Libro Cuarto - Aristoteles

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LIBRO CUARTO

TEORÍA GENERAL DE LA CIUDAD PERFECTA CAPÍTULO I DE LA VIDA PERFECTA Cuando se quiere


estudiar la cuestión de la república perfecta con todo el cuidado que reclama, importa precisar en
primer lugar cuál es el género de vida que merece sobre todo nuestra preferencia. Si se ignora esto,
necesariamente se habrá de ignorar cuál es el gobierno por excelencia, porque es natural que un
gobierno perfecto procure a los ciudadanos a él sometidos, en el curso ordinario de las cosas, el goce
de la más perfecta felicidad, compatible con su condición. Y así, convengamos ante todo en cuál es el
género de vida preferible para todos los hombres en general, y después veremos si es el mismo o
diferente para la totalidad que para el individuo. Como creemos haber demostrado suficientemente
en nuestras obras exotéricas lo que es la vida más perfecta, aquí no haremos más que aplicar el
principio allí sentado. Un primer punto, que nadie puede negar, porque es absolutamente
verdadero, es que los bienes que el hombre puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están
fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistiendo la felicidad en la reunión de
todos ellos. No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia,
fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos
groseros de comer y beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más
queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan
crédulo como un niño o un insensato. Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene
en ellos sin dificultad. Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el
valor relativo de estos bienes. Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga;
pero tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás bienes de este género, no
encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos. 1.
Generalmente colocado el séptimo. A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin
dificultad, convencerse en esta ocasión, en vista de los mismos hechos, de que, lejos de adquirirse y
conservarse las virtudes mediante los bienes exteriores, son, por el contrario, adquiridos y
conservados éstos mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los goces, ya en la
virtud, o ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio, sobre todo, de los corazones más puros y de las
más distinguidas inteligencias; y que está reservada a los hombres poco llevados del amor a estos
bienes que nos importan tan poco, más bien que a aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores
en más cantidad que la necesaria, son, sin embargo, tan pobres respecto de las verdaderas riquezas.
Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para demostrar perfectamente esto
mismo. Los bienes exteriores tienen un límite como cualquier otro medio o instrumento; y las cosas
que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza inevitablemente, o no
nos sirven verdaderamente para nada. Respecto a los bienes del alma, por el contrario, nos son
útiles en razón de su abundancia, si se puede hablar de utilidad tratándose de cosas que son, ante
todo, esencialmente bellas. En general, es evidente que la perfección suprema de las cosas que se
comparan para conocer la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en relación
directa con la distancia misma en que están entre sí estas cosas, cuyas cualidades especiales
estudiamos. Luego, si el alma, hablando de una manera absoluta y aun también con relación a
nosotros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su perfección y la de éstos estarán en una
relación análoga. Según las leyes de la naturaleza, todos los bienes exteriores sólo son apetecibles en
interés del alma, y los hombres prudentes sólo deben desearlos para ella, mientras que el alma
nunca debe ser considerada como medio respecto de estos bienes. Por tanto, estimaremos como
punto perfectamente sentado que la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la
prudencia, y de la sumisión a las leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras palabras a
Dios, cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, sino que reside por entero en él
mismo y en la esencia de su propia naturaleza. Además, la diferencia entre la felicidad y la fortuna
consiste necesariamente en que las cir- cunstancias fortuitas y el azar pueden procurarnos los bienes
que son exteriores al alma, mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por
efecto del azar. Como consecuencia de este principio y por las mismas razones, resulta que el Estado
más perfecto es al mismo tiempo el más dichoso y el más próspero. La felicidad no puede
acompañar nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no prosperan sino a condición de ser
virtuosos y prudentes; y el valor, la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la misma
extensión y con las mismas formas que en el individuo; y por lo mismo que el individuo las posee es
por lo que se le llama justo, sabio y templado. No daremos más extensión a estas ideas preliminares;
era imposible que dejáramos de tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar propio para
desarrollarlo todo lo posible, pues toca a otro tratado. Hagamos constar tan sólo que el fin esencial
de la vida, así para el individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar este noble
grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena. En cuanto a las objeciones que pueden oponerse a
este principio, no responderemos a ellas en este momento, a reserva de examinarlas más tarde, si
quedan todavía dudas después de que nos hayamos explicado. CAPÍTULO II DE LA FELICIDAD CON
RELACIÓN AL ESTADO Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está constituida
por elementos idénticos o diversos que la de los individuos. Evidentemente, todos convienen en que
estos elementos son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la riqueza no se
vacilará en declarar que el Estado es completamente dichoso tan pronto como es rico; si se estima
que para el individuo es la mayor felicidad el ejercer un poder tiránico, el Estado será tanto más
dichoso cuanto más vasta sea su dominación; si para el hombre la felicidad suprema consiste en la
virtud, el Estado más virtuoso será igualmente el más afortunado. Dos puntos llaman aquí
principalmente nuestra atención. En primer lugar, ¿debe preferir el individuo la vida política, la
participación en los negocios del Estado, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo
compromiso público? Y en segundo, ¿qué constitución, qué sistema político, debe adoptarse con
preferencia: el que admite a todos los ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el
que, haciendo algunas excepciones, llama por lo menos a la mayoría? Esta última cuestión interesa a
la ciencia y a las teorías políticas, que no se cuidan de las conveniencias individuales; y como
precisamente son consideraciones de este género las que aquí nos ocupan, dejaremos aparte la
segunda cuestión, para limitarnos a la primera, que constituirá el objeto especial de esta parte de
nuestro tratado. Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada
ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar
mejor su felicidad. Aun concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, muchos se
preguntan si la vida política y activa vale más que una vida extraña a toda obligación exterior y
consagrada por entero a la meditación, única vida, según algunos, que es digna del filósofo. Los
partidarios más sinceros que ha contado la virtud, así en nuestros días como en tiempos pasados,
han abrazado todos una u otra de estas ocupaciones: la política o la filosofía. En este punto la verdad
es de alta importancia, porque todo individuo, si es prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán
necesariamente el camino que les parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los ojos de
algunos una horrible injusticia, si el poder se ejerce despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa
de ser injusto, pero se convierte en un obstáculo a la felicidad personal del que lo ejerce. Según una
opinión diametralmente opuesta y que tiene también sus partidarios, se pretende que la vida
práctica y política es la única que conviene al hombre, y que la virtud, bajo todas sus formas, lo
mismo es patrimonio de los particulares que de los que dirigen los negocios generales de la
sociedad. Los partidarios de esta opinión, y, por tanto, adversarios de la otra, persisten y sostienen
que no hay felicidad posible para el Estado sino mediante la dominación y el despotismo; y,
realmente, en algunos Estados la constitución y las leyes van encaminadas por entero a hacer la
conquista de los pueblos vecinos; y, si, en medio de esta confusión general que presentan casi en
todas partes los materiales legislativos, se ve en las leyes un fin único, no es otro que la dominación.
Así en Lacedemonia y en Creta el sistema de la educación pública y la mayor parte de las leyes no
están hechos sino para la guerra. Todos los pueblos a quienes es dado satisfacer su ambición hacen
el mayor aprecio del valor guerrero, pudiendo citarse, por ejemplo, los persas, los escitas, los tracios,
los celtas. Con frecuencia las mismas leyes fomentan esta virtud. En Cartago, por ejemplo, se tiene a
orgullo llevar en los dedos tantos anillos como campañas se han hecho. En otro tiempo, en
Macedonia la ley condenaba al guerrero a llevar un cabestro si no había dado muerte a algún
enemigo. Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes, corría la copa de mano en mano, pero no
podía ser tocada por el que no había muer- to a alguno en el combate. En fin, los iberos, raza
belicosa2 , plantan sobre la tumba del guerrero tantas estacas de hierro como enemigos ha
inmolado. Aún podrían citarse en otros pueblos muchos usos de este género, creados por las leyes o
sancionados por las costumbres. 2. Que tenía fama de valerosa hasta entre los mismos romanos.
Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un hombre de Estado pueda nunca
meditar la conquista y dominación de los pueblos vecinos, consientan ellos o no en soportar el yugo.
¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder ocuparse de una cosa que no es ni siquiera
legítima? Buscar el poder por todos los medios, no sólo justos, sino inicuos, es trastornar todas las
leyes, porque el mismo triunfo puede no ser justo. Las otras ciencias no nos presentan nada que se
parezca a esto. El médico y el piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los enfermos que
tiene en cura, éste a los pasajeros que conduce. Pero se dirá que, generalmente, se confunde el
poder político con el poder despótico del señor; y lo que no encuentra uno equitativo ni bueno para
sí mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se reclama resueltamente la justicia para sí y se
olvida por completo tratándose de los demás. Todo despotismo es ilegítimo, excepto cuando el
señor y el súbdito son tales respectivamente por derecho natural; y si este principio es verdadero
sólo debe quererse reinar como dueño sobre seres destinados a estar sometidos a un señor, y no
indistintamente sobre todos; a la manera que para un festín o un sacrificio se va a la caza, no de
hombres, sino de animales que se pueden cazar a este fin, es decir, de animales salvajes y buenos de
comer. Pero un Estado, en verdad, si se descubriese el medio de aislarle de todos los demás podría
ser dichoso por sí mismo, con la sola condición de estar bien administrado y de tener buenas leyes.
En una ciudad semejante la constitución no aspiraría ni a la guerra, ni a la conquista, ideas que nadie
debe ni siquiera suponer en ella. Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por magníficas
que ellas sean, no deben ser el fin supremo del Estado, sino tan sólo un medio para que aquél se
realice. El verdadero legislador deberá proponerse tan sólo procurar a la ciudad toda, a los diversos
individuos que la componen, y a todos los demás miembros de la asociación, la parte de virtud y de
bienestar que les pueda pertenecer, modificando, según los casos, el sistema y las exigencias de sus
leyes; y si el Estado tiene otros vecinos, la legislación tendrá cuidado de prever las relaciones que
convenga mantener y los deberes que deba cumplir respecto de ellos. Esta materia se tratará más
adelante como ella merece, cuando determinemos el fin a que debe tender el gobierno perfecto.
