Weber. Las Ciencias Sociales Ante La Modernidad

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La primera aproximación a la figura y la obra de Max Weber (1864-1920) no

puede realizarse sin antes atender al debate que siempre ha rodeado la


biografía de este autor: ¿Quién es Max Weber? Se le considera un jurista, un
teórico, un historiador, un economista, un filósofo, un politólogo y un
sociólogo, así como un estudioso de la racionalización capitalista de la
sociedad industrial alemana de principios del siglo XX. Tanto la extensión
temática como la profundidad analítica de su obra lo avalan como una de las
personalidades más influyentes del pensamiento contemporáneo. Este libro
sigue las investigaciones y reflexiones a través de las cuales Weber fue
capaz de captar los rasgos y las complejidades del mundo moderno con la
ayuda de las ciencias sociales.

Manuel Cruz (Director de la colección)

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Erica Grossi

Weber
Las ciencias sociales ante la modernidad
Descubrir la Filosofía - 48

ePub r1.1
Titivillus 21.06.2018

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Título original: Le scienze sociali di fronte alla modernità
Erica Grossi, 2015
Traducción: Juan Carlos Postigo Ríos
Ilustración de cubierta: Nacho García
Diseño de cubierta: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Diseño y maquetación: Kira Riera

Editor digital: Titivillus


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Max Weber, un buen padre para todas las
ciencias sociales
La primera aproximación de todo lector a la obra de Max Weber no puede llevarse a
cabo «de forma pacífica», pasando tan solo por una de las puertas de acceso a las
ciencias humanas elaboradas en el siglo XX. Por la misma razón, ante el objetivo de
introducir la figura y el perfil de este estudioso del mundo moderno hay que hacer
frente a la extensa lista de definiciones que se le han atribuido, unas más acertadas
que otras.

Si bien el verdadero interés de esta breve guía para el mundo de Weber reside en
el volumen de sus obras y en la originalidad de su contribución científica, para
escribir sobre todo ello es indispensable comenzar por el desarrollo de la crítica que a
lo largo del siglo XX intentó responder a la vieja pregunta: ¿quién es Max Weber?

Si se lee deprisa incluso la más generalista de las biografías sobre la literatura


crítica, las respuestas a esta pregunta se suceden en gran número y variedad. Max
Weber es, en este orden, jurista, metodólogo, historiador, economista e historiador de
la economía; un «político científico filósofo»[1], sin duda un sociólogo, pero también
administrador y teórico de la racionalización capitalista de la sociedad industrial
alemana de principios del siglo pasado. Weber, de hecho, a lo largo de su vida de
estudioso y de crítico de la sociedad de su época, supo mantener al mismo tiempo el
papel que cada una de estas definiciones le atribuye. Antes de repasar los aspectos
críticos de su trabajo y las páginas más importantes de su obra científica, antes
incluso de entrar en el mérito teórico de las definiciones concretas, sirve de ayuda,
para comprender las razones de esta consideración, volver sobre el recorrido temático
más comúnmente utilizado para reunir la cantidad de escritos, ensayos y reflexiones
que Weber dedicó a las ciencias sociales durante toda su vida.

Los estudios propiamente históricos; Sobre las sociedades comerciales en la


Edad Media (1889); La historia agraria romana y su significado para el
derecho público y privado (1891); La situación de los trabajadores agrícolas en
la Alemania del Este del Elba (1892); Las relaciones agrarias en la antigüedad
(1909).
Los estudios de metodología de las ciencias histórico-sociales relativos a las
condiciones de elección y los caracteres de estudio del objeto analizado :
Roscher y Knies y los problemas lógicos de la escuela histórica de economía
política (1903); La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la
política social (1904); Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la

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cultura (1906); Sobre algunas categorías de la sociología comprensiva (1913);
El sentido de la «neutralidad valorativa» de las ciencias sociológicas y
económicas (1917).
Los estudios de sociología de las religiones en los que elabora el análisis
comparado de las religiones basándolo en la reciprocidad de las condiciones
económicas y sociales y, de hecho, de las creencias religiosas: La ética
protestante y el espíritu del capitalismo (1906); Sociología de la religión
(póstumo, 1920-1921).
Los estudios de sociología general, reunidos en la summa póstuma Economía y
sociedad (1922).
Los estudios sobre el papel de la ciencia y de la política en la realidad
contingente, de donde surgen con mayor claridad las tensiones entre la
experiencia personal y la «vocación» profesional del científico Weber frente a
los desafíos de la modernidad: La ciencia como profesión (1919): La política
como profesión (1919).

Max We​ber en una fo​to​gra​fía de 1911.

Tanto la extensión temática como la profundidad analítica de toda la obra de


Weber demuestran por qué fue considerado desde su prematura muerte una de las
personalidades más influyentes del pensamiento contemporáneo y uno de los

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estudiosos que, a las puertas del siglo XX, mejor supo captar los rasgos y la
complejidad del mundo moderno a través de los instrumentos «comprensivos» de las
ciencias histórico-sociales de la cultura.

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Una vida para la «ciencia como profesión»
Para repasar la vida de Max Weber, resulta natural aplicar su misma metodología de
investigación, como sugiere gran parte de la crítica y de la literatura secundaria. Así
pues, pasamos del objeto al contexto donde se encuentra, atravesando la complicada
red de costumbres sociales, creencias y usos económicos que interactúan en ese
contexto. Entre estos y el objeto-Max Weber no existen relaciones unilaterales ni
pautas unidireccionales, sino que más bien están en estrecha y heterogénea relación
de causalidad, tal y como se presentan en la complejidad de lo real.

Max Weber es, en este sentido, un hombre de su tiempo: un alemán de la


burguesía privilegiada surgida a finales del siglo XIX bismarckiano y que vive la
efervescencia de la realidad histórica de principios del siglo XX, perfectamente
consciente de los procesos de modernización y de las grandes transformaciones
culturales y sociales que los acontecimientos históricos mundiales están preparando
en la transición entre estos dos siglos.

Nació en Érfurt, Turingia, el 21 de abril de 1864, en el seno de una familia


burguesa nacional-liberal profundamente culta, y fue el primero de siete hijos. Max
Weber comenzó enseguida un camino educativo bastante clásico para el contexto
social al que pertenecía. El joven Weber no tardó en demostrar su naturaleza de
estudioso y de crítico de la historia social y económica; desde los trece años[2], la
oportunidad de entrar en contacto directo con pensadores, eruditos y figuras políticas
que visitan la casa de sus padres refuerza esta tendencia a una precoz yuxtaposición
entre biografía e investigación. Bajo la permanente égida educativa de su padre
jurista, se matricula en 1882 en la facultad de Jurisprudencia de Heidelberg, aunque
al mismo tiempo empieza a cultivar su gran interés en distintas disciplinas: historia,
economía, filosofía y teología. En un principio, el contacto en el hogar paterno con la
cultura histórica liberal alemana y con sus mejores exponentes y maestros de la
adolescencia, como Wilhelm Dilthey, Heinrich von Treitschke y Theodor Mommsen,
y más tarde, las clases universitarias de Immanuel Bekker, Karl Knies y Kuno
Fischer, pero también de Otto Brunner y Levin Goldschmidt entre 1882 y 1889 (año
en que se licencia), amplían la perspectiva meramente jurídica de los estudios de
Weber, que, al mismo tiempo, empieza a aprender inglés, francés, italiano, español y,
por último, ruso —para acceder a la literatura científica directamente desde las obras
originales—. Sin embargo, no esquiva ni la tradición corporativa estudiantil basada
en ceremonias y duelos goliardescos, ni la llamada militar que atiende en 1883 en
Estrasburgo como soldado raso y luego como oficial del ejército imperial, cargo que
entre 1887 y 1888 lo llevará a participar en las maniobras militares de campo en
Alsacia y Prusia oriental. De vuelta en Berlín en 1884, retoma sus estudios de

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derecho, y en 1889 obtiene el doctorado con su tesis Sobre las sociedades
comerciales en la Edad Media.

El año 1890 es muy importante en la carrera de Weber. Influenciado desde edad


muy temprana por la orientación política de su padre, diputado nacional-liberal, y por
el «espíritu religioso» cristiano-evangélico de su madre, Weber se aproxima al partido
liberal-conservador y participa directamente en la vida del movimiento cristiano-
social a través del trabajo de la Verein für Sozialpolitik, la «Asociación de Política
Social», como también en las investigaciones sociales y en las publicaciones
científicas propuestas por la revista de propaganda Die christliche Welt[3].

Por tanto, el debate entre Weber y su tiempo es, desde el primer momento,
intenso, lo que le empuja a un conflicto permanente con los personajes políticos de su
entorno y de la clase social de la que procede; pero, sobre todo, lo lleva a cuestionar
tanto el dogmatismo cultural del capitalismo monopolista vigente por entonces en la
Alemania liberal como el del historicismo ideológico de la socialdemocracia que se le
opone. Es la época de las primeras «pruebas sobre el terreno» en las que aplica las
teorías de las ciencias sociales que aprendió a lo largo de su formación. A partir de
estas indagaciones experimentales, elabora las tesis que le procurarán la acreditación
universitaria y un puesto como docente de derecho en Berlín: La historia agraria
romana y su significado para el derecho público y privado (1891) y La situación de
los trabajadores agrícolas en la Alemania del Este del Elba. En estas investigaciones
y estudios, el análisis científico se inspira en el método de las ciencias naturales y se
vinculan las líneas teóricas de los maestros más importantes en su educación: el
historiador, jurista y premio Nobel por el estudio de la historia romana, Theodor
Mommsen, y Leopold von Ranke, padre de la Weltgeschichte, la investigación
histórica de carácter universal. En concreto, Weber aplica ambas teorías a la realidad
histórico-social de dos contextos determinados de desarrollo agrario, analizados
desde el punto de vista de las conexiones causales entre los aspectos jurídico-
institucionales y los aspectos socioeconómicos.

Si los estudios sobre el comercio medieval y el desarrollo agrario romano


demuestran la eficacia del método experimental en las ciencias histórico-sociales, la
investigación de primera mano sobre los problemas socioeconómicos de los
campesinos de la Alemania oriental sugiere un recorrido metodológico que, por
medio de los resultados de la investigación científica pura, sirva de guía a la
administración política del Estado. Es, de hecho, la primera vez que, de manera
explícita, ciencia y política, investigación y «vida», entran en contacto directo.
Durante estos años de trabajo agotador, Weber ejerce como profesor universitario a
tiempo completo, consejero de organismos gubernamentales que lidian con las
transformaciones económicas de la modernización industrial y, evidentemente,
investigador-filósofo y sociólogo de la realidad.

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Derecho positivo e intervención del Estado, las teorías del
«socialismo de cátedra»

Tradicionalmente, el origen de esta corriente del socialismo teórico


alemán tardo-decimonónico se le atribuye a la figura del historiador y
economista Gustav von Schmoller, uno de los fundadores de la Verein für
Sozialpolitik. En oposición a las teorías económicas de la época, su idea
de economía no solo prevé y asume como legítima la intervención del
Estado en los asuntos económicos y sociales de los individuos, sino que,
lo que es más importante, considera los aspectos económicos como
directamente interrelacionados e influidos de forma recíproca por los
factores psicológicos, sociológicos e históricos propios del flujo normal de
la vida del Estado. La convicción de que la economía y el derecho
positivo están estrechamente vinculados y, en especial, la legitimación de
la intervención del Estado en la distribución de la riqueza nacional
sirvieron para conferirle al grupo de Schmoller el apelativo de
«socialismo de cátedra».

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El «discurso inaugural» sobre el método y las causas de
la crisis de la modernidad

A partir de 1892 y durante toda su carrera como profesor de economía política en la


Universidad de Friburgo (1893-1895), y después en la de Heidelberg (18%), Weber
da una serie de importantes charlas y conferencias inaugurales que constituyen un
significativo hilo conductor del proceso iniciado con las investigaciones históricas del
primer período, pero en constante elaboración aún en los años en que enseñó.

Se trata, en realidad, de un proceso de doble naturaleza: científica y personal. Por


un lado, persigue la concepción de una metodología de investigación refrendada y,
por otro, va definiendo la posición política que asume con respecto a las estrategias
de gestión del Estado nacional alemán. Estos frentes de posicionamiento lo enemistan
con algunos grupos de las instituciones de gobierno y lo colocan en conflicto directo
con las teorías socioeconómicas más importantes de su tiempo. Hablamos de las
posturas naturalistas del positivismo científico y las especulaciones de la escuela
histórica del «socialismo de cátedra», del que forma parte el mismo equipo de
eruditos y colegas miembros de la Asociación de Política Social. El discurso —en
parte metodológico y en parte como crítica político-económica— más importante y
controvertido de este período se titula El Estado nacional y la política económica
(1895). La relevancia de esta conferencia reside en el hecho de que aquí la reflexión
sobre el método de las ciencias sociales afecta a la realidad política contingente, a lo
moderno, explicitando la crítica directa de Weber a las lógicas generales de
transformación progresiva de las relaciones económicas y sociales de la ideología
capitalista-monopolista. Por primera vez, partiendo de las reflexiones sobre la
Alemania posbismarckiana de finales del siglo XIX, Weber especifica el carácter
político de las causas económicas de cambio y, por consiguiente, las interconexiones
sobre el plano metodológico entre la ciencia económica y la política, aunque todavía
se consideren servidoras la una de la otra.

El análisis histórico-social de la situación económica e industrial alemana y del


carácter capitalista del sistema industrial masificado obliga a Weber a reconsiderar su
propia posición como científico y miembro inmerso en la burguesía y las
instituciones liberal-conservadoras, incapaces, a su juicio, de gestionar con espíritu
crítico la transformación en curso. Es en este momento, de hecho, cuando la continua
pregunta weberiana sobre la efectiva viabilidad del «trabajo intelectual» para la
acción política y social —la que nunca quedará resuelta, ni siquiera en sus reflexiones
más maduras en La ciencia como profesión (1919) o La política como profesión
(1919)— invierte en gran medida el plano moral y personal de este investigador en la
antesala de la modernidad. Con su fe incondicional en la ciencia y en la técnica, lo

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moderno se presenta a ojos del intelectual Weber como el ámbito de estudio más
engañoso de los que ha conocido hasta el momento. En efecto, los síntomas de la
interconexión causal entre los diferentes factores de la misma crisis social, económica
y cultural son aquí mayores y más patentes, así como más directamente
experimentables. En este ámbito, el científico Weber reconoce las heridas, las
tensiones y las incoherencias que ha producido el positivismo científico con su
dogmatismo en la realidad viva y palpitante de la época. Al igual que las nuevas
creencias y órdenes de valores reemplazaron las creencias mágico-rituales cuando se
fundaron las religiones universales —cristianismo, hinduismo, islam, budismo, etc.
—, así, a caballo entre los siglos XIX y XX, el saber positivo va poco a poco tomando
el lugar de la divinidad, radicalizando los valores de la técnica y de la ciencia. La
ciencia que, sustituyendo a los dioses y a los profetas en el mundo moderno
secularizado, se ha impuesto como nuevo credo y, sin embargo, no se encuentra en
condiciones de dar respuesta a las preguntas existenciales que aún pueblan la historia.
Como un nuevo Olimpo de valores técnico-económicos, lo que declara el positivismo
moderno es un universo expuesto en todo momento a las luchas intestinas por la
afirmación de un valor sobre los demás, cuyas consecuencias se materializan en las
antinomias ideológicas y en las formas de conflicto social y militar: un mundo
desencantado.

Si Weber no puede ser considerado, a todos los efectos, el padre de la sociología


moderna —ya auspiciada por nombres ilustres como Montesquieu, Auguste Comte y,
a caballo entre los dos siglos, habitada por la sombra constante de Karl Marx—,
seguramente puede, o mejor dicho, debe ser con toda la razón inscrito en el círculo de
los estudiosos que consideran la realidad en la que viven como objeto empírico de la
investigación histórico-social. Partiendo de esta premisa, generan la necesidad de dar
una base objetiva a las mismas disciplinas histórico-sociales en tanto que
investigaciones analíticas puras y empíricas al igual que se aplica en las ciencias
naturales, de las que adoptan el método, reproducido desde la fase reciente de su
renovación. Al igual que todos estos «científicos de la cultura», Weber teoriza y
experimenta, en el transcurso de su formación a finales del siglo XIX, la voluntad de
ajustarse al modelo de la observación y de la experimentación usado en las ciencias
de la naturaleza, manteniendo al mismo tiempo una relación muy firme con los
presupuestos teóricos de las doctrinas histórico-sociales y sus fundamentos orientados
a comprender los aspectos culturales de la realidad por cómo se presenta. Esta tensión
constante entre el método de las ciencias sociales y la relación intelectual y personal
con la realidad que lo rodea, su capacidad sismográfica de reconocer las señales de la
crisis inminente de la modernidad, el conflicto académico con sus compañeros «de
cátedra» y también el conflicto político son las causas colaterales de la crisis nerviosa
que aleja a Weber de sus estudios entre 1897 y 1902. En estos años, antes de volver a
la enseñanza en Heidelberg, abandona la investigación y el «trabajo intelectual» para

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dedicarse a viajar por Europa junto a su mujer Marianne Schnitger (1870-1954), con
quien se casó en 1893, compañera devota y notable estudiosa, además de fiel
divulgadora de la obra póstuma de su marido.

En cierto sentido, esta etapa de crisis personal, intelectual y científica que lo


distancia de la participación directa en la vida política de su país —se ve obligado a
rechazar la candidatura al Reichstag alemán como representante de la región de Saar
— es el momento de confirmar los miedos del Weber hombre y las contradicciones
del Weber intelectual. Por un lado, la vocación conflictiva con la ciencia y con la
política, y por otro, las crisis europeas y mundiales que estallan a principios del
nuevo siglo vibran en la conciencia weberiana como señales inequívocas
premonitorias de un terremoto histórico.

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Weber, un sismógrafo de la crisis de la modernidad

«Soy miembro de la clase burguesa, me siento parte de ella y me han


educado según su visión del mundo y sus ideales»: así se presenta
Weber en un fragmento del «discurso inaugural» de Friburgo de 1895.
Estas palabras, tan repetidamente destacadas por estudiosos y críticos
del pensador alemán[4], sugieren la adhesión de Weber a la vocación
profesional, ética y política del sistema de valores de la Alemania liberal-
conservadora, religiosa y burguesa de finales del XIX.
La presencia embarazosa de su padre, Max, jurista y miembro
nacional-liberal del Parlamento alemán, las actividades sociales de la
madre, Helene, profundamente culta y religiosa, forman la consciencia de
Weber desde su infancia para experimentar en la realidad cotidiana las
manifestaciones sociales y culturales de la humanidad de su época. Su
educación primaria, unida a su formación académica y a las visitas de
estudiosos y políticos en la casa paterna deja en él la impronta de los
valores de aquella Weltanschauung[5]. Pero, en general, si se analizan
desde el punto de vista de la doctrina de las ciencias sociales que Weber
construirá a lo largo de sus estudios, todos estos factores contribuyen
también a conformarlo con los intereses y preguntas que hacen de él un
observador crítico con las contradicciones emergentes de esa visión del
mundo.
Él mismo se describe —y lo describen en varias biografías— como un
espíritu irresistiblemente volcado a la que desde su adolescencia se
manifiesta como una vocación por la investigación histórica y social, por
la comprensión de la realidad cultural y la acción política como
instrumento de mejora de lo establecido. La crisis personal e intelectual
no solo demuestra la coincidencia entre biografía intelectual y orientación
de la existencia en Weber, sino que pone de relieve el carácter
existencialista propio de la Weltanschauung weberiana, transformada
con los años, y gracias a las conquistas de la investigación y de la
dedicación intelectual, en el tejido vivo de la sociedad alemana en estado
de agitación y en el contexto de la política internacional.
A caballo entre un siglo y otro, estos dos terrenos se enfrentan a
fenómenos accidentales, acontecimientos y dinámicas ambiguas y a
menudo en oposición. Los contrastes sociales y económicos se hacen
más evidentes, las antinomias entre diferentes sistemas de valores
suscitan choques y transformaciones políticas que el hombre y el
estudioso Weber interpreta como señales superficiales del terremoto de
la época que se está preparando en lo más profundo de su tiempo. En

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este sentido, como sucede con otras figuras clave del pensamiento y de
la filosofía modernos igualmente sensibles a las señales subterráneas e
invisibles de las crisis en curso —de Friedrlch Nietzsche a Jacob
Burckhardt, hasta Aby Warburg—, también Weber puede asociarse con
la definición de «sismógrafo» de las transformaciones violentas de la
modernidad. En su posición de observadores y eruditos coherentes con
los movimientos histórico-sociales y culturales del tiempo presente, es
decir, todos expuestos a las variaciones del equilibrio entre las diferentes
secciones del terreno cultural en el que se apoyan, perciben antes y con
mayor intensidad las señales de lo que empieza a moverse bajo la
superficie. La definición de «sismógrafo» aplicada a estos estudiosos
trata, por tanto, de describir una condición epistemológica y biográfica
por la que el propio cuerpo del observador se vuelve instrumento de
reverberación de las crecientes sacudidas de un terremoto histórico[6].
En las conciencias de estos lúcidos observadores-visionarios, dichas
vibraciones que se van aproximando a la superficie de lo real se
manifiestan bajo la forma de verdaderas crisis nerviosas, neurosis que
marcan su existencia de la misma manera que la punta de los
sismógrafos dibuja sobre el papel la marca gráfica irrefutable de la
catástrofe ya en marcha Existencialista y defensor del uso de la
imaginación en el método de las ciencias histérico-sociales, pues, Max
Weber también se ajusta a esta definición, que se manifestará en la crisis
nerviosa que sufre en el otoño de 1897. Solo un año antes se había
trasladado a la Universidad de Heidelberg, pero la enfermedad lo obliga
a suspender el trabajo académico. Hasta aproximadamente 1901 padece
un estado agudo de agotamiento que lo obliga a permanecer sentado
durante días enteros con la mirada fija en el vacío a través de la ventana
de casa
Al igual que los demás pensadores y, en particular, paralelamente al
ilustre estudioso alemán y contemporáneo suyo Aby Warburg
(18661929), aun viviendo en la época aparentemente pacífica y
prometedora de la Alemania imperial e industrial de finales del siglo XIX,
Weber se ve arrollado por la perturbación de la angustia y de las
tensiones que suscita el avance a un ritmo incontrolado de la modernidad
sobre la falla geológica del siglo XX europeo. En estas pocas conciencias
aisladas ya se siente la crisis existencial de la condición histórica
moderna; el «malestar en la cultura» que en Freud se convierte en
enfermedad del siglo XX[7].
Estas dos características —la reacción a los deslizamientos de la
época y el interés por las condiciones existenciales de la humanidad en
su «ser en el mundo»— hacen de Weber uno de los «sismógrafos» más

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lúcidos de la crisis, incluso de la crisis científica, y, por consiguiente, uno
de los partidarios más convencidos de las investigaciones lógicas
aplicadas a las ciencias humanas y sociales de la cultura (las
Kulturwissenschaften).
La neurosis de Weber, a caballo entre los dos siglos, al igual que la
de Warburg cuando estalló la primera guerra mundial, es la propagación
en su conciencia crítica de las violentas transformaciones que la
radicalización de la modernización social dicta a cada aspecto de la
realidad.
La lógica analítica y la experimentación empírica, aplicada a
determinados aspectos de la vida en su significado cultural específico,
revelan en Weber y Warburg una fuerte afinidad intelectual con la
fenomenología de Edmund Husserl (1859-1938). Weber escribe:
La premisa trascendental de toda ciencia de la cultura no consiste en que encontremos plena
de valor una determinada «cultura», o cualquier cultura en general, sino en que somos
hombres de cultura, dotados de la capacidad y la voluntad de tomar conscientemente posición
ante el mundo y de conferirle sentido[8].
A la vanguardia desde el principio en lo tocante a la reconstrucción de
la Europa de posguerra, trabaja sin tregua en la redefinición de Alemania
y de la asamblea europea de Estados nacionales en la permanente
«ebullición de contrastes, no solo económicos o de clase, sino de
temperamento y de ideas […]».
Como se manifestaron a nivel psíquico personal, un nihilismo
subterráneo y una conciencia trágica del peligro para la historia de la
humanidad y del Occidente moderno vibran en la superficie de su
compromiso intelectual en los años de la consulta para la firma del
armisticio de Versalles (1919), sin que ninguna resolución logre
reconfortarlo. Acostumbrado a la manifestación de la neurosis cultural
moderna, «prevé, de hecho, resueltos los contrastes económicos, otros
conflictos de poder y de prerrogativas» como intrínseco «destino de la
razón»[9].

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Sociología, historia, economía. Las ciencias
«comprensivas» de la realidad

El regreso de sus viajes por Suiza e Italia y la vuelta también a la enseñanza e


investigación coinciden con el cambio de siglo y con el inicio de una nueva
experiencia editorial colectiva, la que Weber emprende con sus amigos Edgar Jaffé y
Werner Sombart en la revista Archivo para ciencias sociales y política social,
fundada en 1903. Por el nombre y la naturaleza de las contribuciones de Weber, la
revista muestra una tendencia más explícita con la interacción entre los términos del
estudio histórico-social y las consiguientes aplicaciones de sus resultados a la
realidad política.

Como se ha dicho antes, el perfil de estudioso interdisciplinario de Weber no


permite hacer un análisis exclusivamente cronológico de las fases de investigación y
producción científica —en cierta manera, un «período histórico» al que sucede un
«período económico» y luego un «período sociológico», como las etapas «azul» o
«rosa» de Picasso—. Sin embargo, es cierto que entre la vuelta a la actividad y la
publicación de la célebre La ética protestante y espíritu del capitalismo (1904-1905),
se concentra con mayor ahínco en la teorización sistemática de la «doctrina de la
ciencia» y en su aplicación «objetiva» como disciplina «que comprende» los sistemas
culturales y sociales activos en la realidad (La «objetividad» del conocimiento en la
ciencia social y en la política social, 1904). La «doctrina de la ciencia», por tanto, se
va sistematizando en Weber con la relación particular entre factores culturales
específicamente religiosos y económicos y su trato «causal» con los procesos
históricos y las dinámicas sociales constitutivas de la realidad del mundo moderno, en
especial el occidental.

El primer ámbito de interés es, naturalmente, la sociedad alemana, de mayoría


burguesa y capitalista, a la que, como ya hemos visto, pertenece nuestro autor;
también la conoce a fondo mejor que cualquier otra, pero, por otra parte, aunque vive
en su seno con plena convicción, sigue observando de manera crítica sus procesos de
transformación. Remontándose histórica y culturalmente a los factores religiosos, es
decir, éticos, económicos y culturales sobre los que se fundamenta la sociedad
capitalista alemana de su tiempo, Weber llega a comprender sociológicamente qué
proceso condujo a la hegemonía dominante del trabajo industrial, a la posterior
optimización de la productividad y a la radicalización del fenómeno de
burocratización de la sociedad y de la política. El trabajo, dominado por la empresa y
la industria, parece haberse convertido en la versión inherente, terrenal, mundana,
secularizada al máximo nivel, de la vocación ascética trascendente propia de la

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primera formación social de carácter económico de la historia moderna de Alemania:
la que nace con la Reforma protestante.

En esta fase en que se debaten las diferentes teorías económicas, sociológicas e


históricas presentes en la discusión sobre las revistas científicas, Weber procede a la
teorización sistemática del «condicionamiento recíproco» entre acontecimientos
económicos y extraeconómicos, en especial entre los primeros y las creencias
religiosas. En 1904, un viaje a Estados Unidos con Ernst Troeltsch, con motivo del
Congreso de las Artes y las Ciencias de Saint Louis al que lo invita el filósofo Hugo
Münstenberger, le ayuda a concebir la definición más conseguida de su teoría. Weber
presenta un informe con el revelado título de Problemas agrarios alemanes en el
pasado y el presente: una suerte de reflexión esquemática de los primeros estudios
preparatorios sobre la historia agraria alemana y las reflexiones sociológicas más
maduras sobre la situación socioeconómica en la Alemania actual. En el congreso,
Weber tiene también la posibilidad de profundizar en sus estudios sobre ética
protestante y sobre las interconexiones con la mentalidad económica occidental
moderna. Para las investigaciones realizadas hasta entonces sirven de gran apoyo
empírico la experiencia y el estudio de las comunidades anabaptistas y puritanas
estadounidenses. En estas, las diversas creencias religiosas parecen guiar la ética
económica local hacia formas específicas de capitalismo industrial (Las sectas
protestantes y el espíritu del capitalismo, 1906). Los contextos históricos más
extremos parecerían, de hecho, los terrenos de experimentación teórica más
productivos y convincentes, ya que son capaces de mostrar las caracterizaciones
actuales de los modelos teóricos de referencia, es decir, los que Weber denomina
«tipos ideales». Entre estos contextos extremos, la situación de Rusia en 1905,
devastada por la revolución popular contra las políticas del régimen zarista,
representa el campo de estudio apropiado para señalar algunos «equívocos» teóricos
que Weber le atribuye a la teoría económica de su «rival» Karl Marx. Weber, que ya
sabe manejarse en las fuentes rusas, aplica el nuevo enfoque analítico también al
imperio zarista, reino extenso con un poder absoluto, políticamente anacrónico por
sus dimensiones y por sus condiciones socioeconómicas, es decir, en el extremo
opuesto del «tipo» de capitalismo industrial moderno empíricamente construido en
La ética protestante. Basándose en esta «tipificación» teórica, Weber se opone a las
posturas económicas de Marx y del materialismo que subordinan los fenómenos
sociales a la univocidad determinante del factor económico y que, además, parecen
ignorar el papel estructural de la industria. Defensor de la especificidad necesaria de
una economía industrial para el desarrollo de una sociedad capitalista que cumpla con
el modelo teórico, Weber comprueba en La situación de la democracia burguesa en
Rusia y la transición de Rusia a un constitucionalismo aparente la interdependencia
entre las condiciones económicas específicas y de los fenómenos culturales y
religiosos de esa sociedad, y el inmovilismo de las instituciones políticas zaristas. Por

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el efecto de la incoherencia culpable entre las formas del poder constituido y la
realidad material contingente es por lo que las condiciones económicas y los sucesos
trágicos en la sociedad rusa resultan estar aún más «causalmente» relacionados: unos
como aseveraciones derivadas de las otras (Estudios críticos sobre la lógica de las
ciencias de la cultura, 1906).

