Ternavasio, Historia Argentina 1806 A 1852 Cap 4

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Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Carrera: Ciencia Política y Administración Pública.


Materia: Historia Institucional Argentina
Título del libro: Historia de la Argentina 1806-1852
Autor: Ternavasio, Marcela
Capítulo 4
Pág. 95
Capítulo 4: De la guerra civil a la guerra de independencia
La guerra fue el corolario del proceso revolucionario
iniciado en 1810. El poder central con sede en Buenos
Aires debió combatir en distintos frentes de batalla; hacia
fines de la década, había perdido casi la mitad de las
poblaciones pertenecientes al Virreinato del Río de la Plata.
La empresa bélica implicó la movilización de grandes
ejércitos e impactó KI muy diferentes pianos de la vida de
los habitantes de los territorios afectados. A los costos
sociales y económicos se sumaron transformaciones
culturales e ideológicas. La guerra fue una usina productora
de nuevos valores e identidades, y colaboró en la
redefinición de las tradicionales jerarquías sociales.
La guerra como empresa militar
El ejército del Norte
Con las revoluciones atlánticas de fines del siglo XVIII se
había inaugurado un nuevo tipo de enfrentamiento, la
guerra política, en la que ya no se combatía por cuestiones
dinásticas o diferencias religiosas, como había ocurrido en
las guerras europeas del Antiguo Régimen, sino por
principios políticos que invocaban al pueblo como
argumento legitimador. Así había sucedido con la guerra de
independencia de los Estados Unidos y con la Revolución
Francesa, y así ocurrió en Hispanoamérica. Como dos
caras de un mismo fenómeno, la revolución política y la
guerra en sus distintos frentes transformaron la vida de
todos los habitantes del territorio americano. De la misma
manera que la actividad política hizo del buen uso de la
retórica un instrumento fundamental de poder, la guerra
hizo del buen uso de las armas una condición primordial
para alcanzar el éxito de la tarea emprendida en 1810.
El primer sector afectado por estos cambios fue el de las
tropas: las milicias urbanas de la capital, orgullosas de
defender su plaza en las invasiones inglesas, pasaron a ser
el núcleo de un nuevo ejército destinado a salir de las
fronteras de su ciudad para lanzarse a conquistar un
territorio en nombre de la libertad. El nuevo gobierno
intentó paulatinamente convertir las milicias voluntarias en
tropas regulares, más organizadas, mejor entrenadas y
equipadas, y reclutadas en todos los territorios bajo su
tutela, en especial en los escenarios bélicos. Sin embargo,
los resultados fueron más lentos y modestos de lo
esperado. La tarea demandó demasiados recursos
materiales y una fuerte imposición de disciplina sobre las
poblaciones afectadas. Por diversas vías se intentó suplir la
necesidad de armamento, casi inexistente en el Río de la
Plata. Si bien parte de la logística se adquirió en Gran
Bretaña -aunque sin la intervención del gobierno inglés,
debido a su alianza con España-y en los Estados Unidos, a
nivel local también se fabricaron piezas menores, pólvora y
municiones. Las dificultades de la empresa y el creciente
agotamiento de las poblaciones, sobre las que recaían las
exigencias del esfuerzo bélico, no impidieron que la tarea
de los ejércitos siguiera su curso.
pág. 96
Desde el principio, los frentes de batalla se concentraron en
dos grandes áreas: el Norte y el Este. El ejército del Norte,
encargado de ganar para el nuevo orden la rica región del
Alto Perú, sufrió diversas marchas y contramarchas entre
1810 y 1815. Puesto que esa zona se había visto
conmovida por las represiones a los movimientos juntistas
de 1809, la llegada del ejército del Norte, en 1810, encontró
algunas ciudades pronunciadas a favor de la revolución.
Pero la política filoindigenista llevada a cabo por Castelli,
delegado de la Primera Junta en dicho ejército, despertó la
alarma entre los sectores más altos de esa sociedad. A
esta creciente reticencia se sumaron errores de estrategia
militar, tropas mal entrenadas e insuficientemente
equipadas, y sometidas a las dificultades de un terreno
desconocido y hostil. Luego de una primera victoria en
Suipacha, el frente del Norte sufrió la derrota de Huaqui en
1811. Las fuerzas contrarrevolucionarias estuvieron
alimentadas por los ejércitos del Virreinato del Perú,
principal bastión realista en América del Sur. De hecho, el
virrey del Perú, Abascal, tomó la decisión de reincorporar a
su jurisdicción la amplia zona del Alto Perú, que le había
sido desgajada con la creación del Virreinato del Río de la
Plata, y enviar allí al experimentado comandante realista,
José de Goyeneche, encargado de restaurar el orden,
como había hecho ya en 1809. Abascal se ocupó de
reforzar las tropas regulares y las milicias para enfrentar los
diversos focos rebeldes que surgían en América del Sur; de
hecho, en 1815, sus fuerzas sumaban alrededor de setenta
mil hombres.
pág.99
Después de 1811, las ofensivas de las tropas
revolucionarias no lograron avanzar en el Alto Perú, pese a
obtener algunas victorias como la celebrada batalla de
Tucumán en 1812. La superioridad militar de los realistas,
al mando luego del general español Joaquín de Pezuela,
se puso en evidencia en la derrota sufrida por los patriotas
en 1815, en Sipe-Sipe, que terminó con el redro definitivo
de la zona altoperuana y con la delegación de la defensa
de la frontera norte en las fuerzas salteñas a cargo de
Martín dé Güemes. Una defensa que no impidió que Salta y
Jujuy fueran invadidas en diversas oportunidades por los
ejércitos realistas procedentes del Alto Perú. La única
presencia insurgente en el escenario altoperuano fueron las
partidas guerrilleras reclutadas entre las masas indígenas,
y dirigidas, en general, por mestizos o criollos. Estas
guerrillas, aunque más reducidas luego de 1816,
permanecieron en el terreno hasta la llegada del ejército
libertador, procedente de la campaña emprendida por
Simón Bolívar en el Norte.

