Ross Macdonald, El Enemigo Insólito

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Keith Sebastian, ejecutivo de Los Ángeles, contrata a Lew Archer, detective

privado, para que busque a su hija Sandy, estudiante de secundaria, quien


se ha fugado con un muchacho llamado Davy, con malos antecedentes y sin
hogar. Sebastian y su esposa viven al borde de la bancarrota tanto íntima
como económica, y parecen incapaces de hallar una forma de entendimiento
con su hija. Archer encuentra a los fugitivos con bastante facilidad, pero
también descubre que Sandy está envuelta en crímenes y violencia. Los
esfuerzos de Archer para salvar a la muchacha de las consecuencias de sus
acciones y el tratar de comprender las causas de la actitud de Sandy, lo
llevan a indagar en una conspiración tremenda que arraiga en el pasado. Un
antiguo homicidio, otros recientes, van complicando la trama por los
intereses encontrados de los que quieren mantener el caso cerrado, y
Archer, que se empeña en sacarlo a la luz.

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Ross Macdonald

El enemigo insólito
Lew Archer, 14

ePub r1.0
Achab1951 12.06.13

ebookelo.com - Página 3
Título original: The Instant Enemy
Ross Macdonald, 1968
Traducción: Mary Williams
Retoque de portada: Achab1951

Editor digital: Achab1951


ePub base r1.0

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Capítulo 1

EL TRÁNSITO en Sepúlveda era muy escaso aquella mañana. Mientras conducía mi


auto atravesando el vado, el sol se levantaba esplendoroso detrás de los riscos azules,
por el lejano extremo del valle. Durante uno o dos minutos, antes de que se hiciera
definitivamente de día, todo parecía fresco, nuevo y sobrecogedor cómo la creación
misma.
Dejé la carretera en Canoga Park y me detuve en un establecimiento al aire libre
para tomar un desayuno de noventa y nueve céntimos. Luego me dirigí a la casa de
Sebastián, en Woodland Hills.
Keith Sebastián me había dado instrucciones detalladas para encontrar su casa.
Era una construcción moderna, angulosa, suspendida en la ladera. La ladera corría
empinada hacia abajo hasta el borde de un campo de golf, verde desde las primeras
lluvias de invierno.
Keith Sebastián salió de la casa en mangas de camisa. Era un hombre apuesto, de
unos cuarenta años, con cabello ondeado, grueso y castaño, encaneciendo en las
sienes. Todavía no se había afeitado, y su barba crecida lo hacía aparecer como si
hubiera frotado la parte baja de su rostro en desechos de fibras.
—Fue muy amable al venir enseguida —dijo cuando me presenté—. Comprendo
que es una hora impía…
—Usted no la eligió, y no me importa. Parece que ella no ha vuelto a su casa,
todavía.
—No, no ha vuelto. Desde que lo llamé he descubierto que también falta otra
cosa. Mi escopeta y una caja de cartuchos.
—¿Piensa que los llevó su hija?
—Temo que sí. La vitrina de las armas no está rota, y nadie más sabía dónde
guardaba la llave. Excepto mi esposa, por supuesto.
Mrs. Sebastián apareció en ese momento, como por ensalmo, en la puerta del
frente, que estaba abierta. Era delgada, morena, y más bien hermosa, en cierta forma,
triste. Tenía la boca recién pintada y vestía un raje de lino amarillo.
—Entren —nos dijo a los dos—. Hace frío afuera.
Se apretó los brazos en gesto de frío, que se prolongó demasiado. Siguió
temblando.
—Este es Mr. Lew Archer —decía Sebastián—. El detective privado que llamé.
Hablaba como si estuviera presentándome como una ofrenda de paz.
Ella respondió con impaciencia:
—Me lo había imaginado. Entren. He preparado café.
Me senté entre ellos en el mostrador de la cocina, y bebí el café sin azúcar que me
sirvieron en una taza fina. El lugar parecía muy limpio y muy vacío. La luz que se

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volcaba a través de la ventana era de una cruel claridad.
—¿Alexandra sabe manejar una escopeta? —les pregunté.
—Cualquiera puede hacerlo —respondió Sebastián con malhumor—. Todo lo que
hay que hacer es tirar del gatillo.
—En verdad —interrumpió su esposa—, Sandy es una buena tiradora. Los
Hackett la llevaron para cazar perdices a principios de este año. Muy en contra de mi
voluntad, podría agregar.
—Podrías, y lo hiciste —replicó Sebastián—. Estoy seguro de que esa
experiencia fue buena para ella.
—Lo odiaba. Así lo dice en su diario. Odiaba matar cosas.
—Ya se le pasará. Y sé que fue un placer para Mr. y Mrs. Hackett.
—¡Ya empezamos otra vez!
Pero antes de que siguieran, pregunté:
—¿Quiénes son Mr. y Mrs. Hackett?
Sebastián me miró en forma expresiva, en parte ofendido, y en parte protector:
—Mr. Stephen Hackett es mi jefe. Es decir, dirige el consorcio que controla la
compañía de ahorros y préstamos para la que trabajo. También es dueño de unas
cuantas cosas más.
—Incluyéndote a ti —exclamó su esposa—, pero no a mi hija.
—Eso no es justo, Bernice. Nunca dije…
—No importa lo que digas. Lo que cuenta es lo que haces.
Me levanté, caminé hasta el otro extremo del mostrador, y me detuve frente a
ellos. Ambos parecían un poco sorprendidos y avergonzados:
—Todo esto es muy interesante —dije—, pero no me he levantado a las cinco de
la mañana para presenciar una discusión familiar. Concentrémonos en su hija Sandy.
¿Cuántos años tiene, Mrs. Sebastián?
—Diecisiete. Está en su último año de secundaria.
—¿Es buena estudiante?
—Lo era hasta hace pocos meses. Luego, sus notas comenzaron a bajar mucho.
—¿Por qué?
Mrs. Sebastián bajó los ojos, fijándolos en la taza de café.
—En realidad, no sé porqué. —Parecía evasiva, sin desear encontrar una
respuesta para esa conducta.
—Por supuesto que tú sabes el porqué —dijo el marido—. Todo esto ha sucedido
desde que conoció á ese salvaje. Davy… no-sé-cuánto.
—No es un hombre. Es un muchacho de diecinueve años, y nosotros manejamos
todo el asunto en forma abominable.
—¿Qué es eso de «todo el asunto», Mrs. Sebastián?
Ella extendió los brazos como si quisiera abarcar la situación; luego, los dejó caer

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con desaliento:
—El asunto del muchacho. Nos equivocamos en la forma de conducirlo.
—Ella se refiere a que yo me equivoqué, como siempre —dijo Sebastián—. Pero
yo sólo hice lo que debía. Sandy estaba comenzando a descontrolarse. Faltaba al
colegio para tener citas a la tarde con este individuo. Pasaba las noches en el «Strip»,
y sabe Dios qué cosas más. Anoche salí en su persecución…
Su esposa lo interrumpió:
—No fue anoche. Fue la noche anterior.
—Cuando quiera que fuera —su voz parecía debilitarse bajo la permanente fuerza
fría de desaprobación de su mujer. Cambió de tono a una especie de grito cantado.
Los perseguí hasta un misterioso lugar en West Hollywood. Estaban sentados en
público, abrazados. Le dije que si no se apartaba de mi hija, tomaría mi escopeta y le
volaría la cabeza.
—Mi marido ve mucha televisión. —Dijo secamente Mrs. Sebastián.
—Ridiculízame, si quieres, Bernice. Alguien tenía que hacerlo. Mi hija se estaba
perdiendo con un criminal. La traje a casa y la encerré con llave en su dormitorio.
¿Qué otra cosa podía hacer un hombre?
Su mujer guardó silencio esta vez. Movió su fina cabeza de un lado al otro.
—¿Les consta que el muchacho sea un criminal? —pregunté.
—Cumplió una condena en la cárcel del condado por robar un automóvil.
—Sólo fue para divertirse… —dijo ella.
—Llámalo como quieras. De cualquier manera no fue su primera contravención.
—¿Cómo lo saben?
—Barnice lo leyó en el diario de Sandy.
—Me gustaría ver ese famoso diario.
—No —dijo Mrs. Sebastián—. Me resultó bastante desagradable leerlo. No debí
haberlo hecho. —Inspiró profundamente—. Temo que no hayamos sido muy buenos
padres. Me siento tan culpable como mi marido, pero en una forma más sutil. Pero
esas cosas no le interesan a usted.
—Por ahora, no. —Yo estaba harto de la guerra de las generaciones, las
imputaciones y las contraimputaciones, insinuaciones y discusiones, de la
interminable charla de esta mesa de negociaciones—. ¿Cuánto tiempo hace que se ha
marchado su hija?
Sebastián miró su reloj pulsera:
—Cerca de veintitrés horas. La dejé salir de su cuarto ayer por la mañana. Parecía
haberse tranquilizado…
—Estaba furiosa —dijo su madre—. Pero nunca pensé, cuando salió para clase,
que no tenía intenciones de ir al colegio. En realidad, no nos dimos cuenta hasta
anoche, a eso de las seis, cuando no vino a comer. Me puse en comunicación con su

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maestra y me dijo que había faltado a clase todo el día. Ya para entonces estaba
oscuro.
Mrs. Sebastián miró por la ventana, como si todavía estuviera oscuro, ahora y
para siempre. Seguí su mirada. Dos personas estaban caminando por el campo de
golf, un hombre y una mujer, ambos canosos, como si hubieran envejecido en la
búsqueda de su pequeña y blanca pelota.
—Hay una cosa que no comprendo —dije—. Si usted pensaba que la niña iba al
colegio ayer por la mañana, ¿qué sucedió con la escopeta?
—Debe de haberla guardado en el maletero de su coche —replicó Sebastián.
—¡Ah… ya! Conduce un coche…
—Esa es una de las razones por la que estamos tan preocupados. —Sebastián
adelantó la cara a través del mostrador. Me sentí como un barman consultado por un
borracho. Pero estaba borracho de miedo—. Usted que tiene experiencia en esta clase
de asuntos, dígame por el amor de Dios, ¿por qué se llevó mi escopeta?
—Piense en una posible razón, Mr. Sebastián. Usted dijo que le volaría la cabeza
a su amigo con la escopeta.
—¡Pero no puede haberlo tomado en serio!
—Yo lo tomé así.
—Yo también —dijo la esposa. Sebastián dejó colgar la cabeza como la de un
prisionero en la picota. Pero dijo entre dientes:
—¡Por Dios! ¡Lo mataré si no la trae de vuelta!
—¡Bien pensado, Keith! —dijo su esposa.

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Capítulo 2

LA FRICCIÓN entre ellos comenzaba a irritarme los nervios. Le pedí a Sebastián que
me mostrara el armario de sus armas. Me condujo a un pequeño estudio que era en
parte biblioteca y en parte su armería.
Habían rifles pesados y livianos colocados verticalmente detrás de los cristales de
un gabinete de caoba, y una ranura vacía donde había calzado una escopeta de doble
caño. Los estantes de la biblioteca mostraban una colección de «best-sellers» y
ediciones de un club de lectores, y una hilera poco atractiva de libros sobre economía
y psicología publicitaria.
—¿Se dedica usted a publicidad?
—A relaciones públicas. Soy jefe de relaciones públicas de la Centennial Savings
y Loans. En realidad, debería estar allá, ahora. Estamos estudiando el programa para
el año próximo.
—Puede esperar un día, ¿verdad?
—No lo sé.
Se volvió hacia la vitrina de las armas; la abrió, y también abrió el cajón de abajo,
donde guardaba los cartuchos. Le quitó el cerrojo con la misma llave de bronce.
—¿Dónde estaba la llave?
—En el cajón de arriba de mi escritorio. —Abrió el cajón y me lo mostró—.
Sandy sabía dónde la guardaba, desde luego.
—Pero cualquier otro podría haberla encontrado.
—Eso es cierto. Pero estoy seguro de que fue ella quien la tomó.
—¿Por qué?
—Tengo el presentimiento.
—¿Es alocada en el manejo de las armas?
—Desde luego que no. Cuando se está bien enseñado, no se puede ser alocado,
como usted dice.
—¿Quién le enseñó?
—Yo, naturalmente. Soy su padre.
Se dirigió al armario de las armas y tocó el caño de un rifle pesado. Con cuidado
cerró las puertas de cristal, y le echó llave. Debe haberse visto reflejado en el cristal.
Retrocedió, frotándose la barbilla sin afeitar con la palma de la mano.
—¡Qué mal aspecto tengo! No me extraña que Bernice haya estado
fastidiándome. Se me está cayendo la cara.
Se excusó y se marchó para arreglarse. Eché una mirada a mi propia imagen
reflejada en él cristal. Yo tampoco lucía muy bien. En la mañana, temprano, no era mi
momento más feliz para pensar, pero formulé una reflexión vagamente desdichada:
Sandy era una muchacha colocada en medio de un matrimonio tenso, y en estos

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momentos yo también estaba en la misma situación.
Mrs. Sebastián entró sin hacer ruido en la habitación y se paró a mi lado, frente al
armario de las armas.
—Me casé con un «boy scout».
—Hay destinos peores.
—Nombre uno. Mi madre me previno que no me complicara con un hombre
apuesto. «Cásate con un hombre inteligente», me dijo. Pero no quise escucharla. Yo
debí seguir mi carrera de modelo. Por lo menos dependería de mis propios huesos. —
Se palmeó la cadera que estaba más próxima a mí.
—Tiene usted muy buenos huesos. También es muy cándida.
—Me hice cándida en el curso de la noche.
—Muéstreme el diario de su hija.
—No lo haré.
—¿Se avergüenza usted de ella?
—De mí misma. ¿Qué podría decirle el diario que no pudiera decirle yo?
—…si se hubiera acostado con ese muchacho, por ejemplo.
—Desde luego, no lo ha hecho —respondió ella con un ligero toque de cólera.
—…o con cualquier otro.
—¡Eso es absurdo! —pero su rostro palideció.
—¿Lo hizo?
—Por supuesto que no. Sandy es una muchacha sumamente inocente para su
edad.
—O lo era: Esperemos que todavía lo sea.
Bernice Sebastián se replegó a un plano más elevado:
—Yo… nosotros no lo hemos contratado para que escudriñe la moral de mi hija.
—Usted no me contrató. Punto. En un caso tan incierto como éste, necesito un
anticipo.
—¿Qué quiere decir con eso de incierto?
—Su hija podría volver en cualquier momento. Usted y su marido podrían
cambiar de idea…
Me detuvo con un impaciente gesto de su mano:
—Está bien. ¿Cuánto quiere usted?
—Dos días pagos, y gastos. Digamos, doscientos cincuenta dólares…
Se sentó en el escritorio, sacó una libreta de cheques del segundo cajón y extendió
un cheque:
—¿Qué más?
—Algunas fotografías recientes de ella.
—Tome asiento. Buscaré algunas.
Cuando se fue examiné los talones dé la chequera. Después de pagar mi anticipo,

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los Sebastián tenían menos de doscientos dólares como saldo en su cuenta bancaria.
Su hermosa casa nueva, suspendida sobre la abrupta pendiente, era casi una viva
imagen de sus vidas.
Mrs. Sebastián volvió con un montón de fotografías. Sandy era una muchacha
con una expresión seria que se parecía a su madre en el color oscuro de la tez. La
mayoría de las fotos la mostraban en actividad: montando a caballo, andando en
bicicleta, de pié, sobre un trampolín, dispuesta a zambullirse, apuntando con un arma.
El arma parecía el mismo rifle 22 que estaba en la vitrina. Lo sostenía como si
supiera usarlo.
—¿Qué me dice de esta vocación por las armas? ¿Fue idea de Sandy?
—No, de Keith. Su padre había hecho de él un cazador. Keith le pasó esta gran
tradición a su hija. —Su voz era sardónica.
—¿Es su única hija?
—Así es. No tenemos otro hijo.
—¿Puedo pasar al dormitorio de ella?
La mujer vaciló.
—¿Qué espera encontrar? ¿Evidencias de lesbianismo? ¿Narcóticos?
Todavía trataba de ser irónica, pero sus preguntas me llegaron textualmente.
Había encontrado cosas más extrañas que esas en las habitaciones de la gente joven.
El dormitorio de Sandy estaba lleno de sol, y de suaves y agradables aromas.
Descubrí que se parecía mucho a lo que uno espera encontrar en el dormitorio de una
inocente y seria estudiante del último año. Muchos sweaters y faldas y libros, tanto
textos de la secundaria como algunas buenas novelas, tales como High Wind in
Jamaica. Un conjunto de animales confeccionados en paño. Insignias del colegio,
especialmente del Ivy League. Una caja forrada de color rosa, y dentro, en figura
geométrica, los cosméticos. La fotografía de otra muchacha sonriente desde su marco
de plata, en la pared.
—¿Quién es?
—La mejor amiga de Sandy, Heidi Gensler.
—Me gustaría hablar con ella.
Mrs. Sebastián titubeó. Sus vacilaciones eran breves pero tensas y sombrías,
como si estuviera planeando sus movimientos mucho antes, en un juego de altas
apuestas.
—Los Gensler no saben lo que ha sucedido.
—No puede buscar a su hija y mantenerlo en secreto al mismo tiempo. ¿Son
amigos de ustedes los Gensler?
—Son vecinos. Las dos muchachas son muy amigas… —de pronto se decidió—.
Le pediré a Heidi que venga antes de ir al colegio.
—¿Por qué no enseguida?

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Dejó la habitación. Hice una rápida investigación por los sitios donde
habitualmente se esconden cosas: debajo de la alfombra de lana ovalada de color
rosa, entre el colchón y el elástico, en el estante más alto y oscuro de su placard,
detrás y debajo de la ropa en la cómoda. Sacudí algunos de los libros. De adentro de
Sonnets from the Portuguese, cayó un papel escrito.
Lo recogí de encima de la alfombra. Era parte de una libreta rayada, en la que
alguien había escrito en nítidas letras negras:
Escucha, pájaro: me causas un dolor en la sangre con tu revoloteo. Creo que será
mejor abrirme una vena / y dejarte ir con mi sangre.
Mrs. Sebastián me estaba observando desde el vano de la puerta.
—Es usted concienzudo, Mr. Archer. ¿Qué es eso?
—Un verso. Me pregunto si lo habrá escrito Davy.
Me lo arrebató de entre los dedos y lo leyó.
—Para mí, carece de sentido.
—No estoy de acuerdo —se lo arrebaté a mi vez, y lo puse dentro de mi billetera
—. ¿Viene Heidi?
—Estará aquí dentro de un momento. Está terminando de desayunar.
—Bien. ¿Tiene alguna carta de Davy?
—Por supuesto que no.
—Pensé que podía haberle escrito a Sandy. Quiero saber si este verso está escrito
de su puño y letra.
—No tengo la menor idea.
—Apostaría a que sí. ¿Tiene usted alguna fotografía de Davy?
—¿De dónde podría sacer una fotografía de Davy?
—Del mismo lugar en que encontró el diario de su hija.
—No necesita enrostrarme eso constantemente.
—No hago eso. Es que me gustaría leerlo. Podría ayudarme mucho.
Ella entró en otra de sus sombrías cavilaciones, forzando sus ojos hacia adelante,
a la curva del tiempo.
—¿Dónde está el diario, Mrs. Sebastián?
—Ya no existe —respondió con cautela—. Lo destruí.
Pensé que mentía y no intenté ocultar mi pensamiento.
—¿Cómo?
—Lo mastiqué y lo tragué. Ahora debe excusarme, tengo un dolor de cabeza
terrible.
Esperó al lado de la puerta a que saliera de la habitación. Luego la cerró y le echó
llave. La cerradura era nueva.
—¿De quién fue la idea de cambiar la cerradura?
—En verdad, de Sandy. Deseaba más intimidad estos últimos meses. Más de la

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que necesitaba.
Se dirigió a otra habitación y cerró la puerta. Encontré a Sebastián en el
mostrador de la cocina, tomando café. Se había lavado, afeitado y cepillado el pelo
castaño ondeado, puesto una corbata y una chaqueta, y tenía un aspecto más
optimista.
—¿Más café? —me ofreció.
—No, gracias. —Saqué una pequeña libreta negra y me senté al lado de él—.
¿Puede darme la descripción de Davy?
—A mi me parecía un joven asesino.
—Los asesinos vienen de todas formas y tamaños. ¿Qué altura tiene,
aproximadamente?
—Más o menos como yo. Tengo seis pies, calzado.
—¿Peso?
—Parece pesado. Quizás unos noventa kilos.
—¿Constitución atlética?
—Supongo que podría decirse eso. —Había un amargo tono que sugería
competencia, en su voz—. Pero yo podría vencerlo.
—No dudo de ello. Descríbame su rostro.
—No es mal parecido. Pero tiene una típica expresión sombría, propia de los de
su calaña.
—¿Antes o después de que usted prometiera balearlo?
Sebastián se movió para levantarse:
—Mire…, si usted se está colocando en el bando contrario, ¿para qué cree que le
estamos pagando?
—Para esta —le dije—, y para otra cantidad de preguntas aburridas. ¿Cree usted
que esto es mi idea acerca de una diversión social?
—Tampoco es la mía.
—No, pero eso es cosa suya. ¿De qué color es el pelo de Davy?
—Rubio.
—¿Lo usa largo?
—Corto. Probablemente se lo cortaron en la cárcel.
—¿Ojos azules?
—Así me parece.
—¿Barba o bigotes?
—No.
—¿Cómo se viste?
—El traje común. Pantalones ajustados, bajo en las caderas, y una camisa celeste
desteñida. Botas…
—¿Cómo habla?

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—Con la boca. —Los descarnados sentimientos de Sebastián se estaban
volviendo más evidentes aun.
—¿Educado o grosero? ¿Mal hablado o correcto?
—No lo he escuchado lo bastante como para poder juzgarlo. Estaba furioso.
Ambos lo estábamos.
—¿Cómo lo calificaría, en síntesis?
—Como un sujeto díscolo y desaliñado. Un tipo peligroso. —Se dio la vuelta con
un movimiento rápido y me miró con los ojos muy abiertos, como si yo le hubiera
aplicado esas palabras a él—. Escúcheme. Tengo que irme a la oficina. Tenemos una
conferencia importante para considerar el programa del año próximo. Y luego voy a
almorzar con Mr. Hackett.
Antes de que se fuera conseguí que me diera una descripción del automóvil de su
hija. Era un Dart, dos puertas, modelo del último año, color verde claro, que estaba
registrado a nombre de él. No quiso que denunciara el coche, para que no fuera
incluido en la lista de los coches buscados por la policía. Tampoco tenía yo que
decirle nada a la policía acerca del caso.
—Usted no sabe cómo son las cosas en mi profesión —dijo. Tengo que conservar
una apariencia de acero inoxidable. Si se da un traspié, se está perdido. Confianza es
el artículo básico en el negocio de los ahorros y préstamos.
Se fue manejando un Oldsmobile nuevo que, según los talones de su libreta de
cheques, estaba costándole ciento veinte dólares por mes.

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Capítulo 3

POCOS MINUTOS más tarde le abría la puerta del frente a Heidi Gensler. Era una
adolescente de aspecto agradable, cuyo pelo rubio le caía lacio sobre los delicados
hombros. No usaba afeites, por lo que pude observar. Llevaba un maletín con libros.
Su mirada azul celeste era insegura:
—¿Es usted la persona con quien se supone que debo hablar?
Le dije que era yo:
—Mi nombre es Archer. Entre, Miss Gensler.
Me miró al pasar, mientras entraba:
—¿Ha sucedido algo?
Mrs. Sebastián surgió de su habitación vistiendo una vaporosa robe de color
rosado:
—Entra, querida Heidi, no tengas miedo. Has sido muy amable al venir. —Su voz
no era maternal.
Heidi entró y se demoró en el pasillo, muy incómoda.
—¿Le ha pasado algo a Sandy?
—No lo sabemos, querida. Antes de referirte los hechos tal como son, quiero que
me prometas una cosa: no hablar de esto ni en el colegio ni en tu casa.
—No lo haría. Nunca lo he hecho.
—¿Qué quieres decir con eso, querida? ¿Con eso de que «nunca lo has hecho»?
Heidi se mordió el labio:
—Quiero decir… no quiero decir nada.
Mrs. Sebastián se acercó a ella como un pájaro rosado, con una cabeza oscura y
agresiva:
—¿Sabías lo que estaba pasando entre ella y ese muchacho?
—Sí, lo supe. No pude evitarlo.
—¿Y nunca nos dijiste nada? Eso no fue muy amistoso de tu parte, querida.
La muchacha estaba a punto de llorar:
—Sandy es mi amiga.
—Bien. Espléndido. Entonces nos ayudarás para hacerla volver a casa, ¿quieres?
La chica asintió con la cabeza:
—¿Se escapó con Davy Spanner?
—Antes de responderte a eso, recuerda que has prometido no hablar.
—Eso casi es innecesario, Mrs. Sebastián —intervine—. Y, en realidad, preferiría
ser yo quien haga las preguntas.
—¿Cómo puedo saber si usted será discreto? —dijo, volviéndose hacia mí.
—No puede saberlo. No puede controlar la situación. Está fuera de control. De
manera que, ¿por qué no se va y me deja manejar esto?

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Mrs. Sebastián rehusó marcharse. Parecía dispuesta a despedirme. No me
importó. El caso se perfilaba como uno de aquellos en que no haría amigos y ganaría
muy poco dinero.
Heidi me tocó el brazo:
—¿Podría llevarme hasta la escuela, Mr. Archer? No tengo quien me lleve cuando
Sandy no está.
—Está bien. La llevaré. ¿Cuándo quiere ir?
—En cualquier momento. Si llego temprano para mi primera clase, podré ir
adelantando algunos deberes.
—¿Sandy la llevó ayer al colegio?
—No. Tomé el ómnibus. Me llamó por teléfono ayer a la mañana, á esta hora más
o menos, diciéndome que no iría al colegio.
—¿Te dijo a dónde iría? —preguntó Mrs. Sebastián, inclinándose hacia adelante.
—No. —La expresión de la chica se había cerrado, y parecía hermética. Si sabía
algo, no se lo iba a decir a la madre de Sandy.
—Creo que estás mintiendo, Heidi —dijo Mrs. Sebastián.
La chica se ruborizó y asomaron lágrimas a sus ojos.
—No tiene derecho a decirme eso. Usted no es mi madre.
Intervine otra vez. Nada que valiera la pena oír, iba a escuchar en la casa de
Sebastián:
—Vamos —le dije a la muchacha—. La llevaré al colegio.
Salimos y subimos a mi coche, comenzando a bajar la colina hacia la carretera.
Heidi estaba sentada, muy sosegada, con su maleta de libros. Probablemente
recordase que no debía haber subido a un automóvil con un desconocido. Pero
después de un minuto dijo:
—Mrs. Sebastián me echa las culpas. No es justo.
—Le echa la culpa, ¿de qué?
—De todo lo que hace Sandy. El hecho de que Sandy me cuente cosas, rio me
hace responsable.
—¿Cosas?
—Sí. Como el asunto de Davy. No puedo correr a decirle a Mrs. Sebastián todo lo
que Sandy me cuenta. Eso me convertiría en una chismosa.
—Me parece que hay cosas peores.
—¿Por ejemplo…? —YO estaba poniendo en tela de juicio su código, y ella
hablaba a la defensiva.
—Como dejar que su mejor amiga se meta en un problema, sin levantar un dedo
para evitarlo.
—Yo no la dejé. ¿Cómo podía detenerla? De cualquier manera, no se ha metido
en ningún problema, por lo menos en la forma que usted sugiere.

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—No me refiero a que vaya a tener un bebé. Ese es un problema menor
comparado con otras cosas que le pueden suceder a una chica.
—¿Qué otras cosas?
—No llegar a vivir para tener un bebé. O envejecer de pronto…
Heidi emitió un débil sonido como el de un animalito asustado. Dijo en voz baja:
—Eso es lo que le ha pasado a Sandy, en cierto sentido. ¿Cómo lo supo usted?
—He visto lo que le ha pasado a otras muchachas que no quisieron esperar.
¿Conoce usted a Davy?
Vaciló un momento antes de responder.
—Lo he conocido.
—¿Qué piensa de él?
—Que tiene una personalidad muy excitante —dijo con cautela—, pero no creo
que sea bueno para Sandy. Es rudo y salvaje. Creo que está loco. Sandy no es ninguna
de esas cosas. —Se detuvo ante una idea importante—. Algo malo le sucedió… es
todo. Sucedió.
—¿Quiere decir el haberse enamorado de Davy?
—Me refiero al otro. Davy Spanner no es tan malo comparado con el otro.
—¿Quién es el otro?
—No quiso darme su nombre ni decirme nada con respecto a él.
—¿Entonces, cómo puede decirme que Davy es mejor?
—Es fácil adivinarlo. Sandy es más feliz ahora que antes. Solía hablar de suicidio
todo el tiempo.
—¿Cuándo fue eso?
—En el verano, antes de que comenzara el colegio. Iba a entrar caminando en el
mar, en Zuma Beach, y nadar mar adentro. Le quité la idea.
—¿Qué le estaba haciendo sufrir? ¿Un asunto amoroso?
—Supongo que podría llamársele así.
Heidi no quiso decirme nada más. Le había jurado solemnemente a Sandy no
decir una palabra, y ya había quebrantado su juramento con lo que me había referido.
—¿Ha visto alguna vez el diario de Sandy?
—No. Pero sabía que llevaba uno. Nunca se lo mostró a nadie, jamás. —Se
volvió hacia mí en el asiento, bajando la falda sobre sus rodillas—. ¿Puedo hacerle
una pregunta, Mr. Archer?
—Adelante, pregunte.
—¿Qué le ha sucedido a Sandy, esta vez?
—No lo sé. Salió de su casa en automóvil, hace veinticuatro horas. La noche
antes, su padre irrumpió en una cita que ella tenía con Davy en West Hollywood, la
trajo a casa y la encerró en su habitación.
—No es de extrañar que Sandy haya huido de la casa.

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—Incidentalmente, también se llevó la escopeta de su padre.
—¿Para qué?
—No lo sé. Pero entiendo que Davy tiene un antecedente criminal.
La muchacha no respondió a la pregunta implícita. Permaneció sentada,
mirándose los puños que apretaba contra su regazo. Llegamos al pie de la colina, y
enderezamos hacia Ventura Boulevard.
—¿Cree usted que ahora ella está con Davy, Mr. Archer?
—En esa presunción es que me fundo. ¿Hacia qué lado…?
—Espere un minuto. Deténgase ahí, al costado.
Estacioné en la perfilada sombra mañanera de un roble, que en alguna forma
había logrado sobrevivir a la construcción de la carretera y del boulevard.
—Sé donde vive Davy —dijo Heidi—. Sandy me llevó a su «refugio». Usó la
palabra refugio con cierta jactancia, como si quisiera probar que estaba creciendo—.
Está en los apartamentos Laurel, en Pacific Pa-lisades. Sandy me dijo que le dan el
apartamento gratis, a cambio de cuidar de la pileta de natación y alrededores.
—¿Qué sucedió cuando visitó su casa?
—No sucedió nada. Nos sentamos y conversamos; fue muy interesante.
—¿De qué hablaron?
—De la manera en que vive la gente. La mala moral que tiene la gente hoy en día.
Me ofrecí a llevarla a Heidi hasta el colegio, pero dijo que ahí podía tomar el
ómnibus. La dejé parada en una esquina. Una criatura amable, que parecía un poco
perdida en un mundo de altas velocidades y baja moral.

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Capítulo 4

DEJÉ SEPÚLVEDA en el Sunset Boulevard, dirigiéndome al sur, hacia el distrito


comercial de Pacific Palisades y di la vuelta en Chautauqua. Los apartamentos Laurel
estaban en Eider Street, una calle en declive sobre la amplia ladera que descendía
gradualmente hacia el mar.
Era uno de los edificios de apartamentos más nuevos y más pequeños de la zona.
Dejé mi auto junto a la acera y me dirigí al patio interior.
La pileta de natación resplandecía. Los arbustos del jardín estaban verdes y
cuidadosamente recortados. Rojos hibiscus y flores púrpuras lucían entre las hojas.
Una mujer, que en cierta forma armonizaba con los rojos hibiscus, salió de uno de
los apartamentos de la planta baja. Bajo su brillante traje de casa, naranja y negro, su
cuerpo se movía como si estuviera acostumbrado a ser observado. Su hermoso rostro
estaba un poco vulgarizado por el cabello teñido de rojo que lo enmarcaba. Tenía
unas hermosas y elegantes piernas tostadas por el sol, y los pies desnudos.
Con una voz agradable, experimentada, que no había cursado la secundaria, me
preguntó qué quería.
—¿Es usted la administradora?
—Soy Mrs. Smith, sí. Soy la propietaria de este lugar, y no tengo nada vacante
por el momento.
Le dije mi nombre:
—Quisiera, si usted me lo permite, hacerle unas preguntas.
—¿Acerca de qué?
—Usted tiene un empleado llamado Davy Spanner.
—¿Sí…?
—Entendí que era empleado de usted.
Con cierto tono de preocupada defensa, dijo:
—¿Por qué no lo dejan de molestar, aunque más no sea para variar?
—Ni siquiera lo conozco de vista.
—Pero ¿usted es un policía, verdad? Persígalo un tiempo y volverá a arrojarlo al
precipicio. ¿Es eso lo que quiere? —su voz era baja, pero llena de fuerza, con el ruido
de un horno.
—No. No soy policía.
—Entonces es un delegado del Instituto de Libertad Bajo Palabra. Para mí todos
ustedes son iguales. Davy Spanner es un buen muchacho.
—Y por lo menos tiene una buena amiga —dije tratando de cambiar el tono de la
entrevista.
—Si se refiere a mí, no se equivoca. ¿Para qué quiere ver a Davy?
—Para hacerle algunas preguntas.

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—Pregúntemelo a mí.
—Está bien. ¿Conoce a Sandy Sebastián?
—Sí. Es una muchacha bonita.
—¿Está acá?
—No vive aquí. Vive con sus padres, en algún lugar del Valle.
—Falta de su casa desde ayer por la mañana. ¿Ha estado acá?
—Lo dudo.
—¿Y qué me dice de Davy?
—No lo he visto esta mañana. Recién me levanto. —Miró el firmamento como
una mujer a quien le gusta la luz, pero que no ha vivido siempre en ella—. De
manera, que es un policía…
—Soy un detective privado. El padre de Sandy me contrató. Creo que le
convendría dejarme hablar con Davy.
—Yo seré quien hable. Usted no ha de querer ponerlo en fuga otra vez.
Me condujo a un pequeño apartamento al fondo, al lado de la entrada de los
garajes. El nombre «David Spanner» había sido escrito sobre una tarjeta blanca en la
puerta, con los mismos rasgos precisos del verso que había caído del libro de Sandy.
Mrs. Smith golpeó suavemente, y al no recibir contestación, llamó:
—Davy…
Se oyeron voces detrás de la puerta, la voz de un hombre joven y la de una
muchacha, que hizo latir mi corazón con un mal presentimiento. Oí los pasos suaves.
La puerta se abrió.
Davy no era más alto que yo, pero parecía llenar el vano de la puerta, de uno a
otro lado. Los músculos aparecían bajo su sweater negro, su cabeza rubia y su rostro
tenían un aspecto ligeramente desaliñado.
Espió la luz del sol, como si la quisiera rechazar.
—¿Me necesitaba?
—¿Está contigo esa muchacha amiga tuya? —Mrs. Smith tenía un tono en la voz
que no pude ubicar muy bien. Me pregunté si sentiría celos de la muchacha.
Aparentemente, Davy también advirtió el tono:
—¿Ha pasado algo?
—Este hombre parece creerlo así. Dice que tu amiga se ha fugado.
—¿Cómo puede haber fugado? Está aquí. —Su voz carecía de inflexiones. Era
como si estuviera ocultando sus sentimientos—. Sin duda, su padre lo ha enviado —
dijo dirigiéndose a mí.
—Correcto.
—Vuelva y dígale que estamos en el siglo veinte, en la segunda mitad. Quizá
haya habido un tiempo en que un padre se saliera con la suya, encerrando a la hija en
su dormitorio. Pero hace rato que ha pasado ese día. Dígale eso al viejo Sebastián.

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—No es un viejo. Pero ha envejecido en las últimas veinticuatro horas.
—Bien. Espero que se muera. Lo mismo piensa Sandy.
—¿Puedo hablar con ella?
—Le doy exactamente un minuto. —A Mrs. Smith le dijo—: Por favor, salga un
momento.
Nos habló a ambos con cierta autoridad, pero esa autoridad era ligeramente
maníaca. La mujer pareció sentirlo así. Se alejó cruzando el patio, sin una palabra, ni
siquiera mirar hacia atrás, como si deliberadamente estuviera accediendo a su
capricho. Mientras ella se sentó al lado de la pileta, volví a peguntarme para qué,
exactamente, lo había empleado.
Davy, bloqueando la puerta con su cuerpo, se volvió y llamó a la chica:
—Sandy, ¿quieres venir un minuto?
Ella se acercó llevando anteojos oscuros que la robaban toda expresión a su cara.
Como Davy, llevaba puesto un pullover negro. Su cuerpo se tendió hacia adelante,
reclinándose en el de Davy, con ese tipo de impudicia apesadumbrada que sólo las
chicas muy jóvenes son capaces de sentir. Estaba pálida y apenas movía los labios al
hablar.
—Creo que no lo conozco, ¿verdad?
—Su madre me envió.
—¿Para llevarme a casa otra vez?
—Sus padres están deseando conocer sus planes, si es que los tiene…
—Dígales que pronto lo descubrirán. —No parecía enojada, en el sentido
corriente. Su voz era triste y sin inflexiones. Detrás de los anteojos oscuros parecía
estar mirando a Davy, en lugar de mirarme a mí.
Había un cierto tipo de pasión entre ellos. Despedía un sutil perfume equívoco de
algo que se quemara, de alguna cosa que estuviera ardiendo donde no debería arder.
Un incendio provocado por niños, mientras jugaban con fósforos.
Yo no sabía en qué forma hablarles:
—Su madre está bastante enferma con todo esto, Miss Sebastián.
—Estará más enferma aun.
—Eso suena como una amenaza…
—Lo es. Garantizo que estará más enferma aun.
Davy meneó la cabeza en dirección a ella:
—No digas nada más. De cualquier manera, su minuto terminó. —Hizo una
elaborada demostración de verificar su reloj pulsera, y tuve una rápida idea de lo que
pasaba por su cabeza: grandes planes e intrincadas hostilidades, y un complicado
programa que no siempre concordaría con la realidad—. Su minuto ha concluido.
¡Adiós!
—¡Vamos! Necesito otro minuto, o quizá dos. —No estaba enfrentado al

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muchacho deliberadamente, pero tampoco lo evitaba. Era importante saber cuan
salvaje era en realidad—. Hágame un favor, Miss Sebastián. Quítese los anteojos para
que pueda verla.
Ella, con ambas manos, levantó los anteojos de su cara. Sus ojos estaban ardientes
y perdidos.
—Póntelos otra vez —exclamó Davy.
Ella le obedeció.
—Tú recibes órdenes de mí, pajarito. De nadie más. —Se volvió hacia mí—. En
cuanto a usted, quiero perderlo de vista en un minuto. Es una orden.
—No eres bastante crecido para darle órdenes a nadie. Cuando me marche, Miss
Sebastián viene conmigo.
—¿Lo cree usted? —la empujó hacia adentro y cerró la puerta—. Jamás volverá a
esa cárcel.
—Es mejor que mezclarse con un psicópata.
—¡No soy un psicópata!
Para probarlo, envió su puño derecho hacia mi cabeza. Me eché para atrás,
inclinándome un poco, y pasó por encima. Pero su izquierda vino enseguida,
golpeándome de pleno en el costado del cuello. Tambaleándome retrocedí hasta el
jardín, sintiendo que se bamboleaba el cielo sobre mi cara. Con el talón tropecé en el
borde que rodea la piscina, y mi cabeza dio un golpe seco contra el cemento.
Davy se interpuso entre el cielo y yo. Yo rodaba de un lado a otro. Me aplicó dos
puntapiés en la espalda. De alguna manera logré levantarme y enfrentarlo. Era como
luchar con un oso. Me levantó limpio en el aire.
Mrs. Smith exclamó:
—¡Basta! —habló como si realmente él fuera un animal a medio domesticar—.
¿Quieres volver a la cárcel?
El se detuvo, sosteniéndome aun como un oso, en forma tal que no me dejaba
respirar. La mujer de pelo rojo fue hasta la canilla e hizo correr el agua en la
manguera. Apuntó de lleno sobre Davy. Algo del agua rae salpicó.
—¡Suéltalo…!
Davy me soltó. La mujer seguía con la manguera sobre él, apuntando al centro de
su cuerpo. El no trató de quitarle la manguera. Me observaba. Y yo observaba un
pequeño grillo que se arrastraba por el borde de la piscina a través del agua
derramada, con el pequeño y desmañado remedo de un hombre.
La mujer habló por sobre el hombro:
—¡Es mejor que se marche de una vez, buscalíos!
Mrs. Smith seguía acumulando insultos e injurias, pero me marché. No muy lejos.
A la vuelta de la esquina estaba estacionado mi coche. Lo conduje alrededor de la
manzana y volví a estacionarlo en la calle en declive de los apartamentos Laurel. No

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podía ver el patio interior ni las puertas que se abrían sobre él. Pero las puertas del
garage eran claramente visibles.
Me senté a vigilarlas durante media hora. Mi cólera y mis sentimientos lastimados
se calmaron gradualmente. Los golpes en la espalda me seguían doliendo.
No había esperado que me golpearan. El hecho de haberlo sido significaba que
estaba poniéndose viejo o que Davy era muy fuerte. No me llevó más de media hora
decidir que seguramente ambas cosas eran ciertas.
El nombre de la calle donde estaba estacionado era Los Baños Street. Era una
buena calle, con casas nuevas, de tipo rural, con los céspedes bien cortados,
escalonados en la falda de la colina. Cada casa era cuidadosamente distinta. La que
estaba frente a mí, por ejemplo, la de los cortinados corridos, tenía una base de tres
metros de roca volcánica al frente. El automóvil que estaba en la entrada era un
Cougar nuevo.
Un hombre con una chaqueta liviana de cuero salió de la casa, abrió el maletero
del coche y sacó un disco chato y pequeño que me interesó. Parecía como un rollo de
cinta magnetofónica. El hombre advirtió mi interés, y la deslizó en el bolsillo de su
chaqueta.
Luego decidió hacer algo más sobre el asunto. Cruzó la calle hasta donde yo
estaba, caminando con una actitud autoritaria. Era un hombre grande y pesado, con
una calva pecosa. En su cara grande, sonriente y laxa, los ojos duros aparecían
desagradables era como encontrar una piedrita en la crema.
—¿Vive por aquí, amigo? —me preguntó.
—Estoy haciendo un reconocimiento. ¿Usted llama a eso vivir aquí?
—No nos gustan los extraños que nos espían. De manera que, ¿qué le parecería
largarse…?
No quería atraer la atención. Me marché. Anoté el número de placa del Cougar y
el de la casa, 702 Los Baños Street.
Tengo un buen sentido del tiempo, o el tiempo tiene un buen sentido de mí. Mi
coche recién comenzaba a andar, cuando un compacto verde claro salió retrocediendo
del garage de los apartamentos Laurel. Cuando giré colina abajo hacia la carretera
costera, pude ver que Sandy conducía y que Davy estaba con ella en el asiento de
adelante. Los seguí. Giraron hacia la derecha de la carretera, pasaron por la luz
amarilla al pie de Sunset, y me dejaron, con los dientes rechinando, detrás de la luz
roja.
Anduve todo el camino hasta Malibu, tratando de alcanzarlos, pero no tuve suerte.
Volví a los apartamentos Laurel, sobre Eider Street.

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Capítulo 5

LA TARJETA sobre la puerta del apartamento n.º 1, decía: «Mrs. Laurel Smith». Ella
abrió la puerta, dejando puesta la cadena de seguridad, y me gruñó:
—Usted lo ha alejado. Espero que esté satisfecho.
—¿Eso quiere decir que se han ido para siempre?
—No deseo hablar con usted.
—Creo que es mejor que lo haga. No soy un buscalíos cualquiera, pero se pueden
producir dificultades. Si Davy Spanner se encuentra en libertad bajo palabra, la ha
quebrantado al golpearme.
—Se lo estuvo buscando usted.
—Eso depende del lado en que se coloque. Usted está, evidentemente, del lado de
él. En tal caso es mejor que coopere conmigo.
Se quedó pensando:
—¿Cooperar, en qué forma?
—Busco a la muchacha. Si consigo que vuelva de una manera razonable, en un
período de tiempo razonable… digamos, hoy… no caeré duro sobre Davy. De otro
modo, sí.
Descorrió la cadena de seguridad.
—¡Muy bien, Señor Dios! Entre. El lugar está revuelto, pero usted también lo
está.
Sonrió con un costado de la boca y con un ojo. Pensé que intentaba enojarse
conmigo, pero habían pasado tantas cosas en su vida, que no podía permanecer
enojada. Una de las cosas que había pasado (podía decirlo por su aliento) era el
alcohol.
El reloj sobre la chimenea, indicó la diez y media. El reloj estaba bajo un fanal de
cristal, como para proteger a Laurel Smith del correr del tiempo. Las otras cosas de la
sala de estar, los muebles sobrecargados, las chucherías y el desorden de las revistas,
producían una impresión fría. Era como una sala de espora donde uno no pudiera
relajarse, por temor a que oí dentista lo llamara en cualquier momento, o el
psicoanalista.
El pequeño aparato de televisión estaba en un rincón del salón, funcionando, sin
sonido. Laurel me dijo, disculpándose:
—Nunca he sido afecta a la televisión. Pero gané este aparato en un concurso,
hace un par de semanas.
—¿Qué tipo de concurso?
—Uno de esos concursos telefónicos. Me llamaron y me preguntaron cuál era la
capital de California. Yo dije: Sacramento. Y me respondieron que había ganado un
aparato portátil de televisión. Así no más. Pensé que se trataba de una broma, pero a

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la hora llegaron aquí con el televisor.
Lo apagó. Nos sentamos frente a frente en los extremos opuestos de un diván.
Había un vaso de café, bastante opaco, en la mesilla que teníamos delante. El
cuadro que enmarcaba la ventana, detrás de nosotros, estaba lleno de cielo azul y de
mar azul.
—Hábleme de Davy.
—No hay mucho que decir. Lo tomé hace un par de meses.
—¿En qué sentido lo tomó?
—Para la limpieza. Necesitaba trabajar unas horas; proyectaba ingresar a la
universidad el primero de año. Nadie lo diría por la forma en que actuó esta mañana,
pero es un joven ambicioso.
—¿Sabía usted que había estado preso, cuando lo empleó?
—Naturalmente que lo sabía. Eso fue lo que hizo que me interesara en el caso. Yo
también he tenido mi dosis de dificultades…
—¿Dificultades con la ley?
—No he dicho eso. Y no hablemos de mí… ¿eh? He tenido algo de suerte en
asuntos de inmuebles, y me gusta esparcir a mí alrededor un poco de esa suerte. Así
fue que le di un trabajo a Davy.
—¿Ha conversado usted con él extensamente?
Dejó escapar una risita:
—Diría que sí. Ese muchacho habla hasta por los codos.
—¿Acerca de qué?
—De cualquier tema. Su tópico preferido es cómo el país sé está yendo a la ruina.
Puede ser que esté en lo cierto. Dice que el tiempo que ha pasado en la cárcel le ha
dado un punto de vista realista de todo el asunto.
—Me suena como un abogadillo de un salón de billares.
—Davy es más que eso —dijo a la defensiva—. Es algo más que un charlatán.
Tampoco es el tipo de hombre de salón de billares. Es un muchacho serio.
—Serio, ¿con respecto a qué?
—Quiere madurar y ser un verdadero hombre, y hacer cosas útiles.
—Creo que la ha engatusado, Mrs. Smith.
—No —meneó su cabeza artificial—, no me ha engatusado. Quizá se esté
engatusando un poco a sí mismo. ¡Sabe Dios cuántos problemas tendrá! He hablado
con el oficial que controla su libertad bajo palabra… —vaciló.
—¿Quién es ese agente?
—He olvidado su nombre. —Fue, en busca de la guía telefónica que estaba en el
hall, y consultó la primera página—. Mr. Belsize. ¿Lo conoce?
—Sí, nos hemos conocido. Es un hombre bueno.
Laurel Smith se sentó más cerca de mí. Parecía estar algo más cordial, pero sus

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ojos seguían vigilantes:
—Mr. Belsize admitió que estaba corriendo un riesgo con Davy, recomendándolo
para la libertad condicional; en ese sentido lo digo. Dice que Davy puede lograrlo y
que también podría fracasar. Le dije que yo también correría el mismo riesgo.
—¿Por qué?
—No se puede vivir sólo para sí mismo. Eso es algo que he aprendido. —Una
repentina sonrisa iluminó su cara—. ¡Y vaya que elegí una patata caliente! ¿No es
cierto?
—Desde luego que sí. ¿Le dijo Belsize qué era lo que le pasaba al muchacho?
—Tiene problemas emocionales. Cuando se encoleriza, cree que todos somos sus
enemigos. Hasta yo. Nunca me levantó la mano, sin embargo. Tampoco a nadie, hasta
esta mañana.
—Que usted sepa…
—Sé que ha tenido problemas en el pasado. Pero quiero darle el beneficio de una
oportunidad. Usted no sabe lo que ha soportado ese muchacho… Orfanato, tutores,
golpes… Nunca tuvo Un hogar propio, ni padre ni madre.
—Tiene que aprender a manejarse solo —repliqué.
—Ya lo sé. Pensé que usted comenzaba a comprenderlo.
—Pero eso no le ayudará a Davy. Está jugando a tener casa y a otros juegos con
una muchachita muy joven. Tiene que devolverla. Sus padres lo acusarán de
violación y rapto, lo que podría echarlo a la cárcel hasta su madurez.
Ella presionó su pecho con una mano.
—¡No podemos permitir que eso suceda!
—¿Dónde podrá haberla llevado, Mrs. Smith?
—No lo sé.
La mujer se frotó la teñida cabeza con los dedos, y luego se levantó dirigiéndose a
la ventana. De espaldas a mí, su cuerpo era simplemente un objeto, en forma de
odalisca, contra la luz. Enmarcado en los cortinados color rojo oscuro, el mar parecía
tan viejo como el Mediterráneo, viejo como el pecado.
—¿Ha traído aquí, antes, a la muchacha? —le pregunté a la espalda color negro y
naranja.
—La trajo para presentármela la semana pasada… La semana anterior a la
semana pasada.
—¿Proyectaban casarse?
—No lo creo. Son demasiado jóvenes. Estoy segura de que Davy tiene otros
planes.
—¿Cuáles son esos planes?
—Ya se lo dije. Ir a la universidad y todo eso… Quiere ser médico o abogado.
—Tendrá suerte si permanece fuera de la cárcel.

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Ella se volvió hacia mí, contrayendo y restregándose las manos. Su fricción
producía un ruido seco y ansioso:
—¿Qué puedo hacer?
—Dejarme revisar su apartamento.
Me miró en silencio un minuto, como si fuera difícil para ella confiar en un
hombre.
—Supongo que es una buena idea. —Buscó las llaves, un pesado y sonoro aro
con llaves, como una pulsera gigante con dijes.
La tarjeta que tenía escrito «Davy Spanner» ya no estaba en su puerta. Eso
parecía implicar que no iba a volver.
El apartamento constaba de un solo ambiente con dos camas convertibles en
ángulo recto en un rincón. Habían dormido en las dos camas, que quedaron sin
tender. Mrs. Smith echó atrás la colcha para examinar las sábanas.
—No puedo decirle si han dormido juntos —comentó ella.
—Presumo que sí.
Ella me echó una mirada preocupada.
—La muchacha no es una inocente palomita, ¿verdad?
—No…, pero si la lleva a algún lugar contra su voluntad… o si ella no quiere, y
él usa la fuerza…
—Ya lo sé. Eso es secuestro. Pero Davy no lo haría. Le gusta la muchacha.
Abrí el placard.
—No tenía mucha ropa —comentó ella—. No le importaba la ropa ni ese tipo de
cosas.
—¿Qué era lo que le importaba?
—Los automóviles. Pero estando en libertad bajo palabra, no puede conducir.
Creo que esa fue una razón por la que se enredó con esta muchacha. Ella tiene
automóvil.
—Y su padre tenía una escopeta. Ahora la tiene Davy.
Ella se volvió con tanta rapidez que la falda de su vestido se arremolinó.
—No me había dicho usted eso.
—¿Y qué lo hace tan importante?
—Podría disparar contra alguien.
—¿Alguien en particular?
—No conoce a nadie —dijo ella, sin mayor sentido.
—Mejor así.
Revisé el resto del lugar. Había tajadas de jamón, un trozo de queso, y leche en el
pequeño refrigerador de la kitchnette. Encontré algunos libros en el escritorio, al lado
de la ventana. El Profeta, un libro sobre Clarence Darrow, y otro sobre un médico
norteamericano que había construido un hospital en Birmania. ¡Alas muy pobres para

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alzar el vuelo!
Pegada sobre el escritorio había una lista con diez «No debes…». Estaban escritos
con esa letra precisa que reconocí como la de Davy.

1. No conduzcas automóviles.
2. No bebas bebidas alcohólicas.
3. No te acuestes demasiado tarde. La noche es el momento malo.
4. No frecuentes malas compañías.
5. No hagas amistad sin hacer una cuidadosa investigación.
6. No emplees palabras soeces.
7. No utilices abreviaturas ni otras vulgaridades. No te detengas a cavilar sobre el
pasado.
9. No golpees a la gente.
10. No te encolerices ni te conviertas en un enemigo insólito.

