Con El Corazon en Ascuas - Henri J. M. Nouwen

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El ya consagrado autor espiritual

contemporáneo HENRI J. M.
NOUWEN nos ofrece una profunda y
hermosa reflexión sobre el
significado de la Eucaristía para
nosotros y nuestras comunidades.
Mientras que las fuentes originales
relatan una dimensión de la
experiencia cristiana, Nouwen
descubre que el conocimiento
derivado de reflexiones posteriores
ya no basta en un mundo como el
nuestro, que cambia tan
rápidamente. Lo que necesitamos
es establecer la conexión entre
celebrar la Eucaristía y vivir una
«vida eucarística».
Con el corazón en ascuas trata de
conseguir una comprensión más
amplia de la Eucaristía a través de
la historia de los discípulos que iban
a Emaús desde Jerusalén tras la
crucifixión (Lc 24,13-35). No sabían
que viajaban con Cristo resucitado
hasta que lo reconocieron en la
fracción del pan. Maravillados, se
dijeron unos a otros: «¿No ardían
nuestros corazones mientras nos
hablaba…?» Esta historia refleja el
orden de la celebración eucarística:
acudir juntos con nuestros
quebrantos ante Dios, escuchar la
Palabra, profesar nuestra fe, ofrecer
el alimento e ir a renovar la faz de la
Tierra como Jesús les ordenó.
Henri J. M. Nouwen nos muestra
cómo el acontecimiento de la
Eucaristía es intensamente humano
y revela lo más profundo de la
experiencia humana: la pérdida y la
tristeza, la atención y la invitación, la
intimidad y el compromiso.
Henri J. M. Nouwen
Con el corazón en
ascuas
Meditación sobre la vida
eucarística

ePUB v1.2
jlmarte 12.08.12
Título original: With Burning Hearts. A
Meditation on the Eucharistic Life
Henry J. M. Nouwen, 1994.
Traducción: Mariano Sacristán Martín

Editor original: jlmarte (v1.0 a v1.2)


Corrección de erratas: Momo
ePub base v2.0
Para Michael Harank y para todos
cuantos viven
y trabajan en la Bethany House of
Hospitality,
un hogar de la «Catholic Worker»
en Oakland,
California, para personas sin hogar
enfermas de sida.
Agradecimientos
Este libro fue escrito en Chobham,
Inglaterra, y en Sacramento, California.
Bart y Patricia Gavigan me ofrecieron
su preciosa casa de campo, próxima al
centro de conferencias de Brookplace, y
Frank Hamilton me permitió usar su
acogedora casa en la Base de las
Fuerzas Aéreas en Beale. Les estoy
profundamente agradecido, no sólo por
comprender mi necesidad de un lugar
tranquilo, sino también, y sobre todo,
por su amistad y su apoyo.
Mi agradecimiento especial a Kathy
Christie y Conrad Wieczorek por su
competente ayuda en la realización
material de esta obra; a Sue Mosteller y
Douglas Wiebe por sus acertados
comentarios sobre el primer borrador; y
a mi editor, Robert Ellsberg, por su
apoyo personal, sus muchas e
interesantes sugerencias y su entusiasmo,
que me ayudaron a llevar a término este
pequeño libro.
Lo he escrito, simplemente, porque
quería hacerlo. Aunque nadie me lo
había pedido, sentía desde hacía mucho
tiempo la necesidad de trasladar al
papel pensamientos y sentimientos sobre
la Eucaristía y la vida eucarística que
bullían en mi mente y en mi corazón. Al
ir dando a conocer tales pensamientos y
sentimientos en charlas y conferencias,
sentí el creciente deseo de plasmarlos
por escrito para ofrecérselos a todos
cuantos buscan una espiritualidad
arraigada en la Eucaristía.
Espero que quienes lean estas
páginas encuentren en ellas un nuevo
refrigerio en su camino hacia Dios.
Introducción
Todos los días celebro la Eucaristía.
Unas veces en mi parroquia, ante cientos
de personas; otras en la capilla del
Amanecer, con los miembros de mi
comunidad; ocasionalmente, en una
habitación de hotel con unos cuantos
amigos; y otras veces en el salón de la
casa de mi padre, solos él y yo. Muy
pocos días pasan sin que yo diga:
«Señor, ten piedad»; sin mis lecturas
diarias y las correspondientes
reflexiones; sin pronunciar la profesión
de fe; sin compartir el cuerpo y la sangre
de Cristo; sin una oración para que el
día sea fructífero y propicio…
Sin embargo, no dejo de
preguntarme: ¿Sé lo que estoy haciendo?
¿Saben en qué están participando los
que se encuentran conmigo alrededor de
la mesa? ¿Sucede realmente algo que
influya en nuestra vida diaria, aunque
nos resulte tan familiar? ¿Y qué decir de
los que no están allí con nosotros?
¿Saben lo que es la Eucaristía, la desean
o, al menos, piensan alguna vez en ella?
¿Qué relación guarda esta celebración
diaria con la vida cotidiana de los
hombres y mujeres normales y
corrientes, estén presentes o no? ¿Es
algo más que una hermosa ceremonia, un
rito consolador o una cómoda rutina? Y,
finalmente, ¿proporciona la Eucaristía
esa vida que tiene el poder de vencer a
la muerte?
Todas estas preguntas son muy reales
para mí, y siento una constante
necesidad de responderlas. Y
naturalmente que lo he hecho, aunque las
respuestas no parecen tener demasiada
consistencia en este mundo en constante
cambio. La Eucaristía da sentido a mi
existencia en el mundo; pero, a medida
que el mundo cambia, ¿sigue la
Eucaristía dándole sentido? He leído
sobre la Eucaristía muchos libros
escritos hace diez, veinte, treinta y hasta
cuarenta años. Y, aunque todos ellos
contienen ideas muy profundas, ya no me
ayudan a experimentar la Eucaristía
como el centro de mi vida. Las
preguntas de siempre vuelven una y otra
vez: ¿cómo puede ser eucarística toda
mi vida y cómo puede la celebración
diaria de la Eucaristía ayudarme a
conseguirlo? Tengo que dar con mi
propia respuesta, sin la cual la
Eucaristía puede no ser más que una
bella tradición.
Estas páginas intentan hablarme a mí
mismo y a mis amigos de la Eucaristía y
urdir una red de conexiones entre la
celebración diaria de la Eucaristía y
nuestra experiencia diaria como seres
humanos. Comenzamos cada celebración
con el corazón contrito y rezando el
Kyrie Eleison. Escuchamos la Palabra
—las lecturas bíblicas y la homilía—,
profesamos nuestra fe, ofrecemos a Dios
los frutos de la tierra y del trabajo de
los hombres y recibimos de Dios el
cuerpo y la sangre de Jesús, y finalmente
somos enviados al mundo con la tarea
de renovar la faz de la tierra. El
acontecimiento eucarístico revela las
más profundas experiencias humanas,
como la tristeza, la atención a los
demás, la invitación, la intimidad y el
compromiso. Resume la vida que
estamos llamados a vivir en el Nombre
de Dios. Sólo cuando reconocemos la
riquísima red de conexiones entre la
Eucaristía y nuestra vida en el mundo,
puede aquélla ser «mundana», y nuestra
vida «eucarística».
Como base de mis reflexiones sobre
la Eucaristía y la vida eucarística
utilizaré la historia de los dos discípulos
que iban camino de Emaús y regresaron
a Jerusalén. Al ser una historia que
habla de pérdida, de presencia, de
invitación, de comunión y de misión,
contiene los cinco principales aspectos
de la celebración eucarística.
Los cinco aspectos mencionados
constituyen en su conjunto una dinámica:
la que consiste en pasar del
resentimiento a la gratitud, es decir, de
un corazón endurecido a un corazón
agradecido. Mientras que la Eucaristía
expresa esta dinámica espiritual de un
modo muy sucinto, la vida eucarística
nos invita a experimentarla y afirmarla
en cada instante de nuestra existencia
diaria. En estas páginas espero
desarrollar los cinco pasos que van del
resentimiento a la gratitud, de tal manera
que quede claro que lo que celebramos y
lo que estamos llamados a vivir son, en
esencia, una misma cosa.
El camino de Emaús
AQUEL mismo día, iban dos de ellos a
un pueblo llamado Emaús, que distaba
unos once kilómetros de Jerusalén, y
conversaban entre sí sobre todo lo que
había pasado. Mientras ellos
conversaban y discutían, Jesús los
alcanzó y se puso a caminar con ellos.
Pero estaban incapacitados para
reconocerlo. Jesús les preguntó: «¿De
qué vais conversando por el camino?»
Ellos se detuvieron con semblante
afligido, y uno de ellos, llamado
Cleofás, le dijo: «¿Eres tú el único
forastero en Jerusalén que no se ha
enterado de lo acaecido allí estos
días?» Él les preguntó: «¿De qué?» Y
le contestaron: «De lo de Jesús
Nazareno, que era un profeta poderoso
en obras y palabras ante Dios y ante
todo el pueblo; de cómo los sumos
sacerdotes y nuestros jefes lo
entregaron para que lo condenaran a
muerte, y de cómo lo crucificaron. ¡Y
nosotros que esperábamos que iba a
ser él el liberador de Israel…! Pero,
encima, hoy es el tercer día desde que
sucedió. Es verdad que unas mujeres de
nuestro grupo nos han alarmado,
porque, yendo de madrugada al
sepulcro, y al no encontrar su cadáver,
volvieron diciendo que habían tenido
una visión de ángeles que les habían
dicho que él estaba vivo. También
algunos de los nuestros fueron al
sepulcro y lo encontraron como habían
contado las mujeres; pero a él no lo
vieron».
Entonces Jesús les dijo: «¡Qué
necios y torpes para creer lo que
anunciaron los profetas! ¿No tenía el
Mesías que padecer todo eso para
entrar en su gloria?» Y comenzando
por Moisés y siguiendo por todos los
profetas, les explicó todo lo que se
refería a él en la Escritura.
Cerca ya de la aldea adonde se
dirigían, él hizo ademán de seguir
adelante; pero ellos le insistieron
diciendo: «Quédate con nosotros, que
se hace tarde y el día va ya de caída».
Y él entró para quedarse.
Y mientras estaba a la mesa con
ellos, tomó el pan, pronunció la
bendición, lo partió y se lo dio.
Entonces se les abrieron los ojos y lo
reconocieron. Pero él desapareció de
su vista. Y ellos comentaron: «¿No
estaba nuestro corazón en ascuas
mientras nos hablaba por el camino y
nos explicaba las Escrituras…?»
Y, levantándose al momento, se
volvieron a Jerusalén, donde
encontraron reunidos a los once con
los demás compañeros, que decían:
«¡Era verdad: el Señor ha resucitado y
se ha aparecido a Simón!» Ellos, por su
parte, contaron lo que les había pasado
por el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan.

(Lucas 24,13-35)
1. Lamentar la pérdida
«Señor, ten piedad»