El esfuerzo continuo e incansable por cumplir con unos objetivos de investigación


cada vez más amplios y exigentes —«Quiero ver cuánto puedo aguantar» parece que
le respondió a quien le preguntaba adonde quería llegar con sus investigaciones[10]—
es cada vez más constringente y produce una magnífica cosecha de escritos entre
1907 y el estallido de la primera guerra mundial. La persistencia de los trastornos
psicopatológicos y una sensación de intolerancia hacia las formalidades y la rutina
académica, asimismo, encuentran una afortunada resolución al recibir Weber una
cuantiosa herencia que le permite retirarse parcialmente de la enseñanza para
dedicarse al estudio y la investigación. La actividad científica, unida a la afluencia
cotidiana de estudiosos y jóvenes universitarios —entre los ya citados, están también
Georg Simmel, Gyórgy Lukács y Ernst Bloch— durante estos años de gran agitación
teórica en las diferentes y opuestas escuelas del pensamiento sociológico alemán,
hacen que el período comprendido entre 1907 y 1914 sea el de máxima producción
para Weber Además, por medio de los círculos intelectuales, las revistas y las
actividades de los congresos de la Sociedad Alemana de Sociología (1908), halla
espacio para exponer en público su postura respecto a los fenómenos de su época
como erudito y, a la vez, como crítico capaz de «comprender» el mundo moderno en
sus caracteres constitutivos y en sus transformaciones (Sobre algunas categorías de
la sociología comprensiva, 1913).

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De la guerra moderna a la modernidad como conflicto

Cuando en 1914 estalla la guerra —hito histórico para Europa y para el mundo
occidental implicado en el primer conflicto global e «imperialista»—, Weber ya ha
publicado la mayor parte de sus principales obras metodológicas y teóricas. En ellas,
como hemos dicho, el Weber observador intentó alertar a su época de la tendencia a
la que parecía estar destinada la razón en sus radicalizaciones técnicas y burocráticas.

Pese al período aparentemente pacífico de la historia europea entre 1815 y 1914,


los rasgos emblemáticos del progresivo «desencantamiento del mundo» descritos por
Weber se han convertido en condiciones estructurales de la conflagración mundial:
por un lado, el declive del liberalismo y la aparición de un estado de potencia, y por
otro, la amenaza a las libertades del individuo debida a la burocratización de la
sociedad moderna.

Durante la guerra, Weber no tarda en pasar de posiciones de apoyo a la


legitimidad política y económica de la beligerancia alemana a las de duro
enfrentamiento con compañeros y corrientes de pensamiento que apoyan y defienden
ideológicamente esa beligerancia. Teórico de una ciencia empírica de los fenómenos
de la realidad analizados en los distintos factores sociales, económicos, políticos y
religiosos, Weber acaba convirtiéndose en un defensor crítico de la guerra. Tras
abandonar el partido conservador se aleja también del movimiento pangermánico
que, en los años de la guerra, predica el odio racial y la violencia nacionalista en
nombre de principios pseudocientíficos (el antisemitismo) y de ideales sustentados
por falsas verdades históricas (el pangermanismo). Así pues, tanto en su vida como
en su investigación, la percepción de las antinomias de la realidad y de la acción
social es el problema fundamental de Weber y responde a ese orden de valores que lo
comprometen tanto en calidad de jurista y filósofo del derecho y de la política
internacional, como en calidad de científico e historiador de la cultura. En 1915,
mientras tanto, lo vuelven a llamar a filas para prestar servicio como director
responsable de un grupo de hospitales militares en la región de Heidelberg. Ese
mismo año, publica también la primera parte —Introducción, Confucianismo y
Taoísmo— de la ética económica de las religiones universales, un trabajo titánico
que estudia la sociología de las religiones extendida también a culturas no europeas,
al que añadirá Hinduismo y Budismo y Judaísmo antiguo (publicada en Archivo entre
1916 y 1917).

Son estos años los más difíciles para la acción social y política del hombre y del
intelectual Weber, llamado a los salones de la diplomacia europea para contribuir a
las decisiones estratégicas relativas a la catástrofe de la guerra que está teniendo
lugar. Ocupado en misiones oficiosas entre Bruselas, Viena y Budapest, vive una vez

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más la frustración teórica entre convicción y responsabilidad de la acción: por un
lado, la certeza de la legitimidad de los «objetivos» de la política de potencia de la
Alemania beligerante y, por el otro, la oposición a todo «medio» de ejecución de la
guerra. Su ferviente producción propagandística en el Frankfurter Zeitung es, en este
complicado momento, la prueba de fuego de la contradicción personal y científica
vivida en su experiencia diplomática. Esta tensión se condensa en las restricciones
efectivas de una acción política que solucione la catástrofe y cuyas consecuencias
sean positivas para distintas colectividades, políticamente enfrentadas y, lo más
importante, económicamente desiguales. Contrario siempre a la dilatación del
conflicto y crítico con las fracasadas instituciones autoritario-burocráticas y feudales
del régimen prusiano, publica entre 1917 y 1918 los ensayos más duros contra la
política posbismarckiana, cuyas estrategias considera nefastas para el presente
democrático y parlamentario de Alemania.

De Parlamento y gobierno a La nueva Alemania, la reflexión de Weber acerca de


la formación de los sistemas políticos modernos, acerca de las prácticas estatales de
monopolio de la fuerza y de la renovación de la administración democrática del
Estado se sistematiza basándose en la tragedia de la guerra mundial y de la posterior
crisis de las instituciones ante la reconstrucción. Aquí, el doble enfoque sobre el que
corre el conocimiento histórico-social teorizado por Weber ya está diseñado. Por un
lado, el estudio analítico y particular de los distintos hechos de la historia y de los
sistemas de valores que los han determinado, y por otro, una teorización sociológica
general de conceptos universalmente válidos en relación con la acción política.
Análisis que, en el primer caso, se formalizan en el escrito La ciencia como profesión
y, en el segundo, en La política como profesión, las dos últimas conferencias que dio
en la Universidad de Múnich y que se publicaron en 1919. Aquí ejerció de docente de
historia económica general en los últimos años de su vida, tras haber llevado a cabo
la crítica teórica y empírica de los errores del materialismo y del historicismo
marxista en el curso de economía política celebrado en Viena en 1918 (Una crítica
positiva a la concepción materialista de la historia).

Entre noviembre de 1918, después de la capitulación de Alemania, y otoño de


1919, como delegado alemán en Versalles, Weber siente una frustración cada vez más
radical frente a la acción política científicamente orientada. La dicotomía entre las
lógicas «instrumentales» defendidas por los artículos punitivos contra la
«responsabilidad» de guerra de Alemania y las «morales», en concreto del espíritu de
«venganza» de los vencedores contra los vencidos y viceversa, tiene el límite
manifiesto del vacío en el plano de los resultados. Solo una acción «razonable» capaz
de negociar entre los medios convenientes —aunque agresivos, «es preciso
mancharse las manos»— y los fines responsables puede reportarle al político de
profesión que se dedique con verdadera pasión el resultado más ampliamente válido,

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eficaz y «justo» para las contingencias vigentes. Con este espíritu, en el último año
políticamente comprometido de su vida de estudioso, Weber participa en la fundación
del Partido Democrático Alemán junto a su hermano Alfred y otros amigos, con los
que muy pronto entra en conflicto debido a la orientación socialista adoptada por la
organización.

Su vida termina tan solo unos meses después de su nombramiento como


consejero de la comisión para la redacción de la Constitución de la recién nacida
República de Weimar; durante la cual prueba, en sus mismas convicciones liberales y
nacionalistas, la dicotomía dominante entre las lógicas de dirección de la «política
como ciencia» y las de realización de la política como práctica de poder «La obra de
Weber es una manifestación única, y solo por ello plena —escribe de él su amigo y
colega Karl Jaspers— de este filosofar concreto que tiene lugar en el espacio del
juicio político y de las investigaciones científicas, igual que su vida entera fue un
filosofar en el espacio de su existencia»[11].

Enfermo de neumonía, más conocida como la epidemia posbélica de la fiebre


española, Max Weber muere en junio de 1920 a la edad de cincuenta y seis años,
dejando incompleta Economía y sociedad (póstuma, 1922), la compilación teórica del
sociólogo, del filósofo, del político, del historiador, del metodólogo.

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Organizar el edificio de las ciencias
histórico-sociales: Weber y el método
No se puede esperar comprender el trabajo de Max Weber en su compleja totalidad si
antes no se tiene claro el contexto en el que se dedica con especial pasión y precisión
analítica a definir las ciencias sociales, sus objetos y métodos de trabajo.

Naturaleza y cultura, ciencias naturales y ciencias sociales, historia y sociología


son los términos clave del debate intelectual que se expande por la cultura alemana, al
menos en las dos últimas décadas del siglo XIX, en torno a los temas y métodos útiles
para comprender la realidad en sus manifestaciones históricas y significados
existenciales: del derecho a la religión, de la política a la experiencia estética y, por
encima de todos, la economía. La primera razón, por tanto, por la que el joven Weber
no puede ignorar —y esta premisa no puede no tenerla en cuenta— las posturas
asumidas y las teorías propuestas por las distintas escuelas de pensamiento es que, en
los años en los que estalla el debate, él está inmerso directamente «en el campo» de la
investigación, el cual le permite formarse una vasta conciencia histórica de primera
mano en cuestiones muy específicas. Las principales posiciones que se enfrentan en
el debate y que un joven estudioso como él debe contemplar si quiere concretar
científicamente los objetos de su investigación y tomar posición en el mundo
académico pueden ser diferentes, en líneas generales, en tres corrientes
fundamentales —a pesar de que la actividad científica de cada pensador y las
polémicas internas de cada grupo hagan el cuadro general más complejo y rico de lo
que las exigencias de síntesis logren restablecer aquí.

En primer lugar, está la llamada escuela histórica de economía, cuyos miembros


—en especial Wilhelm G. F. Roscher, Bruno Hildebrandt y Karl Knies y su sucesor
«en la cátedra» Gustav von Schmoller— apoyan la posición a favor de una
investigación propiamente histórica de los fenómenos económicos, dirigida a
determinar las dinámicas y las leyes que han permitido el desarrollo económico en
cierto momento de la historia. En resumen, la escuela histórica alemana pretende
legitimar las especificidades histórico-sociales de los factores de desarrollo de la
economía, en conflicto abierto con las abstracciones teóricas de la economía clásica,
basada en la construcción de un homo oeconomicus dedicado a la satisfacción de
necesidades individuales siempre idénticas y por ello absolutamente intemporal y
ahistórico. Si se admite, en cambio, como también sugiere la escuela histórica, que
los fenómenos económicos se encuentran conectados con los diferentes fenómenos
sociales, y que la economía tiene un desarrollo en la historia —o sea, es ella misma
una ciencia histórica en cuanto este desarrollo responde a la manifestación de
específicas «características del pueblo», de «cualidades raciales innatas», de las

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«condiciones del tiempo» y del «ambiente»—, entonces se deberá asimismo admitir
que las ciencias sociales son necesarias para el estudio de las conexiones entre
factores económicos y factores sociales. En esta elaboración teórica, como se ve, es la
investigación histórica la que constituye la estructura central del edificio
epistemológico de las ciencias sociales, admitidas como instrumentos de
investigación, pero sin autonomía, es decir, sin el reconocimiento de una función
analítica específica respecto de la consideración historiográfica determinante. En
otras palabras, si se articula la metáfora señalada por el crítico italiano Pietro
Kossi[12], se pueden imaginar, en este caso, las ciencias sociales como espacios
conectados dentro de un único edificio en los que acampa la Historia escrita.

La posición, toscamente perfilada, de la escuela histórica «de los orígenes» la


contrarresta con la del positivismo francés e inglés, el cual ya ha puesto de manifiesto
la autonomía científica y metodológica de la sociología no solo frente a la historia,
sino también frente a las demás ciencias sociales. La sociología no es una ciencia
subordinada, la investigación sociológica tiene una dirección y unos temas propios
que no participan de forma desordenada en la obra general de organización de los
materiales analíticos de la historia como una única ciencia de la cultura. El
positivismo contemporáneo —al que pertenecen Auguste Comte y Herbert Spencer,
para entendemos—, aun reconociendo la especificidad de los fenómenos sociales y,
por ende, la necesidad de una sociología autónoma capaz de estudiarlos, establece sin
embargo otra forma, si no de subordinación, sí de homologación, de la sociología en
un orden epistemológico diferente del que esta toma como punto de referencia. La
sociología positivista, de hecho, sostiene que la cultura es para la sociología aquello
que la naturaleza es para la física y la biología, anulando así la misma especificidad
gnoseológica que siempre ha distinguido entre naturaleza y cultura en la historia del
pensamiento. Ambas son un sistema ordenado de leyes que un mismo método
analítico puede determinar para explicar de modo infalible y universal los fenómenos
en los que se manifiestan, los sociales por un lado y los naturales por otro. Para la
cultura alemana en la que se forma Weber, la provocación positivista no es
insignificante. Para los científicos sociales alemanes, cada vez más enfrascados en la
teorización de planos opuestos del saber, distinguiendo entre quien estudia la
naturaleza como mundo fuera del hombre —físicos, biólogos, químicos, anatomistas,
astrónomos, etc.— y quien se ocupa del hombre, de sus condiciones de
funcionamiento interno y de sus relaciones con los demás por sí solo —filósofos,
sociólogos e historiadores—, la postura de los positivistas no es algo que se pueda
ocultar fácilmente bajo la alfombra. Y sin duda, el mundo académico y cultural
alemán de finales del siglo XIX no escapa a la provocación, pues está acostumbrado
desde hace más de un siglo a dominar el campo de las ciencias humanas.

Así pues, ¿cómo reaccionar?

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Contrastar las hipótesis de la sociología positivista puede comportar dos únicas
alternativas: excluir la especificidad de la sociología entre las ciencias sociales y
dejar que la historia —también a causa de la hegemonía historicista del pensamiento
filosófico alemán— la tenga subordinada como elemento de apoyo arquitectónico,
entre otras cosas, en su gigantesco edificio epistemológico o, por el contrario,
afrontar de manera crítica la solución propuesta por franceses e ingleses: utilizar las
premisas analíticas y experimentales de las ciencias naturales para afirmar, a
contrariis, la especificidad de los objetos de estudio de la ciencia sociológica y, por
consiguiente, sus propios instrumentos metodológicos respecto a las demás ciencias
sociales que habitan, aún con desorden, el mismo edificio de la cultura.

Por tanto, tenemos por un lado la polémica interna de la cultura alemana entre las
distintas escuelas económicas y, por otro, las posturas filosóficas del positivismo
europeo. Pero nos encontramos además con un tercer término de comparación, el cual
se presenta después de estas premisas, pero no por ello tiene una importancia menor
en el debate. Situar la teoría socioeconómica marxista en este punto del razonamiento
permite ante todo resumir algunas de las cuestiones ya abordadas y manifestar con
mayor claridad la importancia respecto al posicionamiento de Weber en el debate
sobre la «cuestión de los trabajadores», de donde surge la revista Archivo para
ciencias sociales y política social. Estamos a finales del siglo XIX alemán, la sombra
de Karl Marx y las evoluciones teóricas de sus reflexiones desde El manifiesto
comunista (1848) a El capital (1867) dominan la disputa que sirve de premisa a las
instancias metodológicas de cualquier reflexión sociológica y económica, incluso las
de Weber; tanto es así que la línea directa que conecta sus trabajos le hará ganar, en
varias ocasiones y con matizaciones críticas ambiguas, la definición de «el Marx de
la burguesía» o «anti-Marx». Y, en cierto sentido, será el mismo Weber quien admita
esta situación de enfrentamiento permanente cuando, al presentar los presupuestos
científicos del Archivo y el interés de este por los temas económico-sociales, se
diferencia de inmediato de las posiciones de Marx, distinguiendo los fenómenos
histórico-sociales en «económicos», «condicionados económicamente» o solamente
«económicamente operativos o relevantes», según el punto de vista pertinente y
unilateral de su concepción del método de las disciplinas histórico-sociales.

En efecto, respecto a la distinción entre factores económicos y factores


extraeconómicos como clave de la controversia sobre el método, el marxismo
establece una clara distinción entre los dos conjuntos, que Weber critica no tanto
desde el punto de vista del detallado análisis marxista de los factores económicos, al
que le reconoce una fuerte estructura teórica y de método. Será, más bien, en relación
a la exclusión de la hipótesis de hibridación y de interconexión variable entre los
distintos factores que intervienen en los fenómenos de la realidad donde Weber le

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critica a Marx que este haya adoptado una posición ideológica preestablecida y miope
respecto a la valoración empírica de la realidad por cómo es.

A la hora de teorizar sobre la «estructura» y «superestructura» en la sociedad


capitalista europea y occidental —caso de estudio privilegiado para el filósofo de
Tréveris y para el de Érfurt—, Marx considera el elemento económico como el factor
que determina cualquier otro enfoque de la realidad (materialismo). Este se
manifiesta en el transcurso de la historia según lógicas evolutivas universales,
inmediatamente previsibles ya que se dan manifestaciones de un «espíritu» específico
del tiempo concreto de una determinada fase de su historia (historicismo de corte
metafísico romántico). Así pues, desde el punto de vista del método, tanto a ojos de
Weber como de muchos de sus colegas sociólogos, el «malentendido» materialista se
refleja en el dogmatismo metodológico que eleva el punto de vista económico —aún
subordinado a su inseparable carácter de historicidad— a una única perspectiva
válida desde donde observar los fenómenos de la realidad, perspectiva que según
Marx lleva a una sola dirección específica de investigación: desde los fenómenos
económicos a los culturales, y jamás en sentido inverso (materialismo histórico). Si,
por el contrario, consideramos con Weber las distinciones variables y múltiples del
fenómeno observado, «móvil, y no delimitable de manera precisa» sobre la base de
los aspectos culturales que lo caracterizan, se comprende en qué sentido choca la
rigidez del esquema marxista contra la primera definición por grados económicos con
la que Weber se distancia de su rival. Solo el fenómeno que en el sistema de Weber se
considera estrictamente «económico» coincide con el factor económico entendido
desde el punto de vista marxiano, ya que es el único en la escala analítica cuyos
objetivos son estrictamente económicos y, por tanto, influyen de forma unívoca en los
demás fenómenos y aspectos «extraeconómicos» de la realidad considerada. Al
margen de esta coincidencia de elementos, el esquema binario de Marx pierde
significado en el de estructura abierta de Weber, por el cual pueden ser considerados
bajo un punto de vista económico también fenómenos que resulten, en cierta manera
y circunstancias, capaces de producir efectos o de asumir significados
«económicamente relevantes».

Uno de los principales, por la importancia que reviste en la teoría weberiana y en


la confrontación dialéctica con Marx, es, sin duda, el fenómeno religioso. Por último,
reconociendo en la realidad la presencia de fenómenos lejos de ser económicos, pero
que en un sentido específico y más o menos importante han sufrido en su fisionomía
los efectos de algún factor económico, Weber incluye en su escala analítica también
estos fenómenos solo «económicamente condicionados», como, por ejemplo, el gusto
artístico de una época.

Desde cualquier punto de vista que se observen las posturas de esta discrepancia,
el aspecto más decisivo para Weber consiste en la afirmación de la legitimidad de las

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disciplinas histórico-sociales como ciencias de la realidad para abordar la delicada
fase que atraviesa la cultura europea de fin de siglo. Las cuestiones en las que trabaja
Weber para asentar las murallas del edificio de las ciencias histórico-sociales sobre
los cimientos de la validez científica son fundamentalmente dos:

1. ¿Qué legitima las ciencias histórico-sociales entre las demás vías de acceso al
conocimiento de la realidad?
2. ¿Cuáles son los objetos, los instrumentos y los métodos de investigación de
estas nuevas «ciencias de la realidad»?

Para reconstruir las respuestas que propone Weber, las próximas páginas
explorarán voces, ambientes y lugares que animan al debate contemporáneo sobre el
método, aquí hilvanado únicamente en sus puntos y líneas principales.

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Marx y Weber: el carácter económico de la modernidad

Si se enfrascaran en un debate
imaginario, Max Weber y Karl Marx
se pondrían de acuerdo a la hora de
considerar el capitalismo moderno
como el carácter distintivo de la
civilización occidental. Ambos
reconocerían el papel central que,
en este sistema económico,
desempeñan el mercado, la
competencia, el beneficio, la
acumulación y los modos de
producción. De hecho, desde los
primeros pasos de la crítica a los
dos maestros de la sociología y de
la economía política por parte de
alumnos y pensadores de segunda
generación, se ha destacado el falso
mito del «antimarxismo» de Weber y
del Irreducible contraste entre
ambos. En primer lugar, en ambos Mo​nu​men​to a Marx y En​gels en Ber​lín.
autores viven la manifestación del
«carácter alemán» del pensamiento político y el interés central por la
Investigación histórico-sociológica, además de la afiliación entre el
«filosofar» y la manera de concebir la existencia propia como modelo
viviente de la actividad filosófica[13]. A pesar de la significativa distinción
del enfoque y de las premisas teóricas sobre las dinámicas de los
procesos histórico-sociales, ambos reconocen en el fenómeno de
racionalización técnica e industrial del capitalismo de su tiempo el
elemento «genético» de la modernidad en la que viven. Ambos están de
acuerdo, de hecho, cuando consideran la dinámica económica en la
relación hombre/mundo, racionalidad/libertad como esencial en el plano
antropológico y sociológico de las transformaciones del mundo moderno,
una visión «existencialista» común a pesar de las divergencias de sus
puntos de vista. A la postre, tampoco habría desacuerdo en las
principales líneas con las que describen el proceso que llevó al
nacimiento del capitalismo moderno, a las condiciones históricamente
dadas que lo han hecho posible y al grupo social que ha sido
protagonista de ello, ese componente de la burguesía que se rebeló

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contra el statu quo de la tradición social y económica. Ahora bien, es en
este punto del análisis donde se da la principal discrepancia entre los dos
teóricos de la modernidad y de su peculiar naturaleza económica. En su
análisis de la clase burguesa, Weber atribuye a los fenómenos religiosos
un papel causal que representaría la base de la acción de este grupo
social. A diferencia de Marx, piensa que las condiciones materiales e
instituciones presentes en la primera modernidad no son suficientes per
se para la creación de las nuevas estructuras y procesos económicos
que caracterizan el capitalismo moderno. La burguesía, para Weber, es
movilizada por un proceso subjetivo, un «espíritu», que le ha permitido
beneficiarse de las condiciones objetivas históricamente recibidas. En
otras palabras, los emprendedores eran inspirados, empujados a una
búsqueda asidua de posibilidades de ganancia, y estaban dispuestos,
para ello, a acumular dinero, a reinvertirlo, buscar nuevos mercados y
nuevas prácticas comerciales con una óptica de innovación sin
precedentes. Basándose en estas distintas consideraciones «genéticas»,
Weber critica la concepción «materialista» de la historia de Marx y, por
primera vez, se evidencia el distanciamiento entre ambos. Weber le
reprocha, de hecho, al sociólogo de Tréveris y a la escuela marxista que
hayan elevado el carácter económico de la modernidad a único «punto
de vista» para el análisis de la historia, desatendiendo la influencia
decisiva de otros factores, principalmente el religioso. La acusación de
«dogmatismo teórico» —un tipo de fe laica en un único principio
económico regulador del mundo y de la realidad social— no afecta, en
cambio, al plano de la validez «heurística» del método de análisis
propuesto por Marx, que incluso Weber toma como modelo para sus
primeros estudios de economía, demostrando con los hechos la
esterilidad de las disputas ideológicas de determinada crítica del tiempo.
De esta delimitación distintiva en el método de las ciencias histórico-
sociales deriva el diferente enfoque filosófico y «existencialista» del
carácter moderno del capitalismo en sus manifestaciones contingentes:
la cuestión fundamental de la especificidad occidental con respecto a
otras grandes civilizaciones. A juicio de Weber, la particularidad histórica
y cultural de Occidente residiría en la manera en que este ha teorizado y
promovido de forma sistemática la adopción de una actuación, individual
y colectiva, de tipo «racional». La racionalidad se entiende desde un
enfoque weberiano como la optimización de la relación entre los medios
y los fines de la acción, un «destino de la razón» implícito en la fe de que
todo, en principio, puede acabar siendo dominado. Para Marx, en
cambio, esta tensión economicista en la racionalización técnica y
burocrática de la sociedad y de la realidad en todas sus manifestaciones

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constituye el principio de la «autoalienación» humana, el «carácter
destructivo» de la modernidad dominada por el capitalismo industrial. La
consideración «técnica» de Weber sobre las condiciones «genéticas» del
proceso de racionalización del mundo moderno no excluye —ni tampoco
disimula— la mirada trágica que centra en los resultados futuros
previsibles de este proceso. Presenta una imagen del mundo más
parecida de lo que cree a la visión desilusionada de Marx: un progresivo
y milenario «desencantamiento» de la acción humana, que aún no ha
llegado a sus resultados pero que ya es sintomático de las dificultades
venideras de la civilización.

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El método weberiano: un edificio de cimientos trazados
«sobre el ámbito» de la investigación

Los textos weberianos considerados por la crítica como los más rigurosamente
dedicados a la dimensión metodológica de su trabajo —desde la primera fase de
elaboración del pensamiento del autor basándose en Economía y sociedad— se
remontan a principios del siglo XX, pero se extienden a lo largo de más de una década
con saltos cronológicos importantes.

Constituido ya formalmente en un Corpus de cuatro ensayos, publicados entre


1904 y 1917 en las diferentes revistas en las que escribía Weber, el trabajo
metodológico sigue, complementando la fase de investigación de campo a la que se
dedica con mayor intensidad, especialmente durante los primeros años de su carrera
de estudioso. Reunidos por primera vez en la edición alemana coordinada por su
alumno principal, Johannes Winckelmann, con el título de Gesammelte Aufsätze zur
Wissenschaftslehre[14], estas obras reúnen elementos y consideraciones útiles para la
creación de un método de las ciencias histórico-sociales que descanse, exactamente,
sobre los resultados de las investigaciones experimentales. Aunque, para tener claros
todos los fragmentos, las transformaciones y los hitos correspondientes del
pensamiento weberiano sobre el método, no se puede —en retrospectiva— prescindir
de la obra definitiva y póstuma, en cada uno de estos cuatro textos se pueden
encontrar las opiniones que adopta Weber, en función del caso, respecto a cada una
de las diferencias teóricas planteadas en la disputa metodológica. A través de algunos
fragmentos de estos ensayos será posible reconstruir los puntos esenciales del debate,
los interlocutores y las cuestiones en las que se apoya la «doctrina de la ciencia»
weberiana. En especial, y a tenor de la organización de Economía y sociedad, se
pondrá de manifiesto el pragmatismo de un método histórico-social pensado para
satisfacer las necesidades concretas de la realidad social y política coetánea
basándose en investigaciones empíricas de estas «ciencias de la realidad».

Escribe al respecto Max Weber:

Si se pretende denominar «ciencia de la cultura» a disciplinas tales como las que se ocupan de los procesos de
la vida humana desde el punto de vista de su significación cultural, entonces la ciencia social, en el sentido
que aquí le damos, pertenece a esa categoría. Pronto veremos cuáles son las consecuencias fundamentales que
ello acarrea[15].

