El Mundo Sintetico-Vladimir Henzl
El Mundo Sintetico-Vladimir Henzl
El Mundo Sintetico-Vladimir Henzl
INTRODUCCIÓN
Figura 1. En el cuadro del pintor alemán Pieter Breughel (1525-1569) se ve cómo era un
taller de alquimista: voluminoso alambique, formulario abierto, vasijas, reloj de arena,
fuelle y, cerca de éste, el alquimista que trata de fabricar oro.
Todavía hoy no puedo olvidar la pregunta que me hizo uno de mis profesores, hace muchos
años: -¿Cuántos años cree usted que tenga la química? Sus ojos azul claro se fijaron en mí,
como si quisieran leer en mi cara la respuesta, antes que la formulara mi boca.
Miré a mi alrededor, por la sala de clase; a lo mejor alguien me ayudaba. ¡Nada! -
Doscientos, trescientos años -dije sin saber.
El profesor se quitó los anteojos y los limpió con su pañuelo en silencio. -Usted sabe más
que yo, amigo -dijo sonriendo y se sentó en un banco-. Por lo que sé, hasta ahora, nadie en
el mundo ha llegado a determinar ni siquiera aproximadamente la fecha del nacimiento de la
química.
Luego durante toda la hora nos habló de aquello. El silencio era tan profundo que se hubiera
oído volar una mosca. Aunque no nos dijo exactamente cuándo empezó la química, hasta
ahora no he olvidado la aventura que representa.
Y ahora quisiera hablar, sin fórmulas ni cálculos, de la química que nos rodea, la que vivimos
y sin la cual ya no podríamos ni siquiera imaginarnos la vida sobre nuestro planeta. Quisiera
contestar a todas las preguntas que me vienen a la mente cuando miro las cosas que están
delante de mí, sobre la mesa: ¿Por qué son tan perfectas las manzanas rojas que brillan en
el frutero de cristal? ¿Por qué tiene el mantel diversos colores? ¿Cómo obtuvo el hombre las
pastillas blancas que están en el frasco amarillento que reza "Sólo con receta médica"? ¿A
quién tendría que agradecer por la invención del papel sobre el cual estoy escribiendo estos
renglones, y por esta bonita pluma verde de materia plástica? ¿Ante quién inclinarme por el
hecho de que no ande envuelto en una piel de oso, sino que tenga un traje de lana y fibras
sintéticas y calcetines de nylon? Y en fin ¿por qué envuelve a mi hija, que se prepara para
un baile, un perfume de violeta?
Si dijera que todo lo que acabo de mencionar se lo debemos al químico, sería la verdad, la
pura verdad. Pero ¿a quién agradece el químico el hecho de que él mismo pudiera empezar
por alguna parte, partiendo de las experiencias de otros? Al alquimista que, en los tiempos
de los antiguos egipcios y árabes, o incluso de nuestros antepasados medievales, con sed de
saber seria a medias, a medias charlatana, trató de penetrar el secreto de la materia,
transformarla y modificarla. No importa que el motivo de los alquimistas no fuera pura
nobleza de ánimo, que los predecesores de los químicos, con la copela en la mano, los
alambiques llenos de mercurio, azufre y los más, variados elementos, buscaran el secreto de
la producción del oro. El tiempo descubrió su verdadera faz y junto al nombre de más de
uno de ellos se escribió una sola palabra: embustero. Tal es el caso de Michal Sedziwój, a
quien volveremos a mencionar. Rodolfo II, emperador germánico y rey de Bohemia, en 1598
nombró consejero de la corte a este alquimista polaco que sabía de veras mucho acerca de
la química de aquel tiempo, sólo porque el astuto polaco le convirtió una moneda de plata en
oro. Naturalmente, por medio de un engaño sencillo: untó con mercurio una moneda de oro
y luego la puso al fuego ante la mirada asombrada del Emperador; el mercurio se evaporó y
apareció un magnífico pedacito de oro.
Pero hoy apenas le interesa a uno saber que los antecesores de los químicos modernos
buscaran la piedra filosofal o el elixir de la vida, para hacer al hombre inmortal y cambiar
materias sin valor en oro. Sólo los novelistas hojean con gusto los antiguos formularios, en
los cuales escribían los alquimistas cuántos sapos o salamandras era necesario agregar a
alguno de sus procesos de producción para obtener la tintura roja que pudiera preservar la
salud del hombre eternamente.
Lo que más nos interesa es saber hasta dónde llegaron estos predecesores del químico
actual. Por ejemplo, cómo Johann Friedrich Böttger, aprendiz de boticario de Berlín en el
siglo XVIII, obtuvo por casualidad, en lugar de oro, una porcelana que adquirió casi más
valor que aquel metal precioso que el alquimista trataba de preparar partiendo de plomo y
mercurio. O el caso de Brand, de Hamburgo, quien descubrió por casualidad el fósforo, por
evaporación de la orina y calentamiento con ciertas materias sólidas. (Nos sonreímos de su
estupefacción cuando la materia que obtuvo empezó a fosforescer en la oscuridad.)
Ruego que se advierta la palabra "casualidad". Todos estos alquimistas, cualquier cosa que
hayan descubierto, la descubrieron por casualidad, y hasta cierto punto, auxiliados por su
experiencia. Pero no fueron capaces de explicar los procesos que seguían. Aún no conocían
la constitución de la materia, no conocían la lógica de los procedimientos químicos, no
conocían las leyes de la química.
Esta ciencia, sin la cual no podemos imaginar el mundo actual, cuyo nombre deriva
probablemente de la palabra árabe alkimía, es nueva; sin embargo sus raíces penetran
profundamente en la historia de la humanidad. Se dice que el hombre se hizo químico en el
momento que descubrió el fuego.
Entonces conoció por vez primera una reacción química. Sin embargo, apenas en el
siglo XIX, cuando se establecieron las reglas fijas de la composición de la materia, empezó el
desarrollo frenético de la verdadera ciencia química.
Desde la época en que trabajaron Kekulé -descendiente de emigrados bohemios, del cual se
habla también en este relato- y el gran científico ruso Mendelejev, descubridores de
fundamentales reglas, encontramos cada vez menos la palabra "casualidad" en la historia de
la química y de sus invenciones.
No hay que confundirse si se la encuentra algunas veces en este libro, incluso a propósito de
un descubrimiento tan moderno como el de la penicilina. Hay que entender bien esta
palabra.
Es absolutamente cierto que Fleming descubrió la penicilina por casualidad, hasta cierto
punto. Pero este médico inglés sabía mucho, durante sus experimentos tuvo una paciencia
infinita, fue enormemente curioso y además -ahora tomemos una palabra de los cuentos de
hadas- fue clarividente. Muchos otros hubieran tirado el contenido de la cápsula en que
habían aparecido mohos en lugar de bacterias. Fleming quería precisamente cultivar
bacterias, y no mohos. Sin embargo, Fleming quiso saber por qué nacían mohos en la
cápsula en lugar de bacterias. Fue curioso, paciente y penetrante y por eso descubrió la
penicilina.
Hablemos algo más acerca de la casualidad. Hoy el químico ya no es el caballero andante
que vaga por el fabuloso imperio de la química, esperando que la suerte lo favorezca para
descubrir algo desconocido hasta entonces. En todo el mundo trabajan ejércitos de
químicos, en institutos de investigación, según planes precisos. Cada uno de ellos tiene su
tarea.
Figura 5. DIMITRI IVANOVICH MENDELEJEV (1834-1907), gran químico ruso, advirtió que
algunas propiedades de un elemento se repiten en otro, y que estas propiedades dependen
del peso atómico de los elementos. Así estableció una tabla de los elementos conocidos en
aquel tiempo, según las semejanzas entre ellos.
Figura 6. Así es hoy (1963) la tabla del sistema periódico de los elementos de D. I.
Mendelejev
Ya está muerto hace mucho Keller, pobre tejedor de Sajonia que, para descubrir la
producción del papel de la madera, tuvo que estar mirando a los niños jugando junto al
molino con huesos de cerezas. Se encontrará luego algo más sobre esto.
El químico moderno se parece un poco al jugador de ajedrez, que sabe lo que va a pasar si
mueve una u otra pieza.
Aunque la química actual está libre del romanticismo de los alquimistas de otros tiempos,
aunque para los experimentos químicos no es necesario el plenilunio ni tener a mano un
pedazo de soga de algún ahorcado, no deja de ser una gran aventura llena de secretos. Los
métodos que emplea el químico moderno para descorrer el velo son diferentes de los del
alquimista de la Edad Media. Sin embargo, el deseo de descubrir el secreto es el mismo.
Hablemos entonces del mundo de las retortas, las copelas y de los recursos modernos que
ayudan al químico a alzar el velo que cubre este mundo lleno de misterios.
Capitulo I
EL QUE SE COMÍA EL PAN DE LOS DEMÁS
Contenido:
1. El muchacho y el animalillo
2. El descubrimiento del profesor Millardet
3. Los animalitos y los grandes números
4. De la amanita a los gases de combate
5. La criada y las moscas muertas
6. ¿Por qué murieron las moscas alrededor del tubo?
7. Manzanas distintas
8. Un avión en lugar de un delantal
9. Las plantas que crecen donde no deben
10. "Cida" significa muerte
11. Hojeemos un formulario químico
12. El alquitrán es más precioso que el oro
13. Petróleo en lugar de papas
14. Pistas y DDT
1. El muchacho y el animalillo
En las riberas del río Usumacinta se apagaban los últimos fuegos y en el aire se sentía el
perfume delicado del incienso que salía de uno de los más grandes templos del extraño
pueblo de los mayas.
Figura 1. En el siglo VII de nuestra era empezó una increíble peregrinación del pueblo maya
hacia el norte. El antiguo imperio de aquel pueblo tan civilizado se extendía sobre el
territorio de lo que ahora es Honduras, Guatemala y los estados mexicanos de Chiapas y
Tabasco. Los mayas lo abandonaron y emigraron al norte a la península de Yucatán.
Dentro del santuario atestado de gente hacía un calor sofocante, y no se podía dar un paso.
Un adolescente acababa de cortarse la lengua para ofrecer algunas gotas de sangre: último
sacrificio a los dioses.
Ya hacía algunos años que llenaban los templos mayas los habitantes, cansados y
exhaustos, de la región que se extiende de la Cordillera al océano Atlántico, del istmo de
Tehuantepec a Nicaragua. ¡Cuánta sangre había caído ya en el plato de los sacrificios, de
plata, cuántas esperanzas vanas! Los habitantes de una de las tierras más civilizadas del
principio de la Edad Media se estaban muriendo de hambre.
Estamos en el año 610 de nuestra era.
Esta gente, cuyas manos saben tejer telas de algodón e imprimirles bellos colores
duraderos, artistas que saben cómo dar a las joyas un esplendor increíble, incomparables
constructores de barcos, creadores de templos cubiertos de pinturas y esculturas, se está
muriendo de hambre.
Último sacrificio, última esperanza. Si los dioses no tienen compasión, se extingue la gran
nación en las riberas del río Usumacinta y en los valles de sus afluentes. Hace ya algunos
años que impera el hambre en esta tierra. La gente cultiva los campos con sus últimas
fuerzas, cuidadosa y concienzudamente, pero la tierra no produce.
El maíz, alimento básico de los mayas, no da mazorca, las hojas son débiles y deslucidas.
Los mayas conocen la piña, gran número de variedades de verduras, el cacao y el tabaco.
Sin embargo, los dioses están airados contra esta nación tan trabajadora y culta. Las
cosechas se marchitan, todo lo que se come se seca antes de madurar, o no produce fruto.
La última gota roja cayó de la lengua del muchacho en el plato de los sacrificios.
Figura 6. La preparación que se vaya a observar con el microscopio electrónico deberá ser
muy sutil y obtenida con gran cuidado.
invisible a simple vista, destruía hacía años toda la cosecha del pueblo más civilizado del
mundo en aquella época.
Si los mayas del siglo VII de nuestra era hubieran conocido el microscopio -hay el
microscopio electrónico, que amplifica hasta 120 000 veces-, si hubieran conocido los
insecticidas, productos químicos utilizados para exterminar los insectos nocivos y otros
pequeños parásitos, el joven Acuanas no hubiera tenido que cortarse la lengua y sacrificar
su sangre, sólo para calmar a los dioses. Y, sobre todo, aquellos mayas no hubieran tenido
que abandonar su patria e irse a la península de Yucatán.
Figura 7. El microscopio electrónico, que aumenta hasta 120 000 veces, es un auxiliar
indispensable del químico actual. Ocupa el lugar de la lupa y del microscopio óptico con los
cuales el hombre multiplicaba antes las facultades de sus ojos.
Pero en aquel tiempo nadie sabía de la existencia de los parásitos de las plantas útiles,
gusanillos insignificantes. Nadie sabía que en un solo grano de maíz se pueden esconder
durante largos años hasta 15.000 parásitos. Aquí está, pues, el dios irritado que, año tras
año, destruía la cosecha en los campos de los antiguos mayas: un animalillo invisible.
Los viticultores miraban con asombro las cepas invadidas por un moho desconocido. La
química trató en vano de encontrar manera de conjurar la calamidad que amenazaba a los
viñedos.
En la vid no dejaban de aparecer manchas oleosas amarillentas, el tejido de las hojas se
oscurecía rápidamente, se secaba, se atrofiaba y caían las hojas. En los viñedos ya no se
oían los cantos alegres de las vendimias de años anteriores. No había qué recolectar: la
mayor parte de la cosecha estaba destruida.
Para que no robasen las pocas pobres uvas que quedaban en algunas cepas, los prudentes
viticultores franceses decidieron rociar las cepas próximas a las carreteras con algo que les
hiciese parecer envenenadas. Así, por lo menos nadie tocaría las uvas por puro miedo de
envenenarse.
Figura 8. Hoja de la vid atacada por un moho y rociado con una aspersión
Y esta idea medio mezquina, medio ingenua, salvó los viñedos en todo el mundo. La astucia
de los viticultores franceses consistía en utilizar una mezcla de cal y sulfato de cobre. Las
uvas tocadas por esta preparación química parecían de veras repugnantes. Se le quitaban
las ganas de comer uvas "venenosas" a la gente que pasaba por los viñedos salpicados de
verdiazul. Maldecían al viticultor avaro, seguían su camino y ni siquiera tocaban las uvas. La
única excepción fue cierto profesor de la ciudad de Burdeos. Se llamaba Millardet, era
biólogo y todos los días iba a pasear fuera de la ciudad, Se sorprendió de la extraña idea de
los viticultores de Burdeos.
Figura 9
Pero el profesor -a diferencia de los demás- no despreció las uvas manchadas, sino que
advirtió que las cepas tocadas por la mezcla de cal y sulfato de cobre no eran atacadas por
la plaga que le arrebataba el vino a la pobre humanidad. Al contrario, las cepas retiradas,
que los viticultores de Burdeos no juzgaban necesario defender contra los ladrones, porque
no se veían desde la carretera, estaban secas, sin hojas ni uvas. Este descubrimiento que
hizo el profesor Millardet en 1885 en la carretera, a algunos kilómetros de Burdeos, hizo
nacer una preparación química que se utiliza aún en todo el mundo contra las plagas y que
se llama caldo bordelés.
Esta mezcla, que contiene cobre y calcio (el sulfato de cobre contiene este metal y la cal
contiene calcio) salvó la viticultura en todo el mundo contra aquel moho, llamado entonces
hongo destructor de la vid. No se repitió la historia de los mayas: el hombre salió del paso
solo, aunque el azar le había ofrecido también su ayuda.
Los daños que causan estos enemigos de la humanidad son increíbles. Por ejemplo, el ratón
de campo, que roba sobre todo granos, en graneros y almacenes, hasta en un país pequeño
como Checoslovaquia causa daños grandísimos: con la suma perdida se podrían comprar
30 000 automóviles. Si alguien lograra eliminar de los graneros, campos y almacenes este
animalito gris, tendríamos riqueza mayor.
¿Nadie vio alguna vez a su abuela echar en un platito viejo unos granos violáceos y colocarlo
donde pensaba que había ratones? ¿Qué respondía, al ser interrogada? "Es veneno, ten
cuidado que las gallinas no vengan por acá". Los granos violáceos de trigo son de veras
venenosos. Los tiñen así en la fábrica, al impregnarlos de veneno. Los colorean para
distinguirlos de los buenos, que no hacen ningún daño ni a los ratones ni a las gallinas. El
color violeta es el color de la muerte para el ladroncito que come tanto de las cosechas: el
ratón de campo. Los granos venenosos -según decidieron varios estados en una conferencia
internacional- deben teñirse de violeta en todos los países del mundo.
Imagínense ahora qué daños más grandes causaría al pueblo un solo insecto, si el hombre
no lo combatiera con todas las armas químicas que tiene. Se conocen hoy en el mundo más
de un millón de especies de insectos, y bien pocos de ellos -unas 10 000 especies- son
parásitos nocivos, despiadados, que harían exactamente como el animalillo que atacó los
campos de los antiguos mayas, si no tuviera el hombre una ayuda tan potente como la de la
química. No sé si se podría evaluar el daño sin máquinas calculadoras electrónicas. Nos daría
vuelta la cabeza con tantos miles de millones. Ya que no tenemos tal máquina calculadora,
no intentemos el cálculo y sigamos nuestro viaje tras los parásitos vegetales.
Ya estuvimos en la tierra de los mayas, un momento nos detuvimos en la bella Francia, en
Burdeos, y conocimos al profesor Millardet. Esta vez iremos a algunos kilómetros de Praga, a
una pequeña aldea de los miles que hay allí. Vive en ella un viejo. Lleva una chaquetilla
corta de piel de conejo, en la cabeza una gorra aplastada y siempre va detrás de él su perro.
Tiene 73 años, pero nada se le escapa, pasea, se fija en la cerca recién pintada y en lo que
los niños de Fulano o Mengano dicen. Hace poco, el viejo se detuvo junto a la puerta de mi
jardín. Acababa yo de rociar los árboles con una disolución de DDT, del cual hablaremos
luego.
Figura 13. Una familia de paros consume en un año un quintal métrico y medio de insectos.
Una familia de cuatro paros ingiere durante un mes 6000 orugas. Una pareja de estorninos
consume 86 abejorros en una hora y durante un día puede comer hasta 800 abejorros. Los
pulgones que aparecen tanto en los árboles como en las rosas pueden multiplicarse hasta
doce veces al año y cada generación representa 80 miembros.
-Qué sucio está usted, hombre -empezó sin saludar-. No se le ve ni siquiera la cara: gafas,
trapos; está usted amarillo de pies a cabeza. ¿Qué sentido tiene esto? Sería mejor que
dejara los árboles en paz. ¿A qué tantos esfuerzos? Yo en mi vida he rociado nunca nada y
sin embargo vivo.
Al buen hombre le ayudan los pájaros; aquí picotean sólo los bichos de los árboles. El viejo
no esperó mi respuesta; en aquel momento, además, no hubiera podido contestar, puesto
que tenía sobre la boca un pañuelo para no respirar del chorrito con que trataba de proteger
los árboles contra gusanos, orugas y otros animales que nos roban las cosechas. Llamó: -
Ven, perrito, ven; que no te vaya a rociar con esa porquería -y se fue.
Los hombres (naturalmente no todos, como lo vemos en el caso del viejo) se dieron cuenta
hace mucho de que no pueden contar sólo con la naturaleza, que se las deben arreglar
solos.
Figura 19
Esta mezcla química actuaba como veneno "respiratorio". ¿Es esto extraño? No. Es que el
insecto respira por todo el cuerpo; así penetra la venenosa nicotina en el cuerpo del
parásito. Pero la nicotina produce sólo un efecto de poca duración sobre el insecto. Por eso
los químicos tuvieron que seguir buscando. Encontraron algo que podía proteger las plantas
más tiempo y mejor. Fueron descubiertas dos plantas exóticas: el derris, que crece en
Sudamérica y en Asia, y el pelitre o piretro, especie de margarita que se cultiva en Kenya,
Francia, Yugoslavia, Suiza y hasta en Checoslovaquia.
Las raíces del derris y las flores secas de pelitre se molían y, como dicen los químicos, se
complementaban con talco y carbonato de calcio. Así se producían los polvos para proteger
las plantas. Sin embargo, no duró esto mucho tiempo, pues los agricultores se dieron cuenta
de que, a pesar de que espolvoreaban concienzudamente el producto en sus campos,
seguían sufriendo pérdidas en sus cosechas. El polvo no tenía ningún efecto sobre algunos
insectos. Ciertos pulgones seguían pululando en las plantas útiles. Lo que hicieron los
agricultores fue dirigirse a los biólogos y a los químicos. No se conocía todavía una de las
propiedades de estos enemigos secretos del hombre: la facultad de acostumbrarse a la
preparación mortífera, o sea la resistencia del insecto. Pero inventaron una nueva arma
contra su gran enemigo.
Figura 20. Molino de bolas para pulverizar las plantas secas utilizadas contra los parásitos
de las plantas. En molinos de esta clase se pulverizan también en colorantes y otras
materias.
Durante la primera guerra mundial, los químicos militares de cada uno de los dos frentes
trataban de inventar un gas de combate más eficiente que el de los otros. Los metcorólogos
esperaban un viento favorable y los comandantes también. Se oyeron las órdenes, los
tanques llenos de los más horribles gases se abrieron y, sobre las alas de la brisa que en
todo tiempo cantaron los poetas del mundo entero, empezó a volar una muerte despiadada.
Los gases de combate penetraban en el cuerpo humano por los pulmones y sembraban la
muerte. Mataban al hombre, pero no mataban las plantas. ¿Cómo es posible? -se
preguntaron los químicos. ¿No penetra el gas venenoso en la planta como penetra en el
cuerpo humano? Las plantas tocadas por los gases de combate fueron examinadas: se
descubrió veneno en ellas como en el cuerpo humano. Pero la planta seguía viviendo y en
unas semanas ya no tenía veneno. El insecto que vivía de ella, que extraía de ella el jugo
nutricio, moría aunque no directamente atacado por el gas. ¿Se envenenaba el insecto? y,
en caso afirmativo, ¿cómo se envenenaba? -se preguntaban los químicos. Pronto pudieron
contestar. La respuesta fue simple y asombrosa. Se alcanzó uno de los más grandes
inventos de la química al servicio del hombre en su lucha contra el mundo secreto de sus
enemigos, los insectos: se inventaron los famosos agentes "sistémicos" para defender las
plantas. Pues se descubrió que la planta salpicada o rociada de ciertos cuerpos venenosos,
absorbe y reparte tales materias por todo su cuerpo, con lo cual, de hecho, matan los
parásitos sin dañar la planta. A estos compuestos químicos los llamamos agentes sistémicos.
¿Por qué? Porque circulan por todo el organismo o -más científicamente hablando- por el
"sistema" de la planta. Hacen efecto aun en disolución muy diluida y persisten en los jugos
de la planta hasta seis semanas. Durante este tiempo son como soldados que defendieran
las plantas contra los insectos. Sin embargo, estos soldados no matan todo lo que
encuentran.
Examínenlo bien. Advertirán que aparecen dos veces "di", una vez "tri", dos veces "cloro" y
además "fenil", "metil" y "metano", ya aprenderemos lo que es esto. (Nos las veremos con
muchos otros términos complicados de química.)
No se trataba de ningún cuerpo compuesto nuevo. Los químicos lo conocían ya desde fines
del siglo pasado.
El profesor Müller preparó este producto químico y lo puso en una probeta, exactamente
como lo había hecho antes con los demás compuestos que usaba en sus experimentos.
Colocó las probetas con los diversos productos químicos sobre su mesa de trabajo, pero la
probeta del diclorodifeniltriclorometilmetano la puso en la ventana, sin ninguna intención
especial, tal vez porque ya no cabía sobre la mesa, tal vez por distracción.
Al día siguiente por la mañana esperaban al profesor dos sorpresas. La criada que se
ocupaba de la limpieza del despacho del profesor, y que en general terminaba la limpieza
mucho antes de que llegara él, esta vez estaba todavía barriendo afanosamente los
alrededores de la ventana.
Figuras 23, 24 y 25
-Profesor, debiera usted quitar esta porquería de la ventana. Tiene una que quitar las
moscas muertas. Mire cuántas hay aquí -y la criada le mostró el recogedor, donde se
encontraba un montoncillo de moscas inmóviles. El profesor Müller empezó a examinar con
interés las moscas y la probeta de la ventana y ya no escuchó más. Ni se ocupó tampoco de
las demás probetas. Le interesaba la respuesta a esta pregunta:
veces hasta después de una semana. Sin DDT hoy no podemos imaginar una defensa
eficiente contra el escarabajo de la papa, por ejemplo, que por poco destruyó, antes de la
segunda guerra mundial, toda la cosecha de papa de Francia, y que se extendió rápidamente
por Europa. Si no hubiera aspersiones de DDT, que utiliza cada aiío el buen hortelano para
proteger sus árboles frutales de las orugas, los coleópteros y otros parásitos, tendríamos
menos frutas, y muchas de las que tuviéramos estarían afectadas por alguna de las
numerosas enfermedades cuyos autores son precisamente estos enemigos secretos del
hombre: los insectos.
