Planilla de Pasaporte

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 26

Andrés Bello

Resumen de la Historia de Venezuela

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales


Andrés Bello

Resumen de la Historia de Venezuela

Colón, infatigable en favor de la España, volvía por la tercera vez a América con
designio de llegar hasta el Ecuador; pero las calmas y las corrientes le empeñaron entre la
isla de Trinidad y la Costa Firme, y desembocando por las bocas de Drago descubrió toda
la parte que hay donde este pequeño estrecho hasta la punta de Araya, y tuvo la gloria de
ser el primer europeo que pisó el continente americano, que no lleva su nombre por una de
aquellas vergonzosas condescendencias con que la indolente posteridad ha dejado
confundir el mérito de la mayor parte de los hombres que la han engrandecido. Las
ventajosas relaciones que Colón hizo en la Corte del país que hoy forma la provincia de
Venezuela excitaron la codicia de Américo Vespucio, que se unió a Alonso de Ojeda,
comisionado por el Gobierno para continuar los descubrimientos de Colón en esta parte de
la América. La moderación española fue víctima de las ventajas que ofrecían los
conocimientos geográficos de Vespucio a la locuacidad italiana, y Ojeda y Colón tuvieron
que ceder a la impostura de Américo la gloria de dar su nombre al Nuevo Mundo, a pesar
de los esfuerzos que ha hecho la historia para restituir este honor a su legítimo dueño.

A la expedición de Ojeda se siguió casi al mismo tiempo otra, al mando de Cristóbal


Guerra, que reconoció en su derrota la costa de Paria, las islas de Margarita y Cubagua,
Cumanagoto (hoy Barcelona) y llegó hasta Coro, desde donde tuvo que volverse a España
para poner a cubierto de la ferocidad de los naturales de aquel país las perlas que había
venido a buscar y que eran la única producción que atraía entonces a los españoles a este
punto del continente americano. Despertose la codicia con la fortuna de Guerra y de casi
todos los puertos de la Península se aprestaron expediciones para la Nueva Andalucía, que
así llamó Ojeda a toda la parte oriental de la costa. Apenas se supieron en la isla de Santo
Domingo las relaciones del Continente con España, se apresuró el celo apostólico de
algunos religiosos a esparcir la semilla evangélica en los nuevos países; pero los excesos de
la avaricia sublevaron de tal modo a los naturales que después de sacrificar los misioneros a
su venganza, acabaron con un establecimiento que Gonzalo de Ocampo, enviado por la
Audiencia de Santo Domingo para conservar el orden, había planteado en el sitio que hoy
ocupa Cumaná y que él llamó Toledo. Este desgraciado acaecimiento hizo que la Audiencia
enviase de nuevo en 1523 a Jaime Castellón, que con su humanidad y dulzura logró
restablecer lo perdido, concluir la fundación de la ciudad de Cumaná y asegurar la buena
inteligencia en toda la parte oriental de la costa.

En la occidental era igualmente necesario el freno de la autoridad para desvanecer las


funestas impresiones que contra la dominación española empezaban a recibir los naturales
de la conducta de aquellos aventureros. Juan de Ampues obtuvo de la Audiencia de Santo
Domingo esta comisión, y la desempeñó de un modo capaz de honrar la elección de aquel
Tribunal. La confianza recíproca fue el primer efecto de su misión: un tratado solemne
estableció la alianza del cacique de la nación coriana con la española: siguiose a esto el
juramento de fidelidad y vasallaje, que proporcionó a Ampues el permiso para echar los
cimientos a la ciudad de Coro ayudado por los mismos vasallos del cacique. Estos sucesos
prometían a la provincia de Venezuela todas las ventajas de que es capaz un Gobierno tan
interesado en la conservación del orden. Mas las circunstancias políticas no dejaban a sus
benéficos cuidados toda la influencia que necesitaban los interesantes dominios que
acababa de adquirir; y si se vio en la necesidad de enajenarlos provisionalmente de su
Soberanía también supo escudarlos con ella e indemnizarlos profusamente con sus sabias
disposiciones, luego que cesaron las funestas causas, que embarazaban sus filantrópicos
designios.

El espíritu de conquista había obligado a Carlos V, que ocupaba el trono de España, a


contraer considerables empeños de dinero con los Welsers o Belzares, comerciantes de
Augsburgo, y éstos, por vía de indemnización, consiguieron un feudo en la provincia de
Venezuela, desde el cabo de la Vela hasta Maracapana, con lo que pudiesen descubrir al
Sur de lo interior del país. Ambrosio de Alfinger y Sailler, su segundo, fueron los primeros
factores de los Welsers, y su conducta la que debía esperarse de unos extranjeros que no
creían conservar su tiránica propiedad un momento después de la muerte del Emperador. Su
interés era sacar partido del país, como le encontraron, sin aventurar en especulaciones
agrícolas unos fondos cuyos productos temían ellos no llegar a gozar jamás, ni cuidarse de
que la devastación, el pillaje y el exterminio que señalaba todos sus pasos recavese
injustamente sobre España, que debía recobrar con el oprobio aquel asolado país. La única
providencia política que dio Alfinger en la provincia de Venezuela, y que no llevó el sello
de su carácter, fue la institución de su primer Ayuntamiento, en la ciudad de Coro, que
había ya fundado Ampues, y como Juan Cuaresma de Melo tenía de antemano la gracia del
Emperador para un Regimiento perpetuo en la primera ciudad que se poblase: le dio
Alfinger la posesión de Coro, con Gonzalo de los Ríos Virgilio García y Martín de Arteaga,
que eligieron por primeros alcaldes a Sancho Briceño y Esteban Mateos. La naturaleza
ultrajada por Alfinger oponía a cada paso obstáculos a sus depredaciones, y la humanidad
oprimida triunfó al fin de su verdugo y su tirano, que murió asesinado por los indios en
1531, cerca de Pamplona, en un valle que conserva aún el nombre de Misser Ambrosio para
execración de su memoria. El derecho de opresión recayó por muerte de Alfinger en Juan
Alemán, nombrado de antemano por los Welsers para sucederle, y que hubiera merecido el
agradecimiento de la posteridad de Venezuela si hubiese hecho guardar a sus compañeros
la moderación que distinguía su carácter. Sucediole en 1533 Jorge Spira, nombrado por los
Welsers, con 400 hombres entre españoles y canarios que, unidos a los que vinieron con
Alfinger se dividieron en tres trozos, con orden de que después de asolar por todas partes el
país se reuniesen en Coro con los despojos de una expedición que hubiera podido llamarse
heroica si hubiese tenido otro objeto. Cinco años duró el viaje de Spira, al cabo de los
cuales volvió a Coro con sólo 80 hombres de los 400 que le acompañaron, y murió en 1540
sin dejar de sus trabajos otra utilidad que las primeras noticias de la existencia del Lago
Parime o El Dorado, para repetir nuevas empresas a costa de la humanidad.
Desde el año de 1533 había sido elevado Coro al rango de Obispado, cuya silla ocupaba
don Rodrigo Bastidas, que fue nombrado provisionalmente gobernador de Venezuela por la
Audiencia de Santo Domingo, mientras la Corte proveía la vacante de Spira. Tenla este
prelado por lugarteniente de su autoridad civil a Felipe Urre, pariente en todo de los
Welsers y por agente de sus empresas a Pedro Limpias, capaz de serlo de Alfinger. El
descubrimiento del Dorado era la manía favorita de los españoles en la Costa Firme, y los
dos comisionados del obispo Gobernador partieron por diferentes puntos a renovar en busca
de este tesoro las vejaciones de los factores alemanes. Limpias tardó poco en enemistarse
con Urre, y unido a un tal Carvajal, que había suplantado un nombramiento de la Audiencia
a su favor, asesinaron a Urre cuando volvía a Coro después de cuatro años de trabajos
propios y calamidades ajenas, sin haber hecho a la provincia otro beneficio que el de la
fundación de Tocuyo hecha por Carvajal con los 25 compañeros que tenía de su partido, de
los cuales formó el segundo Ayuntamiento de Venezuela en 1545. Tal fue la suerte del
hermoso país que habitamos en los diez y ocho años que estuvo a discreción de los
arrendatarios de Carlos V; hasta que, instruido el Emperador de lo funesto que había sido a
sus vasallos aquel contrato, volvió a ponerlos bajo su Soberanía nombrándoles por primer
gobernador y capitán general al licenciado Juan Pérez de Tolosa.

Con esta providencia volvieron a aprestarse en España expediciones para la parte


occidental de la Costa Firme como las que frecuentaban desde el principio la parte oriental,
que no correspondía al feudo de los Welsers. Mas en todas partes habían dejado éstos tal
opinión de su conducta, que ni la persuasión evangélica ni el cebo de las brujerías españolas
pudieron mantener la buena correspondencia con los indios, ganarles un palmo de terreno
sin una batalla ni fundar un pueblo sin haberlo abandonado muchas veces; de modo que la
provincia debió exclusivamente a las armas su población y la prerrogativa de que las
bendiga el Santísimo Sacramento cuando se las rinden. La gobernación de Caracas no se
extendía entonces hasta la Nueva Andalucía, que desde Maracapana hasta Barcelona era
gobernada con independencia. La conquista y población de esta parte de la provincia de
Venezuela estuvo cometida desde 1530 a varios españoles, que obtenían en este punto de la
América, teatro por muchos años de las más sangrientas disensiones civiles entre los
españoles, y de la más obstinada resistencia por los naturales, sin haber podido conseguirse
otro establecimiento, que el que bajo el nombre de Santiago de los Caballeros planteó y
tuvo que abandonar en 1552 Diego de Cerpa, asesinado después con su sucesor Juan Ponce
por los indios cumanagotos.

No tenían mejor suerte las empresas de los españoles en lo interior de la gobernación de


Venezuela. El licenciado Tolosa había dejado el gobierno a Juan de Villegas mientras él
pasaba al de Cumaná con una comisión de la Audiencia de Santo Domingo, en cuyo viaje
murió, quedando Villegas encargado interinamente del mando. Luego que entró en
posesión de él, comisionó a su veedor Pedro Álvarez para que concluyese el
establecimiento de la ciudad de la Borburata, que él había comenzado el año anterior por
encargo de Tolosa, y que las continuas excursiones de los filibusteros hicieron abandonar a
los pocos años. Deseoso al mismo tiempo Villegas de descubrir algunas minas para animar
el desaliento que notaba en su gente, despachó a Damián del Barrio al valle de Nirgua con
algunos de los suyos, que, habiendo descubierto una veta de oro a las orillas del río Buria,
formaron un pequeño establecimiento, que es de creer diese origen a la ciudad de San
Felipe. Viendo Villegas que el trabajo de las minas atraía mucha gente a sus inmediaciones,
concibió el designio de edificar una ciudad en el valle de Barquisimeto en honor de
Segovia, su patria. Después de mil encuentros con los indios girajaras que habitaban aquel
valle, logró plantear en 1552 la ciudad de Barquisimeto o Nueva Segovia; pero los indios se
vengaron bien pronto del buen suceso que tuvo Villegas en su establecimiento haciendo
que quedasen abandonadas hasta ahora las minas de San Felipe y que tuviese que
trasladarse la ciudad de Barquisimeto del lugar de su primitivo asiento al que ocupa
actualmente.

