Christina Brune - Guerra de Clanes 02-Entre Vampiros y Lobos

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Entre vampiros y lobos

Guerra de clanes II

Christina Brune
Copyright © 2023 Christina Brune

Todos los derechos reservados.

Los personajes y eventos que aparecen en este libro son ficción. Cualquier
parecido con una persona, viva o muerta, es una coincidencia y no ha sido
intencionado por la autora.

Ninguna parte de este libro puede ser reproducida en alguna forma ni por
cualquier medio, sin contar con previa autorización.
Contents

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Copyright
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About The Author
Agradecimientos
1
Krimer salió de ella.
Después de descargar, su miembro estaba flácido y
húmedo. Había sido un polvo rápido, sin ganas. Silvia no
había acabado, eso desde luego, y no era la primera vez en
los últimos dos meses que él no se preocupaba por el placer
de ella.
—Tengo que seguir trabajando —anunció él con voz
ronca mientras recogía el pantalón y la camiseta del suelo.
Silvia asintió en silencio y contempló como él se
vestía y se marchaba, dejándola húmeda y con la
entrepierna ardiendo de deseo. Suspiró con fuerza y se dejó
caer en la cama. Inconscientemente, su mano se deslizó por
su vientre hasta lo que se ocultaba entre sus muslos. Cerró
los ojos y se acarició despacio. Lo hizo durante un par de
largos minutos, intentaba visualizar los momentos en los
que el sexo entre ambos no había sido tan… tan vacíos.
Recordó la primera vez que lo habían hecho, en la biblioteca
de la mansión Schwarz, él la había poseído con un deseo
lleno de rabia salvaje. El recuerdo la excitó, pero también la
cabreó y se dio cuenta de que no tenía ganas de seguir.
Dejó de tocarse y se quedó tumbada en la cama.
¿Cómo habían acabado así las cosas? Después de la
batalla en la mansión, ella se había mudado con él, llena de
esperanzas y de sueños. La reconstrucción del lugar ya
había terminado, la relación había florecido con pasión y
amor, pero tras un año la cosa había empezado a torcerse.
Él estaba obsesionado con reconstruir el clan y el trabajo le
consumía tanto tiempo que Silvia se veía obligada a pasar
largas horas a solas y cuando estaban juntos, Krimer
parecía ausente.
—Tengo que hacer algo —se dijo a sí misma.
Se puso en pie, recogió la ropa y se vistió. Cogió el
teléfono y buscó entre sus contactos a Isabelle.
—¿Qué pasa guapísima? —preguntó la voz de su
amiga al otro lado de la línea—. Qué ilusión que me llames,
hace mucho que no se de ti.
—Ya —contestó ella desganada—. Oye, ¿te apetece
tomar un café? Me cuentas en qué andas metida.
—Claro, ¿en el Starbucks?
—Sí.
◆◆◆

El Starbucks en el que solían quedar cuando habían


estado de erasmus se situaba justo delante de la Puerta de
Brandeburgo. Las vistas eran impresionantes desde la
terraza. Era una tarde nublada que amenazaba lluvia, la
gente iba y venía envueltos en sus abrigos y con los
paraguas en la mano.
Silvia respiró el aire fresco de aquella ciudad que
adoraba. Había pedido un frappuccino de caramelo y una
galleta de chocolate y estaba disfrutando de pasar tiempo
fuera de la mansión. Isabelle llegó a la mesa después de
coger sobres de sacarina. De un tiempo a esta parte había
dejado de vestir con su habitual royo hippie, ahora vestía
más formal, al menos para sus estándares. Había empezado
a trabajar en una empresa y se había echado un novio.
Estaba cambiada, pero a la vez seguía siendo la misma
Isabelle.
—Y bueno, ¿qué tal la vida de dama adinerada? —
preguntó.
—No puedo quejarme por el dinero, eso desde luego
—reconoció Silvia—. No me falta de nada en ese aspecto.
—En ese aspecto —repitió su amiga—. Entre eso y la
cara de momia que me llevas, está claro que te pasa algo.
Silvia dio un trago largo a su café para poner en orden
sus ideas.
—Es Krimer, está distraído y las cosas no funcionan
como antes —sacárselo del pecho fue como quitarse una
enorme piedra de encima, una lágrima asomo a sus ojos—.
El trabajo lo está distrayendo mucho.
—Ah, el trabajo, la primera excusa de los hombres.
—¿Qué quieres decir?
—Los tíos son todos iguales —sentenció Isabelle
sonriendo—. Cuando no quieren enfrentarse a algo, se
refugian por completo en otra cosa. Normalmente es el
trabajo, los amigos o una afición. A veces, incluso lo
mezclan todo, y así acabas con un tío que se pasa los findes
jugando al futbol con sus colegas mientras te ignora.
Silvia se rio.
—Lo tienes bastante claro.
—Experiencias reales —contestó encogiéndose de
hombros.
—¿Cómo te va con el nuevo novio?
—Por ahora, bien —Isabelle se encogió de hombros,
abrió la tapa de café, le echó sacarina y lo removió—.
Tampoco espero casarme con él, me dejo fluir.
—¿Y el trabajo?
—Aburrido, pero paga las facturas. Tampoco intentes
distraerme, hablabas de Krimer.
—No te distraigo —se excusó Silvia, hizo una bola de
papel con una servilleta y se la tiró a su amiga a la cara—.
De verdad quiero saber cómo va tu vida.
—Mi vida va bien, asentando la cabeza… supongo.
—Yo no sé qué hacer —reconoció ella—. Sé que su
trabajo es importante, muchísimo, pero empiezo a sentirme
desatendida y no…
—El trabajo puede ser todo lo importante que quieras
—la interrumpió Isabelle—, pero hasta un presidente tiene
que sacar tiempo para su mujer. Háblalo con él, dile como te
sientes.
—¿Y si eso lleva a…? —Silvia no pudo acabar la frase,
las palabras se le atragantaron.
—Entonces mejor pronto que tarde.
—Su trabajo es muy importante —repitió Silvia.
Isabelle extendió una mano por encima de la mesa
para coger la suya, apretó y le sonrió.
—Tú eres más importante y debería saberlo —le dijo
con convicción—. Y si lo necesitas, tu habitación sigue libre
en nuestro piso.
◆◆◆

Silvia tomó un camino largo para volver a la mansión.


Paseó con calma por la ciudad, a pesar de que la tormenta
se había desatado y no llevaba paraguas, no le importó
mojarse. Cuando llegó a la mansión, le abrió la puerta un
miembro del servicio.
—¿Le preparo un baño de agua caliente, señorita?
—Sí, ¿por qué no?
Un rato después el baño estaba envuelto en una nube
de vapor. Silvia se paseó desnuda hasta el espejo de cuerpo
completo y examinó la marca entre sus pechos. El tatuaje
negro que había surgido allí cuando Krimer le había dado de
beber su sangre maldita había crecido un poco con el paso
del tiempo, se extendía como una serpiente hacia sus
clavículas y también bajaba hacia su vientre. Formaba parte
del clan Schwarz y la vida de ella dependía de la de él. Eso
le había dicho Krimer, aunque nunca había pensado
demasiado en el significado de aquellas palabras.
Silvia se metió en el agua caliente y se dejó acariciar
por la espuma que flotaba en la superficie. Una ventana
enorme frente a la bañera dejaba ver la lluvia cayendo
sobre los jardines de la mansión. Silvia cerró los ojos y se
dejó llevar por el repiqueteo de la lluvia.
La puerta del baño se abrió, sacándola del trance.
Krimer pasó al interior, iba vestido con ropa de trabajo y
cubierto de un polvillo blanco. El pelo despeinado y la barba
de varios días sin perfilar le daban un aspecto desaliñado.
—Me han dicho que te encontraría aquí —dijo
cerrando la puerta—. ¿Cómo estás?
—Bien —mintió ella.
—¿Dónde has ido? —inquirió él acercándose y
sentándose al borde de la bañera.
Silvia frunció el ceño, molesta por la pregunta.
—¿Y a ti que te importa?
Krimer pareció sorprendido ante la insolencia.
—Me importa.
—He quedado con Isabelle, ¿ahora tengo que pedir
permiso para salir de la mansión?
—¿Qué estás diciendo? —suspiró él, más desganado
que enfadado—. ¿A qué viene todo esto?
—A que tu pregunta sobraba —escupió ella, sabía que
el ardor que sentía en su interior no venía de la pregunta de
él, pero no podía evitar que las palabras llenas de rabia
escapasen de sus labios—. Voy a donde quiero y cuando
quiero.
Krimer se puso en pie con el morro torcido.
—No tengo tiempo para esto —rugió dirigiéndose a la
puerta.
—No, está claro que últimamente no tienes tiempo
para mí.
Krimer se detuvo. La cabeza gacha, los hombros
hinchados, respiró profundamente un par de veces. El
silencio reinante era pesado y peligroso.
Silvia se incorporó en la bañera y miró desafiante.
—Últimamente te pasas todo el día trabajando en los
sótanos de la mansión —explicó en voz conciliadora,
intentando calmar los ánimos—. No tienes tiempo para mí,
la pasión con la que me mirabas antes se ha perdido y mi
placer cuando lo hacemos no te importa.
—Estoy reconstruyendo el altar de mi clan —dijo él
entre dientes—. Sabes lo que eso significa.
—No debería significar que no tienes tiempo para mí.
—Eso es mentira.
—Eso como me siento —sentenció ella, cansada de
fingir que todo iba bien.
—¡Debo reconstruir el altar, Silvia! —gritó él,
encarándola y dando dos zancadas en su dirección, sus ojos
ardían furiosos—. ¿Es que no lo entiendes? Mi clan morirá
conmigo si no lo acabo, si no puedo convertir a otros antes
de que…
—Lo entiendo —aseguró ella manteniéndose firme—.
Pero eres joven, no vas a morir mañana, Krimer.
—Eso no lo sabemos.
—¡Qué tontería!
—Lo será para ti —rugió él—. Pero yo no descansaré
hasta que mi obra esté acabada.
—¿Y qué se supone que debo hacer yo? —preguntó
ella poniéndose en pie, poco le importaba la desnudez,
estaba rabiosa—. ¿Esperar a que te dé la gana prestarme un
poco de atención? ¿Mendigar por tu cariño? ¿Mendigar por
que hagas que me corra una sola vez?
Krimer se echó un poco para atrás, sorprendido ante
la erupción de ella. Apretó la mandíbula y los puños.
—Tú conseguiste este trato con Bertram —dijo él, se
notaba que estaba intentando controlarse para no explotar
—. ¿Por qué ahora te enfurece que dedique tiempo a
reconstruir lo perdido?
—No es una cosa o la otra, Krimer —escupió ella
exasperada—. Puedes tener ambas.
Él negó con la cabeza y agachó la mirada. Ella se dio
cuenta de que, a pesar de estar ante él, con todo el cuerpo
mojado y desnuda, ni siquiera la había mirado como la
miraba antaño. No había paseado por sus curvas, ni se
había relamido de deseo. Aquello le provocó un nudo en el
estómago.
—Debo acabar lo que empecé cuando fui a la guerra
—aseguró.
—Entonces eliges a tu clan por encima de mí.
—Tú eres mi clan —la miró a los ojos, furioso y roto—.
Tú eres parte de los Rot.
—Pues no me siento como tal.
—No puedes pedirme que me detenga, Silvia. No va a
pasar.
—Pues entonces será mejor que haga una maleta y
me vaya.
Krimer la observó, incrédulo y enfadado. Se notaba
que estaba intentando no estallar, controlando la rabia del
licántropo. Apretó los labios para no decir algo de lo que se
arrepentiría, frunció el ceño y la miró con el odio que solo el
amor puede provocar.
—Si es lo que quieres —dijo fríamente.
—Es lo que necesito —aseguró ella.
2
Silvia no acabó el baño. Se secó todo lo rápido que
pudo, se vistió e hizo una maleta rápida con la ropa que
tenía más a mano. Krimer no la acompañó, ni intentó
impedirle que se marchase, estaba demasiado ocupado
trabajando.
Pues que así sea, pensó ella furiosa y decepcionada.
Tan rabiosa como la tormenta que arreciaba en el exterior,
Silvia se marchó de la mansión. Pidió un taxi y desapareció
de allí. Pensó en ir al piso que había compartido con
Isabelle, pero era tarde y no quería molestar, así que se
marchó a un hotel.
Se registró en la recepción y subió a la habitación, un
pequeño cuarto genérico y exento de personalidad, dejó la
maleta y se dejó caer en la cama. La tranquilidad no duró ni
dos minutos, el silencio de la habitación se le echó encima y
mil pensamientos acudieron a su cabeza. Se puso en pie,
incapaz de aguantar aquella nada, aquella incertidumbre, y
se marchó. Bajó en el ascensor hasta el bar del hotel. Era un
sitio bastante bonito, de paredes de madera y una larga
barra oscura. Todo iluminado tenuemente con bombillas que
pendían del techo y guirnaldas de luces entre las botellas.
Cuatro personas compartían el silencio del bar, cada uno
centrado en su copa.
—Vermú —pidió—. Rojo.
Se sentó en un taburete de la barra y paseó su mirada
por las botellas. No buscaba nada concreto, solo intentaba
mantener la cabeza ocupada. No quería pensar en él.
Le sirvieron una generosa copa de néctar rojizo con
hielos. Le dio un largo trago y el alcohol ayudó a calmar los
nervios y calentarle el estómago. Había una cosa que Silvia
odiaba por encima de todo lo demás en una relación y era
aquello, el estado de no saber si la pareja seguía unida o se
había roto. El trance tras una discusión fuerte. Una vez, un
novio le había pedido “tiempo”, ella había pasado una de las
peores semanas de su vida para luego enterarse de que él
había estado acostándose con una amiga. Aquellos
pensamientos solo sirvieron para turbarla más. Se pidió un
segundo vermú cuando acabó con el primero y un tercero
después. El alcohol ayudó. Estaba pensando en pedir la
cuenta y marcharse a la habitación cuando alguien se sentó
a su lado.
—¿Todo bien? —preguntó una voz masculina.
Silvia miró de reojo al recién llegado. Era un hombre
larguirucho y delgado, una mata de pelo rizado y negro
coronaba un rostro anguloso desprovisto de bello facial,
armonioso y simétrico, tan perfecto que provocaba una
sensación extraña al contemplarlo. Sus ojos del color del
ámbar brillaban, etéreos y preciosos. Iba vestido con unos
pantalones negros de pitillo, una camiseta blanca y un
cardigán negro. Lucía varios anillos de oro y plata y un par
de aros pendían de sus orejas.
—Sí —contestó ella con sequedad.
—Te he visto beberte dos de esos casi de un trago —
comentó él sonriendo, había algo en su voz, un timbre
hermoso y atractivo—. Ojo, no estoy juzgando, pero conozco
esa sensación. A veces una conversación ayuda a beber
más despacio.
Ella miró al desconocido sin saber muy bien qué
hacer.
Qué demonios, pensó. No iba a conseguir dormir. Una
conversación no sonaba tan mal.
—Me llamo Rainer —él extendió la mano.
Silvia dudó antes de devolverle el apretón.
—Silvia.
—¿Quieres otra?
—¿Eh?
Él señaló a la copa casi vacía. Ella asintió.
—Otro vermú para ella y vino tinto para mí —pidió,
luego se giró y clavó la mirada en ella, había una intensidad
abrumadora en sus ojos, era como si perforasen hasta el
alma—. ¿Se puede contar lo que te aflige? ¿O es privado?
—Cosas de pareja —sentenció Silvia sin ganas de dar
más explicaciones.
—Oh, entiendo —replicó él—. Esas son las peores. Es
algo maravilloso el amor, hasta que se acaba, la línea que lo
separa con el odio puede cruzarse muy rápido.
Silvia no dijo nada, solo dio un trago de su nueva
copa. Ya sentía la cabeza ligera y sus preocupaciones se
habían ido desvaneciendo a tragos. Se sentía con ganas de
divertirse, de olvidar. Miró a Rainer y alzó su copa.
—Un brindis por eso.
Él brindó con una sonrisa amplia que enseñaba todos
sus dientes, tenía los caninos puntiagudos y afilados, no lo
suficiente para que fuese extraño, pero a Silvia le llamó la
atención.
—Ven, vamos a sentarnos en una mesa —dijo Rainer
—. Así podremos charlar de la vida y el amor.
Silvia dudó de nuevo, pero el alcohol le dio el valor de
hacerlo. Tomaron asiento en un rincón acogedor del bar y
continuaron bebiendo. Hablaron sobre cosas
intrascendentes durante un rato, hasta que Silvia, llena de
un calor que no había conseguido apagar en los últimos
meses, decidió preguntarle:
—Y, ¿por qué te has acercado a mí?
—Tengo una debilidad —confesó él—. Las personas
que beben solas en una barra de bar siempre me despiertan
curiosidad.
—Ah, solo por eso.
—Hay muchas personas bebiendo solas en este bar —
Rainer señaló a la silenciosa barra en la que cuatro hombres
hacían lo mismo que Silvia había estado haciendo.
—Hombres, mujeres solo una, supongo que no había
donde elegir.
Rainer se recostó en la silla y una sonrisa pícara
alumbró sus labios.
—Oh, no. Podría haber elegido a cualquiera de esa
barra, no hago desprecios a nadie por lo que tenga entre
sus piernas —guiñó un ojo—. Pero desde luego, eres la
persona más hermosa de todos los que están aquí.
Silvia se sonrojó y tuvo que apartar la mirada de
aquellos ojos ambarinos que penetraban como un punzón
de hielo. Rainer echó un largo trago a su copa, sin apartar
su mirada depredadora de ella.
—¿Y bien? —preguntó Silvia para romper el silencio—.
¿Qué hacías tú aquí?
—Cazar —confesó él en voz baja.
Silvia frunció el ceño, confusa.
—¿Cazar? —preguntó incómoda—. ¿Personas que
beben en la barra?
—Algo así —contestó él con una amplia sonrisa, sus
caninos parecían más afilados que antes.
Una decena de alertas se encendieron en la mente de
Silvia y la borrachera se desvaneció ante la adrenalina. De
pronto, ya no se sentía cómoda ni con ganas de continuar
aquella conversación.
—En fin, debería volver a mi habitación, tengo que
dormir algo —mintió.
—¿En serio? —preguntó él, decepcionado—. Nos
acabamos de sentar.
—Sí, mañana me toca madrugar y ya lo he alargado
suficiente.
Silvia se despidió con un gesto vago de mano y se
dispuso a marcharse, Rainer no dejó de sonreír mientras la
observaba.
—Siéntate, Silvia —no fue una orden, fue un susurro
tranquilo y sosegado.
Palabras de seda que entraron en ella y anularon la
incomodidad que había estado sintiendo, de pronto le
apeteció volver a sentarse, así que lo hizo. Alzó la mirada
para mirar a aquel extraño que no dejaba de sonreír, un aire
siniestro lo envolvía.
—Estábamos teniendo una agradable conversación,
¿no? —inquirió con su tono amable—. No seas maleducada.
Silvia asintió impelida por unos pensamientos que no
parecían propios. Había algo raro en la voz de Rainer, era
como si sus palabras se colasen debajo de la piel.
Tranquilizaban sus nervios, le hacían sentir segura y le
nublaban el juicio.
—Disculpa —fue lo único que consiguió decir Silvia.
—No son necesarias las disculpas —insistió él sin dejar
de sonreír, meneo la copa de vino y le dio otro trago, esta
vez lo escupió en cuanto la bebida rozó sus labios—.
Asqueroso, menos mal que ya no tenemos que fingir. ¿Por
dónde iba? Ah, sí. ¿Qué relación tienes con Krimer Schwarz?
Silvia alzó una ceja.
—¿Cómo?
—Te he visto salir de su mansión. Hueles a perro
mojado, pero no eres un licántropo.
De pronto, los nervios y la incomodidad volvieron a
Silvia como una oleada. Intentó ponerse en pie.
—Contesta —ordenó él.
Y ella se sentó de nuevo. Su voz era poderosa, le
impelía a querer complacerle, a querer cumplir lo que pedía,
pero algo en su interior se revolvía contra las ordenes con
rabia ardiente.
—Somos pareja —contestó Silvia sin querer hacerlo—.
¿Me has estado siguiendo?
—No era mi plan inicial, pero sí —Rainer sacó una
petaca del interior de su chaqueta, la abrió y pegó un trago
—. Mucho mejor. Te vi salir de la mansión hecha una furia y
me resultó curioso que una humana estuviese pasando
tiempo con un perro.
—¿Quién eres? —inquirió ella, cada vez más furiosa.
—Un enemigo de los tuyos, pero eso no te importa.
Necesito saber cosas sobre Krimer —Rainer echó un vistazo
alrededor—. Es hora de volver a la habitación, señores.
Sus palabras flotaron por el bar rompiendo el silencio.
Sin hacer nada, sin gesto alguno de resistencia, los
parroquianos abandonaron sus copas a medio beber y
salieron del bar, lo mismo hizo el camarero. En apenas unos
segundos, se quedaron solos.
—No voy a decirte nada —replicó Silvia haciendo
acopio de todas sus fuerzas para resistirse al embrujo de él.
Rainer frunció el ceño, su expresión estaba a medio
camino entre la curiosidad y la molestia.
—Deja de resistirte —ordenó de forma más imperiosa
—. Y contesta a mis preguntas.
Silvia apretó los dientes hasta hacerse daño, la voz se
filtraba en su interior, la tranquilizaba y le decía que estaba
bien, que podía complacer las ordenes de él, era lo mejor.
Entonces, algo en su sangre despertó, una rabia
acompañada de un deseo de destrucción que la
sobrepasaba por completo. Miró a Rainer y lo vio como un
enemigo al que había que batir.
—¿Cómo puede ser? —inquirió él, sorprendido.
Silvia quiso contestar, pero se resistió. Rainer,
sonriente, se incorporó y se acercó peligrosamente a ella.
Su presencia era cautivadora, desprendía un olor delicioso y
embriagador, un olor que despertaba recuerdos, aunque no
lo hubiese olido jamás. El corazón de Silvia se aceleró
contra su voluntad y sus piernas temblaron.
—No eres del todo humana —dijo Rainer complacido
con sus averiguaciones—. Qué curioso, Krimer te ha maldito
con su sangre.
—Aléjate —dijo Silvia haciendo un esfuerzo
sobrehumano.
Rainer sonrió y enseñó los dientes, sus caninos ahora
eran dos agujas afiladas y peligrosas. Se acercó a su cuello
y respiró encima de su piel, un escalofrío recorrió todo el
cuerpo de ella. Sentía la presencia embriagadora de él como
un aura que quisiese dominarla, solo un esfuerzo titánico de
su fuerza de voluntad estaba impidiendo que se sometiese
por completo.
—Me pregunto, ¿qué ocurrirá si te muerdo? —Rainer
pasó la lengua por su cuello y el asco le provocó un
escalofrío—. ¿Se enfadará Krimer por pervertir lo que es
suyo?
Se acercó un poco más, hasta que los caninos rozaron
la piel como dos cuchillas afiladas. Silvia tragó saliva,
asustada y compungida, pero incapaz de resistirse. El
aroma, la voz, todo la envolvía y le embotaba los sentidos.
Todo su cuerpo le pedía que se rindiera.
—¿Te aceptará como vampiro? —preguntó él
relamiéndose—. Lo más probable es que te repudie para
siempre, que se levante cada mañana para mirarte con
desprecio, incapaz de no oler lo que eres. Una aberración a
sus ojos. ¿Eso te gustaría?
Silvia quiso decir que sí, que cualquier cosa que él
dijese estaba bien, pero la parte maldita de su sangre se
encendió como llamas que la abrasaron por dentro y se
llevaron consigo el embrujo. Movida por la adrenalina, Silvia
se puso en pie violentamente y Rainer retrocedió
sorprendido. Se miraron por un segundo que pareció eterno.
—Eres fuerte —reconoció él.
—Aléjate.
—No, todavía no he acabado contigo.
Rainer se abalanzó sobre ella, pero Silvia consiguió
apartarse a tiempo y salió corriendo. Echó un solo vistazo
atrás, para ver como aquel ser se quedaba plantado en
medio del bar, observándola con una sonrisa en los labios
que prometía que volverían a encontrarse.
Silvia recogió la maleta de su habitación y huyó de
aquel hotel a toda prisa.
3
No descansó bien hasta la mañana siguiente, cuando
el sol alumbró el cielo y la oscuridad de la noche se
dispersó. Había contactado con Isabelle que, a pesar de las
horas, había estado encantada de recibirla en el piso que
habían compartido. Se habían pasado las horas antes del
alba bebiendo té y hablando de Krimer y sus problemas de
pareja. Exhausta, Silvia cayó rendida y durmió hasta
mediodía.
Una pesadilla enturbió su descanso, en ella veía a
Rainer convertido en un monstruo, mordiéndola y bebiendo
su sangre para luego entregarla a Krimer que la repudiaba
por el monstruo en el que ella misma se convertía. Lo
primero que hizo al despertar fue llamar a Krimer, por muy
enfadada que estuviese con él sentía la necesidad de
avisarle de lo que le había ocurrido. El móvil dio varios tonos
hasta que la conexión se cortó, sin respuesta. Volvió a
intentarlo para obtener el mismo resultado.
—Puto imbécil —escupió furiosa—. ¡Cógelo!
Nada. No hubo respuesta alguna ni la tercera vez. Tiró
el móvil contra la cama y gritó de rabia. Al salir de la
habitación, Isabelle la miró con curiosidad.
—¿Todo bien?
—No —rezongó Silvia—. Nada va bien.
—Si que habéis discutido fuerte.
—¿Eh?
—Krimer y tú.
—Ah, sí, sí —Silvia fue a la cocina y empezó a
rebuscar en la despensa algo de comer, luego se dio cuenta
de que esta ya no era su casa—. Perdona, ha sido la
costumbre.
Isabelle se apoyó en el umbral de la cocina.
—No pasa nada, como si estuvieras en tu casa.
—No me coge el teléfono y tengo algo importante que
decirle —explicó Silvia mientras buscaba los ingredientes
para un sándwich.
—Muy maduro.
—No sé qué hacer —Silvia se dio cuenta de que le
temblaban las manos cuando cogió el cuchillo para cortar
las rebanas de pan, se quedó paralizada.
Isabelle entró en la cocina y le quitó el cuchillo de las
manos, lo dejó en la encimera y luego la abrazó. El contacto
fue reconfortante, como un bálsamo sobre sus nervios.
—Esta noche vendrá Peter —informó—. Íbamos a ver
una película, ¿quieres verla con nosotros? Así desconectas y
nos echamos unas risas.
Silvia asintió.
—Prométeme que no es una romántica —pidió con un
nudo en la garganta.
—Prometido.
◆◆◆