7. Manzanas distintas
Miremos dos manzanas del mismo árbol, cogidas en la misma época y almacenadas en la
misma bodega. Una está sana, la otra agusanado.
Después de 5 meses y medio de estar en el almacén, la manzana sana resiste, aunque
envejece, se debilita como una persona que se hace vieja. tiene o.25% de ácidos y 0.10%
de azúcar menos que cuando la almacenamos. Y no sólo eso, cuando la comemos
proporciona menos vitaminas que si estuviera fresca. Pero ¿qué le pasa a la enferma, a la
manzana picada? La pobre pierde muchísimo: 50% de ácidos Y 32% de azúcar. ¿Ven de qué
es capaz el gusanillo de la manzana?
Figura 26. ¿Dónde está la diferencia? Manzanas rociadas con una aspersión y manzanas que
olvidamos de rociar.
Ya no basta la bomba mecánica con la cual el agricultor cuidadoso rocíalos árboles con
sustancias protectoras. Poco a poco desaparece de los campos la silueta del agricultor con
su delantal, espolvoreando por el campo un puñado de polvo ceniciento.
Figura 28.
Contra los ejércitos de parásitos se lanzan hoy a la lucha aviones y helicópteros. Vuelan por
encima de las grandes superficies de los campos y bosques, donde se guarecen los insectos,
Colaboración de Miguel Navarro 17 Preparado por Patricio Barros
Antonio Bravo
El Mundo Sintético Vladimír Henz
y lanzan aerosoles, nubes que contienen productos químicos que destruyen los parásitos.
Pero se les agregan a aquéllos materias que ayuden a que los compuestos químicos se
adhieran a las plantas: jabón, petróleo o aceite mineral, que es ahora el más eficiente de los
"aditivos". Todos hemos visto alguna vez un avión de éstos. Vuela muy bajo encima del
campo, de repente detrás de él aparece un velo blanco y fino que llega hasta el suelo, es la
niebla de aceite mineral y las materias químicas activas, mensajeros de muerte que ayudan
mucho al hombre en su lucha contra sus enemigos, sean insectos, mohos o malas hierbas.
Tal vez el velo que vimos contenía DDT corriente con algunos litros de aceite mineral. Esto
parece una verdadera guerra. Aviones y aerosoles; en lugar de tanques, grandes aparatos
de aspersión; gases, venenos, muerte. Pero hay una gran diferencia: el hombre mueve esta
guerra para que viva la humanidad, no para exterminarla.
De la misma manera que el hombre se defiende contra los insectos nocivos, se defiende
también contra las plantas. Un viejo proverbio checo dice: "La mala hierba se come el pan
antes de salir del horno". Esta mala hierba nace junto a las raíces del trigo, del centeno y de
otros cereales, y les arrebata materias indispensables para la vida de las plantas cultivadas.
Hay muchas plantas parecidas así. Son propiamente plantas que crecen donde no deben.
Roban la sustancia alimenticia a la planta cultivada, impiden que le lleguen la luz y el aire y
a menudo traen parásitos y enfermedades contagiosas. Y contra ellas el hombre solicita la
ayuda de la química. Hace cien años la gente, que no tenía más recursos, echaba sal
corriente a la mala hierba, para tratar de deshacerse de ella.
Figura 30. Estos frutos son la mejor recompensa, después de los cuidados concedidos a los
árboles frutales durante todo el año.
Llamamos herbicidas a los productos químicos que matan las malas hierbas. La química
actual ha inventado un herbicida que daña las plantas de hojas anchas (y las malas hierbas
son plantas de éstas), mientras que no hace daño a las otras plantas (de hojas angostas):
de éstas son los cereales. Por ejemplo, si rociamos un campo con ácido
metilclorofenoxiacético, destruimos la mala hierba y no le pasa nada al trigo, éste se
deshace de un gran enemigo que lo ahoga.
más antiguos productos utilizados para proteger las plantas: el azufre, que en polvo fino
echamos a la planta atacada por parásitos; al quemarlo se produce un óxido sulfuroso que
destruye los filamentos del hongo. Las preparaciones químicas a base de mercurio se
mezclan en cilindros giratorios con las semillas antes de sembrarlas: con eso se destruyen
gérmenes de enfermedades infecciosas que de otra manera penetrarían en la tierra y luego
en las nuevas plantas.
Otros productos químicos importantes para proteger las plantas son, entre otros, el arsénico
-veneno violento-, el fósforo, el sulfuro de carbono, derivados antracénicos, nicotina y otros.
Son toda una serie, y asociados a otras materias químicas sirven como herbicidas,
fungicidas e insecticidas.
Acaso olvidemos alguna de estas palabras. Pero seguramente no olvidaremos que todas
terminan en "cida". Esto se refiere a la muerte que causan estos productos químicos a las
malas hierbas, a los mohos y a los insectos. Sin saber latín se ve que herba es hierba,
fungus, hongo, e insectum insecto. No son palabras difíciles: los herbicidas eliminan las
malas hierbas, los fungicidas combaten las enfermedades causadas por hongos y los
insecticidas destruyen los insectos.
Si simplificamos mucho las cosas, podemos afirmar atrevidamente, y al mismo tiempo con
toda razón, que el DDT es en verdad un derivado de la hulla, de la papa y de la sal. El
profesor que examinó a Zeidler ¿le puso en la mano pedazos de hulla y de papa y un salero?
Claro que no.
Figuras 35 y 36. La destilación seca se realiza en estos gigantes metálicos. · Cargando las
retortas con carbón.
Para su experimento, Zeidler partió de veras del benceno, del alcohol etílico y del cloro,
exactamente como ponía en su examen. Sin embargo, es cierto que estos cuerpos
compuestos provenían de tres cosas que conocemos bien: el benceno, de la hulla; el alcohol
etílico -alcohol medicinal-, de la papa; el cloro, de la sal corriente. Ya que no lo podemos
hacer solos, vamos a la fábrica a ver cómo se las arreglan allá. Primero veamos cómo se
produce el benceno.
Llegamos precisamente cuando sacan el coke caliente del gran recipiente de acero que se
llama retorta. Le echan mucha agua para que no arda. Esto es extraño. ¿Por qué no ardió en
la retorta, ya que echa tanto humo, y por qué ardería al aire libre? Pues porque las retortas
son un sistema de destilación seca y no de combustión. No hay oxígeno dentro de estos
gigantes de acero que se cargan con hulla. La hulla no arde en las retortas, calentadas por
fuera. Así la hulla se calienta hasta que desprende un gas. Y este gas sale por un conducto y
entra en contacto con agua. Los sedimentos que quedan se llaman alquitranes.
Figura 38
Figura 39. Estación final de un oleoducto. De estas torres de destilación se obtienen bencina
y otros productos del petróleo.
Sólo entre nosotros: obtener alcohol de las papas es hoy como escoger el peor de dos
males. Es un derroche imperdonable. Las papas se aprovechan más útilmente para la
alimentación del hombre o para engordar animales domésticos. Hoy el alcohol se obtiene
más económicamente del petróleo crudo. De este líquido espeso y oscuro que viaja por
largos conductos, los oleoductos.
Los químicos hacen con el petróleo crudo algo parecido a lo que se hace con la hulla, al
destilarla en seco. Lo descomponen por medio del calor, hasta alcanzar temperaturas
elevadas, pero otra vez sin entrada de aire. Este proceso químico se llama cracking. Bajo el
efecto del calor el petróleo se descompone en, cuerpos compuestos de carbono e hidrógeno,
más simples: lo que se llaman hidrocarburos inferiores. Son otras "piedras de construcción"
de la química orgánica. Naturalmente, no obtendríamos alcohol etílico con sólo recibir en
agua el gas producido durante el cracking, como lo hicimos en el caso de la destilación seca.
Ahora no se trata de eso. Pero lo importante es saber que el alcohol etílico -o alcohol, a
secas- se puede obtener más económicamente de otras materias primas, y no de la papa; la
mejor fuente es el petróleo crudo.
Figura 40. No se utiliza sólo un reactor para la fabricación del DDT sino toda una serie. En
éstos se realiza la condensación del clorobenceno con el cloral, con la ayuda del ácido
sulfúrico.
Ya tenemos, pues, dos materias primas fundamentales, necesarias para la producción del
DDT: benceno y alcohol.
Sabemos que la sal común es un cuerpo compuesto de cloro y sodio: cloruro de sodio. Para
conseguir la tercera piedra de construcción que necesitamos para producir DDT, el cloro,
necesitamos la ayuda de la corriente eléctrica. Por su acción -esto se llama un proceso
electrolítico- obtenemos una disolución y un gas. La disolución, que tiene el nombre químico
de hidróxido de sodio, es una materia prima importante, sin la cual no se podrían producir
fibras sintéticas. El cloro es un gas venenoso, amarillo verdoso y pesado. ¡Se han hecho
muchas cosas malas con el cloro! Durante la primera guerra mundial se utilizó como gas de
combate, y los ejércitos enemigos trataron de exterminarse mutuamente con él.
Ahora hemos llegado a donde estaba Othmar Zeidler, aquel estudiante austríaco con gafas,
cuando el profesor le escribió la fórmula del diclorodifeniltriclorometilmetano y quiso que
preparase este compuesto químico. Pero dejemos los frascos de Zeidler.
Están ustedes invitados a una de las fábricas donde se produce el DDT, para que vean cómo
se prepara en grande.
Cuando vean escrito DDT, con grandes letras, en un frasco o caja, recuerden al estudiante
de Viena, Othmar Zeidler, al profesor Müller, y no se olviden tampoco de la criada y de estos
fabricantes de DDT desconocidos en la actualidad. A todos debemos el poder luchar
victoriosamente contra enemigos mortales, tan insignificantes en tamaño pero tan terribles:
los ejércitos innumerables de insectos.
Capítulo II
EL ENCANTO DE LOS COLORES
Contenido:
1. El poeta y el mar
2. Una vez más el espectro, y diversos artefactos
3. El César y el molusco
4. Los secretos de los colores de las plantas
5. La muerte del capitán Périllat
6. El hombre pintor
7. Color en lugar de medicina
8. Los ganchitos de plata en el escudo
1. El poeta y el mar
Estábamos sentados en la orilla del mar Adriático, el Sol se acercaba lentamente a las
cumbres de las montañas de las islas de enfrente, el mar estaba silencioso y tranquilo.
Había un poeta entre nosotros.
-¡Qué juego de colores más maravilloso! -exclamó, y mostró el mar profundo debajo de
nosotros-. Se ve hasta el fondo. Qué raro; mientras más profunda, más azul es el agua.
El Sol tocó el pico más alto de la cordillera que atravesaba la isla, delante de nosotros. El
poeta, lleno de admiración ante la belleza que descubría de nuevo aquel día, después de
tantos años, no cesaba de asombrarse.
Figura 1. Los rayos del Sol atraviesan el prisma de vidrio, se descomponen y exhiben el
espectro solar. ¡Qué abanico de colores tan variados puede crear un pedacito de vidrio!
-¿Ven aquel juego de colores? -preguntó de nuevo, pues ninguno de nosotros le contestaba.
El poeta inquieto corrió hacia el agua, la tomó en la mano, estaba límpida. Aunque se
hubiera zambullido hasta el fondo, el agua no sería diferente, a pesar de que nos parecía
azul como el zafiro en la profundidad.
¿Veíamos todos mal?
Al anochecer nos sentamos en la terraza; hacía mucho tiempo ya que el Sol se había puesto
detrás de las montañas, de las islas e islotes repartidos por el mar. El poeta quiso saber por
qué le pareció -y a nosotros también- el agua más azul donde es más profunda. Entonces
nos enteramos de lo que es el color y el espectro luminoso, y también de por qué el agua,
en las grandes profundidades, parece ser azul. Escuchen lo que nos contó un joven técnico:
-Tendré que desilusionarlos -dijo-, no existe ningún color.
Se quedó callado un momento, como si quisiera ver si nos había sorprendido mucho con su
noticia.
-¿Qué dice usted? -preguntó el poeta-. Estuvo con nosotros; ¿quiere decir que no vio lo
mismo que nosotros?
Figura 2.
-No quiero decir eso. Vi como ustedes la puesta del Sol rosada, el cielo azul claro, las rocas
grises en las islas, el agua azul a lo lejos. Y sin embargo debo insistir en lo que dije: no
existe ningún color. Lo que percibimos como color es sólo una impresión del ojo, causada
por la excitación de la retina por la luz. Todos los colores no son más que impresiones de
nuestro ojo y no existen en realidad.
-Pero ¿cómo es que vemos el rojo, el verde, el azul o el negro? -preguntó el poeta, que
seguía sin entender.
-Lo mejor sería que les hiciera un experimento. Pero para eso necesitaría, por ejemplo, la
luz del día y un prisma triangular de vidrio. Pero desgraciadamente no tengo ninguna de las
dos cosas en este momento. Pero podemos imaginárnoslo fácilmente.
El poeta fijó los ojos con curiosidad en el joven. Éste siguió hablando:
respuesta a la pregunta que me hicieron: por qué el agua nos parece límpida en una
pequeña profundidad y azul en las grandes profundidades. Simplemente porque mientras
más profunda es el agua, más absorbe los rayos.
-¿Entonces la luz del Sol se compone de sólo siete colores, como el arco iris?
-De ninguna manera. Es que el ojo humano no los puede percibir todos. En la luz del Sol hay
otros rayos, invisibles al ojo humano; los llamamos ultravioletas e infrarrojos. Son mucho
más numerosos que los que podemos ver.
El asistente técnico calló. Asomó la Luna sobre las rocas y su luz amarillenta se derramó
sobre la superficie del mar debajo de nosotros. El poeta nos dio las buenas noches y se
acercó a la orilla del mar, donde las olas doradas por la Luna se estrellaban con furia contra
las rocas grises y silenciosas. Fue a consolarse con el encanto de los colores de una noche
de Luna en la orilla del mar. No le importaba nada saber que los colores eran sólo
impresiones que reciben los ojos. Le daba gusto saber que el hombre tiene la facultad
milagrosa de percibir el encanto de colores que no existen de veras.
salir el gas, se enciende con una llama casi incolora. Pero precisamente esta llamita es un
pequeño milagro: se desarrolla en ella una temperatura que llega hasta 1800° C.
¿Para qué necesitaba el profesor Bunsen una temperatura tan elevada? Muchos grandes
inventos tienen su origen en una idea muy simple. Bunsen quería saber cómo se conducirían
diversas materias químicas a altas temperaturas. Para realizar sus experimentos, además
del mechero construyó unas pincitas de platino muy sutiles -dos hilillos con un anillo en la
punta- y con ellas sujetaba el producto químico y lo mantenía en la llama. La sal común fue
la primera sustancia que ensayó. En cuanto la puso con las pincitas encima del mechero, la
llama se puso amarilla. El profesor sabía que la sal o cloruro de sodio era un cuerpo
compuesto de cloro y sodio. ¿Cuál de los elementos del cloruro de sodio hacía que la llama
incolora se pusiera amarilla? ¿El cloro o el sodio? El hilillo de platino solo no colorea la llama.
¿Qué hubieran hecho ustedes para averiguarlo? Sin duda hubieran escogido un producto
químico que contuviera sodio sin cloro, o al contrario, cloro sin sodio, para saber
exactamente cuál colorea la llama.
El químico de Heidelberg escogió el carbonato de sodio, que contiene sodio pero nada de
cloro. Lo sostuvo con las pincitas de platino y lo puso en la llama. No tuvo que esperar: la
llama se puso amarilla. Pero esto no le bastaba todavía al químico concienzudo y prudente
para afirmar definitivamente que el sodio colorea siempre la llama de amarillo. Sólo cuando
se convenció, después de varios experimentos, que aun el sodio puro colorea la llama de
amarillo, se atrevió a afirmar que así se puede reconocer el sodio sin tener que hacer ningún
experimento complicado: cuando no estamos seguros de que algún producto químico
contiene sodio, lo ponemos en una llama de alta temperatura. Si la llama se pone amarilla,
el producto químico contiene sodio.
Naturalmente, Bunsen ensayó de esta manera una serie de compuestos químicos de lo más
variados, y así averiguó que el potasio colorea la llama de violeta, el cobre de verde, etc.
Fíjense que se trata siempre de elementos. Bunsen logró siempre descubrir su presencia
según el color que tomaba la llama del mechero.
Pero ¿cómo averiguar cuáles son los elementos que se encuentran, por ejemplo, en las
disoluciones de sales? Otra vez empezó con la sal común. Encendió tres mecheros; en la
llama del primero puso las pincitas con una gota de una disolución de sal común pura, en la
del segundo una gotita de una solución de sal a la cual agregó litio, en la del tercero una
gotita a la cual agregó potasio. Esperaba impacientemente ver el color de las llamas. Pero
esta vez el profesor Bunsen se quedó desilusionado: las tres llamas se pusieron amarillas,
no se podían distinguir. Era como si la coloración roja que emite el litio y la coloración
violeta del potasio desaparecieran ante la intensidad amarilla del sodio. El ojo humano no
percibía más que el color amarillo, pero el rojo del litio y el color violeta del potasio tenían
que estar en alguna parte, no podían haber desaparecido. Entonces el profesor Bunsen se
dijo: utilizaré un filtro para ayudarme. Disolvió un colorante en un tubo y empezó a mirar las
llamas de los tres quemadores, a través del tubo, que actuaba como filtro. Y con alegría vio
que la llama en la cual había puesto la gotita de solución de sal común y litio estaba roja
como la frambuesa, y la llama con la gotita de sal y potasio estaba púrpura. Sólo la llama
obtenida cuando con las pincitas se tomaba la gotita de sal común pura desaparecía
completamente.
El químico de Heidelberg conocía el espectro luminoso, y también sabía lo que acabamos de
conocer, gracias al joven técnico, a la orilla del mar, acerca de la absorción de los colores.
Así se explica fácilmente por qué no se ve el color amarillo de la llama cuando se mira a
través de la disolución azul: simplemente el colorante azul absorbe los rayos amarillos de la
llama del mechero y ayuda al ojo humano a ver los matices rojos que no podría percibir de
otra manera.
Bunsen se entusiasmó; creyó haber encontrado la llave de uno de los grandes secretos de la
química: cómo determinar la presencia de diversos elementos con la ayuda de la llama y de
cristales de colores.
Pero esta vez su alegría fue prematura. A pesar de toda su serie de filtros en colores, no
pudo averiguar la composición de algunos cuerpos mediante su método. Es que a veces
aparecían los mismos colores en la llama, aunque se tratara de cuerpos de composición
química completamente diferente. No le sirvió de nada ponerse delante de los ojos cristales
de todos los colores.
En aquellos momentos de incertidumbre desesperante, otro profesor de la Universidad de
Heidelberg, el físico Kirchhoff, ayudó al químico. Pensó también en el espectro luminoso y
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Antonio Bravo
El Mundo Sintético Vladimír Henzl
razonó así: la luz del Sol que atraviesa el prisma triangular de cristal exhibe los colores que
lo componen; la luz de la llama en la cual ponemos alguna materia química se debe
descomponer también. Vamos a ver.
Un día lluvioso, el profesor Kirchhoff, llamó a la puerta del laboratorio químico de Bunsen.
Debajo del brazo traía un paquetito cuidadosamente envuelto.
-Traigo algo para usted -dijo, y se limpió los zapatos lentamente, sin apresurarse de ninguna
manera.
-Entonces pase, pase -respondió Bunsen con impaciencia.
Kirchhoff empezó a deshacer el paquetito lentamente. El químico miraba con curiosidad para
ver lo que venía envuelto en los papeles, y cuando vio una de las cajitas en las que se solían
vender los cigarros puros en aquel tiempo, dijo desilusionado:
-Gracias, pero hoy no tengo la menor gana de fumar -y, sombrío se volvió hacia la ventana.
Pensó que aquello sólo le hacía perder el tiempo.
El profesor Kirchhoff sonrió nada más.
-Aquí tiene para su... No había terminado de hablar siquiera cuando Bunsen le arrebató de la
mano la cajita, que no tenía ningún cigarro sino dos tubos de metal.
-¿Qué es esto?
Kirchhoff empezó a explicarle pacientemente cómo había cortado unos gemelos en dos
pedazos, cómo los había colocado en la caja de cigarros, formando el ángulo necesario; ante
una de las aberturas Kirchhoff colocó una ruedecilla de cartón con un agujerito por el que
penetraba la luz en la caja, dentro de la cual se encontraba nuestro viejo conocido el prisma
triangular de cristal. Era posible hacer girar el prisma, y cuando el profesor Bunsen miró por
el segundo tubo, que tenía dos lentes, vio con asombro un abanico de colores: el espectro.
En seguida encendió el mechero y apuntó a él la caja de cigarros cargada con los pedazos de
gemelos y el prisma de cristal. O sea que en realidad era un espectroscopio, y ya no una
caja de cigarros con unos gemelos rotos. Así llamaron al aparato del profesor Kirchhoff,
tosco pero de una importancia extraordinaria en la historia de la química.
Cuando el químico miró por el tubo, vio un espectro diferente del solar. En lugar de los
colores del arco iris, fundiéndose gradualmente uno en otro, aparecieron líneas de colores
netamente diferentes unas de las otras. Cuando Bunsen puso potasio en la llama, vio en el
espectroscopio dos líneas rojas y una violeta. Cuando calentó el sodio vio una línea amarilla
y cuando puso cobre en la llama con las pincitas de platino, hubo en seguida varias líneas:
tres verdes, dos amarillas y dos anaranjadas. Lo que no podía ver el hombre a simple vista,
lo percibía el sencillo aparato del profesor Kirchhoff -el espectroscopio- exacta e
infaliblemente. Aún hoy llamamos análisis espectral a este modo simple que utilizaron los
dos profesores de Heidelberg, un físico y un químico, para averiguar la composición química
de diversas materias. Seguimos usando el aparato inventado por Kirchhoff. Naturalmente,
ya no es una caja de cigarros, un vidrio y unos gemelos rotos, sino un espectroscopio
perfecto construido en una fábrica, gran ayudante del químico.
3. El César y el molusco
Ya sabemos bastante acerca de los colores, que son impresiones producidas por una
excitación del ojo; sabemos que la descomposición de la luz aparentemente simple revela el
espectro solar, y también lo que es un espectroscopio. Pero nos falta hablar precisamente de
uno de los capítulos más interesantes de la química: los colorantes y la tinción, que trata de
la preparación de las materias que ayudan al ojo a ver los colores.
Hojeemos viejos libros para ver cómo trató el hombre de imitar a la naturaleza desde tiempo
inmemorial, cómo trató de dar colores a sus vestidos y a las cosas. Esta vez no abriremos
ningún voluminoso libro de química, ni siquiera las notas poco comprensibles de los
alquimistas que buscaban el secreto de la fabricación del oro.
Abramos un libro de poemas de uno de los más grandes autores romanos: Publio Ovidio
Nasón, los Fastos. Busquemos la caracterización del cortejo de los cónsules, delante de los
cuales marchan doce lictores portadores del emblema del poder consular: un haz de varitas.
En las hogueras del sacrificio, ante el templo de Júpiter, en el Capitolio, se oye un crepitar y
huele el azafrán, y el resplandor de la llama ilumina el techo de bronce del santuario. Es el
primero de enero, el cortejo solemne se acerca al templo.
Figura 7. La ciudad de Tiro, uno de los puertos más antiguos del mundo, al cual no era
grato acercarse. Muy lejos llegaba la fetidez de los moluscos, de los cuales se extraía el
colorante púrpura en calderas.
La procesión avanza hacia el Capitolio, el pueblo lleva sus ropas de ceremonia, vestidos
limpios y blancos de fiesta. Delante van los lictores y detrás de ellos la púrpura de los
cónsules.
La púrpura de los cónsules...
¿Por qué llevaba el pueblo ropa blanca y por qué estaban los cónsules vestidos de púrpura?
La explicación es simple. La púrpura -y bajo este nombre se incluían colores de todos los
matices desde el morado hasta el rosado- era el color de los más altos funcionarios del
Estado romano. Era el color del emperador romano y de los cónsules. Pertenecía a los
emblemas de su dignidad, pero era también testimonio de su riqueza.