CAPÍTULO III DE LA VIDA POLÍTICA Según hemos dicho, todos convienen en que lo que debe buscarse
esencialmente en la vida es la virtud; pero no se está de acuerdo en el empleo que debe darse a la
vida. Examinemos las dos opiniones contrarias. De un lado, se condenan todas las funciones políticas
y se sostiene que la vida de un hombre verdaderamente libre, a la cual se da una gran preferencia,
difiere completamente de la vida del hombre de Estado; y de otro, se pone, por lo contrario, la vida
política por cima de toda otra, porque el que no obra no puede ejecutar actos de virtud, y la felicidad
y las acciones virtuosas son cosas idénticas. Estas opiniones son en parte verdaderas y en parte
falsas. Que vale más vivir como un hombre libre que vivir como un señor de esclavos es muy cierto;
el empleo de un esclavo, en tanto que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor,
relativas a los pormenores de la vida diaria no tienen nada de encantador. Pero es un error creer que
toda autoridad sea necesariamente la autoridad del señor. La que se ejerce sobre hombres libres y la
que se ejerce sobre esclavos no difieren menos que la naturaleza del hombre libre y la naturaleza del
esclavo, como ya hemos demostrado en el principio de esta obra. Pero se incurre en una gran
equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la felicidad sólo se encuentra en la actividad, y
los hombres justos y sabios se proponen siempre en sus acciones fines tan numerosos como dignos.
Mas podría decirse, partiendo de estos mismos principios: «un poder absoluto es el mayor de los
bienes, puesto que capacita para multiplicar cuanto se quiera las buenas acciones. Así, siempre que
pueda uno hacerse dueño del poder, es necesario que no lo deje ir a otras manos, y en caso
necesario es preciso arrancarlo de ellas. Las relaciones que nacen de la filiación, de la paternidad, de
la amistad, todo debe echarse a un lado, todo debe ser sacrificado, porque es preciso apoderarse a
todo trance del bien supremo y en este caso el bien supremo consiste en el éxito, en el triunfo». Esta
objeción sería verdadera cuando más si las expoliaciones y la violencia pudiesen procurar alguna vez
el bien supremo; pero como no es posible que nunca lo procuren, la hipótesis es radicalmente falsa.
Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a la
mujer, el padre a los hijos, el señor al esclavo; y el que ha comenzado por violar las leyes de la virtud
jamás podrá hacer tanto bien como mal ha hecho primeramente. Entre criaturas semejantes no hay
equidad, no hay justicia más que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la
igualdad. La desigualdad entre iguales y la disparidad entre pares son hechos contrarios a la
naturaleza, y nada de lo que es contra naturaleza puede ser bueno. Pero si hay un mortal que sea
superior por su mérito, y cuyas facultades omnipotentes le impulsen sin cesar en busca del bien,
éste es el que debe tomarse por guía, y al que es justo obedecer. Sin embargo, la virtud sola no
basta; es preciso, además, poder para ponerla en acción. Luego, si este principio es verdadero, y si la
felicidad consiste en obrar bien, la actividad es para el Estado todo, lo mismo que para los individuos
en particular, el asunto capital de la vida. No quiere decir esto que la vida activa deba, como se
piensa generalmente, ser por necesidad de relación con los demás hombres, y que los únicos
pensamientos verdaderamente activos sean tan sólo los que proponen resultados positivos, como
consecuencia de la acción misma. Los pensamientos activos son más bien las reflexiones y las
meditaciones completamente personales, que no tienen otro objeto que su propio estudio; obrar
bien es un fin; y esta volición es ya casi una acción; la idea de actividad se aplica, en primer término,
al pensamiento ordenador que combina y dispone los actos exteriores. El aislamiento, hasta cuando
es voluntario con todas las condiciones de existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al
Estado la inacción. Cada una de las partes que componen la ciudad puede ser activa mediante las
relaciones que necesariamente y siempre tienen las unas con las otras. Otro tanto puede decirse de
todo individuo considerado separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra manera resultaría
que Dios y el mundo entero no existían, puesto que su acción no tiene nada de exterior, sino que
permanece concentrada en ellos mismos. Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el
mismo para el individuo que para los hombres reunidos y para el Estado en general. CAPÍTULO IV DE
LA EXTENSIÓN QUE DEBE TENER EL ESTADO Después de los preliminares que acabamos de
desenvolver y de las consideraciones que hemos hecho sobre las diversas formas de gobierno,
entraremos en lo que nos resta por decir, indicando cuáles deben ser los principios necesarios y
esenciales de un gobierno formado a medida del deseo. Como este Estado perfecto no puede existir
sin las condiciones indispensables para su misma perfección, es lícito dárselas todas en hipótesis, y
tales como se quiera, con tal que no se vaya hasta lo imposible, por ejemplo, en cuanto al número
de ciudadanos y a la extensión del territorio. Si el obrero en general, el tejedor, el constructor de
naves o cualquier otro artesano, debe antes de comenzar el trabajo tener la materia primera, de
cuyas buenas circunstancias y preparación depende tanto el mérito de la ejecución, es preciso dar
también al hombre de Estado y al legislador una materia especial, convenientemente preparada
para sus trabajos. Los primeros elementos que exige la ciencia política son los hombres en el número
y con las cualidades naturales que deben tener, y el suelo con la extensión y las propiedades
debidas. Se cree vulgarmente que un Estado, para ser dichoso, debe ser vasto; y si este principio es
verdadero, los que lo proclaman ignoran ciertamente en qué consiste la extensión o la pequeñez de
un Estado; porque juzgan únicamente de ellas por el número de sus habitantes y, sin embargo, es
preciso mirar no tanto al número como al poder. Todo Estado tiene una tarea que llenar; y será el
más grande el que mejor la desempeñe. Y así, yo puedo decir que Hipócrates3 , no como hombre,
sino como médico, es mucho más grande que otro hombre de una estatura más elevada que la suya.
Aun admitiendo que sólo se debe mirar al número, sería preciso no confundir unos con otros los
elementos que le forman. Bien que el Estado todo encierre necesariamente una multitud de
esclavos, de domiciliados, de extranjeros, sólo pueden tenerse en cuenta los miembros mismos de la
ciudad, los que la componen esencialmente; y el gran número de éstos es la señal cierta de la
grandeza del Estado. Una ciudad de la que saliesen una multitud de artesanos y pocos guerreros no
sería nunca un gran Estado, porque es preciso distinguir un gran Estado de un Estado populoso. Ahí
están los hechos para probar que es muy difícil, y quizá imposible, organizar una ciudad demasiado
populosa4 ; y ninguna de aquellas cuyas leyes han merecido tantas alabanzas ha tenido, como puede
verse, una excesiva población. El razonamiento viene en apoyo de la observación. La ley es la
determinación de cierto orden; las buenas leyes producen necesariamente el buen orden; pero el
orden no es posible tratándose de una gran multitud. El poder divino, que abraza el universo entero,
sería el único que podría en ese caso establecerlo. La belleza resulta de ordinario de la armonía del
número con la extensión; y la perfección para el Estado consistirá necesariamente en reunir una
justa extensión y un número conveniente de ciudadanos. Pero la extensión de los Estados está
sometida a ciertos límites, como cualquiera otra cosa, como los animales, las plantas, los
instrumentos. Cada cosa, para poseer todas las propiedades que le son propias, no debe ser ni
desmesuradamente grande, ni desmesuradamente pequeña, porque, en tal caso, o ha perdido
completamente su naturaleza especial, o se ha pervertido. Una nave de una pulgada tendría tanto
de nave como una de dos estadios; si tiene ciertas dimensiones, será completamente inútil, ya sea
por su extrema pequeñez, ya por su extrema magnitud. Lo mismo sucede respecto de la ciudad:
demasiado pequeña, no puede satisfacer sus necesidades, lo cual es una condición esencial de la
ciudad; demasiado extensa, se basta a sí misma, pero no como ciudad, sino como nación, y ya casi
no es posible en ella el gobierno. En medio de esta inmensa multitud, ¿qué general puede hacerse
oír? ¿Qué Esténtor podrá servir de heraldo? Se entiende necesariamente formada la ciudad en el
momento mismo en que la masa políticamente asociada puede proveer a todas las necesidades de
su existencia. Más allá de este límite, la ciudad puede aún existir en más vasta escala, pero esta
progresión, lo repito, tiene sus límites. Los hechos mismos nos harán ver fácilmente cuáles deben
ser. En la ciudad los actos políticos son de dos especies: autoridad, obediencia. El magistrado manda
y juzga. Para juzgar los negocios litigiosos y para repartir las funciones según el mérito, es preciso
que los ciudadanos se conozcan y se aprecien mutuamente. Donde estas condiciones no existen, las
elecciones y las sentencias jurídicas son necesariamente malas. Bajo estos dos conceptos, toda
resolución tomada a la ligera es funesta, y evidentemente no puede menos de serlo, recayendo
sobre una masa tan grande. Por otra parte, será muy fácil a los domiciliados y a los extranjeros
usurpar el derecho de ciudad, y su fraude pasará desapercibido en medio de la multitud reunida.
Puede, pues, sentarse como una verdad que la justa proporción para el cuerpo político5 consiste,
evidentemente, en que tenga el mayor número posible de ciudadanos que sean capaces de
satisfacer las necesidades de su existencia; pero no tan numerosos que puedan sustraerse a una fácil
inspección o vigilancia. Tales son nuestros principios sobre la existencia del Estado. 3. Este es uno de
los más antiguos testimonios, además del de Platón en el Fedro, que la Antigüedad nos ha dejado
acerca de Hipócrates. 4. Dividida la Grecia en ciudades independientes y soberanas, no podía
concebir cómo podría ser bien gobernado un Estado vasto y populoso, cuestión que el sistema
representativo ha venido a resolver. 5. Esta solución general está tomada de Platón. Las Leyes, lib. V.
