Ivlivs Caesar

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IULIUS CAESAR

El joven Julio César, los primeros años de un líder

Al cumplir 16 años, Cayo Julio César fue protagonista de una ceremonia que revestía en la
sociedad romana una especial solemnidad: la del acceso a la edad adulta. En ella el chico, el
puer, se desprendía de la bulla o colgante hueco para contener amuletos que llevaba colgada al
cuello desde su nacimiento, abandonaba la vestimenta infantil –la túnica corta y la llamada
«toga pretexta», caracterizada por una banda de color púrpura– y se le investía la túnica de los
adultos, la túnica recta, y la «toga viril», totalmente blanca. Luego, al frente de una gran
procesión formada por los esclavos, libertos y clientes del padre, así como por sus amigos y
parientes, salía desde su domicilio hasta el foro, donde era inscrito en la lista de ciudadanos para
después celebrar un banquete. El caso de César, sin embargo, fue distinto en un punto: su padre
había fallecido ese mismo año, de modo inopinado, una mañana mientras se calzaba las botas,
quizá de un ataque al corazón. Ello convirtió al adolescente Cayo en cabeza de familia, en
paterfamilias de uno de los linajes más antiguos y prestigiosos de Roma, aunque algo venido a
menos: los Julios.

Hay muy poca información sobre los primeros quince años de vida de Julio César.
Curiosamente, Suetonio sólo nos habla de su temprana afición a la literatura; se decía que,
siendo poco más que un niño, escribió un elogio de Hércules y una tragedia sobre Edipo,
trabajos escolares, se supone, pero que anunciaban al futuro autor de la Guerra de las Galias y la
Guerra civil. Ello sugiere que César recibió, como era obligado en los vástagos de las familias
aristocráticas, una esmerada educación en las letras tanto latinas como griegas, primero en la
casa familiar, a cargo de su madre, Aurelia, y luego con preceptores griegos y romanos.
Igualmente, César debió de iniciarse muy temprano en el arte de la retórica. Sus familiares
estaban relacionados con los mejores oradores romanos del momento, y él mismo debió de
asistir, llevado por su padre, a las sesiones del foro protagonizadas por grandes abogados. De
esta forma, siendo muy joven sería ya un orador muy valorado en el Foro Romano, hasta el
punto de que el propio Cicerón no le escatimó elogios. Es probable que, además, asistiera a
alguna escuela de retórica, como la de Marco Antonio Grifón.

César también se sometió a un intenso entrenamiento físico con vistas a su futura carrera
militar. Seguramente acudía al Campo de Marte, el campamento de Roma donde los jóvenes
aristócratas aprendían a correr, a nadar en el río y a manejar las armas, en especial la espada y la
jabalina. Cayo era un joven más bien delgado y no especialmente robusto, pero gracias a estos
ejercicios adquirió una resistencia física que le sería muy útil en sus futuras campañas. También
aprendió a montar a caballo hasta convertirse en un hábil jinete. Según Varrón, montaba a pelo

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más que con silla, y según Plutarco era capaz de guiar su montura con los brazos atados a la
espalda, ayudándose sólo de las rodillas.

Unos inicios convulsos

Al ponerse la toga viril, la carrera de César parecía perfectamente encauzada. Poseía ya todos
los derechos de ciudadanía, incluido el derecho al voto y a presentarse como candidato a los
cargos públicos. Además, poco antes, cuando aún llevaba la toga pretexta, se había casado –o
simplemente prometido– con una joven llamada Cosucia, de rango social inferior al suyo –el
padre de la joven pertenecía al orden ecuestre, de los «caballeros»–, pero con una gran fortuna,
algo muy conveniente para lanzar la carrera de Cayo, dado el escaso patrimonio de su familia.
Pero ese itinerario vital típico de un noble romano estuvo a punto de truncarse en sus mismos
inicios a causa de la grave crisis política que vivía entonces la República romana.

El año en que nació César, el 100 a.C., Roma estaba dominada por Cayo Mario, el brillante
general que había reorganizado el ejército y se había granjeado el apoyo del pueblo,
convirtiéndose en cabeza del partido popular. Frente a él se alzaba la vieja aristocracia
senatorial, los optimates, decididos a mantener el Estado bajo su único control. La tensión entre
ambos bandos no hizo sino acentuarse durante los años de la infancia de César, hasta llegar a
una ruptura abierta en 88 a.C., cuando fue elegido cónsul el líder de los optimates, Sila, general
no menos destacado que Mario, de quien había sido colaborador. Arrancó así una guerra a
muerte entre los partidarios de Mario y los de Sila que duró largos años, con alternancias en el
dominio de unos y otros, mientras la ciudad de Roma quedaba sumida en un ambiente de terror.

Pese a su juventud, Julio César se vio envuelto de pleno en el torbellino político del momento.
Vio cómo muchos de sus parientes aristocráticos caían víctimas de la persecución
desencadenada por Mario y sus partidarios a partir del año 87 a.C., cuando ocuparon Roma
aprovechando la marcha de Sila a Oriente para combatir a Mitrídates, rey del Ponto. La familia
de César, sin embargo, estaba más próxima al bando popular. De hecho, estaba emparentada
con Mario, casado con una tía de César, y pronto lo estaría también con Cinna, hombre fuerte de
Roma tras la muerte de Mario en 86 a.C. Fue el propio César quien no dudó en divorciarse de su
esposa niña para casarse con Cornelia, la hija de Cinna. Además, en esa ocasión fue nombrado
flamen dialis, «sacerdote de Júpiter», uno de los cargos religiosos más elevados y prestigiosos
de Roma. Todo esto le convirtió en un personaje público que ya empezaba a ser visto como el
heredero político de su tío y de su suegro.

Enfrentado al dictador

En el año 83 a.C., la situación política dio un vuelco. Concluida su campaña en Grecia y Asia
Menor, Sila volvió a Italia dispuesto a tomarse cumplida venganza y a terminar con el partido

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de Mario y Cinna de una vez. Tras ocupar Roma y vencer a sus enemigos, se hizo elegir
dictador con poderes ilimitados y desató el terror en Roma, disponiendo unas listas
(proscripciones) de los «populares» más destacados, a los que condenaba a muerte y a la
confiscación de sus bienes. En total fueron ejecutados y expropiados cuarenta senadores y 1.600
miembros de la clase ecuestre, principal cantera del partido de Mario.

