P-ORRIDGE NoBinarix Fragmento-CajaNegra

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NO

BINARIX
P-Orridge, Genesis
No binarix: Memorias
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra, 2023.
472 p.; 20 x 14 cm. - (Synesthesia)

Traducción de Juan Salzano


ISBN 978-987-8272-14-6

1. Autobiografías. 2. Memorias. 3. Música.


I. Salzano, Juan, trad. II. Título.
CDD 808.883

Título original: Nonbinary


Publicado originalmente en inglés por Abrams Press, un sello de ABRAMS.

© The Estate of Genesis P-Orridge, 2021


© Caja Negra Editora, 2023
© Foto de portada: Slam Digital, Inc. / Drew Wiedemann

Caja Negra Editora, Abrams Press y The Estate of Genesis P-Orridge


agradecen a Tim Mohr por sus contribuciones editoriales a este volumen.

Las fotografías incluidas en este libro son cortesía de The Estate of Genesis P-Orridge,
a menos que se indique lo contrario.

Caja Negra Editora


Buenos Aires / Argentina
[email protected]
www.cajanegraeditora.com.ar

Dirección editorial: Diego Esteras / Ezequiel A. Fanego


Producción: Malena Rey
Coordinación: Sofía Stel
Diseño de tapa: Consuelo Parga
Maquetación: Sabrina Simia
Corrección: Eva Mosso
PRÓLOGO
¿CÓMO CORTOCIRCUITAMOS EL CONTROL?

