Ross Macdonald, El Enemigo Insólito
Ross Macdonald, El Enemigo Insólito
Ross Macdonald, El Enemigo Insólito
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Ross Macdonald
El enemigo insólito
Lew Archer, 14
ePub r1.0
Achab1951 12.06.13
ebookelo.com - Página 3
Título original: The Instant Enemy
Ross Macdonald, 1968
Traducción: Mary Williams
Retoque de portada: Achab1951
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Capítulo 1
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volcaba a través de la ventana era de una cruel claridad.
—¿Alexandra sabe manejar una escopeta? —les pregunté.
—Cualquiera puede hacerlo —respondió Sebastián con malhumor—. Todo lo que
hay que hacer es tirar del gatillo.
—En verdad —interrumpió su esposa—, Sandy es una buena tiradora. Los
Hackett la llevaron para cazar perdices a principios de este año. Muy en contra de mi
voluntad, podría agregar.
—Podrías, y lo hiciste —replicó Sebastián—. Estoy seguro de que esa
experiencia fue buena para ella.
—Lo odiaba. Así lo dice en su diario. Odiaba matar cosas.
—Ya se le pasará. Y sé que fue un placer para Mr. y Mrs. Hackett.
—¡Ya empezamos otra vez!
Pero antes de que siguieran, pregunté:
—¿Quiénes son Mr. y Mrs. Hackett?
Sebastián me miró en forma expresiva, en parte ofendido, y en parte protector:
—Mr. Stephen Hackett es mi jefe. Es decir, dirige el consorcio que controla la
compañía de ahorros y préstamos para la que trabajo. También es dueño de unas
cuantas cosas más.
—Incluyéndote a ti —exclamó su esposa—, pero no a mi hija.
—Eso no es justo, Bernice. Nunca dije…
—No importa lo que digas. Lo que cuenta es lo que haces.
Me levanté, caminé hasta el otro extremo del mostrador, y me detuve frente a
ellos. Ambos parecían un poco sorprendidos y avergonzados:
—Todo esto es muy interesante —dije—, pero no me he levantado a las cinco de
la mañana para presenciar una discusión familiar. Concentrémonos en su hija Sandy.
¿Cuántos años tiene, Mrs. Sebastián?
—Diecisiete. Está en su último año de secundaria.
—¿Es buena estudiante?
—Lo era hasta hace pocos meses. Luego, sus notas comenzaron a bajar mucho.
—¿Por qué?
Mrs. Sebastián bajó los ojos, fijándolos en la taza de café.
—En realidad, no sé porqué. —Parecía evasiva, sin desear encontrar una
respuesta para esa conducta.
—Por supuesto que tú sabes el porqué —dijo el marido—. Todo esto ha sucedido
desde que conoció á ese salvaje. Davy… no-sé-cuánto.
—No es un hombre. Es un muchacho de diecinueve años, y nosotros manejamos
todo el asunto en forma abominable.
—¿Qué es eso de «todo el asunto», Mrs. Sebastián?
Ella extendió los brazos como si quisiera abarcar la situación; luego, los dejó caer
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con desaliento:
—El asunto del muchacho. Nos equivocamos en la forma de conducirlo.
—Ella se refiere a que yo me equivoqué, como siempre —dijo Sebastián—. Pero
yo sólo hice lo que debía. Sandy estaba comenzando a descontrolarse. Faltaba al
colegio para tener citas a la tarde con este individuo. Pasaba las noches en el «Strip»,
y sabe Dios qué cosas más. Anoche salí en su persecución…
Su esposa lo interrumpió:
—No fue anoche. Fue la noche anterior.
—Cuando quiera que fuera —su voz parecía debilitarse bajo la permanente fuerza
fría de desaprobación de su mujer. Cambió de tono a una especie de grito cantado.
Los perseguí hasta un misterioso lugar en West Hollywood. Estaban sentados en
público, abrazados. Le dije que si no se apartaba de mi hija, tomaría mi escopeta y le
volaría la cabeza.
—Mi marido ve mucha televisión. —Dijo secamente Mrs. Sebastián.
—Ridiculízame, si quieres, Bernice. Alguien tenía que hacerlo. Mi hija se estaba
perdiendo con un criminal. La traje a casa y la encerré con llave en su dormitorio.
¿Qué otra cosa podía hacer un hombre?
Su mujer guardó silencio esta vez. Movió su fina cabeza de un lado al otro.
—¿Les consta que el muchacho sea un criminal? —pregunté.
—Cumplió una condena en la cárcel del condado por robar un automóvil.
—Sólo fue para divertirse… —dijo ella.
—Llámalo como quieras. De cualquier manera no fue su primera contravención.
—¿Cómo lo saben?
—Barnice lo leyó en el diario de Sandy.
—Me gustaría ver ese famoso diario.
—No —dijo Mrs. Sebastián—. Me resultó bastante desagradable leerlo. No debí
haberlo hecho. —Inspiró profundamente—. Temo que no hayamos sido muy buenos
padres. Me siento tan culpable como mi marido, pero en una forma más sutil. Pero
esas cosas no le interesan a usted.
—Por ahora, no. —Yo estaba harto de la guerra de las generaciones, las
imputaciones y las contraimputaciones, insinuaciones y discusiones, de la
interminable charla de esta mesa de negociaciones—. ¿Cuánto tiempo hace que se ha
marchado su hija?
Sebastián miró su reloj pulsera:
—Cerca de veintitrés horas. La dejé salir de su cuarto ayer por la mañana. Parecía
haberse tranquilizado…
—Estaba furiosa —dijo su madre—. Pero nunca pensé, cuando salió para clase,
que no tenía intenciones de ir al colegio. En realidad, no nos dimos cuenta hasta
anoche, a eso de las seis, cuando no vino a comer. Me puse en comunicación con su
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maestra y me dijo que había faltado a clase todo el día. Ya para entonces estaba
oscuro.
Mrs. Sebastián miró por la ventana, como si todavía estuviera oscuro, ahora y
para siempre. Seguí su mirada. Dos personas estaban caminando por el campo de
golf, un hombre y una mujer, ambos canosos, como si hubieran envejecido en la
búsqueda de su pequeña y blanca pelota.
—Hay una cosa que no comprendo —dije—. Si usted pensaba que la niña iba al
colegio ayer por la mañana, ¿qué sucedió con la escopeta?
—Debe de haberla guardado en el maletero de su coche —replicó Sebastián.
—¡Ah… ya! Conduce un coche…
—Esa es una de las razones por la que estamos tan preocupados. —Sebastián
adelantó la cara a través del mostrador. Me sentí como un barman consultado por un
borracho. Pero estaba borracho de miedo—. Usted que tiene experiencia en esta clase
de asuntos, dígame por el amor de Dios, ¿por qué se llevó mi escopeta?
—Piense en una posible razón, Mr. Sebastián. Usted dijo que le volaría la cabeza
a su amigo con la escopeta.
—¡Pero no puede haberlo tomado en serio!
—Yo lo tomé así.
—Yo también —dijo la esposa. Sebastián dejó colgar la cabeza como la de un
prisionero en la picota. Pero dijo entre dientes:
—¡Por Dios! ¡Lo mataré si no la trae de vuelta!
—¡Bien pensado, Keith! —dijo su esposa.
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Capítulo 2
LA FRICCIÓN entre ellos comenzaba a irritarme los nervios. Le pedí a Sebastián que
me mostrara el armario de sus armas. Me condujo a un pequeño estudio que era en
parte biblioteca y en parte su armería.
Habían rifles pesados y livianos colocados verticalmente detrás de los cristales de
un gabinete de caoba, y una ranura vacía donde había calzado una escopeta de doble
caño. Los estantes de la biblioteca mostraban una colección de «best-sellers» y
ediciones de un club de lectores, y una hilera poco atractiva de libros sobre economía
y psicología publicitaria.
—¿Se dedica usted a publicidad?
—A relaciones públicas. Soy jefe de relaciones públicas de la Centennial Savings
y Loans. En realidad, debería estar allá, ahora. Estamos estudiando el programa para
el año próximo.
—Puede esperar un día, ¿verdad?
—No lo sé.
Se volvió hacia la vitrina de las armas; la abrió, y también abrió el cajón de abajo,
donde guardaba los cartuchos. Le quitó el cerrojo con la misma llave de bronce.
—¿Dónde estaba la llave?
—En el cajón de arriba de mi escritorio. —Abrió el cajón y me lo mostró—.
Sandy sabía dónde la guardaba, desde luego.
—Pero cualquier otro podría haberla encontrado.
—Eso es cierto. Pero estoy seguro de que fue ella quien la tomó.
—¿Por qué?
—Tengo el presentimiento.
—¿Es alocada en el manejo de las armas?
—Desde luego que no. Cuando se está bien enseñado, no se puede ser alocado,
como usted dice.
—¿Quién le enseñó?
—Yo, naturalmente. Soy su padre.
Se dirigió al armario de las armas y tocó el caño de un rifle pesado. Con cuidado
cerró las puertas de cristal, y le echó llave. Debe haberse visto reflejado en el cristal.
Retrocedió, frotándose la barbilla sin afeitar con la palma de la mano.
—¡Qué mal aspecto tengo! No me extraña que Bernice haya estado
fastidiándome. Se me está cayendo la cara.
Se excusó y se marchó para arreglarse. Eché una mirada a mi propia imagen
reflejada en él cristal. Yo tampoco lucía muy bien. En la mañana, temprano, no era mi
momento más feliz para pensar, pero formulé una reflexión vagamente desdichada:
Sandy era una muchacha colocada en medio de un matrimonio tenso, y en estos
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momentos yo también estaba en la misma situación.
Mrs. Sebastián entró sin hacer ruido en la habitación y se paró a mi lado, frente al
armario de las armas.
—Me casé con un «boy scout».
—Hay destinos peores.
—Nombre uno. Mi madre me previno que no me complicara con un hombre
apuesto. «Cásate con un hombre inteligente», me dijo. Pero no quise escucharla. Yo
debí seguir mi carrera de modelo. Por lo menos dependería de mis propios huesos. —
Se palmeó la cadera que estaba más próxima a mí.
—Tiene usted muy buenos huesos. También es muy cándida.
—Me hice cándida en el curso de la noche.
—Muéstreme el diario de su hija.
—No lo haré.
—¿Se avergüenza usted de ella?
—De mí misma. ¿Qué podría decirle el diario que no pudiera decirle yo?
—…si se hubiera acostado con ese muchacho, por ejemplo.
—Desde luego, no lo ha hecho —respondió ella con un ligero toque de cólera.
—…o con cualquier otro.
—¡Eso es absurdo! —pero su rostro palideció.
—¿Lo hizo?
—Por supuesto que no. Sandy es una muchacha sumamente inocente para su
edad.
—O lo era: Esperemos que todavía lo sea.
Bernice Sebastián se replegó a un plano más elevado:
—Yo… nosotros no lo hemos contratado para que escudriñe la moral de mi hija.
—Usted no me contrató. Punto. En un caso tan incierto como éste, necesito un
anticipo.
—¿Qué quiere decir con eso de incierto?
—Su hija podría volver en cualquier momento. Usted y su marido podrían
cambiar de idea…
Me detuvo con un impaciente gesto de su mano:
—Está bien. ¿Cuánto quiere usted?
—Dos días pagos, y gastos. Digamos, doscientos cincuenta dólares…
Se sentó en el escritorio, sacó una libreta de cheques del segundo cajón y extendió
un cheque:
—¿Qué más?
—Algunas fotografías recientes de ella.
—Tome asiento. Buscaré algunas.
Cuando se fue examiné los talones dé la chequera. Después de pagar mi anticipo,
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los Sebastián tenían menos de doscientos dólares como saldo en su cuenta bancaria.
Su hermosa casa nueva, suspendida sobre la abrupta pendiente, era casi una viva
imagen de sus vidas.
Mrs. Sebastián volvió con un montón de fotografías. Sandy era una muchacha
con una expresión seria que se parecía a su madre en el color oscuro de la tez. La
mayoría de las fotos la mostraban en actividad: montando a caballo, andando en
bicicleta, de pié, sobre un trampolín, dispuesta a zambullirse, apuntando con un arma.
El arma parecía el mismo rifle 22 que estaba en la vitrina. Lo sostenía como si
supiera usarlo.
—¿Qué me dice de esta vocación por las armas? ¿Fue idea de Sandy?
—No, de Keith. Su padre había hecho de él un cazador. Keith le pasó esta gran
tradición a su hija. —Su voz era sardónica.
—¿Es su única hija?
—Así es. No tenemos otro hijo.
—¿Puedo pasar al dormitorio de ella?
La mujer vaciló.
—¿Qué espera encontrar? ¿Evidencias de lesbianismo? ¿Narcóticos?
Todavía trataba de ser irónica, pero sus preguntas me llegaron textualmente.
Había encontrado cosas más extrañas que esas en las habitaciones de la gente joven.
El dormitorio de Sandy estaba lleno de sol, y de suaves y agradables aromas.
Descubrí que se parecía mucho a lo que uno espera encontrar en el dormitorio de una
inocente y seria estudiante del último año. Muchos sweaters y faldas y libros, tanto
textos de la secundaria como algunas buenas novelas, tales como High Wind in
Jamaica. Un conjunto de animales confeccionados en paño. Insignias del colegio,
especialmente del Ivy League. Una caja forrada de color rosa, y dentro, en figura
geométrica, los cosméticos. La fotografía de otra muchacha sonriente desde su marco
de plata, en la pared.
—¿Quién es?
—La mejor amiga de Sandy, Heidi Gensler.
—Me gustaría hablar con ella.
Mrs. Sebastián titubeó. Sus vacilaciones eran breves pero tensas y sombrías,
como si estuviera planeando sus movimientos mucho antes, en un juego de altas
apuestas.
—Los Gensler no saben lo que ha sucedido.
—No puede buscar a su hija y mantenerlo en secreto al mismo tiempo. ¿Son
amigos de ustedes los Gensler?
—Son vecinos. Las dos muchachas son muy amigas… —de pronto se decidió—.
Le pediré a Heidi que venga antes de ir al colegio.
—¿Por qué no enseguida?
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Dejó la habitación. Hice una rápida investigación por los sitios donde
habitualmente se esconden cosas: debajo de la alfombra de lana ovalada de color
rosa, entre el colchón y el elástico, en el estante más alto y oscuro de su placard,
detrás y debajo de la ropa en la cómoda. Sacudí algunos de los libros. De adentro de
Sonnets from the Portuguese, cayó un papel escrito.
Lo recogí de encima de la alfombra. Era parte de una libreta rayada, en la que
alguien había escrito en nítidas letras negras:
Escucha, pájaro: me causas un dolor en la sangre con tu revoloteo. Creo que será
mejor abrirme una vena / y dejarte ir con mi sangre.
Mrs. Sebastián me estaba observando desde el vano de la puerta.
—Es usted concienzudo, Mr. Archer. ¿Qué es eso?
—Un verso. Me pregunto si lo habrá escrito Davy.
Me lo arrebató de entre los dedos y lo leyó.
—Para mí, carece de sentido.
—No estoy de acuerdo —se lo arrebaté a mi vez, y lo puse dentro de mi billetera
—. ¿Viene Heidi?
—Estará aquí dentro de un momento. Está terminando de desayunar.
—Bien. ¿Tiene alguna carta de Davy?
—Por supuesto que no.
—Pensé que podía haberle escrito a Sandy. Quiero saber si este verso está escrito
de su puño y letra.
—No tengo la menor idea.
—Apostaría a que sí. ¿Tiene usted alguna fotografía de Davy?
—¿De dónde podría sacer una fotografía de Davy?
—Del mismo lugar en que encontró el diario de su hija.
—No necesita enrostrarme eso constantemente.
—No hago eso. Es que me gustaría leerlo. Podría ayudarme mucho.
Ella entró en otra de sus sombrías cavilaciones, forzando sus ojos hacia adelante,
a la curva del tiempo.
—¿Dónde está el diario, Mrs. Sebastián?
—Ya no existe —respondió con cautela—. Lo destruí.
Pensé que mentía y no intenté ocultar mi pensamiento.
—¿Cómo?
—Lo mastiqué y lo tragué. Ahora debe excusarme, tengo un dolor de cabeza
terrible.
Esperó al lado de la puerta a que saliera de la habitación. Luego la cerró y le echó
llave. La cerradura era nueva.
—¿De quién fue la idea de cambiar la cerradura?
—En verdad, de Sandy. Deseaba más intimidad estos últimos meses. Más de la
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que necesitaba.
Se dirigió a otra habitación y cerró la puerta. Encontré a Sebastián en el
mostrador de la cocina, tomando café. Se había lavado, afeitado y cepillado el pelo
castaño ondeado, puesto una corbata y una chaqueta, y tenía un aspecto más
optimista.
—¿Más café? —me ofreció.
—No, gracias. —Saqué una pequeña libreta negra y me senté al lado de él—.
¿Puede darme la descripción de Davy?
—A mi me parecía un joven asesino.
—Los asesinos vienen de todas formas y tamaños. ¿Qué altura tiene,
aproximadamente?
—Más o menos como yo. Tengo seis pies, calzado.
—¿Peso?
—Parece pesado. Quizás unos noventa kilos.
—¿Constitución atlética?
—Supongo que podría decirse eso. —Había un amargo tono que sugería
competencia, en su voz—. Pero yo podría vencerlo.
—No dudo de ello. Descríbame su rostro.
—No es mal parecido. Pero tiene una típica expresión sombría, propia de los de
su calaña.
—¿Antes o después de que usted prometiera balearlo?
Sebastián se movió para levantarse:
—Mire…, si usted se está colocando en el bando contrario, ¿para qué cree que le
estamos pagando?
—Para esta —le dije—, y para otra cantidad de preguntas aburridas. ¿Cree usted
que esto es mi idea acerca de una diversión social?
—Tampoco es la mía.
—No, pero eso es cosa suya. ¿De qué color es el pelo de Davy?
—Rubio.
—¿Lo usa largo?
—Corto. Probablemente se lo cortaron en la cárcel.
—¿Ojos azules?
—Así me parece.
—¿Barba o bigotes?
—No.
—¿Cómo se viste?
—El traje común. Pantalones ajustados, bajo en las caderas, y una camisa celeste
desteñida. Botas…
—¿Cómo habla?
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—Con la boca. —Los descarnados sentimientos de Sebastián se estaban
volviendo más evidentes aun.
—¿Educado o grosero? ¿Mal hablado o correcto?
—No lo he escuchado lo bastante como para poder juzgarlo. Estaba furioso.
Ambos lo estábamos.
—¿Cómo lo calificaría, en síntesis?
—Como un sujeto díscolo y desaliñado. Un tipo peligroso. —Se dio la vuelta con
un movimiento rápido y me miró con los ojos muy abiertos, como si yo le hubiera
aplicado esas palabras a él—. Escúcheme. Tengo que irme a la oficina. Tenemos una
conferencia importante para considerar el programa del año próximo. Y luego voy a
almorzar con Mr. Hackett.
Antes de que se fuera conseguí que me diera una descripción del automóvil de su
hija. Era un Dart, dos puertas, modelo del último año, color verde claro, que estaba
registrado a nombre de él. No quiso que denunciara el coche, para que no fuera
incluido en la lista de los coches buscados por la policía. Tampoco tenía yo que
decirle nada a la policía acerca del caso.
—Usted no sabe cómo son las cosas en mi profesión —dijo. Tengo que conservar
una apariencia de acero inoxidable. Si se da un traspié, se está perdido. Confianza es
el artículo básico en el negocio de los ahorros y préstamos.
Se fue manejando un Oldsmobile nuevo que, según los talones de su libreta de
cheques, estaba costándole ciento veinte dólares por mes.
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Capítulo 3
POCOS MINUTOS más tarde le abría la puerta del frente a Heidi Gensler. Era una
adolescente de aspecto agradable, cuyo pelo rubio le caía lacio sobre los delicados
hombros. No usaba afeites, por lo que pude observar. Llevaba un maletín con libros.
Su mirada azul celeste era insegura:
—¿Es usted la persona con quien se supone que debo hablar?
Le dije que era yo:
—Mi nombre es Archer. Entre, Miss Gensler.
Me miró al pasar, mientras entraba:
—¿Ha sucedido algo?
Mrs. Sebastián surgió de su habitación vistiendo una vaporosa robe de color
rosado:
—Entra, querida Heidi, no tengas miedo. Has sido muy amable al venir. —Su voz
no era maternal.
Heidi entró y se demoró en el pasillo, muy incómoda.
—¿Le ha pasado algo a Sandy?
—No lo sabemos, querida. Antes de referirte los hechos tal como son, quiero que
me prometas una cosa: no hablar de esto ni en el colegio ni en tu casa.
—No lo haría. Nunca lo he hecho.
—¿Qué quieres decir con eso, querida? ¿Con eso de que «nunca lo has hecho»?
Heidi se mordió el labio:
—Quiero decir… no quiero decir nada.
Mrs. Sebastián se acercó a ella como un pájaro rosado, con una cabeza oscura y
agresiva:
—¿Sabías lo que estaba pasando entre ella y ese muchacho?
—Sí, lo supe. No pude evitarlo.
—¿Y nunca nos dijiste nada? Eso no fue muy amistoso de tu parte, querida.
La muchacha estaba a punto de llorar:
—Sandy es mi amiga.
—Bien. Espléndido. Entonces nos ayudarás para hacerla volver a casa, ¿quieres?
La chica asintió con la cabeza:
—¿Se escapó con Davy Spanner?
—Antes de responderte a eso, recuerda que has prometido no hablar.
—Eso casi es innecesario, Mrs. Sebastián —intervine—. Y, en realidad, preferiría
ser yo quien haga las preguntas.
—¿Cómo puedo saber si usted será discreto? —dijo, volviéndose hacia mí.
—No puede saberlo. No puede controlar la situación. Está fuera de control. De
manera que, ¿por qué no se va y me deja manejar esto?
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Mrs. Sebastián rehusó marcharse. Parecía dispuesta a despedirme. No me
importó. El caso se perfilaba como uno de aquellos en que no haría amigos y ganaría
muy poco dinero.
Heidi me tocó el brazo:
—¿Podría llevarme hasta la escuela, Mr. Archer? No tengo quien me lleve cuando
Sandy no está.
—Está bien. La llevaré. ¿Cuándo quiere ir?
—En cualquier momento. Si llego temprano para mi primera clase, podré ir
adelantando algunos deberes.
—¿Sandy la llevó ayer al colegio?
—No. Tomé el ómnibus. Me llamó por teléfono ayer a la mañana, á esta hora más
o menos, diciéndome que no iría al colegio.
—¿Te dijo a dónde iría? —preguntó Mrs. Sebastián, inclinándose hacia adelante.
—No. —La expresión de la chica se había cerrado, y parecía hermética. Si sabía
algo, no se lo iba a decir a la madre de Sandy.
—Creo que estás mintiendo, Heidi —dijo Mrs. Sebastián.
La chica se ruborizó y asomaron lágrimas a sus ojos.
—No tiene derecho a decirme eso. Usted no es mi madre.
Intervine otra vez. Nada que valiera la pena oír, iba a escuchar en la casa de
Sebastián:
—Vamos —le dije a la muchacha—. La llevaré al colegio.
Salimos y subimos a mi coche, comenzando a bajar la colina hacia la carretera.
Heidi estaba sentada, muy sosegada, con su maleta de libros. Probablemente
recordase que no debía haber subido a un automóvil con un desconocido. Pero
después de un minuto dijo:
—Mrs. Sebastián me echa las culpas. No es justo.
—Le echa la culpa, ¿de qué?
—De todo lo que hace Sandy. El hecho de que Sandy me cuente cosas, rio me
hace responsable.
—¿Cosas?
—Sí. Como el asunto de Davy. No puedo correr a decirle a Mrs. Sebastián todo lo
que Sandy me cuenta. Eso me convertiría en una chismosa.
—Me parece que hay cosas peores.
—¿Por ejemplo…? —YO estaba poniendo en tela de juicio su código, y ella
hablaba a la defensiva.
—Como dejar que su mejor amiga se meta en un problema, sin levantar un dedo
para evitarlo.
—Yo no la dejé. ¿Cómo podía detenerla? De cualquier manera, no se ha metido
en ningún problema, por lo menos en la forma que usted sugiere.
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—No me refiero a que vaya a tener un bebé. Ese es un problema menor
comparado con otras cosas que le pueden suceder a una chica.
—¿Qué otras cosas?
—No llegar a vivir para tener un bebé. O envejecer de pronto…
Heidi emitió un débil sonido como el de un animalito asustado. Dijo en voz baja:
—Eso es lo que le ha pasado a Sandy, en cierto sentido. ¿Cómo lo supo usted?
—He visto lo que le ha pasado a otras muchachas que no quisieron esperar.
¿Conoce usted a Davy?
Vaciló un momento antes de responder.
—Lo he conocido.
—¿Qué piensa de él?
—Que tiene una personalidad muy excitante —dijo con cautela—, pero no creo
que sea bueno para Sandy. Es rudo y salvaje. Creo que está loco. Sandy no es ninguna
de esas cosas. —Se detuvo ante una idea importante—. Algo malo le sucedió… es
todo. Sucedió.
—¿Quiere decir el haberse enamorado de Davy?
—Me refiero al otro. Davy Spanner no es tan malo comparado con el otro.
—¿Quién es el otro?
—No quiso darme su nombre ni decirme nada con respecto a él.
—¿Entonces, cómo puede decirme que Davy es mejor?
—Es fácil adivinarlo. Sandy es más feliz ahora que antes. Solía hablar de suicidio
todo el tiempo.
—¿Cuándo fue eso?
—En el verano, antes de que comenzara el colegio. Iba a entrar caminando en el
mar, en Zuma Beach, y nadar mar adentro. Le quité la idea.
—¿Qué le estaba haciendo sufrir? ¿Un asunto amoroso?
—Supongo que podría llamársele así.
Heidi no quiso decirme nada más. Le había jurado solemnemente a Sandy no
decir una palabra, y ya había quebrantado su juramento con lo que me había referido.
—¿Ha visto alguna vez el diario de Sandy?
—No. Pero sabía que llevaba uno. Nunca se lo mostró a nadie, jamás. —Se
volvió hacia mí en el asiento, bajando la falda sobre sus rodillas—. ¿Puedo hacerle
una pregunta, Mr. Archer?
—Adelante, pregunte.
—¿Qué le ha sucedido a Sandy, esta vez?
—No lo sé. Salió de su casa en automóvil, hace veinticuatro horas. La noche
antes, su padre irrumpió en una cita que ella tenía con Davy en West Hollywood, la
trajo a casa y la encerró en su habitación.
—No es de extrañar que Sandy haya huido de la casa.
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—Incidentalmente, también se llevó la escopeta de su padre.
—¿Para qué?
—No lo sé. Pero entiendo que Davy tiene un antecedente criminal.
La muchacha no respondió a la pregunta implícita. Permaneció sentada,
mirándose los puños que apretaba contra su regazo. Llegamos al pie de la colina, y
enderezamos hacia Ventura Boulevard.