En ese primer estallido de violencia represiva en Roma, César fue dejado en paz, quizá a causa
de su juventud –tenía apenas 18 años– o de su cargo sacerdotal, que le impedía participar en la
guerra e incluso ver un cadáver. Su familia tampoco era lo bastante rica como para que lo
incluyeran en la lista de proscritos con la intención de confiscar sus propiedades. Pero César
estaba casado con la hija de Cinna, y eso forzosamente tenía que ponerlo en el punto de mira de
Sila. Finalmente, el dictador le exigió que repudiara a su esposa Cornelia, que acababa de dar a
luz a una niña, Julia, para casarse con una sobrina suya. Sila había ordenado eso mismo a otros,
como Pompeyo Magno, que se tuvo que divorciar de Antistia y casarse con la hijastra de Sila,
Emilia Escaura (al final se casó con Julia, la hija de César). Pero César no era como los demás,
y se negó. Como escribe Suetonio, Sila «no halló medio de obligarle a repudiar a su esposa».
Sin duda, la fidelidad de Cayo a Cornelia tenía causas sentimentales; todo indica que era feliz
con ella y que fue la mujer a la que amó más profundamente. Pero su actitud comportaba un
desafío político al nuevo dueño de Roma y mostraba el orgullo, la determinación y el arrojo de
aquel joven que se negaba a ingresar en la familia del temible dictador.

Sila montó en cólera y ordenó incluir a César entre los proscritos. Los bienes heredados por el
matrimonio fueron confiscados y se emitió una orden de arresto, que no podía ser más que el
preludio de la ejecución. César tuvo que huir de Roma y refugiarse en la Sabina, región al
noreste de Roma. Cada día cambiaba de refugio para que no lo descubriera alguna patrulla del
inmenso ejército silano que ocupaba toda Italia. Tan precaria era su situación que contrajo la
malaria, y hasta llegó a ser capturado por un grupo de soldados que le seguía el rastro, aunque
recobró la libertad a cambio de 12.000 denarios de plata.

Ambicioso y elegante

La situación no podía mantenerse largo tiempo. Fue la intervención de algunos de sus parientes,
silanos influyentes –como su primo Cota y su amigo Lépido–, lo que logró aplacar a Sila.
También su madre consiguió que las vestales (sacerdotisas guardianas del fuego de la diosa
Vesta) intercedieran por él; al fin y al cabo, César era el flamen de Júpiter, aunque parece que
en algún momento Sila le despojó de ese cargo. Finalmente, el dictador cedió y perdonó a aquel
joven impetuoso y escurridizo, pese a que ya intuía su futuro protagonismo en el partido de los
populares. Según Suetonio, Sila advirtió a quienes acudieron a él para que perdonara a César
que «esa persona cuya salvación con tanta ansia deseaban algún día acarrearía la ruina al partido

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de los aristócratas; pues en César había muchos Marios». Aunque esta última frase quizá sea
una recreación posterior, parece claro que por entonces César ya daba mucho que hablar en
Roma. No sólo por su linaje, sus dotes intelectuales o su habilidad oratoria, sino, más aún, por
su apariencia personal, sumamente elegante y a la vez excéntrica.

En este sentido, el historiador Adrian Goldsworthy define a César como «un dandi». Llevaba
una túnica especial con mangas largas (las normales eran de manga corta), que le cubrían hasta
las muñecas, y se la ataba con un cinturón flojo, algo que a muchos les parecía amanerado (lo
normal era no llevarlo o ponérselo apretado). El afeitado riguroso y el pelo corto eran
habituales, pero se decía que César se depilaba todo el vello corporal. A ello se unía el gusto por
el lujo y los derroches, característico por lo demás de la aristocracia romana. Con el tiempo se
intentó explicar esta aparente frivolidad de César como una manera de disimular sus ambiciones
y aparecer como un joven inofensivo. Según Plutarco, más tarde Cicerón recordaba que la
«cabellera tan bien arreglada de César y aquel rascarse la cabeza con un solo dedo» hacía que
fuera difícil tomarse en serio sus aspiraciones.

Tras ser perdonado por Sila, César puso tierra de por medio y se alejó de Roma, a la que no
volvería hasta la muerte del dictador, en el año 78 a.C. Gracias a sus influencias logró
incorporarse al estado mayor del gobernador de la provincia de Asia (Asia Menor, en la actual
Turquía). En esas tierras helenizadas su apariencia sofisticada causó mejor impresión que en
Roma. Además, supo aprovechar su primera experiencia de mando y demostrar su valor y
pericia; su participación en la toma de Mitilene (en la isla de Lesbos) le valió la concesión de la
«corona cívica», la condecoración militar más valiosa. Al año siguiente luchó en Cilicia, al sur
de Capadocia. Volvió a Roma convertido en un héroe de guerra, dispuesto a emprender una
carrera de honores en la política para la que no contemplaba más que un objetivo: el poder
absoluto.

Llegué, vi, vencí: Julio César y la primera guerra relámpago

La guerra relámpago no la inventaron los nazis. Al menos dos milenios antes, existió́ alguien
que demostró́ ser incluso más rápido que las tropas acorazadas del general Guderian. Este
hombre fue Cayo Julio César, sobre el que Dión Casio escribió́ que "siempre lograba una gran
ventaja con su rapidez de movimientos y marchando cuando nadie se lo esperaba. Si alguien
quisiera saber por qué́ fue tan superior a los generales de su época en el arte de la guerra, no
encontraría, haciendo las debidas comparaciones, otro motivo más importante que este".

La batalla de Zela corrobora de un modo ejemplar las palabras de Dión Casio. Este
enfrentamiento, que tuvo lugar en el año 47 a.C. y que dio lugar al famoso lema "Llegué, vi y
vencí", ha pasado a la posteridad como un mero trámite gracias a la facilidad con que el dictador

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acabó con la amenaza del reino del Ponto, un territorio situado a orillas del mar Negro y
gobernado por Farnaces II.