La lluvia repiqueteaba contra las ventanas. En el


exterior hacía frío, pero dentro del apartamento la
calefacción luchaba por mantener el ambiente cálido.
Isabelle y Peter, su novio, un muchacho pelirrojo y muy alto,
estaban en el sofá usando el mando para pasear por los
menús de Netflix para encontrar la película.
—¿Por qué no está en recién añadidas? —preguntó él.
—¿A lo mejor no la han subido?
Silvia, un poco más calmada que por la mañana,
aunque no había conseguido hacerse con Krimer, los
observaba con envidia desde el sofá de cuero. Se levantó y
marchó a la cocina.
—¿Palomitas? —preguntó en voz alta para que los dos
tortolitos la escuchasen entre sus risas.
—¡Sí, gracias! —contestó Isabelle.
Silvia metió una bolsa en el microondas y apretó al
botón. El estallido de las palomitas en el interior ocultó
cualquier conversación y risa del comedor. Se quedó
mirando como giraba la bolsa y se iba llenando, como si
fuese algo hipnótico, al menos lo suficientemente hipnótico
como para vaciar la cabeza.
Entonces, un olor llegó hasta ella. Un olor
embriagador que, ahora se daba cuenta, enmascaraba el
hedor de la muerte. Todos los pelos se le pusieron como
escarpias y sus músculos se tensaron.
El timbre sonó.
—Qué raro… —escuchó que decía Isabelle.
—Voy yo —anunció Peter, alegre.
Silvia se quedó paralizada. Aquel olor le resultaba
repulsivo y le retorcía el estómago, lo conocía. La sensación
de peligro era la misma que había sentido con Rainer, pero,
no podía ser. Peter pasó por delante de la puerta de la
cocina y abrió la puerta del apartamento.
—¿Sí? —preguntó.
—¡Hola! —era la voz de Rainer—. Soy un amigo de
Silvia, me ha invitado para lo de esta noche, ¿puedo pasar?
—Cla…
—¡NO! —gritó Silvia corriendo al pasillo.
Allí se encontró a un Peter desconcertado que
paseaba su mirada entre ella y el desconocido en el umbral.
Rainer esperaba fuera, sonriendo. Su mirada se cruzó con la
de Silvia y ambos se la sostuvieron desafiantes.
—¿Puedo pasar? —repitió Rainer.
—¡No! —repitió Silvia—. Peter, aléjate de la puerta.
Peter la miró, confuso.
—¿Qué está pasando? —preguntó Isabelle que se
acercó al oír el alboroto.
—¿Es amigo tuyo? —inquirió Peter.
—No —aclaró Silvia.
—Duras palabras —dijo Rainer—. Nos conocimos
anoche, compartimos una copa y me ha invitado hace un
rato. No sé qué te pasa, Silvia, pero si me dejas pasar
podemos hablarlo. Si no quieres que esté aquí me
marcharé.
Silvia pudo sentir el aroma embriagador de nuevo, las
palabras de Rainer se colaron por debajo de su piel y
embotaron sus sentidos. Cerró los ojos, apretó los puños y
se resistió al encantamiento.
—Márchate —ordenó.
Peter e Isabelle la observaban, tensos y confusos,
incapaces de saber lo que estaba ocurriendo en realidad,
que aquel hombre era un vampiro. Que si le invitaban a
pasar… los devoraría a todos. El corazón de Silvia dio un
vuelco con solo pensarlo.
—Márchate —repitió—. No eres bienvenido en esta
casa.
Rainer acució un gesto de dolor ante aquellas
palabras y retrocedió en el rellano. Se recompuso lo
suficiente para recuperar la sonrisa y enseñar los afilados
colmillos.
—Muy bien —dijo en un susurro amenazante—.
Volveremos a vernos.
Y se marchó.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Peter cerrando la
puerta.
—Sí, menudo tipo raro —apuntó Isabelle—. ¿Todo
bien?
Silvia solo reaccionó cuando su amiga le tocó el brazo,
salió corriendo a la cocina y apagó el microondas, las
palomitas se habían quemado. Harta, cogió de nuevo el
móvil y llamó, pero no a Krimer.
Esta vez llamó a Bertram.
◆◆◆
Una hora más tarde Silvia escuchó el claxon de un
coche anunciando la llegada de Bertram. Se asomó por la
ventana del piso y vio el coche negro y sobrio que la
esperaba abajo.
—¿Seguro que todo va bien? —preguntó Isabelle por
quinta vez.
—Sí, no te preocupes —insistió ella—. Nos vemos
luego, ¿vale?
—Sí.
Silvia cogió el bolso y se dispuso a marcharse, se
detuvo en el umbral de la puerta un segundo.
—Si vuelve, no le dejéis entrar —advirtió.
—Me estás preocupando —dijo Isabelle fingiendo una
tranquilidad que no sentía.
—No tenéis nada de qué preocuparos —insistió—.
Simplemente no le dejéis pasar, es un acosador extraño.
Isabelle asintió en silencio, más afectada por lo que
había pasado de lo que le admitiría jamás. Silvia se marchó,
bajó las escaleras despacio y mirando tras cada esquina,
esperando encontrar a Rainer en cualquier parte. Salió a la
calle y corrió hasta el coche que la esperaba, se subió en los
asientos de atrás donde Bertram la esperaba. Iba bien
vestido, como era habitual en él y se había dejado un inicio
de barba que no le quedaba nada mal. Entre sus piernas
descansaba un bastón de madera roja.
—Vamos a casa —le dijo al chofer que en seguida se
puso en marcha, luego se giró a Silvia—. ¿Todo bien?
Parecías nerviosa por teléfono.
—Estoy nerviosa —aseguró ella, todavía mirando de
reojo al exterior, esperando ver a Rainer acechando—.
Gracias por haber venido, de verdad, yo…
La mano de Bertram se posó sobre la suya, Silvia dio
un respingo, su primer instinto fue quitar la mano, pero la
dejó. El contacto cálido y firme de él la hacía sentir
protegida.
—No te preocupes —sus palabras eran firmes—. Aquí
estás a salvo.
Silvia asintió, agradecida, no pudo evitar que una
lágrima escapase de sus ojos mientras los nervios y la
tensión de las horas anteriores se iba desvaneciendo. El
coche condujo despacio, las luces nocturnas de Berlín no
atravesaban del todo los cristales tintados dejando en
penumbra el interior del vehículo. Silvia no dejó de apretar
la mano de Bertram, la tranquilidad que emanaba de él era
todo lo que necesitaba. Todo lo que necesitaba que hubiese
hecho Krimer, en aquel momento lo odió con todas sus
fuerzas por ser como era, por su obsesión, por haberla
abandonado.
—Si sigues apretando tan fuerte me quedaré sin mano
—bromeó Bertram con una sonrisa amable en los labios.
Ella le soltó mientras se sonrojaba.
—Per…perdona —balbució.
Él le cogió la mano de nuevo. La piel de ella se erizó
ante el contacto, el corazón le dio un vuelco mientras alzaba
la mirada y la clavaba en él que la observaba con
comprensión y paciencia. Le quedaba bien la barba,
demasiado bien. Hasta lo del bastón le confería un toque
señorial. Por un momento, uno solo, pensó en si no se había
equivocado hacía un año.
—No te preocupes, todo irá bien.
Silvia asintió y tragó saliva con fuerza. Poco a poco se
fue calmando, media hora más tarde el coche llegó a la
mansión de los Rot. Era una preciosa villa en las afueras de
Berlín, con jardines cuidados alumbrados por antorchas y
una piscina cubierta en el exterior. Los techos a dos aguas
negros contrastaban con la bonita fachada blanca, era una
casa antigua, pero no se veía descuidada, todo lo contrario.
Varios torreones enmarcaban las fachadas, dándole al
conjunto el aspecto de haber salido de un cuento.
Bertram salió del coche y dio la vuelta para abrirle la
puerta. Le ofreció una mano para ayudarla a incorporarse.
—Bienvenida a la mansión Rot —dijo—. Mi hogar.
Un camino de piedra cruzaba los jardines hasta la
entrada de la mansión, empezaron a recorrerlo despacio. El
bastón de Bertram golpeteaba el suelo rítmicamente
mientras avanzaban.
—Es preciosa —suspiró Silvia todavía prendada por la
visión.
—La casa ancestral de los míos —comentó él con
orgullo—. Y espera a verla por dentro.
Por dentro era tan bella como por fuera, la mayoría de
las habitaciones se habían conservado en el tiempo, suelos
de madera, paredes llenas de papel pintado, grandes
lámparas colgando de los techos y candelabros llenos de
velas encendidas. Todo era antiguo y nuevo a la vez.
Bertram la condujo hasta una cocina y le indicó que
tomase asiento mientras él empezaba a trastear con la
tetera.
—¿Té, café? —preguntó.
Silvia se dejó caer en una de las sillas de madera y
suspiró aliviada de haber escapado por fin.
—Café está bien, descafeinado si puede ser.
—Claro.
Metió una capsula en la máquina Nespresso y apretó
el botón, la maquina hizo un ruido terrible mientras el café
caía en la taza.
—¿Y bien? —preguntó Bertram mientras—. ¿Qué es lo
que ha ocurrido?
Silvia dudó un par de segundos antes de empezar a
hablar. En su cabeza todavía no tenía claro si acudir a
Bertram había sido una buena idea, pero desde luego era el
que estaba allí. Él había acudido en su ayuda. ¿Podía confiar
en él después de todo lo que había pasado? Alzó la vista
para encontrarse con los comprensivos ojos de él, el café
terminó de hacerse y le acercó la taza humeante.
—Tranquila, tómate tu tiempo.
—Alguien me ha estado acosando —confesó ella,
harta de aguantarse aquella sensación en el pecho.
—¿Cómo?
—Sí, lo conocí… lo conocí… el otro… —Silvia empezó a
trabarse, azorada y nerviosa, las palabras no querían salir
de ella.
Bertram se sentó frente a ella y, de nuevo, cogió su
mano.
—¿Qué ha pasado?
Ella se tomó un momento para tomar aire y centrar
sus ideas.
—Lo conocí ayer por la noche en un hotel —explicó—.
Se me acercó en el bar, parecía un tipo encantador y
entonces… entonces confesó que llevaba siguiéndome
desde que había salido de la casa de Krimer.
Bertram frunció el ceño, pero no dijo nada.
—Hoy se ha presentado en mitad de la noche en casa
de Isabelle, mi amiga, debió seguirme cuando me fui del
hotel —Silvia resopló dejando escapar la tensión que llevaba
horas acumulando—. Creo que es… estoy segura de que
es… porque puedo olerlo…
—¿Qué es? —inquirió Bertram apretando su mano.
—Un vampiro —soltó ella al fin.
Él se puso en pie como si solo la palabra fuese
suficiente para provocarle una reacción visceral.
—¡Me dijo que quería convertirme para que Krimer me
odiase o algo así!
—¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Cómo escapaste?
—Pude resistirme —confesó—. No sé cómo, pero sentí
que podía.
—La sangre maldita de Krimer te afecta, te da algunas
de las habilidades del lobo, como ser más fuerte y ágil, un
mejor olfato y poder resistir al embrujo de esos asquerosos
chupasangre —pronunció la última palabra como si fuese
una maldición—. Un vampiro, aquí en Berlín, es extraño.
—¿Por qué?
—Nuestros clanes los expulsaron de esta ciudad hace
muchísimos años.
—Pues era un vampiro —insistió Silvia—. Hasta pidió
permiso para entrar en la casa de Isabelle, como en las
películas antiguas.
—Esto es un problema —Bertram había pasado de
estar tranquilo a dar vueltas por la cocina golpeando el
suelo con su bastón—. Un problema grave, ¿qué pasa con
Krimer? ¿Por qué no…?
—Hemos discutido —interrumpió Silvia—. No pude
recurrir a él.
—Oh.
—Sí, oh.
—En cualquier caso, debemos avisarle —Bertram se
detuvo un segundo a pensar—. Mañana te acercaré a su
mansión, es importante que escuche esto de alguien a
quien quiere y no de mí o se pensará que estoy intentando
jugársela.
Alguien a quien quiere, pensó Silvia con amargura, si
acaso pudiese entender lo que pasaba por la mente de
Krimer.
—Por ahora, descansa —continuó él—. Entre estas
cuatro paredes no te ocurrirá nada.
4
La noche se le estaba haciendo eterna. Los nervios de
todo lo que estaba ocurriendo se le habían metido debajo
de la piel y su cabeza no dejaba de pensar. Pensar en su
discusión con Krimer y en las llamadas de teléfono sin
contestar, pensar en Isabelle y en si todo iría bien, pensar
en Rainer y lo peligroso que le había parecido. Vampiros. Le
había costado asumir la existencia de licántropos y ahora
esto.
El insomnio la tenía tirada en la cama de una
habitación de invitados, mirando al techo y contando
baldosas para intentar espantar los horribles pensamientos.
—Suficiente —se dijo a sí misma cuando se hartó de
ver como las horas no pasaban.
Se levantó de la cama que seguía con las mantas
perfectamente colocadas. Se acercó a la puerta y abrió con
cuidado, el silencio y la oscuridad reinaban en el pasillo
exterior. Dudó un par de segundos, no quería vagar por la
mansión sin permiso, pero si seguía en aquella habitación
iba a volverse loca. Creía que podía llegar a la cocina de
nuevo, no estaba demasiado lejos. Allí quizás podría tomar
algo que le calmase los nervios, una tila… o con suerte algo
un poco más fuerte.
Caminó de puntillas por el pasillo, sintiéndose como
una ladrona, pero demasiado insomne como para
plantearse volver atrás. Creía que se estaba acercando a la
cocina, pero debió coger un giro equivocado, porque antes
de poder darse cuenta llevaba cinco minutos caminando por
pasillos llenos de estatuas y puertas cerradas. Frunció el
ceño y miró a su alrededor en busca de algo que
reconociese.
Se había perdido. Suspiró desganada, odiándose un
poco. Miró atrás y se planteó si encontraría el camino de
vuelta. Fue a ponerse en marcha, cuando un ruido la
detuvo. Una risa de mujer. Se quedó paralizada en medio
del pasillo, quieta como una estatua, escuchando con
atención. La risa volvió a escucharse, esta vez acompañada
de susurros. Parecía el juego divertido entre dos amantes, el
baile previo al placer que ella llevaba un tiempo sin sentir.
Tragó saliva con fuerza, su pecho se incendió en contra de
su voluntad y, sin darse cuenta, empezó a caminar en
dirección a la risa.
No seas idiota, se dijo, ¿qué te pasa?
Sin pensarlo muy bien, decidió seguir avanzando,
presa de la curiosidad morbosa. Encontró un haz de luz que
salía por la puerta entrecerrada de una habitación, de su
interior emergían susurros acompañados de leves gemidos.
El corazón se le disparó mientras se acercaba, todos sus
músculos se tensaron y el miedo a que la descubriesen solo
sirvió para que aquello la excitase más. Llegó hasta el
umbral y tragó saliva con fuerza, creía que respiraba tan
fuerte que cualquiera podría oírla, pero los ruidos del
interior no cesaron. Silvia echó un vistazo.
Lo primero que vio fue la espalda desnuda de
Bertram, cada músculo marcado como si todo su cuerpo
fuese una estatua tallada en mármol. Tatuajes tribales rojos
recorrían su piel en una armonía preciosa. Estaba
completamente desnudo, encima de una mujer a la que
recorría a besos. Ella era preciosa, llena de curvas, con un
cuerpo atlético trabajado en el gimnasio y pechos firmes y
generosos. Su larga melena rubia caía como una cascada
por la cama de seda y sus ojos azules devoraban
hambrientos el cuerpo de él. Ella también tenía tatuajes, de
un color azul tan oscuro que parecía negro, los lucía en las
caderas y en los brazos.
Bertram besaba el cuello de la chica mientras está se
reía, luego bajó hasta las clavículas y siguió besando hasta
llegar a los pechos. Allí se detuvo.
—Lo de tu cuerpo no tiene sentido —dijo en un
susurro—. Me vuelves loco.
—Tú no estás nada mal tampoco —contestó ella
devorándolo con la mirada y mordiéndose el labio.
La mujer le agarró las nalgas, las apretó con fuerza y
lo atrajo hacia ella. Cuando sus cuerpos estaban pegados,
ella lo rodeó con las piernas por la cadera y lo inmovilizó. Él
intentó retirarse al principio, como en un juego de tira y
afloja, pero ella lo retuvo sonriente.
—Deja de calentarme y házmelo —ordenó.
—¿Otra vez?
—Las veces que aguantes esta noche, nunca es
suficiente.
Bertram, sonriente, descendió hasta poder besarla y
mientras lo hacía bajó una mano hasta su entrepierna. Silvia
no tenía el mejor ángulo para ver, pero pudo intuir como
colocaba su miembro para entrar en ella. Un golpe de
cadera, el gemido de la mujer y la forma en la que se
arqueó su espalda le confirmaron que estaba dentro. Silvia
apartó la vista y se dispuso a marcharse, pero algo la
retuvo. Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero
no podía evitar sentir la humedad entre sus muslos y el
ardiente deseó que palpitaba en su vientre y bajaba para
incendiarla. A su mente acudió la primera y única vez que lo
había hecho con Bertram, el recuerdo de su miembro
penetrándola con pasión en su primera cita, los envites de
él llenos de deseo. Echaba de menos sentirse así de
deseada. Se quedó y siguió mirando.
El corazón le dio un vuelco. La mujer la había
descubierto. Sus ojos azules estaban clavados en ella, una
sonrisa de diversión en sus labios, mientras Bertram encima
de ella la follaba despacio, tomándose su tiempo para
construir el deseo. Silvia sintió todas sus entrañas
retorcerse, presa del pánico. Esperó a que ella la delatase,
pasaron un segundo y luego dos, ella no lo hizo. Siguió
mirándola fijamente mientras él la montaba.
—Espera —dijo la mujer apartando a Bertram con
suavidad.
—¿Qué pasa, Petra?
—Quiero cambiar de postura —murmuró ella
sonriendo con malicia.
Silvia no se movió. Estaba paralizada sin saber qué
hacer, presa del miedo de que Petra la delatase y, a la vez,
llena de un calor abrasador que la estaba volviendo loca. Un
sudor frío descendía desde su nuca por toda la espalda, su
mano se deslizó casi inconscientemente hasta su
entrepierna que ardía de deseo.
Petra se tumbó de lado, exponiendo por completo su
cuerpo hacia la puerta entreabierta, hacia Silvia.
—Ponte detrás —ordenó.
Bertram se tumbó a su lado y la abrazó por detrás,
guio su polla con la mano hasta que volvió a entrar en ella.
—Joder —rugió—. Así está muy apretado.
Petra sonrió con malicia y dejó escapar un gemido
entre los labios. No dejaba de mirarla. Silvia deseó estar en
su lugar, sentir de nuevo aquel poderoso miembro en su
interior. No aguantaba más. Sin pensarlo, presa del miedo y
del deseo, se desabrochó el pantalón y metió la mano entre
sus bragas. Sus labios ya estaban abiertos y húmedos,
esperándola. Empezó a acariciarse, primero despacio, al
mismo ritmo al que Bertram penetraba a Petra. Ella se
estremecía ahora con cada envite de él, echó una mano
para atrás y agarró a Bertram del pelo mientras sus
gemidos se intensificaban y él aumentaba la velocidad.
Petra gemía y sonreía, sin quitarle ojo a Silvia, su
penetrante mirada azul se deslizó hasta el pantalón
desabrochado y aquello pareció excitarla más todavía.
Silvia se metió dos dedos y empezó a acariciarse con
más intensidad. Bertram agarró los pechos de Petra y
apretó como si le fuese la vida en ello, como si los quisiese
reclamar para él. Se entretuvo con los pezones, que ya
estaban duros y crispados. Silvia se metió la mano libre
debajo de la camiseta y jugó con sus propios pezones.
—Te está gustando, ¿eh? —preguntó Petra de pronto.
A Silvia se le salió el corazón del pecho por un
momento al creerse que le había preguntado a ella.
—Joder, sí, está tan apretado que no aguantaré mucho
más —contestó Bertram.
Tragó saliva, pero todavía no se atrevió a moverse,
cuando volvió a mirar, se dio cuenta de que Petra seguía sin
quitarle ojo.
—¿Vas a correrte? —preguntó la rubia en voz alta, lo
suficientemente alta como para que alguien en el pasillo la
oyese con claridad.
—Sí —gimió Bertram.
—Sí —susurró Silvia que continuó masturbándose con
más intensidad.
Bertram rugió y cada músculo de su poderoso cuerpo
se tensó, marcando cada una de sus formas de estatua
griega.
—No acabes dentro —ordenó Petra ahogando un
gemido de placer—. Sal.
Bertram siguió sus órdenes y salió. Silvia sintió el
calor derramarse por todo su cuerpo cuando vio aquella
polla dura como una piedra, cada vena marcada, el capullo
hinchado y morado a punto de estallar. Las primeras gotas
manchaban ya la punta. Petra se tumbó cuan larga era,
exponiendo ante él su precioso cuerpo. Se acarició el
vientre y subió hasta los pechos.
—Échamelo todo encima —suspiró y se mordió los
jugosos labios—. Quiero que os corráis.
De nuevo, las palabras de ella le pusieron el estómago
del revés y Silvia se quedó paralizada por un segundo.
Bertram parecía tan excitado, tan centrado en acabar que
no se dio cuenta de que ella había hablado en plural. Petra
la miró de nuevo y Silvia tragó saliva, joder, hacía tiempo,
demasiado, que no se había sentido tan excitada.
—Sigue —le ordenó Petra sin pronunciar la palabra,
solo moviendo los labios.
Silvia asintió y continuó tocándose. Todo su bajo
vientre ardía, su mirada se paseaba por el poderoso cuerpo
de Bertram y, a la vez que él se cogía la polla y empezaba a
masturbarse, ella se empezaba a acariciar el clítoris con la
intensidad de quien quiere acabar. Estaba tan húmeda que
sus dedos se deslizaban como si estuviesen cubiertos en
mantequilla. Bertram movió la mano por todo su miembro
que palpitaba, miraba el cuerpo de Petra con una intensidad
abrumadora y ella solo sonreía y le devolvía la mirada
mientras se contoneaba, sabiendo que aquel cuerpo
volvería loco a cualquiera.
—¿Estás listo? —preguntó.
—No puedo más —confesó él con un hilo de voz.
—Puedes hacerlo cuando yo te diga, ¿vale? —dijo ella
sin perder la sonrisa, mientras decía aquello miró a Silvia de
reojo.
—Vale —contestó Bertram.
—Vale —susurró Silvia en la oscuridad sintiendo como
todo su cuerpo se derretía, como sus piernas empezaban a
temblar.
Su mirada paseaba del cuerpo esculpido de Bertram
al cuerpo esculpido de Petra y, por un momento, deseó ser
ella, deseó estar en esa cama con un hombre que se moría
de placer ante ella. Que deseaba correrse de tanto que ella
le excitaba.
—Tres —susurró Petra.
Bertram gruñó y miró hacia el techo, su polla se
convulsionó.
—Dos.
Silvia tuvo que arrodillarse, temerosa de que las
piernas no le aguantasen más. Ahogó un gemido de placer
entre sus labios.
—Uno.
Las oleadas de placer empezaron a descender desde
su vientre y congelaron sus muslos.
—Córrete —exigió Petra.
Silvia miró. Bertram gimió con fuerza mientras la
primera descarga emergía de su palpitante miembro y se
derramaba sobre el vientre y los pechos de Petra. Siguió
masturbándose con fuerza furiosa y su miembro siguió
desparramando el caliente líquido sobre su amante.
—Agghhhh —gemía él.
Petra se contoneaba, complacida y excitada.
—Sí, dámelo todo, ¿tenías ganas eh?
Y mientras veía aquella orgía de placer, Silvia no pudo
aguantarlo más y explotó. Su entre pierna ardió como una
oleada de fuego y sus ojos se pusieron blancos por un
segundo. La respiración se le cortó y toda la piel se le puso
de gallina. El placer la envolvió y, como una descarga,
eléctrica, la sacudió y la tiró al suelo. Cuando se dio cuenta,
estaba de rodillas en el pasillo, con la mano completamente
mojada todavía apretada contra sus labios.
Dentro de la habitación, Bertram tenía el miembro
húmedo y flácido, contemplaba con devoción a Petra que
paseaba sus dedos por la corrida sobre su cuerpo sin perder
ni un ápice de aquella sonrisa endemoniada.
5
Después de aquello, dormir no le costó tanto. Se
sentía satisfecha por primera vez en un tiempo y consiguió
olvidar sus problemas, aunque solo fuese por unas horas. Se
despertó a mediodía, con el sol brillando con fuerza a través
de su ventana. A pesar del brillante día, la preocupación
volvió a retorcerle el estómago como una garra que arañase
desde dentro. Cogió el móvil y lo primero que hizo fue
llamar a Isabelle.
—¿Sí? —contestó su amiga.
—¿Todo bien?
—Sí, claro.
—Bien, solo quería comprobarlo, luego nos vemos.
—Claro.
Silvia colgó y llamó a Krimer. Los tonos empezaron a
sonar uno detrás de otro, cuando ya no tenía esperanzas en
recibir una respuesta, descolgó.
—No dejas de llamar —fue lo primero que dijo él.
—¡Por fin me coges el puto teléfono! —estalló ella
incorporándose en la cama y sintiendo como la furia
contenida de las últimas horas explotaba en su interior—.
¡No tienes ni idea de lo que he pasado!
Él no dijo nada, solo se oía su respiración al otro lado
de la línea.
—¿Se puede saber qué te pasa? —inquirió ella.
—No tengo tiempo para más dramas, Silvia —contestó
él con una frialdad que asustaba—. Tengo trabajo que hacer,
ya lo sabes.
—Te estoy diciendo que…
Silvia no acabó la frase. En aquel momento, su pecho
ardía de furia y su cabeza estaba embotada, no pensaba
con claridad, solo podía odiar a Krimer y deseaba acabar
con aquella conversación. ¿Él no quería saber de ella? ¿Su
trabajo era lo más importante? Muy bien, pues que le
jodiesen.
—Hemos acabado —sentenció ella.
Las palabras salieron de sus labios sin pensarlo, al
instante se sintió vacía, rara y aliviada, todo a la vez. La
única respuesta de él fue un gruñido apagado. Silvia no
pudo más, quería avisarlo del vampiro que iba a por él, pero
en su furia pensó que no se lo merecía. Así que colgó y tiró
el móvil contra la cama mientras gritaba. Quiso llorar y
desgañitarse, pero se recompuso en un momento y ahogó
todo lo que sentía en lo más profundo de su pecho. Ya se
permitiría llorar luego. Ahora tenía un vampiro acosador del
que ocuparse.
Salió del cuarto, en cuanto avanzó por los pasillos de
la casa sintió una punzada de vergüenza al recordar la
noche anterior. Pensó en salir de allí lo más rápido posible y
sin decir nada, así se evitaría momentos incómodos. Caminó
por aquellos pasillos laberínticos hasta que se topó de
bruces con la cocina que había estado buscando la noche
anterior.
Ahora sí que la encuentro, tócate los…
Había dos personas en el interior, se quedó paralizada
al reconocer a la mujer sentada de espaldas a ella. La
sedosa melena rubia y el esbelto cuerpo nórdico la
delataban. Bertram estaba terminando de preparar café.
Oh, no, pensó queriendo salir corriendo.
—¡Silvia! —saludó Bertram—. Bienvenida, pasa, debes
de tener hambre.
Oh, no, pensó de nuevo.
Petra se giró, sus preciosos y claros ojos azules se
deslizaron perezosamente por todo su cuerpo hasta llegar a
sus ojos. Le sostuvo la mirada un par de segundos de más,
su expresión totalmente indescifrable. Silvia tragó saliva,
asustada de que ella la delatase. Entonces, Petra sonrió con
picardía.
—Buenos días —saludó—. Yo soy Petra, tú debes de
ser la invitada que hizo que Bertram saliese tan tarde de
casa ayer.
—Sí… sí… —carraspeó—. Sí, disculpa, tuve un
problema con un va… con un…
—Tranquila —intervino Bertram tomando asiento—.
Ella también es licántropa.
Silvia suspiró. Estaba entre avergonzada y asustada,
paralizada en el umbral de la cocina.
—Tuve problemas con un vampiro —contó al fin—. No
sabía a quién acudir, disculpa si molesté.
—No te preocupes, cariño —susurró Petra, su voz
suave como un ronroneo—. No interrumpiste nada.
—Pasa —insistió Bertram—. No te quedes ahí,
¿quieres café?
Silvia entró en la cocina al fin y con un gesto le indicó
a Bertram que no hacía falta que se levantase. Se sirvió una
taza de café y cogió un pretzel de una bandeja llena de
ellos, estaban recién hechos y olían a gloria. A pesar de que
no tenía hambre, su estómago se había cerrado, se obligó a
dar un par de mordiscos. Tomó asiento en la mesa y guardó
silencio.
—Así que eres humana —dijo Petra de pronto.
—Sí.
—Pero no del todo, huelo algo raro en ti.
—Tiene sangre de los Schwarz —explicó Bertram—.
Está maldita, como todos.
—Ah, entiendo.
—Una larga y complicada historia, supongo —
murmuró Silvia, desganada—. Pero no hablemos de eso,
¿Petra? ¿Qué me cuentas de ti? Sois pareja o…
Petra sonrió, se recostó en la silla y se lamió los
labios.
—¿Por qué no contestas tú? —le preguntó a Bertram
Este se había enrojecido y se atragantó con el café.
—Bueno, yo, nosotros…
—Somos complicados —lo interrumpió Petra—.
Nuestras familias llevan tiempo queriendo que nos
casemos, pero la realidad es que no nos aguantamos.
Bertram se rio y asintió.
—Nos conocemos desde pequeños —añadió él—. Una
unión entre nuestros clanes sería poderosa, pero Petra es…
Ella chasqueó la lengua.
—Prefiero ser un alma libre —terminó—. Hay
demasiadas delicias en este mundo para atarse una correa
al cuello tan pronto.
—Amén a eso —dijo Silvia levantando el café como si
fuese cerveza.
—Lo cual no quiere decir que de vez en cuando —
continuó Petra—, no haga una visita a Bertram para apagar
algunos calores.
Él abrió mucho los ojos y Silvia apretó los labios y
guardó silencio.
—No hay nada mejor que el sexo sin compromiso
entre personas que se entienden.
—No hace falta que contemos todas nuestras
intimidades —intervino Bertram poniéndose muy recto.
Petra sonrió y masticó su pretzel sin decir nada más.
Hubo un momento de silencio en el que todo el mundo se
centró en su desayuno.
—Bueno, ¿qué quieres hacer hoy? —preguntó Bertram
al fin—. Tenemos que avisar a Krimer, eso está claro.
El nombre fue como una daga atravesándole el
corazón. Silvia tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano
para no hacer gesto alguno que delatase su dolor. Pensó
largo y tendido en el curso de acción, sin saber qué hacer o
cómo afrontarlo. Los otros dos la observaban en silencio.
—Sí, tenemos que avisarlo —contestó al fin,
tragándose la rabia—. Pero primero me gustaría pasar por
casa de mi amiga, para comprobar que todo está bien y
recoger algunas cosas.
—Sin problema —aseguró Bertram.
—Os acompaño —dijo Petra—. Si no es molestia.
◆◆◆

