La Trilogia de Los Tripodes 3 El Estanque de Fuego - John - Christopher

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John Christopher

EL ESTANQUE DE FUEGO
(La trilogía de los Trípodes III)

Ediciones Alfaguara, S.A., 1984


RESUMEN

<El Estanque de Fuego> es la tercera y última parte


de la llamada "Trilogía de los Trípodes", comenzada en
<Las Montañas Blancas> y continuada en <La Ciudad
de Oro y de Plomo>. En esta novela, Will Parker es
escogido en primer lugar como señuelo para detener a
un trípode y capturar a uno de los Amos; después,
como miembro de una de las tres expediciones
destinadas a destruir, desde su interior, las Ciudades de
los Amos. Finalmente, en el desesperado y crucial
ataque a la última Ciudad, cuando el futuro del mundo
pende de un hilo, Will jugará un papel vital. Los
seguidores de la "Trilogía" comprobarán cuánto tiene
que ver este libro con la historia real, pues se verán
implicados de modo insospechado en la aventura de
sus personajes, y en su apasionante lucha por la
libertad.
ÍNDICE

Capítulo 1: Un plan de acción


Capítulo 2: La Cacería
Capítulo 3: El jinete verde y el caballo verde
Capítulo 4: Un poco de bebida para Ruki
Capítulo 5: Seis contra la Ciudad
Capítulo 6: El estanque de fuego
Capítulo 7: Un verano navegando por el viento
Capítulo 8: Las burbujas de la libertad
Capítulo 9: La Conferencia del Hombre
CAPÍTULO 1:
UN PLAN DE ACCIÓN