Igual suerte corrió la Ciudad de Nirgua, que bajo el nombre de las Palmas fundó en 1554
Diego de Montes por disposición del licenciado Villacinda, enviado por la Corte para
suceder a Tolosa. Dos veces tuvo que mudar de sitio para evitar las excursiones de los
girajaras sin haber podido lograr tranquilidad hasta la entera reducción de estos indios Los
descalabros que habían sufrido los españoles en las minas de San Felipe reclamaban una
pronta indemnización y Villacinda trató de buscarla en un nuevo establecimiento que les
asegurase de la desconfiada inquietud de los indios y que les compensase en adelante los
perjuicios que acababan de sufrir. Sus miras se dirigieron desde luego a la laguna
Tacarigua, que había descubierto Pedro Álvarez en su expedición a la Borburata y que,
además de la fertilidad de sus orillas, prometía por su posición más facilidad para la
conquista del país de los caracas, cuya fama entraba desde mucho tiempo en los cálculos de
los españoles. Nombrose por cabo de la empresa a Alonso Díaz Moreno, vecino de la
Borburata, que después de mil debates con los tacariguas pudo hacerse dueño del país y
tratar de dar cumplimiento al encargo que se le había confiado. Aunque arreglado a él debía
poblar en las orillas del lago, el conocimiento práctico de su insalubridad le hizo infringir
las órdenes que traía, en beneficio de la salud pública, eligiendo para fundar la ciudad de la
Nueva Valencia del Rey la hermosa, fértil y saludable llanura en que se halla actualmente,
desde el año 1555, en que Alonso Díaz puso sus primeros cimientos.

Entre los españoles que formaban proyectos sobre el valle de Maya, en que habitaban
los caracas, ninguno podía realizarlos mejor que Francisco Fajardo, que tenía a su favor
todo lo necesario para sacar partido de un país perteneciente a una multitud de naciones
reunidas para mantener su independencia, y cuyo denuedo había retardado tal vez su
reducción. Era Fajardo hijo de un caraca y casado con una nieta del cacique Charayma, jefe
de estos indios, que hacían parte muy considerable de la población del valle de Maya. A las
ventajas del parentesco unía Fajardo las del idioma, como que poseía cuantos dialectos se
hablaban en el país de donde era originaria su mujer y donde había nacido su madre. A
favor de estas circunstancias se resolvió Fajardo a probar fortuna en el valle de Maya, para
ver si eran asequibles los designios que tenía el agregarlo a la dominación española. Con
tres criollos de la Margarita y once vasallos de su madre se embarcó en una canoa y,
siguiendo las costas, desembarcó en Chuspa, donde fue tan bien recibido durante su
mansión; como sentido de los naturales a su partida. Tan agradables fueron las noticias que
Fajardo dio a su madre de la buena acogida que le habían hecho los caciques sus parientes,
principalmente su tío Nayguatá, que la decidieron a acompañar a su hijo en la segunda
expedición que proyectaba, y reuniendo todos sus parientes, sus vasallos y cuanto pudieron
producirle sus cortos bienes, se embarcó con todo en el puerto de Píritu y arribó en 1557
cerca de Chuspa, en la ensenada del valle del Panecillo. La cordialidad que inspira la patria,
la sangre y el idioma distinguió los primeros días de la llegada de la familia de Fajardo, y
los parientes y paisanos de su madre le cedieron de común acuerdo la posesión del valle del
Panecillo, en prueba de lo grata que les era su venida. Menos que esto había menester
Fajardo, aunque no perdió un momento en poner por obra la empresa que tenia
premeditada. Apenas obtuvo licencia del gobernador Gutiérrez de la Peña para poblar en el
valle de Maya, empezó a tratar de esto con los indios y a hacerse sospechoso para ellos; a la
sospecha se siguió la enemistad y a la enemistad la resistencia. Los indios no perdonaron
ninguno de los medios que estaban a su alcance para oponerse a los designios de los
españoles: tomaron las armas, envenenaron las aguas, cortaron los víveres, y Fajardo,
después de haber perdido a su madre en estas turbulencias, tuvo que darse por bien servido
de haber podido ganar en el silencio de la noche la playa y volver a embarcar con los suyos
para la Margarita.

Poco después de la fundación de Valencia falleció Villacinda en Barquisimeto,


quedando los alcaldes, por una prerrogativa anexa entonces a su representación, encargados
interinamente del mando de sus respectivas jurisdicciones. El deseo de señalar la época de
su interinidad con algún establecimiento útil al país les hizo pensar en la reducción de los
cuícas, que, según las relaciones de Diego Ruiz Vallejo, habitaban el fértil país que desde
Carora corre Norte Sur, hasta las Sierras de Mérida. Diego García de Paredes fue encargado
de esta empresa, y habiendo salido del Tocuyo con setenta infantes, doce caballos y buen
número de indios yanaconas, atravesó todo el país de los cuícas, que con su afable carácter
le permitieron elegir terreno a su gusto para establecerse. El sitio de Escuque, sobre las
riberas del río Motatán, fue el que pareció mejor a Paredes para echar en 1556 los cimientos
a una población, que llamó Trujillo, en obsequio de su patria, en Extremadura, y que
hubiera tardado poco en llegar al rango de ciudad si los indios, exasperados con la conducta
que observaron los españoles en una corta ausencia que tuvo que hacer Paredes no hubieran
interrumpido por una parte sus progresos; y no hubiese, por otra, impedido a éste de
continuarlos la violencia con que Gutiérrez de la Peña lo tuvo despojado de aquella
conquista mientras gobernó la provincia por comisión de la Audiencia de Santo Domingo.
Francisco Ruiz fue nombrado para suceder a Paredes, que tuvo el disgusto de ver agregarse
al partido de su usurpador muchos de los que le habían acompañado en su primera
expedición; con ellos tomó Ruiz la vuelta de los cuícas y llegó hasta el valle de Boconó,
donde se detuvo a proveerse de lo necesario para su empresa. A pocos pasos de ella se
encontró con Juan Maldonado, que había salido con igual designio de Mérida, ciudad que
acababa de poblar en 1558 Juan Rodríguez Suárez al pie de las Sierras Nevadas bajo la
advocación de Santiago de los Caballeros; y que el mismo Maldonado había trasladado a
mejor temperamento en el valle que ocupa actualmente, circunvalada de los ríos Chama,
Mucujun y Albarregas. Las disputas suscitadas entre Ruiz y Maldonado produjeron la
reedificación de Trujillo, que Ruiz promovió en despique de su adversario; bien que para
usurpar con la propiedad la gloria a su primitivo fundador, le mudó el nombre en el de
Miravel, que conservó hasta que habiendo venido Pablo Collado de la Corte a suceder a
Villacinda en el Gobierno, reintegró a Paredes en sus derechos y lo puso en estado de
restituir a la ciudad su primitivo nombre y de proseguir en su adelantamiento. Por la
mediación de algunos sujetos respetables de ambos partidos se terminaron amistosamente
las desavenencias que había entre Ruiz y Maldonado, quedando desde entonces
determinada la jurisdicción de la Audiencia de Santa Fe y la que correspondía en Venezuela
a la de Santo Domingo, cuyos límites quedaron fijados en el país de los timotes que,
reconocido también por Maldonado como término de su conquista, se volvió a Mérida, y
Ruiz se quedó en Miravel con el dominio de los cuícas. No sucedió así a Paredes, que,
contrariado siempre en sus designios, tuvo que sufrir de nuevo con Collado los mismos
disturbios que con Gutiérrez de la Peña, hasta que, renunciando de aburrido a sus
provectos, se retiró a Mérida; y Trujillo, abandonada de su fundador, devorada por la
discordia de sus vecinos y acosada de los insectos, los pantanos y las tempestades, anduvo
vagando convertida en ciudad portátil, hasta que en 1570 pudo fijarse en el sitio que ocupa
actualmente. Pocas ciudades de América pueden gloriarse de haber hecho tan rápidos
progresos como los que hizo Trujillo en el primer siglo de su establecimiento. El espíritu de
rivalidad de sus primitivos habitantes se mudó con el suelo en una industriosa actividad,
que prometía a Trujillo todas las ventajas de la aplicación de sus actuales vecinos; pero las
incursiones del filibustero Grammont, asolando su territorio, sofocando el germen de su
prosperidad, dejando en las ruinas de sus edificios motivos para inferir por su pasada
grandeza lo que hubiera llegado a ser en nuestros días.

Las esperanzas que el valle de Maya había hecho concebir a Fajardo eran muy lisonjeras
para que los riesgos pasados, los obstáculos presentes y los inconvenientes futuros pudiesen
trastornar sus proyectos; constante en ellos y animado con la buena inteligencia que
conservó siempre con él Guaymaquare, uno de aquellos caciques, volvió a salir tercera vez
de la Margarita en 1560, y para evitar nuevos debates se dejó correr más a sotavento y
desembarcó en Chuao, donde habiendo sido bien recibido de su amigo Guaymaquare le dio
cuenta del designio que traía de reconocer todo el país que había de allí al valle de Maya.
Bien quisiera Guaymaquare apartarlo de un proyecto en que él solo conocía las
dificultades; pero la confianza de Fajardo triunfó de las reconvenciones del cacique y
emprendió su marcha sin dificultad hasta Valencia, desde donde habiendo solicitado y
obtenido permiso del gobernador Pablo Collado para entender en la conquista de los
caracas, y reunidos treinta hombres a los once compañeros de su temeridad continuó su
derrota para los valles de Aragua, más bien como amigo que como conquistador. Al llegar a
los altos de las Lagunetas tuvo que valerse de su maña para entrar en convenio con los
indios teques, arbacos y taramaynas, dispuestos a disputarle el paso. Después de mil
debates pudo ajustar con ellos una alianza que le proporcionó llegar hasta el valle de San
Pedro; pero al bajar la loma de las Cocuisas le salió al encuentro el cacique Teperayma, a
quien ganó con el presente de una vaca de las que traía consigo y consiguió llegar a las
orillas del río Guayre, de quien tomaba el nombre aquella parte del valle de Maya, llamada
desde entonces por Fajardo de San Francisco en honor de su patrono. La poca seguridad
que le prometían los naturales del Guayre le obligó a volverse a la costa para reunirse con
los suyos, que habían quedado con Guaymaquare, con los cuales, después de fundar en la
ensenada de Caravalleda una población bajo el nombre del Collado, volvió reforzado al
valle de San Francisco en busca de unas minas que tenía noticia había en su territorio.