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La «objetividad» de la ciencia del conocimiento contra el «objetivismo»
de sus condiciones
La pregunta de la legitimidad científica de las disciplinas histórico-sociales es el nudo
central en torno al cual gira toda la disputa sobre el método del que se ha hablado. De
hecho, antes de poder elaborar hipótesis metodológicas y analíticas en el ámbito de la
investigación histórica y de la social, Weber, al igual que los demás, tiene que hablar
de la definición misma de estas disciplinas, de las condiciones que las hacen
necesarias y autónomas en el desafío moderno de los saberes para entender la
realidad.

En oposición explícita a la teoría romántica de una de las más ilustres voces que
animan el debate de la época, la de Wilhelm Dilthey, Weber emprendió la consistente
tarea de elaborar una «doctrina de la ciencia» (Wissenschaftslehre) que combinara los
aspectos más positivos y productivos de las diferentes escuelas de pensamiento a las
que en gran parte debe su formación con el ejercicio cotidiano de sus investigaciones.
Si todo lo que afirmó Dilthey es cierto, y destacado en parte por la escuela histórica
sobre la autonomía y la distinción de las ciencias histórico-sociales de las naturales, a
Weber también le parece cierto que esta afirmación no tenga su razón de ser en los
mismos presupuestos diltheyanos.

Weber, en efecto, no distingue las «ciencias del espíritu» —historia, sociología y


psicología— de las naturales basándose en su objeto —el hombre y la realidad
interna del espíritu contra el mundo externo de la naturaleza—. No las diferencia
tampoco en función del método que deriva de esta distinción, es decir, asumiendo que
el objeto de las ciencias histórico-sociales sea la única realidad interna del espíritu, se
deduce que para conocer ese objeto son suficientes la intuición y la experiencia
inmediatas. Es más, Weber escribe, refiriéndose a algunos editores y colaboradores
del círculo del Archivo, que su «error» teórico reside en el hecho de creer que:

«nada humano les sea ajeno» en este aspecto. Pero de esta confesión de debilidad humana a la creencia en una
ciencia «ética» […], que hubiera de producir ideales extraídos de su materia, o normas concretas por
aplicación a su materia de imperativos éticos generales[16].

Contra la pretendida intuibilidad inmediata y simpatética entre el individuo y sus


manifestaciones (psicologismo), Weber declara el valor empírico de cada objeto de la
realidad para las ciencias histórico-sociales y otra distinción en el plano del método
de las ciencias naturales respecto a la propuesta de Dilthey. La mediación que
permite, sin embargo, salvar las líneas fundamentales de esta última y que Weber
encuentra acordes —como diciendo: «no tiréis al niño con el agua sucia»— se debe a
las adquisiciones que los alumnos de Dilthey, Wilhelm Windelband y, en especial,
Heinrich Rickert, ayudaron a aportar al método del maestro. Algunas palabras clave
de esta mediación durante la discrepancia son: la «objetividad» y la «individualidad»

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de las ciencias histórico-sociales frente al «objetivismo» y la «universalidad» de la
propuesta diltheyana.

De esta distinción positiva de las premisas teóricas deriva, por tanto, la definición
del ámbito y del método empírico de la investigación weberiana. Esta se basa en el
principio de «relatividad» de los criterios de «elección» que dependen
exclusivamente de los intereses subjetivos e individuales del investigador y de la
relevancia del «significado» de su objeto de estudio, aislado de la infinidad de otros
objetos considerados no relevantes, «insignificantes» desde su punto de vista. Por
esta razón, el conocimiento de la realidad histórico-social así entendida es siempre
«prospectiva» al considerarse desde un punto de vista particular; y «asistemática»
porque está orientada hacia/por su objeto de estudio concreto y por la validez que le
ha atribuido la elección del investigador.

El carácter «asistemático» de las premisas empíricas de la investigación


weberiana junto con su naturaleza subjetiva ponen en tela de juicio las pretensiones
de la investigación histórica dada a priori y señalan, por el contrario, su
«complejidad»: el enfoque específico del análisis deriva del interés historiográfico
relativo a la pregunta desde el punto de vista «unilateral» de su desarrollo en la
historia y en conexión con los demás puntos de vista posibles. Al surgir la inevitable
definición de un ámbito de investigación entre todos los posibles, Weber define más
ampliamente qué es, pues, la Cultura teórica y filosóficamente considerada diferente
que la Naturaleza y, por tanto, diversamente inteligible en el plano metodológico.
Descartando la simplificación del ámbito de las «ciencias del espíritu» versus las
«ciencias de la naturaleza» y reformando la supuesta adopción acrítica del método
empírico de las segundas por parte de las primeras según la sociología positivista,
Weber revela la compleja composición de los fenómenos culturales que constituyen
la realidad. Así, los posibles campos de estudio sobre los fenómenos, objetos, datos
culturalmente diversos entre sí se multiplican y se amplían sobre un área de
investigación que ya no «está comprendida» en el pequeño perímetro de edificación
de un único edificio teórico. A la hora de definir la Cultura, un complejo de culturas
de caracteres plurales y múltiples, Weber pone de relieve la multiplicidad no solo de
los fenómenos con los que se manifiesta la realidad, sino también de las ciencias de la
cultura legitimadas para su comprensión:

allí donde se afronta con nuevos métodos un problema nuevo y se descubren de ese modo verdades que abren
nuevos puntos de vista significativos, allí surge una nueva «ciencia»[17].

Así pues, manteniendo la legitimación científica de Dilthey, pero teniendo en


cuenta las intuiciones de Rickert, Weber sienta las bases para una estructura
metodológica exclusiva de las ciencias histórico-sociales. Los pilares de esta
estructura son: la «inagotabilidad» de los mismos fenómenos empíricos —es decir, el

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reconocimiento del estatuto de objeto de estudio a todo aquello que entre en el ámbito
de observación y de «interés» del investigador—; la subjetividad del «punto de vista»
del investigador, unilateralmente llamado a aislar de la infinidad del mundo, por
cómo se presenta, una sección finita del ámbito que lo ocupa; por último, el
«objetivo» del estudio —es decir, asignar un significado cultural a ese fenómeno
particular escogido en su especificidad dentro de la complejidad de la realidad.

En su complejo sistema de conexiones, las ciencias histórico-sociales tienen así


una doble legitimación: por una parte, el objetivo epistemológico de comprender,
rastreando y analizando de manera individual, las igualmente múltiples
complejidades del mundo real, de donde nace la definición weberiana de «ciencias
comprensivas»; por otra parte, la posibilidad de desbancar del plano de la realidad el
conservadurismo político-ideológico de la escuela histórica, o la injerencia directa de
la ciencia en la administración política de la cosa pública, basándose en las
conceptualizaciones según Weber consideradas como ingenuas de los resultados
lógico-empíricos de los estudios en el amplio ámbito de las ciencias de la realidad.

Para responder a eso y, sobre todo, a fin de hacerlo siguiendo los criterios de
objetividad científica indiscutibles, y capaces de hacer ampliamente inteligibles y
válidos los conocimientos a los que llegan, las ciencias histórico-sociales se apoyan
en dos condiciones concretas de objetividad: la «explicación causal» y la «neutralidad
valorativa».

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La «neutralidad valorativa» de las inagotables «ciencias de la realidad»

La ciencia social a que queremos dedicarnos es una ciencia de la


realidad. Pretendemos comprender en su peculiaridad la realidad vital
que nos rodea y en la cual estamos inmersos: por un lado, la conexión y la
significación cultural de sus fenómenos singulares en su contextura actual,
y por otro, los motivos de su modo histórico de ser así y no de otra
manera[18].

Abordar, cada vez en mayor medida, nuevos problemas desde nuevos puntos de vista
en el plano científico nos muestra la realidad en sus conexiones y proporciona
instrumentos y materiales útiles para su resolución. Las ciencias histórico-sociales
son para Weber, a diferencia de lo que afirman sus colegas «de cátedra», disciplinas
hasta cierto punto objetivas, pero en sus resultados del todo «libres de valor», por
tanto no necesaria ni universalmente válidas según un «juicio de valor» ideológico e
inmutable. Esto les permite tanto a los objetos como a los investigadores ser elegidos
y elegir a través de un método analítico fundado y lógico en el plano de la
construcción conceptual, pero siempre relativo, es decir, disponible a partir de la que
Rickert define como «relación de valores».

¿De qué se trata?

La «relación de valores» rickertiana reelaborada por Weber —esto es, privada del
carácter absoluto y trascendente con el que Rickert cubría los valores a priori
admitidos en el análisis— es el acto con el que el investigador, basándose en
determinados puntos de vista e intereses, selecciona el material empírico
estableciendo el ámbito de su investigación. El «juicio de valor», en cambio, es lo
que Weber define como la toma de posición valorativa o prescriptiva, por ejemplo, de
la escuela histórica o del materialismo, que en lugar de dirigir la investigación hacia
el objeto de su interés, dirige el juicio hacia la aprobación o la reserva respecto al
objeto mismo de estudio. Partiendo de esta base, además, en oposición al
materialismo histórico que implica la univocidad del fenómeno económico a partir de
un «juicio de valor» y con la doctrina de la escuela histórica que restringe el campo
de investigación histórica a un sistema de valores objetivos, universales y necesarios
—a saber, que el estudio histórico es una investigación con un «número cerrado» de
candidatos juzgados en razón del valor—, la teoría weberiana propone una hipótesis
amplia y en consonancia con las reflexiones contemporáneas de la filosofía
fenomenológica.

Al ser las ciencias histórico-sociales «ciencias de la realidad», y al estar la


realidad formada por una infinidad inagotable de fenómenos, los cuales a su vez
pueden ser observados por una variedad igualmente ilimitable de puntos de vista, se

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deduce que cada punto de vista desde donde se la observe y cada objeto histórico que
caiga bajo la atenta mirada del investigador pueden constituir legítimamente un
nuevo ámbito de la investigación histórico-social donde se hace necesario un método
analítico concreto y objetivo, si bien válido de forma unilateral. Así pues, ¿incluso
para las ciencias histórico-sociales, según Weber, existe una cuestión de «validez»?

Si las ciencias weberianas están llamadas a «describir» y no a juzgar los


fenómenos de la realidad por cómo son en relación a los valores, el principio de
validez que el investigador tiene derecho a utilizar es el que se aplica no al fenómeno
en sí, sino a los valores como medios empleados en su «realización», la cual se
contempla así desde el punto de vista de la obtención del objetivo y no de la
aprobación o la censura de este. El juicio científico, así, afecta solamente a la
«técnica de los medios» y no a la validez de los objetivos, en ello consiste la
«neutralidad valorativa» en las ciencias sociológicas y económicas que:

se refiere al aspecto «técnico», lo que quiere decir —como ya se ha mencionado— al «medio» necesario para
un fin dado unívocamente. Nunca se eleva a la esfera de las valoraciones «últimas»[19].

Frente a la inagotable plenitud del mundo, de los fenómenos, de los objetos, de


las relaciones que en ellos se manifiestan, la elección del investigador, a pesar de
estar orientada de forma individual por un orden específico de valores, debe en
primer lugar construir un sistema empírico que lo haga capaz de realizar un análisis
«técnico» de los valores «en relación al objetivo». Así es como, teniendo que
establecer los criterios de validez en la relación entre medios y objetivos de
realización de los fenómenos analizados, la disciplina histórico-social se legitima a sí
misma como saber nomológico —es decir, como código de construcciones empíricas,
racionales o lógicas— y los resultados de la indagación como formas de
conocimiento útiles para la orientación de la acción en la realidad social, económica y
cultural circundante.

«Imputación» y «causación» son los términos clave de este momento de la


doctrina de la ciencia de Weber. Describen —en la medida en que lo delimitan, tanto
literal como metafóricamente— el proceso metodológico que conduce a la validación
de la investigación histórico-social en sentido lógico-experimental. Para poder
confirmarse de manera legítima como «ciencia de la realidad» pero rechazando, para
hacerlo, la adopción nomológica de las ciencias positivas naturales o la rigidez
economicista de la escuela histórica, la teoría metodológica weberiana subraya la
importancia de los instrumentos lógicos y la peculiaridad de las estrategias empíricas
que el científico histórico-social debe saber aplicar correctamente a los objetos de
estudio. Esto es, para garantizar la objetividad de dichas investigaciones, el científico
ya no puede adoptar el supuesto causa-efecto propio del esquema interpretativo
clásico: existen causas necesarias a las que siguen determinados efectos. Debe

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acogerse, aplicando los instrumentos lógicos específicos del sistema de valores
relativo al objeto de análisis, a un grupo localizado de condicionamientos que no
siempre se dan a priori y de modo definitivo, sino que, más bien, son
«condicionados», es decir, relativos a los componentes causales del transcurso
específico del fenómeno estudiado. La «imputación» de un conjunto de causas a las
que atribuir determinadas consecuencias de un fenómeno individual es un camino
metodológico que presupone en el observador una gran capacidad analítica de las
contingencias condicionales en las cuales se observa el fenómeno y, al mismo tiempo,
un conocimiento general de las causas y de los fenómenos por medio de
construcciones lógico-racionales. Solo suponiendo que ningún conocimiento jamás
podrá serlo de forma exhaustiva es como el estudioso puede «escoger» antes y
analizar después el campo específico de su investigación revisando los factores que lo
determinan y siendo capaz de establecer un «esquema de relaciones» útil para valorar
la posibilidad objetiva en base al grado de «causación» de cada uno. Weber asocia la
importancia particular de estos instrumentos de indagación al ámbito específico y las
exigencias científicas propias de la investigación histórica, por el hecho de que el
historiador debe poder aislar y elegir un acontecimiento histórico en el que centrarse
y valorarlo basándose en los componentes causales que lo han hecho posible en ese
contexto y a los que se les puede «imputar» un grado decisivo de «causación» que
habría cambiado su curso para siempre.

Según el nivel de «explicación causal» que cada uno de los compuestos


considerados aporta a la construcción empírica del científico, estos se colocan en la
escala nivelada de «causación» creada conceptualmente por Weber como medio de
valoración objetiva de los fenómenos, en especial de los fenómenos históricos,
valoración que se produce «no mediante la simple observación del proceso» —
explica Weber—, «sino en forma de proceso conceptual […] que realizamos
pensando en uno o varios de los componentes causales objetivos del proceso
transformados en una dirección determinada, y preguntándonos si, en las condiciones
así transformadas del acontecimiento, se debería “haber esperado” la misma
consecuencia […] o cualquier otra»[20].

Cuando la exclusión hipotética de algunos componentes causales lleva —durante


la elaboración empírica del estudioso— a consecuencias radicalmente diferentes de
las del proceso real, la hipótesis de su importancia fijada como premisa por el
estudioso queda comprobada en gran medida, y el factor queda a un nivel de
«causación adecuada». Por el contrario, cuando, en el análisis hipotético del
comportamiento de un fenómeno en la realidad, la exclusión de un factor no produce
ningún resultado relevante, entonces el estudioso puede considerarlo a un nivel de
«causación accidental» y, por consiguiente, excluirlo de la conexión de factores útil
tanto para la comprensión objetiva de ese fenómeno como para la construcción

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racional pertinente. La escala de valoración weberiana avanza, así —según un
espectro extremadamente vasto y diferenciado, correspondiente a las manifestaciones
ilimitadas de los casos empíricos—, desde el nivel máximo de «causación adecuada»
al nivel mínimo de «causación accidental», marcados por el condicionamiento
imprevisible de los márgenes de «error de pensamiento» o «error de cálculo», como a
menudo ocurre al comprobarse el historial de las batallas, en las cuales se puede
prever la existencia en ambos frentes de la lucha de planos racionales de conducción
de la guerra, a pesar de que además exista siempre la determinación de un resultado a
favor de uno sobre el otro.

La determinación del significado cultural de un fenómeno dado de la realidad


sobre la base del nivel de causación de los factores que lo hacen objetivamente
posible constituye la teorización que hace Weber de las ciencias histórico-sociales
como ciencias «comprensivas» de la realidad. En el umbral entre indagación empírica
y construcción de un conocimiento histórico-social amplio, a su manera nomológica
y por tanto objetivamente válida para la comprensión tanto de la historia antigua
como del presente, está la construcción de la unidad metodológica de base: el «tipo
ideal».

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La batalla metodológica de Maratón

No hace mucho, un historiador italiano definió la historia como un


«campo de batalla»[21], superponiendo en su reflexión los
acontecimientos violentos y militares que tuvieron lugar a lo largo del
siglo XX a la representación metafórica de las posturas interpretativas que
se enfrentan en la disciplina historiográfica. La historia como ciencia es
un terreno en el que colisionan distintas escuelas de pensamiento con el
fin común de estudiar los hechos que, al estallar, convierten la historia en
una evolución de valores y objetivos que chocan unos contra otros.
Cien años antes de esta definición, sucedió algo parecido en la
discusión metodológica entre Weber, en plena teoría sobre el método de
las ciencias histórico-sociales, y su ilustre colega e historiador alemán de
la antigüedad Eduard Meyer (1855-1930): ámbito de confrontación, la
batalla de Maratón (490 a. C.) entre griegos y persas[22]. ¿Por qué
razón? Weber es quien quiere batir a su rival en un campo que le es tan
familiar al segundo, especialmente partiendo del supuesto de que «nadie
ha ilustrado como él [Meyer] plástica y claramente el “alcance” histórico-
universal de las guerras persas para el desarrollo cultural occidental»[23].
Entonces, ¿dónde representa la batalla de Maratón un terreno de
enfrentamiento científico entre los dos si estos están aparentemente de
acuerdo en su significado histórico? El problema para Weber es el
proceso —o mejor dicho, el no proceso— lógico con el que Meyer llega a
su conclusión, la cual, a su vez, debería poder explicar también de
manera racional por qué al historiador y, por tanto, al mundo deberían
parecerles interesantes los acontecimientos de aquella batalla Meyer
sostiene, y Weber no lo niega, que en el campo de Maratón, persas y
griegos no solo desplegaron dos ejércitos armados, sino también dos
posibilidades de desarrollo: por un lado, la primacía de una cultura
religioso-teocrática y, por otro, el espíritu helénico libre. Meyer defiende
asimismo, en sus estudios sobre la Antigüedad, que el resultado de la
batalla tuvo que ver principalmente con una «decisión» entre estas dos
posibilidades: la victoria de los griegos en Maratón decidió en favor del
mundo espiritual heleno, el cual pudo prosperar calando en la cultura
occidental durante los siglos que siguieron. Con la derrota, los persas
vieron quebrada para siempre la realización de su posibilidad de
desarrollo. Pero —se pregunta en este momento Weber— «¿cómo
ocurrió esto, considerado de manera lógica?»[24]. Si explicamos esta
pregunta en términos más weberianos sería: ¿cómo puede Meyer afirmar
empíricamente que un acontecimiento histórico individual —como la

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batalla de Maratón—, escogido entre otros miles que han quedado fuera
del conocimiento histórico universal, sea, además de un objeto de interés
para el historiador, también un fenómeno con un significado histórico
objetivo? Eduard Meyer, contrarío a la «sobrevaloración» de los estudios
metodológicos en favor de la «praxis de la historia», es defensor de una
suerte de mezcla teórica entre el historicismo místico que funda el saber
histórico sobre la experiencia práctica del estudioso, y la intuición
espiritual, ese tipo de psicologismo del conocimiento que se basa en el
carácter «ontológico» de la situación histórica de una determinada
época. Ningún método ni significado objetivo basado en un
procedimiento lógico-empírico, según Weber, justifica la conclusión
también válida de Meyer. Sin embargo, es necesario un procedimiento
que escoja, entre la serie «infinita» de los factores que han determinado
ese acontecimiento, una serie «finita» de factores «causalmente
relevantes» y aclare, más tarde, el alcance causal de dichos factores.
Esto se consigue construyendo un cuadro «ideal» basado en la exclusión
hipotética de algunos componentes causales reales y la valoración —el
«juicio de posibilidad objetiva»— de las consecuencias, más o menos
diferentes de las reales, que así se determinan. «Sin la valoración de
dichas “posibilidades” —alega Weber— y de los insustituibles valores
culturales que están “vinculados […] a esa decisión, sería imposible
determinar el ‘significado’; y además sea virtualmente imposible
comprender por qué nosotros no la consideramos equivalente a una
escaramuza entre dos tribus de kafires o de indios, y no debemos
tomarnos en serio los estúpidos ‘principios directivos’ de la Historia
universal […]”»[25].
La «comprensión» de ese significado —el desarrollo de la cultura
occidental de huella helénica— tiene lugar gracias a la construcción de
un recorrido metodológico que toma de las fuentes materiales y del vasto
conocimiento histórico sobre dicho acontecimiento los parámetros para la
valoración hipotética de los componentes causales de los que
«esperarse» la «posibilidad objetiva» de que un hecho suceda según las
mismas normas.
El de Weber es, por tanto, un modelo explicativo que no tiende a la
constitución de la historia como saber nomológico determinista, hecho de
leyes universales y necesarias del devenir, que juzga los acontecimientos
basándose en su adecuación a «principios directivos» predeterminados
de la historia, la posición de Meyer y de los modernos historiadores.
El saber histórico-nomológico de Weber es un saber «condicional»,
basado en la explicación causal de las condiciones que hacen posibles
los acontecimientos en un determinado y único ámbito del futuro.

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Cien años después de la polémica con Meyer, en el campo de batalla
de la historia como disciplina en la actualidad, Weber encontraría tal vez
otros contendientes mejor armados de teorías y elaboraciones
conceptuales para la comparación «causal» de los fenómenos en el
devenir de la historia Estos estudiosos aún más «modernos» podrían, de
hecho, criticar a Weber por la sentencia ética que precisamente él,
teórico de la ciencia «libre de valor», en la disputa con Meyer, remite a la
«escaramuza» entre kafires o indios. El giro poscolonial de la
historiografía reciente se propone, simplificando, contrastar la marca
eurocéntrica dominante del saber histórico que —fundado
científicamente— hasta tiempos muy recientes, ha ignorado el punto de
vista y las condiciones de posibilidad, es decir, el significado histórico de
todo el sistema-mundo extraeuropeo, sin olvidar el peso que tuvo sobre
esto el fenómeno de la colonización europea Estos nuevos estudiosos,
quizá, durante el proceso de comprensión de la historia reciente en estos
territorios según el método de la construcción de modelos conceptuales
ideales, podrían plantearle la pregunta resentida que él le hacía a Meyer
sobre Maratón: «¿No podría haber ocurrido de una manera diferente?».

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Los «tipos ideales»: las categorías weberianas de la «comprensión»
Ahora podríamos darle una vuelta más al edificio de los saberes histórico-sociales
para entender algo más. ¿En qué varía el posicionamiento de las ciencias histórico-
sociales tras la intervención de Weber en los éxitos de Dilthey y Rickert en el estatuto
de legitimidad y autonomía de estas como ciencias positivas diferentes de las
naturales? El edificio de la Historia donde residían, en su origen, como sirvientas del
único saber, se ha ido ordenando poco a poco hasta aquí. Pero ¿cómo?

En primer lugar, la reestructuración weberiana afectó a los canales de


comunicación entre las disciplinas. Por un lado, esta resulta ser una operación de
método en tanto que rompe las lógicas de conexión disciplinarias preestablecidas que
anticipaban la dirección, la intensidad y la reciprocidad de contactos entre las ciencias
en función de los supuestos objetos específicos y sistemas a priori de relación
«causal» entre los diferentes factores en cuestión. Por el otro, la operación de Weber
dio resultados importantes en el plano de la legitimación teórica de las ciencias
histórico-sociales. Precisamente contra la predeterminación de la entidad y de la
naturaleza de las conexiones analíticas entre las disciplinas, el carácter «causal»
desmantela las jerarquías disciplinarias que establecen de antemano qué componentes
considerados en su conjunto tenían un mayor peso, cuáles se habían de tener en
cuenta antes, cuáles después y cuáles nunca. Si aceptamos la hipótesis weberiana que
dice que la conexión es, por el contrario, «condicionada», «causal» e «individual»
para la relación con nuevos problemas y situaciones y que pueden constituirse nuevas
disciplinas, transformarse y variar su perímetro de acción, esto explica entonces el
tipo de «regulación» que el método weberiano le da a las ciencias histórico-sociales
para fundamentarlas de manera objetiva. Es decir, se trata en realidad de una
regulación epistemológicamente variable con arreglo a las condiciones subjetivas de
investigación, pero asimismo necesarias para el uso instrumental del conocimiento
histórico para autenticar las posibilidades objetivas del fenómeno considerado y
hacerlo inteligible a todo el mundo. Lo que significa:

Es y seguirá siendo cierto que una demostración científica metódicamente correcta en el ámbito de las ciencias
sociales, si pretende haber alcanzado su fin, tiene que ser reconocida también como correcta por un chino[26].

La ciencia histórica, en consecuencia, se funda como saber «nomológico» en el


momento en que Weber la surte de herramientas analíticas refrendadas e inteligibles,
los «tipos ideales», «cuadros conceptuales uniformes» del comportamiento de un
fenómeno empíricamente observable en la realidad. Como «imputación» de
consecuencias concretas a causas específicas, el conocimiento causal debe emplear
las «regularidades» de las conexiones causales identificadas, como en el ejemplo de
la batalla de Maratón.

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Pero ¿qué son estos principios generales que debería entender incluso un chino,
quien en cambio podría «carecer de “oído” para nuestros imperativos éticos»?[27] ¿Y
cómo funcionan en la investigación «individual» de las ciencias histórico-sociales,
sobre todo si en el sistema empírico weberiano aquellos se contraponen a las lógicas
de sus análogos en las ciencias naturales positivistas? Weber llama «tipos ideales» a
los modelos empíricos que describen una determinada homogeneidad, evidentemente,
«ideal» del comportamiento de un fenómeno observable dado en su devenir histórico.
Estos son una versión analítica e instrumental de ese fenómeno, son las
«abstracciones» empíricas puras en un cuadro coherente de determinación, al
contrario de lo que se proponen las ciencias naturales que, en cambio, deducen el
principio empírico de un caso particular a partir del conocimiento de leyes-modelos
universales a las que recurren como supuestos válidos para esa «constelación
individual» de fenómenos análogos. Para las ciencias de la cultura, los «tipos ideales»
no solo no pueden considerarse en modo alguno coherentes con el comportamiento
de sus homólogos en la realidad, con los que no obstante guardan una relación
exclusiva de comparación analítica, sino que además, el carácter de «individualidad»
del significado específico del suceso considerado impide la elevación teórica de los
«tipos ideales» a leyes universales que expliquen la configuración de la realidad.

[El «tipo ideal»] No es una exposición de lo real, pero pretende proporcionar a la exposición medios de
expresión unívocos. […] Se obtiene intensificando unilateralmente uno o varios puntos de vista y reuniendo
una multitud de fenómenos singulares difusa y discretamente esparcidos unos más en un sitio y otros menos
en otro, pero en modo alguno esporádicamente, que se acomodan a aquellos puntos de vista unilateralmente
destacados en una imagen ideal en sí unitaria[28].

De hecho, como prueba de la validez empírica de dicha comparación


exclusivamente «ideal», las ciencias histórico-sociales contemplan la posibilidad de
que el fenómeno real encuentre una dirección diferente de interpretación respecto a
las hipótesis iniciales, basándose precisamente en el procedimiento metodológico
weberiano según el cual, el «tipo ideal» debe compararse con el fenómeno de la
realidad por su significado específico en «relación de valores». En la comparación
empírica se procede, como ya hemos explicado, por exclusiones progresivas «en
abstracto» de elementos, datos y factores causales sugeridos por el modelo típico-
ideal respecto al fenómeno estudiado en la realidad y, al final de dicho procedimiento,
se declara la adecuación o no entre las condiciones materiales de existencia del
fenómeno en la realidad y el correspondiente comportamiento típico-ideal con el que
se compara. Volviendo a Maratón, Weber debe aplicar y suponer el principio de la
analogía conductual para establecer el valor de la victoria de los griegos, o sea, solo
suponiendo que, de haber ganado, los persas se habrían comportado en Grecia como
hicieron sistemáticamente en otras partes con otros pueblos sometidos.

