Weber. Las Ciencias Sociales Ante La Modernidad
Weber. Las Ciencias Sociales Ante La Modernidad
Weber. Las Ciencias Sociales Ante La Modernidad
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Erica Grossi
Weber
Las ciencias sociales ante la modernidad
Descubrir la Filosofía - 48
ePub r1.1
Titivillus 21.06.2018
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Título original: Le scienze sociali di fronte alla modernità
Erica Grossi, 2015
Traducción: Juan Carlos Postigo Ríos
Ilustración de cubierta: Nacho García
Diseño de cubierta: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Diseño y maquetación: Kira Riera
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Max Weber, un buen padre para todas las
ciencias sociales
La primera aproximación de todo lector a la obra de Max Weber no puede llevarse a
cabo «de forma pacífica», pasando tan solo por una de las puertas de acceso a las
ciencias humanas elaboradas en el siglo XX. Por la misma razón, ante el objetivo de
introducir la figura y el perfil de este estudioso del mundo moderno hay que hacer
frente a la extensa lista de definiciones que se le han atribuido, unas más acertadas
que otras.
Si bien el verdadero interés de esta breve guía para el mundo de Weber reside en
el volumen de sus obras y en la originalidad de su contribución científica, para
escribir sobre todo ello es indispensable comenzar por el desarrollo de la crítica que a
lo largo del siglo XX intentó responder a la vieja pregunta: ¿quién es Max Weber?
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cultura (1906); Sobre algunas categorías de la sociología comprensiva (1913);
El sentido de la «neutralidad valorativa» de las ciencias sociológicas y
económicas (1917).
Los estudios de sociología de las religiones en los que elabora el análisis
comparado de las religiones basándolo en la reciprocidad de las condiciones
económicas y sociales y, de hecho, de las creencias religiosas: La ética
protestante y el espíritu del capitalismo (1906); Sociología de la religión
(póstumo, 1920-1921).
Los estudios de sociología general, reunidos en la summa póstuma Economía y
sociedad (1922).
Los estudios sobre el papel de la ciencia y de la política en la realidad
contingente, de donde surgen con mayor claridad las tensiones entre la
experiencia personal y la «vocación» profesional del científico Weber frente a
los desafíos de la modernidad: La ciencia como profesión (1919): La política
como profesión (1919).
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estudiosos que, a las puertas del siglo XX, mejor supo captar los rasgos y la
complejidad del mundo moderno a través de los instrumentos «comprensivos» de las
ciencias histórico-sociales de la cultura.
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Una vida para la «ciencia como profesión»
Para repasar la vida de Max Weber, resulta natural aplicar su misma metodología de
investigación, como sugiere gran parte de la crítica y de la literatura secundaria. Así
pues, pasamos del objeto al contexto donde se encuentra, atravesando la complicada
red de costumbres sociales, creencias y usos económicos que interactúan en ese
contexto. Entre estos y el objeto-Max Weber no existen relaciones unilaterales ni
pautas unidireccionales, sino que más bien están en estrecha y heterogénea relación
de causalidad, tal y como se presentan en la complejidad de lo real.
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derecho, y en 1889 obtiene el doctorado con su tesis Sobre las sociedades
comerciales en la Edad Media.
Por tanto, el debate entre Weber y su tiempo es, desde el primer momento,
intenso, lo que le empuja a un conflicto permanente con los personajes políticos de su
entorno y de la clase social de la que procede; pero, sobre todo, lo lleva a cuestionar
tanto el dogmatismo cultural del capitalismo monopolista vigente por entonces en la
Alemania liberal como el del historicismo ideológico de la socialdemocracia que se le
opone. Es la época de las primeras «pruebas sobre el terreno» en las que aplica las
teorías de las ciencias sociales que aprendió a lo largo de su formación. A partir de
estas indagaciones experimentales, elabora las tesis que le procurarán la acreditación
universitaria y un puesto como docente de derecho en Berlín: La historia agraria
romana y su significado para el derecho público y privado (1891) y La situación de
los trabajadores agrícolas en la Alemania del Este del Elba. En estas investigaciones
y estudios, el análisis científico se inspira en el método de las ciencias naturales y se
vinculan las líneas teóricas de los maestros más importantes en su educación: el
historiador, jurista y premio Nobel por el estudio de la historia romana, Theodor
Mommsen, y Leopold von Ranke, padre de la Weltgeschichte, la investigación
histórica de carácter universal. En concreto, Weber aplica ambas teorías a la realidad
histórico-social de dos contextos determinados de desarrollo agrario, analizados
desde el punto de vista de las conexiones causales entre los aspectos jurídico-
institucionales y los aspectos socioeconómicos.
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Derecho positivo e intervención del Estado, las teorías del
«socialismo de cátedra»
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El «discurso inaugural» sobre el método y las causas de
la crisis de la modernidad
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moderno se presenta a ojos del intelectual Weber como el ámbito de estudio más
engañoso de los que ha conocido hasta el momento. En efecto, los síntomas de la
interconexión causal entre los diferentes factores de la misma crisis social, económica
y cultural son aquí mayores y más patentes, así como más directamente
experimentables. En este ámbito, el científico Weber reconoce las heridas, las
tensiones y las incoherencias que ha producido el positivismo científico con su
dogmatismo en la realidad viva y palpitante de la época. Al igual que las nuevas
creencias y órdenes de valores reemplazaron las creencias mágico-rituales cuando se
fundaron las religiones universales —cristianismo, hinduismo, islam, budismo, etc.
—, así, a caballo entre los siglos XIX y XX, el saber positivo va poco a poco tomando
el lugar de la divinidad, radicalizando los valores de la técnica y de la ciencia. La
ciencia que, sustituyendo a los dioses y a los profetas en el mundo moderno
secularizado, se ha impuesto como nuevo credo y, sin embargo, no se encuentra en
condiciones de dar respuesta a las preguntas existenciales que aún pueblan la historia.
Como un nuevo Olimpo de valores técnico-económicos, lo que declara el positivismo
moderno es un universo expuesto en todo momento a las luchas intestinas por la
afirmación de un valor sobre los demás, cuyas consecuencias se materializan en las
antinomias ideológicas y en las formas de conflicto social y militar: un mundo
desencantado.
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dedicarse a viajar por Europa junto a su mujer Marianne Schnitger (1870-1954), con
quien se casó en 1893, compañera devota y notable estudiosa, además de fiel
divulgadora de la obra póstuma de su marido.
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Weber, un sismógrafo de la crisis de la modernidad
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este sentido, como sucede con otras figuras clave del pensamiento y de
la filosofía modernos igualmente sensibles a las señales subterráneas e
invisibles de las crisis en curso —de Friedrlch Nietzsche a Jacob
Burckhardt, hasta Aby Warburg—, también Weber puede asociarse con
la definición de «sismógrafo» de las transformaciones violentas de la
modernidad. En su posición de observadores y eruditos coherentes con
los movimientos histórico-sociales y culturales del tiempo presente, es
decir, todos expuestos a las variaciones del equilibrio entre las diferentes
secciones del terreno cultural en el que se apoyan, perciben antes y con
mayor intensidad las señales de lo que empieza a moverse bajo la
superficie. La definición de «sismógrafo» aplicada a estos estudiosos
trata, por tanto, de describir una condición epistemológica y biográfica
por la que el propio cuerpo del observador se vuelve instrumento de
reverberación de las crecientes sacudidas de un terremoto histórico[6].
En las conciencias de estos lúcidos observadores-visionarios, dichas
vibraciones que se van aproximando a la superficie de lo real se
manifiestan bajo la forma de verdaderas crisis nerviosas, neurosis que
marcan su existencia de la misma manera que la punta de los
sismógrafos dibuja sobre el papel la marca gráfica irrefutable de la
catástrofe ya en marcha Existencialista y defensor del uso de la
imaginación en el método de las ciencias histérico-sociales, pues, Max
Weber también se ajusta a esta definición, que se manifestará en la crisis
nerviosa que sufre en el otoño de 1897. Solo un año antes se había
trasladado a la Universidad de Heidelberg, pero la enfermedad lo obliga
a suspender el trabajo académico. Hasta aproximadamente 1901 padece
un estado agudo de agotamiento que lo obliga a permanecer sentado
durante días enteros con la mirada fija en el vacío a través de la ventana
de casa
Al igual que los demás pensadores y, en particular, paralelamente al
ilustre estudioso alemán y contemporáneo suyo Aby Warburg
(18661929), aun viviendo en la época aparentemente pacífica y
prometedora de la Alemania imperial e industrial de finales del siglo XIX,
Weber se ve arrollado por la perturbación de la angustia y de las
tensiones que suscita el avance a un ritmo incontrolado de la modernidad
sobre la falla geológica del siglo XX europeo. En estas pocas conciencias
aisladas ya se siente la crisis existencial de la condición histórica
moderna; el «malestar en la cultura» que en Freud se convierte en
enfermedad del siglo XX[7].
Estas dos características —la reacción a los deslizamientos de la
época y el interés por las condiciones existenciales de la humanidad en
su «ser en el mundo»— hacen de Weber uno de los «sismógrafos» más
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lúcidos de la crisis, incluso de la crisis científica, y, por consiguiente, uno
de los partidarios más convencidos de las investigaciones lógicas
aplicadas a las ciencias humanas y sociales de la cultura (las
Kulturwissenschaften).
La neurosis de Weber, a caballo entre los dos siglos, al igual que la
de Warburg cuando estalló la primera guerra mundial, es la propagación
en su conciencia crítica de las violentas transformaciones que la
radicalización de la modernización social dicta a cada aspecto de la
realidad.
La lógica analítica y la experimentación empírica, aplicada a
determinados aspectos de la vida en su significado cultural específico,
revelan en Weber y Warburg una fuerte afinidad intelectual con la
fenomenología de Edmund Husserl (1859-1938). Weber escribe:
La premisa trascendental de toda ciencia de la cultura no consiste en que encontremos plena
de valor una determinada «cultura», o cualquier cultura en general, sino en que somos
hombres de cultura, dotados de la capacidad y la voluntad de tomar conscientemente posición
ante el mundo y de conferirle sentido[8].
A la vanguardia desde el principio en lo tocante a la reconstrucción de
la Europa de posguerra, trabaja sin tregua en la redefinición de Alemania
y de la asamblea europea de Estados nacionales en la permanente
«ebullición de contrastes, no solo económicos o de clase, sino de
temperamento y de ideas […]».
Como se manifestaron a nivel psíquico personal, un nihilismo
subterráneo y una conciencia trágica del peligro para la historia de la
humanidad y del Occidente moderno vibran en la superficie de su
compromiso intelectual en los años de la consulta para la firma del
armisticio de Versalles (1919), sin que ninguna resolución logre
reconfortarlo. Acostumbrado a la manifestación de la neurosis cultural
moderna, «prevé, de hecho, resueltos los contrastes económicos, otros
conflictos de poder y de prerrogativas» como intrínseco «destino de la
razón»[9].
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Sociología, historia, economía. Las ciencias
«comprensivas» de la realidad
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primera formación social de carácter económico de la historia moderna de Alemania:
la que nace con la Reforma protestante.
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el efecto de la incoherencia culpable entre las formas del poder constituido y la
realidad material contingente es por lo que las condiciones económicas y los sucesos
trágicos en la sociedad rusa resultan estar aún más «causalmente» relacionados: unos
como aseveraciones derivadas de las otras (Estudios críticos sobre la lógica de las
ciencias de la cultura, 1906).
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De la guerra moderna a la modernidad como conflicto
Cuando en 1914 estalla la guerra —hito histórico para Europa y para el mundo
occidental implicado en el primer conflicto global e «imperialista»—, Weber ya ha
publicado la mayor parte de sus principales obras metodológicas y teóricas. En ellas,
como hemos dicho, el Weber observador intentó alertar a su época de la tendencia a
la que parecía estar destinada la razón en sus radicalizaciones técnicas y burocráticas.
Son estos años los más difíciles para la acción social y política del hombre y del
intelectual Weber, llamado a los salones de la diplomacia europea para contribuir a
las decisiones estratégicas relativas a la catástrofe de la guerra que está teniendo
lugar. Ocupado en misiones oficiosas entre Bruselas, Viena y Budapest, vive una vez
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más la frustración teórica entre convicción y responsabilidad de la acción: por un
lado, la certeza de la legitimidad de los «objetivos» de la política de potencia de la
Alemania beligerante y, por el otro, la oposición a todo «medio» de ejecución de la
guerra. Su ferviente producción propagandística en el Frankfurter Zeitung es, en este
complicado momento, la prueba de fuego de la contradicción personal y científica
vivida en su experiencia diplomática. Esta tensión se condensa en las restricciones
efectivas de una acción política que solucione la catástrofe y cuyas consecuencias
sean positivas para distintas colectividades, políticamente enfrentadas y, lo más
importante, económicamente desiguales. Contrario siempre a la dilatación del
conflicto y crítico con las fracasadas instituciones autoritario-burocráticas y feudales
del régimen prusiano, publica entre 1917 y 1918 los ensayos más duros contra la
política posbismarckiana, cuyas estrategias considera nefastas para el presente
democrático y parlamentario de Alemania.
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eficaz y «justo» para las contingencias vigentes. Con este espíritu, en el último año
políticamente comprometido de su vida de estudioso, Weber participa en la fundación
del Partido Democrático Alemán junto a su hermano Alfred y otros amigos, con los
que muy pronto entra en conflicto debido a la orientación socialista adoptada por la
organización.
