¡Oh, Es El! - Maruja Torres
¡Oh, Es El! - Maruja Torres
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Torres, Maruja.
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1998.
0/11/659123 Fé
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LANCASTER LIBRARY
943-5029
601 W. LANCASTER BLVD,
LANCASTER, CALIF. 93534
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AVE FÉNIX
Maruja Torres (Barcelona, 1943) es una de las firmas
más brillantes y prestigiosas del periodismo español. Sus
inicios profesionales se desarrollaron en el diario La Pren-
sa y la revista femenina Garbo, hoy desaparecidos, pero
su verdadero despegue se produjo a finales del franquis-
mo en una revista emblemática en su lucha contra la cen-
sura cultural: Fotogramas. Allí y en Por Favor, semana-
rio de humor político, empezó a revelarse como una
cáustica comentarista de la actualidad. A mediados de los
ochenta puso su capacidad de escritura todoterreno a dis-
posición de El País, del que es columnista estrella y para
el que ha trabajado como enviada especial tanto a la gue-
rra del Líbano o la invasión norteamericana de Panamá
como a la ceremonia de entrega de los Oscar de Holly-
wood. Actualmente firma una sección semanal en la que
ajusta irónicamente sus cuentas con la actualidad. Ha sido
galardonada con los premios de periodismo Francisco Ce-
recedo y Víctor de la Serna. Ha publicado dos novelas de
humor (¡Oh, es Él! y Ceguera de amor), un relato de sus
viajes por América Latina (Amor América) y la recopila-
ción de sus mejores artículos de El País (Como una gota).
En 1997 su novela Un calor tan cercano, una historia
sobre la iniciación a la vida y el amor, se convirtió en un
bestseller, y en la actualidad trabaja en la elaboración de
Mujer en pie de guerra, sus memorias periodísticas.
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¡Oh, es Él!
MARUJA TORRES
LANCASTER LIBRARY
943-5029
601 W. LANCASTER BLVD.
LANCASTER, CALIF. 93534
ISBN: 84-01-41882-8
Depósito legal: B. 19.756 - 1998
L 418828
Para Pepa Lucas y Ana Pérez
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Pero si sólo es un felpudo
(Jasón, al encontrarse frente al Vellocino de
Oro, tras su largo peregrinar con los Argonautas)
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II
puse sobre la pista de Julio y seguí de cerca sus
peripecias. Como era de suponer, no había pro-
fundidad alguna en el objeto de mi encargo. Es
más, después de soportar unos cuantos recitales
continuados, unas cuantas citas realizadas en su
ambiente, y unas cuantas tonterías típicamen-
te suyas y de su entorno, en el que incluyo a su
padre, lo único que yo sentía era Sed de Vengan-
za. Casi imperceptiblemente regresaron a mi
mente las experiencias surrealistas de los tiempos
en que trabajé (sí, queridos: Tengo un Pasado,
igual que ES Bardot tuvo un abrigo de piel
de cebra) en la revista Pronto. Y fue surgiendo Mi
Otro Yo: la ingenua Diana Dial, voluntarista cre-
yente en la Prensa del Corazón y sus múltiples
añagazas.
Como es natural, a la editorial que me hizo el
encargo se le abrieron las carnes al leer los prime-
ros capítulos de ¡Ob, es Él!, y fui rechazada; por
suerte, un editor joven, prestigioso y arriesgado
encontró la novela de lo más moderno, y la publi-
có, con cierto éxito, pese a que Iglesias no osó de-
mandarme, que era la ilusión de mi vida. Releída
ahora, la veo como una premonición bastante esti-
lizada, y bastante bestia, de las crónicas de socie-
dad que vengo publicando en El País desde hace
unos años. Es decir, es una visión irónica y poco
remilgada del Esperpento Nacional que siempre
nos aflige y que, en aquel verano del 84, estaba
muy bien representado por Iglesias y sus incondi-
cionales, tanto en la prensa como en el cielo.
Sé de una recién operada a quien le regalaron
¡Ob, es Él! durante la convalecencia, y se le salta-
12,
ron los puntos, de la risa. Así que espero que uste-
des lo pasen bien, pero dentro de un orden. No la
escribí para provocar bajas entre nosotros, los que
vamos a lo nuestro.
Maruja TorREs
Marzo de 1998
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EL ÍDOLO, EN SU SOLEDAD DORADA
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cipitarse hacia él para darle un caramelo de fresa,
pero Julio, que tenía la propiedad de ver lo que
ocurría a sus espaldas, extendió la mano con gesto
majestuoso y perentorio:
—Alto —ordenó—. Quiero seguir interro-
gándola. : -
Inspiró profundamente y añadió:
—Piscinita mágica. ¿Qué otro cantante estuvo
a punto de perder la vida en un funesto accidente
que cambió el curso de sus días obligándole a re-
nunciar a una brillante carrera como guardameta
en el Real Madrid? ¿Qué otro cantante fue aban-
donado por su esposa? ¿A qué otro cantante le se-
cuestró el padre la ETA?
La piscina guardó silencio, humillada.
—¿Lo veis? —se alborozó Julio—. Soy el mejor.
Zureos de asentimiento en el coro. Tony Re-
nis, haciendo tintinear las cadenas del cuello, las
pulseras, los anillos y los dientes de oro macizo,
inició una suave canción: «Sei grande, grande,
grande, grande, grande solamente tu...»
—¿Dónde se ha metido Alfredo?
—Está en el Amphitheatre, revisándolo todo
para tu debut de esta noche.
—Muy bien. Tiene que salir perfecto.
Se le notaba contento. Dejó que le secara el
cuerpo con delicadeza y pidió que el ama de llaves
francesa le preparara los pantalones blancos de
hilo, las zapatillas italianas y la cazadora roja.
—Triunfaré —dijo para sí mismo, aunque au-
diblemente.
Su padre, que hasta ese momento había perma-
necido en silencio, contemplándole sumido en
16
trance de felicidad, colgó su bolsito en el saliente
de una palmera enana y, ya con las manos libres, se
puso a aplaudir.
—S1 después de esto no te nombran embajador
de España, es que no hay justicia.
Julio esbozó un gesto de infinita modestia,
quitándole importancia al asunto.
—¿Qué tal estoy situado en el Billboard?
—Magnífico —replicó el jefe de prensa—.
Arriba.
—Sí, pero con Willie Nelson. Quiero conse-
guirlo solo.
Una sombra de desasosiego empañó fugaz-
mente su mirada. Los otros retrocedieron, aterra-
dos. No podían permitirse una depresión del can-
tante justo cuando faltaban pocas horas para su
presentación en el Anfiteatro de Los Ángeles.
Un ayudante, rápido de reflejos, abrió un ar-
mario y sacó a una de las muchachas rubias y ex-
quisitamente bellas que almacenaba para ocasio-
nes como ésta. La empujó con certera puntería, y
la chica fue a caer en el hueco formado en el aire
por el brazo izquierdo de Julio.
—Échala —dijo el cantante, lacónico—, Y de-
jadme solo. Necesito concentrarme.
Cuando los otros desaparecieron, volvió a
acercarse a la piscina.
—Piscinita mágica...
No le dejó terminar.
—He dicho que Frank Sinatra, cago en diez.
Julio se quedó quieto, con los ojos fijos en la
ciudad que se extendía a sus pies y que se había
prometido conquistar.
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GRANDES CAMBIOS EN LA VIDA
DE ENCARNA ALFEREZ
20
hubieran podido actuar holgadamente Ray Con-
-nif, su orquesta y sus coros.
—Diga.
Estaba nerviosa, porque Viceversa siempre la
miraba a las tetas antes que alos ojos, y Encarna, ig-
norante de que a Viceversa sus tetas le recordaban a
su madre, temía en cada ocasión que se le hubiera
desabrochado un botón de la blusa o que el tirante
de su sostén con refuerzos hubiera hecho plof y
que, sencillamente, llevara ahora mismo, ante los
morros de Viceversa, una teta arriba y la otra abajo.
—He estado pensando en tu futuro. ¿Qué hi-
ciste ayer?
—Empecé el serial de la semana que viene. Ya
sabe, el de rusos antiguos.
—Ah, sí —dijo Viceversa, distraíidamente—.
¿Te apetece viajar?
Encarna se sonrojó. Por fin iba a cumplirse el
capítulo número doce del tercero de los seriales
que llevaba escritos para Acaso: el jefe iba a propo-
nerle que Vivieran Una Aventura.
—Tienes un cheque en blanco para seguir a Ju-
lio Iglesias a lo largo de su inminente gira por Es-
tados Unidos. Ya sabes que va a triunfar en Amé-
rica, y la revista Acaso debe estar allí. Nadie como
tú para representarnos. Eres la que más sabe de Ju-
lio en esta casa.
—Oh, sí —exclamó Diana Dial, extasiada—.
Una vez cené con él, y en otra ocasión me cogió la
mano durante un ensayo.
—Entonces, ve. Ve y sé digna de nosotros.
Abandonó el despacho con el rostro transfigu-
rado. Los otros se dieron codazos entre sí.
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—¿Le pasa algo? —preguntó la recepcio-
nista.
—Tal vez se trate de una mujer imprevisible
—dijo Titi.
Encarna se sentó a su máquina, dispuesta a ela-
borar el nuevo capítulo del serial que tenía entre
manos. Pero su corazón no estaba allí y su mente
volaba por los techos. Así y todo, escribió veloz-
mente, llevada por la costumbre: «¿Qué hubiera
sido de Sonia, perdida en aquella estación de ferro-
carril, en medio de la nevada estepa, si en aquel
preciso momento no hubiera aparecido ante ella
un cosaco de ojos de fuego que la miró como si
pretendiera desnudarla y hacerla suya allí mismo,
abrasándola con su pasión?»
—Psssst, psssst.
Ignacio Clavé —Saladino cuando firmaba los
horóscopos de Acaso— le hacía señas desde su
mesa, muy cercana a la suya.
—¿Es verdad que te mandan a Miami?
—De momento, a Los Ángeles —especificó
Encarna—. ¿Por qué?
—¿Vas a verle?
—¿A quién?
—A Julio.
Asintió. «Mientras le arrancaba las enaguas de
seda, sintió que se le aceleraba la respiración», si-
guió escribiendo.
—Tengo una cosa para él.
—¿Qué cosa?
—S1 vienes esta noche a casa, te lo diré.
Le miró con escepticismo. La última vez que
Ignacio Clavé la invitó a su casa, con la excusa de
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hacerle la carta astral, acabó intentando violarla
durante el telediario.
—Por favor —suplicó él—.Podemos hacernos
ricos.
A Encarna, en el fondo, Ignacio le hacía cierta
gracia, con su cortinilla de pelos pringosos atrave-
sándole el cráneo con inútil precisión.
—De acuerdo. Pero no me metas mano.
En ese momento, Titi el Amoroso se plantó en
medio de la redacción, batiendo palmas.
—Atención, atención —pidió, y todos dejaron
de escribir—. Vamos a hacer una colecta para
comprar champán. ¡La estrella de la revista Acaso
se nos va a Hollywood!
Encarna le dirigió miradas asesinas y el resto
de sus compañeros se las dirigió a ella.
—;¡Va a ver a Julio Iglesias! —Titi puso los ojos
en blanco—. ¡Mmmmmm! No sé cómo podrá so-
portarlo.
Se levantó, airada.
—¡Os come la envidia! —gritó.
—;¡El cantante calvo de la voz de oro!
La voz sibilina de Titi la siguió mientras bajaba
rápidamente la escalera. Será imbécil. Más vale cal-
vo que con el pelo naciéndole de las cejas, como a
otros. De cualquier modo, ésa de la calvicie era,
Diana Dial lo sabía, una de las no pocas cruces que
Julio Iglesias tenía que sobrellevar, pese a encon-
trarse en la cúspide de su fama.
Ya en la calle, se abrió paso a través de la algo-
donosa tarde del verano barcelonés. Se vio refleja-
da en un escaparate, y se encontró antigua. Tenía
ganas de saltar por encima de su cuerpo. Llamó un
23
taxi y le dio la dirección de Llongueras Unisex.
Mañana iré a comprarme ropa más acorde con mi
nuevo nombre y condición, se dijo, y cerró los
ojos pensando en zapatillas de deporte, en chan-
dals blancos y chaquetas rojas, en pieles muy
bronceadas y dentaduras estallantes de flúor.
A sus treinta y dos años, Encarna Alférez no
era guapa y parecía, realmente, un poco pasada de
moda, pero puede decirse que había extraído de la
vida todo lo que Max Factor y Helena Rubinstein
podían ofrecerle. Por las noches, todas las noches,
Encarna se desmaquillaba en la soledad de su piso,
y luego pasaba su buena horita entregada al es-
fuerzo de embadurnarse con un surtido de locio-
nes y cremas de belleza que conseguía de los lotes
de muestra que llegaban a la redacción. Acababa
de cumplir cinco patas de gallo en cada parte exte-
rior del ojo, regalo inevitable de su inveterada ten-
dencia a reír incluso en los momentos malos, pero
confiaba por encima de todo en la acción de la cos-
mética. Tan grande era su fe, pese a que se había
encargado durante años del consultorio de belleza
de la revista Acaso y había tenido ocasión de saber
que llega un punto en la carrera de una mujer con-
tra el tiempo (Ese Monstruo) en que sólo la cirugía
y la ortopedia pueden echar una mano.
Su vida había sido como una novela. A los ca-
torce años se puso a trabajar como aprendiza en
unos grandes almacenes y a los diecisiete, siendo
ya dependienta, un encuentro casual con la mujer
de Viceversa, a quien en última instancia salvó de
comprar un bolso de falso cocodrilo, cambió por
completo su destino metiéndola de lleno en el fas-
24
cinante mundo del periodismo al que Encarna,
que en sus ratos de ocio escribía poesías, siempre
había deseado pertenecer.
Viceversa, cuyo verdadero nombre era Luis
Brunet, supo ver enseguida las cualidades literarias
de la muchacha, y la contrató. De eso hacía ya quin-
ce años, y Encarna había vivido durante este tiem-
po tan absorta en su trabajo que ni siquiera había
pensado en formar un hogar. Su única historia de
amor, si es que podía llamarla así, la sufrió con un
hombre que podía ser su abuelo y a quien conoció
gracias a la revista. Viceversa la había puesto al
frente de la sección «Acaso le Ayuda a Encontrar a
su Ser Querido», que consistía en un par de páginas
en las que se publicaban fotos que enviaba la gente,
fotos de personas que en un momento dado habían
desaparecido sin dejar rastro. Siempre solía ocurrir
que algún lector o lectora telefoneaba a Acaso para
denunciar haber visto a un señor como el de la foto
en tal sitio u otro. Entonces Encarna seguía el ras-
tro, daba con el perdido, avisaba a la familia, y se
producía el feliz reencuentro auspiciado por la re-
vista y hábilmente captado por un fotógrafo.
El que se convertiría en su amante, Félix Se-
gundo, se presentó un día en la redacción, pregun-
tó por la persona que había dado con su paradero,
y, cuando tuvo a Encarna delante, le sacudió tal
galleta que tuvieron que mandarla al Clínico para
que le dieran tres puntos en la mandíbula. Porque
el hombre se había hecho pasar por muerto duran-
te años, y ahora se encontraba con una esposa lle-
na de reproches y dos hijos de lo más cariñoso, el
uno drogadicto y el otro cura obrero.
25
Con ese señor casi anciano al que había sumi-
do en la desgracia y hacia quien se sentía responsa-
ble, Encarna vivió una historia tan dramática que
superaba sus propios seriales, porque Félix Segun-
do le decía «Eres mi última oportunidad», y ella lo
pasaba muy mal pero le daba no sé qué abando-
narle, sobre todo porque Félix, mientras le decía
eso, la sujetaba por el pelo y le daba algún que otro
pescozón. Por suerte, el hombre se puso malo de
la próstata y en pocos meses se murió completa-
mente, y Encarna se consoló escribiendo historias
de viejecitos en los asilos, hasta que Viceversa la
llamó al orden y le dijo que ya estaba bien de de-
primir a las lectoras.
Fue precisamente por esa época —Encarna te-
nía veintiún años— cuando volvió a ver a Julio
Iglesias.
Le había conocido en el 71, cuando él llegó a
Barcelona para actuar en el Poliorama durante una
semana, y a los dos días habían tenido que cerrar,
porque no iba ni Dios. Julio y Alfredo Fraile, poco
antes de los recitales, habían invitado a la prensa a
una cena privada, y Encarna había acudido lucien-
do sus mejores trapos, pero Julio no le había he-
cho ni caso, pese a lo cual no le guardó rencor,
o rprndicndo incluso que el cantante sólo tuvie-
ra ojos para su mujer, Isabel Preysler, que le
acompañaba, y para el cura que los casó, que tam-
bién estaba en la cena, y que luego acabó ganándo-
se la vida disolviendo matrimonios en la Rota.
Según cómo se mire, lo del fracaso de sus reci-
tales pudo muy bien ser un castigo divino por el
poco caso que Julio le hizo durante la cena. Eso lo
26
pensaba Encarna cuando se ponía malvada, que no
era su natural. En realidad, sabía que, en aquel
tiempo, Julio Iglesias les era indiferente a los cata-
lanes y que, para mayor angustia, había habido un
error en la publicidad, se habían perdido los carte-
les o así, y en vísperas del debut habían tenido que
salir a la calle Alfredo Fraile, el fotógrafo Tony
Monka —de Lecturas, que tanto la quería, a En-
carna— y el propio y vero Julio Iglesias, repartien-
do, gratis, entradas para que por lo menos no tu-
vieran el disgusto de ver la platea vacía, como la
vieron.
Ay, pensó Encarna al tiempo que abría la puer-
ta acristalada que daba a los salones Llongueras.
Qué trances tan amargos tiene que atravesar un
ídolo antes de llegar a la cima de la fama. ¿Habría
olvidado Julio Iglesias esa tremenda humillación
o, por el contrario, era el recuerdo de ése y otros
fracasos lo que aguijoneaba su ánimo conducién-
dole hacia el triunfo? Suspiró. También las derro-
tas amorosas —de las que tan bellamente hablaba
el cantante en sus canciones— debieron sin duda
servirle de estímulo en su carrera. Como a ella.
Claro que si Encarna había fracasado en el te-
rreno amoroso, había sido por abstención. Desde
que tenía diecisiete años, desde que entró en la re-
vista, la mayor parte del amor que Encarna Alfé-
rez había encontrado en la vida se lo había escrito
ella misma, reflejándolo en los larguísimos seriales
que Viceversa le había hecho fabricar a fuerza de
órdenes y contraórdenes. Y Encarna le obedeció,
dócilmente espoleada por el brillo ambicioso de
los ojos de su jefe.
27
Había llegado a dominar todo tipo de temas
con auténtica maestría, pasando imperceptible-
mente, con el transcurso del tiempo y la caída de
las barreras de censura, del platonicismo plagado
de insinuaciones de las primeras historias a la con-
cupiscencia salvaje de la última época. Las instruc-
ciones actuales de Viceversa eran concretas: «Un
mínimo de tres polvos, un viaje y opulencia, mu-
cha opulencia.»
Así fue cómo Encarna Alférez, bajo el lema
«Amor y Lujo», sin haber estado en su vida más
allá de Palma de Mallorca, se convirtió en la Marco
Polo de la prensa del corazón. Rodeada de folletos
turísticos, de carteles con vistas al exterior, había
hecho joder a sus protagonistas a las puertas del
Taj Mahal, en las laderas del Vesubio, en el tercer
piso de la Tour Eiffel, al pie de la pirámide de
Keops, entre las ruinas del palacio de Knossos, en
el ascensor del Beverly Center, en lo alto del Duo-
mo de Milán, en una torre de la Sagrada Familia de
Gaudí y frente a la llama del Soldado Desconoci-
do, en París. Los amores de sus criaturas de ficción
no conocían fronteras.
Ahora, cuando un hombre le tocaba el culo en
la calle, le entraban ganas de consultar la Guía Mi-
chelin. Su vida sexual era tan frecuente como la de
un elefante y tan placentera como la de un erizo.
Esa tarde, cuando entró en Llongueras, se sin-
tió como debió sentirse Eva al pisar el mundo tras
descubrir que Adán era un imbécil y el paraíso,
una estafa. Sonrió con gratitud a la chica que le
ofreció caramelos en bandeja, mientras un ejército
de mariposones se hacía con su cráneo. Descubrió
28
que los caramelos estaban hechos con una especie
de engrudo especial para mantener soldadas las
mandíbulas y ahogar así los gritos pidiendo soco-
rro. Y, finalmente, parpadeó satisfecha ante la
imagen de una mujer pelicorta, algo rubia y noto-
riamente rejuvenecida, que le devolvió el espejo.
¿Se fijaría esta vez en ella Julio Iglesias?
La segunda ocasión en que se vieron, a poco de
morir Félix Segundo y con Encarna de medio luto,
le ocurrió exactamente lo que a Joan Fontaine en
Carta de una desconocida, que Louis Jourdan la
miraba como queriendo recordar en dónde había
visto antes su cara, y la chica no se atrevía a contarle
que hasta tenían un hijo juntos. Ése no era, natural-
mente, el caso de Encarna, pero tampoco tuvo va-
lor para recordarle la cena, y lo del cura, y el fracaso
en el Poliorama. Eso mucho menos que nada.
Esta vez se vieron en el aeropuerto de Barcelo-
na, él acababa de triunfar en Latinoamérica y hasta
en Japón, en donde todos los nipones tarareaban
Un canto a Galicia antes de irse trotando a trabajar
durante veinte horas diarias. Julio descendió del
avión, resplandeciente, y empezó a repartir autó-
grafos entre las niñas que le vitoreaban, y entonces
Encarna, tímidamente, se echó a un lado —como
Joan Fontaine—, pero uno de la casa de discos la
tomó del brazo y se la presentó a Julio: «Es Encarna
Alférez, de la revista Acaso», y sí, estaba segura, Ju-
lio parpadeó al mirarla, pero no acabó de recono-
cerla, y ella no se atrevió a refrescarle la memoria.
Más tarde, en la sala de fiestas en donde iba a
actuar por la noche, durante el ensayo, Julio se le
acercó y, soltando la solapa derecha de su chaque-
29
ta, que estaba acariciando en ese instante, tendió
su mano hacia Encarna, tomando la suya, aprisio-
nándola, mirándola a los ojos. Cómo sería, de
emocionante, que Encarna perdió la noción de la
realidad y ahora mismo, aunque la mataran, sería
incapaz de decir qué canción era la que Julio le de-
dicó en ese día histórico. Pero era una canción tris-
te, seguro, y eso que él todavía no se había separa-
o de su señora, aunque ya se rumoreaba que las
cosas iban mal entre los dos y que Isabel estaba
más que harta de ser la esposa del hombre que can-
taba para las marquesas, cuando lo que le gustaba
era ser marquesa para que le cantaran así.
¿Sería cierto, se preguntaba a veces Encarna,
que Isabel nunca le amó, que no le interesaba la ca-
rrera de su marido, y que incluso le traicionaba
—pero esto no podía creerlo— a pesar de que Ju-
lio la había metido en un piso en el barrio de Sala-
manca, puerta con puerta con el de sus padres,
para que la vigilaran estrechamente? No, Encarna
ni siquiera podía admitir la sospecha de que la
Preysler se escaqueaba con su amiga la duquesa de
Cádiz y se iban las dos por ahí, de juerga.
Todas estas dudas torturaban a Encarna, que
1ba a cerrar de un instante a otro una etapa ya peri-
clitada de su vida, mientras oprimía el timbre del
piso de Ignacio Clavé.
—He estado consultando tu carta astral —dijo
Saladino, nada más franquearle la puerta—, y va a
salirte todo de maravilla. Un hombre famoso, gua-
po y riquísimo se dispone a entrar en tu vida. No
te dejes llevar por tu temperamento destructivo y
trata de retenerle. Un amigo tuyo, muy cercano, al
30
que a veces has menospreciado injustamente, te
dará acertados consejos. Días afortunados, 25 y
26. Días nefastos, no hay.
—No seas ganso.
Ignacio lucía una túnica color berenjena y sos-
tenía en sus manos una botella de vino tinto y un
sacacorchos.
—Hum. Peinado nuevo.
—Y vida nueva. ¿Qué tienes que decirme?
Echó una ojeada alrededor. El piso de Clavé,
como siempre, olía a P.P. (Permanente Primave-
ra), gracias a una multitud de pastillas de aroma de
lavanda sintética que el hombre distribuía por en-
cima de los muebles. A Encarna no le gustaba la
lavanda: usaba un perfume con olor a violeta, acei-
toso, que en los momentos más deprimentes la
ayudaba a sentirse sofisticada, aunque en ocasio-
nes debía ser comedida en su uso para evitar con-
flictos con el exterior, sobre todo con los taxistas,
que solían desmayarse violentamente cuando sa-
caba el frasco, organizando el consiguiente cisco
en plena calle.
Se preguntó si, con el cambio de imagen, debe-
ría cambiar también de perfume. ¿Quizá una cosa
más fresca, punkie o ecologista?
—¿Puedo fumar? —preguntó, postergando la
decisión.
—Sí, sí —dijo Ignacio amablemente, ya que se
trataba de un horoscopero de índole naturista.
Se sentaron los dos a la mesa, cubierta por un
mantel de plástico a cuadros. Ignacio vertió vino
en el vaso de Encarna y él bebió agua de una jarra.
Luego abrió una lata de calamares para ella.
31
—Espero que estén buenos —dijo—. Aún son
del lote de Navidad de la revista. Como el vino.
Yo gasto muy poco.
El se peló unas almendras, que se puso a roer
lentamente, con delectación.
—Nos vamos a forrar —dijo.
—Anda, suéltalo ya.
Ignacio se levantó y se acercó al mueble de no-
gal que le servía para guardar la cristalería fina y
unos frascos repugnantes llenos de hierbas y hon-
gos en remojo. Volvió con una botellita que conte-
nía un líquido espeso, color musgo. La depositó so-
bre el mantel y luego extrajo un papel del bolsillo
de su chaqueta, agitándolo ante las narices de En-
carna.
—Ésta es la solución para el único problema
serio que Julio Iglesias tiene en la vida. Estoy refi-
riéndome a la calvicie.
Eso era verdad, pensó ella. El único problema
serio. Mucho más que el abandono de Isabel
Preysler y el hecho de que su hija estuviera pasan-
do de niña a mujer, infinitamente peor que nunca
me has querido ya lo sé, era la realidad de esos pe-
los yertos, maltrechos pese a todos los cuidados,
que nimbaban su adorable cabeza. Cada foto que
llegaba a la redacción de Acaso, cada nueva pista
acerca del estado de la penosa pelambrera, ponía a
Encarna en un ay y proporcionaba a su enemigo,
Titi el Amoroso, un nuevo motivo para presumir
de la frondosidad capilar de su ídolo, El Puma. Ese
hortera, se sulfuraba Encarna. Pero era pavorosa-
mente cierto: ¿podía una imaginar siquiera a un
Julio Iglesias totalmente calvo? ¿Podría una resis-
32
tir el terrible impacto que produciría la aparición
de una cabeza monda y lironda en los más precia-
dos escenarios mundiales? Y ni pensar en una pe-
luca, recurso demasiado torpe y ordinario para al-
guien empeñado en tan altos vuelos.
No. Julio no podía quedarse calvo.
—¿Qué tienes entre manos, Ignacio?
—Un crecepelo. Mejor dicho, el crecepelo.
Instantáneamente, Encarna dirigió la vista hacia
la lamentable calva de Ignacio Clavé, apenas camu-
flada por cuatro pelillos untuosos peinados al biés.
—Es que no he querido echar las campanas al
vuelo, mujer —dijo el otro, percatándose—, Com-
préndelo, un descubrimiento así hay que mante-
nerlo en secreto, de lo contrario podría caer en
manos de cualquiera. Pero te juro que es verdad.
Que me muera ahora mismo si te miento.
Pareció tener una inspiración repentina. Se le-
vantó y fue hacia la terraza.
—¿Te acuerdas de Mabel?
—¿Tu perra? Claro que me acuerdo.
—La tengo encerrada en el trastero. Bueno,
¿recuerdas de qué raza es? ¿Cómo tiene el pelo?
—Ignacio, hijo, estás como un cencerro —se
impacientó Encarna—. Es una salchicha de esas li-
sas, bastante asquerosa.
—Es una teckel color fuego de pelo corto
—puntualizó Clavé, con dignidad—. Ahora verás.
Abrió la puerta del trastero y silbó, y en pocos
segundos una forma indescriptible saltó a la falda
de Encarna y empezó a babosearle la cara.
—Hostia —exclamó Encarna—. Hostia, hos-
tia, hostia. ¿Qué le has hecho al pobre animal?
33
Mabel lucía una espesa cabellera color rojo
vivo, que contrastaba furiosamente con el resto
del cuerpo, que seguía conservando su pelo ori-
ginal.
—Y ahora, ¿qué? — ignacio :se puso en ja-
rras—. ¿Me crees o no?
—¿Le has dado el crecepelo a tu perra? —pre-
guntó, incrédula.
—Es un tratamiento externo. Muy simple y,
por supuesto, indoloro.
Encerró de nuevo a Mabel y volvió a sentarse
junto a Encarna.
—Quiero que le ofrezcas mi invento a Julio
Iglesias. Este descubrimiento no sirve para nada
sin una gran fortuna detrás para respaldarlo, y la
única forma de conseguir dinero es que alguien tan
famoso como tu ídolo nos haga publicidad. Inclu-
so puede costear el desarrollo, invertir un dinero
que para él no sería demasiado importante y a mí
me solucionaría la vida. ¡Imagínate! ¡Hollywood
lleno de vallas publicitarias anunciando «Crecepe-
los Clavé, el favorito de Julio Iglesias»! ¿Quién
puede ayudarme mejor que él, que sufre en su pro-
pio cráneo el tormento de una calvicie progresiva e
inapelable?
—Es verdad —reflexionó Encarna . Él lo ne-
cesita más que nadie.
—Tú le conoces bien, ¿no?
—Bueno —se esponjó—. Una vez cené con él,
y en otra ocasión me dedicó una de sus canciones.
Pero no sé... De eso hace muchos años. Tal vez no
se acuerde de mí.
—Lo dudo. Cuando se llega tan alto no es sólo
34
por el talento. También cuenta la sencillez natural.
Estoy seguro de que sigue siendo el mismo de sus
comienzos. Mira, tú llegas, le das el frasco y, si ob-
tiene resultados espectaculares, de lo que no dudo
en lo más mínimo, me llamas y aparezco yo con la
fórmula, firmamos el contrato y tú te llevas el diez
por ciento. ¿Hace?
A Encarna le pareció un trato muy generoso,
habida cuenta de que su único interés era la felici-
dad del cantante.
Dejó el piso de Ignacio bien avanzada la noche,
llevando el frasco de crecepelo envuelto en un pa-
ñuelo y bien guardado en el bolso. Pensó en el
vuelo a Los Ángeles, que la aguardaba en menos
de veinticuatro horas, y se le encogió un poco el
corazón. Iba a empezar La Gran Aventura de Dia-
na Dial. ¿Estaba preparada para ello? Por un se-
gundo sintió miedo.
De haber visto las dos sombras agazapadas en
un cercano portal, su miedo se hubiera convertido
en pánico.
TITIEL AMOROSO ENTRA EN ACCIÓN
57
ven que él, que durante el día repartía prospectos
por cuenta de terceros en la calle de la Cera —«Su
oro, joyas y papeletas del Monte las compramos a
mejor precio que nadie»—, y que por la noche,
acodado a la barra del Panam's, entre bocadillos de
chorizo vetusto y cubalibres de garrafón, fantasea-
ba sobre negocios de representación de artistas
que acabarían haciendo su fortuna y la de su no-
vio. «Tú pones tu cerebro y yo mi don de gentes»,
solía decirle a Titi. «Con tus relaciones consegui-
ríamos lo que nos propusiéramos.»
Titi callaba, incapaz de confesarle a Moncho,
cuyos muslos prietos y arqueados bajo el tejano
eran lo más parecido a James Dean que había teni-
do nunca al alcance de su mano, que su trabajo en
Acaso se limitaba a mantener en orden el material
gráfico de la empresa.
—Con lo que sabes de El Puma, y del mundo
del espectáculo, deberías pedirle una entrevista y
ofrecerte para convertirte en su agente. Nos com-
praríamos una casa puta madre en un sitio de mi-
llonarios, de ésos con sol todo el año y frutas tro-
picales —divagaba Moncho.
Y Titi pensaba, conmovido, que eso mismo era
lo que quería el personaje de Dustin Hoffman en
Cowboy de medianoche, y al final acababa muerto
tísico perdido, hay que ver qué desgracia, Dios no
lo quiera.
Cuando Moncho supo por Titi que a Encarna
Alférez la mandaban a Estados Unidos, le dio un
ataque de ira.
—Pero, ¿no me estás diciendo siempre que es
tonta del culo?
38
Esa noche de verano caminaban como de cos-
tumbre, Ramblas abajo, en dirección al antro de
Escudillers en el que solían cenar por cuarenta du-
ros. La atmósfera tenía una densidad de melaza, y
de Colón subía, a bocanadas, el tufo a salitre y pe-
tróleo del puerto. El paseo central relucía como la
piel de una anguila, y los dos tenían el ánimo infla-
mado por los tintos que habían ingerido detenién-
dose en las tascas del barrio.
—Encarna y el jodido astrólogo están traman-
do algo —dijo Titi, mientras desmigaba su paneci-
llo, uno de los múltiples gestos testimoniales que
oponía al implacable avance de su abdomen—. Les
he oído cómo se citaban para esta misma noche en
casa de Ignacio.
Moncho separó la piel del pollo, cuajada de
puntitos negros, y con los dedos grasientos empu-
ñó un muslo sonrosado como la mejilla de un
niño.
—¿Dónde vive el tipo? —preguntó.
Titi se lo dijo, y el otro asintió con la cabeza,
mientras miraba distraídamente la televisión.
—Anda, Felipe, cambia de canal, que esto no
hay Dios que lo aguante.
El camarero obedeció, y en la pantalla apareció
el rostro de un presentador sonriente:
—Y ahora, para todos ustedes, la esperada re-
aparición en nuestro país de José Luis Rodríguez,
El Puma, el hombre que las enamora.
Titi boqueó. El Puma estaba mirándole direc-
tamente al ritmo de sus asombrosas caderas.
—Anda, espabila —dijo Moncho—. Se me aca-
ba de ocurrir una idea.
39
Horas más tarde, después de que Encarna Al-
férez hubiera abandonado el domicilio de Ignacio
Clavé, los dos amigos hacían cábalas en el Cli-
chy, un cabaret del Barrio Chino cuya propietaria,
María la Guapa, había sido amante de Moncho en
los tiempos en que éste todavía se dedicaba a las
mujeres.
—El hijo de mi madre no se queda sin saber
qué se traen entre manos —decía Moncho—. Y
sólo hay una forma de averiguarlo.
—Y o no se lo pregunto. Esa mamona me odia.
Moncho hizo caso omiso del comentario y se
dirigió a una puta filipina que hacía las veces de
anfitriona del local:
—¿Va a recibirnos o no?
—Dice que aguardéis cinco minutos. Está con
una visita.
Poco más tarde entraban en el reservado desde
el que María la Guapa controlaba su reino todas
las noches. Morena y grandota, conservaba toda-
vía vestigios de las cualidades que le hicieron ganar
su apelativo, amén de una surtida colección de jo-
yas que le cubrían la pechera y los dedos. Al mirar
a Moncho, su gesto se dulcificó, aunque, a medida
que el hombre hablaba, en sus ojos iba aparecien-
do una lucecita irónica.
—Siempre serás el mismo —dijo, cuando
Moncho acabó—. Creí que los hombres te habrían
hecho sentar la cabeza.
Titi empezó a sulfurarse, pero su amigo le
aplacó dándole un patadón bajo la mesa.
—Llevo años esperando una oportunidad. Dé-
jame intentarlo.
40
—Esta bien —dijo ella—. ¿Qué puedo hacer?
—NOo hay puta o maricón en el mundo que no
conozca María la Guapa. Sólo queremos que loca-
lices a alguien capaz de marcar estrechamente a esa
imbécil. Lo demás corre de mi cuenta.
—Está bien. Conozco gente allí. En Los Ánge-
les hay más vicio del que se suele imaginar. Puedo
hacer que te ayuden, pero eres tú quien debe llevar
el asunto. Yo no estoy para muchos trotes.
Sonrió, puso la mano sobre la bragueta de
Moncho —Titi tuvo que contenerse para no sol-
tarle un bofetón— y añadió:
—Y menos para ayudar a pajaritos que ya no
comen de mi alpiste.
DIANA DIAL LLEGA A LOS ÁNGELES
43
diversas arrobas de prensa de cotilleos que había
adquirido en el aeropuerto. ¿Qué podían impor-
tarle, en ese momento crucial de su vida y con la
duda de esconder o no las pantuflas en el bolso, los
trabajos de sus compañeros acerca de la última
operación de cirugía estética de una folklórica, o
los avances en el andar de un príncipe de sangre
azul que, tras un desdichado accidente de automó-
vil, amenazaba con quedarse como antes?
Diana Dial tenía el corazón en un puño.
Ignacio Clavé había acudido a despedirla al ae-
ropuerto, con Mabel, aunque tuvo el buen sentido
de ponerle a la melenuda perra un pañuelo en la ca-
beza, procedente del lote «Acaso Le Regala Un
Magnífico Accesorio». Ignacio la abrazó estrecha-
mente —ella pensaba que un poco más delo correc-
to—, hundiendo la nariz en su escote. Diana estaba
hecha un manojo de nervios, sobre todo porque
con un brazo tenía que sujetar el bolso y las revistas
y, con el otro, el enorme ramo de flores que Vice-
versa le había hecho llegar casi a pie de avión, y que
la había conmovido especialmente —Flores del
Jefe—, aunque los gladiolos nunca habían sido
pompas de su devoción: estaba segura de que se tra-
taba de una elección premeditada por parte de la se-
cretaria, que jamás la quiso bien, envidiosa como
estaba de la superior cultura y mundología de En-
carna Alférez, desde hoy y para siempre Diana
Dial.
En el aire, la muchacha notó que el estómago
se le volvía del revés, sin saber achacarlo a un ma-
reo o a puro y simple miedo al futuro.
El primer chasco se lo llevó en Nueva York,
44
porque al aterrizar no vio rascacielos por ninguna
parte. Después de todo, razonó inmediatamente, es
lógico que no los instalen alrededor de los aero-
puertos. La segunda broma pesada se la gastó la
compañía aérea: su maleta había sido facturada a las
Bahamas, con el crecepelos dentro. Instantánea-
mente lamentó no haberse quedado con los artilu-
glos que tanto la tentaron en el avión. Por lo menos,
hubiera tenido algo con que cubrirse por las noches.
