NIÑOS

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Tres textos sobre las infancias: Kartún, Pescetti y Narodwski

cosas nos vayan mal en la vida se debe a nuestra propia naturaleza; es decir, a la
tendencia de los hombres a actuar agresiva, asocial, e interesadamente, o incluso con ira
o ansiedad. Por el contrario queremos que nuestros hijos crean que los hombres son
buenos por naturaleza. Pero los niños saben que ellos no siempre son buenos; y, a
menudo, cuando lo son, preferirían no serlo. Esto contradice lo que sus padres afirman,
y por esta razón el niño se ve a sí mismo como un monstruo…”

Importante (pequeña moraleja para creadores):

El “pensamiento infantil” existe, por supuesto, también un modo infantil de ver el


mundo. Tanto ese pensamiento como esa visión del mundo tienen sus reglas propias,
su clave. Si creamos cosas (obras de teatro, canciones, cuentos, etc.) en esa clave,
estaremos en el terreno de “lo infantil”. Pero ese terreno, como decíamos antes, no es
exclusivamente el de “los niños”.

Probemos decirlo de esta manera: “lo infantil” no es igual a “los niños”, y “los niños”
tampoco es exactamente lo mismo que “lo infantil”.

Hay una edad en la que predomina el pensamiento infantil, pero incluso en esa edad
no predomina totalmente, como luego tampoco desaparece totalmente.

Así se explica que a una buena obra infantil la disfrute un adulto, que obras para
público adulto gusten a los niños. Y no sólo eso sino: que una obra infantil no le guste
al niño pero sí al adulto que lo acompaña y que una obra pensada para público adulto
sea más preferida por los niños.

Un niño siempre va a tener una edad determinada, el mundo infantil no: es una clave,
son reglas, son modos de hacer y de ver.

No hay que hacer “cosas para niños”. Uno puede dirigirse al mundo infantil, pero al
mundo infantil universal, al que está en el adulto, en el adolescente.

****************

3. Infancias híper y desrealizadas en la era de los derechos del


niño
Mariano Narodowski

Hablar de infancia a principios del siglo XXI parece una obviedad. Para el sentido común
más avezado, nuestras sociedades están compuestas por niños, adolescentes y adultos.
Sin embargo, desde hace casi medio siglo la evidencia historiográfica ha mostrado que
esta constitución y reconocimiento de determinadas etapas de la vida, tal y como las
conocemos en la actualidad, son un producto de la modernidad occidental, propias del
desarrollo sociocultural posterior al siglo XVI o al siglo XVII. Entonces: ¿qué es esa cosa
a la que llamamos infancia? ¿Cómo se define, cuáles son sus características centrales,
pero sobre todo, cuál es el rol que desempeña en el contexto actual y, especialmente,
cuál es su futuro?

En la Didáctica magna de Comenius ya encontramos el primer criterio de distribución


que apareció por vez primera en la pedagogía moderna; es la relativa a la llamada
“inteligencia innata” de los niños y a su capacidad “natural” de aprender: por un lado,

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los aptos y por el otro los “inútiles” —para utilizar términos cercanos a los del mismo
Comenius–. Esta distribución es respaldada por el concepto clásico de “educabilidad”; o
sea, la capacidad humana de adquirir saberes en instituciones escolares. Este concepto
será el sostén de los sistemas educativos modernos. Un segundo criterio de distribución
de los cuerpos apareció en el siglo XVII. La edad de los niños se transformó en el ítem
por excelencia a la hora de aplicar una distribución de los cuerpos. De esta manera se
estableció que hay una vinculación estrecha entre la edad cronológica de los alumnos y
la posibilidad de adquisición de determinados conocimientos. Cualquier distorsión entre
ambos factores da como resultado un indicador de “anormalidad” o “patología” escolar.
La pedagogía primero y la psicología educativa después fueron generando modelos cada
vez más rigurosos y sofisticados de esta distribución cronológica, de control de la relación
entre edad y conocimientos, llegando incluso a discriminar lo que es la “edad mental”
de lo que es la “edad cronológica”. La sofisticación en el modelo explicativo, a su vez,
permitía una mayor sofisticación en las modalidades de distribución de los cuerpos
dentro de las instituciones educacionales. Hay una tercera forma de distribución: la
meritocrática. Aquí el papel central lo desempeñan las políticas educativas que estaban
orientadas a premiar o a castigar —y en ese sentido a marginar y a relocalizar cuerpos—
, de acuerdo con el denominado desempeño individual; se trata de determinar si el niño,
en cuanto alumno, alcanzó las metas propuestas por la política del saber y si se adaptó
a la escuela de la manera en que se le requería. La redistribución meritocrática —y en
igual medida la distribución cronológica— está estrechamente vinculada a la existencia
de un currículo nacionalmente unificado, que también es una expresión de la política
pública en materia educativa. En resumen, podemos decir que la administración de los
cuerpos por parte de la política educativa se estructura a partir de tres estrategias por
medio de las cuales se fija el cuerpo infantil en la institución escolar y se van
distribuyendo esos cuerpos a lo largo del tiempo y del espacio de acuerdo con ciertos
criterios (inteligencia natural, edad, desempeño individual) que no son más que
mecanismos derivados del discurso pedagógico.