Por todas partes se oía el rumor del agua. En unos


lugares no era más que un débil murmullo que sólo se
oía gracias al profundo silencio que reinaba; en otros,
un fragor misterioso, lejano, algo así como la voz de un
gigante que hablara consigo mismo en las entrañas de
la tierra. Pero había también lugares en los que se
precipitaba clara, estruendosamente; lugares donde, a
la luz de las lámparas de petróleo, se podía ver cómo el
torrente descendía tumultuosamente por un cauce
rocoso o caía en cascada desde un escarpado alto de
piedra. Y lugares donde el agua estaba en calma,
formando extensiones negras y alargadas, en las que el
ruido se acallaba, convirtiéndose en un goteo
monótono... incesante desde hacía siglos, y que así
seguiría durante muchos siglos más.
Me relevaron de la guardia para que acudiera a la
conferencia, y así atravesé los túneles escasamente
iluminados, tarde y a solas. Aquí se entremezclaba la
labor de la naturaleza con el trabajo del hombre. Las
convulsiones de la tierra y la acción de ríos
desaparecidos hace muchos años habían excavado
estas cavernas y canales en las montañas de piedra
caliza, pero los antiguos también habían dejado su
huella. Aquí estuvieron los hombres en el pasado,
alisando suelos desnivelados, ensanchando grietas
estrechas, clavando barandillas en piedra artificial para
ayuda y guía del viajero. Había también unos cables
largos que parecían cuerdas, y que antaño
transportaban una energía llamada electricidad, que
encendía unos globos de vidrio a lo largo del camino.
Larguirucho me dijo que nuestros sabios habían vuelto
a descubrir cómo se hacía esto, pero precisaban unos
recursos de los que no podían disponer aquí, ni tal vez
pudieran mientras los hombres se vieran obligados a
ocultarse como ratas en los oscuros rincones de un
mundo gobernado por los Trípodes, esos enormes
monstruos metálicos que recorrían la superficie de la
Tierra dando zancadas con sus tres patas gigantescas.
Ya he relatado cómo dejé mi pueblo natal, a
instancias de un hombre muy raro que se daba a sí
mismo el nombre de Ozymandias. Esto sucedió el
verano que hubiera debido ser el último antes de que
me presentaran para la ceremonia de la Placa. Durante
la misma, a los chicos y chicas que ese año cumplían
catorce años los conducían al interior de un Trípode y
más tarde volvían llevando la Placa (una malla de metal
íntimamente encajada en el cráneo que convertía a
quien la llevaba en alguien totalmente sumiso a
nuestros gobernantes extranjeros). Siempre ocurría
que las mentes de unos pocos quedaban destruidas
como consecuencia de la tensión a que los sometía la
inserción de la Placa; éstos se transformaban en
Vagabundos, hombres incapacitados para desarrollar un
pensamiento normal, que erraban de lugar en lugar sin
ningún objetivo. Ozymandias se hacía pasar por uno de
ellos. En realidad su misión consistía en reclutar gente
dispuesta a luchar contra los Trípodes.
Así hice, junto con mi primo Henry, que vivía
también en mi pueblo, y más tarde con Larguirucho, un
largo viaje hacia el sur. (El nombre verdadero de este
último era Jean Paul, pero le apodamos Larguirucho por
ser tan alto y delgado). Por fin llegamos a las Montañas
Blancas, donde hallamos la colonia de hombres libres
de la que había hablado Ozymandias. Desde allí, al año
siguiente, enviaron a tres de nosotros para que
penetráramos como punta de lanza en la Ciudad de los
Trípodes y averiguáramos sobre ellos cuanto
pudiéramos. No éramos, sin embargo, los tres de
antes. Henry se quedó atrás, y en su lugar teníamos a
Fritz, oriundo del país de los alemanes, en el cual se
hallaba la Ciudad. Él y yo nos introdujimos en la
Ciudad, servimos en calidad de esclavos de los Amos
(criaturas reptiles y monstruosas, con tres piernas y
tres ojos, procedentes de una estrella lejana) y
averiguamos algo sobre su naturaleza y sus planes.
Pero sólo yo logré escapar, zambulléndome en el
desagüe de la Ciudad, que daba a un río, donde me
rescató Larguirucho. Estuvimos aguardando, con la
esperanza de que Fritz lograra hacer lo mismo, hasta
que, por causa de la nieve y la inminente presencia del
invierno, nos vimos obligados a regresar,
apesadumbrados, a las Montañas Blancas.
Cuando llegamos nos encontramos con que la
colonia se había trasladado. Esto era resultado de una
prudente decisión de Julius, nuestro líder. Había
previsto la posibilidad de que el enemigo nos
desenmascarara y, una vez atrapados e indefensos,
explorara nuestras mentes. De modo que, sin decirnos
nada, habían elaborado un plan para evacuar el Túnel
de las Montañas Blancas, dejando tan sólo unos pocos
vigías aguardando nuestro anhelado regreso. Los vigías
nos descubrieron a Larguirucho y a mí cuando
contemplábamos tristemente la fortaleza abandonada,
y nos condujeron al nuevo cuartel general.
Éste se encontraba lejos hacia el este, en terreno de
colinas, más bien que montañoso. Era una tierra de
valles estrechos, flanqueados por colinas estériles, en
su mayor parte cubiertas de pinos. Los que llevaban
Placa ocupaban el fondo de los valles, nosotros las
lomas. Vivíamos en una serie de cuevas que discurrían
tortuosamente entre las alturas, a lo largo de
numerosas millas. Afortunadamente había varias
entradas. Teníamos centinelas en todas ellas y un plan
de evacuación en caso de ataque. Pero hasta ahora
todo estaba en calma. Hacíamos incursiones entre los
que llevaban la Placa para procurarnos alimentos, pero
teníamos cuidado de que las partidas que efectuaban
las incursiones se alejaran mucho de la casa antes de
dar el golpe.
Ahora Julius había convocado una conferencia y a
mí, como única persona que había visto el interior de la
Ciudad, -y visto a un Amo cara a cara-, se me había
relevado de la guardia para que pudiera asistir.
En la cueva donde se celebraba la conferencia, el
techo se arqueaba conformando una oscuridad
impenetrable para nuestras lámparas: nos hallábamos
sentados bajo un cono de noche en cuyo seno jamás
brillaban las estrellas. Las lámparas parpadeaban en las
paredes, y había más sobre la mesa, tras la cual
estaban Julius y sus consejeros, sentados en sillas de
madera toscamente talladas. Cuando me acerqué,
Julius se puso en pie para saludarme, pese a que
cualquier movimiento físico le causaba molestias,
cuando no dolor. De niño quedó lisiado por una caída y
ya era un anciano de pelo cano, aunque con las mejillas
curtidas como consecuencia de los largos años que
había pasado en medio de la atmósfera luminosa y
enrarecida de las Montañas Blancas.
--Ven y siéntate a mi lado, Will, -dijo-. En este
momento empezábamos.
Larguirucho y yo habíamos llegado hacía un mes.
Inmediatamente les dije a Julius y a los demás
miembros del Consejo todo lo que sabía e hice entrega
de las muestras del venenoso aire verde de los Amos y
del agua de la Ciudad que había logrado traer conmigo.
Yo esperaba una rápida actuación de alguna índole,
aunque no sabía cuál. Había de ser, pensaba yo,
rápida. Una cosa que pude decirles fue que una gran
nave se hallaba en camino a través del espacio,
procedente del mundo originario de los Amos,
transportando máquinas que transformarían la
atmósfera de nuestra Tierra en un aire apto para que
ellos lo respiraran con naturalidad, de modo que no
tendrían que permanecer en el interior de las cúpulas
protectoras de las Ciudades. Los hombres y todas las
demás criaturas nacidas en nuestro planeta perecerían
cuando espesara la asfixiante neblina verde. Mi propio
Amo había dicho que llegaría dentro de cuatro años, y
que entonces se instalarían las máquinas. Había
poquísimo tiempo.
Era como si Julius se estuviera dirigiendo a mí,
respondiendo a mis dudas. Dijo:
--Muchos de vosotros estáis impacientes, lo sé. Es
bueno que lo estéis. Todos sabemos lo tremenda que
es la tarea que nos aguarda, su urgencia. No hay
excusa para que se demore necesariamente la acción,
para que se desperdicie el tiempo. Cada día, cada hora,
cada minuto cuentan.
<<<Pero hay otra cosa que cuenta tanto o más; se
trata de la prudencia. Precisamente porque los
acontecimientos nos apremian tanto hemos de pensarlo
mucho antes de actuar. No podemos permitirnos
demasiados movimientos en falso; tal vez no nos
podamos permitir ninguno. Por consiguiente, vuestro
Consejo ha deliberado larga e inquietamente antes de
presentarse ante vosotros con sus planes. Ahora os los
expondré a grandes rasgos, pero cada uno de vosotros
ha de desempeñar un papel individual; éste se os
comunicará más adelante.
Se detuvo y vio que alguien del semicírculo situado
ante la mesa se había puesto en pie. Julius dijo:
--¿Deseas hablar, Pierre? Más tarde habrá ocasión,
ya sabes.
Pierre era miembro del Consejo cuando llegamos
por primera vez a las Montañas Blancas. Era un hombre
oscuro y difícil. Pocos hombres se enfrentaban a Julius,
pero él lo había hecho. Supe que se había opuesto a la
expedición a la Ciudad de Oro y Plomo, así como a la
decisión de trasladarse desde las Montañas Blancas. Al
final había abandonado el Consejo, o lo habían
expulsado; era difícil saberlo a ciencia cierta. Procedía
del sur de Francia, de las montañas que limitaban con
territorio español. Dijo:
--Lo que tengo que decir, Julius, es mejor decirlo al
principio que al final.
Julius asintió:
--Dilo, pues.
--Hablas de que el Consejo se presenta ante
nosotros con sus planes. Hablas de desempeñar
papeles, de hombres a los que se dice lo que han de
hacer. Yo te recordaría, Julius, que no te diriges a
hombres que llevan Placa, sino a hombres libres.
Debieras dirigirte a nosotros preguntando, no dando
órdenes. Tú y tus consejeros no sois los únicos capaces
de hacer planes para derrotar a los Trípodes. Hay otros
no exentos de sabiduría. Todos los hombres libres son
iguales y tienen derecho a la igualdad. Lo exige,
además de la justicia, el sentido común.
Dejó de hablar pero siguió en pie, en medio de más
de cien personas que se sentaban sobre la roca
desnuda. Fuera reinaba el invierno, e incluso estas
colinas tenían un manto de nieve, pero, como en el
Túnel, nos protegía un grueso manto de roca. Aquí la
temperatura no cambiaba jamás, ni con los días ni con
las estaciones. Aquí no cambiaba nada.
Julius dejó pasar un momento antes de decir:
--Los hombres libres pueden gobernarse a sí
mismos de modos diferentes. Al vivir y trabajar juntos
deben ceder una parte de su libertad. La diferencia
entre nosotros y los que tienen Placa es que nosotros la
cedemos voluntariamente, de buen grado, por la causa
común, mientras que ellos tienen la mente esclavizada
por criaturas extrañas que los tratan como si fueran
ganado. Además hay otra diferencia. Consiste en que
los hombres libres, cuando ceden algo, lo ceden sólo
temporalmente. Se hace por consentimiento, no a la
fuerza ni con engaños. Y el consentimiento es algo que
siempre puede retirarse.
Pierre dijo:
--Hablas de consentimiento, Julius, ¿pero en qué se
apoya tu autoridad? En el Consejo. ¿Y quién nombra el
Consejo? El mismo Consejo, bajo tu control. ¿Dónde
está la libertad?
--Llegará el día, -dijo Julius-, en que habremos de
discutir sobre el modo de gobernarnos. Ese día llegará
cuando hayamos destruido a los que gobiernan ahora a
la humanidad en todo el mundo. Hasta entonces no
podemos permitirnos riñas ni discusiones.
Pierre empezó a decir algo, pero Julius alzó una
mano y le hizo callar.
--Ni tampoco podemos permitirnos que haya
disensiones ni que se sospeche que las hay. Tal vez
valía la pena que dijeras lo que has dicho, cualquiera
que sea el motivo por el que lo has dicho. Entre los
hombres libres el consentimiento se otorga y se puede
retirar. También puede confirmarse. Así que yo digo:
Que se ponga en pie todo aquel que ponga en cuestión
la autoridad del Consejo y su derecho a hablar en
nombre de esta comunidad.
Se interrumpió. En la cueva reinaba el silencio,
excepción hecha de un pie que rozó el suelo y del
lejano e incesante fragor del agua. Aguardamos,
atentos por si un segundo hombre se ponía en pie.
Nadie lo hizo. Cuando hubo transcurrido el tiempo
suficiente, Julius dijo:
--Te falta apoyo, Pierre.
--Hoy. Pero tal vez no mañana.
Julius asintió.
--Haces bien en recordármelo. Entonces voy a pedir
otra cosa. Ahora os pido que aprobéis a este Consejo
como vuestro gobierno hasta que aquellos que se
llaman a sí mismos Amos hayan sido totalmente
derrotados, -hizo una pausa-. Los que estén a favor
que se levanten.
Esta vez se levantaron todos. Otro hombre, un
italiano llamado Marco, dijo:
--Voto la expulsión de Pierre, por oponerse a la
voluntad de la comunidad.
Julius negó con la cabeza.
--No. Nada de expulsiones. Necesitamos a todos los
hombres que tenemos, a todos los hombres que
podamos conseguir. Pierre cumplirá con su parte
lealmente, eso me consta. Escuchad. Os diré qué
planeamos. Pero antes quisiera que Will os dijera cómo
es el interior de la Ciudad de nuestros enemigos. Habla,
Will.
Cuando referí mi historia al Consejo, ellos me
pidieron que de momento mantuviera silencio de cara a
los demás. Esto no habría resultado fácil en condiciones
normales. Soy hablador por naturaleza y tenía la
cabeza llena de las maravillas que había visto dentro de
la Ciudad (las maravillas y los horrores). Sin embargo,
la dificultad y la incertidumbre del viaje absorbieron mis
energías: hubo poco tiempo para pensar. Pero después
de llegar a las cuevas fue distinto. En este mundo
nocturno, perpetuamente iluminado por luz artificial,
donde se oía el eco del silencio, pude pensar, recordar
y sentir remordimiento. Descubrí que no tenía ningún
deseo de contar a los demás lo que había visto ni lo
que había sucedido.
Ahora que Julius me decía que hablara me sentía
confuso. Hablé torpemente, interrumpiéndome y
repitiéndome muchas veces, en ocasiones casi
incoherentemente. Pero poco a poco, mientras
proseguía con mi relato, me fui percatando de lo
atentamente que todos lo seguían. Además, al
continuar, me sentí transportado por mis recuerdos de
aquella época terrible (cómo luchaba bajo el peso
intolerable que tenía la poderosa gravedad de los
Amos, sudando en medio del calor y la humedad
invariables, viendo cómo mis compañeros esclavos se
debilitaban y sucumbían al esfuerzo, sabiendo casi con
total seguridad que aquél sería también mi destino.
Como le ocurrió a Fritz). Más tarde Larguirucho me dijo
que hablé apasionadamente y con una soltura que
normalmente no poseía. Cuando terminé y me senté se
había apoderado de la audiencia un silencio que
indicaba cuán profundamente les había afectado el
relato.
Entonces Julius volvió a hablar.
--Quería que escucharais a Will por varias razones.
Una es que lo que dice es el testimonio de alguien que
ha presenciado de hecho las cosas de las que habla. Le
habéis oído y sabéis qué quiero decir: lo que os ha
descrito lo ha visto. Otra razón es daros ánimos. Los
Amos están investidos de un poder y una fuerza
desmesurados. Han recorrido las distancias
inimaginables que separan las estrellas. Sus vidas son
tan largas que las nuestras son, comparativamente,
como la danza de un insecto sobre un río tumultuoso,
que dura un breve día. Y sin embargo... -hizo una
pausa y me miró con una leve sonrisa-. Y sin embargo,
Will, un chico normal, no más brillante que la mayoría,
alguien insignificante, de poca envergadura, Will ha
golpeado a uno de estos monstruos y lo ha visto
desplomarse y morir. Tuvo suerte, por supuesto.
Tienen un lugar vulnerable a los golpes y él tuvo la
suerte de descubrirlo y golpear allí. Ha matado a uno
de ellos: el hecho está ahí. No son todopoderosos. Eso
nos debe infundir ánimo. Lo que Will logró por suerte
nosotros podemos lograrlo haciendo planes y con una
actitud resuelta.
<<<Esto me lleva al tercer punto, la tercera razón
por la que quería que oyerais el relato de Will. Se trata
de que, esencialmente, es la historia de un fracaso, -
me estaba mirando y yo noté que me ruborizaba. Él
prosiguió pausadamente, sin apresurarse- : El Amo se
volvió suspicaz cuando encontró en la habitación de Will
las notas que había tomado sobre la Ciudad y sus
habitantes. Will no pensó que el Amo fuera a entrar en
su habitación, donde tendría que ponerse una máscara
para poder respirar; pero pensó a la ligera. Después de
todo, él sabía que su Amo se preocupaba por los
esclavos más que la mayoría, y sabía que, antes de su
llegada, había dispuesto la instalación de pequeñas
comodidades adicionales en la habitación de refugio.