Apoyada en su inglés de manual se arrastró
hasta el mostrador de reclamaciones de Iberia,
donde una azafata latinoamericana se miraba las
uñas mientras repartía formularios entre las vícti-
mas del trastoque de maletas, que se contaban por
briosas decenas. Singularmente peleones resulta-
ban los componentes del equipo olímpico marro-
quí —la Olimpiada de Los Ángeles se iniciaba al
día siguiente, coincidiendo casi con el debut de Ju-
lio—, que se quejaban de llevar en las maletas to-
das sus túnicas de ceremonia inaugural.
—¡Por Alá! —gritaba una especie de locaza
tercermundista—, es que no tengo qué ponerme
para la apertura.
—Apáñese con una sábana —masculló Diana
Dial, tratando de apartarle—. Y haga el favor de
no empujar, que se está colando.
—NOo sé por qué dejan viajar a las mujeres
—viboreó el otro.
Cuando a Diana le llegó su turno, práctica-
mente se desvaneció encima de la empleada, que se
limitó a encajarle un impreso entre los dientes.
—Rellénelo. Si quiere pedir una indemniza-
ción por el contenido, tome el tercer pasillo a la
45
derecha, entre en el segundo despacho a la izquier-
da y hable con el empleado que suele estar dentro
si no ha salido a tomar café o su mujer no está de
parto.
—Me rindo —gimió Diana Dial.
Su avión de la American Airlines despegaba
dentro de veinte minutos. Llegó al punto de em-
barque con el tiempo justo, galopó hacia el aparato
y se desplomó en su asiento, entre la ventanilla y
un sombrero Stetson y un par de botas altas situa-
das al norte y sur de un fornido ejemplar del sexo
masculino. Era el primer norteamericano de su
vida, pero en ese instante Diana no le prestó aten-
ción, absorta en la primera pérdida de maletas de
su historia y en el peinado de las azafatas, una es-
pléndida mezcla de casco de granadero de Su Gra-
ciosa Majestad y buzón para correo de urgencia.
Pensó en el estupendo serial que podría elabo-
rar con semejante punto de partida —la pérdida de
la maleta, no los peinados— pero desechó la idea
por pertenecer a un pasado al que no deseaba re-
gresar. La inquietud por el porvenir la sacó de sus
ensoñaciones. En realidad, también la sacaron de
allí los codazos desaforados del yanqui, que se ha-
bía puesto a maniobrar con furiosos ademanes
hasta extraer una botella de bourbon del fondo de
su bolsa de viaje. Diana le observó pedir un vaso
con hielo a uno de los dos pajares que oficiaban de
azafatas, llenar el recipiente hasta el borde y trase-
gar su contenido de un solo gesto. Repitió la ope-
ración media docena de veces más, hecho lo cual
puso a dormir el sombrero encima del hombro de
Diana.
46
—Rfff11111l —roncó, y Diana empezó a enten-
der qué siente un pequeño país cuando los yanquis
lo invaden en toda regla.
De improviso, la voz de la azafata la sobresal-
tó, y en ese instante supo que también ella se había
quedado dormida. Estaban a punto de tomar tie-
rra en el aeropuerto de Los Ángeles. Trató de
abrocharse el cinturón sin incluir al del Stetson,
que para entonces ya estaba abrazado a sus rodi-
llas. La verdad es que no le preocupó mucho. Ante
sus ojos se desarrollaba el espectáculo más sensa-
cional que le había sido dado contemplar en todos
los días y folletos de su vida.
Una inmensa colcha de luces, una verbena
multicolor que parecía no tener fin se extendía allá
abajo, como si todas las luciérnagas del mundo es-
tuvieran reunidas celebrando una convención para
elegir a la más guapa. Diana Dial contuvo el alien-
to. Así que esto es América.
Al fondo surgió una llamarada que lentamente
fue adquiriendo caracteres concretos. Nueve le-
tras que resumían mil sueños: HOLLYWOOD.
Una palabra iluminada en la ladera de las colinas,
ya casi sumidas en la oscuridad del crepúsculo.
—Eggggouac —eructó, aún adormilado, su ve-
cino de falda.
Era una premonición, pero Diana Dial no hizo
caso. Como los trámites de aduana los había reali-
zado en Nueva York, y como no tenía equipaje
que recoger, nada le impidió correr hacia la salida
y, una vez allí, meterse de cabeza en el primer taxi,
conducido por un negrazo de amplias espaldas
que cubría todo el volante con una sola mano.
47
—Por favor, al Universal Amphitheatre
—rogó.
El otro sonrió mirando al retrovisor.
—¿Argentina?
—No. Española.
—Ah, España. Picasso, Goya, Miró, Julio Igle-
sias.
Diana Dial sonrió, regocijada. ¡Era cierto! Has-
ta los taxistas de Los Ángeles conocían a su ídolo.
Del aeropuerto al teatro, que se hallaba en Bur-
bank —según la informó el negro—tuvo tiempo de
repasarse el maquillaje por lo menos diez veces, fu-
mar media cajetilla de Winston y rezar tres avema-
rías y una salve. Finalmente desembarcó en lo alto
de una colina, en una especie de extensión mono-
corde de césped sin otro equipamiento que una
verja metálica, una garita y dos tipos de uniforme
que recordaban vagamente a los humanos. A lo le-
jos, al otro lado de las rejas, se divisaba un edificio
bajo y ancho, una especie de hangar de diseño futu-
rista.
Diana dio su nombre y filiación, mostró su
carnet de Acaso y dijo que quería ver a Julio Igle-
slas.
—He viajado expresamente desde España
—presumió.
Los otros dos no parecieron impresionarse.
Uno de ellos descolgó un teléfono y marcó un nú-
mero. A Diana le fue imposible entender lo que
dijo, pero no le cupo duda acerca del significado
de la mueca que siguió a la comprobación.
—Imposible. No se puede entrar. No hay ór-
denes.
48
Estaba empezando a tratar de convencerle
cuando el otro pidió ayuda a su compinche, que
salió de la garita y se dirigió hacia Diana, claván-
dole en el brazo unos dedos como morcillas.
—Fuera —dijo—. Está molestando.
Había un par de cosas que Diana podía hacer.
Pegarle un cabezazo en los cojones al tipo aquel
—más arriba no llegaba— o comportarse como
una buena chica y alejarse de la zona de peligro.
Optó por lo segundo. Atravesó la carretera y se
dejó caer en el parterre más alejado. El cielo estaba
teñido de estrellas y la noche, silenciosa. Vio que
uno de los guardas, el de las manazas, se aproxi-
maba a ella.
—Prohibido sentarse en la yerba —amenazó.
Y se la quedó mirando. Miraba, sobre todo, su
regazo, y en ese momento Diana se dio cuenta de
que aún conservaba los gladiolos. Hechos un asco,
pero los conservaba.
—Le juro que los he traído de España —pro-
testó—. Dios me libre de cortar flores en un país
que no es el mío.
El otro gruñó al tiempo que se alejaba, sin
duda decepcionado. Diana se apoyó en lo que pa-
recía una farola psicodélica. Estaba destrozada,
pero pensaba que si esperaba hasta el final del reci-
tal —según sus noticias, faltaban sólo veinte minu-
tos— tal vez le cabría la suerte de ver salir a Julio, y
con ello la oportunidad de abordarle y darse a co-
nocer.
Así transcurrió el tiempo, y el público empezó
a dejar el edificio. Todos parecían regocijados, y
Diana se alegró. Pensó que había sido un éxito. Sa-
49
lían grupos de mujeres de edad madura envueltas
en telas crujientes de colores llamativos, parejas
que habían superado con creces la cuarentena su-
jetando amplias sonrisas entre los mofletes bron-
ceados. En todas las manos femeninas temblaba
una preciosa rosa de plástico genuino. Felices.
Oh, suspiró Diana Dial. Qué mala suerte la
mía, no haber podido estar dentro para certificar
semejante triunfo.
Cuando la gente empezó a alejarse, la periodis-
ta se acercó a la garita. No demasiado, por si acaso.
—¿Falta mucho para que salga el señor Igle-
sias?
—Grrrrr —replicaron los otros, a dúo.
Corrió a su puesto de observación y empeza-
ron a pasar los minutos. Era más de medianoche
cuando las luces del Amphitheatre se apagaron del
todo, y fue entonces cuando escuchó una voz a sus
espaldas. Una voz que en perfecto castellano prin-
gado de acento andaluz le decía:
—Es inútil que sigas esperando. Los artistas
suelen salir por la puerta posterior.
Bajo el haz de la farola se dibujó una mujer
morena, de unos treinta años, de pelo oscuro, cor-
to y revuelto, y boca agresiva.
—Yo también lo he intentado, pero es inútil.
—Tenía una sonrisa cálida—. Esos perros no de-
jan entrar a nadie sin acreditación.
Le alargó una mano insólitamente enérgica.
—Mi nombre es Mayo. Mayo del Altiplano.
Diana se lo envidió y luego se fijó en su aspec-
to más detenidamente. Llevaba un vestido estam-
pado con flores verdes y rojas, y la falda tan ceñida
50
que parecía ir sentada en ella. Sus dientes brillaban
en la oscuridad.
—S1 quieres te llevo al centro. O adonde vivas
—dijo la otra—. Tengo un buen coche. No es un
último modelo, pero funciona.
La condujo hasta un Chevrolet enorme, un
trasto lleno de abolladuras.
—Es del 64. Tiene categoría, ¿no crees?
A Diana le pareció una antigualla, un verdade-
ro pingo comparado con los cochazos fastuosos
que les sobrepasaban sin piedad.
—¿Has llegado hoy? ¿Dónde está tu equipaje?
¿Tienes sitio para dormir?
Diana le hizo un resumen y finalizó diciendo
que disponía de la dirección de un par de hoteles.
—Estás loca. No hay una sola cama libre en
todo Los Ángeles, Los Juegos Olímpicos, ya sa-
bes. La ciudad está llena de atletas —se relamió.
La periodista guardó silencio. Estaba pre-
guntándose si encontraría un puente bajo el que
dormir.
—Puedes venir a casa —seguía la otra—. No es
un palacio, pero sirve. Mira —se interrumpió, se-
ñalando hacia su izquierda—. Ahí está Forest
Lawn. Un cementerio fantástico. Buster Keaton y
Stan Laurel, entre otros, duermen ahí su sueño
eterno.
Diana se estremeció.
—Supongo que a ti también te encantan las
cremaciones. En este país se dan las mejores. Las
de artistas, quiero decir. Hay mucho lujo. Y te en-
cuentras con cantidad de gente importante.
A Diana la conversación le parecía deprimente.
SI
Pensaba, además, que las cosas empezaban a tor-
cérsele. Había creído que el simple hecho de pre-
sentarse como periodista española le abriría las
puertas que conducían hasta su ídolo. ¿Cómo su-
poner que iba a encontrarse con un par de irreduc-
tibles guardianes? Lo más seguro es que ni el mis-
mo Julio supiera de qué forma se les impedía
alcanzarle a quienes llegaban en su busca desde la
mismísima patria.
—En realidad, no es una casa sino una especie
de hotel, ¿comprendes? —retomó el hilo la otra—.
Un hotel con mucha actividad de día y de noche. Te
gustará. Es muy californiano.
Descendieron hacia la orgía de luces. Un im-
presionante armatoste surgió en la oscuridad.
—¡Hostia! ¡Marcianos! —exclamó Diana,
echándose sobre Mayo.
—No seas boba, mujer. Es la nave espacial de
Encuentros en la tercera fase. A mí no me gustó.
Prefiero las historias de amor, aunque acaben mal.
Atención, eso que tienes a tu derecha es la casa de
Psicosis. Cuidado que era raro, el niño aquel. Claro
que ni te cuento lo que te encuentras por aquí en
cuanto te descuidas.
La cháchara de Mayo empezaba a cansarla.
Sentía los huesos doloridos y el alma despoblada.
Pensar que se había perdido la primera actuación
de Julio en Los Ángeles. Viceversa nunca se lo
perdonaría.
—Y esto es el Strip. Todavía tiene su gancho.
Deslumbrada, Diana contempló una inmensa
valla publicitaria. «La leyenda continúa.» Julio
Iglesias, de esmoquin y tumbado como un gato
52
persa de medio luto, con esa sonrisa suya que a
Diana le ponía los pelos de punta. Lo interpretó
como una buena señal, a pesar de que, desde su lle-
gada a Los Ángeles, sólo encontraba motivos para
desanimarse.
—Ahora te metes en la cama y mañana será
otro día —estaba diciendo Mayo, al tiempo que le
daba palmaditas cariñosas en el muslo.
Diana pasó el resto del trayecto medio adormi-
lada, y apenas reparó en el aspecto del hotel cuyo
nombre, Los goces del Sheik, destellaba en fluo-
rescente rojo junto a un par de palmeras dibujadas
en fluorescente verde.
Pasaron ante un gordo incontrolado sentado
en recepción, que emitió un chirrido inesperada-
mente débil cuando Mayo la presentó como «Es
amiga mía y va a vivir aquí una temporada». Por
último, Mayo se detuvo ante una puerta.
— Aquí tienes tu habitación, querida. Que
duermas bien. —Y le dio un beso en la mejilla.
Diana se desnudó y se arrojó contra la cama,
sin molestarse en examinar su entorno. Mientras
se metía en el sueño le pareció que el suelo se abría
en dos bajo su cuerpo.
CORAZÓN LOCO
55
—¿ Habéis visto cómo me miraba? —prosiguió
el cantante.
—¡Oh, sí! —respondieron jefe de prensa y se-
cretario al unísono—. ¿Quién?
—ZLa de la fila veintisiete según se ve desde el
escenario a la derecha. Una rubia de dieciséis años,
como mucho.
—¡Oh, sí!
—La quiero aquí mismo. Ahora —dijo, pe-
rentorio—. Yo ya no tengo sueños, porque los
compro.
Los otros dos se miraron.
—Un momento —dijo el de prensa.
Los dos sirvientes se retiraron detrás de un po-
tus gigantesco. El secretario sacó una moneda y la
arrojó al aire.
—¡Cara! —rugió, triunfante—. Te toca a ti ira
buscarla.
—Maldita sea, carajo —rezongó el otro—.
¿Cómo voy a encontrarla a estas horas? Ni siquie-
ra sé quién es, cómo se llama, a quién se parece,
cuánto cobra, si tiene novio o no, si estuvo real-
mente en el concierto.
—Para eso te pagan.
—Es verdad.
Del salón les llegó un zumbido.
—LZ22212221112Z.
Julio dormía con la boca abierta.
—Me he salvado —dijo el jefe de prensa.
—Todos los sudacas tenéis suerte.
Al zumbido se había añadido un intermitente,
sublime ronquido en do menor. El cantante se ha-
bía quedado grogui.
INQUIETANTE PESADILLA
57
cía un precioso modelo expresamente creado para
ella, presidió la ceremonia de inauguración de
Diana Dial en Los Ángeles, acompañada por el
resto de su familia y lo más florido de la jet-set in-
ternacional.»
Cuando recobra el conocimiento, con el frasco
hundido en las profundidades del sostén, Diana
Dial reemprende su marcha monte arriba, siguien-
do el halo de luz que se desprende de los rulos de
Julio. De súbito, una jauría de cardenales vatica-
nos la rodean y la obligan a guardar silencio, ame-
nazándola con enormes botafumeiros con pin-
chos. Uno de los purpurados, el más alto, le señala
el pequeño grupo que se acaba de formar en un
claro del bosque y que Diana, de primeras, con-
funde con la Sagrada Familia: se trata de Lech
Walesa y su señora, embarazada hasta los dientes,
que se arrodillan ante el Papa Wojtyla mientras
éste bendice repetidamente la preñada tripa.
«Deberíamos ponerlo en portada», oye la voz
de Viceversa. «Este Papa vende más que Julio Igle-
sias.» Diana quiere gritar pero su garganta no le
responde, los cardenales han desaparecido y, en su
lugar, Estefanía y Carolina de Mónaco tratan de
estrangularla con sus respectivos bikinis. Surge del
bosque Carmen Martínez-Bordiu de Rossi enar-
bolando un reloj de pared del siglo xvi y está a
punto de estrellárselo en la cabeza cuando la voz
de Jean-Marie, el famoso anticuario, la detiene:
«¡Cuidado! ¡Es una pieza de valor incalculable!»
Vencida, de rodillas sobre las agujas de pino
que le destrozan la epidermis, Diana solloza con
amargura. ¿En qué momento renunció Fabiola a
58
ser madre, en qué momento decidió su cuñada
Paola dejar de triscar por las playas de moda en
pos de un gigoló, en qué momento murió el últi-
mo Kennedy, en qué momento se comió Cristina
Onassis todas las reservas de caviar de Maxim's?
Las preguntas de Viceversa golpean su cerebro
pero Diana tiene la mente en blanco, sólo sabe que
Julio Iglesias está ahí arriba, entonando una ama-
ble canción de amor, y que debe llegar hasta él an-
tes de que sea demasiado tarde, antes de que Vai-
tiare o Sidney Rome o cualquiera de sus habituales
acompañantes se acerquen con las tenacillas calen-
tadas al vapor y le hagan polvo el poco cabello que
le queda.
Pero una folklórica y un torero que no consi-
gue identificar porque van vestidos de paisano se
arrojan en finta hacia ella y la sujetan por los tobi-
llos, obligándola a caer de nuevo sobre la yerba.
Menos mal que el frasco parece resistir y no se
derrama ni una gota, lamentablemente su cuer-
po empieza a sentir el efecto de semejante lucha
desigual, y además otra vez se oye la voz de Vice-
versa, que cada vez suena más como la voz de
Dios, que ahora pide ocho folios de lo que sea para
arropar las fotos de Gunilla Von Bismarck bailan-
do en Marbella.
La encantadora imagen de Julio con rulos em-
pieza a desvanecerse y Diana le grita «¡Espera!»,
aunque ignora si él ha podido oírla, y es entonces
cuando una sombra omnímoda, una sombra in-
equívocamente filipina, se asienta firmemente en
la ladera, imposible subir, imposible pasar por
encima de la esfinge que sostiene un enigmáti-
59
co magnetófono y un ejemplar de la revista Hola
—ila competencia de Acaso!— a modo de arma
punzante. Isabel Preysler apenas mueve un mús-
culo de la cara cuando la amenaza:
—No te hagas ilusiones, enana. La única mujer
en la vida de Julio Iglesias soy yo. Y hace mucho
tiempo que le vaticiné que se quedaría calvo.
Han vuelto a aparecer los otros, el Papa y los
cardenales asienten con piedad, los Walesa se arro-
dillan para rezar ante la Preysler, Isabel de Inglate-
rra y Diana de Gales y Estefanía y Carolina y Jac-
queline y Cristina, pobre niña rica, forman un
corro en torno a la ex señora Iglesias, y entre ellas
se disputan el honor de ceñirle una corona de Em-
peratriz a la mujer que más portadas ha acumula-
do este año.
Tengo que hacer algo, se dice Diana Dial. Y de
repente se encuentra con una caja de fósforos en la
mano, extrae una cerilla tratando de que nadie la
vea, la frota, la acerca a la falda de Su Santidad y,
en unos segundos, las figuras de papel couché em-
piezan a arder, y arden y arden y siguen ardiendo
hasta convertirse en cenizas.
LA JORNADA LABORAL DE MAYO
DEL ALTIPLANO
61
Eso ocurrió diez años atrás. Ahora ya estaba
en Hollywood y lo único que había conseguido
era un viejo Chevy, una tarjeta de crédito que sólo
le cubría quinientos dólares y un empleo en la sau-
na del gordo Flop.
Su trabajo consistía en animar a la clientela,
cantar durante la noche en el sórdido club instala-
do en el sótano, y rendir algún que otro servicio a
los habituales poco favorecidos por el éxito, de-
masiado feos o insulsos para ligar por sí mismos
en la sauna.
Flop solía decir que Mayo era una joya, y a
Mayo no le parecía mal contribuir al sueño cali-
forniano lamiéndoles los huevos a tipos deprimi-
dos y solitarios que buscaban en Los goces del
Sheik la ilusión de sentirse deseados en exclusiva.
Era su lado Teresa de Calcuta, Mayo lo sabía bien.
En el club podía permitirse otra cosa. Ser artis-
ta. Maquillarse y vestirse como los más importan-
tes, imitarlos, cambiar su propia voz para ser
como ellos o, en los casos más difíciles, utilizar el
playback. Se le daban bien las imitaciones desde
los tiempos en que estuvo trabajando en el Barce-
lona de Noche, poniendo cachondos a los burgue-
ses e intelectuales catalanes que acudían al local en
busca de un poco de sadismo verbal y perversión
moderada.
Hizo buenas amistades en aquella época. Ma-
ría la Guapa, la mejor. María la Guapa era una de
esas putas a las que nunca se les ha alegrado el
coño, un verdadero prodigio en el arte de contro-
lar el placer ajeno para someterlo a sus propios fi-
nes. Se encaprichó de Mayo, aunque nunca le puso
62
la mano encima. Se limitó a darle buenos consejos
y a proporcionarle algún que otro rentable asunto,
a resolver casi siempre en la parte alta de la ciudad,
discretamente y sin preguntar nombres. María sa-
bía también cómo conseguir trajes deslumbrantes
a mitad de precio, y chistes antiguos que, conve-
nientemente adaptados al momento, mejoraban su
parte en el espectáculo.
Todo habría marchado divinamente si al viejo
aquel no se le hubiera ocurrido morirse durante
un servicio, y María la Guapa no hubiera conside-
rado que lo mejor era poner distancia por medio.
Mayo tuvo que marcharse, primero a México y
luego a Los goles
No es que ahora se quejara de su destino. Ha-
bía descubierto dos cosas: que Hollywood era el
lugar donde habían muerto más ilusiones en los
últimos ochenta años, y que el hecho de sobrevivir
a las propias ilusiones era una especie de hazaña
que pocos podían realizar. Mayo lo había conse-
guido.
También había descubierto que le gustaba
aquel panteón. Para sentirse a sus anchas en él,
uno sólo tenía que llevarse bien con la idea de ser
un gusano.
La llamada de María la Guapa introdujo de
nuevo una brizna de aventura en su vida.
—Te necesito —dijo María—. No se te ocurra
fallarme.
Así fue como la noche anterior localizó a la es-
pañola frente al Amphitheatre. No le resultó difí-
cil, porque María le había dado una buena descrip-
ción y, además, su aspecto de conejillo asustado la
63
—Dios —gimió el tipo a quien se la estada
ch py ieEur ic :
en) 4 COR ARA ral y Sp
sobre el dd de la sauna. EEE. Sali. dejando
al otro todavía jadeanto.
estaba en recepción, como siempre, arde
nando las pilas de toal as. El gordo padecí
deaia
SOMO, Y, según Sl, se tarada de una bendición de
Dios. Como era fundamentalista, todo lo que re
dundara en bien del negocio le parecia ua favor del
Y amiga todavía duerma
—Déjala. Debe de estar rendida.
El otro encogió la masa que tera por hom-
—Por mí... Ernie te espera en la 107,
—¿Servicio complero? —preguno Mara
-—Eso a
Erme era de los que querian sexo a topa, paro
pagaba bien. Cogió uma toalla y desapareció por el
LOS GOCES DEL SHEIK
65
Se vistió apresuradamente con la única ropa
que tenía, olisqueándola con repugnancia. Tendré
que comprarme algo hasta que me devuelvan la
maleta, pensó. Se colgó el bolso de un hombro y
salió de la habitación.
El pasillo era largo y estrecho, entre dos hileras
de puertas señaladas con un número. Hacía un ca-
lor de todos los diantres y la moqueta, de color
rojo oscuro, soltaba pringue. Desembocó en una
sala no demasiado grande que reconoció vaga-
mente: estaba amueblada con un tresillo de skai
verde, una estantería llena de toallas, un mostrador
de recepción y el hombre más gordo que había
visto en su vida resoplando como si estuviera dan-
do la vuelta en torno a sí mismo.
—Hola —dijo el gordo.
—¿Dónde está...? —se esforzó en recordar.
—¿Mayo? Habitación 107. Pero está traba-
jando.
A Diana también le había entrado un febril de-
seo de ponerse a trabajar. Tenía que intentar locali-
zar a Julio Iglesias, luego llamaría a Viceversa y tra-
taría de tranquilizarle contándole alguna historia.
Lo importante era hacerse con la pista del ídolo.
Y, en eso, quizá su nueva amiga la podría ayudar.
Abrió la puerta de la 107 sin llamar y dijo:
—Mayo, ¿puedes...? ¿Pero qué estás haciendo?
—Darle por culo a un cliente —respondió
Mayo.
—OHhhhhhhhh.
Cerró la puerta y se apoyó en la pared. Apenas
se había repuesto cuando Mayo asomó, subiéndo-
se la cremallera de los tejanos.
66
—Tú...
Mayo se encogió de hombros.
—Nadie es perfecto.
Hijo de puta, pensó Diana. Ni siquiera hablan-
do era original: esa frase pertenecía al final de la
película Con faldas y a lo loco.
—¿Has desayunado? —preguntó Mayo, qui-
tándose un pelillo de la boca—. Anda, voy a por el
bolso y nos tomamos un café ahí enfrente.
—Es repugnante —dijo más tarde Diana, pen-
sativa.
—Sí, aquí lo hacen muy mal. —Mayo señaló
los dos barreños de café que tenía delante.
—N0, quiero decir lo tuyo. Engañarme así.
—Oye —se impacientó el otro—. Estabas per-
dida y te di refugio. ¿Sí o no?
—Sí —admitió Diana.
—Pues no te quejes, coño. Que yo sepa, lo
nuestro no era para hacernos novias. ¿O te van las
tías?
A Diana le entraron ganas de llorar. Estaba
sola en Los Ángeles y su única ayuda era un putón
andaluz con la polla de un camionero.
—¿Por qué todo tiene que salirme mal? —se
lamentó.
—Vamos, no seas estrecha. Esto es Holly-
wood, y aquí las cosas se ven de forma diferente.
Anda, sécate los ojos, que tengo una sorpresa pa-
ra tl.
La siguió hasta la puerta, de mala gana.
—¿A dónde vamos?
—A una cremación de altos vuelos. Fred Stark
murió ayer en el Cedros del Líbano. Una cirrosis
67
como una catedral. Y hoy se celebran las honras
fúnebres. Va a ir todo el mundo.
—Tengo un montón de cosas que hacer —pro-
testó Diana—. He de encontrar a Julio y...
Era inútil oponerse. Cuando Mayo del Alti-
plano avistaba en el horizonte la: posibilidad de
asistir a una cremación, nada en el mundo podía
detenerla.
—No te preocupes. Allí encontraremos a al-
guien capaz de orientarte.
La metió en el Chevy y arrancó a toda veloci-
dad. Bajaron por Santa Mónica y torcieron por
Vine St., hacia Hollywood Boulevard.
—Ahí están los estudios Paramount, pero ya te
los enseñaré en otro momento. Llegamos con el
tiempo justo.
Detuvo el coche a pocos metros de una peque-
ña multitud que se arracimaba frente a una impo-
nente fachada de mármol negro.
—¿Lo ves? Ya están a punto. Ésos son fans,
pero nosotras no vamos a quedarnos en la calle.
Con autoridad, la condujo a través de la gente.
Se había calado unas gafas negras y había com-
puesto un gesto solemne, de alguien que acaba de
sufrir una gran pérdida. Atravesaron una enorme
arcada y penetraron en una sala abovedada, llena
de gente vestida como para una boda. Mayo la
guió a lo largo de una pared de mármol rosa.
—Desde aquí lo veremos todo —dijo cuando
llegaron al otro extremo de la sala—. Fíjate en las
caras. Apuesto a que nunca has visto a tanto famo-
so junto.
Era cierto. Pudo distinguir a Rock Hudson,
68
a Dyann Canon, a Shirley MacLaine, a Linda
Evans, a Joan Collins, a Pamela Sue Allen... Le dio
un ahogo, ante tantos personajes.
—Es maravilloso —musitó—. ¿Y ésa?
Se refería a una mujer alta, vestida de negro,
con el rostro oculto por un velo.
—Es Sarah Stark, la viuda. Se llevaban a parir,
pero una viuda que se precie tiene que asistir a las
exequias de su marido. Se queda bien forrada y
con las manos libres para perseguir jovenzuelos.
El féretro estaba en lo alto de una especie de
podio revestido de terciopelo carmesí.
—Acerquémonos —dijo Mayo.
Fred Stark yacía en un lecho de raso blanco
sembrado de lirios. Le habían enterrado luciendo
el uniforme de oficial del Séptimo de Caballería
que tantas veces incorporó en la pantalla, y sus
manos cruzadas descansaban sobre un sable relu-
ciente. Tenía los labios y las mejillas arrebolados,
y las pestañas espesadas por el rimmel. Una masa
de cabellos negrísimos le caía sobre la frente. Dia-
na hubiera jurado que la masa se movía.
Un predicador inició su discurso, del que Dia-
na sólo cazó frases sueltas: «Los héroes mueren de
pie», «Siempre nos quedará el recuerdo de su ta-
lento», «Sobria entereza ante la enfermedad» y co-
sas por el estilo. Cuando el cura acabó, en la pared
del fondo se abrió automáticamente una compuer-
ta y el ataúd empezó a deslizarse hacia el interior.
—Ahora lo van a quemar —explicó Mayo,
transida—. Lo más limpio y seguro, y, además, las
cenizas las colocas en cualquier parte.
En aquel momento, un grito sobrehumano
69
rompió el respetuoso silencio. Antes de que nadie
pudiera impedirlo, la viuda se arrojó sobre el fére-
tro y trató de sujetarlo con todas sus fuerzas.
—¡No! ¡No! —bramaba.
El cura hizo un gesto y el féretro se detuvo.
—¡El sable, no! —vociferó la viuda, desabro-
chando frenéticamente el cinto que ceñía el arma
al cuerpo de su esposo—. ¡El sable perteneció al
General Custer y vale lo que pesa en oro!
Con el forcejeo, a Fred Stark se le había desli-
zado del todo el bisoñé y le tapaba parte de la cara,
que por otro lado empezaba a descomponerse en
hilillos de maquillaje sonrosado.
—Pobre Enrico —dijo Mayo.
—¿Quién es Enrico?
—Un amigo mío que trabaja aquí, arreglando
muertos. La bruja esa le ha jodido su obra maestra.
Diana se sentía mareada.
—Tengo que salir —dijo—. Me voy a caer.
—Bueno —respondió Mayo—. No querrás
que me pierda esto.
Y señaló a la multitud que, súbitamente enar-
decida, se apelotonaba en torno a la viuda, gritan-
do solidariamente: «¡El sable!, ¡El sable!»
Abandonó el templo como pudo, sintiéndose
cada vez más mareada. Esperó a Mayo sentada en
la acera, apenas protegida del implacable sol cali-
forniano por el espectro de una palmera que on-
dulaba en lo alto.
Cuarenta minutos más tarde, Mayo se le acer-
có sonriendo beatíficamente:
—Ha sido magnífico. Se han desmayado más de
la mitad, incluida la viuda. Uf, no hay nada como
7O
una buena cremación para sentirse mejor. Para sen-
tirse vivo en esta maldita ciudad. —Encendió un ci-
garrillo—. Ahora voy a recompensar tu paciencia
dándote un paseo por Los Ángeles. Sabes, acabas
de poner los pies en un lugar sagrado. Aquí se han
celebrado las exequias de muchísimas estrellas,
desde Thomas Ince hasta Bela Lugosi. Y la pobre
Peg. Claro que ella no era una star, pero tuvo una
muerte fascinante. ¿Te la cuento?
No trató de resistirse. Sabía que era inútil.
—En aquel tiempo, Hollywood, bueno, el le-
trero, tenía cuatro letras más: Hollywoodland, y la
pobre Peg se subió a la última D y searrojó al vacío.
—¿Por qué?
—Cómo que por qué. Porque había fracasado
en la ciudad de sus sueños. Y le escupió a Ho-
llywood su muerte desde todo lo alto —se rego-
deó—. ¿No te parece maravilloso?
—Me pone la carne de gallina.
En realidad, lo que le erizaba la piel era pensar
en la bronca que iba a pegarle Viceversa como no
se pusiera pronto en contacto con Julio.
—Sé cómo puedes encontrarle —dijo repenti-
namente Mayo, que a veces tenía la facultad de
leerle el pensamiento—. Mi amigo Enrico, el que
maquilla muertos, acaba de decírmelo. Julio está
viviendo en Bel Air, pero es completamente impo-
sible llegar allí, las medidas de seguridad son tre-
mendas. Lo mejor que puedes hacer es hablar con
su jefe de prensa, que se hospeda en el Sheraton,
con el resto del equipo.
Después de todo, Mayo no era una mala chica.
O un mal chico. O lo que fuera.
% mb h + ”
EL ENCARGO
eE,
—Quiero que te concentres en sacar material
para un libro. Entérate de todo, escríbelo y regresa
cuando consideres que dispones de los datos nece-
sarlos.
Dios bendito. Un libro. ¿Ella?
—Va a ser el éxito del año. —insistió Vicever-
sa—. Lo titularemos «La verdad más íntima de Ju-
lio Iglesias» o algo así. Será tu consagración defini-
tIva.
Él quiere consagrarme. Mi jefe.
—¿ Alguna novedad? —preguntó, melosa.
Ahora dirá que me echa de menos, que soy una
pieza imprescindible en la revista, que va a aban-
donar a su mujer por mí.
—Todo marcha divinamente.
Enmudeció de decepción. ¿O Viceversa quería
significar exactamente lo contrario?
—Sólo una cosa —dijo Viceversa.
—¿Qué?
Ahora, ahora, deseó Diana, cerrando los ojos,
mientras el corazón le perforaba la camiseta.
—Ignacio Clavé ha desaparecido. Ayer tenía
que entregarnos el horóscopo de esta semana y no
se presentó. Mandé al botones a buscarle y se en-
contró el piso en desorden, los muebles caídos y ni
rastro de Clavé. No me ha quedado otro remedio
que publicar el horóscopo del año anterior por es-
tas fechas.
—¿Han avisado a la policía? —preguntó Dia-
na, angustiada—. ¿Qué ha sido de Mabel?
—No sabía que estuviera casado.
—Mabel es su perra.
—Más que perra, debía ser un león —dijo Vi-
74
ceversa—. Parece que el apartamento estaba lleno
de pelos.
—;¡Oh, pobre Ignacio! ¡Pobre Mabel!
Viceversa colgó antes de que estallara en llanto,
sin duda para evitarse consolarla. Hombres.
La ansiedad por la suerte de Ignacio pronto ce-
dió paso al reconcome que Viceversa había intro-
ducido en su estómago encargándole el libro. No
es que no le gustara. ¡Biógrafa de Julio Iglesias! Ni
en sus momentos más Blancanieves hubiera podi-
do imaginar algo semejante. Por fin dejarse de se-
riales, de inventos, meter las manos en la más apa-
sionante de las experiencias: La Vida. Y no la vida
de cualquiera, sino de alguien a Quien el Destino
había rozado la frente con su varita mágica. Se
apresuró a anotar esta última frase. Oh, La Litera-
tura, se dijo.
Lo que torturaba a Diana no era el encargo en
sí, sino la falta de confianza en sí misma. ¿Sería ca-
paz, ella, una antigua dependienta de grandes al-
macenes, de describir con todo el esplendor que
merecía la existencia triunfal del más extraordina-
rio cantante de todos los tiempos? ¿Podría trazar
con el dramatismo adecuado los hitos que habían
conducido a Julio Iglesias hasta la gloria, desde
que le echaron del coro de su colegio hasta que el
18 de Julio de 1968 ganó el Festival de la Canción
de Benidorm con el incomparable tema que lleva
por título «La vida sigue igual»?
Ardía en deseos de contárselo a alguien, y salió
en busca de Mayo. Ojalá que en ese momento no
se hallara ocupado haciendo una de sus guarradas.
—¡Es fantástico! —se extasió el travestí, que se
75
estaba pintando las uñas de los pies en la soledad
de su habitación—. Retira la maquinilla de afeitar
del sillón, ponte cómoda y cuéntamelo todo.
Diana obedeció sólo en lo tercero y, dando
nerviosos paseos por el espacio libre que dejaban
las prendas de Mayo amontonadas en el suelo, re-
lató a su amigo las últimas novedades.
—¿Te das cuenta? ¡La oportunidad de mi vida!
Mucho más que lo de los reportajes, que, al fin y al
cabo, saldrán en todas las revistas. Un libro es algo
único, personal. El regalo que siempre he deseado
ofrecerle a Julio.
—Tienes que hablar con él —aconsejó Ma-
yo—. ¿Cómo vas a escribirlo si no le ves?
—Esta noche voy a su concierto. Siento que no
puedas acompañarme, pero sólo dispongo de una
invitación.
—No importa, tengo que actuar. Yo que tú me
compraría algo decente, algo espectacular.
—Sí, claro. No puedo presentarme así.
Mayo le facilitó la dirección de unos almacenes
del Downtown en donde habían empezado las re-
bajas de la última semana del mes, y Diana los re-
corrió con el espíritu de Toro Sentado. Dos horas
más tarde salía de la tienda con un traje de lamé
dorado dos tallas inferiores a la suya, unos zapatos
a juego de doce centímetros de tacón y una estola
de visón sintético color champaña. Saqueó tam-
bién el departamento de maquillaje. Un día es un
día, pensó.
Le dio tiempo a pasear por el centro, detenerse
a admirar las atracciones de Pershing Square y ma-
ravillarse ante el barroco despliegue del vestíbulo
76
del hotel Biltmore, repleto de participantes olím-
picos vestidos con sus trajes nacionales. En el
quiosco compró el Hollywood Reporter, práctica-
mente dedicado aJulio Iglesias en su totalidad, y el
US Today. Anuncios a toda página le daban la
bienvenida a Los Ángeles. Dueños de restauran-
tes, de peluquerías, amigos personales, cantantes,
compositores, representantes... Todos le deseaban
suerte.
Y, de esa suerte, pensó Diana Dial, ella iba a
participar. Porque, en el fondo, ella y Julio eran
iguales: dos luchadores, dos que han llegado de
la nada a lo mucho, aunque en el caso del cantante
el éxito había sido superlativo. Se estremeció de
placer.
En Los goces del Sheik, Mayo apenas le prestó
atención. Estaba absorto contemplando por tele-
visión la ceremonia de inauguración de los Juegos
Olímpicos. Flop, a su lado, se llevaba a la boca pu-
ñados de palomitas de maíz que iba extrayendo de
un recipiente de cartón tamaño container.
—Qué buenísimos están los atletas —exclamó
Mayo—. Fíjate qué muslazos.
Diana se encaminó a su dormitorio, dispuesta a
pelear con el lamé hasta meterse dentro.
Se sentía Miss América.
A de
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M E e al 2
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OS ADA im
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1: Lai de ed
SUEÑOS DE SEDUCCIÓN
Ei
pensó. Un tipo alto, corpulento, con una cerveza
en la mano, se le acercó.
—Soy el secretario de Julio.
—Y o soy Diana Dial, de la revista Acaso. —Le
mostró su carnet.
—A quí pone Encarna Alférez.
—Es un error de imprenta. ¿No ve la foto?
—respondió, cortante.
El otro le presentó al jefe de prensa.
—Sí, hemos hablado por teléfono.
Era un hombre joven, de cabeza de pájaro y
OJOS penetrantes.