Si el coche hubiese sido más pequeño, irían


apretujados. Entre los anchos hombros de Bertram y lo larga
y atlética que era Petra, Silvia se sentía arrinconada entre
ambos. No podía evitar mirar a Petra de reojo, parecía una
valkiria sacada de los cuentos nórdicos, al menos ella
siempre se las había imaginado así. Alta, esbelta, fuerte,
con esa larga melena rubia. A Silvia nunca le habían
interesado las mujeres, pero admitía en su fuero interno que
la “amiga” de Bertram poseía una belleza magnética. O
quizás era su actitud desenfada, o que la había descubierto
espiándolos y le había permitido mirar.
Pensar en aquello despertó calores en su cuerpo,
viéndose entre ambos, apretada, no pudo evitar pensar en…
No es el momento, Silvia, se recordó.
El coche se detuvo en su destino. Silvia miró a un lado
y a otro a ver quién se movía para dejarle salir, Petra fue la
primera en hacer el amago y le sostuvo la puerta abierta.
Fuera hacía un día soleado, aunque frío.
—Vuelvo enseguida —avisó.
Petra aprovechó el segundo de soledad entre ambas
para susurrarle:
—Anoche me lo pasé demasiado bien.
Silvia se detuvo. Por un momento había pensado que
jamás le nombraría aquello, que ambas iban a hacer como
si nada hubiese pasado. Obviamente, no era el estilo de la
valquiria.
—Y sé que no soy la única. Cuando todo esto pase, si
te animas, podríamos compartirlo.
Silvia tragó saliva, balbució un sinsentido y empezó a
andar azorada. Sus mejillas se incendiaron y evitó la mirada
de Petra para que no viese lo avergonzada que estaba. Sin
decir nada más, corrió hasta el portal y se adentró en el
edificio. Subió las escaleras con el corazón desbocado ante
la indecente propuesta, sin saber muy bien qué pensar de
ella. Todavía con la mente en lo que no debía, llegó hasta la
puerta, tardó un segundo de más en darse cuenta de que
estaba entreabierta.
Entonces la adrenalina inundó cada centímetro de su
ser. Una horrible sensación de que todo iba mal la invadió y
no pudo respirar, ni moverse, se quedó quieta con la mano
en las llaves que Isabelle le había prestado. Entonces, algo
empezó a moverse en su interior, su olfato se agudizó y el
resto de sus sentidos se amplificaron. Una tranquilidad fría
fue poco a poco aplacando el miedo. Su sangre maldita se
preparaba para lo peor. Empujó la puerta que se meció
silenciosa. Entró en el piso y no tardó en encontrar a su
enemigo.
Estaba en el salón, esperando. Las ventanas habían
sido obstruidas con muebles para que ni una gota de luz
solar se colase en el interior. Rainer descansaba lánguido y
sonriente en un sofá, iba sin camiseta, dejando ver su torso
delgado y fibroso. Un sombrero negro ocultaba su pelo
rizado. Silvia miró en todas direcciones buscando a su
amiga.
Isabelle y su novio estaban tirados en el suelo,
desnudos. Por un instante temió que estuviesen muertos,
usados como bolsas de sangre para alimentar a aquella
carroña, pero no, respiraban. Estaban sumidos en una
especie de trance, cansados y abotargados, se besaban y
acariciaban sus pieles desnudas con el sopor de quien lleva
horas sin dormir.
Silvia clavó su mirada en Rainer, el asco y la furia que
la invadieron no fueron humanos.
—¿Qué has…?
—Solo me he divertido un poco —la interrumpió
Rainer, sonriente—. Estos dos saben cómo divertirse, eso te
lo aseguro.
—¿Cómo has entrado?
—En cuanto te fuiste fue fácil, sus mentes no pueden
resistirse a mi sugestión.
—Pero… —las palabras se le quebraron en la boca,
aquello era su culpa—…he hablado con Isabelle esta
mañana…
—Sí, fue muy obediente —murmuró Rainer sonriendo
con malicia y bajando la mano para acariciar el pelo de su
amiga.
—No la toques —gruñó Silvia.
—Llevo toda la noche devorando su cuerpo,
conteniéndome para no clavarle los dientes más de la
cuenta —Rainer se relamió sus afilados caninos—. De
alguna manera tenía que pasar el tiempo hasta que
volvieses.
—¿Por qué? —inquirió ella, entre furiosa y asustada—.
¿¡Por qué!?
—Para hacer daño a Krimer —contestó él con la calma
de unas aguas tranquilas que ocultan algo peligroso debajo
—. Eso ya lo sabes.
—Me da igual lo que le pase —mintió.
—Por el ritmo al que late tu corazón, no lo creo.
—¡Pues aquí me tienes! —imploró, desesperada, sin
poder dejar de mirar lo vulnerable que parecía Isabelle,
desnuda, con la mirada perdida—. ¡Déjalos marchar!
—Marchad —ordenó Rainer.
Isabelle y su novio respondieron como marionetas, se
pusieron en pie y empezaron a caminar en dirección a la
puerta. Silvia miró a su amiga y esta le devolvió una mirada
vacía que, en el fondo, parecía suplicar ayuda.
—Lo siento —murmuró Silvia.
Los dos pasaron junto a ella y continuaron por el
pasillo hasta que salieron del piso. Solo entonces, Silvia se
atrevió a volver a mirar a Rainer. El vampiro estaba en pie,
tan cerca de ella que podía oler su hedor. Se había movido
sin hacer un solo ruido.
—Ya estamos solos —dijo él sonriente.
—¿Qué quieres de mí?
—Cuéntame todo lo que preocupa a Krimer —su voz
de nuevo emergía suave, pero imperiosa, se metía en la
cabeza de Silvia como un hechizo—. Cuéntame su mayor
temor, cuéntame qué le haría daño.
Las defensas de Silvia de vinieron abajo, por mucho
que su sangre maldita quisiese resistirse a la hipnosis, su
cuerpo ya no podía más. Estaba agotada, exhausta del
carrusel de emociones que había vivido en las últimas horas
y el tacto de la voz de él era suave como la seda, le
prometía un descanso de las cargas que llevaba.
—Cuéntamelo —exigió Rainer con suavidad,
acercándose un poco más a ella.
—Su único miedo es no poder extender su clan —
confesó Silvia, incapaz de contener las palabras que salían
de su interior—. Perder el altar de su clan.
—¿Y dónde está ese altar ahora?
—En los sótanos de su mansión.
—Gracias, querida.
Silvia se sintió encantada de haber podido
complacerle. Todo lo que él pidiese, sería un honor hacerlo.
Rainer se inclinó hacia su cuello, ahora no apestaba, si no
que olía a perfume suave, pero embriagador. Escuchó un
chasquido, sus dientes preparándose para morderla. En lo
más profundo de su ser, Silvia sabía que aquello estaba mal,
pero se sentía pletórica, con unas ganas locas de
entregarse.
—Esta es tu recompensa —susurró el vampiro.
Su aliento le rozó la piel y se la puso de gallina. Fue a
morderla.
6
El mueble que tapiaba la ventana reventó como si
hubiese sido arrollado por un tren. Las astillas volaron en
todas direcciones, la luz del sol entró en la estancia como
un rayo de esperanza. Rainer siseó como una criatura y
retrocedió evitando la zona iluminada. En ese momento, el
hechizo sobre Silvia de deshizo por completo y ella
retrocedió asustada mientras gritaba.
Petra se alzaba entre los restos del armario, una
guerrera rubia y poderosa, sus músculos estaban hinchados,
su pelo parecía más voluminoso y sus manos se habían
convertido en garras. La licántropa miró con asco al
vampiro.
—Ya decía yo que olía a rata —escupió.
Silvia retrocedió hasta el pasillo y se detuvo al
escuchar la puerta abrirse tras ella, sintió alivio al ver que
era Bertram. Los dos lobos se reunieron en el salón,
rodeando lentamente al vampiro que miraba a un lado y
otro con una sonrisa en los labios.
—No sabía que estábamos dando una fiesta —dijo—.
Me hubiese vestido un poco.
—¿Quién eres, vampiro? —inquirió Bertram, su voz
sonaba autoritaria y firme.
—Eso poco te importa a ti, Bertram del clan Rot —
contestó Rainer retrocediendo un paso para alejarse del sol.
—Sí que me importa, Berlín pertenece a los
licántropos. No eres bienvenido.
—Deja de leerle la cartilla —comentó Petra enseñando
los dientes—. Vamos a despedazarlo.
Rainer se agachó, adaptando la posición de un animal
salvaje a punto de saltar sobre su presa. No parecía
preocupado por la situación, a pesar de que los dos
licántropos se acercaban a él centímetro a centímetro,
arrinconándolo.
—¿Quién eres? —exigió Bertram dando un bastonazo
en el suelo.
—Un viejo amigo de Krimer —contestó—. Solo quiero
hacerle una visita.
—¡Quiere hacerle daño! —gritó Silvia dando un paso
al frente.
—¿Por qué?
—Eso es asunto mío.
—No en mi ciudad, chupasangre —escupió Bertram.
—No se dialoga con las ratas —rugió Petra—. Estos
cabrones solo entienden un lenguaje.
—¿A qué esperáis? Ah, sí, perro ladrador…
Petra rugió con rabia y se abalanzó sobre el vampiro.
Dio un par de golpes en su dirección, pero Rainer se
convirtió en una neblina oscura y apareció detrás de la
licántropa, sus uñas convertidas en afiladas garras,
descargó dos zarpazos sobre la espalda de ella. Petra
trastabilló mientras su sangre se derramaba por el salón.
Bertram rugió y su cuerpo pareció crecer en tamaño y
volumen.
—Silvia, ¡vete! —gritó.
Silvia reaccionó ante la fuerza de su voz. Salió
corriendo mientras oía los golpes, los muebles
destrozándose, los gruñidos de la pelea. Salió del piso y bajó
los escalones de dos en dos, a mitad camino se encontró
con unos confusos y desnudos Isabelle y Peter.
—¡Venid conmigo! —les gritó sin aliento.
◆◆◆

Se refugiaron en el coche ante la desaprobadora


mirada del chofer que prefirió no decir nada. Isabelle y Peter
estaban todavía en shock, incapaces de asimilar nada de lo
que les había ocurrido, guardaban silencio y Silvia dio
gracias por ello, no sabía cómo les iba a explicar lo que
estaba pasando. Miró por la ventana del coche, pero no era
capaz de ver lo que estaba pasando en el interior del piso.
Al cabo de un rato, vio salir por el portal a Bertram y Petra,
sintió un alivio inmenso por un segundo, solo antes de darse
cuenta de que ella estaba herida. Bertram se sentó en el
asiento delantero, con Petra en su regazo.
—Conduce —ordenó secamente.
—¿A dónde señor?
—A la mansión de los Schwarz, es hora de que Krimer
nos de algunas respuestas.
—¿Qué ha pasado con Rainer? —preguntó Silvia.
—Se transformó y huyó —contestó Bertram,
mortalmente serio.
—No sin antes dejarme unas cuantas marcas —añadió
Petra con una sonrisa en los labios, a pesar de que parecía
que estaba sufriendo—. Pero no iba a dejar que te hiciese
nada ese chupasangre, bonita.
Le guiñó un ojo y Silvia se sonrojó. No entendía cómo
la licántropa podía seguir flirteando en una situación como
aquella.
—Los vampiros son un problema —continuó Bertram,
perdido en sus propios pensamientos—. Pueden convertir a
muchísima gente muy rápido, son una plaga.
—Son como ratas —añadió Petra.
—Sí, pero mucho más peligrosos. Tenemos que hacer
algo.
—¿Vam…? —la voz de Isabelle emergió rota y confusa
—. ¿Vampiros?
Silvia se giró para mirar a su amiga, parecía ir
recuperando la consciencia poco a poco.
Ay, dios, pensó. Tenía muchas explicaciones que dar.
◆◆◆
El grupo entero esperaba en uno de los salones de la
mansión Schwarz. Una chimenea caldeaba el ambiente
silencioso y extraño. Un sirviente los había conducido hasta
allí y les había pedido esperar, al menos se había dignado a
traer algo de ropa para Isabelle y Peter que ya no tenían
que pasear desnudos. Los dos estaban en shock, incapaces
de creer lo que Silvia les había contado.
A pesar de la reticencia de Bertram, no había tenido
más remedio que escupir la verdad. Era su culpa lo que
había ocurrido y no pensaba dejar que pasase otra vez.
Isabelle merecía conocer los hechos. Además, el contarle lo
que ella sabía le había ayudado a hacer la carga más ligera.
No más mentiras sobre Krimer, ni sobre sus idas y venidas.
Ahora, ella no era la única que sabía de la existencia de los
extraños seres que las rodeaban.
—¿Por qué dejáis que me lo cuente? —preguntó
Isabelle rompiendo el silencio—. ¿Vais a matarnos para
mantener el secreto?
Petra se rio a carcajadas.
—Cariño, si contases algo de todo esto nadie te
creería —contestó—. De hecho, te tratarían como a una
pirada.
—Es lo curioso de los humanos —sentenció Bertram
muy serio—. Sois capaces de ejercer una ceguera absoluta
sobre vosotros. No queréis ver, aunque la verdad se os
presentase delante.
—¿Entonces? —insistió Isabelle—. ¿Qué hago yo
sabiendo esto? No entiendo… yo…
Petra la cogió de los hombros y se la llevó.
—Tranquila —le decía—. Respira profundamente,
cuesta de asumir, pero…
Sus voces se perdieron al fondo del salón. Peter,
sentado en un sofá, seguía catatónico y sin pronunciar
palabra. Silvia lo miraba de vez en cuando, temerosa de que
nunca despertase del todo. Por su culpa.
—¿Dónde está Krimer? —preguntó Bertram, molesto.
Como si hubiera invocado al demonio, la puerta del
salón se abrió. Krimer apareció vestido con vaqueros rotos y
una chaqueta vaquera cubierta de polvo, se iba quitando
unos guantes de trabajo sucios y ajados. Llevaba el pelo
recogido y la cara cubierta de polvo, desde luego no era su
estilo más favorecedor, aunque lucía con cierto encanto la
suciedad y el sudor del trabajo. Silvia agachó la mirada.
Krimer se plantó en medio de la estancia bajo la
atenta mirada de todos los presentes, los examinó uno a
uno con el ceño fruncido.
—¿Qué cojones está pasando? —preguntó con su voz
ronca y profunda—. Cuando mi criado me ha dicho que el
líder de los Rot se ha presentado en mi puerta con otra
licántropa, Silvia y dos mortales me ha parecido el inicio de
un chiste malo.
Nadie contestó al instante, Krimer paseó una mirada
ceñuda entre los presentes esperando una respuesta.
Bertram miró a Silvia que seguía con la mirada clavada en
el suelo y decidió hablar él:
—Tenemos un problema.
—Más vale que sea importante.
—Hay un vampiro en Berlín.
Krimer abrió mucho los ojos y guardó silencio. De
golpe, todo el enfado pareció disolverse mientras su rostro
daba paso a la preocupación.
—Ha estado acosando a Silvia —continuó Bertram—.
Quería convertirla y… en fin, manipuló a sus amigos. Es
difícil de explicar.
—¿Sabéis su nombre? —inquirió Krimer.
—Rainer —contestó Silvia alzando la mirada.
—Mierda —masculló él.
—¿Qué ocurre? —preguntó Silvia.
Krimer no contestó al instante, con cara de
preocupación se empezó a pasear por la habitación como
un león encerrado. Estuvo un rato pensativo, hasta que
pareció tomar una decisión.
—Tenéis que marcharos —ordenó.
—¿Cómo?
—¿Qué?
—¿Estás loco?
Bertram, Silvia y Petra desde la distancia
pronunciaron sus preguntas al mismo tiempo. Krimer torció
el gesto con disgusto.
—Tenéis que iros —insistió—. Yo me encargaré del
problema.
—Está claro que no te has estado encargando de él —
escupió Silvia poniéndose en pie, sintiendo como la rabia le
incendiaba el pecho—. ¡Mis amigos podrían haber muerto!
¡Yo misma he corrido peligro! ¿Y lo único que dices es que
nos marchemos? ¿Qué demonios te pasa?
Krimer apretó los labios y la miró con cierto
arrepentimiento.
—Tenéis que iros —repitió—. Rainer es problema mío y
me encargaré de él, apartaos un tiempo de las miradas
indiscretas, esto acabará pronto.
—No puedo creerme que seas tan egoísta —escupió
ella—. ¿No vas a contarnos ni lo que está pasando?
—No.
—Me das asco —las palabras salieron de ella como
veneno ardiente.
Ver el gesto de dolor en el rostro de él casi hizo que se
arrepintiese de haberlas pronunciado, pero se mantuvo
firme, desafiándole con la mirada.
—Si hay un vampiro en Berlín, el problema es de los
clanes —intervino Bertram intentando calmar un poco los
ánimos—. Deberíamos…
—No —interrumpió Krimer—. Rainer es mi problema,
manteneos al margen. Y ahora, salid de mi casa.
Dicho aquello, se dio la vuelta y se fue por donde
había venido. El grupo se miró en la estancia, alterados y
confusos, sin entender qué acababa de pasar.
7
Volvieron a la mansión de los Rot. Bertram fue
generoso y alojó a Isabelle y Peter sin problemas, aseguró
que estarían mejor allí, bien protegidos hasta que la
tormenta pasase. Silvia se retorcía en su cama presa de los
nervios, la ansiedad le agarrotaba el estómago y le quitaba
la respiración. No podía terminarse de creer que Krimer los
hubiese echado de aquella manera, que los hubiese
abandonado a su suerte con un vampiro al acecho.
Escuchó un golpeteo suave en su puerta. Deseó con
todas sus fuerzas que fuese Bertram, no le sentaría nada
mal un poco de consuelo y distracción.
—Adelante —dijo.
Petra entró en la habitación. Silvia suspiró desganada
y se dejó caer de nuevo entre las sábanas, lo último que
necesitaba era una licántropa que flirteaba con ella. Petra
cerró tras de sí y no dijo nada, paseó por la habitación como
si le perteneciese, agarró una silla y se sentó cerca de la
cama.
—Has sido muy valiente hoy, ¿no te parece? —dijo de
la forma más casual posible.
—No sé —murmuró ella—. Si no hubieses aparecido
tú, ahora mismo sería un vampiro.
—Te has enfrentado a un chupasangre y no has
perdido el temple. Te aseguro que no muchos de los
nuestros pueden hacer eso.
—Solo me he dejado embrujar, esta vez no he podido
hacer nada para enfrentarme a él.
—No te quites mérito —le increpó Petra con una
sonrisa en los labios y voz calma—. La mayoría de los tuyos
se convertiría en una marioneta del vampiro, tú no, en
cuanto entré vi como el conjuro desaparecía de ti y
recuperabas el control. Eres una diosa, no dejes que nadie
te diga otra cosa.
—Exageras —dijo Silvia, un poco ruborizada y
sintiéndose un poco menos nerviosa.
Se incorporó de nuevo, miró a Petra a los ojos y se
mareó un poco al ver la intensidad azulada de estos.
Decidió que la diosa nórdica no era una competidora, ni
nada por el estilo, era una buena persona. Le había salvado
la vida.
—¿Cómo llevas esa herida?
Petra hizo un gesto para quitarle importancia.
—Estoy bien —sonrió—. Tener la sangre maldita tiene
muchas ventajas.
—Y que lo digas —murmuró ella, recordando lo bien
que se había sentido después de que Krimer la maldijese.
—Me resulta curioso.
—¿El qué?
—Que por tu sangre corra la maldición de los Schwarz.
—No sé nada de lo que eso significa —confesó Silvia
—. Krimer nunca quiso explicarme demasiado.
—Significa que has dado el primer paso para
convertirte en una licántropa —le aclaró Petra—. Podrías
seguir adelante si quisieses, pero eso depende solo de ti.
—¿Yo? ¿Una mujer-lobo?
Solo de pensarlo, se mareó y el estómago se le
encogió. Ella no era eso, ella era una traductora que había
viajado a Berlín para buscarse la vida, ella no…
La traductora ya queda muy atrás, pensó con
amargura. Ahora era otra persona. A pesar de que mentía a
sus padres sobre lo que estaba viviendo, la verdad es que la
traducción y su mundo ordinario se habían quedado por el
camino.
—No me lo he planteado.
—Solo quería que lo supieses —Petra le guiñó un ojo
—. Si un día necesitas consejo, ya sabes a quién acudir.
Sabes cómo son los hombres, ellos te insistirán en que no
deberías, pero yo te diré la verdad. La licantropía tiene
muchas ventajas.
—¿Por qué me ayudas tanto?
La diosa nórdica puso una sonrisa que desarmó por
completo a Silvia.
—Me recuerdas a mí cuando era más joven.
—No puedes sacarme muchos años.
—Tengo más de treinta.
—Joder —exclamó Silvia—. No lo parece.
—Gracias. También me pones un poco, no te lo voy a
negar.
—Oh.
Petra se rio y se puso en pie.
—Entiendo que a ti las mujeres no te gusten, no me
malinterpretes —dijo mientras se dirigía a la puerta—. Pero
sé que disfrutaste espiándonos, pude oler tu placer.
Silvia se puso roja como un tomate y agachó la
mirada.
—No te preocupes, a mí me puso muchísimo. Si un día
quieres unirte, no te cortes, estaría encantada de
compartirlo contigo.
—Gra… gracias —balbució Silvia sin saber qué decir.
Petra se carcajeó y salió de la habitación lanzándole
un beso con la mano.
Lo que me faltaba, pensó, más cosas extrañas en su
vida. Aunque quizás es justo lo que me hace falta.
Una distracción. Sentirse deseada por un rato. Intentó
visualizar el trío, se vio apretada entre el musculoso cuerpo
de Bertram y el estilizado cuerpo de Petra. Los dos
muriéndose por darle placer, él penetrándola, ella
acariciando con sus suaves manos cada centímetro de su
piel. De pronto, la idea ya no le parecía disparatada. Un
calor despertó en su vientre y bajó inundando su camino
hasta sus labios inferiores.
—Joder —pensó en voz alta.
◆◆◆