CAPÍTULO V DEL TERRITORIO DEL ESTADO PERFECTO Los principios que acabamos de indicar
respecto a la población del Estado pueden, hasta cierto punto, aplicarse al territorio. El más
favorable, sin contradicción, es aquel cuyas condiciones sean una mejor prenda de seguridad para la
independencia del Estado, porque precisamente el territorio es el que ha de suministrar toda clase
de producciones. Poseer todo lo que se ha menester y no tener necesidad de nadie, he aquí la
verdadera independencia. La extensión y la fertilidad del territorio deben ser tales que todos los
ciudadanos puedan vivir tan desocupados como corresponde a hombres libres y sobrios. Después
examinaremos el valor de este principio con más precisión, cuando tratemos, en general, de la
propiedad, del bienestar y del uso que se debe hacer de la fortuna, cuestiones muy controvertidas,
porque los hombres incurren con frecuencia en este punto en uno u otro de estos extremos: en una
sórdida avaricia o en un lujo desenfrenado. Lo relativo a la configuración del territorio no ofrece
ninguna dificultad. Los tácticos, con cuyo dictamen debe contarse, exigen que sea de difícil acceso
para el enemigo y de salida cómoda para los ciudadanos. Añadamos que el territorio, lo mismo que
la masa de sus habitantes, deben estar sometidos a una vigilancia fácil, y un terreno fácil de observar
no es menos fácil de defender. En cuanto al emplazamiento de la ciudad, si es posible elegirlo, es
preciso que sea bueno a la vez por mar y por tierra. La única condición que debe exigirse es que
todos los puntos puedan prestarse mutuo auxilio, y que el transporte de géneros, maderas y
productos manufacturados del país sea fácil. Es cuestión difícil la de saber si la vecindad del mar es
ventajosa o funesta para la buena organización del Estado. Este contacto con extranjeros, educados
bajo leyes completamente diferentes, es perjudicial al buen orden, y la población constituida por
esta multitud de mercaderes que van y vienen por mar es ciertamente muy numerosa y también
rebelde a toda disciplina política. Haciendo abstracción de estos inconvenientes, no hay duda alguna
de que, atendiendo a la seguridad y a la abundancia necesarias al Estado, es muy conveniente a la
ciudad y al resto del territorio preferir un emplazamiento a orilla del mar. Se resiste mejor una
agresión enemiga cuando se pueden recibir, a la vez, por mar y por tierra auxilios de los aliados; y si
no se puede batir a los sitiadores por ambos puntos a un mismo tiempo, se puede hacer con más
ventaja por uno de ellos, cuando simultáneamente se pueden ocupar ambos. El mar permite
también satisfacer las necesidades de la ciudad, es decir, importar lo que el país no produce y
exportar las materias en que abunda. Pero la ciudad, al hacer el comercio, sólo debe pensar en sí
misma y jamás en los demás pueblos. El tráfico mercantil de todas las naciones6 no tiene otro origen
que la codicia, y el Estado, que debe buscar en otra parte elementos para su riqueza, no debe
entregarse jamás a semejantes tráficos. Pero en algunos países y en algunos Estados la rada y el
puerto hecho por la naturaleza están maravillosamente situados con relación a la ciudad, la cual, sin
estar muy distante, aunque sí separada, domina el puerto con sus murallas y fortificaciones. Gracias
a esta situación, la ciudad se aprovechará evidentemente de todas estas comunicaciones, si le son
útiles; y si pueden serle perjudiciales, una simple disposición legislativa podrá alejar todo peligro,
designando especialmente los ciudadanos a quienes habrá de permitirse o prohibirse esta
comunicación con los extranjeros. 6. Esta reprobación del comercio hecho por el Estado es
consecuencia de los principios establecidos en el libro I, al final del cap. III. En cuanto a las fuerzas
navales, nadie duda que el Estado debe, hasta cierto punto, ser poderoso por mar, y esto no sólo en
vista de sus necesidades interiores, sino también con relación a sus vecinos, a los cuales debe poder
socorrer o molestar por mar y por tierra, según los casos. La extensión de las fuerzas marítimas debe
ser proporcionada al género de existencia de la ciudad. Si esta existencia es por completo de
dominación y de relaciones políticas, es preciso que la marina de la ciudad tenga proporciones
análogas a las empresas que ha de llevar a cabo. Generalmente el Estado no tiene necesidad de esta
población enorme compuesta por las gentes de mar, que no deben ser jamás miembros de la
ciudad. No hablo de los guerreros que se embarcan en las flotas, que las mandan y que las dirigen,
porque éstos son ciudadanos libres y proceden del ejército de tierra. Dondequiera que las gentes del
campo y los labradores abundan, hay necesariamente gran número de marinos. Algunos Estados nos
suministran pruebas de este hecho; el gobierno de Heraclea, por ejemplo, aunque su ciudad es muy
pequeña comparada con otras, no por eso deja de equipar numerosas galeras. No llevaré más
adelante estas consideraciones sobre el territorio del Estado, sus puertos, sus ciudades, su relación
con el mar y sus fuerzas navales. CAPÍTULO VI DE LAS CUALIDADES NATURALES QUE DEBEN TENER
LOS CIUDADANOS DE LA REPÚBLICA PERFECTA Hemos determinado antes los límites numéricos del
cuerpo político; veamos ahora qué cualidades naturales se requieren en los miembros que lo
componen. Puede formarse una idea de ellas con sólo echar una mirada sobre las ciudades más
célebres de la Grecia y sobre las diversas naciones que ocupan la tierra. Los pueblos que habitan en
climas fríos7 , hasta en Europa, son, en general, muy valientes, pero son en verdad inferiores en
inteligencia y en industria; y si bien conservan su libertad, son, sin embargo, políticamente
indisciplinables, y jamás han podido conquistar a sus vecinos. En Asia, por el contrario, los pueblos
tienen más inteligencia y aptitud para las artes, pero les falta corazón, y permanecen sujetos al yugo
de una esclavitud perpetua. La raza griega, que topográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne
las cualidades de ambas. Posee a la par inteligencia y valor; sabe al mismo tiempo guardar su
independencia y constituir buenos gobiernos, y sería capaz, si formara un solo Estado, de conquistar
el universo. En el seno mismo de la Grecia los diversos pueblos presentan entre sí desemejanzas
análogas a las que acabamos de indicar: aquí predomina una sola cualidad; allí todas se armonizan
en una feliz combinación. Puede decirse sin temor de engañarse que un pueblo debe poseer a la vez
inteligencia y valor, para que el legislador pueda conducirle fácilmente por el camino de la virtud.
Algunos escritores políticos exigen que sus guerreros sean afectuosos con aquellos a quienes
conocen y feroces con los desconocidos, y precisamente el corazón es el que produce en nosotros la
afección; el corazón es la facultad del alma que nos obliga a amar. En prueba de ello podría decirse
que el corazón, cuando se cree desdeñado, se irrita mucho más contra los amigos que contra los
desconocidos. Arquíloco8 , cuando quiere quejarse de sus amigos, se dirige a su corazón y dice: Oh
corazón mío, ¿no es un amigo el que te ultraja? 7. La teoría de las razas ha sucedido en nuestro siglo
a la de los climas, completándose la una con la otra. 8. Arquíloco de Paros, poeta lírico y satírico,
vivía en el siglo VIII a. de J. C. En todos los hombres, el amor a la libertad y a la dominación parte de
este mismo principio: el corazón es imperioso y no sabe someterse. Pero los autores que he citado
más arriba hacen mal en exigir la dureza con los extranjeros; porque no es conveniente tenerla con
nadie, y las almas grandes nunca son adustas como no sea con el crimen; y, repito, se irritan más
contra los amigos cuando creen haber recibido de ellos una injuria. Esta cólera es perfectamente
racional; porque, en este caso, aparte del daño que tal conducta pueda producir, se cree perder,
además, una benevolencia con que con razón se contaba. De aquí aquel pensamiento del poeta: La
lucha entre hermanos es más encarnizada. Y este otro: El que quiere con exceso, sabe aborrecer del
mismo modo. Al especificar, respecto a los ciudadanos, cuáles deben ser su número y sus cualidades
naturales, y al determinar la extensión y las condiciones del territorio, nos hemos encerrado dentro
de los límites de una exactitud aproximada, pues no debe exigirse en simples consideraciones
teóricas la misma precisión que en las observaciones de los hechos que nos suministran los sentidos
CAPÍTULO VII DE LOS ELEMENTOS INDISPENSABLES A LA EXISTENCIA DE LA CIUDAD Así como en los
demás compuestos que crea la naturaleza no hay identidad entre todos los elementos del cuerpo
entero, aunque sean esenciales a su existencia, en igual forma se puede, evidentemente, no contar
entre los miembros de la ciudad a todos los elementos de que tiene, sin embargo, una necesidad
indispensable; principio igualmente aplicable a cualquiera otra asociación que sólo haya de formarse
de elementos de una sola y misma especie. Los asociados deben tener necesariamente un punto de
unidad común, ya sean, por otra parte, en razón de su participación en ella iguales o desiguales: por
ejemplo, los alimentos, la posesión del suelo o cualquier otro objeto semejante. Pueden hacerse dos
cosas, la una en vista de la otra, ésta como medio, aquélla como fin, sin que haya entre ellas más de
común que la acción producida por la una y recibida por la otra. Esta es la relación que hay en un
trabajo cualquiera entre el instrumento y el obrero. La casa no tiene, ciertamente, nada que pueda
ser común a ella y al albañil, y, sin embargo, el arte del albañil no tiene otro objeto que la casa' En
igual forma, la ciudad tiene necesidad seguramente de la propiedad, pero la propiedad no es ni
remotamente parte esencial de la ciudad, por más que de la propiedad formen parte como
elementos seres vivos. La ciudad no es más que una asociación de seres iguales, que aspiran en
común a conseguir una existencia dichosa y fácil. Pero como la felicidad es el bien supremo; como
consiste en el ejercicio y aplicación completa de la virtud, y en el orden natural de las cosas, la virtud
está repartida muy desigualmente entre los hombres, porque algunos tienen muy poca o ninguna;
aquí es donde evidentemente hay que buscar el origen de las diferencias y de las divisiones entre los
gobiernos. Cada pueblo, al buscar la felicidad y la virtud por diversos caminos, organiza también a su
modo la vida y el Estado sobre bases asimismo diferentes. Veamos cuántos elementos son
indispensables a la existencia de la ciudad; porque la ciudad estará constituida necesariamente por
aquellos en los cuales reconozcamos este carácter. Enumeremos las cosas mismas a fin de ilustrar la
cuestión: en primer lugar, las subsistencias; después, las artes, indispensables a la vida, que tiene
necesidad de muchos instrumentos; luego las armas, sin las que no se concibe la asociación, para
apoyar la autoridad pública en el interior contra las facciones, y para rechazar los enemigos de fuera
que puedan atacarlos; en cuarto lugar, cierta abundancia de riquezas, tanto para atender a las
necesidades interiores como para la guerra; en quinto lugar, y bien podíamos haberlo puesto a la
cabeza, el culto divino, o, como suele llamársele, el sacerdocio; en fin, y este es el objeto más
importante, la decisión de los asuntos de interés general y de los procesos individuales. Tales son las
cosas de que la ciudad, cualquiera que ella sea, no puede absolutamente carecer. La agregación que
constituye la ciudad no es una agregación cualquiera, sino que, lo repito, es una agregación de
hombres de modo que puedan satisfacer todas las necesidades de su existencia. Si uno de los
elementos que quedan enumerados llega a faltar, entonces es radicalmente imposible que la
asociación se baste a sí misma. El Estado exige imperiosamente todas estas diversas funciones;
necesita trabajadores que aseguren la subsistencia de los ciudadanos; y necesita artistas, guerreros,
gentes ricas, pontífices y jueces que velen por la satisfacción de sus necesidades y por sus intereses.
