Ternavasio, Historia Argentina 1806 A 1852 Cap 4
Ternavasio, Historia Argentina 1806 A 1852 Cap 4
Ternavasio, Historia Argentina 1806 A 1852 Cap 4
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Las conquistas de Chile y Montevideo
Las dificultades que exhibía el frente altoperuano habían
sido rápidamente advertidas por José de San Martín, luego
de su desembarco en Buenos Aires en 1812. Militar de
carrera formado en España, tenía el firme propósito de
organizar un ejército en regla -entrenado, capacitado y
equipado- capaz de emprender una campaña libertadora a
escala americana. Para ello, consideró imprescindible
modificar la estrategia inicial, que consistía en dirigir la
ofensiva por el difícil terreno del Alto Perú. Su propuesta
era aunar los esfuerzos materiales y bélicos rioplatenses y
chilenos -cuya revolución parecía morir frente al avance de
las fuerzas realistas peruanas triunfantes en Rancagua en
1814— en pos deja organización de un ejército que,
cruzando los Andes, liberara Chile primero, y luego Lima,
por mar. A esta tarea se abocó de inmediato.
Caricatura atribuida al publicista chileno M. J. Gandarillas,
1819
En el marco de las disputas facciosas suscitadas en Chile,
algunos sectores de la opinión pública consideraban que
O'Higgins era un ejecutor servil de las decisiones políticas
tomadas por San Martín.
Hay una ilustración: Museo Histórico Nacional, Buenos
Aires.
La entrevista de Guayaquil
El 26 de julio de 1822, en la dudad de Guayaquil, se
produjo la misteriosa y tan discutida entrevista entre San
Martín y Bolívar. El primero se hallaba en Perú luego de
declarar su independencia y de haber sido nombrado
Protector en 1821, y el segundo venía triunfante de su
campaña libertadora en el Norte y de haber sido nombrado
presidente de la República de Colombia en el Congreso
reunido en Cúcuta en 1821. A esta nueva república se la
conoce como la Gran Colombia, porque incluía las
anteriores entidades coloniales de Nueva Granada, la
capitanía general de Venezuela, Quito y, luego de la
entrevista con San Martín en 1822, la provincia de
Guayaquil. En esa entrevista debían coordinarse los futuros
cursos de acción para liberar definitivamente al Perú, que
aún debía enfrentar tropas realistas que resistían desde las
sierras, pese a que Lima había sido liberada. Las
controversias historiográficas sobre lo que ocurrió en ese
encuentro fueron producto, por un lado, de la ausencia de
una documentación confiable y, en segundo lugar, de las
características que fueron asumiendo las “historias
nacionales” desde fines del siglo XIX y comienzos del siglo
XX, empeñadas en cada caso en elevar a sus respectivos
libertadores en actores principales de la emancipación. Se
trató de una operación ideológica que no contemplaba ni el
espíritu americanista que impregnó dicha gesta ni las
correlaciones de fuerza existentes en la coyuntura. Lo
cierto es que ese encuentro, en el que se decidió el retiro
de San Martín de Perú y la continuación de la campaña
libertadora a cargo de Bolívar (quien, de hecho, junto con
Antonio José de Sucre, terminó de vencer el último baluarte
de los ejércitos realistas a fines de 1824), se rodeó de un
halo de misterio que dio lugar a las más enconadas
discusiones. De la entrevista sólo quedan testimonios
indirectos, como el de Tomás Guido, militar y amigo
personal de San Martín que se reunió con él luego de
terminada la entrevista de 1822. Sobre ella, dice lo
siguiente:
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“De regreso de su célebre entrevista con el general Bolívar,
en la ciudad de Guayaquil, el general San Martin me
comunicó confidencialmente su intención de retirarse del
Perú, considerando asegurada su independencia por los
triunfos del ejército unido y por la entusiasta decisión de los
peruanos; pero me reservó la época de su partida, que yo
creía todavía lejana. [.,.]
De repente, dando a su conversación un giro inesperado,
exclamó con acento festivo: ‘Hoy es, mi amigo, un día de
verdadera felicidad para mí; me tengo por un mortal
dichoso; está colmado todo mi anhelo; me he
desembarazado de una carga que ya no podía sobrellevar,
y dejo instalada la representación de tos pueblos que
hemos libertado. Ellos se encargarán de su propio destino,
exonerándome de una responsabilidad que me consume’.
[,..]