Dos personas caminan juntas. Por su


manera de andar, se puede ver que no
son felices: la cabeza gacha, los
hombros hundidos, el paso cansino… Ni
siquiera se miran el uno al otro. De vez
en cuando, uno de ellos dice algo, pero
sus palabras no van dirigidas a nadie y
se desvanecen en el aire como sonidos
inútiles. Aunque siguen un camino ya
trazado, no parecen tener ninguna meta.
Regresan a su hogar; pero el hogar ya no
es tal hogar. Sencillamente, no tienen
otro sitio adonde ir. El hogar se ha
convertido en vacío, desilusión,
desesperación…
Apenas pueden imaginar que sólo
unos años atrás habían conocido a
alguien que había cambiado sus vidas;
alguien que había interrumpido
radicalmente su rutina diaria y había
dado una nueva vitalidad a cada parcela
de su existencia. Ellos habían
abandonado su aldea para seguir a aquel
extraño y a sus amigos, y habían
descubierto toda una nueva realidad
oculta tras el velo de sus actividades
cotidianas; una realidad en la que el
perdón, la reconciliación y el amor ya
no eran meras palabras, sino fuerzas que
tocaban el centro mismo de su
humanidad. El extraño de Nazaret lo
había hecho todo nuevo: les había
convertido en personas para las que el
mundo ya no era una carga, sino un
desafío; ya no era un campo de minas,
sino un lugar de infinitas posibilidades.
Había traído paz y alegría a su
experiencia cotidiana. ¡Había
convertido su vida en una danza!
Pero ahora había muerto. Su cuerpo,
que irradiaba luz, había sido destrozado
por las manos de sus torturadores. Sus
miembros habían sido descoyuntados
por los instrumentos de la violencia y el
odio, sus ojos se habían convertido en
cuencas vacías, sus manos habían
perdido la fuerza, y sus pies la firmeza.
Se había convertido en un «don nadie»
de tantos. Todo había quedado en
nada… Le habían perdido; pero no sólo
a él, sino que, juntamente con él, se
habían perdido a sí mismos. La energía
que había llenado sus días y sus noches
les había abandonado por completo. Se
habían convertido en dos seres humanos
perdidos que caminaban hacia su hogar
sin tener hogar, que regresaban hacia lo
que se había transformado en un triste y
oscuro recuerdo.
En muchos aspectos, nosotros somos
como ellos. Y lo comprendemos cuando
nos atrevemos a mirar en el centro
mismo de nuestro ser y descubrimos
nuestro extravío: ¿no estamos también
nosotros perdidos?
Si hay una palabra que resuma
nuestro dolor, es la palabra «pérdida».
¡Hemos perdido tanto…! A veces parece
incluso que la vida no es más que una
interminable serie de pérdidas. Cuando
nacemos, perdemos la segura protección
del seno materno; cuando empezamos a
ir a la escuela, perdemos la tranquila
seguridad de la vida familiar; cuando
conseguimos nuestro primer trabajo,
perdemos la libertad de la juventud;
cuando contraemos el matrimonio o las
órdenes sagradas, perdemos otra serie
de posibilidades y opciones; y cuando
envejecemos, perdemos nuestra buen
aspecto, a nuestros viejos amigos y
nuestro prestigio profesional. Cuando
enfermamos o nos debilitamos,
perdemos nuestra independencia física;
y cuando morimos… ¡lo perdemos todo!
¡Y estas pérdidas forman parte de
nuestra vida ordinaria! Pero ¿quién tiene
una vida ordinaria? De hecho, las
pérdidas que se instalan profundamente
en nuestros corazones y en nuestras
mentes son la pérdida de la intimidad
por culpa de la separación; la pérdida
de la seguridad por culpa de la
violencia; la pérdida de la inocencia por
culpa del abuso; la pérdida de la
amistad por culpa de la traición; la
pérdida del amor por culpa del
abandono; la pérdida del hogar por
culpa de la guerra; la pérdida del
bienestar por culpa del hambre, el calor
o el frío; la pérdida de los hijos por
culpa de una enfermedad o un accidente;
la pérdida del país por culpa de una
revuelta política; la pérdida de la vida
por culpa de un terremoto, una
inundación, un accidente aéreo, un acto
terrorista o una enfermedad…
Quizá muchas de estas pérdidas nos
parezcan lejanas a la mayoría de
nosotros, que tal vez nos enteramos de
ellas a través de la prensa y la
televisión; pero nadie puede escapar a
las angustiosas pérdidas que forman
parte de nuestra existencia diaria: la
pérdida de nuestros sueños. Durante
mucho tiempo nos habíamos creído
personas afortunadas, apreciadas y
profundamente queridas; habíamos
aspirado a vivir una vida de
generosidad, servicio y abnegación; nos
habíamos propuesto ser compasivos,
atentos y benévolos; habíamos soñado
con ser personas conciliadoras y
pacificadoras… Pero de algún modo —
ni siquiera estamos seguros de cómo
ocurrió— perdimos estos sueños… y
resultamos ser personas preocupadas,
angustiadas, aferradas a lo poco que
teníamos e incapaces de hablar con los
demás de otra cosa que no fueran los
escándalos políticos, sociales y
eclesiales de cada día. Esta pérdida de
espíritu es muchas veces la pérdida más
difícil de reconocer y de confesar.
Pero, por encima de cualesquiera
otras pérdidas, está la pérdida de la fe:
la pérdida del convencimiento de que
nuestra vida tiene sentido. Durante un
tiempo fuimos capaces de sobrellevar
nuestras pérdidas e incluso de
afrontarlas con entereza y perseverancia,
porque las experimentábamos como
pérdidas que acabarían acercándonos a
Dios. El dolor y el sufrimiento eran
soportables porque los considerábamos
como un medio de poner a prueba
nuestra fuerza de voluntad y hacer más
profunda nuestra convicción.
Pero, a medida que envejecemos,
descubrimos que lo que nos sirvió de
apoyo durante tantos años —la oración,
el culto, los sacramentos, la vida
comunitaria y la clara conciencia de ser
guiados por el amor de Dios— ha
perdido su utilidad para nosotros. Las
ideas acariciadas durante tanto tiempo,
las mortificaciones pacientemente
practicadas y las formas
tradicionalmente reconocidas de
celebrar la vida ya no calientan nuestro
espíritu, y ya no comprendemos cómo ni
por qué nos sentíamos tan motivados.
Recordamos los tiempos en los que
Jesús era tan real para nosotros que ni
siquiera nos cuestionábamos su
presencia en nuestras vidas. Él era
nuestro más íntimo amigo, nuestro
consejero y nuestro guía; él nos
proporcionaba consuelo, valor y
confianza. Podíamos hasta sentirlo,
gustarlo y tocarlo… ¿Y ahora? Ahora ya
no pensamos demasiado en él; ya no
estamos deseosos de pasar largas horas
en su presencia; ya no experimentamos
ese sentimiento especial hacia él.
Incluso nos preguntamos si será algo
más que un personaje de un libro de
cuentos. Muchos de nuestros amigos se
ríen de él, se burlan de su nombre o,
simplemente, le ignoran. Poco a poco,
hemos llegado a la conclusión de que
también para nosotros se ha convertido
en un extraño… De algún modo, lo
hemos perdido.
No pretendo sugerir que todas estas
pérdidas nos afecten a todos y cada uno
de nosotros. Pero, a medida que
caminamos juntos y nos escuchamos
unos a otros, no tardamos en descubrir
que muchas de ellas, si no la mayoría,
forman parte del camino, el nuestro o el
de nuestros compañeros.
¿Qué hacemos con nuestras
pérdidas? (ésta es la primera pregunta
que hemos de afrontar): ¿tratamos de
ignorarlas?; ¿seguimos viviendo como si
no fueran reales?; ¿se las ocultamos a
quienes nos acompañan en el camino?;
¿tratamos de convencer a los demás o a
nosotros mismos de que nuestras
pérdidas son poca cosa en comparación
con nuestras ganancias?; ¿culpamos a
alguien de ellas?… La verdad es que
algo de eso hacemos casi siempre,
aunque tenemos otra posibilidad:
lamentarlo. Sí, debemos lamentar
nuestras pérdidas. No podemos
impedirlas por más que hagamos o
hablemos, pero sí podemos verter
lágrimas y afligirnos por ellas. Una
aflicción que consiste en permitir que
nuestras pérdidas nos arrebaten la
sensación de protección y seguridad y
nos conduzcan a la dolorosa verdad de
nuestra imperfección. La aflicción nos
hace experimentar el abismo de nuestra
propia vida, en la que nada está
establecido ni hay nada claro y evidente,
sino que todo está moviéndose y
cambiando constantemente.
Y al sentir el dolor de nuestras
pérdidas, nuestros corazones afligidos
nos hacen abrir los ojos interiores a un
mundo en el que se sufren pérdidas que
exceden con mucho nuestro reducido
mundo de la familia, los amigos y los
colegas. Es el mundo de los presos, los
refugiados, los enfermos de sida, los
niños que mueren de hambre y los
innumerables seres humanos que viven
atenazados por el miedo. Entonces el
dolor de nuestros gimoteantes corazones
nos conecta con el llanto y los gemidos
de una humanidad que sufre. Y nuestro
lamento se hace aún mayor que nosotros
mismos.
Pero en medio de todo ese dolor se
alza una voz realmente extraña,
llamativa y sorprendente. Es la voz del
que dice: «Dichosos los que lloran,
porque ellos serán consolados». Esta es
la inesperada noticia: nuestra aflicción
encierra una bendición oculta. ¡No son
objeto de bendición los que consuelan,
sino los que sufren! De algún modo, a
pesar de nuestras lágrimas, hay un
regalo escondido. De algún modo, a
pesar de nuestros lamentos, se dan los
primeros pasos de la danza. De algún
modo, el dolor que nos ocasionan
nuestras pérdidas es parte de nuestros
cantos de agradecimiento.
Llegamos a la Eucaristía con el
corazón roto por muchas pérdidas, las
nuestras y las del mundo. Como los dos
discípulos que caminaban de regreso a
su aldea, decimos: «Nosotros
esperábamos…, pero hemos perdido la
esperanza, y en su lugar han sobrevenido
la tortura y la muerte». Nuestras cabezas
ya no pueden mantenerse erguidas y
mirando al frente, sino abatidas por el
desánimo e inclinadas hacia el suelo.
Así es como se inicia el viaje. La
cuestión es si nuestras pérdidas dan
lugar en nosotros al resentimiento o al
agradecimiento. Y lo cierto es que
muchos optan por lo primero. Cuando
uno se ve sacudido por una pérdida tras
otra, es muy fácil convertirse en una
persona desilusionada, airada, amargada
y cada vez más resentida. Cuanto más
viejos nos hacemos, tanto más fuerte es
la tentación de decir: «La vida me ha
engañado; ya no hay para mí futuro ni
motivo alguno de esperanza; lo único
que me queda es defender lo poco que
tengo, para no perderlo todo…»
El resentimiento es una de las
fuerzas más destructivas que hay en la
vida. Es una fría ira que se instala en el
centro mismo de nuestro ser y endurece
nuestros corazones, pudiendo llegar a
convertirse en una forma de vida que
impregne de tal modo nuestras palabras
y nuestras obras que ya no lo
reconozcamos como tal.
Muchas veces me pregunto cómo
sería mi vida si no hubiera ningún
resentimiento en mi corazón. Estoy tan
acostumbrado a hablar de las personas
que no me gustan, a recordar cosas que
me han hecho daño y a actuar con recelo
y con temor, que ya no sé cómo sería mi
vida si no hubiera en ella nada de lo que
quejarme ni nadie a quien culpar. Mi
corazón tiene aún muchos rincones que
esconden mis resentimientos, y me
pregunto si de veras querría vivir sin
ellos. ¿Qué haría yo sin esos
resentimientos? Por otra parte, hay
muchos momentos en la vida en los que
tengo la oportunidad de alimentarlos:
antes incluso de desayunar, ya me he
visto asaltado por sentimientos de
sospecha y de envidia y por
pensamientos sobre personas a las que
prefiero evitar, y ya he hecho pequeños
planes para vivir ese día a la defensiva.
Me pregunto si hay alguien que no
albergue algún tipo de resentimientos. Y
es que el resentimiento es una reacción
tan obvia ante muchas de nuestras
pérdidas… Lo malo, no obstante, es la
presencia, en el interior mismo de la
Iglesia, de muchos resentimientos, que
constituyen uno de los aspectos más
paralizadores de la comunidad cristiana.
Sin embargo, la Eucaristía presenta
otra alternativa: la posibilidad de optar,
no por el resentimiento, sino por el
agradecimiento. Lamentar nuestras
pérdidas es el primer paso para pasar
del resentimiento al agradecimiento. Las
lágrimas producidas por nuestra
aflicción pueden ablandar nuestros
endurecidos corazones y abrirnos a la
posibilidad de dar gracias.
La palabra «Eucaristía» significa,
literalmente, «acción de gracias».
Celebrar la Eucaristía y vivir una vida
eucarística tiene muchísimo que ver con
el agradecimiento. Vivir
eucarísticamente es vivir la vida como
un don, como un regalo por el que uno
está agradecido. Pero el agradecimiento
no es la respuesta más obvia a la vida,
sobre todo cuando experimentamos ésta
como una serie de pérdidas. Sin
embargo, él gran misterio que
celebramos en la Eucaristía y que
vivimos en una vida eucarística consiste
precisamente en que, a través del dolor
por nuestras pérdidas, llegamos a
experimentar la vida como un don. La
belleza y el valor inmenso de la vida
están íntimamente relacionados con su
fragilidad y su caducidad, como
podemos experimentar cada día al tomar
una flor en nuestras manos, al
contemplar el vuelo de una mariposa o
al acariciar a un bebé: su fragilidad y su
precariedad son evidentes, y nuestro
gozo guarda relación con ambas.
Comenzamos cada una de nuestras
eucaristías suplicando la misericordia
de Dios. Probablemente, no hay en la
historia del cristianismo otra oración tan
frecuente e íntimamente repetida como
la súplica: «Señor, ten piedad», con la
que no sólo se inician las liturgias
eucarísticas de Occidente, sino que
resuena también constantemente en las
liturgias orientales. «Señor, ten piedad»,
«Kyrie Eleison», «Gospody
Pomiloe»… Es el grito del pueblo de
Dios, el clamor de todos los contritos de
corazón.
Pero sólo es posible articular este
grito cuando estamos dispuestos a
confesar que de algún modo nosotros
mismos tenemos algo que ver con
nuestras pérdidas. Pedir misericordia
significa reconocer que el culpar de
nuestras pérdidas a Dios, al mundo o a
los demás no responde plenamente a lo
que de verdad somos. Por de pronto,
estamos dispuestos a asumir la
responsabilidad incluso por el dolor que
no hemos causado nosotros
directamente; la acusación se convierte
en reconocimiento del papel que
desempeñamos en la imperfección
humana. La petición de la misericordia
de Dios brota de un corazón que sabe
que esa imperfección humana no es una
condición fatal de la que somos tristes
víctimas, sino el fruto amargo de la
decisión humana de decir «no» al amor.
Los discípulos que regresaban a Emaús
estaban tristes porque habían perdido a
aquel en quien habían puesto toda su
esperanza, pero también eran
plenamente conscientes de que eran sus
propios dirigentes quienes lo habían
crucificado. De algún modo, sabían que
su aflicción estaba relacionada con el
mal; un mal que ellos podían reconocer
en sus propios corazones.
Celebrar la Eucaristía exige de
nosotros vivir en este mundo aceptando
nuestra corresponsabilidad por el mal
que nos rodea y nos invade. Mientras
sigamos empeñados en quejarnos de los
difíciles tiempos que nos ha tocado
vivir, de las terribles situaciones que
tenemos que aguantar y del insoportable
destino que hemos de afrontar, jamás
podremos llegar a la contrición, que
sólo puede proceder de un corazón
contrito. Cuando nuestras pérdidas son
mero fruto del destino, nuestras
ganancias son mero producto de la
suerte. El destino no conduce a la
contrición, ni la suerte al
agradecimiento.
De hecho, tanto nuestros conflictos
personales como los conflictos a escala
regional, nacional o mundial son
nuestros conflictos, y sólo podemos
superarlos reivindicando nuestra
responsabilidad respecto de ellos y
optando por una vida de perdón, de paz
y de amor.
El Kyrie Eleison —«Señor, ten
piedad»— debe brotar de un corazón
contrito. En contraste con un corazón
endurecido, un corazón contrito es un
corazón que no acusa, sino que reconoce
su propia parte de culpa en el pecado
del mundo y que, por eso mismo, está
preparado para recibir la misericordia
de Dios.
Recuerdo que, en el transcurso de un
programa religioso de la televisión
holandesa, el locutor, mientras vertía
agua sobre una porción de tierra seca y
árida, decía: «Fijaos cómo la tierra no
puede recibir el agua y cómo no puede
germinar semilla alguna». Luego, tras
desmenuzar la tierra con sus manos y
volver a verter agua sobre ella, dijo:
«Sólo la tierra roturada puede recibir el
agua y hacer germinar la semilla y dar
fruto».
Cuando vi aquello, comprendí lo que
significaba comenzar la Eucaristía con
un corazón contrito, con un corazón roto
y permeable al agua de la gracia de
Dios.
Pero ¿cómo es posible comenzar una
celebración de acción de gracias con un
corazón roto?; ¿acaso no nos paraliza el
reconocimiento de nuestra condición
pecadora y la conciencia de nuestra
corresponsabilidad en el mal del
mundo?; ¿no debilita demasiado el
confesar sinceramente los propios
pecados? Por supuesto que sí. Pero no
es posible afrontar pecado alguno sin
algún conocimiento de la gracia. No
podemos lamentar ninguna pérdida sin
una cierta intuición de que vamos a
encontrar nueva vida.
Cuando los discípulos que
regresaban a Emaús contaron al
desconocido la historia de su inmensa
pérdida, también le refirieron la extraña
historia de las mujeres que habían
encontrado la tumba vacía y habían visto
a unos ángeles. Pero estaban escépticos
y llenos de dudas: ¿no le habían
crucificado unos días antes?; ¿no había
llegado todo al final?; ¿no había
acabado triunfando el mal?… ¿A qué
venían entonces aquellas mujeres con el
cuento de que estaba vivo?; ¿quién
podía tomarse en serio semejante cosa?
… Pero de nuevo tuvieron que decir:
«Algunos de los nuestros fueron al
sepulcro y lo encontraron como habían
contado las mujeres; pero a él no lo
vieron».
Así es como solemos acercarnos a la
Eucaristía: con una extraña mezcla de
desesperación y de esperanza. Al
fijarnos en nuestra propia vida y en la de
quienes nos rodean, una parte de
nosotros desearía decir:
«Olvidémoslo».
Se acabó. Por supuesto que
anhelamos un mundo mejor, ansiamos
una nueva comunidad de amor y
soñamos con un tiempo en el que todos
pudiéramos vivir en paz y armonía…
Pero hemos de admitir la verdad: ahora
sabemos que todo eso no es más que una
ilusión. Nuestra incapacidad para
cambiar de carácter y de costumbres,
nuestras envidias y resentimientos,
nuestros accesos de ira y de venganza,
nuestra violencia incontrolable, las
infinitas muestras de crueldad humana,
los crímenes, la tortura, las guerras, la
explotación…: todo eso nos ha hecho
ver la amarga verdad de que nuestra
ingenua y fresca esperanza ha sido
crucificada».
Y, sin embargo, las otras historias
están y seguirán estando ahí: historias de
personas que lo vieron de diferente
manera; historias de gestos de perdón y
reconciliación; historias de bondad,
belleza y verdad… Y cuando entramos
de veras en lo más hondo de nuestro
corazón, constatamos que, por debajo de
nuestro escepticismo y nuestro cinismo,
hay un ansia de amor, de unidad y de
comunión que no desaparece a pesar de
los innumerables argumentos para
desecharla como una reminiscencia
sentimental de la infancia.
«Señor, ten piedad; Señor, ten
piedad; Señor ten piedad»…: he ahí la
oración que no deja de brotar de lo más
profundo de nuestro ser y atravesar el
muro de nuestro cinismo. Sí, somos
pecadores, y pecadores sin remedio;
todo está perdido, y ya no queda nada de
nuestros sueños y nuestras esperanzas.
Sin embargo, se oye una voz: «¡Mi
gracia te basta!»; y de nuevo clamamos
por la curación de nuestros cínicos
corazones y nos atrevemos a creer que,
en medio de nuestros lamentos, podemos
verdaderamente encontrar un don por el
que estar agradecidos.
Pero para hacer este descubrimiento
necesitamos un compañero muy
especial…
2. Discernir la
Presencia
«¡Es Palabra de Dios!»

