Hatman - La Red Clandestina - Carlos Letterer

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Carlos Letterer

Este libro no podrá ser reproducido, distribuido o realizar cualquier


transformación de la obra ni total ni parcialmente, sin el permiso del autor.
Todos los derechos reservados. La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y
siguientes del Código Penal).
Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos que
aparecen en ella, son fruto de la imaginación del autor o se usan ficticiamente.
Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, lugares o
acontecimientos es mera coincidencia.

Título original: Hatman: La red clandestina.


© 2024 Carlos Letterer
Diseño de portada: Carlos Letterer
Maquetación: Carlos Letterer
Corrección: Sonia Martínez Gimeno
Todos los derechos reservados
ÍNDICE

CAPÍTULO 0
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
Para Marga, sin cuya influencia mi vida
hubiera seguido siendo el descontrol que era.
Eres mi equilibrio, la luz que me guía,
el calor que me reconforta, la paz que me llena
y el genio que me inspira. Desde que te conocí,
el propósito de mi vida siempre ha sido intentar ser
mejor,
para que te sintieras orgullosa de mí.

.
AGRADECIMIENTOS

Tal y como siempre hago en todas mis novelas, el primero va dirigido a ti, mi
lector o lectora, por permitirme compartir mis historias contigo. Reconozco que
disfruto mientras escribo, y me encantaría saber que tú también lo haces cuando
las lees.
También quiero agradecer el interés de mi esposa, Margarita Ramos, de mis
amigos, Carlos Almoslino, Roser Pinsach, Nuria Santamaría y José Daniel
Rodríguez Alijas . Ellos han sido mis lectores cero.
Y reconocer la magnífica labor de Sonia Martínez Gimeno, mi correctora.
Espero que Hatman te guste y que, aunque yo nunca llegue a saberlo, pases
un buen rato mientras estás en ese sitio especial, ese lugar en el que te gusta
relajarte en compañía de un libro. Ese será mi mejor premio.
Mis más sinceras gracias.

Carlos Letterer
lectuepub2.com

CAPÍTULO 0

MILA

Tres días antes…


Viernes, 27 de octubre de 2023

Mila no sabía lo que iba a cambiar su vida en las próximas horas. Después de
que su vuelo procedente de Londres tocara tierra en Madrid esa tarde, ella y
Nerea desembarcaron con un plan meticulosamente planeado. Sin el
conocimiento de sus familias, decidieron adelantar su llegada a España.
Anhelaban una noche de libertad, lejos del escrutinio de sus padres y sin las
ataduras de horarios. Era la oportunidad perfecta para entregarse a la diversión
sin límites, disfrutando al máximo y sin restricciones.
Mientras los padres de Nerea estaban ocupados en un viaje de trabajo, los
de Mila disfrutaban de un crucero por el Mediterráneo, programado para atracar
en Valencia el domingo y llegar a Madrid más tarde.
Las expectativas para aquella noche eran perfectas: fiesta y baile hasta el
amanecer. Mila pensó: «Y… ¿sexo?». Su sonrisa lo dijo todo.
Nada más entrar en la habitación de Nerea, ilusionadas por estar lejos de la
férrea disciplina del colegio inglés, sacaron la mayor parte de la ropa que tenía
en el armario. Mila, al instante, se enamoró de un vestido muy corto y ajustado.
Era de color blanco y se ceñía a su cuerpo como una segunda piel. Su amiga se
decantó por un suéter que marcaba su firme pecho y por una minifalda de piel de
color negro que la hacía irresistible.
En el estricto internado inglés en el que estudiaban el último curso antes de
ir a la universidad, estaban obligadas a vestir el recatado uniforme. Necesitaban
aquello como agua de mayo.
Se pidieron una pizza y, tras darse una ducha, se esmeraron en ponerse el
maquillaje adecuado.

***
***

La cabeza le daba vueltas. No era la primera vez que consumía alcohol o drogas,
pero se sentía muy extraña. Cristian, que estaba sentado a su lado, en el
reservado donde se habían tomado media botella de cava, puso una mano sobre
la suya y desplegó la irresistible sonrisa que la había encandilado una hora antes.
Aquel chico rubio, de azules y penetrantes ojos, era el mejor premio para la
noche loca que habían organizado. La cosa se estaba torciendo.
Mila miró hacia la pista de baile. Entre el tumulto pudo ver a Nerea.
Apoyada en una de las columnas que la rodeaban, se dedicaba en cuerpo y alma
a devorar la boca de una chica mulata que había saludado al entrar. Cuando
pensó en decirle que no se encontraba bien, escuchó la voz de Cristian.
—Mila, creo que es mejor que salgamos. Necesitas que te dé un poco el
aire.
Su voz, pausada y envolvente, la invitaba a una realidad que no podía
ignorar. Aceptó de inmediato.
—Sí, creo que será lo mejor. Estoy un poco mareada —reconoció.
Cristian tomó su mano y la ayudó a levantarse. Se aferró a ella, a su tabla
de salvación, y a duras penas consiguió hacerlo, mostrando cierto tambaleo. Él
se apresuró a sujetarla entre sus fuertes brazos. Se sintió segura.
Abrazada a él, avanzaron hacia la salida de la discoteca. Durante el
trayecto se desequilibró un par de veces. En una de ellas chocó con una chica
rubia, que la miró con reproche y le dio un ligero empujón. Unos segundos
después, apreció el fulgor del rótulo que cubría la entrada y sintió en su rostro el
frescor de la brisa nocturna de aquel viernes de finales de octubre.
Entre la neblina que se le empezaba a formar, miró a Cristian. Se alarmó al
ver que sacaba el móvil. Supuso que iba a llamar a una ambulancia, y pensó que
sus padres no podían saber que estaba en España. Si la llevaban a un hospital, se
acabarían enterando. Estaba a punto de pedirle que no lo hiciera, cuando le
escuchó decir:
—Ya estoy fuera. Te espero.
Cuando cortó la llamada, por si acaso, Mila le dijo:
—Por favor, Cristian, no pidas ninguna ambulancia. Solo estoy un poco
mareada —murmuró con dificultad, asimilando que le costaba pronunciar las
palabras.
—No te preocupes, preciosa. He llamado a Iris, que es enfermera —le
respondió mientras sonreía—. Le he pedido que salga y nos ayude.
Aquello la tranquilizó. Hasta que empezó a sentir aquel repentino malestar,
todo parecía ir de maravilla. Nerea había encontrado unos brazos en los que
desbordar su pasión y ella había conocido a Cristian. Marearse de esa forma no
entraba dentro de sus planes. No lo acababa de entender, no había bebido tanto
para estar tan mal.
Asumió que lo que Cristian decía tenía sentido. Además, Iris le había caído
bien. Fue quien la abordó.

***

Entabló conversación con ella, alabando el ceñido vestido blanco que delimitaba
su silueta. Mila, orgullosa, no le confesó que todo lo que llevaba puesto, incluso
la ropa interior, era de Nerea.
—Hola, soy Iris —le dijo con una sonrisa.
—Encantada, soy Mila —respondió, y le dio dos besos.
De repente, apareció un chico guapísimo y besó la mejilla a Iris. Mila notó
la intensa mirada que aquel dios del Olimpo le regalaba. Al principio pensó que
eran pareja, pero ella le dijo que solo eran amigos. Eso despertó su interés. Se
sentía muy atraída por aquel chico, y dada la férrea disciplina del centro
educativo, hacía tiempo que no tenía relaciones con un chico.
El último con el que había estado era el idiota de James, y acabó
quitándoselo de encima. Le parecía inmaduro, un cretino. Nada que ver con el
ejemplar que la acompañaba aquella noche. Su idea inicial de no desperdiciar la
ocasión de mantener sexo con aquel macho alfa se estaba yendo al garete. Cada
vez se encontraba peor.

***

Salieron a la calle y se alejaron unos metros de la entrada, a un lateral del


aparcamiento. Mila, entre una especie de neblina que se le empezaba a formar,
vio a Iris avanzando hacia ellos.
—La ha pillado buena —dijo la chica nada más llegar—. Vamos al coche.
Allí tengo mi maletín. Le daré algo para que se le pase. —Se acercó a la cara de
Mila y le preguntó—: ¿Te encuentras mal, cielo?
—Estoy muy mareada —respondió, mientras las palabras se hacían un
nudo en su boca—. Me cuesta pensar.
—No te preocupes. Te daré algo, y en media hora te pondrás bien.
Mila apenas pudo percibir la mirada de complicidad de la pareja. Se dejó
llevar hasta el coche. En sus últimos albores de consciencia, dijo:
—Tengo que avisar a Nerea.
A través de la bruma, observó que Cristian cogía su bolso, lo abría y
sacaba su móvil.
—No te preocupes, yo la aviso —comentó él.
Iris abrió la puerta trasera del SUV, un BMW X1, y la sentó en el asiento
trasero. Mientras reposaba la cabeza en el respaldo intentando no dormirse, no
pudo ver que el chico más guapo que había visto en mucho tiempo dejaba caer
su móvil al suelo y que, de un pisotón, lo reducía a escombros. Un par de
segundos después perdía el conocimiento.
CAPÍTULO 1

ROSA PONCE

Treinta y siete años antes. Agosto de 1986

Rosa Ponce acababa de cumplir los veintidós años cuando se puso de parto y dio
a luz a Alejandra. Fue el 1 de agosto de 1986, tras un embarazo sin
complicaciones, a pesar de ser primeriza, todo fue como una seda. El personal
médico se extrañó de que aquella chica tan guapa no recibiera ninguna visita tras
el alumbramiento. Ni padres, ni pareja, ni hermanos… A pesar de ello, de esa
soledad, su cara era de radiante felicidad. No necesitaba a nadie. Aquella
preciosa niña que la miraba con los ojos más bonitos que había visto en su vida
era lo único que parecía importar.
La mañana posterior al nacimiento de Alejandra, una de las enfermeras,
que estaba recién salida de la facultad, se atrevió a preguntar por la ausencia del
padre. Curtida por años de experiencia, su compañera le dio un codazo. Rosa lo
advirtió. Estuvo a punto de llorar, pero se contuvo. Abrió su corazón y les dijo:
—Alejandra no tiene padre. Si el muy miserable no ha sido capaz de venir
a ver a su hija, no merece estar en nuestras vidas —aseguró con convicción. Al
momento, en un tono de voz que transmitía dolor y decepción, declaró—:
Tampoco perdemos mucho.
No la creyeron. «Aún está enamorada de él», pensó la veterana. Lo había
visto muchas veces, aunque nunca en una madre tan desolada como Rosa. No
recibiría ni un solo ramo de flores. Al salir de la habitación, tomó el móvil y
llamó a una floristería que les servía a menudo. Rosa y Alejandra se lo merecían.

***

Cuando salieron del hospital y llegaron a casa, la encontraron vacía. No solo de


la presencia de Jorge, sino de la mayoría de los muebles y enseres de la vivienda.
Solo había dejado los que pertenecían a aquel piso alquilado. Los originales, que
ya eran muy viejos, permanecían apilados en una habitación.
Todo lo que había comprado su novio se había evaporado. Por supuesto, la
enorme televisión donde veía los partidos de fútbol, la nevera…, ¡incluso la
plancha! Salvo aquel maravilloso ser que tenía que cuidar como fuera, ya no le
quedaba nada. Se puso a llorar.
Se sobresaltó al oír el timbre de la puerta. Miró a Alejandra, que no se
había despertado, y se enjugó las lágrimas. Al atisbar por la mirilla, vio que era
Encarna, su vecina de la puerta de enfrente. Nada más abrir, escuchó la voz de la
anciana.
—Hace un momento me ha parecido oír la puerta, y… —comenzó a decir.
Al ver su llanto, Encarna se le acercó muy sorprendida. La abrazó,
mostrando el cariño que sentía por aquella simpática y preciosa chica que
siempre le preguntaba cómo se encontraba y la ayudaba con las bolsas de la
compra. Rosa se agarró a ella como si fuera una tabla de salvación. Se dejó ir.
Lo primero que la anciana pensó fue que algo en el parto había salido mal,
no obstante, la figura de la niña durmiendo en el carrito, en mitad del espacio
vacío y sucio en lo que se había convertido aquel piso, la ayudó a comprender el
motivo del llanto. Era una imagen desoladora. Encarna así lo entendió.
—Ven, cariño, vamos a mi casa. Allí podremos hablar.
Rosa asintió y se aferró a la mano que le tendía la anciana. Cogió la sillita
para bebés y el neceser con las cosas de la niña. La bolsa de plástico, con su ropa
sucia, la dejó en un rincón. Cuando se sentaron en el sofá del salón, Encarna le
explicó que pensaba que ya no volvería a verla, porque el día anterior un camión
de mudanzas había vaciado el piso.
Su vecina le dijo que su novio, Jorge, no había aparecido por allí. Ella
había supuesto que, al nacer la niña, habían decidido trasladarse a un piso mejor.
Imaginó que él estaba en el hospital, con ella y con su hija. Rosa le explicó la
realidad.
Encarna insistió en que se quedaran en su casa todo el tiempo que hiciera
falta. Vivieron con ella una semana, hasta que acabó de recolocar los muebles
antiguos que tenía apilados en una habitación. Durante ese tiempo, no dejó de
llorar, por su ausencia y por miedo al futuro que tenían por delante.

***
Un futuro que cada vez se complicaba más, porque tres meses después del
nacimiento de Alejandra seguía sin encontrar trabajo. A pesar de la ayuda que
Encarna les prestaba, incluso económica, Rosa estaba desesperada. Menos mal
que la lactancia estaba funcionando muy bien, y sabía que la niña estaba bien
alimentada. Cada día le parecía más guapa. Encarna ratificaba su opinión.
Ella, por su parte, ya había recuperado aquella belleza natural que todo el
mundo apreciaba, lo avalaban los miles de comentarios que había escuchado en
sus cerca de veintitrés años. El último había sido hacía un par de semanas, y
ocurrió en la cafetería a la que iba a diario. Lo más curioso fue que vino de una
mujer. Coincidía con ella casi todos los días, era una dama muy elegante y
trajeada. Estaba sentada en la mesa de al lado y su voz, dirigiéndose a ella, la
sacó de su abstracción.
—Supongo que ya lo sabes, solo tienes que mirarte al espejo, eres una
mujer muy guapa. Permíteme decirte que tienes una belleza muy singular.
Rosa, agitando su pelo rubio y lacio al girarse hacia ella, le devolvió la
sonrisa. Al mirarla, sus inmensos ojos azules mostraron sorpresa y gratitud.
Pensó que ella también lo era, aunque con veinte años más. Rondaría los
cuarenta.
—Gracias —respondió halagada—. Tú también lo eres.
—¿Puedo sentarme contigo? —le preguntó la desconocida—. Te veo por
aquí muchas veces.
—¡Claro! Yo también te había visto. Me llamo Rosa —se presentó.
—Yo soy Olga. Encantada de conocerte —respondió, tendiendo su mano.
Olga se comportó de una forma muy agradable y educada. Le explicó que
se dedicaba al mundo de la moda, aunque no le dio demasiados detalles. Le
preguntó si tenía empleo, y Rosa le confesó que lo necesitaba, aunque le estaba
resultando muy complicado encontrarlo. El mayor problema residía en que tenía
un bebé de tres meses. Cuando lo mencionaba en las entrevistas de empleo, la
despachaban de forma rápida.
No hablaron de trabajo, pero quedaron en volver a verse al día siguiente.
En el mismo lugar y a la misma hora. Rosa era feliz. Había encontrado una
amiga. Adquirieron la costumbre de coincidir allí todos los días. Encarna se
quedaba con la niña, y ella disponía de una hora para tomarse un café y hablar
con alguien que no fuera la entrañable anciana.
Esa cadencia continuó durante un par de semanas. No obstante, un par de
días antes, había ocurrido algo desconcertante. Olga le dijo:
—Rosa, no te tomes a mal lo que te voy a decir. Por nada del mundo me
gustaría perder tu amistad, y me encantaría seguir compartiendo contigo este
ratito de café de cada tarde, pero quiero comentarte algo —confesó, con voz
grave y serena. Rosa se puso a la defensiva y entrecerró los ojos, recelosa y
sorprendida. Olga continuó—: No he sido del todo sincera contigo. En realidad,
no me dedico al mundo de la moda, aunque conozco a varias modelos. Trabajan
conmigo. —Hizo una pequeña pausa y dio un sorbo al cortado que se estaba
tomando—. Mi labor consiste en organizar encuentros entre caballeros muy
generosos y chicas especiales.
Rosa abrió los ojos como platos. Si lo había entendido bien, y tonta no era,
Olga se dedicaba a la prostitución.
—¿Tú te acuestas con…? —dejó la frase en el aire.
Vio la serena mirada de Olga mientras le confesaba:
—Ya no, pero hace unos años no me quedó más remedio. No obstante,
conozco a varias chicas que lo hacen. Yo las pongo en contacto con hombres que
requieren sus servicios.
—¡¿Sexuales?! —preguntó Rosa, abriendo los ojos como platos.
—Sí, por supuesto, aunque no siempre —admitió Olga—. Algunos solo
necesitan a alguien a quien llevar a una fiesta, o simplemente a cenar con ellos.
Pero no te voy a engañar, Rosa, casi siempre hay sexo.
—Y… ¿qué tiene que ver eso conmigo? Ni soy modelo, ni soy puta —dijo
un tanto ofendida. Negó con la cabeza y abrió un poco los brazos—. Olga, ¡solo
soy una madre!
—Las tres cosas son ciertas, Rosa. ¡Claro que eres una madre!, y hasta
donde yo sé, magnífica. Quieres a tu hija como a nada en el mundo. Yo no he
tenido la suerte de ser madre, pero lo veo en ti —declaró con sinceridad—. No
eres modelo, y… ¿puta…? Rosa, eres lo más lejano a una chica de alterne que he
visto en mi vida. Eres dulce, y tienes una voz envolvente y femenina. Derrochas
clase, aunque tu ropa desmerezca tu auténtica realidad.
—¿Entonces? —preguntó confusa, aunque halagada con la respuesta.
—Si te lo he dicho, no ha sido para convencerte de nada. Lo que quiero es
que sepas que si algún día lo necesitas, te ayudaré a ganar más dinero del que
nunca has podido imaginar. Y es compatible con el hecho de ser madre. Un par
de días al mes, trabajando conmigo, o un mes de dependienta en una tienda de
ropa. Eso sería una buena equivalencia.
Rosa no podía creer que se pudiera ganar tanto dinero en aquel negocio del
que Olga hablaba.
—¿Quieres decir que…? —Se la quedó mirando. Aunque negó con la
cabeza, le preguntó—: ¿Solo un par de días al mes?
—Sí —respondió sincera—, te lo aseguro. Puedes trabajar los días que
quieras, o necesites. Mis clientes son muy especiales, y mis chicas también.
Rosa le daba vueltas. No se veía haciéndolo. Aunque deseaba lo mejor
para su hija, su mente se negaba a admitir la idea de acostarse con hombres por
dinero. «No, no sería capaz», pensó. Se lo dijo:
—No me ha ofendido que me lo confesaras, Olga. Te agradezco que hayas
sido sincera conmigo. Por supuesto, si tú quieres, nuestros cafés juntas se
mantendrán. Me encanta este rato que pasamos juntas, y lo que hagas con tu vida
no cambia nada. —Tímidamente bajó los ojos y añadió—: Pero no me veo
capaz.
—Me alegro de que me digas esto, Rosa. Te aprecio mucho y te valoro en
la medida de lo que vales, te lo aseguro. Solo debes saber que si algún día me
necesitas, puedes contar conmigo. Yo haré que nunca te arrepientas —le dijo,
poniendo una mano sobre la suya.
Rosa, bastante confusa, volvió a casa. La revelación de Olga había sido
impactante. Era una mujer muy especial, rebosante de clase y, por lo que
parecía, también de dinero. Y había reconocido haberse dedicado a la
prostitución. Nadie lo hubiera imaginado.
Al llegar a su edificio y subir al rellano de la primera planta, donde
Encarna y ella vivían, llamó al timbre de la anciana y obtuvo el silencio por
respuesta. Sabía que estaba allí, cuidando de su hija Alejandra. Al insistir,
escuchó el llanto de la niña. Imaginó que se habría despertado por el timbre, pero
su vecina seguía sin abrir la puerta.
Gritó su nombre y la aporreó hasta que los nudillos empezaron a dolerle.
El vecino de arriba, al escuchar los gritos, bajó hasta su rellano y la vio llorando
frente a la puerta. Llamó a emergencias. Tres minutos después, mientras Rosa
era un mar de lágrimas y un manojo de nervios, una patrulla subía hasta allí.
La puerta no era de seguridad. De un fuerte golpe, uno de los policías, un
chico muy recio, pudo echarla abajo. No la dejaron entrar hasta comprobar el
piso. Un minuto después, la agente que acompañaba al grandullón salió llevando
entre sus brazos a su amada Alejandra. La niña, nada más verla, dejó de llorar y
le regaló su mejor sonrisa.
Encarna estaba muerta. La autopsia reveló que había sido un ataque
fulminante al corazón.

***

Tardó tres días en volver a la cafetería. Pensó que Olga se habría extrañado al no
verla por allí, o que lo habría achacado a su última conversación. Al entrar, la
vio sentada en su mesa habitual.
Olga se la quedó mirando. La notó triste, muy desmejorada. Vio que se
acercaba a la barra, le decía algo a la camarera y se dirigía a su mesa. Se levantó
para darle dos besos y se sentaron. Lo primero que hizo Rosa, sin explicar nada,
fue preguntar:
—¿Tu oferta sigue en pie?

***

Su trabajo en aquel sórdido mundo de la prostitución de lujo duró apenas unos


días. La primera vez que lo tuvo que hacer por dinero, aunque el hombre se
comportó de forma gentil y muy educada, le resultó traumática. Lo único que
compensó lo mal que se sintió tras mantener sexo con él, fue que aquella noche
ganó suficiente dinero para pagar el alquiler y comprar comida para medio mes.
En su segundo encuentro con un hombre, conoció a Alfred Hatman. Eso
cambió su vida. Tanto como nunca pudo imaginar.
ALEX HATMAN

Lunes, 30 de octubre de 2023. 07:27 horas

A medida que los primeros rayos del sol se filtraban entre las copas de los pinos,
Alex se adentraba en su propio universo de serenidad y determinación. Con el
corazón latiendo al ritmo de sus zancadas y el sudor perlado en su frente, dejaba
atrás el sopor del amanecer para sumergirse en la frescura del bosque matutino.
Aquel era su santuario, el lugar donde encontraba la claridad mental que
necesitaba para desentrañar los enigmas que su trabajo le presentaba. A sus
treinta y nueve años, sabía que en la soledad de aquel camino podía hallar las
respuestas que buscaba. Allí no era la detective Hatman, con su carga de
responsabilidades y casos por resolver; era simplemente Alex, una mujer
corriendo hacia la tranquilidad que se escondía entre los árboles.
Mientras el ritmo de su música favorita la impulsaba a seguir adelante, el
sonido inesperado de su teléfono interrumpió la armonía de su carrera. Alex
redujo el ritmo, con una mezcla de sorpresa y curiosidad pintada en su rostro
sudoroso mientras sacaba el teléfono del bolsillo de su chaqueta deportiva.
—¿¡Iván!? —preguntó con una combinación de extrañeza y expectación al
reconocer la voz al otro lado de la línea.
La voz de Iván, su amigo y socio en la Agencia de Investigación, sonaba
seria al otro lado de la línea. Alex se detuvo. No era normal que la llamara a esas
horas.
—Buenos días, Alex. Imagino que estás corriendo. No es urgente, pero he
preferido llamarte. Como te conozco, sé que luego me hubieras reñido por no
hacerlo —dijo con sarcasmo—. He recibido nueva información sobre el caso de
chantaje, Alex, y hay más grabaciones —añadió Iván, en un tono grave que
transmitía seriedad.
La detective frunció el ceño.
—¿A qué te refieres con eso de que hay más grabaciones? —preguntó
extrañada.
—Anoche llamé a Norma, para preguntar por un caso diferente, y me lo
dijo. Existen más videos, y son con un segundo hombre.
—¡Vaya con la santurrona! —refunfuñó la detective.
El corazón de Alex comenzó a latir con fuerza. No le gustaban ese tipo de
complicaciones, y menos que una clienta le mintiera. Pensó unos instantes y
reconoció que aquello obligaba a una inmediata aclaración.
—Estoy en camino —respondió con determinación—. Nos reuniremos en
la oficina en una hora. Tenemos que hablar.
—Lo estoy deseando —ironizó él.
Alex retomó la carrera. El eco de sus zancadas en la senda quedó eclipsado
por el murmullo de sus pensamientos tratando de procesar la nueva información.
La adrenalina se apoderó de su cuerpo.
IVÁN HAAS

07:29 horas

Tras cortar la llamada con Alex, Iván fijó su mirada en la luz tenue de la mañana
que se filtraba a través de las cortinas entreabiertas. Cuando ya suponían que
todo se iba a solucionar de forma inmediata, pensó en el nuevo rumbo que había
tomado el caso. Sin querer, se le escapó una sonrisa.
Sabía que no era necesario llamarla, podría haber esperado, pero le
apetecía romper los esquemas de Alex. Según su opinión, era muy dada a
empatizar con los clientes y demasiado crédula, aunque odiaba equivocarse.
«Nos vamos a divertir», pensó, y soltó una carcajada.
Preparó dos tazas de café, dejando que el aroma oscuro y reconfortante
llenara la estancia. Miró el temporizador del horno y en unos minutos tendrían el
pan crujiente. Con las tazas en la mano, Iván se encaminó hacia la habitación
contigua. Al abrir la puerta, la suave claridad pintaba destellos dorados sobre las
blancas paredes de la estancia. Su mirada se posó en la figura de la mujer que
dormía sobre la deshecha cama, desnuda y tranquila.
Con el suave resplandor del amanecer, observó su precioso rostro. Se
acercó con cuidado, depositando una de las tazas de café en la mesita de noche,
junto a ella.
—Buenos días, dormilona —le dijo con dulzura, mesurando la firmeza de
su voz, grave y viril, con un claro acento alemán—. Son las 07:52. Hora de
levantarse.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿¡Estás de broma, Iván!? —se quejó y, con voz quejumbrosa, argumentó
—: Nos hemos dormido a las cinco. Estoy agotada, eres una máquina.
—¡Te podrás quejar! —exclamó, vanagloriándose.
—No, no me quejo, cielo. Lo que me fastidia es que no me dejes dormir —
soltó enfurruñada.
—Tengo que estar en el despacho en una hora, Laura, al igual que tú —se
excusó comprensivo—. El desayuno ya está preparado. Te dejo el café. Voy a
ducharme.
Ella estiró los brazos, desperezándose. Tenía razón.
—¡Vale, joder!, ya me levanto —replicó irritada, y añadió—: No cierres el
agua caliente, que yo voy detrás. Pero «detrás», Iván, cuando salgas —especificó
—. Ya te conozco.
Él soltó una carcajada. Para provocarla, le dijo:
—Yo creo que uno rapidito…
—Iván, no puedo más. Te lo digo en serio —aseguró mientras lo miraba
sorprendida.
Se topó con su socarrona sonrisa. El moreno teutón irradiaba una presencia
imponente. No solo por su estatura, un metro y noventa centímetros, sino
también por su corpulencia. Noventa y cuatro kilos conformados por una
impresionante musculatura aderezada con artísticos tatuajes, en especial en su
brazo izquierdo.
En el derecho solo lucía uno: el escudo del KSK. Lo llevaba tatuado en el
interior de su antebrazo. Era el cuerpo de operaciones especiales del ejército
alemán, y estaba formado por soldados de élite seleccionados en las distintas
ramas de las fuerzas armadas.
Su tez morena, bronceada por el sol y la vida al aire libre, contrastaba con
la intensidad de sus ojos azules y su pelo negro, muy largo.
—Que no puedes más… —repitió Iván con sarcasmo—. Yo también estoy
para el arrastre. No soy Superman, guapa.
Laura soltó una carcajada.
—¡Pues ayer me hiciste dudar! —comentó resoplando—. ¡Buf!, estabas
desatado.
Riendo, Iván le dijo:
—Por eso me voy a la ducha, necesito recuperarme. —Cruzó los dos dedos
índices frente a ella en un claro signo de protección religiosa y exclamó—: ¡No
te acerques a mí, pecadora!
Laura soltó una carcajada. Cuando Iván se dio la vuelta, se fijó en su culo.
Pocos hombres entendían que a ellas también les gustaba ver aquella parte de su
cuerpo. Sonrió para sus adentros. Se dijo: «A veces, son muy básicos».
Se levantó de la cama, se puso una camisa de él y se la arremangó. Al
entrar en el cuarto de baño escuchó el sonido del agua cayendo sobre el cuerpo
de Iván. Se sentó en la taza y vació su vejiga.
Su ensortijado cabello pelirrojo estaba aplastado y enmarañado por la
noche de pasión, sus vivaces ojos pardos mostraban signos de evidente fatiga.
Pensó que necesitaba una buena ducha. Cuando él salió y se cruzaron, ella le dio
un pico.
Iván se puso desodorante, su colonia preferida y, cubierto por el albornoz,
se acercó a la cocina para acabar de prepararlo todo. Sacó del horno la barra de
pan y los tomates, que colocó en un plato. Dispuso varias lonchas de jamón,
otras tantas de queso semicurado, AOVE y sal, en una tabla cerámica de color
negro.
Le encantaba el pa amb tomàquet. Se había enamorado de ese exquisito
manjar gracias a un amigo catalán con el que trabajó durante su época de guardia
de seguridad, poco antes de conocer a Alex. Vertió en la sartén el salteado de
setas y ajos tiernos que había dejado a medio hacer la tarde anterior, y en un bol
cascó cuatro huevos para hacer el revuelto.
La entrada de Laura en la cocina, envuelta en una toalla blanca que cubría
su desnudez, lo sacó de su abstracción.
—Huele de maravilla, cielo, estoy hambrienta —dijo en un tono alegre—.
Necesito recuperar fuerzas para poder trabajar. Entre lo poco que me has dejado
dormir y el desenfreno de anoche…
—¿Atraparás a algún criminal?
—Eso espero, aunque hoy no es lo prioritario. Tengo un caso complicado.
Por lo visto, ha desaparecido una niña rica, la sobrina de alguien del
ayuntamiento. Ricardo me ha mandado un mensaje hace diez minutos. Se lo ha
dicho el comisario. —Lo miró mimosa y le preguntó—: ¿Me preparas un
bocadillo de esos que sabes hacer?
—¿Pa amb tomàquet? —Vio que asentía y añadió—: ¿Lo quieres con el
revuelto o con el jamón?
Ella lo miró, mimosa, y le respondió:
—Con revuelto, y… ¿un poco de queso?
Chica lista. ¡Marchando dos de lo mismo! —anunció él, aceptando la
sugerencia.
—Perfecto —dijo Laura—. Mientras tanto, hago otros dos cafés. Los
vamos a necesitar hoy.
LAURA SANDOVAL

08:29 horas

Cuarenta minutos después entraba por la puerta de comisaría. El agente que


estaba en la entrada la saludó. Mientras sacudía su melena pelirroja en un claro
signo de coquetería, Laura le regaló su mejor sonrisa. Él, que al igual que varios
compañeros bebía los vientos por ella, le dijo que el inspector Garcés había
llegado hacía diez minutos.
Se encaminó hasta el despacho que compartían. Cuando entró, Ricardo ni
siquiera levantó la vista de su pantalla.
—¡Ya era hora, guapa! Hace media hora que estoy aquí —gruñó con aquel
adusto carácter que derrochaba.
—Buenos días a ti también, Ricardo —le dijo con sutileza, mientras
clavaba sus ojos en los de él, que levantó la vista al oír la respuesta—. Me
acaban de decir que has llegado hace diez minutos, listillo.
Ricardo la miró con indiferencia. Sus anticuadas gafas, que llevaba con
orgullo, enmarcaban un rostro envejecido. El hecho de presentar una
significativa alopecia no ayudaba a mostrar su verdadera edad, y lo respaldaba
con su serio semblante que era perenne. A sus cuarenta y dos años, parecía un
cincuentón. Lo único que le salvaba era que mantenía su buena forma física.
—Son unos bocazas —farfulló, mirándola con cinismo—. Tienes cara de
cansada, ¿qué hiciste anoche? —preguntó.
—¡A ti te lo voy a decir! —exclamó enfurruñada, y le reprochó—: ¡Eso no
es de tu incumbencia, Ricardo!
—Tu actitud lo dice todo —argumentó él.
Laura lo miró con cariño. Ricardo era un poco gruñón, pero ya hacía
cuatro años que trabajaban juntos y se conocían muy bien. Mintió:
—Para que lo sepas, he dormido como una bendita —le respondió,
intentando dar verosimilitud a la afirmación.
Ricardo movió la cabeza de lado a lado, en señal de indiferencia.
—No me interesan tus mentiras, Laurita —matizó, sabiendo que a ella le
molestaba que la llamara de esa forma. Se levantó de la silla y le dijo—: El
comisario me ha ordenado que vayamos a su despacho.
—Pues vamos allá —respondió Laura.
Mientras cruzaban la sala del Departamento de Homicidios y
Desaparecidos, saludaron a varios compañeros. Llegaron hasta la puerta de su
superior y llamaron con los nudillos. Escucharon su voz, autorizando el paso.
El comisario Conrado Moreno estaba cerca de la jubilación. Era muy
corpulento, y su cabeza, sin una sola hebra de cabello que la cubriera, le confería
un aspecto de seriedad. Su presencia inspiraba respeto y confianza entre sus
colegas y subordinados. Era reconocido como un líder firme y competente
dentro de su departamento policial.
—Buenos días, señor —dijeron al unísono, nada más entrar.
—Buenos días, inspectores. Tomen asiento, por favor.
La cara del comisario mostraba la gravedad de la situación. Comenzó a
explicar:
—Esta mañana he recibido la llamada de un alto cargo del ayuntamiento.
Parece ser que una sobrina suya, la hija de un empresario de la construcción,
desapareció durante este fin de semana. Han presentado una denuncia.
Laura sopesó la situación. Apenas habían pasado unas pocas horas de su
ausencia, no sabía cuántas, pero ¿ya se la daba por desaparecida? Pensó que solo
era un fin de semana más. Estaba segura de que solo en Madrid capital, dos
docenas de adolescentes, fruto de la juerga, las drogas y el alcohol, no volverían
a casa durante un par de días.
En principio, no parecía demasiado alarmante. Lo habitual era regresar
sana y salva, y, si no lo había hecho ya, lo haría en las próximas horas. Pensó,
con cierto sarcasmo, que era la sobrina de un político y aquello era fuerza mayor.
Para dar prioridad al asunto se habría contactado con las personas adecuadas. El
comisario continuó:
—Quiero que ustedes lleven el caso, inspectores. Para empezar, hablen
con la UDEV. Que envíen un equipo a casa de la chica, para pinchar los
teléfonos y sus móviles. por si se realiza alguna llamada de rescate, que parece lo
más normal, debemos estar preparados. Pertenece a una familia muy relevante
—matizó, revelando la prioridad de la operación—. Hablen con los padres, están
esperando su visita. También deben hacerlo con una amiga de ella. Por lo que sé,
salieron juntas el viernes por la noche. En algún momento de la velada, la chica
desapareció. Desde entonces, su teléfono está apagado o fuera de cobertura y no
ha habido forma de dar con ella. Pidan una geolocalización o intenten saber
dónde se perdió la pista.
Les tendió un papel con el nombre y teléfono de Camila de la Torre, la
chica desaparecida, el de sus padres y el de la amiga, Nerea Godoy. También
constaba el del familiar que había contactado desde el ayuntamiento.
—Manténgame informado —dijo a modo de despedida.
Salieron del despacho del comisario y se fueron al suyo. Mientras Ricardo
pedía los últimos movimientos del móvil de la chica, Laura se sentó frente al
ordenador y tecleó los nombres que constaban en el papel.
Guzmán de la Torre, el padre de Camila, era uno de los empresarios más
relevantes de Madrid. Tenía una constructora y una promotora de viviendas. La
madre, Yolanda Cruz, era diseñadora de interiores. Trabajaba como autónoma y
tenía dos empleados a su cargo. Vivían en la Moraleja, una de las mejores
urbanizaciones de Madrid.
La persona que había intentado dar prioridad al asunto era Cristóbal de la
Torre, el hermano pequeño de Guzmán. Estaba vinculado a la concejalía de
Urbanismo del Ayuntamiento, y era íntimo amigo del alcalde.
Laura pensó que, dada la naturaleza de los negocios de una parte de su
familia, era un trabajo muy conveniente. Aunque últimamente se andaban con
pies de plomo, demasiados escándalos habían surgido de esas relaciones de
amistad o parentesco. Pero solo era su opinión. Ahora, lo vital era descubrir el
paradero de la chica. Eso era lo único importante.
Tomó el teléfono y marcó el número que constaba en el papel.
CAPÍTULO 2

ALEX HATMAN

08:57 horas

Entró en la rampa del garaje y aparcó el Audi Q7 en su plaza. Recorrió los pocos
metros que la separaban del ascensor, entró en él y pulsó el botón de la séptima
planta.
Al salir del ascensor que la llevaba a su despacho, la sede central de
Hatman & Haas, Agencia de Investigación, Alex Hatman irradiaba una mezcla
de elegancia y determinación. Recién cumplidos los treinta y nueve años,
transmitía una sensación de fuerza contenida y seguridad en sí misma.
Su rubio cabello caía en suaves ondas hasta los hombros, enmarcando un
rostro de rasgos finos. Los ojos pardos, profundos y expresivos, reflejaban la
agudeza de su mente analítica. Vestía un traje impecable, hecho a medida, que
realzaba su esbelta y elegante figura. Su cuerpo atlético, moldeado por años de
disciplina y entrenamiento, modelaba el conjunto.
Alex caminaba con paso firme y decidido. Cada gesto y cada movimiento
estaban impregnados de la confianza de una mujer que no temía enfrentarse a
cualquier desafío que se le presentara. Abrió la puerta y entró en las oficinas de
la agencia. Todo el recinto estaba delimitado con un grueso cristal que separaba
las estancias, excepto el cuarto de baño y los despachos de Iván y ella, que
requerían cierta privacidad. El resto de la planta mantenía esa norma.
Desde su lugar de trabajo, que estaba situado nada más entrar, Cristina, la
simpática y espabilada secretaria, le mostró su habitual sonrisa. Alex recordó
que solo una vez la había visto seria. La singular circunstancia ocurrió el día en
que un nuevo cliente, nada más entrar y de forma despectiva, le dijo: «Hola,
bombón, quiero hablar con tu jefe». En menos de un minuto estaba en el rellano
de la escalera. No le gustaban los machistas, en especial los maleducados. Nada
más echarlo de la oficina, se acercó a su despacho y se lo explicó. No hubo
objeciones, ella pensaba igual.
La preciosa administrativa la recibió con una sonrisa, mostrando una hilera
de dientes perfectos y la chispa de aquellos verdes y atigrados ojos. Su pelo,
negro y liso, abierto en un irregular flequillo, reposaba en sus hombros. Al
entrar, Alex la saludó.
—Buenos días, Cris —dijo cariñosa.
—Buenos días, jefa —respondió la morena—. Iván ha llegado hace unos
minutos.
—Voy a hablar con él. Cuando acabemos, llama a la señora Hidalgo, por
favor. Prefiero que lo hagas tú. Ha habido un… malentendido —comentó,
eligiendo la palabra adecuada—, y quiero que la llamada sea oficial. Cuando la
tengas al teléfono, dile que me pasas la llamada.
No quería transmitir sensación de confianza con aquella mentirosa. La
muy santurrona les había engañado, y todo lo que confesó para justificarse eran
paparruchas. Ella la pondría en su sitio. Se adentró por el pasillo en dirección a
los despachos del fondo, el de Iván y el suyo. Pasó por delante del de Raquel y
no estaba. Le extrañó, porque era muy puntual. Miró el reloj. Solo eran las
08:58.
Mientras en su mente aparecía la idea de que faltaban dos minutos para la
hora de entrada, apareció por la puerta. Llevaba una bandeja con cuatro cafés.
Todos diferentes, elegidos en función del gusto de cada uno. Le apetecía el
capuchino que le correspondía.
Entró en el despacho de Iván, que permanecía abierto. Estaba enfrascado
en la pantalla del ordenador y no la vio entrar.
—Buenos días, Iván.
—Alex… —replicó, a modo de saludo, sin apartar los ojos del monitor—.
Estoy mirando los datos que me han llegado de tu «amiga». El folleteo le gusta
más de lo que ha confesado —dijo con cinismo.
—Explícamelo, Iván —ordenó molesta, y aclaró—: ¡Y ya sabes que no es
mi amiga! Sé que pequé de ingenua. ¡Joder!, me creí lo de que había sido una
única vez.
—Pues quítate la venda de los ojos, Alex. No todos los fanáticos de la
religión son fieles, o célibes. Y las fanáticas tampoco —afirmó, soltando una
carcajada.
—Tienes razón, pero no me gusta que me tomen el pelo —replicó airada.
—Lo sé. ¿Qué quieres hacer?
—Lo primero, hablar con ella. Le he dicho a Cris que la llame y que me la
pase.
Iván sonrió. Sabía que Alex podría hacerlo ella misma, pero en algunos
casos, o en momentos puntuales, prefería dar profesionalidad a la llamada.
—¿Cómo lo has sabido, Iván? —le preguntó ella.
—A diferencia de ti, ella no me dio buena espina. Cuando llamé a Norma
por el otro tema, le sugerí que la investigara.
—¿A mis espaldas?
—No pensé que fuera importante, Alex —dijo alzando los hombros—.
Imaginé que todo quedaría en nada. Solo abrí otra línea de investigación.
—¡Pues has tenido más ojo que yo! —respondió, aceptando la evidencia.
Odiaba perder, y no soportaba cometer errores. Era una maniática del
perfeccionismo. Pensó que aquello que acababa de pasar, la intuición de Iván, no
podía enmarcarlo dentro de una competición. La confianza entre ellos era
absoluta. Siempre valoraba el talento que él tenía para percibir la auténtica
naturaleza humana.
Lo que más le dolía era que, a pesar de saberse una persona muy perspicaz,
se había dejado engañar. No era plato de buen gusto. No para ella.
MILA DE LA TORRE

08:44 horas

Se obligaba a recordar cualquier detalle que pudiera arrojar luz sobre su


situación y luchaba contra el pánico que amenazaba con apoderarse de ella. Era
la tercera noche que dormía allí. La primera, la del viernes, había desaparecido
de su memoria. Era un completo borrón, un vacío oscuro que la dejaba sin
respuestas. Apenas recordaba nada, solo unas pinceladas de la cara de Cristian y
la presencia de Iris. Eso era lo último que aparecía en su mente.
A partir de ahí, su primer recuerdo era la resaca punzante con la que se
había despertado el sábado. Recordaba haberse despertado muerta de frío, y
vestida con una asquerosa túnica de una tela barata y áspera.
El cochambroso colchón en el que se veía obligada a tenderse era de
espuma, de esos que ya no se utilizaban. Reposaba sobre aquella vieja cama de
hierro. Ni siquiera podía saber si el color inicial era el que recordaba haber visto
en casa de su abuela, el azul claro. Estaba sucio, casi gris, lleno de manchas. Le
daba tanto asco que intentó dormir en el suelo. Acabó desistiendo.
Desde entonces, estaba recluida en una celda de aquel sótano lúgubre y
claustrofóbico. No sabía cómo, ni por qué, pero estaba encerrada.