Un rey ambicioso

Farnaces ya había infligido severos correctivos a los romanos. El potente ejército del Ponto
había puesto a Roma en serias dificultades durante casi treinta años, involucrándola en una de
las guerras más largas que tuvo que librar y que concluyó cuando Pompeyo venció́ a Mitrídates
VI, el padre de Farnaces. Durante la guerra civil que enfrentó a César y Pompeyo, Farnaces II
había adoptado una postura neutral. El rey del Ponto aprovechó que César estaba enfrascado en
Egipto persiguiendo a los aliados de Pompeyo (derrotado en Farsalia el año anterior) –y creando
un protectorado romano para la reina Cleopatra– para anexionarse dos reinos vecinos, aliados de
Roma: Capadocia y Galacia.

Tras una expedición fallida del gobernador de Asia, Cneo Domicio Calvino, masacrado por
Farnaces en la batalla de Nicópolis, César reaccionó con la rapidez y determinación de las que
únicamente él era capaz. En marzo de 47 a.C. partió de Egipto con la legión VI y en la frontera
con el Ponto se unieron cinco legiones más a ella. Farnaces se asustó y se mostró dispuesto a
negociar. César, por su parte, le dejó creer que tenía prisa por volver a Roma y que estaba
dispuesto a hacer grandes concesiones, pero siguió avanzando hasta llegar cerca de Zela, la
actual Zile, en Turquía. Se detuvo a ocho kilómetros del campamento del rey, establecido en
una colina comunicada por un largo puente con la ciudad.

Una victoria total

Era el 2 de agosto de 47 a.C. Hacia solo cinco días que César había iniciado formalmente la
campaña, irrumpiendo en territorio enemigo. Esa noche, César se asentó en un terreno elevado,
a menos de un kilómetro y medio del enemigo, e inició la fortificación del campamento. Sus
legionarios apenas habían empezado a erigir el vallum –la barrera formada por talud,
empalizada y foso que caracterizaba todos los campamentos romanos provisionales– cuando
Farnaces decidió lanzar un ataque sorpresa. Los romanos, con azadas, picos y palas en sus
manos, vieron que los temibles carros falcados subían por la ladera, seguidos por la infantería
póntica en formación de falange. Por fortuna para ellos, su posición ventajosa y la lentitud con
que el enemigo ascendía les permitieron organizarse.

Cuando Julio César vio que la decisión de Farnaces, que él consideraba temeraria, iba en serio,
ordenó a los legionarios que lanzaran sus mortales pila, las pesadas jabalinas hechas casi por
igual de metal y madera, que detuvieron la carrera de los carros y sembraron el desorden en las
filas de los pónticos. Inmediatamente, César mandó contraatacar a la caballería ligera, lo cual

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frenó el lento avance enemigo antes de que la legión VI atacara el ala izquierda del ejército de
Farnaces, forzándola al cuerpo a cuerpo.

La lucha fue breve: había demasiada diferencia entre las tropas romanas y las asiáticas en
cuanto a disciplina, armamento y cohesión, los pónticos huyeron enseguida. Farnaces también
abandonó la batalla, pero fue asesinado poco después por uno de sus gobernadores. Su reino fue
confiado a Mitrídates de Pérgamo. Pero César aún tendría que esperar un año para celebrar en
una procesión triunfal en Roma su victoria en Zela, junto con otras anteriores y posteriores. De
ella dejó constancia con la conocida inscripción Veni, vidi, vici, «Llegué, vi, vencí́», que se
exhibía con orgullo en uno de los carteles y que todos los romanos pudieron contemplar.

La batalla de Farsalia

La carrera política de Pompeyo Magno empezó tras la primera guerra civil que vivió la sociedad
romana. Siguiendo la tradición familiar, Pompeyo consiguió sus primeros éxitos militares
luchando en el lado de los optimates, que gobernaban desde su victoria en la guerra. Tras estas
primeras campañas, fue nombrado cónsul en su vuelta a Roma y emprendió nuevas campañas
que aumentarían todavía más su buena fama: acabó con la piratería en el Mediterráneo, algo que
favorecía el comercio marítimo, y detuvo el expansionismo de dos poderosos reyes hostiles a
Roma en Oriente, Mirtídates VI del Ponto y Tigranes II de la Gran Armenia.

De forma paralela, César empezaba sus andanzas políticas en el Senado, y tras perder apoyos,
Pompeyo se vio obligado a forjar una alianza secreta —el primer triunvirato (60 a.C.)— con
César y Craso, ambos del partido opuesto, para lograr objetivos comunes. César se marchó a las
Galias para consolidar su carrera política mediante éxitos militares, pero cuando pretendía
regresar tenía el Senado en su contra. De este modo, se vio obligado a desafiarlo, cruzó el
Rubicón en el año 49 a.C. y dio inicio a la segunda guerra civil romana en la que Pompeyo
participó como comandante del ejército de la República.

En el invierno de 49 a.C., Julio César consiguió llevar una parte de sus tropas a los Balcanes
desde Bríndisi, burlando la vigilancia que Pompeyo, instalado en Dirraquio, había establecido
en el Adriático. El resto de sus efectivos no pudo cruzar hasta la primavera del año siguiente;
mientras tanto, pompeyanos y cesarianos invernaron en torno a Dirraquio. Con la llegada de los
refuerzos, ambos ejércitos iniciaron una guerra de desgaste en la que las tropas de César, mal
abastecidas, llevaron la peor parte. Cuando Pompeyo ordenó el ataque definitivo, César y su
ejército se refugiaron en la cercana Apolonia.

Entonces Pompeyo decidió reagrupar a sus tropas en Tesalia (Grecia) y César le siguió hasta
Farsalia, donde el 9 de agosto tuvo lugar el enfrentamiento definitivo. Pompeyo no deseaba la

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batalla, pero se vio forzado a ella por el espíritu belicoso de sus soldados y por las
conspiraciones de sus generales. Aunque sus 30.000 hombres doblaban los efectivos de César,
éste desarrolló una mejor estrategia y, según contó él mismo, sólo perdió 230 hombres frente a
15.000 pompeyanos muertos y 24.000 cautivos. Fuentes más imparciales estimaron las bajas de
César en 1.200, y las de su rival, en 6.000.

La guerra de las Galias

Ambicioso vástago de una familia de la más rancia nobleza romana, César protagonizó un
espectacular ascenso político en Roma, que lo llevó en el año 59 a.C. al máximo cargo de la
República, el de cónsul.