MIENTRAS los dos viajeros caminan


hacia su casa lamentando lo que han
perdido, Jesús se acerca y se pone a
caminar junto a ellos; pero sus ojos son
incapaces de reconocerlo. De pronto, ya
no hay dos, sino tres personas
caminando, y todo resulta diferente. Los
dos amigos ya no miran al suelo, sino a
los ojos del extraño que se les ha unido
y les pregunta: «¿De qué vais
conversando por el camino?» La
sorpresa y hasta la irritación son
inevitables: «¿Eres tú el único forastero
en Jerusalén que no se ha enterado de lo
acaecido allí estos días?» A lo cual
sigue el relato de una pérdida, la
historia de la desconcertante noticia
sobre una tumba vacía. Al menos hay
alguien que escucha, alguien deseoso de
oír sus palabras de desilusión, de
tristeza y de absoluto desconcierto.
Nada parece tener sentido; pero es
mejor contárselo a un extraño que
repetirse uno a otro los hechos por
ambos conocidos.
Entonces ocurre algo nuevo: el
desconocido empieza a hablar, y sus
palabras piden una especial atención. Él
les ha escuchado a ellos; ahora son ellos
los que le escuchan a él, cuyas palabras
son sumamente claras y directas. Habla
de cosas que ellos ya conocen, de su
largo pasado y de todo lo acaecido
durante siglos antes de que ellos
nacieran: la historia de Moisés, que
condujo a su pueblo a la libertad, y la
historia de los profetas, que conminaron
a su pueblo a no perder una libertad tan
ardua y costosamente obtenida. Era una
historia absolutamente conocida, pero
que les sonaba como si la escucharan
por primera vez.
La diferencia estriba en el narrador:
un desconocido que surge de Dios sabe
dónde y que, sin embargo, relata la
archisabida historia con una convicción
y una autoridad inusitadas. La pérdida,
el dolor, la culpa, el miedo, las fugaces
esperanzas y las muchas preguntas sin
respuesta que porfiaban por ganarse la
atención de sus desasosegadas
mentes…: todo eso ha sido recogido por
aquel desconocido e insertado en el
contexto de una historia mucho más
amplia que la de ellos. Lo que parecía
tan confuso ha empezado a ofrecer
nuevos horizontes; lo que parecía tan
opresivo ha empezado a ser liberador;
lo que parecía tan extremadamente triste
ha empezado a adoptar un carácter
gozoso. A medida que él les habla, ellos
van comprendiendo que sus pequeñas
vidas no son tan pequeñas como habían
creído, sino que forman parte de un gran
misterio que no sólo incluye a las
innumerables generaciones pasadas,
sino que trasciende los límites del
tiempo y se extiende a la eternidad.
El desconocido no ha dicho que no
hubiera razón para estar tristes, sino que
su tristeza formaba parte de una tristeza
mayor, en la que se ocultaba la alegría.
El desconocido no ha dicho que la
muerte que ellos lamentaban no fuera
real, sino que era una muerte que daba
paso a una mayor vida, a una vida
verdadera. El desconocido no ha dicho
que no hubieran perdido a un amigo que
les había dado un nuevo coraje y una
nueva esperanza, sino que esta pérdida
iba a hacer posible una relación muy
superior a la de cualquier amistad de la
que jamás hubieran gozado. El
desconocido nunca ha negado lo que
ellos le habían contado; al contrario, lo
ha afirmado como parte de un
acontecimiento mucho más amplio en el
que se les ha permitido interpretar un
papel único.
Aun así, no se ha tratado de una
conversación tranquilizadora. El
desconocido se ha mostrado enérgico,
directo y nada sentimental. No ha tratado
de ofrecer un consuelo fácil. Incluso
parecía tratar de reforzar sus lamentos
con una verdad que quizá ellos hubieran
preferido no conocer. A fin de cuentas,
lamentarse continuamente es más fácil
que afrontar la realidad. Pero al
desconocido no parecía preocuparle en
lo más mínimo el echar abajo sus
defensas e invitarles a superar su
estrechez de mente y de corazón.
«¡Qué necios y torpes para
creer…!», les dijo. Y estas palabras les
debieron de llegar al alma a los dos
discípulos. «Necio» es una palabra
dura, una palabra que nos ofende y nos
hace ponernos a la defensiva; pero es
también una palabra capaz de atravesar
nuestra coraza de miedo y timidez y
hacernos comprender de un modo
totalmente distinto lo que es ser humano.
Es una llamada a despertar, a quitarnos
la venda de los ojos, a derribar nuestros
inútiles dispositivos protectores.
«Necios, ¿es que no veis, no oís, no
sabéis…? Habéis estado contemplando
un pequeño arbusto sin daros cuenta de
que estabais en lo alto de una montaña
que os ofrecía una visión panorámica
del mundo. Habéis estado fijándoos en
un obstáculo sin considerar que había
sido puesto ahí para enseñaros el
camino correcto. Habéis estado
lamentando vuestra pérdida sin daros
cuenta de que ésta no tenía más sentido
que el de disponeros a recibir el regalo
de la vida.
El desconocido tuvo que llamarles
«necios» para hacerles ver. ¿Y de qué se
trataba? De confiar. Ellos no confiaban
en que su experiencia fuera algo más que
la experiencia de una pérdida
irremediable. No confiaban en que
pudieran hacer algo más que regresar a
casa y reiniciar de nuevo su antigua
forma de vida. «¡Qué necios y torpes
para creer…!» Torpes para creer; torpes
para confiar en que las cosas son algo
más que su apariencia; torpes para
elevarse por encima de sus
interminables quejas y descubrir la
amplísima gama de nuevas
posibilidades; torpes para ir más allá
del dolor del momento y verlo como
parte de un proceso de curación mucho
más amplio.
Esta torpeza no es una torpeza
inocua, porque puede atraparnos en
nuestras inútiles lamentaciones y en
nuestra estrechez de mente. Es la torpeza
que puede impedirnos descubrir el
«paisaje» en que vivimos. En este
sentido, podemos perfectamente llegar
al final de nuestras vidas sin ni siquiera
saber quiénes somos ni lo que estamos
llamados a ser. La vida es breve, y no
podemos esperar que lo poco que
vemos, oímos y experimentamos nos
revele la totalidad de nuestra existencia.
Somos demasiado cortos de vista y
duros de oído para ello. Alguien tiene
que abrir nuestros ojos y nuestros oídos
y ayudarnos a descubrir lo que está más
allá de nuestra percepción. ¡Alguien
tiene que hacer arder nuestro corazón!
Jesús se une a nosotros, mientras
caminamos llenos de tristeza, y nos
explica las Escrituras. Pero no sabemos
que es Jesús. Pensamos que es un
extraño que sabe menos aún que
nosotros sobre lo que ocurre en nuestras
vidas. Y, sin embargo, algo sabemos,
algo sentimos, algo intuimos…: que
nuestros corazones empiezan a arder. En
el momento mismo en que él está con
nosotros, no entendemos del todo lo que
está ocurriendo ni podemos hablar de
ello entre nosotros. Más tarde, mucho
más tarde, cuando todo ha terminado,
quizá podamos decir: «¿No estaba
nuestro corazón en ascuas mientras nos
hablaba por el camino y nos explicaba
las Escrituras?» Pero cuando él camina
con nosotros, todo resulta demasiado
íntimo como para que podamos
reflexionar.
Es con esta misteriosa presencia con
la que quiere ponernos en contacto el
«servicio de la Palabra» durante cada
Eucaristía, y es esta misma presencia
misteriosa la que se nos revela
constantemente cuando vivimos nuestra
vida eucarísticamente. Las lecturas del
Antiguo y del Nuevo Testamento y la
consiguiente homilía están destinadas a
hacernos discernir su presencia mientras
nos acompaña en nuestra tristeza. Cada
día hay diferentes lecturas; cada día hay
una palabra diferente de explicación o
de exhortación; cada día nos acompañan
unas palabras. No podemos vivir sin las
palabras que vienen de Dios, palabras
que nos arrancan de nuestra tristeza y
nos elevan a un lugar desde el que
podemos descubrir que estamos
verdaderamente vivos.
Conviene saber que, aunque estas
palabras, leídas o habladas, son para
informarnos, instruimos o inspiramos, su
primera finalidad es hacemos presente a
Jesús. A lo largo del camino, Jesús nos
explica aquellos pasajes que tratan de
él. Tanto si leemos el libro del Éxodo
como si leemos los Salmos, los Profetas
o los Evangelios, todos ellos no tienen
más finalidad que hacer arder nuestros
corazones. La presencia eucarística es,
ante todo, una presencia a través de la
palabra. Sin esta presencia no podremos
reconocer la presencia de Jesús en la
fracción del pan.
Vivimos en un mundo en el que las
palabras apenas tienen valor. Las
palabras nos inundan: anuncios, vallas
publicitarias y señales de tráfico,
octavillas, folletos, libros, pizarras,
proyectores, mapas, pantallas,
noticiarios… Las palabras se mueven,
fluyen, van de aquí para allá, se hacen
más grandes, más brillantes, más
gruesas… Se nos presentan en todos los
tamaños y colores…, pero al final
decimos: «Bueno, no son más que
palabras…» Han crecido en número,
pero han decrecido en valor; un valor
que parece ser, ante todo, informativo:
las palabras nos informan; necesitamos
palabras para saber qué hacer y cómo
hacerlo, adonde ir y cómo llegar.
No es de extrañar, por tanto, que las
palabras de la Eucaristía las
escuchemos fundamentalmente como
palabras que nos informan, que nos
cuentan una historia, nos instruyen, nos
advierten… Y como la mayoría de
nosotros las hemos oído antes, esas
palabras rara vez nos impresionan. A
menudo les prestamos muy poca
atención, porque se han convertido en
algo demasiado conocido. No
esperamos que nos sorprendan o nos
afecten, y las escuchamos como si se
tratara de «la misma vieja historia» de
siempre, ya se trate de una lectura o de
una homilía.
Lo malo es que la palabra pierde
entonces su carácter sacramental. La
Palabra de Dios es sacramental; lo cual
significa que es sagrada y que, como tal,
hace presente lo que expresa. Mientras
Jesús hablaba por el camino a los
abatidos viajeros y les explicaba las
palabras que en las Escrituras se
referían a él, ellos sintieron cómo sus
corazones comenzaban a arder, es decir,
experimentaron su presencia. Al hablar
sobre sí mismo, se hizo presente a ellos.
Con sus palabras logró mucho más que
hacerles pensar en él, instruirlos acerca
de él o inspirarles con su recuerdo. A
través de sus palabras se les hizo
realmente presente. Esto es lo que
queremos decir al hablar del carácter
sacramental de la palabra. La palabra
crea lo que expresa. Y la Palabra de
Dios es siempre sacramental. En el libro
del Génesis se nos dice que Dios creó el
mundo, pero en la Carta a los Hebreos
el término empleado para «hablar» y
«crear» es el mismo. Traducido
literalmente, dice: «Dios habló la luz, y
la luz existió». Para Dios, hablar es
crear. Cuando decimos que la Palabra
de Dios es sagrada, queremos decir que
está llena de su presencia. En el camino
de Emaús, Jesús se hizo presente a
través de su palabra, y fue esa presencia
la que transformó la tristeza en alegría, y
el llanto en danza. Y eso mismo sucede
en cada Eucaristía. La palabra leída y
hablada pretende llevarnos a la
presencia de Dios y transformar nuestras
mentes y nuestros corazones. Muchas
veces pensamos en la palabra como una
exhortación a salir de nosotros y a
cambiar nuestras vidas. Pero todo el
poder de la palabra radica, no en cómo
la apliquemos a nuestras vidas después
de haberla oído, sino en su capacidad de
transformación, que realiza su obra
divina mientras escuchamos.
Los Evangelios están llenos de
ejemplos de la presencia de Dios en el
mundo. Personalmente, a mí siempre me
ha emocionado la historia de Jesús en la
sinagoga de Nazaret, donde leyó el
siguiente texto de Isaías:

El Espíritu del Señor está sobre


mí, porque me ha ungido.

Me ha enviado a anunciar a los


pobres la Buena Nueva, a
proclamar la liberación a los
cautivos y la vista a los ciegos,
a dar la libertad a los
oprimidos, y proclamar un año
de gracia del Señor.
(Lucas 4,18-19)

Después de leer estas palabras,


Jesús dijo: «Esta Escritura que acabáis
de oír se ha cumplido hoy». De pronto,
queda perfectamente claro que los
pobres, los cautivos, los ciegos, y los
oprimidos no son seres que anden por
ahí, fuera de la sinagoga, y que algún día
habrán de ser liberados, sino que son las
personas que están escuchando en ese
momento. Y es en esa escucha donde
Dios se hace presente y sana.
La Palabra de Dios no es una
palabra que debamos aplicar a nuestra
vida diaria algún lejano día; es una
palabra que nos sana en y a través de
nuestra escucha, aquí y ahora.
Lo que hemos de preguntarnos, por
lo tanto, es: ¿Cómo viene Dios a mí
mientras escucho la palabra? ¿Cómo
puedo discernir que la mano sanadora
de Dios llega a mí a través de la
palabra? ¿Cómo se transforman en este
preciso momento mi tristeza, mi
aflicción y mi llanto? ¿Siento cómo el
fuego del amor de Dios purifica mi
corazón y me da nueva vida? Estas
preguntas me llevan al sacramento de la
palabra, el lugar sagrado de la presencia
real de Dios.
A primera vista, puede que esto
suene bastante novedoso para quien que
vive en una sociedad en la que el
principal valor de la palabra es su
«aplicabilidad». Pero la mayoría de
nosotros ya sabemos, generalmente de
manera inconsciente, del poder curativo
y el poder destructor de la palabra
hablada. Cuando alguien me dice: «Te
quiero» o «te odio», no sólo recibo una
información útil. Esas palabras hacen
algo en mí. Hacen que mi sangre se
altere, que mi corazón lata más deprisa,
que mi respiración se acelere… Me
hacen sentir y pensar de manera
diferente. Me elevan a una nueva forma
de ser y me dan un nuevo conocimiento
de mí mismo. Estas palabras tienen el
poder de sanarme o de destruirme.
Cuando Jesús se une a nosotros en el
camino y nos explica las Escrituras,
debemos escucharle con todo nuestro
ser, confiando en que la palabra que nos
creó también habrá de sanarnos. Dios
desea hacérsenos presente y, de ese
modo, transformar radicalmente nuestros
medrosos corazones.
El carácter sacramental de la
palabra hace a Dios presente, no sólo
como una presencia personal e íntima,
sino también como una presencia que
nos asigna un lugar en la gran historia de
la salvación. El Dios que se hace
presente no es sólo el Dios de nuestro
corazón, sino también el Dios de
Abraham y Sara, de Isaac y de Rebeca,
dé Jacob y de Lía; el Dios de Isaías y de
Jeremías; el Dios de David y de
Salomón; el Dios de Pedro y de Pablo,
de Francisco de Asís y de Dorothy
Day…: el Dios cuyo amor, que abarca el
mundo entero, se nos revela en Jesús,
nuestro compañero de viaje.
La palabra de la Eucaristía nos
convierte en parte de la gran historia de
nuestra salvación. Nuestras pequeñas
historias son integradas en la gran
historia de Dios, en la que se les asigna
un lugar único. La palabra nos eleva por
encima de nuestra mediocridad y nos
hace ver que nuestra «vulgar» vida
diaria es, de hecho, una vida sagrada
que desempeña un papel esencial en el
cumplimiento de las promesas de Dios.
La palabra escrita y hablada de la
Eucaristía nos permite decir con María:
«Él ha mirado la humillación de su
sierva. Por eso, desde ahora todas las
generaciones me llamarán
bienaventurada, porque el
Todopoderoso ha hecho obras grandes
por mí… acordándose de su
misericordia, según lo que había
prometido a nuestros padres, a Abraham
y a su descendencia, para siempre».
Ahora vemos que la Eucaristía, tal
como la celebramos en la sagrada
liturgia, nos llama a una vida
eucarística, a una vida en la que seamos
continuamente conscientes de nuestro
papel en la historia sagrada de la
presencia redentora de Dios a través de
todas las generaciones. La gran tentación
que nos acecha consiste en negar nuestro
papel de pueblo elegido, permitiendo
quedar atrapados en las preocupaciones
de la vida diaria. Sin la palabra, que no
deja de elevarnos a la categoría de
personas escogidas por Dios, nos
quedamos o nos convertimos en
pequeñas y pobres personas atrapadas
en la miserable y dolorosa lucha diaria
por sobrevivir. Sin la palabra que hace
arder nuestros corazones, no podemos
hacer mucho más que regresar a casa,
resignados ante el triste hecho de que no
hay nada nuevo bajo el sol. Sin la
palabra, nuestra vida apenas tiene
sentido, vitalidad ni energía. Sin la
palabra no pasamos de ser personas
insignificantes con inquietudes
insignificantes, que viven una vida
insignificante y mueren una muerte no
menos insignificante. Sin la palabra, tal
vez lleguemos a ser objeto de interés
periodístico por un par de días, pero no
habrá generaciones que nos llamen
bienaventurados. Sin la palabra,
nuestros esporádicos dolores y tristezas
pueden extinguir el Espíritu dentro de
nosotros y hacernos víctimas de la
amargura y del resentimiento.
Necesitamos la palabra hablada y
explicada por el que se une a nosotros
en el camino y nos hace conocer su
presencia, una presencia discernida ante
todo en nuestros corazones en ascuas. Es
esta presencia la que nos da el valor
necesario para liberarnos de nuestra
dureza de corazón y ser agradecidos. Y
como personas agradecidas, podremos
invitar a la intimidad de nuestro hogar a
aquel que ha hecho arder nuestros
corazones.
3. Invitar al
Desconocido
«Yo creo»