—Entra ahí, en el bar, y tómate lo que quieras.
En cuanto empiece la actuación te pasaré a la sala.
Se situó en un rincón, junto a la barra. El pe-
queño recinto hervía de mujeres rubias enjoyadas
hasta las cejas y hombres con chaquetas adamasca-
das y espaldas anchas como tresillos. Todos con
una copa en la mano y una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Quién eres? —Una muchacha delgada, de
larga melena castaña, la contemplaba con curio-
sidad.
Se identificó.
—Y o soy Silvia —dijo la otra—. La secretaria
de Alfredo. ¿Quieres una copa?
—N0, gracias. Estoy deseando ver a Julio.
—Le verás, no te preocupes. Es imposible no
verle.
—Oye, ésa es Joan Collins, ¿no? Esta mañana
he coincidido con ella en un funeral.
—¿Se te ha muerto alguien?
—-Un pariente.
No era momento para dar explicaciones.
80
Así que esto es Hollywood, se dijo. Mucho
más que los cadáveres sin rostro de los que tanto le
había hablado Mayo, más que las viejas estrellas en
paro yendo al supermercado en bicicleta y rulos
en la cabeza, Hollywood estaba aquí, en los esca-
sos metros cuadrados que constituían la antesala
del camerino del ídolo. Rostros perfectamente
maquillados, dispuestos armónicamente sobre
cascadas de pedrería, pieles tostadas por el sol, li-
bres de arrugas, dientes cuya blancura era un in-
sulto, pechos tensos y firmes emergiendo de las te-
las más suaves que Diana había contemplado
nunca, cabezas masculinas esculpidas en azabache
o plata alzándose con arrogancia, must de Cartier
en todas las muñecas y un fru-frú de complicidad
viajando a través de la ropa interior Calvin Klein.
El jefe de prensa la condujo al anfiteatro.
—NOo te puedes quejar. Es un asiento de pri-
mera.
En la oscuridad, sintió la presencia de la multi-
tud condensada en gritos, en sudor, en pataleos
impacientes. Alguien se sentó a su lado. Volvió la
cabeza y descubrió al doctor Iglesias. El hombre
la escrutó con curiosidad:
—Eres periodista, ¿verdad? Te gusta mi hi-
jo, ¿a que sí? Ahora verás, ahora verás lo que es
bueno.
El escenario se llenó de luz, de música, pero
aun así seguía vacío: vacío de él, de Julio, y Diana
cruzó los dedos y pensó en Viceversa, en la revista
Acaso, en los seriales que había escrito hasta en-
tonces, en Ignacio y Mabel, los pobrecillos, en Titi
el Amoroso y hasta en Félix Segundo, en paz des-
81
canse, que tan mala vida le había dado. Los recuer-
dos se redujeron a un puntito lejano que se perdió
en la masa de figuras románticas que los proyecto-
res enviaban al fondo del escenario: praderas flori-
das, montañas nevadas y espigas Palamestadose a
impulsos del viento.
Julio salió y Diana se dispuso a cobao como
quien recibe la comunión. Con recogimiento.
Avanzaba frágilmente hacia la parte delantera del
escenario, y el rugido femenino que surgía de la
platea le bañó por completo.
—Vamos a ver —dijo.
Su voz.
—Cuántos hispanos hay aquí esta noche.
Su porte.
—Cuántos italianos.
Su mirada.
—Cuántos franceses.
Su sonrisa.
—Cuántos norteamericanos.
Su traje negro.
—Como todos habláis inglés, no os molestará
que me dirija a vosotros en este idioma.
Su internacional estilo.
El doctor Iglesias la tenía agarrada por un bra-
zO. Le hacía daño, pero Diana Dial no se daba
cuenta. Sólo veía a Julio, allí, en el escenario, lle-
vándose las manos al corazón, adelantándolas des-
pués hacia el público, como en una pana
Sus canciones.
Perdió la noción del tiempo, y se entregó.
—Cuánto sentimiento —dijo el doctor Igle-
sias, sujetándola por la rodilla con ambas manos.
82
Julio estaba cantando al amor. Diana sentía el
amor en ese momento. El abandono, la pérdida, la
desilusión. Y el volver a empezar. Lo que el viento
se llevó. The foundamental things of life, en defi-
nitiva.
No vio a las adolescentes mexicanas que trata-
ban de reclamar a gritos la atención del ídolo, ni a
las japonesas en kimono que portaban banderitas
yanquis, ni a las damas ajamonadas que oprimían
el programa de mano contra su sebosa pechuga, ni
a los talludos caballeros que disimuladamente se
palpaban el estómago para comprobar con decep-
ción que no lo tenían tan liso como el cantante.
—¿Por qué gusto a las mujeres? —se estaba
preguntando Julio, filosófico, en ese instante. Y lo
hacía en voz alta.
—¡Porque eres guaaaaaapo! —gritaban las
adolescentes mexicanas.
—NO0, no, no, no. No soy guapo. Soy dema-
siado delgado y ya no puedo hacer el amor como
antes.
— Sii! ¡Sittii111! —rugían todas—. ¡Ház-
melo a mí!
Diez minutos así. Al final, el ídolo pareció ce-
der y siguió cantando, interrumpiéndose a mitad
de una letra para colar palabras como 1 love you o
You are terrific, dirigidas al público.
Qué bien habla inglés, pensó Diana, que hasta
yo lo entiendo.
—Me siento orgulloso de cantar para ustedes,
para la gran nación americana —estaba diciendo
Julio—, la más grande del mundo, y estoy feliz de
que me hayan acogido aquí como a uno de uste-
83
des. Saben —cruzó las piernas en el taburete—, yo
antes no cantaba bien en inglés porque no lo sen-
tía. Pronunciaba guirl. Ahora he aprendido a decir
gueeerl. Gueeerl, gueeeerl, gueeeerl. Siento que
me sale de aquí.
Y se señalaba el corazón.
La sala se vino abajo.
Al final, nuevamente camino del backstage,
Diana tenía el lado derecho completamente amo-
ratado por las efusiones del doctor Iglesias, pero
el espíritu ligero como el de un niño. ¿Cómo des-
cribir con palabras el histórico recital al que había
asistido? «A ver si cuentas lo que has visto y
en España se enteran de una vez de quién es mi
hijo», le había recomendado el simpático doctor,
acompañándose de un último pellizco. Oh, sí.
Pero, ¿seré capaz? Debería haber tomado notas,
se dijo, maldiciendo la imprevisión que la había
hecho llegar al concierto sin un mal cuaderno. Se
metió en el servicio y escribió palabras sueltas en
el papel higiénico: apoteosis, vulnerabilidad, ma-
gistral dominio de la escena, políglota. Lo justo
para reproducir luego en el libro un aconteci-
miento memorable.
En el backstage estaban los de antes, y algunos
más que resultaba difícil distinguir porque se ase-
mejaban mucho a los otros. Recién salidos del es-
tuche. Divisó a Alfredo Fraile, el mánager, que
sonreía con aire cardenalicio, al jefe de prensa, al
resto del equipo. El secretario entraba y salía, rien-
do nerviosamente, del camerino de Julio. Los invi-
tados devoraban canapés y bebían champán.
—Lovely.
84
—Marvellous.
—Exciting.
—Sexy.
—Latin.
—Lover.
Por fin se hizo el silencio, y Julio Iglesias salió
de su camerino. Vestido enteramente de blanco,
con el pelo recién mojado peinado hacia atrás, los
brazos abiertos y una carcajada llena de naturali-
dad en el semblante:
—3Ja, ja, ja, ja.
Todos aplaudieron. Todos se le echaron enci-
ma. Sus hombres tuvieron que poner orden en tor-
no a él. Besos, felicitaciones. Melenas rubias gor-
goneando.
—Esta gente es muy, muy importante en el
show business —informó alguien a Diana.
—Lo sé.
Alguien la empujó y sus ojos quedaron a la al-
tura de la nariz de Julio. El gran momento de Dia-
na Dial.
—;¡Atchissss! —estornudó el cantante.
—Jesús —dijo Diana.
Y la barahúnda se la llevó lejos de él. Braceó,
tratando desesperadamente de recuperar terreno,
de volver junto a Julio y bañarse en la luminosidad
de sus ojos, en la mermelada de su voz. Era inútil.
Entre Diana y su ídolo se interponía una marea de
admiradores de lujo que también trataban de acer-
cársele, y lo conseguían con más éxito que ella.
—¿Vienes a la fiesta? —Alfredo Fraile estaba a
su lado.
—¿Qué fiesta?
85
—Una gala benéfica. Diré que te lleven en
coche.
—¿Van a ir... todos estos famosos? —preguntó
Diana.
—Y muchos más —sonrió Alfredo.
¡Una fiesta en la Meca del Cine! Y ella, Diana
Dial, vestida de lamé de los pies a la cabeza.
INTERLUDIO POLÍTICO
87
hacia la tierra prometida», o similar. Hoy tengo el
día bucólico.
—Y o prefiero algo de Huuuuulio.
—Y a sabes que me gusta mucho, darling, y que
cada vez que va a la Casa Blanca le recibo con sa-
tisfacción. Además, nos da. votos entre los latinos,
que buena falta nos hacen. Sin embargo —objetó
el presidente—, sigo manteniendo que ese andaluz
nos da mala suerte.
—No es andaluz, Ronnie. Es vasco.
—Bueno, es igual.
—Y no da mala suerte. Son manías tuyas.
—Sí, manías. Cantó para Sadat el 7 de septiem-
bre, y el 10 de octubre le asesinaron. Y a la pobre
Grace, que era de los nuestros, le dio un patatús
mientras escuchaba una casete suya en el coche.
—Eso no se ha podido probar.
—Y no olvides a Torrijos, que era su amigo, ni
a Somoza, para quien también había cantado.
Nancy se encogió de hombros:
—Te estás volviendo chocho. Ahí tienes a Pi-
nochet, hecho un toro.
—Ya veremos. Por si acaso, no me gustaría ex-
ponerme más de lo imprescindible.
Con tenacidad de anoréxica, Nancy cogió el
álbum «Julio» y sacó el disco de su funda.
—En política mandarás tú, pero en casa soy yo
quien lleva las botas de montar.
Ronnie se levantó, sacó de la cómoda el chale-
co antibalas y se lo volvió a poner. Luego se quitó
el sonotone y lo colocó sobre la mesilla.
—S1 me vieran los del Partido Demócrata
—musitó.
FASTOS DE HOLLYWOOD
89
anterioridad en la sección de cocina de las revistas,
aunque nunca de un tamaño tan gigantesco como
el que ahora aparece ante sus ojos: aguacates que
parecen calabazas, langostinos como cocodrilos y
ostras sobre las que podría montarse —en cada
unidad— un espectáculo del HollydayOn Ice.
Piensa Diana que es natural que en América todo
sea más grande, más grande y mejor para la gente
que parece más guapa y más contenta de haber na-
cido.
Su acompañante ha tomado dos platos y está
empezando a llenarlos, pero en ese momento un
inconfundible crescendo de murmullos, semejante
al fragor de una tribu de caníbales disponiéndose a
merendar, anuncia que algo va a suceder, y el otro
le da los dos platos a Diana, le dice arréglatelas tú
misma, y sale disparado hacia la entrada, lanzando
su corpachón contra la multitud, y tiene, efectiva-
mente, estilo de jugador de balonmano, que es lo
que fue antes de trabajar para Julio, pero Diana
piensa que éste más bien necesitaría un campeón
de rugby para defenderse del acoso a que sus innu-
merables fans le someten.
Con las manos crispadas sujetando los platos,
Diana Dial ve avanzar a un grupo compacto hacia
el centro del salón, y a duras penas distingue la
sonrisa inigualable de Julio, su tez morena, infini-
tamente más morena que cualquier otra tez de las
que le rodean y eso que, hoy, en el Sheraton, nadie
puede permitirse el lujo de admitir en su semblan-
te que no disfruta de mansión con piscina.
Y —Diana no puede creerlo— junto a Julio,
sonriendo también, avanza Brooke Shields, la más
90
mimada de las estrellas juveniles, la que hace tan
sólo unos días apareció en la prensa del corazón
como la nueva novia de Michael Jackson. Oh, sus-
pira Diana, el cantante de la voz de oro ha conse-
guido suplantar al ídolo de los teenagers en las
preferencias de la nueva novia de América.
Así que Julio entra en el Sheraton Premiere
dando el brazo a Brooke Shields y a la madre de
ésta, que les contempla a los dos embelesada,
como por otra parte les miran el resto de los asis-
tentes, puestos en pie, rotas por su irrupción las
conversaciones privadas. Hollywood le acoge, se
emociona, piensa Diana Dial, y verdaderamente,
viéndole tan guapo, tan bien peinado, tan elegante
con su traje blanco de hilo, encarnado todo su éxi-
to en la perfección de su sonrisa, Diana compren-
de que Julio pertenece a ese mundo en el que hasta
los manjares tienen otra medida, como el éxito o la
felicidad.
—A mí me recuerda a Philippe Junot, pero en
más apasionado —exclama una dama, abanicando
las pestañas.
—Y en más fino —apostilla la otra—. Sé de
buena tinta que es un hidalgo de rancio abolengo.
Diana, que ya ha dejado los platos en cualquier
parte, camina por entre las mesas cual sonámbula,
ve cómo todos los miembros del clan rodean a Ju-
lio y se dirigen miradas inquisitivas, se nota que
están pendientes del bienestar del cantante. Julio,
Brooke y la presunta suegra se sientan a la misma
mesa, en el centro del salón, Diana se acerca todo
lo que puede. Jesús, qué guapos son. Brooke mur-
mura algo al oído del ídolo y éste prorrumpe en la
9I
genuina carcajada Julio Iglesias que los reporteros
gráficos se apresuran a inmortalizar.
Fuera, en el vestíbulo, azafatas de gesto estoico
reparten cajas en forma de cubo con el rostro de
Julio estampado en todas sus caras. Diana ve que
lo entregan a cambio de un ticket, se arma de valor
y pide en tono perentorio que le den su caja, su te-
soro, a saber lo que encierra para que damas tan
elegantes se vayan contentísimas trajinando el bo-
tín. La otra le pide el ticket, hay un forcejeo, final-
mente la creen —<«Soy invitada de Julio, si no,
¿cómo estaría aquí?»—, se lo entregan, y Diana
sale corriendo hacia la puerta en donde pone rest
room, bendito sea el lamé que la convierte a una en
señora.
Ya asolas, en el cuarto de baño, sentada sobre la
tapa del váter, la muchacha desgarra el cartón, le
tiemblan las manos cuando, uno a uno, extrae los
fetiches: un microsurco y una casete con temas de
Julio Iglesias, dos barras de labios, un estuche de
sombra para ojos y un perfume Estée Lauder, un
servilletero que pesa como un remordimiento y, lo
más inapreciable de todo, un álbum lleno de fotos
de Julio, fotos a todo color que le muestran cantan-
do con los ojos cerrados y expresión de sufrimiento
sin límites, con los ojos abiertos y sonrisa de espe-
ranza desbocada, con el torso desnudo —Su Tor-
so— apoyado contra la pared en una de las habita-
ciones de su fastuosa mansión de Miami, a bordo de
su extraordinario yate Chabeli II] —qué detalle,
ponerle a un barco el nombre de su amada hija—,
meditando sentado al piano —¿acaso piensa en la
tremenda soledad del ídolo frente a las masas?—,
92
con un turbante de Rodolfo Valentino, saludando a
Rainiero de Mónaco y a su esposa Grace, Dios la
tenga en su gloria, conversando con el presidente
Sadat, Alá le bendiga, caminando solitario por el
pasillo de un teatro, vistiéndose, desnudándose,
frente a las pirámides, junto a la esfinge, con su pe-
rro, con sus hijos, otra vez con su perro, otra vez
con sus hijos, y hasta con un niño negro que le con-
templa con rendida admiración.
Cuando Diana Dial abandona el servicio, los
brazos cargados con tan inapreciable botín, ni si-
quiera se fija en Angie Dickinson, que se cruza
con ella y la roza con una cadera que parece de la-
tón, ni en Fernando Allende, la revelación de Fla-
mingo Road, que sale del lavabo de caballeros
arreglándose el paquete.
La velada está tocando a su fin, todos parecen
haberse olvidado de ella, y Diana Dial tiene que
pedir un taxi para regresar a Los goces del Sheik.
Pd a pc a Eb! Ar
95
TUD HACIA EL FRENESÍ... SE DICE QUE, EN ORIENTE ME-
DIO, DURANTE LAS DISTINTAS GUERRAS, EN AMBOS FREN-
TES PUEDE OÍRSE SONAR UNA CASETE DE JULIO. Es POsI-
BLE... TAMBIÉN SE DICE QUE CADA 30 SEGUNDOS SE OYE
UNA CANCIÓN SUYA EN ALGÚN LUGAR DEL MUNDO, Y
QUE SU MÚSICA NO CONOCE FRONTERAS. CANTÁNDOLAS
ESTÁ LA MONJA QUE ARREGLA LAS FLORES EN EL ALTAR, Y
EL GRANJERO FRANCÉS QUE SE LEVANTA A LAS CUATRO
A.M. LAS CANTA UN COMPLETO ESPECTRO DE GENTE QUE
VA DE LA TEENAGER QUE CORRETEA POR LAS ESTRECHAS
CALLEJUELAS DE MILÁN EN SU MOTOCICLETA HASTA EL
AMA DE CASA CUBANA; Y, DESDE HACE POCO, TAMBIÉN
LOS ADOLESCENTES TEJANOS EN BLUE-JEANS, Y MILLONES
DE ENAMORADOS.»
Con la cara todavía embadurnada por restos de
crema nocturna, Diana devoraba la literatura yan-
qui dedicada a su ídolo.
«HAY INCLUSO UNA MUCHACHA ESPAÑOLA QUE
MIDE LAS DISTANCIAS EN CANCIONES DE JULIO: “DE
CAnGas A MADRID HAY CUATRO CASETES Y MEDIA DE
JuLio IcLesias”... La PASIÓN QUE CONSUME ÚLTIMA-
MENTE A JULIO ES CONVERTIRSE EN UNA PARTE DEL CO-
RAZÓN Y EL HOGAR AMERICANOS.»
Jamás podré escribir algo tan perfecto, pensó,
desalentada. Viceversa me despedirá y, lo que es
peor, seré objeto del desdén del propio Julio y de
sus importantes amigos. Arrebujada en la cama,
escuchaba el despertar de América. Claxons cerca-
nos y sirenas a lo lejos. Sirenas cercanas y claxons
a lo lejos. Había dejado las cortinas sin correr, y se
dio cuenta, con sorpresa, de que nadie miraba ha-
cia el interior. En realidad, apenas circulaban tran-
seúntes, y los coches, cuando se detenían ante el
96
semáforo, le mostraban tan sólo el perfil indife-
rente de sus ocupantes. «Los Ángeles es una pro-
cesión de vehículos, peregrinos que acuden a su
cita a lo largo de la red de autopistas, sin darse
cuenta de que están dando forma a una extraña ca-
tedral, la iglesia más grande, móvil y espectacular
del mundo», le había dicho Mayo el día anterior,
en uno de sus trances de filosofía aplicada.
Mayo. Nunca podría volver a pensar en Mayo
como en una mujer, después de haber visto lo que
tenía entre las piernas. Y tampoco podía pensar en
él como en un hombre. ¿Cómo clasificar entonces
la amistad que empezaba a sentir, esa simpatía que
le despertaban sus ojos y hasta sus tetas, pero que
se convertía en excitación cuando le imaginaba de
cintura para abajo?
Se preguntó si se trataría de un sentimiento bi-
sexual. ¿O los sentimientos no tienen sexo? He
aquí un buen interrogante, digno de figurar en el
consultorio sentimental —¿o sexológico?— de la
revista Acaso.
Unos golpes en la puerta y la voz de Mayo,
ronca y vital:
—¿Estás despierta?
—Pasa.
Irrumpió en la habitación con bata de seda,
pinzas en el pelo y zapatillas de deporte.
—Sorpresa, sorpresa. Te han devuelto la male-
ta los de Iberia. La tengo en la habitación. Como
anoche llegaste tan tarde...
Corrió a recuperar su equipaje. Luego, de nue-
vo en su cuarto, con Mayo a su lado, empezó a va-
ciarla.
7
—Qué ropa más mona —dijo el otro—. ¿Me
prestarás algo?
—Coge lo que quieras —ofreció Diana, que
seguía sacando prendas, botes de maquillaje, zapa-
tos y toda la parafernalia de su ajuar comprado es-
pecialmente para el Nuevo Mundo.
Sin hacerse rogar, Mayo se puso un conjunto
de ropa interior de satén color salmón y empezó a
dar vueltas por el cuarto.
—Te quedará mejor sin las playeras —comen-
tó Diana, Muy Amiga.
De repente, se detuvo.
—Hostia.
—¿Qué pasa?
—Me falta algo.
—¿Algo importante?
—Importantísimo.
Había llegado la hora de confiar en Mayo del
Altiplano. Se lo contó.
—¿Un crecepelo? ¿Para Julio Iglesias? —Esta-
lló en carcajadas—. Ésa sí que es una buena idea.
Diana se sentó en la cama, con los hombros ga-
chos.
—¿Crees que Iberia me lo devolverá?
—S1 han hecho algo tan imposible como re-
cuperar la maleta, lo otro no me parece tan dispa-
ratado.
—En ese caso...
—¿Qué?
—Es que me falta otra cosa.
—Déjame que lo adivine: una crema milagrosa
para que le arregle el cutis a tu Julio, que buena fal-
ta le hace.
98
—No, no, es algo mío. Algo muy privado.
—¿Fotos, cartas, un diario personal, el mechón
de pelo de un amante?
—Un vibrador.
—¿Un consolador? —Mayo desorbitó los
ojos—. Joder, con la mosquita muerta.
—Le tenía mucho cariño —confesó Diana—.
Pertenecía al Lote «Acaso le Soluciona Su Necesi-
dad», que al final no nos atrevimos a poner en cir-
culación.
—Telefonearé a Iberia. Sólo tienes que decir-
me cómo era. Aunque, la verdad, no creo que se
extravíen muchos.
—Rosa, con dos marchas, y cuando funciona
se le enciende una lucecita en la punta.
—Mejor reclamamos sólo el crecepelo. Lo
otro, en esta ciudad, te lo puede solucionar cual-
quiera.
Diana suspiró. Ése era Otro Problema con el
que algún día no tendría más remedio que enfren-
tarse.
UN INVENTOR EN APUROS
IOI
la situación era desesperada, se largó sin la menor
dignidad.
El mejor amigo del hombre. Puaf.
Ignacio, esa mañana del funesto asalto, estaba
preparándose un desayuno a base de cereales y
agua destilada cuando llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó antes de abrir, pues
era de natural prudente y en estos tiempos uno
no sabe con qué se va a encontrar al otro lado del
dintel.
—Vengo de parte de Encarna Alférez —dijo
una voz masculina—. Necesito hablar con usted.
Abrió la puerta, y zas. Un tío de metro ochen-
ta con una pinta de chulo que tiraba de espaldas.
Comprendió que había cometido un error an-
tes de que el otro le pusiera la navaja en la gargan-
ta. De la cocina llegó Mabel, trotando, pero Igna-
cio sabía muy bien la clase de mala bestia que era
su perra. Solía mantenerla encerrada para que no
se fugara con desconocidos, no para evitar que les
atacara.
Mabel corrió a los pies del chulo y se puso a
olisquearlos amistosamente, emitiendo bufidos de
satisfacción. Entre tanto, Ignacio se vio conducido
hacia un rincón, entre el aparador y la nevera, a
punta de navaja.
—¿Albaceteña? —preguntó, tratando de ganar
tiempo.
—¿El qué?
—La navaja. Es preciosa.
—Albaceteña, tu madre. Vas a decirme ahora
mismo qué clase de trapicheo os traéis Encarna y
tú entre manos.
102
—Sólo somos buenos amigos —gimió, sintien-
do la punta del acero en la yugular—. Le hago la
carta astral.
—Me cago en tus muertos. —Y eso no hubiera
sido grave de no haber acompañado la blasfemia
con una patada en la entrepierna.
Ignacio se dobló, y el otro tuvo la deferencia
de bajar un poco la navaja, lo justo para seguir
la trayectoria de su cuello sin perforárselo. Con la
mano libre empezó a machacarle el cuerpo, hasta
que el astrólogo cayó al suelo, hecho un pingajo.
—Piedad —suplicó.
El intruso le miró con sorna, desde su ya into-
lerable estatura. Mabel, que seguía lamiéndole los
pies, interrumpió por un momento su tarea para
darle un par de besos a Ignacio, aprovechando que
su cara le quedaba cerca.
—Maldito bicho —dijo el otro, y le propinó
una patada a la perra.
Menos mal que hace algo decente, pensó Cla-
vé, contemplando a Mabel con odio telúrico. A la
chucha no pareció gustarle el gesto del desconoci-
do, porque gruñó, mostrándole los dientes. Otra
patada. Otro aviso por parte de la perra. A ver si el
tipo este se olvida de mí, rogó Ignacio. Mabel saltó
a la pantorrilla del chulo, y él la amenazó con la
navaja. Poco acostumbrada a las armas blancas,
Mabel retrocedió. Miró a Ignacio, sacudió la exu-
berante melena y emprendió el galope hasta la
puerta, que había quedado entreabierta.
Todas son iguales, decidió Ignacio, y se sintió
ya definitivamente incapaz de encararse con el
otro, quien levantó una pierna, amenazador.
103
—Lo diré todo.
—Eso está mejor.
Soltó lo del crecepelo y sus proyectos para
convencer a Julio Iglesias de su uso y promoción.
—Qué gran idea, tú —se admiró el chulo.
—¿Verdad? He invertido muchos años de mi
vida en este invento. Desde que se me empezó a
caer el pelo. Un Día de la Hispanidad, sin ir más
lejos.
Ignacio no era tan tonto como el otro podía
suponer, de modo que le dijo que Encarna había
volado a Los Ángeles con el crecepelo y la fórmu-
la. Se guardó mucho de contarle que, por razones
de seguridad, siempre llevaba el documento consi-
go, dentro de los calzoncillos, en una bolsita que
se había fabricado él mismo.
—Está bien —dijo el desconocido—. Tranqui-
lo, no te voy a hacer nada. Pero ahora vas a venirte
conmigo. Voy a llevarte a un sitio desde donde no
podrás estropear nuestros planes.
Le sacó del piso maniatado y con los ojos cu-
biertos por una venda. Su vecina de rellano, que en
ese momento estaba barriendo, les saludó alegre-
mente.
—¿Qué, don Ignacio, ensayando?
Ignacio maldijo el día en que había pretendi-
do ganarse sus favores representando el número
del Gran Houdini saliendo de un baúl atado con
cadenas.
Su atacante le metió en la parte posterior de
una furgoneta que estaba aparcada ante la puerta
de la casa. A partir de ese momento, todo fue os-
curidad y traqueteo. Cuando llegaron a lo que
104
Clavé supuso su destino, le dolía el cuerpo por los
baches.
Bajaron unos cuantos escalones —él, a trompi-
cones—, de lo cual Clavé dedujo que iba a ser en-
cerrado en un sótano. Oyó el tintineo de unas lla-
ves, el crujir de una cerradura, fue empujado y una
puerta se selló detrás de él.
—¿Puede quitarme la venda?
El otro obedeció en silencio. Ignacio miró a su
alrededor. Cuatro paredes vacías, a excepción de
un calendario atrasado con una tía en pelotas, y
manchurrones de humedad. Una pequeña ventana
a ras de techo. Ninguna silla o taburete a donde
Clavé se pudiera encaramar para contemplar el ex-
terior.
—Túmbate —ordenó el otro.
Ahora me violará y después me asesinará, se
horrorizó Ignacio. O primero me asesinará y lue-
go me violará, se horrorizó todavía más. Pero el
tipo aquel se limitó a atarle fuertemente los tobi-
llos. Luego le amordazó.
—Te vas a quedar quietecito aquí durante una
buena temporada.
Comprobó que las ligaduras estaban lo bastan-
te tensas y luego le dio un cachete casi amistoso en
el hombro, cosa de dejarle sólo una moradura.
—Para ser adivino, te lo hubieras podido ima-
ginar —masculló, antes de irse y cerrar la puerta
con llave.
Y en esa tesitura llevaba Ignacio día y medio, y,
aunque había forcejeado lo suficiente para aflojar
las ataduras, seguía tan prisionero como el conde
de Montecristo en el primer tomo de sus memo-
105
rias. Para mayor cruz, la mordaza se le había enco-
gido de tanto babear, y se le pegaba al cielo del pa-
ladar, provocándole las dichosas arcadas.
Tenía un hambre atroz, agudizada por la sinto-
nía de sonidos premonitorios que descendía de las
cocinas. Sabía que se encontraba en el sótano de
una casa de vecinos de un barrio pobre. Pero,
¿cuál? Afinando la pituitaria llegó a la conclusión
de que sólo podía tratarse del Barrio Chino o la
Barceloneta, pero la profusión de voces infantiles
le indujo a creer que se hallaba en este último.
Además, de vez en cuando, a ráfagas, le llegaba un
leve hedor marino.
¿Hasta cuándo iba a permanecer allí? ¿Llegaría
alguien del exterior a salvarle? ¿Moriría de inani-
ción como un macrobiótico miserable? Ahora que
estaba a punto de hacerse rico, gracias a su lumi-
noso plan.
Se adormiló pensando en un gran plato de bro-
tes de soja mezclada con sésamo.
—Rrrrrrer.
Salió de su letargo. El ruido se repitió:
—Rrrrrrrr.
Miró a su alrededor. Nada.
—Rrrrrrrrr, rrrrrrrrr.
¡Mabel! Ignacio vio su carita pegada al cristal
de la pequeña ventana, mirándole desde lo alto, y
lo primero que pensó fue que su perra se peinaba
con la raya al lado desde que no estaba con él. In-
mediatamente dejó de pensar, porque alguien esta-
ba forzando la puerta. Pocos segundos después,
Mabel, Viceversa y el chófer de éste hacían una en-
trada triunfal en su mazmorra.
106
—Qué barbaridad, qué sitio tan indecente
—exclamó el jefe—. Estará usted contento, ¿no?
—¿Cómo han llegado hasta aquí? —1nquirió
Ignacio, una vez libre de mordaza y ligaduras.
—Por la perra. Vino a la oficina y nos montó
tal cirio que la ataron a la pata de una mesa. Enton-
ces yo, ejem, dije que lo correcto era soltarla y se-
guirla.
Amo y bicho se abrazaron estrechamente.
—Hala, vamos a la redacción, que tenemos a
los Cáncer desesperados mandando cartas de pro-
testa.
Clavé juntó las manos, suplicante.
—Me encuentro fatal, tengo los nervios des-
trozados, jefe. Necesito un mes de vacaciones.
Y como Viceversa poseía un corazón de oro,
accedió. Todo estaba a punto para que Ignacio
Clavé entrara en el segundo tomo del conde de
Montecristo. El de su venganza.
UNA TARDE EN EL SHERATON
109
dín que nadie pisa. Los niños no retozan y los pe-
rros no se hacen caca.
Diana apenas la escuchaba, ensimismada en
sus propios problemas, de los cuales la pérdida del
crecepelo no era el más importante. Allá Ignacio
—por cierto, ¿qué le habría pasado?— y sus cha-
laduras. Lo grave era el asunto del libro. ¿Accede-
ría Julio Iglesias a recibirla? ¿Tendría ella, Diana
Dial, la oportunidad de hablar con él cara a cara?
Desde España todo parecía muy fácil, pero la pe-
riodista se daba cuenta de que las cosas eran muy
distintas aquí. La altísima categoría de su ídolo
ponía una muralla entre él y sus remotamente se-
mejantes.
Se despidió de Mayo dándole un beso en la
mejilla recién rasurada y perfumada con Chaleurs
de Femme y ganó el mostrador de recepción del
Sheraton tras haber atravesado heroicamente el
vestíbulo, tratando de no hundirse en la moqueta
de más de diez centímetros de espesor, y contro-
lando el pánico a que se le cayera encima una de las
lámparas tamaño escena final de El fantasma de la
Ópera. Y ahora estaba cerca de la piscina, sentada
con el jefe de prensa, y los otros, tratando de en-
tender lo que el otro estaba contándole.
Menos mal que iba bien vestida, con un con-
junto de algodón color crudo con arrugas por to-
das partes, que le daba Seguridad En Sí Misma.
—Así que quieres entrevistar a Julio. Y hacer
un libro sobre él. Carajo.
Diana bajó los ojos, humildemente.
—Eso es muy difícil. En realidad, yo estoy
aquí para que no le entreviste nadie, ¿entiendes?
TIO
Mi máximo triunfo profesional es que me entre-
vistéis a mí en su lugar.
Álvaro, el fotógrafo, y Silvia, la chica a la que
conoció Diana la noche anterior, se miraron con
complicidad. Junto a ellos estaba un tipo a quien la
periodista no había visto nunca, que le había sido
presentado como Ray, el administrador del grupo.
Éste se limitaba a echar cuentas en un cuadernillo,
sonriendo levemente.
—Como te decía —prosiguió el jefe de pren-
sa—, lo que un periodista tiene que hacer cuando
necesita escribir una nota sobre Julio es interro-
garme a mí. Julio no está para nadie. Julio vive
encerrado en su mundo. Es un artista, ¿entien-
des? Yo puedo contarte qué desayuna, cómo le
gustan las chicas, por qué siempre lleva calcetines
negros. En fin, todas esas cosas que interesan a su
público.
—Es verdad —reflexionó Diana, conmovi-
da—. Julio no puede perder su tiempo. Claro que,
si le dices que soy española, a lo mejor...
—Querida —dijo el otro—. Querida, a la
prensa española la tenemos completamente en el
bote. Julio tiene línea directa con el propietario de
Hola, Jaime Peñafiel es amigo íntimo suyo, y los
demás pierden el culo por cualquier noticia que yo
les envíe con fotos de éste.
Señaló a Álvaro.
—La única prensa que nos interesa actualmen-
te —prosiguió— es la de Inglaterra, Alemania,
Brasil, Japón y, naturalmente, Estados Unidos.
—Entonces, ¿no hay esperanza?
—Podemos intentarlo. Aunque no te aseguro
TIT
nada. Me llevará tiempo. ¿Vas a quedarte aquí mu-
chos días?
—Todo lo necesario —se animó ella—. Mi jefe
me ha dado carta blanca. Puedes decirle a Julio que
nos conocimos en España, en el 71, y que...
—Lo sé. Lo sé todo. Siempre que viene un pe-
riodista con la intención de hablar con Julio recibo
un informe completo sobre él. Un télex con todos
sus datos: quién es, cuál es su importancia profe-
sional, qué ha escrito antes sobre Julio y qué pode-
mos esperar de él en el futuro.
—Qué barbaridad —se extasió Diana—, qué
organización.
—Sí, los mejores informes nos llegan de Japón,
de la CBS de allí. Impecables. De modo —son-
rió— que no tienes que contarme quién eres.
Un escalofrío de angustia erizó la nuca de Dia-
na Dial, pero esa breve alarma fue superada por la
admiración que le inspiraba semejante perfección.
Cuán apasionante, pensó, el mundo del artista.
Cuán emocionante plasmar en un libro inmortal
su forma de vida, los entresijos de su funciona-
miento interior.
Álvaro bostezó ostensiblemente.
—Esto es aburrido de cojones —dijo—. Por lo
menos, cambiemos de escenario. Vámonos al bar
de dentro.
Se arrastraron hacia dentro. Diana les siguió,
fascinada. Estaba entrando en Su Ambiente.
Dos muchachas, rubias y muy jóvenes, apare-
cieron gorjeando. El jefe de prensa les hizo señas:
—Venid aquí, hijas mías. Lo malo de los hote-
les —se dirigía ahora a Diana— es que cansan mu-
112
cho. Todo el día moviendo el culo de un asiento a
otro. Los hoteles siempre acaban por parecerse.
Las mujeres, también. Éstas, por ejemplo. No te
preocupes, no entienden castellano. No entienden
nada, en realidad, pero follan muy bien. Isn't,
baby? Dime —añadió, en inglés—, ¿me quieres
por mí mismo o porque soy el jefe de prensa de
Julio Iglesias?
Las otras se limitaron a sonreír.
—Con un par de entradas para el recital se
quedan tan contentas.
—Éste las hereda —dijo Álvaro—. Y luego ni
siquiera me las pasa.
Diana se sentía al margen de la conversación.
Al fin y al cabo, aquellos asuntos íntimos le pare-
cían Un Poco Sórdidos. Cosas del show business,
pensó al fin, apelando a su benevolencia.
—¡Socorro! ¡Help! ¡Nikitaka! —gritó una voz
femenina en ese momento.
Todo el grupo se puso de pie.
—;¡Carajo! ¡La japonesa! —exclamaron todos,
al tiempo que una diminuta oriental vestida de
seda penetraba en el bar trastabillando.
La recién llegada se arrojó en sus brazos, sollo-
zando:
—¡Me han robado el bolso! ¡Mi bolso, con la
entrada para el concierto de Julio!
—Eso tiene arreglo, pequeña. —El jefe de
prensa sacó un papel del bolsillo de su camisa y se
lo entregó. La otra se arrojó a sus pies, agradecida,
y acto seguido se largó por donde había llegado,
sólo que de espaldas y haciendo reverencias.
Añadió:
13
—Es la presidenta del club de fans de Tokio.
Una santa. Trabaja doce horas diarias dando clase
de inglés en su país, y todo lo que ahorra lo invier-
te en viajes para ver a Julio cantando.
Álvaro 1interrumpió.
—Oye, tú, que voy a la lavandería. —Se volvió
a Diana—. Aquí el señorito nos paga la estancia en
el hotel, pero no los extras. Y lavarse la ropa en el
Sheraton cuesta huevo y medio.
A Diana aquello le pareció una vulgaridad.
Hizo caso omiso y dijo.
—En mi libro pienso reflejar todo eso.
—¿Lo de la lavandería?
—No, lo de la japonesa.
—Bueno, bueno. Veremos qué se puede hacer,
pequeña.
EL ENCUENTRO
15
sensación de que ningún imbécil está persiguién-
dote.
El bulevar acabó de improviso, cerca del mar.
Buscaron un hueco en el párking municipal, junto
a una exposición de caravanas usadas en venta.
—Ahora vas a ver un sitio bien curioso —anun-
ció Mayo—. Esto de aquí es un barrio indepen-
diente de Los Ángeles, y se llama Venice porque un
tipo la construyó a principios de siglo imitando la
Venecia italiana. Mira, la mayoría de los canales
han sido cubiertos, y los pocos que quedan están
secos O contienen aguas en estado de putrefacción.
Se fue a pique el sueño de Venecia.
Caminaron bajo las arcadas que reproducían
con candor infantil las de la plaza de San Marcos.
En las paredes, pinturas gigantescas representaban
billetes de dólar, o una patinadora desnuda imi-
tando a la Venus de Boticcelli, o simplemente el
paisaje de enfrente, como en un juego de espe-
jos deteriorados. Todas mostraban la fisura del
tiempo.