Era razonable pensar que podría volver a hacerlo y
encontrar el libro con las notas.
Su tono era uniforme, más analítico que crítico,
pero resultaba más condenatorio precisamente por eso.
Mi vergüenza y mi azoramiento iban en aumento a
medida que le escuchaba.
--Will logró, con la ayuda de Fritz, salvar la
situación en gran medida. Huyó de la Ciudad y regresó
con una información cuyo valor es incalculable. Pero se
hubiera podido ganar aún más, -su mirada se había
posado nuevamente en mí-. Con tiempo para planificar
las cosas mejor, Fritz también hubiera vuelto. Le pasó a
Will cuanta información pudo sobre lo que había
averiguado, pero habría sido mejor si hubiera podido
dar su testimonio personalmente. Porque el menor
detalle cuenta para la lucha.
Entonces Julius habló del poco tiempo que
teníamos; de que la nave ya estaba en camino,
dirigiéndose hacia nosotros a través de las lejanas
profundidades del espacio; y de la muerte definitiva
que acarrearía a todas las cosas terrenales. Y nos dijo
lo que había decidido el Consejo.
Lo más importante era multiplicar (por diez, por
cien, al final por mil) nuestros esfuerzos por ganarnos a
los jóvenes por todo el mundo. Había que formar
células de resistencia que a su vez debían crear otras
células. El Consejo disponía de mapas y daría
instrucciones sobre dónde ir. Debíamos, en particular,
intentar establecer grupos de oposición en las cercanías
de las otras dos Ciudades de los Amos (una a miles de
millas, hacia el este, por tierra; la otra al oeste, en la
orilla opuesta del gran océano). Sería necesario superar
problemas de lenguaje. Había otros problemas (de
supervivencia, de organización) que a primera vista
podrían parecer insuperables. No eran insuperables,
porque no debían serlo. No había lugar para el
desfallecimiento ni para la desesperación, solamente
para la determinación de entregar hasta la última onza
de energía y fuerza en aras de la causa.
Este plan, evidentemente, entrañaba el riesgo de
alertar a los Amos sobre la oposición que se generaba.
Cabía la posibilidad de que no se tomaran muchas
molestias, pues su proyecto de exterminio estaba muy
avanzado. No debíamos tener un cuartel general, sino
una docena, un centenar, cada uno de ellos capaz de
seguir adelante por sí mismo. El Consejo se dividiría,
sus miembros viajarían de un lugar a otro, reuniéndose
sólo de vez en cuando y con la debida precaución.
Todo esto en lo tocante a la primera parte del plan
(la urgente necesidad de movilizar a todas las fuerzas
disponibles para la lucha, efectuar reconocimientos y
establecer colonias cerca de las tres Ciudades
enemigas). Había otra parte, quizá más importante
todavía. Había que idear medios para destruirlas y esto
entrañaría mucho trabajo duro y mucha
experimentación. Había que establecer una base
aparte, pero sólo los que estuvieran destinados en ella
conocerían su emplazamiento. Ahí se apoyaba nuestra
esperanza final. No podíamos arriesgarnos a que la
descubrieran los Amos.
--Ya os he dicho, -indicó Julius-, cuanto puedo decir.
Más adelante recibiréis instrucciones individuales, así
como las cosas que podáis necesitar para cumplir con
ellas, como por ejemplo mapas. ¿Hay alguna pregunta
o sugerencia?
No habló nadie, ni siquiera Pierre. Julius dijo:
--Entonces podéis iros, -hizo una pausa-. Ésta ha
sido la última vez que nos reunimos todos,
constituyendo una asamblea así, hasta que hayamos
completado nuestra labor. Lo único que diría para
acabar ya lo he dicho. Que nos enfrentamos a algo
tremendo y temible, pero no debemos permitir que nos
asuste. Podemos conseguirlo. Sin embargo, sólo lo
podemos conseguir si cada uno da todo cuanto tiene.
Ahora id y que Dios sea con vosotros.
Mis instrucciones me las dio Julius en persona. Tenía
que viajar hacia el sudeste, haciéndome pasar por
comerciante; llevaría un caballo de carga, tenía que
ganar adeptos, sembrar la resistencia y volver a
presentarme en este centro.
Julius preguntó:
--¿Está claro para ti, Will?
--Sí, señor.
--Mírame, Will, -alcé la vista. Él dijo-: Creo que aún
estás dolido, muchacho, por algunas cosas que dije
después de que refirieras tu relato a la asamblea.
--Me doy cuenta de que lo que usted dijo es cierto,
señor.
--Pero eso no hace más llevadero ver que, después
de haber hecho un relato lleno de valor, habilidad y
grandes esfuerzos, alguien lo pinta de un color algo
distinto.
No respondí.
--Escucha, Will. Lo que hice lo hice con un objetivo.
Las metas que nos impongamos han de ser ambiciosas,
hasta rozar lo imposible. Así que utilicé tu historia para
extraer una moraleja: que el descuido de un solo
hombre puede destruirnos a todos; que lo suficiente no
es nunca suficiente; que no hay lugar para la
complacencia por mucho que se haya logrado, porque
siempre queda algo por lograr. Pero ahora puedo
decirte que lo que hicisteis tú y Fritz fue de un enorme
valor para todos nosotros.
Dije:
--Fritz hizo más. Y no regresó.
Julius asintió:
--Es algo que has de sobrellevar. Pero lo que cuenta
es que uno de vosotros ha vuelto, que no hemos
perdido un año del escaso tiempo que tenemos. Todos
hemos de aprender a vivir con nuestras pérdidas y a
convertir nuestras lamentaciones en acicates de cara al
futuro, -me puso la mano en el hombro-. Porque te
conozco puedo decir que obraste bien. Lo recordarás,
pero recordarás mis críticas con más claridad y durante
más tiempo. ¿No es verdad, Will?
--Sí, señor, -dije-. Así lo creo.
Nosotros tres (Henry, Larguirucho y yo) nos
reuníamos en un lugar que habíamos encontrado y que
tenía una fisura en la parte alta de la roca, a través de
la cual se filtraba una débil luz diurna, lo justo para que
pudiéramos distinguir nuestros rostros sin necesidad de
luces. Estaba un tanto alejado de las zonas de las
cuevas destinadas a uso general, pero nos gustaba ir
allí porque nos recordaba que el mundo exterior, que
normalmente sólo se entreveía cuando estábamos de
guardia en un punto determinado, existía de verdad;
que en algún lugar había luz, viento y cambios
atmosféricos en lugar de la oscuridad estática y el
rumor, murmullo o goteo del agua subterránea. Un día
en que debía haberse desatado en el exterior una
violenta tormenta, atravesó la grieta un poco de agua,
filtrándose hasta nuestra cueva. Volvimos los rostros
hacia allí, disfrutando de la fría humedad y creyendo
reconocer el olor de los árboles y la hierba.
Henry dijo:
--Tengo que atravesar el océano occidental. Nos
lleva el capitán Curtis, en el <Orión>. Despedirá a su
tripulación en Inglaterra, exceptuando al que lleva
Placa falsa, como él: ellos dos navegarán hasta un
puerto situado en el occidente francés, donde nos
uniremos a ellos. Somos seis. La tierra a la que nos
dirigimos se llama América y allí la gente habla la
lengua inglesa. ¿Y tú, Will?
Les conté brevemente. Henry asintió; era evidente
que pensaba que la suya era una misión mejor y más
interesante. Yo estaba de acuerdo con él en eso; pero
tampoco me importaba mucho.
Henry dijo:
--¿Y tú, Larguirucho?
--No sé dónde iré.
--Pero seguramente te habrán destinado.
Asintió.
--A la base de investigación.
Era lo que cabía esperar. Evidentemente
necesitaban que gente como Larguirucho
experimentara para preparar el ataque contra los
Amos. Pensé que esta vez se disgregaba de verdad el
trío original. No parecía importar mucho. Mi
pensamiento estaba puesto en Fritz. Julius tenía toda la
razón: de lo que dijo yo recordaba sus críticas y, al
recordarlas, me sentía avergonzado. De haber tenido
una semana o así para prepararnos, podríamos haber
escapado los dos. Fue mi falta de cuidado lo que
precipitó las cosas, haciendo que Fritz quedara
atrapado. Era un pensamiento amargo, pero ineludible.
Los otros dos hablaban y yo me conformaba con
que así lo hicieran. Al cabo lo advirtieron. Henry dijo:
--Estás muy callado, Will. ¿Algo va mal?
--No.
Insistió:
--Últimamente siempre estás callado.
Larguirucho dijo:
--Una vez leí un libro sobre esos americanos a cuya
tierra te diriges, Henry. Al parecer tienen la piel roja,
van adornados con plumas, llevan una especie de
hacha, tocan el tambor cuando van a la guerra y fuman
en pipa cuando quieren estar en paz.
Generalmente Larguirucho estaba demasiado
interesado por los objetos (cómo funcionaban o cómo
se les podía hacer funcionar) como para prestar mucha
atención a la gente. Pero comprendí que se había
percatado de mi pesadumbre y averiguado la causa de
la misma (después de todo había compartido conmigo
la vana espera en las afueras de la Ciudad y el viaje de
vuelta), y estaba haciendo lo posible por evitar que
Henry hiciera preguntas y que yo pensara. Me sentí
agradecido por eso y por las tonterías que decía.
Antes de poder irme tenía que hacer muchas cosas.
Me instruyeron sobre las actividades de un vendedor
ambulante, me enseñaron algo de los idiomas que se
hablaban en los países que iba a visitar, me dieron
consejos sobre cómo establecer células de resistencia y
lo que tenía que decirles cuando me marchara. Todo lo
registraba escrupulosamente, decidido a no cometer
fallos esta vez. Pero mi melancolía no desaparecía.
Henry se fue antes que yo. Se fue muy animado,
con un grupo en el que estaba Tonio, que fue mi pareja
de entrenamiento y mi rival antes de que partiéramos
para los Juegos del norte. Estaban todos muy
contentos. Al parecer todos los de las cuevas lo estaban
menos yo. Larguirucho trató de animarme, mas sin
éxito. Entonces Julius me mandó llamar. Me echó un
sermón sobre la futilidad de la autorrecriminación y lo
importante que era que yo comprendiese que la única
lección válida que se podía extraer del pasado era dar
con el modo de evitar errores similares en el futuro. Yo
escuché y asentí cortésmente, pero aquel oscuro estado
de ánimo no desaparecía. Entonces dijo:
--Will, estás llevando esto equivocadamente. Eres
una persona que no soporta con facilidad las críticas, y
tal vez las que tú mismo te haces menos que las de los
demás. Pero al mantenerte en un estado de ánimo así
estás menos capacitado para hacer lo que el Consejo
quiere que hagas.
--Yo realizaré mi tarea, señor, -dije-. Y esta vez lo
haré bien, lo prometo.
Hizo un gesto negativo con la cabeza:
--No estoy seguro de que esa promesa sirva de
algo. Sería distinto si tuvieras el carácter de Fritz. Sí,
hablaré de él, aunque te duela. Fritz era melancólico
por naturaleza y era capaz de sobrellevar su propia
pesadumbre. No creo que ocurra otro tanto contigo,
que eres sanguíneo e impaciente. En tu caso el
remordimiento y el desánimo podrían ser un estorbo.
--Haré cuanto pueda.
--Ya lo sé. ¿Pero bastará con lo que puedas? -me
miró, escrutándome lentamente-. Tenías que salir de
viaje dentro de tres días. Creo que debemos retrasarlo.
--Pero, señor...
--No hay peros, Will. Ya lo he decidido.
Dije:
--Estoy preparado ya, señor. Y no podemos perder
tiempo.
--Eso encierra un cierto desafío, así que no se ha
perdido todo. Pero ya se te está olvidando lo que dije
en la última asamblea. No podemos permitirnos
movimientos en falso, ni planes ni gente
insuficientemente preparados. Te quedarás aquí un
tiempo más, muchacho.
Creo que en aquel momento odié a Julius. Incluso
cuando superé esto, me sentía amargamente resentido.
Veía marchar a otros y me consumía en medio de la
inactividad. Los días pasaban, oscuros, sin sol,
cansinamente. Sabía que tenía que cambiar de actitud,
pero no podía. Lo intenté, procurando revestirme de
una falsa alegría, aunque sabía que no engañaba a
nadie y menos a Julius. Sin embargo, por fin, Julius
volvió a mandarme llamar.
Dijo:
--He estado pensando en ti, Will. Creo que he
encontrado una respuesta.
--¿Puedo irme, señor?
--¡Espera, espera! Como sabes, algunos vendedores
ambulantes viajan por parejas, para tener compañía y
para proteger mejor sus mercancías de los ladrones.
Podría ser una buena idea que tuvieras un compañero.
Estaba sonriendo. Nuevamente irritado, dije:
--Estoy bastante bien a solas, señor.
--Pero si se tratara de ir con otro o de quedarse,
¿qué escogerías?
Era mortificante pensar que no me consideraba apto
para salir solo. Pero no había más que una respuesta
posible. Dije, no exento de mal humor:
--Lo que usted decida, señor.
--Eso está bien, Will. El que se va contigo...
¿quieres conocerlo ahora?
Lo vi sonreír a la luz de la lámpara. Dije, muy
estirado:
--Supongo que sí, señor.
--En ese caso... -su mirada se dirigió hacia las
sombras oscuras del límite de la cueva, donde una
hilera de columnas de caliza formaban una cortina de
piedra. Dijo-: Puedes salir.
Se acercó una figura. Me quedé mirando fijamente,
pensando que me debía engañar la oscuridad. Era más
fácil no dar crédito a mis ojos que aceptar que alguien
hubiera regresado de entre los muertos.
Porque era Fritz.
Después me contó todo lo que pasó. Cuando me vio
zambullirme en el río que salía de la Ciudad por debajo
de la Muralla de Oro, regresó y borró mis huellas, como
dijo que haría, difundiendo la historia de que yo había
encontrado a mi Amo flotando en el estanque y me
había ido directamente al lugar de la Liberación
Feliz, no deseando vivir después de la muerte de mi
Amo. Creyeron aquello y él se dispuso a intentar
seguirme y salir. Pero las penalidades que había
padecido, junto con los esfuerzos extraordinarios de la
noche que habíamos pasado buscando el río, causaron
estragos. Tuvo un segundo desfallecimiento y por
segunda vez lo llevaron al hospital de esclavos.
Estaba acordado que, si yo salía, debía esperarle
tres días. Transcurrió un tiempo superior antes de que
se encontrara en condiciones siquiera de levantarse de
la cama, y consecuentemente pensó que me habría ido.
(De hecho, Larguirucho y yo esperamos doce días antes
de que la desesperación y la llegada de la nieve nos
obligaran a partir, pero Fritz no podía saberlo). Al creer
esto empezó, como era típico en él, a pensar de nuevo
en todo el asunto, lenta y lógicamente. Calculó que
sumergirse en el agua para salir por el desagüe de la
Ciudad debía de ser difícil (yo hubiera muerto de no
encontrarse Larguirucho a mano para rescatarme del
río), y conocía lo débil de su condición. Necesitaba
reunir fuerzas, y el hospital le ofrecía la mejor
oportunidad para hacerlo. Mientras estuviera allí, podría
evitar las palizas y las duras tareas que normalmente le
imponían. Por supuesto debía tener cuidado de no
levantar la sospecha de que pensaba de modo distinto
a los demás esclavos, lo cual significaba que debía
calcular cuidadosamente el tiempo que podía quedarse.
Lo alargó una quincena, fingiendo, cara a los demás,
una debilidad que aumentaba en lugar de disminuir a
medida que pasaban los días; y entonces,
apesadumbrado, dijo comprender que ya no podía
seguir sirviendo a su Amo como es debido, y por tanto
debía morir. Abandonó el hospital avanzado el día,
dirigiéndose hacia el Lugar de la Liberación Feliz; halló
un lugar donde ocultarse hasta la caída de la noche y
después se encaminó hacia la Muralla y hacia la
libertad.
Al principio todo fue bien. Emergió del río una noche
oscura, nadó cansadamente hasta la orilla y se fue
hacia el sur, siguiendo la ruta que habíamos tomado
nosotros. Pero le llevábamos una ventaja de dos días y
se retrasó aún mas cuando un resfriado febril le obligó
a estar echado varios días, sudando y sin comer, en un
granero. Seguía encontrándose desesperadamente
débil cuando reemprendió el camino y no mucho
después una enfermedad más seria le obligó a
detenerse. Esta vez, afortunadamente, lo encontraron y
cuidaron de él, pues tenía pulmonía; habría muerto de
no recibir atención. Lo acogió una señora. Unos años
antes su hijo se convirtió en Vagabundo cuando le
insertaron la Placa. Por eso se ocupó de Fritz.
Por fin, cuando se sintió bien y con fuerzas, se
escapó y continuó el viaje. Encontró las Montañas
Blancas azotadas por las ventiscas y se vio obligado a
esconderse algún tiempo cerca de los pueblos de los
valles antes de poder abrirse camino penosamente por
entre la espesa nieve. En el Túnel le dio el alto el único
vigía que Julius dejó por si acaso. El vigía lo condujo a
las cuevas aquella mañana.
Todo esto me lo dijo él después. En el momento de
nuestro encuentro yo me limité a mirarlo, incrédulo.
Julius dijo:
--Espero que tú y tu compañero os llevéis bien.
¿Qué te parece, Will?
De pronto me di cuenta de que estaba sonriendo
como un idiota.
CAPÍTULO 2:
LA CACERÍA