—¿Cree usted que ahora ella está con Davy, Mr. Archer?
—En esa presunción es que me fundo. ¿Hacia qué lado…?
—Espere un minuto. Deténgase ahí, al costado.
Estacioné en la perfilada sombra mañanera de un roble, que en alguna forma
había logrado sobrevivir a la construcción de la carretera y del boulevard.
—Sé donde vive Davy —dijo Heidi—. Sandy me llevó a su «refugio». Usó la
palabra refugio con cierta jactancia, como si quisiera probar que estaba creciendo—.
Está en los apartamentos Laurel, en Pacific Pa-lisades. Sandy me dijo que le dan el
apartamento gratis, a cambio de cuidar de la pileta de natación y alrededores.
—¿Qué sucedió cuando visitó su casa?
—No sucedió nada. Nos sentamos y conversamos; fue muy interesante.
—¿De qué hablaron?
—De la manera en que vive la gente. La mala moral que tiene la gente hoy en día.
Me ofrecí a llevarla a Heidi hasta el colegio, pero dijo que ahí podía tomar el
ómnibus. La dejé parada en una esquina. Una criatura amable, que parecía un poco
perdida en un mundo de altas velocidades y baja moral.
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Capítulo 4
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—Pregúntemelo a mí.
—Está bien. ¿Conoce a Sandy Sebastián?
—Sí. Es una muchacha bonita.
—¿Está acá?
—No vive aquí. Vive con sus padres, en algún lugar del Valle.
—Falta de su casa desde ayer por la mañana. ¿Ha estado acá?
—Lo dudo.
—¿Y qué me dice de Davy?
—No lo he visto esta mañana. Recién me levanto. —Miró el firmamento como
una mujer a quien le gusta la luz, pero que no ha vivido siempre en ella—. De
manera, que es un policía…
—Soy un detective privado. El padre de Sandy me contrató. Creo que le
convendría dejarme hablar con Davy.
—Yo seré quien hable. Usted no ha de querer ponerlo en fuga otra vez.
Me condujo a un pequeño apartamento al fondo, al lado de la entrada de los
garajes. El nombre «David Spanner» había sido escrito sobre una tarjeta blanca en la
puerta, con los mismos rasgos precisos del verso que había caído del libro de Sandy.
Mrs. Smith golpeó suavemente, y al no recibir contestación, llamó:
—Davy…
Se oyeron voces detrás de la puerta, la voz de un hombre joven y la de una
muchacha, que hizo latir mi corazón con un mal presentimiento. Oí los pasos suaves.
La puerta se abrió.
Davy no era más alto que yo, pero parecía llenar el vano de la puerta, de uno a
otro lado. Los músculos aparecían bajo su sweater negro, su cabeza rubia y su rostro
tenían un aspecto ligeramente desaliñado.
Espió la luz del sol, como si la quisiera rechazar.
—¿Me necesitaba?
—¿Está contigo esa muchacha amiga tuya? —Mrs. Smith tenía un tono en la voz
que no pude ubicar muy bien. Me pregunté si sentiría celos de la muchacha.
Aparentemente, Davy también advirtió el tono:
—¿Ha pasado algo?
—Este hombre parece creerlo así. Dice que tu amiga se ha fugado.
—¿Cómo puede haber fugado? Está aquí. —Su voz carecía de inflexiones. Era
como si estuviera ocultando sus sentimientos—. Sin duda, su padre lo ha enviado —
dijo dirigiéndose a mí.
—Correcto.
—Vuelva y dígale que estamos en el siglo veinte, en la segunda mitad. Quizá
haya habido un tiempo en que un padre se saliera con la suya, encerrando a la hija en
su dormitorio. Pero hace rato que ha pasado ese día. Dígale eso al viejo Sebastián.
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—No es un viejo. Pero ha envejecido en las últimas veinticuatro horas.
—Bien. Espero que se muera. Lo mismo piensa Sandy.
—¿Puedo hablar con ella?
—Le doy exactamente un minuto. —A Mrs. Smith le dijo—: Por favor, salga un
momento.
Nos habló a ambos con cierta autoridad, pero esa autoridad era ligeramente
maníaca. La mujer pareció sentirlo así. Se alejó cruzando el patio, sin una palabra, ni
siquiera mirar hacia atrás, como si deliberadamente estuviera accediendo a su
capricho. Mientras ella se sentó al lado de la pileta, volví a peguntarme para qué,
exactamente, lo había empleado.
Davy, bloqueando la puerta con su cuerpo, se volvió y llamó a la chica:
—Sandy, ¿quieres venir un minuto?
Ella se acercó llevando anteojos oscuros que la robaban toda expresión a su cara.
Como Davy, llevaba puesto un pullover negro. Su cuerpo se tendió hacia adelante,
reclinándose en el de Davy, con ese tipo de impudicia apesadumbrada que sólo las
chicas muy jóvenes son capaces de sentir. Estaba pálida y apenas movía los labios al
hablar.
—Creo que no lo conozco, ¿verdad?
—Su madre me envió.
—¿Para llevarme a casa otra vez?
—Sus padres están deseando conocer sus planes, si es que los tiene…
—Dígales que pronto lo descubrirán. —No parecía enojada, en el sentido
corriente. Su voz era triste y sin inflexiones. Detrás de los anteojos oscuros parecía
estar mirando a Davy, en lugar de mirarme a mí.
Había un cierto tipo de pasión entre ellos. Despedía un sutil perfume equívoco de
algo que se quemara, de alguna cosa que estuviera ardiendo donde no debería arder.
Un incendio provocado por niños, mientras jugaban con fósforos.
Yo no sabía en qué forma hablarles:
—Su madre está bastante enferma con todo esto, Miss Sebastián.
—Estará más enferma aun.
—Eso suena como una amenaza…
—Lo es. Garantizo que estará más enferma aun.
Davy meneó la cabeza en dirección a ella:
—No digas nada más. De cualquier manera, su minuto terminó. —Hizo una
elaborada demostración de verificar su reloj pulsera, y tuve una rápida idea de lo que
pasaba por su cabeza: grandes planes e intrincadas hostilidades, y un complicado
programa que no siempre concordaría con la realidad—. Su minuto ha concluido.
¡Adiós!
—¡Vamos! Necesito otro minuto, o quizá dos. —No estaba enfrentado al
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muchacho deliberadamente, pero tampoco lo evitaba. Era importante saber cuan
salvaje era en realidad—. Hágame un favor, Miss Sebastián. Quítese los anteojos para
que pueda verla.
Ella, con ambas manos, levantó los anteojos de su cara. Sus ojos estaban ardientes
y perdidos.
—Póntelos otra vez —exclamó Davy.
Ella le obedeció.
—Tú recibes órdenes de mí, pajarito. De nadie más. —Se volvió hacia mí—. En
cuanto a usted, quiero perderlo de vista en un minuto. Es una orden.
—No eres bastante crecido para darle órdenes a nadie. Cuando me marche, Miss
Sebastián viene conmigo.
—¿Lo cree usted? —la empujó hacia adentro y cerró la puerta—. Jamás volverá a
esa cárcel.
—Es mejor que mezclarse con un psicópata.
—¡No soy un psicópata!
Para probarlo, envió su puño derecho hacia mi cabeza. Me eché para atrás,
inclinándome un poco, y pasó por encima. Pero su izquierda vino enseguida,
golpeándome de pleno en el costado del cuello. Tambaleándome retrocedí hasta el
jardín, sintiendo que se bamboleaba el cielo sobre mi cara. Con el talón tropecé en el
borde que rodea la piscina, y mi cabeza dio un golpe seco contra el cemento.
Davy se interpuso entre el cielo y yo. Yo rodaba de un lado a otro. Me aplicó dos
puntapiés en la espalda. De alguna manera logré levantarme y enfrentarlo. Era como
luchar con un oso. Me levantó limpio en el aire.
Mrs. Smith exclamó:
—¡Basta! —habló como si realmente él fuera un animal a medio domesticar—.
¿Quieres volver a la cárcel?
El se detuvo, sosteniéndome aun como un oso, en forma tal que no me dejaba
respirar. La mujer de pelo rojo fue hasta la canilla e hizo correr el agua en la
manguera. Apuntó de lleno sobre Davy. Algo del agua rae salpicó.
—¡Suéltalo…!
Davy me soltó. La mujer seguía con la manguera sobre él, apuntando al centro de
su cuerpo. El no trató de quitarle la manguera. Me observaba. Y yo observaba un
pequeño grillo que se arrastraba por el borde de la piscina a través del agua
derramada, con el pequeño y desmañado remedo de un hombre.
La mujer habló por sobre el hombro:
—¡Es mejor que se marche de una vez, buscalíos!
Mrs. Smith seguía acumulando insultos e injurias, pero me marché. No muy lejos.
A la vuelta de la esquina estaba estacionado mi coche. Lo conduje alrededor de la
manzana y volví a estacionarlo en la calle en declive de los apartamentos Laurel. No
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podía ver el patio interior ni las puertas que se abrían sobre él. Pero las puertas del
garage eran claramente visibles.
Me senté a vigilarlas durante media hora. Mi cólera y mis sentimientos lastimados
se calmaron gradualmente. Los golpes en la espalda me seguían doliendo.
No había esperado que me golpearan. El hecho de haberlo sido significaba que
estaba poniéndose viejo o que Davy era muy fuerte. No me llevó más de media hora
decidir que seguramente ambas cosas eran ciertas.
El nombre de la calle donde estaba estacionado era Los Baños Street. Era una
buena calle, con casas nuevas, de tipo rural, con los céspedes bien cortados,
escalonados en la falda de la colina. Cada casa era cuidadosamente distinta. La que
estaba frente a mí, por ejemplo, la de los cortinados corridos, tenía una base de tres
metros de roca volcánica al frente. El automóvil que estaba en la entrada era un
Cougar nuevo.
Un hombre con una chaqueta liviana de cuero salió de la casa, abrió el maletero
del coche y sacó un disco chato y pequeño que me interesó. Parecía como un rollo de
cinta magnetofónica. El hombre advirtió mi interés, y la deslizó en el bolsillo de su
chaqueta.
Luego decidió hacer algo más sobre el asunto. Cruzó la calle hasta donde yo
estaba, caminando con una actitud autoritaria. Era un hombre grande y pesado, con
una calva pecosa. En su cara grande, sonriente y laxa, los ojos duros aparecían
desagradables era como encontrar una piedrita en la crema.
—¿Vive por aquí, amigo? —me preguntó.
—Estoy haciendo un reconocimiento. ¿Usted llama a eso vivir aquí?
—No nos gustan los extraños que nos espían. De manera que, ¿qué le parecería
largarse…?
No quería atraer la atención. Me marché. Anoté el número de placa del Cougar y
el de la casa, 702 Los Baños Street.
Tengo un buen sentido del tiempo, o el tiempo tiene un buen sentido de mí. Mi
coche recién comenzaba a andar, cuando un compacto verde claro salió retrocediendo
del garage de los apartamentos Laurel. Cuando giré colina abajo hacia la carretera
costera, pude ver que Sandy conducía y que Davy estaba con ella en el asiento de
adelante. Los seguí. Giraron hacia la derecha de la carretera, pasaron por la luz
amarilla al pie de Sunset, y me dejaron, con los dientes rechinando, detrás de la luz
roja.
Anduve todo el camino hasta Malibu, tratando de alcanzarlos, pero no tuve suerte.
Volví a los apartamentos Laurel, sobre Eider Street.
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Capítulo 5
LA TARJETA sobre la puerta del apartamento n.º 1, decía: «Mrs. Laurel Smith». Ella
abrió la puerta, dejando puesta la cadena de seguridad, y me gruñó:
—Usted lo ha alejado. Espero que esté satisfecho.
—¿Eso quiere decir que se han ido para siempre?
—No deseo hablar con usted.
—Creo que es mejor que lo haga. No soy un buscalíos cualquiera, pero se pueden
producir dificultades. Si Davy Spanner se encuentra en libertad bajo palabra, la ha
quebrantado al golpearme.
—Se lo estuvo buscando usted.
—Eso depende del lado en que se coloque. Usted está, evidentemente, del lado de
él. En tal caso es mejor que coopere conmigo.
Se quedó pensando:
—¿Cooperar, en qué forma?
—Busco a la muchacha. Si consigo que vuelva de una manera razonable, en un
período de tiempo razonable… digamos, hoy… no caeré duro sobre Davy. De otro
modo, sí.
Descorrió la cadena de seguridad.
—¡Muy bien, Señor Dios! Entre. El lugar está revuelto, pero usted también lo
está.
Sonrió con un costado de la boca y con un ojo. Pensé que intentaba enojarse
conmigo, pero habían pasado tantas cosas en su vida, que no podía permanecer
enojada. Una de las cosas que había pasado (podía decirlo por su aliento) era el
alcohol.
El reloj sobre la chimenea, indicó la diez y media. El reloj estaba bajo un fanal de
cristal, como para proteger a Laurel Smith del correr del tiempo. Las otras cosas de la
sala de estar, los muebles sobrecargados, las chucherías y el desorden de las revistas,
producían una impresión fría. Era como una sala de espora donde uno no pudiera
relajarse, por temor a que oí dentista lo llamara en cualquier momento, o el
psicoanalista.
El pequeño aparato de televisión estaba en un rincón del salón, funcionando, sin
sonido. Laurel me dijo, disculpándose:
—Nunca he sido afecta a la televisión. Pero gané este aparato en un concurso,
hace un par de semanas.
—¿Qué tipo de concurso?
—Uno de esos concursos telefónicos. Me llamaron y me preguntaron cuál era la
capital de California. Yo dije: Sacramento. Y me respondieron que había ganado un
aparato portátil de televisión. Así no más. Pensé que se trataba de una broma, pero a
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la hora llegaron aquí con el televisor.
Lo apagó. Nos sentamos frente a frente en los extremos opuestos de un diván.
Había un vaso de café, bastante opaco, en la mesilla que teníamos delante. El
cuadro que enmarcaba la ventana, detrás de nosotros, estaba lleno de cielo azul y de
mar azul.
—Hábleme de Davy.
—No hay mucho que decir. Lo tomé hace un par de meses.
—¿En qué sentido lo tomó?
—Para la limpieza. Necesitaba trabajar unas horas; proyectaba ingresar a la
universidad el primero de año. Nadie lo diría por la forma en que actuó esta mañana,
pero es un joven ambicioso.
—¿Sabía usted que había estado preso, cuando lo empleó?
—Naturalmente que lo sabía. Eso fue lo que hizo que me interesara en el caso. Yo
también he tenido mi dosis de dificultades…
—¿Dificultades con la ley?
—No he dicho eso. Y no hablemos de mí… ¿eh? He tenido algo de suerte en
asuntos de inmuebles, y me gusta esparcir a mí alrededor un poco de esa suerte. Así
fue que le di un trabajo a Davy.
—¿Ha conversado usted con él extensamente?
Dejó escapar una risita:
—Diría que sí. Ese muchacho habla hasta por los codos.
—¿Acerca de qué?
—De cualquier tema. Su tópico preferido es cómo el país sé está yendo a la ruina.
Puede ser que esté en lo cierto. Dice que el tiempo que ha pasado en la cárcel le ha
dado un punto de vista realista de todo el asunto.
—Me suena como un abogadillo de un salón de billares.
—Davy es más que eso —dijo a la defensiva—. Es algo más que un charlatán.
Tampoco es el tipo de hombre de salón de billares. Es un muchacho serio.
—Serio, ¿con respecto a qué?
—Quiere madurar y ser un verdadero hombre, y hacer cosas útiles.
—Creo que la ha engatusado, Mrs. Smith.
—No —meneó su cabeza artificial—, no me ha engatusado. Quizá se esté
engatusando un poco a sí mismo. ¡Sabe Dios cuántos problemas tendrá! He hablado
con el oficial que controla su libertad bajo palabra… —vaciló.
—¿Quién es ese agente?
—He olvidado su nombre. —Fue, en busca de la guía telefónica que estaba en el
hall, y consultó la primera página—. Mr. Belsize. ¿Lo conoce?
—Sí, nos hemos conocido. Es un hombre bueno.
Laurel Smith se sentó más cerca de mí. Parecía estar algo más cordial, pero sus
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ojos seguían vigilantes:
—Mr. Belsize admitió que estaba corriendo un riesgo con Davy, recomendándolo
para la libertad condicional; en ese sentido lo digo. Dice que Davy puede lograrlo y
que también podría fracasar. Le dije que yo también correría el mismo riesgo.
—¿Por qué?
—No se puede vivir sólo para sí mismo. Eso es algo que he aprendido. —Una
repentina sonrisa iluminó su cara—. ¡Y vaya que elegí una patata caliente! ¿No es
cierto?
—Desde luego que sí. ¿Le dijo Belsize qué era lo que le pasaba al muchacho?
—Tiene problemas emocionales. Cuando se encoleriza, cree que todos somos sus
enemigos. Hasta yo. Nunca me levantó la mano, sin embargo. Tampoco a nadie, hasta
esta mañana.
—Que usted sepa…
—Sé que ha tenido problemas en el pasado. Pero quiero darle el beneficio de una
oportunidad. Usted no sabe lo que ha soportado ese muchacho… Orfanato, tutores,
golpes… Nunca tuvo Un hogar propio, ni padre ni madre.
—Tiene que aprender a manejarse solo —repliqué.
—Ya lo sé. Pensé que usted comenzaba a comprenderlo.
—Pero eso no le ayudará a Davy. Está jugando a tener casa y a otros juegos con
una muchachita muy joven. Tiene que devolverla. Sus padres lo acusarán de
violación y rapto, lo que podría echarlo a la cárcel hasta su madurez.
Ella presionó su pecho con una mano.
—¡No podemos permitir que eso suceda!
—¿Dónde podrá haberla llevado, Mrs. Smith?
—No lo sé.
La mujer se frotó la teñida cabeza con los dedos, y luego se levantó dirigiéndose a
la ventana. De espaldas a mí, su cuerpo era simplemente un objeto, en forma de
odalisca, contra la luz. Enmarcado en los cortinados color rojo oscuro, el mar parecía
tan viejo como el Mediterráneo, viejo como el pecado.
—¿Ha traído aquí, antes, a la muchacha? —le pregunté a la espalda color negro y
naranja.
—La trajo para presentármela la semana pasada… La semana anterior a la
semana pasada.
—¿Proyectaban casarse?
—No lo creo. Son demasiado jóvenes. Estoy segura de que Davy tiene otros
planes.
—¿Cuáles son esos planes?
—Ya se lo dije. Ir a la universidad y todo eso… Quiere ser médico o abogado.
—Tendrá suerte si permanece fuera de la cárcel.
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Ella se volvió hacia mí, contrayendo y restregándose las manos. Su fricción
producía un ruido seco y ansioso:
—¿Qué puedo hacer?
—Dejarme revisar su apartamento.
Me miró en silencio un minuto, como si fuera difícil para ella confiar en un
hombre.
—Supongo que es una buena idea. —Buscó las llaves, un pesado y sonoro aro
con llaves, como una pulsera gigante con dijes.
La tarjeta que tenía escrito «Davy Spanner» ya no estaba en su puerta. Eso
parecía implicar que no iba a volver.
El apartamento constaba de un solo ambiente con dos camas convertibles en
ángulo recto en un rincón. Habían dormido en las dos camas, que quedaron sin
tender. Mrs. Smith echó atrás la colcha para examinar las sábanas.
—No puedo decirle si han dormido juntos —comentó ella.
—Presumo que sí.
Ella me echó una mirada preocupada.
—La muchacha no es una inocente palomita, ¿verdad?
—No…, pero si la lleva a algún lugar contra su voluntad… o si ella no quiere, y
él usa la fuerza…
—Ya lo sé. Eso es secuestro. Pero Davy no lo haría. Le gusta la muchacha.
Abrí el placard.
—No tenía mucha ropa —comentó ella—. No le importaba la ropa ni ese tipo de
cosas.
—¿Qué era lo que le importaba?
—Los automóviles. Pero estando en libertad bajo palabra, no puede conducir.
Creo que esa fue una razón por la que se enredó con esta muchacha. Ella tiene
automóvil.
—Y su padre tenía una escopeta. Ahora la tiene Davy.
Ella se volvió con tanta rapidez que la falda de su vestido se arremolinó.
—No me había dicho usted eso.
—¿Y qué lo hace tan importante?
—Podría disparar contra alguien.
—¿Alguien en particular?
—No conoce a nadie —dijo ella, sin mayor sentido.
—Mejor así.
Revisé el resto del lugar. Había tajadas de jamón, un trozo de queso, y leche en el
pequeño refrigerador de la kitchnette. Encontré algunos libros en el escritorio, al lado
de la ventana. El Profeta, un libro sobre Clarence Darrow, y otro sobre un médico
norteamericano que había construido un hospital en Birmania. ¡Alas muy pobres para
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alzar el vuelo!
Pegada sobre el escritorio había una lista con diez «No debes…». Estaban escritos
con esa letra precisa que reconocí como la de Davy.
1. No conduzcas automóviles.
2. No bebas bebidas alcohólicas.
3. No te acuestes demasiado tarde. La noche es el momento malo.
4. No frecuentes malas compañías.
5. No hagas amistad sin hacer una cuidadosa investigación.
6. No emplees palabras soeces.
7. No utilices abreviaturas ni otras vulgaridades. No te detengas a cavilar sobre el
pasado.
9. No golpees a la gente.
10. No te encolerices ni te conviertas en un enemigo insólito.
—¿Ve usted qué tipo de muchacho es? —dijo Laurel por sobre mi hombro—.
Está realmente empeñado en mejorar.
—¿Usted lo quiere, no es cierto?
No respondió en forma directa:
—Usted también lo querría si lo hubiera conocido.
—Tal vez. —La lista de autorregulaciones de Davy era, en cierta forma,
conmovedora; pero yo la leí con ojos distintos de los de Laurel. El muchacho
comenzaba a conocerse a sí mismo, y no le gustaba lo que veía.
Me dirigí al escritorio. Estaba vacío. Sólo encontré una hoja arrugada de papel
metida en el fondo del cajón de abajo. La extendí sobre la parte superior del
escritorio. La hoja estaba cubierta con un mapa chapuceramente dibujado en tinta, de
un rancho o de una gran propiedad. Sus distintas secciones estaban rotuladas con una
escritura infantil que todavía no estuviera acabada de formar: «Casa principal»,
«garage con el apartamento de L.», «Lago artificial y represa», «camino desde la
carretera» pasando a través de una «tranquera cerrada con candado».
Le mostré el mapa a Laurel Smith:
—¿Esto le dice algo?
—Absolutamente nada. —Pero los ojos de ella se volvieron pequeños e intensos
—. ¿Le parece que debería tener algún sentido para mí?
—Aparentemente han estado describiendo un lugar.
—Es más probable que sólo se trate de unos garabatos.
—Un garabato, en especial… —doblé el papel y lo guardé en el bolsillo.
—¿Qué va a hacer con eso?
—Encontrar el lugar. Si usted sabe donde está me evitaría muchos problemas.
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—No lo sé —replicó ella abruptamente—. Ahora, si ha terminado aquí, tengo
otras cosas que hacer.
Se quedó de pie, cerca de la puerta, hasta que salí. Le agradecí. Ella meneó la
cabeza con expresión sombría:
—Usted no es bienvenido. Escuche, ¿cuánto podría ofrecerle para que dejara
tranquilo a Davy? ¿Para que dejara a un lado todo este maldito asunto?
—No puedo hacerlo.
—Por supuesto que puede. Le daré quinientos dólares.
—No.
—¿Mil? Mil en efectivo, sin impuestos que pagar…
—Olvídelo…
—Mil en efectivo… y yo. Luzco mejor sin ropa. —Acarició mi brazo con su
pecho. Todo lo que me provocó fue un dolor en los riñones.
—Es una hermosa proposición, pero no la puedo aceptar. Usted se olvida de la
muchacha, y yo no puedo olvidarlo.
—¡Al diablo con ella y al diablo con usted! —Se alejó caminando hacia su
apartamento, balanceando las llaves.
Entré al garage. Contra el fondo oscuro de la pared había un banco de trabajo
lleno de herramientas: martillos, destornilladores, tenazas, llaves para tuercas, sierras
para metales. Un pequeño tornillo estaba sobre el banco. Debajo de él y a su
alrededor se encontraban limaduras de acero, nuevas y brillantes, mezcladas con
aserrín, esparcidas en el piso de cemento.
Las limaduras me sugirieron una extraña idea. Continué investigando, lo que me
llevó a las vigas del garage. Envuelta en una toalla de playa sucia y un pedazo de
alfombra, encontré el trozo del doble cañón y parte de la caja del arma que Davy
había aserrado. Fue un momento feo; eran como los restos de una amputación mayor.
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Capítulo 6
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suicida, de acuerdo con lo que dice su amiga. Esta vez podría ser peor. Ésta es una
presunción, pero diría que esa muchacha y Davy se estimulan uno a otro para hacer
algo realmente pavoroso…
Belsize se inclinó sobre la mesa hacia mí.
—¿Qué crees que podrían hacer?
—Creo que están por cometer un crimen.
—¿Qué tipo de crimen?
—Dímelo tú. Es uno de tus muchachos.
Belsize sacudió la cabeza. Las líneas de su cara se hicieron más profundas, como
grietas, concentrándose en sí mismo:
—Es uno de los míos, pero en forma muy limitada. No puedo seguirlo por la
calle, ni en la carretera. Tengo ciento cincuenta clientes, ciento cincuenta Davy
Spanner. Los veo hasta cuando duermo.
—Ya sé que no puedes responsabilizarte por todos, y nadie te está culpando. Vine
aquí a que me dieras tu punto de vista profesional sobre Davy. ¿Es capaz de intentar
un crimen contra alguna persona?
—Nunca lo ha hecho, pero es capaz de hacerlo.
—¿Homicidio?
Belsize asintió.
—Davy es bastante paranoico. Cuando se siente amenazado o rechazado pierde
su equilibrio. Un día, en mi oficina, casi saltó sobre mí.
—¿Por qué?
—Fue justamente antes de que lo sentenciaran; Le dije que había recomendado
que lo enviaran a prisión durante seis meses, como condición previa para que se le
acordara la libertad condicional. Eso hizo aflorar en él algo del pasado. No sé qué. No
tenemos una historia completa de Davy. Perdió a sus padres y pasó sus primeros años
en un orfanato, hasta que lo recogieron unos padres adoptivos. De cualquier manera,
cuando le dije lo que pensaba hacer, debe haberse sentido abandonado otra vez. En
ese preciso momento ya era grande y fuerte, y estaba dispuesto a matarme.
Afortunadamente pude hablar con él, y volverlo a sus cinco sentidos. Tampoco
revoqué mi recomendación para la libertad condicional.
—Se necesita tener fe, para hacer eso.
Belsize se encogió de hombros:
—Mis curaciones son a base de fe. Hace ya mucho tiempo que he aprendido a
correr riesgos. Si no confío en ellos, mal puedo esperar que ellos confíen en sí
mismos.