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Organizar el edificio de las ciencias
histórico-sociales: Weber y el método
No se puede esperar comprender el trabajo de Max Weber en su compleja totalidad si
antes no se tiene claro el contexto en el que se dedica con especial pasión y precisión
analítica a definir las ciencias sociales, sus objetos y métodos de trabajo.
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«condiciones del tiempo» y del «ambiente»—, entonces se deberá asimismo admitir
que las ciencias sociales son necesarias para el estudio de las conexiones entre
factores económicos y factores sociales. En esta elaboración teórica, como se ve, es la
investigación histórica la que constituye la estructura central del edificio
epistemológico de las ciencias sociales, admitidas como instrumentos de
investigación, pero sin autonomía, es decir, sin el reconocimiento de una función
analítica específica respecto de la consideración historiográfica determinante. En
otras palabras, si se articula la metáfora señalada por el crítico italiano Pietro
Kossi[12], se pueden imaginar, en este caso, las ciencias sociales como espacios
conectados dentro de un único edificio en los que acampa la Historia escrita.
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Contrastar las hipótesis de la sociología positivista puede comportar dos únicas
alternativas: excluir la especificidad de la sociología entre las ciencias sociales y
dejar que la historia —también a causa de la hegemonía historicista del pensamiento
filosófico alemán— la tenga subordinada como elemento de apoyo arquitectónico,
entre otras cosas, en su gigantesco edificio epistemológico o, por el contrario,
afrontar de manera crítica la solución propuesta por franceses e ingleses: utilizar las
premisas analíticas y experimentales de las ciencias naturales para afirmar, a
contrariis, la especificidad de los objetos de estudio de la ciencia sociológica y, por
consiguiente, sus propios instrumentos metodológicos respecto a las demás ciencias
sociales que habitan, aún con desorden, el mismo edificio de la cultura.
Por tanto, tenemos por un lado la polémica interna de la cultura alemana entre las
distintas escuelas económicas y, por otro, las posturas filosóficas del positivismo
europeo. Pero nos encontramos además con un tercer término de comparación, el cual
se presenta después de estas premisas, pero no por ello tiene una importancia menor
en el debate. Situar la teoría socioeconómica marxista en este punto del razonamiento
permite ante todo resumir algunas de las cuestiones ya abordadas y manifestar con
mayor claridad la importancia respecto al posicionamiento de Weber en el debate
sobre la «cuestión de los trabajadores», de donde surge la revista Archivo para
ciencias sociales y política social. Estamos a finales del siglo XIX alemán, la sombra
de Karl Marx y las evoluciones teóricas de sus reflexiones desde El manifiesto
comunista (1848) a El capital (1867) dominan la disputa que sirve de premisa a las
instancias metodológicas de cualquier reflexión sociológica y económica, incluso las
de Weber; tanto es así que la línea directa que conecta sus trabajos le hará ganar, en
varias ocasiones y con matizaciones críticas ambiguas, la definición de «el Marx de
la burguesía» o «anti-Marx». Y, en cierto sentido, será el mismo Weber quien admita
esta situación de enfrentamiento permanente cuando, al presentar los presupuestos
científicos del Archivo y el interés de este por los temas económico-sociales, se
diferencia de inmediato de las posiciones de Marx, distinguiendo los fenómenos
histórico-sociales en «económicos», «condicionados económicamente» o solamente
«económicamente operativos o relevantes», según el punto de vista pertinente y
unilateral de su concepción del método de las disciplinas histórico-sociales.
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critica a Marx que este haya adoptado una posición ideológica preestablecida y miope
respecto a la valoración empírica de la realidad por cómo es.
Desde cualquier punto de vista que se observen las posturas de esta discrepancia,
el aspecto más decisivo para Weber consiste en la afirmación de la legitimidad de las
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disciplinas histórico-sociales como ciencias de la realidad para abordar la delicada
fase que atraviesa la cultura europea de fin de siglo. Las cuestiones en las que trabaja
Weber para asentar las murallas del edificio de las ciencias histórico-sociales sobre
los cimientos de la validez científica son fundamentalmente dos:
1. ¿Qué legitima las ciencias histórico-sociales entre las demás vías de acceso al
conocimiento de la realidad?
2. ¿Cuáles son los objetos, los instrumentos y los métodos de investigación de
estas nuevas «ciencias de la realidad»?
Para reconstruir las respuestas que propone Weber, las próximas páginas
explorarán voces, ambientes y lugares que animan al debate contemporáneo sobre el
método, aquí hilvanado únicamente en sus puntos y líneas principales.
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Marx y Weber: el carácter económico de la modernidad
Si se enfrascaran en un debate
imaginario, Max Weber y Karl Marx
se pondrían de acuerdo a la hora de
considerar el capitalismo moderno
como el carácter distintivo de la
civilización occidental. Ambos
reconocerían el papel central que,
en este sistema económico,
desempeñan el mercado, la
competencia, el beneficio, la
acumulación y los modos de
producción. De hecho, desde los
primeros pasos de la crítica a los
dos maestros de la sociología y de
la economía política por parte de
alumnos y pensadores de segunda
generación, se ha destacado el falso
mito del «antimarxismo» de Weber y
del Irreducible contraste entre
ambos. En primer lugar, en ambos Monumento a Marx y Engels en Berlín.
autores viven la manifestación del
«carácter alemán» del pensamiento político y el interés central por la
Investigación histórico-sociológica, además de la afiliación entre el
«filosofar» y la manera de concebir la existencia propia como modelo
viviente de la actividad filosófica[13]. A pesar de la significativa distinción
del enfoque y de las premisas teóricas sobre las dinámicas de los
procesos histórico-sociales, ambos reconocen en el fenómeno de
racionalización técnica e industrial del capitalismo de su tiempo el
elemento «genético» de la modernidad en la que viven. Ambos están de
acuerdo, de hecho, cuando consideran la dinámica económica en la
relación hombre/mundo, racionalidad/libertad como esencial en el plano
antropológico y sociológico de las transformaciones del mundo moderno,
una visión «existencialista» común a pesar de las divergencias de sus
puntos de vista. A la postre, tampoco habría desacuerdo en las
principales líneas con las que describen el proceso que llevó al
nacimiento del capitalismo moderno, a las condiciones históricamente
dadas que lo han hecho posible y al grupo social que ha sido
protagonista de ello, ese componente de la burguesía que se rebeló
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contra el statu quo de la tradición social y económica. Ahora bien, es en
este punto del análisis donde se da la principal discrepancia entre los dos
teóricos de la modernidad y de su peculiar naturaleza económica. En su
análisis de la clase burguesa, Weber atribuye a los fenómenos religiosos
un papel causal que representaría la base de la acción de este grupo
social. A diferencia de Marx, piensa que las condiciones materiales e
instituciones presentes en la primera modernidad no son suficientes per
se para la creación de las nuevas estructuras y procesos económicos
que caracterizan el capitalismo moderno. La burguesía, para Weber, es
movilizada por un proceso subjetivo, un «espíritu», que le ha permitido
beneficiarse de las condiciones objetivas históricamente recibidas. En
otras palabras, los emprendedores eran inspirados, empujados a una
búsqueda asidua de posibilidades de ganancia, y estaban dispuestos,
para ello, a acumular dinero, a reinvertirlo, buscar nuevos mercados y
nuevas prácticas comerciales con una óptica de innovación sin
precedentes. Basándose en estas distintas consideraciones «genéticas»,
Weber critica la concepción «materialista» de la historia de Marx y, por
primera vez, se evidencia el distanciamiento entre ambos. Weber le
reprocha, de hecho, al sociólogo de Tréveris y a la escuela marxista que
hayan elevado el carácter económico de la modernidad a único «punto
de vista» para el análisis de la historia, desatendiendo la influencia
decisiva de otros factores, principalmente el religioso. La acusación de
«dogmatismo teórico» —un tipo de fe laica en un único principio
económico regulador del mundo y de la realidad social— no afecta, en
cambio, al plano de la validez «heurística» del método de análisis
propuesto por Marx, que incluso Weber toma como modelo para sus
primeros estudios de economía, demostrando con los hechos la
esterilidad de las disputas ideológicas de determinada crítica del tiempo.
De esta delimitación distintiva en el método de las ciencias histórico-
sociales deriva el diferente enfoque filosófico y «existencialista» del
carácter moderno del capitalismo en sus manifestaciones contingentes:
la cuestión fundamental de la especificidad occidental con respecto a
otras grandes civilizaciones. A juicio de Weber, la particularidad histórica
y cultural de Occidente residiría en la manera en que este ha teorizado y
promovido de forma sistemática la adopción de una actuación, individual
y colectiva, de tipo «racional». La racionalidad se entiende desde un
enfoque weberiano como la optimización de la relación entre los medios
y los fines de la acción, un «destino de la razón» implícito en la fe de que
todo, en principio, puede acabar siendo dominado. Para Marx, en
cambio, esta tensión economicista en la racionalización técnica y
burocrática de la sociedad y de la realidad en todas sus manifestaciones
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constituye el principio de la «autoalienación» humana, el «carácter
destructivo» de la modernidad dominada por el capitalismo industrial. La
consideración «técnica» de Weber sobre las condiciones «genéticas» del
proceso de racionalización del mundo moderno no excluye —ni tampoco
disimula— la mirada trágica que centra en los resultados futuros
previsibles de este proceso. Presenta una imagen del mundo más
parecida de lo que cree a la visión desilusionada de Marx: un progresivo
y milenario «desencantamiento» de la acción humana, que aún no ha
llegado a sus resultados pero que ya es sintomático de las dificultades
venideras de la civilización.
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El método weberiano: un edificio de cimientos trazados
«sobre el ámbito» de la investigación
Los textos weberianos considerados por la crítica como los más rigurosamente
dedicados a la dimensión metodológica de su trabajo —desde la primera fase de
elaboración del pensamiento del autor basándose en Economía y sociedad— se
remontan a principios del siglo XX, pero se extienden a lo largo de más de una década
con saltos cronológicos importantes.
Si se pretende denominar «ciencia de la cultura» a disciplinas tales como las que se ocupan de los procesos de
la vida humana desde el punto de vista de su significación cultural, entonces la ciencia social, en el sentido
que aquí le damos, pertenece a esa categoría. Pronto veremos cuáles son las consecuencias fundamentales que
ello acarrea[15].
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La «objetividad» de la ciencia del conocimiento contra el «objetivismo»
de sus condiciones
La pregunta de la legitimidad científica de las disciplinas histórico-sociales es el nudo
central en torno al cual gira toda la disputa sobre el método del que se ha hablado. De
hecho, antes de poder elaborar hipótesis metodológicas y analíticas en el ámbito de la
investigación histórica y de la social, Weber, al igual que los demás, tiene que hablar
de la definición misma de estas disciplinas, de las condiciones que las hacen
necesarias y autónomas en el desafío moderno de los saberes para entender la
realidad.
En oposición explícita a la teoría romántica de una de las más ilustres voces que
animan el debate de la época, la de Wilhelm Dilthey, Weber emprendió la consistente
tarea de elaborar una «doctrina de la ciencia» (Wissenschaftslehre) que combinara los
aspectos más positivos y productivos de las diferentes escuelas de pensamiento a las
que en gran parte debe su formación con el ejercicio cotidiano de sus investigaciones.
Si todo lo que afirmó Dilthey es cierto, y destacado en parte por la escuela histórica
sobre la autonomía y la distinción de las ciencias histórico-sociales de las naturales, a
Weber también le parece cierto que esta afirmación no tenga su razón de ser en los
mismos presupuestos diltheyanos.
«nada humano les sea ajeno» en este aspecto. Pero de esta confesión de debilidad humana a la creencia en una
ciencia «ética» […], que hubiera de producir ideales extraídos de su materia, o normas concretas por
aplicación a su materia de imperativos éticos generales[16].
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de las ciencias histórico-sociales frente al «objetivismo» y la «universalidad» de la
propuesta diltheyana.
De esta distinción positiva de las premisas teóricas deriva, por tanto, la definición
del ámbito y del método empírico de la investigación weberiana. Esta se basa en el
principio de «relatividad» de los criterios de «elección» que dependen
exclusivamente de los intereses subjetivos e individuales del investigador y de la
relevancia del «significado» de su objeto de estudio, aislado de la infinidad de otros
objetos considerados no relevantes, «insignificantes» desde su punto de vista. Por
esta razón, el conocimiento de la realidad histórico-social así entendida es siempre
«prospectiva» al considerarse desde un punto de vista particular; y «asistemática»
porque está orientada hacia/por su objeto de estudio concreto y por la validez que le
ha atribuido la elección del investigador.
allí donde se afronta con nuevos métodos un problema nuevo y se descubren de ese modo verdades que abren
nuevos puntos de vista significativos, allí surge una nueva «ciencia»[17].
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reconocimiento del estatuto de objeto de estudio a todo aquello que entre en el ámbito
de observación y de «interés» del investigador—; la subjetividad del «punto de vista»
del investigador, unilateralmente llamado a aislar de la infinidad del mundo, por
cómo se presenta, una sección finita del ámbito que lo ocupa; por último, el
«objetivo» del estudio —es decir, asignar un significado cultural a ese fenómeno
particular escogido en su especificidad dentro de la complejidad de la realidad.