Simón Bolívar libertador


Las campañas libertadoras de Simón Bolívar comenzaron
en el norte de América del Sur y tuvieron su epicentro en
Venezuela y Nueva Granada. Nacido en Caracas, en una
rica familia venezolana -que le permitió acceder a una
educación privilegiada-, Bolívar participó activamente en los
sucesos que llevaron a la declaración de la independencia
de Venezuela en 1811. Junto a Francisco de Miranda, líder
de la emancipación venezolana, inició inmediatamente su
carrera militar. Sin embargo, las primeras campañas
emancipadoras no pudieron evitar que se reinstaurara el
dominio realista en esa región, al promediar el año 1812.
Trasladado a Cartagena, Bolívar comenzó a prestar
servicios en las tropas que desde Nueva Granada
enfrentaban el poder contrarrevolucionario, dispuesto
siempre a reconquistar Venezuela. A tal efecto, en 1813
llevó a cabo una exitosa campaña que le dejó el camino
expedito a Caracas. Pero esa triunfal entrada en su ciudad
natal no estaba destinada al éxito: en 1814 se retiró,
primero hacia Nueva Granada, y luego a Jamaica. A
mediados de 1816 desembarcó en la isla Margarita, donde
preparó la campaña destinada a liberar gran parte del
continente. Luego de 1818, el ejército patriota pudo
consolidarse a partir de la organización de acciones
conjuntas entre Bolívar, desde Venezuela, y Francisco de
Paula Santander, desde Nueva Granada. Entre sus
hazañas militares más destacadas figura el paso de los
Andes y los triunfos que le sucedieron en la campaña
libertadora de Nueva Granada. La batalla decisiva fue la de
Boyacá, el 7 de agosto de 1819, que le permitió entrar
triunfante en Bogotá. A partir de esa fecha, el dominio
realista en el Norte se vio debilitado por completo.

pág. 100

Bolívar y la patria encadenada


Además de sus campañas militares, Simón Bolívar se
destacó como un gran legislador. De hecho, a su factura se
deben, en gran medida, diversas constituciones de las
regiones que liberó con sus ejércitos. En todas ellas se
pone de manifiesto su vocación centralista y su convicción
de que sólo con poderes ejecutivos fuertes los nuevos
países, nacidos de las guerras de independencia, podrían
alcanzar un nivel aceptable de gobernabilidad.
Hay una ilustración: Jesús María Hurtado, 1891, óleo sobre
papel. Colección Bancafé, Santa Fe de Bogotá, Colombia.
Reproducido en Ramón Gutiérrez y Rodrigo Gutiérrez
Viñuales, España y América: imágenes para una historia,
Madrid, Fundación MAPFRE, 2006.

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Las conquistas de Chile y Montevideo
Las dificultades que exhibía el frente altoperuano habían
sido rápidamente advertidas por José de San Martín, luego
de su desembarco en Buenos Aires en 1812. Militar de
carrera formado en España, tenía el firme propósito de
organizar un ejército en regla -entrenado, capacitado y
equipado- capaz de emprender una campaña libertadora a
escala americana. Para ello, consideró imprescindible
modificar la estrategia inicial, que consistía en dirigir la
ofensiva por el difícil terreno del Alto Perú. Su propuesta
era aunar los esfuerzos materiales y bélicos rioplatenses y
chilenos -cuya revolución parecía morir frente al avance de
las fuerzas realistas peruanas triunfantes en Rancagua en
1814— en pos deja organización de un ejército que,
cruzando los Andes, liberara Chile primero, y luego Lima,
por mar. A esta tarea se abocó de inmediato.
Caricatura atribuida al publicista chileno M. J. Gandarillas,
1819
En el marco de las disputas facciosas suscitadas en Chile,
algunos sectores de la opinión pública consideraban que
O'Higgins era un ejecutor servil de las decisiones políticas
tomadas por San Martín.
Hay una ilustración: Museo Histórico Nacional, Buenos
Aires.

Su primera jugada estratégica fue hacerse nombrar


gobernador intendente de Cuyo, para organizar desde allí
el ejército de los Andes. A la ciudad de Mendoza
comenzaron a llegar muchos de los refugiados patriotas
chilenos -entre ellos, José Miguel Carrera y Bernardo de
O’Higgins-, con quienes San Martín trabajó para su
empresa, aunque a poco andar las relaciones con el
primero se vieron desgastadas, mientras se consolidaba el
vínculo con el segundo.
pág. 102
Pueyrredón, entonces director supremo, se comprometió a
dotar a la campaña de los recursos necesarios. Con un
ejército de casi tres mil hombres se inició el cruce de los
Andes y se libró batalla en suelo chileno. Al primer triunfo
de las fuerzas patriotas en Chacabuco, en febrero de 1817,
le sucedió la ocupación de Santiago y del puerto de
Valparaíso, y la declaración de la independencia de Chile,
en febrero de 1818. Esta quedó asegurada luego de otra
victoria en Maipú, un mes después de la derrota sufrida por
San Martín en Cancha Rayada en marzo de 1818, aunque
no fue posible evacuar en forma definitiva a los ejércitos
realistas, que permanecieron como un enclave de guerrilla
en el sur de Chile hasta 1820. Desde Chile, entonces, San
Martín y O’Higgins organizaron la expedición al Perú, que
partió en agosto de 1820 con una flota en la que se
destacaba el gran despliegue de recursos financiado, en su
mayor parte, por los chilenos, y que culminó con la
declaración de la independencia peruana en 1821.