La noche llegó y con ella los nervios. Miraba por la


ventana esperando ver aparecer a Rainer flotando ante ella.
El insomnio la tuvo dando vueltas durante horas. Al final,
cansada y hastiada, decidió que necesitaba compañía para
pasar la noche.
Y sabía dónde buscarla.
Unos minutos más tarde, vestida solo con un camisón,
avanzaba por los pasillos oscuros de la mansión en busca de
guerra. Llegó hasta la misma habitación en la que había
visto a Petra y Bertram hacerlo, la puerta estaba
entreabierta y, de alguna manera, supo que era cosa de
ella. Dentro se escuchaban gemidos y el sonido de las
sábanas de seda al moverse. Con el corazón en un puño,
pero habiendo perdido el miedo, decidió asomarse.
Bertram estaba tumbado, su torso musculoso desnudo
y perlado de sudor. Sus ojos tapados con una venda y sus
muñecas atadas con seda al cabezal. Petra estaba sobre él
a horcajadas, moviendo las caderas lentamente y gimiendo
con cada movimiento.
Le ha vendado los ojos, pensó Silvia sonrojándose. La
estaba esperando, bien, pues no la haría esperar. Silvia se
coló silenciosamente en el interior de la habitación, su
corazón atronaba en sus sienes y las piernas le temblaban,
pero cualquier sensación era mejor que el miedo y la
ansiedad de pensar en el vampiro.
Petra captó su presencia y clavó sus ojos azules en
ella. Sonrió con malicia y se relamió los jugosos labios.
—¿Te gusta? —preguntó en voz alta.
Silvia tragó saliva.
—Sí —gimió Bertram.
—Pues te voy a hacer sufrir un poco —continuó Petra.
Entonces se levantó, el miembro de Bertram salió de
ella, estaba duro como una piedra, palpitante y húmedo. El
capullo expuesto estaba enrojecido de pasión. Silvia sintió
como todo su cuerpo se encendía de deseo y envidia.
Bertram deseaba a Petra, ella quería volver a excitar a
alguien tanto.
—¿Por qué paras? —preguntó Bertram, moviendo la
cabeza, buscando sin poder ver.
Petra se deslizó silenciosa como una gata hasta Silvia,
le extendió la mano sonriente. Silvia respiró hondo. Aquello
era una locura, pero aquella noche estaba dispuesta a
volverse loca. Agarró la mano de la licántropa que la
condujo hasta el borde de la cama.
—Vas a tener que quitarte eso —le susurró al oído.
El aliento de la mujer lobo en su oreja hizo que su
cuello se erizase. Entonces, sintió las manos de Petra
deslizándose por su camisón hasta la base y tirando de él
para quitárselo. Silvia no opuso resistencia, la prenda salió
sin dificultad exponiendo su cuerpo completamente
desnudo.
Sintió vergüenza al encontrarse expuesta ante la
diosa nórdica que era Petra, pero la licántropa parecía
encontrar todos sus defectos fascinantes. Recorrió su
cuerpo de parte a parte con la mirada, devorando cada
centímetro de piel y deteniéndose con las manos en los
tatuajes de su pecho. Silvia sintió todo su cuerpo
estremecerse cuando ella la tocó.
—¿Petra? —preguntó Bertram, ajeno a las dos mujeres
que se sostenían la mirada a escasos centímetros de él.
—Voy —contestó ella y luego, añadió en un susurro
apenas audible—. Eres preciosa.
Le indicó con un gesto de la mano que fuese a la
cama, Silvia dudó por un instante.
—Hazlo tuyo —le susurró Petra apartándole el pelo y
acercándose peligrosamente a su oreja—. En silencio.
Silvia asintió y se acercó a la cama. Bertram estaba
expuesto y a su merced. Cegado y atado, no podía hacer
nada. Su cuerpo musculoso esperaba para ella. La polla
seguía tiesa, aunque había empezado a encoger un poco.
Ella recordó el escarceo que habían tenido en su primera
cita y lo que había disfrutado, el mero recuerdo del placer la
humedeció por completo. Las expectativas de volver a
sentir pasión y deseo le aceleraban el corazón. Se subió a la
cama y deslizó sus manos por las piernas de él, la piel se
ponía de gallina al suave paso de sus dedos. Llegó hasta el
miembro, dudó por un instante y pensó de nuevo que
aquello era una locura.
No duró mucho la duda. Agarró la polla, todavía
húmeda por Petra, y empezó a masturbarla, a recorrerla de
la punta hasta la base, levantándola de nuevo. Acercó el
rostro e inspiró con fuerza el olor de él. El olor a sexo, sudor
y perfume. Aquello le provocó un escalofrío que la sacudió
con fuerza.
Bertram gimió.
—Qué bien lo haces —murmuró—. ¿Volvemos al
principio?
Silvia sonrió y estuvo a punto de contestar, pero Petra
se le adelantó:
—Sí —dijo la licántropa, deslizándose hasta una silla
cerca de la cama—. Me apetecía probarte un poco, sé lo que
te gusta acabar en mi boca.
La respiración de Bertram se aceleró y Silvia se quedó
paralizada por un segundo. Miró a Petra que le guiñó un ojo.
La licántropa se abrió de piernas y empezó a acariciarse
lentamente sin apartar la mirada de ella. La desafiaba.
—No pares —susurró Bertram.
Silvia se dio cuenta de que estaba congelada,
debatiéndose internamente.
A la mierda, pensó.
Y se metió la polla de Bertram en la boca. Él gruñó de
placer. Ella apretó con los labios y empezó a chupársela,
recorriendo cada centímetro con su lengua, sintiendo el
sabor de Petra y del Bertram mezclados, como una orgía en
su boca. Usó una mano para masturbarlo mientras usaba la
boca para entretenerse en la punta, pasaba la lengua por
debajo del capullo y lo lamía con fuerza.
Él se retorcía de placer y susurraba:
—Joder —una y otra vez.
Petra esperó pacientemente a que Silvia se detuviese
un segundo y no tuviese la boca llena para hablar.
—¿Vas a correrte en mi boquita? ¿Vas a llenármela
entera?
—Sí, estoy a punto —murmuró él.
—Échala, por favor —gimió Petra—. Toda entre mis
labios.
Silvia miró a la licántropa, se estaba divirtiendo
muchísimo con todo aquello.
¿A quién quieres engañar? Se preguntó en su fuero
interno. Ella también estaba disfrutando. Hacía tanto que no
sentía un deseo así de ardiente. Sin dudarlo, continuó
chupándosela a Bertram. Esta vez más rápido, dispuesta a
que acabase en su boca, a que derramase hasta la última
gota entre sus labios, sobre su lengua. Quería bebérselo
entero, sentir su placer y su sabor.
Bertram empezó a temblar, se retorció en la cama y
las piernas se le sacudieron.
—Agh —gruñó.
Silvia sintió los primeros disparos. El líquido caliente
explotando en su interior con fuerza y pasión. Le llenó la
boca, se deslizó por su lengua y aún siguió, derramando
más placer. Cuando el orgasmo terminó, Bertram se
derrumbó sobre las sábanas.
—Joder —mascullaba—. Joder, que gusto.
Silvia se sacó el miembro de la boca que cayó flácido
y agotado, húmedo y brillante. Tragó con fuerza y se limpió
los labios con el dorso de la mano. Se tomó un instante para
deleitarse con el cuerpo de Bertram, los músculos bien
definidos, los tatuajes rojos que se adaptaban a sus formas
con elegancia y cierta brutalidad. La cicatriz en la rodilla
que había dejado el enfrentamiento con Krimer. Una marca
de la guerra.
—¿Te lo has pasado bien? —preguntó Petra, de pronto.
—Ya sabes que sí —contestó Bertram todavía sin aire.
Silvia se giró para mirar a la licántropa, sabía que la
pregunta era para ella. Asintió.
—No hemos acabado —continuó—. ¿Estás listo para
una segunda ronda?
—En un momento, pero solo si me sueltas.
—No voy a soltarte todavía.
—Venga…
—No tientes a la suerte o te dejaré ahí solo y atado.
Bertram gruñó. Silvia miró en silencio a Petra,
esperando una indicación de qué hacer. La licántropa había
dejado de tocarse, languidecía en la silla cuan larga era,
desnuda y sin temor a enseñar su escultural cuerpo. Poseía
una elegancia y una sensualidad que eran ilógicas. Silvia
pensó que, si ser mujer lobo era eso, no le importaría tener
más sangre maldita.
—¿Qué quieres que te haga? —preguntó Petra.
A Silvia el corazón le dio un vuelco al pensar que se
refería a ella.
—¿Es que acaso tengo poder de decidir? —contestó él.
—Ya sabes que sí, todo mi cuerpo está a tu
disposición.
Silvia levantó una ceja. Petra estuvo a punto de reírse,
pero logró controlarse.
—Ya sabes lo loco que me vuelve tu culo —confesó
Bertram.
Silvia se sonrojó. La primera vez que había hecho anal
había sido con Krimer, después había ocurrido algunas
veces más, pero no muchas.
—Y ya sabes lo que me gusta a mí que tú disfrutes —
susurró Petra mordiéndose los labios y deslizando de nuevo
su mano hasta su entrepierna—. Que disfrutes de mi culo
apretado sobre tu gruesa y larga polla.
Silvia, silenciosa, quieta como una estatua, miró a
Petra de nuevo. La mujer lobo ya no sonreía, ahora la
devoraba con una intensidad abrumadora en la mirada. Se
sintió una marioneta en sus manos, un espectáculo creado
para su disfrute personal. Podría haberse enfadado, pero no
le molestó. Veía el deseo ardiendo en los ojos de ella y el
deseo que se desplegaba en la piel de él cada vez que lo
tocaba y aquello destruía por completo sus inhibiciones. Era
una reina entre dos lobos que babeaban por ella.
—¿Quieres un espectáculo? —marcó las palabras con
sus labios, sin pronunciarlas—. Lo tendrás.
Petra se derritió ante su determinación. Silvia deslizó
su mano por los muslos de Bertram hasta que sus dedos se
entrelazaron alrededor de su polla. En cuanto lo acarició
durante unos segundos, volvió a ponerse duro. Las venas se
marcaron en la piel enrojecida y el mástil se colocó
dispuesto y expectante.
Silvia se incorporó lo suficiente como para ponerse a
horcajadas sobre Bertram, usó una mano para guiar su polla
hasta sus nalgas y empezó a acariciarse lentamente con la
punta, extendiendo la humedad de su entrepierna,
preparando el terreno.
—Cómo me pones, joder —masculló él, se notaba que
quería desatarse y agarrar su cuerpo, apretar sus pechos y
sus caderas, pero que estuviese retenido no estaba mal.
Ella tenía el control absoluto. Silvia tomó aire y
descendió.
8
Un pinchazo ardiente recorrió su espina dorsal cuando
la polla de Bertram entró en ella. Sentía cada centímetro
dentro de ella, apretada en su culo, cada palpitación de
placer era un martilleo en su interior. Apretó los labios para
que no se le escapase un gemido de dolor y cerró los ojos
para concentrarse. El sexo anal todavía le costaba un poco,
pero en cuanto la cosa funcionaba, había aprendido que
podía ser tan placentero como otras cosas. Empezó a subir
y bajar lentamente, dejando que saliese casi del todo para
luego volver a meterla dentro. Bertram disfrutó de cada uno
de aquellos vaivenes, gimiendo a cada segundo.
—Joder, qué apretado lo tienes —susurró.
—¿Te gusta? —preguntó Petra, apretaba con los
muslos sobre su mano, las piernas le temblaban, estaba a
punto.
—Ya sabes que me encanta.
Silvia sonrió. Era su culo el que le encantaba, sus
caderas y cómo las movía. El calor que inundaba su pecho
bajó hasta sus entrañas y más abajo todavía. Entonces,
empezó a moverse de adelante a atrás, usando el cuerpo de
Bertram para rozarse a sí misma. El dolor se convirtió en
placer y la enorme polla de él no le pareció tan difícil de
soportar. Estaba concentrada, moviéndose sin parar,
disfrutando del momento, su cuerpo empezó a sudar y el
pelo se le empapó. El calor la inundaba y la poseía. Las
sensaciones se mezclaban y le abotargaban la cabeza. Las
palpitaciones de la polla de él, llena de deseo, los roces en
su clítoris que la hacían temblar.
Y entonces, algo la tocó. Se asustó por un momento,
pero logró contener el grito. Petra se había levantado de la
silla y acercado a la cama sin emitir un solo ruido. La mujer
lobo paseó sus manos por las caderas de ella y subió por su
espalda hasta sus hombros. A su paso, la piel de Silvia se
fue poniendo de gallina.
—No pares —le susurró al oído.
Silvia siguió follándose a Bertram, el corazón le latía
tan rápido que creyó que se le iba a salir del pecho. Petra le
besó con delicadeza el cuello y Silvia tuvo que hacer un
esfuerzo sobrehumano para que no se le escapase un
gemido. Todo su cuerpo tembló ante el contacto. La mano
de Petra le agarró un pecho y empezó a apretar con
suavidad el pezón.
Silvia gimió. Se asustó al instante, pero Bertram no
pareció darse cuenta, estaba retorciéndose de placer. La
polla estaba hinchada, no tardaría mucho en explotar.
Darse cuenta de aquello, del placer que él estaba
sintiendo, del deseo que sentía Petra por ella, la volvió loca.
Los estímulos la superaron por completo, las manos de
Petra parecieron convertirse en cientos de caricias sobre su
piel, los besos en el cuello la desarmaron por completo.
Todo su cuerpo se rindió al placer.
—Voy a correrme —gruñó Bertram.
Silvia sintió la polla endurecerse dentro de ella.
—Córrete —le dijo Petra—. Córrete dentro, dámelo
todo.
—Sí —suspiró Silvia.
Bertram se retorció y ella apretó todavía más el ritmo.
Él no pudo soportarlo más, empezó a retorcerse mientras su
miembro daba sacudidas dentro de ella. El caliente líquido
se derramó en su interior a golpes.
—Ahora tú —le susurró Petra al oído mientras seguía
acariciando sus pechos y besando su cuello.
Ahora yo, pensó Silvia mientras el placer llegaba a ella
como una ola rompiendo contra la costa. La sacudió por
completo, hizo que los músculos le temblasen y que la vista
se le pusiese en blanco. Toda su mente se esfumó por un
instante en el que su cuerpo se agarrotó. Dejó de sentir
caricias, dejó de sentir el miembro de Bertram corriéndose
en su interior, solo sintió la oleada de placer que ascendió
desde su entrepierna hasta su pecho y su boca. Escapó de
ella como un grito de placer final. Todo se desvaneció a su
alrededor. Toda su piel se puso de gallina. La electricidad la
sacudió.
Fue solo un instante, pero uno de los mayores
instantes de placer de su vida. Abrió los ojos para volver a la
realidad. Su respiración seguía agitada y su cuerpo lleno de
sudor. Con esfuerzo, se puso en pie y salió de la cama. Petra
la condujo hasta la puerta. Le extendió su camisón y se
despidió:
—Buenas noches.
Silvia volvió a su habitación caminando lenta y
pesarosamente, como un fantasma que vagase por la
mansión. Cuando llegó a su cuarto, se dejó caer en la cama.
No quiso pensar mucho en lo que acababa de pasar, había
disfrutado como hacía tiempo que no disfrutaba y eso era lo
único que importaba.
O quizás no, porque, en realidad, quería algo más.
◆◆◆

Isabelle se despertó en mitad de la noche. La


oscuridad la envolvía como un manto pesado y opresivo.
Una garra fría le apretaba las entrañas y se las retorcía
provocándole arcadas. Todo le daba vueltas.
Intentó incorporarse en la cama, pero era como si
unas cadenas invisibles la retuvieran. Entonces llegaron las
voces, susurros discordantes en la oscuridad, primero una
voz, luego muchas. Una cacofonía sin sentido de palabras
que se le metía en la cabeza y le hurgaba detrás de los ojos.
La respiración de Isabelle se aceleró, su corazón empezó a
palpitar con fuerza y un miedo terrible la invadió. Intentaba
ver a su alrededor, localizar lo que originaba las voces, pero
era incapaz de ver nada más que sombras.
—Ven a mí —un susurro se alzó por encima del resto
—. Ven a mí.
Las palabras se arrastraron por sus oídos y se
metieron en su cabeza, generándole la necesidad de ir. No
sabía a dónde, pero sabía que debía ir.
—Ven a mí —repitieron las voces como un coro
fantasmal—. Ven a mí.
El yugo que la ataba a la cama se deshizo e Isabelle
pudo ponerse en pie. Se deslizó por la habitación, sin ser del
todo consciente de sus pasos. Guiada por las voces, caminó
por los pasillos oscuros de la mansión hasta que llegó al
recibidor.
Y entonces escuchó: toc, toc, toc.
Algo en su interior quiso gritar y huir, resistirse a las
voces que seguían susurrando a su alrededor, pero esa
presencia imperiosa era más fuerte que ella. Más fuerte que
su voluntad. Intentó resistirse, pero su cuerpo avanzó solo
hacia la puerta, giró las llaves y abrió. Al otro lado, esperaba
Rainer que sonrío al verla.
—¿Podemos pasar? —preguntó.
—Déjanos pasar —corearon las voces—. Déjanos
entrar.
No, quiso decir. El miedo atenazaba su estómago, el
frío que sentía era como hielo desgarrando su pecho.
—Pa…sad —dijo.
Rainer asintió complacido e hizo un gesto a la
oscuridad del jardín. De pronto, una decena de ojos
amarillentos y brillantes emergieron desde las sombras.
Eran personas contrahechas y de aspecto terrible, algunas
habían perdido el pelo, otras lucían la piel grisácea y
pegada a los huesos, todas tenían los labios morados y
afilados colmillos.
—Hijos míos —dijo Rainer—. Adelante, cazad.
Isabelle se echó a un lado y dejó que aquellos seres se
deslizaran en el interior de la mansión. Andaban jorobados o
a cuatro patas, sus uñas se habían convertido en garras
largas y negras.
—Ven conmigo, Isabelle —le instó Rainer en cuanto
todas las criaturas habían pasado.
Ella asintió en contra de su voluntad, las palabras de
él eran como veneno que se filtraba en su cabeza y le
obligaba a querer complacerle. Salió al frío del exterior y
Rainer y ella se marcharon en mitad de la noche.
◆◆◆

Silvia se despertó por el hedor de la muerte. Fue como


un puñetazo en el estómago que le hizo saltar como un
resorte, un escalofrío la sacudió. Olisqueó el aire, la peste
era insoportable. Su sangre maldita le avisó del peligro
como una especie de alarma interna. Se levantó de la cama
y corrió hasta la puerta, la abrió lo suficiente como para
poder mirar al pasillo. Al principio no vio más que
penumbra, pero sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la
oscuridad y entonces se percató de unos ojos amarillentos
que acechaban en las sombras.
Un grito de pánico rompió el silencio. Las criaturas del
pasillo gruñeron y se lanzaron a por ella. Silvia cerró la
puerta, escuchó a las bestias golpear contra ella, sus garras
rascando la madera. Corrió hasta la ventana, la abrió y saltó
al jardín. La puerta se abrió, casi saliéndose de los goznes.
Las criaturas entraron en tropel en su búsqueda, la vieron
correr por el jardín y corrieron tras ella.
Silvia apretó el paso, iba descalza y solo vestida con el
camisón, lo que le dificultaba la carrera. Empezó a hacerse
cortes en la planta del pie y a dejar un rastro de pisadas
sanguinolentas en la hierba, pero no se detuvo. Escuchaba
los gemidos ahogados de las bestias tras ella, corrían a
cuatro patas, veloces como perros de presa. Silvia miró a su
alrededor, sabiendo que no conseguiría vencer en una
carrera.
Allí, pensó. Había una caseta cercana, al lado de la
piscina. Corrió hasta ella, abrió la puerta y mientras entraba
pudo ver a las ferales criaturas lanzándose a por ella. Cerró
con un grito ahogado, un golpe seco hizo retumbar la
madera. Sin tiempo, comprobó donde estaba, era la caseta
para la depuradora, tuberías de hierro recorrían las paredes
y una maquina emitía un zumbido constante. Silvia rebuscó
en el escaso espacio y encontró una red para quitar bichos
del agua, una escoba y un recogedor. Otro golpe retumbó
en la puerta, las criaturas gritaban al otro lado, furiosas.
Sus instintos la guiaron hasta la escoba, la partió por
la mitad con la rodilla y se quedó con el trozo de madera
astillado en la mano.
Una estaca, pensó. Se vio a sí misma, por un
momento, de nuevo en la noche en la que la mansión de
Krimer había sido atacada. Había podido hacer frente a un
licántropo. Podía hacer frente a lo que fuera que fuesen esas
bestias de ahí fuera. Se plantó frente a la puerta, los
instintos de la sangre maldita se apoderaban de ella, le
agudizaban los sentidos y le imbuían una calma antinatural.
La puerta reventó. Silvia gritó y cargó. Golpeó a la
primera criatura en la cabeza con un golpe seco. La bestia
gimió de dolor y retrocedió. La segunda se lanzó a por ella y
le hundió las garras en la pantorrilla. Gritó de dolor, pero su
cuerpo aguantó el envite y con un movimiento fluido, clavó
la estaca en el pecho de aquella especie de vampiro
monstruoso. La bestia abrió mucho los ojos cuando la
madera atravesó su piel grisácea y blanda. Un reguero de
sangre negra y maloliente emergió de ella mientras caía,
derrotada.
La otra criatura se incorporó de nuevo y atacó. Silvia
intentó arrancar la estaca del pecho del vampiro muerto,
pero estaba atascada. El vampiro cayó sobre ella, rodaron
por la hierba, forcejeando a manotazos y patadas. Silvia
agarró de los hombros a la criatura para apartarla de su
cuello todo lo que podía. La bestia no dejaba de lanzar
dentelladas al aire, presa de una voracidad inhumana, como
si solo pudiese pensar en morderle el cuello, en chupar su
sangre.
Silvia gritó, intentando hacer acopio de todas sus
fuerzas para apartar al ser. De pronto, varios aullidos
destrozaron el silencio de la noche. Se escucharon disparos
en el interior de la mansión y decenas de luces se
encendieron al mismo tiempo. El vampiro siseó ante las
luces y quedó cegado por un segundo, un solo segundo que
Silvia aprovechó para darle una patada en el pecho y
quitárselo de encima. Se incorporó de un salto y corrió hasta
la estaca improvisada, la arrancó del pecho del ser muerto
de un tirón. La otra criatura se retorcía en la hierba. Silvia se
lanzó sobre ella mientras gritaba. Le clavó la estaca una y
otra y otra vez mientras la bestia gemía de dolor y su
sangre negra salpicaba en todas direcciones.
Cuando acabó, soltó la estaca sanguinolenta en el
suelo y la adrenalina empezó a abandonarla. Silvia fijó su
mirada en la mansión, escuchó los aullidos y, de algún
modo, entendió que pedían ayuda.
Corrió.
9
La mansión estaba llena de aquellas criaturas. Los
disparos cortaban el aire con fogonazos de luz. Gritos y
aullidos venían de todas partes. Silvia llegó hasta un gran
salón del que provenían gritos. Bertram estaba convertido
en lobo, tirado en el suelo forcejeando con tres vampiros
que le clavaban las garras y le lanzaban dentelladas.
—¡Bertram! —gritó Silvia, asustada.
Corrió hacia él sin dudarlo un segundo, subió a una
mesa larga de un salto y agarró un candelabro que había
sobre ella.
—¡Silvia, huye! —rugió Bertram dando un zarpazo a
una de las criaturas y recibiendo dos mordiscos en el
proceso.
Silvia no obedeció, aquello era por su culpa y pensaba
solucionarlo. Saltó de la mesa gritando y cayó sobre las
criaturas, estaba invadida por una valentía antinatural, por
un odio visceral hacia esos vampiros malformados. La
sangre maldita corría por sus venas como un torrente de
fuego. Golpeó a una de las bestias en la cabeza y a otra la
apartó de una patada. Bertram rugió y se puso en pie, un
feroz lobo rojo de más de dos metros. Agarró del cuello a la
tercera criatura y con sus poderosas garras la partió por la
mitad.
—¡Corre! —ordenó.
Silvia vio que por el pasillo venían más vampiros. Esta
vez, sí obedeció. Bertram fue tras ella, cojeando de la pierna
que nunca había terminado de curarse. Llegaron a otra
salida del salón, se internaron en las habitaciones que
usaba el servicio y cerraron la puerta. Bertram movió una
estantería entera para asegurarse de que nada les seguía.
Se escucharon golpes y gritos ahogados al otro lado, pero,
por el momento, parecían estar a salvo.
Poco a poco, la forma del lobo fue abandonando al
licántropo. Fue haciéndose más pequeño y el pelo se fue
disolviendo como tinta en un papel, al final solo quedo
Bertram. Se le veía ojeroso y agotado, cortes y mordeduras
recorrían su torso y sus brazos. Silvia se acercó para
examinarle las heridas, pero él la detuvo.
—No es nada —mintió.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella, asustada.
—Son vampiros recién creados —explicó él dejándose
caer en una silla con un gesto de dolor—. Los llamamos
ghouls. Una sed de sangre brutal se apodera de ellos
convirtiéndolos en bestias salvajes.
—¿Rainer los ha traído?
—¿Quién si no? —Bertram hizo otro gesto de dolor
según se quitaba la camiseta para poder revisarse bien las
heridas.
Silvia le miró el poderoso torso y recordó lo que había
ocurrido hacía apenas unas horas, se sonrojó y apartó la
mirada.
—Ha estado creando vampiros —suspiró el licántropo,
ajeno al calor que se había encendido en el pecho de ella—.
Lo que significa que tenemos un problema mayor entre
manos. Maldita sea.
—¿Por qué?
Los golpes en el exterior seguían, pero la estantería
aguantaba la presión.
—Porque puede transformar a decenas en poco
tiempo —explicó Bertram sin dejar de examinarse las
heridas—. Si se le deja sin supervisión, podría crear una
horda de esas cosas. Por eso antes había tratados para
controlar la reproducción de los vampiros.
—Entonces, ¿hubo clanes de vampiros en Berlín?
—Hace muchísimo de eso, pero allí donde conviven
lobos y vampiros suele haber tratados muy estrictos. Aquí
no duraron mucho, lo único que hicimos bien los Rot y los
Schwarz juntos fue expulsar a esos chupasangre de nuestra
ciudad.
—Entonces, está claro que Rainer ha vuelto por
venganza —razonó Silvia—. ¿Quiere retomar la ciudad y
destruir vuestros dos clanes?
—Es posible.
—Pero Krimer dijo que era asunto suyo… —murmuró
ella, empezó a caminar de un sitio a otro dentro de la
despensa—. Y Rainer lo busca a él en concreto, deben estar
relacionados de alguna forma.
—Estoy harto del secretismo de Krimer —rugió
Bertram, enfadado—. En cuanto acabe esta noche, él y yo
vamos a tener unas palabras.
Silvia miró de reojo a Bertram, sentado en la silla, con
el torso descubierto y lleno de heridas, tenía un aire
peligroso. Había abandonado las formas aristocráticas y
sosegadas que le caracterizaban y parecía más el hombre
lobo que era. No pudo evitar sentir un leve pinchazo en el
pecho.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella.
Bertram respiró hondo y se puso en pie. Se frotó el
puente de la nariz intentando pensar.
—Tenemos que encontrar a tu amiga y su novio —
razonó—. Corren peligro solos. Luego nos aseguraremos de
que Petra esté bien. Si nos refugiamos en alguna de las
salas del pánico solo tendremos que aguantar hasta el
amanecer.
—¿Tienes varias salas del pánico?
—Mi padre era muy paranoico —contestó él
encogiéndose de hombros.
Silvia se puso a rebuscar entre las cosas de la
despensa. Se hizo con varios cuchillos y partió la pata de
una silla para improvisar una estaca.
—¿Qué haces? —preguntó Bertram.
—Prepararme para pelear.
—No…
—Cállate —le advirtió Silvia apuntándole con un
cuchillo—. No me trates como una damisela en apuros
porque he sido yo la que te ha salvado ahí fuera.
Bertram se tragó sus palabras y asintió.
—Tienes razón, lo siento.
—No te preocupes —dijo ella—. Vamos a salvarlos.
◆◆◆