—A Venice han venido los modernos de cada
generación, desde los beatniks a los punkies, y
cada cual ha dejado aquí parte de sus deseos y de
su mierda. Durante el día se está a gusto, es una
juerga en la que todos participamos. No hay más
que bañistas, culturistas, vendedores ambulantes y
fanáticos del break-dance. Por la noche aparecen
los verdaderos habitantes. Se te rompería el alma si
los vieras. Hasta a mí se me abren las carnes, y eso
que estoy hecha a todo.
Cruzaron el Ocean Front Walk, a lo largo de
cuyo kilométrico recorrido estaban instalados mi-
116
les de tenderetes, y entraron en unas casetas de ce-
mento, que olían a orines. Allí se cambiaron de
ropa. Luego se encaminaron a la orilla y extendie-
ron su sábana entre la multitud.
Se tumbaron boca arriba. Diana observó fija-
mente la parte inferior del bikini de Mayo.
—¿Qué has hecho con...?
—Una vieja técnica. Me la pongo hacia atrás.
Claro que puede que la coloque en su sitio antes
de que acabe el día. En estos tiempos, una no sabe
qué hacer para ligar.
El agua no cubría enseguida, y Diana tuvo que
adentrarse un buen trecho hasta poder nadar. El lí-
quido estaba caliente y aceitoso, pero al fin y al
cabo era el primer océano de su vida, y ella se su-
mergió como en un bautismo. Bajo el agua, el si-
lencio la encerraba como en una urna y, cuando
sacaba la cabeza, la golpeaba el sonido bárbaro de
una lengua que no siempre entendía. Gritos de ni-
ños, voces desafiantes de muchachos atléticos que
saltaban como delfines. Era irreal.
Regresó junto a Mayo. Un poco más tarde co-
mieron hamburguesas y bebieron cervezas en-
vueltas en bolsas de papel. «Para no escandalizar a
los menores, nos han jodido con las leyes del esta-
do de California», la informó Mayo. A Diana le
entró modorra y se durmió. Cuando despertó, sa-
cudida por su amigo, creyó volver de un viaje muy
largo. Había soñado con Viceversa.
—Anda, que estás roja como un pimiento. Será
mejor que te cubras con algo.
Se puso una camiseta con un dibujo del Pato
Donald.
17.
—Voy a dar una vuelta —dijo.
Atravesó la ancha franja de cuerpos broncea-
dos, sábanas extendidas —parece que los califor-
nianos no son partidarios de la toalla de baño, re-
flexionó—, tablas de surfing en reposo como jibias
de calamar prehistórico, botes de crema, latas va-
cías de coca-cola y sombrillas de colores. Alcanzó
el paseo en el punto en donde los bailarines de
break-dance se congregaban para exhibirse ante
una multitud de seguidores que, a juzgar por sus
gritos, más parecían corredores de apuestas de
esos que Diana había visto en las películas.
La parte del paseo opuesta al mar se extendía,
sembrada de tenderetes ambulantes, desde la falsa
plaza de San Marcos hasta donde la vista se perdía
en el horizonte, en dirección a Santa Mónica. Per-
mitió que sus ojos sustituyeran a sus pies y se dejó
conducir por ellos, convertida en una niña perdida
en un bazar. Comerciantes de perfumes, orientales
duchos en acupuntura, echadoras de cartas, sexó-
logos de diagnóstico inmediato, expertos en tatua-
jes, hipnotizadores de serpientes escépticamente
dormidas en su canasto y artesanos africanos de
falso marfil coexistían pacíficamente con vende-
dores de camisetas selladas con el retrato de ilus-
tres desaparecidos —Mayo tiene razón, pensó
Diana, aquí los muertos son más importantes que
los vivos—, de baratijas, calcomanías, carteles, fo-
tos, material electrónico procedente del contra-
bando, sandías y melones. Como en cualquier
mercadillo del mundo, pero con la amplitud de es-
pacio y la diversidad de razas multiplicadas hasta
el infinito. Era el primer contacto de Diana con el
118
“
119
sas y a aceite de coco, y a pescado crudo en des-
composición. Era el olor picante del océano mez-
clado con las excrecencias que los visitantes habían
ido soltando en su orilla.
Volvió a la playa y llegó al punto exacto en don-
de habían estado esa mañana. Mayo había desapa-
recido. Caminó a derecha e izquierda, buscándolo.
La enorme alfombra de bañistas se había estumado
como por encanto, sólo quedaba la arena, salpicada
de desperdicios. Se sentó, desilusionada, pero aho-
ra hacía frío en la playa, de modo que regresó al pa-
seo y una vez allí trató de orientarse hacia el aparca-
miento. Quedaban las caravanas de segunda mano,
pero ni rastro del Chevy.
Pensó que Mayo debía haber ligado con un gua-
po oceánico y que ahora estaría en cualquier lugar
dando rienda suelta a sus instintos en el asiento
posterior del coche. Decidió esperarle en The
Walk, el único café con terraza que había visto en
su deambular, justo enfrente del Pavillion. Forzo-
samente tiene que acabar viniendo aquí, se dijo.
Consiguió asiento en una pequeña mesa situa-
da en un rincón, la única que quedaba libre entre
una multitud vocinglera que masticaba ensaladas
cubiertas con salsa rosa. Pidió un café con leche y
se dispuso a esperar que Mayo se materializara de
un momento a otro con una sonrisa de triunfo en
el semblante. Pero eso no ocurrió, y poco a poco
empezó a invadirla el desconcierto. Si Mayo se ha-
bía largado con cualquiera, ¿cómo demonios iba a
regresar ella a la sauna? Ni siquiera conocía el nú-
mero exacto del bulevar Santa Mónica en donde se
encontraba Los goces del Sheik, aunque, en reali-
no
dad, no le sería difícil orientarse. Sin embargo,
¿cómo ir hasta allí desde Venice? No seas absurda,
pensó. ¿Cómo puede perderse Una Periodista?
Había anochecido del todo y la clientela del
café empezaba a retirarse. Del mar llegaba un vien-
to frío, y ella apenas iba cubierta con una camiseta
y la braga del bikini. Vio que la mayor parte de los
tenderetes estaban cerrando y tomó una decisión:
comprar algo con que abrigarse antes de pillar la
pulmonía más tonta e inoportuna de su vida.
Los últimos puestos ofrecían un aspecto de li-
quidación de existencias por cese en el negocio.
Eligió unos pantalones del ejército y una chaqueta
a juego. Le venían grandes, pero era cómodo y cá-
lido sentirse allí adentro. A su alrededor, Venice se
vaciaba con rapidez. Toda la vida que hasta enton-
ces se había adueñado de la costa parecía refluir
hacia el interior.
Se detuvo. No sabía qué hacer. ¿Marcharse
también o darle una última oportunidad a Mayo?
Era imposible que la hubiera abandonado de esa
forma, llevándose su ropa.
Echó a andar hacia el norte. El asfalto estaba
salpicado de papeles y cascos vacíos de bebidas.
Dos negros, apoyados en una farola, la contempla-
ban estúpidamente. Pasó entre los grupos de gente
sentada en el suelo, gente en nada semejante a la
que había visto ronronear al sol durante el día. Los
de ahora no eran cuerpos gloriosos, sino pedazos
de material de desecho que surgían de la oscuridad
envueltos en prendas que parecían no pertenecer-
les, que les seguían flotando con desgana, como
una sombra indócil.
121
Diana sentía miedo, y al mismo tiempo la ne-
cesidad de quedarse allí, mirando, como si esos
fragmentos de otra historia estuvieran a punto de
unirse ante ella para proponerle una revelación.
Siguió avanzando hacia la zona más oscura. De
algún lugar surgió el lamento desazonado de un
clarinete, formando un dúo improvisado con el
batir de las olas. Hechizada entre los dos sonidos,
volvió a experimentar la sensación de irrealidad
que durante el día la había sorprendido en la playa.
Aunque ahora era distinto. Ahora podía recono-
cer lo que la rodeaba.
Había visto hombres y mujeres como ésos en
Barcelona, en el Barrio Chino. Los había visto de-
jarse caer en una esquina, cansados de caminar o
de vivir, o de las dos cosas, y arrastrarse hasta la
puerta de los únicos bares en que podían permitir-
se entrar porque habían descendido ya al último
peldaño.
Un hombre tiraba de un desvencijado cocheci-
to de bebé en cuyo interior entrechocaban bote-
llas. Al pasar por su lado la sacudió de un brazo,
murmurando palabras inconexas. Diana se desa-
sió, y el otro se alejó canturreando.
Se quedó quieta, escuchando las últimas notas
del clarinete.
—¿Estás sola?
Sintió una vaharada de alcohol en el rostro y,
antes de que la tenue luz de la farola se lo confir-
mara, supo que el hombre que le hablaba era el
mismo que la había mirado en el mercadillo, aquél
cuyos ojos parecían no creer en nada.
Diana Dial tenía ganas de gritar. Ella Sola En
122
América. Velozmente, trató de imaginar cómo
respondería una heroína de sus afamados seriales
en Una Situación Así. «Perdón, pero no creo que
hayamos sido presentados.» Qué tonto le parecía
ahora todo aquello. Lo mejor era dar media vuelta
y huir, pero el tipo aquel parecía haber perdido su
arrogancia y tenía, además, debajo de los ojos, de
los ojos escépticos, dos delicados encajes motea-
dos de venillas azuladas que le recordaron a Félix
Segundo y sus patéticos intentos de portarse mal
cada vez que pretendía retenerla.
—No es bueno para alguien como tú pasear a
solas por un sitio como éste.
Siguió callada. Intentó, entre tanto, elaborar
un aire intrépido, pero se dio cuenta de que no le
podría engañar. Hay Acontecimientos Inespera-
dos que hasta una ingenua adicta a las rebajas pue-
de detectar, y uno de ellos es el momento culmi-
nante en que un Hombre de Verdad aparece en la
vida de una.
Así que Diana Dial respiró hondo y no dijo
nada, absolutamente nada.
—Mira a ese viejo —siguió el otro—. Parece
inofensivo, pero lleva escondida en el bolsillo una
navaja automática capaz de degollar a un jabalí. Te
la clavaría en el corazón por sólo un par de dólares
y esos pendientes.
—Son falsos —se apresuró a aclarar Diana.
—Aun así, es más de lo que él ha poseído nun-
ca. Ven.
La tomó de la mano.
—Vámonos lejos de la playa.
Caminaron hacia las arcadas. Bajo los soporta-
123
les que durante el día habían enmarcado el cim-
breante movimiento de caderas de negros impo-
nentes provistos de enormes aparatos de radio,
ahora se amontonaba la suciedad. El hombre la
condujo a lo largo de calles estrechas y sin asfaltar,
y luego atravesaron un precario puente sin baran-
dilla, que se tendía sobre una charca.
—Ten cuidado —dijo él—. Esto está perdido
de humedad, y si resbalas y caes ahí abajo nadie te
libra de una buena infección.
Llegaron a un descampado en el que dos úni-
cas casas, hombro con hombro, parecían tratar de
hacerse soportables sus respectivas ruinas.
—Ahí vivo yo —anunció el hombre—. Y en la
de al lado, aunque te parezca imposible, estuvo
dando doctrina Allen Ginsberg. Aunque de eso
hace ya mucho tiempo.
Diana se abstuvo de preguntarle quién era ese
amigo suyo. Había muchas cosas que ella desco-
nocía pero, como muy bien aconsejaba Viceversa,
un silencio oportuno puede salvarla a una del ridí-
culo en Cualquier Compromiso.
El hombre la empujó suavemente, haciéndola
entrar en uno de los edificios, el que parecía más
desvencijado. Diana contuvo el aliento y pensó
que ya era tarde para poner en práctica el segundo
consejo fundamental que le había dado su madre
cuando empezó a ir sola al colegio: no entretenerse
con desconocidos. El primer consejo fundamental
—aunque cronológicamente Diana lo recibió más
tarde, cuando le vino la regla— se refería a la in-
conveniencia de conceder sus favores sin ton ni
son —«pájaro que comió, voló», solía decir su
124
progenitora—, y Diana tenía el presentimiento de
que esa noche tampoco iba a seguirlo.
Porque, qué demonios, pese al apestoso aliento
y a la mugre de su ropaje, aquel desconocido tenía
algo especial, algo capaz de declararle el cuerpo en
estado de sitio: una mezcla de desfachatez y mise-
ria, un irresistible cóctel compuesto por tres partes
de desdicha y una de soberbia que Diana sólo había
visto en el cine. La guinda la ponían sus labios, los
más mullidos y estupendos que ella había tenido
cerca, incluidos los de Viceversa, que en su variante
de ejecutivo enérgico tampoco estaban mal.
Subieron una escalera cuyos peldaños crujían,
el hombre abrió una puerta que crujió y, a conti-
nuación, penetraron en una habitación que más
que crujir era como Pompeya en plena zarabanda.
Tuvo que recurrir a toda su fuerza de carácter
para no obedecer inmediatamente otro de los con-
sejos fundamentales de su madre: arremangarse,
ponerse a limpiar y darle a la pocilga el Toque Fe-
menino que todo hombre soltero precisa en su vi-
vienda.
Por otra parte, no hubiera podido hacerlo,
porque el desconocido se abalanzó sobre ella y
empezó a manosear bajo su recién adquirido uni-
forme de campaña, jadeando expresivamente.
—Me gustaste desde que te vi, cordera —rugió
él, en perfecto castellano.
—Qué casualidad —gimió ella, retornando
con alivio a la lengua de Corín Tellado.
—Yo también te gusto, ¿no? —preguntó él,
despegando por un momento los incisivos de su
cuello.
125
—No, si digo que qué casualidad que hables
tan bien el idioma.
—Es que soy de Bilbao.
Y lanzando un alarido la tumbó sobre un col-
chón mondo y lirondo que yacía junto a un horni-
llo de butano.
Es curioso que, cuando se presenta la Gran
Oportunidad, una Casi nunca se entera, opinó
para sí Diana Dial poco después de los hechos,
al tiempo que aspiraba un cigarrillo que el otro
acababa de enrollar. En teoría, después de tantos
gritos y arrebatos, aquello habría tenido que fun-
cionar. Claro que estaba lo que ella prefería deno-
minar Su Otro Problema, pero, si bien era lógico
que alguien como Félix Segundo y los pocos
hombrecitos que ocasionalmente ocuparon su
lecho no se lo hubieran podido resolver, carecía
por completo de base que una Bestia del Norte
como la que acababa de trabajarla ardorosamente
tampoco la hubiera hecho llegar al Nudo del
Asunto.
¿Por qué seguía echando en falta su primoroso
vibrador color de rosa, lamentablemente extravia-
do por un descuido de Iberia?
Como suele ocurrir en estos casos, Diana se
puso maternal, acarició los crespos cabellos del
hombre y le dijo:
—No te preocupes, no es culpa tuya.
El otro la miró, perplejo.
—Y o me lo he pasado muy bien.
—Y o también —se apresuró a conciliar ella.
No fingía del todo. Aquél había sido, con mu-
cho, el mejor revolcón que recordaba. Sin embar-
126
go, seguía faltándole algo. Y sentía una profunda
tristeza.
—¿Qué te pasa? —preguntó él, levantándo-
se—. A todas las mujeres os da la vena lánguida
después de joder.
Desnudo, tenía un cuerpo nervioso y enjuto,
aunque algo tripón. Diana le calculó unos cuaren-
ta años, desde luego muy mal llevados. Él tomó un
transistor y una botella de bourbon y volvió a la
cama.
—¿Te gusta la música? ¿Quieres un trago?
Diana dijo que sí y que no, y él torció el gesto.
—¿No bebes? Lástima. Un poco de licor ayu-
da a mantener afinadas las cuerdas.
Se repantigó en el colchón y clavó la mirada en
el techo.
—Desde el primer momento supe que eras
compatriota, en cuanto te vi.
Ella le sonrió con dulzura.
—Ya sabes. La española y el tordo, la cabeza
pequeña y el culo gordo. —Hundió la cara en el
cuello de Diana—. Hacía años que soñaba con un
culo así.
Aquello no era precisamente lo que a ella le
hubiera gustado escuchar, pero no estaba en situa-
ción de elegir. Y, además, se encontraba rematada-
mente bien a su lado, tanto que le entraron unas
ganas locas de ponerse a contarle su vida.
No pudo, porque el otro empezó a contarle la
suya.
—Te preguntarás qué hago aquí, de dónde
vengo, por qué estoy metido en esta mierda.
Diana no se preguntaba nada —excepto por
127
qué narices Aquello no había funcionado —pero
asintió, llena de comprensión.
—A quí donde me ves, yo era un tipo que cam-
biaba de coche todos los años y vivía en Nueva
York, en un apartamento de Park Avenue. Y por
mi despacho pasaban los personajes más impor-
tantes de la música pop.
Subió el volumen del transistor, desde cuyo in-
terior una panda de insensatos vociferaban algo
acerca de ámame, baby, aunque no tengamos ma-
ñana.
—Lo único que he sabido hacer en la vida es
vender bien la música de los demás. Aunque yo hu-
biera querido componer mi propia música —son-
rió—, pero carezco de talento para crear. Sin em-
bargo, en lo otro era un lince. Todavía lo soy,
aunque ya es tarde. |
Le acarició los pechos. Diana lamentó no ha-
berse aplicado con mayor frecuencia las Ampollas
Senos Turgentes que Acaso solía recomendar a sus
lectoras. Él prosiguió:
—Empecé en Bilbao, hace más de veinte años,
promoviendo grupos locales, pero enseguida vi
que tenía que trasladarme a Madrid. Allí me metí
en una casa de discos y pronto me convertí en el
más importante de mi especialidad. Los america-
nos se fijaron en mí. Parecía un sueño. Me contra-
tó la CBS. Primero me mandaron a París, para que
me desfogara, luego a Miami, a tratar con los artis-
tas hispanos de la casa, y, por último, el gran salto.
Nueva York. Eran los tiempos en que Clive Davis
contrataba a gente como Simon 8 Garfunkel,
Blood, Sweet 8 Tears... Tiempos maravillosos.
128
Parecía haberse acabado para siempre la música
melódica, toda esa bazofia.
Desde el transistor, una voz chilló: dame un
poco de amor, baby, y deja de pensar en el futuro.
—A mí, la música melódica me gusta —dijo
Diana Dial; valientemente.
Los dedos de él se detuvieron sobre su pezón
izquierdo.
—No me digas, nena. ¿Frank Sinatra y toda
esa porquería?
—El que más, Julio Iglesias. —Adoptó un aire
de entendida—. Considero que su aportación al
terreno de la canción sentimental ha sido definiti-
va para...
Se cortó, porque el otro se había levantado y
estaba poniéndose los pantalones.
—¿Qué te pasa? Voy a hacer un libro sobre Ju-
lio, y te juro que es lo más interesante que te pue-
as Imaginar.
—Vístete —dijo el hombre—. Vístete de una
puñetera vez.
No era una broma, de modo que Diana se
embutió como pudo el traje de campaña, cogió el
bolso que el otro le tendía y le siguió escaleras
abajo.
Deshicieron el camino que habían tomado
para llegar hasta allí y, al acercarse a los soportales
de la plaza, el hombre se detuvo.
—A quí termina la historia. ¿Dónde vives?
Diana se lo dijo.
—Al otro lado de la calle está la parada de un
autobús que te deja en el mismo bulevar Santa
Mónica. No tiene pérdida.
129
Diana no entendía nada. El hombre la miró de
arriba abajo.
—Seré imbécil —masculló—. El mejor culo
con que tropiezo en mucho tiempo y tiene que
pertenecer a una admiradora de Julio Iglesias.
¿También eres presidenta de uno de sus Clubs de
Fans?
—No —balbuceó Diana—. Sólo soy perio-
dista.
—Menos mal —dijo el otro, antes de darse me-
día vuelta y desaparecer en la noche.
El autobús tardó treinta y cinco minutos en
dejarla en Santa Mónica esquina La Ciénaga. Des-
de allí, Diana sólo tuvo que caminar unos cientos
de metros entre chulos, putas y traficantes de dro-
ga, antes de depositar su desasosiego en Los goces
del Sheik, la mejor sauna al sureste de Hollywood.
GRANDES ESPERANZAS
B31
porque solía referirse a sí mismo utilizando los
dos sexos de forma indistinta.
—¿Cómo has podido dejarme abandonada a
mi suerte en un sitio tan siniestro?
Se desplomó en la cama.
—No te pongas trágica. Una periodista tiene
que saber orientarse en la vida. Además, hubieras
visto la preciosidad de culturista que me he ligado.
Igualito que el último marido de la pobre Jayne
Mansfield, que en paz descanse.
Diana Dial se echó a llorar. Mayo se precipitó
hacia ella, se sentó a su lado desplegando el miri-
ñaque en toda su amplitud, y la estrechó entre sus
poderosos brazos.
—Cuéntame qué te ha pasado.
De modo que Diana se lo dijo, sin omitir de-
talle.
—La verdad —reflexionó Mayo, con el buen
sentido que le caracterizaba—. No sé si lloras por-
que no te has corrido, o porque no vas a volver a
verle.
—NOo, si a no correrme estoy acostumbrada
—sollozó Diana.
—Entonces, está clarísimo. Ese chico te hace
tilín. No te preocupes. Sabe dónde vives. Si le inte-
resas, aparecerá. ¡Un vasco en Venice! Decidida-
mente, este país nunca dejará de sorprenderme.
—¿Qué voy a hacer? —inquirió Diana, desva-
lida.
—De momento, irte a la cama para estar her-
mosa, porque mañana comes con Julio Iglesias.
Esta noche ha llamado su jefe de prensa y, por su-
puesto, le he dicho que irás.
132
—Oh, es maravilloso. —A Diana se le evapo-
raron las lágrimas.
—Y más buenas noticias: los de Iberia han lo-
calizado tu famoso frasco de crecepelo y te lo han
traído. Lo tienes encima de la cómoda de tu habi-
tación.
—Oh, es extraordinario. —La felicidad res-
plandecía en el semblante de Diana Dial.
—Y ahora ayúdame a quitarme el maldito cor-
sé, que las ballenas me están perforando las costi-
llas. Anda, que si llego a nacer en el siglo x1x, se
hubiera hecho travestí mi señor padre.
El TAO ; ¿es mm urimnds
. SHE vas
a
CONVERSACIÓN TRANSOCEÁNICA
135
ahora, impidiéndole concentrarse en los magnífi-
cos atributos de un rubio que levantaba 500 kilos
con una sola mano.
Tenía que confesarse que Diana Dial había lle-
nado un hueco en su vida. Desde que la periodista
se instaló en la sauna, a Mayo no le costaba tanto
levantarse por las mañanas pensando que estaba
sola tirando de su propio carro. El aburrimiento
de cada día, incluso la frustración que sentía ante
la indiferencia con que los habituales seguían sus
actuaciones, todo eso resultaba mucho más sopor-
table desde que sabía que Diana Dial se encontra-
ba cerca.
Además, la muchacha le prestaba sus vestidos
y sus pinturas, y no era, pese a las apariencias, una
mojigata despreciable. La entendía mucho mejor
que otros que se creían liberales.
Había hecho bien en telefonear a María la
Guapa.
Se durmió pensando en lo agradable que sería
tener a Diana al lado, su sonrisa de creérselo todo
y su cuerpo poco destacable, vulgar, como el de
una hermana a la que se puede abrazar tras una
jornada fatigosa.
INICIACIÓN EN LA CUMBRE
137
—Carajo, nos perdimos. ¿Sufriste mucho la
demora?
El chófer se apeó para abrirle la puerta, y en-
tonces Diana hizo lo que había estado deseando
hacer durante los últimos cuarenta minutos. Se di-
rigió al portero, le entregó un billete de dólar y le
dijo:
—Tenga, buen hombre. Para limpiametales.
—Y señaló los relucientes botones de latón de su
casaca.
Desde luego, Los Ángeles es una ciudad que
infunde Seguridad en Una Misma, pensó. Al prin-
cipio podías sentirte perdida en sus inmensidades
asfaltadas, pero el hecho de saberte en tierra de
triunfadores acaba por imponerse. Cierto que,
junto a las relucientes limousines y los collares de
brillantes, crecía alguna mala yerba que otra, pero
Diana creía que ése era el precio a pagar por tan
alto grado de civilización. El recuerdo del vasco,
de Venice en su decadente nocturnidad, le vino a la
memoria, y lo apartó al mismo tiempo que se hun-
día en la lujosa tapicería del Mercedes.
Se había puesto para la ocasión un conjunto de
pantalón y cazadora en acrílico salvaje color limón
que entonaba perfectamente con los guantes, za-
patos y bolso de macramé confeccionados por ella
misma unos meses atrás, siguiendo las instruccio-
nes de «Acaso Sugiere Labores».
—Como sabes —dijo el otro—, Julio tiene al-
quilada una propiedad en Bel Air, el barrio resi-
dencial más impresionante de Los Ángeles.
Diana asintió.
—Ha querido darle el nombre de la casa a su
138
nuevo disco —siguió el otro— y eso quiere decir
que el 1100 de Bel Air Place va a quedar inmortali-
zado para siempre. Antes de Julio era una simple
mansión anónima, pero a partir de ahora miles de
peregrinos de todo el mundo la visitarán. Cuando
Julio la deje, su nuevo inquilino se las va a ver mo-
radas para alejar a los curiosos.
Con el bolso —en cuyo interior, delicadamen-
te envuelto en un papel de seda, Diana llevaba el
crecepelo— apretado contra el regazo, la periodis-
ta escuchaba la voz de la revelación como una rosa
esponjándose bajo el rocío de la mañana.
—Sin duda Julio tiene muchos admiradores que
merodean en torno a su casa. ¿No le da miedo?
—Goza de una impecable protección. De to-
das formas, pasó mucho pánico cuando John Len-
non fue asesinado. Tenía miedo de que algo seme-
jante le pudiera ocurrir a él.
—¡Sería espantoso! —El solo pensamiento le
puso a Diana los pelos de punta.
—Hay gente muy loca. Recuerdo que poco
después del secuestro de su padre, cuando el doc-
tor ya estaba a salvo, la policía detuvo a un tipo
que merodeaba cerca de la casa de Galicia.
—;¡Virgen santa! —exclamó Diana.
—Lo prendieron y le aplicaron tortura, le pe-
garon y todo eso.
—¿Confesó?
—Sí. Era un fan de toda la vida de Julio Igle-
sias. Completamente inofensivo, pero un poco
pelma.
—Creí que Julio sólo despertaba pasiones en
las mujeres —comentó ella, admirada.
139
—En eso no andas cierta. Carajo, si vieras la de
hombres que le llegan a rondar.
—Estamos entrando en Westbound —anunció
el chófer, lacónico.
—Un barrio de mucho lujo —señaló el jefe de
prensa—. Aquí fue donde el loco ese atropelló con
su coche a más de veinte personas el otro día. Es-
tos gringos están completamente neuróticos. A la
que te descuidas se agarran un rifle y balean a va-
rias generaciones. Yo que tú, que no tienes carro,
me andaría con cuidado. Aunque lo peligroso no
es caminar solo, sino en grupo. Aquí, si no matan a
una multitud, no les ilusiona.
A medida que el coche ascendía, las construc-
ciones se iban espaciando, y los jardines que las
rodeaban se hacían más frondosos. El chófer detu-
vo el vehículo ante una gran verja que cerraba el
sendero a un tupido parque de enormes dimensio-
nes. El jefe de prensa mostró una tarjeta al guar-
dián uniformado y la verja se abrió.
—Y ahora entramos en el paraíso —dijo—.
¿Te has fijado que, en todas partes, los ricos se
construyen las casas en las alturas? Es una perfecta
forma física de definir su estatus social. Les tran-
quiliza saber que abajo están los pobres. ¿Tú eres
marxista?
Diana jugueteó con el cierre del bolso.
—No mucho. Prefiero a Charlot.
Su interlocutor la contempló con perplejidad y
ella cambió rápidamente de conversación —¿ha-
bría dado Un Paso en Falso?—, preguntando
cómo se llamaban los árboles más cercanos.
—Palmeras —reveló el hombre, todavía más
140
desconcertado—. Creía que en el Mediterráneo
también teníais de eso.
—Sí, pero son diferentes. Más bajitas.
El coche seguía subiendo y subiendo, y el par-
que parecía no tener fin. De vez en cuando, entre
lo verde, asomaba la fachada impoluta de una gran
villa.
—¿Y aquí viven los famosos? —preguntó.
—Sólo los más elegantes. Ya sabes que el
mundo de Hollywood está más estratificado que
la leche. No es lo mismo vivir en el Sunset que en
Beverly Hills y, por supuesto, en Bel Air sólo
habita lo mejor de lo mejor. La clase preferen-
tes
Cada vez estaban más arriba y el valle, al fon-
do, aparecía cubierto por una leve capa de neblina.
—Típica polución de esta ciudad —informó el
otro—. Como ves, se encuentra enquistada entre
la cordillera y el mar, y difícilmente se ventila.
Mira, estamos llegando.
Una nueva verja y un nuevo guardián, armado
con pistolón y walkie-talkie. Al verles sonrió am-
pliamente. El chófer aparcó el coche junto a otros
vehículos, tan espléndidos que, a su lado, el Mer-
cedes parecía un utilitario.
—Qué bonito —exclamó.
Y lo era. La casa tenía el aspecto de un chalet
alpino, con profusión de madera y un tejado de pi-
zarra con su chimenea, su pararrayos y su antena
de televisión. Atravesaron el jardín y subieron por
unas escaleras que daban a una galería que, a su
vez, se abría a un amplio salón de paredes acrista-
ladas.
141
—Ven. ¿Llevas magnetófono?
—Enano —dijo ella orgullosamente—. ¿Lo
saco?
—N se te ocurra. Ni bloc, ni lápiz, ni nada. Te
ha invitado a comer, no a una entrevista. Luego es-
cribes un resumen de lo que te diga. Y mucho ojo,
que estaré yo cerca para controlar que sea lo co-
rrecto.
Salieron a la galería. Diana quedó deslumbra-
da. Unos metros más abajo, la piscina en forma de
riñón destellaba como si fuera de esmalte. El cora-
zón se le disparó: una figura esbelta y broncínea la
recorría subacuáticamente de punta a punta, con
impecable estilo de campeón.
—Oh, es Él —boqueó Diana.
Distinguió también al doctor Iglesias, vestido
con bañador de floripondios y puesto en jarras, de
pie en el césped, junto a un par de hombres a quie-
nes no conocía y a una hermosa rubia que, derra-
mada lánguidamente sobre una tumbona, hablaba
por un teléfono inalámbrico.
Una punzada de celos le atravesó el pecho.
¿Sería la joven desconocida el Nuevo Amor de su
ídolo? ¿Estaría ella, Diana Dial, a punto de pene-
trar en el secreto sentimental del soltero más codi-
ciado por las mujeres del mundo?
—¡Hey! —la saludó Julio saltando a la superfi-
cie como un delfín, y Diana tuvo que agarrarse a la
barandilla para superar el desmayo—. ¿Qué tal?
Perdona un momento, pero tengo que hacer ejer-
cicios submarinos. Me los ha recomendado mi
médico para ensanchar los pulmones. Los hago
todos los días, todos.
142
Permaneció embobada hasta que el jefe de
prensa la sacudió.
—Vamos adentro —dijo—. A Julio no le gusta
que le vean en bañador.
Recordó los rumores de que tenía una pierna
más delgada que la otra, como consecuencia de su
desdichado accidente de juventud, el que le obligó
a Abandonar el Fútbol y Abrirse Camino en la
Canción. Pero qué más daba. Cada pierna de Julio,
en su estilo, era perfecta.
En el salón se hallaban ahora una serie de per-
sonas que Diana ya conocía, bien porque le habían
sido presentadas por Fernán, bien porque salían
habitualmente en las revistas, como Tony Reny,
algunas de cuyas composiciones cantaba Julio, o
Albert Hammond, que había escrito para él To all
the girls I've loved before. Echó a faltar a Ramón
Arcusa, del extraordinario Dúo Dinámico, pro-
ductor de sus discos, pero fue informada de que
estaba muy ocupado trabajando en el nuevo long-
play.
Aunque abstemia, Diana Dial se hubiera toma-
do gustosamente una copa para celebrar su entra-
da en la Intimidad de Julio, pero nadie se la ofre-
ció. Todos parecían inmersos en la lectura de
periódicos y revistas.
—¿Leíste el US Today? —le preguntó el jefe
de prensa.
—Desde luego. Precioso artículo, ¿no?
—No está mal. Pero es una joda que los de Ro-
ger £ Cowan se adjudiquen el mérito de haber
lanzado a Julio en Estados Unidos. Estos tipos lo
que hacen es cobrar de todas las estrellas que tie-
143
nen en su catálogo. Los juntan en una fiesta, lla-
man a los periodistas, y luego pasan factura. Lo
único valioso de ellos es su agenda, sólo eso. A Ju-
lio todavía no le han conseguido una cover en
People.
—He leído por ahí —dijo Diana, presumien-
do— que son los mejores agentes de imagen. Ellos
hicieron a Rita Hayworth y a Kirk Douglas.
—Sí, pero ahora se dedican a sacar plata, y se
acabó. A la que te descuidas, te toman el pelo. El día
del cumpleaños de Julio le mandaron una botella de
Moét-Chandon. Claro, todos los fotógrafos capta-
ron el momento en que Julio Iglesias brindaba.
¿Quieres creer que no sólo cobraron de nosotros,
sino también de los fabricantes del champán y de
los del reloj que Julio lucía en la muñeca?
—Qué barbaridad —se solidarizó Diana.
—NOo hay para tanto —terció Ray, el adminis-
trador, que hasta ese instante, como los otros, ha-
bía permanecido mudo—. Hacen bien su trabajo.
Albert Hammond desvió los ojos del Billboard
y los clavó en Diana.
—Eres española, ¿no? Mucha envidia en tu
país. Yo estuve allí en los años sesenta. Hubieran
podido tener en mí a una estrella, pero no supie-
ron verlo. Ahora triunfo en Estados Unidos.
Diana calló, impresionada. Verdaderamente,
pensó, en el mundo hay mucha injusticia.
En ese momento, Julio Iglesias hizo su entrada
en la habitación. Llevaba una larga toalla enrollada
en torno a la cintura, el irresistible torso al descu-
bierto y el cabello, mojado y reluciente, peinado
hacia atrás.
144
—¡ Tú! —exclamó, señalando a la periodista
con el índice, igual que Robert de Niro en sus me-
jores películas—. ¡Tú eres Diana Dial!
Diana asintió, conmovida, mientras se levanta-
ba e, impelida por una Extraña Fuerza Interior, se
arrojaba en sus brazos.
Julio le besó ambas mejillas.
—Yo soy Curro —intervino un hombre re-
choncho que había entrado con Julio y con el doc-
tor Iglesias.
—Pues ésta es la mejor fan de mi hijo. Teníais
que haberla visto la otra noche en el concierto.
Qué nervios, qué emoción. ¿Y tú a qué te dedicas?
Periodista, ¿verdad? Arrímate, arrímate a la som-
bra de mi hijo. A todos los de tu profesión que se
han arrimado les ha ido muy bien.
—Papá, no empieces —amonestó Julio, entor-
nando los ojos—. ¿Algo nuevo sobre mí?
Se dirigía a los otros.
—Todo fabuloso —corearon.
—¿Qué dicen, qué dicen?
Le hicieron un resumen.
—Muy bien, pues me visto y vamos a comer.
Todo español, aquí se come todo español. —Son-
rió deslumbradoramente, en especial para Dia-
na—. ¿No es mejor una cosa así, un almuerzo in-
formal, relajado, que tener que someterse a la
estrechez de una entrevista? En la sencillez de mi
vida privada sabrás cómo soy.
«Sabré cómo es», repitió mentalmente Diana,
dispuesta a no olvidar una sola palabra de las que
el ídolo pronunciara durante la comida.
El cantante se ausentó durante unos minutos
145
que a Diana le parecieron siglos, y, cuando re-
gresó, vestido como Robert Redford jugando al
cricket en un campus universitario, todos pasaron
al comedor. Bueno, todos, no. Para su asombro,
Diana observó que todos los empleados entraban
en la cocina. Es normal, pensó enseguida la perio-
dista, que con el genio sólo puedan comer los ele-
gidos.
Y uno de los elegidos Era Ella. Tomó asiento a
la izquierda de Julio y a la derecha del doctor. Por
debajo del mantel de hilo finísimo —o, al menos,
así se lo pareció—, cruzó los dedos. Sabía que es-
taba viviendo un Momento Irrepetible. Una mu-
chacha de tez oscura y dulce sonrisa que hablaba
con acento sudamericano se encargó de servir vino
en las altas copas. Diana se sorprendió ante el ta-
maño de la botella, más o menos de la talla de un
niño de seis años alimentado con el stock anual de
Unicef.
—Seguro que en tu vida has probado un vino
mejor que éste —observó Julio.
—Lo más super para nuestro artista —dijo el
hombre llamado Curro.
A Diana le extrañó que un bodeguero se senta-
ra a la mesa, pero pronto se olvidó, fascinada por
la etiqueta de la botella, que Julio estaba paseando
ante sus narices: Qué nombre tan, tan francés, se
dijo. Y, como no estaba muy dotada para las len-
guas, supo que sería incapaz de recordarlo.
La dicha que inundaba el corazón de Diana
Dial se vio empañada por una sombra fúnebre
cuando la muchacha que poco antes había avistado
en el jardín ocupó el asiento situado a la derecha
146
de Julio. Tenía la piel de melocotón, los ojos como
dos cuentas de cristal y una melena de oro que le
llegaba hasta la cintura.
—Te presento a mi novia —rió Julio.
Varios interrogantes se agolparon en la mente
de la periodista. ¿Se trataba de un asunto Real-
mente Serio? ¿El cantante había olvidado ya a Isa-
bel, la que fue su esposa y que, como la historia se
había encargado de demostrar, era totalmente in-
digna de él? ¿Qué pensaría Chabeli, su amada hija,
de aquel asunto? Y, por encima de todo, ¿por qué
diablos le gustaban a Julio Iglesias las niñas tan
Jovencitas y tan insulsas? Los adelantos comple-
tos en cirugía plástica del doctor Pitanguy —que
había hecho milagros con Gina Lollobrigida e Ira
de Fúrstenberg— no podrían poner al alcance de
Diana Dial la posibilidad de atraer a Julio un solo
instante, pensó con desesperación.
Y si eso no era posible, ¿merecía la pena Vivir?
Con un denodado esfuerzo y un buen trago de
vino, se sobrepuso. Al fin y al cabo, su tarea con-
sistía en asistir a los acontecimientos y dar testi-
monio de ellos. Un periodista no debe tomar par-
tido, no se debe involucrar. Viceversa se lo decía
siempre. Mejor dicho, Viceversa le decía lo contra-
rio, pero ella entendía lo que tenía que entender.
De repente, se enterneció, y sintió una aguda nos-
talgia de su ciudad, de la revista y, sobre todo, de
su jefe, que tan bien había sabido protegerla en los
peores avatares de su existencia y que, Ahora, con-
fiaba en ella. Si él estuviera aquí, no dejaría que me
desanimara por la simple presencia de una rubia
sintética a la vera de mi ídolo, decidió. Y se dispu-
147
so a ser digna de Viceversa en lo que quedara de al-
muerzo, aunque la procesión iba por dentro.