El saber nomológico así definido no es el fin de las ciencias históricas, sino un


medio metodológico del que estas se sirven. Justo en esa emblemática especificación

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del «tipo ideal», no como fin sino como medio de la investigación histórico-social, es
donde radica el común denominador de las diferentes disciplinas que habitan, según
disposiciones y conexiones variables, el edificio de las ciencias de la cultura. El
funcionamiento metodológico del concepto «abstracto» y «utópico» como «tipo
ideal» a partir del cual determinar su significado cultural «individual» y el
conocimiento de las conexiones causales «condicionadas por esas ideas de valor». Lo
que excluye como fin de la investigación tanto un juicio de valor sobre el fenómeno
como la posibilidad de una explicación universalmente válida, y reconoce como
«deber elemental» del investigador el «autocontrol científico», es decir, la capacidad
de distinguir la lógica comparativa de la realidad en «tipos ideales» de la valoración
de la realidad basándose en ideales, los «juicios de valor». En resumen, el tipo ideal
se entiende aquí como un concepto-límite: «concepto» porque pertenece al orden
epistemológico de una construcción coherente y no contradictoria de los esquemas
«comprensivos» de los fenómenos de la realidad (carácter nomológico); y «límite»
porque es llevado empíricamente al nivel de máxima «abstracción» y generalización
respecto a las variables empíricas consideradas por el procedimiento analítico
weberiano (carácter de objetividad empírica). Con la fantasía, en parte «orientada y
disciplinada con miras a la realidad», y con el estudio más profundo y amplio de la
historia es como el científico weberiano puede crear estos conceptos por niveles de
validez variable y llegar a entender el significado cultural de la realidad en sus
configuraciones históricas, por un lado, y en sus manifestaciones por especie de
objetos, por el otro.

Por ejemplo, del concepto de «cristianismo en la Edad Media» indica:

si pudiéramos llevar a cabo por completo su exposición, evidentemente un caos de conexiones de


pensamientos y sentimientos de toda índole infinitamente diferenciadas y sumamente contradictorias, a pesar
de que la Iglesia de la Edad Media pudo sobre todo conseguir en el más alto grado, por cierto, la unidad de la
fe y de las costumbres. Si se plantease la cuestión de que haya sido en este caos el «cristianismo» de la Edad
Media, con el que, sin embargo, hay que operar a cada paso como con un concepto inmóvil, de donde está lo
«cristiano» que hallamos en las instituciones medievales, mostraríase enseguida que también aquí se viene
empleando en cada caso particular una mera imagen intelectual creada por nosotros[29].

Es un proceso que Weber teoriza y, como puede verse, aplica con cierta
coherencia en las investigaciones contemporáneas de sociología de la religión, pero
que justo en esta fase demuestra un nivel superior de dificultad. En el plano de la
individualización de los «tipos ideales» de los fenómenos sociales estudiados, la
sociología parece reclamar, principalmente cuando se aplica a casos actuales, una
legitimación científica específica entre las disciplinas sociales de carácter histórico ya
admitidas en el edificio de las ciencias de la cultura como sede disciplinaria donde se
busca una verdad, que reclama la validez de una ordenación lógica de la realidad
empírica aun para los chinos, siguiendo nuestro ejemplo[30].

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La «acción social»: el tipo ideal de la sociología
A casi diez años de la primera elaboración metodológica y en constante debate con
las posturas teóricas de su amigo Georg Simmel[31] en 1913 Weber ayuda a la
sociología a dar el paso más grande que jamás antes había dado en el extenso ámbito
de la realidad objeto de la investigación histórico-social.

Tras probarla ya en parte en el análisis del comportamiento económico de las


sociedades capitalistas de orientación religiosa protestante —como bien se verá en las
próximas páginas—, Weber propone la autonomía disciplinaria de la sociología y, en
consecuencia, la posibilidad de erigir un edificio teórico y metodológico dedicado a
ella que no esté inmediatamente conectado con el de la historiografía y las demás
disciplinas sociales. Abandonar la casa-madre metodológica, renovada en sus piedras
angulares por el mismo Weber hasta 1903, significa para la sociología guardar todo lo
descartado e intentar procurarse otros medios de sustento científico frente a la
realidad: un hatillo cargado de objetos, herramientas, métodos y objetivos «viables»
para su nueva condición epistemológica. Entre otros, los conceptos «típico-ideales»
sufren los efectos más significativos en el plano de la redefinición teórico-
metodológica en este proceso de traslado al edificio autónomo de la sociología. Aquí
se les pide que actúen en un campo de investigación distinto del de la indagación
original; el nuevo campo se presenta con características completamente diferentes del
anterior, por lo que el empleo de los «tipos ideales» para la sociología exige la
creación de líneas de investigación más específicas. Después de haber separado la
dirección histórica de la sociológica —a la vez que se establece la hipótesis de que en
el caso concreto se puedan realizar formas de relación entre los dos esquemas de
funcionamiento—, para Weber es esencial, pues, en primer lugar redefinir el ámbito
de investigación de la sociología «comprensiva», o de una disciplina capaz de ofrecer
un punto de vista analítico de la actividad humana no ya construido en su proceso
histórico, sino en su posición social actual. De ahí que la premisa weberiana de que la
«acción humana» en lo social sea el verdadero centro de la sociología «comprensiva»
y de ahí que su cometido inminente, respetando esta definición, sea el de construir
«tipos ideales» específicos referentes a las expresiones del comportamiento humano,
basándose en las mismas características de homogeneidad, repetición y persistencia
—o no— entre el modelo y el fenómeno que se habían establecido para el método
originario de las ciencias histórico-sociales. ¿De cuántas actitudes está formada la
realidad social en la que vivimos? ¿Cuántos propósitos dan sentido al
comportamiento de un individuo? ¿Y qué medios está dispuesto u obligado a utilizar
para alcanzar ese objetivo dicho individuo?

Todas las posibles combinaciones entre causas, fines, propósitos y medios de


acción le sirven a Weber para construir «ideal-típicamente» la uniformidad de la
acción social, que consiste en el hecho de que esta última está «intencionadamente»

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referida a la acción de los demás; también el hecho de que siempre se pueda referir a
ella la define, es decir, la hace posible; y por último, que esta tiene sentido
únicamente sobre la base de la referencia específica a la conducta ajena. A este
primer nivel de acción interindividual se añade, en el análisis general de la acción
social —es decir, dirigido a los demás—, un grado más de definición que tiene en
cuenta la «acción en comunidad» y la «acción asociativa» (o «acción en sociedad»),
que son niveles de comportamiento social en referencia a las «intenciones», a las
«expectativas» y a las «oportunidades» que una persona tiene para poder contar con
las consecuencias de esa acción.

Con «acción en comunidad», Weber se refiere a una acción social basada en las
«intenciones» de quien actúa con respecto a un sistema de relaciones humanas
intrínsecas e integradas, «dotadas de sentido» en la comunidad o grupo contingente
de referencia. Con «acción en sociedad», se refiere al «tipo ideal» de la acción en
comunidad que además:

1. esté dotada de sentido en relación a unas expectativas que se mantengan sobre la


base de ordenamientos;
2. la «apreciación» de estas tenga lugar de manera meramente «racional respecto al
objetivo», respecto a la acción de los individuos asociados que se prevé como
consecuencia;
3. su orientación dotada de sentido se efectúe de manera subjetivamente «racional
respecto a su objetivo»[32].

Por ejemplo, se puede aprehender la «posibilidad objetiva» de la conducta de un


ladrón o de un estafador —escribe más adelante Weber— solo fijándonos en su
expectativa con respecto al comportamiento de otros, que actúa de conformidad con
las leyes y reglas del juego, mientras el ladrón orientado al objetivo del robo y el
estafador orientado al objetivo de la estafa las infringen de forma racional. Pero ¿en
qué sentido un comportamiento se define «racional respecto a su objetivo»? ¿Y
existen, en consecuencia, actitudes irracionales o racionales respecto a alguna otra
cosa?

En las siguientes formulaciones de la metodología sociológica y de sus categorías


empíricas, Weber considera y examina estructuras y procesos colectivos e
individuales que siempre hacen más o menos posibles las acciones sociales, además
de las consecuencias previsibles de estas, atribuyendo las distintas abstracciones a
cuatro tipos ideales básicos de acción social[33]. En una escala decreciente respecto al
nivel de inteligibilidad y de racionalidad de la acción o de la inacción social del
individuo, encontramos:

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1. la «acción social racional respecto a su objetivo», por la cual el hombre-agente
social identifica (subjetivamente) los fines y utiliza los medios (subjetivamente)
eficaces para alcanzar dichos fines. Este primer nivel destaca especialmente
porque es una acción integral y se basa en el requisito de medios —todos los
necesarios— con vistas al objetivo. Según Weber, este tipo de acción caracteriza
al mundo moderno, que a través de cualquier medio intenta obtener el máximo
nivel de organización técnico-científica (acción racional respecto a su objetivo);
2. la acción «racional respecto a su valor» que, por el contrario, se basa en la
incondicional creencia en el valor de un comportamiento respecto a ciertos fines
indiscutiblemente válidos. En este caso, el agente acepta de forma racional los
riesgos (ventajas y desventajas) de la acción por la «fe» que deposita en la
«relación de valores» en la que tal acción está inspirada.

A continuación, se encuentran en la misma escala dos tipos ideales de acción «no


racionales»:

1. la acción «afectiva» de un agente impulsado por circunstancias emocionales,


estados de ánimo y de humor contingentes;
2. la acción «tradicional» motivada por la costumbre, que responde a un uso
establecido por la práctica en el tiempo, o a las costumbres de un determinado
contexto y, por tanto, obedece a un dictado radicado en la tradición y en la
memoria, aunque no necesariamente «correcto».

Los dos primeros tipos de acción social son los atribuibles a la «asociación», los
otros a la «comunidad»: la segunda se sustenta sobre la común pertenencia afectiva o
tradicional, subjetivamente sentida por todos los miembros; la otra se define por la
disposición de los participantes a la acción en función de intereses o vínculos de
interés motivados racionalmente con vistas a cierto objetivo o sistema de valores.

Como se deduce de la descripción de cada uno de los niveles básicos de


comprensión analítica de la acción social, para Weber el sociólogo debe ser capaz de
«comprender» ese comportamiento social concreto poniéndose del lado del sujeto
agente y no desde el punto de vista del observador externo. Por este motivo, el
carácter de subjetividad relativo al nivel de racionalidad e irracionalidad de la acción
o de la inacción es el elemento central del estudio sociológico weberiano. El método
aquí descrito se construye, como ya hemos visto, sobre la tipificación ideal como
forma abstracta de teorización general cuyos objetivos de estudio, sin embargo, son
exclusivamente perceptibles en las manifestaciones específicas y únicas observables
de la realidad. «Comprender», tanto para la sociología como para todas las ciencias
histórico-sociales, prevé un procedimiento mediado por la observación de fenómenos

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particulares y singulares —«lo que es»— sin conceder espacio epistemológico a la
supuesta capacidad «psicológica» del observador científico para dar explicaciones
generales y universales —«lo que debe ser»— sin mediación empírica, y por la única
e intrínseca afinidad con los caracteres esenciales del fenómeno humano observado.
Y sobre la misma base metodológica, la fase «comprensiva» de La ética protestante y
el espíritu del capitalismo (1906) coincide con la aparición de la necesidad de una
investigación sociológica del tipo ideal de la acción racional respecto al objetivo —es
decir, la acción económica— concerniente al capitalismo moderno en sus fases de
desarrollo, pero sobre todo en las condiciones culturales que han influido en sus
dinámicas desde el principio. De esta forma, el espectro de los comportamientos
analizados y teorizados por Weber no solo se «multiplica» en el ámbito de las
modulaciones posibles entre las distintas imputaciones causales, sino que además se
«especializa» en referencia a la realidad política con la definición de los tipos ideales
de poden

Teniendo ya claro el esquema metodológico weberiano, basado en la construcción


del tipo ideal, se hace necesario examinar el más famoso y ambicioso ensayo del
método, que se da en el ámbito de la investigación socioeconómica en torno a uno de
los temas más discutidos de la contemporaneidad: las bases del capitalismo
occidental moderno.

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La ética económica de la religión. El
«punto de vista» de la sociología weberiana
En 1905, Max Weber publica en el Archivo para ciencias sociales y política social un
ensayo titulado La ética protestante y el espíritu del capitalismo, donde expone los
resultados del primer experimento práctico del estudio sociológico basado en la
«doctrina de la ciencia».

Si quisiéramos traducir el ensayo al vocabulario metodológico weberiano


establecido en la primera parte de este libro, se podría resumir la obra de la siguiente
manera: siendo el capitalismo una construcción conceptual «ideal-típica» —como el
Estado, la Iglesia o el feudalismo—, la investigación prospectiva de sus
manifestaciones en la realidad histórica, orientada según puntos de vista subjetivos
libremente elegidos por el investigador, lleva a la descripción de las condiciones
particulares de su realización en el contexto europeo occidental burgués. Para la
manifestación especial del capitalismo occidental, de hecho, más allá de los aspectos
puramente económicos en juego, Weber es consciente de la necesidad de tener en
cuenta también los que en su diccionario de método se podrían definir como
«económicamente relevantes»: las ideas de conducta práctico-racional en su conexión
con los valores propuestos por las creencias mágico-religiosas. El capitalismo
occidental europeo, tema seleccionado subjetivamente por Weber como primer
campo práctico del método, le sugiere al investigador que lo investigue más
detenidamente que valorando tan solo las premisas económicas del progreso técnico e
industrial en el contexto político de principios del siglo XIX. Por lo demás, mediante
la «insuficiencia» de los factores económicos, entre otras cosas, «ideológicamente»
considerados como definitivos, se establece la distancia científica entre él y Marx, a
pesar de que ambos tengan en común el enfoque heurístico de la economía. Según
Weber, la importancia de los factores extraeconómicos se analiza también a través de
la relación de causación «inversa» que los conecta con los factores económicos. De
ahí la elección de observar el fenómeno desde el «punto de vista» de los
condicionamientos que la fe protestante ejerce sobre la conducta práctica de los
individuos y sobre la especial «ética» económica resultante.

El análisis histórico de este particular «tipo» de capitalismo, nacido y


desarrollado en el corazón de Europa junto a la Reforma protestante en su versión
ascética y calvinista, es, por estas y otras razones que se analizarán en su debido
momento, una investigación prospectiva en tanto que está orientada según el punto de
vista unívoco de la relación causal entre religión y economía en la sociedad burguesa
occidental, tal y como se ha expresado en el transcurso de la historia moderna. Este
primer experimento, que más tarde Weber respalda con una teorización más

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desarrollada sobre la sociología de la religión en su contribución experimental al
ámbito de las religiones universales, abre la investigación económica y política desde
donde había partido con sus primeros pasos en el Archivo, junto a sus amigos Jaffé y
Sombart, hasta un conocimiento más profundo del fenómeno económico. El
comportamiento económico, la «acción social racionalmente orientada», puede hallar,
en las premisas conceptuales ideal-típicas weberianas, explicaciones causales en
factores no «económicamente puros» que residen en el espacio múltiple y complejo
de la subjetividad humana, el de la concepción religiosa y/o moral de la existencia.
En este sentido, experimenta y teoriza la inversión de las lógicas de la escuela
histórica y las del materialismo marxista, para las que la única dirección de
causalidad entre factores agentes en el campo histórico-social es la que va de las
causas económicas a los efectos culturales, de la estructura a la superestructura.

Esta reflexión sobre los orígenes del capitalismo le permite a Weber abordar, en el
ámbito de su sociología de la religión, la cuestión fundamental de la especificidad
occidental respecto a las demás grandes civilizaciones. Según el pensador alemán, la
particularidad histórica y cultural de Occidente residiría en la manera en que este ha
teorizado y promovido de forma sistemática la adopción de una acción, individual y
colectiva, de tipo racional. Esta forma mentis es la que le ha permitido a Occidente
imponer su superioridad sobre otras culturas, a menudo instándolas u obligándolas a
una transformación de sus estructuras tradicionales por medio de la adopción de
modos «occidentales» de gestión de la existencia individual y social.

De ahí la critica que se hace, en las fases más recientes de la recepción del
pensamiento del estudioso alemán, a la supuesta superioridad moral de algunas
«razas» sobre otras, y que se dejaría ver en aquellos casos en que Weber describe el
proceso de adopción «universal» del modelo de capitalismo europeo. Estas críticas
indican más bien la imposición que los regímenes coloniales llevaron a cabo en los
territorios no europeos de los sistemas económicos de origen, impidiendo la
autodeterminación de los pueblos autóctonos. Sin embargo, no se trata, sostiene
desde el principio Weber, de una supuesta «superioridad moral» occidental, sino más
bien de una mayor eficacia práctica de ese sistema que lo benefició en términos de
difusión, si bien las formas del capitalismo de fuera de Europa no han resultado ser
en modo alguno su reflejo exacto. Mediante la aplicación en esos determinados
contextos de su método histórico-social, y gracias al amplio conocimiento de la
historia y de la cultura de esos países a través de la literatura secundaria, Weber
identifica la causa de este distinto «destino de la razón», principalmente en la falta del
mismo condicionamiento ético-económico por parte de creencias religiosas por
muchos aspectos distintas a las del protestantismo secularizado occidental. Del
conjunto de las consideraciones sobre la sociología de las religiones, Weber genera,
entre otras cosas, sus reflexiones en el ámbito de la ciencia política y, más

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concretamente, de las instituciones estatales definidas y determinantes de los
contextos particulares del desarrollo capitalista y económico. Ahora es el momento
de entrar en la validez de estos ensayos y de los resultados teóricos obtenidos por la
investigación en el ámbito económico-social de la Alemania y la Europa
contemporáneas y por el estudio sistemático de la historia de los últimos siglos de
desarrollo de la civilización occidental, cuyas particularidades, como las define
Weber, le permitieron difundirse y ser adoptada «universalmente».

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Sobre las religiones y los sistemas económicos

Weber se dedicó al estudio e investigación de las religiones y de los


sistemas económicos «distintos» al europeo capitalista a partir de la
comparación, puesto que «solo así se pueden entender y valorar en su
eficiencia causal, que en cierto sentido es unívoca, aquellos elementos
religiosos de la ética económica occidental que le son propios por
oposición a otros (que no lo son)»[34].
A partir de 1914, con el inicio de la guerra, Weber se concentra más
concretamente en el desarrollo de su extensa «sociología de la religión»
publicando en el Archivo, entre 1916 y 1917, una serie de ensayos, cada
uno de ellos dedicado a los resultados de las investigaciones sobre la
ética económica de las religiones universales: I. Ética económica de las
religiones mundiales; Introducción, Confucionismo y Taoísmo y, II.
Hinduismo y Budismo (1916); III. Judaísmo antiguo (1917).
Aquí Weber trata de demostrar, en cambio, a través de la
comparación de las éticas económicas de cada una de las religiones,
cómo cada culto ha acelerado, ralentizado u obstaculizado la
racionalidad de la vida económica, comprobando así posteriormente su
teoría sobre la conexión causal existente entre esfera religiosa y esfera
económica también en contextos no europeos.

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El «espíritu del capitalismo»: las bases ético-religiosas de
la racionalidad occidental

Por tanto, en una historia universal de la cultura, y desde el punto de


vista puramente económico, el problema central no es, en definitiva, el del
desarrollo de la actividad capitalista (solo cambiante en la forma), desde
el tipo de capitalista aventurero y comercial, del capitalismo que especula
con la guerra, la política y la administración, a las formas actuales de
economía capitalista; sino más bien el del origen del capitalismo industrial
burgués con su organización racional del trabajo libre[35].

Se encuentra en esta declaración de intenciones, en las primeras páginas de la


obra que lo hizo más famoso y discutido durante el siglo XX, La ética protestante, el
«problema central» de donde parte el estudio de Weber sobre los procesos históricos,
económicos, sociales y culturales que le dieron forma al Occidente europeo y
norteamericano de la primera modernidad.

Con este ensayo de 1905, escribe su mujer Marianne, «la estrella de Weber vuelve
a brillar una vez más después de que, a causa de la grave crisis nerviosa, el estudioso
se viera obligado a renunciar de forma dramática al ejercicio de sus energías
vitales»[36]. De hecho, en los resultados de la investigación sobre la «génesis»
económica del mundo moderno[37] es donde Weber, en cierto sentido, aborda directa
y científicamente los síntomas de ese «malestar en la cultura» que percibió a partir de
sus propios equilibrios psicofísicos ya a finales del siglo XIX con respecto a la
radicalización de ciertos fenómenos propios del proceso de modernización de su
tiempo. De hecho, dado que el origen y la naturaleza del capitalismo es un problema
que las ciencias histórico-sociales y económicas tratan inmediatamente después de su
acaecimiento, a caballo entre los siglos XIX y XX, Weber se propone aplicar en el
ámbito del capitalismo moderno occidental la metodología teorizada anteriormente.
Esta operación le permite responder a las teorías coetáneas —además de la marxista,
cabe destacar las posiciones de sus colegas Sombart y Brentano, con quienes dialoga
durante todo el ensayo—, extendiendo la mirada sociológica «económicamente
orientada» al resto del mundo no europeo y al mismo tiempo reflexionar sobre las
dinámicas que desde la ética religiosa pasan por la conducta económica y se
estructuran en las formas de gobierno de la administración pública. El capitalismo
moderno supone, de hecho, para Weber la manifestación específicamente económica
de ese fenómeno de racionalización más general que afecta a Occidente desde la
esfera científica a la artística, desde el ámbito del derecho al de la música, incluso en
el gusto y en la proyección arquitectónica.

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Templos del «espíritu» de la civilización occidental

Entre los años 1895 y 1905, el rey Leopoldo mandó construir una nueva
estación de tren en pleno centro de Amberes. La Centraal Station es el
símbolo de una nueva etapa para Bélgica: la de la campaña colonial en
África y la de la centralidad que los mercados financieros y comerciales
flamencos van adquiriendo poco a poco en la Europa moderna. En esta
coyuntura de desarrollo nacional e internacional, la necesidad de una
estación nueva y moderna, capaz de acoger el flujo de personas y
mercancías que viajan por tierra flamenca, se une al deseo de
monumentalizar el progreso económico en la arquitectura urbana y, en
particular, en la de los edificios destinados a las actividades propias de la
época capitalista. Son los años en que el suelo europeo se cubre de
estaciones ferroviarias, edificios que albergan la nueva institución
financiera de la Bolsa tribunales de justicia prisiones, teatros líricos,
hospitales y manicomios. Estos últimos son la materialización urbana de
la coacción al orden establecido por la modernización de los códigos —
incluidos los de la educación escolar o la gestión sanitaria pública—, y la
tendencia a lo monumental representa la dimensión material y ciudadana
del «espíritu del capitalismo». En aquellos años, Weber escribe que el
«espíritu del capitalismo» europeo occidental, tal y como se ha
desarrollado a lo largo de la historia moderna, es la traducción
secularizada de la «ética protestante», etapa transitoria y en gran medida
avanzada de un proceso de transfiguración de las creencias primitivas
mágico-rituales en comportamientos éticos orientados a lo racional. En
esencia, el mundo moderno, liberado progresivamente de las fuerzas
mágicas y luego de las sagradas —los espíritus y las divinidades—, vive
en un presente dominado por la ciencia y la técnica que ha excluido lo
ultramundano y ha sustituido la fe en lo inescrutable trascendental por la
fe en aquello que se puede comprobar empíricamente. No obstante, el
nuevo «espíritu del capitalismo» no es inmune a una tendencia religiosa
ni a la aparición de entidades pseudodivinas a las que los hombres
modernos, en el «desencantamiento del mundo», pueden dedicar su
existencia y en las que depositar su fe en la salvación, incluso cuando
esta se expresa en el éxito económico y en los negocios. Se da la
circunstancia de que, para un edificio moderno y eficiente como la nueva
estación central de Amberes, el soberano quiere que sus arquitectos se
inspiren en el Panteón romano, a su vez inspirado en el griego. Así pues,
tanto aquí como en la teoría genealógica weberiana, toma forma la
continuidad en la era moderna del capital de los frutos culturales

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originados en la «cuna de la civilización» helénica. Por este motivo, en el
punto central de máxima altura de la nueva construcción, el arquitecto
Delacenserie manda levantar una cúpula inspirada en la del templo
romano:
en los puntos elevados, desde donde los dioses del Panteón de Roma veían al visitante, en la
estación de Amberes se introducen en orden jerárquico las divinidades del siglo XIX: la
minería, la Industria, el tráfico, el comercio y el capital. Alrededor del vestíbulo […] hay fijados
a media altura letreros de piedra con símbolos como gavillas de trigo, martillos cruzados,
ruedas aladas y cosas por el estilo, mientras que el motivo heráldico de la colmena no
simboliza […] la naturaleza puesta al servicio del hombre y tampoco la diligencia en cuanto
virtud social, sino el principio de la acumulación capitalista. Y de entre todas estas figuras
simbólicas […], la que está en la cumbre es el tiempo, representada por las agujas y la esfera
De manera que:
incluso a nosotros, los hombres de hoy, al entrar en el vestíbulo, (…) nos atrapa la sensación
—como pretendía precisamente el arquitecto— de encontrarnos no tanto en un entorno
profano, sino más bien en una catedral consagrada al comercio y al tráfico mundiales[38].
En la introducción a su tratado sobre La ética protestante, Weber se
pregunta, en tanto que «hijo de la civilización moderna europea»: «¿qué
serie de circunstancias ha determinado que hayan surgido solo en
Occidente ciertos hechos culturales sorprendentes […], los cuales
parecen señalar un rumbo evolutivo de validez y alcance universal?».
Entre estos hechos culturales, como escribe a continuación, está también
la «solución del problema de la cúpula, cuyos fundamentos técnicos, sin
embargo, se tomaron prestados de Oriente». Desde el punto de vista
weberiano, la cúpula parecería simbolizar, en todo momento de la
historia universal, la «horma de una organización burocrática
especializada», en la cual se alojan los dioses que en esa época
concreta gobiernan «todos los supuestos básicos de orden político,
económico y técnico, y en especial, […] de la vida social»[39].

La originalidad de la tesis weberiana consiste en haber identificado un aspecto


inédito entre los ya considerados por otras tesis socioeconómicas formuladas al
respecto. Junto a los factores típicos del capitalismo moderno ya existentes, Weber
señala el «espíritu» del capitalismo, una mentalidad económica específica cuyos
orígenes se remontan a los enunciados éticos del protestantismo ascético.

«Recuerda que…»: los aforismos de B. Franklin

Recuerda que el tiempo es dinero;


Recuerda que el crédito es dinero;
Recuerda que el dinero es por naturaleza fecundo y prolífico;

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Recuerda que el buen pagador gobierna la bolsa de otro[40].

Centrándose en las máximas «predicadas» por Benjamín Franklin (1706-1790),


en los aforismos Recuerda que, Weber da la definición general de lo que se debe
entender por espíritu del capitalismo: el impulso adquisitivo de dinero y cada vez más
dinero por parte del individuo, entendido no como medio para satisfacer sus
necesidades materiales, sino como fin y objetivo de la vida misma. Este summum
bonum desprovisto de todo fin eudemonístico y hedonista —tener dinero para
satisfacer necesidades materiales, placeres y deseos de todo tipo— está
aparentemente no solo privado de utilidad para la investigación de la felicidad, sino
también, en cierto sentido, es «irracional» respecto a la inversión de la relación
natural medios-fines. De hecho, es posible —lo presionan sus colegas sociólogos—
reconocer de manera empírica en la historia universal, también de pueblos no
occidentales, una larga tradición «precapitalista» de ganancia por ganancia, un
impulso hacia la consecución de beneficios cada vez mayores, cosa que no solo
invalidaría la teoría weberiana sobre el nacimiento del capitalismo en la primera
modernidad (siglos XVI y XVII), sino que pondría de manifiesto incluso la naturaleza
irracional respecto a las demás expresiones espontáneas y «naturales» de la
racionalidad humana. En pocas palabras, ¿no sería, al contrario de lo que afirma
Weber, la persecución del impulso de la ganancia por la ganancia una actividad
irracional del hombre y no la dirección a la acción racional de la que, en cambio,
habla el sociólogo de Érfurt? Ante esta aparente incongruencia en su consideración
de las razones por las que los hombres deben hacer dinero, Weber vuelve a dejar
hablar a los aforismos del estatista estadounidense: ¿por qué buscar cada vez más
ganancia si luego el dinero no se gastará para satisfacer los deseos ni para obtener un
bienestar cada vez mayor? «Si ves a un hombre solícito en su profesión, ese puede
presentarse ante los reyes» (es decir. Dios), responde Franklin, educado en la
confesión estrictamente calvinista de su padre.

Esta es la piedra angular de las investigaciones del sociólogo alemán sobre los
orígenes del capitalismo occidental: la adquisición de dinero y la acumulación por la
acumulación lícita y pacífica son el resultado y la expresión del éxito profesional de
los hombres en su ascesis laica intramundana en la que la ética calvinista educó a los
hombres desde la primera modernidad, y que coincidió con la difusión de la doctrina
de la iglesia reformada de Martin Lutero (1483-1546). Sin la esperanza de descifrar la
voluntad divina, y al no contar con ningún instrumento de mediación con esta —en la
versión protestante del cristianismo no hay sacramentos, ritos, plegarias ni
penitencias con las que ganarse la salvación en el más allá, pues esta ya está
predeterminada por Dios—, lo único que le queda al hombre es concentrarse en su

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mundanidad, la cual se lleva a cabo y se define exclusivamente en el trabajo y en la
«vocación» por la actividad profesional.