***

Dos días antes…

En su primer despertar, nada más recuperar la consciencia y ver los barrotes de


la celda, lo primero que hizo fue chillar. Lanzó un grito desgarrador. Mientras el
eco de su alarido reverberaba en las húmedas paredes, se sorprendió al oír la voz
de otra chica.
—¡¡Hola, soy Marta!! —se oyó—. ¡Estoy aquí, encerrada al otro lado del
pasillo!
Las preguntas se agolparon en la mente de Mila. Se acercó a los barrotes
que cercenaban su libertad y la pudo ver en la fila de celdas que había al otro
lado, a su izquierda. Estaba en su misma situación, agarrada a los barrotes.
Comenzó a llorar. Lo hicieron juntas.
Cuando consiguieron desfogarse, Mila, con un hilo de voz, entre sollozos,
le dijo:
—Yo soy Mila.
—He oído que te traían. Ha sido esta madrugada.
—No recuerdo nada —dijo Mila, cerrando los ojos, deseando que aquel
tremendo dolor desapareciera—, y me duele mucho la cabeza.
—Lo sé, me pasó lo mismo. Nos debieron drogar. Dentro de un rato
estarás mejor —comentó, intentando animarla—. Yo estoy encerrada desde el
jueves.
«Un día antes que yo», pensó Mila.
—¿Sabes por qué estamos aquí? —le preguntó.
—No. No me ha dicho nada. Hay un carcelero, un hijo de puta sucio y
asqueroso. Vendrá dentro de un rato, para traernos el desayuno. Aquí lo único
decente son las comidas. Imagino que nos quieren bien alimentadas.
—Me estás dando miedo. ¿Por qué lo dices?
—Estamos en un calabozo repugnante y lleno de mierda, pero… ¿nos
alimentan bien? ¿No te parece raro?
—Bueno… No sé…
—¿Quién te trajo? Imagino que fue David. Y la hija de puta de Ruth.
—No sé quiénes son esos. A mí también me lio una pareja, aunque me
dijeron que se llamaban Cristian e Iris.
Se pusieron a hablar de lo ocurrido. La historia de Marta era muy parecida
a la suya. Recordaba a un chico muy guapo, que en su caso dijo llamarse David,
y a Ruth, una chica algo mayor. Aunque se habían cambiado el nombre, cuando
los describió supo que eran los mismos. Ocurrió en una discoteca que conocía,
diferente a la de ella. Le explicó la sensación de mareo, la delicadeza de él al
sacarla del local. Todo el proceso había sido idéntico. Mila le relató el suyo y
coincidieron en que eran las mismas personas que habían actuado con nombres
diferentes. De repente, Marta le indicó:
—Si te hacen lo mismo que a mí, mañana te tomarán fotos.
Mila no se sorprendió. Pensó que hasta cierto punto era normal, pero…
¿por qué tardar tanto?
—Imagino que serán para pedir un rescate —respondió enojada—. ¡Qué
hijos de puta!
—Te aseguro que no —sentenció Marta—. No sé tú, pero mi familia no es
de clase alta. En mi caso es imposible que sea un tema de dinero.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mila, alarmada—. Mis padres tienen
mucho dinero.
—Tal vez tu caso sea distinto y haya un motivo económico —deseó Marta
con la voz compungida—. Pero el mío es diferente.
—¿Y cuál crees que es? —preguntó Mila, preocupada por la respuesta que
intuía.
En ese momento, al responder, la voz de Marta se quebró.
—Tráfico, ya sabes… de mujeres —dijo con la voz entrecortada,
retomando el llanto que apenas habían abandonado—. No sé dónde acabaré, le
he dado muchas vueltas. Llevo pensándolo desde que estoy aquí, y no encuentro
otra explicación.
Rompieron a llorar. Mila rezó para que con ella fuera diferente. Estaba
segura de que sus padres pagarían el rescate y la sacarían de allí. Pensó que si lo
que Marta decía era verdad, y tenía mucho sentido, el destino les había jugado
una mala pasada. Esa cruel lotería, la de su elección entre otras muchas chicas,
las abocaba a un futuro que nunca hubieran imaginado ni en la peor de sus
pesadillas.
Unos pocos minutos después escuchó el sonido de una puerta al abrirse, el
ruido de un motor —luego supo que era el montacargas—, y unos pasos que
bajaban por la escalera. Marta, en un tono de voz bajo que Mila alcanzó a oír, le
dijo:
—El monstruo nos trae el desayuno.
Se oyó una voz recia que decía:
—Poneos al fondo de la celda, no quiero haceros daño.
Mila obedeció. Estaba aterrorizada. Escuchó que se abría la verja de Marta
y se volvía a cerrar. De repente, en mitad del pasillo, apareció un hombre
enorme. Era de mediana edad e iba a cara descubierta. Mila pensó que eso
significaba que no temía que pudiera describirlo. Eso le resultó muy inquietante.
—Hola, guarra —le dijo, mirándola con descaro—. Puedes llamarme
Bron. Voy a cuidar de ti.
La reja se abrió y entró en la celda. Llevaba una bandeja en la mano, que
dejó sobre una pequeña mesa que había en un lateral. Mila se asustó cuando vio
que se acercaba a ella. Con la pistola Taser que llevaba, y sin mediar palabra, le
dio una descarga en uno de sus muslos. Fue por placer, porque sí, para doblegar
su obediencia. El muy hijo de puta se lo confesó mientras se reía. Ahora ya sabía
lo cara que pagaría su desobediencia.
Tal y como Marta había anunciado, al día siguiente, domingo, Bron bajó al
sótano y se acercó hasta su celda. Llevaba un trozo de tela y algo en la otra
mano. Le ordenó que sacara las manos por entre los barrotes y se las ató con una
gruesa brida. Le tiró la prenda, una especie de saco, y le dijo que se lo pusiera
cubriendo su cabeza.
Abrió la celda y subieron dos tramos de escalera. El primero fue para salir
del sótano. El segundo, tal como Marta había relatado, para subir a una de las
habitaciones. No opuso resistencia. El asqueroso carcelero ya la había advertido
sobre eso. Aunque en ese momento era su mayor temor, sabía que, siempre que
la versión de Marta se repitiera, no la iban a violar.
Entró en la habitación y escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. A través
de unos altavoces, una voz desconocida le dijo que se quitara la capucha y le
ordenó ducharse y maquillarse. Después debía ponerse la ropa que había sobre la
cama. Se liberó de la tela y pudo ver el lugar. Era una habitación bastante
elegante, decorada con gusto. Toda la pared de la derecha era un espejo. Según
la versión de Marta, a través de él le tomarían las fotos.
Todo se desarrolló tal y como esperaba. Primero se las hicieron del rostro;
después, enfundada en el precioso vestido blanco de Nerea, y, por último, le
dijeron que se lo quitara y le tiraron otras con una sugerente ropa interior que
llevaba puesta y que había encontrado sobre la cama.
Cuando acabó la sesión, le ordenaron que se volviera a poner la túnica y su
sucia ropa interior. Al cabo de un rato, entró Bron. La esposó y le puso el saco
sobre la cabeza, tapando su visión. La devolvieron a su celda.
Mientras la bajaban allí, pensó que, si iban a pedir un rescate por su
liberación, con la foto del rostro hubiera sido suficiente. Recordó el comentario
de Marta y comenzó a llorar.
LAURA SANDOVAL

09:32 horas

Ricardo y ella llegaron a la garita que estaba situada en una de las entradas de la
urbanización de la Moraleja. Le enseñaron las credenciales al guardia de
seguridad y le dijeron su destino: la vivienda de la familia De la Torre. Él lo
apuntó en el programa del ordenador, y se acercaron al chalé.
Dejaron el coche frente al mismo, en la calle, y llamaron al timbre de la
puerta de la cancela. Se identificaron como policías. Cruzaron el jardín y, antes
de llegar, la puerta se abrió. Aparecieron una mujer de mediana edad y un
hombre unos diez años mayor que ella. Sus caras, en especial la de ella,
reflejaban una profunda preocupación.
—Buenos días, señores —dijo Ricardo, llevando la voz cantante—. Soy el
inspector Garcés, y mi compañera es la inspectora Sandoval.
—Buenos días, inspectores. Soy Guzmán de la Torre. Ella es mi esposa,
Yolanda Cruz. Somos los padres de Mila. Si quieren pasar… —dijo mientras
tendía su mano para estrechársela, al igual que su mujer.
Entraron en la vivienda. Era un chalé impresionante, de auténtico lujo y
decorado con exquisitez, cuidando cada detalle. Laura se quedó extasiada. Jamás
había estado en un lugar como aquel. Pensó que el recibidor-distribuidor era más
grande que su piso.
Llegaron a un enorme salón que, a través de unas amplias cristaleras, daba
al jardín. El dueño les invitó a sentarse en un sofá de piel que estaba situado
frente al butacón en el que se aposentó. Su esposa, con los ojos llorosos, lo hizo
en otro sofá, anexo a este.
A Laura le extrañó que en un momento tan delicado como el que estaban
pasando no se sentaran juntos. No distinguió ningún gesto cariñoso entre ellos.
Serenidad en el padre y verdadera desazón en la madre. Fue él quien tomó la
palabra.
—Imagino que aún no tendrán ninguna novedad sobre la desaparición de
mi hija —comentó sin formular la pregunta.
—Hace poco más de una hora que nos ha llegado el caso, señor De la
Torre. Si estamos aquí es para intentar recabar el máximo de detalles, y ustedes
son quienes mejor pueden informarnos. Lo único que tenemos es un móvil, que
se encontró en el aparcamiento de la discoteca. Necesito que me confirmen que
pertenece a su hija —dijo mientras les enseñaba la foto de un aparato que estaba
machacado. Llevaba una funda de lunas y estrellas.
El llanto de la madre fue suficiente. Guzmán, por su parte, comentó de
forma seca:
—Todo lo que sabemos consta en la denuncia que hemos interpuesto esta
mañana, a primera hora.
—Aunque hemos tenido acceso a esa información, nos gustaría hacerles
unas preguntas —argumentó Ricardo—. Sus respuestas nos ayudarán a entender
mejor la situación.
—Responderemos a cualquier cuestión que planteen, si con eso podemos
ayudar a encontrar a mi hija.
Laura miraba a aquel hombre tan estirado. Su voz denotaba arrogancia y
don de mando. No le gustó.
—Según el informe, Camila desapareció el viernes por la noche. ¿Por qué
no lo han denunciado hasta hoy? —preguntó el inspector Garcés.
—A mi hija la llamamos Mila. —aclaró él—. Fue culpa de Nerea, su
amiga. Nos ha tenido engañados todo este tiempo —se quejó con reproche—.
Nosotros hemos estado de crucero y llegamos ayer a Valencia. El pasado sábado,
desde el barco, intentamos ponernos en contacto con ella, pero su teléfono estaba
apagado o fuera de cobertura.
Laura, de forma inconsciente, alzó las cejas. Era la segunda vez que se
refería a la desaparecida como «mi hija», en ningún momento aludió a que
también había una madre. No solo le extrañó, tampoco le gustó.
—Al no poder contactar con Mila, llamé a Nerea. Me dijo que estaban en
su casa, con sus padres, y que su móvil se había quedado sin batería. Nos
comentó que se iban al cine, que unos amigos ya las estaban esperando y que
Mila estaba en la ducha. —Abrió los brazos en señal de incredulidad—. Que ella
nos llamaría al día siguiente. Le dije que lo entendía, pero no llamó, y al hacerlo
yo, el teléfono seguía estando inactivo. —Ricardo y Laura lo miraban con
detenimiento. Aparentaba ser un hombre muy frío, muy seguro de sí mismo,
acostumbrado a situaciones difíciles. Su esposa, a diferencia de él, parecía
encerrada en sí misma, muy afectada. Continuó—: Ayer, al llegar a casa y ver
que la situación continuaba igual, me acerqué a casa de Nerea para recoger a mi
hija. —denotaba enfado—. Cuál fue mi sorpresa, cuando esa estúpida me
confesó que me había mentido, que no sabía nada de ella desde el viernes por la
noche.
Laura, viendo el carácter de aquel prepotente, imaginó que Nerea había
querido cubrir a su amiga. Era urgente hablar con ella. Miró a la mujer y vio que
tenía los ojos llorosos.
—¿Qué opina usted, señora Cruz? —le preguntó con delicadeza—. ¿Qué
cree que puede haber pasado?
No tuvo tiempo de contestar. Él, con la arrogancia que derrochaba,
exclamó:
—¡Pues que la han secuestrado, coño! —exclamó él, maleducado y
dominante—. ¿Qué va a pensar?, lo mismo que yo. Estoy dispuesto a pagar el
importe que me pidan.
Laura y Ricardo se miraron. Ella era un cero a la izquierda. Mientras
estuviera él, no diría una palabra.
—Está muy afectada, señora Cruz —le dijo, con un tono de voz que
intentaba transmitir seguridad y confianza—. Aunque no me puedo poner en su
lugar, la comprendo. Lo que ha pasado es terrible. —Se la quedó mirando y le
preguntó—: Mientras mi compañero continúa hablando con su marido, ¿qué le
parece si salimos a tomar un poco el aire? Así me enseña el precioso jardín que
he visto al entrar. Creo que le iría bien.
—Sí —dijo levantándose—, me irá bien. Acompáñeme, por favor.
Laura la siguió hasta la entrada y Ricardo se quedó hablando con el padre.
Al salir, tomaron un camino que llevaba hasta un invernadero. Estaba situado en
uno de los laterales del amplio jardín.
—Se lo agradezco, inspectora —dijo ella con los ojos llorosos—. Me
estaba ahogando allí dentro.
Laura no sabía si lo decía por el ambiente que se respiraba o por la actitud
de su marido y el menosprecio que mostraba hacia ella.
—Sí, aquí se está mucho mejor —comentó sin definirse, y añadió—: Su
marido es un hombre acostumbrado al mando. A pesar de la situación, parece
estar muy entero.
—No anda desencaminada, inspectora. Por supuesto, pagará cualquier
cantidad que se nos pida. Quiere a Mila, pero… —se detuvo un instante y
desentrañó la duda que Laura tenía—. Si ya hubiéramos puesto la denuncia y
nuestra hija volviera sin más…
—Quiere decir, «si volviera de fiesta», ¿no? Por eso han esperado a esta
mañana para ponerla. ¿A eso se refiere?
Cruzaron sus miradas y Laura no necesitó una respuesta.
—Yo quería ir ayer por la tarde, cuando Nerea le dijo a mi marido que no
sabía nada de Mila desde el viernes —comentó afectada—, pero él me dijo que
era mejor esperar y hacerlo esta mañana. Que, tal vez, nuestra hija regresaría —
hizo una pequeña pausa y añadió—: Mi cuñado estuvo de acuerdo.
Laura se la quedó mirando. Era una mujer sometida. El carácter de su
marido lo había dejado muy claro y aquello lo confirmaba. Si ponían la denuncia
y al final solo estaba de fiesta… Era mejor preservar los intereses personales.
Posición social y política. En ese entorno, un escándalo haría mucho daño. Sintió
rechazo, asco.
Laura sabía que, para que todo se solucionara lo antes posible, la rapidez
era fundamental en los casos de desaparición. Cada minuto que pasaba el caso se
complicaba más, y nadie sabía nada de Mila desde hacía más de cuarenta y ocho
horas. En ese momento vio llegar al equipo de agentes de la UDEV. Se
encargarían de pinchar los teléfonos, para grabar cualquier petición de rescate
que llegara. Miró a su interlocutora y le comentó que ya había llegado el equipo
que esperaba.
—Son los compañeros de la Unidad de Delincuencia Especializada y
Violenta, la UDEV. Van a intervenir los teléfonos. Entre en la casa, por favor.
Iré a darles unas instrucciones.
Laura se acercó a ellos. Conocía a Loyola, el inspector que estaba al
mando. Se saludaron, les explicó la situación y entró con ellos. Ricardo se
levantó y se los presentó a los padres. Les dijo que, por el momento, allí no
podían hacer nada más. Necesitaban hablar con Nerea.
Salieron de allí. Los padres no habían aportado nada nuevo, salvo la
postura de inacción que Laura detestaba. Si la había, la llave de todo aquel
enredo estaba en poder de Nerea. Era urgente hablar con ella.
ALEX HATMAN

09:32 horas

Al salir del despacho de Iván, Cris tomó el teléfono para hacer la llamada a
Mercedes Hidalgo. Unos segundos después, escuchó el tono de la línea interna.
Iván entró luciendo una cínica sonrisa.
Sus labios se la devolvieron, disimulando. Él, al ver el brillo de sus ojos,
supo lo que pasaba por su mente y cortó de raíz su expresión, mostrando un
rostro sereno. Se sentó frente a ella.
—¿Cris…? —preguntó Alex a su empleada.
—Te la paso —respondió la secretaria.
Instantes después, Alex saludó:
—Buenos días, Mercedes —su tono de voz era seco.
—Buenos días, Alex. ¿Cómo va todo?
—Necesito verte en mi despacho. Creo que será lo mejor, y es urgente.
Tenemos novedades.
—Me estás alarmando. ¿Habéis podido solucionar el tema? —preguntó
con preocupación.
—Las novedades no son de esa naturaleza, es mejor que lo hablemos aquí.
¿Puedes acercarte ahora?
—Claro —respondió. Su voz sonó tensa—. En unos treinta minutos estoy
ahí.
—Te espero.
Iván, que la miraba con el rostro impasible, no quiso traslucir su interior
sonrisa. La conocía demasiado, y aunque se controlaba muy bien, sabía que Alex
estaba furiosa.
—Estará aquí en media hora —respondió satisfecha—. Le voy a tocar las
pelotas.
—Alex, solo es una clienta más —le reprochó Iván, alzando los hombros
—. No te lo tomes como algo personal.
—Es una clienta que me ha engañado, Iván —especificó ella—. La jodida
santurrona… —Movió la cabeza de lado a lado y añadió—: Y yo, como una
imbécil, mostrando empatía hacia ella. —Lo miró furiosa, e imitando la
sensiblera voz de su clienta, añadió—: «… solo fue una vez. El Señor me puso a
prueba y caí, pero ya he aprendido de mi error» —recordó—. Eso me dijo, la
muy… —Entrecerró los ojos, mostrando el cabreo que llevaba.
Iván alzó los hombros, comprendiéndola. Si un cliente te engañaba,
estabas perdido. Intentó quitar hierro al asunto.
—¡Joder, Alex!, somos humanos y tenemos deseos. Las hormonas están
para algo, y ella no es una excepción.
—¡Lo sé, coño! —estaba indignada—. Puede acostarse con quien quiera.
—Abrió los brazos y afirmó, enfurruñada—: Yo lo hago, pero no voy por ahí
pregonando mi virginal comportamiento. Nos lo tenía que haber dicho.
Volvió la cabeza hacia la pantalla y buscó el archivo que la hacker que
trabajaba con ellos les había enviado. Iván, viendo el cabreo de Alex, se lo
estaba pasando en grande. Decidió tocarle un poco las narices.
—En vez de ir a salto de mata, podrías buscar a alguien que te colmara de
amor y de cariño —le dijo, mientras intentaba contener la risa—. Búscate un
novio, Alex.
Alex levantó la mirada y la clavó en la suya. Era una pantera a punto de
atacar. Entrecerró los ojos y le reprochó:
—Yo no me meto en tus asuntos, Iván, no te metas en los míos. No me
importa con quién te acostaste ayer, aunque lo sé. Yo no necesito a un macho
alfa para que me diga lo que tengo que hacer. Estoy muy bien sola, gracias. —
Sus ojos echaban chispas. Lo miró con suficiencia y añadió—: Podrías buscar
una novia para ti. De esa forma dejarías de ser tan libertino. Cualquier día
cogerás una venérea.
Iván, incapaz de aguantar más, soltó una carcajada. En un primer instante,
Alex se sorprendió. Una milésima de segundo después, se reía con él.
—Eres un cabrón, Iván —le dijo, entrecerrando los ojos—. Me estás
tomando el pelo.
—Pero… ¿me quieres? —preguntó cariñoso, mostrando su sonrisa
arrebatadora y arrancado una nueva carcajada de Alex.
—Ya sabes que sí —respondió Alex.
Se preguntó quién podía enfadarse con aquel encanto de hombre. Junto
con su físico, esa era la razón por la que en su cama nunca faltaba una mujer.
Tomó el teléfono y llamó a Cris.
—Mercedes Hidalgo viene hacia aquí. Avísame cuando llegue. Yo te diré
cuando puede pasar.
—Vale, jefa —respondió la morena.
Alex miró a Iván. Muy satisfecha, le dijo:
—La tendré esperando diez minutos.
—Buena idea. Así sabrá con quién está jugando —contestó él, conociendo
la competitividad de Alex.
—Iván… —reprochó ella.
—¡Vaaale, ya me callo! ¿Quieres que esté presente?
—Sí, será divertido. Con lo puritana que dice ser, ya veremos cómo
justifica sus adulterios. Quiero saber si se siente cohibida por el hecho de que tú,
un hombre, seas confidente de sus deslices. La voy a apretar.
Soltó una carcajada que él acompañó.
MILA DE LA TORRE

09:53 horas

Escucharon el inconfundible sonido de una puerta al abrirse y los pasos que


hacían crujir los peldaños de la vieja escalera de madera. Mila, de inmediato,
antes de verlo, reconoció la llegada del gigante. Bron sobrepasaba los dos metros
de altura. El aire se inundó del repugnante olor a sudor que desprendía.
—Me han ordenado que os suba al despacho del señor Val. Sacad las
manos y poneos la funda en la cabeza. No me deis problemas y todo irá bien.
El repugnante carcelero ya las había advertido. Solo había dos formas de
comportarse: bien o muy bien.
Mila aún recordaba sus palabras y su expresión cuando se lo ordenó por
primera vez:
—Esto lo aprendí de pequeño: bien o muy bien. Me lo decía uno de mis
padres de acogida. Él se portó mal conmigo. Muy mal, en realidad. Pero me
hice mayor, crecí y hubo un momento en el que me sentí con fuerzas para
pararle los pies. —Soltó una carcajada y puso cara de loco—. Intentó
defenderse y lo maté. Cumplí condena en un correccional y allí me empezaron a
llamar así, Bron, por las broncas que siempre tenía. Bron, ese es mi nombre. Sé
que nunca lo olvidaréis, y si todo sale como espero, aún más. Ahora sabréis el
porqué.
Hizo subir a las chicas al piso superior. No sabían lo que iba a pasar y
estaban aterrorizadas. Bron las sentó en unas sillas y ordenó que se quitaran el
saco de la cabeza. Cuando Mila lo hizo, se encontró en un despacho muy
elegante. La madera noble era la protagonista indiscutible. Las paredes estaban
revestidas con paneles de roble oscuro, aportando una sensación de calidez y
distinción. Las estanterías, del mismo material, se alineaban a los lados. Estaban
repletas de libros encuadernados en cuero de diversos colores y tamaños,
algunos antiguos y otros más contemporáneos.
Al fondo de la habitación había una imponente mesa de madera maciza. Su
superficie pulida reflejaba la luz de la lámpara de sobremesa, que apuntaba hacia
ellas y cegaba parte de su visión. Un butacón tapizado en cuero negro, además
de las dos sillas a juego en las que se sentaban, completaban el espacio.
En él, sentado y trajeado, había un hombre. Aunque ellas solo lo podían
ver de cintura para abajo, Bron se mantenía en pie, a su lado. Las chicas no
vislumbraban el rostro del sujeto, ya que lo mantenía oculto en las sombras. Su
voz, recia y autoritaria, resonó en la estancia.
—Voy a explicaros lo que os espera en los próximos días. No quiero que
habléis, no me gusta repetir las cosas —advirtió—. Si obedecéis, todo irá bien.
Mila y Marta se miraron. Mila intentó hablar, pero aquella voz la
interrumpió de forma brusca:
—Mis padres… —comenzó a decir.
—¡Cállate! No lo toleraré otra vez —exclamó enfadado—. Primero
escucha, y después podrás decir lo que quieras.
Mila se mordió los labios y asintió con la cabeza. Pensó que era mejor
saber lo que tenía que decir aquel sujeto. Después le hablaría de la posibilidad de
un rescate. La voz, que siseaba un poco al hablar y parecía la de un hombre de
mediana edad, continuó:
—Habéis sido elegidas basándonos en las preferencias de nuestros
clientes. En algún caso, incluso por algún encargo específico. Ellos serán
quienes decidan vuestro futuro —hizo un largo silencio y sentenció—: Seréis
subastadas el jueves.
Lo dejó caer como un jarro de agua fría. Mila no daba crédito a lo que
estaba oyendo y comenzó a llorar. Marta tomó su mano y la apretó, refrendando
lo que le había dicho sobre la red de trata de mujeres. El sujeto continuó
hablando, recreándose en su explicación:
—Los caballeros que participarán en el evento son de diferentes clases
sociales, aunque todos son gente adinerada. Algunos son propietarios de
burdeles. Tras la venta, tendréis una nueva vida junto a vuestro dueño. Si pagan
bien, estará repleta de lujos y comodidades. Pero… si el precio no es el que
esperamos…
Dejó la frase en el aire. Mila temblaba. No podía imaginar nada peor. Su
brillante futuro de chica de la alta sociedad se había desmoronado. Toda la
arrogancia que derrochaba en su vida diaria había quedado en nada. Él lo aclaró:
—Esa es la opción preferida de Bron. Si os compra un burdel, es mejor
que vayáis domadas. Él se encarga de eso, y, además, nos ayuda a ganar un
dinero extra.
Se oyó su risa, una sonora carcajada que derrochaba crueldad. Bron la
acompañó. Mila y Marta temblaban. Apretaban sus manos entrelazadas hasta
casi hacerse daño.
—Si el precio que conseguimos por vosotras es bajo, os llevaremos a la
habitación. Bron os violará y lo grabaremos. Son vídeos duros, porque son
peticiones realizadas en la dark web. Resulta un negocio muy rentable.
Alzó la cabeza para mirar al gigante. Al bajar la mirada, se detuvo un
instante en el abultamiento que presentaba su pantalón.
—Os advierto que le encanta el sexo. No os puede tocar, de momento,
aunque sé que lo está deseando. Lo tiene prohibido hasta el día de la puja —dijo
mientras señalaba la descomunal erección que se percibía en la entrepierna del
carcelero—. Es un buen iniciador, y vosotras seréis el premio a su buena labor
como guardián.
Bron tomó su paquete por encima del pantalón, orgulloso de su tamaño,
recreándose.
—Grabaremos media docena de películas. La primera solo con él, para que
se desfogue. Después, con otros hombres. Eso nos ocupará un par de días. Al
acabar, os llevarán a algún lugar remoto del globo y trabajaréis en un burdel.
Mila estaba a punto de levantarse, de lanzarse sobre aquel hijo de puta que
había arruinado sus vidas. Si no hacían algo estaban perdidas. Pero… ¿qué? Le
escuchó decir, recreándose de nuevo:
—Acostumbraos a tener sexo con dos docenas de hombres al día. No es un
futuro muy halagador, la suerte solo depende de vosotras, de lo atractivas que
resultéis durante la puja. Os aconsejo enamorar a los compradores. Ese día os
mostraréis en directo, frente a una cámara. Si conseguís que os deseen, saldréis
ganando —soltó una carcajada y preguntó—: ¿Sabéis provocar a un hombre? Sé
que las niñas de diecisiete años tenéis las hormonas alteradas.
Al comprender la gravedad de la situación en la que se encontraba, un
escalofrío recorrió su espalda. Con el corazón latiendo desbocado en su pecho,
Mila se dio cuenta de que estaba atrapada en una pesadilla de la que no sabía
cómo escapar. ¡Aquello no le podía estar ocurriendo a ella!
La sensación de desesperación, alimentada por la incertidumbre de lo que
la esperaba durante el resto de su vida, crecía en su interior. Tenía que conseguir
que pagaran su rescate. Todos saldrían beneficiados. Era algo que su padre
siempre le decía: «un negocio solo es bueno si las dos partes ganan con él». Y en
aquel caso eran tres, porque ella era la primera beneficiada. Tenía que escapar de
aquella pesadilla que estaba obligada a vivir.
Sabía que, para sus padres, en especial su madre, ella valía más que
cualquier cantidad que pudieran ofrecer. «No saben quién soy», se dijo a sí
misma. Aquello le abrió un rayo de esperanza. Tenía que jugar esa baza.
Levantó la mano, sumisa, como en el colegio. Lo último que quería era
importunar a aquel hombre, pero necesitaba hablar. Refrenó las ganas que tenía
de ponerse a gritar, de insultar a aquellos dos sujetos. Con voz calmada, dijo:
—Ha hablado de dos opciones: puja alta y puja baja. Existe una tercera.
Mis padres tienen mucho dinero. Estoy segura de que, si negocian mi liberación,
podrán llegar a un acuerdo muy beneficioso.
—No hacemos ese tipo de tratos —dijo despectivo—. Nuestro negocio es
otro.
Mila recordaba el nombre de aquel hijo de puta. Bron se lo había dicho
cuando las fue a buscar.
—Señor Val —dijo, intentando mostrarse serena—. Estoy segura de que es
un hombre muy inteligente. Si no fuera así, no estaríamos hablando. ¿Qué van a
pagar por mí? —preguntó convencida—. Estoy segura de que mi familia
triplicará cualquier cantidad que les ofrezcan.
Mila no pudo ver su expresión, pero algo le dijo que había despertado su
interés. Se quedó callado, mirándola, evaluando la situación. De repente, ordenó:
—Bron, llévalas abajo.
Aquello desesperó a Mila, necesitaba hacer algo más. Mientras el gigante
las sujetaba a ambas con una sola mano por las bridas que cerraban sus muñecas,
soltó:
—Investígueme, señor Val. Verá que soy un negocio muy rentable.
No pudo ver más. El saco que Bron le puso en la cabeza oscureció su
visión.
CAPÍTULO 3

LAURA SANDOVAL

10:11 horas

Laura y Ricardo salieron de la casa, se metieron en el coche y pusieron en el


navegador la dirección de Nerea. Vivía en la misma urbanización, a poco más de
un kilómetro. El padre de Mila les había dicho que tenían unos días de
vacaciones en el colegio inglés en el que estudiaban. Por eso habían venido a
España. Tardarían dos minutos en llegar.
—Es una familia un poco especial, ¿no te parece? —preguntó Laura.
—Tienes razón. No puedo entender que no fueran ayer a comisaría para
poner la denuncia.
—Pienso lo mismo —dijo horrorizada—. Si tuviera una hija y estuviera
desconectada tanto tiempo, me alarmaría… No quiero ni pensarlo.
Ricardo asintió con la cabeza y comentó:
—Con razón. Ya sabes cómo son, siempre están pegados al móvil —hizo
una pequeña pausa y cambió de tema—. El que no me ha gustado nada es el
padre. Es el típico rico: petulante y controlador. ¿Has visto cómo ninguneaba a
su mujer?
—Por qué crees que me la he llevado fuera. Me sentía muy incómoda, y
ella también —admitió Laura—. Me ha dicho que intentó poner la denuncia
ayer, pero que él está más preocupado por el escándalo que por su hija.
Ricardo asintió. Llegaron a casa de Nerea. Al parar el coche le dijo:
—Tienes toda la razón, la tiene abducida. Cuando le he preguntado por
qué tardaron tanto en actuar, me ha dicho que Mila es una chica muy rebelde y
que podría estar de fiesta. —Mostró cara de sorpresa—. No quería que la prensa
se enterara de que su hija de diecisiete años, sin la autorización de sus padres, no
había vuelto a casa en todo el fin de semana. Se imaginarían lo peor, como
siempre, y se cebarían con ellos. Si todo quedaba en nada, poner una denuncia
de ese tipo, siendo quienes eran, podría convertirse en un escándalo.
Laura estaba de acuerdo. Añadió:
—Ya sabes quién es su hermano —dijo con cinismo—. En política los
escándalos no se llevan bien.
—¡Coño! ¡Que le den a la política! —exclamó Ricardo—. Y el padre es un
auténtico gilipollas, piensa más en el negocio que en su hija. —Abrió los brazos
y comentó—: Que una chica de su edad se vaya de fiesta es algo normal.
—Lo es… hasta que desaparecen —dijo Laura, preocupada, y lo matizó—:
Al menos, de momento. Vamos a ver qué nos explica la amiga.
Llamaron al timbre de la cancela de la entrada. Tras preguntar por Nerea,
se identificaron como policías. Cruzaron el jardín y la piscina. Una chica de
servicio abrió la puerta de entrada del chalé. Iba uniformada, con todos los
abalorios que requería su condición profesional. Le enseñaron su identificación
como policías.
—Buenos días. Necesitamos hablar con Nerea Godoy.
—Buenos días, señores —respondió muy educada—. Si quieren seguirme,
los acompañaré al salón. Ya las he avisado —dijo en tono cordial.
Laura pensó que debía referirse a ella y a su madre. Nerea era menor de
edad. Era coherente que su madre estuviera presente en la conversación,
esperaba que el hecho de estar la progenitora no coartara a la adolescente. Era
imprescindible saber la verdad.
El precioso salón, muy parecido al de los De la Torre, también daba a un
precioso jardín, aunque en este caso estaba separado por un porche acristalado.
La empleada les ofreció un lujoso sofá blanco para sentarse. Comentó que la
señora y la señorita bajarían en unos minutos.
Ricardo recorrió la estancia con la mirada y le dijo a Laura, con cinismo:
—Hoy vamos de casoplón en casoplón. Menudo lujo.
—Ya ves —respondió Laura, alucinada, y añadió en un susurro—: Estos
no tendrán problemas para llegar a final de mes, como algunos inspectores que
conozco.
Antes de que Ricardo le diera la razón, entró en el salón una mujer muy
atractiva, de unos cuarenta años. Era rubia, iba muy bien vestida, y la
acompañaba una chica joven. La adolescente había heredado la belleza de su
madre y el mismo color de pelo, aunque lo llevaba cortado como un militar.
Parecía muy afectada, a todas luces, a punto de llorar. Sus preciosos ojos
grises estaban enrojecidos. Su rostro mostraba un rictus de pena y desesperación.
Ni siquiera dio los buenos días. Olvidó la exquisita educación que había recibido
y, nada más llegar, preguntó:
—¿Han sabido algo de Mila?
Su madre se la quedó mirando. Aunque se lo merecía, no quiso mostrarle
su enfado por aquel inicio de conversación. Sabía lo mal que lo estaba pasando y
lo responsable que se sentía por aquella inesperada situación.
—La denuncia se ha presentado esta mañana, Nerea. Apenas hemos tenido
tiempo de investigar. Ante todo, buenos días. Soy la inspectora Sandoval, y mi
compañero es el inspector Garcés. Nos han encargado la investigación de la
desaparición de su amiga, Mila de la Torre. —Miró a la madre y le dijo—:
Tenemos que hacerle algunas preguntas a Nerea.
Esta asintió con la cabeza.
—Lo que necesiten —respondió la menor—. Todo lo que sé, ya se lo
expliqué a su padre. No sé lo que pasó —dijo, negando con la cabeza.
—Ya llegaremos a eso. Ahora mismo, lo importante es que nos pongas en
situación. Explícanos todo lo que recuerdes de la noche del pasado viernes —le
pidió Laura.
Nerea les confesó que habían adelantado el viaje para pasar una noche de
fiesta, solas y sin los padres. La inspectora, al ver la mirada de reproche de la
madre, supuso que ya habrían hablado de eso.
Nerea comentó que al entrar en la discoteca se encontró con una amiga
suya, Marina, y se quedó con ella. Al cabo de un rato, vio que Mila estaba en la
barra roja, la más grande, hablando con un chico. Más tarde los vio irse a uno de
los reservados. Se fijó en que uno de los camareros les llevaba una botella de
champán.
Dijo que parecía muy contenta, que la saludó desde allí con la mano. Al
cabo de un rato, cuando la buscó con la mirada, ya no estaba. Escudriño la pista
de baile, pero no la localizó. Supuso que estaría por allí, en algún lugar dentro de
la discoteca, y no le dio más importancia.
Al pasar más de una hora y no volver a verla, se alarmó. La llamó al móvil
y no obtuvo respuesta. Junto con su amiga, se pusieron a buscarla, pero no la
encontraron. Pensó que se habría ido con aquel chico. Recordaba que era rubio y
llevaba el pelo largo. Le extrañó que Mila no la hubiera avisado de que se iba
con él, aunque iba mucho a la suya.
El sábado, al llegar sus padres y preguntar por ella, prefirió cubrirla y no
decir nada. Les dijo que estaba con una amiga. Actuó de la misma forma,
cubriéndola, cuando telefonearon los de su amiga. El domingo, al seguir sin
contestar, se empezó a preocupar.
Pensó que podía haber perdido el móvil, o habérsele roto. Sabía que no
podía llamarla desde otro terminal porque ninguna de ellas sabía el número de la
otra. Cuando su padre apareció y le preguntó por ella, diciéndole que no estaba
en su casa, se le cayó el mundo encima.
—¿Cuánto estuvisteis en la discoteca?, y me refiero hasta que perdiste de
vista a Mila.
—No lo sé con exactitud. Un buen rato. Llegamos alrededor de la una. Tal
vez, una hora —respondió dubitativa—. Cuando la vi por última vez, supongo
que serían las dos. No lo puedo asegurar.
—Eso es importante, Nerea, nos ayuda a crear una línea temporal —dijo,
pensando que lo primero que debían hacer era pedir las grabaciones de seguridad
de la discoteca.
Nerea, con las manos entrelazadas a las de su madre, empezó a llorar.
—Yo solo intentaba cubrirla —se justificó entre sollozos—. Pensaba que
se había ido con aquel chico. Parecía muy feliz.
—¿Sabes si lo conoció en la discoteca? ¿No lo conocía de antes?
La menor negó con la cabeza.
—No. Estoy segura de que se conocieron allí. Era la primera vez que
íbamos a esa.
—¿Mila toma bebidas alcohólicas?, ¿o drogas?
Nerea pareció dudar un momento. «Vaya pregunta», pensó. Su madre
permaneció impasible.
—Todas lo hacemos, al menos con el alcohol. Mojitos, algún
combinado…, o un gin-tonic —respondió.
—¿Y drogas? —matizó Laura.
Nerea miró a su madre. Esta mantuvo la expresión. Era el momento de
darle confianza. Le dijo:
—Di la verdad, Nerea. Es importante que lo sepan —apretó su mano, de
forma visible, y la tranquilizó—. Estoy segura de que tú también habrás tomado
algo.
Nerea volvió la vista hacia los policías y contestó:
—Solo porros. Nos gusta la marihuana. Alguna vez nos han ofrecido
pastillas, pero nunca hemos querido probarlas.
Su madre hizo una señal de asentimiento, satisfecha con la respuesta.
—¿Ibais mucho por allí? ¿Alguien os aconsejó ir a esa discoteca?
—No. Bueno… Nuestros amigos de Madrid lo han hablado alguna vez. Y
hay una chica, en Inglaterra, en el colegio… Nos dijo que iba muchas veces —
afirmó—, pero el otro día no estaba. Siempre nos la recomienda.
—¿Cómo se llama esa amiga?
—Susana Puig. También está en España, porque tenemos vacaciones toda
la semana.
—¿Sabes su número de teléfono o su dirección? —preguntó Laura.
—Les puedo dar su móvil.
—Perfecto —respondió la policía—. También necesito saber quién era la
amiga con la que estuviste en la discoteca.
—Se llama Marina Valero. También tengo su número.
—Envíame los contactos a mi móvil. Así tienes mi número, por si
recuerdas algo más.
Nerea hizo lo que le pedía y se los quedó mirando.
—¿Han pedido algún rescate?
—No podemos revelar detalles de la investigación, Nerea.
Ella asintió con la cabeza.
—Lo comprendo, pero, por favor —dijo con la voz quebrada por el llanto
—, cuando la encuentren, avísenme.
—No te preocupes. Serás de las primeras en saberlo —la consoló Laura.
Se despidieron de madre e hija y quedaron en que si volvían a necesitar su
colaboración, las llamarían. Entraron en el coche. Ricardo, que no había abierto
la boca, le dijo:
—Has manejado bien la situación. Cuando son mujeres, lo llevas mejor
que yo.
—Tú eres especialista en manejar a los hijos de puta. Yo soy más dulce —
rio moviendo la cabeza con frivolidad, pero sin doble intención.
Ricardo dijo con sarcasmo:
—Reconozco que, a algunos de esos cabrones, tu dulzura los pondría
tiernos y cantarían antes.
Soltó una carcajada que ella acompañó. Laura sabía que a Ricardo no le
afectaba su coquetería. Siempre le recordaba que no era su tipo. Según él, su
mujer estaba mejor que ella. La inspectora conocía a su esposa, a Inés, y era un
encanto de mujer, pero le parecía el palo de una escoba.
Dijera lo que dijera Ricardo, ella estaba mucho más buena. Su figura
atlética, el pecho, que volvía loco a Iván, y su pelo rojizo, acompañado de unos
preciosos ojos pardos, la hacían destacar. Entre ellos a Néstor, el analista con
quien debía hablar.
Nada más sentarse en el coche le llamó. Le pidió que buscara información
sobre la persona que estaba al mando de la discoteca, el dueño o el encargado.
Necesitaban, de forma urgente, una copia de las grabaciones de las cámaras de
seguridad.
También le pidió que investigara a la familia de Nerea. No parecía estar
implicada, todo lo contrario, pero no le gustaba dejar nada al azar. Que hiciera lo
mismo con las de Susana Puig y Marina Valero. Le comentó que la primera era
la causante de que ellas fueran a esa discoteca en particular, y que la segunda era
la chica que había pasado la noche con Nerea.
Hasta que encontraran alguna imagen de ella en las grabaciones de las
cámaras, o algo que les abriera camino, era lo único que podían hacer. Estaban a
ciegas. Sabía que el tiempo que llevaban con aquello era muy poco, apenas
habían dado los primeros pasos, pero las veinticuatro horas iniciales eran
fundamentales, y llevaba desaparecida cerca de sesenta.
Néstor, el informático de la comisaría, le dijo que se ponía a ello.
ALEX HATMAN

10:11 horas

Alex, frente al ordenador, revisaba la información que Norma le había enviado a


Iván. La muy idiota de la «señora Hidalgo» se había dejado cazar de la forma
más estúpida. Pensó que, siendo una mujer casada, podía haber sido más
discreta. ¿Cómo se le ocurría entrar en el hotel al mismo tiempo que ellos?
Y, viendo lo que tenía delante, lo hizo de dos veces. La santurrona cometió
un tremendo error. «¡Con lo fácil que es quedar en la habitación!», pensó. Movió
la cabeza con reproche.
Si era cierto que era tan religiosa, porque ya empezaba a dudarlo, debería
haber sido más prudente. Y, si lo era, sabía que estaba vulnerando varios
mandamientos: cometía actos impuros, mentía y, con toda seguridad, tenía
pensamientos y deseos lujuriosos.
Alex lo entendía, era muy difícil ir contra la naturaleza, pero le molestaba
que, amparándose en la religión, se escudara en que había sido un momento de
debilidad que necesitaba reparar. Esa era la excusa que había puesto. «Va a ser
una conversación divertida», pensó.
Al oír la llamada en la puerta de su despacho salió de su abstracción. Al
abrirse, vio el precioso rostro de Cristina, con su negro flequillo y su habitual
sonrisa.
—Alex, ha llegado la señora Hidalgo. Está en la sala de espera.
—Dame unos minutos. Yo te aviso, Cris —respondió—. Cuando te llame,
acompáñala hasta aquí, por favor.
Cris no contestó. Iván se había acercado a ella hacía un rato y le había
confesado, mofándose, que Alex estaba cabreada. Le soltó: «Su clienta preferida
se la ha colado. La santurrona de Mercedes Hidalgo va más a los hoteles que a
misa».
Mientras recordaba las palabras de Iván, entró en la sala de espera. Pensó
que aquella elegante mujer, con el pelo rubio y lacio, guapísima, no daba esa
impresión, al contrario.
Iba muy bien vestida. Llevaba un traje de chaqueta color gris perla y una
camisa blanca, con un pañuelo a juego. La falda no era demasiado corta, lo justo
para ser sexi, pero mostrando recato. Se fijó en el crucifijo de oro que colgaba de
su cuello. Era pequeño y discreto, y lo llevaba por encima de la ropa.
Al levantarse, se percató de que era algo más baja que ella, que medía un
metro setenta. Estaba delgada, pero tenía las curvas muy bien puestas, con un
pecho generoso. Le gustaba. Mostraba una mezcla de candidez y sumisión muy
atrayente. Su virginal sonrisa era un imán para los malos pensamientos. Pensó
que no le importaría pasar una noche de pasión con aquella santurrona. Le
mostró su mejor sonrisa y le dijo:
—La señora Hatman está hablando por teléfono. En cuanto esté libre, la
haré pasar, señora Hidalgo.
—Gracias, Cristina —respondió comprensiva. Cogió el móvil y se centró
en él.
Alex la tuvo esperando unos minutos. Al cabo de ese tiempo de castigo,
llamó a Iván, para que se acercara a su despacho, y a Cris, para que la hiciera
pasar. Su socio y amigo, que llegó primero, le guiñó un ojo. Alex lo miró y le
regaló una sonrisa. Sus enfados con él apenas duraban unos minutos.

***

Ya desde un primer momento, cuando Iván y ella se conocieron, surgió una


chispa. Alex supo que entre ellos había una química muy especial. Iván, que al
fin y al cabo era un hombre —y según algunas fuentes, muy ardiente y viril—,
intentó acostarse con ella, era lo que esperaba.
Fue muy clara desde un principio. Le dijo que no mezclaba el trabajo con
el placer. Si estaban hablando era por la propuesta que le hacía, la de abrir una
agencia de detectives. El muy ladino intentó engatusarla, pero Alex le dejó muy
claro que no le interesaba. Su primera reacción fue la de rechazar ser su socio.
Con dudosa ingenuidad se atrevió a decir: «Como nunca trabajaré contigo, ya
podemos sucumbir al placer». Ese fue su burdo argumento. Alex, mujer al fin y
al cabo, comprendió sus verdaderas razones y se mantuvo firme, nada de sexo.
Iván, con el rabo entre las piernas —de un considerable tamaño, según las
mismas referencias que tenía—, acabó reculando. Desde entonces trabajaban
juntos. Eran cofundadores y socios de H&H, Agencia de Investigación, y
durante esos siete años habían forjado una maravillosa amistad.
***

Mercedes Hidalgo, acompañada por Cris, entró en el despacho.


—Buenos días a los dos —saludó al entrar.
—Buenos días, Mercedes —respondió Alex mientras la saludaba con la
cabeza—. Me alegro de verte.
La mirada que la clienta recibió de la investigadora la puso en guardia.
Nada que ver con la dulzura y empatía con la que la había tratado el primer día,
cuando les pidió ayuda. La detective, en tono seco y algo cortante, le dijo:
—Mercedes, para hacer bien nuestro trabajo, necesitamos poder confiar en
los clientes, al igual que ellos confían en nosotros. Es imprescindible saber la
realidad de la información que nos dais. ¿Nos has dicho toda la verdad? —clavó
sus ojos en los de ella.
Mercedes se puso a la defensiva. «¿Qué saben?», se preguntó.
—Yo… —balbuceó, pero Alex no la dejó seguir. Necesitaba darle la
puntilla. Le soltó:
—Tenemos las grabaciones que te hizo ese malnacido. Te puedo asegurar
que son muy claras y explícitas. El problema es que hay más de una, y son con
hombres diferentes —comentó mientras entrecerraba los ojos. Añadió—: No fue
un solo pecado, tal como nos dijiste llena de remordimiento. No sé si tu confesor
está al corriente, pero nosotros sí.
Mercedes se quedó con la boca abierta. Su rostro se ruborizó en décimas
de segundo. En un acto que pareció instintivo, se agarró la cruz de oro que
colgaba sobre su pecho. Parecía intentar evitar que su Dios omnipotente pudiera
escuchar los pecados revelados por Alex, o se aferraba a ella para que le diera
fuerzas. La detective volvió a la carga:
—Al mentirnos has dificultado nuestro trabajo, Mercedes. ¿Ha habido
alguien más?, ¿hay algo por lo que nos tengamos que preocupar? —preguntó,
con tono de reproche—. Al igual que Iván, no soy tu confesor, ni tampoco tu
enemiga —dijo, volviendo su vista hacia él—. Vamos a solucionar tu problema,
pero necesitamos que seas sincera, y eso significa conocer toda la verdad.
La mirada de ella se perdió en el vacío y una lágrima afloró en sus ojos.
Estaba muy afectada. Alex se preguntó si era de culpabilidad o de vergüenza.
—Sé que está mal —confesó Mercedes—. Intentaba evitarlo rezando todas
las noches, pero me cansé. Vosotros no lo entendéis.
—Por eso necesitamos que nos lo expliques, Mercedes. Supongo que
hablas de sexo. Nada de lo que nos reveles saldrá de aquí. El sexo es algo bueno
y natural, y te aseguro que Iván y yo somos muy abiertos.
Ella se quedó un instante meditando. Sabía que era el momento de ser
sincera.
—Eso ya lo sé, y os engañé —afirmó con rotundidad—. Estaba muy
preocupada por las crecientes exigencias de ese sujeto y preferí no explicarlo
todo, no añadir más vergüenza a mi situación. Solo quería librarme de esta
pesadilla. Pero quiero que sepáis por qué he actuado de esa forma. Luego os
explicaré la verdad.
Unas lágrimas asomaron por sus preciosos ojos verdes. Se la veía abatida.
Daba imagen de fragilidad. Alex, en contra de su voluntad y aún sin conocer sus
razones, comenzó a empatizar con ella. Iván permanecía impávido. Prefería
tomar partido al acabar la explicación. Mercedes continuó:
—Me siento culpable porque he incumplido los designios de Dios. Pero
tengo motivos. Mi marido es… ¿cómo diría yo? —Alzó los hombros y, casi en
un susurro, dijo—: muy dominante. Se cree el centro de la creación. Es arrogante
y prepotente. En realidad, toda su familia lo es —se defendió, mientras mostraba
una cínica sonrisa—. Pero, de cara a la galería, y como buen político que es,
sabe disimularlo muy bien —matizó, asintiendo con la cabeza.
Sacó un pañuelo del bolso y, enjugando sus lágrimas, continuó:
—Es un cerdo infiel que encandila a otras mujeres a mis espaldas. Tiene
mucho talento para eso, y muchas caen en sus brazos. Y lo peor de todo es que
no intenta esconderlo —aseguró, negando con la cabeza—. En realidad, creo que
le pone que yo lo sepa.
—¿¡Por eso le has sido infiel!?: ¿para vengarte? —preguntó Alex muy
sorprendida.
—¿Vengarme? —Alzó los hombros—. Estoy harta de él, Alex, y solo
decidí aplicar la ley del Talión. Para vuestra tranquilidad, y mi conciencia, está
presente en la Biblia, en el Antiguo Testamento. Creo que en el Levítico. —Se
hizo la señal de la cruz—. Pensé que si él podía estar con otras mujeres…, ¿por
qué yo no podía hacer lo mismo?
Alex e Iván la miraban sorprendidos. La detective pensó que Mercedes se
justificaba por haber actuado en contra de los mandamientos, que todo en su vida
empezaba y acababa en la iglesia.
—Lo peor de todo es que le comenté la situación a mi confesor. Le dije
que sabía que mi marido me era infiel. Tal como esperaba, intentó restarle
importancia, justificarlo. —Se los quedó mirando, alucinada, y alzó los ojos al
cielo. Añadió, con desprecio—: Es un viejo idiota. Lo único que hizo fue
aconsejarme que hablara con él. —Se encogió de hombros y continuó en un tono
crítico—: ¿Sabéis que lo conoce desde niño? Sabe de qué pie cojea, pero a él le
perdona. Decidí actuar igual.
—Aquí no estamos para cuestionar la vida de nadie, Mercedes —comentó
Alex.
—Lo sé. En cualquier caso, son mis pecados y los asumo. No voy a
engañaros, soy muy religiosa, pero también soy mujer. Me gusta el sexo tanto
como a cualquier otra. Soy muy… intensa, llamémoslo así —argumentó,
mientras el rubor volvía a aparecer—. El problema es que la relación con mi
esposo es muy fría, y el sexo casi inexistente. —comentó con indiferencia—. Lo
derrocha tanto en otras camas que pocas veces tiene ganas de estar conmigo.
Supongo que ya no me desea, aunque no me importa. Si dependiera de mí,
pediría la nulidad. Sé que eso le jodería y pondría el grito en el cielo, porque
perjudicaría su carrera política.
Aunque había sido ella la que atendió a Mercedes en un primer momento,
tuvo que pasarle el caso a Iván. Estaba cerrando un asunto muy importante, un
fraude a una empresa de seguros, y el tema de Mercedes lo iba a llevar él. Hacía
solo un par de días de eso, y Alex no se había implicado demasiado.
Al ver la confusa cara de Alex, Mercedes le preguntó:
—Alex, ¿sabes quién es mi marido?
Ella miró a Iván. Sabía que era un caso hecho a su medida, se manejaba
muy bien en aquellos delitos de chantaje, en especial con los de mujeres. Pensó
que cuando la puso al día, solo le había dicho que era la mujer de un político.
Iván respondió:
—Es Cristóbal de la Torre, un alto cargo del ayuntamiento. Está en el Área
de Gobierno de Desarrollo Urbano. Lo tienes que conocer, sale en la prensa.
Buscó una imagen en la tablet que llevaba y se la enseñó. Nada más verla,
Alex, en silencio, exclamó: «¡¡¡Joder!!!».
Mientras intentaba que su cara se mantuviera serena, pensó: «Debería leer
la prensa más a menudo».
MILA DE LA TORRE

10:21 horas

Bron la dejó encerrada en su celda y le quitó las bridas, Mila se quitó el saco de
la cabeza y se lo devolvió. Cuando él salió de allí, vio que en el calabozo que
estaba frente al suyo había una chica nueva. Era rubia platino, y estaba dormida.
El carcelero la miró y les dijo:
—Otra preciosidad para la subasta del jueves —dijo con un despreciativo
tono de voz—. Alguna de vosotras, si tengo suerte, follará conmigo. Lo estoy
deseando.
Solo de pensarlo, Mila tuvo que reprimir la ganas de vomitar. No podía
imaginar un destino peor que el de mantener sexo con aquel repugnante sujeto.
Luego recordó que, si eso ocurría, su destino sería un burdel en cualquier parte
del mundo. No, eso no podía pasar. Sus padres no lo permitirían.
Miró a Marta y la vio acurrucada a un lado de la celda. Era el lugar donde
se ponía cuando querían hablar. Estaba llorando. Ella no tenía una familia que
abriera ese rayo de esperanza, la de intercambiarla por dinero. Su destino, si no
ocurría algo, estaba escrito.
—Marta, siento lo que ha pasado, pero… —dijo excusándose.
Suponiendo que la hubiera, era obvio que ella no entraba en la
negociación. No sabía si había conseguido hacer recapacitar al señor Val, que
parecía ser el jefe de aquel entramado. Escuchó la voz de Marta, cortada por el
sollozo.
—No te justifiques, Mila —la consoló—. Entiendo que lo hayas hecho. Yo
hubiera actuado igual. Estoy segura de que, si encontraras la forma de sacarme
de aquí, me ayudarías.
—No te quepa duda, pero… —se excusó, de nuevo, con un lamento.
—Lo sé —respondió Marta, mientras arreciaba en su llanto.
Mila no encontraba argumentos. La dejó llorar, ambas lo hicieron.
Al cabo de unos diez minutos, cuando ya se habían calmado, escucharon
un lamento. Mila miró hacia la celda de enfrente y vio que aquella chica, rubia
como el oro, se despertaba. Sabía que estaba aturdida, con una sensación que
conocía.
La nueva miró a su alrededor y puso cara de espanto. Llevaba la misma
túnica que ellas. Imaginó que Bron se la habría puesto. Solo de pensar en lo que
aquel degenerado habría hecho mientras las desvestía y cambiaba de ropa, sintió
asco. Cruzaron sus miradas. Al verla, su estupor se convirtió en llanto.
—¿Qué sitio es este? ¿Dónde estoy? ¿Dónde estamos? —preguntó
aterrorizada, en español, pero con un marcado acento que parecía del este de
Europa.
Mila no sabía qué responder. Sintió renacer las pocas lágrimas que le
quedaban y pensó que la verdad, aunque cruel, era su única respuesta.
—Yo soy Mila, y la chica que está en la otra celda, junto a la tuya, es
Marta. Es horrible, pero… hemos sido secuestradas por una red de tráfico de
personas.
La rubia arreció en su llanto. Se sujetaba la cabeza, fruto de la
desesperación y del dolor que Mila sabía que tenía. La dejó llorar. Parecía ser
algo menor que ellas.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Natasha —dijo con un hilo de voz—. Soy rusa. Estoy de Erasmus.
—¿De Erasmus? —preguntó Mila extrañada, mientras la miraba. «Una
universitaria», pensó. Pero la edad que Natasha representaba no parecía encajar
con aquello—. ¿Qué edad tienes, Natasha?
—Solo dieciséis, pero voy adelantada un par de años —respondió. Estaba
acostumbrada a que la gente no la creyera.
Mila reconoció el ligero acento que tenía. En el colegio inglés en el que
estudiaba había varias chicas rusas, entre ellas, la que la había denunciado a la
jefa de estudios, la idiota de Irina. Se fijó en Natasha. Era capaz de reconocer la
auténtica belleza. Pensó que ella misma la tenía, y Marta era una chica preciosa,
pero la rusa destacaba.
Sus atigrados ojos verdes refulgían en una enrojecida mirada que, a pesar
de las lágrimas, transmitía dulzura. Le conferían la idílica imagen de una diosa
griega, bella como ninguna. El pelo rubio platino, que le caía en cascada hasta
reposar en sus hombros, acompañaba a un rostro angelical, que denotaba
bondad. Era lo más parecido a una diosa virgen que había visto en su vida. Se
preguntó si era una más, una chica secuestrada al azar y elegida por el mero
hecho de ser guapa. Entonces recordó que el señor Val había hablado de
encargos específicos. ¿Natasha lo era?

