La Segunda Guerra Mundial

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La Segunda Guerra Mundial

El inicio de la guerra
Después de la expansión lemana en Austria y Checoslovaquia, el
siguiente pasó planeado fue la ocupación de Polonia. Pero para ello tenía
que pactar con su archienemigo la Unión Soviética de Stalin. El 23 de
agosto de 1939, selló el tratado Ribbentrop-Molotov, así llamado por sus
firmantes, el ministros de Exteriores alemán Joachim von Ribbentrop y el
ruso Vachesley Molotov. Esencialmente el tratado era un pacto de no
agresión entre Alemania y la Unión Soviética que incluía entre sus
cláusulas secretas el reparto de Polonia, a la que Francia y Gran Bretaña
habían prometido ayuda en caso de guerra.

El pacto con la URSS garantizaba a Alemania que no habría de luchar en


un doble frente; sintiéndose seguro, Hitler ordenó la invasión de Polonia.
El 1 de septiembre de 1939 se iniciaron las operaciones militares; dos
días después, Francia e Inglaterra declararon la guerra a Alemania.
Comenzaba así la Segunda Guerra Mundial, que por el exiguo número de
beligerantes no parecía que hubiese de merecer ese calificativo; dos
años y medio más tarde, sin embargo, el conflicto se había extendido
por todo el planeta.

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la potencia bélica de los


bandos contendientes era prácticamente equivalente, a pesar de que
Francia e Inglaterra habían comenzado más tarde su rearme. Cada uno
de los aliados había desarrollado de forma distinta sus medios bélicos.
Francia mejoró y desarrolló su sistema de trincheras (la famosa Línea
Maginot, impulsada por el ministro de Guerra André Maginot, previendo
una guerra de posiciones como en la Primera Guerra Mundial. La
poderosa marina británica no invirtió en la construcción de unidades que
se convertirían en vitales (como el portaaviones), pero el país desarrolló
ampliamente su fuerza aérea.

De las potencias que pronto intervendrían en el conflicto, la URSS


contaba con sus ingentes recursos humanos, y el otro gigante mundial,
los Estados Unidos de América, poseía mayor potencial industrial que
capacidad militar efectiva; sólo tras decidir su participación en la guerra
enfocó rápidamente su industria a la fabricación de armas, y
especialmente a la construcción de aviones (cazas y bombarderos) y
potentes buques de guerra (portaaviones y acorazados).

Los términos del Tratado de Versalles habían impuesto a Alemania la


desmilitarización y la limitación de sus arsenales; tal humillante
obligación tuvo sin embargo la virtud de eliminar armamentos que
hubieran resultado obsoletos en la Segunda Guerra Mundial y de
favorecer, llegado el momento, la creación desde cero de un eficiente
ejército dotado de armas de última generación. De este modo, cuando
Hitler ordenó la remilitarización y el rearme del país, orientó la industria
hacia la producción de aviones y unidades terrestres motorizadas,
especialmente tanques y carros de combate, y aunque desechó la
fabricación de portaaviones y otros barcos de superficie, construyó una
potente flota de submarinos. No hay que olvidar que Alemania contaba
con un importante potencial técnico, tanto en la metalurgia como en la
industria química y eléctrica, de gran aplicación en la industria de
guerra.

La «guerra relámpago» (1939 - mayo 1941)

La invasión de Polonia, que había desencadenado la Segunda Guerra


Mundial, se completó en poco más de un mes; en virtud de una cláusula
secreta del tratado de no agresión germano-soviético, los rusos
facilitaron la victoria ocupando la zona oriental de Polonia, que había
pertenecido a la Rusia zarista. Después de esta primera ofensiva,
curiosamente, se entró en una fase que los periodistas bautizaron como
la «guerra de broma»: Francia, Inglaterra y Alemania se habían
declarado la guerra, pero, entre octubre de 1939 y marzo de 1940, en
ninguno de estos países se registraron combates. Ambos bandos
movilizaron y prepararon sus efectivos y defensas, pero dejaron pasar el
invierno sin tomar ninguna iniciativa.