CAPÍTULO VIII ELEMENTOS POLÍTICOS DE LA CIUDAD Después de haber sentado los principios,
tenemos aún que examinar si todas estas funciones deben pertenecer sin distinción a todos los
ciudadanos. Tres cosas son en este caso posibles: o que todos los ciudadanos sean a la vez e
indistintamente labradores, artesanos, jueces y miembros de la asamblea deliberante; o que cada
función tenga sus hombres especiales; o, en fin, que unas pertenezcan necesariamente a algunos
individuos en particular y otras a la generalidad. La confusión de las funciones no puede convenir a
cualquier Estado indistintamente. Ya hemos dicho que se podían suponer diversas combinaciones,
admitir o no a todos los ciudadanos en todos los empleos, y conferir ciertas funciones como
privilegio. Esto mismo es lo que constituye la desemejanza de los gobiernos. En las democracias
todos los derechos son comunes, y lo contrario sucede en las oligarquías. El gobierno perfecto que
buscamos es, precisamente, aquel que garantiza al cuerpo social el mayor grado de felicidad. Ahora
bien, la felicidad, según hemos dicho, es inseparable de la virtud; y así, en esta república perfecta, en
la que la virtud de los ciudadanos será una verdad en toda la extensión de la palabra y no
relativamente a un sistema dado, aquéllos se abstendrán cuidadosamente de ejercer toda profesión
mecánica y de toda especulación mercantil, trabajos envilecidos y contrarios a la virtud. Tampoco se
dedicarán a la agricultura, pues se necesita tener tiempo de sobra para adquirir la virtud y para
ocuparse de la cosa pública. Nos quedan aún la clase de guerreros y la que delibera sobre los
negocios del Estado y juzga los procesos; dos elementos que deben, al parecer, constituir
esencialmente la ciudad. Las dos funciones que les conciernen, ¿deberán ponerse en manos
separadas o reunirlas en unas mismas? La respuesta que debe darse a esta pregunta es clara: deben
estar separadas hasta cierto punto, y hasta cierto punto reunidas; separadas, porque ,- ,¡den edades
diferentes y necesitan la una prudencia, la otra v,Dor; reunidas, porque es imposible que gentes que
tienen la fuerza en su mano y que pueden usar de ella se resignen a una perpetua sumisión. Los
ciudadanos armados son siempre árbitros de mantener o de derribar el gobierno. No hay más
remedio que confiar todas esas funciones a las mismas manos, pero atendiendo a las diversas
épocas de la vida, como la misma naturaleza lo indica; y puesto que el vigor es propio de la juventud,
y la prudencia de la edad madura, deben distribuirse las atribuciones conforme a este principio, tan
útil como equitativo, como que descansa en la diferencia misma que nace del mérito. Por esta
misma razón, los bienes raíces deben pertenecer a los que componen estas dos clases, porque el
desahogo en la vida está reservado para los ciudadanos, y aquéllos lo son esencialmente. En cuanto
al artesano, no tiene derechos políticos, como no los tiene ninguna otra de las clases extrañas a las
nobles ocupaciones de la virtud, lo cual es una consecuencia evidente de nuestros principios. La
felicidad reside exclusivamente en la virtud, y para que pueda decirse que una ciudad es dichosa es
preciso tener en cuenta no a algunos de sus miembros, sino a todos los ciudadanos sin excepción. Y
así las propiedades pertenecerán en propiedad a los ciudadanos, y los labradores serán
necesariamente esclavos, o bárbaros, o siervos. En fin, de los elementos de la ciudad resta que
hablemos de los pontífices, cuya posición en el Estado está bien señalada. Un labrador, un obrero,
no pueden alcanzar nunca el desempeño de las funciones del pontificado; sólo a los ciudadanos
pertenece el servicio de los dioses; y como el cuerpo político se divide en dos partes, la una guerrera,
la otra deliberante, y es conveniente a la vez rendir culto a la divinidad y procurar el descanso a los
ciudadanos agobiados por los años, a éstos es a quienes debe encomendarse el cuidado del
sacerdocio. Tales son, pues, los elementos indispensables a la existencia del Estado, las partes que
realmente componen la ciudad. Ésta no puede, por un lado, carecer de labradores, de artesanos y de
mercenarios de todas clases; y por otro, la clase guerrera y la clase deliberante son las únicas que la
componen políticamente. Estas dos grandes divisiones del Estado se distinguen también entre sí, la
una por la perpetuidad y la otra por el carácter alternativo de las funciones. CAPÍTULO IX
ANTIGÜEDAD DE CIERTAS INSTITUCIONES POLÍTICAS No es, por lo demás, un descubrimiento de
nuestro tiempo, y ni siquiera reciente en la filosofía política, esta división necesaria de los individuos
en clases distintas, los guerreros de una parte, y los labradores de otra. Todavía hoy existe en Egipto
y en Creta, instituida en el primer punto, según se dice, por las leyes de Sesostris9 , y en el segundo,
por las de Minos10. El establecimiento de las comidas en común no es menos antiguo, pues respecto
a Creta se remonta al reinado de Minos, y respecto a Italia a una época más remota aún. Los sabios
de este último país aseguran que es debido a un cierto ítalo, que llegó a ser rey de la Enotria, el que
los enotrios hayan mudado su nombre en el de italianos, y que el nombre de Italia fue dado a toda
esta parte de las costas de Europa, comprendida entre los golfos Escilético y Lamético, distantes
entre sí una medida jornada11. Se añade que ítalo hizo agricultores a los enotrios, que antes eran
nómadas, y que entre otras instituciones les dio la de las comidas en común. Hoy mismo hay
cantones que conservan esta costumbre, a la par que algunas leyes de ítalo. Esta costumbre existía
entre los ópicos, habitantes de las orillas de la Tirrenia, y que llevan aún su antiguo sobrenombre de
ausonios; y también se encuentra entre los caonios, que ocupan el país llamado Sirteis, en las costas
de la Yapigia y del golfo Jónico. Por lo demás, es sabido que los caonios eran también de origen
enotrio. Las comidas en común tuvieron, pues, su origen en Italia. La división de los ciudadanos por
clases viene de Egipto, pues el reinado de Sesostris es muy anterior al de Minos. Debe creerse, por lo
demás, que en el curso de los siglos los hombres han debido idear estas instituciones y otras muchas
con frecuencia o, por mejor decir, una infinidad de veces. Por lo pronto, la misma necesidad ha
sugerido precisamente los medios de satisfacer las primeras exigencias de la vida; y una vez
adquirido este fondo, los perfeccionamientos y la abundancia han debido, según todas las
apariencias, desenvolverse en la misma proporción; y es, por tanto, una consecuencia muy lógica el
creer esta ley aplicable igualmente a las instituciones políticas. En este punto todo es muy antiguo, y
el Egipto está ahí para probarlo. Nadie negará su prodigiosa antigüedad12, y en todos los tiempos ha
tenido leyes y una organización política. Por tanto, es preciso seguir a nuestros predecesores en
todo aquello en que han obrado bien, y no pensar en novedades, sino en los puntos en que nos han
dejado vacíos que llenar. 9. Mil ochocientos años, por lo menos, a. de J. C., debió de vivir Sesostris.
10. Minos, se supone que vivió 1,400 años a. de J. C. 11. Ciento sesenta estadios, según Estrabón. 12.
Los astrónomos modernos creen haber probado, en vista de diversos monumentos auténticos, que
las observaciones positivas de los egipcios se remontaban a 3.285 años antes de la Era cristiana.