Abrieron la puerta de una patada. Bertram, convertido


en lobo, cargó el primero. Sus garras cortaron carne a un
lado y a otro, la sangre salpicó las paredes del destrozado
salón. Pronto, se vio sobrepasado por los ghouls, pero Silvia
salió tras él, imbuida por ese odio visceral que ardía en sus
venas. Ensartó a una de las criaturas con la estaca y le
clavó un cuchillo en la cabeza a otra. En aquel momento, no
pensaba, solo actuaba impulsada por sus instintos.
Juntos, derrotaron a la mayoría de los ghouls, el resto
huyeron asustados ante la imponente figura del licántropo
rojo cubierto de sangre negra. Bertram rugió al aire y luego
aulló, su canto resonó por toda la mansión y otros aullidos
contestaron al suyo.
—Petra… —rugió—. No la oigo.
—Seguro que está bien —dijo Silvia—. Busquemos
juntos.
El enorme lobo asintió.
—Vamos.
A pesar de su cojera, Bertram, alcanzaba una
velocidad endiablada. Silvia se encontró teniendo que
apretar el paso para poder seguirle. Se deslizaron en sigilo
por los pasillos vacíos. Seguían escuchándose gritos y
disparos, acompañados de los rugidos de los ghouls, pero el
combate parecía haber pasado a los pisos superiores. Sin
problemas, llegaron hasta el ala de la mansión en el que se
habían alojado sus amigos. Aquella zona estaba a oscuras,
la luz de la luna se colaba mortecina por las ventanas. La
puerta del cuarto de Isabelle estaba abierta y de su interior
emergía un ruido húmedo y perturbador. Bertram olisqueó
el aire.
—Sangre —murmuró.
El corazón de Silvia se detuvo por un momento. Salió
corriendo.
—¡Silvia! —gritó él.
Pero ella no se detuvo hasta que llegó a la puerta
abierta. Lo que vio al otro lado le revolvió el estómago y le
provocó una arcada. Peter yacía frío y pálido en la cama, un
ghoul se alimentaba de la sangre que manaba de su cuello.
Estaba muerto. El horror de aquella noche la superó por
primera vez, Silvia gritó de miedo y el vampiro alzó su
rostro, la barbilla cubierta de sangre, los ojos brillantes fijos
en ella.
Con un grito agudo, la criatura se abalanzó sobre ella.
Bertram llegó y la apartó de la trayectoria de la bestia.
—¡Corre! ¡Vienen más!
Silvia se dio cuenta en aquel momento de que el
pasillo por el que había venido estaba lleno de ojos
amarillos. Asustada, empezó a correr seguida por el
licántropo.
—¡Estaba muerto!
—No es el momento —rugió Bertram—. Rápido por
aquí.
Giró una esquina y llegó a unas escaleras que subían
al segundo piso, la esperó para ir detrás de ella. En el
segundo piso la situación era peor. Varios ghouls recibían
disparos desde una barricada improvisada, sangraban, pero
no parecía que el dolor les afectase lo más mínimo. Las
bestias se abalanzaron sobre los hombres de seguridad.
Bertram llegó demasiado tarde, solo pudo verlos morir entre
gritos.
—Vamos —dijo Silvia.
Siguieron corriendo entre el caos de la batalla. Una
puerta lateral estalló y un segundo licántropo emergió de
ella, era de color pardo y estaba cubierto de sangre y
heridas. Era más pequeño que Bertram en todos los
sentidos, pero su expresión era fiera.
—¡Wilhem! —gritó Bertram—. ¿Dónde están los
demás?
—Peleando por toda la mansión —contestó el tal
Wilhem con voz socarrona—. Estos hijos de puta no paran
de llegar, se cuelan por las ventanas como si alguien les
hubiese invitado.
—A ellos no —dijo Bertram—. Pero sí han invitado a su
creador. Escucha, reúne a todos los que puedas y retiraos a
las habitaciones del pánico. No defendáis la casa, esto
acabará al amanecer.
Wilhem no pareció muy contento con la idea de la
retirada, sin embargo, asintió y dijo:
—A sus órdenes, alfa.
El licántropo joven se marchó aullando.
—Sigamos —ordenó Bertram.
Continuaron la marcha hasta una encrucijada de
pasillos, dos ghouls salieron de la nada a su encuentro.
Bertram intentó apartarse, pero la garra de una de las
criaturas le dejó tres heridas en el pecho. Rugió de dolor y
devolvió un golpe letal. Silvia forcejeó con el otro, hasta que
consiguió apartarlo de un empujón y le clavó la estaca en el
pecho. La sangre del licántropo manaba profusamente sobre
su pelaje y caía sobre la alfombra.
—Necesitas descansar —dijo Silvia—. Tenemos que
llegar a la habitación del pánico.
—No. Tengo que encontrar a Petra.
Ella fue a replicar, pero entendía perfectamente que él
no fuera a rendirse. Envidió a Petra un poco.
—Entonces sigamos.
Pero, como si el mundo no quisiese darles ni un breve
descanso, una ventana se rompió cerca de ellos y uno tras
otro, una decena de criaturas empezaron a colarse en el
interior.
—¡Corre! —ordenó Bertram y la empujó pasillo abajo.
Silvia no quiso ni mirar, podía oír los rugidos ahogados
de los ghouls y con eso le bastaba, echó a correr como alma
que lleva el diablo. Bertram la siguió muy de cerca, pero ya
no iba tan rápido como antes, las heridas y la pérdida de
sangre estaban empezando a pasarle factura. Una de las
bestias saltó por encima de Bertram y llegó hasta Silvia. Le
arañó la pierna. Ella gritó de dolor y trastabilló, le dio una
patada en la cara y siguió corriendo. El resto de ghouls se
acercaban peligrosamente rápido.
—¡Ahí! —gritó Bertram, señalando una puerta enorme
al final del pasillo—. ¡Corre!
Él se detuvo para darle algo de tiempo. Los ghouls se
echaban sobre él como una ola de piel gris y dientes
afilados.
—¡NO! —exclamó ella, presa del pánico.
Bertram rugió mientras la oleada de vampiros se
echaba sobre él. Dio un zarpazo a un lado y a otro
intentando defenderse. Consiguió dejar a dos malheridos en
el suelo, pero el resto lo sobrepasaron, como ratas
empezaron a morder y arañar.
—¡Abre la puerta! —gritó con la voz rota.
Silvia empujó la puerta al final del pasillo, daba a un
vestidor enorme lleno de ropa elegante y zapatos. Al fondo,
tras las perchas, captó el brillo metálico de una puerta
oculta. Tenía un panel lateral con un teclado numérico.
—Mierda.
Volvió a la puerta del vestidor. Bertram Se había
liberado de varias criaturas y trastabillaba por el pasillo,
brutalmente herido. Él alargó una mano, intentando
alcanzarla. Los ghouls se le acercaban por detrás. Silvia no
dudó. Algo en su interior la impulsó a actuar. Corrió para
salvar a Bertram, la estaca llena de sangre en una mano, un
cuchillo en la otra. Llegó frente a las criaturas, dio un
cuchillazo a un lado que falló estrepitosamente e intentó
golpear con la estaca a otro lado. Los ghouls ni se
inmutaron, uno de ellos le mordió la espinilla y otro le
arrancó la estaca de las manos. Silvia gritó de dolor. Más
bestias se subían por las paredes como arañas y se
acercaban, ya saboreando la presa.
Bertram hizo un último esfuerzo y apartó al vampiro
que mordía a Silvia. Gruñó y bufó, dando zarpazos a un lado
y a otro, pero las bestias no se asustaban, se sabían
victoriosas. Silvia agarró otro cuchillo y lo clavó en la cabeza
de una. No sirvió de mucho.
Estaban perdidos.
Y, de repente, se escuchó un rugido que hizo temblar
las paredes. Los ghouls miraron en la dirección del ruido,
nerviosos y asustados. Un licántropo alto y esbelto hizo acto
de presencia, su pelaje era blanco como la nieve, pero
estaba cubierto de sangre. Saltó sobre los ghouls sin miedo
y empezó a arrancar cabezas y morder cuellos. En el fragor
de la batalla, la bestia pareció crecer y reír.
—¡Vamos! —instó Silvia a Bertram aprovechando la
oportunidad.
Él estaba convirtiéndose de nuevo en humano, toda
su fuerza perdida por la sangre derramada. Silvia le ofreció
el hombro y juntos corrieron patéticamente hasta la puerta
de la habitación segura.
—¡El código!
—33-10-12 —murmuró él, a punto de desfallecer.
Silvia tecleó los números y apretó el botón central. La
puerta emitió un pitido, luego un mecanismo se retorció en
su interior y se abrió.
10
Silvia cerró la puerta. Las luces del interior
parpadearon antes de encenderse del todo. La estancia era
impresionante, bastante amplia para una decena de
personas, con cómodos sofás, una televisión, una consola,
una pila de películas en DVD, una estantería llena de
comida en lata y bebidas. Silvia también vio dos cajas con
camas hinchables. Todo lo que uno podría necesitar para
pasar horas cómodo.
Bertram se arrastró cojeando hasta uno de los sofás y
se dejó caer en él, Silvia palideció un poco al ver la sangre
cayendo por el cuero. Él ya era del todo humano de nuevo,
las heridas parecían graves y su piel estaba pálida. Silvia se
acercó, también cojeaba por las heridas en su pierna, pero
aguantó el tipo.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó—. ¿Hay algún
botiquín aquí o…?
Bertram asintió en silencio y señaló al armarito de la
comida, arriba había una caja de primeros auxilios. Silvia
tuvo que usar una silla para llegar, todo el proceso fue un
dolor indescriptible, pero apretó los dientes y lo soportó.
Bertram cogió la caja y buscó en su interior, manchándolo
todo de sangre, ella le apartó la mano y le dijo:
—Dime lo que necesitas, yo lo haré.
—Cóseme las heridas —pidió con un hilo de voz—.
Ayudará a la regeneración.
Silvia asintió, mostrando una confianza que no sentía.
Nunca había hecho algo parecido, pero no le quedaba otro
remedio. Las manos le temblaban mientras cogía todo el
material de sutura, por suerte Bertram estaba casi
inconsciente y no lo veía.
Cálmate, se instó en su fuero interno. Respiró hondo y
esperó un momento hasta que el temblor en sus manos se
calmó. Cogió la aguja y el hilo, miró el cuerpo lleno de
cortes de Bertram y estuvo a punto de echarse a llorar, pero
no, no era el momento. Le quitó la camiseta y el pantalón,
Bertram apenas se dio cuenta, estaba casi ido.
—Aguanta —le pidió, asustada.
Se sentó al lado de él, acercó la aguja a la primera
herida y susurró para sí misma:
—Tú puedes hacerlo.
◆◆◆

Dos horas más tarde, los ruidos en el exterior se


habían detenido. En la habitación del pánico reinaba un
silencio inquietante. El reloj marcaba que todavía eran las 4
de la madrugada, quedaban unas cuantas horas para el
amanecer. Bertram dormía en el sofá, Silvia le había echado
una manta por encima para que no se enfriase. Ella habría
querido dormir para que las horas pasasen más rápido, pero
no podía. Su cabeza era un torbellino de pensamientos y
culpabilidad. Temía por lo que le hubiese pasado a Isabelle,
intentaba recordar cada detalle de la habitación, pero solo
había visto el cadáver de Peter. Su amiga no estaba.
Quizás ha sobrevivido, se repetía una y otra vez
mientras repasaba la escena en su cabeza. O quizás la
habían devorado.
El pensamiento le provocó una arcada. Buscó algo por
la habitación con lo que entretenerse y dejar de pensar. Al
final, se puso “Desayuno con diamantes” en DVD y pasó el
tiempo, distraída por el encanto de una película clásica que
había visto una docena de veces antes y que no dejaba de
sorprenderla. Gracias a eso, el tiempo pasó más rápido. Al
cabo de un rato, Bertram gruñó y empezó a moverse.
Silvia se acercó corriendo, se sentó junto a él y le
puso una mano en el pecho para que no se incorporase. Él
abrió los ojos lentamente y la miró, confuso.
—¿Qué…?
—Tranquilo, estamos bien.
Bertram asintió pesadamente y cerró los ojos de
nuevo. Silvia echó un vistazo a sus heridas, los cortes
superficiales ya estaban casi cerrados, los más profundos ya
no tenían tan mala pinta. Era impresionante la velocidad
con la que se curaban.
—Esto no quedará así —murmuró Bertram con la voz
raposa—. Ese vampiro no se saldrá con la suya.
—No, esto no quedará así.
Bertram asintió pesadamente y fue deslizándose por
el sofá, cayendo lentamente, hasta que su cabeza se apoyó
en el regazo de ella. Silvia sonrió al oírle respirar fuerte,
dormido de nuevo. Empezó a acariciarle el pelo y siguió
viendo la película.
Un tiempo más tarde, él despertó de nuevo. Se giró
lentamente para ponerse boca arriba.
—Hola —saludó, todavía adormecido.
—Buenos días —contestó ella.
Fue a dejar de acariciarle el pelo, pero él le condujo la
mano de nuevo al cráneo.
—Se está bien aquí —murmuró.
—Sí —coincidió Silvia—. Ojalá poder quedarnos dentro
para siempre. Es como si nada hubiese pasado.
Solo una buena película y una habitación caldeada.
Bertram tumbado en su regazo. Ningún ruido que alterase el
momento. Quizás faltase una ventana con vistas a un
precioso bosque, pero no se podía tener todo.
—¿Qué nos pasó, Silvia? —preguntó él, de pronto.
Todavía sonaba adormecido, como si estuviese más
en el mundo de los sueños que en el real.
—Teníamos química —continuó, las palabras pesadas
en su lengua—. La primera vez que te vi…
—¿Sí?
—…en el aeropuerto… —hablaba despacio, con la
boca pastosa—…no sabía qué hacías en un avión.
—¿Por qué?
—Pensé que los ángeles no necesitan un avión para
volar —sonrió—. Menuda cursilería, ¿verdad?
Silvia tragó saliva para intentar deshacer el nudo en la
garganta que tenía en ese momento. Su estómago se
encogía, su corazón se aceleraba y su mandíbula se
tensaba. Una mezcla inexplicable de sentimientos se
apoderaba de ella.
—Sí… —murmuró con un hilo de voz—…es un poco
cursi.
—Creí que no volvería a verte —continuó él—. Pero
cuando respondiste como traductora al anuncio que había
puesto, en fin, entonces pensé que era el destino.
—Yo también lo pensé.
—Fue la mejor primera cita que he tenido jamás. Hay
algo en ti, eres divertida, inteligente, pasional…
Silvia no dijo nada. La voz de él se fue apagando poco
a poco mientras parecía que el sueño volvía a envolverlo.
—¿Qué nos pasó? —fue lo último que preguntó.
Ella guardó silencio por más de un minuto. La vista fija
en la pantalla del televisor, pero su mente muy lejos de allí.
Finalmente, cuando hubo reunido las fuerzas para hablar,
dijo:
—Krimer es lo que nos pasó. Krimer que lo envenena
todo a su paso, que antepone su misión por encima de todo
el mundo. No le importa el dolor que pueda causar, ni lo
sola que pueda sentirse una persona a su lado —tuvo que
parar un momento para tragar saliva e intentar deshacer el
nudo en su garganta, un par de lágrimas acudieron a sus
ojos—. Más de una vez he pensado que no sentía nada por
mí, que solo se obsesionó conmigo para hacerte daño a ti.
Más de una vez he pensado que solo me había usado para
acelerar la guerra entre ambos, pero luego siempre volvía a
por mí y me hacía dudar. ¿Es su amor real? ¿O solo soy un
pasatiempo hasta que algo más importante lo absorba de
nuevo?
Ella suspiró. Sacar todo aquello de su pecho tenía un
efecto reconfortante, se sentía un poco más liviana. No
esperó respuesta de él, le bastaba con oírle respirar para
saber que se había dormido en su regazo. Mejor así. Lo que
él decía era inducido por los delirios del cansancio y la
pérdida de sangre. Era mejor no volver a empezar con aquel
baile.
Era mejor que Bertram no supiese nada de lo que
había ocurrido esa misma noche, ni recordase lo que ella
acababa de decir. Tenía bastantes problemas como para
añadir sentimientos que afloraban de nuevo a la pira que
ardía en su interior.
◆◆◆

Silvia despertó de un brinco. Se había quedado


dormida en el sofá. Eran las ocho de la mañana y en el
exterior solo había silencio. Bertram estaba despierto
también, tenía mejor aspecto y las heridas ya eran casi
cicatrices. Cuatro latas de conserva yacían vacías en una
mesa de plástico desplegable y estaba devorando una
quinta de atún.
—Buenos días —dijo tras tragar.
—Buenos días —murmuró ella.
—Es hora de salir.
—¿Es seguro?
—No lo sabremos hasta que abramos esa puerta, pero
se habrán marchado antes del amanecer.
Silvia asintió y agachó la mirada. Él no parecía
recordar nada de la conversación nocturna, era mejor así.
Bertram se puso en pie y fue hasta un teclado junto a la
puerta, introdujo el código, se escuchó un pitido de
confirmación y luego el crujido de los engranajes
moviéndose. La puerta se abrió apenas unos centímetros.
Silvia se puso en pie, estaba agotada y el cuello le dolía a
rabiar. Se colocó junto a él, se dedicaron una silenciosa
mirada de tensión compartida.
Bertram empujó la puerta con suavidad.
Juntos, abandonaron la habitación del pánico.
11
La mansión estaba silenciosa. Envuelta en la
penumbra de los primeros rayos del sol que se filtraban por
ventanas rotas. Había marcas de la batalla por todas partes,
arañazos, muebles rotos, salpicaduras de sangre, pero no
quedaba ni un solo cadáver.
—Se los han llevado —murmuró Bertram—. Para
alimentarse de ellos.
—Pero tampoco hay cadáveres de vampiro.
—Sí que los hay —él señaló a una pila de jirones de
carne negra en el suelo.
La sustancia humeaba como si el sol le estuviese
dando a través de una potente lupa. Silvia entendió que era
todo lo que quedaba de los vampiros al amanecer.
Encontraron a los supervivientes de la batalla
reunidos en uno de los salones principales de la mansión.
Rostros cansados y heridos descansaban apoyados en las
columnas, los sirvientes que todavía se mantenían en pie
iban y venían trayendo agua y comida. Un par de soldados
se esmeraban en coser y vendar heridas. Los rostros
cubiertos de sangre y mugre los observaron con curiosidad
al entrar. Bertram se separó de ella, preocupado por el
estado de los suyos. Silvia se quedó apartada, incómoda
entre las miradas hostiles y curiosas.
—Ha sido una noche movidita —dijo una voz a su
espalda.
Se giró para ver a Petra acercándose. La diosa nórdica
tenía los brazos cubiertos de cicatrices y la ropa destrozada.
La sangre manchaba su rostro y su pelo y, aun así, no
perdía ni un ápice de atractivo. De hecho, la rudeza le
sentaba bien.
Qué rabia, pensó.
—No tienes que jurarlo.
—Con lo bien que había empezado —se rio la
licántropa, como si todo lo que había pasado no le
impresionase lo más mínimo.
—¿Cómo estás tan tranquila? —preguntó Silvia, sin
acritud, con una curiosidad genuina, ella todavía no había
podido quitarse el nudo del estómago.
Petra sonrió y se encogió de hombros.
—Los clanes de Berlín han perdido la costumbre de la
batalla. Nosotros peleamos por territorio contra los vampiros
cada día. Esto solo ha sido una escaramuza.
Silvia no dijo nada. De nuevo, sentía que todo era por
su culpa. Buscó con la mirada a Isabelle por la habitación. Al
no encontrarla, los nervios se acrecentaron más. Sin decir
nada, se marchó de al lado de la licántropa y abandonó el
gran salón. Se internó por la mansión y empezó a correr.
Llegó hasta la habitación de Isabelle, tuvo que contener una
arcada al ver la enorme mancha de sangre en las sábanas.
Buscó, pero no había rastro del cadáver de Peter. Solo
sangre… sangre y una nota. Estaba en una de las mesitas
de noche. Escrita con tinta roja, o esperaba que fuese tinta
roja, con una caligrafía excelente:
Si quieres volver a verla, entrégame a Krimer mañana
al anochecer en Hundekehlefenn. Te estaré esperando. R.
La mano de Silvia tembló. Releyó la nota una y otra vez
como si hacerlo fuese a desvelarle el paradero de su amiga.
La visión se le nubló en los bordes y las piernas le fallaron,
tuvo que apoyarse en la cama para no caer de bruces.
Aquello era su culpa. Isabelle estaba en peligro por su
culpa.
◆◆◆

Salió de la mansión sin que nadie la viese. Con una


sudadera ancha puesta y la capucha echada. Cogió un taxi
y media hora más tarde se encontraba de nuevo frente a la
mansión de los Schwarz. El lugar parecía tranquilo y
hermoso con el sol de la mañana iluminándolo, ni un signo
de batalla.
Soy yo la que trae la destrucción, pensó con un nudo en
el estómago.
Apretó al timbre de la verja y al poco escuchó el pitido
que la abría. Caminó por los jardines a paso rápido hasta la
entrada principal, un sirviente la esperaba allí.
—Acompáñeme —le dijo.
El sirviente la condujo hasta una habitación de los
sótanos. Krimer estaba reunido con varios miembros de su
equipo de seguridad, hombres rudos cubiertos por tatuajes
negros tribales, ninguno era licántropo, pero su objetivo era
conseguir serlo algún día. Una caterva de armas
descansaba en la mesa, rifles, puñales, estacas de madera,
viales de agua. Silvia se quedó en el umbral sin decir nada.
—Nuestro enemigo se habrá reproducido
considerablemente —explicaba Krimer—. Los vampiros
recién creados son salvajes y peligrosos, pero también más
fáciles de matar. Solo tenéis que cortarles la cabeza o
atravesarles el corazón. Una bala bien apuntada bastará.
Silvia observó que en una pared había un collage de
fotos y recortes de periódico, noticias sobre gente
desaparecida en Berlín y alrededores, noticias sobre la
bajada del número de mendigos en la ciudad. Entendió de
donde estaba sacando Rainer su ejército, se aprovechaba
de los más desfavorecidos, de aquellos por los que nadie
preguntaba.
—El enemigo no tardará en atacar —continuó—. Tratará
de destruir el altar de sangre, pero no le dejaremos, porque
nosotros atacaremos primero.
Krimer se dirigió a una pizarra tapada con una tela, la
descubrió para enseñar el mapa que había debajo. Un mapa
de la ciudad lleno de hilos de distintos colores que parecían
formar un patrón alrededor de una zona concreta.
—El patrón en las desapariciones indica que Rainer tiene
su guarida en algún lugar de esta zona —señaló un lugar
apartado a las afueras de Berlín, un polígono industrial
parecía—. Seguramente se haya hecho con un almacén
abandonado.
Silvia frunció el ceño. Krimer claramente llevaba mucho
tiempo atento a las noticias de desapariciones. Eso
significaba que ya sospechaba de la aparición del vampiro
cuando todavía estaba con ella. ¿Se había mostrado frío y
distante por eso? ¿Qué ocultaba?
—Atacaremos durante el día, cuando son más débiles y
pondremos luces UV en las linternas de los rifles. Bien
coordinados y trabajando en equipo, esto no será más que
una limpieza ordinaria. Entrar y salir, ¿entendido?
—Entendido —repitieron todos al unísono.
—Bien, retiraos. Atacaremos mañana al amanecer,
capitanes, ultimad los preparativos de vuestras armas.
—Sí, señor.
Dicho aquello, los soldados se fueron retirando hasta que
Krimer se quedó solo. Estaba con las manos apoyadas en la
mesa, el ceño fruncido y el rostro cansado. Miraba al mapa
con intensidad, como si intentará desvelar algún secreto.
Silvia carraspeó para hacerse notar. Él la miró de reojo.
—¿Para qué has venido? —preguntó.
La rabia se encendió dentro de ella como una explosión.
Tuvo que morderse la lengua para no decirle todo lo que
pensaba.
Lo necesitas a buenas, se recordó. Respiró hondo antes
de hablar.
—Ha pasado algo.
—Espero que sea importante, como ves, estoy
preparándome para una guerra.
—Es de la guerra de lo que vengo a hablar —replicó ella
con rabia—. Ayer atacaron la mansión de los Rot. Un ejército
de ghouls se nos echó encima, hay decenas de heridos y
muertos.
Krimer la miró con interés.
—Ya decía que olías a él.
Silvia abrió mucho los ojos, sorprendida por la
contestación.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme? —increpó, la
ira en su pecho se convirtió en un incendió que la abrasaba
por dentro—. Ayer podría haber muerto.
Krimer no dijo nada, su mandíbula se tensó y con un
rugido bajo dio un puñetazo a la mesa. Se alejó de ella.
—¿Qué quieres, Silvia?
—Necesito tu ayuda —confesó ella, aunque lo último que
le apetecía era pedirle algo.
—¿Por qué no te ayuda Bertram?
Silvia pasó al interior de la sala y estampó la nota que
había encontrado encima de la mesa. Él se acercó con
curiosidad y la leyó por encima. Chasqueó la lengua.
—Tiene a tu amiga.
—Sí.
Krimer suspiró cansado y se frotó las sienes. Parecía
agotado y enfadado.
—¿Cómo es que siempre apareces para hacerlo todo más
difícil?
—¿Perdona?
—Tienes un imán para los problemas —escupió él—.
Siempre te ves envuelta en estas luchas internas.
—¡Fue Rainer el que me buscó para hacerte daño! —le
gritó mientras levantaba un dedo y le golpeaba el pecho—.
¡Yo no quería nada de todo esto!
Él se desinfló y agachó la mirada.
—Tienes razón —dijo con los dientes apretados—. Esto es
culpa mía, debí suponer que él volvería antes o después.
Fue un error por mi parte dejarte entrar, cree una debilidad
y él la está aprovechando.
—¿Eso soy? ¿Una debilidad?
—El amor siempre lo es.
—Esto no es amor, Krimer —sentenció ella, harta y
furiosa—. Lo que tú sientes es cualquier cosa menos amor.
Me has echado de tu vida en el peor momento posible, no
me has protegido cuando más lo necesitaba.
—Ya se ha encargado de eso Bertram, ¿no? —gruñó él.
—Pues bastante mejor que tú, sí —escupió ella.
Krimer rugió molesto y se alejó de ella hecho una furia.
Dándole la espalda, respiró hondo e intentó tranquilizarse,
sin embargo, apretaba los puños tanto que tenía los nudillos
blancos.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó él con frialdad.
—Necesito que me ayudes, ¡mi amiga está en peligro,
joder! Y es por tu culpa, por tu secretismo y…
—¡No es mi culpa! —gritó Krimer, girándose
violentamente. Su nariz arrugada, sus dientes afilados y un
brillo rojo en su mirada—. Es culpa de Rainer.
El nombre del vampiro fue como veneno en su lengua.
—¿Quién es él? —preguntó Silvia—. ¿Por qué te odia
tanto? ¿Por qué os odiáis tanto?
—Rainer es… —la voz de Krimer se apagó y sus hombros
cayeron—…alguien de mi pasado.
—¿Quién es? —insistió ella.
Krimer dudó un segundo y al final asintió pesadamente.
—Acompáñame —ordenó.
Krimer pasó por su lado sin dirigirle la mirada. Salieron
de los sótanos y subieron a los pisos superiores de la
mansión. Silvia reconoció el camino en seguida, le llevaba a
la biblioteca en la que tantas horas había pasado cuando
había sido una prisionera allí. La condujo entre los laberintos
de estanterías hasta la chimenea sobre la que pendía un
árbol genealógico de la familia Schwarz, unas raíces
profundas y unas ramas que se extendían en todas
direcciones. Era impresionante que de todos aquellos
nombres solo quedase uno, el propio Krimer.
—¿Por qué me traes aquí? —preguntó Silvia cuando se
detuvieron.
—Mira bien —murmuró él.
—¿Qué tengo que mir…? —las palabras murieron en su
boca cuando lo vio.
El nombre de Rainer estaba allí. Tan cerca del de Krimer
que le sorprendió no haberse fijado antes. Una fina rama
emergía solitaria de su madre, apartada, solitaria… como
si…
—¿Es…?
—Mi hermanastro —confesó él y suspiró aliviado por
quitarse aquel peso de encima—. Mi madre y mi padre
tuvieron un periodo un poco turbulento, ella se enamoró de
un mortal y pasó dos años con él antes de volver al clan.
Cuando volvió, Rainer la acompañaba. Yo tenía diez años en
aquella época.
—¿Cómo?
—Sí, es extraño, pero mi padre amaba a mi madre por
encima de todas las cosas y no le importó —Krimer apretó
los puños e hizo un visible esfuerzo por no llorar, era la
primera vez que Silvia lo veía así de vulnerable—. Yo estaba
ilusionado de tener un hermano pequeño. Crecimos juntos,
creí que éramos felices, pero por lo visto…Rainer no lo era.
—¿Cómo puede ser? —preguntó ella, confusa—. ¿No era
un licántropo? ¿Cómo puede ser un vampiro?
—Nacemos con la sangre maldita de nuestros padres, sí
—explicó él—. Pero ya sabes que hace falta algo más para
convertirse del todo, un ritual. Los Rot pasamos el ritual a
los quince años. Él nunca llegó a someterse.
—¿Qué pasó?
—Rainer creció odiándome —la voz de Krimer se había
convertido en un mero susurro—. Creía que yo era mejor,
más fuerte, más capaz, el elegido para seguir con el legado
familiar. Creció envidiándome, aunque yo siempre intenté
que se sintiese como en casa, que se sintiese como mi
hermano. Entonces llegó el momento de mi ritual, lo superé
sin problemas y me convertí en el licántropo que él nunca
sería.
—¿Él no?
—No —explicó Krimer—. Padre nunca le hubiese dejado,
aceptó la aventura de mi madre, pero no permitiría que un
bastardo fuese bendecido con el poder del clan.
—Eso solo lo alejó más.
—Efectivamente, su odio creció y creció con el paso de
los años. Nunca acudió a nosotros para hablar de ello, para
intentar buscar una solución, buscó ayuda en poderes
oscuros y antiguos, se puso en contacto con un vampiro —
Krimer agachó la cabeza—. Entregó su sangre maldita y se
convirtió en lo que es ahora. Me enfrenté a él y le derroté,
pero cuando debí dar el último golpe… no fui capaz.
—No mataste a tu hermano —dijo ella, acercándose un
poco, sintiendo la pena de él como propia—. Eso no tiene
nada de malo.
—Él escapo, sabía que algún día volvería a por mí,
cuando su poder fuese mayor. Sabía que intentaría
destruirme por completo. El odio puede convertirse en una
obsesión tan fuerte como la droga.
—¿Es por eso por lo que me apartaste? —preguntó ella—.
Cuando empezaron las desapariciones.
—Lo estudié tan pronto como me di cuenta de que había
un patrón —explicó—. Sabía que era él y eso se metió en mi
cabeza, no podía pensar en otra cosa. No podía dejar de
pensar que él te haría daño.
Se giró para mirarla a los ojos, una lágrima caía por su
mejilla, apretaba los labios y la miraba implorando algo que
no se atrevía a decir. Fuese lo que fuese, no lo dijo. El
silencio se quedó flotando entre ambos mientras se
sostenían la mirada.
12
—Necesito tu ayuda —insistió Silvia tras varios
segundos de silencio—. Isabelle se ha visto envuelta en todo
esto por mi culpa, tienes que venir conmigo.
—Es una trampa —sentenció él—. Si voy, nos pongo
en peligro a ti y a mí.
—No voy a dejar que le pase nada.
—Debes confiar en mí.
—No me lo pones nada fácil.
—Mañana atacaré a esa rata en su madriguera, esto
acabará.
—Esta noche Isabelle morirá.
Krimer asintió, dándole la razón, apartó la mirada y la
clavó en el fuego que chisporroteaba en la chimenea.
—Si vamos, ten por seguro que moriremos los tres.
—No vas a ayudarme —afirmó ella, la rabia de nuevo
impregnaba sus palabras.
—No voy a ayudarte a destruirnos a todos —dijo él,
intentando sonar conciliador—. Es posible que tu amiga esté
ya muerta.
Silvia dio un paso atrás, aquellas palabras le habían
golpeado como un martillo en el estómago. Se imaginó a
Rainer chupando la sangre del cuello de Isabelle y eso le
provocó una arcada.
—¡No! —gritó—. Ella está bien.
—Es mejor que vayas quitándote esa idea de tu
cabeza —murmuró Krimer, impasible—. Rainer no tiene
escrúpulos, le encanta hacer sufrir.
—Voy a acudir esta noche al encuentro —aseguró ella,
reuniendo el escaso valor que le quedaba—. Si tengo que ir
sola, iré sola.
—Eso es una locura.
—Pues que lo sea.
Silvia se dio media vuelta, dispuesta a marcharse,
pero Krimer la retuvo cogiéndola de la muñeca.
—No puedes ir —ordenó.
—¿Qué vas a hacer? —replicó ella—. ¿Encerrarme otra
vez?
—Si vas, Rainer te usará en mi contra.
—Eso es todo lo que te preocupa.
—¡Claro que no!
—Pues no lo demuestras.
Silvia dio un tirón con su brazo y se soltó. Miró a
Krimer directamente a los ojos, estaba llena de una
determinación suicida, de una rabia primaria que la
impulsaba a defender a los suyos. Él vio aquel ardor en ella
y dio un paso atrás.
Silvia se marchó sola.
◆◆◆