Para responder a eso y, sobre todo, a fin de hacerlo siguiendo los criterios de
objetividad científica indiscutibles, y capaces de hacer ampliamente inteligibles y
válidos los conocimientos a los que llegan, las ciencias histórico-sociales se apoyan
en dos condiciones concretas de objetividad: la «explicación causal» y la «neutralidad
valorativa».
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La «neutralidad valorativa» de las inagotables «ciencias de la realidad»
Abordar, cada vez en mayor medida, nuevos problemas desde nuevos puntos de vista
en el plano científico nos muestra la realidad en sus conexiones y proporciona
instrumentos y materiales útiles para su resolución. Las ciencias histórico-sociales
son para Weber, a diferencia de lo que afirman sus colegas «de cátedra», disciplinas
hasta cierto punto objetivas, pero en sus resultados del todo «libres de valor», por
tanto no necesaria ni universalmente válidas según un «juicio de valor» ideológico e
inmutable. Esto les permite tanto a los objetos como a los investigadores ser elegidos
y elegir a través de un método analítico fundado y lógico en el plano de la
construcción conceptual, pero siempre relativo, es decir, disponible a partir de la que
Rickert define como «relación de valores».
La «relación de valores» rickertiana reelaborada por Weber —esto es, privada del
carácter absoluto y trascendente con el que Rickert cubría los valores a priori
admitidos en el análisis— es el acto con el que el investigador, basándose en
determinados puntos de vista e intereses, selecciona el material empírico
estableciendo el ámbito de su investigación. El «juicio de valor», en cambio, es lo
que Weber define como la toma de posición valorativa o prescriptiva, por ejemplo, de
la escuela histórica o del materialismo, que en lugar de dirigir la investigación hacia
el objeto de su interés, dirige el juicio hacia la aprobación o la reserva respecto al
objeto mismo de estudio. Partiendo de esta base, además, en oposición al
materialismo histórico que implica la univocidad del fenómeno económico a partir de
un «juicio de valor» y con la doctrina de la escuela histórica que restringe el campo
de investigación histórica a un sistema de valores objetivos, universales y necesarios
—a saber, que el estudio histórico es una investigación con un «número cerrado» de
candidatos juzgados en razón del valor—, la teoría weberiana propone una hipótesis
amplia y en consonancia con las reflexiones contemporáneas de la filosofía
fenomenológica.
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deduce que cada punto de vista desde donde se la observe y cada objeto histórico que
caiga bajo la atenta mirada del investigador pueden constituir legítimamente un
nuevo ámbito de la investigación histórico-social donde se hace necesario un método
analítico concreto y objetivo, si bien válido de forma unilateral. Así pues, ¿incluso
para las ciencias histórico-sociales, según Weber, existe una cuestión de «validez»?
se refiere al aspecto «técnico», lo que quiere decir —como ya se ha mencionado— al «medio» necesario para
un fin dado unívocamente. Nunca se eleva a la esfera de las valoraciones «últimas»[19].
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acogerse, aplicando los instrumentos lógicos específicos del sistema de valores
relativo al objeto de análisis, a un grupo localizado de condicionamientos que no
siempre se dan a priori y de modo definitivo, sino que, más bien, son
«condicionados», es decir, relativos a los componentes causales del transcurso
específico del fenómeno estudiado. La «imputación» de un conjunto de causas a las
que atribuir determinadas consecuencias de un fenómeno individual es un camino
metodológico que presupone en el observador una gran capacidad analítica de las
contingencias condicionales en las cuales se observa el fenómeno y, al mismo tiempo,
un conocimiento general de las causas y de los fenómenos por medio de
construcciones lógico-racionales. Solo suponiendo que ningún conocimiento jamás
podrá serlo de forma exhaustiva es como el estudioso puede «escoger» antes y
analizar después el campo específico de su investigación revisando los factores que lo
determinan y siendo capaz de establecer un «esquema de relaciones» útil para valorar
la posibilidad objetiva en base al grado de «causación» de cada uno. Weber asocia la
importancia particular de estos instrumentos de indagación al ámbito específico y las
exigencias científicas propias de la investigación histórica, por el hecho de que el
historiador debe poder aislar y elegir un acontecimiento histórico en el que centrarse
y valorarlo basándose en los componentes causales que lo han hecho posible en ese
contexto y a los que se les puede «imputar» un grado decisivo de «causación» que
habría cambiado su curso para siempre.
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racional pertinente. La escala de valoración weberiana avanza, así —según un
espectro extremadamente vasto y diferenciado, correspondiente a las manifestaciones
ilimitadas de los casos empíricos—, desde el nivel máximo de «causación adecuada»
al nivel mínimo de «causación accidental», marcados por el condicionamiento
imprevisible de los márgenes de «error de pensamiento» o «error de cálculo», como a
menudo ocurre al comprobarse el historial de las batallas, en las cuales se puede
prever la existencia en ambos frentes de la lucha de planos racionales de conducción
de la guerra, a pesar de que además exista siempre la determinación de un resultado a
favor de uno sobre el otro.
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La batalla metodológica de Maratón
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batalla de Maratón—, escogido entre otros miles que han quedado fuera
del conocimiento histórico universal, sea, además de un objeto de interés
para el historiador, también un fenómeno con un significado histórico
objetivo? Eduard Meyer, contrarío a la «sobrevaloración» de los estudios
metodológicos en favor de la «praxis de la historia», es defensor de una
suerte de mezcla teórica entre el historicismo místico que funda el saber
histórico sobre la experiencia práctica del estudioso, y la intuición
espiritual, ese tipo de psicologismo del conocimiento que se basa en el
carácter «ontológico» de la situación histórica de una determinada
época. Ningún método ni significado objetivo basado en un
procedimiento lógico-empírico, según Weber, justifica la conclusión
también válida de Meyer. Sin embargo, es necesario un procedimiento
que escoja, entre la serie «infinita» de los factores que han determinado
ese acontecimiento, una serie «finita» de factores «causalmente
relevantes» y aclare, más tarde, el alcance causal de dichos factores.
Esto se consigue construyendo un cuadro «ideal» basado en la exclusión
hipotética de algunos componentes causales reales y la valoración —el
«juicio de posibilidad objetiva»— de las consecuencias, más o menos
diferentes de las reales, que así se determinan. «Sin la valoración de
dichas “posibilidades” —alega Weber— y de los insustituibles valores
culturales que están “vinculados […] a esa decisión, sería imposible
determinar el ‘significado’; y además sea virtualmente imposible
comprender por qué nosotros no la consideramos equivalente a una
escaramuza entre dos tribus de kafires o de indios, y no debemos
tomarnos en serio los estúpidos ‘principios directivos’ de la Historia
universal […]”»[25].
La «comprensión» de ese significado —el desarrollo de la cultura
occidental de huella helénica— tiene lugar gracias a la construcción de
un recorrido metodológico que toma de las fuentes materiales y del vasto
conocimiento histórico sobre dicho acontecimiento los parámetros para la
valoración hipotética de los componentes causales de los que
«esperarse» la «posibilidad objetiva» de que un hecho suceda según las
mismas normas.
El de Weber es, por tanto, un modelo explicativo que no tiende a la
constitución de la historia como saber nomológico determinista, hecho de
leyes universales y necesarias del devenir, que juzga los acontecimientos
basándose en su adecuación a «principios directivos» predeterminados
de la historia, la posición de Meyer y de los modernos historiadores.
El saber histórico-nomológico de Weber es un saber «condicional»,
basado en la explicación causal de las condiciones que hacen posibles
los acontecimientos en un determinado y único ámbito del futuro.
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Cien años después de la polémica con Meyer, en el campo de batalla
de la historia como disciplina en la actualidad, Weber encontraría tal vez
otros contendientes mejor armados de teorías y elaboraciones
conceptuales para la comparación «causal» de los fenómenos en el
devenir de la historia Estos estudiosos aún más «modernos» podrían, de
hecho, criticar a Weber por la sentencia ética que precisamente él,
teórico de la ciencia «libre de valor», en la disputa con Meyer, remite a la
«escaramuza» entre kafires o indios. El giro poscolonial de la
historiografía reciente se propone, simplificando, contrastar la marca
eurocéntrica dominante del saber histórico que —fundado
científicamente— hasta tiempos muy recientes, ha ignorado el punto de
vista y las condiciones de posibilidad, es decir, el significado histórico de
todo el sistema-mundo extraeuropeo, sin olvidar el peso que tuvo sobre
esto el fenómeno de la colonización europea Estos nuevos estudiosos,
quizá, durante el proceso de comprensión de la historia reciente en estos
territorios según el método de la construcción de modelos conceptuales
ideales, podrían plantearle la pregunta resentida que él le hacía a Meyer
sobre Maratón: «¿No podría haber ocurrido de una manera diferente?».
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Los «tipos ideales»: las categorías weberianas de la «comprensión»
Ahora podríamos darle una vuelta más al edificio de los saberes histórico-sociales
para entender algo más. ¿En qué varía el posicionamiento de las ciencias histórico-
sociales tras la intervención de Weber en los éxitos de Dilthey y Rickert en el estatuto
de legitimidad y autonomía de estas como ciencias positivas diferentes de las
naturales? El edificio de la Historia donde residían, en su origen, como sirvientas del
único saber, se ha ido ordenando poco a poco hasta aquí. Pero ¿cómo?
Es y seguirá siendo cierto que una demostración científica metódicamente correcta en el ámbito de las ciencias
sociales, si pretende haber alcanzado su fin, tiene que ser reconocida también como correcta por un chino[26].
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Pero ¿qué son estos principios generales que debería entender incluso un chino,
quien en cambio podría «carecer de “oído” para nuestros imperativos éticos»?[27] ¿Y
cómo funcionan en la investigación «individual» de las ciencias histórico-sociales,
sobre todo si en el sistema empírico weberiano aquellos se contraponen a las lógicas
de sus análogos en las ciencias naturales positivistas? Weber llama «tipos ideales» a
los modelos empíricos que describen una determinada homogeneidad, evidentemente,
«ideal» del comportamiento de un fenómeno observable dado en su devenir histórico.
Estos son una versión analítica e instrumental de ese fenómeno, son las
«abstracciones» empíricas puras en un cuadro coherente de determinación, al
contrario de lo que se proponen las ciencias naturales que, en cambio, deducen el
principio empírico de un caso particular a partir del conocimiento de leyes-modelos
universales a las que recurren como supuestos válidos para esa «constelación
individual» de fenómenos análogos. Para las ciencias de la cultura, los «tipos ideales»
no solo no pueden considerarse en modo alguno coherentes con el comportamiento
de sus homólogos en la realidad, con los que no obstante guardan una relación
exclusiva de comparación analítica, sino que además, el carácter de «individualidad»
del significado específico del suceso considerado impide la elevación teórica de los
«tipos ideales» a leyes universales que expliquen la configuración de la realidad.
[El «tipo ideal»] No es una exposición de lo real, pero pretende proporcionar a la exposición medios de
expresión unívocos. […] Se obtiene intensificando unilateralmente uno o varios puntos de vista y reuniendo
una multitud de fenómenos singulares difusa y discretamente esparcidos unos más en un sitio y otros menos
en otro, pero en modo alguno esporádicamente, que se acomodan a aquellos puntos de vista unilateralmente
destacados en una imagen ideal en sí unitaria[28].
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del «tipo ideal», no como fin sino como medio de la investigación histórico-social, es
donde radica el común denominador de las diferentes disciplinas que habitan, según
disposiciones y conexiones variables, el edificio de las ciencias de la cultura. El
funcionamiento metodológico del concepto «abstracto» y «utópico» como «tipo
ideal» a partir del cual determinar su significado cultural «individual» y el
conocimiento de las conexiones causales «condicionadas por esas ideas de valor». Lo
que excluye como fin de la investigación tanto un juicio de valor sobre el fenómeno
como la posibilidad de una explicación universalmente válida, y reconoce como
«deber elemental» del investigador el «autocontrol científico», es decir, la capacidad
de distinguir la lógica comparativa de la realidad en «tipos ideales» de la valoración
de la realidad basándose en ideales, los «juicios de valor». En resumen, el tipo ideal
se entiende aquí como un concepto-límite: «concepto» porque pertenece al orden
epistemológico de una construcción coherente y no contradictoria de los esquemas
«comprensivos» de los fenómenos de la realidad (carácter nomológico); y «límite»
porque es llevado empíricamente al nivel de máxima «abstracción» y generalización
respecto a las variables empíricas consideradas por el procedimiento analítico
weberiano (carácter de objetividad empírica). Con la fantasía, en parte «orientada y
disciplinada con miras a la realidad», y con el estudio más profundo y amplio de la
historia es como el científico weberiano puede crear estos conceptos por niveles de
validez variable y llegar a entender el significado cultural de la realidad en sus
configuraciones históricas, por un lado, y en sus manifestaciones por especie de
objetos, por el otro.
Es un proceso que Weber teoriza y, como puede verse, aplica con cierta
coherencia en las investigaciones contemporáneas de sociología de la religión, pero
que justo en esta fase demuestra un nivel superior de dificultad. En el plano de la
individualización de los «tipos ideales» de los fenómenos sociales estudiados, la
sociología parece reclamar, principalmente cuando se aplica a casos actuales, una
legitimación científica específica entre las disciplinas sociales de carácter histórico ya
admitidas en el edificio de las ciencias de la cultura como sede disciplinaria donde se
busca una verdad, que reclama la validez de una ordenación lógica de la realidad
empírica aun para los chinos, siguiendo nuestro ejemplo[30].
