No Tengo Armas - Keith Luger

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1.a edición: 2001


© Keith Luger

Impreso en España - Printed ¡n Spain


ISBN: 84-406-0623-0
Imprime: BIGSA
Depósito Legal: B. 9.162-2001
CAPITULO PRIMERO

El sheriff de Wall City, Stanley Burks se puso las manos


junto a boca para amplificar su voz y gritó:
—¡Eh, Harrison...! ¿Me oyes?
Transcurrieron unos segundos sin que nadie viniese a
turbar el encio.
El sheriff se hallaba parapetado tras unas rocas,
teniendo a su lado dos hombres armados. En el círculo de
peñascos que rodeaba el pequeño valle había dos docenas
de muchachos estratégicamente situados.
—¡Harrison...! —gritó de nuevo—. ¿Quieres, entonces,
que empecemos la fiesta?
De entre los espesos pinares de la colina de enfrente
llegó la respuesta:
—¿Cuáles son sus condiciones, sheriff?
—¿Condiciones...? ¡Ya las conoces! ¡Seréis juzgados
legalmente!
—¡No está mal! ¡Seremos condenados por un jurado
elegido y pagado por Masón...! ¡No vale, sheriff!
Stanley Burks rió socarronamente y repuso:
—¿No te das cuenta, Harrison, de que no os queda otra
salida? ¡Estáis rodeados! ¡Ni un ratón podría escapar de
esta trampa!
—¡Venga a por nosotros...!
Burks apretó los dientes y miró al hombre que tenía a
su derecha.
—¡Adelante, Rex...! ¡Presentaré en la.ciudad a los seis
cadáveres!
Rex apuntó al lugar de donde procedía la voz de
Harrison y disparó. Al instante, el valle se convirtió en un
infierno. El humo de la pólvora surgió como nubes de
algodón detrás de las rocas.
Los proyectiles silbaban al atravesar el aire, antes de
picotear en la espesura. De ésta también empezaron a
disparar, pero era evidente que los que se guarecían tras
ella se encontraban en manifiesta inferioridad.
Un alarido fue el contrapunto de aquella sinfonía que
interpretaba la muerte. Poco después, otro grito pareció
encaramarse por un alto pino como si pretendiese
acompañar al alma del que partía al infinito.
La batalla duró quince minutos.
Cuando las pistolas del bosquecillo enmudecieron, el
sheriff hizo una señal, que fue rápidamente transmitida
para que cesase el fuego.
—Creo que esto se acabó —dijo Stanley pasándose el
dorso de la mano por la boca—. Vamos a echar una ojeada.
Poco después los muchachos abandonaron los
peñascos, avanzando en abanico con las pistolas dispuestas
para repeler una agresión. Pero no hubo tal.
A ocho yardas de la primera barrera de pinos había dos
cuerpos.
El sheriff se acercó al que vestía una camisa marrón.
Estaba boca abajo, con la cara hundida en la hierba que
crecía cerca de un tronco.
Burks pasó la bota por debajo del vientre del yacente y
le dio la vuelta. El cuerpo giró. Una bala le había penetrado
justo por el centro de una ceja. La muerte le había
sorprendido indudablemente cuando hacía un gesto de
rabia. Tenía los labios contraídos y los ojos abiertos.
—Ahí lo tenéis —dijo el sheriff—. Este fue Luke
Harrison. El fiero y temible Harrison.
—¡Aquí hay dos más! —gritó alguien un poco más
arriba.
—Los otros no estarán muy lejos —dijo Burks, y se
volvió hacia Rex—. ¿Ha habido bajas en nuestra parte?
—Stevens ha muerto. Reagan ha sido herido en un
brazo.
—Bueno; no está mal. Es un precio barato por el
trabajo.
Una voz chilló ün poco más lejos:
—¡Aquí hay otro...!
El sheriff se sentó en una piedra. Sacó una bolsa de
tabaco y papel y armó un cigarrillo. Desde allí podía oír el
ruido que producían sus hombres buscando el último
cadáver.
Tenía el cigarrillo por la mitad cuando Nelson, uno de
sus ayudantes, se acercó rascándose el cogote.
—No está, jefe —dijo.
—¿Qué es lo que no está?
—Sólo hemos descubierto cinco cadáveres.
—¡Eso es imposible! ¡Tiene que haber seis!
—Hemos buscado por todas partes.
—No lo comprendo.
Burks arrojó lejos de sí el cigarrillo poniéndose en pie
de un salto.
—¡No se lo puede haber tragado la tierra...!
En ese instante, Rex y un mestizo llegaron corriendo.
—¡Se escapó, sheriff...! —exclamó el primero.
—¿Cómo? —rugió Burks—. ¿Me vais a decir que se ha
vuelto invisible y ha pasado entre nosotros?
Rex movió la cabeza en sentido negativo y señaló al
mestizo.
—Opalong dice que se descolgó por la pared de detrás
de la colina. Ha descubierto las huellas que ha dejado...
—¡Si es así, no podrá ir muy lejos! ¿Quién de ellos es?
—Están Harrison, Duke, Kennedy, Arthur y Schaffer.
—Entonces es el sujeto que últimamente se unió a
Harrison...
—Sí, John Kellog, el mejor pistolero que ha pisado esta
comarca.
—Es lo que dicen, pero ninguno de nosotros lo ha visto.
Ahora comprobaremos si es tan bueno como dicen. Tendrá
enfrente a cuarenta y ocho Colt —el sheriff sonrió con ironía
y añadió—: Será una estupenda prueba para él. ¡A los
caballos todos...! ¡El va a pie y no tiene más remedio que
salir por el desfiladero del Toro...!
Un minuto más tarde, los jinetes corrían por el valle
levantando una enorme polvareda.
CAPITULO II

Leo Young, de sesenta años de edad, silbaba una


canción sureña en el pescante del carromato.
De vez en cuando interrupía los silbidos para gritar a
los caballos. Deseaba llegar a Wall City antes del
anochecer.
Su pensamiento giraba alrededor de las oportunidades
que encontraría en Wall City, cuando de pronto vio surgir a
un hombre de entre los árboles que había a la izquierda de
la polvorienta carretera.
La cosa no habría tenido importancia si el individuo en
cuestión no hubiera mostrado un revólver en cada mano y
se hubiese puesto delante de los animales diciendo:
—¡Deténgase, abuelo...! ¡Acabó su viaje...!
Young tiró de las bridas.
—¿Qué es esto...? ¿Un atraco? —inquirió frunciendo el
ceño.
Vio que era un hombre joven. No tendría más de treinta
años. Era bien parecido, de rasgos varoniles. Sus ojos
grises brillaban como el acero.
—Me veo obligado a quitarle el carro, abuelo...
Leo palideció como si le hubieran anunciado una
inmediata muerte.
—¡No puede hacerlo! —declaró.
—¡Baje del pescante!
—¡Déjeme que le explique...! Aquí dentro no hay nada
de valor para usted, hijo... Solamente un montón de
letras... Me sirven para componer mi periódico... Me dirijo a
Wall City.
—Lo siento —dijo el otro—. Pero le aseguro que no
puedo elegir. Le ha tocado a usted y tendrá que
conformarse... Necesito alejarme de aquí cuanto antes...
—¿Por qué?
El desconocido sonrió y repuso:
—Ya se enterará en Wall City.
—Lo persiguen, ¿no es eso?
—¡Ya habló bastante! ¡Baje...!
La actitud del pistolero se hizo más amenazadora. Uno
de los cañones apuntó a la cabeza de Leo Young. Este
gritó:
—¡Espere un momento...! Yo lo llevaré adonde quiera...
Tiene mi palabra de que no lo denunciaré. Si se lleva mi
carro me deja en la ruina... Creo que es una proposición
justa.
En ese instante se oyó el ruido lejano de un tropel de
caballos. El joven miró atrás, hacia la curva del camino, a
un cuarto de milla.
—Ahora es demasiado tarde... —declaró con voz
carente de emoción y volvió la mirada a Young.
Leo se estremeció. Sus labios se movieron, con enorme
sorpresa, vio que el joven enfundaba sus Colt y se apartaba
del camino, diciendo:
—Puede continuar con su carro...
Young tardó cinco segundos en adoptar una decisión.
—¡Vamos, suba! —dijo.
—¿Que suba...?
—¡Sí! ¡Puede esconderse detrás! ¡Los despistaré...!
El desconocido subió al pescante y preguntó:
—¿Cómo se llama usted?
—Leopoldo Young.
—Debo advertirle algo, Young.
—¿Qué es ello?
Los jinetes se hallaban muy cerca de la curva.
—Que los que me persiguen no me conocen. Sólo
saben que soy John Kellog.
Los dos hombres se miraron fijamente. Leo dijo:
—De acuerdo. No se esconda. Quédese aquí conmigo —
chasqueó la lengua y soltó una interjección—. ¡Adelante,
caballos!
La tierra tembló cuando los jinetes doblaron el recodo.
Leo continuó fustigando el tiro hasta que recibió una
orden:
—¡Deténgase...!
Obedeció y en un momento el coche quedó rodeado por
hombres armados. Vio brillar una estrella en una camisa y
contempló un rostro de facciones duras.
—¿Qué ocurre, sheriff? —preguntó.
Stanley Burks observó a los que estaban en el
pescante.
—¿De dónde vienen?
—De Bismark y nos dirijimos a Wall City.
—¿A qué?
—Yo soy Leopoldo Young y éste es mi hijo Frank.
Vamos a
instalar allí El Clarín de Wall City. Llevo una carta de
recomendación del senador Whestler para las autoridades.
—Deje que le eche una ojeada.
Leo sacó una cartera y de ella extrajo un sobre abierto
que entregó al sheriff. Este leyó la carta que había dentro y
después la devolvió sacudiendo la cabeza:
—Está en orden.
—¿Es que pasa algo en su distrito? —inquirió Young,
guardando la carta.
—Le pisamos los talones a un forajido. ¿Ha visto a
algún hombre últimamente?
—No. A nadie. ¿Es peligroso el que buscan?
—Es un asesino. Se llama John Kellog.
Hubo un silencio. Leo Youn se humedeció los labios con
la lengua.
John Kellog rozaba con las manos las culatas de sus
Colt.
—Bueno —dijo Burks—. Lo cazaremos de todas formas.
No podrá escapar. Nos veremos en Wall City, señor Young
—miró a Kellog y preguntó—: ¿También trabaja usted en
ese periódico?
—Sí.
El sheriff saludó con la mano y salió de estampida
seguido por los otros jinetes.
Poco después se habían perdido por la siguiente curva
del camino.
Young y Kellog guardaron silencio durante un rato.
—¿Por qué no me ha entregado? —dijo el joven.
—Le di mi palabra.
—Pero yo soy un asesino, un peligro para la sociedad.
Ya lo oyó al sheriff. Eso lo relevaba de cumplir su promesa.
—Será mejor que sigamos. Me he retrasado mucho.
¿Dónde quiere que lo deje?
Kellog se mantuvo pensativo durante un minuto y luego
contestó:
—Quizá no sea mala idea eso de trabajar en un
periódico...
—Abandónela. Sólo le dije que no lo entregaría. Ahora
cada cual ha de seguir por su cuenta.
—Hay algo que el sheriff Burks no le ha dicho.
-¿Qué?
—Que tengo suma habilidad con el revólver.
—¿Está loco? ¿Quiere amenazarme? Si usted trabajase
conmino en Wall City, yo tendría cien oportunidades todos
los días para venderlo, sea cual sea su rapidez y puntería
con el Colt. Haría usted un mal negocio viniendo conmigo,
Kellog...
—Pero usted cumpliría su palabra.
—Ahora no le prometeré nada.
—Puedo darle yo la mía...
—¿Usted? ¿Un asesino...? No me haga reír.
—De todas formas le haré esa promesa —Kellog hizo
una pausa—. No dispararé contra nadie a menos que usted
me autorice para ello.
—¿Tiene ganas de tomarme el pelo?
Kellog miró a Young. Echó el busto hacia delante y se
quitó el cinturón que portaba sus armas.
—Tome —dijo—. Estos Colt serán suyos mientras
quiera.
—¿Es cierto...?
—Tómelos.
El viejo impresor tomó el cinturón y lo puso sobre sus
piernas.
—¿Por qué hace esto, Kellog?
—No le diré nada al respecto.
Se produjo otro silencio. Finalmente dijo Young:
—Supongamos que no acepto el trato y le invito a que
baje del carro. ¿Qué pasaría?
El joven volvióse y saltó a tierra. Desde allí dijo:
—Ya no tengo armas. Incluso puede detenerme y
entregarme. Recuerde que su compromiso terminó hace
rato.
Un pájaro cantó entre las ramas de una conifera. El sol
pintaba de bermellón los lejanos montes del Oeste.
—¡Suba, Kellog! —dijo Young, y cuando el joven hubo
subido, añadió, arreando los caballos—: Es usted el tipo
más extraño que he encontrado en mi vida. No sé qué se
trae entre manos, pero... ¡por todos los infiernos que no
me lo quiero perder!
El carro continuó rodando hacia Wall City.
CAPITULO III

Henry Masón, de cincuenta años de edad, cabello


prematuramente blanco, ojos castaños y mentón enérgico,
paseaba nerviosamente por su despacho. El sheriff Burks le
daba vueltas al sombrero soportando el chaparrón de
recriminaciones que brotaba de la boca de Masón. Cerca de
Burks había otro hombre, Jeffrey Forsythe, joven, de
aspecto resuelto, lugarteniente de Masón, que asentía con
la cabeza a todo cuanto decía su superior.
—¡No lo comprendo, Stanley! —chillaba Masón—.
¿Cómo es posible que Kellog lograse huir en sus propias
narices...? ¡Conozco perfectamente la región y no puedo
admitir que nadie salga del Valle Chico sin pasar por el
desfiladero del Toro!
—Desde luego la cosa parece difícil... —convino el
sheriff.
Masón se detuvo y siguió gritando:
—¿Difícil, dice? ¡Imposible! A menos que pretenda
convencerme de que ese bandido puede filtrarse por entre
las piedras —de pronto se volvió hacia Forsythe—: ¿Y tú?
¿Dónde diablos estabas metido...? ¡Te pago para que
atiendas mis asuntos y da la casualidad que cuando más te
necesito no se te encuentra!
—Recuerde que usted me envió a Ferguson...
—¡Está bien, lo recuerdo...! ¿Y qué haces ahora?
—John Kellog no puede hacer nada contra usted.
—¿Olvidas que se trata de un hombre que, según
cuentan, no tiene rival con el revólver?
—Creo que no debemos hacer mucho caso de las
habladurías. Nadie lo ha visto disparar. ¿Quién ha traído
esa leyenda?
El sheriff contesto:
—La trajo un hombre llamado William Ivés.
—¿Está en Wall City?
—Sí, y lo hago vigilar desde ayer.
—¿Cree que Kellog establecerá contacto con él?
—No lo sé, pero adopto precauciones. Ivés dice que lo
vio de cerca en Springfield. Kellog tomó parte en el
concurso de tiro del año pasado. Se proclamó campeón.
—¿Campeón? —repitió Masón mirando a Forsythe—. ¿Y
dices que es una leyenda? En Espringfield se reúnen todos
los años los mejores tiradores de cinco Estados.
—Supongamos que sea cierto. ¿Qué puede hacer un
hombre solo?
—Y si se le ocurre formar una pandilla?
—No pierda el sueño por ello. Tendremos los ojos bien
abiertos.
Masón tornó a sus idas y venidas por la habitación.
—Bien —dijo—. Nos hemos apartado de la cuestión
principal. ¿Cómo burló a Burks?
El sheriff sacó un periódico doblado del bolsillo superior
de la camisa diciendo:
—Tengo una sospecha al respecto. ¿Ha visto el primer
número de El Clarín de Wall City?
Masón dijo:
—Sí, lo leí esta mañana. Ayer, al poco rato de llegar a
la ciudad, me visitó su director, un tal Young, para ponerse
a mi disposición. Parece un pobre diablo.
—Con él ha venido su hijo.
—Sí, creo que me habló de ese muchacho.
—El caso es que encontramos al señor Young antes de
llegar al desfiladero del Toro. Venían hacia la ciudad y su
hijo estaba subido con él en el pescante...
—¿Y qué? ¿Dónde quería que estuviese?
Burks se aclaró la voz y dijo:
—Cuando llegué a la conclusión de que Kellog había
logrado huir, estuve dándole vueltas al asunto. Pensé en
todo lo ocurrido y...
—¡Termine de una vez! ¿Cree que ese supuesto hijo
sea realmente John Kellog?
—Sí.
—¡Es una estupidez suya para tratar de justificar su
negligencia! ¿Por qué habría de amparar el viejo a ese
bandido? Young viene directamente de Alabama. He leído
las cartas que trae de gente de allí... No, sheriff; tiene una
imaginación demasiado volcánica. Lo que ocurrió fue mucho
más sencillo y se lo explicaré. Teniendo en cuenta su
historia, John Kellog se descolgó por la pared de la colina.
No fue más que una trampa que les tendió. Ustedes se
marcharon como locos al desfiladero y entonces Kellog
subió otra vez y se largó en su propio caballo. ¿Le gusta mi
versión?
Burks no replicó porque lo hizo Jeffrey en su lugar.
—Al fin y al cabo, insisto en que no debemos
preocuparnos. Para bien de Kellog espero que haya tenido
la feliz idea de poner unas cuantas millas entre sus botas y
Wall City...
Llamaron a la puerta y Masón autorizó la entrada.
Un hombre escuálido se asomó para decir:
—¿Está visible, señor Masón?
—¿Es que no sabes que me hallo ocupado?
—Perdone. El hombre insistió mucho.
—¿Quiénes?
—El señor Young.
—Sí, sí, hágalo pasar...
El empleado desapareció y Masón dijo:
—Hay que tratar bien a ese viejo. Es una orden.
La puerta se abrió de nuevo, dando paso a John Kellog,
que se detuvo mirando a los tres hombres que había en la
habitación y que parecían sorprendidos.
—¿Qué tal, sheriff? —dijo, haciendo una leve inclinación
de cabeza al tiempo que miraba a Burks.
Masón carraspeó.
—Creí que se trataba de su padre.
—Supongo que es usted el señor Masón.
—Sí —dijo Henry estrechando la mano que el joven le
tendía. Luego presentó a Jeffrey—: El señor Forsythe, mi
brazo derecho...
—Es una suerte tener tres brazos en estos tiempos —
comentó Kellog, saludando al aludido.
Masón rió fuerte.
—Ha tenido gracia, Young... Bien, ¿qué puedo hacer
por usted?
—Se trata de sus negocios, señor Masón.
—¿De mis negocios? ¿Qué les pasa?
—He pensado que alguno de ellos podría ser anunciado
en El Clarín de Wall City.
—Oh, es eso. ¿A qué se refiere concretamente?
—Usted es el dueño de La Alegría del Minero, el
principal establecimiento de la ciudad. Creo que no le
vendría mal un poco de propaganda.
—No la necesita —intervino Jeffrey—. ¿Entró anoche en
el sa-loon, Young?
—Mi padre y yo tuvimos mucho trabajo con la
preparación del primer número de nuestro periódico.
—Pues, vaya esta noche y se percatará de que La
Alegría del Minero no requiere sus servicios.
—Yo creo lo contrario —dijo con voz firme Masón—. El
anuncio de un establecimiento como el mío no puede faltar
en el diario local.
—Magnífico —asintió, sonriente, Kellog—. ¿Qué tarifa
quiere que le apliquemos? Por una columna de seis
centímetros le cobraremos dos dólares. A doble columna
son tres dólares y medio.
—¿En qué página lo publicará?
—En la última, naturalmente.
—¿Qué costaría en la primera?
—No es la costumbre. En la primera página se insertan
las noticias más importantes de carácter nacional y lo.
—Le he preguntado qué costaría.
—Bueno, me pone usted en un atolladero. Tendré que
consultarlo con mi padre.
—De acuerdo, pero incluya el anuncio en la primera
página desde mañana.
—¿Sea cual fuere el precio?
—No importa lo que me cueste. Insértelo todos los días
hasta que reciba orden mía en contrario.
—Así lo haremos. Será necesario que me facilite los
nombres de los artistas más importantes.
—Para eso, entrevístese en el saloon con May Roberts.
Ella es quien se entiende con las artistas.
—He tenido mucho gusto, señor Masón. Ya sabe que
me tiene a su disposición.
—Bien venido, muchacho. Y déle recuerdos a su padre.
—Así lo haré. Buenos días, caballeros.
Jeffrey dijo, arrastrando las palabras:
—Observo que no lleva usted armas, Young.
Kellog sonrió y repuso:
—Soy muy mal tirador. Me servirían de estorbo.
—Sin embargo —dijo el sheriff—. Ayer llevaba usted
dos Colt.
—Solamente los uso cuando mi padre y yo salimos de
viaje. Ya sabe, para que las vean hada más.
—Es mal asunto vivir sin saber darle al gatillo —
murmuró Jeffrey.
—Quizá tenga razón —convino Kellog—. Por eso mi
padre y yo nos dirigimos siempre a ciudades pacíficas. ¿No
lo es Wall City?
—¡Claro que sí! —dijo Masón lanzando una mirada
iracunda a Jeffrey—. Creo que le estamos haciendo perder
un tiempo precioso, señor Young.
—Gracias, Masón.
John caminó hacia la puerta, y cuando tenía la mano en
el pomo gritó el sheriff:
—¡Espere, Kellog!
El joven sintió que el corazón le daba un vuelco, pero
reaccionó en una décima de segundo. Abrió la puerta y
volvióse serenamente para preguntar:
—¿Qué nombre ha dicho, sheriff?
—Oh, perdone, lo he confundido. Sólo trataba de
decirle que esta noche pasaré por el periódico para que
publique en el número de mañana una requisitoria.
Precisamente se trata de John Kellog...
—He oído algo de él.
—¿En dónde?
—Aquí, en la ciudad. No se habla de otra cosa.
—Oh, ya. ¿Cuánto costará?
—¿La requisitoria? Nada. Es gratuita. El Clarín de Wall
City se ofrece desinteresadamente a los representantes de
la ley, para poder acabar con todos los forajidos —John
observó los tres rostros inmóviles y se despidió
definitivamente—: Hasta pronto, señores.
Apenas la puerta se hubo cerrado, Masón dio un
puñetazo en la mesa.
—¿Qué demonios os pasa...?
—Sólo trataba de hacer una comprobación —dijo el
sheriff.
¡Bien! Supongo que habrá quedado contento... ¡Oiga
bien esto! Esos Young tienen en sus manos un arma
poderosa. Prefiero tenerlos a mi lado que en las filas de
enfrente. ¡No quiero ningún roce con ellos!
—De acuerdo, señor Masón.
—Márchese ya y prepare esa requisitoria.
Jeffrey dijo:
—Si no quiere nada de mí, yo me voy también.
—¿Has ultimado el proyecto del río Powder?
—Sólo falta revisarlo. Dedicaré la tarde a ello.
Forsythe y el sheriff salieron del despacho, atravesando
una oficina en la que trabajaban cuatro empleados.
Ya en la calle, Jeffrey detuvo a Burks sujetándolo por el
brazo.
—El joven Young ha salido airoso de su prueba,
Stanley.
—Eso parece.
—Pero a usted le queda jugar la baza más importante.
William Ivés conoció a Kellog. ¿Por qué no les prepara una
encerrona?
El sheriff sonrió y dijo:
—Ahora mismo me pondré a desarrollar esa idea.
Jeffrey dio unas palmas al sheriff y murmuró:
—Avíseme cuando vaya a representarse la escena. Ya
sabe dónde encontrarme.
CAPITULO IV