En las épocas de los emperadores romanos, la gente no conocía los colorantes sintéticos
baratos que tenemos nosotros. Los antiguos romanos obtenían a duras penas, y a precio
elevado, colorantes provenientes de los cuerpos de animales y plantas. Y el colorante
purpúreo con que teñían los mantos de los emperadores romanos provenía de los cuerpos
de pequeños moluscos marinos: las púrpuras o múrices. Pero los que descubrieron este
colorante no fueron los romanos. Este hallazgo llegó a ellos desde la ciudad de Tiro, pasando
por Grecia. Tiro, considerado uno de los más antiguos puertos del mundo, si no el más
antiguo, se encuentra en la faja de litoral entre el actual Líbano y el mar Mediterráneo, lo
que se llamaba Fenicia. Allí, muchísimos años antes de nuestra era, los antiguos fenicios
pescaban con redes menudos moluscos marinos con conchas de hermosos colores. Estos
animalitos, los múrices, tienen junto al hígado una glándula que contiene un líquido que al
aire adquiere color rojo oscuro. Como los moluscos eran pequeños, no era posible sacarles el
jugo uno por uno; por eso los fenicios los trituraban, luego les echaban sal y después de
algunos días los cocían en calderas. Separaban la carne y quedaba un zumo incoloro, que
sólo al aire, por acción del oxígeno, se ponía amarillo, rojo y finalmente púrpura. Pero los
fenicios no se contentaban con el producto así obtenido: lo mezclaban con el colorante de
otro molusco o incluso con miel. Muchos de ellos guardaban celosamente sus secretos de
producción que los ayudaban a producir colorantes de otros matices que los de sus vecinos.
Sin embargo, estos colorantes eran extraordinariamente caros. Para obtener sólo un gramo
de púrpura, eran necesarios unos diez mil animales. No es raro, pues, que sólo el emperador
de Roma y sus más altos funcionarios pudieran permitirse la ropa de color púrpura.
Figura 9. Cochinilla del nopal. Después del descubrimiento de América esta cochinilla llegó a
ser para los tintoreros europeos una materia prima con la cual se fabricaba un colorante
caro.
Hablemos ahora de otro colorante extraído también del cuerpo de un animal y que
conocieron los europeos casi dos mil años después de que los fenicios preparaban la púrpura
del múrice.
Después del descubrimiento de América, algunos conquistadores se fijaron que había en los
cactos del Nuevo Mundo, unos insectos pequeños, parecidos a la chinche. Recibió el insecto
el nombre de cochinilla. Los conquistadores se dieron cuenta también de que la hembra del
insecto, de cuerpo gris, tiene entrañas rojas. Empezaron a recogerlas, secarlas y triturarlas,
y así pronto en los mercados europeos apareció un colorante, raro en aquel tiempo y por eso
caro, la cochinilla.
cortar el añil de menos de tres años. Ya hace dos mil años que los judíos sacaban de esta
planta, procedente del Oriente, un colorante azul: el índigo o añil.
Consideremos un momento este colorante, pues el añil ocupa, por su belleza y su estabilidad
-dos propiedades por las cuales suspiran todos los tintoreros- uno de los primeros lugares
entre los colorantes.
Para la gente del siglo XX la prohibición del Rey de Francia es incomprensible. Pero no eran
sólo los reyes franceses quienes estaban convencidos de que el añil era nocivo. En aquella
época no era posible llevar ni a Italia ni a Alemania el colorante fabricado en la India. Hasta
el siglo XVIII los holandeses no decidieron abrogar aquella ley absurda, y entonces Europa
pudo apreciar el colorante que ya conocían los egipcios, los judíos y algunos otros pueblos,
ya 1500 años antes de nuestra era.
En el siglo XVIII, los holandeses empezaron a importar añil de la India, donde este colorante
se extraía de una manera muy simple de la planta que lleva el mismo nombre. Metían hojas
frescas en un agujero y les echaban agua. Bajo la acción de ciertas bacterias que viven en
las hojas de esta planta, se producía una fermentación. Para estimular el proceso químico,
los aborígenes removían la materia de fermentación con bambúes. Así tenía acceso el
oxígeno; el tejido de las plantas, luego de haber formado una materia química muy
compleja, dejaba que se disociase en varias sustancias colorantes y azúcar. Después de
algún tiempo, se empezaba a depositar en las paredes una materia azulada. Sólo faltaba
liberar el añil azul de partículas de otras materias coloreadas, rojas, pardas, amarillas. Para
esto se cocía el añil bruto con agua. Así se destruían también las bacterias que hubieran
podido provocar otra fermentación, ya no deseable. Para producir un kilo de colorante se
necesitaban cien de hojas.
Sin embargo, todavía no se podía teñir con este índigo de la India. Es que no se disolvía en
el agua. Pero los tintoreros de la Antigüedad sabían hacerlo. Pensaban que si el añil solo no
se disolvía en el agua, tal vez se disolvería en compañía de alguna otra materia química. Y
en efecto, encontraron el mediador entre el colorante y la tela por teñir.
El procedimiento ideado, en el que se usaba cal, causaba la "reducción" (lo contrario de la
oxidación) del colorante insoluble, haciéndolo soluble. En esta reacción entraba hidrógeno en
el colorante. Pero el oxígeno -oxidante por excelencia- no se daba por vencido. Como se
encuentra en el aire, en cuanto el tintorero sacaba el tejido de la tina, el oxígeno empezaba
a actuar sobre la forma reducida del añil, oxidándola y haciendo aparecer de nuevo el color
azul.
El ingenio humano descubrió además que agregando al colorante sales de algunos metales,
como por ejemplo el hierro, el cobre, el cromo o el aluminio, no sólo se liga el colorante al
tejido, sino que además (aun que se trate de sales incoloras) la tela adquiere toda clase de
colores nuevos.
Figura 11.
Hace un momento hablamos del colorante de las raíces de rubia o granza. Si se agrega una
sal de aluminio a dicho colorante, un tejido de algodón se teñirá de rojo. Pero si en lugar de
una sal de aluminio se usara una de hierro, se obtendría un color violeta, y si se mezclaran
las dos sales -de hierro y de aluminio- y se agregaran al colorante de la granza tintórea, se
podría teñir de pardo un tejido de algodón.
Como ven ustedes, las sales de metales no se conforman con ser modestos mediadores
entre el colorante y el tejido, sino que, en colaboración con el colorante, influyen sobre el
color que tomará el tejido.
El tintorero moderno debe saber teñir todo: lana y algodón, papel y caramelos, lápices,
materias sintéticas, hule, aceite, medicinas, tintas o lápices labiales. Los químicos han
descubierto cómo teñir sin tener que remojar en el colorante el objeto. Basta dispersar
partículas del colorante directamente en la materia. Así se tiñe el papel, por ejemplo. De una
vez se agrega el colorante a la pasta de celulosa con la que después se hace el papel, y ya
no es necesario teñir éste. También se puede agregar al colorante un vehículo, como alcohol
u otro disolvente, que se adhiere junto con el colorante al objeto. La pintura mezclada para
ventanas y puertas es un ejemplo de unión de colorante y vehículo, sin el cual el colorante
no se adheriría a la madera.
6. El hombre pintor
El hombre es por naturaleza un ser curioso. Busca, observa, inventa. No se contenta sólo
con lo que le ofrece la naturaleza; transforma sus dones de una manera que a primera vista
parece increíble. Vimos cómo aprovechó el pequeño múrice o el añil y cómo agregó los
colores que preparó por su cuenta a los proporcionados por la naturaleza. Pero también
entre los minerales encontró el hombre una gran cantidad de colores, como la cal para
blanquear los muros. Moliendo la limonita -mineral que se utiliza también para la producción
de hierro- y luego calcinándola, se obtiene un colorante rojizo, el ocre. El sulfato de cobre,
que mencionamos al hablar del profesor francés Millardet, quien, precisamente con la ayuda
de esta sal cuprífera, salvó la vid de la plaga, es también un colorante, pero malo, pues no
se adhiere a nada.
Figura 12. Fragmento de un sarcófago egipcio. Hasta hoy, los colores no han perdido
intensidad.
Nuestros antepasados conocían muchísimos minerales con los cuales obtenían colorantes.
Cuando abrieron las pirámides de los antiguos faraones egipcios, los arqueólogos quedaron
maravillados ante los colores tan bien conservados que utilizaban los antiguos pintores
egipcios para decorar los sepulcros de los monarcas. Una maravilla de colores creados a
partir de minerales sobrevivió a los siglos. Los romanos -esto también lo averiguaron los
arqueólogos- conocían no menos de 30 000 matices encantadores, obtenidos con colorantes
provenientes de minerales. Los pintores de la Edad Media, en particular los maestros
italianos y holandeses, preparaban ellos mismos los colores de aceite que utilizaban para
pintar sus famosos cuadros. Hasta ahora no se ha logrado imitar algunos de ellos.
Pero ahora dejemos caer el telón sobre el remoto pasado. Hablamos de él para demostrar
con qué tenacidad el hombre trató de imitar el encanto de colores que exhibe la naturaleza.
Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, hasta mediados del siglo pasado no se habían
descubierto más de treinta colorantes naturales. Muchos de ellos no eran fijos; las telas
teñidas con ellos palidecían pronto, aunque el proceso era complejo y lento. En el siglo
pasado, fue como si le hubieran abierto las puertas de par en par a quienes trataban de
descubrir nuevas fuentes para obtener más colorantes. Empieza la era de los colorantes
artificiales o sintéticos. Ya no es del múrice, ni del añil, ni de las de más plantas tintóreas de
donde el hombre saca los colorantes, sino de una materia maloliente desdeñada hasta hace
poco: el alquitrán de hulla. Nosotros ya lo conocemos un poco: nos familiarizamos con él
cuando hablamos de la producción de uno de los agentes para exterminar insectos nocivos,
agente que tiene un nombre largo, difícil de recordar: diclorodifeniltriclorometilmetano
o DDT.
Figura 13.
-Voy al campo por algún tiempo a descansar -dijo Hofmann un día a sus asistentes y a
algunos de sus mejores alumnos, que mandó llamar-. No me gustaría que ustedes se
quedaran aquí perdiendo el tiempo. En Asia la gente muere por miles de paludismo.
Debemos esforzarnos ahora por producir quinina sintética, ya que la corteza de quina, de la
cual, como saben, se saca el medicamento contra el paludismo, es muy insuficiente.
El profesor examinó algunas páginas que tenía en la mano; en ellas estaban descritos los
experimentos que debían realizar sus alumnos durante se ausencia.
-Probar, probar y probar de nuevo, señores. Sólo es difícil lo que no nos atrevemos a hacer.
Tal vez logrará alguno de ustedes, si no resolver completamente el problema de la quinina
sintética, por lo menos dar un paso adelante hacia la solución. Les deseo mucha suerte.
-Quinina, quinina y sólo quinina, como si no existiera nada más en el mundo. ¡Y sacarla,
para remate, de este maloliente alquitrán! -Uno de los alumnos de Hofmann expresó en voz
alta lo que los demás sólo pensaban.
-Si él no lo puede hacer, ¿cómo lo podemos conseguir nosotros?
Esperó un momento para asegurarse de que el profesor estuviera ya bastante lejos, se puso
el sombrero y salió a la calle inundada de sol. El joven Perkin no tardó en quedar solo en el
laboratorio.
Entonces examinó la hoja que le había dado el profesor Hofmann.
Perkin leyó y releyó: "Nadie nos puede impedir. Pero sabía muy bien cuántos químicos
mucho más viejos que él -pues tenia sólo 18 años- no habían podido resolver el problema, a
primera vista tan sencillo: agregar a alguna materia cierto número de partículas de
hidrógeno u oxígeno, o al contrario retirarla de dicha materia. Sabía también que muchos de
ellos habían seguido el proceso que Hofmann había publicado ya y que estaba descrito en
pocas palabras, con la letra diminuta y bonita del profesor alemán, en el papel que él tenía
en la mano en aquel momento.
¿Y no podría utilizar otra cosa en lugar del naftaleno que me recomienda mi profesor y con
el cual todavía nadie ha logrado nada? ¿Otra sustancia, de la familia del naftaleno, extraída
también del alquitrán de la hulla?
Por suerte el joven Perkin tenía en aquel tiempo muy escasos conocimientos sobre la
composición de los compuestos químicos y sobre las reglas fijas que rigen estas
composiciones, además Hofmann se había equivocado en cuanto a la composición de la
quinina.
Perkin se sentó en el viejo sillón que tanto gustaba a su profesor, se abismó en sus
pensamientos y ni siquiera se dio cuenta que caía la noche.
-Ensayaré la toluidina -se dijo; se puso en pie, se desperezó, encendió la luz de gas y puso
toluidina en el tubo. Le añadió unas gotas de agua -con lo cual quiso agregar a la toluidina 2
Colaboración de Miguel Navarro 18 Preparado por Patricio Barros
Antonio Bravo
El Mundo Sintético Vladimír Henzl
El agua tomó un bello color purpúreo. William Henry Perkin, estudiante de dieciocho años,
de quien su padre quería hacer un arquitecto, había descubierto por primera vez un
colorante sintético. El muchacho reconoció fácilmente que aquello no era quinina sino un
colorante: mojó unas hebras de seda blanca en la disolución púrpura, y se tiñeron en
seguida de rojo. Y el color resistió toda una semana expuesta al Sol donde lo había dejado el
joven químico. Ni siquiera el jabón lo pudo quitar. Perkin no perdió tiempo y en seguida
mandó una muestra de su colorante a Escocia para que el tintorero Pullar, que se lo había
pedido, lo probara allá. Todos los días salía al encuentro del cartero, todos los días le
preguntaba lo mismo: -¿No tiene nada para mí? ¡De Escocia digo! Todos los días el cartero
movía la cabeza. -Tal vez mañana, señor Perkin.
Después de una semana llegó una repuesta corta: "Acuso recibo de su envío. Su servidor,
Pullar".
El muchacho estaba desilusionado, pero convencido de que el mundo entero recibiría su
descubrimiento con los brazos abiertos, pese a aquellas pocas palabras lacónicas.
Pasaron tres semanas más. Un día desde lejos, el viejo cartero hizo un signo al muchacho:
¡carta de Escocia! Perkin rompió el sobre con impaciencia:
"Si su invención no eleva demasiado el precio de las telas teñidas, podría ser uno de los
descubrimientos más interesantes de nuestra época", escribía el tintorero Pullar.
Aquel mismo día corrió William Henry Perkin, adolescente de dieciocho años, a la oficina de
patentes, para hacer registrar su invento. El día 26 de agosto de 1856 fue concedida a
Perkin la patente número 1984 por la fabricación del colorante malva, que recibió el nombre
de las bellas flores color rojo violáceo. Y para mostrar al prudente tintorero escocés que la
fabricación del producto en la fábrica no encarecía las telas teñidas, el muchacho construyó
durante las vacaciones, con la ayuda de su hermano, un pequeño modelo de la máquina
necesaria para la preparación de su colorante. Y cuando logró producir unos gramos de
mauveína con el aparato, telegrafió al señor Pullar: "Esto vale la pena. Perkin".
Figura 15. Con su compuesto púrpura en el tubo donde había calentado anilina, agua y
bicarbonato de potasio, Perkin, joven de 18 años, había obtenido el primer colorante
sintético que llamó mauveína.
Con esto se termina (sólo para nosotros) el interesante episodio del descubridor del primer
colorante sintético, William Henry Perkin, quien se dijera que dio la señal a los demás
químicos, que empezaron a rivalizar en la producción cada vez más variada de colorantes
sintéticos, derivados no sólo del alquitrán sino también de otros cuerpos como por ejemplo
el azufre. Casi todos los años, alguno de ellos anunciaba que había inventado otro colorante
sintético que remplazaba a algún colorante natural.
Figura 16. Este escudo perteneció a los antepasados de Federico Augusto Kekulé, uno de
los grandes químicos del siglo pasado.
La granza tintórea, la púrpura de Tiro, el extracto de palo de campeche, árbol exótico que da
un tinte violeta, la sangre de dragón, de los frutos de una palma llamada en latín Calamas
draco, el carmín de la cochinilla y, en fin, el rey de los colorantes, el índigo o añil, extraído
de las hojas de la planta del mismo nombre, fueron vencidos por una materia maloliente, el
alquitrán de hulla. Hasta la fecha han salido de éste millares de clases de colorantes
sintéticos. La producción de este cuerpo, que remplaza a los animales y las plantas, alcanza
anualmente alrededor de 370 mil toneladas.
Encontramos en los anales los nombres de los descubridores de colorantes, que permitieron
al pueblo vestirse también de púrpura: los nombres del francés Verguin, del ruso Butler, de
los alemanes Graebe y Liebermann y de muchos otros químicos que fueron descorriendo el
velo que ocultaba los secretos de la química de los colorantes.
No hay que tomar demasiado en serio la e acentuada que aparece al final del apellido
Kekulé: sin acento se trata simplemente de un nombre de hacendados checos de
Stradonice, que lucían en su blasón tres ganchitos de plata que servían para sangrar a los
caballos. Kekulé le puso un acento a la e cuando fue profesor de química en la ciudad belga
de Gante, para que los varones de habla francesa no pronunciaran "Kekul" sino Kekulé.
Kekulé se parecía más al nombre original del hacendado de Stradonice que el Kekul
mutilado.
Trataremos de explicar muy simplemente la idea un poco complicada de Federico Augusto
Kekulé, que permitió a los químicos definir de antemano en su mesa de trabajo, sin un solo
tubo, sin mechero, sin vasitos llenos de reactivos, sólo con un lápiz en la mano, los
procedimientos químicos por seguir.
Kekulé fue el primero que descubrió que cada átomo de carbono de cualquier compuesto
orgánico es capaz -como si tuviera cuatro manos- de coger cuatro manos de otros
elementos: el carbono es tetravalente.
Imaginemos la cosa en esta forma: un elemento monovalente, como por ejemplo el cloro en
muchos casos, tiene una mano, y por eso cuando se combina con otro elemento
monovalente, como por ejemplo el sodio, le da sólo esta mano y se produce un compuesto
sencillo, el cloruro de sodio o sal común. El oxígeno ya es diferente, tiene siempre dos
manos y cada una de ellas agarra firmemente una mano del hidrógeno monovalente: así un
oxígeno agarra dos hidrógenos y el resultado es agua. Ahora imaginemos otra vez el
carbono, que -en un sentido figurado, recuérdese- tiene en casi todos los casos cuatro
manos y con cada una de ellas agarra la mano de otro elemento -y la coge firmemente.
Decimos que el carbono es tetravalente: cada átomo de carbono agarra cuatro "manos" de
otros átomos de carbono que se encuentran ligados unos a otros en numerosos compuestos
químicos, como por ejemplo los derivados del alquitrán de hulla, forman hexágonos de este
tipo:
Figura 17.
Kekulé llamó a esto núcleo bencénico. Y digámoslo más sencillamente todavía. Kekulé
descubrió que rige en los compuestos de carbono una ley estricta en la combinación de los
átomos de carbono consigo mismos y con otros elementos.
Figura 18. Federico Augusto Kekulé, descendiente de emigrados checos, contribuyó de una
manera decisiva a la elucidación de la constitución de los compuestos orgánicos.
Naturalmente, esto fue un descubrimiento genial que permitió a los químicos calcular
muchas veces de antemano lo que pasaría al hacer actuar un cuerpo sobre otro, sin
necesidad de tomar en la mano un tubo con algún compuesto de carbono ni de hacer
experimentos con él a la buena de Dios. La consecuencia práctica de eso fue que los
químicos pudieron, con más éxito que nunca, preparar cada vez más colorantes sintéticos a
partir del alquitrán de hulla. Por eso precisamente tuvo tanto mérito aquel descendiente de
checos. Por eso pertenece también Federico Augusto Kekulé a la galería de los químicos
famosos que ayudaron con la maravilla de los colorantes a enriquecer aún más la paleta, ya
tan variada, de nuestro mundo.
Capítulo III
EL CUERPO HUMANO, LABORATORIO QUÍMICO
Contenido
1. La noche oscura
2. Nansen, latas envenenadas y carne de foca
3. La tierra de la leche sin leche
4. ¿Qué son las vitaminas?
5. Medicina en lugar de colorantes
6. El muchacho de Lochfield, las truchas y el moho
7. Uno de los seiscientos mohos
8. Diez años de investigaciones
9. La muerte ayuda a la vida
10. Miles de unidades en un solo pinchazo
11. ¿Qué es la penicilina?
12. Milagro sin milagro
1. La noche oscura
Las ruedas de la carroza arrastrada por una cuadriga cansada tropezaban con las piedras, el
cochero blasfemó, el látigo restalló, pero los caballos no hacían más que adelantar
lentamente por el borde del camino. Caía la noche, la tempestad llegaba por el oeste y el
señor que venía sentado en la carroza se asomaba sin cesar a la ventanilla y preguntaba con
impaciencia por qué los caballos iban tan despacio, y cuantas veces se le contestaba que
necesitaban descansar, refunfuñaba algo con enojo y otra vez se hundía en el rincón de la
carroza.
Quería alejarse lo más posible de Bohemia. En Praga se había declarado la peste, se había
extendido rápidamente y la gente se moría. No tenían ningún efecto los filtros preparados
según los consejos de los más famosos alquimistas que vivían en la corte de Rodolfo II,
emperador romano y rey de Bohemia. Ni siquiera el bálsamo mezclado con sangre de pato,
al cual se agregaban en noches de Luna siete gotas de veneno de serpiente. Sin embargo,
aquélla era una receta secreta que le había revelado al Emperador uno de sus más
estimados alquimistas, el sabio Michael Sendivogius. Los enemigos del favorito del
Emperador trataron en vano de difamarlo. Rodolfo II creía en su Sendivogius. Sólo cuando
se enteró de que el alquimista había salido de Praga a toda prisa, por miedo a la peste,
ordenó lleno de ira que despacharan a los jinetes más rápidos tras Sendivogius para traer al
alquimista infiel.
Fue como si la tierra se lo hubiera tragado. Tal vez de veras sabía hacer brujerías este
hombre vendido al diablo. Los jinetes regresaron sin el alquimista. Había evitado los caminos
imperiales y obligado al cochero a ir por senderos que a los cocheros no les gustaba seguir,
y sólo cuando estuvo seguro de que ya había pasado la frontera morava le dio al cochero la
orden de regresar a la carretera que lleva a Silesia.
El fiel sirviente del famoso alquimista, Bodowski, iba sentado en el pescante de la carroza, al
lado del cochero; le decía a éste que fuera más de prisa, que la región estaba despoblada,
los tiempos eran inseguros, la gente mala.
Figura 1.
La carroza saltaba de nuevo, en los ejes se oían chasquidos; el cochero tiró violentamente
de las riendas. Atravesado en el camino había un tronco enorme. Los caballos se detuvieron
y en aquel momento aparecieron algunas siluetas tenebrosas al borde del camino. Rodearon
la carroza; una de ellas montada a caballo miró adentro.
- Tendrá que bajar su señoría - dijo el jinete.
Pero el hombre de la carroza no se movió.
- ¿No oyó? ¡Bájese! - ordenó el jinete.
- ¿Quién es usted? ¿Y con qué derecho detiene a un consejero de la corte de Su Majestad el
Emperador? - preguntó el hombre de la carroza.
- Lo esperaba, señor Sendivogius - replicó el hombre del caballo- . Soy Jost, caballero de
Haugvic. Sabía que venía usted por aquí. Detuvimos al mensajero que debía entregar su
carta al Elector de Sajonia. El hombre, más calmado, sacó la carta, con el sello roto.
- ¿Quiere regresar a Praga con mis guardias o hacerme un pequeño favor por el cual le
estaré agradecido toda la vida?
Sendivogius miró al jinete con curiosidad; su cara le parecía conocida.
- ¿Qué quiere de mí?
- La piedra filosofar - dijo Haugvic brevemente.
Al día siguiente, después de pulverizar los huevos y los caracoles y agregarles la lengua de
ciervo, las trece cucharadas de vino bien llenas, la libra de azúcar rosada, hepáticas y
berros, el alquimista del Emperador especificó qué dosis debía tomar cada día la señora
Salomena. Luego se despidió y siguió su viaje a Silesia con su fiel fámulo.
Dos semanas después, el caballero de Haugvic, señor de Bouzov, comunicó al emperador
Rodolfo II por carta que por allí había pasado el embustero más asqueroso del mundo,
Michael Sendivogius, y que por poco le arrebató la vida a la noble señora Salomena con su
filtro infernal.
No seamos injustos con los alquimistas, ni siquiera con Michael Sedziwój, charlatán en
cuanto a curaciones. Si consideramos la época en la cual vivió, no era mal químico.
Olvidémonos ahora de los boticarios y médicos que recomendaban "utilizar ajo asado si
duele una muela", o que afirmaban que se puede curar la tuberculosis si el enfermo se
aplica en el pecho hiel de oso mezclada con miel, y que la mordedura de un perro rabioso no
hace daño a quien traga un pelo de la cola del perro. Es cierto que las lenguas de rana, los
ojos de lagarto o los dientes de dragón que recetaban los charlatanes de la Edad Media no
eran más que obras de su imaginación, exactamente como la receta que dio el alquimista
del Emperador a la señora Salomena.