La camarera trajo nuestros sandwiches y durante algunos minutos estuvimos
ocupados, comiéndolos. Por lo menos yo estuve ocupado con el mío. Belsize apenas
probó el suyo, como si Davy y yo le hubiéramos hecho perder el apetito. Finalmente
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lo dejó a un lado.
—Tengo que aprender a no esperar demasiado —dijo—. Tengo que aprender a
recordar que han sido detenidos dos veces antes de llegar a mis manos. Una más, y
estarían perdidos… —levantó la cabeza—. Desearía que me proporciones todos los
detalles sobre Davy.
—Ello no te haría más feliz. Y no quiero que des la alarma sobre él y la chica. Por
lo menos, no quiero que lo hagas hasta que hable con mi cliente.
—Entonces, ¿qué quieres que haga yo?
—Responder a algunas otras preguntas. Si no tenías tan mala opinión de Davy,
¿por qué recomendaste que le aplicaran seis meses de cárcel?
—Lo necesitaba. Ha estado robando automóviles impulsivamente, porque sí,
durante años.
—¿Para venderlos?
—Por el placer de conducirlos. El «dolor» de conducirlos, como él dice. Admitió,
cuando establecimos nuestra relación, que había estado conduciendo por todo el
Estado. Me dijo que había estado buscando a su familia, su propia familia. Le creí.
Odiaba enviarlo a la cárcel. Pero pensé que seis meses de vida controlada le darían la
oportunidad de serenarse, tiempo para madurar.
—¿Y sucedió así?
—En cierta forma. Acabó sus estudios en la secundaria y leyó mucho. Pero desde
luego, todavía tiene problemas que resolver… Si sólo se concediera tiempo a sí
mismo.
—¿Problemas psiquiátricos?
—Prefiero llamarlos problemas de la vida. Es un muchacho que nunca ha tenido a
nadie ni nada propio. Es mucho no tener. Pensé que un psiquiatra podría ayudarlo.
Pero el psicólogo que le hizo el test por encargo nuestro, no pensó que sería una
buena inversión.
—¿Por qué es un psicótico a medias?
—No me gusta ponerle rótulos a la gente joven. Veo sus tormentas adolescentes.
He visto a esas tormentas tomar todas las formas que podrías encontrar en un texto de
psicología anormal. Pero, con frecuencia, cuando la tormenta pasa son personas
diferentes y mejores. —Volvió las palmas de las manos hacia arriba, sobre la mesa.
—O diferentes y peores… —acoté.
—Eres un cínico, Archer.
—¿Yo…? No. Yo fui uno de los que resultaron diferentes y mejores. Un poco
mejor, por lo menos. Me uní a la policía en lugar de unirme a los malvivientes.
Belsize dijo, con una sonrisa que le arrugó toda la cara:
—Todavía no sé qué soy. Mis clientes creen que soy un policía. Los policías
creen que protejo a delincuentes. Pero nosotros no somos el problema, ¿verdad?
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—¿Tienes alguna idea de adónde podría haber ido Davy?
—Podría haber ido a cualquier parte. ¿Has hablado con su empleadora? No
recuerdo en este momento su nombre, pero es una mujer de cabello rojo…
—Laurel Smith. ¿Cómo entró ella en escena?
—Le ofreció un trabajo part-time a través de nuestra oficina. Esto sucedió cuando
él salió de la prisión, hace como dos meses.
—¿Ella lo conocía desde antes?
—No lo creo. Pienso que es una mujer que necesitaba alguien que la ayudara en
su trabajo.
—¿Y qué esperaba en cambio?
—Eres un cínico. La gente, a menudo, hace el bien, simplemente, porque está en
su naturaleza el hacerlo. Pienso que Mrs. Smith puede tener sus propios problemas.
—¿Qué te hace pensar así?
—Desde la oficina del sheriff de Santa Teresa me hicieron algunas preguntas
sobre ella. Esto sucedió, más o menos, cuando Davy salió de la prisión.
—¿Una indagación oficial?
—Semioficial. Un hombre enviado por el sheriff, de apellido Fleischer, vino a mi
oficina. Quería saber todo lo referente a Laurel Smith y todo lo referente a Davy. No
le dije mucho. Francamente, no me gustó. Y él tampoco quiso explicarme para qué
necesitaba la información.
—¿Has verificado los antecedentes de Laurel Smith?
—No parecía necesario.
—Yo, en tu lugar, lo haría. ¿Dónde vivía Davy antes de ir a la cárcel?
—Se ha mantenido por sus propios medios durante un año o más, después de
dejar la secundaria. Viviendo en las playas en verano, y tomando un trabajo u otro en
invierno.
—¿Y antes de eso?
—Vivió con sus padres adoptivos, Mr. y Mrs. Spanner. Tomó su apellido.
—¿Sabes dónde podría encontrar a los Spanner?
—Viven en la zona oeste de Los Ángeles. La dirección puedes encontrarla en la
guía de teléfonos.
—¿Davy se mantiene todavía en contacto con ellos?
—No lo sé. Pregúntaselo tú mismo. —La camarera trajo nuestras cuentas, y
Belsize se puso de pie para marcharse.
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Capítulo 7
EL EDIFICIO del Centennial Savings, en Wilshire, era una torre nueva de doce pisos,
cubierta de aluminio y cristal. Un ascensor automático me llevó a la oficina de
Sebastián, en el segundo piso.
La secretaria de ojos color de violeta, que atendía en la habitación exterior, me
dijo que Sebastián me estaba esperando:
—Pero —añadió con un tono de importancia—, Mr. Stephen Hackett está con él
en este momento.
—¿El jefe supremo, en persona?
Ella frunció el seño:
—¡Schh… schh…! Mr. Hackett y Mr. Sebastián volvieron juntos de almorzar.
Pero le gusta permanecer de incógnito. Esta es la segunda vez que lo veo. —Daba la
impresión de que tenía una visita real.
Me senté en una banqueta contra la pared. La muchacha se levantó del escritorio
donde estaba su máquina de escribir y, para mi sorpresa, tomó asiento a mi lado.
—¿Es usted un policía…, o un médico…, o algo?
—Sí. Soy algo.
Se mostró ofendida:
—No necesita decírmelo, si no quiere.
—Eso es verdad.
Guardó silencio un momento:
—Estoy preocupada por Mr. Sebastián.
—Yo también. ¿Qué le hace pensar que soy un médico o un policía?
—La forma en que Mr. Sebastián habla de usted. Esta muy ansioso por verlo.
—¿Dijo por qué?
—No, pero esta mañana lo oí llorar ahí dentro. —Indicó la puerta de la oficina
interior—. En general, Mr. Sebastián es una persona muy fría, pero estaba llorando de
verdad. Entré y le pregunté si podía ayudarlo en algo. Dijo que nadie podía ayudarlo.
Que su hija estaba muy enferma. —Se volvió y me miró a los ojos con los suyos
ultravioletas—. ¿Es verdad eso?
—Podría serlo. ¿Conoce usted a Sandy?
—De vista. ¿Qué le pasa?
No tuve que inventar un diagnóstico. Se oyó un suave rozar de pies en la oficina
interior. Cuando Sebastián abrió la puerta, la muchacha estaba de nuevo en su
escritorio, dando una impresión de permanencia como la de una estatua en su nicho.
Stephen Hackett era un hombre bien conservado, de unos cuarenta años, más
joven de lo que yo había imaginado. Su cuerpo fornido adquiría cierta gracia con su
traje bien cortado que parecía proceder de Bond Street, de Londres. Sus ojos irónicos
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se posaron sobre mí. Como si fuera un mueble fuera de lugar. Daba la impresión de
usar su dinero como otros hombres usan zapatos que aumentan la estatura.
Era evidente que Sebastián odiaba ver que se fuera, y trató de acompañarlo hasta
el ascensor. Al llegar a la puerta, Hackett se volvió, le dio un rápido apretón de manos
y un definitivo:
—¡Adiós! Continúe haciendo su trabajo.
Sebastián se volvió hacia mí con ojos brillantes y soñadores:
—Ese era Mr. Hackett. Le gusta mucho mi programa. ¡Mucho! —Se estaba
jactando con la chica y conmigo.
—Sabía que sería así —dijo ella—. Es un programa brillante.
—Sí, pero nunca se puede estar seguro.
Me condujo a su oficina. No era grande, pero estaba en una esquina del edificio,
mirando hacia el boulevard y la playa de estacionamiento. Miré hacia abajo y vi a
Stephen Hackett subir saltando por encima de la puerta de un coche rojo, y alejarse.
—Es un deportista formidable —dijo Sebastián.
—¿Es eso todo lo que hace? —la adoración por su héroe me fastidiaba.
—También vigila sus intereses, por supuesto, pero no se molesta en la
administración activa.
—¿De dónde proviene su dinero?
—Heredó una fortuna de su padre. Mark Hackett era uno de esos fabulosos
petroleros de Texas. Pero Stephen Hackett sabe hacer dinero por sus propios medios.
En los últimos años, por ejemplo, compró el Centennial Savings, y levantó este
edificio.
—Bien por él. ¡Muy bien por él!
Sebastián me miró sorprendido y se sentó detrás de su escritorio. Sobre éste había
dos fotografías: una de Sandy y otra de su mujer, y una pila de bosquejos
publicitarios. El que estaba encima tenía escrito en letras arcaicas: «Respetamos el
dinero de otras personas, tanto como respetamos el nuestro».
Esperé que Sebastián cambiara de tema: Llevó tiempo. Tenía que salir del mundo
del dinero, en el que ser comprado por un millonario era lo mejor que se podía
esperar para entrar en su difícil mundo privado. Me gustaba más Sebastián desde que
supe que tenía lágrimas dentro de su cabeza de pelo ondeado.
—He visto a su hija hace pocas horas.
—¿De veras? ¿Está bien?
—Parecía estar bien, físicamente. Mentalmente, no lo sé.
—¿Dónde la vio?
—Estaba con su amigo, en el apartamento de éste. Temo que no estuviera en
estado de ánimo para volver a su hogar. Sandy parece sentir bastante rencor contra
usted y su esposa.
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Tuve la intención de que esto fuera una pregunta. Sebastián tomó el retrato de su
hija y lo estudió como si pudiera hallar allí la respuesta.
—Solía ser muy cariñosa conmigo. Éramos realmente compañeros. Hasta el
verano pasado.
—¿Qué sucedió el verano pasado?
—Se volvió contra mí, contra ambos. Prácticamente, dejó de hablarnos por
completo, excepto cuando se encolerizaba y nos insultaba.
—He oído decir que tuvo un asunto amoroso el verano pasado.
—¿Un asunto amoroso? Eso es imposible a su edad.
—No fue un asunto amoroso feliz.
—¿Quién era el hombre?
—Esperaba que usted me lo dijera.
En su rostro se produjo otro cambio. La boca y las mejillas se le aflojaron. Sus
ojos parecían estar mirando algo, detrás de ellos, en su mente.
—¿Dónde escuchó eso? —preguntó.
—Me lo dijo una amiga de Sandy.
—¿Está hablando de verdaderas relaciones sexuales?
—No cabe mucha duda de que las ha estado teniendo desde el comienzo del
último verano. No deje que eso lo impresione.
Pero algo había pasado. Sebastián tenía una expresión avergonzada, y un
verdadero miedo en sus ojos. Puso el retrato de Sandy boca abajo sobre el escritorio
como para evitar que el retrato lo mirara a él.
Saqué el mapa bosquejado que había encontrado en el escritorio de Davy y lo
extendí sobre el de Sebastián.
—Mírelo con cuidado, ¿quiere? Antes que nada, ¿reconoce la letra?
—Parece que fuera de Sandy. —Levantó el mapa y lo estudió más detenidamente
—. Estoy seguro de que es la letra de Sandy. ¿Qué significa?
—No lo sé. ¿Reconoce usted el lugar, con este lago artificial?
Sebastián se rascó la cabeza y una guedeja rizada le cayó sobre un ojo. Lo hacía
parecer furtivo y un poco cansado. Con cuidado, echó el pelo para atrás. Pero el
cansancio permaneció.
—Parecería la casa de Mr. Hackett.
—¿Dónde está?
—En las colinas, sobré Malibu. Es un lugar muy hermoso. Pero no sé por qué
Sandy haría un dibujo o mapa del lugar. ¿Tiene usted alguna idea?
—Tengo una. Pero antes de hablar de ella, quiero que vea algo. Le traigo su
escopeta, o mejor dicho, parte de ella.
—¿Qué quiere decir con eso de porte de ella?
—Vayamos a la playa de estacionamiento y se la mostraré. No quise subirla al
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edificio.
Bajamos en el ascensor y nos dirigimos a mi coche. Abrí el maletero y saqué del
paquete la caja y los cañones cercenados.
Sebastián los tomó:
—¿Quién hizo esto? —parecía furioso e impresionado—. ¿Fue Sandy?
—Es más probable que haya sido Davy.
—¿Qué tipo de vándalo es? Esa escopeta me costó ciento cincuenta dólares.
—No creo que esto haya sido vandalismo. Pero puede conducir a algo peor. Casi
seguro que significa que Davy lleva consigo una escopeta recortada. Agregue eso al
mapa de Sandy de la casa de Hackett…
—¡Buen Dios! ¿Cree usted que planean asaltar a Mr. Hackett?
—Me parece que debe advertírsele de esa posibilidad.
Sebastián hizo un movimiento abortivo hacia el edificio. Estaba lleno de ansiedad
y algo de esa ansiedad se derramaba.
—No podemos hacer eso. No puede usted esperar que le diga que mi propia
hija…
—Ella dibujó el mapa… ¿Conoce bien el lugar?
—Muy bien. Los Hackett han sido muy buenos con Sandy.
—¿No cree usted que es su deber avisarles?
—Desde luego que no, en este momento. —Arrojó los restos de la escopeta
dentro de el maletero, donde hicieron un ruido metálico al caer—. No estamos
seguros de que planeen nada. En realidad, cuanto más pienso en ello, menos posible
me parece. No puede pretender que yo vaya allí a arruinar mi porvenir con los
Hackett… para no mencionar a Sandy.
—Estará realmente arruinada si su amigo tira del gatillo sobre los Hackett y lo
mismo le sucederá a usted.
Se quedó pensando profundamente, mirando al asfalto entre sus pies. Yo
observaba pasar el tránsito en Wilshire. Generalmente me sentía mejor observando el
tránsito pasar que estando en él. Pero hoy no sucedía así.
—¿Hackett tiene dinero o joyas en su casa?
—No creo que guarde mucho dinero allí, pero su esposa tiene brillantes y poseen
además una colección artística de mucho valor. Mr. Hackett ha pasado mucho tiempo
en Europa comprando cuadros. —Sebastián guardó silencio—. ¿Qué le diría usted a
Hackett si le hablara de eso? ¿Podría evitar mencionar a Sandy?
—Eso es precisamente lo que estoy intentando hacer.
—¿Por qué no la trajo usted a casa, cuando la vio?
—No quería venir. No podía forzarla. Tampoco puedo forzarlo a usted para que le
dé esta información a Hackett. Pero creo que debería hacerlo. O si no dársela a la
policía.
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—¿Y arrojar a Sandy a la cárcel?
—No la encarcelarán si no ha hecho nada. De cualquier manera, hay lugares
peores que la cárcel.
Me miró con disgusto.
—Usted parece no comprender que está hablando de mi hija.
—Es lo único que pienso y usted parece estar pensando demasiado en otras cosas.
De manera que aquí estamos los dos parados, mientras todo el asunto se nos escapa
de las manos.
Sebastián se mordió el labio. Miró hacia el edificio de metal y vidrio, como
buscando inspiración. Pero sólo era un monumento, al dinero. Se me acercó y me
palpó el antebrazo. Apretó el músculo, como para cumplimentarme y al mismo
tiempo estimar mi fuerza, para el caso de que nos tomáramos a golpes.
—Escuche, Archer, no veo porqué no puede ir usted y hablar con Mr. Hackett.
Sin decirle quién está comprometido. No tiene porqué mencionar mi nombre ni el de
Sandy.
—¿Eso es lo que usted quiere que haga?
—Es la única cosa sensata. No puedo creer que estén planeando nada drástico.
Sandy no es una criminal.
—Habitualmente una chica se convierte en lo que es el compañero con quien
anda.
—Mi hija, no. Nunca ha tenido ningún tipo de problemas.
Estaba cansado de discutir con Sebastián. Era un hombre que creía en lo que le
hacía sentirse mejor en el momento.
—Lo haremos como usted quiera. ¿Hackett iba a su casa cuando lo dejó?
—Sí, creo que sí. ¿Irá usted, entonces a verlo?
—Si usted insiste.
—¿Y no nos implicará en esto?
—No sé si podré evitarlo. Recuerde que Hackett me en su oficina.
—Hágale una historia. Tropezó con esta información y me la trajo porque yo
trabajo en su compañía. Usted y yo somos viejos amigos, nada más.
—Mucho menos. No hice promesas. Me dijo cómo podría llegar hasta la casa de
Hackett y me dio el teléfono, que no estaba en la guía.
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Capítulo 8
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—Hay demasiadas gallinetas.
—No me replique, Lupe —dijo poniéndose pálida.
Se miraron echando chispas por los ojos. La cara de él era como una montura de
cuero labrada. La de ella, como de porcelana de Dresden. Aparentemente ganó la
porcelana. Lupe se marchó en el jeep y desapareció en uno de los edificios exteriores.
Me presenté. La mujer se volvió hacia mí, pero todavía pensando en Lupe.
—Es insubordinado. No sé como tratarlo. He estado este país más de diez años y
todavía no comprendo a los norteamericanos. —Su acento era de Europa Central,
probablemente austríaco o alemán.
—Yo he estado aquí durante más de cuarenta años —respondí—, y tampoco
comprendo a los norteamericanos. Los hispano-norteamericanos son especialmente
difíciles de comprender.
—Me temo que no me resulte de mucha ayuda —sonrió e hizo un gesto de
impotencia con sus hombros bastante anchos.
—¿Cuál es la tarea de Lupe?
—Cuidar del lugar.
—¿Él sólo?
—No es tanto trabajo como podría pensarse. Tenemos un servicio de
mantenimiento contratado para la casa y las tierras. A mi marido le disgusta tener
sirvientes dentro de la casa. Personalmente, los extraño, en casa de mis padres
siempre teníamos sirvientes.
—¿De qué país es usted?
—De Bayerne —dijo con mucha nostalgia—. Cerca de Münich. Mi familia ha
vivido en la misma casa desde la época de Napoleón.
—¿Desde cuándo vive aquí?
—Hace diez años. Stephen me trajo a su país hace diez años. Todavía no estoy
acostumbrada. En Alemania, la clase a que pertenecen los sirvientes nos tratan con
respeto.
—Lupe no actúa como un sirviente típico.
—No. Y no es un sirviente típico. Mi suegra insistió en que lo contratáramos. Él
lo sabe. —Parecía una mujer que necesitara alguien con quién hablar. Debe haberse
oído—. Temo que estoy hablando demasiado. Pero ¿por qué me hace esas preguntas?
—Es un hábito. Soy detective privado.
Sus ojos se llenaron da aprensión:
—¿Ha tenido un accidente Stephen? ¿Es por eso que no ha venido a casa?
—Espero que no.
Me miró acusadoramente. Yo era el mensajero que traía la mala noticia.
—Usted dijo por teléfono que era amigo de Keith Sebastián.
—Lo conozco.
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—¿Le ha sucedido algo a mi marido? ¿Es eso lo que está tratando de decir?
—No. Y supongo que será mejor decirle porqué estoy acá. ¿Puedo sentarme?
—Por supuesto. Pero entre. Está haciendo frío aquí afuera, por el viento.
Me condujo a través de la puerta de cristal, subimos unos escalones y entramos en
una galería bien iluminada, llena de cuadros. Reconocí un Klee, un Kokoschka, un
Picasso, y pensé que no era de sorprender que el lugar estuviera rodeado de una alta
verja.
La sala de estar dominaba una amplia visión del mar que, desde esta altura,
parecía sesgarse hacia el horizonte. Algunas velas blancas se aferraban a él, como
polillas en un ventanal azul.
Mrs. Hackett me hizo tomar asiento en un sillón de aspecto austero, de acero y
cuero, que resultó muy cómodo.
—Es de Bauhaus —dijo, instruyéndome—. ¿Querría beber algo? ¿Benedictine?
Sacó una botella de cerámica y copas de un bar portátil y vertió un poco de
benedictine en las copas. Luego se sentó confidencialmente, con sus rodillas redondas
y sedosas casi tocando las mías:
—Bien, ¿ahora, de qué se trata?
Le referí que en el curso de una investigación, que no especifiqué, tropecé con un
par de hechos que sugerían que ella y su marido podrían estar en peligro de que
alguien los hiciera objeto de un robo o extorsión.
—Alguien…, ¿pero quién?
—No puedo darle nombres. Pero creo que sería aconsejable que tuvieran la casa
bien vigilada.
Mi consejo fue puntuado por un ruido distante que asemejaba al fuego de una
ametralladora. El coche rojo sport de Hackett apareció a la vista y dio la vuelta
alrededor del lago hasta la casa.
—¡Ach! —exclamó Mrs. Hackett—. Ha traído a su madre consigo.
—¿Ella no vive acá?
—Ruth vive en Bel-Air. No somos enemigas, pero tampoco amigas. Está
demasiado apegada a Stephen. Su marido es más joven que Stephen.
Parecía que me había ganado la confianza de Mrs. Hackett, y me preguntaba si,
en realidad, me agradaba el hecho. Ella era interesante, pero un poco regordeta e
insípida, y llena de emociones imprevisibles.
Su marido había detenido el coche debajo de la terraza, y estaba ayudando a su
madre a descender. Ella parecía tan joven cómo su hijo, y estaba vestida como tal.
Pero si Hackett tenía cuarenta años, su madre debía tener por lo menos cincuenta y
seis o cincuenta y siete años. Cuando cruzó la terraza tomada del brazo de él, pude
ver los años acumulados detrás de la juvenil fachada.
Mrs. Hackett se dirigió a la ventana y los saludó con la mano, sin mayor
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entusiasmo. La visión de la madre de su marido parecía haber agotado sus energías.
Me presentaron a la madre como Mrs. Marburg. Me miró con el ojo aritmético de
una belleza profesional entrada en años: «¿Sería yo viable en la cama?».
El ojo de su hijo fue igualmente frío y calculador, pero estaba interesado en otras
preguntas:
—¿No lo he visto a usted en la oficina de Sebastián?
—Sí.
—¿Y me ha seguido hasta aquí? ¿Por qué? Veo que se ha instalado muy
cómodamente.
Se refería a las copas en la mesita de café. Su esposa se ruborizó, como
confesándose culpable. Su madre, regañándole con coquetería, dijo:
—Sé que tienes pasión por la intimidad, Stephen, pero no seas desagradable
ahora. Estoy segura de que este hombre tan simpático tiene una buena explicación.
La madre quiso tomarle la mano. Hackett evitó su contacto, pero pareció deponer
algo de su rígida actitud. Dijo en un tono más razonable:
—¿Cuál es su explicación?
—Fue idea de Sebastián. —Me senté y repetí la historia que había referido a su
esposa.
Pareció perturbarlos a los tres. Hackett sacó una botella de Bourbon del bar
portátil, y sin ofrecerle a nadie, se sirvió una buena cantidad, que bebió de un golpe.
Su esposa alemana comenzó a sollozar en silencio, y entonces su pelo se aflojó y
cayó sobre sus hombros. La madre de Hackett se sentó al lado de su nuera y le
palmeó la amplia espalda con una mano. La otra mano se la llevó al cuello donde
tenía una echarpe de crepé que lo cubría, en memoria de su juventud.
—Nos ayudaría —me dijo Mrs. Marburg— si nos diera todos los detalles. A
propósito, no oí bien su nombre.
—Lew Archer. Lamento no poder decir más de lo que les he dicho.
—Pero ¿quiénes son esas personas? ¿Cómo sabemos que existen?
—Porque yo se los digo.
—Usted podría estar buscando un trabajo de guardaespaldas —dijo Hackett.
—El ser guardaespaldas no es mi idea de un trabajo decoroso. Puedo darle el
nombre de una buena firma, si lo desea. —A ninguno de ellos pareció interesarle la
idea—. Por supuesto que pueden hacer lo que les plazca. Es lo que generalmente hace
la gente: lo que le place.
Hackett advirtió que estaba disponiéndome a marcharme.
—No tenga tanto apuro por irse, Mr. Archer. En verdad, le agradezco que haya
venido hasta acá. —El whisky lo había humanizado, suavizado su voz y sus
perspectivas—. Y, ciertamente, no quise ser inhospitalario. Tome una copa.
—No, gracias. Basta con una. —Pero me sentí mejor dispuesto para con él—.
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¿No ha recibido ninguna amenaza por teléfono? ¿O cartas pidiéndole dinero?
Hackett miró a su mujer, y ambos negaron con la cabeza.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo—. ¿Cómo sabe usted que esta…
maquinación criminal está dirigida contra mí… contra nosotros?
—No lo sé. Pero la gente involucrada tenía un mapa de su propiedad.
—¿De esta casa? ¿O de la cabaña de la playa?
—De esta casa. Y pensé que era una buena razón para venir a hablar con usted.
—Es usted muy consciente —dijo Ruth Marburg. Su voz era agradable y un poco
gruesa; Una mezcla de las tonadas arrastradas que se oyen en el oeste, desde la costa
del pacífico hasta la del Golfo de México:
—Creo que debemos pagarle a Mr. Archer por su tiempo. —Al hablar de dinero,
su voz parecía recordar una época en que no lo tuvo.
Hackett sacó su billetera y del variado conjunto de billetes que contenía, eligió
uno de veinte dólares:
—Esto, por su tiempo.
—Gracias. Ya se han ocupado de eso.
—¡Adelante, tómelo! —dijo Mrs. Marburg—. Es plata limpia, de petróleo.
—No, gracias.
Hackett me miró sorprendido. Me pregunté cuánto tiempo hacía que nadie había
rehusado aceptar algo de su dinero. Cuando hice un movimiento para irme, me siguió
hasta la galería, y comenzó a nombrar a los artistas ahí representados.
—¿Le gustan los cuadros?
—Mucho.
—Pero el recital de Hackett me cansó. Me contó cuánto le había costado cada
cuadro y cuánto valía ahora. Me dijo que había obtenido un beneficio sobre cada
cuadro adquirido durante los diez últimos años.
—¡Excelente!
—¿Se supone que eso es gracioso? —comentó mirándome con ojos
entrecerrados.
—No.
—Está bien. —Pero se le veía irritado. No le había rendido reverencia ni a él ni a
su dinero—. Después de todo, usted dijo que le interesaban las pinturas. Y estas son
algunas de las pinturas modernas más valiosas de California.
—Ya me lo dijo.
—Está bien… Si no le interesa… —Se volvió para marcharse, y luego regresó—.
Hay una cosa que no comprendo. ¿Dónde encaja Keith Sebastián en todo esto?