May Roberts había cumplido los treinta y cinco años y


se encontraba en la plenitud de su hermosura. Su cuerpo
era una pura y estética sucesión de curvas. El cabello, rojo
como una llamarada enmarcaba el rostro, de ojos verdes,
nariz recta y labios sensuales, que ahora se entrabrían
contemplando al hombre que se presentaba ante ella con el
nombre de Frank Young.
La entrevista se celebraba en La Alegría del Minero,
junto al piano, ante el que se sentaba un hombre calvo con
gafas que tecleaba perezosamente.
Una joven había interrumpido su canción a una señal
de May, y aprovechaba la pausa para beber un trago de
whisky.
—Entonces —dijo May cuando Kellog terminó de
informarle acerca de su misión—. Lo que desea es que le dé
los nombres de los artistas...
—No es necesario los de todas ellas, sino los de más
importancia...
—Eso será sencillo. ¿Le parece que nos sentemos a una
mesa?
Se sentaron y, mientras Kellog sacaba papel y lápiz,
May pidió una botella de whisky y dos vasos.
—¿De dónde es usted, señor Young? —inquirió ella,
abanicando las pestañas.
—Del Este.
—Yo también. Casi se puede decir que somos vecinos.
John sonrió y trató de cambiar la conversación.
—¿Acaso es la primera figura de La Alegría del Minero?
—Tendrá que citar mi nombre en primer lugar y con las
letras más gruesas que tenga.
—¿Le parece bien las que se utilizaron para anunciar la
victoria de Appomatox?
May soltó una carcajada.
Un mozo dejó sobre la mesa la botella y los vasos. May
escanció y dijo:
—Por nosotros.
Después de beber, Kellog tomó otra vez el lápiz. Ella
hizo un mohín diciendo:
—¿Por qué no deja eso ahora?
—El anuncio tiene que quedar compuesto esta tarde.
¿Existe alguna razón para que haga otra cosa?
—Sí.
—¿De qué se trata?
—No es frecuente ver por aquí tipos como usted —May
sonrió y añadió con un hilillo de voz—: Supongo que ello no
le hará pensar mal. No acostumbro a enamorarme de golpe
y porrazo. Digamos simplemente, que me ha sido usted
simpático.
Kellog no dijo nada.
—¿Se ha quedado suspenso? ¿Es posible que no tenga
experiencia con las mujeres?
—He tenido una novia, si he de serle sincero.
—¡No me diga que fue su esposa!
—No. Se casó con otro.
Ambos estaban riendo cuando el mismo mozo que les
había servido se acercó a ellos carraspeando.
—¿Qué hay, Bill? —preguntó May.
—Una joven acaba de llegar. Desea verla.
—Bueno, dile que vuelva más tarde.
—No es que me importe, pero ha insistido bastante...
—¿Y qué? No voy a estar pendiente del prójimo.
Kellog terció, advirtiendo:
—Quizá sea importante.
May vaciló unos segundos mirando a John y,
finalmente, asintió:
—Está bien, Bill, dile que se acerque.
Cuando el mozo se retiró la pelirroja dijo:
—¿Se da cuenta, Frank? No tengo un momento de
reposo. Ensayos, vigilancia, administración, visitas... Hay
momentos en que lo mandaría todo al diablo.
—Todo tiene su compensación, ¿no?
—Sí, es posible... —las pupilas verdes brillaron
como ascuas.
Una voz susurró muy próxima:
—Buenos días...
Quien saludaba era una joven que no había cumplido
los veinte años. Bonita, esbelta, de ojos negros y cabello
como ala de cuervo. En su mano derecha portaba una
maleta.
—¿Qué quiere? —dijo May, después de medirla de pies
a cabeza.
—Trabajar en este local.
—Lo siento, está el cupo cubierto. Diríjase a otro sitio.
—Ha de ser en este saloon.
—Hay muchos establecimientos similares en Wall City.
No le faltará trabajo con esa fachada.
La joven se ruborizó dirigiendo una mirada furtiva al
hombre que estaba junto a May.
—Si no es aquí volveré a casa —repitió con actitud
resuelta.
May preguntó:
—¿Por qué ha de ser en La Alegría del Minero?
—Me dijeron que era el mejor saloon de esta ciudad.
—Ah, ya. Por lo visto debe ser usted una artista fuera
de serie. ¿De dónde viene?
—De Baclaova, Missouri.
—Eso queda lejos de Wall City. ¿Cómo se llama?
—Selena March.
—¿Qué sabe hacer, Selena?
—Canto.
—Está bien, levántese el vestido.
—¿Qué? —dijo Selena con un fruncimiento de cejas—.
Le he dicho que canto.
—¡Ya lo he oído! Sólo quiero ver sus tobillos.
La joven se agachó lentamente y dejó la maleta en el
suelo. Se enderezó y quedóse mirando a Kellog. Este sonrió
y cruzó los brazos sobre la mesa.
—¿Qué espera? —dijo May, impaciente.
Selena asió la falda y la levantó unas pulgadas.
—No está mal —convino la pelirroja—. ¿Qué clase de
canciones es su fuerte?
Kellog tosió y dijo, antes de que pudiera contestar la
joven:
—Perdóneme que les interrumpa, May, pero he de
marcharme. Si le parece, déme los nombres que le he
pedido y yo haré el anuncio.
—Ponga a Polly Foster, Pamela Watson, Ina Norman y
Selena March.
—¿Selena? —replicó John levantando la mirada del
papel—. ¡Si ni siquiera ha oído su voz!
—Estoy segura de que lo hará bien. ¿No ha venido
expresamente de Baclaova para cantar?
—¡Gracias! —exclamó Selena.
Kellog se levantó de la silla y despidióse:
—Agradecido, May.
—¿Vendrá luego?
—Quizá lo haga —repuso, y sus ojos se encontraron
con los de Selena—. Le deseo suerte.
La joven inclinó la cabeza y él se marchó.
Iba por la acera camino de la casa donde Young había
instalado su imprenta, cuando repentinamente lo llamaron
por su nuevo nombre. Giró con rapidez y vio a Henry Masón
que se acercaba a él llevando a su lado a una mujer de
gran belleza.
—Perdone —se excusó John—. Iba distraído y no lo vi.
—¿Ha hablado ya con May? —preguntó Masón.
—Sí; no hubo dificultades.
—Muy bien. Le presento a mi sobrina Judy. Este es
Frank Young. Judy, el hijo del director del periódico de Wall
City.
—¿Cómo está, señorita? —saludó él.
Judy había cumplido recientemente los veintitrés años y
poseía un cutis blanco como la leche, unos ojos verde mar
y una boca tentadora.
—Es una suerte conocerle, señor Young. Supongo que
tendrá una sección para los ecos sociales.
—Queremos que nuestro diario no envidie en nada al
New York Herald Tribune, señorita Masón.
—En ese caso me felicito y le felicito a la vez. ¿Querrá
dar noticia de la reunión que celebraré el próximo jueves en
mi casa? Vendrán las damas más importantes de la ciudad.
Masón lanzó una carcajada y dijo:'
—Le compadezco, Young. Si cae en las garras de mi
sobrina, no tendrá bastante papel para ocuparse de sus
caprichos.
—¡Tío! —exclamó Judy, reconviniéndole.
Súbitamente se oyó un disparo calle arriba.
Kellog tuvo tiempo de ver cómo un hombre se
desplomaba frente a la puerta de La Alegría del Minero.
—Dispensen —dijo, y echó a correr.
Llegó junto al yacente y comprobó que estaba muerto.
Una bala le había partido el corazón. Dos hombres se
acercaron arrastrando las botas por el polvo.
—¿Quién ha sido? —preguntó John.
Los dos sujetos se detuvieron. Uno de ellos era alto,
atlético, de rostro broncíneo. El otro estaba ligeramente
encorvado y mostraba una cicatriz al lado de la oreja
izquierda.
Ambos miraron a Kellog sin emoción. El alto dijo:
—Un disparo así sólo lo puede hacer Charlie Copeland.
—Y supongo que usted es Charlie Copeland —murmuró
Kellog.
—Qué listo. ¿Lo has oído, Sheldon?
El de la cicatriz rió por lo bajo.
—¿Por qué lo han matado? —inquirió de nuevo John
Kellog.
—Hace demasiadas preguntas —repuso Copeland—.
Que yo sepa, no es usted el fiscal del condado...
—¿Te has fijado? —dijo Sheldon—. Ni siquiera lleva
armas.
—Seguro que su mamá no le deja jugar con el revólver.
Puede hacerse pupa.
John se mordió el labio inferior y dijo:
—En mi profesión no necesito los Colt.
—Ah, ya... —habló Copeland—. Entonces usted debe
ser el tipo del periódico... Es una suerte, ¿verdad, Sheldon?
Supongo que saldremos en la primera plana.
—Es posible. Por eso le pregunto por qué lo ha matado.
—Se puso pesado. Le dije que me dejase tranquilo y él
empezó a insultarme. Yo le invité a que se largase y
entonces me amenazó.
—¿Por qué discutieron?
—Yo creo que lo importante es que me dijo que me
levantaría la tapa de los sesos. Entonces le contesté que se
separase de mí y que tirase primero si podía.
—¿Hay algún testigo?
—¡Claro que sí! Sheldon estuvo presente.
Sheldon levantó la mano y dijo, con expresión irónica:
—Juro decir la verdad, nada más que la verdad y sólo la
verdad.
Kellog vio a Stanley Burks que caminaba hacia ellos.
Las aceras que flanqueaban el lugar del incidente se habían
llenado de curiosos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el sheriff.
—Lo maté en legítima defensa —dijo Copeland—. Si me
descuido, yo ocuparía el puesto de Silverstone.
—¿Tienes a alguien que pueda testimoniar en tu favor?
—Aquí está Sheldon.
Burks asintió con la cabeza y dijo:
—De acuerdo. Podéis marcharos.
Copeland miró una vez más a Kellog y dijo:
—No olvide citar que nací en Kansas y me alimenté con
maíz. Es justo que en un caso como éste haga propaganda
de mi patria chica. Hasta la vista, señor Young. Ah, un
consejo. Continúe sin llevar armas. Es un buen sistema
para que no le maten a uno...
Los dos hombres se encaminaron hacia La Alegría del
Minero.
—¿Así termina todo, sheriff? —dijo Kellog.
—Ya lo oyó. Disparó en legítima defensa. Tiene un
testigo. Presénteme usted otro que asegure que se trata de
un asesinato y pondré en marcha la máquina de la ley. Sí;
es Elias Silverstone, un minero; llegó a Wall City hace cosa
de un año. Era bastante pendenciero y no me extraña que
haya terminado así.
Kellog no tenía ya nada que hacer allí y separóse de
Burks. Masón y su sobrina no se encontraban ya entre los
espectadores.
Continuó su camino, y poco después entraba en la
redacción de El Clarín.
Leo Young estaba atareado en colocar una mesa junto
a la pared.
—¿Qué te parece, muchacho? —dijo al ver a John—. La
he comprado por tres dólares.
El joven dejóse caer en un sillón destripado y se sumió
en profundas reflexiones.
Young terminó de situar la mesa, volvióse y dijo:
—Ya me he enterado de que han matado a un hombre.
¿Es eso lo que te preocupa?
—No.
—Te hierve la sangre porque no tienes las pistolas
colgando del cinturón...
—¡Se equivoca...! ¡No pienso en ello!
—Está bien. ¿Qué tal te fue en tu trabajo?
—No nos podemos quejar. Masón pagará un anuncio de
su sa-loon, a insertar en la primera página por tiempo
ilimitado... No le hará ascos a su importe. Puede apretarle
lo que quiera.
Young miró por el ventanal que daba a la calle y dijo:
—Creo que vienen a hacernos una visita.
—¿Quiénes?
—Media docena de hombres armados.
—Recíbalos usted. Es el director.
—No estaría mal que tú estuvieses presente.
Kellog soltó un gruñido al propio tiempo que llamaban a
la puerta.
Young abrió y tras un silencio preguntó:
—¿Qué quieren?
Un hombre de unos cincuenta años, de facciones duras,
contestó:
—Mi nombre es Pat, Pat Neal. Deseamos que inserte
una esquela.
—Pasen entonces.
Entraron en la habitación seis hombres, cuyo aspecto
los aeñala-ba como mineros.
Youn sacó un papel, se sentó en la recién adquirida
mesa y tomó un lápiz.
—¿Quién es el muerto?
—Elias Silverstone, de treinta y ocho años de edad,
nacido en Massachusetts —respondió Pat.
Sólo se oyó el deslizamiento del lápiz sobre la cuartilla.
Young levantó la cabeza e inquirió de nuevo:
—¿Esposa? ¿Hijos?
—No deja a nadie. Ponga que sus amigos, no lo
olvidan...
Un muchacho de unos dieciocho años dijo rápidamente:
—¡Y que lo vengaremos...!
Young movió la cabeza reconviniendo:
—Eso no se puede poner...
—No, ¿eh? —rezongó Pat—. Seguramente se le
atragantaría mañana el desayuno al dueño del periódico...
—El dueño soy yo, hijo —repuso Young—. Y no
acostumbro a desayunar. Bebo únicamente un trago de
whisky.
Pat apretó los labios.
—¿Por qué no se quitan usted y su niño la careta? No
es preciso que nos engañen. Sabemos que Masón está
detrás de ustedes...
Kellog se incorporó diciendo:
—Supongo que el niño soy yo.
—No es menester que se ponga colorado, pero en esta
región sólo los chiquillos no usan revólver.
Las manos de John se crisparon y sus ojos asaetearon
al hombre que se burlaba de él.
Young se apresuró a intervenir:
—Mi hijo y yo somos gentes de paz, caballeros. Cuando
iniciamos el viaje hacia Wall City, sabíamos que los
comanches se habían marchado a las reservas señaladas
por el Gobierno, y supusimos que, puesto que aquí había
tan sólo americanos, todos estarían laborando para el
engrandecimiento del país.
—¡Qué frase tan bonita le ha salido! —intervino un
hombre de espesas cejas y mentón cuadrado—. Pero no
piense que nos vamos a ablandar. Conocemos los medios
de que se vale Masón... No tenía bastante con sus
pistoleros y ahora trae unos chupatintas para hervirnos los
sesos de patriotismo. Ya sabemos en qué va a consistir el
trabajo de ustedes. Escribirán sobre la gloria de la Unión,
nos hablarán de Washington, de Saratoga, de la
Independencia... ¿Y para qué...? Para adormecer los
últimos arrestos que nos quedan y preparar el último asalto
de los bandidos que nos acosan por todos lados. Llegará su
cinismo a decir que quien no está con Masón no es un
verdadero americano...
Young chasqueó la lengua y dijo:
—Una pregunta, señor...
—Gordon Walker.
—¿Qué es lo que pretende Masón, señor Walker?
—¿Me quiere tomar el pelo?
—Le aseguro que desconozco de qué me habla.
Los mineros se miraron unos a otros.
Walker, que era el más sorprendido, dijo:
—¿No han venido contratados por Masón?
—No. Nos ha encargado la publicación del anuncio de
uno de sus establecimientos. El paga por ello como
cualquier ciudadano. Es la única relación que nos une. ¿Por
qué no me explica lo que ocurre en Wall City? No arriesga
nada, si es que sigue creyendo que lo sé todo...
Gordon Walker preguntó con la mirada a sus
compañeros, y algunos de éstos asintieron.
—Lo que ocurre en Wall City —empezó a decir—, no se
diferencia en nada de lo que ha venido sucediendo a otros
centros mineros del Oeste. En Golden City y en Virginia,
para citar dos ejemplos, pasaron por esa prueba. Alguien
descubre oro y la noticia corre hasta la costa atlántica.
Incluso llega a Europa. Centenares de hombres, utilizando
toda clase de medios de transporte, llegan a la meta del
viaje y se dispersan por las colinas, por los arroyos, en
busca del codiciado metal. El país es rico y da para todos.
Reina la alegría, el bullicio, ya cree uno que ha hallado la
felicidad. De pronto se da cuenta de que por un kilo de
harina tiene que pagar diez veces su valor, y que por un
vaso de whisky se le exige cincuenta centavos en polvo de
oro, que el importe de una lata de conservas es el
equivalente a un plato de caviar tomado en el mejor
restaurante de Nueva York. ¿Qué ha pasado? Es sencillo.
Los aventureros sin escrúpulos, los especuladores, se han
abatido como buitres sobre la colonia minera con un solo
fin. El de apoderarse de todo el oro que los hombres
arrancan a la tierra. No hay otra alternativa que pagar lo
que ellos quieren o marcharse.
—Ya comprendo lo que quiere decir —dijo Young—. ¿A
quién representa Masón?
—A la compañía aurífera de los Blanck Hills. Al margen
de esta dirección explota por su cuenta un almacén de
proviciones, un establecimiento de bebidas y una casa de
juego...
—Y según usted, Elias Silverstone ha sido muerto por
orden de Masón.
—Copeland y Sheldon son dos de los pistoleros que
trabajan para él. Desde hace una semana iban detrás de
Silverstone...
—¿Y qué pasará ahora con el terreno de Silverstone?
—El Consejo Municipal votó una ley según la cual, si un
minero muere sin descendientes, su propiedad pasa a
pertenecer al Municipio.
—Entonces Masón se queda sin ella.
—Es más bonito todavía. El Municipio necesita dinero y
vende la propiedad al mejor postor. Nadie pujará contra
Masón, y éste, por un precio barato, obtendrá la propiedad.
—Un juego muy interesante, señor Walker.
Hubo un silencio que interrumpió Gordon preguntando:
—¿Qué va a hacer ahora que lo sabe todo, si es que no
trabaja para Masón?
—Pondré mi diario a la disposición de ustedes.
—¿Quiere decir...?
—Que defenderé a los mineros contra la rapiña y haré
oír la voz de ustedes hasta el último rincón del país.
Enviaremos, si es preciso, ejemplares de El Clarín a
Washington.
—¡No harás tal cosa!
Las palabras restallaron en la habitación como un
latigazo.
Todas las miradas se volvieron, depositando la mirada
en el hombre que carecía de pistola.
—¿Qué dices, Frank? —inquirió Young, perplejo.
—Nuestro diario no se mezclará en política. No se
pondrá a favor de Masón ni de los mineros.
Walker echó el busto hacia adelante y retrucó:
—¿Cree que la lucha planteada es política? ¡Se trata de
la supervivencia de muchas familias! ¡Ustedes pueden
cooperar para salvarlas!
—¡No tenemos nada que ver con sus rencillas
personales! ¡Esto es un negocio! ¿No entiende? ¡Resuelvan
sus problemas como puedan...!
Los rostros de los mineros se endurecieron.
Gordon Walker dio un paso acercándose al que creía
hijo de Young.
—Escuche, Frank —declaró—: Intentaremos
resolverlos. Un hombre valeroso llamado Luke Harrison se
quiso oponer a Masón respondiendo a la fuerza con la
fuerza. Yo no era partidario de tal decisión y recomendé a
Harrison y a los demás que tuviesen paciencia. El no me
hizo caso, y cinco hombres le siguieron. Liquidaron a unos
cuantos pistoleros de Masón, pero éste enfocó la cuestión
con suma habilidad. Presentó a Harrison como un vulgar
bandido y puso sus forajidos a las órdenes del sheriff. Ya
estará enterado de cuál ha sido el final de Harrison y los
suyos. Sólo se salvó un hombre llamado John Kellog, que
hacía pocos días que se había unido a Harrison. Lo hemos
buscado porque, según nos informó el propio Harrison se
trataba del mejor gun-man que ha pisado el Oeste, pero
debe de haberse marchado muy lejos, ya que todas
nuestras pesquisas han resultado infructuosas. Ahora
queremos arreglar las cosas por las buenas. Ustedes, con
su diario nos pueden servir de mucho.
—No habrá tal ayuda —dijo John con voz seca—. Lo
que me ha contado no cambia nada nuestra decisión.
Walker se volvió hacia el viejo Young.
—¿Quién dirige el periódico? ¿Usted o su hijo?
Young se pellizcó la barbilla observando con ojos
entrecerrados a Kellog.
—Mientras no consiga convencerlo, no formaré partida
ni con usted ni con Masón, pero créame, señor Walker, su
causa me resulta simpática y deseo que triunfe.
El más joven del grupo, un muchacho pelirrojo, sacó
rápidamente un revólver y gritó, mirando a Kellog:
—¡Tiene miedo o ya está vendido a Masón...!
—¡Márchese! —exclamó John.
—¡Tome un arma y defiéndase...!
—Sabe que no llevo armas.
Gordon Walker puso una mano en el hombro del
muchacho, diciendo:
—Serénate, Gleen. Esto no conduce a nada...
Gleen estaba muy nervioso para atender consejos.
—¡Yo se lo arreglaré, Young! —exclamó y rápidamente
extrajo el otro revólver y lo arrojó por el piso hacia donde
se hallaba Kellog.
El Colt resbaló por el piso hasta tropezar con la bota de
John.
—¡Ya tiene un revólver! —dijo Gleen—. ¿Qué está
esperando...? ¡Agáchese y levántelo!
Hubo un silencio sepulcral en la habitación.
Kellog estaba inmóvil y su cara parecía tallada en
granito.
Transcurrió un momento.
—¿Es que quiere que lo mate como a un perro? —gritó
Gleen fuera de sí.
Kellog miró a Young por unos instantes. Sus ojos
permanecieron fijos, calibrándose recíprocamente.
—¡Contaré hasta tres! —exclamó Gleen.
Kellog apartó la mirada del impresor y la fijó en el
revólver que tenía a sus pies. Empezó a agacharse.
—¡Uno...! —contó Gleen.
Kellog acercó lentamente la mano y las yemas de los
dedos rozaron la culata.
—¡Dos...!
De súbito sonó un disparo y Gleen soltó una
exclamación de sorpresa, arrojando el revólver al suelo.
Leo Young mostraba un humeante Colt en la mano
derecha.
—¡Se acabó la reunión! —ordenó—. ¡Largúense...!
Gordon Walker impidió que sus compañeros replicasen.
—¡Vamonos! —ordenó.
Los mineros se movieron hacia la puerta y Young los
siguió revólver en mano.
Gleen recogió su revólver y miró retadoramente a
Kellog.
—La próxima vez no tendrá tanta suerte...
Salió el último minero y Young hizo girar el Colt y lo
enfundó.
Luego, sin hacer ningún comentario, sentóse ante su
mesa y se puso a escribir.
CAPITULO V