La entrevista de Guayaquil
El 26 de julio de 1822, en la dudad de Guayaquil, se
produjo la misteriosa y tan discutida entrevista entre San
Martín y Bolívar. El primero se hallaba en Perú luego de
declarar su independencia y de haber sido nombrado
Protector en 1821, y el segundo venía triunfante de su
campaña libertadora en el Norte y de haber sido nombrado
presidente de la República de Colombia en el Congreso
reunido en Cúcuta en 1821. A esta nueva república se la
conoce como la Gran Colombia, porque incluía las
anteriores entidades coloniales de Nueva Granada, la
capitanía general de Venezuela, Quito y, luego de la
entrevista con San Martín en 1822, la provincia de
Guayaquil. En esa entrevista debían coordinarse los futuros
cursos de acción para liberar definitivamente al Perú, que
aún debía enfrentar tropas realistas que resistían desde las
sierras, pese a que Lima había sido liberada. Las
controversias historiográficas sobre lo que ocurrió en ese
encuentro fueron producto, por un lado, de la ausencia de
una documentación confiable y, en segundo lugar, de las
características que fueron asumiendo las “historias
nacionales” desde fines del siglo XIX y comienzos del siglo
XX, empeñadas en cada caso en elevar a sus respectivos
libertadores en actores principales de la emancipación. Se
trató de una operación ideológica que no contemplaba ni el
espíritu americanista que impregnó dicha gesta ni las
correlaciones de fuerza existentes en la coyuntura. Lo
cierto es que ese encuentro, en el que se decidió el retiro
de San Martín de Perú y la continuación de la campaña
libertadora a cargo de Bolívar (quien, de hecho, junto con
Antonio José de Sucre, terminó de vencer el último baluarte
de los ejércitos realistas a fines de 1824), se rodeó de un
halo de misterio que dio lugar a las más enconadas
discusiones. De la entrevista sólo quedan testimonios
indirectos, como el de Tomás Guido, militar y amigo
personal de San Martín que se reunió con él luego de
terminada la entrevista de 1822. Sobre ella, dice lo
siguiente:
pág. 103
“De regreso de su célebre entrevista con el general Bolívar,
en la ciudad de Guayaquil, el general San Martin me
comunicó confidencialmente su intención de retirarse del
Perú, considerando asegurada su independencia por los
triunfos del ejército unido y por la entusiasta decisión de los
peruanos; pero me reservó la época de su partida, que yo
creía todavía lejana. [.,.]
De repente, dando a su conversación un giro inesperado,
exclamó con acento festivo: ‘Hoy es, mi amigo, un día de
verdadera felicidad para mí; me tengo por un mortal
dichoso; está colmado todo mi anhelo; me he
desembarazado de una carga que ya no podía sobrellevar,
y dejo instalada la representación de tos pueblos que
hemos libertado. Ellos se encargarán de su propio destino,
exonerándome de una responsabilidad que me consume’.
[,..]
Nos hallábamos solos. Se esmeraba el general en
probarme con sus agudas ocurrencias el íntimo contento de
que estaba poseído, cuando de improviso preguntóme:
‘¿Qué manda usted para su señora en Chile?’. Y añadió:
‘El pasajero que conducirá encomiendas o cartas las
cuidará y entregará personalmente’. ‘¿Qué pasajero es ése
-le dije- y cuándo parte?’. ’EI conductor soy yo -me
contestó-. Ya están listos mis caballos para pasar a Ancón
y esta misma noche zarparé del puerto’.
El estallido repentino de un trueno no me hubiera causado
tanto efecto como ese súbito anuncio. [...] Conforme se
acercaba la hora de la partida, el general, sereno al
principio de nuestra conversación, parecía ahora afectado
de tristes emociones, hasta que avisado por su asistente de
estar prontos a la puerta su caballo ensillado y su pequeña
escolta, me abrazó estrechamente impidiéndome le
acompañase, y partió al trote al puerto de Ancón”.
Tomás Guido, Epístolas y discursos, Buenos Aires,
Estrada, 1944.

pág. 104
Mientras se desarrollaba la guerra en el Norte, el frente del
Este también presentaba dificultades. La derrota de la
expedición de Belgrano a Paraguay a comienzos de 1811
tuvo como consecuencia que toda esa gobernación
intendencia iniciara su propio camino, autónomo tanto
respecto de Buenos Aires como de la metrópoli. Buenos
Aires no volvería a insistir sobre esa región, entre otras
razones porque no constituía una amenaza para el nuevo
orden. Era la Banda Oriental la que más preocupaba al
gobierno, puesto que allí estaba asentada la guarnición
naval española. La disidencia declarada por el Cabildo de
Montevideo respecto de la Junta de Buenos Aires no
resulta sorprendente si se tienen en cuenta los hechos
ocurridos en 1808. Sin embargo, las fuerzas
revolucionarias de Buenos Aires encontraron un rápido
apoyo en las zonas rurales de la otra banda del río.

Dos retratos
Desde las primeras biografías escritas sobre San Martín y
.Bolívar, el contraste entre ambos libertadores constituyó
un clásico de la literatura. En las páginas escritas por el
chileno Benjamín Vicuña Mackena (1831- 1886), primer
biógrafo de San Martín, puede leerse el siguiente retrato de
ambos personajes: “San Martín gana todas sus batallas en
su almohada. Es un gran combinador y un gran ejecutor de
planes. Bolívar es el hombre de las supremas instantáneas
aspiraciones, del denuedo sublime en los campos de la
gloria. San Martín liberta por esto la mitad de la América
casi sin batallas (no se conocen sino dos: Maipú y
Chacabuco); Bolívar da a los españoles casi un combate
diario y, vencido o vencedor, vuelve a batirse cien y cien
veces. En una palabra, San Martin es la estrategia; Bolívar
la guerra a muerte’'.
Benjamín Vicuña Mackena, Vida de San Martín, Buenos
Aires, Nueva Mayoría, 2000.