En los actos positivos y materiales de ganancia con los que el espíritu del
capitalismo moderno se manifiesta en el trabajo del individuo y en su vida diaria en la
tierra, la doctrina reformada reconoce las señales de la «predestinación» para la
salvación divina, de por sí más indescifrable e inconquistable. El trabajo así orientado
a la ganancia define la transformación de las actividades artesanales, rurales y
comerciales hasta entonces existentes en un tipo de «empresa» más específico y
estructurado que adopta la racionalización de las lógicas tradicionales. Weber no
ignora las formas de empresa capitalista que históricamente han habitado Europa
hasta la edad moderna, pero en ellas la lógica de «la adquisición por la adquisición»
no parece tener ningún tipo de «enfoque» ético ni racional hacia un beneficio lícito,
sistemático y continuado —pensemos, por ejemplo, en las «agencias» de prestamistas
y magnates de las finanzas encaminadas de modo exclusivo al lucro personal o a las
compañías «de aventura» comerciales o, incluso, mercenarias con fines especulativos
o militares—. Al referirse a algunos estudios estadísticos realizados en Alemania
sobre la formación escolástica de los jóvenes en función de su confesión religiosa,
Weber fija un punto de partida en su construcción teórica: entre católicos y
protestantes —y judíos, dedicados en especial a las actividades especulativas y de
«usura»— existe una clara diferencia entre cuántos se inscriben en institutos de
formación técnica e industrial —trabajadores especializados para la empresa— y
cuántos prefieren una formación clásica. La balanza se inclina notablemente hacia la
instrucción especializada en la empresa cuando se trata de jóvenes generaciones de
confesión protestante, sobre todo en el contexto histórico-social contemporáneo de
las investigaciones realizadas por Weber sobre el tema. A lo largo de la historia de
Alemania durante la primera modernidad —mientras la doctrina protestante comienza
a crecer en las comunidades de las áreas rurales y artesanales y cuando aún el Estado
es una administración imperial jurídicamente centralizada de carácter absoluto y
políticamente «tradicionalista»—, la mentalidad dominante es aquella influida por la
doctrina antimaterialista católica de la Iglesia romana. Obviamente, incluso en este
sistema «precapitalista» y «tradicional», los emprendedores —tanto de la artesanía
corporativa como del «capitalismo de aventura»— están motivados por un
determinado «espíritu», el de las relaciones clientelares con el poder político y el de
la especulación irracional, factores poco sólidos para el desarrollo causal del
capitalismo moderno occidental observado en la contingencia. Se basan en la
mentalidad católica dominante por la que, en el plano estrictamente religioso —para
aquellos que siguen los preceptos doctrinales al pie de la letra—, el beneficio por el
beneficio y la mundanidad de la acción humana son manifestaciones amorales y
peligrosas para la salud del alma. Para el católico, al poder rezar, participar en
ceremonias y, en particular, asegurarse la incertidumbre del más allá mediante

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penitencias, indulgencias, así como sacramentos y «obras de caridad», no existe
ninguna condición real de ventaja en el hecho de dedicar su existencia terrenal a la
adquisición por la adquisición, así como tampoco la persecución ascética de la
«vocación» profesional representa una posibilidad mundana de reconocer una señal
cualquiera de la «predestinación» divina para la salvación. En el siglo XVIII, mientras
la Europa meridional todavía constituye el terreno de adaptación de la ética
económica católica, una filosofía «puramente terrenal» de corte protestante ya había
empezado a invertir los países más desarrollados por el capitalismo en los que el
progreso en el ámbito de la técnica y de la ciencia aplicado en las plantas industriales
había encontrado un espíritu «más adecuado» para las formas económicas del
capitalismo. Pero ¿cuándo y cómo fue posible este ajuste del espíritu?

En un momento de su argumentación, Weber imagina que este «espíritu» educado


según la ética protestante desde el principio de la Reforma anima a la acción a un
joven emprendedor determinado, que «iluminado» se marcha de la ciudad al campo
para escoger cuidadosamente entre los campesinos a los tejedores que formará como
trabajadores especializados de la empresa. Siguiendo una serie de comportamientos
innovadores respecto a la tradición empresarial estática heredada del período
«precapitalista», este joven experimenta a la vez el control del trabajo de sus nuevos
operarios —la organización racional del trabajo básicamente libre— y las dinámicas
entre demanda y oferta en el mercado al que destina sus productos. Así pues, esta
«transformación externamente invisible, pero decisiva para la fijación del nuevo
espíritu en la vida económica», no es obra de «especuladores temerarios y sin
escrúpulos», sino de:

hombres forjados en la ruda escuela de la vida, precavidos y audaces a un mismo tiempo, mesurados y
constantes, con plena y devota entrega a lo propio, con ideas y «principios» estrictamente burgueses[41].

La revolución provocada por este ejército de valientes no es ciertamente un


camino pacífico, sino que se origina en la lucha y en la competencia del mercado, que
a algunos les da fruto en forma de capitales que pueden reinvertir, mientras que a
otros los destina al fracaso. En esta primera batalla por la afirmación de un sistema de
valores —el de la ética económica protestante— por encima de otros «de moda» o,
sencillamente, «tradicionales», Weber ve la primera fase de la «selección» del
espíritu capitalista más adecuado para las condiciones actuales. La racionalización de
la ganancia destinada a la acumulación y la inversión de capitales de forma
continuada y sistemática producen, en esta particular coyuntura histórico-social, la
sustitución de la vida cómoda y tranquila del empresario tradicional y conservador de
su propio status con una:

rigurosa sobriedad de aquellos que trabajaban y ascendían porque ya no querían gastar, sino enriquecerse, o de
quienes, manteniéndose apegados al antiguo estilo, se vieron en la imperiosa necesidad de reducir su plan de
vida[42].

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Dentro del ámbito alemán, Weber refleja los datos de la coincidencia entre el
enriquecimiento de gran parte de las ciudades alemanas y su conversión, en el
siglo XVI, al protestantismo que, como se ha mencionado, no supone la abolición del
predominio religioso en la vida sino, en relación con el catolicismo hasta entonces
dominante, propone un nuevo tipo de dominio caracterizado por la racionalización de
la dedicación profesional al éxito en la vida terrena:

Al interferir cada vez más en los asuntos del mundo (ascetismo laico mundano), crece al mismo tiempo el
aprecio de la importancia del trabajo profesional[43].

Una vez alcanzado el nivel actual de «adaptación» de la «vocación» profesional


al sistema económico dominante, el espíritu del capitalismo ya no necesita descansar
conscientemente sobre las bases religiosas de la ética protestante, es decir, los
coetáneos de Weber actúan en sentido capitalista moderno e industrial sin inspirarse
en principios de la confesión protestante o, si lo hacen, sin ser conscientes totalmente
de que sus actividades profesionales y empresariales están de algún modo
influenciadas por ellos. Este aspecto tan evidente en la sociedad contemporánea
ayuda a Weber a responder las dudas surgidas en torno a la adopción del mismo
espíritu del capitalismo por parte de individuos de confesión católica o
aconfesionales. La «victoria» de la ética económica protestante sobre las demás —de
la que procede la difusión del capitalismo moderno incluso en países y comunidades
distintas de las protestantes— demuestra en sí misma la eficacia de sus prescripciones
respecto a las otras y, al mismo tiempo, el nivel de «secularización» de la
modernidad, la cual es a tal nivel capitalista, industrializada y racionalizada que ya no
necesita ni preceptos religiosos ni obligaciones profesionales basadas en códigos
éticos. El resultado de esta victoria se manifiesta realmente, en la época en que vive
Weber, con la secularización de la ética protestante en la que se basaba en su origen el
espíritu del capitalismo, y que ahora se presenta en los términos de una
Weltanschauung laica: una mentalidad caracterizada por intereses político-
comerciales y político-sociales. La victoria de este espíritu sobre los demás se refleja
así, de manera aún más evidente, en el tipo de instituciones estatales nacionales y
liberales que comienzan, con el siglo XX, a establecerse en aquellos países donde la
economía está monopolizada por las empresas capitalistas y, aún más, en la
masificación burguesa de los individuos que habitan las naciones y alientan las
actividades económicas.

Sigue habiendo una pregunta sin respuesta en relación a la masiva adopción de la


racionalidad económica por parte de esas «clases capitalistas» tradicionales,
«acomodadas» en el mínimo esfuerzo por la máxima ganancia, en la moderación de
las costumbres de la moral católica y contrarios al apego mundano al beneficio.
¿Cómo fue posible que un considerable porcentaje de individuos tan bien

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establecidos en la irracionalidad de los objetivos de sus actividades se pusiera a
disposición de las provocaciones del espíritu de un capitalismo racional, metódico y
dedicado a la acumulación para la inversión? Con los argumentos utilizados hasta
aquí, Weber aclara las condiciones de la «selección» del «espíritu» del capitalismo
moderno por encima de sus competidores históricos, pero es su «surgimiento lo que
se explica»[44].

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«Vocación» y «ascesis» en el desencantamiento de la
modernidad

Puede que incluso el lector más atento no tenga claro aún cómo es posible que en un
tratado de sociología económica, las palabras catolicismo, protestantismo y
calvinismo aparezcan en tan estrecha relación causal con capitalismo y empresa. El
punto de partida de esta «familiaridad» lingüística reside en la relación lógica en la
que Weber sitúa el concepto religioso de «vocación» con el económico de profesión,
y el de «ascesis» con el de beneficio.

Por lo demás, el análisis weberiano de los orígenes religiosos del capitalismo


industrial occidental se articula en las propiedades lingüísticas de la palabra alemana
Beruf —cuya traducción al español es «profesión» y, con mayor exactitud, al inglés
calling—: una fuerte resonancia vinculante que, con esta traducción, los reformistas
luteranos intentaron darle al término bíblico original para «vocación». Este principio
religioso, básico para el proceso de escisión de la Iglesia reformada luterana de la
Iglesia católica de Roma, se convierte, en la investigación de Weber, en el eslabón de
conexión entre los factores histórico-sociales de difusión del espíritu del capitalismo
y las condiciones morales y culturales para la adaptación de los individuos a una
determinada ética profesional, la que permitió la extensión y la intensidad del
desarrollo del capitalismo en el Occidente moderno. En una nota de la obra que ocupa
casi tres páginas del ensayo de 1905, Weber se extiende sobre la reconstrucción
histórico-lingüística de las expresiones en uso en las civilizaciones antiguas para
indicar la «profesión o arte» del comerciante, del artesano o del campesino, el
«deber» o la «labor», el «servicio» o el «oficio» realizados como prestaciones de
trabajo por la persona a su rey o a la autoridad designada. Solo con el particular
«colorido» asumido en las lenguas protestantes alemana e inglesa es como la
expresión representa la prescripción religiosa de «misión impuesta por Dios»,
históricamente desconocida y no empleada en este sentido ni siquiera por los pueblos
de confesión católica. Como ya se ha señalado al introducir este apartado, Weber fija
en la traducción luterana de la Biblia bleibe in deinem Beruf («permanece en tu
profesión») el momento en el que el trabajo entendido como «actividad profesional»
adopta el «colorido» de la ambigüedad ético-religiosa de la «vocación», un concepto
útil y funcional para la afirmación de la doctrina reformada protestante en la que
luego se educa ese «joven emprendedor» que Weber imagina como el portador de la
transformación económica moderna. Por supuesto, también en la Edad Media
cristiana —así como en el tardohelenismo—, el trabajo diario experimenta, desde el
punto de vista de la ética vigente, una evaluación al respecto, pero es solamente con
la «conversión» al protestantismo, en especial en cuanto a las formas laicas de la
ascesis calvinista, metodista, pietista y bautista del siglo XVII en adelante, cuando el

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desempeño del deber profesional asume el significado de una auténtica realización
moral. La búsqueda de la vocación profesional en la mundanidad es, de hecho, la
única manera de estar agradecidos a Dios y glorificarlo con el éxito terreno que se
puede conseguir en la sociedad en que se vive. Por supuesto, no es Lutero quien
sugiere una conducta económica de tipo capitalista, sino que esta se debe sin duda al
contraste de la Reforma con la concepción católica tradicionalmente contraria a la
persecución de la acción mundana como fin último de la vida, la cual sin embargo se
dedica a las prácticas religiosas y espirituales para la conquista de la salvación
después de la muerte (ascesis ultramundana). Según Weber, a Lutero se debe la
afirmación de un principio de moralidad laica entendida sobre la base de creencias
religiosas precisas pero dirigidas a la realización terrenal regulada por una
determinada profesión.

Como suele decirse en casos similares, siempre hay alguien más «realista que el
rey» y, en efecto, la posición de Lutero, aunque pionera a la hora de alimentar el
contraste con los principios doctrinales del catolicismo, va más allá del
tradicionalismo, pero solo hasta cierto punto. Él libera al hombre de la negatividad
que el antimaterialismo tradicional le atribuye a la vida terrenal, pero lo deja
confinado a la aceptación pasiva de su destino mundano, como un recipiente que solo
puede contener los dones concedidos por la Providencia en la templanza de las
costumbres. Para simplificarlo: la «vocación» de Lutero pretende destruir la lógica de
la persecución de la salvación ultramundana a fuerza de obras de caridad
acompañadas de una vida austera sin ímpetu de ambición, en favor de una mayor
conciencia y libertad de acción en la búsqueda de esa parte de existencia terrena que
Dios le destina en todo caso a cada individuo. Al afirmar el valor moral del trabajo
profesional, el reformador alemán no se aleja de los presupuestos teológicos de la
tradición clásica. Es más, permaneciendo en su profesión —Beruf es la «misión
impuesta por Dios»—, el hombre sigue sometido a un imperativo divino y a la
obediencia a la suerte que le ha destinado la Providencia, justo como está establecido
por la doctrina católica. La vocación se acerca cada vez más al concepto de «misión»
recibida por el destino, y el individuo sigue limitado sin ningún reconocimiento
material de su acción en el mundo, que Lutero solo «legitimó» en cierto sentido en su
esencia terrena ontológicamente distinta y distante de la trascendente de Dios.

Los seguidores de Lutero (a los que, como decimos, podríamos calificar de «más
luteristas que Lutero») ya están en ello y trabajan al detalle el texto doctrinario de la
Reforma, con creciente difusión ya en el siglo XVII, en especial en la Europa
continental del norte. La versión «ascética» de la Reforma —cuyos exponentes
históricos más importantes son las corrientes calvinistas, pietistas y metodistas y las
sectas surgidas del movimiento bautista— es la que Weber identifica como fuente de
conexión directa entre la vida religiosa y la acción terrenal «adecuada» para el

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desarrollo del capitalismo moderno. «El hombre de entonces —escribe Weber— se
afana[ba] meditando sobre dogmas aparentemente abstractos en una medida que a su
vez se comprende solamente si consideramos su nexo con intereses práctico-
religiosos». En el «trayecto» hacia la síntesis de esos dogmas, la investigación se
sirve, en el ámbito teológico, de estudios de «segunda mano» para

valernos de nuestro usual procedimiento de sistematizar «ideales», aun cuando en la realidad histórica se nos
dificulte[45].

La fe religiosa por la que más se combate en Europa —en los Estados


desarrollados en sentido capitalista, como los Países Bajos, Inglaterra y Francia— es
el calvinismo, cuyos dogmas principales son abordados por Weber en su
investigación sobre los efectos práctico-económicos: la relación entre Dios y el
hombre, el lugar que ocupa el hombre en el mundo y también, en especial, las
diferentes aplicaciones que el binomio doctrinario trascendencia divina y
«predestinación» de los elegidos genera en el significado y en la práctica calvinista de
la «ascesis intramundana».

El calvinismo, y no solo las «visiones personales» de Calvino (1509-1564), es la


forma específica —podría decirse que «ideal»— de protestantismo de la que Weber
investiga los «fundamentos religiosos de la ascesis laica». En efecto, la construcción
del modelo de estudio que le es necesario exige considerar los factores ético-
religiosos más significativos del fenómeno calvinista y, por ende, los efectos que
estos tienen sobre el comportamiento económicamente orientado de las comunidades
en las que actúan, al mismo tiempo que el desarrollo de la civilización capitalista
dominante desde el siglo XVII en adelante. Para no incurrir en el riesgo al que el
mismo Weber se somete en su obra —es decir, adentrarse en los detalles de la disputa
doctrinal de las iglesias reformadas—, solo hace falta enumerar los puntos más
destacados del código religioso del calvinismo, que describen los principales lazos
éticos a los que Weber atribuye la afinidad con el espíritu del capitalismo:

Libre albedrío: el hombre, tras caer en el pecado, vive en la tierra en estado de


completa desviación del bien que es Dios. Entre el hombre y Dios —que es la
fuente de la existencia del mundo—, hay un abismo insalvable: no existe obra
terrena que el hombre pueda realizar para ganarse la salvación eterna; cualquier
intento se habría de desdeñar, ya que requeriría en el hombre alguna
capacidad/posibilidad de cambiar la voluntad divina o de comprender sus fines.
La única posibilidad que Dios le concede al hombre en su ser mundano es la de
obrar activamente en la tierra con energía, intención y dedicación.
Eterno decreto divino o predisposición: en su inescrutable e inmodificable
creación, la voluntad de Dios ha diseñado solo a algunos entre los fieles elegidos

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para la gracia, que, por tanto, están destinados a la salvación eterna.
Precisamente la absoluta trascendencia divina —el abismo que aleja a Dios del
mundo y del hombre— hace «inútil» (y perjudicial, en términos económicos)
cualquier acción terrenal del hombre dirigida al enriquecimiento o a la mejora de
la vida espiritual en función de una garantía en el otro mundo (certitudo salutis).
Nada puede desviar el designio de Dios si no es la voluntad de Dios.
Justificación mediante la fe: la dedicación a la actividad de cada cual en el
mundo convierte al hombre en un instrumento de la Providencia divina —y no
en un recipiente que lo contiene pasivamente como ocurre para la doctrina
católica tradicional y en parte para la luterana—. Solo trabajar de forma continua
en el mundo puede ayudar al individuo a despejar activamente la duda religiosa,
y concederle la seguridad de ser uno de los elegidos destinados a la gracia. A
diferencia de la lógica luterana, por la que esta salvación tiene lugar por sola fide
según la tradición mística del sentimiento religioso, en la versión calvinista la
expresión «por medio de la fe» asume un carácter instrumental más claro. No es
suficiente con el sentimiento místico de la fe para asegurar la gracia, entre otras
cosas porque sentimientos y estados de ánimo son «señales» ambiguas y
fundamentalmente falsas en cuanto propias de la psicología humana. La
justificación necesita, por el contrario, una fe comprobable en sus efectos
objetivos: debe ser una fe experimentada en la eficacia y en el éxito en la
conducta de vida del cristiano (fides efficax).

De estos tres principios doctrinales fundamentales deriva el aislamiento absoluto


del hombre, no solo de la esfera divina y trascendente, sino también con respecto a la
relación con los demás hombres de fe en la tierra, todos afectados e imbuidos con el
«pathos inhumano» de dicha doctrina y envueltos por un nuevo y extraordinario
sentimiento de soledad interior. De aquí surgen además las primeras evidencias del
camino desde un progresivo «desencantamiento del mundo» preconizado por Weber
hasta las primeras reflexiones histórico-sociológicas sobre la importancia causal de
las creencias religiosas en su interconexión con los desarrollos culturales más
generales de la civilización a la que pertenecen. La «eliminación del elemento mágico
en el mundo» comienza, para Weber, con las profecías judaicas y continúa con el
pensamiento científico griego, desestimando los medios mágicos como supersticiones
peligrosas. En el punto álgido de esta liberación se encuentra la doctrina calvinista de
la «ascesis intramundana»: exceptuando las oraciones, las obras de caridad, las
penitencias, los ritos y las ceremonias religiosas —incluidos los funerales—, aunque
se practiquen por el «único» bien del prójimo, en la incertidumbre total de la vida y
del designio divino, al individuo solo le queda ir al encuentro de su destino de estar
solo, de persona individualmente relegada a una existencia totalmente terrenal. Al
estar este destino previamente fijado por Dios y ser por ello sumamente justo, al

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perseguirlo por medio de la actividad profesional, el hombre le ofrece al divino el
único servicio con el que le está permitido dirigirse a su voluntad: el de glorificarlo a
través del máximo éxito de su diseño inescrutable en la tierra. En este punto exacto es
donde la vocación luterana, privada de toda posibilidad de estímulo personal del
hombre y enjaulada en la obediencia ciega, es dotada de un nuevo «colorido» que
redefine su significado. En primer lugar, el libre albedrío ensancha las redes de la
«misión impuesta por Dios» (Beruf) a la que Lutero forzó al hombre: este debe, en
cambio, dedicar su vida a la elección y a la persecución de la profesión para la que
está destinado, en la que puede «comprobar» con datos reales de éxito que
conseguirá, en su vida terrenal, glorificar el designio de Dios. La maximización de
los beneficios del trabajo, el estímulo para la consecución de resultados cada vez
mejores y mayor éxito en la actividad personal son las vías intramundanas de la
ascesis calvinista y, como tales, son los únicos criterios a través de los cuales el
individuo de fe puede esperar reconocer las señales de la elección divina, además de
la evidencia de que esté persiguiendo la vocación profesional correcta.

Esta búsqueda de la vocación profesional cobra en la praxis ética del hombre


medio —el individuo burgués y el trabajador, ambos especializados en la formación
técnica profesional de carácter industrial— una conducta de vida sistemática y
metódica, con continuidad tenaz y racionalidad precisa, calculadas sobre la base de la
utilidad y de la eficacia de las actividades profesionales. Retumba en estas palabras la
definición de las múltiples versiones secundarias que el calvinismo y el ascetismo
intramundano asumen entre los siglos XVII y XVIII en las comunidades reformadas y
«regeneradas» de los países angloamericanos, Alemania y Holanda; los metodistas y
los precisistas en particular, artífices junto a los puritanos y a los pietistas —
promotores, entre otras cosas, de una regeneración total de la Iglesia reformada— de
una auténtica militancia terrenal de los fieles que se despertaron hacia su vocación
mundana (ecclesia militans).

La precisión con la que los reformistas siguen la ética religiosa en la ascesis


mundana se traduce directamente en una conducta práctico-económica evidente en
las formas más banales de gestión de las actividades y de las empresas profesionales.
Por ejemplo, la costumbre precisista de tener un «diario religioso» para controlar su
templanza en la satisfacción de los deseos y de los placeres, y para comprobar en una
tabla los progresos realizados en la gracia, se convierte de inmediato en el modelo en
el que imaginar y establecer un registro contable con numerosos esquemas, tablas y
estadísticas relativas a la ganancia y a los niveles de éxito profesional. En esta
particular presencia en el mundo como monjes laicos —aunque según una difusión
logística diferente en Alemania y en Inglaterra o en Estados Unidos— y en las
dinámicas internas de transformación sistemática y racional de la vida ética colectiva
es donde Weber identifica las condiciones que hacen posible la «victoria» de la ética

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protestante, así como su propagación como modelo eficaz de comportamiento de la
vida laica también en comunidades y países no predominantemente protestantes. El
nivel alcanzado por este tipo de transformación colectiva entre los pueblos europeos
y norteamericanos se debe, según Weber; a un tercer actor de la ascesis protestante,
autónomo respecto a la doctrina calvinista, pero capaz de radicalizar al máximo las
consecuencias de la ética religiosa aplicada a la morfología de la comunidad
«convertida». Se trata de las sectas del movimiento bautista, así como de los
menonitas y cuáqueros. La ausencia imperativa en sus comunidades religiosas de
cualquier institución formal y normativa entendida como iglesia o como orden
eclesiástico en el que delegar la autoridad a través de normas o códigos doctrinales y,
además, la ferviente persecución de la ascesis laica (más propia del calvinismo
originario, de algún modo vinculado a las formas institucionales de la «iglesia
militante» tradicional) permiten la difusión de una individualización cada vez mayor
de la actividad ascética, cada vez más racionalizada en cuanto expresión de un
sometimiento personal, total y voluntario.

Así es que:

la idea que el protestante se forjó acerca de la profesión dio por resultado esta «racionalización» del
comportamiento en el mundo, con la mira puesta en el más allá. […] Ahora, […] acomete el mercadeo de la
vida: asegura los portones de los claustros: se encuentra consagrado a saturar esa vida con su método, a
transformarla en vida racional en el mundo[46].

Pero ¿de qué mundo habla Weber? La realidad histórico-social a la que se refiere
el sociólogo de Érfurt en este fragmento de su razonamiento es en especial la
anglosajona del siglo XVIII[47], en la que el calvinismo tiene mayor difusión en su
versión aún más «rigorista» de los puritanos, de la que es pionero el teólogo y
predicador Richard Baxter (1615-1691). Alejándose de la jaula luterana de
obediencia hacia un destino mundano preestablecido por Dios, el ascetismo puritano
se presenta como la forma más laica y más radical de la consecución de la vocación
calvinista en la vida económica diaria. Esta no está preestablecida ni limitada por
condiciones inamovibles, sino que el hombre está tanto más agradecido a Dios cuanto
mejor se las ingenie en la búsqueda de la profesión que mayor éxito le permita tener
en la tierra para mayor gloria de Dios.

En esta radicalización de la ascesis ultramundana, Weber ve el elemento que


conduce la ética económica a la definición del espíritu del capitalismo moderno. Por
un lado, como individualización de la moral económica para la relación aún más
estrecha entre la fe «eficaz» del individuo abandonado a sí mismo y las señales de su
«justificación» divina, y por otro, como definición del principio «utilitarista» de la
actividad profesional subyacente a la secularización de la vocación en sentido
completamente laico y aconfesional. Con lo primero se define el perfil privado,
individual y burgués de la economía capitalista, con lo segundo se reconoce la

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continua tensión en la mejora de técnicas y dinámicas profesionales destinadas al
incremento del éxito y de la ganancia, y por tanto de la riqueza. Al ser esta
rigurosamente «instrumental» para la glorificación de Dios, y por ello no hedonista,
la estabilidad profesional que deriva de ella no hace sino iluminar moralmente

con un resplandor magnifícente esta reiterada predicación puritana del valor ascético de la profesión estable, y
así ocurre con el hombre de negocios, respecto a la interpretación providencialista ante la posibilidad de lucrar
con él, al self-made man burgués[48]. La rígida limitación puritana del uso hedonístico de la riqueza, junto a las
demás condiciones éticas incluidas en esta Weltanschauung calvinista, es uno de los factores más poderosos de
definición del espíritu del capitalismo como una mentalidad dedicada a la acumulación de «capitales», al
beneficio que no se gasta, sino que se reinvierte en otras actividades, como conducta burguesa
económicamente racional. La «cuna del moderno homo economicus», como lo llama Weber, es por tanto la de
los movimientos religiosos más radicales y la de las sectas calvinistas; su importancia para el desarrollo
económico reciente reside en los efectos educativos del ascetismo laico. De acuerdo con Weber, sin embargo,
el mundo «en el» que estos tienen pleno desarrollo es aquel en el que, cuando empiezan a extinguirse la
efervescencia puramente religiosa y la «búsqueda violenta del reino de Dios», la ascesis deriva en la «sobria
virtud de la profesión».

Es un mundo que se encuentra en el nivel más alto de su desacralización, laicismo


y secularización; un mundo «desencantado» en el que la raíz religiosa del espíritu del
capitalismo se marchita a favor de una ética más racionalmente utilitaria y terrena, y
donde el trabajo se hace solo «profesión» y deja de ser vocación ascética, tanto para
el trabajador como para el empresario, en su actividad empresarial en la sociedad
capitalista burguesa moderna. Weber la describe técnicamente como el lugar de la
acción económica racional «formal», basada en supuestos concretos de cálculo
monetario, frente al racional «material» que asocia por el contrario al modelo
socialista, orientado a una valoración de la ganancia de base ética, política, hedonista
o de «cualquier otra clase».

Únicamente ha sido nuestro Occidente en donde se han conocido las explotaciones racionales capitalistas con
capital fijo, trabajo libre y una especialización y coordinación racional de ese trabajo, así como una
distribución de los servicios puramente económica sobre la base de economías lucrativas capitalistas. Es aquí
únicamente donde se ha dado, como forma típica y dominante de la cobertura de las necesidades de amplias
masas, la organización del trabajo de carácter formalmente voluntario, con obreros expropiados de los medios
de producción y con apropiación de las empresas por parte de los poseedores de los valores industriales.
Únicamente en nuestro Occidente es donde se conocieron el crédito público en la forma de emisión de valores
rentables, la comercialización de efectos y valores, los negocios de emisión y financiamiento como objeto de
explotaciones racionales, el comercio en bolsa de mercaderías y valores, los mercados de dinero y de
capitales, y las asociaciones monopolistas como forma de organización racional y lucrativa de empresas de
producción[49].