Leo Young llevaba media hora trabajando en silencio.


Kellog estaba junto a la ventana mirando al exterior y
de pronto giró sobre sus talones y chilló:
—¡Está bien! ¿Por qué no dice lo que piensa?
Leo levantó la cabeza y murmuró:
—Realmente son tus pensamientos los que desearía
conocer. No acabo de comprenderlo.
—¿Qué es lo que no entiende?
—Que te aliases con Harrison para luchar contra Masón
a favor de los mineros, que cuando empezó el tiroteo con
las fuerzas del sheríff escapases, que empleases la coacción
para unirte a mi y representar una farsa, siendo así que
ahora te niegas a prestar ayuda a Walker y sus amigos.
Son demasiadas preguntas las que se agolpan en mi
cabeza.
—Y no encuentra las respuestas apropiadas, ¿no es así?
—Deberás reconocer que es difícil.
Llamaron a la puerta y John fue a abrir. En el umbral
apareció Judy Masón.
—¿Puedo pasar? —preguntó la joven.
—Naturalmente. Le presento a mi padre, señorita
Masón.
Young salió al encuentro de la muchacha y estrechó la
mano femenina.
—Es un placer conocerla...
Judy paseó la mirada por la habitación.
—Nunca había estado en una redacción de un
periódico... ¿Dónde están las máquinas?
—En la parte trasera —contestó Leo—. Ahora todo es
provisional. No hemos tenido tiempo de organizado.
Judy dejó el bolso que llevaba sobre la mesa de Leo y
se volvió, depositando su mirada en el rostro de Kellog.
—El caso es que necesito sus servicios.
—¿Forma parte de la Liga Feminista? Si es así
pondremos a su disposición una columna en el suplemento
de los domingos.
—Oh, no se trata de eso. Es que, verá, he perdido un
camafeo. Lo tengo en gran estima. Perteneció a mi madre.
—¿No lo habrá dejado en su casa olvidado?
—Salí con él esta mañana. ¿No me lo vio cuando nos
presentó mi tío?
—No reparé en ello.
—He debido extraviarlo por la calle. Deseo poner un
anuncio. Ofreceré una recompensa por encima del valor
material del camafeo. Asi es más fácil que lo devuelva el
que lo haya encontrado, ¿no cree usted?
—Sí, es posible.
—Ponga que gratificaré su devolución con cincuenta
dólares.
Kellog sonrió y dijo:
—Con ese precio tendrá que soportar una lluvia de
camafeos.
—Sólo me interesa uno, el mió. ¿Vendrá mañana a
darme noticias?
—Dígame la dirección de su casa y la insertaré en el
anuncio.
—Oh, señale la redacción del periódico para la
devolución y, mañana a las diez, lo espero para que me
comunique las buenas noticias, que no dudo las habrá. Vivo
a una milla al sur del pueblo; verá el edificio en seguida, es
color marrón...
—Descuide, no me perderé.
La joven tomó el bolso de la mesa y sonrió a Leo, que
habla permanecido durante el diálogo detrás de ella.
—Les deseo éxito en su empresa, señor Young.
John acompañó a la joven hasta la puerta.
Cuando los dos hombres quedaron a solas, Young dijo:
—No es necesario que insertemos ese anuncio.
—¿Por qué? ¿Acaso porque no lo ha pagado? Le
presentaremos la factura a su tío.
—El camafeo ha aparecido.
—¿Está de broma?
Leo abrió la mano derecha y mostró en su palma un
camafeo de color verde con irisaciones encarnadas.
—Si lo encontró, ¿por qué no se lo ha devuelto? ¡No
nos hacen falta sus cincuenta dólares! —Estaba en su
bolso. — ¿Qué dice?
—Que este camafeo no ha sido extraviado. Encontré
sospechoso que el mismo día en que la has conocido
hubiera perdido una cosa que, según ella, estima tanto.
Aproveché que estaba de espaldas y eché un vistazo a su
bolso.
—¿Qué razón habrá tenido para hacer una cosa así?
—La explicación es muy simple. Ella tiene veintidós
años y tú treinta. Ella es una mujer y tú un hombre...
El joven tomó el camafeo de la mano del anciano y
preguntó:
—¿Puede pasarse sin mí unas horas?
—Seguro. Hasta la noche no te necesitaré.
Kellog se marchó, dejando a Young en la mayor
perplejidad.
Comió en el hotel con Lidya Borelli y después subió a su
habitación. Se acostó en la cama y durmióse, despertando
cuando el sol se había puesto.
A las nueve y media entraba en La Alegría del Minero.
La sala estaba llena de gente y en el mostrador se
agolpaban los clientes que no cabían en las mesas.
May Roberts, embutida en un vestido que brillaba como
el oro, se acercó a John eludiendo los brazos que se
alargaban hacia ella.
—¿Qué tal, periodista?
—Perfectamente. Ahora me explico "que Jeffrey
asegurase no necesitar nuestra propaganda.
—Mañana habrá más público que hoy.
—¿Más todavía?
—Es el cuatro de julio. Los hombres empiezan a
emborracharse esta noche y ya no acabarán de beber hasta
la madrugada del cinco.
¡No sabe cómo aguantan! Si no los conociese, juraría
que sus estómagos carecen de fondo.
—Eso es bueno para Masón —Kellog miró a su
alrededor y dijo—: Allí veo un sitio donde nos podemos
sentar. —¿Dónde? —Encima del piano. May rió y colgóse
del brazo de John. —No sea tonto —declaró—. Venga a mi
mesa particular.
Sortearon los obstáculos que hallaron en el camino y
llegaron a un palco situado a la derecha del escenario.
—Supongo que este lugar es el destinado al dueño.
—Supone bien. Y yo le invito a usted.
Se sentaron a inmediatamente un mozo dejó sobre la
mesa una botella de whisky y dos vasos.
Kellog bebió un trago y dijo:
—Estoy dispuesto a enterarme de por qué se muestra
tan amable conmigo.
—No es un misterio. Masón ha ordenado que
extrememos nuestra cortesía hacia usted. Tiene un
periódico y eso, por lo visto, vale hoy más que un par de
pistolas.
—¿Lo dice con ironía?
—Por favor, Frank. Yo no puedo ironizar con usted.
—¿Sabe ya lo de Gleen?
—Dejaría de ser May Roberts si no estuviese al
corriente de los sucesos de Wall City, cinco minutos
después de que hayan ocurrido.
—¿Y qué opina?
—Que es usted un cobarde.
La mano derecha de Kellog rodeó con fuerza el vaso de
whisky.
—No se inquiete por ello, Frank —siguió diciendo la
mujer—. ¿Es obligatorio jugarse la vida todos los días?
Usted es de otro barrio distinto al que están hechos los
hombres que llenan este local ahora. ¿Sabe que alguno de
ellos descansará dentro de unas horas en la tumba...?
Pelearán por el beso de una mujer que sólo desea unos
cuantos dólares, por un sitio en el mostrador, o por
cualquier otra cosa... ¡No importa lo que sea! Lo cierto es
que echarán mano al revólver y el que sea menos rápido
quedará tendido y no podrá levantarse nunca por sus
propios medios.
Los músculos de la cara de Kellog estaban tirantes.
—Escoja al que quiera —dijo May señalando con la
mano—. ¡Aquel mismo! El de la nariz aguileña y patillas
largas. ¿Cree usted que si llega el caso de enfrentarse con
su rival vacilará en sacar el revólver como usted vaciló?
¡No! ¡Ni siquiera pestañeará! ¡Ni por un momento pensará
que puede ser él a quien saquen de aquí con los pies por
delante...' —hizo una pausa y añadió—: Sí, Frank. Este es
el maravilloso, sangriento y fiero Oeste. En él no hay sitio
para hombres que no sepan usar el Colt. Si no está
dispuesto a colgar de su cinturón dos armas y aprender a
usarlas, es mejor que se marche...
El vaso que sostenía Kellog crujió rompiéndose en
varios pedazos.
May miró sobresaltada el rostro del hombre que
juzgaba un cobarde.
—Lo siento, Frank. He sido una estúpida... Creo... —su
voz vaciló—. Creo que he bebido un poco más de la cuenta.
—No trate de disculparse. Lo empeoraría. Apuesto a
que es el primer vaso de whisky que bebe desde esta
mañana...
Una gota de sangre resbaló por el índice de Kellog y
cayó sobre la mesa.
—Se ha cortado, Frank Es sólo un rasguño. Venga
conmigo. Le curaré
—No es preciso. Lo haré yo. ¿Dónde está el lavabo? —
preguntó John levantándose.
—Vaya por la puerta que hay a la derecha del escenario
y luego entre en la segunda habitación que vea en el
pasillo...
Kellog se fue y May apuró el contenido de su vaso.
Escanciaba de nuevo cuando oyó que le decían:
—¿Celebras algo, May?
Levantó los ojos fijándolos en el hombre que se hallaba
a la entrada del palco.
—El día de la Independencia. ¿Es que no hay forma de
que me desembarace de ti, Bill Ivés?
William Ivés, de cuarenta años de edad, cabello castaño
y ojos negros, avanzó hacia la mesa diciendo:
—¿No te parece que es un poco pronto?
—¿Me vas a reñir, Bill?
—Oh, no. Dicen que la experiencia es la suma de
errores que uno va cometiendo a través de la vida. Pues
bien: aún recuerdo lo que me ocurrió en Dodge City cuando
te reñí por última vez. Te largaste sin haber dicho adonde
te dirigías.
—Lo cual no fue impedimento para que me encontrases
aquí al cabo de un año. A veces pienso que vencerías al
mejor de los perdigueros...
Ivés se sentó; dejó el sombrero en una silla cercana y
dijo: —¿Por qué no terminamos de una vez con este juego?
Cásate conmigo.
—¿JEs cierto lo que oyen mis oídos? Tú, el más duro de
los hombres, pidiéndome en matrimonio... Espera que beba
otro trago. La emoción no me deja respirar.
—Confieso que soy el primer asombrado de mi
repentino valor, pero ya ves, hasta las rocas se deshacen.
—¡Y qué roca!
—Bueno, ¿qué contestas? He pensado que si nos
casamos esta noche, dentro de cinco días podremos estar
en aquel sitio que tanto nos gustó...
—Y en donde terminamos por pelearnos, como
siempre.
—Olvida eso; ahora va a ser distinto todo...
May sonrió cariñosamente y puso una mano sobre la de
Ivés.
—Sé que no te hará mucho daño mi respuesta
negativa, Bill...
—¿Y si te dijese que sí?
Hubo una pausa. May meneó la cabeza.
—No, Bill. Sería una equivocación que pronto
lamentaríamos.
—¿Puedo saber en qué te fundas para darme estas
calabazas?
—Simplemente en que hemos recorrido un camino muy
largo para llegar a este momento. Es un poco tarde para
edificar algo que quedó hecho ruinas-.
—¡Pero en Dodge City me hubieras contestado
afirmativamente!
—Sí, en Dodge City, en Kansas, en Abilene. En
cualquier lugar, al oír tus palabras, me hubiera colgado de
tu cuello, te hubiera besado y, después, te hubiese puesto
una pistola en la espalda para que me llevases ante el altar,
antes de que te arrepintieses. Pero esto es Wall City.
Ivés retiró la mano que tenía asida May y se echó atrás
en la silla.
—Ya comprendo —declaró—. Es ese hombre que estaba
contigo.
—Lo he conocido esta mañana.
—Siempre he pensado que una mujer puede olvidar su
cupo de recuerdos en un solo minuto. El tiempo justo que
tarde en estremecerse a la vista de un hombre.
—Vas muy lejos en tus suposiciones.
—Es gracioso,, ¿verdad? Resulta que cuando me
decido, llego tarde por unas horas...
—Y dentro de otras pocas darás un suspiro de alivio
cuando pienses el riesgo que has corrido al pedirme por
esposa...
Kellog entró en el palco y hubo unos instantes de
embarazoso silencio. May los presentó.
—El señor Young, el señor Ivés.
Bill se incorporó y los dos hombres hicieron una ligera
inclinación de cabeza.
Ivés miró el rostro de John y dijo:
—¿Has dicho Young, May?
—Eso es —contestó el propio Kellog—. Frank Young.
—Perdone —murmuró Bill—. Por un instante lo he
confundido con otra persona.
Kellog quedó inmóvil como una estatua mientras Ivés lo
miraba fijamente.
—Ya veo que ni siquiera lleva armas... Bien; he de
marcharme ahora. Buena suerte, señor Young. Hasta la
vista, May.
Bill tomó el sombrero de encima de la silla y salió del
palco. Culebreó entre las mesas y acercóse a uno de los
extremos del mostrador, donde se hallaban Jeffrey Forsythe
y el sheriff Stanley Burks.
—¿Qué tal esa comprobación? —preguntó el sheriff.
—Primero un trago —dijo Bill.
Jeffrey hizo una señal y un mozo escanció whisky en un
vaso. Ivés lo bebió mientras, los otros mantenían sus ojos
fijos en él.
—¿Y bien? —inquirió Forsythe.
Bill dejó elvaso en el mostrador y ladeó la cabeza. Vio a
May hablando con John Kellog. En el rostro de la rubia
.había una expresión de felicidad y sus ojos despedían un
vivo fulgor.
—No —dijo sin volverse—. Ese hombre no es John
Kellog.
CAPITULO VI

Selena March salió al escenario cubriendo su esbelto


cuerpo con un vestido rojo muy entallado y amplio de
escote. En su mejilla derecha había pintado hábilmente un
lunar, lo cual daba a su rostro cierto aspecto picaresco.
Su aparición sobre las tablas causó sensación. La sala
se llenó de silbidos, aplausos y gritos.
Aplacados los ánimos, el pianista dejó correr sus dedos
sobre el teclado y segundos más tarde Selena comenzaba
su trabajo.
Su voz sonó dulce, cautivadora.

«Joe es el chico más valiente de la ciudad.


Corre, lucha y pega como nadie. Dispara y
hace... ¡pum, pum, pum!
Y derriba hombres sin piedad.
Cuando se me acerca y me habla al oído,
mi corazón hace... ¡pum, pum, pum!
Y me estremezco de felicidad. Porque han
de saber ustedes que yo quiero a Joe, el chico
más valiente de la ciudad...»

Los hombres rugieron, se levantaron, arrojaron los


sombreros al aire.
—¡Otra vez...! ¡Otra vez...! —pidieron en un clamor
unánime.
Y Selena sonrió y volvió a cantar.
El público se unió a ella y coreaba la canción golpeando
las mesas con botellas y vasos. * —Pu, pum, pum...! ¡Pum,
pum, pum...!
Un tipo que estaba como una cuba se incorporó
gritando: —¡Yo me llamo Joe...! ¡Y soy ese fulano de la
canción...! Hip...
¿Quién es el sinvergüenza que lo duda...? Hip...
Selena bajó entonces por la escalerilla, se acercó al
borracho y le puso una mano en el hombro, cantando:

«Cuando se me acerca y me habla al oído...»