Antes de comenzar la guerra, y pensando en los efectos que podría


tener un bloqueo similar al llevado a cabo durante la Primera Guerra
Mundial, Hitler había promovido la autarquía económica, intentando
llevar el país a un nivel de autosuficiencia o de mínima dependencia del
exterior. Pero aunque lo había logrado en muchos ámbitos, Alemania
carecía de algunas materias primas imprescindibles para su industria de
guerra, como el hierro: seguía dependiendo del hierro escandinavo. Por
esta razón, el primer paso de Hitler fue la ocupación de Dinamarca y
Noruega (abril de 1940); la escasa resistencia fue vencida en pocos días,
y los gobiernos de los países ocupados hubieron de trasladarse a
Londres.

En mayo de 1940, Hitler lanzó una tercera ofensiva, esta vez contra
Francia, que resultaría en una victoria tan aplastante como las de
Polonia y Escandinavia: bastó poco más de un mes para que toda
Francia quedase bajo el control efectivo de Alemania. Convencidos de
que, al igual que en la Primera Guerra Mundial, el conflicto iba a
dirimirse en las trincheras, los generales franceses habían reforzado las
fronteras (Línea Maginot), pero descuidaron la región de las Ardenas,
considerando que sus bosques y montañas eran intransitables para las
unidades blindadas del Reich.

Siguiendo el plan del general Erich von Manstein, el Estado Mayor


escogió precisamente las Ardenas como punto de paso hacia Francia. El
10 de mayo de 1940, las fuerzas alemanas iniciaron los ataques sobre
Holanda y Bélgica, y cuatro días más tarde, el grueso del ejército alemán
caía sobre Francia desde las Ardenas, haciendo inútil la Línea Maginot.
Con uso masivo de divisiones de tanques (Panzer) y de unidades
especializadas como las de paracaidistas y la aviación (Luftwaffe), que
destruían puntos claves, las tropas alemanas se lanzaron sin
impedimentos sobre el Canal de la Mancha, dejando embolsadas las
tropas británicas y francesas en la zona de Dunkerque.
Inexplicablemente, los alemanes detuvieron durante su avance dos días,
dando tiempo a que franceses e ingleses pudiesen completar, el 4 de
junio de 1940, el reembarco de sus efectivos (más de trescientos mil
soldados) hacia Gran Bretaña.

Al día siguiente, los alemanes emprendieron el avance hacia el sur; el 14


de junio entraron en París. El mariscal Philippe Pétain, que había
asumido la presidencia, pactó con Hitler un armisticio. Francia quedó
dividida en dos: el norte ocupado, que daba a Hitler el control de toda la
fachada atlántica y de la capital, y una zona sur de jurisdicción francesa
administrada por un gobierno colaboracionista (presidido por Pétain) que
tenía su sede en Vichy. Mientras tanto, el general Charles de Gaulle, que
rechazó este acuerdo, organizó desde Londres la resistencia interior,
lanzando a través de la radio consignas que por el momento tendrían
escasa repercusión; para muchos franceses, Pétain había salvado al país
de males mayores.
Las campañas citadas, y muy especialmente la ofensiva sobre Francia,
son ejemplos eminentes del éxito de las nuevas tácticas militares
conocidas como «guerra relámpago» (Blitzkrieg). Apoyándose en la
rapidez, movilidad y perfecta coordinación de sus unidades motorizadas
(aviación, tanques, carros de combate, artillería autopropulsada), los
alemanes concentraban sus energías en puntos débiles o estratégicos
hasta forzar sorpresivas rupturas en el frente por las que penetraban las
fuerzas terrestres, que avanzaban rápidamente por la desguarnecida
retaguardia hacia sus objetivos finales, sembrando el caos y el
desconcierto entre las líneas enemigas.

La guerra se convirtió así en una orgía de la velocidad: de las tropas


motorizadas, de las comunicaciones, de las órdenes, de la definición
sobre la marcha de ofensivas y objetivos. El ajedrez reposado de la
Primera Guerra Mundial dio paso a una partida rápida que los grandes
estrategas franceses perdieron por tiempo. El mismo concepto de frente
quedó finiquitado; había frente donde atacaban los alemanes, lo cual,
dada su rapidez y movilidad, era como decir que no lo había. Que la
Línea Maginot se mantuviera intacta tras la caída de París era el negro
chiste que señalaba la abismal diferencia entre la guerra antigua y la
moderna, entre acumular tropas para defenderse de nadie y exprimirlas
al máximo dotándolas de un duende de dinamismo que parecía
ubicuidad. Hay que notar que este novedoso enfoque respondía también
a una necesidad estratégica profunda: Inglaterra seguía ejerciendo el
dominio de los mares, y, al igual que en la Primera Guerra Mundial,
Alemania podría quedar desabastecida de petróleo y otros productos
básicos si era sometida a un prolongado bloqueo marítimo por los
británicos. De ahí la prioridad de llevar rápidamente el conflicto hacia su
desenlace.