Pero el hombre - tal vez desde el principio de su existencia en este planeta- observó los
procesos complejos de su cuerpo y trató de encontrar una explicación. Quiso saber qué
remedio puede devolver al estado normal una fábrica química tan extraordinaria como el
cuerpo humano, si algo se descompone en ella.
Hoy sabemos que se realizan en el cuerpo humano procesos químicos como en una
verdadera fábrica: la trituración de la materia prima sería la masticación de los alimentos en
la boca; vienen luego la fermentación - que también empieza en la boca y sigue en el
aparato digestivo- , la producción de anhídrido carbónico, de materias orgánicas e
inorgánicas, la transformación de la energía, la filtración en los riñones, etc. El hombre ha
aprendido que tiene en su cuerpo potasio necesario para conservar el agua en las células y
para el trabajo del músculo cardiaco. Sabe que sin calcio - tenemos kilo y medio en el
cuerpo- es inconcebible que se formen huesos, que en los músculos, en los glóbulos rojos,
en el hígado y en los nervios hay 20 gramos de magnesio, sin el cual no tendríamos ni
dientes, ni huesos, ni cartílagos.
Un adulto necesita cada día 12 miligramos de hierro, sin los cuales se presenta la anemia. El
cuerpo humano, este maravilloso laboratorio químico, contiene 150 miligramos de cobre,
que ayudan a su funcionamiento. En el pelo y en los huesos se encuentran 2 gramos de
zinc. No debe bajar de 80 g el cloro que está en la sangre, los riñones, la piel y el líquido
cefalorraquídeo, ni de 120 g el azufre que tenemos en todo el cuerpo. Contenemos otros
muchos elementos químicos, ácidos y bases, que hacen funcionar esta fábrica humana tan
compleja.
Fíjense en que la mayoría de los elementos químicos están presentes en cantidades ínfimas
en el cuerpo: miligramos o gramos. Y estas pequeñas cantidades están asociadas a una
enorme cantidad de agua. No menos de 66% del peso del cuerpo de un adulto es agua. En
un cuerpo humano de 80 kg hay 50 kg de agua.
Todo esto lo referimos sólo para disculpar un poco a los médicos de antiguos tiempos que no
sabían mucho de la complejidad del cuerpo humano. Pero la gente del pueblo contestaba a
la ciencia de la época con proverbios como éste: "Si quieres vivir mucho tiempo, apártate de
tres cosas: médicos, boticarios y pepinos".
Los pepinos entraron tal vez injustamente en el proverbio. Hoy sabemos que contienen
vitaminas que desempeñan un papel muy importante en nuestro cuerpo. La falta de
vitaminas produce en la extraordinaria fábrica humana trastornos que pueden hasta
interrumpir su funcionamiento.
Ahora veamos qué son las vitaminas, dónde las encontramos y de qué son capaces.
Figura 5. El barco "Fram" en el cual el explorador polar noruego Fridtjof Nansen partió hacia
el Polo Norte a fines del siglo pasado.
- Pero ¿quién podría tener interés en que no llegáramos al Polo? - Nansen pensaba en todos
los que no deseaban su expedición- . ¿O acaso se habrá formado algún veneno en los
víveres en conserva? Pero ¿cómo, si hace ya mucho tiempo que estamos viajando? - Nansen
estaba de veras muy preocupado por aquella dificultad imprevista. Ordenó que se lavara
bien la comida con agua de mar y que se cociera más tiempo que de costumbre. A lo mejor
salada durante mucho tiempo: la única condición era que comieran todos los días por lo
menos una naranja o que tomaran jugo de limón.
que se manifiesta por cráneo anguloso y desproporcionado, dientes con mal esmalte, caja
torácica aplastada y columna vertebral desviada- , se encuentra sobre todo en las grasas de
peces de mar. No todas las vitaminas tienen el mismo aspecto. Algunas son cristalitos
incoloros que se disuelven fácilmente en el agua, por ejemplo la vitamina B1. Otras veces
son solubles en aceites pero insolubles en agua, como por ejemplo la vitamina A, de color
amarillo claro.
Como ya dijimos, las vitaminas son numerosas. La vitamina B, cura una enfermedad que se
llama beriberi. El individuo afectado por esta enfermedad anda como borracho, por tener el
sistema nervioso alterado. Esta terrible enfermedad invadió los países asiáticos, cuando los
indígenas empezaron a comer arroz ya no entero, sino descascarillado: precisamente las
cascarillas contienen vitamina B1. La vitamina P, que consolida las paredes de los vasos
sanguíneos y protege de las hemorragias - junto con la vitamina K- se encuentra también
en los limones. La descubrió un laureado con el Premio Nóbel, el húngaro Szent-György, que
extrajo 15 miligramos de esta vitamina de 70 kg de cáscaras de limón.
Se averiguó que las vitaminas están muy repartidas en la naturaleza: en las plantas y en el
cuerpo de los animales. Los químicos trataron de aislar las vitaminas, o sea obtenerlas
puras. El primero que lo logró fue Kazimierz Funk, a quien mencionamos ya por haber
puesto nombre a las vitaminas. Fue el primero que, en el año 1912, extrajo de la levadura la
vitamina B1, que faltaba en los alimentos de los pueblos asiáticos que consumían arroz
descascarillado. Más tarde otros químicos encontraron la manera de extraer otras vitaminas.
Hoy ya no encontramos sólo denominaciones simples como C, E, P, etc., sino también cosas
como B1 y B2, D2, K2, y hasta B12, etc. Esto quiere decir que se trata de vitaminas que en
realidad pertenecen al mismo grupo, pero que tienen composiciones químicas distintas.
Los químicos lograron incluso preparar sintéticamente las vitaminas que encontramos en la
naturaleza. Descubrieron también sustancias químicas que estrictamente hablando, no son
vitaminas, pero que se transforman en éstas en el cuerpo. Son las provitaminas, de las que
el mejor ejemplo es el caroteno, ya mencionado, que se encuentra en la zanahoria.
Proteínas 0.34 kg 13 kg
Sales 0.1 kg 3 kg
El cuerpo humano contiene muy diversas materias inorgánicas. Un hombre que pesa 70 kg
contiene:
más o menos 150 g de sodio
más o menos 250 g de potasio
más o menos 1-1.5 kg de calcio
más o menos 1.5-3.5 mg de magnesio
más o menos 4200 mg de hierro
más o menos 100 mg de cobre
más o menos 2 g de zinc
más o menos 80 g de cloro
más o menos 7 g de flúor
más o menos 30 mg de yodo
casi 700 g de fósforo
más o menos 120 g de azufre
y otras muchas materias
Cada una de estas materias tiene una función química precisa. Si hay una insuficiencia o un
exceso de alguna de ellas en el cuerpo, se producen perturbaciones en la fábrica química
humana.
Figuras 6 y 7.
Las fuentes más ricas de vitamina C son el pimiento, los espárragos, los jugos de limón y
naranja, la fresa, la grosella negra. Hay 6 g de ácido ascórbico - o sea vitamina C- en 12
litros de jugo de limón. El adulto necesita cada día sólo 500 mg de vitamina C, es decir, la
duodácirna parte de aquella cantidad. Naturalmente, esto no quiere decir que debamos
tomar a diario medio litro de jugo de limón.
Figura 8
Figura 9
En 1908, un estudiante de la Escuela Superior Técnica de Viena, Paul Gelmo, descubrió una
nueva sustancia, trabajando en su tesis para obtener el título de ingeniero químico. Le tuvo
que dar un nombre extraordinariamente largo: para-amino-bencen-sulfonamida. Su fórmula
química era C6H8O2N2S.
Si nuestros conocimientos químicos fueran un poco más hondos, nos daríamos cuenta de
que este polvo blanco es un derivado de la anilina - la cual, como se recordará, fue extraída
por Hofmann del desagradable y maloliente alquitrán de hulla- y de que este nuevo
producto pudiera servir para obtener colorantes sintéticos. Después de que el joven Perkin
descubrió la mauveína, muchos químicos se pusieron a buscar más colorantes cuyo
progenitor último es la hulla. En todo el mundo se buscaban nuevos colorantes sintéticos. El
resultado fue que se descubrieron centenares de ellos. Por eso el descubrimiento de Paul
Gelmo apenas era digno de atención, por deberse a un estudiante. Los investigadores de las
grandes fábricas, que husmeaban en las bibliotecas, en los artículos o en las listas de
patentes, en busca de nuevos descubrimientos, no se fijaron en él.
- Más colorantes sintéticos, ¿y qué? Ya hay tantos, que hasta los estudiantes saben
fabricarlos.
Hacían un gesto con la mano y volvían a poner la revista, donde Gelmo había descrito
cuidadosamente las propiedades de su sustancia, en el estante de donde la acababan de
sacar.
Pasaron muchos años - ya estamos en 1932- y nadie se ocupó en serio del descubrimiento
del estudiante de Viena. Hasta que en el mes de mayo subió un hombrecillo a la tribuna, en
un congreso de médicos en Dusseldorf. Había mucho ruido en la sala, los médicos
conversaban y nadie hacía caso del hombre que levantaba las manos para pedir silencio.
- Señores, les pido por favor su atención. Tal vez les interesará - era el doctor Foerster, que
miraba en forma suplicante al público. Acabaron por callar todos.
- He logrado curar a un niño que padecía envenenamiento de la sangre causado por
estafilococos. Utilicé sulfonamida.
En la sala reinó un silencio de muerte y el doctor Foerster contó con voz tranquila cómo
había utilizado la sustancia, descubierta 24 años antes por el estudiante austriaco, la para-
amino-bencen-sulfonamida, o sulfonamida, para que fuera más corto.
- No es un colorante; es una medicina que destruye los estafilococos e impide así la
formación de pus - concluyó el doctor Foerster.
Figura 10. Estos enemigos del hombre, invisibles a la vista (estreptococos, estafilococos,
neumococos y meningococos), fueron invencibles, hasta que se descubrió contra ellosun
arma tan eficiente como la sulfonamida.
Durante un momento, cuando acabó de hablar, duró el silencio. Luego se oyó un aplauso de
cortesía y más tarde muchos de los médicos movían la cabeza con desconfianza. - ¿Y este
Foerster se atrevió a ensayar la sustancia directamente en un ser humano vivo? Pues ni
siquiera mencionó haberla ensayado primero en animales.
En la penúltima fila estaba sentado el doctor Gerhard Domagk. Tomó algunas notas y
cuando regresó a su casa en Elberfeld se encerró en su laboratorio e inició un gran
experimento, durante el cual lo encontramos al principio de este capítulo. Domagk era
minucioso. Decidió inyectar a cada ratoncito una dosis de estreptococos suficiente para
matar no sólo a un ratón sino a un gato. Esperó con impaciencia para ver cuántos de los mil
cuerpo humano. Creyeron que se había realizado el sueño de aquel cazador de microbios, el
doctor Ehrlich, un poco chiflado pero tan genial, que se enviaba recados él mismo para no
olvidarse de ir a la peluquería "No olvides ir a la peluquería a las tres de la tarde", que
presentía con toda su sensibilidad científica que la química ocultaba, en algún misterioso
rincón de su imperio secreto, la sustancia que podría destruir los más grandes enemigos del
organismo humano, que son invisibles.
Sin embargo, este remedio milagroso no era la sulfonamida. Pronto se apreció que esta
medicina sólo ayudaba al cuerpo a defenderse en su lucha contra las bacterias, en el sentido
de que entorpecía su desarrollo, pero sin matarlos directamente. Y además se diría que la
sulfonamida tenía miedo al pus, pues fácilmente resultaba ineficaz en la lucha contra una
colonia de estreptococos bien establecida. Y así el hombre tuvo que inclinarse de nuevo
sobre el microscopio, poner en la llama abrasadora del mechero de Bunsen tubos con toda
suerte de materias químicas y buscar pacientemente la respuesta a esta pregunta: ¿Existe
un remedio que pueda exterminar todos los enemigos minúsculos del organismo humano? Y
en sus búsquedas de este remedio el hombre tropezó con un moho digno de no poco
interés, del que hablaremos en seguida.
La escuela estaba lejos, todos los días por el mismo camino se apresuraba el chico escocés
con su cartapacio a la espalda; seis kilómetros de ida, seis de vuelta.
No era fácil la vida en casa de los Fleming, cinco hijos y tres hijas compartían el cariño, pero
también los modestos ingresos, del pobre agricultor escocés. Así que el señor Fleming
aceptó con gusto cuando uno de sus hijos mayores le propuso llevarse a Londres a
Alexander, de trece años. Allá seguiría yendo a la escuela dos o tres años y luego se le
buscaría un trabajo.
El hermano cumplió su promesa: el muchachito de Lochfield, al que le gustaba pescar, fue
recadero en una compañía marítima. Le pusieron un uniforme azul oscuro con botones
dorados y brillantes, y en la cabeza una gorra negra. Y Alexander Fleming, como conviene a
un empleado de la "City" de Londres, iba al banco llevando su cartera cerrada con dos
vueltas de llave, con los cheques de sus patronos o cartas para sus numerosísimos clientes.
Cuatro años llevó el uniforme con botones de oro falso. Durante todo este tiempo fue
ahorrando algún dinero, y cuando su hermano prometió ayudarlo otra vez, quien mientras
tanto había terminado sus estudios de medicina, Alexander tomó la decisión de ser médico
también. Tenía entonces 20 años.
Ahora el doctor Fleming no recordó cómo había terminado sus estudios ni cómo se había
hecho bacteriólogo en uno de los hospitales de Londres. Pasaba al lado del lago de Hyde
Park, vio a los niños que echaban barquitos a la superficie tranquila. Dentro de un momento
llegaría a un gran edificio sombrío, sobre cuya puerta se leía, escrito con letras doradas un
poco ennegrecidas: St. Mary's Hospital.
Entró en el laboratorio, saludó a uno de sus compañeros de trabajo, el doctor Todd, que ni
siquiera levantó la cabeza del microscopio, y quiso empezar a contar en seguida qué suerte
tan asombrosa había tenido el día anterior. Pero al hombre inclinado sobre el microscopio le
interesaban más los microbios que las truchas. Entonces el doctor Fleming calló y se sentó
ante su mesa de trabajo, llena de tubos, frascos, vasos de precipitados, en medio de los
cuales se encontraba el microscopio.
El viernes, antes de salir de Londres, había decidido cultivar las bacterias que causan la
supuración que se llaman estafilococos. No era nada difícil. Tomó un pedacito de músculo
cardiaco - este tejido debía servir de medio de cultivo- y puso allí las bacterias para que se
reprodujeran. Siguiendo el camino del gran científico francés Pasteur, los médicos de
entonces buscaban bacterias que destruyesen otras bacterias según la ley eterna de la
naturaleza. Y Fleming quería ver qué bacterias destruían los estafilococos.
Empezó a examinar las cápsulas donde debían haberse formado más estafilococos, entre el
sábado y el domingo.
- Parece que no resultó nada - se dijo, y ya iba a limpiar las cápsulas. Pero algo se le
ocurrió. Se detuvo y volvió a examinar una cápsula. Había en ella un círculo inusitado,
verdoso, del tamaño de una monedita.
- ¿Qué será esto? Tal vez algún moho.
Lo raro era que no había ninguna bacteria en el medio de cultivo. El doctor Fleming pensó
que alguna otra especie de bacterias había destruido los estafilococos. No sería nada
extraordinario: en el aire hay un número incalculable de bacterias.
Pero ¿qué era aquello? En la segunda cápsula había una mancha de moho más pequeña que
en la primera, pero aquí había más bacterias que en el otro caso.
Donde estaba el moho no había bacterias, pero pululaban en la porción del tejido cardiaco
que el moho no alcanzaba.
En este momento, el doctor Fleming se planteó una cuestión que, bien contestada, tendría
un significado decisivo para la ciencia médica: el medio de cultivo donde se debían
reproducir las bacterias ¿es igual en toda la superficie de la cápsula? No. El moho se
encuentra en medio del trozo de músculo cardiaco nada más, pero no en los bordes. Las
bacterias viven sólo donde no hay moho. Las bacterias están muertas donde se encuentra el
moho.
El doctor Fleming se volvió hacia su compañero de trabajo: - Mire esto, por favor - y le
mostró la cápsula de los estafilococos aniquilados- . ¿No le parece interesante?
Todd se inclinó sobre el microscopio. - Interesante - dijo con cortesía y regresó a su trabajo.
Ninguno de los médicos presintió en aquel momento que lo que acababa de llamarle la
atención al doctor Fleming sería considerado uno de los descubrimientos más importantes de
la medicina moderna - el descubrimiento de la penicilina, de los antibióticos.
Figura 14. Cápsulas con agar-agar en las cuales Fleming cultivó el moho "Penicillium".
Nótese qué pronto crece el moho. En el primer vaso el moho tiene cinco días, en el segundo
tiene siete días y en el tercero diez días.
Cuatro días pasaron antes de que el moho estuviese en condiciones de recibir, con ayuda de
un hilo de platino, varias especies de bacterias que causan enfermedades, entre ellas
nuestro conocido el estafilococo, que causa la supuración de las heridas, el microbio de la
difteria y el de la tifoidea. Fleming puso una muestra del moho en otro tubo y se lo mandó a
un especialista de los que se llaman micólogos (mykos significa hongo en griego, y el moho
es un hongo unicelular), para que le indicara con exactitud de qué especie de moho se
trataba. Se puso a esperar entonces, ya con más calma, para ver si se repetiría lo que había
observado el lunes pasado; es decir, quería ver si el moho destruiría algunas de las bacterias
puestas en el medio de cultivo. Pero el resultado superó toda previsión. El moho destruyó
todas las bacterias, incluso la de la tifoidea.
Al día siguiente el doctor Fleming recibió del micólogo la noticia de que el moho que le había
mandado se llamaba en latín Penicillium rubrum. Sólo después se supo que el especialista se
había equivocado y que Fleming, quien no era especialista en mohos, tenía razón cuando
insistía en que con toda seguridad se trataba de otro moho. Hoy sabemos que era el moho
que se llama Penicillium notatum.
El error no tuvo ninguna influencia sobre los experimentos de Fleming. Es que Fleming
tomaba el moho que necesitaba para todas sus investigaciones del medio de cultivo en el
cual había aparecido el moho por primera vez. Después los químicos y médicos hicieron sus
experimentos con mohos que les mandaba el doctor Fleming. Lo cómico es que quince días
después de haber cometido el error, el micólogo le mandó al doctor Fleming una carta para
disculparse.
Hay que darse cuenta de que se conocen 600 especies de mohos. Sólo dos de ellas tienen la
gran facultad de producir la sustancia que destruye las bacterias que Fleming encontró
muertas en su cápsula. Y precisamente una de estas especies de mohos penetró
accidentalmente en el medio de cultivo aquel feliz día en que Fleming pescó tantas truchas
cerca del molino. Precisamente esta milagrosa especie entre las seiscientas otras.
Pero, desgraciadamente, termina aquí la historia del doctor Fleming. El bacteriólogo de
Londres trató de poner a prueba su descubrimiento en ratoncitos y conejos, pero sin éxito.
Los animales experimentales, infectados con estafilococos, estreptococos o bacilos de la
difteria, y que recibieron luego una inyección del moho mencionado, murieron siempre. Lo
que salió bien en la cápsula de Petri - donde el moho destruyó las bacterias- no resultó en
los animales experimentales. Hoy ya sabemos por qué. Fleming no consiguió extraer del
moho, en cantidad suficiente, la sustancia milagrosa que cura a millones de personas en
todo el mundo: la penicilina. Lo que inyectó a ratones y conejos era una disolución muy
diluida de penicilina. En tan pequeña cantidad no bastaba para matar a enemigos del
hombre tan resistentes como las bacterias.
Tiempo después, cuando le preguntaron a Fleming por qué no pudo llevar a cabo su
descubrimiento, contestó modestamente: - Yo no soy más que un bacteriólogo, y para
extraer del moho una cantidad suficiente de penicilina era necesario un químico. Y no lo
teníamos en nuestro hospital.
2) No sólo él puede destruir otras bacterias, sino que existen en el aire muchos otros
organismos que pueden destruirse incluso a sí mismos, exactamente como lo hacen
los ácidos y las bases,
3) No le conviene el calor; por eso es necesario conservarlo en refrigeradores a bajas
temperaturas,
4) Y tal vez lo más importante: existe un procedimiento químico que permite extraer
con mucho trabajo, y sólo en pequeña cantidad, una penicilina más pura que la que
consiguió Fleming. ¿Cómo? Se agrega a la disolución en que se desarrolla el moho,
agua destilada y éter, para que se disuelva la penicilina. Esta disolución diluida se
concentra aplicando vacío brevemente para que se evapore el éter, y se eliminan
luego algunas otras materias superfluas. Naturalmente, no se obtiene así todavía la
penicilina sólida y pura que deseaban los que habían reparado en el descubrimiento
de Fleming.
Figura 15. Oxford, antigua ciudad universitaria inglesa, donde varios químicos y médicos
continuaron, durante la segunda guerra mundial, la obra que empezó el doctor Alexander
Fleming.
moho, por el otro extremo entraba éter. Las dos corrientes se encontraban, el éter, que
tiene un peso específico más bajo que el agua, subía y el agua descendía. Como la penicilina
se disolvía en el éter, subía con él por el tubo, y en el agua quedaban sólo numerosas
impurezas que el químico quería eliminar. Abraham completó este tubo de vidrio con otro
tubo grande en forma de U, que llevaba una llave. Cuando el joven químico la abría, salía el
éter con la penicilina disuelta y caía en un receptáculo.
Es verdad que Abraham y Chaine obtuvieron una disolución que contenía más penicilina que
nunca antes, pero aun así no era todavía penicilina pura. Entonces agregaron a la solución
toda clase de sustancias químicas como zinc, cobre, mercurio, plomo - incluso uranio y
quinina- con la esperanza de que con alguna se combinase la penicilina dando un
precipitado de naturaleza salina que contuviera penicilina pura. Hasta que un día - eso fue
en 1940- estudiaron la utilidad del óxido de aluminio. Este polvo blanco, parecido al almidón
corriente, tiene una propiedad interesante e importante. Es como si absorbiera muchas
sustancias que se le agreguen. Abraham hizo pasar por un tubo lleno de este cuerpo una
disolución de color pardo rojizo de penicilina impura en éter. El polvo de óxido de aluminio
se apoderó instantáneamente de las impurezas presentes en la solución, y en el tubo
aparecieron tres capas de colores, como si las hubieran pintado: pardo, amarillo claro y
pardo oscuro. Según averiguó Abraham, no había más que huellas de penicilina en la
primera y la tercera capa. La segunda - la de color amarillo claro- contenía 80% de la
preciosa sustancia. Pero Abraham no se contentó con aquello. Filtró el producto amarillo
oscuro, lo enfrió y de nuevo le agregó éter para extraer otra vez la penicilina, más libre
ahora de impurezas. La pureza aumentaba con cada una de las operaciones químicas. Pero
faltaba eliminar el agua para conseguir la sustancia. ¿Qué hacer? Si Abraham calentaba la
disolución acuosa de penicilina, la penicilina perdía su facultad de destruir las bacterias, se
descomponía. Ya sabemos que no tolera temperaturas elevadas. Pero el joven químico sabía
que la temperatura de ebullición de un líquido depende de la presión atmosférica, que se
ejerce sobre la superficie del líquido, como si se le pusiera encima un peso. ¿Es esta presión
atmosférica igual en todas partes? ¿Al nivel del mar o en la cumbre de una montaña? No. El
agua necesita calentarse mucho más antes de empezar a hervir en un lugar bajo que en las
cumbres de las montañas, donde el aire está más enrarecido. Abraham lo sabía muy bien;
por eso hizo evaporar el agua de la disolución de penicilina de esta manera: conectó con la
máquina neumática el recipiente que contenía la disolución, y entre las dos partes puso un
recipiente para recibir el agua que se evaporaba. El recipiente con la disolución se metió en
hielo seco. La temperatura no tardó en descender hasta -40° C, al aspirar el aire la máquina
neumática. El agua congelada se evaporaba, la máquina neumática extraía el vapor y en las
paredes del primer recipiente apareció un polvo amarillo congelado: penicilina. Penicilina
sólida, por primera vez en el mundo.
Más tarde - fue en el año 1942- se obtuvieron cristales de penicilina. Terminemos este corto
relato de las largas vacilaciones, penas e investigaciones en pos del medicamento milagroso,
la penicilina, con estas palabras, que conocemos ya por otro de los capítulos de este libro:
sólo es difícil lo que no nos atrevemos a hacer. Tal vez muchas de las fábricas inglesas y
estadounidenses no se daban cuenta de esta verdad pues se preguntaron mucho tiempo si
debían o no intentar producir penicilina. Sólo la necesidad ocasionada por la guerra las
decidió a empezar a fabricar esa sustancia, sin la cual es difícil imaginar la ciencia médica
moderna.
