobrecogedor del avance de una en-
fer medad degenerativa en su propio cuerpo. Volveremos dentro
de poco a este uso del cuerpo como instru mento de conoci m ien-
to etnográfico.
E n el caso de M aría Lionza, para caracterizar los distintos esti-
los de posesión que coexistían en el culto y los encendidos debates
que se generan respecto a los usos distintivos del cuerpo, hice el
seguimiento cercano de la corporalidad de un buen número de
médiums, con mayor o menor profundidad. F inalmente, por ser
un médium al que pude filmar en varias ocasiones, pude discutir
con él estos vídeos y me demostró un especial interés y talento por
verbalizar sus sensaciones corporales, utilicé el itinerario de cuerpo
de Daniel Barrios, al que ya conocemos sobradamente, para ilus-
trar la compleja y cambiante corporalidad de los médiums. Daniel
era un magnífico informante en muchos aspectos. E ra accesible,
generoso y honesto. Además era un extraordinario médium que se
situaba a caballo entre la generación de su padre y la de los jóvenes
que estaban entrando en el culto mediante formas de posesión vio-

140
lentas, que discutiremos con mayor detalle en la última parte del
libro. Esto hacía que él mismo tuviera muy clara una perspectiva
histórica sobre las transformaciones del trance con el paso de los
años, desde los trances que él veía en su padre en los años sesenta,
hasta los trances de enorme violencia corporal que encontraba en
los jóvenes de los barrios 30 años después. Pero lo que le convertía
en un informante excepcional era su gran capacidad narrativa, no
sólo para describir críticamente el culto, sino también para tradu-
cir a palabras sus sensaciones y su corporalidad durante la pose-
sión. M ientras que mis conversaciones sobre espiritismo y corpora-
lidad con algunos otros médiums eran bastante estereotípicas y frag-
mentarias, Daniel era capaz de hablar durante horas sobre ello. Por
eso trabajé durante muchos meses en su historia de cuerpo, en con-
versaciones, en entrevistas semiestructuradas, en ceremonias, en
discusiones sobre vídeos, y la incluí después en mi libro sobre el
culto (2004a, cap. 3). Cito a continuación algunas de sus narrativas
de cuerpo recogidas en las entrevistas semiestructuradas realizadas
en la terraza de mi apartamento.

M ira, cuando sale tu propio espíritu de tu cuerpo... cómo


decirte... eso es algo increíble, es i m presionante... L as pri-
meras veces te da m ucho m iedo, tú no sabes qué carajo es lo
que te va a bajar... tú cuando te pones delante de un altar
para elevarte, lo que estás es asustado, no va mos a engañar-
nos... cuando em piezas a sentir todos esos tem blores por
todas partes de tu cuerpo, y te pones a dar brincos sin que tu
cerebro te m ande eso... Porque uno parte del principio de
que no sabes qué es lo que te está pasando, si vas o no vas a
volver, ¿me entiendes?... L uego, una vez que lo controlas, eso
com ienza m uy bonito, como unas luces, algo que... es un
color m uy bonito, y entonces de repente sientes que te estás
saliendo del cuerpo, y m uchas veces tú ves el cuerpo que va
quedando atrás, y tú te vas elevando, o sea, son cosas increí-
bles, entonces bueno, cuando uno ya aprende a elevarse, ya
uno lo tom a como algo nor m al... Aunque no diría que ruti-
nario, porque a veces a uno lo desprenden, y el espíritu de
uno queda viajando, y viendo cosas, cosas increíbles, la na-
turaleza, espíritus, tantas cosas... hogueras, cosas bellas, as-
tros y vainas... Y entonces, cuando vuelves a tu cuerpo, es
como si hubieras estado en un sueño... Pero aunque tú sien-

141
tes como si hubieras salido un ratico, resulta que has traba-
jado cinco, seis, diez horas, eso si es arrecho [...]
Los espíritus, a menos que sean celestiales y no puedan
tocar la tierra por ser tan elevados, siem pre entran en tu cuer-
po por los pies, o sea, de abajo arriba, van ascendentes... y en
el estóm ago... aquí es dónde se siente la m ayor influencia, el
m ayor i m pacto de las fuerzas... É ste es el punto básico de
elevación... Y según sea tu li m pieza espiritual y corporal, tú
vas a sentir que los fluidos vienen buenos o m alos... O bien,
en ese choque que se produce en el estóm ago, la fuerza no te
va a pasar de ahí, porque si pasa, de ahí para arriba este
trayecto se dispara solo... pero si no pasa de aquí, si se te
queda enganchada en el estóm ago y no pasa, ¿me entien-
des?... entonces es por eso que uno ve a tantas materias for-
zándose, que si no puedo, ah, ah, ¿y por qué?... porque el
espíritu, por i m purezas de la materia o por la razón que sea,
no puede pasar de ahí. E s en estas situaciones cuando m u-
cha gente em pieza a fingir que tiene el espíritu com pleto,
por m iedo a hacer el ridículo [...]
B ásica mente, lo m ás bonito para m í es la fuerza india...
Se diferencia m ucho de las dem ás porque ella es una fuerza
guerrera... pero com pleta mente... que te em barga todo el
cuerpo de una vez, te viene por las piernas para arriba, y te
sube a tal m agnitud, con una fortaleza tan poderosa, que te
hincha el cuerpo, como si no cupiera dentro de ti... Y tú sa-
bes que es india por la for m a con que ella se agarra en tu
cuerpo, pues, tan característica... Y los fluidos son bien fuer-
tes, inconfundibles... Pero, por ejem plo, los africanos em-
piezan a recorrerte el cuerpo de otra m anera distinta, y te
retuercen todo, brazos, m anos, piernas, pies... entonces tú
ya sabes que lo que viene es africano... Los espíritus africa-
nos tienen una fuerza enor me... Realmente parece que, cón-
chale, le van a reventar todos los huesos a uno. E s algo bár-
baro [...] C uando sales de los trances sientes como si alguien
te hubiera golpeado la cabeza, todo el cuerpo. M ira, cuando
yo em pecé a desarrollar me [como espiritista], eso era una
vaina tan fuerte que, cuando se iban los espíritus, ¿cómo te
lo explicaría? A m í me parecía que aquí [en el pecho] tenía
metido un tubo de esos plásticos para respirar... De esos que
tienen seis pulgadas. Sí, se me quedaba el pecho abierto, así,

142
afff, afff, afff... E so era algo increíble, m uy fuerte, y pasaba
días así, como si me hubieran agarrado a palos. M e dolía
todo el cuerpo [...]
Los chamarreros son casi siem pre m ás suaves, porque
cuando ellos bajan, sus fluidos son como un viento, ligeros...
Los sientes así como buuuuuuu, se te meten en el cuerpo
con m ás facilidad, y ¡tácata!, de una sola vez... los malan-
dros... bueno, pues son todavía m ás suaves, porque recuerda
que son aún espíritus de m uy baja luz, recién llegados al
m undo de lo espiritual y con una gran carga de pecados...

H ay otro aspecto que apuntaba antes como básico a la hora


de investigar cuerpos: dónde se sitúa la propia corporalidad del
investigador. Ya hemos visto las negociaciones que se producen
durante el trabajo de ca m po respecto a los roles sociales, a la
reciprocidad, a los distintos tipos de narrativas, etc. Ahora va-
mos a explorar esta negociación cuerpo a cuerpo. D urante el tra-
bajo de ca m po, como ya comenté en algún punto antes, asu m ía
en las ceremonias la «piel social» del espiritista (Turner, 1980):
pantalones cortos rojos, y ca m iseta, si acaso. Por lo dem ás, solía
ir apenas con un pantalón de deportes y descalzo, como van ellos.
Los motivos eran m últiples. Por un lado, el calor recomendaba
ese tipo de vestuario. O tro aspecto que no es desdeñable es que
i m pedía que se fijaran en m í dem asiadas m iradas, dado que es-
tuve en m uchas situaciones en las que yo interpretaba que había
personas vinculadas a a m bientes delincuenciales, y no me que-
ría significar con una ropa estrafalaria para el contexto o que su-
giriera algún valor económ ico. Adem ás, en las ceremonias los
espíritus asperjan licores continua mente a los participantes, lo
que convierte a la ropa, que no era i m prescindible según los có-
digos de decencia ritual de los espiritistas, en un estorbo.
L a intensidad emocional de las ceremonias hacía que, en al-
gunos momentos, pudiera entrar en algún estado alterado de
conciencia leve, como por ejem plo el que discuto en la sección
sobre el uso de vídeo en el culto y que puede sintetizarse en el
concepto de Rouch de «cine trance». A medida que au mentaba
la confianza con los espiritistas me iba haciendo m ás versado en
ese «lenguaje silencioso» que discute H all (1959) y que consistía
en descifrar e incorporar, literalmente, los códigos de com porta-
m iento no verbales, tanto respecto a la corporalidad como a su

143
ubicación espacial según los significados y acciones prácticas de
los espiritistas. Aprendí poco a poco a colaborar en algunas de
las secuencias rituales, como ayudar a preparar los altares, las
velaciones, los trabajos espiritistas (velones, retornos, reventamien-
tos, trabajos a distancia, magia de amor...), fu m ar tabacos y leer-
los durante las ceremonias terapéuticas e, incluso, en el grupo
de Soublette y hacia el final de m i estancia, a hacer de banco o
ayudante ritual de los médiu ms. M e sometí a m últiples ceremo-
nias de li m pieza, de curación, e incluso a dos de iniciación, sin
dem asiado éxito. Todo ello lo aprendía m irando sus acciones y
m i metizándolas con m i cuerpo. E s decir, aprendí la corporali-
dad espiritista a través de algunos de los que B ourdieu (1972)
lla m a «ejercicios estructurales» de asi m ilación práctica y corpó-
rea del habitus que estaba estudiando: las pautas de posturas
codificadas, los estados alterados de conciencia, las distintas ac-
ciones y roles rituales (de banco a paciente), etc. E n este sentido,
m i propio cuerpo era un instru mento funda mental de investiga-
ción, y su inserción paulatina en los ca m pos corpóreos del espi-
ritismo me per m itió entender m ucho mejor la diná m ica corpó-
rea de la posesión y la for m a en la que se inscribía la sociedad
petrolera en toda esta práctica religiosa.
Este aprendizaje corpóreo, por su parte, me era m uy útil en la
retroalimentación con otros tipos de datos que estaba obteniendo
sim ultáneamente, en las observaciones, en los vídeos, en las con-
versaciones informales con gente de dentro y fuera del curso, en
las entrevistas más formalizadas, en los libros que había leído so-
bre el espiritismo, etc. Ahora bien, consciente e inconscientemen-
te, puse un límite a mi participación corpórea: el trance. Q uizá fue
mi falta de cualidades para la mediu m nidad, o mis propios mie-
dos, o el temor a dejarme llevar y perder la perspectiva crítica y
analítica. Pero a pesar de los intentos de algunos de mis infor-
mantes, nunca entré en trance. Recuerdo una ocasión en la mon-
taña de Sorte en la que Daniel estaba empeñado en que me pose-
yera una fuerza espiritual. Me preparó una preciosa velación in-
dia junto a una charca con una cascada, al amanecer, y puso todo
su empeño en canalizar fluidos hacia mi cuerpo. N unca estuve tan
cerca del trance, pero lo bloqueé. «Si no te dejas ir, no vas a saber
de qué va esto», me decía. Y quizá tuviera razón, pero decidí se-
guir mi investigación «cuerpo a cuerpo» con la posesión espiritis-
ta por «aproximación», sin cruzar ese u mbral.

144
A lgu n os a u tores co m o Stoller (1995 y 1997), D esja rla is
(1992) o Wacqu a nt (2004) estaría n de acuerdo con D a n iel en
que para enten der u n a for m a cultu ral deter m i n ada, h ay que
asu m ir su corporalidad lo m ás plena mente posible. Stoller hace
u n a lla m ada a desarrollar u n a «a ntropología de los sentidos»
basada en la propia experiencia corporal del a ntropólogo. E s
lo que él deno m i n a «sensibili z ar la etnografía», frente al pre-
do m i n io del estí m ulo «visu al» co m o «rey de la percepción» en
la academ ia occidental. Si n este proceso, la a ntropología per-
dería el r u m bo, p uesto que en todas las sociedades los olores,
los gustos y los son idos contrib uyen profu n da m ente a la cons-
tr ucción de la experiencia, y debería n ser por lo ta nto catego-
rías de análisis antropológico. E n todos los casos, n uestra iden-
tidad está vi nculada a estí m ulos sensoriales, co m o p ueden ser
u n a deter m i n ada m úsica o conju nto de m úsicas, u n repertorio
de co m idas y bebidas, u n as luces o a m bientes cli m atológicos
deter m i n ados, etc. E n m uch as sociedades de África co m o las
que él h a i nvestigado, el conoci m iento social m ente sign ificati-
vo no se relacion a necesaria m ente con el apren di z aje i nstitu-
cion al, si no que se expresa en tér m i nos gustativos. E l recono-
ci m iento de que la percepción es m ultisensorial debería llevar-
nos a u n a aproxi m ación m ás feno m enológica y corpórea a la
i nvestigación etnográfica.
Por su parte, Desjarlais (1992) ha postulado un tipo de obser-
vación participante que incluya desde el propio diseño la inten-
ción de iniciarse corporalmente en el grupo, postura que es apo-
yada por otros investigadores (Coy, 1989). E n su caso, se trataba
del estudio de las prácticas curativas de los cha m anes yolmo en
N epal. De una m anera intencionada, Desjarlais buscó su inicia-
ción cha m ánica. Para ello, como todo aprendiz, tuvo que apren-
der cómo moverse, sentarse, concentrarse y, a la postre, experi-
mentar su cuerpo como los yolmo. Según este autor, hay m u-
chos aspectos de la vida social que son tácitos y funcionan a
nivel de lo corporal, una afir m ación que ya vi mos que engarza
con el plantea m iento de B ourdieu. Su asunción progresiva de la
corporalidad yol m o le per m itió, segú n su criterio, «entender
mejor valores locales, pautas de acción, for m as de ser, de mover-
se y de sentir». Aún m ás, ponerse en la corporalidad yolmo le
parecía la única m anera de acceder al tipo de visiones que tienen
los cha m anes, o al menos entenderlas mejor.

145
E l m uy sugerente texto de Loïc Wacquant E ntre las cuerdas
(2004) tiene m uchos com ponentes de una «autoetnografía cor-
poral», pero con la particularidad de que en su caso estaba po-
niendo en riesgo voluntaria mente su salud, puesto que la investi-
gación a la que se refiere tuvo lugar en un gym de boxeo en el
gueto de C hicago. Wacquant, un discípulo aplicado de B ourdieu,
prologa su libro con el título «el sabor y el dolor de la acción». E l
eje de su argu mentación es que un agente social es, ante todo,
«carne, nervio y sentidos», un «ser que sufre y que participa del
universo que lo crea y que, por su parte, contribuye a construir
con todas las fibras de su cuerpo y de su corazón». Para poder
rescatar y después analizar esta experiencia corpórea del m un-
do, Wacquant propone el desarrollo de una sociología carnal (no
sólo «del» cuerpo, sino «desde» el cuerpo) que debe desarrollar
sus propios métodos. Para ello propone ta m bién la «in mersión
iniciática», el «abandono» (Wolf, 1964), e incluso lo que denom i-
na la «conversión moral y sensual» del etnógrafo, siem pre que
éste tenga una «ar m azón» teórica que le per m ita apropiarse ana-
lítica mente en y por la práctica de los «esquem as cognitivos, éti-
cos, estéticos y conativos» de los agentes sociales sin sucu m bir
por com pleto a la sensualidad de su m undo. Para que el etnógra-
fo sea eficaz en el ca m po, tiene que dejarse poseer por él, pene-
trar hasta lo m ás recóndito. Aprender a boxear supuso ta m bién
para Wacquant una escapatoria al «exotismo prefabricado» que
rodea al boxeo. Aun así, según confiesa, estuvo a punto de su-
cu m bir a la «em briaguez de la in mersión» y convertirse en el
«otro», en un boxeador. E n el libro, Wacquant describe m inucio-
samente su proceso de iniciación en el boxeo en el gueto de Chica-
go, basándose en su extenso diario de ca m po, y oscilando discur-
siva mente entre la descripción etnográfica, el análisis sociológi-
co y la evocación literaria.

4.9. Etnografía, técnicas y medios audiovisuales

E l uso y análisis de los medios audiovisuales y de las nuevas


tecnologías tiene, desde m i punto de vista, una i m portancia ca-
pital en la etnografía contem poránea. Y esto por diversos moti-
vos. B uxó (1999) ya ha señalado las profundas i m plicaciones de
la «hipervisualidad» a partir del siglo X X , y la i m portancia de las

146
i m ágenes y sus «extensiones tecnológicas como soportes de la
memoria, reactivadores de los sentidos y a m plificadores del co-
noci m iento y la i m aginación». E n el m undo contem poráneo, es
indiscutible el poder creciente de las i m ágenes. Cada vez m ás,
las representaciones visuales a las que accedemos a través de la
publicidad, el cine o la televisión son responsables de buena par-
te del conoci m iento que tenemos del m undo. Como ha señalado
Susan Sontag respecto a la fotografía, la producción casi com-
pulsiva de i m ágenes se ha convertido en una nueva for m a de
«consu m ir la realidad» (1996). L a confluencia de las fotos y el
vídeo con el desarrollo vertiginoso de Internet, las nuevas gene-
raciones de teléfonos móviles y la proliferación de redes sociales
en el cada vez m ás poblado y com plejo ciberespacio agudizarán
aún m ás este proceso de entrelaza m iento casi instantáneo de la
experiencia con sus representaciones visuales y, cada vez m ás,
con otras for m as de sociabilidad e interca m bio de infor m ación
virtuales y en tiem po real. Los nuevos contextos globales de pro-
ducción, circulación y consu mo de i m ágenes y discursos audio-
visuales, cuyo potencial e influencia son todavía difíciles de pre-
decir, han de ser tom ados m uy en serio a la hora de repensar el
papel tanto de la antropología como de la antropología visual en
las próxi m as décadas. Por decirlo en las palabras de F iske, «en
una hora de televisión cada uno de nosotros probablemente ex-
peri menta m ás i m ágenes que cualquier m iem bro de una socie-
dad no industrial experi mentaría en toda su vida. L a diferencia
cuantitativa es tal que se convierte en categórica. N o sólo experi-
menta mos m ás i m ágenes, sino que se produce en nuestras vidas
una relación totalmente distinta entre las i m ágenes y el resto de
los órdenes de la experiencia» (1991). Y si esto era válido y so-
brecogedor para la televisión, es difícil i m aginar el i m pacto que
tendrán las nuevas tecnologías sobre nuestra vida y nuestra ex-
periencia, tecnologías que pronto la convertirán, tal como la co-
nocemos ahora, en una reliquia.
E l conoci m iento antropológico ta m bién participa de este hi-
pervisualismo: a pesar del flujo de personas, del desarrollo de los
medios de transporte y del «estrecha m iento» del m undo, buena
parte de nuestro consu mo de «otredad» se da a través de las
i m ágenes. Los medios audiovisuales han transfor m ado nuestra
percepción del m undo, y por lo tanto no podemos obviarlos de
ninguna m anera en el proceso etnográfico. Su estudio, como

147
sugiere B uxó, puede contribuir a «revelar y refinar el conoci-
m iento de la cultura y la sociedad, así como a incrementar la
teoría en las ciencias sociales» (1999). Sin em bargo, la antropo-
logía audiovisual, y ahora ta m bién la emergente ciberetnografía,
todavía han de conseguir el reconoci m iento de su necesidad, y
de su crucial proyección con vistas al futuro, dentro del propio
ca m po de la antropología académ ica, donde ha sido considera-
da con frecuencia como un género menor o una técnica poco
fiable (Taylor, 1994; Ardévol y Perez Tolón, eds., 1995; B uxó y De
M iguel, eds., 1999; G rau, 2002; K eeley-B row ne, 2011).
H istórica mente, puede sostenerse que ha habido una m argi-
nación de lo visual a lo textual en la disciplina. U na de las causas
funda mentales de esta relegación es el convenci m iento, m uchas
veces no for m ulado, de que no es posible construir mensajes tan
sofisticados y especializados como los que se construyen con
palabras aunque, como ha señalado M arcus, en la antropología
experi mental de moda en E E .U U. desde mediados de los años
ochenta se produjeron etnografías en que los textos estaban dis-
puestos como si fueran «montajes cinem atográficos» (1994). De
este modo, lo visual se ha convertido, en m uchos casos, en un
accesorio de lo textual, en un instru mento de docu mentación y
una metodología de investigación. E so sí, y éste es un asunto
sobre el que hay m ayor consenso, con un enor me potencial di-
dáctico. B uxó defiende la superación del paradigm a positivista
con el que se han entendido tradicionalmente los medios audio-
visuales, y que asu m ía que la «tecnología foto o cinem atográfica
constituye una reproducción de la realidad». Así se concibieron
durante décadas tanto los reportajes fotográficos como el cine
docu mental y etnográfico. E n esta lógica, esta autora ta m bién
habla de algunas posturas m ás m atizadas que sin insistir en esta
supuesta relación directa con la realidad, este «realismo inocen-
te», entendían los medios audiovisuales como técnicas com ple-
mentarias de recogida de datos, es decir, como «com plemento
de las notas de ca m po, com plemento de la representación tex-
tual, instru mento de exploración, contraste analítico con los
m ateriales de ca m po, técnicas de agrupación de m ateriales como
productoras de mensajes culturales», etc., uno de cuyos ejem-
plos m ás destacados y metodológica mente sofisticados es el li-
bro Visual Anthropology: Photography as a Research Method de
John y M alcolm Collier (1986). Los Collier proponían el uso del

148
cine y la fotografía para construir m apas visuales, hacer inventa-
rios culturales (registros visuales sistem áticos de cultura m ate-
rial, del uso cultural del espacio, etc.), registrar tecnología e inter-
acciones sociales (analizando las di mensiones espaciales y tem-
porales de las relaciones sociales, los gestos, posturas y todo un
m undo de acción social no verbal), evocar tem as en entrevistas,
buscar pautas de significación, etc. Como sostenían los Collier,
«el ojo de la cá m ara es un instru mento esencial en el registro de
m aterial visual sistem ático porque los hom bres modernos so-
mos m alos observadores». Adem ás, la cá m ara es una extensión
instru mental de nuestros sentidos con «una escala de abstrac-
ción baja», ya que tiene una «visión com pleta» de la que carece-
mos los seres hu m anos. L a cá m ara es, en este sentido, un «espe-
jo con memoria». Lo que está claro es que, como ta m bién seña-
lan, en m uchas ocasiones la fotografía y especialmente el vídeo
no sólo son un vistoso com plemento de las notas de ca m po, sino
que las pueden reem plazar.
Sin em bargo, adoptar una postura constructivista frente a
las representaciones visuales introduce una serie de elementos
que cuestionan lo que B ill N ichols, en su libro La representación
de lo real, denom inaba (basándose en una metáfora de B azin) la
«sustancia pegajosa» de las i m ágenes, concepto que usa para
expresar su «i m presión de autenticidad» y su resistencia a per-
der su supuesta relación no mediada con la «realidad» (1997).
Desde este m arco, la concepción y uso «realista» de las i m áge-
nes, el supuesto «espejo» de los Collier, no es sino un «estilo»,
una «ética» y una «política» de representación cuya intención
fu n da m ental es la de fo m enta r en el espectador u n a sensa-
ción de realidad. Para ello pueden utilizarse diferentes recursos
técnicos retóricos. Por ejem plo, con relación al cine docu mental
o al for m ato de noticias de televisión, el «estilo realista» se hace
invisible, y la narración está «autorizada» por el discurso de ex-
pertos que reducen la riqueza significativa de las i m ágenes que
se presentan y pueden incluso mentir sobre ellas (N ichols, 1997).
Según B uxó, hemos de entender adem ás la fotografía y el cine
etnográficos como procesos continuos de reinterpretación y re-
invención dialógica entre los antropólogos y los actores sociales,
distinguiendo «realidad» de «apariencia» (1999). E n este proce-
so pasaría mos del modelo del «espejo de la realidad» al del «ca-
leidoscopio de subjetividades». N o se trata sólo de que adopte-

149
mos una actitud reflexiva acerca de cómo los medios audiovi-
suales pueden ser instru mentos metodológicos de pri mer orden
y de cómo contribuyen a la construcción de «nuestra» realidad,
sino ta m bién de cómo construyen la realidad de los «otros» y,
finalmente, de cómo se construye un espacio intersubjetivo de
producción de i m ágenes y realidades. Así podemos oscilar, como
ha propuesto G insburg, entre los «medios» y las «mediaciones»
(1991).
L as nuevas tecnologías audiovisuales y el creci m iento expo-
nencial del ciberespacio se están constituyendo en agentes fun-
da mentales en la mediación de procesos de revitalización cultu-
ral y de for m ación de identidades culturales y políticas incluso
en los lugares m ás remotos. E l uso indígena de las cá m aras de
fotos o de vídeo, e incluso la existencia de televisiones indígenas,
nos «aporta los patrones cognitivos, los estilos narrativos y la
for m a particular de ordenar el tiem po y el espacio de su cultura»
(B uxó, 1999). H ay varios casos ya clásicos en la disciplina de
proyectos antropológicos que han incorporado en su diseño
metodológico la cesión de medios audiovisuales a los indígenas
para analizar la estructura y el contenido étnico de esas repre-
sentaciones, como pueden ser el estudio que hicieron Worth y
Adair entre los indios apache, donde se usó el vídeo como una
propuesta de «autoetnografía» (Worth y Adair, 1972; G rau, 2002),
o el trabajo que llevó a cabo Terence Turner entre los kayapó de
B rasil (1991 y 1995). Los kayapó habían sido film ados por inves-
tigadores desde los años cincuenta. E n los ochenta, ya tenían
una cadena de radio en su lengua que unía a todas las com uni-
dades. M uchos de ellos em pezaron a hacer colecciones de fotos
hechas por antropólogos y visitantes. Turner comenzó a hacer
películas con ellos en 1976. A partir de mediados de los ochenta,
con la llegada del vídeo, que hizo la producción de i m ágenes y
docu mentales m ucho m ás económ ica y accesible, un grupo de
antropólogos y productores de vídeo brasileños for m aron el
Mekaron Opoi Djoi Proyect para ayudar a los kayapó a conseguir
equipos de vídeo y m anejarlos. A partir de ahí, los kayapó em pe-
zaron a hacer vídeos de las reuniones políticas con las autorida-
des brasileñas, a grabar mensajes de los jefes, y ta m bién ceremo-
nias. Pero adem ás lo utilizaron en su lucha política contra el
E stado brasileño por la posesión de la tierra, llegando a conectar
su causa con las audiencias hu m anitarias globales mediante es-

150
tos vídeos y alianzas con mediadores como el fa moso cantante
británico Sting, que creó en 1989 junto con su m ujer Trudie Styler
la Rainforest Fou ndation. Aunque por un lado la absorción indí-
gena del vídeo proporcionaba un m aterial etnográfico m uy va-
lioso, es decir, un canal de ingreso al «punto de vista nativo» (lo
que es funda mentalmente de interés para los antropólogos), por
otro lado el acceso al vídeo transfor mó profunda mente la con-
ciencia étnica, política e histórica de los kayapó, e incluso su
estructura de poder. Por lo tanto, el vídeo se convirtió en una
«m ediación» insoslayable en el proceso etnográfico (Tu rner,
1991).
G insburg, que ha analizado la relación de los aborígenes aus-
tralianos —que en el momento del estudio a principios de los
años noventa ya gestionaban varias televisiones y tenían incluso
conexión vía satélite— con los medios de com unicación, sostie-
ne que el au mento exponencial de estos medios indígenas cues-
tiona nuestras convenciones sobre el «otro», y las propias cate-
gorías de «cultura tradicional» o de «fotografía» o «cine etnográ-
fico» (1991). Los medios indígenas no sólo afirman las identidades
existentes, sino que son un instru mento m uy poderoso de inven-
ción cultural. E s decir, como en el caso de los kayapó y otros
m uchos grupos, necesita mos reajustar nuestras teorías y nues-
tros métodos etnográficos para afrontar esta n ueva realidad.
G insburg propone hablar de «medios etnográficos» (en el senti-
do de «mediaciones») para así incluir la producción etnográfica
de i m ágenes y los medios indígenas en la m ism a categoría de
práctica. Por su lado, Delgado ha sugerido —basándose en la
for m ulación de Claudine de F rance— el desarrollo de una «an-
tropología fílm ica», es decir, la conveniencia de absorber en la
m irada antropológica los modos de percepción, registro e inter-
pretación de la m irada cinem atográfica (1999). E sta discusión
teórica sobre los posibles entrelaza m ientos entre la etnografía y
los medios audiovisuales es i m portante por sus i m plicaciones
metodológicas.
Aunque es un desarrollo metodológico m ucho m ás reciente,
el despliegue planetario del ciberespacio está forzando a reajus-
tar nueva mente los métodos de la disciplina para incorporar
dentro de las localizaciones etnográficas (G upta y Ferguson, 1997)
las nuevas for m as y entornos virtuales de sociabilidad y a los
dispositivos de producción, circulación y consu mo de infor m a-

151
ción y conoci m iento que los posibilitan. E n este sentido, la ciber-
antropología, que apenas está dando sus pri meros pasos, plantea
la reconceptualización de la idea de «ca m po» y del «estar allí»,
ya que cuando se trata del ciberespacio las fronteras del escena-
rio de investigación son virtuales y están desancladas de los lu-
gares y geografías en los que se ha movido hasta ahora la disci-
plina, y donde la investigación tiene como objetivo el estudio
cualitativo de com unidades online y el tipo de interacciones que
tienen lugar en los entornos virtuales ( K eeley-B row ne, 2001).
Vamos a discutir estos temas con relación al uso que hice del
vídeo analógico en Venezuela, cuando el uso público de Internet
estaba apenas empezando y el correo electrónico era sólo el privi-
legio de unos pocos (F errándiz, 1997). Cuando salí hacia mi tra-
bajo de campo en Venezuela, una parte importante de mi proyec-
to de investigación consistía en el uso del vídeo tanto para docu-
mentar las cerem onias co m o para desarrollar u n archivo de
imágenes que me permitiera elaborar en el futuro una serie de
vídeos etnográficos en los que pudiera plasmar la enorme sensua-
lidad y la riqueza visual del culto, una labor que me parecía impo-
sible de trasladar únicamente en palabras. Como me había for-
mado en el Programa de Antropología Visual del Departamento
de Antropología de la U C Berkeley, en el que llegué a producir dos
docu mentales, mi predisposición a usar medios audiovisuales en
la recopilación de datos etnográficos era total. La gran cantidad
de información etnográfica que se produce en las ceremonias, que
son apabullantes, hacía que la fotografía, y especialmente el ví-
deo, me permitieran recoger notas audiovisuales de naturaleza
diversa que luego podía visualizar en casa y eran un apoyo funda-
mental para la elaboración de los diarios de campo. Por ejemplo,
siempre que tenía permiso para filmar un ritual, podía hacer to-
mas panorámicas que recogían la disposición de los objetos en los
altares, y tomas secuenciales de los rituales que se desarrollaban
para preparar los objetos sagrados, las fases de preparación y pu-
rificación de los médiu ms y, una vez en las ceremonias, la circula-
ción de espíritus por los cuerpos, las ceremonias terapéuticas, las
celebraciones, y un largo etcétera.
H abía una li m itación funda mental, y tenía que ver con la se-
guridad personal. Tanto Sorte como los barrios en los que traba-
jé son lugares peligrosos en los que la presencia de algún objeto
de valor puede causar un incidente grave. Por eso fui m uy caute-

152
loso, nunca filmé en Caracas, y la m ayor parte de m i trabajo de
registro visual del culto lo llevé a cabo con el grupo de Soublette.
Allí las condiciones eran m ás sencillas porque era un barrio me-
nos com plejo y tuve dos golpes de suerte. L uis, el médiu m que
me introdujo en el grupo, vivía en Caracas y tenía una furgoneta
con la que me llevaba hasta el centro espiritista y, si tenía que ir
solo, los taxistas ilegales que daban su servicio en el barrio eran
en buena parte m iem bros del grupo espiritista y me protegían.
C uando íba mos a los altares naturales de la zona de Anare, en el
litoral, viajaba en sus propios vehículos. De esta m anera podía
llevar la cá m ara sin excesivo riesgo, eso sí, guardada en una bol-
sa de m uy m ala calidad que lla m aba poco la atención. A pesar de
las dificultades, grabé en total m ás de cuarenta horas de vídeo
de preparativos, ceremonias y entrevistas. Lo que tenía menos
claro era la for m a en la que iba a recoger estos datos, cómo las
filmaciones podían transformar las relaciones con m is informan-
tes y de los propios infor m antes con sus estados alterados de
conciencia (se verían en trance por pri mera vez en los vídeos), o
si la presencia de la cá m ara podía incluso interferir en el desa-
rrollo de algunas ceremonias.
A continuación presento cuáles fueron las bases teóricas que
me i m pulsaron a utilizar el vídeo según una metodología de tipo
«interactivo», según la clasificación de «estilos» de representa-
ción de cine docu mental de N ichols (1997) —«de exposición»,
«de observación», «interactivo» y «reflexivo». Cada uno de estos
estilos de representación tiene una metodología deter m inada de
recogida de m aterial visual en el campo, que luego, si es conver-
tido en película, se plasm a en unas retóricas visuales caracterís-
ticas, estableciendo jerarquías de convenciones o nor m as espe-
cíficas que son lo suficientemente flexibles como para que haya
m ucha variación sin que se pierda la fuerza del principio organi-
zativo. M uy brevemente. Ya vi mos m ás arriba en qué consistía el
estilo de «exposición» o «realista». E n este estilo, en el resultado
final, la lógica de la argu mentación oral tiene precedencia res-
pecto a la continuidad tem poral y espacial de las i m ágenes, que
se entienden como un «apoyo visual» a la lógica argu mental.
Tienen un indudable valor pedagógico, es de hecho el estilo m ás
utilizado tanto en la recogida de datos como en la elaboración
de docu mentales didácticos, pero su relación con la «realidad»
es com pleja. E l estilo «de observación» pretende reproducir los

