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El extraño caso del Dr. Jekyll Y Mr. Hyde de Robert L. Stevenson.

Este es un libro del género gótico, aunque lo califico también de ciencia ficción. Esto por
uno de los conceptos que maneja en cuanto a la trama, pero no revelaré más. Es un libro
corto, así que es elemental que no cuente demasiado, esto con tal de que el placer de leer y
averiguar los eventos de la trama sea solo suyo, del lector.

Con eso dicho, empecemos con la primera cosa que se nos describe en el libro, un
incidente misterioso y escalofriante, que nos cuenta un amigo del protagonista, el abogado
Utterson. (En caso de que no sea claro, el protagonista es Utterson, su amigo se llama
Richard Enfield.) Continuando, Enfield, al avistar una puerta específica durante una de sus
caminatas semanales con Utterson, le comienza a platicar sobre una experiencia que
asocia mucho con ella. Y bien, dejaré que Enfield hable por sí mismo…

“Volvía yo a mi casa desde un lugar muy remoto, a eso de las tres de la negrísima
madrugada de invierno, y seguía mi camino por una parte de Londres donde no se veía otra
cosa que los faroles del alumbrado. Calle tras calle, halle a todo el mundo dormido… una
calle tras otra, todas iluminadas como para el paso de una comitiva y desiertas como una
iglesia… hasta que al fin llegué a encontrarme en ese estado de ánimo en que se pone uno
a escuchar y se agudiza el oído, y se empieza a ansiar poder ver a un policía. De pronto vi
dos figuras: una, un hombrecito que marchaba deprisa, renqueando; la otra, una niña de
ocho o diez años que venía a todo correr por una calle transversal, y los dos chocaron al
llegar a la esquina. Y aquí viene lo horrible del caso: el hombre pasó pisoteando con toda
calma el cuerpo de la criatura y la dejó dando alaridos en el suelo. Así contado, parece cosa
de poca importancia, pero visto, fue demoníaco. No parecía el acto de un ser humano, sino
de un juggernaut infernal. Le grité, apure el paso, acogote al hombre y lo hice volver hasta
el sitio, donde ya se había formado un grupo alrededor de la niña que sollozaba. Estaba
perfectamente tranquilo y no opuso resistencia, pero me echó una mirada tan aviesa que
me provocó un sudor frío. Los que allí se encontraban eran de la familia de la víctima, y a
poco se presentó un médico en busca del cual había salido la niña de su casa. Pues bien, el
accidente no tenía importancia: un mero susto, según el galeno. Y aquí supondrá usted que
se acabaría el cuento. Pero había una circunstancia rara: al primer golpe de vista había
sentido un intenso aborrecimiento por aquel hombre; lo mismo le había ocurrido a la familia
de la niña, cosa que nada tenía de extraño. Pero lo que me pasó fue el caso del médico.
Era el tal individuo el tipo corriente de curandero, sin edad definida, sin color especial, con
un fuerte acento de Edimburgo y tan sensible como una gaita. Pues oiga usted: estaba
como todos nosotros y, cada vez que miraba a mi prisionero, se le veía palidecer y
atragantarse con el ansia de matarlo. Leia sus pensamientos como el los mios, pero puesto
que no se podia optar por el asesinato, hicimos lo unico que cabia hacer. Le dijimos al
hombre que estábamos resueltos a armar tal escándalo que su nombre iba a correr de boca
en boca por todo Londres; que, si tenía alguna amistad o prestigio que perder, corría de
nuestra cuenta que los perdiese. Y a todo esto, mientras lo acorralabamos, teníamos que
contener lo mejor que se pudiera a las mujeres, frenéticas como arpías, para que no se
arrojasen sobre el. Jamás he visto un odio como el que se pintaba en aquel cerco de rostros
furibundos; y allí estaba el hombre en medio, con una especie de torva e insolente frialdad,
atemorizado, eso sí, pero aguantando el chaparrón como un satanás.-Si ustedes han
decidido sacar dinero a costa de este percance casual –dijo–, me tengo, naturalmente, que
someter. Todo caballero tiene que hacer lo posible para evitar un escándalo…, ¿qué
cantidad?-. Le apretamos los tornillos hasta sacarle cien libras esterlinas para la familia de
la niña. Claro está que hubiera querido zafarse, pero había en todos nosotros algo tan
amenazador que al fin capituló. Inmediatamente había que hacerse con el dinero. Y adonde
creerá que nos llevó? Pues a esa casa de la puerta; sacó una llave, entró, y a poco volvió a
salir con unas diez libras en oro y el resto en un cheque contra el banco Coutts, pagadero al
portador y firmado con un nombre que no debo mencionar, aunque sea una de las
sorpresas de mi cuento, pero diré al menos que era un nombre conocidísimo y que se ve a
menudo en letra impresa. La cantidad era fuerte, pero la firma, si era auténtica, valía mucho
más. Me permití insinuar a nuestro caballero que todo aquello tenía frases de un fraude, y
que no es lo corriente que uno entre por la puerta de un sótano a las cuatro de la mañana y
salga con un cheque firmado por otra persona. Pero él seguía tan fresco y… burlón!-
Tranquilícese – me dijo –, me quedaré con ustedes hasta que abra el banco y yo mismo
cobraré el cheque. – Con eso, nos pusimos en marcha el médico, la familia, el hombre y yo.
Pasamos en mi casa el resto de la noche y al día siguiente, después de desayunar, nos
fuimos en comitiva al banco. Presenté yo mismo el cheque, y dije que tenía mis razones
para creer que era falso. Nada de eso! El cheque era auténtico. [...] Si, es un mal asunto,
porque aquel hombre era de esos con los que nadie puede andar en tratos, un ser
verdaderamente diabólico; mientras que la persona que firmó el cheque es la flor y nata de
la honorabilidad, célebre además y, lo que hace el caso aún más deplorable, una de esas
personas que se dedican a hacer el bien, como suele decirse. Un chantaje, me figuro; un
buen hombre a quien están exprimiendo por algún extravío de su mocedad. Por eso llamo
‘la casa del chantaje’ a esa de la puerta. Pero eso no basta, como usted ve, para explicarlo
todo.”

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