A medida que escuchan al desconocido,


algo cambia en los dos tristes viajeros.
No sólo sienten que una nueva esperanza
y una nueva alegría invaden lo más
profundo de su ser, sino que su caminar
se ha hecho menos vacilante. El
desconocido ha dado un nuevo sentido a
su marcha. «Ir a casa» ya no significa
regresar al único lugar posible. La casa
se ha convertido en algo más que un
refugio necesario, en algo más que un
lugar en el que quedarse mientras no
sepan qué otra cosa pueden hacer. El
desconocido ha dado a su viaje un nuevo
significado. Su casa vacía se ha
convertido en lugar de acogida, en lugar
donde recibir invitados, en lugar donde
proseguir la conversación que tan
inesperadamente habían iniciado.
Cuando no haces más que sentir lo
que has perdido, entonces todo a tu
alrededor habla de ello. Los árboles, las
flores, las nubes, las colinas y los
valles…: todo refleja tu tristeza; todo
llora contigo. Cuando tu amigo más
querido ha muerto, toda la naturaleza
habla de él. El viento susurra su nombre;
las ramas, cargadas de hojas, lloran por
él; y las dalias y los rododendros
ofrecen sus pétalos para cubrir su
cuerpo. Pero cuando caminas con
alguien a tu lado, abriendo tu corazón a
la misteriosa verdad de que la muerte de
tu amigo no ha sido sólo un final, sino
también un nuevo comienzo; ni sólo una
cruel broma del destino, sino el camino
que hay que recorrer necesariamente
para acceder a la libertad; ni sólo una
horrenda y maldita destrucción, sino un
sufrimiento que conduce a la gloria…,
entonces puedes discernir, poco a poco,
una nueva canción que resuena en toda
la creación, y el ir a casa responde al
más profundo deseo de tu corazón.
De todas las palabras que dijo el
desconocido, hay una que permanece en
la mente de los viajeros: «Gloria».
«¿No tenía el Mesías», había dicho el
desconocido, «que padecer todo eso
para entrar en su gloria?» Sus corazones
y sus mentes estaban todavía ocupados
por las imágenes de muerte y
destrucción. Y de pronto suena la
palabra «Gloria», que no parecía
encajar con todo lo ocurrido y que, sin
embargo, pronunciada por el
desconocido, hizo arder sus corazones y
les permitió contemplar lo que hasta
entonces no habían sido capaces de
percibir. Era como si únicamente
hubieran visto el abono que cubre la
tierra, pero no los frutos en los árboles
que habían brotado de ella. Gloria, luz,
esplendor, belleza, verdad…: ¡qué irreal
e inalcanzable parecía todo eso…! Pero
ahora había nuevos sonidos en el aire y
nuevos colores en los campos. Ir a casa
se había convertido en algo bueno. El
hogar nos llama. El hogar es donde está
la mesa alrededor de la cual nos
sentamos para comer y beber con los
amigos.
¿Y el desconocido? ¿No se ha
convertido en un amigo? Ha hecho arder
nuestros corazones y ha abierto nuestros
ojos y nuestros oídos. Es nuestro
compañero de viaje. La casa se ha
convertido en un buen lugar para que
venga el amigo. Por eso le dicen:
«Quédate con nosotros, que se hace
tarde y el día va ya de caída…» Él no ha
pedido ser invitado; él no ha pedido un
lugar donde quedarse. De hecho, actúa
como si quisiera proseguir su viaje.
Pero ellos insisten en que entre en la
casa; incluso le presionan para que se
quede con ellos. Y él acepta. Entra en la
casa y se queda con ellos.
Tal vez no estamos acostumbrados a
pensar en la Eucaristía como una
invitación a Jesús para que se quede con
nosotros. Tendemos más bien a pensar
que es Jesús quien nos invita a su casa, a
sentarnos a su mesa, a compartir su
comida. Pero Jesús quiere ser invitado.
De lo contrario, seguirá su camino. Es
muy importante comprender que Jesús
nunca nos impone su presencia. A no ser
que le invitemos, él seguirá siendo un
desconocido, posiblemente un atractivo
e inteligente desconocido con el que
hemos mantenido una interesante
conversación, pero un desconocido al
fin y al cabo…
Incluso después de haber hecho
desaparecer gran parte de nuestra
tristeza y habernos mostrado que
nuestras vidas no son tan insignificantes
y miserables como suponíamos, él puede
seguir siendo aquel con quien nos
encontramos en el camino, la
extraordinaria persona que se cruzó en
nuestro camino y nos habló durante un
rato, el personaje poco común del que
podemos hablar a nuestra familia y a
nuestros amigos.
Guardo grandes recuerdos de los
encuentros con aquellas personas que
han hecho arder mi corazón y a las que,
sin embargo, nunca invité a mi casa. A
veces el encuentro tiene lugar durante un
largo viaje en avión, otras veces en un
tren o en una fiesta. Después les cuento a
mis amigos: «No vais a creerme, pero
he conocido a una persona
absolutamente fascinante. Decía cosas
tan extraordinarias que yo no daba
crédito a mis oídos. Parecía como si me
conociera íntimamente. De hecho, era
capaz de leer mis pensamientos y
hablarme como si me conociera desde
hacía mucho tiempo. Una persona
verdaderamente especial, única,
asombrosa… ¡Ojalá la hubierais
conocido! Pero se marchó, no sé
adonde…»
Por muy interesantes, estimulantes y
atractivos que puedan ser tales
desconocidos, si no les invito a mi casa,
en realidad no ocurre nada. Puede que
me haya enriquecido con unas cuantas
ideas nuevas, pero mi vida sigue siendo
básicamente la misma. Sin una
invitación, que es la expresión del deseo
de una relación duradera, la buena
noticia que hemos oído no puede dar un
fruto que permanezca. Seguirá siendo
una «noticia»… entre las muchas con
que se nos bombardea cada día.
Una de las características de nuestra
sociedad contemporánea es que los
encuentros ocasionales, por muy buenos
y agradables que sean, no acaban dando
lugar a relaciones profundas. Por eso
nuestra vida está llena de buenos
consejos, ideas útiles y perspectivas
maravillosas que, simplemente, se
suman a otras muchas ideas y
perspectivas, sin provocar en nosotros
ningún tipo de compromiso. En una
sociedad con tal exceso de información,
incluso el más significativo encuentro
puede quedar reducido a «algo
interesante» entre otras muchas cosas
igualmente interesantes.
Sólo invitando al otro a «venir y
quedarse» puede un encuentro
interesante convertirse en una relación
transformadora.
Uno de los momentos más decisivos
de la Eucaristía (y de nuestra vida) es el
momento de la invitación. Podemos
decir: «Ha sido maravilloso conocerte;
muchas gracias por tus ideas, tus
consejos y tus ánimos. Espero que te
vaya muy bien. ¡Adiós!» O bien
podemos decir: «Te he escuchado, y
siento cómo mi corazón está
cambiando… Por favor, ven a mi casa y
mira dónde y cómo vivo». Esta
invitación a venir y ver es la que marca
la diferencia.
Jesús es una persona muy
interesante, y sus palabras están llenas
de sabiduría. Su presencia reconforta el
ánimo. Su delicadeza y su amabilidad
son conmovedoras. Su mensaje resulta
ser un verdadero desafío. Pero ¿le
invitamos a nuestra casa? ¿Queremos
que venga a conocemos entre las
paredes de nuestra vida más personal e
íntima? ¿Deseamos presentárselo a
todas las personas con las que vivimos?
¿Permitimos que nos vea tal como
somos en nuestra vida diaria? ¿Estamos
dispuestos a dejarle tocar nuestros
puntos más vulnerables? ¿Le permitimos
entrar en el «sancta sanctorum» de
nuestra casa, en ese lugar que nos
esforzamos en mantener cerrado?
¿Queremos realmente que se quede con
nosotros cuando anochece y el día toca a
su fin?…
La Eucaristía requiere esta
invitación. Una vez que hemos
escuchado su palabra, debemos ser
capaces de decir algo más que: «¡Qué
interesante…!» Tenemos que atrevernos
a decir: «Confío en ti; me entrego a ti
con todo mi ser, en cuerpo y alma. No
quiero tener secretos para ti. Puedes ver
todo lo que hago y oír todo cuanto digo.
No quiero que sigas siendo un
desconocido. Quiero que seas mi más
íntimo amigo. Quiero que me conozcas,
no sólo mientras camino y hablo con mis
compañeros de viaje, sino también
cuando me encuentro a solas con mis
sentimientos y pensamientos más
íntimos. Y, sobre todo, quiero llegar a
conocerte a ti, no sólo como mi
compañero de viaje, sino como el
compañero de mi alma».
Decir esto no es fácil, porque somos
personas medrosas y nos cuesta
entregarnos de veras a los demás.
Nuestro miedo a ser completamente
abiertos y vulnerables es tan grande
como nuestro deseo de conocer y ser
conocidos.
¡Incluso a nosotros mismos
ocultamos alguna parte de nuestro
propio ser! Hay pensamientos,
sentimientos y emociones que nos
desasosiegan tanto que preferimos vivir
como si no existieran.
Si no confiamos en nosotros mismos,
¿cómo vamos a confiar en alguien
distinto de nosotros? Sin embargo,
nuestro más profundo deseo es amar y
ser amados, y ello sólo es posible si
realmente queremos conocer y ser
conocidos.
Jesús se nos revela como el Buen
Pastor que nos conoce íntimamente y nos
ama. Pero ¿deseamos ser conocidos por
él? ¿Estamos dispuestos a dejarle
moverse libremente por cada una de las
habitaciones de nuestra vida interior?
¿Queremos realmente que vea nuestro
lado bueno y nuestro lado malo, nuestras
luces y nuestras sombras? ¿O preferimos
que prosiga su camino sin entrar en
nuestra casa? Al final, la pregunta es:
«¿Confiamos verdaderamente en él y
estamos decididos a confiarle todas y
cada una de las partes de nuestro ser?»
Cuando, después de las lecturas y de
la homilía, decimos: «Creo en Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo…, en la
Iglesia Católica, en la Comunión de los
Santos, en el perdón de los pecados, en
la resurrección de los muertos y en la
vida eterna», de algún modo estamos
invitando a Jesús a nuestra casa y
siguiendo confiadamente su Camino.
Como un momento de la celebración
eucarística, más aún, de nuestra vida
eucarística, el Credo es mucho más que
un resumen de la doctrina de la Iglesia.
Es una profesión de fe. Y la «fe», como
se desprende de la palabra griega pistis,
es un acto de confianza. Es el gran «Sí».
Es decir «Sí» a aquel que nos ha
explicado las Escrituras como escrituras
que tratan sobre él.
Y es este profundo «Sí», no sólo a
las palabras que dice, sino también a
quien las dice, lo que nos lleva
finalmente a la mesa. Si podemos decir:
«Sí, confiamos en ti y te entregamos
nuestras vidas», estamos haciendo algo
más que caminar en su presencia:
estamos atreviéndonos a abrirnos a la
comunión con él.
Efectivamente, los dos amigos
invitan, más aún, presionan al
desconocido para que se quede con
ellos. «Sé nuestro invitado», le dicen.
Quieren ser sus anfitriones. Invitan al
desconocido a dejar de serlo y a
convertirse en amigo. Esa es la
verdadera hospitalidad: ofrecer un lugar
seguro donde el desconocido pueda
convertirse en amigo. Antes eran dos
amigos y un desconocido; ahora son tres
amigos que comparten una misma mesa.
La mesa es el lugar de la intimidad.
En tomo a la mesa nos descubrimos unos
a otros.
Es el lugar en el que oramos, por así
decirlo. Es el lugar en el que
preguntamos: «¿Qué tal día has tenido?»
Es el lugar donde comemos y bebemos
juntos y decimos: «¡Anímate, toma un
poco más…!» Es el lugar donde se
cuentan nuevas y viejas historias. Es el
lugar de las sonrisas y de las lágrimas.
La mesa es también el lugar donde la
distancia se hace más dolorosa. Es el
lugar donde los hijos perciben la tensión
entre sus padres, donde los hermanos y
hermanas expresan sus enfados y sus
envidias, donde se hacen acusaciones y
donde los platos y los vasos se
convierten en instrumentos de violencia.
En torno a la mesa sabemos si hay
amistad y comunidad o si, por el
contrario, hay odio y división. Y
precisamente por ser el lugar de la
intimidad para todos los miembros de la
casa, la mesa es también el lugar donde
la falta de esa intimidad se revela más
dolorosamente.
Cuando, la noche antes de su muerte,
Jesús se reunió con sus discípulos en
torno a la mesa, reveló a la vez
intimidad y distancia. Compartió el pan
y el cáliz como signo de amistad, pero
también dijo: «Os aseguro que uno de
los que se sientan conmigo a esta mesa
me va a traicionar».
Cuando pienso en mi propia
juventud, muchas veces recuerdo las
comidas familiares, especialmente las
de los días de fiesta. Recuerdo los
adornos navideños, las tartas de
cumpleaños, las velas de Pascua, los
rostros sonrientes… Pero recuerdo
también las palabras de enfado, las
reacciones extemporáneas, las lágrimas,
las tensiones y los silencios que
parecían no tener fin.
Cuando más vulnerables somos es
cuando dormimos o comemos juntos. La
cama y la mesa son los dos lugares de la
intimidad, pero son también los dos
lugares de mayor dolor. Y puede que de
ambos lugares sea la mesa el más
importante, porque es el lugar donde se
reúnen todos los de la casa y donde
pueden expresarse y hacerse reales la
familia, la comunidad, la amistad, la
hospitalidad y la verdadera generosidad.
Jesús acepta la invitación a entrar en
la casa de sus compañeros de viaje y se
sienta a la mesa con ellos, los cuales le
ofrecen el puesto de honor. Jesús está en
el centro, y ellos a ambos lados. Ellos le
miran a él, y él a ellos. Hay intimidad,
amistad, comunidad… Entonces sucede
algo nuevo, algo apenas perceptible
para el ojo no habituado: Jesús es el
invitado de sus discípulos, pero, tan
pronto como entra en su casa, ¡se
convierte en su anfitrión! Y como
anfitrión les invita a entrar en plena
comunión con él.
4. Entrar en comunión
«Tomad y comed»