El hallazgo de una veta de oro fue más bien el origen de las desgracias que la
recompensa de los trabajos de Fajardo. Todos los vecinos del Tocuyo se conspiraron contra
él, con tal encono, que consiguieron que el gobernador Collado lo privase de entender en el
beneficio de la mina y que enviase a Pedro de Miranda y a Luis de Seijas para que le
sucediesen y enviasen preso a la Borburata. Ni estos comisionados, ni Juan Rodríguez
Suárez, enviado después por Collado para informarse del rendimiento y calidad de los
metales, pudieron conservar la mina de las continuas correrías de los indios mariches,
teques y taramaynas, que habitaban todo el país que bajo de estos nombres fertilizaban los
ríos Tuy y Guayre, y que hicieron a los españoles abandonar aquel establecimiento sin otro
fruto que haber fundado bajo la advocación de San Francisco un mezquino pueblo, que no
merece otra memoria que la de haber estado situado en el mismo sitio en que se halla
actualmente Caracas. Aunque Fajardo logró vindicar sus derechos no pudo volver a pensar
en sus proyectos sobre el valle de San Francisco, porque su presencia era necesaria en el
Collado para contener las atrocidades que cometía en todas las poblaciones de la
gobernación de Venezuela el facineroso Lope de Aguirre, a quien la historia da
impropiamente el epíteto de tirano. Este monstruo, vomitado de las turbulencias del Perú,
había bajado por el río Marañón con otros satélites y después de asolar la Margarita, pasó a
la Borburata, y desde allí a Barquisimeto, señalando todos sus pasos con el exterminio y la
desolación; hasta que al fin murió en esta ciudad a manos de aquel Paredes que había
fundado a Trujillo, acreditando en sus últimos momentos la ferocidad que había distinguido
todos los de su vida. Hallábanse muy debilitados los españoles con la persecución de
Aguirre, y Fajardo lo estaba más que nadie en Caravalleda; de modo que tuvo que volverse
a la Margarita para librarse del riesgo en que le tenía continuamente la obstinada resistencia
de Guaycapuro, jefe de aquellos indios. Dejando a su devoción a Guaymacuto, cacique de
las cercanías de Caravalleda, y comprometidos a sus compañeros en volver con él a la
conquista de los caracas, abandonó Fajardo la costa; pero no los designios que tenía de
establecerse en el valle de Maya. Aprestada en la Margarita, el año de 1564, la tercera
expedición, determinó desembarcar con ella en el río de Bordones inmediato a Cumaná
para evitar nuevos encuentros con los indios de Caravalleda. Gobernaba a la sazón aquella
ciudad y su jurisdicción Alonso Cobos, enemigo declarado de Fajardo, que apenas supo su
venida le convidó a que viniese a verle, y luego que le tuvo asegurado en su casa le hizo
ahorcar en el cepo en que estaba preso, ayudando Cobos con sus manos a consumar esta
horrible perfidia, para que su memoria fuese tan detestable a la posteridad, como sensible la
suerte del intrépido Fajardo.

Las ventajas que prometía el país de los caracas habían llegado a la Corte, tal vez por las
relaciones de Sancho Briceño, diputado de la provincia de Venezuela para establecer la
forma de gobierno más conforme al estado de su población; pues que viendo venido a
gobernarla don Pedro Ponce de León se le dio especial encargo de que concluyese la
reducción del valle de Maya. El honor de fundar en él la capital que los heroicos trabajos de
su conquista prometían a Fajardo, estaba reservado a Diego Losada, a quien confirmó
Ponce el nombramiento que le había dado su antecesor para entender en la reducción de los
caracas. Ofreciose a acompañarle Juan de Salas, su íntimo amigo, con cien indios
guayqueríes, que tenía en la Margarita, y al mismo tiempo que salió Salas para buscarlos,
partió Losada del Tocuyo en 1567 y llegó hasta Nirgua, desde donde, encargado el mando a
Juan Maldonado con orden de que lo esperase en el valle de Guacara, se dirigió él a la
Borburata en busca de Salas, cuya tardanza era ya perjudicial a su derrota. Después de
esperarlo en vano quince días se volvió a incorporar con los suyos, que se hallaban ya en el
valle de Mariara, donde se detuvo a pasar revista a su ejército, que según ella se componía
de ciento cincuenta hombres, entre ellos veinte de a caballo, ochocientos indios auxiliares,
doscientos bagajes y abundante provisión de ganado.

Con tan reducida fuerza, salió Losada de Mariara y llegó hasta la subida de Tepeyrama o
loma de las Cocuisas, sin haber podido tomar lengua de ninguno de los naturales de
aquellos valles, a quienes llamó del Miedo por el sospechoso abandono en que los
encontró; mas apenas empezó a subir la cuesta oyó resonar los caracoles con que los indios
tocaban la alarma por todas las montañas vecinas. Espantado con el estruendo, el ganado se
esparció por todas partes, y mientras se empleaban los españoles en recogerle, cargaron
sobre ellos los indios con tal denuedo que no se pudo sin haber hecho un gran estrago
conseguir ahuyentarlos y llegar a los altos de la montaña para dar algún descanso a la gente.
El hambre y la fatiga hizo a algunos salir del campamento a coger unas aves que se
descubrían a poca distancia, puestas artificiosamente por los indios para atraer a los
españoles a una emboscada. La defensa empeñó un combate, en que murió Francisco
Márquez a manos de los indios en el sitio que conserva aún el nombre de Márquez por este
desgraciado suceso. Cuatro leguas caminó Losada desde allí hasta la garganta de las
Lagunetas, que funesta siempre a los españoles les preparaba riesgos más terribles por su
combinación. Los indios arbacos, belicosos por carácter y arrojados por resentimiento, no
perdonaron medio alguno para acabar con los españoles, y para conseguirlo después de
acometer los unos la retaguardia de Losada, incendiaban los otros la montaña para envolver
sin recurso a sus enemigos. Húbose menester toda la serenidad de Losada y toda la
intrepidez de Diego Paradas para salir bien de aquel conflicto y ponerse en estado de vencer
otro que les estaba prevenido de no menor consideración.

Aquella noche la pasó Losada acampado en el sitio llamado las Montañuelas, y al otro
día se puso en movimiento para el valle de San Pedro. La rapidez de su marcha había
ocultado su venida a la mayor parte de las naciones de su tránsito, de modo que hasta
entonces sólo había tenido que lidiar con los indios arbacos; mas al bajar al río de San
Pedro se encontró con el porfiado Guaycapuro, que le presentó la batalla con más de ocho
mil indios teques, tarmas y mariches, apostados en todos los desfiladeros de la montaña.
Fueron los primeros movimientos de la sorpresa de Losada dirigidos a pedir consejo a sus
capitanes, pero presentándole su intrepidez mayores riesgos en la dilación, y la disputa la
dirimió desbaratando él mismo con la caballería la vanguardia de los bárbaros; su gran
número y el conocimiento del terreno les permitió volver a reunirse y dejar dudoso el éxito
de la acción; si Francisco Ponce, cortándoles por la retaguardia, y Losada acudiendo con su
denuedo a animar a los que flaqueaban en el centro, no hubiesen hecho en ellos tal
carnicería que los obligó a dejar franco el paso a costa de una completa derrota por su parte
y de muy pequeña pérdida por la de los españoles. No quiso Losada descansar hasta verse
seguro de Guaycapuro y sin la menor dilación siguió dos leguas a hacer alto con su gente
en un pueblo que gobernaba el cacique Macarao, en el confluente de los ríos Guayre y San
Pedro, cuyos habitantes temerosos de que les talase el ejército sus sementeras, lo recibieron
con el mayor agasajo y les permitieron que descansasen toda aquella noche a su salvo de las
pasadas fatigas. Al amanecer continuó Losada su marcha hacia el valle de San Francisco;
pero, temeroso de nuevos encuentros, se apartó de los cañaverales que había en las orillas
del Guayre y, tomando a la derecha por el territorio del cacique Cariquao, salió al valle que
riega el río Turmero, que es el mismo en donde se halla hoy el pueblo del Valle, llamado
por Losada de la Pascua, por haber permanecido en él desde la Semana Santa que llegó
hasta pasada la Resurrección, sin la menor inquietud.

Era la intención de Losada llegar a sus fines más bien por los medios de la paz y la
conciliación que por los de la violencia y el rigor; sin emplear en otra cosa las armas que en
la propia defensa y seguridad. Cuantos indios se cogían en el campo volvían a su libertad
agasajados, instruidos y vestidos; mas aunque daban señales de agradecimiento, tardó poco
la experiencia en demostrar que no hacían otro uso de la generosidad de los españoles que
el de volver a sus ardides para incomodarlos o el de formar nuevas coaliciones para
combatirlos; hasta que, desengañado Losada de que su moderación no hacía más que darle
un siniestro concepto de sus fuerzas, se resolvió a valerse de ellas para hacerse respetar.
Dejados ochenta hombres en el valle de San Francisco a cargo de Maldonado, se entró por
los mariches, a quienes llevaba ya reducidos, cuando tuvo que volver desde Petare a
socorrer a Maldonado, que, cercado de diez mil taramaynas, hubiera perecido con los suyos
si Losada no hubiese llegado a tiempo de ahuyentarlos con sólo la noticia de su venida. Tan
obstinada resistencia hizo a Losada variar la resolución en que estaba de no poblar hasta
haber concluido la conquista y tener asegurada con ella la tranquilidad. Convencido de que
era preciso hacerse fuerte en algún paraje para asegurarse en adelante, o tener cubierta la
retirada, se resolvió a fundar una en el valle de San Francisco, a la que intituló desde luego
Santiago de León de Caracas, para que con esta combinación quedase perpetuada su
memoria, la del gobernador don Diego Ponce de León, y el nombre de la nación que lo
había vencido. Ignórase aún el día en que se dio principio a la fundación de la capital de
Venezuela y la diligencia de la generación presente sólo ha podido arrancar a la indolencia
de la antigüedad datos para inferir que fue a fines del año 1567 cuando se estableció su
Cabildo de que fueron los primeros miembros Lope de Benavides, Bartolomé del Álamo,
Martín Fernández de Antequera y Sancho del Vilar, y éstos eligieron por primeros alcaldes
a Gonzalo de Osorio y a Francisco Infante.

Los débiles principios y la mala vecindad de la población la tuvieron algunos años


expuesta al irreconciliable encono de Guaycapuro, que, irritado de lo mal que lo había
tratado la suerte con Losada, estuvo tres o cuatro años sublevando todas las naciones de
alrededor, hasta que pudo formar una conspiración con los caciques Nayguatá,
Guaymacuto, Querequemare, señor de Torrequemada, Aramaypuro, jefe de los mariches;
Chacao, Baruta y Curucuti, que acaudillando a sus vasallos hubieran hecho abandonar la
ciudad si hubiera estado a cargo de otro que Losada. Después de derrotarlos y acabar con
Guaycapuro, que murió peleando cuerpo a cuerpo con el alcalde Francisco Infante, logró
Losada intimidar algo los teques y mariches, dejando asegurada por entonces la buena
correspondencia en todo el valle. En seguida pasó a reedificar la ciudad de Caravalleda para
que sirviese de puerto al comercio de la Metrópoli en lugar del de la Borburata, que había
quedado abandonado por las incursiones de los filibusteros; hasta que, despojado
injustamente del gobierno de Caracas, murió en el Tocuyo a manos del sentimiento que le
causó la ingratitud con que correspondió el gobernador Ponce a sus heroicos servicios; pero
su memoria vivirá entre la de los primeros conquistadores de América con el aprecio que
merecen las proezas con que logró perpetuarla en Venezuela.

Desde el año de 1531 habían los españoles empezado a conquistar la parte oriental de la
provincia que desde Maracapana formaba la jurisdicción de Cumaná. La fijación de límites
entre ésta y la de Caracas, el descubrimiento de los países que inunda el Orinoco, la fama
de las riquezas del río Meta y el hallazgo del Dorado produjeron otras tantas expediciones
que, contrariadas, renovadas y malogradas sucesivamente,] dieron margen a que se
descubriesen los dilatados países que bajo el nombre de los Llanos forman hoy una parte
muy esencial de la prosperidad de Venezuela, sin que pudiese hasta muy tarde formarse en
ellos ningún establecimiento que merezca particular atención. No deben, sin embargo,
pasarse en silencio las heroicas empresas de los españoles, que arrostraron por primera vez
las impetuosas corrientes del Orinoco. El primero a quien pertenece esta gloria fue Diego
de Ordaz, que después de haber perdido a manos de los indios y las enfermedades casi toda
su gente, llegó hasta Uriapari, desde donde pasó a Caroao, y sus habitantes, deseosos de
deshacerse de los españoles, les hicieron creer que más arriba hallarían innumerables
riquezas. Vacilante Ordaz entre la codicia y el amor propio, quiso que no atribuyesen los
indios a cobardía el desprecio de aquellas noticias y envió a reconocer la tierra a Juan
González, que volvió a los pocos días dando noticias del descubrimiento de la Guayana y
de la buena acogida que le habían hecho sus naturales. El deseo de hallar el oro que le
aseguraban los indios había río arriba, hizo a Ordaz seguir su navegación contra las
corrientes, los insectos, las enfermedades, el hambre y la guerra, hasta reconocer el caño de
Camiseta, el de Carichana y la boca del río Meta, desde donde tuvo que volverse a Uriapari
y de allí a Cumaná, sin otro fruto que el de verse preso y despojado de su conquista por don
Antonio Sedeño y don Pedro Ortiz Matienzo, que habiendo representado a la Corte contra
él, obtuvieron permiso para enviarlo a España, en cuyo viaje fue envenenado por Matienzo,
encargado de conducirlo.