A los 42 años había demostrado su habilidad en las intrigas, su tirón entre el pueblo y también,
como propretor en la Hispania Ulterior, sus dotes de administrador. Pero para ponerse a la altura
de sus rivales de la aristocracia romana, en particular de Pompeyo, le faltaba un triunfo militar
indiscutible. Con este objetivo en mente –pero también con el de engrosar su fortuna personal
con un abundante botín–, logró que lo nombraran gobernador de la Galia Cisalpina, lo que le
daba el mando sobre cuatro legiones y la posibilidad de emprender una campaña de conquista
contra los pueblos que habitaban la Galia libre, provincia que también le fue atribuida.

A principios de marzo de 58 a.C., César ocupó su nuevo cargo. Durante los ocho años
siguientes sometió al dominio romano, en una serie de audaces campañas, buena parte de los
territorios de las actuales Francia y Bélgica, e incluso realizó incursiones en Britania y
Germania. Al acabar su mandato, César había extendido las fronteras de la República romana
hasta Europa central y se había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos de
Roma. Sin embargo, la guerra de las Galias no fue un paseo militar para César y sus tropas, pues
los galos ofrecieron una enconada resistencia y derrotaron a los romanos en varias ocasiones. La
lucha contra los galos constituyó un desafío militar mayúsculo que puso de manifiesto por qué
el ejército romano fue el más poderoso y eficaz de la Antigüedad.

Líder carismático

El liderazgo del propio Julio César fue una de las claves del triunfo romano en las Galias. El
estilo de mando de César puede resumirse en tres palabras: agresividad, velocidad y riesgo. En
el mundo antiguo, los generales romanos tuvieron una merecida fama de combativos, pero
incluso entre ellos César destaca como un comandante extremadamente agresivo. Su método en
las operaciones militares era siempre el mismo: encontrar al ejército enemigo y destruirlo. Ya
fuesen los helvecios en busca de nuevas tierras, los germanos del rey Ariovisto intentando

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asentarse en las Galias o el rebelde galo Vercingétorix, César logró acorralarlos y acabar con
ellos.

Otro elemento básico del estilo cesariano de hacer la guerra fue la velocidad. En el caso de la
guerra de las Galias, su habilidad para mover el ejército con gran rapidez tuvo especial
trascendencia, ya que le permitió compensar su principal debilidad, el hecho de estar en franca
inferioridad numérica ante sus enemigos. Un ejemplo excelente lo tenemos en la campaña del
año 57 a.C. contra los pueblos belgas. Cuando los romanos se encontraron, cerca de Bibrax, con
un enorme contingente de tribus belgas, César se negó durante varios días a librar una batalla
campal contra sus enemigos, sabedor de que éstos no podrían permanecer mucho tiempo en el
lugar dada su incapacidad para garantizarse el abastecimiento de comida. Y en efecto, cuando
las tribus se dispersaron para retornar a sus bases, César actuó raudo y condujo su ejército a
marchas forzadas, primero contra la capital de los suesiones y después contra la de los
belóvacos, hasta conseguir la rendición de ambos pueblos. A continuación invadió el territorio
de los nervios y, aunque éstos le atacaron por sorpresa, los derrotó en el río Sabis. De esta
manera, combinando velocidad y agresividad, César, con un ejército de 40.000 soldados,
consiguió derrotar a una coalición que contaba con casi 300.000 guerreros.

Asimismo, César asumió a menudo unos riesgos que para otros generales hubiesen sido
inaceptables. No hay duda de que muchos de estos peligros estuvieron perfectamente
calculados, como lo demuestra el hecho de que nunca sufrió una derrota estrepitosa. Pero hay
ocasiones en que rozó el desastre. Entre los años 55 y 54 a.C. condujo parte de su ejército a
sendas expediciones a la isla de Britania. Empeñado en acrecentar su fama en Roma, César
descuidó la preparación de la invasión y menospreció el peligro que suponen las frecuentes
tormentas de verano en el canal de la Mancha. En ambas campañas perdió parte de su flota y a
punto estuvo de quedar atrapado en Britania, pero la suerte no le abandonó y pudo regresar al
continente con la mayor parte de su ejército.

Afortunadamente para César nunca tuvo que enfrentarse a todos los galos en bloque, ya que
éstos se encontraban divididos en más de cuarenta pueblos independientes. A fin de cuentas, la
vida política de los pueblos galos, con diversas facciones de nobles compitiendo ferozmente
entre sí por el poder y el prestigio, no era muy diferente de la de la propia Roma, y César
aprovechó su experiencia para explotar hábilmente estas divisiones.

Un ejército disciplinado

César sabía que el resultado final de sus campañas dependía de sus tropas. Por ello, fue lo que
actualmente calificaríamos como un excelente motivador, capaz de conseguir que sus hombres
se entregasen en cuerpo y alma a cada tarea, ya fuese una marcha, un asedio o bien una batalla.

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El ejército romano de entonces era heredero de las reformas llevadas a cabo medio siglo antes
por el cónsul Cayo Mario –pariente de César por matrimonio con su tía Julia–, que lo habían
convertido en una fuerza casi profesional. En consecuencia, los soldados romanos se sometían a
una disciplina muy dura. La historia del cónsul Tito Manlio Torcuato, quien más de tres siglos
antes había hecho ajusticiar a su propio hijo por haber abandonado la formación para
enfrentarse en combate personal contra el campeón de un ejército enemigo, probablemente sea
falsa, pero los legionarios de César la conocían y se la creían. Puede que los soldados romanos
no fuesen, individualmente, más valientes o más fuertes que sus rivales galos, pero
colectivamente eran más disciplinados. Por todo esto las unidades romanas eran más eficaces en
combate que las galas y, sobre todo, eran mucho más capaces de superar situaciones adversas.

Quizás el ejemplo más claro lo tengamos en la batalla del río Sabis, en 57 a.C. En ella los belgas
sorprendieron a los romanos mientras construían un campamento fortificado. El ataque debió de
suponer una gran sorpresa para los legionarios, pero su profesionalidad y entrenamiento les
permitieron superar la emergencia. César ordenó a sus tropas formar una línea de batalla, cosa
que tuvieron que hacer en los pocos minutos que tardaron los belgas en cruzar el Sabis. Los
legionarios tuvieron que formar allí donde se encontraban, agrupándose alrededor de los
centuriones y estandartes más cercanos. El resultado final fue una rotunda victoria romana.