Pensé que debía ser un engaño. 11


El nombre y la dirección de William S. Burroughs estaban justo
ahí, en el medio de una revista llamada FILE [Archivo].
Ahí estaban, en la sección “lista de solicitudes del banco de imá-
genes”, en la parte de las Páginas amarillas reservada al arte postal.
Cualquier artista podía solicitar una imagen de otro artista que vivía
a millas de distancia. Y ahora, justo enfrente de mí, solicitando “Ideas
y Camuflaje en 1984”, estaba la dirección de la casa de Burroughs en
Londres. Yo no dudaba de que vivía en los Estados Unidos; sin men-
cionar que estábamos en el año 1972, y 1984 parecía todavía muy
lejano. Con la certeza de que se trataba de una broma, escribí a esa
dirección diciéndole dónde podía meterse su camuflaje y ordenándole
a Allen Ginsberg, a él y a cualquiera de los otros beats que DEJARAN
de actuar como si me conocieran tan solo para obtener credibilidad
contemporánea.
Algunas semanas después llegó a mi buzón una vieja postal de
Marruecos; cayó sobre el suelo empedrado debajo de un hacha y un
martillo que estaban recortados, como protección, al interior de la
rojísima puerta de entrada de la Ho Ho Funhouse, la casa comunal
de Hull que en aquella época compartía con mi colectivo de arte
performático y no convencional, que también era una banda. ¡En el
dorso había un saludo firmado por William S. Burroughs contán-
dome que había disfrutado de mi reciente carta y que le encantaría
que nos encontráramos la próxima vez que yo estuviera en Londres!
“Tan solo llámame y pagaré por el taxi hacia aquí desde donde sea
que estés”, escribió, añadiendo su número telefónico.
¡Guau! ¡Me contestó!
Esto era mucho más que emocionante.
El almuerzo desnudo había cambiado mi vida, The Third Mind [La
tercera mente] era mi biblia, y tenía aún más ganas de leer Los chicos
salvajes, que estaba por publicarse. Su técnica de escritura de cut-up,
que había desarrollado junto al artista y escritor Brion Gysin, era una
enorme influencia para mi música en aquel momento. La idea de frag-
12 mentar la tediosa narrativa cotidiana para crear significados nuevos e
inesperados, incluso proféticos, me resultaba fascinante.
La primera vez que lo conocí, Burroughs estaba viviendo en la calle
Duke, en St. James, Londres. No tenía idea de qué esperar. ¿Sería el
viejo cascarrabias Bull Lee de las sagas de Kerouac, gracias a las cuales
me enteré de él por primera vez, o el personaje biográfico apenas disi-
mulado de Yonqui, William Lee? Estaba entusiasmado por descubrir a
la persona REAL.
Luego de hacer dedo desde Hull, en el este de Yorkshire, duran-
te toda una noche miserablemente lluviosa e inclemente, me había
quedado en lo de mi amigo, el artista Robin Klassnik, durmiendo en el
suelo de su estudio en el número 10 de la calle Martello, en Hackney,
al este de Londres. Robin me despertó con una taza de café instantáneo
tibio, colmada de azúcar.
–Conoces a personas bastante irritantes, Gen –dijo Robin mientras
yo trataba de no hacer muecas ante su nauseabundo preparado.
–¿A qué te refieres? –pregunté adormilado.
–Algún estúpido idiota estuvo llamando toda la mañana diciendo
que era William Burroughs y preguntando por ti. Así que le dije que
se fuera a la mierda y que no llamara más –anunció Robin orgullo-
samente.
–¡Ay, mierda! ¿Qué hora es? –pregunté.
–Las once de la mañana. Te dejé dormir; te veías cansado.
–Robin, ese no era un estúpido idiota fingiendo ser William
Burroughs –dije, restregándome la cara y mirándolo luego fijamente
con una alegre incredulidad–. Ese realmente era William Burroughs.
Espero que aún me reciba después de tu diatriba.
En Yorkshire, yo vivía en una comuna y robaba toda la comida que
podía, y la complementaba con galletas rotas que lograban rescatar
de la desgracia a una taza de té aguada. Recolectaba frutas y vegetales
magullados de la calle luego de la hora de cierre del mercado local de
agricultores, y me llevaba a casa carne donada por el templo masón