Jerónimo Ortal, que había ido con Ordaz a España, obtuvo de la Corte la facultad de
continuar la conquista de la Nueva Andalucía y, en 1535, llegó a la Fortaleza de Paria,
desde donde cometido el mando de la expedición a Alonso de Herrera, emprendió éste su
entrada por el Orinoco siguiendo la derrota de Ordaz. Ya iba a perecer de hambre si la
suerte no le hubiera proporcionado llegar a Cabruta, cuyo cacique le ofreció víveres para
algunos días y con ellos siguieron varando en mil partes y viendo la muerte en todas hasta
entrar por la boca del suspirado río Meta, donde en lugar de la riqueza que buscaban
hallaron una raza de indios que les disputó el paso y los obligó a un combate en que murió
Herrera, con algunos de sus soldados. Sucediole en el mando don Álvaro de Ordaz, sobrino
del que envenenaron en el viaje a España; y el primer uso que hizo de su autoridad fue
abandonar prudentemente la conquista y volverse a Cubagua en tal miseria que él y los
suyos tuvieron que alimentarse en el viaje con cueros podridos de manatí y el poco marisco
que podían coger en las playas. Bajo los mismos auspicios que Ortal y con la misma suerte
que Herrera, emprendió por comisión de la Audiencia de Santo Domingo don Antonio
Sedeño, gobernador de la isla de Trinidad, la conquista de la Nueva Andalucía. El primer
paso de ella fue un sangriento encuentro que tuvo Juan Bautista, comisionado de Sedeño,
con Ortal en el puerto de Neverí, en el que quedó herido y abandonado de los suyos. Con
los que se pasaron a su partido del de Bautista continuó Ortal su conquista hasta que,
despojado de ella por Diego Escalante, se dispersaron todos los que le acompañaban y se
avecindaron en la gobernación de Venezuela. Entretanto se mantenían en la de Cumaná los
que habían permanecido fieles a Sedeño, que, reforzado de nuevo en Puerto Rico, llegó a
Maracapana, para unirse con los que le esperaban deseosos de recobrar lo perdido.
Disponíase Sedeño para entrar en el río Meta cuando supo que había llegado a Cubagua un
juez de residencia enviado por la Audiencia de Santo Domingo, a pedimento de Ortal, para
que le impidiese seguir en aquella conquista; pero antes que se verificase el juicio que él
quería evitar, sufrió el final envenenado por una esclava suya, quedando con él sepultada su
memoria en el valle de Tiznados cerca del río de este nombre y terminados en 1540 cinco
años de guerras civiles sin provecho alguno para la población de la provincia de Cumaná.

En la gobernación de Venezuela era el hallazgo del Dorado, el móvil de todas las


empresas, la causa de todos los males y el origen de todos los descubrimientos. Su fama
había penetrado hasta el Perú, de donde habían salido en su busca varias expediciones.
Después de aquella funesta y desgraciada en que Felipe de Urre con una temeridad superior
a los obstáculos, que la naturaleza y la incertidumbre de los datos oponían a la realización
de sus designios, hizo heroicidades capaces de honrarlos si hubieran tenido mejor objeto;
debe mirarse como la más memorable la de Martín Poveda, que produjo la que en 1559
emprendió don Pedro Malaver de Silva, reducida a haber salido de la Borburata y llegado a
Barquisimeto después de haber andado vagando un año a la ventura por los inmensos llanos
del río de San Juan, sin otro fruto que el desengaño, el escarmiento y el abandono de los
suyos. Peor suerte cupo a su compañero Diego de Serpa, que vino después de España con
facultad de entender en la conquista de la Nueva Andalucía y el país de Guayana,
descubierto por Juan González en la expedición de Diego de Ordaz por el Orinoco. Es
constante que Diego Fernández de Serpa se dirigió desde luego a Cumaná, que era desde
muy temprano la capital del territorio asignado a su conquista, pues que a él le dedicó la
institución de su primer ayuntamiento, restituyéndole el nombre del río de Cumaná en lugar
del de Toledo y Córdoba, que había tenido hasta entonces. Tal vez pasó de allí al país de los
cumanagotos para empezar por ellos su derrota y dejar reducidos a estos enemigos, que
eran los más formidables. Pero ellos estaban ya de mala fe con los españoles y, uniéndose
con los chaymas, sus vecinos, juntaron una fuerza de hasta diez mil combatientes, cargando
con ella sobre los cuatrocientos españoles de Serpa, que murió con su sargento mayor,
Martín de Ayala, en una acción cerca de las orillas del Cari, sin dejar otra memoria que el
establecimiento del cabildo de Cumaná y la fundación de la ciudad de Santiago de los
Caballeros en una de las bocas del Neverí, destruida poco después de su muerte por los
cumanagotos. Desde la funesta derrota de don Pedro Malaver se hallaba avecindado en la
gobernación de Venezuela su sobrino Garci González de Silva, sujeto muy acreditado por
su intrepidez y valor. Estas circunstancias lo recomendaron particularmente a los alcaldes,
que gobernaban interinamente la provincia por muerte del gobernador Ponce de León para
que lo eligiesen por cabo de todas las expediciones que se emprendieron para pacificar y
asegurar la población de las continuas correrías de los indios. Bajo la interinidad de los
alcaldes y el gobierno de don Diego Mazariegos, sucesor de Ponce, hizo Garci González
tales servicios a la provincia que puede mirarse como el ángel tutelar de su conservación.
Los taramaynas, con su valiente jefe Paramaconi, los teques y los mariches quedaron
reducidos a la obediencia y asegurada con ella la tranquilidad en toda la parte oriental de la
provincia, por la infatigable entereza de González, así como por la parte occidental se
distinguían otros capitanes aumentando la población y extendiendo la dominación española
con el establecimiento de nuevas ciudades.

La laguna de Maracaibo era un fenómeno que llamaba la atención de los españoles en la


Costa Firme, desde que Alfinger tuvo y comunicó a los demás las primeras noticias de su
existencia y fertilidad: pero hasta el gobierno de don Pedro Ponce de León no se había
podido pensar en ningún establecimiento a sus orillas. Desde el año de 1568, le tenía
encomendada al capitán don Alonso Pacheco la fundación de una ciudad en ellas, y en esta
empresa acreditó Pacheco por tierra y mar una constancia y una intrepidez, que lo hicieron
acreedor a un lugar distinguido entre los conquistadores de Venezuela. La construcción de
dos bergantines fue el primer paso que tuvo que dar para su expedición. Concluidos y
armados éstos en Moporo empezó a costear las orillas de la laguna, en cuya vuelta gastó
tres años de continuos debates con los saparas, quiriquires, atiles y toas, sin poder ganarles
impunemente un palmo de tierra, hasta que reducidos a fuerza de armas pudo el capitán
Pacheco en 1571 dar principio a la fundación de la ciudad de la nueva Zamora, en el mismo
sitio en que se estableció Alfinger cuando le llamó Venezuela por la semejanza que halló
con Venecia en el modo de fabricar los indios sus casas sobre estacas en medio del gran
lago, que ha recibido de la ciudad el nombre de Maracaibo, así como le ha dado el de
Venezuela a toda la provincia. Al gobernador Ponce sucedió Diego de Mazariegos, que no
pudiendo por su avanzada edad entender en nuevas conquistas nombró por su teniente a
Diego de Montes, y éste, en uso de sus facultades, comisionó al capitán Juan de Salamanca
para que entrase a poblar en el país de Curarigua y Carora. La malograda expedición de
Malaver, y la derrota de Serpa en los Cumanagotos habían dejado esparcidos muchos
españoles sin acomodo en la gobernación de Venezuela, de suerte que Salamanca tuvo poco
que hacer para juntar setenta hombres con los cuales salió del Tocuyo, y atravesando sin
obstáculos todo el país de Curarigua llegó al sitio de Baraquigua donde fundó en 1572 la
ciudad de San Juan Bautista del portillo de Carora, que tardó poco en poblarse con los
españoles refugiados a sus inmediaciones de resultas de la fatal conquista del Dorado.

Todavía quedaban en las de Caracas algunas tribus de indios que con su obstinación
causaban enormes perjuicios a los progresos de los españoles y a la población de la
provincia. Eran los más enconados los mariches, teques, quiriquires y tomuzas, cuya
reducción encomendó Mazariegos a Francisco Calderón, su teniente en la ciudad de
Caracas. El conocimiento que éste tenía de las prendas de Pedro Alonso Galeas le hizo
encargarle la conquista de los mariches, para cuya empresa le reunió la opinión de su valor
otros compañeros muy acreditados y útiles, entre los cuales se hallaba Garci González de
Silva y el cacique Aricabacuto, que siendo aliado fiel de los españoles, y teniendo sus
posesiones inmediatas a los mariches debía procurar su reducción para verse seguro de las
vejaciones con que querían vengar sus paisanos la infidelidad que había cometido. En esta
expedición tuvo que pasar Galeas por todo cuanto podía sugerir a una multitud bárbara,
irritada y acaudillada por un jefe intrépido el deseo de vengar sus agravios y asegurar su
independencia. Repetidas veces se vio en la última prueba el valor de Galeas, la fidelidad
de Aricabacuto, y la intrepidez de Garci González con el impertérrito Tamacano, que no
paró hasta presentar con sus mariches a los españoles una batalla en las orillas del Guayre.
Sólo la firmeza de Galeas pudo sacarlo con bien y hacerlo triunfar de las ventajas con que
el terreno y la muchedumbre favorecía a los bárbaros, hasta que dispersos éstos por Garci
González, quedó en la palestra Tamacano sólo, que después de matar por su mano tres
españoles, tuvo que rendirse para perder la vida con una nueva prueba de coraje tan honrosa
para él como injuriosa para sus vencedores. No fue más fácil a Garci González la reducción
de los teques, que era indispensable para poder continuar en el trabajo de las minas que
descubrió Fajardo, y que trataba de beneficiar de nuevo Gabriel de Ávila. Esta nación,
heredera del odio que Guaicapuro juró en sus últimos momentos a los españoles, estaba
acaudillada por Conopoima, cuya intrepidez y valor podía sólo reconocer superioridad en
Garci González. No obstante la sorpresa con que le atacó de noche en su mismo pueblo, y
de la derrota que habían sufrido los suyos, trataba Conopoima de presentarle al amanecer
nueva acción con las reliquias de sus huestes, y perseguirlo hasta las alturas para impedirle
la reunión con los que había dejado en ellas. No consiguió Conopoima contra los españoles
en esta jornada otra cosa que acreditar que había entre sus vasallos quien imitase el
heroísmo de las más grandes naciones. Entre los prisioneros que llevaba González en su
retirada, se hallaba Sorocaima a quien mandó González hiciese saber a sus compañeros
desistiesen de incomodar con sus flechas a los españoles, so pena de empalarlo a él y a
otros cuatro; pero repitiendo el bárbaro Sorocaima la patriótica heroicidad de Atilo Regulo,
levantó la voz animando a Conopoima a que cargase sobre Garci González, asegurándole la
victoria en el corto número de los suyos; acción que puso a su constancia en el caso de
renovar la prueba de Scévola alargando la mano para que se la cortasen en castigo de su
generosidad; pero Garci González, no pudiendo permanecer insensible a tanto denuedo
revocó la sentencia, que después ejecutaron ocultamente sus soldados para desacreditar la
humanidad de su jefe. Esta crueldad causó mucho desaliento a Conopoima y los suyos, que
echando de menos después de la retirada a su mujer y dos hijas del cacique Acaprapocon,
su aliado, concluyó el amor lo que había empezado la compasión; y ambos caciques se
resolvieron a rescatar a su familia con la paz, que gozaron con ventajas y conservaron con
fidelidad.