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Abecedario económico esencial

Podemos resumir la elaborada y extensa reflexión sobre las religiones


universales del mundo que Weber desarrolla a partir de las
interconexiones entre la ética económica propuesta por las creencias
religiosas y el «tipo» especifico de «espíritu» económico que habita las
sociedades en las que interactúan estos factores.
Para hacerlo, resulta conveniente darle al lector un dispositivo de
«comprensión» más fácil y adaptado al aprendizaje de las primeras
nociones básicas de una lengua —la de la «sociología económica de las
religiones» de Weber— que se extiende por una compleja serie de obras
que custodian, como diccionarios analíticos, instrumentos de
investigación y estrategias de «legibilidad»: desde La ética protestante y
el espíritu del capitalismo (1905)[50] a Economía y sociedad (póstumo,
1922), pasando por la serie de ensayos de su Sociología de la religión.
Tras realizar, hasta aquí, los recorridos analíticos en los ámbitos de
investigación preferidos por el autor, solo nos falta definir las palabras
esenciales del discurso weberiano sobre economía, religión y sociedad,
útiles para dar una imagen instantánea del tiempo en el que Weber se
interesó «unívocamente» por este orden determinado de factores
causales.

A. de Acción social racional respecto al objetivo. Es una acción


orientada (subjetivamente) por «fines» deseados y considerados
racionalmente como consecuencias del empleo de «medios»
(subjetivamente) eficaces para alcanzar esos «fines». Es una acción
exhaustiva basada en la prescripción de unos medios —todos
necesarios para el objetivo— y está determinada por las
«expectativas» sobre el comportamiento de los objetos y de los
demás individuos del mundo externo.
La acción económica capitalista de la sociedad burguesa
occidental moderna es una acción racional «formal» orientada
sistemáticamente y sin interrupción al objetivo ya que es «un acto
económico (…) que se apoya en la expectativa de ganancia
resultante del juego de recíprocas posibilidades del intercambio, en
clásicas probabilidades pacíficas lucrativas». Ello se distingue,
también en sus formas históricas, de la acción económica racional
«material» que está orientada a exigencias concretas «éticas,
políticas, utilitarias, hedonistas, estamentales, igualitarias o de

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cualquiera otra clase»[51] y por la cual la función formal del cálculo
monetario está subordinada, o incluso es contradictoria respecto a
los objetivos (modelo socialista).
El comportamiento económicamente racional respecto al objetivo
sobre el que, en opinión de Weber, descansa el capitalismo burgués
occidental es el definido por la ética calvinista de la «ascesis
intramundana»: la versión reformada de la ascesis mística católica
tradicional, dirigida a la persecución de la salvación en el otro mundo
por medio de rezos, sacramentos y obras de caridad. En la práctica
ascética calvinista, en cambio, la esencia mundana de la existencia
del hombre hace indispensable en su comportamiento para la
glorificación de la voluntad divina la persecución más coherente y
recta de la acción en el mundo, de ahí el vuelco del concepto
tradicional de ascesis: de ultramundana, de la vida espiritual y de lo
trascendente, a intramundana, relativa a la vida terrenal y a lo
inmanente.
B. de Beruf: palabra alemana que comprende una ambivalencia
semántica.
Beruf como «vocación»; Beruf como «profesión». En ambos
casos, tomado de la historia cultural moderna y la adecuación de las
premisas religiosas del término en la secularización de la sociedad,
señala una dedicación apasionada a una tarea por la que nos
sentimos atraídos. Weber encuentra el origen de esta ambivalencia
en la ya famosa frase de Lutero (1517): «Que cada cual permanezca
en la profesión (Beruf) donde estaba cuando fue llamado (berufen)».
En esta expresión se resume la base de la interpretación
weberiana de los orígenes protestantes y del desarrollo calvinista de
la mentalidad económica capitalista que domina el mundo moderno.
La dedicación al trabajo como forma laica de cumplir con la
prescripción religiosa de perseguir el éxito mundano para obtener la
salvación a la que Dios destina al hombre. Weber utiliza este mismo
principio para reflexionar y entender la profesión política y la ciencia
como «vocación» a la que dedicarse con la máxima rectitud:
«Debemos ponernos a trabajar y satisfacer, como hombres y como
profesionales, las “exigencias de cada día”»[52].
C. de Capitalismo, moderno, burgués y occidental (europeo y
estadounidense): «la organización racional del trabajo formalmente
libre», cuya peculiaridad consiste en la institución de la empresa
industrial. Esta, además de a las coyunturas del mercado, le debe su
peculiar desarrollo a otros dos elementos determinantes: «la

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separación de la administración doméstica de la industria (que
actualmente es un principio básico de la vida económica) y la
consecuente contabilidad racional». Pero es a la organización del
trabajo a la que el capitalismo occidental contemporáneo de Weber
le debe su peculiar desarrollo, estrechamente conectado al
nacimiento de la burguesía occidental —es decir, del proletariado
industrial—. Como corolario de causas simultáneas a la principal del
trabajo, Weber reconoce la importancia decisiva del desarrollo de las
posibilidades técnicas y —en el plano de la contabilidad y de la
administración formal de la empresa— el de las normas del derecho.
D. de Desencantamiento del mundo moderno: Weber resume en esta
expresión el proceso, investigado por él mismo, de racionalización
de las manifestaciones culturales en la civilización occidental a lo
largo de su historia hasta principios del siglo XX. Solo en Occidente
—aunque también se cultivaran las ciencias empíricas en la India,
China, Egipto y «Babilonia»— a partir de la cultura helénica, la
ciencia, el derecho, el arte, incluso la música y la tipografía
alcanzaron un alto grado de desarrollo y especialización. Esto se
demuestra con mayor evidencia en la institución del Estado y de la
burocracia, así como, por supuesto, en el sistema económico
capitalista, las dos formas más características del racionalismo
moderno. Así fue como el mundo moderno occidental recorrió en su
historia —y está alcanzando en el siglo XX de Weber— el máximo
nivel de vaciado de fuerzas mágico-sagradas que lo habitaban
desde la Antigüedad, convirtiéndose en un simple objeto y escenario
de la acción del hombre. El desencantamiento tuvo, de hecho, varias
fases en la historia occidental y en la de las demás religiones
universales estudiadas por Weber, pero la etapa que alcanzó en la
modernidad europea y estadounidense supuso la posterior
superación del «racionalismo religioso» de la Iglesia reformada y del
positivismo científico decimonónico. Con la progresiva secularización
de los órganos religiosos y la especialización de la ciencia y la
técnica, ese proceso que ya dura miles de años parece encontrar su
manifestación emblemática únicamente en el mundo moderno
occidental, el cual, en cambio, para Weber, no es el mundo de la
perfección conseguida, sino un mundo desgarrado por conflictos de
valores y de formas de existencia. El hombre moderno —y él mismo
— viven como en una «jaula de hierro» a la que la ciencia, sustituta
de la divinidad, no sabe dar soluciones definitivas, ideas de

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salvación y de liberación.
E. de Ética económica de las religiones. Según Weber, no se trata del
compendio doctrinario de las teorías teológicas de las diferentes
religiones, sino del conjunto de componentes psicológicos y las
prácticas que influyen en la acción social racional de los individuos.
Estas pueden ser no solo de carácter socioeconómico, sino también
de tipo histórico, político, nacional o geográfico. En el caso de la
ética económica protestante, Weber destaca cómo —por la
especificidad de las conexiones entre factores religiosos y factores
pragmáticos socioculturales— se define, particularmente en los
orígenes, no como una:

técnica vital, sino como una «ética» especifica, y el hecho de


quebrantarla es una omisión del deber (…) es un verdadero
ethos lo que da a entender.

El propio «espíritu» del capitalismo occidental moderno «deriva»,


a juicio de Weber, del protestantismo ascético, en especial del
calvinismo, el cual reconoce en la búsqueda del deber profesional
(cfr. Beruf) y en el éxito la señal terrena de la salvación divina, de
otro modo ininteligible. Una vez alcanzada la hegemonía en la vida
económica, el ordenamiento capitalista actual es «un cosmos
excepcional en el cual el hombre nace» y «en donde habrá de vivir».
El ethos económico del deber profesional se le enseña según un
largo proceso educativo como una obligación moral «social» para
con el objeto de su actividad profesional.

Este es, por tanto, el mundo moderno actual «en el» que actúa el individuo
heredero del progresivo laicismo de la ética económica en el sentido de un verdadero
ordenamiento económico codificado y vinculado al desarrollo de la técnica para el
crecimiento cada vez mayor de la producción industrial en base técnico-formal del
cálculo monetario. Para describirlo con un léxico menos rígido que el sociológico y
dar una imagen que se ajuste más a las contingencias reales de la modernidad por
«cómo es» y no por el tipo ideal que la convierte en icono, a Weber solo le queda
basarse en las conclusiones premonitorias y trágicas del Fausto de Goethe. El mundo
moderno capitalista y monopolista es, para la humanidad forzada por la
racionalización económica, una «jaula de hierro» que le impone a cada individuo
«tener que» ser profesional allí donde, por el contrario, el puritano lo «quiere ser»[53].

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El capitalismo sale así victorioso, aunque completamente despojado del manto
ético del espíritu de la ascesis protestante. En el mundo cada vez más desencantado
por la ética religiosa, asimismo mundana y laica como la calvinista, los hombres
persiguen el beneficio sin fines morales. Este se convierte en una búsqueda no de
medios para glorificar a Dios o para llevar una vida terrenal de forma ética, sino de
fines por sí mismos. De aquí surge el riesgo al que se enfrenta la sociedad occidental
moderna en la que vive el propio Weber y que ve habitada por hombres que fueron
educados durante generaciones en el mismo espíritu capitalista desencantado y
éticamente desorientado.

Sin aventurar profecías infundadas empíricamente ni pretender señalar con este


estudio una conclusión definitiva de la investigación sobre los orígenes del
capitalismo moderno, la cual podrá ser siempre objeto de nuevas reflexiones basadas
en los nuevos puntos de observación, Weber también intenta mirar más allá de los
barrotes de la jaula de hierro donde se perfilan los «últimos hombres de esta
evolución de la civilización».

No es posible predecir dónde ni quién sea el que llene el cofre vacío; tampoco es previsible si al cabo de tan
inaudito movimiento evolutivo reaparecerán seres con el don de la profecía y si llegará el día en que se podrá
presenciar un vigoroso resurgimiento de aquellas ideas e ideales de antaño. También puede que ocurra a la
inversa, que una ráfaga cubra todo, petrificándolo de un modo mecanizado y se produzca una convulsión en la
que, en su totalidad, los unos pelearán con los otros. En semejante situación, los últimos supervivientes de esta
etapa de la civilización podrán atribuirse estas palabras: «especialistas desprovistos de espiritualidad, gozantes
desprovistos de corazón: estos ineptos creen haber escalado una nueva etapa de la humanidad, a la que nunca
antes pudieron dar alcance»[54].

En el patrón evolutivo que de la magia llega hasta la ciencia pasando por la


religión, Weber insinúa el «desencantamiento» por el destino positivo y positivista
que el paradigma del progreso técnico parece imponer en la fase contemporánea de la
civilización occidental. En la sociedad desencantada, sin Dios ni profetas, no existe ni
la perfección ni la absoluta coherencia, es más, todo parece demostrar lo contrario: no
hay posibilidad de darle sentido a una gracia aún por venir y a los objetivos de la
acción terrena, la humanidad vive en un continuo conflicto entre sistemas opuestos de
valores que intentan afirmarse los unos sobre los otros, sin por ello poder «presumir»
de una justificación que pida un diseño divino inescrutable.

Para Weber, es la ciencia quien ha de facilitarle al hombre las herramientas


técnicas para dominar el mundo en sus manifestaciones conflictivas y la vida en sus
incertidumbres mundanas. Seguidamente, a la ciencia social le compete comprender
el significado de la acción de los hombres, las condiciones y los medios empleados
para conseguir los objetivos establecidos por los diferentes sistemas de valores y
criticar de forma empírica estos últimos en relación a las visiones del mundo que
contraponen. Sin embargo, es tarea de la política abordar la realidad en su naturaleza
caótica y conflictiva, responder a la irracionalidad del mundo y actuar en este de

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forma racional «respecto al objetivo» y de manera ética «respecto al valor», para la
persecución del ideal humano como forma de vocación intelectual.

En sus últimos años de vida, entregados a la ciencia, Weber asimismo les dedica a
estas expresiones de la vocación profesional —la del científico y la del político— las
reflexiones más vinculantes sobre la actualidad del mundo lacerado por la primera
guerra mundial. Todos estos niveles de sistematización de su pensamiento —
especialmente sobre la relación entre economía y ordenamientos sociales, cuestión
que lo enfrenta a sus compañeros del socialismo de cátedra—, mientras aún elabora
sus reflexiones sobre la sociología de la religión en mitad de la evolución político-
social de la Alemania de su tiempo, se recogen en la que ya en numerosas ocasiones
ha sido catalogada como la summa de su pensamiento teórico y científico, Economía
y sociedad. A estas alturas de nuestro volumen, intentaremos recoger los pasajes que
hablan de la sistematización principal de los estudios realizados en el campo social y
político, dada la imposibilidad de expresar en solo unas pocas pinceladas toda la
complejidad y la densidad de esta obra monumental.

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Ética y política: el trabajo intelectual y las
formas de poder
Las ciencias sociales desarrolladas por el pensamiento y la investigación de campo de
Max Weber se legitiman en la complejidad del presente moderno, como se ha dicho,
como Kulturwissenschaften, o ciencias de la cultura, o mejor aún, de las culturas y las
antinomias que se manifiestan en la realidad de la condición humana diaria.

En la primera parte de esta obra hemos visto las fases de construcción


metodológica del carácter «comprensivo» y «causal» de las ciencias empíricas
weberianas: «históricas» porque están encaminadas a valorar la eficacia causal de los
diferentes antecedentes en el único y específico acontecimiento considerado:
«sociales» porque tienden a establecer relaciones y conexiones entre causas
simultáneas que sucedieron o que son susceptibles de repetirse. La herramienta
principal de esta comprensión es el «tipo ideal» que, incluso en sus diferentes
variantes, mantiene el carácter fundamental de servir en la racionalización del
comportamiento de los hombres en su existencia o de un fenómeno en su particular
transcurso histórico. El tipo ideal, con su estructura lógica, coherente y homogénea,
es un medio para comprender el significado subjetivo de un determinado objeto de
estudio. En esta doble naturaleza histórico-social de la «comprensión» de la
existencia está el objetivo de las Kulturwissenschaften: indagar en los fenómenos
históricos que crean los sistemas de valores a partir de los que se originan los
comportamientos humanos y, avanzando desde el estudio sociológico de las
elecciones individuales en relación a esos valores, analizar las dinámicas antinómicas
que permiten la afirmación de un sistema por encima de otro.

Esta compleja dinámica metodológica y de investigación ha ido resolviéndose


con el estudio que hizo famoso a Max Weber en el siglo XX en torno a la relación
entre la ética económica protestante —una «filosofía de los valores», un ethos de
comportamiento— y el espíritu del capitalismo —una «teoría de la acción», las
formas prácticas a través de las cuales los hombres «obran» esos valores en la
realidad—. Pero el interés del científico histórico-social Weber por la acción humana
no se detiene solo en la consideración de los orígenes religiosos del sistema
económico en el que se encuentra viviendo como en una gigantesca «jaula de hierro».
Como ya hemos mencionado, una gran parte de las teorías y de su corolario ve, en la
década de 1909 a 1919-1920, una sistematización global en la obra que se publicó
tras su muerte, Economía y sociedad[55]. En la primera parte del primer volumen de la
obra, Teoría de las categorías sociológicas, Weber repasa todas las reflexiones
anteriores sobre la ciencia, desarrollando y sistematizando el enfoque metodológico y
conceptual de la sociología comprensiva: de las categorías sociológicas

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fundamentales a las específicas de la acción económica. En el tercer capítulo de esta
primera parte, en cambio, Weber se dedica a la clasificación de «los tipos de
dominación», permaneciendo todavía en el plano de la categorización ideal pero
dándole alas a cuestiones decisivas en la actualidad del mundo moderno, que
atraviesa una fuerte crisis de sistemas e instituciones: «la legitimidad del poder»; los
tipos ideales del poder legítimo; las formas de «orden social» basadas en la
«distribución del poder». En la segunda parte del mismo volumen, partiendo de las
consideraciones empíricas sobre la conexión entre economía y ordenamientos
sociales tal y como se van construyendo en los ensayos contemporáneos más
importantes sobre el tema —en especial La ética protestante y Sociología de la
religión—, Weber emprende una compleja reconstrucción de las interconexiones
entre los aspectos de la sociología general, los de la sociología económica y,
obviamente, los de la ética religiosa. Si cuando asume el rol del sociólogo de la
religión, Weber examina y reconstruye los comportamientos y las influencias de las
creencias religiosas en el comportamiento económico-social del individuo y de la
sociedad, cuando se pone en la piel del filósofo de la política —o de los sistemas de
valores en los que se basa la acción de los hombres en la realidad—, se encarga de
clasificar teórica e ideal-típicamente las interconexiones sociológicas entre derecho y
poder, tal como han ido manifestándose en la realidad en las formas jurídico-
institucionales.

A lo largo de esta década de sistematización del pensamiento científico, y


particularmente en esta fase más pragmática de la reflexión político-sociológica,
Weber se inscribe en ese grupo de intelectuales «frustrados por la política»[56] que
persiguen científicamente la «vocación» de elaborar y comprender las antinomias de
la acción política, no pudiendo satisfacer otro tipo de «vocación», la de desempeñar
en primera persona un papel activo en las elecciones políticas contingentes. Lo
demuestran, entre otras cosas, las trascripciones en forma de ensayo de dos
conferencias de 1917 y 1919, La ciencia como profesión y La política como
profesión, incluidas en un ciclo de actos sobre el tema del trabajo intelectual[57] y que
Weber dio ante el «libre movimiento estudiantil» de Múnich. En estas dos
intervenciones es donde se localiza el paso de la posición teórico-científica del
estudioso Weber a la que se podría definir, si no como político, sin duda como el
hombre comprometido políticamente, el cual alienta a hacer del método crítico de las
ciencias sociales una herramienta de conocimiento pragmático del mundo y de los
hechos en función de un comportamiento ético responsable.

A continuación, trataremos de seguir la construcción de esta concreta conexión


causal entre ética, política y ciencias sociales, viendo en especial los análisis y
definiciones útiles para la descripción del mundo moderno desde el complejo y
múltiple punto de observación de Max Weber.

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Poder, dominación y estructuras formales de la acción
social

Como hemos dicho en la conclusión de la primera parte de esta obra, la tarea de la


sociología comprensiva es entender la acción social y explicarla causalmente en sus
manifestaciones y en sus efectos.

Comprender la acción social por «cómo es» en la realidad necesita la


construcción de tipos ideales que, aun sin aportar una disertación detallada, le
permiten al estudioso acercarse todo lo posible a su objeto, integrando los casos en el
esquema puro de comparación. Weber destaca que esto es especialmente cierto
porque la mayor racionalidad en el cálculo de los medios para alcanzar los fines en la
realidad le otorga al científico una mayor inteligibilidad en el plano del análisis
puramente científico. Por eso, Weber se concentra a lo largo de los años en la
precisión de las «categorías sociológicas fundamentales»[58], intentando tener en
cuenta ante todo la multiplicidad de los comportamientos humanos en la realidad. De
esta dilatada pero nunca acabada reflexión, Weber infiere la definición de la «unidad»
fundamental de la acción, la «relación social», entendida como comportamiento
instaurado entre individuos según su contenido de significado y orientado conforme a
ello: una acción que prevé reciprocidad. Esta puede determinarse de modo duradero o
modificarse en el tiempo, tener cualquier contenido de significado, pero en todo caso
se caracteriza ideal-típicamente por el hecho de estar siempre orientada por una
intención y ser susceptible de análisis empírico precisamente por medio de las
uniformidades de conducta que se repiten —o son susceptibles de repetirse— según
el «uso» o la «costumbre». El «uso» es una acción social determinada por una
tradición y es la forma más pragmática y concreta de la acción social; la
«costumbre», en cambio, es una regla garantizada desde el exterior que el individuo
elige voluntariamente seguir e incluir en su comportamiento, esperando que los
demás miembros del grupo también se comporten del mismo modo.

Entre las demás categorías fundamentales de la acción social, Weber, que observa
de manera realista su época y el debate socioeconómico en torno a esta, define el
concepto de «lucha». Esta es siempre una relación social pero «no pacífica», es decir,
no orientada según el comportamiento de los demás individuos, sino más bien al
contrario: básicamente, contra la resistencia de estos. Este carácter empírico es, de
hecho, el que determina históricamente, según el observador de la crisis de la
modernidad, los tipos de sociedad que se pueden reconocer en la realidad. Sin duda,
excluidos determinados momentos de acuerdo que permiten la instauración sobre
todos los demás de un tipo específico de acción social, las sociedades se construyen
en función de estas luchas por la afirmación, las cuales no son necesariamente

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realizadas con la fuerza física y con las armas sino en términos de «competencia»
económica, religiosa e ideológica. No obstante, cuando la competencia entre las
diferentes voluntades es significativa y decisiva para la existencia y para la
supervivencia de un grupo de individuos sobre otro, entonces hablamos de
«selección», un término y un tipo ideal que Weber obviamente recoge en su teoría
pero que procede de las conclusiones empíricas sobre la evolución en la naturaleza de
Charles Darwin, ya introducidas en la sociología del positivismo de las escuelas
francesa e inglesa.

Por tanto, si la acción social se basa en formas diferentes de relación entre


individuos, para la construcción del sistema por categorías es preciso identificar y
analizar los grupos que se definen sobre la base de estas mismas relaciones sociales
orientadas. En primer lugar, la definición de «grupo social» establece una relación
cerrada respecto al exterior, basada en la observación de reglas establecidas y
garantizadas por un líder o un aparato que actúe como autoridad.

Desde este enfoque conceptual, Weber distingue al menos cuatro tipos de grupos
sociales:

1. «unión» e «institución»: los grupos ordenados según una forma de «estatuto», lo


que recuerda a la acción en asociación;
2. «empresa» o «grupo de empresas», para los cuales, la acción social está
orientada constantemente al objetivo, lo que atañe, en particular, a las formas
económicas de la acción social racional.

La existencia misma del grupo como objeto social, y su afirmación como


institución formal en un territorio determinado se basa en el «orden legítimo». Las
formas de orden identificadas por Weber son principalmente dos: la primera se
fundamenta en la «convención» y, la segunda, en el «derecho». En pocas palabras, la
primera está garantizada por la posibilidad que tienen los miembros del grupo de
manifestar y expresar su desaprobación por un comportamiento que se considera
anómalo respecto al código compartido; la segunda, por el contrario, se basa en la
institución de un aparato de hombres legitimado para ejercer la coacción física —y
psíquica— contra quienes manifiesten una conducta social no legítima. A partir de
aquí, Weber deduce la distinción básica entre «grupo político» y «grupo
hierocrático», que sirve de base para la reflexión análoga sobre las formas de
dirección del poder a nivel «macro» de las instituciones estatales. Por «político» se
entiende, de hecho, el grupo cuya legitimidad está vinculada al derecho, es decir,
garantizada por un poder establecido en un territorio determinado mediante el empleo
y la amenaza de una coacción física por parte del aparato administrativo —
verbigracia, el Estado oficialmente entendido—. Por hierocrático, en cambio,

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debemos entender un grupo cuyo poder pertenece a aquellas personas que poseen los
bienes sagrados del grupo y que están consideradas como las únicas capaces —por
elección sagrada o por el reconocimiento de una cualidad especial para el
discernimiento— de distribuirlos.

Aquí es donde Weber diferencia los conceptos de «poder» y «dominación», antes


de poder continuar con la más importante de sus categorizaciones para la descripción
de la acción política y de sus formas manifiestas en el mundo moderno.

Mientras que la «dominación» contempla la aceptación de una determinada orden


por parte de una autoridad establecida y reconocida como máxima de la acción de
aquellos que le obedecen, el «poder» hace referencia a la posibilidad de hacer valer
en la relación social la voluntad de uno incluso contra la voluntad de los demás y a
pesar de las formas de resistencia y oposición.

El «poder» se distribuye dentro de una comunidad en determinados grupos que


Weber distingue en clases, estratos y partidos. Las clases tienen que ver con la esfera
económica, y la distribución del poder se asienta sobre la base de los bienes de los
que disponen sus miembros en el mercado, es decir, en un principio de posesión: más
o menos posesión equivale a más o menos capacidad en el mercado económico por
parte de los miembros de la clase y de las clases entre sí.

Los estratos, por el contrario, se forman en la esfera cultural y social de la


comunidad y captan su capacidad de uno o más componentes típicos del grupo, de
una determinada conducta de vida, de la valoración social del honor debido a una
determinada cualidad común.

Los partidos se encuentran, en cambio, en la esfera pública y del poder entendido


desde el punto de vista político: su acción está dirigida a influir y ordenar la acción
social de la comunidad bajo cualquier punto de vista. Por tanto, mientras el poder se
basa en una forma de coerción, de disciplina o de hecho compartido por la comunidad
de donde deriva la obligación de la obediencia y el respecto a ella, la dominación
deriva de la aportación de la «legitimidad» a una determinada orden.

Weber no descarta, es más, demuestra, a través de una serie de ejemplos tomados


de la investigación histórica que se extienden desde la Roma imperial al actual
sistema de control aduanero de Nueva York, lo predecible que es un «cambio» de las
formas de poder a las de dominación, es decir, de relaciones creadas a partir de un
principio o sistema despótico a relaciones de autoridad formalmente reguladas. Eso
se aplica tanto en la esfera de la acción racional orientada económicamente —el
mercado, por ejemplo— como, especialmente, en la esfera de los factores
estrictamente sociológicos, como las estructuras estatales. Obviamente, estas dos

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esferas, ideal-típicamente diferentes, se manifiestan de manera afín y mixta en la
praxis, tanto que si se quisiese distinguir la acción política «pura» en la realidad, se la
debería entender exclusivamente como uso de la fuerza.

En cambio, basándose en las diferencias entre los fundamentos de la legitimidad,


Weber construye la debatida, a menudo reformulada por las posteriores escuelas
sociológicas, y famosa tripartición ideal-típica de las formas de dominación en su
funcionamiento como instituciones reales de gobierno de la sociedad. Tal y como
figura a continuación.

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Los tres tipos de dominación legítima y las formas estructurales de
funcionamiento
En el tercer capítulo de la primera parte de su obra póstuma, pues, Weber se ocupa de
las «relaciones de poder», que influyen de manera significativa en las relaciones
sociales destinadas a la afirmación de un grupo sobre otro mediante una base de
legitimización. El campo de las relaciones sociales en las que se producen estos
fenómenos de la acción para obtener el poder legítimo es el que Weber considera y
define como el ámbito propio de la Política. Asimismo, las observaciones que, en esta
parte de su sistematización, lleva a cabo sobre las diferentes formas de ejercicio del
poder —por tanto, diferentes estructuras políticas— van dirigidas a captar el
significado de los fenómenos de su tiempo a través de los ejemplos y las dinámicas
registradas en la historia universal, con las que comparar la situación de la Alemania
y la Europa occidentales contemporáneas desde el punto de vista de las instituciones
formales del poder. Weber, de hecho, de la misma manera que intenta afirmar con la
investigación realizada sobre la temática económica que él favorece, considera
Occidente un lugar originario de las dos mayores experiencias de formación y gestión
del poder político: la ciudad en la época clásica y medieval y el Estado moderno.

Caracterizada principalmente por ser una acción social recíproca entre


«detentadores del poder» y «dominados» para el mantenimiento de su posición dentro
de un determinado territorio en base a la posesión del monopolio de la violencia, la
estructura del poder infiere su carácter sociológico precisamente de la relación entre
detentadores y dominados, y de la relación entre estos y un «aparato» de gobierno.
Con esta expresión, Weber se refiere al grupo de personas que se pone a disposición
del funcionamiento recíproco de las relaciones dentro del grupo y que permite la
articulación resultante de dinámicas y principios específicos de «organización» y
repartición de la orden. Esta es la columna vertebral de los tres tipos diferentes de
dominación legítima que se aplican: la dominación «tradicional», la dominación
«carismática» y la dominación «racional-legal».

1. La dominación tradicional es aquella cuya legitimidad se basa en reglas


antiguas, en fundamentos definidos por la autoridad de una sola persona o por la
sacralidad de la tradición a la que se ha acostumbrado y que exige obediencia: el
detentador del poder, por tanto, es establecido en virtud de su dignidad personal.
2. La dominación carismática se fundamenta en la legitimidad personal de un solo
detentador del poder, pero esta deriva de la atribución de habilidades
extraordinarias, excepcionales y no accesibles a otros; esta legitimización es, por
tanto, una forma de revelación contingente de cualidades sobrenaturales y
sobrehumanas —como las relativas a los «redentores», los profetas o los héroes

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—, o una forma extraordinaria de la gracia de Dios, en cualquier caso
caracterizada por la ejemplaridad.
3. La dominación racional es el poder establecido sobre la base de reglas racionales
acordadas o impuestas (estatuto) que, puesto que, por lo general, son
vinculantes, encuentran en los dominados una disposición voluntaria a la
obediencia; son las mismas normas que establecen la legitimidad de la acción
social y la del detentador del poder. La obediencia, en este caso, se presta a las
reglas y no a una persona sola, por eso, a diferencia de la dominación tradicional
y, menos aún, de la carismática, los mismos detentadores están obligados a
observarlas.