El otro puso una cara de carnero degollado y aproximó


su rostro al de la joven...
—Mí corazón hace... ¡pum, pum, pum'
En ese instante, como si la escena hubiera sido
ensayada, una docena de Colt retumbaron y otros tantos
proyectiles hicieron volar el sombrero del llamado Joe,
quien se desplomó del susto entre las carcajadas de los
espectadores.
Selena subió de nuevo al escenario y terminó la
canción, sonriendo.
El estruendo, los hurras y las ovaciones hicieron
estremecer las paredes del saloon.
Se pidió con alcohólica insistencia la repetición del
número, pero Selena se disculpó haciendo señales con la
mano, dando a entender que más tarde volvería a cantar.
Al salir por el foro derecho se encontró con un mozo del
establecimiento que le dijo que May Roberts la esperaba
en su mesa.
Cuando entró en el palco recibió la felicitación de May.
—No he conocido a nadie que haya alcanzado un triunfo
tan meteórico, Selena. Puede usted sentirse satisfecha.
—Y lo estoy —la joven se sentó y dijo, mirando a
Kellog, que estaba de pie—: ¿Hablará de mí en su
periódico?
—Nunca nos ocupamos de estas pequeñas cosas.
La respuesta le hizo a Selena el efecto de un latigazo.
Se mordió el labio inferior y repuso:
—¿Y si le diese dinero? ¿Dejaría de ser una
pequeña cosa?
—Si paga su propaganda, no hay inconveniente en
insertarla.
—Es usted un cínico.
May medió:
—¿Van a pelearse ahora? Esto hay que celebrarlo.
Selena dijo, mirando a Kellgg agresivamente:
—Quizá beber unas copas'con una artista de saloon
esté reñido con la moral del señor Young".
—Se equivoca —retrucó John—. Pero no puedo celebrar
el acontecimiento con ustedes, porque he de marcharme a
la redacción. Hasta la vista, May. Enhorabuena, Selena.
Selena hizo un mohín de rabia mientras Kellog salia del
palco.
Ya en la calle, apretó el paso. La única iluminación
provenía de las ventanas abiertas de los establecimientos
de bebidas.
Al cruzar una caile oscura, John se estremeció al oír
una voz que brotaba de las tinieblas.
—¿Puedo hablarle, Kellog?
Se detuvo llevándose instintivamente las manos al
lugar en que en otro tiempo colgaban sus Colt.
La misma voz dijo:
—He de recordarle que no lleva armas.
William Ivés emergió de la oscuridad, acercándose a
Kellog. En su mano derecha tenía un revólver.
—¿Qué quiere? —inquirió John.
—Que aclare algo que me sorbe el seso. ¿Qué hace
usted en Wall City representando el falso papel
de'periodista?
—Es asunto mío.
—De todas formas, abra el pico.
—Le repito que es un negocio personal.
—Oiga, no se me ponga duro. Puedo apretar el gatillo y
es posible que me aeh un premio por agujerear su pellejo.
—Está bien, pertenecía a la pandilla de Luke Harrison.
El sheriff nos hizo una encerrona y yo pude escapar. Me
dirigí hacia aquí a la espera de mi momento. ¿Suena
convincente?
—En apariencia, sí. ¿Y qué hay con May Roberts?
—¿Qué hay? No lo comprendo.
—No me ponga nervioso, Kellog. No conteste a mis
preguntas con otras. Es un consejo.
—Masón me envió a May Roberts para que me diese los
nombres de las artistas que deben figurar en la propaganda
de La Alegrta del Minero. Puede preguntárselo a ella.
—Escuche, Kellog. Quiero a esa mujer.
—¿Espera que les dé mi bendición?
—No; pero no consentiré que le haga una mala pasada.
—Ah, es eso. Pierda cuidado, Ivés. En ningún momento
he pensado en May en^ sentido que usted sugiere.
—Será mejor para todos. Pero he observado que usted
le interesa a ella.
—Es una simple suposición, pero si fuera así, no querrá
que me marche de aquí.
—No; si hubiese querido quitarle de en medio hubiera
dicho hace un rato a Forsythe y al sheriff que usted es John
Kellog.
—¿Y por qué no lo ha hecho?
—No lo sé; yo también me lo he preguntado. Puede que
con los años me haya convertido en un sentimental...
Ivés enfundó el revólver y añadió:
—Buenas noches, Kellog.
John regresó a la redacción de El Clarín de Wall City y
hasta las cuatro de la madrugada estuvo ayudando a Young
en la composición y luego en la tirada del diario. A esa hora
se retiró a su habitación del hotel y durmió durante cuatro
horas. A las nueve se levantó y dedicó quince minutos a su
higiene personal.
A las diez y media de la mañana llegó a la casa de los
Masón. Llamó a la puerta y apareció una mujer negra,
quien al enterarse del propósito del visitante de ver a la
señorita Masón mostró su blanca dentadura sonriendo y le
invitó a que la siguiera. Fue introducido en una habitación
de rico mobiliario y amplias ventanas. Judy Masón estaba
de pie, de espaldas, mirando al exterior a través de los
cristales, cuando Kellog dijo:
—Buenos días.
La joven se volvió grácilmente y no contestó, hasta que
la criada hubo desaparecido.
—Es usted un hombre de palabra, señor Young.
—No lo sabe bien —repuso él, pensando en su promesa
al viejo periodista.
—¿Quiere desayunar conmigo?
—No, gracias —dijo—. Desayuné antes de salir de la
ciudad.
—¿Me permite que lo haga yo?
—Naturalmente.
—Pero siéntese, por favor.
Judy se sentó ante la mesa y él lo hizo enfrente.
La joven llenó una taza de café y echó dentro dos
cucharadas de azúcar.
—¿Está preparado para la fiesta? —preguntó Judy,
mientras removía el café con la cuchara.
—Supongo que sí.
—Hoy es el día más alegre del año. Después de los
servicios religiosos, tendremos carreras de caballos,
concurso de tiro, y al anochecer se celebrará un gran baile.
John carraspeó y dijo:
—Señorita Masón, he venido por lo del extravío de su
camafeo.
—Oh, sí. El camafeo. No me diga nada respecto a él,
hasta más tarde. Me desagradan las malas noticias cuando
tomo el desayuno.
—Pero es que no son malas.
La joven detuvo la taza a dos dedos de su boca en
tanto que entre sus cejas aparecía un fruncimiento.
—¿Có... cómo dice?
—Que el camafeo ha aparecido.
La taza tembló, desbordándose el café y cayendo sobre
la alfombra.
Judy balbució:
—Pero..., ¿pero eso es posible?
—¿Por qué no ha de serlo?
La joven estaba muy azorada. Dejó la taza en la
bandeja y repuso:
—Tiene razón. Después de todo, para eso puse el
anuncio.
—Y la suerte ha estado de su lado.
Judy golpeó la mesa con el dedo índice y de
pronto dijo:
—¡Lo han engañado'
—¿Por qué?
—Ese camafeo no es el mío —su rostro recobró la
serenidad y su voz adquirió fuerza—. Ha ocurrido lo que
usted previo. Alguien se ha pasado de listo y le ha
presentado un camafeo cualquiera con la pretensión de
cobrar los cincuenta dólares de recompensa...
—No; su hipótesis es falsa. El que lo entregó no quiso
aceptar un solo centavo.
Judy parpadeó mientras Kellog sacaba un pañuelo del
bolsillo y lo desdoblaba mostrando el camafeo.
—¿Es el suyo, señorita Masón?
El asombro de ella llegó al paroxismo.
—Pues... pues... sí..., creo que sí.
—Tómelo y examínelo.
Judy tomó la joya y después de observar atentamente
hasta su último detalle, levantó la mirada y repuso con un
hilillo de voz:
—Efectivamente es el mío...
—Magnífico. Celebro que así sea —John se incorporó—
Ya nada tengo que hacer aquí.
—¿Quién es el que lo ha encontrado?
—Me rogó que mantuviese su nombre en el anónimo.
-Entonces he de darle las gracias a usted...
—Me he limitado a traerle la joya.
—Bueno; todo esto es tan sorprendente...
Kellog tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír.
Dieron un golpe a la puerta y Judy autorizó la entrada.
Jeffrey Forsythe apareció en la habitación y al ver a
Kellog su rostro perdió jovialidad.
—Por lo que veo —declaró—, despliega usted una gran
actividad, señor Young.
—En mi profesión es condición indispensable.
Jeffrey miró a la joven y ésta dijo:
—El señor Young ha venido a hacerme unas preguntas
para el suplemento femenino de su diario.
—¿Sí? Eso está bien. Andar entre mujeres es a veces
más seguro.
El puño derecho de Kellog salió disparado y fue a
estrellarse en la mandíbula de Forsythe, quien se desplomó
al suelo.
—¡Frank! —gritó Judy.
John, con las piernas abiertas en compás, apretaba los
labios rabiosamente esperando a Jeffrey. Este se incorporó
jadeando con un revólver en la mano. Su rostro estaba
pálido de ira.
—¡Tengo mis puños, Forsythe! Usted tampoco es
manco. Dilucidemos esto en igualdad de condiciones.
Judy se interpuso rápidamente entre los dos hombres.
—¡Parecen chiquillos! ¿Es que no se dan cuenta del
lugar en que se hallan?
—Lo siento —se excusó John.
Forsythe rió por lo bajo y murmuró:
—Ha nacido con buena estrella, Young. Ahora se salva
refugiándose en unas faldas de mujer.
—¡Jeffrey! —le reconvino la joven, mientras retenía a
Kellog por un brazo.
Forsythe miró fijamente a su rival, enfundando.
John echó a andar hacia la puerta y salió sin pronunciar
palabra.
Diez minutos más tarde se detenía ante La Alegría del
Minero. Preguntó en el establecimiento por Selena y le
dijeron que se alojaba en el hotel Esmeralda, al otro lado
de la calle.
Informado del número de la habitación que ocupaba la
joven por el encargado del hotel, subió al primer piso y
abrió la puerta correspondiente sin llamar.
Selena se ocupaba de su maquillaje, ante el tocador, y
volvió la cabeza bruscamente.
Kellog cruzó la habitación y alcanzó la valija que había
encima de un armario, arrojándola sobre la cama. Luego
abrió el armario y tomó en una brazada varios vestidos,
descolgando las perchas de que pendían. Se acercó a la
cama, levantó la tapa de la valija y empezó a quitar los
vestidos de las perchas, metiéndolos en el interior de la
maleta desordenadamente.
Selena se puso en pie, brazos en jarras.
—¿Qué significa esto? —inquirió.
John le contestó sin interrumpir su trabajo:
—Significa que te vas a largar ahora mismo de Wall
City.
—¡No voy a hacer tal cosa!
—Vas a quedar convencida en seguida.
—Soy mayor de edad, Johnny.
—¿De veras?
—Hace siete días que cumplí los veintiún años. Aunque
seas mi hermano mayor, no tienes ningún derecho sobre
mí.
Johnny giró fijando los ojos en el rostro de la
muchacha.
—Te advertí que no te metieses en esto.
—Y lo tuve en cuenta hasta que me enteré en Saterville
de que habían acabado con el grupo de Luke Harrison.
—No te vale, hermanita. Estoy seguro de que el
informante que llegó a Saterville diría también que yo había
logrado escapar con vida.
—Sí, eso es cierto. Pero, ¿qué podías hacer tú solo
contra ellos? Supuse que no tardarías también en caer.
Vine a echarte una mano, Johnny.
—Estupendo... ¿Y en qué crees que puedes ayudarme?
—Masón ha establecida contacto conmigo.
—Eso es lo que no me gusta y no estoy dispuesto a
tolerar.
—Oh, Johnny... Sé guardarme bien.
—Es lo que tú crees. Ninguna mujer puede estar segura
con tipos como Masón o Forsythe... Si te ocurriese algo, no
me lo perdonaría en toda mi vida. Métetelo bien en la
cabeza..., cometiste una locura presentándote en ese
saloon.
—¿Es que no te das cuenta...? El dueño de La Alegría
del Minero es Masón —señaló un ramo de flores que había
en un jarrón—. Eso me lo ha mandado él, junto con una
invitación para cenar con él esta noche... Tengo suficiente
habilidad para conseguir que me diga unas cuantas cosas
de las que a nosotros nos interesan.
—Aunque fuese así, no serviría de nada... ¿Crees que
vais a cenar en presencia de una docena de testigos...?
¡No, pequeña, es asunto decidido...! ¡Volverás ahora mismo
a Saterville y me esperarás allí tal como planeamos en un
principio!
—¡No puedo estar sola, nerviosa, imaginando a cada
momento que a mi hermano lo han quitado de en medio de
ün balazo!
—Las cosas me van bien. Tuve mucha suerte al
tropezar en mi camino con Young, el editor... Le haremos el
juego a Masón mientras yo pueda... Young quiso ponerse
de parte de la comunidad de mineros, pero yo se lo quité
de la cabeza.
—Sí, ¿y cuándo vas a obtener resultados...? ¿El día del
Juicio Final?
—No, pequeña... Ahora voy a ir a ver a May Roberts y
le sacaré todo lo que ella sabe.
—¿Y si te falla?
—No ocurrirá tal cosa.
—Está bien, Johnny... ¿Dejarás que me quede si te
prometo una cosa?
—¡No!
Selena hizo un mohín.
—¿Por qué no me escuchas, primero, Johnny? Estoy
dispuesta a cancelar mi cita con Masón.
—Eso no me hace cambiar de idea.
La joven dio unos pasos y apoyó sus manos en el pecho
de John. . —Deja que me quede, Johnny... En Wall City me
encuentro a tu lado y esto es un descanso para mí... En
Saterville volvería a mis pesadillas y te aseguro que es algo
que no deseo a nadie.
Johnny guardó silencio durante un rato y finalmente
dijo:
—Estoy seguro que yo también cometo un error al
consentir que permanezcas en esta ciudad.
Selena se puso de puntillas y lo besó en la cara.
—Eres maravilloso, Johnny.
El hizo una mueca y dirigióse hacia la puerta. Con la
mano en el picaporte, se volvió y dijo:
—Y no te olvides de esto. En cuanto descubra que
tratas de hacer algo por tu cuenta, te envío a Saterville.
Selena le dirigió una sonrisa y él salió de la habitación.
CAPITULO VII

May Roberts acababa de embutirse en un vestido color


verdoso cuando llamaron a la puerta de su habitación.
Autorizó la entrada y sonrió al ver aparecer a John
Kellog.
—Hola, May.
—¿Qué tal, periodista?
Johnny se quitó el sombrero y lo puso sobre una silla.
—Precisamente me encuentro aquí para cumplir un
deber profesional —explicó mirándola fijamente al rostro.
Hizo una pausa—. Mi padre y yo queremos trazar la
'semblanza biográfica de los prohombres de Wall City.
—Muy interesante.
—Naturalmente hemos elegido como primera figura de
prestigio a Henry Masón.
—Eso va a gustar mucho al señor Masón.
—No lo dudo —concedió Johnny brillándole
extrañamente las pupilas—. ¿Qué me puede contar de él,
May?
—¿Quiere decir que no ha ido a hablar con el propio
Masón todavía?
—Preferimos darle una sorpresa. Además, el señor
Masón es un hombre modesto y estoy seguro de que no le
gustará hablar de sí mismo. He pensado que en Wall City
encontraría personas que conozcan bien la trayectoria de su
vida.
May se quedó pensativa unos instantes y luego repuso:
—Conocí a Masón hace seis años en Denver y entonces
él ya era un hombre de fortuna.
—¿Sabe cómo la consiguió?
—Sí, creo que sí... Hace cosa de quince años encontró
un filón de oro en el desierto.
—¿Sólo?
—No; iba con otros dos hombres. Uno de ellos era el
padre de Judy. La chica no es realmente su sobrina. Henry
la recogió siendo ella muy pequeña y Judy empezó a
llamarle tío..., por eso se creó entre ellos un parentesco
ficticio.
—¿Qué fue del padre de Judy y del otro socio?
—Fueron muertos por la banda de un pistolero famoso,
la dé Bill Pecos. Los atacaron mientras dormían... De
aquella refriega solamente logró escapar Masón; para ello
tuvo que cruzar el desierto Amarillo por la parte más
extensa... Fue recogido moribunodo por otro buscador de
oro que lo condujo a un poblado... Poco después se
organizó una gran batida contra Bill Pecos. El y todos sus
hombres fueron sorprendidos en su propio refugio, donde
encontraron la muerte.
—Eso es muy interesante... Los que componían el
grupo de batidores debieron ser conducidos por alguien
hasta el refugio de Pecos. ¿No es así?
—Sí.
—¿Quién fue esa persona?
May Roberts se encogió de hombros.
—Nunca se me ha ocurrido pregunta rio... Fue algo que
sucedió hace mucho tiempo.
Hubo un silencio. Kellog dio unos pasos por la
habitación y cuando se detuvo, preguntó:
—¿Cómo se hizo cargo Masón de Judy?
—La niña era hija de uno de sus socios, un tal Douglas
Ready, y Henry no la quiso, dejar sola. Fue a por Judy a
una ciudad cercana donde su padre la había dejado en
compañía de una niñera y se la llevó consigo.
—¿Regresó a su yacimiento de oro?
—Sí, y al parecer le fue bien.
—Fue una suerte para Masón que las cosas sucediesen
así. Sus socios encontraron la muerte y luego desapareció
para él el peligro que suponía la presencia cercana de Bill
Pecos.
—¿Adonde quiere ir a parar, Young?
—Era solamente un detalle más.
—¿Acaso va a publicar esa historia en su periódico?
—No creo que haya nada de malo en ello. Al fin y al
cabo, se trata de los comienzos afortunados de Masón
como hombre de negocios.
—Creí que esa biografía de Henry se iba a referir única
y exclusivamente a lo que él había podido hacer en
beneficio de Wall City.
—¿Y ha hecho mucho, May?
—Es el dueño de los más importantes
establecimientos..., el hombre que más dinero posee.
—También hablaremos de ello en nuestro diario.
Kellog tomó el sombrero y se dirigió a la puerta.
—¡Young! —lo llamó de pronto ella.
—¿Sí? —preguntó él, volviéndose.
—Observo algo raro en su actitud.
—¿Por qué?
—Parece como si quisiera enfrentarse con Masón... ¿Es
eso, Young?
—¿Y si hubiese acertado?
—Sería una mala jugada por su parte#. Henry es el
hombre fuerte de Wall City. Si el periódico de ustedes se
atreve a publicar algo contra él, usted y su padre tendrán
que marcharse a otro pueblo...
Johnny sacudió la cabeza.
—Nunca me han amedrantado las amenazas, May.
—Es una forma rara de hablar para un hombre que no
lleva armas.
Johnny dirigió una mirada a su cinturón y dijo:
—Quizá tenga razón. Un día de éstos tendré que suplir
esa deficiencia. Gracias por sus consejos, May. Hasta la
vista.
Johnny abandonó el local y poco más tarde penetraba
en las oficinas del periódico.
Johnny se dio cuenta en seguida de que allí había
ocurrido algo anormal. Los cristales de las ventanas
estaban rotos y Leo se entretenía en recoger los pedazos
del suelo.
—¿Qué ha pasado, Leo? —preguntó.
—Nos apedrearon la casa, muchacho.
—Los mineros, ¿eh?
—Siempre hay exaltados —Leo dio un suspiro—.
Supongo que esto ha sido solamente un aviso, el anuncio
de cosas peores.
Johnny se sentó en una mesa y empezó a frotarse el
mentón con el dorso de la mano.
Young dejó caer los cristales en una cesta de mimbre y
se acercó a Johnny.
—¿Cómo te fue con la sobrina de Masón?
—Le demostré que era una embustera. También he
descubierto algo importante respecto a ella.
—¿El qué?
—Que entre Judy y ese Masón no existe ningún
parentesco.
Young enarcó las cejas sorprendido.
—¿Cómo dices?
Y a continuación, Johnny contó al anciano editor la
historia que le había sido relatada minutos antes por May
Roberts.
Leo, una vez hubo escuchado el relato completo,
encanutó los labios y lanzó un silbido.
—¿Qué piensas acerca de todo esto, Johnny?
—Ahora lo sabrá... Henry Masón pagó a Bill Pecos para
que liquidase a sus dos socios... Luego Masón simuló haber
logrado escapar... Para ello dio la sensación de haber sido
salvado tras una gran travesía por el desierto..., él sabía
perfectamente dónde se escondía Bill Pecos. Pegó el soplo
al sheriff, se organizó un comité de represión y se lanzaron
sobre los forajidos. Observe el detalle de que no quedó ni
uno para contarlo. Eso quiere decir que fueron
sorprendidos... Y luego Masón terminó de cocinar su pastel.
Puso el último toque humanitario acogiendo a su lado a la
hija de uno de los socios... Cuando todo hubo quedado
solucionado, regresó al filón con las manos limpias y se
apoderó de todo el oro.
—¡Infiernos, eso no puede ser!
—¿Por qué no?
—Sería la mayor infamia de que tengo noticia y te
aseguro que he conocido unas cuantas.
—No ocurrió de otra forma, Young.
—Eso es solamente una suposición tuya, Johnny. ¿De
qué forma puedes probarlo?
—Quizá Forsythe pudiera decir algo a ese respecto. Es
el brazo derecho de Masón. Tiene que estar al corriente de
tocias las fechorías de su patrón.
—Bien, pero a Forsythe no lo puedes hacer cantar.
Johnny permaneció un rato pensativo y finalmente dijo: —
¿Por qué no?
Dio unos pasos por la estancia y Young lo siguió
sorprendido con la mirada.
—¿Qué interés tienes en todo esto, Johnny?
Kellog se detuvo y volvió la cabeza hacia el editor.
Durante un rato se observaron fijamente y por fin el joven
dijo:
—Yo soy el hijo del tercer socio de Masón, de aquel que
May Roberts no recuerda ni siquiera su nombre.
Young se quedó con la boca abierta y durante unos
cuantos minutos en la estancia reinó un gran silencio, sólo
interrumpido por el chirriar de los carros o el galope de los
caballos que circulaban por la calle principal de Wall City.
—Siento haber dudado de ti —dijo Young—. Ahora
queda aclarado todo.
Kellog hizo un gesto con la mano indicando que la' cosa
no tenía importancia.
El editor se rascó una mejilla y dijo:
—Creo que has echado sobre tus hombros una pesada
carga, Johnny. Masón no se dejará sorprender fácilmente.
—Sé ja clase de enemigo que tengo enfrente y le
concedo todo su valor.
—Hay una cosa que me intriga en todo esto.
—¿El qué?
—¿John Kellog es tu verdadero nombre?
—Sí.
—En tal caso, Masón debe suponer que el hombre que
se incorporó a la banda de Luke Harrison con esa identidad
es el hijo de su antiguo socio.
—Es posible.
—Y por lo tanto también está al corriente de que Kellog
fue el único superviviente de la matanza que hizo el sheriff
Stanley Burks... —Young hizo una pausa—. ¿Estás seguro
de que Masón se ha tragado eso de que tú eres mi hijo?
—La impresión que yo tengo es de que sí.
—¿Y si sólo se tratase de una trampa...? Ya sabes, él te
da cuerda hasta que tú mismo te ahorques.
—Para él sería mucho más bonito y más rápido el
encargar mi liquidación a cualquiera de sus pistoleros.
Young sacudió la cabeza.
—Parece que tiene sentido... ¿Cuál es tu plan
inmediato?
—Voy a tomar por mi cuenta a Forsythe para hacerlo
desembuchar.
—¿De qué forma lo vas a conseguir?
—Sabré arreglármelas bien.
Johnny se encaminó hacia la puerta.
—¡Espera, Johnny' —lo llamó Young, y cuando el joven
se quedó inmóvil, el viejo periodista abrió un cajón de la
mesa y extrajo los revólveres que el propio Johnny le había
entregado en el camino a Wall City—. Te relevo de tu
promesa, Johnny. Toma tus armas... Tienes derecho a
hacer uso de ellas.
Johnny se mantuvo un rato callado y por último dijo:
—No, Young... Es preferible que este trabajo lo realice
sin pistolas... Ellos me tienen por un cobarde y eso quizá
facilite mi negocio.
Dio media vuelta sin esperar una respuesta de Young y
salió a la calle.
CAPITULO VIII