—¿Ve usted qué tipo de muchacho es? —dijo Laurel por sobre mi hombro—.
Está realmente empeñado en mejorar.
—¿Usted lo quiere, no es cierto?
No respondió en forma directa:
—Usted también lo querría si lo hubiera conocido.
—Tal vez. —La lista de autorregulaciones de Davy era, en cierta forma,
conmovedora; pero yo la leí con ojos distintos de los de Laurel. El muchacho
comenzaba a conocerse a sí mismo, y no le gustaba lo que veía.
Me dirigí al escritorio. Estaba vacío. Sólo encontré una hoja arrugada de papel
metida en el fondo del cajón de abajo. La extendí sobre la parte superior del
escritorio. La hoja estaba cubierta con un mapa chapuceramente dibujado en tinta, de
un rancho o de una gran propiedad. Sus distintas secciones estaban rotuladas con una
escritura infantil que todavía no estuviera acabada de formar: «Casa principal»,
«garage con el apartamento de L.», «Lago artificial y represa», «camino desde la
carretera» pasando a través de una «tranquera cerrada con candado».
Le mostré el mapa a Laurel Smith:
—¿Esto le dice algo?
—Absolutamente nada. —Pero los ojos de ella se volvieron pequeños e intensos
—. ¿Le parece que debería tener algún sentido para mí?
—Aparentemente han estado describiendo un lugar.
—Es más probable que sólo se trate de unos garabatos.
—Un garabato, en especial… —doblé el papel y lo guardé en el bolsillo.
—¿Qué va a hacer con eso?
—Encontrar el lugar. Si usted sabe donde está me evitaría muchos problemas.

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—No lo sé —replicó ella abruptamente—. Ahora, si ha terminado aquí, tengo
otras cosas que hacer.
Se quedó de pie, cerca de la puerta, hasta que salí. Le agradecí. Ella meneó la
cabeza con expresión sombría:
—Usted no es bienvenido. Escuche, ¿cuánto podría ofrecerle para que dejara
tranquilo a Davy? ¿Para que dejara a un lado todo este maldito asunto?
—No puedo hacerlo.
—Por supuesto que puede. Le daré quinientos dólares.
—No.
—¿Mil? Mil en efectivo, sin impuestos que pagar…
—Olvídelo…
—Mil en efectivo… y yo. Luzco mejor sin ropa. —Acarició mi brazo con su
pecho. Todo lo que me provocó fue un dolor en los riñones.
—Es una hermosa proposición, pero no la puedo aceptar. Usted se olvida de la
muchacha, y yo no puedo olvidarlo.
—¡Al diablo con ella y al diablo con usted! —Se alejó caminando hacia su
apartamento, balanceando las llaves.
Entré al garage. Contra el fondo oscuro de la pared había un banco de trabajo
lleno de herramientas: martillos, destornilladores, tenazas, llaves para tuercas, sierras
para metales. Un pequeño tornillo estaba sobre el banco. Debajo de él y a su
alrededor se encontraban limaduras de acero, nuevas y brillantes, mezcladas con
aserrín, esparcidas en el piso de cemento.
Las limaduras me sugirieron una extraña idea. Continué investigando, lo que me
llevó a las vigas del garage. Envuelta en una toalla de playa sucia y un pedazo de
alfombra, encontré el trozo del doble cañón y parte de la caja del arma que Davy
había aserrado. Fue un momento feo; eran como los restos de una amputación mayor.

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Capítulo 6

PUSE LOS CAÑONES seccionados y la caja en el maletero del automóvil, y me


dirigí a mi oficina en Sunset. Desde allí llamé por teléfono a Keith Sebastián a su
oficina del Centennial Savings and Loan. Su secretaria me dijo que acababa de salir
para almorzar.
Concerté una entrevista con Sebastián para las primeras horas de la tarde. A fin de
no desperdiciar las horas del mediodía, hice una llamada a Jacob Belsize.
Belsize me recordaba. Cuando le mencioné el nombre de Davy Spanner, aceptó
reunimos para almorzar en un restaurante cerca del edificio donde estaba su oficina
en South Broadway.
Lo encontré esperándome en uno de los reservados. Hacía varios años que no veía
a Jake Belsize, y en ese intervalo había envejecido. Ahora tenía el pelo casi blanco.
Las líneas, alrededor de su boca y de sus ojos, me recordaron las figuras de la arcilla
que rodean los pozos de agua en el desierto.
El «Menú especial de un dólar», para hombres de negocios, incluía un sandwich
caliente de carne con patatas fritas y café. Belsize lo pidió y lo mismo hice yo.
Cuando la camarera se marchó con el pedido, hablamos entre el ruido de la vajilla y
el murmullo de la charla de la gente que comía.
—No estuviste muy claro en el teléfono. ¿Qué ha estado haciendo Davy?
—Un asalto con agravantes. Me dio de puntapiés en los riñones.
Los ojos oscuros de Jake saltaron: era uno de esos seres responsables que jamás
dejan de interesarse por las personas.
—¿Vas a formular cargos?
—Podría. Pero tiene cargos peores de qué preocuparse. No puedo mencionarte
nombres, porque mi cliente no me lo permite. Su hija es una estudiante de la
secundaria y desapareció durante un día y una noche… una noche que pasó en el
apartamento de Davy.
—¿Dónde están ahora?
—Dando vueltas en el coche de ella. Los he perdido. Estaban en la carretera
costera en dirección a Malibu.
—¿Cuántos años tiene esa muchacha?
—Diecisiete.
Inspiró profundamente.
—Eso no es bueno, pero podría ser peor.
—Es peor. Si conocieras todos los detalles, comprenderías que es mucho peor.
—Cuéntame los detalles. ¿Qué tipo de chica es?
—La he visto durante dos minutos. Diría que es una chica con serios problemas.
Ésta parece ser su segunda experiencia con el sexo. La primera casi la convirtió en

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suicida, de acuerdo con lo que dice su amiga. Esta vez podría ser peor. Ésta es una
presunción, pero diría que esa muchacha y Davy se estimulan uno a otro para hacer
algo realmente pavoroso…
Belsize se inclinó sobre la mesa hacia mí.
—¿Qué crees que podrían hacer?
—Creo que están por cometer un crimen.
—¿Qué tipo de crimen?
—Dímelo tú. Es uno de tus muchachos.
Belsize sacudió la cabeza. Las líneas de su cara se hicieron más profundas, como
grietas, concentrándose en sí mismo:
—Es uno de los míos, pero en forma muy limitada. No puedo seguirlo por la
calle, ni en la carretera. Tengo ciento cincuenta clientes, ciento cincuenta Davy
Spanner. Los veo hasta cuando duermo.
—Ya sé que no puedes responsabilizarte por todos, y nadie te está culpando. Vine
aquí a que me dieras tu punto de vista profesional sobre Davy. ¿Es capaz de intentar
un crimen contra alguna persona?
—Nunca lo ha hecho, pero es capaz de hacerlo.
—¿Homicidio?
Belsize asintió.
—Davy es bastante paranoico. Cuando se siente amenazado o rechazado pierde
su equilibrio. Un día, en mi oficina, casi saltó sobre mí.
—¿Por qué?
—Fue justamente antes de que lo sentenciaran; Le dije que había recomendado
que lo enviaran a prisión durante seis meses, como condición previa para que se le
acordara la libertad condicional. Eso hizo aflorar en él algo del pasado. No sé qué. No
tenemos una historia completa de Davy. Perdió a sus padres y pasó sus primeros años
en un orfanato, hasta que lo recogieron unos padres adoptivos. De cualquier manera,
cuando le dije lo que pensaba hacer, debe haberse sentido abandonado otra vez. En
ese preciso momento ya era grande y fuerte, y estaba dispuesto a matarme.
Afortunadamente pude hablar con él, y volverlo a sus cinco sentidos. Tampoco
revoqué mi recomendación para la libertad condicional.
—Se necesita tener fe, para hacer eso.
Belsize se encogió de hombros:
—Mis curaciones son a base de fe. Hace ya mucho tiempo que he aprendido a
correr riesgos. Si no confío en ellos, mal puedo esperar que ellos confíen en sí
mismos.
La camarera trajo nuestros sandwiches y durante algunos minutos estuvimos
ocupados, comiéndolos. Por lo menos yo estuve ocupado con el mío. Belsize apenas
probó el suyo, como si Davy y yo le hubiéramos hecho perder el apetito. Finalmente

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lo dejó a un lado.
—Tengo que aprender a no esperar demasiado —dijo—. Tengo que aprender a
recordar que han sido detenidos dos veces antes de llegar a mis manos. Una más, y
estarían perdidos… —levantó la cabeza—. Desearía que me proporciones todos los
detalles sobre Davy.
—Ello no te haría más feliz. Y no quiero que des la alarma sobre él y la chica. Por
lo menos, no quiero que lo hagas hasta que hable con mi cliente.
—Entonces, ¿qué quieres que haga yo?
—Responder a algunas otras preguntas. Si no tenías tan mala opinión de Davy,
¿por qué recomendaste que le aplicaran seis meses de cárcel?
—Lo necesitaba. Ha estado robando automóviles impulsivamente, porque sí,
durante años.
—¿Para venderlos?
—Por el placer de conducirlos. El «dolor» de conducirlos, como él dice. Admitió,
cuando establecimos nuestra relación, que había estado conduciendo por todo el
Estado. Me dijo que había estado buscando a su familia, su propia familia. Le creí.
Odiaba enviarlo a la cárcel. Pero pensé que seis meses de vida controlada le darían la
oportunidad de serenarse, tiempo para madurar.
—¿Y sucedió así?
—En cierta forma. Acabó sus estudios en la secundaria y leyó mucho. Pero desde
luego, todavía tiene problemas que resolver… Si sólo se concediera tiempo a sí
mismo.
—¿Problemas psiquiátricos?
—Prefiero llamarlos problemas de la vida. Es un muchacho que nunca ha tenido a
nadie ni nada propio. Es mucho no tener. Pensé que un psiquiatra podría ayudarlo.
Pero el psicólogo que le hizo el test por encargo nuestro, no pensó que sería una
buena inversión.
—¿Por qué es un psicótico a medias?
—No me gusta ponerle rótulos a la gente joven. Veo sus tormentas adolescentes.
He visto a esas tormentas tomar todas las formas que podrías encontrar en un texto de
psicología anormal. Pero, con frecuencia, cuando la tormenta pasa son personas
diferentes y mejores. —Volvió las palmas de las manos hacia arriba, sobre la mesa.
—O diferentes y peores… —acoté.
—Eres un cínico, Archer.
—¿Yo…? No. Yo fui uno de los que resultaron diferentes y mejores. Un poco
mejor, por lo menos. Me uní a la policía en lugar de unirme a los malvivientes.
Belsize dijo, con una sonrisa que le arrugó toda la cara:
—Todavía no sé qué soy. Mis clientes creen que soy un policía. Los policías
creen que protejo a delincuentes. Pero nosotros no somos el problema, ¿verdad?

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—¿Tienes alguna idea de adónde podría haber ido Davy?
—Podría haber ido a cualquier parte. ¿Has hablado con su empleadora? No
recuerdo en este momento su nombre, pero es una mujer de cabello rojo…
—Laurel Smith. ¿Cómo entró ella en escena?
—Le ofreció un trabajo part-time a través de nuestra oficina. Esto sucedió cuando
él salió de la prisión, hace como dos meses.
—¿Ella lo conocía desde antes?
—No lo creo. Pienso que es una mujer que necesitaba alguien que la ayudara en
su trabajo.
—¿Y qué esperaba en cambio?
—Eres un cínico. La gente, a menudo, hace el bien, simplemente, porque está en
su naturaleza el hacerlo. Pienso que Mrs. Smith puede tener sus propios problemas.
—¿Qué te hace pensar así?
—Desde la oficina del sheriff de Santa Teresa me hicieron algunas preguntas
sobre ella. Esto sucedió, más o menos, cuando Davy salió de la prisión.
—¿Una indagación oficial?
—Semioficial. Un hombre enviado por el sheriff, de apellido Fleischer, vino a mi
oficina. Quería saber todo lo referente a Laurel Smith y todo lo referente a Davy. No
le dije mucho. Francamente, no me gustó. Y él tampoco quiso explicarme para qué
necesitaba la información.
—¿Has verificado los antecedentes de Laurel Smith?
—No parecía necesario.
—Yo, en tu lugar, lo haría. ¿Dónde vivía Davy antes de ir a la cárcel?
—Se ha mantenido por sus propios medios durante un año o más, después de
dejar la secundaria. Viviendo en las playas en verano, y tomando un trabajo u otro en
invierno.
—¿Y antes de eso?
—Vivió con sus padres adoptivos, Mr. y Mrs. Spanner. Tomó su apellido.
—¿Sabes dónde podría encontrar a los Spanner?
—Viven en la zona oeste de Los Ángeles. La dirección puedes encontrarla en la
guía de teléfonos.
—¿Davy se mantiene todavía en contacto con ellos?
—No lo sé. Pregúntaselo tú mismo. —La camarera trajo nuestras cuentas, y
Belsize se puso de pie para marcharse.

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Capítulo 7

EL EDIFICIO del Centennial Savings, en Wilshire, era una torre nueva de doce pisos,
cubierta de aluminio y cristal. Un ascensor automático me llevó a la oficina de
Sebastián, en el segundo piso.
La secretaria de ojos color de violeta, que atendía en la habitación exterior, me
dijo que Sebastián me estaba esperando:
—Pero —añadió con un tono de importancia—, Mr. Stephen Hackett está con él
en este momento.
—¿El jefe supremo, en persona?
Ella frunció el seño:
—¡Schh… schh…! Mr. Hackett y Mr. Sebastián volvieron juntos de almorzar.
Pero le gusta permanecer de incógnito. Esta es la segunda vez que lo veo. —Daba la
impresión de que tenía una visita real.
Me senté en una banqueta contra la pared. La muchacha se levantó del escritorio
donde estaba su máquina de escribir y, para mi sorpresa, tomó asiento a mi lado.
—¿Es usted un policía…, o un médico…, o algo?
—Sí. Soy algo.
Se mostró ofendida:
—No necesita decírmelo, si no quiere.
—Eso es verdad.
Guardó silencio un momento:
—Estoy preocupada por Mr. Sebastián.
—Yo también. ¿Qué le hace pensar que soy un médico o un policía?
—La forma en que Mr. Sebastián habla de usted. Esta muy ansioso por verlo.
—¿Dijo por qué?
—No, pero esta mañana lo oí llorar ahí dentro. —Indicó la puerta de la oficina
interior—. En general, Mr. Sebastián es una persona muy fría, pero estaba llorando de
verdad. Entré y le pregunté si podía ayudarlo en algo. Dijo que nadie podía ayudarlo.
Que su hija estaba muy enferma. —Se volvió y me miró a los ojos con los suyos
ultravioletas—. ¿Es verdad eso?
—Podría serlo. ¿Conoce usted a Sandy?
—De vista. ¿Qué le pasa?
No tuve que inventar un diagnóstico. Se oyó un suave rozar de pies en la oficina
interior. Cuando Sebastián abrió la puerta, la muchacha estaba de nuevo en su
escritorio, dando una impresión de permanencia como la de una estatua en su nicho.
Stephen Hackett era un hombre bien conservado, de unos cuarenta años, más
joven de lo que yo había imaginado. Su cuerpo fornido adquiría cierta gracia con su
traje bien cortado que parecía proceder de Bond Street, de Londres. Sus ojos irónicos

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se posaron sobre mí. Como si fuera un mueble fuera de lugar. Daba la impresión de
usar su dinero como otros hombres usan zapatos que aumentan la estatura.
Era evidente que Sebastián odiaba ver que se fuera, y trató de acompañarlo hasta
el ascensor. Al llegar a la puerta, Hackett se volvió, le dio un rápido apretón de manos
y un definitivo:
—¡Adiós! Continúe haciendo su trabajo.
Sebastián se volvió hacia mí con ojos brillantes y soñadores:
—Ese era Mr. Hackett. Le gusta mucho mi programa. ¡Mucho! —Se estaba
jactando con la chica y conmigo.
—Sabía que sería así —dijo ella—. Es un programa brillante.
—Sí, pero nunca se puede estar seguro.
Me condujo a su oficina. No era grande, pero estaba en una esquina del edificio,
mirando hacia el boulevard y la playa de estacionamiento. Miré hacia abajo y vi a
Stephen Hackett subir saltando por encima de la puerta de un coche rojo, y alejarse.
—Es un deportista formidable —dijo Sebastián.
—¿Es eso todo lo que hace? —la adoración por su héroe me fastidiaba.
—También vigila sus intereses, por supuesto, pero no se molesta en la
administración activa.
—¿De dónde proviene su dinero?
—Heredó una fortuna de su padre. Mark Hackett era uno de esos fabulosos
petroleros de Texas. Pero Stephen Hackett sabe hacer dinero por sus propios medios.
En los últimos años, por ejemplo, compró el Centennial Savings, y levantó este
edificio.
—Bien por él. ¡Muy bien por él!
Sebastián me miró sorprendido y se sentó detrás de su escritorio. Sobre éste había
dos fotografías: una de Sandy y otra de su mujer, y una pila de bosquejos
publicitarios. El que estaba encima tenía escrito en letras arcaicas: «Respetamos el
dinero de otras personas, tanto como respetamos el nuestro».
Esperé que Sebastián cambiara de tema: Llevó tiempo. Tenía que salir del mundo
del dinero, en el que ser comprado por un millonario era lo mejor que se podía
esperar para entrar en su difícil mundo privado. Me gustaba más Sebastián desde que
supe que tenía lágrimas dentro de su cabeza de pelo ondeado.
—He visto a su hija hace pocas horas.
—¿De veras? ¿Está bien?
—Parecía estar bien, físicamente. Mentalmente, no lo sé.
—¿Dónde la vio?
—Estaba con su amigo, en el apartamento de éste. Temo que no estuviera en
estado de ánimo para volver a su hogar. Sandy parece sentir bastante rencor contra
usted y su esposa.

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Tuve la intención de que esto fuera una pregunta. Sebastián tomó el retrato de su
hija y lo estudió como si pudiera hallar allí la respuesta.
—Solía ser muy cariñosa conmigo. Éramos realmente compañeros. Hasta el
verano pasado.
—¿Qué sucedió el verano pasado?
—Se volvió contra mí, contra ambos. Prácticamente, dejó de hablarnos por
completo, excepto cuando se encolerizaba y nos insultaba.
—He oído decir que tuvo un asunto amoroso el verano pasado.
—¿Un asunto amoroso? Eso es imposible a su edad.
—No fue un asunto amoroso feliz.
—¿Quién era el hombre?
—Esperaba que usted me lo dijera.
En su rostro se produjo otro cambio. La boca y las mejillas se le aflojaron. Sus
ojos parecían estar mirando algo, detrás de ellos, en su mente.
—¿Dónde escuchó eso? —preguntó.
—Me lo dijo una amiga de Sandy.
—¿Está hablando de verdaderas relaciones sexuales?
—No cabe mucha duda de que las ha estado teniendo desde el comienzo del
último verano. No deje que eso lo impresione.
Pero algo había pasado. Sebastián tenía una expresión avergonzada, y un
verdadero miedo en sus ojos. Puso el retrato de Sandy boca abajo sobre el escritorio
como para evitar que el retrato lo mirara a él.
Saqué el mapa bosquejado que había encontrado en el escritorio de Davy y lo
extendí sobre el de Sebastián.
—Mírelo con cuidado, ¿quiere? Antes que nada, ¿reconoce la letra?
—Parece que fuera de Sandy. —Levantó el mapa y lo estudió más detenidamente
—. Estoy seguro de que es la letra de Sandy. ¿Qué significa?
—No lo sé. ¿Reconoce usted el lugar, con este lago artificial?
Sebastián se rascó la cabeza y una guedeja rizada le cayó sobre un ojo. Lo hacía
parecer furtivo y un poco cansado. Con cuidado, echó el pelo para atrás. Pero el
cansancio permaneció.
—Parecería la casa de Mr. Hackett.
—¿Dónde está?
—En las colinas, sobré Malibu. Es un lugar muy hermoso. Pero no sé por qué
Sandy haría un dibujo o mapa del lugar. ¿Tiene usted alguna idea?
—Tengo una. Pero antes de hablar de ella, quiero que vea algo. Le traigo su
escopeta, o mejor dicho, parte de ella.
—¿Qué quiere decir con eso de porte de ella?
—Vayamos a la playa de estacionamiento y se la mostraré. No quise subirla al

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edificio.
Bajamos en el ascensor y nos dirigimos a mi coche. Abrí el maletero y saqué del
paquete la caja y los cañones cercenados.
Sebastián los tomó:
—¿Quién hizo esto? —parecía furioso e impresionado—. ¿Fue Sandy?
—Es más probable que haya sido Davy.
—¿Qué tipo de vándalo es? Esa escopeta me costó ciento cincuenta dólares.
—No creo que esto haya sido vandalismo. Pero puede conducir a algo peor. Casi
seguro que significa que Davy lleva consigo una escopeta recortada. Agregue eso al
mapa de Sandy de la casa de Hackett…
—¡Buen Dios! ¿Cree usted que planean asaltar a Mr. Hackett?
—Me parece que debe advertírsele de esa posibilidad.
Sebastián hizo un movimiento abortivo hacia el edificio. Estaba lleno de ansiedad
y algo de esa ansiedad se derramaba.
—No podemos hacer eso. No puede usted esperar que le diga que mi propia
hija…
—Ella dibujó el mapa… ¿Conoce bien el lugar?
—Muy bien. Los Hackett han sido muy buenos con Sandy.
—¿No cree usted que es su deber avisarles?
—Desde luego que no, en este momento. —Arrojó los restos de la escopeta
dentro de el maletero, donde hicieron un ruido metálico al caer—. No estamos
seguros de que planeen nada. En realidad, cuanto más pienso en ello, menos posible
me parece. No puede pretender que yo vaya allí a arruinar mi porvenir con los
Hackett… para no mencionar a Sandy.
—Estará realmente arruinada si su amigo tira del gatillo sobre los Hackett y lo
mismo le sucederá a usted.
Se quedó pensando profundamente, mirando al asfalto entre sus pies. Yo
observaba pasar el tránsito en Wilshire. Generalmente me sentía mejor observando el
tránsito pasar que estando en él. Pero hoy no sucedía así.
—¿Hackett tiene dinero o joyas en su casa?
—No creo que guarde mucho dinero allí, pero su esposa tiene brillantes y poseen
además una colección artística de mucho valor. Mr. Hackett ha pasado mucho tiempo
en Europa comprando cuadros. —Sebastián guardó silencio—. ¿Qué le diría usted a
Hackett si le hablara de eso? ¿Podría evitar mencionar a Sandy?
—Eso es precisamente lo que estoy intentando hacer.
—¿Por qué no la trajo usted a casa, cuando la vio?
—No quería venir. No podía forzarla. Tampoco puedo forzarlo a usted para que le
dé esta información a Hackett. Pero creo que debería hacerlo. O si no dársela a la
policía.

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—¿Y arrojar a Sandy a la cárcel?
—No la encarcelarán si no ha hecho nada. De cualquier manera, hay lugares
peores que la cárcel.
Me miró con disgusto.
—Usted parece no comprender que está hablando de mi hija.
—Es lo único que pienso y usted parece estar pensando demasiado en otras cosas.
De manera que aquí estamos los dos parados, mientras todo el asunto se nos escapa
de las manos.
Sebastián se mordió el labio. Miró hacia el edificio de metal y vidrio, como
buscando inspiración. Pero sólo era un monumento, al dinero. Se me acercó y me
palpó el antebrazo. Apretó el músculo, como para cumplimentarme y al mismo
tiempo estimar mi fuerza, para el caso de que nos tomáramos a golpes.
—Escuche, Archer, no veo porqué no puede ir usted y hablar con Mr. Hackett.
Sin decirle quién está comprometido. No tiene porqué mencionar mi nombre ni el de
Sandy.
—¿Eso es lo que usted quiere que haga?
—Es la única cosa sensata. No puedo creer que estén planeando nada drástico.
Sandy no es una criminal.
—Habitualmente una chica se convierte en lo que es el compañero con quien
anda.
—Mi hija, no. Nunca ha tenido ningún tipo de problemas.
Estaba cansado de discutir con Sebastián. Era un hombre que creía en lo que le
hacía sentirse mejor en el momento.
—Lo haremos como usted quiera. ¿Hackett iba a su casa cuando lo dejó?
—Sí, creo que sí. ¿Irá usted, entonces a verlo?
—Si usted insiste.
—¿Y no nos implicará en esto?
—No sé si podré evitarlo. Recuerde que Hackett me en su oficina.
—Hágale una historia. Tropezó con esta información y me la trajo porque yo
trabajo en su compañía. Usted y yo somos viejos amigos, nada más.
—Mucho menos. No hice promesas. Me dijo cómo podría llegar hasta la casa de
Hackett y me dio el teléfono, que no estaba en la guía.

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Capítulo 8

MARQUÉ EL NÚMERO del teléfono desde Malibu. Me respondió una mujer y me


dijo con acento extranjero, que su marido no se encontraba en la casa, pero que lo
esperaba en cualquier momento. Cuando mencioné el nombre de Sebastián, repuso
que habría alguien para recibirme en la puerta.
Sólo había un par de millas desde el centro de Malibu. El portón era de tres
metros de altura, coronado con alambrado de púas. A cada lado de él, una verja de
hierro se extendía a todo lo largo de la colina y hasta donde llegaba la mirada tenía
unos carteles que decían «Prohibida la entrada».
El hombre que me esperaba en el portón era una persona delgada de tipo español.
Sus pantalones ajustados y el pelo suelto daban una impresión de juventud, que sus
ojos oscuros y de edad indefinida desmentían. No hizo ningún intento de ocultar el
pesado revólver que llevaba en la cartuchera del cinturón debajo de su chaqueta.
Antes de abrir el portón quiso que le mostrara mi licencia fotostática.
—Está bien. Supongo que está bien. Abrió el portón y me dejó entrar, volvió a
cerrar el portón con llave, mientras yo esperaba en mi coche detrás de su jeep.
—¿Ya llegó Mr. Hackett?
Negó con la cabeza, subió al jeep y me condujo por el camino asfaltado que
subía. Una vez que pasamos la primera curva, el lugar parecía casi tan remoto e
intocado como un país lejano. Las perdices se llamaban entre los arbustos y los
pájaros más pequeños picoteaban las moras rojas de entre las hojas verdes. Un par de
buitres planeaban en lo alto, sobre una fuente termal, vigilando las cosas.
El camino pasaba sobre un vado y corría a lo largo de la cresta de un ancho dique
de tierra que retenía el agua de un lago artificial, en el que habían patos, ánades,
cercetas color de canela, y en el pasto, alrededor de la costa, gallinetas acuáticas. Mi
escolta sacó su revólver y sin detener su jeep disparó a la gallineta más próxima. Creo
que me estaba haciendo una demostración. Todos los patos levantaron vuelo, y todas
las gallinetas, menos una, entraron al lago, de prisa, espantadas, como pequeños
dibujos animados de gente aterrorizada.
La casa estaba arriba, en el lejano extremo del lago. Era amplia, baja y hermosa y
quedaba tan bien en el paisaje que parecía una parte de él.
Mrs. Hackett estaba esperando en la terraza frente a la casa. Vestía un traje de
lana marrón y su pelo largo y rubio estaba recogido en un moño flojo en la nuca.
Tendría apenas treinta años, era bonita, regordeta y muy rubia. En un tono colérico le
preguntó al hombre del jeep:
—¿Fue usted quien disparó el arma?
—Maté una gallineta.
—Le he pedido que no haga eso. Aleja a los patos.

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—Hay demasiadas gallinetas.
—No me replique, Lupe —dijo poniéndose pálida.
Se miraron echando chispas por los ojos. La cara de él era como una montura de
cuero labrada. La de ella, como de porcelana de Dresden. Aparentemente ganó la
porcelana. Lupe se marchó en el jeep y desapareció en uno de los edificios exteriores.
Me presenté. La mujer se volvió hacia mí, pero todavía pensando en Lupe.
—Es insubordinado. No sé como tratarlo. He estado este país más de diez años y
todavía no comprendo a los norteamericanos. —Su acento era de Europa Central,
probablemente austríaco o alemán.
—Yo he estado aquí durante más de cuarenta años —respondí—, y tampoco
comprendo a los norteamericanos. Los hispano-norteamericanos son especialmente
difíciles de comprender.
—Me temo que no me resulte de mucha ayuda —sonrió e hizo un gesto de
impotencia con sus hombros bastante anchos.
—¿Cuál es la tarea de Lupe?
—Cuidar del lugar.
—¿Él sólo?
—No es tanto trabajo como podría pensarse. Tenemos un servicio de
mantenimiento contratado para la casa y las tierras. A mi marido le disgusta tener
sirvientes dentro de la casa. Personalmente, los extraño, en casa de mis padres
siempre teníamos sirvientes.
—¿De qué país es usted?
—De Bayerne —dijo con mucha nostalgia—. Cerca de Münich. Mi familia ha
vivido en la misma casa desde la época de Napoleón.
—¿Desde cuándo vive aquí?
—Hace diez años. Stephen me trajo a su país hace diez años. Todavía no estoy
acostumbrada. En Alemania, la clase a que pertenecen los sirvientes nos tratan con
respeto.
—Lupe no actúa como un sirviente típico.
—No. Y no es un sirviente típico. Mi suegra insistió en que lo contratáramos. Él
lo sabe. —Parecía una mujer que necesitara alguien con quién hablar. Debe haberse
oído—. Temo que estoy hablando demasiado. Pero ¿por qué me hace esas preguntas?
—Es un hábito. Soy detective privado.
Sus ojos se llenaron da aprensión:
—¿Ha tenido un accidente Stephen? ¿Es por eso que no ha venido a casa?
—Espero que no.
Me miró acusadoramente. Yo era el mensajero que traía la mala noticia.
—Usted dijo por teléfono que era amigo de Keith Sebastián.
—Lo conozco.

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—¿Le ha sucedido algo a mi marido? ¿Es eso lo que está tratando de decir?
—No. Y supongo que será mejor decirle porqué estoy acá. ¿Puedo sentarme?
—Por supuesto. Pero entre. Está haciendo frío aquí afuera, por el viento.
Me condujo a través de la puerta de cristal, subimos unos escalones y entramos en
una galería bien iluminada, llena de cuadros. Reconocí un Klee, un Kokoschka, un
Picasso, y pensé que no era de sorprender que el lugar estuviera rodeado de una alta
verja.
La sala de estar dominaba una amplia visión del mar que, desde esta altura,
parecía sesgarse hacia el horizonte. Algunas velas blancas se aferraban a él, como
polillas en un ventanal azul.
Mrs. Hackett me hizo tomar asiento en un sillón de aspecto austero, de acero y
cuero, que resultó muy cómodo.
—Es de Bauhaus —dijo, instruyéndome—. ¿Querría beber algo? ¿Benedictine?
Sacó una botella de cerámica y copas de un bar portátil y vertió un poco de
benedictine en las copas. Luego se sentó confidencialmente, con sus rodillas redondas
y sedosas casi tocando las mías:
—Bien, ¿ahora, de qué se trata?
Le referí que en el curso de una investigación, que no especifiqué, tropecé con un
par de hechos que sugerían que ella y su marido podrían estar en peligro de que
alguien los hiciera objeto de un robo o extorsión.
—Alguien…, ¿pero quién?
—No puedo darle nombres. Pero creo que sería aconsejable que tuvieran la casa
bien vigilada.
Mi consejo fue puntuado por un ruido distante que asemejaba al fuego de una
ametralladora. El coche rojo sport de Hackett apareció a la vista y dio la vuelta
alrededor del lago hasta la casa.
—¡Ach! —exclamó Mrs. Hackett—. Ha traído a su madre consigo.
—¿Ella no vive acá?
—Ruth vive en Bel-Air. No somos enemigas, pero tampoco amigas. Está
demasiado apegada a Stephen. Su marido es más joven que Stephen.
Parecía que me había ganado la confianza de Mrs. Hackett, y me preguntaba si,
en realidad, me agradaba el hecho. Ella era interesante, pero un poco regordeta e
insípida, y llena de emociones imprevisibles.
Su marido había detenido el coche debajo de la terraza, y estaba ayudando a su
madre a descender. Ella parecía tan joven cómo su hijo, y estaba vestida como tal.
Pero si Hackett tenía cuarenta años, su madre debía tener por lo menos cincuenta y
seis o cincuenta y siete años. Cuando cruzó la terraza tomada del brazo de él, pude
ver los años acumulados detrás de la juvenil fachada.
Mrs. Hackett se dirigió a la ventana y los saludó con la mano, sin mayor

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entusiasmo. La visión de la madre de su marido parecía haber agotado sus energías.
Me presentaron a la madre como Mrs. Marburg. Me miró con el ojo aritmético de
una belleza profesional entrada en años: «¿Sería yo viable en la cama?».
El ojo de su hijo fue igualmente frío y calculador, pero estaba interesado en otras
preguntas:
—¿No lo he visto a usted en la oficina de Sebastián?
—Sí.
—¿Y me ha seguido hasta aquí? ¿Por qué? Veo que se ha instalado muy
cómodamente.
Se refería a las copas en la mesita de café. Su esposa se ruborizó, como
confesándose culpable. Su madre, regañándole con coquetería, dijo:
—Sé que tienes pasión por la intimidad, Stephen, pero no seas desagradable
ahora. Estoy segura de que este hombre tan simpático tiene una buena explicación.
La madre quiso tomarle la mano. Hackett evitó su contacto, pero pareció deponer
algo de su rígida actitud. Dijo en un tono más razonable:
—¿Cuál es su explicación?
—Fue idea de Sebastián. —Me senté y repetí la historia que había referido a su
esposa.
Pareció perturbarlos a los tres. Hackett sacó una botella de Bourbon del bar
portátil, y sin ofrecerle a nadie, se sirvió una buena cantidad, que bebió de un golpe.
Su esposa alemana comenzó a sollozar en silencio, y entonces su pelo se aflojó y
cayó sobre sus hombros. La madre de Hackett se sentó al lado de su nuera y le
palmeó la amplia espalda con una mano. La otra mano se la llevó al cuello donde
tenía una echarpe de crepé que lo cubría, en memoria de su juventud.
—Nos ayudaría —me dijo Mrs. Marburg— si nos diera todos los detalles. A
propósito, no oí bien su nombre.
—Lew Archer. Lamento no poder decir más de lo que les he dicho.
—Pero ¿quiénes son esas personas? ¿Cómo sabemos que existen?
—Porque yo se los digo.
—Usted podría estar buscando un trabajo de guardaespaldas —dijo Hackett.
—El ser guardaespaldas no es mi idea de un trabajo decoroso. Puedo darle el
nombre de una buena firma, si lo desea. —A ninguno de ellos pareció interesarle la
idea—. Por supuesto que pueden hacer lo que les plazca. Es lo que generalmente hace
la gente: lo que le place.
Hackett advirtió que estaba disponiéndome a marcharme.
—No tenga tanto apuro por irse, Mr. Archer. En verdad, le agradezco que haya
venido hasta acá. —El whisky lo había humanizado, suavizado su voz y sus
perspectivas—. Y, ciertamente, no quise ser inhospitalario. Tome una copa.
—No, gracias. Basta con una. —Pero me sentí mejor dispuesto para con él—.

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¿No ha recibido ninguna amenaza por teléfono? ¿O cartas pidiéndole dinero?
Hackett miró a su mujer, y ambos negaron con la cabeza.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo—. ¿Cómo sabe usted que esta…
maquinación criminal está dirigida contra mí… contra nosotros?
—No lo sé. Pero la gente involucrada tenía un mapa de su propiedad.
—¿De esta casa? ¿O de la cabaña de la playa?
—De esta casa. Y pensé que era una buena razón para venir a hablar con usted.
—Es usted muy consciente —dijo Ruth Marburg. Su voz era agradable y un poco
gruesa; Una mezcla de las tonadas arrastradas que se oyen en el oeste, desde la costa
del pacífico hasta la del Golfo de México:
—Creo que debemos pagarle a Mr. Archer por su tiempo. —Al hablar de dinero,
su voz parecía recordar una época en que no lo tuvo.
Hackett sacó su billetera y del variado conjunto de billetes que contenía, eligió
uno de veinte dólares:
—Esto, por su tiempo.
—Gracias. Ya se han ocupado de eso.
—¡Adelante, tómelo! —dijo Mrs. Marburg—. Es plata limpia, de petróleo.
—No, gracias.
Hackett me miró sorprendido. Me pregunté cuánto tiempo hacía que nadie había
rehusado aceptar algo de su dinero. Cuando hice un movimiento para irme, me siguió
hasta la galería, y comenzó a nombrar a los artistas ahí representados.
—¿Le gustan los cuadros?
—Mucho.
—Pero el recital de Hackett me cansó. Me contó cuánto le había costado cada
cuadro y cuánto valía ahora. Me dijo que había obtenido un beneficio sobre cada
cuadro adquirido durante los diez últimos años.
—¡Excelente!
—¿Se supone que eso es gracioso? —comentó mirándome con ojos
entrecerrados.
—No.
—Está bien. —Pero se le veía irritado. No le había rendido reverencia ni a él ni a
su dinero—. Después de todo, usted dijo que le interesaban las pinturas. Y estas son
algunas de las pinturas modernas más valiosas de California.
—Ya me lo dijo.
—Está bien… Si no le interesa… —Se volvió para marcharse, y luego regresó—.
Hay una cosa que no comprendo. ¿Dónde encaja Keith Sebastián en todo esto?
Solté la mentira que había esperado evitar:
—Sabía que Keith trabajaba para una de sus compañías. Me dirigí a él, y él me
dijo que viniera a verlo a usted.

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—Comprendo.
Antes de que Hackett comprendiera demasiado, subí a mi coche y enderecé hacia
el portón. Lupe me siguió con su jeep.
Los patos no habían retornado aún al lago. Las asustadas gallinetas habían
cruzado a la otra orilla. A la distancia, parecían una congregación de penitentes.

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Capítulo 9

AL VOLVER a la ciudad, me detuve en los apartamentos Laurel para ver si Davy y


Sandy habían regresado. La puerta del apartamento de Laurel Smith estaba
parcialmente abierta. No respondió cuando golpeé. Escuché y oí el sonido de un
ronquido profundo. Imaginé que Laurel había bebido hasta caer inconsciente.
Pero cuando entré, la encontré en la bañera y advertí que había sido golpeada por
algo más pesado que el alcohol. La nariz sangraba y estaba hinchada; los ojos
inflamados y cerrados, los labios partidos. La bañera estaba seca, excepto por
salpicaduras de sangre. Laurel todavía vestía su robe color de naranja y negro. Me
dirigí al teléfono y llamé a la policía, y al mismo tiempo pedí una ambulancia. En los
minutos antes de que llegaran, revisé rápidamente el lugar. Lo primero que miré fue
el aparato portátil de televisión. El cuento de Laurel de haberlo ganado en un
concurso me había parecido una falsedad.
Le quité la parte de atrás. Pegado dentro de la caja había un pequeño artefacto
envuelto en plástico, un transmisor de radio en miniatura no mayor que un paquete de
cigarrillos. Dejé el paquete donde estaba y volví a colocar la parte de atrás del
televisor.
La otra cosa que me llamó la atención fue un hecho negativo. En mi rápida
requisa no tropecé con nada que sugiriera que Laurel Smith tuviera una historia
personal: ni cartas ni fotografías viejas, ni documentos. Encontré una cartera en un
cajón del dormitorio, una libreta de ahorros de banco con depósitos que totalizan más
de seiscientos dólares, y una tarjeta del Seguro Social a nombre de Laurel Blevins.
El mismo cajón contenía una libreta de direcciones en la cual encontré, entre
otros, dos nombres que conocía: Jacob Belsize y Mr. y Mrs. Edward Spanner. Tomé
nota de la dirección de los Spanner, que no estaba muy lejos de mi propio
apartamento, al oeste de Los Ángeles. Luego volví a colocar todo en el cajón y lo
cerré.
Podía oír el sonido de la sirena de la policía, elevándose desde la carretera de la
costa del Pacífico. Era un sonido que odiaba: el ulular del desastre en la aridez
urbana. Subía desde Chautauqua y moría como un lobo en Eider Street. La
ambulancia también ululaba a lo lejos.
Conocía a los dos policías que entraron. Janowski y Prince. Eran sargentos
detectives del precinto de Purdue Street, hombres que finalizaban su treintena, que se
sentían orgullosos de su trabajo y que eran muy competentes. Tuve que explicarles lo
que yo estaba haciendo ahí, pero suprimí el nombre de Sandy. Les di el de Davy
Spanner.
—¿Spanner hizo eso? —preguntó Prince, señalando con el pulgar el cuarto de
baño donde dos enfermeros, que habían venido con la ambulancia, colocaban a

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Laurel Smith en una camilla.
—Lo dudo. Eran buenos amigos.
—¿Cómo lo sabes? —intervino Janowski. Era un hombre con cara ancha y
bonachona, de los del Báltico, y tez rubia y delicada.
—Ella le dio trabajo cuando Davy salió de la cárcel.
—Eso es ser una buena amiga —comentó Prince—. ¿Por qué lo prendieron?
—Por hurto de automóvil.
—De manera que estuvo haciendo un trabajo de pos-graduado en mutilación.
Prince tomaba el crimen como cosa personal. En su tiempo había sido un Guantes
de Oro de peso welter, que podía haber seguido el camino bueno o el malo en su
propia vida, lo mismo que yo.
No discutí con ellos. Si apresaban a Davy, probablemente le harían un favor. Y la
tarde se estaba acabando. Quería ver a los Spanner antes de que se hiciera de noche.
Salimos afuera y observamos cómo la levantaban a Laurel Smith para entrarla en
la ambulancia. Tres o cuatro de los moradores de los apartamentos, todas mujeres, se
habían dirigido a la acera. Laurel era la propietaria, e indudablemente la conocían,
pero no se acercaron demasiado. La mujer que respiraba ruidosamente esparcía los
gérmenes del desastre.
Janowski le preguntó a uno de los ayudantes:
—¿Está muy mal herida?
—Tratándose de heridas en la cabeza, es difícil decirlo. Tiene la nariz y la quijada
rotas, quizá el cráneo fracturado. No creo que esto haya sido hecho con los puños.
—Entonces, ¿con qué?
—Con una pala o con un garrote.
Prince estaba interrogando a las mujeres del edificio de apartamentos. Ninguna de
ellas había visto u oído nada. Estaban calladas y sometidas como pájaros cuando hay
un gavilán en la vecindad.
La ambulancia se alejó. Las mujeres entraron en el edificio. Prince subió a su
coche policial, y pasó su informe radial con voz monótona y baja.
Janowski volvió al apartamento de Laurel. Yo caminé hasta Los Baños Street para
volver a mirar la casa construida con roca volcánica en el frente. Las cortinas todavía
estaban corridas. El Cougar ya no se veía en la entrada.
Di la vuelta por el fondo y encontré una puerta corrediza de vidrio sin cortinas. La
habitación carecía de muebles. Miré el pequeño fondo. Estaba cubierto de maleza
crecida y seca, que las lluvias no habían podido revivir, y rodeada por una verja de un
metro y medio de alto.
Una mujer me miró por encima de la verja desde el fondo contiguo. Era una rubia
teñida cuyos ojos se veían agrandados por una sombra púrpura.
—¿Qué quiere usted?

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—Estoy buscando al hombre de la casa.
—¿Un hombre alto y calvo?
—Eso es.
—Hace una hora que partió. Me pareció que se mudaba. Lo que me vendría muy
bien.
—Y eso, ¿por qué?
Me miró con ojos tristes por encima de la verja.
—¿Es usted amigo de él?
—Yo no diría eso.
—¿Para qué quiere verlo?
—Él era quién me necesitaba a mí. Me llamó para hacer algunas reparaciones.
—¿De ese equipo electrónico que tenía?
—Correcto.
—Ha llegado demasiado tarde. Se lo llevó consigo. Lo metió en el maletero de su
coche y se marchó. Diría que para siempre.
—¿Le ha causado a usted algún problema?
—Nada que pueda señalar con el dedo. Pero era desagradable tenerlo como
vecino, en una casa vacía. Pienso que se trata de un loco.
—¿Cómo sabe usted que la casa estaba vacía?
—Tengo dos ojos. Todo lo que trajo cuando se mudó fue un catre de campaña,
una silla plegadiza, una mesa de jugar a las cartas y el equipo de radio. Y eso fue todo
lo que se llevó al marcharse.
—¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
—Un par de semanas en total. Pensaba quejarme a Santee. Cuando no se traen
muebles a una casa, la noticia corre por el vecindario.
—¿Quién es Mr. Santee?
—Alex Santee es el agente a quien le alquilo mi casa. También está a cargo de esa
otra casa.
—¿Dónde puedo encontrar a Mr. Santee?
—Tiene una oficina en Sunset. —Señaló hacia el centro de las Palisades—. Y
ahora debe disculparme. Tengo algo en el horno.
Me dirigí hacia el otro lado del fondo y mire, colina abajo, hacia algunos otros
fondos. Pude ver el apartamento de Laurel Smith. Su puerta abierta estaba
directamente sobre mi línea de visión. El sargento detective Janowski salía y cerraba
la puerta.

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Capítulo 10

ALEX SANTEE era un hombre pequeño, de mediana edad, con una mirada
inexpresiva, disimulada por los anteojos. Estaba cerrando su oficina inmobiliaria
cuando llegué, pero se alegró de abrirla ante una perspectiva.
—Sin embargo, no puedo concederle más que unos minutos. Tengo que mostrar
una casa.
—Me interesa la casa de Los Baños Street 702, la que tiene un frente de roca.
—Llama la atención, ¿no es cierto? Desgraciadamente está alquilada.
—¿Desde cuándo? Está vacía.
—Desde el 15 de noviembre de este año. ¿Quiere decir que todavía no se ha
mudado a la casa?
—Ha estado y se ha marchado, de acuerdo con los vecinos. La ha dejado hoy.
—Eso es extraño. —Santee se encogió de hombros—. Es cosa de él. Si Fleischer
se ha mudado, la casa estará disponible para alquilarse el 15 de este mes. 350 dólares
mensuales, con contrato por un año. El primero y el último mes pagados por
adelantado.
—Quizá sea mejor que hable primero con él. ¿Dijo que su nombre era Fleischer?
—Jack Fleischer. —Santee lo buscó en su archivo y lo deletreó—. La dirección
que me dio era la del Hotel Dorinda, en Santa Mónica.
—¿Le dijo de qué se ocupaba?
—Es un sheriff jubilado, de algún lugar allá en el norte. —Volvió a consultar su
archivo—. En Santa Teresa. Quizá haya decidido volver allá.
El empleado del Hotel Dorinda, un hombre triste, con una exhuberante peluca
Pompadour, no recordaba al principio a Jack Fleischer. Después de una investigación
en el registro, estableció que hacía un mes, aproximadamente, en los primeros días de
noviembre, Fleischer había pasado dos noches allí.
En el pasillo, al fondo del hall de entrada, encontré una cabina telefónica y llamé
al número de los Spanner. La voz profunda de un hombre respondió:
—Residencia de Edward Spanner.
—¿Mr. Spanner?
—Sí.
—Soy Lew Archer. Mr. Jacob Belsize me dio su nombre. Estoy llevando a cabo
una investigación y me gustaría mucho hablar con usted…
—¿Sobre Davy? —su voz se hizo más débil.
—Sobre Davy y algunas otras cosas.
—¿Ha hecho algo malo?
—Su empleadora ha sido golpeada. Acaban de llevarla al hospital.
—¿Se refiere usted a Mrs. Smith? David jamás ha lastimado antes a una mujer.

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—No he dicho que lo haya hecho. Usted lo conoce mejor que nadie, Mr. Spanner.
Por favor, concédame unos minutos.
—Pero recién nos sentamos a la mesa. No sé porqué no pueden dejarnos
tranquilos. Hace años que David no vive con nosotros. Nunca lo adoptamos,
legalmente no somos responsables.
Lo interrumpí:
—Estaré allí dentro de media hora.
El sol se estaba poniendo cuando dejé el hotel. Parecía una bola de fuego
amenazando el extremo occidental de la ciudad. La noche llega rápidamente en Los
Ángeles. El incendio se había extinguido cuando llegué a la casa de los Spanner, y el
anochecer pendía como un leve humo en el aire.
Era un bungálow estucado de preguerra, metido entre una hilera de casas iguales.
Golpeé en la puerta de calle y Edward Spanner la abrió sin mucho entusiasmo. Era un
hombre alto y delgado, con una cara larga y ojos sensibles. Tenía mucho pelo oscuro,
no sólo en la cabeza, sino también en los brazos y en el dorso de las manos. Vestía
una camisa a rayas, con las mangas arrolladas y exhalaba algo anticuado, casi un olor
de buena voluntad agriada.
—Entre, Mr. Archer. Bienvenido a nuestra casa. —Hablaba como un hombre que
ha aprendido a expresarse correctamente, leyendo libros.
Me condujo a través de la sala de estar, con su moblaje raído y sus lemas en las
paredes, hasta la cocina, donde su esposa estaba sentada a la mesa. Ella vestía un traje
sencillo de casa que destacaba lo anguloso de su cuerpo. Había señales de sufrimiento
en su cara, suavizados por una boca dulce y ojos expresivos.
Los Spanner se parecían uno a otro, y se mostraban muy solícitos el uno con el
otro, cosa poco usual entre gente de edad mediana. Mrs. Spanner parecía más bien
temerosa de su marido, o por su marido.
—Este es Mr. Archer, Martha. Quiere hablar sobre Davy.
Ella inclinó la cabeza. Su marido dijo a manera de explicación:
—Desde que usted me llamó, mi esposa ha hecho una pequeña confesión. Davy
estuvo aquí esta tarde mientras yo estaba trabajando. Aparentemente no me lo iba a
decir. —Estaba hablando más para ella, que para mí—. Por lo que yo sé podría estar
viniendo todos días a mis espaldas.
Había ido demasiado lejos, y ella lo tomó desprevenido:
—Eso no es cierto, y lo sabes, iba a decírtelo. Simplemente, no quería estropearte
la comida. —Se volvió hacia mí, eludiendo una directa confrontación con Spanner—.
Mi marido tiene úlcera. Este asunto ha sido muy difícil para nosotros.
Como para ilustrar sus palabras, Spanner estaba sentado a la cabecera de la mesa,
con los brazos caídos. Un plato a medio comer, de un potaje oscuro, estaba ante él.
Me senté a la mesa, frente a su esposa.

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—¿Cuándo estuvo Davy aquí?
—Hace un par de horas —respondió ella.
—¿Había alguien con él?
—Su amiga. Su fiancée. Es una chica bonita, —la mujer parecía sorprendida.
—¿En qué estado de ánimo estaban?
—Ambos parecían muy excitados. Proyectaban casarse, ¿sabe?
Edward Spanner emitió una risa seca parecida a un resoplido.
—¿Davy le dijo eso? —pregunté a su esposa.
—Ambos me lo dijeron. —Ella sonrió soñadoramente—. Comprendo que son
jóvenes. Pero me alegra ver que ha elegido una chica buena. Les di un billete de diez
dólares como regalo de bodas.
Spanner exclamó, con verdadero dolor:
—¿Les diste un billete de diez dólares? Tengo que cortar el pelo a diez clientes
para ganarme esos dólares.
—Yo ahorré el dinero. No era dinero tuyo.
Spanner meneó su melancólica cabeza:
—No es de extrañar que haya salido malo. Desde el primer día que vino a nuestra
casa lo echaste a perder.
—No es verdad. Le di afecto. Lo necesitaba, después de esos años en el orfanato.
—Se inclinó y tocó el hombro de su marido, casi como si Davy y él fueran lo mismo
para ella.
Él respondió con una desesperación más profunda:
—Debimos haberlo dejado en el orfanato.
—Eso no lo sientes en verdad, Edward. Los tres pasamos juntos diez buenos
años.
—¿Te parece? Casi no había un día sin que tuviera que usar el asentador de
navajas para castigarlo. Si nunca más oyera hablar dé Davy, yo…
Ella le tapó la boca:
—No lo digas. Tú lo quieres tanto como yo.
—¿Después de lo que nos hizo?
Ella me miraba desde el otro lado dé la mesa.
—Mi marido no puede evitar sentirse amargado. Puso tanto de sí en Davy… Fue
un verdadero padre, y bueno, para él. Pero Davy necesitaba más de lo que nosotros
podíamos darle. Y cuando tuvo su primer problema, la Santa Hermandad de la
Inmaculada Concepción le pidió a Edward que abandonara su predicación lega. Y eso
fue un golpe terrible para él, y entre una cosa y otra, dejamos la ciudad y nos
mudamos aquí. Luego, a Edward le apareció la úlcera, y después de eso, estuvo sin
trabajo durante mucho tiempo… la mayor parte de los tres últimos años. En esas
circunstancias no podíamos hacer mucho por Davy. Además, para entonces se había

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separado de nosotros y vivía por sus propios medios la mayor parte del tiempo.
Spanner estaba desconcertado con el candor de su esposa.
—Todo eso es historia antigua, Martha.
—Es lo que he venido a escuchar —intervine—. ¿Usted dijo que se mudaron aquí
desde otra ciudad?
—Hemos vivido la mayor parte de nuestras vidas en Santa Teresa —replicó ella.
—¿Conocen a un hombre llamado Jack Fleischer?
—¿No es ese el nombre del individuo que vino aquí el mes pasado? —preguntó
ella mirando a su marido.
—Un hombre fornido, alto y calvo —agregué—. Dice ser un policía retirado.
—Es él —respondió ella—. Nos hizo una serie de preguntas referentes a Davy.
Especialmente sus antecedentes. Le referimos lo poco que sabíamos. Que lo sacamos
del refugio de Santa Mónica cuando tenía seis años. No tenía apellido, de manera que
le dimos el nuestro. Yo quería adoptarlo, pero Edward pensaba que no podíamos
tomar esa responsabilidad.
—Ella quiere decir —interrumpió Spanner—, que si lo adoptábamos, el condado
no nos pagaría su hospedaje.
—Pero lo tratamos como si fuera nuestro hijo. Nunca tuvimos hijos y jamás
olvidaré la primera vez que lo vi en la oficina del Supervisor del Refugio. Se nos
acercó y se puso al lado de Edward y no quería marcharse. «¡Quiero quedarme al
lado del hombre!» fue lo que dijo. ¿Recuerdas, Edward?
Él recordaba. Había un orgullo lleno de pena en sus ojos.
—Ahora es del alto de usted. ¡Quisiera que lo hubiera visto hoy!
Es toda una mujer, pensé. Tratando de crear una familia con un muchacho
desbocado, y con un marido reticente, tratando de formar algo, un todo, de vidas
malogradas.
—¿Sabe usted quiénes eran sus verdaderos padres, Mrs. Spanner?
—Sólo era un huérfano. Algún campesino murió y lo dejó entre los juncos. Eso lo
supe por el otro hombre… Fleischer.
—¿Le dijo Fleischer por qué se interesaba en Davy?
—No se lo pregunté. Tenía miedo de preguntar, estando Davy en libertad bajo
palabra… y todo eso… —Ella vaciló y escudriñó mi cara—. ¿Le importaría que le
preguntara eso mismo a usted?
—Han golpeado a Mrs. Smith. Ya te lo dijo —respondió Spanner por mí.
Sus ojos se agrandaron.
—Davy no haría eso a Mrs. Smith. Era su mejor amiga.
—No sé si lo haría —respondió Spanner—. Recuerda que golpeó a un maestro de
la escuela secundaria y que ese fue el principio de todos nuestros problemas.
—¿Era una mujer? —pregunté.