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La «acción social»: el tipo ideal de la sociología
A casi diez años de la primera elaboración metodológica y en constante debate con
las posturas teóricas de su amigo Georg Simmel[31] en 1913 Weber ayuda a la
sociología a dar el paso más grande que jamás antes había dado en el extenso ámbito
de la realidad objeto de la investigación histórico-social.
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referida a la acción de los demás; también el hecho de que siempre se pueda referir a
ella la define, es decir, la hace posible; y por último, que esta tiene sentido
únicamente sobre la base de la referencia específica a la conducta ajena. A este
primer nivel de acción interindividual se añade, en el análisis general de la acción
social —es decir, dirigido a los demás—, un grado más de definición que tiene en
cuenta la «acción en comunidad» y la «acción asociativa» (o «acción en sociedad»),
que son niveles de comportamiento social en referencia a las «intenciones», a las
«expectativas» y a las «oportunidades» que una persona tiene para poder contar con
las consecuencias de esa acción.
Con «acción en comunidad», Weber se refiere a una acción social basada en las
«intenciones» de quien actúa con respecto a un sistema de relaciones humanas
intrínsecas e integradas, «dotadas de sentido» en la comunidad o grupo contingente
de referencia. Con «acción en sociedad», se refiere al «tipo ideal» de la acción en
comunidad que además:
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1. la «acción social racional respecto a su objetivo», por la cual el hombre-agente
social identifica (subjetivamente) los fines y utiliza los medios (subjetivamente)
eficaces para alcanzar dichos fines. Este primer nivel destaca especialmente
porque es una acción integral y se basa en el requisito de medios —todos los
necesarios— con vistas al objetivo. Según Weber, este tipo de acción caracteriza
al mundo moderno, que a través de cualquier medio intenta obtener el máximo
nivel de organización técnico-científica (acción racional respecto a su objetivo);
2. la acción «racional respecto a su valor» que, por el contrario, se basa en la
incondicional creencia en el valor de un comportamiento respecto a ciertos fines
indiscutiblemente válidos. En este caso, el agente acepta de forma racional los
riesgos (ventajas y desventajas) de la acción por la «fe» que deposita en la
«relación de valores» en la que tal acción está inspirada.
Los dos primeros tipos de acción social son los atribuibles a la «asociación», los
otros a la «comunidad»: la segunda se sustenta sobre la común pertenencia afectiva o
tradicional, subjetivamente sentida por todos los miembros; la otra se define por la
disposición de los participantes a la acción en función de intereses o vínculos de
interés motivados racionalmente con vistas a cierto objetivo o sistema de valores.
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particulares y singulares —«lo que es»— sin conceder espacio epistemológico a la
supuesta capacidad «psicológica» del observador científico para dar explicaciones
generales y universales —«lo que debe ser»— sin mediación empírica, y por la única
e intrínseca afinidad con los caracteres esenciales del fenómeno humano observado.
Y sobre la misma base metodológica, la fase «comprensiva» de La ética protestante y
el espíritu del capitalismo (1906) coincide con la aparición de la necesidad de una
investigación sociológica del tipo ideal de la acción racional respecto al objetivo —es
decir, la acción económica— concerniente al capitalismo moderno en sus fases de
desarrollo, pero sobre todo en las condiciones culturales que han influido en sus
dinámicas desde el principio. De esta forma, el espectro de los comportamientos
analizados y teorizados por Weber no solo se «multiplica» en el ámbito de las
modulaciones posibles entre las distintas imputaciones causales, sino que además se
«especializa» en referencia a la realidad política con la definición de los tipos ideales
de poden
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La ética económica de la religión. El
«punto de vista» de la sociología weberiana
En 1905, Max Weber publica en el Archivo para ciencias sociales y política social un
ensayo titulado La ética protestante y el espíritu del capitalismo, donde expone los
resultados del primer experimento práctico del estudio sociológico basado en la
«doctrina de la ciencia».
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desarrollada sobre la sociología de la religión en su contribución experimental al
ámbito de las religiones universales, abre la investigación económica y política desde
donde había partido con sus primeros pasos en el Archivo, junto a sus amigos Jaffé y
Sombart, hasta un conocimiento más profundo del fenómeno económico. El
comportamiento económico, la «acción social racionalmente orientada», puede hallar,
en las premisas conceptuales ideal-típicas weberianas, explicaciones causales en
factores no «económicamente puros» que residen en el espacio múltiple y complejo
de la subjetividad humana, el de la concepción religiosa y/o moral de la existencia.
En este sentido, experimenta y teoriza la inversión de las lógicas de la escuela
histórica y las del materialismo marxista, para las que la única dirección de
causalidad entre factores agentes en el campo histórico-social es la que va de las
causas económicas a los efectos culturales, de la estructura a la superestructura.
Esta reflexión sobre los orígenes del capitalismo le permite a Weber abordar, en el
ámbito de su sociología de la religión, la cuestión fundamental de la especificidad
occidental respecto a las demás grandes civilizaciones. Según el pensador alemán, la
particularidad histórica y cultural de Occidente residiría en la manera en que este ha
teorizado y promovido de forma sistemática la adopción de una acción, individual y
colectiva, de tipo racional. Esta forma mentis es la que le ha permitido a Occidente
imponer su superioridad sobre otras culturas, a menudo instándolas u obligándolas a
una transformación de sus estructuras tradicionales por medio de la adopción de
modos «occidentales» de gestión de la existencia individual y social.
De ahí la critica que se hace, en las fases más recientes de la recepción del
pensamiento del estudioso alemán, a la supuesta superioridad moral de algunas
«razas» sobre otras, y que se dejaría ver en aquellos casos en que Weber describe el
proceso de adopción «universal» del modelo de capitalismo europeo. Estas críticas
indican más bien la imposición que los regímenes coloniales llevaron a cabo en los
territorios no europeos de los sistemas económicos de origen, impidiendo la
autodeterminación de los pueblos autóctonos. Sin embargo, no se trata, sostiene
desde el principio Weber, de una supuesta «superioridad moral» occidental, sino más
bien de una mayor eficacia práctica de ese sistema que lo benefició en términos de
difusión, si bien las formas del capitalismo de fuera de Europa no han resultado ser
en modo alguno su reflejo exacto. Mediante la aplicación en esos determinados
contextos de su método histórico-social, y gracias al amplio conocimiento de la
historia y de la cultura de esos países a través de la literatura secundaria, Weber
identifica la causa de este distinto «destino de la razón», principalmente en la falta del
mismo condicionamiento ético-económico por parte de creencias religiosas por
muchos aspectos distintas a las del protestantismo secularizado occidental. Del
conjunto de las consideraciones sobre la sociología de las religiones, Weber genera,
entre otras cosas, sus reflexiones en el ámbito de la ciencia política y, más
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concretamente, de las instituciones estatales definidas y determinantes de los
contextos particulares del desarrollo capitalista y económico. Ahora es el momento
de entrar en la validez de estos ensayos y de los resultados teóricos obtenidos por la
investigación en el ámbito económico-social de la Alemania y la Europa
contemporáneas y por el estudio sistemático de la historia de los últimos siglos de
desarrollo de la civilización occidental, cuyas particularidades, como las define
Weber, le permitieron difundirse y ser adoptada «universalmente».
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Sobre las religiones y los sistemas económicos
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El «espíritu del capitalismo»: las bases ético-religiosas de
la racionalidad occidental
Con este ensayo de 1905, escribe su mujer Marianne, «la estrella de Weber vuelve
a brillar una vez más después de que, a causa de la grave crisis nerviosa, el estudioso
se viera obligado a renunciar de forma dramática al ejercicio de sus energías
vitales»[36]. De hecho, en los resultados de la investigación sobre la «génesis»
económica del mundo moderno[37] es donde Weber, en cierto sentido, aborda directa
y científicamente los síntomas de ese «malestar en la cultura» que percibió a partir de
sus propios equilibrios psicofísicos ya a finales del siglo XIX con respecto a la
radicalización de ciertos fenómenos propios del proceso de modernización de su
tiempo. De hecho, dado que el origen y la naturaleza del capitalismo es un problema
que las ciencias histórico-sociales y económicas tratan inmediatamente después de su
acaecimiento, a caballo entre los siglos XIX y XX, Weber se propone aplicar en el
ámbito del capitalismo moderno occidental la metodología teorizada anteriormente.
Esta operación le permite responder a las teorías coetáneas —además de la marxista,
cabe destacar las posiciones de sus colegas Sombart y Brentano, con quienes dialoga
durante todo el ensayo—, extendiendo la mirada sociológica «económicamente
orientada» al resto del mundo no europeo y al mismo tiempo reflexionar sobre las
dinámicas que desde la ética religiosa pasan por la conducta económica y se
estructuran en las formas de gobierno de la administración pública. El capitalismo
moderno supone, de hecho, para Weber la manifestación específicamente económica
de ese fenómeno de racionalización más general que afecta a Occidente desde la
esfera científica a la artística, desde el ámbito del derecho al de la música, incluso en
el gusto y en la proyección arquitectónica.
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Templos del «espíritu» de la civilización occidental
Entre los años 1895 y 1905, el rey Leopoldo mandó construir una nueva
estación de tren en pleno centro de Amberes. La Centraal Station es el
símbolo de una nueva etapa para Bélgica: la de la campaña colonial en
África y la de la centralidad que los mercados financieros y comerciales
flamencos van adquiriendo poco a poco en la Europa moderna. En esta
coyuntura de desarrollo nacional e internacional, la necesidad de una
estación nueva y moderna, capaz de acoger el flujo de personas y
mercancías que viajan por tierra flamenca, se une al deseo de
monumentalizar el progreso económico en la arquitectura urbana y, en
particular, en la de los edificios destinados a las actividades propias de la
época capitalista. Son los años en que el suelo europeo se cubre de
estaciones ferroviarias, edificios que albergan la nueva institución
financiera de la Bolsa tribunales de justicia prisiones, teatros líricos,
hospitales y manicomios. Estos últimos son la materialización urbana de
la coacción al orden establecido por la modernización de los códigos —
incluidos los de la educación escolar o la gestión sanitaria pública—, y la
tendencia a lo monumental representa la dimensión material y ciudadana
del «espíritu del capitalismo». En aquellos años, Weber escribe que el
«espíritu del capitalismo» europeo occidental, tal y como se ha
desarrollado a lo largo de la historia moderna, es la traducción
secularizada de la «ética protestante», etapa transitoria y en gran medida
avanzada de un proceso de transfiguración de las creencias primitivas
mágico-rituales en comportamientos éticos orientados a lo racional. En
esencia, el mundo moderno, liberado progresivamente de las fuerzas
mágicas y luego de las sagradas —los espíritus y las divinidades—, vive
en un presente dominado por la ciencia y la técnica que ha excluido lo
ultramundano y ha sustituido la fe en lo inescrutable trascendental por la
fe en aquello que se puede comprobar empíricamente. No obstante, el
nuevo «espíritu del capitalismo» no es inmune a una tendencia religiosa
ni a la aparición de entidades pseudodivinas a las que los hombres
modernos, en el «desencantamiento del mundo», pueden dedicar su
existencia y en las que depositar su fe en la salvación, incluso cuando
esta se expresa en el éxito económico y en los negocios. Se da la
circunstancia de que, para un edificio moderno y eficiente como la nueva
estación central de Amberes, el soberano quiere que sus arquitectos se
inspiren en el Panteón romano, a su vez inspirado en el griego. Así pues,
tanto aquí como en la teoría genealógica weberiana, toma forma la
continuidad en la era moderna del capital de los frutos culturales
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originados en la «cuna de la civilización» helénica. Por este motivo, en el
punto central de máxima altura de la nueva construcción, el arquitecto
Delacenserie manda levantar una cúpula inspirada en la del templo
romano:
en los puntos elevados, desde donde los dioses del Panteón de Roma veían al visitante, en la
estación de Amberes se introducen en orden jerárquico las divinidades del siglo XIX: la
minería, la Industria, el tráfico, el comercio y el capital. Alrededor del vestíbulo […] hay fijados
a media altura letreros de piedra con símbolos como gavillas de trigo, martillos cruzados,
ruedas aladas y cosas por el estilo, mientras que el motivo heráldico de la colmena no
simboliza […] la naturaleza puesta al servicio del hombre y tampoco la diligencia en cuanto
virtud social, sino el principio de la acumulación capitalista. Y de entre todas estas figuras
simbólicas […], la que está en la cumbre es el tiempo, representada por las agujas y la esfera
De manera que:
incluso a nosotros, los hombres de hoy, al entrar en el vestíbulo, (…) nos atrapa la sensación
—como pretendía precisamente el arquitecto— de encontrarnos no tanto en un entorno
profano, sino más bien en una catedral consagrada al comercio y al tráfico mundiales[38].
En la introducción a su tratado sobre La ética protestante, Weber se
pregunta, en tanto que «hijo de la civilización moderna europea»: «¿qué
serie de circunstancias ha determinado que hayan surgido solo en
Occidente ciertos hechos culturales sorprendentes […], los cuales
parecen señalar un rumbo evolutivo de validez y alcance universal?».
Entre estos hechos culturales, como escribe a continuación, está también
la «solución del problema de la cúpula, cuyos fundamentos técnicos, sin
embargo, se tomaron prestados de Oriente». Desde el punto de vista
weberiano, la cúpula parecería simbolizar, en todo momento de la
historia universal, la «horma de una organización burocrática
especializada», en la cual se alojan los dioses que en esa época
concreta gobiernan «todos los supuestos básicos de orden político,
económico y técnico, y en especial, […] de la vida social»[39].