Sujetos los teques y mariches, quedaban los quiriquires y tomuzas de cuya reducción se
encargó Francisco Infante, que tuvo que abandonarla por una peste que empezando por él
se comunicó a los suyos, y obligó a Francisco Calderón a entregarse (sic) de la conquista.
Los primeros pasos con que Infante había asegurado la buena correspondencia con los
indios sirvieron de mucho a Calderón, que entrando por el valle de Tacata, y siguiendo las
márgenes del Tuy tomó pacíficamente posesión de toda la sabana de Ocumare, donde
hubiera fundado una ciudad si no se lo hubieran impedido sus compañeros. La mala
conducta de Francisco Carrizo, que sucedió a Calderón en aquella conquista exasperó a los
indios hasta el punto de perder lo ganado, si no hubiese acudido a conservarlo Garci
González con su prudencia y buena dirección. Apenas volvía de librar a la provincia de las
carnívoras incursiones de los caribes, le nombró el gobernador don Juan Pimentel, que
había sucedido a Mazariegos, para que redujese a los cumanagotos, que insolentes con los
atentados cometidos con Serpa y los suyos, no dejaban esperanza de poder establecerse en
la provincia de Cumaná, ni permitían hacer el comercio de las perlas en toda la Costa. Con
la gente que tenía González para la conquista de los quiriquires salió de Caracas en 1579
con ciento treinta hombres por los valles de Aragua, atravesó los Llanos, y costeando el
Guárico salió a Orituco, y llegando al país del cacique Querecrepe se acampó cerca de las
orillas del Unare. Era la intención de Garci González sorprender a los cumanagotos, y para
esto, en lugar de empezar como Serpa su conquista por la costa, hizo el largo rodeo que
hemos visto; mas a pesar de esta precaución, del auxilio que le prestaron los caciques de las
naciones palenque, barutayma, Cariamaná, y el de Píritu, que ya estaba catequizado; y de
una completa derrota que sufrieron los indios en número de tres mil sobre Unare, cuyas
corrientes arrostró González con una heroica resolución, no pudo conseguir otra ventaja
que la de retirarse a Querecrepe y fundar una pequeña ciudad bajo la advocación del
Espíritu Santo, que quedó abandonada a resultas de una nueva batalla que tuvo que
empeñar González en la llanura de Cayaurima, con doce mil combatientes, que habían
juntado los cumanagotos, con la ayuda de los chacopatas, cores y chamas sus vecinos.

Tantos trabajos y contratiempos empezaban a apurar la constancia de Garci González, al


paso que otros más temibles amenazaban la entera desolación de la provincia. Al abandono
en que la dejaba el retiro de Garci González a Caracas, se siguió la aparición del contagio
devastador de las viruelas traído por primera vez a Venezuela en un navío portugués
procedente de Guinea que arribó en 1580 a Caravalleda. Los efectos del contagio se
contaban por naciones enteras de indios que cubrían con sus cadáveres el país que había
visto sucederse tantas generaciones, dejando a la provincia en tan funesta y horrorosa
despoblación que a ella debe referirse el total exterminio de las razas que han desaparecido
de su suelo. Apenas se respiraba de tantas calamidades, hubo que recurrir de nuevo a Garci
González para que librase a Valencia y las cercanías de Caracas de otras con que las
amenazaban los caribes. A pesar de la resolución en que estaba González de vivir retirado
hubo de prestarse al socorro del país, y cediendo a las instancias de don Luis de Rojas, que
había venido a suceder a Pimentel en el Gobierno, salió en busca de los caribes y
habiéndolos hallado en el Guárico los batió, derrotó, y sujetó a la obediencia. Ya habían
quedado los quiriquires en otra expedición bien dispuestos a favor de los españoles, de
suerte que Sebastián Díaz pudo sin gran trabajo establecerse en aquel país y fundar en el
confluente de los ríos Tuy y Guayre la ciudad de San Juan de la Paz que, abandonada por la
insalubridad de su clima, quedó reemplazada con la de San Sebastián de los Reyes, que en
obsequio de su patrono fundó el mismo Sebastián Díaz en 1584 con Bartolomé Sánchez,
Frutos Díaz, Gaspar Fernández, Mateo de Laya, que eligieron por primeros alcaldes a
Hernando Gámez y Diego de Ledesma.

Los malos sucesos de Garci González hicieron que se mirase la reducción de los
cumanagotos como una empresa destinada más bien para castigo que para premio del que la
continuase, y bajo este concepto se condenó a Cristóbal Cobos a que la concluyese, en pena
de la perfidia que cometió su padre con Francisco Fajardo. Esta circunstancia parece que
hizo a don Luis de Rojas tener en poco el resultado de la expedición de Cobos y contentarse
con darle ciento setenta hombres para una empresa que había puesto a prueba el valor de
capitanes muy acreditos (sic). Disimuló Cobos el desprecio con que miraba Rojas su vida, y
reservando para el fin de la expedición los efectos de su resentimiento, se presentó
atrevidamente en la boca del Neverí con sus ciento setenta compañeros a todo el poder de
Cayaurima, que traía entre cumanagotos, chaimas y chacopatas más de ocho mil
combatientes aguerridos en las pasadas jornadas, y orgullosos con lo que les había
favorecido en ellas la fortuna. Ya iba el cansancio y el desaliento de los soldados de Cobos
a renovar los triunfos de Cayaurima, cuando Juan de Campos y Alonso de Grados se
resolvieron a decidir por sí solos la suerte en favor de los españoles. Fiados en lo
extraordinario de sus fuerzas se arrojaron a brazo partido sobre el escuadrón de los indios
en busca de Cayaurima para apoderarse con su persona del ardor y valentía de los suyos.
Halláronle en el lado que hacía cara a la caballería, y sin darle lugar de apercibirse lo
cargaron en brazos y lo llevaron escoltado por un piquete de caballos al alojamiento, con lo
que desmayadas sus huestes propusieron la paz para evitar la ruina de su caudillo y
aprovechar, al abrigo de la tregua, los medios que estuviesen a su alcance para libertarlo.
Los mismos designios que tuvieron los bárbaros para proponer el armisticio tuvo Cobos
para aceptarlo, y a la sombra de la esperanza del rescate de Cayaurima tuvo a los indios
tranquilos, pudo mudar su alojamiento a una de las bocas del Neverí, y poblar en 1585 la
ciudad de San Cristóbal, llamada de los cumanagotos en memoria de los triunfos de Cobos
sobre estos indios. No bien se vio Cobos dueño de un país cuya conquista creyó imposible
con los débiles medios que le dio Rojas, cuando pensó en vengarse de él; y para
conseguirlo de un modo que lo dejase a cubierto de su autoridad se pasó a la gobernación
de Cumaná poniéndose él y la nueva provincia bajo la obediencia del gobernador Rodrigo
Núñez Lobo. Rojas despreció lo que no podía remediar, y mientras obtenida la aprobación
del Rey adelantó Cumaná sus límites hasta la ribera de Unare, adquiriendo toda la provincia
llamada hoy de Barcelona, y entonces de los cumanagotos.
No fue sólo la reducción de sus límites la única calamidad que tuvo que sufrir la
provincia de Venezuela cuando, terminada en 1586 las empresas militares con que había
logrado la respetable población que hemos visto, esperaban sus conquistadores el reposo
necesario para elevarla a la prosperidad a que la destinaba la naturaleza. Un abuso funesto
de la autoridad que debía desarrollar el precioso germen de su industria, es lo primero que
se encuentra, por desgracia, al entrar en la época de su regeneración política. Rojas, que
había visto con indiferencia perder veinte leguas de jurisdicción, no quiere sufrir que el
cabildo de Caravalleda conserve el simulacro de la autoridad que el rey había depositado en
su Ayuntamiento, y se empeña en vulnerar los sagrados derechos del común, nombrando él,
a su arbitrio, los alcaldes para el año 1587. En vano quiere oponerse aquella respetable
municipalidad a la escandalosa violación de sus derechos; la fuerza prevalece contra la
justicia, y los vecinos de Caravalleda, antes que dar lugar a excesos que hubieran
deshonrado su causa, prefirieron abandonar para siempre a los reptiles y los cardones un
lugar en que se había ultrajado la dignidad del hombre y el carácter de sus representantes.
Caravalleda quedó borrada del catálogo de las ciudades de Venezuela; pero sus ruinas serán
un eterno monumento de la sumisión que siempre han acreditado sus habitantes a la
soberanía, aun con sacrificio de sus más sagrados intereses. La maligna influencia del
gobierno de Rojas no acabó con su autoridad, porque es imposible que deje de tener
partidarios un jefe que no ha guardado la imparcialidad que le impone su ministerio. La
provincia quedó dividida en facciones de agraviados y favorecidos, y convertidos los unos
en fiscales de los otros, descubrieron lo que es muy fácil de suceder en toda conquista y
muy difícil de ocultar entre conquistadores. Los indios fueron el pretexto y la piedra de
escándalo que sublevó todos los ánimos, y su maltrato fue el móvil de todas las querellas.
La Audiencia de Santo Domingo no pudo mirar con indiferencia un asunto que el Rey tenía
puesto bajo su inmediata protección, y envió en calidad de pesquisidor al licenciado Diego
de Leguizamón en 1588. La materia de su pesquisa era por desgracia tan trascendental y
funesta al país, como útil a las miras del juez, que no quería perder su tiempo. Las
condenaciones, las costas, los salarios y todos los demás gastos de la comisión iban
llegando a tal exceso, que si el Ayuntamiento de Caracas no toma la resolución de enviar a
Santo Domingo a Juan Riveros para que hiciese presente la desolación que amenazaba a la
provincia la conducta de Leguizamón, hubiera él solo gozado tal vez el fruto de tan ardua y
penosa conquista.

