El Espejo Africano (1) 49 54
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montañas.
Atima Silencio caminó por una ciudad convulsionada, que no tenía tiempo ni
oídos para una pequeña esclava liberta.
Pidió trabajo y no se lo dieron. Nadie quería cargar con una esclava que ya
había probado la libertad. Era un riesgo demasiado alto. Y era, también, un mal
ejemplo para los esclavos propios.
Tanto anduvo que, finalmente, el día y la noche fueron una misma cosa para
ella.
NOVIEMBRE DE l8l6.
Atima Silencio tenía puestos los ojos en el brasero donde chirriaban los restos
de asado.
—¡Acercate!
—Vamos, acercate.
—¡Tomá!
Atima Silencio comió con avidez. Si su madre hubiese estado allí, le habría
dado un reto de esos que no terminaban nunca. Pero su madre no estaba para
retarla, ni para protegerla.
—¿Cómo te llamás? ¿De dónde venís? De seguro sos una esclava prófuga.
¿Tenés miedo? —se acercó un poco más—. Sos bonita, ¿sabés? —tomó coraje en la
risa de sus compañeros—. ¿Qué es lo que llevás colgado en el cuello? Dejame
verlo…
Los recién llegados traían linternas de aceite, con las que recorrieron el grupo,
rostro por rostro.
—¿Quién es esta niña? —el que preguntó tenía autoridad sobre todos ellos. Y
sobre muchos otros.
—Llévenla con las mujeres. Ellas sabrán tratar a una niña asustada y
hambrienta mucho mejor que nosotros. ¿No lo creen así, soldados?
—Sí, señor.
Así comenzaron para Atima Silencio los pocos días de sosiego y alegría que
aquel lugar podía darle.
Atima Silencio conoció el nombre y el rango del jinete que la había ayudado.
Solamente dos veces volvió a verlo, y siempre de lejos.
Hubo, sin embargo, una tercera oportunidad que Atima Silencio no dejó
pasar.
Fue duro el gesto del hombre que se vio obligado a levantar la mirada de sus
papeles. No reconoció a la joven que estaba, días atrás, junto a la hoguera. Y jamás
iba a reconocerla.
El hombre se sirvió agua de una jarra que había a su lado. Bebió un sorbo. Y
no pudo evitar sonreír.
—Para hacer señales de luces, señor. Yo las hice y con eso salvé la vida del
hijo de mi amo que, por eso, me dio la libertad.
—Vaya.
Pero, una vez más, la conversación de la joven no logró captar la atención del
hombre que, con apariencia distraída, miraba el espejo que sostenía en la mano.
—En medio de una guerra, es necesario que los mensajeros que se trasladan
de un sitio a otro lleven consigo algo que los identifique… Una seña, algo que nos
indique que se trata de un amigo. ¿Me entendés?
Y grabó su firma en la parte inferior del dorso del espejo. La madera de ébano
quedó marcada para siempre.
—Gracias, señor.
Para Atima Silencio se habían terminado los días de sosiego y alegría que
aquel lugar había podido darle.