Charlie Copeland y Bill Sheldon habían' bebido


demasiado. Y al parecer no tenían intención de interrumpir
su trabajo. Copeland golpeó fuerte con el puño en el
mostrador de La Alegría del Minero, al tiempo que llamaba
a uno de los mozos que atendían al público.
—¡Eh, tú..., llena otra vez nuestros vasos'
El aludido, un tipo de rostro blanquecino, hizo una
mueca e inmediatamente se puso a escanciar.
En aquel instante, Gordon Walker y Pat Neal penetraron
en el saloon. Sheldon golpeó con el codo a Copeland
mientras decía:
—Creo que se nos presenta una gran oportunidad.
Copeland sólo tuvo que volverse para comprender lo
que decía su compañero. Soltó una risita y guiñó un ojo a
Sheldon. Luego bebió un largo trago de whisky y, tras
secarse la boca con el dorso de la mano, dijo:
—¿Notas un mal olor, Sheldon?
El aludido olfateó como un perdiguero, moviendo la
cabeza a un lado y a otro.
—Sí —asintió—. Creo que estás en lo cierto, Copeland.
Palabra que no olía así hace un minuto.
Hablaban en voz alta, para que pudieran ser oídos.
Gordon Walker y Pat Neal comprendieron que la cosa
iba por ellos y se apresuraron a dejar vacíos sus vasos con
ánimo de abandonar inmediatamente el local.
Copeland hinchó los pulmones y dijo:
—¿Mal olor, dices, Sheldon? ¡Si esto apesta'
—¿Por qué será? —preguntó Sheldon.
—Yo te lo diré, compadre... El local apesta porque se
nos han colado dentro dos ratas.
Para aquel entonces todas las conversaciones
entabladas habían sido interrumpidas y un silencio tenso se
adueñaba poco a poco del bar.
Gordon Walker sacó una moneda y la dejó caer sobre el
mostrador.
—Vamos, Pat —dijo.
Pat entrecerró los ojos, observando a Copeland y a
Sheldon, pero finalmente sacudió la cabeza de arriba abajo.
—Sí, será mejor —convino.
El y su amigo emprendieron la retirada hacia la puerta
y de pronto, Copeland exclamó:
—Ya se van las ratas, Sheldon.
El exabrupto restalló como un latigazo, Walker y Neal
se detuvieron como si realmente hubiesen recibido en sus
carnes el castigo.
Giraron despaciosamente, la cabeza baja, las barbillas
casi rozando el pecho.
Copeland y Sheldon también estaban inmóviles,
observándoles.
Todos cuantos se hallaban entre los contendientes se
apresuraron a abandonar el campo ante la inminencia de la
pelea.
—¿Qué es eso? —preguntó Walker.
Copeland se enjuagó la boca y soltó un salivazo que fue
a caer cerca de la bota del minero que había hecho la
pregunta.
Pat Neal corrió la mano hacia el revólver, pero Walker,
rápidamente, lo tomó por la muñeca. Copeland ya había
desenfundado en un tiempo récord y de no ser por la
intervención de Walker, Pat Neal a aquellas horas se habría
convertido en un cadáver.
Walker se mordió el labio inferior y dijo:
—¿Es que no conoces la habilidad de Copeland, Pat? Ya
ha matado a unos cuantos de nuestros amigos. ¿Quieres tú
seguir su misma suerte?
Copeland sonrió jactanciosamente.
—Eres muy juicioso, Walker —dijo—. Y por eso es
posible que dures un poco'más que los otros.
Pat Neal estaba lívido de rabia.
—¡Ventilaremos ese asunto de una vez! —gritó.
Copeland jugueteó con el revólver.
—Claro que sí. Arreglémoslo. Anda ya, Walker. Deja
que el muchacho demuestre su habilidad.
Walker entrecerró los ojos.
—No, Copeland —repuso—. No lo dejaré. Tú eres un,
hombre a quien no importa gastar una bala más. o menos.
Todo para ti consiste en demostrar luego la defensa propia
y eso es cosa a la que estás ya muy acostumbrado.
Copeland siguió sonriendo.
—Te las sabes todas, ¿en, Walker?
—Al menos conozco todos tus trucos..., no me pillarás
desprevenido.
—¿Ni siquiera te vas a enfadar si te repito que eres una
rata?
—Puedes llamarme lo que quieras, Copeland. Ten por
seguro que habrá un día en que tengas que tragarte todas
tus palabras.
Copeland fue borrando paulatinamente la sonrisa que
inundaba su rostro, para dejar paso a una expresión de ira
mal contenida.
—Ten cuidado, Walker. Puede que no alcances a ver
ese día.
—Sé cuidarme de mis propios asuntos.
—¿Tú crees, Walker?
El minero hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
Entonces Copeland asió el vaso lleno de whisky que había
en el mostrador, el que pertenecía a Sheldon, y dando dos
pasos hacia Walker, le arrojó su contenido a la cara.
Walker tuvo que cerrar los ojos y el whisky le resbaló
por la nariz y las mejillas, manchándose la chaqueta.
Copeland tiró el vaso vacío contra el mostrador y al
golpear contra el suelo se hizo pedazos.
—¿Y ahora? —dijo con voz ronca.
Walker seguía sujetando fuertemente la muñeca de Pat,
pero éste, de pronto, dio un tirón y, lanzando un grito de
rabia, sacó el revólver.
Sonó un estampido y luego otro. Del Colt que esgrimía
Copeland se escapó una voluta de humo.
Pat Neal dio un traspiés, con los ojos muy abiertos y,
de pronto, se detuvo y dejó caer el arma, sujetándose el
estómago. Cayó en el suelo de rodillas y volvió la cabeza
hacia Walker, que lo contemplaba pálido.
—¿Por qué se lo consentimos, Gordon? ¿Por qué? —hizo
un esfuerzo para mirar a Copeland, al hombre que había
disparado contra él, y le quiso decir algo, pero las fuerzas
le abandonaron y se derrumbó de bruces sobre el piso.
Copeland se frotó una patilla con el caliente cañón de
su revólver y dijo por una de las comisuras de la boca:
—¿Qué-ha «lio Sheldon?
Sheldon se pellizcó la cara como si se encontrase ante
una duda y finalmente dijo, con supuesto aire de pesar:
—Tiene todas las características de una legítima
defensa.
Gordon Walker observaba el cadáver de su amigo con
un gesto de extrañeza, como si le costase trabajo darse
cuenta de la realidad.
Sus palabras silbaron entre los dientes.
—¡Copeland...! ¡Asesino...!
Los ojos de Copeland brillaron con un extraño fulgor.
—Estupendo, Walker —exclamó—. Eso está mucho
mejor.
Las manos de Walker se estremecieron visiblemente.
—Anda-, Copeland, enfunda el revólver. Ya has
conseguido lo que querías. Un duelo entre nosotros dos.
Copeland se mantuvo un rato quieto y luego muy
lentamente fue bajando el Cok hasta que terminó por
enfundarlo.
—¿Lo oyes, Sheldon...? Será mejor que te acuerdes de
sus palabras... Walker me acaba de retar... Quiere sostener
un duelo, conmigo y todo porque no he hecho más que
disparar contra su amigo para evitar que él me matase.
—¡Maldito seas, Copeland...' ¡Sé que me vas a matar lo
mismo que a Neal, a Silverstone y a todos los demás!
¿Cuánto vas a cobrar hoy de Masón? ¿Cuánto, Copeland?
—¡Ya has hablado bastante, Walker' ¡Tira del revólver'
—Ahora mismo, pero antes de que mates, oye esto,
Copeland... No podrás terminar con todos. Está muy
próximo el día en que tú, Foisythe y Masón, rindáis
cuentas... ¡Entonces pagaréis todos vuestros crímenes'
—¿Acabaste el discurso? —preguntó Copeland abriendo
ligeramente las piernas en compás.
—Sí.
—Pues reza una oración por tu alma.
—No me hace falta. Estoy en paz con Dios.
Walker se apartó de Neal y encogió el brazo derecho, el
que iba a utilizar para enfrentarse con el pistolero
profesional.
Sheldon se miró las uñas de la mano derecha > se las
frotó sobre la camisa.
—Termina ya. Copeland —dijo—. Tengo prisa por ver a
Anna.
Copeland hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—Dentro de un rato estaremos con nuestras chicas,
muchacho —y luego, levantando la voz, dijo, dirigiéndose a
Walker—: ¿Qué esíás esperando? ¡Ya has oído! Mi amigo
tiene prisa.
Walker empezó a mover lentamente la mano hacia el
revólver, pero sabía que no tenía ninguna probabilidad de
salir airoso de aquella prueba.
Los espectadores que se encontraban en el local habían
interrumpido hasta el resuello.
De la calle llegaban las voces destempladas de
ciudadanos que habían ingerido demasiado alcohol para
celebrar la fiesta del Cuatro de Julio.
De pronto una puerta se abrió y un hombre irrumpió en
La Alegría del Minero dando traspiés.
Era John Kellog, el joven que en la comunidad era
conocido por el nombre de Frank Young.
Apartó de un manotazo a los clientes que le
interrumpían el paso y en pocos segundos se colocó en la
línea de tiro, justamente entre Gordon Walker y Charles
Copeland.
—¡Demonios! —exclamó con voz estropajosa—. ¿Qué-
es lo que pasa aquí? Sólo veo caras serias.
Su cuerpo se bamboleaba de un lado a otro como si le
costase mucho trabajo mantener el equilibrio. Le caía una
greña por la cara y sus ojos se entrecerraban ofreciendo un
aspecto acuoso.
—¡Quítese de en medio! —ordenó Sheldon—. ¿Es que
no ve que está estorbando?
Kellog volvió la cabeza para mirar a Walker y luego giró
otra vez, clavando sus ojos en la figura de Copeland.
—¿Qué significa... esto? —preguntó, manoteando en el
aire para no caerse, y de pronto pareció darse cuenta de
que en el suelo estaba el cuerpo inmóvil de Pat Neal.
—Es un hombre muerto —dijo Copeland con voz
rabiosa—. Y pronto tendrá un compañero.
Kellog señaló el cadáver con la mano, al tiempo que
miraba a Copeland.
—¿Lo mató usted, Charlie?
—Sí.
—¿Y supongo que lo liquidó como a Elias Silvertone...
en legítima defensa?
—Sí.
Kellog hipó y dijo:
—¿Sabe una cosa, Charlie...? El día que necesite un
abogado recurriré a usted... Es un tipo grande, sí, señor.
Apuesto a que sabe más de leyes que el propio presidente
de la Corte Suprema.
—Si ha terminado ya de soltar el carrete, largúese,
periodista —replicó Copeland.
—¿Por qué? —preguntó Kellog—. ¿Por qué he de
largarme...? He venido aquí a beber... y mi dinero es tan
bueno como el suyo...
—Yo le diré por qué —intervino Sheldon—. Ha
interrumpido unos bonitos 'fuegos artificales... Y será mejor
que se aparte de la línea de tiro, o será usted quien arda
por los cuatro costados.
Kellog se volvió hacia Walker, quien, poco a poco, había
ido recobrando la serenidad gracias a la intervención del
joven.
—¿De verdad que va usted a enfrentarse con Charlie...?
Oh, Walker —Kellog dio otro traspié mientras se acercaba al
minero y pagóle una mano por encima del hombro, pero
Walker rehuyó aquel gesto de amistad.
—¡No me toque, Young...! Con usted no quiero nada.
Kellog soltó otro hipo y dijo:
—Esto sí que es bueno... Trato de imponer la paz y es
así como se me paga. ¿Sabe lo que va a hacer, Walker?
Llevarse a su amigo... a Neal... y déle un merecido
descanso. ¡Eh, usted! —Kellog señaló a un hombre pequeño
que había en el extremo del mostrador más cercano a la
puerta—. ¡Ayude a Walker y saquen el cadáver...! ¡Vamos,
rápido!
Para Charlie Copeland aquella escena no tenía sentido.
—¡Eh, periodista! —gritó—. Walker y yo íbamos a
arreglar nuestras cuentas.
Walker pegó un empujón a Kellog y dijo:
—No creas que pretendo huir, Copeland. Aquí me
tienes.
Kejlog se apoyó en el mostrador y se volvió enfurecido.
—Conque va a zanjar cuentas con Walker, ¿eh,
Copeland? Pero no será antes de que las arregle conmigo.
Se acercó a Walker y, sin previo aviso, le descargó un
puñetazo en el mentón.
Walker salió disparado y se estrelló contras las
batientes hojas de la puerta, escurriéndose hacia la calle.
El hombre pequeño corrió hacia la salida y miró por
encima de la puerta. Luego volvióse asombrado y dijo:
—¡Demonios! ¡Lo ha dejado usted sin sentido!
—¡Está bien! —exclamó Kellog—. ¿quieren llevarse de
una vez ese cadáver?
Pat Neal fue sacado por dos hombres con los pies por
delante.
Copeland miraba rabiosamente a Kellog.
—¿Quién le ha dado vela en este entierro? —inquirió
con voz amenazadora—. ¡Condenado periodista! ¡Esta me
la va a pagar!
Kellog giró la cabeza hacia el pistolero.
—¿Qué le pasa, Charlie...? Mi cuenta con Walker era
más antigua que la suya. Si sabe tanto de leyes, también
debe conocer que existe una prelación, un orden
establecido.
—¿Qué es lo que ha adelantado? Se ha limitado a
pegarle un puñetazo... Yo lo hubiese convertido en un fardo
de plomo.
—Bueno, ya tendrá tiempo de ocupar otra vez la
primera página de El Clarín de Wall Qty.
—No, Young. Esto no va a quedar así. Le voy a dar un
escarmiento para que aprenda...
—¿Un escarmiento? —Kellog soltó otro hipido.
—Eso es, compañero. No le voy a dejar un hueso
sano... Será como si lo hubiesen metido en una trituradora
de carne.
Una nueva sonrisa distendió los gruesos labios de
Copeland.
Kellog se mantuvo en el mismo lugar haciendo girar el
torso.
Copeland se puso a andar despaciosamente hacia el
joven. Llegado a su lado rompió a reír estruendosamente.
—Con usted no puedo hacer otra cosa... Me dan lástima
los chiquillos que no llevan revólver, pero no le va a servir
de nada... Le voy a poner la cara como un mapa.
Echó el brazo hacia atrás y lanzó su puño contra el
rostro de Kellog, pero éste desvió la cabeza hacia un lado, y
Copeland, al fallar el golpe, se vino abajo entre las
carcajadas de los espectadores.
Johnny se llevó las manos a las mejillas como si le
asustase el resultado catastrófico conseguido por Copeland,
el cual se levantó furioso frotándose las palmas de las
manos contra el pantalón.
—¡Maldito sea, Young'
—Lo siento, amigo —dijo Johnny—, He bebido
demasiado. No consigo tenerme en pie.
Copeland se escupió las manos y las frotó una contra
otra con vigor.
—A ver si consigues burlarme esta vez, periodista —
dijo desafiante.
Asentó bien los pies en el suelo y se miró el puño
cerrado. Luego lo lanzó otra vez contra la mandíbula de
Kellog, quien hizo otro movimiento muy rápido escapando a
la acometida.
Copeland lanzó un grito mientras corría sin poder
detenerse y, por último, chocó contra una mesa y se vino
abajo, soltando una retahila de juramentos.
Sheldon se apartó del mostrador.
—Tú eres el que ha bebido, Charlie —dijo a su
compañero—. Déjame a mí y verás qué pronto termino con
el chupatintas.
Sheldon llegó junto a Kellog y le puso las manos sobre
los hombros, dejándolo-quieto. Dio un paso atrás, hinchó
los pulmones y de pronto ocurrió lo inaudito. Cuando se
preparaba para descargar su golpe. Johnny le soltó un
terrible puñetazo en un pómulo. Sheldon salió lanzado,
dando vueltas como una peonza, y cuando se detuvo,
empezó a ir de un lado a otro mareado, hasta que,
finalmente, chocó contra el mostrador y cayó sentado sobre
sus cuartos traseros.
Para ese entonces, Copeland estaba ya de pie y
quedóse asombrado viendo el estado inconsciente en que
había quedado su compinche.
Los parroquianos del saloon reían desaforadamente,
quizá porque el giro que había tomado aquella pelea era
algo completamente insospechado para ellos.
Copeland soltó un escupitajo mientras observaba a
Kellog con pupilas centelleantes.
—De modo que resulta que sabes pelear.
—Solamente un poco.
—Bueno, ahora será cuando tengas un contendiente de
verdad.
Se lanzó contra kellog dispuesto a acabar con él en el
más breve plazo, pero 'johnny' estaba preparado y lo frenó
en seco, golpeándolo en el estómago dos veces
consecutivas.
Copeland abrió la boca para tragar aire, y en esa
actitud, Kellog se la cerró con un demoledor gancho de
izquierda.
Se produjo un fuerte ruido a cascajo y Copeland dio
una vuelta de campana en el suelo antes de quedar
completamente exánime.
Entonces, Johnny caminó con aire resuelto hacia
Sheldon, y todos los parroquianos de La Alegría del Minero
pudieron darse cuenta de que el joven parecía haber
disispado instantáneamente los vapores del alcohol.
Asió a Sheldon por el cuello de la camisa mientras le
golpeaba repetidamente las mejillas con la mano libre.
—¡No me pegue más! —gimió Sheldon.
—¿Dónde puedo encontrar a Forsythe?
—Lo vimos hace media hora en la oficina de Masón.
—Muy bien, Sheldon. Eres un chico comprensivo.
Cuando despierte Copeland le dices que vaya haciéndose a
la idea de que recibirá una como la de hoy, cada vez que
intente cruzarse en mi camino.
Sheldon hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—¿Qué piensas, Sheldon? —sonrió Kellog—. ¿Matarme
por la espalda cuando vaya a salir de este local?
—No.
—Sí, muchacho. Leo en tus ojos... Te pasa como a
Copeland. Lleváis el asesinato en la sangre... No tengo más
remedio que tomar ciertas precauciones.
Y así diciendo, Keljog le atizó con todas jsus fuerps.en
el maxilar.
Sheldon pasó -por encima deí mostrador en ün giro
completo y se estrelló contra uno de los anaqueles llertos
de'botellas del otro lado.
Se oyó un gran estrépito de cristales rotos y luego
siguió un impresionante silencio.
Johnny, bajo la mirada asombrada de los clientes de La
Alegría del Minero, abandonó seguidamente el
establecimiento.
CAPITULO IX