«A ello corresponden —escribe Weber— los tipos fundamentales “puros” de la


estructura de dominación. Mediante su combinación, mezcla, asimilación y
transformación tienen lugar las formas que se encuentran en la realidad histórica»[59]:

1. Para la dominación tradicional, Weber identifica la repetición de tres principales


estructuras formales distintas históricamente de la afirmación de una tradición
sobre otras: la «gerontocracia», por la que el poder es ejercido por un grupo de
ancianos como los mejores conocedores de las normas más antiguas de la
tradición sagrada; el «patriarcado», que es un poder ejercido por los patriarcas y
que también se basa únicamente en el reconocimiento de su sabiduría antigua y
en la voluntad de obedecerla por parte de los miembros del grupo. En último
lugar, cuando las normas antiguas empiezan histórica y/o culturalmente a ser
sustituidas por un aparato administrativo meramente personal del detentador del
poder; estas formas son sustituidas por el «patrimonialismo», mediante el cual,
el derecho del grupo, que en los primeros casos coincide con el de la autoridad,
se transforma en el derecho personal de la autoridad por sí misma. A estas
formas de dominación tradicional pertenece, declara Weber, una determinada
ética económica capaz de influir en la acción del grupo en este sentido. Weber
menciona la tradición y, por consiguiente, el tradicionalismo gerontocrático y
patriarcal como código de comportamiento en los fragmentos de la ética
protestante, donde los localiza históricamente en el comportamiento económico
de las sociedades católicas prerreformadas.
2. Con la dominación carismática pueden asociarse todas aquellas estructuras
sociales establecidas a partir de la fe en la revelación, de la veneración del héroe
y en la confianza ciega en el líder Estas, más que las demás, se basan en
motivaciones de obediencia esencialmente psicológicas de los dominados,
quienes, mientras dure la «prueba» del carisma del que está imbuido el
individuo, le obedecerán, estando dispuestos a realizar cualquier acción con tal

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de corresponder a la dominación. A partir de esta consideración, Weber señala
—y en cierto modo denuncia, porque lo presupone «típico» de la teoría marxista
y de la praxis socialista— la dominación carismática como antieconómica: no se
trata de renunciar a la posesión de bienes o a la ganancia, sino más bien que no
acepta ni la acción económica tradicional ni la racional permanente, sistemática
y orientada al objetivo. Weber relaciona con la estructura despótica e irracional
de este tipo de dominación la acumulación impulsiva y/o hedonista de dinero
incluso por medio de actos de fuerza y de violencia ilegítima. Basándose en este
principio totalmente irracional de legitimidad, Weber considera que el régimen
carismático es revolucionario, mutable y ecléctico, capaz potencialmente de
modificar de inmediato —con la caída o la ascesis del líder carismático— los
principios propios de la acción social, las creencias sobre las que se basa y la
Weltanschauung relativa del grupo.
3. Por último. Weber asocia con la dominación racional la estructura de una
administración ordenada, la «burocracia», que en las circunstancias históricas
del mundo moderno se manifiesta bajo la forma particular y condicionada de la
organización estatal. Como modo formalmente más racional de ejercicio del
poder, el burocrático es un producto exclusivo de la modernidad que, en el
transcurso de las luchas por la afirmación de un modo de actuar sobre otro en la
historia universal —de acuerdo con el análisis de Weber y la literatura
contemporánea que estudió al respecto—, neutralizó las formas menos
racionales, haciéndose en este sentido hegemónica en el sistema occidental.

Como ya se ha adelantado, a estas estructuras de dominación recurren también


tipos diferentes de «aparato» administrativo. Allí donde la dominación tradicional de
los señores está relacionada con vínculos de dependencia y reverencia por parte de un
grupo determinado de «esclavos», «colonos» u «hombres de fe», a la dominación
carismática del líder —profeta, caudillo, héroe, etc.—, por el contrario, están ligados
los llamados discípulos, los compañeros de armas o las altas jerarquías del régimen.
En el caso de la dominación racional, como hemos visto, el aparato está representado
por los funcionarios, es decir, por aquellos individuos especializados en diferente
grado en las normas de administración de la sociedad. A cada uno de ellos se le
asigna una función concreta y una competencia administrativa específica siguiendo
una organización cada vez más racional de la gestión del poder. Trasladando estas
formas estructurales del poder a las categorías fundamentales de la acción social, se
observa que la dominación tradicional es la relacionada con la acción social
«afectiva», que la dominación carismática es la relacionada con la acción social
racional «respecto al valor» y que la racional-legal es aquella relacionada con la
acción racional «respecto al objetivo».

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Sobre este último tipo ideal, el «encarnado» por el Estado burocrático capitalista
moderno. Weber construye el esquema de consideraciones técnico-formales que le
son indispensables para el posicionamiento político frente a la lucha abierta en el
terreno contingente de la modernidad por el fenómeno cada vez más extendido de
desencantamiento del mundo.

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De la institución del Estado al conflicto de valores: rápido
excurso en la modernidad

Desde el particular punto de vista de Weber, el valor representa uno de los conceptos
clave que aglutina los diferentes aspectos del trabajo intelectual: el de científico
histórico-social, el de filósofo de la política y el de aspirante a hombre político de su
tiempo. La «cuestión de los valores» es un tema que está siempre presente en su obra,
tanto en los ensayos metodológicos como en los más estrechamente relacionados con
las consideraciones sobre la actualidad porque, en ambos casos, el científico está
implicado de forma directa: por un lado, como estudioso de las dinámicas de
afirmación histórica de determinados sistemas de valores, y por otro, como
observador del comportamiento sociológico que de estos se deriva en las formas
prácticas y contemporáneas de la existencia.

De hecho, Weber no considera los valores como conceptos dados y fijados a nivel
trascendental, entidades metafísicas autoevidentes, ni tampoco como leyes
subsistentes en el mundo sensible y, por tanto, fuera de cuestionamiento. Como
hemos dicho aquí, los valores son «ideales» que existen «en relación» al hombre y
son creados, establecidos y elegidos por este basándose en la posibilidad que ofrecen
de dirigir las decisiones, es decir, no por «necesidad» sino por nivel de
«complejidad». La afirmación de algunos valores sobre otros es el resultado de un
proceso de conflictos individuales y colectivos que nacen y se manifiestan «en la»
historia, razón por la que los valores no son inmutables e intemporales sino que están
constantemente sujetos a transformaciones, sustituciones y zozobra junto con las
perspectivas y los intereses que se contraponen en el ámbito de la elección. Solo en
función de estas dinámicas y «en relación» al hombre y a sus elecciones contingentes,
todos estos múltiples sistemas de valores pueden asumir un papel trascendente
normativo —es decir, convertirse en ideales reguladores— ya que pueden definir las
elecciones del hombre en ese contexto de acción concreto.

Así sucedió históricamente con la afirmación del Estado moderno primero en


Occidente y luego como institución política extendida en el resto del mundo. A la
hora de abordar el Estado en Economía y sociedad, Weber define sus características
especiales y determinantes a nivel universal, incluyéndolo como uno más entre los
otros tipos de entidad política existentes o posibles. Al ser la comunidad política una
entidad que no siempre ha existido, sino que fue creada en un momento dado de la
distinción en un determinado territorio de la acción social respecto a la acción
económica a través de la organización de la violencia, durante la primera modernidad
en Europa occidental algunos núcleos de poder político sencillamente ampliaron el
monopolio de la violencia legítima a un territorio más vasto, en «competencia» y

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contra la resistencia de otros centros y estructuras de poder —en particular, en lo que
respecta a la estructura del Estado moderno, esto se dio en detrimento de las
estructuras rivales de la Iglesia y del Imperio—. A lo largo del tiempo, todo Estado
que se consolidó de esta manera aumentó su dominio en su territorio por medio de
una racionalización cada vez más acusada de los «aparatos» y sistemas de control,
desde el administrativo y burocrático al jurídico y militar. Esto provoca en los
Estados modernos la característica legión de funcionarios especializados en organizar
y gestionar las relaciones entre dominados y detentadores del poder, miembros de un
aparato —el de la burocracia— ordenados en una jerarquía piramidal construida
según grados diferentes de especialización dentro del sistema burocrático general.
Este sistema lleva poco a poco a que las actividades del Estado sean más continuadas,
sistemáticas y eficientes, es decir, más racionales, hecho que establece la orientación
expresamente política de la entidad estatal. Esto significa, en definitiva, sistematizar
las relaciones estatales en los dos campos de control: el interno, el orden público y las
relaciones entre los miembros dentro del grupo social, y el externo, la seguridad y la
capacidad de cada Estado frente a los demás Estados y, asimismo, frente a entidades
políticas de distinta tipología que intentan afirmarse contra la existente.

La «racionalización» cada vez mayor y más extendida en los distintos aspectos de


gobierno y ordenamiento del territorio —a partir de las mejores interconexiones entre
los aspectos jurídicos, administrativos y culturales de la sociedad— provoca en la
historia de Europa occidental, desde la primera fase de la modernidad hasta la
primera década del siglo XX, una configuración aún más peculiar del Estado. De
acuerdo con el análisis de Weber, hay dos aspectos en particular que juegan un papel
fundamental: la definición de un código de normas como la «constitución» y el
reconocimiento cultural, jurídico y social de la «nación» como detentara
sobredeterminada de la soberanía. Estos elementos se encuentran en estrecha relación
con la sistematización de la participación en el servicio militar de los miembros del
Estado y con la formación de una esfera pública en la que los dominados puedan ser
representados y, por tanto, operar formalmente en la gestión compartida del poder.
Esto ocurre por lo general mediante las formaciones políticas de los «partidos», los
cuales compiten por la gestión de la administración pública según el sistema de
distribución de la potencia legitimado por el sufragio.

En último lugar, otra característica determinante del Estado moderno


«evolucionado» de Europa occidental es la interconexión cada vez más intensa entre
los aparatos, las normas y las diferentes esferas de racionalidad de la acción: política,
social y económica. Según el sistema de valores concurrente que se impone sobre los
demás, el Estado puede sacar más o menos beneficios para su propio funcionamiento
general. En efecto, no quiere decir que una mayor especialización de los aparatos
administrativos y una mayor racionalización científica supongan necesariamente un

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mayor beneficio para el Estado y para el grupo social que lo habita. Weber apoya esta
postura pensando, principalmente, en las extremas consecuencias de la competición,
en la realidad de su época, entre la radicalización de las formas del capitalismo por un
lado, como tipo de acción económica racionalizada en su máximo nivel en relación
con el objetivo de la ganancia y despojado de los valores éticos del protestantismo de
sus orígenes, y la radicalización de la burocratización integral propia del socialismo
real, la cual aliena al individuo en su autonomía de elección y en el libre albedrío de
su voluntad solitaria y de la iniciativa individual. El control siempre mayor y
profundo por parte de los aparatos burocráticos de la Alemania posguillermina a la
que mira Weber abarca precisamente también aquellas instituciones para la acción
social, política y económica, como los partidos y las empresas.

Este fenómeno, más que favorecer los derechos de los miembros del Estado y la
grandeza de la nación, tanto en las formas militares y políticas del crecimiento de su
poder en el mundo como en el refuerzo de las instituciones de la representación
parlamentaria, agrava, por el contrario, el conflicto entre las posiciones internas,
sobre todo aquellas marginadas por la hegemonía adquirida históricamente por las
estructuras formales del Estado. Se reabren así frentes de acción de los tipos
«superados» de dominación política, y especialmente la carismática, ya que —como
se ha podido ver— la racionalización y la burocratización extremas de Occidente,
dirigidas al control de los hombres sobre la realidad natural y social, no pueden
responder de manera global las preguntas existenciales del individuo sobre su
felicidad y las expresiones de su voluntad individual.

Es al final de esta consideración general donde la mirada de Weber al presente y


al futuro de la Alemania y la Europa occidentales se vuelve pesimista, aunque no del
todo desesperada. Si bien reconoce el progresivo refuerzo que los fenómenos de
racionalización, burocratización e intelectualización de la realidad le están aplicando
a los barrotes de contención de la «jaula de hierro» que paraliza al individuo y su
acción libre, Weber no rechaza, es más, cree convenientes muchas de las conquistas
debidas a la «selección» de la Weltanschauung del moderno Estado capitalista
occidental sobre otros competidores.

En primer lugar, considera los progresos del sistema jurídico-económico del


liberalismo individualista. Luego, la sistematización de las estructuras de
organización social y, por último, el estímulo de la investigación y de la ciencia,
fenómenos estos de ordenamiento legítimo del caos asociado a la naturaleza humana
y propio de la realidad por sí misma. Sin embargo, tras esta serie de conquistas, se
revelan al mismo tiempo las antinomias de la modernidad, es decir, la naturaleza
efectiva y material de la lucha continua por la afirmación de un principio sobre otros,
los cuales no son eliminados por la victoria ajena, sino que permanecen dormidos o
fuera de escena, listos para reaparecer en el terreno de juego. En resumidas cuentas,

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para Weber la realidad es el campo de batalla de una «lucha mortal» e irreconciliable
entre los dioses rivales de lo que, retomando una observación de Stuart Mill,
considera un «politeísmo absoluto» de valores en conflicto estructural, puesto que
aceptar «servir» a Dios excluye la posibilidad de servir también al demonio[60]. De
aquí derivan tanto el carácter conflictivo de la condición humana en el mundo como
el carácter dramático del destino de la libertad de elección y de afirmación del
hombre en la historia, el «sino de una época cultural que se ha nutrido del árbol de la
ciencia»[61]. Solo que:

el fruto del árbol de la ciencia, fruto inevitable aunque molesto para la comodidad humana, no consiste en otra
cosa que en tener que conocer esa antítesis y por tanto tener que considerar que cada acción importante, e
incluso la vida como un todo —si esta no debe ocurrir por sí misma como un acontecimiento natural, sino
llevarse a cabo deliberadamente— representa una concatenación de decisiones finales, mediante las cuales el
alma (al igual que para Platón) escoge su propio destino —es decir, el sentido de su acción y de su ser[62].

De lo que se deduce la famosa pregunta que el escritor ruso Lev Tolstói le plantea
a la ciencia empírica que domina el mundo moderno pero que se revela incapaz de
responder a preguntas ético-existenciales fundamentales del individuo, a saber:
«¿Qué debemos hacer? ¿Cómo debemos vivir?»[63]. Volviendo a reflexionar sobre el
sentido de la ciencia ante el destino antitético del hombre y de sus elecciones, Weber
intenta diseñar el perfil de la persona que, comprendiendo su tiempo, puede aspirar a
la «vocación» de actuar conscientemente y hacer lo mejor: el científico (y el) político.

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El significado de la vocación científica y las condiciones
contemporáneas de la acción social

Dos son las vocaciones a las que puede aspirar la ciencia y por tanto el científico. En
primer lugar, la labor de evaluar de manera práctico-empírica la relación entre los
valores asumidos por la acción con vistas al objetivo y los medios escogidos
conscientemente (incluso subjetivamente) basándose en el cálculo de las
consecuencias que pueden derivar de la elección de esos valores para alcanzar el
objetivo mismo. Solo así el científico social —y el filósofo «frustrado por la
política»— puede generar a partir de las posibles valoraciones prácticas directrices
para una acción política racional. Aquí vuelve a ser útil la distinción entre «relación
de valores» y «juicio de valor» que Weber ya abordó metodológicamente con
respecto al estudio de los temas específicos de toda investigación histórico-social,
principalmente cuando estos se presentan como acontecimientos dirimentes para la
contención o resolución de los problemas en la realidad. En esta forma de ayuda
técnico-crítica consiste, pues, el otro significado de la ciencia en la praxis cotidiana
que, imprevisible y múltiple, no puede considerarse entendida una vez y para
siempre. La distinción neta y más veces subrayada por Weber entre «juicio de valor»
e investigación objetiva de las ciencias sociales es, en efecto, un aspecto de ese frente
aún abierto entre él y las demás escuelas teóricas en torno a la radicalización del
pensamiento científico en la experiencia general de desencantamiento del mundo.

Como se ha dicho, Weber define este fenómeno como la «intelectualización» de


la ciencia, es decir, el saber deviene ideológico y se da como verdad absoluta. Weber
identifica, entre otras cosas, en esta expansión de ideales éticos y científicos
absolutos una de las causas de la degeneración política y cultural de Alemania, que se
manifiesta en la influencia directa de las presuntas valoraciones empíricas de la
ciencia social —en especial, la del «socialismo de cátedra» de Schmoller— sobre la
orientación económica de la administración del Estado alemán y de la tendencia
ideológica de las masas sociales.

Junto a este desvío interesado del ordenamiento liberal nacional por parte de
algunos colegas representantes de la racionalización intelectual de la experiencia,
Weber teme también otras «degeneraciones» de signo político totalmente opuesto que
llegan de las corrientes pangermanistas y conservadoras más extremas de una
determinada «inteligencia» militarista y nacionalista del período más crítico con el
final de la guerra y la salida política de Alemania del primer conflicto mundial. Ante
la gravedad de las contingencias, una pregunta filosófica y personal —que le hace
Tolstói en persona— lo encierra en la trama de la neutralidad valorativa de su
doctrina como un animal impedido en la expresión de su instinto primario: la

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vocación por la ciencia en la praxis política. Si las ciencias histórico-sociales no
pueden expresar un juicio de valor, construyendo sobre este una forma de código
nomológico general, ello no excluye, como ya hemos dicho, que aquellas puedan
proponer una «crítica técnica de los valores». Por consiguiente, si es posible un juicio
de valor por parte del científico, este no irá dirigido a la naturaleza de los medios y de
los fines en sí mismos sino a la idoneidad o no de estos respecto a las premisas
racionalmente consideradas por el sujeto en relación a su objetivo, es decir;
basándose en una valoración política, en tanto que va destinada a detectar la
coherencia de esa acción racional orientada a la sociedad entendida como campo de
relaciones interindividuales.

Podemos por tanto, si hemos entendido bien nuestra misión […] obligar al individuo —o al menos ayudarle—
a darse cuenta del sentido de su propia acción. No creo que sea demasiado poco, incluso para la vida
puramente personal[64].

Esta recuperación del maestro Heinrich Rickert despoja definitivamente el


esquema de valores de su manto trascendental, es decir, de esa aura normativa
teorizada como absoluta y diferente de la decisión arbitraria del individuo. Para
Rickert, de hecho, el juicio de valor es posible gracias al carácter absoluto,
indiscutible, ontológico y dado a priori de un orden codificado y nomológico de
valores válidos y activos en la realidad con independencia del esfuerzo o de la
elección inmanente, mundana, arbitraria del hombre que está sometido a ellos a pesar
de sí mismo.

El «relativismo» de los valores de Weber, es decir, el ser adecuados y escogidos o


inadaptados y denegados por el individuo basándose en su conformidad con los fines
de la acción, no solo no anula la credibilidad de la acción social así establecida —y
por tanto, del estudio sociológico aplicable a ella— sino que, además, le permite al
científico, así como al sujeto que los elige, comprobar y juzgar la validez a partir de
los datos empíricos relativos a la realización —o al fracaso— de la acción humana
dirigida subjetivamente en este sentido.

Desconectada metodológicamente el «juicio de valor» de la «relación de valores»,


la acción social —inteligible en su resultado empírico gracias a la investigación
sociológica— puede llegar a ser prácticamente más válida y común porque está
basada en la relación medios-fines en términos de realización. Al hacerlo, Weber,
refiriéndose en todo momento a las condiciones de posible conexión entre ciencia y
política, intenta hacer de la sociología no una ciencia del juicio ni tampoco una
disciplina ideológica del Estado, o la «verdad» revelada por un profeta o por un
redentor, sino más bien un método para la autovaloración empírica del individuo
sobre los «costes» materiales que comporta esa elección respecto a los valores y a los
medios implicados: la ciencia se convierte en «instrumento» político de toma de

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posesión del hombre en la realidad. Así, la jaula de la trascendencia normativa puede
abrirse para dejar salir al hombre a la luz y dejarle actuar realmente con libertad de
elección según el «conocimiento del significado de lo que es deseado» ofrecido por
los resultados empíricos de la sociología. De hecho:

La ciencia puede procurarle la «convicción» de que todo «obrar» y, naturalmente, según las circunstancias, el
«no obrar», significa para sus consecuencias «ponerse de parte» de determinados valores y, por consiguiente
—cosa que hoy se reconoce con singular agrado— por lo regular «contra otros». La elección que haya de
hacerse es de su incumbencia[65].

En este umbral de elección y de «liberación» de la acción es donde se abre la


puerta de la antinomia fundamental sobre la que se sustenta la acción voluntaria del
hombre en la creación y en la afirmación de algunos valores sobre otros, es decir, la
política, ese ámbito de las relaciones sociales en que los individuos entran en
competición para conseguir el poder legítimo. En una época sin Dios y sin profetas,
los hombres deben escoger por sí solos lo que es correcto hacer y lo que no y,
principalmente, deben darle sentido por sí solos al mundo y a la existencia,
dedicándose con «pasión», «responsabilidad» y «amplitud de miras» a las acciones, a
las elecciones y a las decisiones que la vida les impone a diario. Sobre estas últimas
expresiones, la precisión empírica de la acción como objetivo de la existencia política
del individuo, se construyen las bases éticas de la política como profesión.

En la conferencia del mismo nombre de 1919, Weber reitera junto a las categorías
y a las formas fundamentales del poder, el tema de la política como «vocación»,
precisamente basándose en la uniformidad que el modelo de la «ciencia como
profesión» y el modelo ético-económico del Beruf tienen con respecto al espacio de
acción social políticamente orientado. Reconstruido a toda prisa el recorrido que
llevó formalmente de los señoríos medievales a la contemporaneidad del Estado
moderno, Weber subraya el papel que este marco peculiar de la acción política
desempeña en la definición cada vez más clara y evidente de las relaciones de poder
entre los hombres, y entre estos y los aparatos de control del poder establecido. Así
pues, la atención de Weber, tanto en la conferencia primero como en el posterior
ensayo, se concentra en la posición de los detentadores del poder, o sea, aquellos para
los que la política es una profesión y no una «oportunidad».

El individuo político «ocasional» es en realidad aquel que expresa su acción


estrictamente política en la práctica del voto, en la afirmación de un principio contra
otros en momentos circunstanciales o en situaciones particulares, casuales, con
frecuencia no continuadas. Id político «de profesión», por el contrario, es aquel que
vive «para» y «de» la política. Al igual que para todas las construcciones de tipos
ideales, también en este caso Weber señala la posibilidad de que los criterios de
comportamiento del político de profesión se encuentren con los del político
ocasional, y viceversa. Pasando incluso por alto directamente las cuestiones relativas

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a la Alemania de la posguerra y a las condiciones de reconstrucción política interna
—estamos en los años de la constitución de la República de Weimar— y exterior —la
conferencia de Versalles es el principal acontecimiento público internacional—,
Weber termina concentrando su reflexión teórica en las principales características de
la situación política vigente. De hecho, una vez distinguido el burócrata, que
administra a partir de reglas y de manera cada vez más racional la cosa pública en el
Estado moderno presente, del político de profesión, que es aquel «llamado» a tomar
posición ética orientada al objetivo —posiblemente al bien colectivo—, se desprende
que el fundamento de esta distinción se encuentra en las tres cualidades específicas de
la profesión política: la «pasión», la «responsabilidad» y la «amplitud de miras». Si
se las observa con atención, estas tres cualidades son además las que en el modelo
ideal básico de la acción social weberiana establecen el carácter de racionalidad
orientado al objetivo: la «pasión» respecto al interés que dirige el individuo hacia un
fin; la «responsabilidad» como criterio para el estudio de las condiciones de
viabilidad de la acción en función de ese objetivo específico: la «amplitud de miras»
necesaria para calcular los costes y las consecuencias de la acción más allá del fin
predefinido y respecto a la reacción posible de los otros. Para el político de profesión,
no obstante, cada una de estas cualidades queda invalidada si no está basada en el
desapego. Al contrario de lo que ocurre con un individuo, para el político es
preferible que no exista ninguna forma de afecto por el objetivo, de preocupación
ética por los medios, sino solo por los fines, los cuales, en el «mejor de los mundos
posibles», deberían reflejar el bien común, o al menos el de la mayoría de los
miembros del grupo social.

Uno de los obstáculos para la materialización del tipo ideal del político de
profesión descrito por Weber es la vanidad personal. Esta crítica va dirigida, en el
pensamiento subliminal de la conferencia del sociólogo, a la gran mayoría de
políticos de profesión que habitan los centros de mando a nivel nacional e
internacional. En particular, Weber revela algunas consideraciones sobre el marco
político alemán y sobre la preocupación que, incluso en su papel de consejero para la
constitución de la nueva República, además de para la negociación diplomática de
París, lo compromete ante el futuro que se espera que sea no el «florecimiento del
verano —después del invierno de guerra—, sino una noche polar de gélida oscuridad
y sombras, sea cual sea el grupo que ahora resulte exteriormente victorioso»[66].

De esta transición en adelante, lo que nació como una intervención teórica sobre
la profesión política —una crítica «técnica de los valores» de la vocación política—
se convierte en una breve disertación sobre la relación misma entre ética y política, o
mejor dicho, sobre la posibilidad —y la conveniencia— de que esta profesión se base
en un ethos de comportamiento. Una vez más, Weber se posiciona a medio camino
entre dos escuelas esenciales de pensamiento incompatibles: el cinismo puro de la

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acción política, que desde Maquiavelo en adelante recorre la vía del «fin justifica los
medios», y el idealismo kantiano de la persecución de un orden ético trascendental,
de una «convicción» o de una «intención» que se sitúa en el origen de la elección,
pero que hace referencia al sujeto agente como un dato «interior». La primera la
define Weber como «ética de la responsabilidad»: el hombre político valora la acción
a partir de las consecuencias reales, exteriores, que esta produce, y a partir también de
los medios efectivos adecuados para la consecución del objetivo. La de la
«convicción» es, por el contrario, una ética de las creencias y de los convencimientos
interiores del sujeto agente, que sobredetermina la acción sin ninguna preocupación
ni por la naturaleza de sus medios y de sus tiñes ni por la idoneidad y la eficacia de la
relación misma entre medios y fines.