El movimiento liderado por Artigas inició el sitio a la ciudad


de Montevideo para impedir que las tropas españolas
recibieran provisiones de la campaña. Pero la situación en
el Este se tornó más difícil aún con la intervención de los
portugueses. En 1811, el avance de sus fuerzas sobre la
Banda Oriental, a solicitud de los españoles allí asentados,
condujo a la firma de un armisticio entre Buenos Aires y
Montevideo, bajo garantía portuguesa. Esto dio lugar al
conocido éxodo de gran parte de la población rural oriental
hada Entre Ríos, pues buscaba evitar el dominio español.
Las relaciones entre Artigas y el gobierno de Buenos Aires
comenzaban a resentirse.
pág. 105
Hay una ilustración: Cuadro que la capital de Lima presentó
a S.E. el libertador de Colombia y del Perú Simón Bolívar la
noche del día 6 de febrero de 1825 en honor de los
vencedores de Junín y Ayacucho. Pablo Roxas y Marcelo
Cabello, 1825, grabado, Museo de Arte de Lima, Perú.
Reproducido en Ramón Gutiérrez y Rodrigo Gutiérrez
Viñuales, España y América: imágenes para una historia,
Madrid, Fundación MAPFRE, 2006.
Finalmente, en 1814, una fuerza expedicionaria al mando
de Carlos de Alvear conquistó Montevideo, mientras
estallaba en conflicto abierto la tensa relación entre Artigas
y el poder central con sede en Buenos Aires. Si bien la
Banda Oriental quedó en manos de Artigas, quien en 1815
derrotó a los porteños instalados en Montevideo y alcanzó
el cénit de su poder al extender su influencia en las
provincias del litoral rioplatense, su triunfo se revelaría
efímero. En 1816, los portugueses volvieron a invadir la
Banda Oriental, siguiendo su tradicional estrategia de
expansión sobre esas tierras. El apoyo del gobierno de
Pueyrredón a San Martín para su campaña a Chile
contrasta con la indiferencia exhibida frente al avance
portugués al otro lado del Río de la Plata. De hecho, la
invasión portuguesa puso fin al sistema de Artigas en la
Banda Oriental, aunque éste continuó liderando la
disidencia de todo el litoral y jaqueando al gobierno ejercido
por el Director Supremo y el Congreso.
pág. 106
La guerra y las transformaciones sociales
Los costos de la empresa bélica
Al enorme costo de la guerra en vidas humanas, se sumó
el costo económico. La destrucción de bienes y medios de
producción y el rápido deterioro de los circuitos productivos
y mercantiles a través de los cuales había funcionado la
economía colonial desde mucho antes de la creación del
Virreinato se pusieron en evidencia con rapidez. La pérdida
del Alto Perú, pieza esencial de esos circuitos,
desestructuró el orden económico vigente, en sus aspectos
productivo, comercial y fiscal. En el primer plano, la guerra
requirió tanto dinero como otros recursos (soldados,
ganados, cabalgaduras y vituallas), lo que obligó al nuevo
orden político a buscarlos en Buenos Aires y en los lugares
donde los ejércitos se asentaron. Los pobladores
movilizados por las tropas debieron abandonar sus familias
y actividades productivas para participar de una empresa
militar por tiempo indefinido. El peso del costo material se
hizo sentir de manera distinta en cada región. El aporte de
las provincias norteñas y andinas, especialmente en
ganado, fue fundamental. Pero en el litoral, donde la guerra
involucró regiones que reclamaban su autonomía respecto
del poder central, la expoliación económica fue clamorosa:
la política del saqueo fue moneda corriente y la liquidación
del stock ganadero su consecuencia más drástica.
En el plano del comercio, las transformaciones también
fueron significativas. Una de las razones para la adopción
del comercio libre en 1809 había sido la desaparición
temporaria de las remesas de metálico altoperuano,
provocada por los alzamientos de ese año. No obstante,
luego de 1810, el libre comercio se impuso definitivamente,
e implicó la ruptura del monopolio y la apertura a todos los
mercados extranjeros. Aunque la supresión de las
restricciones a dichos mercados fue gradual, ya que recién
en 1813 se eliminó la cláusula que otorgaba a los
comerciantes locales el monopolio del comercio interno,
vedado hasta ese momento para los extranjeros, lo cierto
es que, desde el momento mismo de la revolución,
Inglaterra se consolidó como la nueva metrópoli comercial.
Esta apertura trajo aparejada una gran ampliación de las
importaciones y convirtió a las rentas de aduana del puerto
de ultramar en el principal recurso fiscal. Al no contar ya
con los aportes del Alto Perú, vital proveedor del fisco
colonial, los derechos de importación y exportación, en
especial los primeros, eran casi los únicos que podían
solventar los gastos del gobierno. No obstante, estos
impuestos al comercio resultaron insuficientes para
sostener la guerra.
pág. 107
En ese contexto, el gobierno debió apelar al cobro de
contribuciones, voluntarias primero y forzosas después, y a
préstamos a particulares, tanto en Buenos Aires como en
las diversas regiones afectadas por la empresa bélica. A
los sectores económicos más poderosos -en particular a los
peninsulares- se les impusieron los mayores sacrificios.
Pero no sólo los grupos vinculados al comercio en gran
escala debieron aportar el escaso metálico circulante; los
sectores rurales en sus diferentes estratos estuvieron
también compelidos a auxiliar con animales, granos o telas.
Dado que el escenario bélico impedía recomponer los
circuitos productivos para compensar los efectos de la
pérdida del metal al tope- ruano, el déficit de la balanza
comercial fue permanente. El equilibrio de la economía
colonial, donde el flujo de metálico, y en mucha menor
medida de cueros, cubría las importaciones (reducidas, por
cierto, dada la escasa demanda local), dio paso a una
economía desequilibrada debido al gran aumento de las
importaciones producto de la libertad de comercio, y a la
imposibilidad de reemplazar la exportación de metal por
una mayor producción derivada de la actividad ganadera.
Si se tiene en cuenta que, antes de 1810, las exportaciones
pecuarias sólo cubrían alrededor del 20% del total de las
virreinales, es evidente que, frente a la presión
importadora, el déficit se acumulaba (cada año se
importaba más de lo que se exportaba). Un problema de
difícil solución, al menos desde el ámbito de la producción,
en el marco de un conflicto bélico. Habrá que esperar hasta
el final de las guerras de independencia para que los
mecanismos correctivos puedan ponerse en marcha.
pág. 108
Pese a este desequilibrio y a la escasez estructural de
recursos, los gobiernos revolucionarios no modificaron en
forma significativa la estructura de las finanzas públicas,
heredada de la época borbónica. Las tesorerías
provinciales se organizaron sobre la base de las cajas
principales y subordinadas del período tardocolonial, que
siguieron percibiendo los impuestos y pagando sus gastos
respectivos, aunque ahora con un mayor grado de
autonomía respecto de la administración central. En
realidad, los magros ingresos de estas tesorerías exhibían,
en la práctica, la casi inexistencia de remanentes para el
gobierno central. La penuria financiera de las provincias,
cuyo principal recurso era la alcabala (impuesto que se
pagaba en cada provincia por la introducción de
mercancías), hacía que éstas dependieran cada vez más
de la Caja de Buenos Aires, que, después de la separación
del Alto Perú, basó sus ingresos casi exclusivamente en los
derechos de la Aduana de la capital.
Redefinición de las jerarquías sociales
Con la revolución y la guerra, las jerarquías sociales
comenzaron a sufrir ciertos desplazamientos, inevitables,
por otro lado, en un contexto de esa naturaleza. La nueva
actividad política redefinió las jerarquías estamentales y
corporativas más rígidas del antiguo régimen colonial, y
creó nuevos actores en el escenario ganado por la
revolución.
La burocracia colonial, uno de los estamentos privilegiados
de ese período, fue reemplazada por agentes leales al
nuevo orden, que no en todos los casos pertenecían a los
estratos más altos de la sociedad. Si bien algunos
provenían de las familias más encumbradas, otros
encontraron en la revolución la oportunidad para construir
su propia carrera política. Los grupos económicamente
dominantes, en particular el alto comercio, también se
vieron afectados. Sobre ellos recayó mayormente el costo
de la guerra, que a su vez provocó la desestructuración de
las tradicionales rutas comerciales. Además, la declaración
del libre comercio obligó a muchos a adaptarse a las
nuevas condiciones o quedar condenados a la ruina.
Entre tanto, el estamento militar, rezagado en la escala
social durante el período precedente, se elevó a una nueva
jerarquía, social y política, en el marco de la creciente
militarización producida por la guerra y la revolución. Ésta
fue atenuando sus contenidos más igualitarios, presentes
entre 1806 y 1810, al abandonar en su intento de
profesionalización la elección de los oficiales por parte de
su tropa y distinguir más nítidamente ambos estratos. Los
sectores populares, incluidos los esclavos, fueron
reclutados como soldados, experiencia militar que
contribuyó a que se constituyeran en un signo
característico de la revolución. La creciente politización de
los estratos más bajos de la sociedad, en especial en
Buenos Aires, pero también en las diversas regiones
afectadas por la guerra, revela hasta qué punto se habían
conmovido las jerarquías sociales heredadas de la época
colonial.
pág. 109
No obstante, es preciso destacar que el gobierno
revolucionario fue muy cauto a la hora de traducir en
medidas concretas algunas de las nociones impulsadas por
la nueva liturgia revolucionaria. En este sentido, la
invocación a la igualdad exhibe más que ninguna otra las
ambigüedades del momento. En primer lugar, porque su
instrumentación dependió de los equilibrios sociales
preexistentes en cada región y de la voluntad de las elites
locales por adherir al nuevo orden. Tulio Halperin Donghi,
en su clásico libro Revolución y guerra, describe con
claridad la situación cuando afirma que si en el Alto Perú
las expediciones enviadas desde Buenos Aires se
convirtieron en un ataque deliberado al equilibrio social
preexistente, fue porque allí el apoyo de los sectores
dominantes se manifestó escaso desde un comienzo. La
política filoindigenista de los enviados porteños -cuyo
símbolo más recordado es la proclamación del fin de la
servidumbre indígena realizada por Castelli el 25 de mayo
de 1811 en las ruinas de Tiahuanaco- fue un gesto
igualitario que respondió, más allá de su retórica, a la
necesidad de reclutar apoyos para la guerra en una región
en la que los sectores altos se mostraron reticentes. Tal
estrategia les valió a las tropas revolucionarias la hostilidad
del Alto Perú, donde no se sabía -siguiendo las palabras de
Halperin- si había sido realmente “liberado o conquistado”.
En otras regiones, la actitud del gobierno y sus ejércitos fue
diferente. En el interior, donde los apoyos de las elites
locales parecían más seguros, la estrategia tendió a
conservar los equilibrios sociales existentes. En el litoral, en
cambio, donde las jerarquías sociales eran menos
acentuadas, la noción de igualdad parecía encontrar un
terreno propicio para avanzar más allá de lo que los propios
protagonistas del proceso revolucionario estaban
dispuestos a aceptar. Tal fue el caso de la Banda Oriental,
donde Artigas promovió el desplazamiento de las bases del
poder político de la ciudad al campo así como una reforma
social con tendencias igualitarias, expuesta en el
Reglamento Provisorio promulgado para la provincia
oriental en 1815.