Solté la mentira que había esperado evitar:
—Sabía que Keith trabajaba para una de sus compañías. Me dirigí a él, y él me
dijo que viniera a verlo a usted.
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—Comprendo.
Antes de que Hackett comprendiera demasiado, subí a mi coche y enderecé hacia
el portón. Lupe me siguió con su jeep.
Los patos no habían retornado aún al lago. Las asustadas gallinetas habían
cruzado a la otra orilla. A la distancia, parecían una congregación de penitentes.
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Capítulo 9
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Laurel Smith en una camilla.
—Lo dudo. Eran buenos amigos.
—¿Cómo lo sabes? —intervino Janowski. Era un hombre con cara ancha y
bonachona, de los del Báltico, y tez rubia y delicada.
—Ella le dio trabajo cuando Davy salió de la cárcel.
—Eso es ser una buena amiga —comentó Prince—. ¿Por qué lo prendieron?
—Por hurto de automóvil.
—De manera que estuvo haciendo un trabajo de pos-graduado en mutilación.
Prince tomaba el crimen como cosa personal. En su tiempo había sido un Guantes
de Oro de peso welter, que podía haber seguido el camino bueno o el malo en su
propia vida, lo mismo que yo.
No discutí con ellos. Si apresaban a Davy, probablemente le harían un favor. Y la
tarde se estaba acabando. Quería ver a los Spanner antes de que se hiciera de noche.
Salimos afuera y observamos cómo la levantaban a Laurel Smith para entrarla en
la ambulancia. Tres o cuatro de los moradores de los apartamentos, todas mujeres, se
habían dirigido a la acera. Laurel era la propietaria, e indudablemente la conocían,
pero no se acercaron demasiado. La mujer que respiraba ruidosamente esparcía los
gérmenes del desastre.
Janowski le preguntó a uno de los ayudantes:
—¿Está muy mal herida?
—Tratándose de heridas en la cabeza, es difícil decirlo. Tiene la nariz y la quijada
rotas, quizá el cráneo fracturado. No creo que esto haya sido hecho con los puños.
—Entonces, ¿con qué?
—Con una pala o con un garrote.
Prince estaba interrogando a las mujeres del edificio de apartamentos. Ninguna de
ellas había visto u oído nada. Estaban calladas y sometidas como pájaros cuando hay
un gavilán en la vecindad.
La ambulancia se alejó. Las mujeres entraron en el edificio. Prince subió a su
coche policial, y pasó su informe radial con voz monótona y baja.
Janowski volvió al apartamento de Laurel. Yo caminé hasta Los Baños Street para
volver a mirar la casa construida con roca volcánica en el frente. Las cortinas todavía
estaban corridas. El Cougar ya no se veía en la entrada.
Di la vuelta por el fondo y encontré una puerta corrediza de vidrio sin cortinas. La
habitación carecía de muebles. Miré el pequeño fondo. Estaba cubierto de maleza
crecida y seca, que las lluvias no habían podido revivir, y rodeada por una verja de un
metro y medio de alto.
Una mujer me miró por encima de la verja desde el fondo contiguo. Era una rubia
teñida cuyos ojos se veían agrandados por una sombra púrpura.
—¿Qué quiere usted?
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—Estoy buscando al hombre de la casa.
—¿Un hombre alto y calvo?
—Eso es.
—Hace una hora que partió. Me pareció que se mudaba. Lo que me vendría muy
bien.
—Y eso, ¿por qué?
Me miró con ojos tristes por encima de la verja.
—¿Es usted amigo de él?
—Yo no diría eso.
—¿Para qué quiere verlo?
—Él era quién me necesitaba a mí. Me llamó para hacer algunas reparaciones.
—¿De ese equipo electrónico que tenía?
—Correcto.
—Ha llegado demasiado tarde. Se lo llevó consigo. Lo metió en el maletero de su
coche y se marchó. Diría que para siempre.
—¿Le ha causado a usted algún problema?
—Nada que pueda señalar con el dedo. Pero era desagradable tenerlo como
vecino, en una casa vacía. Pienso que se trata de un loco.
—¿Cómo sabe usted que la casa estaba vacía?
—Tengo dos ojos. Todo lo que trajo cuando se mudó fue un catre de campaña,
una silla plegadiza, una mesa de jugar a las cartas y el equipo de radio. Y eso fue todo
lo que se llevó al marcharse.
—¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
—Un par de semanas en total. Pensaba quejarme a Santee. Cuando no se traen
muebles a una casa, la noticia corre por el vecindario.
—¿Quién es Mr. Santee?
—Alex Santee es el agente a quien le alquilo mi casa. También está a cargo de esa
otra casa.
—¿Dónde puedo encontrar a Mr. Santee?
—Tiene una oficina en Sunset. —Señaló hacia el centro de las Palisades—. Y
ahora debe disculparme. Tengo algo en el horno.
Me dirigí hacia el otro lado del fondo y mire, colina abajo, hacia algunos otros
fondos. Pude ver el apartamento de Laurel Smith. Su puerta abierta estaba
directamente sobre mi línea de visión. El sargento detective Janowski salía y cerraba
la puerta.
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Capítulo 10
ALEX SANTEE era un hombre pequeño, de mediana edad, con una mirada
inexpresiva, disimulada por los anteojos. Estaba cerrando su oficina inmobiliaria
cuando llegué, pero se alegró de abrirla ante una perspectiva.
—Sin embargo, no puedo concederle más que unos minutos. Tengo que mostrar
una casa.
—Me interesa la casa de Los Baños Street 702, la que tiene un frente de roca.
—Llama la atención, ¿no es cierto? Desgraciadamente está alquilada.
—¿Desde cuándo? Está vacía.
—Desde el 15 de noviembre de este año. ¿Quiere decir que todavía no se ha
mudado a la casa?
—Ha estado y se ha marchado, de acuerdo con los vecinos. La ha dejado hoy.
—Eso es extraño. —Santee se encogió de hombros—. Es cosa de él. Si Fleischer
se ha mudado, la casa estará disponible para alquilarse el 15 de este mes. 350 dólares
mensuales, con contrato por un año. El primero y el último mes pagados por
adelantado.
—Quizá sea mejor que hable primero con él. ¿Dijo que su nombre era Fleischer?
—Jack Fleischer. —Santee lo buscó en su archivo y lo deletreó—. La dirección
que me dio era la del Hotel Dorinda, en Santa Mónica.
—¿Le dijo de qué se ocupaba?
—Es un sheriff jubilado, de algún lugar allá en el norte. —Volvió a consultar su
archivo—. En Santa Teresa. Quizá haya decidido volver allá.
El empleado del Hotel Dorinda, un hombre triste, con una exhuberante peluca
Pompadour, no recordaba al principio a Jack Fleischer. Después de una investigación
en el registro, estableció que hacía un mes, aproximadamente, en los primeros días de
noviembre, Fleischer había pasado dos noches allí.
En el pasillo, al fondo del hall de entrada, encontré una cabina telefónica y llamé
al número de los Spanner. La voz profunda de un hombre respondió:
—Residencia de Edward Spanner.
—¿Mr. Spanner?
—Sí.
—Soy Lew Archer. Mr. Jacob Belsize me dio su nombre. Estoy llevando a cabo
una investigación y me gustaría mucho hablar con usted…
—¿Sobre Davy? —su voz se hizo más débil.
—Sobre Davy y algunas otras cosas.
—¿Ha hecho algo malo?
—Su empleadora ha sido golpeada. Acaban de llevarla al hospital.
—¿Se refiere usted a Mrs. Smith? David jamás ha lastimado antes a una mujer.
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—No he dicho que lo haya hecho. Usted lo conoce mejor que nadie, Mr. Spanner.
Por favor, concédame unos minutos.
—Pero recién nos sentamos a la mesa. No sé porqué no pueden dejarnos
tranquilos. Hace años que David no vive con nosotros. Nunca lo adoptamos,
legalmente no somos responsables.
Lo interrumpí:
—Estaré allí dentro de media hora.
El sol se estaba poniendo cuando dejé el hotel. Parecía una bola de fuego
amenazando el extremo occidental de la ciudad. La noche llega rápidamente en Los
Ángeles. El incendio se había extinguido cuando llegué a la casa de los Spanner, y el
anochecer pendía como un leve humo en el aire.
Era un bungálow estucado de preguerra, metido entre una hilera de casas iguales.
Golpeé en la puerta de calle y Edward Spanner la abrió sin mucho entusiasmo. Era un
hombre alto y delgado, con una cara larga y ojos sensibles. Tenía mucho pelo oscuro,
no sólo en la cabeza, sino también en los brazos y en el dorso de las manos. Vestía
una camisa a rayas, con las mangas arrolladas y exhalaba algo anticuado, casi un olor
de buena voluntad agriada.
—Entre, Mr. Archer. Bienvenido a nuestra casa. —Hablaba como un hombre que
ha aprendido a expresarse correctamente, leyendo libros.
Me condujo a través de la sala de estar, con su moblaje raído y sus lemas en las
paredes, hasta la cocina, donde su esposa estaba sentada a la mesa. Ella vestía un traje
sencillo de casa que destacaba lo anguloso de su cuerpo. Había señales de sufrimiento
en su cara, suavizados por una boca dulce y ojos expresivos.
Los Spanner se parecían uno a otro, y se mostraban muy solícitos el uno con el
otro, cosa poco usual entre gente de edad mediana. Mrs. Spanner parecía más bien
temerosa de su marido, o por su marido.
—Este es Mr. Archer, Martha. Quiere hablar sobre Davy.
Ella inclinó la cabeza. Su marido dijo a manera de explicación:
—Desde que usted me llamó, mi esposa ha hecho una pequeña confesión. Davy
estuvo aquí esta tarde mientras yo estaba trabajando. Aparentemente no me lo iba a
decir. —Estaba hablando más para ella, que para mí—. Por lo que yo sé podría estar
viniendo todos días a mis espaldas.
Había ido demasiado lejos, y ella lo tomó desprevenido:
—Eso no es cierto, y lo sabes, iba a decírtelo. Simplemente, no quería estropearte
la comida. —Se volvió hacia mí, eludiendo una directa confrontación con Spanner—.
Mi marido tiene úlcera. Este asunto ha sido muy difícil para nosotros.
Como para ilustrar sus palabras, Spanner estaba sentado a la cabecera de la mesa,
con los brazos caídos. Un plato a medio comer, de un potaje oscuro, estaba ante él.
Me senté a la mesa, frente a su esposa.
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—¿Cuándo estuvo Davy aquí?
—Hace un par de horas —respondió ella.
—¿Había alguien con él?
—Su amiga. Su fiancée. Es una chica bonita, —la mujer parecía sorprendida.
—¿En qué estado de ánimo estaban?
—Ambos parecían muy excitados. Proyectaban casarse, ¿sabe?
Edward Spanner emitió una risa seca parecida a un resoplido.
—¿Davy le dijo eso? —pregunté a su esposa.
—Ambos me lo dijeron. —Ella sonrió soñadoramente—. Comprendo que son
jóvenes. Pero me alegra ver que ha elegido una chica buena. Les di un billete de diez
dólares como regalo de bodas.
Spanner exclamó, con verdadero dolor:
—¿Les diste un billete de diez dólares? Tengo que cortar el pelo a diez clientes
para ganarme esos dólares.
—Yo ahorré el dinero. No era dinero tuyo.
Spanner meneó su melancólica cabeza:
—No es de extrañar que haya salido malo. Desde el primer día que vino a nuestra
casa lo echaste a perder.
—No es verdad. Le di afecto. Lo necesitaba, después de esos años en el orfanato.
—Se inclinó y tocó el hombro de su marido, casi como si Davy y él fueran lo mismo
para ella.
Él respondió con una desesperación más profunda:
—Debimos haberlo dejado en el orfanato.
—Eso no lo sientes en verdad, Edward. Los tres pasamos juntos diez buenos
años.
—¿Te parece? Casi no había un día sin que tuviera que usar el asentador de
navajas para castigarlo. Si nunca más oyera hablar dé Davy, yo…
Ella le tapó la boca:
—No lo digas. Tú lo quieres tanto como yo.
—¿Después de lo que nos hizo?
Ella me miraba desde el otro lado dé la mesa.
—Mi marido no puede evitar sentirse amargado. Puso tanto de sí en Davy… Fue
un verdadero padre, y bueno, para él. Pero Davy necesitaba más de lo que nosotros
podíamos darle. Y cuando tuvo su primer problema, la Santa Hermandad de la
Inmaculada Concepción le pidió a Edward que abandonara su predicación lega. Y eso
fue un golpe terrible para él, y entre una cosa y otra, dejamos la ciudad y nos
mudamos aquí. Luego, a Edward le apareció la úlcera, y después de eso, estuvo sin
trabajo durante mucho tiempo… la mayor parte de los tres últimos años. En esas
circunstancias no podíamos hacer mucho por Davy. Además, para entonces se había
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separado de nosotros y vivía por sus propios medios la mayor parte del tiempo.
Spanner estaba desconcertado con el candor de su esposa.
—Todo eso es historia antigua, Martha.
—Es lo que he venido a escuchar —intervine—. ¿Usted dijo que se mudaron aquí
desde otra ciudad?
—Hemos vivido la mayor parte de nuestras vidas en Santa Teresa —replicó ella.
—¿Conocen a un hombre llamado Jack Fleischer?
—¿No es ese el nombre del individuo que vino aquí el mes pasado? —preguntó
ella mirando a su marido.
—Un hombre fornido, alto y calvo —agregué—. Dice ser un policía retirado.
—Es él —respondió ella—. Nos hizo una serie de preguntas referentes a Davy.
Especialmente sus antecedentes. Le referimos lo poco que sabíamos. Que lo sacamos
del refugio de Santa Mónica cuando tenía seis años. No tenía apellido, de manera que
le dimos el nuestro. Yo quería adoptarlo, pero Edward pensaba que no podíamos
tomar esa responsabilidad.
—Ella quiere decir —interrumpió Spanner—, que si lo adoptábamos, el condado
no nos pagaría su hospedaje.
—Pero lo tratamos como si fuera nuestro hijo. Nunca tuvimos hijos y jamás
olvidaré la primera vez que lo vi en la oficina del Supervisor del Refugio. Se nos
acercó y se puso al lado de Edward y no quería marcharse. «¡Quiero quedarme al
lado del hombre!» fue lo que dijo. ¿Recuerdas, Edward?
Él recordaba. Había un orgullo lleno de pena en sus ojos.
—Ahora es del alto de usted. ¡Quisiera que lo hubiera visto hoy!
Es toda una mujer, pensé. Tratando de crear una familia con un muchacho
desbocado, y con un marido reticente, tratando de formar algo, un todo, de vidas
malogradas.
—¿Sabe usted quiénes eran sus verdaderos padres, Mrs. Spanner?
—Sólo era un huérfano. Algún campesino murió y lo dejó entre los juncos. Eso lo
supe por el otro hombre… Fleischer.
—¿Le dijo Fleischer por qué se interesaba en Davy?
—No se lo pregunté. Tenía miedo de preguntar, estando Davy en libertad bajo
palabra… y todo eso… —Ella vaciló y escudriñó mi cara—. ¿Le importaría que le
preguntara eso mismo a usted?
—Han golpeado a Mrs. Smith. Ya te lo dijo —respondió Spanner por mí.
Sus ojos se agrandaron.
—Davy no haría eso a Mrs. Smith. Era su mejor amiga.
—No sé si lo haría —respondió Spanner—. Recuerda que golpeó a un maestro de
la escuela secundaria y que ese fue el principio de todos nuestros problemas.
—¿Era una mujer? —pregunté.
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—No. Un hombre. Mr. Langston, de la secundaria. Si de algo uno no puede
evadirse es de haber golpeado a un profesor. No lo dejaron volver al colegio después
de eso. No sabíamos qué hacer con él. No podía conseguir trabajo. Esa es una de las
razones por las cuales nos mudamos aquí. Después de aquello, nada anduvo bien. —
Spanner hablaba como si la mudanza hubiera sido un exilio.
—Fue peor que golpear a un profesor —dijo su esposa—. Henry Langston no era
realmente un profesor. Era lo que se llama un consejero. Estaba tratando de aconsejar
a Davy cuando sucedió.
—¿Aconsejarlo sobre qué?
—Nunca lo entendí con claridad.
—Davy tiene perturbaciones mentales —dijo Spanner volviéndose hacia ella—.
Nunca lo quisiste aceptar. Pero es tiempo de que lo hagas. Tenía perturbaciones
mentales cuando lo sacamos del refugio. Nunca se sinceró conmigo. Nunca fue un
niño normal.
—No lo creo. —Ella negó con la cabeza.
Era evidente que su discusión llevaba años, y era probable que durara tanto como
ellos mismos.
—Usted lo vio hoy, Mrs. Spanner —interrumpí—. ¿Le pareció que sufría alguna
perturbación mental?
—Bien, nunca fue muy alegre. Y parecía bastante tenso.
—Cualquier hombre lo está en estos días, cuando proyecta casarse.
—¿Hablaban en serio de casarse?
—Diría que muy en serio. Apenas podían esperar.
Se volvió hacia su esposo.
—No quería decirte esto, pero supongo que todo saldrá a la luz. Davy pensaba
que tú podrías casarlos. Le expliqué que no tenías autoridad legal para hacerlo, siendo
solamente un predicador laico.
—De cualquier manera, no lo casaría con nadie. Tengo demasiado respeto por la
raza femenina.
—¿Dijeron algo más sobre sus proyectos, Mrs. Spanner? ¿Dónde proyectaban
casarse?
—No lo dijeron.
—¿Y no sabe usted a dónde se dirigían cuando se marcharon de aquí?
—No. No lo sé. —Pero sus ojos parecían enfocar hacia adentro, como si
estuvieran recordando algo.
—¿Ni siquiera se lo insinuaron?
—Usted no respondió a mi pregunta. ¿Por qué le interesa tanto? ¿Usted no cree
realmente que haya golpeado a Mrs. Smith?
—No. Pero la gente siempre me sorprende.
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Ella estudió mi rostro, apoyando sus codos en la mesa.
—No se expresa como un policía. ¿Lo es?
—En algún momento lo fui. Ahora soy un detective privado… y no trato de
achacarle nada a Davy.
—¿Qué está tratando de hacer?
—Asegurarme de que la muchacha no corra peligro. Su padre me contrató para
eso. Sólo tiene diecisiete años. Debería estar en el colegio ahora, y no correteando por
ahí.
Por poco compensadora que puedan ser sus vidas de casadas, las mujeres adoran
la idea de los casamientos. El sueño del matrimonio de Mrs. Spanner murió de
pronto. Lo observé morir.
—Cuando estaba en la cocina, haciéndoles té, los oí hablar en la sala. Estaban
leyendo en alta voz los lemas que colgaban de las paredes. Se reían de ellos. Eso no
fue muy simpático, pero quizá yo no debí haber estado escuchándolos. De cualquier
manera, hicieron bromas sobre el huésped invisible. Davy dijo que «Papi Títulos-de-
Guerra» iba a tener un huésped invisible, esta noche.
—Eso es una blasfemia —rugió Spanner.
—¿Dijeron algo más sobre ese tema?
—Le preguntó a la chica si estaba segura de que podría hacerlo entrar. Ella le dijo
que sería fácil. Que Lew la conocía.
—¿Lew —pregunté— o Lupe?
—Podía haber sido Lupe. Sí, estoy segura que fue Lupe. ¿Sabe usted a qué se
referían?
—Creo que sí. ¿Puedo usar su teléfono?
—Todo lo que quiera, mientras no sea larga distancia —dijo Spanner
prudentemente.
Le di un dólar y llamé a lo de Hackett en Malibu. La voz de una mujer que al
principio no reconocí respondió.
—¿Está allí Stephen Hackett? —pregunté.
—Por favor, ¿quién llama?
—Lew Archer. ¿Hablo con Mrs. Marburg?
—Así es. —Su voz sonaba fina y seca—. Fue usted un buen profeta, Mr. Archer.
—¿Le ha pasado algo a su hijo?
—Usted es un profeta tan bueno, que me pregunto si fue una profecía. ¿Dónde
está usted?
—En el oeste de Los Ángeles.
—Venga enseguida, ¿quiere? Le diré a mi marido que le abra el portón.
Me marché sin decirles a los Spanner a dónde me dirigía ni porqué. En camino a
Malibu, me detuve en mi apartamento para recoger un revólver.
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Capítulo 11
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—Tengo un cliente.
Ella ni lo tomó en cuenta.
—Puedo pagarle una gran cantidad de dinero.
—¿Cuánto?
—Cien mil…
—Eso es demasiado.
Ella me miró con los ojos plegados, tanteándome.
—Lo vi rechazar veinte dólares hoy. Pero nadie ha rechazado, jamás, cien
grandes.
—Usted no me lo ofrece en serio. Lo hace porque cree que puedo estar implicado
en una extorsión. No tiene suerte.
—¿Entonces cómo lo supo antes de que sucediera?
—Porque tropecé con la evidencia. Dejaron el mapa de este lugar en el suelo, casi
como si quisieran que los detuviéramos. Lo que no los hace menos peligrosos.
—Sé que son peligrosos. Los vi. Los dos entraron a la sala y arrastraron a Stephen
a su coche. Con sus anteojos oscuros parecían criaturas de otro planeta.
—¿Reconoció a alguno de ellos?
—Gerda reconoció a la chica, enseguida. Ha sido huésped de esta casa más de
una vez. Su nombre es Alexandria Sebastián.
Se volvió y me miró con suspicacia. Me alegraba que el secreto saliera a la luz.
—Keith Sebastián es mi cliente.
—¿Y él estaba enterado de esto?
—Sabía que su hija se había fugado. Luego supo lo que yo le dije, que no era
mucho. No empecemos con recriminaciones. Lo importante es encontrar a su hijo y
traerlo a su casa otra vez.
—Estoy de acuerdo. Mi oferta sigue en pie. Cien mil dólares si Stephen vuelve
sano y salvo.
—La policía hace ese trabajo gratis.
Desechó la idea con la mano.
—No quiero policías. Con frecuencia resuelven el caso y pierden la víctima.
Quiero que mi hijo vuelva con vida.
—No puedo garantizar eso.
—Lo sé —respondió con impaciencia—. ¿Quiere intentarlo? —Llevó las dos
manos a su pecho presionándolo, luego me las ofreció vacías. Su emoción era a la vez
teatral y verdadera.
—Lo intentaré. Creo que usted comete un error, sin embargo. Debería utilizar la
policía.
—Ya le dije que no lo haría. No me inspira confianza.
—¿Pero confía en mí?
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—¿Hago mal? Sí, le tengo confianza hasta cierto punto.
—También confía en mí Keith Sebastián. Tengo que consultar con él sobre este
asunto.
—No veo porqué. Es uno de nuestros empleados.
—No lo es en su tiempo libre. Su hija ha desaparecido, ¿recuerda? Él siente por
ella lo mismo que usted por su hijo. —Quizá no tanto, pero le otorgaba a Sebastián el
beneficio de la duda.
—Bien, hagámoslo venir aquí. —Abruptamente tomó el teléfono. ¿Cuál es su
número?
—Estamos perdiendo tiempo.
—Le pregunté el número.
Lo busqué en mi libreta. Disco y dio con Sebastián al primer llamado. Debió
haber estado sentado al lado del teléfono.
—¿Mr. Sebastián? Soy Ruth Marburg. La madre de Stephen Hackett. Estoy en su
casa en Malibu ahora, me gustaría mucho verlo… Sí, esta noche. En realidad me
gustaría verlo enseguida. ¿Cuánto es lo más pronto que puede venir…? Bien, lo
espero dentro de media hora. No va a decepcionarme, ¿verdad?
Colgó y me miró con tranquilidad, casi con dulzura. Su mano todavía estaba
sobre el teléfono, como si estuviera tomando el pulso a Sebastián por control remoto.
—No estará en esto con su hija, ¿no es cierto? Sé que Stephen no es muy querido
por la gente que trabaja con él.
—Es eso lo que piensa, ¿Mrs. Marburg?
—No cambie de tema. Le he preguntado una cosa en forma directa.
—La respuesta es, no. Sebastián no tiene ese tipo de coraje. De cualquier manera,
prácticamente venera a su hijo.
—¿Por qué? —me preguntó llanamente.
—Por el dinero. Tiene pasión por el dinero.
—¿Está seguro que no puso a la muchacha en esto?
—Estoy seguro.
—Entonces, ¿qué diablos está haciendo ella?
—Parece estar sublevada contra todo el que tiene más de treinta años. Su hijo es
el objetivo más grande que tiene a mano. No obstante, dudo que ella haya elegido el
objetivo. Davy Spanner probablemente sea el principal instigador.
—¿Qué es lo que quiere, dinero?
—Todavía no he podido descubrir qué es lo que quiere. ¿Sabe usted que haya
alguna conexión entre él y su hijo? Esto podría ser un asunto personal.
—Quizá si me dijera lo que sabe de él… —respondió meneando la cabeza.
Le hice una breve reseña de lo que sabía de Davy Spanner. Hijo de un trabajador
estacional, huérfano a los tres o cuatro años; colocado en un orfanato; llevado por
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padres adoptivos; expulsado violentamente de la secundaria; adolescente descarriado;
ladrón de automóviles; con entradas en la policía, candidato para felonías mayores,
tal vez algo loco.
Ruth Marburg me escuchó con un oído suspicaz.
—Usted casi parece tenerle simpatía.
—Sí, casi —respondí—, aun cuando todavía me dolían los riñones—. Davy
Spanner no es obra de sí mismo.
—No me venga con esas pamplinas —respondió con deliberada rudeza—.
Conozco a estos psicópatas. Son como perros que muerden la mano que los alimenta.
—¿Spanner tuvo algún contacto previo con su familia?
—No, que yo sepa.
—Pero la chica, sí.
—No conmigo. Con Gerda, la esposa de Stephen. La muchacha estaba interesada
en aprender idiomas, o pretendía estarlo. Gerda la metió bajo el ala el verano último.
Tendrá experiencia la próxima vez, si la familia sobrevive a esto.
Me estaba impacientando con la conversación. Parecía que habíamos estado
sentados en la habitación desde hacía mucho tiempo. Tapizado de libros, con las
ventanas con pesadas cortinas, era como un refugio subterráneo, apartado del mundo
de la vida.
Ruth Marburg debe de haber percibido o compartido mis sensaciones. Se dirigió a
una de las ventanas y corrió las cortinas. Miramos afuera, al intermitente collar de
luces a lo largo de la costa.
—Todavía no puedo creer que esto haya pasado. Stephen siempre ha sido tan
cuidadoso. Es una de las razones por las cuales no tiene servidumbre.
—¿Qué es Lupe?
—Casi no lo consideramos un sirviente. En realidad es el administrador de la
propiedad.
—¿Es amigo de ustedes?
—No diría exactamente eso. Nos llevamos bien. —Su sonrisa a medias, y la
forma en que irguió el cuerpo dieron a sus palabras una connotación sexual.
—¿Puedo hablar con Lupe?