Nos hallábamos solos. Se esmeraba el general en
probarme con sus agudas ocurrencias el íntimo contento de
que estaba poseído, cuando de improviso preguntóme:
‘¿Qué manda usted para su señora en Chile?’. Y añadió:
‘El pasajero que conducirá encomiendas o cartas las
cuidará y entregará personalmente’. ‘¿Qué pasajero es ése
-le dije- y cuándo parte?’. ’EI conductor soy yo -me
contestó-. Ya están listos mis caballos para pasar a Ancón
y esta misma noche zarparé del puerto’.
El estallido repentino de un trueno no me hubiera causado
tanto efecto como ese súbito anuncio. [...] Conforme se
acercaba la hora de la partida, el general, sereno al
principio de nuestra conversación, parecía ahora afectado
de tristes emociones, hasta que avisado por su asistente de
estar prontos a la puerta su caballo ensillado y su pequeña
escolta, me abrazó estrechamente impidiéndome le
acompañase, y partió al trote al puerto de Ancón”.
Tomás Guido, Epístolas y discursos, Buenos Aires,
Estrada, 1944.
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Mientras se desarrollaba la guerra en el Norte, el frente del
Este también presentaba dificultades. La derrota de la
expedición de Belgrano a Paraguay a comienzos de 1811
tuvo como consecuencia que toda esa gobernación
intendencia iniciara su propio camino, autónomo tanto
respecto de Buenos Aires como de la metrópoli. Buenos
Aires no volvería a insistir sobre esa región, entre otras
razones porque no constituía una amenaza para el nuevo
orden. Era la Banda Oriental la que más preocupaba al
gobierno, puesto que allí estaba asentada la guarnición
naval española. La disidencia declarada por el Cabildo de
Montevideo respecto de la Junta de Buenos Aires no
resulta sorprendente si se tienen en cuenta los hechos
ocurridos en 1808. Sin embargo, las fuerzas
revolucionarias de Buenos Aires encontraron un rápido
apoyo en las zonas rurales de la otra banda del río.
Dos retratos
Desde las primeras biografías escritas sobre San Martín y
.Bolívar, el contraste entre ambos libertadores constituyó
un clásico de la literatura. En las páginas escritas por el
chileno Benjamín Vicuña Mackena (1831- 1886), primer
biógrafo de San Martín, puede leerse el siguiente retrato de
ambos personajes: “San Martín gana todas sus batallas en
su almohada. Es un gran combinador y un gran ejecutor de
planes. Bolívar es el hombre de las supremas instantáneas
aspiraciones, del denuedo sublime en los campos de la
gloria. San Martín liberta por esto la mitad de la América
casi sin batallas (no se conocen sino dos: Maipú y
Chacabuco); Bolívar da a los españoles casi un combate
diario y, vencido o vencedor, vuelve a batirse cien y cien
veces. En una palabra, San Martin es la estrategia; Bolívar
la guerra a muerte’'.
Benjamín Vicuña Mackena, Vida de San Martín, Buenos
Aires, Nueva Mayoría, 2000.
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Temas en debate
El Reglamento provisorio para el tomento de la campaña
de la Banda Oriental y seguridad de sus hacendados te
dictado por Artigas en septiembre de 1815, cuando se
encontraba en el cénit de su poder. Allí se establecieron
medidas para distribuir tierras, especialmente aquellas que
habían pertenecido a los miembros del grupo realista e
incluso a muchos propietarios efe ajenos Aires, vacantes
luego de los avalares sufridos entre 1810 y 1815. B
carácter de este reglamento ha sido muy discutido por la
historiografía. Algunos historiadores lo han interpretado
como una verdadera reforma agraria, mientras otros
consideran que se trató de un intento de ordenar el mundo
rural luego de los efectos experimentados por la revolución.
Más allá de estos debates y de lo efímera que resultó la
aplicación del reglamento, dada la casi inmediata invasión
de los portugueses a la Banda Oriental, resulta novedoso el
lenguaje utilizado para determinar quiénes serían los
beneficiados de este “fomento de la campaña”. En su
artículo 6, se estipulaba que se “revisará cada uno en sus
respectivas jurisdicciones los terrenos disponibles y los
sujetos dignos de esta grada: con prevención que los más
infelices serán los más privilegiados. En consecuencia los
negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los
criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suertes de
estancia si con su trabajo y hombría de bien propenden a
su felicidad y la de la provincia”. En su artículo 12 se
distinguían aquellos que eran considerados enemigos y, en
consecuencia, excluidos de toda consideración en relación
con los beneficios del reglamento: “Los terrenos repartibles
son todos aquellos de emigrados matos europeos y peores
americanos que hasta la fecha no se hallen indultados por
el jefe de la provincia para poseer antiguas propiedades”.