pág. 110
Temas en debate
El Reglamento provisorio para el tomento de la campaña
de la Banda Oriental y seguridad de sus hacendados te
dictado por Artigas en septiembre de 1815, cuando se
encontraba en el cénit de su poder. Allí se establecieron
medidas para distribuir tierras, especialmente aquellas que
habían pertenecido a los miembros del grupo realista e
incluso a muchos propietarios efe ajenos Aires, vacantes
luego de los avalares sufridos entre 1810 y 1815. B
carácter de este reglamento ha sido muy discutido por la
historiografía. Algunos historiadores lo han interpretado
como una verdadera reforma agraria, mientras otros
consideran que se trató de un intento de ordenar el mundo
rural luego de los efectos experimentados por la revolución.
Más allá de estos debates y de lo efímera que resultó la
aplicación del reglamento, dada la casi inmediata invasión
de los portugueses a la Banda Oriental, resulta novedoso el
lenguaje utilizado para determinar quiénes serían los
beneficiados de este “fomento de la campaña”. En su
artículo 6, se estipulaba que se “revisará cada uno en sus
respectivas jurisdicciones los terrenos disponibles y los
sujetos dignos de esta grada: con prevención que los más
infelices serán los más privilegiados. En consecuencia los
negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los
criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suertes de
estancia si con su trabajo y hombría de bien propenden a
su felicidad y la de la provincia”. En su artículo 12 se
distinguían aquellos que eran considerados enemigos y, en
consecuencia, excluidos de toda consideración en relación
con los beneficios del reglamento: “Los terrenos repartibles
son todos aquellos de emigrados matos europeos y peores
americanos que hasta la fecha no se hallen indultados por
el jefe de la provincia para poseer antiguas propiedades”.
Extraído de Jorge Gelman, “El mundo rural en transición”,
en Noemí Goldman (dir.), Nueva Historia Argentina, tomo 3:
Revolución, República, Confederación (1806-1852),
Buenos Ares, Sudamericana, 1998.