Los galos demostraron en todo momento un coraje asombroso, como ilustra un incidente
ocurrido durante el asedio de Avaricum, la capital de los bituriges. Los romanos habían
construido una rampa que les permitió acercar las torres de asalto a la muralla de la ciudad. Los
defensores galos debían destruirlas o la plaza estaría perdida, así que un guerrero intentó
incendiarla, pero fue abatido por el proyectil de un escorpión, una pequeña catapulta empleada
por los romanos. A continuación, uno tras otro, tres guerreros más ocuparon su lugar, muriendo
todos en el intento. Sin embargo, pese a estos actos de valentía individual, las unidades galas
carecían del grado de cohesión interna y la disciplina que tenían las romanas, por lo que fueron
derrotadas por éstas en la mayoría de batallas campales.

La valentía de los centuriones

Quienes en último término garantizaban la cohesión de las legiones eran los centuriones. Cada
legión contaba con sesenta de estos oficiales, al mando de una centuria de ochenta hombres. En
combate se esperaba de ellos que dieran ejemplo de valor y desprecio a la muerte ante sus
hombres, y está claro que a menudo lo hicieron, a juzgar por la proporción de bajas
anormalmente alta que sufrieron en algunas batallas. Precisamente uno de los ejemplos más
extremos que se conocen se produjo durante la campaña de César en la Galia en el año 52 a.C.
Al contar sus muertos después de un asalto fracasado a la capital de los arvernos, Gergovia, los
romanos descubrieron que habían perdido casi 700 legionarios y 46 centuriones. Dicho de otro

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modo, los legionarios habían sufrido un 14 por ciento de bajas frente al 76 por ciento de los
centuriones.

Los Comentarios sobre la guerra de las Galias, la obra que escribió el propio César para
glorificar sus conquistas en las Galias, están repletos de historias heroicas protagonizadas por
centuriones. Por ejemplo, Publio Sextio, pese a llevar varios días enfermo y sin comer, formó
junto con otros centuriones ante la puerta de un campamento el tiempo suficiente para organizar
la defensa, luchando hasta que se desmayó por las graves heridas recibidas. Marco Petronio, en
el fracasado ataque a Gergovia, murió mientras protegía la retirada de sus hombres, que
pudieron salvarse gracias a su sacrificio.

Pero el caso más sobresaliente es el de los centuriones Tito Pulón y Lucio Voreno. César los
presenta como dos oficiales que se enzarzaron en una competición para demostrar ante el
ejército cuál de los dos era el más valiente. El punto culminante se alcanzó en el invierno de 54
a.C., cuando los dos formaban parte de la legión que fue asediada en su campamento por los
nervios. Durante un ataque a la base romana, el centurión Tito Pulón salió del campamento y se
enfrentó en solitario a un grupo de guerreros nervios, siendo seguido inmediatamente por Lucio
Voreno. En una lucha desesperada, los dos centuriones se salvaron la vida mutuamente y
consiguieron regresar vivos al campamento romano sin que, en palabras de César, «pudiera
juzgarse cuál aventajaba en valor al otro».

Maestros en la guerra de asedio

La superioridad tecnológica fue también determinante en la victoria final de los romanos, en


particular en lo que se refiere a la conquista de ciudades. La ciencia militar romana del
momento conocía un gran número de tácticas y máquinas de asedio que podían utilizarse en los
asaltos a fortalezas, como torres móviles, artillería y arietes. Antes de ello, los soldados
realizaban inmensas obras de circunvalación para aislar a las ciudades atacadas, un trabajo para
el que estaban particularmente entrenados por su hábito de construir campamentos fortificados
para pasar la noche siempre que se encontraban en territorio enemigo.

El ejemplo más conocido y más espectacular de cerco a una ciudad gala fue el de Alesia. Para
tomar la ciudad donde se había refugiado con su ejército Vercingétorix, el líder de la gran
revuelta del año 52 a.C. contra el dominio romano, César ordenó rodearla con una
circunvalación de 16 kilómetros. Ésta consistía en una muralla con torres cada 25 metros y
protegida por dos fosos, uno de ellos lleno de agua. Frente a los fosos había una zona de
trampas que incluían estacas aguzadas clavadas en agujeros en el suelo y pequeñas púas
metálicas escondidas entre las hierbas. Para defenderse de la llegada de un ejército galo de
rescate, César construyó una línea de contravalación de 21 kilómetros, concebida para proteger
a su ejército de los ataques desde el exterior. Finalmente, César derrotó tanto al ejército sitiado

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en Alesia como al ejército de rescate enemigo, pese a que en conjunto le superaban
ampliamente en número, y no es exagerado afirmar que las fortificaciones de campaña tuvieron
un papel clave en la victoria. En última instancia los legionarios eran tan peligrosos empuñando
la dolabra, una herramienta mezcla de pico y hacha usada en las tareas de asedio, como el
gladius, la espada corta.

Así pues, la combinación de un ejército casi profesional dirigido por un general brillante y con
gran capacidad para tomar ciudades resultó ser demasiado para los galos. Cada vez que se
enfrentaron a los romanos en batalla campal fueron derrotados, mientras que los romanos, por
su parte, culminaron con éxito todos los asedios que emprendieron, menos el de Gergovia. Esto
no debe hacernos creer que el resultado de la guerra estaba decidido de antemano. En varias
ocasiones la situación de César y su ejército en las Galias se asemejó a un gigantesco castillo de
naipes: una sola derrota podría haberlo derribado. Pero lo que de verdad importa es que esto
nunca sucedió y las conquistas de César cambiaron para siempre la historia de las Galias y de la
propia Roma.