Kellog caminaba presuroso por la acera en dirección a


la oficina de Henry Masón cuando oyó a sus espaldas la voz
de Young:
—¡En, muchacho! ¡Espera!
Se detuvo, y pocos segundos después el editor se
acercó a él renegando, con la respiración agitada.
—¿Qué pasa, Leo? —preguntó Johnny.
—Ven conmigo al periódico. Tengo que comunicarte
una grave noticia.
—Me disponía a ver a Forsythe.
—Será mejor que demores esa visita, Johnny. Lo que
tengo que decirte quizá cambie tus planes.
Kellog vaciló todavía unos instantes, pero, finalmente,
se decidió a ir con Leo.
No volvieron a hablar hasta encontrarse a solas en la
sala de redacción de El Clarín de Wall City.
Leo se enjugó el sudor del rostro con un pañuelo y
luego, teniendo a Johnny sentado fente a sí, dijo:
—Hace unos instantes se ha reunido el Concejo
Municipal de la ciudad. Uno de los vocales es Henry Masón.
A propuesta suya se ha adoptado un acuerdo que, de
ponerlo en práctica, dará lugar a un río de sangre.
—¿Qué acuerdo es ése?
—A partir de las doce de la noche del día de hoy, cuatro
de julio, entrará en vigor una ordenanza de salud pública
para Wall City. En virtud de ella, todas aquellas personas
que sean consideradas como indeseables, serán expulsadas
de la comarca por el sheriff.
Si uno de esos hombres poseyere una pertenencia
minera, el Municipio lo indemnizará con una cantidad.
—¿A quién corresponde determinar si una persona es
indeseable?
—Henry Masón se ha propuesto a sí mismo como
delegado para poner en práctica su Ordenanza, y para
empezar el trabajo ha presentado una lista con treinta
nombres. Naturalmente, estos supuestos indeseables no
son otros que los mineros que, de una u otra forma, se
oponen a sus deseos de monopolizar toda la cuenca minera
de Wall City.
—Es un buen zorro ese Masón.
—Los mineros no saben nada. Todo se ha cocido a sus
espaldas.
—¿Y cómo se ha enterado usted?
—Ayer conocí al secretario de actas del Concejo y le
propuse que me pasase las noticias más importantes, a
cambio de un sueldo de ciento cincuenta dólares al mes.
Johnny se levantó y se puso a pasear por la estancia
frotándose fuertemente la nuca con la mano derecha.
—¿Y todavía duda de que Masón estuviese de acuerdo
con Bill Pecos para asesinar a mi padre y al de Judy?
No. Ahora, no, Johnny —repuso Leo—. Ahora estoy
convencido de que Masón es capaz de cometer las mayores
atrocidades con tal de satisfacer su propio egoísmo
Durante un buen rato hubo un silencio.
—Es un bonito panorama --comentó Johnny.
—¿Qué podemos hacer? Si avisamos a los mineros
puede ser contraproducente para ellos. El sheriff Stanley
Burks y los pistoleros de Masón están preparados y no
vacilarán en organizar una verdadera matanza.
—Sí, lo comprendo. Pero tampoco podemos dejar que
hagan lo que quieran, que impongan ese acuerdo tomando
desprevenidos, uno a uno, a los hombres que ellos quieren
considerar como indeseables.
—Es un callejón sin salida.
Johnny se detuvo pensativo.
—¿Ha quedado claro que es a las doce de la noche
cuando empezará a regir la Ordenanza?
Leo tomó un papel de la mesa y después de
consultarlo, dijo:
—No hay duda. Será a esa hora.
—La han elegido bien. La mayoría de los mineros
habrán bebido lo suficiente, para no poder defenderse como
lo harían estando serenos.
—Y lo peor de todo es que si pretendemos ponernos en
contacto con ellos, todo el pueblo se enterará de lo que
ocurre en un abrir y cerrar de ojos. Esos mineros
empezaron a beber esta mañana y apuesto a que ahora
están como cubas. Masón ha elegido las doce de la noche
como simple precaución, pero muy bien podía poner en
práctica ahora su acuerdo.
Hubo otra larga pausa y, finalmente, Johnny se detuvo.
—No vamos a dar la alarma, Leo.
—¿Qué piensas hacer?
—Esta noche se celebra un baile al que concurrirán
todos los hombres representativos de Wall City. ¿No es así,
Leo?
Young extrajo del bolsillo de su chaqueta un sobre.
—Aquí tengo dos invitaciones que. me han enviado. La
fiesta tendrá lugar en el local de la asociación de Henry
Masón.
—¿A qué hora empieza?
—A las diez.
—Bien, Leo. Acudiremos a ella.
—¿Y qué va a pasar allí?
—Usted me quería entregar las armas antes.
—Comprendo —dijo el editor-. Pero no lo haré ahora.
—¿Por qué no?
—No puedes enfrentarte tú solo contra todos ellos.
Sería como condenarte a un suicidio.
—No puede hacerse de otra forma, Young. Cuento con
la sorpresa a mi favor. Ellos ignoran mi verdadera
personalidad. Me haré el dueño de la situación antes de que
puedan evitarlo, y allí mismo desenmascararé a Henry
Masón.
—Para desenmascararlo es necesario que lo acuses de
algo concreto, y eso es algo que, sabes ttiuy bien, no
puedes hacer. Masón se reiría en tus propias narices.
—No le daré oportunidad a que haga eso. Le repito que
es de la única forma que podemos evitar la nueva canallada
de Masón.
Young se pasó una mano por la cara, vacilante, y al
cabo de un rato, dijo:
—Creo que no me dejas elegir, Johnny. Tendrás tus
armas.
Kellog le golpeó la espalda, sonriente.
—Lo invito a comer, jefe. Creo que se nos ha hecho un
poco tarde.
Se dirigieron al restaurante de Anna Lee, que se
encontraba en la misma calle Principal, y durante la hora
siguiente se dedicaron a dar cuenta de los exquisitos platos
especialidad de la casa. Luego tomaron café y encendieron
largos cigarros.
Estaban sentados al lado de una ventana cuando de
pronto Johnny vio cruzar la calle a una berlina en la que
viajaba Judy.
—Hasta luego, jefe —se despidió Kellog—. Ahora
recuerdo que tengo que resolver un asunto importante.
El joven pagó el importe de la comida a la camarera
que los había atendido y salió fuera a punto de ver a Judy
descender del coche.
Ella tanbién lo descubrió a él y se dio cuenta de que
acudía a su lado. Por ello, indudablemente, demoró su
entrada en la casa de al lado, a uno de cuyos costados de
la puerta había una gran placa en la que se leía: «Lilly.
Modas femeninas».
Johnny se tocó el ala del sombrero al llegar cerca de la,
joven y dijo:
—¿Puede concederme unos minutos, Judy?
—El caso es que me disponía a probarme un vestido —
repuso la muchacha, y se mordió el labio inferior. En
seguida sonrió—. Pero creo que puedo disponer de esos
minutos que necesita.
El le cedió el paso por la acera y caminaron juntos, en
silencio, hacia el sur del pueblo.
Al final de la calle había cuatro álamos, él se puso
delante de ella y dijo:
—Debo confesarle algo, Judy.
—¿El qué? —preguntó la joven con las aletas de la nariz
palpitantes.
—A veces, las personas, al llevar a cabo sus actos,
hacen daño a otras, pero ése no es su verdadero propósito.
—¿Qué clase de enigma es éste, señor Young? —
inquirió ella con las cejas enarcadas.
—Van a ocurrir cosas trascendentales en esta ciudad y
quiero que sepa que en cualquier momento encontrará
siempre en mí a un amigo.
—No le comprendo, señor Young.
—Qaisiera ser más concreto, pero resulta imposible.
¿Puedo pedirle que tenga fe'en mí?
Hubo un largo silencio entre los dos jóvenes, y durante
todo aquel rato sus ojos no dejaron de mirarse.
—Sí, tengo fe en usted —terminó por decir Judy.
—Le voy a decir otra cosa que es mucho más
importante para mí... Yo nunca he encontrado en mi
camino a una mujer como usted... Me gustó desde la
primera vez que la vi.
Judy sonrió suavemente y se miró la punta de los
zapatos.
—Yo también tengo algo que confesarle a usted.
—¿Qué es ello?
—No perdí nunca el camafeo... fue una treta que utilicé
para verle a usted otra vez... para lograr- interesarle...
Comprendo que ahora va a pensar usted mal de mí, pero...
Ella levantó la mirada con las mejillas teñidas de rubor.
—No voy a pensar nada malo de ti, Judy —la tuteó él—.
Estoy al corriente de todo. —¿Quiere decir que...?
Johnny sacudió la cabeza en sentido afirmativo y ella se
humedeció los labios confusa, avergonzada, a pesar de
que. segundos antes había llegado a la conclusión de que
debía confesarle su pequeña superchería.
—Entonces, usted mismo me quitó el camafeo del bolso
—murmuró.
—No; no fui yo.
—Es lo mismo. Fue su padre.
Johnny hubiese deseado decirle a la joven que él no era
la persona que ella creía, contárselo todo, pero se dijo que
no había llegado tal momento. Al no avisar a los mineros
acerca del acuerdo recien-temente votado en el Concejo de
Wall City, se había echado sobre los hombros una gran
responsabilidad. Los mineros no podrían defenderse y era
él, Johnny, quien debía hacerlo por todos ellos.
Judy, por una extraña reacción tan frecuente en la
mujer, se sintió ahora irritada.
—Debió contármelo todo en mi casa, señor Youn'g,
cuando me trajo el camafeo esta mañana.
Kellog sonrió abiertamente, evidenciando la
contradicción en que incurría ella:
—¿Qué importancia tiene eso? Después de todo, tu
pequeña mentira no ha servido más que para precipitar los
acontecimientos... Yo no me hubiera atrevido a acercarme
a ti para decirte que te quiero sin haber mediado ese
atrevimiento tuyo.
La joven hizo un mohín de contrición.
—¡Pero eso es indigno de que lo haga una joven bien
educada!
El la abarcó por la cintura y la estrechó contra sí.
Judy empezó a soltar una exclamación y no tuvo •más
remedio que interrumpirla, porque los labios varoniles
sellaron su boca.
Durante unos instantes permanecieron apretados uno
contra el otro, demostrándose cuáles eran sus"
sentimientos recíprocos. Luego ella se desprendió del
abrazo y se llevó una mano a la frente confusa, con la
respiración muy agitada.
—Nos han podido ver, Frank —dijo, mirando hacia el
lado de la calle.
—¿Te importa mucho eso?
—Solamente por ti.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a Jeffrey.
—¿Jeffrey...? ¿Qué ocurre con él?
—¡Es horrible, Frank! Esta noche pedirá mi mano a tío
Henry.
El rostro de Johnny adquirió la dureza del granito.
—¿Es que no le has dicho a tu tío que eres tú quien
debe decidir sobre el hombre que ha de ser tu marido?
—Sí, Frank. Se lo he repetido una y mil veces... Pero él
dice qye soy demasiado joven para tomar una resolución de
tanta trascendencia para el futuro... Asegura que Jeffrey
será el mejor marido para mí... Tío Henry se muestra
inflexible a ese respecto. Tiene el propósito de anunciar mi
boda con Jeffrey esta misma noche durante el baile.
—Comprendo.
Hubo otra pausa.
—¿Qué puedes hacer tú para impedirlo, Frank?
—No te casaras con ese hombre, Judy... Eso es algo
que te puedo prometer.
—Sólo lo podemos evitar huyendo de aquí cuanto
antes.
—No, Judy. No huiremos a ningún sitio. Nos vamos a
quedar aquí, en Wall City, porque es en esta ciudad donde
se ha de resolver todo.
—¿Es que piensas hablar con tío Henry?
—Esa es una de las cosas que tengo que hacer, hablar
con Henry Masón, pero me quedarán por hacer otras.
—No podrás convencerlo, Frank... Tú no lo conoces...
Realmente no es mi tío... Mi padre y él eran socios, junto
con otro hombre, en la explotación de un yacimiento de oro
que encontraron en Amarillo... Los bandidos los atacaron y
sólo pudo escapar Henry..., luego él me acogió. "No he
estado mucho tiempo con Masón... Me internó en un
colegio de Huston y hace solamente diez meses que salí de
allí. Alguna vez venía a verme y siempre me llevaba un
regalo u otro..., pero le tuve miedo desde pequeña. No sé
si seria aprensión, pero encontraba algo raro en sus ojos.
Ahora, en este tiempo que llevo viviendo junto a él, no he
conseguido dominar aquel extraño sentimiento... Desde los
primeros instantes me di cuenta de que pretendía
dominarme..., traté de apartar de mi mente esa idea, pero
ha resultado imposible... y ahora he encontrado una
respuesta. Desde que llegué aquí, él dispuso de mi vida
para unirme con Jeffrey, su lugarteniente... Oh, Frank... Te
repito que hemos de escapar de todo esto.
Johnny le tomó una mano entre las suyas y se la apretó
suavemente.
—Me encontrarás a tu lado cuando me necesites, Judy.
—Henry me da miedo.
—¿Por qué? ¿Es otra de tus imaginaciones?
—No; esto es algo más claro. En casa siempre he visto
hombres de aspecto patibulario... Un tal Charlie Copeland
que tiene todas las trazas de un forajido nos ha visitado
muy a menudo y siempre se ha encerrado con Henry en su
despacho... Y está Jeffrey, con su eterna sonrisa y sus ojos
que cuando me miran parecen desnudarme... He tratado de
disimular durante muchos meses, pero ya eso me resulta
imposible. Comencé a pensar que no había un solo hombre
en Wall City que pudiera servirme de ayuda... Conoci a
muchos jóvenes, pero todos ellos tenían vacío el espíritu y
ninguno de ellos me pudo proporcionar una esperanza... y
luego llegaste tú, Frank. —Muy pronto podrás deshacer tus
temores.
—Sólo ocurrirá si escapamos de Wall City. Tú no
puedes evitar que Henry lleve a cabo sus propósitos.
—Hay otras personas que piensan como tú, pero quizá
estéis todos equivocados.
—No, Frank... Tú no puedes hacer nada... Fui testigo de
tu diálogo con Charlie Copeland. Se refirió a que no te
podía hacer daño, porque no llevabas pistola, y eso es
verdad... y esta mañana, cuando golpeaste a Jeffrey lo vi
también claro... Tu fuerza reside en tus puños, Frank, pero
en este pueblo eso no basta..., hay que saber usar un
revólver y tú ni siquiera llevas armas... Te matan sin
remedio si tratas de contrariar a Henry...
—Sabré hacer las cosas, Judy.
—¿De qué forma?
—Dijiste antes que ibas a tener fe en mí... Eso es lo
único que te he pedido... Después de todo, sólo tendrás
que esperar unas cuantas horas.
—Estás ciego, Frank... Pretendes» engañarme con
palabras y eso no te conducirá a ninguna parte..., te
matarán sin'remisión, y entonces "todo habrá acabado para
los dos... Marchémonos ahora..., todavía es tiempo.
—No, Judy.
Los ojos de la joven se cubrieron de una pátina
húmeda. Quiso decir algo, pero la voz se le estranguló en la
garganta y entonces se desasió de la mano que la
aprisionaba y, dando media vuelta, echó a correr.
Johnny la vio alejarse y no hizo ningún gesto por ir tras
ella.
CAPITULO X