Hemos dicho que los bienes raíces pertenecían de derecho a los que llevan las armas y tienen
derechos políticos, y hemos añadido, al fijar las cualidades y la extensión del territorio, que los
labradores debían formar una clase separada de aquéllos. Hablaremos aquí de la división de las
propiedades y del número y especie de labradores. Hemos rechazado ya la comunidad de tierras,
admitida por algunos autores; pero hemos declarado que la benevolencia de unos ciudadanos para
con los otros debía hacer común el uso de aquéllas, para que todos tuvieran, al menos, segura su
subsistencia. Se mira generalmente el establecimiento de las comidas en común como
perfectamente provechoso a todo Estado bien constituido. Más tarde diremos por qué adoptamos
nosotros también este principio; pero es preciso que todos los ciudadanos, sin excepción, tengan un
puesto en aquéllas, y es difícil que los pobres, si han de concurrir con la parte fijada por la ley,
puedan, además, atender a todas las demás necesidades de su familia. Los gastos del culto divino
son también una carga común de la ciudad. Y así, el territorio debe dividirse en dos porciones, una
para el público, otra para los particulares, y subdividirse ambas en otras dos. La primera porción se
subdividirá para atender, a la vez, a los gastos del culto y a los de las comidas públicas. En cuanto a la
segunda, se la dividirá, a fin de que, poseyendo todo ciudadano a un mismo tiempo fincas en la
frontera y en las cercanías de la ciudad, esté igualmente interesado en la defensa de las dos
localidades. Esta repartición, equitativa en sí misma, garantiza la igualdad de los ciudadanos y su
unión más íntima contra los enemigos comunes de los Estados vecinos. Donde no está establecida
esta repartición, a los unos inquieta muy poco la guerra que asola la frontera; y los otros la temen
con una vergonzosa pusilanimidad. En algunos Estados la ley excluye a los propietarios de la frontera
de toda deliberación sobre las agresiones enemigas, por considerarlos directamente interesados, y
no poder, por consiguiente, ser buenos jueces. Tales son los motivos que obligan a dividir el
territorio en la forma que hemos dicho. En cuanto a los que deben cultivarlo, si cabe elegir, deben
preferirse los esclavos, y tener cuidado de que no sean todos de la misma nación, y principalmente
de que no sean belicosos. Con estas dos condiciones serán excelentes para el trabajo, y no pensarán
en rebelarse. Después es conveniente mezclar con los esclavos algunos bárbaros que sean siervos y
que tengan las mis- mas cualidades que aquéllos. Los que trabajan en terrenos particulares
pertenecerán al propietario; los que en terrenos públicos, al Estado. Más adelante, diremos el trato
que debe darse a los esclavos, y por qué se debe siempre mostrarles la libertad como recompensa
de sus trabajos13. 13. Esto prueba claramente que Aristóteles no era un partidario ciego de la
esclavitud, como lo demostró en su testamento, dando libertad a todos sus esclavos. CAPÍTULO X DE
LA SITUACIÓN DE LA CIUDAD No repetiremos por qué la ciudad debe ser, a la vez, continental y
marítima, y en relación, en cuanto sea posible, con todos los puntos del territorio, puesto que ya lo
hemos dicho más arriba. En cuanto a la situación considerada en sí misma, cuatro cosas deben
tenerse en cuenta. La primera y más importante es la salubridad: la exposición al Levante y a los
vientos que de allí soplan es la más sana de todas; la exposición al Mediodía viene en segundo lugar,
y tiene la ventaja de que el frío en invierno es más soportable. Desde otros puntos de vista, el
asiento de la ciudad debe ser también escogido teniendo en cuenta las ocupaciones que en el
interior de ella tengan los ciudadanos y los ataques de que pueda ser objeto. Es preciso que, en caso
de guerra, los habitantes puedan fácilmente salir, y que los enemigos tengan tanta dificultad de
entrar en ella como en bloquearla. La ciudad debe tener dentro de sus muros aguas y fuentes
naturales en bastante cantidad, y a falta de ellas conviene construir vastos y numerosos aljibes
destinados a guardar las aguas pluviales, para que nunca falte agua, caso de que durante la guerra se
interrumpan las comunicaciones con el resto del país. Como la primera condición es la salud de los
habitantes, y ésta resulta, en primer lugar, de la situación y posición de la ciudad que hemos
expuesto, y en segundo, del uso de aguas saludables, este último punto exige también la más severa
atención. Las cosas que obran sobre el cuerpo con más frecuencia y más amplitud tienen también
mayor influjo sobre la salud; y en este caso se encuentra precisamente la acción natural del aire y de
las aguas. Y así, en cualquier punto donde las aguas naturales no sean ni igualmente buenas, ni
igualmente abundantes, será prudente separar las potables de las que pueden servir para los usos
ordinarios. En cuanto a los medios de defensa, la naturaleza y la utilidad del emplazamiento varían
según las constituciones. Una ciudad situada en lo alto conviene a la oligarquía y a la monarquía; la
democracia prefiere para esto una llanura. La aristocracia desecha todas estas posiciones y se
acomoda más bien en algunas alturas fortificadas. En cuanto a la disposición de las habitaciones
particulares, parecen más agradables y generalmente más cómodas si están alineadas a la moderna
y conforme al sistema de Hipódamo. El antiguo método tenía, por el contrario, la ventaja de ser más
seguro en caso de guerra; una vez los extranjeros en la ciudad, difícilmente podían salir, después de
haberles costado la entrada no menos trabajo. Es preciso combinar estos dos sistemas, y será muy
oportuno imitar lo que nuestros cosecheros llaman tresbolillo14 en el cultivo de las viñas. Se
alineará, por tanto, la ciudad solamente en algunas partes en algunos cuarteles, y no en toda su
superficie; y de este modo irá unida la elegancia a la seguridad. En fin, en cuanto a las murallas, los
que no quieren para las ciudades otras que el valor de los habitantes se dejan llevar de una antigua
preocupación, por más que han podido ver que los hechos han dado un mentís a las ciudades que
han hecho de esto una singular cuestión de honra. Poco valor probaría el defenderse de enemigos
iguales o poco superiores en número al abrigo de las murallas; pero se ha visto y se puede ver aún
pueblos que atacan en masa, sin que el valor sobrehumano de un puñado de valientes pueda
rechazarlos. Para precaver, pues, reveses y desastres, para evitar una derrota cierta, los medios más
militares son las fortificaciones más inexpugnables, sobre todo hoy en que el arte de sitiar, con sus
tiros y sus terribles máquinas 15, ha hecho tantos progresos. No permitir que haya murallas en las
ciudades es tan poco sensato como escoger un país abierto o nivelar todas las alturas; sería como
prohibir rodear de paredes las casas particulares por temor de hacer cobardes a los habitantes. Es
preciso persuadirse de que, cuando se cuenta con murallas, se puede, según se quiera, servirse o no
de ellas; y que en una ciudad abierta no es posible la elección. Si nuestras reflexiones son exactas, es
preciso no sólo rodear la ciudad de murallas, sino que deben, además de servir de ornato, ser
capaces de resistir todos los sistemas de ataque, y sobre todo los de la táctica moderna. El que ataca
no desperdicia ningún medio para alcanzar el triunfo; el que se defiende debe, por su parte, buscar,
meditar e inventar nuevos recursos; y la primera ventaja de un pueblo que está muy sobre sí es que
se piensa menos en atacarle. Mas como en las comidas en común hay precisión de distribuir los
ciudadanos en muchas secciones, y las murallas deben, igualmente, tener de distancia en distancia y
en puntos convenientes torres y cuerpos de guardia, es claro que estas torres estarán,
naturalmente, destinadas a albergar las secciones de ciudadanos, y que en ellas tendrán lugar las
comidas. Tales son los principios que se pueden adoptar relativamente a la situación y a la utilidad
de las murallas. 14. Serie de plantas colocadas de cierta manera. CAPÍTULO XI DE LOS EDIFICIOS
PÚBLICOS Y DE LA POLÍTICA Los edificios consagrados a las ceremonias religiosas serán tan
espléndidos como sea preciso y servirán, a la vez, para las comidas públicas de los principales
magistrados y para la celebración de todos los ritos que la ley o el oráculo de la Pitonisa no han
querido que fuesen secretos. Este lugar, que deberá poder verse desde todos los cuarteles que le
rodean, será tal como lo exige la dignidad de los personajes que tiene que albergar. Al pie de la
eminencia en que estará situado el edificio será conveniente que esté la plaza pública, construida
como la que se llama en Tesalia Plaza de la Libertad. No se consentirá nunca que esta plaza se
manche dejando tener en ella mercancías, y se prohibirá la entrada en ella a los artesanos, a los
labradores y a todo individuo de esta clase, a menos que el magistrado expresamente los llame.
