En La Tierra Como en El Cielo. Jacques Le Goff
En La Tierra Como en El Cielo. Jacques Le Goff
En La Tierra Como en El Cielo. Jacques Le Goff
La historia de san Luis, redactada por Jean, señor de Joinville, en los últimos días de
su vida, Mariscal de Champaña, compañero y amigo del rey de Francia Luis IX.
Canonizado en 1297, Luis IX se convirtió en san Luis, una santidad de la que
Joinville nunca dudó. Por lo tanto, es él, Jean de Joinville, el hombre que ha visto y
tocado al santo rey.
El gesto del rey, recuerda la imposición de manos que realizaba Cristo. Así, Joinville
da prueba de la importancia del tacto en el imaginario medieval: todos recuerdan
que Jesús, resucitado, permitió que el incrédulo Tomás comprobara sus llagas.
Volvemos a encontrarnos con la encarnación.
En la vida medieval se encuentran a buenos cristianos, que consideraban que valía la
pena vivir esta vida y que la preparación para la salvación eterna empezaba aquí abajo,
no solo con la penitencia, sino también con el disfrute –moderado- de este mundo.
El concepto de “humanismo” suele reservarse al Renacimiento
El renacimiento constituye una prolongación de la Edad Media. Acabemos con la idea
según la cual el humanismo sería una actitud más o menos antirreligiosa y hostil hacia
la Iglesia.
La afición por los mitos y las alegorías se alía, en los fundamentos del humanismo,
con el cristianismo.
Desde la Edad Media, poetas y teólogos utilizan a los dioses grecorromanos,
helenísticos, en un “programa” cristiano. La ruptura se producirá más tarde, en el siglo
XVII. Y no es hasta el siglo XIX cuando se adopta la polémica costumbre de
contraponer el humanismo al cristianismo.
Esta afición por lo concreto, propia del carácter medieval, parece facilitar el enfoque
biográfico de los personajes.
A la Edad Media le interesaba poco el individuo, el número de personajes
biografiables es muy reducido: Abelardo, san Bernardo, san Francisco de Asís, el
emperador Federico II, san Luis…
En el estudio sobre la documentación de san Luis, para su obra Saint Louis
(antibiografía), Le Goff se planteó la pregunta: ¿existió san Luis?, ya que no
encontraba un personaje, sino una sucesión de modelos estereotipados.
Como Luis IX estaba considerado un buen rey y un santo, nadie lo describía tal y
como era en sí mismo, sino tal y como pensaban que debían describir a un santo rey.
Joinville se presenta como un testigo que declara en el proceso de canonización de su
amigo el rey. Para subrayar la verdad que saber del rey denominó su obra como La
historia de San Luis
Al buscar lo “verdadero” de una persona, debe globalizarse un periodo al completo,
con el conjunto de sus problemas, pero hay que guardarse de la psicología, que para el
medievalista es una dimensión inutilizable.
Para entender al verdadero san Luis, hay que replantearse los conceptos de tiempo y de
relato, los conceptos de imaginario y cultura.
El humanismo medieval
Los hombres y las mujeres de la Edad Media, como parece sugerir con el ejemplo de
Joinville, tienen como modelo la imitación de Jesús, que es Dios entre nosotros. ¿El
humanismo se desarrolla en ese sentido?
En la Edad Media el hombre se encuentra, necesariamente, frente a Dios. Fundamenta
en él su valor. Por otra parte, como la encarnación es el centro del cristianismo, la
imitación de Jesucristo, Dios hecho hombre, constituye la base obligatoria del
humanismo medieval.
Desde el siglo VI, el papa Gregorio I, Gregorio Magno, hace hincapié en la figura de
Job, un justo que, de repente, se ve sumergido en una serie inexplicable de
calamidades, hasta conocer la indigencia extrema y ser objeto de deprecio.
Representa la humillación completa del hombre ante Dios, pero gracias a ella,
devuelta en forma de humildad, se eleva hacia la reconciliación.