William Ivés abrió de un golpe la puerta que tenía


delante y apoyóse en la jamba.
May Roberts se acababa de poner un vestido y
mostraba la espalda desnuda. Giró la cabeza rápidamente y
al ver a Ivés en el hueco de la puerta se apresuró a colocar
la parte del vestido del hombro izquierdo en su sitio.
—¿Qué te pasa, Bill? —gruñó la mujer—. ¿Es que has
olvidado lo que ha de hacerse cuando se entra en la
habitación de una señora?
Ivés emitió una risita y entró en la habitación, cerrando
de un portazo.
Se detuvo y su cuerpo osciló de un lado a otro.
May lo midió de pies a cabeza y dijo:
—¿Qué vienes a hacer aquí, hombre-esponja?
Los ojos de Bill brillaron febrilmente.
—¿Ese es el recibimiento que me vas a hacer, ricura?
—¿Qué suponías? ¿Que iba a palmear de alborozo por
verte haciendo eses?
—Quizá si hubiese sido otro tu visitante la cosa hubiera
cambiado.
—Por favor, Bill. No empecemos. He de salir a ejecutar
un número. Espérame en el salón.
Bill negó con la cabeza.
—No vas a ir a ninguna parte, pequeña. Y entérate de
una cosa: Estoy harto de tus desplantes.
—No me digas —murmuró May, sarcástica.
Bill dio unos pasos hacia la hermosa mujer y antes de
que ella pudiera evitarlo, la apresó fuertemente por la
espalda, estrechándola contra sí.
May echó la cabeza hacia atrás reflejando en el rostro
un geste de acritud.
—¡Déjame, Bill!
—No, ricura... No puedo dejarte ahora que te tengo.
—¡Me estás haciendo daño!
—Te llevo metida en el tuétano, May. Es algo que no he
podid evitar... He soñado contigo dormido y despierto... Y
ahora he llegí do al límite de mi resistencia.
—A lo que has llegado es a tu límite de capacidad para
tragí whisky... Será mejor que te eches en una cama y
trates de dormir u poco... Cuando abras los ojos, te
sentirás mucho mejor.
—Es así como quiero sentirme yo, abrazándote como
ahora. ¿Y qué, no me vas a dar un beso?
—No, Bill. No te lo voy a dar.
Ivés lanzó una carcajada.
—Quizá tengas razón después de todo, May. Resultará
mucl más emocionante arrancártelo a la fuerza.
—¡Deja ya de tocarme con tu zarpa!
Bill rompió a reír nuevamente y de pronto se volvió
sobre el buscando su boca.
May se dobló a un lado huyéndole y de pronto se echó
hacia adelante y le pegó un empujón en el pecho.
Bill salió despedido hacia atrás y trastabilló golpeando
las esp das contra la pared.
May retrocedió hacia el tocador y levantó un frasco de
pertu esgrimiéndolo por el cuello como un arma.
—¡Ya te estás yendo de aquí, Bill!
Los ojos de Ivés se convirtieron en dos llameantes
rendí
—¡Maldita seas, muchacha! —exclamó con voz gutural.
—Hay entre nosotros un proverbio según el cual
solamente llega a conocer a un hombre cuando bebe o
cuando juega. Nuna había visto borracho, Bill, pero ahora
eres para mí como un li abierto... y no me gusta lo que
estoy leyendo en él.
—¡Al cuerno con tus filosofías...! Yo sé lo que te pasa a
ti, May Roberts... Estás enamorada de ese hombre, de
Frank Young.
—¿Y qué si lo estoy...? ¡Es cuenta mía!
—¿Luego lo confiesas?
—Está bien; lo confieso... Mis sentimientos son de mi
propia incumbencia, y si ya has quedado contento,
márchate de una vez.
Ivés respiró entrecortadamente, rebosante de ira.
—Es él, ¿eh, May? Es él el que tú desearías que te
abrazase... Es por él por quien lo darías todo, a quien
darías cuanto te pidiese sin exigirle nada a cambio.
—¡Sí...! ¡Es la pura verdad!
Durante unos instantes reinó un silencio absoluto en la
habitación.
—¡No lo tendrás, May! ¡No conseguirás ver realizado tu
sueño nunca...! ¡Y de eso me encargo yo!
Tras las últimas palabras, William Ivés giró sobre sus
talones, y abandonó la estancia.
Descendió a trompicones por la escalera y cruzó el
saloon abriéndose paso a codazos entre el enjambre de
clientes que llenaban La Alegría del Minero.
Ganó la calle y dirigióse hacia el norte de la misma.
Como cosa de quince minutos más tarde, golpeaba a la
puerta de Henry Masón.
Un criado le abrió, mirándolo extrañado.
—¿Qué quiere?
Ivés penetró en el vestíbulo apartando de un manotazo
al cancerbero.
—Anuncíame al señor Masón.
El criado se volvió, asombrado.
—No puede recibirle. En estos momentos se dispone a
salir de casa. Tiene que asistir al baile.
Ivés soltó un eructo y luego chilló al criado:
—¡Te he dicho que me anuncies! Y dile a tu amo que le
traigo una noticia que le será de mucho interés.
El sirviente vaciló unos instantes, pero, por fin se retiró.
Al cabo de unos minutos regresó e hizo una indicación a
Ivés con la mano.
—Sígame, señor.
Ivés fue introducido en un despacho donde se
encontraba Henry Masón, vestido con un impecable traje
Príncipe Alberto, para acudir al baile que se celebraba en
conmemoración del Día de la Independencia.
Ivés se detuvo girando el torso de derecha a izquierda.
—¿Quién es usted? —preguntó Masón de mal hunor al
ver el estado en que se encontraba su visitante—. ¿Qué es
lo que quiere?
—Me llamo William Ivés y sólo quiero hacerle un favor,
señor Masón,
Llamaron a la puerta en aquel instante, Masón autorizó
la entrada y apareció Jeffrey Forsythe.
Ivés dirigió una mirada al recién llegado y Masón dijo
rápidamente:
—Puede usted hablar con tranquilidad... ¿De qué se
trata?
—Es respecto al hijo de ese Leo Young, el del periódico.
Masón y Forsythe intercambiaron una mirada.
—¿Qué va a decirme de él? —preguntó el primero.
Ivés miró a Forsythe y dijo:
—Los engaña a usted y al sheriff. Frank Young no es
otro que John Kellog.
Henry Masón palideció ostensiblemente y Jeffrey
Forsythe apretó los labios con rabia.
—¡Maldito embustero...! ¿Por qué nos mintió el otro
día?
—Fue algo particular, pero ahora no tengo por qué
guardar el secreto.
—¡Debería hacerle azotar! —rugió Forsythe—. ¡Nos ha
hecho perder un tiempo precioso! A estas horas, Kellog se
habrá marchado ya del pueblo.
Ivés hizo un movimiento negativo.
—Kellog no ha huido. Sigue aquí. Estoy seguro de ello.
Lo vi hace cosa de una hora en la redacción del periódico.
Yo iba a La Alegría del Minero. El y su supuesto padre
estaban preparando el número de mañana. Se daban
mucha prisa. Posiblemente tampoco quieren faltar al baile.
Hubo una pausa.
Henry Masón se dirigió hacia una mesa que había al
fondo y abrió un cajón del que extrajo un fajo de billetes.
Volvió junto a Ivés y le alargó el dinero.
—Aquí tiene cien dólares, amigo. Se los ha ganado.
Bill alargó la mano para tomar el dinero, pero de pronto
se detuvo y dijo:
—No lo he hecho por el dinero, señor Masón.
—Entonces, ¿por qué?
Ivés se pasó una mano por la boca y de pronto
volvióse, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
Antes de salir volvió la cabeza y dijo:
—Es otro asunto personal. Buenas noches, señores.
Cuando Masón y Forsythe hubieron quedado solos, el
segundo lanzó una carcajada.
—¿Lo ha oído, Henry? Kellog ha sido atrapado en su
misma trampa.
—No me gusta —repuso Masón, en actitud pensativa.
—¿Acaso va a seguir preocupándose por él? Está
completamente solo entre nosotros. Esta noche le
prepararé una buena recepción en el baile... Habrá varias
docenas de revólveres que estarán preparados para hacer
fuego contra él. No podrá escapar.
—Lo que me inquieta es que si hubiese querido escapar
ya lo habría hecho. ¿Por qué se ha quedado aquí? Sólo
existe una respuesta.
—¿Cuál?
—Kellog sospecha que yo estaba de acuerdo con Bill
Pecos para acabar con su padre y con el de Judy... No
puede ser de otra manera. Hay otra cosa, Jeffrey... El
Destino, a veces, se comporta de una forma misteriosa con
las personas.
Forsythe frunció el ceño esperando que Masón aclarase
sus palabras. Este, al fin, dijo:
—Judy y Kellog se han enamorado.
Forsythe lanzó un rugido.
—¿Qué dice, Masofí?
—Uno de mis muchachos los vieron besarse esta tarde
a la salida del pueblo.
Jeffrey apretó los puños con fuerza, hasta que los
nudillos adqui rieron un color lechoso.
—Ahora es cuando Kellog ha firmado su sentencia de
muerte —afirmó—. ¡Y voy a ser yo quien la ejecute!
Masón sacudió la cabeza.
—Sería mejor que pusieses en práctica tu primitiva
idea, la de sacar a Kellog con cualquier pretexto de la
fiesta. Nuestros hombres, debidamente apostados, le
llenarían la piel de agujeros.
Hubo una larga pausa mientras los hombre se miraban
fijamente. Por último, Forsythe dijo:
—Quiero la vida de ese hombre, Henry.
—Está bien, Jeffrey. Te daré carta blanca en el asunto,
pero será mejor que no olvides algo importante. Kellog
ganó el concurso de tiro de Springfield. Sabe bien lo que es
un Colt.
—Yo he liquidado a diez hombres en distintas
localidades, y no hay nadie entre los nuestros que pueda
competir conmigo. Además, él estará muy tranquilo
pensando que su truco sigue surtiendo efecto.
—Sí, es muy posible que puedas acabar con él.
—¿Y respecto a Judy...? Si yo mato a Kellog creerá que
él es un héroe sacrificado.
Henry Masón dio unos pasos por la estancia y
finalmente se detuvo, diciendo:
—Deja eso de mi cuenta. Ahora mismo voy a hablar
con ella. Puedo asegurarte que dentro de unos instantes
lamentará haber conocido a ese hombre.
Masón salió del despacho y subió por una larga escalera
al piso principal.
Al llegar ante la puerta llamó con los nudillos y la voz
de Judy le autorizó la entrada.
La joven se cubría con un precioso vestido blanco
cubierto de encaje que hacía resaltar su hermosura. Estaba
de pie, frente al espejo del tocador, perfumándose el lóbulo
de una oreja.
—Ya estoy preparada, tío —murmuró.
Masón dio unos pasos hacia ella y se detuvo.
—El caso es, pequeña, que temo ser portador de malas
noticias para ti.
Judy sintió un estremecimiento. —¿A qué te refieres, tío
Henry?
—Concretamente a ese hombre con el que has hablado
esta tarde. Judy palideció. No había imaginado que Masón
estuviese al corriente de su encuentro con el hombre que
amaba.
—¿Qué noticias son ésas, tío Henry?
—Frank Young te ha engañado, sobrina. Ha abusado de
tu confianza.
—No te comprendo.
—Lo entenderás en seguida. Ese hombre no se llama
Frank Young, y por lo tanto no es hijo del editor del
periódico. Se trata de un vulgar pistolero, de un forajido de
la peor especie.
—¡No!
—Sí, Judy. Ese joven es John Kellog, el único
superviviente de la pandilla de facinerosos que capitaneaba
Luke Harrison.
Judy tuvo que apoyarse en el tocador cercano para no
caer... Las palabras de Henry Masón le habían producido
una honda impresión.
Henry Masón dejó hábilmente correr unos segundos y
luego dijo:
—Uno de nuestros criados os vio conversar esta tarde.
Según me contó, Kellog se tomó cierta confianza contigo.
Judy agachó la cabeza avergonzada, sintiéndose presa
de mil encontradas sensaciones.
—¿Cómo lo sabes, tío Henry? ¿Cómo sabes que ese
hombre es John Kellog?
—Un antiguo amigo suyo me lo acaba de comunicar. Ha
venido a casa hace unos instantes para desenmascararlo
ante mis ojos... El sheriff sospechó desde el principio acerca
de su identidad, pero yo no lo tuve en cuenta. Me pareció
un joven simpático... A mí también me engañó. Eso es
frecuente que nos ocurra a las personas como tú y como
yo, que concedemos noblemente nuestra amistad a
cualquiera que se nos acerque.
—¿Y si ese hombre se hubiese equivocado?
—No hay ninguna posibilidad... Es Kellog, Judy, y te
aseguro que me produce un gran dolor el observar que tú
te niegas a admitir la cruda verdad... Ello quiere decir que
ese pistolero ha dejado una huella profunda en ti.
La hermosa joven se llevó una mano a la frente y
apretóse las sienes.
—Si no te importa, quisiera quedarme, tío Henry.
—No puedes hacer eso, Judy... Una mujer debe mostrar
su entereza y su valor en todo momento... Jeffrey está
abajo esperando.
La muchacha permaneció inmóvil durante un rato, con
los ojos fijos en el rostro de Masón.
—Está bien, tio Henry... Iré con vosotros.
Masón distendió los labios en una sonrisa mientras
decía:
—Así me gusta, muchacha. Y no tienes que preocuparte
por lo que pueda ocurrir allí. Ese forajido no volverá a
engañar a nadie.
Y tras aquellas palabras, la joven sintió que en su
pecho se producía un enorme vacío.
CAPITULO XI

Leo Young y John Kellog penetraron en el edificio en


que se ubicaba la Asociación Minera de los Blags Hillis.
Cerca de la puerta que daba acceso al salón donde se
celebraba el baile, se hallaba el sheriff Stanley Burks,
flanqueado por dos de sus ayudantes.
De pronto, Stanley dijo:
—Esperen un momento, amigos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Leo.
—Esta es una fiesta de paz —contestó el sheriff. No se
permite entrar en el salón con armas.
Johnny dirigió una mirada a los revólveres que
gravitaban junto a sus caderas. Minutos antes, en la
redacción del periódico, Leo le había hecho entrega de sus
Colt. Sabía que le iban a hacer falta. Los necesitaba
perentoriamente para resolver de una vez aquella situación
y ahora el representante de la ley lo conminaba a que los
entregase. No tenía más remedio que obedecer aquella
orden e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, al
tiempo que se desprendía de su cinturón canana. Leo
Young le imitó.
Uno de los ayudantes recogió las armas y se introdujo
en una habitación para depositarlas.
Seguidamente, Leo y Johnny penetraron en el salón,
que ofrecía un brillante aspecto.
Una orquesta.integrada por seis músicos, interpretaba
una pieza. Las jóvenes parejas danzaban alegremente.
Al fondo, había una larga mesa en donde se habían
colocado grandes fuentes de ponche y docenas de vasos.
A la izquierda se había dispuesto un bar, en el que,
pagando su importe, los invitados podían beber lo que
quisieran.
Johnny hizo una señal a Leo y se encaminaron hacia el
bar, pero en el camino surgieron ante ellos, Charlie
Copeland y Bill Sheldon, los cuales también estaban
desarmados.
Charlie Copeland metió los pulgares en los bolsillos de
su chaleco y se columpió sobre la punta de los pies mirando
socarronamente a Johnny.
—¿También va a divertirse, periodista?
—Hay que compaginar el trabajo con lo demás. La vida
es muy corta.
—Eso está bien —asintió Copeland—. Pero las de
algunos son más cortas que las de otros. Acepte un
consejo, chupatintas. Diviértase todo lo que pueda durante
un rato. Eso es lo que se llevará por delante.
—Gracias, Charlie —respondió Johnny—. Trataré de
complacerlo.
Kellog y Young continuaron hacia el bar, y llegados ante
el mostrador pidieron sendos vasos de whisky.
—No me ha gustado la advertencia de Charlie —dijo
Young.
—Es un fanfarrón.
—No se trata de eso. Jamás lo he visto tan seguro de sí
mismo. Parece como si tuviese la certeza de que aquí va a
ocurrir algo. Debes tener cuidado, Johnny.
Kellog bebió un trago de whisky mientras dirigía una
mirada al salón.
Su ceño se contrajo cuando descubrió a su hermana
que estaba bailando con un joven de cabello rojizo y
aspecto atlético.
Esperó a que la orquesta terminase de interpretar la
pieza y, seguidamente, se excusó ante Leo y dirigióse hacia
el lugar en que se encontraba Selena, la cual seguía
hablando con su pareja, esperando la iniciación de otro
baile.
—¿Me permite? —dijo, tocando al pelirrojo por la
espalda.
El muchacho se apartó volviendo la cara para mirarlo y
en ese instante los músicos reanudaron su trabajo.
Johnny abarcó a Selena por la cintura y sé la llevó
dando vueltas, siguiendo el ritmo de un vals.
Selena miró hacia el asombrado pelirrojo y dijo:
—Oh, Johnny, ¿qué has hecho?
—¿Quién es el chico? —preguntó él a su vez.
—David Norton. Lo conocí ayer en La Alegría del
Minero. Es un excelenete muchacho. Tiene un buen filón a
seis millas del pueblo y dedica dieciséis horas diarias al
trabajo.
—Te lo ha dicho él, y tú te lo has creído, ¿eh?
—Desde luego. ¿Qué interés iba a tener él en
engañarme?
Johnny dio un suspiro.
—Creo que has venido aquí para traerme
complicaciones.
—No he vuelto a hablar con Masón, si es a eso a lo que
te refieres. Rechacé su invitación para cenar. Me he
comportado como una buena chica, Johnny.
—Pero ahora te tienes que marchar.
—¿Por qué?
—De un momento a otro se va a levantar el telón, y
para entonces, no quiero que estés presente.
—¿Qué vas a hacer, Johnny? —preguntó Selena,
inquieta.
—Las cosas han llegado a un punto en que no pueden
seguir adelante. No hagas preguntas y márchate con ese
chico.
—Está bien, Johnny.
No volvieron a hablar durante el resto de la danza. Al
fin ésta acabó, y Johnny acompañó a Selena hasta donde
se hallaba el pelirrojo, y después de hacer un saludo con la
mano se dirigió hacia el lugar en que lo esperaba Leo.
En aquel instante .hizo su aparición en el salón Judy,
escoltada por Henry Masón y Jeffrey.
Johnny contuvo la respiración, admirando la belleza
serena de la muchacha. Sus miradas se encontraron, y
Johnny vio.cómo el rostro de la joven palidecía.
Poco después, Forsythe y Judy se incorporaron al grupo
de bailarines.
Johnny consultó el reloj que había sobre la pared. Las
saetas señalaban las once de la.noche.
Transcurrida una hora, el sheriff Stanley Burks.
empezaría a poner en vigor el acuerdo adoptado por el
Concejo Municipal y que significaba, la ruina de los mineros
y el triunfo total para Henry Masón.
Se disponía a beber un nuevo trago de whisky, «uando
Leo le tocó suavemente el codo.
—Ahí viene Gordon Walker con otros tres mineros.
Johnny dejó el vaso sobre el mostrador y observó a
Walker, el cual caminaba hacia ellos andando pesadamente,
con los ojos llenos de furia.
—De modo que están aquí divirtiéndose a costa de
Masón —dijo Walker al detenerse vacilante—. Y ustedes son
los que dijeron que no estaban de su parte.
—Le dijimos la verdad —repuso Leo.
—¡Déjese de monsergas! —exclamó Walker—. Ahora ya
no puede engañar a nadie.
—Será mejor que no pierda el control de sus nervios —
dijo Johnny—. Necesitará de toda su serenidad y no
transcurrirá mucho tiempo sin que ese momento llegue.
Walker sacudió la cabeza en sentido negativo.
—No tragaremos ninguno de sus cuentos. Ustedes han
podido hacer mucho con su periódico, pero han preferido
esperar a que Henry Masón los comprase. ¿Cuánto dinero
han recibido...? ¿Mil...? ¿Dos mil...? ¿Cinco mil dólares...?
—Se equivoca, Walker —dijo Johnny con voz ronca—.
Si yo fuese un asalariado de Henry Masón esta mañana
hubiese dejado que Charlie Copeland lo ultimase. Tuve que
golpearlo fuerte en la mandíbula y mandarlo a la calle para
salvarlo... Me hice el borracho... y ni siquiera había bebido
una gota de whisky... Acudí a La Alegría del Minero cuando
oí un estampido y esperé fuera para escuchar lo que allí se
hablaba.
Walker parpadeó inseguro.
—Suponiendo que diga la verdad, ¿por qué hizo eso?
—Existe una razón muy sencilla. Mis intereses y los de
ustedes son los mismos. Yo también quiero acabar con el
reinado en Wall City de Masón.
Walker hizo una mueca y observó a los hombres que lo
acompañaban.
—¿Qué decís vosotros? —preguntó.
—Es posible que nos esté engañando otra vez —repuso
un tipo de nariz ganchuda—. Pero quizá valga la pena darle
una última opor tünidad... Si esta vez nos falla, propongo
que le hagamos un buen relleno.
Los demás mineros emitieron su parecer soltando
gruñidos de asentimiento.
—¿Lo ha oído, Young? —dijo Walker, dirigiéndose a
Johnny.
—Sí, estoy de acuerdo con ustedes, pero tendrán que
seguir mis órdenes.
—¿Qué órdenes? —preguntó Walker.
—Abandonen el local y recluten a toda su gente, pero lo
han de hacer sin que nadie se dé cuenta. Les resultará un
poco difícil, porque sus amigos estarán Qompletamente
bebidos. Escojan a los más serenos, a los que puedan usar
el revólver. No armen jaleo. Luego se dividen por grupos
que no excedan de tres hombres. Rodeen esta casa y estén
listos para entrar en acción.
—¿Qué es lo» que se propone0 -quiso saber Walker—.
Tenemos que saberlo.
Johnny miró a Leo y éste hizo un movimiento
afirmativo con la mirada.
—Está bien —repuso el joven— Pero han de
prometerme que no van a hacer nada por su cuenta. Repito
que han de seguir mis instrucciones. Denme su palabra y
les contaré lo que pasa. Walker miró otra vez a sus
compañeros y éstos hicieron un nuevo gesto de
conformidad.
—De acuerdo, Young. Tiene nuestra palabra.
—A partir de las doce de la noche el sheriff Stanley
Burks empezará a arrojar mineros de la ciudad.
—¿Qué es lo que dice?
—El Concejo Municipal ha adoptado un acuerdo en
virtud del cual, el sheriff tiene poderes para arrojar de Wall
City a todos los indeseables. Naturalmente, ellos han
fabricado una lista especial. En ella se incluyen treinta
hombres. Se trata de los mineros en cuyas pertenencias
está interesada la compañía de Masón. Stanley Burks y los
pistoleros de Masón pondrán en práctica el acuerdo y los
irán tirando uno a uno. Aquel que se oponga será liquidado,
ya que de lo que se trata es de hacer observar la ley que
ellos mismos se han fabricado.
Los rostros de los mineros reflejaron el estupor que les
producía la noticia.
Uno de ellos soltó una maldición.
—Mantenga la boca cerrada —le dijo rápidamente
Johnny—. Recuerden que han prometido seguirme.
Reinó un silencio entre todos los componentes del
grupo y, por fin, Walker dijo:
—Está bien, Young. Seguiremos creyendo en usted, al
menos durante un rato.
—Pues aténganse a lo que les he dicho. Desfrunzan los
ceños y den sensación de que están alegres. Y será mejor
que se den prisa. Tienen que reunirse el mayor número de
ustedes. Recuerden que se juegan todo lo que hayan
podido conseguir desde que llegaron a esta tierra.
Walker hizo una señal a sus amigos e inmediatamente
emprendieron la marcha hacia la salida del local.
Leo dio un suspiro y dijo:
—No sé hasta qué punto podrán servirte de ayuda,
Johnny. Si los hombres de Masón se dan cuenta de tus
propósitos, hoy en Wall City, habrá una buena matanza.
—No había pensado decirles nada. Ellos lo han querido
así. Walker y sus amigos han venido dispuestos a armar
camorra.
De pronto, una voz femenina dijo a sus espaldas:
—Buenas noches.
Dieron media vuelta. May Roberts estaba ante ellos. La
rubia había sabido sacar el máximo partido de su belleza.
Se cubría con un vestido verde muy escotado, que dejaba
al descubierto sus hombros de piel suave como la seda.
—¿No ha traído compañía? —preguntó Johnny.
—Le estuve esperando hasta hace media hora —repuso
ella con uña sonrisa—. Y en vista de que no aparecía, no
tuve más remedio que pedirle al viejo Joñas que me
sirviese de carabina.
Al tiempo que hablaba, May señaló a un extraño tipo
que, luciendo una barba patriarcal, se estaba sirviendo un
vaso de ponche en la fuente más cercana.
—Tengo ganas de divertirme —dijo May—. ¿Me invita a
bailar, Frank, o tendré que ser yo quien se lo pida?
Johnny abarcó por el frágil talle a May y se alejaron de
Leo dando vueltas.
Repentinamente, May quedó seria y preguntó:
—¿Qué tiene que ver usted con William Ivés?
Johnny entrecerró los ojos.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Bill Ivés me ha seguido hasta Wall City. Quiere que
me case con él. Yo he rechazado repetidamente su oferta y
de pronto, esta tarde...
La hermosa mujer se interrumpió.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Johnny.
—Bill cree que usted y yo... Bueno, ésas son sus
suposiciones. Lo cierto es, que empezó a hablar de una
forma rara.
—¿Cuáles fueron exactamente sus palabras?
—Dijo que yo no lo tendría nunca a usted. Cuando me
dejó sola empecé a pensar en todo ello y llegué a la
conclusión de que Bill se había referido a algo que, de un
modo u otro, podía causarle a usted un gran perjuicio.
—¿Dónde tuvo lugar la entrevista?
—En mi habitación de La Alegría del Minero.
—¿No sabe adonde se dirigió después?
—No.
Guardaron silencio.
—¿Qué ocurre, Frank? —inquirió ella—. ¿Acaso Bill tenía
razón?
—Sí, creo que sí.
Johnny buscó con la mirada a Judy y la vio bailando
muy seria con Jeffrey Forsythe. Entonces murmuró:
—Pero no lo sentiría por mí, sino por otra persona.
—¿Por qué no me habla bien claro, Frank...? Estoy
dispuesta a ayudarle... aunque, como dijo Bill, sé muy bien
que no puedo esperar nada de usted.
—¿Por qué dice eso?
—Sólo tengo treinta .años, pero he vivido una vida muy
intensa. Conozco bien a los hombres y sé que usted está
enamorado. Es Judy, la sobrina de Henry Masón, quien ha
ganado su corazón.
Johnny no pudo sostener la mirada que May le dirigía y
la apartó de los grandes ojos femeninos.
—¿Cuál es el secreto que William conoce respecto a
usted? —siguió preguntando May.
—Se lo puedo decir, puesto que al parecer ya ha dejado
de ser un secreto —John hizo una pausa—. Mi verdadero
nombre es John Kellog.
Sintió, cómo la joven se estremecía entre sus brazps.
—John Kellog —repitió May.
—William Ivés me conoció en Springfield.
—¡Santo cielo! ¡Entonces él se lo habrá ido a contar a
Henry Masón! Esa es la venganza a que él se refería...
Usted iba con la pandilla de Luke Harrison... ¡Huya ahora,
Johnny...! Si Henry Masón ha venido aquí, significa que
habrá aleccionado a sus hombres y que, por tanto, le
quedan a usted muy pocos minutos de vida.
Johnny descubrió junto a la puerta a Charlie Copeland y
a Bill Sheldon. Los dos mostraban ahora sus revólveres en
las fundas.
—Es demasiado tarde —declaró—. Veo a los buitres
revolotear
—No puede quedarse aquí. Sacrificará inútilmente su
vida.
Johnny sonrió.
—Va a ser una buena chica, May —hizo una pausa—.
He venido a este baile para cumplir una misión. No tiene
que darles a entender que estamos hablando una cuestión
importante. Ellos han de seguir creyendo que me tienen
agarrado. Vamos, sonría.
May, tuvo que hacer un gran esfuerzo" para poder
sonreír y entonces le tuteó.
—El corazón me decía que no eras un cobarde, Johnny.
Ha sido tu actitud lo que me llamó la atención. No me he
equivocado, pero sigo pensando en que lo mejor que
puedes hacer es escapar de aquí.
Johnny negó con la cabeza y May prosiguió:
—Tengo un revólver de cañóp corta en el jbolso.
Johnny observó el bolso a que la joven se refería, el
cual pendía de una de sus muñecas.
—Tómalo, Johnny.
—Todavía no ha llegado el momento.
En ese instante, Kellog se dio cuenta de que Henry
Masón y Forsythe abandonaban el salón.
Rápidamente giró la cabeza y vio a Judy sentada en
una silla entre otras mujeres.
May Roberts se detuvo cerca de Leo y dijo:
—Ve por ella, Johnny.
Johnny entrecerró los ojos, mirándola y dijo:
—Gracias, May.
Echó a andar cruzando el salón de parte a parte.
Judy le vio llegar y su rostro enrojeció.
—¿Me permite, Judy? —pidió él, haciendo una ligera
inclinación.
Ella se humedeció los labios con la lengua, vacilante, y
por fin dijo:
—El caso es que me encuentro muy cansada, señor
Young.
El alargó la mano y tomó la diestra femenina, diciendo:
—Este vals se baila solo. Le servirá de descanso.
Las mujeres que rodeaban a Judy habían interrumpido
la conversación y prestaban oído a las palabras que
intercambiaban los jóvenes.
Judy, por no dar una escena, se levantó, accediendo a
bailar con Johnny.
Apenas dieron unos pasos, Jonny preguntó:
—¿Qué te pasa, Judy?
—Estoy enterada de todo, señor Kellog.
Johnny sacudió la cabeza.
—Y supongo que el informado habrá sido su famoso tío
Henry.
—Sí. Y esta vez me ha demostrado que se preocupa
realmente por mí.
—No, Judy. La única persona que le preocupa a Henry
Masón es él mismo y, al decirte quién era yo, sólo le guiaba
su interés particular... Quiere verte casada con Jeffrey
Forsythe. Otra de las cosas que ha pretendido es obligarte
a reconocer que te equivocaste de hombre... El te habrá
dicho que yo soy un forajido, un pistolero, un hombre sin
escrúpulos, alguien que está de sobra en la sociedad.
—¿Es que no es así?
—No, Judy... No soy de esa clase de hombres. Tú y yo
tenemos algo en común, por eso quizá nos „ necesitamos
el uno al otro.
—¡No quiero oír hablar de eso! —exclamó ella.
—Sí, Judy. Me vas a escuchar y cuando yo haya
terminado podrás hacer lo que quieras. —Johnny dejó
correr unos segundos y luego explicó—: Henry Masón mató
a tu padre, Judy, y también al mío.
La muchacha agrandó los ojos.
—¿Qué estás diciendo...? ¡Eso es mosntruoso!
—Sí, Judy. Tu padre y el mió eran los dos socios de
Henry Masón... aquellos que fueron muertos por la pandilla
de Bill Pecos, pero da la casualidad de que no fueron
asaltados tal como cuenta Henry. El se puso de acuerdo con
Bill Pecas para eliminar a sus socios, pero luego no se
contentó con eso. Cometió una doble traición porque vendió
a Bill Pecos. De esa forma redondeó su negocio y se quedó
como único dueño del yacimiento de oro, que fue el
comienzo de su fortuna.
Judy se dejaba llevar a través del salón y Johnny la
tuvo que estrechar muy fuerte para evitar que se
desprendiese de sus brazos.
—¿Cómo has llegado a saber eso, Johnny? —preguntó
de pronto.
—Tú vas a ser la primera persona que lo conozca.
Hasta ahora me lo he callado. Hubo un miembro de la
banda de Bill Pecos que tardó media hora en morir,
después de haber recibido un balazo. En ese plazo contó la
verdadera historia a uno de los hombres que iban con el
sheriff. Ese hombre se llamaba Joe Hull. Desgraciadamente,
Hull en vez de comunicar la confesión del forajido al sheriff,
prefirió guardar el secreto con ánimo de sacarle dinero a
Henry Masón. Naturalmente, Henry se lo tuvo que entregar.
Entonces, Joe se marchó de aquella comarca por miedo a
que Henry lo matase. Y el Destino quiso que yo me criase
en Navasota, el mismo lugar a que fue a parar Joe Hull. Me
tomó simpatía desde pequeño. El siempre supo que yo era
hijo de uno de los hombres que Masón había condenado a
muerte. Hace seis meses, Joe Hull se sintió morir y me
mandó llamar. Me contó la verdadera historia, la que él
había sabido a su vez por aquel forajido moribundo. Luego,
Joe Hull descansó en paz. Entonces me propuse dar con
Henry Masón, aunque tuviera que buscarlo en el infierno,
pero no necesité ir muy lejos. Me enteré de lo que pasaba
aquí y de que había un tal Luke Harrison que había reunido
unos cuantos hombres que luchaban contra el tirano de
Wall City. Creí que era un buen medio para hacerle la
guerra a Masón, pero no me di cuenta de que ese malvado
hacía mover a los ciudadanos de Wall City como
marionetas. El había hecho que Luke Harrison fuese
declarado fuera de la ley, y por eso se le consideraba como
un forajido. Cuando me apercibí de ello, ya era demasiado
tarde. Continué con Harrison hasta que hace unos días nos
tendieron una emboscada. Sólo pude salvarme yo. En mi
fuga encontré a Young, el viejo periodista, y por una
verdadera suerte para mí, él resultó ser un hombre
honrado... Lo demás, lo sabes todo.
Judy había escuchado el largo discurso con los ojos
muy abiertos, sin pestañear. Cuando Johnny hubo
terminado, su rostro reflejaba una expresión de
estupefacción.
—¡Oh, Johnny...! Eso es lo más horrible que he oído en
mi vida.
—Por horrible que te parezca, es cierto... Henry Masón
no es más que un vulgar asesino. Si alguien no acaba con
él, seguirá matando a la gente sin vacilar.
—Pero, Johnny, tú estás solo.
—Quizá no lo esté durante mucho tiempo... Ahora los
mineros están dispuestos a enfrentarse con Henry Masón.
Johnny observó a Charlie Copeland y a Sheldon. Ambos
continuaban en el mismo sitio y no dejaban de vigilarlo a
él.
—Johnny —murmuró la joven.
—¿Sí?
—Quiero que me perdones por haber dudado de ti.
—Olvida eso.
—Un sexto sentido me decía que no debía creer a
Henry..., que lo que había sucedido entre tú y yo era algo
definitivo en mi vida.
Kellog la apretó más contra sí y acarició con sus labios
la frente de terciopelo.
—Te quiero, Johnny.
Aquellas palabras conturbaron a Johnny. Pensó en la
posibilidad de que él muriese allí, en aquel salón. Carecía
de armas y era evidente que de un momento a otro,
conforme las saetas del reloj se aproximaban a las doce,
aumentaba el peligro para Johnny.
Eran las once y media y si ahora Masón conseguía su
eliminación, Judy tendría que sacrificar su destino al de
Jeffrey Forsythe y Wall City sería por muchos arlos esclava
del déspota.
Forzosamente ese reinado tendría que acabar algún
día, pero entonces -ya sería demasiado tarde para seres
inocentes como Judy.
De pronto, cuando estaba mirando a la puerta vio
aparecer por detrás de Copeland a Henry Masón y a
Forsythe. Ambos también mostraban junto a sus caderas
los revólveres.
Jeffrey los descubrió bailando y se detuvo como si a su
paso hubiese encontrado un obstáculo imprevisible.
Johnny vio sus ojos llamear de furia y celos.
Fue entonces cuando los músicos acabaron de
interpretar el vals, imprimiendo a las últimas notas un
ritmo creciente.
Las parejas se separaron, dirigiéndose a los lados del
salón, pero Kellog y Judy se habían quedado en el centro de
pie, inmóviles, y él seguía abarcando por la cintura a la
joven.
Tenían la mirada fija en el fondo, en el lugar donde se
encontraban Henry Masón, Forsythe y los otros dos
pistoleros.
La voz de Jeffrey sonó contundente, seca como un
disparo.
—Ya acabó de divertirse, John Kellog.
Instantáneamente quedaron interrumpidas todas las
conversaciones que había entabladas en la sala.
Las miradas de los invitados corrieron raudas para
informarse de lo que ocurría, y aquel nombre pronunciado
por Forsythe, John Kellog, llevó la sorpresa a muchos
rostros.
Henry Masón dijo:
—Ven conmigo, sobrina.
En aquel momento el silencio era absoluto.
Los músicos se habían preparado para continuar su
actuación, pero ahora estaban inmóviles como estatuas, los
instrumentos en las manos, observando también la escena
que se desarrollaba ante sus ojos.
—¡Ven aquí, Judy! —repitió ahora la voz de Masón.
Pero la muchacha a quien iba dirigida la orden,
permaneció en el mismo sitio, junto a Kellog.
El rostro de Henry fue surcado por una mueca de ira.
—¡Judy! —rugió.
Johnny Kellog levantó la barbilla y dijo:
—Ya ha dejado de darle órdenes, Masón.
—¿Qué estás diciendo? —retrucó Henry.
—Judy sabe ahora la verdad.
Masón entrecerró los ojos.
—¡Usted está loco! —gritó—. No sé a qué se refiere.
—Es inútil que pretenda representar una comedia,
Masón —siguió diciendo, implacable Johnny—. Ella y yo
somos los hijos de sus víctimas... De aquellos hombres a
los que usted arrancó la vida porque el oro lo cegó.
CAPITULO XII