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—No. Un hombre. Mr. Langston, de la secundaria. Si de algo uno no puede
evadirse es de haber golpeado a un profesor. No lo dejaron volver al colegio después
de eso. No sabíamos qué hacer con él. No podía conseguir trabajo. Esa es una de las
razones por las cuales nos mudamos aquí. Después de aquello, nada anduvo bien. —
Spanner hablaba como si la mudanza hubiera sido un exilio.
—Fue peor que golpear a un profesor —dijo su esposa—. Henry Langston no era
realmente un profesor. Era lo que se llama un consejero. Estaba tratando de aconsejar
a Davy cuando sucedió.
—¿Aconsejarlo sobre qué?
—Nunca lo entendí con claridad.
—Davy tiene perturbaciones mentales —dijo Spanner volviéndose hacia ella—.
Nunca lo quisiste aceptar. Pero es tiempo de que lo hagas. Tenía perturbaciones
mentales cuando lo sacamos del refugio. Nunca se sinceró conmigo. Nunca fue un
niño normal.
—No lo creo. —Ella negó con la cabeza.
Era evidente que su discusión llevaba años, y era probable que durara tanto como
ellos mismos.
—Usted lo vio hoy, Mrs. Spanner —interrumpí—. ¿Le pareció que sufría alguna
perturbación mental?
—Bien, nunca fue muy alegre. Y parecía bastante tenso.
—Cualquier hombre lo está en estos días, cuando proyecta casarse.
—¿Hablaban en serio de casarse?
—Diría que muy en serio. Apenas podían esperar.
Se volvió hacia su esposo.
—No quería decirte esto, pero supongo que todo saldrá a la luz. Davy pensaba
que tú podrías casarlos. Le expliqué que no tenías autoridad legal para hacerlo, siendo
solamente un predicador laico.
—De cualquier manera, no lo casaría con nadie. Tengo demasiado respeto por la
raza femenina.
—¿Dijeron algo más sobre sus proyectos, Mrs. Spanner? ¿Dónde proyectaban
casarse?
—No lo dijeron.
—¿Y no sabe usted a dónde se dirigían cuando se marcharon de aquí?
—No. No lo sé. —Pero sus ojos parecían enfocar hacia adentro, como si
estuvieran recordando algo.
—¿Ni siquiera se lo insinuaron?
—Usted no respondió a mi pregunta. ¿Por qué le interesa tanto? ¿Usted no cree
realmente que haya golpeado a Mrs. Smith?
—No. Pero la gente siempre me sorprende.

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Ella estudió mi rostro, apoyando sus codos en la mesa.
—No se expresa como un policía. ¿Lo es?
—En algún momento lo fui. Ahora soy un detective privado… y no trato de
achacarle nada a Davy.
—¿Qué está tratando de hacer?
—Asegurarme de que la muchacha no corra peligro. Su padre me contrató para
eso. Sólo tiene diecisiete años. Debería estar en el colegio ahora, y no correteando por
ahí.
Por poco compensadora que puedan ser sus vidas de casadas, las mujeres adoran
la idea de los casamientos. El sueño del matrimonio de Mrs. Spanner murió de
pronto. Lo observé morir.
—Cuando estaba en la cocina, haciéndoles té, los oí hablar en la sala. Estaban
leyendo en alta voz los lemas que colgaban de las paredes. Se reían de ellos. Eso no
fue muy simpático, pero quizá yo no debí haber estado escuchándolos. De cualquier
manera, hicieron bromas sobre el huésped invisible. Davy dijo que «Papi Títulos-de-
Guerra» iba a tener un huésped invisible, esta noche.
—Eso es una blasfemia —rugió Spanner.
—¿Dijeron algo más sobre ese tema?
—Le preguntó a la chica si estaba segura de que podría hacerlo entrar. Ella le dijo
que sería fácil. Que Lew la conocía.
—¿Lew —pregunté— o Lupe?
—Podía haber sido Lupe. Sí, estoy segura que fue Lupe. ¿Sabe usted a qué se
referían?
—Creo que sí. ¿Puedo usar su teléfono?
—Todo lo que quiera, mientras no sea larga distancia —dijo Spanner
prudentemente.
Le di un dólar y llamé a lo de Hackett en Malibu. La voz de una mujer que al
principio no reconocí respondió.
—¿Está allí Stephen Hackett? —pregunté.
—Por favor, ¿quién llama?
—Lew Archer. ¿Hablo con Mrs. Marburg?
—Así es. —Su voz sonaba fina y seca—. Fue usted un buen profeta, Mr. Archer.
—¿Le ha pasado algo a su hijo?
—Usted es un profeta tan bueno, que me pregunto si fue una profecía. ¿Dónde
está usted?
—En el oeste de Los Ángeles.
—Venga enseguida, ¿quiere? Le diré a mi marido que le abra el portón.
Me marché sin decirles a los Spanner a dónde me dirigía ni porqué. En camino a
Malibu, me detuve en mi apartamento para recoger un revólver.

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Capítulo 11

EL PORTÓN de los Hackett estaba abierto. Esperaba encontrar los automóviles de la


policía frente a la casa, pero el único coche que estaba bajo las luces era un Mercedes
convertible, azul, nuevo. El hombre joven que armonizaba con él salió de la casa para
saludarme.
—¿Mr. Archer? Soy Sidney Marburg.
Me dio un fuerte apretón de manos. Mirándolo con más detención, no era tan
joven. Su cara era como de porcelana, pero las líneas que irradiaban de la sonrisa, lo
mismo podían haber sido causadas por preocupaciones. Sus ojos oscuros y estrechos,
a la luz, eran opacos.
—¿Qué sucedió, Mr. Marburg?
—No lo sé muy bien. No estaba aquí cuando ocurrió. Al parecer Stephen ha sido
secuestrado. Una joven y un muchacho con escopeta se lo llevaron en su coche.
—¿Dónde estaba Lupe?
—Lupe estaba aquí. Todavía está… yace con la cabeza sangrando. El muchacho
salió de el maletero del coche y le apuntó con una escopeta recortada. La chica lo
golpeó en la cabeza con un martillo o una palanca para neumáticos.
—¿La chica hizo eso?
Asintió con la cabeza.
—Hay algo más extraño aún, y es que parece que se trata de una persona que la
familia conoce. Mi esposa quiere hablar con usted.
Marburg me condujo a la biblioteca donde estaba sentada Ruth, debajo de una
lámpara, con un teléfono y un revólver al lado del codo. Parecía tranquila, pero su
rostro tenía una expresión de helada sorpresa. Se obligó a sonreír.
—Gracias por venir. Sidney es un muchacho encantador, pero no sirve para las
cosas prácticas. —Se volvió a él—. Bien, márchate y diviértete con tus pinturas o lo
que quieras.
Él permaneció de pie, resentido, entre ella y la puerta. Su boca se abrió y se cerró.
—Vete ahora, como un buen muchacho. Mr. Archer y yo tenemos cosas de que
hablar.
Marburg salió. Yo me senté en la banqueta de cuero que hacía juego con su silla.
—¿Dónde está Mrs. Hackett?
—¿Gerda…? Tuvo un colapso… a consecuencia de este asunto. Afortunadamente
siempre llevo hidrato de cloral. Le di un par de cápsulas y lloró hasta que se quedó
dormida.
—De manera que todo está bajo control —comenté yo.
—Todo está trastornado de cabo a rabo y usted lo sabe. ¿Va a ayudarme a armarlo
otra vez?

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—Tengo un cliente.
Ella ni lo tomó en cuenta.
—Puedo pagarle una gran cantidad de dinero.
—¿Cuánto?
—Cien mil…
—Eso es demasiado.
Ella me miró con los ojos plegados, tanteándome.
—Lo vi rechazar veinte dólares hoy. Pero nadie ha rechazado, jamás, cien
grandes.
—Usted no me lo ofrece en serio. Lo hace porque cree que puedo estar implicado
en una extorsión. No tiene suerte.
—¿Entonces cómo lo supo antes de que sucediera?
—Porque tropecé con la evidencia. Dejaron el mapa de este lugar en el suelo, casi
como si quisieran que los detuviéramos. Lo que no los hace menos peligrosos.
—Sé que son peligrosos. Los vi. Los dos entraron a la sala y arrastraron a Stephen
a su coche. Con sus anteojos oscuros parecían criaturas de otro planeta.
—¿Reconoció a alguno de ellos?
—Gerda reconoció a la chica, enseguida. Ha sido huésped de esta casa más de
una vez. Su nombre es Alexandria Sebastián.
Se volvió y me miró con suspicacia. Me alegraba que el secreto saliera a la luz.
—Keith Sebastián es mi cliente.
—¿Y él estaba enterado de esto?
—Sabía que su hija se había fugado. Luego supo lo que yo le dije, que no era
mucho. No empecemos con recriminaciones. Lo importante es encontrar a su hijo y
traerlo a su casa otra vez.
—Estoy de acuerdo. Mi oferta sigue en pie. Cien mil dólares si Stephen vuelve
sano y salvo.
—La policía hace ese trabajo gratis.
Desechó la idea con la mano.
—No quiero policías. Con frecuencia resuelven el caso y pierden la víctima.
Quiero que mi hijo vuelva con vida.
—No puedo garantizar eso.
—Lo sé —respondió con impaciencia—. ¿Quiere intentarlo? —Llevó las dos
manos a su pecho presionándolo, luego me las ofreció vacías. Su emoción era a la vez
teatral y verdadera.
—Lo intentaré. Creo que usted comete un error, sin embargo. Debería utilizar la
policía.
—Ya le dije que no lo haría. No me inspira confianza.
—¿Pero confía en mí?

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—¿Hago mal? Sí, le tengo confianza hasta cierto punto.
—También confía en mí Keith Sebastián. Tengo que consultar con él sobre este
asunto.
—No veo porqué. Es uno de nuestros empleados.
—No lo es en su tiempo libre. Su hija ha desaparecido, ¿recuerda? Él siente por
ella lo mismo que usted por su hijo. —Quizá no tanto, pero le otorgaba a Sebastián el
beneficio de la duda.
—Bien, hagámoslo venir aquí. —Abruptamente tomó el teléfono. ¿Cuál es su
número?
—Estamos perdiendo tiempo.
—Le pregunté el número.
Lo busqué en mi libreta. Disco y dio con Sebastián al primer llamado. Debió
haber estado sentado al lado del teléfono.
—¿Mr. Sebastián? Soy Ruth Marburg. La madre de Stephen Hackett. Estoy en su
casa en Malibu ahora, me gustaría mucho verlo… Sí, esta noche. En realidad me
gustaría verlo enseguida. ¿Cuánto es lo más pronto que puede venir…? Bien, lo
espero dentro de media hora. No va a decepcionarme, ¿verdad?
Colgó y me miró con tranquilidad, casi con dulzura. Su mano todavía estaba
sobre el teléfono, como si estuviera tomando el pulso a Sebastián por control remoto.
—No estará en esto con su hija, ¿no es cierto? Sé que Stephen no es muy querido
por la gente que trabaja con él.
—Es eso lo que piensa, ¿Mrs. Marburg?
—No cambie de tema. Le he preguntado una cosa en forma directa.
—La respuesta es, no. Sebastián no tiene ese tipo de coraje. De cualquier manera,
prácticamente venera a su hijo.
—¿Por qué? —me preguntó llanamente.
—Por el dinero. Tiene pasión por el dinero.
—¿Está seguro que no puso a la muchacha en esto?
—Estoy seguro.
—Entonces, ¿qué diablos está haciendo ella?
—Parece estar sublevada contra todo el que tiene más de treinta años. Su hijo es
el objetivo más grande que tiene a mano. No obstante, dudo que ella haya elegido el
objetivo. Davy Spanner probablemente sea el principal instigador.
—¿Qué es lo que quiere, dinero?
—Todavía no he podido descubrir qué es lo que quiere. ¿Sabe usted que haya
alguna conexión entre él y su hijo? Esto podría ser un asunto personal.
—Quizá si me dijera lo que sabe de él… —respondió meneando la cabeza.
Le hice una breve reseña de lo que sabía de Davy Spanner. Hijo de un trabajador
estacional, huérfano a los tres o cuatro años; colocado en un orfanato; llevado por

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padres adoptivos; expulsado violentamente de la secundaria; adolescente descarriado;
ladrón de automóviles; con entradas en la policía, candidato para felonías mayores,
tal vez algo loco.
Ruth Marburg me escuchó con un oído suspicaz.
—Usted casi parece tenerle simpatía.
—Sí, casi —respondí—, aun cuando todavía me dolían los riñones—. Davy
Spanner no es obra de sí mismo.
—No me venga con esas pamplinas —respondió con deliberada rudeza—.
Conozco a estos psicópatas. Son como perros que muerden la mano que los alimenta.
—¿Spanner tuvo algún contacto previo con su familia?
—No, que yo sepa.
—Pero la chica, sí.
—No conmigo. Con Gerda, la esposa de Stephen. La muchacha estaba interesada
en aprender idiomas, o pretendía estarlo. Gerda la metió bajo el ala el verano último.
Tendrá experiencia la próxima vez, si la familia sobrevive a esto.
Me estaba impacientando con la conversación. Parecía que habíamos estado
sentados en la habitación desde hacía mucho tiempo. Tapizado de libros, con las
ventanas con pesadas cortinas, era como un refugio subterráneo, apartado del mundo
de la vida.
Ruth Marburg debe de haber percibido o compartido mis sensaciones. Se dirigió a
una de las ventanas y corrió las cortinas. Miramos afuera, al intermitente collar de
luces a lo largo de la costa.
—Todavía no puedo creer que esto haya pasado. Stephen siempre ha sido tan
cuidadoso. Es una de las razones por las cuales no tiene servidumbre.
—¿Qué es Lupe?
—Casi no lo consideramos un sirviente. En realidad es el administrador de la
propiedad.
—¿Es amigo de ustedes?
—No diría exactamente eso. Nos llevamos bien. —Su sonrisa a medias, y la
forma en que irguió el cuerpo dieron a sus palabras una connotación sexual.
—¿Puedo hablar con Lupe?
—Ahora, no. Está bastante enfermo.
—¿No cree que debería examinarlo un médico?
—Voy a conseguirle un médico. —Se volvió para encararme, visiblemente
sacudida por la fuerza de su cólera—. No necesita responsabilizarse por cosas que no
le competen. Yo lo contrato para que me devuelva a mi hijo vivo.
—Todavía no me ha contratado…
—Y puede ser que no lo haga. —Volvió a la ventana—. ¿Qué es lo que está
demorando a Sebastián? —Se apretó las manos y estiró los nudillos, haciendo un

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ruido que me recordó que tenía esqueleto.
Como si la hubiera oído o percibido su impaciencia, Sebastián apareció casi
enseguida. Su gran coche arrojo sus luces sobre el paso, giró por el lago oscuro, y se
detuvo debajo de los faroles.
—Se tomó su tiempo —dijo Mrs. Marburg en la puerta.
—Lo lamento. Me llamaron por teléfono cuando salí tuve que atenderlo.
Sebastián parecía muy excitado. Estaba pálido y con los ojos brillantes. Nos
miraba por turnos a la mujer a mí.
—¿Qué sucede?
—Entre —respondió Ruth Marburg con inflexibilidad—, le diré lo que sucede. —
Nos condujo a la biblioteca y cerró la puerta con fuerza, como un alcalde—. Su
preciosa hija ha secuestrado a mi hijo.
—¿Qué…? ¿Qué quiere decir?
—Llegó aquí con ese muchachote fanfarrón oculto el maletero. Golpearon a
nuestro administrador con palanca. Entraron en la casa y se llevaron a Stephen en su
coche.
—Pero, eso es una locura…
—Sucedió.
—¿Cuándo?
—Antes de ponerse el sol. Eran cerca de las cinco y media. Ya son más de las
ocho. La pregunta es, ¿qué piensa hacer al respecto?
—Cualquier cosa. Haré cualquier cosa.
El llanto reprimido casi lo cegaba. Se restregó los ojos con los dedos, y se quedó
vacilante a la luz, con las manos sobre los ojos.
—¿Está segura de que era Sandy?
—Sí, mi nuera la conoce bien. Mr. Archer aquí presente predijo virtualmente que
esto iba a suceder. Lo que me trae al motivo por el cual usted está acá. Quiero que
Mr. Archer me devuelva a mi hijo.
—Esto significa —le expliqué— que usted y yo podemos estar en lados opuestos.
Su hija ha ayudado a cometer un crimen mayor. Temo que no pueda protegerla de las
consecuencias.
—Pero espero que coopere usted con Archer —agregó Mrs. Marburg—. Si oye
algo de su hija, por ejemplo, tiene que hacérselo saber.
—Sí. —Asintió con la cabeza unas cuantas veces—. Prometo que cooperaré.
Gracias por… gracias por decírmelo.
Ella lo despidió con la mano, apartándolo de su vista.
—Bien, —dijo cuando Sebastián dejó la habitación—. ¿Cree que él metió a su
hija en esto?
—Usted sabe que no es así.

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—No me diga lo que yo sé. La gente es capaz de cualquier cosa. Hasta la gente
más agradable, y él no es uno de ellos. Tampoco yo, en caso de que tenga dudas.
—Estamos perdiendo tiempo.
Pero ella tuvo la última palabra.
—Su tiempo es mío. Al salir, ¿quiere por favor decirle a mi marido que traiga un
whisky doble…? Estoy mortalmente cansada.
Se hundió en su silla y dejó que su cara y su cuerpo cayeran como plastilina. Su
marido estaba en la galería iluminada mirando los cuadros. Le di el mensaje.
—Gracias, amigo. No trabaje demasiado en su cometido. Si Stephen no vuelve,
todo esto viene a parar a manos de Ruth y a las mías. Me encanta la buena pintura.
Marburg habla en serio a medias, cosa que siempre hacía. Salí afuera donde
Sebastián estaba esperándome en mi coche. Se estaba mordiendo la uña del pulgar.
Le sangraba.
—¿Tiene algo que decirme?, —pregunté instalándome detrás del volante.
—Sí, tuve miedo de decirlo delante de ella. Esa llamada telefónica cuando salía
de mi casa… era de Sandy. Quería que fuera a buscarla.
—¿A dónde?
—A Santa Teresa. Cortaron la comunicación antes que pudiera darme la
dirección.
—¿Dijo de dónde llamaba?
—No, pero era una llamada paga y la operadora pudo localizarla. Sandy utilizó el
teléfono de la oficina de la estación de servicio Power Plus, de este lado de Santa
Teresa. Con frecuencia hemos ido allí los fines de semana y nos hemos detenido en la
misma estación.
—Será mejor que vaya allí ahora.
—Lléveme usted, ¡por favor!
Me volví para mirarlo. No era una persona que me agradara mucho o en la que
confiara demasiado. Pero le tenía más simpatía a medida que pasaba el tiempo.
—¿Cómo conduce usted?
—No tengo accidentes, y no he estado bebiendo.
—Bien, llevaremos mi coche.
Sebastián dejó el suyo en la playa de estacionamiento de Malibu, contigua a la
entrada. Tomé un sandwich que sabía al vaho de las carreteras, mientras él llamaba
por teléfono a su esposa. Luego se comunicó con la estación de servicio Power Plus,
en Santa Teresa.
—Tienen abierto hasta medianoche —me dijo—. Y el hombre recordaba a Sandy.
Mi reloj indicaba las nueve y quince. Había sido un día largo, y esperaba estar
despierto la mayor parte de la noche. Subí al asiento de atrás y me dormí.

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Capítulo 12

AL DETENERSE el motor me desperté de mis sueños de un vuelo supersónico. Mi


coche estaba detenido al lado de uno de los surtidores de la estación de servicio
Power Plus, de un blanco resplandeciente. Un hombre joven con overall salió de la
oficina. Tenía una pierna más delgada que la otra y usaba una bota especial. Se movía
con gran rapidez, aún cuando era tarde y tenía la cara agostada.
—¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó a Sebastián.
—Lo llamé por teléfono hace un rato. Se trata de mi hija. —Hablaba en voz baja
y vacilante, como la de un mendigo.
—Comprendo. —El sufrimiento y la fatiga se trocaron en simpatía en el rostro
del ayudante, y alteró la calidad de la transacción—. ¿Se ha fugado, o algo así?
—Algo parecido. —Salí del coche para hablar con él—. ¿Conducía un compacto
verde?
—Sí. Lo detuvo precisamente donde está su coche, y me pidió que le llenara el
tanque. Estaba casi vacío, fueron más de diecinueve galones. —¿Vio usted a los
otros?
—Sólo había uno más, el individuo grande con el pelo corto. Se quedó en el
coche hasta que vio que ella hablaba por teléfono. La muchacha dijo que quería pasar
al baño. Dejé el surtidor funcionando y me dirigí a la oficina para buscar la llave.
Luego ella me preguntó si podía utilizar el teléfono para una llamada de larga
distancia. Le respondí que podía hacerlo si era para cobrar en destino, cosa que hizo.
Me quedé allí para vigilarla. Luego vino el otro, la interrumpió y la obligó a
marcharse.
—¿Utilizó la fuerza?
—No la castigó. La rodeó con sus brazos, como un gancho. Ella se echó a llorar,
y él la llevó al coche. La muchacha pagó la nafta y condujo personalmente en
dirección a la ciudad. —Hizo un gesto mostrando a Santa Teresa.
—¿Usted no vio un arma?
—No. Pero sin embargo, ella actuaba como si tuviera miedo de él.
—¿El muchacho dijo algo?
—Sí. Cuando de pronto entró en la oficina, dijo que estaba loca llamando a sus
padres, que eran sus peores enemigos.
Sebastián musitó algo inarticulado.
—¿Los de ella o los de él? —pregunté.
—Los de ambos. Creo que dijo que eran nuestros peores enemigos.
—Usted es un buen testigo. ¿Cómo se llama? .
—Fred Cram.
Le ofrecí un dólar.

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—No tiene porqué pagarme. —Hablaba con suave determinación—. Lamento no
poder hacer más. Quizás debí tratar de detenerlos, o llamar a la policía o algo. Sólo
que no pensé que tuviera derecho a intervenir.
Un Chevrolet viejo, exhibiendo en algunas partes su primitivo color marrón, entró
de la calle y se detuvo al lado de los surtidores. Un par de adolescentes ocupaban el
asiento de adelante. Los pies desnudos de otros dos se proyectaban desde las
ventanillas de atrás. El conductor tocó la bocina pidiendo servicio.
—¿Está seguro de que no había alguien más en ese coche? —volví a preguntarle
a Fred Cram.
—No, salvo que se refiera al perro.
—¿Qué tipo de perro?
—No lo sé. Parecía un perro grande.
—¿No lo vio?
—Estaba en el maletero. Podía oírlo jadear y quejarse.
—¿Cómo sabe que era un perro?
—Ella lo dijo.
Sebastián gimió.
—¿Quiere decir que era un ser humano el que estaba allí adentro? —preguntó el
ayudante.
—No lo sé.
Fred Cram me dirigió una larga mirada interrogante. Su rostro se ensombreció al
comprender la profundidad del problema en que se había metido. Los adolescentes
volvieron a tocar la bocina, imperiosamente, y él se alejó con sus piernas desparejas.
—Vaya —dijo Sebastián en el coche—. ¡Y en verdad ha sucedido! Tenemos que
encontrarla y traerla de vuelta, Archer.
—Lo haremos. —No dejé traslucir mis dudas, la duda de que pudiéramos
encontrarla, la duda más grave de que la ley le permitiera cuidar de ella, en caso de
encontrarla—. La mejor contribución que puede hacer es ponerse en contacto con su
esposa y quedarse cerca del teléfono. Sandy llamó una vez, puede ser que lo haga
nuevamente.
—Si él la deja.
Pero aceptó mi sugerencia. Nos registramos en habitaciones contiguas en un
motel de la playa, próximo al centro de Santa Teresa. Era lo más crudo del invierno, y
el lugar estaba casi desierto. El amarradero de los yachts debajo de mi ventana, a la
luz de las estrellas, parecía una pálida fantasía de verano.
El botones abrió la puerta que comunicaba nuestras dos habitaciones. Escuché a
Sebastián hablar por teléfono con su esposa. Le dijo con una simulada alegría que el
caso estaba progresando con rapidez y que no tenía de qué preocuparse. El agradable
cuadro que fingía me hizo recordar de alguna manera al joven de la pierna

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defectuosa, que aún cojeando andaba más ligero de lo que otros hombres podrían
caminar.
—Yo también te amo —dijo Sebastián y colgó.
Me dirigí al vano de la puerta.
—¿Cómo lo está tomando su esposa?
—Maravillosamente. Ella es maravillosa.
Pero su mirada recorrió la habitación, pesando los detalles de su catástrofe: la
cama solitaria, las paredes frías, y yo, observándolo. Traté de sonreír.
—Voy a salir un momento —le comuniqué—. Me encontraré con usted más
tarde.
—¿A dónde va?
—A visitar a algunas personas en la ciudad.
—Es tarde para hacer visitas.
—Tanto mejor. Es más posible que los encuentre.
Volví a mi habitación, saqué la guía del cajón de la mesa de teléfono, y busqué a
Henry Langston, el consejero que había tenido el incidente con Davy Spanner. Una
muchacha joven respondió al teléfono de Langston y por un momento pensé que por
alguna extraordinaria coincidencia era Sandy.
—¿Quién es? —le pregunté.
—Elaine. Sólo soy baby-sitter. Mr. y Mrs. Langston han salido esta noche.
—¿A qué hora regresarán?
—Prometieron volver a media noche. ¿Quiere dejar un mensaje?
—No, gracias.
Las coincidencias rara vez suceden en mi trabajo. Si se cava lo bastante hondo,
casi siempre se encuentra una raíz que se bifurca. Probablemente no era una
coincidencia que Jack Fleischer se hubiera marchado, al parecer a su casa en Santa
Teresa, enseguida después que Laurel había sido golpeada. Lo busqué en la guía y
encontré su dirección: 33 Pine Street.
Era una calle de antiguas casas de la clase media, apropiadamente sombreada de
pinos, dentro de una distancia que podía hacerse a pie desde los tribunales. La mayor
parte de las casas de la manzana eras oscuras. Me detuve en una esquina frente a una
antigua iglesia, y caminé por la calle buscando el número de Fleischer, con mi
linterna.
Encontré un doble tres de metal oxidado adherido al porche de una casa de dos
pisos con marcos blancos. Había una luz, amarillenta y triste, tras las cortinas. Golpeé
en la puerta.
Pasos vacilantes se acercaron a la puerta y la voz de una mujer habló a través de
ella.
—¿Qué desea?

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—¿Está Mr. Fleischer?
—No.
Pero abrió la puerta a fin de espiarme. Era una mujer de mediana edad, rubia,
cuya cara había estado bien maquillada en algún momento del día. La erosión había
comenzado. En medio de todo esto, sus ojos se fijaban en mí con esa mirada estática
de aprensión dolorida que tarda años en desarrollarse. Su aliento olía a gin, y despertó
una asociación en mi mente. Se parecía bastante a Laurel Smith, como para ser su
hermana mayor.
—¿Mrs. Fleischer?
Ella asintió ceñuda.
—No lo conozco, ¿verdad?
—Conozco mejor a su marido. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
Extendió las manos. Debajo de su robe acolchada, color de rosa, su cuerpo se
adivinaba envejecido.
—No me lo pregunte a mí.
—Es muy importante. He venido desde Los Ángeles.
Con una mano me aferró el brazo. Sentí como algo de comprensión por Fleischer.
—¿Qué ha estado haciendo Jack, allí?
—Temo que sea confidencial.
—Puede decírmelo a mí. Soy su esposa. —Me tomó del brazo—. Entre, le daré
un trago. Cualquier amigo de Jack…
Dejé que me llevara a una sala grande y triste, Tenía el aire de no ser vivida, de
estar sólo durando. Los principales adornos de la habitación eran los trofeos de caza
de Fleischer sobre la chimenea.
—¿Qué quiere tomar? Yo estoy bebiendo gin con hielo.
—Eso me agradaría.
Salió de la habitación y volvió con dos vasos chatos llenos de hielo y gin.
—¡Salud! —exclamé sorbiendo el mío.
—Por favor, tome asiento. —Me indicó un canapé cubierto con una colcha, y se
sentó próxima a mí—. Estaba por decirme algo sobre Jack.
—No conozco todas las ramificaciones. Parece estar haciendo un trabajo de
investigación… Me interrumpió con impaciencia.
—No permita que lo engañe, y no lo encubra, tampoco. Hay una mujer mezclada,
¿no es así? Tiene una casa en Los Ángeles, y esa mujer está viviendo con él otra vez.
¿No tengo razón?
—Usted lo conoce mejor que yo.
—Puede apostar que sí. Hace treinta años que estamos casados, y por más de la
mitad de esos treinta años ha estado detrás de la misma falda. —Se inclinó hacia mí,
con una boca ávida—. ¿Ha visto a esa mujer?

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—La he visto.
—¿Si yo le muestro una fotografía de ella, está dispuesto a decirme si es la misma
mujer?
—Si usted me ayuda a localizar a Jack.
Ella pensó seriamente en mi planteo.
—Se dirige a la zona de Bay… ¡Sabe Dios porque…! Pensé que por lo menos se
quedaría a pasar la noche. Pero se dio una ducha, se cambió la ropa, comió la comida
que le preparé y luego partió otra vez.
—¿A qué lugar de Bay?
—En la Península. Lo oí hablar con Palo Alto antes de partir. Hizo una
reservación en el Hotel Sandman Motor. Es todo lo que sé. Ya no me dice nada y yo
sé porqué. Está detrás de esa falda otra vez. Tenía esa expresión en los ojos. —Su voz
zumbaba de resentimiento, como una bocina atrapada en una red. La ahogó con gin
—. Le mostraré el retrato.
Puso su vaso vacío sobre una mesa con incrustaciones de piedra pulida. Dejó la
habitación y volvió. Me arrojó una fotografía pequeña, y encendió una lámpara de
tres luces.
—Es ella, ¿verdad?
Era una pequeña instantánea de la cara de Laurel Smith, tomada cuando era una
muchacha de unos veinte años, de pelo oscuro. Aun en esta pequeña fotografía
descuidada, su belleza resplandecía. Recordé su rostro golpeado cuando la ponían en
la ambulancia, y tuve como un impacto retardado, una sensación de algo valioso
destruido por el tiempo y la violencia.
Mrs. Fleischer repitió su pregunta. Yo le respondí con cautela.
—Creo que es ella. ¿Dónde consiguió esta fotografía?
—La saqué de la billetera de Jack mientras se estaba dando la ducha. Vuelve a
llevarla consigo. Es una vieja fotografía que tiene desde hace mucho tiempo.
—¿Como cuánto?
—Veamos… —contó con los dedos—. Quince años. Hace quince años que la
recogió. La mantuvo en Rodeo City, diciendo que era una testigo, que todo lo que él
hacía era estrictamente asunto de trabajo. Pero el único crimen que ella presenció fue
ver al delegado del sheriff, Jack Fleischer, quitarse los pantalones.
Hubo una pequeña satisfacción en sus ojos. Estaba traicionando a su marido
conmigo, lo mismo y tan completamente como él la había traicionado a ella. Y como
esposa de un viejo policía, se estaba traicionando a sí misma.
Tomó la fotografía, la puso sobre la mesa y levantó su vaso.
—¡Bebamos otra copa! —propuso.
No discutí. Los casos se abren de distintas maneras. Este no se estaba abriendo
como una puerta, ni como una tumba; no se abría como una rosa o cualquier flor; se

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estaba abriendo como una rubia triste y vieja con sombras en su corazón.
Vacié mi vaso y ella se lo llevó a la cocina para volver a llenarlo. Me parece que
mientras estuvo allí se bebió un vaso extra. Al regresar chocó con el marco de la
puerta de la sala y derramó gin en sus manos.
Le tomé ambos vasos y los coloqué en la mesita con incrustaciones de piedra.
Ella se balanceó frente a mí, los ojos nublados, perdidos. Con gran esfuerzo logró
enfocarlos, la red de finas líneas que los circundaban se hicieron profundas en su piel.
—Es la misma mujer, ¿verdad?
—Sí. ¿Sabe su nombre?
—Se hacía llamar Laurel Smith, en Rodeo City.
—Todavía se hace llamar así.
—Jack está viviendo con ella en Los Ángeles, ¿no es cierto?
—Que yo sepa nadie está viviendo con ella.
—No trate de engañarme. Ustedes los hombres se ayudan mutuamente. Pero yo
sé cuándo un hombre gasta dinero con una mujer. Se llevó más de mil dólares de
nuestra cuenta de ahorros en menos de un mes. Y tengo que rogarle para que me de
doce dólares para ir a la peluquería. —Metió sus dedos entre el pelo seco y ondeado
—. ¿Todavía es bonita?
—Bastante bonita. —Haciendo un esfuerzo le hice un cumplido—. En realidad se
parece mucho a usted.
—Todas son así. Las mujeres que elige se parecen a mí. Pero eso no es un
consuelo, siempre son más jóvenes. —Su voz sonaba como un látigo flagelante,
vuelto contra sí misma. De nuevo se encolerizó con Fleischer—. ¡Maldito canalla!
Tiene el coraje de gastar nuestro dinero tan duramente ganado con esa descastada.
Luego viene y me dice que lo está invirtiendo, que seremos ricos por el resto de
nuestras vidas.
—¿Dijo en qué forma?
—Usted debería saberlo. Usted es uno de sus compinches, ¿no es así?
Tomó el vaso y bebió. Parecía dispuesta a arrojarme el vaso vacío a la cabeza. Yo
no era su marido, pero tenía pantalones.
—Termine su copa —me dijo—. Yo terminé la mía.
—Hemos bebido bastante.
—Eso es lo que usted cree.
Llevó su copa a la cocina. Sus chinelas resbalaron por el piso y su cuerpo se
inclinó como si estuviera en una pendiente irreversible, deslizándose para siempre
hacia el limbo de las mujeres abandonadas. Oí que rompía algo en la cocina. Miré a
través de la puerta y la vi romper platos en la pileta.
No me interpuse. Eran sus platos. Volví a la sala, tomé el retrato de Laurel de la
mesa y salí de la casa.

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En el porche de la casa vecina, un hombre de pelo canoso, vistiendo una salida de
baño, estaba de pie en actitud de escuchar. Cuando me vio, dio media vuelta y se
metió en su casa. Oí que decía antes de cerrar la puerta:
—Jack Fleischer está otra vez en su casa.

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Capítulo 13

LA CASA de un solo piso de Henry Langston estaba en un nuevo barrio en las


afueras, hacia el norte de la ciudad. Las luces estaban encendidas, tanto afuera como
adentro. Las puertas del garage contiguo, abiertas, pero no había ningún automóvil
adentro; sólo el triciclo de un niño contra una de las paredes.
Una mujer joven, vistiendo un sacón con cuello de piel, salió de la casa. Tenía los
ojos vivos y oscuros, y el rostro ovalado y picaresco. Se detuvo de pronto, antes de
llegar hasta mí, algo alarmada.
—Estoy buscando a Mr. Langston —le dije.
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo?
—No tengo razón alguna para suponerlo.
—¡Pero, es tan tarde!
—Lo lamento. Traté de encontrarlo más temprano. ¿Está ahora?
Miró por sobre mi hombro la puerta abierta. Estaba perturbada por mi presencia,
como si yo fuera portador de una enfermedad contagiosa, traída desde la última casa
que había visitado.
Sonreí con una sonrisa trasnochada.
—No se preocupe. Esto no tiene nada que ver con ustedes. Tengo que hacerle
algunas preguntas sobre uno de sus antiguos estudiantes.
—Estoy segura de que no hablará con usted esta noche.
—Yo en cambio, estoy seguro de que lo hará. Dígale que se trata de Davy
Spanner.
—¡Otra vez él! —torció la cabeza como si se tratara de un rival, luego se mordió
el labio—. ¿Davy se ha metido en problemas otra vez, o sigue metiéndose en
problemas?
—Prefiero discutir eso con su marido. ¿Usted es Mrs. Langston?
—Sí. Y tengo frío, estoy cansada y con ganas de acostarme. Pasamos la velada
con unos amigos, y ahora se ha echado a perder. —Quizás había bebido una o dos
copas de más, pero deliberadamente se fomentaba sus sentimientos. Era lo bastante
bonita como para poder permitírselo.
—Lo lamento.
—Si lo lamenta tanto, váyase.
Entró y golpeó la puerta con una fuerza bien calculada, entre seis y siete de la
Escala Richter. Me quedé donde estaba, sobre el sendero de lajas. Mrs. Langston
reabrió la puerta con cuidado, como alguien que reabre un caso jurídico.
—Le pido disculpas. Comprendo que debe ser importante, porque sino no estaría
acá. ¿Es usted policía?
—Un detective privado. Mi nombre es Archer.

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—Henry debe volver en cualquier minuto. Sólo ha ido a llevar a la baby-sitter.
Entre, es una noche fría.
Se dirigió al living. La seguí. La habitación estaba llena de muebles y libros. Un
piano de media cola cerrado era la nota más destacada.
Mrs. Langston estaba al lado del piano, como una solista nerviosa.
—Voy a prepararle café.
—Por favor, no se moleste. Y por favor, no tenga miedo.
—No es culpa suya. Tengo miedo de Davy Spanner.
—Usted tenía miedo antes de que se lo nombrara.
—¿Sí? Quizás tenga razón. Usted me miraba en una forma tan extraña… como si
me fuera a morir.
No me preocupé de recordarle que ella como todos íbamos a morir. Se quitó el
sacón. Parecía embarazada de seis meses.
—Si me excusa, me voy enseguida a la cama. Por favor, no retenga a Henry toda
la noche.
—Trataré de no hacerlo. Buenas noches.
Agitando los dedos se despidió de mí, dejando como una sensación trémula en la
habitación.
Cuando oí el automóvil en la entrada, salí.
Langston bajó del coche, dejando su rural fuera del garage, con los faros
encendidos y el motor en marcha. Una sensación de alarma parecía flotar en el aire, y
pude verla reflejada en su cara. Era un hombre joven, alto, hogareño, con el pelo
rubio color de arena, y ojos sensibles.
—¿Kate, está bien?
—Su esposa está muy bien. Me hizo entrar y se fue a la cama —le dije quién era
—. Davy Spanner estuvo esta noche en la ciudad.
Los ojos de Langston parecieron retroceder, como si yo hubiera tocado una
invisible antena. Volvió a su rural, apagó el motor y los faros.
—Hablemos en el coche, ¡por favor! No quiero molestarla.
Nos sentamos en el asiento de adelante, cerrando las puertas sin golpearlas.
—Por casualidad, ¿usted no vio a Davy esta noche?
Vaciló antes de responder.
—Sí, lo vi. Muy brevemente.
—¿Dónde?
—Vino aquí, a mi casa.
—Aproximadamente, ¿a qué hora?
—A las ocho. Kate se había ido a buscar a Elaine… es la muchacha de la escuela
secundaria que se queda con nuestro hijo… y me alegré mucho de que no estuviera
en casa. Por fortuna, él se marchó antes de que ella regresara. Davy perturba a Kate,

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básicamente, ¿lo sabe?
—No es a la única persona que perturba.
Langston me miró de reojo.
—¿Ha estado otra vez, dándose de cabeza contra la pared?
—Si es así como usted lo denomina…
—Davy es un autodestructor.
—Me preocupa la otra gente. ¿Estaba esa chica Sandy con él?
—Sí, desde luego. Ella es una de las razones por las que vino a verme esta noche.
Quería que Kate y yo la cuidáramos. Dijo que iban a casarse, pero que antes tenía que
hacer algo que le tomaría uno o dos días.
—¿Explicó que clase de asunto era?
—No. Pero supongo que algo violento. Pensó que sería mejor que Sandy se
quedara con nosotros hasta que terminara con ello.
—¿Por qué ustedes?
—Es lo que a menudo me he preguntado —dijo con un esbozo de sonrisa—. ¿Por
qué nosotros? La respuesta es, que yo me lo he buscado. Me inmiscuí muy
profundamente en los asuntos de Davy hace años, y cuando eso sucede es muy
difícil… ¿sabe usted?, desarraigar ese afecto. Casi rompí mi casamiento en un
momento dado. Pero nunca más. Le dije que lo que sugería era imposible. Lo tomó
mal, como si le estuviera fallando. Pero era una cuestión de a cuál de ellos iba a
fallarle, a Davy o a mi propia familia.
—¿Cómo reaccionó la chica?
—No tuve oportunidad de hablar con ella. Pude verla sentada en el coche, pálida
y tensa —señaló con el pulgar hacia la calle, donde estaba mi coche—. Pero no pude
hacerme responsable de ella. La verdad es que quería que se marchara antes de que
volviera Kate. Está esperando otro niño, y la pasó muy mal con el primero. Tengo
que evitarle toda excitación… alarmas y movimientos.
—Por supuesto.
—Deben haber prioridades —continuó diciendo—. De otra manera uno se
esparce en una capa demasiado fina, y toda la estructura se viene abajo. —Parecía un
hombre muy consciente, repitiendo una lección difícil que estaba tratando de
aprender, pero no lograba desinteresarse de la chica—. La muchacha, ¿es realmente
su fiancée?
—Ellos así lo creen. Sin embargo, la muchacha ha huido, y sólo tiene diecisiete
años. Sus padres me contrataron, originalmente, para hacerla regresar.
—¿Y por eso está usted aquí?
—En parte. ¿Qué otras razones tenía Davy para venir a verlo a usted?
—¿Otras razones?
—Usted dijo que la chica era una de las razones. ¿Cuáles eran las otras?

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—Tenían que ver con su propia historia —respondió en forma un tanto oscura—.
Quería alguna información, esencialmente información sobre él mismo. Como le
estaba diciendo, yo sondeé profundamente en su caso, algunos años atrás, cuando él
era uno de nuestros estudiantes en la secundaria. Comprendo ahora que llegué
demasiado hondo. Sabía algo de terapia cuando estaba en el colegio, y pensé que
podía usarla para curarlo. Pero algo pasó, y no sé cómo explicarlo. Tenía una
expresión perpleja e introvertida, como si estuviera tratando de explicarse el pasado.
—Algo pareció rasgarse, como una membrana, entre nosotros —continuó—.
Hubo momentos en que nuestras identidades parecían mezclarse. Podía, en realidad,
sentir sus sentimientos y pensar sus pensamientos, y experimentar esta terrible
empatía… —se interrumpió—. ¿Le ha sucedido eso a usted, alguna vez?
—No. Salvo que cuente a las mujeres, en circunstancias muy especiales.
—¿Mujeres? —dijo en una forma extraña—. Kate es tan extraña para mí, como
las montañas de la luna. Eso no quiere decir que no la ame. La adoro.
—¡Espléndido! Usted iba a hablarme de la historia de Davy.
—No tenía historia. Ese era el problema. Pensé que podía ayudarlo,
proporcionándole alguna. Pero sucedió que él no pudo con ella. Tampoco yo, en
realidad. Yo fui el que manejé mal la situación, desde que yo era el consejero y él
sólo un perturbado adolescente de diecisiete años.
Langston también estaba perturbado. Su mente parecía estar luchando a través de
magnéticos campos de la memoria, que retorcía todo lo que decía. Lo apremié otra
vez.
—¿Es verdad que mataron al padre de Davy?
Me miró, clavándome los ojos como estiletes.
—¿Sabe usted algo acerca de la muerte del padre?
—Sólo eso. ¿Cómo sucedió?
—Nunca lo supe con certeza. Aparentemente cayó bajo un tren, cerca de Rodeo
City. Las ruedas del tren pasaron sobre él y le cortaron la cabeza. —Langston se llevó
los dedos al cuello—. Era un hombre joven, más joven de lo que yo soy ahora.
—¿Cómo se llamaba?
—Nadie parece saberlo. No llevaba tarjeta de identificación. De acuerdo con la
teoría del delegado del sheriff que tuyo el caso…
—¿Jack Fleischer?
—Sí. ¿Lo conoce?
—Estoy deseando conocerlo. ¿Cuál era su teoría?
—Que el hombre era un trabajador transitorio que viajaba en los trenes y que
accidentalmente se cayó. Pero esa teoría adolece de una gran falla. Tenía un niño de
tres años con él, y si él se hubiera caído del tren en movimiento, Davy también debió
haberse caído, pero no se lastimó, por lo menos en el sentido físico. Psíquicamente —

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agregó— Davy experimentó un trauma serio. Estoy seguro de que es la raíz de su
problema. Se sentó al lado de las vías del tren, y pasó allí toda la noche con el
cadáver sin cabeza. —Su voz era tan baja que apenas podía oírlo.
—¿Cómo sabe eso?
—El delegado Fleischer lo encontró al lado del cuerpo. Davy lo confirmó. Yo lo
ayudé a que aflorara a su memoria. Pensé que le haría bien. Pero temo que no fue así.
Comprendo ahora que jugaba a ser Dios, practicando la psiquiatría sin tener un
diploma. —Su voz era contrita—. Se volvió completamente loco y me atacó.
Estábamos en mi oficina de la secundaria, y no hubo manera de ocultarlo. En verdad,
me propinó una buena paliza. El colegio lo expulsó a pesar de mis protestas. Todo lo
que pude hacer fue evitar que lo enviaran a un reformatorio.
—¿Y por qué quería hacerlo?
—Me sentía culpable, por supuesto. Había estado jugando con la magia negra…
Esos recuerdos reprimidos son tan poderosos como cualquier magia… y la cosa
estalló en la cara de ambos. Él sufrió una lesión permanente.
—Eso ha sucedido hace mucho tiempo. Todavía sigue jugando a ser Dios —le
dije.
—Conozco toda la extensión de mi responsabilidad. Lo ayudé a traer este terrible
recuerdo a su plano consciente. Se ha fijado en su mente desde entonces.
—Usted no sabe eso.
—Sin embargo, lo sé. Ese es el infierno. Vino esta noche aquí, e insistió en que le
dijera dónde habían encontrado el cuerpo de su padre. Todavía es el pensamiento
dominante de su mente.
—¿Se lo dijo?
—Sí. Era la única forma de liberarme de él.
—¿Puede llevarme a ese lugar? ¿Esta noche…?
—Podría. Pero es un viaje de una hora, por lo menos, hasta la costa. —Miró su
reloj—. Son más de las doce y treinta. Si lo llevo, no volveré a casa antes de las tres y
tengo que estar en la escuela a las ocho menos cuarto.
—Olvídese de la escuela. Usted mismo dijo que había prioridades. Esto tiene que
ver con la vida o la muerte de un hombre.
—¿Qué hombre?
Le hablé a Langston acerca de aquello que jadeaba en el maletero del coche de
Sandy.
—Al principio pensé que era un secuestro por dinero. Cada vez es más joven la
gente que lo hace. Pero los motivos para el secuestro, también están cambiando con
los tiempos. Y sucede cada vez con mayor frecuencia que no son más que descarados
juegos de «poder», con el único objeto de dominar a otra persona. Sabe Dios lo que
está pasando por la mente de Davy, y también de la chica. Pueden estar proyectando

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reconstruir la muerte de su padre.
Langston me dedicaba toda su atención. No podía resistir el cebo psicológico.
—Podría ser que usted tuviera razón. Parecía tener una urgencia terrible en
encontrar el lugar exacto. ¿La policía está en esto?
—No. La familia de la víctima me pidió que lo resolviera yo solo.
—¿Quién es él?
—Un financista de los Ángeles. El padre de la chica trabaja en una de sus
compañías.
—Evidentemente, parece más complejo que un crimen por dinero.
—¿Quiere ayudarme? —pregunté.
—No tengo mucho que elegir. Llevaremos su coche, ¿de acuerdo?
—Como usted quiera, Mr. Langston.
—Por favor, llámeme Hank. Todo el mundo lo hace —bajó del coche—. Entre un
momento en la casa, ¿quiere? Tengo que dejarle una nota a mi esposa.
La escribió sobre la tapa del piano de media cola mientras yo revisaba sus libros.
Cubrían una amplia gama de temas, incluyendo leyes e historia. Sus libros de
psicología y sociología enfatizaban los espíritus más libres en ese tema: Eirk Erikson
y Erich Fromm, Paul Goodman, Edgard Z, Friedenberg.
Dejó la nota a su esposa sobre el atril del piano, Con una pequeña luz brillando
sobre ella. La leí al salir:

Muy querida:
Para el caso de que despiertes y te preguntes dónde estoy, he salido a dar una vuelta
con Mr. Archer. Si alguien llama a la puerta, no respondas. Por favor, no te
preocupes. Te amo con todo mi corazón, en caso de que lo dudes. Volveré pronto.»
Te quiero.
H.
(0,30 a.m.)

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Capítulo 14

YO CONDUCÍA el coche, y le dije a Langston que podía dormir. Declaró que no


necesitaba dormir, pero tan pronto como entramos en la carretera, apagó el cigarrillo
y se durmió.
El camino se alejaba del mar por un rato, trazando una curva tierra adentro a
través de un pasó montañoso, volviendo luego hacia el mar. El ferrocarril corría entre
el mar y las montañas y de vez en cuando podía divisar un tramo de las vías con sus
durmientes.
Había muy poco tránsito. La parte norte del condado estaba constituida en su
mayor parte por campo abierto. Del lado del mar unas pocas estaciones de servicio de
combustibles resplandecían quebrando la oscuridad. Hacia el interior, los campos
trepaban hacia los flancos rocosos de las montañas chatas. El ganado que se veía en
los campos estaba tan inmóvil como piedras.
—¡No! —dijo Langston, soñando.
—Despierte, Hank.
Pareció sorprendido.
—¡Un sueño terrible! Estábamos nosotros tres en la cama para… —se detuvo a
mitad de la frase, y se quedó observando la noche.
—¿Quiénes tres…?
—Mi mujer, yo y Davy. Fue un sueño desagradable.
—¿Tiene temor de que Davy pueda ir a su casa? —pregunté después de cierta
vacilación.
—Me asaltó ese pensamiento —admitió—. Pero él no lastimaría a alguien que yo
amo.
Estaba hablando contra la oscuridad. Tal vez yo debí dejarlo en su casa. Lo pensé,
pero ahora era demasiado tarde. Ya habíamos andado unas cincuenta millas.
—¿Cuánto falta Hank?
—No puedo decirle con exactitud. Reconoceré el lugar cuando lo vea. Tiene que
girar a la izquierda al llegar a un camino de grava. Cruza las vías —Miró hacia
adelante a través del parabrisas.
—¿Cuánto hace que estuvo en este lugar?
—Aproximadamente tres años. El Delegado Fleischer me trajo.
—¿Por qué quiso meterse en todo este lío?
—Quería saber con exactitud, qué había pasado. La gente del reformatorio me
dijo que Davy era prácticamente un autista cuando lo recibieron… Mudo, y casi
inaccesible. Quise saber porqué. Fleischer no les había dicho mucho, si es que les dijo
algo.
—¿Habló libremente con usted?