También es preciso que el aspecto de este lugar sea agradable, puesto que será allí donde los
hombres de edad madura se dedicarán a los ejercicios gimnásticos, porque hasta desde este punto
de vista deben separarse los ciudadanos según su edad, y algunos magistrados asistirán a los juegos
de la juventud, así como los de madura edad asistirán algunas veces a los de los magistrados. La
presencia del magistrado inspira verdadero acatamiento y aquel respetuoso temor que es propio del
corazón del hombre libre. Lejos de esta plaza, y bien separada de ella, estará la destinada al tráfico,
debiendo ser este sitio de fácil acceso para todas las mercancías que se transporten, procedentes del
mar y del interior del país. 15. Pericles fue el primero que se sirvió de estas máquinas en el sitio de
Samos el año cuatro de la Olimpiada 84, 441 a. de J. C. Puesto que el cuerpo de ciudadanos se divide
en pontífices y magistrados, es conveniente que las comidas de los pontífices tengan lugar en las
cercanías de los edificios sagrados. En cuanto a los magistrados, encargados de fallar en materia de
contratos, acciones civiles y criminales, y todos los negocios de este género, o encargados de la
vigilancia de los mercados y de lo que se llama policía de la ciudad, el lugar de sus comidas debe
estar situado cerca de la plaza pública y de un cuartel de mucha concurrencia. A este efecto, será
muy conveniente que esté próximo a la plaza de contratación en que tienen lugar todas las
transacciones. En la otra plaza de que más arriba hemos hablado, debe reinar una calma absoluta;
mientras que ésta, por el contrario, estará destinada a todas las relaciones de carácter material e
indispensables. Todas las divisiones urbanas que acabamos de enumerar deberán hacerse
igualmente en los cantones rurales. En éstos los magistrados, ya se llamen conservadores de
bosques, ya inspectores del campo, tendrán también cuerpos de guardias para la vigilancia y
comidas en común. Asimismo, habrá repartidos por el campo algunos templos consagrados a los
dioses unos, y otros a los héroes. Es inútil que nos detengamos en pormenores más minuciosos
sobre esta materia, puesto que son todas cosas fáciles de imaginar, aunque no lo sea tanto el
ponerlas en práctica. Para decirlas, basta dejarse llevar del propio deseo; mas, para ejecutarlas, se
necesita la ayuda de la fortuna. Y así nos contentaremos con lo dicho en este punto. CAPÍTULO XII DE
LAS CUALIDADES QUE LOS CIUDADANOS DEBEN TENER EN LA REPÚBLICA PERFECTA Examinemos
ahora lo que será la constitución misma y qué cualidades deben poseer los miembros que componen
la ciudad, para que el bienestar y el orden del Estado estén perfectamente asegurados. El bienestar,
en general, sólo se obtiene mediante dos condiciones: primera, que el fin que nos proponemos sea
laudable; y segunda, que sea posible realizar los actos que a él conducen. También puede suceder
que estas dos condiciones se encuentren reunidas, o que no se encuentren. Unas veces el fin es
excelente, y no se tienen los medios propios para conseguirlo; otras se tienen todos los recursos
necesarios para alcanzarlo, pero el fin es malo; por último, cabe engañarse, a la vez, sobre el fin y
sobre los medios, como lo atestigua la medicina, que tan pronto desconoce el remedio que debe
curar el mal, como carece de los recursos nece- sarios para la curación que se propone. En todas las
artes y en todas las ciencias es preciso que el fin y los medios que puedan conducir a él sean
igualmente buenos y poderosos. Es claro que todos los hombres desean la virtud y la felicidad, pero
a unos es permitido y a otros no el conseguirlo, lo cual es resultado ya de las circunstancias, ya de la
naturaleza. La virtud sólo se obtiene mediante ciertas condiciones que fácilmente pueden reunir los
individuos afortunados y difícilmente los individuos menos favorecidos; y es posible, aun supuestas
todas las facultades requeridas, extraviarse y apartarse del camino desde los primeros pasos. Puesto
que nuestras indagaciones tienen por objeto la mejor constitución, base de la administración
perfecta del Estado, y que esta administración perfecta es la que habrá de asegurar la mayor suma
de felicidad a todos los ciudadanos, necesitamos saber necesariamente en qué consiste esta
felicidad. Ya lo hemos dicho en nuestra Moral, y séanos permitido creer que esta obra no carece de
toda utilidad; la felicidad es un desenvolvimiento y una práctica completa de la virtud, no relativa,
sino absoluta. Entiendo por relativa la virtud que se refiere a las necesidades precisas de la vida; por
absoluta, la que se refiere únicamente a lo bello y al bien. Y así, en la esfera de la justicia humana, la
penalidad, el justo castigo del culpable, es un acto de virtud, pero también es un acto de necesidad,
es decir, que no es bueno sino en cuanto es necesario; y sería ciertamente preferible que los
individuos y el Estado pudiesen pasar sin la penalidad. Los actos que, por el contrario, sólo tienen
por fin la gloria y el perfeccionamiento moral, son bellos en un sentido absoluto. De estos dos
órdenes de actos, el primero tiende simplemente a librarnos de un mal; el segundo prepara y opera
directamente el bien. El hombre virtuoso puede saber soportar noblemente la miseria, la
enfermedad y otros muchos males; pero el bienestar no por eso deja de consistir en las cosas
contrarias a aquéllas. En la Moral también hemos definido al hombre virtuoso diciendo que es el
que, a causa de su virtud, sólo tiene por bienes los bienes absolutos; y no hay necesidad de añadir
que debe saber también hacer de estos bienes un uso absolutamente bello y bueno. De esto último
ha nacido la opinión vulgar de que la felicidad depende de los bienes exteriores. Esto sería lo mismo
que atribuir una preciosa pieza, tocada con la lira, al instrumento más bien que al talento del artista.
De lo que acabamos de decir resulta evidentemente que el legislador debe tener de antemano
ciertos elementos para su obra, pero que puede también preparar por sí mismo algunos. Así nos ha
sido preciso suponer en el Estado todos los elementos de que el azar sólo dispone; porque hemos
admitido que el azar era a veces el único dueño de las cosas; pero no es el azar el que asegura la
virtud del Estado y sí la voluntad inteligente del hombre. El Estado no es virtuoso sino cuando todos
los ciudadanos que forman parte del gobierno lo son, y ya se sabe que, en nuestra opinión, todos los
ciudadanos deben tomar parte en el gobierno del Estado. Indaguemos, pues, cómo se educan los
hombres en la virtud. Ciertamente, si esto fuese posible, sería preferible educarlos a todos a la par,
sin ocuparse de los individuos uno a uno; pero la virtud general no es más que el resultado de la
virtud de todos los particulares. Sea de esto lo que quiera, tres cosas pueden hacer al hombre bueno
y virtuoso: la naturaleza, el hábito y la razón. Ante todo, es preciso que la naturaleza haga que
nazcamos formando parte de la raza humana, y no en cualquiera otra especie de animales; después
es preciso que conceda ciertas condiciones espirituales y corporales. Además, los dones de la
naturaleza no bastan: las cualidades naturales se modifican por las costumbres, que puede ejercer
sobre ellas un doble influjo, pervirtiéndolas o mejorándolas. Casi todos los animales están sometidos
solamente al imperio de la naturaleza; algunas especies, pocas, están también sometidas al imperio
del hábito; el hombre es el único que lo está a la razón, a la vez que a la costumbre y a la naturaleza.
Es preciso que estas tres cosas se armonicen; y muchas veces la razón combate a la naturaleza y a las
costumbres, cuando cree que es mejor desentenderse de sus leyes. Ya hemos dicho mediante qué
condiciones los ciudadanos pueden ser una materia a propósito para la obra del legislador; lo demás
corresponde a la educación, que obra mediante el hábito y las lecciones de los maestros. CAPÍTULO
XIII DE LA IGUALDAD Y DE LA DIFERENCIA ENTRE LOS CIUDADANOS EN LA CIUDAD PERFECTA
Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y subordinados, pregunto si la autoridad y
la obediencia deben ser alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema de la educación deberá
atenerse a esta gran división de los ciudadanos. Si algunos hombres superasen a los demás, como
según la común creencia los dioses y los héroes superan a los mortales, tanto respecto del cuerpo, lo
cual con una simple ojeada puede verse, como respecto del alma, y de tal manera que la
superioridad de los jefes fuese incontestable y evidente para los súbditos, no cabe duda de que debe
preferirse que perpetuamente obedezcan los unos y manden los otros. Pero tales desemejanzas son
muy difíciles de encontrar, sin que tampoco pueda suceder aquí lo que con los reyes de la India, que,
según Escilax16, sobrepujan por completo a los súbditos que les obedecen. Es, por tanto, evidente
que por muchos motivos la alternativa en el mando y en la obediencia debe, necesariamente, ser
común a todos los ciudadanos. La igualdad es la identidad de atribuciones entre seres semejantes, y
el Estado no podría vivir de un modo contrario a las leyes de la equidad. Los facciosos que hubiese
en el país encontrarían apoyo siempre y constantemente en los súbditos descontentos, y los
miembros del gobierno no podrían ser nunca bastante numerosos para resistir a tantos enemigos
reunidos. 16. Escilax de Cariandro, geógrafo y navegante, vivía a principios del siglo v a. de J. C. Sin
embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre los jefes y los subordinados.
¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de dividir el poder? Tales son las cuestiones que debe
resolver el legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza ha trazado la línea de demarcación al
crear en una especie idéntica la clase de los jóvenes y la de los ancianos, unos destinados a
obedecer, otros capaces de mandar. Una autoridad conferida a causa de la edad no puede provocar
los celos, ni fomentar la vanidad de nadie, sobre todo cuando cada cual está seguro de que obtendrá
con los años la misma prerrogativa. Y así, la autoridad y la obediencia deben ser a la vez perpetuas y
alternativas, y, por consiguiente, la educación debe ser a la vez igual y diversa, puesto que, según
opinión de todo el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del mando. Ahora bien, la
autoridad, según dijimos antes, puede darse en interés del que la posee, o en interés de aquel sobre
quien se ejerce: en el primer caso resulta la autoridad que ejerce el señor sobre sus esclavos; en el
segundo, la autoridad que se ejerce sobre hombres libres. Además, las órdenes pueden diferir entre
sí tanto por el motivo por que se han dictado como por los resultados mismos que producen.
Muchos servicios que se consideran exclusivamente como domésticos se hacen para honrar a los
jóvenes libres que los realizan. El mérito o el vicio de una acción no se encuentra tanto en la acción
misma como en los motivos que la inspiran y en el fin de cuya realización se trata. Hemos dejado
sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es idéntica a la virtud del hombre perfecto, y
hemos añadido que el ciudadano debía obedecer antes de mandar; de todo lo cual concluimos que
al legislador toca educar a los ciudadanos en la virtud, conociendo los medios que conducen a ella y
el fin esencial de la vida más digna. El alma se compone de dos partes: una que posee en sí misma la
razón; otra que, sin poseerla, es capaz, por lo menos, de obedecer a ella; a una y a otra pertenecen
las virtudes que constituyen el hombre de bien. Una vez admitida esta división, tal como la
proponemos, puede decirse sin dificultad cuál de estas dos partes del alma encierra el fin mismo a
que debe aspirarse, porque siempre se hace una cosa menos buena en vista de otra mejor, lo cual es
tan evidente en las producciones del arte como en las de la naturaleza, y en este caso el objeto
mejor es la parte racional del alma. Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario,
el análisis, encontramos que la razón se divide en otras dos partes, razón práctica y razón
especulativa. Como es consiguiente, la división que aplicamos a esta parte del alma se aplica
igualmente a los actos que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería preciso preferir los actos
de la parte naturalmente superior, ya lo sea en todos los casos, ya en el caso único en que las dos
partes del alma se hallen en presencia una de otra; porque en todas las cosas es preciso preferir
siempre lo que conduce a la realización del fin más elevado. La vida, cualquiera que ella sea, tiene
dos partes: trabajo y reposo, guerra y paz. De los actos humanos, unos hacen relación a lo necesario,
a lo útil; otros únicamente a lo bello. Una distinción del todo semejante debe encontrarse
necesariamente bajo estos diversos conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra no se
hace sino con la mira de la paz; el trabajo no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo
necesario y lo útil sino en vista de lo bello. En todo esto el hombre de Estado debe arreglar sus leyes
en vista de las partes del alma y de sus actos, pero, sobre todo, teniendo en cuenta el fin más
elevado a que ambas puedan aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas profesiones, a las
diversas ocupaciones de la vida práctica. Es preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que
para el combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso saber realizar lo necesario y lo
útil; sin embargo, lo bello es superior a ambos. En este sentido conviene dirigir a los ciudadanos
desde la infancia, y durante todo el tiempo que permanezcan sometidos a jefes. Los gobiernos de la
Grecia, que hoy pasan por ser los mejores, así como los legisladores que los han fundado, al parecer
no han dirigido sus instrucciones a la consecución de un fin superior, ni dictado sus leyes, ni
encaminado la educación pública hacia el conjunto de las virtudes, sino que, antes bien, se han
inclinado, no con mucha nobleza, a las que tienen el aspecto de útiles y son más capaces de
satisfacer la ambición. Autores más modernos han sostenido poco más o menos las mismas
opiniones, y han admirado altamente la constitución de Lacedemonia y alabado al fundador que la
ha inclinado por entero del lado de la conquista y de la guerra. Basta la razón para condenar estos
principios, así como los hechos mismos realizados ante nuestra vista se han encargado de probar su
falsedad. Compartiendo el sentimiento que arrastra a los hombres en general a la conquista en vista
de los beneficios de la victoria, Tibrón y todos los que han escrito sobre el gobierno de Lacedemonia
elevan hasta las nubes a su ilustre legislador, porque, merced al desprecio de todos los peligros, su
república ha sabido llegar a ejercer una vasta dominación. Pero ahora que el poder espartano está
destruido, todo el mundo conviene en que ni Lacedemonia es dichosa, ni su legislador intachable.