CUANDO Jesús entra en la casa de sus


discípulos, ésta se convierte en su casa.
El invitado se convierte en anfitrión. El
que ha sido invitado es ahora el que
invita. Los dos discípulos que confiaron
en el extraño hasta el punto de permitirle
acceder a su mundo más íntimo son
ahora conducidos a la intimidad de su
anfitrión. «Y mientras estaba con ellos,
tomó el pan, pronunció la bendición, lo
partió y se lo dio». Así de simple, de
cotidiano, de obvio… y, sin embargo,
así de diferente ¿Qué otra cosa puedes
hacer cuando compartes el pan con tus
amigos?: tomarlo, bendecirlo, partirlo y
dárselo. Para eso es el pan: para
tomarlo, bendecirlo, partirlo y darlo.
Nada nuevo, nada sorprendente; sucede
a diario en todos los hogares; pertenece
a la esencia de la vida. Realmente, no
podemos vivir sin ese pan que se toma,
se bendice, se parte y se da. Sin ese pan
no hay comensalidad, no hay comunidad,
no hay vínculo de amistad, no hay paz,
no hay amor, no hay esperanza… Con
ese pan, sin embargo, ¡todo puede ser
nuevo!
Tal vez hemos olvidado que la
Eucaristía es un simple gesto humano.
Las vestiduras, las velas, los
monaguillos, los libros, los brazos
extendidos, el altar, los cánticos, la
gente…: nada de ello resulta
precisamente sencillo, cotidiano, obvio.
Muchas veces necesitaríamos un folleto
para seguir la ceremonia y comprender
su significado. Sin embargo, se supone
que nada tendría que diferir de lo que
acaeció en aquella pequeña aldea entre
los tres amigos. Hay pan y vino en la
mesa. El pan se toma, se bendice, se
parte y se da; el vino se toma, se
bendice y se da… Eso es lo que sucede
en torno a cada mesa que pretende ser
una mesa de paz.
Cada vez que invitamos a Jesús a
nuestras casas, es decir, a nuestras vidas
con todas sus luces y sombras, y le
ofrecemos el lugar de honor en nuestra
mesa, él toma el pan y el cáliz y nos los
ofrece diciendo: «Tomad y comed, esto
es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi
sangre. Haced esto en conmemoración
mía». ¿Nos sorprendemos? La verdad es
que no. ¿No estaba nuestro corazón en
ascuas mientras nos hablaba por el
camino? ¿No sabíamos ya que no era un
extraño para nosotros? ¿No éramos ya
conscientes de que aquel a quien
nuestros dirigentes habían crucificado
estaba vivo y en medio de nosotros?
¿No habíamos visto ya cómo tomaba el
pan, lo bendecía, lo partía y nos lo
daba? Ya lo había hecho ante la inmensa
multitud que había escuchado su palabra
durante horas; lo hizo también en el
cenáculo, antes de que Judas lo
entregara; y lo ha hecho en incontables
ocasiones, cuando, después de una larga
jornada, se unía a nosotros en la mesa
para comer.
La Eucaristía es el gesto más
humano y más divino que podamos
imaginar. Ésta es la verdad de Jesús: tan
humano y, sin embargo, tan divino; tan
cercano y, sin embargo, tan misterioso;
tan sencillo y, sin embargo, tan
inasible… Pero ésta es la historia de
Jesús, que, «a pesar de su condición
divina, no hizo alarde de su categoría de
Dios; al contrario, se despojó de su
rango y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos; y así,
actuando como un hombre cualquiera, se
rebajó hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-
8). Es la historia de Dios, que quiere
acercarse tanto a nosotros que podamos
verlo con nuestros propios ojos, oírlo
con nuestros propios oídos, tocarlo con
nuestras propias manos; tan cerca que no
haya entre nosotros y él nada que nos
separe, nos divida, nos distancie…
Jesús es Dios-para-nosotros, Dios-
con-nosotros, Dios-dentro-de-nosotros.
Jesús es Dios entregándose por
completo, derrochando su vida por
nosotros sin ningún tipo de reserva.
Jesús no se guarda nada ni se aferra a lo
que posee. Da todo lo que tiene a manos
llenas. «Comed…, bebed…, esto es mi
cuerpo…, ésta es mi sangre…, éste soy
yo que me entrego a vosotros».
Todos conocemos ese deseo de
damos a nosotros mismos en la mesa.
Decimos: «Comed y bebed; lo he hecho
para vosotros. Comed más; es para que
lo disfrutéis, para que cojáis fuerzas,
para que sintáis cuánto os quiero…» Lo
que deseamos no es sólo dar comida,
sino darnos a nosotros mismos. «Sé mi
invitado», decimos. Y al animar a un
amigo a sentarse a nuestra mesa,
estamos queriendo decir: «Sé mi amigo,
sé mi compañero, sé mi amor, sé parte
de mi vida, quiero entregarme a ti…»
En la Eucaristía, Jesús lo da todo. El
pan no es un simple signo de su deseo de
ser nuestro alimento; el cáliz no es sólo
un signo de su afán de ser nuestra
bebida. El pan y el vino se transforman
en su cuerpo y sangre en la entrega. El
pan, en efecto, es su cuerpo entregado
por nosotros; el vino es su sangre
derramada por nosotros. Así como Dios
se nos hace presente a través de Jesús,
así también Jesús se nos hace presente
en el pan y el vino en la Eucaristía. Dios
no sólo se encarnó por nosotros hace
muchos años en un país lejano, sino que
también se hace alimento y bebida para
nosotros en este momento de la
celebración eucarística, justamente
donde estamos reunidos en torno a la
mesa. Dios no se guarda nada; Dios lo
da todo. Este es el misterio de la
Encarnación. Y éste es también el
misterio de la Eucaristía. La
Encarnación y la Eucaristía son las dos
expresiones del amor inmensamente
generoso de Dios. Por eso el sacrificio
de la cruz y el sacrificio de la mesa son
un mismo sacrificio, una completa
autodonación de Dios que llega a toda la
humanidad en el tiempo y en el espacio.
La palabra que mejor expresa este
misterio de la total autodonación de
Dios es «comunión». Es la palabra que
contiene la verdad de que, en y a través
de Jesús, Dios quiere, no sólo
enseñarnos, instruirnos o inspirarnos,
sino hacerse uno con nosotros. Dios
desea estar completamente unido a
nosotros para que todo su ser y el
nuestro puedan fundirse en un amor
eterno. Toda la larga historia de la
relación de Dios con los seres humanos
es una historia de comunión cada vez
más profunda. No es simplemente una
historia de uniones, separaciones y
reencuentros, sino una historia en la que
Dios busca modos siempre nuevos de
unirse en íntima comunión con quienes
han sido creados a su imagen y
semejanza.
Decía Agustín: «Mi alma no
descansará hasta que descanse en ti, oh
Señor»; pero cuando considero la
tortuosa historia de nuestra salvación, no
sólo veo que anhelamos pertenecer a
Dios, sino que Dios también anhela
pertenecernos. Es como si Dios
estuviera gritándonos: «Mi corazón no
descansará hasta que descanse en ti, mi
amada creación». Desde Adán y Eva
hasta Abraham y Sara, desde Abraham y
Sara hasta David y Betsabé, y desde
David y Betsabé hasta Jesús y para
siempre, Dios grita su deseo de ser
recibido por los suyos. «Yo os creé, os
di todo mi amor, os guié, os ofrecí mi
apoyo, os prometí que se cumplirían los
deseos de vuestros corazones…: ¿dónde
estáis, dónde está vuestra respuesta,
dónde está vuestro amor? ¿Qué más
debo hacer para que me améis? No
pienso rendirme; he de seguir
intentándolo. ¡Algún día descubriréis
cuánto anhelo vuestro amor!»
Dios desea la comunión: una unidad
que es vital y viva, una intimidad que
proviene de ambas partes, un lazo que es
verdaderamente recíproco. No se trata
de algo forzado o voluntarista, sino de
una comunión libremente ofrecida y
recibida. Dios llega hasta donde sea
necesario para hacer posible esta
comunión. Dios se hace como un niño
que requiere atenciones, como un joven
necesitado de ayuda; Dios se hace como
un maestro en busca de discípulos, como
un profeta que trata de reclutar
seguidores; finalmente, Dios se
convierte en un cadáver traspasado por
la lanza de un soldado y depositado en
un sepulcro. Al final de la historia, ahí
está él mirándonos, preguntándonos con
ojos expectantes: «¿Me amáis?»; y de
nuevo: «¿me amáis?»; y una tercera vez:
«¿me amáis?».
Es este intenso deseo de Dios de
entrar en una relación más íntima con
nosotros lo que constituye el centro de la
celebración y la vida eucarísticas. Dios
no sólo desea entrar en la historia
humana siendo una persona que vive en
una época y un lugar determinados, sino
que quiere ser nuestro alimento y nuestra
bebida cotidianos en todo momento y
lugar.
Por eso Jesús toma el pan, lo
bendice y nos lo da. Y en ese momento,
cuando vemos el pan en nuestras manos
y lo llevamos a nuestra boca para
comerlo, entonces se abren nuestros ojos
y le reconocemos.
La Eucaristía es reconocimiento. Es
darse perfecta cuenta de que el que
toma, bendice, parte y da el pan y el
vino es Aquel que, desde el principio de
los tiempos, ha deseado entrar en
comunión con nosotros. La comunión es
lo que tanto Dios como nosotros
deseamos. Es el grito más profundo del
corazón de Dios y del nuestro, porque
hemos sido creados con un corazón que
sólo puede ser satisfecho por aquel que
lo ha creado. Dios puso en nuestros
corazones un deseo de comunión que
nadie más que Dios puede y quiere
satisfacer. Dios lo sabe, pero nosotros
solemos ignorarlo, pues seguimos
buscando en cualquier otro lugar esa
experiencia de pertenencia.
Contemplamos el esplendor de la
naturaleza, la magnificencia de la
historia y el atractivo de sus personajes;
pero parece bastante improbable que ese
simple gesto de partir el pan, tan normal
y tan poco espectacular, nos permita
encontrar esa comunión que tanto
anhelamos. Sin embargo, si hemos
llorado nuestras pérdidas, le hemos
escuchado en el camino y le hemos
invitado a entrar en lo más profundo de
nosotros mismos, sabremos que esa
comunión que hemos estado esperando
recibir es la misma que él ha estado
esperando poder dar.
Hay una frase en el relato de Emaús
que nos lleva directamente al misterio
de la comunión: «…lo reconocieron;
pero él desapareció de su vista». En el
mismo momento en que los dos amigos
le reconocen en la fracción del pan, él
ya no está con ellos. Cuando él les da el
pan para que lo coman, ellos ya no le
ven sentado a la mesa. Cuando ellos
comen, él se ha vuelto invisible. Cuando
ellos entran en la más íntima comunión
con Jesús, el desconocido, convertido
ahora en amigo, ya no está con ellos.
Precisamente cuando se les hace más
presente, es cuando se hace ausente.
Aquí estamos tocando uno de los
aspectos más sagrados de la Eucaristía:
el misterio de que la comunión más
profunda con Jesús acaece en su
ausencia. Los dos discípulos que iban
camino de Emaús le habían escuchado
durante muchas horas, habían caminado
con él de aldea en aldea, le habían
ayudado a predicar, habían descansado y
comido con él. Durante un año, él había
sido su maestro, su guía, su señor. Todas
sus esperanzas de un futuro nuevo y
mejor estaban centradas en él. Sin
embargo…, no habían conseguido
conocerle ni comprenderle del todo. Él
les había dicho muchas veces: «Ahora
no comprendéis; ya lo comprenderéis
más tarde…» Realmente no sabían lo
que trataba de decirles. Ellos creían
estar más cerca de él que de ninguna
otra persona a la que hubieran conocido.
Sin embargo, él no dejaba de decir: «Os
digo esto ahora… para que después,
cuando ya no esté con vosotros, lo
recordéis y comprendáis». Un día había
dicho incluso que convenía que él se
fuera para que pudiera venir su Espíritu
y guiarlos a una plena intimidad con él.
Su Espíritu abriría sus ojos y les haría
comprender perfectamente quién era él y
por qué había venido a estar con ellos.
Durante todo aquel tiempo con los
discípulos, no había habido una plena
comunión. Por supuesto que ellos habían
estado con él y se habían sentado a sus
pies; por supuesto que habían sido sus
discípulos e incluso sus amigos. Pero no
habían entrado en plena comunión con
él. Su cuerpo y su sangre —el cuerpo y
la sangre de él y el cuerpo y la sangre de
ellos— no habían llegado a ser uno. En
muchos aspectos, Jesús no había dejado
de ser para ellos «otro», alguien que les
precedía y les mostraba el camino. Pero
cuando comen el pan que él les da, y
ellos le reconocen, comprenden en lo
más hondo de su espíritu que ahora él
habita en lo más profundo de su ser, que
respira en ellos, que habla en ellos, que
vive realmente en ellos. Cuando comen
el pan que él les ofrece, sus vidas se
transforman en la vida de él. Ya no son
ellos quienes viven, sino que es Jesús,
el Cristo, quien vive en ellos. Y
precisamente en ese sagrado momento
de comunión, él desaparece de su vista.
Esto es lo que vivimos en la
celebración eucarística y lo que vivimos
también cuando nuestra vida es
eucarística. Se trata de una comunión tan
íntima, tan santa, tan sagrada y tan
espiritual que escapa a nuestros
sentidos. Ya no podemos verle con
nuestros ojos mortales, oírle con
nuestros oídos mortales ni tocarle con
nuestros cuerpos mortales. Ha venido a
nosotros en ese lugar, dentro mismo de
nosotros, adonde los poderes de las
tinieblas y del mal no pueden llegar,
adonde la muerte no tiene acceso.
Cuando Jesús extiende su mano,
pone el pan en las nuestras y lleva el
cáliz a nuestros labios, nos está
pidiendo que dejemos a un lado esa fácil
amistad que habíamos tenido con él
hasta entonces, y que olvidemos los
sentimientos, las emociones y hasta los
pensamientos relacionados con ella.
Cuando comemos su cuerpo y bebemos
su sangre, aceptamos la soledad de no
tenerlo ya en nuestra mesa como un
compañero que nos consuela con su
conversación y que nos ayuda a
sobrellevar las pérdidas de nuestra vida
diaria. Es la soledad de la vida
espiritual, la soledad de saber que él
está más cerca de nosotros de lo que
jamás conseguiremos estarlo nosotros
mismos. Es la soledad de la fe.
Por nuestra parte, podremos seguir
gritando: «¡Señor, ten piedad!»;
podremos seguir escuchando e
interpretando las Escrituras; podremos
seguir diciendo: «Creo, Señor…»
Pero la comunión con él va mucho
más allá de todo eso: nos lleva al lugar
donde la luz ciega nuestros ojos y donde
todo nuestro ser está sumido en la falta
de visión. Es en ese lugar de comunión
donde gritamos: «¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has abandonado?» Es
también en ese lugar donde nuestro
vacío nos hace orar: «Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu».
La comunión con Jesús significa
hacerse igual a él. Con él estamos
clavados en la cruz, con él yacemos en
el sepulcro, con él resucitamos para
acompañar a los caminantes perdidos en
su viaje. La comunión, el convertirnos
en Cristo, nos lleva a un nuevo ámbito
de existencia. Nos introduce en el
Reino, donde las viejas distinciones
entre dicha y desdicha, entre éxito y
fracaso, entre bienaventuranza y
condenación, entre salud y enfermedad,
entre vida y muerte…, ya no tienen
sentido. Allí ya no pertenecemos a un
mundo empeñado en dividir, juzgar,
separar y valorar. Allí pertenecemos a
Cristo, y Cristo nos pertenece a
nosotros, y tanto él como nosotros
pertenecemos a Dios. De pronto, los dos
discípulos, que habían comido el pan y
habían reconocido a Jesús, están solos
de nuevo. Pero no con la soledad con la
que empezaron su viaje. Están solos en
compañía, y saben que se ha creado un
nuevo lazo entre ellos. Ya no miran al
suelo cabizbajos. Ahora se miran el uno
al otro y dicen: «¿No estaba nuestro
corazón en ascuas mientras nos hablaba
por el camino y nos explicaba las
Escrituras?»
La comunión crea comunidad.
Cristo, que vivía en ellos, les hizo estar
juntos de una nueva manera. El Espíritu
de Cristo resucitado, que había entrado
en ellos al comer el pan y beber el cáliz,
no sólo les hizo reconocer al propio
Cristo, sino también reconocerse el uno
al otro como miembros de una nueva
comunidad de fe. La comunión nos hace
mirarnos y hablarnos unos a otros, no
acerca de las últimas noticias, sino
acerca de él, que caminó junto a
nosotros. Nos descubrimos unos a otros
como personas que se pertenecen
mutuamente, porque cada uno de
nosotros le pertenece a él. Estamos
solos, porque él desapareció de nuestra
vista; pero estamos juntos, porque cada
uno de nosotros está en comunión con él
y, por tanto, se ha hecho un solo cuerpo
con él.
Hemos comido su cuerpo, hemos
bebido su sangre; y, al hacerlo, todos los
que hemos comido del mismo pan y
bebido de la misma copa nos hemos
convertido en un solo cuerpo. La
comunión crea comunidad, porque el
Dios que vive en nosotros nos hace
reconocer a Dios en nuestros
semejantes. Nosotros no podemos ver a
Dios en el otro; sólo Dios en nosotros
puede ver a Dios en el otro. Esto es lo
que queremos dar a entender cuando
decimos: «El Espíritu habla al Espíritu,
el corazón habla al corazón, Dios habla
a Dios». Nuestra participación en la
vida interior de Dios nos lleva a una
nueva forma de participar unos en la
vida de otros.
Puede que esto suene un tanto
«irreal»; pero cuando lo vivimos, se
hace más real que la «realidad» del
mundo. Como dice Pablo: «El cáliz de
bendición que bendecimos ¿no es acaso
comunión con la sangre de Cristo? Y el
pan que partimos ¿no es comunión con el
cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo
muchos, un solo pan y un solo cuerpo
somos, pues todos participamos de un
solo pan» (1 Cor 10,16-17).
Este nuevo cuerpo es un cuerpo
espiritual, formado por el Espíritu de
amor, y se manifiesta de maneras muy
concretas: en el perdón, en la
reconciliación, en el apoyo mutuo, en la
ayuda a las personas necesitadas, en la
solidaridad con los que sufren y en una
preocupación creciente por la justicia y
la paz. Así pues, no sólo es que la
comunión cree comunidad, sino que la
comunidad siempre lleva a la misión.
5. Partir en misión
«Id y predicad»