La guerra y la nueva liturgia revolucionaria


Libertad e igualdad
La guerra política estimuló la difusión de nuevos valores y
el nacimiento de identidades. La revolución y la ruptura
definitiva de los lazos con la metrópoli implicaron el
abandono del principio monárquico, sobre el cual se había
fundado la relación de obediencia y mando, para adoptar el
de la soberanía popular. Las consecuencias de este
cambio fueron notables: de allí en más, las autoridades
sólo pudieron legitimarse a través de un régimen
representativo de base electoral. La actividad política nacía
como un nuevo escenario en el que los grupos de la elite
se enfrentaban tanto a través del sufragio como de
mecanismos que buscaban ganar el favor de la opinión
pública. En este sentido, la difusión de nuevos valores era
fundamental. La liturgia revolucionaria, configurada
deliberadamente por quienes encarnaron los hechos de
1810, se encargó de exaltar, entre otros, el valor guerrero y
la gloria/ni- litar de quienes debían defender el nuevo orden
político. El concepto de “patria” comenzó a impregnar el
vocabulario cotidiano junto a otras nociones como las de
“libertad” e “igualdad". Ser patriota implicaba
comprometerse con la empresa bélica y política iniciada en
1810, destinada a alcanzar la libertad luego de tres siglos
de “despotismo español”, como comenzó a ser calificado el
período colonial.
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Por cierto que cada una de estas nociones estaba plagada
de ambigüedades. La libertad, por ejemplo, era proclamada
en un contexto en el que aún no estaba definido el estatus
jurídico de las ahora llamadas Provincias Unidas del Río de
la Plata. Su evocación podía significar la redefinición de los
vínculos con la Corona y la exigencia de autogobierno, sin
una ruptura definitiva, o cortar tales vínculos en pos de
declarar la independencia. Esta segunda alternativa fue
imponiéndose en el transcurso del proceso político y del
desarrollo de la guerra, a la vez que se consolidaba la
antinomia libertad versus despotismo, que rápidamente se
identificó con otra: criollos versus peninsulares. El
sentimiento antiespañol, aunque ambivalente al interior de
la elite, puesto que involucraba redes familiares y sociales
muy arraigadas, no dejó de expresarse en otras
dimensiones y de propagarse muy rápidamente entre los
sectores populares. El uso del término “mandones” para
identificar a los altos funcionarios de carrera del orden
colonial comenzó a extenderse, al igual que la política de
segregar a los peninsulares de los cargos públicos llevada
a cabo por el gobierno.
La noción de igualdad también favorecía esta empresa. La
elite dirigente fue bastante cauta respecto de las
dimensiones sociales que podían quedar afectadas por
este concepto. No obstante, las transformaciones eran
evidentes. En tal sentido, la noción de igualdad revitalizó en
un nuevo idioma el antiguo reclamo, reivindicado por los
americanos desde el siglo XVII, de igualdad de derechos a
ocupar cargos públicos para los criollos, en contra de los
privilegios peninsulares consolidados en el siglo XVIII con
las reformas borbónicas. Se la invocó también para romper
con ciertas distinciones sociales existentes en el régimen
colonial, como ocurrió en la Asamblea del año XIII cuando
se suprimieron los títulos de nobleza, se extinguieron el
tributo, la mita y el yanaconazgo, y se declaró la libertad de
vientres. (Cabe aclarar que esto último no significó la
abolición de la esclavitud -que perduró hasta la segunda
mitad del siglo XIX- sino sólo la libertad de aquellos nacidos
de padres esclavos luego de esa fecha.)