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Recuerda que el buen pagador gobierna la bolsa de otro[40].
Esta es la piedra angular de las investigaciones del sociólogo alemán sobre los
orígenes del capitalismo occidental: la adquisición de dinero y la acumulación por la
acumulación lícita y pacífica son el resultado y la expresión del éxito profesional de
los hombres en su ascesis laica intramundana en la que la ética calvinista educó a los
hombres desde la primera modernidad, y que coincidió con la difusión de la doctrina
de la iglesia reformada de Martin Lutero (1483-1546). Sin la esperanza de descifrar la
voluntad divina, y al no contar con ningún instrumento de mediación con esta —en la
versión protestante del cristianismo no hay sacramentos, ritos, plegarias ni
penitencias con las que ganarse la salvación en el más allá, pues esta ya está
predeterminada por Dios—, lo único que le queda al hombre es concentrarse en su
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mundanidad, la cual se lleva a cabo y se define exclusivamente en el trabajo y en la
«vocación» por la actividad profesional.
En los actos positivos y materiales de ganancia con los que el espíritu del
capitalismo moderno se manifiesta en el trabajo del individuo y en su vida diaria en la
tierra, la doctrina reformada reconoce las señales de la «predestinación» para la
salvación divina, de por sí más indescifrable e inconquistable. El trabajo así orientado
a la ganancia define la transformación de las actividades artesanales, rurales y
comerciales hasta entonces existentes en un tipo de «empresa» más específico y
estructurado que adopta la racionalización de las lógicas tradicionales. Weber no
ignora las formas de empresa capitalista que históricamente han habitado Europa
hasta la edad moderna, pero en ellas la lógica de «la adquisición por la adquisición»
no parece tener ningún tipo de «enfoque» ético ni racional hacia un beneficio lícito,
sistemático y continuado —pensemos, por ejemplo, en las «agencias» de prestamistas
y magnates de las finanzas encaminadas de modo exclusivo al lucro personal o a las
compañías «de aventura» comerciales o, incluso, mercenarias con fines especulativos
o militares—. Al referirse a algunos estudios estadísticos realizados en Alemania
sobre la formación escolástica de los jóvenes en función de su confesión religiosa,
Weber fija un punto de partida en su construcción teórica: entre católicos y
protestantes —y judíos, dedicados en especial a las actividades especulativas y de
«usura»— existe una clara diferencia entre cuántos se inscriben en institutos de
formación técnica e industrial —trabajadores especializados para la empresa— y
cuántos prefieren una formación clásica. La balanza se inclina notablemente hacia la
instrucción especializada en la empresa cuando se trata de jóvenes generaciones de
confesión protestante, sobre todo en el contexto histórico-social contemporáneo de
las investigaciones realizadas por Weber sobre el tema. A lo largo de la historia de
Alemania durante la primera modernidad —mientras la doctrina protestante comienza
a crecer en las comunidades de las áreas rurales y artesanales y cuando aún el Estado
es una administración imperial jurídicamente centralizada de carácter absoluto y
políticamente «tradicionalista»—, la mentalidad dominante es aquella influida por la
doctrina antimaterialista católica de la Iglesia romana. Obviamente, incluso en este
sistema «precapitalista» y «tradicional», los emprendedores —tanto de la artesanía
corporativa como del «capitalismo de aventura»— están motivados por un
determinado «espíritu», el de las relaciones clientelares con el poder político y el de
la especulación irracional, factores poco sólidos para el desarrollo causal del
capitalismo moderno occidental observado en la contingencia. Se basan en la
mentalidad católica dominante por la que, en el plano estrictamente religioso —para
aquellos que siguen los preceptos doctrinales al pie de la letra—, el beneficio por el
beneficio y la mundanidad de la acción humana son manifestaciones amorales y
peligrosas para la salud del alma. Para el católico, al poder rezar, participar en
ceremonias y, en particular, asegurarse la incertidumbre del más allá mediante
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penitencias, indulgencias, así como sacramentos y «obras de caridad», no existe
ninguna condición real de ventaja en el hecho de dedicar su existencia terrenal a la
adquisición por la adquisición, así como tampoco la persecución ascética de la
«vocación» profesional representa una posibilidad mundana de reconocer una señal
cualquiera de la «predestinación» divina para la salvación. En el siglo XVIII, mientras
la Europa meridional todavía constituye el terreno de adaptación de la ética
económica católica, una filosofía «puramente terrenal» de corte protestante ya había
empezado a invertir los países más desarrollados por el capitalismo en los que el
progreso en el ámbito de la técnica y de la ciencia aplicado en las plantas industriales
había encontrado un espíritu «más adecuado» para las formas económicas del
capitalismo. Pero ¿cuándo y cómo fue posible este ajuste del espíritu?
hombres forjados en la ruda escuela de la vida, precavidos y audaces a un mismo tiempo, mesurados y
constantes, con plena y devota entrega a lo propio, con ideas y «principios» estrictamente burgueses[41].
rigurosa sobriedad de aquellos que trabajaban y ascendían porque ya no querían gastar, sino enriquecerse, o de
quienes, manteniéndose apegados al antiguo estilo, se vieron en la imperiosa necesidad de reducir su plan de
vida[42].
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Dentro del ámbito alemán, Weber refleja los datos de la coincidencia entre el
enriquecimiento de gran parte de las ciudades alemanas y su conversión, en el
siglo XVI, al protestantismo que, como se ha mencionado, no supone la abolición del
predominio religioso en la vida sino, en relación con el catolicismo hasta entonces
dominante, propone un nuevo tipo de dominio caracterizado por la racionalización de
la dedicación profesional al éxito en la vida terrena:
Al interferir cada vez más en los asuntos del mundo (ascetismo laico mundano), crece al mismo tiempo el
aprecio de la importancia del trabajo profesional[43].
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establecidos en la irracionalidad de los objetivos de sus actividades se pusiera a
disposición de las provocaciones del espíritu de un capitalismo racional, metódico y
dedicado a la acumulación para la inversión? Con los argumentos utilizados hasta
aquí, Weber aclara las condiciones de la «selección» del «espíritu» del capitalismo
moderno por encima de sus competidores históricos, pero es su «surgimiento lo que
se explica»[44].
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«Vocación» y «ascesis» en el desencantamiento de la
modernidad
Puede que incluso el lector más atento no tenga claro aún cómo es posible que en un
tratado de sociología económica, las palabras catolicismo, protestantismo y
calvinismo aparezcan en tan estrecha relación causal con capitalismo y empresa. El
punto de partida de esta «familiaridad» lingüística reside en la relación lógica en la
que Weber sitúa el concepto religioso de «vocación» con el económico de profesión,
y el de «ascesis» con el de beneficio.
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desempeño del deber profesional asume el significado de una auténtica realización
moral. La búsqueda de la vocación profesional en la mundanidad es, de hecho, la
única manera de estar agradecidos a Dios y glorificarlo con el éxito terreno que se
puede conseguir en la sociedad en que se vive. Por supuesto, no es Lutero quien
sugiere una conducta económica de tipo capitalista, sino que esta se debe sin duda al
contraste de la Reforma con la concepción católica tradicionalmente contraria a la
persecución de la acción mundana como fin último de la vida, la cual sin embargo se
dedica a las prácticas religiosas y espirituales para la conquista de la salvación
después de la muerte (ascesis ultramundana). Según Weber, a Lutero se debe la
afirmación de un principio de moralidad laica entendida sobre la base de creencias
religiosas precisas pero dirigidas a la realización terrenal regulada por una
determinada profesión.
Como suele decirse en casos similares, siempre hay alguien más «realista que el
rey» y, en efecto, la posición de Lutero, aunque pionera a la hora de alimentar el
contraste con los principios doctrinales del catolicismo, va más allá del
tradicionalismo, pero solo hasta cierto punto. Él libera al hombre de la negatividad
que el antimaterialismo tradicional le atribuye a la vida terrenal, pero lo deja
confinado a la aceptación pasiva de su destino mundano, como un recipiente que solo
puede contener los dones concedidos por la Providencia en la templanza de las
costumbres. Para simplificarlo: la «vocación» de Lutero pretende destruir la lógica de
la persecución de la salvación ultramundana a fuerza de obras de caridad
acompañadas de una vida austera sin ímpetu de ambición, en favor de una mayor
conciencia y libertad de acción en la búsqueda de esa parte de existencia terrena que
Dios le destina en todo caso a cada individuo. Al afirmar el valor moral del trabajo
profesional, el reformador alemán no se aleja de los presupuestos teológicos de la
tradición clásica. Es más, permaneciendo en su profesión —Beruf es la «misión
impuesta por Dios»—, el hombre sigue sometido a un imperativo divino y a la
obediencia a la suerte que le ha destinado la Providencia, justo como está establecido
por la doctrina católica. La vocación se acerca cada vez más al concepto de «misión»
recibida por el destino, y el individuo sigue limitado sin ningún reconocimiento
material de su acción en el mundo, que Lutero solo «legitimó» en cierto sentido en su
esencia terrena ontológicamente distinta y distante de la trascendente de Dios.
Los seguidores de Lutero (a los que, como decimos, podríamos calificar de «más
luteristas que Lutero») ya están en ello y trabajan al detalle el texto doctrinario de la
Reforma, con creciente difusión ya en el siglo XVII, en especial en la Europa
continental del norte. La versión «ascética» de la Reforma —cuyos exponentes
históricos más importantes son las corrientes calvinistas, pietistas y metodistas y las
sectas surgidas del movimiento bautista— es la que Weber identifica como fuente de
conexión directa entre la vida religiosa y la acción terrenal «adecuada» para el
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desarrollo del capitalismo moderno. «El hombre de entonces —escribe Weber— se
afana[ba] meditando sobre dogmas aparentemente abstractos en una medida que a su
vez se comprende solamente si consideramos su nexo con intereses práctico-
religiosos». En el «trayecto» hacia la síntesis de esos dogmas, la investigación se
sirve, en el ámbito teológico, de estudios de «segunda mano» para
valernos de nuestro usual procedimiento de sistematizar «ideales», aun cuando en la realidad histórica se nos
dificulte[45].
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para la gracia, que, por tanto, están destinados a la salvación eterna.
Precisamente la absoluta trascendencia divina —el abismo que aleja a Dios del
mundo y del hombre— hace «inútil» (y perjudicial, en términos económicos)
cualquier acción terrenal del hombre dirigida al enriquecimiento o a la mejora de
la vida espiritual en función de una garantía en el otro mundo (certitudo salutis).
Nada puede desviar el designio de Dios si no es la voluntad de Dios.
Justificación mediante la fe: la dedicación a la actividad de cada cual en el
mundo convierte al hombre en un instrumento de la Providencia divina —y no
en un recipiente que lo contiene pasivamente como ocurre para la doctrina
católica tradicional y en parte para la luterana—. Solo trabajar de forma continua
en el mundo puede ayudar al individuo a despejar activamente la duda religiosa,
y concederle la seguridad de ser uno de los elegidos destinados a la gracia. A
diferencia de la lógica luterana, por la que esta salvación tiene lugar por sola fide
según la tradición mística del sentimiento religioso, en la versión calvinista la
expresión «por medio de la fe» asume un carácter instrumental más claro. No es
suficiente con el sentimiento místico de la fe para asegurar la gracia, entre otras
cosas porque sentimientos y estados de ánimo son «señales» ambiguas y
fundamentalmente falsas en cuanto propias de la psicología humana. La
justificación necesita, por el contrario, una fe comprobable en sus efectos
objetivos: debe ser una fe experimentada en la eficacia y en el éxito en la
conducta de vida del cristiano (fides efficax).
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perseguirlo por medio de la actividad profesional, el hombre le ofrece al divino el
único servicio con el que le está permitido dirigirse a su voluntad: el de glorificarlo a
través del máximo éxito de su diseño inescrutable en la tierra. En este punto exacto es
donde la vocación luterana, privada de toda posibilidad de estímulo personal del
hombre y enjaulada en la obediencia ciega, es dotada de un nuevo «colorido» que
redefine su significado. En primer lugar, el libre albedrío ensancha las redes de la
«misión impuesta por Dios» (Beruf) a la que Lutero forzó al hombre: este debe, en
cambio, dedicar su vida a la elección y a la persecución de la profesión para la que
está destinado, en la que puede «comprobar» con datos reales de éxito que
conseguirá, en su vida terrenal, glorificar el designio de Dios. La maximización de
los beneficios del trabajo, el estímulo para la consecución de resultados cada vez
mejores y mayor éxito en la actividad personal son las vías intramundanas de la
ascesis calvinista y, como tales, son los únicos criterios a través de los cuales el
individuo de fe puede esperar reconocer las señales de la elección divina, además de
la evidencia de que esté persiguiendo la vocación profesional correcta.
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protestante, así como su propagación como modelo eficaz de comportamiento de la
vida laica también en comunidades y países no predominantemente protestantes. El
nivel alcanzado por este tipo de transformación colectiva entre los pueblos europeos
y norteamericanos se debe, según Weber; a un tercer actor de la ascesis protestante,
autónomo respecto a la doctrina calvinista, pero capaz de radicalizar al máximo las
consecuencias de la ética religiosa aplicada a la morfología de la comunidad
«convertida». Se trata de las sectas del movimiento bautista, así como de los
menonitas y cuáqueros. La ausencia imperativa en sus comunidades religiosas de
cualquier institución formal y normativa entendida como iglesia o como orden
eclesiástico en el que delegar la autoridad a través de normas o códigos doctrinales y,
además, la ferviente persecución de la ascesis laica (más propia del calvinismo
originario, de algún modo vinculado a las formas institucionales de la «iglesia
militante» tradicional) permiten la difusión de una individualización cada vez mayor
de la actividad ascética, cada vez más racionalizada en cuanto expresión de un
sometimiento personal, total y voluntario.