Íbamos en dirección sudeste, alejándonos del


invierno que envolvía la tierra. El paso montañoso que
llevaba al país de los italianos era una subida
empinada, azotada por ventiscas de nieve, pero
después avanzar era más fácil. Atravesamos una fértil
llanura y alcanzamos un mar oscuro y sin mareas que
batía contra costas rocosas y pueblecitos de
pescadores. Seguimos hacia el sur; a nuestra derecha
había colinas y, más lejos, montañas, hasta que llegó el
momento de atravesar las alturas, de nuevo en
dirección oeste.
Como buhoneros se nos recibía bien en casi todas
partes, no sólo por las cosas que llevábamos, sino
porque éramos caras nuevas en pequeñas comunidades
en las que la gente conocía a la perfección a sus
vecinos, tanto si les gustaban como si no. Inicialmente
nuestras mercancías fueron piezas de tela, así como
tallas y pequeños relojes de madera procedentes de la
Selva Negra: nuestros hombres habían capturado un
par de gabarras que traficaban por el gran río, huyendo
con el cargamento.
Esto lo vendimos de camino y compramos otras
cosas para venderlas en una etapa posterior de nuestro
viaje. El comercio iba bien; la mayoría eran ricas tierras
de cultivo y las mujeres y los niños estaban deseosos
de novedades. Aparte de lo necesario para comprar
comida, acumulábamos los beneficios en forma de
monedas de oro y plata. En la mayor parte de los sitios
nos daban comida y alojamiento. A cambio de la
hospitalidad que nos brindaban nosotros les robábamos
a sus hijos.
Esto era algo que jamás logré resolver
adecuadamente en mi fuero interno. Para Fritz era
sencillo y evidente: teníamos una obligación y había
que cumplirla. Aun sin tener esto en cuenta, estábamos
contribuyendo a salvar a aquella gente de la
destrucción que tenían prevista los Amos. Reconocía
que era lógico y le envidiaba por su resolución, pero
seguía sintiéndome incómodo. Creo que, en parte, la
dificultad estribaba en que recaía más sobre mí que
sobre él la función de entablar amistad con ellos. Fritz,
ahora lo sabía sobradamente, era afable en el fondo,
pero aparentaba ser taciturno y reservado. Su dominio
de los idiomas era superior al mío, pero yo hablaba
más; y me reía mucho más. En seguida establecía
buenas relaciones con cada nueva comunidad que
visitábamos, y en muchos casos, me marchaba con
verdadero pesar.
Porque, como aprendí durante mi estancia en el
Château de la Tour Rouge, el hecho de que un hombre
o una mujer llevaran una Placa y pensaran que los
Trípodes eran grandes semidioses metálicos no les
impedía ser, en todos los demás aspectos, seres
humanos capaces de resultar agradables o incluso
encantadores. Mi tarea consistía en lograr que nos
aceptaran y participaran en nuestros trueques. Lo hacía
lo mejor que podía, pero no me era posible
permanecer, al mismo tiempo, enteramente
indiferente. Yo siempre me he entregado al hacer las
cosas, incapaz de contenerme, y con esto ocurría lo
mismo. No era fácil tomarles simpatía, reconocer su
amabilidad para con nosotros y al mismo tiempo
cumplir nuestro objetivo. El cual, tal como lo hubieran
visto ellos, consistía en ganarse su confianza con el
único fin de traicionarles. Muchas veces me sentía
avergonzado de lo que hacíamos.
Pues nos ocupábamos de los jóvenes, los chicos a
quienes dentro de un año o así se les insertaría la
Placa. La primera vez nos ganamos su interés
recurriendo al soborno, haciéndoles pequeños regalos,
como navajas, silbatos, cinturones de cuero y cosas así.
Se apiñaron a nuestro alrededor y nosotros les
hablamos ingeniosamente, haciendo observaciones y
planteando interrogantes destinados a descubrir
quiénes de entre ellos habían empezado a poner en tela
de juicio el derecho que tenían los Trípodes a gobernar
a la humanidad y en qué medida. Rápidamente
adquirimos destreza en esto, y en seguida tuvimos
buen ojo para detectar a los rebeldes, o a los rebeldes
en potencia.
Y había muchos más de los que cabía imaginarse. Al
principio me sorprendió que Henry, al que conocía y
con quien me había peleado desde que aprendimos a
andar, se sintiera tan deseoso como yo por liberarse del
fastidioso confinamiento que era la vida que nosotros
conocíamos y albergara los mismos recelos sobre lo
que nos contaban nuestros mayores de la dicha
maravillosa que era recibir la Placa. Mi ignorancia
obedecía a que de estas cosas no se hablaba. Formular
dudas era algo impensable, pero eso no significaba que
las dudas no existieran. Vimos claramente que había
alguna clase de duda en las cabezas de todos aquéllos
sobre cuyas vidas se cernía la ceremonia de la Placa.
Era para ellos una sensación embriagante y liberadora
hallarse en presencia de dos personas que
aparentemente llevaban Placa y sin embargo, a
diferencia de sus padres, no trataban el asunto como
un misterio del que jamás se debía hablar, sino que les
animaban a hacerlo y escuchaban lo que ellos decían.
Naturalmente, teníamos que ser muy cuidadosos. Al
principio hacíamos alusiones veladas, preguntas, -
aparentemente inocentes- cuyo efecto dependía de la
mirada de que iban acompañadas. Nuestro
procedimiento consistía en descubrir en cada pueblo a
aquél o aquéllos en quienes se diera la mejor
combinación de independencia de criterio y fiabilidad.
Entonces, poco antes de proseguir, los llevábamos
aparte y les dábamos información y consejos.
Les contábamos la verdad sobre los Trípodes y
sobre el mundo, y les hablábamos del papel que debían
desempeñar en la organización de la resistencia. Ahora
no se trataba de enviarlos a uno de nuestros cuarteles
generales. En lugar de ello debían formar un grupo de
resistencia elegido entre los demás chicos de su pueblo
o ciudad y preparar un plan para huir antes de la
Ceremonia de la Placa, que tendría lugar en primavera.
(Esto sería mucho después de nuestra visita para que
no hubiera ninguna sospecha de que estábamos
implicados en ello). Tenían que encontrar lugares donde
vivir, alejados de quienes llevaban Placa, pero desde
donde pudieran efectuar incursiones en sus tierras, en
busca de alimentos y de jóvenes que reclutar. Y donde
pudieran aguardar nuevas instrucciones.
Era poco lo que se podía establecer firmemente: el
éxito dependería de la habilidad individual a la hora de
improvisar y actuar. Nosotros podíamos ofrecer una
pequeña ayuda por medio de las comunicaciones.
Llevábamos palomas con nosotros, enjauladas por
parejas, y de vez en cuando dejábamos una pareja con
uno de nuestros partidarios. Se trataba de aves que
podían regresar, cubriendo vastas distancias, al nido
del que habían venido, llevando mensajes escritos con
letra muy pequeña sobre papel fino, atados a las patas.
Tenían que criar y sus descendientes serían empleados
para mantener el contacto entre los diversos centros y
con el grupo del cuartel general, bajo cuya
responsabilidad estaban.
También les indicamos signos de identificación: un
lazo atado a la crin de un caballo; un tipo especial de
sombrero que había que llevar formando un ángulo
determinado; cierta forma de saludar con la mano; la
imitación de los gritos de algunos pájaros. Y lugares
cercanos donde se pudiesen dejar mensajes que
volviesen a guiarnos a nosotros o a nuestros sucesores
hasta cualquier escondrijo que hubiesen encontrado. El
resto teníamos que dejarlo en manos de la providencia;
y seguir nuestro camino, cada vez más lejos, siguiendo
la ruta que Julius nos indicara.
Al principio vimos Trípodes con bastante frecuencia.
Sin embargo, a medida que avanzábamos, esto sucedía
cada vez menos. Descubrimos que no se trataba de que
el invierno los volviera inactivos, sino que era
consecuencia de la distancia a que se encontraban de la
Ciudad. En la tierra denominada Hélade nos dijeron que
sólo hacían aparición unas pocas veces al año, y en la
zona oriental de aquel país los aldeanos nos dijeron que
los Trípodes sólo venían para las ceremonias de la Placa
y tampoco a todos los lugares pequeños, como hacían
en Inglaterra: los padres cubrían grandes distancias
con sus hijos para que les fuera insertada la Placa.
Era lógico, desde luego. Los Trípodes podían
desplazarse velozmente (a muchas veces la velocidad
de un caballo al galope) sin detenerse, pero incluso
para ellos las distancias debían de tener su
inconveniente. Era inevitable que vigilaran las regiones
próximas a la Ciudad más a fondo que los lugares
alejados: cada milla suponía un ensanchamiento del
círculo del que la Ciudad era el centro. En cuanto a
nosotros, era un alivio encontrarnos en territorios
donde podíamos estar casi seguros de que, -en esta
época del año-, ningún hemisferio metálico irrumpiría
por el horizonte, apoyándose en sus tres patas
articuladas. Y surgió una idea. Los Amos tenían dos
Ciudades, una a cada extremo, más o menos, de este
vasto continente. Si el control se hacía cada vez más
tenue a medida que uno se alejaba de una Ciudad, ¿no
podría haber un área a mitad de camino donde no
existiera ningún control, donde hubiera hombres sin
Placa, libres?
(De hecho, según supimos más adelante, los arcos
de control se superponían y la zona que quedaba fuera
de los mismos era en su mayor parte del océano, al
sur; y, al norte, yermos de tierra helada. Las tierras
situadas más hacia el sur que quedaban fuera de su
control, las habían arrasado).
Nuestra tarea no resultaba, como hubiera podido
pensarse, más sencilla allí donde los Trípodes eran
menos familiares. Si acaso, tal vez debido a su rareza,
parecían inspirar una devoción más profunda. Llegamos
por fin a una tierra, al otro lado de un istmo situado
entre dos mares, cerca del cual se alzaban las ruinas de
una gran ciudad (estaba relativamente poco cubierta
por la vegetación, pero parecía mucho más antigua que
ninguna de las que habíamos visto), en la que había
grandes hemisferios de madera dispuestos sobre tres
pilotes; se accedía a ellos por unos escalones, donde la
gente los adoraba. Allí tenían lugar largas y complejas
ceremonias, con muchos cánticos y lamentos. Encima
de cada hemisferio se alzaba la imagen de un Trípode,
de oro, pero no pintado, sino de hoja batida del propio
metal.
Pero insistimos y también allí ganamos conversos.
Para entonces ya nos estábamos haciendo diestros en
nuestra labor.
Pasamos tribulaciones, por supuesto. Aunque
habíamos viajado en dirección sur, hacia tierras más
soleadas y cálidas, en algunas ocasiones pasábamos
mucho frío, sobre todo en las regiones más altas,
donde por la noche teníamos que acurrucarnos junto a
los caballos para que no se nos helara la sangre en las
venas. Pasamos días largos y áridos en regiones casi
desérticas, donde teníamos que buscar ansiosamente
indicios de agua, no tanto para nosotros como para los
caballos. Dependíamos absolutamente de ellos y fue un
duro revés cuando el caballo de Fritz enfermó y, un par
de días después, murió. Yo fui lo suficientemente
egoísta como para alegrarme de que no fuera mi
caballo, "Crin", al que tenía mucho cariño (si Fritz
sentía algo similar lo ocultó tenazmente). Pero me
preocupaban aún más las dificultades que nos
aguardaban.
Además nos encontrábamos en un terreno malo, en
las lindes de un gran desierto y muy lejos de todo lugar
habitado. Cargamos sobre "Crin" cuanto equipaje
pudimos e iniciamos una lenta marcha, a pie, por
supuesto, en dirección a la aldea más cercana. Cuando
partimos vimos cómo unos pájaros grandes y feos, que
habían estado trazando círculos en el cielo, se dejaban
caer para arrancar la carne de los huesos del pobre
animal. Los dejarían limpios en menos de una hora.
Esto fue por la mañana. Viajamos todo aquel día y
la mitad del siguiente antes de llegar junto a unas
pocas casuchas de piedra, arracimadas en torno a un
oasis. Allí no había posibilidades de sustituir al animal
que habíamos perdido y tuvimos que seguir andando
otros tres días hasta llegar a un lugar descrito como
ciudad, aunque de hecho no era mayor que Wherton, el
pueblo donde yo nací. Aquí había animales y podíamos
pagar uno con el oro que habíamos reunido. La
dificultad estribaba en que por aquellas tierras jamás
empleaban a los caballos como bestias de carga, sino
tan sólo como corceles vistosamente engalanados para
las personas de alto rango. No nos hubiéramos podido
permitir el comprar uno y, de haberlo hecho, habríamos
incurrido en una desconsiderada transgresión de la
costumbre local si lo hubiéramos cargado de sacas.
Lo que sí tenían aquí era una criatura que yo no
había visto jamás ni tampoco pensaba que pudiera
existir. Estaba cubierta de pelo áspero, marrón claro,
era más alta que un caballo y tenía una enorme joroba
en el lomo que, según nos dijeron, contenía una
reserva de agua que en caso necesario le permitía
sobrevivir días, incluso una semana. En lugar de
pezuñas tenía unos grandes pies planos y dedos.
Rematando un largo cuello estaba la cabeza,
espantosamente fea, de labios flácidos, grandes dientes
amarillos y -puedo decirlo-, aliento fétido. El animal
tenía aspecto torpe y desganado, pero era capaz de
moverse con sorprendente rapidez y transportar
grandes pesos.
Fritz y yo no nos pusimos de acuerdo con respecto a
ellos. Yo quería que compráramos uno y él se oponía.
Yo padecí la frustración que habitualmente me
sobrevenía cuando nos peleábamos por algo. La
apasionada defensa de mis propios argumentos se topó
con una resistencia férrea e inconmovible por su parte.
Esto me hizo enfadarme; mi indignación lo volvió más
hosco y obstinado, lo cual me hizo enfadarme aún
más... y así sucesivamente. Cuando enumeraba las
ventajas del animal él respondía simplemente que casi
habíamos llegado al lugar donde teníamos que dar la
vuelta e iniciar el regreso a las cuevas. Por muy útil que
fuera en aquellas tierras, resultaría estrafalario en los
lugares donde no estaban familiarizados con él y la
única cosa que no debíamos hacer era llamar la
atención indebidamente. También era probable, indicó
Fritz, que, al estar acostumbrado a este clima concreto,
enfermara y muriera en tierras más septentrionales.
Por supuesto que él tenía toda la razón, pero nos
pasamos dos días discutiendo antes de que yo fuera
capaz de admitirlo. Y de admitir, al menos de cara a mí
mismo, que, en parte, lo que me había atraído de él era
el hecho de que fuera tan estrafalario. Me había
imaginado a mí mismo (pobre "Crin",
momentáneamente olvidado) por las calles de ciudades
desconocidas, montando en el lomo bamboleante de
aquella criatura, mientras la gente se congregaba
alrededor para contemplarla.
Por la misma cantidad de dinero pudimos comprar
dos asnos -animales pequeños pero resistentes y
serviciales-, y los cargamos con nuestras mercancías.
También tuvimos suficiente para comprar las
mercaderías de aquel país: dátiles, especias diversas,