Pero ni la Audiencia ni la Corte se mostraron indiferentes a las justas reclamaciones de


tan fieles vasallos; aquélla condenó en las costas a su pesquisidor, y ésta sustituyó en las
funciones del déspota Rojas a don Diego de Osorio con facultad de residenciar a su
antecesor. La primera providencia con que llenó la confianza que los desalentados vecinos
de Venezuela habían depositado en su administración fue el restablecimiento de la ciudad
de Caravalleda. Era muy fresca la herida, y estaba en parte muy noble y sensible, para
poder renovarla y curarla radicalmente, de suerte que fueron inútiles las medidas de Osorio,
que tuvo al fin que pensar en otro puerto para el comercio de la metrópoli. A la
despoblación del de Caravalleda debió su establecimiento el de La Guaira, habilitado por
Osorio y fortificado después por sus sucesores. Las circunstancias de un país recién
conquistado, cuya población se componía de jefes intrépidos y ambiciosos, de soldados
feroces y deseosos de sacudir la disciplina que los había hecho dueños del suelo que
pisaban, y de naciones bárbaras y sumisas que reclamaban las luces de la religión y los
auxilios de la política, eran obstáculos que no podía vencer Osorio con la sola investidura
de gobernador; pero su conducta le había granjeado de tal modo la confianza del
Ayuntamiento de Caracas, que le propuso sujeto de su satisfacción para solicitar en la Corte
las facultades que faltaban a sus filantrópicos deseos. Simón de Bolívar fue destinado a
llevar a los pies del Trono los intereses de Venezuela y a implorar en su favor todas las
facultades que faltaban a su gobernador para cumplir las esperanzas de sus vecinos.
Penetrado Su Majestad de las razones del procurador general Bolívar, se dignó acceder a
cuanto solicitaban sus leales vasallos de Venezuela, concediéndoles, en prueba de su
benéfica protección, la exención de alcabalas por diez años, la facultad de introducir sin
derechos un cargamento de cien toneladas de negros y la gracia de un registro anual para el
puerto de La Guaira a favor de la persona que nombrase el Ayuntamiento, con la
aprobación de cuanto proponía Osorio para dar a la provincia todo el esplendor que le
prometían las primicias de tan augusta munificencia. A favor de ellas pudo desplegar
Osorio la influencia de sus acertadas miras repartiendo tierras, señalando ejidos, asignando
propios, formando ordenanzas municipales, congregando y sometiendo a orden civil los
indios en pueblos y Corregimientos, y añadiendo como necesaria a los partidos del Tocuyo
y Barquisimeto la ciudad de Guanare, que bajo la advocación del Espíritu Santo pobló a
orillas del río de este nombre Juan Fernández de León en 1593; y para que nada faltase al
lustre de la capital de Venezuela hizo perpetuos los regimientos de su cabildo, siendo los
primeros que gozaron esta distinción el famoso Garci González de Silva, depositario
general; Simón de Bolívar, oficial real de estas cajas; Diego de los Ríos, alférez mayor;
Juan Tostado de la Peña, alguacil mayor; y Nicolás de Peñalosa, Antonio Rodríguez,
Martín de Gámez, Diego Díaz Becerril, Mateo Díaz de Alfaro, Bartolomé de Emasabel y
Rodrigo de León, regidores.

Mientras los gobernadores y los Ayuntamientos de las gobernaciones de Caracas y


Cumaná entendían en los medios de dar a sus jurisdicciones una consistencia política que
asegurase sus adelantamientos y llenase las intenciones de la metrópoli con respecto a los
naturales, se hallaba todavía en su infancia al sur de ambas provincias una que debía formar
algún día la porción más interesante de la Capitanía General de Caracas. La Guayana, a
quien el Orinoco destinaba a enseñorear todo el país que separan del mar los Andes de
Venezuela, fue de poco momento mientras que los entusiastas del Dorado pisaron su
majestuoso suelo ciegos por la codicia y sordos a las ventajas de la industria y el trabajo;
mas aunque estas funestas expediciones no produjeron el deseado fin que las hizo
emprender, no pudieron menos que llamar la atención sobre el maravilloso espectáculo con
que la naturaleza convidaba a unos hombres desengañados a indemnizarse con su sudor de
las pérdidas y la destrucción a que los había reducido la avaricia. La religión fue el asilo
que encontraron para empezar su carrera bajo mejores auspicios, y sus ministros se
prestaron gustosos a recuperar lo que había perdido la violencia con un celo que hará
siempre respetables a los emisarios del Dios de la paz. Sus apostólicas tareas hubieran
tardado poco en preparar aquel país a recibir todas las modificaciones de la política, si su
misma fertilidad no lo hubiese hecho el objeto de la codicia de otras potencias inmediatas y
más adictas a sus propios intereses que a la felicidad de aquellas naciones. Los holandeses
de Esquivo y Demerari miraban como impenetrable la barrera evangélica, y fue lo primero
que procuraron derribar sublevando a los indios contra los misioneros, y haciendo que
abandonasen aquella espiritual conquista, hasta que en 1586 vino a continuarla don Antonio
de la Hoz Berrio por los trámites ordinarios. Su primer ensayo fue la fundación de San
Tomás de Guayana en la orilla del Orinoco a cincuenta leguas de sus bocas. Apenas se vio
establecido, se contagió como los demás de la manía del Dorado y envió a su teniente
Domingo de Vera a que reclutase en España gente para esta expedición. Trescientos
hombres salieron de Guayana, de los cuales volvieron a los pocos días treinta esqueletos
que demostraban sobradamente las horribles miserias de que habían sido víctimas sus
desgraciados compañeros. Tantos descalabros no podían menos que reclamar alguna
venganza contra Berrio, autor de ellos, que al fin fue capitulado y reemplazado por el
capitán Juan de Palomeque. Ni el nuevo país ni el nuevo gobernador pudieron respirar
mucho tiempo de las pasadas calamidades. Los ingleses y holandeses no perdían jamás de
vista la Guayana y, desengañados de que no podían sostener clandestinamente sus
relaciones mercantiles con ella, se resolvieron a tentar su conquista. Una expedición
combinada de ingleses y holandeses contra la Guayana fue el primer acaecimiento del siglo
XVII en la provincia de Venezuela. Gualtero Reylli o Reali, jefe de ella, se presentó con
quinientos hombres delante de la ciudad, guiado por los indios chaguanes y titibis, sin que
el valor de Alonso de Grados ni las acertadas providencias del gobernador Palomeque y su
teniente Diego de Baena pudiesen impedir que se apoderasen de la ciudad, reconociesen y
arrasasen a su satisfacción todo el país, sondeasen el Orinoco y sus bocas, y se volviesen a
La Trinidad, sin descalabro, con mejores ideas, y más esperanzas de sacar partido de la
Guayana, cuyos habitantes sufrieron todos los horrores de la emigración en país inculto y
perdieron en la acción a su valiente jefe Palomeque.

Semejantes a los principios del siglo XVII en Guayana, fueron los fines del XVI, en
Caracas. Apenas respiraba la provincia del hambre que ocasionó el año de 1594 una plaga
exterminadora de gusanos que arrasó sus sementeras, se vio acometida por el corsario
Drake, a la sazón que se hallaba en Maracaibo su gobernador don Diego de Osorio. La
ensenada de Guaimacuto fue el paraje que eligió Drake para desembarcar quinientos
hombres, y guiado desde allí por un español a quien el temor de la muerte hizo ser traidor a
su país, subió el cerro de Ávila por una pica desconocida y se presentó a las puertas de
Caracas, que se hallaba casi desamparada de sus vecinos. Hallábanse éstos acaudillados por
los alcaldes Garci González y Francisco de Rebolledo, que gobernaban por ausencia de
Osorio, apostados en todos los desfiladeros y puntos principales de camino real de La
Guaira; mientras que Drake, ayudado de la perfidia, se hallaba cerca de Caracas sin otra
resistencia que la de un anciano sexagenario, que no quiso comprar con la opresión de su
patria los pocos años que faltaban a su vida. Alonso de Ledesma, cuyo nombre no podrá
callarse sin agravio de toda la posteridad de Venezuela, se hizo montar a caballo por sus
criados, y empuñando en sus trémulas y respetables manos una lanza, salió al encuentro al
corsario para que no pasase adelante sin haber pisado el cadáver de un héroe. Quiso Drake
honrar como era debido tanto denuedo y mandó a los suyos que respetasen al campeón de
Caracas; pero el anciano Ledesma no quiso aceptar la injuriosa compasión de su enemigo,
hasta que viendo los soldados que no se apaciguaba su coraje a menos costa que la de la
vida se la quitaron contra la voluntad de su jefe, que hizo llevar en pompa su cadáver para
sepultarlo con aquellas señales de respeto que inspira el patriotismo a los mismos
enemigos. Mientras se hallaban los alcaldes y los vecinos de Caracas esperando al enemigo
en el camino real, estaba ya éste posesionado de la ciudad y hecho fuerte en la iglesia y
casas de Cabildo, temeroso de lo que pudiera intentarse contra él. Viendo los alcaldes que
no era posible ya acometerle, lo sitiaron en su mismo atrincheramiento, y cortados por
todas partes los socorros tuvo que abandonar la ciudad a los ocho días y embarcarse en sus
bajeles, después de haber saqueado e incendiado cuanto se oponía a sus designios.
Aunque las providencias de Osorio habían consolidado el sistema político de Venezuela
de un modo que hizo sensible a los que lo conocieron su muerte y dejó perpetuada para
siempre su memoria, quedaba todavía mucho que hacer para concluir la reducción y
población de la provincia de Cumaná. La vecindad de Guayana había, desde el principio de
su establecimiento, defraudado mucho a sus progresos, y la conservación y seguridad de
aquella provincia contra las incursiones de los holandeses puede mirarse desde entonces
como una de las trabas incompatibles con los adelantamientos de Cumaná. Hacía muchos
años que existía su gobierno cuando se fundó la segunda ciudad de su distrito. Don Juan de
Urpin obtuvo de la Audiencia de Santo Domingo, en 1631, facultad para acabar de reducir
los indios cumanagotos, palenques y caribes, de modo que de soldado de la real fortaleza de
Araya se vio con el carácter de conquistador, a pesar de los émulos que se oponían a sus
designios. Con trescientos hombres que reclutó en la isla de Margarita y en la gobernación
de Caracas atravesó los Llanos, y después de algunos sangrientos encuentros con los
palenques pasó el Unare, costeó el Uchire, salió a la playa, y se dirigió por ella al pueblo de
San Cristóbal de los Cumanagotos para empezar desde allí su derrota. Pero sus enemigos se
la interrumpieron y le obligaron a pasar a España de donde volvió ratificado por el Consejo
de Indias su nombramiento, y empezó de nuevo su conquista. Los obstáculos que
encontraba a cada paso le hicieron contentarse por algún tiempo con el beneficio de los
cueros del mucho ganado vacuno que había en los Llanos de Mataruco, sin hacer otra cosa
que edificar bajo la advocación de San Pedro Mártir un fortín, en el sitio que ocupa hoy el
pueblo de Clarines. Luego se creyó más reforzado, y provisto de lo necesario emprendió
otra salida en que no tuvo mejor suceso que en las anteriores hasta que, disimulando bajo
las apariencias de prudencia el convencimiento de su inferioridad, se volvió sin empeñar
lance alguno con los cumanagotos al pueblo de San Cristóbal y, aprovechándose de la
división en que estaban sus vecinos, se retiró con los de su partido a las faldas del Cerro
Santo, donde dio principio en 1637 a la ciudad de la nueva Barcelona en una llanura que le
cedió para el intento el capitán Vicente Freire. Las desavenencias que originaron la
traslación del pueblo de San Cristóbal a la falda de Cerro Santo, no se acabaron con mudar
de sitio, sino que continuando llegaron al extremo de tener que abandonarlo de nuevo y
traer la ciudad de Barcelona al sitio que ocupa actualmente en la orilla del Neverí, desde el
año de 1671 en que se fijó en aquel lugar bajo el gobierno de don Sancho Fernández de
Angulo. Apenas se logró la reducción de los indios y se tranquilizaron las disensiones de
los españoles, se vieron nacer, a impulsos de la fertilidad con que el país convidaba al
trabajo, algunas poblaciones que han sido abandonadas, trasladadas y aumentadas
sucesivamente. Las más principales son la ciudad de San Felipe de Austria o Cariaco,
fundada por los años de 1630 a orillas del río Carenicuao que desagua en el golfo de que
toma el nombre la población: la de la Nueva Tarragona en el valle de Cupira, destruida por
los palenques y tomuzas; la de San Baltasar de los Arias o Cumanacoa a la orilla izquierda
del río Cumaná y la villa de Aragua, en el valle de este nombre, cuyo origen es anterior a
los años de 1750.