153
ritmos de la cotidianidad del grupo estudiado, privilegiando to-
m as m uy largas sin interrupción. L a calidad técnica no es tan
i m portante como el registro de la realidad «tal como fluye». Se
«cede el control» a los aconteci m ientos que se producen, no se
ensayan ni repiten tom as, etc. Cada corte sirve para m antener la
continuidad espacio-tem poral de la observación. Así, sería una
for m a sofisticada de no intervención aunque, a la postre, acaba
ta m bién transm itiendo los puntos de vista subjetivos del etnó-
grafo, y en la película se suelen introducir estructuras narrati-
vas, por lo que no se produce esta relación directa entre el espec-
tador y la realidad film ada. E l estilo «reflexivo» sería el m ás pos-
estucturalista de todos los estilos, y tiene como característica
funda mental lla m ar la atención de m anera crítica y provocado-
ra sobre las convenciones de representación del cine docu men-
tal o etnográfico. E l estilo de investigación visual «interactivo»
se caracteriza por negar la posibilidad de la «no interferencia»
usando intencionalmente, por el contrario, la cá m ara para pro-
vocar situaciones en el ca m po, y para opti m izar los espacios de
intersubjetividad que se dan en toda investigación etnográfica
(N ichols, 1997).
Como m uchos de m is com pañeros de doctorado, en aquella
época me sentía en sintonía con los debates metodológicos al
uso sobre la producción etnográfica (Clifford y M arcus, eds., 1991;
M arcus y F ischer, 1986), que parecían establecer un caldo de
cultivo apropiado para la inclusión de «voces» divergentes e in-
com pletas en textos que fueran menos autoritarios, m ás polifóni-
cos. E n este sentido, la influencia de B erkeley fue ta m bién deter-
m inante para el diseño de m i investigación visual. Para obtener
el m aterial indispensable para construir estas representaciones
que considerábamos entonces más abiertas, creía necesario desa-
rrollar técnicas de investigación intersubjetivas, que incidieran
conscientemente en los intersticios de la com unicación y la cul-
tura. Técnicas que, por otro lado, según ciertos antropólogos tam-
bién de moda en aquellos años, eran inherentes a la investiga-
ción etnográfica, como desarrollaremos m ás adelante (Rabinow,
1992). A pesar de que algunos autores estaban explorando las
afinidades entre las técnicas de montaje cinem atográficas y la
organización de relatos de corte antropológico (M arcus, 1994),
el proceso de elaboración de textos escritos y visuales era lo sufi-
cientemente diferenciado como para recurrir a análisis m ás es-

154
pecíficos sobre la producción de i m ágenes en contextos etnográ-
ficos. Pero a pesar de las singularidades, la sintonía era clara. E n
el ca m po de la antropología visual se estaba produciendo un
debate sobre representación semejante al mencionado anterior-
mente. U n debate que, adem ás, venía de m ucho antes (Taylor,
1998). Voy a discutir brevemente las propuestas que m ás influen-
cia tuvieron en el plantea m iento y desarrollo de m i uso del vídeo
como recuso metodológico y de representación en m i investiga-
ción sobre espiritismo venezolano. M e referiré especialmente al
trabajo de los cineastas y/o etnólogos Jean Rouch, D avid y Judith
M acDougall y Trinh T. M inh-ha. Todos ellos evocan, de for m a
distinta, un tipo de escenario visual abierto en el cual la produc-
ción intercultural de i m ágenes tiene lugar en un punto inestable
entre el encuentro y la disonancia.
Desde el principio, encontré la inspiración m ás deter m inan-
te en la extensísi m a e innovadora obra del antropólogo visual
francés Jean Rouch. E n su fa moso artículo The Camera and M an,
Rouch discutía la conveniencia de i m pulsar un cine antropoló-
gico com partido, un cine que funcionara como un «contra-don
audiovisual» que fuera al tiem po moral y esti m ulador del enten-
di m iento a través de las barreras culturales (1975). Rouch des-
cribe la influencia que sobre su trabajo ejercieron el realismo
cinem atográfico del cineasta soviético D ziga Vertov —y su con-
cepto de «cine-ojo» [kinok]—, y el explorador nortea mericano
Robert F laherty —funda mentalmente el F laherty de N anook of
the North, con su uso incipiente de la lla m ada «cá m ara partici-
pante». A partir de ahí, Rouch ha cuestionado de m aneras diver-
sas los lí m ites de la com unicación intercultural, utilizando la
cá m ara expresa mente para provocar respuestas e interacciones
(F eld, 1989; Stoller, 1992). Aparte de la fuerza visual del docu-
mental clásico Cronique d’u n été (coproducido con el sociólogo
E dgar M orin en 1960), paradigm a si m ultáneo del cinéma vérité
y de la antropología visual reflexiva, las obras de Rouch que m ás
fascinación me produjeron fueron las que algunos autores deno-
m inan «etnoficciones». Películas como Moi, u n noir (1957), La
pyramide hu maine (1959) y Jaguar (1965), siem pre basadas en
un largo trabajo de ca m po previo, exploran la i m provisación
cultural, la catálisis de la «cá m ara-ojo» y los procesos de auto-
rrepresentación de sus infor m antes, cuestionando, como hace
B uxó, la diferenciación radical entre «realidad» y «ficción». E n

155
estas «etnoficciones», donde se propone un juego de subjetivida-
des, Rouch transfor m a a los sujetos film ados en actores con re-
cursos suficientes como para incidir de m aneras diversas en el
producto final.
E n sintonía con el tipo de cine de texturas m últiples que
quería producir, u na síntesis creativa de los u niversos visuales
de Vertov y F laherty, Rouch propuso ta m bién u n m odo especí-
fico de fil m ar en contextos etnográficos que, parafraseando a
G eer t z , p o d r í a m os de n o m i n a r «f i l m aci ó n de nsa» (1987c).
Rouch (1975) establecía los siguientes principios: 1) ha de ser
el antropólogo, y no u n co m pleto extraño, el que m aneje la cá-
m ara; 2) después de u n largo trabajo de ca m po que ci m iente
las relaciones y el entendi m iento intercultural; 3) la edición ha
de hacerse fu nda m ental m ente durante la fil m ación, en cá m ara
—el que la m aneja es así el pri m er espectador—; 4) y la cá m a-
ra, a su vez, ha de convertirse en u n cine-ojo al estilo de Vertov,
liberándose de la esclavitud del trípode y deslizándose por las
escenas que recoge, adoptando así u na m ultiplicidad de pu n-
tos de vista. E videntem ente, esta visión del «etnógrafo co m o
cineasta» tiene m uchas dificultades técnicas. L os antropólogos
visuales tenían que aprender a fil m ar ca m inando, a fusionarse
con la cá m ara, a aco m odar su pu nto de vista a u n solo ojo tec-
nológico desprovisto de visión periférica.
David y Judith M acDougall, sin duda entre los antropólogos
visuales más interesantes de las últimas décadas, se situaron en la
estela de Rouch en la búsqueda de lo que David M acDougall de-
nomina un «cine participativo» (1975). Los M acDougall han tra-
tado, desde los años setenta, de trascender el «cine de observa-
ción» que dominaba la producción docu mental y etnográfica, y
en cuyo marco ellos mismos habían comenzado su carrera (Ardé-
vol y Perez Tolón, eds., 1995). Este procedimiento de filmar y edi-
tar dio lugar, como vimos más arriba, a un estilo de filmación y
edición ausente, distante, caracterizado por la desaparición de la
cámara y sus operarios, el isomorfismo entre las secuencias fil-
madas y la estructura de la pieza, la ausencia de comentario auto-
ritario, la presencia de larguísimas tomas que se acerquen al tiem-
po real, y la inclusión de segmentos de filmación defectuosa.
David M acDougall critica, especialmente, lo que Young deno-
mina la filosofía de la «mosca en la pared» (1975), es decir, la
pretensión de los docu mentalistas de observación de hacerse invi-

156
sibles. E n su ma, la creación de una ficción de com unicación di-
recta entre los sucesos o las gentes filmadas y los espectadores,
convertidos así en testigos casi presenciales de los hechos. Según
M acDougall, «la principal aportación del cine de observación es
que de nuevo ha enseñado a la cámara a mirar. E l problema está
en la actitud con la que mira —la reticencia e inercia analítica que
provoca en el cineasta—» (1975). Para superar estas limitaciones,
se sitúa expresamente en la discusión más general sobre represen-
tación etnográfica y desde allí propone la exploración consciente
del «encuentro cinematográfico» como estrategia para construir
películas con «identidades m últiples». Películas polifónicas don-
de se fomente la yuxtaposición a distintos niveles de las voces del
autor y de los sujetos. Por supuesto, este tipo de producto visual
del encuentro etnográfico determina una metodología de uso del
vídeo específica. E n su artículo «W hose Story is T his?» (1991),
para ilu m inar las posibles modalidades de cine participativo,
M acDougall discute el caso de su película F amiliar Places, filmada
en Australia en 1977. E l filme seguía a un grupo de aborígenes en
un viaje de reconocimiento de lugares tanto sagrados como secu-
lares pertenecientes al territorio de su clan. Los aborígenes inte-
graron la filmación en el proceso de legitimación del acceso a di-
chos lugares. Para M acDougall, la película «no sólo refleja la na-
rrativa aborigen al desplazarse físicamente sobre el territorio, sino
que también entró a formar parte de una narrativa aborigen im-
plícita de despliegue ritual». Simplemente por el hecho de partici-
par en la película, los aborígenes se estaban apropiando de ella.
La película etnográfica es así absorbida en el contenido de otras
historias nativas.
E n un universo de discurso y práctica m uy distinto a los dos
esbozados anterior mente, la cineasta vietna m ita (afincada en
E E .U U.) Trinh T. M inh-ha ha desarrollado una com pleja pro-
puesta cinem atográfica, articulada desde una posición cuidado-
sa mente construida en lo periférico e intersticial. Por ejem plo,
Trinh define sus películas sobre África como espacios difusos,
«lugares híbridos» donde se encuentran diversas culturas (nin-
guna de ellas occidental), y donde las nociones de pertenencia y
exclusión se hacen inestables (C hen y M inh-ha, 1994). L as obras
de Trinh son exploraciones críticas de los lí m ites de la represen-
tación visual etnográfica, y proponen el descentra m iento de la
autoridad, la a m pliación de los espacios fronterizos y el entrete-

157
ji m iento visual de voces m ás o menos disonantes, desde el ca m-
po hasta el producto final. Su proyecto de cine etnográfico, en su
a m bigüedad, es un intento por «hablar junto a» (speak nearby)
en lugar de «hablar sobre», lo que responde a una actitud vital y
a una posición política m uy deter m inada de solidaridad en los
m árgenes.
Del mismo modo que M acDougall caracterizó en una ocasión
la obra de Rouch, mi opción metodológica era la de «excavar des-
de dentro, en lugar de observar desde fuera» (M acDougall, 1975).
E n este sentido Delgado, que ha señalado la influencia metodoló-
gica de G riaule en el trabajo de Rouch, aduce que «frente al mode-
lo de la observación participante propia del realismo etnográfico
ingenuo de M alinowski, G riaule vino a encarnar la figura de un
etnólogo que jugaba deliberadamente el papel de un intruso cuya
presencia devenía un factor de dinamización de reacciones, una
especie de provocador destinado a producir esas perturbaciones,
aunque sean mínimas, íntimas, que sólo el cameraman o el mon-
tador de cine estarán en disposición de ver y de visibilizar» (1999).
E n mi caso, hasta que me enfrentara con las peculiaridades y difi-
cultades de la investigación sobre el terreno, las distintas propues-
tas de estos cineastas no dejaban de ser para mí un estado de
ánimo plasmado en un diseño metodológico.
Por otro lado, la naturaleza específica de m i tem a de tesis, un
culto espiritista, me planteaba cuestiones adicionales. Desde el
principio de m i contacto con la antropología visual, me había
intrigado el concepto de cine-trance de Rouch. Como él m ismo
ha declarado, cine-trance es una noción intuitiva y que tiene que
ver con el tu m ulto de sensaciones que se experi mentan film ando
ceremonias de posesión (F ulchignoni, 1989). E n un sentido es-
tético, m is ideas sobre la posibilidad de producción de i m ágenes
de trances oscilaban entre dos polos opuestos, expresados en
dos clásicos del género: por un lado estaba la dureza —visce-
ral— de Les maîtres fous (1953-1954) de Rouch; y por otro, la
carga poética contenida en el ritmo parsi monioso de D ivine H or-
semen de M aya Deren. Los títulos de las películas hablan por sí
solos. L a película de Rouch provocó, en su estreno, un escánda-
lo. Stoller (1992) ha discutido las reacciones negativas tanto de
los académ icos africanos como de los franceses en una sesión
privada en el M usée de l’ H om me donde se presentó la película
Les maîtres fous en 1954. E stas reacciones me planteaban pro-

158
blem as éticos sobre la legiti m idad de grabar médiu ms en trance
y, m ás específica mente, sobre el uso de pri meros planos de caras
y ojos. L a naturaleza de la posesión, y el potencial «exotizante» e
incluso estigm atizante que tiene la corporalidad grotesca, me
hicieron en algún momento dudar de la conveniencia de grabar.
O tra tentación, por el contrario, era dejarse llevar por la propia
crudeza del trance, con su intensa y desestabilizadora visuali-
dad. L as contundentes i m ágenes de Rouch navegaban por esta
a m bigüedad ética de un modo desafiante, m irando de frente,
ofreciendo escenas bien incómodas (al menos para ciertas au-
diencias), situadas en la intersección del colonialismo, el cine, el
cuerpo, la locura (Stoller, 1992), las for m as de memoria popular
y la resistencia cultural. Por otro lado, M aya Deren insertó el
trance en una delicada (y confortable) poética visual de lo divi-
no, al tratar de colapsar el tiem po real con el tiem po vivido a
través del uso extensivo de la cá m ara lenta, en sintonía con su
lla m ada al «uso creativo de la realidad» en el m undo del cine
(1985). Según Weinberger, Deren explotó al tiem po «la cualidad
alucinatoria de la cá m ara lenta —que ri m a perfecta mente con
las danzas y trances que está film ando— y su habilidad para
dejarnos ver detalles que nos perdería mos de otro modo en la
acción frenética» (1994).
Antes hemos mencionado la i m portancia de incluir en el pro-
ceso etnográfico el estudio de los medios de com unicación de
m asas, y m ucho m ás recientemente del ciberespacio. Lo m ismo
ocurría respecto a la investigación del culto de M aría L ionza. E n
la Venezuela de mediados de los años noventa, el culto era con-
su m ido periódica mente por los espectadores en las pantallas de
televisión en todo el país, incluyendo a los propios fieles. L as
representaciones mediáticas son de hecho uno de los principa-
les escenarios en los que el culto se presenta y debate en la socie-
dad nacional. E n este nivel, el culto es generalmente asu m ido
como un rito popular, ancestral, anacrónico, enigm ático y m uy
espectacular, lleno de m ilagros, peligros, estafas y, finalmente,
practicado por gente «ignorante» de barrio. E n ocasiones, el cul-
to llega a asu m ir en los medios rasgos m ás tenebrosos que se
originan en las representaciones hegemónicas, en buena parte
hollywoodienses, de otros fenómenos de posesión caribeños m ás
conocidos, como el vudú o la santería. N o poca gente asu me, sin
base real, que en el culto hay zom bis, la m agia negra está genera-

159
lizada, o se llevan a cabo sacrificios hu m anos. Sin duda el culto
posee un enor me caudal de recursos teatrales, y puede llegar a
ser tremenda mente espectacular, según se practique. E n aque-
llos años se estaba produciendo una particular retroali menta-
ción entre lo que los medios de com unicación han buscado usual-
mente en la montaña, lo sensacional, m ágico, arcaico, morboso
e incom prensible, y los médiu ms (en su m ayoría jóvenes) que
recurren de for m a sistem ática a la a m plificación de los elemen-
tos m ás dra m áticos del culto para conseguir m ayor visibilidad,
prestigio y clientela.
E l culto de M aría L ionza no es ni m ucho menos un produc-
tor pasivo de i m ágenes para consu mo ya sea m asivo o restringi-
do. D urante el transcurso de m i trabajo de ca m po, fui recogien-
do testi monios que eran parte de una incipiente narrativa en el
culto sobre las grabaciones de ceremonias, y sobre las relaciones
de m aterias y espíritus con las cá m aras, que iban de la acepta-
ción al rechazo absoluto. L a in mensa m ayoría de los fieles de
M aría L ionza tienen una cultura televisiva equivalente a la de
cualquier otro m iem bro de la sociedad venezolana, y no son po-
cos los que usan la visibilidad que los medios de com unicación
ofrecen para su propio beneficio. L a m ayor parte de ellos, de
hecho, vive el culto si m ultánea mente a través del trance y la tele-
visión, en un claro ejem plo de lo que Peters ha denom inado la
«bifocalidad» de la experiencia hu m ana (1997). E ntonces, como
hemos discutido antes, la relación del culto de M aría L ionza con
las tecnologías audiovisuales es com pleja y por lo tanto la etno-
grafía del culto no puede obviarla. De hecho, siguiendo los con-
sejos de Rouch y M acDougall, tardé m ucho tiem po en proponer
el uso del vídeo (m ás de seis meses), para luego encontrar me con
que un buen nú mero de m is infor m antes ya habían sido film a-
dos en Sorte y habían salido por la televisión.
Como comenté, la m ayor parte del vídeo que filmé fue en dos
centros espiritistas de barrio de Soublette. Q uería discutir cua-
tro aspectos metodológicos del uso del vídeo en la investigación
etnográfica: el uso del estilo «interactivo», el estableci m iento de
relaciones de reciprocidad, el incremento del «acceso» a ciertos
datos y contextos de investigación restringidos, y la posibilidad
de discutir aspectos del culto con m is infor m antes visionando
vídeos. L a persona clave en el i m pulso de la film ación fue L uis,
cuyos intereses periodísticos le habían aproxi m ado al culto de

160
M aría L ionza dos años antes, para luego abandonar su inten-
ción inicial y quedarse como hermano. E n una de las viñetas
etnográficas que ya he incluido antes, cuento cómo conocí a
R ubén y Teresa, que se convertirían no sólo en dos infor m antes
clave, sino en m is principales informantes visuales, junto con L uis
y D aniel. F ue con ellos y con sus espíritus con los que se plasmó
el «estilo interactivo». L a pri mera vez que film a mos, la presen-
cia de la cá m ara fue el catalizador de la ceremonia, que de otro
modo no hubiera tenido lugar. Ya la había mos planificado una
sem ana antes en el río: se trataba de una ceremonia discreta
diseñada por R ubén para la cá m ara, donde yo pudiera grabar
entrevistas con los espíritus. Pero el ru mor de la film ación había
corrido en algunos círculos espiritistas del barrio y se presenta-
ron en el altar por lo menos 15 personas, entre espiritistas y pa-
cientes. Como no tenía la intención de monopolizar la grabación
—aunque sí de obtener planos suficientes para mi investigación—,
la cá m ara estuvo disponible para el que quisiera utilizarla.
L as pri meras i m ágenes que se registraron fueron varias se-
cuencias sucesivas de las estatuas del altar, grabadas alternativa-
mente por L uis, R ubén y yo, m ientras les mostraba los trucos de
la cá m ara. Aun apuntando al m ismo objeto, cada uno de noso-
tros dibujamos itinerarios visuales completamente diferentes. M is
tom as fueron distantes, docu mentales, panorá m icas, tratando
de recoger el m ayor nú mero de infor m ación posible sobre la
estructura del altar. L as de L uis y R ubén, sin em bargo, estaban
sazonadas con comentarios en divertido contrapunto con las
i m ágenes de los espíritus que tan bien conocían y habitaban sus
cuerpos en la posesión, con una textura emocional y una lógica
visual totalmente distinta a la m ía.
C uando pude revisar en días sucesivos las m ás de cinco ho-
ras de m aterial grabado en esta pri mera ceremonia, encontré
algunos elementos adicionales que no había percibido. L uis, in-
fluenciado por su for m ación fotográfica, había usado el vídeo en
un estilo de fotos largas, en planos m uy estables y consistentes.
R ubén, por su lado, había mostrado una sorprendente intuición
para el encuadre, y desarrollado un gusto por el uso nervioso del
zoom. E n esta a m alga m a de i m ágenes, cada uno de nosotros
aportaba un punto de vista específico, observando las cosas de
distinta for m a y desde distintos ángulos, siguiendo distintos rit-
mos visuales, mostrando nuestras experiencias diferenciales del

161
rito. L uis y R ubén habían recurrido al uso de pri meros planos
con frecuencia, lo que disipó algunas de m is dudas sobre la posi-
ble trasgresión contenida en estas tom as de inti m idad corpórea.
D urante la ceremonia inicial, cuando no estaban en trance (o
incluso R ubén en trance, en una ocasión), L uis y R ubén a veces
me pedían la cá m ara para film ar ellos m ismos. De este modo, se
estableció una diná m ica de uso «colectivo» del vídeo en la cual
los médiu ms «me prestaban su m irada», que quedaba registra-
da en la cinta y me per m itía reconstruir los puntos de interés
que para ellos tenía un altar, una ceremonia o un acto ritual con-
creto. Adem ás, me transm itían así su sentido estético de la pose-
sión espiritista.
E n esta pri mera ceremonia ocurrió un i m portante momento
iniciático. Todos los espíritus que iban bajando en los cuerpos de
los médiu ms interaccionaban de una m anera u otra con la cá-
m ara (F errándiz, 2004a). U no de ellos, un espíritu cubano lla m a-
do Pascual, decidió intervenir en m i espacio de visión en reci-
procidad por el registro en vídeo de sus actos terapéuticos. Tras
una breve secuencia diagnóstica efectuada a pocos centí metros
del objetivo de la cá m ara que le apuntaba, se volvió hacia m í y
me anunció que tenía que operar me m ística mente de la vista. Yo
no veía con claridad, me dijo. H abía allí algo i m perfecto, algo
anóm alo que necesitaba ser corregido. L a cá m ara hacía tangible
la presencia de la m irada de un extraño, en este caso un antropó-
logo. Pascual y otro hermano que estaba en la ceremonia en ese
momento, L uis Rem igio, me em plazaron para esta curación de
m is ojos en la montaña de Sorte, en la que m i vista defectuosa
sanaría con el objetivo de la cá m ara, ahora terapéutico, apunta-
do hacia m í. Sin la film ación de la ceremonia, no habría cura.
L uis se presentó voluntario para hacerse cargo de la grabación
en esa ocasión. L a apropiación diagnóstica de m i m irada y la
conversión de la cá m ara en un instru mento curativo nos convir-
tió a a m bos, sin duda, en agentes accesorios de la percepción
visual de los espíritus.
E ntonces, como se pregunta M acDougall, ¿a quién pertene-
cen las representaciones visuales generadas en contextos etno-
gráficos? Para este cineasta, las fotografías y películas están
m ucho m ás expuestas que los textos escritos a las «fuerzas gravi-
tacionales contradictorias [que hay] en los m ateriales etnográfi-
cos que crea mos [...] debido a la continuidad que establecen con

162
la vida física y sensorial de sus referentes» (1991). Adem ás, las
representaciones visuales están necesaria mente recorridas por
voces m últiples. M acDougall propuso ya hace años el sugerente
concepto de «com plicidades de estilo» (1992) para referirse a
estos espacios inter medios de codificación entre distintos estilos
y actores culturales, que dan lugar a un «cine intertextual», de
autoría com puesta desde el registro hasta el producto final.
H abía una segunda ventaja del uso del vídeo, y era el estableci-
miento de relaciones de reciprocidad con mis informantes. M ien-
tras que m uchas veces tardamos años en enviarles artículos o li-
bros, si es que esto ocurre, una cinta de vídeo se puede editar con
rapidez y contribuye a crear un flujo de bienes que en mi caso
benefició m ucho la investigación. Cuando bajé la cinta de la pri-
mera ceremonia, quedaron entusiasmados. Para Rubén se trata-
ba de una cinta m uy cargada emocionalmente, porque era la pri-
mera vez que veía cómo se comportaban en su propio cuerpo E loy
y Pascual, los dos espíritus más importantes en torno a los que se
organizaba entonces su vida de médiu m a tiempo completo. Y la
toma de conciencia de sus actos durante el trance, que a mí me
aterraba cuando pensaba en los posibles efectos que pudiera te-
ner en los médiu ms las imágenes de sus trances, a él le encantaba.
Teresa, por su parte, me pidió una copia para su centro de culto.
Cuando se la di después de un tiempo, empezó a utilizarla para
mostrársela a los pacientes como material de entretenimiento (y
preludio de eficacia), mientras esperaban ser operados por los es-
píritus, en el salón de su centro espiritista. Si bien yo había sido el
responsable de la edición (con un grado de elaboración m uy bási-
co), la distribución local estaba totalmente fuera de mi control, tal
como habíamos pactado desde el principio.
U na tercera ventaja metodológica fue el incremento del acce-
so que tenía a las ceremonias m ás restringidas. U na vez que cris-
talizó m i rol como cronista visual de las ceremonias, tenía entra-
da preferencial a cualquier ceremonia, por m uy delicada que
fuera. E s m ás, cuanto m ás restringida la ceremonia, m ayor inte-
rés tenían en que yo estuviera presente, debido a la curiosidad
de los que quedaban fuera. Ya lo verían en la copia que les daría
la sem ana siguiente. E l m ayor problem a en este aspecto era po-
der atender todas las lla m adas que recibía para film ar cosas en
los distintos lugares del centro donde había acción espiritista.
L as ceremonias en Soublette oscilaban ente treinta y cincuenta

163
personas en la casa, y podía haber si m ultánea mente entre tres y
diez médiu ms en trance. L a cá m ara me per m itía pasear por el
centro espiritista registrando lo que ocurría en cada lugar, lo que
hubiera sido i m posible hacer con ese detalle con un cuaderno y
un lápiz.
H abía un cuarto aspecto metodológico de m ucha i m portan-
cia en el uso del vídeo. C uando bajaba a Soublette con copias de
las cintas que había mos grabado, independientemente de las ten-
siones que se producían porque se las daba a éste o aquél, o
había film ado m ás a estos que a los otros, casi siem pre se orga-
nizaban sesiones para verlas. E l tono de los comentarios tenía
una clave funda mentalmente hu morística —m uchos de los mé-
diu ms se veían en trance por pri mera vez— pero ta m bién se pro-
ducían discusiones m ucho m ás acaloradas sobre diversos aspec-
tos del ritual, de la adecuación y calidad de los trances, o de la
propia práctica espiritista en general. Desde el punto de vista
metodológico, resultó un punto de inflexión: poder discutir las
cintas en con calm a, pasarlas para atrás y para adelante, parar-
las, ver en detalle un gesto, una acción, y discutirlo con los pro-
pios protagonistas. F ue en estas sesiones de visionado de vídeo
con m is infor m antes donde aprendí m ás detalles técnicos sobre
la posesión.
E n la antropología visual, hay u n precedente histórico m uy
conocido de cooperación con los infor m antes en la film ación de
trances y en la discusión etnográfica de los resultados de la fil-
m ación. Se trata de la investigación llevada a cabo en B ali por
Ti m othy Patsy Asch y L inda Con nor. U na de las películas que
resultó de este proyecto, Jero on Jero: «A B alinese Trance Sean-
ce» O bserved, es producto de u na fil m ación en la que Jero Taka-
pan, la protagonista de la película anterior, co menta las i m áge-
nes de algu nos de sus trances (1986). Ta m bién es u na técnica
semejante a las entrevistas fotográficas que proponían los Co-
llier (1986), donde «se pueden construir puentes de entendim ien-
to entre extraños o desconocidos hacia lo no fa m iliar, hacia en-
tornos y tem as insospechados», superando los problem as de in-
co m p rensió n o las b a r rer as li ngü ísticas q ue m uch as veces
dificultan el trabajo de ca m po etnográfico. De este m odo, pode-
m os entender este uso de las fotografías, o en este caso del ví-
deo, co m o «extensiones de las metodologías de entrevistas de
las que disponem os».

164
Recuerdo que en junio de 1994 tuve la m ala —o buena— idea
de invitar a D aniel a una fiesta que se organizaba en el portal de
Teresa en Soublette. R ubén le puso en su punto de m ira in me-
diata mente, pero no fue el único. Como a m igo m ío le dieron
acceso a una ceremonia preparatoria restringida, pero pronto
trataron de inducirle al trance, a pesar de su desconfianza. D a-
niel se sentía vigilado y no tenía ganas de pasar ningún exa men
en un a m biente que le era clara mente hostil. ¿Por qué andaba
Paco con «ése»? L a ceremonia fue larga y com pleja, y conseguí
grabar una buena parte —con la ayuda de m i m ujer, D aniel y
algunos otros espiritistas—, a pesar de que en sus momentos
álgidos había hasta seis médiu ms poseídos al m ismo tiem po.
D aniel entró finalmente en trance, no sin resistirse, y recibió a
varios espíritus. Incluso participó, en trance, en una a mena re-
unión de espíritus chamarreros, en la que se interca m biaron chis-
tes, «cuentos» y tragos de w hisky y ron. Al salir del trance, D a-
niel cogió la cá m ara y estuvo grabando un rato. E s posible que
ese día se sintiera m ás cómodo en ese papel que en el de mé-
diu m. Pero, de repente, en un momento m ás avanzado de la no-
che, me dijo que se iba.
Unas semanas después tuvimos ocasión de ver juntos en mi
casa el vídeo de la ceremonia. Las imágenes le ayudaron a recordar
con todo detalle el «suplicio» por el que tuvo que pasar gracias a mi
«magnífica» idea de llevarle a esa ceremonia. Sobre estas imáge-
nes, tocando la pantalla, rebobinando y parando la cinta, dirigien-
do mi atención hacia un gesto o una mirada, reconoció y me descri-
bió la pugna que se dibujaba en su cuerpo durante muchos minu-
tos. E n esta secuencia ritual, su espíritu protector intentaba bloquear
el trance mientras Rubén, Luis, Teresa y algunos otros miembros
del grupo de Soublette trataban de doblegar esta resistencia. Yo
sabía que había sido una experiencia incómoda para Daniel. Pero
no habíamos encontrado el modo de aclarar los detalles. Cuando le
preguntaba, me contestaba con vaguedades. É l mismo no estaba
muy seguro de lo que había pasado. La discusión que tuve con
Daniel frente a las imágenes de la ceremonia fue muy reveladora.
Para Daniel ésta fue una de las primeras veces en las que se vio en
trance, lo que le produjo una mezcla de excitación y cierto desaso-
siego. A mí me permitió, como me ocurriera tantas veces con el
grupo de Soublette, entender muchas de las claves de la posesión
que son invisibles o irreconocibles para el ojo inexperto.

165
Ta m bién el registro en vídeo es un elemento funda mental de
m i investigación m ás reciente sobre las exhu m aciones de las fo-
sas de la G uerra Civil española. De hecho, en el Protocolo de en-
trevistas que escribí para uso de la Asociación para la Recupera-
ción de la M emoria H istórica (A R H M), mencionado anterior-
mente, se dedicaba una parte i m portante a las especificaciones
técnicas de la grabación preferencial en vídeo de dichas entre-
vistas.3 Aquí se produjo una sinergia entre los intereses de la
A R M H , que proseguía con su proyecto de «donantes de memo-
ria», punto inicial de la construcción de un archivo audiovisual
de los derrotados de la G uerra Civil, y m i inclinación metodoló-
gica a usar el vídeo como herra m ienta de trabajo m últiple desde
la elaboración de dos vídeos pedagógicos en la U niversidad de
B erkeley, m i investigación de ca m po en Venezuela, y las distin-
tas actividades realizadas en torno a la representación mediática
de los conflictos y las violencias. L as circunstancias han ca m bia-
do m ucho entre una etnografía y otra, especialmente en el plano
tecnológico, pero ta m bién en la i m portancia creciente del ciber-
espacio en la confor m ación de los procesos sociales, m uy espe-
cialmente en los países desarrollados, en los que los procesos y
las tecnologías se han hecho práctica mente consustanciales.
C uando em pecé a estudiar las exhu m aciones de fosas com u-
nes en 2003, todavía utilizába mos cá m aras fotográficas y de ví-
deo analógicas. Pero, práctica mente de repente, y a un ritmo
vertiginoso, llegaron las tecnologías digitales, que han transfor-
m ado com pleta mente el ca m po de la antropología visual, y el
proceso de recuperación de la memoria histórica se prolongó de
una for m a i m posible de anticipar en las redes sociales, que han
revolucionado la for m a de establecer espacios reivindicativos o
de hacer política en el m arco de una «lógica cultural de la conec-
tividad» (Juris, 2008). E sto hace que, para el estudio de las exhu-
m aciones de fosas com unes y toda la constelación de discursos y
prácticas vinculadas a ellas, sea necesario si m ultanear cada vez
m ás técnicas de ca m po y registro audiovisual m ás clásicas, como
las que ya utilicé en Venezuela, con las nuevas metodologías ci-
beretnográficas que per m iten, por ejem plo, visualizar y descar-

3. Véase el link de la nota 2. Para proyectos m ás profesionales, es m uy


reco mendable co m o m an ual técnico de cine etnográfico el excelente libro de
B arbash y Taylor, Cross-C ultural F ilm m aking (1997).

166
gar fotografías y vídeos, participar añadiendo álbu mes o mos-
trando signos de presencia virtual a través de herra m ientas o
redes sociales como Picasa Web Albu ms, You Tube, F acebook o
Tw itter en una m ultiplicidad de actos reivindicativos que sería
i m posible cubrir sobre el terreno y para las cuales disponemos
de reporteros globales. L a propia vida social de las imágenes a
través de las redes sociales, ya sea en for m a de fotografía o ví-
deo, ya sean i m ágenes en crudo o retocadas o montadas en pro-
gra m as de edición, ha transfor m ado la memoria social en me-
moria digital que, en el caso de este estudio sobre la G uerra Ci-
vil, propone continuamente nuevas pautas y rutas de producción,
circulación y uso del pasado trau m ático y, como correlato de
esto, precisa de claves interpretativas igualmente novedosas y
ágiles (F errándiz y B aer, 2008).