Figura 16.
Luego el ingeniero me señaló con el lápiz un círculo y unos puntos blancos. - Esta gran
mancha blanca es el moho. Estas manchitas blancas son los estreptococos que ya venció la
penicilina. Es como si los disolviera. Y finalmente el último dibujo: vea el vaso
completamente cubierto de bacterias, menos en los cinco círculos negros, donde no se
encuentra ninguna.
Interrogativo, miré al ingeniero.
- De veras no. Porque esa especie de tubos son vasitos que contienen penicilina. Por eso no
hay ninguna bacteria alrededor de ellos.
Examiné la fotografía un momento.
- Y ahora nos debemos ir - dijo el ingeniero.
Cruzamos el pasillo; al otro extremo había una puerta pintada de blanco con una placa
donde decía con letras negras:
LABORATORIO MICOLÓGICO
- Aquí empieza la producción de la penicilina - explicó el ingeniero, y llamó a la puerta.
Nadie contestó. En el patio de la fábrica alguien silbó. Luego se oyó el estruendo de unos
bidones y el silbido se apagó. Nada.
El ingeniero tiró del picaporte. Estaba cerrada la puerta.
- La laboratorista me llamó por teléfono hace un momento para que viniéramos, pero ha
salido ya. Qué le vamos a hacer; la esperaremos y para no perder tiempo le explicaré
mientras tanto lo que se hace en un laboratorio micológico.
Estábamos de pie ante la puerta con la placa blanca y las letras negras. El ingeniero se
apoyó en la pared y empezó a hablar:
- El trabajo en el laboratorio micológico no se diferencia en general mucho de lo que hicieron
Fleming o Abraham. Nosotros también empezamos con el moho. Las esporas de mohos se
guardan en conserva - naturalmente no en las latas de carne o de sardinas que se llevan a
una excursión, sino en tubos de cristal cerrados a la llama. Las esporas son mohos en
estado latente, como decimos nosotros; esto es, los microorganismos se encuentran en una
situación que no les permite multiplicarse, porque no están en condiciones indicadas para
eso. Empiezan a reproducirse sólo cuando les proporcionamos estas condiciones, cuando les
ofrecemos agua y calor, lo cual se realiza prácticamente poniendo las esporas en contacto
con el medio de cultivo. El ingeniero sacó el papel donde había dibujado el esquema de la
producción de la penicilina un rato antes, y me señaló con su lápiz el cuadrado número 2.
- ¿Y qué es para ustedes el medio de cultivo? - le pregunté.
- Es un caldo de carne de res, endurecido con un extracto de alga marina que pescan los
buzos y que se llama agar-agar. Son filamentos grises, secos, que se hinchan en el agua.
Hay quien utiliza también el agar-agar para hacer jaleas para los pasteles de frutas.
Figuras 20,21 y 22. Izquierda, filtro rotatorio con vacío, centro, sistema de extracción,
derecha, filtro
Figuras 23,24 y 25. Izquierda, llenando los frascos , centro, sublimación con vacío, derecha,
penicilina terminada
que disuelve la penicilina. Hay menos disolvente que agua: tratamos siempre de eliminarla.
La dejamos salir, y con esta eliminación de grandes volúmenes de agua nos acercamos a la
meta: obtener penicilina sólida.
- ¿Cuánta penicilina pura se encuentra en el líquido que conseguimos?
- Poca. Muy poca.
- Entonces ¿cómo obtienen penicilina sólida de este líquido tan diluido?
- Hasta este momento la penicilina estaba en forma ácida, gracias al disolvente agregado;
por eso no se disolvió en el agua. Agregando al disolvente una lejía que es básica, como ya
sabe, obligamos a la penicilina a disolverse de nuevo en agua.
¿Otra vez agua, después de extraerla de ella antes?
- No debe olvidar que se usa esta vez mucho menos agua que antes; recuerde que la que
eliminamos era muchísima. Por eso la disolución será ahora más concentrada: mientras
menos agua, más penicilina. Si hablara como una lavandera y no como un químico, diría que
exprimimos la penicilina por todos los medios posibles con la ayuda de ácidos y bases hasta
lograr eliminar todo el líquido. Así que debemos deshacernos del agua otra vez; en pocas
palabras, debemos extraer la penicilina del agua otra vez. Por eso tratamos de disolverla en
una materia química que pueda evaporarse fácilmente al final. Naturalmente, la penicilina
debe disolverse primero.
- Y esta materia es el éter de Fleming y de Abraham, ¿verdad? - pregunté.
- De ninguna manera. Aquí es cloroformo. Para que pase la penicilina al cloroformo debemos
acidificarla, sino el cloroformo no la acepta.
- ¿Eso quiere decir que le agregan algo ácido?
- Sí. Por ejemplo ácido sulfúrico.
- ¿Y el cloroformo está en tan enorme cantidad como el agua al principio?
- Qué va. Se usan unos litros de cloroformo nada más. Agregamos a la disolución el
cloroformo y a él pasa toda la penicilina. Sólo en este momento, la disolución clorofórmica,
que llamamos segundo concentrado, se filtra a través de una capa de amianto que los
microorganismos no pueden atravesar. Esto quiere decir que obtenemos una solución
estéril, es decir sin bacterias, que no tienen nada que hacer en la penicilina.
- Pero todavía no tenemos más que una solución de penicilina, no penicilina sólida.
- Claro. La disolución se vierte, por medio de tubos graduados automáticos, en frasquitos
donde se seca - y ya está la penicilina.
- ¿Espera que se evapore el disolvente en los frascos?
- Habría que esperar mucho tiempo. Hacemos lo que hizo Abraham, si se acuerda usted
todavía. Congelamos la disolución a -40° C y luego la evaporamos al vacío; al polvo de
penicilina que conseguimos así basta ponerle un tapón. En las fábricas muy modernas no es
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necesario siquiera congelar la disolución. Basta agregar algunos compuestos químicos para
obtener cristales de penicilina pura. El ingeniero señaló una vez más con su lápiz la última
figura de su dibujo.
- En fin: es sencillo - sonrió.
- ¿Sencillo? - lo miré de reojo.
- De veras es sencillo. En este juego con grandes y pequeños volúmenes de disoluciones, no
se trata más que de obtener penicilina sólida.
El ingeniero dobló el papel donde había hecho el esquema de la producción de penicilina y
me lo tendió.
- Y ahora vamos a ver cómo son los tanques de fermentación y de siembra, los filtros: en
fin, todo lo que se emplea en la producción de penicilina.
Al terminar de visitar la fábrica de penicilina, me despedí del ingeniero.
- Gracias por sus explicaciones sobre la producción de la medicina milagrosa - dije.
- ¿Milagrosa? - se extrañó el ingeniero- . Tal vez se consideró antaño la penicilina como una
medicina milagrosa, pero hoy ya no. ¿Oyó usted alguna vez algo del organismo
Streptomyces aureofaciens? - No esperó mi respuesta y siguió hablando: - Fabricamos con
él, por un proceso parecido al de la penicilina, una medicina que sirve para curar
enfermedades infecciosas que no se pueden tratar con la penicilina. Este moho libera, al
morir, en lugar de penicilina, clorotetraciclina.
- ¿Cómo se llama eso? Cloro
- Déjelo - me interrumpió el ingeniero- . Se llama aureomicina. Tal vez le interesará saber
que con la clorotetraciclina no hacemos medicinas sólo para personas.
Miré al ingeniero con curiosidad.
- Gracias a la clorotetraciclina podemos dejar al Sol una semana aves muertas y la carne no
se descompone. Basta rociar el pollo o el pavo, recién muerto, con una disolución diluida de
clorotetraciclina. La carne de res dura más tiempo, si se pone al animal una inyección de
este producto antes de matarlo. Hoy la industria moderna de la fermentación no puede
pasarla sin esta nueva sustancia química. De la misma manera, la industria cervecera no
podría existir tampoco sin ella. La clorotetraciclina elimina, por ejemplo, las levaduras
"silvestres" que no tienen nada bueno que hacer en la cerveza. Y por lo demás no les hace
ningún daño a las levaduras necesarias a la producción de la cerveza.
Miré el reloj. Me despedí del ingeniero y salí a la calle oscura. Había andado apenas unos
cientos pasos cuando oí un bocinazo. Un automóvil se detuvo en la casa de enfrente; bajó
un médico apresurado. Seguramente en el maletín del doctor, al lado de la jeringa, estaba la
medicina milagrosa y de uso corriente para nosotros hoy: la penicilina.
Capítulo IV
LA CAJA DE PANDORA
Figura 1. En la mitología griega, Pandora abrió por curiosidad la caja que debería contener
los dones de los dioses. De la caja salieron toda especie de males, peripecias y dificultades,
que oprimieron al mundo desde aquella época. Quedó una sola esperanza en el fondo de la
caja.
Contenido:
1. El fuego griego, dos monjes y una sola pólvora
2. Dos mil grados centígrados en un milésimo de segundo
3. La pólvora en bolsa de seda
4. Las rocas se abren, la tierra tiembla
5. Explosivos preparados con harina y madera
6. El almirante y el barril de hojalata
7. Medicina para el dolor de cabeza
8. La fábrica flotante
9. Un descuido, un poco de arcilla y mucha sed
10. El dedo herido
11. ¡Adiós, pólvora negra!
12. La carta secreta
13. Solución
14. La fábrica que no parece una fábrica
15. El testamento de Nóbel
Figura 2. Máquinas con las cuales lanzaban, en la Edad Media, las famosas faláricas sobre
los barcos y las ciudades cercadas.
Estaríamos dispuestos a concederle una patente por ser el primer europeo que preparó
pólvora negra en 1340, si no fuera porque otros le niegan tal prioridad y, como prueba de lo
que dicen, recurren a los escritos de otro fraile, inglés esta vez, Roger Bacon, quien ya en
1249 había descrito lo que descubrió Berthold Schwarz cien años más tarde. Lo único cierto
es que en la Europa del siglo XIV, la pólvora negra apareció en todos los campos de batalla.
Figura 3. Falárica
Pero ya antes de que las espesas nubes de humo empezaran a invadir los campos de batalla
después de los disparos de los cañones, los europeos conocían otra especie de explosivo.
Era el fuego griego. Su fabricación era en realidad sencilla: se mezclaban azufre, nitro y
resina, y se impregnaba con esta mezcla un pedazo de estopa enrollado en un palo. Esta
lanza tenía un nombre muy bonito: falárica. La estopa impregnada de combustible se
encendía y estos proyectiles admirables que a veces hasta estallaban, eran lanzados contra
los barcos enemigos y contra las ciudades cercadas, con ayuda de máquinas lanzadoras.
Pero regresemos a la pólvora, que está más cerca de los explosivos que la estopa pringada
de azufre y resina. En el siglo XVII no eran sólo los artilleros los que preparaban la pólvora
negra sino que se empezó a fabricar - lo decimos exagerando un poco- "industrialmente".
No era únicamente por consideración a los soldados, quienes a veces no tenían mucho
tiempo para fabricar pólvora, sino sobre todo porque este explosivo tenía mucha demanda
hasta cuando las bocas de fuego callaban. Es que en el siglo XVII empezó a utilizarse la
pólvora con fines más nobles que el de matar gente: para extraer minerales.
Hasta el siglo XIX, la mezcla de nitrato de potasio, azufre y carbón de leña, llamada pólvora
negra, era propiamente el único explosivo conocido en el mundo. En aquella época, no se
sabía mucho de las propiedades químicas de este mensajero de destrucción. La gente no
hacía más que aprender a utilizar la pólvora de una manera práctica. Pero a menudo
pagaban sus experiencias muy caro, precisamente porque no conocían los procedimientos
químicos que se desarrollaban durante la explosión.
Miremos, pues, la pólvora negra con los ojos del químico moderno.
¿Qué tipo de explosivo es éste que no explota? ¿No estaba húmedo, por casualidad? ¿O era
producto defectuoso? Ninguna de las dos cosas. Ya habrán comprendido lo que pasó. La
combustión fue paulatina, los gases que se desprendieron no encontraron nada en su
camino - hallaron espacio libre- , se escaparon al aire: la dinamita se quemó.
Pero hagamos esto ahora de una manera un poco diferente. Hagamos que la dinamita reciba
un choque violento. De esta forma el calor provocado por el golpe será más elevado que
cuando acercamos la llama a la dinamita. La primera capa de dinamita se encenderá mucho
más violentamente, los gases se generarán mucho más pronto y en mayor cantidad, y como
no tienen tiempo de disiparse lentamente, ejercerán presión sobre la siguiente capa de
dinamita, con fuerza considerable. Ésta se descompondrá a su vez, habrá otros gases, otra
presión, y así sucesivamente, como un alud. En un corto instante se alcanza una
temperatura de 2 000 grados centígrados y una presión de miles de atmósferas. ¿Pueden
imaginarse tal temperatura? Cuando hace 30° en casa abrimos todas las ventanas porque
hace demasiado calor; aquí en una fracción de segundo surge en este pedacito de materia
una temperatura casi cien veces más elevada. Las ondas de explosión debidas a la dinamita
alcanzan una velocidad superior a 6 000 metros por segundo.
No necesito insistir en que la presión de estas ondas es considerable: una atmósfera - tal se
llama la unidad de presión- equivale a un kilogramo sobre un centímetro cuadrado, y en la
explosión la presión es de varios miles de atmósferas: barre todo lo que encuentra en su
camino.
Figura 5. Casoillo
de gases capaz de disparar el proyectil del cañón, de darle la velocidad necesaria, sin dañar
el cañón.
Figura 7. Alfred Nóbel amasó con sus manos la dinamita que acababa de inventar. Hoy se
mezclan las materias explosivas en este aparato.
El estopín desempeñaba un papel muy importante para encender la carga explosiva. Era un
tubito de cobre lleno de mezcla explosiva, atravesado por un alambre unido a una anilla.
Cuando el artillero tiraba de ésta, el alambre (frictor) provocaba un frotamiento dentro del
tubito y con ello la explosión de la carga.
Recordemos esa especie de oleaje que se propaga por la dinamita después de un golpe. Aquí
pasa algo parecido. La oleada de gases que se forma en el tubito avanza hacia un paquete
de pólvora que está encima de la carga explosiva. En una bolsa de seda está el mediador
entre el estopín y la carga: la pólvora negra.
De este modo nuestra vieja conocida, la pólvora negra, descubierta no sabemos ni siquiera
hace cuántos siglos, desempeña valientemente su papel hasta hoy. Es el mediador entre el
hombre y la explosión que quiere someter a su voluntad.
nítrico. Y otra vez no pasó nada especial. A Braconnot se le había metido en la cabeza tratar
con ácido nítrico todas las formas de lo que se llama en química celulosa, o sea la materia
que constituye el componente principal de la madera y el papel. Vertió también ácido nítrico
sobre la harina. El químico francés lavó luego todos sus preparados con agua,
cuidadosamente, los dejó secar y luego acercó una llama a todos, uno tras otro. Todos se
consumieron rápidamente sin dejar residuo. Braconnot escribió sobre el particular un
artículo sabio en el cual casi nadie reparó.
¿Qué importa que se consuma una harina tratada con ácido nítrico? Sería mejor que el
profesor nos dejara en paz con tales ocurrencias.
Después de muchos años, otro químico leyó el artículo de Braconnot. Se llamaba Schönbein,
era alemán y vivía en Suiza. Él también empezó a jugar con el ácido nítrico. Pero le agregó
otro ácido más, ácido sulfúrico, y no trató con esta mezcla harina ni fibras de madera, sino
algodón. ¿Por qué precisamente algodón? Porque el algodón es lo que más se acerca a la
celulosa pura. El algodón contiene hasta noventa por ciento de celulosa, nueve décimas
partes, mientras que la madera contiene apenas cincuenta por ciento.
Luego repitió la prueba del francés curioso. El resultado fue sorprendente: el algodón tratado
con la mezcla de ácidos nítrico y sulfúrico estalló. Ya en el año de su descubrimiento - 1846-
empezó a fabricarse en grandes cantidades el nuevo explosivo, tan eficaz.
- ¡Qué va! ¡La pólvora negra es un juguete comparada con el algodón pólvora! - decían los
químicos y los fabricantes del nuevo explosivo. Tenían razón. Sólo que su alegría y
admiración por el algodón pólvora no duraron mucho. El nuevo explosivo milagroso estallaba
cuando quería. Las fábricas volaban y ni siquiera se podía hablar de utilizar el nuevo
producto para impulsar proyectiles de cañón. Reventaban los cañones y mataban a los
artilleros, en lugar de matar al enemigo.
Al fin su uso fue prohibido en la mayoría de los países y los europeos desagradecidos
regresaron humildemente a la pólvora negra.
Un solo hombre no dejó de creer en el algodón pólvora, el químico Frederick Abel. Quería
averiguar simplemente por qué el algodón pólvora estallaba solo. Debía haber alguna razón
para que se descompusiera espontáneamente. Examinó concienzudamente la composición
del algodón pólvora, averiguó cuánto ácido quedaba en él. Y descubrió que quedaba
bastante ácido en el algodón pólvora y que precisamente eran estos residuos la causa de las
explosiones espontáneas.
Ideó una manera de lavar el algodón pólvora con agua en unos aparatos especiales, para
que desaparecieran con el agua los últimos indicios inconvenientes de ácido.
Es cierto que el algodón pólvora ya no estallaba solo tan a menudo después de este lavado,
en los campos de batalla, pero no se ganaba gran cosa con ello, pues en la mayoría de los
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casos se conducía como un loco y, así, no quedaba más que utilizarlo sólo como explosivo
no militar. Las rocas se rompían y la tierra temblaba. Pero no era el explosivo que deseaban
los soldados: fácil de manejar, dócil, no variable ni dispuesto a hacer lo que quisiera.
“23 de mayo. Mientras tanto nada logramos. Nuestro único éxito fue la toma de Bomarsund,
en las islas Aland, pero desde entonces - y ya pasaron nueve meses- no podemos
acercarnos a Petrogrado de ninguna manera. Los rusos han cerrado la desembocadura del
Neva con una cadena de minas que nos tienen perplejos. Ya nos dañaron dos barcos. Las
minas rusas tienen una eficacia extraordinaria. Mandé clavar un aviso prometiendo una
recompensa de 10 libras a quien logre pescar siquiera una sola mina rusa.
26 de mayo. El segundo oficial del crucero, el duque James Lindwell, por poco gana las 10
libras. Hoy, inmediatamente después del amanecer, vio una mina que, según creyó, flotaba
libremente sobre la superficie del mar. Hizo echar un bote al agua y con cuatro marineros
trató de pescarla con una red. Pero el mar estaba muy inquieto, Lindwell no pudo acercarse
a la mina y después de dos horas de vanos esfuerzos tuvo que abandonarla.
28 de mayo. ¡Tuvimos una mina rusa! Al fin la pudimos pescar. Desgraciadamente, explotó
mientras la examinábamos y un marinero perdió la vida. Estamos casi donde antes. Sólo
sabemos que el tal milagro ruso no es más que un barril de hojalata lleno de algún
explosivo. ¡Y tal obstáculo nos impide penetrar en la desembocadura del Neva!
6 de junio. Según las noticias que recibimos hoy por la mañana, el inventor de las minas que
impiden llegar a Cronstadt es un sueco. Parece que hace algunos años inventó un torpedo
que fue probado con éxito en un viejo barco ruso. Ya hace bastante tiempo que vive en
Petrogrado, donde fabrica explosivos”.
Hasta poco antes de concluir la paz en París, en 1856, cuando terminó la guerra de Crimea,
los ingleses no se enteraron de lo que había impedido entrar en la desembocadura del Neva.
En el barril de hojalata había una carga de algodón pólvora, los barriles estaban ligados unos
a otros, en varias hileras, y como los ingleses no sabían nada de aquella nueva arma, no
tomaron Cronstadt ni se pudieron acercar a Petrogrado para bombardearla. El inventor de
las minas marinas se llamaba Emmanuel Nóbel y era el padre de Alfred Nóbel, considerado
aún ahora como el más grande de los inventores en la historia de la fabricación de
explosivos modernos.
Figura 10.
encontró la manera de darle un buen golpe a la nitroglicerina, que no explota sólo bajo el
efecto del fuego. Esto era lo que más lo enojaba. Nóbel tomó un tubito de cobre y le puso
fulminante de mercurio, que, como sabía él, estalla a una temperatura relativamente baja.
Pensó que los gases que se formarían darían a la nitroglicerina el golpe necesario. Agregó al
tubo una mecha y lo puso en su aceite explosivo. Aquella misma tarde salió al patio y
empezó a experimentar en un rincón. Encendió la mecha y corrió a esconderse. Esperó la
explosión inútilmente. La mecha ardió, ardió, pero se apagó a la mitad; era defectuosa.
Nóbel respiró: lo malo era la mecha y no su idea. Cambió de mecha, la encendió y otra vez
corrió al rincón. En la noche se oyó un estampido muy fuerte para la cantidad tan pequeña
de explosivo que Nóbel había utilizado en su experimento. Las ventanas de las casas
cercanas empezaron a abrirse, los vecinos sobresaltados por el ruido se preguntaban qué
había pasado.
- Otra vez ese loco no nos deja en paz. Deberían prohibirle hacer este escándalo.
Los vecinos enojados cerraron sus ventanas y volvieron a la cama. Al día siguiente
mandaron una solicitud al ayuntamiento de la famosa ciudad de Heleneborg, para "poner
término al juego peligroso con materias explosivas de un ciudadano de este lugar, Alfred
Nóbel, quien no sólo en el día sino también en la noche amenaza la calma y la integridad de
ciudadanos honrados".
El mismo día Alfred Nóbel fue a solicitar que le concedieran una patente por la "cápsula
detonadora".
Este invento se sigue considerando el más importante en el campo de los explosivos desde
la época que vio la primera pólvora.
8. La fábrica flotante
Sin embargo, a los vecinos antipáticos y asustadizos de Alfred Nóbel no les faltaba razón. Lo
que hacía aquel hombre solitario y encerrado en sí mismo, en medio de un barrio muy
poblado, era peligroso.
Figura 11
La demostración no se hizo esperar mucho tiempo. El 3 de septiembre de 1864 voló por los
aires toda la producción de nitroglicerina y aceite explosivo de Nóbel, en Heleneborg. Y
debajo de los escombros del taller destruido quedaron algunos obreros y con ellos también
el más joven de los hermanos de Nóbel. Inmediatamente al inventor desdichado se le
prohibió instalar, en el mismo lugar "o en cualquier otra parte donde viva gente", otra
fábrica de aceite explosivo.
Nóbel buscó en vano cerca de Estocolmo un terreno donde poder construir. En todas partes
encontraba una negativa cortés. ¿Quién hubiera aceptado como vecino a un hombre que,
como todos sabían, podía provocar otra vez una explosión en cualquier momento?
"¿Debo rendirme? - escribía Nóbel a uno de sus amigos- . ¿Rendirme precisamente ahora,
cuando he logrado inventar un explosivo que supera con mucho lo que imaginara el mundo
hasta ahora? Jamás."
- Si la tierra no me quiere, tal vez me acepte el agua - se dijo el sueco tenaz, y mandó
construir una balsa con una barraquita encima, sobre un lago cerca de Estocolmo. Lejos de
la ribera estaba aquella extraña fábrica de explosivos, pero no tan lejos que su dueño
estuviera en paz. Los pescadores que pasaban todos los días le gritaban al inventor
obstinado que los dejara en paz, no porque les importara que volara con toda su cocina
infernal, sino porque sería una lástima que muriesen peces. Alfred Nóbel no les contestaba,
se conformaba con remolcar su balsa todavía más lejos de la ribera.
Hasta que un día encontró dos personas que ni le gritaron ni trataron de evitarlo de lejos.
Uno era diplomático, el otro capitán de marina, y los dos prometieron ayudarlo a regresar a
tierra firme. Y así lo hicieron. Convencieron al gobierno sueco de que permitiera a Nóbel
construir una fábrica cerca de Estocolmo. Y después de errar un año en una balsa de madera
por el lago Mälaren, Alfred Nóbel regresó a tierra, a un laboratorio bien instalado.
Esto es sólo un acto del drama que culmina con el descubrimiento del explosivo más
destructor de nuestra época, la dinamita.
nitroglicerina y dicha materia - desconocida por el momento- podría tener un efecto todavía
más violento. Y otra vez trató de agregar a la nitroglicerina algún producto químico.
Un día de 1875, Nóbel se hirió un dedo. Y siguiendo la costumbre de entonces, se lo pintó
con colodión. El colodión no es nada más que algodón mojado en una mezcla de ácidos
nítrico y sulfúrico y luego disuelto en éter etílico. (Al mojar el algodón en los ácidos nítrico y
sulfúrico se forma la nitrocelulosa; este proceso químico se llama nitración.)