Las mujeres de César: de Cornelia a Cleopatra

Cayo Julio César fue más conocido por sus amantes –mujeres y hombres– que por sus esposas,
y eso que estuvo prometido en una ocasión y casado en otras tres. Su vida sexual estuvo
marcada por multitud de relaciones amorosas y conyugales, que no siempre es lo mismo; el
historiador Suetonio contaba que sus conquistas de las Galias suscitaban menos entusiasmo
durante su desfile triunfal en Roma, al término de la guerra, que sus conquistas "de las galas".
Cuando leemos a Suetonio y otros autores podemos interpretar que la vida sexual de César
estuvo marcada por su relación juvenil con el rey Nicomedes de Bitinia, mucho mayor que él.
Todas sus historias posteriores con mujeres parecen querer borrar dicho episodio. Según otro
historiador antiguo, Dión Casio, la sola mención de este hecho era lo único que le sacaba de
quicio, incluso muchos años después de aquel suceso.

César cultivó una doble imagen en lo sexual: moralismo en público y liberalismo en privado.
Llegó a ser Pontífice Máximo, el cargo religioso más importante de Roma, por lo que su imagen
pública debía ser de la mayor santidad. Esa santidad la subrayó promulgando leyes
conservadoras contra la ostentación en el vestir y en el adorno femenino; a la vez, recalcó esa
imagen de tradicionalismo moral mediante algunas actuaciones contra el adulterio o contra las
relaciones entre mujeres de clase alta y libertos. Pero de forma paralela cultivó una imagen muy
liberal en su sexualidad, acorde con su liderazgo del bando de los populares, enfrentados al
cerrado moralismo de la otra facción que dominaba la vida política en Roma al final de la
República, los aristocráticos optimates.

Adiós, Cosucia

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Según era costumbre en Roma, a los catorce años Julio César estuvo comprometido con una tal
Cosucia, "de familia ecuestre, pero muy rica", dice Suetonio, y dos años después fue designado
flamen dialis, sacerdote de Júpiter. Esto lo obligaba a casarse con una patricia, algo que no era
Cosucia, y Julio César rompió su compromiso para contraer matrimonio en el año 84 a.C. con
Cornelia, "hija de Cinna, cuatro veces cónsul", en palabras del mismo historiador. Lucio
Cornelio Cinna era el líder de los populares después de la muerte de su aliado Cayo Mario, tío
de César. En ese momento, los populares controlaban el Senado, por lo que esta unión abría a
César grandes perspectivas en su carrera política. Pero la inestabilidad de la República
desembocó en una guerra civil entre los seguidores de Cinna y los optimates, liderados por Sila.

Tras esta guerra en la que resultaron vencedores los optimates, y durante la cual murió el suegro
de César, comenzaron las proscripciones de Sila, en las que murieron miles de ciudadanos.
Como miembro del partido derrotado, César fue despojado de su sacerdocio y su herencia
familiar. Sila quería que repudiara a Cornelia, hija del líder del bando perdedor, pero en un acto
de respeto por su esposa y de rebeldía hacia la autoridad, Julio César rehusó y tuvo que
esconderse para escapar de la muerte. Al cabo de un tiempo, Sila cedió a las presiones de las
vírgenes vestales y de dos parientes de César y le retiró la pena de muerte, pero advirtió que
aquel joven sería la ruina del partido optimate pues "en él había muchos Marios", según Sila.

Tras el perdón, César dejó a su mujer y a su hija en Roma y comenzó su servicio en el exterior.
Fue enviado como embajador a la corte del rey Nicomedes IV de Bitinia, en Asia Menor, donde
habría mantenido relaciones sexuales con el monarca. El hecho de que Nicomedes fuera mucho
mayor que él sólo podía significar que César había desempeñado un papel pasivo. Los romanos
denigraban a los homosexuales pasivos y se mofaban de ellos, y es probable que César
publicitara una desmedida vida amorosa heterosexual para apagar la infamia de haberse
deshonrado por una relación homosexual pasiva con un hombre mayor y extranjero. Él siempre
negó la veracidad de la historia, que sirvió de argumento a sus detractores incluso mucho
después de su muerte.

La muerte de Cornelia

Julio César mantuvo durante quince años un exitoso y feliz matrimonio con Cornelia, hasta que
en 69 a.C. su esposa murió durante el parto de su segundo hijo, que tampoco sobrevivió. César
presidió los funerales por su mujer y por su tía Julia, esposa de Cayo Mario, y pronunció un
elogio fúnebre por Cornelia. No había precedentes de elogios para mujeres tan jóvenes y esta
novedad le granjeó simpatías entre los oyentes, ya que no era frecuente demostrar públicamente
el amor conyugal.

Se puede pensar que el verdadero amor de Julio César fue Cornelia, a la que no repudió ni bajo
peligro de muerte. Pero a César le interesaba volver a casarse pronto para obtener riquezas y

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alianzas políticas y la elegida fue Pompeya, nieta de Sila, el viejo rival del padre de Cornelia. Es
probable que, en aquellos años difíciles, César quisiera nadar y guardar la ropa, mientras se
declaraba popular por sus acciones, intentaba dotarse de un seguro de vida con la facción
contraria en esos tiempos convulsos. Sin embargo, el amor y el afecto que sintió por Cornelia
desaparecieron del matrimonio con Pompeya, aunque este desinterés parece haber sido
compartido por su esposa.

En el año 64 a.C. se hizo pública su relación con Servilia, la amante "a la que amó como a
ninguna otra", según Suetonio. Servilia era hermanastra del gran enemigo de César, Catón el
Joven, y ayudó a su amante cuando Catón le acusó de ser cómplice en la conspiración del
senador Catilina contra la República. César y Servilia mantuvieron su relación hasta la muerte
del primero. Algunos autores de la Antigüedad sostenían que ya habían mantenido un idilio en
su juventud, del que pudo haber nacido Bruto, primogénito de Servilia y uno de los asesinos de
César. Su relación volvió a salir a la luz en 63 a.C., durante la sesión del Senado en la que se
debatía si aplicar la pena de muerte al proscrito Catilina, cuando César se vio obligado a mostrar
una lujuriosa nota que le había mandado Servilia.

Y mientras César seguía viéndose en secreto con Servilia, se produjo un incidente que puso de
manifiesto la doble vara de medir de César (y de la sociedad romana) para él y para sus esposas.
Sucedió durante una festividad religiosa, cuando Pompeya protagonizó el mayor escándalo
sexual y religioso de la Roma republicana.