***

Bron recibió el mensaje en el móvil y subió al despacho del señor Val. Al entrar,
le vio hablando por el móvil, de espaldas a la puerta. Utilizaba el que llevaba la
funda roja. Ya sabía lo que eso significaba. Le escuchó decir:
—… creo que tienes razón —confirmó con voz grave—. Todo lo demás
continúa igual. —Escuchó a su interlocutor y respondió—: Vale. No te
preocupes, lo haremos así. —Se dio la vuelta y su mirada se cruzó con la del
carcelero—. Ahora se le digo a Bron, que acaba de entrar. Voy a llamar a
Cristian para decirle que se pase por aquí y darle instrucciones. —Volvió a
escuchar y contestó—: No, no te preocupes, seguiré tus indicaciones al pie de la
letra. —Cortó la llamada.
Dejó el móvil en la mesa, se dirigió a Bron y le dijo:
—Necesito que hagas algo. Acércate al pueblo y…

***

Mila advirtió el inconfundible ruido del montacargas por el que Bron les bajaba
la comida, un instante después, sus acostumbradas pisadas bajando por la
escalera. Supuso que ya era la hora de comer, pero ocurrió algo diferente. El
carcelero no se detuvo frente al elevador para coger las bandejas, sino que
apareció por el centro del pasillo. Miró a Natasha, derrochando vicio en su
mirada.
—Ya te has despertado, bombón. Sé que te duele la cabeza, pero me
importa una mierda. Ya se te pasará. —Se agarró el paquete, y añadió—: Si
tuviera suerte, tú y yo seríamos muy buenos amigos, pero será difícil. Es una
lástima que estés tan buscada.
Aquello desató una marea de lágrimas en el rostro de la rusa. Se encogió
sobre sí misma y se refugió en el rincón más alejado de las rejas que cerraban el
espacio. Mila, mientras escuchaba su amenaza, se fijó en dos cosas: llevaba un
periódico bajo el brazo y había algo encerrado en una de sus enormes manos, la
que no sujetaba la pistola Taser.
Se puso en mitad del pasillo y tiró un periódico dentro de su celda.
—Ya sabes lo que hay que hacer, guarra. Ponte guapa para la foto.
Levantó el brazo y Mila pudo ver un móvil que apuntaba hacia ella. Cogió
el periódico deportivo y vio que la fecha correspondía a la actual: lunes 30 de
octubre de 2023. Escondiendo una esperanzadora sonrisa, lo colocó sobre su
pecho. Su sugerencia había sido aceptada.
CAPÍTULO 4

LAURA SANDOVAL

11:20 horas

Cuando llegaron a la discoteca Enigma, el dueño, con quien Laura ya había


hablado por teléfono, también entraba en el vacío aparcamiento. El coche en el
que apareció era de alta gama, un Mercedes Benz CLS 550. Ricardo pensó que,
aunque viviera varias vidas, con su sueldo de policía jamás podría comprarse un
vehículo como aquel.
—Buenos días, inspectores. Soy Álvaro Martín. —Miró a Laura y le dijo
—: Imagino que usted ha sido quien ha hablado conmigo hace un rato.
Esta se fijó en él. Era un hombre que estaba en mitad de la cincuentena,
algo entrado en carnes y que lucía una brillante calva. No tenía clase. Néstor, el
analista de la comisaría, le había dicho que tenía antecedentes penales por
prostitución y por tráfico de estupefacientes. Había cumplido varios años de
prisión.
—Buenos días, señor Martín —le saludó amistosa—. Soy la inspectora
Sandoval, y mi compañero es el inspector Garcés. Gracias por venir tan rápido.
Imagino que es un hombre muy ocupado.
Sacó partido a su dulzura. Según Ricardo, era mejor lamer que morder.
Eso le había dicho hacía un rato. Pero si había que ponerse dura, ella también era
muy capaz, aunque prefería que lo hiciera él. El sujeto dijo:
—Siempre estoy dispuesto a colaborar con las autoridades. Si me
acompañan, podemos ir a mi despacho. Los vídeos de seguridad los guardo allí.
Abrió la puerta, se acercó a unos interruptores de la pared y encendió
algunas luces. Seguido por los policías, cruzaron la sala, subieron unas escaleras
y entraron en su despacho. Era bastante grande. Un cristal de espejo ocupaba la
totalidad de una de las paredes y le permitía ver lo que ocurría en la planta de
abajo. Frente a su puerta estaban los salones destinados a los clientes VIP.
Se sentó tras su mesa y encendió el ordenador. Desprecintó un USB y lo
colocó en el PC. Revisó las carpetas y preguntó:
—¿Me ha hablado usted de la noche del pasado viernes, inspectora?
—Sí. Necesitamos una grabación completa de toda esa noche, de principio
a fin. También sería interesante poder acceder a las del sábado. Es posible que el
sujeto que buscamos volviera ese día.
Pensó que, si aparecía en alguna de ellas, necesitaban captar bien su rostro.
Nerea podría reconocerlo. Eso ayudaría a identificarlo.
—Como ya le he dicho por teléfono, solo tenemos cámaras en la entrada y
en el aparcamiento. En el interior del local no hay. Nos gusta que los clientes
disfruten de privacidad. Si surge cualquier problema, nuestros guardias de
seguridad se ocupan del tema —les dijo el dueño.
Laura lo sabía, y era un inconveniente. Podría instalarlas, pero prefería no
tener constancia de los asuntos que se desarrollaban en el interior del local.
Acabó de grabar el USB y se lo tendió a la inspectora, que lo guardó en su
bolsillo.
—Al margen de la información que obtengamos con las cámaras,
tendremos que hablar con sus empleados. Necesito el nombre y el número de
móvil de todos ellos. También queremos saber quién estuvo sirviendo bebidas en
la barra principal. Según nos han dicho, la chica que ha desaparecido estuvo
sentada allí —solicitó Laura.
El dueño revisó la planificación del trabajo, y reveló el dato:
—Sandra y Rebeca, dos de mis mejores camareras. Si las llaman, estarán
juntas, porque son pareja.
Buscó en uno de los archivos, el de personal, e imprimió una copia de los
datos que Laura le había pedido. Sacó el papel de la impresora y se lo tendió.
Les comentó que él se quedaría un rato más, que necesitaba supervisar la
planificación de la semana.
—Gracias, señor Martín —le dijo Laura, mientras cogía la hoja—. Si
necesitamos volver a hablar con usted, ya le llamaremos. Es posible que el
inspector y yo nos acerquemos esta noche por aquí. Necesitamos ver la realidad
del lugar de la desaparición y aprovecharemos para hacer algunas preguntas a
sus empleados sobre el sujeto que buscamos. Tal vez, alguno lo recuerde.
Salieron del local de ocio y se metieron en el coche. Laura llamó a Rebeca,
una de las dos chicas que estuvieron en la barra. Se identificó y le dijo el motivo
de la llamada. Quedaron en quince minutos, en un bar que había junto a su casa.
Le pidieron que fuera con Sandra, su pareja.

***

Al entrar, las vieron en una mesa, tomándose un café. A aquella hora el


establecimiento estaba medio vacío. Solo había un hombre aposentado en la
barra y una mujer mayor que disfrutaba de un té. Se acercaron a ellas y se
presentaron. Laura les explicó que necesitaban información sobre un hombre que
había estado en la barra en la que servían copas el viernes pasado. La chica que
estaba con él había desaparecido. Las dos camareras intercambiaron una mirada
de incredulidad. Laura les enseño una foto de Mila. Sandra, nada más verla,
reaccionó.
—Me acuerdo de ella, estaban en mi zona de la barra. Aunque pasa mucha
gente por allí, me fijé en ella porque me recordó a una idiota con la que discutí
hace unos meses. Luego me di cuenta de que no era. Estaba con un chico rubio.
—¿Recuerdas algo de él?
—Que era muy guapo —dijo convencida—. Aquella niña, porque era muy
joven, estaba encandilada. Pero… ¡con un ejemplar así!… Hasta yo me lo
plantearía —añadió, soltando una carcajada que Rebeca acompañó.
—¿Nos puedes describir sus rasgos?
—Era guapo, joder, ¡muy guapo! No sé… —masculló, dudando—. Creo
que tenía los ojos azules. Eran claros… Rubio, con el pelo largo… Soy muy
mala fisonomista —concluyó, excusándose.
—¿Era alto?, ¿delgado?… ¿Alguna característica que te llamara la
atención? —preguntó Laura. Cualquier pequeño detalle podía ser importante.
—Sí, era bastante alto y delgado, muy atlético. No recuerdo lo que llevaba
puesto.
Ricardo, que aún no había participado, le preguntó:
—¿Recuerdas si llevaba algo significativo? ¿O un reloj inusual? ¿Algo
diferente?
—Ahora que lo dice… —respondió pensativa—. Llevaba un sello de oro
en la mano derecha, con una piedra de color naranja. Destacaba mucho cuando
bebía. Me fijé en eso porque mi abuelo tenía uno parecido. Creo que era un
topacio.
No pudieron sacar más información de las chicas. Rebeca decía no
haberlos visto, y Sandra aseguró no recordar los rasgos de su cara. No se veía
capaz de ayudarles a hacer un retrato robot.
—Os dejo mi tarjeta, chicas —dijo Laura, tendiéndosela—. Si recordáis
alguna cosa más, llamadme, por favor. Es muy importante, hay una chica
desaparecida y la última persona con la que se la vio es él.
Les dieron las gracias y se fueron a comisaría. Aunque tenían la línea
temporal bastante definida, llevaría un buen rato visionar la grabación. Sabían a
qué hora habían llegado las chicas, y la aproximada de la desaparición de Mila.
Del sujeto que buscaban sabían muy poco, solo que debían buscar a un chico
alto y rubio, con el pelo bastante largo y ojos claros, probablemente azules.
Laura se lamentó de que el anillo no se pudiera ver en las grabaciones que les
había dado el dueño, las de la puerta y una parte del aparcamiento.
Pensó que, cuando Mila y Nerea entraron en la discoteca, el chico rubio ya
podría estar dentro, o haberlo hecho más tarde. Lo importante era encontrar el
momento exacto de la salida. Al llegar a comisaría, fueron a su despacho y
pusieron la grabación. Néstor les había dicho que no tenía novedades. Les
entregó un dosier completo de lo que sabía de Mila y de Nerea.
Ricardo se puso a mirar la grabación y colocó junto a la pantalla una foto
de Mila. Laura se puso a estudiar la documentación que le había dado el analista.
Las dos amigas tenían la misma edad, les faltaban unos meses para cumplir los
dieciocho. Eran buenas estudiantes, sacaban los cursos sin demasiados
problemas, Mila mejor que Nerea.
Le llamó la atención que en su expediente del colegio constara una falta
leve de comportamiento. En el incidente, que solo implicaba a Mila, otra
estudiante se había quejado a la jefa de estudios de su actitud, argumentando
acoso. El conflicto se había solventado con una advertencia. La alumna se
llamaba Irina Petrova y era de origen ruso.
Llamó al analista y le pidió que investigara a su familia. Lo más probable
era que no llevara a nada, pero no quería dejar hilos sueltos. La desaparición, o
el secuestro, dado el estatus social de Mila, tendría una razón de ser.
Aún no sabían nada, lo más factible es que fuera por motivos económicos.
No obstante, también podría deberse a otras causas. «¿Una venganza?», se
preguntó. Cogió el teléfono y llamó a Nerea. Necesitaba aclarar eso.
ALEX HATMAN

11:23 horas

Alex observaba la foto de aquel hombre, la del marido de Mercedes. Estaba


grabada en sus más recientes recuerdos. Imposible olvidarse de él. Se detuvo
unos instantes para pensar, todo había ocurrido el penúltimo sábado, nueve días
atrás.

***

Cuando entró en el pub Capricho ya se había tomado cuatro cubatas. No tenía


buenas noticias. Acababa de descubrir que un buen amigo suyo, abogado, estaba
implicado en un caso de corrupción en un ayuntamiento próximo a Madrid. Se lo
había confesado, de forma confidencial, otra amiga de ambos que trabajaba en la
comisión de investigación. Estaba triste, nerviosa, asqueada. Lo único bueno era
que, con todo lo que se había tomado, estaba en ese estado de desinhibición que
de vez en cuando buscaba.
Encontró un hueco libre en la barra y se sentó al lado de un hombre. Lo
miró de reojo y era algo mayor que ella. Le pareció bastante atractivo y con
clase. Iba muy bien vestido, con ropa cara. Su pelo, engominado y peinado hacia
atrás, le recordó al de un famoso banquero. Él se giró y le mostró una bonita
sonrisa. Olía muy bien. Se acercó a ella y le dijo la típica frase cursi para
entablar conversación:
—Sé que te parecerá raro, pero desde que has llegado, todas las luces de
este antro se han encendido de golpe.
Alex supo que, al igual que ella, aquel sujeto llevaba dentro una buena
dosis de alcohol.
—¡Qué lástima! Me gustaba la penumbra y la privacidad que nos ofrecía
este lugar —le respondió.
Él se la quedó mirando, sorprendido.
—Por lo buena que estás, debes de ser muy cara —dijo de forma
descarada, mirándola de arriba abajo —. El dinero no será un problema,
¿cuánto?
En cualquier otra ocasión, Alex, ofendida, le hubiera cruzado la cara. Pero
ese día no. Le hizo gracia el malentendido. Si lo pensaba con detenimiento,
podía entender su reacción. Le había respondido de una forma muy insinuante,
demasiado para esa primera frase. Era por el alcohol, sin duda, por su estado de
ánimo, el de preocupación y el etílico. Eso le sirvió de excusa.
—¿Cuánto crees que valgo? —preguntó, mimosa.
—Aunque sé que será mucho, lo que me digas estará bien —dijo él—.
¿Nos vamos?
Alex sonrió y tomó una decisión irrevocable. Cualquier otro día lo hubiera
hecho igual, eso sí, desplegando una ceremonia de apareamiento más discreta.
Sin embargo, necesitaba desfogarse. Se agarró a su brazo.
—¿A dónde me llevas, amor? —susurró cerca de su oído, besando su
mejilla.
—A la mejor suite que encontremos —concluyó él.
Una hora después, tras tomarse una botella de champán en una de las
suites del Hotel Four Seasons, estaba harta de aquel insoportable engreído. Se
había estado recreando. Le habló de lo mucho que tenía, de su importante cargo
oficial, aunque sin dar demasiados detalles, y de la alcurnia de su estirpe
familiar.
El sexo que mantuvieron fue bastante mediocre. Marcelo, como dijo
llamarse, no fue un buen amante. En un momento dado, se empeñó en tener
sexo anal. Le ofreció una insultante cantidad de dinero por aceptar, pero Alex se
negó, nunca le había gustado. Aquello fue el principio del fin.
Molesto por la negativa, dejó un fajo de billetes sobre una cajonera de la
suite y se fue al cuarto de baño, llevando con él su cartera. Alex escuchó el ruido
de la ducha y aprovechó para vestirse y salir de la habitación. «¡Que te den!»,
pensó. Dejó el dinero sobre el chifonier, bajó a recepción y pagó en efectivo el
importe de la suite. Desapareció.

***

Alex salió de su abstracción. Era él. Ahora ya sabía quién era el marido de
Mercedes, el alto cargo del que Iván hablaba. «Y es una jodida casualidad»,
pensó.
—Tengo una ligera idea de quién es —admitió, con cara de póker—. ¿Eso
cambia algo?
Mercedes abrió los ojos como platos. «¿Qué pregunta es esta?», se
preguntó. Era obvio que siendo una mujer casada, siempre era relevante, en su
caso aún más, porque su marido era una persona pública. Se molestó.
—Mi marido tiene un cargo muy importante en el Ayuntamiento de
Madrid. Eso lo cambia todo —respondió, preocupada pero firme—. La delicada
situación requiere la máxima discreción y privacidad.
—Esa es la que le damos a cualquiera de nuestros clientes, Mercedes, sean
de la condición social que sean. Y en cualquier tipo de casos: adulterios,
chantajes, fraudes al seguro…
—No quiero un escándalo, Alex. No me importa mi marido, pero… mis
hijas —balbuceó preocupada—. Ellas no tienen la culpa de nuestros errores.
Tenéis que arreglar esto, por favor.
Alex sabía que las adolescentes tenían veinte y diecisiete años. Se lo había
comentado el primer día. Se apiadó de ella. En realidad, y más conociendo a
aquel impresentable, Mercedes tenía razón. «La ley del Talión: una argucia muy
interesante para justificarse», pensó. Según ella, estaba reflejada en la Biblia, y
hasta cierto punto aceptada por la iglesia. En realidad, era lo que su esposo se
merecía. Al fin y al cabo, si él lo hacía, ella podía acostarse con quien quisiera.
Si su Dios lo aceptaba, ¿quién era ella para cuestionarlo?
—Nos ha quedado claro, Mercedes. Iván y yo lo hablaremos, y ya te
diremos algo. Danos veinticuatro horas —le dijo mientras se levantaba, dando
por concluida la conversación—. Creo que lo podremos solucionar. Te llamo
cuando sepa algo.
LAURA SANDOVAL

12:03 horas

Mientras Ricardo continuaba revisando la grabación, ella acabó de leer el


informe de la Policía Científica sobre el móvil que habían encontrado, el que, en
teoría, pertenecía a Mila. Lo único significativo era un minúsculo fragmento de
pelo de caballo. Laura llamó a Nerea. Esta respondió al momento:
—Hola, inspectora. ¿Han sabido algo?
—Aún es pronto, Nerea. Te llamaba para hacerte una pregunta: ¿qué me
puedes decir sobre el expediente disciplinario que le abrieron a Mila en el
colegio? Tengo entendido que fue por acoso, y que la denuncia la presentó una
compañera rusa, Irina Petrova.
Se hizo un silencio.
—Fue muy desagradable —respondió tras unos segundos con voz
dubitativa—. Irina no es mala chica, pero… Mila no la puede ni ver. Le tiene
manía, siempre le está buscando las cosquillas.
—¿Por qué?
—No sabría decirle. Yo la quiero mucho. Mila tiene el carácter de su
padre, es muy arrogante. El problema es que Irina es igual. Supongo que esa es
la razón por la que Mila se mete con ella —comentó Nerea. Se detuvo un
instante, como si pensara, y continuó—: Es una alumna nueva. Tiene un año más
que nosotras. Al principio, Mila intentó acercarse a ella, pero la rusa fue bastante
borde. Le dijo que no estaba allí para hacer amistades, que su padre la obligaba a
estudiar en ese puto colegio. Eso molestó a Mila y desde entonces siempre está
criticándola.
—Tras la denuncia, ¿la dejó en paz?
—Sí. Cuando Mila le reprochó que la hubiera denunciado a la jefa de
estudios, Irina le dijo que fuera con cuidado. Que no sabía lo que ella o su
familia eran capaces de hacer. Mila no lo reconoció, aunque la forma en la que
se lo dijo la asustó, me di cuenta. Desde ese día dejó de meterse con ella.
Laura le dio las gracias y colgó. Aquello abría una nueva línea de
investigación. Aunque el agravio no había sido importante, existía una clara
amenaza. Necesitaba saber quién era el padre de la chica rusa. ¿Todo surgía de
una venganza entre estudiantes? Se quedó pensando. ¿Había pasado algo más
entre ellas?, ¿algo que nadie sabía?
Llamó a Néstor y le dijo que le diera prioridad a la investigación de la
familia de Irina Petrova. El analista aprovechó para comentarle que en las redes
sociales de Mila no había nada que resultara extraño. Eran las típicas
publicaciones de una chica de diecisiete años. En la mayoría de ellas intentaba
actuar como sus influencers favoritos. Le dijo que debía ser un tanto narcisista,
porque había cientos de imágenes suyas. En muchas de ellas aparecía
poniéndose en poses raras y haciendo gestos extraños. Laura le dio las gracias y
le dijo que después se pasaría por la oficina. Sonrió para sí.
Pensó que Néstor, a pesar de que acababa de cumplir los treinta años,
estaba chapado a la antigua. A menudo parecía mayor que ella, que ya no
cumpliría los treinta y dos. Eran de una edad muy parecida, pero el loco de la
informática era muy cerrado. Se mostraba muy cuadriculado y reservado, y
apenas practicaba la interacción social. El típico cerebrito.
Laura sabía que ella era de los pocos compañeros que él soportaba; en
realidad, era su niña mimada. Era consciente de que Néstor le tenía manía a
Ricardo, tal vez por ser su compañero. El inspector le aseguraba que eran celos,
que el chico estaba loco por ella. Se hacía la tonta, pero… ¡claro que lo sabía!
«Las mujeres lo sabemos», se dijo a sí misma.
Luego se paró a pensar. Salvo Ricardo, que estaba muy enamorado de su
esposa, varios compañeros habían intentado salir con ella, y siempre había dado
calabazas. Ya había pasado por eso y no le gustaban los líos en el trabajo. No
necesitaba relaciones, ni amantes. Ya tenía a alguien que llenaba sus noches de
placer y felicidad.
Recordó la noche anterior, a Iván y ella en la cama de su ático, gimiendo al
unísono. Sus cuerpos sudorosos que se estremecían al compás de sus orgasmos.
«¡Qué bestia!», pensó.
Se lo quitó de la cabeza y cogió el móvil. Buscó el contacto que Nerea le
había enviado, el de Susana Puig, la amiga que iba recomendando la discoteca.
Pulsó en el contacto.
ALEX HATMAN

12:10 horas

Cuando Iván y ella se quedaron solos, Iván la miró y le confesó:


—Tengo que reconocer que Mercedes me ha convencido. Si dice la
verdad, su marido es un auténtico hijo de puta.
—Supongo que tienes razón —comentó Alex. Ella lo corroboraba, pero no
podía revelarlo—. ¿Qué te parece si hablamos con Norma y zanjamos este tema
de una vez por todas?
Vio que él asentía con la cabeza. Estableció una videollamada con la
hacker. Al momento, la oronda imagen de la analista salió en pantalla. Su pelo
corto, rasurado al uno, y aquellas gruesas gafas de color gris perla le conferían
una imagen singular. Alex sabía que, debido a su estilo de vida sedentario y
aislado, tenía una absoluta falta de interés por su apariencia física y por el
deporte. Siempre lo había tenido.
Era simpática, pero muy irascible. Todos sabían que era mejor no tocarle
las narices. Tenía debilidad por Alex, y, aunque no era cierto, argumentaba que
solo soportaba a Iván porque era su socio. La detective suponía que aquel adusto
carácter no solo era producto de la soledad que se había autoimpuesto y de sus
nulas relaciones sociales, también de la desoladora realidad que imperó en su
infancia. Sin madre conocida, sobrevivió en diferentes hogares de acogida.
Debido a su aspecto, siempre era el patito feo.
No pudo estudiar en la universidad, tampoco le hizo falta. Era autodidacta,
y, en lo suyo, en la red, se manejaba como nadie. A sus veintiséis años, la vida
de Norma Vidal se limitaba a las cuatro paredes de su casa.
Su único contacto frecuente con el exterior radicaba en cuatro restaurantes
de comida rápida que tenían envío a domicilio. Todo su mundo giraba en torno a
su trabajo. Era introvertida, solitaria y un genio en lo suyo. Si necesitabas saber
algo de alguien, o conseguir algo prohibido por internet, Norma era la persona
idónea.
Mostrando una media sonrisa, la escucharon:
—¿Cómo está mi jefa preferida? —preguntó con voz cascada, producto de
los tres paquetes de cigarrillos que consumía cada día.
—Mejor. He tenido que aclarar algunos temas con una clienta. Imagino
que sabes de quién se trata —dijo Alex de forma enigmática, sin dar datos—. Me
tenía fastidiada, pero ya estoy bien.
Iván, que parecía estar al margen, ocupó la pantalla y saludó con la mano.
—Hola, Norma. También estoy yo, tu segunda persona preferida.
—A mucha distancia de la primera, guapito de cara —respondió la hacker
de forma seca—. Apártate y déjame ver a tu jefa.
—Te dejo con mi socia —dijo Iván a punto de reírse, recalcando el vínculo
profesional que Alex y él tenían.
Norma alzó los ojos al cielo.
—Supongo que hablas de la santurrona —soltó con sarcasmo.
—Nos ha explicado el porqué de su forma de actuar —dijo en un tono de
voz tranquilo—. Las razones que nos ha dado a Iván y a mí nos han parecido
convincentes —respondió, pensando en el impresentable de su marido.
—Ya sé por dónde van los tiros —dijo con convicción—. Te aseguro que
su marido es un impresentable.
—¿Por qué lo dices?
—¿Necesitas que te lo explique? —preguntó la hacker de forma
inesperada—. ¿Ahora?
Alex dudó. ¿Podía haber averiguado que ella conocía al marido?, ¿que
había tenido una noche loca con él? Norma no aclaró su comentario, aunque era
muy difícil que se le escapara algo. Hacía diez años que había ingresado en
Mensa, una asociación de personas de alto cociente intelectual al que solo podía
acceder un dos por ciento de la población. El suyo era de ciento cincuenta y tres.
Alex prefirió no seguir la conversación. Norma, que entendió su silencio,
continuó:
—Y supongo que me llamas para saber qué vamos a hacer —afirmó.
—Lo mismo de siempre —respondió Alex—, lo que ya hemos hecho otras
veces. Siempre ha dado buen resultado. ¿Cuántas grabaciones tiene de ella?
—Media docena, con dos hombres distintos. Se la ve manteniendo
relaciones en el interior de un coche, en un descampado. También aparece
entrando en un motel de carretera. Son hombres distintos, y tres veces. En una de
las grabaciones, mientras se despiden junto a su vehículo, uno de los hombres
masturba a la santurrona hasta que llega al orgasmo. Te puedo asegurar que los
tiene muy fuertes.
Alex alzó las cejas. Pensó que Mercedes era todo lo intensa que había
revelado.
—El problema es que hay más —continuó Norma. Cuando Alex pensaba
que se refería a Mercedes, Norma se lo aclaró—. A ese puto chantajista le he
instalado un programa espía. Ahora que tengo acceso a toda su información, he
descubierto algo repugnante, ¿sabes que obligó a una chica a tener sexo con él?
Alex abrió los ojos como platos.
—¿Cómo dices, Norma?
—No se detendrá en el primer pago de Mercedes. He visto los correos que
se cruzó con una de las víctimas, porque Mercedes no es la única —comentó
Norma, indignada—. A esa chica que te comento, le pidió más dinero. Ella le
respondió que no podía conseguir esa cantidad. El muy cabrón le sugirió cubrir
la deuda a cambio de sexo —se detuvo un instante, para tomar aire, y añadió—:
Existe una grabación en la que se produce ese intercambio, por llamarlo de
alguna manera. Durante todo ese vídeo, ella no para de llorar. ¡Eso es una puta
violación, Alex! —exclamó encolerizada—. Ese cabrón ha encontrado un chollo,
y no parará.
—Lo haremos nosotros. Ya sabes lo que hay que hacer.
—Lo de siempre. Utilizaré un ransomware que hará que se cague patas
abajo. Te aseguro que es un auténtico cerdo.
—Ya sabrás el nombre de ellas, de las víctimas —preguntó Alex de forma
retórica, y añadió—: Envíales un mensaje de que todo se ha acabado, que se han
borrado los archivos.
—Lo haré, cuando me avises de que el alemán lo ha solucionado —dijo
Norma en tono altanero—. Hoy le pondré en su sitio. Borraré todo lo que tenga
en el ordenador, pero debéis hablar con él, puede tener copias en algún disco
externo.
—Nos aseguraremos, no te preocupes. Cuando esté hecho, me avisas —
dijo Alex.
Sabía que Norma detestaba a ese tipo de chantajistas, los que utilizaban a
las mujeres como objetos. Era más tolerante con los que buscaban
enriquecimiento a través de temas comerciales y empresariales. Los solucionaba
todos, aunque tenía su particular forma de pensar.
—Vale. Esta tarde estará resuelto —se despidió la hacker, mientras
cerraba la videollamada.
Alex apartó la mirada de la pantalla y miró a su socio.
—Cuando Norma me avise, ya sabes lo que tienes que hacer.
Iván asintió con la cabeza. Se levantó de la silla en la que había
permanecido sentado a lo largo de la conversación y se acercó al despacho de
Raquel, pero no había nadie. En la agencia de detectives, ella era el
complemento de ambos. Cris le dijo que estaba haciendo un seguimiento. Era
por un caso de infidelidad que había entrado el mismo día que el de Mercedes.
Iván la llamó al móvil.
—Esta noche no hagas planes, preciosa, tendremos trabajo.
CAPÍTULO 5

LAURA SANDOVAL

12:41 horas

Tras llamar al móvil de Susana, se identificó como policía y le dijo que


necesitaba pasarse por su casa para hacerle unas preguntas. Diez minutos
después, Ricardo y ella llegaban al lujoso edificio del barrio de Salamanca. La
chica le había preguntado de forma insistente cuál era el motivo de la
conversación, pero Laura solo le dijo que era un asunto relacionado con una de
sus compañeras del colegio.
Al entrar en el edificio, mostraron su identificación al portero de la finca.
Dijo que ya lo habían avisado de su visita, y les recordó que era la puerta
catorce, en el séptimo piso. El lujoso ascensor subió hasta la planta
correspondiente y, al salir al rellano, un hombre alto y delgado les esperaba en la
puerta. Tenía el pelo negro, ligeramente canoso, e iba muy bien vestido, de unos
sesenta años. La perilla y sus gafas sin montura perfilaban un rostro atractivo.
No obstante, estaba serio y mostraba una actitud extrañada. Cuando llegaron
hasta él, les dijo:
—Buenos días. Soy Jordi Puig, el padre de Susana. —Su tono de voz sonó
seco—. ¿Quiénes son ustedes?, ¿qué necesitan de mi hija? Ella es menor de
edad.
A Laura le extrañó el comentario. Parecía desconfiar de ellos, o de algo
que su hija pudiera revelar. No era necesario argumentar que era una menor.
—Buenos días, señor Puig. Por supuesto, no pretendíamos hablar con
Susana sin su conocimiento, o el de su esposa. En realidad, solo serán un par de
preguntas intrascendentes, pero podrían arrojar luz a un caso que llevamos.
¿Podemos hablar en un lugar tranquilo?
Su actitud cambió, incluso mostró una sonrisa.
—Sí, claro. Disculpen mi desconfianza. Mi hija Susana es una niña muy
inocente. Pasen, por favor.
Se adentraron en la vivienda. Aunque no era un casoplón del tamaño de las
dos que habían visitado aquella mañana, rebosaba lujo, además de metros. Al
entrar en el salón, una chica joven se levantó del sofá para saludar. Parecía
nerviosa. También lo hizo su madre, que estaba a su lado, sentada junto a ella.
La pequeña tendió la mano hacia ellos, para saludarlos, mientras su progenitor
las presentaba:
—Susana, mi hija, y Lucía Hornos, mi esposa.
—Encantada —dijeron ellas de forma simultánea.
Se sentaron en el sofá que estaba situado frente al de ellas. Jordi Puig se
acomodó al otro lado de Susana, escoltándola. Mientras la miraba, Laura pensó
que todas las niñas ricas que estaba conociendo eran una preciosidad. Iván, su
detective favorito, siempre le decía que, aunque las chicas ricas eran más guapas,
a él le gustaban todas. Sonrió para sí. Se preguntó si el muy ladino tendría razón.
Volvió a la realidad y se presentó:
—Hola, Susana. Soy la inspectora Sandoval, y mi compañero es el
inspector Garcés. Tenemos entendido que conoces a Mila de la Torre y a Nerea
Godoy —afirmó Laura.
—¡Claro! Son amigas mías, del colegio —dijo Susana—. ¿Les ha pasado
algo? Ustedes son policías, y… si preguntan por ellas… —dijo con angustia,
girando la cabeza hacia su padre, asustada.
—Lamento decirte que Mila de la Torre está desaparecida desde la noche
del viernes. Nerea y ella fueron a la discoteca Enigma, y la última vez que se la
vio estaba con un chico rubio.
—Pues, no sé… imagino que se iría con él —dijo en un primer momento.
Tras reflexionar apenas un segundo, añadió—: aunque ya son muchos días. No
sé nada de ella. Las vi el viernes pasado. Fue por la mañana, en el colegio —
explicó, negando con la cabeza—. Mila me dijo que volaban a España aquella
tarde. Eso es lo último que sé.
—Nerea nos ha dicho que tú vas a menudo a esa discoteca, a Enigma.
—Sí, es mi preferida —respondió, sin entender a dónde querían llegar—.
El viernes no fui. No llegué a España hasta el sábado.
—Sabemos que ellas no habían ido nunca por allí, pero Nerea nos ha dicho
que tú se la recomendaste.
—¿Y eso me convierte en culpable de algo? —preguntó muy sorprendida
—. Solo fue una conversación entre amigas.
—¿Nadie te pidió que lo hicieras?
—¿El qué? —preguntó extrañada, abriendo los ojos—. ¿Recomendársela?
¿He hecho algo malo? —preguntó, mirando a su padre.
En ese momento, saltó él:
—Inspectores, da la impresión de que están culpando a mi hija —comentó
airado—. Ella no tiene nada que ver con la desgraciada desaparición de su
amiga.
—Nada más lejos de nuestra intención, señor Puig. Lo único que
pretendemos es obtener el máximo de información. La intención de la pregunta
era saber si alguien de allí dentro le había propuesto que, chicas como ella, de su
posición social, sus amigas, fueran por allí —aclaró Laura, rebajando la tensión
—. Si su hija va muchas veces, estoy segura de que conoce a la mayoría de los
clientes de la discoteca. ¿Es cierto, Susana?
—Sí —respondió más tranquila—, a muchos.
—Es fundamental que sepamos quién es ese chico. Es rubio, con el pelo
largo.
Susana se quedó pensando. Recordaba a cuatro o cinco. La mayoría de los
chicos que conocía llevaban el pelo muy corto. Muy pocos mantenían ese estilo.
—La verdad es que no son muchos. Casi todos lo llevan corto, y afeitado
por los lados. Está de moda.
Les dio cuatro nombres y Laura los apuntó en una libreta que llevaba, a la
vieja usanza. Le preguntó:
—¿Considerarías extremadamente guapo a alguno de ellos?
Susana abrió los ojos, sorprendida. ¿Qué pregunta era aquella? Su padre,
Jordi, aunque estaba muy atento, permanecía callado.
—¡Pues no! El único que no está mal es Raúl, pero no es mi tipo —dijo,
mirando de reojo a su padre.
—¿Qué edad dirías que tiene?
Susana alzó los hombros, en un gesto de duda.
—No sé. Unos veintidós, supongo —respondió.
Laura asintió con la cabeza.
—¿Conoces a alguno de los empleados, Susana?, ¿tienes amistad con
alguien que trabaje allí?
—Los conozco a todos, pero no hay nadie con quien tenga amistad, si es
que se refiere a eso —dijo.
Algo en su tono de voz hizo dudar a Laura. Notó que Ricardo carraspeaba.
Era una señal. Tampoco se había creído aquello.
—Tengo entendido que hay un par de chicos muy guapos trabajando allí.
También conozco a Sandra y a Rebeca, que estaban en la barra el otro día. Ellas
también lo son —dijo, ampliando las opciones, y matizó—: Los camareros y
camareras son piezas codiciadas.
El padre de la chica parecía tenso. Susana lanzó una carcajada. Pensó que
era cierto, y ella ya había conseguido su premio, pero no lo podía reconocer
estando sentada junto a su progenitor. Le quitó importancia.
—Le aseguro que no es mi caso. Me gusta bailar, y es lo que hago —
respondió con orgullo.
Jordi participó en aquel momento.
—Creo que ha quedado muy clara la exención de toda responsabilidad por
parte de mi hija. Como hemos podido oír, solo les habló de la discoteca en un
entorno de confianza y consejo. Como es de suponer, Susana no tenía ningún
interés especial en que sus dos amigas fueran a ese lugar de ocio —dictaminó, en
un tono de voz serio y muy seco—. Y, por último, y no por ello menos
importante, no recuerda conocer al sujeto que están buscando. Tampoco tiene
una relación especial con alguien relacionado con ese entorno.
—¿Es usted abogado, señor Puig? —preguntó Ricardo con cierto
sarcasmo. No le había gustado aquel individuo, ni su actitud.
—No. Me dedico al negocio de los vinos, exportación e importación —
respondió cortante—. Y ahora, si nos disculpan y no tienen alguna otra
pregunta… —dejó la frase en el aire—. Mi hija tiene cosas que hacer, mi esposa
una reunión en la ONG con la que colabora, y yo tengo trabajo.
Laura, mentalmente, incluyó la palabra «estúpida» en el inciso que
acababa de hacer. Era cierto que la conversación había sido muy banal. No
habían sacado nada en claro, pero existía cierta relación con la desaparición de
una de las amigas de su hija. Eso debería ser suficiente para mostrar
comprensión.
Dieron las gracias y salieron de allí. Mientras caminaban hacia el coche,
Laura le preguntó:
—¿Qué te ha parecido?
—¿Aparte de que es un imbécil y un engreído? —preguntó sarcástico—.
Creo que la chica no sabe nada. Se ha sorprendido con la noticia, y parecía
bastante afectada. Aunque no lo ha querido reconocer, está claro que ha tenido, o
tiene, algún rollo con un empleado.
Se metieron en el coche y la inspectora se puso al volante. Ricardo se
dispuso a llamar a los dos porteros de la discoteca. Necesitaban quedar con ellos
para interrogarlos, pero sonó su móvil. Le dijo a Laura:
—Es Loyola, de la UDEV. ¿Habrá novedades?
Lo puso con el altavoz:
—Buenos días, Loyola. ¿Ha habido algo nuevo? —preguntó.
—El padre acaba de recibir una foto. Es de la chica —dijo el inspector de
la Sección de Secuestros y Extorsiones—. Está sentada en la cama de una celda,
se ven los barrotes. Es un lugar sucio y lleno de humedad, posiblemente un
sótano. Antes de que me lo preguntes, te diré que es de hoy, tiene el periódico
Marca colocado sobre su pecho. Ya la he mandado al laboratorio.
Ricardo miró a Laura. Ambos estaban pensando en lo mismo: era una
mierda, pero también una buena noticia. Con los días que habían pasado, en
algún momento se habían temido lo peor. Al menos estaba viva.
—Gracias, Loyola. Vamos a hablar con los porteros de la discoteca y
luego nos acercamos por ahí.
MILA DE LA TORRE

13:02 horas

Hacía más de una hora que Bron le había hecho las fotos. Mila estaba muy
nerviosa. «Ahora es cuestión de tiempo», se dijo a sí misma. Todo lo que podía
hacer ya estaba hecho. Su sugerencia había dado resultado. Enviarían aquella
foto a sus padres, y sabía que no habría ningún problema. Dado el especial
carácter de su padre, se pondría furioso, más con ella que con los secuestradores,
pero pagaría. Eso era seguro.
Natasha les había estado explicando su historia. Todo había ocurrido en la
misma discoteca que Marta, el chico era el mismo, y no conoció a la tal Ruth/Iris
hasta que llegó al aparcamiento. Era enfermera y dijo que la ayudaría. Estaba tan
mal que no puso reparos.
Comentó que ella no era una rica heredera rusa, al contrario. Sus padres
vivían en un pequeño pueblo a unos doscientos kilómetros de Moscú. Si
estudiaba en España era por su extraordinario expediente académico. Aunque
solo tenía dieciséis años, iba dos cursos por delante. Gracias a eso, estudiaba en
la universidad el Grado de Ingeniería Informática.
Mila se puso a pensar en que todo aquello era una locura, subasta de chicas
para millonarios, para burdeles, por encargo… ¡Chicas a la carta! Ni en las más
sórdidas películas que había visto aparecían casos como el suyo. Las buscaban
de cualquier condición y las vendían al mejor postor, para el placer de los más
ricos. Sintió náuseas.
Se preguntó si su padre, perteneciente a ese grupo social, también estaría
metido en asuntos de ese tipo. Supuso que no, aunque tenía muy claro que su
madre no era la única mujer en su vida. Tuvo dudas. Él era un hombre muy
especial, nada familiar, y ella, a diferencia de algunas de sus amigas, no era la
niña de sus ojos. Pero, al fin y al cabo, era su padre.
La presencia de Bron, que bajó con las bandejas para dejarles la comida, la
sacó de su abstracción.
—Poneos al final de las celdas —dijo mientras se acercaba por el pasillo
llevando una bandeja.
Cuando comprobó que las tres habían obedecido, abrió la de Marta,
manteniendo la pistola Taser en la otra mano. La dejó en la pequeña mesa que
tenían a un lado, alejada del cubo donde hacían sus necesidades, que se situaba
en un rincón. Salió y cerró con llave. Cogió la segunda bandeja y se acercó a la
de Mila.
—De momento, te seguiremos alimentando bien. Si tu papi es generoso,
tal vez salgas de aquí. Si se pone tonto, el jueves sabré si puedo hacer lo que
quiera contigo. —La miró con descaro y añadió—: Supongo que pagará y no te
podré dar lo que necesitas.
Mila, aunque tenía fe en que todo se resolvería, sollozaba. Marta y
Natasha, a quienes ya habían explicado lo que sabían de todo aquello,
empezaron a llorar de forma visible. Bron se acercó a la celda de Natasha.
Estaba acurrucada en el rincón más alejado de la entrada.
—Con la pija no pude, porque Cristian estaba allí —dijo señalando a Mila,
mientras dejaba la bandeja sobre la mesa—, pero contigo me lo pasé de miedo
mientras te quitaba la ropa para ponerte eso —comentó, aludiendo a la especie
de túnica que llevaban—. Para que no te despertaras, te volví a drogar. Valió la
pena.
Se relamió mientras la miraba. Se quedó allí, en pie, frente a ella. Natasha
se sentía como un gusano al que alguien pudiera aplastar. Y Bron podría hacerlo.
Aquel enorme monstruo, porque no se le podía definir de otra forma, las tenía
aterrorizadas. Por su aspecto y por su poder. Le escuchó decir, recreándose:
—Te chupé todo el cuerpo. He pasado mi lengua por cualquier lugar que
se te ocurra —soltó una carcajada y añadió—: Fue una suerte que él se tuviera
que ir. Casi nunca lo hace.
Se agarró el miembro por encima del pantalón. El recuerdo de aquello le
provocaba una erección.
—Lo pasaría muy bien contigo, preparándote para el burdel. El problema
es que las vírgenes estáis muy buscadas. Además, tú eres un encargo: rubia y
pura —dijo con crueldad mientras soltaba una carcajada—. Si te hago algo, el
señor Val me mata; y te aseguro que no sería el primero. Pero las tres pajas que
me hice en tus tetas, mientras te sobaba… —Se volvió a reír y se agarró el
paquete—. Eso no me lo quita nadie.
LAURA SANDOVAL

13:06 horas

Antes de acercarse al chalé de la familia De la Torre para hablar con Loyola


sobre lo que ya se había confirmado como un secuestro, era imprescindible
interrogar a los porteros de la discoteca. Llamó a Ismael, uno de los que
estuvieron esa noche. Le explicó de qué se trataba y quedaron con él. Le dijeron
que también necesitaban hablar con su compañero, el que lo acompañaba el
viernes. Les comentó que vivía cerca y que lo llamaría para que fuera a su casa.
Los dos chicos, altos y fornidos, apenas pudieron aportar nada nuevo.
Ismael les comentó que vio salir a una chica que iba bastante perjudicada. Al
enseñarle la foto, no la reconoció. Le dijo que estaban acostumbrados, era algo
habitual.
La sostenía un chico alto y rubio al que nunca había visto por allí. Solo los
vio de espaldas, y se fueron al fondo del aparcamiento. Recordaba haberlos visto
junto a un coche de alta gama. Les dijo que era de color oscuro, pero no supo
precisar el modelo. En aquel momento, no le dio demasiada importancia. Ella
parecía ir de buen grado con él, y era una hora con demasiada actividad como
para fijarse en algo así.
Les dieron las gracias y una tarjeta, por si recordaban algo más. Mientras
iban a casa de los De la Torre, Ricardo llamó al agente al que había dejado
mirando las grabaciones de la noche del viernes. Solo se veía la entrada y el
aparcamiento, era lo único que tenían.
El compañero le comentó que se veía salir a Mila a la 01:48. Tal como el
portero había relatado, iba abrazada a un chico alto y rubio, pero en ningún
momento se veía su rostro, solo su espalda. Apenas eran unos segundos, ya que
desaparecían de la visión.
Comentó que había estado buscando su entrada en la discoteca. Cuando lo
encontró, iba entre un grupo de gente y con la mirada baja. Daba la impresión de
que su intención era esconder su rostro. Eso fue una media hora antes de la
llegada de Mila, que lo hizo con otra chica.
Ricardo se lamentó y pensó que no tenían nada. Todo lo que sabían era
demasiado ambiguo. Solo esperaba que la petición de rescate aportara nueva
información.

***

Llegaron al chalé de la familia De la Torre, saludaron a los dos policías que


estaban en la entrada, a los que conocían. Entraron en la vivienda y, al llegar al
salón, vieron a la madre de Mila, Yolanda Cruz, sentada en el sofá.
Junto a ella, intentando animarla y cogiendo su mano, se encontraba la
subinspectora Rocío Castro, una subordinada de Víctor Loyola, que era el jefe
del equipo de la UDEV. Guzmán, el padre de la chica, estaba en el porche
hablando por el móvil. El inspector se acercó a ellos.
—Buenos días, chicos —saludó Víctor, a la vez que ellos—. No sabemos
nada nuevo. Solo tenemos la foto que hemos recibido, y confirma que Mila está
secuestrada. Estamos esperando la petición de rescate. —Señaló al padre—. El
señor De la Torre está hablando con el banco. Dice que no habrá ningún
problema en el pago, no quiere que su hija corra ningún riesgo.
—¡Pues como todos! —exclamó Laura, a quien aquel estúpido le había
caído fatal—. Su hija es tan importante como cualquiera de las personas
desaparecidas que buscamos, Víctor.
Loyola la miró mientras sonreía. Sabía del carácter feminista de la
inspectora, y no había reconocido ese rasgo en el progenitor que estaba al
teléfono, el que hablaba con una suficiencia que daba asco. Tampoco le había
caído bien.
—Creo que el padre no es santo de tu devoción, Laura —dijo con evidente
cinismo.
—¿Santo? —preguntó, clavando su mirada en él—. Estoy segura de que
ese hombre y yo no coincidiremos en el cielo.
—¿Tú crees que irás allí? Será muy aburrido.
—Allí van las personas buenas, las que no hacen daño a los demás —
comentó intentando parecer inocente—. Los que cometemos algunos pecadillos,
los de la carne, nos confesamos y listo.
—Supongo que no hablas de veganismo —aclaró con cinismo el simpático
cuarentón—. ¿Tú te confiesas muchas veces?
Laura sabía que Víctor estaba casado, aunque siempre se quejaba de que
su mujer era una harpía. Era uno de los compañeros que la había invitado a
tomar algo, incluso a cenar. Uno de los rechazados.
—Si tú supieras… Tengo a mi confesor… —comenzó a decir, reteniendo
la carcajada que pugnaba por salir. Pensó que no era plan ponerse a reír allí. De
repente, hizo un gesto con la cabeza en dirección al porche y anunció—: Ya ha
acabado de hablar.
Guzmán de la Torre, trajeado como si fuera a asistir a una reunión social,
entró en el salón derrochando suficiencia.
—Acabo de hablar con el director. Me ha dicho que, en cuanto le avise,
tendré a mi disposición cualquier cantidad que necesite.
—Bueno, pues ahora solo queda esperar —dijo Loyola.
—¿Cree usted que tardarán mucho en llamar? —preguntó Guzmán.
—Eso lo deciden ellos. De momento, tienen las riendas. Ahora, lo más
importante es que sabemos que su hija está viva. Ya no es una desaparición, sino
un secuestro. —Loyola hizo un gesto con la cabeza intentando transmitir
confianza. Añadió—: Sé que es muy duro, pero considérenlo una buena noticia.
Nunca sabemos cómo acaba una desaparición. La gran mayoría tienen un final
feliz, pero, de vez en cuando, nos encontramos con lo peor.
Yolanda, que había permanecido callada y parecía estar más tranquila,
intervino:
—Un final colmado de alegría, aunque, alguna de ellas… —dijo, mirando
a su marido—, recibirá una buena bronca.
La mirada de él la fulminó, lo dijo todo. Ella retiró la suya y miró a Laura,
que le mostró una sonrisa de complicidad. Se la devolvió. La inspectora
argumentó:
—Nosotros ya no hacemos falta. Vamos a hablar con algunos de los
empleados de la discoteca. A través de ellos llegaremos a los clientes habituales.
Alguno de ellos tiene que haber visto al sujeto con el que su hija se fue.
Guzmán de la Torre saltó al momento.
—Querrá decir, el que se la llevó, ¿no? —preguntó con insolencia.
Laura no le quiso explicar que las chicas también tenían derecho a irse con
un chico que les gustara, y él parecía ignorarlo. Pero, en parte, tenía razón. A
pesar de haber salido abrazada a él, ella era víctima. Le pareció muy probable
que hubiera ingerido algún tipo de sustancia de sumisión química.
—Sí, por supuesto, señor De la Torre —admitió—. Eso es lo que quería
decir. Nos vamos, estaremos en contacto.
Acompañados de Víctor, salieron al jardín de la entrada. Laura le
preguntó:
—¿Cómo han enviado la foto?, ¿por un móvil?
—Sí, uno desechable. Ya hemos comprobado el número. Fue comprado
hace siete meses —aclaró Loyola—. Lo más destacable es que la persona que los
compró se llevó diez terminales. Hemos llegado hasta la tienda y han buscado la
factura. Está a nombre de una empresa que no existe.
—Si los móviles no eran para un equipo de trabajo, parece hecho por
profesionales. Con seguridad, no es para algo legal.
Víctor asintió con la cabeza, reforzando la idea de la inspectora.
—Sí, es obvio. Sabemos que los compró una mujer de unos treinta años.
La chica que se los vendió lo recuerda porque era el primer día que volvía al
trabajo tras estar de baja por dar a luz, y, además, fue su primera clienta. Se fijó
en ella porque le sorprendió el pedido. Nos ha comentado que no es normal que
alguien se lleve diez teléfonos de una tacada. No recuerda su rostro o algún
rasgo significativo. Solo que era joven, de unos treinta años.
—¿Has enviado alguna patrulla a la dirección que consta en la factura?
Sería raro, pero… —preguntó Ricardo.
—Me han llamado hace un rato. Es un solar vacío.
Aunque sabía que era lo normal, había que comprobarlo. Se despidieron de
él y quedaron en mantenerse informados de cualquier novedad. Ricardo y ella se
fueron a comisaría, a repasar lo que tenían. Estuvieron una media hora y se
fueron a comer.
Quedaron por la tarde. Transcurrió tranquila, sin novedades. Pasaron por el
programa los nombres de los empleados de la discoteca, y, salvo un par de
arrestos por nimiedades, no había nada significativo. Aquella noche se
acercarían por allí, para hablar con empleados y clientes asiduos. A menos que
Néstor tuviera alguna novedad, no podían hacer otra cosa.
CAPÍTULO 6

IVÁN HAAS

14:32 horas

Iván había quedado con Klaus, uno de sus mejores amigos. También era alemán,
y se encontraba en Madrid por motivos de trabajo. Dirigía la delegación de
Barcelona, de una de las empresas de seguridad más importantes del país. Klaus
y él se conocieron en el ejército, mientras servían en la Unidad de las Fuerzas
Especiales Alemanas: en el llamado KSK.