4.10. Salir del campo

Irse, salir del ca m po, ta m bién tiene sus derivadas metodoló-


gicas y es un momento especialmente delicado del proceso de
investigación. Tras un año de trabajo de ca m po, cuando llegó el
momento de salir de Venezuela, me encontraba ya bastante sa-
turado del culto de M aría L ionza. De hecho, al seguir un método
etnográfico, lo había experi mentado con la intensidad de los pro-
pios cultistas, que ta m bién jalonan su devoción de crisis de fe.
L a intensidad corpórea del culto se me había hecho m uy fa m i-
liar y todavía hoy for m a parte de m i experiencia de vida m ás
entrañable, pero cada vez afrontaba peor el desgaste físico y
emocional que suponía viajar a los barrios —siem pre peligro-
sos— o a los santuarios espiritistas, o no poder descansar duran-
te las larguísi m as ceremonias, o pasar noches sin apenas dor m ir
y comer, a base de café, agua y los tragos de licor que invariable-
mente ofrecen los espíritus. Dentro del grado de i m provisación y
diversidad que caracteriza al espiritismo marialioncero, las cere-
monias se me hacían cada vez m ás previsibles. Arrastrado a las
luchas y controversias entre m iem bros de los grupos con los que
trabajaba, estaba em pezando a perder la perspectiva global so-
bre el fenómeno y el «sentido de la diferencia». Posiblemente
había llegado tam bién a lo que G laser y Strauss llamaron el «pun-
to de saturación teórica» (1967). Con ello se referían a ese mo-

167
mento en el investigador percibe, m uy lejos del entusiasmo exo-
tizante de los pri meros meses, que no se encuentran nuevos da-
tos que ilu m inen el m arco teórico y que todo lo que sucede ya se
ha vivido antes. Snow (2001) señala que ese punto es fácilmente
detectable cuando el investigador se da cuenta de que observa lo
que ya conoce, y que sus notas son repetitivas.
Al m ismo tiem po, pude percibir ta m bién cierta sensación de
cansancio recíproco en algunos de m is entonces ya a m igos espi-
ritistas respecto a m i presencia como investigador. Algunos de
los grupos habían nor m alizado m i presencia y, como consecuen-
cia, habían rebajado su lí m ite de tolerancia hacia m is extrava-
gancias de antropólogo (tom ar notas, hacer fotos, film ar vídeos,
plantear entrevistas). ¿N o tienes ya suficiente con lo que has vis-
to? Ya no era un recién llegado y habían perdido la paciencia
para dedicar me toda la atención que yo solicitaba. M is infor-
m antes principales, con los que había desarrollado una relación
de a m istad, se aburrían ante preguntas que ya se les hacían mo-
nótonas, o grabaciones que se asemejaban a otras anteriores. M i
presencia selectiva en las ceremonias de Soublette, donde seguía
yendo a menudo, era un factor que exacerbaba cada vez m ás la
rivalidad entre las dos facciones que se habían for m ado durante
m i trabajo de ca m po.
Tras valorar los datos que había obtenido, llegué a la conclu-
sión de que, a pesar de las evidentes lagunas que siempre quedan
al estudiar un fenómeno tan masivo, variado y en constante cam-
bio, tenía el material suficiente como para redactar una tesis doc-
toral con cierto conocimiento de causa. E ra un buen momento
para hacer las maletas. Bernard (1995) nos sugiere que «diseñe-
mos» también la salida del campo, puesto que es importante dejar
las relaciones con los informantes abiertas, lo mismo que no «que-
mar» el campo para ningún investigador que pudiera venir des-
pués. Para Snow, un elemento central de este diseño es entender
primero y luego actuar siguiendo los protocolos de despedida, o si
se da el caso, de «deserción», del grupo que está siendo estudiado
(2001). E n el caso de M aría Lionza, los centros espiritistas están
completamente acostu mbrados a que la gente vaya y venga, apa-
rezca y desaparezca. Además, mis pequeñas «traiciones» en el cam-
po ya las había perpetrado anteriormente, ya fuera investigando a
otros grupos que ellos no consideraban interesantes, o prestando
un in merecido interés a facciones rivales dentro de su propio gru-

168
po. Se trataba por lo tanto de poner en marcha un proceso de
desapego que no incluyera desapariciones repentinas o bruscas, y
sí una secuencia lógica de despedidas.
Adem ás, el anuncio público de la partida instala de repente
cierto sentido de vértigo, ca m bia de nuevo los roles de ca m po, y
nos ofrece oportunidades para ocupar nuevos espacios sociales,
e incluso generar una sensación de nostalgia por los tiem pos
com partidos que puede ser emocional y etnográfica mente m uy
i m portante. E n Venezuela, el anuncio de la in m inencia de m i
partida ca m bió repentina mente el tono de la relación con m is
infor m antes. F rente a los espacios inter medios —m uchas veces
a m biguos— de interacción por los que nos había mos deslizado
durante el trabajo de ca m po, compañeros de aventuras y desven-
turas, ahora se expresaba m ás clara mente que nunca que yo es-
taba de paso, y que m is recursos económ icos y profesionales
eran m uy superiores a los suyos. M ás allá de las afinidades y
em patías, la partida me ponía clara mente en mi sitio. L a m ayor
parte de ellos vivían al día en chabolas en barrios m arginales
donde la vida era un bien m uy barato y las drogas y las ar m as
atrapaban sin solución a m uchos de sus jóvenes. Yo disponía de
seguro médico, de cuentas bancarias y dólares para pagar me
vuelos internacionales y tenía un visado en regla para vivir en
E stados U nidos. E staba estudiando en una universidad carísi-
m a y m uy conocida. Al contrario que ellos, no estaba anclado en
el barrio y en la pobreza crónica de por vida. Aunque algunos ya
me consideraban miembro de su grupo —algo peculiar, eso sí—,
el espiritismo no era para m í una for m a de vida, sino un objeto
tem poral de estudio. Ahora iba a viajar m iles de kilómetros para
escribir sobre ello desde un cómodo despacho en California.
E n esos momentos em pezó a salir con m ucha m ás frecuen-
cia «m i futuro libro» sobre el culto de M aría L ionza en las con-
versaciones. Allí estaban para cualquier duda y, claro, lo espera-
ban con interés. Ta m bién esperaban que no me olvidara de ellos
en el texto, y que supiera expresar la intensidad, bondad y belle-
za de su práctica, tal como ellos me las habían mostrado. Algu-
nas personas a las que no había conseguido entrevistar todavía
grabadora en mano se pusieron a m i disposición para que me
llevara todo el m aterial posible. H ablába mos de los planes para
m i regreso o de posibles encuentros en otras latitudes. Algunos
se per m itieron soñar por unos instantes que su a m istad con m i-

169
go podía desbloquear su futuro, e im aginar una vida mejor, como
la que habían visto en la televisión, como la que yo les había
relatado cuando me preguntaban. D urante algunos días, por ejem-
plo, R ubén hablaba de dejarlo todo, hasta a sus espíritus, para
visitar me en E stados U nidos, y quizá em pezar allí una vida nue-
va. D aniel me insistía en que le invitara en el futuro a E spaña a
dar alguna charla sobre espiritismo. Como yo bien sabía, me
decía, él era m uy buen conversador. H er mes, del grupo de L a
Vega, con el que ta m bién pasé m ucho tiem po, me pedía que le
enviara libros de m agia y terapias alternativas... Lo m ismo que
antes incluí una escena de llegada a un grupo espiritista, transcri-
bo a continuación una secuencia de despedida.
E l que ya era entonces m i querido a m igo D aniel B arrios nos
preparó a m í y a m i m ujer una ceremonia «sorpresa» de cuatro
días en un portal recóndito de la montaña de Sorte que él y un
discípulo suyo del barrio de L as M ayas, M ai m ai, habían buscado
específica mente para celebrar nuestra partida con su repertorio
de espíritus. F ue una de las experiencias espiritistas m ás extraor-
dinarias de todo el trabajo de ca m po. Y, según los puristas del
culto, nostálgicos del culto recogido, aislado y en contacto direc-
to con la naturaleza y sus encantos, quizá la m ás «auténtica». De
nuevo, D aniel y los espíritus que pasaron por su cuerpo aquellos
días hicieron un balance crítico de m i estancia y me aconsejaron
larga mente sobre la for m a en la que debía escribir m i tesis, so-
bre lo superfluo y lo esencial. Presento a continuación algunas
de las escenas de este viaje de despedida, basándome en las no-
tas que escribí atropellada mente en m i cuaderno de ca m po, y en
las cintas de vídeo que graba mos en aquella ocasión.

E n un viaje anterior a la montaña, D aniel y M ai m ai ha-


bían encontrado un pequeño refugio rocoso clavado en una
em pinada ladera selvática. U na pequeña fractura continua y
horizontal en la piedra, situada a la altura del pecho, se pre-
sentaba como una repisa ideal para colocar el altar. M ien-
tras yo conversaba con Pablo V ázquez en la base de la mon-
taña, según me contaron, D aniel y M ai m ai excavaron con
las m anos, palos y piedras una pequeña platafor m a de tie-
rra, robándole terreno a la pendiente. Purificaron el lugar
con un reventamiento de pólvora, que abrazó el lugar con
una colu m na de hu mo ennegrecido. E ntonces, comenzó la

170
fu madera de tabaco, en la que consultaron a los hermanos
sobre los pasos necesarios para instalar el altar. Al principio
no estaba claro el per m iso para continuar, pero esta resis-
tencia acabó en una ronda posterior de tabacos. C uando su-
bían hacia el nuevo portal, habían parado en la cuevita, un
refugio m ás expuesto al que solían ir, donde tenían enterra-
das estatuas y algunos otros objetos rituales [...] Tras asper-
jar licores y cubrir la repisa de talco, colocaron todo esto
ordenada mente, junto con los artículos que había mos com-
prado en la perfu mería esotérica del pueblo de C hivacoa.
L as estatuas disponibles quedaron dispuestas en un orden
jerárquico desde el centro hacia los extremos. U na vez insta-
lado el altar, lo ali mentaron con flores, licores, velas, oracio-
nes y hu mo de tabaco.
C uando llegué por la tarde, nos junta mos para comer y
conversa mos durante largo rato. L a lluvia arreció y nos arre-
molina mos bajo el plástico que D aniel y M ai m ai habían co-
locado para protegernos [...] A medida que se acercaba la
noche, D aniel perdió su tono distendido. E m pezaba a sentir
m uy cercana la presencia de los espíritus. E ra ya el momen-
to de reactivar el altar, prender nueva mente los tabacos, en-
cender las velas. D aniel asperjó cocuy por todos los rincones
del santuario, y dirigió colu m nas de hu mo de tabaco, sucesi-
va mente, hacia los cuatro puntos cardinales. U n rato des-
pués, recibía arrodillado, con sus brazos extendidos, planta-
do fir memente frente al altar, gritando, el espíritu del caci-
que G uaicaipuro. E ntre los chorros de agua que se deslizaban,
cada vez menos contenidos, por los m últiples agujeros de
nuestra cubierta de plástico, G uaicaipuro decidió designar a
ese nuevo santuario como el portal de los indios, en memoria
de los grupos indígenas derrotados en la época colonial. G uai-
caipuro extendió entonces una m áscara de barro y cenizas
por la cara de su materia, D aniel, antes de respirar honda-
mente el aire de la noche y m archarse [...] E ra sólo el pri mer
visitante de una serie que incluyó ta m bién al cacique Tere-
pai m a; al espíritu m ás popular del culto, el picaresco N egro
F elipe; al espíritu intoxicado de un delincuente o malandro,
Jesús E loy G onzález, que había sido en vida a m igo de D a-
niel; al sabio pero fiero espíritu vikingo M r. Robinson; y al
cha m arrero Raúl Sánchez Valero, un viejo curandero de la

171
región de Coro. Valero aseguró venir para enfriar el cuerpo
de D aniel tras el paso de espíritus tan fuertes y, cómo no,
para beberse unos palos de ron y echar una conversadita [...]
D espués de los trances, D aniel se sentía agotado, y ta m-
bién sucio y pegajoso por la a m alga m a de sudor, saliva, li-
cor seco, jugo de frutas, cera de vela, chi mó —tabaco de
m ascar—, barro y cenizas que se había depositado sobre
su cuerpo co m o u na segu nda piel espiritista. M e propuso
ca m inar hasta u na quebrada cercana donde había u na poza
en la que ro m pía u na cascada de varios m etros. H abía m os
pasado rápida m ente por allí cuando subi m os, y pude en-
trever que era u n paraje de gran belleza. L a lluvia se había
hecho inter m itente. E l resto se quedaron descansando en
el suelo sobre periódicos exten didos. A m edida que nos
adentrába m os en la vegetación, agarrándonos a las raíces
de los árboles para no resbalar, la conversación de n uestros
co m pañeros se desvaneció. Al llegar a la garganta, D aniel
habló pausada m ente con los dueños invisibles de la poza
durante u nos m in utos. D espués nos za m bulli m os y estuvi-
m os m ucho rato dentro del agua. Conversa m os larga m en-
te. D e n uestro encuentro inicial en C hivacoa, de n uestras
pri meras i m presiones, de nuestros encuentros y desencuen-
tros, de lo que yo había aprendido o dejado de aprender.
E ra la despedida [...]
F inalmente sali mos de la poza. E staba a punto de a m a-
necer y hacía m ucho frío. Desde la orilla del río, tiritando,
m irando hacia arriba, podía mos ver la silueta m asiva de un
círculo de árboles, cuyas copas se movían pausada mente con
el viento. De cuando en cuando nos llegaban ráfagas de llu-
via fina. Torpemente, en la oscuridad, nos aventura mos de
vuelta por la vegetación hacia el portal de los indios, patinan-
do otra vez en los senderos resbaladizos de la selva. Al llegar,
nos descubri mos de nuevo em papados en barro. Todos nues-
tros com pañeros estaban dur m iendo. Algunas de las velas
del altar estaban todavía ardiendo, y proyectaban som bras
inquietas sobre las estatuas de los santos, las botellas de li-
cor sem ivacías, y la pared oblicua de la roca que apenas nos
resguardaba de la lluvia. H abía objetos usados y descoloca-
dos en el altar. E n el suelo de tierra apisonada, se apreciaban
trazos borrosos de líneas y curvas de talco saliendo por los

172
extremos de los periódicos desplegados, fragmentos ya des-
figurados de los sí m bolos que habían presidido la elevación
de D aniel unas horas antes. M iré alrededor, pero ya no pude
captar m ás vestigios de la ceremonia acabada antes de ce-
rrar los ojos.

Volva mos por un momento a la noción de trabajo de ca m po


etnográfico como rito iniciático que desestabiliza al investigador
mediante estrategias de extraña m iento y de socialización secun-
daria en una cultura ajena. Por supuesto, ya hemos mencionado
que esto es siem pre una cuestión de grado y depende m ucho del
grado de alteridad al que haya mos estado sometidos, y a la propia
duración del campo. Pero en los casos clásicos de la disciplina
que incorporan el contacto con algún «otro», se produce en el
regreso a casa un fenómeno de desfamiliarización de lo propio
que he comentado en m uchas ocasiones con colegas en España,
en A mérica L atina y en Estados U nidos. Es decir, hasta cierto
punto, una vez iniciado y una vez adquirida de una m anera prác-
tica la imaginación etnográfica respecto a un tem a de la intensi-
dad sensual del espiritismo, resulta difícil para el investigador
volver a vivir su vida cotidiana en casa como lo hacía antes de
salir al campo. Los problem as cotidianos nos parecen irrelevan-
tes ante los grandes problem as del m undo, y su plasm ación en
las situaciones de m arginalidad y pobreza en las que hemos vivi-
do, como en el caso de M aría L ionza, o en la memoria trau mática
profu nda de los supervivientes y vícti m as de la represión fran-
quista, nos dota de una distancia o perspectiva crítica hacia lo
propio que, según la propuesta desplegada en el libro de M arcus
y F ischer, debería ser una de las funciones básicas de la antropo-
logía (1986). Dewalt y Dewalt hablan incluso de la existencia de
un «choque cultural inverso», que si se prolonga en el tiem po
puede colocarnos en posiciones m arginales ante nuestra propia
cultura y ante nuestra propia investigación (2002). Es, por su-
puesto, un «choque cultural» superable, como lo es el de entrada
en el ca m po. Lo que ta m bién es un hecho es que el ca m po desna-
turaliza vivencias y espacios que antes se consideraban propios,
y de este modo altera las for m as de experi mentar lo extraño.
Vea mos un ejem plo de lo que me ocurrió al regresar de Vene-
zuela a E stados U nidos para escribir m i tesis doctoral. E n una
ocasión, en m arzo de 1995, tras presentar algunos fragmentos

173
de los vídeos que había grabado con R ubén y L uis en Soublette
en una conferencia sobre representación en el Pacific F ilm Ar-
chive de B erkeley, me enfrenté a una audiencia académ ica m a-
yoritaria mente angloparlante. E ra la pri mera vez que veía el
material que había grabado en una pantalla grande. D urante unos
m inutos me había sentido de nuevo envuelto en la sensualidad
de las ceremonias espiritistas y había revivido como un flashback
m i relación de m uchos meses con L uis y R ubén, me acordaba de
los todos los detalles, de lo que había capturado la cá m ara y de lo
que no. Tras la proyección, una de las personas que asistía al
acto me preguntó que cómo había conseguido soportar la extra-
ñeza de aquella situación tan excepcional durante todo un año.
N o le conocía de nada, y nuestro único vínculo era coincidir en
un acto académ ico. De repente, con su pregunta me planteaba
un grado de com plicidad intelectual con la audiencia que yo no
sentía con esa intensidad, y una distancia radical con m is infor-
m antes y con el culto de M aría L ionza que violentaba m i co-
nexión —sin duda nostálgica— con el campo. Sólo pude contes-
tarle que mi verdadera experiencia de alteridad la estaba viviendo
en aquellos momentos en aquella sala.

4.11. Escribir la etnografía

L a crítica literaria de la antropología clásica ha tenido como


una de sus principales consecuencias que au mente la com pleji-
dad de los debates sobre las fases de elaboración textual del dia-
rio de ca m po y la infor m ación etnográfica (Sanjek, ed., 1990;
B ernard, 1995; E merson, F retz y Shaw, 1995; Velasco y D íaz de
Rada, 1997). Aunque en el esquem a de presentación cronológica
de la investigación que sigo en este libro he situado la escritura de
la etnografía en últi mo lugar, lo he hecho exclusiva mente porque
el producto final de la etnografía suelen ser los artículos y mono-
grafías, y su expresión académ ica en conferencias especializa-
das. Pero la etnografía se em pieza a escribir en el ca m po con los
pri meros garabatos que anota mos, y se transfor m a paulatina-
mente en una diversidad de soportes y estilos visuales y narrati-
vos hasta llegar a los artículos y libros que serán consu m idos,
discutidos, criticados e interpretados, en el mejor de los casos,
por una com unidad de lectores bastante restringida. Incluso es-

174
tos pri meros garabatos con i m presiones deslabazadas suponen
ya un proceso de traducción. Clifford les lla m a «inscripciones»,
puesto que con su si m ple plasm ación casual en un papel es sufi-
ciente para que «se interru m pa el flujo de la acción y el discurso,
convirtiéndose en texto» (1990). Pero aparte de los garabatos, el
propio Sanjek (2001) habla de notas de ca m po, registros de ca m-
po, textos diarios de diverso tipo, periódicos, fotografías, vídeos,
cartas, entrevistas, infor mes, e incluso artículos escritos en el
ca m po, para ejem plificar la diversidad de m ateriales en distinto
grado de elaboración que el antropólogo se trae de la investiga-
ción sobre el terreno. E n esta sección hablaremos, por lo tanto,
de todo el proceso de conversión de la experiencia social en tex-
to, siguiendo sus distintas fases.
Como señala B ernard, la diferencia entre la «experiencia» de
ca m po y el «trabajo» de ca m po son las «notas» de ca m po (1995).
E n su libro sobre la lógica de la investigación etnográfica, H ono-
rio Velasco y Ángel D íaz de Rada (1997) han definido las diver-
sas transfor m aciones de la infor m ación en etnografía, que se
llevan a cabo tanto en el ca m po como en la mesa de trabajo. E n
un pri mer círculo, el etnógrafo transfor m a su presencia en el
ca m po en interacción social significativa e infor m ación. E n un
segundo círculo, la infor m ación y la interacción se transfor m an
en registro mediante la selección y tem poralización reflexiva de
la infor m ación en el diario de ca m po. E n el tercer círculo, el
registro se transfor m a en contenido analítico, mediante la ela-
boración de guías de ca m po, el análisis de contenido, el análisis
taxonóm ico, los análisis estadísticos, los cuadros sinópticos, etc.
Los contenidos analíticos «transfor m an el registro en unidades
relevantes para el investigador y su audiencia». E n el cuarto
círculo de transfor m ación, el contenido analítico se convierte en
texto mediante su conversión en una tra m a argu mental convin-
cente diseñada para una audiencia deter m inada. N o debe consi-
derarse éste un proceso lineal, puesto que en ocasiones inclui-
mos en los textos finales, como es el caso de este libro, notas de
ca m po sin elaboración, o escribi mos en el ca m po fragmentos de
texto que participan ya de la tra m a argu mental del texto final. Y
lo que estos autores denom inan «series infor m ativas» pueden
tener trayectorias dispares en el interior de la m ism a etnografía
como proceso. Adem ás, los contenidos analíticos pueden regre-
sar a nuestro diario de ca m po y a nuestra investigación de ca m-

175
po, y volver a su vez transfor m ados de otra m anera y en otra
escala.
E merson, F retz y Shaw (1995) sostienen ta m bién que la et-
nografía como texto es un procedi m iento m uy com plejo que
em pieza en las notas de ca m po y los cuadernos de notas, y pro-
ponen un proceso de redacción distinto pero no menos elabora-
do, en lo que ta m bién describen como un continuo narrativo.
E m pecemos por los pri meros momentos de la etnografía. Sos-
tienen que, aunque ya hay m últiples estudios sobre las retóricas
de transfor m ación de la infor m ación en textos etnográficos, no
ha habido en la disciplina suficientes estudios sobre la escritura
de las notas de ca m po. Por ejem plo, aunque M alinowski ya ha-
bía proporcionado en Argonautas una guía metodológica que
aconsejaba el registro cronológico de notas de ca m po, la 6.ª ed.
de las Notes and Q ueries on Anthropology de Seligm an (1951),
que fue la principal guía metodológica en la disciplina durante
m uchos años en Inglaterra, sólo dedicaba una página y media a
establecer las «notas descriptivas» como uno de los cuatro tipos
de docu mentación que hay que recoger, junto con los m apas,
planos y diagra m as, los textos, los datos genealógicos y los cen-
sos. L as Notes and Q ueries diferenciaban entre tres tipos de no-
tas: 1) registros escritos de sucesos observados e infor m ación
proporcionada por los informantes (basados en entrevistas m ien-
tras el suceso ocurre); 2) registros de actividades prolongadas y
ceremonias en las que no es posible la entrevista; y 3) un registro
continuo y cronológico que tiene la for m a de un diario, pero no
es un diario personal (Dewalt y Dewalt, 2002). Seligm an reco-
mendaba la escritura de las notas lo antes posible, pues había
que desconfiar de la memoria (1951).
L a recogida de notas en el ca m po, continúan Dewalt y Dewalt
(2002), es un momento funda mental de transfor m ación de la
experiencia vivida en texto, así como una mediación crucial en
la tom a de distancia o «extraña m iento» antropológico. De he-
cho, consideran que el trabajo de ca m po y la tom a de notas for-
m an parte del m ismo proceso, y que las notas son si m ultánea-
mente datos y análisis. E s posible que los investigadores tengan
diferentes ideas en mente cuando se refieren a las notas, sus con-
tenidos se jerarquizan de m aneras diferentes, pueden redactarse
como escritos sobre el «otro» o como escritos m ás «reflexivos»,
son mera mente descriptivos o contienen un pri mer nivel de aná-

176
lisis. D ada su diversidad, apuntan hacia un debate pedagógico:
para algunos, deben enseñarse y sistem atizarse técnicas de reco-
gida de notas de ca m po. Para otros, sin em bargo, deben ser es-
tricta mente idiosincrásicas. Para ellos, el potencial de cada in-
vestigador debe estim ularse mediante la instrucción y la reflexión.
Cuanto más consciente sea un alu m no o un etnógrafo de las trans-
for m aciones que se están produciendo en el proceso de escritura
de los datos, mejor los podrá plasm ar y mejor podrá entender la
com plejidad de la etnografía y de sus traducciones culturales. Es
adem ás crucial para la disciplina estudiar la naturaleza de estos
textos sem iclandestinos pero funda mentales en la producción
del conoci m iento antropológico, lo que Sanjek ha lla m ado «la
vida secreta de las notas de ca m po» (1990). N o se puede trazar
una correspondencia única entre observación, participación y
las pri meras racionalizaciones de la experiencia en un texto, de
la escala que sea. H ay aspectos de percepción e interpretación
que son particulares a cada investigador y a cada investigación e
i m piden esta posibilidad. E n la tom a de notas hay una selección,
contextualización y jerarquización de los hechos que es irrepeti-
ble, incluso para un m ismo investigador, pues a pesar de todo
esfuerzo de sistem atización, siem pre hay aspectos intuitivos en
estas transfor m aciones de la experiencia en texto, en el tipo de
reducciones o si m plificaciones que se hacen, etc. E stas notas
son funda mentales en el rediseño constante del proyecto de in-
vestigación. Son, por lo tanto, una sede privilegiada de reflexivi-
dad. H ay que considerar las notas desde el principio como un
fenómeno claro de traducción cultural. L a narración escrita de
un suceso provoca en sí m ism a distorsiones de lo observado.
B ernard (1995), fiel a su estilo clasificatorio, estableció una
diferenciación de los posibles tipos de notas de ca m po que he
visto citada en algunos de los m anuales que he consultado. L as
dividía en cuatro modalidades: 1) anotaciones rápidas o garaba-
tos, que son las palabras, frases, diagra m as y anotaciones diver-
sas que se escriben durante el trabajo de ca m po, funda mental-
mente como recurso m nemotécnico (Sanjek, 1990); 2) el diario
personal, el lugar ínti mo de refugio y huida que contribuye a la
estabilidad del investigador (aunque, como en el caso de M ali-
nowski, pueden ser bom bas de relojería a largo plazo); 3) cua-
dernos de ca m po o logs, que son registros organizados cronoló-
gica mente y que proporcionan calendarios de los eventos, se-

177
cuencias de acción, reflexiones sobre el trabajo de ca m po, etc.,
siendo la clave de acceso m ás sistem ática a toda la infor m ación
recopilada (Sa njek, 1990); y 4) las «notas propia m ente dich as»
o «notas expa n didas», que p ueden ser a su vez de tres tipos:
4a) las «notas descriptivas o etnográficas» —cuyo origen es en
ocasiones atribuido a M alinowski (Sanjek, 1990, Dewalt y Dewalt,
1995), y son tan funda mentales al método como lo puede ser la
propia observación participante—; 4b) las «notas metodológi-
cas» —donde se docu mentan los métodos y técnicas usados, sus
problem as, ajustes y evolución—; y 4c) las «metanotas» o «notas
analíticas» —que ya incluyen cierto nivel de inferencia o análi-
sis, y tiene vasos com unicantes directos con el diario de ca m po y
las fases m ás avanzadas de la escritura etnográfica.
E merson, F retz y Shaw (1995), por su parte, distinguen dos
tipos de aproxi m aciones a la anotación en el ca m po. Por un lado,
está la que se redacta en un «estilo experiencial». Este estilo pone
el énfasis en la experiencia intensa de los hechos sociales sin los
condicionantes de tener que estar pendientes de la redacción de
notas u otros asuntos metodológicos. E n estos casos, la escritura
puede tardar horas o incluso días. L a ventaja funda mental de
este estilo de redacción sería que la in mersión es m ás intensa y
está menos intelectualizada. L a ausencia de anotación per m ite
adem ás una participación m ás cercana y la m ini m ización del rol
de investigador. L a tom a de «notas mentales» y el desarrollo de
técnicas de memorización son m uy i m portantes si ésta es la op-
ción metodológica seguida. H ay un segundo estilo que E mer-
son, F retz y Shaw lla m an de «participación hacia la escritura»,
en el que se em pieza a trabajar en las notas durante los propios
sucesos. L a experiencia de ca m po se orienta a la escritura in me-
diata de la infor m ación.
E stos dos estilos no son excluyentes, y p ueden usa rse al-
ter n ativa m ente en u n a m ism a i nvestigación, depen dien do de
la for m ación del i nvestigador, o de las reglas de etiqueta loca-
les, que p ueden desaconseja r en ciertos contextos la a nota-
ción i n m ediata. H abría u n estilo i nter m edio que consistiría
en la escritu ra de u n a serie de ga rabatos orientativos, llenos
de palabras abreviadas, acrón i m os, claves pa ra activa r la m e-
m oria, etc., que p ueden reconstr u irse desp ués en la m esa de
tra b ajo. E stos ga ra b atos rá p i dos p roporcio n a n or ien tació n
sobre sucesos o aspectos i m porta ntes de u n suceso social de-

178
ter m i n ado. M uchos a ntropólogos usa n pa ra ello cu ader n itos
m i n úsculos y discretos, de bolsillo, pa ra estas pri m eras a no-
taciones, de m a nera que i nterfiera n lo m enos posible con la
acción social. O p ueden usa rse i ncluso hojas de papel dobla-
das o trozos de papel, utili z a n do siste m as privados de abre-
viaciones, o siste m as m ás for m ales de tra nscripción. Para que
estos borradores i n iciales sea n eficaces es necesa rio practi-
ca r, a nota n do el tipo de cosas con m ayor potencial m ne m o-
técn ico, es deci r, b usca r la «cen tr ali d a d co ncisa». E scr i b i r
borradores no es, para estos a utores, u n a tarea m ecá n ica, si no
u n estado de la m ente del i nvestigador. E s decir, se prod uce
en el m a rco de u n a observación pa rticipa nte que tiene u n a
relación co m pleja y siste m ática con el registro escrito de lo
que se está experi m enta n do.
E n la m ayoría de las cerem onias en las que no fil m aba, uti-
lizaba esta técnica m ixta. Tras las cerem onias o cuando llegaba
a ciertos m o m entos de saturación de infor m ación, m e aparta-
ba y anotaba en u n cuaderno discreto —y no pocas veces em-
papado por la lluvia tropical— notas rápidas, to m adas a veces
a oscuras en la selva tras las cerem onias, a altas horas de la
m adrugada, que luego m e per m itían reconstruir las secuencias
rituales y las interacciones, pri m ero m ental m ente durante el
viaje de regreso, y final m ente en m i ordenador a m i llegada a
casa. Pongo u n breve ejem plo de u na de estas transfor m acio-
nes. Se refiere a u n breve paseo de aproxi m ada m ente u na hora
que di con u na a m iga antropóloga venezolana en u na de m is
pri m eras visitas a la m ontaña de Sorte. E s el típico relato i m-
presionista de turismo etnográfico, puesto que si m plem ente es-
tába m os pulsando el a m biente, respirando el espiritism o, ca-
m inando de u n lugar a otro en u n entorno sensorial m ente apa-
bullante, do m inado por los ta m bores africanos y la sensualidad
de los altares y los rituales, au nque final m ente nos queda m os
m ás rato en u na cerem onia concreta. E n pri m er lugar, apu nto
u n fragm ento de m is anotaciones sobre las secuencias rituales
que estába m os presenciando, que escribí nada m ás llegar a u n
hotel cercano, y en segu ndo lugar, la plasm ación de estas ano-
taciones en m i diario de ca m po dos días después. D isponía ta m-
bién de fotografías de algu nos de los trances y de u na graba-
ción en audio de toda la jornada.

179
N O TAS: Paseo sector Cortés. Indio Para m aconi. Trans-
for m ismo + espíritu fuera de control. Tamboreros de alqui-
ler. Altar mayor: reunión I N PAR Q U E S. Juan del tabaco. «Llu-
via de indios» en portal de M aracay. Indio Caracas. L ucas y
su m adre. G uardias. M ister vikingo. C ha m arreros (sorpresa
de la noche). India Rosa por segunda vez en m ateria cansa-
da. L ucas.

D IA R I O: PAS E O E N B USC A D E L A S E Ñ O R A C O RT É S:
en el portal donde estuvi mos, había unos fieles con una es-
pecie de unifor me azul; dos portales m ás allá, tenemos al
I N D I O PA R A M A C O N I: en m ateria m asculina, con una coro-
na de flores y dos puñales cruzados sobre la nuca. Su habla:
«da me vaina, esa vaina, etc.». Ja m ás nom bra el objeto: hay
que adivinarlo; según D aisy, «vaina» es realmente la pala-
bra-baúl de los indígenas [aquí por fin se ve una conexión
clara con los indígenas actuales, aunque sea a través de un
estereotipo lingüístico estigm atizante; ¿cómo hablaban los
indígenas históricos entre los que se encuentra Terepai m a?];
hay una m ateria hom bre con un espíritu femenino que no
deter m ina mos, en un transfor m ismo m uy interesante: va
vestido de rojo, lleva pendientes largos con una especie de
piedra de rem ate, y un paño rojo atado a la cabeza, ca m ina
de for m a m uy, m uy a m anerada. Están en un espacio bastan-
te pequeño. H ay tamboreros de alquiler, que van pasando de
grupo en grupo a medida que les dan dinero, para ayudar a
levantar a las m aterias. E n el grupo in mediato, donde van
los tamboreros, a D aisy le lla m an la atención por llevar pan-
talones negros. Vemos levantarse a una materia en desarro-
llo, con movi m ientos bastante bruscos, sin hablar aún: bas-
tante descontrolado. Los bancos intentan no tocarlo, aun-
que ta m poco le dejan caer al suelo. Segui mos hacia el fondo.
H ay un grupo donde hay tres o cuatro espíritus en trance, y
una materia m ás joven a la que están tratando de levantar, y
le levantan, aunque queda como m uy rígido, con la cabeza
m uy tensa hacia delante, tremenda mente concentrado. Re-
gresa mos luego y aún están Terepai m a y la otra incorpora-
das, la gente lanzando «vivas». Ca m ina mos hacia el altar
m ayor. A LTA R M AY O R: D aisy se pone al lado de unos «m a-
ricos» que están discutiendo. A las 2 p.m. vemos que hay

180
una reunión de los fieles con los funcionarios de I N PA R-
Q U E S. Según sabremos al día siguiente, es para negociar el
respeto de las nor m as del Parque N atural, la recogida de
basuras, etc. D urante el fin de sem ana habrá bastante pre-
sencia de distintos cuerpos de seguridad, bom beros, cruz
roja, grupos de defensa civil, ejército, etc. Llega mos hasta el
grupo del portal del D O N JU A N D E L TA B A C O , de M A R A-
C AY. N os detenemos brevemente en este grupo. Llega mos
como en un momento culm inante, porque están incorporan-
do varias materias a la vez. Son de un barrio que está cerca
de Andrés B ello; vemos una especie de lluvia de caciques
indígenas, m uy «arrechos». C uando llega mos, ya estaba allí
el I N D I O C A R A C AS, incorporado en lo que creemos es la
materia principal; tiene un habla bastante i m perfecta. Ape-
nas se le entiende su grito de «Íiiiiiindio Caraaacasss»: es la
parte funda mental de su discurso, lo neurálgico: su presen-
tación; gritando m uchísi mo y con m ucha continuidad. L a
m a m á de L ucas nos reconoce que ella m uchas veces ta m po-
co les entiende. L ucas es materia de ese grupo. L a señora no
(me da la i m presión de que a ella le gustan m ás los espíritus
tipo N egro F elipe e India Rosa, está deseando que bajen, y
en una ocasión nos comenta con alborozo que han anuncia-
do su venida). B uscar en C I N TA n3, cara A (toda la cara se
grabó corrida, m ientras duró nuestra estancia con en este
grupo). U n banco aparta a la gente para que poda mos ver. Se
escucha en la distancia a los indios arrechos. Dos indios dia-
logando. L a G uardia N acional nos hace abrir la bolsa, m ien-
tras un espíritu (cacique) les está lla m ando para hacerles vai-
nas. Algunos de ellos están haciéndose trabajos allí; los espí-
ritus interaccionan m ucho con ellos; cánticos recogidos. E l
Indio Caracas va por ahí a su ritmo, interaccionando con
todo el m undo, con el brazo derecho en alto, y haciendo como
un gesto de solidaridad (uno diría que com unistoide), salu-
dando con el puño izquierdo levantado, como golpeando al
aire. Yo le respondo con el m ismo gesto. B aja M ister Vikin-
go, hablando, parece, en español. L a mentablemente, sus pa-
labras se pierden bajo el estruendo. N o se aprecia en la gra-
bación. Pero pretendía hacer daño a la materia, y el banco-
hom bre hizo lo posible por quitarle esa idea de la cabeza, e
incluso para alejar al espíritu de aquella materia. Se contra-

181
dice con las canciones de «traigan los pinchos, que va a tra-
bajar»; quizá sea con esa materia sólo que no quieren que
venga Vikingo; quién sabe; pero M r. Vikingo sigue allí por un
rato. Algunos de los indios que están, en todo el mogollón de
voces, tienen intervenciones sem i-cantadas, alargando m u-
cho los gritos, etc. ¿Q ué es lo que produce que deter m inado
espíritu se vaya y venga otro? C uando el Indio Caracas está
hablando con C hun, baja el pri mer C H A M A R R E R O en una
de las materias que estaba incorporada antes con indio-vi-
kingo. In mediata mente le sientan, le ponen som brero y bas-
tón, se em pieza a quejar de que bajen tantos indios. Lla m a a
otro chamarrero, carajo para charlar con él. E l ambiente cam-
bia por com pleto, los dos chamarreros se ponen a dialogar;
secuencia ca m bia de Indios y otros arrechos, a los ancianos
ca m pesinos; bastante radical; excepto el I N D I O C A R A C AS,
que sigue a su bola por ahí; explorar si es nor m al esta se-
cuencia de lo arrecho a lo cascarrabias, que en este grupo es
bastante m arcada; dice: «quiero chamarreros aquí, carajo»;
«¿qué pasa con esas materias?»; «puro indio no, carajo». ¿Cuál
es el rol de este Indio Caracas pululante? A pesar de su voz
tiene un toque de F R A G I L I D A D; es posible que uno de los
chamarreros sea D O N JU A N D E L TA B A C O . Se oye m uy níti-
do el grito de llegada del Indio Caracas al final de la cinta:
segú n nos acerca m os, i nteraccion a con nosotros; «sufre
m ucho tú... tú sufre». «Sufre m ucho el corazón ehh tuyo...».
Después se va el Indio Caracas y baja, aunque m uy breve-
mente, la I N D IA R O SA (que, junto a los chamarreros, van a
ser las estrellas de la noche). Pero dice «voy a dejar descan-
sar a la materia», y se va, para decepción de la m adre de
L ucas. Conversación con L U C AS: grabada. E s m arino mer-
cante, ha estado en E l F errol del Caudillo, y ta m bién en Cá-
diz. H a llegado hasta Turquía. Ahora trabaja m ás en el Cari-
be, de ca m ino a Veracruz. É l llegó a M aracay hace poco tiem-
po, porque el barco que iba a M aracaibo finalmente le llevó
hasta Puerto Cabello. Últi m a mente están m ás dedicados al
transporte de alu m inio, aunque ta m bién menciona algo de
las m afias que traen vehículos a mericanos de segunda m ano
para vender a enor mes precios en Venezuela. É l hace todo
tipo de tareas en el barco, pero sobre todo trabaja en cubier-
ta de ti monel. Antes, cuando iban a B rasil: B ahía, etc., te-

182
nían que esperar días de cola para entrar en el puerto. Ahora
entran directa mente: la crisis económ ica es global. Al igual
que en el caso de la señora Cortés, este grupo se articula en
torno a un núcleo fa m iliar...