Así es que:
la idea que el protestante se forjó acerca de la profesión dio por resultado esta «racionalización» del
comportamiento en el mundo, con la mira puesta en el más allá. […] Ahora, […] acomete el mercadeo de la
vida: asegura los portones de los claustros: se encuentra consagrado a saturar esa vida con su método, a
transformarla en vida racional en el mundo[46].
Pero ¿de qué mundo habla Weber? La realidad histórico-social a la que se refiere
el sociólogo de Érfurt en este fragmento de su razonamiento es en especial la
anglosajona del siglo XVIII[47], en la que el calvinismo tiene mayor difusión en su
versión aún más «rigorista» de los puritanos, de la que es pionero el teólogo y
predicador Richard Baxter (1615-1691). Alejándose de la jaula luterana de
obediencia hacia un destino mundano preestablecido por Dios, el ascetismo puritano
se presenta como la forma más laica y más radical de la consecución de la vocación
calvinista en la vida económica diaria. Esta no está preestablecida ni limitada por
condiciones inamovibles, sino que el hombre está tanto más agradecido a Dios cuanto
mejor se las ingenie en la búsqueda de la profesión que mayor éxito le permita tener
en la tierra para mayor gloria de Dios.
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continua tensión en la mejora de técnicas y dinámicas profesionales destinadas al
incremento del éxito y de la ganancia, y por tanto de la riqueza. Al ser esta
rigurosamente «instrumental» para la glorificación de Dios, y por ello no hedonista,
la estabilidad profesional que deriva de ella no hace sino iluminar moralmente
con un resplandor magnifícente esta reiterada predicación puritana del valor ascético de la profesión estable, y
así ocurre con el hombre de negocios, respecto a la interpretación providencialista ante la posibilidad de lucrar
con él, al self-made man burgués[48]. La rígida limitación puritana del uso hedonístico de la riqueza, junto a las
demás condiciones éticas incluidas en esta Weltanschauung calvinista, es uno de los factores más poderosos de
definición del espíritu del capitalismo como una mentalidad dedicada a la acumulación de «capitales», al
beneficio que no se gasta, sino que se reinvierte en otras actividades, como conducta burguesa
económicamente racional. La «cuna del moderno homo economicus», como lo llama Weber, es por tanto la de
los movimientos religiosos más radicales y la de las sectas calvinistas; su importancia para el desarrollo
económico reciente reside en los efectos educativos del ascetismo laico. De acuerdo con Weber, sin embargo,
el mundo «en el» que estos tienen pleno desarrollo es aquel en el que, cuando empiezan a extinguirse la
efervescencia puramente religiosa y la «búsqueda violenta del reino de Dios», la ascesis deriva en la «sobria
virtud de la profesión».
Únicamente ha sido nuestro Occidente en donde se han conocido las explotaciones racionales capitalistas con
capital fijo, trabajo libre y una especialización y coordinación racional de ese trabajo, así como una
distribución de los servicios puramente económica sobre la base de economías lucrativas capitalistas. Es aquí
únicamente donde se ha dado, como forma típica y dominante de la cobertura de las necesidades de amplias
masas, la organización del trabajo de carácter formalmente voluntario, con obreros expropiados de los medios
de producción y con apropiación de las empresas por parte de los poseedores de los valores industriales.
Únicamente en nuestro Occidente es donde se conocieron el crédito público en la forma de emisión de valores
rentables, la comercialización de efectos y valores, los negocios de emisión y financiamiento como objeto de
explotaciones racionales, el comercio en bolsa de mercaderías y valores, los mercados de dinero y de
capitales, y las asociaciones monopolistas como forma de organización racional y lucrativa de empresas de
producción[49].
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Abecedario económico esencial
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cualquiera otra clase»[51] y por la cual la función formal del cálculo
monetario está subordinada, o incluso es contradictoria respecto a
los objetivos (modelo socialista).
El comportamiento económicamente racional respecto al objetivo
sobre el que, en opinión de Weber, descansa el capitalismo burgués
occidental es el definido por la ética calvinista de la «ascesis
intramundana»: la versión reformada de la ascesis mística católica
tradicional, dirigida a la persecución de la salvación en el otro mundo
por medio de rezos, sacramentos y obras de caridad. En la práctica
ascética calvinista, en cambio, la esencia mundana de la existencia
del hombre hace indispensable en su comportamiento para la
glorificación de la voluntad divina la persecución más coherente y
recta de la acción en el mundo, de ahí el vuelco del concepto
tradicional de ascesis: de ultramundana, de la vida espiritual y de lo
trascendente, a intramundana, relativa a la vida terrenal y a lo
inmanente.
B. de Beruf: palabra alemana que comprende una ambivalencia
semántica.
Beruf como «vocación»; Beruf como «profesión». En ambos
casos, tomado de la historia cultural moderna y la adecuación de las
premisas religiosas del término en la secularización de la sociedad,
señala una dedicación apasionada a una tarea por la que nos
sentimos atraídos. Weber encuentra el origen de esta ambivalencia
en la ya famosa frase de Lutero (1517): «Que cada cual permanezca
en la profesión (Beruf) donde estaba cuando fue llamado (berufen)».
En esta expresión se resume la base de la interpretación
weberiana de los orígenes protestantes y del desarrollo calvinista de
la mentalidad económica capitalista que domina el mundo moderno.
La dedicación al trabajo como forma laica de cumplir con la
prescripción religiosa de perseguir el éxito mundano para obtener la
salvación a la que Dios destina al hombre. Weber utiliza este mismo
principio para reflexionar y entender la profesión política y la ciencia
como «vocación» a la que dedicarse con la máxima rectitud:
«Debemos ponernos a trabajar y satisfacer, como hombres y como
profesionales, las “exigencias de cada día”»[52].
C. de Capitalismo, moderno, burgués y occidental (europeo y
estadounidense): «la organización racional del trabajo formalmente
libre», cuya peculiaridad consiste en la institución de la empresa
industrial. Esta, además de a las coyunturas del mercado, le debe su
peculiar desarrollo a otros dos elementos determinantes: «la
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separación de la administración doméstica de la industria (que
actualmente es un principio básico de la vida económica) y la
consecuente contabilidad racional». Pero es a la organización del
trabajo a la que el capitalismo occidental contemporáneo de Weber
le debe su peculiar desarrollo, estrechamente conectado al
nacimiento de la burguesía occidental —es decir, del proletariado
industrial—. Como corolario de causas simultáneas a la principal del
trabajo, Weber reconoce la importancia decisiva del desarrollo de las
posibilidades técnicas y —en el plano de la contabilidad y de la
administración formal de la empresa— el de las normas del derecho.
D. de Desencantamiento del mundo moderno: Weber resume en esta
expresión el proceso, investigado por él mismo, de racionalización
de las manifestaciones culturales en la civilización occidental a lo
largo de su historia hasta principios del siglo XX. Solo en Occidente
—aunque también se cultivaran las ciencias empíricas en la India,
China, Egipto y «Babilonia»— a partir de la cultura helénica, la
ciencia, el derecho, el arte, incluso la música y la tipografía
alcanzaron un alto grado de desarrollo y especialización. Esto se
demuestra con mayor evidencia en la institución del Estado y de la
burocracia, así como, por supuesto, en el sistema económico
capitalista, las dos formas más características del racionalismo
moderno. Así fue como el mundo moderno occidental recorrió en su
historia —y está alcanzando en el siglo XX de Weber— el máximo
nivel de vaciado de fuerzas mágico-sagradas que lo habitaban
desde la Antigüedad, convirtiéndose en un simple objeto y escenario
de la acción del hombre. El desencantamiento tuvo, de hecho, varias
fases en la historia occidental y en la de las demás religiones
universales estudiadas por Weber, pero la etapa que alcanzó en la
modernidad europea y estadounidense supuso la posterior
superación del «racionalismo religioso» de la Iglesia reformada y del
positivismo científico decimonónico. Con la progresiva secularización
de los órganos religiosos y la especialización de la ciencia y la
técnica, ese proceso que ya dura miles de años parece encontrar su
manifestación emblemática únicamente en el mundo moderno
occidental, el cual, en cambio, para Weber, no es el mundo de la
perfección conseguida, sino un mundo desgarrado por conflictos de
valores y de formas de existencia. El hombre moderno —y él mismo
— viven como en una «jaula de hierro» a la que la ciencia, sustituta
de la divinidad, no sabe dar soluciones definitivas, ideas de
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salvación y de liberación.
E. de Ética económica de las religiones. Según Weber, no se trata del
compendio doctrinario de las teorías teológicas de las diferentes
religiones, sino del conjunto de componentes psicológicos y las
prácticas que influyen en la acción social racional de los individuos.
Estas pueden ser no solo de carácter socioeconómico, sino también
de tipo histórico, político, nacional o geográfico. En el caso de la
ética económica protestante, Weber destaca cómo —por la
especificidad de las conexiones entre factores religiosos y factores
pragmáticos socioculturales— se define, particularmente en los
orígenes, no como una:
Este es, por tanto, el mundo moderno actual «en el» que actúa el individuo
heredero del progresivo laicismo de la ética económica en el sentido de un verdadero
ordenamiento económico codificado y vinculado al desarrollo de la técnica para el
crecimiento cada vez mayor de la producción industrial en base técnico-formal del
cálculo monetario. Para describirlo con un léxico menos rígido que el sociológico y
dar una imagen que se ajuste más a las contingencias reales de la modernidad por
«cómo es» y no por el tipo ideal que la convierte en icono, a Weber solo le queda
basarse en las conclusiones premonitorias y trágicas del Fausto de Goethe. El mundo
moderno capitalista y monopolista es, para la humanidad forzada por la
racionalización económica, una «jaula de hierro» que le impone a cada individuo
«tener que» ser profesional allí donde, por el contrario, el puritano lo «quiere ser»[53].
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El capitalismo sale así victorioso, aunque completamente despojado del manto
ético del espíritu de la ascesis protestante. En el mundo cada vez más desencantado
por la ética religiosa, asimismo mundana y laica como la calvinista, los hombres
persiguen el beneficio sin fines morales. Este se convierte en una búsqueda no de
medios para glorificar a Dios o para llevar una vida terrenal de forma ética, sino de
fines por sí mismos. De aquí surge el riesgo al que se enfrenta la sociedad occidental
moderna en la que vive el propio Weber y que ve habitada por hombres que fueron
educados durante generaciones en el mismo espíritu capitalista desencantado y
éticamente desorientado.
No es posible predecir dónde ni quién sea el que llene el cofre vacío; tampoco es previsible si al cabo de tan
inaudito movimiento evolutivo reaparecerán seres con el don de la profecía y si llegará el día en que se podrá
presenciar un vigoroso resurgimiento de aquellas ideas e ideales de antaño. También puede que ocurra a la
inversa, que una ráfaga cubra todo, petrificándolo de un modo mecanizado y se produzca una convulsión en la
que, en su totalidad, los unos pelearán con los otros. En semejante situación, los últimos supervivientes de esta
etapa de la civilización podrán atribuirse estas palabras: «especialistas desprovistos de espiritualidad, gozantes
desprovistos de corazón: estos ineptos creen haber escalado una nueva etapa de la humanidad, a la que nunca
antes pudieron dar alcance»[54].
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forma racional «respecto al objetivo» y de manera ética «respecto al valor», para la
persecución del ideal humano como forma de vocación intelectual.
En sus últimos años de vida, entregados a la ciencia, Weber asimismo les dedica a
estas expresiones de la vocación profesional —la del científico y la del político— las
reflexiones más vinculantes sobre la actualidad del mundo lacerado por la primera
guerra mundial. Todos estos niveles de sistematización de su pensamiento —
especialmente sobre la relación entre economía y ordenamientos sociales, cuestión
que lo enfrenta a sus compañeros del socialismo de cátedra—, mientras aún elabora
sus reflexiones sobre la sociología de la religión en mitad de la evolución político-
social de la Alemania de su tiempo, se recogen en la que ya en numerosas ocasiones
ha sido catalogada como la summa de su pensamiento teórico y científico, Economía
y sociedad. A estas alturas de nuestro volumen, intentaremos recoger los pasajes que
hablan de la sistematización principal de los estudios realizados en el campo social y
político, dada la imposibilidad de expresar en solo unas pocas pinceladas toda la
complejidad y la densidad de esta obra monumental.
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Ética y política: el trabajo intelectual y las
formas de poder
Las ciencias sociales desarrolladas por el pensamiento y la investigación de campo de
Max Weber se legitiman en la complejidad del presente moderno, como se ha dicho,
como Kulturwissenschaften, o ciencias de la cultura, o mejor aún, de las culturas y las
antinomias que se manifiestan en la realidad de la condición humana diaria.