de la zona. Las señoras de la cocina solían dejar pescado, carne y po-
llo –que sobraban de los fastuosos banquetes masónicos– en la puerta 13
para nuestros “pobres gatos”, pero nosotros, humanos desposeídos, es-
tábamos primero.
No acostumbraba viajar en taxi, pero pagaba William. Imaginé que
estaba bastante cómodo económicamente. Después de todo, era un es-
critor famoso. He aprendido, desde entonces, que no importa cuántas
personas sepan tu nombre, eso no tiene nada que ver con tener una
abultada cuenta bancaria. Di varias vueltas a la manzana, con mucha
ansiedad, porque había llegado temprano y pensé que se enojaría si
llegaba demasiado tarde o demasiado temprano. Me figuraba en mi
cabeza a un tipo hiperinteligente y nada concesivo, que estaría espe-
rando en silencio que lo impresionara. Temblaba como si estuviera por
dar un examen.
Mientras subía nervioso las escaleras angostas y escuchaba el suave
eco de mis botas Doc Martens en la oscuridad, me convencía cada vez
más de que se daría cuenta enseguida cuán tonto era yo y me echaría
de allí, humillado como el ser inferior que era.
Llamé a su puerta.
La abrió antes de que mi mano estuviera de vuelta a mi lado, sin
darme la chance de recomponerme. Y ahí estaba, una leyenda viviente,
enfundado con toda prolijidad en un traje, con sus párpados entrece-
rrados; las bolsas convexas que estaban debajo de sus ojos acuosos eran
de un rosa nada saludable.
Parecía destrozado, y era apenas un poco pasado el mediodía.
–Genesis –dijo, estirando la última sílaba con esa famosa voz.
Oh, Dios, esto es real, pensé. De verdad es él.
Nos estrechamos la mano con amabilidad. Nada que ver con el re-
pugnante apretón de manos, mojadas como un pez, de Philip Larkin,
pensé de nuevo, trazando pequeñas comparaciones para calmarme.
Burroughs me invitó a entrar en su departamento, que era sorpren-
dentemente más pequeño de lo que esperaba, y tuve que apretujarme
contra una figura de cartón en tamaño real de Mick Jagger que había
que pasar para entrar.
14 ¡Dios, odio al jodido Mick Jagger!, pensé en secreto, seguido de:
Cuidado, recién llegas y ya estás siendo pesimista.
El volumen de un televisor de mierda a color estaba al tope frente
a la única ventana, y la luz del sol estaba bloqueada por unas gruesas
cortinas verdes. William se sentó en un sillón mugriento. Tomó un
largo sorbo de Jack Daniel´s y me contó que se había pasado todo el
día cambiando de canal con el control remoto.
Jamás había visto un televisor a color antes.
Tomó el control y cambió de canal un par de veces más, como si
estuviera buscando algo debajo de ese ruido blanco.
–He estado haciendo esto toda la mañana –dijo, cambiando de
canal una vez más–. A veces me ayuda cerrar los ojos y simplemente
escuchar el ruido. Subir el volumen hasta el máximo.
Y así comenzó. Empezó a hablar en ese famoso monotono hip-
nótico, en esa voz submarina de drogadicto que tenía. Se originaba
en su garganta, un sonido ronco y sostenido que al llegar a la boca
seca se convertía en un quejido nasal de St. Louis. Yo esperaba que
me pusiera en aprietos. Que me pusiera a prueba. Que desafiara mi
inteligencia para asegurarse que no estaba perdiendo el tiempo. O,
lo que era más probable, que inventara alguna excusa para sugerir-
me cordialmente que me fuera luego de algunos minutos, habiendo
decidido que su compañero de pluma era menos interesante en per-
sona.
Pero en cambio me preguntó si quería beber algo, y cuando dije
que sí se acercó y sirvió más Jack Daniel´s en dos vasos. Noté que sus
hombros estaban apenas encorvados. Se volvió a sentar y por casi un
minuto no dijimos nada. Si bien me observaba, no lo hacía de una
manera antipática.
–Así que eres músico –dijo.
–Estoy en una banda llamada COUM Transmissions –contesté.
Tomó un sorbo y una sonrisa de las más leves se propagó por su
cara. Se veía tan cansado. Era como si su piel quisiera desprenderse de
su rostro.
–Estás en nuestras canciones –le comenté, tomando un sorbo del 15