En solamente nueve meses, Hitler se había apoderado de Europa: los


países que no habían caído bajo su dominio eran aliados suyos o
neutrales. Con la claudicación de Francia, en efecto, tan sólo quedaba
Gran Bretaña, a cuyo frente se había colocado el gobierno de coalición
presidido por Winston Churchill, un político de dilatada trayectoria
destinado a convertirse en el más admirado estadista de la Segunda
Guerra Mundial. Reconociendo en su toma de posesión (10 de mayo de
1940) que no podía ofrecer más que «sangre, sudor y lágrimas» a sus
conciudadanos, el nuevo primer ministro insufló un espíritu de lucha en
el pueblo británico y, con su determinación de resistir a toda costa,
contrarió los planes de Hitler, que había supuesto que el aislamiento
empujaría a Inglaterra a negociar.

Decidido a finalizar cuanto antes la guerra, Hitler ordenó diseñar un plan


de desembarco en las islas, pero sus generales le convencieron de que,
dada la superioridad de la armada británica, tal empresa era imposible
sin conseguir previamente, al menos, el control del espacio aéreo. De
este modo, la batalla de Inglaterra (de julio a septiembre de 1940) se
libró exclusivamente en el aire: cazas y bombarderos de la Luftwaffe
alemana y la Royal Air Force británica se enzarzaron en cruentos
combates y soltaron miles de bombas primero sobre objetivos militares
y luego sobre Londres y Berlín, causando terribles estragos en la
población civil. Gracias a la proximidad de los aviones ingleses a sus
bases y a las vitales informaciones sobre la aviación enemiga que
aportaba el uso del radar, el resultado fue favorable a los británicos.
Hitler se vio obligado a posponer indefinidamente la invasión de
Inglaterra; la guerra comenzaba a alargarse más de lo deseado.

Entretanto, deslumbrado por las grandes victorias obtenidas por el


Reich, Mussolini decidió finalmente que Italia entrara en la guerra en
apoyo de Alemania. El Duce esperaba con ello satisfacer sus ambiciones
territoriales en los Balcanes y el norte de África. En septiembre de 1940,
Italia atacó Grecia desde Albania, pero griegos y británicos lograron
rechazarles. Hitler, que ya pensaba en la invasión de la URSS, tuvo que
desviar parte de sus tropas y medios en ayuda de su desastroso aliado.
Con la colaboración de Rumanía, Hungría y Bulgaria, que se aliaron con
el Reich, los alemanes emprendieron en abril de 1941 una nueva
«guerra relámpago»: en apenas dos semanas ocuparon Yugoslavia y la
Grecia continental, forzando la rendición de los ejércitos de estos países
y la retirada de los británicos. En mayo de 1941, la arrolladora campaña
finalizó con la ocupación de Creta.
La «guerra total» (junio 1941 - junio 1943)

En 1941, la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a Pearl


Harbour precipitaron la globalización del conflicto. Alemania y la URSS
habían firmado un pacto de no agresión en cuyas cláusulas secretas se
reconocía a Finlandia, los países bálticos y Besarabia como áreas de
influencia soviética. Inmediatamente después de la ocupación de
Polonia, Stalin se había tomado la libertad de invadir por su cuenta las
repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) y de ocupar el sur de
Finlandia, de modo que la URSS había recuperado ya los territorios
perdidos en la Primera Guerra Mundial.

Estas apresuradas anexiones molestaron a Hitler. Pese a su visceral


anticomunismo, el Führer había buscado el pacto con la Unión Soviética
con la pragmática finalidad de no tener que luchar en dos frentes; pero
ahora las ambiciones de los rusos chocaban con el irrenunciable objetivo
de adjudicar a Alemania un «espacio vital», expandiéndose hacia el este.
Por esta razón, Hitler preparó concienzudamente la «Operación
Barbarroja» para conquistar la URSS y, más tarde, abatir el poderío
británico en Oriente Medio.