sedas y alfombras bellamente tejidas, que vendimos
más adelante obteniendo buenos beneficios. Pero
hicimos pocos conversos. Podíamos comprar, vender y
cambiar hablando por señas, pero eran necesarias las
palabras para hablar de la libertad y de la necesidad de
arrancarla de los que nos esclavizaban. Además, el
culto a los Trípodes era aquí mucho más fuerte. Por
todas partes había hemisferios; los de mayor tamaño
disponían de una plataforma debajo de la figura del
Trípode, que iba arriba, y desde aquélla un sacerdote
llamaba a oración a los fieles tres veces al día, al
amanecer, a mediodía y al ocaso. Nosotros
inclinábamos la cabeza y murmurábamos junto con los
demás.
Y así llegamos al río que indicaba nuestro mapa,
una vía navegable, ancha, de aguas templadas, que
discurría serpenteando perezosamente por un valle
verde. Y dimos vuelta, camino de casa.
El viaje de vuelta fue diferente. Atravesamos una
cordillera siguiendo un paso de montaña y salimos
cerca de la costa oriental del mar que habíamos
divisado desde la gran ciudad en ruinas que se alzaba
junto al istmo. Lo bordeamos siguiendo una trayectoria
hacia el norte y el oeste, empleando poco tiempo y
ganando nuevamente numerosos adeptos a nuestra
causa. La gente hablaba la lengua rusa; a nosotros nos
habían enseñado un poco y nos habían dado notas para
su estudio. Viajábamos hacia el norte, pero el verano
nos iba ganando terreno: las flores iluminaban la tierra
y recuerdo que en una ocasión viajamos durante todo
el día en medio del aroma embriagador de las naranjas
incipientes, que maduraban en las ramas, en medio de
los vastos naranjales. Nuestro plan preveía que
estuviéramos de vuelta en las cuevas antes del invierno
y tuvimos que apretar la marcha para cumplirlo.
Regresábamos también en dirección a la Ciudad de
los Amos, por supuesto. De vez en cuando veíamos
Trípodes surcando el horizonte. Sin embargo, no vimos
ninguno de cerca, cosa que agradecimos. Es decir, no
vimos ninguno hasta el día de la Cacería.
Los Amos, según habíamos averiguado, trataban a
los que tenían Placa de modo distinto según los
distintos lugares. No sé si les divertía el espectáculo de
la variedad humana. Ellos, por supuesto, siempre
habían sido de la misma raza y la idea de las
diferencias nacionales, los innumerables idiomas y la
guerra (que fue el azote de la humanidad hasta que
ellos efectuaron su conquista) les resultaba sumamente
extraña. En todo caso, aunque ellos prohibían la
guerra, alentaban otras formas de diversidad y
separación, y hasta cierto punto colaboraban con las
costumbres humanas. Así, durante la ceremonia de la
Placa, seguían un ritual, al igual que hacían sus
esclavos, apareciendo en un momento concreto,
haciendo sonar un toque especial, sordo y atronador,
efectuando los movimientos prescritos. En los torneos
de Francia y en los Juegos hacían paciente acto de
presencia a lo largo de todo el desarrollo, aunque lo
único que les interesaba directamente eran los esclavos
que adquirirían al final. Tal vez, como digo, les
divirtieran estas cosas. O tal vez sintieran que así
cumplían con su papel de dioses. Sea como fuere, nos
encontramos con una extraña y horrible demostración
de esto cuando nos hallábamos a tan sólo unos
centenares de millas de la meta de nuestro viaje.
Durante muchos días fuimos siguiendo un gran río
en el que, como ocurriera en el río que nos guió hacia
el norte, hacia los Juegos, había mucho tráfico. Cuando
en nuestro camino se cruzaban las ruinas de una gran
ciudad nos desviábamos hacia zonas más altas. La
tierra estaba bien cultivada, en gran medida con
viñedos cuyas uvas habían cosechado recientemente.
Estaba muy poblada y pasamos la noche en una ciudad
desde la que se dominaban las ruinas, el río y la amplia
llanura por la que éste discurría dirigiéndose hacia un
ocaso otoñal.
Nos encontramos con un pueblo que bullía de
agitación, atestado de visitantes llegados de un entorno
de cincuenta millas a la redonda por causa de lo que
iba a suceder al día siguiente. Hicimos preguntas en
calidad de buhoneros ignorantes y nos respondieron
con bastante prontitud. Lo que averiguamos era
aterrador.
El día recibía diferentes denominaciones; unos
hablaban de la Cacería, otros del Día de las
Ejecuciones.
En mi Inglaterra natal ahorcaban a los asesinos; era
algo brutal y repugnante, pero se consideraba
necesario para proteger a los inocentes, y se llevaba a
cabo expeditamente y de forma tan humana como
dicha práctica lo permitía. En cambio, aquí los tenían en
prisión hasta un día determinado de otoño, cuando se
recogían y se prensaban las uvas y estaba listo el
primer vino nuevo. Entonces llegaba un Trípode,
soltaban a los condenados uno a uno y el Trípode los
cazaba, en tanto la gente del lugar lo contemplaba,
bebía vino y celebraba el espectáculo. Mañana iban a
cazar y matar a cuatro, el mayor número desde hacía
varios años. Con tal motivo la excitación era superior.
No servirían el vino nuevo hasta que fuera de día, pero
corrió bastante vino viejo y la gente se emborrachó
tratando de apagar la sed y aplacar su febril
expectación.
Asqueado, aparté la vista del espectáculo y le dije a
Fritz:
--Menos mal que podemos marcharnos al amanecer.
No tenemos que quedarnos a ver lo que pasa.
Me miró con tranquilidad.
--Pero debemos hacerlo, Will.
--¿Ver cómo sueltan a un hombre, cualquiera que
sea el crimen que haya cometido, para que un Trípode
lo cace como si fuera una liebre? ¿Mientras sus
semejantes cruzan apuestas para ver cuánto tiempo
resiste? -me sentía irritado y lo dejé ver-. Para mí eso
no es una diversión.
--Ni para mí tampoco. Pero todo lo que tenga que
ver con los Trípodes es importante. Es igual que cuando
estábamos juntos en la Ciudad. No hay que pasar nada
por alto.
--Entonces quédate tú. Yo me iré hasta la siguiente
parada y te esperaré allí.
--No, -habló con tolerancia pero con firmeza-.
Tenemos instrucciones de trabajar juntos. Además,
entre este pueblo y el siguiente, "Max" podía meter una
pezuña en un hoyo y derribarme, y yo podría partirme
el cuello al caer.
Había llamado a los dos burros "Max" y "Moritz",
nombres de los personajes de ciertas historias que les
contaban a los niños alemanes en la infancia. Los dos
sonreímos ante la idea de que "Max", que era de paso
firme, diera un traspiés. Pero me di cuenta de que Fritz
tenía bastante razón en lo que decía: presenciar la
escena era parte de nuestra labor y no debíamos
esquivarlo porque fuera desagradable.
--Vale, -dije-. Pero nos iremos en cuanto termine.
No quiero quedarme en este pueblo más tiempo del
necesario.
Eché una ojeada al café en el que nos
encontrábamos. Los hombres cantaban borrachos y
golpeaban con los vasos las mesas de madera,
derramando vino. Fritz asintió:
--Yo tampoco.
El Trípode llegó por la noche. Por la mañana se
alzaba cual gigantesco centinela en un campo situado
inmediatamente debajo del pueblo, en silencio, inmóvil,
como los Trípodes que había en el torneo de la Tour
Rouge y en el Campo de los Juegos. Era un día festivo.
Ondeaban las banderas, había telas de colores que
colgaban de unos tejados a otros, atravesando las
estrechas callejas; los vendedores ambulantes salieron
pronto para pregonar salchichas calientes, bocadillos de
carne picada cruda con cebolla, dulces, lazos y
chucherías. Miré una bandeja que llevaba un hombre.
Había una docena o más de pequeños Trípodes de
madera; cada uno de ellos sujetaba con el tentáculo la
figura diminuta de un hombre agonizante. El vendedor
era un hombre alegre, de rostro rojizo; vi cómo otro
hombre de aspecto igualmente amable, un próspero
campesino que llevaba polainas y tenía una espesa
barba blanca, le compraba dos para sus nietos
gemelos, un niño rubio y una niña con coletas, de unos
seis o siete años.
Había mucha rivalidad para hacerse con los lugares
que tenían buena visibilidad. A mí no me apetecía
esforzarme por conseguir uno, pero de todos modos
Fritz había arreglado las cosas. Los dueños de muchas
casas cuyas ventanas tenían una posición privilegiada
alquilaban sitios, y él había pagado dos. El precio era
elevado, pero incluía vino y salchichas. También estaba
incluido el uso de lentes de aumento.
Había visto muchas en un escaparate y supuse que
sería el centro donde las fabricaban. Entonces me
pregunté por qué, pues no vi la relación. Ahora lo
entendía. Nosotros mirábamos por encima de las
cabezas de una muchedumbre y el reflejo del sol
destellaba en numerosas lentes. No muy lejos, en una
carretera que bajaba formando una cuesta muy
empinada, un hombre había dispuesto un telescopio
sobre una plataforma. Por lo menos tenía seis pies de
largo; estaba voceando:
--¡Vistas cercanísimas! ¡Diez groschen los diez
segundos! ¡Diez chelines el momento de la muerte!
¡Tan cerca como si fuera al otro lado de la calle!
El frenesí de la muchedumbre se acrecentaba con la
espera. Había hombres subidos en estrados,
registrando apuestas (sobre la duración de la cacería y
lo lejos que llegaría el hombre). Esto me pareció
absurdo al principio porque no veía cómo iba a ser
capaz de poner la menor distancia de por medio. Pero
uno de los que estaban en la habitación explicó las
cosas. Al hombre no lo soltaban a pie, sino a caballo. El
Trípode podía dejar fácilmente atrás al caballo, por
supuesto, pero un jinete que aprovechara cuanto
pudiera el terreno podía evitar que lo alcanzaran
durante un máximo de un cuarto de hora.
Pregunté si alguna vez alguien lograba escapar. Mi
compañero hizo un gesto negativo con la cabeza.
Teóricamente era posible: había una norma según la
cual al otro lado del río cesaba la persecución. Pero a lo
largo de todos los años que venía celebrándose la
Cacería nadie había llegado jamás hasta allí.
Súbitamente la multitud se quedó en silencio. VI
que llevaban un caballo ensillado al campo sobre el que
se cernía el Trípode. Unos hombres uniformados de gris
llevaron allí a otro hombre, vestido de blanco. Miré con
las lentes y vi que era un hombre esquelético, de unos
treinta años, que parecía perdido y desconcertado. Le
ayudaron a subirse al caballo y allí se quedó sentado,
mientras los hombres uniformados le sujetaban los
estribos por los dos lados. El silencio se hizo más
profundo. Lo horadó el tañido de una campana que
daba las nueve. Al sonar el último tañido ellos se
echaron hacia atrás, palmeando el flanco del caballo. El
caballo dio un salto hacia delante y la voz de la
multitud se elevó, formando un grito de reconocimiento
y júbilo.
Descendió por la pendiente hacia el lejano
resplandor plateado del río. Puede que recorriera un
cuarto de milla antes de que se moviera el Trípode. Un
enorme pie metálico se elevó, surcó el cielo y después
le siguió otro. No se estaba dando ninguna prisa en
especial. Pensé en el hombre que iba a caballo y sentí
que su miedo me subía hasta la boca como si fuera
bilis. Aparté la vista de la escena y la dirigí a los rostros
que me rodeaban. Fritz se mostraba impasible, como
siempre, observando atentamente. Los demás... me
daban asco, creo que más que lo que estaba
sucediendo a lo lejos.
No duró mucho. El Trípode lo cogió cuando
atravesaba al galope los viñedos de una desnuda ladera
de color ocre. Descendió un tentáculo y lo arrebató del
caballo con la limpieza y seguridad con que una
muchacha enhebra una aguja. De entre los
espectadores se elevó otro grito. El tentáculo lo
sujetaba como si fuera un muñeco que se resistía. Y
entonces un segundo tentáculo...
Se me revolvió el estómago, me puse de pie como
pude y salí corriendo de la habitación.
Cuando volví el ambiente había cambiado, la
agitación había dado paso a una especie de relajación.
Estaban bebiendo vino y hablando de la Cacería.
Concluyeron que éste había resultado un mal ejemplar.
Alguien, al parecer antiguo criado de la heredad de un
conde propietario de un castillo cercano, había perdido
el dinero apostado por él y estaba enfadado. Cuando
reaparecí me recibieron con algunos comentarios
burlones, entre risas. Me dijeron que era un extranjero
rajado y me instaron a beber un litro de vino para
calmar los nervios. Afuera se podía observar en la
muchedumbre el mismo relajamiento, una sensación
casi de saciedad. Estaban pagando las apuestas y había
mucho ajetreo en la venta de empanadillas calientes y
de dulces. Observé que el Trípode había regresado a su
posición originaria dentro del campo.
Poco a poco, a medida que transcurría el tiempo, la
tensión volvió a surgir. A las diez se repitió la
ceremonia, volvió a arreciar la agitación entre los que
nos rodeaban, elevándose al comenzar la Cacería el
mismo clamor de júbilo y aprobación que antes. La
segunda víctima les proporcionó una diversión mayor.
Cabalgó bien, con rapidez, y evitó durante algún tiempo
el tentáculo del Trípode, galopando bajo la protección
de unos árboles. Cuando volvió a irrumpir en terreno
descubierto quise gritarle que se quedara donde
estaba. Mas no hubiera servido de nada, como él
seguramente sabría: el Trípode habría arrancado los
árboles que lo rodeaban. Avanzaba hacia el río y vi que
había otra arboleda, tal vez media milla más adelante.
Antes de que llegara allí el tentáculo descendió. La
primera vez lo esquivó, desviando al caballo en el
momento preciso, de modo que, al caer, el cable de
metal golpeó el suelo, junto a él. Pensé que tenía
posibilidades de alcanzar su objetivo, no le faltaba
mucho para el río. Pero al segundo intento el Trípode
apuntó mucho mejor. Lo arrancó de la silla y destrozó
el cuerpo, como hizo con el primer hombre. Sus gritos
de agonía nos llegaban débilmente a través del
luminoso aire otoñal, en medio de un silencio súbito.
Después de aquella muerte ya no volví. Mi
capacidad de aguante tenía un límite, aun tratándose
de un deber. Fritz lo soportó, pero cuando lo vi después
tenía aspecto ceñudo y se le veía todavía más taciturno
de lo normal.
Unas semanas después llegamos a las cuevas. Sus
lúgubres profundidades resultaban extrañamente
atractivas, eran un refugio frente al mundo por el que
habíamos viajado durante casi un año. Los muros de
roca nos rodeaban y las lámparas parpadeaban
cálidamente. Sin embargo, era más importante el estar
libre de la tensión que suponía mezclarse con los que
llevaban Placa y tratar con ellos. Aquí conversábamos
con hombres libres, como nosotros.
Estuvimos tres días sin hacer nada, excepción hecha
de las obligaciones rutinarias que todos teníamos.
Luego recibimos órdenes del Comandante local, un
alemán llamado Otto. Teníamos que presentarnos, en
un plazo de dos días, en un lugar que aparecía
especificado en un mapa de consulta simplemente
como un punto. El mismo Otto ignoraba el porqué.
CAPÍTULO 3:
EL JINETE VERDE Y EL CABALLO VERDE