—Ahora, no. Está bastante enfermo.
—¿No cree que debería examinarlo un médico?
—Voy a conseguirle un médico. —Se volvió para encararme, visiblemente
sacudida por la fuerza de su cólera—. No necesita responsabilizarse por cosas que no
le competen. Yo lo contrato para que me devuelva a mi hijo vivo.
—Todavía no me ha contratado…
—Y puede ser que no lo haga. —Volvió a la ventana—. ¿Qué es lo que está
demorando a Sebastián? —Se apretó las manos y estiró los nudillos, haciendo un
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ruido que me recordó que tenía esqueleto.
Como si la hubiera oído o percibido su impaciencia, Sebastián apareció casi
enseguida. Su gran coche arrojo sus luces sobre el paso, giró por el lago oscuro, y se
detuvo debajo de los faroles.
—Se tomó su tiempo —dijo Mrs. Marburg en la puerta.
—Lo lamento. Me llamaron por teléfono cuando salí tuve que atenderlo.
Sebastián parecía muy excitado. Estaba pálido y con los ojos brillantes. Nos
miraba por turnos a la mujer a mí.
—¿Qué sucede?
—Entre —respondió Ruth Marburg con inflexibilidad—, le diré lo que sucede. —
Nos condujo a la biblioteca y cerró la puerta con fuerza, como un alcalde—. Su
preciosa hija ha secuestrado a mi hijo.
—¿Qué…? ¿Qué quiere decir?
—Llegó aquí con ese muchachote fanfarrón oculto el maletero. Golpearon a
nuestro administrador con palanca. Entraron en la casa y se llevaron a Stephen en su
coche.
—Pero, eso es una locura…
—Sucedió.
—¿Cuándo?
—Antes de ponerse el sol. Eran cerca de las cinco y media. Ya son más de las
ocho. La pregunta es, ¿qué piensa hacer al respecto?
—Cualquier cosa. Haré cualquier cosa.
El llanto reprimido casi lo cegaba. Se restregó los ojos con los dedos, y se quedó
vacilante a la luz, con las manos sobre los ojos.
—¿Está segura de que era Sandy?
—Sí, mi nuera la conoce bien. Mr. Archer aquí presente predijo virtualmente que
esto iba a suceder. Lo que me trae al motivo por el cual usted está acá. Quiero que
Mr. Archer me devuelva a mi hijo.
—Esto significa —le expliqué— que usted y yo podemos estar en lados opuestos.
Su hija ha ayudado a cometer un crimen mayor. Temo que no pueda protegerla de las
consecuencias.
—Pero espero que coopere usted con Archer —agregó Mrs. Marburg—. Si oye
algo de su hija, por ejemplo, tiene que hacérselo saber.
—Sí. —Asintió con la cabeza unas cuantas veces—. Prometo que cooperaré.
Gracias por… gracias por decírmelo.
Ella lo despidió con la mano, apartándolo de su vista.
—Bien, —dijo cuando Sebastián dejó la habitación—. ¿Cree que él metió a su
hija en esto?
—Usted sabe que no es así.
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—No me diga lo que yo sé. La gente es capaz de cualquier cosa. Hasta la gente
más agradable, y él no es uno de ellos. Tampoco yo, en caso de que tenga dudas.
—Estamos perdiendo tiempo.
Pero ella tuvo la última palabra.
—Su tiempo es mío. Al salir, ¿quiere por favor decirle a mi marido que traiga un
whisky doble…? Estoy mortalmente cansada.
Se hundió en su silla y dejó que su cara y su cuerpo cayeran como plastilina. Su
marido estaba en la galería iluminada mirando los cuadros. Le di el mensaje.
—Gracias, amigo. No trabaje demasiado en su cometido. Si Stephen no vuelve,
todo esto viene a parar a manos de Ruth y a las mías. Me encanta la buena pintura.
Marburg habla en serio a medias, cosa que siempre hacía. Salí afuera donde
Sebastián estaba esperándome en mi coche. Se estaba mordiendo la uña del pulgar.
Le sangraba.
—¿Tiene algo que decirme?, —pregunté instalándome detrás del volante.
—Sí, tuve miedo de decirlo delante de ella. Esa llamada telefónica cuando salía
de mi casa… era de Sandy. Quería que fuera a buscarla.
—¿A dónde?
—A Santa Teresa. Cortaron la comunicación antes que pudiera darme la
dirección.
—¿Dijo de dónde llamaba?
—No, pero era una llamada paga y la operadora pudo localizarla. Sandy utilizó el
teléfono de la oficina de la estación de servicio Power Plus, de este lado de Santa
Teresa. Con frecuencia hemos ido allí los fines de semana y nos hemos detenido en la
misma estación.
—Será mejor que vaya allí ahora.
—Lléveme usted, ¡por favor!
Me volví para mirarlo. No era una persona que me agradara mucho o en la que
confiara demasiado. Pero le tenía más simpatía a medida que pasaba el tiempo.
—¿Cómo conduce usted?
—No tengo accidentes, y no he estado bebiendo.
—Bien, llevaremos mi coche.
Sebastián dejó el suyo en la playa de estacionamiento de Malibu, contigua a la
entrada. Tomé un sandwich que sabía al vaho de las carreteras, mientras él llamaba
por teléfono a su esposa. Luego se comunicó con la estación de servicio Power Plus,
en Santa Teresa.
—Tienen abierto hasta medianoche —me dijo—. Y el hombre recordaba a Sandy.
Mi reloj indicaba las nueve y quince. Había sido un día largo, y esperaba estar
despierto la mayor parte de la noche. Subí al asiento de atrás y me dormí.
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Capítulo 12
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—No tiene porqué pagarme. —Hablaba con suave determinación—. Lamento no
poder hacer más. Quizás debí tratar de detenerlos, o llamar a la policía o algo. Sólo
que no pensé que tuviera derecho a intervenir.
Un Chevrolet viejo, exhibiendo en algunas partes su primitivo color marrón, entró
de la calle y se detuvo al lado de los surtidores. Un par de adolescentes ocupaban el
asiento de adelante. Los pies desnudos de otros dos se proyectaban desde las
ventanillas de atrás. El conductor tocó la bocina pidiendo servicio.
—¿Está seguro de que no había alguien más en ese coche? —volví a preguntarle
a Fred Cram.
—No, salvo que se refiera al perro.
—¿Qué tipo de perro?
—No lo sé. Parecía un perro grande.
—¿No lo vio?
—Estaba en el maletero. Podía oírlo jadear y quejarse.
—¿Cómo sabe que era un perro?
—Ella lo dijo.
Sebastián gimió.
—¿Quiere decir que era un ser humano el que estaba allí adentro? —preguntó el
ayudante.
—No lo sé.
Fred Cram me dirigió una larga mirada interrogante. Su rostro se ensombreció al
comprender la profundidad del problema en que se había metido. Los adolescentes
volvieron a tocar la bocina, imperiosamente, y él se alejó con sus piernas desparejas.
—Vaya —dijo Sebastián en el coche—. ¡Y en verdad ha sucedido! Tenemos que
encontrarla y traerla de vuelta, Archer.
—Lo haremos. —No dejé traslucir mis dudas, la duda de que pudiéramos
encontrarla, la duda más grave de que la ley le permitiera cuidar de ella, en caso de
encontrarla—. La mejor contribución que puede hacer es ponerse en contacto con su
esposa y quedarse cerca del teléfono. Sandy llamó una vez, puede ser que lo haga
nuevamente.
—Si él la deja.
Pero aceptó mi sugerencia. Nos registramos en habitaciones contiguas en un
motel de la playa, próximo al centro de Santa Teresa. Era lo más crudo del invierno, y
el lugar estaba casi desierto. El amarradero de los yachts debajo de mi ventana, a la
luz de las estrellas, parecía una pálida fantasía de verano.
El botones abrió la puerta que comunicaba nuestras dos habitaciones. Escuché a
Sebastián hablar por teléfono con su esposa. Le dijo con una simulada alegría que el
caso estaba progresando con rapidez y que no tenía de qué preocuparse. El agradable
cuadro que fingía me hizo recordar de alguna manera al joven de la pierna
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defectuosa, que aún cojeando andaba más ligero de lo que otros hombres podrían
caminar.
—Yo también te amo —dijo Sebastián y colgó.
Me dirigí al vano de la puerta.
—¿Cómo lo está tomando su esposa?
—Maravillosamente. Ella es maravillosa.
Pero su mirada recorrió la habitación, pesando los detalles de su catástrofe: la
cama solitaria, las paredes frías, y yo, observándolo. Traté de sonreír.
—Voy a salir un momento —le comuniqué—. Me encontraré con usted más
tarde.
—¿A dónde va?
—A visitar a algunas personas en la ciudad.
—Es tarde para hacer visitas.
—Tanto mejor. Es más posible que los encuentre.
Volví a mi habitación, saqué la guía del cajón de la mesa de teléfono, y busqué a
Henry Langston, el consejero que había tenido el incidente con Davy Spanner. Una
muchacha joven respondió al teléfono de Langston y por un momento pensé que por
alguna extraordinaria coincidencia era Sandy.
—¿Quién es? —le pregunté.
—Elaine. Sólo soy baby-sitter. Mr. y Mrs. Langston han salido esta noche.
—¿A qué hora regresarán?
—Prometieron volver a media noche. ¿Quiere dejar un mensaje?
—No, gracias.
Las coincidencias rara vez suceden en mi trabajo. Si se cava lo bastante hondo,
casi siempre se encuentra una raíz que se bifurca. Probablemente no era una
coincidencia que Jack Fleischer se hubiera marchado, al parecer a su casa en Santa
Teresa, enseguida después que Laurel había sido golpeada. Lo busqué en la guía y
encontré su dirección: 33 Pine Street.
Era una calle de antiguas casas de la clase media, apropiadamente sombreada de
pinos, dentro de una distancia que podía hacerse a pie desde los tribunales. La mayor
parte de las casas de la manzana eras oscuras. Me detuve en una esquina frente a una
antigua iglesia, y caminé por la calle buscando el número de Fleischer, con mi
linterna.
Encontré un doble tres de metal oxidado adherido al porche de una casa de dos
pisos con marcos blancos. Había una luz, amarillenta y triste, tras las cortinas. Golpeé
en la puerta.
Pasos vacilantes se acercaron a la puerta y la voz de una mujer habló a través de
ella.
—¿Qué desea?
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—¿Está Mr. Fleischer?
—No.
Pero abrió la puerta a fin de espiarme. Era una mujer de mediana edad, rubia,
cuya cara había estado bien maquillada en algún momento del día. La erosión había
comenzado. En medio de todo esto, sus ojos se fijaban en mí con esa mirada estática
de aprensión dolorida que tarda años en desarrollarse. Su aliento olía a gin, y despertó
una asociación en mi mente. Se parecía bastante a Laurel Smith, como para ser su
hermana mayor.
—¿Mrs. Fleischer?
Ella asintió ceñuda.
—No lo conozco, ¿verdad?
—Conozco mejor a su marido. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
Extendió las manos. Debajo de su robe acolchada, color de rosa, su cuerpo se
adivinaba envejecido.
—No me lo pregunte a mí.
—Es muy importante. He venido desde Los Ángeles.
Con una mano me aferró el brazo. Sentí como algo de comprensión por Fleischer.
—¿Qué ha estado haciendo Jack, allí?
—Temo que sea confidencial.
—Puede decírmelo a mí. Soy su esposa. —Me tomó del brazo—. Entre, le daré
un trago. Cualquier amigo de Jack…
Dejé que me llevara a una sala grande y triste, Tenía el aire de no ser vivida, de
estar sólo durando. Los principales adornos de la habitación eran los trofeos de caza
de Fleischer sobre la chimenea.
—¿Qué quiere tomar? Yo estoy bebiendo gin con hielo.
—Eso me agradaría.
Salió de la habitación y volvió con dos vasos chatos llenos de hielo y gin.
—¡Salud! —exclamé sorbiendo el mío.
—Por favor, tome asiento. —Me indicó un canapé cubierto con una colcha, y se
sentó próxima a mí—. Estaba por decirme algo sobre Jack.
—No conozco todas las ramificaciones. Parece estar haciendo un trabajo de
investigación… Me interrumpió con impaciencia.
—No permita que lo engañe, y no lo encubra, tampoco. Hay una mujer mezclada,
¿no es así? Tiene una casa en Los Ángeles, y esa mujer está viviendo con él otra vez.
¿No tengo razón?
—Usted lo conoce mejor que yo.
—Puede apostar que sí. Hace treinta años que estamos casados, y por más de la
mitad de esos treinta años ha estado detrás de la misma falda. —Se inclinó hacia mí,
con una boca ávida—. ¿Ha visto a esa mujer?
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—La he visto.
—¿Si yo le muestro una fotografía de ella, está dispuesto a decirme si es la misma
mujer?
—Si usted me ayuda a localizar a Jack.
Ella pensó seriamente en mi planteo.
—Se dirige a la zona de Bay… ¡Sabe Dios porque…! Pensé que por lo menos se
quedaría a pasar la noche. Pero se dio una ducha, se cambió la ropa, comió la comida
que le preparé y luego partió otra vez.
—¿A qué lugar de Bay?
—En la Península. Lo oí hablar con Palo Alto antes de partir. Hizo una
reservación en el Hotel Sandman Motor. Es todo lo que sé. Ya no me dice nada y yo
sé porqué. Está detrás de esa falda otra vez. Tenía esa expresión en los ojos. —Su voz
zumbaba de resentimiento, como una bocina atrapada en una red. La ahogó con gin
—. Le mostraré el retrato.
Puso su vaso vacío sobre una mesa con incrustaciones de piedra pulida. Dejó la
habitación y volvió. Me arrojó una fotografía pequeña, y encendió una lámpara de
tres luces.
—Es ella, ¿verdad?
Era una pequeña instantánea de la cara de Laurel Smith, tomada cuando era una
muchacha de unos veinte años, de pelo oscuro. Aun en esta pequeña fotografía
descuidada, su belleza resplandecía. Recordé su rostro golpeado cuando la ponían en
la ambulancia, y tuve como un impacto retardado, una sensación de algo valioso
destruido por el tiempo y la violencia.
Mrs. Fleischer repitió su pregunta. Yo le respondí con cautela.
—Creo que es ella. ¿Dónde consiguió esta fotografía?
—La saqué de la billetera de Jack mientras se estaba dando la ducha. Vuelve a
llevarla consigo. Es una vieja fotografía que tiene desde hace mucho tiempo.
—¿Como cuánto?
—Veamos… —contó con los dedos—. Quince años. Hace quince años que la
recogió. La mantuvo en Rodeo City, diciendo que era una testigo, que todo lo que él
hacía era estrictamente asunto de trabajo. Pero el único crimen que ella presenció fue
ver al delegado del sheriff, Jack Fleischer, quitarse los pantalones.
Hubo una pequeña satisfacción en sus ojos. Estaba traicionando a su marido
conmigo, lo mismo y tan completamente como él la había traicionado a ella. Y como
esposa de un viejo policía, se estaba traicionando a sí misma.
Tomó la fotografía, la puso sobre la mesa y levantó su vaso.
—¡Bebamos otra copa! —propuso.
No discutí. Los casos se abren de distintas maneras. Este no se estaba abriendo
como una puerta, ni como una tumba; no se abría como una rosa o cualquier flor; se
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estaba abriendo como una rubia triste y vieja con sombras en su corazón.
Vacié mi vaso y ella se lo llevó a la cocina para volver a llenarlo. Me parece que
mientras estuvo allí se bebió un vaso extra. Al regresar chocó con el marco de la
puerta de la sala y derramó gin en sus manos.
Le tomé ambos vasos y los coloqué en la mesita con incrustaciones de piedra.
Ella se balanceó frente a mí, los ojos nublados, perdidos. Con gran esfuerzo logró
enfocarlos, la red de finas líneas que los circundaban se hicieron profundas en su piel.
—Es la misma mujer, ¿verdad?
—Sí. ¿Sabe su nombre?
—Se hacía llamar Laurel Smith, en Rodeo City.
—Todavía se hace llamar así.
—Jack está viviendo con ella en Los Ángeles, ¿no es cierto?
—Que yo sepa nadie está viviendo con ella.
—No trate de engañarme. Ustedes los hombres se ayudan mutuamente. Pero yo
sé cuándo un hombre gasta dinero con una mujer. Se llevó más de mil dólares de
nuestra cuenta de ahorros en menos de un mes. Y tengo que rogarle para que me de
doce dólares para ir a la peluquería. —Metió sus dedos entre el pelo seco y ondeado
—. ¿Todavía es bonita?
—Bastante bonita. —Haciendo un esfuerzo le hice un cumplido—. En realidad se
parece mucho a usted.
—Todas son así. Las mujeres que elige se parecen a mí. Pero eso no es un
consuelo, siempre son más jóvenes. —Su voz sonaba como un látigo flagelante,
vuelto contra sí misma. De nuevo se encolerizó con Fleischer—. ¡Maldito canalla!
Tiene el coraje de gastar nuestro dinero tan duramente ganado con esa descastada.
Luego viene y me dice que lo está invirtiendo, que seremos ricos por el resto de
nuestras vidas.
—¿Dijo en qué forma?
—Usted debería saberlo. Usted es uno de sus compinches, ¿no es así?
Tomó el vaso y bebió. Parecía dispuesta a arrojarme el vaso vacío a la cabeza. Yo
no era su marido, pero tenía pantalones.
—Termine su copa —me dijo—. Yo terminé la mía.
—Hemos bebido bastante.
—Eso es lo que usted cree.
Llevó su copa a la cocina. Sus chinelas resbalaron por el piso y su cuerpo se
inclinó como si estuviera en una pendiente irreversible, deslizándose para siempre
hacia el limbo de las mujeres abandonadas. Oí que rompía algo en la cocina. Miré a
través de la puerta y la vi romper platos en la pileta.
No me interpuse. Eran sus platos. Volví a la sala, tomé el retrato de Laurel de la
mesa y salí de la casa.
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En el porche de la casa vecina, un hombre de pelo canoso, vistiendo una salida de
baño, estaba de pie en actitud de escuchar. Cuando me vio, dio media vuelta y se
metió en su casa. Oí que decía antes de cerrar la puerta:
—Jack Fleischer está otra vez en su casa.
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Capítulo 13
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—Henry debe volver en cualquier minuto. Sólo ha ido a llevar a la baby-sitter.
Entre, es una noche fría.
Se dirigió al living. La seguí. La habitación estaba llena de muebles y libros. Un
piano de media cola cerrado era la nota más destacada.
Mrs. Langston estaba al lado del piano, como una solista nerviosa.
—Voy a prepararle café.
—Por favor, no se moleste. Y por favor, no tenga miedo.
—No es culpa suya. Tengo miedo de Davy Spanner.
—Usted tenía miedo antes de que se lo nombrara.
—¿Sí? Quizás tenga razón. Usted me miraba en una forma tan extraña… como si
me fuera a morir.
No me preocupé de recordarle que ella como todos íbamos a morir. Se quitó el
sacón. Parecía embarazada de seis meses.
—Si me excusa, me voy enseguida a la cama. Por favor, no retenga a Henry toda
la noche.
—Trataré de no hacerlo. Buenas noches.
Agitando los dedos se despidió de mí, dejando como una sensación trémula en la
habitación.
Cuando oí el automóvil en la entrada, salí.
Langston bajó del coche, dejando su rural fuera del garage, con los faros
encendidos y el motor en marcha. Una sensación de alarma parecía flotar en el aire, y
pude verla reflejada en su cara. Era un hombre joven, alto, hogareño, con el pelo
rubio color de arena, y ojos sensibles.
—¿Kate, está bien?
—Su esposa está muy bien. Me hizo entrar y se fue a la cama —le dije quién era
—. Davy Spanner estuvo esta noche en la ciudad.
Los ojos de Langston parecieron retroceder, como si yo hubiera tocado una
invisible antena. Volvió a su rural, apagó el motor y los faros.
—Hablemos en el coche, ¡por favor! No quiero molestarla.
Nos sentamos en el asiento de adelante, cerrando las puertas sin golpearlas.
—Por casualidad, ¿usted no vio a Davy esta noche?
Vaciló antes de responder.
—Sí, lo vi. Muy brevemente.
—¿Dónde?
—Vino aquí, a mi casa.
—Aproximadamente, ¿a qué hora?
—A las ocho. Kate se había ido a buscar a Elaine… es la muchacha de la escuela
secundaria que se queda con nuestro hijo… y me alegré mucho de que no estuviera
en casa. Por fortuna, él se marchó antes de que ella regresara. Davy perturba a Kate,
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básicamente, ¿lo sabe?
—No es a la única persona que perturba.
Langston me miró de reojo.
—¿Ha estado otra vez, dándose de cabeza contra la pared?
—Si es así como usted lo denomina…
—Davy es un autodestructor.
—Me preocupa la otra gente. ¿Estaba esa chica Sandy con él?
—Sí, desde luego. Ella es una de las razones por las que vino a verme esta noche.
Quería que Kate y yo la cuidáramos. Dijo que iban a casarse, pero que antes tenía que
hacer algo que le tomaría uno o dos días.
—¿Explicó que clase de asunto era?
—No. Pero supongo que algo violento. Pensó que sería mejor que Sandy se
quedara con nosotros hasta que terminara con ello.
—¿Por qué ustedes?
—Es lo que a menudo me he preguntado —dijo con un esbozo de sonrisa—. ¿Por
qué nosotros? La respuesta es, que yo me lo he buscado. Me inmiscuí muy
profundamente en los asuntos de Davy hace años, y cuando eso sucede es muy
difícil… ¿sabe usted?, desarraigar ese afecto. Casi rompí mi casamiento en un
momento dado. Pero nunca más. Le dije que lo que sugería era imposible. Lo tomó
mal, como si le estuviera fallando. Pero era una cuestión de a cuál de ellos iba a
fallarle, a Davy o a mi propia familia.
—¿Cómo reaccionó la chica?
—No tuve oportunidad de hablar con ella. Pude verla sentada en el coche, pálida
y tensa —señaló con el pulgar hacia la calle, donde estaba mi coche—. Pero no pude
hacerme responsable de ella. La verdad es que quería que se marchara antes de que
volviera Kate. Está esperando otro niño, y la pasó muy mal con el primero. Tengo
que evitarle toda excitación… alarmas y movimientos.
—Por supuesto.
—Deben haber prioridades —continuó diciendo—. De otra manera uno se
esparce en una capa demasiado fina, y toda la estructura se viene abajo. —Parecía un
hombre muy consciente, repitiendo una lección difícil que estaba tratando de
aprender, pero no lograba desinteresarse de la chica—. La muchacha, ¿es realmente
su fiancée?
—Ellos así lo creen. Sin embargo, la muchacha ha huido, y sólo tiene diecisiete
años. Sus padres me contrataron, originalmente, para hacerla regresar.
—¿Y por eso está usted aquí?
—En parte. ¿Qué otras razones tenía Davy para venir a verlo a usted?
—¿Otras razones?
—Usted dijo que la chica era una de las razones. ¿Cuáles eran las otras?
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—Tenían que ver con su propia historia —respondió en forma un tanto oscura—.
Quería alguna información, esencialmente información sobre él mismo. Como le
estaba diciendo, yo sondeé profundamente en su caso, algunos años atrás, cuando él
era uno de nuestros estudiantes en la secundaria. Comprendo ahora que llegué
demasiado hondo. Sabía algo de terapia cuando estaba en el colegio, y pensé que
podía usarla para curarlo. Pero algo pasó, y no sé cómo explicarlo. Tenía una
expresión perpleja e introvertida, como si estuviera tratando de explicarse el pasado.
—Algo pareció rasgarse, como una membrana, entre nosotros —continuó—.
Hubo momentos en que nuestras identidades parecían mezclarse. Podía, en realidad,
sentir sus sentimientos y pensar sus pensamientos, y experimentar esta terrible
empatía… —se interrumpió—. ¿Le ha sucedido eso a usted, alguna vez?
—No. Salvo que cuente a las mujeres, en circunstancias muy especiales.
—¿Mujeres? —dijo en una forma extraña—. Kate es tan extraña para mí, como
las montañas de la luna. Eso no quiere decir que no la ame. La adoro.
—¡Espléndido! Usted iba a hablarme de la historia de Davy.
—No tenía historia. Ese era el problema. Pensé que podía ayudarlo,
proporcionándole alguna. Pero sucedió que él no pudo con ella. Tampoco yo, en
realidad. Yo fui el que manejé mal la situación, desde que yo era el consejero y él
sólo un perturbado adolescente de diecisiete años.
Langston también estaba perturbado. Su mente parecía estar luchando a través de
magnéticos campos de la memoria, que retorcía todo lo que decía. Lo apremié otra
vez.
—¿Es verdad que mataron al padre de Davy?
Me miró, clavándome los ojos como estiletes.
—¿Sabe usted algo acerca de la muerte del padre?
—Sólo eso. ¿Cómo sucedió?
—Nunca lo supe con certeza. Aparentemente cayó bajo un tren, cerca de Rodeo
City. Las ruedas del tren pasaron sobre él y le cortaron la cabeza. —Langston se llevó
los dedos al cuello—. Era un hombre joven, más joven de lo que yo soy ahora.
—¿Cómo se llamaba?
—Nadie parece saberlo. No llevaba tarjeta de identificación. De acuerdo con la
teoría del delegado del sheriff que tuyo el caso…
—¿Jack Fleischer?
—Sí. ¿Lo conoce?
—Estoy deseando conocerlo. ¿Cuál era su teoría?
—Que el hombre era un trabajador transitorio que viajaba en los trenes y que
accidentalmente se cayó. Pero esa teoría adolece de una gran falla. Tenía un niño de
tres años con él, y si él se hubiera caído del tren en movimiento, Davy también debió
haberse caído, pero no se lastimó, por lo menos en el sentido físico. Psíquicamente —
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agregó— Davy experimentó un trauma serio. Estoy seguro de que es la raíz de su
problema. Se sentó al lado de las vías del tren, y pasó allí toda la noche con el
cadáver sin cabeza. —Su voz era tan baja que apenas podía oírlo.
—¿Cómo sabe eso?
—El delegado Fleischer lo encontró al lado del cuerpo. Davy lo confirmó. Yo lo
ayudé a que aflorara a su memoria. Pensé que le haría bien. Pero temo que no fue así.
Comprendo ahora que jugaba a ser Dios, practicando la psiquiatría sin tener un
diploma. —Su voz era contrita—. Se volvió completamente loco y me atacó.
Estábamos en mi oficina de la secundaria, y no hubo manera de ocultarlo. En verdad,
me propinó una buena paliza. El colegio lo expulsó a pesar de mis protestas. Todo lo
que pude hacer fue evitar que lo enviaran a un reformatorio.
—¿Y por qué quería hacerlo?
—Me sentía culpable, por supuesto. Había estado jugando con la magia negra…
Esos recuerdos reprimidos son tan poderosos como cualquier magia… y la cosa
estalló en la cara de ambos. Él sufrió una lesión permanente.