La campaña de Rusia comenzó el 22 de junio de 1941. El Estado Mayor


alemán organizó los ejércitos en tres cuerpos que fueron enviados hacia
el norte (Leningrado), hacia el centro (Moscú) y hacia el sur (Ucrania).
Los rusos firmaron un acuerdo con los británicos y al mismo tiempo
trasladaron su industria hacia el interior para que no cayera en manos
del Reich. Los generales alemanes habían proyectado una ofensiva en
diez semanas, pero, tras un impetuoso arranque que mejoraba incluso
su previsiones, el deficiente estado de las infraestructuras (en modo
alguno comparables a las de la Europa occidental) y el rechazo de la
población retrasaron el avance de sus divisiones, que no estuvieron en
disposición de atacar sus objetivos hasta finales de septiembre.
Con las primeras lluvias de octubre, las carreteras rusas, no
pavimentadas, se convirtieron en barrizales impracticables. En
noviembre, las temperaturas alcanzaron los 32 grados bajo cero,
reduciendo el material bélico a chatarra congelada y matando miles de
soldados. A principios de diciembre, el avance sobre Moscú quedó
definitivamente paralizado. Una vez más, la estepa rusa y el «general
Invierno» parecían haber derrotado al temerario occidental que osaba
aventurarse por sus inmensidades; lo mismo le había ocurrido, más de
cien años antes, a Napoleón. Sin embargo, pese a las múltiples
penalidades y a la imposibilidad de cavar trincheras en el suelo
congelado, las tropas alemanas resistieron los contraataques rusos y
mantuvieron sus posiciones.
Con la llegada de la primavera se reiniciaron las hostilidades. En el
frente sur, los alemanes se adentraron hasta el río Don, y en septiembre
de 1942 se encontraban a las puertas de Stalingrado. Entre finales de
1942 y principios de 1943, en el interior y los alrededores de esta ciudad
tendría lugar la más dura y decisiva de las batallas de la Segunda Guerra
Mundial. Las fuerzas soviéticas rodearon el ejército del mariscal alemán
Friedrich von Paulus, mientras el general ruso Zhúkov dirigía la defensa
de la ciudad. El 2 de febrero de 1943, von Paulus se vio obligado a
capitular; los rusos capturaron trescientos mil prisioneros. La batalla de
Stalingrado invirtió el curso de la guerra: a partir de ese momento, la
contraofensiva soviética obligaría a los alemanes a retroceder.
El segundo acontecimiento clave de la etapa 1941-1943 fue la entrada
de los Estados Unidos en la guerra a raíz del ataque japonés a Pearl
Harbour (7 de diciembre de 1941). Aunque ciertamente en un primer
momento quisieron mantenerse estrictamente neutrales, los americanos,
en realidad, habían ya comenzado a servir a los intereses de los aliados.
El apoyo norteamericano se hizo patente cuando, en marzo de 1941, el
presidente Franklin Delano Roosevelt obtuvo del Congreso la aprobación
de la ley de Préstamo y Arriendo, que permitió a los aliados surtirse de
todo tipo de materiales y armas sin tener que pagar en el momento de
la compra: se estaba ayudando con todos los medios económicos a la
lucha contra Alemania.

Como aliado de Alemania e Italia, países con los que había sellado el
Pacto Tripartito de 1940, Japón había comenzado a ocupar algunas
colonias británicas, francesas y holandesas del Asia Oriental con la
ayuda, en muchos casos, de los nacionalistas nativos. El expansionismo
del militarista Imperio japonés chocaba con los intereses de los
norteamericanos, que bloquearon las exportaciones de petróleo y acero
y congelaron los activos japoneses en el país, entre otras sanciones
económicas.
La intervención de Estados Unidos parecía inminente, pero Japón se
anticipó con un ataque por sorpresa cuyo objetivo era obtener una
inmediata superioridad naval: sin previa declaración de guerra, la
aviación nipona bombardeó y hundió la mayor parte de la flota
norteamericana fondeada en la base de Pearl Harbour, en las islas Hawai
(7 de diciembre de 1941). Estados Unidos declaró la guerra a Japón y,
poco después, a Italia y Alemania; la Segunda Guerra Mundial ingresaba
así definitivamente en su fase de universalización.