Extraído de Jorge Gelman, “El mundo rural en transición”,
en Noemí Goldman (dir.), Nueva Historia Argentina, tomo 3:
Revolución, República, Confederación (1806-1852),
Buenos Ares, Sudamericana, 1998.
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Donde la igualdad parece haber afincado con mayor
rapidez fue en el ámbito de la representación política. La
amplitud del sufragio en las diferentes reglamentaciones
electorales que otorgaban el derecho a voto a vecinos y
hombres libres que hubieran demostrado adhesión a la
causa revolucionaria representó un cambio significativo.
Pero, por cierto, tal amplitud no implicaba todavía la
identificación entre igualdad y derechos individuales. El
concepto de libertad asociado a los nuevos lenguajes del
liberalismo que proclamaban las libertades individuales
comenzó a formar parte de los léxicos que circulaban en
aquellos años, aunque dentro de un universo mental que,
en gran parte, seguía percibiendo a la sociedad en
términos comunitarios o corporativos. El ejemplo del
derecho de voto es indicativo de esta coexistencia: tanto la
categoría de vecino como la de hombre libre suponían la
representación de grupos más amplios que la de los meros
individuos que acudían a votar. En ellos se condensaba la
representación de las mujeres, los menores de edad, los
dependientes, domésticos y esclavos; dato que no debe
minimizar, sin embargo, las implicancias de las nuevas
prácticas de participación política desarrolladas luego de
1810. La politización producida en el marco de la revolución
y de la guerra transformó la vida toda de las comunidades
rioplatenses.
Nuevas identidades
Así, a través de los valores que la guerra contribuyó a
afianzar, fueron configurándose nuevas identidades. La
apelación a la patria, tópico recurrente, sufrió importantes
mutaciones en escaso tiempo: del patriotismo exaltado
contra los ingleses en 1806 en defensa de la madre patria
pasó a invocarse un nuevo patriotismo criollo, cada vez
más antagónico respecto de la Península. La noción de
patria podía, además, hacer referencia a la patria chica -la
ciudad o pueblo en el que se había nacido o criado- o bien
a la gran patria americana. La gesta emancipadora
desplegada por ejércitos que atravesaron diversas regiones
del continente dio lugar a un fuerte sentimiento
americanista. En este sentido, la tradicional lealtad a la
figura del monarca fue tal vez la que sufrió un deterioro
más lento, debido a distintas razones: en especial, el hecho
de que el rey estuviera cautivo desplazó las antinomias
hacia una metrópoli que mostraba un rostro de perfecta
madrastra, al negarse a cualquier tipo de conciliación con
América. Las fórmulas utilizadas para expresar los
antagonismos pueden ser pensadas como una especie de
adaptación a un nuevo lenguaje de aquel lema tan utilizado
durante la época colonial de “¡Viva el rey, muera el mal
gobierno!”. Además, es preciso recordar que la identidad de
los súbditos con su monarca constituyó, desde tiempo
inmemorial, un sentimiento muy arraigado. Si éste pudo
reconvertirse de forma tal de hacer de la monarquía un
régimen de gobierno inaceptable, fue en gran parte debido
al derrotero de la guerra y a la actitud de Fernando VII,
nuevamente en el trono desde 1814. La restauración de un
orden monárquico absoluto y la severidad con que el rey
Borbón trató a sus posesiones en América contribuyeron a
desacralizar definitivamente su imagen.
La invocación al pueblo y a los pueblos fue también parte
del nuevo lenguaje; podía remitir tanto a las más abstractas
doctrinas de la soberanía popular o de la retroversión de la
soberanía como a identidades territoriales. En el primer
caso, las identidades se configuraban en torno a la nueva
libertad conquistada contra el despotismo español; en el
segundo, la situación era más problemática, puesto que se
cruzaban sentimientos de pertenencia a una comunidad
(pueblo o dudad) y reivindicaciones de autonomía política.