***

Para ser aceptado en el KSK había que superar una serie de pruebas de una
exigencia extrema. Estaban destinadas a comprobar la resistencia física,
capacidad para trabajar en equipo, fortaleza mental, inteligencia y discreción de
los aspirantes.
La primera parte del proceso de selección duraba dos semanas. Consistía
en desafíos extremadamente exigentes que estaban diseñados para evaluar la
aptitud física y psicológica de los aspirantes. Más de la mitad de los candidatos
se descartaban en esa etapa inicial.
La segunda fase, de tres meses, ponía a prueba los límites de la resistencia
física, incluyendo desafíos extremos, como una prueba de supervivencia en
condiciones extremas, en la Selva Negra, y una carrera de noventa horas. Los
que la superaban avanzaban a un curso de entrenamiento, en un centro
especializado.
Después de casi cinco meses de intensas etapas y rigurosos procesos de
selección en los que la gran mayoría de aspirantes eran descartados, Iván logró
superar todos los desafíos y acceder al curso de formación y especialización.
Solo el nueve por ciento de los aspirantes conseguía llegar a este punto de la
selección. Iván fue uno de ellos, al igual que Klaus.
Durante los dos años siguientes se especializó en operaciones de rescate y
liberación de rehenes, protección de individuos en situaciones críticas, captura
de criminales de guerra y operaciones encubiertas. Fue la etapa más dura de su
vida. Adquirió habilidades en paracaidismo y técnicas de supervivencia extrema
en situaciones de combate.
Las pruebas de acceso habían sido demasiado exigentes, las diferentes
etapas de su formación, agotadoras, pero lo peor de todo fueron las misiones que
tuvo que realizar. Esa experiencia, obligándolo a vivir con extrema violencia, fue
la clave para decidir salir del ejército.
Ya en la vida civil, Klaus y él coincidieron en una empresa de seguridad y
estuvieron trabajando juntos durante un año. Iván recibió una oferta de una
empresa española, que se dedicaba a la protección personal. Le ofrecían trabajar
como chófer y guardaespaldas de empresarios y altos cargos políticos. Decidió
aceptar la oferta y se trasladó a la Península Ibérica.
La decisión la tomó porque ya había estado de vacaciones en España, y le
encantaba todo lo que conocía de este país. En especial, y en este orden, las
españolas y la paella. Pensó que era un buen lugar para vivir.
A los tres meses de llegar, cuando vio el abanico de negocio que se le
ofrecía, llamó a Klaus, su amigo, y le insistió en que lo probara durante unos
meses. Compartieron el piso de Iván durante apenas quince días, cuando Klaus
recibió una oferta para irse a la delegación de Barcelona.
Desde entonces, aunque vivían en ciudades diferentes, siempre intentaban
quedar, si el trabajo lo permitía. Klaus había llegado aquella mañana y volvía a
casa en el vuelo de la noche.

***

Decidieron comer en uno de los restaurantes favoritos de Iván. Después del


primer tanque de cerveza, las acostumbradas patatas bravas y las puntillas de
calamar, se pidieron un arroz negro, que acompañaron con vino blanco. Los
recuerdos y anécdotas pasadas cubrieron gran parte de la conversación. Klaus le
habló de Roser, su esposa, una de las administrativas que trabajaban en la
empresa de seguridad que dirigía. Acababa de hacer un año que, con la presencia
de Iván como padrino, habían pasado por el altar. Le reveló que estaba
embarazada de tres meses.
Iván, con su misma edad, treinta y seis años, permanecía soltero y no tenía
ninguna intención de cambiar esa dinámica. No obstante, le confesó que había
una chica especial con la que se llevaba de maravilla, la mejor que había
conocido.
Era inspectora de homicidios y, a diferencia de Inma, la única relación
seria que había tenido al poco de llegar a España, y que apenas duró un año, ella
entendía su trabajo y sus horarios. Laura, a sus treinta y dos, era una mujer que
sabía lo que quería. Quedaban cuando les apetecía, aunque era a menudo. Iván le
confesó que era especial, pero no tanto como para tomar el mismo camino que
él.
Tras los cafés, Klaus le dijo que se iba a una reunión, e Iván le comentó
que había quedado con Raquel, su otra compañera de la agencia. Le reveló que
aquella noche tenían una movida de las buenas.
—¿Es peligrosa? —preguntó Klaus con indiferencia, sabiendo lo que Iván
era capaz de hacer.
—Solo para él —respondió.
Acordaron quedar algún fin de semana, a principios de julio. Iván, ante la
insistencia de su amigo, se comprometió a ir con Laura, para que la conocieran.
RAQUEL GUERRERO

15:57 horas

Al llegar a la agencia, tuvo que abrir con su propia llave. Aunque llegó un par de
minutos más tarde, ni siquiera Cristina estaba allí. Miró el reloj y aún faltaban
diez para la reunión con Iván. La había llamado aquella mañana, mientras
vigilaba a aquel engreído abogado. Pensó que, tras la reunión, hablaría con Alex.
Tenía buenas y malas noticias del seguimiento.
Ahora ya sabía que le era infiel a su esposa, a su clienta. Había conseguido
información para romper dos matrimonios, porque ambos estaban casados. No
obstante, había dos circunstancias que rizaban el rizo: eran rivales acérrimos en
los litigios de divorcio, porque su amante era la dueña de otro bufete, y, además,
era la íntima amiga de la esposa. Se consoló al pensar que la única buena noticia
para la mujer de aquel impresentable sería la de comprobar que sus sospechas
eran fundadas.
Oyó que la puerta se abría. Al girarse, vio entrar a Alex. La saludó con la
cabeza y se sentó tras la mesa de su despacho. Mientras abría el ordenador para
comprobar los datos del informe que Norma habría enviado, lo que Iván y ella
debían saber para la movida de aquella noche, pensó que nunca podría
agradecerles lo mucho que la habían ayudado.
Hacía ya siete años que trabajaba con ellos, desde 2016, poco después de
que abrieran la agencia. Era lo mejor que le había pasado en aquella vida de
mierda que había tenido. Fue Alex quien la fichó, en Barcelona.

***

Siete años antes…

Alex estaba en la Ciudad Condal, vigilando a un alto ejecutivo de una empresa


tecnológica. El director general sospechaba que vendía información a alguien de
la competencia. Habían llegado a Barcelona la noche anterior, en el mismo
vuelo, y se alojaban en el mismo hotel. La habitación de Alex estaba muy
próxima a la suya. Norma, la hacker con la que la detective había empezado a
trabajar, y con quien congenió desde un principio, había instalado un programa
de seguimiento en el móvil del sujeto y lo tenía localizado.
La pasada noche, el ejecutivo había estado cenando con un amigo y
acabaron en un local de alterne. Hasta ahí, todo normal, lo que se podía prever.
No obstante, la mañana estaba resultando muy diferente. Norma le había enviado
un mensaje. En él le decía que acababa de alquilar un coche y que se lo llevaban
al hotel.
En el aparcamiento ella disponía del suyo, alquilado de antemano, por si lo
pudiera necesitar. Bajó al sótano y lo sacó a la calle. Cinco minutos después, vio
salir al sujeto por la puerta principal. Iba vestido de forma deportiva, nada que
tuviera que ver con una reunión de negocios. Un chico joven, que acababa de
llegar en un sedán negro, le tendió unas llaves. Señaló el vehículo, aparcado a
unos metros de la entrada.
Salieron del hotel y al cabo de unos quince minutos, alejándose del centro
de la ciudad, se metieron en uno de los barrios marginales de Barcelona. Era
obvio que no iba ahí por algo relacionado con su trabajo. El directivo dejó el
coche en una plaza y entró en un bar bastante cutre. Saludó a un hombre que
estaba sentado en una de las mesas, junto a una ventana, y se pusieron a charlar.
Alex, que había aparcado a una distancia prudencial, sacó la cámara de
fotos, con un teleobjetivo, y captó el rostro de ambos y el intercambio que tuvo
lugar: un objeto, que supuso era un USB, y un grueso sobre de color marrón.
Justo en el instante en que tiraba la última instantánea, escuchó un fuerte
golpe sobre el capó del coche. Miró hacia allí y dos individuos malcarados la
señalaban con el dedo mientras la increpaban. El más moreno no era muy alto,
pero el otro, el rubio, era muy grande y corpulento. Le hacían gestos para que
bajara la ventanilla, para hablar. Cuando lo iba a hacer, vio que una chica
bastante fornida se acercaba a ellos. Tenía bastantes tatuajes, vestía con vaqueros
y una cazadora a juego, y llevaba el pelo negro muy corto, a lo militar.
—Dejad a la chica en paz, gilipollas —la escuchó decir.
—¿Y a ti que te importa, idiota? Métete en tus asuntos —aconsejó el
moreno—. ¡Es una pija!, ¿no la ves? Se ha metido en nuestro barrio, y estaba
haciendo fotos.
—¡De lo bonito que es esto! —exclamó con cinismo, haciendo un abanico
con su brazo—. ¿Está prohibido venir aquí? —le preguntó, provocadora—.
Además, ¿te las ha hecho a ti?
—Hace poco que estás en el barrio, guapa —amenazó el rubio—. No te
metas en problemas.
—¿Quién me los va a dar?: ¿tú? —Su mirada era retadora—. ¡Atrévete,
imbécil!
Alex, que prefería que no se fijaran en ella, no se había movido del coche.
En silencio, observaba la escena, pero se dio cuenta de que, si aquello se
complicaba, no le quedaría más remedio que bajarse de él. Aquella chica que
había salido en su defensa iba a necesitar su ayuda.
El rubio, que no parecía tener muchas luces, se abalanzó sobre la morena.
Esta utilizó una técnica de judo de lanzamiento manual, el Kata Guruma. El
gigante salió despedido y se golpeó, con toda la inercia que llevaba su enorme
corpachón, contra un banco que había a unos metros. Al ver aquello, el más
cetrino se apartó de ella y retrocedió un par de pasos. Abrió los brazos en cruz y
dijo:
—Vale, estúpida, haz lo quieras con la pija.
Se acercó al rubio, le dijo algo y se alejaron. Cuando la chica comprobó
que no habría más problemas con aquellos imbéciles, se aproximó a Alex.
—¿Estás bien? —le preguntó, mientras observaba, por el rabillo de los
ojos, que los dos sujetos se alejaban. El rubio apoyaba una de sus manazas en la
zona de los riñones y le costaba andar—. Son unos cretinos, se creen los reyes
del barrio. No me gustan los machotes.
Alex sonrió por ese comentario.
—Sí. Estoy bien, y es gracias a ti —mintió Alex. Ella también practicaba
artes marciales y había reconocido el movimiento de judo, aunque su fuerte era
el jiu-jitsu.
—Es mejor que no estés mucho por aquí —le dijo sincera—, es un barrio
peligroso. Como ha dicho él, eres demasiado pija, y aquí hay pocos de los tuyos
—se puso a reír y añadió—: en realidad, eres la única. —Alex la miró con
detenimiento. Era muy resolutiva. Con una sonrisa, la chica le aconsejó—: Es
mejor que te vayas.
—Sí, creo que será lo mejor. Gracias por tu ayuda —recalcó Alex—. Voy
al centro, ¿quieres que te deje en algún sitio? —le preguntó, pensando que ya
tenía lo que había ido a buscar.
—¿En serio? ¿Me harías el favor? Iba a coger el metro.
—No se hable más —respondió la detective—. Sube.
Esa casualidad fue la que cambió la vida de Raquel. Tras presentarse, Alex
le confesó que ella también hacía artes marciales. Con el peculiar acento
barriobajero que tenía, Raquel, la judoca, le dijo que ese deporte era lo único que
llenaba su vida. Le preguntó a Alex si ella también competía, y Alex le
respondió que no, que lo había hecho durante un tiempo, pero que ahora lo
entrenaba y practicaba por su trabajo.
Cuando le reveló que era la propietaria de una agencia de investigación, a
Raquel se le abrieron los ojos como platos. Le comentó que le encantaría
dedicarse a eso. Entonces fue cuando Alex formuló la pregunta:
—Y ¿qué te lo impide?
IVÁN HAAS

14:02 horas

Iván, al entrar, saludó a Cristina y le regaló una de aquellas maravillosas sonrisas


que desplegaba cuando estaba frente a cualquier mujer. No lo podía evitar.
—Buenas tardes, princesa.
—Buenas tardes, jefe—respondió ella, con la coquetería que desplegaba
con él, y le reprochó—: Eres el último en llegar.
—Lo bueno se hace esperar, listilla —respondió Iván de forma
desenfadada—. Es la hora en punto.
—Lo sé. Eres un buen chico, guapo y trabajador.
—¡Qué peso me quitas de encima! —dijo, soltando una carcajada que la
contagió.
Aunque fue apenas un segundo, Iván se la quedó mirando. Nunca había
tenido nada con ella. Esa era una de las normas que Alex y él implantaron al
hacerse socios. «Nada de sexo en el trabajo, ni con nadie del despacho». Le
jodía, pero era así. Cristina era un escándalo de mujer, una tentación, al igual que
en su día lo fue Alex. Era la fruta prohibida. Todos los empleados conocían y
seguían esa misma directriz. Y aunque Cristina no estaba de acuerdo, lo
aceptaba. Le gustaba demasiado su trabajo como para vulnerarla.
Iván se encaminó al fondo de las oficinas, donde estaban situados sus
despachos, el suyo y el de Alex. Pasó por delante del de Raquel, que estaba
enfrascada en la pantalla del ordenador.
—Buenas tardes, Raquel. Vamos a la sala de reuniones. Voy a avisar a
Alex.
—Perfecto, Iván. Voy para allá.
Fue al de Alex, pero estaba vacío. Un instante después, escuchó abrirse la
puerta del cuarto de baño y la vio salir.
—Hola, guapo —lo saludó alegre—. ¿Has visto lo de Norma?
—No, he estado comiendo con Klaus. Vengo del restaurante.
—¿Cómo están? Hable con Roser el otro día y me dijo que estaba muy
contenta por lo del embarazo.
—Klaus está como loco. He quedado con él en verano, para pasar un fin de
semana juntos —reveló, y tras una ligera pausa, añadió—: Con ellos y… con
Laura.
Alex abrió los ojos, clavando su mirada en él.
—¿La poli?, ¿tu inspectora? ¿Se la vas a presentar? —preguntó
sorprendida—. Eso indica que hay algo serio, cielo. ¿Algo que deba saber?
—No, pero me gusta.
—¡Ya lo veo, ya! —exclamó Alex mientras se reía. Alzó los hombros y
dijo—: No pasa nada, me cae bien.
—¿Es que acaso necesito tu autorización, guapita de cara? —preguntó él,
con aquel fuerte acento alemán que tan poco le gustaba a su socia, aunque ya se
había acostumbrado. Ella imitó su teutónico acento y le respondió:
—Usted no necesita mi autorización, señorito —marcó mucho las
palabras, para darle énfasis, y volvió a su voz normal—. Eres muy libre de hacer
lo que te plazca, ya lo sabes.
—¡Solo faltaría! —exclamó—. Yo no me meto en tus líos.
Alex negó con la cabeza.
—No los tengo —confirmó con rotundidad—. Y si los tuviera, tampoco te
enterarías.
—Lo adivino todo. Parece que no sepas a qué me dedico, guapa.
—¡A darme la tabarra! —replicó, ya cansada de la tontería—. ¿No
teníamos una reunión con Raquel?
Iván, al ver la cara enfurruñada de Alex, se acercó a ella y la rodeó con sus
fuertes brazos. Ella se refugió en ellos mientras reía. En esos pocos momentos se
arrepentía de aquella norma que habían impuesto al principio a instancias de
ella, nada de sexo en el equipo.
No pudo leer la mente de Iván, pero notó que, al igual que ella, se alteraba
con el contacto. «Mantente lejos», se dijo a sí misma. Le dio un casto beso en la
mejilla, acarició con su mano la otra y se soltó de él.
—Vamos con Raquel. Como no te has puesto al día, ella y yo te
informaremos —le dijo con socarronería, poniéndose a andar hacia la sala de
reuniones.
Raquel ya estaba sentada frente al PC que utilizaban allí, y había accedido
a la base de datos del programa de la agencia. Se sentaron frente a ella y se
quedaron mirando el enorme monitor que estaba colgado en la pared. Raquel
abrió el archivo MH2, que correspondía a Mercedes Hidalgo, y la carpeta mostró
una docena de subcarpetas. Pulsó en la de imágenes y clicó en la primera. El
rostro de un sujeto apareció en la pantalla.
—Os presento a Antonio Pérez. Es el chófer y guardaespaldas de un
compañero del marido. Conoce a Mercedes por las reuniones y fiestas del
partido. Su jefe es un cargo intermedio del Ayuntamiento de Madrid, y está en el
Área de Igualdad y Bienestar social.
—¿Este es el chantajista? —soltó Iván, medio riendo—. Muy adecuado. El
muy hijo de puta lo borda.
Alex giró su cara hacia él y dijo:
—Parece una broma de mal gusto. —Volvió la vista hacia Raquel y le
preguntó—: ¿Me lo dices en serio, Raquel? ¿En el Área de Igualdad?
Alex sabía que nunca bromeaba. Raquel era agradable en el trato, pero su
infancia al margen de la ley, y su vida con familias de acogida, aún le pasaban
factura. Cuando tenía que ponerse dura, mostraba una mirada que daba miedo.
Todo el odio y el dolor acumulado de los abusos que sufrió de niña se reflejaban
en ella. En ese momento, aunque de forma suave, la percibió.
—¿Crees que bromearía con los delitos de un individuo así? —le
respondió, seca.
—Raquel, ¡solo era una pregunta retórica, coño! —exclamó Alex,
abriendo los brazos, conciliadora.
—¡Sí, Alex, él es el chantajista! —exclamó con rabia
Iván, para quitar hierro al asunto y vacilar un poco, aunque Raquel se
enfadara, le dijo:
—Además de esa rotunda afirmación… ¿hay algo más que debamos
saber? —Al momento se arrepintió. Supo que su robusta compañera estaba a
punto de levantarse e irse. No sería la primera vez que lo hiciera. Puso su mano
sobre la de ella, y cedió—: Vale, ya lo dejo, Raquel. Necesito que me informes
—su tono de voz fue reconciliador. Se justificó—: He estado en una comida y no
he tenido tiempo de mirar nada de lo que ha enviado Norma. ¿Me lo puedes
explicar?
Alex sonrió. Iván era capaz de llevarte hasta el enojo o el desespero, y, de
forma inmediata, devolverte al sosiego. Tenía ese don.
Raquel lo miró un instante, aceptando la disculpa. Les explicó lo que ponía
en el informe de Norma. A través del ransomware que le había instalado, la
hacker le había enviado una alerta policial por el uso indebido de páginas
pornográficas. Aunque no había nada relacionado con la pornografía infantil,
argumentaba que estaba más que justificado. Eso hubiera obligado a presentar la
correspondiente denuncia.
En el informe de la hacker se reflejaban varios ingresos de dinero a su
nombre, en una cuenta en Andorra. Constaban seis, con cantidades que rondaban
los diez mil euros. En su ordenador tenía varios archivos de vídeo. En ellos,
además de otras cuatro mujeres, aparecía Mercedes. Algunas de las grabaciones
eran muy comprometedoras.
Dos de las chicas rozaban los treinta, y las otras, al igual que su clienta,
apenas sobrepasaban los cuarenta. Con una de ellas, del grupo de las jóvenes, el
sujeto había filmado su propia película manteniendo sexo. Ella se mostraba muy
nerviosa durante la grabación, incluso lloraba mientras lo hacían. Según la
opinión de Norma, esa filmación parecía hecha con una cámara oculta.
—El muy hijo de puta las ha chantajeado con dinero, con sexo, y… ¡las ha
grabado a escondidas! —soltó Alex indignada.
Su tono de voz denotaba el enfado que tenía. El mismo que inundaba a
Raquel y que impulsaba a Iván. Alex se los quedó mirando y les dijo:
—Un degenerado como él no merece compasión. Vamos a hundir su vida,
chicos. Esta noche.
ALEX HATMAN

Veintitrés años antes. Enero de 2000

Alex miró a la señora Jones, la profesora de biology del selecto colegio inglés en
el que estudiaba. Ese era el diminutivo que le había puesto su maravilloso padre,
porque Alejandra le parecía demasiado largo.
Aquello del fenotipo, el genotipo y lo de los caracteres dominantes y
recesivos la desconcertó. Según Mendel, si un gen dominante estaba presente en
cualquier par de cromosomas homólogos, se hacía dueño del carácter
cromosoma. Le pareció algo muy curioso. No obstante, cuando supo que para
que se manifestara el recesivo ambos genes debían ser de ese tipo, le resultó
inquietante.
Una duda le vino a la cabeza. Para hacer más visible la exposición de la
clase de genética, la profesora puso en la pantalla del aula un gráfico con todos
los elementos comentados. Lo de los guisantes no le importó una mierda, pero su
mirada se posó en una parte de él, la que representaba a unos ojos de diferentes
colores. Marrón y marrón, marrón y azul… y… ¡azul y azul!
Se quedó en shock. Según la teoría de Mendel, que no dejaba lugar a
dudas, si ambos progenitores tenían los ojos azules, los hijos… ¡¡siempre
nacerían con los ojos azules!! No le hizo falta mirar de qué color eran los suyos.
Recordó los de su madre, Rosa, y se asemejaban a un precioso mar en calma, al
igual que los de Alfred, su padre. Bruno y Andrea, sus hermanos pequeños, los
habían heredado. «¿Y yo no?», se preguntó.
Era urgente mantener una conversación con su madre.

***

Tras entender la teoría de Mendel, las dos clases que le quedaban se le hicieron
eternas. Cuando sonó el timbre que marcaba el fin del horario de tarde, Alex se
fue a su habitación, cogió su móvil y llamó a su madre. Al momento escuchó la
cálida voz de una de las dos personas que más quería en el mundo, incluso por
encima de Bruno y Andrea, sus hermanos pequeños.
—Hola, cielo. No esperaba que me llamaras hoy.
—Lo sé, mamá…, pero ha pasado algo que me gustaría hablar contigo.
—Me estás preocupando, Alex —la voz de su madre sonó alarmada—.
¿Qué te ha pasado?
—He estudiado las leyes de Mendel, las que tienen que ver con la herencia
genética.
Rosa, su madre, se quedó en estado de shock. Con lo inteligente que era
Alex, y sabiendo que en algún momento se estudiaría aquello, deberían haberle
explicado la verdad. No tenía la menor importancia, no para ella y Alfred,
pero… ¿la tendría para Alex? Esa era la pregunta más importante en aquel
momento.
—Eso deberíamos hablarlo en persona, cielo.
Alex asintió con la cabeza. Aquello confirmaba lo obvio.
—Tu consejo solo tiene una respuesta, papá no es mi padre.

***

La preocupación de Rosa no tuvo fundamento. Alex los quería demasiado como


para enturbiar ese cariño. «Y ¿qué? —pensó—. Papá siempre ha estado a mi
lado, regalándome su sonrisa, ayudándome en los deberes, o enseñándome a ir
en bicicleta. También calmando a mamá, que es demasiado posesiva —recordó
con una sonrisa—, insistiendo en que dejara respirar a sus hijos y aclarándole
que se iban a caer muchas veces, pero que necesitaban aprender a levantarse
otras tantas».
Dos lágrimas asomaron a sus ojos. Recordó su cara. Al margen de sus
preciosos ojos azules, que no había heredado, se parecía mucho a él, muchísimo.
En sus rasgos, en su competitivo y luchador carácter, en que a los dos les
encantaban las fresas con nata… Sintió un espasmo en el pecho y las lágrimas se
convirtieron en un desgarrador llanto. Él era su padre, eso no se lo iba a quitar
nadie, pero… ¿él la veía igual que a sus otros dos hijos?, ¿a sus hermanos?

***

La pilló en época de exámenes y tardó diez días en poder ir a casa. Fueron los
más largos de su vida. Su progenitora había insistido en que era algo que debían
hablar en persona, y, a pesar de que su ansiedad la instaba a saber la verdad, le
tuvo que dar la razón.
Al tomar el vuelo estaba nerviosa, como si algo en su vida hubiera
cambiado, convencida de que su madre la estaría esperando en el aeropuerto con
tantos nervios como ella. Tras recoger la maleta, se dirigió a la puerta de salida.
Hizo un abanico con la mirada intentando encontrar el rostro de Rosa entre
todas las personas que esperaban a sus amigos y familiares, y entonces vio a
Alfred, su padre, con su imponente aspecto alemán. Alto y fornido como un
guerrero vikingo, con su rubio pelo, ya teñido de canas, y aquellos preciosos ojos
azules que ella no había podido heredar.
Alfred comenzó a andar hacia ella, y Alex corrió hacia él. Soltó su maleta,
se refugió entre sus brazos y se puso a llorar de alegría, pero también de
incertidumbre, de temor… Alfred, mientras la besaba con el mismo cariño con el
que lo había hecho miles de veces, le dijo:
—Eres mi niña, Alex, y siempre lo serás. —Tras apartar el rostro de ella,
que estaba refugiado en su hombro, la miró a los ojos y añadió—: Mi hija
mayor, la que me llena de orgullo cada vez que pienso en ti.
Aunque el trayecto hasta su casa fue el de siempre, le resultó diferente.
Quería a su padre, era el mejor del mundo, pero, ahora, tras estar a punto de
saber la verdad sobre su concepción, aún le amaba más. Al entrar en el chalé,
situado en la urbanización de La Moraleja, su madre les estaba esperando en la
puerta de la casa. Alex salió del coche y corrió hacia ella.
—Me apetecía ir a buscarte, pero tu padre se ha negado. Ha insistido en ir
él —le dijo con los ojos anegados en lágrimas.
—Tengo el mejor padre del mundo —respondió Alex, llorando a su vez y
abrazándola con todo su cariño—. Ambos lo sois. No pude tener más suerte.
Rosa la apretó con fuerza. Se apartó de ella y cogió su mano. Mientras su
padre se acercaba con la maleta que había sacado del coche, su progenitora le
dijo:
—No quiero esperar, Alex. Te mereces saber toda la verdad, cielo. Vamos
al salón.

***
Rosa le explicó las especiales circunstancias de su nacimiento. La soledad y
tristeza que sintió al descubrir que el padre no solo se había desentendido de
ellas dos desde el mismo momento del parto, sino que todos los enseres y
muebles de la casa en la que vivían habían desaparecido. El que creía su novio,
Jorge, renunció al derecho de ser padre de la niña más bonita que ella había visto
en su vida.
Le explicó la ayuda que les prestó Encarna, la entrañable anciana que vivía
en el piso de enfrente. Su infructuosa búsqueda de trabajo y la desgracia del
fallecimiento de su protectora cuatro meses después de su nacimiento. Le habló
de Olga, de la sorpresa que tuvo cuando aquella preciosa mujer con la que
compartía café le dijo que se dedicaba a organizar encuentros entre caballeros
acomodados y chicas especiales.
A pesar de que el dinero del que disponían ya casi se había evaporado,
descartó la idea. Olga, que ya se había convertido en su amiga, le dijo que si
alguna vez necesitaba ayuda podía contar con ella. Cada vez estaba más
angustiada por la situación, que se agravó con la repentina muerte de su vecina.
No tenía a nadie que pudiera cuidarla, tampoco un trabajo, ni dinero para
comprar comida.
Según las palabras de Olga, la solución que le había propuesto le
permitiría ganar lo suficiente, aunque solo trabajara unos pocos días al mes. Hizo
de tripas corazón y se reunió con ella. Le explicó la situación. Al cabo de un par
de días tuvo su primera cita con un hombre a cambio de dinero.
En ese momento del relato, Alex dijo:
—Mamá, no es necesario…
—No te preocupes, cielo. No te asustará lo que te quiero explicar, pero
debes saberlo todo. Te lo mereces, y no hay mucho de lo que me pueda
arrepentir, al contrario.
Cuando vio que Alex asentía, Rosa cogió la mano de Alfred, que estaba
sentado junto a ella, lo miró y lo besó en los labios.
—Aquella primera vez fue… —se mordió los labios, buscando la palabra
adecuada, y dijo—, tensa, muy tensa. El hombre, a quien apenas recuerdo, fue
muy educado y amable. Olga le había dicho que era mi primera vez, y él era un
caballero, uno de sus mejores clientes. Aunque se portó bien conmigo, resultó
una experiencia bastante traumática.
Alex la miraba muy sorprendida. Nunca habían hablado de eso. Le pareció
normal, estaba claro que no era algo para ir pregonando por ahí. Ese era el
auténtico valor de su madre, de algunas madres. Entendió que, por desgracia, ese
sórdido intercambio era la única salida a su trágica situación. De repente, en su
rostro apareció una sonrisa que había estado oculta desde el principio de la
explicación. Rosa continuó:
—Y, eso, lo que a priori era una solución desesperada, se convirtió en un
sueño hecho realidad. Mi segundo cliente fue tu padre —dijo, mirándolo con
profundo cariño. Volvió a besarlo y añadió—: Fue un flechazo. Lo que iba a ser
una sola noche, se alargó tres días. Olga me había presentado a una amiga suya
que tenía dos hijos pequeños, uno de ellos de tu misma edad, y le pidió que
hiciera de canguro. Esa primera noche, te dejé con ella, para que te cuidara.
Rosa la miró con cariño y apretó la mano de Alfred.
—A la mañana siguiente, tras lo que supuestamente había sido una noche
de pasión con aquel cliente alemán, llamé a Olga. Le dije que aún estaba con él,
y que por primera vez en mi vida sentía que era alguien especial. Le comenté
que Alfred insistía en que estuviese con él un par de días, que pagaría lo que
hiciera falta, que insistía en conocerme. Olga me dijo que no me preocupara por
el dinero. Que mi hija estaría bien atendida y que descubriera si algo de todo
aquello era real. Y lo fue, lo ha sido siempre.
Alex los miraba y sentía envidia. Ojalá ella encontrara a alguien con quien
compartir una vida parecida a la que ellos habían tenido juntos.
—Unos meses después, nos casamos. Al cabo de un año nació Bruno, tu
hermano, y Andrea, el siguiente. Ya éramos la familia completa que siempre
habíamos querido. Tres hijos, eso es lo que acordamos desde un principio.
Su padre, a su lado, asentía con la cabeza. Quiso participar.
—Alex, ya sabes lo mucho que tu madre y yo siempre nos hemos querido.
Y mis tres hijos sois el mejor regalo que la vida me podía haber hecho. —Por
primera vez en su vida, Alex escuchó que se le entrecortaba la voz, y balbuceó
—: Eso se lo debo a tu madre, y ya sabes que hace las cosas muy bien —
comentó, poniendo un punto de humor en la conversación—. Sin ella, ninguno
de nosotros sería el que es.
—Es la mejor —confirmó Alex mientras clavaba sus ojos en los de ella.
Alfred tomó aliento y continuó:
—No podemos negar la evidencia, Alex, no eres mi hija biológica. Pero te
aseguro que eres mi hija mayor, y eso nadie lo puede desmentir. Desde el primer
día, cuando tu madre nos presentó, te he querido tanto como la quiero a ella —
dijo, girando la cara y mirándola con cariño—, y siempre será así.
Alex lloró de felicidad, al igual que Rosa, aunque Alfred, dado su frío
carácter alemán, se contuvo. Cuando pudo dejar de llorar, le dijo a su madre:
—No quiero saber nada de ese… cabrón que nos abandonó —dudó,
eligiendo las palabras, aunque ella ya había pronunciado su nombre, «Jorge»—.
No existe. Tengo al padre más maravilloso del mundo.
Se levantó del sofá y se abrazó a ellos.
LAURA SANDOVAL

14:02 horas

Al llegar a comisaría, Laura se pasó por el despacho de Néstor. Este le comentó


que la familia de Irina Petrova, la compañera que había sido acosada por Mila,
tenía relación con el crimen organizado. Conocían su relación con algunas
propiedades en España, concretamente en Marbella, en Puerto Banús.
La inspectora pensó que aquello abría una nueva vía de investigación.
¿Estaba relacionado el secuestro de Mila de la Torre con la familia de Irina
Petrova? No era descabellado. Le preguntó a Néstor si podía localizar a
supuestos miembros del grupo criminal. Cuando este le dijo que sí, que
contactaría con un compañero de la Interpol, le pidió que buscara a algún chico
rubio que coincidiera con la descripción que tenían del sujeto. Fue hasta su
despacho y se lo comentó a Ricardo.
De momento no podían hacer nada más, salvo esperar. Decidieron dejarlo
todo hasta la noche. Laura llamó a Álvaro Martín, el dueño de la discoteca, y le
comunicó que irían a hablar con los empleados. Le pidieron que los citara a
todos a las 23:00.

***

Llegaron a la discoteca a la hora acordada. Los reunieron a todos en la barra


central y el dueño presentó a los dos policías. Tenían especial interés en hablar
con uno de los camareros, el que Nerea les había dicho que había llevado el
champán al reservado. Laura tomó la palabra:
—El inspector y yo estamos investigando un caso de desaparición —
mintió, sin mencionar el secuestro—. Ocurrió el viernes pasado y estamos muy
interesados en saber quién acompañaba a esta chica —dijo, mientras les
entregaba la tablet con la imagen de Mila en pantalla. Se la fueron pasando de
uno a otro—. ¿Alguno de vosotros la recuerda?
Al momento, uno de los chicos alzó la mano.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó la inspectora.
—Carlos —respondió—. Les llevé una botella de champán al reservado,
pero se fueron muy pronto, la dejaron a medias. Me pareció muy raro, porque
valía una pasta.
Laura asintió con la cabeza.
—Sí, nos lo dijo su amiga, teníamos mucho interés en hablar contigo.
¿Recuerdas al chico, Carlos?
—¿Quién podría olvidarlo? Era el sueño de cualquier hombre o mujer con
las hormonas alteradas —dijo, con cierto acento amanerado.
La inspectora ocultó una sonrisa.
—Tenemos entendido que es muy guapo —dijo.
—¡Es un dios! Tiene unos preciosos ojos azules, y unos labios que invitan
a pecar. Aquella noche tuve sueños húmedos con él —respondió en broma,
soltando una carcajada que acompañaron la mayoría de sus compañeros.
Laura ya no pudo evitar la sonrisa. Le preguntó:
—Aparte de eso, ¿hay algo especial que te llamara la atención de él?
—Solo su nombre, porque siempre me ha gustado. Se llama Cristian —
respondió.
Aquello era más de lo que esperaban. Laura y Ricardo se miraron. El
inspector le preguntó:
—¿Te lo dijo él?
—Ya me hubiera gustado, pero ni me miró. Oí que ella lo llamaba así,
Cristian.
—¿Lo recuerdas bien?, y me refiero a sus rasgos. ¿Nos ayudarías a hacer
un retrato robot, Carlos?
—Por supuesto —respondió orgulloso—. Soy muy aficionado a la pintura.
Aunque no me atrevo con los rostros, soy muy buen fisonomista.
Aquello era fantástico.
—El retrato lo hará alguien de nuestro equipo, un profesional. Seguirá las
indicaciones que le vayas dando —lo tranquilizó.
—Estaré encantado de ayudar, pero me gustaría tener una copia del
resultado —sugirió, con una media sonrisa.
—Si lo haces bien, lo podríamos arreglar —respondió sonriendo.
Los demás empleados no pudieron aportar nada nuevo, la reunión había
sido más productiva de lo que habían imaginado. Emplazaron a Carlos en
comisaría al día siguiente por la mañana. Si el chico no mentía, conseguirían un
retrato robot de Cristian, el sujeto que se había llevado a Mila. Era un gran
avance.
CAPÍTULO 7

IVÁN HAAS

Madrugada martes, 01:44 horas. 31 de octubre de 2023

Raquel miró a Iván y este asintió con la cabeza. Todas las luces de piso se
habían apagado hacía más de una hora. Salieron del coche, cruzaron la calle y se
acercaron al portal del edificio en el que vivía Antonio Pérez, el chantajista y
abusador que acosaba a Mercedes Hidalgo y a otras mujeres.
La detective, dado su turbio pasado en un barrio marginal de Barcelona,
abrió el portal sin dificultad. Subieron a la segunda planta. El silencio imperaba
en el lugar. Iván miró el reloj, la 01:44. Raquel, con suma facilidad, abrió la
cerradura de la puerta que correspondía al piso número cinco. Se adentraron
unos pasos y se quedaron en silencio. Todo iba bien.
Con extrema prudencia, cerraron la puerta y recorrieron el pasillo. Norma
se había encargado de aleccionarles con un plano de la vivienda. Al entrar en el
dormitorio principal vieron el bulto en la cama. Se acercaron con sigilo. Ambos
sabían cómo debían actuar. No era la primera vez que realizaban una acción
como aquella.
El sujeto estaba de medio lado, con los ojos cerrados, dormido y ajeno a lo
que estaba pasando a unos centímetros de él. Iván, con una de sus manos, tiró
abruptamente de él, lo tumbó sobre su espalda y con la otra tapó su boca.
Raquel, por su parte, sujetó la mano que le había quedado libre y apoyó el cañón
de la Glock en su pecho.
La mirada del hombre mostraba pavor. No entendía cómo, en mitad de un
plácido sueño, se veía inmerso en aquella situación. ¿Qué querían esos
individuos que iban a cara descubierta? Pudo ver al hombre moreno, su pelo
largo, los brazos tatuados que le estaban sujetando con extrema fuerza. Parecía
un deportista de élite. Y a la chica de los tatuajes, su mirada, que infundía miedo
y mostraba odio. Miró la pistola que se clavaba en su pecho y notó su presión.
Entonces escuchó una pregunta que lo dejó perplejo:
—¿Quieres morir, Antonio?
Negó con la cabeza. ¿Qué tipo de pregunta era aquella? ¡Claro que no
quería morir!, pero cada vez estaba más asustado. Supuso que tendría que ver
con lo que había pasado con su ordenador, el bloqueo que tenía desde hacía unas
horas y la amenaza policial que había recibido.
Pensó en el porno que tenía, todo era legal, aunque sabía que algunos de
los archivos, los de las grabaciones de las chicas, le podrían crear problemas. Ya
había obtenido satisfacción gracias a ellas, en dinero y en sexo, aunque solo se
había prestado aquella niñata asustada. Volvió a oír aquella voz grave y
profunda. Hablaba español, pero con un acento que le pareció alemán.
—Te vamos a soltar las manos, pero la pistola seguirá en su lugar. Al más
mínimo movimiento, o intento de hacer algo por tu parte, mi compañera apretará
el gatillo. Ya sabes lo que eso significa. Si lo entiendes y estás de acuerdo,
asiente con la cabeza. No quiero oír tu voz a menos que te pregunte algo. ¿Lo
entiendes todo? —Asintió. Notó que lo dejaban libre. No se atrevió a hablar.
Iván continuó—: Sabemos lo que has estado haciendo, Antonio, lo del chantaje a
esas pobres mujeres que simplemente se dejaron llevar. Te has aprovechado de
su debilidad, y has obtenido un dinero ilícito —le recriminó el alemán—.
También sexo, practicándolo con una chica que sentía náuseas cada vez que la
tocabas. Pero… no tenía otra salida, ¿verdad? Estaba en tus manos. Debía hacer
lo que le ordenaras o su vida se desmoronaría. —Iván lo miró con odio. Le
preguntó, sin esperar respuesta—: ¿Le eres fiel a tu novia? No me respondas, no
hace falta. Estás de mierda hasta arriba. Tenemos grabaciones tuyas. Si llegan a
las altas esferas de tu partido, podrás decir adiós a los vínculos que mantienen tu
trabajo. —Mientras Antonio se ponía lívido y permanecía mudo, Iván alzó los
hombros, despreocupado—. Si hacemos público lo que sabemos de ti, tu vida se
romperá. Las personas que te pusieron ahí romperán su vínculo contigo, querrán
evadir su responsabilidad por el delito de chantaje que has cometido. Huirán
como de la peste, y yo me encargaré de que reciban una copia personalizada de
los ingresos en la cuenta de Andorra.
Antonio no entendía cómo podía haber ocurrido aquello. Estaba contra las
cuerdas. Escuchó de nuevo su voz:
—La primera de esas copias está a punto de recibirla tu novia, junto con la
grabación en la que obligas a mantener sexo a aquella chica. No verá su lloro,
porque su cara está pixelada, pero el audio lo deja claro.
La cara de aquel cerdo era un poema. Estaba desencajada. Iván le advirtió:
—Lo primero que hará es romper vuestra relación. Cuando presentemos la
denuncia por chantaje y extorsión, con las grabaciones que tenemos, tu nombre
aparecerá en todos los listados de delincuentes sexuales.
Antonio lo miraba con los ojos abiertos, estaba desbordado, temblando.
—Toda la gente que te importa se enterará de que te dedicas a espiar, a
grabar y a chantajear mujeres. Te recuerdo que son delitos tipificados en el
Código Penal, lo suficientemente importantes como para que acabes en la cárcel.
Imagino que ya sabes cómo tratan allí a los delincuentes sexuales. ¿Te gustaría
llegar a eso, Antonio? Responde.
Negó con la cabeza. Estaba temblando, aquello se le había ido de las
manos. Pudo balbucear:
—No…, por supuesto que no… ¿Qué queréis?
—Que te olvides de todo. Toda la información que aparecía en tu
ordenador ya se ha borrado. ¿Tienes algún disco externo que contenga alguna
copia?
Antonio supo que no podía jugar con aquello. Era demasiado lo que estaba
en juego.
—En mi mesa hay un disco externo. Es el único lugar donde guardo los
archivos.
—¿Está aquí?, ¿en tu casa?
—Sí, en la habitación de al lado.
—Vigílalo —le ordenó el detective a Raquel mientras salía de la estancia.
Volvió al cabo de un par de minutos. Lo llevaba en la mano.
—¿Es este? —le preguntó, mostrándoselo.
—Sí —respondió con un hilo de voz.
—Si me engañas, si aparece algún otro archivo de fotos o de vídeo, o mi
hacker me dice que has hecho algo nuevo relacionado con el que ya es tu
antiguo negocio, volveré y te mataré. —Su voz sonó con una firmeza que
despertó un escalofrío en Antonio. Iván dejó pasar un par de segundos, para que
asimilara la amenaza—. En este juego siempre saldrás perdiendo. ¿Lo tienes
claro? Olvídate de esas mujeres y no comprometas a ninguna más. —Iván vio
que asentía con la cabeza—. Recibirás un número de cuenta. Harás una
transferencia por el importe total que has recibido gracias a tus chantajes.
Nosotros nos encargaremos de devolver el dinero a cada una de tus víctimas.
Antonio temblaba.
—Quiero que sepas que no nos vamos a olvidar de todo esto. Si cometes
otro error, dentro de un año, dos… los que sean…, lo sabremos. Y la
información que tenemos contra ti acabará en manos de la policía. Descubrirán
que Antonio Pérez, uno de los guardaespaldas del Área de Igualdad del
Ayuntamiento de Madrid, se dedica a espiar, a grabar y a chantajear a mujeres
—dijo Iván con toda su crudeza—. Acabarás en la cárcel. Con lo guapo que eres,
es fácil que acabes como esclavo sexual de algún compañero cariñoso.
Antonio estaba temblando. Aquello le superaba.
—Haré lo que me digáis, de verdad —balbuceó, a punto de llorar—. No
quiero problemas.
—Tampoco a mí me gustan, por eso no los busco, pero tú lo has hecho. —
Clavó su fría mirada en sus llorosos ojos y agregó—: Ahora nos vamos a ir, y
quiero que te quedes tumbado en la cama. ¿Dónde tienes tu arma?
—En una caja de seguridad. Está en el primer cajón de ese mueble —dijo
señalando un chifonier que había en una de las paredes.
Iván se acercó al mueble y comprobó la veracidad de la información. Era
de metal y estaba protegido por una clave de seguridad. Estaba seguro de que no
lo intentaría, pero tampoco tendría tiempo de abrirlo antes de que ellos salieran
del piso.
—Que permanezca donde está —le ordenó—. Cumple lo que te he dicho y
no tendrás problemas. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, te lo prometo, no volverá a pasar —aseguró derrotado.
—Eso espero —aseguró Iván, y añadió—: por tu bien.
Le hizo un gesto a Raquel y salieron de la habitación. Unos segundos
después, Antonio, que permanecía tumbado en la cama, aterrado, escuchó cómo
se cerraba la puerta del piso. Cinco minutos después, recibió una serie de
números de lo que sin duda era un número de cuenta. Tardó solo dos en
transferir el dinero. No pudo dormir en toda la noche.
LAURA SANDOVAL

Martes, 08:58 horas. 31 de octubre de 2023

Al llegar a comisaria, Laura se pasó por el despacho de Néstor. Este le comentó


que había hablado con su amigo de la Interpol y que tenía información sobre la
familia de Irina Petrova, la compañera del colegio acosada por Mila. No había
encontrado coincidencias entre los rostros que constaban en la base de datos
policial. La mayoría eran sujetos malcarados que no se asemejaban en nada a un
chico rubio y guapo.
Laura le preguntó si había habido algún movimiento en el teléfono
desconocido que había enviado la foto de Mila a sus padres, él le respondió que
no. Seguía desconectado. A pesar de saber el número, era imposible de localizar
hasta que se activara.
Acababa de entrar en su despacho, y saludado a Ricardo, cuando el móvil
de este recibió una llamada. Miró el número y dijo:
—Es Loyola. Debe haber pasado algo. —Puso el altavoz y respondió al
inspector—: Buenos días, Víctor. ¿Hay novedades?
—Sí, y no os van a gustar. Hemos recibido un nuevo mensaje. En él se
pide el pago del rescate. Es de un millón de euros. El padre dice que ya tiene el
dinero preparado, pero tenemos un problema —dijo, en un tono de voz que
denotaba preocupación.
—Que es… —comentó Ricardo, dejando la frase en el aire.
—No quieren que intervenga la policía. Si a lo largo del pago se detecta la
mínima presencia de efectivos policiales, cancelarán el intercambio —respondió
el de la UDEV—. El padre quiere que nos vayamos. Dice que él se ocupará de
todo, y ya sabes cómo es.
«Un gilipollas engreído y prepotente», pensó Laura.
—Hay muchas formas de… —comenzó a decir Ricardo.
—Y me las sé todas, Ricardo, pero es inflexible, no quiere policía.
Laura y Ricardo se miraron. La inspectora dijo:
—¿Y qué se supone que va a hacer? ¿Lo hará él? —Alzó los hombros en
un gesto de incredulidad—. No le veo poniéndose frente a una situación de
peligro.
—Dice que lo ha hablado con su hermano, ya sabes, el político ese, y me
ha dicho que le han recomendado a alguien.
Con cierta sorna, Laura preguntó:
—¿A quién? ¿A un equipo multidisciplinar de marines y agentes secretos?
—No. A una Agencia de Investigadores Privados: H&H.
«A Iván» , pensó Laura.
SEÑOR VAL

09:12 horas

Hacía una hora que, desde uno de los móviles desechables, había enviado el
escueto texto que iniciaba la negociación.

Pago en seis horas: un millón de euros.


En diamantes, y dentro de una mochila pequeña de color negro.
No debe haber presencia policial.
En caso de incumplimiento se cancelará el acuerdo.
Si los diamantes son falsos, no verán más a Mila.
Instrucciones en dos horas.