A semejanza de Job, el cristiano de la primera Edad Media se salva humillándose ante
Dios. No es un esclavo, sino un servidor: el “servidor que sufre”
La imagen divina no es la de un padre bondadoso, sino temible: tiene a Job
completamente en su mano. Sale de las nubes celestes para dictar la ley, para poner
orden.
Aun se trata de un Dios casi invisible, que se encarna en la imagen del Padre.
La definición de las tres personas, que son un único Dios (Padre, Hijo y Espíritu
Santo), ya había suscitado intensos debates en la Antigüedad tardia.
Al tratarse de la profesión de fe (el Credo, “creo”), se produjo una feroz disputa a
propósito de una simple palabra: filioque. Esta fue la causa o el pretexto de la ruptura
entre Oriente y Occidente.
Los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), ratificados por el de Calcedonia
(451), fijaron la fórmula del Credo. El Credo resume las doctrinas de la fe cristiana
en un texto breve recitado de forma solemne.
Suele emplearse habitualmente en la liturgia católica con el nombre de “símbolo de
Nicea-Constantinopla”; símbolo significa aquí “fe común”.
En la versión conciliar, se proclamaba que el Espíritu (tercera persona de la Trinidad)
“procede del Padre”. Todo estaba redactado en griego, lengua de referencia del
Imperio.
No obstante, muchos teólogos quisieron precisar: “Creo en el Espíritu Santo, que
procede del Padre y del Hijo”. Lo que, en latín, se corresponde con un añadido:
filioque (y del Hijo).
Occidente adoptó la palabra filioque en el Credo y Oriente la rechazó. Esto sirvió
como pretexto para la ruptura oficial entre las dos Iglesias.
La Trinidad y el Espíritu Santo fueron un constante motivo de enfrentamiento, incluso
de herejías.
La importancia relativa de las tres personas, la manera que tienen los fieles de
“ponderarlas”, nos da una idea de ese descenso del cielo sobre la tierra, que LE Goff
considera la clave del humanismo medieval.
En la Edad Media primero se acentúa el Padre, después el Hijo se va concretando más,
mientras que el Espíritu Santo es objeto de un considerable trabajo a medida que se
van acercando las Reformas, luterana y calvinista.
Después del año 1000, Dios sale de las nubes. Se afirma en majestad: es un rey, un
emperador. Ante él, el hombre se vuelve súbdito, pero no está desprovisto de identidad
y personalidad.
En el siglo XII; la reflexión teológica no llega de los monasterios únicamente, sino
también de las escuelas urbanas y de las escuelas episcopales, sobre todo la de
Chartres.
En estos centros innovadores, se vuelve a descubrir la Biblia gracias a nuevas lecturas,
que destacan la palabra creadora de Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y
a nuestra semejanza”. La noción de imagen gana preponderancia.
En adelante, Dios, en la persona de Jesús, propone un modelo al que el hombre se
parece, y se esfuerza por parecerse aún más.
Imitaciones, copias de Dios, el hombre (y la mujer, que se mira más en María), tienen
la chispa divina en su interior.
Los siglos XII y XIII ofrecen magnificas representaciones de Jesús. A partir de
entonces, el humanismo medieval modifica la relación con el cuerpo, que deja de
ser el cuerpo humillado del monaquismo.
El hombre puede albergar la esperanza de transformar su cuerpo que sufre en un
cuerpo glorioso.
Aunque persista la preocupación de reprimir la debilidad carnal, la presión no es la
misma.
La Iglesia antigua rechazaba ya la oposición neta entre el bien y el mal y, sobre todo,
la idea de que pudiera haber una creación mala: como Dios lo ha creado todo, solo ha
creado el bien.
Ese riesgo de dualismo, Dios contra Satán, empuja a la Iglesia a hacer hincapié en la
unión del cuerpo y el alma, que se salvarán juntos.