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—Los policías nunca lo hacen, ¿no es así? Y comprendo que un agente se sienta
muy posesivo con respecto a un caso. Cuando me trajo aquí, había estado trabajando
en este caso durante doce años.
—¿Se lo dijo él?
—Sí.
—Entonces, ¿no pudo haber pensado que fuera un accidente?
—En verdad, no sé qué pensaba. —Langston se inclinó hacia adelante—. Ande
más despacio. Estamos llegando.
A unos cientos de yardas más adelante, a la luz de los faros de un camión que se
acercaba, pude ver el camino de ripio, bajando y perdiéndose a lo lejos.
Una persona solitaria haciendo señas con el pulgar para que la recogieran, se
encontraba en un punto del camino. Era una muchacha de pie que nos daba la
espalda, haciendo señales frenéticas al conductor del camión. El camión pasó frente a
ella y luego a nuestro lado, sin disminuir la velocidad.
Giré hacia la izquierda, hacia el camino secundario, y descendí del coche. La
muchacha usaba anteojos oscuros, como si la oscuridad natural no fuera bastante
intensa para ella. Su cuerpo hizo un movimiento rápido; pensé que echaría a correr.
Pero sus pies parecían pegados al ripio.
—¿Sandy?
No me respondió, excepto por un pequeño gruñido de reconocimiento. Tuve una
visión de mí mismo, visto desde arriba. Una especie de lechuza que se adelantaba
hacia una chica asustada, en un cruce de caminos desiertos. En alguna forma, mis
motivos no entraban en el cuadro.
—¿Qué ha pasado con los otros, Sandy?
—No lo sé. Huí y me escondí entre los árboles. —Señaló hacia un bosquecillo de
pinos de Monterrey, allá lejos, cerca de las líneas férreas. Percibía el aroma de los
pinos que había quedado en ella.
Tendió a Mr. Hackett sobre las vías del ferrocarril, y entonces realmente, me
asusté. Hasta ese momento pensaba que sólo estaba simulando. No creí que él
pensara matarlo de verdad.
—¿Está inconsciente Hackett?
—No, pero está todo atado… manos, pies, boca. Parecía tan indefenso sobre las
vías… Él también sabía dónde estaba, por los ruidos que hacía. No pude soportarlo,
de manera que huí. Cuando volví se habían marchado.
Langston se acercó a mí. Sus pies hacían ruido sobre la grava. La muchacha,
asustada, se retiró un poco.
—No tenga miedo —dijo él.
—¿Quién es usted? ¿Lo conozco?
—Son Henry Langston. Davy quería que la cuidara. Parecería que, después de

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todo, va a resultar así.
—No quiero que nadie me cuide. Estoy bien. Puedo conseguir que alguien me
lleve —hablaba con una especie de seguridad mecánica, que parecía estar
desconectada de sus verdaderos sentimientos.
—Vamos —le dijo—. No sea tan retraída.
—¿Tiene un cigarrillo?
—Un paquete entero.
—Iré con usted si me da un cigarrillo.
Langston sacó sus cigarrillos y solemnemente se los ofreció. Ella tomó uno del
paquete. Sus manos temblaban.
—¿Tiene fuego?
Langston le ofreció una caja de fósforos. Sandy lo encendió e inspiró hondo. El
extremo encendido de su cigarrillo se reflejaba por duplicado como pequeños ojos
rojos y ardientes en los cristales de sus anteojos oscuros.
—Bien. Subiré al coche.
Se sentó en el asiento de adelante, entre Langston y yo. Fumó el cigarrillo hasta
que se quemó los dedos. Luego lo dejó caer en el cenicero.
—Sus proyectos no eran muy buenos —le dije—. ¿Quién los hizo?
—La mayor parte, Davy.
—¿Qué se proponía hacer?
—Matar a Mr. Hackett, como le dije. Dejarlo sobre los rieles, para que el tren le
pasara por encima.
—¿Y usted estaba de acuerdo en eso?
—No creía en verdad que fuera a hacerlo. Tampoco lo hizo.
—Será mejor que verifiquemos eso.
Saqué el freno de emergencia. El coche se deslizó hacia el cruce que estaba
marcado por una vieja señal de madera, con los travesaños hacia abajo.
—¿Dónde fue que colocó a Mr. Hackett?
—Aquí mismo, al lado del camino —Sandy indicó el lado norte del cruce.
Me bajé con la linterna para mirar los rieles. Había rastros recientes en la grava,
que podían haber sido hechos por tacos de zapatos. Con todo era difícil imaginar la
escena descrita por la muchacha.
Volví al automóvil.
—¿Davy le dijo por qué había elegido este lugar? —pregunté.
—Pensó que sería un buen lugar para matarlo, supongo. Luego yo me escapé,
posiblemente cambió de idea.
—¿Por qué eligió a Mr. Hackett como víctima?
—No lo sé.
Me incliné por la puerta abierta.

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—Usted debe tener alguna idea, Sandy. Mr. Hackett era un amigo de su familia.
—No es amigo mío —respondió ella con cautela.
—Eso lo ha demostrado con bastante claridad. ¿Qué hizo Hackett, si es que hizo
algo?
—No tengo que responder a eso, ¿verdad? Soy menor de edad pero tengo derecho
a un abogado —dijo, volviéndose a Langston.
—No sólo tiene ese derecho —le respondí—, sino que necesita un abogado. Pero
no va a beneficiarse guardando silencio. Si no acusa a su amigo, terminará yendo a un
juicio como cómplice por todo lo que él haga.
Ella volvió a apelar a Langston, el «Rey del Cigarrillo».
—Eso no es verdad… ¿o sí?
—Podría suceder —respondió él.
—Pero soy menor de edad…
—Eso no es una protección contra un cargo capital. Ya tiene en su haber un
secuestro. Si lo matan a Hackett, será cómplice de asesinato.
—Pero huí…
—Eso no servirá de mucha ayuda, Sandy.
Estaba impresionada. Creo que comenzaba a comprender que el lugar y la hora
eran reales. Que ésta era su vida y que la estaba viviendo mal.
Experimenté una cierta empatía con ella. La escena también se hacía parte de mi
vida. Los árboles de pie y oscuros contra la oscuridad, los rieles estirándose como
cintas de hierro, indispensables para las necesidades entre norte y sur, y una luna
tardía como una reminiscencia que pendía en el cuadrante más bajo del cielo.
Allá a lo lejos, hacia el norte, el rayo de luz del faro del tren iluminó una curva.
Llegaba hasta nosotros oscilante, cortando la oscuridad en formas indescriptibles,
arrastrando un tren de carga tras de sí. Mis propios faros brillaban sobre los rieles, y
podía verlos hundirse bajó el peso de la máquina diesel. El sobrecogedor ruido del
tren completaba la drástica realidad de la escena.
Sandy emitió un grito estrangulado y trató de forzar su paso a través de mí. La
obligué a que entrara de nuevo en el coche. Me rasguñó la cara, y yo le di una
bofetada. Los dos actuábamos como si el ruido nos hubiera eliminado de la raza
humana.
Cuando el tren había pasado hacia el sur Langston dijo.
—Calma, no hay necesidad de violencias.
—Dígale eso a Davy Spanner.
—Lo he hecho muchas veces. Esperemos que haya servido de algo —y
dirigiéndose a la muchacha—, Mr. Archer tiene toda la razón, Sandy. Si usted puede
ayudarnos, se estará ayudando a sí misma. Debe tener alguna idea del lugar a donde
se ha dirigido Davy.

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—Él mismo no lo sabía. —Sandy respiraba con dificultad—. Habló mucho acerca
de un lugar en las colinas donde solía vivir. Sin embargo, no sabía dónde quedaba.
—¿Está usted segura de que existe ese lugar?
—Él lo pensaba así. Yo no lo sé.
Me acomodé en el asiento detrás del volante. Nuestra breve lucha la había hecho
entrar en calor y podía sentir su cuerpo ardiendo a mi lado. Era una pena, pensé, que
sus padres no pudieran mantenerla en su casa, por uno o dos años más. Malo para ella
y malo para ellos.
Le pregunté a Sandy otras cosas mientras nos dirigíamos al sur. Se mostró
reticente con respecto a sí misma y a las relaciones que había mantenido con Davy.
Pero sus respuestas dejaron establecido una cosa, para mi propia satisfacción: Si
Davy Spanner era el que había golpeado a Laurel Smith, Sandy no lo sabía, y había
estado con él todo el día, según ella afirmó.

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Capítulo 15

ERA ALGO más de las tres de la mañana cuando llegamos a Santa Teresa. Le pedí a
Langston que viniera con nosotros al motel. Parecía ejercer una influencia sedante
sobre la chica.
Sebastián nos oyó llegar y abrió la puerta de su dormitorio antes de que llamara.
La luz se derramó sobre su hija. Ella permaneció allí, de pie, en una actitud
provocativa, sacando la cadera.
Él salió a recibirla con los brazos abiertos. Sandy retrocedió abruptamente. Con
un gran gesto de desprecio, encendió un cigarrillo y arrojó el humo en su dirección.
—No sabía que fumaras —dijo el padre débilmente.
—Fumo siempre que puedo.
Todos entramos en la habitación de Sebastián, yo detrás. El se volvió hacia mí.
—¿Dónde la encontró?
—Allá en la carretera. Éste es Mr. Langston. Me ayudó a localizarla.
Los dos hombres se estrecharon las manos. Sebastián dijo que estaba muy
agradecido. Pero miró a su hija como preguntándose de qué estaba agradecido. Ella
sentada en el borde de la cama con las piernas cruzadas, lo observaba.
—Todavía tenemos problemas —le dije—. Voy a hacerle algunas sugerencias.
Primero lleve a su hija a su casa y manténgala allí. Si usted y su esposa no pueden
controlarla, empleen a alguien que los ayude.
—¿Qué tipo de ayuda?
—Una enfermera psiquiátrica, quizás. Pregúnteselo su médico.
—Cree que estoy loca —dijo Sandy hablando con la habitación—. El loco debe
ser él.
Yo ni siquiera la miré.
—¿Tiene un buen abogado, Mr. Sebastián?
—No tengo ningún abogado. Nunca lo he necesitado.
—Pues ahora lo necesita. Busque a alguien que le recomiende un abogado
penalista y dele la oportunidad para que hable con Sandy, hoy. Ella está metida en un
problema serio, y tiene que cooperar con la ley.
—Pero no quiero inmiscuirla con la ley.
—No tiene elección.
—No me diga eso. Mrs. Marbung le advirtió que usted debe mantener todo este
asunto en privado.
—Voy a hablar con Mrs. Marbung, también. El caso es demasiado importante
para manejarlo yo solo.
Sandy se abrió paso hacia la puerta, Langston la alcanzó antes que llegara,
rodeándola por la cintura. Ella le quemó la muñeca con la colilla del cigarrillo; Él la

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zamarreó, la arrojó sobre la cama y se quedó de pie frente a ella jadeando. Podía
olerse el vello quemado.
Alguien del otro lado de la pared gritó:
—¡A ver si terminan de una vez!
Sebastián miró a su hija con doloroso interés. De pronto Sandy había crecido,
convirtiéndose en una fuente de problemas. Seguramente estaba peguntándose hasta
dónde crecería el problema.
—Será mejor que nos vayamos —dije—. ¿Quiere telefonearle a su esposa?
—Debería hacerlo, ¿verdad?
Se dirigió al teléfono y después de mucho agitar el receptor logró conectarse. Su
esposa respondió enseguida.
—Tengo estupendas noticias —dijo con voz temblorosa—. Sandy está conmigo.
La llevo a casa. —Las palabras humedecieron sus ojos—. Está bien. Te veremos
dentro de un par de horas. Vete a dormir ahora.
Colgó y se volvió a Sandy.
—Tu madre me dijo que te diera su amor.
—¿Quién lo necesita?
—¿Es que no nos quieres nada?
Sandy se tiró en la cama con la cara para abajo, y permaneció inmóvil y
silenciosa. Yo me dirigí a la habitación contigua para hacer un llamado personal.
Era a Willie Mackey, que dirigía una agencia de detectives en San Francisco. Su
servicio receptor tomó la llamada, pero la giró al apartamento de Willie, en California
Street. Respondió con voz adormilada.
—Habla Mackey.
—Soy Lew Archer. ¿Estarás libre hoy?
—Puedo estarlo.
—Bien. Tengo un trabajo en la Península. No es más que un trabajo de
seguimiento, pero podría resultar importante. ¿Tienes un lápiz?
—Espera un momento. —Willie desapareció y volvió—. Adelante.
—¿Conoces el Hotel Sandman Motor en Palo Alto?
—Sí. Está en el Camino Real. Me he hospedado allí.
—Un hombre llamado Jack Fleischer, delegado jubilado del sheriff de Santa
Teresa, irá allí esta noche. Quiero saber para qué, si es posible. Quiero saber adónde
va, con quién habla y de qué cosas. No quiero que lo pierdas de vista aun cuando
tengas que gastar algo de dinero.
—¿A cuánto asciende ese «algo»?
—Utiliza tu discreción.
—¿Quieres decirme de qué se trata?
—Jack Fleischer podría saberlo. Yo no, excepto que la vida de un hombre está en

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peligro.
—¿Cómo se llama el hombre?
—Su nombre es Hackett. Ha sido secuestrado por un muchacho de diecinueve
años, llamado Davy Spanner. —Describí a los dos, en caso de que aparecieran en el
territorio de Willie—. Hackett es un hombre rico, pero esto no parece ser un secuestro
por el rescate. Spanner es un psicópata con tendencias esquizoides.
—Siempre son divertidos. Iré enseguida a Palo Alto, Lew.
Volví a la habitación de Sebastián. La muchacha todavía estaba tendida boca
abajo en la cama con Langston de pie al lado de ella.
—Lo dejaré en su casa —le dije— .Lamento haberle arruinado la noche.
—No lo hizo, y me alegra haber podido ayudarlo y ese ofrecimiento sigue en pie.
Una cosa. Me parece que debería hablar con la policía local.
—Déjeme manejar ese aspecto. ¿Correcto?
—Correcto.
Sandy se levantó cuando se lo dije, y los cuatro, en el coche, cruzamos la ciudad.
Las luces estaban encendidas en la casa de Langston. Su esposa vino corriendo a
recibirlo, vistiendo una robe china, roja.
—No deberías correr —le dijo su marido—. ¿No te has acostado?
—No deberías dormir. Tenía miedo de que te pasara algo. —Se volvió hacia mí
—. Me prometió que no lo entretendría toda la noche.
—No lo hice. De cualquier manera sólo son las cuatro.
—¡Solamente las cuatro…!
—No deberías estar parada aquí en el frío —Langston la llevó adentro de la casa,
saludándome con la mano antes de cerrar la puerta.
Fue un viaje triste hacia el sur, a Malibú. Sandy estaba silenciosa entre su padre y
yo. Él intentó varias veces hablarle, pero ella simulaba no oír.
Una cosa estaba clara. Mediante un cambio en las reglas del juego para incluir el
ultraje, ella había ganado una ventaja sobre él. El padre tenía más que perder que ella.
Él estaba perdiendo, pero no había abandonado la esperanza de conservar algo. Ella
actuaba como si no la tuviera.
Los dejé en la playa de estacionamiento donde Sebastián había dejado su coche.
Esperé hasta que entraron en él y ver salir humo del escape. Sandy no intentó huir.
Quizá comprendiera que no había adonde huir.
Al pie de la pequeña población, la marea alta rugía en la playa. De cuando en
cuando, por entre los edificios, podía ver las rompientes suavemente fosforescentes a
la luz del amanecer que apuntaba.
Era demasiado temprano para comenzar otro día. Me registré en el primer motel
que encontré en el camino.

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Capítulo 16

ME DESPERTÉ a las ocho en punto. Todavía era demasiado temprano, pero mi


estómago gruñía. Salí comí una tajada de jamón con dos huevos fritos no muy
cocidos, una pila de tostadas, panqueques aparte, por valor de un dólar, con
mermelada de frambuesas, y bebí varias tazas de café negro.
Ahora me sentía dispuesto como nunca para hablar con Mrs. Marburg. Sin
anunciarme por teléfono, le dirigí en el coche a la casa de Hackett. El portón estaba
abierto. Tuve una fuerte sensación de déjá-vu mientras pasaba por el lago artificial.
Los patos no habían vuelto y las gallinetas todavía estaban del otro lado del estanque.
Un coupé Cadillac, evidenciando los altos honorarios del médico, estaba detenido
frente a la casa. Un hombre con aspecto joven, ojos inteligentes y pelo gris me recibió
en la puerta.
—Soy el doctor Converse. ¿Es usted de la policía?
—No, soy un detective privado que trabajo para Marburg. —Y le dije mi nombre.
—Ella no lo mencionó. —Salió y cerró la puerta de él—. Exactamente, ¿qué ha
estado sucediendo aquí? ¿Le ha pasado algo a Stephen Hackett?
—¿No se lo ha referido Mrs. Marburg?
—Me dio algunos indicios de un desastre. Pero parece creer que puede deshacer
el enredo sólo con no hablar de ello. Armó un tremendo escándalo cuando insistí en
que llamara a la policía.
—¿Cuál es su gran objeción a la policía?
—Tiene la idea fija de que son corrompidos e incompetentes. Supongo que tiene
razones para ello, después de lo que le sucedió a su anterior marido.
—¿Qué le pasó?
—Presumía que usted lo sabía. Lo mataron de un palazo en la playa, hace
alrededor de quince años. No estoy muy enterado de los detalles… Fue antes de
conocerla…, pero creo que nunca encontraron al asesino. De cualquier manera,
volviendo al presente, le expliqué a Mrs. Marburg que la ley exige que los médicos y
los hospitales informen acerca de todo lo que se refiere a lesiones mayores.
—¿Estamos hablando acerca de Lupe?
—Sí. Llamé una ambulancia y lo mandé a un hospital.
—¿Está seriamente herido?
—No podría decirlo. Soy clínico y no neurólogo, y estas heridas en la cabeza
suelen ser complicadas. Lo he puesto en manos de un hombre competente, el doctor
Sunderlan, del Hospital St. John.
—¿Está consciente Lupe?
—Sí. Pero rehúsa hablar de lo sucedido. —Los dedos del médico oprimieron mi
brazo. Usaba un perfume de pinos que me producía ganas de estornudar—. ¿Sabe

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usted quién lo golpeó en la cabeza?
—Una chica de diecisiete años. Probablemente Lupe tenga vergüenza de eso.
—¿Sabe su nombre?
—Sandy Sebastián.
—¿Está seguro? —preguntó el médico, frunciendo las cejas sorprendido.
—Sí.
—Pero Sandy no es una chica violenta.
—¿La conoce bien, doctor?
—La he visto una o dos veces profesionalmente. De eso hace algunos meses. —
Sus dedos me apretaron un poco más—. De cualquier manera, ¿qué sucedió con ella
y con Lupe? ¿Él intentó atacarla?
—Es al revés. Sandy y su amigo fueron los que atacaron. Lupe se defendió y
presumo que también defendió a Mr. Hackett.
—¿Qué le ha sucedido a Mr. Hackett? Desde luego puede decírmelo. Soy su
médico. —Pero a Converse le faltaba autoridad. Tenía el aspecto y hablaba como un
médico de sociedad que se gana la vida hablando a la gente adinerada con el tono de
voz apropiado—. ¿También está lesionado?
—Lo han secuestrado.
—¿Por el rescate?
—Aparentemente, para golpearlo.
—¿Y los responsables son Miss Sebastián y su amigo?
—Sí. Atrapé anoche a Sandy y la llevé a su casa. Está con sus padres en
Woodland Hills. No está en muy buenas condiciones emocionales, y creo que usted
debe verla, si es su médico. Si es que usted es su médico…
—No lo soy. —El doctor Converse me soltó, y se alejó de mí como si de pronto
yo estuviera contaminado—. La vi sólo una vez el verano último, y desde entonces
no he vuelto a verla. No puedo ir a su casa y obligarla a que acepte mis servicios
profesionales.
—Supongo que no. ¿De qué la trató el último verano?
—Sería muy poco ético que se lo dijera.
Las comunicaciones de pronto se habían cortado entre nosotros. Entré para hablar
con Mrs. Harburg. Estaba en la sala, reclinada a medias en un sillón con la espalda
hacia la ventana. Habían ojeras azules debajo de sus ojos. No se había cambiado de
ropa desde la noche anterior.
—No tuvo suerte, ¿eh? —dijo con aspereza.
—No. ¿Ha dormido algo anoche?
—Absolutamente nada. Pasé una noche mala. No pude lograr que viniera un
médico. Cuando al fin conseguí al doctor Converse, insistió en informar a la policía.
—Creo que es una buena idea. Deberíamos entregarle todo el asunto. Ellos

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pueden hacer cosas que yo no podría, aun cuando contratara a mil hombres. Tienen
un nuevo sistema de computadoras que abarca todo el Estado para localizar a los
automóviles, por ejemplo. Y lo mejor que podría sucedemos es encontrar el coche de
Sebastián.
Dejó escapar el aire con un siseo entre los dientes.
—¡Ojalá jamás hubiera oído hablar… jamás… de ese gusano ni de su maldita
hija!
—Atrapé a la chica, si eso lo consuela.
—¿Dónde está? —preguntó Mrs. Marburg, irguiéndose en el asiento.
—En su casa, con sus padres.
—¡Ojalá me la hubiera traído! Daría cualquier cosa por saber lo que piensa. ¿La
interrogó?
—Algo. No quería hablar francamente.
—¿Cuáles eran sus motivos?
—Pura malicia, hasta donde pude apreciar. Quería lastimar a su padre.
—Entonces, ¡en nombre del Cielo…! ¿Por qué no lo secuestró a él?
—No lo sé. ¿La chica tenía algún problema con su hijo?
—Por supuesto que no. Stephen la trataba muy bien. Desde luego, Gerda era más
amiga.
—¿Dónde está Mrs. Hackett?
—Todavía está en su dormitorio. Lo mismo da que duerma. No es útil para
ayudar a nadie. No es mejor que Sidney.
Hablaba con la irritada impaciencia de los que están próximos a la desesperación.
Mrs. Marburg era, evidentemente, uno de esos seres tercos que reaccionan ante el
problema tratando de hacerse cargo de la situación y de tomar todas las decisiones,
pero las cosas se le escapaban de las manos y ella lo sabía.
—No puede permanecer levantada y hacer todo usted misma. Esto podría
convertirse en un largo asedio, y podría terminar mal.
Se inclinó a un costado, hacia mí.
—¿Stephen está muerto? —preguntó.
—Tenemos que pensar en esa posibilidad. Spanner no está jugando. Al parecer es
un homicida.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó colérica—. Está tratando de atemorizarme,
¿verdad? ¿Lo hace para que acepte la colaboración de la policía…?
—Le estoy proporcionando los hechos, a fin de que pueda tomar una buena
decisión. Durante el curso de la noche Spanner puso a su hijo sobre las vías férreas.
Pensaba dejar que un tren de carga le pasara por encima.
Me miró atónita.
—¿Un tren de carga?

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—Sé que parece una locura, pero sucedió. La chica lo vio. Sandy se asustó y huyó
de Spanner en ese momento, por lo que es casi seguro que no está mintiendo.
—¿Qué le sucedió a Stephen?
—Spanner cambió de idea cuando la chica se marchó. Pero podría intentarlo otra
vez. Hay muchas vías férreas en California, y los trenes de carga corren
constantemente.
—¿Qué está tratando de hacernos?
—Dudo que él pudiera responderle si se lo preguntara. Parece estar actuando bajo
la influencia de recuerdos de su infancia.
—Eso me suena a una farsa psicológica.
—Sin embargo, no lo es. He hablado con el consejero de la escuela secundaria a
que asistía Davy en Santa Teresa. Su padre fue muerto por un tren, en ese mismo
lugar, cuando Davy tenía tres años. Davy vio cuando ocurría.
—¿Dónde está ese lugar?
—En la parte norte del condado de Santa Teresa, cerca de Rodeo City.
—No estoy familiarizada con ese territorio.
—Yo tampoco. Por supuesto, ahora pueden estar a cientos de millas de distancia,
al norte de California, o fuera del Estado, en Nevada o Arizona.
Apartó las palabras como si fueran moscas zumbando alrededor de su cabeza.
—Usted está tratando de asustarme.
—Ojalá pudiera, Mrs. Marburg. No gana nada manteniendo este asunto en
privado. Yo, personalmente, no puedo encontrar a su hijo, no tengo nada que me guíe
a él. Los informes que tengo deberían conducirme a la policía.
—No he tenido suerte con la policía local.
—¿Usted se refiere a la muerte de su marido?
—Sí. —Me miró de frente—. ¿Quién ha estado hablando?
—No ha sido usted. Y creo que debería hacerlo. El asesinato de su marido y el
secuestro de su hijo pueden estar relacionados.
—No sé cómo podría ser eso. El chico Spanner no podría tener más de cuatro o
cinco años cuando Mark Hackett fue asesinado.
—¿Cómo lo mataron?
—Le dispararon un balazo en la playa. —Se frotó las sienes como si la muerte de
su esposo hubiera dejado un punto doloroso en su mente.
—¿En Malibu Beach?
—Sí. Tenemos una casa en la playa y Mark a menudo solía caminar hasta allá de
noche. Alguien lo siguió y le disparó con una pistola. La policía arrestó a una docena
o más de sospechosos… La mayor parte gente de paso en la playa u holgazanes, pero
nunca tuvieron bastante evidencia para formular cargos.
—¿Le robaron?

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—Le sacaron la billetera. Tampoco la recobraron nunca. Puede usted comprender
por qué no soy una gran admiradora de la policía local. Se sentó inmóvil y solemne.
Podía oír su respiración midiendo los lentos segundos.
—Tengo que aceptar su consejo, ¿no es así? Si mataran a Stephen por una
equivocada decisión mía, no podría vivir con eso. ¡Adelante, Mr. Archer! Haga lo que
quiera. —Me despidió con un movimiento de la mano, luego, cuando había llegado a
la puerta me volvió a llamar—. Por supuesto quiero que usted siga en el caso.
—Esperaba que así fuera.
—Si usted lo encuentra a Stephen y lo trae sano y salvo a casa, aún estoy
dispuesta a pagarle cien mil dólares. ¿Necesita dinero para gastos, ahora?
—Ayudaría. Estoy empleando a otro hombre, un detective de San Francisco,
llamado Willie Mackey. ¿Quiere adelantarme mil dólares?
—Le extenderá un cheque. ¿Dónde está mi cartera? —levantó la voz y llamó—.
Sidney, ¿dónde está mi cartera?
Su marido llegó desde la habitación adjunta; llevaba un saco de fumar manchado
de pintura y tenía pintura en la nariz. Sus ojos nos penetraron como si fuéramos
trasparentes.
—¿Qué sucede? —preguntó con impaciencia.
—Quiero que busques mi cartera.
—Búscala tú misma… estoy trabajando.
—No me hables en ese tono.
—No me había dado cuenta de ningún tono en particular.
—No vamos a discutir. Ve y busca mi cartera. No te perjudicará hacer algo útil,
para variar.
—Pintar es útil.
Ella se incorporó a medias en el sillón.
—Dije que no íbamos a discutir. Busca mi cartera. Creo que la dejé en la
biblioteca.
—Está bien. Si quieres hacer un asunto importante de todo esto…
Él le trajo la cartera y ella me hizo un cheque por mil dólares, y Marburg volvió a
su pintura.
Llegaron dos delegados de la oficina del sheriff y Mrs. Marburg y yo les
hablamos en la sala principal. El doctor Converse se quedó escuchando a la entrada
de la puerta, posando su mirada inteligente en una y otra cara.
Más tarde hablé con un oficial patrullero de la carretera, y luego con un capitán
del sheriff, llamado Aubrey. Era un hombre grande de mediana edad, con una gran
confianza sencilla y varonil. Me gustó. Para entonces, el doctor Converse se había
ido, y con una sola excepción, le referí todo a Aubrey.
La única excepción era el asunto Fleischer. Fleischer era un agente recién retirado

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del servicio, y los agentes del servicio tienden a unirse protectoramente en una
emergencia. Tenía la sensación de que Fleischer debería ser investigado por hombres
libres como yo y Willie Mackey.
Para que todo estuviera nivelado, me detuve en la seccional de Purdue Street, en
camino a la ciudad. El sargento detective Prince estaba tan colérico que su compañero
Janowski se sentía preocupado por él. Laurel Smith había muerto durante la noche.

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Capítulo 17

SUBÍ LAS ESCALERAS hasta mi oficina en el segundo piso y las rodillas me


temblaban. Eran las diez y unos minutos en el reloj de pared. Me puse en
comunicación con mi servicio receptor. Pocos minutos antes de las diez, Willie
Mackey me había llamado desde San Francisco. Ahora devolví el llamado y conseguí
a Willie en su oficina en Geary Street.
—Justo a tiempo, Lew. Estaba tratando de llamarte por teléfono. Tu hombre
Fleischer se registró en el Sandman alrededor de las tres a.m. Puse a un hombre para
que lo siguiera e hice un arreglo con el telefonista nocturno. Este muchacho maneja el
conmutador después de media noche, Fleischer dejó una llamada para las siete y
media y tan pronto se levantó llamó a un cierto Albert Blevins en el Hotel Bowman.
Éste está en Mission District. Fleischer vino al centro y él y Blevins desayunaron
juntos en una, cafetería de la calle Quinta. Volvieron al hotel de Blevins y
aparentemente todavía están allí, en su habitación. ¿Todo esto tiene algún sentido
para ti?
—El nombre de Blevins lo tiene. —Era el nombre de la tarjeta del Seguro Social
de Laurel—. Averigua lo que puedas acerca de él y encuéntrate conmigo en el
aeropuerto de San Francisco, ¿quieres?
—¿A qué hora?
—Tengo un horario de aviones sobre el escritorio.
—A la una en punto, en el bar.
Hice una reservación en aerolíneas y me dirigí a Los Ángeles International.
Resultó un día brillante y claro en los dos extremos de mi vuelo. Cuando mi jet bajó
sobre la Bahía de San Francisco podía ver la ciudad de pie como un sueño
perpendicular que llegaba hasta la curva azul oscuro del horizonte. Los interminables
techos de las casas de la ciudad se estiraban hacia el sur a lo largo de la Península,
más allá de lo que alcanzaba la vista.
Encontré a Willie en el bar del aeropuerto bebiendo un Gibson. Era un hombre
despierto y experimentado que imitaba su estilo de vida de los extravagantes
abogados de San Francisco que a menudo lo empleaban. Willie gastaba su dinero en
mujeres y ropa y siempre estaba un poco demasiado elegante, como ahora. Su pelo
gris en algún momento fue oscuro. Sus ojos, muy agudos no habían cambiado en los
veinte años que lo conocía.
—Albert Blevins —dijo— ha vivido en el Hotel Bowman desde hace un año más
o menos. Es un hotel de pensionados, uno de los mejores de Mission District.
—¿Cuántos años tiene?
—Tal vez sesenta. No lo sé con seguridad. No me diste mucho tiempo, Lew.
—No hay mucho tiempo.

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Le expliqué el porqué. Willie jugaba por dinero, y sus ojos brillaron como
antracita cuando se enteró de la riqueza de Hackett. Un pedacito de ella le
proporcionaría una nueva rubia, joven, con quien volver a enredar su corazón.
Willie quería otro Gibson y almorzar, pero yo lo conduje a un ascensor y a la
playa de estacionamiento. Salió retrocediendo con su Jaguar y se dirigió a Bayshore,
a la ciudad. El agua era tan azul que lastimaba y los interminables bancos de barro me
produjeron la nostalgia de recordar los días de mi juventud.
Willie interrumpió mis pensamientos.
—¿Qué tiene que ver Albert Blevins con el secuestro de Hackett?
—No lo sé, pero debe de haber alguna conexión. Una mujer llamada Laurel Smith
que murió anoche… víctima de homicidio… solía llamarse a sí misma Laurel
Blevins. Fleischer la conoció en Rodeo City hace quince años. Durante ese mismo
tiempo y en la misma localidad, un hombre no identificado fue decapitado por un
tren. Aparentemente era el padre de Davy Spanner. El delegado Fleischer tuvo a su
cargo el caso, y lo asentó en los libros como muerte accidental.
—¿Y tú dices que no fue así?
—Suspendo el juicio. Todavía hay otra conexión. Spanner era inquilino y
empleado de Laurel Smith, y sospecho que era algo más que eso, mucho más que eso,
quizás.
—¿Él la mató?
—No lo creo. El asunto es que la gente y los lugares comienzan a repetirse. —Le
referí a Willie la escena de media noche en el cruce de vías—. Si podemos lograr que
Blevins y Fleischer hablen, tal vez podamos cerrar el caso pronto. Particularmente
Fleischer. Durante los últimos meses ha estado rondando el apartamento de Laurel en
Pacific Palisades.
—¿Crees que la mató?
—Podría haberlo hecho, o quizás sepa quién lo hizo.
Willie se concentró en el tránsito cuando entramos en el centro. Dejó su coche en
un garage subterráneo, en Geary Street. Caminé con él hasta su oficina para saber si
la persona que lo seguía a Fleischer había llamado. Así era. Fleischer había dejado a
Blevins en el Hotel Bowman, y a la hora en que llamó, estaba dentro de un negocio
de servicio de fotocopias Acmé. Ésta era la segunda visita de Fleischer a Acmé. Se
había detenido allí en camino al Hotel Bowman.
Yo hice lo mismo. El servicio Acmé era un negocio atendido por una sola
persona, ubicado en un local estrecho sobre Market Street. Un hombre delgado, con
tos, trabajaba en una máquina de copiar. Por cinco dólares me dijo lo que Fleischer
había hecho copiar. En su primera visita era la primera plana de un diario viejo, en la
segunda, un certificado de nacimiento aun más viejo.
—Un certificado de nacimiento, ¿de quién?

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—No lo sé. Un minuto. Alguien llamado Jasper, ése era el nombre de pila, creo.
Esperé pero no recordó nada más.
—¿Cuál era la noticia del diario?
—No la leí. Si leyera todo lo que copio, acabaría ciego.
—¿Usted dijo que el diario era viejo? ¿Como de cuándo?
—No miré la fecha, pero el papel estaba bastante amarillo. Tenía que manejarse
con cuidado. —Tosió, y encendió un cigarrillo como reflejo—. Es todo lo que puedo
decirle, señor. ¿De qué se trata?
Me llevé esa pregunta al Hotel Bowman. Era un edificio blanco sucio cuyas
cuatro hileras de ventanas separadas simétricamente miraban a las vías. Algunas de
las ventanas tenían cajas de madera clavadas a sus antepechos en lugar de heladeras.
El hall central estaba lleno de hombres viejos. Me pregunté dónde estaban las
mujeres viejas.
Uno de los viejos me dijo que la habitación de Albert Blevins estaba en el
segundo piso, al extremo del hall. Subí y llamé a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz ronca.
—Me llamo Archer. Querría hablar con usted, Mr. Blevins.
—¿Sobre qué?
—De lo mismo que le habló el otro individuo.
La llave giró. Albert Blevins abrió la puerta unas pulgadas. No era muy viejo,
pero su cuerpo estaba combado por el uso y su rostro arrugado parecía hecho en el
molde de un permanente y porfiado fracaso. Sus ojos claros y azules tenían la curiosa
e inocente mirada de un hombre que jamás ha podido penetrar por completo en la
sociedad humana. Suelen verse hombres así en las pequeñas aldeas, en el desierto, en
el camino. Ahora se reúnen en los lugares más recónditos de las ciudades.
—¿Me pagará usted lo mismo que el otro individúo? —preguntó.
—¿Cuánto?
—El otro hombre me dio cincuenta dólares. Pregúnteselo usted mismo si no me
cree. —Una sospecha horrible asoló su cara—. Oiga, ¿usted no es del Servicio de
Bienestar Social?
—No.
—Gracias a Dios por eso. Uno consigue una ganancia casual y afortunada y ellos
se lo descuentan, barriendo de esa manera su suerte.
—No deberían hacer eso.
Mi opinión agradó a Blevins. Abrió la puerta un poco más y me invitó a pasar a
su habitación. Era un cubil de diez pies que contenía una silla, una mesa y una cama.
La escalera de escape de hierro cruzaba la ventana como una marca de cancelación.
Había un débil y acre olor de tiempo en la habitación. Me parece que procedía de
un portafolio de cuero artificial que estaba abierto sobre la cama. Algo de su

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contenido se veía sobre la mesa, como si Blevins hubiera estado seleccionando a
través de sus recuerdos y colocándolos para la venta.
Podía reconocer algunas cosas que saltaban a la vista: una cuchilla de hoja ancha
de pescador a la cual estaban adheridas algunas escamas como lágrimas secas, un
certificado de matrimonio con dobleces profundos cruzándolo, un manojo de cartas
atadas con un cordón marrón de zapatos, algunas balas de rifle y un dólar de plata en
una bolsita tejida, un pequeño pico de minero, un par de pipas viejas, una pata de
conejo con aspecto de inservible, alguna ropa interior limpia y doblada, medias, una
bola de cristal que se llenaba a sí misma con una tormenta de nieve en miniatura
cuando se la sacudía, una pluma de pavo real observándonos con su ojo y una garra
de águila.
Me senté a la mesa y levantó el certificado de matrimonio. Estaba firmado por un
empleado del registro civil, y establecía que Albert D. Blevins se había casado con
Henrietta R. Krug en San Francisco el 3 de marzo de 1927. Henrietta tenía diecisiete
años entonces. Albert, veinte; lo que hacía que ahora apenas pasara los sesenta.
—¿Quiere comprarme el certificado de matrimonio?
—Podría ser.
—El otro individuo me dio cincuenta dólares por un certificado de nacimiento. Le
daré éste por veinticinco. —Se sentó en el borde de la cama—. Para mí no tiene
mucho valor. Casarme con ella fue el mayor error de mi vida. Nunca debí casarme
con ninguna mujer. Ella misma me lo dijo ciento de veces, después que nos
acollaramos. Pero ¿qué puede hacer un hombre cuando viene una muchacha y le dice
que está embarazada… y uno es el culpable? —Estiró sus manos, sin hacerlo del
todo, sobre sus rodillas gastadas. Sus dedos dolorosamente rígidos me recordaron la
estrella de mar arrancada violentamente de su amarra.
—No debía de quejarme —dijo—. Sus padres nos trataron bien. Nos dieron su
chacra y ellos se mudaron a la ciudad. No fue culpa de Mr. Krug que tuviéramos tres
años seguidos de sequía, que yo no pudiera pagar para traer agua y alimento y que el
ganado se muriera. Tampoco la culpa a Etta por dejarme, ya no. Era una vida
miserable en esa chacra seca. Todo lo que teníamos en común era acostarnos juntos, y
eso también se secó antes de que naciera el bebé. Yo mismo lo traje al mundo y creo
que la lastimó mucho. Etta nunca me permitió acercarme a ella después.
Hablaba como un hombre que no había podido desahogarse durante años o nunca.
Se levantó y caminó por la habitación, cuatro pasos a cada lado.
—Me convirtió en un malvado —continuó— vivir con una mujer bonita y joven
y no poder tocarla. La traté mal y al niño lo traté aun peor. Solía castigarlo,
muchísimo. Lo culpaba, comprende usted… por haberme quitado lo que era mío por
el sólo hecho de nacer. Algunas veces lo castigaba hasta hacerle brotar sangre. Etta
trataba de detenerme, pero entonces también la castigaba a ella.

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Sus tranquilos ojos azules se fijaron en los míos. Podía sentir la frialdad de su
inocencia.
—Una noche la castigué y eso colmó la medida. Ella tomó la lámpara de la
cocina y me la arrojó a la cabeza. Yo la esquivé, pero el kerosene se volcó sobre la
plancha caliente de la cocina y se incendió. Antes de que terminara de apagar el
incendio, la mayor parte de la casa había desaparecido, y también Etta.
—¿Quiere decir que murió quemada?
—No, no quiero decir eso. —Se estaba impacientando conmigo porque no
adivinaba sus pensamientos—. Huyó. Jamás volví a ver ni pelos ni señales de ella.
—¿Qué le pasó a su hijo?
—¿Jasper? Se quedó conmigo durante un tiempo. Esto sucedió justamente a
principios de la depresión. Conseguí un empleo del gobierno, trabajando en los
caminos, compré unos cartones y papel alquitranado y le puse techo a lo que quedaba
de la casa. Vivimos juntos durante un par de años, el pequeño Jasper y yo. Lo trataba
mejor, pero él no me quería mucho. Siempre me tenía miedo, y no lo culpo. Cuando
tuvo cuatro años comenzó a huir. Traté de atarlo, pero deshacía muy bien los nudos.
¿Qué podía hacer? Lo llevé a lo de sus abuelos en Los Ángeles. Krug trabajaba como
sereno en una de las compañías petroleras y estuvieron de acuerdo en que se ocupara
del niño.
—Después de eso fui varias veces a ver a Jasper, pero siempre se ponía nervioso.
Solía correr hacia mí y golpearme con sus puños. De manera que dejé de ir.
Abandoné el Estado. Me ocupé en una mina de plata en Colorado. Busqué salmones
en Anchorage. Un día mi bote se dio la vuelta y pude llegar a la orilla, pero enfermé
de neumonía doble. A causa de eso perdí mi entusiasmo y volví a California. Esa es
mi triste historia. He estado aquí desde hace diez años.
Se sentó nuevamente. No estaba triste ni alegre. Respiraba hondo y con lentitud,
me miraba con cierta satisfacción. Había levantado un peso de su vida y lo había
vuelto a colocar otra vez en el mismo lugar.
—¿Sabe usted qué paso con Jasper? —Al preguntárselo tuve conciencia de sus
implicancias. Estaba casi seguro ahora de que Jasper Blevins había muerto bajo un
tren quince años antes.
—Creció y se casó. Los padres de Etta me enviaron la participación de la boda, y
como siete meses después me mandaron una carta anunciándome que tenía un nieto.
Eso pasó hace cerca de veinte años, cuando estaba en Colorado, pero esos siete meses
se me clavaron en la mente. Significaba que Jasper tuvo que casarse, lo mismo que
tuve que hacer yo en mi tiempo.
—La historia se repite —continuó diciendo—. Pero hubo una cosa que no permití
que se repitiera. Me mantuve distante de mi nieto. No quería que me tuviera miedo.
No quería conocerlo y luego tener que dejar de verlo. Preferí quedarme solo.

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—¿Usted no tendría esa carta, verdad?
—Podría ser. Creo que sí.
Desató el cordón de zapatos marrón del paquete de cartas. Sus dedos desmañados
eligieron una con un sobre azul. Sacó la carta del sobre, la leyó en voz baja moviendo
los labios y me la tendió.
La carta estaba escrita con tinta azul desvanecida en un papel celeste con un
borde sin cortar hecho a mano:

Mr. Jospeh L. Krug. 209 West Capo Street Santa Mónica, California.
Mr. Albert D. Blevins.
Diciembre, 14, 1948.
Box 49 Silver Creek. Colorado
Querido Albert:
Hace mucho tiempo que no tenemos noticias tuyas. Esperamos que ésta te encuentre
en la misma dirección. Nunca nos hiciste saber si recibiste la participación de la boda.
En caso de que no fuera así, Jasper se ha casado con una muchacha preciosa que ha
estado viviendo con nosotros, Laurel Dudney. Sólo tiene diecisiete años, pero es muy
madura; estas chicas de Texas crecen rápidamente. De cualquier manera se casaron y
ahora tienen un hermoso bebé, un niño que ha nacido antes de ayer, lo llamaron
David que es un nombre bíblico, como sabes.
De manera que ahora tienes un nieto. Ven a verlo si puedes, deberías hacerlo, todos
dejaremos lo pasado, pasado. Jasper, Laurel y el niño se quedarán con nosotros por
un tiempo, luego Jasper quiere probar suerte en un rancho. Esperamos que te cuides
bien, Albert, en esas minas. Tu suegra que te quiere.
Alma. R. Krug.
P.S. No hemos sabido, nada de Etta.

—¿Tiene la participación de la boda? —pregunté a Blevins.


—La tenía, pero se la di al otro individuo. Se la di con el certificado del
nacimiento.
—El certificado de nacimiento, ¿de quién?
—De Jasper. Él está interesado en Jasper.
—¿Dijo por qué?
—No. Este individuo Fleischer jugó sus cartas muy recogidas. ¿Es en verdad
policía?
—Es un expolicía.
—¿Y qué hay en esto que le interese a él?
—No lo sé.

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—Usted sabe lo que le interesa a usted —dijo Blevins—. Usted no vino aquí para
escuchar la historia de mi vida.
—Pero en cierta forma lo he hecho, ¿no es cierto?
—Supongo que sí. —Sonrió tan ampliamente que pude contar sus dientes de
adelante—. Este asunto de Jasper removió muchos recuerdos. ¿Por qué está todo el
mundo interesado en Jasper? ¿Por qué están dispuestos ustedes a pagarme dinero? ¿Y
usted…?
En lugar de responder a sus preguntas, tomé tres billetes de veinte dólares de mi
billetera y los extendí sobre un espacio vacío de la mesa. Blevins desabrochó su
camisa y sacó una bolsita impermeable que colgaba de su cuello con un tiento sucio
de cuero crudo. Dobló los billetes y los metió en la bolsa, volviendo a colocarla
contra su pecho cubierto de vello grisáceo.
—Veinticinco por el certificado de matrimonio —le dije—, veinticinco por la
carta, y diez por la autobiografía.
—¿Repita eso?
—La historia de su vida.
—¡Oh! Muchas gracias. Estaba necesitando ropa de abrigo. Sesenta dólares
alcanza para muchas cosas en los negocios de segunda mano.
Me sentí un poco avergonzado cuando me tendió la carta y el certificado de
matrimonio. Los puse en el bolsillo interior de la chaqueta. Mi mano tocó la
fotografía que Mrs. Fleischer me había dado. Se la mostré a Albert Blevins,
recordando con pena que Laurel acababa de morir.
—¿La reconoce, Mr. Blevins?
—No.
—Es la muchacha con quien Jasper se casó.
—Nunca la vi.
Nuestras manos se tocaron cuando me devolvió la fotografía. Sentí como una
especie de cortocircuito; un zumbido y quemazón; como si hubiera hundido el
presente en la verdadera carne del pasado.
El tiempo se hizo borroso a través de las lágrimas, por un instante. El padre de
Davy había tenido una muerte violenta. Su madre había muerto violentamente. Davy,
el hijo de la violencia, bramando, seguía el camino que llevaba de vuelta a Albert
Blevins. En el zumbido, en la quemazón y la borrosidad tuve mi primera sensación
real de lo que era ser Davy, y me conmovió.
—No —repitió Blevins— jamás la he visto a la esposa de Jasper. Es muy
hermosa…
—Lo era.
Tomé el retrato y me marché antes de que ninguno de los dos pudiéramos hacer
más preguntas.

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Capítulo 18

TOMÉ UN TAXI para ir a la oficina de Willie Mackey, y compré un diario en el


camino. La desaparición de Stephen Hackett estaba en grandes titulares. La crónica
que seguía carecía de detalles. Supe por ella, sin embargo, que Hackett era
considerado uno de los hombres más ricos de California.
Por Willie Mackey me enteré que Jack Fleischer se había marchado del Hotel
Sandman Motor y dirigido al sur. El agente de Willie había perdido a Fleischer en la
carretera a la altura de San José.
Hablé con el agente cuando llegó. Era un joven diligente, de pelo corto, llamado
Bob Levine, que se sentía profundamente frustrado. No sólo Fleischer lo había
eludido, sino que el coche de Fleischer era más rápido que el suyo. Parecía a punto de
dar de puntapiés a los muebles tapizados de rojo de la oficina de Willie.
—No lo tomes así —le dijo a Levine—. Sé donde vive Fleischer, puedo
alcanzarlo yendo hacia el sur. Hubiera sido un viaje inútil para ti.
—¿De veras?
—De veras. Durante el tiempo que lo seguiste, ¿Fleischer visitó a alguien además
de Albert Blevins?
—No, salvo: que cuente la casa de copias de Acmé. No he tenido oportunidad de
verificarlo.
—Ya lo hice yo. Puedes volver a intentarlo. Quizás el hombre me haya ocultado
algo. Quizá tenga copias de la página del diario y del certificado de nacimiento que
Fleischer le llevó.
—Si las tiene, las conseguiré —respondió Levine—. ¿Me necesita para algo más?
—Llévame al aeropuerto. —Miré el reloj—. Tenemos tiempo para detenernos de
paso en el Hotel Sandman Motor.
Valía la pena tomar el desvío hacia el Camino Real. La camarera estaba
limpiando la habitación de Fleischer en el Hotel Sandman. Lo único que había dejado
en el canasto de papeles era un ejemplar del mismo diario que yo había comprado. La
historia de Hackett había sido arrancada.
Cualquiera fuera el interés de Fleischer, convergía permanentemente con los
míos. Por el momento estaba un paso más adelante que yo, y calculé de cuánto
tiempo dispondría en Los Ángeles antes de que Fleischer pudiera llegar en automóvil.
De tres horas, por lo menos.
Utilicé casi toda la primera hora conduciendo por el carril de tránsito lento, desde
el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles hasta la casa de Sebastián, en Woodland
Hills. No había telefoneado antes porque no quería que Sebastián me dijera que no
podía hablar con su hija. Era de día cuando dejé el Aeropuerto, y completamente de
noche cuando mi motor, recalentado, a duras penas subió la colina hasta lo de

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Sebastián.
El automóvil del sheriff del condado de los Ángeles estaba estacionado frente a la
casa. La radio hablaba intermitentemente, como si el coche mismo hubiera
desarrollado una voz y comenzara a quejarse del estado del mundo. Cuando toqué el
timbre de la puerta de calle de Sebastián, fue el delegado del sheriff con un aspecto
ceñudo quien abrió la puerta.
—Sí, señor.
—Desearía hablar con Mr. Sebastián.
—Mr. Sebastián está ocupado en este momento ¿Es usted el abogado?
—No. —Le dije quién era—. Mr. Sebastián querrá verme.
—Se lo preguntaré.
El delegado cerró la puerta hasta que el cerrojo hizo «click». Esperé un par de
minutos, escuchando el murmullo que venía del coche patrullero. Sebastián abrió la
puerta. Se movía de uno a otro lado como un boxeador que ha soportado un castigo
durante quince rounds. El mechón de pelo sobre su frente necesitaba peinarse. Estaba
pálido. Los ojos desesperados. El delegado permanecía de pie detrás de él,
formalmente, como un guardián.
—Se la llevan —dijo Sebastián—. ¡La llevan a la cárcel…!
—No es una cárcel —respondió el delegado—. Es un hogar.
—¿No puede pagar una fianza? —le pregunté a Sebastián.
—Sí, pero no puedo reunir veinte mil dólares.
—Eso es mucho.
—Asalto con intención es un cargo muy serio —intervino el delegado—. Y ha
habido un cargo de secuestro…
—Aun así es muy alto.
—El juez no lo consideró de ese modo.
—¿Quiere retirarse un momento, por favor? Quiero hablar con Mr. Sebastián en
privado.
—Usted dijo que no era abogado. No tiene derecho a darle consejo legal.
—Tampoco lo tiene usted. Denos un poco de libertad, oficial.
Se retiró de la vista, aunque no lo suficiente para no oír.
—¿Quién es su abogado? —le pregunté a Sebastián.
—Llamé a un individuo de Van Nuys. Arnold Bendi. Dijo que vendría esta noche.
—Ahora es esta noche. ¿Qué ha estado usted haciendo durante todo el día?
—No lo sé. —Miró hacia atrás a la casa cómo si el día todavía estuviera
esperándolo como un laberinto o un rompecabezas—. El Fiscal de Distrito envió dos
hombres. Entonces conversamos mucho con Sandy, por supuesto, tratando de
comprender todo este terrible asunto.
—No lo harán sentándose a conversar sobre ello. Consiga que vengan el abogado

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y el médico, enseguida. Debe poder persuadir a la ley que le permita conservar a su
hija esta noche en casa. Eso le dará tiempo a su abogado para volver a los tribunales y
ver si consigue que reduzcan la fianza. Puede conseguir diez mil fiados. Un
prestamista se los dará por mil.
Sebastián estaba sobrecogido por la cantidad.
—¿Cómo puedo conseguir mil dólares? Estoy seguro que me despedirán de mi
empleo.
—Vaya a ver a un prestamista. Están para eso.
—¿Y cuánto me costará? —preguntó miserablemente.
—Cien o doscientos dólares más, quizás. Pero no estamos hablando de dinero.
Estamos hablando de mantener a su hija fuera de la cárcel.
Recibió el mensaje borrosamente al principio, como si le hubiera llegado vía
satélite: estaba en el punto crucial de su vida. La comprensión iluminó por fin sus
ojos y tomó el lugar de la desesperanza. Todavía había cosas que podían hacer.
Se dirigió al teléfono y llamó al médico de la familia, un doctor Jeffrey, en
Canoga Park. El doctor Jeffrey no quería salir de su casa. Sebastián le dijo que tenía
que hacerlo. Luego llamó al abogado y le pidió la misma cosa.
Nos dirigimos a la sala, acompañados por el delegado del sheriff, que parecía
sospechar que todos podríamos proyectar una huida en masa. Berníce Sebastián
estaba allí; se la veía agotada y delgada, excesivamente acicalada en su vestido negro.
Con ella estaba una rubia petulante más o menos de mi edad que vestía un traje azul,
semejante a un uniforme.
Se presentó como Mrs. Sherrill, del Instituto de Libertad Condicional. Le dije que
conocía a Jake Belsize.
—Estuve hablando con él esta tarde —respondió—. Está muy preocupado con
todo este asunto. Se culpa a sí mismo por no haber seguido más de cerca a Spanner.
—Por supuesto que debería culparse —irrumpió Mrs. Sebastián.
—Esa es agua bajo el puente —les dije a los dos; y a Mrs. Sherrill—. ¿Tiene
Belsize alguna sugerencia?
—Yo estoy aquí por sugerencia suya. Desgraciadamente la muchacha no quiere
hablar conmigo. Traté de explicarle a sus padres que si Sandy diera alguna señal de
cooperación, sería mucho más fácil para ella.
—Sandy no está en condiciones de ser interrogada —comentó Sebastián—. Está
en cama con sedantes. El doctor Jeffrey está en camino, lo mismo que mi abogado,
Arnold Bendi.
—No podemos esperar toda la noche —protestó el delegado—. Tenemos una
orden de detención y es nuestro deber llevarla.
—No, será mejor que esperemos, Tona —acotó Mrs. Sherrill—. Veamos qué tiene
que decir el médico.