Los labios de Henry Masón se estremecieron.


—¡No lo creas, Judy...! ¡Es un farsante...! Yo te lo
advertí antes..., se trata de John Kellog, un forajido.
Judy movió la cabeza en sentido negativo.
—No, Henry..., ahora ya no te vale de nada. Estoy
segura de que es él quien dice la verdad.
Hubo una larga pausa. Henry Masón había enrojecido
de ira.
—¡Apártate de una vez de ese hombre, Judy!
—Continuaré a su lado porque lo quiero.
Fue ahora Jeffrey, quien al oír las palabras de la joven
dio un paso hacia adelante y, ladeada la cabeza,
conteniendo a duras penas sus impulsos de lanzarse sobre
Kellog, dijo:
—Ese hombre no puede ser para ti. Te casarás
conmigo.
Judy negó con la cabeza:
—No, Jeffrey. Eso es algo imposible.
—Yo te demostraré lo contrario, Judy.
—Te aborrezco, Jeffrey. Mi instinto me indicó siempre la
clase de hombre que eres, y no me he equivocado...
—Yo te domaré, pequeña... y te aseguro que es algo
que me va a gustar.
El sheriff Stanley Burks avanzó por el vestíbulo seguido
de cuatro hombres, todos ellos armados. También se
detuvieron detrás de Henry Masón.
Johnny miró el reloj de la pared. Faltaban seis minutos
para las doce.
Walker y los demás mineros llegarían tarde a la cita. No
podía ser de otro modo.
Jeffrey Forsythe sonrió aviesamente mientras decía:
—En cuanto a ti, John Kellog... has cavado tu propia
tumba.
—¿Qué es lo que vas a hacer?
—Matarte.
—¿Vas a ser capaz de asesinarme delante de tantos
testigos?
—No, Kellog. Lo haré frente a frente.
—No tengo armas.
Sobrevino una larga pausa.
De pronto, Forsythe tiró de uno de los revólveres y lo
arrojó al suelo. El arma resbaló por el piso encerado hasta
detenerse cerca de las botas de Johnny.
—Ahí la tienes —dijo Jeffrey.
Johnny miró el Colt. ¿Y si estuviese descargado?
Jeffrey dijo:
—Agáchate a tomarlo. Cuando tus dedos empiecen a
tocarlo, yo haré fuego.
Judy se abrazó a Kellog.
—¡No lo hagas, Johnny! —exclamó.
Johnny la miró a los ojos y dijo:
—No me queda otra alternativa, Judy.
—¡Pero es una trampa! ¡Aunque tú logres matar a
Jeffrey, los demás dispararán contra ti sin piedad!
Johnny le pasó una mano por el cabello.
—Sepárate de mí.
Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas. Fue a
decir algo, pero no pudo articular palabra alguna. Entonces
dejó colgar sus brazos lánguidamente, y dando media
vuelta, empezó a andar separándose de Kellog.
Leo la acogió en sus brazos y ella inclinó la cabeza
sobre el hombro del viejo periodista y se estremeció,
sollozando.
Johnny quedó a solas en el centro del salón
enfrentando al grupo capitaneado por Forsythe y Henry
Masón.
Jeffrey dijo:
—¿Qué estás esperando, Kellog?
Johnny lo observó fijamente e hizo un movimiento
afirmativo con la cabeza.
Miró otra vez el arma que había a sus pies y empezó a
agacharse.
En el salón se podía oír ahora algunas respiraciones
entrecortadas, ya que el silencio era absoluto.
Johnny alargó la mano muy lentamente hacia el
revólver que descansaba en el suelo. De pronto, se detuvo
y miró a Jeffrey, el cual seguía sonriendo, la diestra muy
cerca del arma que gravitaba junto a su costado derecho.
De pronto se oyó un golpe y un segundo revólver de
caño corto resbaló chocando contra el Colt que minutos
antes había arrojado Jeffrey.
—Ahí tienes para elegir, Johnny —dijo May Roberts.
Instintivamente, Kellog echó mano del revólver de caño
corto. Lo levantó unas pulgadas y frente a él vio cómo
Jeffrey desenfundaba soltando una maldición.
Johnny apretó el gatillo.
Se oyó un estampido y Jeffrey se estremeció, lanzando
un juramento.
Dio un traspié y su mano se abrió, dejando caer el Colt.
Se miró el pecho donde tenía un agujero y cayó de bruces.
—¡Ha matado a Jeffrey! —gritó Masón a sus hombres—.
¡Fuego contra él...!
Johnny, con una rodilla en tierra, siguió disparando con
el Derrin-ger. Sabía que no tenía ninguna probabilidad y
por ello la segunda bala la destinó a Henry Masón.
En unos segundos el salón se convirtió en un infierno.
Simultáneamente se escucharon una docena de
estampidos, pero no eran los revólveres de Masón o de
Stanley Burks, o de Charlie los que bramaban. Se hacía
fuego desde las dos ventanas que daban a la calle.
Henry Masón recibió el proyectil de Johnny entre las
dos cejas. Emitió su último suspiro mucho antes de que
golpease con la cabeza en el suelo. Luego le tocó el turno a
Stanley Burks, a Charlie Cope-land, a Bill Sheldon. Todos se
contorsionaron como muñecos, sintiendo sobre sus cuerpos
los crueles picotazos del aguijón de plomo.
Johnny Kellog volvió la cabeza y vio en lo alto de las
ventanas, de pie, a Dave Walker, y de rodillas a Bill Ivés y
a otros más, todos ellos mineros.
Las mujeres lanzaban gritos y se desmayaban y los
hombres corrían a refugiarse.
Pero volvió a reinar el silencio; y el humo de la pólvora
se elevó hacia el techo, haciendo visible otra vez el
escenario.
Los cuerpos de Masón, Jeffrey, y los demás hombres
que los secundaban estaban allí, inmóviles, tendidos y
jamás se volverían a levantar.
Johnny Kellog se puso en pie y entonces Judy corrió a
su lado.
El la tomó entre sus brazos y la estrechó fuertemente
contra su pecho.
Johnny cerró los ojos apoyando su cara en el negro
cabello de la muchacha, y de repente oyó a su lado la voz
de William Ivés:
—Lo siento, Kellog. Fui yo quien le dio el soplo a Henry
Masón... Me di cuenta más tarde de la clase de canalla que
era y traté de rectificar.
Johnny le dirigió una mirada afectuosa, indicándole que
no le podía guardar ningún rencor.
Gordon Walker lanzó un silbido y dijo:
—Afortunadamente, William Ivés había hecho el trabajo
de agarrar a unos cuantos de nuestros hombres. De lo
contrario, no habríamos llegado a tiempo. Ahora empezará
una nueva era para Wall City. Prepararemos nuevas
elecciones y elegiremos un alcalde, un sheriff..., gente
verdaderamente honrada.
Bill Ivés dio media vuelta y empezó a alejarse hacia la
puerta del salón.
May Roberts vino corriendo hacia donde se encontraban
abrazados John y Judy.
—Mi enhorabuena —dijo a los dos, y luego volvióse
rápidamente y exclamó—: ¡Espera, Bill!
Ivés se detuvo volviendo la cabeza. En su cara se
reflejaba la esperanza.
May Roberts llegó a su lado y dijo:
—¿Qué dices de casarnos, Bill?
Ivés se quedó con la boca abierta y de pronto tomó a la
rubia en brazos y se la llevó corriendo alocadamente.
Se cruzaron con Selena, que al ver a su hermano vivo,
se detuvo, y cerró los ojos dando gracias al Cielo. Luego
prosiguió la marcha hacia él, y Johnny dijo:
—Judy, ésta es mi hermana.
Judy y Selena sonrieron y se besaron las mejillas
felices.
Entonces alguien carraspeó por detrás, y cuando
Johnny giró la cabeza, descubrió al pelirrojo David Norton,
que tenía un revólver en la mano y que formaba parte de
los hombres que Bill Ivés y Walker habían reclutado.
Johnny frunció el ceño y le guiñó un ojo a Selena y
entonces ella, después de corresponderle con otro guiño, se
acercó a Norton.
Johnny abarcó por la espalda a Judy y se la llevó fuera
del salón.
Y ya en la calle la volvió hacia sí para besarla. Leo salió
corriendo del local y dijo:
—Tengo que preparar un número extraordinario. ¡Eh,
Johnny...!, no tardes mucho... ¡Es la noticia más
sensacional de la historia de Wall City! ¡Por fin esto va a ser
una gran ciudad!
Johnny le dio una palmada y el viejo siguió avanzando
aprisa hacia el edificio en que se ubicaba la redacción del
diario.
—Ya lo has oído, Judy —dijo Johnny—. Tengo que ir con
el viejo.
—Pero a eso no hay derecho —protestó .ella—.
¿Quieres decir que todas las noches vas a tener que estar
en esa oficina?
—Bueno, la verdad...
—Oh, no..., no estoy dispuesta a consentirlo.
—¿Por qué, Judy?
—¿Y te atreves a preguntarlo...? ¡Grandísimo!
El no la dejó continuar, porque estrechándola
fuertemente contra sí, unió su boca a la de ella.
Y así permanecieron un buen rato, bajo la rutilante luz
de las estrellas.

FIN

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