La tormenta llegó con el anochecer. Un rayo partió el


cielo en dos y la lluvia torrencial empezó su música. Silvia
estaba sola, llevaba un abrigo para protegerse del frío, pero
no había cogido paraguas, así que estaba empapada y con
el pelo chorreando. Esperaba, silenciosa y asustada, en
Hundekehlefenn, un parque a las afueras de la ciudad.
Verde y esplendoroso en verano, era una de las rutas más
habituales para los senderistas. En aquel momento, con el
viento soplando entre los árboles sin hojas y la oscuridad
reinante, parecía el escenario de una pesadilla. Silvia
caminaba sin rumbo, el parque era grande y no sabía a
dónde acudir, intuía que Rainer la encontraría a ella.
Así fue. Una hora después de que hubiese llegado,
muerta de frío y miedo, una figura emergió de entre la
arboleda. El vampiro sonreía. Caminaba con gracilidad, sin
que pareciera importarle el terreno irregular que pisaba o el
barro en sus botas. De hecho, la lluvia caía sobre él, pero no
parecía mojarle del todo. Iba solo.
—Has venido —proclamó, feliz—. Pero no parece que
hayas cumplido con mi petición.
—Krimer no va a venir —gritó Silvia para que se le
oyese por encima del estruendo de la lluvia—. Sé que tu
lucha es con él, por favor, suelta a mi amiga y…
—¿Y qué?
—Y desapareceremos de tu vista para siempre.
—Ah, pero Silvia, verás —paso a paso, Rainer se fue
acercando—. No quiero que desaparezcas de mi vista,
quiero usarte para hacerle daño.
—Ya ves que no está aquí —insistió ella—. Poco le
importo si me ha dejado enfrentarme a ti a solas.
—No te falta razón —siguió acercándose, ya solo los
separaban dos metros—. ¿Te importa si compruebo si eso es
cierto?
Silvia dio un paso atrás, perdiendo la compostura. De
pronto, en un parpadeo, Rainer estaba sobre ella,
sujetándola por la cadera para que no escapase, sus ojos
refulgían con intensidad en mitad de la oscuridad. La
respiración de Silvia se cortó de golpe cuando sintió el
aliento del vampiro descendiendo hacia su cuello.
No pudo reaccionar. Los dientes rozaron su piel.
Un rugido salvaje resonó en la noche, más poderoso que
los truenos que retumbaban en el cielo. Rainer la soltó y se
giró para encarar al enorme lobo negro que emergió de las
sombras.
—Hermano, por fin nos vemos —saludó el vampiro.
—No somos hermanos —rugió Krimer, su voz gutural y
rasgada.
Silvia sintió su corazón acelerarse al saber que él había
venido. Después de todo, le importaba.
—Ha sido más fácil de lo que esperaba hacerte salir —
comentó Rainer sin dejar de sonreír—. Te has vuelto blando
con los años.
—No me interesa escuchar tu parloteo incesante,
chupasangre —rugió Krimer, el odio que destilaba su voz
era inhumano, visceral—. He venido aquí para informarte de
que tus juegos se han acabado.
—Ah, ¿sí?
—Mientras hablamos, mis hombres están asaltando el
almacén en el que se esconde tu prole.
—Oh, pero hermanito —la sonrisa aumentó en el rostro
de Rainer, los dientes afilados más visibles que nunca—. Mi
ejército no se esconde en un almacén. ¿Has estado
delimitando un patrón del lugar en el que desaparecía la
gente?
Krimer se detuvo en seco.
—Qué previsible eres, hermano —continuó el vampiro—.
Sabía que lo harías, así que convertí a los mendigos que
encontré en el polígono industrial y sus alrededores, te
sorprendería la cantidad de gente sola y desesperada que
merodeada por las afueras de Berlín.
—¿Qué quieres dec…?
—Que mis ghouls no se esconden ahí. Por supuesto,
alquilé uno de los almacenes abandonados y me encargué
de tapiar puertas y ventanas para que pareciese el
escondite de un vampiro —Rainer aplaudió, extasiado de
emoción, los ojos muy abiertos y la sonrisa voraz
ocupándole todo el rostro—. ¡Tus hombres se dirigen a una
trampa! Una maravillosa y letal trampa.
—No…
—¡Y encima atacas de noche! ¿No pensaste que era
mejor por el día?
Krimer no contestó a la provocación, solo emitió un
gruñido bajo y enseñó los dientes, sus ojos rojos iluminados
como brasas ardientes.
—Claro que lo pensaste —continuó Rainer—. Por eso
necesitaba algo que te hiciese salir a jugar.
A Silvia le temblaron las piernas y se sintió desfallecer al
darse cuenta de que Krimer tenía razón, aquello era una
trampa y ella había tenido la culpa. Isabelle ni siquiera
estaba allí.
—Me has hecho salir a jugar, Rainer —rugió Krimer,
elevándose cuan grande era en su forma de lobo—. Y ese ha
sido tu error, solo necesito matar al vampiro creador para
que todos esos ghouls mueran.
—Tienes razón —coincidió Rainer, como si no le
importase en absoluto la amenaza—. Pero verás, hermanito.
No he venido solo.
En ese momento, un rayo partió el cielo e iluminó el
bosque por un segundo. Silvia vio decenas y decenas de
ojos amarillentos y de cuerpos de piel grisácea agazapados
entre los árboles. Ghouls, la arboleda estaba repleta de
ellos.
Estaban rodeados.
Krimer también se dio cuenta, arrugó la nariz, asqueado.
—Ya decía yo que apestaba a carne podrida.
—¿Y bien hermanito? —preguntó Rainer—. ¿Qué
hacemos ahora?
—Déjala ir —contestó—. Ya me tienes a mí.
Silvia sintió una punzada atravesando su corazón en
aquel momento. Toda la ira, toda la rabia que había sentido
hacia Krimer los últimos días se deshizo. Tragó saliva, quiso
decir muchas cosas, pero no era el momento y tampoco
encontraba su propia voz. Estaba muerta de miedo.
—No. No la dejaré ir.
—Ella no…
—Puedo escuchar cómo se altera el latido de tu corazón,
hermanito —lo interrumpió Rainer, relamiéndose,
degustando cada segundo de aquel juego macabro—. Sé
cuánto te va a doler que atraviese su pecho de parte a
parte.
Silvia estaba paralizada. Quería correr, pero sus piernas
no respondían. No sabía si era la influencia del vampiro o su
propio miedo.
—No llegarás a tocarla —amenazó Krimer, agazapándose
sobre sus patas traseras—. Eso te lo aseguro.
Rainer sonrió.
—¿Probamos?
Todo ocurrió muy rápido. Rainer se giró, la mano
engarfiada, las uñas largas como garras, y atacó directo a
su pecho. Silvia intentó apartarse, la adrenalina corriendo
por sus venas, eliminando el miedo, pero no fue tan rápida
como el vampiro. Era imposible. Vio aquella garra de muerte
dispuesta a arrancarle el corazón.
De pronto, Krimer estaba sobre ellos, de un potente
golpe apartó a Rainer que salió despedido y rodó por el
barro varios metros. Krimer se colocó en posición defensiva
frente a ella, cubriéndola con su enorme cuerpo de pelaje
negro.
Los ghouls gritaron al unísono, un cántico rasgado y
visceral. Salieron corriendo de la espesura.
—¡Acabad con ellos! —gritó Rainer, furioso, la sonrisa
borrada de su marmóreo rostro.
Krimer rugió, miraba a un lado y a otro, estaban
rodeados. Cogió a Silvia entre sus brazos.
—¡Sujétate! —ordenó.
Krimer apartó a dos ghouls de un zarpazo y mordió a un
tercero. Abrió una brecha en la horda de vampiros y echó a
correr a través de ella. Silvia se agarró a su pelaje y enterró
la cara en su pecho, olía a pelo mojado y a frío invernal.
Podía escuchar los rugidos agudos de las criaturas que les
perseguían.
—¡No podrás escapar, hermanito! —escuchó que gritaba
Rainer—. ¡No podrás escapar!
Corrieron a través de los árboles a toda velocidad. Las
hojas crujían bajo las pisadas del licántropo, los aullidos de
cacería de los vampiros se escuchaban desde todas las
direcciones. Estaba sobre ellos, perseguidores incansables
que no se rendirían.
Krimer se detuvo un solo segundo para dejar a Silvia en
el suelo.
—Tienes que seguir corriendo —dijo—. Yo los detendré.
—No —imploró ella—. No me dejas sola.
—No te dejaré sola, cubriré tu huida, ¡corre!
Silvia quiso decir muchas cosas en aquel momento,
cientos de palabras que se quedaron en su pecho, pero no
pudo. No había tiempo. Echó a correr a través del bosque.
La adrenalina y la sangre maldita que corría por sus venas
tenían un efecto curioso, veía los árboles con claridad a
pesar de la oscuridad reinante, sus piernas se movían solas,
dándole una velocidad inhumana, pero seguía siendo capaz
de esquivar cada trono y cada raíz, como si lo viese todo a
cámara lenta.
Silvia corrió y corrió como alma que lleva el diablo. Sus
zapatillas se cubrieron de barro, todo su cuerpo húmedo por
la lluvia torrencial que no dejaba de caer. Los rugidos de la
horda seguían escuchándose a su alrededor, acercándose a
cada segundo. Vio de reojo un vampiro que se acercaba a
ella, pero Krimer salió de entro los árboles y lo interceptó
como un cazador que hubiese estado esperando a su presa.
Solo pudo ver sangre y escuchar el gorgoteo de alguien que
se ahoga. Silvia siguió corriendo.
Krimer danzaba a su alrededor. Siempre que un vampiro
se acercaba demasiado, él saltaba y lo apartaba. Su pelaje
negro se fue tiñendo tanto de sangre que ni la lluvia
limpiaba. Silvia vio cortes de garras en su piel, no toda la
sangre que le manchaba era la de sus enemigos.
Corrió, deseando que el bosque acabara, pero no
acababa. Los árboles parecían infinitos en la profunda
oscuridad. De pronto, una sombra se movió ante ella, veloz
como el rayo. Rainer apareció de entre un jirón de humo
negro. Silvia se detuvo en seco.
—¿Ibas a alguna parte? —preguntó con sorna.
Silvia sintió la rabia estallar en su pecho. Invadida por
esa furia, cogió una rama caída y atacó a Rainer sin mediar
palabra. El vampiro, sorprendido, se echó a un lado
esquivando el golpe por escasos centímetros.
—Adorable —murmuró con desprecio.
Silvia gritó y alzó el palo, dispuesta a atacar, pero Rainer
le sostuvo los brazos con una presa férrea.
—Deja de luchar.
—¡Cállate! —gritó ella.
Krimer emergió de entre la foresta y placó a Rainer.
Vampiro y hombre lobo rodaron por el suelo y el barro. Una
maraña de mordiscos y arañazos, la sangre volaba en todas
direcciones. Silvia quiso hacer algo para ayudar, pero más
ghouls se acercaban por detrás.
—¡Corre! —rugió Krimer, desesperado.
—No… —intentó gritar, pero su voz sonó ahogada.
Los gruñidos de los vampiros ya estaban sobre ella.
Krimer luchaba con Rainer, el vampiro mordió con ferocidad
al lobo y este aulló de dolor. Silvia se giró, cientos de ojos
amarillos en la oscuridad.
—¡Corre! —gritó Krimer a media voz—. ¡Vete de aquí!
Silvia quería ayudar. No podía dejar a Krimer allí.
La trampa había sido culpa suya.
Si él moría…
—¡Corre! —lo escuchó gritar una última vez.
Los ghouls se les echaron encima, una horda de dientes
y garras.
Silvia no quería, pero sus instintos la empujaron. Siguió
corriendo.
Solo miró atrás una vez y vio como la oleada de ghouls
se echaba encima de Krimer.
No supo nada más.
13
Las ramas arañaban sus mejillas. Gotas de sangre de
decenas de cortes rociaban el suelo, algunos ghouls se
paraban a lamer el barro manchado de carmesí. Otros
tantos, no dejaban de perseguirla. Silvia atravesaba el
bosque a toda velocidad. Saltaba las gruesas raíces,
esquivaba los troncos, en una carrera desesperada en la
que, un mal paso, podía acabar con su vida. Oía los rugidos
hambrientos de los vampiros en su nuca, el ansia de sangre
que gorgoteaba en sus gargantas.
Corre, corre y no pares, era lo único en lo que podía
pensar.
Porque si pensaba en lo lejos que estaba el amanecer
todavía, se derrumbaría. Tenía que hacer algo, tenía que
esconderse. No podía seguir corriendo toda la noche. Buscó
a su alrededor, la lluvia y la oscuridad apenas le dejaban
ver, solo había sombras de árboles y ojos amarillos brillando
en la noche.
Siguió corriendo, sin ser consciente del dolor de
piernas y de su respiración acelerada. Sus pasos la
condujeron a un pequeño claro, en su centro se alzaba un
viejo y robusto sauce con un hueco en el tronco.
Ahí, pensó. Corrió hacia el árbol, los gruñidos de sus
perseguidores sonaban demasiado cerca. El hueco era
estrecho y estaba lleno de astillas, se clavó unas cuantas
mientras intentaba estrujarse en el interior, pero cerró la
boca y aguantó el dolor. Una vez dentro, pudo sentarse y se
acurrucó intentando que no se le viese. Esperaba que la
lluvia ocultase su olor. Cerró los ojos y empezó a sollozar,
intentó controlar los gemidos que escapaban de su boca,
pero el miedo y el frío la sacudían.
Vio los primeros ghouls que llegaban al claro. Sus ojos
amarillentos refulgían como velas en la oscuridad reinante.
Cerró la boca y contuvo la respiración. Las criaturas
empezaron a buscar. Olisqueaban el aire con sus narices
deformes, dos de ellos empezaron a pelearse por devorar a
una ardilla, siseaban como gatos y enseñaban los dientes.
Silvia observó el dantesco espectáculo con el corazón en un
puño y el estómago encogido. Si la descubrían, sería su fin.
Una de aquellas criaturas se subió a las raíces del sauce y
empezó a olisquear en dirección a ella.
Mierda, mierda, pensó, mientras buscaba por el barro
hasta dar con una piedra. El ghoul se empezó a acercar,
enseñando los dientes como si anticipase la sangre que
pretendía beber. Silvia tuvo que ponerse en una posición
dolorosa para poder alzar el brazo y tirar la piedra. Causó un
suave chapoteo, apenas perceptible por los truenos, pero
fue suficiente para los sentidos aumentados de los ghouls.
El que se acercaba rugió y miró en dirección al ruido, salió
corriendo, otros le siguieron.
Todavía pudo escuchar sus gorgoteos y chillidos hasta
varios minutos después. Estaban entre la foresta,
buscándola con la determinación de un cazador. Silvia
esperó, cubierta de los pies a la cabeza de barro, mojada
por completo y tiritando de frío, acurrucada en aquel hueco
del sauce que la protegía de miradas indiscretas. Pasó el
tiempo, cada minuto se convirtió en horas, pero al final, los
ruidos se fueron apagando y se quedó sola, arrullada por la
tormenta y tan cansada que su cuerpo dejó de responder.
Los ojos se le cerraban en contra de su voluntad.
Estaba tan agotada… si solo pudiera… ponerse en pie.
Pero no podía, sus piernas temblaban de dolor.
No te duermas, no te duermas, empezó a repetirse en
su fuero interno.
Y aquel runrún constante hizo que se durmiese.
◆◆◆
Abrió los ojos y dio un respingo, asustada. Miró a su
alrededor esperando ver vampiros por todas partes, pero
no, solo árboles mecidos por el aire y los primeros rayos de
sol. Suspiró aliviada. La tormenta había pasado. El alivio no
le duró demasiado. Pensó en Krimer rodeado de ghouls y se
puso en lo peor. Movida por aquellos pensamientos, se puso
en pie. Todo el cuerpo le dolía, cada músculo estaba tenso y
tirante, las piernas se le habían quedado dormidas y cada
paso se convertía en un infierno. Sin embargo, la idea de
que él estuviese muerto por su culpa era más dolorosa,
provocaba el tipo de dolor que uno no puede curar con
reposo y algunas vendas.
Trastabilló tristemente a través de la foresta,
intentando volver al lugar en el que se habían separado,
pero todo parecía distinto por el día.
—¡Krimer! —gritó con la voz rasgada.
Solo le contestó el eco de su propia voz.
—¡KRIMER! —gritó de nuevo.
La misma respuesta, como una burla del propio
bosque ante su desesperación. Intentó gritar de nuevo, pero
un nudo en la garganta se lo impidió. Muerta de dolor y
miedo, se derrumbó en el suelo y empezó a llorar. Sintió
como si su pecho se desgarrase y alguien apretase con
tanta fuerza en su corazón que la sangre no le llegara bien.
La respiración se le aceleró y, sin darse cuenta, acabó con la
cara en el barro, hiperventilando en el suelo. Todo el dolor
sobrevino de golpe, tan fuerte, tan intenso, que casi la dejó
inconsciente. Estuvo un rato así, retorciéndose en el barro,
sintiendo aquella garra espectral sobre su pecho, hurgando
en sus entrañas.
Tienes que irte, se dijo a sí misma.
Si él había sobrevivido, ya estaría lejos. Tenía que
marcharse. Tenía que avisar a Bertram. Se puso en pie entre
gritos y sollozos, las piernas le fallaban. Empezó a caminar,
tropezando de un lado a otro hasta que sus piernas
despertaron y el dolor se convirtió en un mero trámite.
Caminó y caminó hasta que el bosque desapareció y se
encontró con una carretera. Buscó el móvil en el bolsillo, la
pantalla se había roto, pero seguía funcionando. Pidió un
taxi.
◆◆◆

Llegó a la mansión de los Rot un rato después. Se


tambaleó por el jardín como un fantasma. Se derrumbó en
la hierba y no recordó nada más hasta que despertó en una
bañera llena de agua caliente y espuma. Olía a rosas y
cuatro velas iluminaban la estancia. Algo suave acariciaba
sus piernas, la piel se le puso de gallina ante el contacto.
Vio a Petra sentada al borde la bañera, la estaba limpiando
con una esponja.
—Bienvenida —saludó—. No, no te incorpores, no
tienes buena pinta.
Silvia se sintió mareada por el esfuerzo. Se quedó
tumbada en la bañera y se dejó limpiar.
—Te preguntaría qué demonios ha ocurrido —comentó
Petra, muy seria para lo que era habitual en ella—. Pero creo
que vas a necesitar tu espacio.
Silvia asintió. Notaba la garganta en carne viva, temía
que, si intentaba hablar, se rompería del todo.
—No me malinterpretes en lo que voy a decir —
continuó Petra mientras hundía la esponja para lavarle el
vientre—. Pero deberías empezar a confiar más en nosotros
y dejar de tomar absurdas decisiones que te ponen en
peligro.
Ella continuó en silencio.
—Lo quieras o no, Silvia, eres parte de todo esto —
Petra le dedicó una sonrisa amable—. Eres parte del clan, de
una manera o de otra, ya sea de los Rot o los Schwarz, me
da igual. El caso es que eres parte de esto.
Petra sacó la esponja y la escurrió en un cubo de agua
que tenía al lado, el agua salió marrón.
—Eres parte de los licántropos de Berlín, no deberías
tomas decisiones que te pongan en peligro sin contar con
nosotros. Podríamos haberte ayudado.
Silvia asintió, todavía en silencio, las ganas de llorar
volvieron a ella como una oleada desde su pecho. Petra
pareció darse cuenta y le sonrió.
—No te preocupes, preciosa —dijo—. Bertram planea
poner fin a Rainer de una vez por todas, los tambores de
guerra ya han empezado a sonar.
—No… —gimió Silvia, hablar era como empujar
cristales por su garganta—. No. Tengo que hablar con
Bertram. Rainer es… peligroso.
Petra la observó con una ceja levantada.
—¿Qué ha pasado?
Silvia se lo contó todo. Al fin y al cabo, era parte de la
manada, y necesitaba poder confiar en alguien. Petra la
escuchó en silencio, sin juzgarla. Cuando terminó, la
licántropa la observaba con gesto triste.
—Tenemos que hablar con Bertram, sí —coincidió—.
Parece que tenemos un problema mayor de lo esperado por
delante.
—Lo siento —murmuró Silvia.
—No es tu culpa.
—Sí, lo es.
—No, los vampiros son así —murmuró Petra—. Se
meten en tu cabeza y te obligan a hacer cosas estúpidas,
usan a la gente. Ha sabido buscar tus puntos débiles y
utilizarlos en tu contra.
—¿Crees que Isabelle está…? —no pudo ni acabar la
pregunta.
—Te voy a ser completamente honesta, Silvia, porque
creo que te lo mereces. Tu amiga ya estará convertida a
estas alturas, eso si sigue viva.
—Entonces, Krimer también…
Petra no dijo nada, pero asintió levemente.
—Te voy a dejar espacio —dijo tras un rato de silencio
—. Luego hablaremos con Bertram, tenemos mucho que
planear.
Dejó a Silvia sola. Hundió la cabeza en el agua y gritó
hasta soltar toda la rabia y el dolor que se acumulaban en
su interior. El baño se tragó sus lágrimas.
◆◆◆

Unas horas después, vestida con una sudadera de


Petra que le quedaba grande, se reunió con Bertram y
algunos de sus hombres en la sala donde preparaban la
guerra. Ante miradas adustas, Silvia contó todo lo que había
ocurrido la noche anterior, su reunión con el vampiro, la
aparición de Krimer, la persecución posterior, lo único que
se guardó para sí misma era el parentesco de Krimer con
Rainer.
La sala escuchó en silencio, pero no se le pasaron
algunas de las miradas que la juzgaban. Cuando terminó su
relato, se hizo un silencio pesado.
—Krimer está muerto —murmuró Bertram, incrédulo
—. Ese vampiro ha llegado demasiado lejos.
—Alfa —intervino uno de los hombres—. Si su objetivo
era el alfa de los Schwarz, quizás ahora se marche de Berlín.
Quizás hasta nos ha hecho un favor, ahora Berlín nos
pertenece.
—¿¡Te estás escuchando!? —gritó Bertram poniéndose
en pie y golpeando la mesa con el bastón—. Los Schwarz
han sido el clan rival durante generaciones, sí, pero si un
chupasangre invade nuestra ciudad, ¡lo eliminamos!
Todos en la sala agacharon la mirada ante la
intensidad de Bertram.
—¿O ya habéis olvidado a nuestros muertos? —
continuó mirando a todos sus hombres uno a uno—. ¿Habéis
olvidado que nos han atacado?
—No, alfa —respondieron todos.
—¿Y qué hacen los Rot cuando les atacan?
—¡Contraatacar más fuerte!
—Eso es.
Bertram señaló con el bastón un mapa de la ciudad.
—Ahora sabemos dónde no se esconde nuestro
enemigo —apuntó al polígono industrial al que habían ido
los hombres de Krimer—. Por mucho que haya planeado sus
cotos de caza para no revelar su posición, debe haber
cometido algún error. Os quiero a todos recabando
información en las calles, buscad información de gente
desaparecida fuera de estos barrios, cualquier indicio.
Buscad edificios abandonados, pero no os acerquéis
demasiado a ellos sin avisar antes a los demás. ¡Vamos,
vamos, vamos!
Los hombres de Bertram asintieron y salieron en
tropel de la habitación.
—Tenemos un vampiro que cazar.
14
Dos días habían pasado desde el incidente. Silvia se
había pasado la mayor parte del tiempo durmiendo o
llorando hasta que no le habían quedado más lágrimas.
Sabía que todo era su culpa, que sus decisiones habían
acabado con la vida de las personas que más quería y ese
dolor era irreparable. Se ahogó en la melancolía y el silencio
durante las horas que estuvo despierta, mientras que en la
mansión la gente iba y venía como si estuviesen en estado
de guerra.
Durante una de aquellas horas que parecían todas
iguales, escuchó el bastón de Bertram al otro lado de la
puerta. Tocó suavemente.
—Adelante —dijo ella.
La puerta se abrió y el licántropo pasó al interior.
Encendió una luz y Silvia sintió un fogonazo de dolor en los
ojos.
—No puedes permanecer en la oscuridad —comentó
él mientras caminaba lentamente hasta la ventana y abría
las cortinas—. No lo permitiré.
Silvia se tapó la cara con la manta y se revolvió
incómoda.
—¿Por qué? No debería importarte —masculló.
—¿Por qué no? —preguntó él sentándose al borde de
la cama.
Ella no contestó. Bertram cogió las mantas y las
apartó con suavidad, sacándola a la luz.
—Me importas —aseguró él—. A pesar de todo lo malo
que pasó entre nosotros, eso ha quedado atrás y si algo me
ha enseñado el último año es a perdonar.
—Gracias —murmuró ella, sintiéndose un poco mejor.
Él asintió y sonrió. Su sonrisa fue preciosa, sincera,
amable. Un lugar cálido en el que refugiarse del dolor. Silvia
quiso acercarse, pero demasiadas cosas la detuvieron.
—¿Ahora qué? —preguntó.
—Creemos tener una localización —contestó él tras
varios segundos de silencio—. He puesto a varios hombres a
vigilar el lugar, en cuanto tengamos una confirmación,
planearemos el ataque.
Silvia se incorporó, como movida por un resorte y, de
forma inconsciente, cogió a Bertram de la mano y le miró
con pánico en los ojos.
—No —imploró al borde del llanto—. Será una trampa,
otra trampa. Rainer es peligroso.
Bertram no se alejó de su contacto.
—Esta vez somos nosotros los que llevamos la
delantera —dijo con la fría calma de un líder de guerra—. No
más trampas. Este es un golpe que no se esperará.
—No… si te… si te pasa algo…
—No va a pasarme nada.
—No estás teniendo en cuenta lo peligroso que es —
insistió ella, desesperada.
—No puedo dejar que Rainer siga infectando a la
gente de esta ciudad —dijo él manteniendo la calma.
—No puedo perderte a ti también —las palabras
escaparon de su pecho—. No… yo…
Bertram la soltó y se puso en pie, de pronto toda la
calma parecía haber desaparecido de él. Estaba serio y algo
nervioso.
—Tengo que hacer lo que tengo que hacer —aseguró,
más parecía intentar convencerse a sí mismo que a ella—.
Berlín me pertenece y debe seguir siendo así.
—Bertram…
—¿Qué?
Silvia suspiró. Cien palabras se quedaron en su
garganta, incapaces de salir, pero imposibles de tragar sin
dolor. Al final, agachó la mirada y no dijo nada. Ya había
causado suficientes problemas, quizás era hora de echarse
a un lado y dejar que otros asumiesen la responsabilidad.
—Nada.
—Te mantendré informada de todo —aseguró él,
conciliador.
Después, se marchó.
◆◆◆