—Eso ha sucedido hace mucho tiempo. Todavía sigue jugando a ser Dios —le
dije.
—Conozco toda la extensión de mi responsabilidad. Lo ayudé a traer este terrible
recuerdo a su plano consciente. Se ha fijado en su mente desde entonces.
—Usted no sabe eso.
—Sin embargo, lo sé. Ese es el infierno. Vino esta noche aquí, e insistió en que le
dijera dónde habían encontrado el cuerpo de su padre. Todavía es el pensamiento
dominante de su mente.
—¿Se lo dijo?
—Sí. Era la única forma de liberarme de él.
—¿Puede llevarme a ese lugar? ¿Esta noche…?
—Podría. Pero es un viaje de una hora, por lo menos, hasta la costa. —Miró su
reloj—. Son más de las doce y treinta. Si lo llevo, no volveré a casa antes de las tres y
tengo que estar en la escuela a las ocho menos cuarto.
—Olvídese de la escuela. Usted mismo dijo que había prioridades. Esto tiene que
ver con la vida o la muerte de un hombre.
—¿Qué hombre?
Le hablé a Langston acerca de aquello que jadeaba en el maletero del coche de
Sandy.
—Al principio pensé que era un secuestro por dinero. Cada vez es más joven la
gente que lo hace. Pero los motivos para el secuestro, también están cambiando con
los tiempos. Y sucede cada vez con mayor frecuencia que no son más que descarados
juegos de «poder», con el único objeto de dominar a otra persona. Sabe Dios lo que
está pasando por la mente de Davy, y también de la chica. Pueden estar proyectando
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reconstruir la muerte de su padre.
Langston me dedicaba toda su atención. No podía resistir el cebo psicológico.
—Podría ser que usted tuviera razón. Parecía tener una urgencia terrible en
encontrar el lugar exacto. ¿La policía está en esto?
—No. La familia de la víctima me pidió que lo resolviera yo solo.
—¿Quién es él?
—Un financista de los Ángeles. El padre de la chica trabaja en una de sus
compañías.
—Evidentemente, parece más complejo que un crimen por dinero.
—¿Quiere ayudarme? —pregunté.
—No tengo mucho que elegir. Llevaremos su coche, ¿de acuerdo?
—Como usted quiera, Mr. Langston.
—Por favor, llámeme Hank. Todo el mundo lo hace —bajó del coche—. Entre un
momento en la casa, ¿quiere? Tengo que dejarle una nota a mi esposa.
La escribió sobre la tapa del piano de media cola mientras yo revisaba sus libros.
Cubrían una amplia gama de temas, incluyendo leyes e historia. Sus libros de
psicología y sociología enfatizaban los espíritus más libres en ese tema: Eirk Erikson
y Erich Fromm, Paul Goodman, Edgard Z, Friedenberg.
Dejó la nota a su esposa sobre el atril del piano, Con una pequeña luz brillando
sobre ella. La leí al salir:
Muy querida:
Para el caso de que despiertes y te preguntes dónde estoy, he salido a dar una vuelta
con Mr. Archer. Si alguien llama a la puerta, no respondas. Por favor, no te
preocupes. Te amo con todo mi corazón, en caso de que lo dudes. Volveré pronto.»
Te quiero.
H.
(0,30 a.m.)
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Capítulo 14
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—Los policías nunca lo hacen, ¿no es así? Y comprendo que un agente se sienta
muy posesivo con respecto a un caso. Cuando me trajo aquí, había estado trabajando
en este caso durante doce años.
—¿Se lo dijo él?
—Sí.
—Entonces, ¿no pudo haber pensado que fuera un accidente?
—En verdad, no sé qué pensaba. —Langston se inclinó hacia adelante—. Ande
más despacio. Estamos llegando.
A unos cientos de yardas más adelante, a la luz de los faros de un camión que se
acercaba, pude ver el camino de ripio, bajando y perdiéndose a lo lejos.
Una persona solitaria haciendo señas con el pulgar para que la recogieran, se
encontraba en un punto del camino. Era una muchacha de pie que nos daba la
espalda, haciendo señales frenéticas al conductor del camión. El camión pasó frente a
ella y luego a nuestro lado, sin disminuir la velocidad.
Giré hacia la izquierda, hacia el camino secundario, y descendí del coche. La
muchacha usaba anteojos oscuros, como si la oscuridad natural no fuera bastante
intensa para ella. Su cuerpo hizo un movimiento rápido; pensé que echaría a correr.
Pero sus pies parecían pegados al ripio.
—¿Sandy?
No me respondió, excepto por un pequeño gruñido de reconocimiento. Tuve una
visión de mí mismo, visto desde arriba. Una especie de lechuza que se adelantaba
hacia una chica asustada, en un cruce de caminos desiertos. En alguna forma, mis
motivos no entraban en el cuadro.
—¿Qué ha pasado con los otros, Sandy?
—No lo sé. Huí y me escondí entre los árboles. —Señaló hacia un bosquecillo de
pinos de Monterrey, allá lejos, cerca de las líneas férreas. Percibía el aroma de los
pinos que había quedado en ella.
Tendió a Mr. Hackett sobre las vías del ferrocarril, y entonces realmente, me
asusté. Hasta ese momento pensaba que sólo estaba simulando. No creí que él
pensara matarlo de verdad.
—¿Está inconsciente Hackett?
—No, pero está todo atado… manos, pies, boca. Parecía tan indefenso sobre las
vías… Él también sabía dónde estaba, por los ruidos que hacía. No pude soportarlo,
de manera que huí. Cuando volví se habían marchado.
Langston se acercó a mí. Sus pies hacían ruido sobre la grava. La muchacha,
asustada, se retiró un poco.
—No tenga miedo —dijo él.
—¿Quién es usted? ¿Lo conozco?
—Son Henry Langston. Davy quería que la cuidara. Parecería que, después de
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todo, va a resultar así.
—No quiero que nadie me cuide. Estoy bien. Puedo conseguir que alguien me
lleve —hablaba con una especie de seguridad mecánica, que parecía estar
desconectada de sus verdaderos sentimientos.
—Vamos —le dijo—. No sea tan retraída.
—¿Tiene un cigarrillo?
—Un paquete entero.
—Iré con usted si me da un cigarrillo.
Langston sacó sus cigarrillos y solemnemente se los ofreció. Ella tomó uno del
paquete. Sus manos temblaban.
—¿Tiene fuego?
Langston le ofreció una caja de fósforos. Sandy lo encendió e inspiró hondo. El
extremo encendido de su cigarrillo se reflejaba por duplicado como pequeños ojos
rojos y ardientes en los cristales de sus anteojos oscuros.
—Bien. Subiré al coche.
Se sentó en el asiento de adelante, entre Langston y yo. Fumó el cigarrillo hasta
que se quemó los dedos. Luego lo dejó caer en el cenicero.
—Sus proyectos no eran muy buenos —le dije—. ¿Quién los hizo?
—La mayor parte, Davy.
—¿Qué se proponía hacer?
—Matar a Mr. Hackett, como le dije. Dejarlo sobre los rieles, para que el tren le
pasara por encima.
—¿Y usted estaba de acuerdo en eso?
—No creía en verdad que fuera a hacerlo. Tampoco lo hizo.
—Será mejor que verifiquemos eso.
Saqué el freno de emergencia. El coche se deslizó hacia el cruce que estaba
marcado por una vieja señal de madera, con los travesaños hacia abajo.
—¿Dónde fue que colocó a Mr. Hackett?
—Aquí mismo, al lado del camino —Sandy indicó el lado norte del cruce.
Me bajé con la linterna para mirar los rieles. Había rastros recientes en la grava,
que podían haber sido hechos por tacos de zapatos. Con todo era difícil imaginar la
escena descrita por la muchacha.
Volví al automóvil.
—¿Davy le dijo por qué había elegido este lugar? —pregunté.
—Pensó que sería un buen lugar para matarlo, supongo. Luego yo me escapé,
posiblemente cambió de idea.
—¿Por qué eligió a Mr. Hackett como víctima?
—No lo sé.
Me incliné por la puerta abierta.
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—Usted debe tener alguna idea, Sandy. Mr. Hackett era un amigo de su familia.
—No es amigo mío —respondió ella con cautela.
—Eso lo ha demostrado con bastante claridad. ¿Qué hizo Hackett, si es que hizo
algo?
—No tengo que responder a eso, ¿verdad? Soy menor de edad pero tengo derecho
a un abogado —dijo, volviéndose a Langston.
—No sólo tiene ese derecho —le respondí—, sino que necesita un abogado. Pero
no va a beneficiarse guardando silencio. Si no acusa a su amigo, terminará yendo a un
juicio como cómplice por todo lo que él haga.
Ella volvió a apelar a Langston, el «Rey del Cigarrillo».
—Eso no es verdad… ¿o sí?
—Podría suceder —respondió él.
—Pero soy menor de edad…
—Eso no es una protección contra un cargo capital. Ya tiene en su haber un
secuestro. Si lo matan a Hackett, será cómplice de asesinato.
—Pero huí…
—Eso no servirá de mucha ayuda, Sandy.
Estaba impresionada. Creo que comenzaba a comprender que el lugar y la hora
eran reales. Que ésta era su vida y que la estaba viviendo mal.
Experimenté una cierta empatía con ella. La escena también se hacía parte de mi
vida. Los árboles de pie y oscuros contra la oscuridad, los rieles estirándose como
cintas de hierro, indispensables para las necesidades entre norte y sur, y una luna
tardía como una reminiscencia que pendía en el cuadrante más bajo del cielo.
Allá a lo lejos, hacia el norte, el rayo de luz del faro del tren iluminó una curva.
Llegaba hasta nosotros oscilante, cortando la oscuridad en formas indescriptibles,
arrastrando un tren de carga tras de sí. Mis propios faros brillaban sobre los rieles, y
podía verlos hundirse bajó el peso de la máquina diesel. El sobrecogedor ruido del
tren completaba la drástica realidad de la escena.
Sandy emitió un grito estrangulado y trató de forzar su paso a través de mí. La
obligué a que entrara de nuevo en el coche. Me rasguñó la cara, y yo le di una
bofetada. Los dos actuábamos como si el ruido nos hubiera eliminado de la raza
humana.
Cuando el tren había pasado hacia el sur Langston dijo.
—Calma, no hay necesidad de violencias.
—Dígale eso a Davy Spanner.
—Lo he hecho muchas veces. Esperemos que haya servido de algo —y
dirigiéndose a la muchacha—, Mr. Archer tiene toda la razón, Sandy. Si usted puede
ayudarnos, se estará ayudando a sí misma. Debe tener alguna idea del lugar a donde
se ha dirigido Davy.
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—Él mismo no lo sabía. —Sandy respiraba con dificultad—. Habló mucho acerca
de un lugar en las colinas donde solía vivir. Sin embargo, no sabía dónde quedaba.
—¿Está usted segura de que existe ese lugar?
—Él lo pensaba así. Yo no lo sé.
Me acomodé en el asiento detrás del volante. Nuestra breve lucha la había hecho
entrar en calor y podía sentir su cuerpo ardiendo a mi lado. Era una pena, pensé, que
sus padres no pudieran mantenerla en su casa, por uno o dos años más. Malo para ella
y malo para ellos.
Le pregunté a Sandy otras cosas mientras nos dirigíamos al sur. Se mostró
reticente con respecto a sí misma y a las relaciones que había mantenido con Davy.
Pero sus respuestas dejaron establecido una cosa, para mi propia satisfacción: Si
Davy Spanner era el que había golpeado a Laurel Smith, Sandy no lo sabía, y había
estado con él todo el día, según ella afirmó.
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Capítulo 15
ERA ALGO más de las tres de la mañana cuando llegamos a Santa Teresa. Le pedí a
Langston que viniera con nosotros al motel. Parecía ejercer una influencia sedante
sobre la chica.
Sebastián nos oyó llegar y abrió la puerta de su dormitorio antes de que llamara.
La luz se derramó sobre su hija. Ella permaneció allí, de pie, en una actitud
provocativa, sacando la cadera.
Él salió a recibirla con los brazos abiertos. Sandy retrocedió abruptamente. Con
un gran gesto de desprecio, encendió un cigarrillo y arrojó el humo en su dirección.
—No sabía que fumaras —dijo el padre débilmente.
—Fumo siempre que puedo.
Todos entramos en la habitación de Sebastián, yo detrás. El se volvió hacia mí.
—¿Dónde la encontró?
—Allá en la carretera. Éste es Mr. Langston. Me ayudó a localizarla.
Los dos hombres se estrecharon las manos. Sebastián dijo que estaba muy
agradecido. Pero miró a su hija como preguntándose de qué estaba agradecido. Ella
sentada en el borde de la cama con las piernas cruzadas, lo observaba.
—Todavía tenemos problemas —le dije—. Voy a hacerle algunas sugerencias.
Primero lleve a su hija a su casa y manténgala allí. Si usted y su esposa no pueden
controlarla, empleen a alguien que los ayude.
—¿Qué tipo de ayuda?
—Una enfermera psiquiátrica, quizás. Pregúnteselo su médico.
—Cree que estoy loca —dijo Sandy hablando con la habitación—. El loco debe
ser él.
Yo ni siquiera la miré.
—¿Tiene un buen abogado, Mr. Sebastián?
—No tengo ningún abogado. Nunca lo he necesitado.
—Pues ahora lo necesita. Busque a alguien que le recomiende un abogado
penalista y dele la oportunidad para que hable con Sandy, hoy. Ella está metida en un
problema serio, y tiene que cooperar con la ley.
—Pero no quiero inmiscuirla con la ley.
—No tiene elección.
—No me diga eso. Mrs. Marbung le advirtió que usted debe mantener todo este
asunto en privado.
—Voy a hablar con Mrs. Marbung, también. El caso es demasiado importante
para manejarlo yo solo.
Sandy se abrió paso hacia la puerta, Langston la alcanzó antes que llegara,
rodeándola por la cintura. Ella le quemó la muñeca con la colilla del cigarrillo; Él la
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zamarreó, la arrojó sobre la cama y se quedó de pie frente a ella jadeando. Podía
olerse el vello quemado.
Alguien del otro lado de la pared gritó:
—¡A ver si terminan de una vez!
Sebastián miró a su hija con doloroso interés. De pronto Sandy había crecido,
convirtiéndose en una fuente de problemas. Seguramente estaba peguntándose hasta
dónde crecería el problema.
—Será mejor que nos vayamos —dije—. ¿Quiere telefonearle a su esposa?
—Debería hacerlo, ¿verdad?
Se dirigió al teléfono y después de mucho agitar el receptor logró conectarse. Su
esposa respondió enseguida.
—Tengo estupendas noticias —dijo con voz temblorosa—. Sandy está conmigo.
La llevo a casa. —Las palabras humedecieron sus ojos—. Está bien. Te veremos
dentro de un par de horas. Vete a dormir ahora.
Colgó y se volvió a Sandy.
—Tu madre me dijo que te diera su amor.
—¿Quién lo necesita?
—¿Es que no nos quieres nada?
Sandy se tiró en la cama con la cara para abajo, y permaneció inmóvil y
silenciosa. Yo me dirigí a la habitación contigua para hacer un llamado personal.
Era a Willie Mackey, que dirigía una agencia de detectives en San Francisco. Su
servicio receptor tomó la llamada, pero la giró al apartamento de Willie, en California
Street. Respondió con voz adormilada.
—Habla Mackey.
—Soy Lew Archer. ¿Estarás libre hoy?
—Puedo estarlo.
—Bien. Tengo un trabajo en la Península. No es más que un trabajo de
seguimiento, pero podría resultar importante. ¿Tienes un lápiz?
—Espera un momento. —Willie desapareció y volvió—. Adelante.
—¿Conoces el Hotel Sandman Motor en Palo Alto?
—Sí. Está en el Camino Real. Me he hospedado allí.
—Un hombre llamado Jack Fleischer, delegado jubilado del sheriff de Santa
Teresa, irá allí esta noche. Quiero saber para qué, si es posible. Quiero saber adónde
va, con quién habla y de qué cosas. No quiero que lo pierdas de vista aun cuando
tengas que gastar algo de dinero.
—¿A cuánto asciende ese «algo»?
—Utiliza tu discreción.
—¿Quieres decirme de qué se trata?
—Jack Fleischer podría saberlo. Yo no, excepto que la vida de un hombre está en
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peligro.
—¿Cómo se llama el hombre?
—Su nombre es Hackett. Ha sido secuestrado por un muchacho de diecinueve
años, llamado Davy Spanner. —Describí a los dos, en caso de que aparecieran en el
territorio de Willie—. Hackett es un hombre rico, pero esto no parece ser un secuestro
por el rescate. Spanner es un psicópata con tendencias esquizoides.
—Siempre son divertidos. Iré enseguida a Palo Alto, Lew.
Volví a la habitación de Sebastián. La muchacha todavía estaba tendida boca
abajo en la cama con Langston de pie al lado de ella.
—Lo dejaré en su casa —le dije— .Lamento haberle arruinado la noche.
—No lo hizo, y me alegra haber podido ayudarlo y ese ofrecimiento sigue en pie.
Una cosa. Me parece que debería hablar con la policía local.
—Déjeme manejar ese aspecto. ¿Correcto?
—Correcto.
Sandy se levantó cuando se lo dije, y los cuatro, en el coche, cruzamos la ciudad.
Las luces estaban encendidas en la casa de Langston. Su esposa vino corriendo a
recibirlo, vistiendo una robe china, roja.
—No deberías correr —le dijo su marido—. ¿No te has acostado?
—No deberías dormir. Tenía miedo de que te pasara algo. —Se volvió hacia mí
—. Me prometió que no lo entretendría toda la noche.
—No lo hice. De cualquier manera sólo son las cuatro.
—¡Solamente las cuatro…!
—No deberías estar parada aquí en el frío —Langston la llevó adentro de la casa,
saludándome con la mano antes de cerrar la puerta.
Fue un viaje triste hacia el sur, a Malibú. Sandy estaba silenciosa entre su padre y
yo. Él intentó varias veces hablarle, pero ella simulaba no oír.
Una cosa estaba clara. Mediante un cambio en las reglas del juego para incluir el
ultraje, ella había ganado una ventaja sobre él. El padre tenía más que perder que ella.
Él estaba perdiendo, pero no había abandonado la esperanza de conservar algo. Ella
actuaba como si no la tuviera.
Los dejé en la playa de estacionamiento donde Sebastián había dejado su coche.
Esperé hasta que entraron en él y ver salir humo del escape. Sandy no intentó huir.
Quizá comprendiera que no había adonde huir.
Al pie de la pequeña población, la marea alta rugía en la playa. De cuando en
cuando, por entre los edificios, podía ver las rompientes suavemente fosforescentes a
la luz del amanecer que apuntaba.
Era demasiado temprano para comenzar otro día. Me registré en el primer motel
que encontré en el camino.
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Capítulo 16
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usted quién lo golpeó en la cabeza?
—Una chica de diecisiete años. Probablemente Lupe tenga vergüenza de eso.
—¿Sabe su nombre?
—Sandy Sebastián.
—¿Está seguro? —preguntó el médico, frunciendo las cejas sorprendido.
—Sí.
—Pero Sandy no es una chica violenta.
—¿La conoce bien, doctor?
—La he visto una o dos veces profesionalmente. De eso hace algunos meses. —
Sus dedos me apretaron un poco más—. De cualquier manera, ¿qué sucedió con ella
y con Lupe? ¿Él intentó atacarla?
—Es al revés. Sandy y su amigo fueron los que atacaron. Lupe se defendió y
presumo que también defendió a Mr. Hackett.
—¿Qué le ha sucedido a Mr. Hackett? Desde luego puede decírmelo. Soy su
médico. —Pero a Converse le faltaba autoridad. Tenía el aspecto y hablaba como un
médico de sociedad que se gana la vida hablando a la gente adinerada con el tono de
voz apropiado—. ¿También está lesionado?
—Lo han secuestrado.
—¿Por el rescate?
—Aparentemente, para golpearlo.
—¿Y los responsables son Miss Sebastián y su amigo?
—Sí. Atrapé anoche a Sandy y la llevé a su casa. Está con sus padres en
Woodland Hills. No está en muy buenas condiciones emocionales, y creo que usted
debe verla, si es su médico. Si es que usted es su médico…
—No lo soy. —El doctor Converse me soltó, y se alejó de mí como si de pronto
yo estuviera contaminado—. La vi sólo una vez el verano último, y desde entonces
no he vuelto a verla. No puedo ir a su casa y obligarla a que acepte mis servicios
profesionales.
—Supongo que no. ¿De qué la trató el último verano?
—Sería muy poco ético que se lo dijera.
Las comunicaciones de pronto se habían cortado entre nosotros. Entré para hablar
con Mrs. Harburg. Estaba en la sala, reclinada a medias en un sillón con la espalda
hacia la ventana. Habían ojeras azules debajo de sus ojos. No se había cambiado de
ropa desde la noche anterior.
—No tuvo suerte, ¿eh? —dijo con aspereza.
—No. ¿Ha dormido algo anoche?
—Absolutamente nada. Pasé una noche mala. No pude lograr que viniera un
médico. Cuando al fin conseguí al doctor Converse, insistió en informar a la policía.
—Creo que es una buena idea. Deberíamos entregarle todo el asunto. Ellos
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pueden hacer cosas que yo no podría, aun cuando contratara a mil hombres. Tienen
un nuevo sistema de computadoras que abarca todo el Estado para localizar a los
automóviles, por ejemplo. Y lo mejor que podría sucedemos es encontrar el coche de
Sebastián.
Dejó escapar el aire con un siseo entre los dientes.
—¡Ojalá jamás hubiera oído hablar… jamás… de ese gusano ni de su maldita
hija!
—Atrapé a la chica, si eso lo consuela.
—¿Dónde está? —preguntó Mrs. Marburg, irguiéndose en el asiento.
—En su casa, con sus padres.
—¡Ojalá me la hubiera traído! Daría cualquier cosa por saber lo que piensa. ¿La
interrogó?
—Algo. No quería hablar francamente.
—¿Cuáles eran sus motivos?
—Pura malicia, hasta donde pude apreciar. Quería lastimar a su padre.
—Entonces, ¡en nombre del Cielo…! ¿Por qué no lo secuestró a él?
—No lo sé. ¿La chica tenía algún problema con su hijo?
—Por supuesto que no. Stephen la trataba muy bien. Desde luego, Gerda era más
amiga.
—¿Dónde está Mrs. Hackett?
—Todavía está en su dormitorio. Lo mismo da que duerma. No es útil para
ayudar a nadie. No es mejor que Sidney.
Hablaba con la irritada impaciencia de los que están próximos a la desesperación.
Mrs. Marburg era, evidentemente, uno de esos seres tercos que reaccionan ante el
problema tratando de hacerse cargo de la situación y de tomar todas las decisiones,
pero las cosas se le escapaban de las manos y ella lo sabía.
—No puede permanecer levantada y hacer todo usted misma. Esto podría
convertirse en un largo asedio, y podría terminar mal.
Se inclinó a un costado, hacia mí.
—¿Stephen está muerto? —preguntó.
—Tenemos que pensar en esa posibilidad. Spanner no está jugando. Al parecer es
un homicida.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó colérica—. Está tratando de atemorizarme,
¿verdad? ¿Lo hace para que acepte la colaboración de la policía…?
—Le estoy proporcionando los hechos, a fin de que pueda tomar una buena
decisión. Durante el curso de la noche Spanner puso a su hijo sobre las vías férreas.
Pensaba dejar que un tren de carga le pasara por encima.
Me miró atónita.
—¿Un tren de carga?
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—Sé que parece una locura, pero sucedió. La chica lo vio. Sandy se asustó y huyó
de Spanner en ese momento, por lo que es casi seguro que no está mintiendo.
—¿Qué le sucedió a Stephen?
—Spanner cambió de idea cuando la chica se marchó. Pero podría intentarlo otra
vez. Hay muchas vías férreas en California, y los trenes de carga corren
constantemente.
—¿Qué está tratando de hacernos?
—Dudo que él pudiera responderle si se lo preguntara. Parece estar actuando bajo
la influencia de recuerdos de su infancia.
—Eso me suena a una farsa psicológica.
—Sin embargo, no lo es. He hablado con el consejero de la escuela secundaria a
que asistía Davy en Santa Teresa. Su padre fue muerto por un tren, en ese mismo
lugar, cuando Davy tenía tres años. Davy vio cuando ocurría.
—¿Dónde está ese lugar?
—En la parte norte del condado de Santa Teresa, cerca de Rodeo City.
—No estoy familiarizada con ese territorio.
—Yo tampoco. Por supuesto, ahora pueden estar a cientos de millas de distancia,
al norte de California, o fuera del Estado, en Nevada o Arizona.
Apartó las palabras como si fueran moscas zumbando alrededor de su cabeza.
—Usted está tratando de asustarme.
—Ojalá pudiera, Mrs. Marburg. No gana nada manteniendo este asunto en
privado. Yo, personalmente, no puedo encontrar a su hijo, no tengo nada que me guíe
a él. Los informes que tengo deberían conducirme a la policía.
—No he tenido suerte con la policía local.
—¿Usted se refiere a la muerte de su marido?
—Sí. —Me miró de frente—. ¿Quién ha estado hablando?
—No ha sido usted. Y creo que debería hacerlo. El asesinato de su marido y el
secuestro de su hijo pueden estar relacionados.
—No sé cómo podría ser eso. El chico Spanner no podría tener más de cuatro o
cinco años cuando Mark Hackett fue asesinado.
—¿Cómo lo mataron?
—Le dispararon un balazo en la playa. —Se frotó las sienes como si la muerte de
su esposo hubiera dejado un punto doloroso en su mente.
—¿En Malibu Beach?
—Sí. Tenemos una casa en la playa y Mark a menudo solía caminar hasta allá de
noche. Alguien lo siguió y le disparó con una pistola. La policía arrestó a una docena
o más de sospechosos… La mayor parte gente de paso en la playa u holgazanes, pero
nunca tuvieron bastante evidencia para formular cargos.
—¿Le robaron?
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—Le sacaron la billetera. Tampoco la recobraron nunca. Puede usted comprender
por qué no soy una gran admiradora de la policía local. Se sentó inmóvil y solemne.
Podía oír su respiración midiendo los lentos segundos.
—Tengo que aceptar su consejo, ¿no es así? Si mataran a Stephen por una
equivocada decisión mía, no podría vivir con eso. ¡Adelante, Mr. Archer! Haga lo que
quiera. —Me despidió con un movimiento de la mano, luego, cuando había llegado a
la puerta me volvió a llamar—. Por supuesto quiero que usted siga en el caso.
—Esperaba que así fuera.
—Si usted lo encuentra a Stephen y lo trae sano y salvo a casa, aún estoy
dispuesta a pagarle cien mil dólares. ¿Necesita dinero para gastos, ahora?
—Ayudaría. Estoy empleando a otro hombre, un detective de San Francisco,
llamado Willie Mackey. ¿Quiere adelantarme mil dólares?
—Le extenderá un cheque. ¿Dónde está mi cartera? —levantó la voz y llamó—.