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Donde la igualdad parece haber afincado con mayor
rapidez fue en el ámbito de la representación política. La
amplitud del sufragio en las diferentes reglamentaciones
electorales que otorgaban el derecho a voto a vecinos y
hombres libres que hubieran demostrado adhesión a la
causa revolucionaria representó un cambio significativo.
Pero, por cierto, tal amplitud no implicaba todavía la
identificación entre igualdad y derechos individuales. El
concepto de libertad asociado a los nuevos lenguajes del
liberalismo que proclamaban las libertades individuales
comenzó a formar parte de los léxicos que circulaban en
aquellos años, aunque dentro de un universo mental que,
en gran parte, seguía percibiendo a la sociedad en
términos comunitarios o corporativos. El ejemplo del
derecho de voto es indicativo de esta coexistencia: tanto la
categoría de vecino como la de hombre libre suponían la
representación de grupos más amplios que la de los meros
individuos que acudían a votar. En ellos se condensaba la
representación de las mujeres, los menores de edad, los
dependientes, domésticos y esclavos; dato que no debe
minimizar, sin embargo, las implicancias de las nuevas
prácticas de participación política desarrolladas luego de
1810. La politización producida en el marco de la revolución
y de la guerra transformó la vida toda de las comunidades
rioplatenses.
Nuevas identidades
Así, a través de los valores que la guerra contribuyó a
afianzar, fueron configurándose nuevas identidades. La
apelación a la patria, tópico recurrente, sufrió importantes
mutaciones en escaso tiempo: del patriotismo exaltado
contra los ingleses en 1806 en defensa de la madre patria
pasó a invocarse un nuevo patriotismo criollo, cada vez
más antagónico respecto de la Península. La noción de
patria podía, además, hacer referencia a la patria chica -la
ciudad o pueblo en el que se había nacido o criado- o bien
a la gran patria americana. La gesta emancipadora
desplegada por ejércitos que atravesaron diversas regiones
del continente dio lugar a un fuerte sentimiento
americanista. En este sentido, la tradicional lealtad a la
figura del monarca fue tal vez la que sufrió un deterioro
más lento, debido a distintas razones: en especial, el hecho
de que el rey estuviera cautivo desplazó las antinomias
hacia una metrópoli que mostraba un rostro de perfecta
madrastra, al negarse a cualquier tipo de conciliación con
América. Las fórmulas utilizadas para expresar los
antagonismos pueden ser pensadas como una especie de
adaptación a un nuevo lenguaje de aquel lema tan utilizado
durante la época colonial de “¡Viva el rey, muera el mal
gobierno!”. Además, es preciso recordar que la identidad de
los súbditos con su monarca constituyó, desde tiempo
inmemorial, un sentimiento muy arraigado. Si éste pudo
reconvertirse de forma tal de hacer de la monarquía un
régimen de gobierno inaceptable, fue en gran parte debido
al derrotero de la guerra y a la actitud de Fernando VII,
nuevamente en el trono desde 1814. La restauración de un
orden monárquico absoluto y la severidad con que el rey
Borbón trató a sus posesiones en América contribuyeron a
desacralizar definitivamente su imagen.
La invocación al pueblo y a los pueblos fue también parte
del nuevo lenguaje; podía remitir tanto a las más abstractas
doctrinas de la soberanía popular o de la retroversión de la
soberanía como a identidades territoriales. En el primer
caso, las identidades se configuraban en torno a la nueva
libertad conquistada contra el despotismo español; en el
segundo, la situación era más problemática, puesto que se
cruzaban sentimientos de pertenencia a una comunidad
(pueblo o dudad) y reivindicaciones de autonomía política.
La cuestión era más compleja porque los actores estaban
frente a un proceso en el que los contornos mismos de sus
comunidades políticas de pertenencia se hallaban en plena
transformación. La madre patria se había convertido en una
nación española que aunaba ambos hemisferios, y el
Virreinato del Río de la Plata se transformó en las
Provincias Unidas del Río de la Plata, negándose a formar
parte de la nueva nación creada en las Cortes de Cádiz y,
luego de la declaración de la independencia, en las
Provincias Unidas de Sudamérica. A su vez, algunas
regiones comenzaban a desgranarse de la frágil unidad
virreinal para retornar a una situación casi preborbónica,
mientras que Buenos Aires, entre otras, se empeñaba en
mantener dicha unidad, como evidencia el nombre mismo
de Provincias Unidas. En ese contexto cambiante, en el
que muchas ciudades y pueblos reivindicaban su derecho
al autogobierno, ya no sólo frente a la metrópoli sino
también frente a las capitales de intendencia o la capital
rioplatense, puede decirse que la guerra que comenzó en
1810 fue ante todo una guerra civil.
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Ahora bien, si se constituyó de este modo fue no sólo
porque hasta 1814 España no estuvo en condiciones de
mandar tropas contra sus posesiones sublevadas (que de
hecho nunca llegaron al Río de la Plata sino a Venezuela y
Nueva Granada) o porque el enfrentamiento bélico se dio
entre los habitantes de estas tierras, entre defensores y
detractores del orden impuesto por Buenos Aires, sino
también porque el enemigo no asumió de inmediato un
rostro de total alteridad. Si bien el sentimiento
antipeninsular surgió con rapidez, sus dimensiones fueron
por momentos ambiguas y oscilantes. La definición de una
mayor alteridad, tanto en el campo político como bélico,
comenzó a expresarse cuando, sancionada la Constitución
de Cádiz de 1812, los rioplatenses consideraron que las
Cortes, al declararlos rebeldes y negarse a cualquier tipo
de negociación, no les dejaron más alternativa que el
camino de las armas. De allí en más, el conflicto se
expresó como el enfrentamiento de dos partidos; el patriota
y el español.
El viraje del rumbo político hacia la independencia estuvo
acompañado por el intento de transformar la empresa
bélica en una guerra verdaderamente reglada, con ejércitos
regulares eficaces que debían luchar contra un enemigo
declarado. Si la proclamación de la independencia en 1816
no definió el contorno de ese nuevo orden político, y
albergó en su seno, bajo la denominación de Sudamérica,
a un conjunto de poblaciones inciertas, fue porque la guerra
seguía su curso y de ella dependía la formación del nuevo
mapa, tarea que ocupó varias décadas. No obstante un
dato quedaba claro: el inmenso mapa imperial español
había comenzado a hacerse añicos.
Representaciones en disputa
Más allá de las grandes diferencias entre las estructuras
sociales de cada región y de las diversas estrategias
aplicadas tanto por los ejércitos como por los gobiernos
locales, nadie pudo escapar a las novedades que trajo
consigo el nuevo idioma de la revolución. Exhibido en
distintos escenarios, se difundió a través de la prensa
periódica, de la sociabilidad desplegada en cuarteles,
pulperías, cafés o reñideros, y muy especialmente desde
los pulpitos, ya que los curas fueron competidos por el
gobierno a incluir la defensa del nuevo orden en sus
sermones.
En este sentido, el papel del clero resultó fundamental. En
primer lugar, porque en un mundo de unanimidad religiosa
como el hispanoamericano, el catolicismo era una pieza
esencial para transmitir la nueva lengua de la revolución.
En segundo lugar, porque el clero, si bien era un actor más
entre otros, se erigía en voz autorizada de un universo en
el que resultaba muy difícil, si no imposible, distinguir a la
comunidad de creyentes de la sociedad. La religión estaba
tan imbricada en las tramas sociales existentes -en la
medida en que ser súbdito del rey significaba al mismo
tiempo ser miembro de la comunidad católica- que los
cambios revolucionarios no podían dejar de afectar a las
autoridades eclesiásticas. Tal vez una de las dimensiones
en donde mejor se advierten estos efectos es en la
redefinición del derecho de patronato.

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El patronato
Desde la época colonial, el patronato indiano era la
atribución de que gozaba, por concesión papal, la autoridad
civil -es decir, el monarca- para elegir y presentar para su
institución y colación canónica a las personas que
ocuparían los beneficios eclesiásticos dentro del territorio
americano que gobernaba. Apenas producida la revolución,
por considerarse que era un atributo de la soberanía, tos
gobiernos sucesivos lo tomaron a su cargo en nombre de la
retroversión de la soberanía a los pueblos. La Santa Sede
no aceptó los gobiernos revolucionarios, razón por la cual
se abrió un largo período de incomunicación con Roma. De
todas formas, la autonomía proclamada por las autoridades
con respecto al manejo de los asuntos eclesiásticos, más
allá de los conflictos y problemas que les trajo aparejados -
como, por ejemplo, no poder nombrar obispos cuando
éstos eran desplazados o fallecían-, no se resolvería hasta
muy avanzado el siglo.
Mientras que algunas manifestaciones de la liturgia
revolucionaria fueron efímeras, otras, como las fiestas
mayas, se revelaron más perdurables. Las celebraciones
del 25 de mayo comenzaron en 1811 y nunca fueron
canceladas. Tenían lugar tanto en Buenos Aires como en el
resto de las ciudades que adhirieron a la revolución. Se
celebraba allí, con salvas de artillería, repiques de
campanas, fuegos artificiales, música, arcos triunfales,
juegos, sorteos, colectas, máscaras y bailes, la nueva
libertad conquistada y los triunfos bélicos del ejército
patriota. A las fiestas mayas se agregaron, luego de 1816,
las fiestas julias, en conmemoración de la declaración de la
independencia. No obstante, las primeras ocuparon casi
siempre el lugar de privilegio en el almanaque festivo
rioplatense, lo cual pone en evidencia el papel que la
Revolución de Mayo tuvo en la memoria de sus
protagonistas, en particular en Buenos Aires.