—¿Te gusta el gazpacho? —le preguntó Ju-
lio—. Está hecho con ingredientes totalmente es-
pañoles.
A ella le daba lo mismo.:Se hallaba pendiente
de sus palabras y de la mano tonta con la que le es-
taba tocando un muslo a su vecina.
—Y dime, ¿qué tal por España? —preguntó el
cantante—. ¿Todavía dudan de mi éxito interna-
cional?
—Son malos —intervino Albert Hammond—.
Malísimos.
—Oh, no. —Diana trató de echar un capote a
sus compatriotas—. Es que viven en la ignorancia.
No han tenido la suerte, como yo, de verlo con sus
propios ojos.
Un denso pliegue de melancolía surcó la frente
del cantante, y eso —el hecho de que tuviera la
frente tan ancha y el pliegue tan denso— hizo que
Diana recordara su Misión Crecepelo, aunque de-
terminó postergar el tema. Era consciente de que
no podía humillar en público a Julio Iglesias ha-
blándole de su temprana calvicie.
—La culpa de todo la tenéis los periodistas
—dijo el doctor Iglesias—. Desde que se ha hecho
famoso en el extranjero, mi hijo debería ser noticia
en primera página todos los días.
Diana asintió. ¡Cuánto mejor sería eso que
permitir que las guerras, los atentados y la subida
del índice de carestía de la vida acapararan los me-
jores espacios en los periódicos!
—Por fortuna —continuó el encantador gine-
148
cólogo de la clase alta madrileña—, los norteame-
ricanos se han dado cuenta de lo que vale mi Julio.
—Es que aquí, papá —intervino el cantante—
ya has visto cómo tratan a sus ídolos, tengan la
edad que tengan. Aquí, si triunfas una vez, ya eres
alguien para siempre.
Dejó la cuchara en el plato y señaló hacia el
ventanal, sin soltar, para mortificación de Diana,
el muslo de la sirena. Y dijo:
—Mira esta tierra, Diana.
Ella obedeció, transida, como al final de aque-
llas películas de cine club que Titi el Amoroso la
obligaba a ver cuando todavía no se había vuelto
- loco por el Puma. «Así te pules un poco», solía de-
cir. Bueno, pues ahora, como en el último rollo de
uno de aquellos filmes en que el granjero, después
de luchar denodadamente contra los elementos y
en defensa de su propiedad durante hora y media,
contemplaba el horizonte con lágrimas en los ojos,
así Julio Iglesias clavaba la vista en las colinas cali-
fornianas. Como alguien que ha conseguido llegar
a la cima del mundo.
—Mira esta tierra —repitió—, y dime si no es
una bendición. Aquí plantas lo que sea y crece de
un día para otro. Todo lo que tienes que hacer es
recoger los frutos que cosechas. Sabes, Europa se
ha quedado vieja, Diana. Nuestra antigua civiliza-
ción ya no sirve. Las cabras están llegando a Gra-
nada y, a los pies de las pirámides, los camellos se
cagan sin ninguna consideración.
Seducida por el sonido melodioso de Su Voz,
la periodista supo que América y Julio Iglesias
eran todo cuanto deseaba en el futuro. El genial
149
cantante tenía razón. No se trataba tan sólo de un
cambio de paisaje. Había algo más: la necesidad de
nacer de nuevo entre extensiones de viñedos, cam-
pos de trigo como los de la primera parte de «Su-
perman (The Movie)», rascacielos de acero y cris-
tal y muchachos dorados con: las mandíbulas
esculpidas a golpes de chicle. Ésta era la verdadera
América, no la de la mugre en Venice ni la de los
muertos que Mayo le contaba.
—Además, en España ya no se puede vivir.
—El doctor Iglesias la sacó de su ensueño.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¿Olvidas que a mí me
secuestraron? ¿Crees que puedo pasearme tran-
quilo por un país en el que necesito guardaespal-
das? Yo he sido de derecha derecha, y ahora soy
de derechas liberal, es decir, que no me importa
que cada cual piense lo que quiera siempre que
manden los que piensen como yo. Pero no me pa-
rece bien que un obrero analfabeto tenga el mismo
derecho al voto que un médico. ¿Estás de acuerdo
conmigo?
Diana estaba preparando una evasión —Jamás
sabía qué decir cuando le hablaban de política—,
pero Julio acudió en su ayuda:
—¡Papá! No empieces otra vez con tus histo-
rias. Como yo te decía, Diana, ¿cuándo aprende-
rán los españoles a apreciar lo bueno que tienen, a
admirar a los artistas que como Plácido Domingo
o Severiano Ballesteros, o como yo, sin ir más le-
jos, llevamos el nombre de nuestro país allende
nuestras fronteras?
Intensamente conmovida, Diana Dial se pro-
150
metió hacer cuanto estuviera en su mano para re-
mediar tan intolerable estado de cosas.
Sin darse cuenta, habían llegado al café, y Julio
se levantó, seguido por la joven rubia.
—Tengo que irme. He de ir al estudio de gra-
bación, y antes tengo que hacer la siesta.
¡La siesta! Con otra mujer. Diana venció su
dolor y, siguiendo un impulso, abrió el bolso, co-
gió el frasco de crecepelo, se lo metió al cantante
en el bolsillo de la cazadora y, al tiempo que le
besaba en la mejilla perfumada con after-shave,
le aconsejó, en un susurro:
—Frótese vigorosamente el cuero cabelludo
con este líquido después del shampoo:zng. Los re-
sultados son espectaculares.
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153
mente, se quitó la gorra, la depositó en el asiento
contiguo y se rascó el cogote.
—¿Ha estado alguna vez en el Teatro Chino?
¿Quiere que vayamos?
Diana se impacientó.
—La verdad, no me apetece ir al cine. —Esta-
ba ansiosa por contarle a Mayo su encuentro con
Julio.
El otro se encogió de hombros.
—Pensaba que le gustaría ver las huellas de las
más famosas estrellas de Hollywood grabadas en
el asfalto.
Eso era algo que Mayo no le había enseñado
todavía.
—De acuerdo —aceptó—. Pero sólo una vuel-
tecita.
Dos horas después, cargada con varias biogra-
fías de artistas de la pantalla, el último best-seller
de Jackie Collins, una foto de Marlon Brando en
camiseta y dos docenas de llaveros conmemorati-
vos de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, Dia-
na Dial consumía un helado color magenta senta-
da frente al chófer de Julio Iglesias, que había
resultado llamarse Lucas y le había abierto los ojos
a las delicias del consumismo mitómano de Ho-
llywood Boulevard.
La mayor emoción de ese paseo, aparte de ir de
compras, que a Diana solía gratificarla más que
cualquier otra cosa en el mundo, había sido con-
templar desde cerca las famosas estrellas dedicadas
a los artistas, con las huellas de sus pies y manos y
su firma en el cemento. Claro que resultaba un
poco lamentable ver a los turistas comer hambur-
154
guesas y patatas bañadas en ketchup mientras pi-
soteaban las venerables reliquias de Clark Gable,
Vivien Leigh o Charlton Heston, y había casos en
que la salsa de tomate llegaba a gotear hasta las sa-
gradas señas de identidad. Pero Diana había ab-
sorbido ya suficiente porción de espíritu califor-
niano como para considerar que todo aquello
formaba parte del mismo, único e indisoluble pa-
trimonio.
No se puede tener espinas sin rosas, que decía
Viceversa.
Lucas había evidenciado ser un compañero so-
lícito, aunque algo envarado. Y, desde luego, mis-
terioso. Cuando Diana, ebria de hollywooditis,
había comentado que «algún día Julio tendrá tam-
bién su estrella en esta acera», Lucas había emitido
un murmullo inclasificable y se había limitado a
encogerse de hombros, en vez de entregarse a las
expresivas muestras de adhesión inquebrantable
que la periodista esperaba.
Pese a todo, era alguien que trabajaba para Ju-
lio, y eso no dejaba de impresionarla.
—Haz el favor de tutearme —concedió ella,
después de dar cuenta de la primera cucharada de
helado.
¿Qué importaba que sólo fuese un vulgar chó-
fer? Al fin y al cabo, no era negro, en cuyo caso
ella hubiera tenido que recordar cuál era la actitud
adoptada por las protagonistas de las películas de
Sidney Poitier.
Lucas era de Almería, se lo había dicho antes,
tenía treinta y tantos años y una resplandeciente
sonrisa. Diana no había podido evitar una alusión
I55
a la belleza de sus dientes, y él le había respondido
que se la debía a Julio Iglesias:
—No soporta que nadie de su entorno tenga la
dentadura en mal estado. Te manda cagando hos-
tias a ponerte fundas o lo que sea.
Qué bueno es con el servicio, pensó Diana.
Aquello era un encanto añadido a la polifacética
personalidad del artista.
—¿Llevas mucho tiempo con él? —preguntó.
—Alrededor de cinco años. Pero voy a dejarlo.
—¿Por qué?
Lucas hizo un gesto vago:
—Quiero independizarme, poner un restau-
rante aquí, en Hollywood, con tortillas de patatas,
pan con tomate, paellas, butifarras y todas esas co-
sas que encandilan a los turistas. Mi señora es cata-
lana, guisa muy bien, y además tiene mucho senti-
do del negocio. Nos iría bien.
Se quedó mirando a lo lejos, soñador.
—S1 yo trabajara para Julio, jamás le abando-
naría —comentó Diana.
—NOo es oro todo lo que reluce.
Diana le miró fijamente, incrédula.
—S1 yo te contara —añadió Lucas—. Claro
que, puesto a contar, me gustaría hacerlo por un
módico precio.
Diana estaba empezando a comprender.
—¿Quieres decir que serías capaz de trai-
cionarle a Él por un puñado de miserables du-
ros?
—Preferiría cobrar en dólares.
Se levantó de golpe, indignada.
—¡No quiero seguir escuchándole! —Enfatizó
156
el usted porque estas cosas ponen a la gente en su
lugar.
Por desgracia para Diana, al incorporarse vol-
có la copa con los restos del helado, y un churre-
tón repugnante se extendió sobre la pernera de su
impecable pantalón color limón.
—¡Seltz! —ordenó galanamente el infiel Lucas.
—¡No necesito que usted me ayude! —le re-
chazó Diana, arrebatándole la jarrita que en ese
momento se disponía a entregarle el camarero.
Se frotó el desastre indumentario, pero estaba
tan nerviosa que sólo consiguió extender todavía
más la mancha.
—Vamos, te llevaré a casa —dijo Lucas, to-
mándola del brazo.
Se soltó y entró en el coche dando un portazo
y sumergiéndose a continuación en un enfurruña-
do silencio.
—Es una lástima que seas tan decente. —La
miró con desprecio a través del retrovisor. Abrió
la guantera y extrajo de su interior media docena
de cintas magnetofónicas—. Esto significa dinero.
Para t1 y para mí.
Giró vertiginosamente el volante, metió el co-
che en una calle solitaria, pisó el freno y se volvió
hacia Diana.
—Éste es un Mercedes de asientos abatibles
—anunció.
Dicho y hecho. Abatió el suyo y Diana se en-
contró con Lucas el de Almería tendido a su lado y
metiéndole las zarpas en las tetas.
—Mi mujer es más plana que el mapa de un es-
pejo.
157
Diana empezó a temblar. Sabía que gritar sería
inútil.
—Anda, nena. Tú convences a tu jefe y nos
partimos lo que saquemos de mis memorias.
La periodista reunió suficiente presencia de
ánimo para pronunciar una frase que le salvó la
honra:
—En nombre de la revista Acaso, haga usted el
favor de sacarme las manos de encima, o llamaré a
un guardia.
Lucas la miró, consideró la situación y, silen-
ciosamente, le dio de nuevo al botón, enderezando
el asiento. Arrancó.
—S1 voy al Hola con la exclusiva, me pagarán
lo que les pida.
—;¡Ja! —rió Diana, más bien histérica—. Nin-
guna publicación española, óigame bien, ningu-
na, Osará insertar semejantes calumnias contra
el cantante que gusta a toda la gente de bien del
mundo.
Aquello pareció hacer reflexionar a Lucas
quien, finalmente, concedió:
—Estoy dispuesto a cobrar en pesetas.
—Xi en pesetas, ni en puñetas. Y, a propósito,
¿adónde demonios me está llevando?
—A la sauna Los goces del Sheik, preciosa.
Una de las de peor fama de toda la ciudad de Los
Ángeles. Tengo un amigo en la policía, y se tomó
la molestia de comprobar el número de teléfono
que nos diste.
Diana se puso roja. ¡Maldito entrometido!
— Tranquila, nena, que no se lo he dicho a na-
die. Será un secreto entre tú y yo.
158
—Mi revista puede permitirse el lujo de pagar-
me un hotel de cinco tenedores —replicó, con alti-
vez—. Lo que pasa es que todo estaba lleno por
culpa de los Juegos y...
Se interrumpió. No tenía por qué dar explica-
ciones a tamaño miserable.
—En estas cintas —dijo él, señalándolas— en-
contrarás cantidad de cosas que van a interesarte.
Los secretos de Julio. Suficiente para camelar a
vuestros lectores durante varias semanas. Tú te
apuntarías un gran tanto profesional.
—No me gusta comerciar con mi honor —cor-
tó Diana.
El otro se encogió de hombros.
—En fin. Supongo que ni siquiera te interesará
saber qué le ocurrió con Diana Ross cuando le pe-
llizcó el culo.
—:¡Qué dice! ¡Pellizcarle el culo! Él puede ser
un truhán, pero también es un señor.
—Un señor, por aquí. —Lucas hizo un gesto
indecoroso con el dedo medio de la mano dere-
cha—. Si supieras lo que piensa de las mujeres...
—;¡Basta! ¡Basta! —gimió Diana Dial.
Por suerte, acababan de llegar a Los goces del
Sheik. Lucas detuvo el coche y la periodista des-
cendió majestuosamente, sin dar tiempo a que el
chófer le abriera la portezuela. De pie los dos,
Diana le miró, desafiante.
—NOo quiero volver a verle en mi vida.
—¿En serio, no deseas saber cuál fue la reac-
ción de la negra?
— ¡Jamás! Y, como siga insistiendo en su ruin
propósito, le denunciaré. Le diré a Julio la clase de
159
ser miserable, vil y traicionero que tiene por con-
ductor de sus maravillosos automóviles.
Lucas sonrió:
—Eso es imposible, preciosa. Á pesar de
ese aspecto cursi que tienes y de que parece que no
te vayas a caer nunca del guindo, se nota que
eres incapaz de hacerle una guarrada a la clase
obrera.
Diana resopló, exasperada, y miró en derredor
como buscando ayuda. Los habituales travestís y
prostitutas que constituían el vecindario no le hi-
cieron el menor caso. Lucas aprovechó ese mo-
mento de vacilación para meterle las cintas en el
bolso.
—Escúchalas en la cama —sonrió cínicamen-
te—. No te arrepentirás.
Iba a darle con el bolso en la cara y a arrojarle
las cintas después, pero su instinto de ávida perio-
dista se impuso. Dio media vuelta y caminó airo-
samente hacia la sauna, cuyos fluorescentes cente-
lleaban con impudicia en la fachada. Estaba
abriendo la puerta cuando la voz de Lucas gritó a
sus espaldas:
—i¡Lo que la negra le dijo fue que como volvie-
ra a tocarla iba a mandarle a los hermanos Jackson
a que le dieran estopa!
Y prorrumpió en una carcajada repugnante.
Maldito embustero, se dijo Diana, furiosa.
Flop estaba al otro lado del mostrador, sumido
en su acostumbrado letargo. Abrió un ojo y pre-
guntó:
—¿Te ocurre algo?
Y Diana:
160
—¿Sabías que la de periodista es la segunda
profesión más peligrosa del mundo?
—¿Cuál es la primera? —Flop abrió el otro
ojo.
—Recepcionista de sauna que se mete en lo
que no le importa.
LAS MEMORIAS
163
Vaya por Satanás, pensó Diana. Mal comenza-
mos.
«Pero pronto supe que todo no era más que
apariencia. Lo que salía en las revistas, el padre y la
madre sonriendo, el propio Julio siempre hacién-
dose la víctima, no era más que fachada.»
Oprimió el botón por el que la cinta saltaba e
introdujo otra.
«Ninguna persona de las que trabajan con
Iglesias, incluidas las de su más absoluta confian-
za, se siente mínimamente segura. Julio puede des-
pedirles de un día para otro. Por una rabieta, por
un ataque de soberbia o porque ahora se encuentra
atado de pies y manos por la CBS.»
Presa de los remordimientos, Diana siguió es-
cuchando.
«A la CBS le molesta el clan español que rodea
a Julio Iglesias. Quieren ponerle en manos de sus
especialistas. No desaprovechan ocasión para hu-
millarlos. Después de uno de sus últimos recitales
en Los Ángeles, la casa de discos organizó una
fiesta para agasajar a los delegados de Japón, que
estaban de visita. Pues bien, sólo dejaron entrar a
Julio. Su equipo se hubiera quedado en la puerta,
de no ser porque Alfredo Fraile se enfrentó con
los yanquis. Aunque, cualquier día, a Alfredo
también lo van a botar, o el propio Julio se lo pon-
drá tan difícil que su representante le dejará plan-
tado. Además, las cosas no son iguales para él des-
de que Carlos Iglesias se hizo cargo de la parte
económica de la historia y lo controla todo con
ojo de águila.»
¡Carlos Iglesias! ¡El ilustre cirujano de mama,
164
el hombre que había renunciado a operarles los
pechos a las condesas y se había sacrificado por su
amado hermano!
«N1 siquiera su secretario —seguía contando el
maldito Lucas—, su servidor más fiel, puede jurar
que no será despedido de la noche a la mañana. Él
mismo suele abandonar después de una bronca,
aunque siempre vuelve. Se conforma con que se le
deje beber cerveza a escondidas del amo, mientras
vive por delegación el lujo que le rodea. Se lo pasa
de miedo cuidando los trajes que el otro va a po-
nerse, remirándole las camisas, preparándole la
ropa interior. Aunque luego tenga que comer en
la cocina. A él le gusta esta vida, le gustan los co-
ches automáticos y las casas yanquis. Al fin y al
cabo, cuando el jefe le dio trabajo, él estaba ven-
diendo zapatos. Su carrera como jugador de balon-
mano había terminado.
»Otro que está en la cuerda floja desde que los
americanos han tomado las riendas es el jefe de
prensa. El verano pasado estuvieron a punto de lar-
garlo porque entregó la mejor foto de Julio en París
a la revista de un colegio de monjas. En lo que a él
respecta, estoy seguro de que no se le escapa nada,
de que toma notas y cualquier día se descuelga pu-
blicando las intimidades de su amo.»
¡Mira quién habla!, se escandalizó Diana Dial.
Pero siguió escuchando.
«Es colombiano, de Popayán. Dicen que su
padre era el director de la cárcel de allí. Popayán es
una ciudad periódicamente arrasada por los terre-
motos, que ha dado a Colombia catorce presiden-
tes de gobierno y un jefe de prensa de Julio Igle-
165
sias. Todo un récord. Él era periodista cuando co-
noció a Julio, y hasta presume de comunista. Se ve
que el gran hombre le convirtió al capitalismo sin
demasiado esfuerzo, y ahora presume de tener a
uno de izquierdas en su grupo.»
Diana reflexionó. ¿Tendría Lucas el almeriense
otra copia de las cintas? Seguro que sí. Por lo tan-
to, no serviría de nada que ella las hiciera desapa-
recer. Siguió escuchando.
«A Julio sólo le gustan los aduladores. Como
Curro, un tipo rechoncho, con gafas, mexicano.
Es un mitómano de cuidado. Su familia poseía el
mejor negocio de colchones de su país, pero cuan-
do murieron los viejos pidió su parte y empezó a
gastarla en vivir bien. Colecciona famosos como
otro acumula mariposas o relojes de bolsillo. An-
tes tenía una mujer que iba a todas partes envuelta
en gasas y flanqueada por dos mariquitas que le
hacían de bufones. Ahora, el tal Curro revolotea
solo en torno a los ídolos. Es amigo de Cantinflas
y siempre está cerca de Julio, con la excusa de te-
nerle bien servida la despensa. Julio lo utiliza,
como a todo el mundo.»
Aquello era nauseabundo y parecía no tener
fin. Sin embargo, se estaba tan bien en la cama.
«Albert Hammond y Tony Rennis también le
bailan el agua, y es natural. Se están enriqueciendo
con los derechos de autor de las canciones que es-
criben para él. Hammond creció en Gibraltar, pero
va diciendo por ahí que es londinense. Detesta alos
españoles, porque cuando aterrizó en nuestra tierra
no le hicieron puñetero caso. No desaprovecha
ocasión para meter cizaña con el tema.»
166
¡Julio, eso no lo permitiría! Ningún cantante
era tan patriota como él, que no desaprovechaba
ocasión de sacar la bandera rojigualda en todos los
recitales que daba por esos mundos.
«Julio no tiene ni un duro invertido en España.
Si algún día le ponen un pleito y lo pierde, le ten-
drán que incautar los derechos de autor. Y parece
que ni siquiera tiene nacionalidad española, sino
panameña, y que se la dio el hermano de Omar
Torrijos, que era amigo suyo. Aunque eso nunca
se podrá probar. He intentado mil veces mirar su
pasaporte, pero la secretaria de Alfredo Fraile lo
guarda como oro en paño.»
Es que, pensó Diana, el patriotismo de Julio es
de orden interior. No posee nada en España, ni si-
quiera una casa, porque considera que todos los
hogares españoles le acogen como a un hijo, y él
los lleva en su corazón.
«Lo que pasa es que le irrita que no le hagan
demasiado caso en su país. Cada vez que mea
quiere ser portada, y le chiflaría que le nombraran
hijo predilecto, que le condecoraran y todo eso.
No soporta las críticas negativas que vienen de su
país. En su casa de Miami recibe toda la prensa del
corazón, que ésa sí que la lee, y los periódicos,
aunque sólo ojea el ABC. Cuando se publica algo
en contra, tienen que escondérselo, para evitarle
depresiones.»
¿Depresiones?, se preguntó Diana. Es el precio
de la fama, se respondió. El precio de la púrpura,
como decían los romanos de Nerón. ¿Se olvidó
Julio realmente de vivir, tal como afirmaba en una
de sus más bellas y logradas composiciones? ¿Era
167
posible que todavía pesara en él el recuerdo de Isa-
bel? ¿Que todo su éxito, toda su fortuna, no le hu-
bieran hecho olvidar su gran fracaso sentimental?
A Diana le entraron deseos de tomar al cantante
entre sus brazos y acunarlo como a un bebé.
«Luego está Álvaro, el fotógrafo. Nunca sabe
si Julio le va a dejar seguir con él o no. Y es un
buen tipo, pero se llama Rodríguez, y lo que Julio
quisiera es llevar consigo a David Hamilton. Claro
que un personaje así no toleraría sus caprichos. Ni
siquiera los aguantó José María Castellví que, por
lo que yo sé, es quien le cambió la imagen y le en-
señó a posar y a vestirse. Acabaron fatal. Tras siete
años de trabajo en común, Castellví se marchó con
lo puesto y con un billete de avión que compró
con dinero que le prestó Alfredo. Parece que ni si-
quiera le mandaron sus cosas. Se quedaron con su
coche y su ropa, que pasó al armario del secreta-
rio, que tiene su talla.»
Qué jeta, el tal Lucas. Diana cambió nueva-
mente de cinta.
«La madre no podía soportar la idea de haber
sido abandonada por el doctor Iglesias. Y éste, en-
tretanto, de francachela, cosa que a Julio le parece
bien, porque le gusta que los hombres se diviertan.
El padre estuvo a punto de comprarse un aparta-
mento en Río de Janeiro, pagado por el hijo, claro,
pero el hombre se cansó de la chica que tenía allí.
Entre tanto, la madre, que es muy católica, sufría y
montaba números.»
Impaciente, Diana pulsó el forward.
«... la madre no puede ver a Isabel. Dice que
engañó a su hijo. En cuanto a Julio, no quiere ni
168
que se la nombren, utiliza un tono desdeñoso
cuando habla con ella por teléfono, y en más de
una ocasión le he oído negarle el permiso para que
se lleve a los niños a un sitio o a otro.»
¡Inconcebible! Isabel, esa gran mujer, con quien
Diana, por momentos, se sentía plenamente identi-
ficada. Sólo le sobraba un poco de culo y le faltaba
un poco de astucia para parecerse a ella. El resto lo
podía conseguir con maquillaje.
«Respecto a los hijos...»
¡Ah, no! ¡Eso sí que es Diana Dial no estaba
dispuesta a permitir que Lucas se metiera con los
niños, Esos Inocentes. Hizo lo que hubiera tenido
que hacer desde un principio. Metió las cintas en
una bolsa de plástico que tenía a mano, saltó de la
cama, e inmediatamente se percató de que la ven-
tana situada a ras de suelo estaba descubierta, ella
se encontraba en pelotas y allí, al otro lado, en la
calle, un negro tamaño Globe Trotters se la estaba
meneando mientras la miraba como un protago-
nista de películas españolas de posguerra contem-
plaría a la Virgen de Fátima. Diana respingó, co-
rrió las cortinas, se puso la bata —modelo boatiné
Nunca Copules— y salió de la habitación con la
bolsa en la mano.
Atravesó el pasillo, abrió una de las dependen-
cias con sauna incorporada, hizo caso omiso de la
pareja —n1 siquiera se fijó en el sexo, aunque se lo
podía imaginar— que se agitaba sobre el catre, se
dirigió al alimentador de la sauna y arrojó las cin-
tas dentro.
Verdaderamente, cómo era posible que Julio
confiara en gente así. Cuánto más beneficioso para
169
el artista sería depositar sus secretos en alguien
como ella.
Diana Dial nunca se daba por vencida. Diana
Dial defendería a su ídolo hasta las últimas conse-
cuencias. ¡A muerte!
Regresó a su dormitorio llena de brío. Desco-
rrió las cortinas. El negro seguía allí, con la bra-
gueta a medio abrochar y los ojos beodos. Se tomó
su tiempo, Diana, para quitarse el boatiné. Luego
se sacudió el pelo como una heroína cinematográ-
fica de los años treinta y, cuando el tipo ya enviaba
la mano a la zona baja, dispuesto a proporcionarse
una segunda sesión, cerró las cortinas de nuevo.
Hay que joderse, con lo que se entretienen al-
gunos. Nunca acabaría de entender este país. Tan
adelantados para unas cosas y tan cafres para otras.
LA CARTA ASTRAL
171
MARCA EL DIAL DA EN LA DIANA? - CONTACTO TELE-
FÓNICO: 5653712 - HOLLYWOOD, LOS ÁNGELES.
172
estado poniendo el dichoso anuncio durante tres
días seguidos. Un dineral. Menos mal que, al final,
se me ocurrió que lo insertaran cerca de algo sobre
Julio. Debí suponer que es lo único que lees. Siem-
pre serás una ignorante.
Ignorante, ¡ella! Con todo lo que había apren-
dido en los últimos tiempos sobre La Vida.
—Ven corriendo —le dio unas señas— y, so-
bre todo, no le digas a nadie que vienes a verme.
A nadie —insistió con energía.
La dirección que Clavé le había facilitado se en-
contraba relativamente cerca de la sauna. Es decir, a
sólo nueve dólares en taxi, lo que, en una ciudad
como Los Ángeles, no era una barbaridad. Diana
solía disfrutar enormemente de la compañía de los
taxistas angelinos, que eran educados, le abrían la
portezuela al entrar y al salir, permitían fumar, va-
ciaban el cenicero antes de iniciar un servicio y,
ocasionalmente, la invitaban a una coca o una pep-
si, invariablemente de dieta, porque compensaban
la falta de ejercicio propia de su oficio con la supre-
sión de calorías. El único punto negro era que te-
nían una desesperante tendencia a perderse, aun-
que eso era comprensible, dadas las dimensiones y
el complejo ordenamiento de la ciudad. En esas
ocasiones, el conductor sonreía cortésmente, pedía
disculpas, detenía el coche, paralizaba el taxímetro
y extraía de las profundidades del tablier una guía
callejera del tamaño de un listín telefónico.
Diana solía agradecer esas pausas que le daban
tiempo a enterarse de la vida privada de sus inter-
locutores, a la vez que le proporcionaban la opor-
tunidad de practicar la lengua de Harold Robbins
173
con alguien que forzosamente debía mostrarse
amable, dada su condición de asalariado. Sin em-
bargo, esa mañana, camino de Fountain St., entre
Fuller y Poinsettia, no pudo evitar impacientarse
cuando el otro paró el vehículo y sacó la consabida
guía mastodóntica.
Distraídamente, atendió las pa del
conductor. Era evidente que Ignacio Clavé la ne-
cesitaba con urgencia. ¿Por qué había realizado, si
no, aquella larga excursión, él, que, como solía de-
cir, sólo gustaba de viajar astralmente? «Lo im-
portante es sacar el aura a tomar el fresco, a cono-
cer gente», decía. «Todo lo que podemos aprender
está en nosotros mismos.» Claro que esta espiri-
tualidad de su compañero de redacción contrasta-
ba con su recién descubierto, para Diana, espíritu
mercantil de inventor.
Por fin se pusieron de nuevo en marcha y el
hombre la dejó frente a un estrecho callejón que se
abría en mitad de un bloque de casas bajas, cada
una con un pequeño jardín rodeado por una cerca
pintada de blanco. Diana comprobó que el núme-
ro que andaba buscando se hallaba en el interior
del callejón, que dividía una serie de viviendas pre-
fabricadas que parecían de azúcar. La vegetación
resultaba apabullante, aunque no especialmente
exótica. Era sólo una versión gigantesca de los jar-
dines botánicos de cualquier ciudad medianamen-
te soleada.
La puerta tras la que suponía encontrar a Igna-
cio aparecía semioculta por dos ejemplares de
quentia tan extraordinarios que a Diana le entraron
ganas de saludarles y preguntarles por su madre.
174
Abrió el propio Ignacio Clavé.
—Llegas en un mal momento —la saludó.
Lo que Diana vio a continuación, y no por
este orden, sino por el de su sobresalto, fue: un
hombre largo como un San Pedro tendido en me-
dio de una sala amueblada con un pequeño diván,
un televisor y dos aparatos de vídeo que tenían los
pilotos encendidos —el televisor también estaba
en marcha—; una mesa de trabajo y un mapa cla-
vado en la pared posterior; Mabel, con media me-
lena anaranjada y la otra media color verde billar,
sentada encima del pecho del hombre tendido, la-
miéndole vigorosamente las mejillas; un mucha-
cho moreno, de ojos verdes, en bermudas y con el
pecho desnudo, haciéndole oler al individuo un
paño empapado en algo; y un hombre algo ma-
yor, robusto y atractivo, leyendo un libro en voz
alta:
—Amopeyep helup disianisab redundia —pro-
nunciaba, cuidadosamente.
—¿Crees que funcionará? —preguntó el más
joven.
—Con Doris Day salió bien —respondió el
Otro.
Ignacio, sigilosamente, la tomó de la mano y la
condujo a la habitación contigua, que resultó ser
un dormitorio.
—¿Se puede saber...?
— Tranquila —la interrumpió—. La escena de
ahí al lado no tiene nada que ver con nosotros.
Rafa y Guille, los inquilinos de esta casa, son as-
trólogos de Gerona, como yo, y llevan muchos
años viviendo en California. Me puse en contacto
175
con ellos cuando me vi en apuros. Ahora se en-
cuentran en plena sesión con Derek.
—Me parece que le conozco de algo.
—Claro. Como que es el que hace de vaquero
en el anuncio de Marlboro. Parece que quieren
sustituirle por otro más joven, y está desesperado.
—Y ellos le están ayudando —dedujo Diana.
—No, ellos le han dado la noticia. Hoy le han
leído la carta astral. Ahora están tratando de que se
recupere.
Ignacio la contempló minuciosamente.
—Estás espléndida. Más morena. Más mujer.
Más todo.
Diana se ruborizó.
—Ven, sentémonos en la cama —dijo el otro.
—No empecemos.
—No, si lo digo porque no hay otro sitio don-
de sentarse.
Diana obedeció, no sin cierto recelo. La pala-
bra cama unida al apellido Clavé seguía produ-
ciéndole repelús. Él la tomó de las manos y le dijo,
en tono íntimo:
—Diana, alguien está tratando de crearnos di-
ficultades.
Y le contó todo lo que le había sucedido desde
que se vieron por última vez: la paliza, el secues-
tro, el rescate y las vacaciones que le había conce-
dido Viceversa.
—Qué barbaridad. La verdad es que el jefe me
comentó algo, pero como no he vuelto a telefo-
nearle y, además, he estado tan atareada. —Calló,
avergonzada. Para decirlo claramente, no se ha-
bía preocupado en absoluto de lo que podía
176
haberle ocurrido a su compañero—. Y, dime,
¿cuál crees que puede ser el motivo de semejante
canallada?
Clavé se mesó los cabellos peinados al bies.
—Sin duda está relacionado con tu venida a
Estados Unidos y tu amistad con Julio. No es ca-
sual que me secuestraran al día siguiente de tu
marcha. Y hay algo más.
—¿Qué? —preguntó Diana, en un ay.
—Pienso que su verdadero objetivo eres tú.
Porque si lo que quieren es llegar hasta Julio, tú
eres la persona que puede proporcionarles el con-
tacto.
—Estás hablando en plural —observó Dia-
na, agudamente—. Y dices que te atacó un solo
hombre.
—Un cachas —puntualizó Clavé, algo herido.
—¿En qué te basas para imaginar que son más
de uno?
—Por la calidad de la presa. Si Julio es su obje-
tivo, no pueden utilizar a un solo elemento. Deben
ser por lo menos veinte. Pero, dime, Diana, ¿a ti te
ha sucedido algo raro, algo estrafalario, algo que
haya puesto alerta tus dotes de indagación?
Ignacio confiaba tanto en las mencionadas do-
tes como en un buitre vegetariano, pensó Diana
para sus adentros. Pero hizo como si la cosa no
fuera con ella.
—No, nada. Todo ha ido sobre ruedas. Estuve
en una de las actuaciones de Julio, me invitó a co-
mer ayer mismo, le di el crecepelo... No me puedo
quejar.
Diana le contó con detalles todo lo ocurrido
177
desde que puso los pies en la ciudad de Los Ánge-
les. La suerte que había tenido encontrando a
Mayo. También le explicó con pelos y señales qué
clase de lugar era Los goces del Sheik, más que
nada porque sabía que Ignacio la consideraba una
estrecha y esperaba que su intenso curriculum ca-
liforniano le haría cambiar de idea.
—Magnífico. —Ignacio parecía más tranqui-
lo—. Veo que has sabido moverte bien, a pesar de
tu inexperiencia. ¿Y cómo va el libro?
—Bueno, eso es lo más difícil. Ya sabes, Julio *
está tan solicitado. Pero tengo esperanzas.
—Estupendo. Ha llegado el momento de ac-
tuar. ¿Dices que le diste ayer el crecepelo?
—Sí. No pude hacerlo antes: Iberia me perdió
la maleta y el frasco estaba dentro. Cuando me la
devolvieron, faltaba, y tuve que reclamarlo, y...
Ignacio Clavé se levantó como impulsado por
un resorte:
—¡Qué oigo! ¡Oh, cielos! —gritó, como Enri-
co Caruso en El Gran Idem.
—Tranquilo, ya te digo que me lo devolvieron.
—¿Significa eso —rugió Clavé— que mi in-
vento ha sido interceptado durante unos días?
¿Que alguien lo tuvo a su disposición impune-
mente?
—Alguien no —se impacientó Diana—. Ya te
he dicho que fue Iberia, Líneas Aéreas de España.
—¡Lela! ¡Siempre serás una lela! ¿No te das
cuenta? ¿Qué interés va a tener por un frasco de lo
que sea una compañía de aviación que se caracterl-
za en el mundo entero por su desinterés hacia
todo?
178
Diana reflexionó.
—Anda, no había caído.
Ignacio volvió a sentarse y la obligó a imitarle,
aferrándola por las muñecas. Ya no había en él el
menor asomo de lujuria:
—Cuéntamelo todo, otra vez desde el princi-
pio. Hasta lo que te parezca menos importante.
Aquí hay gato encerrado. Quiera el cielo que yo
no haya llegado demasiado tarde.
TRAJÍN EN EUROPA
181
ofrece algo? ¿Otro envío de paté? ¿Una nueva
partida de medias Marie Claire? ¿El último núme-
ro de Nótre Maison?
—NOo, no, estoy servida —replicó la primera
dama del otro lado del océano—. Es que tengo una
duda sobre Huuuuuuuulio.
—¿ Huuuuuulio? ¿Quién es ése?
—Sí, hombre, el cantante más maravilloso de
todos los tiempos. Ese chico que tanto nos gusta.
—¡Ah! ¡Julió!
—El mismo. Ya sabes que está aquí, en Cali-
fornia, y como vosotros el año pasado le organi-
zasteis una fiesta de cumpleaños tan bonita, pues
no sé, pensaba que podrías aconsejarme algo para
que yo también le agasaje. Algo chic.
Al presidente le picaba irresistiblemente la na-
riz, e hizo una seña a Ahmed, bizqueando los ojos.
Ahmed, obediente, le metió un dedo en el agujero
derecho y rascó. Mitterrand siguió bizqueando, y
Ahmed insistió, esta vez en la fosa izquierda.
—Ah... —suspiró Mitterrand.
—¿Te pasa algo, darling? —inquirió Nancy.
—No, nada. ¿Sabes, querida? A veces, ser pre-
sidente de una nación tiene sus compensaciones.
—Lo mismo le digo a Ronnie. Pero la carga es
tan dura...
Se enrollaron con el tema durante unos minu-
tos y, finalmente, Nancy cortó:
—Bueno, ¿qué hago?
—Así, de pronto, no se me ocurre. Consultaré
con el ruiseñor de Avignon y te diré algo.
—¿Quién es ése? ¿Un oráculo?
—No, mujer. La querida Mireille Mathieu. Se-
182
guro que ella inventa algo. Tiene un gusto exquisi-
tamente francés.
Nancy colgó y Mitterrand volvió a tenderse.
—Hay que rehacerlo, hay que rehacerlo. Le
tengo dicho que desconecte el teléfono durante las
sesiones —farfulló Ahmed.
El presidente suspiró. Malditos argelinos. El
general Massault tenía razón. Hubiera sido mejor
la solución final.
EL HOMBRE QUE ODIABA
LAS MULTINACIONALES
185
A Diana se le encogió el corazón. Sólo podía
ser el vasco.
—¿Dónde está?
—En la 42. Dile que no se haga ilusiones. Por
ser amigo tuyo no le voy a hacer descuento.
Le dejó refunfuñando. Se:encaminó a la 42 con
el estómago transido. Había vuelto, la había bus-
cado. Mayo tenía razón. Golpeó la puerta con los
nudillos sintiéndose Casi Una Mujer.