Sidney, ¿dónde está mi cartera?
Su marido llegó desde la habitación adjunta; llevaba un saco de fumar manchado
de pintura y tenía pintura en la nariz. Sus ojos nos penetraron como si fuéramos
trasparentes.
—¿Qué sucede? —preguntó con impaciencia.
—Quiero que busques mi cartera.
—Búscala tú misma… estoy trabajando.
—No me hables en ese tono.
—No me había dado cuenta de ningún tono en particular.
—No vamos a discutir. Ve y busca mi cartera. No te perjudicará hacer algo útil,
para variar.
—Pintar es útil.
Ella se incorporó a medias en el sillón.
—Dije que no íbamos a discutir. Busca mi cartera. Creo que la dejé en la
biblioteca.
—Está bien. Si quieres hacer un asunto importante de todo esto…
Él le trajo la cartera y ella me hizo un cheque por mil dólares, y Marburg volvió a
su pintura.
Llegaron dos delegados de la oficina del sheriff y Mrs. Marburg y yo les
hablamos en la sala principal. El doctor Converse se quedó escuchando a la entrada
de la puerta, posando su mirada inteligente en una y otra cara.
Más tarde hablé con un oficial patrullero de la carretera, y luego con un capitán
del sheriff, llamado Aubrey. Era un hombre grande de mediana edad, con una gran
confianza sencilla y varonil. Me gustó. Para entonces, el doctor Converse se había
ido, y con una sola excepción, le referí todo a Aubrey.
La única excepción era el asunto Fleischer. Fleischer era un agente recién retirado
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del servicio, y los agentes del servicio tienden a unirse protectoramente en una
emergencia. Tenía la sensación de que Fleischer debería ser investigado por hombres
libres como yo y Willie Mackey.
Para que todo estuviera nivelado, me detuve en la seccional de Purdue Street, en
camino a la ciudad. El sargento detective Prince estaba tan colérico que su compañero
Janowski se sentía preocupado por él. Laurel Smith había muerto durante la noche.
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Capítulo 17
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Le expliqué el porqué. Willie jugaba por dinero, y sus ojos brillaron como
antracita cuando se enteró de la riqueza de Hackett. Un pedacito de ella le
proporcionaría una nueva rubia, joven, con quien volver a enredar su corazón.
Willie quería otro Gibson y almorzar, pero yo lo conduje a un ascensor y a la
playa de estacionamiento. Salió retrocediendo con su Jaguar y se dirigió a Bayshore,
a la ciudad. El agua era tan azul que lastimaba y los interminables bancos de barro me
produjeron la nostalgia de recordar los días de mi juventud.
Willie interrumpió mis pensamientos.
—¿Qué tiene que ver Albert Blevins con el secuestro de Hackett?
—No lo sé, pero debe de haber alguna conexión. Una mujer llamada Laurel Smith
que murió anoche… víctima de homicidio… solía llamarse a sí misma Laurel
Blevins. Fleischer la conoció en Rodeo City hace quince años. Durante ese mismo
tiempo y en la misma localidad, un hombre no identificado fue decapitado por un
tren. Aparentemente era el padre de Davy Spanner. El delegado Fleischer tuvo a su
cargo el caso, y lo asentó en los libros como muerte accidental.
—¿Y tú dices que no fue así?
—Suspendo el juicio. Todavía hay otra conexión. Spanner era inquilino y
empleado de Laurel Smith, y sospecho que era algo más que eso, mucho más que eso,
quizás.
—¿Él la mató?
—No lo creo. El asunto es que la gente y los lugares comienzan a repetirse. —Le
referí a Willie la escena de media noche en el cruce de vías—. Si podemos lograr que
Blevins y Fleischer hablen, tal vez podamos cerrar el caso pronto. Particularmente
Fleischer. Durante los últimos meses ha estado rondando el apartamento de Laurel en
Pacific Palisades.
—¿Crees que la mató?
—Podría haberlo hecho, o quizás sepa quién lo hizo.
Willie se concentró en el tránsito cuando entramos en el centro. Dejó su coche en
un garage subterráneo, en Geary Street. Caminé con él hasta su oficina para saber si
la persona que lo seguía a Fleischer había llamado. Así era. Fleischer había dejado a
Blevins en el Hotel Bowman, y a la hora en que llamó, estaba dentro de un negocio
de servicio de fotocopias Acmé. Ésta era la segunda visita de Fleischer a Acmé. Se
había detenido allí en camino al Hotel Bowman.
Yo hice lo mismo. El servicio Acmé era un negocio atendido por una sola
persona, ubicado en un local estrecho sobre Market Street. Un hombre delgado, con
tos, trabajaba en una máquina de copiar. Por cinco dólares me dijo lo que Fleischer
había hecho copiar. En su primera visita era la primera plana de un diario viejo, en la
segunda, un certificado de nacimiento aun más viejo.
—Un certificado de nacimiento, ¿de quién?
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—No lo sé. Un minuto. Alguien llamado Jasper, ése era el nombre de pila, creo.
Esperé pero no recordó nada más.
—¿Cuál era la noticia del diario?
—No la leí. Si leyera todo lo que copio, acabaría ciego.
—¿Usted dijo que el diario era viejo? ¿Como de cuándo?
—No miré la fecha, pero el papel estaba bastante amarillo. Tenía que manejarse
con cuidado. —Tosió, y encendió un cigarrillo como reflejo—. Es todo lo que puedo
decirle, señor. ¿De qué se trata?
Me llevé esa pregunta al Hotel Bowman. Era un edificio blanco sucio cuyas
cuatro hileras de ventanas separadas simétricamente miraban a las vías. Algunas de
las ventanas tenían cajas de madera clavadas a sus antepechos en lugar de heladeras.
El hall central estaba lleno de hombres viejos. Me pregunté dónde estaban las
mujeres viejas.
Uno de los viejos me dijo que la habitación de Albert Blevins estaba en el
segundo piso, al extremo del hall. Subí y llamé a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz ronca.
—Me llamo Archer. Querría hablar con usted, Mr. Blevins.
—¿Sobre qué?
—De lo mismo que le habló el otro individuo.
La llave giró. Albert Blevins abrió la puerta unas pulgadas. No era muy viejo,
pero su cuerpo estaba combado por el uso y su rostro arrugado parecía hecho en el
molde de un permanente y porfiado fracaso. Sus ojos claros y azules tenían la curiosa
e inocente mirada de un hombre que jamás ha podido penetrar por completo en la
sociedad humana. Suelen verse hombres así en las pequeñas aldeas, en el desierto, en
el camino. Ahora se reúnen en los lugares más recónditos de las ciudades.
—¿Me pagará usted lo mismo que el otro individúo? —preguntó.
—¿Cuánto?
—El otro hombre me dio cincuenta dólares. Pregúnteselo usted mismo si no me
cree. —Una sospecha horrible asoló su cara—. Oiga, ¿usted no es del Servicio de
Bienestar Social?
—No.
—Gracias a Dios por eso. Uno consigue una ganancia casual y afortunada y ellos
se lo descuentan, barriendo de esa manera su suerte.
—No deberían hacer eso.
Mi opinión agradó a Blevins. Abrió la puerta un poco más y me invitó a pasar a
su habitación. Era un cubil de diez pies que contenía una silla, una mesa y una cama.
La escalera de escape de hierro cruzaba la ventana como una marca de cancelación.
Había un débil y acre olor de tiempo en la habitación. Me parece que procedía de
un portafolio de cuero artificial que estaba abierto sobre la cama. Algo de su
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contenido se veía sobre la mesa, como si Blevins hubiera estado seleccionando a
través de sus recuerdos y colocándolos para la venta.
Podía reconocer algunas cosas que saltaban a la vista: una cuchilla de hoja ancha
de pescador a la cual estaban adheridas algunas escamas como lágrimas secas, un
certificado de matrimonio con dobleces profundos cruzándolo, un manojo de cartas
atadas con un cordón marrón de zapatos, algunas balas de rifle y un dólar de plata en
una bolsita tejida, un pequeño pico de minero, un par de pipas viejas, una pata de
conejo con aspecto de inservible, alguna ropa interior limpia y doblada, medias, una
bola de cristal que se llenaba a sí misma con una tormenta de nieve en miniatura
cuando se la sacudía, una pluma de pavo real observándonos con su ojo y una garra
de águila.
Me senté a la mesa y levantó el certificado de matrimonio. Estaba firmado por un
empleado del registro civil, y establecía que Albert D. Blevins se había casado con
Henrietta R. Krug en San Francisco el 3 de marzo de 1927. Henrietta tenía diecisiete
años entonces. Albert, veinte; lo que hacía que ahora apenas pasara los sesenta.
—¿Quiere comprarme el certificado de matrimonio?
—Podría ser.
—El otro individuo me dio cincuenta dólares por un certificado de nacimiento. Le
daré éste por veinticinco. —Se sentó en el borde de la cama—. Para mí no tiene
mucho valor. Casarme con ella fue el mayor error de mi vida. Nunca debí casarme
con ninguna mujer. Ella misma me lo dijo ciento de veces, después que nos
acollaramos. Pero ¿qué puede hacer un hombre cuando viene una muchacha y le dice
que está embarazada… y uno es el culpable? —Estiró sus manos, sin hacerlo del
todo, sobre sus rodillas gastadas. Sus dedos dolorosamente rígidos me recordaron la
estrella de mar arrancada violentamente de su amarra.
—No debía de quejarme —dijo—. Sus padres nos trataron bien. Nos dieron su
chacra y ellos se mudaron a la ciudad. No fue culpa de Mr. Krug que tuviéramos tres
años seguidos de sequía, que yo no pudiera pagar para traer agua y alimento y que el
ganado se muriera. Tampoco la culpa a Etta por dejarme, ya no. Era una vida
miserable en esa chacra seca. Todo lo que teníamos en común era acostarnos juntos, y
eso también se secó antes de que naciera el bebé. Yo mismo lo traje al mundo y creo
que la lastimó mucho. Etta nunca me permitió acercarme a ella después.
Hablaba como un hombre que no había podido desahogarse durante años o nunca.
Se levantó y caminó por la habitación, cuatro pasos a cada lado.
—Me convirtió en un malvado —continuó— vivir con una mujer bonita y joven
y no poder tocarla. La traté mal y al niño lo traté aun peor. Solía castigarlo,
muchísimo. Lo culpaba, comprende usted… por haberme quitado lo que era mío por
el sólo hecho de nacer. Algunas veces lo castigaba hasta hacerle brotar sangre. Etta
trataba de detenerme, pero entonces también la castigaba a ella.
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Sus tranquilos ojos azules se fijaron en los míos. Podía sentir la frialdad de su
inocencia.
—Una noche la castigué y eso colmó la medida. Ella tomó la lámpara de la
cocina y me la arrojó a la cabeza. Yo la esquivé, pero el kerosene se volcó sobre la
plancha caliente de la cocina y se incendió. Antes de que terminara de apagar el
incendio, la mayor parte de la casa había desaparecido, y también Etta.
—¿Quiere decir que murió quemada?
—No, no quiero decir eso. —Se estaba impacientando conmigo porque no
adivinaba sus pensamientos—. Huyó. Jamás volví a ver ni pelos ni señales de ella.
—¿Qué le pasó a su hijo?
—¿Jasper? Se quedó conmigo durante un tiempo. Esto sucedió justamente a
principios de la depresión. Conseguí un empleo del gobierno, trabajando en los
caminos, compré unos cartones y papel alquitranado y le puse techo a lo que quedaba
de la casa. Vivimos juntos durante un par de años, el pequeño Jasper y yo. Lo trataba
mejor, pero él no me quería mucho. Siempre me tenía miedo, y no lo culpo. Cuando
tuvo cuatro años comenzó a huir. Traté de atarlo, pero deshacía muy bien los nudos.
¿Qué podía hacer? Lo llevé a lo de sus abuelos en Los Ángeles. Krug trabajaba como
sereno en una de las compañías petroleras y estuvieron de acuerdo en que se ocupara
del niño.
—Después de eso fui varias veces a ver a Jasper, pero siempre se ponía nervioso.
Solía correr hacia mí y golpearme con sus puños. De manera que dejé de ir.
Abandoné el Estado. Me ocupé en una mina de plata en Colorado. Busqué salmones
en Anchorage. Un día mi bote se dio la vuelta y pude llegar a la orilla, pero enfermé
de neumonía doble. A causa de eso perdí mi entusiasmo y volví a California. Esa es
mi triste historia. He estado aquí desde hace diez años.
Se sentó nuevamente. No estaba triste ni alegre. Respiraba hondo y con lentitud,
me miraba con cierta satisfacción. Había levantado un peso de su vida y lo había
vuelto a colocar otra vez en el mismo lugar.
—¿Sabe usted qué paso con Jasper? —Al preguntárselo tuve conciencia de sus
implicancias. Estaba casi seguro ahora de que Jasper Blevins había muerto bajo un
tren quince años antes.
—Creció y se casó. Los padres de Etta me enviaron la participación de la boda, y
como siete meses después me mandaron una carta anunciándome que tenía un nieto.
Eso pasó hace cerca de veinte años, cuando estaba en Colorado, pero esos siete meses
se me clavaron en la mente. Significaba que Jasper tuvo que casarse, lo mismo que
tuve que hacer yo en mi tiempo.
—La historia se repite —continuó diciendo—. Pero hubo una cosa que no permití
que se repitiera. Me mantuve distante de mi nieto. No quería que me tuviera miedo.
No quería conocerlo y luego tener que dejar de verlo. Preferí quedarme solo.
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—¿Usted no tendría esa carta, verdad?
—Podría ser. Creo que sí.
Desató el cordón de zapatos marrón del paquete de cartas. Sus dedos desmañados
eligieron una con un sobre azul. Sacó la carta del sobre, la leyó en voz baja moviendo
los labios y me la tendió.
La carta estaba escrita con tinta azul desvanecida en un papel celeste con un
borde sin cortar hecho a mano:
Mr. Jospeh L. Krug. 209 West Capo Street Santa Mónica, California.
Mr. Albert D. Blevins.
Diciembre, 14, 1948.
Box 49 Silver Creek. Colorado
Querido Albert:
Hace mucho tiempo que no tenemos noticias tuyas. Esperamos que ésta te encuentre
en la misma dirección. Nunca nos hiciste saber si recibiste la participación de la boda.
En caso de que no fuera así, Jasper se ha casado con una muchacha preciosa que ha
estado viviendo con nosotros, Laurel Dudney. Sólo tiene diecisiete años, pero es muy
madura; estas chicas de Texas crecen rápidamente. De cualquier manera se casaron y
ahora tienen un hermoso bebé, un niño que ha nacido antes de ayer, lo llamaron
David que es un nombre bíblico, como sabes.
De manera que ahora tienes un nieto. Ven a verlo si puedes, deberías hacerlo, todos
dejaremos lo pasado, pasado. Jasper, Laurel y el niño se quedarán con nosotros por
un tiempo, luego Jasper quiere probar suerte en un rancho. Esperamos que te cuides
bien, Albert, en esas minas. Tu suegra que te quiere.
Alma. R. Krug.
P.S. No hemos sabido, nada de Etta.
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—Usted sabe lo que le interesa a usted —dijo Blevins—. Usted no vino aquí para
escuchar la historia de mi vida.
—Pero en cierta forma lo he hecho, ¿no es cierto?
—Supongo que sí. —Sonrió tan ampliamente que pude contar sus dientes de
adelante—. Este asunto de Jasper removió muchos recuerdos. ¿Por qué está todo el
mundo interesado en Jasper? ¿Por qué están dispuestos ustedes a pagarme dinero? ¿Y
usted…?
En lugar de responder a sus preguntas, tomé tres billetes de veinte dólares de mi
billetera y los extendí sobre un espacio vacío de la mesa. Blevins desabrochó su
camisa y sacó una bolsita impermeable que colgaba de su cuello con un tiento sucio
de cuero crudo. Dobló los billetes y los metió en la bolsa, volviendo a colocarla
contra su pecho cubierto de vello grisáceo.
—Veinticinco por el certificado de matrimonio —le dije—, veinticinco por la
carta, y diez por la autobiografía.
—¿Repita eso?
—La historia de su vida.
—¡Oh! Muchas gracias. Estaba necesitando ropa de abrigo. Sesenta dólares
alcanza para muchas cosas en los negocios de segunda mano.
Me sentí un poco avergonzado cuando me tendió la carta y el certificado de
matrimonio. Los puse en el bolsillo interior de la chaqueta. Mi mano tocó la
fotografía que Mrs. Fleischer me había dado. Se la mostré a Albert Blevins,
recordando con pena que Laurel acababa de morir.
—¿La reconoce, Mr. Blevins?
—No.
—Es la muchacha con quien Jasper se casó.
—Nunca la vi.
Nuestras manos se tocaron cuando me devolvió la fotografía. Sentí como una
especie de cortocircuito; un zumbido y quemazón; como si hubiera hundido el
presente en la verdadera carne del pasado.
El tiempo se hizo borroso a través de las lágrimas, por un instante. El padre de
Davy había tenido una muerte violenta. Su madre había muerto violentamente. Davy,
el hijo de la violencia, bramando, seguía el camino que llevaba de vuelta a Albert
Blevins. En el zumbido, en la quemazón y la borrosidad tuve mi primera sensación
real de lo que era ser Davy, y me conmovió.
—No —repitió Blevins— jamás la he visto a la esposa de Jasper. Es muy
hermosa…
—Lo era.
Tomé el retrato y me marché antes de que ninguno de los dos pudiéramos hacer
más preguntas.
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Capítulo 18
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Sebastián.
El automóvil del sheriff del condado de los Ángeles estaba estacionado frente a la
casa. La radio hablaba intermitentemente, como si el coche mismo hubiera
desarrollado una voz y comenzara a quejarse del estado del mundo. Cuando toqué el
timbre de la puerta de calle de Sebastián, fue el delegado del sheriff con un aspecto
ceñudo quien abrió la puerta.
—Sí, señor.
—Desearía hablar con Mr. Sebastián.
—Mr. Sebastián está ocupado en este momento ¿Es usted el abogado?
—No. —Le dije quién era—. Mr. Sebastián querrá verme.
—Se lo preguntaré.
El delegado cerró la puerta hasta que el cerrojo hizo «click». Esperé un par de
minutos, escuchando el murmullo que venía del coche patrullero. Sebastián abrió la
puerta. Se movía de uno a otro lado como un boxeador que ha soportado un castigo
durante quince rounds. El mechón de pelo sobre su frente necesitaba peinarse. Estaba
pálido. Los ojos desesperados. El delegado permanecía de pie detrás de él,
formalmente, como un guardián.
—Se la llevan —dijo Sebastián—. ¡La llevan a la cárcel…!
—No es una cárcel —respondió el delegado—. Es un hogar.
—¿No puede pagar una fianza? —le pregunté a Sebastián.
—Sí, pero no puedo reunir veinte mil dólares.
—Eso es mucho.
—Asalto con intención es un cargo muy serio —intervino el delegado—. Y ha
habido un cargo de secuestro…
—Aun así es muy alto.
—El juez no lo consideró de ese modo.
—¿Quiere retirarse un momento, por favor? Quiero hablar con Mr. Sebastián en
privado.
—Usted dijo que no era abogado. No tiene derecho a darle consejo legal.
—Tampoco lo tiene usted. Denos un poco de libertad, oficial.
Se retiró de la vista, aunque no lo suficiente para no oír.
—¿Quién es su abogado? —le pregunté a Sebastián.
—Llamé a un individuo de Van Nuys. Arnold Bendi. Dijo que vendría esta noche.
—Ahora es esta noche. ¿Qué ha estado usted haciendo durante todo el día?
—No lo sé. —Miró hacia atrás a la casa cómo si el día todavía estuviera
esperándolo como un laberinto o un rompecabezas—. El Fiscal de Distrito envió dos
hombres. Entonces conversamos mucho con Sandy, por supuesto, tratando de
comprender todo este terrible asunto.
—No lo harán sentándose a conversar sobre ello. Consiga que vengan el abogado
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y el médico, enseguida. Debe poder persuadir a la ley que le permita conservar a su
hija esta noche en casa. Eso le dará tiempo a su abogado para volver a los tribunales y
ver si consigue que reduzcan la fianza. Puede conseguir diez mil fiados. Un
prestamista se los dará por mil.
Sebastián estaba sobrecogido por la cantidad.
—¿Cómo puedo conseguir mil dólares? Estoy seguro que me despedirán de mi
empleo.
—Vaya a ver a un prestamista. Están para eso.
—¿Y cuánto me costará? —preguntó miserablemente.
—Cien o doscientos dólares más, quizás. Pero no estamos hablando de dinero.
Estamos hablando de mantener a su hija fuera de la cárcel.
Recibió el mensaje borrosamente al principio, como si le hubiera llegado vía
satélite: estaba en el punto crucial de su vida. La comprensión iluminó por fin sus
ojos y tomó el lugar de la desesperanza. Todavía había cosas que podían hacer.
Se dirigió al teléfono y llamó al médico de la familia, un doctor Jeffrey, en
Canoga Park. El doctor Jeffrey no quería salir de su casa. Sebastián le dijo que tenía
que hacerlo. Luego llamó al abogado y le pidió la misma cosa.
Nos dirigimos a la sala, acompañados por el delegado del sheriff, que parecía
sospechar que todos podríamos proyectar una huida en masa. Berníce Sebastián
estaba allí; se la veía agotada y delgada, excesivamente acicalada en su vestido negro.
Con ella estaba una rubia petulante más o menos de mi edad que vestía un traje azul,
semejante a un uniforme.
Se presentó como Mrs. Sherrill, del Instituto de Libertad Condicional. Le dije que
conocía a Jake Belsize.
—Estuve hablando con él esta tarde —respondió—. Está muy preocupado con
todo este asunto. Se culpa a sí mismo por no haber seguido más de cerca a Spanner.
—Por supuesto que debería culparse —irrumpió Mrs. Sebastián.
—Esa es agua bajo el puente —les dije a los dos; y a Mrs. Sherrill—. ¿Tiene
Belsize alguna sugerencia?
—Yo estoy aquí por sugerencia suya. Desgraciadamente la muchacha no quiere
hablar conmigo. Traté de explicarle a sus padres que si Sandy diera alguna señal de
cooperación, sería mucho más fácil para ella.
—Sandy no está en condiciones de ser interrogada —comentó Sebastián—. Está
en cama con sedantes. El doctor Jeffrey está en camino, lo mismo que mi abogado,
Arnold Bendi.
—No podemos esperar toda la noche —protestó el delegado—. Tenemos una
orden de detención y es nuestro deber llevarla.
—No, será mejor que esperemos, Tona —acotó Mrs. Sherrill—. Veamos qué tiene
que decir el médico.
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El delegado se sentó en un rincón, solo. Un pesado silencio cayó en la habitación.
Era como un funeral o una escena ante un lecho mortuorio. Al meterse en
dificultades, Sandy se había convertido en una presencia inolvidable, una especie de
deidad presidiendo la casa. Me pregunté si ésa habría sido su verdadera intención.
Llegó el joven doctor Jeffrey, muy apurado. Entró en el dormitorio de Sandy con
su madre. El abogado vino casi enseguida. Entre los dos persuadieron al delegado y a
Mrs. Sherrill que dejara todo el asunto como estaba hasta la mañana siguiente.
El médico fue el primero en marcharse: su tiempo era el más costoso. Lo
acompañé hasta su Rover, y me concedió con reticencia unos minutos.
—¿Cuál es la condición mental de Sandy?
—Está asustada y confundida, naturalmente. Un poco histérica, y muy cansada.
—¿Puedo interrogarla, doctor?
—¿Es necesario?
—La vida de un hombre puede depender de ello. Quizás usted no sepa lo que ha
sucedido…
—Está en los diarios de la noche. Pero me suena bastante exagerado. ¿Cómo
podría una niña como ella estar comprometida en un secuestro?
—No cabe duda de que lo está. ¿Puedo hablar con ella?
—Cinco minutos, nada más. Necesita descansar.
—¿Qué le parece atención psiquiátrica?
—Lo veremos mañana. Estos adolescentes tienen gran poder de recuperación. —
Jeffrey se volvió para entrar en su coche. Pero yo tenía que hacerle otras preguntas.
—¿Cuánto tiempo hace que la atiende, doctor?
—Tres o cuatro años, desde que dejó al pediatra.
—El verano pasado fue tratada por un médico llamado Converse, en Beverly
Hills. ¿Sabía usted eso?
—No. —Había logrado interesarlo a Jeffrey—. Jamás oí hablar de ningún doctor
Converse. ¿De qué la trataba?
—No quiso decírmelo. Pero probablemente se lo diga a usted. Podría tener que
ver algo con todo este embrollo.
—¿De veras? Quizás lo llame.
El delegado y Mrs. Sherrill vinieron al coche patrullero, y el Rover de Jeffrey los
precedió colina abajo. Bernice Sebastián estaba de pie, en la puerta abierta,
observándolos marcharse.
—¡Gracias a Dios que se han ido esta noche! Gracias, también a usted, Mr.
Archer, por haberse encargado de todo.
La expresión de sensibilidad subió con dificultad a su rostro. Los ojos estaban
empañados como si hubieran estado demasiado tiempo frente a una cámara
fotográfica.
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—Su marido se hizo cargo de todo. Yo le di algunos consejos. Ya he presenciado
muchas de estas noches familiares…
—¿Tiene usted hijos?
—No. Y solía lamentarlo.
Me dejó entrar y cerró la puerta, reclinándose en ella, como si estuviera tomando
la presión de la noche allá afuera.
—¿Permitirán que Sandy se quede con nosotros?
—Depende de varias cosas. Ustedes tienen problemas en la familia y la niña no es
la única causa de ello. El problema está entre usted y ella.
—Es con Keith con quien está enojada.
—Entonces es un problema triple. Tienen que resolverlo de alguna manera.
—¿Quién lo decidirá?
—El Instituto de Libertad Condicional si Sandy es lo bastante afortunada para
que se arriesguen en dejarla. ¿Qué tiene ella contra su padre?
—No lo sé. —Pero veló sus ojos y los bajó.
—No le creo, Mrs. Sebastián, ¿quiere mostrarme el diario de Sandy?
—Lo destruí, como le dije esta mañana… ayer a la mañana. —Cerró los ojos y
los cubrió con su mano fina y delgada. Se le había escamoteado un día y eso la
preocupaba.
—¿Dígame qué había en ese diario que hizo que lo destruyera?
—No puedo. No quiero. No quiero sufrir esta humillación.
Trató de pasar a mi lado de prisa y ciegamente. Di un paso al costado y tropezó de
lleno conmigo. Estuvimos en estrecho contacto, su cuerpo tenso y elegante contra el
mío. Un calor que se extendía subió de mis entrañas a mi corazón y a mi cabeza.
Nos separamos por repentino y mutuo consentimiento. Pero ahora había una
diferencia en nuestra relación, la diferencia de una posibilidad.
—Lo lamento —dijo sin explicar de qué se lamentaba.