La nota era precisa, la misma que él había recibido siguiendo sus


instrucciones. Ya había planificado y preparado lo relacionado con el pago del
rescate. De todo ello se había encargado Cristian, que además de un portento de
belleza, era un chico listo.
En plena madrugada, para no ser visto, había dejado la primera nota en el
lugar marcado. Iris y él se estaban ocupando en aquel momento de todo lo
demás. Ella, con las gafas de sol y la peluca rubia, parecía otra persona. Si
alguna cámara la grababa, no podrían reconocerla.
Pensó que todo saldría a la perfección, los puntos estaban claros y las notas
estarían colocadas en los lugares indicados. Para acabar de arreglarlo, a través de
un conocido, encontró los dos elementos cruciales que evitarían riesgos
innecesarios.
Ahora solo era cuestión de seguir los pasos al pie de la letra, los que le
había indicado. Ya hacía seis años que trabajaba para él, desde poco después de
salir de prisión, y nunca le había visto equivocarse. Fue una suerte tenerlo como
compañero de celda. Allí se fraguó el rentable negocio que él dirigía en la
sombra.
Sabía que encontraría a Cristian tomando un café y bajó al salón. Al entrar
lo vio sentado en el butacón de piel negra. La estancia estaba bañada por la luz
cálida que se filtraba a través de las ventanas. El mobiliario, decorado con gusto
clásico, reflejaba la opulencia del lugar.
Cristian levantó la mirada y se fijó en él. Tenía un aspecto imponente,
como siempre. Un caballero de mediana edad, en mitad de la cuarentena, con el
cabello ligeramente plateado y porte distinguido. Vestía un traje impecable y
llevaba un cigarro entre los dedos. Su expresión era serena y sus ojos transmitían
inteligencia y sabiduría.
—Necesitamos a otra, Cristian —le dijo nada más entrar—. Dentro de dos
días llegan los clientes, y debemos disponer de tres chicas.
—No te preocupes —le respondió tranquilo—. Esta noche, Iris y yo nos
encargamos.
—Perfecto. Búscala en alguna discoteca diferente, una que no hayamos
utilizado. Este asunto que llevamos entre manos levantará revuelo —dijo con
absoluta convicción—. Nunca tienen tiempo de hacer nada, porque cuando
quieren reaccionar, las chicas ya están fuera del país, aunque en este caso todo es
diferente.
—Esa es la ventaja de actuar tan rápido, papá —le dijo Cristian.
—Lo sé, por eso lo hacemos así, y por esas especiales circunstancias no
quiero que puedan encontrar algún nexo que les ayude a llegar hasta nosotros —
comentó. Tras meditar un segundo, añadió—: Aunque no lo sabíamos, la chica
que trajiste es una joya, su familia está demasiado bien relacionada. Han puesto
en marcha toda la maquinaria. No es una más, y habrán activado todos los
recursos. Querrán encontrarla lo antes posible y eso no nos conviene, pero… hay
demasiado dinero en juego. Me ha dicho que debemos aprovechar la
oportunidad.
Cristian asintió. Mila era una chica muy guapa, aunque demasiado
engreída, nada parecía indicar que fuera tan importante.
—Si te parece bien, iremos a una discoteca menos glamurosa —comentó.
—Tampoco te pases, Cristian —respondió con reproche—. No me traigas
a una choni.
—¿Alguna vez te he fallado, papá? —le dijo con sorna—. Te traigo las
que me gustan, las que tienen clase. A esas que dices me las llevo al baño de la
discoteca.
Val miró a su hijo. Pensó en lo mucho que le recordaba a él cuando era
joven. Sonrió, mientras agradecía que hubiera heredado la belleza de su madre.
Lástima que hubiera muerto cuando él era tan solo un adolescente. No la echaba
en falta, había estado con muchas, pero ninguna era tan guapa como lo había
sido ella. Miró a su hijo.
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Queda con Iris.
ALEX HATMAN

09:22 horas

Cuando recibió la llamada interna desde la mesa de Cris, Alex estaba revisando
el informe que iban a presentar a una compañía de seguros, por un caso de
fraude que habían cerrado hacía unos días.
—Dime, Cris.
—Es alguien que te llama de parte del señor Rubén Gallardo. Dice que es
muy importante.
—¿Cómo se llama? —preguntó, recordando al gerente de la cadena de
inmobiliarias más importante de Madrid, uno de sus mejores clientes.
—Guzmán de la Torre —respondió la secretaria.
Al oírlo se puso en guardia. El día anterior habían estado hablando de
alguien con ese apellido, el marido de Mercedes Hidalgo. Sin duda eran familia.
—Pásamelo, Cris, por favor.
Esperó un par de segundos. Al oír el tono, dijo:
—Buenos días. Alex Hatman al aparato. Tengo entendido que es usted el
señor Guzmán de la Torre.
—Sí, soy yo, señora Hatman. He estado hablando con el señor Gallardo,
que, según tengo entendido, es cliente suyo, y me ha aconsejado que nos
pusiéramos en contacto con usted. Se trata de un asunto muy delicado —dijo con
la voz muy serena—. Tenemos un grave problema y nos ha aconsejado su
colaboración. Me ha asegurado que su agencia es muy profesional y discreta.
—Esa es nuestra prioridad, señor De la Torre. ¿De qué trata el caso?
—Del secuestro de mi hija —lo dejó caer como una losa—. En concreto,
del pago del rescate. El secuestrador quiere que todo se haga al margen de la
policía.
Alex no se sorprendió. Disponían de una cantidad ingente de recursos, y
ningún delincuente quería que todo el estamento policial le persiguiera.
—No sé si es una buena idea, señor De la Torre. Ellos están muy
preparados. ¿Qué le ha dicho la policía?
Alex oyó una especie de resoplido, denotando contrariedad, y escuchó:
—Me lo quieren quitar de la cabeza —respondió molesto. Alex notó un
tono dictatorial en su voz. Pensó que parecía estar acostumbrado a utilizarlo—.
Yo soy quien toma las decisiones, y no quiero arriesgar la vida de mi hija.
—¿Quién está al mando de la operación policial? —le preguntó Alex.
—Un tal Loyola, de la UDEV —dijo con cierto desprecio, y añadió—:
También dos inspectores de la Brigada de Homicidios y Desapariciones.
—¿Sabe sus nombres? —preguntó, mientras visualizaba la cara de Loyola.
—Son un hombre y una mujer. Espere un momento —Alex imaginó que lo
estaba consultando. Un segundo después escuchó—: Ricardo Garcés y Laura
Sandoval.
«Vaya, vaya. ¡Qué casualidad! La amiguita de Iván», pensó Alex. Asintió
con la cabeza.
—Conozco a los tres, y son muy buenos en su trabajo —reconoció—. Lo
que usted decida, señor De la Torre. Si necesita nuestra colaboración,
deberíamos hablarlo en persona.
—Ya he tomado la decisión —respondió.
—Deme su dirección. Mi socio y yo estaremos en su casa en media hora.
¿Vive en Madrid?
—Sí, en la Moraleja.
—Perfecto —respondió. La mayor parte de su infancia la había pasado
allí, donde aún vivían sus padres.
—Aquí estaremos, esperando —concluyó él.
Alex se acercó al armario que tenía en su despacho y sacó unos vaqueros,
un suéter gris, las zapatillas de deporte y una de las americanas de piel que tanto
le gustaba utilizar. Fue al cuarto de baño y se cambió de ropa.
Tras avisar a Iván de la llamada que acababa de recibir, llamó a Norma. Le
pidió que investigara a la familia de Guzmán de la Torre: padres, hijos, cuentas
bancarias, negocios, propiedades, familia… Fue entonces cuando recibió una
pregunta que temía:
—¿Quieres que averigüe a fondo las relaciones sociales de los miembros
de la familia? ¿De algún hombre en concreto?
Alex sabía que Norma, conociéndola, habría investigado todo el entorno
de Mercedes Hidalgo.
—Limítate a lo estrictamente necesario, Norma—le dijo. Se le escapó una
sonrisa y añadió—: Y al secreto profesional.
Al momento escuchó su carcajada.

***

Iván y ella llegaron a la dirección que le había indicado. Era un chalé


impresionante, una más de las maravillosas viviendas que había en aquella
urbanización destinada a la clase alta de Madrid. La puerta de la verja
permanecía abierta y estaba custodiada por un agente de policía. Se identificaron
y les dijo que le habían avisado, que los estaban esperando. Entraron y aparcaron
el coche en un espacio a unos metros de la entrada. Había dos vehículos
policiales y en el abierto garaje dos coches de alta gama.
Se bajaron del Audi Q7 de Alex y se acercaron a la puerta de la vivienda.
Loyola estaba en la entrada, junto a Rocío Castro, la subinspectora de la unidad.
El inspector apagó el cigarrillo que llevaba en la mano en un cenicero.
—Alex, buenos días, me alegro de verte. No sé si conoces a Rocío Castro
—dijo, presentándola—. Es mi compañera, además de una de las psicólogas de
la UDEV.
—No tenía el placer —respondió Alex mientras les estrechaba la mano, y
presentó a su acompañante—: Él es Iván, mi socio en la agencia. Creo que ya os
conocéis.
—Sí, claro —respondió Loyola.
Iván apretó la mano que el inspector le tendía. Miró a Rocío y tomó la
suya. Lo hizo con suavidad.
—No conocía a la subinspectora. Ese ha sido mi regalo para el día de hoy
—comentó galante.
Alex, tras soltar una carcajada, le dijo:
—No le hagas caso, Rocío. Viéndote, estoy segura de que está encantado
de conocerte, pero le gusta demasiado ir de flor en flor.
—Mi novio estaría de acuerdo contigo. No le gustan los jardineros, y a mí
tampoco —respondió con una sonrisa.
Alex se volvió a reír, al igual que Loyola. Iván reprimió la suya.
—Algún día me tienes que presentar a ese hombre tan afortunado. Me lo
llevaré de copas.
—Te vas a quedar con las ganas. Además de abstemio, es fiel, al igual que
yo —alegó Rocío—. Me da la impresión de que os parecéis muy poco.
Incluso Iván se sumó a la risa de los demás. Loyola agradeció que
estuvieran lejos del salón donde esperaba la familia. No era plan que, en un
trágico momento como aquel, hubiera tanto jolgorio.
—Venid, os presentaré a la familia.
Se adentraron en la casa y se acercaron al salón. Al entrar en este, Alex se
percató de la presencia de dos personas que conocía. Era previsible, pero no lo
esperaba. Tenía un problema, no podía permitir que su excepcional relación con
los sujetos, motivada por circunstancias muy diferentes, la percibiera nadie.
Aparte de ella, solo Iván se sorprendió. Reconoció a Mercedes y a su
marido. Alex puso cara de póker y se dirigió al hombre que se había levantado
en primer lugar. Mientras los demás también se alzaban, le escuchó decir.
—Buenos días. Soy Guzmán de la Torre. Imagino que usted es la señora
Hatman.
—Encantada —respondió Alex, tendiendo la mano—. Él es mi socio, Iván
Haas.
Guzmán, tras estrechar sus manos, tomó la palabra y presentó a los demás:
—Ella es Yolanda, mi esposa —la señaló—, y ellos son mi hermano y mi
cuñada, Cristóbal y Mercedes. Tal vez a él le conozca, tiene un importante cargo
en el ayuntamiento.
Alex cruzó la mirada con él y vio su expresión de sorpresa. Fue
significativa. Iván, a pesar de estar pendiente de la de Mercedes, que estaba a su
lado, la percibió. Su clienta, que acababa de llegar, no sabía nada de la llamada
que Guzmán había hecho para solicitar sus servicios. Su rostro era una mezcla de
temor y desconcierto. Alex, como buena actriz, mostró su mejor sonrisa y los
saludó a los tres.
—A pesar de que sea en estas dolorosas circunstancias, estoy encantada de
conocerlos —dijo denotando seguridad—. Tengo que decir que no me interesa
demasiado la política, y no he tenido el gusto de reconocer a su hermano. ¿Les
parece que nos sentemos y abordemos el tema? Los inspectores nos podrán
poner al día de los aspectos policiales de la operación.
—Tomemos asiento —indicó Guzmán.
Mientras lo hacían, Iván acercó su boca al oído de Alex y le susurró:
—Luego tendremos que hablar. Me ha parecido ver algo muy extraño —
dijo, mientras dirigía su mirada hacia Cristóbal.
—Déjate de tonterías —respondió en voz baja—. Tenemos trabajo.
Mientras se sentaban en los tres sofás de los que disponía la estancia,
situados alrededor de la mesa de centro, Ricardo y Laura aparecieron por la
puerta. Entraron en la estancia y saludaron. Nada más ver a la inspectora, Alex
se fijó en el rostro de Iván.
—¿Te sorprende?
—Para nada —respondió, recordando el comentario que Laura le había
hecho mientras desayunaban en su casa. cuando le dijo que había desaparecido
una chica relacionada con alguien del ayuntamiento—. Pero lo sabías y no has
querido decirme nada.
—¡Sorpresa! —respondió con una sonrisa.
—Supongo que ya conocen a los inspectores —dijo Loyola, mirando a las
personas que estaban sentadas—. Ellos son quienes han estado llevando la
investigación e interrogando a todas las personas implicadas en el caso.
—A pesar de que nuestro cometido se limita a la gestión del pago del
rescate, creo que, para entender las circunstancias, sería muy interesante que los
inspectores nos pusieran en antecedentes —comentó Alex.
Loyola asintió con la cabeza. Laura, tras mirar a Ricardo, comenzó a
hablar:
—Tengo que indicar que, a pesar de que la desaparición se remonta al
viernes pasado, hasta ayer, lunes, no recibimos la denuncia de la desaparición de
Mila de la Torre —disfrutó matizando el detalle, y continuó—: Desde el
primer…
Guzmán de la Torre se tuvo que morder la lengua. La mirada de su
hermano, altivo como él, tampoco reflejaba satisfacción.
MILA DE LA TORRE

09:53 horas

Hacía una hora que Bron les llevó el desayuno. En la penumbra del húmedo y
frío calabozo, apenas iluminado por las cuatro bombillas del pasillo, Mila yacía
sentada en un rincón, abrazando sus rodillas mientras sus ojos cansados
reflejaban una mezcla de temor y esperanza. Su mente daba vueltas sin cesar,
preguntándose si su familia habría podido reunir el dinero del rescate. No sabía
la cantidad. Sería muy alta, por descontado, pero sabía que ella, en especial para
su madre, valía todo el dinero de mundo.
No confiaba tanto en la actitud de su padre. Pagaría, eso lo tenía claro,
aunque sabía que, una vez en casa, le reprocharía lo ocurrido. Ahora se
arrepentía de la decisión que Nerea y ella habían tomado para pasar la mejor
noche de su vida, la de llegar a España el viernes. «¿Mejor noche?, la peor
pesadilla», se preguntó y respondió a la vez.
De repente, escuchó el sonido amortiguado de la puerta al abrirse y los
conocidos pasos de Bron bajando la escalera. Con un destello de ansiedad, se
puso en pie. El corazón le latía con fuerza, mientras se preguntaba si su
presencia tendría relación con alguna noticia de su liberación. Se acercó a la reja
y vio que su imponente figura se detenía un instante frente a la celda de Marta.
—Ya te queda poco para saber tu destino, Martita. Dentro de un par de
días, tal vez pueda disfrutar contigo. Creo que, si tengo suerte, eres la única que
estrenaré esta vez. La pija, si su papi es generoso, volverá a su vida —dijo,
asomándose a la celda de Mila—, y la rusa está muy buscada, una Marilyn de
dieciséis años, y virgen. Sacaremos una pasta en la subasta.
Eligió la llave correspondiente y se acercó a la puerta de la celda de
Natasha.
—Saca las manos y ponte esto en la cabeza —le ordenó.
Ella, aleccionada por sus compañeras de cautiverio, sabía que le iban a
hacer la correspondiente sesión de fotos. «Solo fotos», pensó aliviada. Sentía
náuseas al percibir la presencia de aquel monstruo tan cerca, y más después de
saber lo que había hecho con ella cuando le quitó la ropa. Le habían explicado
que debería ducharse y maquillarse. Eso era lo único bueno de la situación, saber
que podría eliminar cualquier resto de él que quedara sobre su cuerpo.
Mila, agarrada a los barrotes, la vio salir tras Bron, mientras escuchaba el
llanto de Marta. Él sujetaba la brida que se cerraba en torno a sus muñecas.
Andaba descalza, con pasos vacilantes. Estaba muerta de miedo, como ellas dos.
CAPÍTULO 8

ALEX HATMAN

10:27 horas

Alex e Iván escuchaban la investigación realizada hasta entonces. Describió la


cronología de los sucesos, al sujeto con el que Mila se había ido, sus rasgos
generales, rubio y con el pelo largo, y, como signo característico, comentó el
detalle del anillo de topacio que llevaba.
También relató lo más significativo de las declaraciones de los testigos y la
puesta en marcha del retrato robot del chico, que se estaba realizando en aquel
momento. Esperaba tenerlo en el menor tiempo posible.
Loyola, por su parte, mostró la nota que habían recibido y que iniciaba la
pauta de la negociación. Les indicó que esperaban tener noticias en la próxima
media hora, cuando se cumplía el plazo que se había marcado.
Les explicó que el número desde el que se había enviado se correspondía a
un teléfono desechable. Que, a través de él, habían llegado hasta el vendedor. La
factura era de hacía siete meses, y se refería a una compra de diez terminales.
Estaba realizada por una empresa ficticia. La vendedora solo recordaba que la
persona que los compró era una mujer joven, de unos treinta años.
En ese momento, uno de los agentes que custodiaban la casa apareció por
la puerta y le dijo a Loyola:
—Inspector. Acaba de llegar un coche. El señor Aguilar pregunta por el
señor De la Torre. Está esperando en la entrada.
Guzmán se levantó al instante y dijo:
—Si me disculpan un momento… Ahora vuelvo.
Salió del salón. Cristóbal habló por primera vez.
—Es el director del banco. Imagino que tal como puntualizan en la nota,
habrá traído los diamantes.
Alex, que se dio cuenta de las miradas de Cristóbal, empezó a
incomodarse. Parecía un perro en celo. Mercedes, sentada a su lado, también la
miraba, aunque en su caso era uno desvalido. No había tenido la oportunidad de
decirle que ya estaba todo arreglado, que podía estar tranquila.
—Hasta que no vuelvan a contactar con nosotros, estamos de brazos
cruzados. Propongo que, junto con su cuñada, que conocerá el lugar, salgamos al
jardín —dijo mirando a Yolanda Cruz, la madre de Mila—. Me gustaría ver ese
maravilloso vergel que rodea la casa. Estoy segura de que es obra suya.
Sabía que era diseñadora de interiores y que, por tanto, tendría un gusto
exquisito. Fue una apuesta al azar, que resultó ser cierta. Yolanda la miró.
—Estaré encantada de enseñárselo. Estoy muy orgullosa de él —dijo
mientras se levantaba.
Mercedes actuó igual. Laura y Rocío, que estaban trabajando, se quedaron
con Loyola, Cristóbal e Iván.
Este último, que conocía muy bien a Alex, pensó que tramaba algo. Claro
que le gustaban los jardines, ella misma tenía uno en su chalé de La finca, la
urbanización donde vivía, pero se lo llevaba un jardinero. No era capaz de
diferenciar un cactus de una gardenia.
Supuso que quería tranquilizar a Mercedes y apartarse de las miradas de su
marido, que se la comía con los ojos. Pensó que se lo pasaría bien con la
conversación que tendrían cuando salieran de allí. Estaba seguro de que Alex ya
conocía a Cristóbal de la Torre.

***

Cuando iban hacia la puerta de la casa, Guzmán bajaba por la escalera. Iba
hablando con un hombre trajeado que portaba un maletín. Yolanda lo saludó con
la mano y salieron al jardín. Era un lugar sereno y encantador, desplegaba
belleza con una armonía exquisita. Las rosas, en una paleta de colores vibrantes,
perfumaban el aire con su fragancia embriagadora. Varios senderos empedrados
serpenteaban entre parterres meticulosamente cuidados, donde las flores
bailaban al compás de la brisa suave.
En el centro, una piscina de diseño griego invitaba al baño en las
cristalinas aguas que reflejaban la luz del sol, creando mágicos destellos. En sus
cuatro esquinas, esculturas de dioses antiguos parecían presidir la serenidad de
ese oasis, donde la naturaleza y la elegancia se fundían en armonía.
Alex, a pesar de que no era demasiado aficionada a ese tipo de escenarios,
se extasió. Ella, aunque prefería la salvaje frondosidad del bosque en el que cada
mañana, durante una hora, realizaba su recorrido habitual, se lo dijo:
—Señora Cruz, este es un lugar de ensueño.
Una tímida sonrisa apareció en el rostro de la aludida.
—Por favor, mi nombre es Yolanda. Y preferiría que nos tuteáramos.
Tanta formalidad me abruma un poco.
—Pienso lo mismo. Yo soy Alex —respondió. Se fijó en Mercedes y le
dijo—: Tú también pareces muy afectada por lo que ha ocurrido.
Yolanda la miró con cariño y tomó su mano. Mercedes, al apretarla, sonrió
y comentó:
—Algunas veces, los acontecimientos que nuestro Dios dispone para
nosotras nos desbordan. No sabes las crueles circunstancias que te depara la
vida.
Yolanda afirmó con la cabeza.
—Mercedes quiere muchísimo a mi hija. Por lo visto, las mujeres de la
familia tenemos una sensibilidad de la que carecen nuestros hombres —dijo con
pesar.
Alex apenas conocía a su marido, pero las referencias que tenía de su
hermano Cristóbal, por su experiencia personal y los comentarios de su esposa,
apuntaban en una dirección que acababa de definir muy bien. Era un hombre
engreído y arrogante.
—No me refiero a vuestros maridos, por supuesto, pero os aseguro que
algunos hombres se comportan de forma cruel e insensible. Incluso se atreven a
chantajear a personas que no han hecho ningún daño a nadie —dijo, en un
comentario que parecía hecho al azar—. Ayer, sin ir más lejos, acorralamos a
uno que se dedicaba a grabar vídeos comprometedores de mujeres. Las
amenazaba con hacerlos públicos y, para evitarlo, debían pagarle. Con dinero o a
cambio de sexo.
—¿Se puede ser más rastrero? —preguntó escandalizada Yolanda.
—Así es la vida y sus circunstancias, al menos las que nos encontramos a
menudo en la agencia. Os puedo asegurar que ya está solucionado, no volverá a
chantajear a nadie. Las mujeres a las que amenazó pueden estar tranquilas.
Sin que Yolanda se diera cuenta, Alex vio que Mercedes dejaba caer la
cabeza hacia atrás y cerraba los ojos, en un gesto muy significativo.
En ese momento, Rocío apareció por el sendero e informó.
—Acabamos de recibir dos cosas: el segundo mensaje y el retrato robot
que han hecho en comisaría.
SEÑOR VAL

10:39 horas

Ya había hablado con Cristian para que se apostara en las inmediaciones del
primer lugar indicado. Aunque sabía que irían de paisano, era fundamental
confirmar la ausencia de policías en el parque. La persona que recogiera la
primera pista dispondría de cerca de media hora para llegar a todos los puntos.
Le insistió en que se recogiera el pelo, que se pusiera algún tipo de gorra y
llevara unas gafas de sol. A esas alturas, y dada la seriedad de la investigación
que habrían hecho, conocerían sus rasgos, y no era una persona que pasara
desapercibida. Cuando se asegurara de la recogida de la primera nota, debía
desplazarse al lugar de la última, para culminar la acción. Le sobraría tiempo.
Cristian era la persona indicada para hacerlo, Iris ya tenía su trabajo
asignado, y Bron llamaba demasiado la atención. Por otro lado, tal como le había
dicho el jefe, Mila conocía el aspecto del carcelero. Eso podría crear problemas.
Sin duda, la chica le explicaría a la policía que estaban custodiadas por un sujeto
enorme, y, si buscaban a un hombre de más de dos metros y con cara de bestia,
era muy fácil que llegaran hasta él.
Como guardián era ideal, cumplía su cometido a la perfección, e infundía
terror a las cautivas, pero… lo único importante era el negocio, y el rescate que
pagarían por Mila era demasiado significativo. Sabía que a veces era necesario
tomar decisiones inevitables. A pesar de que siempre había sido un activo
importante, y dentro de la cárcel un guardaespaldas formidable, se había
convertido en un problema.
Lo llamó por el móvil y le pidió que se acercara a su despacho. Hacía un
rato que le había ordenado que subiera a Mila a la habitación, para que la chica
se pusiera la ropa que llevaba cuando la trajeron. Estaba seguro de que, mientras
se vestía, la habría estado espiando tras el espejo.
Era un puto enfermo, una bestia que resultaba muy útil para mantenerlas
aterrorizadas, y para las películas, donde se comportaba como el degenerado que
era. Pero carecía de la inteligencia necesaria para asumir otro papel que ese. Sus
órdenes eran las de prescindir de él. Encontrarían a alguien que pudiera
sustituirlo. Cuando entró, le dijo:
—Acabo de enviar el mensaje. ¿La chica ya está lista?
—Sí, y está muy buena. Es una lástima que no pueda pasar un rato con ella
—comentó con la desagradable voz que acompañaba su desafortunado aspecto
—. Sabría lo que es un hombre de verdad.
—Ya tendrás otras oportunidades, no te preocupes —le mintió—. Ahora
pasará Iris a recogerla y llevarla al lugar indicado. Los pasos y los tiempos se
deben cumplir a rajatabla. En cuanto sepamos que se ha entregado el rescate, la
dejará libre.
CHALÉ DE LA MORALEJA

10:53 horas

Alex entró en el salón. Loyola, los dos policías de homicidios y Cristóbal de la


Torre estaban con Guzmán e Iván, debatiendo sobre el lugar que indicaba el
texto. Rocío y ella se acercaron al grupo. Mientras escuchaba a Loyola decir que
era un número diferente al de la primera nota, miró la pantalla del móvil. Leyó el
texto.

Instrucciones en el parque de Marcelino Camacho.


Dentro de cuarenta y cinco minutos.
Bajo el tobogán, enterrado.
Dejar el coche aparcado.

Iván se puso a buscar la ubicación en el móvil. Antes de que dijera nada,


Rocío comentó:
—Está en Carabanchel. Una amiga mía vive muy cerca.
Iván lo confirmó.
—Estoy viendo las imágenes, y hay dos parques infantiles. Está a treinta
minutos de aquí.
En ese momento, Raquel, su compañera de la agencia, hizo acto de
presencia. Tras conocer las circunstancias del caso, Iván la había llamado para
que trajera su moto. Estaba aparcada en una de las plazas del sótano del edificio.
Había acordado con Alex que ella sería la que haría el pago, pero que Raquel y
él, en la motocicleta, seguirían sus pasos.
Las indicaciones eran muy claras, debía aparcar el coche. Eso trastocaba
un poco sus planes, significaba que la detective debería hacer el recorrido a pie,
o en transporte público, porque todo parecía indicar que en ese punto habría una
nueva nota. Era algo habitual. Lo que tenían previsto.
Loyola intervino:
—Según las órdenes que hemos recibido, y tal como ustedes han decidido,
no participaremos en la acción —comentó en tono de reproche—. No habrá
ningún agente en el lugar que han indicado, pero, a suficiente altura, un
helicóptero estará vigilando la zona.
—Por su bien, solo espero que eso no perjudique la operación —amenazó
Guzmán, con su altanero tono de voz.
—Tampoco a mí me gusta. No obstante, me han asegurado que es del todo
seguro, Guzmán —intervino Cristóbal, su hermano—. No quiero que se ponga
en peligro la vida de mi sobrina —concluyó mirando al inspector de la UDEV.
—En cualquier caso, quiero llegar al fondo de esto. No me importa lo que
cueste, necesito saber quién ha puesto a mi familia en peligro. Señora Hatman, si
pueden llegar hasta un nombre, háganlo —añadió Guzmán.
Alex vio que tras esa frase se vislumbraba prepotencia. La vida de su hija
era importante, pero también lo era la exposición social que originaría aquello.
Asintió con la cabeza.
—Intentaremos llegar hasta el final —afirmó mirando al padre de Mila—.
Señor Guzmán, necesito los diamantes. En cinco minutos nos ponemos en
marcha.
—Voy a buscarlos —comentó y salió del salón.
La detective vio que Yolanda, la madre de Mila, se acercaba a ella. Era un
manojo de nervios.
—Alex, por favor… —pidió sin acabar la frase.
—No te preocupes, todo irá bien —la tranquilizó—. Dentro de un rato
podrás abrazar a tu hija.
Iván se aproximó a Laura. La seducción que transmitía la mirada de la
inspectora era patente. No se besaron, eso lo guardaban para su intimidad, pero
ella, con cariño, le dijo:
—Aunque ya sé que no vas a correr peligro, ve con cuidado.
—El verdadero peligro será esta noche, si tú quieres. Ya sabes que la
acción me pone. ¿Vendrás a verme a casa?
—Y llevaré la cena, ¿comida china?
—Perfecto, algo que no nos ocupe tiempo —respondió, mientras veía que
el político se acercaba a Alex. No podía escuchar sus palabras, pero la actitud de
su socia cambió a defensiva.
Guzmán apareció llevando un saquito de color negro, se lo entregó a Alex
y se fue junto a Loyola. Mientras se guardaba la bolsa de satén que contenía las
gemas, Alex se preparó para escuchar cualquier tontería por parte del imbécil de
Cristóbal. Este miró a su mujer. Estaba lejos, en el porche, hablando con
Yolanda.
—No sabía que había detectives tan guapas —comentó con suficiencia—.
No me lo dijiste. Te fuiste demasiado pronto y no pudimos hablar.
—No había nada que hablar, y lo que hicimos tampoco mereció la pena
para quedarme más tiempo allí.
—Vaya —dijo desconcertado por la respuesta. No obstante, aunque resultó
infructuoso, hizo un buen intento—. En el ayuntamiento, algunas veces
necesitamos los servicios de una agencia como la tuya. Tal vez lo podríamos
hablar. Tienes muy buena fama.
—La tiene la agencia, y más trabajo del que podemos abarcar —respondió
seca y distante—. Además, me gusta elegir a mis clientes.
—Bueno… No lo pasamos tan mal… —dijo mientras comprobaba que
Mercedes seguía en el porche.
—Nuestra escala de valores es diferente, «Marcelo» —le dijo con cinismo,
llamándolo por el nombre que le había dado aquella noche.
—Por lo visto recuerdas el nombre que te di. Eso es una buena señal —
alegó con satisfacción, sin aceptar sus argumentos—. Podríamos quedar un día
y…
Alex le cortó.
—Se recuerda lo mejor y lo peor, Cristóbal. Pensaba que serías más
inteligente. Por lo visto, en Madrid se regalan los cargos políticos. Para tener uno
solo hay que estar muy bien relacionado, y tu hermano y tú parecéis estarlo. —Él
se la quedó mirando, muy ofendido. «¿Con quién se cree que está hablando esta
gilipollas?», pensó. La escuchó decir—: Solo fuiste el error de una noche de
borrachera. Un error, ¿entiendes el concepto? —especificó, clavando su preciosa
mirada parda en los encendidos ojos de él y añadió—: Me voy, que tengo un
trabajo que hacer.
Dio media vuelta y salió del chalé. «¿Cómo pude acostarme con este
imbécil?», se preguntó. Se subió a su Audi, miró a Iván y a Raquel, que ya
estaban sobre la moto, y arrancó. En treinta minutos necesitaba estar en el
parque Marcelino Camacho.
MILA DE LA TORRE

11:31 horas

Mientras Mila esperaba su liberación, algo que Bron le había confirmado al


subirla a la habitación, su mente estaba inundada de emociones encontradas.
Sentía una mezcla abrumadora de esperanza y miedo. Por un lado, anhelaba con
todas sus fuerzas volver a la libertad, a su vida cotidiana junto a sus padres, a su
casa; lo que más ansiaba era el cálido abrazo de su madre.
Sin embargo, temía y dudaba a la vez. ¿Sería una liberación segura? ¿Qué
le esperaba al llegar al lugar acordado? La incertidumbre y el miedo la
embargaban mientras intentaba mantenerse fuerte y optimista. Se repetía a sí
misma que pronto estaría fuera de ese calvario, pero no podía evitar sentir una
punzada de ansiedad por lo desconocido, por lo que la esperaba al final del
camino. Una única idea ocupaba su mente: ¿cumplirían su palabra? «Pronto
estaré libre», se recalcaba de forma insistente.
Mientras permanecía sentada en la cama, el reloj parecía haberse detenido,
no sabía el tiempo que había pasado. De repente, escuchó por los altavoces la
voz del hombre que había estado hablando con ellas, el que les reveló el futuro
que les esperaba, el señor Val.
—Ponte el saco en la cabeza, niña. No te conviene ver nada que pueda
perjudicarnos. Pórtate bien, haz lo que te digamos y saldrás de esta. Y agradece
que tus padres sean tan ricos.
Nada más ponérselo, oyó el sonido de la puerta al abrirse. Escuchó la voz
de Bron:
—Levántate, te voy a atar las manos —le ordenó. Mila extendió los brazos
y notó que la brida se cerraba alrededor de sus muñecas—. Si cumplen lo
acordado, dentro de un rato estarás con tus padres.
La cogió del brazo y la ayudó a bajar por las escaleras. Al salir de la casa,
tras tantos días de encierro, Mila notó mil olores que ya no recordaba: romero,
lavanda, rosas… A pesar de las bridas, la sensación de libertad la inundó.
Las enormes manos de aquel cerdo la cogieron en volandas, escuchó que
se abría lo que parecía el maletero de un vehículo, y, casi con mimo, el monstruo
la dejó tumbada y encogida en aquel espacio tan pequeño. Escuchó un fuerte
golpe y la puerta se cerró.
Unos segundos después, el motor se puso en marcha. Mila se quitó el saco
de la cabeza e intentó atisbar el exterior, pero en la oscuridad del receptáculo no
había un resquicio de luz. No podía ver nada, solo las luces traseras del coche
cuando se encendían. En ese momento escuchó una tos, era de mujer. Imaginó
que la encargada de entregarla era Iris. Hasta cierto punto, la tranquilizó. El
hecho de que hubiera sido el monstruo de Bron le producía pavor.
Se puso a rezar.
ALEX HATMAN

11:44 horas

Alex aparcó el coche en una de las calles que rodeaban la plaza. Se adentró en el
parque y con la mirada buscó el tobogán. Lo vio frente a ella, pero había dos.
Varios niños jugaban por allí. Las madres no quitaban ojo, pendientes de todos
ellos. Se dirigió al azul, que era más pequeño, y reconoció el suelo de tierra. Casi
al final, le pareció ver un abultamiento. Se agachó, y, al escarbar, encontró lo
que buscaba. Era una pequeña bolsa con autocierre. Dentro encontró una
pequeña llave, de lo que parecía una taquilla, y una nota. La sacó y la leyó:

Mercadona:
C /Del General Ricardos, 188.

La leyó en voz alta, para que Iván, a través de la llamada abierta que
mantenían, pudiera oírla. Puso la dirección en el Google Maps y estaba a unos
minutos andando. Se dirigió hacia allí. La taquilla era la número seis. Atisbó, de
forma disimulada, y vio que Iván se había bajado de la moto y se disponía a
seguirla. Raquel, tal como habían quedado, se quedó sentada en ella, por si debía
salir pitando. El alemán, que sabía la dirección a la que se dirigía, no fue tras
Alex, sino que bordeó la plaza, intentando disimular. A la vez, se fijó en si
alguien iba tras ella, nadie se movió.

***

Cristian estaba vigilando desde uno de los bancos. Llevaba el pelo recogido y
una gorra de béisbol, además de las gafas de sol. Necesitaba saber quién iba a
rebuscar bajo el tobogán para encontrar la nota. Aunque tenía órdenes de saber
quién lo hacía, no debía seguir a la persona. Cuando ya era la hora, vio llegar un
Audi Q7. Una mujer que le llamó la atención se bajó de él. Pensó que estaría en
mitad de la treintena, pero tenía el cuerpo de una atleta. Iba enfundada en unos
vaqueros ajustados y llevaba una preciosa americana de piel. «Ropa cara y clase
a rabiar, una rica», se dijo a sí mismo.
Estaba un tanto fuera de lugar en aquel barrio. No le extrañó ver que se
acercaba al tobogán. Pensó que podía ser alguien de la familia de Mila. Desde
luego, no parecía policía. Vio cómo rebuscaba y pronto dio con el lugar. Extrajo
la nota y, tras leerla, tecleó en el móvil y comenzó a andar en la dirección
correcta. «Chica lista», pensó.
Tardaría un rato en hacer el recorrido. Pensó que si el jefe le preguntaba
quién había realizado la entrega de los diamantes, necesitaba hacer algo que
podía resultar útil. Dejó pasar cinco minutos y se acercó al Audi. De forma
disimulada, hizo una foto de la matrícula del coche.
Ahora ya era el momento de ultimar el plan. Se subió al suyo y se fue al
lugar indicado, al último, donde debía hacerse la entrega.

***

Alex abrió la taquilla seis y se encontró con lo mismo que ya tenía: una llave y
otra dirección:

Mercadona:
Camino viejo de Leganés, 58

—Está muy cerca —comentó, tras leer el mensaje en voz alta—. Voy
hacia allí.
—Perfecto. Me acerco yo también —respondió Iván, a quien Alex escuchó
a través del pinganillo.
Pensó que aquello tenía trazas de continuar. Todos los pasos estaban
pensados para ponerlos a prueba y confirmar que nadie la seguía. Apenas unos
minutos más tarde, al abrir esa segunda taquilla, se repitió la escena: nota y
llave.

Mercadona:
Camino viejo de Leganés, 104

Alex empezó a impacientarse. No sabía cuántos pasos más tendría que dar
para hacer la entrega y conseguir la liberación de Mila. Miró el móvil y, al poner
la dirección, se dio cuenta de que también estaba muy cerca. Al menos habían
sido coherentes en eso. Repitió la lectura en voz alta, para avisar a Iván, y siguió
el recorrido que Google le marcaba.
Cuando llegó y abrió con la llave que acababa de recoger, vio que, dentro
de la taquilla, a diferencia de las anteriores, había un móvil y un papel doblado.
—No hay llave, Iván. Tenemos un móvil y una nota. Te la leo.
IRIS

12:06 horas

Iris corría, atravesando el parque y alejándose del lugar. Aunque le dolía el


hombro, sus piernas estaban bien. Maldecía a aquel imbécil del patinete eléctrico
que se había cruzado ante ella. No pudo esquivarlo y lo arrolló, mandándolo a
varios metros de distancia, pero no pudo evitar que su coche se empotrara contra
uno de los árboles de la Vía Lusitana.
Solo estaba a unos doscientos cincuenta metros del lugar donde habían
acordado recoger el dron y dejar a Mila. El problema residía en que aún no era la
hora acordada, y, además, el accidente había llamado demasiado la atención.
Una mujer de mediana edad y su hija adolescente, que iban por la acera en
la misma dirección, lo vieron todo. El chico se levantó, recogió el patinete, que
había quedado destrozado, y se fue de allí sabiéndose culpable.
Cuando se acercaban al coche, para preocuparse por la mujer y decirle que
no había sido culpa suya, sino de aquel chico que iba como un loco, la
conductora se bajó de él y salió corriendo, dejando el vehículo abandonado. Un
chico joven, que corría por la acera con sus auriculares, se acercó.
—La conductora se ha ido por allí —comentó la mujer, señalando en una
dirección—. Habrá que llamar a la policía.
En ese momento, oyeron unos golpes en el maletero. Se miraron entre
ellos y el chico abrió el portón trasero del SUV. Vieron el cuerpo de una chica.
Tenía las manos atadas, sangraba por la frente y se agarraba un codo. Estaba
herida, pero viva.
—Llamen a la policía, por favor —pidió mientras se quejaba—. Me habían
secuestrado. Soy Camila de la Torre.
En ese momento, un coche patrulla que circulaba en sentido contrario vio
el accidente y dio un giro de ciento ochenta grados, acercándose al lugar.
ALEX HATMAN

12:06 horas

Alex leyó la nota en voz alta:

Peugeot 2008, color gris, matrícula 4726 DTT


Aparcado junto a los contenedores.
Colocar el paquete en la caja que hay en interior del dron, en el
maletero.
Hacer foto, dejar el dron en el suelo y enviar la imagen al número de
contacto.
Pin 0000
Recibirá ubicación de recogida

—¡Joder!, un puto dron —exclamó Alex—. No me gusta, vamos a perder


la pista, Iván. Llama a Loyola y díselo. Tal vez el helicóptero lo pueda rastrear.
Voy a buscar ese coche.
Nada más salir, vio a Iván. Estaba a unos cincuenta metros, disimulando,
mirando su móvil. Le escuchó decir:
—Los contenedores están a tu izquierda, Alex, a unos sesenta metros. Los
veo desde aquí.
Alex miró en esa dirección y los localizó. Estaban en la otra acera. Tal
como la nota decía, pudo ver el Peugeot de color gris. Se acercó con pausa.
Sabía que, si alguien la estaba vigilando, ese era el lugar más probable. Su
entrenada mente observaba a las personas que estaban cerca, en especial, a
cualquier sujeto que estuviera en el interior de un coche.
Unos treinta metros más allá del Peugeot al que se dirigía, vio un sedán de
color negro. Estaba aparcado en la acera, y un chico joven, que llevaba una gorra
de visera, parecía estar distraído mirando su móvil. No podía distinguir sus
facciones, estaba demasiado lejos. De repente, por los auriculares, escuchó la
voz de Iván:
—Alex, te voy a decir algo muy importante, pero no puedes parecer
alterada. Ya te lo explicaré. Me acaba de decir Loyola que Mila ha aparecido.
Repito, ¡está libre! Ha sido hace un momento.
Alex se quedó confusa. Estaba claro que aquello solucionaba el problema.
Sin embargo, llegados a ese punto, necesitaban saber dónde les llevaba la
situación.
—Seguimos con el plan, Alex —le dijo Iván—, no tendremos una
oportunidad como esta. Actúa según las instrucciones, pero no dejes la bolsa en
el dron. Haces la foto y la envías. Veremos qué es lo que pasa a partir de ahí.
—Buena idea, lo haré así —dijo, y añadió—: Me he fijado en un coche
que está un poco más allá, un Audi negro. Hay un chico dentro. ¿Te puedes
acercar y echar un vistazo?
—Allá voy. Le diré a Raquel que traiga la moto, por si acaso.
Hacía algo menos de un año, en un congreso de empresas de seguridad al
que Iván y ella habían asistido, se había hablado de los drones y las utilidades
que podían ofrecer para su sector. Sabía que se podía programar el trayecto y
activarlo a través de una aplicación instalada en el móvil. Los drones modernos
estaban equipados con sistemas de navegación avanzados que les permitían
seguir rutas predefinidas o coordenadas GPS.
Mientras Iván se acercaba, Alex llegó hasta el vehículo que indicaba la
nota. Abrió el maletero y vio el dron. Dentro de él había una caja Faraday. Era
parecida a la suya. La había utilizado alguna vez, y resultaba muy útil, ya que
servía para bloquear las señales de radiofrecuencia de los teléfonos móviles o los
dispositivos de seguimiento. Pensó que debían temer que, junto con los
diamantes, se hubiera colocado algún rastreador.
Encendió el móvil y marcó el pin que le habían dado: 0000. Sacó la bolsa
y la puso en la caja. Le hizo una foto y la envió al único número que constaba.
No obstante, antes de cerrar el compartimento, la extrajo y la volvió a colocar en
uno de sus bolsillos. Cogió el dron y lo dejó en el suelo.

***

Cristian, que estaba sentado en el Audi, la recibió al instante. A través de la


aplicación, y con el destino ya definido, activó el vuelo del dron. Dentro de unos
pocos minutos, los diamantes estarían en su poder.
Según el tiempo marcado, Iris ya debería estar en el lugar de recogida, el
parque de la Emperatriz María de Austria. Comprobaría el contenido de la bolsa,
se lo confirmaría por su otro móvil, y dejaría allí a la chica. Todo habría acabado
y él le enviaría el punto de entrega de Mila.
No le convenía permanecer allí. La policía podría localizar aquel terminal
y necesitaba desprenderse de él, pero debía esperar a que Iris le llamara. Cuando
arrancaba el motor, le pareció que aquella mujer rubia miraba en su dirección,
aunque, al momento, retiraba la vista.
No se fijó en un hombre muy alto, con el pelo negro y largo, que pasaba
por su lado de la acera. Tampoco en la moto que llegaba en aquel momento y se
paraba en la zona de minusválidos que había unos metros más atrás.
Al poner el coche en movimiento, recibió la llamada de Iris. No fue la que
esperaba.
—¡Joder, Cristian! —la escuchó decir, alarmada—, ¡todo se ha ido a la
mierda!
—¿Qué ha pasado?
—He tenido un accidente, he chocado con un árbol.
—¿Cómo? ¿Dónde? —Aquello era una gran fatalidad. Todo el plan
dependía de cada uno de los puntos, y uno de ellos se acababa de trastocar.
—Estaba llegando al lugar, pero se ha cruzado un patinete eléctrico y…
—¡Mierda! —exclamó Cristian—. El dron ya está volando hacia allí.
—¿Puedes cambiar la trayectoria?
—Lo voy a intentar —dijo alterado—. Mándame tu ubicación y te recojo.
Espérame allí.
Cortó la llamada y paró en una intersección que estaba a unos doscientos
metros. La aplicación que controlaba el dron marcaba treinta y cuatro segundos
para la llegada al lugar elegido. Pensó rápido y decidió enviarlo al chalé de una
amiga, en Leganés.
Apenas le dio tiempo de cambiar el destino final. Llegaría allí en un cuarto
de hora. Tras recibir la ubicación de Iris, se acercó hasta donde estaba. No
descubrió a la moto que lo seguía. Iván y Raquel se habían parado a unos
cincuenta metros de él.
Se pusieron en marcha al mismo tiempo.
CRISTIAN

12:13 horas

Unos minutos después, Cristian veía la esbelta figura de Iris. Llevaba puesta la
peluca rubia, pero la reconoció al momento. Estaba en una de las aceras que
bordeaban el parque de la Emperatriz María de Austria. Llevaba unos vaqueros
negros, con la cazadora a juego, y una camiseta blanca, al igual que sus
zapatillas de deporte. Se acercó a la calzada en cuanto lo vio llegar. Cristian se
detuvo e Iris abrió la puerta del Audi para sentarse junto a él.
—¡Joder, Iris! ¿Estás bien?
—¡¿Cómo voy a estar bien?! —exclamó, dejando de lado el dolor en el
hombro—. ¡Es una puta mierda, Cristian, la he cagado! Tu padre se va a
cabrear… ¡Pero ha sido un accidente, joder! Se me ha cruzado un patinete y…
—Estaba a punto de llorar.
Cristian la entendía. Ya no por su padre, que tenía un carácter difícil, sino
por el de arriba. Ese no toleraba los errores ni se casaba con nadie. Aparte de
Bron, que era un cero a la izquierda, Iris era la más prescindible. Solo hacía un
par de años que estaba en el equipo. Hasta entonces, nunca habían necesitado a
una mujer para que hiciera de gancho, pero un cliente les encargó encontrar a
una lesbiana. Cristian comentó que conocía a una chica que podía servir y que se
lo comentaría. Iris aceptó la oferta de inmediato. No tenía demasiados
escrúpulos y el dinero que podría ganar cubría de sobra sus necesidades. Cristian
sabía que Iris era el eslabón más débil de la cadena. Ella continuó:
—Se lo dirá —comentó preocupada, mirándolo—. Solo espero que tu
padre lo entienda y lo convenza. ¡No he tenido la culpa, joder! —En ese
momento cayó en que no le había preguntado por el dron—. ¿Has podido
cambiar el punto de aterrizaje?
—Sí, no te preocupes. Lo he enviado fuera de Madrid, a un lugar
tranquilo. Es la casa de una amiga que está estudiando en Cádiz, tengo una llave.
Habrá aterrizado en el jardín, es muy grande.
Aquello pareció tranquilizar a Iris.
—Al menos podremos llevar los diamantes —dijo aliviada.
—Sí. Lo entenderán —admitió Cristian—. Todo irá bien.
Iván y Raquel les seguían a suficiente distancia como para pasar
desapercibidos, pero sin perderlos de vista.