whisky–. Uso tus técnicas de cut-up cuando escribo letras. Leo algo en
el periódico y simplemente corto y empalmo las palabras.
–Entonces estás en el camino correcto –dijo.
Tomó el control remoto y, por un momento, pensé que ya lo había
perdido, pero cambió de canal un par de veces, hasta detenerse en la
imagen granular de un partido de fútbol, y luego la apagó.
–Si no hubiese leído El almuerzo desnudo, jamás se me habría ocu-
rrido –comenté.
–¿Puedes agarrar ese libro que está sobre mi escritorio? –dijo, mien-
tras levantaba una mano temblorosa y señalaba un volumen de cuero
lleno de pedazos de papel.
Lo levanté y atiné a dárselo.
–No, ábrelo –dijo.
Abrí el libro y lo primero que vi fue una fotografía de un soldado
con un lanzallamas recortada de una revista y pegada justo al lado de
la imagen de una niña que estaba arrodillada frente a una caja llena
de cachorritos, recortada y pegada de tal modo que encajaba de forma
muy prolija con el ala resplandeciente de un avión.
Ahí estaba, justo frente a mí, la misma técnica que me había ins-
pirado a dejar atrás todas las maneras comprobadas de hacer las cosas.
Di vuelta página tras página del libro. Algunos de los collages ha-
bían sido pegados hacía tan poco que un pedazo de periódico cayó
fuera del libro. Me disculpé y volví a pegar la imagen de un sangriento
cadáver en el lugar al que pertenecía.
–Estás siendo demasiado cuidadoso –me dijo, tomando un largo
sorbo de whisky. Me arrojó una vieja revista–. Encuentra una imagen
que te guste y pégala ahí.
Di vuelta algunas hojas de la revista, arranqué un anuncio de Harrods
y lo apreté con la mano sobre las pequeñas gotas de pegamento.
–Ahora estás aprendiendo del maestro. Pero tengo que pedirte que
hagas algo a cambio –me dijo, arrastrando las palabras.
Mi mente esbozó varias posibilidades. Si hay algo que será para
16 siempre cierto acerca de William es que nunca se sabía qué vendría
después. Era lo más maravilloso de él. Era un ejemplo viviente de la
técnica del cut-up.
–¿De qué se trata? –dije, mientras cerraba el libro de los collages,
restregando un poco de pegamento entre mi índice y mi pulgar.
–¿Me puedes servir otro trago? –dijo, levantando su vaso en el aire–.
Y también puedes servir uno para ti.
–Todavía me queda un poco –dije con timidez.
–Brindo por conocer gente interesante –dijo, mientras hacía un
gesto con la cabeza para que me terminara lo que quedaba.
–Imaginé que a estas alturas ya me habrías echado –comenté,
terminando el resto de un doloroso trago.
–Creo que durarás un par de minutos más –dijo–. Soy bastante
optimista al respecto.
Me levanté y tomé su vaso, tocando por un momento sus largos
dedos. Sentí cómo me miraba mientras me dirigía hacia la barra im-
provisada y nos servía la siguiente ronda.
–Tuve un sueño en el que aparecías, Genesis –me dijo mientras me
daba vuelta y caminaba hacia él para devolverle el vaso–. Pero te veías
muy diferente.
Comencé a reírme, pero él no estaba sonriendo. Hablaba muy en
serio. Me volví a sentar y luego empezamos a conversar acerca de todas
las otras cosas que me moría por preguntarle: El almuerzo desnudo y la
censura, la inminente novela Los chicos salvajes. Me obsequió una copia
preliminar autografiada.
Estaba muy emocionado de estar hablando con Burroughs con este
nivel de profundidad. Mi sueño más descabellado se estaba volviendo
realidad. Y me estaba emborrachando. No tanto como él, pero lo sufi-
ciente como para rasparme contra la pared cuando iba al baño.
Fuimos interrumpidos solo por unos minutos cuando su amante
irlandés, uno de esos gays quejosos de clase obrera de Piccadilly llamado
John Brady, entró y fue ahuyentado con rapidez. William tomó otro
trago de la segunda botella de whisky y sugirió que fuera a cenar con él.
Caminamos hasta un Angus Steakhouse, un restaurante de cade- 17
na de aspecto descuidado cerca de Piccadilly. Mientras entrábamos,
William les hizo un gesto con la cabeza a los tres camareros latinos,