—Fue culpa mía. No hemos terminado. —La posibilidad ponía una curva en el
sentido de las palabras.
—¿No…?
—No. Lo más importante para determinar qué le ocurrirá a Sandy es lo que le
suceda a Stephen Hackett. Si logramos encontrarlo con vida… —dejé la frase sin
terminar para que la pensara—. Sandy quizá quiera decirme algo. Tengo permiso del
médico para interrogarla.
—¿Sobre qué?
—Anoche dijo que Davy Spanner buscaba un lugar donde solía vivir. Espero que
lo pueda definir un poco más.
—¿Eso es todo?
—Es todo, por ahora.
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—Muy bien. Puede hablar con ella.
Pasamos por la puerta de la sala, donde Sebastián y el abogado conversaban
acerca de la fianza. La puerta del dormitorio de Sandy estaba cerrada con llave y ésta
se encontraba en la cerradura. Su madre hizo girar la llave y abrió la puerta con
suavidad.
—¿Sandy? ¿Todavía estás despierta?
—¿Qué te parece?
—Ésa no es forma de contestarme. —El tono de la madre era muy ambiguo,
como si estuviera hablando con un tremendo idiota—. Mr. Archer quiere hablar
contigo. ¿Recuerdas a Mr. Archer?
—¿Cómo podría olvidarlo?
—Sandy, por favor habla como tú misma.
—Ésta es la nueva yo. Haz entrar a esa pelusa.
La rudeza de la chica era evidentemente un alarde, generado por un sentido de
culpa, terror y disgusto consigo misma, y un desprecio por su madre que era más bien
una jactancia. Pero por el momento, al menos la rudeza se había apoderado de su
personalidad. Yo me acerqué esperando llegar a la chica original, aquélla que había
coleccionado gallardetes de la Ivy League y animalitos de paño.
Estaba sentada en la cama con uno de esos animalitos apretados contra su pecho:
un perro spaniel de terciopelo marrón con las orejas caídas, ojos de vidrio y una
lengua de fieltro rojo. Sandy estaba arrebolada y tenía los ojos pesados. Me senté
sobre mis talones al lado de la cama en forma tal que nuestros ojos estuvieran al
mismo nivel.
—Hola, Sandy.
—Hola. Me van a llevar a la cárcel. —Su voz era como de madera, constatando
un hecho—. Eso debería alegrarlo.
—¿Por qué dices eso?
—Era lo que usted quería, ¿no es así?
Su madre intervino desde la puerta.
—No debes hablar de esa manera a Mr. Archer.
—Vete. Me produces dolor de cabeza.
—Yo soy la que tiene dolor de cabeza.
—Me parece que a mí también me empieza a doler la cabeza. Por favor, déjeme
hablar a solas con Sandy, un minuto.
La madre se retiró. La muchacha preguntó:
—¿De qué vamos a hablar?
—Puede ser que tú puedas ayudarme y ayudarte al mismo tiempo. Todo el mundo
estará mejor si podemos encontrar a Davy antes de que mate a Mr. Hackett. ¿Tienes
alguna idea de dónde pueden estar?
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—No.
—Anoche dijiste…, es decir, esta mañana muy temprano, que Davy estaba
buscando cierto lugar, un lugar donde solía vivir. ¿Sabes dónde queda ese lugar,
Sandy?
—¿Cómo he de saberlo? Él tampoco lo sabía.
—¿Recordaba algo de ese lugar?
—Era en algún sitio en las montañas, al norte de Santa Teresa. Un tipo de rancho
donde solía vivir antes de que lo enviaran a un orfanato.
—¿Describió el lugar?
—Sí… pero a mí no me pareció muy extraño. La casa se quemó hace mucho
tiempo. Alguien le arregló una parte del techo.
—¿La casa se quemó?
—Eso fue lo que dijo.
Me puse de pie. La muchacha se replegó, aferrándose a su perro de terciopelo
como si fuera su único amigo y guardián.
—¿Para qué quería volver allí, Sandy?
—No lo sé. Solía vivir en ese lugar con su padre y su madre. Supongo que
pensaba que aquello era la gloria o algo por el estilo… ¿Comprende?
—¿Laurel Smith era su madre?
—Supongo que sí. Ella dijo que era su madre. Pero lo dejó cuando era muy
pequeño. —Sandy respiró en forma audible—. Le dije que había sido muy afortunado
en que eso le sucediera.
—¿Qué tiene contra tus padres, Sandy?
—No vamos a hablar de ello.
—¿Por qué entraste en esto con Davy? ¡Tú no eres ese tipo de chica!
—Usted no me conoce, soy mala de pies a cabeza.
El alarde de rudeza que había olvidado por un minuto, volvía otra vez. Era más
que un alarde, por supuesto. Su mente estaba atrapada entre la oscuridad y la luz,
girando como una moneda que hubiera arrojado ella misma.
Afuera, en el pasillo, donde Bernice Sebastián estaba esperando, recordé que algo
faltaba en el dormitorio de Sandy. El retrato en marco de plata de Heidi Gensler había
sido retirado.
ACORDAMOS EN IR los dos en el coche de Fleischer, que nuevo y más veloz. Dejé
el mío en un estacionamiento nocturno en Canoga Park, no muy lejos de la casa de
Keith Sebastián. Cualquier cosa que sucediera, tendría que volver aquí.
Conduje mientras Fleischer dormitaba en el asiento delantero, a mi lado, hasta el
Valle de San Fernando, sobre el paso principal y por el camino de Camarillo hasta el
mar oscuro. Cuando cruzamos la frontera del Condado de Santa Teresa, Fleischer
despertó como si hubiera percibido el olor de su tierra natal.
Pocas millas al sur de Santa Teresa, mientras atravesábamos un solitario pedazo
de la carretera, Fleischer me dijo que me detuviera al lado de un monte de eucaliptus.
Presumí que era un llamado de la naturaleza. Sin embargo, no salió del coche, cuando
me detuve en el montículo.
Se volvió hacia mí en el asiento y me golpeó la cabeza con la pesada culata de su
pistola. Me desmayé.
Después de un rato, la oscuridad donde yacía, estuvo invadida de sueños.
Gigantes ruedas giratorias, como ruedas engranadas de la eternidad y de la necesidad,
se resolvían en una locomotora diesel. Quedé tirado e indefenso sobre las vías y el
tren se acercaba moviendo su ojo de Cíclope, y haciendo sonar el pito. Sin embargo,
no era el ruido de un tren, y yo no estaba tirado sobre las vías, y no era un sueño. Me
incorporé y senté en la mitad del costado norte de la carretera. Un camión, encendido
como un árbol de Navidad, venía hacia mí, haciendo sonar repetidamente su bocina.
Sus frenos también chirriaban, pero no iba a poder detenerse antes de llegar a
donde yo estaba. Me quedé quieto y tendido y observé como apagó las estrellas;
luego volví a verlas, y sentí cómo la sangre golpeaba en todo mi cuerpo.
Estaban llegando más vehículos desde el sur. Me arrastré fuera del camino,
sintiéndome pequeño y desmañado como un grillo. Los árboles de eucaliptus
susurraban y suspiraban en el viento, como testigos. Palpé, buscando la pistola. No
estaba.
La traición de Fleischer había tocado un nervio paranoide que vibraba y sonaba
en mi cabeza lastimada. Recordé que yo había estado dispuesto a volverme contra
Fleischer en el momento oportuno. Él había andado más ligero que yo, nada más.
El conductor del camión se había detenido apartándose del camino y colocado
una baliza. Vino corriendo hacia mí con una linterna.
—Hey… ¿Está usted bien?
—Creo que sí. —Me puse de pie, equilibrando el colérico peso de mi cabeza.
Dirigió la linterna hacia mi cara. Cerré los ojos y casi caí por el impacto de la luz.
—Oiga, tiene sangre en la cara. ¿Lo golpeé?
—No. Usted no me tocó. Un amigo mío me golpeó y me dejó en la carretera.
ERA MÁS DE LA UNA cuando llegamos a Rodeo City. Era una población de
moteles de playa tendidos entre la carretera y la costa. Pasamos por una rampa a la
calle principal, que corría paralela a la carretera y un poco más abajo de ella. Tres
motociclistas con cascos pasaron rugiendo frente a nosotros por la mitad de la calle.
Muchachas con el pelo al viento se tomaban de sus espaldas como súbcubos.
Llegamos al cruce y a la señal: CENTERVILLE 20 millas, y entramos tierra
adentro. El camino pavimentado pasaba por las tribunas de rodeo que se destacaban
como un antiguo anfiteatro en la oscuridad. El camino serpenteaba, trepando
gradualmente al pie de las colinas y luego más abruptamente se metía en un paso de
la montaña. Antes de que llegáramos al punto más alto del paso entramos dentro de
una densa nube. Se acumulaba como lluvia en el parabrisas, obligándonos a aminorar
mucho la marcha.
Del otro lado de esa cima, una verdadera lluvia comenzó a caer sobre el techo del
coche. El parabrisas y las ventanillas se empañaron. Me puse en el asiento de
adelante para poder limpiarlos, pero de cualquier manera la marcha era lenta.
Llovió durante todo el camino hasta Centerville, De cuando en cuando el
resplandor de un relámpago nos mostraba las laderas boscosas del valle que bajaban
hasta nosotros.
Centerville era una de esas aldeas del Oeste que no han cambiado mucho en dos
generaciones. Con una calle de casas pobremente encuadradas, una tienda de ramos
generales con un surtidor de nafta, cerrada durante toda la noche, la escuela con un
campanario en el techo, y la pequeña iglesia blanca con una torre que brillaba mojada
a la luz de nuestros faros.
El único edificio iluminado era un pequeño restaurante con un anuncio de
cerveza, contiguo a la tienda de ramos generales. El lugar tenía su letrero:
CERRADO, pero podía ver a un hombre con delantal blanco, limpiando adentro.
Corrí a través del aguacero y golpeé la puerta.
El hombre con el delantal meneó la cabeza y señaló el letrero de CERRADO.
Volví a golpear. Después de un momento dejó su trapo y cepillo contra el bar y vino a
abrir.
—¿Qué significa esto? —Era un hombre de algo más de mediana edad, con una
aventajada cara zorruna y boca de charlatán.
—Lamento molestarlo —dije, entrando—. ¿Puede decirme cómo llegar al rancho
de Krug?
—Puedo decírselo, pero no significa que usted vaya a llegar. El arroyo Buzzard
debe estar desbordado ahora.
—¿Y…?
EL DELEGADO Rory Pennell era un hombre huesudo de unos cuarenta años, con un
espeso bigote castaño y muy tartamudo. La tartamudez probablemente se le
intensificó con la muerte de Jack Fleischer. Pennell parecía muy impresionado. A
medida que hablábamos, su mano derecha, grande, tocaba una y otra vez la culata del
revólver que llevaba sobre la cadera.
Me hubiera gustado quedarme más tiempo en Rodeo City, hablando con Pennell y
Mamie Hagedorn y cualquier otra persona que pudiera ayudarme a reconstruir el
pasado. Comenzaba a parecer como si Jack Fleischer hubiera estado profundamente
implicado en la muerte de Jasper Blevins. Pero el asunto era ahora puramente
académico y tendría que esperar. Lo importante era llevar a Stephen Hackett a su
casa.
A los dos hombres del sheriff de Santa Teresa les hubiera gustado escoltarlo. Era
algo fácil y relativamente seguro, y con mucho valor publicitario. Les recordé que el
cuerpo de Jack Fleischer yacía solo en el rancho Krug. Y que en alguna parte de las
colinas, al norte, estaba el muchacho que lo había matado, probablemente atrapado en
el barro. Me despedí de Hank y me dirigí en la ambulancia hacia el sur, sentado en el
piso, al lado de la camilla e Hackett. Se sentía mejor. Le hicieron una primera
curación en la cara y bebió una taza de caldo con pajilla. Le formulé algunas de las
preguntas indispensables.
—¿Sandy Sebastián golpeó a Lupe?
—Sí. Lo golpeó con una palanca de cubiertas.
—¿Utilizó la violencia con usted?
—No, directamente. Me puso una cinta adhesiva, mientras el muchacho me
apuntaba con la escopeta. Me ató las muñecas, los tobillos y la boca, hasta los ojos.
—Levantó la mano de la frazada y se tocó los ojos—. Entonces me pusieron en el
maletero del coche Sandy. Era horrible estar encerrado allí. —Levantó la cabeza—.
¿Cuánto tiempo hace que empezó todo esto?
—Unas treinta y seis horas. ¿Tenía ella algún agravio especial contra usted?
Respondió con lentitud.
—Debe haberlo tenido, pero no sé cuál.
—¿Qué me dice del muchacho?
—Nunca lo había visto antes. Actuaba como si estuviera loco.
—¿En qué sentido?
—No parecía saber lo que estaba haciendo. En un momento dado me cruzó sobre
las vías del tren. Comprendo que suena como un melodrama Victoriano. Pero era
evidente que intentaba matarme, dejando que el tren me pasara por encima. La
muchacha huyó y él cambió de idea. Me llevo a… ese otro lugar y me tuvo prisionero
ENTRÉ A UNO de esos restaurantes que forman parte de una cadena en el Boulevard
Ventura, y pedí un bife no muy cocido, con el desayuno. Luego reclamé mi coche a la
estación donde lo había dejado y conduje colina arriba hasta la calle de Sebastián.
Era sábado y ya a esa hora de la mañana, los campos de golf, más allá de la calle,
estaban salpicados de jugadores. Un buzón con el nombre de Gensler me detuvo
antes de llegar a la casa de Sebastián.
Un hombre rubio de aproximadamente cuarenta años acudió a la puerta. Tenía
una expresión ansiosa y vulnerable que estaba acentuada por ojos azules saltones y
cejas casi invisibles.
Le expliqué quién era y pregunté si podía ver a Heidi.
—Mi hija no está en casa.
—¿Cuándo volverá?
—No lo sé, en realidad. La he enviado fuera de la ciudad con unos parientes.
—No debió hacer eso, Mr. Gensler. La gente del Instituto de Libertad Condicional
querrá hablar con ella.
—No veo la razón.
—Es una testigo.
Su cuello y su cara enrojecieron.
—Desde luego que no lo es. Heidi es una niña buena y honesta. Su única
conexión con la muchacha Sebastián es que vivimos en la misma calle.
—No es una deshonra ser una testigo —le dije—, tampoco lo es saber que alguien
tiene un problema.
Gensler me cerró abruptamente la puerta en la cara. Conduje el coche calle arriba
a lo de Sebastián, pensando que Heidi debía haberle dicho a su padre algo que lo
asustó.
El Rover del doctor Jeffrey estaba delante de la casa. Cuando Bernice Sebastián
me hizo entrar, pude ver que su rostro reflejaba otro desastre. Su carne había sido
como devorada desde adentro de manera que los huesos se hacían más prominentes.
Sus ojos eran como luces en una jaula.
—¿Qué ha sucedido?
—Sandy intentó suicidarse. Escondió una hoja de afeitar de su padre en su perro.
—¿Su perro?
—Su pequeño spaniel de paño. Debe de haber sacado la hoja de afeitar cuando
fue al baño. Trató de cortarse las muñecas. Afortunadamente yo estaba escuchando en
la puerta. La oí gritar y pude detenerla antes de que se cortara demasiado.
—¿Dijo porqué lo hacía?
—Dijo que no merecía vivir, que era una persona terrible.
VOLVÍ AL CAMINO, donde parecía vivir. Iba movido por mi iniciativa y muy
tentado de ir a casa. En cambio conduje a Long Beach por el trecho de camino más
desolado del mundo.
El edificio de la Compañía Petrolera Corpus Christi era una maciza estructura de
cuatro pisos con vista a los muelles y a sus barriadas. Yo nací y crecí en Long Beach,
a una distancia que puede hacerse a pie desde los muelles, y podía recordar cuándo
habían construido el edificio, un año después del terremoto. Estacioné en la parte
destinada a visitantes y me dirigí al hall principal. Al trasponer la puerta de calle,
encontré un agente de seguridad uniformado que estaba sentado detrás de un
mostrador. Cuando lo miré más detenidamente descubrí que lo conocía. Era Ralph
Cuddy, el que administraba el edificio de apartamentos de Alma Krug, en Santa
Mónica. Él también me reconoció.
—¿Pudo encontrar a Mrs. Krug?
—La encontré, gracias.
—¿Cómo está? No he tenido oportunidad de visitarla esta semana. Mis dos
empleos me tienen agobiado.
—Ella parece estar muy bien para su edad.
—Me alegro. Ha sido como una madre para mí toda la vida. ¿Sabía eso?
—No.
—Así ha sido. —Su mirada emocionada se concentró en mi cara—. ¿Qué tipo de
asuntos familiares discutió con ella?
—Hablamos de algunos parientes de Mrs. Krug. Jasper Blevins, por ejemplo.
—Eh, ¿conoce a Jasper? ¿Qué le sucedió?
—Murió bajo las ruedas de un tren.
—No me sorprende —dijo Cuddy, moralizando—. Jasper siempre andaba con
problemas. Él mismo era un problema y un problema para las otras personas. Pero
Alma era buena con él de cualquier manera. Jasper siempre fue su favorito. —Sus
ojos se empequeñecieron y se tornaron envidiosos en una especie de rivalidad.
—¿Qué tipo de problema?
Cuddy comenzó a decir algo y luego decidió no hacerlo. Estuvo silencioso un
momento, su rostro parecía estar tentando una respuesta alternativa.
—Problema sexual, por ejemplo. Laurel estaba embarazada cuando él se casó con
ella. Yo también casi me casé con Laurel, hasta que descubrí su estado —agregó con
cierta sorpresa, como si no hubiera pensado en el asunto durante algunos años—.
Nunca me casé. Francamente, jamás encontré a una mujer digna de mí. Con
frecuencia le he dicho a Alma Krug que si yo no hubiera nacido demasiado tarde…
Lo interrumpí.
ANTES DE DEJAR Santa Teresa, llamé a la casa de Henry Langston desde la cabina
de una estación de servicio. Su esposa respondió formalmente.
—La residencia de Langston.
—¿Está su marido?
—¿Quién lo llama? —Era obvio que reconoció mi voz, la suya sonaba hostil.
—Lew Archer.
—No, no está en casa, y usted tiene la culpa. Todavía está en el norte del
condado, tratando de salvar a ese precioso asesino de usted. Terminará recibiendo un
balazo.
Estaba semihistérica y traté de consolarla.
—Eso no es muy posible, Mrs. Langston.
—Usted no sabe —dijo—. Tengo esta terrible sensación de fatalidad, de que nada
volverá a salimos bien nunca más. Y usted tiene la culpa, usted lo metió en esto.
—En realidad no fui yo. Él ha estado mezclado con Davy Spanner durante años.
Se ha hecho una promesa a sí mismo, y está tratando de cumplirla.
—¿Y qué pasa conmigo?
—¿Hay algo específico que la molesta?
—Para qué voy a decírselo a usted —dijo en cierta forma de colérica intimidad—.
Usted no es médico.
—¿Está enferma, Mrs. Langston?
Su respuesta fue colgar el receptor. Estuve tentado de ir a su casa, pero eso sólo
conduciría a mayores compromisos y pérdida de tiempo. La comprendía, pero no
podía ayudarla. Únicamente su marido podía hacer eso.
Me dirigí a la carretera y enderecé al norte. Mi cuerpo comenzaba a rebelarse
contra esta continua acción sin descanso. Sentía como si mi pie derecho en el
acelerador estuviera empujando el coche colina arriba, todo el camino, hacia Rodeo
City.
El delegado Pennell estaba en la habitación posterior de su oficina, ocupado con
la radio policial. Presumo que había estado sentado allí desde que hablé con él a
media noche. Su bigote y sus ojos daban la impresión de abarcar toda su cara, que
estaba más pálida y demacrada y que necesitaba una buena afeitada.
—¿Qué sucede, delegado?
—Lo han perdido —su voz estaba llena de fastidio.
—¿Dónde?
—No saben. La lluvia borró sus huellas. Todavía llueve en el paso norte. —¿A
dónde lleva ese paso?
—Tendrá que volver a la costa. Tierra adentro no hay nada más que cadenas de
ANTES DE ENDEREZAR hacia Los Ángeles hice una visita final a Mrs. Fleischer.
Abrió la puerta vistiendo tapado y sombrero negros. Su cara estaba recién maquillada
y parecía estucada e inexpresiva. Al parecer estaba completamente sobria, pero muy
nerviosa.
—¿Qué quiere?
—Las grabaciones.
Ella extendió sus manos enguantadas.
—No sé ni poseo…
—No me venga con eso ahora, Mrs. Fleischer. Usted dijo que sabía dónde estaban
y que las tenía a su alcance.
—Bien, ya no lo están.
—Se las dio a la policía.
—Quizá sí, quizá no. Tiene que dejarme ir. Espero un taxi.
Comenzó a cerrar la puerta. Yo me incliné con suavidad pero con firmeza. Sus
ojos se dirigieron lentamente hasta mi cara.
—¿Qué es esto? ¿Qué quiere?
—He decidido elevar mi oferta. Le daré dos mil.
Se rio sin alegría.
—Eso es una bagatela, pamplinas. Si no fuera una dama, le diría lo que puede
hacer con sus miserables dos mil dólares.
—¿Con quién ha estado hablando?
—Con un hombre muy agradable. Me ha tratado como un caballero, que es más
de lo que hace cierta gente. —Dio un fuerte tirón a la puerta que bloqueé con mi
hombro—. Y me dijo cuánto podían valer esas cajas de cinta grabadas.
—¿Cuánto?
—Diez grandes —respondió con el orgullo con que una persona que ha ganado
dos veces, habla al perdedor.
—¿Se las compró?
—Tal vez.
—Ya entiendo. Y quizá no las haya comprado. ¿Puede describírmelo?
—Es muy bien parecido, con hermoso pelo castaño ondeado. Mucho más apuesto
que usted. Y varios años más joven —agregó, como si ella pudiera vengarse de su
marido a través de su compinche, Jack Archer.
Su descripción no evocaba a nadie, salvo que fuera Keith Sebastián, lo que
parecía improbable.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—No me dio su nombre.
COMPRÉ UNA BANDEJA plástica con pollo frito y la llevé a la oficina. Antes de
comerlo, verifiqué mi servicio de recepción. La muchacha, en el conmutador, me dijo
que tenía una llamada de Ralph Cuddy.
Disqué el número en Santa Mónica, que Cuddy había indicado. Él mismo
respondió al teléfono.
—Buenas noches. Habla Ralph Cuddy.
—Soy Archer. No esperaba volver a hablar con usted.
—Mrs, Krug me pidió que lo llamara —su voz sonaba dura de puro incómodo—.
Le dije que Jasper había muerto. Quiere hablar con usted sobre este asunto.
—Dígale que mañana me pondré en contacto con ella.
—Sería mejor esta noche. Mrs. Krug está muy ansiosa por verlo. ¿Se acuerda de
esa arma que faltaba, acerca de la cual me interrogó? Ella tiene alguna información
que darle.
—¿Cómo puede tenerla?
—Mr. Krug era el jefe de seguridad en la Compañía Petrolera Corpus Christi
cuando robaron el arma.
—¿Quién la robó? ¿Jasper Blevins?
—No tengo autorización para decirle nada. Será mejor que la obtenga
directamente de Mrs. Krug.
Conduje por el pesado tránsito de las primeras horas de la tarde hasta Oakwood
Convalescente Home. Mientras la enfermera me guiaba por el corredor percibí el olor
a comida de algún paciente. Me recordó el pollo que había dejado sin tocar sobre el
escritorio.
Alma Krug levantó los ojos de la Biblia cuando entré a la habitación. Sus ojos
eran graves. Despidió a la enfermera con un movimiento de la mano.
—Por favor, cierre la puerta —me dijo—. Gracias por venir, Mr. Archer. —Indicó
una silla que tomé, y ella hizo girar la suya de ruedas para quedar frente a mí—.
Ralph Cuddy dice que mi nieto Jasper fue muerto en un accidente ferroviario. ¿Es
verdad?
—Encontraron su cuerpo bajo un tren. Me dijeron que había sido asesinado en
otra parte, y que Laurel lo mató. Eso es una evidencia verbal, pero me inclino a
creerla.
—¿Laurel, ha sido castigada?
—No directa ni inmediatamente. El delegado del sheriff local la cubrió o así me
dijeron. Pero a Laurel la mataron el otro día.
—¿Quién la mató?
—No lo sé.
CONDUJE HASTA MALIBU olvidando que tenía hambre y que estaba cansado.
Poco antes de llegar al portón de Hackett, pasé un coche que iba en dirección
contraria. El hombre en el volante se parecía a Keith Sebastian. Giré en la entrada de
los Hackett y me lancé en su persecución, colina abajo.
Lo alcancé en la señal «stop» de la carretera. Giró a la derecha por la carretera y
luego siguió recto por un camino secundario que serpenteaba por la playa. Se detuvo
detrás de una casa veraniega, iluminada, y golpeó la puerta del fondo. Durante un
instante, mientras abría, distinguí la silueta de su hija contra la luz.
Descendí del coche y me acerqué a la casa. Las cortinas y persianas estaban
cerradas. Se filtraba bastante luz, pero no podía oír nada a causa del ruido que hacían
las olas del mar al romperse en la playa.
El nombre en el buzón decía «Hackett». Llamé a la puerta del fondo, tratando de
hacer girar la perilla al mismo tiempo. Tenía llave.
—¿Quién es? —preguntó Keith Sebastián a través de la puerta.
—Archer.
Hubo otra espera. Dentro de la casa se cerró una puerta. Sebastián abrió.
—¿Qué está haciendo, Keith? —pregunté, entrando sin esperar a que me invitara.
No tenía preparada ninguna respuesta lógica.
—Decidí que era mejor alejarme de todo durante uno o dos días. Mr. Hackett me
prestó su casa.
Caminé de la cocina a la habitación contigua. Había platos sucios, un servicio
tendido para dos, en una mesa redonda de poker. Uno de los tazones de café tenía una
mancha labial en forma de media luna en el borde.
—¿Hay alguna muchacha con usted?
—En verdad, sí. —Me miró con una sonrisa esperanzada e idiota—. No se lo dirá
a Bernice, ¿no es cierto?
—Ella lo sabe y también lo sé yo. ¿Es Sandy, no es así?
Levantó el tazón de Sandy. Por un momento no ocultó sus emociones. Creo que
pensaba romperme la cabeza y yo retrocedí para alejarme de su alcance. Volvió a
colocar el tazón sobre la mesa.
—Es mi hija. Y sé qué es lo que más le conviene —afirmó.
—¿Es por eso que su vida se desliza tan maravillosamente? ¿No cree que esto es
un mal sustituto de un tratamiento médico?
—Es mejor que la cárcel. No será tratada por ningún médico.
—¿Quién ha estado contándole historias de terror?
No quiso responder. Se quedó parado ahí, con su estúpida y hermosa cabeza. Me
senté a la mesa sin que me convidaran. Después de un momento se sentó frente a mí.