¿Tiene sentido continuar buscando un cuerpo heterónomo, obediente y dependiente de


las decisiones adultas, un cuerpo así procesado, por entero, en instituciones escolares?
Desde hace décadas, la literatura internacional viene sosteniendo que la tradicional
definición de infancia está siendo cuestionada. Trabajos, como los de Postmann y W.
Brikmann, demuestran que la concepción de infancia tal como la conocemos está
llegando a su fin. Por nuestra parte, sostenemos que esta crisis en la conceptualización
moderna de infancia no determina su clausura, sino que la está llevando hacia dos polos:
infancia hiperrealizada e infancia desrealizada (Narodowski y Baquero, 1994).

Una infancia hiperrealizada es una suerte de infancia 3.0. Niños conectados 24 horas
al día a los diversos dispositivos al que tienen acceso: smartphones, tablets, smartTV,
consolas de videojuegos por mencionar solo algunos. Niños digitales a los cuales les es
imposible imaginarse un mundo en que la información, y el mundo mismo no estén al
alcance de su mano a través de Internet. Niños que viven en la más absoluta inmediatez,
en la realización inmediata del deseo. Niños que son maestros de sus padres, de sus
maestros. Niños que parecerían no necesitar más la protección del adulto o mirando la
otra cara de la moneda, no generan demasiada necesidad de protección por parte de los
adultos. Antes, la infancia solo era la paciente espera a la adultez. Distintos rituales nos
indicaban que nos acercábamos a esa etapa: el primer sueldo, el debut sexual, el primer
auto, las primeras vacaciones sin la familia. Pero, en la actualidad, nuestros niños no
esperan; desde edades cada vez más tempranas nos demuestran que ya están

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realizados como tales. El acceso al conocimiento ya no está en los últimos estantes


inalcanzables de una biblioteca, está en sus manos. Aprenden el dominio del control
remoto, del DVD, de la tablet sin necesidad de un manual de instrucciones, sin un adulto
que los guíe. Simplemente interactúan con aquello que buscan. Y es en esta interacción
con las nuevas tecnologías que han desarrollado códigos propios. Códigos que llevan
tras de sí el uso de esas nuevas tecnologías. Por ejemplo el correo electrónico no
reemplazó a la carta, sino que es, más bien, una nueva forma de comunicación con un
código propio. Emoticones, archivos adjuntos, links, abreviaturas de palabras como RT
(retweet), AFK (away from key board) o LOL (laughing out loud) son partes del
vocabulario con el que interactúan, se mueven, se expresan nuestros niños
hiperrealizados. Códigos construidos por ellos, para ellos. Hoy las redes sociales hacen
que los jóvenes traspasen fronteras, compartan música, videos, textos y muchas otras
cosas más desde puntos distantes del planeta. Se ubican así dentro de una comunidad
global donde el más apto es quien consigue más followers o “más likes”. En palabras de
Gilles Lipovetsky: “¿Quién no se empeña, de algún modo, en ofrecer una imagen joven
y liberada de sí mismo, en adoptar, si no el último grito junior, sí al menos la gestalt
joven?” Siendo el cambio lo único constante, ¿quiénes son los que nos lideran?, ¿quiénes
son objeto de culto? Justamente ellos, jóvenes hiperrealizados: teenagers o mejor dicho
screenagers. Sí los ancianos ya no son aquellos que poseen el conocimiento y aquella
etapa ya no es vista como el apogeo de una persona, entonces ¿quiénes son aquellos
que ejercen ese poder? En la actualidad, los jóvenes; ya no se trata de la experiencia,
sino de manejarse en la inmediatez por parte de aquel que logra dominar el medio
cambiante en el que estamos inmersos.