—Adelante —dijo, en castellano, la voz del
hombre a quien había conocido en Venice.
A través del vapor distinguió su cuerpo senta-
do en el catre. Estaba desnudo.
—Acércate —ordenó él.
Diana no vaciló.
—Qué calor —comentó.
—Desnúdate.
Obedeció porque la bruma formaba una espe-
cie de fino biombo entre los dos y también porque
lo estaba deseando. Su ropa cayó en un rincón del
piso, hecha un amasijo. Quedó frente a él, que se-
guía sentado.
—Date la vuelta.
Lo hizo. Sintió las manos grandes del hombre
oprimiéndole las nalgas. Empezó con una presión
muy fuerte, casi intolerable, y poco a poco fue
suavizando el contacto hasta convertirlo en el roce
de una pluma. Diana contenía el aliento. Brusca-
mente la abrazó por la cintura y la apretó contra
él. Estaba aprisionada entre sus muslos y sentía su
sexo endureciéndose en la abertura.
—Tú no sabes lo que es tener nostalgia de culo
—murmuró él, con la boca pegada a su espalda.
186
Le ensalivó la piel durante un rato, al tiempo
que movía la pelvis en ciegas embestidas. Luego se
levantó, sin dejar de abrazarla, y con firmeza la
hizo doblarse sobre la cama, cuyo borde quedaba
exactamente a la altura de su vientre. Le hizo daño
y recordó las lavativas que le daba su madre cuan-
do era pequeña, y que la hacían llorar de dolor y
de vergúenza. Pero ahora no lloró. Cuando una se
encuentra con Un Hombre Así, este tipo de con-
tactos entra en el Orden Natural de las Cosas.
Pensó, eso sí, en las vueltas que da la vida. Y en
Viceversa, que como se enterara de lo que le estaba
pasando en Los Ángeles la pondría a escribir seria-
les pornográficos. Aunque Viceversa nunca debe-
ría saberlo. De lo contrario jamás dejaría a su es-
posa por ella.
Esta vez tampoco, pensó después Diana Dial.
¿Quizá le estaba negada para siempre la dicha in-
comparable de Una Vida Sexual Sana? El hombre
reposó unos momentos sobre ella y luego se in-
corporó.
—Vamos a ducharnos —dijo bruscamente.
Se metieron los dos en el pequeño espacio
oculto por una cortina de plástico. Diana esperaba
con ansiedad Nuevas Experiencias Bajo el Agua,
pero la ducha transcurrió de forma impersonal,
como si ambos viajaran en el metro.
Cuando acabaron, el hombre le tendió una toa-
lla, se enrolló otra en torno a la cintura y le dijo:
—Voy por mi ropa. Te esperaré en la calle.
Diana cogió sus prendas y se dirigió a su habi-
tación, mientras él se encaminaba hacia los vestua-
rios. Estaba decepcionada —Otra Vez Sin Ente-
187
rarse— pero sentía el corazón fláccido. Reaccionó.
Tenía el tiempo justo para vestirse. No podía se-
carse el pelo, y mucho menos hacerse un moldea-
do rápido con las tenacillas Rizosbel. Si no se ves-
tía pronto, aquel individuo era capaz de largarse
de nuevo sin dejar rastro. ¿Le amaba realmente?
¿Tanto como a Viceversa? ¿Más que a Julio Igle-
sias? ¿Podía una mujer amar a Tres A La Vez? Sin
duda, sí en la ciudad de Los Ángeles.
Salió trotando de Los goces del Sheik, metién-
dose la camiseta bajo el tejano y con las sandalias a
medio sujetar. Él estaba enfrente, apoyado contra
un árbol, con las manos en los bolsillos y la misma
mirada descreída que a Diana le llamó la atención
la primera vez que le vio.
—No me cuadras —le espetó—. Por más que lo
pienso, no me cuadras. Una periodista que quiere
escribir un libro sobre Julio Iglesias, una pántila
que no distingue la marihuana del Lucky Strike.
Viviendo en una sauna.
La cogió del brazo, obligándola a seguir su
paso rápido.
—Ven. Conozco un sitio cerca de aquí. Dan
buena bebida y ponen música decente.
Era ya de noche, y las luces del bulevar pare-
cían de película. Ellos dos también. Le contempló
de reojo. Limpio y casi bien vestido —llevaba un
traje completo que, aunque parecía haber conoci-
do tiempos mejores, le sentaba estupendamente, y
una camisa blanca, abierta, mostrando el inicio del
pecho. Tenía una pequeña cicatriz en el cuello, y
Diana se enterneció. Se la acarició con la punta de
un dedo:
188
—¿Un navajazo? —preguntó, solícita.
—Una bolsa de pus. A los dos años.
Guardó silencio, cortada.
—Es aquí —dijo él, finalmente, señalando una
especie de gruta de la que salía una luz violeta.
Atravesó el umbral antes que ella, y Diana
pensó que este detalle confirmaba su inicial impre-
sión de que no se encontraba precisamente ante un
hombre delicado. Bueno, una tiene que acostum-
brarse a todo cuando Viaja Por El Mundo.
Le siguió hasta una mesa situada en el rincón
más alejado de la puerta. Había un velón rosado
ardiendo en el centro —todo el local estaba ilumi-
nado por velas, lo que le daba un aspecto que a
Diana le pareció misterioso— y huellas de vasos
en la superficie de madera desgastada. El hom-
bre pidió un bourbon doble y ella un batido de
vainilla.
—Y, encima, abstemia.
Diana guardó silencio. Él se removió en el
asiento.
—Piensas que soy un desgraciado, un don
nadie.
Siguió callada, sorbiendo su batido.
—Pues sí —dijo él, dramáticamente—. Soy un
fracasado. Pero tú eres una periodista de mala
muerte y, por lo que imagino, escribes para una
revista de mierda. ¿Te paga Julio Iglesias por pu-
blicar las gilipolleces que a él le gustan? —Diana
abrió la boca pero el otro no la dejó hablar—. No
he hecho otra cosa que pensar en ti desde que te
puse los ojos encima.
Aquello sonaba mucho mejor que la música
189
que ponían en el local, una música rara cuya letra
no acababa de entender.
—¿Qué disco es éste? —preguntó, azorada.
—The Fugs. Un grupo de los sesenta. «Quiero
una chica que pueda hacer el amor como un ángel,
cocinar como el demonio, moverse como un baila-
rín, trabajar como un caballo, soñar como un poe-
ta, fluir como un torrente.» ¿Te gusta?
—No sé.
Le gustaba él diciéndolo, pero no se atrevía a
confesárselo.
—Ese tipo de música ya no se hace. Y sólo la
recordamos los pobres diablos.
Se bebió el licor de un trago y pidió otro doble.
—No me avergúenzo, sabes.
—NOo tienes por qué. —Diana estaba conmo-
vida.
—Cállate, maldita sea. Cállate de una vez. Vo-
sotros siempre sabéis lo que hay que decir. Siem-
pre estáis hablando. Mejor dicho, escribiendo. Es-
cribiendo mentiras para que quienes os leen crean
que viven en el mejor de los mundos. Os conozco
bien.
Había perdido toda su dulzura. Diana le miró,
horrorizada.
—Ahora vas a dejarme hablar a mí. Te voy a
contar por qué triunfa Julio Iglesias en Estados
Unidos, por qué una multinacional invierte siete u
ocho mil millones en la promoción de un artista
que apenas tiene voz y que canta la misma canción
desde que ganó-en Benidorm, alguien que ni si-
quiera está en su mejor momento.
Aquello devolvió el resuello a Diana Dial. Es-
190
poleada por la indignación, salió en defensa de su
ídolo:
—A mí, Julio me parece el mejor.
—A u y a muchos más. ¿No has leído el Time?
Sale un artículo que no tiene desperdicio. Le lla-
man el preferido de las menopáusicas.
—¡Yo sólo tengo treinta y dos años! —ru-
gió Diana. ¿Cómo había podido imaginar que le
amaba?
—Pero la operación Julio Iglesias es mucho
más importante que todo eso —prosiguió el otro,
sin hacerle caso—. ¿Qué crees tú que es una multi-
nacional? ¿Un convento de hermanas de la cari-
dad? ¿Un lugar donde gana el mejor? No me hagas
reír. Es una forma de control, de poder. Un siste-
ma de expansión que vende productos aparente-
mente inofensivos pero que, en realidad, propaga
una forma de vida. Julio Iglesias representa la clase
de valores que a las multinacionales yanquis les in-
teresa difundir. Más bien carece de valores. Impo-
ne la suplantación como lema.
—Julio canta al amor, que es un sentimiento
universal y eterno. —Se sintió satisfecha con la
frase.
—No seas ridícula. ¿Piensas de verdad que el
amor es eso? Tu Julio ha convertido los sentimien-
tos en plasticina para el consumo de quienes no sa-
ben distinguir entre la pasión y un reloj de cuco.
Hizo una pausa, suavizando la voz cuando
volvió a la carga:
—El amor tiene que incitar a la rebeldía, no a la
sumisión. El amor es transgresión, no conformis-
mo, el amor tiene que volvernos locos, sólo con el
191
amor podemos rechazar al enano cuerdo, discipli-
nado y cobarde que todos llevamos dentro. Esas
canciones que a ti tanto te emocionan sólo sirven
para que nos olvidemos de ello.
—En todo caso, Julio no es el único que las
canta.
—Tienes razón —admitió el otro—. Hace
veinte años creíamos que la canción melódica se
estaba acabando. Surgió la música pop, los jóvenes
estábamos hartos y queríamos otra cosa... La era
del almíbar parecía haber quedado atrás. Tuvimos
el sonido beat, la revitalización del folk...
Estaba mirándola, pero Diana se dio cuenta de
que no la veía.
—Gentes como los Rolling, que siguieron
siendo canallas, o el Zappa de The Mothers of In-
vention, o los mismos Fugs... Todo el rollo under-
ground. Aquello parecía un milagro que no iba a
tener fin. Pero lo tuvo. Ya lo creo que lo tuvo. Al-
guien descubrió un día que también a nosotros se
nos podía manipular, que bastaba con fabricar
nuevos ídolos.
—No veo qué tiene en común todo eso con Ju-
lio Iglesias y su incomparable éxito.
—SÍí tiene que ver. Porque hemos vuelto a la
misma mierda en la que antes estábamos hundi-
dos. ¿Sabes qué ocurría en el mundo mientras tu
Julio cantaba en Benidorm en el 68? No te voy a
hablar del Mayo francés, que a lo mejor ni te sue-
na... Aquí mismo, en Chicago, los muchachos que
apoyaban la nueva música, la nueva vida, sufrían
las iras del sistema en la convención demócrata.
Aquí se destruyó el sueño de paz y canciones.
192
Y Julio Iglesias, entre tanto, decía que la vida sigue
igual... En aquel tiempo, él ya votaba a Ronald Re-
agan, sin saberlo.
—Julio es el nuevo Frank Sinatra. —Diana
centró la discusión, porque el otro empezaba a irse
por las ramas.
—Eso no es verdad. Y aunque lo fuera. ¿Tú sa-
bes quién es Frank Sinatra? Que sea un mafioso es
lo de menos. Lo peor es que debe su éxito a la estan-
darización de su voz, de su imagen. Cuando vas a
oírle, sabes de antemano qué vas a escuchar. Mira,
en este país se venden libros que enseñan a escribir
canciones melódicas. Las hay para la madre y para la
novia, para la esposa y, sobre todo, de lamento por
el amor perdido. Ésas son las que más privan a la
gente. El plato precocinado favorito de Julio Igle-
sias. Una mercancía que se vende bien. Nada más.
—Eso no me parece malo. —Pensaba que al
otro le comía la envidia. Al fin y al cabo, él mismo
había reconocido que era un fracasado—. Todos
queremos ganar mucho dinero.
—No es malo porque sea comercial —se impa-
cientó el vasco— sino porque lo es basándose en la
sustitución de sentimientos auténticos por otros
que sólo parecen verdaderos. Porque, gracias a las
canciones de Julio y de quienes son como él, la
gente puede seguir delegando en los que mandan
sus responsabilidades de amar, de vivir, de ser. Es
el triunfo de la degradación organizada. ¿En serio
piensas que ese playboy de pacotilla representa
algo real, algo que merezca la pena escuchar?
Se rascó la barba, que ese día tenía limpia y
mullida.
193
—La pena es que el camino a ídolos como Julio
Iglesias se abrió en sitios llamados Altamont, Woo-
dstock, Wight. Entonces creíamos que estábamos
construyendo un nuevo mundo, pero sólo asistía-
mos al fin de nuestras ilusiones. Estábamos segu-
ros de ser libres, pero las grandes compañías ya
habían comprado y parcelado nuestro proyecto.
La CBS, entre otras.
—¿Y por qué la CBS se interesó en Julio? —Dia-
na se puso en jarras—. Si no es bueno, ¿por qué?
—Porque cada año examinan las listas de can-
tantes hispanos que más venden en Latinoamérica,
y un año se enteraron de que Julio Iglesias, sólo en
Argentina, había colocado medio millón de dis-
cos. Por eso apostaron por él. No tenían nada que
perder. Pero yo estaba hablándote de Woodstock
—¿sabes siquiera qué es?— y de la muerte de
nuestra quimera a manos de las multinacionales.
—¿Abandonaste entonces? —Diana no pudo
evitar la pregunta.
—No. Tardé en hacerlo, porque yo también
era un hijo de puta, porque me había acostumbra-
do a ser alguien en este negocio, a vivir en este
país, y a vivir bien, a conducir un buen coche y a
que el portero de mi casa me saludara con respeto.
Y porque lo único que sé hacer es vender la música
que hacen otros.
Contempló el fondo de su vaso.
—En realidad, no lo dejé. —La miró franca-
mente—. Me echaron cuando ya no les fui útil.
Todo lo que tengo ahora es lo que llevo puesto y el
antro en el que la otra noche fui feliz contigo. Se
acabó la historia.
194
Otra vez, el corazón de Diana Dial se desgarró
entre la indignación y la pena.
—Tu libro, si llegas a escribirlo, será un nuevo
cúmulo de falsedades, una nueva cortina de humo.
Te diré por qué Julio Iglesias interesa a la CBS, por
qué le ofrecen contratos millonarios, por qué la
Coca-Cola le cobija bajo sus alas.
—Porque es el más famoso.
—No. Son ellos quienes hacen y deshacen fa-
mas. Aún te queda mucho por aprender. Julio
Iglesias interesa porque es el Fausto de nuestra
época.
Diana hizo memoria, pero no recordaba a na-
die que se llamara así.
—Vendería su alma al diablo a cambio de lo
que le han prometido. Ahora va a triunfar en este
país, y sólo él sabe lo que ha hecho para conseguir-
lo. Sólo él sabe, también, qué va a ser capaz de ha-
cer para que no le arrebaten ese triunfo. Ésa es su
única moral.
—Es un gran luchador. —Diana empezaba a
estar hasta las narices.
Además, ¿cómo se permitía hablar de moral?
Ella sabía muy bien cuál era la suya. Se la había
metido en el culo, poco antes, en la sauna. Diana
pensó que aquel hombre, por mucho que le gusta-
ra, era lo que Viceversa definía como un espíritu
negativo y desalentador.
—Y o he visto caer a mucha gente —1nsistió el
vasco, echándose al coleto el tercer whisky do-
ble—. Él también caerá.
—Tengo que irme —musitó Diana, dividida
entre el horror y el placer.
195
No estaba muy segura de volverle a ver si se
marchaba.
—Además —añadió—, todo lo que dices me
parece muy confuso.
—Mejor para ti. Seguramente te irá bien en la
vida, escribirás tu libro, Julio lo promocionará y
ganarás mucho dinero.
—Dime una cosa. Si es tan malo, ¿por qué le
gusta a todo el mundo?
—Precisamente por eso. Porque la mayoría
siempre preferirá las falsificaciones. Es más cómo-
do, no te enfrenta contigo mismo. Y quienes lo sa-
ben tendrán siempre el poder. Siempre habrá, tam-
bién, un latino con el alma yanqui dispuesto a
difundir el mensaje del Gran Hermano. Tu Julio
no es único, por desgracia, ni es el último. Pero te
digo una cosa: el diablo siempre acaba por ganar a
Fausto. Se queda con su alma y con todo lo demás.
Julio Iglesias ha firmado su condena. Les irá sacri-
ficando lo que es suyo, los hombres que le rodean,
todo. Al final, cuando no le quede nada que entre-
gar, le machacarán a él. Así ha sido siempre. Si no
termina jodido por la droga, como la mayoría.
—¡La droga! —Diana se horrorizó.
—NOo te preocupes por eso. Tienen otros mé-
todos para deshacerse de él.
—Como se deshicieron de ti.
Diana no pudo evitarlo, y luego Se Sintió
Mala.
—No quería decirlo. —Le cogió la mano y él
la retiró—. Por favor, perdóname.
—Vamos, te acompañaré. —Se levantó y dejó
un par de billetes arrugados sobre la mesa. Diana
196
se preguntó cómo conseguía el dinero—. A estas
horas es peligroso que andes sola por calles como
ésta.
Caminaron en silencio hasta la puerta de Los
goces del Sheik. Diana tenía la garganta áspera,
como si se hubiera tragado una semilla amarga.
—NOo tienes razón respecto a Julio. Si le co-
nocieras, si vieras su caballerosidad, su elegancia,
no opinarías así. Es un hombre de los que ya no
quedan.
—Para el carro, tía. Tú sí que eres de las que ya
no quedan.
Cogió la cabeza de la muchacha entre sus ma-
nos —como Monty Clift en Un lugar en el sol,
pensó Diana— y le dio un beso largo y hondo que
sabía a alcohol y a madera. Diana apretó los párpa-
dos y los mantuvo así un buen rato, hasta que los
labios del hombre se separaron de los suyos y se le
escapó el olor. Cuando abrió los ojos ya no le vio,
y esta vez estaba segura de que había desaparecido
para siempre.
No sabía su nombre y ni tan sólo podía contár-
selo a Mayo.
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ENTRETANTO, EN MIAML!...
199
se abusaba de los bebitos para realizar proezas
sexuales de todo tipo que escaparían a la más ca-
lenturienta de las mentes humanas. La policía se ha
empleado a fondo en el seguimiento del caso, pero
hasta el momento sólo ha sido detenido el matri-
monio formado por Marco Antonio Nelson Na-
poleón Dos Santos y Norma Nadia Garrupini,
acusados de utilizar a los niños de su kindergarden
en prácticas lascivas con potentados del condado
de Dale, tras suministrarles biberones fuertemente
adulterados con heroína. Por otra parte, conmue-
ve especialmente al público el caso del infante que
prorrumpe en amargos sollozos cada vez que su
mamá, deshecha en llanto, trata de ponerle el eslip
con dibujo de Mickey Mouse que llevaba el día en
que fue sodomizado en sinagoga por rabino sin es-
crúpulos.»
Cuando Moncho descendió en Biscayne Bou-
levard —muy cerca del océano, pues, aunque no lo
veía, podía notar en las narices su perfume acre—,
tenía ya una idea aproximada de la especie de jun-
gla en la que iba a tener que moverse, y se pregun-
tó si estaba preparado para ello. No es lo mismo
ser un chulo en la calle de la Cera —tan cerca de la
estatua de Santa Eulalia, protectora santa y virgen
que en otro tiempo fue patrona de Barcelona—,
que ser un intrigante internacional en la capital del
vicio, la droga, el delito, los ajustes de cuentas y el
tráfico en dentaduras para ancianos más impor-
tantes del planeta.
La cita era en un edificio no demasiado alto, en
el sexto piso. Subió en un ascensor en donde un in-
dividuo vestido de Xavier Cugat en Escuela de Si-
200
renas le indicó con gesto hosco que tenía que apa-
gar el cigarrillosino quería acabar en una cárcel del
condado antes de que anocheciera. En la puerta a la
que se dirigió figuraba un letrero: «Amancio Esca-
lario, representante de artistas.» Empujó.
Una secretaria morucha con los pechos prácti-
camente a la altura de las cejas le sonrió como un
piano.
—Quiero ver al señor Escalario.
—¿ Tiene cita concertada?
—NO0, pero le envié una carta desde España, y
estoy seguro de que me quiere ver. Me llamo
Moncho, Moncho Expósito, y es en relación con
el señor Puma.
La chica le dijo que esperara y desplazó su culo
sobre las piernas, en algo que recordaba remota-
mente el caminar. Golpeó la puerta situada a sus
espaldas, y entró. Salió pocos minutos después.
—Mister Escalario dice que espere.
Se entretuvo leyendo la prensa del día. «Ajuste
de cuentas en Coral Gables. Irrumpen en vivienda
de mafioso y le desconectan electrodomésticos in-
dispensables electrocutando señora esposa e hi-
jos.» Joder, en dónde me he metido.
El tal Amancio le hizo esperar casi una hora.
Moncho dirigía miradas impacientes a la chica
—en otro tiempo le gustaban como ella, pero aho-
ra se consideraba hombre de un solo hombre—,
pero ésta no le hizo ni caso. Carraspeó, y tampo-
co. Siguió leyendo: «Estrangulan a taxista porque
se negó a permitir que el doberman que le acom-
pañaba mantuviera relaciones sexuales con la es-
posa del cliente.»
201
Sonó el teléfono, la chica dijo «Sí, mi boss»,
luego le miró a él y le dijo que podía pasar. Le
acompañó, y rozándole con las caderas. Todas
quieren lo mismo, dictaminó Moncho con desdén.
Amancio Escalario poseía una verruga con pe-
los en la mejilla derecha y un acento argentino em-
papado en dulce de leche, pero, al contrario de sus
compatriotas, tenía la facultad de atacar directa-
mente el quid del asunto.
—Sentáte —dijo—. Y decíme cuál es esa cues-
tión de vida o muerte que amenaza a mi represen-
tado.
—Bueno —vaciló Moncho, que no estaba ha-
bituado a hablar en despachos ornados con discos
de oro, pósters —la mayoría, del Puma— y me-
chones de cabello metidos en pequeños dijes que
colgaban de las paredes.
—¿Y bien?
—El caso es que quien está amenazado de
muerte, o puede ser borrado del mapa con facili-
dad, es Julio Iglesias. ¡El máximo rival del Puma!
¡El hombre que le ha desplazado en los favores de
la CBS! —aclaró, innecesariamente.
—¿Pretendés decíme que ese boludo, ese des-
aprensivo, va a encontrar finalmente el justo casti-
go del sielo que estaba reclamando?
—Exacto —dijo Moncho—. Y el brazo ejecu-
tor no es otro que éste.
E hinchó los bíceps hasta casi hacerlos estallar.
—Contá, contá, desí, desí —le urgió el otro.
Y Moncho le contó: que él y un amigo suyo
había interceptado una «Operación Crecepelo»
destinada a proporcionarle a Iglesias una melena
202
frondosa más apabullante aún que la del Puma
—«¡La pucha!», se horrorizó el otro—, que un
agente al servicio de la causa había conseguido
cambiar el frasco por uno que contenía algo mu-
cho más nocivo —<«¡Divino!», aplaudió el otro—,
que el falso crecepelo obraba ya en poder de Julio
Iglesias, que estaba en un tris de usarlo —<«¡Pero
eso es macanudo, ché!», jaleó el otro—, y que sólo
esperaban que El Puma sabría recompensarles
cuando el caso llegara a buen término.
—Eso desde luego —dijo Amancio Escala-
rio—. Pero queremos resultados, no promesas.
—En unos días tendrá noticias nuestras —dijo
Moncho, al ver que el otro se levantaba.
—Estupendo, entonces hablaremos.
—¿No firmamos nada?
—¿Para qué? ¡No me seás demente, si los ar-
gentinos y los españoles somos como hermanos!
Éste es un trato entre caballeros. ¿Vale?
Moncho abandonó la oficina algo mosqueado
pero decidió que no había podido hacer nada me-
jor. Además, en el extranjero las cosas son de otra
manera.
La humedad y alta temperatura de la calle le
empujaron a buscar un taxi refrigerado. Había in-
vertido todos sus ahorros en ese viaje, y no era
cosa de llegar deshidratado a casa de sus amigos.
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EL PLAN
205
Tomó asiento en la cama. ¿Serían ciertas las
sospechas que Ignacio Clavé había introducido en
ella? «Sólo tu amigo, o lo que sea, ha tenido acceso
al frasco. ¿Y si lo ha sustituido por simple agua del
grifo, para desprestigiarnos?» «¿Pero por qué?»,
había preguntado ella: no tenía respuesta para esa
pregunta, ni para tantas otras. ¿Por qué Mayo
había decidido súbitamente tomarse unas vaca-
ciones?
De repente, la verdad se abrió paso en su cere-
bro como una procesión de Semana Santa. Lenta
pero inexorablemente. ¡Las paredes estaban va-
cías! ¡Los pósters de Marilyn y Richard Gere ha-
bían desaparecido! Diana se precipitó a los arma-
rios y los abrió. Nada. Lo mismo le ocurrió con
los cajones de la cómoda. Excepto que... En el fon-
do de uno de ellos algo rodaba y rodaba. Diana
metió la mano y sacó un paquete cilíndrico en-
vuelto en papel de periódico. Lo arrancó violenta-
mente: ¡Su vibrador! Maquinalmente, le dio al bo-
tón y vio que todavía conservaba las dos marchas
y la lucecita rosa en la punta, aunque estaba un
poco bajo de pilas.
Junto con el vibrador encontró un pequeño
papel escrito apresuradamente por una mano in-
culta: «Me voy para siempre. Perdona el daño que
te he hecho. Impide que Julio utilice el crecepelo.
Nunca te olvidaré.»
Aturdida por el descubrimiento, se sentó de
nuevo en la cama y se echó a llorar. Seguía sin en-
tender nada —¿quién era realmente Mayo del Al-
tiplano, por qué estaba envuelta en la conspiración
y, sobre todo, de qué conspiración se trataba?—, y
206
estaba triste, triste a morir, porque en un sólo día
había perdido al vasco y a su amigo.
Pensó en Viceversa. Pensó en los consejos del
consultorio de la revista Acaso: «Ante todo, queri-
da, no se deje vencer por la adversidad. Sepa que la
vida da muchas vueltas, y que Dios, cuando cierra
una puerta, abre una ventana.» ¡Era cierto! Diana
Dial no podía Darse por Vencida. Con el consola-
dor en la mano, marcó el número de Ignacio Cla-
vé. Después de hablar con él hizo rápidamente la
maleta.
—Me marcho urgentemente —dijo a Flop—.
Hazme la cuenta.
Después de pagar una cifra que a Diana le pa-
reció exorbitada pero que no discutió —Acaso po-
día permitírselo—, se precipitó en taxi a la casa de
Fulton St. Estaban todos, menos el desmayado
de Marlboro, aunque Diana, cortésmente, lo pri-
mero que hizo fue preguntar cómo le iba:
—Ah, estupendo —dijo distraídamente
Rafa—. Tal como le vaticinamos, le han despedi-
do, pero ha conseguido un empleo de vaquero in-
móvil frente al Museo de Cera de Hollywood
Boulevard. Es más descansado.
A continuación, Diana contó lo sucedido.
—Hay que andarse con cuidado —dijo Igna-
cio, cuando acabó la chica—. Sin duda se trata de
una mujer muy inteligente, y a saber lo que está
tramando. Esa nota puede ser una trampa.
—¿No dijiste que es un hombre? —inquirió
Guille.
—Bueno, no es ni un hombre ni una mujer...
del todo —aclaró, o más bien enturbió Diana.
207
—¿Tiene tetas? —preguntó Rafa.
—SÍ.
—¿Y pito?
—Sí. Muy grande —reconoció Diana, rubori-
zándose. y
—Entonces —concluyó Rafa—, es un travestí
como una catedral.
—Sea lo que sea —intervino Ignacio Clavé—,
nos encontramos ante una persona muy astuta,
que ha estado jugando con esta infeliz como un
gato con un ratón. ¡Ah, cielos! Me pregunto de
qué extrañas manipulaciones habrá sido víctima
mi infalible loción capilar.
—Y a no podré mirarle como antes —lloriqueó
Diana—, si es que vuelvo a verle. Ah, le odio, le
odio aún más que a Lucas. :
Ignacio dirigió una mirada perentoria a cada
uno de sus interlocutores.
—Tenemos que actuar con cautela. No pueden
saber que estamos aquí, y mucho menos que co-
nocemos sus manejos.
—Pero Mayo, en su nota, me pone sobre aviso.
—¿Quién sabe si la ha escrito ella? En cual-
quier caso, la banda anti-Julio desconoce que yo
estoy aquí, con mis dotes innatas para la investiga-
ción.
—Estoy tan contenta de que hayas venido —su-
surró Diana, contemplando a Clavé con gratitud—.
En momentos como éste, una sabe apreciar lo que
vale un hombre.
Se encontraban en la sala de estar de los astró-
logos, y los tres hombres, en pijamas indescripti-
bles —el toque californiano en el vestir había al-
208
canzado prontamente a Saladino, despojándolo de
sus kaftanes de estar por casa para sumirle en una
especie de frutal pomposidad—, y rodeaban a
Diana Dial con su solicitud. Mabel llevaba el pelo
completamente punkie, cortado desigual y lleno
de crestas de colores.
—Es cosa de Guille y Rafa —explicó Ignacio,
señalando a la perra—. Un amigo suyo ha inaugu-
rado una peluquería en cadena en el Strip y se ha
empeñado en ensayar con Mabel.
La tele y los dos vídeos seguían funcionando a
toda pastilla.
—Lo grabamos todo —explicó Rafa a Diana—,
absolutamente todo. Cada mañana repasamos el
material resultante y seleccionamos lo que consi-
deramos documentos personales. Entrevistas con
políticos, actores, etcétera. Nos interesan especial-
mente aquellos personajes de quienes tenemos la
carta astral. Guardamos sus entrevistas en todo lo
que se refiere a proyectos, contratos, etcétera. A la
luz de nuestra sabiduría y nuestro archivo, pode-
mos adivinar qué es lo que va a ocurrirles.
—¿Y eso os entretiene?
—No sólo nos entretiene, querida —sonrió
Guille—. A esa gente les enviamos el pronóstico
por correo y les pedimos cinco dólares a cambio,
contra reembolso. En la mayoría de los casos, nos
mandan un cheque por ese importe. No te diré
que sea mucho, pero te sorprendería saber la cant1-
dad de gente que aquí, en California, se preocupa
por el futuro. Sobre todo, desde que ocurrió lo de
Charles Manson.
—Nos alcanza para la cesta de la compra —dijo
209
Rafa—. En realidad, tenemos pocos gastos. Esto es
mucho más barato que Nueva York. Y nosotros
compramos en La Brea Circus, que es una especie
de almacén muy divertido al que van a parar todos
los artículos que sufren pequeños deterioros. Cajas
de vino francés incompletas, latas de caviar iraní
abolladas. En fin.
—Ah —se admiró Diana—. Cómo me gustaría
conocerlo. Me sé una receta de espaguetis al caviar
que hasta ahora sólo he podido preparar con suce-
dáneo.
—Dejaos de conversaciones de ama de casa y
vayamos a lo nuestro —les interrumpió Ignacio—.
Hay que trazar un plan.
—Eso, un plan —secundó Diana, satisfecha de
que alguien tomara las riendas.
—Se trata de que Diana siga realizando su tra-
bajo cerca de Julio. ¡El libro! Con esa excusa debes
seguirle tan de cerca como sea posible, y averiguar
qué personas de su entorno pueden estar mezcla-
das en el complot. Continúa poniendo cara de
tonta y no sospecharán.
—¿Qué quieres decir con eso? —se indignó la
periodista.
—No, nada. Sólo estaba hablando de tu gran
capacidad de simulación.
—Ah, bueno.
—Los malos deben creer que has picado el an-
zuelo. Entre tanto, nosotros te protegeremos.
—¿Cómo?
—Esto, ejem... Ya se nos ocurrirá algo. No te
preocupes, Encarnita. Desconozco lo que preten-
den, pero no podemos olvidar que Julio Iglesias,
210
por el simple hecho de ser una figura internacio-
nal, es el blanco de la envidia y el resentimiento de
muchos mediocres. Quizá estén tratando de utili-
zarte para eliminarle.
—¡Madre de Dios! —se horrorizó Diana Dial.
—Es una hipótesis. Pretendan lo que preten-
dan, nuestro deber es permanecer alerta, proteger
a Julio y conseguir que el Crecepelo Clavé se utili-
ce algún día en todos los confines del mundo. La
gente tiene que saber que se trata de la solución rá-
pida, definitiva e indolora, no sólo para detener la
caída del cabello, sino para conseguir que brote de
nuevo con mayor esplendor que nunca y una cali-
dad de primer orden.
—¿Crees que, durante el tiempo en que han
tenido secuestrado el frasco, han podido robarte
la fórmula? —preguntó Diana, atenazada por la
culpa.
—Es posible. Sobre todo, teniendo en cuenta
que tú le contaste a ese amigo tuyo lo que contenía
el frasco y para quién era.
Diana bajó la cabeza, avergonzada.
—No la trates así —intervino Guille—. Con lo
buena que es.
—Lo hecho, hecho está —dijo Rafa—. Hubie-
ra podido sucederle a cualquiera. Incluso a noso-
tros, que leemos el futuro.
—A eso quería llegar —interrumpió Clavé—.
Al futuro.
Le hizo una seña a Guille y éste se precipitó al
escritorio. Volvió con un gran rollo de papel que
Ignacio tomó reverencialmente entre sus manos.
—Este asunto tiene que salirnos redondo
211
—comentó—. No nos podemos permitir ni un
error más.
Desplegó una especie de mapa celeste sobre el
parquet.
—¡Qué bonito! —se extasió Diana—. ¿Esto es
MEUS
—No seas burra —la cortó Saladino—. Es la
Casa de los Viajes.
—¿Vamos a irnos? —se ilusionó ella.
—Es la carta astral de Julio Iglesias, pertene-
ciente al inapreciable archivo de estos amigos.
Hay que saber cuándo deja Los Ángeles y en di-
rección adónde.
—Le puedo pedir el calendario de la gira a su
jefe de prensa.
—Mujer de poca fe —se impacientó Saladi-
no—. ¿Cuándo empezarás a creer en la exactitud
de los astros?
La única fe de Diana Dial en ese sentido se re-
fería a que a una le crecen bravíamente las pestañas
si se las cortaba en noche de luna llena.
—Veamos —dijo Ignacio, al tiempo que se
arrodillaba solemnemente—. Urano está en la
Casa Once.
—Un poco de perfil —opinó Rafa.
—Y Júpiter sale de la Uno —terció Guille.
Se produjo un silencio tenso. Por último, Igna-
cio levantó el rostro, contempló a cada uno de hito
en hito y dictaminó:
—Sus actuaciones en Los Ángeles finalizan el
6, es decir, mañana, pero hasta el 8 no empezará a
actuar en Milwaukee, Detroit, Filadelfia, Boston,
Montreal, Toronto, Ottawa, Saratoga, Cleveland,
212
Pittsburg, Chicago, Mineápolis, John Beach, Bal-
timore, Cat Skills, Nueva York, Atlantic City y
Palisades.
—¡Es extraordinario! —aulló Diana, admi-
rada.
—No tiene importancia. —Ignacio, obviamen-
te, estaba orondo como un pavo real.
—Siempre fue el mejor de todos nosotros. Ya
en Gerona nos dejaba boquiabiertos.
—Y aún hay más —prosiguió Clavé—. ¡Mal-
dición!
Todos se arremolinaron a su alrededor.
—Julio Iglesias aprovechará el día que le queda
entre el fin de sus recitales en Los Ángeles y los de
Milwaukee para visitar Miami, en donde debe re-
solver unos asuntos y participar en el Festival de
NOTE
Clavé estaba lívido.
—A quí —golpeó un punto de la carta astral con
el dedo índice—, aquí le acechan grandes peligros.
—¡Ohhhhhhhhh!
Era Diana, naturalmente.
Los tres astrólogos se precipitaron a la librería,
de la que regresaron con varios vetustos volúme-
nes entre los brazos. Sentados en el suelo, empeza-
ron a pasar páginas con tremenda ansiedad.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Rafa—. Sumando
la anchura del aura con la espesura de la influencia
de Saturno y restándole la anemia de Marte, tene-
mos el número exacto.
—¿Cuál es? —gritaron todos a la vez.
—¡El 7! El día 7, la vida de Julio Iglesias corre
un gran riesgo. Mortal, diría yo.
213
Se quedaron anonadados.
—¡Un momento! —dijo al poco Diana—. El
siete por la noche, precisamente, se celebra en
Miami el Festival de la OTI. Lo sé porque me lo
dijo Titi el Amoroso: actúa como invitado El
Puma, ese jabalí peludo, que ya sabes que es su
cantante favorito.
—Entonces, está bastante claro que debemos
protegerle en esa fecha y... —Ignacio se cortó—.
Rápido, dadme la carta astral del Puma.
—La tenemos a medio hacer —se disculpó
Guille.
—No importa. Traed lo que tengáis.
Así lo hicieron, y transcurrió casi una hora de
deliberaciones, que mantuvieron a Diana comple-
tamente excluida. Al fin, Ignacio Clavé habló.
—Creo que está bastante claro, ¿no?
Los otros asintieron.
—A pesar de tener una carta astral completa-
mente distinta —explicó—, El Puma también pa-
sará por dificultades, aunque menores, el día 7 de
este mes. Es decir, que el peligro se encuentra pre-
cisamente en el Festival de la OTI.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Diana.
—Ir a Miami. Prepara tus cosas. Tú saldrás la
primera. No conviene que nos vean juntos. Noso-
tros nos reuniremos contigo por el procedimiento
habitual. Un anuncio insertado en el Miami He-
rald, en las páginas de espectáculos, un día antes de
la celebración del festival. Recuérdalo: un día antes.
Salía un avión para Miami esa misma mañana.
Diana ni siquiera había dormido aún, pero eso no
le importaba. Tenía Una Misión.
214
—¿Dónde me hospedaré?
—Lo mejor es un hotel —dijo Ignacio—. Allí
pasarás desapercibida.
Guille le reservó el billete y una habitación en
el Everglades:
—Es de lo más chic. —Palmoteó, y Diana se
vio de nuevo en su papel de Mujer de Mundo.
Pasaron el tiempo que faltaba hasta la salida del
avión discutiendo lo que Diana tenía que hacer
una vez en Miami.
—Protégete —dijo Ignacio—. Si los malos te
descubren, tu vida no vale nada.
—NO te preocupes. Seré digna de vosotros
—lloriqueó—. Así podré haceros olvidar que todo
ha estado a punto de perderse por mi causa.
—Vamos, vamos. Estoy seguro de que lo harás
muy bien —la animó Ignacio.
—Una cosa más —suplicó Diana.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué signo tiene Julio Iglesias?
—Libra, desde luego.
—¿ Cuáles son sus principales cualidades?
—Sensibilidad, imaginación, vitalidad e intran-
sigencia. Tiene miedo a los aviones y a hacer el ri-
dículo, y le gustan los filetes a la plancha y las tor-
tillas de patatas.
—¿Color favorito?
—Azul marino.