todos de casi un metro cincuenta de estatura, que estaban parados
en fila contra la pared como si estuvieran frente a un pelotón de fu-
silamiento. Actuaron como si lo hubiesen estado esperando. Todos
llevaban corbatas y delantales rojos idénticos.
–Hola, Místerrr William –dijeron al unísono–. Su mesa está lista.
De inmediato sentí como si me hubiera deslizado dentro de una de
las rutinas de William en El almuerzo desnudo.
Había solo otros dos comensales allí. El lugar tenía la atmósfera de
una funeraria que de casualidad también servía cenas.
William me recomendó una carne asada, así que le hice caso y tam-
bién la ordené, aunque carne era lo único que había en el menú.
–Con arvejas –dijo en ese monotono, cada palabra separada de la
otra con exactitud, como furgones de carga arrastrándose por alguna
planicie del medio oeste.
–Lo mismo para mí –le dije al camarero.
Resulta que William pedía la misma comida cada noche. Lo tenía
resuelto como si se tratara de una ciencia. Ocho bocados de una carne
curtida. Doce arvejas untadas con manteca, no más. Los dientes de su
tenedor golpeaban el plato mientras las atrapaba.
–Solía comer en el Moka Bar en la calle Frith –dijo–. Pero siempre
fueron maleducados conmigo, poco amables, así que tuve que echarle
una maldición al lugar.
Entonces William procedió a contarme cómo había usado su téc-
nica mágica del cut-up. Primero, caminó de un lado al otro de la calle,
una y otra vez, frente al Moka Bar, con su grabadora de cassettes
TEAC colgada del hombro, registrando todo el sonido ambiente de
la calle.
Bocinazos. Gritos de transeúntes. El tintineo de una campana al
abrirse la puerta de una tienda. Un perro ladrando en algún lado. El
sonido de un avión distante en lo alto.
18 Una vez en su casa, comenzaba a “intercalar” allí el registro alea-
torio de lo que llamaba “sonidos problemáticos”. Sonidos negativos,
ominosos, grabados de su televisor. Disparos, sirenas policiales y de
bomberos, sonidos de guerras, bombas detonando, edificios siendo
demolidos, gritos de terror, insultos ruidosos, llantos. Una vez que
hubo intercalado estos sonidos en su grabación de ambiente original,
regresaba a la calle Frith. Ponía su cinta problemática editada lo más
alto que podía mientras caminaba nuevamente de un lado al otro de la
calle frente al famoso café.
William también había tomado una fotografía de la hilera de edifi-
cios con el Moka Bar en el medio. Hizo una impresión, recortó el café
con una navaja y quemó la imagen rectangular removida del Moka
Bar mientras pegaba, una al lado de la otra, las partes restantes, ya sin
el café, en su diario. Echar una maldición correctamente exigía una
extrema atención al detalle.
Pero valió la pena. En pocas semanas, de pronto, el Moka Bar
estaba cerrado y quebrado, y ya nunca volvió a abrir. El edificio se
convirtió en un fantasma, condenando cualquier intento de negocio
al fracaso inmediato.
Un poco impresionado por su habilidad para echarle, a voluntad,
una maldición a lo que fuera, me concentré en mi plato y serruché
otro pedazo de carne poniendo en aprietos a mi pésima dentadura
inglesa. Me imaginaba a William Burroughs caminando de un lado
al otro de una calle cincuenta y tantas veces, envuelto en su abrigo,
con su sombrero de fieltro en la cabeza. Una enorme grabadora de
cassette atada a su pecho, sosteniendo un micrófono como si fue-
ra un contador Geiger, grabando ruidos con atención en un día en
apariencia ordinario. Y luego me alegré internamente porque me di
cuenta de que no existía ninguna otra persona en la faz de la Tierra
con la que prefiriera estar comiendo una carne de mierda.
–Espero que sean más amables contigo aquí –dije.
–Bueno, Genesis, aquí –dijo, persiguiendo la última arveja hasta el
costado de su plato– siempre son amables conmigo.
Observé cómo llevaba la última arveja recalcitrante hacia su boca, 19
para luego bajar el tenedor de modo impecable.
–Me gusta tu bufanda –dijo–. ¿De qué está hecha?
–De hurones –contesté.