Videojuegos en los que se disparan armas y se puede sentir la vibración del tiro, advertir
su potencia. La realidad aumentada más que nunca nos hace preguntar ¿qué es lo
verdadero? Los límites de lo verdadero se desvanecen en el momento en que la
carrocería realmente tiembla y el pequeño jugador toma conciencia —visualmente por
medio de la pantalla, pero táctilmente por medio del temblor del manubrio— de que el
auto ha chocado. Mundos virtuales como Los Sims6 en los que se pueden customizar
(adaptación al cliente) el entorno, la figura de nuestro personaje, sus gustos, sus
fantasías y compartirlas con anónimos que tal vez se encuentren del otro lado del
mapamundi. Videojuegos en los que es posible bañar a un perro “virtual” gesticulando
la acción frente una cámara, acariciarlo y hasta enseñarle trucos. Jugos que nos permiten
cometer un genocidio privado y virtual empuñando la réplica perfecta de una
ametralladora Uzzy. Videojuegos en la que la propia historia de la humanidad es
cuestionada de la mano de una Templario7 que busca conocer las verdades detrás de
los grandes acontecimientos históricos del mundo. Niños y adolescentes hiperrealizados
observan atónitos y algo anestesiados los ademanes victoriosos de un ladrón de autos
que debe ir ganando terreno en una ciudad comprando policías corruptos, siendo parte
de una pandilla de gángster y asesinando a aquel político que no firma el documento
necesario para lograr el objetivo. Pero no solamente la industria de los videojuegos nos
muestra esta infancia hiperrealizada. Hoy los niños son emperadores mediáticos. Control
remoto en mano hacen zapping de cientos de canales que tienen disponibles con solo
un click. Acceden tanto a canales exclusivos para ellos (inclusive ya se disponen canales
para bebés como “BabyFirstTV”) pero también a canales exclusivos para adultos,
adueñándose de experiencias y saberes que a los viejos adultos les costó décadas
procesar. Niños que transcurren sus días entre pantallas. Pantallas de televisión,
pantallas de videojuegos, de tablets o de notebooks en la escuela. Smartphones
indispensables para no desconectarse ni un segundo. Aún con canales como Disney

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Channel o Disney Extreme transmitiendo 24 horas al día el aburrimiento está a la orden


del día. Ya no hay que esperar por la hora de ese programa favorito que se seguía
desesperadamente. Ya no existe el temor al castigo de no poder mirar televisión. Hoy el
peor de los castigos sería “desconectarlos”. Pero aunque quisiéramos no podríamos.
Siempre habrá algún dispositivo en la escuela o en el grupo de amigos que le permitan
conectarse, a pesar de la orden adulta. Chicos procesados mediáticamente en la
flexibilidad constante, en el cambio perpetuo. Niños cuya ecología tiende al movimiento
y a la percepción de que son ellos los que, finalmente, conocen la clave del mundo por
venir, del futuro que ya llegó hace rato. Chicos que, como en los dibujos animados “Ben
10” son los encargados de salvar al mundo.

Y hay una realidad que no podemos dejar de analizar. La infancia desrealizada; es la


infancia de la calle. Es la infancia que desde edades tempranas trabaja, que vive en la
calle, que no está al resguardo del adulto que ha encontrado suficientes herramientas
para ser independientes, autónomos. Son aquellos chicos que vemos por la noche
intentando subsistir, quienes pudieron reconstruir una serie de códigos que les brindan
cierta autonomía económica y cultural y les permiten realizarse, mejor dicho
desrrealizarse; esa es la palabra correcta, como infancia. Son niños que nos cuesta
definir como tales, ya que no nos despiertan aquellos sentimientos de protección y de
ternura que debieran despertarnos. Son niños que no están infantilizados. Son niños que
trabajan, que piden en las calles, que viajan de un lado a otro en búsqueda de algún
refugio dónde dormir. Son niños con recursos necesarios para no depender de un adulto,
y adultos que no ven la necesidad de protegerlos. Buscan sus propios alimentos, no
rinden cuentas a nadie y adquieren sus propias categorías morales de la calle. Esta es
la infancia que no queremos reconocer. Reconocerla es aceptar nuestro fracaso como
adultos, en cuanto tenemos la obligación de protegerla; es explicitar definitivamente la
persistencia de un mundo sin adultos. Nos recuerda constantemente aquello que debió
ser erradicado, aquello que quita nuestro sueño de pureza, sofisticación e impecable
virtualidad. Es aquella infancia que no está incluida físicamente dentro de las relaciones
de saber y que además se la excluye institucionalmente; se trata de la infancia excluida
físicamente de estas relaciones de saber, pero también excluida institucionalmente. Así
como la invención de la imprenta produjo el analfabetismo, Internet y los nuevos
dispositivos que permiten entrar a la gran “nube” también están creando una nueva
generación de analfabetos virtuales: los desenchufados, los chicos unplagged que
posiblemente nunca estarán on-line. No hablamos aquí de acceso a Internet solamente,
sino que también hablamos de la posibilidad de acceder a distintos dispositivos
tecnológicos que posibilitan adquirir herramientas necesarias para la vida moderna.
Muchos podrán preguntarse ¿qué hay de nuevo en este esquema de híper y
desrealización si siempre hubo chicos en contextos desfavorables mientras otros gozan
de extremas comodidades? Es verdad que la pobreza existió siempre. También es cierto
que ya desde los inicios del siglo XIX, en los albores de la Revolución Industrial europea,
la escuela pública se construía como el ámbito por excelencia capaz de absorber
justamente a esos niños. Ya Charles Dickens nos narraba las desventuras de un Oliver
Twist sin padre y sin maestro, sobreviviendo por las suyas en los bajos fondos
londinenses. Pero, a diferencia de los tiempos actuales, en la modernidad los discursos
políticos y pedagógicos clamaban por una institución escolar capaz de salvar a esta
infancia. Suponían que todos los niños podrían encontrar en una escuela pública la
posibilidad de ser niño, de aprender a jugar, a estar con otros niños, acceder a
conocimientos propios de su edad. De esta manera se perseguía un ideal pansófico y la
utopía sociopolítica levantaba carteles de promesas de inclusión para esa infancia. El