Nos llevó dos días enteros a caballo, a buen paso la


mayor parte del tiempo. El invierno irrumpía
nuevamente con firmeza; los días se acortaban, un
veranillo de San Miguel prolongado y agradable dio
paso a un tiempo frío e inestable, procedente del oeste.
Cabalgamos a lo largo de toda una mañana mientras en
el rostro nos caía aguanieve y un recio aguacero. La
primera noche dormimos en una pequeña posada, pero
al aproximarse el final del segundo día nos
encontrábamos en un territorio salvaje y desierto,
donde había ovejas paciendo una hierba rala, pero ni
rastro de pastores ni de cabañas de pastores.
Sabíamos que nos encontrábamos cerca del final del
viaje. Atamos a los caballos en lo alto de una pendiente
y contemplamos el mar abajo, una línea larga que batía
contra una costa rocosa, poco prometedora,
completamente deshabitada, al igual que la tierra.
Exceptuando... lejos, hacia el norte, justo en el límite
del campo visual, había una elevación achatada que
apuntaba al cielo. Hablé con Fritz, éste asintió y nos
encaminamos hacia allí.
Cuando estuvimos más cerca pudimos ver que eran
las ruinas de un castillo, enclavadas sobre un
promontorio de roca. Al acercarnos aún más
observamos que en la parte más alejada hubo una vez
un puerto; allí había más ruinas, aunque de
proporciones más modestas. Seguramente serían casas
de pescadores. Aquello debió de ser antiguamente una
aldea de pescadores, pero ahora se hallaba
abandonada. No vimos ningún indicio de vida, ni allí ni
en el castillo, que se elevaba, negro y severo, recortado
contra un cielo cada vez más gris. Un camino
maltrecho, lleno de baches, conducía hasta una
entrada, a uno de cuyos lados colgaban los restos
destrozados de una puerta de madera con barrotes de
hierro. La atravesamos y nos encontramos en un patio.
Estaba vacío y sin vida, como todo lo demás, pero
desmontamos y atamos los caballos a una anilla de
hierro que tal vez usaran con aquel mismo propósito
hacía miles de años. Aunque hubiéramos tomado
equivocadamente la referencia del mapa, íbamos a
tener que abandonar la búsqueda hasta por la mañana.
Pero me resultaba imposible pensar que nos
hubiéramos equivocado. VI que una luz parpadeaba
tenuemente detrás de una tronera y le di a Fritz en el
brazo, señalándoselo. Desapareció y volvió a hacerse
visible en una parte más alejada del muro. Sólo pude
apreciar que había una puerta y que la luz se movía en
dirección a ella. Nos dirigimos hacia allí y llegamos
cuando alguien que llevaba una luz, doblaba un recodo
del pasillo interior. Elevó la luz, iluminándonos las
caras.
--Os habéis retrasado un poco, -dijo-. Ya no
contábamos con vosotros hoy.
Me adelanté, riéndome. Seguía sin poder verle la
cara, pero sabía muy bien de quién era aquella voz: de
Larguirucho.
Habían restaurado determinadas habitaciones (en
su mayor parte las que daban al mar) y una sección de
las mazmorras, haciéndolas habitables. Nos dieron una
buena cena caliente: un estofado muy rico y después
pan casero y un queso francés en forma de rueda, con
la corteza recubierta de un polvo blanco, que era
cremoso y amarillo por dentro y tenía un sabor fuerte y
agradable. Había agua caliente para lavarse y en una
de las habitaciones libres habían preparado las camas,
dotadas de sábanas. Dormimos bien, arrullados por el
balanceo y el fragor del mar que rompía contra las
rocas; nos despertamos repuestos. En el desayuno
estuvieron presentes otros, aparte de Larguirucho.
Reconocí dos o tres caras que sabía pertenecían al
grupo que estudiaba la sabiduría de los antiguos. Otra
persona que me resultaba familiar entró cuando
estábamos comiendo. Julius cruzó la habitación
cojeando, y avanzó hacia nosotros con una sonrisa.
--Bienvenido, Fritz. Y tú, Will. Nos alegra volver a
teneros entre nosotros.
Hicimos preguntas sobre Larguirucho y recibimos
evasivas. Nos dijo que todo quedaría explicado por la
mañana. Y después de desayunar fuimos con Julius,
Larguirucho y media docena más a una enorme sala
situada en el primer piso del castillo. Había un gran
ventanal que daba al mar, en cuyo vano habían
dispuesto una estructura de metal y madera; había
también una chimenea enorme en la que la leña
crepitaba y ardía. Nos sentamos en bancos, ante una
mesa larga y tosca, sin observar ningún orden especial.
Julius nos habló.
--Primero satisfaré la curiosidad de Will y de Fritz, -
dijo-. Los demás debéis aguantar conmigo, -nos miró-.
Éste es uno de los varios lugares en los que se efectúan
investigaciones para dar con la forma de derrotar a los
Amos. Se han expuesto muchas ideas y muchas son
ingeniosas. Sin embargo todas presentan
inconvenientes, y el principal inconveniente, común a
todas ellas, es que todavía, a pesar del informe que
hicisteis vosotros dos, sabemos muy poco sobre el
enemigo.
Hizo una pausa momentánea.
--El verano pasado enviamos un segundo trío a los
Juegos del norte. Sólo uno hizo méritos para que lo
llevaran a la Ciudad. No hemos vuelto a saber nada de
él. Todavía puede ser que huya - nosotros así lo
esperamos-, pero no podemos depender de eso. En
todo caso es dudoso que nos pueda proporcionar la
información que necesitamos. Porque hemos llegado a
la conclusión de que lo que de verdad necesitamos es
tener en nuestras manos a un Amo, preferiblemente
vivo, para poder estudiarlo.
Tal vez mi rostro revelara escepticismo; siempre me
han dicho que es demasiado revelador. Sea como
fuere, Julius dijo:
--Sí, Will, cabe pensar que eso es imposible. Pero
tal vez no lo sea del todo. Por eso os hemos llamado a
vosotros dos en nuestra ayuda. Habéis visto, de hecho,
el interior de un Trípode, cuando os transportaban a la
Ciudad. Es cierto que ya nos lo habéis descrito, y con
todo detalle. Pero si tenemos que capturar a un Amo,
debemos sacarlo de esa fortaleza metálica, dentro de la
cual se pasean por nuestras tierras. Y para eso hasta el
más mínimo detalle que seáis capaces de rescatar de
entre vuestros recuerdos puede servir de ayuda.
Fritz dijo:
--Usted habla de coger a uno vivo, señor. ¿Pero
cómo se puede hacer eso? En cuanto esté fuera del
Trípode, en el seno de nuestra atmósfera, se asfixiará
en cuestión de segundos.
--Oportuna observación, -dijo Julius-, pero tenemos
una respuesta. Vosotros trajisteis muestras de la
Ciudad. Hemos aprendido a reproducir el aire verde en
cuyo seno viven. Ya hay una habitación del castillo
preparada, cerrada y con una recámara de aire que nos
permite entrar y salir.
Fritz dijo:
--Pero si consiguen traer un Trípode hasta aquí y
aquí lo estudian... los demás vendrán en su busca.
Pueden destruir el castillo muy fácilmente.
--También tenemos un recipiente lo bastante
grande como para meter a uno dentro, y lo podemos
cerrar herméticamente. Si efectuamos la captura en un
punto de la costa alejado de aquí, podemos traerlo en
barca.
Yo dije:
--¿Y los medios para capturarlo, señor? Yo no diría
que es fácil.
--No, -convino Julius-, no es fácil. Pero los hemos
estado estudiando. Son criaturas rutinarias y por lo
general transitan unos caminos determinados. Hemos
estudiado las posiciones y los horarios de muchos. Hay
un lugar, a unas cincuenta millas hacia el norte, por el
que pasa uno cada nueve días. Atraviesa un terreno
comunal, accidentado, al borde del mar. Una vez que
pase, y antes de que vuelva a hacerlo, disponemos de
un intervalo de nueve días para excavar un hoyo y
extender por encima una tapa de brozas y tierra.
Haremos caer al Trípode y después lo único que
tenemos que hacer es sacar al Amo, meterlo en la caja
y transportarlo a una barca situada muy cerca. Por lo
que nos habéis dicho Fritz y tú (que su respiración es
mucho más lenta que la nuestra) no debiera haber
peligro de que se asfixiara antes de que le aplicáramos
una mascarilla.
Fritz planteó una objeción:
--Se pueden comunicar entre sí y con la Ciudad por
medio de rayos invisibles.
Julius sonrió.
--Esa cuestión también podemos arreglarla. Ahora
habladnos de los Trípodes. Delante de vosotros tenéis
papel y lápices. Dibujad bocetos de ellos. Además,
dibujar os refrescará la memoria.
Estuvimos una semana en el castillo antes de
desplazarnos al norte. Durante este tiempo supe, por
Larguirucho y los demás, algo de los grandes pasos
dados durante el año anterior para recuperar los
conocimientos de los antiguos. Supuso un gran avance
una expedición a las ruinas de una de las grandes
ciudades, en donde se encontró una biblioteca que
contenía miles y miles de libros que explicaban las
maravillas de la época anterior a la llegada de los
Trípodes. Esto brindó el acceso a todo un mundo de
sabiduría. Ahora era posible, según me dijo
Larguirucho, construir esos objetos que por medio de
una energía llamada electricidad despedían una luz
mucho más brillante y constante que la de las lámparas
de petróleo y las velas a que estábamos
acostumbrados. Era posible obtener calor mediante una
determinada disposición de cables, construir un
vehículo que se desplazaba no tirado por caballos, sino
por medio de un pequeño motor interno. Cuando dijo
esto, yo miré a Larguirucho.
--¿Entonces se podría hacer que el Shemand-Fer
volviera a funcionar como antes?
--Muy fácilmente. Sabemos tratar los metales
mecánicamente, construir la piedra artificial que los
antiguos llamaban cemento. Podríamos erigir edificios
muy altos, volver a crear grandes ciudades. Somos
capaces de enviar mensajes por medio de los rayos
invisibles que utilizan los Amos, ¡incluso enviar
imágenes por el aire! Hay muchísimas cosas que
podemos hacer o que podríamos aprender a hacer en
poco tiempo. Pero sólo nos concentramos en las cosas
que significan una ayuda directa e inmediata para
derrotar al enemigo. Por ejemplo, en uno de nuestros
laboratorios hemos construido una máquina que utiliza
temperaturas muy elevadas para taladrar metales. La
tenemos aguardándonos en el norte.
"¿Laboratorios? ¿Qué sería aquello?", me pregunté.
Muchas de las cosas que decía Larguirucho me dejaban
confundido. Los dos habíamos aprendido mucho
durante el tiempo que estuvimos separados, pero sus
conocimientos eran muy superiores y mucho más
prodigiosos que los míos. Parecía mucho mayor. Aquél
ridículo artilugio de cristal que llevaba la primera vez
que posamos la vista en él, en aquella taberna llena de
humo, en un pueblo francés de pescadores, lo había
sustituido por un aparato perfectamente simétrico que
llevaba sobre el caballete de su nariz larga y afilada. Le
daba un aire de madurez y autoridad. Me dijo que
recibía el nombre de gafas y que las llevaban muchos
otros científicos. Gafas, científicos... había muchas
palabras que describían cosas que escapaban a mis
conocimientos.
Creo que se dio cuenta de lo perdido que yo estaba.
Me hizo preguntas sobre mis experiencias y yo le dije lo
que pude. Lo escuchó todo atentamente, como si la
normalidad de mis viajes fuera algo tan interesante e
importante como las cosas fantásticas que él había
aprendido y hecho. Se lo agradecí de corazón.
Establecimos el campamento en unas cuevas no
muy alejadas del lugar previsto para la emboscada. La
barca que íbamos a usar, un velero de pesca de
cuarenta pies, estaba muy cerca, con las redes
desplegadas, a fin de dar un aspecto de inocencia. (De
hecho hicimos una buena captura, sobre todo de
caballa; cogimos raciones para nosotros y el resto
volvimos a tirarlo). Cierta mañana nos ocultamos bien,
en tanto dos de los nuestros se alejaban y escondían
tras unas rocas para ver pasar al Trípode. Los que nos
quedamos en la cueva lo oímos de todos modos;
lanzaba una de las llamadas cuyo significado
desconocíamos, un horrísono gorjeo. Cuando se perdió
a lo lejos, Julius dijo:
--Puntual, al minuto. Ahora empieza nuestro
trabajo.
Trabajamos denodadamente en la preparación de la
trampa. Nueve días no son tanto tiempo si hay que
excavar la cantidad de tierra suficiente como para que
quede un hoyo en el que quepa un objeto cuyas patas
miden cincuenta pies, y además tender una trama que
sustente el camuflaje. Haciendo un alto cuando cavaba,
Larguirucho habló soñadoramente de algo denominado
excavadora que era capaz de mover toneladas de
piedras y tierra. Pero se trataba de otra cosa que no
hubo tiempo suficiente de recrear.
En todo caso, ejecutamos la labor y nos sobró un
día. Ese día se hizo más largo que los ocho anteriores.
Estábamos sentados en la boca de la cueva mirando un
mar frío, gris, en calma, salpicado de niebla. Por lo
menos el viaje por mar no debiera ofrecer muchas
dificultades. Es decir, después de haber atrapado al
Trípode y de haber capturado a nuestro Amo.
A la mañana siguiente el tiempo continuó frío y
seco. Ocupamos nuestras posiciones, -todos-, con más
de media hora de antelación sobre la hora prevista para
que pasara el Trípode. Fritz y yo estábamos juntos,
Larguirucho con el hombre que manipulaba el emisor
de interferencias. Éste era un aparato capaz de emitir
unos rayos invisibles que bloqueaban los rayos que
salían del Trípode o se dirigían hacia él, aislándolo
momentáneamente de todo contacto con el exterior. Yo
abrigaba muchas dudas al respecto, pero Larguirucho
se mostraba muy confiado. Decía que estos rayos
podían quedar interrumpidos por causas naturales,
como las tormentas: los Amos pensarían que habría
ocurrido algo así, hasta que fuera demasiado tarde para
hacer nada.
Lentamente transcurrían los minutos y los
segundos. Poco a poco mi concentración fue
transformándose en una especie de aturdimiento. Volví
bruscamente a la realidad cuando Fritz me tocó en el
hombro. Miré y vi que el Trípode rodeaba la ladera de
una colina, hacia el sur, dirigiéndose directamente
hacia nosotros. Me puse inmediatamente en tensión,
física y anímicamente, pensando en el papel que me
correspondía. Se movía a velocidad normal. En menos
de cinco minutos... Entonces, sin previo aviso, el
Trípode se detuvo. Se paró con uno de los tres pies en
alto; tenía el absurdo aspecto de un perro que mendiga
un hueso. Siguió así por espacio de tres o cuatro
segundos. El pie bajó. El Trípode prosiguió su avance;
pero ya no se dirigía hacia nosotros. Había cambiado de
dirección y pasó a dos millas de donde estábamos, por
lo menos.
Totalmente asombrado lo vi proseguir su camino y
desaparecer. De detrás de un grupo de árboles que
había al otro lado de la trampa salió Andrè, nuestro
jefe, haciendo señas. Fuimos a reunirnos con él, al igual
que los demás.
Pronto se detectó el fallo. La vacilación del Trípode
coincidió con la entrada en funcionamiento del emisor
de interferencias. Se detuvo y después se escabulló. El
hombre que manejaba el aparato dijo:
--Debería haber esperado hasta que estuviera
encima de la trampa. No creí que reaccionara así.
Alguien preguntó:
--¿Ahora qué hacemos?
El sentimiento de decepción era evidente en todos
nosotros. Todo el trabajo y la espera para nada. Hacía
que todo nuestro proyecto de derrotar a los Amos
pareciera algo desesperado, casi infantil.
Julius se acercó cojeando. Dijo:
--Esperar, por supuesto, -su calma era
reconfortante-. Esperar hasta la próxima vez y
entonces no usaremos el emisor de interferencias hasta
el ultimísimo momento. Entretanto podemos ensanchar
la trampa aún más.
De modo que el trabajo y la espera prosiguieron
durante otros nueve días; la hora cero volvió a llegar.
El Trípode hizo su aparición, igual que antes; bordeó la
ladera de la colina y llegó al punto donde se paró la
otra vez. En esta ocasión no se detuvo. Pero tampoco
se dirigió hacia nosotros. Sin dudarlo siguió el mismo
recorrido que la vez que se paró. Verlo partir
totalmente fuera de nuestro alcance resultó algo más
que una doble amargura.
Cuando celebramos el consejo de guerra teníamos
el ánimo decaído. Pensé que hasta Julius se sentía
desanimado, aunque hacía todo lo posible porque no se
le notara. A mí me resultó completamente imposible
ocultar la desesperación.
Julius dijo:
--Es fácil de entender. Ellos efectúan recorridos fijos
cuando patrullan. Si por algún motivo se modifica la
trayectoria, la variación se mantiene en los viajes
sucesivos.
Un científico dijo:
--Seguramente tendrá relación con el piloto