Volvamos ahora por un momento con E merson, F retz y Shaw.


E l diario de ca m po, que es ya trabajo de despacho, es un trabajo
duro, sacrificado y que lleva m ucho tiem po. E s el momento de
recordar, elaborar, rellenar y comentar lo que se ha vivido en el
ca m po. U nos pocos m inutos de observación pueden traducirse
en horas de escritura. E s necesario em pezar a elaborar párrafos
coherentes y organizados, frente a las notas desordenadas que
vienen del ca m po. H ay que m arcar los dos tiem pos, el de obser-
vación participante con notas y el de escritura. Dem asiada ob-
servación participante sin escritura puede resultar contraprodu-
cente. Ta m bién es i m portante seleccionar adecuada mente los
momentos en los que se interru m pe la observación para ir al
diario de ca m po. H ay m últiples propósitos y estilos disponibles
para el etnógrafo, que deter m inan las decisiones y los estilos de
escritura. E l propósito m ás in mediato es transcribir las expe-
riencias lo m ás frescas posible. Así, m uchas veces se escribe in-
tensa mente, como un torbellino algo desordenado de ideas, que
luego se van reorganizando. Al principio recom iendan enfocarse
en describir escenas m ás que en preocuparse por el uso de deter-
m inadas palabras o frases, puesto que un proceso de autoedi-
ción entorpecería el flujo de la memoria, y recom iendan un estilo
que com bine organización con espontaneidad. Como estrategia
m ás ordenada, es recomendable escribir los sucesos cronológi-
ca mente, puesto que es así como ordena mos nuestra cotidiani-
dad. Pero ta m bién se puede em pezar escribiendo el suceso m ás
intenso o sobresaliente con m ucho detalle, y organizar el resto
de la infor m ación tem ática mente en torno a ello. O ta m bién se
puede enfocar la escritura a los hechos que m ás interés tengan
para el tipo de preguntas que se hace el investigador.
Aunque no lo va mos a discutir con m ucho detalle, sugieren
varias estrategias narrativas para tratar de cristalizar progresi-
va mente el ca m po en el texto, como pueden ser el desarrollo de
técnicas 1) para describir escenas (registrando detalles sensoria-
les concretos, aderezados profusa mente de adjetivos y adverbios,
texturas, colores, i m ágenes visuales, acústicas, olfativas y tácti-

183
les; m arcando las entradas y salidas de personajes en la escena,
para contextualizar interacciones; describiendo con m ucho de-
talle las acciones que tienen lugar, a ser posible en orden crono-
lógico, m arcando las transiciones de la acción o de una a otra);
2) para recoger diálogos (usando citas directas o indirectas, inter-
acciones verbales narradas, y paráfrasis; entrecom illando exclu-
siva mente lo literal; recogiendo si es posible anotaciones acerca
del tono y el lengu aje corporal que aco m pa ñ a los diálogos); y
3) para caracterizar a los principales individuos i m plicados (si
las descripciones superficiales sirven de apoyo para la descrip-
ción de escenas, luego hay que profundizar en los personajes; la
capacidad de observación del antropólogo y sus cualidades lite-
rarias para reflejar las texturas com plejas de un personaje son
básicas). Ta m bién sugieren opciones para organizar las descrip-
ciones de las escenas: los «sketches» o «viñetas etnográficas» (que
definen como el equivalente textual de una fotografía) y dos for-
m as de narración: los «episodios» (incidentes aislados) y los
«cuentos del ca m po» (que suelen ser las unidades textuales m a-
yores en las notas y diarios de ca m po). L a i m portancia de usar
preferentemente unas técnicas u otras dependerá del tipo de tra-
bajo de ca m po —por ejem plo, la diferencia que puede ir de una
historia de vida a un estudio transnacional— y de los intereses
teóricos y metodológicos del etnógrafo (1995).
Por últi m o, co m o Velasco y D íaz de R ada, sugieren la trans-
for m ación de estos textos etnográficos característicos del dia-
rio de ca m po en u n registro m ás analítico que esté ya en la
proxi m idad del texto etnográfico final. F rente a la epistem olo-
gía i m plícita en las propias notas, se trata de progresar hacia
u n m o m ento reflexivo-analítico m ás explícito. Se va evolucio-
nando desde frases y breves anotaciones analíticas iniciales a
comentarios m ás sistem áticos que se van alejando sucesiva men-
te del texto descriptivo. Pueden ser breves interludios en el flu-
jo del texto descriptivo o incluso párrafos o páginas co m pletas
de reflexiones intercaladas. E n este nivel discursivo ya em pie-
zan a em erger piezas m ás consolidadas au nque todavía no de-
finitivas, «en progreso», que dan lugar a conferencias o charlas
profesionales, e incluso a algu nos artículos preli m inares, que
poco a poco irán decantándose hacia el texto final.
Antes hablába mos de la i m portancia que tienen en este pro-
ceso las «notas mentales». Dewalt y Dewalt (2002) se refieren

184
ta m bién a ellas, pero en un sentido a m pliado. Incluyen ta m bién
el tipo de i m presiones, entendi m ientos tácitos, que son intuiti-
vos y difíciles de redactar, pero que el antropólogo lleva consigo
después del trabajo de ca m po y tienen ta m bién i m portancia a la
hora de construir el texto etnográfico. E n caso de que se cu m pla
una de las m áxi m as pesadillas del etnógrafo, la pérdida de las
notas o los diarios de ca m po, las notas mentales se convierten en
clave. Pero en todo caso son memorias m ás o menos precisas de
situaciones de ca m po que hay que integrar ta m bién en una diná-
m ica de retroali mentación con las notas y diarios de ca m po en
distintas fases del proceso etnográfico. O ttem berg (1990) señala
que estas headnotes o notas mentales son el tipo de producto del
trabajo de ca m po que a veces no encuentra acomodo en las no-
tas y se plasm aría mejor en un diario personal. Adem ás, aunque
son i m portantes y construyen tácita mente nuestra percepción
de los fenómenos sociales, estas notas mentales m aduran y se
transfor m an con nosotros, teórica y emocionalmente. Y esto tie-
ne como consecuencia que entenda mos nuestras notas o diarios
de ca m po de for m a diferente con el transcurso del tiem po, por
m uy detallada mente redactadas que estén (como nos pasa con
la propia etnografía final). A continuación transcribo una viñeta
etnográfica que inicia uno de los escenarios del cuerpo de m i libro
sobre M aría L ionza (F errándiz, 2004a, cap. 2) y que ha pasado
por todos los procesos anterior mente mencionados. Adem ás,
decidí rescatarla del diario de ca m po y de m is notas mentales (y
las de m i m ujer, que estaba presente) después de haber publica-
do ya varios artículos sobre el culto, de m anera que se trata de
un fragmento de texto en el que están inscritas todas estas trans-
for m aciones de ida y vuelta.

E l 27 de noviem bre de 1993 asisti m os a la cerem onia


an ual en honor de la I ndia Rosal en u n centro espiritista
situado en u n rancho consolidado del sector L os M angos
del barrio de L a Vega, en C aracas. C uando llega m os a las
siete de la tarde, el lugar ya estaba atestado de gente. A u n-
que la m ayoría eran fa m iliares o clientes de H er mes y Si-
m ona —respectiva mente, el banco y la principal m ateria del
centro— que vivían en el propio barrio, algu nos de los pre-
sentes venían de sectores de C aracas tan distantes co m o
Petare o 23 de E nero. E l a m biente es m uy ani m ado. U n

185
tropel de niños corre, salta y juega en torno a los corros de
adultos. U n grupo de ho m bres y m ujeres en ani m ada con-
versación se agolpa frente al atiborrado altar, situado al fondo
de la casa en u n di m in uto espacio m uerto ju nto al precario
y desaseado baño y frente a u no de los tres dor m itorios.
O tros co m parten anécdotas, chismes y confidencias en la
cocina o el salón m ientras saborean u n ron o u na cerveza.
U na casete escupe salsa, ta m bor y merengue sin tregua. Se
disparan algu nos bailes. U na tarta de cu m pleaños de tres
pisos con for m a de corazón, destinada al principal espíritu
del grupo, la I ndia Rosal, reposa en la mesa del salón.
E n torno a las siete y media, H er mes cierra la casa a cal y
canto, dándole dos vueltas de llave a la cerradura. C ubre en-
tonces la puerta y las ventanas con unas planchas de metal.
L a reunión queda así aislada de la calle, que poco a poco cae
bajo el control de las bandas. E ntre conversación y conver-
sación, Si mona descansa en su ca m a tu m bada boca arriba
con los ojos cerrados. E l rincón del altar com ienza a em anar
los olores característicos del espiritismo —esencias, pólvora
quem ada, hu mo de tabaco. E n la cocina, junto a la olla de
café en ebullición, se organizan de m anera pausada los des-
pojos —rituales de li m pieza previos a las ceremonias, donde
los participantes se envuelven en hu mo de tabacos y se ba-
ñan en preparados de hierbas, esencias y licores.
Pasan las horas. H acia las once de la noche, en un punto
álgido de la fiesta, H er mes alza la voz y lla m a a Si mona al
altar. U n poso de tensión se agarra paulatina mente a los cuer-
pos. E l a m biente cerrado se hace ya asfixiante. Alguien baja
el volu men de la m úsica. E l núcleo del grupo espiritista se
reúne en la penu m bra del altar para pedir per m iso para la
ceremonia y verificar el estado de los campos espirituales
con sus tabacos. H er mes eleva su voz para establecer las re-
glas: la m úsica ha de apagarse cada vez que Si mona fuera a
cambiar de espíritu en el altar; las luces del salón y la cocina
debían per m anecer apagadas cada vez que algún espíritu, en
el cuerpo de Simona, deseara bailar o conversar con los miem-
bros del grupo en esos espacios; el tono lúdico de la fiesta
tenía que rebajarse por respeto a la m ateria; a pesar del ca-
lor nadie, excepto él o uno de sus ayudantes, podía abrir ni
una ventana ni la puerta.

186
Poco después, desde el altar, entre gritos de ¡fuerza! y
m urm ullos crecientes, fluye una voz pastosa y monótona que
anuncia a Si mona en trance. Com ienza el carrusel de her-
manos. E sta noche de fiesta vienen sobre todo espíritus bon-
chones o juerguistas: la India Cruz, Raquelita, L a Reina de la
Pri m avera, L a India Rosal, E l N egro F elipe, Caucaguita, L a
Negra F rancisca D uarte... Pasan por el cuerpo de Simona —y
a través de ella por el cuerpo colectivo— modulados en ges-
tos, voces, conversaciones, bailes, abrazos, risas, tragos, can-
ciones, llantos ocasionales, pequeñas curaciones o consejos.
H acia las dos de la m adrugada, durante unos segundos esca-
sos, la ceremonia se congela. Se oye nítido un tiroteo junto a
la casa. Tem iendo las odiadas balas frías, algunos buscan
refugio tras los m uebles o cuerpo a tierra en la cocina y el
salón. U n estremeci m iento recorre la casa. Se busca a los
niños que aún están despiertos. Tras unos breves m inutos de
desconcierto, afloran algunas brom as nerviosas, se instala
una calm a tensa, se reconfigura la escena. Algunos hom bres
vigilan la calle desde las ventanas ligera mente entornadas.
Sus som bras se proyectan largas y nítidas sobre la calle va-
cía. Se trata probablemente de la banda de Carlos, comen-
tan entre ellos. L a m úsica, que quedó por unos instantes col-
gada de for m a hiriente en el a m biente de nervios, vuelve a
engancharse poco a poco a los movi m ientos y el áni mo de
los reunidos, preparando de nuevo la transición al baile. E l
espíritu de la India Cruz, en el cuerpo de Si mona, habla des-
de el altar con su voz fuerte profunda, cadenciosa, monóto-
na, sobre el sinsentido de la violencia. Se retom a el pulso de
la fiesta, ahora m ás cauteloso. Al rato Raquelita, un espíritu
originario del estado B olívar m uy querido en este grupo,
aparece en el salón como un remolino para bailar con todos
los hom bres y m ujeres m ientras canta rancheras con voz
desgarrada. Raquelita, que m urió de pena a principios del
siglo X X al ser abandonada por su hija, esconde tras su exhu-
berancia y alegría, me comenta H er mes, una pantalla de
lágri m as.
Aún faltaba por bajar la invitada principal y patrona del
grupo, la India Rosal, de la etnia guajira, más tímida. U n coro
alborozado de m urm ullos sigue su llegada al salón desde el
altar. Abrazándose a todo el m undo, Rosal escucha en silen-

187
cio emocionado el canto colectivo del «cu mpleaños feliz», pre-
side con paciencia la sesión de fotos con niños y adultos y
organiza el reparto del pastel. F inalmente se retira al altar
pero, para Simona, todavía no ha acabado la secuencia inter-
minable de trances. Está empezando a amanecer. E ntre con-
versaciones que languidecen, la gente busca acomodo para
un sueño rápido o unos minutos de descanso, cada vez más
desinteresada por los espíritus que continúan llegando, alter-
nando sus voces roncas, sobreagudas, pastosas, cantarinas.
Los niños duermen amontonados en las camas en sus ropas
de calle. Comienzan a escucharse los sonidos del despertar
del barrio. Se abren las ventanas y se relaja el control sobre la
puerta de entrada. F inalmente Simona baja a tierra y se va a
dormir, exhausta, desorientada, pegajosa con los restos ya in-
descifrables de licores, perfu mes, pulpa de frutas, tabaco de
mascar, cera de vela, despojos y otras sustancias de uso ritual.
H a recibido en su cuerpo a trece espíritus esa noche.

Como afir m an H a m mersley y Atkinson (1994) y puede dedu-


cirse de la argu mentación que hemos seguido, el análisis de la
infor m ación no es un proceso diferente o posterior al de la inves-
tigación etnográfica. Siguiendo el modelo de la «teoría enraiza-
da», G laser y Strauss (1967) consideran que el análisis se inicia
antes del trabajo de ca m po, se plasm a en el diseño, evoluciona y
se reform ula durante la investigación, y se prolonga durante todo
el proceso de redacción del texto. Velasco y D íaz de Rada (1997),
como vi mos, describen cuatro círculos de transfor m ación de la
infor m ación en conoci m iento antropológico, y enfatizan la dia-
léctica per m anente entre «mesa» y «ca m po» en el flujo de estas
transfor m aciones. Ya vi mos ta m bién cómo B ernard (1995) pro-
ponía la producción sim ultánea de notas «analíticas» de las «des-
criptivas» y de las «metodológicas». E l concepto de «i m agina-
ción etnográfica» (Willis, 2000) que manejamos en este libro tam-
bién se refiere a esta «interacción dialéctica» o construcción
recíproca y procesual de la teoría y los datos. Dewalt y Dewalt
(2002) recom iendan volver una y otra vez a leer y releer las notas
y los diarios de ca m po m ientras se organizan los m ateriales en
categorías y tem as.
H am mersley y Atkinson sostienen que la etnografía suele adop-
tar un «enfoque progresivo» que tiene una estructura de «embu-

188
do», como ya vimos que ocurría también en las entrevistas indivi-
duales. Este enfoque, a su vez, puede tener diversas característi-
cas y ritmos dependiendo del tema investigado, de su grado de
abstracción, y de los intereses del investigador. Debido a las carac-
terísticas del campo, los etnógrafos nos encontramos m uchas ve-
ces con «información desestructurada», aún no definida en una
serie determinada de categorías analíticas. Los eslabones de aná-
lisis que proponen son los siguientes:4 1) génesis de conceptos, en
la que no sólo es importante el desarrollo de ideas analíticas a
partir de la revisión sistemática de los materiales de campo, sino
también el diseño de su verificabilidad. Siguiendo a Blumer (1954),
distinguen los conceptos «sensitivos» (emergentes) de los «defini-
tivos» y, de acuerdo con Denzin (1978), proponen la «triangula-
ción teórica», como ocurrió en el caso de B ateson (1936) que ya
hemos mencionado; 2) desarrollo de tipologías o series de relacio-
nes entre categorías; 3) relación entre los conceptos y los indica-
dores, en la que se ajustan las tipologías y los modelos más siste-
máticos con los datos de campo y se proponen relaciones alterna-
tivas, prestando especial atención al contexto social de recogida
de los datos, el tiempo o momento de la secuencia social en que se
articulan, y a las personas donde se originan los datos. Por otro
lado, recomiendan recurrir, aunque con cautela, a la «validación
solicitada» —es decir, a preguntar a los actores sociales estudia-
dos si la descripción que se hace tiene sentido—, y a la «triangula-
ción» —es decir, comprobar la validez de una fuente recurriendo
a otra, o a otros investigadores, o a otras técnicas—; y 4) uso del
método comparativo, gran debate de la antropología (H arris, 2002;
González E chevarría, 1990) al que ya nos hemos referido en va-
rias ocasiones, y que es un elemento constitutivo de nuestro cono-
cimiento disciplinario gracias a nuestra posición histórica de in-
vestigadores y traductores de «otros».
M iles y H uber m an, por su parte, describen tres tareas funda-
mentales en el análisis: la reducción de los datos, el despliegue
de los datos, y la interpretación y verificación (1994).

1) L a «reducción de los datos» se refiere al proceso de «selec-


ción, enfoque, si m plificación, abstracción y transfor m ación de

4. Para u na visión especializada enraizada en la teoría de la ciencia, véase


G on zález E chevarría, 1987.

189
los datos que traemos del ca m po». E ste proceso em pieza, según
estos autores, incluso antes del trabajo de ca m po, ya que el enfo-
que teórico y el diseño i m plican una reducción de la com pleji-
dad del m undo social a una serie de datos privilegiados en la
investigación, y es una constante de toda la investigación ya que
a medida que avanza, va mos seleccionando, modulando y redu-
ciendo el rango de datos de interés. Pero una vez que se ha salido
del ca m po, em pieza un proceso m ás for m al que tiene como fina-
lidad hacer m anejables para el análisis las grandes cantidades
de m ateriales que recogem os. M iles y H uber m an sugieren el
desarrollo de «códigos descriptivos» para comenzar esta reduc-
ción. Dewalt y Dewalt (2002) diferencian entre «hacer índices»,
es decir, agrupar los datos según categorías a priori que ya esta-
ban antes del trabajo de ca m po, y «codificar», m ás parecido al
procedi m iento propuesto por G laser y Strauss (1967) —proceso
en el cual los datos se van organizando siguiendo nuevas propo-
siciones teóricas o pautas de ideas que surgen durante el proce-
so de análisis. Tanto los índices como los códigos, según la ter-
m inología de estos autores, son actos si m ultáneos y un momen-
to inicial de la organización de los datos.
2) E l «despliegue de los datos» consiste en la disposición vi-
sual sistemática de los tipos de datos con los que se cuenta, ya
organizados, de manera que el investigador pueda empezar a es-
tablecer correlaciones, identificar pautas o establecer compara-
ciones. E ntre los tipos de «despliegue» mencionan citas, viñetas,
«casos», tablas, matrices y gráficos. Este despliegue incluye tam-
bién la presentación del material «en progreso» en reuniones y
conferencias, para someterlo al análisis críticos de los colegas.
3) F inalmente, la «interpretación y verificación» consiste en
el desarrollo de ideas sobre cómo los datos están pautados, cómo
se vinculan unos a otros, qué significan, qué los causa y de qué
son causa, para luego volver a los datos y verificar, desde el es-
cepticismo, la validez de las concusiones.

U n comentario final sobre las retóricas de la antropología, que


son la plasm ación final de todos estos procedi m ientos o trans-
for m aciones del conoci m iento etnográfico. Q uiero regresar bre-
vemente al debate que se planteó desde mediados de los ochenta
en relación con la crisis de representación de la antropología y,
especialmente, con lo que M arcus y F ischer lla m aron el «mo-

190
mento experi mental» de la etnografía (1986). B asándose funda-
mentalmente en la antropología anglosajona, describen dos ob-
jetivos básicos de la disciplina, según su punto de vista. Por un
lado, «salvaguardar» datos de for m as culturales que estaban des-
tinadas a desaparecer ante el em puje de la globalización, la lla-
m ada «antropología de salva mento». Y por otro, proporcionar
argu mentos para la crítica cultural de nuestro propio entorno,
es decir, usa mos al «otro» para reflexionar crítica mente sobre
nosotros m ismos y cuestionar nuestro «sentido com ún». Tras
los debates sobre las for m as clásicas de representar al «otro»
i m pulsados por, entre otras aportaciones, la aparición de Orien-
talismo de E dward Said (1979) y por la polém ica M ead/F ree-
m an, a la que ya hemos hecho referencia, la antropología se plan-
teó buscar nuevas for m as de plasm ar al «otro» (incluyendo las
peculiaridades del encuentro con el investigador), así como de-
ter m inar la posición de la disciplina en el á m bito de la crítica
cultural. Para proceder a esta renovación, se consideraba funda-
mental en aquellos años analizar de modo crítico las for m as y
retóricas de la antropología que se habían convertido en «senti-
do com ún» para proponer nuevos estilos de representación et-
nográfica. E n este contexto, en la década de los años ochenta ya
había disponibles tres tipos de líneas de autocrítica: el cuestio-
nam iento de las asunciones implícitas respecto al trabajo de cam-
po, como la representada por Rabinow (1992), la reflexión sobre
la naturaleza ahistórica y apolítica del conoci m iento antropoló-
gico y, finalmente, la antropología interpretativa, aspectos de los
que ya hemos hablado anterior mente en este libro.
Respecto a los textos etnográficos, se refieren al debate susci-
tado por la serie de libros de Carlos Castaneda, que tuvieron un
gran impacto m ucho más allá de la antropología y se convirtieron
en libros de culto en ciertos movimientos contraculturales. M ar-
cus y F ischer enfatizan que el «momento experimental en la escri-
tura etnográfica» no puede ser un engaño elitista sino un intento
de renovación genuino. N o todo vale. Las enseñanzas de Don Juan
(1974) y sus secuelas tuvieron m ucha importancia en el desarrollo
de la cultura new age y en el despertar de la literatura chicana, por
ejemplo. Pero desde la antropología algunos consideraban que no
respetaba el acuerdo tácito de que los lectores deben tener crite-
rios claros para evaluar la veracidad de lo que se está diciendo. E l
debate generado en torno a los textos de Castaneda, a los que le

191
reconocen un indudable valor poético, fue crucial para reflexio-
nar sobre los límites de la experimentación.
M uchos de los lla m ados libros experimentales de aquella épo-
ca, paradójica mente, se inspiraron en los textos clásicos de M a-
linowski o E vans-Pritchard. Y es que, sostienen M arcus y F ischer,
la antropología había sido siem pre en cierta m anera experi men-
tal. Lo fue al principio, cuando no había cánones ni ortodoxias y
se estaban buscando for m as de representación que no existían
para una for m a de conoci m iento que se estaba inventando como
disciplina académ ica. Y ahora lo sería de nuevo en los momen-
tos de crisis. E n este entorno, se hacen nuevas lecturas de los
clásicos, algunas m uy críticas. Se trata al m ismo tiem po de res-
catar las posibilidades olvidadas contenidas en libros m alditos
como el inquietante N aven de G regory B ateson (1936), un texto
sobre una práctica ritual exótica y desconcertante desde el pun-
to de vista occidental que constaba de tres análisis sucesivos des-
de m arcos teóricos distintos. M uchos autores piensan entonces
que la innovación en antropología no es sólo un tem a ético y
político sobre la representación, sino que la reflexión continua
sobre las retóricas ta m bién está lla m ada a ser un instru mento
clave de desarrollo teórico en la disciplina. E n este arranque del
momento experi mental ya anticipaban un posible problem a que
sin duda se ha producido y ha enfriado el estado de euforia ini-
cial que se produjo en algunos círculos antropológicos, especial-
mente en E E .U U.: ¿qué ocurriría cuando algunos libros tengan
tanto i m pacto que se conviertan en modelos, y la propia experi-
mentación se convierta en canon, lo que ellos lla m an «modelos
experi mentales»? (Reynoso, 2000).
Por influencia de la antropología interpretativa algunas de
estas nuevas estrategias de representación etnográfica se ponen
al servicio del pu nto de vista nativo, siguiendo diferentes estrate-
gias y con distintos niveles de éxito. M uchas buscan representar
de m anera sutil y com pleja la subjetividad de los infor m antes y
se convierte en etnografías de la experiencia. Ahí se encuentran
con otro problem a básico: la experiencia es siem pre m ás com-
pleja que las retóricas que la representan. Por otro lado, se trata
de insertar esta aproxi m ación interpretativa en los contextos
político-económ icos relevantes en cada caso. Citan como ejem-
plos precursores a Wolf (1987), N ash (1979) y Taussig (1980).
Taussig escribió después su Shamanism, Colonialism and the Wild

192
M an: A Study on Terror and H ealing (1989), que usaba técnicas
de montaje surrealistas y dadaístas y causó un gran i m pacto, y
en sus libros posteriores acabó de convertir su escritura en un
«canon experi mental» de los que anunciaban y tem ían M arcus y
F ischer. U no de ellos, The M agic of the State (1997), es una etno-
grafía del culto de M aría L ionza en la que Taussig renuncia a
revelar el país en el que se desenvuelve el culto y llega a entrar
discursiva mente en trance con un personaje de cóm ic, Captain
M ission.
M arcus y F ischer establecen como textos pioneros de la an-
tropología experi m ental el Ilongot H eadh u nti ng de R osaldo
(1981), el texto de Richard Price ya discutido, F irst-Time (1983),
o el trabajo de Todorov La conquista de América (1987). Los re-
sultados de esta lla m ada a la experi mentación etnográfica han
sido histórica mente dispares. U n efecto m asivo de las etnogra-
fías experi mentales fue, en general, el incremento de la presen-
cia reflexiva del autor en los textos, aunque hay m uchas modali-
dades. E l trabajo de ca m po ya no es sólo el lugar de la investiga-
ción, sino que aparece y se infiltra con gran profusión en los
textos, que en parte son narraciones del encuentro. E n algunos
casos, se llega a un narcisismo y exhibicionismo sin preceden-
tes, en el que son las elaboraciones retóricas de percepciones y
senti m ientos de corte biográfico del antropólogo las que se i m-
ponen sobre otras consideraciones y otros actores de la etnogra-
fía. E n otros, se trata de una presencia m ilitante de denuncia de
las injusticias sociales (Scheper-H ughes, 1997). Pero en los ca-
sos extremos, cuando la reflexividad se convierte en el eje central
del debate antropológico, ¿dónde queda reflejado el «otro»? H a
habido en algunos á m bitos académ icos otra consecuencia para-
lela de estas críticas al canon clásico: la devaluación del trabajo
de ca m po a favor del análisis de «discusos productores de reali-
dades». Parece claro que, con la perspectiva que nos da el paso
de las décadas, no ha llegado todo lo que se prometía, pero al
m ismo tiem po se ha producido una diversificación de retóricas
(en ningún caso incom patibles) que han a m pliado el horizonte
discursivo de la etnografía y han per m itido, desde el punto de
vista metodológico, ajustar m ás y mejor nuestras retóricas y for-
m as de representación a los cada vez m ás a m plios y diversifica-
dos objetos de estudio que la antropología incorpora paulatina-
mente a sus radares.

193
5
G L O B A L I Z A C I Ó N Y E T N O G R A F ÍA

5.1. Nuevos escenarios de la etnografía

E n las últi m as décadas, a medida que se ha agudizado el pro-


ceso de globalización, la etnografía ha tenido que replantearse
los objetos de estudio y los métodos, para adecuarse a las nuevas
circunstancias de la vida social y cultural. E n la sección sobre los
medios audiovisuales, o las «mediaciones etnográficas» (G ins-
burg, 1991), ya discutía mos la necesidad de incorporar los me-
dios de com unicación, las tecnologías audiovisuales y el ciberes-
pacio no sola mente en la estructura metodológica de la investi-
gación etnográfica, sino en la propia definición de n uestros
«sujetos» y nuestros «ca m pos» o «escenarios». E sto no supone,
en ningún caso, abandonar drástica mente los métodos m ás con-
trastados —m uchos de los cuales siguen siendo m uy útiles o tie-
nen reciclaje asequible— ni olvidar los debates que se han pro-
ducido histórica mente en la antropología. M ás bien el reto es
opti m izar el pluralismo y eclecticismo metodológico que carac-
terizan a nuestra disciplina para adecuarnos a las nuevas situa-
ciones sociales y a los nuevos entornos de relación. «Pensar» los
proyectos de investigación en el contexto de la globalización y de
un «cosmopolitismo emergente» (Appadurai, 1991) transfor m a
radicalmente el proceso de deli m itación del objeto de estudio,
obliga a replantearse categorías de análisis obsoletas y a i m agi-
nar y definir otras nuevas, y conlleva la elección de unas metodo-
logías de investigación adecuadas para responder a las pregun-
tas for m uladas. Ahora bien, la globalización no es homogénea ni
ha llegado a todos los lugares con la m ism a profundidad. Ta m-

195
poco puede pensarse que nos encontra mos un tem a radicalmen-
te novedoso en la antropología, aunque la «aceleración» de los
procesos globalizadores haya convertido en obsoletas algunas
de las for m ulaciones teóricas y metodológicas que se hicieron
tan sólo hace unas décadas. Aguilar y B ueno, por ejem plo, reco-
nocen la necesidad de buscar nuevas perspectivas, pero nos re-
cuerdan que la antropología lleva ya tiem po dedicándose a estu-
diar los procesos globales y que adem ás hay tres ejes de estudio
que se m antienen vigentes en la disciplina, antes y después de la
globalización: el ca m bio social, la cultura y la identidad (2003).
Como decía Wolf, uno de los antropólogos m ás «globalizadores»
de su época (1987), los evolucionistas ya pensaban el m undo
globalmente, lo m ismo que los difusionistas reflexionaron acer-
ca del ca m bio y la asi m ilación de rasgos culturales. Aguilar y
B ueno mencionan ta m bién a Steward (1963, con su teoría de la
evolución m ultilinear, y especialmente con su concepto de los
«niveles de integración cultural») y a sus discípulos, Wolf (1987),
Paler m (1980) y M intz (1996), como innovadores en sus estu-
dios de la econom ía y del sistem a-m undo a través de variantes
del método etnográfico.
E l debate sobre la globalización y sus consecuencias es m uy
a m plio, y desborda con m ucho el objetivo de esta sección. Defi-
niremos a continuación sólo algunas de las características del
proceso de globalización que se da en la actualidad, y que son
especialmente relevantes para la antropología del presente y del
futuro. Como señalan M artín y Pujadas (1999), «la diná m ica
contem poránea que conduce hacia la homogeneización y la es-
tandardización cultural y, frente a ésta, la recreación de las cul-
turas y la resignificación de las identidades colectivas, constitu-
yen en la actualidad una de las cuestiones centrales en el ca m po
de las ciencias sociales».1 ¿E n qué consiste este proceso de glo-
balización, que genera nuevas tensiones y for m as de entrelaza-
m iento entre lo global y lo local? E n las últi m as décadas del siglo
X X , y m ucho m ás en el siglo X X I , el m undo está sufriendo trans-
for m aciones de larguísi mo alcance que están convirtiendo en
obsoletos, a m archas forzadas, nuestros instru mentos de análi-

1. Sobre la antropología de la globalización véase ta m bién Pujadas, M ar-


tín y Pais de B rito, coords., 1999; Appadurai, 1991; I nda y Rosaldo, eds.,
2002; M oreno, 2002; G upta y F erguson, 2002; B ueno y Aguilar, coords., 2003,
entre otros.