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bueno de Oliver era rescatado por un buen burgués caritativo que iba a restituirle a su
verdadera madre, que para librarlo de todo mal iba a enviarlo a la escuela. Hoy en día,
ese relato ha dejado de tener validez. Puede verse en las estadísticas y en los datos de
organismos financieros internacionales, de los que se basa la pedagogía, que se está
aceptando la idea de que esta infancia desrealizada no será salvada por la escuela. Para
estos niños no habrá una infancia realizada sino que, a lo sumo, el Estado o las
organizaciones no gubernamentales serán capaces de implementar distintas políticas de
compensación para ellos. Ya no se busca la posibilidad de hacerlos dependientes y
heterónomos. Así surge una nueva categoría de niño incorregible: el infante o el
adolescente marginal sin retorno, para quien nuestras naciones bajan la edad de
imputabilidad de los delitos penales, posibilitando su enjuiciamiento, olvidando su
calidad de niño o adolescente para que encuentren penas iguales a la de los adultos. Eso
sí, esto último expresado con un indisimulado mohín de preocupación: las cosas no son
lo que eran... Pero ¿cómo van a ser heterónomos estos niños?; ¿qué rol desempeñamos
los adultos frente a ellos? Esta infancia se nos presenta peligrosa. Poseen una máscara
que debería inspirarnos ternura, pero sabemos que detrás se esconde un adulto en
pequeño dispuesto a todo. Tal como lo muestra el periodista brasileño Gilberto
Dimenstein en su libro, Meninas da Noite (Dimenstein, 1992), en el que se denuncia la
situación de las niñas y las adolescentes prostitutas en los garimpos (minas de oro de la
Amazonia) y en los suburbios miserables de las grandes ciudades del Brasil; en cuyas
páginas centrales se muestran fotos de algunas de las chicas entrevistadas quienes ante
la presencia del fotógrafo posaban mostrando sus atributos eróticos. Yuxtaposición fatal
(Narodowski, 1999), capaz de hacer desvanecer los más altruistas sueños de redención
y emancipación de esos cuerpos sonrientes, provocativos, definitivamente ambiguos,
infantiles y adultos a la vez; con la mirada inocente que sabemos construir en los niños
y, en el mismo momento, con la sensualidad mercantilizada en liquidación. Podemos
decir entonces que está claro que la pedagogía o la psicología educacional o la psicología
está dejando de analizar a la infancia desrealizada a partir de sus clásicas categorías.
De esta manera, esta despedagogización se convierte en una forma sutil, pero efectiva
de judicialización del cuerpo infantil y juvenil: para entender a estos niños y a estos
jóvenes ya no debemos recurrir a tratados de pedagogía, sino a tratados de derecho
penal o, a lo sumo, a tratados de psiquiatría legal. Su lugar ya no es la escuela, sino el
instituto correccional e, incluso, la cárcel. La inviabilidad de ese cuerpo infantil
condenado a esquivar su destino de ser protegido encontró, por desgracia, su lugar.
Para esta infancia desrealizada también creamos instituciones.

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