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fundamentales a las específicas de la acción económica. En el tercer capítulo de esta
primera parte, en cambio, Weber se dedica a la clasificación de «los tipos de
dominación», permaneciendo todavía en el plano de la categorización ideal pero
dándole alas a cuestiones decisivas en la actualidad del mundo moderno, que
atraviesa una fuerte crisis de sistemas e instituciones: «la legitimidad del poder»; los
tipos ideales del poder legítimo; las formas de «orden social» basadas en la
«distribución del poder». En la segunda parte del mismo volumen, partiendo de las
consideraciones empíricas sobre la conexión entre economía y ordenamientos
sociales tal y como se van construyendo en los ensayos contemporáneos más
importantes sobre el tema —en especial La ética protestante y Sociología de la
religión—, Weber emprende una compleja reconstrucción de las interconexiones
entre los aspectos de la sociología general, los de la sociología económica y,
obviamente, los de la ética religiosa. Si cuando asume el rol del sociólogo de la
religión, Weber examina y reconstruye los comportamientos y las influencias de las
creencias religiosas en el comportamiento económico-social del individuo y de la
sociedad, cuando se pone en la piel del filósofo de la política —o de los sistemas de
valores en los que se basa la acción de los hombres en la realidad—, se encarga de
clasificar teórica e ideal-típicamente las interconexiones sociológicas entre derecho y
poder, tal como han ido manifestándose en la realidad en las formas jurídico-
institucionales.
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Poder, dominación y estructuras formales de la acción
social
Entre las demás categorías fundamentales de la acción social, Weber, que observa
de manera realista su época y el debate socioeconómico en torno a esta, define el
concepto de «lucha». Esta es siempre una relación social pero «no pacífica», es decir,
no orientada según el comportamiento de los demás individuos, sino más bien al
contrario: básicamente, contra la resistencia de estos. Este carácter empírico es, de
hecho, el que determina históricamente, según el observador de la crisis de la
modernidad, los tipos de sociedad que se pueden reconocer en la realidad. Sin duda,
excluidos determinados momentos de acuerdo que permiten la instauración sobre
todos los demás de un tipo específico de acción social, las sociedades se construyen
en función de estas luchas por la afirmación, las cuales no son necesariamente
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realizadas con la fuerza física y con las armas sino en términos de «competencia»
económica, religiosa e ideológica. No obstante, cuando la competencia entre las
diferentes voluntades es significativa y decisiva para la existencia y para la
supervivencia de un grupo de individuos sobre otro, entonces hablamos de
«selección», un término y un tipo ideal que Weber obviamente recoge en su teoría
pero que procede de las conclusiones empíricas sobre la evolución en la naturaleza de
Charles Darwin, ya introducidas en la sociología del positivismo de las escuelas
francesa e inglesa.
Desde este enfoque conceptual, Weber distingue al menos cuatro tipos de grupos
sociales:
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debemos entender un grupo cuyo poder pertenece a aquellas personas que poseen los
bienes sagrados del grupo y que están consideradas como las únicas capaces —por
elección sagrada o por el reconocimiento de una cualidad especial para el
discernimiento— de distribuirlos.
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esferas, ideal-típicamente diferentes, se manifiestan de manera afín y mixta en la
praxis, tanto que si se quisiese distinguir la acción política «pura» en la realidad, se la
debería entender exclusivamente como uso de la fuerza.
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Los tres tipos de dominación legítima y las formas estructurales de
funcionamiento
En el tercer capítulo de la primera parte de su obra póstuma, pues, Weber se ocupa de
las «relaciones de poder», que influyen de manera significativa en las relaciones
sociales destinadas a la afirmación de un grupo sobre otro mediante una base de
legitimización. El campo de las relaciones sociales en las que se producen estos
fenómenos de la acción para obtener el poder legítimo es el que Weber considera y
define como el ámbito propio de la Política. Asimismo, las observaciones que, en esta
parte de su sistematización, lleva a cabo sobre las diferentes formas de ejercicio del
poder —por tanto, diferentes estructuras políticas— van dirigidas a captar el
significado de los fenómenos de su tiempo a través de los ejemplos y las dinámicas
registradas en la historia universal, con las que comparar la situación de la Alemania
y la Europa occidentales contemporáneas desde el punto de vista de las instituciones
formales del poder. Weber, de hecho, de la misma manera que intenta afirmar con la
investigación realizada sobre la temática económica que él favorece, considera
Occidente un lugar originario de las dos mayores experiencias de formación y gestión
del poder político: la ciudad en la época clásica y medieval y el Estado moderno.
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—, o una forma extraordinaria de la gracia de Dios, en cualquier caso
caracterizada por la ejemplaridad.
3. La dominación racional es el poder establecido sobre la base de reglas racionales
acordadas o impuestas (estatuto) que, puesto que, por lo general, son
vinculantes, encuentran en los dominados una disposición voluntaria a la
obediencia; son las mismas normas que establecen la legitimidad de la acción
social y la del detentador del poder. La obediencia, en este caso, se presta a las
reglas y no a una persona sola, por eso, a diferencia de la dominación tradicional
y, menos aún, de la carismática, los mismos detentadores están obligados a
observarlas.
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de corresponder a la dominación. A partir de esta consideración, Weber señala
—y en cierto modo denuncia, porque lo presupone «típico» de la teoría marxista
y de la praxis socialista— la dominación carismática como antieconómica: no se
trata de renunciar a la posesión de bienes o a la ganancia, sino más bien que no
acepta ni la acción económica tradicional ni la racional permanente, sistemática
y orientada al objetivo. Weber relaciona con la estructura despótica e irracional
de este tipo de dominación la acumulación impulsiva y/o hedonista de dinero
incluso por medio de actos de fuerza y de violencia ilegítima. Basándose en este
principio totalmente irracional de legitimidad, Weber considera que el régimen
carismático es revolucionario, mutable y ecléctico, capaz potencialmente de
modificar de inmediato —con la caída o la ascesis del líder carismático— los
principios propios de la acción social, las creencias sobre las que se basa y la
Weltanschauung relativa del grupo.
3. Por último. Weber asocia con la dominación racional la estructura de una
administración ordenada, la «burocracia», que en las circunstancias históricas
del mundo moderno se manifiesta bajo la forma particular y condicionada de la
organización estatal. Como modo formalmente más racional de ejercicio del
poder, el burocrático es un producto exclusivo de la modernidad que, en el
transcurso de las luchas por la afirmación de un modo de actuar sobre otro en la
historia universal —de acuerdo con el análisis de Weber y la literatura
contemporánea que estudió al respecto—, neutralizó las formas menos
racionales, haciéndose en este sentido hegemónica en el sistema occidental.
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Sobre este último tipo ideal, el «encarnado» por el Estado burocrático capitalista
moderno. Weber construye el esquema de consideraciones técnico-formales que le
son indispensables para el posicionamiento político frente a la lucha abierta en el
terreno contingente de la modernidad por el fenómeno cada vez más extendido de
desencantamiento del mundo.
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De la institución del Estado al conflicto de valores: rápido
excurso en la modernidad
Desde el particular punto de vista de Weber, el valor representa uno de los conceptos
clave que aglutina los diferentes aspectos del trabajo intelectual: el de científico
histórico-social, el de filósofo de la política y el de aspirante a hombre político de su
tiempo. La «cuestión de los valores» es un tema que está siempre presente en su obra,
tanto en los ensayos metodológicos como en los más estrechamente relacionados con
las consideraciones sobre la actualidad porque, en ambos casos, el científico está
implicado de forma directa: por un lado, como estudioso de las dinámicas de
afirmación histórica de determinados sistemas de valores, y por otro, como
observador del comportamiento sociológico que de estos se deriva en las formas
prácticas y contemporáneas de la existencia.
De hecho, Weber no considera los valores como conceptos dados y fijados a nivel
trascendental, entidades metafísicas autoevidentes, ni tampoco como leyes
subsistentes en el mundo sensible y, por tanto, fuera de cuestionamiento. Como
hemos dicho aquí, los valores son «ideales» que existen «en relación» al hombre y
son creados, establecidos y elegidos por este basándose en la posibilidad que ofrecen
de dirigir las decisiones, es decir, no por «necesidad» sino por nivel de
«complejidad». La afirmación de algunos valores sobre otros es el resultado de un
proceso de conflictos individuales y colectivos que nacen y se manifiestan «en la»
historia, razón por la que los valores no son inmutables e intemporales sino que están
constantemente sujetos a transformaciones, sustituciones y zozobra junto con las
perspectivas y los intereses que se contraponen en el ámbito de la elección. Solo en
función de estas dinámicas y «en relación» al hombre y a sus elecciones contingentes,
todos estos múltiples sistemas de valores pueden asumir un papel trascendente
normativo —es decir, convertirse en ideales reguladores— ya que pueden definir las
elecciones del hombre en ese contexto de acción concreto.
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contra la resistencia de otros centros y estructuras de poder —en particular, en lo que
respecta a la estructura del Estado moderno, esto se dio en detrimento de las
estructuras rivales de la Iglesia y del Imperio—. A lo largo del tiempo, todo Estado
que se consolidó de esta manera aumentó su dominio en su territorio por medio de
una racionalización cada vez más acusada de los «aparatos» y sistemas de control,
desde el administrativo y burocrático al jurídico y militar. Esto provoca en los
Estados modernos la característica legión de funcionarios especializados en organizar
y gestionar las relaciones entre dominados y detentadores del poder, miembros de un
aparato —el de la burocracia— ordenados en una jerarquía piramidal construida
según grados diferentes de especialización dentro del sistema burocrático general.
Este sistema lleva poco a poco a que las actividades del Estado sean más continuadas,
sistemáticas y eficientes, es decir, más racionales, hecho que establece la orientación
expresamente política de la entidad estatal. Esto significa, en definitiva, sistematizar
las relaciones estatales en los dos campos de control: el interno, el orden público y las
relaciones entre los miembros dentro del grupo social, y el externo, la seguridad y la
capacidad de cada Estado frente a los demás Estados y, asimismo, frente a entidades
políticas de distinta tipología que intentan afirmarse contra la existente.
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mayor beneficio para el Estado y para el grupo social que lo habita. Weber apoya esta
postura pensando, principalmente, en las extremas consecuencias de la competición,
en la realidad de su época, entre la radicalización de las formas del capitalismo por un
lado, como tipo de acción económica racionalizada en su máximo nivel en relación
con el objetivo de la ganancia y despojado de los valores éticos del protestantismo de
sus orígenes, y la radicalización de la burocratización integral propia del socialismo
real, la cual aliena al individuo en su autonomía de elección y en el libre albedrío de
su voluntad solitaria y de la iniciativa individual. El control siempre mayor y
profundo por parte de los aparatos burocráticos de la Alemania posguillermina a la
que mira Weber abarca precisamente también aquellas instituciones para la acción
social, política y económica, como los partidos y las empresas.
Este fenómeno, más que favorecer los derechos de los miembros del Estado y la
grandeza de la nación, tanto en las formas militares y políticas del crecimiento de su
poder en el mundo como en el refuerzo de las instituciones de la representación
parlamentaria, agrava, por el contrario, el conflicto entre las posiciones internas,
sobre todo aquellas marginadas por la hegemonía adquirida históricamente por las
estructuras formales del Estado. Se reabren así frentes de acción de los tipos
«superados» de dominación política, y especialmente la carismática, ya que —como
se ha podido ver— la racionalización y la burocratización extremas de Occidente,
dirigidas al control de los hombres sobre la realidad natural y social, no pueden
responder de manera global las preguntas existenciales del individuo sobre su
felicidad y las expresiones de su voluntad individual.
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para Weber la realidad es el campo de batalla de una «lucha mortal» e irreconciliable
entre los dioses rivales de lo que, retomando una observación de Stuart Mill,
considera un «politeísmo absoluto» de valores en conflicto estructural, puesto que
aceptar «servir» a Dios excluye la posibilidad de servir también al demonio[60]. De
aquí derivan tanto el carácter conflictivo de la condición humana en el mundo como
el carácter dramático del destino de la libertad de elección y de afirmación del
hombre en la historia, el «sino de una época cultural que se ha nutrido del árbol de la
ciencia»[61]. Solo que:
el fruto del árbol de la ciencia, fruto inevitable aunque molesto para la comodidad humana, no consiste en otra
cosa que en tener que conocer esa antítesis y por tanto tener que considerar que cada acción importante, e
incluso la vida como un todo —si esta no debe ocurrir por sí misma como un acontecimiento natural, sino
llevarse a cabo deliberadamente— representa una concatenación de decisiones finales, mediante las cuales el
alma (al igual que para Platón) escoge su propio destino —es decir, el sentido de su acción y de su ser[62].
De lo que se deduce la famosa pregunta que el escritor ruso Lev Tolstói le plantea
a la ciencia empírica que domina el mundo moderno pero que se revela incapaz de
responder a preguntas ético-existenciales fundamentales del individuo, a saber:
«¿Qué debemos hacer? ¿Cómo debemos vivir?»[63]. Volviendo a reflexionar sobre el
sentido de la ciencia ante el destino antitético del hombre y de sus elecciones, Weber
intenta diseñar el perfil de la persona que, comprendiendo su tiempo, puede aspirar a
la «vocación» de actuar conscientemente y hacer lo mejor: el científico (y el) político.