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La Pirámide de Mayo en el curso de un siglo
La primitiva Pirámide de Mayo emplazada en 1811 sufrió su
primera gran transformación en 1856, cuando bajo la
dirección del artista Prilidiano Pueyrredón se construyó una
nueva pirámide sobra los cimientos de la anterior. En 1912,
después de experimentar algunas modificaciones, se la
trasladó a su actual emplazamiento en la Plaza de Mayo.
Hay tres ilustraciones. Archivo Carlo Zucchi.
En la reconstrucción de los acontecimientos
revolucionarios, la capital comenzó a representarse como
actor principal. En gran medida, Buenos Aires se celebraba
a sí misma en una gesta que, para los porteños, hundía sus
raíces en las heroicas jomadas de la reconquista y defensa
de la ciudad frente a los ingleses. El affaire que rodeó la
erección de la Pirámide de Mayo en la Plaza de la Victoria,
primera manifestación artístico-conmemorativa de la nueva
era, construida para los festejos del 25 de mayo de 1811,
expresa las tensiones que esa memoria habría de arrastrar
de allí en más. Mientras el Cabildo de la capital dispuso
que en las cuatro caras de la pirámide debían aparecer
inscripciones alusivas a los hechos de mayo y a los
protagonizados en 1806 y 1807, la Junta Grande, formada
por una mayoría de representantes del interior, interpuso su
reclamo para que sólo figuraran leyendas referidas a la
revolución de 1810. El episodio culminó con la decisión de
limitar la decoración a una sola inscripción: “25 de mayo de
1810”. El carácter neutro de la leyenda exhibe, por un lado,
la velada disputa política en torno al vínculo que
comenzaba a construirse entre Buenos Aires y los
territorios virreinales y, por el otro, la ambigüedad del
proceso de autonomía iniciado en 1810.
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La revolución, que adoptó su nombre en el transcurso
mismo de los acontecimientos desencadenados en 1810,
cuando a muy corto andar fue fácilmente perceptible que el
gobierno creado en mayo de ese año había pasado de ser
heredero del poder caído a encamar un orden nuevo en
nombre de la libertad, siguió un itinerario sinuoso en cada
una de las regiones que fue conquistando. En este sentido,
el uso del verbo “conquistar” busca dar cuenta de la doble
valencia, política y bélica, de la revolución. Buenos Aires
descubrió su condición política de capital precisamente
cuando se lanzó a ganar su virreinato en 1810, utilizando
como principal instrumento a los ejércitos.

La Roma republicana
En muchas de las representaciones literarias difundidas
durante la década revolucionaria, Buenos Aires era
presentada como la Roma republicana. Esta identificación
buscaba resaltar la idea de que en la capital imperaba la
actividad bélica, pues era el lugar donde se formaban las
expediciones para liberar el interior y el foco de irradiación
de los valores de la virtud y el heroísmo patriótico, y tenían
sede las instituciones desde donde se gobernaba un
amplísimo territorio. Entre dichas representaciones cabe
citar la siguiente:
Calle Esparta su virtud
Sus grandezas calle Roma
-Silencio! Que al mundo asoma
La gran capital del Sud.

Los apoyos, reticencias y rechazos exhibidos en las


distintas regiones frente al proceso revolucionario no
pueden comprenderse sin contemplar varias dimensiones.
En el plano político cabe destacar que, si la unidad
virreinal, producto de las reformas borbónicas, quedó
reducida a menos de la mitad de sus poblaciones una vez
terminadas las guerras de independencia, esto se debió, en
gran parte, a su carácter artificioso. Aunque Buenos Aires
intentó, sin proclamarlo, seguir las huellas de aquellas
efímeras reformas aplicadas a fines del siglo XVIII al
procurar centralizar el poder, reducir los cuerpos
intermedios y mostrar una fuerte voluntad militarista para
lograrlo, los resultados obtenidos estuvieron muy lejos de
los objetivos iniciales, Al igual que las reformas borbónicas,
la revolución mostró las dificultades de una gobernabilidad
que debía combinar, en diferentes dosis, negociación y
autoridad.
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Sin duda, esas dificultades derivaban en gran parte de los
dilemas heredados de la crisis de la monarquía; entre ellos,
el expresado en el plano jurídico tuvo especial relevancia.
Con la vacancia de la Corona se desató una disputa por
dirimir quiénes eran los herederos legítimos de ese poder.
La capital recuperaba la tradición colonial de ser
representante virtual de todo el reino; las ciudades
reclamaban su autonomía en nombre del principio de
retroversión de la soberanía en los pueblos; la nación,
invocada en la Asamblea del año XIII, procuraba crear un
nuevo sujeto político que hablara en nombre de una
entidad única e indivisible. A su vez, la revolución introdujo
nuevas reglas para la sucesión de la autoridad política. La
celebración de elecciones periódicas enfrentó a los
habitantes de estas tierras a un desafío que trajo consigo la
división en facciones, grupos y partidos que ahora
competían en un nuevo terreno para ejercer legítimamente
el poder.
En fin, diversas legalidades y legitimidades se pusieron en
juego con la crisis de 1808. Hombres y territorios
disputaron un lugar en el nuevo orden. El legado fue la
emergencia de distintos niveles de conflicto, que estallaron
simultáneamente en 1820. Por un lado, el que enfrentó a
los grupos centralistas que tenían sede en la capital con los
federales del litoral; por el otro, el que implicaba definir a
través de qué cuerpo legal debía ejercerse el gobierno. A
pesar de haber sido declarada la independencia, el último
problema no había sido resuelto: la nueva legalidad no
logró institucionalizarse en una constitución moderna, y, en
muchos aspectos, la gobernabilidad continuó atada al
orden jurídico hispano, como demuestra, entre otros
ejemplos, la vigencia en las provincias de la Ordenanza de
Intendentes de 1782. Estos dilemas, luego de la caída del
poder central a comienzos de 1820, tomaron caminos
diferentes.
fin del texto

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