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El delegado se sentó en un rincón, solo. Un pesado silencio cayó en la habitación.
Era como un funeral o una escena ante un lecho mortuorio. Al meterse en
dificultades, Sandy se había convertido en una presencia inolvidable, una especie de
deidad presidiendo la casa. Me pregunté si ésa habría sido su verdadera intención.
Llegó el joven doctor Jeffrey, muy apurado. Entró en el dormitorio de Sandy con
su madre. El abogado vino casi enseguida. Entre los dos persuadieron al delegado y a
Mrs. Sherrill que dejara todo el asunto como estaba hasta la mañana siguiente.
El médico fue el primero en marcharse: su tiempo era el más costoso. Lo
acompañé hasta su Rover, y me concedió con reticencia unos minutos.
—¿Cuál es la condición mental de Sandy?
—Está asustada y confundida, naturalmente. Un poco histérica, y muy cansada.
—¿Puedo interrogarla, doctor?
—¿Es necesario?
—La vida de un hombre puede depender de ello. Quizás usted no sepa lo que ha
sucedido…
—Está en los diarios de la noche. Pero me suena bastante exagerado. ¿Cómo
podría una niña como ella estar comprometida en un secuestro?
—No cabe duda de que lo está. ¿Puedo hablar con ella?
—Cinco minutos, nada más. Necesita descansar.
—¿Qué le parece atención psiquiátrica?
—Lo veremos mañana. Estos adolescentes tienen gran poder de recuperación. —
Jeffrey se volvió para entrar en su coche. Pero yo tenía que hacerle otras preguntas.
—¿Cuánto tiempo hace que la atiende, doctor?
—Tres o cuatro años, desde que dejó al pediatra.
—El verano pasado fue tratada por un médico llamado Converse, en Beverly
Hills. ¿Sabía usted eso?
—No. —Había logrado interesarlo a Jeffrey—. Jamás oí hablar de ningún doctor
Converse. ¿De qué la trataba?
—No quiso decírmelo. Pero probablemente se lo diga a usted. Podría tener que
ver algo con todo este embrollo.
—¿De veras? Quizás lo llame.
El delegado y Mrs. Sherrill vinieron al coche patrullero, y el Rover de Jeffrey los
precedió colina abajo. Bernice Sebastián estaba de pie, en la puerta abierta,
observándolos marcharse.
—¡Gracias a Dios que se han ido esta noche! Gracias, también a usted, Mr.
Archer, por haberse encargado de todo.
La expresión de sensibilidad subió con dificultad a su rostro. Los ojos estaban
empañados como si hubieran estado demasiado tiempo frente a una cámara
fotográfica.

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—Su marido se hizo cargo de todo. Yo le di algunos consejos. Ya he presenciado
muchas de estas noches familiares…
—¿Tiene usted hijos?
—No. Y solía lamentarlo.
Me dejó entrar y cerró la puerta, reclinándose en ella, como si estuviera tomando
la presión de la noche allá afuera.
—¿Permitirán que Sandy se quede con nosotros?
—Depende de varias cosas. Ustedes tienen problemas en la familia y la niña no es
la única causa de ello. El problema está entre usted y ella.
—Es con Keith con quien está enojada.
—Entonces es un problema triple. Tienen que resolverlo de alguna manera.
—¿Quién lo decidirá?
—El Instituto de Libertad Condicional si Sandy es lo bastante afortunada para
que se arriesguen en dejarla. ¿Qué tiene ella contra su padre?
—No lo sé. —Pero veló sus ojos y los bajó.
—No le creo, Mrs. Sebastián, ¿quiere mostrarme el diario de Sandy?
—Lo destruí, como le dije esta mañana… ayer a la mañana. —Cerró los ojos y
los cubrió con su mano fina y delgada. Se le había escamoteado un día y eso la
preocupaba.
—¿Dígame qué había en ese diario que hizo que lo destruyera?
—No puedo. No quiero. No quiero sufrir esta humillación.
Trató de pasar a mi lado de prisa y ciegamente. Di un paso al costado y tropezó de
lleno conmigo. Estuvimos en estrecho contacto, su cuerpo tenso y elegante contra el
mío. Un calor que se extendía subió de mis entrañas a mi corazón y a mi cabeza.
Nos separamos por repentino y mutuo consentimiento. Pero ahora había una
diferencia en nuestra relación, la diferencia de una posibilidad.
—Lo lamento —dijo sin explicar de qué se lamentaba.
—Fue culpa mía. No hemos terminado. —La posibilidad ponía una curva en el
sentido de las palabras.
—¿No…?
—No. Lo más importante para determinar qué le ocurrirá a Sandy es lo que le
suceda a Stephen Hackett. Si logramos encontrarlo con vida… —dejé la frase sin
terminar para que la pensara—. Sandy quizá quiera decirme algo. Tengo permiso del
médico para interrogarla.
—¿Sobre qué?
—Anoche dijo que Davy Spanner buscaba un lugar donde solía vivir. Espero que
lo pueda definir un poco más.
—¿Eso es todo?
—Es todo, por ahora.

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—Muy bien. Puede hablar con ella.
Pasamos por la puerta de la sala, donde Sebastián y el abogado conversaban
acerca de la fianza. La puerta del dormitorio de Sandy estaba cerrada con llave y ésta
se encontraba en la cerradura. Su madre hizo girar la llave y abrió la puerta con
suavidad.
—¿Sandy? ¿Todavía estás despierta?
—¿Qué te parece?
—Ésa no es forma de contestarme. —El tono de la madre era muy ambiguo,
como si estuviera hablando con un tremendo idiota—. Mr. Archer quiere hablar
contigo. ¿Recuerdas a Mr. Archer?
—¿Cómo podría olvidarlo?
—Sandy, por favor habla como tú misma.
—Ésta es la nueva yo. Haz entrar a esa pelusa.
La rudeza de la chica era evidentemente un alarde, generado por un sentido de
culpa, terror y disgusto consigo misma, y un desprecio por su madre que era más bien
una jactancia. Pero por el momento, al menos la rudeza se había apoderado de su
personalidad. Yo me acerqué esperando llegar a la chica original, aquélla que había
coleccionado gallardetes de la Ivy League y animalitos de paño.
Estaba sentada en la cama con uno de esos animalitos apretados contra su pecho:
un perro spaniel de terciopelo marrón con las orejas caídas, ojos de vidrio y una
lengua de fieltro rojo. Sandy estaba arrebolada y tenía los ojos pesados. Me senté
sobre mis talones al lado de la cama en forma tal que nuestros ojos estuvieran al
mismo nivel.
—Hola, Sandy.
—Hola. Me van a llevar a la cárcel. —Su voz era como de madera, constatando
un hecho—. Eso debería alegrarlo.
—¿Por qué dices eso?
—Era lo que usted quería, ¿no es así?
Su madre intervino desde la puerta.
—No debes hablar de esa manera a Mr. Archer.
—Vete. Me produces dolor de cabeza.
—Yo soy la que tiene dolor de cabeza.
—Me parece que a mí también me empieza a doler la cabeza. Por favor, déjeme
hablar a solas con Sandy, un minuto.
La madre se retiró. La muchacha preguntó:
—¿De qué vamos a hablar?
—Puede ser que tú puedas ayudarme y ayudarte al mismo tiempo. Todo el mundo
estará mejor si podemos encontrar a Davy antes de que mate a Mr. Hackett. ¿Tienes
alguna idea de dónde pueden estar?

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—No.
—Anoche dijiste…, es decir, esta mañana muy temprano, que Davy estaba
buscando cierto lugar, un lugar donde solía vivir. ¿Sabes dónde queda ese lugar,
Sandy?
—¿Cómo he de saberlo? Él tampoco lo sabía.
—¿Recordaba algo de ese lugar?
—Era en algún sitio en las montañas, al norte de Santa Teresa. Un tipo de rancho
donde solía vivir antes de que lo enviaran a un orfanato.
—¿Describió el lugar?
—Sí… pero a mí no me pareció muy extraño. La casa se quemó hace mucho
tiempo. Alguien le arregló una parte del techo.
—¿La casa se quemó?
—Eso fue lo que dijo.
Me puse de pie. La muchacha se replegó, aferrándose a su perro de terciopelo
como si fuera su único amigo y guardián.
—¿Para qué quería volver allí, Sandy?
—No lo sé. Solía vivir en ese lugar con su padre y su madre. Supongo que
pensaba que aquello era la gloria o algo por el estilo… ¿Comprende?
—¿Laurel Smith era su madre?
—Supongo que sí. Ella dijo que era su madre. Pero lo dejó cuando era muy
pequeño. —Sandy respiró en forma audible—. Le dije que había sido muy afortunado
en que eso le sucediera.
—¿Qué tiene contra tus padres, Sandy?
—No vamos a hablar de ello.
—¿Por qué entraste en esto con Davy? ¡Tú no eres ese tipo de chica!
—Usted no me conoce, soy mala de pies a cabeza.
El alarde de rudeza que había olvidado por un minuto, volvía otra vez. Era más
que un alarde, por supuesto. Su mente estaba atrapada entre la oscuridad y la luz,
girando como una moneda que hubiera arrojado ella misma.
Afuera, en el pasillo, donde Bernice Sebastián estaba esperando, recordé que algo
faltaba en el dormitorio de Sandy. El retrato en marco de plata de Heidi Gensler había
sido retirado.

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Capítulo 19

CON EL PERMISO de Bernice Sebastián me encerré en el estudio e hice un llamado


a Albert Blevins en el Hotel Bowman. El largo silencio de la, línea fue quebrado por
una sucesión de voces. Albert bajaría enseguida. Albert no estaba en su habitación,
pero lo buscarían. Albert aparentemente había salido y nadie sabía cuando volvería.
Creían que había ido a hacer algunas compras en Market Street.
Dejé un mensaje para Albert, pidiéndole que me llamara, con llamada paga, pero
dudaba ponerme en contacto con él esta noche.
Había otra posible fuente de información. Saqué los papeles que había conseguida
de Albert Blevins y los puse sobre el escritorio de Sebastián. Releí la carta de Alma
R. Krug, la suegra de Albert, le enviara en 1948, desde su casa en West Capo Street
209, Santa Mónica.
«Jasper y Laurel y el bebé se quedarán en casa durante un tiempo», había escrito
Mrs. Krug. «Jasper quiere probar fortuna en un rancho».
Busqué el nombre de Alma Krug en la guía telefónica, y traté de conseguirlo en
Informaciones, pero en vano. La carta de Mrs. Krug había sido escrita casi veinte
años atrás. La señora sería muy vieja, o habría muerto.
Sólo podía pensar en una forma de averiguarlo. Me despedí de los Sebastián y
enderecé hacia Santa Mónica. El tránsito en la carretera todavía era pesado, pero
ahora corría más libremente. Los faros derramaban sobre el camino a Sepúlveda una
brillante catarata.
Me sentía sorprendentemente bien. Si Mrs. Krug estaba viva y podía decirme
dónde estaba situado el rancho, podría terminar con el caso antes de la mañana. Hasta
dejé una parte de mi mente que jugara con el interrogante de la aplicación que le
daría a los cien mil dólares.
¡Diablos, hasta podría retirarme! La posibilidad me sobrecogió. Tenía que admitir
que había vivido muchas noches como éstas, moviéndome a través del gran cuerpo
quebrado de la ciudad, estableciendo conexiones entre sus millones de células. Tenía
un loco deseo o fantasía de que algún día, antes de morir, si establecía las conexiones
neurálgicas correctas, toda la ciudad volvería a la vida. Como la Novia de
Frankestein.
Dejé Sepúlveda en Wilshire y conduje por San Vicente a Capo Street. El 209
West Capo era un edificio de apartamentos de dos pisos. Palmeras trasplantadas
iluminadas por reflectores verdes se inclinaban sobre el frente recientemente
estucado.
Encontré al administrador en el apartamento uno; un hombre de mediana edad en
mangas de camisas, con un dedo en un libro para no perder la página. Le di mi
nombre. Dijo llamarse Ralph Cuddy.

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Cuddy tenía acento sureño, probablemente de Texas. Había pistolas cruzadas
sobre la chimenea y muchos proverbios colgaban en las paredes.
—¿Mrs. Alma Krug solía vivir aquí? —pregunté.
—Así es.
—¿Sabe dónde vive ahora?
—En un hogar.
—¿Qué tipo de hogar?
—Un hogar para convalecientes. Hace unos años se rompió la cadera.
—Vaya, ¡cuánto lo siento! Quisiera hablar con ella.
—¿Sobre qué?
—Asuntos de familia.
—A Mrs. Krug no le queda ningún familiar —dijo con una sonrisa afectada—
salvo que me cuente a mí.
—Tiene un yerno en San Francisco, y un bisnieto llamado Davy, sabe Dios en
dónde. ¿Alguna vez mencionó un rancho que poseía en el Condado de Santa Teresa?
—He oído hablar del rancho.
—¿Puede decirme cómo puedo encontrarlo?
—Nunca he estado allí. Lo abandonaron por los impuestos, hace algunos años.
—¿Es usted pariente de Mrs. Krug?
—No exactamente. Fui muy amigo de la familia. Todavía lo soy.
—¿Puede darme la dirección de ese hogar de convalescientes?
—Quizás. ¿Pero para qué quiere usted verla?
—Tropecé con su yerno Albert Blevins hoy.
Cuddy me miró interesado.
—Ése sería el primer marido de Étta.
—Correcto.
—¿Y dónde entra lo del rancho?
—Albert hablaba de él. Vivió cierta vez allí.
—Comprendo.
Ralph Cuddy dejó el libro abierto… cuyo título era The Role of the Security
Officer in Business… y se dirigió a un escritorio en el otro extremo de la habitación.
Volvió con la dirección de Oakwood Convalescent Home escrito con pulcritud en un
pedazo de papel.
El hogar resultó ser una gran casa de estilo español-californiano construido en la
década del veinte. Ocupaba sus propias tierras cercadas por un muro, en Santa
Mónica. Los pinos italianos de la entrada formaban una bóveda. Había diez o doce
coches en la playa de estacionamiento iluminada, y un rumor de música que llegaba
del edificio principal. Podía imaginarse que el tiempo había retrocedido y que tenía
lugar una fiesta.

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La ilusión se desvanecía en el gran hall de recepción. Gente vieja estaba sentada
en grupos de dos o tres, conversando, manteniendo la calidez de la vida. Me hicieron
pensar en los refugiados, a quienes se les da albergue en algún feudo señorial.
Una enfermera muy contemporánea, con delantal blanco de nylon, me condujo
por el corredor hasta la habitación de Mrs. Krug. Era una sala dormitorio espaciosa y
bien amueblada. Una viejecita de cabello cano vistiendo una robe de lana estaba
sentada en una silla de ruedas con una manta tejida sobre las rodillas; miraba el Merv
Crifíin Show en la televisión. Sostenía una Biblia abierta en sus manos artríticas.
La enfermera apagó un poco el sonido de voces en el televisor.
—Un señor quiere verla, Mrs. Krug.
Ella levantó los ojos con una mirada inquisidora, magnificada por sus anteojos.
—¿Quién es usted?
—Soy Lew Archer. ¿Recuerda a Albert Blevins, que se casó con su hija Etta?
—Naturalmente que lo recuerdo. Mi memoria está muy bien, gracias. ¿Qué
sucede con Albert Blevins?
—Estuve hablando con él hoy, en San Francisco.
—¿Es cierto? No he sabido nada de Albert desde hace casi veinte años. Le pedí
que nos visitara cuando nació el niño de Jasper, pero Albert jamás respondió.
Guardó silencio, escuchando el silencio. La enfermera abandonó la habitación.
Me senté y Mrs. Krug se inclinó hacia mí, se inclinó hacia el presente.
—De cualquier manera, ¿cómo está Albert? ¿Sigue siendo el mismo Albert de
siempre?
—Probablemente. Yo no lo conocí cuando era más joven.
—No perdió mucho. —Se sonrió—. Mi marido y yo decíamos siempre que
Albert había nacido demasiado tarde. Debía haber sido un cocinero de rancho de otra
época. Albert fue siempre un solitario.
—Todavía lo es. Vive en la habitación de un hotel, solo.
—No me sorprende. Nunca debió casarse con nadie, para no hablar de Etta. Al
principio culpé a Albert por las dificultades de su matrimonio, cuando tiró la lámpara
e incendió la casa. Pero cuando vi las cosas que hizo mi hija después… —Cerró la
boca con un «click», como para morder hacia adentro los recuerdos—. ¿Albert lo
envió aquí?
—No exactamente. En el curso de nuestra conversación mencionó el rancho que
ustedes les regalaron o que les dejaron trabajar. Asintió con viveza.
—Eso fue en 1927, el año que Albert y Etta se casaron. Yo estaba cansada del
rancho, si quiere saber la verdad. Yo era una muchacha de la ciudad, maestra. Veinte
años de alimentar pollos era todo lo que podía soportar. Hice que Krug se mudara
aquí. Consiguió un buen empleo, un trabajo de Seguros que conservó hasta que se
retiró. Albert y Etta se encargaron del rancho. Vivieron allí como dos años, y luego se

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separaron. Es un rancho con mala suerte. ¿Se lo dijo Albert?
—Cuénteme eso.
—¡Las cosas que pasaron en ese rancho! No —meneó la cabeza—. Albert no
podía decírselo porque no lo sabía, por lo menos no todo. Primero él quemó la casa y
Etta lo abandonó. Lo dejó al cuidado del pequeño Jasper. Cuando eso no pudo
continuar, mi marido y yo nos hicimos cargo de Jasper y lo educamos, cosa que no
fue fácil, se lo puedo asegurar. El niño valía por varios. Luego, cuando Jasper sentó
cabeza y se casó con Laurel Dudney, se le metió entre ceja y ceja volver al rancho.
No proyectaba trabajarlo, ¿comprende…? Sólo pensó que sería un lugar barato para
vivir mientras él pintaba los alrededores. Supongo que fue bastante barato para él; mi
marido y yo les enviábamos dinero después que gastó el de Laurel. —Sus manos
venosas se aferraron a los brazos de la silla de ruedas—. ¿Sabe usted cómo nos
demostró su gratitud ese nieto malcriado?
—Albert no me lo dijo.
—Jasper se llevó a Laurel y al niñito y jamás los volvimos a ver. Desde entonces
no sé nada de ninguno de ellos. Jasper es como su madre… y lo digo aun cuando ella
es mi hija… una ingrata de pies a cabeza.
No traté de decirle a Alma Krug que Jasper había muerto, tampoco le comenté la
muerte de Laurel. Los ojos de la viejecita estaban poniéndose demasiado brillantes.
Ya sabía demasiadas cosas. Una expresión helada y amarga se había instalado en su
boca como un anticipo de su propia muerte.
Después de otro silencio se volvió hacia mí.
—Usted no ha venido aquí para oír mis quejas. ¿Para qué vino usted?
—Quería ver el rancho.
—¿Para qué? Es una tierra agostada. Jamás fue nada mejor que un semidesierto.
Criábamos más caranchos que ganado. Y después que Jasper y Laurel se marcharon,
sabe Dios dónde, lo abandonamos por los impuestos.
—Pienso que su bisnieto Davy puede estar allí.
—¿De veras? Conoce a David?
—Lo he visto.
Calculó con rapidez.
—Ya debe ser un joven.
—Un hombre muy joven. Davy tiene diecinueve años.
—¿Qué hace de su vida? —preguntó con una especie de interés esperanzado que
no era apostar mucho en cuanto a la respuesta.
—Nada especial.
—Supongo que sigue el camino de su padre. Jasper siempre tenía grandes sueños
y luego nada que mostrar en cuanto a realizaciones. —Hizo girar una rueda y se
volvió para enfrentarme—. Si usted sabe dónde está David, sabe dónde está Jasper…

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—No. No sé dónde está David. Esperaba que usted pudiera decirme como
encontrar el rancho.
—Desde luego, si no se ha volado con la forma en que sopla el viento ululando
por el bañado. ¿Conoce Rodeo City?
—He estado allí.
—Vaya al centro de la ciudad, en la esquina principal, ahí está Rodeo Hotel con la
oficina del sheriff enfrente. Dé vuelta a la derecha y pase frente al campo donde
tienen lugar los rodeos, siga tierra adentro como unas veinte millas, hasta una
pequeña población llamada Centerville. Cierta vez fui maestra allí. Desde Centerville
siga hacia el norte, otras doce millas, por un camino rural. No es muy fácil de hallar,
especialmente después del anochecer. ¿Piensa ir allí esta noche? Respondí que sí.
—Entonces es mejor que pregunte en Centerville. Todo el mundo allí sabe dónde
está el rancho de los Krung. —Guardó silencio—. Es curioso cómo las generaciones
de la familia siguen volviendo al lugar. Es un lugar que trae mala suerte, supongo que
somos una familia con mala suerte.
No traté de negar esto. Lo poco que conocía de la familia… Albert Blevins con su
vida solitaria, los tristes destinos de Jasper y Laurel, quince años atrás, la tendencia a
la violencia de Davy… sólo confirmaba lo que Mrs. Krug decía.
Estaba sentada con los puños contra su cuerpo, como si pudiera sentir el recuerdo
del parto. Meneó su cabeza blanca.
—Pienso que si usted ve a David, podría decirle dónde está su bisabuela. Pero no
lo sé. Yo ya he tenido suficiente. Aquí pago seiscientos dólares mensuales. No le diga
nada de mí salvo que él le pregunte. No quisiera tener a Jasper en mis manos otra vez.
Ni a Laurel. Era una chica encantadora, pero resultó también una ingrata. La recibí en
mi hogar e hice cuanto pude por ella, y ella me volvió la espalda.
—¿Laurel era también pariente de usted?
—No, era de Texas. Un hombre muy rico estaba interesado en Laurel y nos la
envió.
—No comprendo…
—No tiene porqué comprender. No hablaré de Laurel. No era mi hija ni mi nieta,
pero la quería más que a cualquiera de ellas.
La viejecita hablaba en un susurro. El pasado estaba colmando la habitación como
una marea de murmullos. Me levanté para marcharme.
Alma Krug me tendió su mano nudosa y delicada.
—Por favor, dele volumen a la televisión. Prefiero oír hablar a otras personas.
Aumenté el volumen del sonido y cerré la puerta salir. Detrás de mí, en otra
puerta, en mitad del corredor, se oyó la voz temblorosa de un viejo.
—Por favor, no deje que me tajeen.
El viejo abrió la puerta y salió al corredor. Su cuerpo desnudo tenía la forma de

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un huevo alargado. Me echo los brazos encima, y apoyó su cabeza calva sobre mi
plexo solar.
—No permita que me corten en pedazos. Mamá diles que no lo hagan.
Aun cuando no había nadie, di la voz de que no lo hicieran. El viejecito me liberó,
volvió a su dormitorio y cerró la puerta.

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Capítulo 20

EN EL HALL de recepción, los refugiados de la guerra de las generaciones habían


disminuido a media docena. El asistente, un hombre de mediana edad, suavemente,
los hacía volver a sus habitaciones.
—Es hora de acostarse —dijo.
Jack Fleischer llegó a la puerta de calle. Sus ojos, cara, estaban marcados con la
pesadez del alcohol.
—Querría ver a Mrs. Krug —le dijo al asistente.
—Lo lamento, señor. Ya no es hora de visitas.
—Esto es importante.
—Eso no me incumbe. Yo no hago las reglas aquí. El administrador está en
Chicago en una convención.
—No me diga eso. Soy un oficial de la ley.
La voz de Fleischer se estaba elevando. Su cara se congestionaba. Buscó en sus
bolsillos y encontró una placa que mostró al asistente.
—Eso no cambia nada, señor. Tengo mis órdenes.
Sin prevenirlo, Fleischer golpeó al asistente con su mano abierta. El hombre cayó
y se levantó. La mitad de su rostro estaba rojo y la otra mitad, pálido. Los viejos
observaban en silencio. Como verdaderos refugiados temían a la fuerza física más
que a nada.
Corrí detrás de Fleischer y lo sujeté con el brazo. Era pesado y fuerte. Yo no
podía hacer otra cosa para evitar que siguiera.
—¿Es amigo suyo? —preguntó el asistente.
—No.
Pero en cierto sentido Fleischer me pertenecía. Lo llevé afuera y lo liberé. Sacó
una pistola automática.
—Queda usted arrestado —me dijo.
—¿Por qué? ¿Por evitar un desorden?
—Por resistirse a un oficial en el cumplimiento de su deber.
Estaba echando chispas y farfullando. La pistola en su mano parecía una 38,
bastante grande como para matarme.
—Termine, Jack, y aparte esa pistola. Ésta no es su jurisdicción y hay testigos.
El asistente y los que estaban a su cargo observaban desde los escalones de
entrada. Jack Fleischer volvió la cabeza para mirarlos. Con un golpe tiré la pistola al
suelo y la recogí cuando él se agachaba. Sobre sus manos y rodillas, como un hombre
convertido en perro, me ladró.
—Lo mataré por esto. Soy un oficial.
—Compórtese como tal.

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El asistente se me acercó. Era sólo un punto blanquecino que se movía en el
extremo de mi visión. Yo observaba a Fleischer mientras se levantaba.
—No queremos problemas. Será mejor que llame a la policía, ¿eh? —dijo el
asistente.
—Eso no es necesario. ¿Qué le parece, Fleischer?
—Demonios, yo soy la policía.
—No en este lugar. De cualquier manera, me dijeron que estaba retirado.
—¿Quién demonios es usted? —Fleischer me miraba aviesamente. Ardía como
cuarzo amarillo a media luz.
—Soy un detective privado con licencia. Me llamo Archer.
—Si quiere continuar teniendo la licencia, devuélvame la pistola. —Estiró su
mano gruesa y roja para tomarla.
—Será mejor que hablemos primero, Jack. Y será mejor que le pida disculpas al
hombre que golpeó.
Fleischer levantó la comisura de la boca en un gesto de dolor. Para un viejo
policía, mal acostumbrado, tener que disculparse era un castigo cruel y poco
corriente.
—Lo lamento —le dijo al hombre sin mirarlo siquiera.
—Está bien —respondió el asistente.
Se volvió y caminó con dignidad normal. Los viejos en los escalones lo siguieron
adentro del edificio. La puerta se cerró detrás de ellos.
Fleischer y yo nos dirigimos a nuestros coches. Nos enfrentamos en el espacio
que había entre los dos coches, cada uno con la espalda contra su propio automóvil.
—Mi pistola —me recordó. Estaba en mi bolsillo.
—Primero vamos a hablar. ¿Qué está buscando, Jack?
—Estoy trabajando en un caso viejo, un accidente fatal que sucedió hace años.
—¿Si usted sabe que fue un accidente, para qué está abriendo el caso otra vez?
—Nunca lo cerré. No me gustan los asuntos sin terminar.
Estaba haciendo esgrima, hablando de generalidades. Traté de cercarlo.
—¿Conocía usted a Jasper Blevins?
—No. Nunca lo conocí.
—Pero conocía a su esposa Laurel.
—Quizá sí. No tanto como algunas personas piensan.
—¿Por qué no hizo que identificara el cuerpo de su marido?
No respondió durante un tiempo largo. Por fin preguntó:
—¿Está grabando esta conversación?
—No.
—Aléjese de su coche, ¿eh, compañero?
Caminamos hasta la entrada. La bóveda de pinos era como un cielo más oscuro

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apretándose contra nosotros. Fleischer era más voluble en, la casi total oscuridad.
—Admito que cometí una equivocación hace quince años. Eso será lo único que
admitiré. No voy a amontonar basura y esparcirla en la entrada de mi propia casa.
—¿Cuál fue esa equivocación, Jack?
—Confiar en esa mujerzuela.
—¿Laurel dijo que no era su marido el que murió bajo el tren?
—Dijo muchas cosas. La mayoría de ellas mentiras. Me engañó bien.
—No puede usted culparla por todo. Era suya la tarea de identificar el cuerpo.
—No me diga usted cuál era mi tarea. En los treinta años que trabajé en el
departamento del sheriff cerca de cien vagabundos murieron bajo los trenes en
nuestro condado. Algunos tenían identificación, otros no. Éste no la tenía. ¿Cómo
podía saber que era algo distinto de los demás?
—¿Qué es lo que lo hace distinto, Jack?
—Usted lo sabe muy bien.
—Dígamelo.
—Ya le he dicho todo lo que voy a decirle. Pensé qué podíamos cambiar ideas.
Pero usted no hace más que tomar y no da nada en cambio.
—Usted tampoco me ha dado nada que sea útil para mí.
—Y usted no me ha dado nada, punto. ¿Cuál es su teoría?
—No tengo teorías —respondí—. Estoy trabajando en el secuestro de Stephen
Hackett.
—¿Qué…? —estaba haciendo tiempo.
—No trate de engañarme. Usted sabe lo de Hackett. Lo leyó en el periódico de
San Francisco.
Dio un cuarto de vuelta y me enfrentó en la oscuridad.
—¿De manera que es usted el que me hacía seguir en Frisco? ¿Qué demonios
pretende de mí?
—Nada personal. Su caso y el mío están conectados. Davy, el hijo de Jasper
Blevins, el niño que se perdió en la confusión, ha crecido y ahora es un joven. Ayer se
llevó a Hackett.
Podía oír a Fleischer inspirar con rapidez y soltar el aire despacio.
—El diario decía que este Hackett es realmente millonario. —Era una pregunta.
—Sí, es muy rico.
—¿Y el hijo de Jasper Blevins lo secuestra por el rescate?
—No se ha hablado de rescate, que yo sepa. Creo que proyecta matar a Hackett,
si no lo ha hecho ya.
—¡Dios! ¡No puede hacer eso! —Parecía que la propia vida de Fleischer hubiera
estado amenazada.
—¿Conoce a Hackett?

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—Jamás lo he visto. Pero aquí hay dinero, compañero. Debemos trabajar juntos,
usted y yo.
No me gustaba Fleischer como socio, no confiaba en él; pero por otro lado, él
sabía cosas del caso desconocidas para mí y para cualquier otro ser viviente. Y
conocía el condado de Santa Teresa.
—¿Recuerda usted el rancho de Krug, cerca de Centerville?
—Sí, sé donde está.
—Davy Blevins puede tener a Hackett en el rancho.
—Entonces vayamos allá. ¿Qué estamos esperando?
Volvimos a nuestros coches. Le di a Fleischer su pistola. Mirándolo en la
semioscuridad, tenía la sensación de estar mirando mi imagen en un espejo borroso y
distorsionado.
Ninguno de los dos mencionó la muerte de Laurel Smith.

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Capítulo 21

ACORDAMOS EN IR los dos en el coche de Fleischer, que nuevo y más veloz. Dejé
el mío en un estacionamiento nocturno en Canoga Park, no muy lejos de la casa de
Keith Sebastián. Cualquier cosa que sucediera, tendría que volver aquí.
Conduje mientras Fleischer dormitaba en el asiento delantero, a mi lado, hasta el
Valle de San Fernando, sobre el paso principal y por el camino de Camarillo hasta el
mar oscuro. Cuando cruzamos la frontera del Condado de Santa Teresa, Fleischer
despertó como si hubiera percibido el olor de su tierra natal.
Pocas millas al sur de Santa Teresa, mientras atravesábamos un solitario pedazo
de la carretera, Fleischer me dijo que me detuviera al lado de un monte de eucaliptus.
Presumí que era un llamado de la naturaleza. Sin embargo, no salió del coche, cuando
me detuve en el montículo.
Se volvió hacia mí en el asiento y me golpeó la cabeza con la pesada culata de su
pistola. Me desmayé.
Después de un rato, la oscuridad donde yacía, estuvo invadida de sueños.
Gigantes ruedas giratorias, como ruedas engranadas de la eternidad y de la necesidad,
se resolvían en una locomotora diesel. Quedé tirado e indefenso sobre las vías y el
tren se acercaba moviendo su ojo de Cíclope, y haciendo sonar el pito. Sin embargo,
no era el ruido de un tren, y yo no estaba tirado sobre las vías, y no era un sueño. Me
incorporé y senté en la mitad del costado norte de la carretera. Un camión, encendido
como un árbol de Navidad, venía hacia mí, haciendo sonar repetidamente su bocina.
Sus frenos también chirriaban, pero no iba a poder detenerse antes de llegar a
donde yo estaba. Me quedé quieto y tendido y observé como apagó las estrellas;
luego volví a verlas, y sentí cómo la sangre golpeaba en todo mi cuerpo.
Estaban llegando más vehículos desde el sur. Me arrastré fuera del camino,
sintiéndome pequeño y desmañado como un grillo. Los árboles de eucaliptus
susurraban y suspiraban en el viento, como testigos. Palpé, buscando la pistola. No
estaba.
La traición de Fleischer había tocado un nervio paranoide que vibraba y sonaba
en mi cabeza lastimada. Recordé que yo había estado dispuesto a volverme contra
Fleischer en el momento oportuno. Él había andado más ligero que yo, nada más.
El conductor del camión se había detenido apartándose del camino y colocado
una baliza. Vino corriendo hacia mí con una linterna.
—Hey… ¿Está usted bien?
—Creo que sí. —Me puse de pie, equilibrando el colérico peso de mi cabeza.
Dirigió la linterna hacia mi cara. Cerré los ojos y casi caí por el impacto de la luz.
—Oiga, tiene sangre en la cara. ¿Lo golpeé?
—No. Usted no me tocó. Un amigo mío me golpeó y me dejó en la carretera.

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—Llamaré a la policía, ¿eh? ¿Necesita una ambulancia?
—No necesito nada si usted me lleva hasta Santa Teresa.
Vaciló, su rostro estaba entre compadecido y suspicaz. La sangre en mi cara abría
dos caminos. A la gente honesta no se la hiere y abandona en las carreteras.
—Está bien —dijo sin entusiasmo—. Puedo hacer eso por usted.
Me condujo hasta los alrededores de Santa Teresa. La estación de servicio Power
Plus todavía estaba iluminada y le pedí al conductor que me dejara allí.
Fred Cram, el empleado con bota especial, estaba de servicio. No pareció
reconocerme. Me dirigí al baño de hombres y me lavé la cara. Había una herida
hinchada encima de la sien, pero ya no sangraba.
Alguien había escrito en la pared: HAGAN COSAS SENSATAS, NO HAGAN
LA GUERRA. Me reí. Me dolía la cabeza.
Salí y le pedí a Fred Cram permiso para usar el teléfono. Ahora me reconoció.
—¿Encontró a la chica?
—La encontré. Muchas gracias.
—De nada. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Permítame usar el teléfono, para una llamada local.
El reloj eléctrico en la oficina tenía sus manecillas juntas y arriba señalando la
media noche. La media noche era mi hora para llamar a los Langston. Busqué su
número en la guía y lo disqué. Henry respondió con voz adormilada.
—La residencia de Langston.
—Soy Archer. Usted acabará odiándome.
Su voz se animó.
—Me he estado preguntando por usted. Davy cubre todo el diario local.
—Creo que sé dónde está, Hank. También lo sabe Fleischer… está en camino
para allá ahora. ¿Qué tal se siente para hacer otro viaje a media noche?
—¿Hasta dónde?
—A un rancho cerca de Centerville, en la parte norte del condado.
—¿Allí es donde está Davy con Hackett?
—Diría que hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que así sea. Traiga
una pistola.
—No tengo más que una pistola de tiro al blanco de calibre 32.
—Tráigala. Y también una linterna.
Le dije dónde estaba. Mientras esperaba afuera de la oficina, Fred Cram cerraba
los surtidores y apagaba las luces de más arriba.
—Lo siento —me dijo—, pero es hora de cerrar.
—Hágalo. Espero que me recojan en pocos minutos.
Pero el joven se demoraba mirando la herida de mi cabeza.
—¿Davy Spanner le hizo esto?

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—No, todavía lo estoy buscando.
—Era el que estaba con la chica anoche. Al principio no lo conocí, ha cambiado
mucho. Pero cuando leí el comentario que hacían sobre él en el diario, en realidad
tenía a una persona en el maletero.
—Sí, la tenían. ¿Conocía usted a Davy?
—Lo conocí durante un año en la secundaria. Él era un novicio y yo ya
terminaba. En esos días no era un delincuente. En verdad, era bajo e insignificante,
por eso no lo reconocí anoche.
—Si lo ve otra vez, hágamelo saber, Fred —le di mi tarjeta—, puede llamar a mi
servicio receptor en cualquier momento, con llamada paga.
Tomó la tarjeta, pero la expresión de su cara la rechazó.
—No era en eso en lo que estaba pensando.
—¿En qué pensaba?
—EN la forma en que resultan las cosas en la vida. Quiero decir, yo estoy aquí,
atendiendo una estación de servicio para vivir y Davy resultó un criminal.
Después de marcar su tarjeta de control apagó las luces de la oficina y cerró con
llave la puerta. Se quedó cortésmente conmigo hasta que la rural de Langston vino
por la carretera y se detuvo al lado de su viejo automóvil.
Me despedí de Fred y subí a la rural. Los ojos sensibles de Langston me miraron
la cara y la cabeza.
—Lo han lastimado. ¿Necesita un médico?
—Ahora no. Estoy por lo menos media hora atrasado con respecto a Fleischer.
—¿Cómo intervino él en esto?
—Ha estado en el asunto desde el principio. Usted sabe eso. Cometí una
equivocación al tratar de trabajar con él. Eso duró más o menos una hora. Me golpeó
y sacó del coche dejándome en la carretera.
Hank silbó.
—¿No debería decírselo a la policía?
—Entonces nunca saldríamos de allí. ¿Trajo la linterna y la pistola?
—Están en la guantera. Me siento como un aprendiz de detective. —Su humor
parecía forzado, pero le seguí la corriente.
—Vamos, aprendiz.
Langston dobló hacia la carretera y luego en dirección al norte. Había dormido
una hora antes de que lo llamara, y estaba lleno de energía y curiosidad. Quería
hablar largo y tendido de Davy y de sus problemas psicológicos. Yo estaba cansado
de ese palabrerío. Mis respuestas se hicieron cada vez más breves. Después de un rato
me acomodé en el asiento de atrás y traté de dormir. Pero cada vez que pasaba un
camión me despertaba sobresaltado.
Donde la carretera giraba tierra adentro, comenzó a llover. Sobre las montañas,

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hacia el norte, el cielo estaba oscuro, iluminado de cuando en cuando por el
resplandor de los relámpagos. La carretera nos llevó otra vez a la costa. Aquí, el cielo
de la noche estaba despejado y el ojo blanco de la luna aparecía sobre la orilla del
mar. Reconocí el cruce de caminos donde encontramos a Sandy la noche anterior.
El pensamiento de la chica ocupaba mi mente. Se balanceaba a través de todos los
aspectos de la luna. La luna estaba blanca y brillante, el verdadero símbolo de la
pureza, pero también tenía su lado oscuro, con hondonadas, frío, desolación y
misterio. La muchacha podía tomar cualquier camino, dependiendo del resultado de
nuestra jornada.
Si conseguíamos traer a Hackett vivo, tendría una oportunidad para salir bajo
palabra. Si Hackett moría, su futuro moría con él.

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Capítulo 22

ERA MÁS DE LA UNA cuando llegamos a Rodeo City. Era una población de
moteles de playa tendidos entre la carretera y la costa. Pasamos por una rampa a la
calle principal, que corría paralela a la carretera y un poco más abajo de ella. Tres
motociclistas con cascos pasaron rugiendo frente a nosotros por la mitad de la calle.
Muchachas con el pelo al viento se tomaban de sus espaldas como súbcubos.
Llegamos al cruce y a la señal: CENTERVILLE 20 millas, y entramos tierra
adentro. El camino pavimentado pasaba por las tribunas de rodeo que se destacaban
como un antiguo anfiteatro en la oscuridad. El camino serpenteaba, trepando
gradualmente al pie de las colinas y luego más abruptamente se metía en un paso de
la montaña. Antes de que llegáramos al punto más alto del paso entramos dentro de
una densa nube. Se acumulaba como lluvia en el parabrisas, obligándonos a aminorar
mucho la marcha.
Del otro lado de esa cima, una verdadera lluvia comenzó a caer sobre el techo del
coche. El parabrisas y las ventanillas se empañaron. Me puse en el asiento de
adelante para poder limpiarlos, pero de cualquier manera la marcha era lenta.
Llovió durante todo el camino hasta Centerville, De cuando en cuando el
resplandor de un relámpago nos mostraba las laderas boscosas del valle que bajaban
hasta nosotros.
Centerville era una de esas aldeas del Oeste que no han cambiado mucho en dos
generaciones. Con una calle de casas pobremente encuadradas, una tienda de ramos
generales con un surtidor de nafta, cerrada durante toda la noche, la escuela con un
campanario en el techo, y la pequeña iglesia blanca con una torre que brillaba mojada
a la luz de nuestros faros.
El único edificio iluminado era un pequeño restaurante con un anuncio de
cerveza, contiguo a la tienda de ramos generales. El lugar tenía su letrero:
CERRADO, pero podía ver a un hombre con delantal blanco, limpiando adentro.
Corrí a través del aguacero y golpeé la puerta.
El hombre con el delantal meneó la cabeza y señaló el letrero de CERRADO.
Volví a golpear. Después de un momento dejó su trapo y cepillo contra el bar y vino a
abrir.
—¿Qué significa esto? —Era un hombre de algo más de mediana edad, con una
aventajada cara zorruna y boca de charlatán.
—Lamento molestarlo —dije, entrando—. ¿Puede decirme cómo llegar al rancho
de Krug?
—Puedo decírselo, pero no significa que usted vaya a llegar. El arroyo Buzzard
debe estar desbordado ahora.
—¿Y…?

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—El arroyo cruza el camino al rancho. Puede intentarlo si quiere. El otro
individuo lo logró, por lo menos no ha vuelto.
—¿Se refiere a Jack Fleischer?
—¿Usted conoce a Jack? ¿Qué está sucediendo en ese rancho? —me tocó con el
codo confidencialmente—. ¿Tiene Jack una mujer allí? No sería la primera vez.
—Podría ser.
—Vaya una noche infernal para una reunión y en un lugar infernal.
Lo llamé a Hank Langston que estaba dentro del automóvil. El hombre con
delantal se presentó. Su nombre era Al Simmons, y dijo muy claramente que era el
propietario del lugar y también de la tienda contigua, Simmons estiró una servilleta
de papel sobre el bar y nos dibujó un mapa. La entrada del rancho estaba a doce
millas al norte de Centerville. El arroyo Buzzard corría, cuando corría, de este lado
del rancho. Crecía muy ligero cuando llovía fuerte. Pero podríamos cruzarlo, desde
que no hacía mucho que estaba lloviendo.
Simmons dijo cuando nos marchábamos.
—Si se atascan, tengo un tractor que puede sacarlos. Por supuesto que eso les
costará dinero.
—¿Cuánto…? —preguntó Hank.
—Depende del tiempo que lleve. Generalmente cobro diez dólares la hora con el
tractor. Eso es de portal a portal. Pero si a su coche se lo lleva la correntada, nadie
puede hacer nada. De manera que eviten que suceda eso… ¿eh?
Anduvimos una eternidad por un camino de grava que necesitaba con urgencia
reparaciones. La lluvia caía a cántaros. Los relámpagos hacían señales pavorosas y
sin sentido.
Cruzamos varios arroyos pequeños que corrían y se hundían en el camino.
Exactamente a las doce millas desde Centerville por el cuenta kilómetros, llegamos al
arroyo. Corría a través del camino, brillante, leonado y parejo a la luz de los faros,
salpicado por la lluvia que caía. Parecía tener por lo menos treinta metros de ancho.
—¿Cree usted que puede hacerlo, Hank?
—No sé qué profundidad tendrá. No me gustaría perder el coche.
—Quizá fuera mejor vadearlo. Yo lo intentaré primero.
Saqué la pistola y la linterna y las puse en el bolsillo interior de mi chaqueta.
Luego me quité los zapatos, medias y pantalón y dejé todo en la rural. Cuando salí y
quedé frente a los faros, con chaqueta y sin pantalones, Hank se rio a carcajadas de
mí.
El agua estaba fría y la grava me lastimaba los pies. Con todo, sentí cierto placer
que se remontaba a mucho tiempo atrás, a mis primeros vadeos infantiles en Long
Beach, de la mano de mi padre.
Hubiera sido muy útil contar con su mano para sostenerme ahora. Aun cuando el

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agua nunca subió más arriba de mis muslos, me tiraba de las piernas y hacía difícil mi
marcha. En la parte más honda, en la mitad de la corriente, tuve que afirmarme,
separando las piernas, e inclinarme. Era como una segunda fuerza de gravedad que
me arrastraba en ángulo recto.
Cuando llegué más allá de la mitad, me detuve un momento para descansar y
recuperar fuerzas. Mirando hacia adelante a la otra orilla, pude ver una especie de
bulto gris tirado al lado del camino. Me acerqué. Era un hombre, o el cuerpo de un
hombre vestido con ropas grises. Me acerqué más y encendí la linterna.
Era Hackett que yacía de cara a la lluvia. Su rostro estaba tan castigado que casi
no se le reconocía. Sus ropas estaban mojadas. Tenía barro en el pelo.
Sin embargo respondió a la luz, tratando de sentarse. Me agaché y lo ayudé,
poniendo un brazo alrededor de sus hombros.
—¿Soy Archer, me recuerda?
Asintió. Su cabeza se apoyó contra mí.
—¿Puede hablar?
—Sí, puedo hablar —tenía la voz espesa, como si tuviera sangre en la boca, y era
tan baja que tuve que inclinarme para oírlo.
—¿Dónde está Davy Spanner?
—Huyó. Mató al otro y huyó.
—¿Mató a Jack Fleischer?
—No sé su nombre. Era un hombre mayor. Spanner le voló la cabeza, fue terrible.
—¿Quién lo golpeó a usted, Mr. Hackett?
—Spanner. Me golpeó hasta desmayarme, sin duda creyó que había muerto. La
lluvia me hizo recuperar el sentido. Llegué hasta aquí, pero volví a perder el sentido.
Hank me gritaba desde la otra orilla. Los faros de la rural hacían señales. Yo
también le grité para calmarlo y le dije a Hackett que esperara allí.
—¿No ya a dejarme acá? —preguntó con desesperación.
—Sólo por unos minutos. Trataremos de traer la rural hasta aquí. Si Spanner se ha
marchado, no hay nada que temer.
—Se ha marchado. Le doy gracias a Dios por ello.
La mala experiencia de Hackett parecía haberlo atontado. Sentí simpatía por él,
cosa que no había sentido antes, y le presté mi chaqueta.
Comencé a volver por el arroyo con la linterna en una mano y la pistola en la otra.
Luego recordé el coche de Fleischer. Si él estaba muerto, bien podía utilizarlo.
Volví a donde estaba Hackett.
—¿Dónde está el coche del hombre que mataron?
—Creo que vi un coche al lado del granero.
Con la mano señaló hacia la derecha.
Caminé unas cien yardas y me encontré con un sendero que llevaba a la derecha.

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Las lluvias pasadas y presentes lo habían gastado hasta convertirlo en roca desnuda.
Anduve por el sendero con miedo de lo que pudiera encontrar al final del mismo.
El granero fue lo primero que encontré. Estaba desplomándose y era viejo, con
grandes agujeros en las paredes. Recorrí el lugar con la luz de mi linterna. Una
lechuza salió volando por uno de los agujeros; una cara inexpresiva, chata y extraña
de un ser humano, volando con alas silenciosas a través del arco de la luz. Me
sorprendió, como si hubiera sido el fantasma de Jack Fleischer.
Su coche estacionado más abajo del granero estaba abierto y faltaba la llave. Esto
probablemente significaba que estaba en el bolsillo de Fleischer. Casi dejé a un lado
mi proyecto de usar su coche, pero me obligué a ir a la casa.
Aparte de una pequeña sección con techo chato, no quedaba nada del edificio más
que sus viejos cimientos de piedra. Hasta la parte que todavía se mantenía en pie
había sido castigada por el tiempo. Trozos de papel de techar se agitaban en el viento,
y la puerta torcida estaba entreabierta.
Cuando encontré a Jack Fleischer adentro, tirado en el piso de cemento mojado,
se había convertido en una parte de la ruina general. A la débil luz de la linterna, su
rostro y su cabeza parecían estar en parte herrumbrados. El agua le caía desde una
gotera del techo.
Cuando revisé los bolsillos de Fleischer su cuerpo todavía estaba caliente.
Encontré las llaves del coche en sus pantalones y en el bolsillo de arriba de su
chaqueta guardaba los documentos que había hecho copiar en Acmé, en San
Francisco. Guardé una copia de cada uno.
Antes de abandonar la casa destartalada, eché una mirada final con la linterna. En
un rincón había algo así como un mueble de dos literas superpuestas, como esas que
se ven en las viejas casas de peones del Oeste. Había una bolsa de dormir en la litera
de abajo. El otro único mueble era un asiento hecho con un barril de madera cortado.
Enrollada, al lado de este asiento, había una cantidad de cinta adhesiva usada.
Algunas colillas de cigarrillo estaban en el suelo al lado de la litera.
Dejé a Fleischer donde estaba para que se encargara de él la policía y bajé por la
pendiente barrosa al coche. El motor arrancó enseguida. Conduje despacio por el
sendero en declive y luego al lugar en donde estaba esperando Hackett. Se sentó con
la cabeza inclinada hacia adelante sobre sus rodillas.
Lo ayudé a ponerse de pie y a entrar en el asiento de adelante. Hank gritó desde la
otra orilla.
—No lo intente, Lew. Es demasiado profundo.
Tenía que intentarlo. No podía dejar a Hackett donde estaba. No confiaba en
poderlo llevar al otro lado a pie. Un resbalón y se hundiría corriente abajo y todo
nuestro esfuerzo se perdería.
Conduje, metiéndome en el agua con lentitud, dirigiéndome a los faros de Hank

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Langston y esperando que no hubieran curvas en el vado. Durante un instante de
angustia, cuando estábamos en la mitad de la corriente el coche pareció flotar. Se
movía a uno y otro lado, luego se estabilizó en la parte más alta del camino invisible.
Cruzamos sin otro incidente. Sosteniendo a Hackett entre los dos, Langston y yo
lo pasamos al asiento de atrás de la rural. Después de ponerme los pantalones,
recuperé mi chaqueta y envolví a Hackett en una manta. Afortunadamente la rural
tenía buena calefacción.
Cerré con llave el coche de Fleischer y lo dejé en el camino. Luego registré el
maletero, no encontré ninguna cinta magnetofónica. Bajé de un golpe la tapa de el
maletero. Hicimos el lento camino de veinte kilómetros de regreso a Centerville.
Debimos haber estado ausentes como dos horas, pero todavía había luces en la
casa de Al Simmons. Se acercó a la puerta bostezando. Parecía como si se hubiera
dormido vestido.
—Veo que pudieron volver.
—Nosotros sí. Jack Fleischer no lo logró. Lo mataron de un disparo.
—¿Muerto?
—La mitad de la cabeza había desaparecido con un disparo de una escopeta
recortada.
—¿En casa de Krug?
—Correcto.
—¿Qué le parece? Siempre pensé que ese lugar al fin acabaría con él.
No perdí tiempo preguntándole a Simmons qué quería decir con eso. Me indicó
su teléfono en el fondo del mostrador y me dio el número de la oficina del sheriff más
próxima en Rodeo City. El oficial de servicio era un delegado llamado Pennell. Le
dije que Jack Fleischer había sido muerto por un disparo de escopeta.
—¿Jack? —repitió impresionado—. Pero si he estado hablando con él esta noche.
Anduvo por aquí más temprano.
—¿Qué fue lo que le dijo?
—Dijo que estaba en camino al viejo rancho Krug. No quiso decirme qué pensaba
hacer. Pero dijo que si no volvía a la mañana, debía ir a buscarlo, con un par de
hombres más.
—Será mejor que haga eso. No espere a mañana.
—No puedo. No tengo automóvil patrullero disponible. Mí coche está
descompuesto y el condado no quiere comprar otro hasta enero. —Pennell parecía
impresionado y confundido—. Pediré que me envíen un coche a Santa Teresa.
—¿Y qué me dice de una ambulancia?
—Ésa también tiene que venir de Santa Teresa. Pero si Jack está muerto no
necesita una ambulancia.
—Todo el mundo no está muerto —respondí—. Tengo un hombre herido

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conmigo. —No mencioné el nombre de Hackett, ya que esperaba de alguna manera
llevarlo a su casa antes de que se conociera la noticia—. Lo llevaré a Rodeo City. Nos
encontraremos con la ambulancia y el automóvil patrullero n su oficina.
Al Simmons estaba sentado en el mostrador escuchando abiertamente hasta el
final mi conversación. Cuando corté dijo con tono meditabundo.
—Es curioso como resultan las cosas en la vida de un hombre. Jack tuvo ese
mismo puesto en Rodeo durante más de quince años. Rory Pennell era su delegado.
—¿Cuál era la conexión de Jack con el rancho Krug?
—No me gusta mucho decirlo. —Pero sus ojos estaban brillantes con el deseo de
referir la historia—. Jack está muerto y todo eso, y es… es un hombre casado. No
querría que Mrs. Fleischer se enterara.
—¿Otra mujer?
—Sí. Jack tenía sus buenas cualidades, supongo, pero siempre fue mujeriego.
Poco después de cumplir los cincuenta años andaba detrás de la mujer que vivía en la
casa Krug. Creo que lo logró. —Simmons sonrió torcidamente—. Solía detenerse
aquí para tomar un vaso de cerveza, y luego seguía hasta allá para pasar la noche con
ella. No puedo culparlo. Laurel Blevins era una hermosa presa.
—¿Y su marido no se oponía?
—No creo que lo supiera. Blevins estaba afuera mucho tiempo. Mató su propia
carne. Cuando no estaba cazando ponía trampas en las colinas y se llevaba eso…
como quiera que se llame, que usan los pintores.
—¿Atril?
—Sí. Él se llamaba un artista. Pero Blevins, su esposa y el niño, vivían como
indios en ese viejo rancho quemado. No se puede realmente culpar a la mujer de que
se entregara a Jack. Era un hombre apuesto hace quince años, y siempre tenía dinero
de las Casas de Rodeo. Después que Blevins la abandonó, mantuvo a la mujer en la
casa de Mamie Hagedorn. Mamie Hagedorn misma me lo dijo.
—¿Qué le sucedió a Blevins?
—Continuó viajando. Era un perdedor nato.
—¿Y el niño?
—No lo sé. Se perdió en la confusión.
Debió haber permanecido perdido, pensé, en lugar de volver para vengarse de un
pasado que no podía alterar ni siquiera con un disparo.
Le pregunté a Al Simmons si había visto a Davy, y Simmons lo recordaba. Por lo
menos había visto a un hombre o un muchacho conduciendo un compacto verde girar
camino del rancho, temprano la mañana anterior. No lo había visto ni tampoco oído
volver esta noche.
—¿Hay otra salida?
—Está el paso noroeste. Pero se necesitaría un automóvil con tracción en las

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cuatro ruedas, especialmente con un tiempo como este.
Langston llamaba con la bocina, afuera. Yo tenía una cosa más que hacer. Llamé
a la casa de Hackett, en Malibu, y Ruth Marburg atendió el teléfono; le dije que iba
para allá con su hijo.
Estalló en lágrimas. Luego comenzó a hacer preguntas, que corté de inmediato.
Le expliqué que llegaríamos en ambulancia. En tanto que Hackett no parecía
seriamente lastimado, estaba exhausto pues había permanecido en la intemperie. Era
mejor que llamara a un médico.
Le dije que llegaríamos a las seis en punto de la mañana.