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El significado de la vocación científica y las condiciones
contemporáneas de la acción social
Dos son las vocaciones a las que puede aspirar la ciencia y por tanto el científico. En
primer lugar, la labor de evaluar de manera práctico-empírica la relación entre los
valores asumidos por la acción con vistas al objetivo y los medios escogidos
conscientemente (incluso subjetivamente) basándose en el cálculo de las
consecuencias que pueden derivar de la elección de esos valores para alcanzar el
objetivo mismo. Solo así el científico social —y el filósofo «frustrado por la
política»— puede generar a partir de las posibles valoraciones prácticas directrices
para una acción política racional. Aquí vuelve a ser útil la distinción entre «relación
de valores» y «juicio de valor» que Weber ya abordó metodológicamente con
respecto al estudio de los temas específicos de toda investigación histórico-social,
principalmente cuando estos se presentan como acontecimientos dirimentes para la
contención o resolución de los problemas en la realidad. En esta forma de ayuda
técnico-crítica consiste, pues, el otro significado de la ciencia en la praxis cotidiana
que, imprevisible y múltiple, no puede considerarse entendida una vez y para
siempre. La distinción neta y más veces subrayada por Weber entre «juicio de valor»
e investigación objetiva de las ciencias sociales es, en efecto, un aspecto de ese frente
aún abierto entre él y las demás escuelas teóricas en torno a la radicalización del
pensamiento científico en la experiencia general de desencantamiento del mundo.
Junto a este desvío interesado del ordenamiento liberal nacional por parte de
algunos colegas representantes de la racionalización intelectual de la experiencia,
Weber teme también otras «degeneraciones» de signo político totalmente opuesto que
llegan de las corrientes pangermanistas y conservadoras más extremas de una
determinada «inteligencia» militarista y nacionalista del período más crítico con el
final de la guerra y la salida política de Alemania del primer conflicto mundial. Ante
la gravedad de las contingencias, una pregunta filosófica y personal —que le hace
Tolstói en persona— lo encierra en la trama de la neutralidad valorativa de su
doctrina como un animal impedido en la expresión de su instinto primario: la
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vocación por la ciencia en la praxis política. Si las ciencias histórico-sociales no
pueden expresar un juicio de valor, construyendo sobre este una forma de código
nomológico general, ello no excluye, como ya hemos dicho, que aquellas puedan
proponer una «crítica técnica de los valores». Por consiguiente, si es posible un juicio
de valor por parte del científico, este no irá dirigido a la naturaleza de los medios y de
los fines en sí mismos sino a la idoneidad o no de estos respecto a las premisas
racionalmente consideradas por el sujeto en relación a su objetivo, es decir;
basándose en una valoración política, en tanto que va destinada a detectar la
coherencia de esa acción racional orientada a la sociedad entendida como campo de
relaciones interindividuales.
Podemos por tanto, si hemos entendido bien nuestra misión […] obligar al individuo —o al menos ayudarle—
a darse cuenta del sentido de su propia acción. No creo que sea demasiado poco, incluso para la vida
puramente personal[64].
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posesión del hombre en la realidad. Así, la jaula de la trascendencia normativa puede
abrirse para dejar salir al hombre a la luz y dejarle actuar realmente con libertad de
elección según el «conocimiento del significado de lo que es deseado» ofrecido por
los resultados empíricos de la sociología. De hecho:
La ciencia puede procurarle la «convicción» de que todo «obrar» y, naturalmente, según las circunstancias, el
«no obrar», significa para sus consecuencias «ponerse de parte» de determinados valores y, por consiguiente
—cosa que hoy se reconoce con singular agrado— por lo regular «contra otros». La elección que haya de
hacerse es de su incumbencia[65].
En la conferencia del mismo nombre de 1919, Weber reitera junto a las categorías
y a las formas fundamentales del poder, el tema de la política como «vocación»,
precisamente basándose en la uniformidad que el modelo de la «ciencia como
profesión» y el modelo ético-económico del Beruf tienen con respecto al espacio de
acción social políticamente orientado. Reconstruido a toda prisa el recorrido que
llevó formalmente de los señoríos medievales a la contemporaneidad del Estado
moderno, Weber subraya el papel que este marco peculiar de la acción política
desempeña en la definición cada vez más clara y evidente de las relaciones de poder
entre los hombres, y entre estos y los aparatos de control del poder establecido. Así
pues, la atención de Weber, tanto en la conferencia primero como en el posterior
ensayo, se concentra en la posición de los detentadores del poder, o sea, aquellos para
los que la política es una profesión y no una «oportunidad».
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a la Alemania de la posguerra y a las condiciones de reconstrucción política interna
—estamos en los años de la constitución de la República de Weimar— y exterior —la
conferencia de Versalles es el principal acontecimiento público internacional—,
Weber termina concentrando su reflexión teórica en las principales características de
la situación política vigente. De hecho, una vez distinguido el burócrata, que
administra a partir de reglas y de manera cada vez más racional la cosa pública en el
Estado moderno presente, del político de profesión, que es aquel «llamado» a tomar
posición ética orientada al objetivo —posiblemente al bien colectivo—, se desprende
que el fundamento de esta distinción se encuentra en las tres cualidades específicas de
la profesión política: la «pasión», la «responsabilidad» y la «amplitud de miras». Si
se las observa con atención, estas tres cualidades son además las que en el modelo
ideal básico de la acción social weberiana establecen el carácter de racionalidad
orientado al objetivo: la «pasión» respecto al interés que dirige el individuo hacia un
fin; la «responsabilidad» como criterio para el estudio de las condiciones de
viabilidad de la acción en función de ese objetivo específico: la «amplitud de miras»
necesaria para calcular los costes y las consecuencias de la acción más allá del fin
predefinido y respecto a la reacción posible de los otros. Para el político de profesión,
no obstante, cada una de estas cualidades queda invalidada si no está basada en el
desapego. Al contrario de lo que ocurre con un individuo, para el político es
preferible que no exista ninguna forma de afecto por el objetivo, de preocupación
ética por los medios, sino solo por los fines, los cuales, en el «mejor de los mundos
posibles», deberían reflejar el bien común, o al menos el de la mayoría de los
miembros del grupo social.
Uno de los obstáculos para la materialización del tipo ideal del político de
profesión descrito por Weber es la vanidad personal. Esta crítica va dirigida, en el
pensamiento subliminal de la conferencia del sociólogo, a la gran mayoría de
políticos de profesión que habitan los centros de mando a nivel nacional e
internacional. En particular, Weber revela algunas consideraciones sobre el marco
político alemán y sobre la preocupación que, incluso en su papel de consejero para la
constitución de la nueva República, además de para la negociación diplomática de
París, lo compromete ante el futuro que se espera que sea no el «florecimiento del
verano —después del invierno de guerra—, sino una noche polar de gélida oscuridad
y sombras, sea cual sea el grupo que ahora resulte exteriormente victorioso»[66].
De esta transición en adelante, lo que nació como una intervención teórica sobre
la profesión política —una crítica «técnica de los valores» de la vocación política—
se convierte en una breve disertación sobre la relación misma entre ética y política, o
mejor dicho, sobre la posibilidad —y la conveniencia— de que esta profesión se base
en un ethos de comportamiento. Una vez más, Weber se posiciona a medio camino
entre dos escuelas esenciales de pensamiento incompatibles: el cinismo puro de la
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acción política, que desde Maquiavelo en adelante recorre la vía del «fin justifica los
medios», y el idealismo kantiano de la persecución de un orden ético trascendental,
de una «convicción» o de una «intención» que se sitúa en el origen de la elección,
pero que hace referencia al sujeto agente como un dato «interior». La primera la
define Weber como «ética de la responsabilidad»: el hombre político valora la acción
a partir de las consecuencias reales, exteriores, que esta produce, y a partir también de
los medios efectivos adecuados para la consecución del objetivo. La de la
«convicción» es, por el contrario, una ética de las creencias y de los convencimientos
interiores del sujeto agente, que sobredetermina la acción sin ninguna preocupación
ni por la naturaleza de sus medios y de sus tiñes ni por la idoneidad y la eficacia de la
relación misma entre medios y fines.
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Ética de la responsabilidad: un arma política sobre la
mesa de Versalles
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desfigurada por la contienda lo que el historiador francés François Guizot
declaró en la fractura cultural entre los siglos XVIII y XIX, esto es, que en la
política exterior es donde se manifiestan «las pasiones vulgares e
ignorantes de los príncipes y de los pueblos». Es «el teatro favorito de la
violencia bruta» y «del egoísmo negligente» de los gobiernos, «tan
indiferentes al bien y al mal, tan ligeros, tan perversos, tan quiméricos».
Y en ningún otro ámbito son los pueblos «tan ignorantes de sus
verdaderos intereses, están tan preparados para no ser más que
instrumentos y engañados». Fatales y totalmente ciegos frente a los
escenarios futuros ya evidentes, y sordos a los llamamientos de
intelectuales y diplomáticos, los «políticos de profesión», representantes
de las potencias asociadas, se mantienen en la contingencia de los
números lucrativos de las severas sanciones. Mientras, en la Alemania
de posguerra, los sentimientos más conflictivos y profundos de venganza
y las estrategias más abyectas de reafirmación nacional empiezan a
nutrirse de la depresión económica y social.
Así pues, las normas de la «ética de la responsabilidad» empleadas
como arma política de doble filo —y tan obstaculizadas por Weber
durante la negociación internacional— son las que articulan la transición
del prolongado siglo XIX de las guerras napoleónicas unificadoras, de las
reivindicaciones territoriales más tarde traducidas en la «guerra sin
sangre» de los mercados y de los capitales al breve siglo XX de la
«guerra civil europea». De nuevo, el Weber científico (y) político de la
modernidad teoriza y reconoce en su época los actores de la «lucha
mortal» jamás adormecida del espíritu de conquista territorial en la base
del Estado moderno como institución legítima del uso de la fuerza Solo
que antes, esa fuerza, encarnada por el carisma de un caudillo
«romano» y un Führer pangermanista buscará su legitimación en un
«sistema de valores» asimismo construido pseudocientíficamente sobre
la aniquilación física y burocratizada de cualquier competidor que se
halle en el campo de la política, de la existencia y del mundo.
No es que la ética de la convicción coincida con la falta de responsabilidad y la ética de la responsabilidad con
la falta de convicción. En absoluto nos referimos a esto. Existe una diferencia abismal entre obrar según la
máxima de la ética de la convicción, la cual —en términos religiosos— ordena: «El cristiano obra bien y pone
el resultado en manos de Dios», y la acción según la máxima de la ética de la responsabilidad, según la cual
hay que tener en cuenta las consecuencias (previsibles) de las propias acciones.[67]
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Efectivamente, si bien parecen antinómicas en la teoría sociológica y en la
orientación ideológica de los propios actores políticos —pensemos en el ejemplo
weberiano más práctico y actual que enfrenta ideológicamente la acción por
convicción del sindicalista (antieconómico) y la acción por responsabilidad del
empresario (capitalista monopolista)—, en la realidad es conveniente, para Weber,
que se integren y se completen, porque por sí solas, tanto la ética de lo ideal como la
de la praxis, no pueden responder a las preguntas y a los problemas propios de la
complejidad del desorden desencantado del mundo moderno.
Con demasiada frecuencia, las conclusiones del discurso político de Weber han
sido asociadas por la crítica —incluso las posteriores a la muerte del autor— con los
acontecimientos de la Alemania hitleriana y la historia europea entre los años veinte y
la segunda guerra mundial. La política dominada por regímenes de carácter
carismático, responsables de los peores horrores que jamás haya vivido Occidente en
nombre de una combinación peculiar de una ética de la convicción y un orden
burocrático del Estado —en especial en el monopolio legítimo y en el uso despiadado
de la violencia total destinada al exterminio— pareció en realidad el espacio de la
realización de las previsiones pesimistas de Weber, al igual que en otros casos, el de
la continuación de sus teorías políticas en la realidad. O sea, por un lado, se ha dicho
que Weber era un pesimista irrevocable, para quien las degeneraciones de la
modernidad pueden resolverse solo en la utópica «remitificación» del mundo
desencantado o en la recuperación de una ética religiosa de la historia pasada
universal, capaz de volver a gobernar la acción de la desorientada humanidad. Por
otro, se le ha acusado poco menos de ser uno de los intelectuales del
nacionalsocialismo y del fascismo y precursor «científico» de Hitler y otros
dictadores del siglo pasado.
Estas dos consideraciones —sobre todo cuando las realizan representantes de las
ciencias histórico-sociales— son contrarias tanto a la diferenciación weberiana entre
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constatación empírica y juicio de valor, como al principio fundamental de la
neutralidad de valoración de la ciencia sociológica que Weber teorizó y llevó a la
práctica con su labor y vocación de científico, para no escabullirse en ningún
momento del examen de la realidad, incluso cuando esta se le presentaba como
extremadamente desagradable. En este caso, también en la manifestación de la
antinomia personal científica del conocimiento histórico-social y filosófico del
siglo XIX, Weber se reafirma como pensador «típico» de una idea de modernidad.
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APÉNDICES
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Obras principales
La vasta e incompleta obra de Max Weber cubre, en las cinco fases clásicas de
periodización, toda la carrera académica del autor desde sus primeros pasos en el
estudio y en el interés por los asuntos sociales, culturales y económicos de la historia
universal y occidental, es decir, desde la década de 1880 a 1919-1920, año de su
muerte.
Dentro del extenso conjunto de las obras de Weber, gran parte de los estudiosos
—en particular de la recepción italiana y europea— corrobora la importancia de al
menos cinco obras-recopilaciones útiles y esenciales para la comprensión, incluso en
curso, del trabajo y de las consideraciones del sociólogo de Érfurt.
1883 Hace el servicio militar en Estras- 1883 Nietzsche empieza a publicar Así
burgo. habló Zaratustra.