Durante los primeros meses de 1942, los japoneses, que anteriormente


habían suscrito un pacto de no agresión con Rusia, campearon sin
demasiadas dificultades por el sudeste asiático, ocupando Singapur,
Indonesia, las islas Salomón, Birmania y Filipinas. Pero el 4 de junio de
1942, sus progresos quedaron bruscamente frenados en el más decisivo
de los combates navales de la Segunda Guerra Mundial: la batalla de
Midway, un archipiélago situado 1.800 kilómetros al oeste de las islas
Hawai en torno al que se enfrentaron las armadas enemigas. Japón vio
hundirse sus cuatro portaaviones, unidades que se habían revelado
esenciales para la supremacía en la moderna guerra marítima, y ya
nunca podría resarcirse de su pérdida; los astilleros estadounidenses
botaron nuevos buques de guerra a toda máquina, y en adelante los
norteamericanos sólo tendrían que imponer su superioridad naval y
aérea, a la que los nipones opusieron una fanática resistencia.

El norte de África también fue escenario de combates. Desde Gibraltar


hasta Alejandría, la armada británica dominaba el Mediterráneo, pero
existía un punto de gran importancia estratégica que podía inclinar la
balanza del lado alemán: el canal de Suez. Controlado por los ingleses,
este paso permitía la comunicación entre las colonias africanas y
asiáticas del Imperio británico y la metrópoli; su pérdida pondría en
graves aprietos a Inglaterra. En septiembre de 1940, Mussolini había
fracasado en su intento de atacar Egipto desde la vecina Libia, entonces
colonia italiana. En febrero de 1941, Hitler envió en su apoyo el Afrika
Korps del general Erwin Rommel, cuya pericia táctica le valdría el
sobrenombre de «el zorro del desierto». En su avance hacia el este,
Rommel obtuvo sucesivas victorias, pero llegó desgastado a la ciudad
egipcia de El Alamein (julio de 1942), donde, falto de tanques y
combustible, acabaría siendo derrotado por el VIII Ejército del general
británico Bernard Montgomery. Cortado definitivamente el acceso al
canal de Suez, el frente africano perdió relevancia para los alemanes.
La derrota del Eje (julio 1943-1945)

La universalización de la Segunda Guerra Mundial decantó el conflicto;


con la incorporación al bando aliado del poderío militar e industrial de la
Unión Soviética y Estados Unidos, las potencias del Eje perdieron todas
sus opciones. De hecho, ya en la etapa anterior se habían registrado
combates decisivos que señalaban la inversión en el equilibrio de
fuerzas: desde las batallas de Midway (junio de 1942) y Stalingrado
(febrero de 1943), japoneses y alemanes se veían obligados a
retroceder ante la contraofensiva de los americanos y los rusos. A estos
avances se añadió, en la fase final de la guerra, la apertura de dos
nuevos frentes: el de Italia (iniciado con el desembarco aliado en Sicilia)
y el de Francia (tras el desembarco de Normandía), cuyo resultado sería,
tras padecer un acoso en todas direcciones, la caída del Reich.

El desembarco aliado en Sicilia, iniciado el 10 de julio de 1943, tenía


como objetivo apoderarse de la isla y utilizarla como base para la
invasión de Italia. Aun antes de haber sido completada, la ofensiva sobre
Sicilia tuvo un impacto psicológico inesperado en la clase política: el 25
de julio, el Gran Consejo Fascista destituyó a Mussolini, que fue
encarcelado; el monarca italiano Víctor Manuel III encargó la formación
de un nuevo gobierno al general Pietro Badoglio, que firmó un armisticio
con los aliados el 3 de septiembre, fecha en que las tropas aliadas
desembarcaron sin oposición en la península Itálica.

Los alemanes supieron reaccionar rápidamente: invadieron el norte de


Italia, liberaron a Mussolini en una arriesgada operación (12 de
septiembre de 1943) y lo pusieron al frente de un gobierno fascista, la
República de Salò, así llamada por el nombre de la ciudad italiana en
que tenía su sede. Pese al apoyo del gobierno y la población, los aliados
no pudieron avanzar por esa Italia partida en dos; el frente se estabilizó
a unos cien kilómetros al sur de Roma. Una importante ofensiva
permitiría tomar la capital en junio de 1944, pero desde entonces las
prioridades fueron liberar Francia y caer rápidamente sobre Berlín. Ya en
1945, ante el ataque final de los aliados, Mussolini intentó huir a Suiza,
pero fue descubierto y fusilado por miembros de la resistencia.