El revuelo empezó por la mañana. Silvia podía oír las


pisadas que iban de un lado a otro y los susurros entre
emocionados y asustados. Supo al instante lo que ocurría, lo
habían encontrado. El escondite del vampiro. Se vistió con
ropa que le había prestado Petra y salió de la habitación por
primera vez en días. En uno de los grandes salones de la
mansión se reunía todo el clan. Rostros llenos de rabia y de
expectación, había un deseo palpable de venganza en el
aire. Bertram se alzaba en el centro de la estancia, apoyado
en su bastón, vestido con un abrigo largo y un suéter negro.
Estaba regio, sobrio, todo un señor, todo un líder. Petra
estaba un poco detrás de él, se había maquillado los ojos
con negro y se había pintado líneas del mismo color en las
mejillas, pintura de guerra.
—¡Tenemos localizado al vampiro! —anunció Bertram
—. Esa rata se esconde en Kreuzberg. Usa un antiguo
edificio de viviendas abandonadas como guarida, parece
que esconde a sus ghouls en los sótanos. El edificio se ha
ganado cierta fama entre la gente en los últimos meses y lo
evitan. Muchos lo achacan a la vente de drogas o a bandas
peligrosas, pero nosotros sabemos la verdad. Entre esas
cuatro paredes se esconden ratas y hay que exterminarlas.
Silvia pensó en el barrio turco, Kreuzberg, había salido
de fiesta por él más de una vez mientras estaba de
erasmus. No era un mal barrio si sabías por donde moverte,
pero algunas de sus zonas podían ser bastante sórdidas. No
eran pocos los edificios abandonados ocupados. Entre todo
aquel caos, un vampiro podía hacer de las suyas sin
despertar demasiadas sospechas.
—¡Vamos a cazar a un vampiro! —gritó Bertram.
—¡Sí, alfa! —respondieron todos los miembros del
clan.
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer, en marcha.
Todo el mundo empezó a moverse, apresurados por
cumplir órdenes. Bertram intercambió unas cuantas
palabras con Petra que sonrió y se puso en marcha. Para
sorpresa de Silvia, Bertram se quedó.
—¿No te marchas? —le preguntó cuando el salón
estaba casi vacío y tuvo un hueco para hablar con él.
—No, me quedo a organizar el ataque desde aquí —le
explicó él, por el tono se notaba que no le hacía mucha
gracia aquello—. Mis consejeros creen que es lo mejor, no
arriesgar la vida del alfa.
—No se equivocan.
—Supongo que no —coincidió él, apenado—. Por eso
los tengo. En fin, ¿te veo en la sala de mando? Será precioso
escuchar a ese vampiro morir.
—Allí estaré.
Bertram sonrió y se marchó golpeando el suelo con su
bastón. Silvia salió del salón en dirección a la cocina. Quería
comer algo antes de que todo empezase, llevaba
demasiado tiempo sobreviviendo a base de migajas porque
comer le daba ganas de vomitar, pero aquella mañana era
distinta.
Se encontró con Petra por los pasillos. La licántropa
sonrío con picardía al verla y se acercó trotando.
—Esto acaba hoy, preciosa.
—Sí —murmuró ella, todavía poco convencida, no
creería nada hasta que terminase de verdad.
—Por si no vuelvo de la batalla, ¿me concedéis un
beso?
—¿Qué?
Silvia se quedó sin respiración.
—Solo uno, como un último deseo —insistió Petra en
tono burlón—. Cuando entras en combate con vampiros,
cabe la posibilidad de no volver.
—Mira, ¡qué le den!
Silvia se lanzó directa a por Petra. Compartieron un
pico rápido, fugaz, pero fue suficiente para sentir aquellos
labios mullidos y húmedos. Cuando se separaron, Petra
estalló en carcajadas.
—Era una broma —dijo entre risas.
Silvia se puso roja como un tómate, intentó decir algo,
pero las palabras se le trabaron.
—Eres la mejor, de verdad —comentó la loba
enjugándose las lágrimas—. Gracias por esto, ahora voy
más tranquila a la guerra.
Le guiñó un ojo y se marchó rumbo al tumulto que se
acumulaba en la entrada de la mansión. Silvia negó varias
veces con la cabeza y continuó su marcha.
Eres un desastre, se decía en su fuero interno.
◆◆◆

La sala de mando estaba envuelta en un silencio


incómodo. Bertram estaba de pie, observando unas
pantallas que, en blanco y negro, mostraban lo que veían
las cámaras de varios de sus hombres. Era de día, las
furgonetas habían parado junto al edificio abandonado, los
peatones, como intuyendo que algo malo estaba pasando,
habían desaparecido de la zona. Los hombres armados
empezaron a bajar de las camionetas.
—Todo parece despejado —se escuchó la voz de Petra
a través de la radio.
—Avanzad con cuidado —ordenó Bertram.
Silvia estaba sentada en una silla al fondo de la sala,
viendo como los hombres intercambiaban miradas y
manejaban las cámaras. Seguían las órdenes de Bertram
como una maquinaria bien engrasada. Pudo ver como los
soldados armados del clan Rot entraban en el edificio, los
primeros minutos no se vio nada más que un montón de
pasillos destrozados llenos de grafitis y puertas reventadas.
El lugar daba autentica pena y parecía haber alojado
comunas de drogadictos o vagabundos por los colchones
que yacían tirados por todas partes. La sala de mando
permanecía callada, escuchando únicamente la respiración
de los hombres que allí se jugaban la vida y los ocasionales
mensajes:
—Todo despejado.
—Ala este, limpia.
Bertram empezó a pasear de un lado a otro,
visiblemente nervioso. Cuando sus hombres llevaban varios
pisos registrados sin encontrar nada más que suciedad,
polvo y sangre seca, dijo:
—Estamos pasando algo por alto.
—Eso parece —contestó Petra por la radio.
—Volved al primer piso, buscad el acceso a un sótano.
—Recibido.
Las órdenes corrieron y las cámaras cambiaron de
rumbo. Al rato, todos los soldados buscaban en la planta
baja.
—Alfa, hemos encontrado algo.
—Informen.
—Esta pila de escombros.
Una de las cámaras se amplió, mostraba una enorme
habitación destrozada, una pila de escombros caídos del
techo cubrían el suelo. La cámara se acercó para enseñar
que parecía haber un agujero debajo.
—Buen trabajo —dijo Bertram—. Abran un hueco. Sin
explosivos, no queremos llamar la atención.
—Nos llevará un rato, alfa.
Bertram miró el reloj. Los preparativos de la operación
y el transporte de la gente se habían alargado demasiado y,
aunque todo había empezado por la mañana, ya eran las
14. Sopesó sus opciones durante un par de segundos.
—Adelante —ordenó.
—Recibido, alfa.
Empezó una tediosa y laboriosa sucesión de minutos
que se convirtieron en horas. Los hombres se esforzaban
por levantar cada cascote, resoplidos y bufidos de esfuerzo
no dejaron de sonar.
—Podríamos hacerlo más rápido si nos transformamos
—dijo Petra.
—No, no a plena luz del día —contestó Bertram—.
Hagamos bien las cosas.
Tras aquellas palabras no hubo más quejas.
Respetaban lo que decía el alfa, aunque aquello supusiese
sudor, cansancio y cargar con piedras que pesarían más de
veinte kilos. No fue hasta un par de horas más tarde que
consiguieron abrir un hueco lo suficientemente grande
como para que todo el mundo pudiese pasar. El agujero se
perdía excavado en la propia tierra revuelta, un sótano que
no debería existir, como si un gusano gigantesco hubiese
horadado el suelo.
—¿Órdenes?
Bertram consultó el reloj de nuevo. Eran las cuatro,
según una pantalla de la sala de mando, anochecería a las
17:22.
—Entrad —respondió—. Con cuidado y listos para
retirarse a mi señal. Si no acabamos el trabajo hoy, lo
acabaremos otro día.
—Sí, alfa.
Las primeras cámaras empezaron a adentrarse en el
túnel. La conexión se perdió unos segundos y luego volvió,
pero la calidad de lo que se veía era bastante peor.
—¿Equipo? —preguntó Bertram.
—¿Sí, alfa?
La voz sonaba distorsionada.
—Estamos perdiendo algo de cobertura —informó uno
de los hombres en la mesa de mando.
Bertram asintió, pero no dijo nada, dejó que la
operación continuase. Silvia, que lo observaba todo en
silencio, estaba al borde de la silla, con el corazón en un
puño. Quería creer que aquello sería el final de Rainer y
quería creer que Krimer seguía vivo, que aquello se
convertiría en un rescate. Su mirada se paseaba por las
cámaras a toda velocidad, buscando un atisbo de
esperanza.
Los hombres armados se introdujeron en unos túneles
estrechos y laberínticos. Un entramado de cuevas
asfixiantes que parecían el hogar de gusanos gigantes. Las
cámaras cada vez funcionaban peor.
—Aquí la luz del sol no nos sirve de nada —comentó
Petra, sonaba tensa—. Estamos perdidos en la oscuridad.
—Estarán dormidos —contestó Bertram—. Tenemos
que aprovecharlo. Quizás nunca tengamos otra oportunidad
así.
—Sí, alfa.
Las cámaras pasaron de los colores al verde cuando
se activó la visión nocturna. Las respiraciones pesadas de
los hombres era lo único que se escuchaba en la sala de
mando. Una sucesión de túneles que parecía infinita
continuó durante largos minutos.
De repente, se escuchó un grito y el estruendo de
rocas cayendo. En una cámara se vio a un hombre caer y
luego interferencias.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bertram.
Más estruendo. Gritos. Las cámaras se movían a toda
velocidad, la gente corría desesperada.
—¡¿Qué ocurre?! —repitió Bertram.
—¡Los túneles se derrumban! —gritó Petra—. ¡Es una
trampa!
Y entonces, como en respuesta a las palabras de la
licántropa, los micrófonos captaron un grito terrible. Un
chillido visceral y salvaje distorsionado por la mala
cobertura.
Empezaron los tiros.
15
El caos se apoderó de todo. Los disparos volaban en
todas direcciones, fogonazos iluminaban las cámaras. Entre
los túneles podían verse ojos que brillaban, dientes afilados,
criaturas que caminaban por las paredes.
—¡Nos atacan! —gritó alguien.
—En formación —gritó otra voz.
Los disparos continuaron. De vez en cuando, se veía a
un ghoul caer, pero seguían emergiendo de la oscuridad
como murciélagos saliendo de su cuerva para cazar. Eran
una horda, infinita, voraz.
Se escucharon rugidos y los primeros licántropos
transformados saltaron al encuentro de los vampiros. La
lucha fue feroz y sangrienta. Garras y mordiscos, sangre
volando en todas direcciones, aullidos y gritos de dolor.
—¿Alfa? —preguntó uno de los hombres en la sala de
mando.
Bertram miraba a las cámaras con terror. Apretaba
con tanta fuerza el bastón que Silvia temió que la madera
se rompiese.
—¡Alfa!
—Llame a retirada.
—Retirada, a todas las unidades.
Si recibieron la orden, no lo pareció. Solo se veían
fogonazos de los disparos y el caos desatado.
—¡Enciendan las luces UV! —gritó Bertram.
Algunos soldados echaron para atrás y dejaron paso a
otros que iban cargados con enormes varas de luz UV. Las
encendieron y los ghouls huyeron asustados, sus pieles
humeando como si de fuego se tratase. Poco a poco, los
hombres de Bertram empezaron a recuperar terreno y
pudieron reorganizarse.
—¡No podemos retroceder! —gritó Petra, su voz
profunda y desgarrada—. Los túneles se han derrumbado a
nuestra espalda.
Bertram no contestó. Su mirada pasaba por las
cámaras, analizando la situación, buscando una solución
que no existía. Silvia no aguantó más, se levantó y caminó
hasta estar junto a él, le cogió del antebrazo y apretó para
que supiese que estaba allí. Él la miró por un segundo,
pareció relajarse, respiró hondo y volvió a mirar a las
cámaras.
—¡Centraos en un túnel! —gritó—. ¡Todos por el
mismo túnel, luces UV por delante y en la retaguardia! ¡Toca
avanzar!
—¡Sí, alfa! —se escuchó.
La reorganización de la unidad en mitad del caos de
disparos y gruñidos no fue rápida, pero finalmente
consiguieron una formación cerrada. Las varas de luz
mantenían a los ghouls al margen, al menos hasta que
alguno perdía el control por el olor sangre. El grupo avanzó
pesarosamente, arrastrando a sus heridos. El túnel
continuaba lo que parecía una eternidad, sin salida
aparente.
—Estamos atrapados —dijo una voz totalmente
distorsionada por la radio.
—Tiene que haber una salida —contestó Bertram.
—¿Alfa? Le perdemos, alf… —la radió empezó a emitir
ruido blanco.
Las cámaras empezaron a congelarse.
—¿Qué ocurre?
—Los perdemos, alfa —informó uno intentando
rescatar la conexión—. Están a demasiada profundidad.
—¡Petra! —gritó Bertram—. ¡Petra! ¿Me oyes?
No hubo respuesta, solo el ruido blanco de la radio
muerta.
—¡Mierda!
Alguien tocó a la puerta. Bertram la miró como si
fuese un fantasma, algo imposible de entender. Un
mayordomo, nervioso y con la calva cubierta de sudor, abrió
y tragó saliva:
—Señor, hay alguien en el jardín.
Bertram frunció el ceño. Miró al reloj, entre el
derrumbamiento, el tiroteo, las peleas y la reorganización,
el tiempo había volado. Eran pasadas las 17:30. Había
anochecido. Silvia supo al instante quien estaba en el jardín,
supo que, de alguna manera, era Rainer. Siempre había otra
trampa, otro engaño. Las manos empezaron a temblarle.
—Esperad aquí —ordenó Bertram.
—No —dijo Silvia al instante—. Voy contigo.
Él la miró, sopesando lo que hacer, pero pareció
entender en su mirada que no iba a aceptar órdenes.
Asintió. Los dos salieron de la habitación de mando, fuera la
mansión estaba fría y solitaria, con casi todas las luces
apagadas. El sirviente les condujo hasta la entrada. Bertram
abrió la puerta sin miramientos, estaba mortalmente serio y
parecía harto de todo aquello.
El sol se había puesto y la noche comenzaba. Las
estrellas despertaban y la luna creciente iluminaba de plata
el jardín. A más de cincuenta metros una sombra se alzaba
solitaria. Era él.
—Tienes mucho valor para presentarte aquí —rugió
Bertram.
—Has invadido mi casa —contestó el vampiro en tono
divertido—. Creía que podía pagar con la misma moneda.
—Oh, no me jodas. No hagas como si no hubieses
atacado primero.
—Nunca he atacado a tu clan primero —en la
oscuridad, podía verse la sonrisa retorcida y narcisista de
Rainer—. Solo intentaba hacerme con Silvia, vosotros os
pusisteis en el medio.
—Permíteme que deje una cosa muy clara —dijo
Bertram mientras daba dos pasos hacia delante y clavaba el
bastón en el suelo—. No vas a tocarle un pelo a ella. Silvia
está bajo la protección de los Rot. ¿Quieres tocarla? Será
por encima de mi cadáver.
Silvia se quedó congelada en el sitio. Aquellas
palabras removieron algo en su interior, a pesar de todo lo
malo que ocurría a su alrededor, se sintió protegida. Miró a
Bertram, él le devolvió una mirada triste de reojo.
—¿Y quién exactamente va a defenderla? ¿Un perro
cojo? —se burló Rainer.
Bertram arrugó la nariz y enseñó los dientes, pero no
contestó a la provocación.
—¿Qué haces aquí, chupasangre?
—He venido a acabar lo que empecé —contestó con
una calma fría que helaba la sangre—. He venido a por ella.
—Puedes intentarlo.
—Valientes palabras, sobre todo teniendo en cuenta
que tengo a todo tu clan atrapado bajo tierra, rodeados de
mis hijos.
—No vas a poner tus sucias garras sobre ella.
—Bertram… —intervino ella dando un paso hacia
delante—…voy a entregarme.
Él la miró, sorprendido.
—No voy a permitirlo.
—No es tu decisión —replicó Silvia con la voz
entrecortada, unas tímidas lágrimas asomaron a sus ojos—.
No puedo permitir que sigáis sufriendo por mi culpa. Si me
quiere a mí, es hora de darle lo que quiere.
—No —rugió él.
—¡Si me entrego, debes prometer soltar a toda la
gente que has atrapado! —gritó.
Aunque el miedo le retorcía el estómago y amenazaba
con paralizarla, sacó fuerzas de donde no las había para
hablar. Aquel ciclo debía de terminar.
—Silvia, no —insistió Bertram cogiéndola de la
muñeca.
—¡Deja que ella decida! —se mofó Rainer.
—Petra no tiene la culpa de todo esto —susurró ella
mirando a Bertram a los ojos—. Y, sin embargo, ha hecho
más de lo que debía para protegerme. No lo entiendo, pero
tengo claro que voy a devolverle el favor. No permitiré que
le pase nada.
—Ella te protege porque sabe que me importas —
murmuró él con un hilo de voz.
—¿Por qué te importo?
Bertram fue a decir algo, pero se detuvo. Se
sostuvieron la mirada durante unos eternos segundos. Los
ojos de ambos húmedos, las expresiones de miedo y
tensión. Bertram negó con la cabeza, ella asintió.
—Debo hacerlo —murmuró.
—No voy a permitirlo.
—No tenemos otra opción.
—Sí que la tenemos —Bertram se giró para encarar al
vampiro—. Lo único que tengo que hacer para salvar a mis
hombres es matarte, chupasangre.
Rainer sonrió de oreja a oreja, una sonrisa maligna
que helaba la sangre.
—Me sabe mal destrozar a un cojo.
—A ver cómo te sienta esto —rugió Bertram.
Golpeó el suelo con el bastón y, de pronto, cientos de
luces se encendieron en la fachada de la mansión. Luz
ultravioleta. Lo envolvió todo en un halo morado que
brillaba con la fuerza del sol. Rainer siseó y se tapó los ojos
con las manos, su piel humeaba y se retorcía mientras le
salían ampollas.
Los músculos de Bertram se hincharon, mientras las
sombras lo envolvían. Dejó caer el bastón y, entre un
parpadeo y otro, Silvia vio como aparecía el enorme lobo de
pelaje rojizo. Enseñaba los dientes y sus ojos brillaban con
una ira ardiente. Se lanzó a por el vampiro sin concederle ni
un solo segundo.
Licántropo y vampiro se encontraron en mitad del
jardín. Rodaron por el suelo, uno rugía y aullaba, el otro
siseaba y se reía como un demente. Arañazos y mordiscos
en todas direcciones, la sangre no tardó en salpicar la
hierba.
—¡Bertram! —exclamó Silvia, asustada.
Decenas de ojos ghouls saltaban el muro del jardín. Al
entrar en la zona iluminada por la luz morada retrocedían y
gritaban, pero Rainer pareció darles una orden y, aunque se
quemaban, empezaron a avanzar. Bertram dio un zarpazo
en el pecho al vampiro y lo derribó, intentó pisarlo, pero
Rainer se arrastró como un insecto y le mordió la pierna
mala. Bertram aulló de dolor y golpeó al vampiro con el
puño una y otra vez hasta que este le soltó. Cojeó,
retrocediendo, mientras veía la marea de ghouls humeantes
que avanzaban.
—¡Corre! —gritó Silvia.
Bertram miró desesperado a Silvia y luego a Rainer, el
vampiro sonreía con la boca llena de sangre, su piel llena de
quemaduras terribles que le deformaban el rostro. El
licántropo quiso acabar lo que había empezado, pero
demasiados ghouls se acercaban. Decidió retirarse.
—¡No podrás esconderte de mí! —gritó Rainer en el
suelo.
Bertram llegó junto a Silvia, la cogió, entraron en la
mansión y cerró la puerta. Mantenía su forma de licántropo
todavía. Apretó un botón junto a la cajetilla de la alarma y
por toda la mansión empezó a sonar una alarma y las luces
se pusieron de color rojo.
—¿Qué hacemos? —preguntó ella, sobrepasada.
—A una de las habitaciones del pánico, corre.
Mientras decía eso, las luces del jardín se apagaron de
golpe. Un segundo después, lo hicieron las del interior de la
mansión.
—Han cortado la luz —rugió él.
El transformador de emergencia se puso en marcha y
la luz dentro de la casa volvió, pero la del exterior siguió
apagada.
—¡Corre! —ordenó Bertram.
◆◆◆

Bertram cojeaba, su rostro lobuno demostraba el dolor


que le provocaba cada paso, aunque intentase hacerse el
estoico. Silvia tenía que reducir su velocidad para no dejarlo
atrás. Los chillidos de los ghouls se escuchaban como un
eco fantasmal viniendo de todas direcciones. Era como una
pesadilla que se repetía. La mansión de los Rot volvía a
estar invadida, pero esta vez no había nadie para
defenderla.
Uno de los hombres de Bertram salió a su encuentro.
—¡Señor…!
No pudo acabar la frase, un ghoul saltó desde una
ventana y empezó a devorarlo en el suelo. Silvia gritó. Dos
vampiros más aparecieron tras el primero y los miraron con
voracidad.
—¡Por aquí! —ordenó Bertram abriendo una puerta
lateral.
Siguieron corriendo. Los ghouls los perseguían de
cerca. Bertram apretó el paso, gruñendo de dolor en cada
pisada. Llegaron a una recepción con dos enormes escaleras
que subían hasta una puerta de doble hoja. Bertram saltó
con todas sus fuerzas de lobo y aterrizó junto a la puerta,
Silvia corrió detrás. Al otro lado les esperaba una preciosa
biblioteca que no parecía haber sufrido las consecuencias
del primer ataque. A Silvia se le encogió el estómago al
pensar que estaban guiando a los ghouls hasta aquel lugar.
Destrozarían los libros, la madera vieja, lo sagrado de
aquellas paredes.
—Aquí —bufó Bertram intentando levantar una
alfombra.
Silvia le ayudó, debajo había una trampilla de acero
con un panel. Bertram introdujo el código, la trampilla
chascó al abrirse. Algo golpeó la puerta de la biblioteca, se
escucharon arañazos y gritos agudos.
—Abajo —ordenó él.
Silvia asintió y empezó a bajar por la escalera de
mano. Bertram volvió a su forma humana antes de seguirla.
Tras una docena de peldaños, les esperaba una sala oculta
muy pequeña. No tenía los lujos y las comodidades de la
anterior, solo una alfombra en el suelo con algunos cojines y
un estante con algunas conservas. Bertram cerró la
trampilla antes de bajar y la oscuridad se apoderó de la
habitación.
16
En el silencio que siguió, Silvia solo pudo escuchar los
resoplidos de agotamiento de Bertram. Era como si se
hubiesen sumergido bajo el mar, allí solo existían ellos, todo
lo del exterior estaba demasiado lejos, no era más que un
mal sueño.
—Deja que busque la luz —rezongó él—. Recuerdo que
había una.
La estancia se iluminó tenuemente. Bertram se dejó
caer en la alfombra, visiblemente cansado. El mordisco en la
pierna no tenía buena pinta, las venas a su alrededor se
estaban poniendo negras. Bertram estaba pálido y cubierto
de sudor. Silvia se arrodilló a su lado.
—¿Qué ocurre?
—El veneno del vampiro —masculló él—. Quema.
—Voy a sacarlo —dijo ella.
—¿Qué?
—Es como el de una serpiente, ¿no? Solo tengo que
extraerlo con la boca.
—Su… supongo —murmuró él, desconcertado—.
Debería ayudar, pero no puedo permitir que…
—Cállate. No voy a dejar que te pase nada.
Sin darle tiempo a contestar, Silvia se agachó y
respiró hondo. Colocó los labios haciendo ventosa alrededor
de la herida y empezó a absorber. El sabor del hierro inundó
su boca y tuvo una arcada, pero no se detuvo. Absorbió y
escupió en el suelo, la sangre salía acompañada de un icor
negro. Repitió el proceso varias veces hasta que la herida
quedó limpia. Sentía un picor extraño en la boca, como si se
le hubiese dormido.
—Creo que ya está —susurró.
—Gracias.
—A ti, no tenías que defenderme. Todo esto, toda esta
pesadilla es culpa mía.
—No —gruñó él, llevó una mano al rostro de ella y
acarició su mejilla—. La culpa la tiene Rainer, nadie más. Tú
solo eres una excusa para su guerra personal.
Silvia sintió el corazón explotar de calor ante aquellas
palabras compresivas, ante la caricia en su mejilla, ante la
mirada determinada de él. Tragó saliva. Se acercó un poco,
buscando aquellos labios, pero algo la detuvo.
Un golpe en el metal.
—Otra habitación del pánico —se rio la voz de Rainer
desde el otro lado de la trampilla—. Ese truco no te servirá
otra vez, Bertram.
El licántropo se puso tenso y miró arriba. Se escuchó
el sonido de algo pesado siendo arrastrado y, entonces, un
golpe seco contra el metal, seguido de otro y de otro y de
otro. El retumbar de los golpes llegaba apagado al interior
de la estancia.
—El acero de esa trampilla es de alta seguridad —
comentó Bertram—. Pero… acabará cediendo.
—Oh, no.
—Tardarán varias horas, como mínimo.
—El amanecer está muy lejos todavía —dijo Silvia,
nerviosa.
—Sí —admitió él, cabizbajo.
—¿Caerá antes del alba?
Los dos miraron arriba, a la trampilla envuelta en
oscuridad que resistía un golpe tras otro, como campanadas
que anunciaban un final que se acercaba inexorablemente.
◆◆◆