automático, -me pregunté qué sería aquello-. El curso
está preestablecido y si uno se desvía se establece una
nueva pauta que se convierte en permanente a menos
que sea a su vez modificada. Me doy cuenta de en qué
consiste el mecanismo.
Lo cual era más de lo que yo podía hacer. Hablar de
las causas y del origen me parecía importante. La
cuestión era: ¿Cómo atrapar al Trípode ahora?
Alguien sugirió excavar otra trampa en medio del
nuevo recorrido. El comentario cayó en medio de un
silencio que sólo Julius rompió.
--Podríamos hacer eso. Pero ahora pasa a más de
dos millas de la orilla y el terreno intermedio es muy
malo. No hay camino, ni siquiera un sendero. Creo que
los tendríamos a nuestro alrededor antes de haber
recorrido con nuestro prisionero la mitad de la distancia
que hay hasta la orilla.
Volvió a hacerse el silencio, más prolongadamente.
Después de unos segundos Andrè dijo:
--Supongo que podríamos aplazar esta operación
momentáneamente. Podríamos encontrar otro recorrido
cercano al mar y trabajar allí.
Otro dijo:
--Tardamos cuatro meses en encontrar éste.
Encontrar otro podría llevarnos otro tanto o más.
Y todos los días contaban: no hacía falta que nos lo
recordaran a ninguno. Volvió a hacerse el silencio.
Intenté pensar algo, pero en mi cerebro sólo descubrí
un vacío impotente. Hacía un viento cortante y el aire
olía a nieve. La tierra y el mar estaban igualmente
negras y desoladas, el cielo cada vez más bajo. Por fin
habló Larguirucho. Dijo, con timidez debido a la
presencia de los
mayores.
--No parece que la interferencia de la semana
pasada le haya hecho sospechar. Si así fuera no habría
vuelto a acercarse tanto; o bien se habría acercado aún
más para investigar. La modificación del recorrido es...
bueno, más o menos un accidente.
Andrè asintió:
--Eso parece cierto. ¿Y de qué nos vale?
--Si pudiéramos volver a atraerlo hacia el antiguo
recorrido...
--Excelente idea. El único problema es cómo. ¿Qué
hay que pueda atraer a un Trípode? ¿Lo sabes? ¿Lo
sabe alguien?
Larguirucho dijo:
--Estoy pensando en una cosa que me dijo Will, algo
que él y Fritz vieron.
Les refirió brevemente la historia que le conté sobre
la Cacería. Escucharon, pero cuando terminó uno de los
científicos dijo:
--Tenemos conocimiento de eso. Ocurre también en
otros lugares. Pero es una tradición fomentada tanto
por los hombres que tienen Placa como por los
Trípodes. ¿Sugieres que instauremos una tradición en
el transcurso de los próximos nueve días?
Larguirucho empezó a decir algo, pero le
interrumpieron. Todos teníamos los nervios a flor de
piel y era fácil mostrarse impaciente. Sin embargo,
Julius acabó con la interrupción.
--Sigue, Jean Paul.
A veces tartamudeaba un poco cuando estaba
nervioso y así lo hizo ahora. Pero el impedimento
desapareció, pues se animó con lo que iba diciendo.
--Estaba pensando... sabemos que sienten
curiosidad por las cosas extrañas. Cuando Will y yo
íbamos en balsa río abajo... uno de ellos se desvió de
su camino y destrozó la balsa con el tentáculo. Si
alguien consiguiera llamar su atención y acaso llevarlo
hasta la trampa... Creo que podría resultar.
Podría resultar, cierto. Andrè objetó:
--Llamar la atención y después aguantar sin caer en
sus garras el tiempo suficiente como para llevarlo hasta
nosotros... me parece que es mucho pedir.
--A pie, -dijo Larguirucho-, sería imposible. Pero en
la Cacería que vieron Will y Fritz los hombres iban a
caballo. Uno aguantó bastante tiempo y recorrió una
distancia tan grande como la que nos hace falta, si no
mayor, antes de que lo atraparan.
Se hizo nuevamente una pausa mientras nosotros
pensábamos en lo que había dicho. Julius dijo,
reflexivamente:
--Pudiera resultar. ¿Pero podemos tener la
seguridad absoluta de que va a tragarse el cebo? Como
tú dices, sienten curiosidad por las cosas extrañas. Un
hombre a caballo... Los ven todos los días a montones.
--Si el hombre llevara una vestimenta brillante... y
tal vez el caballo pintado...
--De verde, -dijo Fritz-. Es su color, después de
todo. Un hombre verde montado en un caballo verde.
Creo que eso le llamaría la atención, seguro.
Hubo un murmullo de aprobación ante la idea. Julius
dijo:
--Me gusta. Sí, podría servir. Ahora sólo nos hacen
falta el caballo y el jinete.
Noté cómo la emoción se adueñaba de mí. Eran la
mayoría científicos, no estaban acostumbrados a
acciones físicas tan normales como montar a caballo.
Obviamente los candidatos más cualificados éramos
Fritz y yo. Además, "Crin" y yo estábamos
acostumbrados el uno al otro y nos entendíamos muy
bien después de viajar un año juntos.
Dije, captando la mirada de Julius:
--Señor, si se me permite sugerirlo...
Le aplicamos a "Crin" un tinte verde que después se
podía lavar. Llevó bien la afrenta y sólo soltó unos
pocos bufidos de protesta. Era un color esmeralda
brillante, muy chillón. Yo llevaba una chaqueta y unos
pantalones de aquel mismo tono. Cuando Larguirucho
me acercó a la cara un trapo empapado de aquel tinte
me negué, pero al confirmarlo Julius, accedí. Fritz que
estaba mirando, estalló en carcajadas. No era muy
dado a las risas, pero me imagino que entonces no
debía de estar familiarizado con espectáculos tan
cómicos.
Durante los nueve días anteriores ensayé una y otra
vez el papel que me tocaba en los sucesos de aquella
mañana. Tenía que llamar la atención del Trípode
cuando rodeara la colina, y en cuanto hiciese un
movimiento en dirección a mí, galopar a toda velocidad
hacia la trampa. Habíamos dispuesto un estrecho
pasadizo por encima, y esperábamos que pudiese con
el peso de "Crin" y con el mío; lo señalizamos con unas
marcas que debían ser suficientemente claras para mí
y, sin embargo, no levantar sospechas entre los Amos
que fueran en el Trípode. Esto último parecía el riesgo
mayor, así que pecamos de cautelosos. El pasadizo que
yo tenía que atravesar era endeble y estaba mal
definido; en tres o cuatro ocasiones nos encontramos
con que estábamos fuera del trazado y un tirón nos
salvó en el último momento de caer al abismo.
Ahora, por fin, todo estaba dispuesto; los
preparativos estaban hechos, sólo faltaba pasar a la
acción. Revisé las cinchas de "Crin" por décima vez. Los
demás me estrecharon la mano y se retiraron. Me sentí
muy solo cuando los vi marchar. Ahora venía
nuevamente la espera, a un tiempo familiar y
desconocida. Esta vez era más crucial, y esta vez yo
estaba solo.
Primero lo sentí: el suelo vibraba bajo nuestros pies
con las lejanas pisadas de los enormes pies metálicos.
Una tras otra caían en sucesión implacable, cada una
más nítida que la anterior. "Crin" tenía la cabeza vuelta
hacia la derecha, aguardando al Trípode. Por fin llegó;
una pata monstruosa quebró el perfil de la colina,
seguida del hemisferio. Temblé y noté que "Crin"
también temblaba. Le di unas palmadas, intentando
que recobrara la calma. Yo estaba alerta por si el
Trípode se desviaba del trayecto que había seguido en
dos ocasiones. Si no avanzaba hacia mí, yo tenía que
avanzar hacia él. Esperaba no tener que hacerlo. Me
alejaría de la trampa y además significaría que yo
tendría que darme la vuelta para llevarlo hasta allí,
procedimientos ambos que harían la empresa mucho
más peligrosa.
Cambió de dirección. No interrumpió la marcha, sino
que hizo girar una pata. No perdí más tiempo; toqué
los flancos de "Crin" con los talones. Salió disparado, la
persecución había empezado.
Quería volver la vista para ver cuánto se me
acercaba mi perseguidor, pero no me atreví; tenía que
volcar hasta el último ápice de energía en el galope. Sin
embargo pude darme cuenta, merced al acortamiento
de los intervalos entre pisada y pisada, de que el
Trípode estaba aumentando la velocidad. Las señales
que conocía por mis carreras de práctica iban
quedándose atrás por ambos lados.
Delante estaba la costa, el mar gris oscuro, rizado
de blanco porque se había levantado viento. El viento
me daba en la cara y yo sentí un resentimiento absurdo
contra él porque hacía más lenta, aunque sólo fuera la
fracción de una fracción de segundo, mi huida. Pasé
junto a una zarza que conocía, junto a una roca en
forma de pan de pueblo. No quedaba más que un
cuarto de milla... No bien concebí esta idea cuando oí el
silbido del acero surcando el aire, el ruido del tentáculo
que bajaba hacia mí chasqueando.
Hice un cálculo y desvié a "Crin" hacia la derecha.
Pensé que esta vez me había librado, que el tentáculo
fallaría; entonces noté que "Crin" se estremecía
violentamente por la conmoción que le acusó el mayal
metálico al alcanzarlo. Debió de darle en los cuartos
traseros, justamente por detrás de la montura. Se
tambaleó y cayó. Logré quitar los pies de los estribos y
pasar por encima de su cabeza cuando él caía. Me di
contra el suelo, rodé, me puse de pie y salí corriendo.
Esperaba que en cualquier momento me levantaran
por los aires. Pero el Amo que controlaba el Trípode
estaba más inmediatamente ocupado con "Crin". Eché
un rápido vistazo hacia atrás y vi que lo tenían en vilo;
se resistía débilmente; después lo acercaron a las
ventanillas de la base del hemisferio para examinarlo
mejor. No me atreví a prestarle más atención y seguí
corriendo. Sólo doscientas yardas... Si el Trípode se
concentraba en "Crin" el tiempo suficiente yo llegaría.
Me arriesgué a echar un segundo vistazo hacia atrás
justo a tiempo de ver cómo dejaban caer a mi pobre
caballo desde una altura de sesenta pies; quedó en el
suelo, hecho una masa maltrecha. Y vi que el Trípode
se ponía otra vez en movimiento, iniciando una nueva
persecución. Yo no podía correr más rápidamente de lo
que lo hacía. Los pies metálicos caían sordamente en
pos de mí y el borde de la trampa no parecía estar más
cerca. Durante las últimas cincuenta yardas pensé que
me llegaba el fin, que el tentáculo estaba a punto de
apoderarse de mí. Creo posible que el Amo estuviera
jugando conmigo como si fuera un enorme gato de
metal y yo un ratón que correteaba. Eso fue lo que
sugirió Larguirucho después. Entonces yo sólo sabía
que me dolían las piernas y que los pulmones parecían
a punto de estallarme. Me di cuenta al llegar a la
trampa de que había un nuevo peligro. Yo sabía
reconocer la senda desde una altura de jinete y las
cosas eran distintas al ir corriendo: el cambio era
totalmente desorientador. En el último momento
reconocí una piedra determinada y me dirigí hacia allí.
Iba por el sendero. Pero aún tenía que cruzar y el
Trípode tenía que seguirme.
Supe que lo había hecho, que había tenido éxito en
mi labor, cuando en lugar de la pisada de un pie sobre
la tierra firme, oí un desgarramiento a mis espaldas al
tiempo que sentía cómo la superficie en la que pisaba
cambiaba y se desplomaba. Me agarré febrilmente a
una rama entrelazada a la superficie que tapaba el
hoyo. Se soltó y volví a caer. Me así a otra rama, esta
vez de espino, y aguantó más lacerándome las manos
mientras me aferraba a ella. Estando de tal guisa
suspendido el cielo se ennegreció sobre mi cabeza. La
superficie del hoyo cedió bajo la pata delantera del
Trípode mientras la segunda se hallaba en vilo. Perdido
el equilibrio, se precipitó hacia delante, mientras el
hemisferio se bamboleaba sin esperanza de un lado a
otro y hacia abajo. Alcé la vista y lo vi pasar por
delante de mí; un momento después oí el impacto
contra la tierra firme del fondo de la trampa. Yo
colgaba a media altura del hoyo, con grave riesgo de
caerme. Sabía que nadie iba a acudir en mi ayuda:
todos tenían cosas más importantes que hacer. Traté
de rehacerme, disponiéndome a trepar, lenta y
cautelosamente, por el entramado de cañas y ramas
del que estaba suspendido.
Cuando llegué al lugar de los hechos las cosas
estaban bastante avanzadas. No había ningún cierre
externo en el compartimiento que empleaban para
transportar seres humanos, como cuando nos llevaron
desde el Campo de los Juegos hasta la Ciudad; de
hecho, la puerta circular se había abierto con el golpe.
Fritz guió al grupo que llevaba la máquina de cortar
metales hasta el interior de aquella cabina y se
pusieron a trabajar en la puerta interior. Llevaban
mascarillas para protegerse del aire verde que se
escapaba a medida que iban perforando la entrada. A
los que aguardaban fuera les pareció que pasaba
mucho tiempo, pero en realidad fue sólo cuestión de
minutos hasta que se encontraron dentro y abordaron a
los aturdidos Amos. Fritz confirmó que uno estaba
indudablemente vivo; le cubrieron la cabeza con la
mascarilla que tenían preparada y se la ajustaron por el
centro del cuerpo. Vi cómo lo sacaban. Habían llevado
una carreta hasta el hemisferio caído; en ella se
encontraba la enorme caja (de madera, pero
impermeabilizada con una especie de alquitrán que
matendría el aire verde en el interior) donde se le
transportaría. Tiraron de él y lo empujaron hasta que
por fin lo metieron dentro: una figura grotesca con tres
patas cortas, un cuerpo cónico, largo, más estrecho por
arriba, tres ojos, tres tentáculos, y aquella repulsiva
piel de reptil que yo recordaba con vivísimo horror.
Colocaron la tapa de la caja y vinieron más hombres
para ajustarla. Taparon de momento un tubo que salía
de una esquina; una vez en la barca lo emplearían para
renovarle el aire. Avisaron a los hombres que llevaban
los tiros de caballos y éstos empezaron a tirar,
arrastrando la carreta y su cargamento hacia la playa.
Los demás borramos, en la medida de lo posible, las
huellas que habíamos dejado en el lugar. Cuando los
Amos encontraran el Trípode destruido ya no podrían
dudar que se encontraban frente a una oposición
organizada (esto no era algo fortuito, como lo fuera la
destrucción de aquel Trípode cuando nos dirigíamos a
las Montañas Blancas), pero aun cuando esto supusiera
una declaración de guerra no tenía sentido dejar pistas
innecesarias. Me hubiera gustado enterrar a "Crin",
pero no había tiempo para eso. Por si la treta pudiera
ser de utilidad una segunda vez, eliminamos el tinte de
su cuerpo con esponjas y lo dejamos allí. Cuando nos
fuimos, caminé alejado de los demás, pues no quería
que me vieran las lágrimas.
Arrastraron el carro por entre las olas, sobre un
firme suelo de arena, hasta que el agua llegaba al
pecho de los caballos. La barca de pesca, que estaba en
la orilla, era lo bastante baja como para situarla de
costado, y allí subimos mediante poleas la caja donde
teníamos a nuestro prisionero. Al ver con qué suavidad
se efectuaba la operación me quedé más asombrado
que nunca, impresionado por la meticulosidad con que
todo estaba planeado. Soltaron a los caballos de la
carreta y los llevaron a la orilla; desde allí los
dispersaron hacia el norte y hacia el sur, por parejas;
una montada, la otra llevada de las riendas. Los demás
apoyamos nuestros cuerpos mojados y temblorosos en
la borda.
Quedaba una cosa por hacer. Habían atado una
cuerda a la carreta y cuando el barco zarpó ésta siguió
rodando detrás de nosotros, hasta que la cubrieron las
olas. Cuando sucedió esto cortaron la cuerda y la barca,
libre de aquel peso, pareció elevarse entre las olas
grises. Los caballos de la orilla habían desaparecido.
Sólo quedaban los restos maltrechos del Trípode y una
tenue neblina verde que emergía del hemisferio
mutilado. Los otros Amos que había dentro estaban ya,
sin lugar a dudas, muertos. Lo que verdaderamente
importaba era que el emisor de interferencias había
funcionado. El Trípode estaba allí, destrozado, solo;
ningún otro venía en su ayuda.
Nuestro rumbo era el sur. Con un fuerte viento
procedente del oeste, levemente desviado hacia el
norte, el avance era lento y había que virar mucho.
Todos los hombres disponibles se ocuparon de esto y
poco a poco nos fuimos alejando del punto de
embarque. Fue necesario evitar un saliente; lo
rodeamos con lentitud dolorosa, contra el oleaje de la
marea, que acababa de cambiar.
Pero ahora la orilla quedaba muy lejos y el Trípode
no era más que un punto en el horizonte. Nos trajeron
de la cocina cerveza caliente, con especias, para
quitarnos el frío de los huesos.
CAPÍTULO 4:
UN POCO DE BEBIDA PARA RUKI