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Ética de la responsabilidad: un arma política sobre la
mesa de Versalles

Entre 1914 y 1919, el mundo es un complejo sistema de alianzas


políticas y acuerdos económicos de un extremo a otro del continente
europeo y del «resto del mundo». Un sistema dirigido aún por el modelo
de los acuerdos posnapoleónicos de 1815 y creado mediante la práctica
diplomática de los equilibrios cruzados. En esta incongruencia entre la
realidad geopolítica y el dictado diplomático es donde se encuentran las
razones de lo que se definió como la «responsabilidad/culpa» alemana
de la guerra. El proceso de retroceso de los imperios centrales —
Alemania y Austria-Hungría— frente a la afirmación de las nuevas
«potencias modernas» —Estados Unidos en primer lugar— está, de
hecho, en el origen del regenerado militarismo alemán, manifestado en la
agresión a la Bélgica neutral contra cualquier principio refrendado por el
dictado diplomático. La catástrofe a la que Alemania y Austria arrastran a
Europa es, por tanto, suficiente para construir las dos caras jurídicas del
nuevo principio de ética política nacional e internacional de la
«responsabilidad de guerra». Por una parte, está la culpa de Alemania
por haberla desencadenado y haberla abordado desde la perspectiva de
agresiones ilegítimas, y por otra, la responsabilidad moral de los aliados,
que luchan «para defenderse a sí mismos [sic] contra la agresión y la
dominación militar prusiana […], garantía más completa y más eficaz
contra la posibilidad de que esta casta no vuelva a perturbar la paz de
Europa» (D. Lloyd George en la Cámara de los Comunes, diciembre de
1916). Por primera vez, y auspiciada por la Sociedad de Naciones, la
resolución del conflicto tiene lugar por vía jurídica y no en el campo de
batalla. En Versalles se firma el juicio inapelable de culpabilidad de
Alemania, de sus aliados y de sus gobernantes, y se define el implacable
sistema sancionador (Art. 231. Los gobiernos aliados y asociados
declaran, y Alemania reconoce, que Alemania y sus aliados son
responsables, por haberlos causado, de todos los daños y pérdidas
infligidos a los gobiernos aliados y asociados y a sus súbditos a
consecuencia de la guerra (que les fue impuesta por la agresión de
Alemania y sus aliados).
Se ha debatido durante mucho tiempo si el peso de las sanciones y
de la deuda impuestas a Alemania (que no fue saldada hasta 2010)
influyó (y, si lo hizo, hasta qué punto) en las dinámicas sucesivas: en la
afirmación del nacionalsocialismo y, por tanto, en el estallido del segundo
conflicto mundial. Parece tener lugar una vez más en la moderna Europa

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desfigurada por la contienda lo que el historiador francés François Guizot
declaró en la fractura cultural entre los siglos XVIII y XIX, esto es, que en la
política exterior es donde se manifiestan «las pasiones vulgares e
ignorantes de los príncipes y de los pueblos». Es «el teatro favorito de la
violencia bruta» y «del egoísmo negligente» de los gobiernos, «tan
indiferentes al bien y al mal, tan ligeros, tan perversos, tan quiméricos».
Y en ningún otro ámbito son los pueblos «tan ignorantes de sus
verdaderos intereses, están tan preparados para no ser más que
instrumentos y engañados». Fatales y totalmente ciegos frente a los
escenarios futuros ya evidentes, y sordos a los llamamientos de
intelectuales y diplomáticos, los «políticos de profesión», representantes
de las potencias asociadas, se mantienen en la contingencia de los
números lucrativos de las severas sanciones. Mientras, en la Alemania
de posguerra, los sentimientos más conflictivos y profundos de venganza
y las estrategias más abyectas de reafirmación nacional empiezan a
nutrirse de la depresión económica y social.
Así pues, las normas de la «ética de la responsabilidad» empleadas
como arma política de doble filo —y tan obstaculizadas por Weber
durante la negociación internacional— son las que articulan la transición
del prolongado siglo XIX de las guerras napoleónicas unificadoras, de las
reivindicaciones territoriales más tarde traducidas en la «guerra sin
sangre» de los mercados y de los capitales al breve siglo XX de la
«guerra civil europea». De nuevo, el Weber científico (y) político de la
modernidad teoriza y reconoce en su época los actores de la «lucha
mortal» jamás adormecida del espíritu de conquista territorial en la base
del Estado moderno como institución legítima del uso de la fuerza Solo
que antes, esa fuerza, encarnada por el carisma de un caudillo
«romano» y un Führer pangermanista buscará su legitimación en un
«sistema de valores» asimismo construido pseudocientíficamente sobre
la aniquilación física y burocratizada de cualquier competidor que se
halle en el campo de la política, de la existencia y del mundo.

Estas dos tipologías éticas de la acción política son, como ya sabemos,


completamente ideales y, para Weber, también impensables en una acción práctica en
la realidad que quiera ser eficaz en la resolución de los problemas y en la dirección
pragmática de la cosa pública. Escribe Weber sin ambages:

No es que la ética de la convicción coincida con la falta de responsabilidad y la ética de la responsabilidad con
la falta de convicción. En absoluto nos referimos a esto. Existe una diferencia abismal entre obrar según la
máxima de la ética de la convicción, la cual —en términos religiosos— ordena: «El cristiano obra bien y pone
el resultado en manos de Dios», y la acción según la máxima de la ética de la responsabilidad, según la cual
hay que tener en cuenta las consecuencias (previsibles) de las propias acciones.[67]

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Efectivamente, si bien parecen antinómicas en la teoría sociológica y en la
orientación ideológica de los propios actores políticos —pensemos en el ejemplo
weberiano más práctico y actual que enfrenta ideológicamente la acción por
convicción del sindicalista (antieconómico) y la acción por responsabilidad del
empresario (capitalista monopolista)—, en la realidad es conveniente, para Weber,
que se integren y se completen, porque por sí solas, tanto la ética de lo ideal como la
de la praxis, no pueden responder a las preguntas y a los problemas propios de la
complejidad del desorden desencantado del mundo moderno.

En el panorama tan preocupante y desilusionado trazado en algunos bocetos de su


tiempo, Weber deja entrever el pesimismo que alimenta la actualidad posguillermina
alemana y las previsiones sobre el éxito del experimento forzado de la República de
Weimar. Acaba así por desear también el surgir en esta extrema burocratización de
toda esfera de la existencia de una figura carismática que se exprese contra la
racionalización y el desencantamiento en nombre de una vocación política que sea, en
cierto sentido, revolucionaria, y haga saltar los barrotes de la «jaula de hierro». Solo
una personalidad capacitada y que inspire confianza y dedicación a las masas
públicas lograría desmantelar la rígida organización, el control y la inmovilidad
sociopolítica que Weber ve ya tan difusos y tan profundamente radicados en el
presente como para solo poder ser superados por un acontecimiento o un personaje
extraordinario.

Con demasiada frecuencia, las conclusiones del discurso político de Weber han
sido asociadas por la crítica —incluso las posteriores a la muerte del autor— con los
acontecimientos de la Alemania hitleriana y la historia europea entre los años veinte y
la segunda guerra mundial. La política dominada por regímenes de carácter
carismático, responsables de los peores horrores que jamás haya vivido Occidente en
nombre de una combinación peculiar de una ética de la convicción y un orden
burocrático del Estado —en especial en el monopolio legítimo y en el uso despiadado
de la violencia total destinada al exterminio— pareció en realidad el espacio de la
realización de las previsiones pesimistas de Weber, al igual que en otros casos, el de
la continuación de sus teorías políticas en la realidad. O sea, por un lado, se ha dicho
que Weber era un pesimista irrevocable, para quien las degeneraciones de la
modernidad pueden resolverse solo en la utópica «remitificación» del mundo
desencantado o en la recuperación de una ética religiosa de la historia pasada
universal, capaz de volver a gobernar la acción de la desorientada humanidad. Por
otro, se le ha acusado poco menos de ser uno de los intelectuales del
nacionalsocialismo y del fascismo y precursor «científico» de Hitler y otros
dictadores del siglo pasado.

Estas dos consideraciones —sobre todo cuando las realizan representantes de las
ciencias histórico-sociales— son contrarias tanto a la diferenciación weberiana entre

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constatación empírica y juicio de valor, como al principio fundamental de la
neutralidad de valoración de la ciencia sociológica que Weber teorizó y llevó a la
práctica con su labor y vocación de científico, para no escabullirse en ningún
momento del examen de la realidad, incluso cuando esta se le presentaba como
extremadamente desagradable. En este caso, también en la manifestación de la
antinomia personal científica del conocimiento histórico-social y filosófico del
siglo XIX, Weber se reafirma como pensador «típico» de una idea de modernidad.

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APÉNDICES

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Obras principales

La vasta e incompleta obra de Max Weber cubre, en las cinco fases clásicas de
periodización, toda la carrera académica del autor desde sus primeros pasos en el
estudio y en el interés por los asuntos sociales, culturales y económicos de la historia
universal y occidental, es decir, desde la década de 1880 a 1919-1920, año de su
muerte.

Sus estudios propiamente históricos son: Sobre las sociedades comerciales en la


Edad Media (1889); La historia agraria romana y su significado para el derecho
público y privado (1891); La situación de los trabajadores agrícolas en la Alemania
del Este del Elba (1892); Las relaciones agrarias en la Antigüedad (1909).

Los estudios de metodología de las ciencias histórico-sociales que atañen a las


condiciones de elección y las características de estudio del objeto analizado: Roscher
y Knies y los problemas lógicos de la escuela histórica de economía política (1903);
La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la política social (1904);
Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la cultura (1906); Sobre algunas
categorías de la sociología comprensiva (1913); El sentido de la «neutralidad
valorativa» de las ciencias sociológicas y económicas (1917).

Los estudios de sociología de las religiones, en los que desarrolla el análisis


comparado de las religiones, basándolo, por un lado, en la reciprocidad de las
condiciones económicas y sociales, y por otro, en la reciprocidad de las creencias
religiosas: La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1906); Sociología de la
religión (póstumo, 1920-1921).

Los estudios de sociología general están recopilados en la obra póstuma


Economía y sociedad (1922).

Los estudios sobre la función de la ciencia y de la política en la realidad


contingente, de donde surgen con mayor claridad las tensiones entre la experiencia
personal y la «vocación» profesional del científico Weber frente a los desafíos de la
modernidad, son: La ciencia como profesión (1919); La política como profesión
(1919).

Publicadas en la mayoría de casos por Weber en forma de ensayos y artículos,


también por entregas, o como reflexiones en curso en las principales revistas de
sociología y ciencias sociales de su época, cuando no en las que él mismo fundó o
dirigió —como el Archivo para ciencias sociales y política social—, sufren tras su
muerte un proceso constante de reordenación y reedición por parte de un grupo de

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colaboradores y alumnos cercanos, en el que también hay que considerar la
intervención crucial de su mujer. Marianne Weber. A ella, como se ha dicho en
repetidas ocasiones, se le debe la primera e imprescindible tutela de la obra
compilatoria, Economía y sociedad, publicación póstuma de la sistematización de
toda la producción científica del autor, comenzada por él mismo en 1909, pero que
quedó inconclusa en el momento de su muerte.

Dentro del extenso conjunto de las obras de Weber, gran parte de los estudiosos
—en particular de la recepción italiana y europea— corrobora la importancia de al
menos cinco obras-recopilaciones útiles y esenciales para la comprensión, incluso en
curso, del trabajo y de las consideraciones del sociólogo de Érfurt.

El método de las ciencias histórico-sociales: publicados entre 1904 y 1917, los


cuatro ensayos metodológicos de Max Weber reunidos en esta recopilación
representan la síntesis y el punto de referencia del debate que en aquellos años
atraviesa el mundo cultural alemán sobre la definición de las misiones de las ciencias
históricas y sociales. Según Weber, la objetividad de las ciencias sociales está
garantizada por el método. Gracias a la determinación que cada fenómeno histórico-
social recibe de una serie de causas simultáneas, y acentuando una de estas, se puede
llegar a construir un modelo que sirva como interpretación de la realidad, que una vez
aceptado conduce a determinadas conclusiones y garantiza la objetividad de la
investigación científica. Pero no existe ningún análisis científico puramente objetivo.
Ello implica que la ciencia social no puede dar ninguna indicación práctica sobre las
elecciones que hay que efectuar en el marco político. Sin embargo, puede darle a
quien actúa la conciencia de que toda acción tiene consecuencias, y permitirle evaluar
la eficiencia de las elecciones respecto a las metas deseadas.

La ética protestante y el espíritu del capitalismo: criticado en miles de ocasiones,


este libro cambió el curso de las ciencias humanas del siglo pasado. El lugar central
de la obra lo ocupa la pregunta básica que se hacen todos los hombres de su época:
¿cuáles fueron las circunstancias que dieron vida en Occidente y solo aquí a
fenómenos de civilización convertidos en vigencia universal? La gran intuición de
Weber consiste en localizar, entre las motivaciones, no solo los incentivos
económicos, sino sobre todo la Reforma protestante y la ética económica que deriva
de esta como educación para la acumulación de la riqueza, no como puro beneficio,
sino como deber del individuo. Precisamente por esta intuición, el texto del ensayo
abre la recopilación dedicada más ampliamente a los estudios de Sociología de la
religión (cfr.), los cuales intentan, a la vez, definir las diferentes éticas religiosas que
han determinado —y cómo— las formaciones sociopolíticas mundiales, e introducir
la particular historia del Occidente moderno en el transcurso de la historia universal.

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Sociología de la religión: esta colección de ensayos-investigaciones constituye la
construcción y exposición más articulada de la teoría weberiana sobre las
interconexiones causales entre determinados sistemas de creencias y/o religiones y el
comportamiento ético que, influenciado así, produce sistemas económicos específicos
y formas de gestión y ordenamiento de la acción social. La obra se compone de
cuatro volúmenes: el primero recoge los ensayos entre 1904 y 1906, La ética
protestante y el espíritu del capitalismo; Las sectas protestantes y el espíritu del
capitalismo, así como parte de los artículos de réplica a las críticas publicadas en las
revistas de la época. Del segundo al cuarto volumen, Weber se ocupa de La ética
económica de las religiones universales; en el segundo se encuentran: Introducción;
1. Confucionismo y Taoísmo; en el tercero: 2. Hinduismo y Budismo; y en el cuarto
Judaísmo antiguo. En el cuerpo monumental de esta obra, Weber analiza fuentes de
literatura secundaria que compara con los resultados de sus propias investigaciones
para reconstruir las peculiaridades de cada ética económica surgida del sistema de
creencias religiosas. Además de diferenciar las religiones por su carácter; en estos
estudios Weber identifica la teoría sociológica según la cual los movimientos y las
corrientes religiosas son una causa y un factor económico entre los demás, aunque, en
su origen y su funcionamiento inicial, no se identifican por objetivos meramente
económicos u orientados económicamente. Más bien, es el progresivo fenómeno de
secularización de la ética religiosa el que transforma las antiguas lógicas religiosas en
compartimentos económicos y en actividades «intramundanas».

El trabajo intelectual como profesión: este volumen recoge, en realidad, los


textos de dos conferencias que Max Weber dio en 1917 y 1919 en Múnich: La ciencia
como profesión y La política como profesión. Estas dos charlas se publicaron juntas
más tarde porque, en la vida del autor, el concepto de «profesión como vocación» (ais
Zeruf) es una fuente permanente de discusión de su obra científica y de su inspiración
en la acción política. En La ciencia como profesión, Weber aborda en síntesis el
problema del «significado de la ciencia social» como una entre las formas de
«intelectualización» de la experiencia. Esta no pretende dar un «juicio de valor» de la
acción humana ni respuestas definitivas a la existencia. El objetivo de la ciencia es
ayudar al individuo a «comprender el significado de sus acciones» basándose en la
valoración técnico-empírica de la adecuación de los medios para alcanzar los
objetivos a partir del cálculo de las consecuencias. En La política como profesión, en
cambio, Weber se concentra especialmente en la acción social del hombre y en la
relación entre ética de la acción y praxis de la política. El núcleo de su razonamiento
—siendo la política el campo de aplicación de la fuerza de uno o más sujetos sobre
otros— consiste en la descripción del perfil del «político de profesión», aquel que,
guiado por la «pasión», por la «responsabilidad» y por la «amplitud de miras», logra
llevar a cabo en la praxis dos modelos de comportamiento ideales antinómicos. Por
un lado, debería comportarse de acuerdo a una «ética de la responsabilidad», o de

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acuerdo a una acción orientada racionalmente hacia el cálculo de los medios más
apropiados para alcanzar el objetivo en base a la previsión de todos los costes
derivados de la acción para la comunidad. Por el otro, debería saber integrar una
«ética de la convicción», es decir, un sistema de valores, de convencimientos y de
preceptos que no tienen ningún fundamento empírico pero que, si son positivos,
garantizan la bondad de las intenciones que mueven la acción política a priori.

Economía y sociedad: considerada la summa weberiana, esta descomunal


recopilación de ensayos representa el intento, inacabado, del autor de sistematizar
toda la investigación científica. Publicada en 1922, primero con la tutela de su mujer
Marianne y luego en sucesivas ediciones con la intervención de su alumno Johannes
Winckelmann, la obra influyó en la evolución sociológica del siglo, en particular en
lo que respecta a los estudios sobre el nacimiento del Estado moderno y a las
peculiaridades occidentales y europeas de su estructura burocrática. La obra se divide
en dos partes (variables según las ediciones): una primera dedicada a la Teoría de las
categorías sociológicas, predominantemente metodológica, que toma los conceptos
de «tipo ideal» y «acción social» más tarde aplicados al resto de la tesis. Una segunda
parte, bastante más extensa y dividida en secciones, hace referencia a La economía en
relación con las ordenaciones y a las fuerzas sociales, es decir, analiza las relaciones
de los factores sociales, religiosos, jurídicos y políticos con los económicos.
Retomando sus amplios conocimientos en el ámbito de la historia europea y
universal, de la sociología y de las doctrinas religiosas, Weber reconstruye en su
totalidad las interconexiones que establecieron históricamente —y determinaron en
paralelo a su producción— la formación del Estado occidental moderno capitalista.

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Obras biográficas sobre Weber

Inmediatamente después de su muerte, la vida de Weber se convirtió en objeto de una


inmensa producción literaria que destacó en todo momento el solapamiento
biográfico y epistemológico entre las condiciones de su existencia y las de su
investigación. El arco de producción biográfica tiene inicio, justo después de su
desaparición, por parte de su mujer y coordinadora de las ediciones póstumas de
obras y ensayos, Marianne Schnitger Weber, Una biografía de Max Weber (trad.
María Antonia Neira de la Bigorra), Fondo de Cultura Económica, México, 1995; y
de sus más cercanos alumnos y continuadores, entre los que figuran Karl Jaspers (op.
cit.), Ernst Troeltsch y Heinrich Rickert. También está la obra de Reinhard Bendix,
Max Weber, an intellectual portrait (Nueva York: Doubleday Anchor Books, 1962); y
la de Wilhelm Hennis, Il problema Max Weber (trad. italiana; Roma-Bari, Laterza,
1991).

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CRONOLOGÍA

Vi​da de We​ber Con​texto histó​ri​co y cul​tu​ral

1864 Na​ce en Ér​furt, Tu​rin​gia, el 21 de


abril.

1867 Ma​rx em​pieza a pu​bli​car El Ca​-


pital.

1870 Gue​rra fran​co-prusia​na.

1880 Do​stoievski pu​bli​ca Los her​ma​nos


Ka​ra​ma​zov.

1882 Se ma​tri​cu​la en la fa​cul​tad de Ju​-


ris​pru​den​cia de la Univer​si​dad de Hei​-
del​berg.

1883 Ha​ce el ser​vi​cio mi​litar en Est​ra​s​- 1883 Nie​tzs​che em​pieza a pu​bli​car Así
bur​go. ha​bló Za​ra​tust​ra.

1889 Ob​tie​ne el doc​to​ra​do.

1891 En​se​ña de​re​cho en Ber​lín.

1893 Se ca​sa con Ma​rian​ne Sch​nit​ger.

1893-1895 En​se​ña eco​no​mía po​líti​ca en


Fri​bur​go.

1897-1902 Por pro​ble​mas de sa​lud se


ve obli​ga​do a aban​do​nar los estu​dios.
Via​ja por Eu​ro​pa.

1903 Fun​da​ción del Ar​chivo pa​ra cien​-


cias so​cia​les y po​líti​ca so​cial.

1904 Par​ti​ci​pa, en Esta​dos Uni​dos, en


el Con​greso de las Ar​tes y las Cien​cias
de Sa​int Lo​uis.

1914-1918 Pri​me​ra gue​rra mun​dial.

1915 Es lla​ma​do a fi​las.

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1916-1917 Tra​ba​ja en fun​cio​nes di​plo​- 1917 Revo​lu​ción ru​sa.
má​ti​cas en Eu​ro​pa.

1918 Da un cur​so de eco​no​mía po​líti​ca 1918 Na​ce la Re​pú​bli​ca de Wei​mar.


en la Univer​si​dad de Vie​na.

1918-1919 Es de​le​ga​do de Ale​ma​nia en


la Con​fe​ren​cia de Ver​sa​lles. Par​ti​ci​pa
en la fun​da​ción del Par​ti​do De​mo​crá​ti​-
co Ale​mán.

1920 Afec​ta​do por la fie​bre es​pa​ño​la,


mue​re el 14 de ju​nio.

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Notas

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[1] Karl Jaspers, Max Weber. Politiker, Mensch, Philosoph. Storm, Bremen, 1946. <<

ebookelo.com - Página 108


[2]Entre los trece y los quince años, Weber escribe sus primeros ensayos de historia
política y social: Sobre el curso de la historia alemana, con referencias especiales a
la posición del emperador y del papa; Sobre el período del Imperio romano desde
Constantino a la migración de las naciones; Consideraciones sobre el carácter, el
desarrollo y la historia de los pueblos indogermánicos. <<

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[3] «El mundo cristiano». (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 110


[4]En efecto, la misma cita se encuentra en la introducción del ensayo Introducción a
Weber, de Nicola M. De Feo, uno de los principales estudiosos de la obra de Weber y,
parafraseada, en numerosos ensayos dedicados a su biografía intelectual, empezando
por la biografía escrita por su mujer Marianne. <<

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[5]Imagen o figura general de la existencia, realidad o «mundo» que una persona,
sociedad o cultura se forman en una época determinada (N. del T.) <<

ebookelo.com - Página 112


[6]La metáfora geoarqueológica para el método histórico y el trabajo del historiador
como percepción sismográfica «en el campo del tiempo», sus orí genes en Nietzsche,
la elaboración en Warburg y Freud, son desarrolladas en: Georges Didi-Huberman,
La Imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby
Warburg, trad. Juan Calatrava, Abada Editores, 2009; Karl Löwith, El Nihilismo
europeo. Observaciones sobre los antecedentes espirituales de la guerra europea,
trad. Adan Kovacsics, Herder, 1998. En igual clave interpretativa se inscriben las
teorías relativas a los modelos arqueológicos y genealógicos nietzscheanos para el
estudio de la cultura en las ciencias humanas: Michel Foucault, La arqueología del
saber, trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI Editores, 2009. <<

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[7]Sigmund Freud, El malestar en la cultura y otros ensayos, trad. Luis López-
Ballesteros y de Torres, Alianza Editorial, 2014. <<

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[8]Max Weber, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la política
social (1904), en Id., El método de las ciencias histórico-sociales, trad. Joaquín
Abellán, Alianza Editorial, 2009. <<

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[9]
Franco Ferrarotti, Max Weber y el destino de la razón, trad. Paulina Perla Aronson,
Laterza Editores, 1985. <<

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[10]Extraído de la biografía escrita por su mujer Marianne: Biografía de Max Weber,
trad. María Antonia Neira de la Bigorra, Fondo de Cultura Económica, México, 1995.
<<

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[11] K. Jaspers, Max Weber, op. cit. <<

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[12]
Max Weber, Ensayos sobre metodología sociológica, trad. José Etcheverry,
Buenos Aires, Amorrortu, 1982, Introducción de Pietro Rossi. <<

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[13] K. Jaspers, Max Weber, op. cit. <<

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[14] Mohr, Tübingen, 1922. <<

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[15] Max Weber, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la
política social, trad. Francisco F. Jardón. <<

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[16] Max Weber, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la
política social, trad. Francisco F. Jardón. <<

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[17] Max Weber, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la
política social, trad. Francisco F. Jardón. <<

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[18] Max Weber, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la
política social, trad. Francisco F. Jardón. <<

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[19]
Max Weber, El sentido de la «neutralidad valorativa» de las ciencias sociológicas
y económicas, en Id., Ensayos sobre metodología sociológica, trad. José Luis
Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1982. <<

ebookelo.com - Página 126


[20]
Max Weber, Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la cultura, en
Ensayos sobre metodología sociológica, trad. José Luis Etcheverry, Buenos Aires,
Amorrortu, 1982. <<

ebookelo.com - Página 127


[21]Enzo Traverso, La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del
siglo xx, trad. Laura Fúlica, Fondo de Cultura Económica, 2012. <<

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[22]Max Weber, Estudios críticos sobre la lógica de las ciencias de la cultura, op. cit.
Los textos de Eduard Meyer con los que polemiza son: Zur Theorie und Methodik der
Geschichte [De la teoría y métodos de la historia] (1902) y Geschichte des
Alterthums [Historia de la antigüedad], una historia de la antigüedad en cinco
volúmenes (1884-1902). <<

ebookelo.com - Página 129


[23]Max Weber, Posibilidad objetiva y causación adecuada en la consideración
causal de la historia, en Id., El método de las ciencias histórico-sociales, trad.
Joaquín Abellán, Alianza Editorial, 2009. <<

ebookelo.com - Página 130


[24] Max Weber, op. cit. <<

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[25] Max Weber, op. cit. <<

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[26] Max Weber, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la
política social, en Ensayos sobre metodología sociológica, trad. José Luis Etcheverry,
Buenos Aires, Amorrortu, 1982. <<

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[27] Max Weber, op. cit. <<

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[28] Max Weber, op. cit. <<

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[29] Max Weber, La «objetividad» del conocimiento en la ciencia social y en la
política social, op. cit. <<

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[30] Max Weber, op. cit. <<

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[31]Georg Simmel, Sociología: estudios sobre las formas de socialización, estudio
introd. de Gina Zabludovsky, Olga Sabido, trad. José Pérez Bances, México, FCE,
2014. <<

ebookelo.com - Página 138


[32]
Max Weber, Sobre algunas categorías de la sociología comprensiva, en Ensayos
sobre metodología sociológica, trad. José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu,
1982. <<

ebookelo.com - Página 139


[33]
Max Weber, Economía y sociedad, trad. Juan Roura Parella, Eugenio Ímaz,
Eduardo García Maynez, José Ferrater Mora, Francisco Gil Villegas, México, FCE,
2002. <<

ebookelo.com - Página 140


[34]
Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. Luis Legaz
Lacambra, Editorial Reus, 2009. <<

ebookelo.com - Página 141


[35]
Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. Luis Legaz
Lacambra, Editorial Reus, 2009. <<

ebookelo.com - Página 142


[36]Marianne Weber, Biografía de Max Weber, trad. María Antonia Neira de la
Bigorra, Fondo de Cultura Económica, México, 1995. <<

ebookelo.com - Página 143


[37] Cfr. recuadro: «Marx y Weber: el carácter económico de la modernidad». <<

ebookelo.com - Página 144


[38] Winfried G. Sebald, Austerlitz, trad. Miguel Sáenz, Anagrama, 2002. <<

ebookelo.com - Página 145


[39] Max Weber, La ética protestante, op. cit. La administración pública. El
capitalismo. <<

ebookelo.com - Página 146


[40]
En Necessary Hints To Those That Would Be Rich (1736); Id, Advice To a Young
Tradesman (1748), citado en Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 147


[41] Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 148


[42] Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 149


[43] Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

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[44] Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 151


[45] Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 152


[46] Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 153


[47] El puritanismo que entre los siglos XVII y XVIII se expande con fuerza por
Inglaterra, en especial por la intervención revolucionaria e institucional de Oliver
Cromwell, inspira las dinámicas económicas, políticas y sociales del primer
colonialismo inglés en Norteamérica. Por esta razón, además, Weber también
combina la mentalidad económica capitalista de Benjamín Franklin con el proceso
«evolutivo» que el primer puritanismo de los colonos ingleses tuvo a lo largo del
siglo hasta la declaración de la generación a la que pertenece el estatista
estadounidense. <<

ebookelo.com - Página 154


[48] Max Weber, La ética protestante, op. cit <<

ebookelo.com - Página 155


[49] Max Weber, La ética protestante, op. cit <<

ebookelo.com - Página 156


[50]La versión de la obra de la que extraemos las citas que aparecen en este volumen
es de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, trad. José Chávez Martínez,
México, Premia Editora, 1979. <<

ebookelo.com - Página 157


[51] Max Weber, Economía y sociedad, op. cit. <<

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[52]
Max Weber, La ciencia como profesión, trad. Joaquín Abellán, Espasa Libros,
2007. <<

ebookelo.com - Página 159


[53] Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

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[54] Max Weber, La ética protestante, op. cit. <<

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[55] El día de su muerte, la obra estaba incompleta Como ya hemos dicho, esta fue
publicada a título póstumo en una versión integral organizada por su mujer Marianne
en 1922. La obra se volvió a presentar entre los años 1925 y 1976 en distintas
versiones revisadas por su mujer y su alumno, Johannes Winckelmann, en un intento
por acercarse al máximo al plan originario del autor. Más tarde llegó la versión
italiana a cargo de Pietro Rossi en dos volúmenes, basada en la edición crítica de
Winckelmann de 1956. <<

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[56]Raymond Aron, Las etapas del pensamiento sociológico. Montesquieu, Comte,
Marx, Tocqueville, Durkheim, Pareto, Weber, trad. Carmen García Trevijano,
Editorial Tecnos, 2004 <<

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[57] Max Weber, El trabajo intelectual como profesión, Barcelona, Bruguera, 1983.
<<

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[58]Para el resumen de las definiciones de la acción social, véase la primera parte del
primer volumen de la obra póstuma, ya citada, Economía y sociedad. <<

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[59] Max Weber, Economía y sociedad, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 166


[60] Max Weber, El sentido de la «neutralidad valorativa», op. cit. <<

ebookelo.com - Página 167


[61] Max Weber, La «objetividad» del conocimiento, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 168


[62] Max Weber, op. cit. <<

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[63] Max Weber, La ciencia como profesión, en Id, El trabajo intelectual, op. cit.
Resulta interesante recordar la cita completa también en función de la comprensión
del tono del debate académico. <<

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[64] Max Weber, La ciencia como profesión, en Id, El trabajo intelectual, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 171


[65] Max Weber, La ciencia como profesión, en Id, El trabajo intelectual, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 172


[66] Max Weber, La política como profesión, en Id, El trabajo intelectual op. cit. <<

ebookelo.com - Página 173


[67] Max Weber, La política como profesión, op. cit. <<

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