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Capítulo 23

EL DELEGADO Rory Pennell era un hombre huesudo de unos cuarenta años, con un
espeso bigote castaño y muy tartamudo. La tartamudez probablemente se le
intensificó con la muerte de Jack Fleischer. Pennell parecía muy impresionado. A
medida que hablábamos, su mano derecha, grande, tocaba una y otra vez la culata del
revólver que llevaba sobre la cadera.
Me hubiera gustado quedarme más tiempo en Rodeo City, hablando con Pennell y
Mamie Hagedorn y cualquier otra persona que pudiera ayudarme a reconstruir el
pasado. Comenzaba a parecer como si Jack Fleischer hubiera estado profundamente
implicado en la muerte de Jasper Blevins. Pero el asunto era ahora puramente
académico y tendría que esperar. Lo importante era llevar a Stephen Hackett a su
casa.
A los dos hombres del sheriff de Santa Teresa les hubiera gustado escoltarlo. Era
algo fácil y relativamente seguro, y con mucho valor publicitario. Les recordé que el
cuerpo de Jack Fleischer yacía solo en el rancho Krug. Y que en alguna parte de las
colinas, al norte, estaba el muchacho que lo había matado, probablemente atrapado en
el barro. Me despedí de Hank y me dirigí en la ambulancia hacia el sur, sentado en el
piso, al lado de la camilla e Hackett. Se sentía mejor. Le hicieron una primera
curación en la cara y bebió una taza de caldo con pajilla. Le formulé algunas de las
preguntas indispensables.
—¿Sandy Sebastián golpeó a Lupe?
—Sí. Lo golpeó con una palanca de cubiertas.
—¿Utilizó la violencia con usted?
—No, directamente. Me puso una cinta adhesiva, mientras el muchacho me
apuntaba con la escopeta. Me ató las muñecas, los tobillos y la boca, hasta los ojos.
—Levantó la mano de la frazada y se tocó los ojos—. Entonces me pusieron en el
maletero del coche Sandy. Era horrible estar encerrado allí. —Levantó la cabeza—.
¿Cuánto tiempo hace que empezó todo esto?
—Unas treinta y seis horas. ¿Tenía ella algún agravio especial contra usted?
Respondió con lentitud.
—Debe haberlo tenido, pero no sé cuál.
—¿Qué me dice del muchacho?
—Nunca lo había visto antes. Actuaba como si estuviera loco.
—¿En qué sentido?
—No parecía saber lo que estaba haciendo. En un momento dado me cruzó sobre
las vías del tren. Comprendo que suena como un melodrama Victoriano. Pero era
evidente que intentaba matarme, dejando que el tren me pasara por encima. La
muchacha huyó y él cambió de idea. Me llevo a… ese otro lugar y me tuvo prisionero

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allí.
—Durante la mayor parte del día… ¿ayer…? —continuó diciendo— me trató
bastante bien. Me quitó las ligaduras y me dejó mover y andar. Me dio agua para
beber y un poco de pan y queso. Por supuesto que la escopeta siempre estaba a la
vista. Se tendió en la litera apuntándome. Me senté en el asiento. Ordinariamente no
soy cobarde, pero tuve una tensión nerviosa bastante grande después de un rato. No
podía comprender lo que el muchacho se proponía.
—Davy mencionó dinero, ¿Mr. Hackett?
—Yo lo hice. Le ofrecí bastante dinero. Me dijo que no lo quería.
—¿¿Qué era lo que quería?
Hackett tardó mucho tiempo en contestarme.
—Aparentemente no lo sabía. Parecía estar viviendo una especie de sueño. A la
tarde fumó mariguana y se puso más soñador. Parecía estar esperando algún tipo de
experiencia mística. Y yo era la ofrenda ardiente.
—¿Él lo dijo?
—No en forma directa. Lo dijo como una broma; que él y yo deberíamos formar
un grupo musical. Sugirió varios nombres para ello, tales como El Sacrificio Humano
—su voz palideció—. No era una broma. Creo que intentaba matarme. Pero quería
verme sufrir lo más posible antes.
—¿Por qué?
—No soy psicólogo, pero al parecer me consideraba como un sustituto del padre.
Hacia el fin, cuando ya había fumado bastante mariguana, comenzó a llamarme
«papi». No sé quién es o era su padre, pero debe de haberlo odiado.
—Su padre murió bajo el tren cuando él tenía tres años. Lo vio suceder.
—¡Gran Dios! —Hackett se incorporó en parte—. Eso explica muchas cosas, ¿no
es verdad?
—¿Habló de su padre?
—No. No lo estimulé para que hablara. Eventualmente dormitó. Yo proyectaba
saltar sobre él cuando el otro hombre… ¿Fleischer?, entró. Debe de haber pensado
que no había nadie ahí. El muchacho le disparó dos veces. No le dio la menor
oportunidad. Yo corrí hacia afuera. El muchacho me atrapó y me golpeó hasta
dejarme inconsciente.
Cayó de nuevo en la camilla y levantó los dos codos defensivamente, como si los
puños de Davy estuvieran otra vez en su cara. Continuamos el resto del camino en
silencio. La respiración fuerte de Hackett se aquietó, alargándose gradualmente en el
ritmó del sueño.
Tendí una frazada en el piso vibrante y también dormí, en tanto el mundo
avanzaba girando hacia la mañana. Me desperté, sintiéndome bien. Stephén Hackett y
yo volvimos juntos y vivos. Pero él todavía estaba lleno de miedo. Se quejaba en

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sueños y se cubría la cabeza con los brazos.
El sol rojo comenzaba a ascender tras las colinas de Malibu. La ambulancia se
detuvo en Malibu occidental cerca de un letrero que decía: COLONIA PRIVADA:
PROHIBIDA LA ENTRADA. EL conductor no sabía dónde doblar e hizo un gesto
por la ventanilla.
Pasé al asiento de adelante con él y el otro ayudante, atrás, con Hackett.
Encontramos nuestra desviación a la izquierda y trepamos las colinas hacia el portón
de Hackett.
Eran las seis y unos minutos. Llegando por sobre el paso, nos encontramos con
todo el esplendor del sol de la mañana como una avalancha de luz.
Ruth Marburg y Gerda Hackett salieron juntas de la casa. El rostro de Ruth estaba
agostado y con los ojos lacrimosos, pero alegres. Corrió pesadamente hacia mí y me
apretó las manos agradecida. Luego se volvió a su hijo, que estaba siendo sacado de
la ambulancia por los enfermeros. Se inclinó sobre él y lo abrazó, llorando y
lamentándose de sus heridas. Gerda Hackett quedó detrás de ella. Parecía un poco
mortificada, como si se sintiera desplazada por el despliegue de emoción de Ruth.
Pero también pudo abrazarlo, mientras Sidney Marburg y el doctor Converse de pie,
observaban. Había un tercer hombre, cuarentón y pesado de hombros, con un rostro
cuadrado y serio. Actuaba como si estuviera a cargo de todo. Cuando Hackett se puso
de pie tembloroso e insistió en entrar a su casa, caminando en lugar de hacerlo en la
camilla, el hombre de hombros pesados lo ayudó. El doctor Converse entró detrás de
ellos, con un aspecto bastante poco eficiente.
Ruth Marburg me sorprendió. Temporariamente yo había olvidado el asunto del
dinero que me había prometido. Pero ella no. Sin tener que recordárselo, me llevó a la
biblioteca y me extendió un cheque.
—Lo he posdatado por una semana —se puso de píe, agitando el cheque para que
se secara la tinta—. No guardo tanto dinero en el banco. Tengo que transferir algunos
fondos y vender algunos bonos.
—No hay apuro.
—Bien. —Me tendió un papel amarillo. Era por la cantidad que había prometido.
—Usted es una mujer rica distinta de las demás —le dije—. La mayor parte de la
gente rica pone el grito en el cielo si tiene que dar un níquel.
—No siempre fui rica. Ahora tengo más dinero del que puedo gastar.
—Yo también, desde este momento.
—No se maree. Cien grandes no es más que una bagatela en estos días. Tío Sam
le quitará la mitad. Si sigue mi consejo ponga el resto en propiedades y véalo
aumentar.
En cierta forma, pensé que haría eso. Puse el cheque en mi billetera. Me excitaba
en una forma que no me gustaba mucho. Por debajo de la excitación había una vaga

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depresión, como si yo perteneciera de alguna manera al cheque, en lugar de que éste
me perteneciera a mí.
Ruth Marburg se aproximó y me tocó la mejilla. No era una insinuación sino un
gesto de posesión.
—¿No está contento, Lew? ¿Puedo llamarlo Lew?
—Sí… y sí.
—No parece contento. Debería estarlo. Ha hecho una cosa maravillosa para todos
nosotros. Le estaré eternamente agradecida.
—Bien. —Pero no estaba bien. Hasta su repetido agradecimiento era una sutil
forma de posesión, tomar y no dar.
—¿Cómo lo logró?
Se lo dije muy brevemente; la serie de pistas desde Fleischer a Albert Blevins y a
Alma Krug, lo que me llevó a la granja donde estaba su hijo.
—Ha pasado una noche terrible. Debe estar exhausto. —Volvió a tocarme la cara.
—Por favor no haga eso.
Retiró la mano como si hubiera tratado de morderla.
—¿Qué le pasa?
—Usted compró a su hijo con este cheque. No a mí.
—No tenía ninguna intención al hacer ese gesto. Sólo fue un gesto amistoso.
¡Cielos! Soy bastante vieja como para ser su madre.
—Vaya con eso…
Eligió esas palabras como un cumplido, y suavizó sus sentimientos doloridos.
—En verdad está muy cansado, ¿no es cierto, Lew? ¿Ha dormido algo?
—No mucho.
—Le diré lo que hará. ¿Por qué no se va a la cama y duerme ahora? Stephen y
Gerda tienen mucho lugar disponible en la casa.
La invitación sonaba tan bien que comencé a bostezar, como un adicto a las
drogas. Pero le dije que prefería mi propia cama.
—Usted es muy independiente, ¿no es cierto, Lew?
—Supongo que sí.
—Yo también soy así. ¡Cómo desearía que Sidney tuviera algo de ese espíritu!
Parecía una madre hablando de un hijo retardado.
—Hablando de Sidney, me pregunto si él no podría llevarme. Mi coche está allá
en el Valle.
—Por supuesto. Se lo diré. Sólo hay una cosa antes de que se marche. Mr.
Thorndike querría hablarlo.
Salió y volvió con el hombre de hombros pesados. Thorndike se presentó como
agente especial del FBI. Ruth nos dejó en la biblioteca y Thorndike me hizo
informarle brevemente lo ocurrido, registrando lo que le decía en una grabadora

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portátil.
—No quiero criticarlo —dijo— desde que todo salió bien. Pero era una idea un
poco absurda enfrentarse a un secuestrador con nadie más que un consejero de
escuela secundaria por toda ayuda. Podría haber recibido lo que recibió Fleischer.
—Ya lo sé. Pero éste es un tipo especial de secuestro. No creo que el muchacho
hubiera disparado a Langston.
—De cualquier manera no tuvo oportunidad de hacerlo.
Thorndike hablaba con superioridad, como un maestro que toma un examen oral a
un alumno no muy apto. No me importó. Había traído a Hackett. Él no.

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Capítulo 24

EL CAPITÁN AUBREY, del Departamento del sheriff, llegó y Thorndike fue a


hablar con él. Yo cerré la puerta de la biblioteca detrás de Thorndike y empujé el
botón de la perilla dejándola trabada. Era la primera vez que estaba solo en un lugar
iluminado desde que extraje las fotocopias del cadáver dé Jack Fleischer.
Las extendí sobre la mesa al lado de la ventana y corrí las cortinas. La copia del
certificado de nacimiento declaraba que Henrietta R. Krug había nacido en el
Condado de Santa Teresa el 17 de octubre de 1910, hija de Joseph y Alma Krug.
Estaba firmado por Richard Harlock, médico de Rodeo City.
La otra fotocopia era más interesante. Mostraba una parte de la primera hoja del
Santa Teresa Star, del 28 de mayo de 1952. Debajo de los titulares «La muerte del
millonario petrolero, todavía sin resolver» y del subtítulo «se busca una pandilla
juvenil», estaba el siguiente informe, fechado en Malibu:
«La muerte de Mark Hackett, conocido ciudadano de Malibu y millonario
petrolero texano, producida por disparos que le fueron hechos en la playa el 24 de
mayo, todavía está siendo investigada por la policía. De acuerdo con el delegado
Robert Aubrey de la oficina del sheriff de Malibu, más de una docena de sospechosos
han sido arrestados y libertados. Se informa que una pandilla de motociclistas fue
vista en el área de Malibu la noche del 24 de mayo y se busca a sus integrantes para
interrogarlos.
«Hackett fue muerto de un balazo mientras caminaba por la playa la noche del 24
de mayo. Se llevaron su billetera. La policía recuperó un revólver que ha sido
identificado como el arma del asesino. El hombre muerto deja una viuda y un hijo,
Stephen».
En la misma página había una historia, fechada en «Rodeo City (por corresponsal
especial)», debajo del titular. «La muerte en los rieles castiga otra vez»: «Caminar por
los rieles, que se considera la manera más barata de viajar, está costando la vida a
algunos viajeros. Durante los últimos años, la solitaria visión de las vías al sur de
Rodeo City, ha sido el escenario de muchos accidentes fatales. Han ocurrido
decapitaciones, desmembramientos y otras mutilaciones.
»La víctima más reciente de la fatalidad de los rieles, y la segunda en morir este
año, fue encontrada esta mañana temprano por Jack Fleischer, delegado del sheriff de
Rodeo City. El cuerpo, que no tenía identificación, era el de un hombre en los
veintitantos años. La cabeza había sido separada del cuerpo.
»De acuerdo con el Delegado Fleischer, las ropas que vestía el hombre indicaban
que era un obrero transitorio. Tenía más de veinte dólares en sus bolsillos, cosa que
descarta la posibilidad de un homicidio para perpetrar un robo.
«Un aspecto emotivo de este accidente lo reveló el delegado Fleischer a este

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periodista. La víctima estaba acompañada de un niño pequeño, aproximadamente de
tres años, quien, aparentemente, pasó la noche junto al cuerpo de su padre. El niño ha
sido colocado en el Refugio Infantil mientras prosigue la investigación».
Además de confirmar lo que ya sabía, la segunda historia sugería que Fleischer
había cerrado definitivamente la investigación. Debe haber sabido quién era la
víctima; posiblemente le había quitado su identificación. El dinero encontrado en los
bolsillos del hombre muerto no quitaba la posibilidad de asesinato, o la posibilidad de
que Fleischer mismo lo hubiera cometido.
Me sorprendió la secuencia de las dos muertes, con diferencia de tres o cuatro
días. Podía haber sido una coincidencia, pero estaba bastante claro que Fleischer no
lo había pensado así. También parecía muy posible que el capitán Aubrey fuera el
mismo delegado Aubrey que había intervenido en el asesinato de Mark Hackett,
quince años atrás.
Encontré el capitán Aubrey en la sala con Thorndike y el doctor Converse.
Hackett no estaba seriamente herido, informaba el médico, pero sufría un cierto grado
de conmoción. No creía que su paciente pudiera ser interrogado hasta que descansara
un poco. Los hombres de la policía no discutieron.
Cuando Converse terminó, lo llevé a la otra habitación, donde no pudieran oírnos.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó con impaciencia.
—La pregunta de siempre, sobre Sandy Sebastián. ¿De qué la trató el verano
último?
—No puedo decírselo. No sería ético hacerlo sin el permiso de la paciente. —
Converse guardó silencio y sus cejas se arquearon—. ¿Le dijo al doctor Jeffrey que
me llamara anoche?
—No, exactamente. Le pregunté lo mismo que le estoy preguntando a usted.
—Bien, no les responderé a ninguno de los dos —dijo Converse llanamente—. La
chica tiene bastantes problemas ya.
—Estoy tratando de arrancarla de sus problemas.
—Lo hace en una forma bastante extraña, ¿no le parece?
Le hice una pregunta a boca de jarro.
—¿Tomaba drogas el verano pasado, o algo por el estilo?
—Rehuso contestarle. —Pero sus ojos inteligentes pestañearon en una forma que
era de asentimiento.
—¿Drogas psicodélicas?
La curiosidad fue mayor que sus principios éticos o lo que fueran.
—¿Qué le hace sugerir eso?
—Me dijeron que había intentado suicidarse. Un descuido con LSD algunas veces
tiene ese efecto. Estoy seguro que usted sabe eso, doctor.
—Por supuesto.

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—¿Quiere sentarse y hablar de ello conmigo?
—No señor, no lo haré. No tengo derecho a discutir los asuntos privados de mis
pacientes.
—Los asuntos de Sandy son ahora bastante públicos. Y estoy de su lado,
recuerde.
Converse movió la cabeza.
—En verdad, tiene que disculparme. Debo hacer mis visitas en el hospital.
—¿Cómo está Lupe?
—Está mucho mejor, ahora.
—Lupe, se droga, ¿por casualidad?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
Converse se volvió abruptamente y salió.
El capitán Aubrey me estaba esperando en la sala. Thorndike le había dado mi
informe, pero quería hacerme algunas otras preguntas.
—Usted ha seguido este caso de cerca desde el comienzo —dijo—. ¿Cómo cree
que empezó?
—Empezó el día que Davy Spanner y Sandy Sebastián se unieron. Ambos están
bastante perturbados, gente joven, con rencor.
—Conozco algo sobre Spanner. Es un psicópata con antecedentes. No debería
estar suelto en las calles. —Sus ojos eran grises y fríos—. Afortunadamente ya no
estará mucho más tiempo libre. He estado en contacto con Rodeo City. Encontraron
el coche de la chica Sebastián al norte del rancho, muy hundido en el barro. Spanner
no irá muy lejos sin él. Las autoridades del Condado de Santa Teresa piensan
atraparlo hoy.
—Y entonces, ¿qué pasará?
—Spanner es su pichón. —La frase de Aubrey me sonó extraña y se quebró en
múltiples significados—. Lo buscan por asesinato en primer grado, y eso termina con
él. El problema de la chica es más complicado. Primero, es menor de edad, no tiene
antecedentes. Además huyó de Spanner antes del asesinato de Fleischer. Suerte para
ella.
—Sandy no es una criminal. Quiso huir tan pronto advirtió que el crimen era real.
—Usted ha hablado con ella, ¿me equivoco? ¿Qué es lo que le sucede a una chica
como ésa? —Aubrey estaba sinceramente desconcertado—. Yo tengo una hija de
dieciséis años. Es una buena chica. Así era ésta, aparentemente. ¿Cómo puedo saber
si mi propia hija no se acercará a alguien un buen día y le romperá el cráneo con una
palanca de neumático?
—Creo que Sandy le guardaba rencor a Lupe. El caso puede haber empezado allí
mismo.
—¿Qué tenía contra él?

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—Prefiero no decirlo hasta poder probarlo, Capitán.
Se inclinó hacia mí con la cara roja, recordando a su propia hija.
—¿Tuvo relaciones sexuales con ella?
—No, que yo sepa. Lo que haya sucedido entre ellos saldrá a luz en esta batea. La
gente de la oficina de Libertad Condicional le pasará un peine fino.
Aubrey me dirigió una mirada impaciente y se giró para marcharse.
—Lo detuve.
—Hay otra cosa que quiero hablar con usted. Vayamos a su coche. Es más
privado.
Se encogió de hombros. Salimos. Aubrey se colocó detrás del volante de su coche
sin distintivo y yo me senté a su lado.
—¿Es usted el mismo Aubrey que solía trabajar en la policía de Malibu?
—Lo soy. Es por eso que me asignaron este caso.
—Éste es el segundo crimen mayor en la familia Hackett, según me informaron.
—Así es. El anterior Mr. Hackett… su nombre era Mark… fue muerto a balazos
en la playa.
—¿Consiguió establecer el criminal?
—No. Estos crímenes de gente de paso son difíciles de resolver. —Aubrey
parecía disculparse—. Lo malo es que generalmente no hay conexión que se pueda
probar entre el ladrón y su víctima.
—El motivo, ¿fue robo?
—Aparentemente. La billetera de Hackett desapareció y llevaba mucho dinero,
que no era lo más inteligente, dado las circunstancias. Poseía una casa en la playa,
algo alejada, y tenía el hábito de caminar hasta allá, solo. Algún ladrón, con un arma,
se enteró de esa costumbre y lo mató por el dinero.
—¿Arrestó a alguien?
—A docenas de sospechosos. Pero no pudimos establecer que ninguno de ellos
fuera el criminal.
—¿Recuerda alguno de sus nombres?
—Ahora de pronto no… hace mucho tiempo.
—Lo ayudaré, de cualquier manera. Jasper Blevins… ¿le suena?
Negó con la cabeza.
—Temo que no haya hecho sonar ninguna campana. ¿Quién es Jasper Blevins?
—El padre de Davy Spanner. De acuerdo con un viejo periódico de Santa Teresa,
murió bajo las ruedas de un tren cerca de Rodeo City, tres días después que Mark
Hackett fuera asesinado.
—¿Y…?
—Es una coincidencia interesante.
—Quizás. Yo tropiezo con estas coincidencias todo el tiempo. Algunas veces

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tienen algún significado, otras no.
—Pero ésta lo tiene.
—¿Quiere decir que hay una conexión entre estos dos crímenes…, el asesinato de
Mark Hackett y el secuestro de su hijo?
—Algún tipo de conexión… no sé cuál. De acuerdo con la información del diario,
usted recobró el revólver con que dispararon a Mark Hackett.
Aubrey se volvió y me miró.
—Usted trabaja mucho, ¿eh?
—¿Siguió usted el rastro del revólver hasta dar con el dueño?
Aubrey tardó en responder.
—Lo curioso —dijo al fin— es que el revólver pertenecía al mismo Hackett… en
cierto sentido…
—Eso sugiere un asunto de familia.
Aubrey levantó la palma de la mano por encima del volante:
—Déjeme terminar. El arma pertenecía a Hackett en el sentido de que una de sus
compañías de petróleo lo había comprado. Lo guardaba en un cajón sin llave en su
oficina en Long Beach. No lo guardaba bien y simplemente desapareció, al parecer
un tiempo antes del asesinato.
—¿Algún empleado disconforme?
—Lo verificamos con bastante profundidad. Pero no encontramos nada tangible.
El problema era que Hackett tenía unos cuantos empleados disconformes. Recién
venía de Texas, y los trataba como a hacienda, al estilo texano. Era muy poco querido
entre su gente, pero no pudimos probar que ninguno de ellos lo matara. Tenía cerca
de quinientos empleados en Long Beach solamente, y una buena mitad de ellos lo
odiaba.
—¿Cuál era el nombre de la compañía?
—Compañía Petrolera Corpus Christi. Mark Hackett era originario de Corpus
Christi. Debió haberse quedado allá.
Aubrey me golpeó el brazo en forma amistosa, y puso en marcha su motor. Me
dirigí a casa.

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Capítulo 25

GERDA HACKETT estaba en la galería de cuadros, de pie, absorta frente a una


pintura. Mostraba a un hombre en un laberinto geométrico y parecía demostrar que el
hombre y el laberinto se fundían uno en el otro.
—¿Le interesa la pintura, Mrs. Hackett?
—Sí. Particularmente Klee. Le vendí este cuadro a Mr. Hack… a Stephen.
—¿De veras?
—Sí. Trabajé en una galería en Münich, una galería muy buena. —Su voz estaba
sombreada de nostalgia—. Así fue como conocí a mi marido. Pero si tuviera una
segunda oportunidad me quedaría en Alemania.
—¿Por qué?
—No me gusta este país. ¡A la gente le ocurre cosas tan terribles!
—Por lo menos a usted le devolvieron a su esposo.
—Sí. —Pero esto no la alegraba. Se volvió hacia mí con una luz vaga y ambigua
en sus ojos azules—. Le estoy muy agradecida, en verdad. Usted le salvó la vida y
quiero agradecérselo. Vicien Dank.
Bajó mi cara y me besó. Este gesto fue inesperado, casi hasta para ella. Pudo
haber empezado como un beso de agradecimiento, pero se volvió algo más
comprometido. Su cuerpo se apoyó en el mío. Su lengua se metió en mi boca como
un gusano ciego buscando abrigo.
A mí no me atraía tanto la mujer. La tomé de los brazos y me liberé. Era como
manejar una estatua maleable.
—¿No le gusto? ¿No soy atractiva?
—Usted es muy atractiva —estiré la verdad un poco—. El problema es que
trabajo para su marido y esta es su casa.
—A él no le importaría —la luz ambigua de sus ojos se cristalizó en una especie
de cólera desesperada—. ¿Sabe lo que están haciendo? Ella está sentada en la cama al
lado de él y lo está alimentando con cucharaditas de huevos pasados por agua.
—Al parecer es un pasatiempo inocente.
—¡No estoy bromeando! Ella es su madre, y él tiene una fijación edípica… Ruth
lo estimula.
—¿Quién le dijo eso?
—Lo veo con mis propios ojos. Es una madre seductora. Los huevos pasados por
agua son simbólicos. ¡Todo es simbólico!
Gerda estaba despeinada y próxima al llanto. Era una de esas mujeres cuyo
cabello se suelta con facilidad, como si los frentes que presentaran al mundo fueran,
para empezar, precarios. Nunca sería la igual de su suegra.
Pero eso no era problema mío. Cambié de tema.

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—Entiendo que usted es amiga de Sandy Sebastián.
—Ya no. La ayudé con los idiomas; pero es una ingrata.
—¿Pasaba algún tiempo con Lupe?
—¿Con Lupe? ¿Por qué lo pregunta usted?
—Porque puede ser muy importante. ¿Lo veía con frecuencia?
—Por supuesto que no, no en la forma en que usted lo piensa. Solía ir a buscarla
algunas veces pará traerla a casa.
—¿A menudo?
—Muchas veces. Pero a Lupe no le interesaban las mujeres.
—¿Cómo lo sabe?
—Puedo asegurarlo —se sonrojó—. ¿Por qué premia eso?
—Quiero echar un vistazo a la habitación de Lupe.
—¿Por qué motivo?
—No tiene nada que hacer con usted. ¿Tiene alguna habitación en la casa?
—Su cuarto está sobre el garage principal. No sé si está abierto. Espere, le daré la
llave.
Se marchó por unos minutos. Me quedé mirando el Klee y encontré que el cuadro
crecía en mí. El hombre estaba en el laberinto; el laberinto estaba en el hombre.
Gerda Hackett volvió trayendo la llave con una etiqueta: «Aprt. Garage». Me
dirigí al garage y utilicé la llave para abrir la puerta de Lupe.
Era lo que se llama un apartamento-estudio, que consistía en una habitación
grande, con una cocina pullman. Estaba decorado con colores audaces, y telas y
artefactos mejicanos. Algunas máscaras precolombinas colgaban sobre la cama
cubierta con un sarape. Si Lupe era un primitivo, desde luego también era un
sofisticado.
Revisé el armario y los cajones y no encontré nada que no fuera usual, excepto
algunas fotografías pornográficas de estilo anticuado. El botiquín del cuarto de baño
tenía sólo un frasco rotulado «Bálsamo de amor psicodélico». Pero algunos de los
pancitos de azúcar, en el fondo de la azucarera de la cocina, estaban envueltos en
papel de aluminio.
Había seis pancitos envueltos. Tomé tres, los guardé en mi pañuelo y los metí en
el bolsillo.
No había oído a nadie subir las escaleras, y me sorprendió cuando la puerta se
abría detrás de mí. Era Sidney Marburg, con zapatillas de tennis.
—Gerda me dijo que estaba aquí. ¿Qué sucede con Lupe?
—Sólo estoy verificando.
—¿Verificando qué?
—Su moral y sus maneras. No es un sirviente común, ¿verdad?
—¿Me lo dice a mí…? Personalmente creo que es un reptil. —Marburg caminó

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silenciosamente hasta mí—. Si encuentra algo, hágamelo saber. —¿Habla en serio?
—Por supuesto que hablo en serio. Hace alarde de estar interesado en el arte,
porque a mi esposa le interesa el arte, pero ella es la única persona que le cree.
—¿Existe algo entre los dos?
—Creo que sí. Viene a nuestra casa en Bel-Air algunas veces cuando yo no estoy.
Nuestro sirviente me informa.
—¿Son amantes?
—No lo sé —respondió Marburg dolorido—. Sé que ella le da dinero, porque he
visto algunos de los cheques cancelados. De acuerdo con lo que me informa mi
sirviente, Lupe le cuenta a ella todo lo que pasa en la casa de su hijo. No es una
situación saludable, y eso es decirlo con suavidad.
—¿Cuánto tiempo hace que se conocen?
—Prácticamente desde siempre. Él ha trabajado aquí, si puede llamársele trabajar,
desde que tengo memoria.
—¿Cuánto tiempo es eso?
—Quince, dieciséis años…
—¿Conocía a los Hackett cuando Mark todavía estaba vivo?
Por alguna razón la pregunta lo irritó.
—Sí. Pero eso no tiene nada que ver con lo que estamos hablando. Estábamos
hablando de Lupe.
—Así es, ¿Qué otra cosa sospecha de él además de ser un espía de su esposa?
¿Toma drogas?
—No me sorprendería —dijo Marburg, un poco demasiado de prisa—. Lo he
visto dopado en más de una ocasión. O era un maníaco o estaba drogado.
—¿Lo vio alguna vez con la chica Sebastián?
—Nunca.
—Entiendo que le servía de chófer con bastante frecuencia.
—Sin duda, sí. Ella pasaba mucho tiempo aquí en el verano. —Guardó silencio y
me miró inquisidoramente—. ¿Cree usted que se enredó con ella?
—No he llegado a ninguna conclusión.
—Vaya… ¡Si pudiera probar eso…!
No me gustó su ansiedad.
—Cálmese. No voy a impulsar los hechos para complacerlo a usted.
—Nadie se lo ha pedido. —Pero parecía fastidiado. Sospecho que estaba furioso
consigo mismo por haberme hablado con tanta ligereza—. Si ha terminado aquí, lo
llevaré, maldito sea, a su casa.
—Desde que lo dice tan agradablemente…
—No tengo porqué ser agradable. Soy un pintor serio, y eso es todo lo que debo
ser.

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A pesar de sus pésimas maneras, sentía cierta simpatía por Sidney Marburg o una
tolerancia rayana en la simpatía. Quizá se hubiera vendido por dinero casándose con
Ruth, que era casi veinte años mayor que él. Pero como un agente sagaz, había
retenido un porcentaje para sí mismo.
—Eso suena como una declaración de independencia —le dije.
Su gesto colérico se trasformó en sonrisa, pero había una desaprobación íntima en
ella.
—Vamos, lo llevaré. No fue mi intención desquitarme con usted. —Nos dirigimos
a su Mercedes—. ¿Dónde vive?
—En Los Ángeles Oeste, pero no voy a casa. Mi coche está en Woodland Hills.
—¿Allí es donde vive la chica Sebastián, no es cierto?
—Sí.
—¿Qué le pasa? ¿Esquizofrenia?
—Estoy tratando de averiguarlo.
—Más atribuciones para usted. Perdóneme el arrebato que tuve. Me alegra
llevarlo. Pero este lugar tiene malas asociaciones para mí.
Como si esperara dejarlas atrás para siempre, puso en marcha su Mercedes, que
comenzó a rugir. Salimos como una flecha por la costa del lago, cruzamos el dique y
bajamos por la larga pendiente llena de curvas hasta el portón, donde Marburg frenó
el coche deteniéndolo de pronto.
—Bien —le dije—. Ha ganado la Cruz de Vuelo Distinguido.
—Lamento haberlo inquietado.
—He tenido dos días bravos. Esperaba que éste fuera algo mejor…
—Dije que lo lamentaba.
Marburg condujo con más cuidado por la carretera costera y dobló hacia el norte.
En el Cañón de Malibu volvió a doblar tierra adentro. Pocos minutos después
estábamos rodeados por colinas y comenté que eran hermosas para pintarlas.
Marburg me corrigió.
—No lo crea. Cualquier cosa que sea hermosa para pintar resulta un mal cuadro.
Todas las cosas pintorescas ya han sido hechas. Hay que hacer algo nuevo. La belleza
es difícil, como dijo alguien.
—Ese Klee en la galería, ¿por ejemplo? —comenté.
—Sí. Le aconsejé a Stephen que comprara ese Klee hace diez años. Stephen
necesita consejos. Su gusto es detestable en todo.
—¿Y en materia de mujeres?
—¡Pobre Gerda! —gruñó Marburg—. Cuando vino con él de Alemania, pensó
que iba a vivir la vie en rose. Tuvo un duro despertar. Viven como reclusos; nunca
van a ninguna parte; nunca ven a nadie.
—¿Por qué?

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—Creo que él tiene miedo… miedo de la vida. El dinero le hace eso a algunas
personas. Y también, por supuesto, está lo que le pasó a su padre. Es extraño, durante
quince años Stephen ha actuado como si la misma cosa fuera a sucederle a él. Y casi
le sucedió.
—Casi.
—Usted que ha tenido una experiencia considerable, Mr. Archer, ¿cree posible
que la gente atraiga el desastre sobre sus propias cabezas? ¿Comprende lo que quiero
decir…? ¿Qué lo atraiga al asumir una actitud propensa al desastre?
—Es una idea interesante.
—No ha respondido a mi pregunta.
—Pregúntemelo otra vez cuando haya terminado con este caso.
Me echó una mirada rápida e inquisidora, mientras el coche casi se apartó del
camino. Se concentró en conducción durante un minuto, aminorando la archa.
—Pensé que lo había terminado.
—No, mientras Spanner esté aún suelto y algunos otros asesinatos sin resolver.
—¿Algunos?
Dejé pendiente la pregunta. Pasamos frente al Instituto de Libertad Condicional,
en el lado izquierdo del camino. Marburg miró los edificios con aire preocupado,
como si yo lo llevara engañado al encierro.
—¿Dijo usted algunos asesinatos?
—Por lo menos hay otros dos además del de Mark Hackett.
Marburg condujo hasta que perdimos de vista el instituto. Encontró un punto para
estacionar, se aparto del camino y detuvo el coche.
—¿Qué me dice de esos otros asesinatos?
—Uno es el de la mujer llamada Laurel Smith. Era dueña de un edificio de
pequeños apartamentos en las Palisades. Anteayer la golpearon hasta matarla.
—Leí eso en el Times de esta mañana. La policía cree que fue golpeada por un
loco… algún sádico que ni siquiera la conocía.
—No lo creo. Laurel Smith estuvo casada con un hombre llamado Jasper Blevins,
que murió bajo un tren hace quince años… pocos días después que mataran a Mark
Hackett. Por lo que entiendo, Laurel Smith y Jasper Blevins eran los padres de Davy
Spanner. Creo que todos estos crímenes, incluyendo el que se perpetró con Stephen,
están ligados.
Sin moverse, excepto por los dedos que tamborileaban en el volante, Marburg
daba la impresión de retorcerse. Sus ojos llegaron hasta los míos y me miró en forma
rápida y desprevenida, con una mirada que parecía un chorro de oscuridad.
—¿Me estoy volviendo paranoico o es que usted me está acusando de algo?
—Quizás el paranoico sea yo. Explíqueme de qué lo estoy acusando.
—No es tan gracioso —dijo con voz agraviada—. No es la primera vez que me

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acusan de algo que no hice. Los policías me hicieron pasar un mal rato después que
mataron a Mark. Me llevaron a la seccional y me interrogaron durante casi toda la
noche. Tenía una coartada perfectamente buena, pero a ellos les pareció como uno de
esos casos «abiertos-y-cerrados», el triángulo de siempre. No niego, y no negué
entonces, que Ruth y yo éramos amigos íntimos y que la adoraba apasionadamente —
dijo en forma más bien rutinaria—. Pero el hecho es que ella proyectaba divorciarse
de Mark.
—¿Y casarse con usted?
—Y casarse conmigo. De manera que no tenía nada que ganar con la muerte de
Mark.
—Pero Ruth, sí.
—No, en realidad. Le dejó lo menos que pudo, legalmente. Mark cambió su
testamento por mi causa, poco antes de morir, y le dejó el grueso de su fortuna a
Stephen. De cualquier manera, Ruth tenía una coartada muy buena, lo mismo que yo,
y me ofenden las imputaciones que nos hacen a los dos.
Pero no había una fuerza auténtica en la cólera de Marburg. Lo mismo que su
pasión, pertenecía a la parte de sí mismo que había vendido. Me observaba y hablaba
con cuidado, como un abogado contratado para su propia defensa.
—Hábleme de su coartada; sólo por curiosidad.
—No tengo porqué hacerlo, pero se la referiré con gusto. En el momento en que
mataron a Mark, Ruth y yo estábamos comiendo con unos amigos en Montecito. Era
una gran comida, con más de veinte invitados.
—¿Por qué no aceptó la policía su coartada?
—La aceptaron cuando anduvieron verificando. Pero eso no fue hasta el día
siguiente. Querían que yo fuera el culpable, conozco su manera de pensar. Tenían
miedo de manosearla a Ruth directamente, pero pensaron que podrían llegar hasta
ella a través de mí.
—¿De qué lado estaba Stephen?
—No estaba en el país, estuvo fuera muchos, años. Cuando su padre murió,
estudiaba economía en Londres. Ni siquiera lo conocía entonces. Pero amaba mucho
a su padre, y la muerte de Mark lo afectó mucho. En realidad tuvo un colapso y lloró
durante la comunicación telefónica. Ésa fue la última vez que lo vi mostrar una
emoción real.
—¿Cuándo fue eso?
—Ruth lo llamó inmediatamente que Lupe le telefoneó, antes de que dejáramos la
casa de sus amigos en Montecito. De paso le diré que fui yo el encargado de pedir la
comunicación con Londres, y luego ella la tomó en otra extensión. La noticia fue un
golpe terrible para Stephen. Francamente, le tuve lástima.
—¿Y él que sentía con respecto a usted?

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—No creo que Stephen supiera siquiera que yo existía, en ese momento. Y
después me mantuve alejado durante casi un año; Ésa fue idea de Ruth, y fue una
buena idea.
—¿Por qué?
—¿Por qué económicamente dependía de Stephen?
—Eso puede haber sido en parte. Pero el hecho es que ella lo quiere mucho.
Quería acomodar su vida de modo de tenernos a ambos, y eso es lo que ha hecho. —
Marburg hablaba de su esposa como si ella fuera algo así como una fuerza natural,
una demiurga, o una deidad—. Ella me consiguió un…, bien, algo así como una beca
personal, en San Miguel de Allende. Pocos minutos después que Stephen llegó
volando desde Londres, yo volaba a la ciudad de México. Ruth nos mantuvo
separados en el aeropuerto, pero pude echarle una ojeada a Stephen cuando bajó del
avión. Era mucho menos convencional en aquella época. Usaba barba y bigote y se
había dejado crecer el pelo. Cuando por fin lo conocí se había hecho mucho más
almidonado…, el dinero suele envejecer al hombre.
—¿Cuánto tiempo estuvo ausente?
—Casi un año, como le dije. En verdad, ese año me formó. Nunca antes había
tenido una instrucción adecuada, ni había pintado con modelo, o tenido la
oportunidad de hablar con verdaderos pintores. Me encantaba la luz de México y los
colores. Aprendí a pintar entonces. —Ahora me hablaba la parte de Marburg que le
pertenecía a él—. Dejé de ser un pintor de día domingo para convertirme en un
artista. Y se lo debo a Ruth.
—¿Qué hacía antes de convertirse en artista?
—Era diseñador geológico. Trabajaba para una… compañía petrolera. Era un
trabajo aburrido.
—¿La Compañía Petrolera Corpus Christi?
—Así es. Trabajaba con Mark Hackett. Allí conocí a Ruth. —Guardó silencio y
dejó la cabeza inclinada, deprimido—. ¿De manera que me ha investigado?
—¿Cómo se llevan usted y Stephen? —respondí con otra pregunta.
—Bien. Seguimos nuestras vidas separadas.
—Antenoche, usted sugirió que sería espléndido que jamás volviera. Entonces
usted sería dueño de su colección de arte, eso dijo.
—Estaba bromeando. ¿No reconoce el humor negro? —Como no le respondí
indagó en mi cara—. No creerá que tengo algo que ver con lo que le pasó a Stephen.
Seguí sin responder. De mal humor condujo el resto del camino hasta Woodland
Hills.

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Capítulo 26

ENTRÉ A UNO de esos restaurantes que forman parte de una cadena en el Boulevard
Ventura, y pedí un bife no muy cocido, con el desayuno. Luego reclamé mi coche a la
estación donde lo había dejado y conduje colina arriba hasta la calle de Sebastián.
Era sábado y ya a esa hora de la mañana, los campos de golf, más allá de la calle,
estaban salpicados de jugadores. Un buzón con el nombre de Gensler me detuvo
antes de llegar a la casa de Sebastián.
Un hombre rubio de aproximadamente cuarenta años acudió a la puerta. Tenía
una expresión ansiosa y vulnerable que estaba acentuada por ojos azules saltones y
cejas casi invisibles.
Le expliqué quién era y pregunté si podía ver a Heidi.
—Mi hija no está en casa.
—¿Cuándo volverá?
—No lo sé, en realidad. La he enviado fuera de la ciudad con unos parientes.
—No debió hacer eso, Mr. Gensler. La gente del Instituto de Libertad Condicional
querrá hablar con ella.
—No veo la razón.
—Es una testigo.
Su cuello y su cara enrojecieron.
—Desde luego que no lo es. Heidi es una niña buena y honesta. Su única
conexión con la muchacha Sebastián es que vivimos en la misma calle.
—No es una deshonra ser una testigo —le dije—, tampoco lo es saber que alguien
tiene un problema.
Gensler me cerró abruptamente la puerta en la cara. Conduje el coche calle arriba
a lo de Sebastián, pensando que Heidi debía haberle dicho a su padre algo que lo
asustó.
El Rover del doctor Jeffrey estaba delante de la casa. Cuando Bernice Sebastián
me hizo entrar, pude ver que su rostro reflejaba otro desastre. Su carne había sido
como devorada desde adentro de manera que los huesos se hacían más prominentes.
Sus ojos eran como luces en una jaula.
—¿Qué ha sucedido?
—Sandy intentó suicidarse. Escondió una hoja de afeitar de su padre en su perro.
—¿Su perro?
—Su pequeño spaniel de paño. Debe de haber sacado la hoja de afeitar cuando
fue al baño. Trató de cortarse las muñecas. Afortunadamente yo estaba escuchando en
la puerta. La oí gritar y pude detenerla antes de que se cortara demasiado.
—¿Dijo porqué lo hacía?
—Dijo que no merecía vivir, que era una persona terrible.

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—¿Lo es?
—No.
—¿Le dijo usted eso?
—No. No sabía qué decirle.
—¿Cuándo sucedió esto?
—Recién. El médico todavía está con ella. Por favor, excúseme.
Era su hija, pero también era mi caso. La seguí hasta la puerta de la habitación de
Sandy y miré. Sandy estaba sentada en el borde de la cama. Tenía una venda de gasa
en su muñeca izquierda, y salpicaduras de sangre en la parte de adelante de su
pijamas. En cierta forma había cambiado en el trascurso de la noche. Sus ojos estaban
más oscuros, la boca endurecida. Ahora no la veía muy bonita.
El padre, sentado a su lado, le sostenía la mano en una actitud absurda. El doctor
Jeffrey estaba de pie frente a ellos, diciéndoles a ambos que Sandy tenía que ser
hospitalizada.
—Recomiendo un Centro Psiquiátrico, en Westwood.
—¿No es muy caro? —preguntó Sebastián.
—No más caro que otros hospitales. El buen tratamiento psiquiátrico siempre es
caro.
Sebastián meneó la cabeza, con gesto desesperado.
—No sé como voy a hacer para pagarlo. Todo lo que pude lograr fue el dinero
para la fianza.
Sandy levantó sus ojos pesados. Apenas moviendo los labios dijo:
—Deja que me lleven a la cárcel. Eso no cuesta nada.
—¡No…! —intervino su madre—. Venderemos la casa.
—No, en este mercado —apuntó Sebastián—, ni siquiera nos darían lo que nos
falta para pagar la hipoteca.
—¿Por qué no me dejaron morir? Eso resolvería todos los problemas —dijo su
hija, retirando la mano de la de él.
—La manera difícil —dijo Jeffrey—. Llamaré una ambulancia.
Sebastián se puso de pie.
—Déjeme llevarla. Las ambulancias cuestan dinero.
—Lo lamento, éste es un caso que necesita ambulancia.
Seguí a Jeffrey hasta el teléfono en el estudio. Hizo su llamada y colgó.
—¿Qué desea? —me preguntó con una mirada dura e inquisitiva.
—¿Está muy enferma?
—No lo sé. Ha habido una declinación, obviamente. Pero no soy psiquiatra. Por
eso quiero llevarla a uno, enseguida. Necesita precauciones de la seguridad.
—¿Cree usted que lo intentará otra vez?
—Debemos presumirlo. Diría que es muy probable que lo repita. Me dijo que lo

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había estado planeando durante meses. Tomó lsd el verano pasado y tuvo una mala
reacción. Todavía no se ha recuperado.
—¿Ella le dijo eso?
—Sí. Puede ser la causa del cambio de su personalidad en los últimos meses.
Basta una dosis para provocarlo, si no hay tolerancia. Ella dice que fue lo único que
tomó… una dosis en un terrón de azúcar.
—¿Le dijo dónde lo consiguió?
—No. Es indudable que está encubriendo a alguien.
Yo saqué los terrones de azúcar que había tomado en la cocina de Lupe y se los di
al médico.
—Es casi seguro que proceden de la misma fuente. ¿Puede hacerlos analizar?
—Con mucho gusto. ¿Dónde los encontró?
—En el apartamento de Lupe Rivera. Es el hombre a quien ella golpeó en la
cabeza, la otra noche. Si puedo probar que él le dio LSD…
Jeffrey se puso de pie con impaciencia.
—Comprendo. ¿Por qué no se lo preguntamos a ella?
Volvimos al dormitorio de Sandy, donde la pequeña familia estaba sentada en un
ambiente helado, uno frente a otro. La chica que estaba en el medio, levantó los ojos
hacia nosotros.
—¿Pidió una ambulancia al manicomio?
—Así es —respondió Jeffrey inesperadamente—. Ahora a mi vez voy a hacerte
una pregunta.
Ella esperó silenciosa.
—¿Ese terrón de azúcar que tomaste en agosto último … te lo dio Lupe Rivera?
—¿Y qué hay si fuera así?
El médico puso su mano debajo de la barbilla de ella, con mucha suavidad y le
levantó la cara.
—¿Lo hizo? Quiero que me digas sí o no, Sandy.
—Sí. Y enloquecí, perdí la cabeza.
—¿Te hizo alguna otra cosa, Sandy?
Ella retiró su barbilla de mano del médico e inclinó la cabeza. Su rostro estaba
impasible, sus ojos muy sombríos y fijos.
—Dijo que me mataría si se lo contaba a alguien.
—Nadie va a matarte.
Miró al médico incrédula.
—¿Lupe te llevó al doctor Converse? —pregunte.
—No, Cerda… Mrs. Hackett… me llevó. Traté de saltar del automóvil en la
carretera. El doctor Converse me puso una camisa de fuerza. Me tuvo en su clínica
toda la noche.

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Bernice Sebastián emitió un gruñido. Cuando la ambulancia vino a buscar a su
hija, ella la acompañó.

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Capítulo 27

VOLVÍ AL CAMINO, donde parecía vivir. Iba movido por mi iniciativa y muy
tentado de ir a casa. En cambio conduje a Long Beach por el trecho de camino más
desolado del mundo.
El edificio de la Compañía Petrolera Corpus Christi era una maciza estructura de
cuatro pisos con vista a los muelles y a sus barriadas. Yo nací y crecí en Long Beach,
a una distancia que puede hacerse a pie desde los muelles, y podía recordar cuándo
habían construido el edificio, un año después del terremoto. Estacioné en la parte
destinada a visitantes y me dirigí al hall principal. Al trasponer la puerta de calle,
encontré un agente de seguridad uniformado que estaba sentado detrás de un
mostrador. Cuando lo miré más detenidamente descubrí que lo conocía. Era Ralph
Cuddy, el que administraba el edificio de apartamentos de Alma Krug, en Santa
Mónica. Él también me reconoció.
—¿Pudo encontrar a Mrs. Krug?
—La encontré, gracias.
—¿Cómo está? No he tenido oportunidad de visitarla esta semana. Mis dos
empleos me tienen agobiado.
—Ella parece estar muy bien para su edad.
—Me alegro. Ha sido como una madre para mí toda la vida. ¿Sabía eso?
—No.
—Así ha sido. —Su mirada emocionada se concentró en mi cara—. ¿Qué tipo de
asuntos familiares discutió con ella?
—Hablamos de algunos parientes de Mrs. Krug. Jasper Blevins, por ejemplo.
—Eh, ¿conoce a Jasper? ¿Qué le sucedió?
—Murió bajo las ruedas de un tren.
—No me sorprende —dijo Cuddy, moralizando—. Jasper siempre andaba con
problemas. Él mismo era un problema y un problema para las otras personas. Pero
Alma era buena con él de cualquier manera. Jasper siempre fue su favorito. —Sus
ojos se empequeñecieron y se tornaron envidiosos en una especie de rivalidad.
—¿Qué tipo de problema?
Cuddy comenzó a decir algo y luego decidió no hacerlo. Estuvo silencioso un
momento, su rostro parecía estar tentando una respuesta alternativa.
—Problema sexual, por ejemplo. Laurel estaba embarazada cuando él se casó con
ella. Yo también casi me casé con Laurel, hasta que descubrí su estado —agregó con
cierta sorpresa, como si no hubiera pensado en el asunto durante algunos años—.
Nunca me casé. Francamente, jamás encontré a una mujer digna de mí. Con
frecuencia le he dicho a Alma Krug que si yo no hubiera nacido demasiado tarde…
Lo interrumpí.