Se fue a acostar, pero el dolor lo despertó por la noche; la herida le ardía, el colodión no
servía de nada. Ya no podía ni pensar en dormir. Daban las dos de la mañana en la torre de
la iglesia. Nóbel se levantó y empezó a examinar el dedo dolorido. Y fue al laboratorio en
lugar de volver a la cama. Es que cuando vio con qué rapidez se había secado el colodión
sobre el dedo y qué membranita traslucida se había formado, se le ocurrió averiguar cómo
se conduciría esta medicina con la nitroglicerina. ¿No podría el colodión hacer con la
nitroglicerina algo parecido a lo que hizo sobre el dedo? ¿No sería precisamente aquélla la
materia química que buscaba con tanta ansia para solucionar el problema que lo acosaba
desde hacía tanto tiempo? Empezó a agregar colodión a la nitroglicerina y esperó, inquieto,
para ver qué sucedería. Vio con asombro que la nitroglicerina se mezclaba perfectamente
con el colodión y que daba con él una materia sólida parecida a la que formaba con la arcilla.
Pero era una materia que no se parecía a la pasta, sino a una gelatina amarillenta, casi
transparente. Nóbel se olvidó completamente del dedo dolorido y pasó el resto de la noche
dedicado al nuevo invento.
Cuando llegó uno de sus asistentes por la mañana al laboratorio, Nóbel pudo mostrarle el
nuevo invento en un vaso de precipitados. A este explosivo hoy lo llamamos gelatina
explosiva y resultó ser más potente que la dinamita. ¿Por qué? Porque el carbono que
contiene el algodón del colodión se apodera ávidamente del oxígeno de la nitroglicerina.
Precisamente por eso durante la detonación, cuando los demonios sueltan sus cadenas, se
produce más calor y más gases que en el caso de la dinamita.
Y la gelatina explosiva es todavía mejor que la dinamita en otro sentido: congelada o
mojada no cambia de propiedades.
Por eso es posible utilizarla sin ocuparse de la temperatura que indique el termómetro. La
dinamita de arcilla se congela ya a 8°C, no bajo cero, sino sobre cero, y en ese momento se
torna extraordinariamente peligrosa. Basta la menor excitación, el menor golpe, y se oye la
violenta explosión. Desgraciadamente, quedaron convencidos de esto muchísimos
dinamiteros que, en lugar de dejar la dinamita de arcilla deshelarse poco a poco - no al
fuego, sino en aparatos especiales para calentar con agua tibia el recipiente con la dinamita
congelada- , trataron imprudentemente de introducir la carga de explosivo en la horadación.
No sólo era que los soldados que manejaban el cañón no veían, por culpa del humo, si
habían dado en el blanco, sino que el enemigo veía, por la posición de las nubes de humo,
de dónde habían disparado, dónde estaban colocados los cañones adversarios, lo cual
ayudaba a apuntar a su vez. Pero no era sólo eso.
La pólvora negra atacaba la boca metálica de los cañones; después del disparo, el azufre
contenido en la pólvora negra se combinaba con el potasio del salitre (sabemos que el salitre
- o nitrato de potasio- fue desde siempre uno de los componentes de la pólvora negra), y se
formaba sulfuro de potasio que obstruía la boca del cañón y la corroía.
Y así los químicos de todo el mundo se pusieron febrilmente a trabajar. Todos deseaban
inventar una pólvora sin humo.
Figura 14. El azufre, el carbón de leña y el nitrato se pulverizaban, hasta fines del siglo
XVIII, en morteros de piedra o de madera movidos mecánicamente.
Algunos trataron de reducir algo la cantidad de azufre, así las nubes de humo eran menos
densas, pero el proyectil no llegaba tan lejos como querían los artilleros. Otros buscaron la
solución en el uso de toda suerte de carbones de leña - en vano. Nadie logró fabricar lo que
deseaban tanto los soldados. Y así los químicos perdieron la paciencia uno tras otro. Hasta
que un día, en 1884, un francés llamado Vieille disolvió el algodón pólvora en éter etílico.
Consiguió una jalea parecida a la gelatina explosiva de Nóbel. Vieille la amasó, la comprimió
y por fin la transformó en cintas que partió en rectangulitos, y los puso a secar. Y los
artilleros franceses empezaron a cargar los cartuchos con aquel producto dorado y
traslúcido. Después del disparo ya no salía humo, sino que la llama provocada por la
combustión de los gases, salía por la boca del cañón. Otros imitaron en seguida al francés.
La antigua pólvora negra, de la cual no pudieron prescindir los guerreros europeos durante
largos siglos, había terminado su misión. Pero no completamente. Queda hasta hoy como
recuerdo de los viejos tiempos, como mediadora entre la voluntad del hombre y el explosivo
moderno que se utiliza para llenar los cartuchos, porque el hombre se entiende mejor con
ella. Así consigue el estallido en el momento que desea.
Prometí narrar otro descubrimiento del sueco taciturno y les he contado lo del francés
Vieille. En seguida veremos por qué.
Figura 16.
Vieille era desdichado. Fue a visitar algunos almacenes de su pólvora. No vio nada
sospechoso en ninguno de ellos. No descubrió en ninguna parte las manchas blanquecinas ni
tampoco las vejigas que, según parece, algunos oficiales habían visto en la pólvora
almacenada en Grenoble. Vieille regresó a su laboratorio muy preocupado y sobre todo
convencido de que alguien había provocado cierta explosión.
Algunos días después lo visitó un oficial del ejército francés. Sacó de su cartera una cajita
que contenía una muestra de pólvora sin humo y que ponía "Marseille". Vieille abrió la cajita
con impaciencia. Contenía pólvora con manchas blanquecinas. Se despidió rápidamente del
oficial, se encerró en el laboratorio y empezó a examinar la pólvora "enferma". Averiguó
pronto que las manchas blanquecinas se debían a los ácidos nitrosos (HNO2) y nítrico (HNO3)
y que la intervención de estos dos ácidos descomponía la pólvora generando una materia
peligrosa susceptible de explotar cuando menos se pensara. En cuanto descubrió aquello,
comunicó la noticia a los soldados, que organizaron la caza de la pólvora "enferma". El
químico francés estaba convencido de que sanaría esta pólvora "enferma", disolviéndola en
una mezcla de alcohol y éter y convirtiéndola de nuevo en cintas y rectangulitos. Pero
después de algunas semanas, esta pólvora reelaborada estalló, y con ella el almacén.
El fracaso no lo hizo desistir. Por medio de un análisis minucioso, averiguó que la pólvora
"enferma" contenía menos alcohol que la sana; el éter, que servía para disolver la
13. Solución
Colaboración de Miguel Navarro 20 Preparado por Patricio Barros
Antonio Bravo
El Mundo Sintético Vladimír Henzl
Alfred Nóbel creía en la nitroglicerina incondicionalmente. Pues aquella materia química, que
antaño no servía más que para calmar un poco a las señoras irritadas, aquel producto fue,
entre todos, el que lo condujo al descubrimiento del aceite explosivo, la dinamita y la
gelatina explosiva. Este producto de fórmula química C3H5(NO3)3 ¿no le señalaría también el
camino hacia la solución del problema que no pudieron resolver ni Schönbein ni Vieille? Y se
lo señaló. Nóbel utilizó de nuevo la nitroglicerina como producto inicial en sus experimentos.
Esta vez mezcló el aceite explosivo con el algodón pólvora y a la mezcla le agregó alcanfor,
para que el producto final fuera lo más homogéneo posible. Y de la mezcla nació un
explosivo que tenía todas las propiedades que deseaban los soldados: se podía utilizar en
artillería, no estropeaba ni obstruía los cañones y no emitía nubes negras de humo. Además
era una materia tan homogénea que los artilleros podían calcular exactamente la cantidad
de gases formada en el momento de la explosión, la velocidad del proyectil y, sobre todo, su
alcance. Esto era, naturalmente, una gran novedad en los campos de batalla.
Alfred Nóbel dio a su nuevo explosivo el nombre de balistita. Otros lo llamaron pólvora de
Nóbel.
Terminemos con este relato sobre los descubrimientos e inventores de explosivos, que nos
sirvió para conocer no sólo la composición química de los explosivos, sino también la
voluntad asombrosa de los químicos que no temieron los fracasos ni los obstáculos y
siguieron trabajando pacientemente hasta que encontraron lo que buscaban.
Añadiremos solamente algunas palabras, para saber si se interrumpió el desarrollo de la
producción de explosivos en el momento que Alfred Nóbel solicitó la patente por su balistita,
en 1888. Claro que no. Los químicos buscaron - y hasta hoy siguen buscando- explosivos
cada vez más terribles, pero también más seguros. Descubrieron, por ejemplo, que si se
extrae la hulla de las minas con explosivos corrientes, se encadenan dos explosiones: en
primer lugar estalla la carga que se introduce con cuidado en la horadación; estalla además
el grisú, ese gas de las minas tan peligroso, que el químico llama metano y que ha sido
causa de tantas desgracias. Pero de esto tampoco nadie sabía nada. La mezcla de metano y
aire se inflama ya a 650-760°C, y la temperatura a que estallan los explosivos pasa de
1 000°C. ¿Qué hacer para que el explosivo estalle a una temperatura inferior a los
peligrosos 650°C que hacen detonar el metano? Es cosa sencilla: agregamos a los
explosivos sales inorgánicas, por ejemplo cloruro de sodio o bicarbonato de sodio, que
absorben ávidamente el gran calor liberado en la explosión. Así aparecieron los llamados
explosivos de seguridad, que se usan en las minas.
Durante sus investigaciones infatigables, los químicos descubrieron también que el alquitrán
de hulla, obtenido como sabemos, y del cual provienen colorantes y medicinas, conviene
perfectamente para la fabricación de explosivos.
Colaboración de Miguel Navarro 21 Preparado por Patricio Barros
Antonio Bravo
El Mundo Sintético Vladimír Henzl
Averiguaron que, por ejemplo, un colorante amarillo canario, obtenido del maloliente y
pegajoso alquitrán, colorante que se llama ácido pícrico, es un explosivo terrible para cargar
granadas. Cuando se emplea así se llama ecrasita.
El comandante inglés Shrapnel inventó un proyectil perforado por varios canales largos
llenos de pólvora y bolitas de plomo. La combustión de la pólvora y la explosión del proyectil
dependen del número de canales.
Este comandante vivió antes que Nóbel y hace ya mucho tiempo que murió; sin embargo, su
nombre se recuerda y los soldados de todo el mundo lo conocen, precisamente porque los
químicos tomaron la idea del comandante británico y la perfeccionaron de una manera
increíble.
Los explosivos son numerosos. Pero todos tienen una cosa en común: por una parte matan,
por otra, ayudan al hombre. Pero la mayoría de ellos no hubiera podido fabricarse sin un
proceso químico particularmente importante que se llama nitración.
Veremos eso visitando una fábrica de explosivos.
encuentran dentro del aparato y por los que fluye salmuera. Una tubería lleva al recipiente
una mezcla nitrante compuesta de ácido nítrico concentrado y ácido sulfúrico; y por otro
tubo entra glicerina. Todo esto se mezcla con aire comprimido, no con un palo, como en la
época de Nóbel.
Figura 17. Producción de la nitroglicerina. La glicerina se mezcla con una solución nitrante
en el nitrador, debajo del cual se encuentra una tina de seguridad. La solución va del
nitrador al primer lavador, de allí al segundo. Sin embargo esto todavía no basta. Todavía
no se logran eliminar todas las impurezas, por eso la nitroglicerina debe pasar por un filtro.
Que no se nos olvide la parte tal vez más importante del aparato de nitración: los
termómetros. Sin ellos nadie podría saber de ninguna manera, ni siquiera hoy, si iba a
estallar todo, en especial ahora que la mayor parte de la fabricación de explosivos está
automatizada. En cuanto llega el mercurio de los termómetros al número 27 quiere decir:
¡Cuidado, peligro! Entonces hay que cerrar el alimentador de ácidos, enfriar más la
disolución que hay en el aparato, y si esto no basta y el termómetro pasa de 27°C,
deshacerse de todo el contenido del aparato de nitración vaciándolo en una tina de agua
fría. Basta dar la vuelta a una llave. Y esta tina tiene un nombre apropiado, se llama tina de
emergencia.
Pero ¿qué pasa si todo marcha bien en el aparato de nitración? La glicerina, esta glicerina
inofensiva, escoge un consorte agresivo, el ácido nítrico, adquiere sus propiedades
explosivas y pasa a llamarse nitroglicerina (o correctamente, en química, trinitroglicerina o
éster del ácido nítrico y la glicerina). Y el ácido sulfúrico les sirve de testigo y además es el
Cuando alguien pedía a Alfred Nóbel que escribiera su autobiografía, el químico sueco
contestaba: - No tengo tiempo para escribir sobre mí. Si quiere le cuento mi vida en pocas
palabras: Alfred Nóbel, cuya miserable vida debió cortar al nacer algún médico filantrópico.
Sus ventajas: no se aprovechó nunca de nada, nunca fue una carga para nadie. Principales
insuficiencias: no tuvo familia, era malhumorado y tenía mala digestión. Su único deseo: no
ser enterrado vivo. Su pecado más grande: no suspiraba por el dinero. Acontecimiento
importante en su vida: ninguno.
Ninguna de las biografías que se escribieron más tarde puede aclarar la personalidad del
hombre que no pudo encontrar paz en ninguna parte del mundo, ni sobre la tierra, ni sobre
el agua, ni en Suecia, ni en Alemania ni en Francia, ni en Italia, y cuyo genio trajo tantos
sufrimientos y una ayuda tan grande a la humanidad.
Figuras 18 y 20. "Inventas vitam iuvat excoluisse per artes". La invención ayuda al
progreso de la vida por medio de la ciencia. Esta cita del poeta romano Virgilio adorna la
medalla de oro que reciben los laureados con el premio Nóbel.
manera solemne los premios que llevan el nombre de este gran sueco solitario que quiso sin
duda descargar su conciencia.
Figura 19. El Académico JAROSLAV HEYROVSKÝ junto a un polarógrafo moderno, por cuyo
invento le fue otorgado el premio Nóbel. A la izquierda, el primer polarógrafo de Heyrovský.
El único checoslovaco que ha obtenido hasta ahora el Premio Nóbel es el académico Jaroslav
Heyrovský. En 1959 le fue otorgado por la invención de la polarografía, importante método
analítico, sin el cual la química moderna no sería lo que es.
Ya que pronunciamos la palabra "polarografía", ¿en qué consiste propiamente? Trataremos
de explicarlo en pocas palabras. Si se quiere averiguar la composición de una disolución, se
la conecta por medio de dos electrodos a un circuito eléctrico. De uno de los electrodos caen
gotas de mercurio regularmente en la disolución. El líquido no quisiera dejar pasar la
corriente, se defiende más o menos - por así hablar- según los elementos o compuestos
químicos que contenga. Según la tensión de la corriente, que se mide en voltios, se logran
reconocer los elementos o compuestos presentes en la disolución; según la intensidad de la
corriente, medida en microamperios, se determinan sus concentraciones exactas.
Capítulo V
DE LA MADERA AL CARBÓN
Contenido:
1. El secreto del hueso de la cereza
2. Los predecesores de Gottlob Keller
3. Vestidos de explosivo
4. Juego de construcciones inagotable
5. Sombrero de requesón
6. Bombas sobre Oahu
7. Reunión secreta
8. Brujerías con moléculas
9. El hombre paciente de Wilmington
10. El error que costó millones
11. ¿Casualidad o plan preciso?
12. Tobera en lugar de alambre
13. Del ámbar al PVC
14. El hombre que no sabía química
15. Buscan una pizarra blanca
16. El profesor y el carbono
17. Botones en lugar de pizarras
18. La carta de Rochester
19. Al principio fue el "coccus lacca"
20. Adiós, profesor
21. El boticario de Praga
22. Carniceros y amas de casa
23. Cien años perdidos
24. Acetileno + ácido clorhídrico = PVC
25. Parecidos y sin embargo distintos
Figura 1.
La gente se reía de Keller cuando lo veían inclinarse sobre un avispero, examinar el trabajo
de los insectos amarillos y negros y luego, con cuidado con los guantes puestos y el
sombrero hundido hasta las orejas coger el avispero, envolverlo en un paño y llevárselo a su
casa. Sabían por qué hacía aquello. Por la noche discutiría con su vecino Heinrich Völlter,
que molía trapos para luego fabricar papel con la pasta. Trataría de convencerlo de la
necesidad de averiguar cómo exactamente podían las avispas hacer un trabajo tan fino que
incluso el mejor papel que producía Völlter no era comparable con él.
Keller conocía muy bien las dificultades a que se enfrentaban entonces a mediados del siglo
pasado los fabricantes de papel. No había bastantes trapos para la fabricación. La gente leía
más que antes, los periódicos ya no salían una vez a la semana, sino todos los días, y los
trapos eran cada vez más escasos. En los periódicos aparecían anuncios en los cuales los
fabricantes de papel se dirigían a las "distinguidas y encantadoras señoritas, que quieran
leer lindos libritos, aprender gramática o aumentar todavía más su belleza con algún adorno
de papel", y les pedían que no tirasen el menor pedacito de tela que no les sirviera, sino que
lo vendieran al trapero.
Keller sólo trataba de penetrar el secreto del avispero, pero en vano. La química de
mediados del siglo pasado todavía no estaba bastante adelantada para ayudarlo, y además
los conocimientos del tejedor eran más escasos que su curiosidad. Pero Gottlob no se
rendía. Siguió andando por campos y bosques y siguió buscando la manera de penetrar
algunos de los secretos de la naturaleza.
Un atardecer, llegó al canal del molino. Alrededor de la rueda del molino se apiñaba una
multitud de niños. Sacaban de bolsitas de tela huesos de cereza, los colocaban contra la
rueda para tratar de horadarlos. Cuando lograban hacerlo, ensartaban los huesos en un hilo
y obtenían un bonito collar. Para no desollarse los dedos, uno de los muchachos sujetaba el
hueso en una hendidura hecha en un palo y lo acercaba así a la rueda en movimiento del
molino. Keller contempló largo tiempo la fabricación de collares de huesos de cereza. Le
gustaban la habilidad y el espíritu inventivo del muchacho. Advirtió también que se formaba,
sobre el agua alrededor de la rueda del molino, una gruesa capa de aserrín de huesos y de
los palos con que los sostenían. El tejedor se inclinó sobre la superficie del agua, recogió con
la mano un poco de aserrín mezclado con el agua y lo examinó con detenimiento. Luego
echó a correr hasta la fonda "El Toro Negro", donde charlaba todos los días con su vecino
Völlter mientras bebían un tarro de cerveza.
Aquel día no podía esperar, miraba constantemente a la puerta, en busca del fabricante de
papel de Heinrichen. Cuando al fin llegó Völlter, Keller empezó a describirle su nuevo
invento.
¡Ningún trapo, querido Heinrich, sino madera! ¡Madera corriente pulverizada! Con eso como
materia prima vas a fabricar tu papel. Apostaría la cabeza a que las avispas hacen su nido
con madera también.
había obtenido, y con la presión la privaban del exceso de humedad. Lo que no podía hacer
la calandria lo hacía el Sol.
Así se fabricaba el papel que utilizaban los poetas chinos para escribir sus versos y los
amanuenses de los emperadores para las sentencias de muerte. Aún ahora el papel se
fabrica usando madera y lejía. Los moros que invadieron la Península Ibérica llevaron a
Europa, además de los horrores de sus guerras, algunas cosas por las cuales les debemos
estar agradecidos. Entre otras cosas, el método chino de producción de papel. Pero los
europeos de aquella época no conocían el árbol que se llama morera. Aún no se sabe quién
tuvo la idea de cambiar el líber de morera por un pedazo de trapo corriente.
Son increíbles las dificultades que encontró entonces aquella novedad, traída por los moros
para echar raíces en Europa. Los europeos no le tenían confianza. Y además ¿no era mejor
escribir sobre la piel curtida de animales, como se hacía desde la época de los antiguos
reyes persas?
Figura 6. En los tiempos antiguos era obligación de la mujer japonesa mantener el fuego
debajo de las cubas de madera en las que se cocían las ramas de morera. Los japoneses y
los chinos secaban el papel sobre paredes calientes.
Es cierto que no era fácil preparar químicamente la piel. Era necesario dejarla remojar
mucho tiempo en agua salada, tratarla con un extracto de corteza de roble, echarle cal,
tenderla, rasparla y alisarla con conchas marinas, antes de ponerla en las mesas de la gente
que sabía escribir. Pero el resultado era pergamino portador fiel y duradero de las ideas
humanas. ¿Cómo podría uno atreverse a compararlo con el papel imperfecto? Y los moros
añadían a su novedad pagana harina del trigo desleída en agua.
Hoy no podemos imaginar lo que hubiera pasado si nuestros antepasados no se hubieran
reconciliado pronto con el descubrimiento chino, que trajeron a Europa los conquistadores
árabes. Pero podemos imaginarnos lo que pasaría si un día se interrumpiese la fabricación
de papel en todo el mundo.
Figuras 10,11 y 12. Izquierda, por tratamiento con lejía a presión, la madera se deshace de
sus impurezas, con ayuda del calor y de los productos químicos. Centro, tamiz vibrador
horizontal que elimina los nudos y los restos de madera de la celulosa. Derecha, máquina
de papel, en la cual se cambia la celulosa en una cinta sin fin de papel.
la madera para obtener pequeñas fibras. Pero todavía esto no llega muy lejos químicamente.
En unas cámaras se rocían los leños con agua, y mientras los desmenuza el esmeril se
tratan con vapor caliente, para facilitar la operación.
Pero no se puede fabricar papel con las fibras conseguidas en esta forma, porque son
demasiado frágiles. Hay que consolidarlas. Para eso se mezclan con celulosa legítima en
grandes tinas. La celulosa, naturalmente, se prepara también a partir de madera, que se
cuece, a alta presión, con una lejía bisulfítica de sodio o calcio, según la especie de papel
que se quiera obtener: firme, que se utiliza por ejemplo para hacer bolsas de guardar
cemento, o más fino, por ejemplo para hacer bolsitas de dulces. La mezcla de celulosa pasa
luego por una máquina donde se muele, se espesa y de nuevo se diluye. Al final del aparato
que ejecuta todo eso rápidamente, sin la intervención del hombre, se encuentra la máquina
de papel. Es propiamente una banda sin fin sobre la cual se derrama la pasta de papel, que
contiene más agua que celulosa. Hay más de 99% de agua en la mezcla diluida; por eso es
necesario quitarle el agua, prensar, secar, alisar el papel con distintos aprestos como la tiza,
el caolín o el yeso, y al final enrollar el papel en enormes rollos que pesan cientos de kilos.
También se agrega cola al papel para escribir, a fin de que la tinta no emborrone al escribir.
3. Vestidos de explosivo
En 1889 se realizó en París una gran exposición. Los franceses querían jactarse ante todo el
mundo de lo que sabían hacer. Entre los expositores se contaba cierto conde que se llamaba
Chardonnet. Para divertirse hacía experimentos químicos y un día empezó a afirmar que
había descubierto la seda artificial. En la sala de exposición, repleta de visitantes jóvenes y
no tan jóvenes, estaba colgada, en efecto, una patente concedida el 12 de mayo de 1884,
que confirmaba que el conde Hilaire Chardonnet de Besançon había descubierto "una
materia sintética parecida a la seda".
Cuando le preguntaban cómo la había obtenido, contaba que durante sus estudios en París
había ayudado al famoso Pasteur a averiguar la manera de curar la pebrina, enfermedad del
gusano de seda que en un tiempo amenazó con aniquilar toda la industria de la seda de
Francia. Fue entonces cuando tuvo oportunidad de familiarizarse con la "técnica de
fabricación" usada por el insecto inestimable. Y al parecer aquello le dio la idea de imitar
simplemente al gusano de seda.
¿Qué podía aprender el conde francés del procedimiento de la mariposa? Muchas cosas; en
primer lugar, que la larva apenas sale del huevo, empieza a buscar hojas de morera. Y se
alimenta de ellas, al punto de que después de 35 días de vida, mide ya 9 centímetros.
Figura 15. El gusano de seda segrega un fino filamento de una materia espesa que se
solidifica en seguida. Fabrica su capullo con ésta. En dos días produce hasta 3 000 metros
de fibras finas.
Luego, como si ya no tuviera hambre, empieza a ayunar y a construir esa habitación que los
biólogos llaman capullo. Por el orificio de una glándula, el gusano segrega un filamento de
una materia espesa que se solidifica en seguida al aire. En dos días el filamento alcanza
3 000 metros de longitud.