196
sis y nuestros m arcos de interpretación de los fenómenos econó-
m icos, sociales y culturales. E l anunciado triunfo del lla m ado
«capitalismo posfordista» ( H arvey 1989) y sus modos de «acu-
m ulación flexible» ha producido una tensión nueva entre los pro-
cesos de globalización y desterritorialización de los procesos
productivos, y las for m as de experi mentar lo local y lo cotidiano.
H arvey (1989) conceptualizó la globalización como una m ani-
festación de la experiencia ca m biante del tiem po y el espacio,
dos vectores que son m uy i m portantes en el análisis antropoló-
gico. Su noción de la «com presión espacio-tem poral» (vincula-
da a la aceleración de los procesos económ icos, sociales, cultu-
rales) significa que el m undo se ha encogido, de for m a que el
espacio y el tiem po ya no son, en general, lí m ites insuperables
para la experiencia hu m ana (Inda y Rosaldo, 2002). Con las nue-
vas tecnologías del transporte y la infor m ación disponibles, po-
demos dar la vuelta al planeta en unas pocas horas, o presenciar
sucesos «en vivo» en las pantallas de nuestros televisores o, m ás
recientemente, a través de las redes sociales que colonizan de
m anera atropellada e hipercom petitiva el ciberespacio. Según
Castells, que escribía estas cosas ya hace m ás de veinte años, «las
nuevas tecnologías de la infor m ación están transfor m ando la
for m a en la que produci mos, consu m i mos, organiza mos, vivi-
mos y mori mos» (1989). Añadiría mos que esto le ocurre, lógica-
mente, tanto a los antropólogos como a los «objetos de estudio»
de la antropología. De hecho, Aguilar y B ueno citan a O ctavio
Ianni (1996) para hablar de la globalización como un «nuevo
proceso civilizatorio» en la que hay una «creciente transcultura-
ción de principios, valores, patrones e instituciones, producto
del modo capitalista de producción occidental, y que ha influido
y desafiado a las m ás diversas for m as de sociedades, desde tri-
bus hasta civilizaciones» (2003).
E n su com pilación de textos básicos para la antropología de
la globalización, Inda y Rosaldo (2002) resu men así las caracte-
rísticas de este proceso inexorable: i m plica una aceleración de
los flujos de capital, gente, bienes, i m ágenes e ideas por todo el
m undo; hay una intensificación de los vínculos, los modos de
interacción y los flujos que interconectan el m undo, es decir, las
conexiones transfronterizas no son ya excepcionales sino que se
transfor m an en «nor m ales»; la globalización i m plica el ensan-
cha m iento de las prácticas sociales, culturales, políticas y econó-

197
m icas a través de las fronteras (G iddens, 1990); como resultado
de todo esto, se produce un entrelaza m iento entre procesos glo-
bales y locales de m anera que, aunque cada habitante del plane-
ta sigua viviendo su cotidianidad, su «m undo fenomenológico»
se está globalizando en parte, ya que todo acto o experiencia
local tiene sus determinantes e implicaciones globales, y viceversa.
E sta mos aquí de regreso al concepto de imaginación etnográ-
fica con el que em pezaba este libro. Como señalan M artín y Pu-
jadas (1999), son m uchos los autores que enfatizan la i m portan-
cia de la di mensión cultural «como factor aglutinador que verte-
bra, cohesiona y carga de significado la organización social y la
participación política de los agentes sociales» en los contextos
de globalización. E s por eso que la disciplina antropológica pue-
de ocupar un papel central en los debates sobre las sociedades
contem poráneas. L a antropología y algu nas disciplinas afines
—como algunas corrientes de la geografía cultural— están por
lo tanto interesadas en analizar cómo se rearticulan las culturas
locales con las diná m icas globalizadoras generadas por las nue-
vas for m as del capital. Para Watts (1992), dado que las condicio-
nes que el capitalismo i m pone sobre los contextos locales modi-
fican profunda mente la experiencia cotidiana y los propios mo-
dos de supervivencia, estas respuestas con frecuencia asu men la
for m a de «descontento si m bólico», que está en parte relaciona-
do con las nuevas for m as de «sufri m iento social» vinculadas a
los procesos globalizadores ( K lein m an, D as y Lock, eds., 1997)
de las que hablaremos de nuevo en la sección sobre la investiga-
ción de las violencias.
Volviendo a la propuesta de Inda y Rosaldo, añaden lo si-
guiente acerca de las «diná m icas culturales de la globalización»:
1) se está produciendo un proceso de desterritorialización de la
cultura (ejem plificada en los conocidos «etnopaisajes» for m ula-
dos por Appadurai, 1991). L a cultura en tiem pos de globaliza-
ción está, en sus palabras, «en movi m iento» y puede pensarse
mejor como «flujo» que como homogeneidad estable y adscrita
a un territorio y a una gente concreta. De esta m anera, puede
cuestionarse, en palabras de G upta y F erguson (2002), el «iso-
morfismo asu m ido entre espacio, lugar, y cultura», es decir, la
asunción de que los grupos culturales ocupan de for m a «natu-
ral» espacios homogéneos y discontinuos, como ocurre por ejem-
plo con la división del m undo en « E stados-nación». L a globali-

198
zación ha roto este supuesto vínculo autom ático entre cultura y
lugar, y nos está ayudando a pensar cómo el «lugar» es construi-
do culturalmente en ca m pos de m ucha com plejidad si m bólica y
política. Pero este proceso de desterritorialización no significa
la inserción de lo cultural en ca m pos inter m inables de flujo sin
fronteras, sino que entra en una relación dialéctica con otros
procesos si m ultáneos que algunos autores conceptualizan como
«reterritorialización» (B esserer, 2004); 2) para entender bien la
globalización hay que replantear el debate sobre el «L a tesis del
i m perialismo cultural» y sobre la supuesta «homogeneización
del m undo». L a tesis del i m perialismo cultural asu me que la di-
sem inación global de ciertos productos, bienes, estilos o prácti-
cas culturales, siem pre desde el centro hacia la periferia, acaba-
rá por borrar las diferencias culturales locales. Sin em bargo,
desde la antropología, no es posible verificar esta visión de una
m anera tan unidireccional en la realidad que observa mos. E n
pri mer lugar, los «otros» subalternos o periféricos no son consu-
m idores pasivos de estos bienes culturales hegemónicos, sino
que los reinterpretan en sus propios lenguajes culturales, pu-
diendo llegar a invertir o subvertir el contenido y los propios
medios, o utilizar la nueva visibilidad globalizada para construir
alianzas transnacionales (recordar el caso kayapó, o los ejem-
plos aborígenes, de los que ya se ha hablado). Por otro lado, aun-
que sin duda es asi métrica, la globalización no es un flujo unidi-
reccional de O ccidente hacia el resto, sino un proceso de flujo y
reflujo de gran com plejidad, como lo dem uestra la transnacio-
nalización de cocinas o m úsicas no occidentales (la com ida chi-
na o tailandesa, la world m usic, etc.), ejem plos de lo que denom i-
nan la «periferialización del centro». Además, como señala Appa-
durai (1990), au nque es in negable que las for m as culturales
occidentales se han convertido en una presencia ubicua en todo
el m undo, la diversidad de los flujos globalizadores va m ucho
m ás allá y, por ejem plo, en un contexto de m últiples centros y
periferias, ciertos países asiáticos pueden estar m ás preocupa-
dos por una potencial «indianización», «vietna m ización» o «ja-
ponesización» que por la «a mericanización». E n todo caso, lo
que la globalización sí está produciendo constantemente, y éste
es un asunto clave, son nuevos tipos de diferencias culturales.
¿Cuáles son las implicaciones de todo este debate sobre la glo-
balización para el trabajo de campo etnográfico? E riksen (1995)

199
defiende que fue a partir de los años sesenta cuando la globaliza-
ción empezó a introducir cambios radicales e irreversibles en la
naturaleza y los contornos de los objetos de estudio de la discipli-
na. Ya nunca podrá ser lo mismo. E n primer lugar, hay que apun-
tar la desaparición de la llamada «sociedad tribal», tal como se
entendía en la antropología clásica, y que ya había sido cuestiona-
da en libros como Victims of Progress de Bodley (1982). E l caso de
los kayapó que ya analizamos en la sección sobre antropología
visual es un claro ejemplo, y otro puede ser el movimiento zapatis-
ta de Chiapas, de difícil definición y relación con lo que en otro
tiempo denominaríamos «contexto indígena tradicional». Los pro-
cesos de globalización e intercambio llevan a nuevas situaciones
sociales de m ulti- o interculturalidad. Se ha pasado de una situa-
ción colonial a otra poscolonial. Como veíamos antes, con el desa-
rrollo de las telecom unicaciones y los medios de transporte, se ha
producido una compresión espacio-temporal y una aceleración
de los procesos sociales, culturales, económicos y políticos. Todo
esto ha provocado en las últimas décadas una crisis definitiva en
la división nítida, ya problemática desde el principio, entre «noso-
tros» (modernos) y «otros» (primitivos), que fue una de las bases
teóricas y metodológicas de la disciplina en su origen.
G upta y F erguson (1997) defienden que, a pesar de todas las
transformaciones, el trabajo de campo etnográfico tiene que se-
guir siendo el valor metodológico fundamental de la antropología
y la base del conocimiento disciplinario. Pero también sugieren
que los procesos de globalización deberían ser una oportunidad
para «reinventar el campo» etnográfico tanto en términos de me-
todología como de localización. E n su análisis constatan la para-
doja de que, en no pocos casos, aunque la antropología ha ido
asu miendo la irreversibilidad de la globalización y las nuevas di-
námicas culturales que se apropia o inhibe, algunos profesionales
se han encastillado aún más en el estudio intensivo en una sola
localidad, sin duda por las dificultades metodológicas que plantea
enfrentarse con «laberintos etnográficos» en el marco global. Sin
embargo, en su opinión, con la escala de los flujos culturales y
demográficos, ya no puede sostenerse que «casa» es el lugar de la
«semejanza cultural» y que la diferencia hay que buscarla en al-
gún lugar «afuera» o «allí».
Para E riksen, con las transfor m aciones asociadas a la globa-
lización se generan ta m bién nuevos m arcos para la producción

200
de conoci m iento experto, m uy diferentes de los clásicos. C uan-
do los antropólogos de principios del siglo X X comenzaron a lle-
gar a sus lugares de ca m po, había todavía m uchos sitios que
habían tenido escaso contacto con los europeos y no estaban
siendo tan sistem ática mente explotados como ahora, como en el
caso de B oas y los k wakiutl, M alinowski y los trobriandeses, o
B ateson y los iatm ul de N ueva G uinea. H abía poca infor m ación,
pocos estudios, y m uchas dificultades para aprender la lengua
fuera del propio ca m po. L a for m a de expresar esto, continúa
E riksen, era la monografía antropológica tradicional. E l punto
de partida era el estudio de un poblado o grupo de poblados, que
trataba de investigar las principales instituciones de un grupo
deter m inado: la política, la econom ía, la relación con el medio
a m biente, el sistem a de producción, el parentesco, la religión,
etc. E ra com ún buscar una visión global del «estilo de vida» y de
la «cosmovisión» de todo un grupo hu m ano.
Ahora las circunstancias han ca m biado. L a m ayor parte de
los estudios se llevan a cabo en situaciones de ca m po de una
gran com plejidad. Toda sociedad es ahora una sociedad a gran
escala, inserta en realidades sim ultáneamente nacionales y trans-
nacionales, que no coinciden con un poblado o un grupo cultu-
ral «homogéneo». Se ha producido adem ás un proceso de gran
especialización dentro de la disciplina: es i m posible para un solo
investigador cubrir todos los ca m pos, como ocurría antaño. O tro
problem a de la antropología contem poránea está relacionado
con el hecho de que hay una «sobreproducción de conoci m ien-
to». H a habido centenares de estudios en todos los lugares del
m undo y práctica mente sobre cualquier tem a: ya no es necesa-
rio em pezar desde el principio en cada ocasión. H a habido una
enor me proliferación de revistas científicas y es i m posible se-
guir la producción científica día a día. Somos cada vez m ás «es-
pecialistas subdisciplinarios». E l propio concepto de «cultura»
se ha transformado radicalmente para representar realidades más
fragmentadas donde lo global y lo local hacen intersección, que
adem ás son experi mentadas desigualmente dentro de los gru-
pos, y están recorridas por relaciones de poder (Wright, 1998),
como vi mos que ta m bién destacaban Inda y Rosaldo (2002).
H ay otro efecto i m portante en la disciplina en general, rela-
cionado con la m ayor facilidad en el movi m iento de gentes, en el
incremento del acceso a los sistem as educativos de los grupos

201
indígenas y en la m ultiplicación de estas form as del «descontento
si m bólico» con los efectos entre tangibles y difusos de la globali-
zación que señala Watts. Se ha generalizado paulatina mente la
figura del «investigador nativo» y hay no pocos estudios que se
están llevando a cabo «desde dentro», dirigidos y escritos —en
palabras de E riksen— por los «nietos de los infor m antes de Rad-
cliffe-B row n o K roeber», una modalidad cada vez m ás com ún de
lo que se denom ina «antropología en casa» ( E riksen, 1995; G up-
ta y F erguson, 1997). Aunque esta situación modifica la naturale-
za de los interca m bios de los etnógrafos con las sociedades estu-
diadas, se produce una situación de m ayor pluralismo y com ple-
jidad en la representación de lo cultural, y se difu m ina el antiguo
monopolio de Occidente y su m úsculo institucional y académ ico
sobre los relatos etnográficos, estos investigadores y los estudios
que producen tienen sus propias dificultades y es i m portante no
caer en una em patía inocente o, como diría Rosaldo, en una rela-
ción de «nostalgia i m perialista» con ellos (1989). Pueden ser tan
buenos o tan m alos como cualquier otro, y la posible pérdida del
«sentido de la diferencia» o el «extrañamiento» tiene que ser com-
pensada metodológica mente.
E n este contexto, hay ta m bién libros que proponen la «des-
colonización de las metodologías» de la investigación sobre el
«otro» (Sm ith, 1999). Sm ith, una investigadora de origen m aorí
que ha sido directora del Internacional Research Institute for Mao-
ri and I ndigenous E ducation de Auckland, en N ueva Zelanda,
sostiene que el propio tér m ino «investigación» esta inextricable-
mente unido al colonialismo, y así per m anece aún hoy en la me-
moria de m uchos de los grupos «colonizados». Por lo tanto, pro-
pugna prácticas de investigación y conoci m iento de los nativos
siguiendo estrategias metodológicas que estén fuera de o en re-
lación crítica con los m arcos disciplinarios occidentales y en con-
sonancia con los intereses y los debates de los movi m ientos indí-
genas globalizados —en su caso, basadas en una for m a de cono-
cimiento maorí denominada whakapapal. Con esta base, propone
25 tipos de «proyectos» relacionados con agendas políticas indí-
genas, con sus metodologías asociadas, entre los que se encuen-
tran la «narración de historias», la «celebración de la supervi-
vencia», el «recuerdo», la «revitalización», la «repatriación», la
«negociación», etc. E stos procesos descritos anterior mente su-
pondrían una transfor m ación tanto en el tipo de conoci m iento

202
que se produce globalmente en la disciplina como en el rango de
los debates. E n E stados U nidos, la fuerte emergencia de los «an-
tropólogos nativos» ha dificultado en ocasiones las investigacio-
nes de antropólogos de origen «caucásico», pues los grupos pre-
fieren antropólogos nativos (ya sea un colectivo de carácter étni-
co o sexual; véase G upta y F erguson, 1997). Adem ás, ahora las
representaciones etnográficas pueden tener una m ayor difusión
y, así, un m ayor i m pacto sobre las sociedades estudiadas. Algu-
nos grupos nativos las leen y son por tanto influenciados por
ellas. E l caso del libro F irst-Time de Price sobre la memoria his-
tórica secreta de los sara m aka (1983), que hemos discutido an-
terior mente, sería un ejem plo de este proceso, que se plasm a en
una m ultiplicidad creciente de agentes productores de conoci-
m iento situados en diferentes espacios de interlocución, y ta m-
bién en el incremento del repertorio de las audiencias de los tex-
tos que se escriben.
E n este contexto tan fluido donde se están cuestionando y trans-
formando algunos elementos históricamente importantes de la
metodología etnográfica, y están apareciendo otros nuevos acto-
res que quiebran el control sobre el conocimiento disciplinario,
G upta y F erguson proponen en Anthropological Locations (1997)
una reteorización y desplazamiento del trabajo de campo desde lo
que llaman «sitios espaciales» de la antropología clásica a las «lo-
calizaciones políticas». L as nuevas concepciones de la cultura
vinculadas a los procesos de globalización, especialmente los de
«desterritorialización» y «reterritorialización», no permiten que
los «campos» de estudio estén hoy tan nítidamente delimitados
como antes, como ya hemos discutido. Se trata de repensar el
trabajo de campo sin abandonarlo, manteniendo sus m uchas vir-
tudes. Pero, para que la antropología no pierda el ru mbo, consi-
deran necesario descentrar el «campo» como sitio privilegiado
del conocimiento antropológico, y devolverlo al centro del proce-
so etnográfico bajo el prisma de los «conocimientos situados»
( H araway, 1988). Para estos autores, lo que se vislu mbra en el
futuro es un «sentido de la investigación» (¿o imaginación etno-
gráfica?) que valore la interrelación y sim ultaneidad entre m últi-
ples sitios y lugares sociopolíticos de análisis. La observación par-
ticipante sigue siendo crucial pero, tras los debates de los años
ochenta y noventa, ya no es el fetiche que llegó a ser. E n la prácti-
ca, el contacto con la gente en el campo se sim ultanea con el con-

203
su mo de la realidad en los medios de com unicación, el análisis de
docu mentos del gobierno, el estudio de las élites y, hay que añadir,
las rutas de investigación que se despliegan por el ciberespacio. E n
este sentido, la etnografía se estaría constituyendo como una es-
trategia cada vez más flexible para diversificar y hacer más com-
plejo el entendimiento de lugares y gentes mediante la atención a
las diversas formas de conocimiento disponibles en distintas loca-
lizaciones sociales y políticas. U n efecto de ello es que se difu mi-
narían en algunos casos las diferencias con otras estrategias de
investigación en otras disciplinas, promoviendo estudios m ultidi-
ciplinarios. E n este contexto abogan por una antropología desco-
lonizada en un m undo cada vez más desterritorializado. E l foco
de la etnografía, en esta lógica, se debería mover desde los «cam-
pos delimitados» a las «localidades en movimiento», siguiendo la
sugerencia del propio M alinowski de que las tradiciones metodo-
lógicas tienen que ser reinterpretadas i m aginativa mente para
modularse a las necesidades de los sucesivos presentes.
Vea mos ahora dos casos de adaptación de la etnografía a con-
textos metodológicos globalizados. E n el caso de la etnografía
m ultilocal o m ultisituada, se trata de una estrategia metodológi-
ca diseñada para estudiar gentes, productos culturales o hechos
sociales que son expresión directa de los diversos flujos de la
globalización. E n el caso del análisis de las violencias y los con-
flictos, se trata ta m bién de reconceptualizar estos procesos so-
ciales asu m iendo que cada vez m ás se producen y se consu men
en contextos globales, cuando no están directa mente produci-
dos para su difusión y consu mo global —como es el caso de las
grandes guerras mediáticas o la violencia de al-Q aeda, pero ta m-
bién de algunos actos cotidianos de violencia, como las autom u-
tilaciones o motines en las cárceles, los disturbios, etc.—, y ta m-
bién de ali mentar debates metodológicos sobre las condiciones
especiales de su estudio.

5.2. La investigación transnacional y la etnografía


«multisituada»

Para la elaboración de la investigación transnacional en an-


tropología y la etnografía m ultisituada me he basado, funda men-
talmente, en los textos de Ulf H annerz (1998b) y G eorge M arcus

204
(2001), respectivamente, con las aportaciones de Besserer (2004),
Juris (2008), Suárez-N avaz (2004, 2008) y otros. Aunque en este
libro no entraré m ás que m uy superficialmente en estos debates,
es preciso establecer unos anclajes epistemológicos claros para
evitar que estos conceptos, como han señalado algunos autores,
«m ueran de éxito» por su sobreuso, queden anulados en su po-
tencial heurístico y analítico, y pierdan su fuerza transfor m ado-
ra en el plano teórico, metodológico y ta m bién político (Suárez-
N avaz, 2008). E n su valioso trabajo de acotación y ordenación
del ca m po, H annerz aclara desde el principio que él piensa que
esta metodología de investigación etnográfica está en clara con-
tinuidad con la etnografía que se hacía anterior mente, y M arcus
hace un intento parecido para señalar los parentescos. Adem ás,
hay una considerable diversidad metodológica interna y no exis-
te ningún paradigm a metodológico dom inante para afrontar es-
tos estudios. L a observación (m ás o menos participante), el tra-
bajo con infor m antes, las historias de vida, los análisis de textos
y otras técnicas de la etnografía clásica siguen siendo tan rele-
vantes como en otros tipos de antropología m ás clásica.
Pero en los estudios transnacionales se dan en otras propor-
ciones, y hay otras técnicas que cobran m ayor i m portancia. Por
ejem plo, no hay tantos estudios que se hagan en su totalidad
cara a cara, y en cualquier caso la utilización metodológica y
analítica de los medios de com unicación y las redes sociales es
clave. Y aunque no es una nueva for m a de com paración contro-
lada, la investigación transnacional sí representa cierto renaci-
m iento del método com parativo en la disciplina, si bien el tipo y
las escalas de com paración son diferentes, ya que el contexto no
son los antiguos grupos cerrados que se com paraban entre con-
tinentes y épocas, sino que ahora son el interca m bio, la interac-
ción y la interconexión asociadas con la globalización las que
sobrevuelan y condicionan cualquier intento com parativo. De
hecho, al ser los objetos de estudio móviles y m últiples, el m arco
com parativo es inherente a esta for m a de investigación (M ar-
cus, 2001; H annerz, 1998b).
E l reto, como ya vi mos en la argu mentación de G upta y F er-
guson (1997), es la adaptación de los métodos y objetos de estu-
dio tradicionales de la antropología a una realidad m ás com ple-
ja, global e interrelacionada. B ásica mente, la etnografía se des-
plaza desde su lugar clásico de localización única (com unidad,

205
isla, área cultural, etc.) a lugares de investigación, observación y
participación m últiples. E l marco de análisis e investigación trans-
nacional ha de provocar necesaria mente ciertas tensiones y an-
siedades —creativas— en la disciplina por los motivos que dis-
cutiremos luego, y porque adem ás hace necesaria una aproxi-
m ación m ás interdisciplinaria a la realidad (M arcus, 2001). Para
M arcus, ya en los años ochenta había dos for m as en las que la
investigación etnográfica trató de abrirse a estos nuevos contex-
tos m ás globalizados de investigación y análisis.

1) E l m ás com ún preservaba el foco tradicional en un lugar


específico de estudio, al tiem po que desarrollaba métodos para
afrontar su relación com pleja con lo global, por ejem plo, si m ul-
taneando el «ca m po» clásico con trabajo en archivos, lectura y
uso de análisis m acroestructurales de otras disciplinas. H ay toda
una literatura etnográfica relacionada con la incorporación tan-
to colonial como poscolonial de m iem bros de grupos étnicos a
sistem as de trabajo asalariados como proletarios. O tro foco típi-
co de este tipo de análisis fueron los estudios sobre las presiones
insoportables del sistem a-m undo sobre los sistem as locales y la
presunta difu m inación correlativa de las culturas locales. U n
aspecto crucial de toda esta corriente antropológica era que lo
«local» ya no se considera un lugar de conservadurismo y pre-
servación, sino un espacio de emergencia de nuevas for m as cul-
turales en interrelación conflictiva con los procesos globales (Co-
m aroff y Com aroff, 1992; Watts, 1992; O ng, 1987).
2) Para M arcus, había una segunda tendencia emergente en
la antropología, menos com ún cuando publicó su artículo, que
va m ás allá de sitios o localidades concretos clásicos de la inves-
tigación antropológica, y está interesada en explorar la circula-
ción de los objetos, mercancías, identidades y significados cultu-
rales en m arcos espacio-tem porales m ás difusos. Se trataba de
un tipo de etnografía móvil, con trayectorias de investigación
poco convencionales. E ste tipo de etnografía planteaba de m a-
nera m ás nítida, aunque incipiente, los nuevos retos de la antro-
pología en contextos transnacionales, y se refería m uy directa-
mente a la diná m ica del sistem a-m undo, no sólo como contexto
de interpretación sino como objeto de estudio etnográfico. E n
este caso, las metáforas para hablar de la realidad ya no son las
de continuidad, per m anencia, holismo, consistencia u homoge-

206
neidad sino, por el contrario, las de proceso, fragmentación, des-
plaza m iento, discontinuidad, disolución, desencuentro, desterri-
torialización, etc.

¿C uáles son estos nuevos objetos de estudio o géneros de la


antropología transnacional? ( H annerz 1998b). H annerz define
una serie de escenarios para la investigación transnacional, que
son los siguientes: 1) «co m u nidades abiertas al m u ndo», con
que se refiere a los estudios que van m ás allá del «presente etno-
gráfico» en sus análisis de las com unidades, cuyos precedentes
encuentra en Redfield (1950) o el propio Wolf (1987). M uchos
estudios de la lla m ada «antropología de la resistencia» for m a-
rían parte de este escenario en el que se valora la reacción de los
grupos locales contra las fuerzas globales (Ortner, 1995); 2) los «es-
tudios de lo translocal» se refieren a lugares donde hay gran
movilidad, donde hay encuentros continuos entre diferentes ti-
pos de gente, y donde esta movilidad es básica para la organiza-
ción del grupo hu m ano. E ntre ellos pueden incluirse, por ejem-
plo, aeropuertos, hoteles, medios de transporte (Augé, 1987),
com plejos turísticos, m useos, exposiciones de arte o universales,
festivales de cine, etc.; 3) los «estudios de fronteras» se basan
m uchas veces en estudios de localidad, pero son unas localida-
des de transición entre dos sistem as culturales y políticos, llenos
de contradicciones y creatividad cultural. L a frontera no es una
línea abstracta sobre un m apa sino un espacio m uy denso de
hibridación cultural, que se ha convertido en una metáfora de lo
posmoderno, de lo li m inal, de lo intersticial; 4) los «estudios de
m igraciones», que tienen m ucho potencial teórico y metodológi-
co, están destinados a ser un escenario privilegiado de la investi-
gación etnográfica transnacional y uno de los horizontes de fron-
tera de la disciplina (Suárez-N avaz, 2008). Algunos autores es-
tán utilizando el térm ino de «transm igrante» para referirse a esas
personas cuyas redes, actividades y pautas de vida se desarrollan
si m ultánea mente en sus sociedades de origen y de em igración;
5) los «estudios de diásporas» se refieren al estudio de com uni-
dades, algunas de ellas m uy antiguas como la judía o la ar menia,
en las que ya han pasado generaciones que no viven en su tierra
natal, y donde la relación con esta tierra natal es problem ática y
se refiere siem pre a un pasado trau m ático; 6) otro escenario son
las «m ultinacionales y otras ocupaciones transnacionales», don-

207
de se puede investigar en la tónica de las com unidades abiertas
al m undo, como en el estudio de O ng (1987), pero donde ta m-
bién se puede seguir la «cultura corporativa» de una em presa
deter m inada en diversos lugares, o hacer estudios com parativos
entre varias em presas. Ta m bién incluiría el estudio de activida-
des «en gira», como pueden ser los circos o las com pañías de
ballet transnacionales, o los reporteros de guerra (Pedelty, 1995;
H annerz, 1998a), etc.; 7) los estudios del «turismo», relaciona-
dos con la globalización del ocio, las transfor m aciones que los
com plejos turísticos y el estableci m iento de «rutas turísticas»
tienen sobre las poblaciones locales, o las propias «culturas tu-
rísticas», desde las de lujo hasta las revolucionarias o de aventu-
ra, etc.; 8) los estudios del «ciberespacio», a los que ya nos he-
mos referido brevemente en la sección sobre antropología visual,
y que no sólo son un espacio que exige la innovación etnográfica
per m anente sino que, paulatina mente, m ás allá de los estudios
específicos, entrarán a for m ar parte de cualquier proyecto de
investigación. F rente a la «gente de verdad» en «lugares de ver-
dad», encontramos que ahora la gente cruza continuamente fron-
teras con las puntas de los dedos (Varisco, 2002). Son movi m ien-
tos virtuales, y cada vez hay m ás interés etnográfico en este tipo
de m undos cibernéticos; 9) los «estudios de los medios de com u-
nicación», a los que ya nos hemos referido y a los que volvere-
mos de nuevo brevemente en la siguiente sección.
Por su parte, en un texto m uy influyente, M arcus definió la
«antropología m ultilocal» como un tipo de investigación «dise-
ñada alrededor de cadenas, sendas, tra m as, conjunciones o yux-
taposiciones de las localizaciones en las que el etnógrafo estable-
ce de alguna m anera su presencia, literal o física, con una lógica
explícita de asociación o conexión entre sitios que de hecho defi-
nen el argu mento de la etnografía» (2001). L a unidad de análisis
ya no es un «lugar» fijo y concreto, sino una «red de lugares», es
decir, unidades desterritorializadas. Pero la selección de la m ul-
tilocalidad no es aleatoria: tiene que ser conceptualizada y justi-
ficada de for m a consistente dentro de un diseño de investiga-
ción coherente. L a m anera de definir los objetos de estudio pue-
de originarse a través de diferentes técnicas, pero sugiere la
estrategia del «segui m iento» de personas y procesos sociales y
culturales allá por donde se desplacen: 1) «seguir a las perso-
nas», cuyo caso paradigm ático para M arcus es el estudio del kula

208
de M alinowski. Los estudios de diásporas o movi m ientos m igra-
torios ta m bién encajarían en esta estrategia; 2) «seguir a los ob-
jetos», es decir, el eje metodológico del estudio sería la circula-
ción de objetos o mercancías (dinero, arte étnico, com ida «étni-
ca» o com ida «basura», etc.). M arcus ta m bién encuentra que el
trabajo de M intz (1996) sobre la producción, comercio y consu-
mo transnacional del azúcar, D ulzura y poder, es un m agnífico
precedente de este tipo de estudios, siendo el libro editado por
Appadurai sobre la vida social de las cosas (1986) un ejem plo
m ás contem poráneo; 3) «seguir a las metáforas» se refiere a los
estudios sobre la circulación de significados, sí m bolos y metáfo-
ras, es decir, el objeto de estudio está m ás relacionado con los
discursos y modos de pensa m iento que con otro tipo de mercan-
cías; 4) «seguir a las tra m as»: hay historias o narraciones que se
pueden conseguir en un trabajo de campo intensivo pero que pue-
den tener di mensiones m ultilocales. Aquí, en su continua bús-
queda de precedentes clásicos a sus estrategias transnacionales,
M arcus se fija en las M itológicas de Lévi-Strauss. Por otro lado,
un ca m po donde se está usando m ucho este tipo de aproxi m a-
ción es el de la memoria social, el de los procesos de recuerdo y
olvido, como es el caso de la investigación que estoy llevando a
cabo sobre la mem oria de los derrotados en la G uerra C ivil
española, cuyos relatos se engarzan con discursos y practicas
transnacionales de los derechos h u m anos ( F errándiz, 2010b);
5) «seguir a la vida o biografía», método ya clásico y discutido
anteriormente, pero que tiene una interesante ramificación trans-
nacional como puede ser, por ejem plo, el caso de la historia de
vida que escribió F ederico Besserer sobre M oisés Cruz, un «trans-
m igrante» m ixteco que luego fue asesinado (1999). Si la historia
de vida puede relacionarnos una experiencia personal con el con-
texto en el que se produce, funcionaría ta m bién si este contexto
es transnacional o m ultisituado; y finalmente 6) «seguir al con-
flicto», tem a al que nos referiremos con m ayor a m plitud en la
siguiente sección. Por supuesto, la clasificación de M arcus no
está cerrada y del m ismo modo se podría proponer «seguir los
cuerpos» (como en el caso de M aría L ionza), «seguir los ritos» u
otras posibles rutas de investigación.
¿C uáles eran las n uevas «ansiedades m etodológicas» que
M arcus anticipaba que las estrategias de investigación m ultisi-
tuadas iban a producir en la disciplina? Por un lado, estas meto-

209
dologías m ultilocales, necesaria mente, «tientan los lí m ites de la
etnografía». Si la etnografía se basa en la experiencia y el estudio
de lo cotidiano, el conoci m iento ínti mo y cara a cara de grupos
hu m anos, el nuevo tipo de etnografía cuestionaría este elemento
central del método antropológico, al desplazarse hacia el análi-
sis de procesos globalizados mediante el uso m ás frecuente de
técnicas deslocalizadas y modelos de análisis m ás abstractos. E n
segundo lugar, con la etnografía m ultisituada se «reduce el po-
der metodológico del trabajo de ca m po». Para M arcus, el traba-
jo de ca m po tradicional es potencialmente m ultilocal (como lo
es el método com parativo por naturaleza), lo que ocurre es que
ahora las di mensiones metodológicas de su práctica son diferen-
tes al despegarse la etnografía de la localidad única. Aunque los
trabajos m ultilocales son de m uchos tipos y pueden tener m ás o
menos «ca m po», la «m ística» y «realidad» del trabajo de ca m po
clásico corren el peligro de difu m inarse. E sto ta m poco quiere
decir, en absoluto, que con estas propuestas ya no se haga traba-
jo de ca m po de pri mera m ano, sino que el etnógrafo es tan móvil
como los procesos que analiza, y que los grados de interpenetra-
ción con el objeto de estudio son discontinuos. L a ansiedad final
que detecta M arcus estaría relacionada con lo que denom ina «la
pérdida de lo subalterno». Los antropólogos casi siem pre hemos
trabajado con los «opri m idos de la tierra», los sujetos que han
sufrido y sufren la dom inación colonial y poscolonial desde las
posiciones m ás vulnerables. Para M arcus, la etnografía m ultisi-
tuada, al alejarse de la localidad única, corre el riesgo de desape-
go en parte de esta querencia clásica al prestar atención a otros
dom inios de producción cultural, lo que no quiere decir que los
sujetos tradicionales de la etnografía se conviertan en irrelevan-
tes o se volatilicen. Pero ahora están en un m arco de análisis
diferente y, de hecho, hay un desafío a la centralidad que tenían
dentro del proyecto antropológico clásico, contenida en la m ul-
tiplicidad de los discursos y las prácticas que se incorporan al
método y al análisis.
Algunas etnografías contem poráneas están de hecho encon-
trando fór m ulas de coexistencia de metodologías clásicas y de
últi m a generación, lo que Juris lla m a, por ejem plo, «etnografía
m ultiescala» (2008). E n su estudio sobre el movi m iento anti-glo-
balización, Juris sim ultaneó su estancia en B arcelona, donde hizo
una etnografía localizada con colectivos de activistas, con la na-

210
vegación virtual por el ciberespacio alterglobalizador, mediante
la cual podía detectar el flujo transnacional de personas, ideas,
estrategias y tácticas que, si m ultánea mente, infor m aba y polari-
zaba la acción política de sus infor m antes catalanes. Del m ismo
modo Besserer, en su libro Topografías transnacionales: hacia u na
geografía de la vida transnacional (2004), ofrece otra m uestra de
cómo se están diseñando desde el punto de vista metodológico
estos «ca m pos translocales», integrándolos con métodos de es-
tudio clásicos de la antropología, en este caso con el «estudio de
com unidad» en el que se basa (véase también Suárez-N avaz, 2004
y 2008). Junto con M ichael K earney y sus equipos de investiga-
ción respectivos colaboraron durante años en el estudio de una
«com unidad transnacional», en concreto la que constituyen los
m ixtecos originarios de San Juan M ixtepec en O axaca, M éxico
(B esserer y K earney, eds., 2002). E l problem a inicial que se en-
contraron fue la inadecuación de algunos de los conceptos m a-
nejados en la disciplina para aprehender realidades translocales
como las que ellos afrontaban. Adem ás, tenían que definir cómo
acotar metodológica mente una com unidad que ya no estaba fi-
jada espacialmente como hace unas décadas, sino que se encon-
traba en constante expansión y movi m iento. E n sus palabras,
para llevar adelante el proyecto, necesitaban generar for m as de
investigación y representación «que per m itieran contrastar los
análisis desterritorializados, com pararlos, o utilizarlos en la for-
m ulación de hipótesis de m ayor alcance» (B esserer, 2004). Para
definir las distintas intensidades de ocupación física, laboral o
cultural de los m ixtecos tanto en M éxico como en E stados U ni-
dos, tuvo que definir la «m ulticentralidad» y la «m ultidi mensio-
nalidad» de esta com unidad transnacional. Para ello B esserer
tom a de K earney el concepto de «análisis m ultiespacial» (dise-
ñado para analizar cómo una com unidad transnacional se inser-
ta en los espacios políticos, culturales y económ icos de los E sta-
dos-nación en los que la com unidad se despliega) y lo pone en
com unicación con el concepto propio de «análisis topográfico»,
diseñado para entender la for m a en la que la com unidad m ulti-
local que estaba estudiando se articulaba «interna mente», con-
for m ando «centros, di mensiones, dom inios y á m bitos transna-
cionales». Como resultado de todo ello, se diseñó una «etnogra-
fía m ultilocal» que co m bi n aba técn icas co m p utari z adas de
organización de conceptos y significados —para poder elaborar

211
modelos abstractos de esta com unidad— con estancias de ca m-
po intensivas y continuadas en lugares representativos de toda
la topografía transnacional por la que fluyen los m ixtecos. Para
deter m inar el «universo geográfico del estudio», B esserer anali-
zó, como hiciera M anuel G a m io m uchos años atrás, las listas de
giros postales que llegaron a la com unidad «m adre» de San Juan
M ixtepec, en O axaca, en 1996 y 1997, desde el espacio transna-
cional. Allí detectó 171 localidades de origen de giros postales en
M éxico y E stados U nidos, y 47 localidades de destino en el m u-
nicipio mencionado. L a lista de 171 m unicipios de origen de gi-
ros le per m itió em pezar a deter m inar la «geografía colectiva» de
la com unidad. A partir de allí em pezaron a aplicar cuestionarios
tanto en las localidades de origen como de destino de giros pos-
tales, lo que unido al análisis de m atrices de escala m ultidi men-
sional (Anthropacs) les per m itió tener una topografía de la co-
m unidad y sus intensidades a partir de la cual podían diseñar los
«campos» etnográficos. Otro encaje fructífero de los estudios tras-
nacionales con metodologías clásicas es el uso redi mensionado
y cuidadoso de los estudios de «redes sociales» para analizar,
por ejem plo, los espacios m igratorios transnacionales, estudios
de relaciones m uy concretas que paradójica mente han demos-
trado que el supuesto festín de fluidez y circulación que celebran
algunas aproxi m aciones posmodernas a estos procesos globali-
zadores se atasca en este caso en las prácticas disciplinarias y de
control de población de las aduanas y los dispositivos de vigilan-
cia fronterizos (Suárez-N avaz, 2008). E s decir, en la práctica,
incluso los trabajos que se presentan presu miblemente como más
m ultisituados pueden llegar a requerir de las técnicas y los mé-
todos m ás clásicos aunque, eso sí, dentro de un diseño de inves-
tigación necesaria mente m ás a m plio y versátil.