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—¿Cuánto hace que trabaja acá, Mr. Cuddy?
—Veinte años.
—¿En vigilancia?
—Después de los primeros tres o cuatro años, sí.
—¿Recuerda el verano cuando Mr. Hackett fue asesinado?
—Por supuesto. —Me miró con cierta preocupación—. No tuve nada que hacer
con eso. Ni siquiera conocía a Mr. Hackett personalmente. Sólo era un subalterno en
esos días.
—Nadie lo acusa de nada, Mr. Cuddy. Estoy tratando de encontrar alguna
información sobre cierto revólver. Aparentemente fue sustraído de esta oficina y
utilizado para dispararle a Mr. Hackett.
—No sé nada de eso.
Su rostro se cerró en una máscara rígida de corrección. Sospeché que mentía.
—Tiene que recordar la búsqueda del arma, si es que usted estaba de vigilancia en
aquel entonces.
—No me diga lo que tengo que recordar. —Elaboró una cólera rápida y se
amparó en ella. Cuddy tenía un arma al costado, lo que le daba más importancia a su
cólera—. ¿Qué está tratando de hacer?, ¿forzar pensamientos en mi cabeza?
—Ésa sería una tarea inútil —dije para mi infortunio.
Él llevó la mano a la culata de su revólver.
—Lárguese de acá. No tiene derecho a venir, lavarme el cerebro e insultarme.
—Lamento lo que dije. Me retracto. ¿Está bien?
—No. No está bien.
—Usted parece pensar que estoy tras de su cuero cabelludo o algo parecido. El
hombre en quien estoy interesado es Sidney Marburg. Trabajó aquí como dibujante.
—Nunca he oído hablar de él. Y no voy a contestar más preguntas.
—Entonces probaré en personal —y me dirigí al ascensor—. ¿En qué piso está el
gerente de personal?
—Salió a almorzar.
—Es muy temprano.
—Quiero decir que todavía no ha llegado. No va a venir hoy.
Me volví y encaré a Cuddy.
—Esto es ridículo. ¿Qué sabe usted que no quiere que yo sepa?
Levantó la sección del mostrador y salió sacando el arma. La expresión de la boca
era malévola.
—Vayase —dijo con una voz ronca—. No va a difamar a mis amigos,
¿comprende?
—¿Marburg es amigo suyo?
—Ahí está otra vez, torciendo los pensamientos en mi mente. No conozco a

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ningún Marburg. ¿Es judío?
—No lo sé.
—Yo soy cristiano. Agradezca al cielo que lo sea. Si no fuera un hombre
religioso, le dispararía como a un perro.
Una cólera evidente y un arma cargada: la combinación que temía, que siempre
había temido. Me marché.
Mi oficina en Sunset comenzaba a tener aspecto de abandono. Una araña estaba
trabajando en un rincón de la sala de espera. Las moscas se amodorraban en la
ventana, haciendo un ruido como el tiempo al correr. Una débil pátina de polvo se
había acumulado en las superficies horizontales.
Limpié la superficie de mi escritorio con una toalla de papel y me senté mirando
el cheque que Ruth Marburg me había entregado. Desde que no podía depositar en el
banco un cheque con fecha posdatada, lo puse en mi caja fuerte. No me hacía sentir
rico.
Llamé a la Compañía Petrolera Corpus Christi, en Long Beach, y me puse en
contacto con el jefe del departamento de dibujos, un hombre llamado Patterson.
Recordaba a Sidney Marburg, pero fue cuidadoso en lo que decía con respecto a él.
Sid era un buen trabajador, un dibujante talentoso, que siempre quiso ser pintor, y se
alegraba que lo hubiera logrado.
—Entiendo que se casó con la viuda de Hackett.
—Así he oído decir —respondió Patterson sin comprometerse.
—¿Trabajaba con usted cuando mataron a Mark Hackett?
—Sí, se marchó en esa misma época.
—¿Por qué se fue?
—Me dijo que tenía una oportunidad de ir a México, con una beca artística.
—¿Recuerda el arma que se perdió? ¿El arma que se utilizó para matar a Mark
Hackett?
—Oí decir algo de eso. —Su voz se hacía más débil, como un espíritu que
retrocede—. No era responsabilidad del departamento de dibujo. Y si está señalando
a Sid, no podría estar más equivocado, señor. Sid no mataría a nadie.
—Me alegra oír eso. ¿Quién era responsable del arma?
—Pertenecía a la sección vigilancia. Era su responsabilidad cuidar de ella. Pero
no vaya a perseguirlos ni a mencionarme. No quiero problemas con el jefe de
vigilancia.
—¿Se refiere a Ralph Cúddy?
—Escuche, me ha hecho decir más de lo que debía. ¿Quién es usted? ¿Dijo que
era de la policía de Los Ángeles?
—Dije que estaba trabajando con ellos. Soy detective privado.
Patterson colgó.

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Me quedé sentado tratando de pensar. Mi mente giraba en círculo y tenía la
frustrante sensación que había una conexión que faltaba más allá del círculo, o muy
adentro del círculo, en su centro, enterrado tan profundamente como los muertos.
Hurgué y tenté en busca de la conexión que faltaba, seguro de que estaba en mi
memoria si sólo pudiera reconocerla. Pero no puede forzarse al propio inconsciente a
dar una información como si fuera una computadora. Sólo retrocede metiéndose más
dentro de su guarida.
Estaba petrificado de preocupación y frustración. Me estiré en el diván de la sala
de espera. Es decir, traté de estirarme. El diván era veinte centímetros más corto, y
me tendí con las piernas, que colgaban sobre el brazo de madera, como siempre.
Observé la araña en el rincón del cielorraso, deseando que mi caso fuera tan
simple y controlado como la tela que tejía. Me quedé dormido y soñé que me
atrapaban en una telaraña más grande, de cuyos radios pendían pellejos de hombres
muertos. La tela giraba como la rueda de una ruleta y la araña en el centro de la tela
tenía un rastrillo de croupier en cada una de sus ocho patas. Me arrastró hacia ella.
Me desperté empapado de traspiración bajo la camisa. La araña seguía trabajando
en el rincón del cielorraso. Me levanté, intentando matarla, pero tenía los dos pies
dormidos. Cuando despertaron, también despertó mi mente. Dejé a la araña donde
estaba. Quizá cazara las moscas que zumbaban en la ventana.
Mi breve pesadilla, en cierta forma, me había refrescado. Me quité la camisa
húmeda, me afeité con la máquina eléctrica, me puse una camisa limpia que guardaba
en el placard. Entonces me dirigí a la ventana para ver como estaba el tiempo.
Estaba bueno y claro con una ligera neblina. El tránsito de las primeras horas de
la tarde pasaba con estrépito por el boulevard.
Él detective sargento Prince y su compañero Janowski descendieron de un coche
policial en el otro extremo de la calle. Esperaba que no vinieran a verme; sabía que
no había estado cooperando con ellos. Pero desde luego, por eso mismo venían.
Cruzaron la calzada como si fueran invulnerables u olvidados del tránsito. Prince
caminaba un paso adelante, como un perro, tirando de Janowski, con una especie de
trailla moral.
Me puse la chaqueta, y los encontré fuera de la puerta de mi oficina. Entraron sin
que los invitara. Prince apenas controlaba su cólera. Hasta la piel clara de Janowski
estaba congestionada de resentimiento. Entró diciendo.
—No has tenido confianza en nosotros, Archer. Hemos decidido venir a preguntar
por qué.
—Tenía otras cosas en la mente.
—¿Tales cómo…? —preguntó en forma desagradable Prince.
—Como tratar de salvarle la vida a un hombre. Se salvó por casualidad.
—Me alegro que lo hayas logrado —volvió a decir Prince—. Fuiste demasiado

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lejos… y sigues avanzando demasiado.
Me estaba cansando del interrogatorio. La sangre me golpeaba en el estómago y
en los riñones doloridos.
—Modera tu tono, sargento.
Prince parecía dispuesto a golpearme. Casi deseé que lo hiciera. Como la mayor
parte de los norteamericanos, yo era un contragolpeador.
Janowski se interpuso entre nosotros.
—Yo seré quien hable —le dijo a su compañero. Se volvió hacia mi—. No
lloraremos por la leche derramada, pero nos agradaría tener tu cooperación ahora.
Hay lugares donde tú puedes ir, cosas que puedes hacer y que nosotros no podemos.
—¿Qué es lo que quieren que haga?
—Este delegado de sheriff jubilado, al que mataron en el secuestro…
—Jack Fleischer.
—Correcto. Probablemente lo sepas, pero te lo diré de todas maneras. Fleischer
tuvo el apartamento de Laurel Smith bajo vigilancia electrónica durante algunas
semanas. Aparentemente registró todo en cintas magnetofónicas. De cualquier
manera, sabemos que compró las cintas y el resto del equipo. Esas cintas podrían ser
muy útiles para nosotros, por lo menos así lo creo.
—Yo también lo creo.
Prince me preguntó por encima de Janowski.
—¿Las tienes?
—No.
—¿Dónde están?
—No lo sé. Podrían estar en la casa de Fleischer, en Santa Teresa.
—Esa es también nuestra opinión —dijo Janowski—. Su viuda lo niega, pero eso
no prueba nada. Hablé con ella por teléfono, y se mostró bastante evasiva. Traté de
que se movilizara la policía de Santa Teresa, pero no quieren intervenir. Fleischer
tenía conexiones políticas, o así me parece, y ahora que está muerto es un héroe. Ni
siquiera quieren admitir la posibilidad de que estuviera espiando el apartamento de la
mujer muerta. Por supuesto, que podríamos llevar el asunto a autoridades más altas…
—O darle un puntapié y mandarlo a las más bajas —dijo con una sonrisa—.
¿Ustedes quieren que vaya a Santa Teresa y hable con Mrs. Fleischer?
—Eso sería mostrarte muy cooperador —admitió Janowski.
—Y para mí no es una molestia. Planeaba verla de todos modos.
Janowski me tendió la mano y hasta Prince sonrió un poco. Me habían
perdonado, en la medida en que los policías suelen perdonar algo.

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Capítulo 28

LLEGUÉ A SANTA TERESA poco después de la una. Tomé un sandwich frío en un


restaurante próximo a los tribunales y caminé desde allí, lentamente, hasta la casa de
la viuda de Fleischer.
Las cortinas corridas sobre las ventanas del frente producían la impresión de una
casa cerrada y desierta. Pero adentro había vida. Mrs. Fleischer abrió la puerta.
Estaba bebiendo otra vez, o después de pasar por varias etapas de ebriedad había
llegado a una especie de falsa sobriedad. Lucía correctamente, vestida con un traje
negro. Su pelo bien cepillado y arreglado. El temblor de las manos no era demasiado
obvio.
Pero parecía no recordarme. Sus ojos me penetraron, como si hubiera alguien
detrás de mí y yo fuera un fantasma.
—Quizás usted no me recuerde. Yo estaba trabajando con su marido en el caso de
Davy Spanner —comencé a decirle.
—Él mató a Jack —interrumpió ella—. ¿Sabía eso? Él mató a mi marido.
—Sí. Lo lamento.
Miró a las casas vecinas y se inclinó hacia mí, con aire de conspiradora,
tomándome de la manga.
—Usted y yo tuvimos una charla la otra noche, ¿no es cierto? Entre, le serviré un
trago.
La seguí al interior de la casa sin ningún entusiasmo. La sala tenía las luces
encendidas, como si ella prefiriera vivir en un atardecer permanente. La bebida que
trajo era gin, débilmente matizado con agua tónica. Parecía que retomábamos la
entrevista en el punto en que la habíamos dejado.
—Me alegro que haya muerto —dijo, bebiendo la mayor parte de su copa y sin
alegría—. Así lo siento. Jack sólo consiguió lo que buscaba.
—¿Cómo así?
—Usted lo sabe tan bien como yo. Vamos, beba…
Ella terminó su copa. Yo bebí un poco de la mezcla oleosa de la mía. Me gusta
beber, pero esa bebida en especial, en la casa de Jack Fleischer y en compañía de su
viuda, me recordaba cuando tomaba aceite de ricino.
—Usted dijo que trabajaba con Jack. ¿Lo ayudó a hacer las grabaciones?
—¿Grabaciones?
—No trate de engañarme. Un policía me llamó desde Los Ángeles, esta mañana.
Tenía un nombre extraño, un nombre polaco, Junkowski o algo parecido. ¿Lo
conoce?
—Conozco al sargento Janowski.
—Ese es el nombre. Quería saber si Jack había dejado algunas grabaciones en

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casa. Dijo que podían ser importantes en un caso de homicidio. A Laurel la mataron,
también. —Acercó su cara hacia mí, como para afirmar su propia existencia—.
¿Sabía eso?
—Lo sabía.
—Jack la golpeó hasta matarla, ¿no es así?
—No lo sé.
—Por supuesto que lo sabe. Lo veo en su cara. No tiene porqué ser tan discreto
conmigo. Recuerde que estaba casada con Jack. Viví con él y con su salvajismo
durante treinta años. ¿Por qué cree que comencé a beber? Yo era abstemia cuando nos
casamos. Comencé a beber porque no podía soportar las cosas que él hacía.
Se inclinó tanto que se le desviaron los ojos. Tenía una manera fría de decir cosas
ultrajantes, pero su versión de los sucesos era demasiado subjetiva para ser del todo
cierta. Con todo, yo quería oír más, y cuando me dijo que terminara mi bebida, lo
hice.
Se dirigió a la cocina y volvió con otra dosis de gin para ella y para mí.
—¿Y qué hay de esas cintas grabadas? —preguntó—. ¿Valen dinero?
—Para mí, sí —dije, tomando una rápida decisión.
—¿Cuánto?
—Mil dólares.
—Eso no es mucho.
—La policía no le pagará nada por las grabaciones. Podría elevar mi oferta,
dependiendo de lo que haya en ellas. ¿Las ha escuchado?
—No.
—¿Dónde están?
—No se lo diré. Necesito mucho más de mil dólares. Ahora que Jack está muerto,
proyecto viajar. Nunca me llevó a ninguna parte, ni una sola vez en los últimos
quince años. ¿Y sabe por qué? Porque en todas partes lo esperaba ella. Bien, ahora
ella no lo espera más. —Después de un momento agregó medio sorprendida— Jack
tampoco la espera. Ambos están muertos, ¿no es cierto? Les deseé tantas veces la
muerte que no puedo creer que haya sucedido.
—Pero sucedió.
—Me alegro.
Hizo la pantomima de brindar y se puso de pie, vacilante. Le quité la copa de la
mano y la puse sobre la mesita con incrustaciones de piedras.
—Por este copioso refugio…
Hizo un paso de baile, siguiendo una música inaudible. Parecía estar tratando
desesperadamente de hallar algo que hacer que la hiciera sentirse humana otra vez.
—Nunca pensé que iba a sentir pena por ella —dijo—. Pero en cierta forma es
así. Se parecía a mí, ¿sabía eso? Yo era mucho más bonita cuando era joven, pero

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Laurel tenía quince años menos que yo. Solía imaginarme que yo era ella cuando
estaba en la cama con Jack. Pero todo no fue un lecho de rosas ni siquiera para ella.
Jack hizo con Laurel las mismas barbaridades que hacía con todas sus mujeres. Y al
fin le arruinó su bonita cara.
—¿De veras, cree que su marido hizo eso?
—Usted no sabe ni la mitad de las cosas. —Se dejó caer en el diván, a mi lado—.
Podría referirle hechos que le pondrían la carne de gallina. Es horrible decir una cosa
así, pero casi no puedo culpar al muchacho por haberle volado la cabeza. ¿Sabe quién
es el muchacho?
—Su padre era Jasper Blevins. Su madre, Laurel.
—Es más brillante de lo que creía. —Me miró con suspicacia—. ¿O fui yo quien
se lo dijo la otra noche?
—No.
—Apostaría que fui yo, ¿no es cierto? Quizá se lo dijeran en el norte del
condado… Es de público conocimiento en Rodeo City.
—¿Qué cosa, Mrs. Fleischer?
—Jack y sus argucias. Él era la ley, no había forma de que lo pudiera detener.
Mató a Blevins, lo arrojó bajo un tren para conseguir a su esposa. Logró que Laurel
dijera que no era el cuerpo de su marido. Puso al niño en el orfanato, porque le
molestaba para su gran romance.
Yo no le creía. Tampoco dejaba de creerle. Sus palabras quedaron suspendidas en
la habitación irreal, allí quedaban perfectamente bien, pero desconectadas ron el
mundo de la luz natural.
—¿Cómo supo usted todo esto?
—Confieso que algo me lo he imaginado. —Uno de sus ojos me miraron
inteligentemente, el otro estaba médio cerrado e inexpresivo—. Tengo amigos entre
policías… o solía tenerlos. Las esposas de los otros delegados… murmuraban…
—¿Por qué sus maridos no detuvieron al de usted?
El ojo inexpresivo se cerró enteramente en un guiño helado; espió mi cara con el
otro.
—Jack sabía dónde estaban enterrados demasiados cadáveres. La parte norte del
condado es un territorio áspero, señor, y él era el rey allí. De cualquier manera, ¿qué
podían probar ellos? Laurel dijo que el cuerpo no era el de su marido. Dijo que no lo
había visto en su vida. La cabeza estaba deshecha, irre… —tropezó con la palabra—
irreconocible. Lo notaron como otra muerte accidental.
—¿Está segura de que no lo fuera?
—Sé lo que sé. —Pero su ojo cerrado parecía burlarse de su seriedad.
—¿Está usted dispuesta a decirle esto a la policía?
—¿Con qué objeto? Jack está muerto. Todo el mundo está muerto.

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—Usted no lo está.
—Ojalá estuviera muerta. —La declaración la asombró o la alarmó. Abrió ambos
ojos y me miró con fijeza como si la hubiera amenazado con la pérdida de su vida.
—Y Dávy Spanner no está muerto.
—Pronto lo estará. Hay un pelotón de cincuenta hombres tras de él. Hablé con
Rory Pennell por teléfono esta mañana. Prometieron tirar a matar.
—¿Quiere usted que lo maten?
—El mató a Jack, ¿no es así?
—Pero usted dijo que casi no podía culparlo.
—¿Lo dije? —La pregunta estaba dirigida tanto a ella misma como a mí—. No
puedo haberlo dicho. Jack era mi marido.
Aquí era donde yo había entrado. Su vida de mujer viuda y su mente estaban
profundamente resquebrajadas, como había estado su matrimonio. Me levanté para
salir.
Me acompañó hasta la puerta.
—¿Y las cintas grabadas? —me preguntó.
—Sí, ¿qué hay de ellas? ¿Las tiene?
—Creo que puedo hallarlas.
—¿Por mil dólares?
—No es bastante. Ahora soy viuda, tengo que sostenerme.
—Déjeme escuchar las grabaciones. Entonces le haré otra oferta.
—No están acá.
—¿Dónde están?
—Eso lo sé yo, y usted lo tiene que descubrir.
—Muy bien, guárdelas. Volveré o la llamaré por teléfono. Recuerde, Archer, Jack
Archer.
Lo dejé así. Ella volvió al crepúsculo artificial de su sala.

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Capítulo 29

ANTES DE DEJAR Santa Teresa, llamé a la casa de Henry Langston desde la cabina
de una estación de servicio. Su esposa respondió formalmente.
—La residencia de Langston.
—¿Está su marido?
—¿Quién lo llama? —Era obvio que reconoció mi voz, la suya sonaba hostil.
—Lew Archer.
—No, no está en casa, y usted tiene la culpa. Todavía está en el norte del
condado, tratando de salvar a ese precioso asesino de usted. Terminará recibiendo un
balazo.
Estaba semihistérica y traté de consolarla.
—Eso no es muy posible, Mrs. Langston.
—Usted no sabe —dijo—. Tengo esta terrible sensación de fatalidad, de que nada
volverá a salimos bien nunca más. Y usted tiene la culpa, usted lo metió en esto.
—En realidad no fui yo. Él ha estado mezclado con Davy Spanner durante años.
Se ha hecho una promesa a sí mismo, y está tratando de cumplirla.
—¿Y qué pasa conmigo?
—¿Hay algo específico que la molesta?
—Para qué voy a decírselo a usted —dijo en cierta forma de colérica intimidad—.
Usted no es médico.
—¿Está enferma, Mrs. Langston?
Su respuesta fue colgar el receptor. Estuve tentado de ir a su casa, pero eso sólo
conduciría a mayores compromisos y pérdida de tiempo. La comprendía, pero no
podía ayudarla. Únicamente su marido podía hacer eso.
Me dirigí a la carretera y enderecé al norte. Mi cuerpo comenzaba a rebelarse
contra esta continua acción sin descanso. Sentía como si mi pie derecho en el
acelerador estuviera empujando el coche colina arriba, todo el camino, hacia Rodeo
City.
El delegado Pennell estaba en la habitación posterior de su oficina, ocupado con
la radio policial. Presumo que había estado sentado allí desde que hablé con él a
media noche. Su bigote y sus ojos daban la impresión de abarcar toda su cara, que
estaba más pálida y demacrada y que necesitaba una buena afeitada.
—¿Qué sucede, delegado?
—Lo han perdido —su voz estaba llena de fastidio.
—¿Dónde?
—No saben. La lluvia borró sus huellas. Todavía llueve en el paso norte. —¿A
dónde lleva ese paso?
—Tendrá que volver a la costa. Tierra adentro no hay nada más que cadenas de

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montañas. Está nevando allá en esa parte, a más de mil quinientos metros de altitud.
—¿Entonces?
—Lo hallaremos cuando vuelva a la carretera. Estoy pidiendo a las patrullas de la
carretera que bloqueen el camino.
—¿No hay posibilidad de que todavía esté en el valle?
—Podría ser. El profesor parece creerlo así.
—¿Se refiere a Henry Langston?
—Sí. Todavía está allá en el viejo rancho Krug. Su teoría es que Spanner tiene
una fijación con respecto a ese lugar, y que volverá.
—¿Pero, usted no cree en esa teoría?
—No. Jamás he conocido a un pro…pro…fesor qué supiera de qué está hablando.
Se les ablanda la cabeza a fuerza de leer demasiados libros.
No discutí y esto estimuló a Pennell a continuar. Langston lo había perturbado, al
parecer y necesitaba recuperar su confianza.
—¿Sabe lo que el profesor trató de decirme? Que Spanner tenía una buena
justificación para hacer lo que le hizo al pobre Jack. Porque Jack lo puso en un
orfanato.
—¿Y no fue así?
—Seguro, ¿pero, qué otra cosa podía hacer Jack con el niño? Su padre murió bajo
un tren. Jack no era responsable del niño.
—¿Y de qué era responsable Jack, delegado? —podía percibir un rastro de
ambigüedad en sus expresiones.
—De ninguno de los dos, ni del padre ni del hijo. Ya sé que hubieron toda clase
de rumores mal intencionados en aquel momento, y ahora este Langston está tratando
de removerlos, antes que el pobre Jack esté siquiera en su tumba.
—¿Qué tipo de rumores?
Levantó sus ojos ardientes y tristes.
—No quisiera mencionarlos, ¡son tan disparatados!
—¿Rumores de que Jack mató al hombre?
—Sí. Eso es un montón de disparates.
—¿Lo juraría, delegado?
—Por supuesto —dijo con alguna bravata—. Lo juraría sobre una pila de Biblias.
Se lo dije al pro… profesor pero no se mostró satisfecho.
Tampoco lo estaba yo.
—¿Se dejaría tomar un test con el detector de mentiras?
Pennell se mostró decepcionado de mí.
—¿De manera que usted piensa que soy un embustero y que el pobre Jack era un
asesino?
—¿Quién mató a Jasper Blevins si él no lo hizo?

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—Mucha gente podía haberlo hecho.
—¿Quiénes eran los sospechosos?
—Había un individuo con aspecto salvaje, con barba, allí en el rancho. Parecía
ruso, así me dijeron.
—Vamos, delegado. No estoy comprando un anarquista barbado. Sé que Jack
andaba por el rancho. Luego me dijeron que llevó a la mujer a la casa de Mamie
Hagedorn.
—¿Y qué hay sí lo hizo? Blevins no amaba a su esposa; eso lo demostró muy
claramente.
—¿Conocía usted a Blevins?
—Lo vi una o dos veces.
—¿Lo vio después de muerto?
—Sí.
—¿Era Blevins?
—No podría jurar ni que sí ni que no —agregó con un cambio en la expresión de
sus ojos—. Mrs. Blevins dijo que no era. Ella debería saber.
—¿Qué dijo el niño?
—Ni una palabra. No podía hablar; estaba mudo.
—Eso era conveniente, ¿no es así?
Pennell levantó su mano y la colocó sobre la culata de su pistola.
—Ya he oído bastante sandeces. Jack Fleischer era como un hermano para mí. Me
enseñó a disparar y a beber. Me consiguió la primera mujer. Hizo un ho… hombre de
mí.
—Me estaba preguntando a quién echarle la culpa.
Pennell me lanzó una maldición y sacó su pistola. Yo retrocedí. No me siguió
fuera de su oficina, pero yo estaba un poco sacudido. Ésta era la segunda vez que hoy
me apuntaban con un arma. Tarde o temprano podía dispararse.
Crucé la calle hasta el Hotel Rodeo y pregunté al empleado recepcionista dónde
vivía Mamie Hagedorn.
Me miró con viveza.
—Mamie se he retirado de los negocios.
—Bien, mis intenciones son de carácter social.
—Comprendo. Vive un poco arriba en el camino a Centerville. Es una casa
grande de ladrillos rojos, la única casa de ladrillos rojos en ese lado de la población.
Conduje pasando por las pistas de rodeo y hasta las colinas. La casa de ladrillos
estaba allí arriba dominando toda la escena. Era un día gris y nublado y el mar era
como un espejo desgastado, reflejando el cielo sombrío.
Subí por la entrada de grava y llamé a la puerta de la casa grande. Abrió una
mujer española-americana vistiendo un uniforme negro y cofia blanca con un moño

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de terciopelo negro. Era la primera criada vestida con uniforme que veía desde hacía
mucho tiempo.
Comenzó por hacerme un examen oral sobre quién y que era yo, y porqué había
venido. Fue interrumpido por una voz de mujer que venía de la sala del frente.
—¡Hazlo pasar! Yo hablaré con él.
La criada me condujo a una habitación llena de muebles Victorianos, completado
con encajes sobre los respaldos de los sillones y el sofá. Todo esto subrayó la
sensación que tuve al llegar al norte del condado, de que estaba volviendo a la época
de la preguerra, a pesar de que los modernos puentes de Vandenberg estaban sobre el
límite del condado.
Mamie Hagedorn acentuaba la ilusión. Sentada en un diván, estaba una mujer
pequeña cuyos pies, en chinelas doradas, se balanceaban claramente en el piso de
parquet. Vestía un traje bastante formal, de cuello alto. Tenía un busto de paloma
buchona, una cara rosada, el pelo o peluca de un color particularmente feo, rojo
iridiscente. Pero me gustó la forma en que la sonrisa animó su cara.
—¿Qué le pasa? —dijo—. Tome asiento y cuénteselo a Mamie.
Levantó una mano, en donde parpadeaba un brillante. Me senté al lado de ella.
—Estuve hablando con Al Simmons anoche en Centerville. Mencionó que usted
conoció a Laurel Blevins.
—Al habla demasiado —dijo con animación—. En verdad, conocía a Laurel muy
bien. Vivió conmigo después de morir su marido.
—Entonces ¿fue su marido el que murió bajo el tren?
Mamie lo pensó.
—No estoy segura de que lo fuera. Nunca se supo oficialmente.
—¿Por qué no?
Se movió inquieta. Su traje crujió, esparciendo, un olor a lavanda. En mi estado
de nervios, tenso, me parecía como si el pasado mismo estuviera revolviéndose en su
mortaja.
—No me gustaría complicar las cosas a Laurel. Siempre me gustó esa muchacha.
—Entonces, lamentará saber que ha muerto.
—¿Laurel? ¡Pero, si es muy joven!
—No murió por vejez. La golpearon hasta matarla.
—¡Malditos! ¿Quién hizo eso?
—Jack Fleischer es el primer sospechoso.
—Pero él también ha muerto.
—Tiene razón. Hablando no puede lastimar a ninguno de ellos, Mrs. Hagedorn.
—Miss. Nunca me casé. —Se puso los anteojos con aros de carey que le daban
un aspecto severo, y estudió mi cara—. Por favor, ¿quién es usted?
Se lo dije. Luego me preguntó por el caso. Se lo expliqué con nombres y lugares.

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—Conocí a la mayoría de esas personas —dijo con una voz como oxidada—
retrocediendo hasta llegar a Joe Krug y su esposa Alma. Me gustaba Joe. Era un lindo
tipo de hombre. Pero Alma era una traga-Biblias, tranquila y abstemia. Joe solía venir
a visitarme algunas veces… En aquella época yo dirigía una casa en Rodeo City, en
caso de que no lo sepa… y Alma nunca me perdonó por conducir a su marido por el
mal camino. Creo que fui una de las principales causas de qué se marchara a Los
Ángeles. Vaya, hace cuarenta años de eso. ¿Qué le ha sucedido a Joe?
—Ha muerto. Alma vive.
—Debe de estar vieja. Alma es mayor que yo.
—¿Cuántos años tiene usted?
Respondió con su sonrisa quebrada.
—Jamás digo mi edad. Soy mayor de lo que parezco.
—Estoy seguro de que es así.
—No me halague. —Se quitó los anteojos y se enjugó los ojos con un pañuelo de
encaje.
—Joe Krug era un hombre bueno, pero nunca tuvo suerte en esta península
boscosa. Oí decir que tuvo mejor suerte después que se mudaron a Los Ángeles.
—¿Qué tipo de suerte?
—Con el dinero. ¿Hay alguna otra? Consiguió un trabajo en una gran compañía y
casó a su hija Etta con el jefe.
—¿Etta?
—Henrietta. La llamaban Etta para abreviar. Antes había estado casada con un
hombre llamado Albert Blevins. Él era el padre de Jasper Bleyins que se casó con
Laurel, pobre querida. —La anciana parecía enorgullecerse de su conocimiento
genealógico.
—¿Quién mató a Jasper, Miss Hagedorn?
—No lo sé con seguridad. —Me echó una mirada sutil y larga—. Si le digo lo que
sé, ¿qué hará con esa información?
—Abrir el caso y dejar que penetre la luz del día.
Sonrió con tristeza.
—Eso me recuerda un himno, un viejo himno de renovación. En cierta
oportunidad me convertí… ¿lo creería usted? Duró hasta que el muchacho
evangelista huyó con las limosnas de una semana y mi mejor amiga. ¿Qué busca
usted, Mr. Evangelista? ¿Dinero?
—Me pagan.
—¿Quién?
—Algunas personas allá en el sur.
—¿Para qué le pagan?
—Llevaría todo el día explicarlo.

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—Entonces, ¿por qué no dejarlo como está? Deje que los muertos descansen en
paz.
—Se están muriendo demasiadas personas. Hace mucho tiempo que esto empezó
y continúa. ¡Quince años! —Me incliné hacia ella y le dije con voz tranquila:
—¿Fue Laurel quien mató a su marido? ¿O fue Jack Fleischer?
Respondió con otra pregunta, que parecía contener una respuesta oculta.
—Usted dijo que Laurel está muerta. ¿Cómo sé que me dice la verdad?
—Llame al Departamento de Policía de Los Ángeles al precinto de Purdue Street.
Pregunte por el sargento Prince o el sargento Janowski.
Repetí el número. Ella se deslizó del diván, con la ayuda de un escabel tapizado
con una tela hecha a mano y dejó la habitación. Oí cerrar una puerta en el hall y
pocos minutos después la oí abrirse.
Volvió mucho más lentamente. Se notaba el maquillaje en sus mejillas hundidas.
Se instaló en el diván, recordándotele, por un momento, a una niña vestida con un
traje sacado de un desván y usando una peluca de sus antecesoras.
—De manera que Laurel está muerta —dijo con pesadumbre—. Hablé con el
sargento Prince. Va a enviar a alguien para entrevistarme.
—Yo estoy aquí ahora.
—Ya lo sé. Con Laurel y Jack muertos, estoy dispuesta a responder a sus
preguntas. La respuesta es sí. Ella mató a Jasper Blevins, le golpeó la cabeza con el
extremo roto de un hacha. Jack Fleischer eliminó el cuerpo, poniéndolo bajo el tren.
Lo anotó en el registro como muerte accidental, víctima desconocida.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Laurel me lo dijo. Antes de marcharse, Laurel y yo éramos como madre e hija.
Me contó cómo había matado a Jasper y el porqué. No la culpé un solo minuto. —
Mamie Hagedorn respiró profundamente—. De lo único que la culpé fue de dejar al
niño en la forma en que lo hizo. Eso fue una cosa terrible. Pero ella tenía que abrirse
camino en la vida y sin inconvenientes. El niño era una evidencia en su contra.
—Al fin volvió a él —dije—. Pero cuando lo hizo era demasiado tarde para
ambos.
—¿Cree usted que su propio hijo la mató?
—Hasta ahora no lo creía. No tenía motivos. Pero, si descubrió que ella había
matado a su padre… dejé la frase sin concluir.
—Sin embargo, ella no hizo eso.
—Pero, acaba de decirme que lo mató.
—No. Le dije que había matado a su marido Jasper Blevins. Él no era el padre del
niño.
—¿Quién era, entonces?
—Un hombre rico, de Texas. Laurel quedó embarazada de él antes de salir de

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allá. Su familia le dio algún dinero y la mandaron a California. Jasper se casó con ella
por ese dinero, pero nunca tuvo relaciones normales con ella. Jamás he podido
respetar a un hombre a quien no le gustan las patatas y la carne natural.
—¿Cómo sabe todo esto? —volví a preguntar.
—Laurel me lo contó todo después de matarlo. Le hizo cosas que ninguna mujer
tiene que soportar. Por eso lo mató, y no la culpo.

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Capítulo 30

LE AGRADECÍ a Mamie Hagedorn y salí en busca de mi coche. Había arrojado luz


en el caso, sin duda. Pero el principal efecto había sido el de cambiar el color de la
luz.
Me dirigí por el paso hacia el rancho Krug. Era el lugar donde había comenzado
todo el problema, donde Albert Blevins le había arrojado una lámpara a su esposa (o
viceversa) y arruinado su casa y su matrimonio y a su hijo Jasper; donde el
matrimonio de Jasper había terminado en un asesinato; donde Davy Spanner nació y
Jack Fleischer murió. Quería ver el lugar de nuevo, a la luz del día.
No llovía en el valle. La capa de nubes se estaba quebrando, dejando ver el cielo
azul en algunos lugares.
Atravesé Centerville y doblé sin parar. No me detuve hasta llegar al arroyo
Buzzard.
La rural de Henry Langston estaba estacionada a un lado del camino. El arroyo se
había reducido a una estrecha corriente tortuosa que cruzaba el camino, a través de
algunos canales cortados en el barro que había quedado depositado.
Vadeé el barro, siguiendo las pisadas que seguramente eran de Langston, y subí el
sendero rocoso hasta el viejo rancho. Los campos se veían frescos y nuevos. Cada
hoja de pasto o de roble se destacaba brillante. El cielo era luminoso y hasta las nubes
dispersas eran como iceberg de luz.
Sólo las estructuras humanas estaban en ruinas, empequeñecidas por el cielo, que
parecía arquearse como un gran lapso, de uno a otro lado del valle.
Las pisadas de Henry Langston conducían a la casa arruinada, pasando por el
granero. Antes de que llegara a ella, él salió llevando su pistola 32 en la mano
izquierda y la escopeta recortada en el brazo derecho. Por un momento tuve la loca
idea de que intentaba dispararme.
En lugar de eso, movió la escopeta amistosamente y pronunció mi nombre con
placer.
—Encontré el arma homicida.
—¿En la casa?
—No. La arrojó en el río. La vi entre el barro, cuando crucé.
Tomé de sus manos la escopeta y la abrí. Había dos cartuchos usados en la
recámara. El doble cañón feo y corto estaba lleno de barro.
—¿No hay otra señal de él?
Hank meneó la cabeza.
—Tenía la idea de que podría volver al rancho. Parecía ser el lugar que andaba
buscando; pero me equivoqué.
—¿Dónde están los policías?

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Hank señaló hacia las montañas, hacia el nordeste. Sobre ellas podía ver nubes
negras que parecían cargadas de lluvia.
—Quizás estén atascados —dijo con cierta complacencia.
—Usted no quiere que lo atrapen, ¿verdad Hank?
—Tengo una sensación ambigua con respecto a Davy. Por supuesto que quiero
que lo atrapen. Es peligroso. Pero no quiero que lo maten de un balazo sin un juicio.
Hay circunstancias atenuantes, recuerde.
Lo sabía. Era una de mis razones para continuar con el caso. No había muchas
posibilidades de salvar a Davy de una acusación de homicidio en primer grado, pero
esperaba que la chica pudiera ser utilizable.
—Salgamos de acá —dije—. Me detuve en Santa Teresa… ¡Ah…! Me olvidaba.
Hablé con su esposa por teléfono.
Hank me miró con ojos culpables.
—¿Kate está bien?
—No, no está bien. Está preocupada por usted y por ella misma.
—¿Qué le pasa?
—Quizá sea nerviosidad. Me dijo que no me lo diría porque no soy médico.
—Está preocupada, tiene miedo de perder al bebé —dijo con gravedad—. Tuvo
una pequeña pérdida antes de que partiera, anoche.
Comenzó a caminar con pasos largos frente al granero hacia el camino. La
lechuza voló, sus ojos grandes en la cara pasmada. Hank disparó contra la lechuza
con su pistola. Erró el tiro, pero no me gustó la acción. Me recordó al disparo de
Lupe a la gallineta.
Fuimos hasta Centerville en coches separados. Hank detuvo su rural frente al bar
de Al Simmons. Cuando entré tras de él, ya estaba hablando en el teléfono del bar.
—Por favor, cobre en destino. Me llamo Henry Langston.
Hubo un largo silencio, marcado por el llamado del teléfono en el otro extremo de
la línea y el rezongo de una radio casi apagada de este lado. Al Simmons se inclinó
en el mostrador.
—¿Más problemas?
—Espero que no.
La voz de la operadora llegó a la línea como una segunda respuesta a la pregunta
de Al.
—No contestan, señor. ¿Quiere que insista?
—Probaré yo, otra vez. Gracias. —Hank colgó y se volvió a mí.
—Tiene que estar en el jardín de infantes, debe de haber ido a buscar a Henry. Es
demasiado temprano, sin embargo.
Abruptamente salió como si lo empujara y se dirigió a la puerta. Al Simmons me
detuvo.

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—¿Qué le pasa a su amigo?
—Está preocupado por su esposa.
—¿Por el asesino con escopeta?
—Sí.
—Supongo que muchas personas estarán preocupadas. Logró escapar por el paso
norte, ¿sabe eso? La radio dijo que consiguió huir en un camión.
—¿Hacia dónde se dirigía?
—Al sur. El conductor del camión dice que lo dejó en Santa Teresa.
Salí a decírselo a Hank. Ya estaba rugiendo por el pavimento. Cuando llegué a la
cima del paso, su coche estaba lejos del camino serpenteado, como una pulga en el
flanco de la montaña llena de cicatrices. Quizá debí de haberme detenido en Rodeo
City. Lo malo era que no confiaba en el juicio de Pennell. Presumiendo que Davy se
hubiera guarecido en la casa de Langston, lo que menos se necesitaba era el tipo de
tiroteo en el cual podían resultar heridas otras personas inocentes.
Una vez en la carretera y luego de haber pasado el bloqueo que Pennell había
ordenado demasiado tarde, presioné el acelerador hasta marcar noventa y allí lo
sostuve hasta llegar a las afueras de Santa Teresa. Tomé el primer desvío y me dirigí
al barrio de Langston.
La rural de Hank estaba en el camino, echando humo desde abajo de la tapa del
motor, Hank se encontraba a mitad de camino entre su coche y la puerta de su casa,
corriendo con la pistola en la mano.
Gritó:
—¡Kate! ¿Estás bien…?
Kate Langston salió llorando. Se dirigió hacia su marido y cayó en la camino de
lajas antes de alcanzarlo, se levantó con las rodillas llenas de sangre y llorando.
—Voy a perder el bebé. Él está haciendo que pierda el bebé.
Hank la atrajo con su brazo izquierdo. Davy apareció en el vano de la puerta.
Estaba lleno de barro, sin afeitar, y desmañado, como un actor muerto de miedo en
las tablas.
Hank levantó su brazo derecho, le apuntó con la pistola, que era como un dedo
prolongado, oscuro. Davy lo miró con timidez, y abrió la boca para hablar. Hank le
disparó varias veces. El tercer tiro le voló el ojo izquierdo. Se sentó en el umbral y
murió allí, silenciosamente.
Una hora más tarde, yo estaba dentro de la casa con Hank. La policía local había
llegado y luego de obtener una declaración de Hank y de felicitarlo, se habían llevado
el cuerpo. Kate estaba en la sala de emergencia del hospital, le habían suministrado
un sedante.
Pensando en todo lo acontecido, le servía whisky a Hank sin beber mucho yo.
Además de todo, el whisky le hacía daño. Vagaba por la sala buscando algo que

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probablemente no estaba allí. Se detuvo frente al piano de cola, y con los puños
cerrados comenzó a golpear las teclas.
Le grité.
—¿Es necesario hacer eso?
Se volvió hacia mí con los puños en alto. Sus ojos estaban sombríos y salvajes,
como habían estado los de Davy.
—No debí matarlo… ¿verdad?
—No soy su conciencia. Hay un tipo de economía en la vida. No se gasta más de
lo que se tiene, ni se dice más de lo que se sabe, ni se esfuerza más de lo necesario.
—Estaba rompiendo mi matrimonio, volviendo loca a mi mujer. Tenía que tomar
una decisión, hacer algo decisivo.
—Ciertamente lo hizo.
—La policía no me culpó.
—Ellos tampoco son su conciencia.
Se sentó moviéndose de un lado al otro en el banquillo del piano. Yo estaba
decepcionado de Hank y preocupado por él. La segunda personalidad que la mayor
parte de nosotros lleva adentro, había salido a luz y actuado con violencia. Ahora
tenía que vivir con ello, como con un gemelo siamés loco, por el resto de su vida.
Sonó el teléfono. Yo atendí.
—Residencia de Langston.
—¿Es usted Mr. Langston? —preguntó una mujer.
—Soy un amigo de la familia. Hay un enfermo en la casa.
Me estaba preguntando porqué Mrs. Langston no venía a buscar al niño.
—¿Habla desde el colegio?
La mujer respondió que sí y que ella era Mrs. Hawkins.
—Quédese con él esta noche, por favor.
—No podemos hacer eso. No tenemos comodidades.
—Por favor, inténtelo, ¿quiere? Mrs. Langston está en el hospital.
—¿Y Mr. Langston?
—Él tampoco está bien.
Colgué y volví a Hank. Sus ojos tenían una expresión sombría y gastada, como
cabos quemados. Comenzaba a sentir el cambio en sí mismo y en su vida.
Me despedí y dejé la casa, saliendo por el vano de la puerta, donde la sangre de
Davy se estaba volviendo marrón bajo el sol que ahora lo había rechazado para
siempre.

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Capítulo 31

ANTES DE ENDEREZAR hacia Los Ángeles hice una visita final a Mrs. Fleischer.
Abrió la puerta vistiendo tapado y sombrero negros. Su cara estaba recién maquillada
y parecía estucada e inexpresiva. Al parecer estaba completamente sobria, pero muy
nerviosa.
—¿Qué quiere?
—Las grabaciones.
Ella extendió sus manos enguantadas.
—No sé ni poseo…
—No me venga con eso ahora, Mrs. Fleischer. Usted dijo que sabía dónde estaban
y que las tenía a su alcance.
—Bien, ya no lo están.
—Se las dio a la policía.
—Quizá sí, quizá no. Tiene que dejarme ir. Espero un taxi.
Comenzó a cerrar la puerta. Yo me incliné con suavidad pero con firmeza. Sus
ojos se dirigieron lentamente hasta mi cara.
—¿Qué es esto? ¿Qué quiere?
—He decidido elevar mi oferta. Le daré dos mil.
Se rio sin alegría.
—Eso es una bagatela, pamplinas. Si no fuera una dama, le diría lo que puede
hacer con sus miserables dos mil dólares.
—¿Con quién ha estado hablando?
—Con un hombre muy agradable. Me ha tratado como un caballero, que es más
de lo que hace cierta gente. —Dio un fuerte tirón a la puerta que bloqueé con mi
hombro—. Y me dijo cuánto podían valer esas cajas de cinta grabadas.
—¿Cuánto?
—Diez grandes —respondió con el orgullo con que una persona que ha ganado
dos veces, habla al perdedor.
—¿Se las compró?
—Tal vez.
—Ya entiendo. Y quizá no las haya comprado. ¿Puede describírmelo?
—Es muy bien parecido, con hermoso pelo castaño ondeado. Mucho más apuesto
que usted. Y varios años más joven —agregó, como si ella pudiera vengarse de su
marido a través de su compinche, Jack Archer.
Su descripción no evocaba a nadie, salvo que fuera Keith Sebastián, lo que
parecía improbable.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—No me dio su nombre.

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Eso probablemente significaba que le habían pagado en efectivo, si es que le
habían pagado.
—Diez grandes es mucho dinero en efectivo —le dije—, espero que no piense
llevarlo por ahí, suelto.
—No, voy a… —se mordió el labio inferior y se manchó los dientes con lápiz
labial—. No es asunto suyo lo que voy a hacer. Y si no se marcha, llamaré a la
policía.
Eso era lo menos probable que hiciera. Pero ya estaba cansado de ella y de
conversar con ella. Di la vuelta a la manzana en mi coche y me detuve en la esquina.
Pasado un momento llegó un taxi desde la otra dirección. Se detuvo frente a su puerta
y tocó suavemente la bocina.
Mrs. Fleischer salió llevando una pequeña maleta azul. Entró en el taxi. La seguí,
cruzando la ciudad hasta la carretera y por la carretera al norte, hasta el aeropuerto
local.
No traté de averiguar hacia dónde pensaba viajar en avión Mrs. Fleischer. No me
importaba. No dejaría la ciudad sin haber vendido las grabaciones.
Me dirigí al sur, a Woodland Hills, sintiéndome vacío, ligero y fútil. Pensé que
había estado abrigando un secreto deseo que de alguna manera pudiera haber
redundado en favor de Davy, por lo menos salvarle la vida, darle una oportunidad a
largo plazo para rehabilitarse.
Tales deseos siempre fracasan. El deseo de Langston para Davy se tornó en un
triángulo secreto que significaba lo contrario de lo que parecía significar. Yo
empezaba a preocuparme con respecto a mi deseo por salvar a la muchacha.
Bernice Sebastián me introdujo en la casa. Estaba pálida y desolada, con los ojos
sombríos y brillantes. Era la primera vez que la veía sin un cuidado maquillaje. Tenía
cenizas de cigarrillo sobre el vestido y estaba despeinada.
Me llevó a la sala y me hizo sentar bajo el dorado diluvio del sol de las últimas
horas de la tarde que entraba a través de la ventana.
—¿Quiere tomar café?
—No, gracias. Me agradaría un vaso de agua.
Me lo alcanzó formalmente, sobre una bandeja. Daba la impresión de estar
tratando de mantener unidas, mediante esas formalidades, todas las piezas centrífugas
de su vida. Bebí el agua y le agradecí.
—¿Dónde está su marido?
—Salió en una de sus misiones —respondió con sequedad.
—Por casualidad, ¿no fue a Santa Teresa?
—No sé a dónde fue. Tuvimos una discusión.
—Quiere hablar de ello.
—No. No es el tipo de conversación que me gusta tener con nadie. Esencialmente

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nos culpamos mutuamente por este desastre.
Se sentó en una banqueta frente a mí, doblando las rodillas y sosteniéndolas con
los dedos cruzados. Nada de lo que hacía carecía de gracia; ella lo sabía. Volvió su
hermosa y despeinada cabeza bajo mis ojos, con femineidad.
—Le diré porqué discutimos, si me promete no hacer nada.
—¿Y qué podría hacer?
—No quiero que haga nada para detener a Keith. Eso sería un traición de mi
parte.
—¿Evitar que haga qué?
—Primero, prométamelo.
—No puedo, Mrs. Sebastián. Le prometo esto: no haré nada que pueda perjudicar
a su hija.
—¿Pero no a Keith?
—Si sucede que sus intereses son distintos, haré cuanto pueda por Sandy.
—Entonces se lo diré. Está proyectando sacarla del país.
—¿Estando bajo fianza?
—Temo que sí. Estaba hablando de irse a Sudamérica.
—No es una buena idea. Sería muy difícil para Sandy poder volver, lo mismo que
para él.
—Ya lo sé. Se lo dije.
—¿Cómo piensa financiar el viaje?
—Creo que está pensando en un desfalco. Keith parece estar totalmente
perturbado. No puede soportar la idea de que Sandy sea juzgada y enviada a la cárcel.
—Aún está en el Centro Psiquiátrico, ¿no es cierto?
—No lo sé.
—Llame y averigüe.
Bernice se dirigió al estudio y cerró la puerta tras de ella. La oí hablar, demasiado
confusamente para saber lo que decía. Llegó con un gesto de temor en la boca.
—La sacó del Centro.
—¿Cuándo?
—Hace una hora.
—¿Dijo dónde la llevaba?
—No.
—¿No le dio ninguna clave?
—Esta mañana habló de volar a México City, y de ahí quizás a Brasil. Pero no se
iría sin decírmelo antes. Espera que yo vaya.
—¿Usted quiere hacerlo?
Negó con la cabeza.
—No creo que ninguno de los tres debamos ir. Deberíamos quedarnos aquí y

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luchar.
—Usted es una buena persona.
Sus ojos estaban llenos de emoción pero lo que dijo fue:
—No, si yo hubiera sido una buena persona mi familia no se hubiera metido en
este embrollo. Yo fui la que cometió todos los errores.
—¿Quiere enumerarlos?
—Si usted es capaz de soportar la enumeración. —Por un minuto guardó silencio,
ordenando sus pensamientos—. En realidad, no quiero hablar de ellos en detalle. No
es el momento y dudo que usted sea la persona indicada.
—¿Quién es la persona indicada?
—Debería ser Keith. Todavía es mi marido. El problema es que dejamos de
hablarnos hace años. Empezamos un juego de simulación sin que ninguno de los dos
lo admitiera. Keith iba a ser el joven ejecutivo en pleno ascenso y yo su esposa
modelo, haciéndolo sentirse un hombre, cosa difícil para Keith. Y Sandy iba a
llenarnos de satisfacciones en el colegio sin decir ni hacer nada incorrecto jamás. Lo
que se cocina en esa caldera es la explotación. Keith y yo nos explotábamos uno al
otro y también a Sandy, y eso es lo opuesto a amarse mutuamente.
—Todavía sigo diciendo que usted es una buena persona.
—No trate de hacerme sentir mejor. No tengo derecho a eso.
Pero cerró los ojos e inclinó su cabeza hacia mí. Yo la sostuve entre mis manos.
Podía sentir su boca y su respiración cálida en mis dedos.
Después de un momento se enderezó. Su rostro estaba más compuesto. Había
recobrado algo del orgullo que la hacía hermosa.
—¿Tiene hambre? —preguntó—. Le prepararé algo de comer.
—No sería una buena idea.
—¿Por qué no?
—Usted misma lo dijo. La gente no debe jugar a simular.
—¿Es eso lo que estaría haciendo?
—Eso sería lo que yo estaría haciendo, Bernice. Hay otra cosa que deberíamos
estar haciendo.
Me interpretó mal, y me miró con ojos helados y quisquillosos.
—¿De veras?
—Eso no fue una insinuación. Pero tengo que hacerle una pregunta que quizá le
cause embarazo. Tiene qué ver con la experiencia sexual de Sandy.
Se asombró. Se puso de pie y se alejó de mí, al otro extremo de la habitación.
—¿Cuánto sabía su hija con respecto al sexo?
Lentamente volvió su cara a mí.
—No tengo la más remota idea. Nunca discutimos ese asunto.
—¿Por qué no?

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—Presumí que se había enterado de todo en el colegio. Tomó un curso sobre el
tema. De cualquier manera, no me sentía calificada para ello.
—¿Por qué?
Me miró colérica.
—No veo por qué está insistiendo en este catecismo, no tiene nada que ver con
nada.
—La gente siempre me está diciendo eso acerca de sus problemas básicos.
—El sexo no es uno de mis problemas básicos. La puedo tomar o dejar. Keith y
yo… —se oyó a sí misma y guardó silencio.
—¿Qué pasa con usted y Keith?
—Nada. No tiene derecho a hacerme esas preguntas.
Me acerqué a ella.
—Dígame una cosa. ¿Qué le sucedió a Sandy el verano pasado…?, el incidente
que usted ha estado ocultando de su diario.
—Ya no importa mucho.
—Todo importa.
Me miró con cierta incredulidad.
—Usted realmente lo cree, ¿no es cierto? Jamás he conocido un hombre como
usted.
—No nos vayamos a lo personal. Sandy escribió sobre su experiencia con el LSD.
—Eso fue una parte de ello. Incidentalmente, olvidé decirle que el médico le dejó
un mensaje. La sustancia que usted le dio para analizar era LSD de mala calidad. Dijo
que eso fue una de las causas de la reacción de Sandy.
—No me sorprende. ¿Qué otra cosa?
—No me lo dijo.
—Se lo estoy preguntando, Bernice. ¿Qué más dijo?
—No se lo puedo decir, honestamente, no puedo… —respondió con la cara
sombría.
—Si Sandy lo pudo hacer o dejar que lo hicieran, usted debería poder decirlo.
¿Estamos hablando de sus relaciones sexuales con Lupe? Inclinó la cabeza.
—Había más de uno: se turnaban, haciendo… diferentes cosas.
—¿Y ella lo relataba en su diario?
—Sí.
—¿Puedo verlo?
—Lo destruí. En verdad, estaba terriblemente avergonzada.
—¿Por qué supone qué lo escribió?
—Para avergonzarme. Sabía que leía su diario.
—¿No cree usted que podría estarle pidiendo ayuda?
—No lo sé. Recibí un impacto tan grande, que no podía pensar con claridad en

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ello. Todavía no puedo hacerlo. —Su voz era apurada y monótona, con una leve nota
recorriéndola de pánico.
—¿Por qué, Bernice? —me pregunté si ese mismo tipo de cosa le habría sucedido
alguna vez a ella misma.
Levantó la cabeza y me miró con sombrío desagrado.
—No quiero hablar más con usted. Márchese.
—Antes prométame una cosa. Infórmeme cualquier cosa que sepa de Keith. Todo
lo que quiero es una oportunidad para hablar con él y con Sandy.
—Lo llamaré. Le prometo.
Le dije que esperaría su llamado en mi oficina y salí. El sol del atardecer se
desparramaba sobre las montañas hacia el oeste. La luz tenía una calidad elegiaca
empañada, como si el sol poniente pudiera no levantarse nunca más.
En los campos de golf, detrás de la casa, los jugadores parecían apurarse,
perseguidos por sus sombras alargadas.

