Un Visitante Siniestro Lectura-Ejercicios
Un Visitante Siniestro Lectura-Ejercicios
Un Visitante Siniestro Lectura-Ejercicios
A mí nunca se me ha dado bien esto de escribir. Ya sé que muchos colegas opinan que
nuestra profesión siempre ha mantenido estrechas relaciones con la literatura, y no seré yo
quien lo niegue; hay ejemplos suficientes sin tener que salir de este hospital. Ahí está
Torrado, el de cardiología, que no pierde ocasión para decir que le dan más dinero los libros
que la consulta particular; o Sobreira, ese bajito que trabaja en el tercer piso, y que no hace
mucho salió en todos los periódicos por haber ganado un premio de novela muy importante.
Pero no es mi caso, porque nunca he sido capaz de escribir nada que valga la pena. Así que
supongo que no es normal que yo esté ahora aquí, a estas horas de la noche, tratando de
encontrar las palabras que me permitan explicar lo que me ha pasado en estas últimas
semanas.
Pero si callo y no cuento lo que me ha pasado en estas semanas, reviento. Reviento, sí, que
uno no puede mantener oculto durante mucho tiempo un secreto como este. Tengo todas las
pruebas que demostrarán que no miento: las grabaciones, los análisis, las placas..., ¡todo!
Es imprescindible que escriba mi historia aquí, en este cuaderno que luego guardaré bien
guardado en la caja fuerte. Así, si algo me pasa, si muero, confío en que alguien lea estas
páginas y las haga públicas, para que el mundo entero pueda conocer unos hechos que,
seguramente, obligarán a cambiar muchas de nuestras ideas sobre la ciencia. Por eso, trataré
de contarlo ordenadamente, si soy capaz.
Todo comenzó la tarde del veintisiete de octubre, cuando recibí aquella llamada telefónica
que, en principio, era una más entre las muchas que recibo todos los días. La que oí por
teléfono era una voz masculina, solicitando que lo atendiera con urgencia. Creí percibir un
tono de angustia en sus palabras, así que le di hora para el dos de noviembre, que fue el
primer día en el que pude encontrar un hueco en mi agenda.
Al tiempo que me lo decía, Lola aprovechó para pedirme si podía irse un poco antes, que se
había enfriado y que le dolía un poco la cabeza. Le dije que sí, que ya me encargaría yo de
recoger todo y de cerrar cuando acabase la consulta. Así que, cuando mi cliente entró en el
despacho, éramos las dos únicas personas que quedábamos en la consulta. Al principio, no
me fijé mucho en él, ya que estaba ocupado en ordenar unas radiografías que habían
quedado esparcidas por encima de los papeles. El hombre murmuró un «buenas noches»
casi ininteligible, y después se sentó en la silla situada enfrente de mi mesa. Saqué del cajón
una ficha nueva para rellenarla con los datos del nuevo paciente. Levanté la vista de forma
rutinaria, y entonces pude ver por primera vez su cara. En esta profesión, uno está
acostumbrado a ver toda clase de personas; pero esta vez no pude disimular mi asombro, y
me quedé un rato con la pluma en el aire, irremediablemente fascinado por lo que tenía
delante. La persona sentada frente a mí, que me observaba con una mirada aguda y
penetrante, era alta y muy flaca. Tenía la piel increíblemente tersa, aunque aparentaba sus
buenos sesenta años. Reparé en que en el perchero había un elegante abrigo de cuero negro,
que hacía juego con el sobrio traje gris que vestía aquel hombre, una muestra inconfundible
del trabajo de Adolfo Domínguez. Una camisa abotonada hasta arriba, completaba su
elegante atavío.
Llevaba el pelo peinado hacia atrás y ligeramente humedecido. Había algo en él, no sabría
definirlo, que recordaba a esos modelos masculinos que presentan la moda gallega en las
pasarelas de todo el mundo.
Pero era solo un ligero parecido, porque su extraña palidez, los ojos hundidos, los labios
blancos y la extrema delgadez de sus manos que retorcía una y otra vez, indicaban que su
salud no era tan buena como debería. «Este hombre está enfermo», pensé. «Lo está, no hay
más que verle la cara». Y, sin embargo, había algo en el brillo de aquellos ojos, en aquella
mirada irónica, que parecía desmentir mis primeras impresiones. —Don Cristóbal Conde,
¿verdad? —dije—. ¿Y cuál es el segundo apellido? Estaba ya comenzando a escribir su
nombre en la ficha cuando mi paciente dijo con voz rotunda: —No hay tal Cristóbal Conde,
doctor, esa persona no existe. Es mejor decir las cosas claras desde el principio. Me quedé
con la pluma en la mano mirándolo sorprendido. Al ver mi indecisión, me animó a escribir
con un gesto, al tiempo que me decía: —Quiere mi nombre completo, ¿no es así? Pues
anote, entonces. Me llamo Vlad Tepes, decimoquinto conde de Dracul. Aunque todos me
conocen como el conde Drácula.
EL PERRO SALVAJE
Lee el cómic basado en la novela de Jack London y resuelve las actividades que tienes a
continuación.
«Yo le salvé una vez y él me ha salvado a mí. Estamos juntos en la vida y en la muerte».