¿No es cosa extraordinaria que, conservando esta república las instituciones de Licurgo y pudiendo,
sin obstáculo, atemperarse a ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su felicidad? Esto
consiste en que no se conoce la naturaleza del poder que el hombre político debe esforzarse en
ensalzar. Mandar a hombres libres vale mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a
esclavos. Además, no debe tenerse por dichoso a un Estado ni por muy hábil a un legislador cuando
sólo se han fijado en los peligrosos trabajos de la conquista. Con tan deplorables principios cada
ciudadano sólo pensará evidentemente en usurpar el poder absoluto en su propia patria, tan pronto
como pueda hacerse dueño de ella, que es lo que Lacedemonia consideró como un crimen en el rey
Pausanias, sin que le sirviera de defensa toda su gloria. Semejantes principios y las leyes que de ellos
emanan no son dignos de un hombre de Estado, y son tan falsos como funestos. El legislador no
debe despertar en el corazón de los hombres más que buenos sentimientos, así respecto del público
como de los particulares. Si se ejercitan en los combates, no debe ser para someter a esclavitud a
pueblos que no merecen este yugo ignominioso, sino, primero, para no ser subyugados por nadie;
luego, para conquistar el poder tan sólo en interés de los súbditos, y, por fin, para no mandar como
señor a otros hombres que a los destinados a obedecer como esclavos. El legislador debe hacer de
manera que así sus leyes sobre la guerra como las demás instituciones sólo tengan en cuenta la paz y
el reposo, y aquí los hechos vienen en apoyo de la razón. La guerra, mientras ha durado, ha sido la
salvación de semejantes Estados, pero una vez asegurado su poderío, la victoria les ha sido fatal,
pues, al modo del hierro, han perdido su temple tan pronto como han tenido paz, y la culpa es del
legislador que no ha enseñado la paz a su ciudad. Puesto que el fin de la vida humana es el mismo
para las masas que para los individuos, y puesto que el hombre de bien y una buena constitución se
proponen, por necesidad, un fin semejante, es evidente que el reposo exige virtudes especiales,
porque, lo repito, la paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo. Las virtudes que
afianzan el reposo y el bienestar son aquellas que lo mismo están en actividad durante el reposo que
durante el trabajo. El reposo sólo se obtiene mediante la reunión de muchas condiciones
indispensables para atender a las primeras necesidades. El Estado, para gozar de paz, debe ser
prudente, valeroso y firme, porque es muy cierto el proverbio: «No hay reposo para los esclavos».
Cuando no se sabe despreciar el peligro, es uno presa del primero que le ataca. Por tanto, se
necesita tener valor y paciencia en el trabajo; filosofía en el descanso; prudencia y templanza en
ambas situaciones; sobre todo en medio de la paz y del reposo. La guerra da forzosamente justicia y
prudencia a los hombres que se embriagan y pervierten en medio de las ventajas y de los goces del
reposo y de la paz. Hay, sobre todo, mayor necesidad de justicia y de prudencia cuando se está a la
cima de la prosperidad y se goza de todo lo que excita la envidia de los demás hombres. Sucede lo
que con los bienaventurados que los poetas nos representan en las islas Afortunadas; cuanto más
completa es su beatitud en medio de todos los bienes de que se ven colmados, tanto más deben
llamar en su auxilio a la filosofía, la moderación y la justicia. Estas virtudes, evidentemente, no son
menos necesarias para el bienestar y para la vida moral del Estado. Si es vergonzoso no saber
aprovecharse de la fortuna, lo es mucho más no saber utilizarla en el seno de la paz y ostentar valor
y virtud durante los combates, para mostrar después una bajeza propia de un esclavo durante la paz
y el reposo. No debe entenderse la virtud como la entendía Lacedemonia; y no es que ella haya
comprendido el bien supremo de distinta manera que todos los demás, sino que creyó que éste se
podía adquirir mediante una virtud especial, la virtud guerrera. Pero como hay bienes que son
superiores a los que procura la guerra, es evidente que el goce de estos bienes superiores, no
teniendo otro objeto que el goce mismo, es preferible al de los otros. Veamos por qué camino se
podrán alcanzar estos bienes inapreciables. Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres
cosas: la naturaleza, las costumbres o el hábito y la razón. Hemos precisado las cualidades que los
ciudadanos deben haber obtenido previamente de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación
de la razón debe preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas influencias estén
en la más perfecta armonía, puesto que la razón misma puede extraviarse al ir en busca del mejor
fin, y las costumbres no están sujetas a menos errores. En esto, como en lo demás, por la generación
comienza todo, pero el fin de la generación se remonta a un origen cuyo objeto es completamente
diferente. En el hombre, el verdadero fin de la naturaleza es la razón y la inteligencia, únicos objetos
que se deben tener en cuenta cuando se trata de los cuidados que deben aplicarse, ya a la gene-
ración de los ciudadanos, ya a la formación de sus costumbres. Así como el alma y el cuerpo, según
hemos dicho, son muy distintos, así el alma tiene dos partes no menos diferentes: una irracional,
otra dotada de razón; y que se producen de dos maneras de ser diversas; es propio de la primera el
instinto; de la otra, la inteligencia. Si el nacimiento del cuerpo precede al del alma, la formación de la
parte irracional es anterior a la de la parte racional. Es fácil convencerse de ello; la cólera, la
voluntad, el deseo se manifiestan en los niños apenas nacen; el razonamiento y la inteligencia no
aparecen, en el orden natural de las cosas, sino mucho más tarde. Es de necesidad ocuparse del
cuerpo antes de pensar en el alma; y después del cuerpo, es preciso pensar en el instinto, bien que
en definitiva no se forme el instinto sino para servir a la inteligencia ni se forme el cuerpo sino para
servir al alma. CAPÍTULO XIV DE LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS EN LA CIUDAD PERFECTA Si es un
deber del legislador asegurar robustez corporal desde el principio a los ciudadanos que ha de
formar, su primer cuidado debe tener por objeto los matrimonios de los padres y las condiciones,
relativas al tiempo y a los individuos, que se requieren para contraerlos. Dos cosas deben tenerse
presentes: las personas y la duración probable de su unión, a fin de que haya entre las edades una
conveniente relación, y que las facultades de los dos esposos no estén nunca en discordancia,
pudiendo el marido tener aún hijos cuando la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas
diferencias en las uniones son origen de querellas y disgustos. Esto importa, en segundo lugar, a
causa de la relación que debe haber entre los padres y los hijos que deben reemplazar a aquéllos. No
es conveniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferencia, porque entonces la gratitud
de éstos para con aquéllos, que son demasiado ancianos, es completamente vana, no pudiendo los
padres procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. Tampoco conviene que esta
diferencia de edades sea muy poca, porque se tropieza con otros inconvenientes no menos graves.