Llega el catarismo, que se desarrolla durante el siglo XII. Es una reacción contra el
feudalismo y contra el optimismo del nuevo humanismo. Por consiguiente, también
supone un regreso del pesimismo.
Se cree que su clero reformado estará más cerca de la Iglesia de los orígenes, con
perfectos que trascienden la oposición entre clérigos y laicos.
Persiste una paradoja. Se desarrolla el humanismo, crece la “urbanidad”. Pero
también es la época de las cruzadas, ya sea hacia Tierra Santa o contra los
albigenses.
Mientras que iba construyéndose el sistema de señoríos y feudos, mientras que el
desarrollo del comercio intensificaba el progreso demográfico, un excedente de
juventud ponía en peligro el equilibrio de la cristiandad.
En una sociedad donde prima el derecho de primogenitura, ¿qué hacer con todos
esos caballeros menores, privados de tierras en beneficio de sus hermanos mayores,
pero también privados de mujeres? Se dirige su vitalidad, su violencia, contra el
abominable musulmán, contra el infiel.
El ideal cristiano sigue siendo la paz. La guerra es una de las numerosas
consecuencias del pecado original. Solo se legitima si la declara una persona que Dios
ha investido de la autoridad y poder. San Agustín precisaba que la “autoridad” le
correspondía al príncipe que ostentaba el poder, y no a cualquier jefe de clan.
La Iglesia condena todas las formas de guerra no decididas o llevadas a cabo por el
Estado, el poder público. Igualmente, la iglesia se reserva el derecho de avalarlas o
condenarlas, ya que ella es la autoridad suprema.
Durante la Guerra de los Cien Años, los reyes de Francia no dejarán de apelar a la
Iglesia para que condene a los reyes de Inglaterra, en nombre de su autoridad. El
papado se niega a pronunciarse sobre la cuestión, partiendo de que toda guerra que
no esté organizada por Roma siempre es injusta, sobre todo cuando enfrenta a
cristianos.
Una guerra es justa cuando no está inspirada por las ganas de perjudicar, la crueldad
en la venganza, el espíritu implacable insatisfecho, el deseo de dominar y otras
actitudes semejantes.
La iglesia excluye la guerra de conquista, pero admite la guerra defensiva.
Tratándose de las cruzadas, bastaba con afirmar que el agresor era el islam.
La cristiandad no pretendía conquistar Tierra Santa, sino recuperar un territorio que le
habían expoliado.
Para cristianizar la guerra y controlarla –en ocasiones, en beneficio propio-, la Iglesia
propició una metamorfosis del miles (el guerrero). Se transforma en el miles Christi, el
caballero de Cristo. Lucha por una buena causa: defensor de Dios, de la viuda, del
huérfano, de los pobres.
Durante el siglo XI, evolución un rito caballeresco, la ceremonia de ordenación del
caballero: la Iglesia le confirió un carácter litúrgico, semejante a un ritual de
investidura de los defensores, al servicio de os débiles.
Entre 980 y 1040, instituye la paz de Dios. Impone la suspensión de los combates
durante cierto tiempo, esos periodos de tregua podían permitir posibles negociaciones.
Incluían ritos penitenciales, peticiones de perdón y una intensa veneración de las
reliquias.
Ángeles y demonios
A partir de los siglos X y XI, poco a poco se va confirmando las numerosas
representaciones de un Jesús cercano y benévolo; algo que no impide que sea también
el Jesús pobre y que sufre en la pasión, un contraste que asume en grado máximo
Francisco de Asís.
Alaba la risa, la alegría, la creación, a las criaturas. También recibe los estigmas, que
encarnan en su carne, en esta tierra, los dolores del crucificado.
En el siglo XII, aparecen en la literatura los ángeles custodios, asignados a cada uno
de nosotros, misteriosos pero muy cercanos; una imagen de la presencia del cielo en la
tierra.
Protectores invisibles, los ángeles custodios son una garantía suplementaria contra el
diablo. Hacen observaciones o reproches.
Doble movimiento del humanismo: apertura, pero control.