—Lo sabía —dijo Diana Dial—. El signo ideal
para una Leo como yo. No permitiré que me lo
arrebaten.
$130,0360
” 24 ¡LID - ad
>
GCHUCHUCHUCA
217
tuvo que sacarle la información a María la Guapa,
y ya sabes que la vieja se toma su tiempo.
Se sentaron ante la mesa.
—¿Está tu amigo?
—No, ha ido a acompañar a su hija a las prue-
bas. Está bien, cuéntame cómo te ha ido.
Moncho le refirió su conversación con Aman-
cio Escalario.
—No me parece mal —murmuró Titi—. Un
trato entre caballeros. En América, las cosas fun-
cionan así.
—Es lo que pensé yo. Oye, ¿no tenéis nada
para beber? Necesito un trago.
El otro se acercó a la cocina y volvió con una
botella de ron cubano y dos vasos.
—Ahora sólo hay que esperar —dijo Titi—.
Julio llega mañana. O mucho me equivoco, o usa-
rá el crecepelo para participar en la OTI. Sabe que
El Puma también actúa, y no soporta verle con esa
cabellera agreste.
—Ojalá no te equivoques. Como no salga bien
me veo haciendo chapas otra vez en el Barrio Chi-
no.
—Eso ni se te ocurra. Todo está previsto,
Moncho. —Alargó la mano y se la acarició por en-
cima de la mesa—. Confía en mí.
Moncho se encogió de hombros. A veces pen-
saba que su amante carecía de empuje.
La puerta de la calle se abrió e hicieron su entra-
da un hombre maduro, de tez oscura, y una mucha-
cha de belleza llamativa, que debía ser muy joven
pero parecía mayor por la cantidad de maquillaje
que llevaba encima. Su pelo, teñido de platino y en-
218
sortijado violentamente, contrastaba con la piel ce-
trina y los ojos muy negros, sombreados de azul
turquesa. La boca era como un anuncio de ketchup.
Grandes tetas, cintura cimbreña y caderas en forma
de corazón. Vestía un conjunto de bolero y faldita
corta color ciclamen, calzaba altísimos zapatos pla-
teados, y con sus pendientes se hubieran podido
ornar varios hogares en época navideña.
—¿Cómo están ustedes? —sonrió, resplande-
ciente.
—Tenemos mucho que selebrar, m'hijo —dijo
el hombre, dirigiéndose a Titi—. Ya le dije que mi
niña del alma triunfaría. Hemos conseguido que el
señor organisador la incluya en el fin de fiesta del
festival. Allí podrá demostrar que Charitín, a su
lado, es una maldita estropajosa.
Miró a Moncho:
—Así que éste es el amigo de usted.
—Sí, éste es Moncho. No tiene que pi
se, estaremos aquí unos pocos días.
—NOo me hagan la descortesía de rechasar mi
hospitalidad. Además, estaré muy gososo de que
asistan al triunfo de la hija de mis entrañas, y pue-
dan reportear el evento para su importante revista
Acaso.
Titi el Amoroso había conseguido el contacto
a través de la distribuidora para América Latina de
la revista, y se había plantado allí aduciendo que
iba como enviado especial para informar sobre el
desarrollo del Festival Internacional de la OTL
Había presentado a Moncho —quien dijo que le
seguiría pocos días después— como su fotógrafo,
aprovechando que tenían una Instamatic.
219
—Así que ya están todos ustedes aquí —se re-
gocijó el cubano—. Chuchuchuca no se quejará de
las amistades de su señor padre.
Chuchuchuca sonrió y se pasó la lengua por el
ketchup, en gesto libidinoso claramente dirigido a
Moncho, que Titi el Amoroso prefirió no ver.
—¿Cuándo llega Julio? —la interrogó Titi, di-
rectamente al grano.
—Pues por lo que me disen en los ensayos, se
me hase que arribará el mismo día del evento, es
desir, pasado mañana en la tarde.
Moncho miró a Titi.
—Nuestro asunto depende de un hilo.
—Ssssssst —le hizo callar el otro—. Confía
en mí.
—¿Un poquito de ron? —ofreció Ramiro—.
Yo no debería tomar, porque a los miembros de la
Iglesia del Antepenúltimo Jueves nos está prohibi-
do, pero el señor Cristo sabrá perdonar, porque
este pobre negro tiene designios más altos que sin
duda el Creador sabrá comprender y que pesarán
más en la balansa que los pequeños vistos a los que
uno a veses no puede resistirse.
—M1 papá —terció Chuchuchuca, con orgu-
llo— lleva veinte años en Miami tratando de matar
a Fidel Castro. Lo ha intentado en numerosas oca-
siones, pero no tiene suerte. La última ves que
tomó una lancha desde el Cayo, cargado con gra-
nadas y otros nueve valientes, tuvo que regresar
antes de tiempo porque se les acabó el combus-
tible.
—Fue un caso de imponderable desgrasia.
—Sí, pobresito. Y en otra ocasión le mandó
220
una papaya envenenada, con tan poca fortuna que
se la comió el portero de su casa y fallesió entre
grandes estertores.
—Algún día lo conseguiré. El Obispo de mi
Iglesia dise que estoy predestinado para acabar
con el Anticristo. Por sierto, ¿es verdad que Felipe
Gonsáles quiere comprarse el Peñón de Gibraltar
para edificar en él una estansia de mármol como la
de Versalles? Como ven, mis hijos, todos los co-
munistas son iguales.
Moncho bostezó. Chuchuchuca bostezó, mi-
rándole lánguidamente. Poco más tarde, tras haber
ingerido un poco de carne empanada y más ron, se
retiraron a dormir. A Moncho y Titi les prepara-
ron un catre en la cocina.
Llevaba varias horas durmiendo a pierna suel-
ta, cuando a Moncho alguien le tocó el hombro
suavemente. Abrió los ojos y se encontró a Chu-
chuchuca en pie junto a su cama, con una vela en la
mano y un tentación color berenjena cubriéndola
mínimamente.
—Me gustasssss muuuuuucho —susurró—.
Podemos salir al patio trasero y allí me hases
una sesión de fotos para la portada de mi primer
disco.
—Lo siento —carraspeó Moncho, tratando de
no despertar a Titi el Amoroso, que roncaba a su
lado—, no tengo cargado el flash.
—Entonses —dijo la otra—, ¿mañana?
—Ya veremos. Perdona, pero tengo mucho
sueño. Ya hablaremos.
Titi el Amoroso suspiró y se abrazó a su cue-
llo. Chuchuchuca miró a los dos con odio.
221
—Se me hase que tienes algo más que el flash
descargado.
Dio media vuelta, y desapareció al otro lado de
la cortina. A Moncho le pareció escuchar sollozos
ahogados.
ENLOQUECIDAS GESTIONES
223
que se pusiera en contacto con ella lo antes posi-
ble. Luego llamó a Viceversa.
—Tengo algún que otro problema —le comu-
nicó, con voz temblorosa.
—Lo sé —dijo Viceversa—. Clavé me ha tele-
foneado, aunque no ha querido aclararme de qué
se trata. Espero que el libro no corra peligro.
—;¡Oh, no! La que está en apuros soy yo. Pero
no se preocupe, jefe. Actuaré tal como usted que-
rría que lo hiciera.
—Así lo espero. —Viceversa hizo una pausa—.
Si... si te pasa algo, nunca me perdonaré haber sido
yo quien te haya metido en esto. Aquí te echamos
de menos.
Virgen Santísima. Diana no tuvo palabras.
—S1 quieres, déjalo todo y vuélvete —añadió
Viceversa.
—¿No dice que le interesa el libro?
—Ya sabes cómo soy —dijo el otro, con ternu-
ra inusual—. Me interesa el libro pero prefiero que
no lo hagas. Si eso puede hacerte daño.
—NOo tema, jefe —dijo con orgullo—. Sé cui-
dar de mí misma.
Y colgó. No sabía por qué, pero parecía que el
jefe estaba blando. Sin tiempo a reflexionar sobre
ello, cogió de nuevo el auricular. Esta vez era la se-
cretaria de Carlos Iglesias, dándole una cita para
esa misma tarde. Se sintió orgullosa de su eficacia
y de nuevo sin saber qué ponerse. Optó por un
sencillo traje de chaqueta de hilo medio crudo,
ideal para entrevistarse con Hermanos Impor-
tantes.
El ex cirujano de mamas tenía su oficina en el
224
4500 de Biscayne Blvd., en un cuarto piso. La es-
calera se encontraba en obras. Su primera decep-
ción fue al entrar. Contaba con penetrar en una
grandiosa instalación, del estilo de la que disfruta-
ba Humphrey Bogart en Sabrina, pero el conjunto
era más bien cutre. Una sala de espera pequeña,
con una recepcionista jovencísima que no levanta-
ba cabeza del teléfono, un tresillo y una mesa que
no habían ganado ningún premio en una competi-
ción de diseño, y muchos pósters de Julio y discos
de oro enmarcados en las paredes. En la mesilla,
algunos ejemplares de People y de Billboard.
Esperó. Esperó, esperó y esperó. Finalmente
salió Carlos Iglesias —Diana le reconoció por ha-
berlo visto muchas veces en las revistas—, con la
mano extendida, una sonrisa close-up dirigida a
ella y una mirada furibunda dirigida a la recep-
cionista:
—¡Cómo se te ha ocurrido no recordármelo!
—bramó.
—Pero si usted me dijo... —inició la chica.
—¡Yo no te he dicho nada!
—Sí, sí, señor —musitó la otra, y corrió a incli-
narse de nuevo sobre la centralita telefónica.
Carlos acentuó todavía más su sonrisa.
—Por aquí, haz el favor de seguirme.
Y la condujo a lo largo de un angosto pasillo
que todavía resultaba más estrecho porque en él,
colocadas en fila, trabajaban cuatro mecanógrafas
que no dejaban de teclear en sus máquinas de es-
cribir.
—Éstas son mis colaboradoras —sonrió, cam-
pechano.
225
Diana reconoció a Silvia, la secretaria de Alfre-
do Fraile, que le envió una sonrisa de soslayo, sin
abandonar su trabajo.
Carlos la hizo entrar en un despacho bastante
amplio y bien amueblado.
—¿Y bien? ¿Por qué me andas buscando?
—Me han dicho que usted...
—¡Ah, lo del libro! —Sacudió la cabeza, como
embargado por una súbita pena—. Eso es imposi-
ble..., ¿cómo dices que te llamas?
—Diana Dial, para servirle.
—Lo del libro es imposible, Diana. —Tomó
un grueso dietario situado encima de su mesa—. Si
en este momento yo te contara...
Asumió un gesto de honda preocupación,
mesándose la amplia frente. Diana tuvo que reco-
nocer que era mejor parecido que su hermano, y
que bajo el lacoste azul cielo le sobresalían unos
pectorales de muy buen ver.
—S1i yo te contara —prosiguió el otro—, la
cantidad de editoriales que andan detrás de Julio
para publicar libros sobre él. Pagando millonadas
—añadió—. La misma Doubleday, sin ir más le-
jos. Ya sabes, la colección que dirige Jacqueline
Onassis.
—¡Oh!
za Julio se niega. No quiere que se metan en
su intimidad. No quiere tener a un escritor todo el
día al lado, enterándose de si toma o no zumo de
naranja para desayunar, desvelando todos sus se-
cretos.
—Pero yo quiero hacer un libro maravillo-
so, algo que refleje mi vieja y pertinaz admiración
226
por el cantante más extraordinario de todos los
tiempos.
—Lo sé, lo sé, Diana. Pero es imposible. Qué
más quisiera yo. Si por mí fuera, ahora mismo.
Porque yo, Diana, yo lo conozco todo sobre las
giras, los negocios, los discos.
—Pues cuéntemelo —pidió Diana, con muy
buen sentido.
—No, no. Julio no lo toleraría. Es Julio, ¿com-
prendes?, quien toma todas las decisiones. Es una
fiera, siempre está encima de todo, de las grabacio-
nes, de las giras, de todo en absoluto. No duerme,
pensando en su carrera.
—Pobrecillo.
La periodista comprendía el comportamiento
de su astro, pero al mismo tiempo no se resignaba
a fracasar.
—Piensa que a veces despierta a Ramón Arcu-
sa en plena noche porque se le ha ocurrido cam-
biar tal o cual arreglo, y tienen que irse todos al es-
tudio de grabación.
¡El ídolo que nunca duerme! Quiera Dios, pen-
só Diana, que no acabe igualito que Judy Garland.
—Julio no está para biografías. No quiere in-
tromisiones. Fíjate que, con el libro que Tico Me-
dina escribió sobre él, con su permiso, creo que se
titulaba Entre el cielo y el infierno, tuvo también
problemas, porque o bien Tico contó algo para lo
que no le había autorizado, o bien Julio se arrepin-
tió de haberse confiado. El caso es que, cuando la
biografía se publicó, mi hermano se pasó varios
meses desacreditándola por donde iba y diciendo a
la gente que no la comprara.
227
Hizo una pausa y sonrió:
—Sería una pena que con el tuyo ocurriera lo
mismo. Sería una pena que, siendo como somos,
tan amigos, si sacaras un libro se rompiera esta
gran amistad.
Diana Dial se estremeció. Primero, porque la
voz de Carlos Iglesias había sonado levemente
amenazante. Y, segundo, porque no quería De-
fraudar a Viceversa.
El hermanísimo se levantó, dando por conclui-
da la entrevista:
—Créeme, qué más quisiera yo que compla-
certe, pero no puedo. Trata de insistir con Julio.
—Se encogió de hombros—. Igual le da la ventole-
ra y accede.
Volvió a conducirla por el pasillo en donde las
cuatro chicas tecleaban como forzadas.
—Ven —dijo al llegar al vestíbulo—, quiero
enseñarte una cosa.
La introdujo en un pequeño cuarto lleno de
computadoras.
—Desde aquí lo controlamos todo. Estos cere-
bros registran las cartas que mi hermano recibe de
admiradoras de todos los confines del mundo, pi-
diéndole fotos, autógrafos, prendas íntimas... Ya
sabes.
—Es sensacional —se admiró la periodista.
—Contestamos a todas, complacemos a cada
una de sus «fans» —sonrió—. Cada petición co-
rrespondida supone la venta de un disco más.
¡Qué organización!, se dijo Diana, para sus
adentros.
—Hay una cosa todavía —exclamó la chica, re-
228
cordando lo del crecepelo—. Tengo una seria ad-
vertencia que hacerle a su hermano.
El otro la miró sin esconder su aburrimiento.
—Ya te he dicho que te pongas en contacto
con él. Yo soy un simple cirujano, un hombre que
se dedica a curar a los demás y que algún día vol-
veré a la medicina porque esto —hizo un amplio
gesto con las manos— no pertenece a mi mundo.
¡Pensar que hay quien dice que estoy robándole a
mi hermano!
Diana le consoló dándole golpecitos en el mus-
culoso y suculento antebrazo.
—La gente es muy injusta.
—Y tú que lo digas. Anda, trata de encontrar a
Julio y a ver si él te lo arregla.
De nuevo en Biscayne Blvd., con el ánimo por
los suelos, Diana Dial decidió que no debía des-
fondarse. Hacía un calor húmedo de todos los de-
monios. Esperó veinte minutos a que pasara un
taxi, lo tomó y le dio la dirección del teatro en
donde iba a celebrarse al día siguiente el Festival
de la OTI. El conductor la hizo atravesar una serie
de autopistas elevadas que parecían conducir al fin
del mundo. El cemento aplastaba la exuberante
vegetación que de vez en cuando pugnaba por re-
cuperar su esplendor de antaño.
—¿Nueva en la ciudad? —preguntó el taxista.
—Bastante —dijo ella, lacónica. Estaba de con-
ductores audaces hasta el moño.
—Mucho vicio aquí, en Miami.
Silencio por parte de Diana.
—Y mucha miseria —añadió su interlocutor—.
Desde que llegaron los cubanos del Mariel y empe-
229
zaron a reventar con la delincuencia y la heroína,
los grandes inversores latinoamericanos están lar-
gándose a otra parte. Esto ya no es lo que fue.
Más silencio.
—Yo mismo me las veo y me las deseo para sa-
lir adelante. Por cincuenta dólares la hora estoy
dispuesto a poner mi taxi a su servicio durante
todo el día.
Aun siendo ingenua, a Diana le pareció muy
caro, de modo que siguió manteniendo un prove-
choso mutismo. Viendo que persistía en sus trece,
él machacó:
—Soy padre de siete hijos y no sé cómo salir
adelante.
Ahora tratará de venderme, por lo menos, uno,
se dijo Diana. Pero el otro tenía miras más mo-
destas.
—¿Le importa que paremos en ese supermer-
cado y me compre a cuenta suya una botella de
vino? Del más barato, se lo juro. ¿Qué va a hacer
un taximetrista en crisis cuando llega a una casa
superpoblada, sino beber, beber hasta perder el
sentido?
Ablandada, Diana accedió. El chófer se com-
pró seis botellas:
—Perdone la audacia, pero estaban en oferta.
Diana pagó, y pensó que no hay mal que por
bien no venga: había conocido por dentro un su-
permercado de Miami, y eso siempre le aprove-
charía cuando tuviera que describirlo en una de
sus futuras Obras maestras literarias para la revista
Acaso.
Por último, el hombre la dejó frente a un edifi-
230
cio grande color de estuco, con columnas estilo Lo
que el viento se llevó y un frontispicio con guir-
naldas doradas y querubines rosas.
—Qué belleza —babeó Diana Dial.
—Sí, hip, aquí se celebran los grandes aconte-
cimientos artísticos del condado de Dale —co-
mentó el taxista, que a esas alturas había descor-
chado ya la primera botella.
Pagó y se apeó. El otro no olvidó entregarle
una de sus tarjetas.
—Por si me necesita. Estoy libre noche y día.
Le dio las gracias y se dirigió a la puerta princi-
pal. Estaba cerrada. Un guardián que merodeaba
cerca le dijo que la entrada de artistas estaba de-
trás. Una vez allí, se encontró con un cuerpo de se-
guridad de lo más infranqueable. De nada le sirvió
su carnet de Acaso.
—Se ensaya —le dijeron—. La prensa tiene
prohibido el paso.
Estaba a punto de enviarlo todo al diablo
cuando una voz surgida del interior, y que reco-
noció inmediatamente, gritó su nombre. ¡Lucas, el
de Almería! Su primer impulso fue darse a la fuga,
pero ya su manaza la aferraba por el hombro, pa-
sando por encima de uno de los vigilantes.
—NOo puede entrar —dijo éste.
—Pero yo sí puedo salir —replicó Lucas.
Y saltó a su lado.
—No puedes imaginar lo difícil que resulta pa-
sar al interior.
—Lo imagino perfectamente —dijo Diana,
muy seria porque estaba harta de tropezar con
obstáculos por todas partes, y también porque lo
231
último que deseaba en aquel momento era echarle
la vista encima a Semejante Traidor.
—Tienes cara de cabreo —dijo él.
Ella ni le contestó.
—Vamos a tomar algo.
La condujo hasta un barucho situado unos me-
tros más abajo. Una vez sentados ante una coca-
cola, empezó a largar:
—Tendrás que conseguir una acreditación es-
pecial si quieres asistir al festival, pero no creo que
te la den. Sólo permiten la entrada a la prensa local
y ala yanqui.
—¿Por un simple Festival de la OTI? —A Dia-
na le hubiera gustado no dirigirle la palabra, pero
necesitaba información.
—¿No estás enterada? —Al ver su cara de
palo, prosiguió—. Va a ser una cosa por todo lo
alto, con asistencia de Ronald Reagan, de su espo-
sa Nancy y de Margaret Thatcher. El festival se ce-
lebra a beneficio de la lucha contra la droga, y se
teme toda clase de atentados, tanto por parte de
los castristas como de los fabricantes de agujas hi-
podérmicas, que están que trinan. Sólo los emplea-
dos de los artistas podremos entrar. Yo estoy aquí
porque me han mandado traer el material de so-
nido.
Diana le contempló con desconfianza. ¿Sería
Lucas uno de los implicados en el complot?
—¿Sigue tan calvito? —preguntó.
—¿Quién?
—Julio, quién va a ser.
—Sí, cada día está peor. Y va a tener que hacer
algo, porque en el fin de fiesta actuará también El
232
Puma, y Julio no soporta verle con esa melena tan
frondosa.
—Pero... en los últimos días, ¿no ha iniciado
un nuevo tratamiento?
—Que yo sepa, no. La chica de turno le sigue
dando masajes con la loción habitual y luego le
pone rulos para ponerle el pelo más aparente en las
actuaciones.
«Quizá no se ha atrevido con el crecepelo de
Ignacio, O quizá —y este pensamiento la hirió
profundamente— no ha tenido confianza en algo
que yo le di.»
—Entonces —dijo Lucas, interrumpiendo sus
reflexiones—, si no has venido a cubrir la gala be-
néfica, ¿qué coño estás haciendo en Miami?
—Tengo que ver a Julio como sea. Es un asun-
to confidencial.
—Es por lo del libro, ¿no? Pues lo tienes cru-
do. El propio Julio ha dado orden de que no vuel-
vas a acercarte a él ni en pintura.
Diana reflexionó. El libro, ya, empezaba a im-
portarle un pimiento. ¡Lo que tenía que hacer era
impedir que Julio se pusiera el crecepelo! A saber
lo que Mayo del Altiplano y sus cómplices habían
metido dentro del frasco.
—Sólo sería un momentito. El tiempo justo
para decirle una cosa de vital importancia.
Lucas se puso a tamborilear con los dedos.
Luego preguntó:
—¿Escuchaste mis memorias?
—;¡Oh, sí! —fingió Diana—. Apasionantes.
—Menudo pájaro. ¿Tú crees que en la revista
me las comprarían?
233
—Bueno —en la cabeza de la periodista estaba
empezando a bullir una idea—, todo depende.
—¿De qué?
—De que me facilites el camino para acercar-
me a Julio.
—Imposible —dijo el otro. De repente, miró
su reloj de pulsera—. Es tarde, dónde mierda se
habrá metido esta tía.
—¿Qué tía?
—Mira, si te llevo a donde Julio me van a des-
pedir, y todavía no me conviene, hasta que la ven-
ta de las memorias se haya consumado. De forma
que espabílate por tu cuenta... ¡Ah! Aquí está.
Una rubia espectacular, de caderas cimbrean-
tes y pestañas que la precedían casi diez centíme-
tros entró en el bar haciendo volver la cabeza a la
clientela masculina.
Se acercó a Lucas, le echó los brazos al cuello y
se puso a morrearlo estrepitosamente. El alme-
riense utilizó varias servilletas de papel para qui-
tarse las marcas.
—Esta es Chuchuchuca, y ésta Diana Dial, pe-
riodista española —las presentó.
Chuchuchuca puso cara de pasmo.
—¿ Tienes cámara?
—¿Cómo, cámara?
—Sí, de haser fotos. —Y al negar Diana con la
cabeza, añadió—. Qué pena, con la nesesidad de
haserme con un buen dossier que tengo. Para en-
señar a los managers, sabes. No basta con poseer
una gran vosss.
Diana pensó que, como tuviera la voz como el
culo, le iba a bastar ponerse de perfil para que la
234
contrataran para la Scala de Milán. Al propio tiem-
po, la idea que había empezado a bullir en su men-
te hablando con Lucas fue sustituida por otra.
Miró a Chuchuchuca con aire de entendida y
dijo:
—Me recuerdas a Abbe Lane.
—¿Verdad? —se esponjó la otra.
—Y también un poquito a Dolly Parton.
—¡Ah! —Se volvió a Lucas—. Ya te dije que
Charitín es puro mondongo comparada conmigo.
Entre tanto, Diana había urdido rápidamente
su plan.
—Mira, Chuchuchuchuchuca...
—Sobran dos —interrumpió la otra.
—¿Dos qué?
—Dos chu.
—Bueno, perdona. El caso es que había pla-
neado comprarme un equipo fotográfico comple-
to aquí, en Miami. Como todo es tan barato.
Y, ahora que lo pienso, podría sacarte muchísimos
retratos para mi revista. A mi jefe le apasiona des-
cubrir talentos como el tuyo. Si te ve un empresa-
rio español es posible que te ofrezca un contrato
para actuar allí.
—¡Oh! —Le dio un codazo a Lucas—. ¡Qué
amigas tan importantes tienes!
Lucas se encogió de hombros. Mujeres.
—La pena —siguió Diana Dial, audazmente—
es que sólo dispongo de un rato antes de que em-
piece el festival. Mañana por la tarde.
Chuchuchuca dijo que eso carecía de impor-
tancia.
—Mgejor, así me tomarás vestida para mi inter-
235
vensión. Una pocholada de traje, ya verás, fucsia
con ribetes dorados.
Tras asegurarle que nada la complacería más
que fotografiarla así, Diana concertó una cita para
las 19 p.m., una hora antes de que se iniciara el fes-
tival, en un parque cercano al teatro.
Lucas seguía mirándolas con perplejidad.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer? —le pre-
guntó a Diana, en voz baja.
—Piensa en tus memorias, querido —le sonrió
ella—. Podríamos pagarte en dólares.
Y se levantó, tras abonar la cuenta.
—Quedaos, quedaos. Yo tengo un montón de
cosas que hacer.
CUANDO ELLAS SE ODIAN
237
—Debo ir, porque me han invitado los Reagan,
¿comprendes? Y una insinuación de los Reagan es
una orden para mí. ¿O por qué huevos crees que
ganamos en lo de las Malvinas?
—Está bien, está bien, querida —concilió su
marido, cogiendo al vuelo el puchero que ella le
había lanzado a la cabeza.
—El problema, a ver silo entiendes de una mal-
dita vez, es que no tengo qué ponerme. Mejor di-
cho, sí tengo. Poseo una colección de tailleurs y de
blusas con lacito al cuello que harían palidecer
de envidia a la mismísima Fabiola. Y un montón de
trajes de noche de tafetán que no necesito meterme
dentro para que caminen solos.
—¿Entonces::.?
—¡Esa anémica miserable! Cualquier trapito
que se ponga le sienta mejor que a mí.
Mr. Thatcher, que ya había colocado el cacha-
rro en la cocina, colgado el delantal en su sitio y
adoptado una sobria actitud de marido inglés fle-
mático, se acercó a su esposa y le dio suaves golpe-
citos en el hombro con la cazoleta vacía de su pipa.
—Pídele consejo a Lay Di. Ella ahtungb-
rrumghhhh.
El resto de la frase no pudo terminarlo porque
Maggie le había entachonado la pipa en la boca.
—Encima, cachondeo.
Se sentó, enfurruñada, en uno de los orejeros
de cretona que había tapizado él en sus horas li-
bres.
—¡Ya está! —Se levantó de golpe—. Tratándo-
se de una fiesta latina, en donde todo será cálido y
exuberante, debo aprovechar las armas de que dis-
238
fruto. Mis orondeces, mis caderas... Seré la envidia
de Nancy Reagan.
Descolgó el teléfono:
—Pónganme con el Covent Garden.
Su marido la miró, horrorizado. Ella sonrió,
con astucia. Tapando el micro con una mano, ex-
plicó:
—Creo que el modelo que luce Agnes Baltsa
en el último acto de Carmen me va que ni pintado.
Con unos arreglillos, eso sí.
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ELLOS SE LO PIERDEN
241
Titi y Moncho se incorporaron.
—Eres estupenda —dijo Moncho—. Te juro
que hoy mismo me hago arreglar el flash de la Ins-
tamatic.
—No es presiso. —Irguió orgullosamente los
poderosos rizos—. Ya tengo quién me hará las fo-
tos. Para una publicasión internasional interesada
en promosionar nuevos valoresssss.
—¿Qué sabes de Julio? —cortó Moncho.
—Llega mañana. Con el tiempo Justo para salir
al essenario y cantar. Ustedes entrarán conmigo y,
una vez allí, se las arreglan. A mí no me vengan
con pavadas porque estaré muy ocupada cuidando
de mi tenue.
Titi y Moncho trincaron sus respectivas invita-
ciones y las guardaron en el bolsillo trasero del
pantalón.
—¿Llamamos a Amancio? —preguntó Mon-
cho, que seguía considerando a Titi el cerebro de
todo aquello.
—Todavía no —ordenó Titi—. Además, le ve-
remos en el festival. Será el momento de pillarlo,
con los resultados en la mano.
Chuchuchuca, seductora, se sentó al lado de
Moncho.
—Déjame en paz —cortó el chulo.
—Jesús, qué carácter. Y yo que había pensado
convertirle en mi representante.
Titi el Amoroso cogió una de las botellas de
ron —vacía, evidentemente—, la golpeó contra el
canto de la mesa y colocó el gollete aristado, como
si se tratase de un puñal, en las narices de la mu-
chacha.
242
—Como sigas insinuándote a mi novio te voy
a poner la cara como para participar en la Olim-
píada de Minusválidos.
Ramiro se creyó obligado a intervenir.
—Dejen a la niña. Ha salido sorrona, como su
madre. —Se dirigió a ella—. Y tú, cállate o vas a es-
tropearlo todo.
—¡Me siento utilisada! —lloró—. Al fin y al
cabo, ¿quién canta aquí? ¿Quién va a triunfar en
Las Vegas dentro de un poquitín?
No le respondieron.
Al final, Chuchuchuca corrió a su habitación a
recomponerse las pestañas, que se le habían des-
colgado.
—Veinte años, y todavía no sabe lo que es la
vida —dictaminó Ramiro—. Es duro criar a una
puta, para un hombre solo. ¡Si su mamá no me hu-
biera abandonado por Ricardo Montalbán!
Los otros mantuvieron un comprensivo si-
lencio.
Cinco minutos después, la muchacha volvió a
aparecer, ya con todo en su sitio.
—¿Saben qué les digo? —rugió—. ¡Que uste-
des se lo pierden!
Miraba directamente a Moncho.
di <a A olradA
A Py LAS quás
245
DE UNO ES, CARAMBA, SÓLO UN ASISTENTE O UN ESPEC-
TADOR MÁS.»
246
Y otro:
247
Sacudió la cabeza y despertó de su divagación.
Hay que ser fuerte, eso también se lo había ense-
ñado Mayo. Así que telefoneó a Clavé y le explicó
cuáles eran los planes.
—Has actuado perfectamente —dijo Igna-
cio—. Estoy orgulloso de ti. :
Ultimaron los detalles, hecho lo cual se produ-
jo una pausa.
—¿Diana?
—¿Sí?
—Te encuentro un poco pocha.
—No es nada —mintió—. Estoy algo opacada.
—Nosotros vamos a ir a cenar a un restaurante
cubano. ¿Te añades?
Era lo último que le apetecía.
—No. Aprovecharé para descansar. Mañana
va a ser un día duro.
Pero no descansó. Telefoneó al taxista de los
siete hijos y le pidió que la llevara a dar una vuelta
por la ciudad.
AL ESTE DEL EDÉN
249
sorbo—. No quiero que me cuentes tu vida, no
quiero que hables, excepto que yo te lo pida,y
no quiero que me ofrezcas visitar ninguno de Es
antros que, estoy segura, piensas que me muero de
ganas por conocer. Sólo quiero que me hagas com-
pañía, que me escuches si me:da por hablar y que,
cuando esté tan borracha que no me pueda tener
en pie, me recojas y me devuelvas al hotel. Por si te
asalta algún pensamiento retorcido, debo decirte
que, antes de salir contigo, he dado tu nombre y
número de licencia al director del Everglades.
El otro la miraba, boquiabierto.
—De forma que no trates de raptarme para
utilizarme en un negocio de trata de blancas ni se
te ocurra desvalijarme. Sólo llevo encima tarjetas
de crédito, y también he dejado en el hotel una
carta pidiendo que las anulen si mañana por la ma-
ñana no he aparecido.
Pidió un segundo cóctel y lo apuró de un trago.
—Quiero bebeeeeer. Hasta hace quince minu-
tos yo era abstemia. Tienes delante la representa-
ción fidedigna de la abstinencia y la virtud. Hubiera
podido casarme con un mormón —añadió, som-
bría—. Pero todo eso acabó.
El taxista movió la cabeza conmiserativamente.
—Y no me mires así. No te pago para que me
mires ni para que me entiendas, ni para que me de-
jes de entender. Te pago para que me escuches.
Eructó, y en ese momento el maítre les indi-
có que su mesa estaba preparada. Les condujo has-
ta un jardincillo iluminado con farolas que imi-
taban las de Montmartre y en donde un acordeo-
nista se estorzaba para que La vie en rose no le
250
quedara en verde. La carta era breve, pero intensa:
—Soupe a Poignon, escargots fines herbes,
boeuf bourgignon, filet mignon y sóle meunier
—anunció el maítre, como quien recita la lista de
los premios Nobel—. Y patés, claro. Todo tipo de
patés.
—Y o no tengo hambre —dijo Diana—. Pero a
este buen hombre tráigale lo que quiera.
—¿La señora no tomará nada?
—Vino. Mucho vino. Del mejor.
—No la comprendo —musitó tímidamente el
taxista—. Primero me dijo que quería cenar bien, la
traigo al restaurante más chic de la ciudad y ahora...
—Mira, muchacho —le interrumpió Diana co-
locando su mano sobre la del otro—. No intentes
comprender nada. Todo es incomprensible. Yo
misma no soy ni sombra de la mujer que fui. Este
viaje que he hecho era la ilusión de mi vida. Por fin
conocer mundo, salir de las cuatro paredes de Aca-
so, que Viceversa confiara en mí, penetrar en los
más recónditos secretos del hombre de quien co-
lecciono todos los elepés... Pues bien, querido
amigo, tanto cambio no me sirve para nada.
Hablaba para sí misma, mientras iba apurando
una copa tras otra.
—Lo único que he conseguido es toparme con
tipos que me magrean o me dan por culo. En el
sentido literal de la palabra —puntualizó viva-
mente—. Gente que me engaña de una forma u
otra y que me deja abandonada.
Estaba al borde de las lágrimas.
—Y lo peor, lo peor de todo, es que ya no sé lo
que quiero.
251
Volvió a tomar la mano del taxista.
—Esto es sólo una licencia temporal, no te ha-
gas ilusiones —le aclaró—. Por cierto, ¿cómo has
dicho que te llamas?
—Recuerde la tarjeta: William Sánchez.
—Para mí serás Billy, Billy el de Miami, eso es.
—Siguió con su mano encima de la del otro—.
Pero esto no te da derecho a tratarme con confian-
za, ni siquiera a violarme. ¿Sabes una cosa? En mi
ciudad todo resulta mucho más fácil. Mi ciudad
está en un país del que aquí ni siquiera tenéis idea,
me he podido dar cuenta durante estos días. ¿Es-
paña? ¡Ah, sí, al lado de Chile! O en Argentina, o
en Panamá. Nadie sabe aquí qué es España.
Miró el fondo de la copa, melancólica.
—El vasco lo sabía. Y Mayo también. España
es un lugar en donde no puedes triunfar de verdad,
como Julio Iglesias. Pero todo es tan inofensivo,
tan pequeñito, al mismo tiempo. Haces así —soltó
la mano de Billy para abrir la suya hacia arriba,
como quien eleva un cuenco— y puedes abarcarlo.
El país, la gente. Y tú misma, tú misma estás ence-
rrada en el hueco de tu mano. Eso te produce as-
fixia, pero también te da tranquilidad.
Billy había dado cuenta de una sopa de cebolla
y un filete casi crudo, y ella se había echado al co-
leto dos botellas enteras de borgoña.
—¿Nos vamos? —propuso, con voz vacilan-
te—. Empiezo a estar hasta el coño de este sitio.
Salieron. Se tambaleaba, y Billy la sujetó por
los hombros.
—¿Cómo están tus hijos? —preguntó Diana.
—El mediano me cogió la meningitis pero dice
252
mi mujer que no me preocupe, que nuevamente
está embarazada y va a ser una alegría tener una
boca más en casa.
—No sabes cuánto lo celebro. ¿A dónde me
llevas ahora?
—Podríamos dar un paseo. Para que se des-
peje.
—¿Insinúas que estoy borracha? —se quejó.
Pero se dejó llevar. Billy la hizo sentarse a su
lado, y bajó completamente el cristal de la ventani-
lla. El aire, húmedo, caliente y pegajoso, le lamió
la cara y el cuello, convirtiendo su cabello en un
amasijo de algas.
—¿A dónde vamos?
—Estamos enfilando hacia la bahía.
—;¡OL, sí! Quiero mirar el mar, asomada a un
embarcadero.
—A quí, todos los embarcaderos son privados.
Pertenecen a los edificios de apartamentos cons-
truidos junto a Biscayne Bay, y sus dueños se re-
servan el derecho de admisión.
—¡Quiero ir a Indian Creek!
—¿La casa de Julio Iglesias? Está demasiado
lejos. Y, además, imposible acercarse. Dispone de
unas medidas de seguridad imponentes, incluidos
hombres rana. En cuanto asomáramos la nariz,
nos echarían los perros.
Diana calló, meditabunda.
—Pues quiero una copa.
—Eso ya es más fácil —accedió el otro—. La
llevaré a la Pequeña Habana. Pero será después.
De momento, vamos a Miami Beach.
Tomaron por una gran autopista que de repen-
253
te se convirtió en un puente sobre el océano. Cru-
zaron un pequeño territorio sólido —«Esto es Be-
lle Isle», la informó Billy—, un poco más de agua
y, de nuevo, tierra firme. El hombre condujo por
una serie de callejuelas empapadas en olor a salitre.
Desembocaron en una avenida mal iluminada.
—A quí está el cementerio blanco.
Cielos, pensó Diana. Otro adicto a la necrofi-
lia. Pensó en Mayo del Altiplano.
—Estamos en el inicio de Collins Avenue.
Aquí vienen a instalarse los jubilados de todo Es-
tados Unidos. Desde los más miserables hasta los
más ricos. Bueno, los verdaderamente millonarios
se retiran a Palm Beach. Pero ésos —sonrió—,
ésos no son viejos. Son privilegiados que cumplen
años en la residencia de verano que han utilizado
toda su vida.
Diana calló.
—Fíjese en los edificios. Ésta es la zona sur, y
aquí se encuentran las pensiones baratas, los hote-
les a donde vienen a esperar la muerte quienes co-
bran las jubilaciones más bajas. Luego, poco a
poco, peldaño a peldaño, según asciende la nume-
ración, aumenta la categoría, hasta llegar a los pa-
lacetes privados del otro extremo.
Aparcaron el coche y se apearon. La calle olía a
verduras podridas y a leche infantil. A través de al-
gunas construcciones que ni en la oscuridad po-
dían ocultar su deterioro, llegaban ruidos de tele-
visión y algunos gemidos desafinados.
—¡Maldita sea! —se oyó claramente una voz
cascada—. Te voy a ganar, Johnny Darrett, aun-
que sea lo último que haga en mi vida.
254
Le respondió una estruendosa tos.
Hacía mucho calor, pero Diana Dial temblaba.
Caminaron en silencio calle arriba, Billy llevándo-
la suave pero firmemente del codo.