Sacrilegio y divorcio

Aurelia, madre de Julio César, no se fiaba de su nueva nuera, y la vigilaba de cerca porque
sospechaba que no era fiel a su hijo. Una noche del año 62 a.C. en la que se celebraba la fiesta
de la Bona Dea –reservada a mujeres– en casa de César, entonces pretor y Pontífice Máximo, el
joven aristócrata Clodio se coló en la casa disfrazado de mujer y fue descubierto por una criada;
ésta llamó a Aurelia, que mandó detener al intruso. El escándalo fue mayúsculo, y, según
Plutarco, "al día siguiente corrió por toda la ciudad la noticia de que Clodio había cometido un
sacrilegio, por el que debía pagar no solo ante los ofendidos, sino también ante la ciudad y los
dioses".

Julio César repudió a Pompeya y Clodio fue acusado de sacrilegio e, implícitamente, de


adulterio contra César, que negó los cargos contra su aliado político durante el juicio. Entonces,
preguntado por qué había repudiado a su esposa si no creía que hubiera cometido adulterio,
respondió con su famosa frase: "Considero que los míos deben estar tan libres de sospecha
como de culpa".

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Tras el divorcio, César estuvo soltero algún tiempo, que no sin pareja, ya que conservó su
pasión por Servilia a la que, se decía, regaló una enorme perla valorada en seis millones de
sestercios, el equivalente al salario anual de una legión. También buscó placer sexual con
amantes de toda condición, incluso reinas. Fuentes y rumores de la época aluden a una larga
lista de conquistas y adulterios de César. Dice Suetonio que "corrompió un considerable número
de mujeres de familias distinguidas", entre las que destacan Mucia y Tértula, esposas de los
futuros compañeros de César en el triunvirato, Pompeyo y Craso. Más adelante, también
seduciría a la reina Eunoe de Mauritania, mujer de su aliado el rey Bogud. Su importancia
radicaba en que eran esposas de sus enemigos, con lo que las usaba de informantes, o de sus
amigos, y le servían como refuerzo de sus alianzas. No era extraño que un acuerdo entre dos
políticos quedara sellado acostándose uno con la mujer del otro.

Boda doble y triunvirato

La carrera política de Julio César continuó, y a los cuarenta años ocupó la dignidad de cónsul
por primera vez. Al final del consulado, en el año 59 a.C., volvió a tejer alianzas políticas a
través del matrimonio. Concedió la mano de su hija Julia a su compañero de triunvirato
Pompeyo, en ese momento líder de los optimates, y él mismo se casó con Calpurnia, hija de un
aliado del triunviro conservador. Su gran rival, el estricto Catón, calificó este arreglo entre los
dos políticos como "la prostitución de la República con los casamientos".

Esta boda entre un cuarentón y una joven adolescente fue un intento de engendrar un varón.
Desgraciadamente, el matrimonio no tuvo hijos, a pesar de lo cual César siempre manifestó un
tierno amor por su mujer, afecto que fue correspondido. La pareja vivió separada casi desde el
principio, ya que el "regalo de boda" de Pompeyo fue el nombramiento de César para la
conquista de las Galias. En el tiempo que estuvo en campaña parece que su apetito sexual no
disminuyó. Cuando celebró el triunfo en Roma, sus soldados cantaban estos versos: "Romanos,
vigilad a vuestras mujeres. Os traemos al adúltero calvo; en la Galia te gastaste en putas el oro
que aquí tomaste prestado".

La alianza entre César y Pompeyo se fue debilitando, y la muerte de Julia, hija de César y
esposa de Pompeyo, terminó de romper los vínculos entre ambos. Los dos hombres se
enfrentaron por el poder en una guerra civil que acabó con la victoria de César y propició su
conquista amorosa más célebre, la de Cleopatra VII, reina de Egipto. Se conocieron cuando, en
el año 48 a.C., César marchó a Alejandría, la capital egipcia, para acabar con la resistencia de
las tropas de Pompeyo, refugiado en aquella ciudad.

En sus crónicas no perdió la oportunidad de criticar a sus enemigos por la vida disipada que
llevaban allí; según él, "se habían olvidado del nombre y disciplina del pueblo romano" por
casarse con alejandrinas y tener hijos con ellas. Pero en el mismo momento en que escribía esto,

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él vivía con una alejandrina, Cleopatra. Según Plutarco, César quedó "cautivado por su
conversación y su gracia", es decir, por su inteligencia y talento (y no por su supuesta belleza).
El romance con la soberana de Egipto, que constituía una relación casi de concubinato, se
prolongó hasta la muerte de César. La unión con la reina más influyente del Mediterráneo hacía
de César casi un rey, lo cual venía a sostener su pretensión monárquica en Roma. Además,
Cleopatra le proporcionaba un apoyo económico decisivo para obtener la supremacía política en
la República. Pero por encima de todo, Cleopatra dio a César el hijo varón que tanto deseaba,
Cesarión. La reina, por su parte, obtuvo el trono de Egipto, que disputaba a su hermano
Ptolomeo XIII.

El dictador ‘polígamo’

Julio César fue nombrado dictador perpetuo en el año 45 a.C. y acumuló más poder que
cualquier otro hombre en la historia de Roma hasta el momento. Paralelamente, mantenía tres
relaciones estables a la vez. Calpurnia, su esposa, fue la primera "emperatriz", ya que fue
cónyuge de quien se proclamó imperator, dictador perpetuo y señor absoluto del Estado romano.
Fue una mujer discreta y, a pesar de las infidelidades, siempre quiso a su marido, como
demuestra el famoso episodio de su pesadilla la noche anterior al asesinato de César, cuando
soñó que lo asesinaban e intentó impedir que acudiera al Senado.

Por su parte, tras la guerra civil, Servilia continuó sacando provecho de su larga relación con
César. Compró a buen precio muchas propiedades confiscadas a los pompeyanos y obtuvo el
perdón para su hijo Bruto, que había sido aliado de Pompeyo. La patricia llegó a ofrecer a César
a su hija Junia como esposa, dada la esterilidad de Calpurnia. En cuanto a Cleopatra, César la
había invitado a viajar a Roma en otoño del año 46 a.C., y volvió a la ciudad al año siguiente, en
una estancia que se prolongó hasta el asesinato del dictador. Ambos revivieron su amor y
discutieron de varios asuntos de Estado. Según Dión Casio, se declaró a la reina "aliada y amiga
del pueblo romano" y se erigió una estatua de oro de la propia Cleopatra en el templo de Venus
Genitrix, construido por César.