La cuestión era más compleja porque los actores estaban
frente a un proceso en el que los contornos mismos de sus
comunidades políticas de pertenencia se hallaban en plena
transformación. La madre patria se había convertido en una
nación española que aunaba ambos hemisferios, y el
Virreinato del Río de la Plata se transformó en las
Provincias Unidas del Río de la Plata, negándose a formar
parte de la nueva nación creada en las Cortes de Cádiz y,
luego de la declaración de la independencia, en las
Provincias Unidas de Sudamérica. A su vez, algunas
regiones comenzaban a desgranarse de la frágil unidad
virreinal para retornar a una situación casi preborbónica,
mientras que Buenos Aires, entre otras, se empeñaba en
mantener dicha unidad, como evidencia el nombre mismo
de Provincias Unidas. En ese contexto cambiante, en el
que muchas ciudades y pueblos reivindicaban su derecho
al autogobierno, ya no sólo frente a la metrópoli sino
también frente a las capitales de intendencia o la capital
rioplatense, puede decirse que la guerra que comenzó en
1810 fue ante todo una guerra civil.
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Ahora bien, si se constituyó de este modo fue no sólo
porque hasta 1814 España no estuvo en condiciones de
mandar tropas contra sus posesiones sublevadas (que de
hecho nunca llegaron al Río de la Plata sino a Venezuela y
Nueva Granada) o porque el enfrentamiento bélico se dio
entre los habitantes de estas tierras, entre defensores y
detractores del orden impuesto por Buenos Aires, sino
también porque el enemigo no asumió de inmediato un
rostro de total alteridad. Si bien el sentimiento
antipeninsular surgió con rapidez, sus dimensiones fueron
por momentos ambiguas y oscilantes. La definición de una
mayor alteridad, tanto en el campo político como bélico,
comenzó a expresarse cuando, sancionada la Constitución
de Cádiz de 1812, los rioplatenses consideraron que las
Cortes, al declararlos rebeldes y negarse a cualquier tipo
de negociación, no les dejaron más alternativa que el
camino de las armas. De allí en más, el conflicto se
expresó como el enfrentamiento de dos partidos; el patriota
y el español.
El viraje del rumbo político hacia la independencia estuvo
acompañado por el intento de transformar la empresa
bélica en una guerra verdaderamente reglada, con ejércitos
regulares eficaces que debían luchar contra un enemigo
declarado. Si la proclamación de la independencia en 1816
no definió el contorno de ese nuevo orden político, y
albergó en su seno, bajo la denominación de Sudamérica,
a un conjunto de poblaciones inciertas, fue porque la guerra
seguía su curso y de ella dependía la formación del nuevo
mapa, tarea que ocupó varias décadas. No obstante un
dato quedaba claro: el inmenso mapa imperial español
había comenzado a hacerse añicos.
Representaciones en disputa
Más allá de las grandes diferencias entre las estructuras
sociales de cada región y de las diversas estrategias
aplicadas tanto por los ejércitos como por los gobiernos
locales, nadie pudo escapar a las novedades que trajo
consigo el nuevo idioma de la revolución. Exhibido en
distintos escenarios, se difundió a través de la prensa
periódica, de la sociabilidad desplegada en cuarteles,
pulperías, cafés o reñideros, y muy especialmente desde
los pulpitos, ya que los curas fueron competidos por el
gobierno a incluir la defensa del nuevo orden en sus
sermones.
En este sentido, el papel del clero resultó fundamental. En
primer lugar, porque en un mundo de unanimidad religiosa
como el hispanoamericano, el catolicismo era una pieza
esencial para transmitir la nueva lengua de la revolución.
En segundo lugar, porque el clero, si bien era un actor más
entre otros, se erigía en voz autorizada de un universo en
el que resultaba muy difícil, si no imposible, distinguir a la
comunidad de creyentes de la sociedad. La religión estaba
tan imbricada en las tramas sociales existentes -en la
medida en que ser súbdito del rey significaba al mismo
tiempo ser miembro de la comunidad católica- que los
cambios revolucionarios no podían dejar de afectar a las
autoridades eclesiásticas. Tal vez una de las dimensiones
en donde mejor se advierten estos efectos es en la
redefinición del derecho de patronato.
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El patronato
Desde la época colonial, el patronato indiano era la
atribución de que gozaba, por concesión papal, la autoridad
civil -es decir, el monarca- para elegir y presentar para su
institución y colación canónica a las personas que
ocuparían los beneficios eclesiásticos dentro del territorio
americano que gobernaba. Apenas producida la revolución,
por considerarse que era un atributo de la soberanía, tos
gobiernos sucesivos lo tomaron a su cargo en nombre de la
retroversión de la soberanía a los pueblos. La Santa Sede
no aceptó los gobiernos revolucionarios, razón por la cual
se abrió un largo período de incomunicación con Roma. De
todas formas, la autonomía proclamada por las autoridades
con respecto al manejo de los asuntos eclesiásticos, más
allá de los conflictos y problemas que les trajo aparejados -
como, por ejemplo, no poder nombrar obispos cuando
éstos eran desplazados o fallecían-, no se resolvería hasta
muy avanzado el siglo.