—Mire las esquinas —observó—. Los gabine-
tes de dentistas florecen como hijos de puta. Es el
gran negocio de Miami Beach, fabricar prótesis
dentales. Aunque en antros como éste —señaló el
que acababan de sobrepasar— malviven viejos tan
arrastrados que no tienen con qué arreglarse la
dentadura. ¿Sabe usted qué comen? Papillas para
bebé.
—¿Potitos? Anda la hostia.
—Tendría que verles por la mañana, en el su-
permercado. Empujando un carro vacío en el que
se bambolean los tarros de puré. Suelen preferir la
carne con verduras. Alimenta más.
Diana se apoyó contra la pared y vomitó.
—¿Está mareada? —preguntó Billy, clarivi-
dente.
—Es porque no me das más de beber —res-
pondió, entre arcadas.
Billy le puso la mano en la nuca mientras Dia-
na echaba hasta la guinda de los cócteles.
—Vámonos ahora mismo a un sitio como no
ha visto otro en su vida.
—Eso —dijo Diana, hipando—. Un sitio que
no me recuerde nada.
Caminaron a trompicones —Billy, aunque lo
llevaba mejor, tampoco era un monumento a la so-
briedad— hacia el coche. En una esquina tropeza-
ron con varios cubos de basuras, y unas voces in-
dignadas se alzaron hasta ellos.
255
—¿Se puede saber qué están haciendo? —Un
vejete emergió entre los cubos, tratando de abro-
charse la bragueta.
A su lado, una anciana octogenaria aplaudía
con los pechos y sonreía de oreja a oreja.
—¿No les da vergúenza? —Billy estaba furio-
so—. Á sus años...
—¿Qué pasa, joven? —preguntó el viejo—. ¿O
es que también usted cree esas patrañas de que no
existe el sexo en la tercera edad?
En el coche, Diana Dial se echó a llorar des-
consoladamente.
—¿Quién cuidará de mí cuando sea vieja?
—moqueó—. No tengo a nadie, a nadie. ¡A na-
dieeeeece!
Sacó la cabeza por la ventanilla:
—;¡Sólo tengo taxistaaaaaaas! —bramó.
Billy le pasó el brazo derecho por los hom-
bros.
—Sé quién es Lady Di, sé lo que hay que hacer
para quitarse las ojeras un par de horas después de
una noche de juerga, sé a qué edad conviene ope-
rar a un niño de fimosis, las mascarillas de albari-
coque no tienen secretos para mí y no ignoro
cuánto cobraban los duques de Windsor por asis-
tir a una fiesta con o sin caniches. ¡Pero no es sufi-
ciente! Estoy sola, y nadie me meterá mano cuan-
do tenga ochenta años y los pechos me lleguen a
las caderas.
—S1 es por eso, no se preocupe. Yo tengo siete
hijos —bueno, creo que serán ocho—, y la pers-
pectiva de envejecer tampoco me enloquece.
—Lo jodido —Diana tomó la mano de él que
256
descansaba sobre su hombro y tiró lo necesario
para secarse los mocos con su manga— es que una
Tampoco es feliz Ahora.
Agitó la cabeza.
—Viceversa cuidará de mí. Viceversa es un
gran hombre, ¿sabes? Es mi jefe. Ha construido
un imperio de la nada. Y me quiere. Yo sé que me
quiere. Es la bruja de su mujer, que lo tiene en un
puño. Mide metro setenta, pesa cincuenta y dos
kilos, tiene los ojos verdes y el pelo rubio natural.
—¿Quién, Viceversa?
—No0, la bruja. Algunas lo tienen fácil con los
encantamientos.
Callaron durante un buen trecho. Dejaron
atrás Miami Beach y se internaron en el Down-
town. De repente, el aire se llenó de sonidos: mú-
sica, charlas pendencieras, grititos.
—Quiero beber —insistió Diana—. Y vicio.
Mucho vicio.
Después de dar varias vueltas por callejuelas en
donde la gente se arracimaba como en un merca-
do, Billy metió el coche en un cul-de-sac, quitó el
contacto y atrancó el volante con una barra.
—NOo sirve de nada —comentó—. Estos son
capaces de llevárselo a cuestas.
Diana intentó salir por sí misma, pero se hizo
un lío con la puerta y tuvo que pedir ayuda. Pa-
cientemente, Billy la colocó otra vez en el asien-
to, dio la vuelta y la ayudó a salir miembro a
miembro.
—Admiro tu sentido práctico —le dijo, since-
ramente, la periodista—. Lo que no entiendo es
por qué no lo utilizas para comprar condones.
257
—Mi señora es una ferviente seguidora de Juan
Pablo II.
—No me digas más. ¿Y por qué no se lo folla
a él?
Desde el cul-de-sac se desembocaba en una ca-
lle no mucho más ancha, sin asfaltar, cuajada de lu-
minosos que proporcionaban un aire de ensueño a
los edificios bajos.
—Prepárese para lo que va a ver.
—Estás listo si crees que a estas alturas todavía
hay algo que puede sorprenderme.
La hizo entrar a un inmueble discreto, sin neo-
nes en la puerta. Tan sólo una pequeña placa reza-
ba: «Guardería La Mamá de Bambi.»
—Oye, tío, que he pedido vicio.
—A eso vamos.
Dentro sonaba música bastante ale ¡Y nada
menos que «De niña a mujer», por el incompara-
ble Julio Iglesias! Una jovencita cubierta con una
bata escolar rayada les sonrió:
—¿Algo para el guardarropía?
Siguieron adelante por un pasillo estrecho, al
final del cual fueron a dar a una gran sala amuebla-
da como un jardín de infancia: parquecitos de ma-
dera, andadores, juegos manuales derramados en
el suelo, monigotes de Walt Disney pintados en las
paredes. Un globo terráqueo con una bombilla
dentro servía de lámpara en un rincón.
Apareció otra muchachita vestida como la de
la entrada.
—Una botella de whisky y dos vasos —pidió
Billy, al tiempo que conducía a Diana hasta unos
asientos cuyos respaldos eran Pluto y Popeye.
258
La periodista se dejó caer contra uno de los dos
héroes de su infancia y se despatarró.
—Uf, que tajada. Pensar que podía haber Em-
pezado a Beber mucho antes.
La chica de uniforme reapareció, portando en
una bandeja un gran biberón y dos tacitas.
—¿Queréis elegir ya?
—Sólo venimos a mirar —dijo Billy—. Aquí,
la señora no está acostumbrada.
Diana le dirigió una mirada furibunda.
—Por mí, que empiece la orgía. No estoy para
leches —agregó, mirando con odio el biberón.
Para su sorpresa, el artefacto contenía etílico
salvaje.
—Como se derrame en la moqueta —murmu-
ró Diana, tras el primer sorbo— ni todos los bom-
beros del estado de Florida evitarán que esto arda
como el infierno.
La chica del uniforme había hecho mutis, pe-
ro en pocos segundos volvió a entrar, seguida de
una fila de niños que se cogían por atrás como si
fueran a bailar la conga. También ellos llevaban
uniforme.
—¿No quería vicio? —dijo Billy—. Pues cual-
quiera de estos chavales se lo puede proporcionar.
—¡Cáspita! —gritó Diana Dial, poniéndose en
pie, lívida.
—Tranquila, por favor, no dé el espectáculo.
—Perdona, prenda. El espectáculo lo están
dando ellos.
—El tercero de la derecha es hijo mío. ¿O
cómo demonios cree que conseguimos llegar a fin
de mes?
259
—¡Basta! —dijo Diana, horrorizada—. ¡Esto
es una pesadilla! ¡Esto es...! ¡Oh, esto es Deprava-
ción!
Y salió corriendo, sin dar tiempo a que Billy el
de Miami la siguiera.
¡YO, CON UN TRAVESTÍ!
261
quedaba un recurso: caminar en la noche, sin faro
ni luz, sin destino, como perro callejero, como
barca sin barquero, que rezaba una vieja canción.
Caminar hasta el amanecer y luego, quizá, arrojar-
se al Sena. Como Anastasia, la hija del zar.
Y caminó. Haciendo alguna que otra paradita,
eso sí, para tomarse una copichuela. Un ron aquí,
un whisky allá, un tequila acullá. Un par de horas
después —¡y aún no amanecía!—, Diana Dial
arrastraba tal cogorza que el médico de La diligen-
cia era, a su lado, el que toca los platillos en el Ejér-
cito de Salvación en Broadway esquina 42th St.
Eran aproximadamente las cuatro de la madru-
gada cuando decidió —o más bien lo decidió su
cuerpo por ella— apoyarse contra un elemento
aparentemente sólido: una puerta. Pero resultó
que era de vaivén y que daba a un apestoso local
del que salía una música caliente, caribeña, arro-
pando la voz más ronca e inconfundible que Diana
Dial había escuchado nunca:
.. in Southamerican wa)...
262
sus pechos tentadores, la estrecha cinturay las
piernas largas y redondeadas. Con la indlvicable
sonrisa de tener, pese a todo, Fe en la Vida.
Mayo del Altiplano chupaba toda la luz de un
foco y a Diana Dial, en ese momento, Jesucristo
Superstar en persona no le hubiera producido me-
jor impresión.
—Estás guapísimo de Gilda —le dijo, ya en el
camerino, mientras Mayo se quitaba las pestañas y
otros aditamentos de su caracterización.
Aparecieron el cabello negro, corto y encres-
pado, las cejas fuertes y las espinillas grasientas en
la nariz. Y la mirada, que en esta ocasión estaba
cargada de vergúenza.
Mayo escondió la cara entre las manos, apoya-
da en el lavabo que le servía de tocador. Sus fuertes
hombros se sacudían: estaba llorando. Diana Dial
le abrazó. Hundió la frente en el pelo de Mayo. De
repente, las dos levantaron la cabeza y se miraron
en el espejo. Estaban feísimas, pero eso no las sor-
prendió. Se hallaban demasiado abrumadas por la
maravilla de contemplarse de cerca y de ver cómo
Diana tomaba el rostro de Mayo entre sus manos
y acercaba sus labios a los suyos, y los besaba, sí,
los besaba.
Poniendo un sentimiento que, francamente,
Nunca Hubiera Creído Poseer.
—Me he portado contigo como una guarra
—dijo Mayo.
Diana no dijo nada. Le pinzó la lengua con los
labios e hizo lo que pudo para trasegarla hasta su
corazón.
El camerino era estrecho e incómodo, pero no
263
lo notaron. La moqueta estaba llena de manchas,
de quemaduras de cigarrillos, de incrustaciones
añejas que habían sobrevivido a cuantos habían
ocupado la habitación y que también las sobrevi-
virían a ellas. Pero ni Mayo ni Diana hicieron
caso... Limpio o sucio, perfumado o maloliente, el
suelo las acogía, las mecía, las danzaba.
Bajo el cuerpo protector de Mayo, Diana Dial
sonrió.
—S1 me viera Viceversa —dijo, antes de que su
amiga volviera a acallarla a besos.
—Tus pechos son mis pechos, tu polla es mi
polla —dijo, aprovechando otra pausa.
Mayo hundió la cabeza en su hombro y siguió
moviéndose despacio. Diana iba a comentar algo
más, pero la otra le sopló al oído: «Anda, ya habla-
remos luego.»
Fue así como Diana Dial, en un antro de Mia-
mi, Florida, con un pedazo de travestón como una
casa metido dentro, sintió como un galope de pu-
rasangres subiéndole por la columna vertebral
hasta desbocarse en su nuca al tiempo que el pal-
mo de su cuerpo que más cerca tenía a Mayo del
Altiplano se le rompía en cristales de colores.
—Hay que impedir que Julio se ponga el cre-
cepelo —dijo Mayo inmediatamente después— o
le puede pasar una desgracia de la que te culparán
a tl.
—Por Dios, Mayo —mimoseó Diana—. ¿No
podrías ser más romántico?
RECUPERANDO EL TIEMPO PERDIDO
265
unos días y entregárselo a Enrico. Ya sabes, el
que arregla muertos. Él también es amigo de Ma-
ría, trabajó de chapero para ella durante muchos
años. Tenía instrucciones suyas, y yo no quise en-
terarme de cuáles eran. Cuanto más te iba cono-
ciendo, más me arrepentía de haberme metido en
el asunto. Ahora lamento no haber sido más cu-
riosa. Por lo menos, te resultaría de utilidad saber
qué es lo que quieren.
—Según Ignacio —dijo Diana—, van a por Ju-
lio sirviéndose de mí.
—Eso está bastante claro, cariño. La pregunta
es por qué y a beneficio de quién. Y, sobre todo,
qué demonios metió Enrico en la dichosa bote-
llita.
Se dio una palmada en la frente y saltó de la
cama.
— ¡Seré burro! —exclamó, desnudo en medio
de la habitación—. ¡Voy a telefonearle!
Se puso una bata y salió como una exhalación.
Diana removió su cuerpo hasta ocupar la cáli-
da huella que Mayo acababa de dejar en el lecho.
No quería pensar. Desde que se había producido
el Reencuentro, Diana Dial se había limitado a
sentir. ¡Ella, Sintiendo! Todo aquello nada tenía
que ver con los folios escritos para Acaso. Nada te-
nía que ver con nada. La sensación de no ser ex-
tranjera, de ocupar finalmente un lugar reservado
especialmente para ella, un territorio sobre el que
reinar.
Lamentablemente, tampoco tenía que ver con
las canciones de Julio Iglesias, y esto sí que le pare-
ció una herejía. ¿O sería, quizá, lo suyo con Mayo
266
del Altiplano, algo más parecido a lo que daban a
entender las canciones preferidas del vasco?
Por fortuna, Mayo entró en ese momento, sa-
cándola de sus Tremendas Reflexiones.
—¡Ya está! —gritó, alborozado—. Enrico
tampoco tiene puñetera idea de quiénes están in-
volucrados en el complot, pero dice que en el fras-
co ha metido un peligroso líquido arrasador de ca-
belleras y que la cosa está relacionada con El
Puma.
—¡El Puma! —bramó Diana, incorporándo-
se—. ¡Ese indio!
—Pues perdona, hija —dijo Mayo, metiéndose
en la cama—, pero cuando canta Boomerang mo-
viendo las caderas me pone de lo más cachondo.
Diana pensó que algún día tendría que situar a
Mayo ante la alternativa de elegir entre ellos o ella,
pero cierta astucia de mujer aprendida a lo largo
de los años la llevó a silenciar la disyuntiva, por el
momento.
—De modo que El Puma está detrás de todo
esto.
—NOo sabría decírtelo con seguridad —musitó
Mayo, metiéndole la lengua en la oreja—, pero eso
le parece a Enrico. En cualquier caso, hay que im-
pedir que tu Julio se ponga el crecepelo. Se va a
quedar hecho un Cristo.
Diana no quería ni pensarlo. Por el momento,
les quedaban varias horas hasta la cita con Chu-
chuchuca en el parque. Se lo había contado a
Mayo, y éste le había dicho: «Te acompañaré. Me
siento responsable, nunca más voy a dejarte sola.»
Se dejó lamer por su amiga y luego, con auda-
267
cia recién adquirida, la lameteó a su vez. Los cami-
nos del Señor son inenarrables, pensó.
—Mayo.
—¿Qué?
—¿Tú crees que esto nuestro tiene futuro?
Mayo la tomó enérgicamente entre sus brazos
y la miró a los ojos.
—Te juro que nunca me operaré,
Diana sonrió y se entregó de nuevo a un Mar
de Sensaciones.
ANSIEDAD EN TORNO A LA ESTRELLA
269
—Por principios, claro —dijo el ama de lla-
ves—. El señorito sería incapaz de llevar un solo
pelo que no fuera suyo.
—A saber lo que trasplantan por ahí —comen-
tó la cocinera—. Cabellos de monja, o de muertos,
que viene a ser lo mismo.
Se santiguó.
—Está sufriendo mucho —añadió—. Y siem-
pre igual, por una cosa de beneficencia.
—Es que él es tan bueno... Se presta a estos
festivales, y luego pasa lo que pasa.
—¿Le llevas la comida tú o se la sirvo yo?
—Deja, yo misma. Aunque igual me la tira a la
cara. Está encerrado completamente y no para de
ver vídeos de Yul Brynner.
—Pobre... Es para irse haciendo a la idea.
TODO A PUNTO
271
Diana dijo:
—¿Y eso qué significa?
—Pues que tiene un lado muy de artista, pero
al mismo tiempo con una gran inseguridad, y lue-
go tiene otro muy práctico aunque un poco borde.
Informó Clavé. Y siguió:
—Neptuno hace que esté dudando siempre,
pero Marte le da muchísima marcha.
—¿Afortunada en el amor? —preguntó Mayo.
—NI fú ni fa. Aunque se va arreglando con el
paso de los años.
Mayo y Diana se miraron, embelesadas, y por
debajo de la mesa se cogieron la mano.
Estaban en una cafetería de Coral Gables, fal-
taba sólo una hora para la cita con Chuchuchuca
en el parque y los ánimos se hallaban algo alte-
rados.
En el momento en que Diana Dial —recién
convertida al alcoholismo, como es sabido— se
llevaba a los labios un segundo daikiri, Ignacio
Clavé consultó el reloj y soltó la bomba:
—S1, una vez más, Iberia no nos ha hecho la
puñeta, dentro de cinco minutos entrará por esa
puerta Luis Brunet, nuestro amado jefe, también
conocido como Viceversa.
Diana Dial se atragantó.
—¡Mi jefe! —gritó, congestionada.
—Él, en persona —confirmó Ignacio—. Me
llamó para decirme que volaba hacia Miami con
urgencia. Y me contó no sé qué historia que, la
verdad, no entendí. Algo acerca de ti, Las Vegas y
su señora esposa.
—;¡Oh, no!
272
Mayo golpeó con suave energía la espalda de
Diana para ayudarla a sacar los cristalitos de la
copa que acababa de masticar, en su delirio.
—¡No puede ser! —Diana Dial aferró a Igna-
cio con las dos manos—. Oh, tú, que conoces el
futuro, ¿por ventura sabes si viene por mí?
—Soy inocente. Pero puedes preguntárselo a
él. Ahí le tienes.
En efecto, Viceversa entraba en ese momento
en la cafetería. Tras una mirada circular que pare-
cía cuadrada, les localizó y sonrió ampliamente.
—Pero, jefe, ¡usted en Miami! —exclamó la
periodista.
—Siempre quise conocer California —res-
pondió él—. Tengo que hablar contigo, Diana.
A solas.
—Jefe, ahora no podemos —se angustió la mu-
chacha—. La felicidad de Julio Iglesias depende de
cómo actuemos en los próximos minutos. Quién
sabe si una fecunda carrera de éxitos internaciona-
les no va a quedar frustrada al menor descuido por
nuestra parte.
—Me importa un pimiento Julio Iglesias —dijo
Viceversa.
—Pero, jefe, si es quien más portadas vende de
la revista Acaso.
—Me importa un pito la revista Acaso. —Y
alargó hacia ella una mano implacable.
—Pero, jefe, sin la revista Acaso no podría us-
ted comprarle abrigos de leopardo a su mujer.
—Me importa un rábano mi mujer.
Y la mano implacable del jefe seguía agarrando
su izquierda.
273
—¡Oh! —exclamó Diana Dial en su mejor es-
tilo.
La verdad desnuda se hizo evidente. El jefe, fi-
nalmente, había comprendido que ella era mucho
mejor que la otra, aunque pareciera más bajita y
entrada en carnes y su pelo rubio no fuera del todo
natural. Tantos años cerca de él, amándole en si-
lencio, compartiendo sus triunfos y sus fracasos,
negándose a pedirle aumento de sueldo para no
ofenderle, tantos años de Abnegada Entrega, ¡ha-
bían dado su fruto! Se esponjó: todo lo que el con-
sultorio de la revista Acaso aconsejaba daba resul-
tado.
Miró a Viceversa con ojos lánguidos y dijo:
—Jefe, ¿se da cuenta de que somos la prueba
viviente de que las revistas del corazón no mienten
nunca?
—Llámame Luis. En cuanto resolvamos el
asunto de Julio Iglesias iremos a Las Vegas y nos
casaremos como en Dinastía.
Los otros, que hasta el momento habían per-
manecido mudos, empezaron a reaccionar:
—¡Os tenemos que hacer el horóscopo! —gri-
taron Rafa y Guille, al unísono.
—Siempre supe que acabarías siendo mi jefe
—dijo Ignacio, besándola en ambas mejillas.
—Me cago en la puta madre que te parió —si-
labeó Mayo del Altiplano.
Diana Dial sonrió dulcemente y se colocó en
su sitio un rizo del flequillo.
—Luis, te presento a Mayo del Altiplano, la
persona que más ha hecho por mí en los últimos
treinta y dos años.
274
Se volvió a Mayo y, sin que Viceversa la viera,
le guiñó un ojo.
—El vestido de dama de honor, ¿lo prefieres
rosa o azul?
a Titan
¡3%
ES LS
e
DO Pa
K
PÁNICO EN BISCAYNE PARK
277
—Cálmense, mis hijos —terció Ramiro—. Van
a conseguir arruinarme el que puede ser el día más
felís de mi vida, descontando aquel en que consiga
la dicha de dar muerte a Fidel con estas mis pro-
pias manos. :
Frenaron frente a una entrada secundaria a
Biscayne Park, salieron del coche y se encamina-
ron hacia el follaje.
—_La sita es junto a la estatua de Simón Bolívar
—andicó Chuchuchuca.
—¿Cuál de ellas, m'hijita?
—La que está de cuerpo entero.
—¿Con o sin caballo, m'hijita?
—Sin, papasito.
—¿Con el sable amenasante o prudentemente
enfundado?
—Enfundado, papasito, y dirigiendo los desti-
nos de las Américas.
—Entonses, es por aquí.
Y Ramiro dirigió sus pasos hasta el punto de
encuentro. Todavía faltaba un buen rato para el
atardecer, pero las plantas ya se dilataban con esa
apabullante ebriedad que suelen desarrollar du-
rante la noche.
Los mosquitos, a manadas, efectuaban impeca-
bles vuelos rasantes. Chuchuchuca sonrió, viendo
cómo Titi el Amoroso y Moncho se rascaban con
fruición las picaduras.
—Mañana estarán ustedes llenosss de pústulas
—manifestó la chica, con patente satisfacción—.
Mi papasito y yo, previsoramente, nos hemos un-
tado con una pósima infalible utilisada ya por los
indios semínolas en el siglo xvn.
278
Y le dio un codazo de complicidad a su padre.
Ramiro, mirando el reloj, comentó:
—Se me hase que se retrasan. ¿Se habrán equi-
vocado de Bolívar?
Pasaron los minutos, el silencio se espesaba y
los mosquitos cada vez estaban mejor organi-
zados.
—Lo que hay que hacer para salir de la puta mi-
seria —comentó Moncho, dándole un sopapo a
Titi que aplastó varios cientos de dípteros y le dejó
al Amoroso el carrillo derecho en estado lamen-
table.
—¿Y si nos fuéramos? —insinuó Titi, pero
Chuchuchuca insertó en él unas pupilas asesinas.
Mientras el grupo permanecía montando guar-
dia junto a la estatua, Diana Dial encabezaba la ex-
pedición que se proponía velar por la seguridad de
Julio Iglesias y reivindicar las cualidades del Cre-
cepelo Clavé. Junto a la muchacha iba Viceversa,
que aprovechaba para meterle mano en cuanto pa-
saban bajo un ficus gigante, lo que ocurría con fre-
cuencia. Detrás iban Rafa y Guille, armados con
bates de béisbol, y Mayo del Altiplano les seguía,
provista de una gran peineta a modo de guadaña.
Ignacio cerraba la comitiva, llevando una bolsa de
plástico en una mano.
—Menos mal que nos hemos frotado con acel-
te anti-insectos —dijo Rafa.
—Ssssssssst —Intervino Diana—. Según mis
informes, nos estamos aproximando.
Se detuvieron en un pequeño claro rodeado de
orquídeas silvestres.
—Lástima que no haya tiempo para hacerte un
279
ramo —dijo Viceversa, contemplando a Diana con
entusiasmo.
Sacó un pequeño dictáfono del bolsillo y le
murmuró: «Recordar enviar dos docenas de or-
quídeas de las mejores a Encarna Alférez, alias
Diana Dial, señora de Brunet.» Luego lo guardó y
volvió a dedicar toda su atención a su subordinada
y futura esposa.
Tomó la palabra Clavé.
—Voy a acercarme al escenario de la acción y
miraré a través de la espesura. Enseguida vuelvo.
Rafa, cógeme la bolsa.
Reapareció segundos más tarde, rojo de ira:
—;¡ Están! ¡Ya lo creo que están! Como incau-
tos ratones, olisqueando el queso. ¿Y sabes quién
acompaña a tu Chuchuloquesea? —se dirigía a
Diana—. ¡Titi el Amoroso! ¡El muy maricón! ¡Y
con él el chulo que puso en peligro mi vida y me
arrancó el secreto del crecepelo!
—¡Cielo santo! —exclamó Diana—. Ahora lo
comprendo todo.
—Pues yo no —dijo Viceversa—. A ver, que
alguien me prepare un rapport por triplicado y se
lo mande a mi secretaria.
Diana le apaciguó con un beso.
—Luego te lo contaremos, cielo.
Miró a Ignacio Clavé:
—Es muy sencillo —explicó—. La vieja devo-
ción de Titi el Amoroso por El Puma... Nunca de-
bimos fiarnos de él.
—¿Y el chulo? —preguntó Ignacio.
—Debe de ser su novio. Digo yo. ¿Hay al-
guien más con ellos?
280
—Sí, un viejo en guayabera que se parece a Cé-
sar Romero en una película antigua.
—Sin duda, el padre de Chuchuchuca. Pero
ahora, escuchad.
Todos se arracimaron en torno a ella. Diana
Dial, por fin Segura de Sí Misma, les dio las últi-
mas instrucciones.
—¡¿Qué pasa aquí?!
Ramiro no tuvo tiempo de pronunciar ninguna
otra frase. Guille le dejó fuera de combate de un
golpe en la nuca, mientras Diana se lanzaba contra
Chuchuchuca con un pañuelo empapado en clo-
roformo y se lo metía en la boca.
Rafa, entre tanto, se hacía fácilmente con Titi el
Amoroso y, en el mejor estilo boa constrictor,
conseguía dejarlo inconsciente por estrangula-
miento casi mortal. Ignacio Clavé se reservó para
Moncho.
—¡Soy un científico! —gritó, al tiempo que le
hundía en el cuello una jeringuilla indescifrable y
el otro se quedaba frito.
—¡Uf! —dijo Viceversa, que se había limitado
a contemplar el asunto—. Qué aventuras le ocu-
rren a uno en cuanto abandona la sobriedad de su
despacho.
Rápidamente, Diana despojó a Chuchuchuca
de su vestido fucsia con ribetes de oro y se lo puso.
Ignacio abrió la bolsa y, de su interior, surgió dili-
gente Mabel, llevando entre los dientes una peluca
idéntica a la melena de la miameña. Diana se la en-
cajó y la perra movió alegremente el rabo.
—Angelito —comentó Ignacio—. Le gustas.
Cree que también eres una perra.
281
—Guau, guau —se extasiaba Mabel, sacudien-
do a su vez la cabellera.
—Pensar que Julio Iglesias no pueda disfrutar
de esta hermosura —se lamentó Clavé, admirando
los prodigiosos resultados de su crecepelo.
—¡No hay tiempo que perder! —urgió Diana
Dial—. Registradles.
Se arrojaron como locos sobre los despojos de
sus enemigos y les arrebataron las credenciales.
—¡Cinco invitaciones como cinco soles! Me-
jor dicho, cuatro, y mi acreditación de cantante in-
vitada. Mierda, nos falta una —dijo Diana, con-
tando con los dedos.
—No —intervino Rafa—. Guille y yo nos
quedaremos en el coche, en la puerta, por si tene-
mos que salir zumbando.
—¡Entonces sobra una! —gritó Diana, triun-
fante.
—A lo mejor, en reventa, nos sacamos una
pasta —insinuó Viceversa.
Diana Dial hizo caso omiso del cóté capitalista
de su jefe y reciente prometido a la vez.
—¡Vamos! —rugió—. ¡Al festival de la OTI!
La falsa melena le ondeaba al viento dándole el
aspecto de una amazona. Viceversa y Mayo del
Altiplano, que había presenciado toda la escena
abrazada a un tilo y empapada en llanto, sin fuer-
zas para intervenir, la envolvieron en tórridas mi-
radas.
TENSA ESPERA
283
El portero del teatro se dobló en dos al paso de
la primera ministra británica, y en alguna parte
empezó a sonar el Good save the Queen.
284
—Pero, bueno, ¿qué coño te pasa? —preguntó
Diana Dial.
—Siento que voy a perderte. ¡Lo siento! —so-
llozó Mayo del Altiplano, dándose golpes contra
las tetas de silicona.
—No seas boba. Tú y yo estamos empezando
a saber lo que son los hombres.
285
—En Florida, señor presidente.
—¿Cómo dice?
—;¡Floridaaaaaaaaa! —bramaron los guardaes-
paldas.
—Chissssssst —advirtió la Thatcher—. Y há-
ganme sitio, para que cubra el palco con el man-
tón. A ver si Huuuuuuulio me brinda algo.
286
—Quiero decir que probar no cuesta nada.
—Está bien. ¿Dónde lo tienes?
—He mandado a Lucas a buscarlo. No tardará.
Por fortuna, lo guardaba en el equipaje.
El ídolo internacional se recostó en el sillón.
—Que nadie haga ruido —advirtió el jefe de
prensa—. Está relajándose.
- A
ST
Ñ
$4
EL CANTAR DE LOS CANTARES
(SONG OF SONGS)
289
—Y en voz bajísima, que sólo Diana pudo oír—:
Tienes que acercarte a Julio. Su camerino está al
otro lado del pasillo, pintado de azul. ¡Tienes que
hacerlo! ¡Sólo Dios sabe si conseguiremos evitar
una catástrofe!
Pero el empleado tiraba de tn y ésta se vio
arrastrada al escenario. Sin poder evitarlo, se dejó
llevar por la magia del momento. El público, que
había escuchado ya las intervenciones de todos los
países de América Latina más la graciosa actuación
de un tal José Luis Perales en nombre de España,
pedía más.
Diana avanzó hacia el centro del escenario,
adornado con flores y frutas tropicales.
—Tchín, tchán —hizo la orquesta.
Paralizada, la periodista se llevó la mano a la
garganta. Intentó cantar algo. Glub, scronch, mr-
rrucccc. Eran los únicos sonidos que le salían, en:
medio de la emoción.
Carraspeó. La orquesta se detuvo.
—Perdonen —dijo con voz muy clara—. Per-
dón, distinguido público, perdón, ilustres visi-
tantes.
Se inclinó como en el Hola cuando presentan
los respetos a los reyes y, antes de salir a toda leche
del escenario, gritó:
—¡Tengo una Misión!
—¿Qué pasa? —preguntó Nancy Reagan.
—Cosas de latinos —respondió Maggie.
El presidente dormía.
Diana Dial echó a correr hacia el camerino de
Julio Iglesias, arrasando cuanto encontraba a su
paso.
290
—¡ Alto! —le gritaron al acercarse.
Siguió corriendo.
—¡Stop! —la advirtieron al llegar ante su
puerta.
Hizo caso omiso. Nadie hubiera sido capaz de
detenerla.
Abrió y allí estaba él. Mirándose la amplia
frente en el espejo, ¡y con el frasco de Crecepelos
Clavé entre las manos!
—¡Noooooo! —bramó Diana—. ¡Nunca!
¡Never!
Julio no podía creer en aquella aparición.
—Pero, bueno, ¿qué significa esta intromisión
en mi intimidad, por otro lado sagrada? —musitó
con sencillez.
Diana, sin pronunciar más palabras, se le arro-
jÓ encima y le arrebató la botella. Luego, mante-
niéndola a prudente distancia de su cuerpo, echó a
correr como sl estuviera poseída por el espíritu del
tipo que prendió el fuego olímpico en los últimos
Juegos. A su paso, su gente se horrorizaba:
—¡Por Dios, querida! —gimió Mayo—. ¡Des-
hazte de eso!
—;¡Tíralo y no lo sueltes! —aconsejó Viceversa.
—¡Convendría guardar un poco, para anali-
zarlo! —gritó Ignacio Clavé.
—;¡Guau, guau! —se solidarizó Mabel.
Pero Diana Dial galopaba hacia el escenario.
Allí estaba, El Puma, en plena canción de amor. La
chica se plantó ante él y, con los ojos brillantes de
ira, exclamó dramáticamente:
—;¡Ah, pérfido! —La orquesta calló—. ¡T'ra-
tando de opacar a mi cantante predilecto!
291
Y lanzó el frasco a la platea.
Tras la explosión y una vez despejada la huma-
reda, El Puma, perplejo, comentó:
—Se han quedado todos calvos.
—¿Dónde? ¿Dónde ha sido? —preguntaba
Ronald Reagan. Los guardaespaldas se lo llevaron
a rastras, junto con Nancy y Maggie, desmayadas
y calvas asimismo.
Diana, temblorosa, miró hacia los bastidores.
Su grupo la aplaudía frenéticamente.
—i¡Le has salvado! —gritó Viceversa, yendo a
su encuentro y abrazándola—. A partir de ahora
dirigirás la revista Acaso.
—Quiero un empleo para Mayo del Altiplano
—exigió Diana—. Ahora que Titi el Amoroso está
despedido, sin duda nos sería de gran ayuda colo-
car a mi amiga en el archivo.
—Concedido —admitió Viceversa—. Anda,
vámonos a Las Vegas a casarnos inmediatamente.
En ese momento, un acontecimiento sublime
se produjo en la vida de Diana Dial.
Julio Iglesias llegó hasta ella, con las manos ex-
tendidas:
—¡Diana! ¡Lo sé todo! ¡Me has salvado por los
pelos!
—Bueno, yo también he hecho algo —se inter-
puso Ignacio—. Crecepelos Clavé, para servirle.
Soy el autor de la primitiva fórmula que ha de per-
mitirle vencer de una vez por todas la calvicie.
—Maravilloso, hable con mi mánager. Ahora,
déjeme mostrarle mi gratitud a la joven. Diana,
querida, vente conmigo unos días a mi mansión de
Indian Creek.
292
Los ojos de Julio brillaban con irresistible fas-
cinación. La periodista dio un paso hacia él. Miró
a Viceversa, y se preguntó si podía traicionar al
hombre que le había dado la oportunidad de con-
vertirse en Una Mujer de Mundo. Miró a Mayo
del Altiplano, y el recuerdo de sus momentos ínti-
mos la puso Simplemente Cachonda. Pero Julio
estaba allí, ofreciéndole unas vacaciones en su casa
de Miami dotada de Antena Parabólica. Y Julio re-
presentaba todo lo que ella deseaba alcanzar.
—Vamos, decídete —apremió el ídolo.
Diana Dial permanecía callada. Por su peque-
ño pero honrado cerebro circulaban las imágenes
de su vida.
—¡Dejadme! —gritó entonces alguien—. ¡Esa
mujer me pertenece!
Era el vasco, que irrumpió en el grupo y se
unió al coro de los que esperaban una respuesta de
la muchacha.
—Tres Hombres para Elegir —pensó Diana en
voz baja.
«Y un travesti», añadió para sus adentros.
Aunque, reflexionó, Mayo del Altiplano era parte
segura del lote, escogiera lo que escogiera,
Tuvo una repentina inspiración.
—Quiero matrimonio —dijo.
¡Si su pobre madre hubiera podido verla! Se
hizo un silencio y todos se quedaron quietos,
como si acabara de llegar la policía diciendo ma-
nos arriba. El primero en hablar fue el vasco, que
insistió en su anterior propuesta: montar familia,
sentar cabeza, etcétera. Nada Excitante, pensó
Diana.
293
—Nos vamos ahora mismo a Las Vegas, y nos
casamos y luego nos jugamos unas pesetas en un
casino —ofreció Viceversa.
Entonces Julio dijo:
—Estoy dispuesto a considerar la posibilidad
de contraer segundas nupcias.
Diana retuvo la respiración. Recordó que Él e
Isabel Preysler habían obtenido la nulidad de su
vínculo.
—¿Por la Iglesia? —preguntó.
—Por la Iglesia —concedió Julio.
—¡Esto es jugar sucio! —exclamó Viceversa.
—Pues si yo le contara —acotó Mayo, en voz
baja.
A una velocidad vertiginosa, Diana Dial llegó a
una conclusión. Lo de Julio no podía ser.
—No —dijo, tajante.
—¿Cómo que no? —preguntó el cantante,
desconcertado.
—¿Qué ha dicho ella? —inquirió Reagan al
despertar, ya en el coche, a sus guardaespaldas.
—Ha dicho que no.
—Esa chica es tonta —comentó el presidente.
—Pero, ¿por qué? —se desesperó Julio—.
¿Por qué?
—Porque los sueños no deben hacerse realidad
—cestaba encantada con Su Conclusión—. Es me-
jor que se queden ahí, para iluminarnos el camino.
—Muy bien dicho —intervino Viceversa—.
De tonta no tiene un pelo.
—Me voy con mi jefe.
—¿Quién es Viceversa? —preguntó el presi-
dente. Los guardaespaldas, pacientemente, se lo
294
volvieron a explicar mientras subían las escaleras
del jet privado de Reagan.
—Me voy con el hombre que hace posibles mis
sueños —insistió Diana—. No lo lamentes, Julio.
Siempre te quedará el crecepelo. Piensa en mí
cuando te lo pongas.
—Un ángel, un verdadero ángel —sollozaba
Ronald Reagan, mirando desde la ventanilla el
desarrollo de los acontecimientos al sobrevolar
Miami.
Viceversa la tomó de la mano, y Diana Dial
tomó de la mano a Mayo del Altiplano. Ignacio y
Mabel se tomaron de la mano, y todos echaron a
correr hacia la salida. El vasco y Julio se quedaron
solos.
—Yo, hasta ahora, era el personaje positivo de
esta historia, pero esa chica lo ha alterado todo.
¿Tiene usted un empleo para mí? —dijo el vasco.
—Jamás encontraré otra como ella —suspiró
Julio. Y añadió—: Qué gran título para una can-
ción.
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má
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Fab a 14
iia Aca e
ÍNDICE
A A A o
El ídolo, en su soledad dorada ..........
Grandes cambios en la vida
de Encarna AÑO. Ad
Titi el Amoroso entra en acción ........
Diana Dial llega a Los Ángeles .........
DOLO ODO o tara a TON
Inquicrincepesadillos.! lar
La jornada laboral de Mayo del Altiplano
Los goces del hell. 4 Ds
A A
Sueños de Seducción o once e
tarado pobticO > Too RS
Pastos de IDU NOOO 0 ao e aa
COMA cp las a
o a
Una tarde enel Sheraton. co... comeore
A
A A
Conyersación tramsocednica eve ndo
Iniciación en la CUM
A A de A
(EEC O A
Al E A
¡ea ea Europa a. na a
El hombre que odiaba las multinacionales
EOTFECIOTO. en MAMI cr daa
A A A
A A A
Ealoquecidas gestiones de cusens
buen vaa
Edo ellásise odian MUIVIS coorcadasa
Plosselo pierden <uvicsace dades ds
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Recuperando el tiempo perdido ........
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