Chardonnet sabía más que Keller. Era químico, y además habían pasado 44 años desde el
tiempo en que el tejedor sajón aseguró que la avispa construía su nido con madera. Desde
aquella época la química había recorrido un camino muy largo. Chardonnet pensaba que el
gusano de seda hacía su morada de celulosa. Hay celulosa en la madera, y en la hoja de
morera.
¿Cómo preparar sintéticamente celulosa y, sobre todo, cómo remplazar el aparato ingenioso
que tiene el gusano de seda y que emite una fibra tan fina de una materia tan espesa?
Hilaire Chardonnet se acordó del químico de Basilea, de Schönbein, quien, como sabemos
nosotros también, preparó una disolución de algodón pólvora en éter etílico: el colodión.
Recordemos también que el colodión se solidifica rápidamente al aire.
El conde de Besançon decidió probar el colodión. Remplazó la glándula del gusano por
tubitos finos de vidrio. Y sometió el algodón pólvora disuelto en éter y alcohol o sea el
colodión de Schönbein a una presión de algunas atmósferas en los tubitos de vidrio. Advirtió
con mucha alegría que el experimento salía bien. Las fibras brillantes que salían por las
puntas de los tubitos de vidrio se podían tejer como las fibras de seda natural, fabricadas
por el gusano de seda.
plancha caliente, empezaba a arder con una bella llama clara. Ni siquiera el agua le gustaba
a la nueva tela de moda. En cuanto empezaba a llover sobre los vestidos hechos con la seda
de Chardonnet, aparecían manchas sobre ellos, las bellas parisienses tomaban un raro
aspecto y para remate la seda empezaba a hincharse.
Una seda que no soportaba ni una plancha caliente ni un poco de lluvia no servía para nada.
El conde de Besançon quedó extraordinariamente desilusionado. Lo mismo les pasó a las
francesas, que dejaron de manifestar interés hacia la seda fabricada en Besançon.
Pero un día el químico se enteró de que vivía en Inglaterra cierto electricista que al parecer
había logrado fabricar una fibra artificial que no ardía cuando se ponía en contacto con una
plancha caliente. Además, lo interesante de la noticia era que aquel hombre, que se llamaba
J. W. Swan, no buscaba la seda artificial en sí. Se trataba para él de algo completamente
diferente: quería obtener un filamento que brillara en las bombillas eléctricas más que los
utilizados hasta entonces.
Figura 17.
Figuras 18, 19, 20 y 21. La fabricación de fibras sintéticas empieza en el sexto piso. En
cuanto termina una parte del proceso de fabricación, el material cae automáticamente al
piso inferior. Es necesario tratar en primer lugar la celulosa con una lejía, separar luego la
lejía y por último laminar la celulosa. Al agregar sulfuro de carbono al producto laminado se
forma en los tanques rotatorios un bello polvo anaranjado, al xantogenato.
No hace más que disponer las cadenas de átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno, que
constituyen la celulosa, de una manera un poco diferente que la que usa la naturaleza en el
pino, el abeto, la ortiga o las hojas. No hace más que poner en orden las piedras del
magnífico e inagotable juego de construcciones de la naturaleza viva. En pocas palabras, da
otra forma a las creaciones de la naturaleza. Para lograrlo debe tratar químicamente lo que
creó la naturaleza. ¿Por qué? Para conseguir celulosa pura. Por ejemplo, la madera sólo
contiene cincuenta por ciento de celulosa; el cincuenta por ciento restante se compone de
otras materias como lignina, azúcares, resinas. Por eso es necesario eliminar tales
impurezas indeseables durante la fabricación de las fibras sintéticas, mientras conservamos
la celulosa.
¿Qué hacer?
Debemos someter estas "impurezas" a alguna sustancia química capaz de disolverlas. Se
cuece la madera, en la fábrica de papel, con una lejía que contiene cal y anhídrido sulfuroso.
Estos dos verdaderos policías extraen despiadadamente todo lo que no tiene cabida en la
sociedad de la celulosa pura. Y las calandrias se ocupan de eliminar el exceso de agua que
queda en la celulosa. Pero todo esto no basta todavía. Tenemos aún que recurrir al sulfuro
de carbono, que transforma la celulosa en una materia anaranjada que se llama
xantogenato.
Figura 22. Durante la fabricación de las fibras sintéticas, la temperatura se regula y registra
automáticamente.
finas de platino. Se escogió este metal porque los ácidos no tienen efecto sobre él. Las
toberas tienen 25 mm de diámetro y cada una llega a tener hasta 3 000 orificios.
Figura 23. El xantogenato todavía no es un producto final. Hay que disolverlo en una lejía
de sosa, ablandarlo y convertirlo en un líquido espeso, como miel: la viscosa. En este
momento se alcanza al gusano de seda antes de empezar a fabricar su capullo.
Figura 24. Se remplaza la glándula del gusano por una simple tobera de platino. Por los
orificios muy finos sale la viscosa, que se solidifica en un baño y se convierte en fibra.
Ahora examinemos la fibra salida del orificio menudo de la tobera y que pasó al baño ácido;
comparémosla con la fibra de lana de oveja. Lo mejor será mirar otra vez por el
microscopio.
Como ven hay diferencia entre las dos fibras. La fibra sintética tiene superficie lisa; por el
contrario, la lana tiene la superficie escamosa y su fibra es ondulada. Y precisamente en eso
está el secreto de por qué es caliente la ropa de lana.
Figura 25. Fibra sintética y fibra de lana de oveja aumentadas muchas veces.
5. Sombrero de requesón
Consideremos un momento el hecho de que la lana ovejuna sea, en su mayor proporción,
una proteína (como lo es la seda natural). Retrocedamos al principio de este siglo, cuando a
los químicos les preocupaba la composición de la lana y trataban de extraer proteínas de la
naturaleza para fabricar fibras de lana sintética.
Figura 26.
Esta vez pidieron ayuda a la vaca. Es posible sacar la proteína el requesón de la leche, pues
cuando se echa cuajo a la leche descremada, se corta y se obtiene una pasta parecida a la
viscosa con que se hace la seda artificial. Después de cierta preparación, fue posible hacerla
pasar por los orificios muy finos de las toberas, lavarla en un baño apropiado, y así nació
otra especie de fibra sintética, el lanital. Era posible hacer muchas cosas con esta nueva
fibra sintética, pero no era tan sólida como la fibra de la oveja y por eso, se fabrican sobre
todo sombreros con el lanital.
Antes de la segunda guerra mundial, se lanzaron a fabricar esta fibra de requesón, ante
todo, los países que producían mucha leche, como Holanda, Francia y Dinamarca. Hoy han
abandonado el proceso por ser antieconómico. Pues de 100 litros de leche se pueden sacar
menos de 3 kilogramos de materia proteínica o caseína. Y de un kilogramo de caseína se
saca un kilogramo de lanital.
El químico moderno no se contentó ni con la fibra de celulosa ni con la fibra de caseína. No
dejó, ni deja, de buscar una nueva materia prima accesible en cantidad suficiente, no cara y
con la que se puedan fabricar fibras sintéticas mejores que las conocidas. A fin de cuentas
se volvió al modesto pedazo de hulla, que ya había ayudado tantas veces, y tan
asombrosamente, a los químicos.
Pero antes de contar cómo lograron fabricar la más maravillosa de las fibras que había
conocido el mundo, contaremos lo que pasó el día 7 de diciembre de 1941 en una de las
islas del océano Pacífico.
Figura 27. Pearl Harbor, a 7 de diciembre de 1941. Edición especial del periódico "Honolulu
Star-Bulletin": ¡Guerra! Aviones japoneses bombardean Oahu.
7. Reunión secreta
Dos días después del acontecimiento de Pearl Harbor, a las 9:30 sonó el teléfono en el
despacho del director de una de las más grandes fábricas estadounidenses de fibras
sintéticas.
Figura 28. MOLÉCULAS EN disolución: de bajo peso molecular (disolución de azúcar) de alto
peso molecular (cola) moléculas tridimensionales.
bajo peso molecular a aquellas que, como el azúcar, se componen de moléculas que se
separan fácilmente. No tienen por qué ser sólo materias sólidas, como nuestro pedacito de
azúcar; pueden ser también líquidos, como por ejemplo múltiples ácidos o alcoholes. Y
ahora tomemos otra sustancia, por ejemplo la cola del carpintero. Añadámosle agua. ¿Se
comporta exactamente como el azúcar? De ninguna manera.
Fotografiemos la cola con la ayuda del microscopio. Vemos algo completamente diferente de
la disolución de azúcar. En lugar de las pequeñas moléculas redondas, aparecen largas
cadenas que se entrelazan y que no se quieren separar a ningún precio.
Figura 29. Los primeros paracaídas eran de seda natural, casi siempre procedente de Japón,
cuya calidad se consideraba la mejor en los mercados del mundo entero.
Se quedan bien trabadas unas a otras. Dijimos que estas moléculas son largas.
Naturalmente son largas en relación con el mundo de las moléculas. En él una milésima de
milímetro es una medida considerable. Las moléculas de azúcar son mil veces más pequeñas
en comparación con aquéllas. Llamamos sustancias de alto peso molecular a las que, como
la cola, se componen de estas grandes moléculas. Recordemos muy especialmente estas
materias cuyas moléculas son cadenas que no se pueden romper tan sencillamente.
Imagínense que el químico pueda reforzar esta sólida cadena molecular todavía más; con
muy diversas reacciones químicas, logra tender, entre las cadenas de grandes moléculas,
muchos puentecillos constituidos por otras moléculas grandes. Así se generan moléculas
tridimensionales. Ya desde el principio de este siglo, los químicos se habían fijado en las
vidrio que utilizó para su experimento. Calentó la mezcla durante varias horas hasta que se
fundió todo el contenido de los aparatos. Luego destiló el agua formada durante la fusión, y
en el fondo de los aparatos quedó una materia lechosa turbia. Carothers la examinó con
mucho cuidado, le metió un alambre y tiró: la materia se alargaba, y mientras más
adelgazaba, más firme se hacía.
Esto era notable, pero lo más extraordinario era que la fibra delgada se solidificaba al aire
sin ningún baño especial. Hasta entonces, como lo vimos, pocos habían logrado fabricar una
fibra sintética sin baño final.
El joven químico estaba sorprendido: la fibra delgada, en lugar de romperse, era tan tenaz
como un alambre de acero. Carothers era un químico extraordinariamente inteligente, con
capacidades asombrosas, y sobre todo un hombre de una paciencia poco común y de fuerte
voluntad. Repitió el experimento. El resultado fue el mismo. No había dudas. El joven había
descubierto una nueva sustancia que se podía utilizar para la fabricación de fibras sintéticas
como nadie en el mundo las había fabricado hasta entonces. Carothers subrayó la fecha 28
de febrero de 1935 en su calendario, y acuñó la expresión "polímero 66", porque en las dos
sustancias químicas que se unen en la nueva fibra ácido adípico y hexametilendiamina hay
seis átomos de carbono por molécula. Sólo después de algún tiempo recibió esta fibra el
nombre de nylon. Se cuenta una historieta acerca de esto. No sé si es verdadera. La cuento
sólo porque es curiosa.
Dicen que un día llamó a Carothers el director de la fábrica donde trabajaba el joven
inventor, y le dijo claramente que no le gustaba el nombre del polímero 66.
- Eso no quiere decir nada; necesitamos algo que suene bien, un nombre que la gente pueda
recordar fácilmente dijo el director.
Carothers pensó un momento.
- Aquí lo tiene: nylon.
- ¿Qué es eso, oiga? ¿Cómo se le ocurrió eso? preguntó el director, sorprendido.
Carothers sonrió:
- Son las iniciales de las palabras de la frase: Now you lousy old Niponese.
El director se sonrió y aceptó el nuevo nombre de la fibra. Según parece, es así como la
palabra nylon, mundialmente conocida, remplazó a polímero 66. Por lo menos es lo que se
dice. A lo mejor es cierto que buscaron simplemente un nombre fácil de recordar y que
sonara bien.
Pero ya habían pasado algunos años desde el momento que se empezó a fabricar la nueva
fibra industrialmente. Y no fue nada sencillo fabricarla. Fue necesario superar muchas
dificultades técnicas, y así no aparecieron primero en el mercado medias o ropa hechas con
esta fibra sintética, sino cepillos de dientes. Sólo las bombas soltadas por los aviones que
Colaboración de Miguel Navarro 22 Preparado por Patricio Barros
Antonio Bravo
El Mundo Sintético Vladimír Henzl
llevaban sobre sus alas los símbolos del Sol Naciente, el día 7 de diciembre de 1941, sobre
la armada estadounidense que dormitaba en las aguas de la isla de Oahu, ayudaron a
vencer todos los obstáculos. El nylon se empezó a fabricar en grandes cantidades y para
propósitos que nadie hubiera ni siquiera soñado en la época que Wallace Carothers vio por
primera vez la materia lechosa y turbia, en su laboratorio.
Esta fibra de materia plástica, producto del carbón negro corriente, de la paciencia poco
común y de la curiosidad del químico, es hoy parte indispensable de nuestra vida cotidiana.
Se fabrican con ella no sólo cepillos de dientes, redes de pescar, paracaídas militares,
vestidos, medias, hilos que usa el cirujano para coser heridas, batas de trabajo, máscaras,
ropa interior, sino también cuerdas para las raquetas de tenis.
El nylon es pariente del silón checoslovaco, del perlón alemán, del caprón soviético, del
mirlón suizo, del estelón polaco, del celón inglés. ¿Preguntan ustedes por qué? Pues porque
se equivocó Wallace Carothers durante uno de sus experimentos.
La lactama es uno de los productos derivados del alquitrán de hulla. Carothers trató también
de fabricar fibras a partir de este compuesto, como lo hizo con decenas de otras sustancias.
(Recuérdese además que este químico trataba de transformar materias de bajo peso
molecular en materias de alto peso molecular.) Pero no le salió bien el experimento con la
lactama. Por eso escribió en uno de sus trabajos que no se puede fabricar fibra sintética a
partir de la lactama. Y una sola frase ("La lactama no se polimeriza en la reacción que forma
normalmente las poliamidas, ya se utilicen o no catalizadores durante la operación") costó
una fortuna a la empresa de Carothers. Tal vez la frase en cuestión parezca incomprensible.
En resumen quiere decir: "Hagas lo que hagas, si quieres convertir la lactama en materia de
alto peso molecular, aunque pidas ayuda a alguna otra materia, o catalizar, que facilita la
reacción química, no conseguirás nada".
Los químicos de todo el mundo leyeron esta frase de Carothers, y la entendieron muy bien.
Fue un verdadero reto. Como un caballero de la Edad Media, el químico moderno había
desafiado a sus rivales, los demás químicos. Y éstos le hicieron frente. Uno de ellos, el
alemán Paul Schlach, consiguió en 1937 lo que no pudo conseguir Wallace Carothers:
convertir la lactama en una materia muy parecida a la que utilizó el químico estadounidense
para fabricar su fibra de nylon. Una grieta peligrosa que había abierto en la muralla de los
derechos de patente de la empresa Du Pont, para la que trabajaba Carothers. Los alemanes,
y luego todo los demás empezaron a fabricar fibras artificiales a partir de la lactama según
el método de Schlach, y no siguiendo los métodos patentados por Carothers. Sólo después
de algún tiempo el mundo supo con asombro que Carothers había escrito aquella frase
infeliz, porque el compuesto que había utilizado para preparar su lactama, el ácido
aminocaproico, no estaba bastante puro.
Aprendamos además esto: llamamos policondensación a una reacción como la que se realiza
en la fabricación del nylon entre el ácido adípico y la hexametilendiamina. Es una
transformación de materias de bajo peso molecular en sustancias de alto peso molecular,
durante la cual se elimina algo (en nuestro caso, agua). Si no queda nada que eliminar en
tal trasformación (y esto pasa en el caso de muchas reacciones químicas), se trata entonces
de lo que se llama polimeración. Y ahora, la última sorpresa. Hay que saber que lo que pasa
en la vasija de reacción en el laboratorio, pasa también en el cuerpo humano. En éste las
proteínas se forman de la misma manera. Hay quien dice incluso que los químicos imitaron
precisamente la condensación y polimerización del cuerpo humano. Pero no hay que
creerles.
amarillenta más que el nombre: ámbar. No sabían que estaban trabajando y puliendo con
sus manos la resina de árboles muertos muchos miles de años atrás y que había atravesado
incontables modificaciones químicas durante tan largo tiempo.
Figura 31
Pero, y aquí debemos regresar a las sustancias que dieron origen al celuloide. La
nitrocelulosa, diablillo bullicioso, siguió viviendo en el celuloide y hacía que la primera
materia plástica del mundo se encendiera con grandísima facilidad, y hasta estallara. Los
químicos trataron de obtener un celuloide que no tuviera estas malas propiedades. Con el
tiempo lograron producir un éter acético que se fundaba en la misma materia prima que la
nitrocelulosa: la celulosa, pero sometida a los efectos del ácido acético. Naturalmente este
celuloide tampoco era ininflamable en el verdadero sentido de la palabra. Pero se encendía
sólo cuando entraba en contacto directo con el fuego, y además no estallaba. Por eso fue
posible utilizarlo en gran escala, durante la primera Guerra mundial, en la construcción de
aviones. La cabina del piloto era toda de celuloide. Se podían hacer incluso vestidos con él o
mejor dicho, con sus fibras, que se parecían mucho a las de la seda artificial del conde
francés Hilaire Chardonnet.
Pero volvamos un momento al inventor del celuloide, John Hyatt. ¿Por qué el tipógrafo de
Alabama agregó alcanfor a la nitrocelulosa?
Durante largos siglos los antiguos chinos afirmaron que los cristales blancos del alcanfor,
que obtenían por la acción de vapor de agua sobrecalentado sobre la madera del árbol
alcanforero, tenían un poder milagroso. Según decían, la persona que llevaba alcanfor
consigo se aseguraba el amor del ser querido, la misericordia de los dioses, y ninguna
enfermedad la podía afectar. El alcanforero crecía en Formosa y los comerciantes chinos
vendían su madera a un precio extraordinariamente elevado. No era posible comprar los
cristales milagrosos en cualquier tienda. Se pesaban escrupulosamente sólo en las balancitas
de las boticas. Fue precisamente el alcanfor una de las razones por las cuales los japoneses
se abalanzaron sobre Formosa hacia fines del siglo pasado. Y cuando esta isla, cuya
desgracia era que en ella creciera el magnífico Laurus camphora, el alcanforero, hasta de 12
metros de alto, cayó en 1895 entre las manos de los conquistadores japoneses de ojos
rasgados, empezaron éstos a hacer negocio del alcanfor milagroso. Con el desarrollo de la
industria cinematográfica aumentó la demanda de alcanfor y su precio también. Los
japoneses se hicieron los proveedores exclusivos de los cristales blancos de aroma
penetrante. Y fue así hasta la primera Guerra mundial, cuando el bloqueo naval dirigido por
los ingleses forzó a los alemanes a fabricar alcanfor sintético.
Cuando alguien le preguntaba a John Hyatt, ya al fin de su vida, lo que preguntamos
nosotros también, a saber, por qué exactamente agregó el alcanfor a la nitrocelulosa, el
viejo señor encogía los hombros y contestaba: No sé.
Otra vez la casualidad de los tiempos pasados. Pero ahora los químicos saben exactamente
qué papel desempeñaron los cristales milagrosos de la isla del océano Pacífico en el
experimento que hizo descubrir a John Hyatt el celuloide. El alcanfor es un ablandador que
mejora la calidad de la materia plástica.
Un compuesto de alto peso molecular, sacado de una planta en nuestro caso es la celulosa
sacada de la madera , calentado en presencia de alcohol y otro compuesto extraído también
de una planta en nuestro caso se trata del alcanfor es capaz de crear una materia plástica.
Dicho de una manera más sencilla todavía: las moléculas de dos sustancias vegetales crean
una materia nueva, de alto peso molecular, que es posible moldear en caliente, como vio
Hyatt.
Recordemos que la primera materia plástica se fabricó porque el hombre quitó a la
naturaleza las moléculas de dos materias vegetales para formar una materia de moléculas
todavía más grandes. Lo ayudó también el calor que utilizó para tratar los dos compuestos.
El nuevo cuerpo que se formó en caliente se solidificó al enfriarse. Pero no para siempre. Si
se calienta de nuevo el celuloide, se ablanda y se le puede dar la forma que quiera uno.
Llamamos termoplásticas las materias cuya forma puede cambiar completamente en
caliente, a diferencia de las materias que se endurecen cuando se las somete a una
temperatura suficiente. Se haga lo que se quiera con estas últimas materias, ya no retornan
al estado fundido. Llamamos termoendurecibles a este tipo de cuerpos. Por ejemplo la
baquelita es una materia termoendurecible, de la cual hablaremos en cuanto terminemos
con John Hyatt. No hay que asustarse por estas palabras exóticas, termoplástico y
termoendurecible. Las dos comienzan con el mismo prefijo, "termo". Thermos en griego
significa caliente.
Butlerov averiguó que uno de los gases que se forman durante la fabricación del coke, el
metano, oxidado por el oxígeno del aire, se cambia en formaldehído, y que las moléculas de
este gas se unen a las moléculas de otras sustancias, bajo ciertas circunstancias. Y otra cosa
más: de esta unión resultan compuestos muy complejos.
El profesor de Kazan averiguó que ciertos compuestos de carbono e hidrógeno
hidrocarburos, que son precisamente componentes de los gases que se forman durante la
fabricación del coke o durante el tratamiento del petróleo, tienen un hambre terrible. Se dice
que no son saturados y por eso desean una unión directa con otros hambrientos como ellos
mismos. Químicamente hablando: los gases que se forman durante la fabricación del coke y
el tratamiento del petróleo y que llamamos hidrocarburos simples no saturados, crean
materias líquidas y una especie de hule a consecuencia de su unión recíproca. Podemos
acelerar esta unión recíproca agregando ciertas otras sustancias a las que se están
combinando. Estas sustancias, que ayudan a que se realice la reacción que no ocurre tan
bien de otra manera, se llaman catalizadores; son ayudantes generosos y desinteresados.
Se dirá, a primera vista, que hablamos más de lo necesario del formaldehído. Tal vez
hubiera bastado recordar que el formaldehído es un gas que se forma durante la fabricación
del coke a partir de hulla, o durante el tratamiento del petróleo, y que fue descubierto por el
químico ruso Butlerov en 1859. Pero este descubrimiento no fue cualquier descubrimiento.
Pronto nos encontraremos de nuevo con el formaldehído, y de nuevo recordaremos al
modesto profesor de Kazan, cuando hablemos de las materias plásticas modernas. Es que el
formaldehído es una de las materias básicas que se utilizan para la fabricación de las
materias plásticas modernas. Se llama formol la disolución acuosa de formaldehído. Pero
mientras, tendremos que seguir pacientemente otro trecho a los dos químicos alemanes. Los
dejamos en el momento en que agregaron formol al polvo blanco seco de caseína.
Hacía unos días había recibido una carta que lo invitaba a Rochester para discutir su
invención. El director de la fábrica Kodak, que fabricaba aparatos, películas y papeles
fotográficos, había invitado al profesor Leo Henry Baekeland a charlar acerca de la venta del
papel fotográfico que había descubierto, el cual se podía usar incluso con alumbrado
artificial. Hasta entonces se conocía sólo un papel que únicamente imprimía fotografías
tomadas cuando brillaba el Sol.
El hombre de la ventanilla, consideraba el punto siguiente: le pediré 50 000 dólares por este
descubrimiento. Si me los da, bueno. Pero ¿y si no me los da? No acepto menos; no lo
vendo, por ejemplo, por 25 000 dólares.
Ante las ventanillas del tren pasaban las primeras casas de Rochester; el doctor Baekeland
bajó y se dirigió rápidamente a la fábrica, que tenía en la puerta un gran letrero: "Kodak".
- Su invención es algo fabuloso, profesor dijo el director a Baekeland, recibiéndolo. Esto no
se puede comparar con los papeles que ya conocemos. ¿Cuánto quisiera por ello?
De repente el profesor no supo qué partido tomar. Si decía 50 000 dólares, se burlaría de él.
Y tal vez no vendería nunca su Velox.
Es que no fue nada sencilla la historia de esta invención. Baekeland estaba completamente
convencido de esto. Empezó a fabricar solo su nuevo papel fotográfico, pero los fotógrafos
de profesión no le tenían confianza a esta novedad. Al final tuvo que dirigirse personalmente
a los fotógrafos aficionados. Pero ni siquiera éstos manifestaron interés especial por el nuevo
papel.