5.3. La etnografía ante los conflictos, las violencias,


y el sufrimiento social

A continuación, para acabar, plantearé una serie de debates


metodológicos sobre la investigación etnográfica de los conflic-
tos, las violencias y el sufri m iento social. H ay varias razones para
incluir una discusión sobre este tem a en un libro de metodolo-
gía de la investigación de esta naturaleza. E n pri mer lugar, por-

212
que es una de las líneas de trabajo que he estado desarrollando
con m ayor énfasis en los últi mos años, y que comenzó ya con el
estudio de la violencia cotidiana, estructural y delincuencial en
el culto de M aría L ionza, prosiguió con algunos trabajos que
llevé a cabo sobre violencia mediática (Aguirre y F errándiz, eds.,
2002; Aguirre, F errándiz y Pureza, eds., 2003; Pureza y F errán-
diz, coords., 2003) y con los artículos específicos que escribí so-
bre esta subdisciplina (F errándiz y F eixa, eds., 2003; F errándiz y
F eixa, 2004; F errándiz, 2008a), y finalmente se plasm a de una
m anera m ás integral en el proyecto de investigación que estoy
llevando a cabo actualmente sobre las exhu m aciones de fosas
com unes de la G uerra Civil. Por otro lado, porque el desarrollo
—incluso hiperdesarrollo— de la antropología de la violencia y
el sufri m iento social en los últi mos años, ha favorecido la a m-
pliación del horizonte de lo que considera mos «ca m po» en la
disciplina, y ha planteado nuevos tipos de dilem as éticos y meto-
dológicos. E l estudio de las violencias y los conflictos tiene, ade-
m ás, particularidades metodológicas que ta m bién contribuyen
a a m pliar el horizonte del debate sobre el proceso etnográfico.
Q uizá por su cualidad de etnografías al límite, el estudio de las
violencias y los conflictos abre nuevos escenarios de investiga-
ción, nos obliga a revaluar otros m ás clásicos, plantea nuevos
tipos de problem as, nos enfrenta con actores sociales en situa-
ciones a veces extraordinarias y extrem as, cuestiona nuestras
retóricas y nuestros com prom isos éticos, y fomenta nuevas for-
m as de interdisciplinariedad. C uestiona con ello los tér m inos y
las condiciones generales de los debates sobre nuestros méto-
dos, estilos y repertorios de producción de conoci m iento.
Así, como comentaba antes respecto a los estudios transna-
cionales y estudios sobre m igraciones, los estudios sobre la vio-
lencia son ta m bién otro territorio de frontera de la disciplina
donde se expresan en una escala m ás aguda m uchos de los pro-
blem as y dilem as de la antropología contem poránea. Por ejem-
plo, para enfrentar me a las for m as de violencia que detallo m ás
adelante, en m is dos proyectos etnográficos he usado las suge-
rencias metodológicas de M arcus acerca de «seguir a los conflic-
tos» y «seguir a las tra m as», y ta m bién, aunque no está incluido
en su lista original de propuestas m ultisituadas, «seguir a los
cuerpos». Como veremos con m ás detalle, el reconoci m iento y
análisis de las for m as en las que las violencias contem poráneas,

213
sea cual sea su escala, se producen y se transfor m an en las nue-
vas cajas de resonancia y flujos de la globalización es ta m bién
i m portante para la articulación de una antropología de la violen-
cia y los conflictos. Y finalmente, creo que los antropólogos tene-
mos el com prom iso ético de investigar la violencia de nuestro
entorno hasta donde nos sea posible y a medida que se m anifies-
te en cualquier otro proyecto de investigación, aunque no esté
directa mente relacionado inicialmente con ella.
L a gran cantidad de propuestas que recibi mos Carles F eixa y
yo para participar en el si m posio «Violencias y culturas» del I X
Congreso de la FAA E E en B arcelona en 2002, m ás de cincuenta,
era un signo de los tiem pos. M uchos colegas se habían encontra-
do con violencias y conflictos en algún momento de sus investi-
gaciones, aun en tem as tan aparentemente distantes como pu-
dieran ser el m undo de la moda (M artínez, 2003), la violencia
estructural en las fronteras (Alonso, 2003) o los cuentos de te-
rror (G arcía Alonso, 2003). De hecho, como señala G reen, una
parte sustancial de las investigaciones de ca m po en nuestra dis-
ciplina se han hecho histórica mente, y se hacen actualmente, en
lugares donde coexisten diversas for m as de violencia (1995), que
no tienen que ser conflictos abiertos sino que, como ya apunté,
pueden ser m icroviolencias cotidianas. M uchas veces son vio-
lencias difíciles de detectar o en proceso de reconoci m iento, de-
nom inación o incluso judicialización dependiendo de los entor-
nos sociales en los que se producen y se definen, nacionales o
transnacionales (violencias de género, mobbing, etc.). Como ocu-
rre con otros tipos de violencia, las violencias cotidianas con las
que nos solemos encontrar los etnógrafos son m últiples, evolu-
cionan con las transfor m aciones sociales, y emergen a medida
que se estructuran nuevos á m bitos de sociabilidad. N o existe,
adem ás, consenso entre la población, los políticos y los profesio-
nales de los aparatos encargados de la represión de la violencia
acerca de la relevancia relativa de cada uno de los tipos de vio-
lencia y cuál de ellos es m ás a menazador.
E n todos los casos, nos encontra mos en escenarios com ple-
jos, que van desde los espacios m ás ínti mos de la experiencia
hasta los niveles m acroestructurales, donde los conflictos y las
violencias no son for m as fijas de acción social, sino prácticas en
un proceso continuo de m utación. N o se trata sólo de la apari-
ción de escenarios de investigación novedosos, sino ta m bién de

214
la transfor m ación de lugares m ás clásicos en la disciplina en
paralelo a la expansión y progresión de nuestros instru mentos
metodológicos y conceptuales para afrontar las violencias. E l
reconoci m iento y análisis de las for m as en las que las violencias
se producen y se transfor m an en las nuevas cajas de resonancia y
flujos de la globalización es ta m bién i m portante para la antropo-
logía de la violencia y los conflictos. E n todos los casos, nos en-
contra mos en contextos com plejos y poliédricos, que recorren
desde los espacios m ás ínti mos de la experiencia hu m ana hasta
los procesos m ás globales, donde los conflictos y las violencias
no son for m as fijas de acción social, sino prácticas en un proceso
contin uo de m utación. N o se trata tanto de que hayan ca m biado
en su naturaleza con la globalización, sino de que la tensión que
existe en este momento histórico entre los actos, los usos, las
representaciones y los análisis de la violencia ha transfor m ado
cada uno de estos espacios de acción social y, por ende, el con-
junto global en el que se ejecutan, interpretan y analizan los ac-
tos violentos. Como señala B ernard-H enri Lévy con relación al
11 de septiem bre, «el stock de las posibles barbaries, que creía-
mos agotado, au mentaba con una variante inédita. Como siem-
pre, como cada vez que se la cree apagada o ador mecida, cuan-
do nadie lo espera ya, va ella y se despierta con el m áxi mo furor
y, sobre todo, con la m áxi m a inventiva: otros teatros, nuevas lí-
neas de frente y nuevos adversarios, m ás tem ibles por cuanto
nadie los había visto venir» (2002). Y es evidente que la plasm a-
ción de las violencias en los medios de com unicación es un ele-
mento funda mental en este proceso de retroali mentación, no
sola mente por lo que m uestran o a m plifican, sino ta m bién por
lo que silencian, desvían, si m ulan u ocultan.
Respecto a la antropología y sus ámbitos más habituales de
estudio de campo, puede señalarse que esta tensión de los contex-
tos y los contornos de lo que significa la «violencia» y cómo la
asu mimos o incluso la consu mimos no sólo afecta a las masivas
violencias políticas de mayor visibilidad mediática, sino a cual-
quier tipo de violencia, incluida la que pareciera desenvolverse en
los ámbitos más locales y pudiera, en principio, parecer desconec-
tada del flujo global de las violencias. Por ejemplo, los debates y
movilizaciones internacionales de los últimos años relacionados
con las prácticas de ablación de clítoris y su vinculación con el
discurso de los derechos hu manos han transformado los contex-

215
tos sociales, culturales y políticos en los que esta forma de m utila-
ción se producía anteriormente. Así, incluso las violencias que en
algún momento hemos considerado tradicionales se transnacio-
nalizan, adquieren una nueva visibilidad, se tejen de formas nove-
dosas con procesos sociales, históricos y de género, se convierten
en banderas de enganche coyunturales para la com unidad hu ma-
nitaria m undial (Ignatieff, 1998 y 1999), se infiltran en las agen-
das de determinados grupos feministas, se adhieren de forma más
o menos estridente a los debates sobre los flujos migratorios, u
obligan a las autoridades locales garantes de la tradición a elabo-
rar discursos justificativos ante una audiencia globalizada o, en el
mejor de los casos, a discontinuar su práctica (F errándiz y F eixa,
2004). Aunque los casos podrían ser m últiples, veamos otro ejem-
plo semejante de violencia previamente tradicional repentinamente
globalizada: las noticias e imágenes sobre condenas a lapidación
de m ujeres consideradas adúlteras en países como N igeria, que
dieron lugar a organizadas campañas cibernéticas de dimensio-
nes desconocidas por parte de algunas O N G punteras (por ejem-
plo, las campañas de A m nistía Internacional en favor de Safiya
H ussaini y A mina Lawal, que consiguió más de 380.000 firmas), a
encendidos debates en los medios de com unicación, a fuertes pre-
siones políticas y económicas, e incluso, en este caso, llegaron a
ser la causa de la retirada de algunas representantes nacionales
del concurso de Miss U niverso que se celebró en dicho país en
noviembre de 2002.
La propuesta de que las violencias deben entenderse en cons-
tante proceso de transformación obliga a la antropología de la vio-
lencia a volverse reflexiva, es decir, a replantearse continuamente,
de manera crítica, la naturaleza y los contornos de los objetos de
estudio, sus contextos relevantes de análisis y la adecuación de los
métodos, siendo conscientes de que se trata de campos siempre
polémicos y donde la realidad empírica de los hechos no siempre es
fácil de determinar (Ferrándiz y Feixa, 2004). Por ejemplo, estudiar
la ablación de clítoris exclusivamente con relación a tradiciones y
significaciones locales, aun siendo un nivel de análisis fundamen-
tal, dejaría fuera los procesos de amplificación descritos anterior-
mente, que ya son consustanciales a esta forma de violencia. Las
relaciones de poder y las desigualdades estructurales se naturalizan
mediante discursos, categorías y concepciones que establecen lo
que es realmente violencia. Traducir estas justificaciones a un con-

216
texto globalizado ya es más complicado. Los actos más violentos
muchas veces consisten en conductas que están socialmente per-
mitidas, avaladas, estimuladas, tienen justificación moral, o son
incluso consideradas una obligación en determinados contextos de
sociabilidad. Así, mucha de la violencia que encontramos no se con-
sidera en términos locales un comportamiento desviado sino que
queda definido como acción virtuosa, honorable o al menos justifi-
cable (Scheper-H ughes y Bourgois, 2004). Sin embargo, al entrar
en contacto con audiencias globales, estas argumentaciones locales
ven debilitado su entorno de legitimidad social y política.
E l plantea m iento propuesto habría de estar, por lo tanto, aso-
ciado a un talante investigador basado tanto en el rigor concep-
tual y analítico como en la flexibilidad teórica y metodológica
respecto a las violencias. Si acepta mos que los contextos de aná-
lisis de las violencias desbordan los lí m ites clásicos de algunos
estilos de investigación antropológica, se hace necesaria una ade-
cuación que per m ita a la disciplina afrontar las nuevas pregun-
tas y producir estudios ta m bién relevantes para otras disciplinas
afines y para la opinión pública. L a antropología de la violencia
necesita adem ás com prom isos de investigación m ultidisciplina-
rios. Por ejem plo, este tipo de estudios hacen que tenga mos que
colaborar con expertos, médicos forenses o fiscales, que puedan
proporcionarnos el tipo de evidencias que difícilmente va mos a
encontrar en los discursos o acciones de los agentes sociales. E l
com prom iso ético y metodológico con los de afuera y los de aba-
jo, tan afín histórica mente a la disciplina antropológica, conti-
núa siendo un espacio esencial de investigación tanto con rela-
ción a vícti m as como a victi m arios de la violencia. Pero si m ultá-
nea mente, siguiendo la ya clásica lla m ada de L aura N ader (1969)
a investigar los espacios de poder —study up—, los antropólogos
de la violencia están asu m iendo ta m bién estos á m bitos de hege-
monía como lugares de campo legíti mo.
F eld m an (1995), uno de los antropólogos m ás representati-
vos de la antropología de la violencia, que escribió un influyente
libro sobre cuerpo y violencia basándose en el análisis espacial
de la violencia en el Ulster, y en las narrativas de los presos del
I R A (1991), Formations of violence, ha señalado que nos encon-
tra mos ante un lugar de investigación en tránsito, que se está
constituyendo, que todavía no ha llegado o que quizás se ha pa-
sado de largo, como vícti m a de una lucha global para recuperar

217
la memoria y la significación contra la violencia y el terror. E n su
opinión, si se plantea una «nueva etnografía de la violencia»,
ésta no debe progresar hacia una ortodoxia teórica o metodoló-
gica, si su tarea es, como piensa, producir contralaberintos y
contra memorias en contra del olvido del terror. E n los espacios
de la m uerte, incluso en las zonas de «terror de baja intensidad»,
las lentes de la certeza analítica y perceptual del etnógrafo y los
sujetos con los que hace su investigación se enturbian. L a llega-
da de los violentos, los m uertos, los m utilados, los desfigurados,
los trau m atizados al discurso antropológico abren m uchas frac-
turas en las narrativas que registran su entrada. Así, en su línea
argu mental, no podemos esperar ca m inos continuos o lineales
en la etnografía de lo que denom ina «estados de emergencia».
D esde luego, no es que esta tem ática de las violencias fuera
ni m ucho m enos desconocida en el desarrollo histórico de la
antropología. Pero sí puede afir m arse que carecía de la centra-
lidad que puede estar adquiriendo recientemente, especialmente
en algu nas áreas de investigación antes descuidadas. Por ejem-
plo, co m o ha señalado N agengast, hasta las últi m as décadas la
antropología no había estado de m anera sistem ática en la pri-
m era línea de los estudios sobre violencia colectiva, terrorism o
y violencia en contextos estatales (1994), a pesar de todos los
datos y discusiones que podría m os haber aportado dada n ues-
tra querencia por las investigaciones de ca m po y el método com-
parativo (Slu ka, 1990). Siendo así, ¿por qué no se produjo m u-
cho antes el interés que hay ahora en la disciplina hacia todos
los rangos de violencia? E l auge reciente de las investigaciones
sobre las violencias, los conflictos y sus consecuencias (a veces
agrupadas bajo el paraguas del inespecífico tér m ino sufri m ien-
to social) responde, segú n no pocos autores, a u n déficit previo
en la disciplina causado por con nivencias m ás o m enos explíci-
tas con los agentes de dichas violencias, ca m isas de fuerza teó-
rico-m etodológicas que inducían cegueras selectivas, o nostal-
gias i mperiales sobre presu ntos salvajes en extinción ( F errándiz
y F eixa, 2004; Starn, 1992; N agengast, 1994; Rosaldo, 1989).
A utores co m o Starn (1992), Scheper- H ughes y B ourgois (2004)
o G reen (1995) se han m ostrado m uy críticos con el ofusca-
m iento que percibían en u na parte de la antropología clásica y
contem poránea desarrollada en lugares de conflicto respecto a
las for m as de violencia que no eran clasificables co m o tribal o

218
ritu al y cuya presencia era m ás que evidente en las sociedades
estudiadas.
Aunque es necesaria cautela para extrapolar sus conclusio-
nes a otros á m bitos geográficos, en su conocido articulo «M is-
sing the Revolution: Anthropologists and the War in Peru», O rin
Starn criticaba el desinterés que los antropólogos especialistas
en los Andes habían mostrado respecto a la expansión —clan-
destina, eso sí, pero difícilmente invisible— de un grupo guerri-
llero tan i m portante como Sendero L u m inoso, durante sus in-
vestigaciones de ca m po en la década de los setenta. Según Starn,
el bagaje teórico-metodológico de la época, aunado a una visión
nostálgica de las com unidades quechuas como residuos de un
pasado prehispánico desvinculado de la sociedad nacional, ha-
cían inconcebible —y por lo tanto inexistente como objeto de
estudio— un proceso de organización política clandestina de
consecuencias m asivas y dra m áticas como el que se estaba ges-
tando (1992). Scheper-H ughes y B ourgois (2004) sugieren que
parte de esta «evitación» puede estar relacionada con el m iedo a
que el análisis de for m as indígenas de violencia pudiera exacer-
bar estereotipos de «pri m itivismo» o «salvajismo» que pudieran
fomentar represiones y respuestas violentas. Aun así, señalan
algo que tiene bastante i m portancia en el replantea m iento histó-
rico de la disciplina: ha sido la propia violencia colonial e i m pe-
rialista, como lo son ahora las for m as de violencia y explotación
poscoloniales, la que ha «producido» nuestros «objetos de estu-
dio» tal como se los encontraron los primeros etnógrafos de ca m-
po —como ta m bién apuntara Taussig en 1989. Por lo tanto, la
explotación, el genocidio y el etnocidio han constituido históri-
ca mente la escena básica de la investigación antropológica, y
éste es un hecho que no puede obviarse en la disciplina. Para
estos autores, aún hoy, a pesar del boom de los estudios de vio-
lencia y sufri m iento social, lo que los estudiosos y analistas de
los estudios de paz lla m an los «signos de detección tem prana»
de los conflictos los anuncian en m ás ocasiones los periodistas y
activistas que los antropólogos.
Si es posible hablar de un cortocircuito en la antropología
clásica, en las últi m as décadas se ha pasado a una situación de
m ucho interés por estas violencias antes obviadas. E l propio in-
cremento en la visibilidad de las violencias (tal como las consu-
m i mos en los medios), unido a los nuevos desarrollos teóricos

219
que nos per m iten acotar, distinguir, contextualizar y relacionar
diferentes tipos de violencia con m ayor precisión, son elementos
funda mentales en su popularidad actual como objeto de estu-
dio. Y aquí nos encontra mos con un posible daño colateral de
calado: la sobreproducción y, en consecuencia, el posible exceso
de representatividad de los aspectos violentos de las sociedades
hu m anas, vinculado adem ás a las dem andas de un mercado aca-
démico cada vez m ás com petitivo y proclive, especialmente en el
m undo anglosajón, a cierta corriente de espectacularización de
la producción científica. A los ca m pos m ás tradicionales de estu-
dio, entre los cuales están los que N agengast ha denom inado
«escenarios tribales» (preestatales o subestatales) de la violen-
cia» donde el interés residía en el análisis de violencias de tipo
«práctico, físico y visible» en contextos tradicionales (1994), se
añaden en las últi m as décadas otros escenarios de investigación
que responden a las transfor m aciones sociales, políticas, econó-
m icas y culturales de las últi m as décadas, vinculadas a los i m-
pulsos de la globalización, y a los esfuerzos de la disciplina para
responder teórica y metodológica mente ante estas situaciones.
N o sólo se trata de la aparición de escenarios de investigación
novedosos, sino también de la transformación de lugares más clá-
sicos en la disciplina en paralelo a la expansión y desarrollo de
nuestros instru mentos metodológicos y conceptuales para afron-
tar las violencias. Los campos de investigación de la antropología
de la violencia están expandiendo y desbordando los objetos de
estudio más clásicos de la disciplina, y ahora es frecuente encon-
trar antropólogos investigando violencias en campos de refugia-
dos, bases militares, zonas de guerra, textos coloniales e imagina-
rios terapéuticos trau matizados, o entre presos políticos, milita-
res, políticos y fa m iliares de desaparecidos, exco m batientes
exiliados, drogadictos o traficantes de drogas, guerrilleros y mé-
diu ms espiritistas, reporteros de guerra, viudas de guerra, merca-
dos clandestinos de órganos hu manos, violencias étnicas, genoci-
dios, violencias de género, psiquiatras depurados por la dictadu-
ra, emigrantes indocumentados atrapados en las fronteras, cuerpos
policiales, niños institucionalizados, trabajadores acosados, indí-
genas en situaciones posbélicas, m ujeres excluidas, maltratadas y
asesinadas; supervivientes de desastres naturales, etc.
Parece evidente señalar que las violencias son un objeto de
estudio difícil en el m arco etnográfico que hemos definido en

220
este texto. Por supuesto, hay diferencias radicales entre unos
escenarios de investigación y otros. Pero, como regla básica, a
medida que au menta la intensidad de la violencia —hasta llegar
al extremo que Swedenburg denom ina «lugares de ca m po trai-
cioneros» o de «pri mera línea de batalla», en los que la virulen-
cia de la confrontación social es tan grande que los infor m antes
no entenderían posturas inter medias o relaciones de ca m po con
personas o grupos considerados rivales (1995)— au mentan las
incertidu m bres y peligros de llevar a cabo una investigación, ya
sea para el antropólogo o para los infor m antes y com unidades
involucrados en el estudio, ya sea a corto o a largo plazo. E n las
situaciones descritas por Swedenburg, que hizo trabajo de ca m-
po en G aza, el etnógrafo necesaria mente se «conta m ina» o «tiñe»
con las relaciones sociales que desarrolla en el ca m po, lo que le
cierra m uchas puertas, y en la m ayoría de los casos la «observa-
ción participante» ni es posible ni deseable. E n situaciones así,
lo m ismo que algunos autores defienden el m anteni m iento de
for m as modificadas o restringidas del trabajo de ca m po sobre el
terreno como marca básica de la disciplina, encontra mos al m is-
mo tiem po defensas m uy articuladas de la antropología a distan-
cia como vía legíti m a para proyectar la lente analítica sobre si-
tuaciones de violencia extrem a en las que es i m posible o poco
aconsejable la presencia sobre el terreno, utilizando el método
com parativo y la destreza profesional para articular versiones
antropológicas de situaciones que sólo podemos entrever a tra-
vés de los medios de com unicación (Robben, 2008).
Como ta m bién apunta Lee (1995), la posición del etnógrafo
es delicada en estas situaciones, puesto que el flujo de infor m a-
ción es m uy restringido, los ca m pos de sospecha m uy acusados,
y es fácil que un investigador sea «em pujado» al rol de espía o
posible delator. E n m uchas ocasiones, sólo es posible trabajar
con lo que H oro w itz deno m i n a el «m etaconflicto», es decir,
«el conflicto sobre la naturaleza del conflicto», que es una pugna
si m bólica de carácter m ás discursivo que práctico (1991). Puede
plantearse una pregunta sin solución única, pero que merece ser
form ulada asiduamente durante el proceso de investigación: ¿qué
constituye, en cada caso, un «buen trabajo de ca m po» sobre un
tipo de violencia especifica? Plantearse esta pregunta supone cla-
rificar, y en su caso reajustar, los aspectos éticos de la investiga-
ción, la posición —científica, m ilitante— del investigador res-

221
pecto al objeto de estudio, las decisiones metodológicas tom a-
das a la hora de trabajar entre vícti m as y perpetradores de la
violencia, o la priorización de la recogida participante de datos
sobre prácticas y/o imaginarios y representaciones de la violencia.
E l libro de Lee D angerous F ieldwork (1995), como los artícu-
los reunidos por Carolyn N ordstrom y Tony Robben en su libro
F ieldwork U nder F ire (1995) y por G reenhouse, M ertz y Warren
en E thnography in U nstable Places (2002), plantean m uchas cla-
ves para el debate sobre la investigación antropológica de los
hechos violentos. Robben y N ordstrom (1995) enfatizan la cuali-
dad «escurridiza» de la violencia, así como su cualidad cultural.
L a violencia es confusa y produce desorientación —no tiene de-
finiciones sencillas, ta m poco entre los actores sociales i m plica-
dos—, afecta a aspectos funda mentales y m uy com plejos de la
supervivencia hu m ana, y tiene un papel m asivo en la constitu-
ción de las percepciones de la gente i m plicada. Para estos auto-
res, la com plejidad de la situación puede llegar a producir en el
investigador, m ás allá del «choque cultural» tan característico y
discutido en la disciplina, un «choque existencial» que desesta-
biliza el equilibrio dialéctico entre em patía y distancia m iento
que hemos descrito en esta memoria. Siendo esto así, las dificul-
tades metodológicas son considerables.
Lee señala, en pri mer lugar, que no hay por qué ir a un lugar
conflictivo para que el trabajo de ca m po se haga peligroso en un
momento deter m inado. E stos peligros coyunturales, que inclu-
yen accidentes, robos, atracos, enfer medades, conta m inación
medioa m biental, etc., no se han estudiado sistem ática mente, y
han sido tratados como «batallitas de guerra» contadas entre
colegas m ás en los pasillos de las instituciones que en las clases y
en los debates m ás for m ales sobre metodología. Lee distingue
dos tipos de peligro en el trabajo de ca m po etnográfico, el «a m-
biental», y el «situacional». E l pri mero se refiere a los peligros
que corre un investigador por la naturaleza del ca m po que elige,
como ocurrió durante m uchas fases de m i trabajo de ca m po en
Venezuela, en la que tenía que «entrar» en barrios m arginales
que estaban controlados por bandas de jóvenes e incluso de ni-
ños ar m ados. E l peligro «situacional» surge cuando la presencia
del antropólogo genera algún tipo de conflicto que puede acabar
en un acto violento. Los antropólogos urbanos que trabajan en
situaciones de marginalidad, como Philippe Bourgois (1995), han

222
tenido que enfrentarse a situaciones m uy com plicadas, incluso
desde el punto de vista legal, debido al uso adictivo que sus infor-
m antes hacían del crack y a su vinculación con la venta de droga,
de la que era testigo en su investigación. E s obvio que estos posi-
bles peligros deben anticiparse y pueden modificar agendas de
investigación o descartar posibles lugares de acceso al ca m po.
Ya vimos que resultaba problemático el mero posicionamiento
del investigador en el «ca m po» cuando el estudio incluye violen-
cias, y ta m bién lo es el estableci m iento de rapport y de relaciones
fructíferas con los infor m antes, en ca m pos sociales dom inados
por la desconfianza. Como argu menta G reen refiriéndose a su
trabajo de ca m po en G uatem ala (1995), es difícil llevar a cabo
un trabajo de ca m po en lugares donde el m iedo y la sospecha
son com ponentes funda mentales y crónicos de la memoria e in-
teracción social. E n estos casos, el silencio y el secreto, como
estrategias de supervivencia en entornos hostiles, son las expre-
siones sociales del conflicto con las que se encuentra m ás fre-
cuentemente el etnógrafo. É ste es el caso de los escenarios de
guerra, aunque estos factores ta m bién son i m portantes en otros
contextos como, por ejem plo, en casos de represión política, vio-
lencia delincuencial o tráficos ilegales. E n estas situaciones el
antropólogo, para realizar su trabajo de investigación, necesita
construirse un espacio social específico que le diferencie de agen-
tes visibles u ocultos de la violencia, como pueden ser los aseso-
res m ilitares o las distintas categorías de espías o infor m adores,
pero quizá ta m bién —aunque esto merecería m ayor discusión—
de otros agentes externos que transitan por los escenarios de la
violencia, como pueden ser los periodistas, los funcionarios de
instituciones internacionales, o los m iem bros de O N G . L a bús-
queda de «porteros» se hace m ás com plicada, y el desarrollo de
las relaciones de em patía adecuadas puede llevar m ucho m ayor
tiem po que en una situación de ca m po «pacificada», y difícil-
mente se producirá en los m ismos tér m inos de confianza, inclu-
so en los casos del «antropólogo nativo» (Z ulaika, 1995).
Si cualquier trabajo de ca m po requiere explicaciones, en ca-
sos donde hay conflictos, violencias o for m as de sufri m iento so-
cial, el etnógrafo deberá someterse a un escrutinio escrupuloso
tanto por parte de las «autoridades com petentes» o «en conflic-
to», como de los cuerpos m ilitares o policiales, así como de los
propios civiles. E ste tipo de escrutinio puede ser for m al o infor-

223
m al. De hecho, como señalan Robben y N ordstrom (1995), la
circulación de ru mores y cotilleos están presentes siem pre en el
trabajo de ca m po, pero se vuelven especialmente delicados en
situaciones de conflicto, por dos motivos. Pri mero, porque pue-
den incluir al etnógrafo, que puede perder el control sobre la
negociación de su rol de ca m po. Y segundo, porque estos ru mo-
res son una de las principales «m aterias pri m as» del trabajo de
ca m po en conflictos, y son difíciles de m anejar en la interpreta-
ción etnográfica. Ponga mos un ejem plo de un intento inicial de
«entrada» en un contexto de represión política. C uando G ilmore
solicitó per m iso para investigar en F uen m ayor en tiem pos de la
dictadura franquista, su solicitud fue inicialmente rechazada,
pues las élites del m unicipio tem ían que fuera un «agitador polí-
tico». Pero G ilmore al m ismo tiem po reconocía que «la apari-
ción repentina de un etnógrafo en una com unidad dividida en
facciones puede encajar en una pauta de sucesos que puede ser
entendida como m ás que una coincidencia» (1991). Sólo des-
pués supo que había habido varios incidentes de ocupación de
tierras en el pueblo, que se había producido un incremento en
las actividades sindicales clandestinas, y que adem ás el líder co-
m unista había regresado hacía poco tras una larga estancia en
las prisiones franquistas, aspectos que afectaban directa m ente
a las interpretaciones locales de su aparición como investigador.
Como señala Lee (1995), lo m ismo que en algunas ocasiones
la presencia del antropólogo puede perjudicar o causar com pli-
cados dilem as a los infor m antes, en otras puede llegar a actuar
como «salvoconducto» para ellos, pues, por ejem plo, los actores
sociales pueden considerar que un acto de violencia ejercido en
el entorno o contra un «extranjero» tendría repercusión mediá-
tica o diplom ática, lo cual puede interesar o no a las distintas
facciones. Ta m bién en ocasiones, algunas personas «sin voz» o
con escasa representatividad política en un conflicto deter m ina-
do pueden estar interesadas en establecer una relación de inves-
tigación con un etnógrafo. Sluka, basándose en su experiencia
de ca m po estudiando grupos independentistas ar m ados en Ir-
landa del N orte, delinea una serie de principios generales para
garantizar la seguridad de las personas i m plicadas en una inves-
tigación de alta carga política y m ilitar, incluyendo al investiga-
dor. Lo pri mero es desarrollar una conciencia reflexiva sobre la
diferencia entre los peligros «reales» y los peligros «im aginados»,