TODO ha cambiado. Las pérdidas ya no


son experimentadas como algo que
debilite; la casa ya no es un lugar vacío.
Los dos caminantes, que iniciaron su
viaje con los rostros abatidos por la
tristeza, se miran ahora con ojos llenos
de una nueva luz. El extraño, que acabó
convirtiéndose en amigo, les ha
entregado su espíritu, el espíritu divino
de alegría, paz, valor, esperanza y amor.
Ya no hay duda: ¡él está vivo!, pero no
como antes, no como el fascinante
predicador y taumaturgo de antes, sino
como un nuevo aliento dentro de ellos.
Cleofás y su amigo se han transformado
en personas nuevas. Se les ha dado un
nuevo corazón y un nuevo espíritu.
También ellos se han hecho amigos el
uno del otro de una nueva manera: ya no
son personas que se ofrecen consuelo y
apoyo recíprocos mientras lloran por lo
que han perdido, sino personas con una
nueva misión y que tienen algo que decir
en común, algo importante, algo urgente,
algo que no puede permanecer oculto,
algo que debe ser proclamado.
Afortunadamente, se tienen el uno al
otro. Nadie creería a uno solo de ellos;
pero el hecho de que hablen juntos y al
unísono hace que se les escuche con
imparcialidad y atención.
Los demás necesitan saber, porque
también ellos habían puesto en él todas
sus esperanzas. Los demás son los once
que habían cenado con él la noche antes
de que muriera; y son también los
discípulos, hombres y mujeres, que
habían estado con él durante años.
Todos ellos necesitan saber qué es lo
que les ha ocurrido. Necesitan saber que
no ha terminado todo. Necesitan saber
que él está vivo y que los dos le han
reconocido cuando partió el pan y se lo
dio. No hay, pues, tiempo que perder.
«Apresurémonos», se dicen el uno al
otro. E inmediatamente se calzan las
sandalias, se cubren con el manto, toman
el cayado y emprenden sin tardanza el
camino de vuelta para reunirse de nuevo
con sus amigos, para regresar junto a
quienes quizá no sepan todavía que las
mujeres tenían razón cuando dijeron
haber oído a los ángeles que él estaba
vivo. El relato lo resume con muy pocas
palabras: «Y, levantándose al momento,
se volvieron a Jerusalén».
¡Qué diferencia entre el modo en que
volvían a casa y su apresurado regreso a
Jerusalén…! Es la diferencia entre la
duda y la fe, entre la desesperación y la
esperanza, entre el miedo y el amor. Es
la diferencia entre dos seres humanos
desalentados que poco menos que se
arrastraban por el camino y dos amigos
que caminan a toda prisa, incluso a
veces corriendo, entusiasmados por la
noticia que tienen que dar a sus amigos.
Volver a la ciudad no deja de ser
peligroso. Tras la ejecución de Jesús,
sus discípulos están paralizados por el
miedo, sin saber lo que les espera. Pero,
una vez que han reconocido a su Señor,
el miedo se esfuma, y ellos se sienten
libres para dar testimonio de la
resurrección… sin reparar en lo que ello
pueda acarrearles. Son conscientes de
que la misma gente que odiaba a Jesús
puede volver su odio contra ellos; que la
misma gente que mató a Jesús puede
decidir matarles a ellos. El regreso
puede llegar a costarles la vida. Es
posible que tengan que dar testimonio,
no sólo con sus palabras, sino también
con su propia sangre. Pero ya no tienen
miedo al martirio: el Señor resucitado,
presente en lo más profundo de su ser,
les ha llenado de un amor más fuerte que
la muerte. Nada puede impedirles
regresar al hogar, aun cuando el hogar ya
no sea un lugar «seguro».
La Eucaristía concluye con una
misión: «Id y contadlo». Las palabras
latinas «Ite, Missa est», con las que el
sacerdote solía concluir la Misa,
significan literalmente: «Id, ésta es
vuestra misión».
El final no es la Comunión, sino la
Misión. La Comunión, esa sagrada
intimidad con Dios, no es el momento
final de la vida eucarística.
Le hemos reconocido, sí; pero el
reconocimiento no es sólo para
saborearlo nosotros solos ni para
mantenerlo en secreto. Al igual que
María Magdalena, también los dos
amigos han escuchado muy dentro de sí
las palabras «Id y contadlo». Ésa es la
conclusión de la celebración eucarística;
y ése es también el llamamiento final de
la vida eucarística: «Id y contadlo. Lo
que habéis visto y oído no es para
vosotros solos. Es para los hermanos y
hermanas y para todos quienes estén
dispuestos a recibirlo. Id, no os
demoréis, no esperéis, no dudéis;
poneos en camino ahora mismo y
regresad a los lugares de los que
vinisteis, y haced que aquellos a quienes
dejasteis escondidos y llenos de miedo
sepan que no hay nada que temer, que él
ha resucitado verdaderamente».
Es importante darse cuenta de que la
misión es, ante todo, una misión referida
a quienes no nos son ajenos, a quienes
nos conocen y, al igual que nosotros, han
oído hablar de Jesús pero se han
desanimado. Evidentemente, la misión
es, ante todo, para nosotros mismos,
para nuestra familia, para nuestros
amigos y para quienes son parte
importante de nuestras vidas.
Comprender esto no es nada cómodo:
siempre nos resulta más difícil hablar de
Jesús con quienes nos conocen
íntimamente que con quienes no conocen
nuestra «peculiar forma de ser» o de
vivir. Sin embargo, hay en todo ello un
gran desafío: de algún modo, la
autenticidad de nuestra experiencia es
puesta a prueba por nuestros padres,
nuestras esposas, nuestros hijos,
nuestros hermanos y hermanas…; por
todos aquellos que nos conocen bien.
Muchas veces oiremos: «¡Vaya, ya
está otra vez…! Ya sabemos de qué
va… Ya hemos visto ese entusiasmo
otras veces… Ya se le pasará, como
siempre…» Con frecuencia, hay mucho
de verdad en esto. ¿Por qué van a
confiar en nosotros cuando corremos a
casa llenos de excitación? ¿Por qué
tienen que tomamos en serio? No somos
dignos de tal confianza; no somos
diferentes del resto de nuestros
familiares y amigos. Además, el mundo
está lleno de historias, de rumores, de
predicadores y de evangelizadores.
Existen buenas razones para un cierto
escepticismo. Quienes no acuden con
nosotros a la Eucaristía no son mejores
ni peores que nosotros. También ellos
han oído la historia de Jesús y, por lo
general, han sido bautizados; algunos
incluso han frecuentado la iglesia
durante más o menos tiempo. Pero luego,
poco a poco, la historia de Jesús se ha
convertido para ellos en una historia de
tantas, la Iglesia en una pesada carga, y
la Eucaristía en un simple rito. En un
momento determinado, todo ello se
convirtió en un recuerdo más o menos
dulce o amargo. En un momento
determinado, algo murió en ellos. ¿Y por
qué alguien que nos conoce bien debería
creernos de pronto cuando regresamos
de la Eucaristía?
Esa es la razón por la que no es sólo
la Eucaristía, sino la vida eucarística,
la que marca la diferencia. Cada día,
cada momento del día, junto al dolor por
las diversas pérdidas, tenemos la
oportunidad de escuchar una palabra que
nos invita a vivir dichas pérdidas como
un camino hacia la gloria. Cada día
tenemos también la posibilidad de
invitar al desconocido a nuestra casa y
permitirle partir para nosotros el pan. La
celebración eucarística ha resumido
para nosotros en qué consiste nuestra
vida de fe, y tenemos que volver a casa
para vivirla lo más plenamente posible.
Y esto es muy difícil, porque todos en
casa nos conocen demasiado bien:
conocen nuestra impaciencia, nuestras
envidias, nuestros resentimientos,
nuestras muchas artimañas… Y luego
están nuestras relaciones deshechas,
nuestras promesas incumplidas, nuestros
compromisos rotos… ¿Podemos
realmente decir que le hemos encontrado
en el camino, que hemos recibido su
cuerpo y su sangre y que nos hemos
convertido en cristos vivientes? Todo el
mundo en casa está dispuesto a verificar
la validez de nuestra pretensión.
Pero hay algo más. A los
emocionados compañeros que,
corriendo y ansiosos de dar la noticia,
llegaron al lugar donde estaban reunidos
sus amigos, les aguarda una gran
sorpresa: ¡Ya lo saben! La buena noticia
que ellos traen ya no es nueva en
absoluto. Antes incluso de tener la
oportunidad de contar su historia, los
once y sus compañeros dicen: «¡Es
verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha
aparecido a Simón!» La situación no
deja de ser cómica: ellos llegan
corriendo sin aliento, totalmente fuera
de sí…, para descubrir que quienes se
habían quedado en la ciudad ya habían
oído la noticia, aunque no se hubieran
encontrado con él en el camino ni se
hubieran sentado con él a la mesa. Jesús
se había aparecido a Simón, y éste
gozaba de más credibilidad que aquellos
dos discípulos que no se habían quedado
con ellos, sino que habían regresado a
su casa pensando que todo había
terminado. Por supuesto que estaban
contentos y deseosos de oír su historia,
pero ésta no era sino una confirmación
de que en verdad él estaba vivo.
Jesús tiene muchas maneras de
aparecerse y de hacernos saber que está
vivo. Lo que celebramos en la
Eucaristía sucede de muchas más formas
de las que nosotros podamos pensar.
Jesús, que ya nos había dado el pan,
había tocado los corazones de otros
antes de encontrarse con nosotros en el
camino. Había llamado a María
Magdalena por su nombre, y ésta supo
que era él; había mostrado sus heridas a
otros, y éstos supieron que se trataba de
él. Nosotros tenemos nuestra historia
que contar, y es importante que la
contemos, pero no es la única historia.
Tenemos una misión que cumplir, y es
bueno que nos entusiasmemos con ella;
pero primero tenemos que escuchar lo
que otros tienen que decir. Entonces
podremos contar nuestra historia y
aportar nuestra alegría.
Todo esto apunta hacia la
comunidad. Los dos amigos, que podían
hablar entre sí del fuego que sentían en
su corazón, estaban empezando a entrar
en una nueva relación mutua, en una
relación basada en la comunión de lo
que habían experimentado. Su comunión
con Jesús fue, ciertamente, el principio
de la comunidad; pero sólo eso: el
principio.
, Necesitaban encontrar a otros que
también creyeran que él había
resucitado, que también hubieran visto u
oído que él estaba vivo. Necesitaban
escuchar sus historias, cada una
diferente de las otras, y descubrir las
muchas maneras en que Jesús y su
Espíritu actúan en los suyos.
¡Es tan fácil reducir a Jesús a
nuestro Jesús, a nuestra experiencia de
su amor, a nuestra forma de
conocerlo…! Pero Jesús nos dejó para
enviarnos su Espíritu, y éste sopla donde
quiere. La comunidad de fe es el lugar
en el que se cuentan muchas historias
sobre el camino de Jesús. Unas historias
que pueden ser muy diferentes unas de
otras, que pueden incluso parecer
contradictorias; pero si no dejamos de
escuchar atentamente al Espíritu —que
se manifiesta a través de muchas
personas, tanto con la palabra como con
el silencio, tanto mediante la
confrontación como por medio de la
invitación, tanto en la delicadeza como
en la firmeza, tanto con lágrimas como
con sonrisas…—, poco a poco
podremos discernir que formamos una
unidad, un solo cuerpo unido por el
Espíritu de Jesús.
En la Eucaristía se nos pide que
abandonemos la mesa y que vayamos
con nuestros amigos a descubrir juntos
que Jesús está realmente vivo y nos
llama a todos a formar un nuevo pueblo:
el pueblo de la resurrección.
Aquí concluye la historia de Cleofás
y su amigo. Concluye cuando ambos
cuentan su historia a los once y a los
demás compañeros. Pero la misión no
concluye ahí, sino que apenas acaba de
empezar. La narración de la historia de
lo acaecido en el camino y en torno a la
mesa es el comienzo de una vida de
misión que habrá de prolongarse durante
todos los días de nuestra vida, hasta que
le veamos a él cara a cara.
Formar una comunidad con la
familia y con los amigos, construir un
cuerpo de amor, formar el nuevo pueblo
de la resurrección…: todo eso no es
únicamente para vivir protegidos de las
fuerzas del mal que dominan nuestro
mundo, sino más bien para permitimos
proclamar a todos, viejos y jóvenes,
blancos y negros, pobres y ricos, que la
muerte no tiene la última palabra, que la
esperanza es real y que Dios está vivo.
La Eucaristía es siempre una misión.
La Eucaristía, que nos ha liberado de
nuestra paralizadora sensación de
pérdida y nos ha revelado que el
Espíritu de Jesús habita en nosotros, nos
faculta para salir al mundo y llevar la
buena noticia a los pobres, devolver la
vista a los ciegos y la libertad a los
cautivos, y proclamar que Dios ha
mostrado nuevamente su parcialidad en
favor de todos. Pero no se nos envía
solos; se nos envía con nuestros
hermanos y hermanas, que también saben
que Jesús habita en ellos.
La dinámica que brota de la
Eucaristía es la que va de la comunión a
la comunidad, y de ésta al ministerio.
Nuestra experiencia de comunión nos
envía primero a nuestros hermanos y
hermanas para compartir con ellos
nuestras historias y construir con ellos
un cuerpo de amor. Luego, como
comunidad, podemos salir en todas las