El doctor Leo Henry Baekeland sabía lo que era la miseria. Pertenecía a una familia belga
pobre, y cuando ingresó a la Universidad de Gante, como excelente alumno, a los dieciséis
años, tuvo que dar clases a los estudiantes menos talentosos y ayudar en el laboratorio,
para conseguir mantenerse y pagar sus estudios. A pesar de ello, se doctoró en el año de
1884, con los máximos honores summa cum laude, como se dice en latín, según convenía a
un estudiante que no tuvo más que excelentes calificaciones. A los 24 años llegó a profesor
de química en Gante, y después de tres años allí, fue profesor de química y física en la
Escuela Superior Técnica de Brujas. Baekeland fue profesor siete años en total, se casó y
cruzó el océano. Pensó que al otro lado del mar le iría mejor que en Bélgica. Pero ¡qué
desilusión se llevó el joven químico en cuanto vio el Nuevo Mundo! Trabajó dos años como
químico en una fábrica de artículos fotográficos, luego probó suerte como asesor químico
privado. La gente que conocía a Baekeland en aquella época decía de él: Tiene pocos
clientes y menos dinero; sólo las ideas le sobran.
De veras mal le fue al profesor de Brujas. Enfermó, se endeudó y ya no sabía qué hacer. Al
final se decidió a concentrarse en una sola cosa que pudiera liberarlo de la miseria y a
abandonar las demás ideas que tenía en la cabeza. Se acordó de su actividad en la fábrica
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Figura 34. Insecto de la laca. Hembras del insecto de la laca y hembra adulta con el cuerpo
cubierto de laca. (Longitud real: 1-2 mm.)
Vive en las ramas de ciertas plantas. Allí perfora las cortezas, y las plantas segregan una
resina de color rojo subido. Las hembras de este animal se reúnen a montones y se
atiborran de la resina que sale. Cuando les nace otra generación debajo de su caparazón,
todos juntos empiezan a comerse la capa rojo subido. Y es en este momento cuando los
aborígenes quitan la resina de las plantas, para venderla como laca. Esta laca se utilizaba
Por eso Baekeland empezó por estudiar los trabajos y experimentos de sus predecesores y
al final llegó a la conclusión de que todo el secreto de la fabricación de lacas sintéticas se
encontraría en la unión química del fenol y del formaldehído. Sabía que estas dos materias
producen, al reaccionar, compuestos de alto peso molecular. Naturalmente, sería necesario
regular esta unión que se llama poli condensación, interrumpirla en el momento preciso para
que no se fuera a formar una materia demasiado rígida, que no sería posible utilizar.
La luz brillaba hasta muy entrada la noche en el laboratorio de Yonkers. Los experimentos se
sucedían. Pero esta vez la suerte había abandonado al emigrado belga. Muchos químicos
hubieran dejado allí mismo el juego con el fenol y el formaldehído, sobre todo si hubieran
leído más de una vez como lo había hecho Baekeland que los experimentos con estos dos
compuestos no conducían a nada. Es cierto que Baekeland trató de agregar otras sustancias
al fenol y el formaldehído, y que ensayó como catalizadores, para ayudar al proceso
químico, toda suerte de ácidos y bases. En vano. Obtenía cosas muy parecidas a pasteles de
alquitrán con espuma encima. Con aquello no se podía barnizar nada.
Por suerte Baekeland tenía tiempo. Pudo seguir experimentando pacientemente. Un día se le
ocurrió algo: ¿Si hiciera lo contrario de lo hecho hasta ahora? En lugar de tratar de
mantener una temperatura baja durante la reacción del fenol y formaldehído, procurar
elevar la temperatura lo más posible y facilitar la reacción química aplicando una intensa
presión.
Mezcló el fenol y el formaldehído en iguales proporciones, vertió la mezcla en una autoclave
(la autoclave es un recipiente de metal provisto de una tapadera hermética, donde se
calientan los líquidos a presión más elevada que la atmosférica; recuérdese la famosa olla de
Papin) y la calentó a una temperatura de 200°C bajo presión. Luego esperó pacientemente
para ver qué pasaría. Y lo que pasó fue que se formó un líquido que se solidificó al aire, y
cuando se solidificó tomó la apariencia del ámbar. Era, incluso, más duro que esta resina
natural y el agua no tenía ningún efecto sobre él y era posible trabajarlo con un cuchillo
afilado.
Baekeland no se contentó con la verificación de estas propiedades. Quiso saber más: cómo
se portaría la nueva materia ante la corriente eléctrica, si sería malo o buen conductor del
calor y si se alteraría químicamente con el tiempo. El belga siguió haciendo experimentos,
pacientemente, durante dos años, hasta averiguar en qué proporciones convenía combinar
el fenol y el formaldehído y qué catalizador era más apropiado para tal combinación. Sólo
cuando se convenció de que la nueva materia sintética era un mal conductor de la
electricidad y del calor y de que el tiempo no tenía ningún efecto sobre ella, le dio un
nombre muy parecido al suyo: baquelita (la terminación viene de la palabra griega lithos,
que quiere decir piedra).
La primera patente que se refería a la tercera materia plástica tuvo el número 942699.
El doctor Baekeland no quedó desilusionado por el hecho de haber descubierto la tercera
materia plástica en lugar de una laca sintética. El día 6 de febrero de 1909, en una reunión
de químicos en Nueva York, presentó por primera vez conmutadores eléctricos, boquillas y
también discos de gramófono de baquelita, y declaró que conocía once maneras de utilizar
su invención. En aquel tiempo el antiguo profesor belga de química, luego feliz inventor de
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Figura 36
Así terminaría el cuento de hadas del hombre ligado a todo el mundo por el gran progreso
realizado en el desarrollo de las materias plásticas. Pero la vida es un poco distinta de un
cuento de hadas. Apenas el doctor Baekeland publicó su invención, por todas partes se
oyeron voces que aseguraban que no se trataba de nada nuevo, y que aunque fuera nuevo
no servía para nada. Pero Baekeland no se inquietó. Empezó a producir baquelita y su
manufactura se difundió rápidamente, incluso más allá de las fronteras de los Estados
Unidos de América.
Y Baekeland no dejó de trabajar ni siquiera cuando estuvo cubierto de honores que le
llegaban de todo el mundo. Hasta los 76 años eso fue en 1939 no se retiró. Se instaló en su
casita en la costa de California, y con la misma paciencia y el mismo amor con que se había
dedicado a la química en su juventud, se entregó allí al cultivo de plantas tropicales.
En medio de las maravillosas creaciones de la naturaleza murió, en el año de 1944, su no
menos maravilloso imitador.
Figura 37
Pocos años más tarde apuntaron al lado de esto, con bonita letra, que el boticario John no
había pagado sus derechos de patente por segunda vez y que, por esta razón, caducaba su
derecho de patente en el año 1926.
¿Por qué fui a consultar los viejos libros de la Oficina Estatal para las Invenciones y la
Normalización que sucedió a la antigua Oficina de Patentes? Porque detrás de algunas frases
escritas con bonita letra, pero ya pálidas, se esconde, según yo, un acontecimiento extraño
y al mismo tiempo dramático.
Pero otra vez debo retroceder, como tantas otras veces. Esta vez serán 134 años. En el año
1827, Friedrich Wöhler fue el primer hombre en el mundo que obtuvo urea a partir de un
Hoy se fabrican con aminoplásticos como llamamos a las materias plásticas que se fabrican
a partir de urea utensilios para el hogar, como por ejemplo platos, saleros, tazas, y también
cajas de radio, máquinas de rasurar, estuches para lentes y tubos de lápiz labial.
El plástico se produce en aparatos inoxidables provistos de un dispositivo de agitación, de un
sistema de enfriamiento y dispuestos para eliminar el agua durante la reacción química. Se
echa poco a poco la disolución acuosa y caliente de urea en el recipiente que contiene el
formol (disolución acuosa de formaldehído). Se utiliza carbonato de sodio como catalizador,
para acelerar el proceso. La policondensación o sea la transformación de las dos sustancias
de bajo peso molecular, urea y formaldehído, en materia de alto peso molecular, reacción
durante la cual se elimina el agua (por eso se llama policondensación y no polimerización,
durante la cual no se elimina agua) se realiza mezclándose constantemente y a una
temperatura de 70°C.
Pero no quedaremos satisfechos con lo conseguido a esta temperatura. Es una resina acuosa
que sirve como pegamento. Pero lo que queremos es fabricar una nueva materia plástica
dura. No nos queda más que seguir mezclando, y elevar todavía más la temperatura.
Ahora bien, lo que pasa en el recipiente de reacción es algo más que una condensación
corriente. Es una condensación multiplicada, repetida, una condensación doble, triple,
múltiple. La materia que está en el recipiente se espesa cada vez más, hasta solidificarse
completamente.
Con eso termina nuestro trabajo. No completamente, a decir verdad. Todavía debemos
moler y empacar esta materia artificial, cuyo color es el del colorante que le agreguemos.
Con el producto obtenido se puede fabricar toda especie de artículos, prensando el polvo en
moldes.
Pero las resinas de urea-formaldehído se utilizan hoy también de otra manera. En la
industria textil, con ellas en forma de disoluciones se tratan fibras, con las cuales se fabrican
luego tejidos inarrugables. Convirtiéndolas en espuma es posible fabricar con ellas objetos
tan ligeros que comparándolos con los de corcho, parecen éstos muy pesados, pues llegan a
pesar nueve veces más que los hechos de plástico a base de urea. Y estos materiales ligeros
convienen perfectamente para la construcción de instalaciones de refrigeración, por su mala
conductividad térmica.
Naturalmente, a las materias plásticas de urea y formaldehído se les hace lo mismo que a
las demás materias plásticas: se les agrega un relleno, especialmente aserrín.
Claro que no tendremos ni que decir que ni las vajillas, ni las vasijas ni los tubos de lápices
labiales hechos de aminoplásticos huelen mal, y que, higiénicamente, son del todo
irreprochables.
Pensemos una vez más en lo raros que son a veces los caminos de las invenciones. Con
dificultades, la invención viaja de la calle de Hus, en la "Ciudad Vieja" de Praga, a Londres,
pasando por Viena; luego hasta América. Es nuestra cuarta materia plástica. Luego la
imponen las amas de casa que prefieren las balanzas de carnicería de urea-formaldehído a
las de baquelita.
Figura 39.
Capítulo VI
EL HOMBRE Y EL PERFUME
Contenido:
1. Una de las insuficiencias del ser humano
2. Viaje a la tierra de la reina de Saba
3. ¿Por qué huelen bien las flores?
4. No sólo las flores
5. El gato y la cucharita
6. El perfume de las flores
7. Otra vez el químico
8. El profesor que amaba las violetas
9. Fin de una tradición, comienzo de otra
11. Despedida
científicos creen que en el sistema nervioso existen estaciones intermedias que amplifican
las señales producidas por la vibración de la molécula de materia aromática.
Le da vueltas la cabeza a uno, cuando se entera de que los órganos olfatorios están ligados
al cerebro por 45 000 fibras nerviosas, por las cuales viaja la noticia del aroma. Se trata de
un mecanismo tan ingenioso, que esta red telegráfica humana puede trasmitir más de
16 000 000 de informaciones acerca de la molécula de materia aromática que ha tocado los
órganos receptores. O, dicho muy sencillamente, informa cuál es el olor que llega a la nariz
del hombre.
Toda esta información se concentra en una especie de central telegráfica, en terminaciones
nerviosas cargadas de un pigmento amarillo oscuro. La molécula de este pigmento vibra con
la misma frecuencia que la molécula de la materia aromática. Y en esto precisamente reside
todo el secreto: con esta vibración se forma el impulso nervioso que trasmite al cerebro
humano la noticia del olor. Es por esta larga vía nerviosa perfeccionada por donde se
precipitan toda especie de señales al cerebro. Éstas se reúnen como un telegrama que
comunica al hombre los detalles del perfume, le da una idea precisa de él. Así el hombre
puede distinguir varios olores. Es algo fantástico.
Y decididamente esta última teoría de la olfación demuestra otra vez que el cuerpo humano
es un mecanismo muy ingenioso. Pero por lo que se refiere al olfato, cualquier perro supera
al hombre, y por su parte ni siquiera se puede comparar con ciertos insectos, que perciben
con facilidad perfumes de los cuales el hombre no tiene la menor idea.
Figura 1. Delante de las puertas de la ciudad de Maryab había sacerdotes, con las manos
extendidas, recogiendo su parte de la carga de bálsamo y alheña, considerados en aquel
tiempo como los más preciosos cosméticos.
Figura 2. No es una aspersión de DDT sino un polvo con el cual el barbero embellecía a los
nobles.
Pero veo que soy injusto con los hombres en este relato. Es que me olvidé completamente
de los nobles romanos. Para acentuar su virilidad se pintaban las venas de las manos de azul
(quién sabe si no tendrá esto algo que ver con lo de la sangre azul de los nobles).
Naturalmente, todo esto no es todavía exactamente perfumería. Es sólo un relato para
ilustrar cómo la gente quiso, desde hace mucho tiempo, embellecer su apariencia.
Parece que los primeros verdaderos fabricantes de perfumes fueron los árabes. Todavía hoy,
después de más de dos milenios, nos sorprende el indiscutible ingenio de aquellos
fabricantes de perfumes y ungüentos. Cocían con agua en jarritos de cobre los pétalos de
flores, los capullos y también ciertas semillas, y colocaban estas vasijas con decocciones
aromáticas en sus habitaciones. Pero conocían también un sistema para captar el perfume
embriagador de las flores: las dejaban remojar en aceite o las ponían en contacto con la
grasa de ciertos animales, y así trasladaban el perfume de las flores al aceite y a la grasa.
Es asombroso enterarse de que hasta hace muy poco los perfumistas no hacían en realidad
nada más que esto.
Europa no vivió la edad de oro de los cosméticos y perfumería hasta los siglos XVII y XVIII.
Entonces los nobles, en lugar de contentarse con vestirse, como antes, con los colores
favoritos de sus señores, se rociaban con los perfumes que utilizaban sus mujeres o sus
amantes. Los reyes de Francia pedían que sus alcobas tuviesen un perfume distinto cada
día. Las diferencias de clase entre las mujeres eran tan profundas, que las reinas y las
princesas utilizaban ciertas especies de perfumes y maquillajes, las damas de la corte, otras,
y las mujeres de los ricos burgueses, otras más. En aquellos tiempos, naturalmente, eran
sólo mujeres ricas las que podían comprarse perfumes y maquillajes. No tiene nada de
extraño, ¡pues para la obtención de un solo gramo de esencia de violeta era necesario nada
menos que un quintal métrico de pétalos de violetas!
La situación ha cambiado muchísimo desde el tiempo de los perfumistas árabes, y hasta del
de los reyes de Francia. El químico analiza las plantas con las que se fabrican los perfumes,
y después de averiguar la composición de las esencias, que son las materias primas
principales para la fabricación de perfumes, empieza a imitar a la naturaleza.
Figura 3. Rosa, tu perfume es el más suave/ tu perfume es el rey de todos./Tú eres la más
encantadora de las flores./"Poesía de la India"
Es que sin eso no existirían perfumes finos. Los fabricantes de los famosos perfumes
franceses aplican estas grasas a gruesos discos de vidrio con marcos de madera, que
colocan superpuestos. Y entonces ponen flores frescas sobre las gruesas capas de grasa de
puerco mezclada con sebo de res.
Figura 5. Con los ojos cerrados se distinguen los aromas agradables de los olores
desagradables. Es fácil darse cuenta de que se está oliendo un clavel, y no un frasco de
amoniaco.
Los blancos jazmines y los pétalos rosados de los claveles se tienen largas horas en estos
marcos cargados de grasa animal. Y esta grasa absorbe sin cesar el perfume de las flores, la
esencia que se está evaporando de ellas. Cuando mueren las flores, la mano del hombre las
remplaza con otras, frescas. Una y otra vez la grasa absorbe el perfume de la tuberosa, del
jazmín o del clavel. Hasta setenta veces se cambian las flores. Luego la mano del perfumista
quita del vidrio la grasa de puerco, saturada del perfume agradable, y la guarda en
recipientes. Pero todavía no es éste el verdadero perfume que deseamos. Es sólo una pasta
aromática, que los fabricantes de perfumes llaman pomada o "concreto". Ésta se debe tratar
todavía, hay que agregarle un poco de alcohol puro, y calentar moderadamente toda la
Existen muchos métodos más para obtener esencias aromáticas de flores. Por ejemplo, hay
un procedimiento según el cual las flores se meten en bolsas de tela, que se sumergen en
aceite tibio y allí se tienen hasta que toda la esencia pasa de las flores al aceite. Este
proceso químico se llama maceración. Pero podemos olvidar esto. Se trataba ante todo de
saber qué es lo que huele bien en las flores o en las plantas, y cómo aprendió el hombre a
arrebatar su perfume a la flor. Ahora lo sabemos: la esencia, jugo aromático de las plantas,
es un licor vivo que, después de una larga peregrinación química, se guarda en bellos
frascos de cristal cortado y nos hace la vida agradable.
cuerpo de los cachalotes se sospechó que esta materia maloliente, parecida a una cera,
pudiera acompañar a los excrementos del cachalote. Pero ¿cómo se originaba en el cuerpo
de este habitante del mar? Parece que las sepias que les gusta saborear a los cachalotes
tienen algo que ver, pero la verdad es que hasta hoy nadie puede explicar la cosa con
precisión.
Figura 7. Cachalote
Por lo demás, este punto no fue ni es lo más interesante de este cuerpo poco atractivo. Si se
sumerge un pedacito de esta materia gris, producida por el cachalote, en el alcohol, se lleva
una gran sorpresa. En lugar de oler algo desagradable, se percibe un maravilloso perfume,
que de momento no se puede comparar con nada. Esta secreción del cachalote se llama
ámbar gris (no tiene que ver con el otro ámbar) y fue más solicitada que el oro y las piedras
preciosas, por su perfume. Los perfumistas empezaron a agregarlo en cantidades
insignificantes a sus productos y pronto reconocieron que el ámbar gris no sólo huele bien,
sino que suaviza también los demás perfumes y los hace más constantes y permanentes.
Naturalmente, el precio del ámbar gris era elevado.
Abandonemos el mar, dejemos el cachalote a su destino y ahora partamos hacia el
Himalaya. Allá vive un rumiante, parecido a la cabra o a la gamuza, pero sin cuernos. Es
arisco, sale sólo después de la puesta del Sol, de día se esconde entre las rocas, donde se
alimenta de hierba y líquenes. Es el almizclero y en la parte ventral de su cuerpo tiene una
glándula que segrega una materia parda rojiza, pegajosa y maloliente. Hace ya mil años que
los aborígenes saben que la bolsa llena de esta materia, que le arrancan al animal después
de matarlo, vale más que una bolsa de piedras preciosas. Es que contiene, cuando está
llena, treinta gramos de la mencionada materia granulosa, que se llama almizcle. Cuando se
muele este almizcle con un poquito de arena y luego se disuelve en alcohol, se obtiene un
líquido de maravilloso perfume, una especie de tintura. Es la más preciosa de las materias
primas que se agregan a los perfumes. Es tan cara que precisamente su rareza y su precio
elevado determinaron a los químicos a fabricarla sintéticamente lo antes posible. Lo
lograron, pero no por eso el almizcle perdió su valor.
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Antonio Bravo
El Mundo Sintético Vladimír Henzl
Hasta hoy los tratantes en almizcle siguen tratando de engañar a sus clientes añadiendo al
producto sangre seca o pedazos de piel, para que pese más la bolsa.
5. El gato y la cucharita
Mencionemos por lo menos otra materia prima para hacer perfumes que tiene origen animal.
En Etiopía y en Egipto vive un animal parecido al gato: es la civeta o gato de algalia.
Esta fierecilla segrega en glándulas, comparables a las del almizclero, una materia
amarillenta y sebácea que recogen sus criadores una vez por semana con una cucharita; las
glándulas se encuentran en el abdomen del animal. Este líquido no es nada agradable, hiede
terriblemente. Pero se produce el milagro cuando se disuelve en alcohol y se deja allí algún
tiempo; adquiere un olor muy agradable. Es caro y también hace más suaves y constantes
los perfumes fabricados con flores.
Los químicos trataron desde hace mucho tiempo de fabricar perfumes a partir de materias
más baratas que las flores o la madera de árboles preciosos. La creciente demanda de
perfumes ha obligado a buscar materias primas en partes que no sean los bosques de la
India, donde crece el sándalo, ni en Sicilia, donde huelen tan bien las flores del naranjo y del
limonero, ni en partes como Zanzíbar, muy lejos, donde se da el jengibre. Hasta principios
del siglo pasado se encontraban los investigadores ante un misterio indescifrable: aunque
analizaran variadas esencias, encontraban una y otra vez las mismas materias aromáticas
fundamentales. Por ejemplo, la esencia de comino parecía tener la misma composición
química que la de clavo. Naturalmente, en aquel tiempo no sabían todavía gran cosa de los
isómeros, que son sustancias con la misma fórmula química global, pero con distintas
estructuras, y por ende, propiedades diferentes. Era un verdadero misterio que no podían
entender. Wöhler -ya conocemos a este químico, recordemos que fue el primero en el
mundo en fabricar urea sintética-, sabio alemán, descubrió que la disposición de las
moléculas en una materia química no quiere decir gran cosa. Lo importante es saber cómo
están dispuestas en las moléculas las mínimas partículas que componen la materia, es decir
los átomos. Y este descubrimiento tuvo un valor inapreciable, por lo que se refiere a la
investigación de los perfumes. En cuanto supo el investigador cómo era el rompecabezas
químico de, digamos, la esencia de clavo o de lavanda, no sólo por lo que se refiere a las
moléculas sino también al último átomo, pudo fabricar las esencias sintéticamente. Y para
ello no necesitaba ninguna flor. Pudo incluso fabricar perfumes mejor que la misma
naturaleza. Es casi increíble, pero tómese por ejemplo la esencia de rosa que se fabrica con
la rosa de cien hojas y es un famoso producto búlgaro. El aroma de la esencia de rosa pura,
que se fabrica por destilación de pétalos, es débil y ni siquiera muy agradable. La esencia de
rosa huele bien sólo cuando la atenuamos. La esencia natural de rosa tiene incluso una mala
propiedad: es difícil quitarle la parafina que hace que el aceite se enturbie y solidifique. Ésta
es, pues, la esencia de rosa que ofrece la naturaleza. Ahora permitan que el químico prepare
su esencia de rosa sintética. Es horrible lo que utiliza para eso. En lugar de rosas, otra vez el
alquitrán de hulla de olor desagradable, que encontramos ya tantas veces. Desde el siglo
pasado, se averiguó que dos compuestos derivados del alquitrán de hulla -el benzaldehido y
el ácido salicílico- daban, entre las manos del químico, una esencia de rosa. El benzaldehido
es un líquido aromático amarillento que huele a almendras amargas, y el ácido salicílico
sintético se presenta como agujitas incoloras. Y ahora fíjense en esto: el benzaldehido,
llamado también esencia sintética de almendras amargas, se encuentra en la naturaleza en
éstas (bajo una forma que tiene un nombre complicado: benzaldehido-cianhidrina) y
también en el alquitrán de hulla. Y el ácido salicílico se encuentra, por ejemplo, en las fresas
y en las hojas del sauce que crece en las riberas de algunos riachuelos y ríos.
Colaboración de Miguel Navarro 11 Preparado por Patricio Barros
Antonio Bravo
El Mundo Sintético Vladimír Henzl
¿No es de veras asombroso que se pueda fabricar esencia de rosa sin una sola rosa, sino con
hulla? ¡Y qué esencia! Una esencia que mientras se fabrica ya tiene un olor maravilloso, no
se enturbia, se disuelve mejor; en pocas palabras, es mejor que la esencia de rosa que
extrae el hombre de los pétalos de la rosa de cien hojas. Y hay algo más. De dos toneladas
de pétalos de rosa se obtienen apenas cinco gramos de esencia. El químico fabrica la misma
cantidad de esencia de rosa con algunos mililitros de benzaldehido.
Figura 9.
El profesor berlinés contribuyó a una larga serie de investigaciones que se prolongaron todo
el siglo XIX; uno tras otro, la cumarina, la vanillina, el alcohol feniletílico, los nombres se
sucedieron, y detrás de ellos se escondían productos sintéticos que remplazaban esencias
naturales. Hasta las materias malolientes producidas por las entrañas del cachalote y la
civeta se pueden remplazar por materias que prepara el químico en el laboratorio.
Naturalmente, son muchísimo más baratas que la algalia, el ámbar gris o el almizcle.
11. Despedida
No puedo dejar de pensar en el juego extraño de la naturaleza que, como con mano
delicada, dio a las flores gota a gota parte de sus secretos, que el hombre percibe por sus
sentidos. Me vuelvo mentalmente a cada momento hacia el investigador curioso que supo
descorrer el velo aparentemente impenetrable y fabricar perfumes que la naturaleza no
quiso dar al mundo. Contemplo con sincera admiración su curiosidad asombrosa, su
paciencia infinita y su sabiduría.