Después de los idus de marzo del año 44 a.C. Julio César dejó tres "viudas". La primera,
Calpurnia, representó muy bien el papel que César exigía a las mujeres de su familia; fue
discreta en el luto y la administración del testamento político de César. Jamás volvió a casarse.
La segunda, Servilia, se convirtió durante unos meses en el árbitro de la política romana,
mediando entre los partidarios de César y sus asesinos, entre los que, como hemos dicho,
figuraba su hijo Bruto. La tercera, Cleopatra, regresó a Egipto y terminó sus días de manera
trágica años más tarde, al lado de su nuevo amante y antiguo colaborador de Julio César, Marco
Antonio.

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Muerte de César

A finales de septiembre del año 46 a.C., a lo largo de casi dos semanas, Julio César celebró en
Roma su éxito en cuatro guerras libradas en los años anteriores: en las Galias, en Egipto, en el
Ponto y en África. Cubierto con un manto púrpura bordado en oro recorrió la ciudad de Roma
montado en una cuadriga y acompañado de varios carros que exhibían al pueblo el cuantioso
botín conseguido. Nunca se había visto en Roma una celebración tan grandiosa como aquella.

Casi dos años después, el 15 de marzo del año 44 a.C. cayó asesinado en el Senado, víctima de
una conspiración orquestada por un grupo de senadores opuestos a sus ambiciones autocráticas.
Cayo Casio, Marco Junio Bruto, Décimo Junio y un grupo de más de sesenta personas, los
llamados Libertadores, materializaron su funesto plan, durante los idus de marzo, cuando César
se hallaba junto a la estatua de Pompeyo, a quien, paradojas del destino, había derrotado cuatro
años atrás en la batalla de Farsalia, en Grecia. Tilio Cimbro y Servilio Casca le asestaron los
primeros golpes, a los que siguieron varias puñaladas que acabaron con su vida.

Hallan el lugar exacto donde fue apuñalado Julio César en Roma

En octubre de 2012, un equipo hispano-italiano dirigido por el Consejo Superior de


Investigaciones Científicas (CSIC) anunció el hallazgo del lugar exacto donde fue apuñalado
Julio César, en el centro del fondo de la Curia de Pompeyo, en el Largo di Torre Argentina, una
plaza muy transitada del centro de Roma.

Augusto, el hijo adoptivo y sucesor de Julio César, señaló el lugar en el que se cometió el
infame asesinato mediante una estructura de hormigón de tres metros de ancho por más de dos
metros de alto. El complejo arqueológico fue descubierto a finales de los años veinte, durante el
gobierno de Mussolini, y desde entonces ha servido de refugio para una gran parte de los gatos
callejeros de Roma.

CURIOSIDADES (de muyhistoria)

LEYENDAS QUE PERVIVEN

Muchas eran las mujeres que morían en la antigüedad por dar a luz. La madre de César no fue
una de ellas. El parto fue natural y Cayo Julio César vendría al mundo el 13 de julio del año 100
a.C. Su madre Aurelia vivió hasta el 54 a.C. La leyenda de que la palabra “cesárea” procede de
cómo nació Julio César es tan solo eso: un mito.

JULIO CÉSAR CUENTA CON SU PROPIO MES

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Julius o julio. Quintilis era el quinto mes del calendario romano de 10 meses, que comenzaba en
Marzo y tenía 31 días. Sin embargo, tras su asesinato, el senado romano aprobó en el año 44 a.
C. que se cambiara el nombre de Quintilis por Julius en honor a Julio César, pues también era el
mes en el que había nacido.

FUE SECUESTRADO POR UNOS PIRATAS CUANDO TENÍA 25 AÑOS

Es una historia no tan conocida como la de su posterior asesinato. Cuando se encontraba


viajando de Roma a la isla de Rodas en el año 75 a.C, donde iba a encontrarse con Apolonio,
maestro de Cicerón, el barco fue secuestrado por un grupo de piratas cuyo capitán pidió 20
talentos por liberar al joven César. Furioso por tal nimia cantidad, el joven romano les expuso
que no sabían a quién tenían por rehén, que él valía mucho más de 20 talentos. Los corsarios,
finalmente, acordaron un rescate por 50 talentos. Lo curioso es que Julio César se sintió
terriblemente ofendido por este hecho (la cantidad por su rescate había sido demasiado baja),
por lo que una vez liberado, organizó una flota naval, capturó el refugio de los piratas y ordenó
su crucifixión.

LOS AMORES DEL CÉSAR

César se casó con su primera esposa, Cornelia, en el 84 a.C cuando era apenas un adolescente.
La pareja tuvo una hija, llamada Julia, en el 76 a.C. Años después Cornelia fallecería y César
contrajo un segundo matrimonio con Pompeya, nieta de Sila. En un evento estrictamente
reservado para las mujeres, un joven noble acabaría colándose disfrazado de mujer, siendo
descubierto a lo largo de la noche. Sin embargo, el escándalo provocó rumores que señalaban a
Pompeya con el misterioso joven, por lo que, a pesar de no saber si esto era cierto, César
decidió divorciarse de ella, argumentando que “la mujer del César no solo debe ser honesta, sino
parecerlo”. Contrajo matrimonio una última vez. Se casó con Calpurnia y permaneció con ella
hasta el día de su muerte. También tuvo muchas amantes, siendo su favorita Servilia, con la que
estuvo más de 20 años.

JULIO CÉSAR FUE ASESINADO EN EL SENADO VÍCTIMA DE UNA CONSPIRACIÓN

Era el 15 de marzo del año 44 a.C. La acción fue orquestada por un grupo de senadores
opuestos a los objetivos del César. Así, Cayo Casio, Marco Junio Bruto, Décimo Junio y
decenas de personas más apodadas “Libertadores”, aprovecharon los idus de marzo para asestar
los primeros golpes y varias puñaladas que acabaron finalmente con su vida en una plaza muy
transitada del centro de Roma. Julio César recibió un total de 23 heridas, pero solo una de ellas
resultó mortal; eso sí, se defendió y consiguió herir a Marco Bruto en el muslo con un punzón.

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