direcciones y llegar a toda la gente.
Soy plenamente consciente de mi
tendencia a pasar de la comunión al
ministerio sin formar comunidad. Mi
individualismo y mi ansia de éxito
personal me tientan, una y otra vez, a
hacerlo solo y a reclamar para mí la
tarea del ministerio en exclusiva. Pero
ni siquiera Jesús practica en soledad su
ministerio apostólico y su actividad
taumatúrgica. El evangelista Lucas nos
cuenta cómo pasaba la noche en
comunión con Dios, la mañana formando
comunidad con los doce apóstoles, y la
tarde saliendo con ellos a predicar a la
gente. Jesús nos llama a seguir la misma
secuencia: de la comunión a la
comunidad, y de ésta al ministerio. Él no
quiere que vayamos solos. Nos envía
juntos, de dos en dos, nunca en solitario,
para que seamos testigos como personas
que pertenecen a un cuerpo de fe. Se nos
envía a enseñar, a curar, a animar y a dar
esperanza al mundo, no como el
ejercicio de una habilidad excepcional
por nuestra parte, sino como la
expresión de nuestra fe en que todo
cuanto tenemos que dar proviene del que
nos ha reunido.
La vida vivida eucarísticamente es
siempre una vida de misión. Vivimos en
un mundo que llora constantemente sus
pérdidas. Las guerras inmisericordes,
que destruyen a las personas y sus
países; el hambre y la inanición, que
diezman poblaciones enteras; el crimen
y la violencia, que tienen aterrorizados a
millones de hombres, mujeres y niños; el
cáncer, el sida, el cólera, la malaria y
otras muchas enfermedades que devastan
los cuerpos de innumerables personas;
los terremotos, las inundaciones y los
accidentes de tráfico…: todo ello
constituye la historia de la vida
cotidiana que llena las páginas de los
periódicos y las pantallas de televisión.
Es un mundo de interminables pérdidas,
y son muchos, por no decir la mayoría,
los seres humanos que caminan por la
superficie de este planeta con los rostros
abatidos y que, de una u otra manera, se
dicen unos a otros: «Nosotros
esperábamos que…, pero hemos
perdido la esperanza».
Este es el mundo al que somos
enviados a vivir eucarísticamente, es
decir, con el corazón en ascuas y con los
ojos y los oídos abiertos. Por supuesto
que parece una tarea imposible: ¿qué
puede hacer ese pequeño grupo de
personas que se encontraron con él en el
camino, en el jardín o a la orilla del
lago, en tan sombrío y violento mundo?
El misterio del amor de Dios consiste en
que nuestros corazones encendidos y
nuestros ojos y oídos receptivos sean
capaces de descubrir que Aquel con
quien nos encontramos en la intimidad
de nuestros hogares se nos sigue
revelando en los pobres, los enfermos,
los hambrientos, los prisioneros, los
refugiados… y todas las personas que
viven atemorizadas.
La misión, pues, no consiste
únicamente en ir y hablar a los demás
acerca del Señor resucitado, sino
también en recibir ese mismo testimonio
de aquellos a quienes hemos sido
enviados. Muchas veces pensamos en la
misión exclusivamente en términos de
«dar»; pero la verdadera misión es
también «recibir». Si es verdad que el
Espíritu de Jesús sopla donde quiere,
entonces no hay nadie que no pueda
transmitir ese Espíritu. A la larga, la
misión sólo es posible cuando consiste
tanto en recibir como en dar, tanto en ser
cuidado como en cuidar… Hemos sido
enviados a los enfermos, a los
moribundos, a los minusválidos, a los
prisioneros y a los refugiados para
llevarles la buena noticia de la
resurrección del Señor; pero no
tardaremos en agotarnos si no somos
capaces de recibir el Espíritu del Señor
de aquellos a los que hemos sido
enviados.
Ese Espíritu, el Espíritu de amor, se
oculta en la pobreza, la angustia y el
dolor de todos ellos. Por eso dice Jesús:
«Bienaventurados los pobres, los
perseguidos y los que lloran». Cada vez
que nos acercamos a ellos, ellos, en
compensación —consciente o
inconscientemente—, nos bendicen con
el Espíritu de Jesús y, de ese modo, se
convierten en nuestros ministros. Sin
esta reciprocidad de dar y recibir, la
misión y el ministerio fácilmente acaban
resultando manipuladores o violentos.
Cuando es uno solo el que da, y uno solo
el que recibe, aquél no tarda en
convertirse en opresor, y éste en
víctima. Pero cuando el que da recibe, y
el que recibe da, el círculo de amor, que
comenzó en la comunidad de los
discípulos, puede llegar a ser tan grande
como el mundo.
Pertenece a la esencia misma de la
vida eucarística hacer crecer este
círculo de amor. Una vez que hemos
entrado en comunión con Jesús y hemos
creado una comunidad con quienes
saben que él está vivo, podemos ir y
unirnos a los numerosos viajeros
solitarios y ayudarles a descubrir que
también ellos están llamados a
compartir el regalo del amor. Ya no
tememos su tristeza y su dolor, sino que
podemos preguntarles simplemente:
«¿De qué ibais conversando por el
camino?» Y escucharemos historias de
inmensa soledad, de miedo, de rechazo,
de abandono y de tristeza. Debemos
escuchar, y a menudo tendremos que
hacerlo extensamente; pero también se
nos presentarán oportunidades para
decir con palabras o con un simple
gesto: «¿No sabes que eso de lo que te
quejas puedes vivirlo como un camino
hacia algo nuevo? Tal vez te sea
imposible evitar lo que te ha sucedido,
pero eres libre para elegir el modo de
vivirlo».
No todos nos escucharán, y sólo
unos pocos nos invitarán a entrar en sus
vidas y a unirnos a ellos en torno a su
mesa. Y sólo muy raramente podremos
ofrecer el pan que da la vida y sanar
verdaderamente un corazón roto. El
mismo Jesús no sanó a todo el mundo ni
cambió la vida de todos cuantos se
acercaron a él. Son muchas las personas
que, sencillamente, no creen que sean
posibles los cambios radicales, ni
pueden confiar en el primer desconocido
que se cruza en su vida. Pero siempre
que se produzca un verdadero encuentro
que lleve de la desesperación a la
esperanza, y de la amargura al
agradecimiento, veremos cómo se
desvanece una parte de la oscuridad y
cómo la vida, una vez más, se abre paso
a través de las fronteras de la muerte.
Esta ha sido y sigue siendo la
experiencia de quienes viven una vida
eucarística y consideran que su misión
consiste en desafiar constantemente a
sus compañeros de camino a elegir el
agradecimiento en lugar del
resentimiento, y la esperanza en lugar de
la desesperación.
Y las pocas veces que este desafío
es aceptado son suficientes para que la
vida merezca ser vivida. Ver cómo una
sonrisa se abre paso a través de las
lágrimas es asistir a un milagro: el
milagro de la alegría.
Estadísticamente, nada de esto es
demasiado significativo. Quienes
preguntan: «¿En cuántas personas has
influido? ¿Cuántas conversiones has
logrado? ¿Cuántas enfermedades has
sanado? ¿Cuánta alegría has repartido?
…», siempre recibirán respuestas un
tanto decepcionantes. El propio Jesús y
sus discípulos no tuvieron demasiado
éxito. El mundo sigue siendo un lugar
sombrío, lleno de violencia, corrupción,
opresión y explotación, y probablemente
siempre será así. La cuestión no es:
«¿Cuánto y en cuánto tiempo?», sino
«¿Dónde y cuándo?» ¿Dónde se está
celebrando la Eucaristía?; ¿dónde están
las personas que se reúnen en torno a la
mesa y parten juntas el pan, y cuándo
sucede eso? El mundo está sometido al
poder del mal. El mundo no es, no ha
sido ni será nunca capaz de reconocer la
luz que brilla en la oscuridad. Pero sí
hay personas que, en medio de este
mundo, viven sabiendo que él está vivo
y habita dentro de nosotros, que ha
superado el poder de la muerte y nos ha
abierto el camino hacia la gloria.
¿Hay personas que, en memoria de
él, se reúnen en torno a la mesa y hacen
lo que él hizo? ¿Hay personas que
siguen contándose unas a otras sus
historias de esperanza y salen juntas a
ayudar a sus semejantes, sin la
pretensión de resolver todos los
problemas, sino para llevar una sonrisa
a un moribundo y un poco de esperanza
a un niño abandonado?
Por muy pequeña, poco espectacular
y oculta que pueda parecer esta vida
eucarística, es como la levadura, como
la semilla de mostaza, como la sonrisa
en el rostro de un niño. Es precisamente
eso lo que mantiene vivas la fe, la
esperanza y el amor en un mundo que se
halla constantemente al borde de la
autodestrucción.
La Eucaristía se celebra a veces con
gran ceremonial, en espléndidas
catedrales y basílicas. Pero lo más
normal es que sea un «pequeño»
acontecimiento del que muy pocas
personas tienen noticia. Se celebra en
una sala de estar, en la celda de una
cárcel, en un ático…, fuera del ámbito
de las grandes corrientes que mueven el
mundo. Se celebra en secreto, sin
lujosas vestiduras, sin velas y sin
incienso. Se celebra con tal sencillez
que los que no asisten ni siquiera saben
que está celebrándose. Pero, grande o
pequeña, festiva o recóndita, es el
mismo acontecimiento, que revela que la
vida es más fuerte que la muerte, y el
amor más consistente que el miedo.
Conclusión
La palabra «Eucaristía» significa,
literalmente, «acción de gracias». Una
vida eucarística ha de ser vivida con
agradecimiento. La historia de los dos
amigos que iban a Emaús, que es
también nuestra propia historia, nos ha
mostrado que el agradecimiento no es
una actitud obvia ante la vida. El
agradecimiento necesita ser descubierto
y vivido con gran finura interior.
Nuestras pérdidas, nuestras experiencias
de rechazo y abandono y nuestros
muchos momentos de desilusión no
dejan de arrastrarnos a la ira, la
amargura y el resentimiento. Cuando nos
limitamos a dejar que sean los «hechos»
los que hablen, siempre habrá
suficientes hechos para convencernos de
que la vida, en definitiva, conduce a la
nada, y que toda pretensión de eludir ese
destino no es más que un signo de
profunda ingenuidad.
Jesús nos dio la Eucaristía para que
pudiéramos optar por el agradecimiento.
Es ésta una opción que nosotros mismos
tenemos que tomar y que nadie puede
tomar por nosotros.
Pero la Eucaristía nos incita a
clamar a Dios en demanda de
misericordia, a escuchar las palabras de
Jesús, a invitarle a nuestra casa, a entrar
en comunión con él y a proclamar al
mundo la buena noticia; la Eucaristía
nos permite liberarnos gradualmente de
nuestros muchos resentimientos y optar
por ser agradecidos. La celebración
eucarística no deja de invitarnos a tener
esa actitud. En nuestra vida diaria
tenemos incontables oportunidades de
mostrarnos agradecidos, en lugar de
resentidos, aunque al principio podamos
no reconocer tales oportunidades.
Muchas veces, antes de comprender algo
en su justa medida, ya hemos dicho: «Es
demasiado para mí… No tengo más
remedio que enfadarme y manifestar mi
enojo. La vida no es justa, y yo no puedo
actuar como si lo fuera». Sin embargo,
siempre está ahí esa voz que, una y otra
vez, sugiere que estamos cegados por
nuestra propia comprensión de las cosas
y que, de ese modo, nos arrastramos
unos a otros al abismo. Es la voz que
nos llama «torpes», la voz que nos pide
que miremos nuestra vida de un modo
totalmente nuevo: no desde abajo, donde
sólo nos fijamos en nuestras pérdidas,
sino desde arriba, donde Dios nos
ofrece su gloria.
En último término, la Eucaristía —
acción de gracias— viene de arriba. Es
un regalo que no podemos fabricar
nosotros mismos, sino que tenemos que
recibirlo. Un regalo que se nos ofrece
libremente y que pide ser libremente
recibido. ¡Ahí es donde está la elección!
Podemos elegir dejar al
desconocido que prosiga su viaje y siga
siendo un extraño. Pero también
podemos invitarlo a nuestra intimidad,
dejarle que toque cada partícula de
nuestro ser y transforme nuestros
resentimientos en agradecimiento. No
tenemos por qué hacerlo. De hecho, la
mayoría de la gente no lo hace. Pero
siempre que lo hacemos, todas las
cosas, incluidas las más triviales, se
hacen nuevas. Nuestras pequeñas vidas
se hacen grandes, y ello forma parte del
misterioso trabajo de salvación de Dios.
Una vez que tal cosa sucede, nada será
ya accidental, casual o fútil. Incluso el
más insignificante acontecimiento habla
el lenguaje de la fe, de la esperanza y,
sobre todo, del amor. Tal es la vida
eucarística, la vida en la que cualquier
cosa que hagamos es una manera de
decir: «Gracias» a aquel que se unió a
nosotros en el camino.
HENRI J. M. NOUWEN, escribió más de
treinta libros, entre los cuales se
destacan La compasión en la vida
cotidiana, Diario desde el monasterio,
Payasadas en Roma, Un grito en busca
de misericordia, Con las manos
abiertas, El regreso del hijo pródigo,
Signos de vida, Caminar con Jesús,
Con el corazón en ascuas. Enseñó en la
Universidad de Notre Dame, Yale y en
Harvard. Desde 1986 fue pastor de
L'Arche Daybreak, en Toronto, donde
compartió su vida con personas
discapacitadas, en una experiencia que
lo marcó profundamente y se reflejó en
algunas de sus obras. Murió en 1996.

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