Los hijos entonces no tienen a sus padres mayor respeto que a sus compañeros de edad; y esta
igualdad puede dar lugar en la administración de la familia a discusiones poco oportunas. Pero
volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el legislador podrá formar, casi como le
plazca, los cuerpos de los niños tan pronto como son engendrados. Todo esto descansa en un punto,
al que hay que prestar una particular atención. Como la naturaleza ha limitado la facultad
generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los hombres, y hasta los cincuenta para las
mujeres, ajustándose a estas edades extremas puede fijarse la edad en que puede comenzar la
unión conyugal. Las uniones prematuras son poco favorables para los hijos que de ellas salen. En
toda clase de animales, el emparejamiento de individuos demasiado jóvenes produce crías débiles,
las más veces hembras y de formas raquíticas. La especie humana está necesariamente sometida a la
misma ley. Puede uno convencerse de ello viendo que en todos los países donde los jóvenes se unen
ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de pequeñas proporciones. De esto también resulta
otro peligro: las mujeres jóvenes padecen más en los partos y sucumben con más frecuencia. Así se
dice que, habiendo los trezenios consultado al oráculo sobre la frecuencia con que morían sus
jóvenes mujeres, éste respondió: que se las casaba muy pronto «sin tomar en cuenta el fruto que
debían dar». La unión en una edad más adelantada no es menos útil para asegurar la templanza de
las pasiones. Las jóvenes que han sentido el amor muy pronto parecen dotadas en general de un
temperamento ardiente. Respecto a los hombres, el uso de la venus durante su crecimiento daña al
desarrollo del cuerpo, que no cesa de adquirir fuerza sino en el momento fijado por la naturaleza,
más allá del cual no puede crecer más. Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho
años para las mujeres y en los treinta y siete o un poco menos para los hombres. Dentro de estos
límites, el momento de la unión será el de mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para
procrear convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder generador. De esta
manera su unión podrá ser fecunda, y lo será desde el momento de mayor vigor, si, como debe
suponerse, el nacimiento de los hijos sigue inmediatamente al matrimonio, hasta la declinación de la
edad, es decir, hacia los setenta años para los maridos. Tales son nuestros principios sobre la época y
la duración de los matrimonios. En cuanto al momento mismo de la unión, participamos de la
opinión de aquellos que, en vista de los buenos resultados de su propia experiencia, creen que la
época más favorable es el invierno. Es preciso consultar también lo que los médicos y los naturalistas
han dicho sobre la generación. Los primeros podrán decir cuáles son las cualidades requeridas en
cuanto a la salud, y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. En general el viento del Norte
es, según ellos, preferible al del Mediodía. No nos detendremos en las condiciones de
temperamento que han de tener los padres para que nazcan con vigor sus hijos. Estos pormenores,
si se tratase el asunto profundamente, tendrían su verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí
podremos ocuparnos de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el temperamento sea
atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la procreación; tampoco es conveniente
que sea valetudinario e incapaz de rudos trabajos, sino que es preciso que ocupe un término medio
entre estos extremos. El cuerpo debe agitarse por medio de la fatiga, pero de modo que ésta no sea
demasiado violenta. Tampoco deben limitarse estos ejercicios a un solo género, como hacen los
atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los trabajos dignos de un hombre libre. Estas
condiciones me parecen igualmente aplicables a las mujeres que a los hombres. Las madres, durante
el embarazo, atenderán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán bien de permanecer
inactivas y de alimentarse ligeramente. El medio es fácil, pues bastará que el legislador les ordene
que vayan todos los días al templo17 para implorar el favor de los dioses que presiden a los
nacimientos. Pero si su cuerpo necesita la actividad, convendrá que su espíritu conserve, por el
contrario, la calma más perfecta. Los fetos sienten las impresiones de las madres que los llevan en su
seno, lo mismo que los frutos de la tierra penden del suelo que los alimenta. Para distinguir los hijos
que es preciso abandonar18 de los que hay que educar, convendrá que la ley prohiba que se cuide
en manera alguna a los que nazcan deformes; y en cuanto al número de hijos, si las costumbres
resisten el abandono completo, y si algunos matrimonios se hacen fecundos traspasando los límites
formalmente impuestos a la población, será preciso provocar el aborto antes de que el embrión
haya recibido la sensibilidad y la vida. El carácter criminal o inocente de este hecho depende
absolutamente sólo de esta circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad. 17. Un pensamiento
análogo encontramos en las Leyes de Platón, lib. III. 18. La exposición es el depósito de la criatura en
un lugar donde pueda ser recogida; el abandono es el desamparo en un paraje en el que debe morir.
Aristóteles, y más aún Platón, se muestran en esta materia bien poco humanos. Véase el libro V de la
República. Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer podrán llevar a cabo la
unión conyugal; es preciso determinar también la época en que la generación deberá cesar. Los
hombres muy ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres incompletos de cuerpo y
de espíritu, y los hijos de los primeros son de una debilidad irremediable. Se debe cesar de
engendrar en el momento mismo en que la inteligencia ha adquirido todo su desenvolvimiento, y
esta época, si nos atenemos al cálculo de algunos poetas que miden la vida por septenarios, coincide
generalmente con los cincuenta años. Y así se debe renunciar a procrear hijos a los cuatro o cinco
años a contar desde este término, y no usar de los placeres del amor sino por motivos de salud o por
consideraciones no menos graves. En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que
proceda y cualquiera el grado en que se verifique, es preciso considerarla como cosa deshonrosa,
mientras uno sea esposo de hecho o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiempo
fijado para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y con toda la severidad que
merece. CAPÍTULO XV DE LA EDUCACIÓN DURANTE LA PRIMERA INFANCIA Una vez nacidos los hijos,
es preciso convencerse de que la calidad del alimento que se les dé ha de ejercer un gran influjo
sobre sus fuerzas corporales. El ejemplo mismo de los animales, así como el de todas las naciones
que hacen un estudio particular de los temperamentos propios para la guerra, nos prueba que el
alimento más sustancial y que más conviene al cuerpo es la leche, y que es preciso abstenerse de dar
vino a los niños por temor a las enfermedades que engendra. Importa igualmente saber hasta qué
punto conviene dejarles libertad en sus movimientos; y para evitar que sus miembros, tan delicados,
no se deformen, algunas naciones se sirven aún en nuestros días de ciertas máquinas que procuran a
estos pequeños cuerpos un desenvolvimiento regular. También es útil habituarlos, desde la más
tierna infancia, a las impresiones del frío '9, costumbre que no es menos útil para la salud que para
los trabajos de la guerra. Asimismo hay muchos pueblos bárbaros que tienen la costumbre de bañar
a sus hijos en agua fría, o de vestirlos con ropa muy ligera, que es lo que hacen los celtas. 19. Véase
lo que dice Platón en su República, lib. VIII. Todos los hábitos que deben contraer los niños conviene
que comiencen desde la más tierna edad, teniendo cuidado de proceder por grados; así, el calor
natural de los niños hace que arrostren muy fácilmente el frío. Tales son sobre poco más o menos
los cuidados que más importa tener en la primera edad. En cuanto a la edad que sigue a ésta y que
se extiende hasta los cinco años, no se puede exigir ni la aplicación intelectual, ni ciertas fatigas
violentas que impedirían el crecimiento. Pero se les puede exigir la actividad necesaria para evitar
una pereza total del cuerpo. A los niños se les debe excitar al movimiento empleando diversos
medios, sobre todo el juego, los cuales no deben ser indignos de hombres libres, ni demasiado
penosos, ni demasiado fáciles. Pero sobre todo, que los magistrados encargados de la educación, y
que se llaman pedónomos, vigilen con el mayor cuidado las palabras y los cuentos que lleguen a
estos tiernos oídos. Todo esto debe hacerse a fin de prepararles para los trabajos que más tarde les
esperan; y así sus juegos deben ser en general ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse
en edad más avanzada. Es un gran error ordenar en las leyes que se compriman los gritos y las
lágrimas de los niños, cuando son un medio de desarrollo y un género de ejercicio para el cuerpo.
Reteniendo el aliento se adquiere una nueva fuerza en medio de un penoso esfuerzo, y los niños
también se aprovechan de esta contención cuando gritan. Entre otras muchas cosas, los pedónomos
cuidarán también de que los niños se comuniquen lo menos posible con los esclavos, ya que hasta
los siete años han de permanecer necesariamente en la casa paterna. Mas, no obstante esta
circunstancia, conviene alejar de sus miradas y de sus oídos toda palabra y todo espectáculo
indignos de un hombre libre. El legislador deberá desterrar severamente de su ciudad la obscenidad
en las palabras, como lo hace con cualquier otro vicio. El que se permite decir cosas deshonestas
está muy cerca de permitirse ejecutarlas, y, por tanto, debe proscribirse desde la infancia toda
palabra y toda acción de este género. Si algún hombre libre por su nacimiento, pero demasiado
joven para ser admitido en las comidas en común, se permite una palabra, una acción prohibida, que
se le castigue poniéndole a la vergüenza, que se le apalee, y si es de edad ya madura, que se le pene
como a un vil esclavo con castigos convenientes a su edad, porque su falta es propia de un esclavo.
Si proscribimos las palabras indecentes, hemos de hacer lo mismo con las pinturas y las
representaciones obscenas. El magistrado debe cuidar de que ninguna estatua ni dibujo recuerde
ideas de este género, a no ser en los templos de aquellos dioses a quienes la ley misma permite la
obscenidad. Pero la ley prescribe, en una edad más avanzada, no dirigir súplicas a estos dioses ni en
favor de uno mismo, ni de su mujer, ni de sus hijos. La ley debe prohibir a los jóvenes asistir a la
representación de piezas satíricas y de las comedias, hasta la edad en que puedan tomar asiento en
las comidas comunes y beber vino puro20. Entonces la educación los resguardará de los peligros de
estas reuniones. No hemos hecho hasta aquí más que tratar someramente esta materia; pero más
adelante veremos, al insistir más en ella, si será conveniente privar a la juventud absolutamente de
todo espectáculo, o en caso de admitir este principio, cómo deberá modificarse. Por ahora nos
hemos limitado a las generalidades más indispensables. Teodoro21, el actor trágico, quizá tenía
razón para decir que no podía tolerar que un cómico, aunque fuese malo, se presentase en escena
antes que él, porque los espectadores se acomodaban fácilmente a la voz del primero que oían. Esto
es igualmente exacto en las relaciones con nuestros semejantes y con las cosas que nos rodean. La
novedad es siempre la que más nos encanta; y así debe alejarse de la infancia todo lo que lleve el
sello de algo malo, y principalmente todo aquello que tenga que ver con el vicio o con la
malevolencia. Desde los cinco a los siete años es preciso que los niños asistan, durante dos, a las
lecciones que más adelante habrán de recibir ellos mismos. Después, la educación comprenderá
necesariamente dos épocas distintas: desde los siete años hasta la pubertad, y desde la pubertad
hasta los veintiún años. Es una equivocación el querer contar la vida sólo por septenarios. Debe
seguirse más bien para esta división la marcha misma de la naturaleza, porque las artes y la
educación tienen por único fin llenar sus vacíos. Veamos, pues, en primer lugar, si conviene que el
legislador imponga una regla a la infancia. Después veremos si vale más que la educación se haga en
común por el Estado, o si ha de dejarse a las familias, como sucede en la mayor parte de los
gobiernos actuales; y diremos, por fin, sobre qué objetos debe recaer. 20. Es sabido que los antiguos
se acostaban y no se sentaban como nosotros para comer. Los jóvenes permanecían en pie, y salían
del comedor cuando al fin de la comida se presentaba el vino puro para los demás convidados. 21.
Teodoro era un actor célebre, contemporáneo de Aristóteles.

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