En los fines del siglo XVII debe empezar la época de la regeneración civil de Venezuela
cuando, acabada su conquista y pacificados sus habitantes, entró la religión y la política a
perfeccionar la grande obra que había empezado el heroísmo de unos hombres guiados, a la
verdad, por la codicia, pero que han dejado a la posteridad ejemplos de valor, intrepidez y
constancia, que tal vez no se repetirán jamás. Entre las circunstancias favorables que
contribuyeron a dar al sistema político de Venezuela una consistencia durable debe contarse
el malogramiento de las minas que se descubrieron a los principios de su conquista. La
atención de los conquistadores debió dirigirse, desde luego, a ocupaciones más sólidas, más
útiles y más benéficas, y la agricultura fue lo más obvio que encontraron en un país donde
la naturaleza ostentaba todo el aparato de la vegetación. No se descuidó la metrópoli en
favorecer con sus providencias el espíritu de industria y aplicación agrícola que veía
desenvolverse en Venezuela, y los derechos de propiedad anejos a la conquista se hicieron
bien pronto trascendentales a la industria y el trabajo. Los cabildos tuvieron desde luego la
prerrogativa de presentación al derecho de propiedad, cuya sanción era privativa de los
gobernadores. Este sistema debió aumentar sobremanera la propiedad territorial, y aunque
la extensión del terreno era inmensa con respecto a la población, la inmediación a las
ciudades, la proporción del riego y la facilidad del transporte de los frutos, ocasionaron
ciertas preferencias que no pudieron menos que someter la cuestión de lo mío y lo tuyo a la
decisión de la ley o a la autoridad de los tribunales. Una medida mal premeditada hizo
llevar a la Corte estos pleitos, y la agricultura recibió, contra la voluntad del Soberano, un
golpe mortal y la propiedad quedó sujeta a mil disputas que ocasionaron y ocasionan
enormes gastos y disensiones. El temor de los costos y las dilaciones que acarrearía a los
vecinos de Venezuela ventilar sus derechos a tanta distancia los hizo pasarse sin tierras en
perjuicio de los adelantamientos del país, o poseerlas sin títulos con notable daño de sus
descendientes, hasta que, conocido el mal en la Corte, se precavió por una Real Cédula de
1754 que cometía a las Audiencias la sanción definitiva de todo lo perteneciente a tierras
ordenando, para reformar los anteriores abusos, que todos los propietarios presentasen a los
comisionados del Tribunal los títulos de posesión. Si habían sido concedidos por los
gobernadores quedaban refrendados, siempre que el poseedor no hubiese pasado los límites
de la concesión; pero en el caso de no presentar los títulos quedaba la tierra reunida a la
Corona, y si había exceso en los linderos estaba obligado el poseedor a comprar al Rey a un
precio moderado lo que resultaba excedido, o a perderlo con los frutos y mejoras que
tuviese.

Estos primeros pasos hacia la propiedad legal en Venezuela fueron consecuencias de


otros dados anteriormente en beneficio de los primitivos propietarios de su suelo. Los
indios, distribuidos hasta entonces en encomiendas entre los conquistadores, quedaron por
Real Cédula de 1687 libres del servicio personal, y sujetos sólo a los ministros de la
religión, para que luego que por su benéfico ministerio estuviesen capaces de entrar en la
sociedad gozasen en ella de todos los derechos que les concedían las leyes españolas, que
no conocen los que tanto deprimen en esta parte nuestra conducta. La obra de un código
completo inmediatamente después del descubrimiento de unos países desconocidos y el
arreglo de unos establecimientos tan nuevos en el orden civil son esfuerzos superiores al
poder humano, que sólo deben esperarse del tiempo y de las circunstancias. El europeo y el
americano que no miran en las demás colonias su establecimiento sino como una mansión
pasajera y como un medio de volver ricos a la madre patria gozan, al abrigo de nuestras
leyes, todo cuanto puede hacer apreciable al hombre el suelo que pisa. Tres siglos de
existencia, en que se han visto elevarse muchas ciudades de la América al rango de las más
principales de la Europa, justificarán siempre la política, la prudencia y la sabiduría del
gobierno que ha sabido conservar su influjo sin perjudicar a los progresos de unos países
tan distantes del centro de su autoridad. Venezuela no tuvo en sus principios aquellas
cualidades que hicieron preferibles a los españoles otros puntos del continente americano.
Sus minas no atraían las flotas y los galeones españoles a sus puertos, y las producciones de
su suelo tardaron mucho en conocerse en la metrópoli; mas a pesar de esta lentitud vemos
que apenas se desarrolla su agricultura, obtiene el fruto de su primitivo cultivo la
preferencia en todos los mercados, y el cacao de Caracas excede en valor al del mismo país
que lo había suministrado a sus labradores. Bien es verdad que el espíritu político de la
España contribuía poco a favorecer los países que no poseían metales o aquellos frutos
preciosos que llamaron la atención de la Europa en los primeros tiempos del
descubrimiento de la América; y Venezuela con sólo su cacao debía figurar poco en el
sistema mercantil del Nuevo Mundo: Méjico y el Perú ocupaban toda la atención del
Gobierno y atraían todas las producciones de la industria española; de suerte que Venezuela
apenas podía decir que estaba en relación con la madre patria. Por muchos años no recibió
ésta el cacao de Caracas sino por mano de otras naciones que, suministrando a sus vecinos
lo necesario para las comodidades de la vida, privaban a la metrópoli de recibir
directamente el precioso fruto de los valles de Venezuela.

Estas relaciones clandestinas debían apartar necesariamente a los que las mantenían de
la inspección de los agentes del fisco, y a ellas debió Puerto Cabello su existencia en
perjuicio de la Borburata, que era el puerto destinado para el comercio de Venezuela con la
Península. Puerto Cabello, habilitado por la naturaleza para contener y carenar toda la
marina española, fue el surgidero que eligieron los holandeses de Curazao para dejar sus
efectos y llevarse el cacao. Unas miserables barracas de contrabandistas unidas a las de
algunos pescadores fueron el núcleo de la población de este puerto condenado a parecer por
mucho tiempo una dependencia de la Holanda, más bien que una propiedad española.
Quiso el Gobierno dar una consistencia legal a aquella reunión de hombres, cuyo carácter y
ocupación debía hacer muy precaria la tranquilidad pública; pero la independencia criminal
en que había vivido y el interés particular, sostenido por el general de los holandeses, les
hizo oponerse obstinadamente a los designios del Gobierno, hasta hacerle renunciar al
proyecto de someter a su autoridad las barracas de Puerto Cabello, que se convirtieron bien
pronto en el asilo de la impunidad y en el almacén general de las colonias holandesas en la
Costa Firme. Nada tenía que ofrecer Venezuela a la Península para atraer sus bajeles a sus
puertos sino el cacao; mas los holandeses tenían muy buen cuidado de extraerlo para poner
bajo el monopolio de la necesidad a un país que no tenía de dónde vestirse y proveer a las
atenciones de su agricultura sino los almacenes de Curazao, ni otro conducto por donde dar
salida a sus frutos y recibir estos retornos, que Puerto Cabello; hasta que, por una de
aquellas combinaciones políticas más dignas de admiración que fáciles de explicar, se vio
la provincia de Venezuela constituida en [un] nuevo monopolio tan útil en su institución,
como ruinoso en sus abusos, a favor del cual empezó a salir de la infancia su agricultura y
el país, conducido por la mano de una compañía mercantil, empezó a dar los primeros
pasos hacia su adelantamiento: la metrópoli recobró un ramo de comercio que se había
sustraído injustamente de su autoridad y Puerto Cabello se elevó al rango de una de las
primeras plazas y del más respetable puerto de la Costa Firme.

La Compañía Guipuzcoana, a la que tal vez podrían atribuirse los progresos y los
obstáculos que han alternado en la regeneración política de Venezuela, fue el acto más
memorable del reinado de Felipe V en la América. Sean cuales fuesen los abusos que
sancionaron la opinión del país contra este establecimiento, no podrá negarse nunca que él
fue el que dio impulso a la máquina que planteó la conquista y organizó el celo evangélico.
Los conquistadores y los conquistados, reunidos por una lengua y una religión en una sola
familia, vieron prosperar el sudor común con que regaban en beneficio de la madre patria
una tierra tiranizada hasta entonces por el monopolio de la Holanda. La actividad agrícola
de los vizcaínos vino a reanimar el desaliento de los conquistadores y a utilizar, bajo los
auspicios de las leyes, la indolente ociosidad de los naturales. La metrópoli, que desde el
año de 1700 no había hecho más que cinco expediciones ruinosas a Venezuela, vio llegar
en 1728 a sus puertos los navíos de la Compañía y llenarse sus almacenes del mismo cacao
que antes recibía de las naciones extranjeras. No fue sólo el cultivo de este precioso fruto el
que contribuyó a desenvolver el germen de la agricultura en el suelo privilegiado de
Venezuela; nuevas producciones vinieron a aumentar el capital de su prosperidad agrícola y
a elevar su territorio al rango que le asignaba su fertilidad y la benéfica influencia de su
clima. Los valles de Aragua recibieron una nueva vida con los nuevos frutos que ofreció a
sus propietarios la actividad de los vizcaínos, ayudados de la laboriosa industria de los
canarios. Los primeros ensayos de don Antonio Arvide y don Pablo Orendain sobre el añil
dieron a esta preciosa producción de la agricultura de Venezuela un distinguido lugar en los
mercados de la Europa. El Gobierno honró y recompensó sus filantrópicas tareas, y la
posteridad, desnuda de prestigios, ha decretado eterna gratitud a unos labradores que
ofrecieron tan precioso manantial de riqueza, desde los valles de Aragua, teatro de sus
primeros ensayos, hasta Barinas, que ha participado ya del fruto de tan importante
producción.