***

Aunque seguía manteniendo la línea abierta con Iván, Alex, por su otro teléfono,
estaba hablando con Loyola. Este le decía que el helicóptero que estaban
utilizando no tenía tecnología para rastrear el dron. Alex le comentó que, cuando
supo que Mila estaba libre, no había dejado el paquete en el interior del dron, y
que Iván, junto con Raquel, una de sus mejores colaboradoras, seguían a un
sujeto que les había parecido sospechoso.
Le explicó que el coche al que perseguían había recogido a una chica que
vestía de blanco y negro. Loyola le comentó que, según la declaración de los
primeros testigos, era la conductora del vehículo implicado en el accidente de
Mila. De repente, escuchó la voz de Iván:
—Alex, creo que saldrá de Madrid. Ya te informaré.
—Te tengo localizado en la aplicación —respondió, mientras en el móvil
veía el punto que marcaba la situación de Iván y Raquel en el plano de Madrid.
Siempre que realizaban alguna acción conjunta, abrían la aplicación de
seguimiento. Solo la activaban en esas situaciones. La vida privada era
confidencial.
—Por cierto, Alex, con seguridad es nuestro hombre. Mientras sujetaba el
móvil con el que habrá activado el dron, al pasar junto a su coche he visto en su
mano derecha un anillo muy vistoso. Debe ser el que ha comentado Laura.
Aunque Alex ya estaba segura de que aquel vehículo estaba implicado en
el secuestro de Mila, lo que acababa de decir Iván lo confirmaba.
—Vale. No lo perdáis. Corto esta línea, mantenedme informada. Yo voy al
chalé de los De la Torre —comentó Alex—. ¿Sabéis la matrícula del coche en el
que van?
—Es un Audi A6. 3866 KSD.
—Le pediré a Norma que lo investigue.
Llamó a la hacker y le pidió que investigara a su propietario. Le dijo que la
llamaría en quince minutos.
LAURA SANDOVAL

12:27 horas

Laura y Ricardo acababan de llegar al lugar del accidente. Dos coches patrulla
señalaban el lugar, y un grupo de gente observaba desde la acera. Había una
ambulancia aparcada junto al vehículo, y unos sanitarios atendían a una chica
joven que estaba sentada en la parte de detrás. Uno de los agentes estaba
hablando con ella. Se acercaron y, tras identificarse al compañero, Laura le dijo:
—Buenos días, Mila. Soy la inspectora Sandoval, mi compañero es el
inspector Garcés. Ayer nos ordenaron investigar tu desaparición. ¿Cómo estás?
Mila alzó la vista. Aunque tenía el codo vendado y un apósito en una
herida en la frente, parecía estar bien.
—Bien. Gracias, inspectora. ¿Saben mis padres…?
—Sí, ya están avisados. Si te parece bien, te vamos a llevar a tu casa.
Podemos hablar por el camino, porque imagino que tendrás ganas de verlos.
—Sí, por favor —pidió angustiada—. Necesito estar con ellos.
Se levantó y los acompañó hasta su coche. Se sentó en el asiento de detrás
y les dijo:
—Allí hay otras dos chicas retenidas, ¿sabe?
—¿Cómo dices? —preguntó Laura sorprendida.
Mila se reafirmó en su comentario.
—Que hay dos chicas más, inspectora, Marta y Natasha. Las van a
subastar pasado mañana, el jueves.
—Espera, no estoy segura de entender lo que me estás diciendo. ¿No te
secuestraron por ser quién eres? ¿Qué quieres decir con eso de la subasta?
—Pues que supongo que se trata de una red de tráfico de mujeres. Marta lo
sugirió. Su familia no tiene dinero —dijo mientras retenía las lágrimas que
pugnaban por salir—. Yo iba a ser una de las chicas ofertadas, pero al decirles
quién era, decidieron pedir un rescate.
Laura y Ricardo se miraron. Aquello era mucho más gordo de lo que en un
principio habían pensado.
CAPÍTULO 9

IVÁN HAAS

12:28 horas

El chico de la gorra y la mujer que lo acompañaba habían entrado en un chalé


adosado en Leganés. Iván y Raquel, a pesar de la distancia, ya que se habían
parado en una de las calles perpendiculares, se acercaron lo suficiente para ver
que el chico entraba en el jardín y salía con un objeto en las manos. Sin duda, era
el dron. Se metieron en el coche y unos minutos más tarde los vieron discutir.
—Ya han abierto el dron y saben que no lleva nada —supuso Iván.
—Pues se habrán llevado una buena sorpresa —respondió Raquel, con una
sonrisa.
Iván soltó una carcajada.
—Sí, y un mayor cabreo —ironizó él, con su característico acento alemán.
—No lo dudes. Pon en marcha la moto, estarán a punto de irse. Yo te aviso
cuando se muevan —comentó mientras se ponía el casco.
Iván obedeció y un instante después, Raquel corría hacia él, para subirse.
Cuando llegaron a su calle, ellos llegaban al cruce y giraban a la izquierda, en
dirección a la carretera. Raquel envió un WhatsApp a Alex:

Salimos de Leganés en dirección a Boadilla.


Han recogido el dron.

Perfecto, Raquel. Avísame cuando tengáis algo nuevo.

En aquel momento, Alex entraba en la Urbanización de la Moraleja. Pensó


en los miles de recuerdos que la asaltaban de los años que estuvo viviendo allí.
ALEX HATMAN

Nunca le había dado importancia al hecho de haber cumplido los dos años
cuando sus padres se casaron en 1988. No era la única niña del colegio que había
nacido de penalti, así lo llamaban. Cuando apenas tenía nueve años, se lo explicó
una amiga, pero la auténtica verdad salió a la luz a los catorce, al enterarse de
que Alfred no era su padre biológico.
Junto con Bruno y Andrea, sus dos hermanos pequeños, Alex tuvo una
infancia muy feliz. Él era un calco de su padre, el típico adolescente alemán:
rubio, alto, guapo… Después de estudiar la carrera de empresariales en
Inglaterra, y trabajar desde entonces junto a su progenitor, estaba empezando a
coger las riendas del imperio económico de la familia.
Aunque su padre argumentaba que aún no había cumplido la edad de
jubilación, le faltaba un año, Rosa, su madre, ya le había convencido para que
dejara de trabajar y se dedicaran a vivir la vida y a viajar. Alex sabía que Alfred
era incapaz de negarle nada. Viendo lo mucho que se amaban, siempre había
deseado encontrar un amor como el suyo, desde que era una niña. Sin embargo,
su matrimonio con Tomás salió rana, y hacía ya ocho años que se divorciaron.
Andrea, su hermana, había heredado la belleza de su madre. Tenía unas
facciones muy femeninas, perfectas. Podría haber sido modelo, pero se decantó
por estudiar económicas. Ella, por su parte, lo hizo por criminología, una carrera
que le apasionaba. Al finalizar la universidad, decidió ingresar en el ejército.
Estuvo tres años en la Escuela Militar de Alta Montaña, en Jaca.
Nada más dejar el ejército, y mientras esquiaba en las pistas de
Candanchú, conoció al que más tarde sería su marido, Tomás Ramírez, un
inspector de la Policía Nacional. Se casaron en 2012, y su matrimonio duró el
mismo tiempo que su carrera militar, tres años.
En aquella época ya estaba trabajando en una agencia de detectives
privados. La casualidad hizo que mientras estaba vigilando las infidelidades de
un cliente, se encontrara con la de él. Le vio entrar en un hotel con una
compañera de su departamento, una inspectora que trabajaba en narcóticos y que
también estaba casada. Con lágrimas en los ojos, hizo las fotos correspondientes
y destapó una realidad que la atormentaría durante años.
Aquella noche, cuando Tomás llegó al piso en el que vivían, y que había
sido un regalo de Alfred, su padre, se encontró, junto con un sobre, las maletas
en la puerta. Al abrirlo, las fotografías le mostraron el porqué de aquello.
Cuando intentó abrir con su llave, la cerradura había sido cambiada. La conocía
muy bien y ni siquiera llamó al timbre. La llamó al móvil, varias veces, pero no
le contestó. Tomás sabía que jamás le perdonaría.
Alex lo pasó muy mal. Él era su todo. Desde que se conocieron en las
pistas de esquí, siempre lo había sido. A esa dolorosa rabia que sentía, se juntó la
actitud de su jefe. Cuando se enteró de que estaba falta de amor, comenzó a
acosarla. Presentó la dimisión y decidió dejar de trabajar hasta que su herida se
curara. Unos meses después, en una cena benéfica a la que asistió con sus
padres, coincidió con uno de los mejores clientes de la agencia.
Le comentó que ya no trabajaba allí. Él le dijo que era una lástima, que la
agencia no era lo mismo sin ella. Le preguntó si aún le atraía ese mundo, porque
quería investigar a un empleado del que sospechaba. Era uno de sus directivos.
Tenía acceso a información reservada y había sido visto con altos cargos de una
empresa de la competencia. Según su íntimo amigo, gastaba el dinero a manos
llenas, en drogas y burdeles.
Alex le dijo que lo investigaría. En menos de una semana consiguió las
pruebas que demostraban su traición a la empresa. Ese fue el principio de lo que
poco tiempo después, cuando conoció a Iván a finales de 2015, se convertiría en
H&H, Agencia de Investigación.
Eso ocurrió unos meses antes de que Raquel se incorporara, para crear el
equipo perfecto.
CHALÉ DE LA FAMILIA DE LA TORRE

12:48 horas

Cuando Alex llegó al chalé, Yolanda y Mercedes estaban en la entrada de la


casa. Se bajó del coche y se acercó a ellas.
—Buenos días. ¿Ya han traído a Mila?
—No, la estamos esperando —dijo Yolanda, radiante. Estaba preocupada,
pero más tranquila—. Nos ha llamado Laura, la inspectora, y nos ha dicho que
está bien. Vienen hacia aquí.
—Lo importante es que esté a salvo —comentó Alex.
—Eso es lo único que me importa, aunque mi marido piensa de otra forma.
Se lo ha tomado como algo personal.
—Y el mío también —comentó Mercedes—, son tal para cual.
Alex asintió con la cabeza.
—Hombres —dijo con retintín—, siempre abarrotados de testosterona.
—Y de arrogancia. Deberías haber conocido a nuestro suegro, han salido a
él —concluyó Yolanda.
En ese momento, el coche que conducía Laura entraba en la propiedad. De
él se bajó una chica morena, con el pelo castaño y ondulado. Iba ataviada con un
vestido de noche blanco. Parecía que venía de fiesta, algo que desmentía la
mirada de dolor que fluía de sus preciosos ojos verdes. Nada más ver a su madre,
salió corriendo hacia ella. Se fundieron en un abrazo y compartieron lágrimas.
Mercedes se unió a ellas, llenando de besos las mejillas de Mila.
Laura se acercó a Alex.
—¿Qué sabes de Iván? —le preguntó.
—Está siguiendo el coche del sujeto. Va con una mujer, que debe ser la
que llevaba a Mila al lugar de la entrega. Acaban de salir de Leganés en
dirección a Boadilla del Monte.
—Podríamos poner un control, pero es mejor saber su destino final —
manifestó Laura.
—No puedo estar más de acuerdo —confirmó Alex.
—Esto es mucho más gordo de lo que parece, Alex, no es un simple
secuestro —le dijo Laura.
—No lo entiendo, explícate —pidió Alex, frunciendo el ceño.
—Es un tema de trata de mujeres, o al menos eso asegura Mila. Ahora
hablaremos con ella.
En ese momento salían los hombres. Mila se fundió con su padre y
después abrazó a su tío Cristóbal. Loyola y Rocío se les acercaron. Saludaron a
Alex.
—Buen trabajo, Alex —dijo Loyola. Miró a Laura y le preguntó—: ¿Te ha
explicado algo más?
—Dice que hay otras dos chicas allí. Al igual que ella, están retenidas en
las celdas de un sótano. Es una red de trata de personas.
—¡Joder! Tenemos que saber dónde las tienen—comentó el inspector.
—Si tenemos suerte, lo sabremos pronto. Iván está persiguiendo al sujeto
que manejaba el dron y me vigilaba a mí. Es él —aseguró Alex—. Iván me ha
dicho que ha visto el anillo que comentaste —añadió mirando a Laura—, el de la
piedra.
En aquel momento vieron que la familia entraba en la casa. Ellos lo
hicieron a su vez. Se fueron al salón, pero antes de entrar, Alex se acercó a
Guzmán y le hizo entrega del saquito que contenía los diamantes. Él asintió con
la cabeza y los guardó en uno de los bolsillos de la americana que llevaba. Mila,
sin poder soltarse del abrazo de su madre, se sentó en uno de los sofás, con su tía
Mercedes a su lado. Cristóbal y Guzmán lo hicieron en otro, y las dos policías y
Alex, en el que estaba frente al de las mujeres. Loyola se quedó en pie.
Laura tomó la palabra y dijo:
—Mila, estaría bien que hicieras un relato rápido de lo sucedido, para que
tus padres entiendan la urgencia de que te tomemos declaración lo antes posible.
Guzmán y Cristóbal saltaron al instante. El mayor se impuso y, con un
tono de voz autoritario, preguntó:
—¿Hay algo más urgente que el hecho de que mi hija encuentre un
momento de paz junto a su familia?
Fue Alex la que saltó:
—Según acabo de saber por la inspectora Sandoval, allí tienen retenidas a
otras dos chicas —dijo en el mismo tono seco que él, clavando su mirada en la
de Guzmán—. Necesitamos saber cómo llegar hasta ellas, sacarlas de allí, y, de
paso, detener a las personas que le han hecho eso a su hija, señor Guzmán.
Él clavó su mirada en la adolescente.
—Quiero explicárselo todo, papá. El futuro más horrible que os podáis
imaginar es lo que les espera a Marta y a Natasha. Quiero que las rescaten —dijo
llorando, mientras miraba a Laura, a Rocío y a Alex, que estaban frente a ella—.
Pero solo tienen de tiempo hasta el jueves —añadió entre sollozos—, ese día las
van a subastar. Ese era también mi destino.
Aquello cayó como una losa. A ninguno de ellos se le había pasado por la
cabeza que la ausencia de Mila no fuera debida a un secuestro por motivos
económicos.
—Se habrán dado cuenta de la gravedad de la situación —comentó Laura
—. Necesitamos saberlo todo.
Nadie rechistó y Mila empezó a hablar:
—Tendré tiempo para disculparme con mis padres por haberlos engañado,
por venir el viernes para irme de fiesta. Estoy segura de que me caerá una buena,
pero lo más importante es sacarlas de allí.
Les explicó grosso modo su encierro. Comentó que la habían alimentado
bien, que en todo momento había estado recluida en un calabozo, y lo describió
con pelos y señales. Les habló de la sesión de fotos en la habitación, y les
aseguró que en ningún momento habían abusado de ella. La mantenían intocable
hasta el día de la subasta.
Yolanda agarraba su mano, intentaba infundirle valor y seguridad. Su
padre permanecía serio, afectado por las dolorosas circunstancias por las que
había tenido que pasar alguien de su familia. Estaba furioso, nadie se metía con
los De la Torre. Al igual que a Cristóbal, su hermano menor, su padre siempre se
lo había inculcado. Aquello no podía quedar así.
Mila describió a Bron, el terror que infundía cuando se acercaba, y la
explícita amenaza de lo que les pasaría si su precio era bajo.
Les dijo que todo aquello se lo había explicado un tal señor Val, que
parecía ser el jefe. No había podido ver su rostro porque lo mantenía oculto tras
un foco que las deslumbraba. Iba trajeado y tenía la voz profunda, de unos
cincuenta años. Esa era la impresión que le había dado.
No supo dar demasiados detalles. Aparte de su celda, de Bron y de la
difusa presencia del señor Val, apenas sabía nada. Habló de Iris, de quien nadie
había oído hablar hasta entonces, y de su participación en el secuestro. Comentó
que iba con Cristian cuando lo conoció en la discoteca. Les dijo que suponía que
era ella la que conducía el coche del accidente, y que al salir de la casa donde
estaba retenida, notó el olor del campo. Que debía ser una edificación aislada,
porque primero salieron por un camino de tierra, hasta llegar a la carretera.

***

Alex había desconectado la línea con Iván. Sabía que, si había algo importante,
la llamaría. Lo hizo en ese preciso instante. Se levantó y salió de allí.
—Alex, ya sabemos dónde están. Han entrado en una vivienda asilada, en
una finca. Está cerca del núcleo urbano de Boadilla del Campo. Hay dos coches
de alta gama en el exterior. Quién sea que vive ahí tiene dinero.
—Envíame la ubicación, para pasársela a Loyola, y permaneced de guardia
hasta que os llame —le pidió a Iván—. Si no estamos equivocados, en esa casa
hay encerradas dos chicas que serán subastadas en un par de días.
—¿Cómo dices?… —preguntó Iván muy sorprendido.
—Ahora no tengo tiempo para explicártelo, estamos reunidos. Si todo es
como parece, estamos ante una red de trata de personas. Ya te lo explicaré. Estad
muy pendientes, y, si salen de allí, no los pierdas. Vuelvo a la reunión y en un
rato te digo algo.
—Vale, aquí estaremos.
—Otra cosa importante, Iván, llama a Norma y pídele que averigüe quién
es el propietario de esa finca, ¡y lo necesito ya! Después, quiero saber todo lo
que encuentre de esa persona. Su vida y milagros, que serán pocos —dijo Alex
con cierta ansiedad—. Mila también ha hablado de un tal Bron, un tipo con
aspecto muy peligroso que mide dos metros. Es quien se encarga de vigilar a las
chicas. Que averigüe si alguien del entorno del dueño coincide con esa
descripción.
—Ahora mismo la llamo, Alex.
—Otra cosa, si sabe el nombre del propietario del coche, que me lo envíe
por WhatsApp.
—No te preocupes, yo me encargo —respondió él.
SEÑOR VAL

13:06 horas

En cuanto Val vio entrar a Cristian y a Iris en su despacho, supo que algo había
salido mal. Sus caras eran el reflejo de la decepción, y la de Iris mostraba miedo.
Ya había hablado con ella, cuando le llamó para explicarle lo del accidente. Era
una fatal casualidad y debía reconocer que ella no tenía la culpa, pero aquello
había desencadenado el principio del fracaso.
—Lo siento, Val —dijo Iris, compungida—. Todo lo que ha pasado ha
sido culpa mía. Ese maldito patinete…
—Déjalo, Iris —la cortó él, y con voz seria ordenó—: Explicadme qué ha
pasado.
Cristian tomó la palabra:
—En realidad, no lo sé con certeza. Todo iba bien. Como ya sabes, llegó
una mujer, rebuscó bajo el tobogán y sacó la llave y la nota. Tal como dijiste, no
la seguí, sabíamos dónde iría. Me quedé allí para ver si alguien iba tras ella.
Nadie en el parque se movió de su lugar. Solo había un grupo de madres y unos
jubilados que estaban en un banco —comentó con la voz serena—. Cuando me
aseguré de ello, me acerqué con el coche al último punto. Vi entrar a la mujer en
Mercadona, y salió al cabo de un momento. Con la mirada buscó el coche, y
llegó hasta él. Yo estaba bastante cerca y pude ver que seguía las instrucciones.
Me aseguré de recibir la fotografía y puse a volar el dron hasta el lugar marcado.
En ese momento, Iris me llamó y me explicó lo que había pasado.
—¿¡Y no cambiaste la trayectoria de dron!?
—¡Claro que lo hice!, lo envié a Leganés, a la casa de una amiga mía.
Cuando llegamos allí y lo abrimos… ¡estaba vacío!
Val asentía con la cabeza. Había sido cuestión de segundos, pero se había
jodido todo.
—El accidente llamó demasiado la atención, y más si había una persona en
el maletero. Debieron llamar a la policía y cuando les dijo su nombre, se activó
todo. Han sido muy rápidos. —No sabía que un coche patrulla había pasado por
allí unos segundos más tarde—. Debieron avisar a la mujer que llevaba el
paquete y, al enterarse de que Mila estaba libre, nos la jugó.
—Pues fue muy lista. No parecía policía. Pensé que era algún familiar, por
la pasta que parecía tener. Llegó en un pedazo de Audi que…
Val le interrumpió:
—¿No se te ocurriría tomar la matrícula? —preguntó con avidez.
—Soy un chico listo —le dijo, mientras buscaba la foto en su móvil. Se la
enseñó.
—Envíamela —le ordenó, y añadió—: Esperadme en el salón. Debo hacer
una llamada.
Cristian e Iris salieron de allí. Val, antes de llamar, analizó la situación.
Mila debía permanecer encerrada en el maletero del coche hasta que el
saquito con las gemas estuviera dentro de la caja Faraday colocada en el interior
del dron. La foto que habían enviado así lo atestiguaba, no obstante, el hecho de
que descubrieran a Mila antes de tiempo había permitido que aquella mujer que
hacía la entrega los engañara y retirara los diamantes antes de iniciarse el vuelo.
Si Iris no hubiera tenido el accidente, jamás hubieran dejado de hacer el
pago y estarían en su poder. Esa mierda de casualidad había trastocado todos los
planes, pero ya no podían hacer nada. Estaba tranquilo con respecto al coche.
Era robado y llevaba una matrícula falsa. No podrían relacionarlo con ellos.
Marcó el número de la persona que estaba esperando su llamada. Sabía
que aquel fracaso conllevaría cambios significativos en la organización.
ALEX HATMAN

13:11 horas

Volvió a entrar en el salón y dijo:


—Tengo una dirección, y en unos segundos tendremos un nombre. Iván,
mi socio, ha estado siguiendo al coche del sujeto y le ha llevado hasta una finca
aislada en Boadilla de Monte. Estoy esperando que mi analista me diga quién es
el dueño de esa propiedad. También tiene la matrícula del coche que conducía
ese chico. Sabremos sus nombres. —Todos la miraban con el máximo interés.—.
Iván, junto con Raquel, nuestra compañera de la agencia, están allí de guardia,
por si hubiera algún movimiento.
Mila se abrazó a su madre. Aquello eran buenas noticias. Solo esperaba
que Marta y Natasha se libraran del infierno que les esperaba.
—Alex, necesitamos saber la ubicación. Debemos preparar el operativo
para la operación de rescate —le dijo Laura.
—Por supuesto, os la envío —asintió mientras lo hacía. También se la
mandó a Loyola.
—Voy a llamar al comisario, para que vaya activándolo todo —dijo Laura,
y salió de allí.
En ese momento, Alex recibió un mensaje. Era de Norma.
El propietario del Audi A6 es Cristian
Fuentes.

Perfecto, Norma. Avísame cuando


tengas algo nuevo.

Te digo algo en unos minutos.

Alex, tras leerlo, comentó:


—Mi analista dice que el propietario del coche es Cristian Fuentes. Me
acaba de enviar una foto. —Se la mostró a Mila.
—¡Es él! —exclamó exaltada—. Es el chico que conocí aquella noche.
—Bueno, eso nos confirma que vamos por el buen camino —comentó
Alex—. Los responsables de lo que te ha pasado están en esa casa, y podemos
suponer que es el lugar donde estuviste encerrada.
Guzmán saltó en aquel momento.
—Quiero que su agencia participe en la resolución de todo esto, señora
Hatman. Exijo que los responsables de la agresión a nuestra familia lo paguen.
—Para eso, la policía está muy capacitada, señor Guzmán. Pregúnteselo a
su hermano.
—Es cierto, la policía lo está —respondió Cristóbal—. Hablaré con quién
haga falta para que todo se ejecute a la perfección.
—Me parece correcto, pero ellos son los que han resuelto el caso —
replicó, molesto porque le llevaran la contraria—. La perspicacia de la señora
Hatman y de su socio nos ha llevado hasta la casa en el que retuvieron a mi hija,
el lugar donde están los responsables de su encierro.
Laura, ofendida por tanta arrogancia por parte de ambos, saltó en aquel
momento:
—Le recuerdo, señor De la Torre, que, además de su hija, aún tenemos a
dos chicas retenidas allí —dijo mirando a Guzmán, y volvió su mirada hacia
Cristóbal—. No hará falta que hable con nadie para que se actúe con la mayor
celeridad. La UDEV y nosotros estamos capacitados para solucionar el
problema. Detendremos a los responsables, pero nuestra prioridad es rescatarlas
a ellas —aclaró, y añadió—: Si usted quiere, la señora Hatman y su equipo
pueden estar presentes en la operación. Sin embargo, nosotros estaremos al
mando de la acción policial. Porque eso es lo que es —dijo, contrariada por la
arrogancia de aquellos dos gilipollas.
Alex afirmó con la cabeza, entendiendo su postura. En ese momento
escuchó la voz de Yolanda:
—Lo entendemos —se atrevió a decir —, y deseamos que las liberen. Una
cosa llevará a la otra.
Cristóbal reafirmó esa idea, aunque la arrogancia de su estirpe se impuso.
—Tienes toda la razón, pero han secuestrado a Mila y no queremos que se
vayan de rositas.
Alex y Laura se miraron. No necesitaron decirse nada. Ricardo, que había
permanecido callado, recordó:
—No lo harán, se lo aseguro. Y, de paso, desmantelaremos una red de
tráfico de mujeres —afirmó con rotundidad—. No sabemos cuántas chicas han
sufrido esa suerte.
Esa era una realidad que desconocían. En ese instante, Alex recibió un
nuevo mensaje de Norma.

El propietario de la finca es Valerio Fuentes, el padre del chico. Lo he


mirado por encima y tiene antecedentes penales. Pasó varios años en Alcalá
Meco.

Perfecto, Norma. Investígalo a fondo.

Volvemos a hablar.

—Me acaban de confirmar que el dueño de esa finca es Valerio Fuentes.


Es el padre de Cristian. —Miró a Laura—. Estuvo varios años en prisión. Tiene
antecedentes penales.
Laura asintió con la cabeza y le mandó un mensaje a Néstor para que los
investigara a ambos.
—Aquí ya no hacemos nada. Tenemos mucho trabajo por delante y es
urgente. Lo primero, buscar entre las denuncias de chicas desaparecidas.
Necesitamos saber quiénes son tus amigas, Mila —le dijo la inspectora—.
Muchas gracias por tu declaración, nos has ayudado mucho. Y no te preocupes,
las rescataremos. Esta noche serán libres.
Antes de salir del salón, Alex cruzó la mirada con Mercedes y vio que, con
los labios, le insinuaba un beso. Sonrió, entendiendo sus razones.
Al cruzarla con la de Cristóbal, percibió el mismo gesto. Sintió verdadero
asco.
SEÑOR VAL

13:15 horas

Escuchó su enfurecida voz:


—Val, ¡eso no puede haber pasado! —gritó más que exclamó.
—Lo siento tanto como tú, pero es así. Ha sido un accidente que lo ha
trastocado todo. Esas cosas ocurren.
Val visualizó su rostro y, conociéndolo, estaría desencajado. Le escuchó
decir:
—Pero… ¿te das cuenta de lo que eso representa? No tenemos excusa. Se
nos ha escapado la chica más valiosa que hemos tenido nunca, Val, ¡¡un puto
millón de euros!! Y, además, podrá decirle a la policía lo que ha ocurrido ahí —
se detuvo un instante, como si meditara, o rebajara su furia, y continuó—: Con
ese dinero podríamos haberlo detenido todo durante unos meses, joder. Hasta
ahora habíamos trabajado en la sombra y… —Estaba furioso—. No debí acceder
a tu sugerencia, me equivoqué.
—Era demasiado dinero como para no aprovechar la oportunidad. Esas
cosas no ocurren todos los días.
—Porque nunca las hemos buscado, Val —comentó airado—. Nos va muy
bien con nuestro negocio. Lo único que hemos hecho ha sido complicarnos la
vida. Espero que no haya consecuencias.
—No sé qué decirte… —se disculpó Val—. Tienes razón, pero nadie tiene
la culpa. Iris está desolada.
—Ya meditaré sobre el error de Iris —declaró. Su tono de voz provocó un
escalofrío en Val, que sabía de lo que era capaz. No se extrañó cuando le
preguntó por el carcelero—: ¿Lo de Bron lo tienes claro?
—Sí. Hoy mismo me ocuparé —respondió Val. Para intentar suavizar el
tema, le dijo—: No sé si servirá de algo, pero podemos saber quién es la mujer
que nos la ha jugado al no entregar los diamantes. Cristian ha hecho una foto de
la matrícula de su coche. Dice que no era policía.
—¿De qué nos va a servir eso?
No le gustaba perder. Estaba demasiado acostumbrado a ganar siempre, a
que todo el mundo cumpliera sus órdenes a rajatabla. Siempre había sido así,
incluso en un lugar tan peligroso como la cárcel. Allí conoció a Val y al idiota de
Bron. Su aspecto era temible y lo utilizó para su protección allí dentro. De eso
hacía casi ocho años, pero se había convertido en un problema. Con una simple
descripción, la policía llegaría hasta él con mucha facilidad.
Solo esperaba que no rebuscaran más allá. Nunca tenía que haber aceptado
aquello. «La avaricia rompe el saco», pensó. Estaba muy molesto, al ser tan
perfeccionista, necesitaba saber quién le había ganado, y, sobre todo, si podía
representar un peligro para su organización. Quizá solo era alguien de la familia
de aquella niñata.
—Envíame la matrícula, yo me ocuparé —masculló.
Cuando recibió la foto, le dijo:
—Ya te llamaré. Que Cristian no haga nada esta noche, lo paralizamos
todo hasta el jueves. En la próxima subasta solo habrá dos chicas. Toda la policía
de Madrid estará buscando a tu hijo. No podemos arriesgarnos más. —Colgó el
teléfono y llamó a Cesar, el hacker que trabajaba con ellos y que llevaba el tema
de las subastas en la dark web. Un par de tonos después, le escuchó decir:
—Dime. ¿Hay alguna novedad? Es raro que me llames, hoy es martes.
—Escúchame bien, Cesar, es muy importante, avisa a los compradores de
que en la subasta del jueves solo habrá dos chicas. Ya tienes las fotos, pero eso
es lo segundo que tienes que hacer. —A Cesar le extrañó. Entonces añadió algo
que denotaba furia—. Lo primero es investigar la matrícula de un coche. Quiero
saber quién es la propietaria, ¿cómo es?, ¿a qué se dedica?, ¿dónde nació?, ¿el
dinero que tiene?… Todo lo que encuentres de ella. ¡Y lo necesito ya! Deja todo
lo que estés haciendo y ponte a ello. Espero tu llamada.

***

Media hora después recibía el informe. Se puso a leerlo. Pensó que Cristian tenía
razón, que era una mujer muy guapa, con clase. Era socia fundadora de una
Agencia de Investigación: H&H. Comprobó que su cuenta bancaria estaba muy
saneada, y que vivía en La Finca. Eso, y el coche de lujo que tenía, mostraban su
posición social. Tenía treinta y siete años, estaba divorciada, tenía dos hermanos
y sus padres vivían en La Moraleja…
Ella era la que le había ganado. Cuando acabó de leer el informe al
completo, se quedó un buen rato pensando. Su mente era un maremoto de
sensaciones contrapuestas.
ALEX HATMAN

13:44 horas

Mientras Laura se acercaba a comisaría para preparar el operativo y actuar


aquella misma tarde, Alex regresó a la agencia. Raquel e Iván continuaban en el
lugar, vigilando la casa. La inspectora de homicidios le había dicho que la
llamaría cuando todo estuviera preparado. Aunque sabían que hasta el jueves no
se realizaría la subasta, ambas estaban de acuerdo en actuar lo antes posible.
Según la versión de Mila, no las habían agredido, pero el hecho de que el pago
del rescate hubiera salido mal, los tendría muy nerviosos y podría cambiar las
cosas.
Nada más llegar, llamó a Iván. Este le confirmó que no había ningún
movimiento. Estableció una videollamada con Norma.
—¿Sabes algo más? —le preguntó, de forma retórica.
—No te voy a contestar a esa pregunta tan estúpida —dijo la hacker.
—Ya me entiendes, Norma.
Vio que la analista sonreía y asentía con la cabeza.
—El tal Valerio, el dueño de la finca, es una buena pieza. Tiene una larga
lista de detenciones. Las primeras se remontan a antes de cumplir los dieciocho.
En su mayoría, hurtos y peleas. Tras una reyerta en un burdel, pasó varios años
en la cárcel. Eso ocurrió en 2010. Se peleó con un proxeneta y acabó pegándole
dos tiros. Aquel cabrón se salvó de milagro, pero Valerio acabó en Alcalá Meco
por intento de asesinato.
—Tienes razón, es una joyita —dijo con sarcasmo.
—Espera, hay más. En la cárcel se relacionaba con un tal Juan García, un
gigante de dos metros de altura, muy fornido, que había violado a dos mujeres.
He visto su foto y te aseguro que da miedo. Me jugaría el alma a que es vuestro
querido Bron, el carcelero.
Alex pensó que todo empezaba a cuadrar. Le preguntó:
—¿Y del chico joven?, ¿de su hijo Cristian?
—De él no hay nada significativo —comentó Norma, con cierta sorpresa
—. No se ha metido en líos, salvo lo que ya sabemos, que no es poco. En teoría,
es un buen chico. Muy guapo, por cierto. Parece un modelo de revista.
—Eso es lo que dijo Mila, la chica que secuestró —confirmó Alex, y
preguntó—: Y ¿en el tema de finanzas?
—Muy saneadas, te lo aseguro. Cada tres o cuatro meses hay ingresos de
dinero, y son cantidades importantes. La finca no genera beneficios, porque no
está explotada. Es una finca que se construyó tras la guerra civil, un antiguo
edificio que se ha restaurado. He visto fotos de hace diez años y estaba en
bastante mal estado. También consta a su nombre una empresa de inversiones,
pero parece una tapadera. Si quieres profundizo en eso.
—No, era solo para hacerme una idea. La policía ya se encargará. ¿Tienen
alguna propiedad más a nombre de alguno de los dos?
—No, eso es todo.
—Vale, Norma. Buen trabajo. Voy a llamar a Iván para explicárselo y me
acercaré por allí, para estar con ellos y llevarles algo de comer, por si el tema se
alarga. Antes llamaré a Laura, la amiguita de Iván. Casualmente, es la inspectora
que lleva el caso.
—Es una buena chica, y muy profesional —dijo la hacker con cierta sorna
—. Tu socio no se la merece.
—No es verdad, Norma, y lo sabes —concilió Alex—. Aunque no lo
quieras admitir, Iván es un chico estupendo.
—¡Claro que lo sé!, pero me gusta tocarle las pelotas. —Soltó una
carcajada—. Se lo tiene muy creído.
—Puede hacerlo, ¿no te parece? Es muy guapo, además de inteligente —
comentó Alex, sabiendo que la postura de Norma era pura fachada.
—¿Más que quién tú ya sabes? —preguntó la hacker con ironía—. Ese
político que…
—¡Ni se te ocurra nombrarlo! —saltó al momento—. Además, ya dijimos
que eso quedaría entre tú y yo.
—¿Hay alguien contigo? —preguntó la analista, poniendo cara de
sorpresa, bajando las comisuras de los labios y abriendo los ojos.
—No, pero vamos a dejarlo —respondió Alex—. Te aseguro que, si tenía
alguna duda, que no, hoy me ha confirmado que es un cretino.
Norma soltó una carcajada. Lo había investigado, y sabía cosas, aunque
decidió no decírselas.
—Tengo constancia de ello. Si algún día te molesta, dímelo. Sé cosas de él
que no le gustará que salgan a la luz —comentó con sarcasmo—. ¿Mercedes se
ha dado cuenta de algo?
—¡No, por Dios! —exclamó—. No sabe nada, y nunca debe saberlo.
—No seré yo la que se lo diga.
—Será nuestro secreto —susurró Alex, con complicidad.
—Por supuesto, jefa —sentenció Norma—. Te dejo, tengo que seguir
investigando para la detective más guapa de España.
—¿Solo de España? —preguntó sonriendo, mientras cortaba la
videollamada.
CAPÍTULO 10

MARTA Y NATASHA

14:04 horas

Bron les acababa de dejar la comida y se había ido arriba. No fue sarcástico y
provocador como siempre, al contrario. Ambas se dieron cuenta de que estaba
serio, sin el cinismo que acostumbraba a derrochar.
Llegó, sin apenas hablar, siguió con el ritual de alejarlas de las rejas, y, con
manifiesta rabia, dejó la bandeja sobre la mesa. Contra su costumbre, se fue sin
articular palabra. Cuando se vieron libres de su presencia, Marta se atrevió a
hablar.
—Tiene que haber pasado algo, Natasha. Ese cabrón no ha actuado como
lo hace siempre.
—Seguro. Y me alegro, porque me aterroriza cuando se comporta de esa
forma—comentó la rusa.
—Espero que eso signifique que lo de Mila ha salido bien —dijo Marta.
—Creo que es más bien lo contrario —respondió Natasha—. Si todo
hubiera ido como esperaban, nos lo habría restregado. En cambio, parecía
ausente. No sé lo que pasará, ni si eso cambiará algo, pero prefiero creer que, a
través de Mila, la policía descubra algo para poder ayudarnos.
Marta asintió con la cabeza. Pensó en ella y en sus palabras, diciéndoles
que haría lo imposible para ayudar a la policía a encontrarlas.
—Mila se comprometió con nosotras. Estoy segura de que les habrá
explicado todo lo que sabe.
—¿Y qué sabe? —pregunto Natasha, alzando los hombros—. Lo mismo
que nosotras, que estamos encerradas en una asquerosa celda en el sótano de una
casa que está en algún lugar que desconocemos. Eso es lo único que sabe.
—Y sus nombres, no te olvides, Bron y señor Val. Si la policía hace bien
su trabajo, eso podría aportar pistas.
—Espero que tengas razón —respondió esperanzada—, y que nos
encuentren antes del jueves. ¿Sabes rezar?
—No acostumbro a hacerlo.
—Pues creo que ya es el momento de que empieces. Es lo único que nos
queda, la esperanza.
LAURA SANDOVAL

14:09 horas

Laura y Ricardo llevaban casi una hora en comisaría. Ya había hablado con el
comisario y en un par de horas estaría preparado todo el dispositivo para entrar a
rescatar a las dos chicas. Se acercó al despacho de Néstor. Le había pedido que
buscara a las compañeras de cautiverio de Mila entre las denuncias de
desaparición. La semana anterior constaba la de una chica llamada Marta Sierra,
pero de la rusa, Natasha Alexandrova, no aparecía nada.
No obstante, le había dicho que su prioridad era investigar a Valerio
Fuentes y a su hijo. La información que obtuvo sobre el que suponía era es señor
Val, como no podía ser de otra forma, era muy parecida a la que había recibido
Alex. Entre los compañeros reclusos de su época en prisión también localizó a
Bron. No obstante, cuando leyó el informe del analista surgió un nombre que
había salido en la investigación, aunque de pasada, y que no imaginaba que
pudiera tener relación con el caso.
Se acercó a su despacho. Allí estaba Ricardo coordinando la operación de
rescate con Loyola y Gerardo Manzano, el inspector que estaba al mando de la
Unidad Especial de Intervención (UEI). Era la unidad de élite de la Policía
Nacional especializada en situaciones de alto riesgo, entre ellas, los secuestros.
Sus agentes se entrenaban para ese tipo de operaciones de rescate. A pesar de
que también estaban preparados para negociar, allí no habría que hacerlo. Se
trataba de entrar, minimizando el riesgo, y rescatar a las dos chicas. Les dijo:
—Escuchad, creo que Néstor ha descubierto algo muy importante. Acaba
de aparecer un nombre que ha salido durante la investigación, aunque solo de
una forma superficial —comentó la inspectora—. Se trata del padre de una de las
amigas de Mila, el de Susana Puig. Es la chica que les recomendó esa discoteca.
—Vio que Ricardo asentía—. Ahora sabemos que su padre, Jordi Puig, fue
compañero de celda de Valerio Fuentes en Alcalá Meco. Fue detenido por estafa
y pasó varios años en la cárcel. Néstor también ha averiguado que Bron
coincidió con ellos durante su estancia en prisión. Estaba cumpliendo una pena
por violación.
Ricardo movió la cabeza, analizando a situación.
—Por lo tanto, el grupo lo conforman: Valerio, su hijo Cristian, Bron e
Iris. De momento, no tenemos constancia de nadie más, aunque podría haber
más sujetos vinculados a la red. Tampoco sabemos si Jordi Puig participa en este
entramado, aunque, conociéndolo —dijo, recordando al cretino sujeto que les
había recibido—, podría ser el jefe, el inductor de todo.
Laura asintió:
—No me puedo creer que sea una casualidad. Si eran compañeros de
celda, con toda seguridad tiene que estar relacionado. Le he pedido a Néstor que
investigue todo lo que tenga que ver con él.
Ni Ricardo ni Loyola la desmintieron, parecía obvio. El de la UDEV dijo:
—Lo que también ignoramos es la forma en que se realizan las subastas,
aunque sospecho que tendrán que ver con la dark web. Venden a las chicas y se
las envían a los compradores. Ya lo averiguaremos, pero ahora la prioridad es
rescatarlas. —Miró a Gerardo y preguntó—: ¿Qué sabemos de ese lugar?
El inspector comentó:
—Según el informe que tenemos, es una finca de veintiuna hectáreas y
está a tan solo seis minutos de Boadilla del Monte. Tiene acceso a la carretera
por la M-516. Es de los años cuarenta. Valerio la compró en 2017, un año
después de salir de la cárcel. Se hizo una reforma integral de todo el interior.
Dispone de todos los servicios y un pozo con agua abundante. La luz es de
Iberdrola y tiene fibra óptica de última generación. —Revisó los datos y añadió
—: No se desarrolla ninguna actividad agrícola, forestal o cinegética. Las
infraestructuras de que consta son una construcción de dos plantas, con un total
de doscientos sesenta y nueve metros. En los planos no aparece ningún sótano,
pero podría haberse hecho de forma ilegal. Existe un vallado exterior y hay un
edificio cercano, a unos doscientos metros, que estuvo destinado a caballerizas,
pero está derruido.
—Recuerdo que en el informe de la científica se reflejaba que en el móvil
de Mila se halló una microscópica fracción de pelo de caballo. Supongo que se
adhirió en él cuando fue pisado para destruirlo —comentó Laura.
Ricardo asintió con la cabeza.
—Todo lo que conocemos sugiere que podría ser el lugar donde están
retenidas. Lo único que me hace dudar es lo del sótano —comentó Gerardo
mientras reflexionaba—. Está claro que Cristian, la persona que se la llevó, tiene
relación con ese lugar. Esperemos que estén allí. Si no es así, todo se complicará,
pero cuando los detengamos, nos dirán dónde están retenidas. El problema es
que todo se retrasaría y, para evitar más testigos, podrían tomar represalias
contra ellas.
—Seamos positivos, chicos. Están allí —dijo Laura con convicción—.
Encontraremos ese sótano.
—Ojalá aciertes.
ALEX HATMAN

14:33 horas

Ya había hablado con Laura, para decirle que se iba a la finca y que se
encontrarían allí. Llevaba bocadillos para los tres, y quería ayudar en la
vigilancia. Se llevó el 4x4 de Iván. Suponía que todo iría bien, pero, por si acaso,
el BMW X3 era mejor para transitar por aquellos caminos.
Cuando llegó, Iván estaba oculto a unos cincuenta metros de la moto y en
una zona plagada de robles, justo antes de que el camino girara para dirigirse
hacia la casa. Raquel, para poder vigilar la parte trasera, había dado un rodeo por
un pequeño bosque de pinos que envolvía un lado de la casa.
El detective vio llegar a Alex y aparcar su coche a un lado el camino. Ella
se le acercó. Llevaba la cámara de fotos colgada del hombro y una bolsa de
plástico en la mano.
—¿Cómo va todo, cielo? —preguntó al llegar hasta él.
—Aquí, aburrido. No ha habido novedades. Raquel está en la parte
posterior. Me ha dicho que hay un porche descubierto y una puerta de acceso a la
casa, pero está cerrada.
—Lo tenéis todo controlado —comentó, aun sabiendo que sería así.
—Sí, y también tenemos hambre —dijo mirando la bolsa que ella llevaba
—. Este caso va a acabar conmigo, Alex. No he comido nada en toda la mañana.
Ella se rio. Sabía lo glotón que era, aunque necesitaba muchas calorías
para cubrir las necesidades de aquel musculoso cuerpo de metro noventa de
estatura.
—Bocadillo de calamares, el que le gusta a mi chico —dijo Alex y tendió
el brazo, sonriendo.
Iván, al abrirla la bolsa, vio tres bocadillos, uno sensiblemente más grande
que los otros, y dos botellas de agua de litro. Se quedó mirando a Alex y, en tono
de reproche, le dijo:
—Me quedo el más grande y uno de los pequeños, con uno no tengo
bastante. Necesito fuerzas para lo que nos espera.
—¡Ni se te ocurra, listillo! Ya sabes cuál es el tuyo. Los otros son para
Raquel y para mí —le aclaró—. Si te parece poco, llama a tu novia, que vendrá
dentro de un rato.
—¡Serás…! ¡Que llame a mi novia, dice!… Me quedaré con hambre,
débil… —comentó con falsa aflicción.
—¡Pues come frutos secos, dan mucha energía! —exclamó Alex,
sarcástica—. Si en vez de quejarte, miras bien, verás que hay un paquete de
nueces y otro de almendras.
—Ya me quedo más tranquilo, piensas en todo —le vaciló, sonriente, y
preguntó—: ¿Qué sabes de lo de esta tarde?
—Acabo de hablar con tu chica y lo están preparando. Creo que quieren
entrar a primera hora de la tarde, tras la comida. Le he dicho que le enviaría
fotos del lugar. —Miró el reloj. Eran las 13:52—. Voy a rodear la casa, para
llevarle el bocadillo a Raquel y hacerlas desde todos los ángulos.
Se fijó en las ruinas de un edificio que estaba a unos doscientos metros.
Eran unas antiguas caballerizas, pero estaban derruidas. Le preguntó a Iván:
—¿Habéis mirado aquello? —dijo señalando la medio derrumbada
edificación.
—No. Raquel ha dado la vuelta a la casa por el otro lado. Es difícil llegar
hasta allí porque hay una brecha en la vegetación —dijo señalando un punto—.
Al cruzarla, quedaríamos visibles desde la casa.
—Sí, tienes razón, pero no estaría de más echarle un vistazo.
Iván, aunque asintió con la cabeza, le dijo:
—Creo que es mejor que lo haga la policía, Alex. Hasta que llegue todo el
operativo, no podemos arriesgarnos a que nos descubran.
La detective valoró la idea. Hubiera preferido revisar el lugar, pero pensó
que Iván tenía razón.
—Me voy a ver a Raquel —le dijo, y, a través del bosque, siguió la misma
dirección que había tomado su compañera.
OPERACIÓN DE RESCATE

15:42 horas

Alex e Iván estaban advertidos de su llegada. Laura había hablado con ella hacía
apenas unos minutos, para darle la hora de llegada del operativo policial. La
detective le había recomendado que situaran los vehículos donde estaba el suyo.
Ese lugar, dado el giro del camino y la frondosa vegetación, era invisible desde
la casa.
Laura comentó que iban cuatro vehículos. Dos eran de la UDEV, con
Loyola al frente, otro de la Unidad Especial de Intervención y el cuarto, el de
ellos. Habían dejado otros dos cruzados en el camino que llegaba hasta la casa.
Nada más llegar al lugar, el grupo de agentes se quedó junto a los coches y
Laura, Loyola y Gerardo Manzano, el inspector que estaba al mando de la UEI,
se acercaron hasta los detectives.
La inspectora les presentó a Gerardo y, para que Alex e Iván estuvieran al
corriente, se pusieron a revisar el desarrollo de la acción. El equipo que lideraba
el inspector Manzano entraría por delante, con cuatro hombres. Otros dos lo
harían por la parte posterior. Detrás de ellos, una vez asegurado el lugar, entraría
la UDEV y los dos policías. La prioridad era llegar lo antes posible al sótano,
para liberar a las dos chicas.
Alex e Iván no participarían en la acción. Gerardo les ordenó que se
mantuvieran fuera de la casa hasta que todo hubiera terminado. Les aseguró que
ya tendrían tiempo de revisar el lugar una vez estuviera asegurado. Les preguntó
si llevaban chaleco antibalas. Alex le respondió que sí. Sabía que el maletero de
su coche, al igual que el de Iván, contenía una caja con cuatro unidades.
A Alex le hubiera gustado participar, pero entendía la postura del policía.
Si alguno de ellos resultaba herido en la acción policial sería un problema.
Gerardo comentó que, para que cada uno de sus efectivos estuviera colocado en
su lugar, necesitaban diez minutos. En ese momento empezaría la acción. Alex
comentó:
—¿Habéis revisado aquellas ruinas?
—Tenemos una foto aérea —dijo Loyola—, y solo son eso, unas ruinas sin
techo y un viejo armario de pared.
Alex alzó los hombros. Sabía que era demasiado perfeccionista —«en
exceso», pensó para sí—, pero no le gustaba dejar cabos sueltos. No obstante,
ella no mandaba. Se mordió los labios y asintió.
—Volvamos allí, con el equipo —comentó el de la UEI señalando al grupo
—, y coordinamos la acción.
Se acercaron a los agentes, que se agruparon entre ellos. El inspector se
dirigió a los presentes:
—Ya sabéis dónde debéis situaros cada uno, lo hemos repasado varias
veces, y esta será la última. —Definió el plan de acción, señalando quién debía
estar en cada uno de los accesos y su lugar asignado. Al ver que todos asentían,
añadió—: Vamos a sincronizar el tiempo. Son las 15:53. Poned el temporizador
para dentro de diez minutos —comentó, mientras se disponía a activar el suyo.
Miró a los demás y dijo—: Empiezan… ¡ahora!
Todos activaron la cuenta atrás.