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Capítulo 32

COMPRÉ UNA BANDEJA plástica con pollo frito y la llevé a la oficina. Antes de
comerlo, verifiqué mi servicio de recepción. La muchacha, en el conmutador, me dijo
que tenía una llamada de Ralph Cuddy.
Disqué el número en Santa Mónica, que Cuddy había indicado. Él mismo
respondió al teléfono.
—Buenas noches. Habla Ralph Cuddy.
—Soy Archer. No esperaba volver a hablar con usted.
—Mrs, Krug me pidió que lo llamara —su voz sonaba dura de puro incómodo—.
Le dije que Jasper había muerto. Quiere hablar con usted sobre este asunto.
—Dígale que mañana me pondré en contacto con ella.
—Sería mejor esta noche. Mrs. Krug está muy ansiosa por verlo. ¿Se acuerda de
esa arma que faltaba, acerca de la cual me interrogó? Ella tiene alguna información
que darle.
—¿Cómo puede tenerla?
—Mr. Krug era el jefe de seguridad en la Compañía Petrolera Corpus Christi
cuando robaron el arma.
—¿Quién la robó? ¿Jasper Blevins?
—No tengo autorización para decirle nada. Será mejor que la obtenga
directamente de Mrs. Krug.
Conduje por el pesado tránsito de las primeras horas de la tarde hasta Oakwood
Convalescente Home. Mientras la enfermera me guiaba por el corredor percibí el olor
a comida de algún paciente. Me recordó el pollo que había dejado sin tocar sobre el
escritorio.
Alma Krug levantó los ojos de la Biblia cuando entré a la habitación. Sus ojos
eran graves. Despidió a la enfermera con un movimiento de la mano.
—Por favor, cierre la puerta —me dijo—. Gracias por venir, Mr. Archer. —Indicó
una silla que tomé, y ella hizo girar la suya de ruedas para quedar frente a mí—.
Ralph Cuddy dice que mi nieto Jasper fue muerto en un accidente ferroviario. ¿Es
verdad?
—Encontraron su cuerpo bajo un tren. Me dijeron que había sido asesinado en
otra parte, y que Laurel lo mató. Eso es una evidencia verbal, pero me inclino a
creerla.
—¿Laurel, ha sido castigada?
—No directa ni inmediatamente. El delegado del sheriff local la cubrió o así me
dijeron. Pero a Laurel la mataron el otro día.
—¿Quién la mató?
—No lo sé.

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—Es una terrible noticia —su voz tenía un susurro sibilante—. Dice que a Laurel
la mataron el otro día. No me lo dijo cuando vino a verme entonces.
—No.
—Y no me dijo que Jasper estuviera muerto.
—No estaba seguro y no quería lastimarla sin necesidad.
—Debió habérmelo dicho. ¿Cuánto hace que murió?
—Como quince años. En realidad, su cuerpo fue encontrado sobre las vías cerca
de Rodeo City, a fines de mayo de 1952.
—Un mal fin.
—Otras cosas malas han sucedido. —Seguí con lentitud y cuidado, observando su
cara—. Tres o cuatro días antes que Jasper fuera muerto, Mark Hackett recibió un
balazo en Malibu Beach. Quizá los dos hemos estado ocultando algo, Mrs. Krug.
Usted no me dijo que su marido estuviera a cargo de la sección seguridad en la
Compañía Petrolera de Mark Hackett. Admito que hubiera podido descubrirlo yo
mismo, pero por alguna razón no lo hice. Creo que usted es la razón.
Sus ojos pestañearon.
—Tengo muchas cosas sobre mi conciencia. Por eso le he pedido que viniera, Mr.
Archer. La vocecita permanente de esa conciencia no me daba reposo, y ahora que mi
nieto Jasper está muerto… —dejó la frase trunca y guardó silencio.
—¿Jasper robó el arma de la compañía de Hackett?
—Joe siempre lo creyó. Jasper había robado antes…, tenía que poner bajo llave
mi cartera cuando él estaba en casa. Y visitó a Joe en la oficina ese mismo día.
—¿El día que mataron a Mark Hackett?
Asintió muy lentamente.
—El día antes había tenido una terrible discusión con Mr. Hackett.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Se lo dijo a Joe. Quería que Joe intercediera por él con Mr. Hackett.
—¿Cuál era el problema?
—Dinero. Jasper pensaba que tenía derecho legítimo sobre Mr. Hackett, por
cuidar del niño. En verdad, Mr. Hackett le dio a Jasper una buena cantidad de dinero
cuando se casó con Laurel. Era parte del trato.
—¿Me está diciendo que Davy era el hijo ilegítimo de Mark Hackett?
—Su nieto —corrigió ella con sobriedad—. Davy era el hijo natural de Stephen
Hackett. Laurel Dudney era una de las criadas de los Hackett, allá en Texas. Era
hermosa y Stephen la embarazó. Su padre la envió a estudiar a Europa. Nos envió a
Laurel para encontrarle un marido antes de que todo fuera demasiado evidente.
—Jasper decidió casarse con ella —continuó la viejecita—. Era barbero en esa
época, y apenas ganaba lo suficiente para mantener cuerpo y alma juntos. Mr. Hackett
le dio cinco mil dólares como regalo de bodas. Más tarde Jasper pensó que debería

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darle más. Lo estaba molestando a Mr. Hackett el día antes… —su boca se cerró sin
completar la frase.
—¿El día antes de matarlo?
—Eso es lo que siempre creyó Joe. Le acortó la vida a mi marido. Joe era un
hombre honrado, pero no podía decidirse a acusar al hijo de su propia hija. Me
preguntó si debería hacerlo, le dije que no. Eso también me pesa en la conciencia.
—Hizo lo que hubiera hecho la mayoría de los abuelos.
—Eso no es bastante bueno. Pero teníamos el hábito de excusar siempre a Jasper.
Desde que era un niñito, cuando vino a nuestra casa por primera vez, tenía mal genio.
Robaba y peleaba y torturaba a los gatos y tenía problemas en la escuela. Lo llevé a
un neurólogo y el médico dijo que debíamos recluirlo. Pero no pude soportar la idea
de hacerle eso. El pobre niño también tenía su lado bueno. —Y agregó después de
pensarlo— tenía inclinación artística. Lo heredó de su madre.
—Hábleme de su madre.
Mrs. Krug pareció confundida durante un momento. Me miró con disgusto:
—Prefiero no hablar de mi hija. Tengo cierto derecho a la intimidad de mis
sentimientos.
—Ya tengo algunos datos, Mrs. Krug. Su hija nació en 1910, en Rodeo City. Aun
cuando sea extraño tengo una copia de su certificado de nacimiento. La bautizaron
como Henrietta R. Krug. Ustedes la llamaban Etta, pero en algún momento de su vida
abandonó ese nombre.
—Siempre lo detestó. Comenzó a usar su segundo nombre después que abandonó
a Albert Blevins.
—Su segundo nombre es Ruth, ¿no es cierto?
La viejecita inclinó la cabeza asintiendo. Sus ojos rehusaron encontrarse con los
míos.
—Y su segundo marido fue Mark Hackett.
—Hubo otro entre esos dos —dijo con la pasión de las mujeres de edad por la
exactitud. Se casó con un mejicano de San Diego. Hace más de veinticinco años de
eso.
—¿Cómo se llamaba?
—Lupe Rivera. Sólo vivieron juntos pocos meses. La policía lo arrestó por
contrabando y Etta se divorció de él. Luego vino Mark Hackett… y después Sidney
Marburg. —Su voz se hizo ronca, como si estuviera recitando una denuncia.
—¿Por qué no me dijo que Ruth Marburg era su hija?
—Usted no me lo preguntó. De todos modos nada cambia. No tuve mucho
contacto con Etta desde que se arrojó a Mr. Hackett y se elevó en el mundo social,
convirtiéndose en una gran dama. Nunca viene a verme. Yo sé por qué. Tiene
vergüenza de la vida que lleva, con hombres a quienes les dobla la edad. Para mi es lo

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mismo que si no tuviera familia. Jamás he visto a mi nieto Stephen.
Le dije que lo lamentaba, y la dejé calentándose las manos en su Biblia.

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Capítulo 33

CONDUJE HASTA MALIBU olvidando que tenía hambre y que estaba cansado.
Poco antes de llegar al portón de Hackett, pasé un coche que iba en dirección
contraria. El hombre en el volante se parecía a Keith Sebastian. Giré en la entrada de
los Hackett y me lancé en su persecución, colina abajo.
Lo alcancé en la señal «stop» de la carretera. Giró a la derecha por la carretera y
luego siguió recto por un camino secundario que serpenteaba por la playa. Se detuvo
detrás de una casa veraniega, iluminada, y golpeó la puerta del fondo. Durante un
instante, mientras abría, distinguí la silueta de su hija contra la luz.
Descendí del coche y me acerqué a la casa. Las cortinas y persianas estaban
cerradas. Se filtraba bastante luz, pero no podía oír nada a causa del ruido que hacían
las olas del mar al romperse en la playa.
El nombre en el buzón decía «Hackett». Llamé a la puerta del fondo, tratando de
hacer girar la perilla al mismo tiempo. Tenía llave.
—¿Quién es? —preguntó Keith Sebastián a través de la puerta.
—Archer.
Hubo otra espera. Dentro de la casa se cerró una puerta. Sebastián abrió.
—¿Qué está haciendo, Keith? —pregunté, entrando sin esperar a que me invitara.
No tenía preparada ninguna respuesta lógica.
—Decidí que era mejor alejarme de todo durante uno o dos días. Mr. Hackett me
prestó su casa.
Caminé de la cocina a la habitación contigua. Había platos sucios, un servicio
tendido para dos, en una mesa redonda de poker. Uno de los tazones de café tenía una
mancha labial en forma de media luna en el borde.
—¿Hay alguna muchacha con usted?
—En verdad, sí. —Me miró con una sonrisa esperanzada e idiota—. No se lo dirá
a Bernice, ¿no es cierto?
—Ella lo sabe y también lo sé yo. ¿Es Sandy, no es así?
Levantó el tazón de Sandy. Por un momento no ocultó sus emociones. Creo que
pensaba romperme la cabeza y yo retrocedí para alejarme de su alcance. Volvió a
colocar el tazón sobre la mesa.
—Es mi hija. Y sé qué es lo que más le conviene —afirmó.
—¿Es por eso que su vida se desliza tan maravillosamente? ¿No cree que esto es
un mal sustituto de un tratamiento médico?
—Es mejor que la cárcel. No será tratada por ningún médico.
—¿Quién ha estado contándole historias de terror?
No quiso responder. Se quedó parado ahí, con su estúpida y hermosa cabeza. Me
senté a la mesa sin que me convidaran. Después de un momento se sentó frente a mí.

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Nos mirábamos uno a otro como dos jugadores de poker haciendo bluff.
—Usted no me comprende. Sandy y yo no planeamos quedarnos aquí. Todo está
arreglado.
—¿Para dejar el país?
—Entonces, Bernice se lo dijo —respondió frunciendo el ceño.
—Menos mal que alguien lo haya hecho. Si se fugara, virtualmente perdería su
ciudadanía. Sandy la perderá, de cualquier manera. ¿Y con qué proyecta vivir en un
país extranjero?
—Todo eso está previsto. Si cuido lo que poseo, y vivo en un lugar apropiado,
nunca tendré que volver a trabajar.
—¡Pero yo pensé que estaba completamente arruinado!
—Ya no. Todo se ha solucionado. —Hablaba con la sorda y ciega seguridad de
una terrible angustia—. De manera que, por favor, no trate de detenerme, Mr. Archer.
Sé exactamente lo que estoy haciendo.
—¿Su esposa se marcha con usted?
—Así lo espero. Todavía no lo ha decidido. Volamos mañana, y tendrá que
decidirse pronto.
—Creo que ninguno de ustedes debería tomar esa decisión con prisa.
—Nadie le ha pedido consejos.
—Usted, sin embargo, lo hizo en cierta forma, cuando me pidió que interviniera
en el caso. Temo que no pueda desprenderse de mí.
Estábamos sentados y nos mirábamos como dos jugadores con malas manos que
hubieran apostado demasiado para abandonar la partida. Durante un momento pude
oír el mar con más claridad y una CORriente fría me rozó los tobillos. Algo trepidó
en otra parte de la casa y la corriente cesó.
—¿Dónde está su hija?
Cruzó la habitación y abrió la puerta:
—¡Sandy!
Lo seguía un dormitorio iluminado. Era una habitación extraña, tan extraña como
la de Lupe. Colores salvajes estallaban en las paredes y el techo. Una cama redonda
estaba como un altar en el medio. Las ropas de Sandy esparcidas sobre la cama.
Sebastián abrió la puerta corrediza. Corrimos hacia el mar. La muchacha había
pasado la línea de la rompiente y nadaba en pos de su vida o de su muerte.
Sebastián se metió en el agua, vestido, luego se volvió indefenso hacia mí:
—No sé nadar bien.
Una ola lo tumbó. Tuve que arrastrarlo fuera del agua que lo succionaba.
—Vaya a llamar al sheriff.
—¡No!
Le di una bofetada.

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—Llame al sheriff, Keith. Tiene que hacerlo.
A tropezones salió de la playa. Me arranqué los zapatos y la mayor parte de la
ropa y salí tras la muchacha. Era joven y difícil de alcanzar. Cuando llegué hasta ella
estábamos muy adentro y me estaba cansando.
No supo que era yo hasta que la toqué. Sus ojos estaban muy abiertos y sombríos
como los de una foca.
—Márchese. Quiero morir.
—No te dejaré hacerlo.
—Me dejaría si me conociera bien.
—Casi lo sé todo, Sandy. Ven conmigo. Estoy demasiado cansado para
arrastrarte.
El ojo de un reflector parpadeó en la playa. Corrió por el mar hasta encontrarnos.
Sandy se alejó de mí, nadando. Su cuerpo era blanco y ligeramente fosforescente,
tembloroso como la luna en el agua.
Me quedé cerca de ella. Era la única persona que permanecía en la playa. Un
hombre en traje negro de goma llegó en un bote y la llevó sin que ofreciera
resistencia, a través de la rompiente.
Sebastián y el capitán Aubrey nos esperaban con frazadas. Recogí mi ropa de
debajo de los pies de los que nos observaban y seguí a Sebastián y a su hija hacia la
casa de la playa. El capitán Aubrey caminó conmigo.
—¿Intento de suicidio? —preguntó—. Ha estado hablando de ello durante meses.
Espero que esto la haya curado.
—No esté muy seguro. Será mejor que su familia tome medidas de precaución.
—Les he dicho eso.
—Usted dijo que hace meses que lo está pensando. Eso quiere decir que es
anterior a este embrollo.
—Correcto.
Habíamos llegado a la casa. Yo estaba tiritando en mi frazada, pero Aubrey me
detuvo afuera.
—¿Qué es lo que la hace una suicida?
—Quiero hablar con usted de eso, capitán. Pero primero necesito una ducha
caliente y una oportunidad para que Sebastián se tranquilice. ¿Dónde estará usted en
las próximas horas?
—Lo esperaré en la subcomisaría.
Abrí la puerta de vidrio y entré al coloreado dormitorio. Sebastián estaba en el
extremo de la habitación, de pie, como un centinela, al lado de una puerta abierta a
través de la cual se oía correr el agua de la ducha. Sus ropas chorreaban. Tenía arena
mojada en el pelo y los ojos parecían de una escrupulosidad maníaca.
—¿Qué planea hacer en los cinco o diez años próximos, Keith? ¿Vigilar a una

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suicida?
—No comprendo bien —dijo con una mirada asombrada.
—Casi la perdimos, recién. Usted no puede continuar arriesgando la vida de ella.
Y tampoco puede vigilarla las veinticuatro horas del día.
—No sé qué hacer.
—Llévela al Centro Psiquiátrico esta noche. Olvídese de Sudamérica. Aquello no
le gustaría.
—Pero lo prometí.
—¿A Sandy? Preferiría morir antes que seguir de esta manera; literalmente.
—No es la única comprometida —dijo con tristeza—. No tengo elección posible
con respecto a Sudamérica. Es parte de toda la bola de cera.
—Será mejor que explique eso.
—No puedo. Prometí no hablar de ello.
—¿A quién le hizo esas promesas? ¿A Stephen Hackett?
—No. No a Mr. Hackett.
Pasé por delante de la cama hacia él.
—No puedo hacer nada más por usted, si no me habla con franqueza. Creo que a
usted lo van a hacer desaparecer, a usted y también a su hija.
Respondió con tenacidad:
—Sé lo que estoy haciendo. Ni quiero ni necesito ayuda.
—Quizá no la quiera, pero desde luego la necesita. ¿Va a llevar a Sandy de nuevo
al Centro?
—No.
—Entonces, tendré que obligarlo.
—No puede hacerlo. Soy un ciudadano libre.
—No lo será por mucho tiempo. El capitán Aubrey está esperando para hablar
conmigo. Cuando descubra que usted ha estado comprando y vendiendo evidencias
en un caso de homicidio…
—¿Qué quiere decir con eso?
—Me refiero a las grabaciones que compró a Mrs. Fleischer.
Era un pálpito, pero bastante probable, que las cintas grabadas fueran parte de la
bola de cera a que se había referido. Su rostro confirmó mi idea.
—¿Para quién las compró, Keith?
No respondió.
—¿Quién le está pagando para que se lleve del país a su hija?
Todavía rehusó contestar. Sandy apareció en el vano de la puerta detrás de él.
Tenía una robe amarilla de tela de esponja, y estaba rosada a causa de la ducha. Era
evidente que la natación le había hecho bien. Yo casi no podía perdonárselo.
—¿Alguien te paga para que nos marchemos? —le preguntó a su padre—. Eso no

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me lo dijiste. Me dijiste que tu compañía te daba dinero como una compensación por
tu alejamiento.
—Eso es lo que es, querida, una compensación.
Yo estaba de pie entre los dos mirándolos por turno.
—¿Cuánto dinero?
—Eso no te interesa, querida. Quiero decir, déjame manejar el asunto. No tienes
por qué preocuparte…
—Vaya, gracias. ¿Es Mr. Hackett quien te da el dinero?
—Podría decir eso. Es su compañía.
—¿Y tú recibes el dinero si me llevas a Sudamérica? ¿Correcto? De otra manera,
no, ¿eh?
—No me gusta este interrogatorio —respondió Sebastián—. Después de todo soy
tu padre.
—Desde luego que sí, papá. —Su voz era sardónica, oscurecida por la autoridad
de una experiencia penosa—. Pero yo no quiero ir a Sudamérica.
—Dijiste que querías.
—Pero ahora no quiero. —Bruscamente volvió su atención a mí—. Sáqueme de
aquí, ¿quiere? Estoy harta de esta escena. En este lugar es donde pasó todo, aquí
mismo, en esta habitación. Ésta es la cama donde Lupe y Stephen me tomaron por
turno—. Tocaba esas partes de su cuerpo como una criatura mostrando dónde había
sido lastimada.
Las palabras y gestos estaban dirigidos a mí, pero los destinaba a su padre.
Sebastián estaba sobrecogido. Se sentó en la cama, luego se puso rápidamente de pie
y quitó la arena que había depositado allí.
—No puedes referirte a Mr. Hackett.
—Por supuesto que sí. Estaba dopada y casi no sabía lo que estaba pasando. Pero
lo conozco a Stephen Hackett cuando lo veo.
Como los lentes en una cámara sofisticada, los ojos de Sebastián estaban
cambiando. No quería creerle, deseaba encontrar una brecha en su historia. Pero la
verdad estaba allí y ambos lo sabíamos.
—¿Por qué no me lo dijiste, Sandy?
—Te lo estoy diciendo.
—Me refiero al verano pasado, cuando sucedió.
Ella lo miró con desprecio.
—¿Cómo sabes que sucedió el verano pasado? No he mencionado eso esta noche.
Él miró a su alrededor, salvajemente y habló a borbotones:
—Tu madre dijo algo, no quiero decir que entrara en detalles, pero había algo en
tu diario, ¿no es así?
—Yo entré en detalles —dijo ella—. Sabía que Bernice leía mi diario. Pero

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ninguno de los dos me dijo jamás una palabra. Ni una palabra.
—Seguí el consejo de tu madre, en eso, Sandy. Después de todo sólo soy un
hombre y tú, una muchacha.
—Ya sé que soy una muchacha. Lo descubrí de la peor manera.
Estaba colérica y turbada, pero parecía más una mujer que una muchacha. No
tenía miedo. Se me ocurrió que el mar la había trasformado, y que su tormenta
pasaría.
Entré al cuarto de baño para darme una ducha caliente. El lugar estaba tibio y
fragante después de haberlo usado Sandy.
Luego, mientras Sebastián se duchaba, hablé con su hija frente a frente en la mesa
de póker.
Ahora ambos estábamos vestidos, y eso parecía imponer cierta formalidad a la
conversación. Sandy comenzó por agradecerme, lo que no era una mala señal.
Le dije que no tenía porqué agradecerme, ya que hacía tiempo que deseaba
nadar…
—¿Ha decidido darle una oportunidad a su vida?
—No prometo nada. Es un mundo que apesta.
—No lo mejora eliminándose.
—Lo mejoraría para mí. —Se quedó quieta y silenciosa durante un tiempo—.
Pensé que podría romper con todo aquello al lado de Davy.
—¿De quién fue la idea?
—De él. Me eligió en el «Strip», porque alguien le dijo que conocía a los Hackett.
Necesitaba una manera de llegar a Stephen, y me alegré de poder ayudarlo.
—¿Por qué?
—Usted sabe porqué. Quería vengarme de él y de Lupe; pero en realidad eso no
me hizo sentir mejor. Me sentí peor.
—¿Qué quería Davy?
—Es difícil decirlo. Siempre tenía tres o cuatro razones para todo, tres o cuatro
versiones distintas. No es culpa de él. Nadie le elijo jamás la verdad, sobre quién era,
hasta que lo hizo Laurel. Y aun entonces él no sabía si era cierto. Laurel estaba ebria
cuando se lo dijo.
—¿Cuándo le dijo que Stephen Hackett era su padre?
—No sé qué fue lo que le dijo. De veras. —Era la palabra de su madre, y la dijo
con la entonación de una madre—. Davy y yo no hablábamos mucho al final. Yo
tenía miedo de irme con él y miedo de dejarlo. No sabía hasta dónde llegaría.
Tampoco él.
—Ahora ha ido más lejos. —Pensé que era el momento de decirle, antes que los
cambios de la noche hubieran cristalizado—. Davy fue muerto de un balazo esta
tarde.

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Me miró inexpresivamente, como si su capacidad de reaccionar se hubiera
terminado.
—¿Quién le disparó?
—Henry Langston.
—Creía que era un amigo de Davy.
—Lo era, pero tenía sus propios problemas. La mayor parte de la gente los tiene.
La dejé con ese pensamiento y me dirigí al dormitorio donde su padre trataba de
vestirse. Se puso un pullover con el cuello subido y un par de pantalones. El pullover
le daba el aspecto de un actor joven y audaz.
—¿Qué hay en la agenda, Keith?
—Voy a casa de Hackett a devolverle su cheque.
Su declaración me sorprendió. Él mismo parecía ligeramente sorprendido.
—Me alegra que haya resuelto eso. Pero será mejor que me dé el cheque. Es una
evidencia.
—¿Contra mí?
—Contra Hackett. ¿Cuánto dinero hay en danza?
—El cheque es por cien mil dólares.
—¿Más cuánto por las grabaciones?
Apenas vaciló.
—Diez mil en efectivo. Se los pagué a Mrs. Fleischer.
—¿Qué historia le contó Hackett con respecto a las grabaciones?
—Dijo que Fleischer estaba tratando de chantajearlo.
—¿Por hacer qué?
—No lo dijo. Sin embargo, supongo que tendría un affair.
—¿Cuándo le entregó las grabaciones a él?
—Recién, antes de que usted llegara.
—¿Quién estaba allí, Keith?
—Mr. Hackett y su madre; eran los únicos a quienes vi.
—¿Tienen una grabadora?
—Sí. Los vi probar los rollos para ver si calzaban.
—¿Cuántos rollos son en total?
—Seis.
—¿Dónde los dejó?
—En la biblioteca de Mrs. Marburg. No sé qué hicieron con ellos después.
—¿Y le dieron un cheque? ¿Correcto?
—Sí. Hackett me lo dio.
Sacó el papel amarillo y me lo tendió. Era muy parecido al que estaba en la caja
de seguridad de mi oficina, excepto que éste estaba firmado por Stephen Hackett en
lugar de su madre y no estaba posdatado. La fuerza moral requerida para separarse

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del dinero generó más fuerza moral en Sebastián. Me siguió a la sala, moviéndose
con impaciencia.
—Iré con usted. Quiero decirle a ese miserable de Hackett lo que pienso de él.
—No. Tiene cosas mejores que hacer.
—¿En qué está pensando?
—Lleve a su hija de nuevo al Centro.
—¿No puedo llevarla a casa… simplemente?
—Es demasiado pronto para eso.
—Siempre será pronto —dijo Sandy. Pero miraba a su padre con ojos distintos.

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Capítulo 34

EL CAPITÁN AUBREY me estaba esperando en la portezuela que se abría al porche


de la subcomisaria del sheriff. Hablamos en el pasillo oscuro del viejo edificio, fuera
del alcance del oído del oficial de guardia. Aubrey, cuando le bosquejé lo que sabía y
algo de lo que imaginaba, quería ir a la casa de Hackett.
Le recordé que necesitaría una orden de allanamiento y que eso demandaría
tiempo. Entre tanto, Hackett podía estar destruyendo las grabaciones o borrándoles el
sonido.
—Qué hace tan importantes esas grabaciones —preguntó.
—La muerte de Laurel Smith. Descubrí esta noche que Stephen Hackett tuvo un
lío amoroso con ella hace unos veinte años. Davy Spanner era su hijo ilegítimo.
—¿Y usted cree que Hackett la mató?
—Es muy pronto para decirlo. Sé que pagó diez grandes por las grabaciones.
—Aun así, usted no puede entrar así como así y tomarlas.
—No tengo que hacerlo, Capitán. He estado trabajando para Mrs. Marburg.
Puedo entrar en la casa.
—Y cómo piensa salir —preguntó sonriendo a medias.
—Creo que lo lograré. Podría necesitar, sin embargo, un respaldo. Deme antes
algún tiempo para estar a solas con ellos.
—¿Y luego qué?
—Esté atento. Si necesito ayuda llamaré.
Aubrey me siguió hasta mi coche y se inclinó en la ventanilla.
—Cuidado con Mrs. Marburg. Cuando murió su segundo marido yo… —se
aclaró la garganta— hubieron sospechas de que ella estuviera complicada.
—Pudo haberlo estado. Mark Hackett fue asesinado por su hijo del primer
marido… un hombre llamado Jasper Blevins.
—¿Sabe eso con seguridad?
—Sí. Me lo dijo la abuela de Jasper Blevins y le costó bastante decírmelo. Lo
ocultó hasta que supo que Jasper había muerto.
—Demasiada gente ha estado muriendo —comentó Aubrey—. No sea usted otro
de ellos.
Su coche sin distintivo me siguió hasta el portón de Hackett. Yo avancé por el
camino privado y crucé el dique. La casa, más atrás del lago, estaba débilmente
iluminada, detrás de las cortinas corridas. Cuando golpeé tuve la sensación de que
entraba por última vez.
Gerda Hackett abrió la puerta. Parecía ansiosa y sola, como un fantasma
demasiado pesado rondando por una casa equivocada. Se alegró en forma enervante
cuando me vio.

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—¡Mr. Archer! Kommen Sie nur'rein.
—¿Cómo está su marido? —pregunté, entrando.
—Mucho mejor, gracias —y agregó con tono decepcionado—, ¿es a Stephen a
quien vino a ver?
—Y a Mrs. Marburg.
—Están en la biblioteca. Les diré que ha venido.
—No se moleste. Sé dónde está.
La dejé parada como una extraña en el vano de la puerta de su casa. Andando por
el masivo edificio con su aspecto de institución, comprendí por qué Hackett se había
casado con una muchacha extranjera. No quería que lo conocieran.
La puerta de la biblioteca estaba cerrada. Podía oír una voz tras de ella; la voz de
una mujer, y cuando puse el oído contra la puerta de roble, reconocí la voz de Laurel
Smith. Me hizo erizar el pelo de la nuca. Entonces mi corazón comenzó a latir con la
loca esperanza de que Laurel hubiera sobrevivido.
Estaba próximo a desmoronarme, como un hombre que llega al final de una larga
cuesta, una subida invertida hacia abajo, al pasado. Casi no podía respirar ahí, y me
incliné contra la puerta de la biblioteca.
«Gracias, Mrs. Lippert» decía Laurel. «¿Quiere que le dé un recibo?».
«No es necesario», respondió la voz de la otra mujer. «Me devolverán el cheque
del banco». «¿Quiere una copa?».
«No gracias. A mi marido no le agrada, cuando vuelve a casa, sentirme rastro de
licor en mi aliento». «El vodka no huele», respondió Laurel. «Él podría detectarlo.
Tiene una nariz de sabueso. Buenas noches». «Tenga cuidado». Una puerta se cerró.
Laurel comenzó a tararear una vieja canción sobre un silbido, en la oscuridad. Debe
de haber estado caminando por su apartamento, porque su voz iba y venía.
Comencé a girar la perilla de la puerta de la biblioteca. Ruth Marburg preguntó:
—¿Quién está allí?
Tuve que entrar sonriendo. Mrs. Marburg estaba sentada próxima al teléfono. No
se veía ningún revólver a la vista.
Hackett sentado a la mesa, donde estaba la grabadora. Su sonrisa parecía tan
horrible desde afuera como yo sentía la mía desde adentro. Cortó el canto de Laurel.
—Mrs. Hackett me dijo dónde podía encontrarlo. Espero no estar interrumpiendo
nada.
Hackett comenzó a decirme que no, pero la voz de Mrs. Marburg fue más fuerte
que la suya.
—En realidad, está interrumpiendo algo. Mi hijo estaba escuchando algunas
viejas grabaciones de familia.
—Continúen.
—No le interesarían a usted. Son muy nostálgicas, pero sólo para los miembros

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de la familia. Su voz se hizo más aguda. —¿Desea usted algo?
—He venido a traerle mi informe final.
—Es un mal momento. Vuelva mañana, ¿quiere?
—Me gustaría oír lo que tiene que decir —exclamó Hackett, mirando incómodo a
su madre—. Mientras le pagamos podemos recibir los beneficios de su trabajo.
—Preferiría oír lo que Laurel tiene que decir —respondí.
Mrs. Marburg aleteó con sus pestañas postizas en mi dirección.
—¿Laurel? ¿Quién diablos es Laurel?
—La esposa de Jasper. Han estado escuchándola. Sigamos escuchando todos.
Mrs. Marburg se inclinó hacia mí con vehemencia.
—Cierre la puerta tras de usted. Quiero hablarle.
Cerré la puerta y me apoyé en ella, observándolos. Mrs. Marburg se levantó
pesadamente, utilizando sus brazos tanto como sus piernas. Hackett se dirigió a la
grabadora.
—Déjela.
Sus manos cubrieron sus controles y luego las retiró. Mrs. Marburg vino hacia mí.
—De manera que usted ha escavado alguna suciedad y cree que puede levantar su
apuesta. Pero está muy equivocado. Si no se cuida podría ir a dar a la cárcel antes del
mediodía de mañana.
—Alguien irá a la cárcel. Acercó su cara a la mía.
—Mi hijo y yo hemos comprado gente como usted por un níquel. El cheque que
le entregué está posdatado. ¿Es usted lo bastante estúpido para no saber lo que eso
significa?
—Significa que no confío en que permaneciera comprado. Nadie permanece
comprado en estos días. —Saqué el cheque de Keith Sebastián y se lo mostré—.
Sebastián me dio éste.
Quiso arrebatarme el cheque. Lo alejé de su alcance y lo guardé.
—No sea tan impulsiva, Etta.
Toda su cara se alteró bajo la máscara de afeites.
—No me llame por ese nombre. Mi nombre es Ruth. Se dirigió a la silla. En lugar
de sentarse abrió el cajón de la mesita del teléfono. Llegué hasta ella antes de que
sacara el revólver, dispuesta a disparar, y se lo arrebaté de las manos.
Retrocedí, apartándome de ella, y me volví a Hackett. Estaba de pie, y venía hacia
mí. No tuve que dispararle. Comenzó a caminar hacia atrás, más bien a tientas,
acercándose a la mesa donde había estado sentado.
—Apártese de la mesa, Hackett. Quiero que vaya al otro lado, cerca de su madre.
Cruzó frente a ella y se inclinó contra la colección de Dickens de la biblioteca;
luego se sentó en una especie de banqueta de tres escalones, que había en el rincón;
parecía atontado. Mrs. Marburg de pie, resistía, pero eventualmente se hundió en su

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Silla.
Tomé el lugar de su hijo en la silla, al lado de la grabadora, y la conecté. El
aparato registrador de Fleischer debe de haber sido accionado por el ruido; no había
largos espacios o lagunas en el sonido. El canto de Laurel fue seguido por el pequeño
ruido de Laurel, mientras preparaba una copa, luego por otro, un poco más largo,
preparando otra.
Cantó un canto inventado por ella con el refrán de «Davy, Davy, Davy».
La puerta de su apartamento se abrió y se cerró, y Davy mismo estaba en la
habitación. «Hola Laurel». «Llámame madre».
«No suena bien. Vaya, no tienes que besarme». «Tengo derecho. No te he tratado
como una madre».
«Últimamente lo has hecho. Algunas veces me pregunto por qué».
«Porque soy tu madre. Me cortaría la mano derecha para probártelo».
«¿Y tu cabeza?».
«¡Ahí» gritó como si él la hubiera lastimado físicamente. «No es muy amable de
tu parte hablar así. Yo no tuve nada que ver con la muerte de tu padre».
«Pero sabes quién lo mató».
«Te lo dije la otra noche, era un hombre joven… el beatnik con la barba».
«No habían beatniks en aquellos días». La voz de Davy era sin modulaciones e
incrédula.
«Lo que quieras llamarle. Fue él».
«¿Quién era…?».
«No lo sé», dijo luego de vacilar un poco.
«Si no sabías, ¿por qué lo encubriste?».
«No lo hice».
«Sí, lo hiciste. Le dijiste a Fleischer y a la ley que el muerto no era mi padre. Pero
me dijiste a mí que sí lo era. Les mentiste a ellos o me estás mintiendo a mí. ¿A quién
mentiste?».
«No debes ser tan duro conmigo», dijo Laurel con voz apagada. «No mentí
ninguna de las dos veces. El hombre que mató el tren…».
Mrs. Marburg soltó un quejido tan fuerte que perdí el final de la frase de Laurel.
Desconecté la grabadora cuando Mrs. Marburg comenzó a hablar.
—¿Tengo que permanecer sentada aquí toda la noche escuchando esta ópera
barata?
—Es una grabación de familia —le respondí—. Muy nostálgica. Su nieto y la
madre están hablando de lo que le pasó a su hijo. ¿Quiere saber lo que le pasó a él?
—¡Eso es una tontería! No tengo más que un hijo.
Se volvió a Hackett en su rincón y le mostró los dientes en lo que probablemente
quería ser una sonrisa maternal. Él se movió incómodo en el asiento. Por fin habló

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por segunda vez, con mucha cautela.
No vale la pena simular, madre. Puede descubrir lo de Jasper muy fácilmente.
Creo que ya lo ha descubierto. También creo que es tiempo de que haga una
confesión completa.
—¡No seas tonto!
—¿Una confesión de qué? —pregunté.
—Del hecho de que yo maté a mi medio hermano, Jasper Blevins. Si me da una
oportunidad de explicar lo que pasó, creo que tendrá un distinto punto de vista de
todo el asunto. Desde luego ningún jurado me hallaría culpable.
—No estés demasiado seguro de eso —dijo su madre—. Creo que cometes una
gran equivocación si te confías a este miserable.
—Tengo que confiar en alguien. Y este hombre me salvó la vida. No estoy de
acuerdo contigo, de paso, en que no le paguemos el cheque. Se ganó el dinero.
—Me iba a decir cómo mató a Jasper —interrumpí.
—Déjeme empezar diciendo porqué lo maté —tomó aliento—. Jasper asesinó a
mi padre. Mi padre y yo éramos muy amigos, aun cuando hacía mucho que no lo
veía. Yo vivía en Londres, estudiando economía para hacerme cargo, a su tiempo, del
negocio. Pero papá era un hombre joven, esperaba que viviera muchos años todavía.
Cuando me avisaron que había sido asesinado, casi me vuelvo loco. Yo era muy
joven aún, entraba en los veinte años. Cuando regresé en avión, había determinado a
indagar y buscar al asesino de mi padre.
Hackett hablaba como si leyera un libro, lo que hacía que fuera difícil creerle.
—¿Cómo le siguió la pista?
—Resultó bastante fácil Me enteré que Jasper había discutido con papá.
—¿Quién se lo dijo?
Él miró a su madre. Ella hizo un gesto como apartando el aire con la palma de la
mano.
—No me metas en esto. Si quieres mi consejo cállate ahora mismo.
—¿Qué es lo que teme, Mrs. Marburg?
—A usted.
—Quiero terminar con lo que tengo que decir —continuó Hackett con voz débil
—. Me enteré de que Jasper estaba en un rancho con su esposa y allí me dirigí. Esto
sucedió el segundo o tercer día después de que él asesinara a mi padre. Lo acusé del
crimen. Vino a mí con un hacha. Afortunadamente yo era más fuerte o tuve más
suerte. Le quité el hacha y le rompí la cabeza con ella.
—¿De manera que usted era el hombre de la barba?
—Sí. Me dejé crecer la barba cuando era estudiante, en Londres.
—¿Estaba Laurel allí cuando mató a Jasper?
—Sí. Lo vio todo.

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—¿Y el chico Davy?
—Él también estaba allí. Yo no podía culparlo por lo que me hizo. —Hackett se
tocó la boca hinchada y los ojos doloridos.
—¿Qué sucedió, entre usted y Davy?
—Me hizo pasar un mal rato, como usted sabe. Al principio tuvo intenciones de
ponerme bajo un tren. Luego cambió de idea y me obligó a mostrarle el camino del
rancho. Parecía estar tratando de reconstruir lo que sucedió, y me hizo confesarle lo
que acabo de decirle a usted. Me golpeó terriblemente. Hablaba como si pensara
matarme, pero volvió a cambiar de idea.
—¿Le dijo que usted era su padre… su padre natural?
Una sonrisa torcida de sorpresa apareció en una comisura de la boca de Hackett y
sus ojos se plegaron. Parecía el efecto de un ataque de parálisis leve.
—Sí. Se lo dije. Lo soy.
—¿Qué pasó después de que usted le refiriera eso?
—Quitó la cinta adhesiva de mis tobillos y muñecas. Hablamos. Él fue el que
habló más. Le prometí dinero y hasta reconocerlo, si lo deseaba, estaba interesado
especialmente en saber la verdad.
—¿La verdad de que usted mató a Jasper?
—Sí. Conscientemente no me recordaba. Habia bloqueado todo el asunto en su
conciencia.
—No me resulta enteramente claro —le dije—. En la forma en que usted lo
cuenta, mató a Jasper en defensa propia. Hasta sin eso, estoy de acuerdo en que
ningún jurado lo hubiera declarado convicto, por nada peor que matar a un hombre.
¿Por qué se ocultó y se empeñó tanto en hacer desaparecer el cuerpo?
—Ésa no fue obra mía. Fue de Laurel. Supongo que ella se sentía culpable de
nuestro affair en Texas. Y yo admito que me sentía culpable de todo lo demás. No se
olvide que Jasper era mi hermano. Me sentía como Caín.
Pudo haberse sentido como Caín cierta vez hace mucho tiempo, pero en este
momento me sonaba a farsa. Su madre se agitó e interrumpió nuevamente.
—Hablar resulta caro. ¿No has aprendido eso todavía? ¿Quieres que este
miserable se convierta en tu amo?
—No creo que Mr. Archer sea un chantajista —respondió, observándome la cara.
—Diablos, él no lo llama así. Ninguno de ellos lo hace. Lo llaman investigación o
investigación personal, o ráscame la espalda y yo te rascaré a ti. De manera que le
compramos una casa de apartamentos para que viva, una oficina para que guarde su
fichero y él nos paga cinco céntimos por cada dólar. —Se puso de pie—. ¿Cuál es la
apuesta, esta vez… miserable?
—No siga diciendo eso, Etta. Estropea la imagen maternal. Me he estado
preguntando de dónde Laurel había obtenido su casa de apartamentos y de dónde su

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madre obtuvo la suya.
—No meta a mi madre en esto; mi madre no tiene nada que ver con esto. —
Parecía que había tocado un nervio a Mrs. Marburg—. ¿Ha estado hablando con
Alma?
—Un poco. Ella sabe mucho más de lo que usted cree.
—¿Qué es lo que sabe? —Por primera vez en nuestra relación, los ojos de Mrs.
Marburg reflejaron verdadero temor.
—Que Jasper mató a Mark Hackett. Y creo que ella piensa que usted se lo hizo
hacer a Jasper.
—¡No es verdad! ¡Fue idea de Jasper!
Mrs. Marburg se había confundido y ella lo sabía. El miedo en sus ojos comenzó
a derramarse por el resto de su cara.
—¿Jasper le dijo que había matado a Mark? —le pregunté.
Consideró las consecuencias a largo plazo de su respuesta y por fin dijo:
—No recuerdo. Hace mucho tiempo de eso y yo estaba muy confundida.
—De manera que lo está olvidando… quizá la cinta magnetofónica le refresque la
memoria. —Me dirigí a la grabadora, e intente conectarla.
—Espere —dijo Mrs. Marburg—. ¿Cuánto aceptaría para que quedaran las cosas
como están? Salga y olvídese de nosotros. ¿Cuánto?
—Ni lo he considerado.
—Considérelo ahora. Le estoy ofreciendo un millón de dólares, libres de
impuestos —y, sosteniendo el aliento, agregó—. Podría vivir como un rey.
—¿Es esta la forma cómo viven los reyes? —respondí, mirando a mi alrededor.
Hackett desde su banqueta exclamó:
—No insistas madre. Será su palabra contra la nuestra. Será mejor que dejemos
de hablar con él.
—¿Oyó eso? —me dijo Mrs. Marburg—. Un millón, sin impuestos. Es nuestra
oferta final. No tiene otra cosa que hacer que marcharse.
—Estás perdiendo el tiempo —insistió Hackett, que observaba mi cara—. No
quiere dinero, quiere nuestra sangre.
—Cállense los dos.
Conecté la grabadora, volví un poco la cinta y de nuevo oí la voz de Davy que
decía:
«¿O me estás mintiendo? ¿A quién de nosotros mentiste?».
«No debes ser tan duro conmigo. No mentí ninguna de las dos veces. El hombre a
quien arrolló el tren era tu padre», decía la voz de Laurel.
«Eso no fue lo que dijiste la otra noche. Dijiste que Stephen Hackett era mi
padre».
«Y lo es».

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Miré a Hackett. Estaba escuchando intensamente, sus ojos fijos en mi rostro. Su
propia cara parecía extrañamente adelgazada. La ironía de sus ojos se había trocado
en una helada soledad.
«No comprendo», dijo Davy.
«No quiero que comprendas, Davy. No quiero cavar en el pasado».
«Pero tengo que saber quién soy», dijo como en un ritmo de canto. «Tengo que
saberlo, es muy importante para mí».
«¿Por qué? Eres mi hijo y te quiero».
«¿Es por eso que no quieres decirme quién era mi padre?».
«Te lo he dicho. ¿No podemos dejarlo así? No harás más que crearte problemas».
La puerta se abrió.
«A dónde vas», preguntó Laurel.
«Mi pajarita me espera. Lo lamento».
La puerta se cerró. Laurel lloró un poco, luego se preparó otra copa. Bostezó. Se
oyeron los movimientos de la noche; una puerta interior que se cerraba, los ruidos
nocturnos, coches en la calle. Di velocidad al grabador y se adelantó, oí mi voz que
decía: «…me parece un abogadillo de un salón de billar».
La voz de Laurel respondió a la mía: «David es más que eso. Es más que un
charlatán. Tampoco es un individuo del tipo de salón de billar. Es un muchacho
serio».
«Serio con respecto a qué».
«Quiere madurar y ser un verdadero hombre y hacer cosas útiles».
«Creo que la ha engatusado, Mrs. Smith», oí decir a mi extraña voz. Tenía la
sensación de que había pasado mucho tiempo. Volví a dar velocidad al grabador y oí
el ruido familiar de la puerta del apartamento que se abría. Laurel decía: «¿Qué es lo
que quiere?».
No hubo respuesta, sino el ruido de la puerta que se cerraba. Luego la voz de
Hackett.
«Quiero saber con quién has estado hablando. Me llamaron por teléfono
anoche…».
«Jack Fleischer. ¿Quién demonios es Davy?».
«¿No lo recuerdas, Jaspér?», preguntó Laurel.
El ruido de una cachetada sobre la carne fue seguido de un suspiro de Laurel,
luego se oyeron otros golpeos y el suspiro se, tornó en quejido. Yo estaba observando
al hombre que se hacía llamar Stephen Hackett. Estaba sentado, tenso, en su
banqueta. Parecía excitado por los ruidos y emocionalmente trasportado al
apartamento de Laurel.
Rompí el maleficio:
—¿Con qué la golpeó, Jasper?

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Dejó escapar el aliento como una especie de quejido suspirado. Hasta su madre
había apartado los ojos de él.
—¿Con qué la golpeó? —le pregunté a ella.
—En nombre de Dios, ¿cómo puedo saberlo?
—Recurrió a usted inmediatamente después. Es probable que haya ocultado el
arma en esta casa. Pero creo que lo que más necesitaba era apoyo moral. Cuando
volvió aquella tarde la trajo a usted con él.
—Eso no me hace responsable.
—Sin embargo, lo es. No puede beneficiarse con un asesinato sin cargar con parte
de la culpa.
—No sabía que él hubiera matado a Laurel —dijo con alguna fuerza.
—Pero sabía que había matado a Mark Hackett, ¿no es cierto?
—Lo descubrí.
—Pero no lo denunció.
—Era mi hijo.
—Stephen también era hijo de usted. Pero sus instintos maternales no
funcionaban para él. Usted conspiró con Jasper para matar a Stephen y poner a Jasper
en lugar de él.
Me miró espantada, como si la verdad de lo que habían hecho recién se le hubiera
ocurrido, quince años demasiado tarde.
—¿Cómo cree que pude hacer una cosa así?
La frase llevaba la intención de ser una negación, pero también era una pregunta.
La contesté.
—Usted iba a la bancarrota. Mark Hackett conocía sus relaciones con Sidney
Marburg. Iba a divorciarse de usted y a despojarla económicamente. Sólo matando a
Mark no iba a ayudarla mucho. El grueso de la fortuna pasaba a Stephen. De manera
que Stephen tenía que morir.
—Nadie conocía a Stephen en California —continué—. Había estado fuera del
país durante algunos años, y cuando se marchó a Europa ustedes vivían en Texas.
Pero su amante Sid tenía ojos sagaces y usted no quería tener que matarlo a él
también, de manera que lo envió a México para el período de transición. Sid vio una
vez a Stephen con barba, cuando éste vino de Inglaterra. Usted despachó a Stephen al
rancho donde Jasper lo estaba esperando. Jasper tenía que ganar algo más que dinero
con la muerte de Stephen. Al usurpar la identidad de su hermano adquiría una
perfecta máscara para el asesinato de Mark Hackett. Mató a Stephen y le afeitó la
barba. —De pasada vi la mirada de Mrs. Marburg a su hijo—. Usted fue barbero en
una época, ¿no es verdad, Jasper?
Me devolvió la mirada con ojos vacíos como los de una calavera. Continué.
—Dejó a Laurel para que engatusara a la policía local y vino a ocupar el lugar de

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su hermano. No pudo haber resultado muy difícil, con su madre apañándolo. Imagino
que lo más complicado debe de haber sido tratar de imitar la firma de su hermano.
Pero usted también es algo artista. Usted era un poco de todo. Pero encontró su
verdadero metier como asesino y estafador.
El hombre que estaba en el rincón me escupió pero no dio en el blanco. Su papel
de hombre rico y afortunado había terminado. La habitación con los libros y cuadros
ya no le pertenecía. Era el hijo de Albert Blevins, solitario en un espacio vacío.
—Durante catorce o quince años —dije— no pasó nada que amenazara su éxito.
Vivía tranquilo en reclusión y desarrolló un gusto por las buenas pinturas, visitó
Europa. Tuvo bastante audacia para convertirse en bígamo.
—Con razón le estaba pagando a Laurel todos esos años —continué—. Le debía
mucho, en realidad, por mantenerlo a Jack Fleischer fuera de su rastro.
Desgraciadamente se sintió sola, no tenía nada más que un poco de dinero por toda
compañía. Y tenía remordimientos de conciencia por el niño que había abandonado.
Al fin hizo un movimiento hacia Davy. Fue bastante para poner en guardia a Jack
Fleischer. Estoy seguro que sospechó de ambos desde el principio. Su jubilación le
dio libertad para actuar. Tuvo el apartamento de Laurel bajo vigilancia y comenzó a
indagar todos los antecedentes.
Por las grabaciones sabemos lo que pasó después. Fleischer lo llamó a usted.
Usted silencio a Laurel.
Más tarde tuvo su oportunidad para silenciar a Fleischer. ¿Quiere hablar de eso?
Hackett no respondió en forma alguna. Estaba inclinado hacia adelante con las
manos sobre las rodillas. Yo continué.
—No es difícil imaginar lo que pasó. Davy creyó que había encontrado a su
padre, que su vida recién estaba comenzando. Dejó la escopeta y lo desató a usted.
Usted se apoderó de la escopeta, pero Davy logró huir. Pero Jack Fleischer era más
viejo y menos ágil. O quizá se sintió paralizado por la repentina confrontación. Lo
reconoció, ¿Jasper, supo en el momento de morir quién le disparó? Nosotros por lo
menos lo sabemos. Usted mató a Fleischer y arrojó la escopeta al arroyo. Entonces se
desplomó en la orilla del arroyo y esperó que lo rescataran.
—No puede probar nada de eso —dijo Mrs. Marburg.
Su hijo lo dudaba. Se deslizó del banco y trató de asaltarme en forma desmañada
y casi sin ganas, dirigiéndose con lentitud hacia su propio revólver que estaba en mi
mano.
Tuve tiempo para decidir dónde dispararle Si hubiera deseado podía haber tirado
a matar. Le disparé en la pierna derecha.
Cayó a los pies de su madre, apretándose la rodilla y quejándose. Ella no se
movió para tocarlo o consolarlo. Se quedó sentada, mirando hacia abajo en la forma
en que imagino miran los condenados, con piedad y terror sólo por sí mismo, dentro

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de círculos más bajos que los suyos, propios.
El ruido del disparo hizo que Aubrey entrara a la casa. Arrestó a ambos y los
aprendió como sospechosos de conspiración para cometer asesinato.
Más tarde me abrí paso a través de la multitud de la gente joven que florece de
noche en el «Strip» y subí las escaleras hasta mi oficina. El pollo frío acompañado de
whisky, sabía mejor de lo que había esperado.
Tomé un segundo vaso para fortificar mis nervios. Entonces saqué el cheque de
Mrs. Marburg de la caja fuerte. Lo rompí en pequeños pedazos y arrojé los confetis
amarillos por la ventana. Cayeron con suavidad sobre cabezas de pelo corto, cabezas
de pelo largo, sobre cabezas huecas y cabezas amargadas, sobre desertores militares,
sobre cazadores de dólares, sobre bailarines, sobre heridos que caminan, sobre santos
idiotas…, sobre inadaptados… sobre vírgenes tontas.

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ROSS MACDONALD. Kenneth Millar, por pseudónimo Ross Macdonald (Los
Gatos, California, 13 de diciembre de 1915-Santa Bárbara, California, 11 de julio de
1983), fue un escritor estadounidense-canadiense de novela negra, célebre por haber
creado el personaje del detective privado Lew Archer.
Kenneth Millar estudió en Kitchener, Ontario. En el liceo conoció a la también
escritora Margaret Sturm, con la que casó en 1938. Tuvieron una hija, Linda,
fallecida en 1970.
Comenzó su carrera literaria en revistas pulp mientras estudiaba en la Universidad
de Míchigan; su primera novela fue The Dark Tunnel, 1944. Escribía entonces con el
pseudónimo de John Macdonald, para evitar toda confusión con su mujer, que
escribía con éxito bajo el nombre de Margaret Millar. Así su nombre se transformó en
John Ross Macdonald, y, posteriormente, ya en el de Ross Macdonald, a causa de lo
homonimia con John D. MacDonald.
De 1944 a 1946 fue oficial de transmisiones de un navío, y luego retornó a la
universidad, donde se doctoró en 1951. Pero dedicará su vida a narrar.
Durante los años cincuenta, Ross volvió a California y pasó sus últimos años en
Santa Bárbara, lugar donde la mayoría de sus libros están ambientados bajo el
nombre apenas disimulado de Santa Teresa.
Sus primeros libros son irregulares, pero destacan por el uso de la metáfora y por
su similitud entre ellos, lo que los separa de una masa de literatura policial masiva.
De la primera época destaca Blue city, de 1947. El detective Lew Archer hizo su

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primera aparición en 1946 en la novela Find the Woman; y reapareció en The Moving
Target, en 1949. Esta novela, primera de una serie de dieciocho, formó el argumento
principal del filme de Paul Newman Harper, investigador privado (1966). Lew
Archer deriva su nombre del compañero de Sam Spade, Miles Archer, y de Lew
Wallace, el novelista autor de Ben-Hur.
Las novelas de Lew Archer de más éxito son The Goodbye Look, The
Underground Man y Sleeping Beauty, y concluyen con The Blue Hammer en 1976.
Macdonald fue el primer heredero del legado literario de Dashiell Hammett y
Raymond Chandler como escritores de novela negra. Al estilo de sus predecesores
añade algo de densidad psicológica y mayor diseño de los caracteres. Además, las
tramas de Macdonald son más complejas y rondan siempre sobre lamentables
secretos de familia; los hijos pródigos son tema recurrente.
Inspirado por Francis Scott Fitzgerald, Macdonald escribió para los fanáticos del
género y también para los críticos literarios. William Goldman llamó a sus novelas
«la mejor serie de novelas detectivescas escrita por un autor americano».

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