El desembarco de Normandía (6 de junio de 1944) es sin duda la acción


más recordada de la Segunda Guerra Mundial. La apertura de un frente
occidental tenía un alto valor estratégico por cuanto obligaba a Alemania
a dividir sus fuerzas para combatir entre dos frentes. Protegidas por un
intenso bombardeo aéreo y naval, las divisiones aliadas desembarcaron
en las playas de esta región del noroeste de Francia. Tras duros
combates, se logró afianzar la cabeza de puente; el 1 de agosto, fecha
en que finaliza el célebre Diario de Ana Frank, el frente alemán se hundió;
el 25 de agosto, París era liberada. Simultáneamente, el ejército
soviético emprendió en junio de 1944 una gran ofensiva que liberó
Polonia, Rumanía y Bulgaria.
Todo estaba perdido, pero Hitler, depositando todavía sus esperanzas en
las potentes armas secretas que desarrollaban los ingenieros del Reich,
arrastró a Alemania a una desesperada resistencia. A principios de 1945,
un último contraataque alemán en las Ardenas fue abortado; a partir de
ese momento, la guerra se convirtió en una carrera en que los generales
rusos y occidentales se disputaron el honor de llegar los primeros a
Berlín, trofeo que se llevaron los soviéticos (2 de mayo de 1945). Dos
días antes, el Führer se había suicidado en su búnker.

En el Pacífico, desde la derrota de Midway, Japón apenas si había


logrado más que ralentizar su retirada resistiendo tenazmente las
acometidas de los estadounidenses, que diezmaron la armada nipona y
reocuparon numerosos territorios. En verano de 1945, pese a la
capitulación de Alemania, el Imperio japonés seguía decidido a resistir a
toda costa. Debido a las inmensas distancias y a la singular geografía del
escenario bélico, que obligaba a luchar de isla en isla, la Guerra del
Pacífico se preveía sumamente costosa en recursos humanos y
materiales. Ante esta perspectiva, Harry S. Truman, nuevo presidente
norteamericano tras la súbita muerte de Roosevelt, optó por emplear
una nueva arma: la bomba atómica. El 6 y 9 de agosto de 1945, las
ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas por
sendas explosiones nucleares. El 2 de septiembre de 1945, Japón
firmaba la rendición incondicional. La Segunda Guerra Mundial había
terminado.
Consecuencias de la Segunda Guerra Mundial

Las principales consecuencias históricas de la Segunda Guerra Mundial


fueron el establecimiento de un orden bipolar liderado por las dos
superpotencias ideológicamente antagónicas que salieron reforzadas del
conflicto (la Norteamérica capitalista y la URSS comunista) y la pérdida
definitiva de la hegemonía mundial que Europa había ostentado desde
finales de la Edad Media, reflejada en el proceso de descolonización que
desmanteló los antiguos imperios coloniales europeos.

La aparente sintonía mostrada por el dirigente soviético Iósif Stalin, el


presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt y el primer ministro
británico Winston Churchill en la Conferencia de Yalta (febrero de 1945),
cuando la Segunda Guerra Mundial no había llegado aún a su previsible
desenlace, dio paso a las primeras fricciones en la Conferencia de
Potsdam (julio-agosto de 1945). Pese a ello, y reconociendo la
importancia de la contribución soviética al esfuerzo bélico, Estados
Unidos e Inglaterra acordaron con Stalin la división de Alemania y
validaron la anexión de las repúblicas bálticas y parte de Polonia al
territorio ruso.
Desde 1941, sin embargo, todo el mundo sabía que la incorporación de
la Unión Soviética al bando aliado, forzada por la fallida invasión de
Hitler, era una alianza contra natura que el final de la guerra se
encargaría de deshacer. Con su poderoso ejército desplegado en la
Europa oriental, Stalin subscribió en Yalta la propuesta de celebrar
elecciones libres en los países ocupados, y, acabada la guerra,
quebrantó el acuerdo favoreciendo la implantación de regímenes
comunistas dependientes de Moscú. De este modo, casi todos los países
del este de Europa (incluida la Alemania oriental, en la que se estableció
la República Democrática Alemana) quedaron bajo la órbita soviética. Se
iniciaba con ello la «Guerra Fría».

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