***

15:59 horas

Iris estaba en la habitación de arriba. Aún estaba afectada por lo que había
pasado. Esperaba que Jordi entendiera que tan solo había sido un accidente y no
una falta de celo por su parte. Las dos veces que lo había visto le pareció un
hombre demasiado arrogante y autoritario. Además, tenía aquel malsonante
acento catalán que no le gustaba. Comenzó a odiarlo cuando se enteró de que
aquel estúpido Barcelonés que fue su primer novio, el amor de su vida, le ponía
los cuernos con su mejor amiga. Desde entonces odiaba ese acento en general, y
a los catalanes en particular. Se levantó de la cama, donde se había tendido
después de comer, y se acercó a la ventana para abrir las cortinas. Le gustaba
que el sol de la tarde entrara en la habitación.
El bosque que rodeaba la casa por aquel lado era precioso. Cuando iba allí
le encantaba disfrutar de él en sus paseos. Al abrirlas, vio una figura que subía
por la ligera pendiente que, al acabar, descendía hacia la casa. El hombre iba
vestido de negro y llevaba un casco. Lo primero que le vino a la cabeza fue:
«nos han encontrado».
Salió de la habitación y bajó las escaleras a toda velocidad. Cristian y
Valerio estaban en el salón. Acababan de tomar un café y disfrutaban de una
copa de Cardenal Mendoza. Al verla entrar tan alterada se sobresaltaron.
—¡Nos han descubierto, están aquí! —gritó Iris.
—¿Cómo dices? —preguntó Valerio, alarmado.
—Acabo de ver a un policía subiendo por el bosque. Estoy segura de que
nos han encontrado.
Cristian se levantó y se acercó a la ventana. Atisbó a través de los visillos
y no apreció nada raro. Valerio llevaba su Glock 17, y le había puesto un
silenciador. Jordi le había dicho que Bron era un sujeto demasiado fácil de
localizar. Sabían que, gracias a la declaración de Mila, la policía daría con él, y
cuando ataran cabos, llegarían hasta ellos.
Le había insistido en que era un tema que debía solucionar. Tenía pensado
sacarle de la casa, con la excusa de cargar unos sacos en el maletero del coche, y
descerrajarle dos disparos en la cabeza. Ya no sería necesario. Aunque no sabía
cómo, lo que decía Iris significaba que les habían encontrado, y Bron ya no era
prescindible.
No obstante, lleno de rabia, hacía responsable del fracaso a Iris. Sacó el
arma y, sin mediar palabra, le disparó dos veces. La vio caer como un saco, de
medio lado. Un charco de sangre comenzó a manchar la alfombra. Cristian
estaba en shock. Valerio pensó que no les quedaba tiempo.
—Están aquí, Cristian, debemos darnos prisa. En cinco minutos entrarán
—comentó sin equivocarse—. Nos escaparemos por el pasadizo. Coge lo que
necesites. Yo voy a mi despacho, a sacar lo de la caja fuerte. Nos vemos en tres
minutos en las escaleras. ¡Rápido!
Subió hasta su despacho. Imaginó que Bron estaría en su habitación, pero
no le avisó. Cuando intentaran detenerle, se defendería, y eso podría hacerles
ganar tiempo en su huida. Al bajar con el contenido de la caja de seguridad,
Cristian salía, llevando con él una pequeña mochila negra.
—Vamos al túnel —le dijo el padre—. Espero que la hayas mantenido en
buen estado, Cristian. Si no, estamos jodidos.
—No te preocupes. La comprobé la semana pasada.
Valerio agradeció que su hijo hubiera seguido sus instrucciones. Pensó que
algún día les podría resultar útil tener un plan de escape, y hoy lo iba a
comprobar. A toda prisa, bajaron las escaleras que llevaban al sótano,
sobresaltando a las chicas. Pasaron corriendo frente a sus celdas. Al final del
pasillo había una gruesa puerta de madera.
Ni Marta ni Natasha pudieron ver lo que pasaba, solo oyeron un fuerte
portazo y el silencio más absoluto. Este se rompió cuando escucharon el sonido
del timbre de la casa. Gritaron como locas, aun a sabiendas de que nadie podría
oírlas, y, al momento, el atenuado sonido de un fuerte golpe. Apreciaron que el
suelo de madera del piso superior temblaba. Notaron los firmes pasos que
recorrían la planta baja, y varias voces, que en la distancia estaban amortiguadas.
—¡¡Policía Nacional!! No se muevan…
—¡¡Policía Nacional!!
La casa parecía temblar. De repente, comenzaron a oírlos gritándose unos
a otros:
—¡Despejado!
—¡Despejado!
La puerta del sótano se abrió. Cuando temían que Bron bajara por la
escalera para acabar con ellas, escucharon dos disparos lejanos y vieron aparecer
a dos policías que se paraban frente a sus celdas. Iban vestidos de negro, con
casco y chaleco antibalas, y el distintivo de la Policía Nacional con unas extrañas
siglas. Se pusieron a llorar de alegría.
—Cristian y el señor Val se han ido por ahí —dijo Marta, señalando la
puerta que estaba al fondo del pasillo.
En ese momento, Gregorio Manzano, el inspector que estaba al frente del
grupo especial, bajaba por la escalera con dos efectivos más. Escuchó lo que
acababa de decir Marta.
—Yo me quedo con ellas —dijo, y ordenó a sus hombres—: ¡Seguidlos!
Los cuatro agentes abrieron la puerta y se adentraron en el túnel. Era lo
suficientemente ancho como para que una persona, un poco inclinada, pudiera
desplazarse por él. Gerardo se dirigió a las chicas y las tranquilizó:
—Ya estáis a salvo.
Marta y Natasha arreciaron en su llanto. Aparecieron Loyola, Laura y un
agente de su unidad que llevaba un manojo de llaves en la mano. En unos
minutos, las sacaron de las celdas. Natasha y Marta se abrazaron entre ellas y se
refugiaron entre los brazos de la inspectora. Ambas, de forma convulsa, no
podían dejar de llorar.
—Tranquilas, todo se ha acabado —les dijo Laura, mientras notaba los
espasmos de angustia de las dos adolescentes.
ALEX HATMAN

16:02 horas

Estaba frente a la casa, refugiada tras una pila de leña cortada y a salvo de
miradas inconvenientes. Ya era la hora, miró el temporizador y faltaban unos
pocos segundos. Se giró para observar las ruinas. No le gustaban los cabos
sueltos, y, aunque le habían dicho que tenían una visión aérea de la zona,
prefería comprobar el lugar. Por el pinganillo que llevaban les dijo a Iván y a
Raquel que se quedaran a la expectativa.
Su socio estaba en la parte derecha de la mansión, oculto tras unos
arbustos, y Raquel, para cubrir la otra salida, aunque nada parecía indicar que
pudiera pasar algo, se mantenía en el exterior de la parte trasera. No le gustaba
esa inacción, pero esas eran las órdenes que tenían, las de no inmiscuirse. Hasta
que no empezara todo, debían permanecer quietos.
Cuando Alex escuchó el fuerte golpe en la puerta para echarla abajo, y las
voces de los agentes avisando de su entrada en la vivienda, salió de su escondite
y se dirigió hacia las ruinas. Estaban a unos doscientos metros.
Aún no habría recorrido la mitad de la distancia, cuando escuchó dos
disparos. Provenían de la casa. Miró hacia atrás y vio a Iván agazapado tras unos
arbustos. Era mejor mantenerse oculto. Si alguien aparecía por su lado, podría
sorprenderlo.
De repente, escuchó un ruido que creyó reconocer. Provenía de las ruinas.
Comenzó a correr hacia allí.
VALERIO FUENTES

16:04 horas

Llegaron al final del túnel. Valerio abrió una rendija en la puerta que daba al
exterior y que estaba disimulada en un viejo armario. Necesitaba comprobar que
nadie les esperara fuera. Se quedó atisbando unos minutos. Incluso desde la
distancia, había oído el fuerte golpe con el que suponía que habían echado la
puerta abajo. Sin duda, llegarían hasta allí. Le hizo una señal a Cristian y este
puso en marcha la Honda CRF 450R.
Cristian la usaba algunas veces, con la única condición de dejarla siempre
allí, en el recoveco que tenía el túnel en el extremo que daba al exterior. Esa era
la única exigencia de su padre. Aunque al chico siempre le había parecido una
estupidez, ahora entendía el porqué. Valerio abrió la puerta un palmo y se subió
tras Cristian, que se puso al manillar de la moto. En contra de lo que el joven
suponía, le dijo:
—No corras, no quiero hacer ruido. No debemos llamar su atención. Si no
están aquí, desde la casa no podrán vernos.
Cristian obedeció y condujo la moto a media velocidad durante unos
doscientos metros, hasta alejarse lo suficiente. La dirección que llevaban
quedaba oculta tras la edificación de las caballerizas y nadie los pudo ver. El
plan de huida que Valerio había preparado cuando se hizo la reforma, a
instancias de Jordi, había dado resultado. Recorrieron un buen trecho, Valerio
miró hacia atrás y pudo ver la figura de una mujer que corría hacia ellos.
—Ya puedes darle caña, Cristian, alguien intenta alcanzarnos, pero no
salgas a la carretera —le advirtió—. Seguro que hay controles.
—No te preocupes, he hecho el trayecto varias veces. Llegaremos hasta la
casa de San Martín por caminos de montaña. Tardaremos una hora, más o
menos.
Sabía que allí estarían seguros. Era una vivienda alquilada a nombre de
Lucía Hornos, la mujer de Jordi Puig. Ella pensaba que la vivienda, a la que
habían ido un par de veces, era de un amigo de su marido. Se trataba de un chalé
adosado de dos plantas, con dos habitaciones y un cuarto de baño. Suficiente
para pasar algún que otro fin de semana, aunque ella prefería ir al chalé de
Navacerrada, y Jordi era de la misma opinión. No iban casi nunca.
Nada más llegar, metieron la moto en el garaje, lo cerraron y entraron en la
vivienda. Al mirar en la nevera vieron que no había nada. En uno de los armarios
de la cocina encontraron unas latas de atún y otras de legumbres. Con aquello
podrían aguantar un par de días. Debía hablar con Jordi. Cogió el móvil y lo
llamó.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, entre molesto y preocupado.
—Nos han encontrado, Jordi —respondió Valerio, nervioso—. No sé
cómo, pero han aparecido en la finca. Cristian y yo hemos podido escapar por el
túnel. Estamos en Costa de Madrid.
—¡¡Mierda!! Tenéis que salir del país. ¿Has cogido los pasaportes?
¿Tienes dinero?
—Sí, lo que tenía en la caja fuerte. Me ha dado el tiempo justo para
cogerlo todo.
—¿El ordenador…?
Valerio sabía que aquello era un problema, pero no había tenido tiempo.
—Todo lo demás se ha quedado allí, Jordi. Era urgente salir pitando.
—¡Joder! Por el ordenador lo averiguarán todo —comentó mientras
pensaba—. ¿Has hecho lo de Bron?
—Han entrado antes, pero ya lo conoces, estoy seguro de que no se dejará
coger.
—Queda Iris —apuntó, preocupado.
—Por ella no te preocupes, apenas sabe nada de ti. Además, le he pegado
dos tiros —dijo orgulloso—. Ese puto accidente que ha tenido lo ha fastidiado
todo.
Jordi reconoció que era cierto, y tampoco le preocupaba el futuro de
aquella chica. Tras meditar unos instantes, dijo:
—Si Bron no se deja coger e Iris está muerta, les costará encontrar algo
contra mí. Pero vosotros debéis desaparecer. Tengo un amigo en Plasencia. Está
a poco más de dos horas de donde estáis. Esta madrugada os vais hasta allí. Os
enviaré la dirección. Desapareced durante un par de días y luego idos a Portugal,
a pasar una buena temporada.
—Como digas —accedió Valerio.
—Si todo va bien, podremos salir de esta —respondió Jordi.
IVÁN HAAS

16:08 horas

Estaba apostado en su lugar, escondido tras el seto. Tras escuchar un par de


disparos, vio a un sujeto enorme que aparecía por una de las ventanas. Con
sorprendente habilidad, saltó por ella, haciendo rodar su cuerpo por el suelo, y se
puso en pie. Comenzó a correr intentando alejarse de la vivienda, y lo hizo hacia
el lugar en el que se encontraba Iván. Este le salió al paso. Bron se detuvo y
valoró la situación.
Se lanzó en tromba sobre el detective, con toda su rabia desbocada. Iván,
al ver que aquella mole se lanzaba contra él, sacó su pistola, una Beretta 92, pero
no le dio tiempo a apuntar. Ciento diez kilos, con toda su inercia, chocaron con
él. La pistola salió despedida. Ambos rodaron por el suelo y se quedaron a un
par de metros.
Iván estaba aturdido y dolorido por el fuerte golpe. Bron se dolía del
disparo del policía, que había impactado en uno de sus antebrazos. Se alzaron a
la vez. Iván pensó que pocas veces se había enfrentado a un individuo de ese
tamaño. Era más alto que él, por encima de los dos metros, y pesaría unos quince
kilos más. Curtido en la lucha cuerpo a cuerpo, se puso en máxima tensión, en
especial al ver la enfurecida mirada de aquel gigante. Tenía cara de loco.
El detective inició la ofensiva y avanzó hacia él. Nada más llegar, esquivó
uno de sus puñetazos, agachándose, y le propinó un fuerte golpe de karate en el
plexo solar. Aunque pocos hombres hubieran resistido un impacto como aquel,
Bron apenas dio dos pasos atrás.
Aquello pareció enfurecerlo más y volvió a lanzarse sobre Iván. Este lo
recibió con una patada circular contra su hombro izquierdo. Bron la paró, pero lo
hizo con el antebrazo que había recibido el disparo y gritó de dolor.
Dos criaturas de parecido tamaño y fuerza se enfrentaban en un singular
combate. Iván alzó su guardia para bloquear un golpe dirigido directamente a su
mandíbula, y sintió un contundente impacto en sus costillas. Experimentó una
sensación de falta de aire. Pocas veces había recibido un golpe tan fuerte. Pensó
que, si permitía que su oponente tomara la iniciativa, la situación podía
complicarse.
Bron lanzó un ataque frenético, reminiscencia del boxeo callejero que
había practicado. Era una fuerza de la naturaleza y actuaba como una bestia, sin
técnica, pero poseía una potencia innegable. Aunque se asemejaba a un toro
embistiendo, no lograba conectar un golpe limpio contra Iván, que, gracias a las
incontables horas de entrenamiento con sus compañeras de la agencia y en el
ejército alemán donde le habían preparado para aquello, esquivaba o paraba sus
puñetazos.
Respondió con un par de patadas de Full-contact que hubieran derribado a
un animal de gran tamaño; sin embargo, debido a la robustez de Bron, este las
resistió sin apenas mostrar debilidad. Iván no quería perder el tiempo. Si aquella
bestia conseguía alcanzarlo de una forma limpia, podía tener problemas.
Gracias a su entrenamiento en el KSK, las fuerzas especiales alemanas,
estaba entrenado en el Kyusho Jitsu, un arte marcial milenario y secreto durante
mucho tiempo. Se basaba en la manipulación de determinados puntos de presión
del cuerpo. Bien aplicado, podía producir diferentes tipos de lesiones,
desvanecimientos, parálisis… Incluso la muerte, siempre que se aplicara de
forma correcta y en un lugar preciso. Era el llamado Dim mak.
Iván aprovechó el ataque de Bron, y con una llave, lo inmovilizó y le
rompió el codo. Aunque escuchó su grito, este sacó fuerzas para empujar a Iván
y tirarlo al suelo. Mientras el detective se levantaba, observó que Bron buscaba,
y encontraba, su pistola, que estaba a unos tres metros. Al observar en esa
dirección, vio a Alex corriendo hacia ellos. Pensó que si Bron alcanzaba el arma,
no solo él estaría en claro peligro. Alex, su socia y amiga, sería el segundo
blanco en el punto de mira de la pistola que se disponía a coger.
Se lanzó sobre él, cortando su trayectoria, y este salió despedido. Iván
pensó que ya era el momento de poner fin al peligro que aquel sujeto
representaba. Amagó el último puñetazo que Bron le lanzó, y con el puño,
utilizando la falange del dedo índice extendida, le golpeó con fuerza en la nuez,
concentrando toda su energía en ese punto.
Bron cayó al suelo como un títere roto. Todo había terminado.
CAPÍTULO 11

FINCA

16:13 horas

—Vaya mierda —exclamó Gerardo—. ¿Cómo se pudo hacer un sótano sin que
nadie lo supiera? Los planos que constan en Catastro, en el Registro de la
propiedad, en urbanismo… Todos están mal —se quejó el inspector de la
Unidad Especial de Intervención.
Loyola, mientras oía el peculiar sonido de la ambulancia llegando allí,
dijo:
—Suponíamos que el sótano existía, Gerardo. El problema ha sido el túnel
por el que han escapado.
—Es cierto, con eso no contábamos —vociferó decepcionado—. Teníamos
que haber hecho caso a Alex y no fiarnos de la foto aérea. Gracias a ella
sabemos que se han ido en una moto. Supongo que será de montaña, no creo que
vayan por carretera. Irán monte a través.
Loyola, asintiendo, confirmó su opinión.
—Daré la orden de avisar a toda la policía en un radio de cincuenta
kilómetros. Necesitamos que envíen patrullas y monten controles.
Loyola salió de la casa para hacer la llamada y Gerardo se reunió con sus
hombres. Las dos ambulancias estaban aparcadas en la explanada de la entrada
de la vivienda, y ya habían acercado todos los vehículos policiales.
Ricardo había avisado al juez de guardia para que hiciera el levantamiento
del cadáver de Bron, la forense estaba avisada, y el equipo de la científica en
camino. Los sanitarios atendían a Iris. Aunque había recibido dos disparos, uno
cercano al hígado, que no había afectado al órgano, y el otro en un hombro, solo
estaba malherida y permanecía consciente. La habían subido a una camilla y
estaban a punto de llevarla a la ambulancia.
Laura se le acercó, quería hacerle algunas preguntas. Necesitaba vincular a
Jordi Puig con los Fuentes. No tenían nada en su contra, y sabía que cuando
Valerio hablara con él, podría intentar salir del país.
Necesitaba algo sólido que le permitiera presentarse en su casa, o en su
despacho, y detenerlo. Luego ya tendría tiempo para interrogarlo con calma.
Paró al sanitario que llevaba la camilla y se colocó a un lado de esta.
—Iris, soy la inspectora Laura Sandoval. Necesito hacerte unas preguntas.
Sabemos que tienes poca implicación en el caso —la tranquilizó, mientras
pensaba que solo era una verdad a medias—, estamos al corriente de la
responsabilidad de Valerio, de Cristian, y la de Bron, el carcelero, que ha
fallecido hace unos minutos.
Iris la miraba con una expresión cansada, dolorida.
—No tengo muchas fuerzas para hablar ahora —alegó, con un quejido.
—Lo sé, pero lo que me digas hablará en tu favor. Debes ayudarnos. Diré
que has cooperado y serán benévolos contigo, ¿lo entiendes? —le preguntó. Ella
asintió con la cabeza—. Sabemos que por encima de Valerio hay alguien, y
necesitamos saber quién es.
—Solo le he visto un par de veces. Es un asqueroso catalán —dijo con
desprecio, frunciendo el ceño y apretando los labios—. Un tío prepotente y
arrogante, muy frío. Según Cristian, es muy agresivo.
—¿Su nombre?
—Jordi. El apellido no lo sé.
Al escuchar aquello, Laura disimuló un respingo de alegría. Aun así, debía
estar completamente segura.
—¿Es un hombre rubio?, ¿de unos cincuenta años? —le preguntó.
Iris, mientras hacía una mueca de dolor, negó con la cabeza.
—¡Para nada!, no es ese. Jordi tiene el pelo negro y algo canoso. Tendrá
unos sesenta años, aunque se conserva muy bien. Lleva perilla y gafas —
respondió, mientras el sanitario alzaba la mano, parando la conversación.
—Ya está bien, inspectora. Nos la llevamos al hospital.
Laura ya tenía lo que necesitaba, la confirmación de quién era el jefe de
aquella red de trata de personas. Por lo que sabían hasta el momento, de chicas
adolescentes. Se acercó hasta el salón, donde estaba Alex acompañando a las
chicas. Se habían calmado y permanecían sentadas en un sofá. Alex se levantó
para hablar con Laura.
Le reveló que habían confirmado que nadie abusó de ellas, al menos de
forma consciente, porque el asqueroso carcelero les dijo que había manoseado el
cuerpo de Natasha mientras permanecía drogada. Alex y Laura sabían que,
dentro del episodio de terror que habían sufrido, era un problema menor.
Las chicas le preguntaron a la inspectora si habían detenido a Bron, porque
habían oído que el señor Val y Cristian habían conseguido huir. Laura les
explicó que cuando intentaron detenerle atacó a dos de los policías y que estaba
muerto.

***

No les dijo que a uno de ellos le dislocó un hombro y que tenía la nariz rota; que
cuando se abalanzó sobre el otro y lo tenía agarrado por el cuello, un agente que
entraba en la habitación, al ver la envergadura del sujeto que intentaba
estrangular a su compañero, le disparó. Aunque consiguió que lo soltara, Bron se
incorporó y se lanzó sobre él. Le dio una patada en los testículos, noqueándolo.
Escapó por la ventana de su habitación, pero se encontró con Iván. Laura,
en silencio, agradeció que todo hubiera acabado bien.

***

Alex y Laura vieron la cara de satisfacción de ambas al saber que, tras resistirse
a la detención, Bron estaba muerto.
—Alex, acabo de hablar con Iris y me ha confirmado lo que ya
imaginábamos, que el jefe del grupo se llama Jordi. Durante la investigación
había aparecido un tal Jordi Puig, el padre de Susana, una de las amigas de Mila.
Ella fue la chica que les recomendó esa discoteca —le aclaró Laura—. Esta
mañana hemos sabido que ese tipo fue compañero de celda de Valerio Fuentes
en Alcalá Meco. Desde entonces, lo teníamos en el punto de mira —le reveló—.
Iris me ha dicho que solo le ha visto dos veces, pero que se acuerda de él. Tengo
a mi analista investigando su vida.
—¿Puede ser una casualidad? —preguntó Alex—. Y, si no lo es…, ¿ha
implicado a su hija para que le consiga chicas?
Laura se quedó pensativa. Él era un auténtico gilipollas, como todos los
ricos que estaba conociendo desde hacía un par de días, pero Susana parecía una
buena niña.
—Si lo ha hecho, que lo dudo, no creo que la hija esté al corriente de nada.
La interrogué ayer y me pareció una chica normal —comentó.
—Pues si es una casualidad… ¡Bendita casualidad! —exclamó Alex con
determinación.
Laura se alzó de hombros. No creía que Susana tuviera nada que ver.
—Sin esa coincidencia no habríamos llegado tan pronto hasta él. Cuando
los detengamos, Valerio y Cristian nos dirán la verdad —dijo convencida, y
añadió con satisfacción—: Voy a hablar con el comisario. Ricardo y yo nos
vamos a casa de ese cabrón arrogante, para detenerlo. Sé que montará la de Dios,
pero me apetece darme el gusto.
Alex acompañó la carcajada que soltó Laura. Pensó: «Me gusta esta
inspectora. Es la chica ideal para mi querido Iván».
LAURA SANDOVAL

17:03 horas

Mientras Ricardo y ella se acercaban al barrio de Salamanca, Laura llamó al


comisario para notificarle el resultado de la operación, y para decirle que iban a
realizar la detención de Jordi Cruz. También llamó a Néstor. Aunque no tardaría
mucho en estar en comisaría, necesita saber si había averiguado algo interesante.
El analista respondió al momento.
—Dime, pelirroja.
—Hola, guapo. Ricardo y yo vamos a detener a Jordi Puig. ¿Hay algo
relevante que debamos saber antes de hacerlo?
Néstor resopló. Aquel sujeto era una caja de sorpresas
—Bastante. Todo lo que encuentro es como un decorado de película. Su
negocio de importación y exportación de vinos tiene su sede en una fábrica
abandonada; he encontrado facturas falsas, emitidas y recibidas, y tiene varias
cuentas en Andorra.
—Todo es una fachada, ¿no? —preguntó.
—Simple y llanamente —respondió Néstor, asintiendo con la cabeza—.
No hay empresa, no tiene negocios conocidos, aunque constan dos propiedades a
su nombre: el piso de Madrid y un chalet en Navacerrada. No hay nada más. No
sé cómo los ha podido comprar, porque su esposa no ha trabajado nunca, al
menos desde que se casaron en 2005.
«Es muy posible que estén allí», pensó Laura.
—Tenemos que averiguar si hay alguien en ese chalé. Voy a llamar a la
Policía Local de Navacerrada. Necesito que envíen a un par de agentes, para que,
con la máxima discreción, echen un vistazo. No quiero que se nos vuelvan a
escapar. ¿Algo más?
—Sí, una última cosa, Laura. He localizado un chalé adosado en La costa
de Madrid, en San Martín de Valdeiglesias. Lo curioso es que está alquilado a
nombre de su esposa, Lucía Hornos.
Eso le extrañó bastante. Néstor le acababa de decir que su mujer no
trabajaba, que no tenía ingresos. En esas condiciones… ¿por qué alquilaría un
chalé a su nombre?, ¿para ir solo algunos fines de semana? Se lo preguntaría en
diez minutos.

***

Cuando Jordi Puig abrió la puerta de su piso, el portero del edificio ya le había
advertido que dos policías subían a hablar con él. Su rostro estaba serio,
mostraba enojo. Era imposible que hubieran llegado tan pronto hasta él. No
estaba preparado para lo que iba a pasar.
—Buenas tardes, agentes. Estoy muy ocupado, y mi hija no está.
Laura se puso tensa en cuanto escuchó sus palabras.
—Solo será un minuto, señor Puig, y le recuerdo que somos inspectores.
En concreto de la Brigada de Homicidios de la Policía Nacional. —Se recreó
mientras se lo mencionaba—. No es algo banal. ¿Está solo en casa?
—No, estoy con mi esposa. Ella se está preparando para ir a una reunión
de la ONG a la que pertenece. Está en la directiva y se reúnen todos los martes.
—¿Podríamos hablar un momento con los dos? Tiene que ver con Susana
—le mintió, para que no sospechara.
Él frunció el ceño y con un gesto los invitó a entrar. Los llevó al salón y
les pidió que esperaran allí. Fue a buscar a Lucía, su esposa. Tardaron un par de
minutos en salir. Ni siquiera se sentaron. Laura, de sopetón, le preguntó:
—¿Para qué utiliza el adosado que tiene alquilado en Costa de Madrid,
señora Hornos?
—¿Cómo dice? —La cara de sorpresa de ella lo dijo todo—. No sé a qué
se refiere.
Laura, que estaba más pendiente de Jordi que de ella, se percató del
resultado de la pregunta en la gestualidad de su rostro. Se puso pálido.
—¿Usted no tiene una propiedad alquilada en San Martín de
Valdeiglesias? —insistió Laura.
—¡Pues claro que no! ¿De dónde ha sacado esa tontería, señorita?
—¿Usted sabe algo, señor Puig?
Su ágil mente buscó una respuesta convincente a la pregunta.
—Lo alquilé yo, a nombre de ella. Fue para hacerle un favor a un amigo,
ya sabe… Para que su esposa no supiera…
Laura y Ricardo lo miraban con sarcasmo. La confesión de Iris era un
motivo más que suficiente para llevarlo a comisaría e interrogarlo, pero Laura
quiso jugar aquella carta. Necesitaba comprobar que Valerio y Cristian estaban
allí. Tras ver su expresión, apenas le quedaron dudas.
—Tengo entendido que conoce al señor Valerio Fuentes —soltó Laura,
para acabar de rematarlo—. Pasaron varios años juntos en la cárcel.
—Eso pertenece al pasado, inspectora —manifestó, blanco como el papel.
—Deberíamos hablar de eso, señor Puig. Debe acompañarnos a comisaría.
Allí podremos charlar con calma.
—Voy a recoger… —intentó decir Jordi.
—No va a recoger nada, salvo su chaqueta y su cartera —ordenó Laura
con firmeza—. ¿Prefiere venir de buen grado o prefiere que le esposemos?
Lucía no entendía nada. Se quedó mirando a su marido y le preguntó:
—Pero… ¿qué está pasando, Jordi?
—No te preocupes, es solo un malentendido. Llama a mi abogado y
explícale lo que está pasando.
Comenzaron a andar hacia la puerta y, antes de salir, Laura le preguntó:
—¿Necesita un abogado, señor Puig?
Jordi, sin responder, la fulminó con la mirada.
ALEX HATMAN

17:30 horas

Alex recibió la llamada de Laura. Le explicó que tenía a Jordi Puig en una sala
de interrogatorios y que había hablado con la Policía Local de San Martín de
Valdeiglesias. Necesitaba comprobar si había alguien en una vivienda que
habían localizado y que estaba alquilada a nombre de su esposa.
Le acababan de confirmar que, aunque no habían podido ver a nadie en el
interior, las ventanas estaban abiertas. Suponía que los sujetos se escondían allí.
Estaba preparando el dispositivo y cerrando las carreteras, incluso las de
montaña. Le comentó que estarían en el lugar en algo más de una hora.
—¿Vais a ir? —le preguntó Laura.
Era una operación policial, y Alex sabía que ellos no pintaban nada allí.
Aun así, le dijo:
—Si no te importa, y ya que el padre de Mila ha insistido, nos encantaría
saber cómo acaba todo esto.
—¿Te vas a llevar a tu socio, Alex?
—¿A «tu chico»? —le preguntó con sorna.
Escuchó la carcajada de Laura.
—No sé si llamarlo así —respondió con ciertas dudas—. Reconozco que
me gusta mucho, pero eso ya lo sabes.
—Es que soy detective, Laura —dijo con sarcasmo.
—¡Claro!, es por eso —se rio la policía—. Y yo soy la madre Teresa de
Calcuta.
—No creo que seas tan célibe como ella.
—¡Calla, calla! Puedes poner la mano en el fuego, y más cuando estoy con
él —pareció reflexionar y le preguntó, sin denotar curiosidad—: ¿Vosotros
nunca…?
—¡Jamás! —respondió con rotundidad—. Es algo que tuvimos claro desde
el principio, no mezclar el trabajo con el placer.
—¿Y lo aceptó? —inquirió sorprendida. Conocía la fogosidad de él, y
Alex era una mujer preciosa y muy sexi.
—No le quedó otra. Cuando le ofrecí abrir la agencia como socios, le dije
que esa era una de las prioridades. Se hizo el remolón y rechazó mi propuesta —
aclaró, soltando una carcajada—. Al ver que me mantenía en mis trece, agachó
la cabeza y aceptó. Desde entonces, hace ya siete años, es el mejor hombre que
ha pasado por mi vida, aunque sea de esa forma tan extraña.
—Pues esa es la suerte que tengo, que yo no necesito cumplir esa regla.
—Yo me lo pierdo y tú lo aprovechas, cabrona. Pero es mejor así.
Ambas se rieron al unísono.
—Te mando la ubicación. Nos vemos allí en algo más de una hora.
Nosotros salimos en cinco minutos —dijo Laura.
—Perfecto —respondió Alex.

***

A las 19:07, todo había acabado. Valerio y Cristian, esposados, permanecían


sentados en el asiento trasero del coche de Ricardo y Laura. Todo se había
desarrollado a la perfección. En esta ocasión, no tuvieron escapatoria. El chalé
fue rodeado por una docena de activos policiales, y seis de ellos entraron por
sorpresa. Cristian acababa de salir de la ducha y Valerio estaba viendo un
programa de televisión. Cuando se dieron cuenta, estaban sujetos con bridas y
tendidos en el suelo.
Alex e Iván actuaron como meros espectadores. Mientras los llevaban al
coche, Laura los seguía, llevando con ella varias bolsas de pruebas. En la
vivienda encontraron unos pasaportes falsos, una cantidad muy importante de
dinero que estaba por contabilizar, pero que la inspectora estimaba en unos
setenta mil euros, y una pistola Glock, la que, supuestamente, Valerio había
utilizado contra Iris. En el garaje estaba la Honda CRF 450R que utilizaron para
escapar a través de los caminos rurales.
Cuando Cristian vio a Alex hablando con la inspectora que le había puesto
las bridas, le lanzó una mirada asesina. No sabía cómo lo había hecho, pero
imaginó que ella era la responsable de que todo se hubiera ido al garete. Nada
más sentarse en el coche, al lado de Ricardo, Laura se giró hacia el asiento
posterior.
—Jordi Puig ya está en comisaría. —Vio la cara de asombro de Valerio—.
Nos ha estado explicando muchas cosas. Ustedes también tendrán la oportunidad
de hacerlo. El fiscal nos ha dicho que pedirá una reducción de condena para
quien antes colabore —les dijo, seca y contundente—. El señor Puig lleva
ventaja, ya nos ha dicho que usted es el inductor de todo esto, Valerio, de lo de
las subastas.
—¡¡Será cabrón!! —exclamó, frunciendo los ojos, con rabia—. Eso es
falso.
—Ya lo aclararemos, pero es lo que él afirma —mintió la inspectora—.
Tendremos tiempo para hablarlo con calma.
Ricardo disimuló una sonrisa.
LAURA SANDOVAL

20:22 horas

Nada más llegar a comisaría, Ricardo ordenó que llevaran a los dos detenidos a
salas diferentes. Había hablado con Laura y decidieron empezar por Valerio. Por
lo que sabían, Jordi estaba de los nervios, eso era lo que buscaban. Se había
quejado varias veces, y su abogado ya había hecho acto de presencia. Insistía en
que le explicaran las razones para tener retenido a su defendido tanto tiempo,
pero nadie sabía nada.
El letrado conocía a Ricardo. Este solo le dijo que estaba involucrado en
un secuestro. No quiso dar más explicaciones, las conocería en el interrogatorio.
Sabía que antes debían recabar toda la información que pudieran del
funcionamiento de la red. Valerio y su hijo se la darían. Entró en su despacho y
Laura, junto con Alex e Iván, estaba revisando la información que tenían sobre
ellos dos.
Los detectives sabían que no podrían estar presentes mientras interrogaban
a los detenidos, pero el comisario había accedido a que pudieran seguirlos a
través del espejo que separaba las dos salas.
—Pasó seis años en la cárcel —dijo Laura—. Allí conoció a Bron y a Jordi
Puig. Este fue su compañero de celda durante cuatro. Supongo que en esa época
se fraguó el negocio de las subastas.
Alex asintió.
—¿Cuatro años compartiendo conversaciones…? Muchos matrimonios no
hablan tanto entre ellos, se rompen antes —ironizó, recordando el suyo con
Tomás, que solo había durado tres.
—Se deben conocer muy bien el uno al otro —comentó la inspectora—.
Valerio sabrá el mal carácter que tiene Jordi y la arrogancia que derrocha. Lo
utilizaré mientras le interrogo.
—Sí —opinó Alex—. Creo que es un lacayo de lujo, la cara visible del
negocio, pero es importante que implique a Jordi. Sugiérele esa idea, que Jordi te
ha confesado que todo lo tramó él. Caerá en la trampa.
Laura estaba de acuerdo. Lo utilizaría. Miró a Ricardo y le preguntó:
—¿Vamos allá?
ALEX HATMAN

Cuando Alex e Iván salían del despacho, ella vio avanzar en su dirección a
alguien a quien no veía desde hacía mucho tiempo, a Tomás, su exmarido. Él iba
distraído, hablando con uno de los inspectores jefe del Departamento de
Homicidios. Vio que su acompañante reparaba en ella y se lo decía. Se separó de
él y se acercó a Alex.
—Cada día estás más guapa, princesa.
—Tú tampoco te conservas mal, comisario —respondió, recordando esa
forma tan sutil de dirigirse a ella, «princesa»—. El trabajo de despacho te sienta
bien.
—Y las horas de gimnasio que hago cada día, joder —añadió, riendo—. Si
no fuera por eso, pesaría veinte kilos más. Ya sabes, demasiado sedentarismo.
Alex se rio. Era cierto. A ella tampoco le gustaba el trabajo de oficina,
prefería la acción.
—No me creo nada. Aunque sé que eres de buen comer, nunca has
engordado ni un gramo, Tomás. Tienes una constitución excepcional. —dijo,
recordando lo devorador que era, en especial los platos de cuchara. Le preguntó
por su esposa—: ¿Cómo está Gisela?
—Bien. La han ascendido a inspectora jefa —comentó orgulloso.
—¿Sigue en narcóticos?, ¿contigo?
—Sí. Es mi subordinada. Esa es la suerte que tengo, que mando yo —
comentó, y con una carcajada, añadió—: Al menos fuera de casa. Allí es un
sargento de hierro.
—En tus relaciones siempre has necesitado mantener la disciplina.
Cuando lo dijo, supuso que había sido su subconsciente. Pensó en lo que
habían sido sus tres años de matrimonio. Se habían casado en 2012, poco
después de que Alex dejara el ejército. Ella lo hizo muy enamorada, y lo estuvo
durante toda su convivencia. A veces pensaba que, de alguna manera, lo seguía
estando. Por supuesto, ya no era amor, pero Tomás seguía siendo alguien muy
especial. Aunque no supo mantenerlo a su lado, siempre lo había considerado el
hombre de su vida.
—¿Lo dices con retintín?, ¿lo de la disciplina? —preguntó él, frunciendo
el ceño.
—Sabes que no, pero reconozco que ha sonado mal —se disculpó—. Me
alegro de que hayas encontrado a tu media naranja. Os complementáis.
Alex tenía la convicción de que ella se había comportado de forma
demasiado sumisa durante su matrimonio. Y era raro, porque, aunque podía ser
una mujer muy dulce, tenía un carácter demasiado perfeccionista. En aquella
época, aún era muy ingenua, y con Tomás actuó así. Se dejó llevar, y él la tiró a
un abismo del que tardó varios años en salir.
—Eso es algo que tú y yo no conseguimos nunca, complementarnos —
justificó él.
—Es cierto, pero eso ya es agua pasada —replicó con cierto desdén.
Aunque seguía dolida con él, no quería demostrar nada. Tomás se la quedó
mirando. Prefirió callar.
—Me ha alegrado verte, Alex —le dijo Tomás.
—Lo mismo digo —respondió ella, pensando que parecía sincero—. Dale
un beso a Gisela de mi parte.
El comisario de narcóticos asintió con la cabeza y le preguntó:
—¿Hay alguien a quien yo debería mandarle alguno?
Alex lo miró divertida. Era una curiosa forma de averiguar si estaba con
alguien.
—No —afirmó con rotundidad—. Ninguno es lo suficientemente
importante.
—Carpe diem —dijo Tomás, mientras le daba dos besos.
—Carpe diem —respondió con su mejor sonrisa, confirmando que estaba
de acuerdo con esa filosofía de vida.
Mientras se acercaba al despacho de Laura, Alex pensó: «Lástima no
haberla descubierto antes».

***
Uno de sus grandes defectos, y lo aceptaba, era ser muy rencorosa. Ella también
había tenido oportunidades para acostarse con otros hombres durante su relación,
pero no quiso caer en la tentación. Valoraba demasiado lo que creía que había
entre ellos como para cometer ese error y jugarse su matrimonio. Tuvieron
criterios distintos.
Cuando lo descubrió, su primera reacción fue arrepentirse de no haber
aprovechado alguna de las ocasiones. Lo inquietante fue tener que reconocer que
esos pensamientos solo eran fruto de su resentimiento, los de una persona
despechada. Lo amaba demasiado como para serle infiel, y la fidelidad era una
de sus virtudes, si es que podía considerarse como tal.
Tomás intentó disculparse, arreglar lo irremediable, pero si de algo estaba
segura, era de que ya no podría vivir tranquila junto a él. Siempre dudaría,
cuando llegara tarde a casa, al irse a cenar con sus amigos, en los eventos de la
comisaría a los que asistía… No, no quería vivir eso. No creía en las segundas
oportunidades, y menos en algo tan grave como una infidelidad.
CAPÍTULO 12

INTERROGATORIO A VALERIO
FUENTES

20:32 horas

Ricardo, que permanecía de pie junto a la mesa de la sala de interrogatorios,


activó la cámara de grabación. Laura, sentada frente a Valerio, tomó la palabra.
—Es martes, 31 de octubre de 2023, y son las 20:32. Estamos presentes la
inspectora Laura Sandoval y el inspector Ricardo Garcés. Con nosotros, en
calidad de detenido, se encuentra el señor Valerio Fuentes. —Se detuvo un
instante, clavó sus ojos pardos en los de Valerio y añadió—: Estamos filmando
este interrogatorio para que todo lo que se haga o se diga durante el mismo
quede reflejado en la grabación —puntualizó la inspectora—. Es una forma de
asegurar la realidad de la conversación, descartar que pueda haber ningún tipo de
coacción con el detenido y, por supuesto, certificar la total ausencia de maltrato
físico durante el mismo —añadió Laura con serenidad—. Es algo que la ley nos
aconseja hacer, en beneficio de las dos partes. Por tanto, si nuestro
comportamiento no fuera el correcto en el trato con usted, quedaría una prueba
gráfica del mismo. ¿Lo entiende, Valerio?
Él, que tenía la vista clavada en los bonitos ojos pardos de la pelirroja y la
fulminaba con la mirada, respondió:
—¿Usted qué cree?, señorita. —La miró desafiante—. Ni soy idiota, ni es
el primer interrogatorio que me hacen.
Laura le mostró su preciosa sonrisa, la que tenía encandilado a Iván, y
poniendo su voz más dulce e inocente, comentó:
—Le comprendo, señor Fuentes. Dado su historial, supongo que ya tiene
cierta experiencia. Su respuesta me hace suponer que lo ha entendido, ¿no es
cierto? —dijo haciéndose la inocente.
Valerio pensó que aquella inspectora, que tenía tanta belleza como
estupidez, le estaba vacilando.
—¡Sí, coño!, lo he entendido.
Laura, tras asentir con la cabeza, matizó:
—Corríjame si me equivoco, usted estuvo en la cárcel Alcalá Meco desde
2010 hasta 2016. Le encerraron por intento de asesinato. El proxeneta al que
disparó se salvó de milagro.
—Fue una lástima —respondió en un tono seco.
—Durante cuatro de esos seis años, compartió celda con Jordi Puig. Según
tengo entendido, se hicieron muy amigos.
—Ya sabe… —dijo Valerio, alzando los hombros—. La convivencia lleva
al cariño.
—Imagino que, durante esos años, a usted se le ocurrió la idea de subastar
a adolescentes —afirmó.
—¿Se me ocurrió a mí?, ¿eso es lo que cree? —preguntó confuso—. No
tiene ni idea.
—Esa es la información que tenemos —mintió Laura—. No me importa
demasiado quién sea la cabeza pensante. Hay suficientes pruebas para que todos
acaben en la cárcel por muchos años. Aunque usted, el inductor, pasará alguno
más. Esa es la única diferencia.
—Está usted equivocada, inspectora —afirmó—. Claro que soy culpable, y
no lo puedo negar, pero no voy a cargar con algo que es falso. Yo no dirijo el
negocio. Solo me ocupaba de mantener a las chicas encerradas y a prepararlas
para la subasta.
Laura puso cara de estar sorprendida.
—¿Esa es su única responsabilidad, Valerio? Sabemos que Cristian, su
hijo, con la inestimable ayuda de Iris, eran quienes se encargaban de drogar y
secuestrar a las chicas. ¿Quién lo seleccionó para realizar ese cometido?
Valerio no respondió a la pregunta. Era una respuesta obvia, pero quería
definir su responsabilidad.
—Yo me encargaba de Bron, lo mantenía alejado de ellas, salvo por el
hecho de que les llevara la comida y las subiera a la habitación para hacerles las
fotos —afirmó, e hizo un gesto de desagrado con la boca—. El muy cabrón dio
problemas con una de las primeras chicas. La violó. Le tuve que disparar en una
pierna. Desde ese día se le quitaron las ganas de repetirlo.
—Muy piadoso… —dijo Laura, sarcástica.
—Las chicas no estaban allí para cubrir sus necesidades. Era importante
que lo tuviera claro. Le dije que la próxima vez sería en la frente, y le propuse…
—iba a decir algo, pero se calló.
Laura sabía que faltaban por tocar varios temas que tenían relación con
Bron.
—Supongo que iba a mencionar lo de las películas —afirmó Laura—.
Debía violarlas, someterlas, para acostumbrarlas al trabajo en los burdeles. Eso
nos explicó Mila. ¿Es cierto? —preguntó, mientras sentía un escalofrío.
Valerio asintió con la cabeza.
—Es una forma de mantenerlo a raya. Es muy bueno en eso. —Soltó una
carcajada—. No obstante, lo ordenó Jordi. Dijo que eso le calmaría y nos haría
ganar dinero.
—Ya no podrá violar a nadie más, murió en la acción policial de esta
tarde, en su finca.
—Lo imaginaba —admitió sin sorprenderse—. Siempre decía que no
quería volver a la cárcel.
—Es una lástima que no le acompañe en su nueva aventura carcelaria.
Imagino que resultaba muy útil como protección. He visto su cadáver y debía dar
miedo.
—No lo sabe usted bien —comentó, asintiendo con la cabeza.
—Tampoco podrá contar con la compañía del señor Puig —añadió,
mostrando respeto—. Dada su poca implicación en el secuestro y en la red de
trata de mujeres, sumado al acuerdo que le ha ofrecido el fiscal por la
colaboración que ha mostrado, no pasará mucho tiempo encerrado. Seguramente
lo hará en una prisión de mínima seguridad. —Ricardo y ella se fijaron en la cara
de incredulidad de Valerio. Laura añadió—: Usted no solo está implicado,
además es el inductor de ambos delitos. —Pulsó con un dedo el expediente que
tenía sobre la mesa—. Según el Código Penal Español, el secuestro se castiga
con penas de prisión que pueden oscilar entre diez y quince años, y el de tráfico
de personas va desde los cinco a los doce años. Morirá en la cárcel, señor
Fuentes.
Valerio sabía que lo tenía mal, muy mal, pero le molestaba que Jordi se
saliera de rositas. En un tono de voz bastante alterado, vociferó:
—¡Yo no soy nada de lo que dice! Todo eso fue idea de él, es quien lo
dirige todo. Ustedes no le conocen.
—No es cierto. Ayer hablamos con él. Su hija Susana es amiga de Mila, y
la fuimos a interrogar. Necesitábamos saber si conocía su paradero. Su padre,
que al ser menor estaba presente, se comportó de una forma exquisita. No lo
relacionamos con el caso, pero, al investigarle a usted, vimos que habían sido
compañeros de celda y decidimos volver a hablar con él.
Valerio hizo un gesto de comprensión.
—Sabe ser muy educado y sumiso cuando le interesa, pero es un
manipulador. Estafaba a la gente porque confiaban en él. Por eso acabó en la
cárcel. No se crea todo lo que le diga.
Laura lo tenía donde quería. Era el momento de que cayera en la trampa.
—Quiero ser sincera con usted, el señor Puig lleva varias horas en estas
dependencias. Ha sido muy amable y se ha prestado a colaborar, a explicarlo
todo. Nos ha dicho que su única implicación con ustedes fue la de tener los
contactos adecuados —le dijo, transmitiendo seguridad en su voz—. Ha
confesado que, cuando usted inició el negocio de las subastas, lo único que hizo
fue ponerle en contacto con los clientes. Esa es su única implicación con la red
que usted dirige. Su sinceridad le ha valido un trato con el fiscal.
Los ojos de Valerio, fijos en un horizonte invisible, reflejaban no solo la
ira, sino también la impotencia de alguien que ha sido traicionado.
—¿Y se han creído todo lo que dice ese cabrón? Pidan una orden de
registro y encuentren la libreta roja. Siempre la guarda en su caja de seguridad.
Allí lo tiene todo anotado: fechas, nombres, cantidades… —reveló, indignado—.
Yo no soy el jefe. Si lo fuera, estaría en mi poder. Me da la impresión de que
ustedes, además de malos policías, son una pareja de ingenuos.
Laura sonrió. Sabía que, desde hacía un rato, desde la primera
confirmación de Valerio sobre la responsabilidad de Jordi Puig, se estaba
tramitando la orden. Ahora ya sabía qué buscar y dónde lo encontrarían. «¿Quién
es el ingenuo?», se preguntó.
INTERROGATORIO A CRISTIAN
FUENTES

21:04 horas

Laura y Ricardo habían recibido la orden de registro del piso de Jordi, y no


quisieron perder el tiempo con Cristian. El interrogatorio apenas duró diez
minutos. Se reafirmó en la declaración de su padre, confirmando que el jefe era
Jordi Puig, y no pudo aportar nada nuevo, salvo que, cuando necesitaron una
mujer que junto a él hiciera de captadora, había reclutado a Iris. Admitió todos
los hechos, aunque tampoco tuvo otra opción. Si necesitaban saber algo más,
estaría a su disposición en una de las celdas de la comisaría.