Sin embargo, el final no se cernió tan rápido. Lo que


había dicho Bertram era cierto y, tras dos horas, la trampilla
seguía aguantando. Los golpes se habían espaciado y la
sensación de miedo se había diluido tras tantos minutos.
Era extraño, saber que el final era inevitable, pero tener
tanto tiempo hasta que llegase. Cada minuto era uno más
cercano al amanecer, pero todavía quedaban horas y horas.
Cada golpe podía acabar por reventar la trampilla.
Bertram descansaba en el suelo, tenía mejor aspecto.
Se había quitado el suéter y sus pectorales tatuados
quedaban expuestos. Silvia se encontró repasando el
cuerpo de él, sintiéndose sedienta y algo necesitada. La
desesperación de que aquellos podían ser sus últimos
momentos la impulsaron a hacer algo desesperado.
Se acercó a él. Le pasó la mano por el pecho desnudo,
subió hasta su cuello y lo miró a los ojos. Bertram le
devolvió la mirada. Compartieron unos segundos de silencio
que lo decía todo. No sabían si era la correcto, no sabían si
estaba bien o mal, pero ante la posibilidad de la muerte…
todo valía.
Él la cogió del cuello y la atrajo hacia sí muy despacio.
Ella se dejó llevar. El beso empezó tímido, dubitativo, pero
un golpe del martillo les recordó que el tiempo se les
agotaba. Él la besó con más intensidad, buscando su
lengua, bebiendo de sus labios. Ella se derritió entre sus
poderosos brazos, entre ellos no había peligro, solo una
pasión salvaje que empezó a despertar en su vientre y bajo
hasta su entrepierna. Él se incorporó y se echó sobre ella,
sus manos empezaron a recorrer sus caderas, su vientre,
hasta llegar a sus pechos y detenerse en ellos. Dudó. Ella le
agarró de la muñeca y le condujo hasta sus tetas.
—¿Te dan miedo?
Él le mordió el labio inferior, antes de dejar de besarla.
En sus ojos se veía el ardiente deseo en él y el tibio control
que le quedaba luchando por no echarse sobre ella como un
animal.
—¿Esto está bien? —preguntó con un hilo de voz.
Otro golpe del martillo hizo retumbar las paredes del
sótano. Silvia, se puso a horcajadas sobre Bertram y apoyó
las manos sobre sus pectorales. Empezó a mover las
caderas lentamente, despertando un bulto en la entrepierna
de él.
—¿Importa acaso? —murmuró—. Aquí solo somos tú y
yo, todo lo que exista ahí fuera, ahora da igual.
—Pero…
Ella le puso un dedo en los labios.
—Quieres decir una cosa, pero tu cuerpo dice otra —
comentó ella, bajando una mano por los pectorales de él,
por el vientre, hasta llegar al bulto de la entrepierna y
apretarlo.
Bertram dio un respingo.
—Silvia… no sé porque, pero no puedo parar de
desearte.
—Pues házmelo.
—¿Y qué pasa con…?
—No —le cortó ella abruptamente—. No existe nadie
más. Hazme tuya.
Él asintió. Desesperado, incapaz de seguir
ocultándose tras la máscara que se había puesto, la agarró
de los muslos y, en un gesto hercúleo, se levantó del suelo
cargando con ella. Silvia no pudo evitar reírse cuando él la
estampó contra la pared. Empezó a besarla de verdad, con
el deseo ardiendo en sus labios, ella se agarró del cuello de
él y no dejó de mover las caderas, rozándose contra el bulto
que no dejaba de crecer. Sentir el deseo de él, palpitante,
caliente, hizo que se humedeciese.
Bertram atacó al cuello, empezó a besarlo y morderlo
con suavidad, cada roce le provocaba a Silvia un escalofrío
que le recorría la espalda, ponía su piel de gallina y le ponía
los pezones duros como piedras. Él recorrió a besos y
mordiscos sus clavículas y bajó hasta enterrar la cabeza
entre sus pechos. La soltó con suavidad y usó las manos
ahora libres para agarrarle las tetas como si fuesen un
salvavidas. Ella ahogó un gemido y le apretó la polla por
encima de los pantalones, quería notar lo dura que estaba.
Bertram le arrancó la camiseta de un tirón y empezó a
devorarle los pezones. Una descarga eléctrica la sacudió de
parte a parte, se arqueó contra la pared, mientras él se
convertía en un torbellino de besos y manos que recorrían
su piel, que se deleitaban con cada una de sus zonas
privadas.
—Joder, sí —murmuró.
Otro martillazo lo hizo retumbar todo. Polvo cayó
desde el techo, pero a ninguno de los dos pareció
importarle. Bertram estaba demasiado perdido en ella,
recorriendo su cuerpo entero, enterrando la cara en sus
carnes como si desease devorarla entera. Creó un camino
de besos por su vientre hasta el pantalón, molesto, lo
desabrochó y tiró para quitárselo. Ella se contorsionó para
que saliesen con más facilidad. Bertram se quedó
observando las bragas negras de encaje como si fuesen una
última barrera que lo separase de aquello que más deseaba.
No perdió tiempo en quitárselas, le bastó con apartarlas un
poco para descubrir los húmedos labios que le esperaban,
deseosos de que los besase, lamiese y devorase. Hundió la
cara entra los muslos de ella. Silvia dio un brinco,
sorprendida por el ansia con la que él se había enterrado en
ella. El susto no le duró ni medio segundo, en cuanto la
lengua de él empezó a dibujar círculos en su entrepierna,
los ojos se le pusieron en blanco y un suspiro de placer
escapó de su boca.
—Ah, joder, joder —gimió mientras él la comía con
pasión—. Sí, sí, ahí.
Bertram no se contentó con aquello. Subió la mano
por su muslo hasta que llegó a sus labios y buscó la entrada
a sus profundidades. Estaba tan húmeda, que los dedos
entraron en ella sin esfuerzo alguno.
Silvia miró abajo. Bertram le devolvió la mirada.
Arrodillado ante ella, con la boca enterrada entre sus
muslos, los ojos febriles de deseo. Ella le cogió del pelo y lo
apretó más entre sus muslos, como si quisiese
estrangularlo, pero solo quería sentirlo más dentro. Bertram
se esforzó en darle placer, la devoraba con intensidad
mientras sus dedos se retorcían en su interior, de pronto
dieron con el botón adecuado.
Una descarga eléctrica sacudió la espalda de Silvia
que se arqueó contra la fría pared.
—¡Oh, joder! —gritó.
Otro martillazo golpeó la trampilla. Todo retumbó. La
sala tembló. Entonces, Silvia empezó a temblar también.
Sintió el orgasmo llegando como una canción que llegaba al
subidón final. Apretó los dedos de los pies y se retorció en la
cara de Bertram, incapaz de aguantar más el placer.
—Ah, ah, ah —gemía—. Me corro, me corro.
Y, de pronto, lo soltó todo. La tensión que agarrotaba
su vientre y sus piernas se esfumó tan de golpe que perdió
las fuerzas. Intentó alejarse de Bertram, pues su intimidad
se puso extremadamente sensible, pero él la retuvo con una
mano mientras seguía dentro de ella con la otra.
—Para, para —murmuró Silvia con un hilo de voz, con
las piernas todavía temblorosas y los ecos del orgasmo
sacudiendo sus entrañas.
Él no contestó, no podía, tenía la boca ocupada
devorándola, todavía lamiendo su clítoris, ahora con
suavidad, a besos pequeños y pasionales. No le hizo caso y
siguió como si no la hubiese escuchado. Los ojos de ella se
pusieron en blanco, se encogió de hombros y se dejó hacer.
No podía pensar en nada más sexy que Bertram
enterrado entre sus muslos, mirándola a los ojos mientras le
hacía el mejor cunnilingus que le hubiesen hecho jamás. Se
desvivía por su placer. Poco a poco, fue aumentando de
nuevo la intensidad de sus besos y de su penetración.
—¿Qué quieres, que me corra otra vez? —murmuró
ella, perdiendo la cabeza.
Él no contestó. Otro golpe y otro más resonaron como
las campanas de un reloj de fin de año. Todo temblaba, pero
no importaba. Silvia solo podía sentir el ardiente placer que
emanaba de su entrepierna y le incendiaba las entrañas.
—¡Para! —exigió.
Él se asustó un poco ante el grito y se detuvo. Silvia le
cogió de los hombros y le obligó a levantarse. Desabrochó
sus pantalones y los bajó junto a la ropa interior. La enorme
y dura polla de Bertram estaba completamente erecta,
palpitando de expectación, cada vena marcada con fuerza.
Él la deseaba.
—Vas a hacer que me corra otra vez —dijo mientras
extendía la mano y rodeaba la enorme polla con sus dedos
—. Y quiero que lo hagas con esto, mejor.
Él siguió en silencio. Su mirada lo decía todo, se volvía
loco por entrar en ella, no aguantaría ni un segundo más de
aquella tortura. Silvia se recostó contra la pared y levantó
una pierna, atrajo a Bertram hasta ella y condujo el
miembro hacia su entrepierna. Empezó rozando el capullo
contra sus húmedos labios, con cada roce, él se estremecía
y su polla palpitaba. Estaba más gruesa y dura que nunca.
Silvia la empujó lentamente hacia su interior, sintió la punta
entrar, él gimió e intentó entrar por completo, pero ella le
detuvo. Sacó la punta y la volvió a meter muy despacio y
luego otra vez. Él se estremecía de placer con cada roce
húmedo y caliente. El capullo, rojo y mojado, empezó a
descargar unas primeras gotas blanquecinas. Silvia las
recogió con sus dedos y se las llevó a la boca.
—Ufff —murmuró él, sin dejar de mirar como ella se
relamía—. No juegues más, déjame entrar.
Silvia sonrió con malicia. Le dejó acercarse, le dejó
entrar un poco, pero luego volvió a sacarlo. Ella se rio, pero
Bertram gruñó y la máscara de persona se le cayó y la
bestia que había detrás salió. La cogió de las muñecas con
una sola mano y le levantó los brazos, lejos de donde
pudiese intervenir. Ella se revolvió un poco, pero la fuerza
de él era imposible de superar. Le metió la polla con tanta
fuerza que se sintió desfallecer por un segundo, aquel
enorme miembro la llenó por completo.
—Ya está bien de juegos —gruñó él mientras
empezaba a penetrarla a golpes de cadera—. Esto es lo que
quieres.
—Sí —susurró ella, sintiendo cada embestida como un
terremoto que la sacudía de la entrepierna a la cabeza—. Sí,
sí, más fuerte, joder.
—¿Más fuerte? —rugió él.
Y entonces se dejó llevar por la pasión desatada, por
el ardor desesperado de la situación. Los ojos de Bertram
cambiaron a un tono rojizo y sus músculos parecieron
hincharse haciéndolo más grande de lo que ya era. Apretó
su férrea presa sobre las muñecas de ella y empezó
empotrarla con más fuerza, cada golpe de cadera era como
la embestida de un toro, la llenaba por dentro hasta lo más
profundo. El dolor y el placer se mezclaron en una ardiente
bola de fuego que escaló hasta sus entrañas. Le encantaba
sentirse así, vulnerable, presa de la pasión de él.
—Úsame —gimió entre jadeos—. Úsame para correrte.
Él gruñó como un animal y la empotró más y más,
estampándola contra la pared, apretando con su mano libre
sus pechos, mordiéndole el cuello. Para cuando Silvia se dio
cuenta, Bertram la penetraba al mismo ritmo que los golpes
del martillo. Cada embestida, sincronizada con el temblor de
las paredes, con el gong que indicaba el cercano final. El
ardor la poseyó por completo, apretó los dedos de los pies
mientras sentía los calambres subir por sus piernas,
anticipándose a la sacudida de placer que se avecinaba.
—Me corro —gruñó él, de pronto.
—Sí, sí, échalo todo dentro de mí, joder —gimió ella,
las palabras escapando de su boca sin que pudiese
contenerlas.
Bertram bufó como un animal salvaje, se estremeció y
entonces empezó a convulsionarse.
—¡Joder! —gritó.
Silvia sintió su enorme polla sacudiéndose y el
caliente líquido derramándose por todo su interior. Aquello
fue demasiado. La cara de placer de él, las palpitaciones y
el calor en su interior, sintió la electricidad a punto de
descargarse.
—Yo también me corro —consiguió decir entre jadeos.
Y el fuego se derramó desde su pecho, el corazón se
le desbocó, el golpeteó en las sienes la dejó sorda, las
piernas le fallaron y los ojos se le pusieron en blanco. Por un
instante, se sintió morir de placer. Cayó de rodillas,
jadeando como si acabase de correr una maratón. Bertram
se recostó contra la pared de enfrente y se deslizó hasta el
suelo. Su miembro colgaba, húmedo, pero todavía duro.
Silvia sonrió, se acercó y la agarró ante la mirada
sorprendida de él. Se la llevó a la boca y pasó su lengua por
toda la superficie, esmerándose en el capullo, quería dejarlo
limpio y brillante. El sabor del semen y de sus flujos se
convertían en una mezcla salada, la mezcla del placer
derramado.
Cuando terminó, se relamió los húmedos labios y miró
a Bertram. Él estaba extasiado, respirando con fuerza, su
poderoso pecho subiendo y bajando. Los martillazos que
anunciaban el fin de ambos continuaban, pero ninguno de
los dos parecía escucharlos.
Ella se acercó para besarlo, él la cogió de la nunca y la
atrajo con fuerza.
17
Bertram se durmió tumbado en el suelo. Silvia
descansaba apoyada en su pecho, arropada entre sus
brazos. Era la mejor sensación del mundo, sentirse así de
protegida, resguardada de cualquier cosa que quisiese
hacerle daño. Aunque sabía, que aquella sensación era una
mentira.
Silvia se movió lentamente, escapó de la presa del
licántropo con sumo cuidado, intentando que él no se
despertase. Tras comprobar que seguía dormido, se puso en
pie y empezó a vestirse. Otro martillazo resonó arriba, estos
se habían espaciado y se habían acabado convirtiendo en
una vibración constante, casi hasta agradable. Una vez
vestida, dio un último vistazo a Bertram, las dudas le
sobrevinieron como un malestar en el estómago. La
determinación le falló.
Tienes que hacerlo, se dijo en su fuero interno. Era la
única manera. Era el momento de que ella fuese la que
protegiese a alguien, era el momento de dejar de causar
dolor a todos los que la rodeaban. Bertram no se merecía
menos. Empezó a subir las escaleras.
Llegó hasta la desvencijada trampilla.
—Rainer, detente —dijo en un susurro, esperando que
el vampiro tuviese sentidos aumentados.
Los martillazos pararon. Se escucharon unas pisadas
acercándose.
—No me detendré hasta que te haga salir, ratita —la
voz del vampiro resonó al otro lado.
—Voy a entregarme.
Silencio. Ni ella misma pudo creerse que hubiese
dicho aquello. La duda volvió a asaltarla.
—Ah, ¿sí?
—El tiempo se os acaba —dijo Silvia, intentando sonar
lo más seria y segura posible—. La trampilla puede ceder o
no antes de que amanezca. Puedes decidir apostar o
puedes ir a lo seguro.
—¿Por qué te entregarías?
—Porque vas a alejarte y permitirme salir solo a mí,
luego cerraré la trampilla y dejarás a Bertram en paz.
Hubo unos segundos de silencio al otro lado. Silvia
rogó en su fuero interno que el vampiro estuviese lo
suficientemente desesperado como para aceptar la oferta.
Era la única forma que se le ocurría de proteger a Bertram.
Esta persecución debía de terminar ya.
—Silvia, debo reconocer que me sorprendes, pero me
alegra que hayas aceptado tu destino al fin. Sal.
—Primero alejaos de la trampilla —exigió ella—. Puedo
oler vuestra apestosa carne desde aquí.
Se escuchó un golpe seco en el suelo y luego pasos
alejándose. Silvia esperó un minuto y olisqueó el aire para
asegurarse de no captar la putridez enfermiza que
destilaban los vampiros. Entonces alzó la mano y abrió la
trampilla.
Silvia salió con el corazón en un puño, cada paso en el
exterior cargado de duda y miedo. Lo primero que hizo fue
cerrar la trampilla y está quedó sellada de nuevo. Aquello le
ofreció, por lo menos, cierto confort. Sabía que él estaría
bien. Había salvado a Bertram.
Miró a su alrededor, la almádena yacía en el suelo que
estaba lleno de baldosas rotas y polvo blanco. Rainer se
acercaba desde el otro lado de la biblioteca, dos ghouls lo
vigilaban desde los pasillos llenos de estanterías. Al llegar
frente a ella, el vampiro sonrió enseñando todos y cada uno
de sus afilados dientes.
—Un gesto muy noble —se burló.
—Acabemos con esto —exigió Silvia, intentando
mantener la voz firme—. Mátame ya.
Rainer le pasó un mano por el pelo. Ella se
estremeció, asqueada por la piel helada de él.
—No va a ser tan rápido, ni tan fácil.
—Haz lo que tengas que hacer, chupasangre —alzó la
mirada, desafiante—. No me importa.
El saber que el final había llegado la llenaba de una
determinación férrea, de un valor que no sentía. Silvia le
sostuvo la mirada al vampiro y torció el gesto, mostrándole
el asco que le daba.
—Cogedla —ordenó Rainer sin inmutarse.
Los dos ghouls se abalanzaron sobre ella, la retuvieron
y, entre gritos y patadas, Silvia fue arrastrada fuera de la
mansión de los Rot.
◆◆◆

La metieron en el asiento trasero de un coche, Rainer


se sentó a su lado. Delante, un chofer observaba la
carretera con la mirada perdida.
—A casa —le exigió Rainer.
El chofer asintió en silencio, de una manera casi
automática y se puso en marcha. Silvia intentó abrir la
puerta, pero estaba cerrada, intentó bajar la ventana, pero
no funcionó.
—¿No te da pena que tenga que activar el control
para niños pequeños? —se mofó el vampiro.
Silvia bufó y se dejó caer en el asiento.
—¿A dónde me llevas?
—A tu último destino —fue todo lo que dijo Rainer.
Después guardó silencio. El chofer conducía a toda
velocidad mientras el final de la noche se acercaba. Salieron
de Berlín para adentrarse en los suburbios de las afueras,
no estaban ni cerca del lugar que habían asaltado los
hombres de Bertram.
—¿Dónde te has estado escondiendo? —preguntó
Silvia—. Había ghouls en los túneles que encontró Bertram.
—Llevó mucho tiempo dejando pistas falsas —contó
Rainer, casi parecía contento de poder exponer su
genialidad—. He creado guaridas por toda la ciudad, pero
por supuesto, yo no me resguardo en ellas. Sabía que los
licántropos creerían que sí y explorarían alguna de ellas.
—Todos esos ghouls en los túneles…
—He estado muy ocupado —sonrió con malicia.
—Alguien se dará cuenta de tanta gente
desaparecida.
—Nadie pregunta por los vagabundos, los drogadictos
o las prostitutas —Rainer se relamió—. La gente prefiere
apartar la mirada.
—Los ghouls acabarán matando a gente y…
—Los ghouls harán lo que yo les ordene. Son mi
ejército, fieles soldados con una mente tan destrozada que
no pueden resistirse a mi influjo.
—No entiendo.
—Los licántropos tienen un alfa, ¿verdad? Todos le
deben obediencia porque es el más fuerte.
Silvia asintió.
—En el caso de los vampiros es algo distinto, somos
más como abejas. Formamos una mente colmena, los
neófitos pierden su individualidad para servirme a mí, su
padre.
—Eso es horrible.
—Una mente lo suficientemente fuerte puede acabar
independizándose de la colmena —continuó Rainer
ignorando su comentario—. Pero ninguno de ellos lo hará,
pobres, no son más que marionetas.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —inquirió Silvia,
nerviosa ante que el vampiro se mostrase tan abierto.
Rainer sonrió, pero no contestó. El coche salió de la
carretera y se metió por un camino de tierra rodeado de
árboles. Acabó en unos terrenos apartados con una cabaña
de dos pisos, un granero y un cobertizo.
—Ya hemos llegado —indicó el vampiro.
Le indicó a Silvia que bajase del coche, ella obedeció
sabiendo que había poco que pudiese hacer más que
aceptar su destino, fuese cual fuese.
—Espera ahí —ordenó Rainer al chofer y este asintió
como un robot y se quedó mirando al vacío.
—Él no es un ghoul —afirmó Silvia.
—No, solo un muchacho obediente —contestó Rainer
con malicia—. Sígueme.
Silvia empezó a andar. El campo que atravesaban
estaba lleno de malas hierbas y la maleza crecía salvaje.
Según se acercaban se dio cuenta de que los edificios
tenían desperfectos, la pintura estaba saltada, algunos
trozos de madera carcomida y la hiedra crecía por las
paredes con total libertad. Nadie había cuidado de aquel
lugar en mucho tiempo.
Rainer se detuvo frente al granero, la puerta estaba
cerrada con cadenas y varios candados. Había un brillo
extraño en el acero de los eslabones. Rainer sacó un manojo
de llaves y empezó a abrir candado a candado con
parsimonia. La lentitud de todo aquello sacó de quicio a
Silvia, si debía morir, prefería hacerlo rápido, aquello era
una tortura. El frío atenazaba su estómago, los dientes
empezaron a castañearle y las piernas le temblaron.
Has hecho lo correcto, tuvo que recordarse varias
veces como un mantra. Aquella era la única salida para
detener el dolor.
Las cadenas cayeron al fin. Rainer abrió la puerta. Del
interior del granero emergió un olor denso y penetrante. El
vampiro la invitó a pasar con un gesto de la mano.
—¿Por qué no acabas ya con esto? —preguntó ella.
—Concédeme este placer —pidió él con fingida
inocencia—. He trabajado mucho tiempo para esto.
Silvia suspiró desganada. Tomó aire y entró en el
granero. El interior estaba oscuro, pero sus ojos se
adaptaron. Balas de paja podrida yacían tiradas por aquí y
por allá, un sinfín de cadenas pendían del techo, ajenas a la
brisa que entraba de fuera. Algunas de ella acababan en
ganchos. Silvia se estremeció al verlos. Se adentró en el
interior de la penumbra hasta que un movimiento captó su
atención.
Se giró sobresaltada. Alguien pendía de dos cadenas
que se ataban alrededor de sus muñecas, una figura
robusta y ancha. Un hombre, desnudo al parecer y con el
cuerpo lleno de…tatuajes.
—Krimer —el nombre escapó de los labios de Silvia
con un atisbo de esperanza.
Corrió hacia él, apartando cadenas que tintinearon a
su paso.
—¡Krimer! —gritó.
Llegó hasta su lado, Krimer apenas levantó un poco la
mirada. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro retorcido en
una máscara de dolor. Silvia se dio cuenta de que tenía las
muñecas quemadas, como si la cadena estuviese cubierta
de ácido.
Plata, pensó, son de plata.
—Krimer —insistió ella, acercando la mano al rostro de
él—. ¿Me oyes?
Él le devolvió una mirada perdida, agónica, pero
asintió con la cabeza.
—Qué preciosa reunión —comentó Rainer jocoso—.
Me vais a hacer llorar.
Silvia lo ignoró. Estaba demasiado preocupada por el
estado del licántropo. Había cortes recientes en sus
pectorales y en los brazos.
—Silvia —la voz de Krimer era apenas un susurro
quedo—. ¿Qué haces aquí?
Una lágrima corrió por la mejilla de ella.
—Creía que estabas muerto —confesó, rota y
asustada, todo lo que no había temido antes la golpeaba
ahora con fuerza—. Creía que estabas muerto.
—Huye —gimió él—. ¡Huye!
Intentó desprenderse de sus cadenas, sacudiéndose
con las pocas fuerzas que le quedaban, pero solo consiguió
que el metal tintinease y el vampiro se riese.
—Déjala ir… me querías a mí… —imploró Krimer
mirando a Rainer.
—Te quiero hacer sufrir, hermanito —le contestó,
sonriendo—. Y eso la incluye a ella.
Silvia, asustada, buscó con la mirada algo que poder
usar como arma. El brillo de un gancho captó su atención.
Rainer se acercaba a ellos, caminando con parsimonia,
disfrutando del momento con sadismo. Silvia cogió a Krimer
de la cara para que la mirase a ella.
—Voy a salvarte —le dijo con una convicción que no
sentía—. Voy a salvarte.
—No… —murmuró él—…huye.
—No voy a dejarte.
—Ve…te…
Silvia negó con la cabeza. Sintió la presencia del
vampiro ya cerca. Apretó los dientes, se armó de valor y
respiró hondo. Entonces corrió, esquivó las cadenas que
pendían del techo y llegó hasta una con gancho. Lo cogió y
se dio la vuelta con el arma improvisada por delante.
—Muy lenta —escuchó a su espalda.
Dio un respingo e intentó girarse.
No pudo.
Un golpe seco en la nuca, toda su cabeza estalló en
luz y cuando quiso darse cuenta estaba tirada en el suelo.
Rainer la arrastró por la paja podrida y el suelo embarrado
de vuelta hasta Krimer. La cabeza le daba vueltas.
—¡Suéltala! —escuchó que gritaba el licántropo con su
voz rota.
—¿La quieres, hermanito? —preguntó el vampiro.
—¡Suéltala!
Cadenas tintinearon. Silvia entreabrió los ojos, el
granero entero giraba y giraba como una noria.
—Oh, la quieres de verdad —se sorprendió Rainer—.
No es uno de tus juegos de poder.
De repente, un rugido. Krimer estiró de sus cadenas y
estas se tensaron. Sus dientes estaban afilados, la nariz
arrugada y los ojos rojos e incandescentes. Humo empezó a
salir de sus muñecas, pero no pareció notar el dolor.
—Si le haces algo —amenazó Krimer apretando los
dientes—. Tarde o temprano me liberaré de estas cadenas y
serás tú el que las lleve atadas en las muñecas, te prometo
que haré que gota a gota, vial tras vial, agua bendita caiga
sobre ti. Cada segundo, cada minuto y cada hora del día. No
descansarás jamás, hermano. Solo conocerás lo que es el
dolor de quemarte, cada segundo de tu vida.
Rainer le sostuvo la mirada a Krimer con una sonrisa
perturbada dibujada en los labios.
—Vas a emocionarme, hermanito —dijo fingiendo
pena—. Ahora, ¿por qué no te portas como un perrito bueno
y disfrutas del espectáculo?
Rainer cogió a Silvia del pelo y tiró de ella con tanta
fuerza que pensó que le arrancaría la melena. Silvia se
retorció, sintiendo fuego en su cabellera, pero todavía
demasiado mareada por el golpe.
—¡Suéltala! —gritó Krimer de nuevo.
—No —susurró Krimer.
Y entonces la mordió. Hundió sus afilados colmillos en
el cuello de ella. Silvia sintió una punzada mezcla de placer
y dolor, luego una sacudida eléctrica que bajó por su espina
dorsal y un calor que se introducía en sus venas. Intentó
gritar, pero la voz no le salía. Sintió como el vampiro
succionaba, la sangre la abandonaba, el calor paso a frío, el
dolor quedo abotargado por una extraña sensación de paz.
—¡Suéltala! —imploró el licántropo, roto por completo.
Tiró de sus cadenas con toda su fuerza, pero la plata
le quemaba la piel y le impedía transformarse.
—¡Suéltala!
Rainer siguió chupando su sangre, deleitándose con
cada gota. Silvia se sintió mareada, la vida se deslizaba
fuera de ella.
Por fin, pensó, por fin puedo dejar de pelear.
El vampiro la depositó en el suelo con delicadeza.
Silvia tenía frío. Mientras la oscuridad acudía a ella, miró a
Krimer que se retorcía en sus cadenas y sintió pena porque
las cosas no hubiesen salido de otra manera.
Quizás en otra vida.
Cerró los ojos, dispuesta a dejarse llevar por la paz
que la envolvía. Era una muerte dulce, después de todo.
Y entonces el sabor del hierro inundó su boca. Abrió
los ojos. Rainer se había hecho un corte en la mano y la
obligaba a beber su sangre oscura y repulsiva.
—Bebe —ordenó con voz melodiosa—. Y vivirás.
—¡No! —la voz de Krimer llegó desde una distancia
imposible, como si no estuviese en aquel granero—. ¡No
bebas!
Silvia sintió el líquido espeso bajando por su lengua.
Dudó.
—Bebe —insistió Rainer con amabilidad.
Su voz, poderosa y oscura, la de un maestro terrible,
se filtró en la cabeza de ella. Sintió miedo, miedo de morir,
miedo de desaparecer. Entendió que aquella sangre era su
única esperanza.
Y bebió de ella.
About The Author
Christina Brune
De padres de distintos países, Christina ha pasado la mayor
parte de su vida sin poder echar raíces, aunque eso le ha
permitido conocer Alemania, Bélgica y España desde muy
joven y enamorarse de cada sitio que ha considerado su
casa. Licenciada en derecho, su verdadera vocación ha sido
siempre escribir imposibles romances con criaturas
fantásticas.
Agradecimientos

Mi agradecimiento va a ti, lectora, que has llegado hasta


aquí. Cuando publiqué la primera novela de esta saga no
tenía ni idea de a dónde me llevaría, era una novata en todo
esto que tuvo que aprender a base de vídeos de YouTube y
pedir mucha ayuda.

Y ahora, aquí estamos, con la segunda parte terminada y la


tercera en marcha. Silvia, Bertram y Krimer nos esperan
dentro de unos meses para conocer el desenlace de esta
guerra sin cuartel.

Si te ha gustado esta novela, no te olvides de dejar un


comentario, me ayudas mucho con ello a llegar a otras
lectoras. ¡Gracias!

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