Clarice Lispector - Día de La Madre

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Clarice Lispector. Descubrimientos. Crónicas inéditas. Adriana Hidalgo Editora. 2010.

13 de mayo

DÍA DE LA MADRE

–Yo –me dijo la bailarina del cuerpo de baile del Municipal– bailé una vez

sin saber que estaba embarazada. Y después me culpé por eso, pero fue una danza

lenta que no hacía mal. Después, cuando sospeché, mandé a hacer el análisis. No

imaginas lo que sentí cuando el hombre me entregó el papel en el que estaba

escrito positivo. Mi alegría fue tan intensa, pero tan loca que abracé y besé al

hombre espantado del laboratorio y le dije: “Muchas gracias”. Imagina, como si

aquel desconocido fuera el padre.

El sol se estaba poniendo mientras la bailarina hablaba. Era muy frágil, casi

sin peso, con busto de joven-niña.

–Pero el médico me avisó justo a la salida que yo podía perder el niño.

Porque tengo el aparato genital infantil, soy fértil pero no puedo concebir, no tengo

lugar para el feto. Entonces pasé meses en la cama para ver si así no perdía el niño.

Me quedaba acostada, hablando con el bichito que estaba dentro de mí. Le decía:

“Mira, bichito, nosotros dos tenemos que vencer y tú vas a nacer, así es, es difícil

nacer”. Hasta parecía que me oía y respondía: “Está siendo difícil”. Yo tenía tantas

ganas de oírlo llorar… como forma de respuesta a la vida: llorar la vida es una

respuesta. Conversábamos horas. Nadie entendía el éxtasis sufrido que me

sucedía, y después tampoco nadie me entendió.

Nos quedamos en silencio. Ella estaba sentada en la alfombra escarlata, toda

leve, con las piernas cruzadas a la manera budista. Pero el torso se mantenía

suavemente erecto y hierático por el hábito de las posiciones de ballet.


–Fue entonces que comencé a perder sangre. No lo podía creer, no quería

creer. Y cuanta más sangre se derramaba, más me desesperaba. Hasta que ocurrió:

perdí a mi hijo. Era un niño. Llegué a verlo, pedí verlo: allá estaba él todo

acurrucado dentro del óvulo. Me acordé de un pajarito recién nacido que vi una

vez y que tenía el cuerpo mínimo casi transparente y un pico enorme. Parecía que

yo había dado a luz un pajarito. Comencé a llorar. No lloraba de desánimo, lloraba

la muerte de un niño. Todos me decían: “Pero, Gisele, no era todavía un niño, era

sólo un feto…”. Nadie entendía que para una mujer tan pequeña como yo el feto

era un niño. Y mucho menos entendieron cuando le pedí a mi padre para

enterrarlo en el jardín. No quería que lo tiraran en la basura, mi bicho. Parece que

está prohibido enterrar un feto en el cementerio. Pero mi padre, viendo mi estado,

me concedió esto: plantó a mi hijo en el jardín, debajo de un almendro grande que

estaba en ese momento amarilleando las hojas.

Mientras ella hablaba yo imaginaba la tierra del jardín con el ser allí

arrollado en su frágil óvulo, marchitando, marchitando. Me quedé callada.

–Lo peor, como ya dije, era el sentimiento de culpa: sólo imagina, haber

bailado ballet en aquel estado. Pero a veces lograba razonar más claro: tú no tienes

la culpa, me decía, la causa de la muerte no fue la danza, fue aquella historia de lo

infantil. Pero yo creía que no había hecho todo por él, que tal vez hubiese faltado

algo.

Ya era el final del crepúsculo: estábamos a la sombra pero no encendí

ninguna luz.

–Pero no desisto –dijo bajo.

–¿No desistes de qué?

–De tener un hijo. El médico dijo que podría perderlo de nuevo. Pero, aun

cuando pierda el segundo embarazo, no desisto: me quedaré embarazada muchas

veces y acepto la posibilidad de perderlo. Hasta que un día, allá un día, con mucho
cuidado lo conserve en mí nueve meses, dándole hasta entonces muchas cosas

buenas para que beba y coma a través de mi sangre que voy a enriquecer. Hasta

que nazca. Y será una victoria nuestra, mía y de él. Porque lo sé: en verdad es

difícil nacer.

La miré casi en la oscuridad. Sufrida, herida, valiente. Sí, ella era una madre,

la bailarina de Degas.

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