***

Cuando Alex entró en el despacho, Laura estaba hablando con Iván de forma
acaramelada, aunque sin rozarse. Supuso que, aquella noche, tras el intenso día
que estaban viviendo, encontrarían la forma de disfrutar del relax que se
merecían. Ella tendría que conformarse con su bañera abarrotada de sales y el
juguete que guardaba en su mesita de noche. Inconscientemente, recordó a su
último amante, a Cristóbal, y, sin dudarlo, apostó por su baño íntimo.
«Gilipollas, engreído y prepotente», pensó. Escuchó la voz de Laura.
—Estoy esperando a Ricardo —le dijo, apartándose un poco de Iván—.
Nos vamos a registrar el piso de Jordi Puig. Luego os llamo y os explico lo que
hemos encontrado.
—Nosotros… —cuando Alex comenzaba a hablar, sonó su móvil. Se calló
al ver que la llamada era de Guzmán de la Torre, el hermano de aquel gilipollas,
engreído y prepotente en el que acababa de pensar. Respondió:
—Buenas noches, señor De la Torre. —Escuchó lo que decía—. Por
supuesto. La policía va a estar ocupada haciendo un registro y disponemos de
tiempo. Si le parece bien, nos acercamos a su casa. —Su interlocutor siguió
hablando—. Perfecto. Tardamos quince minutos —dijo a modo de despedida—.
Vamos para allá.
Cortó la llamada, miró a Laura y le dijo:
—Luego nos llamamos, Laura. Me ha dicho que le gustaría tener algo de
información sobre cómo se está desarrollando todo. Al fin y al cabo, es nuestro
cliente —se justificó. Movió la cabeza de lado a lado, con rapidez, y alzó los
hombros mientras fruncía el ceño—. Aunque su esposa Yolanda es un encanto,
debo admitir que ese hombre no me gusta nada; y su cuñado aún menos —
masculló—. Espero que no esté en la reunión —miró a Iván y le dijo—. Nos
vamos, socio.
Laura pensaba lo mismo, y lo manifestó:
—Es un ególatra. ¡Un puto machista y un manipulador! Cuando los
interrogamos, su mujer parecía un cero a la izquierda. Me produjo rechazo. Y su
hermano, el político ese, es igual que él. ¡Menuda familia!
Iván saltó al momento:
—No entiendo cómo hay mujeres que se acuestan con hombres como ese.
Imagino que no será un buen amante, muy diferente a m —Miró a Laura,
sonriendo—. Al tener el ego tan grande, seguro que es muy egoísta y solo piensa
en él. La mujer y su placer no importan, solo el del macho alfa. —Volvió la vista
hacia su socia y le preguntó—: Alex, ¿tú crees que, siendo así, se acostará con
muchas mujeres?
—La mujer tendría que estar muy borracha —respondió, intentando que, al
menos Laura, no reconociera la implícita respuesta. A Iván no le quedó ninguna
duda.
Laura se despidió de ellos y, junto con Ricardo y cuatro compañeros del
departamento, además de un agente de la UDEV que estaba especializado en
abrir cajas fuertes, se dirigieron al piso del confirmado jefe de la red.
Necesitaban encontrar la libreta roja. Quedaron en hablar a última hora, cuando
se hubiera acabado todo.
ALEX HATMAN

21:26 horas

Iván y ella se adentraron en La Moraleja y aparcaron el coche frente al chalé de


la familia De la Torre. Apenas tuvieron tiempo de bajar de él cuando la puerta se
abrió. Cruzaron el jardín de la entrada y, al llegar a la puerta, la doncella les dijo
que los señores estaban en el salón. Los acompañó hasta allí.
Mila parecía otra. Se había duchado y adecentado, dejaba ver su auténtica
imagen, la de una chica de alta sociedad. «Preciosa y… vulnerable», pensó Alex.
Lo único bueno de todo aquello, si se podía considerar así, era que no había
sufrido maltrato físico, que la habían respetado durante su cautiverio.
Cuando se paró a pensar en las razones de aquella fortuita realidad, se le
puso el vello de punta. La razón no era otra que… ¡no maltratar la mercancía!
Eso era la preciosa Mila, un artículo que vender al mejor postor.
—Buenas noches, señora Hatman, señor Haas —les recibió Guzmán,
levantándose del butacón en el que estaba y estrechando la mano.
—Buenas noches —respondieron al unísono.
Yolanda y Mila estaban juntas en uno de los sofás. Ellos se sentaron en
otro.
—¿Cómo estás, Mila? —preguntó Alex.
—Más tranquila, y muy agradecida por su trabajo. Me ha dicho mi padre
que se pudo llegar hasta la casa gracias ustedes. ¿Cómo están Marta y Natasha?
—Libres. Todo fue muy bien. Los responsables ya están detenidos.
—No sabe lo que me alegra oír eso, pero no puedo dejar de pensar en
cuántas chicas habrán pasado por allí —susurró, mientras sus ojos comenzaban a
humedecerse—. Cuántas de ellas estarán en lugares remotos, viviendo un
presente que no hubieran podido imaginar en la peor de sus pesadillas. Es
desolador.
—Estoy segura de que la policía lo investigará a fondo —respondió Alex,
aunque sabía que resultaría muy complicado.
—Pero… ¿las encontrarán?, ¿a todas? —inquirió, mientras se tenía que
enjugar las lágrimas.
—Eso no podemos saberlo, es casi imposible —respondió la detective
sabiendo la complejidad del caso—. Es un tema muy complicado y delicado,
aunque siempre nos queda la esperanza de que se pueda llegar hasta algunas. No
te voy a engañar, Mila, será imposible encontrarlas a todas.
Mila miró a Yolanda, su madre, quien la abrazó con fuerza. Guzmán tomó
la palabra.
—Creo que han hecho un trabajo excelente, señores —dijo, en lo que
pareció un reconocimiento público—. Fue un verdadero acierto contratar sus
servicios. Ahora, aunque sé que la policía me mantendrá al corriente, me
gustaría que me informaran de cómo se han ido desarrollando los
acontecimientos.
Alex se dio cuenta de que aquel engreído y prepotente macho alfa solo
hablaba en singular. Su esposa, tal como había dicho Laura, era un cero a la
izquierda. Y su hija, la auténtica víctima de aquel suceso, una mera comparsa.
Con todo el énfasis que pudo respondió:
—Estaré encantada de transmitir a su familia los avances que se han hecho
desde la detención de los sujetos. No puedo ni imaginar la tragedia que han
vivido, en especial Mila, que tuvo la inteligencia y la perspicacia de sugerirles a
sus captores un negocio que les ofrecía una rentabilidad singular. Al final, esa
fue la clave para llegar hasta ellos y neutralizar esa red de tráfico de mujeres. —
Yolanda y Mila se lo agradecieron con la mirada. Alex continuó—: Tengo que
decir que la presencia y habilidad de Iván, que pudo seguir a Cristian tras el
vuelo del dron, fue la llave que nos llevó hasta el lugar donde estuviste retenida.
Cuando lo descubrimos, investigamos el título de propiedad de la finca y la
matrícula del coche. Eso nos llevó hasta sus nombres —comentó, y matizó—:
No obstante, el vehículo que tuvo el accidente, el que conducía Iris cuando te
encontramos, era robado y tenía una matrícula falsa, pero el de Cristian era suyo.
También averiguamos que el dueño de la finca es su padre, Valerio Fuentes. —
Hizo una pequeña pausa, y vio la cara de estupor de las mujeres—. Tras estudiar
todas las variantes de la acción, la policía preparó un dispositivo. Por orden
policial, Iván y yo, junto con Raquel, nuestra compañera, permanecimos fuera de
la casa, esperando poder entrar cuando la zona fuera segura. Durante el asalto, se
detuvo a Iris.
»Al ver que todo se había venido abajo, Valerio la hizo responsable del
accidente y descargó su ira en ella. Le disparó dos veces y está herida. En cuanto
a Bron, se enfrentó a varios policías y recibió un disparo en el antebrazo, pero
consiguió huir por una ventana. —Volvió la cabeza hacia su socio, reconociendo
su labor y dijo—: Iván estaba agazapado en uno de los laterales de la casa, lo vio
salir y se enfrentó a esa bestia. Con mucho esfuerzo y peligro, consiguió
reducirlo. En ese momento yo estaba llegando al lugar, pero Bron cogió la
pistola de Iván, que con el forcejeo se había caído. Dado que nuestras vidas
estaban en peligro, mi socio se vio obligado a acabar con la suya.
—Entonces… ¿Bron está muerto? —preguntó la chica.
—Sí —respondió Alex—. Fue inevitable. Ya no podrá abusar ni amenazar
a ninguna chica más. —Alex pudo ver la mirada de alivio de la adolescente.
Imaginó cómo debieron ser esos días encerrada allí, con el único contacto de
aquel desagradable sujeto. Se dirigió a ella y le dijo—: El que conoces como
señor Val, como ya he dicho, se llama Valerio Fuentes. Él y su hijo Cristian
consiguieron escapar por un túnel del que no teníamos constancia. Antes de que
se la llevara la ambulancia, pudimos hacerle algunas preguntas a Iris y gracias a
su declaración, supimos que el jefe de la trama no era Valerio, sino un tal Jordi
—. Alex los miró y no vio ninguna reacción al escuchar aquel nombre. Con
seguridad no estaban al corriente de quién se trataba—. Cuando profundizamos
en la vida de Valerio, y sabiendo lo que buscábamos, descubrimos que, durante
su estancia en la cárcel, además de relacionarse con Bron, había tenido un
compañero de celda que coincidía con los datos que ya teníamos. Eso nos llevó
hasta un nombre, Jordi Puig. —Miró a Mila, para ver si relacionaba el dato. Vio
cierta confusión en su cara. Alex sabía que Puig era un apellido bastante común
en Catalunya, pero no tanto en Madrid. Dejó caer la bomba—: Mila —le dijo,
intentando transmitir calma—, Jordi Puig es el padre de tu amiga Susana. —
Alex vio el respingo que dio—. Creemos que es el jefe de la red.
Mila miró a su madre, que también volvió la vista hacia ella. Estaban muy
sorprendidas. Volvió la vista hacia Alex.
—Pero… entonces… —balbuceó la adolescente.
—Aún no sabemos si, como pensamos, hay alguna relación con tu
desaparición. No creo que sea una casualidad —respondió Alex, manifestando
todas sus dudas—. En estos momentos, la policía está haciendo un registro en su
vivienda de Madrid.
Guzmán intervino:
—¿Cómo pudieron localizar a los fugados?
—Al investigar a Jordi Puig, descubrimos que tiene alquilado un chalé
adosado en Costa de Madrid, en San Martín de Valdeiglesias, aunque el contrato
está a nombre de su mujer. La policía envió a una patrulla y confirmaron que la
vivienda estaba ocupada. Una hora después estaban detenidos.
—¿La mujer también está metida en esto? —preguntó Guzmán.
—No. Estoy segura de que ella y su hija son ajenas a los delitos que ha
cometido el padre.
Yolanda habló por primera vez:
—¿Cuánto tiempo llevaban haciendo esto? —preguntó horrorizada.
—No lo sabemos, aunque todo parece indicar que varios años —respondió
Alex—. Y eso es lo que les puedo decir hasta el momento. Por supuesto, Jordi
Puig está en comisaría, detenido. La policía contactará con usted para explicarle
algunos detalles. Nosotros también les iremos informando de las novedades,
pero hasta que no sepamos el resultado del registro, eso es lo más relevante.
Al salir de allí, pensando que a Laura y Ricardo aún les faltaría un buen
rato para acabar el registro, decidieron ir a tomar una cerveza y esperar la
llamada de la inspectora.
REGISTRO POLICIAL

21:33 horas

Lucía Hornos no entendía nada. Hacía varias horas que se habían llevado a su
marido, y Susana y ella, a pesar de haber hablado con su abogado, solo tenían
constancia de que le habían acusado de secuestro. Por supuesto, se referían al de
Mila de la Torre, la amiga de su hija. Aquello era descabellado. El letrado la
llamó para decirle que la policía tenía una orden de registro y que iban a ir a su
casa. Esa fue la gota que colmó el vaso de su serenidad.
Cuando sonó el timbre de la puerta y se acercó a abrir, se encontró con
aquellos dos inspectores que habían estado hablando con ellos, y a media docena
de agentes más.
—Buenas noches, señora Hornos —le dijo la inspectora, enseñándole un
papel—. Tenemos que registrar su casa.
—Pero… no entiendo nada, inspectora —comentó asustada—. ¿De qué se
acusa a mi marido?
—Todo está bajo secreto de sumario. No podemos hablar de ello, pero
estoy segura de que su abogado la mantendrá al corriente.
—Me ha dicho que está acusado de secuestro —balbuceó sorprendida—.
¿Del de Mila?
—Eso parece, aún debemos aclarar muchos puntos —dijo Laura. Tampoco
quería hacer leña del árbol caído, y ellas no parecían saber nada de los negocios
de Jordi—. El registro que vamos a hacer aclarará la inocencia o culpabilidad de
su esposo.
—Están ustedes equivocados. Todo lo malo que hizo, ya lo pagó —
argumentó—, ahora es un empresario de éxito. Se dedica a la importación y
exportación de vino.
Laura pensó que el negocio relacionado con la exportación era uno muy
diferente al que ella pensaba. Si no sabía nada, que era lo que parecía, se iba a
llevar una buena sorpresa. Susana, a su lado, permanecía callada y con los ojos
llorosos.
—¿Dónde tiene su marido la caja fuerte? —preguntó Laura.
—En su despacho. Tras una copia de un cuadro de Monet, el de unos
nenúfares.
—¿Sabe usted la combinación? —le preguntó sin demasiadas esperanzas.
—¡Por supuesto que no! —exclamó, sorprendida de la pregunta—. Es muy
reservado para sus cosas, y yo no la utilizo, solo lo hace él. Guarda algo de
dinero y algunos papeles de su negocio.
—¿No guarda sus joyas allí?
—No. —Alzó los hombros—. Yo tengo una en mi dormitorio.
—También necesitaremos abrirla —puntualizó Laura.
Lucía no se lo podía creer. ¿Sospechaban de ella?
—¿A mí también me van a acusar de secuestro? —inquirió con sarcasmo.
—Dependerá de lo que contenga su caja. ¿Está usted implicada en el
negocio de su marido? —le preguntó Laura, molesta por su respuesta.
—¡Claro que no! —respondió airada.
La inspectora alzó los hombros y comentó:
—Entonces no tiene nada que temer, señora Hornos. Colabore con
nosotros y todo se acabará rápido. Indíqueme dónde está el despacho de su
marido —le pidió. Señaló a Ricardo y añadió—: El inspector Garcés irá con
usted a su habitación, para comprobar el contenido de su caja.
—No encontrarán nada ilegal en ninguna de ellas —replicó orgullosa—.
El despacho de mi marido es la puerta que está al final del pasillo.
Laura se acercó hasta allí y Ricardo se fue con Lucía. El inspector apenas
tardó unos segundos en comprobar que su caja fuerte solo contenía unos dos mil
euros en efectivo y un joyero que estaba repleto de collares, pulseras y anillos.
Todos eran de gran valor y estaban colocados en el interior de un estuche.
La inspectora entró en el despacho de Jordi y vio el cuadro de los
nenúfares. Estaba situado en la pared, tras el butacón de su mesa. Junto con dos
de los agentes, se acercó hasta él y lo descolgó de la pared. La caja quedó a la
vista. Javier Sanz, el compañero de la UDEV que Loyola había enviado para
realizar aquel cometido, dijo:
—Es una Arregui, una evolution de 52 x 38,5. Tiene un código de ocho
dígitos. No es demasiado difícil de decodificar, tardaré un rato, pero no tenemos
la llave. Por el código no hay problema, aunque disponer de ella nos ayudaría.
—Voy a llamar a comisaría. Les pediré que comprueben si está entre sus
pertenencias.
Hizo la llamada y el compañero que la buscó en el llavero que llevaba el
detenido al llegar a comisaría le informó de que no aparecía.
Mientras comenzaba a decodificar la serie numérica, el de la UDEV dijo:
—La necesitamos. Si no está en su llavero, debe tenerla a mano, porque
hay que utilizarla tras introducir el código. Buscad en los cajones.
Lo abrieron todo, pero no la encontraron. En un momento dado, Ricardo,
que había entrado hacía un par de minutos, dijo:
—¿Habéis mirado bajo los cajones? —preguntó, mientras miraba la
biblioteca que cubría parte de las paredes—. Si nos tenemos que poner a buscar
entre todos estos libros…
Se acercó al principio de una de las estanterías y cogió el más grueso, una
lujosa Biblia que destacaba entre los demás. Al abrirla no encontró nada. Miró
las estanterías, que estaban repletas de libros, y se desesperó, pero tuvieron
suerte.
Laura estaba sentada en el butacón de la mesa. Tiró del segundo cajón, tras
fracasar con el primero, y, al pasar la mano por debajo, notó que algo sobresalía.
Lo sacó del mueble y lo alzó para poder mirar sin desparramar el contenido. Allí
estaba, un estuche fijado bajo el cajón.
—¡La he encontrado, chicos! —exclamó contenta—. Tenías razón,
Ricardo.
Era estrecho y alargado, con una abertura, y la llave estaba encajada allí.
La sacó y se la tendió a Javier, que veía correr los números en el dial que
marcaba la pauta del código. Solo faltaban los dos últimos. Un par de minutos
más tarde, un pitido señalaba la resolución de la secuencia numérica. Javier
introdujo la llave y abrió la puerta sin dificultad.
La caja fuerte era bastante amplia, con dos estantes interiores. Lo primero
que Laura vio fue la libreta roja. Estaba encima de los demás documentos. Hizo
varias fotos y se pusieron a revisarla. El estante de arriba estaba lleno de fajos de
billetes. —Según supo más tarde, cuando se hizo el recuento del dinero,
trescientos noventa y cuatro mil euros—. El de abajo contenía varias decenas de
carpetas, una segunda libreta, y tres lingotes de oro de 1 kg. Según comentó
Javier, su valor era de unos doscientos mil euros. También había dos cajas. Una
de ellas estaba repleta de fotografías de chicas, y la otra guardaba una pistola
Glock con dos cargadores.
Ojearon los documentos que contenían las carpetas. Eran de cuentas en el
extranjero y de transacciones bancarias. La otra libreta contenía datos y
direcciones de gente importante. Por último, encontraron la llave electrónica de
un coche, de la marca Porsche, y otra, convencional, que colgaba de un llavero y
llevaba un número impreso, el dieciséis.
Pidió que le trajeran cajas y dispuso que colocaran en ellas todo el material
perfectamente etiquetado. Fue al salón, junto con Ricardo. La esposa y la hija
estaban sentadas en el sofá.

***

Lucía y Susana permanecían en silencio, sin acabar de entender nada de lo que


estaba pasando. La madre pensaba que era imposible que Jordi estuviera
implicado en el secuestro de Mila. «¿Qué necesidad tiene de hacer algo así?», se
preguntó. Conocía los antecedentes de él, pero eso ya pertenecía al pasado.
Aquella época se había acabado, desde que estaban juntos todo iba a las mil
maravillas. Pensó que su negocio funcionaba muy bien. Tenían una vida
maravillosa, Jordi no tenía necesidad de meterse en problemas. Y, aún menos, en
un secuestro, ¡un secuestro! Negó con la cabeza, se estaban equivocando. Él no
tenía nada que ver con todo aquello.

***

Laura entró en el salón y se puso frente a ella. Le preguntó:


—El aparcamiento de este edificio ¿dispone de cabinas?
—¡Claro! Nosotros tenemos una, es la veintiséis —dijo con naturalidad.
—¿Sabe de quién es la dieciséis? —le preguntó Laura.
Lucía la miró, sorprendida.
—¿Cómo voy a saberlo? ¡Pues de algún vecino!, supongo —replicó
contrariada—. ¡Vaya tontería!
—¿Qué coche tiene su esposo?
—Un Jaguar —respondió Lucía, con sequedad.
—¿Y usted?
—¡Un Mercedes! —dijo con rabia. Cada vez lo entendía menos—. Pero
¿qué tiene que ver todo esto? —Laura no contestó, ni se sorprendió por la
pregunta que Lucía realizó a continuación—: ¿Podemos ir a comisaría,
inspectora? Nos gustaría ver a mi marido.
—No —respondió seca—. De momento, hasta que no se aclare todo, el
caso está bajo secreto de sumario. Él permanece incomunicado. Cuando le
puedan ver, se lo diré, pero no será hoy. —Se giró hacia Ricardo, que entraba en
aquel momento, y le dijo—: Vamos al sótano.
Salieron del piso y entraron en el ascensor. Pulsaron el botón de la primera
planta del aparcamiento. Comprobaron que en esa no había cabinas. Bajaron a la
segunda y allí estaban. Vieron la veintiséis, la de la familia, que aún debían
registrar, y se acercaron a la que necesitaban investigar. Estaba en el otro
extremo del sótano. Con la llave que encontraron en la caja fuerte, la abrieron sin
dificultad.
Un Porsche Cayenne estaba aparcado en su interior. Al pulsar el mando, se
desbloquearon todas las puertas. Laura se sentó al volante y rebuscó en la
guantera. Encontró una pistola. Era del mismo modelo que la que había en su
caja fuerte. Ricardo, que acababa de abrir el maletero, la llamó.
—¡Aquí, Laura!
Se bajó del coche y se acercó a su compañero. Acababa de sacar una bolsa
negra del interior. La abrió y vieron que contenía varios fajos de billetes, un
pasaporte a nombre de Arturo Molina, con la fotografía de Jordi Puig, y varias
tarjetas de crédito. También encontró un disco duro externo y dos teléfonos de
prepago aún precintados. Laura, observando aquello, dijo:
—Lo tenemos pillado por los huevos, compañero. Lo tenía todo preparado,
por si tenía que salir escopeteado.
—No te quepa duda, pelirroja —respondió Ricardo satisfecho.
Al subir al piso, los compañeros ya estaban acabando el registro. No
habían encontrado nada más que pudiera resultar significativo. Por supuesto, se
llevaron el portátil y el ordenador a comisaría. Tenían mucho material
inculpatorio y dieron la tarea por concluida.
El día había sido muy largo. Ricardo y ella, tras llamar al comisario,
decidieron posponer el interrogatorio de Jordi Puig para la mañana siguiente.
Dormir en comisaría no le haría ningún bien. El comisario dio su conformidad.
«Vete acostumbrando, cabrón», pensó la inspectora.
Miró el reloj y pensó que Alex ya habría acabado de hablar con la familia
de Mila. La llamó para decirle que habían acabado el registro. Alex le comentó
que estaba con Iván, tomando una cerveza. Podían quedar los tres para cenar y
cambiar información. Laura ni lo dudó.
CAPÍTULO 13

ALEX HATMAN

22:22 horas

Alex e Iván vieron entrar a Laura. Nada más ver la cara de felicidad de la
inspectora supieron que todo había ido bien. Ella cruzó el salón del bar de tapas
y se acercó a ellos, sonriente.
—Una que conozco viene muy contenta —dijo Iván, con su característico
acento alemán—. Disimula un poco, cielo, que Alex se dará cuenta de que estás
loca por mí.
—Eso no es cierto —respondió, guiñándole un ojo a Alex—. Si fuera sí,
que no es el caso, tampoco debería ocultarlo.
Alex alzó su mano hacia ella y, mientras se reía, le dijo:
—Déjalo, Laura. Se ha tomado dos tanques de cerveza. Ya sabes cómo se
ponen estos teutones cuando beben un poco.
Iván la miró de medio lado.
—Tú eres medio inglesa, guapa —le recordó, picado. Y, con cinismo,
añadió—: Será que los británicos lo lleváis mejor.
—Soy española, ¡y a mucha honra! —Ese era el único secreto que Alex se
guardaba para ella. Solo su familia sabía la verdad—. No bebas más, Iván, que
empiezas a decir sandeces —se burló.
En ese preciso instante, la camarera llegaba a la mesa. Mientras levantaba
el tanque vacío, Iván le dijo:
—A estas dos tráeles un zumito. Yo ya sé lo que quiero —comentó,
mientras le guiñaba un ojo y asentía con la cabeza.
La camarera se las quedó mirando. Vio que negaban con la cabeza. La
inspectora fue rotunda:
—No le hagas ni caso. El que necesita el zumito es él —afirmó,
señalándolo con el dedo—. Mi amiga y yo tomaremos una caña. ¿Habéis comido
algo? —les preguntó—. Yo me muero de hambre.
La regordeta y simpática chica, que ya conocía a Alex e Iván de otras
veces, dijo:
—Os traigo la carta de tapas, y ahora mismo os lo sirvo.
En cuanto se alejó, Alex preguntó:
—¿Lo tenemos, Laura?
—¡Crucificado! —dijo con rotundidad—. Aunque no teníamos dudas, todo
se ha confirmado.
Les explicó que en la caja fuerte habían encontrado la libreta roja, varios
cientos de miles de euros, los lingotes de oro, fotos de chicas… Explicó lo de la
cabina número dieciséis, que la mujer no conocía su existencia, y del contenido
de esta, el Porsche, la bolsa negra con más dinero y un disco duro…
—Lo tenía todo preparado para escapar de forma urgente —comentó
mientras daba un gran sorbo a la cerveza.
—Has hecho un trabajo excelente, Laura —le dijo Alex.
—Sin vosotros todo hubiera sido más complicado. Juntos hemos trabajado
muy bien —confesó la inspectora.
Iván, al que la tercera cerveza ya le pautaba una marcha más, dijo:
—¡La podríamos fichar para la agencia, Alex! Sería una detective
impresionante.
—Sin duda lo sería, y me parece muy bien —dijo Alex—. Nos iría de
maravilla tener a una colaboradora con su experiencia, Iván. ¿Le has hablado de
la norma que impusimos al principio? Ya sabes…, lo de las relaciones entre
compañeros de trabajo.
Laura recordó lo que le había explicado Alex. Nada de sexo. El alemán
alzó los brazos y dijo:
—Pensándolo bien, creo que desestabilizaría la armonía que reina en
nuestra empresa Y, por otro lado, tener una persona de confianza en la Policía
Nacional resulta muy útil.
Alex soltó una carcajada. Laura la acompañó, contagiada.
—Casi prefiero seguir en la policía. No quiero renunciar a este portento —
comentó riendo.
—Aunque nunca tendrás la suerte de saberlo, Alex, porque trabajamos
juntos, las palabras de esta preciosidad solo confirman lo que siempre te digo —
respondió Iván—. No hay nadie como yo, soy un portento.
—¡Un fantasma!, eso es lo que eres —respondió la aludida.
Al acabar de pronunciarlas, por el rabillo del ojo, vio a Laura negar con la
cabeza.
INTERROGATORIO A JORDI PUIG

Miércoles, 09:33 horas. 1 de noviembre de 2023

Gracias a la investigación que le había encargado a Néstor, Laura iba a la sala de


interrogatorios con la vida de Jordi Puig desmenuzada en su portátil. Cuando iba
a entrar, vio llegar a Iván. Pensó que la pasada noche había sido de una
intensidad desbordante. Estaba agotada, pero gracias al buen hacer del fogoso
alemán, la adrenalina acumulada durante aquellos dos días de frenética
investigación ya se había calmado. Él, al verla, sonrió desde la distancia. Alex, a
su lado, hizo lo mismo. Los dos detectives saludaron al comisario, que acababa
de salir de su despacho, y vio que se dirigían hacia la sala anexa a la suya.
Laura y su compañero entraron en ella. Vieron a Jordi sentado tras la
mesa. Estaba acompañado por su abogado, Jesús Sáez. Ricardo lo conocía de
algún caso anterior. El inspector le había comentado que no era un letrado
cualquiera, sus minutas solo estaban al alcance de unos pocos.
Laura se sentó frente a ellos. Cuando vio que Ricardo activaba la cámara
de grabación, Laura pronunció la frase aclaratoria de que se iba a grabar el
interrogatorio. Al concluir y preguntar si Jordi Puig había entendido el motivo de
realizar la filmación, quien tomó la palabra fue su letrado.
—Según las órdenes que he recibido de mi cliente, debo decir algo.
Aunque no le puedo dar una razón concreta, inspectora, el señor Puig me ha
manifestado que no quiere colaborar con la policía. No pronunciará una sola
palabra durante este interrogatorio.
—No necesitamos que admita su culpabilidad, señor Sáez —respondió
Laura con seguridad—. Su implicación, teniendo en cuenta la declaración de
Valerio Fuentes y su hijo, sumado a lo que esta noche hemos encontrado en sus
ordenadores y en su disco duro externo, que obra en nuestro poder, tenemos
pruebas más que suficientes para que pase el resto de su vida en la cárcel.
—Tal vez, pero estará de acuerdo conmigo en que su declaración
admitiendo los hechos no dejaría lugar a dudas. ¿Tengo razón, inspectora? —
preguntó el letrado sin esperar respuesta—. También me ha ordenado decirle que
guarda en su mente una información secreta. Me la ha explicado, basándonos en
el secreto abogado cliente, y le puedo asegurar que, sin los datos que tiene
memorizados, jamás resolverán esto.
Laura, desconcertada, miró a Ricardo. Su mirada expresaba lo mismo,
desconcierto. Se preguntó qué querría aquel individuo, porque estaba claro que
buscaba algo.
—Y supongo que, para dignarnos con su palabra y revelar esa vital
información, pedirá algo a cambio, ¿no?
—Mi defendido solo ha puesto una condición para hablar con ustedes. Es
imprescindible que la acepten.
Laura dudó, ¿qué exigía aquel malnacido?
—Le escucho —respondió dubitativa.
Jesús Sáez miró a su defendido y este asintió con la cabeza.
—El señor Puig está convencido de que la persona a la que se le encargó el
pago del rescate ha sido crucial para llegar hasta su detención. Le gustaría que
esa mujer estuviera presente en el interrogatorio —puso cara de póker y añadió
—: Quiere saber quién es, conocerla.
Laura frunció el ceño. «¿De qué va esto?», se preguntó.
—Ella es una civil, y debo recordarle que este interrogatorio es una acción
policial.
El abogado se encogió de hombros. Jordi permanecía serio y callado. Su
rostro se asemejaba a una máscara que no transmitía nada.
—Hable con su superior, inspectora. Si él no está de acuerdo, aquí no hago
nada, porque mi defendido no hablará. El diálogo será unidireccional, una
pantomima. Solo obedezco órdenes de mi cliente, y le conozco muy bien. Le
aseguro que no dirá una palabra —insistió—. Estoy convencido de que el señor
comisario valorará muy positivamente la colaboración del señor Puig. Con ella,
todo resultará muy fácil —dijo, mientras miraba a Jordi con cara de reproche.
Laura miró hacia el espejo. Sabía que el comisario había querido estar
presente en la declaración y estaba tras él, al igual que Alex e Iván, a quienes
había autorizado. Miró a Ricardo y este asintió con la cabeza.
—Lo que me pide no es nada habitual, señor Sáez. Voy a hablar con mi
superior —dijo mientras se levantaba.
—Aquí estaremos, pero eso ya lo sabe —matizó, mostrando una sonrisa.
Laura, acompañada de Ricardo, salió de allí. El comisario, Alex e Iván
hacían lo propio y salían de la sala anexa, donde habían estado observando la
extraña petición.
—¿Qué significa esto, señor? —preguntó Laura.
—Estoy igual de sorprendido que usted, inspectora —confesó su jefe.
Laura miró a la detective. Su rostro mostraba extrañeza, al igual que el de
Iván.
—¿Alex?…
—No sé qué decir, Laura —respondió—. Ha hecho referencia a que yo soy
la responsable de que su estrategia se desmontara. Es una verdad a medias. En
realidad, yo solo conseguí evitar el pago de los diamantes, y fue porque, debido
al accidente, apareció Mila. —Puso cara de extrañeza—. La chica iba a volver a
casa. —Alzó los hombros y añadió—: En realidad, fue Iván el que nos llevó
hasta ellos, al perseguir el coche de Cristian.
—Pero eso él no lo sabe —respondió la inspectora—. Debe suponer que
urdiste algún plan. Estoy segura de que el abogado te habrá hecho investigar. Le
habrá dicho que eres una detective con una trayectoria impecable.
—No le encuentro mucho sentido, Laura. La agencia no soy yo —afirmó
Alex—, somos los dos. Iván y yo, por supuesto. ¿Por qué tanto interés en querer
que yo esté presente? No lo entiendo.
—Querrá verse las caras contigo —comentó Ricardo—. Averiguar cómo
lo supiste… No sé.
—Si va a reconocer el delito, y está dispuesto a colaborar con vosotros en
la investigación, os ayudará. Tendréis más opciones de localizar a algunas de las
chicas que pasaron por eso —sugirió Iván.
Nadie puso en duda aquella afirmación. Laura miró al comisario y a Alex,
que estaba junto a él. Ambos asintieron con la cabeza.
—Vamos allá —dijo Laura.

***

Nada más entrar, Jordi clavó su mirada en Alex. Su rostro mostró satisfacción.
Alex se lo quedó mirando. Pensó que aquel hijo de puta era el responsable de
enviar a una cantidad ingente de chicas a vivir un destino infernal. Sintió
verdadero asco. Laura dijo:
—El comisario nos ha autorizado a que la señora Hatman esté presente en
este interrogatorio, pero bajo la premisa de que usted colabore. Si no lo hace,
ella saldrá, al igual que yo, y todo se dejará en manos de la justicia. Le aseguro
que tenemos una enorme cantidad de pruebas contra usted. Las suficientes como
para que su letrado no encuentre ningún resquicio que le permita eludir sus
responsabilidades.
—Encantado, señora Hatman —dijo Jordi, sin quitar la vista de ella e
ignorando a la inspectora.
Alex no respondió al saludo. Laura comenzó a hablar.
—Conoció a Valerio Fuentes y a Juan García, alias Bron, al coincidir en la
cárcel de Alcalá Meco, donde cumplió cuatro años de condena.
—Veo que está muy bien informada, inspectora Sandoval —bromeó Jordi.
—Es mi trabajo.
—Y lo realiza muy bien, al igual que yo el mío —ironizó él.
—Señor Puig, ¿me está hablando de la importación y exportación de vino?
—preguntó con sarcasmo.
Jordi soltó una carcajada.
—¡Eso solo es una fachada!, si ya lo sabe —exclamó, haciendo un gesto
de desdén—. Mi verdadero negocio es traficar con mujeres. En realidad, las
subasto al mejor postor. Se sorprenderían, pagan muy bien.
La forma en que lo dijo despertó un escalofrío en los policías. Incluso el
abogado, aunque estaba curtido en mil batallas, disimuló su desprecio. Tenía dos
hijas mellizas de la edad de Mila. Laura intentó calmarse.
—Aunque imagino que las tendrá anotadas en su libreta roja, cuántas…
La carcajada de Jordi la interrumpió. Laura lo miró con repulsa. Alex
estaba muy incómoda. Se estaba mordiendo la lengua. Quería decirle a aquel
malnacido lo que pensaba de él. No sabía que el guion que él había trazado muy
pronto la obligaría a hacerlo.
—¿Por qué se ríe, señor Puig? —preguntó la inspectora.
—Porque de ahí apenas sacarán nada sin mi ayuda, solo algunas iniciales y
números inconexos. Supongo que ya lo habrán mirado. Eso les obligará a
compararlos con su base de datos de personas desaparecidas. Pero no saben
desde cuándo buscar. —Mostró una sonrisa de satisfacción—. Tampoco llegarán
al nombre de los compradores. Ese dato está guardado en mi cabeza. Yo soy la
única persona que puede ayudarles a interpretar las referencias que están
anotadas en la libreta roja.
Jordi clavó sus ojos en Alex. A pesar de buscar una explicación, la
detective no entendía la actitud de aquel hijo de puta hacia ella. Escuchó la voz
de la inspectora.
—Se lo agradezco —respondió Laura, sin entender, todavía, la forma de
actuar de Jordi Puig—. Puede empezar.
—Lo haré, pero antes quiero conocer un poco a la persona que me ha
ganado por la mano.
Alex lo miró. Era su turno.
—¿Por qué me ha hecho entrar, señor Puig? —preguntó, interviniendo en
la conversación.
Jordi no respondió a su pregunta.
—Cristian, además de un portento de belleza, es un chico muy listo,
¿sabe? —comentó con su grave voz y aquel acento catalán tan marcado—. Es
usted una mujer muy atractiva, señora Hatman. Eso hizo que el chico se fijara en
usted desde el momento en que se bajó de su coche, incluso antes de que se
acercara hasta el tobogán y encontrara la primera pista.
—¿Eso es un halago? —le preguntó retadora. Añadió—: ¿Y usted quería
comprobar que lo soy?
—Lo es, eso lo reconozco, aunque puede estar tranquila. Mis clientes no
solicitan mujeres de su edad, les gustan más jóvenes —dijo con desprecio.
Alex estuvo a punto de saltar sobre él. Lo evitó la mano de Laura, que se
posó sobre su muslo en señal de tranquilidad y paciencia.
—Su natural belleza ayudó a que Cristian supiera en que coche había
llegado, un lujoso Audi Q7. Es un chico listo y decidió tomar la matrícula.
Entonces supe su nombre.
—No perdamos el tiempo, señor Puig. Vayamos al grano —dijo la
inspectora.
—Deme solo unos minutos y luego seré condescendiente. Les diré todo lo
que quieren saber. Pero antes me gustaría hacerle algunas preguntas a la señora
Hatman.
—Señora o señorita, como prefiera —especificó Alex, con cierto cinismo
—. Estoy legalmente divorciada.
—Lo sé. Tengo entendido que nació en agosto de 1986. ¿Sabe que la hice
investigar, señorita detective? Sé algunas cosas de usted, pero otras me son
desconocidas.
—Yo no lo he investigado a usted, aunque ahora lo lamento. Solo sé lo que
me ha dicho la inspectora Sandoval, y siento una profunda repulsa hacia usted.
Jordi disimuló haber oído aquello y le preguntó:
—¿Hatman es un apellido inglés?
—¿Está interesado en la sociología o la antropología? —preguntó Alex
con sarcasmo.
—No especialmente, sin embargo, no es un apellido español. ¿De qué país
es originario su padre, Alex?
No le gustó que aquel cerdo la llamara por su nombre de pila, pero se
contuvo.
—Si, como dice, me ha investigado, es una pregunta bastante trivial —
comentó Alex, sin entender el juego. Pensó que no tenía nada que perder—. Se
lo diré. Sin embargo, ¿que obtenemos a cambio?
Jordi mostró una sonrisa de prepotencia, de superioridad. Respondió
preguntando:
—¿Qué le parece el nombre de la persona que se corresponde con el
número tres de la lista que hay en mi libreta? Se habrán dado cuenta de que solo
constan números, fechas y cantidades. Cada uno de esos números, diecisiete en
total, corresponde a uno de mis clientes —puso una sonrisa de triunfo y añadió
—: Sin sus nombres, nunca averiguarán nada. Su identidad solo la conozco yo, y
está en mi mente.
Alex decidió seguir el juego.
—Mi padre es inglés. De Brístol.
—Deme algo más y tendrán el primer nombre. ¿A qué se dedica?, ¿tiene
usted algún hermano? No me mienta, porque lo sabré.
Alex estaba furiosa. Le daban ganas de mandarlo a la mierda y salir de allí.
Estaba segura de que Laura lo entendería, todos lo harían, pero sería imposible
acceder a la información que guardaba. Para obtenerla debía responder. Se armó
de paciencia y le dijo:
—Mi padre se dedica a las finanzas. También tiene una empresa de
promociones, invierte en valores inmobiliarios… varios negocios. Tengo dos
hermanos menores, Bruno y Andrea.
—Es usted la hermana mayor —afirmó, mientras clavaba sus ojos en ella.
Hizo una pequeña pausa y dio su primer nombre—: Tomen nota. El número tres
es Emiliano Méndez. Es un mexicano al que le gustan las vírgenes, un auténtico
cerdo. Tiene cincuenta y dos años y vive en Monterrey. Tiene una pequeña
cadena hotelera. Les resultará fácil de localizar. —Hizo un gesto, denotando
prepotencia, y añadió—: En la libreta, junto al número tres, encontrarán la fecha
de la subasta, el importe que se pagó por cada una de las chicas y sus iniciales.
Tengan en cuenta que permanecen retenidas durante dos o tres días. En la base
de datos de personas desaparecidas, con esa fecha y sus iniciales, estoy seguro
de que no les resultará difícil llegar hasta sus nombres. Descubrirán qué chicas
compró. Ninguna mayor de diecisiete. Habrá varias, porque es uno de mis
mejores clientes. —La indiferencia y naturalidad con la que expresaba aquello
era espeluznante. Alex pensó que era un loco, una persona con una frialdad sin
límites—. Me toca preguntar —dijo a continuación—. ¿Cuándo se casaron sus
padres?
Alex empezó a inquietarse. Ese tipo de preguntas no eran normales. ¿Por
qué le interesaba tanto su familia? Todos habían supuesto que la conversación
iría por otros derroteros. En querer descubrir el plan que habían trazado, saber
cómo habían conseguido llegar hasta ellos… Pero aquel cabrón se descolgaba
con preguntas que no tenían sentido.
—No me gusta hablar de mi vida privada, señor Puig.
—Te prometo que esta es la última, Alex, pero no me mientas porque lo
sabré. Si lo haces, se romperá el trato —la amenazó, tuteándola con excesiva
familiaridad—. Si me la respondes, os doy mi palabra de que lo confesaré todo.
—Alzó los hombros y añadió—: Ya he cumplido los sesenta. Aunque me
rebajaran la pena por colaborar, sé que voy a pasar lo que me queda de vida en la
cárcel.
Alex supo que era cierto.
—¿Tengo su palabra? —le preguntó Alex.
—Por supuesto. Excepto con la ley, soy una persona muy seria —comentó
riendo, y sentenció—: Tienes mi palabra.
—Se casaron el día 22 de agosto de 1988.
Jordi asintió con la cabeza. Ese era uno de los datos que ya sabía, pero
necesitaba que Alex pensara en ello. Ese era el verdadero fin de todo aquello.
—Naciste dos años antes de la boda —comentó con una sonrisa—. Es muy
curioso. —Dejó sus ojos fijos en los de ella y preguntó—: ¿Está grabando la
cámara? Les voy a dar los datos que necesitan —comentó, mostrando una
sarcástica sonrisa.
Alex se levantó. Ya no podía más y su mente no hacía otra cosa que dar
vueltas. Cuando ya iba a salir por la puerta, escuchó su voz:
—Dale un beso a tu madre de mi parte. Era una buena chica, pero no era la
mujer que buscaba. No tenía dónde caerse muerta, era una donnadie.
Alex se giró como impulsada por un resorte. Clavó sus ojos pardos en los
de él y se encontró con un reflejo de los suyos. El color era el mismo, la forma…
Entonces su mente explotó.
—¿Qué tiene que ver mi madre con usted? —preguntó Alex, alertada por
el comentario, y segura de la respuesta.
—Pregúntaselo —dijo con su marcado acento catalán, tuteándola—. Dile
que has estado con Jorge. Seguro que aún se acuerda de mí. —Le guiñó un ojo y
añadió—: Y tú también lo harás.
Alex lo miró y su mente se desbocó. Fue cuando se dio cuenta de que
había estado manipulándola, condicionando sus respuestas para llegar a una
conclusión que nunca hubiera esperado. Todo aquello solo tenía una finalidad,
que ella reflexionara. Sin decirle nada, se lo había dicho todo.
«¡¡No puede ser cierto!!», pensó.
Iván, nada más ver que Alex salía de allí, hizo lo mismo. Se sorprendió al
ver que ella se apartaba unos metros y sacaba el móvil. Mientras empezaba a
alejarse, hizo un gesto hacia él, extendiendo el brazo para evitar que la siguiera.
Alex marcó uno de los pocos números que sabía de memoria.
Nada más responder su madre, Alex le dijo:
—Mamá, hay una persona relacionada con el caso que acabamos de cerrar
que ha hecho algo muy extraño. Tengo que hacerte una pregunta —tomó aire y,
frenando sus nervios, la realizó—: ¿mi padre era catalán?
Alex percibió la sorpresa de su madre. Notó que se le rompía la voz al
decir:
—No entiendo tu pregunta, cielo —balbuceó, confundida y muy alterada.
—Es muy sencilla mamá, ¿mi padre biológico era catalán? —especificó.
—Sí —respondió Rosa con un hilo de voz—. Tenía un acento muy
cerrado.
Con los nervios a flor de piel, Alex le dijo:
—Espera un momento. —Buscó en su móvil el expediente del caso.
Constaban las fotos de todos los implicados. Seleccionó una—. Te envío una
foto.
Apenas pasaron unos segundos cuando, al otro lado de la línea, escuchó el
llanto desgarrador de su madre.
NOTA DEL AUTOR

En primer lugar, quiero darte las gracias por leer Hatman. Espero que te haya
gustado. Si es así, te agradecería que escribieras una reseña. No hace falta que
sea muy larga, basta con unas líneas, pero para mí significa mucho y servirá para
que otros lectores descubran mis libros.
Eso me ayudará a mejorar como escritor, y servirá para que otros lectores
conozcan tu opinión y puedan tomar la suya.
Gracias por tu colaboración.
Un saludo,
Carlos

P.D.: Si tienes curiosidad por descubrir más información sobre mí y mi obra


literaria, puedes visitar mi página web o mis redes sociales:

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También puedes encontrarlo en las próximas páginas


SAGA DE LA INSPECTORA SANDRA DE LA ROSA
Volumen 1

“Como dos gotas de sangre: El asesino de los números romanos”

https://relinks.me/B09ZF6HX3W

Sandra de la Rosa, una joven inspectora del Departamento de Homicidios de la Policía Nacional, lidera la
brigada DLR, un grupo especializado en resolver los crímenes más intrincados.
Cuando una chica de la alta sociedad desaparece misteriosamente, Sandra y su equipo se sumergen en
una investigación que revela un patrón macabro: están tras la pista de un asesino en serie.
Con cada pieza del rompecabezas que descubren, la tensión aumenta, y Sandra se enfrenta al desafío
más grande de su carrera. En una carrera contra el tiempo, deberá desentrañar el enigma antes de que el
asesino vuelva a actuar.
Pero ese puzle que pieza a pieza se recompone, la llevará a darse de bruces con una realidad que
nunca hubiera podido imaginar.
Una trama de suspense, intriga y giros inesperados que mantendrán al lector al borde del asiento.
Volumen 2

“La chica de los tres días: El asesino de los tres días”

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Después de un período de ausencia, Sandra de la Rosa regresa al trabajo justo a tiempo para enfrentarse a
un nuevo desafío: el descubrimiento de seis cadáveres en una carretera remota cerca de Madrid. Todo indica
que un asesino en serie ha estado matando durante varios años, con total impunidad.
Mientras ella y su equipo investigan, se topan con un patrón inusual: chicas desaparecidas, que
vuelven a casa después de tres días, y otras a las que nunca se vuelve a ver.
A medida que profundizan en el caso, se enfrentan a una disyuntiva excepcional: perseguir a un
asesino en serie, y atajar un delito que desafía la lógica convencional.
Con la incorporación de un nuevo inspector, Mario de Vargas, asignado al equipo de Homicidios de
forma provisional, Sandra se verá obligada a trabajar con alguien cuyo carácter contrasta con el suyo.
Pero, a pesar de sus diferencias iniciales, la inspectora pronto descubrirá que Mario es un
extraordinario policía. Y, aunque ella aún no lo sabe, es la persona que va a cambiar su vida. Tanto como
jamás pensó.
Volumen 3

“La baraja de la dama francesa: El asesino de los cinco sentidos”

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Durante una cena de gala, la inspectora Sandra de la Rosa se ve envuelta en una inesperada agresión que
desencadena una serie de eventos perturbadores, involucrándola a ella y al inspector Mario Vargas como
blancos de un misterioso mensaje: “Cuídate de La Dama Francesa”.
Sandra se sumerge en la búsqueda de un depredador que ha logrado eludir la justicia durante años.
Con la ayuda de su dedicado equipo, se enfrenta a la difícil tarea de desentrañar una compleja red de
recientes crímenes.
A medida que avanza en la investigación, Sandra se ve arrastrada a un mundo oscuro y peligroso,
donde la verdad está entrelazada con mentiras y secretos inquietantes.
En una carrera contrarreloj para detener al culpable, Sandra se enfrentará a un enemigo formidable,
La Dama Francesa, que pondrá a prueba sus habilidades y su determinación hasta el límite.
Volumen 4

“Los tres mandamientos: El asesino de la crucifixión”

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¿Pueden coexistir, la luz y la oscuridad, en la mente de un individuo?


Algunas verdades esconden secretos que lo cambian todo.
Este es el dilema que enfrenta la inspectora Sandra de la Rosa y su equipo de la brigada DLR cuando
se investigan el escalofriante descubrimiento de un cuerpo crucificado bajo un olivo.
El escenario macabro sugiere un asesinato ritual con connotaciones religiosas, pero las pistas son
escasas y el culpable parece escurrirse entre las sombras.
Mientras la investigación avanza, Sandra se sumerge en un mundo de engaños y secretos, donde la
verdad se entrelaza con la mentira de una manera tan sutil que desafía cualquier certeza.
En una carrera contra el tiempo, deberá descubrir la verdad que se esconde tras ese retorcido enigma.
Se dará cuenta de que, muchas veces, no todo lo que parece ser, en realidad, lo es.
Volumen 5

“Sepulcro de hielo: El asesino del epitafio”

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En las frías montañas de Madrid, el descubrimiento de un cadáver congelado y mutilado desencadena una
investigación que llevará a la inspectora Sandra de la Rosa más allá de las fronteras de su jurisdicción, hasta
la provincia de Barcelona.
Con la colaboración de los Mossos d’Esquadra, Sandra se sumerge en un oscuro laberinto de
secretos y traiciones, donde la verdad se entrelaza con la mentira en una maraña de engaños y
manipulaciones.
A medida que avanza la investigación, Sandra se enfrentará a sus propios demonios, desenterrando
secretos que preferiría haber dejado escondidos en su memoria.
Lo que comienza como un caso más, pronto se convierte en una compleja red de intrigas y
conspiraciones, poniendo a prueba, como nunca, la determinación y la capacidad deductiva de Sandra.
Aunque no lo sabe, se enfrenta a la persona más peligrosa que va a conocer durante su carrera como
inspectora de policía.
Volumen 6

“La alcoba roja: El asesino de la cremación”

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La inspectora Sandra de la Rosa y su brigada, junto con una nueva subinspectora, se embarcan en una
investigación que los lleva a una remota población de Castellón.
El motivo del desplazamiento es el macabro descubrimiento de cenizas humanas en un maravilloso
paraje de una población costera.
No tienen ninguna pista, pero el nombre de la víctima surge entre los restos, identificada por una
prótesis humana que es encontrada en la escena.
Cuando cierran el perímetro e inician una nueva búsqueda, descubren que esa pauta se ha repetido
más veces. Un asesino en serie está actuando en la zona.
La reciente desaparición de otra joven confirma una profunda conexión entre ambos sucesos.
A través de una profunda investigación, conseguirán llegar hasta alguien vinculado con la trama, el
sospechoso perfecto, pero no todo es lo que parece.
Sin siquiera saberlo, acaban de abrir la caja de los truenos y han destapado una cruel realidad que
nadie supo durante años.
TÍTULO INDEPENDIENTE

“El enigma de crotalus”

https://relinks.me/B0CNZLKGMP

El Departamento de Homicidios y Narcóticos se ve sacudido por el descubrimiento de un mensaje


encriptado junto al cadáver de un inspector de policía. La intriga se intensifica cuando la transcripción del
criptograma lleva a los inspectores hasta un verso de una poesía de Ernesto Cardenal y una misteriosa
firma: CROTALUS.
Conforme avanzan en la investigación, los inspectores descubren una serie de asesinatos con un
patrón inquietante: todos los crímenes han sido cometidos contra maltratadores durante los últimos tres
años, señalando la presencia de un despiadado asesino en serie que ha operado en la sombra durante años.
Diversos personajes aparentemente no relacionados, como una rica heredera, su nuevo abogado, el
portero de un burdel y una hacker, junto con tres inspectores de policía, se ven envueltos en una red de
maltrato, venganza y corrupción.
Mientras cada historia se entrelaza y se desarrolla, los lectores se sumergen en una trama llena de
giros inesperados y revelaciones sorprendentes que culminan en un final impactante e inesperado.

Novela autoconclusiva.
LOS CASOS DE LA DETECTIVE ALEX HATMAN (H&H)
“Hatman: La red clandestina”

https://relinks.me/B0CW1B2Q8Q

¡ADÉNTRATE EN MI NUEVA SAGA DE NOVELA NEGRA!

Alex Hatman y su leal socio Iván Haas están al frente de H&H, la agencia de investigación más afamada de
Madrid. Cuando una joven de la alta sociedad desaparece en circunstancias enigmáticas, y sus padres
reciben una demanda de rescate que prohíbe la intervención de la policía, la familia de la menor recurre a
H&H en busca de ayuda.

Después de efectuar el pago del rescate, lo que parecía ser el final feliz se convierte en el inicio de
una peligrosa misión para Alex e Iván. Se ven arrastrados a una operación de rescate en la que se enfrentan
a una realidad desgarradora: la subasta de chicas adolescentes al mejor postor.

Varias tramas que se entremezclan en un explosivo cóctel de chantaje, secuestro, y el aterrador


descubrimiento de una red clandestina que lleva operando desde hace varios años.

Mucha acción, en una novela que te mantendrá al borde del asiento, una mezcla explosiva de
suspense, acción y giros inesperados.

Y un final que te dejará con la boca abierta.

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