El Espejo Africano (1) 49 54

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A fines de 1816, en América del Sur, un ejército se preparaba para cruzar las

montañas.

Atima Silencio caminó por una ciudad convulsionada, que no tenía tiempo ni
oídos para una pequeña esclava liberta.

Pidió trabajo y no se lo dieron. Nadie quería cargar con una esclava que ya
había probado la libertad. Era un riesgo demasiado alto. Y era, también, un mal
ejemplo para los esclavos propios.

Atima Silencio caminó día y noche, obteniendo apenas, y a veces, una


limosna que le permitía alimentarse.

Tanto anduvo que, finalmente, el día y la noche fueron una misma cosa para
ella.

Pero el hambre tiene sus habilidades. Y el olfato es una de ellas.

Atima Silencio sintió olor a carne asada. Y fue tras él…


5.

PROVINCIAS UNIDAS DE SUDAMÉRICA,

CAMPAMENTO MILITAR EN MENDOZA,

NOVIEMBRE DE l8l6.

Se ocultó en la oscuridad que rodeaba a la hoguera. Su corazón decía una


cosa y su estómago, otra.

Cerca, un hombre tocaba la guitarra. Y cantaba una copla sobre un hombre


que cantaba una copla. Otros hombres iban y venían, ocupados en quehaceres que
Atima Silencio no podía distinguir. De tanto en tanto, sonaba una voz o una
carcajada.

A un costado de la hoguera, sobre un brasero de hierro, se recocían restos de


carne y grasa.

Atima Silencio debía decidir entre su hambre y su miedo. Y el hambre, claro,


pudo más.

La primera reacción de los hombres, al verla aparecer, fue de absoluta


indiferencia. Con tanta penumbra, creyeron que se trataba de una de las pocas
mujeres que ayudaban a diario en los preparativos para la campaña. Las conocían a
todas. Viudas, en su mayoría. Decididas, escandalosas y malhabladas como
marineros de un barco carguero. Pero pronto, uno de ellos observó la novedad. Y
con un grito llamó la atención de sus compañeros.
Todos giraron a mirarla. Algunos pensaron que todavía era una niña. Otros,
en cambio, pensaron que ya había dejado de serlo.

Atima Silencio tenía puestos los ojos en el brasero donde chirriaban los restos
de asado.

—¡Acercate!

Y ella avanzó un poco.

—Si querés comer, tenés que acercarte más.

—No tengas miedo…

—Vamos, acercate.

Los trozos de carne se apretaron en la hoja de un cuchillo pequeño y filoso.

—¡Tomá!

Atima Silencio comió con avidez. Si su madre hubiese estado allí, le habría
dado un reto de esos que no terminaban nunca. Pero su madre no estaba para
retarla, ni para protegerla.

Uno de los más jóvenes se acercó a ella.

—¿Cómo te llamás? ¿De dónde venís? De seguro sos una esclava prófuga.
¿Tenés miedo? —se acercó un poco más—. Sos bonita, ¿sabés? —tomó coraje en la
risa de sus compañeros—. ¿Qué es lo que llevás colgado en el cuello? Dejame
verlo…

Sin embargo, no alcanzó a tocar el espejo cuando algo lo detuvo en seco.

Dos jinetes se aproximaban.

Aquellos hombres debieron reconocer alguna señal porque, de inmediato, se


levantaron. Acomodaron sus ropas y su aspecto.

Los recién llegados traían linternas de aceite, con las que recorrieron el grupo,
rostro por rostro.
—¿Quién es esta niña? —el que preguntó tenía autoridad sobre todos ellos. Y
sobre muchos otros.

¿En verdad la madre de Atima Silencio no estaba allí para protegerla…?

Las explicaciones que recibió el jinete fueron entrecortadas. Y no dijeron


mucho.

—Llévenla con las mujeres. Ellas sabrán tratar a una niña asustada y
hambrienta mucho mejor que nosotros. ¿No lo creen así, soldados?

—Sí, señor.

Así comenzaron para Atima Silencio los pocos días de sosiego y alegría que
aquel lugar podía darle.

Tuvo alimento y hasta alguna compañía. Las mujeres le dieron trabajos y


conversación. Pero nunca dejaron de advertirle que, muy pronto, el ejército partiría.
Y cada quien seguiría su propio rumbo.

Atima Silencio conoció el nombre y el rango del jinete que la había ayudado.
Solamente dos veces volvió a verlo, y siempre de lejos.

Hubo, sin embargo, una tercera oportunidad que Atima Silencio no dejó
pasar.

—Buenas tardes, señor.

Fue duro el gesto del hombre que se vio obligado a levantar la mirada de sus
papeles. No reconoció a la joven que estaba, días atrás, junto a la hoguera. Y jamás
iba a reconocerla.

—¿Qué buscás aquí?

—Sé que usted necesita muchas cosas para su ejército. Y yo tengo…

—No es mi tarea recaudar las donaciones. Afuera te van a indicar adonde


llevarlas.

Una tos seca interrumpió la malhumorada respuesta.


—Alce los brazos, señor —dijo Atima Silencio—. Alce los brazos y diga «Con
Dios, con Dios se va la tos».

El hombre se sirvió agua de una jarra que había a su lado. Bebió un sorbo. Y
no pudo evitar sonreír.

—Vamos a ver qué tenés para donarle al ejército.

El rostro de Atima Silencio era un carbón encendido.

—Este espejo, señor —entonces, Atima Silencio atropelló las palabras—,


viene del Africa, señor. La madre de mi madre se lo dio a mi madre y mi madre me
dijo que su madre…

—¡Despacio… que, con tantas madres, ya no comprendo lo que decís!

Después, como si no estuviera interesado en la historia, el hombre cambió de


tema.

—¿Y para qué creés que podría servirnos un espejo?

Atima Silencio respondió enseguida:

—Para hacer señales de luces, señor. Yo las hice y con eso salvé la vida del
hijo de mi amo que, por eso, me dio la libertad.

—Vaya.

Pero, una vez más, la conversación de la joven no logró captar la atención del
hombre que, con apariencia distraída, miraba el espejo que sostenía en la mano.

—¿Sabés lo que es un salvoconducto? —preguntó de repente.

Atima Silencio negó con la cabeza.

—En medio de una guerra, es necesario que los mensajeros que se trasladan
de un sitio a otro lleven consigo algo que los identifique… Una seña, algo que nos
indique que se trata de un amigo. ¿Me entendés?

—Sí, señor. Lo entiendo.


—Mirá lo que vamos a hacer para darle a este espejo un buen destino.

El general José de San Martín tomó un estilete.

Y grabó su firma en la parte inferior del dorso del espejo. La madera de ébano
quedó marcada para siempre.

—¡Ya está! —dijo—. Ahora es un salvoconducto. Y tendrá trabajo en esta


guerra.

Atima Silencio estaba feliz.

—Gracias, señor.

—Te prometo que lo llevará uno de mis mejores mensajeros.

Pocos días después, las barracas se levantaron. Y los hombres partieron.

Cada quien tomó su rumbo, como habían advertido las mujeres.

Para Atima Silencio se habían terminado los días de sosiego y alegría que
aquel lugar había podido darle.

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