Mientras que algunas manifestaciones de la liturgia
revolucionaria fueron efímeras, otras, como las fiestas
mayas, se revelaron más perdurables. Las celebraciones
del 25 de mayo comenzaron en 1811 y nunca fueron
canceladas. Tenían lugar tanto en Buenos Aires como en el
resto de las ciudades que adhirieron a la revolución. Se
celebraba allí, con salvas de artillería, repiques de
campanas, fuegos artificiales, música, arcos triunfales,
juegos, sorteos, colectas, máscaras y bailes, la nueva
libertad conquistada y los triunfos bélicos del ejército
patriota. A las fiestas mayas se agregaron, luego de 1816,
las fiestas julias, en conmemoración de la declaración de la
independencia. No obstante, las primeras ocuparon casi
siempre el lugar de privilegio en el almanaque festivo
rioplatense, lo cual pone en evidencia el papel que la
Revolución de Mayo tuvo en la memoria de sus
protagonistas, en particular en Buenos Aires.
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La Pirámide de Mayo en el curso de un siglo
La primitiva Pirámide de Mayo emplazada en 1811 sufrió su
primera gran transformación en 1856, cuando bajo la
dirección del artista Prilidiano Pueyrredón se construyó una
nueva pirámide sobra los cimientos de la anterior. En 1912,
después de experimentar algunas modificaciones, se la
trasladó a su actual emplazamiento en la Plaza de Mayo.
Hay tres ilustraciones. Archivo Carlo Zucchi.
En la reconstrucción de los acontecimientos
revolucionarios, la capital comenzó a representarse como
actor principal. En gran medida, Buenos Aires se celebraba
a sí misma en una gesta que, para los porteños, hundía sus
raíces en las heroicas jomadas de la reconquista y defensa
de la ciudad frente a los ingleses. El affaire que rodeó la
erección de la Pirámide de Mayo en la Plaza de la Victoria,
primera manifestación artístico-conmemorativa de la nueva
era, construida para los festejos del 25 de mayo de 1811,
expresa las tensiones que esa memoria habría de arrastrar
de allí en más. Mientras el Cabildo de la capital dispuso
que en las cuatro caras de la pirámide debían aparecer
inscripciones alusivas a los hechos de mayo y a los
protagonizados en 1806 y 1807, la Junta Grande, formada
por una mayoría de representantes del interior, interpuso su
reclamo para que sólo figuraran leyendas referidas a la
revolución de 1810. El episodio culminó con la decisión de
limitar la decoración a una sola inscripción: “25 de mayo de
1810”. El carácter neutro de la leyenda exhibe, por un lado,
la velada disputa política en torno al vínculo que
comenzaba a construirse entre Buenos Aires y los
territorios virreinales y, por el otro, la ambigüedad del
proceso de autonomía iniciado en 1810.
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La revolución, que adoptó su nombre en el transcurso
mismo de los acontecimientos desencadenados en 1810,
cuando a muy corto andar fue fácilmente perceptible que el
gobierno creado en mayo de ese año había pasado de ser
heredero del poder caído a encamar un orden nuevo en
nombre de la libertad, siguió un itinerario sinuoso en cada
una de las regiones que fue conquistando. En este sentido,
el uso del verbo “conquistar” busca dar cuenta de la doble
valencia, política y bélica, de la revolución. Buenos Aires
descubrió su condición política de capital precisamente
cuando se lanzó a ganar su virreinato en 1810, utilizando
como principal instrumento a los ejércitos.
La Roma republicana
En muchas de las representaciones literarias difundidas
durante la década revolucionaria, Buenos Aires era
presentada como la Roma republicana. Esta identificación
buscaba resaltar la idea de que en la capital imperaba la
actividad bélica, pues era el lugar donde se formaban las
expediciones para liberar el interior y el foco de irradiación
de los valores de la virtud y el heroísmo patriótico, y tenían
sede las instituciones desde donde se gobernaba un
amplísimo territorio. Entre dichas representaciones cabe
citar la siguiente:
Calle Esparta su virtud
Sus grandezas calle Roma
-Silencio! Que al mundo asoma
La gran capital del Sud.