–Los conozco bien –dijo, mientras se acercaba para tocar el pela-
je–. Solía ser exterminador en Chicago. Los usábamos para perseguir
y matar a las ratas.
Para cuando terminamos de comer, William estaba usando mi bu-
fanda de hurón. Pagó la cuenta y nos dirigimos con lentitud hacia la
puerta.
–Hasta luego, Místerrrr William, señor –entonaron los camareros
al unísono de nuevo, y en un tono agudo.
–Hasta luego, muchachos –respondió él, un poco coqueteando.
Sus ojos resbalaban en todas direcciones, siguiendo patrones repetiti-
vos y sin foco preciso, como desequilibrados patinadores sobre hielo.
A esta altura, a los dos nos costaba bastante mantenernos en pie.
Habíamos vaciado casi dos botellas completas de Jack Daniel´s. Él
había bebido mucho más que yo, y me puse reflexivo durante nues-
tro regreso a la calle Duke.
¿Qué hago si William se me insinúa? ¿Cuál es el protocolo sexual en
estas situaciones? Hasta ese momento de mi vida, había tenido un solo
amante varón… Una sensación de inquietud y confusión invadía mi es­
tómago. ¿Había sido, al contactarme, esa su intención desde el principio?
No debería haberme preocupado en absoluto. William tenía asun-
tos en mente mucho más portentosos en relación a mi futuro mientras
caminábamos ya cansados bajo la última luz del día, moviéndonos
como si estuviéramos bajo el agua.
En la puerta de entrada de su edificio me miró y sonrió. Fue una
sonrisa cálida y maravillosamente sincera. Luego habló, de modo firme
y gentil a la vez, con mis hurones que estaban todavía alrededor de su
cuello.
–Genesis… –dijo.
–¿Sí, William? –respondí.
20 –Genesis… a partir de ahora tu misión es decirme… ¿CÓMO
CORTOCIRCUITAMOS EL CONTROL?
La pregunta que me hizo esa tarde de borrachera resonó en mí por-
que ya me había acechado en el pasado.
A los 17 tuve la revelación de que la vida y el arte eran inseparables.
Indivisibles. Para saber de verdad qué sucede a tu alrededor, debes lo-
calizar el “control” y a aquellas entidades con un interés particular en
mantenerlo aferrado con fuerza. Y luego debes desmontarlo lo mejor
que puedas. Aplicar el método de cut-up. Cortarlo en pequeños peda-
zos para revelar su horrible interior.
Una vez que decides dedicarte a esta técnica del cut-up, ella conta-
mina de felicidad cada aspecto de tu vida. Es una especie de virus de
la verdad. Y, para mí, sigue siendo el único filtro confiable a través del
cual observar esta Tierra y su cultura invalidante con alguna esperanza
de precisión.
A medida que nuestra especie se vuelve más homogénea, llena de
estereotipos insípidos, ganancias decrecientes, y crecientes ideas poco
interesantes, los cut-ups se vuelven una herramienta cada vez más
esencial para quebrar este orden establecido, recogiendo tan solo los
restos más funcionales y excitantes para llevarlos a cualquier mundo
futuro. Los experimentos con cintas que recopilé casi una década
más tarde fueron mi conexión más profunda con William. Lo seguí
desde Londres al Bowery, y hasta Lawrenceville, en Kansas, con una
grabadora de cassettes Nagra, siempre en busca de las voces fantas-
males detrás de todo el ruido blanco que nos envuelve. Hay cientos
de horas de grabaciones. Son la siseante sangre magnética que man-
tuvo nuestra relación energizada y en desarrollo.
Aún escucho su voz con tanta claridad y esa pregunta planteada en
su mono-tono.
¿Cómo cortocircuitamos el control?
¿Cómo drenamos las fuentes de poder de las fuerzas (incluso
de las que residen dentro nuestro) que están, sin cesar, intentando
mantenernos en cautiverio?
Existe una foto de William que saqué al final de esa tarde. Tiene 21
puesta mi bufanda de hurones y estamos de pie dentro de su departa-
mento. Está inclinado hacia mí mientras tomo la foto, como si el peso
del mundo estuviera recostado detrás de él. Sus mejillas están flácidas;
sus ojos, caídos.
Está claramente borracho.
Está claramente intentando anestesiar alguna fuerza interior.
¿Cómo cortocircuitamos el control?