Con los santos y la Virgen María, añaden un eslabón a la cadena de intercesores.
Abundancia de representaciones diabólicas o infernales realizadas a partir del siglo IX.
Los autores de sermones cargan las tintas contra el infierno para que le paraíso parezca
más atractivo. Sabían perfectamente que la descripción atractiva de delicias eternas no
impresiona tanto a las almas como la evocación repulsiva de espantosos tormentos.
El diablo es una creación del cristianismo. En el Antiguo Testamento se encuentran
menciones de espíritus malignos o poderes execrables. Los Evangelios también hablan
de demonios
Los teólogos proceden a una racionalización: diablos, demonios y otros espíritus
malignos se convierten en sinónimos, designan las mismas entidades, un enorme
ejército liderado por Satán, su jefe.
La primera Edad Media prefiere llamarlo Lucifer, el portador de luz. El primero de
los ángeles y, por lo tanto, creado por Dios, era libre y bueno. Pero quiso igualar a
Dios, lo que provoca su caída y la de sus partidarios, que se apresuran a arrastrar a los
hombres detrás de ellos. Desempeña un papel eminente en la historia de la caída.
Era preciso saber con qué diablo se estaba tratando, para que la penitencia o el
exorcismo fueran proporcionados. Y es que siempre había remedio.
Se impone el espíritu de combate. Hay un miedo a la Edad Media. Ese miedo no
prevalece nunca sobre la voluntad de combatir.
El Espíritu Santo, desde la Antigüedad, se representa en forma de paloma: cuando
Dios vuelve a crear el mundo tras haber limpiado con un diluvio su primera creación,
una paloma lleva a Noé la ramita de olivo como símbolo del inicio de los nuevos
tiempos.
Desde la época de los primeros cristianos, la paloma también simboliza el alma que
echa a volar hacia el paraíso. Los animales ocupan un lugar importante en el
humanismo medieval.
Aunque la paloma pueda ser divina, venir del cielo y enseñar el camino, parece que a
los hombres y las mujeres de la Edad Media también les costaba imaginarse a Dios
con la forma de un pájaro. Esencialmente, Dios se les aparece con formas
antropomórficas.
Jesús sube a los cielos. No volverá hasta el fin de los días, pero hace venir al Espíritu
Santo, que dinamiza a la joven Iglesia, le otorga el don de las lenguas, el carisma, la
capacidad de curación, la inspiración, el celo y la llama de la conversión.
Manifestaciones en la Anunciación a María. Es el Espíritu Santo el que llega sobre
la joven y engendra a Jesús.
Los cristianos de la Edad Media enseguida percibieron que la paloma traía el ala de lo
sagrado a la realidad cotidiana.
El Espíritu Santo expresa el ardor de los profetas, el entusiasmo de la reforma, la
renovación de la Iglesia y el anuncio de la última edad, la que precede al juicio final.
La iglesia medieval insiste en la presencia del Espíritu Santo en la liturgia de los
principales sacramentos: el bautismo, la confirmación, la eucaristía y la ordenación
sacerdotal.
La cofradía –unión de plegaria y ayuda mutua promovida por los propios fieles-
responde a una sensación de desestructuración que empieza a percibirse en las
ciudades y campos.
Da prueba de ello el miedo a morir solo, sin recibir la oración de los difuntos, una
oración indispensable para ganar si no el paraíso, por lo menos el purgatorio.
Definido como ayudante del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo proporciona ayuda y
fuerza a los fieles.
La iglesia vela por que las cofradías se mantengan en el marco del culto, las
procesiones y la caridad.
Entre las protestas, se reclamaba que la Trinidad no era suficiente y que la Edad Media
integra en ella a una cuarta persona, una mujer: la Virgen.
Los reformadores no se equivocaron al denunciar la mariolatría (veneración excesiva
o adoración idolátrica de la Virgen María, a la que le atribuyen virtudes
sobrenaturales) de la Iglesia que ocupaba el poder.