224
m uchas veces influenciados por estereotipos mediáticos y por el
desconoci m iento de las claves de sociabilidad y conflicto de una
situación de ca m po deter m inada. E l cálculo previo de peligros,
la conveniencia de diversificar los tem as estudiados para redu-
cir la visibilidad pública del m ás conflictivo, la eli m inación de la
agenda de preguntas o tem as incorrectos, el estableci m iento de
medidas de seguridad y confidencialidad en torno a m ateriales
de ca m po —grabaciones, fotos— com prometidos, la definición
clara de lí m ites sobre las situaciones en las que el investigador
está dispuesto a participar o no, o la investigación de las fuentes
de financiación de la propia investigación, son algunos de los
tem as que plantea (1990 y 1995). F eld m an, que ta m bién trabajó
en B elfast, como Sluka, construyó su «ca m po» teniendo claro
que «para saber, tenía que convertir me en un experto en demos-
trar que había cosas, gentes y lugares de los cuales no quería
saber nada» (1991). Lee señala que es crucial en el trabajo de
ca m po en situaciones de conflicto evitar provocar cualquier po-
sible sospecha de que se está llevando a cabo un trabajo encu-
bierto —como en el caso que ocurrió en Irlanda del N orte en los
años setenta, cuando un antropólogo nortea mericano fue heri-
do por el I R A— y es recomendable para el investigador adoptar
un rol preventivo de «cobarde rutinario». F eld m an, en su estu-
dio sobre B elfast, se encontró con problem as para gestionar la
pauta de segregación espacial entre unionistas y republicanos.
C uando se dio cuenta de que los únicos agentes sociales que pa-
saban de unos espacios a otros eran la policía y el ejército, des-
cartó utilizar dichos recorridos en su etnografía. Violar estos
códigos espaciales sería como m íni mo etnográfica mente absur-
do, si no «cóm plice». E s decir, tenía que controlar no sólo lo que
decía o pregu ntaba, sino dónde era «política m ente correcto»
que estuviera en cada momento en la topografía de la ciudad.
Robben apunta otro problem a clave las situaciones de con-
flicto: el de la «seducción etnográfica» (1995), que G ilmore ta m-
bién form uló en términos de «competición com unicativa» (1991).
F rente a esta situación de posible «equilibrio em pático», siem-
pre difícil de gestionar, G ilmore adopta una actitud opti m ista: el
hecho de que cada bando trate de transm itir al investigador su
versión incrementa el volu men de infor m ación recogido. Pero
para Robben, el hecho de que los distintos agentes sociales en
una situación concreta de violencia, en este caso la «guerra su-

225
cia» en Argentina, trataran de persuadir al investigador para que
adoptara su bando y su versión de los hechos en un contexto de
alta com petitividad respecto a la legiti m idad de las representa-
ciones de la violencia, le produjo un «bloqueo etnográfico», has-
ta que supo descifrar las estrategias de seducción que em pleaba
cada categoría de agente social, ya fueran los generales tortura-
dores, los torturados, los fa m iliares de desaparecidos, etc. Por
ejem plo, Robben estaba preparado para que los generales nega-
ran su i m plicación en desapariciones y torturas, pero no para
que desplegaran en las entrevistas una gran si m patía y un «gran
sentido cívico y un conoci m iento considerable de la literatura, el
arte y la m úsica clásica» (1995). Adem ás, si la seducción puede
paralizar al etnógrafo y rom per sus expectativas de conseguir
«conversaciones densas» sobre la dictadura, con m ayor razón lo
harán el m iedo, la ansiedad o la inti m idación que puedan pro-
ducirse en otras situaciones de m ayor com plejidad o de violen-
cia m ás «caliente». E ste plantea m iento de Robben sobre las «se-
ducciones etnográficas» nos lleva a un tem a que es de m ucho
interés en el estudio de la violencia y el sufri m iento social, y tie-
ne que ver con el valor y la fiabilidad de los testi monios que
recogemos en el ca m po mediante conversaciones y entrevistas
como las que describi mos en otra sección de esta memoria.
Robben tenía todavía m ás problem as con las estrategias de
seducción de las vícti m as que con la de los generales, pues le
planteaban m ayores problem as éticos. Pri mero, por la si m ilitud
entre las entrevistas y los interrogatorios, lo que incomodaba
tanto a él como a sus infor m antes. Y luego, por las dudas sobre
su fiabilidad. ¿Cómo podía dudar de las historias de horror y
crueldad que contaban? ¿Cómo podía pensar que no fueran «ge-
nuinas»? F inalmente decidió incluirlas en el análisis de las se-
ducciones para evitar una «recepción acrítica» de su experien-
cia, que no beneficiaría en nada a las vícti m as. L a preocupación
de Robben enlaza con debates de corte m ás filosófico sobre la
figura emergente de la «vícti m a», que está cobrando un gran
prestigio internacional en las últi m as décadas (F assin y Recht-
m an, 2009), y el valor de su testi monio. E stos debates con fre-
cuencia visitan los paisajes del H olocausto, como paradigm a de
la barbarie contem poránea. Aga m ben, en Lo que queda de Au-
schwitz: el archivo y el testigo (2000), sostiene que los supervi-
vientes del H olocausto no son los verdaderos testigos del horror,

226
por el hecho de haber sobrevivido. Sí lo fueron los lla m ados m u-
sulmanes, los que se dejaban ir, los que habían perdido toda es-
peranza, cuya visión causaba rechazo entre los otros prisione-
ros. E l m usulmán de los ca m pos de exter m inio representa el
últi mo grado de deterioro físico y psíquico del ser hu m ano. Son
los hu ndidos de Pri mo Levi (1989). Aga m ben sospecha que, en el
caso extremo de los ca m pos de exter m inio nazis, todo testi mo-
nio que apele a la supervivencia busca justificar lo injustificable,
quiere hacernos creer que las artes, m uchas veces de dudosa mo-
ralidad, que usó para sobrevivir no afectan a la calidad del testi-
monio. Por lo tanto, para este pensador, el testi monio dictado
por la supervivencia no es de fiar, pues cabe esperarse que se
ocupe m ás de la justificación de la supervivencia que de dar ra-
zón de los hechos. Reyes M ate, por su parte, piensa que no todos
los testi monios son igualmente fiables, y que el conoci m iento
que producen los supervivientes es difícilmente transmisible, pero
no se les puede descalificar de entrada, y no se puede reducir
todo testi monio al silencio. M ate se hace la siguiente pregunta:
«¿por qué el superviviente del encefalogra m a plano y no el de la
subjetividad lúcida es el testigo verdadero?» (2003).
E l H olocausto es un caso extremo de sufri m iento, pero los
debates que se han producido en torno al testi monio de los su-
pervivientes tienen i m plicaciones i m portantes para la antropo-
logía de la violencia y del sufri m iento social (L anger, 1991). De
hecho, la metáfora de la «zona gris» de Pri mo Levi (1989) se ha
convertido en una de las m ás poderosas para expresar los claros-
curos de las narrativas, los discursos y las experiencias de la vio-
lencia —que son m uchas veces la infor m ación funda mental con
la que se trabaja en esta subdisciplina—, lo m ismo que la «cultu-
ra del terror» o el «espacio de la m uerte» de Taussig (1989), los
«pequeñas guerras» y los «genocidios invisibles» de Scheper-
H ughes (Scheper-H ughes y B ourgois, 2004), el «sufri m iento so-
cial» de K lein m an, etc. Desde la antropología se ha trabajado
bastante en las «memorias de los vencidos», sujetos habituales
de nuestro interés investigador, y desde la antropología médica y
la antropología del sufri m iento social, en las distintas tra m as
—desde narrativas a som áticas— que cada cultura tiene para
inscribir el pasado y la experiencia trau m ática, incluyendo los
«síndromes de filiación cultural». Al contrario de lo que sostiene
Aga m ben, desde la antropología podemos considerar que hay

227
for m as de descifrar, en estas tra m as del trau m a, quizá no los
«hechos», pero sí sus consecuencias y sus representaciones, me-
diante lo que C ulbertson lla m a la «escucha profunda» —deep
listening— (1995). E l conoci m iento de los vencidos o de las vícti-
m as es con frecuencia juzgado como sospechoso, por su subjeti-
vidad, por ser excesiva mente emocional, por su anclaje local,
por su fragmentación, etc. L a propia naturaleza de la violencia
que, cuando no es crónica, «deshace» y desestructura radical-
mente el m undo de la cotidianidad (Scarry, 1985), hace m uy di-
fícil a las personas que la han sufrido recordarla o com unicarla
de for m a que pueda ser cómoda mente analizable. H ay for m as
de violencia extrem a que alteran la estructura de percepción y
senti m ientos de las vícti m as, y el resultado es que la expresión
en for m a de relatos es un com plicado ejercicio de traducción de
la violencia y sus heridas en repertorios narrativos e i m ágenes
culturales que m uchas veces se quedan pequeñas o resultan in-
adecuadas. E l sufrim iento social no es medible de forma objetiva.
Pero, sin duda, se trata de una for m a de conoci m iento —narra-
tivo, corpóreo, emocional, ritual— que tiene i m portancia para la
gestión adecuada de la memoria trau m ática en las sociedades
contem poráneas.
Aunque planteadas de m anera esquem ática, todas estas con-
sideraciones tienen relevancia metodológica, porque se refieren
a la com unicabilidad o incom unicabilidad del sufri m iento, a la
estructuración de la memoria trau m ática, a las tra m as narrati-
vas de las que una cultura dispone para expresar el dolor, y al
valor de los testi monios que recogemos en entrevistas en investi-
gaciones de ca m po sobre conflictos y violencias, tem a que desa-
rrollaré con m ás detalle en el futuro en m i investigación sobre
las exhu m aciones de las fosas de la G uerra Civil. Sobre este m is-
mo tem a, y ta m bién en relación con las «nuevas socializaciones»
basadas en la conciencia de la desigualdad de género, Teresa del
Valle (1995 y 1996) ha sugerido explorar cuatro puntos de acce-
so a la memoria individual y social: los «hitos», las «interseccio-
nes», las «articulaciones», y los «intersticios». Los hitos son «aque-
llas decisiones y vivencias que al recordarlas se erigen en refe-
rencias sign ificativas». L as i ntersecciones se refieren a esos
momentos en los que la persona entrevistada «hubo de enfren-
tarse a la decisión de tom ar un ca m ino y dejar otros». L as articu-
laciones son «los procesos de ajuste, encaje o enlaces de las dis-

228
tintas partes de un todo». Los intersticios, finalmente, serían en
el relato biográfico «espacios pequeños que median entre dos
cuerpos o entre las partes de un todo y que son a m plificadores
ya que encierran en sí perspectivas m ás a m plias de lo que en un
principio se podría percibir». Del m ismo modo, el trabajo de
Pazos, Devillard, Castillo y M edina (1996) analiza las condicio-
nes de producción del discurso autobiográfico de los lla m ados
«niños de la guerra», que es un pasado reconstruido desde el
presente y para el presente, a pesar de que la conciencia de los
propios actores sociales lo reconozca como un «reflejo fiel». Por
eso es m uy i m portante en estos casos de recogida de testi monios
de experiencias trau m áticas enfatizar el reconoci m iento del con-
texto —«la posición social y personal de los agentes, su génesis,
los objetivos y la estructura de los ca m pos sociales que contribu-
yen a la fabricación del discurso, el momento y las circunstan-
cias históricas»— en el cual han sido articulados, para poder
desentrañar correcta mente su significación.
Como señala D ulong respecto a la emergencia y recogida del
«testi monio histórico», es i m portante desde el punto de vista
metodológico prestar atención a la «sensibilidad corporal» en el
proceso de toma de testimonios orales sobre el sufrim iento, pues-
to que «el cuerpo del testigo está necesaria mente i m plicado en
este género de testi monio» (2004). Para D ulong, «la com unica-
ción no sólo pasa por las palabras, i m plica ta m bién el tono de
voz, la m í m ica del rostro, los gestos. Incluso si no presentan los
estigm as de la victi m ización, el cuerpo del testigo expresa el re-
cuerdo de los tor mentos soportados». Por eso propone incorpo-
rar a la metodología de las entrevistas el análisis del sufri m iento
«estética del testi monio». Así, las narrativas del trau m a o el su-
fri m iento no agotan la experiencia del sufri m iento social. Aparte
de los testi monios orales de las vícti m as, que siguen siendo un
vehículo crucial de acceso a la experiencia del sufri m iento, es
preciso m irar ciertos —a veces pequeños, m inúsculos— rituales
cotidianos, expresiones artísticas, actos con memorativos clan-
destinos, y, m uy especialmente, expresiones som áticas —corpó-
reas— del dolor y el trau m a, desde la cotidianidad hasta los con-
textos de entrevistas de investigación.
Después de este debate general sobre algunas de las caracte-
rísticas específicas de la antropología de la violencia, para aca-
bar, discutiré por separado los dilem as metodológicos que se me

229
han planteado al estudiar tanto las infiltraciones de la violencia
estructural y cotidiana en el espiritismo de M aría L ionza en Ve-
nezuela, como el despliegue contem poráneo de una violencia de
retaguardia que tuvo lugar en un contexto bélico hace m ás de
setenta años, como es el caso de las exhu m aciones de fosas co-
m unes de la G uerra Civil.

5.3.1. De las violencias cotidianas...

M i trabajo de investigación sobre las expresiones de la vio-


lencia delincuencial y cotidiana en el culto de M aría L ionza tra-
za una ruta que va del cuerpo a la memoria, al trau m a y vicever-
sa. Pero en este caso el vehículo del trau m a social no era tanto la
expresión oral, sino la posesión espiritista y sus sofisticados re-
gistros corpóreos. Supuso m i pri mer contacto sobre el terreno
con situaciones m uy sórdidas de violencia cotidiana. M i proyec-
to inicial consideraba las for m as de posesión emergentes en el
culto como una especie de caleidoscopio corpóreo a través del
cual descifrar la sociedad venezolana m ás allá de la lógica y el
contexto del ritual religioso. Antes de viajar a Venezuela, pensa-
ba de un modo algo bucólico en el interés que podía tener el
espíritu de Si món B olívar para entender cómo se filtraban las
ideologías oficiales del E stado a las for m as de corporalidad po-
pulares, o en la plasm ación corpórea de las esta m pas literarias
de los caciques indígenas coloniales, o en la capacidad del culto
de absorber m uchas de las estrategias terapéuticas populares y
biomédicas. Sabía de la dificultad de trabajar en Caracas, pero
desconocía el dra m atismo con el que los a m bientes sociales en
los que iba a investigar el espiritismo, los barrios, estaban i m-
pregnados de violencia y m uerte. L a in mersión en el trabajo de
ca m po ca m bió rápida mente m i percepción. Como alguna vez he
comentado m ás infor m almente, estas violencias del día a día me
«saltaron a la cara» desde que pisé Caracas, condicionaron pro-
funda mente m i proyecto sobre M aría L ionza desde el principio
de m i trabajo de ca m po, y me incitaron a desarrollar una línea
de investigación que dura hasta el presente. L a violencia cotidia-
na me afectaba en dos aspectos funda mentales: la peligrosidad
de los barrios populares de Caracas, a los que tenía que entrar
casi cotidiana mente, y la reciente llegada al culto de unas cate-

230
gorías de espíritus nuevas que estaban directa mente relaciona-
das con el m undo delincuencial: los espíritus de delincuentes o
malandros, por un lado, y los espíritus de africanos y vikingos,
por el otro. Si los espíritus malandros recreaban las vidas frági-
les, rápidas y cortas de m uchos jóvenes de los barrios m uertos en
refriegas callejeras, los africanos y vikingos exploraban los lí m i-
tes de la violencia, el dolor y la m uerte en unos despliegues ritua-
les donde predom inaban prácticas de autom utilación y dom ina-
ba el lenguaje de la sangre como recurso terapéutico y m arcador
de prestigio. A m i sorpresa inicial se unió la constancia de que el
espiritismo no era en absoluto ajeno a la práctica cotidiana de
las violencias —se comentaba, por ejem plo, que algunos policías
mordían las balas en cruz al hacer operativos en los barrios, y
que los jóvenes se protegían de las acciones policiales con con-
tras espiritistas— y que era incluso m uy practicado entre las ban-
das —como, por ejem plo, en los lla m ados entierros de malandros.
Ante la certeza de que las violencias cotidianas eran parte
consustancial de m i escenario de investigación, se me plantea-
ban dos opciones funda mentales. L a pri mera de ellas, sufrirlas
«en silencio» durante el trabajo de ca m po pero escindirlas del
proyecto de investigación, pasando de puntillas por ellas. E sto
sólo hubiera sido posible si a m i investigación subyaciera un
concepto «tradicionalista» del culto, menos interesado en las
transfor m aciones y novedades que en las per m anencias y «clasi-
cismos» de esta práctica religiosa. L a segunda, incorporarlas ple-
na mente a su diseño, tratando de adecuarlo con la m ayor hones-
tidad posible a la naturaleza y los contornos de los procesos con
los que me iba encontrando. Como m i visión del culto era la de
una práctica emergente, carente de una ortodoxia clara, tocada
por el vértigo de la modernidad petrolera y en per m anente esta-
do de m utación, eran precisa mente estas nuevas for m as de cor-
poralidad violenta las que m ás interés me despertaban, junto a
la transfor m ación ta m bién evidente de las prácticas espiritistas
m ás «clásicas», no tanto por la violencia en sí como por la nove-
dad. Por otro lado, el a m biente académ ico en el que me había
for m ado durante el doctorado me em pujó ta m bién en esta se-
gunda dirección. Textos como los de Taussig (1987) o Starn (1992)
nos ani m aban a los antropólogos a no dejar pasar de largo el
estudio de las violencias que estaban directa mente engranadas
con las relaciones sociales, políticas y si m bólicas de los grupos

231
hu m anos con los que trabajába mos, y el doctorado se em pezaba
a poblar de cursos siempre abarrotados de estudiantes tales como
«violencia y cuerpo» o «antropología de la violencia, el genoci-
dio y el sufri m iento social». E ra el momento de tom ar en consi-
deración la consigna que una de m is directoras de tesis, N ancy
Scheper-H ughes, nos transm itía a todos los estudiantes de su
entorno que salía mos para el ca m po: wherever you are, follow the
dead, wou nded and most vulnerable bodies. Y, ajustando m i pro-
yecto inicial para incorporar el análisis de las prácticas espiritis-
tas no anticipadas que me encontré sobre el terreno, dediqué a
ello parte de m i tiem po.
M irando retrospectiva mente, hay tres ingredientes del estu-
dio de estos aspectos violentos de la sociedad venezolana y del
culto de M aría L ionza que resultaron m ás delicados desde el
punto de vista metodológico que el resto de la investigación. Se
trata de problem as relacionados con la accesibilidad, la repre-
sentatividad de los aspectos violentos en el conjunto del fenóme-
no estudiado, y la representación. Respecto a la accesibilidad,
como ya he explicado antes, una parte m uy i m portante de m i
investigación tuvo lugar en los barrios m arginales de Caracas y
algunas otras ciudades de su alrededor, entornos sociales pro-
funda mente «despacificados» (Wacquant, 2004). A m i llegada
no tenía las claves necesarias para m anejar me con soltura en
estos laberintos autoconstruidos repletos de callejones, escale-
ras y quebradas insalubres —que algunos autores ya denom inan
ciudades-barrio—, con altos índices de pobreza, desestructura-
ción social, presión policial y delincuencia. N unca llegué a apren-
derlos del todo, ni m ucho menos. M i peregrinación por algunos
de los barrios m ás com plicados, por los senderos m ás recónditos
de la montaña de Sorte o por santuarios espiritistas en lugares
apartados, que ahora considero casi suicida, respondía a la pre-
sión etnográfica de experi mentar de pri mera m ano y con toda la
intensidad de la que era capaz los espacios sociales estudiados.
Yo m ismo era m uy crítico con algunos intelectuales «de sillón»
que opinaban sobre la vida en los barrios sin haber pisado uno
de ellos ja m ás. F iel a los criterios consensuados en la disciplina
sobre la necesidad de la presencia para certificar la calidad y
«autenticidad» de los datos sobre el terreno, me sentía en la obli-
gación moral de experi mentar en pri mera persona esos entor-
nos sociales para poder hablar con propiedad —o «autoridad»—

232
sobre ellos. Tuve adem ás la enor me «fortuna» de estar involu-
crado en algunos incidentes com plicados de los que yo y m is
acom pañantes sali mos indem nes. H abía «estado allí», rozando
la violencia hasta los lí m ites de la «distancia prudencial» que
com prometía no sólo m i seguridad, sino la de m is infor m antes.
Sobre el «estar allí en el peligro», transcribo a continuación una
entrada de m i diario de ca m po en el que relato un incidente que
tuvo lugar en un conocido santuario espiritista del estado de
Portuguesa al que había mos viajado desde Caracas, pasando por
B arquisi meto, y en el que, como en otros tantos momentos de
m i etnografía, D aniel B arrios fue la persona clave.

Después de varios meses de perder contacto debido a su


itinerancia, me había encontrado con D aniel B arrios en B ar-
quisi meto, donde me propuso que viajára mos a Agua B lan-
ca con un grupo espiritista local basado en el barrio de San
Juan de la Cañada. Ya entrada la noche, después de varias
horas de intenso espiritismo, cuando sólo quedába mos den-
tro de la cueva cuatro de los nueve m iem bros de la caravana,
D aniel em pezó a recibir fluidos de espíritus. E l pri mero en
bajar en su cuerpo fue el G ran Cacique Terepai m a, que estu-
vo con nosotros durante una hora aproxi m ada mente.
De repente, Terepai m a anunció que tenía que irse por-
que había otro espíritu que deseaba poseer el cuerpo de D a-
niel y le estaba em pujando para que saliera, insistentemen-
te. E ra Jesús E loy G onzález. Caracas, definitiva mente, llega
a cualquier sitio. Jesús E loy fue un malandro que vivió en los
barrios del 23 de E nero, y que m urió de una puñalada ases-
tada por una de sus culebras en E l Valle en 1982. H abía sido
uno de los mejores a m igos de D aniel, al que conoció en su
pueblo natal de G üigüe, donde el malandro visitaba a su her-
m ana con frecuencia. U nos doce años después de la m uerte
violenta de Jesús E loy, D aniel em pezó a hacer peticiones a la
Reina M aría L ionza y a algunos otros espíritus para poder
recibir al malandro en su cuerpo. De este modo, D aniel se
convirtió en su única m ateria, al menos hasta el momento
[...] C uando el espíritu de Jesús E loy descendió en el cuerpo
de D aniel, parecía com pleta mente drogado y, en su caracte-
rístico modo picaresco, comenzó a bromear sobre las cir-
cunstancias de la posesión. Se suponía que no debía de estar

233
allí, pero, pana, se había colado, qué arrecho. H abía otro es-
píritu chamarrero haciendo cola para poseer a D aniel, pero
él se las había arreglado para escurrirse entre medias del
que salía y del que entraba, aunque un poco trom picado,
claro. Pana, ese anís... B ueno, de hecho había llegado de
m ilagro porque lo que salió del cuerpo de D aniel parecía un
autobús a toda velocidad [Terepai m a], que casi le atropella,
pana, y tuvo que echarse a un lado. Pana, qué arrecho es
estar por ahí en los callejones [cuerpos]. B ueno, ahora que
se había ajustado perfecta mente en el cuerpo de D aniel,
«¿dónde estaba el bonche? ¿Q ué es lo que es? ¿Dónde esta-
ban las jebas —chicas—? ¿Y qué tal un poco de bazuco para
agarrar nota?». Sin parar de vacilar y moviéndose con su tu m-
baíto por toda la cueva, se aproxi mó a G regoria, la única
m ujer entre los que quedába mos en la cueva, para ver si en-
ganchaba algo. B obo salió y fue hacia el carrito en el que
había mos venido desde B arquisi meto para buscar un ciga-
rrillo B elmont para el malandro. N o regresó. Jesús E loy se-
guía insistiendo en que si no le dába mos algo para fu m ar se
iba, así que H éctor salió para ver por qué no regresaba B obo.
Volvió con malas noticias. Las cosas no estaban muy claras
fuera. H abía un coche que había llegado hacía poco y tenía sus
luces apuntadas hacia nuestro carrito, y unas cuantas personas
(no pudo precisar el número) estaban caminando en círculos
en torno a nuestros compañeros. Jesús E loy se hizo dueño de la
situación. De hecho, ésa y no otra era la razón por la que había
dejado su bonche en Caracas para poseer a Daniel. Los recién
llegados no tenían las mejores intenciones, estaban allí para
robarnos, y de ahí para arriba. Pero tranquilos, que él se hacía
cargo de la situación. E n todo caso, él ya estaba muerto y bien
muerto, así que no temía a nadie. Sería mejor, claro, si tuviéra-
mos un hierro [pistola]. Todos estábamos muy nerviosos, pero
Jesús E loy continuó su vacilón sin parar. De repente, nos en-
contramos caminando detrás de él hacia el exterior de la cueva.
Allí nos encontramos con que el resto de nuestros compañeros,
que creíamos durmiendo en el carrito, estaban todos levanta-
dos. Cada minuto, más o menos, Antonio, la materia de Bar-
quisimeto, echaba un chorro de gasolina sobre la hoguera casi
extinguida. Con el fuerte viento, una lengua de fuego se elevaba
e iluminaba durante unos instantes nuestros alrededores.

234
Dos o tres personas desconocidas estaban ca m inando en
torno a nosotros, y un m uchacho joven estaba hablando con,
o mejor dicho, interrogando a Antonio y H éctor. Tan pronto
como Jesús E loy llego a la escena, se apropió de ella. Comen-
zó a interaccionar con el m uchacho que estaba de gancho
ciego entre nosotros, bromeando con él y confundiéndole.
«Somos la m ism a gente», no hay problem a, no tenemos por
qué sospechar los unos de los otros. Jesús E loy siguió ha-
blando con esta persona en un tono callejero durante al me-
nos veinte m inutos. E l extraño estaba m uy tenso y justifica-
ba el hecho de que sus com pañeros estuvieran dando vueltas
a nuestro alrededor porque no se fiaban de nosotros. ¿Q ué
hacía mos nosotros, al fin y al cabo, a las cuatro de la m adru-
gada en m itad de un bosque solitario? Lógica mente noso-
tros tenía mos la m ism a duda. N os preguntó que cuántos
quedaban dentro de la cueva, a lo que el espíritu le contestó que
era difícil de saber, pero que unos veinte o así (éra mos nueve
en total). De repente, Jesús E loy m iró alrededor y, pana, ¿no
era ése el carrito de Caricuao? Se subió al carrito entre risas
y se colgó de la puerta, gritando a otros carros como si se
encontrara en medio de una autopista de Caracas. N uestro
visitante estaba perplejo. U nos m inutos después, fue H éctor
el que subió al carrito un momento (era su vehículo) y Jesús
E loy le dijo que no había necesidad de sacar el hierro (que no
tenía mos), que todo estaba bajo control. Después de bastan-
tes m inutos, H éctor reveló con cautela a la persona que esta-
ba con nosotros que en realidad D aniel no era «él m ismo»,
sino que estaba en trance con un espíritu malandro, Jesús
E loy. L a actitud del joven ca m bió totalmente.
D ijo entender. Sabía de lo que estába mos hablando, no
necesitába mos explicarle nada m ás. Después de unos ebrios
m inutos, Jesús E loy nos anunció que le estaban esperando
en un bonche, y que estaba un poco cansado de nosotros, tan
aburridos. Y así tres de nosotros regresa mos con él al inte-
rior de la cueva. Allí nos recomendó que tuviéra mos m ucho
cuidado. Q ue la situación no estaba fácil y que esa gente era
peligrosa. De todos modos, la protección de los espíritus, y
especialmente la de la corte malandra, estaba con nosotros.
É l había hecho lo que podía, y «no estaba m al, ¿eh?», pero
ahora era mejor que nos preparára mos para cualquier con-

235
tingencia. Dejó el cuerpo de D aniel m ientras canturreaba su
canción favorita, La cárcel, y nos anticipaba las delicias del
bonche en el barrio del 23 de E nero al que se dirigía en esos
momentos. N osotros queda mos preocupados y silenciosos
en la cueva. ¿Q ué hacía mos? C uando D aniel se recuperó del
trance, a los pocos m inutos, le conta mos lo sucedido. N o se
podía creer la historia. Aún tuvo un destello de hu mor para
decir me que ahí tenía la prueba de que él no fingía sus tran-
ces. Siendo un cobarde como era, de toda la vida, ja m ás hu-
biera podido fingir a Jesús E loy en un trance semejante, con
tanta responsabilidad. De ningún modo. C uando sali mos de
la cueva, pudi mos ver al grupo de extraños hablando cerca
de su coche, que aún tenía sus luces apuntadas hacia nues-
tro carrito, durante unos m inutos. E n medio de nuestro ner-
viosismo ( H éctor había sacado un m achete de algún escon-
dite en el vehículo, y se mostraba dispuesto a usarlo, otros
com pañeros estaban recogiendo palos y piedras), nuestros
visitantes decidieron dejarnos en paz, se montaron en su carro
y se fueron sin interca m biar otra palabra [...] Después de
este incidente, cada vez que Jesús E loy poseía a D aniel, ja-
m ás perdía la oportunidad de recordarnos los detalles de su
heroísmo en la m adrugada. « E sa historia sí que es buena,
pana, eso sí que fue arrecho».

E ntraba y salía de los barrios casi diariamente corriendo ries-


gos semejantes a los de cualquier otra persona, pero tomé la deter-
minación de no trabajar más que episódicamente y con cierta «frial-
dad empática» con algún miembro de las bandas callejeras. Lo
contrario hubiera precisado de una infraestructura y estrategia
de acceso completamente distinta, y m ucho más arriesgada. Aquí
el culto de M aría Lionza vino en mi ayuda. Trabajar con espíritus
de malandros y de africanos y vikingos tenía dos vertientes. Por
un lado, se me aparecían como expresiones rituales idóneas para
ratificar mi hipótesis de la modernidad del culto y de su capaci-
dad para dialogar con la realidad social más allá del ámbito es-
trictamente religioso; por otro, actuaban como una suerte de «sub-
contrata etnográfica» que me permitía analizar el m undo de la
violencia cotidiana y delincuencial a través de una de sus expre-
siones más benignas para el investigador: su ritualización contro-
lada, una fórm ula de «etnografía a la distancia adecuada». Aun

236
así, tuve que aprender a negociar con los espíritus de la violencia
en los contextos ceremoniales. E l espiritismo también me permi-
tió encontrarme con Juan Tití, uno de mis informantes más pre-
ciados: un antiguo niño de la calle y después malandro que había
dejado ese m undo, aparentemente, gracias al culto, y con el que
pude establecer una relación más estable, aunque no exenta de
desconfianza (F errándiz, 2003).
F inalmente, la antropología del cuerpo se convirtió en un eje
básico a la hora de com unicar ambos niveles de violencia, ritual y
delincuencial. La violencia cotidiana y los ritos espiritistas com-
partían los mismos cuerpos, las mismas lógicas de masculinidad
popular, e incluso las mismas heridas. Por ello, era posible conce-
bir los cuerpos y corporalidades espiritistas como hojas de ruta de
las condiciones que generan y posibilitan las violencias juveniles,
así como de su significación. La exposición al trance con espíritus
africanos y vikingos produce entre los jóvenes un tipo de cuerpos
especializados en la gestión física y simbólica de las violencias
cotidianas. La violencia autoinfligida de estos espíritus tiene, por
un lado, componentes terapéuticos —a nivel social y en la propia
lógica curativa del culto—, por otro lado subraya, literalmente, las
«otras» heridas producidas en la vida cotidiana en los barrios y,
finalmente, resuena con las heridas de la memoria. Las venas abier-
tas de una juventud marginalizada y enredada en m últiples con-
flictos serían en este caso un mapa tridimensional sin cuyo desci-
fra m iento adecuado nos perdería mos en los estereotipos m ás
manidos de la violencia juvenil en los barrios venezolanos. Como
ejemplo de los intentos de capturar estas violencias rituales sin
caer en los lugares com unes de la interpretación de la violencia en
Venezuela, transcribo un fragmento de mi diario de campo donde
relato mi primer encuentro con los africanos y vikingos en la mon-
taña de Sorte, y que utilicé para encabezar mi interpretación de
esas nuevas entidades que estaban llegando al culto (2004b).