***

En No binarix decidimos revelar por primera vez la historia de nues-


tra provocadora vida en su totalidad. Al tiempo de escribirla, estamos
luchando contra una leucemia mielomonocítica crónica y ella ganará.
Dos años, dicen. Más, esperamos. O menos.
Nos gustaría quedarnos, porque resulta fascinante estar aquí. Pero
por lo que hemos aprendido, tener un cuerpo físico es un lujo que no
siempre podemos darnos, y demasiadas personas desperdician ese lujo.
Podemos decir que en nuestro caso no lo hemos desperdiciado.
Lo hemos utilizado al máximo posible.
Cuando se tiene una enfermedad terminal, es difícil no pensar en
qué legado estamos dejando. La única respuesta cierta es que espe-
ramos que pueda inspirar a las personas y ayudarlas a entender que
pueden vivir una vida tal y como les gustaría que se desarrollara. En
realidad, nunca nos importó la distinción entre unx artista y su públi-
co; nuestra tarea siempre se abocó a descubrir cómo incluirlo delibera-
damente. Este libro no es la excepción.
Nuestra influencia sobre la música moderna es un secreto a voces.
Hemos ayudado a crear el género de música industrial con la banda
Throbbing Gristle y luego, en el momento más alto de su fama, sim-
plemente nos alejamos. No hay nada más aburrido que una canción
22 cantada de la misma manera dos veces por día, como si se estuviera
en piloto automático. Nuestra misión siempre ha consistido en caer
por las grietas de la tradición estancada y habitar cada hora de la vida.
En encontrar esos lugares y sonidos en los que nadie se ha atrevido a
pensar aún. Tener verdadera confianza en las propias capacidades, en
una era en la que, como nunca antes, el ruido blanco del conformismo
acapara todo el espectro, no es tarea fácil. Pero todo el mundo tiene el
potencial para hacerlo.
No es casual que el proceso creativo nos haya llevado, en muchas
ocasiones, a estar tan cerca de la muerte. Sobrevivir en este paisa-
je implacable y agotador es brutal. Puede disminuir tu optimismo,
reducir tus fuerzas. Pero al elegir el camino artístico más arduo de
todos, muchas veces sin un centavo, atacadx por los políticos, exiliadx
de Londres, también hemos logrado atraer a iconoclastas de men-
talidad afín como Timothy Leary, Brian Eno, John Waters y Trent
Reznor. Arriesgándolo todo, hemos encontrado no solo una familia
de miles de amigxs y admiradorxs devotxs que se extiende por todo el
mundo, sino también a nuestro último y más verdadero amor, Lady
Jaye Breyer.
Con la narración de nuestra vida plasmada en este libro, esperamos
inspirar a las futuras generaciones a deshacerse de todos los sistemas de
valor heredados, del condicionamiento social y de la lealtad a la familia
por el simple hecho de ser familia, y a darse cuenta de que el género, en
tanto problema, es una distracción, una cortina de humo. El verdadero
problema es cómo recuperar el derecho –y la determinación para apro-
vechar ese derecho– de construir nuestra propia identidad singular y
recuperar la autoría sobre nuestra propia narrativa vital, elegida por
nosotrxs, libres de intromisión o interferencia.
En nuestro caso, fuimos fieles a la decisión consciente de no es-
tancarnos jamás: ni en un lugar, ni en una canción, ni en un géne-
ro musical, ni en una definición de sexualidad. Subvertir ha sido
nuestra misión cotidiana. Con encanto y de forma seductora, pero
subvertir al fin. Como resultado, No binarix no es para las personas
débiles o impresionables, porque el placer de estas memorias está 23
en los detalles a la vez sombríos y alegres. Nuestra esperanza más
verdadera está depositada en que este libro les brinde a lxs lectorxs
con ambiciones artísticas, aunque sean mínimas –y que quizás hayan
fantaseado sobre cómo sería vivir este tipo de vida–, la fuerza para
perseguir un crecimiento personal y una libertad semejantes.
Nuestro deseo es inspirar a ese nuevo underground que todxs sabe-
mos que existe, a una nueva generación de inconformistas con hambre
de leer acerca de artistas genuinxs a quienes se ha atacado con frecuen-
cia, y que han sido reacixs a contar la historia completa hasta ahora.
Como camaleones e ingenierxs culturales que explotaron género tras
género, ya fuera la música industrial, el acid house, lo oculto, el body
piercing, o el lienzo definitivo de nuestrxs cuerpos, cuando con mi
alma gemela Lady Jaye decidimos volvernos unx mismx, siempre he-
mos luchado e intentado responder el desafío de Burroughs: ¿cómo
cortocircuitamos el control?

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