Apenas se conoció bien el cultivo y la elaboración del añil, se vieron llegar los
deliciosos valles de Aragua a un grado de riqueza y población de que apenas habrá ejemplo
entre los pueblos más activos e industriosos. Desde la Victoria hasta Valencia no se
descubría otra perspectiva que la de la felicidad y la abundancia, y el viajero, fatigado de la
aspereza de las montañas que separan a este risueño país de la capital, se veía encantado
con los placeres de la vida campestre y acogido en todas partes con la más generosa
hospitalidad. Nada hallaba en los valles de Aragua que no le inclinase a hacer más lenta su
marcha por ellos; por todas partes veía alternar la elaboración del añil con la del azúcar; y a
cada paso encontraba un propietario americano o un arrendatario vizcaíno, que se
disputaban el honor de ofrecerle todas las comodidades que proporciona la economía rural.
A impulsos de tan favorables circunstancias se vieron salir de la nada todas las poblaciones
que adornan hoy esta privilegiada mansión de la agricultura de Venezuela. La Victoria pasó
rápidamente de un mezquino pueblo formado por los indios, los misioneros y los españoles,
que se dispersaron en las minas de los Teques, a la amena consistencia que tiene
actualmente: Maracay, que apenas podía aspirar ahora cuarenta años a la calificación de
aldea, goza hoy todas las apariencias y todas las ventajas de un pueblo agricultor, y sus
inmediaciones anuncian desde muy lejos al viajero el genio activo de sus habitantes.
Turmero ha debido también al cultivo del añil y a las plantaciones de tabaco del Rey los
aumentos que le hacen figurar entre las principales poblaciones de la gobernación de
Caracas: Guacara, San Mateo, Cagua, Güigüe, y otros muchos pueblos, aún en la infancia,
deben su existencia al influjo del genio agrícola protector de los valles de Aragua; y las
orillas del majestuoso Lago de Valencia, que señorea esta porción del país de Venezuela, se
ven animadas por una agricultura que, renovándose todos los años, provee en gran parte a
la subsistencia de la capital.
La lisonjera perspectiva que acabamos de presentar justificará siempre los primeros años
de la Compañía de las justas objeciones que puedan oponerse contra los últimos que
precedieron a su extinción. No sólo se ven estrechadas en los primeros ensayos de esta
sociedad mercantil los lazos con la metrópoli, sino facilitadas las relaciones de Venezuela
con los demás puntos del continente americano. México, La Habana y Puerto Rico obtienen
con más ventajas el cacao que se multiplica a impulsos de la exportación y el consumo que
le procura la Compañía. Crece la población con los agentes, dependientes, empleados y
trabajadores de Vizcaya y Canarias, nace la navegación y comercio de cabotaje, se mejora y
propaga el cultivo de nuevas subsistencias, los americanos redoblan sus esfuerzos hacia un
nuevo orden de prosperidad, multiplícanse las necesidades de todas las clases y se facilita
la comunicación interior con los reinos y provincias limítrofes. Santa Fe recibe por el Meta
los ganados de los inmensos y feraces llanos de Venezuela, y envía sus esmeraldas y las
producciones de su naciente industria, muy propias para las necesidades de un país
naciente. La Europa sabe por la primera vez que en Venezuela hay algo más que cacao,
cuando ve llegar cargados los bajeles de la Compañía de tabaco, de añil, de cueros, de
dividivi, de bálsamos y otras preciosas curiosidades que ofrecía este país a la industria, a
los placeres y a la medicina del Antiguo Mundo. Tales fueron los efectos que harían
siempre apreciable la institución de la Compañía de Guipúzcoa, si semejantes
establecimientos pudieran ser útiles cuando las sociedades, pasando de la infancia, no
necesitan de las andaderas con que aprendieron a dar los primeros pasos hacia su
engrandecimiento. Venezuela tardó poco en conocer sus fuerzas y la primera aplicación que
hizo de ellas fue procurar desembarazarse de los obstáculos que le impedían el libre uso de
sus miembros.

Los justos clamores de los vecinos de Venezuela penetraron hasta los oídos del Monarca
a pesar del interés y las pasiones, y la Compañía se sujetó a unas modificaciones que
apenas le dejaban la odiosa apariencia de su instituto; pero su preponderancia en el país
burlaba todas las precauciones con que Carlos III quiso conciliar sus intereses, los de sus
vasallos de Venezuela y los de su propio erario. La Compañía abusó en tal manera de todo,
que fue necesario pensar en una verdadera y sólida reforma. El establecimiento de una
Intendencia en Caracas fue el primer síntoma mortal de la Compañía, y la integridad y
entereza del sujeto encargado de esta comisión ocasionó un movimiento que no pudo
menos que hacer perder el nivel a este coloso mercantil. A pesar de esto pudo resistir
algunos años a los repetidos choques con que procuraban bambolearlo las continuas
reclamaciones de los agentes del fisco y de los vecinos de Venezuela, hasta que se
desplomó al fin al último golpe con que uno de los más celosos e ilustrados ministros supo
conciliar tan opuestos intereses.

El año de 1788 será siempre memorable en los fastos de la regeneración política de


Venezuela, y su memoria permanecerá inseparable de la del monarca y el ministro que
rompieron con una augusta munificencia las barreras que se oponían a sus adelantamientos.
Cuando toda la América levantaba al cielo los brazos por los beneficios que en 1774
derramó sobre ella la libertad del comercio, se veía tristemente abrumado uno de los más
preciosos dominios de la Monarquía española con todos los gravámenes de un estanco,
contra la voluntad de un Rey benéfico y la opinión de un ministro ilustrado sobre los
verdaderos intereses de su nación; pero poco tardaron en llegar a sus oídos sin el velo de las
pasiones las quejas de unos vasallos dignos de mejor suerte, y la provincia de Venezuela
ocupó el lugar que la intriga le había quitado en el corazón del Monarca, y de que la tenía
privada injustamente el interés particular. A impulsos de tanta beneficencia se ensancharon
milagrosamente los oprimidos resortes de su prosperidad y se empezaron a coger los frutos
del árbol que sembró, a la verdad, la Compañía, pero que empezaba a marchitarse con su
maléfica sombra. Todo varió de aspecto en Venezuela, y la favorable influencia de la
libertad mercantil debió sentirse señaladamente en la agricultura. El nuevo sistema ofreció
a los propietarios nuevos recursos para dar más ensanche a la industria rural con
producciones desconocidas en este suelo. Hasta entonces estaban las islas francesas en
posesión de suministrar exclusivamente el café a la Europa, pero apenas se presenta en sus
mercados el de Caracas se le ve igualar en precio al de la Martinica, Santo Domingo y
Guadalupe. La posteridad de Venezuela oirá siempre con placer y repetirá con gratitud, el
nombre del Ilustrísimo Prelado que supo señalar la época de su gobierno espiritual con tan
precioso ramo de prosperidad política, y el respetable nombre de Mohedano recordará los
de Blandaín y Sojo que, siguiendo ejemplo tan filantrópico, fomentaron uno de los
principales artículos que hacen hoy parte muy esencial de la agricultura de Venezuela. Los
ensayos de estos apreciables ciudadanos hubieran quizá esterilizádose si una circunstancia
política no hubiera hecho llamar la atención sobre el precioso germen que empezaba a
desarrollarse en las inmediaciones de Caracas. Los desastres de la colonia francesa de Santo
Domingo privaron de repente al comercio de la Europa de la mayor y más estimable
porción del café de las Antillas, e hicieron emigrar a la Costa Firme el gusto y los
conocimientos sobre tan importante cultivo. El Valle de Chacao fue el plantel general que
proveyó a los ansiosos esfuerzos con que los labradores de toda la provincia se dedicaron a
este nuevo ramo de agricultura. Bien pronto se vieron desmontadas, cultivadas y cubiertas
de café todas las montañas y colinas que conservaban hasta entonces los primitivos
caracteres de la creación. La mano y la planta del hombre penetró y holló por la primera
vez las inaccesibles alturas que circunvalan la capital de Venezuela, y así como los valles
de Aragua se vieron cubiertos poco antes con el lozano verdor del añil aparecieron
simétricamente coronadas de café las cimas y las laderas que habitaban los tigres y las
serpientes. Los que hasta entonces no habían imaginado que pudiera haber otra propiedad
útil que las de los valles o las orillas de los ríos, se vieron de repente con un terreno
inmenso que cultivar con ventajas: redóblanse los esfuerzos de los labradores hacia tan
precioso y rápido arbitrio de fortuna; la industria multiplica la prosperidad e
inmediatamente se ven elevados a la clase de propietarios útiles los que no lo hubieran sido
quizá sin la lisonjera perspectiva que presentaba a la provincia la introducción de este
importante cultivo.

No sólo la madre patria vio con placer fomentarse esta interesante porción de sus
dominios, sino que hasta las naciones extranjeras gozaron legalmente de las ventajas de la
libertad mercantil de Venezuela, sin que ella tuviese que sufrir los gravámenes del
monopolio clandestino en que la tuvo la Holanda en los primeros tiempos de su
establecimiento. Las benéficas combinaciones de un intendente que desplegó en Venezuela
los conocimientos económicos que lo elevaron a primer ministro de la nación, hicieron que
la provincia y las Antillas amigas gozasen las recíprocas ventajas de un comercio dictado
por la beneficencia y organizado con todas las precauciones de la política. El residuo de los
alimentos que ofrecía este suelo feraz a sus moradores, pasaba a alimentar las islas vecinas,
y bajo las más sabias condiciones salían nuestros buques cargados de ganados, frutos y
granos, para traer en retorno, instrumentos y brazos con que fomentar nuestra agricultura.
Las nuevas relaciones propagan los conocimientos, atraen el numerario e introducen nuevos
gérmenes de industria rural. La parte oriental de la provincia llama su atención hacia el
cultivo del algodón que sale por Cumaná a aumentar el comercio de Venezuela con tan
importante artículo; los ganados de los llanos fomentan con su extracción el puerto de
Barcelona y Coro y la Guayana recibe nueva vida con el tabaco de Barinas, buscado con
preferencia para el consumo y las manufacturas europeas. Hasta los acaecimientos políticos
que privaron a la metrópoli de una de sus mejores posesiones en las Antillas contribuyeron
a dar más extensión a la agricultura de Venezuela. Los valles de Güiria y Guinima, se
vieron cultivados por los propietarios emigrados de la isla de la Trinidad y los que ahuyenta
de la Margarita la escasez de lluvias que se experimenta continuamente, de suerte que la
naturaleza, la política y el genio industrioso parece que se combinaron ventajosamente a
favor de una feliz casualidad con la acertada elección de otro intendente que, reuniendo a
sus talentos y conocimientos económicos el más exacto criterio de las circunstancias locales
de este país, supo sacar todo el partido que prometían tan favorables combinaciones en
favor de la provincia y dejar perpetuada su memoria con las acertadas providencias que
dieron a esta distinguida porción de la España americana la consistencia que tiene
actualmente y proporcionaron a tan digno ministro la opinión que lo ha conducido a uno de
los primeros cargos de la suprema administración.

Tal ha sido el orden con que la política ha distinguido sus medidas en la conquista,
población y regeneración del hermoso país que desde las inundadas llanuras del Orinoco
hasta las despobladas orillas del Hacha, forma una de las más pingües e interesantes
posesiones de la Monarquía española; y tales los sucesos con que sus habitantes, reunidos
en una sola familia por los intereses de una patria, han correspondido a los desvelos con
que el Gobierno ha procurado elevar a Venezuela al rango que la naturaleza le asigna en la
América meridional. Tres siglos de una fidelidad inalterable en todos los sucesos bastarían
sin duda para acreditar la recíproca correspondencia que iba a hacer inseparables a un
hemisferio de otro; pero las circunstancias reservaban a Venezuela la satisfacción de ser
uno de los primeros países del Nuevo Mundo donde se oyó jurar espontánea y
unánimemente odio eterno al tirano que quiso romper tan estrechos vínculos, y dar la
última y más relevante prueba de lo convencidos que se hallan sus habitantes de que su
tranquilidad y felicidad están vinculadas en mantener las relaciones a que ha debido la
América entera su conservación y engrandecimiento por tantos siglos. El día 15 de julio del
año de 1808, cerrará el círculo de los timbres de Venezuela, cuando recuerde el acendrado
patriotismo con que, para eterno oprobio de la perfidia, juró conservar a la corona de
Castilla íntegra, fiel y tranquila esta preciosa porción de su patrimonio.

________________________________________

Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la


Biblioteca Virtual Universal.
Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el
siguiente enlace.

También podría gustarte