M ontaña de Sorte (Yaracuy, Venezuela), principal centro


de peregrinación del culto de posesión espiritista de M aría
L ionza. Sem ana Santa de 1994. Morrongo, un m uchacho del
barrio de Los M angos en L a Vega, Caracas, de apenas 15
años, había llegado a la montaña con un grupo de a m igos,
que algunos de m is acom pañantes calificaron de malandros
—delincuentes. Pronto se desentendieron de él, y comenzó a

237
ca m inar sin ru m bo, silencioso, entre los altares que se esta-
ban instalando en la base de la montaña. L a historia de Mo-
rrongo capturó in mediata mente la atención de los marialion-
ceros que llegaban al santuario, y pronto se convirtió en una
alegoría desgarrada de la violencia cotidiana en la Venezuela
del ca m bio de siglo. E l sinsentido de la experiencia de Mo-
rrongo, tan trágico y tan com ún, recorría las conversaciones.
Algunos com partían con él sus ali mentos. O tros le acogían
durante la noche. Los médiu ms o materias m ás jóvenes le
prometían ceremonias curativas con sus espíritus m ás po-
derosos, los polém icos africanos y vikingos. Morrongo era,
desde hacía tiem po, un m uchacho de la calle. Seis meses
antes de su viaje a Sorte, en su barrio, un joven encapuchado
le había disparado por la espada en cuatro o cinco ocasio-
nes. Aunque sobrevivió al atentado, las secuelas habían sido
dra m áticas. H abía perdido la memoria, apenas balbuceaba
algunas palabras, y ya no era capaz de leer ni escribir. Su
brazo derecho estaba paralizado y ca m inaba con dificultad,
siem pre m irando al frente. L as cicatrices dejadas por algu-
nos de los proyectiles en su cuerpo eran evidentes. U na de
las balas todavía sobresalía de la parte superior de su crá-
neo. Como si se tratara de una reliquia m ilagrosa, algunos se
acercaban con cautela, sobrecogidos, a tocarla.
E l segundo día de su estancia en la montaña, Morrongo
fue el protagonista de una ceremonia espectacular. E ra por
la tarde en Sorte. E l movi m iento nervioso de médiu ms y ayu-
dantes rituales, el altar cubierto de estatuas de espíritus, ve-
las, licores, flores y frutas, los sí m bolos todavía intactos pin-
tados en el suelo con talco, la obsesiva descarga de ta m bores,
todos ellos anuncian el inicio de una ceremonia en uno de
los espacios rituales —portales— situados junto al río. Dos
materias jóvenes, apenas vestidas con unos pantalones cor-
tos rojos, se preparan para el trance. Contem plan la escena
entre cincuenta y sesenta espectadores, en su m ayoría jóve-
nes venidos de distintos rincones de Venezuela. U no de los
médiu ms se sitúa frente al altar y com ienza su trance de una
for m a dra m ática. E l espíritu que viene, E rik el Rojo, le po-
see con gran violencia, como una m ano que entra con lenti-
tud y precisión en un guante, de abajo arriba: pri mero una
pierna, luego la otra, después un brazo y un costado, final-

238
mente el otro. E nseguida, sus rasgos faciales se endurecen,
se le abren desmesurada mente los ojos y brota un grito fe-
roz, sostenido, de su garganta. Tras el pri mer i m pacto, la
materia contorsiona brusca mente su cuerpo. E leva sus bra-
zos al cielo y com ienza a ca m inar con convulsiones, siem pre
gritando. Pronto, su cara se puebla de agujas y, tras cortarse
en repetidas ocasiones con una cuchilla de afeitar que le fa-
cilitan sus ayudantes, la sangre com ienza a deslizarse por
sus antebrazos y su pecho. M ientras tanto la segunda mate-
ria, José L uis, cae súbita mente al suelo de espaldas. Com ien-
za a levantar su espalda en tensión, brota sangre de su boca
junto al turbador grito de los africanos y vikingos. Llega a su
cuerpo el espíritu E riko, y el médiu m pronto se incorpora,
con su mentón ensangrentado.
E ntre la m ultitud, em pujados por los ta m bores y las pal-
m as de los asistentes, E rik el Rojo y E riko se sitúan frente a
frente. E levando sus brazos y girando parcialmente sobre su
cintura, se m iran y evalúan las heridas iniciales. A m bos mé-
diu ms se van tiñendo de sangre, tratando de establecer su
preponderancia sobre el otro. Com ienzan a moverse por la
explanada con el caminar esquelético, espasmódico, descom-
pensado, que caracteriza a estos espíritus. U n poco m ás tar-
de, ya sentados junto al paciente, intensifican el ciclo de vio-
lencia autoinfligida. Cortes de cuchilla en la lengua, en el
tórax, en los antebrazos, en los m uslos. L argas agujas rem a-
tadas con tiras de trapo rojas en las mejillas, en las cejas o
incluso, en el caso de José L uis, en el cuello, a menazando la
vena yugular.
Jaleados por todos los presentes, em piezan la curación
de Morrongo, que está tendido en el suelo en un espacio ri-
tual circular dibujado con talco, rodeado de velas de colores.
Tiene lugar un episodio de extraña disonancia. Los espíritus
lla m an a un niño para que acaricie la cabeza al paciente.
U na m ujer m adura se sitúa junto a él y lee pausada mente la
B iblia, en voz baja. Los médiu ms en trance recorren su cuer-
po con su m a delicadeza —especialmente el brazo y la pierna
paralizados—, con sus m anos i m pregnadas de sangre, y pé-
talos de rosa sujetos entre los dedos. M ientras, ahora sí, rei-
na el silencio, sólo interru m pido por las instrucciones toscas
de los espíritus a sus bancos y los sonidos continuos del atar-

239
decer en la selva. Con la llegada de la oscuridad, los médiu ms
se preparan para volver a tierra. L a salida del trance de José
L uis es escalofriante. Se retuerce, tosiendo con gran violen-
cia. Algunos comentan que no va a vivir m ucho si no modera
la intensidad de su relación con los espíritus africanos y vi-
kingos. U nos m inutos después, ya fuera del trance pero con
su cuerpo todavía m anchado con regueros de sangre seca, se
enzarza en una pelea con un guardia nacional que estaba de
servicio vigilando la ceremonia. Pasará tres días arrestado
en el calabozo.

Respecto a la representatividad, m ientras que para m í estas


violencias rituales pronto se convirtieron en una m uestra clara
de la flexibilidad e incluso «creatividad» del culto, capaz de crear
nuevos y sofisticados lenguajes corporales en sintonía próxi m a
con las preocupaciones y experiencias del día a día de los fieles,
m uchos médiu ms espiritistas las despreciaban y las considera-
ban ilegíti m as y poco representativas del «auténtico» espiritis-
mo, enraizado en supuestas tradiciones ancestrales y alejado de
las «bacanales m alandras» y de los sobrecogedores despliegues
rituales de sangre de los africanos, a pesar de su uso terapéutico.
Algunos trataron de disuadirme de prestarles mayor atención, se-
ñalándome estas prácticas como ejemplos de «contaminación»,
«falta de formación» o «ignorancia» del verdadero espiritismo
practicadas por jóvenes descarriados de los barrios sin la forma-
ción adecuada. Para el público en general, en Venezuela, estás
prácticas que veían con cierta frecuencia en algunos programas
amarillistas de televisión eran prueba de la falta de cultura de los
habitantes de los barrios —tierrúos—, y se podían incluso inter-
pretar en ocasiones en clave satánica. E n el contexto académico,
m i trabajo sobre la violencia ritual provocó que en alguna oca-
sión se me atribuyera la práctica de una «antropología-espec-
táculo» dependiente de las modas académ icas y editoriales, y de
contribuir con ello a la sobreestigm atización de los grupos so-
ciales a los que dedicaba m i investigación, en vez de recoger as-
pectos m ás positivos y menos espectacularizados de su experien-
cia cotidiana y de su religiosidad. Pero, ¿qué podía hacer enton-
ces? ¿B arrer estas prácticas violentas debajo de la alfombra? Estas
últi m as consideraciones están m uy relacionada con el tercer as-
pecto conflictivo de mi investigación sobre el culto de M aría Lion-

240
za que quiero destacar: las retóricas o tra m as etnográficas m ás
adecuadas para hablar sobre todo ello en el registro académ ico.
Respecto a la representación: los debates en torno a las políti-
cas de representación tom an un sesgo especial cuando de lo que
se trata es de hablar de violencias. Dentro de este ca m po, algunos
autores, como Sch m idt y Schröder, han delineado una tensión
entre aproxi m aciones de tipo analítico y de tipo subjetivista a la
violencia, opciones teórico-metodológicas que tienen repercusio-
nes claras no sólo en los presupuestos de la investigación sino
ta m bién en los tipos de textos que se producen. E n su opinión,
para que la antropología de la violencia haga una contribución
i m portante al entendi m iento com parativo de la violencia en el
m undo, debería enfatizar el análisis causal de los aspectos m ate-
riales e históricos de los hechos estudiados. Priorizar de for m a
reflexiva la experiencia cotidiana y los testi monios de los actores
de la violencia, como hacen los autores de tendencia subjetivista,
nos situaría en una retórica de ca m uflajes, silencios y desinfor-
maciones que impide la comprensión «correcta» —histórica, com-
parativa— del fenómeno (2001).
Los autores que optan por colocar la cotidianidad, la descrip-
ción etnográfica, los aspectos subjetivos y/o los testimonios de los
infor m antes en el centro de sus investigaciones y representacio-
nes de la violencia, m arco en el que he escrito la m ayor parte de
m i textos sobre la violencia en el culto, siguen una lógica diferen-
te a la expuesta por Sch m idt y Schröder. Robben y N ordstrom
sostienen que la experiencia es indisociable de la interpretación,
tanto para las vícti m as, como para los perpetradores, así como
para los antropólogos. N o podemos entender la violencia sin ex-
plorar las tra m as en las que se representa —incluyendo, por su-
puesto, las tra m as corpóreas. L a for m a de m ini m izar las distor-
siones que la narración necesaria mente provoca sobre los hechos
violentos es per m anecer lo m ás cerca posible del flujo de la vida
cotidiana (1995). Aunque a veces los términos de los debates plan-
tean estrategias de investigación y representación excluyentes,
quizá una salida —que he intentado ensayar en alguna ocasión—
podría ser no estar del todo ni «aquí» ni «allá», estar en a m bos
lugares a la vez o, mejor aún, reconocer las diferentes estrategias
como com plementarias y m utua mente enriquecedoras, incluso
disponibles alternativa o conjunta mente en el repertorio de un
m ismo autor.

241
H ay otro aspecto relevante directa mente relacionado con la
naturaleza y textura de las retóricas etnográficas con el que he
tenido ta m bién que enfrentar me a la hora de escribir sobre las
expresiones de la violencia social en el espiritismo. Los debates
sobre las políticas de la representación en la antropología de la
violencia se m ueven en la delgada línea que hay a veces entre el
«realismo», la «denuncia» y la «pornografía de la violencia». E n
m i experiencia, el investigador siem pre tiene una relación ines-
table y ca m biante con las violencias que investiga, y eso le fuerza
a replantearse con frecuencia, desde un punto de vista ético, su
escritura y las consecuencias que ella pueda tener. Coincido con
B ourgois, y así he intentado expresarlo en m is textos sobre el
culto y las violencias cotidianas, en la necesidad de enfatizar el
aspecto reflexivo de nuestra tarea etnográfica cuando trata mos
de tem as de violencia, evitando el sensacionalismo y el gore y
proporcionando contexto denso y crítico a los fenómenos que
analiza mos, sin llegar a «sanitizarlos» (2005). E nvolverlas en
contexto denso, como aplicación directa de la «i m aginación et-
nográfica» descrita anterior mente, podría frenar al menos par-
cialmente el posible «efecto espectáculo» de estas violencias, res-
catándolas de la trivialización y la mercadotecnia. Y del talante
crítico, la inevitabilidad o «desanclaje» estructural de estas vio-
lencias y la celebración m ás o menos entusiasta y poco reflexio-
nada de lo popular que a veces se infiltra en ciertos textos i m-
pregnados de nostalgia y «exceso de em patía».
E n conjunto, m irando retrospectiva mente, esconder o nin-
gunear a los malandros y, especialmente, a los africanos y vikin-
gos, o al menos haberlos convertido en epifenómenos sin i m por-
tancia analítica para entender el culto o la sociedad venezolana,
me hubiera ahorrado no pocos disgustos. Sin em bargo, hubiera
silenciado u obviado la oportunidad de afrontar m i tarea —y m i
responsabilidad— como antropólogo con uno de los problem as
m ás acuciantes de la sociedad venezolana contem poránea que,
en una de sus expresiones ritualizadas, estaba llegando en esos
años al culto y ha acabado por apoderarse de él en los años suce-
sivos, pese a los esfuerzos m ás o menos denodados de las ad m i-
nistraciones públicas por frenar la violencia cotidiana y de los
espiritistas m ás clásicos por expulsar a estos espíritus del culto.
Y, a m is ojos, me hubiera si m plificado la vida pero em pobrecido
el resultado de m i etnografía.

242
5.3.2. ...a los paisajes posbélicos

Como ya he comentado, en 2003, tras com pletar m i proyecto


de investigación sobre el culto espiritista de M aría L ionza en
Venezuela, em pecé a seguir el proceso de exhu m aciones de fosas
com unes de la G uerra Civil, en el contexto de los debates sobre
las políticas de la memoria en la España contemporánea. La nueva
conciencia de que m uchos de los parajes rurales en los que algu-
nos siguen viviendo y otros disfrutába mos de las bucólicas vaca-
ciones veraniegas, contenían, en no pocos casos, fosas abando-
nadas y diversos escenarios de la represión, en una escala i m-
pactante, ha supuesto para m uchos una fuerte con moción que ha
desem bocado en un movi m iento social de una m agnitud que
trasciende los á m bitos locales de recuperación de cadáveres en
los que nació, en su m anifestación m ás reciente, en torno al año
2000 (F errándiz, 2005, 2006, 2009a, 2009b, 2010b).
L a pri mera pregunta que me hice fue: ¿hay alguna razón para
que la antropología social y cultural se involucre en el estudio de
las memorias supri m idas, de las cajas negras de la represión, de
los esquem as victoriosos de los vencedores de una guerra civil,
de la deriva de los monu mentos con memorativos, de los resi-
duos de antiguas cárceles y ca m pos de concentración, del movi-
m iento y gestión pública y privada de esqueletos y fosas com u-
nes, de la vida política, jurídica y mediática de los cadáveres?
Pienso que sí, por diversas razones. Pri mero, porque como algu-
nos colegas han señalado (Verdery, 1999; Robben, 2000; San-
ford, 2003), el análisis de fosas com unes y cuerpos violentados
per m ite una convergencia productiva de antropologías de, entre
otras, la violencia, la m uerte, la victi m ización, los derechos hu-
m anos, el duelo, las emociones y el sufri m iento social, la memo-
ria, el ritual, el parentesco, los medios de com unicación, los pro-
ductos audiovisuales o el arte. Al m ismo tiem po, las exhu m acio-
nes y las acciones sociales, políticas y sim bólicas que tienen lugar
en torno a ellas son lugares etnográficos de juego profu ndo, al
tiem po com plejos, exigentes y enor memente fértiles, condensan-
do m últiples procesos que van desde las emociones m ás profun-
das y los gestos casi i m perceptibles a los espasmos mediáticos o
la alta política (G eertz, 1987b) .
A grandes rasgos, las principales dificultades con las que me
he encontrado en esta investigación hasta el momento son: 1) la

243
com plejidad y com petitividad del espacio etnográfico preferen-
te de la pri mera fase de la investigación —las exhu m aciones— y
la insuficiencia del conoci m iento público del papel del antropó-
logo social; 2) la presión social y mediática sobre la devolución
de conoci m iento; y 3) las políticas de representación de la vio-
lencia. L as exhu m aciones son espacios etnográficos difíciles de
m anejar para todos los actores sociales presentes, y ta m bién para
los antropólogos sociales. A la tensión que acom paña la emer-
gencia paulatina de los restos, la presencia emocionada de fa m i-
liares, la circulación de i m ágenes y detalles sobrecogedores so-
bre las circunstancias de los fusila m ientos, se añade la falta de
protocolos de interacción y com porta m iento predefinidos y, para
m uchas de las personas presentes, de una hoja de ruta política,
si m bólica y emocional para navegar por estas situaciones que,
en m uchos casos, sólo experi mentará una vez en su vida (2009b).
L as reglas generales de interacción, acceso a los restos, e incluso
«com porta m iento apropiado», las negocian algunos fa m iliares,
las asociaciones y los equipos técnicos, especialmente los m ás
directa mente involucrados en la excavación de los restos, pero
no siem pre funcionan o son igualmente satisfactorias para todos.
E n este entra m ado, aunque los antropólogos sociales tene-
mos los m arcos teóricos y metodológicos para interpretar las
violencias y los paisajes desolados que dejan tras de sí, carece-
mos del entrena m iento disciplinar que tienen, por ejem plo, los
forenses, para estar tan cerca de ellos. E n este caso, de los cadá-
veres violentados, y de todos los procesos que desencadena su
visualización gradual. E n relación con el posible choque existen-
cial del que hablan Robben y N ordstrom (1995), la etnografía
requiere en este caso, necesaria mente, de u n entrena m iento
emocional paulatino —que no deja de ser una parte i m portante
de la propia etnografía— para asu m ir un entorno a flor de piel de
m anera relevante para el proceso de investigación. Y sobre esta
base, tom ar decisiones a veces com plicadas sobre la idoneidad
de una entrevista en un momento deter m inado, la film ación o
fotografiado de una situación concreta, la selección de informan-
tes en un ca m po social m uy fluido y volátil, o la gestión del ner-
viosismo provocado a veces por la propia sobrepresencia de ex-
pertos, periodistas, políticos y m ilitantes sobre el terreno, que
podría producir cierta fatiga investigadora o saturación de docu-
mentación y registro en algunas de las personas que acuden a las

244
exhu m aciones, ya sometidas a una tensión emocional i m portan-
te por la mera aparición de los cadáveres y la recreación dra m á-
tica de aquellos sucesos trágicos (Clark, 2008).
Respecto a la supervivencia del antropólogo social en un lim-
bo profesional entre los diversos investigadores trabajando en
diversos aspectos de la memoria histórica en E spaña, haré unas
consideraciones generales —referidas especialmente a las exhu-
m aciones— que pueden extrapolarse a la disciplina en general.
U na vez elegidas las excavaciones de fosas com unes como esce-
nario de arranque y anclaje de m i investigación a largo plazo so-
bre las políticas de la memoria en la E spaña contem poránea, me
puse en contacto con E m ilio Silva, presidente de la Asociación
para la Recuperación de la M emoria H istórica (A R M H ) y soció-
logo de for m ación, que percibió desde el principio la relevancia
de que hubiera antropólogos presentes, y siem pre ha tenido la
volu ntad de su m ar esfuerzos de diferentes especialistas para
analizar y entender distintos aspectos de un fenómeno tan polié-
drico. Sin em bargo, no todo el m undo en el entorno de las exhu-
m aciones entendía in mediata mente qué era un antropólogo so-
cial o para qué «servía» exacta mente. Como me comentó en una
ocasión con una mezcla de curiosidad, sorna y afecto el forense
F rancisco E txeberria (Leizaola, 2006): yo coordino un equipo,
localizo una fosa, la excavo, identifico a los cuerpos, hago un
infor me técnico y se los devuelvo a los fa m iliares, ¿y tú? É l no
era el único con dudas. E n cada exhu m ación, casi en cada pri-
mera tom a de contacto con las personas allí presentes, em peza-
mos la etnografía respondiendo preguntas. ¿Q ué es lo que apor-
tába mos en esos escenarios de la violencia? ¿Sabía mos desente-
rrar huesos o identificar desaparecidos? ¿Podía mos dar apoyo
psicológico? ¿Trabajába mos para la prensa? ¿Podían contarnos
entre los activistas de la memoria? ¿Q ué soluciones ofrecía mos
al sufri m iento de las vícti m as? ¿Q uién se leía lo que escribía-
mos? ¿Para qué servía nuestra presencia?
Al principio del proceso, cuando las diversas asociaciones de
recuperación de la memoria em pezaron a hacer convenios con
universidades o a contactar con especialistas para for m ar equi-
pos técnicos para llevar a cabo las exhu m aciones con unos pro-
tocolos m ás consolidados, los antropólogos sociales m uchas ve-
ces no estába mos entre los expertos considerados indispensa-
bles, a pesar de que m uchas de las cosas que ocurren en estas

245
excavaciones han sido y son objeto de interés académ ico en nues-
tra disciplina desde hace décadas, como he señalado antes. A día
de hoy, m uchas descripciones de las exhu m aciones en la prensa
constatan la presencia sobre el terreno de «historiadores, foren-
ses y arqueólogos», pero rara mente la de antropólogos sociales.
E sta falta de visibilidad pública de nuestra labor es en ocasiones
preocupante. Si todo el m undo sabe m ás o menos lo que le co-
rresponde hacer a un arqueólogo, a un forense, a un psicólogo, a
un periodista, a un político, o a un docu mentalista, el tér m ino
«antropólogo social» o «antropólogo cultural» produce cierto
desconcierto. Y ese desconcierto provoca no pocas veces corto-
circuitos de expectativas entre antropólogos e «infor m antes» de
diverso tipo. N os ha llevado tiem po hacer que nuestra presencia
sea considerada oportuna y necesaria, especialmente a través de
una especialización paulatina en el proceso de recogida de testi-
monios que, de algún modo, m ás allá de su i m portancia meto-
dológica y ta m bién política (F errándiz, 2008b), se ha convertido
en nuestra coartada etnográfica para analizar otros procesos si-
m ultáneos pero m ás largos de explicar en cada exhu m ación y a
cada persona que nos pregunta qué hacemos allí.
E l proceso de dar y recoger testi monios no es, por otro lado,
sólo una técnica de recogida de datos en un contexto de observa-
ción participante, sino que tiene un i m portante com ponente po-
lítico para personas que, como ocurre no pocas veces, rom pen
su silencio —público y/o privado— por pri mera vez delante de
las cá m aras de vídeo digital. E sto introduce un nuevo factor de
com plejidad al trabajo etnográfico, ya no sólo relativo a la es-
tructura y significación de las com unidades emergentes de enun-
ciación y escucha, sino ta m bién al m anejo de los m ateriales gra-
bados tras las exhu m aciones. L a especialización en los testi mo-
nios, a su vez, nos pone en situación co m petitiva con otros
profesionales, especialmente con periodistas paracaidistas, cuando
los hay, al ser nuestras expectativas y estrategias de obtención de
infor m ación tan notablemente divergentes como lo puedan ser
la «entrevista en profundidad» y el sou nd bite —mordisco de so-
nido o cita jugosa.
E n paralelo a nuestra consolidación en los equipos técnicos,
nuestro rango de actuaciones se ha diversificado notablemente.
E ntre otras actuaciones, hemos coordinado exhu m aciones oca-
sionalmente (Ignacio F ernández de M ata, L a Lobera en Aranda

246
de D uero, B urgos, 2004; Julián López y F rancisco F errándiz,
F ontanosas, Ciudad Real, 2006), organizado conferencias y cur-
sos de verano, y participado m ás o menos activa mente en aso-
ciaciones y en proyectos de recuperación de la memoria históri-
ca de calado (Ángel del Río y José M aría Valcuende, Proyecto
Todos los nombres de Andalucía; Julián López y M aría G arcía,
Proyecto Todos los nombres de Ciudad Real, etc.).
Ante un tema como éste, es indispensable considerar el asunto
de la responsabilidad social de la antropología (Scheper-H ughes,
1995; Del Río, 2005; Sanford y Angel-Ajani, eds., 2006). E n un
proyecto de esta naturaleza, candente desde el punto de vista del
debate social, las personas y los colectivos con los que trabajamos
nos requieren frecuentemente la devolución inmediata de resulta-
dos. Esto puede ocurrir en las mismas exhu maciones —por parte
de familiares que piden explicaciones o medios de com unicación
que buscan una opinión experta—, en los actos públicos donde se
explican los procedimientos seguidos durante la excavación, en
los rituales ad hoc de devolución de restos, en conferencias en
centros cívicos o de la tercera edad, en coloquios organizados por
asociaciones y partidos políticos, etc.
E n algún otro lugar he señalado la i m portancia de que, en
deter m inados tem as como los relacionados con las violencias y
el sufri m iento social, la antropología tenga la suficiente agilidad
co m o para convertirse en u na disciplina de respuesta rápida
(2006). E sto no supone renunciar o restar i m portancia alguna a
los for m atos y cadencias m ás habituales de la disciplina —aun-
que éstos se estén también transformando a m ucha velocidad—,
sino a m pliar el repertorio, ser capaces de diversificar los discur-
sos en los cuales transm iti mos el conoci m iento producido para
distintos tipos de fines y audiencias al tiem po que, como sugeri-
mos al principio, modulamos las estrategias de investigación para
aprehender adecuada mente problem as de evolución rápida, in-
cluso vertiginosa. Si consegui mos asu m ir este reto, quizá podría
entonces hablarse de una estrategia com binada de etnografías
fluidas diseñadas para afrontar problem as movedizos (Delgado,
2007) mediante una dialéctica de la sorpresa o ilu m inación recí-
proca (Willis y Trond m an, 2000), y de ritmos y for m atos m últi-
ples de devolución de conoci m iento a la academ ia y a la socie-
dad. Como ya lleva años sucediendo en nuestra disciplina, y como
cada vez nos exigen m ás nuestras propias instituciones, profun-

247
dizar en el registro de respuesta rápida nos per m itirá au mentar
nuestra relevancia en debates sociales de actualidad proporcio-
nando análisis crítico en una variedad de contextos, desde re-
uniones académ icas a asa m bleas de O N G o relaciones con los
medios de com unicación, en los que en ocasiones no esta mos
todavía suficientemente representados o nos cuesta traducirnos
de for m a relevante.
Respecto a las políticas de representación de la violencia, los
criterios de contexto denso, reflexividad y aparato crítico son bá-
sicos para el caso de las exhu m aciones y la memoria histórica,
con la salvedad de que en este caso tenemos que interaccionar con
—y construirnos con relación a— ca m pos de conoci m iento tan
distintos entre sí como la historia, la psicología o la antropología
forense. Para m atizar la discusión previa, pondré dos ejem plos,
relacionados con el proceso de digitalización de la memoria his-
tórica y, m ás en general, los problem as que plantean los produc-
tos audiovisuales de la etnografía de la violencia (F errándiz y
B aer, 2008). L as exhu m aciones ofrecen i m ágenes m uy explícitas
de la represión, inscrita en los cadáveres que salen paulatina-
mente a la luz. E l ciclo m ás reciente de exhu m aciones se ha pro-
ducido en el contexto de la sociedad de la infor m ación y el cono-
ci m iento, y es éste un aspecto crucial en su despliegue por el
tejido social, los debates políticos e incluso el aparato judicial
(F errándiz, 2009a, 2010b). E l abarata m iento de las tecnologías
de digitalización de i m ágenes —cá m aras de vídeo y fotografía,
móviles— hace que poda mos incluso plantearnos que el nuevo
lugar de la memoria sea su plasm ación digital (N ora, 1989; F e-
rrándiz y B aer, 2008). E n las exhu m aciones, un nú mero m uy
alto de las personas presentes disponen de estas tecnologías y
hay un registro digital casi com pulsivo de todo lo que sucede,
aunque con motivaciones y estrategias de visualización m uy di-
ferentes. Aunque hay una variedad enor me de actos, objetos y
personas digitalizables, la atención m áxi m a generalmente se di-
rige a los huesos y, m ás concreta mente, a las señales de violencia
inscritas en ellos. ¿Cómo encajar todas estas i m ágenes en el dis-
curso etnográfico? ¿Cómo pueden llegar a modificar el entendi-
m iento del problem a analizado y de la propia estructura de pro-
ducción del conoci m iento etnográfico? ¿E s posible hablar de la
emergencia de una nueva franquicia en el mercado globalizado
del horror y el sufrimiento (Ignatieff, 1998, 1999)? H ablaré en

248
pri mer lugar del uso de estas i m ágenes en presentaciones públi-
cas, y después, en publicaciones académ icas.
E n mis primeras presentaciones públicas usando PowerPoint,
trataba precisamente de desviar la atención de los restos óseos, en
un intento de mostrar que, de algún modo, en las propias exhu-
maciones había vida más allá de ellos, y que eran los procesos
paralelos de retejido de redes sociales, ritualización más o menos
espontánea del duelo, enunciación de narrativas del pasado en
contextos emergentes, etc. —que ocurrían no tanto dentro sino en
torno a las exhu maciones—, los que interesaban preferentemente
a la antropología social y cultural. E n un momento de incerti-
du mbre sobre nuestro papel como investigadores en el proceso,
esto era lo que nos diferenciaba de otros especialistas. M ientras
que los arqueólogos y forenses trabajaban de las fosa hacia aden-
tro con protocolos m uy técnicos, los antropólogos sociales (como
los psicólogos) trabajábamos de manera cualitativa de la fosa ha-
cia afuera, y esto podía marcarse de manera m uy visible en las
conferencias, charlas o intervenciones públicas de cualquier tipo.
E ntre imágenes de gestos de familiares, ofrendas rituales o fotos
antiguas, siempre mostraba algún cráneo con un tiro de gracia
explícito, de forma testimonial, para referirme al impacto que
«esas» imágenes habían tenido al salir a la luz publica en la Espa-
ña contemporánea. N i siquiera me detenía demasiado en la ima-
gen. E n la mayor parte de los casos usaba imágenes ya arrojadas
anteriormente de manera explícita a la mirada pública por algún
medio de comunicación de impacto (portadas de El País, por ejem-
plo), lo que me permitía manejarlas al mismo tiempo como fuen-
te secundaria sobre la plasmación mediática del proceso, y el des-
lizamiento de los u mbrales de tolerancia hacia ciertas imágenes
de la violencia de la represión franquista de retaguardia.
E s decir, estaba utilizando la selección de i m ágenes —y el
descarte consciente de las de violencia m ás explícita o menos
mediatizada— para deli m itar la disciplina frente, especialmen-
te, al estilo forense, a pesar de que m i proyecto se ocupa del aná-
lisis de las violencias. Se daba adem ás una situación paradójica.
E n m uchas de estas intervenciones, coincidía con arqueólogos y
antropólogos forenses cuyas presentaciones visuales, a su vez
condicionadas por su propia for m ación disciplinaria, iban justo
en la dirección contraria. Tras presenciar varias veces largas pre-
sentaciones en las que los protagonistas eran los huesos exhu-

249
m ados, em pezó a producirse una complicidad de estilo visual
(M acDougall, 1992, 1998) con algunos de los médicos forenses,
que a su vez cambiaron profundamente mi comprensión del tema.
Como el resto de la audiencia local, nacional e incluso interna-
cional, em pecé a acostu mbrarme a ver huesos de cadáveres fusi-
lados proyectados en grandes pantallas blancas, lo m ismo que
poco a poco iba haciendo con los huesos en directo de las fosas.
H uesos digitalizados acom pañados de medidas, flechas indica-
tivas, tér m inos técnicos, reconstrucciones de trayectorias de dis-
paros, etc. M e di cuenta de que todas m is cautelas y la poca aten-
ción que estaba prestando a estas i m ágenes iba m uy por detrás
del interés que tenía su procesa m iento técnico en el proceso de
recuperación de la memoria histórica y del grado de absorción
—incluso saturación— que em pezaba a haber de ellas en la so-
ciedad española y en circuitos m ás globalizados, proceso al que
no son ajenas diversas series de televisión de fuerte contenido
forense que se están convirtiendo en for m as m uy poderosas y ya
popularizadas de entender e i m aginar diversos escenarios cri m i-
nales ( K ruse, 2010). M i estudio debía incorporar de m anera m ás
relevante no sólo los huesos tal como emergen en las exhu m a-
ciones, sino ta m bién como son digitalizados por diversos acto-
res sociales y como son elaborados por distintos tipos de espe-
cialistas. Aun así, aun habiéndolos incorporado de m anera m ás
relevante al análisis y a m is propias presentaciones, como vere-
mos a continuación, el temor per m anente de que el uso prom is-
cuo y descontextualizado tenga como consecuencia la banaliza-
ción de los hechos históricos y del sufri m iento social que aún
generan en la actualidad, lo que B ourgois lla m a pornografía de la
violencia, sigue siendo el lí m ite.
Como segundo ejem plo: en una publicación que hice sobre la
etnografía de las fosas com unes (2006), se me ofreció la posibili-
dad de incluir varias fotografías. Al principio, en el interior de la
revista y, m ás adelante, en portada y contraportada. Al recibir la
propuesta del editor, me inquieté un poco. L a i m agen que ha-
bían seleccionado en la revista para la contraportada era una
tom a cercana de dos cráneos con un tiro de gracia cada uno y
con las m andíbulas desencajadas. L a i m agen no sólo era extraor-
dinaria mente explícita, sino que había sido tom ada por el fotó-
grafo con un sentido m ás estético que docu mental, utilizando
las luces y som bras oblicuas del atardecer. E ra una foto magnífi-

250
ca. E scribí al editor comentándole las consecuencias que dar
prioridad a una i m agen así podía tener, especialmente en el con-
texto de u na investigación etnográfica y, particular mente, en
E spaña. E ra evidente que era la m ás i m pactante y la de mejor
calidad, ¿pero era ta m bién la m ás representativa? ¿Describía
mejor el proceso que otras tantas? ¿E ra una publicación acadé-
m ica el mejor soporte para ella? I m ágenes como ésas estaban
circulando en E spaña en los medios de com unicación y en el
ciberespacio, y eran parte funda mental, como hemos visto, de
los informes forenses y de sus presentaciones en PowerPoint ante
auditorios abarrotados. Por m i parte, estaba dispuesto a afron-
tar el debate sobre las políticas de representación en el discurso
antropológico, pero era algo para lo que había que ar m arse teó-
rica y psicológica mente. F inalmente esta i m agen de contrapor-
tada fue sustituida por otra m ás benévola con la violencia cruda
de la represión franquista pero, sin duda, m ás cómoda y tan re-
presentativa del proceso de recuperación de la memoria históri-
ca como la pri mera: una tom a general de la fosa una vez vaciada,
tras una ceremonia con memorativa.
E n este caso, desplazándose desde la violencia explícita a su
ritualización, el temor a la trivialización vía espectáculo del pro-
ceso de recuperación de la memoria histórica se había i m puesto
sobre la i m agen de i m pacto, con una especie de pudor visual que
otros especialistas con los que colabora mos considerarían teme-
roso. L as discrepancias disciplinares sobre las políticas de visi-
bilización del conoci m iento científico son, como en el caso de
las violencias que hemos discutido, relevantes en la deli m itación
y reconsideración de los lí m ites de la representación etnográfi-
ca. L a publicación tres años después de una foto m uy semejante
tom ada en la m ism a exhu m ación por el m ismo fotógrafo, a co-
lor y a doble página, presentando el reportaje de E l País Semanal
«U n tupido velo: 140.000 m uertos invisibles» fir m ado por B en-
ja m ín Prado (18-01-2009), supuso para m í la constatación de
otro giro de tuerca en los u m brales de tolerancia hacia ciertas
estéticas del horror en la E spaña contem poránea respecto a las
violencias de la G uerra Civil y, en su m a, una nueva reorientación
frente la «perplejidad de las curvas» del laberinto etnográfico.

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270
ÍN DIC E

1. I ntroducción .......................................................................... 9
1.1. Consideraciones generales ........................................... 9
1.2. L a etnografía ................................................................ 12
2. L os métodos científico y hermenéutico en antropología .... 15
3. H istoria de los métodos de ca m po y algu nos ejem plos
clásicos ................................................................................ 27
4. E l proceso etnográfico .......................................................... 41
4.1. E l diseño de la investigación ....................................... 42
4.2. E l trabajo de ca m po co m o situación metodológica ... 49
4.3. L a selección del ca m po ................................................ 55
4.4. L a entrada al ca m po .................................................... 68
4.5. L a observación participante ........................................ 83
4.6. L os infor m antes ........................................................... 95
4.7. Conversaciones y entrevistas ....................................... 111
4.8. H istorias e itinerarios del cuerpo ................................ 134
4.9. E tnografía, técnicas y medios audiovisuales .............. 146
4.10. Salir del ca m po .......................................................... 167
4.11. E scribir la etnografía ................................................. 174
5. G lobalización y etnografía .................................................... 195
5.1. N uevos escenarios de la etnografía ............................. 195
5.2. L a investigación transnacional y la etnografía
«m ultisituada» ............................................................... 204
5.3. L a etnografía ante los conflictos, las violencias
y el sufri m iento social ................................................... 212
5.3.1. De las violencias cotidianas... .............................. 230
5.3.2. ...a los paisajes posbélicos ................................... 243
B ibliografía ................................................................................ 253

271

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