Una vez que regresamos al castillo Julius dispuso


una reorganización general. A muchos de los que
habían tomado parte en la captura del Amo se les
encomendaron obligaciones en otros lugares y el propio
Julius se fue dos o tres días después. La crisis
inmediata estaba superada; el examen y estudio de
nuestro cautivo duraría largas semanas, o meses, y
quedaba otra media docena o más de aspectos que
requerían su atención y supervisión. Yo pensé que a lo
mejor también nos enviaban fuera a Fritz y a mí, pero
no fue así. Nos retuvieron en calidad de guardianes. La
perspectiva de una inactividad relativa la contemplaba
con sentimientos encontrados. Por un lado, me daba
cuenta de que podría resultar aburrido después de
algún tiempo; por otro, no lamentaba disfrutar de un
descanso. A nuestras espaldas dejábamos un año largo
y agotador.
También resultaba agradable mantener un contacto
bastante continuado con Larguirucho, que pertenecía al
grupo examinador. Fritz y yo nos conocíamos muy bien
a estas alturas y éramos buenos amigos, pero yo había
echado de menos la mentalidad de Larguirucho, más
inventiva y curiosa. Él no lo decía, pero yo sabía que los
demás científicos, todos mucho mayores que él, lo
miraban con mucho respeto. Él nunca evidenciaba el
menor indicio de vanidad al respecto, pero tampoco lo
hacía nunca en ningún orden de cosas. Estaba
demasiado interesado por lo que iba a suceder a
continuación como para molestarse por sí mismo.
Como compensación a varias cosas que perdimos,
salimos ganando algo, y por lo que a mí se refería era
una ganancia de la que habría podido prescindir
perfectamente. Se trataba de Ulf, el antiguo patrón del
<Erlkönig>, la gabarra que debía habernos
transportado por el río hasta los Juegos a Fritz, a
Larguirucho y a mí. Se vio obligado a abandonar la
barcaza por motivos de enfermedad y Julius lo había
nombrado jefe de la guardia del castillo. Esto
significaba, por supuesto, que Fritz y yo estábamos
directamente bajo su autoridad.
Se acordaba muy bien de los dos y actuó conforme
a sus recuerdos. Por lo que a Fritz se refería eran todos
muy buenos. En el <Erlkönig>, como en toda otra
circunstancia, había obedecido las órdenes
escrupulosamente y sin hacer preguntas, limitándose a
dejar en manos de sus superiores cuanto quedaba
fuera de la labor que se le asignaba. Larguirucho y yo
fuimos los transgresores; primero, por convencer a su
ayudante de que nos dejara irnos de la barca para ir en
su busca y, después, en mi caso, por enzarzarme en
una pendencia con la gente de la ciudad, con lo cual me
metí en problemas y, en el caso de Larguirucho, por
desobedecerle y salir a rescatarme. La barcaza se fue
sin esperarnos y nos vimos obligados a seguir río abajo,
hacia los Juegos, por nuestra cuenta.
Larguirucho no quedaba bajo la jurisdicción de Ulf, y
creo que éste le tenía bastante respeto por ser uno de
los sabios, de los científicos. Mi caso era
completamente distinto. Yo no tenía ninguna aureola y
él era mi superior. El hecho de que, a pesar de que nos
abandonaran, hubiéramos llegado a tiempo a los
Juegos, que yo hubiera ganado allí y, junto con Fritz,
hubiera entrado en la Ciudad, regresando en su
momento con información, no lo aplacó. En todo caso,
empeoraba las cosas. La suerte, según lo veía él, no
era un sustituto de la disciplina; antes bien, era su
enemiga. Mi ejemplo podía animar a otros a cometer
locuras similares. La insubordinación era algo a
aniquilar y él era el hombre encargado del
aniquilamiento.
Detecté su acritud, pero al principio no me la tomé
en serio. Pensé que sólo estaba dando salida a un
resentimiento causado por mi comportamiento
irreflexivo (reconocido como tal por mí) durante
nuestra relación anterior. Decidí sobrellevarlo con
alegría y no dar esta vez ningún motivo de queja. Fui
dándome cuenta poco a poco de que su antipatía tenía
en realidad unas raíces muy hondas y de que nada de
cuanto yo hiciera tenía probabilidades de cambiar
aquello. No me di cuenta hasta más adelante del
hombre tan complejo que era; ni tampoco de que al
atacarme combatía una debilidad, una inestabilidad que
formaba parte de su propia naturaleza. Todo lo que yo
sabía era que cuanto más cortés, pronta y eficazmente
obedecía las instrucciones, tantas más broncas y
obligaciones adicionales me ganaba. No es de extrañar
que al cabo de unas semanas lo aborreciera casi tanto
como a mi Amo de la Ciudad.
Su aspecto físico y sus costumbres no ayudaban en
nada. Su rechonchez, sus labios gruesos y su nariz
aplastada, la alfombra de vello negro que le asomaba
por entre los ojales de la camisa, todo eso me
repugnaba. Era la persona que más ruido hacía al
comer sopas y estofados de cuantas me he encontrado
jamás. Y su tic de estar constantemente carraspeando
y escupiendo no había mejorado, sino empeorado,
merced al hecho de que ahora no escupía en el suelo,
sino en un pañuelo a manchas rojas y blancas que
llevaba en la manga. Entonces no sabía que buena
parte del color rojo correspondía a su propia sangre:
estaba moribundo. Tampoco estoy seguro de que, de
saberlo, la cosa hubiera sido distinta. Me tiranizaba
continuamente y cada día me resultaba más difícil
controlar mi estado de ánimo.
Fritz fue de gran ayuda, tanto porque me calmaba
como porque hacía las cosas él, cuando era posible.
Otro tanto ocurría con Larguirucho, con quien hablaba
mucho los ratos que no tenía obligaciones. Y disponía
de otra fuente de interés que me permitía evadirme de
las cosas hasta cierto punto. Se trataba de nuestro
prisionero, el Amo: Ruki.
Llevó muy bien lo que debió de ser una experiencia
angustiosa y dolorosa. La habitación que le prepararon
era una de las mazmorras del castillo y allí le
atendíamos Fritz y yo; pasábamos por una recámara de
aire y llevábamos mascarilla cuando estábamos en el
interior. Era una habitación grande, de más de veinte
pies cuadrados; una buena parte estaba excavada en
roca viva. Basándose en nuestros informes los
científicos habían hecho todo lo posible por que
estuviera lo más cómodo posible, llegando incluso a
disponer un agujero circular en el suelo, el cual
llenábamos de agua caliente a fin de que se
sumergiera. Cuando llegábamos allí, llevándola en
cubos, no creo que estuviera tan caliente como a él le
hubiera gustado y no se renovaba con la frecuencia
suficiente como para satisfacer el deseo que todos los
Amos tenían de mantener constantemente húmeda su
piel, que recordaba la de los lagartos; pero era mejor
que nada. Otro tanto podría decirse de la comida, que
fue elaborada, al igual que el aire, sobre la base de
unas cuantas muestras pequeñas que Fritz había
conseguido sacar de la Ciudad.
Se pasó los primeros dos días levemente
conmocionado y después le sobrevino algo que pude
reconocer: la Enfermedad, la maldición de Skloodzi,
como la llamaba mi antiguo Amo. En su piel verde
aparecieron manchas marrones, los tentáculos le
temblaban sin cesar; él se mostraba apático y no
respondía a los estímulos. No teníamos modo de
tratarlo, ni siquiera con las burbujas de gas que usaban
los Amos en la Ciudad para aliviar el dolor o la
incomodidad, así que tuvo que sobrellevarlo como
mejor pudo. Afortunadamente, pasó. Fui a su celda una
semana después de su captura y vi que había
recuperado un saludable tono verde y que se mostraba
inequívocamente interesado por la comida.
Anteriormente no había respondido a ninguna de las
preguntas que le formulamos en distintos idiomas.
Seguía sin hacerlo y empezábamos a preguntarnos,
desanimados, si no habríamos cogido a uno de los
pocos Amos que no poseían tales conocimientos. Sin
embargo, unos pocos días después, y puesto que era
evidente que había recobrado plenamente la salud, uno
de los científicos sospechó que era una ignorancia
fingida, no real. Nos dijeron que a la mañana siguiente
no le lleváramos agua caliente a su estanque.
Rápidamente dio muestras de incomodidad e incluso se
expresó por gestos, dirigiéndose al agujero vacío y
señalándolo con los tentáculos. No le hicimos caso.
Cuando nos disponíamos a salir de la habitación por fin
habló con aquella voz grave y resonante que tenían.
Dijo en alemán:
--Traedme agua. Necesito bañarme.
Miré a aquel monstruo deforme y arrugado, dos
veces más alto que yo.
--Di por favor, -le dije.
Pero aquélla era una palabra que desconocían en
todos nuestros idiomas. Se limitó a repetir:
--Traedme agua.
--Espera, -dije-. Veré qué dicen los científicos.
Una vez bajada la guardia no intentó volver al
silencio. Y, por otra parte, tampoco se mostró
especialmente comunicativo. Contestó algunas
preguntas que le hicieron y frente a otras observó un
silencio empecinado. No siempre resultaba fácil saber
en qué se basaba para responder o quedarse callado.
Había silencios elocuentes cuando las preguntas se
referían a una posible defensa de la Ciudad, pero
resultaba difícil, por ejemplo, saber por qué, después
de hablar libremente sobre el papel de los esclavos
humanos y de la oposición que al respecto ofrecían
algunos Amos, se negaba a decir nada sobre la
Persecución de la Esfera. Era éste un deporte que a
todos los Amos parecía gustarles con pasión y que se
jugaba en un campo triangular en el centro de la
Ciudad. Se podría decir que se parecía remotamente al
baloncesto, exceptuando que había siete "canastas",
que los jugadores eran Trípodes en miniatura y que la
pelota era una rutilante esfera dorada que parecía
surgir en medio del aire enrarecido. Ruki se negó a
responder una sola pregunta sobre aquel tema.
Durante los largos meses de mi cautiverio jamás
supe el nombre de mi Amo, ni siquiera si tenía nombre:
yo siempre le llamaba "Amo" y él a mí "chico".
Resultaba difícil emplear aquel título con nuestro
prisionero. Le preguntamos su nombre y nos dijo que
se llamaba Ruki. Al cabo de muy poco tiempo me di
cuenta de que pensaba en él como eso, como
individuo; es decir, aparte de como un representante
del enemigo que tenía sometido a nuestro mundo y al
cual debíamos destruir. Yo ya sabía que los Amos no
eran una masa indiferenciada de monstruos idénticos.
Mi propio Amo era relativamente amable, si se le
comparaba con el de Fritz, que era brutal. También
tenían distintos intereses. Pero todas las distinciones
que hice entre ellos en la Ciudad eran de orden
estrictamente práctico; las buscaba para explotarlas. Al
alterarse la situación se veían las cosas desde un punto
de vista ligeramente distinto.
Por ejemplo, un día le llevé la cena con retraso
porque Ulf me mandó hacer algo. Pasé por la recámara
de aire y me lo encontré sentado en medio de la
habitación; dije que sentía el retraso. Efectuó un leve
giro con el tentáculo y dijo con voz estentórea:
--No tiene importancia, habiendo tantas cosas que
ver y que hacer.
A su alrededor sólo estaban las paredes blancas y
lisas de la habitación y dos lámparas pequeñas, de
color verde para conveniencia suya, que
proporcionaban luz. Sólo rompían la monotonía la
puerta y el agujero del suelo. (Le servía de lecho y de
baño, y tenía algas en lugar de aquella sustancia
musgosa que se usaba en la Ciudad). No era posible
detectar la expresión de aquellos rasgos
completamente ajenos (la cabeza sin cuello, con los
tres ojos y orificios para respirar y comer, conectados
por arrugas que conformaban un extraño dibujo), pero
en aquel momento tenía, de un modo singular, aspecto
lúgubre y apesadumbrado. En todo caso me di cuenta
de una cosa: ¡Había hecho un chiste! Malo, de acuerdo,
pero un chiste. Era el primer indicio que detectaba de
que tal vez tuvieran incluso un rudimentario sentido del
humor.
Tenía instrucciones de hablar con él tanto como
fuera posible, al igual que Fritz. Los científicos lo
examinaban en sesiones más formales, pero se pensó
que a lo mejor también nosotros sacábamos algo.
Informábamos a uno de los examinadores cada vez que
salíamos de la celda, repitiendo lo que se había dicho
palabra por palabra, en la medida de lo posible.
Empecé a encontrar esto interesante en sí mismo, y
más fácil. No siempre hablaba mucho cuando yo le
incitaba, pero a veces sí.
Sobre la cuestión de los esclavos de la Ciudad, por
ejemplo, era bastante voluble. Resultó que él era de los
que se oponían a esto. Según había descubierto yo, el
fundamento de dicha oposición no consistía
normalmente en ninguna clase de consideración hacia
los pobres desgraciados cuyas vidas se veían
brutalmente acortadas por el calor, el enorme peso y el
mal trato recibido, sino que obedecía a la idea de que el
depender de los esclavos podría debilitar la fuerza de
los Amos y, a la larga, tal vez su determinación de
sobrevivir y proseguir extendiendo sus conquistas por
el universo. En el caso de Ruki, sin embargo, parecía
darse un sentimiento, -de poca entidad-, más genuino
de simpatía hacia los hombres. No aceptaba que los
Amos hubieran obrado mal al conquistar la tierra y
emplear las Placas para mantener a los hombres
sometidos. Creía que en aquel estado los hombres eran
más felices que antes de la llegada de los Amos. Ahora
había menos enfermedad y menos hambre, y los
hombres estaban libres de la maldición de la guerra.
Era cierto que seguían empleando la violencia unos
contra otros cuando surgía una disputa, y esto
resultaba bastante horripilante desde el punto de vista
de los Amos; pero, al menos, todo quedaba ahí. Se
había puesto fin a aquel espantoso estado de cosas en
el que se podía sacar a los hombres de sus casas y
enviarlos a tierras lejanas, para allí matar o morir a
manos de desconocidos con los que no tenían ninguna
rivalidad directa ni personal. A mí también me parecía
un estado de cosas espantoso, pero me daba cuenta de
que la desaprobación de Ruki era mucho más fuerte -
casi diría que más apasionada-, que la mía.
A sus ojos, esto justificaba de por sí la conquista y
la inserción de Placas. Los hombres y mujeres que
tenían la Placa disfrutaban de la vida. Ni siquiera los
Vagabundos parecían sentirse especialmente
desdichados, y una mayoría abrumadora llevaba una
vida pacífica y fructífera, llena de ceremonias y
celebraciones.
Me acordé de un hombre que estaba al frente de un
circo itinerante, siendo yo niño. Hablaba de sus
animales de modo muy parecido a como lo hacía Ruki
al referirse a los hombres. Decía que los animales
salvajes estaban a merced de las enfermedades y se
pasaban los días y las noches cazando o siendo
cazados, pero en cualquiera de los dos casos luchando
por conseguir suficiente comida para no morir de
hambre. Los de su circo, sin embargo, estaban gordos
y lustrosos. Lo que dijo, entonces parecía razonable,
pero ahora no tenía fuerza.
En todo caso Ruki, si bien aprobaba que los Amos
controlaran el planeta y a las indisciplinadas y belicosas
criaturas que lo habían gobernado anteriormente,
pensaba que era un error llevarlos al interior de la
Ciudad. Naturalmente, su punto de vista se vio
confirmado cuando descubrió que, de algún modo, a
pesar de las Placas, uno o más esclavos nos habían
pasado información a los sublevados. (Nosotros no le
dijimos ni eso ni ninguna otra cosa que pudiera ser de
utilidad a los Amos, pero no le resultó difícil deducir que
tenía que haberse producido alguna filtración, ya que
nosotros sabíamos reproducir su aire y su comida). Se
podía advertir que, pese a estar en cautividad, le
proporcionaba una especie de satisfacción comprobar
que su punto de vista era acertado.
Esto no quería decir que albergara ningún miedo de
que nuestros intentos de rebelión contra los Amos
fueran a tener éxito. Parecía impresionado por nuestra
ingenuidad al haber llevado a cabo el ataque contra el
Trípode en el que viajaba él; pero era como si un
hombre se sintiera impresionado porque un sabueso
siguiera un rastro o porque un perro pastor regresara al
redil con las ovejas a su cargo después de correr
numerosos riesgos. Todo esto era interesante e
inteligente, aunque para él personalmente resultaba
molesto. No podía cambiar en nada el verdadero estado
de cosas. A los Amos no los iba a derrocar un puñado
de pigmeos descarados.
Nuestros científicos estudiaron su organismo de
diversos modos, aparte de las sesiones en que se le
formulaban preguntas. Yo estuve presente algunas
veces. Jamás daba muestras de resistencia, ni siquiera
de disgusto (aunque cabe dudar que en él hubiéramos
podido reconocer el disgusto mejor que sus demás
emociones); antes bien, se sometía a las pruebas,
extracciones de sangre e inspecciones por medio de
lentes de aumento como si en lugar de a él se lo
estuvieran haciendo a otro. De hecho, de lo único que
se quejaba era de que el agua o la misma habitación no
estaban suficientemente calientes. Los científicos
improvisaron para él un sistema de calefacción,
utilizando eso que se llama electricidad, y yo
encontraba la habitación agobiante, aunque para él
estaba fría.
Su comida y su bebida también estaban
desnaturalizadas. El fin era ver qué efecto podrían
causarle determinadas sustancias, pero el experimento
no tuvo éxito. Parecía dotado de algún medio para
detectar la presencia de cualquier cosa que pudiera
resultar dañina y, en ese caso, simplemente se negaba
a tocar lo que le ponían delante. En una ocasión,
después de que esto sucediera tres veces consecutivas,
hablé con Larguirucho de ello.
Le pregunté:
--¿Es necesario hacer estas cosas? A nosotros, por
lo menos, nos daban comida y agua, aun siendo
esclavos en la Ciudad. Ruki lleva casi dos días sin tomar
nada. Me parece innecesariamente cruel.
Larguirucho dijo:
--Es cruel el hecho de tenerlo ahí, si se quiere ver
de ese modo. La celda es demasiado pequeña y no
tiene la temperatura adecuada; le falta la pesada
gravedad a que está habituado.
--Esas cosas no se pueden evitar. Mezclarle cosas
con la comida y hacerle pasar sin nada cuando se niega
a comerla no es lo mismo.
--Tenemos que hacer todo lo posible a fin de dar
con un punto flaco. Tú mismo encontraste uno: la zona
intermedia entre la boca y la nariz, donde, si se les da
un golpe, mueren. Pero no nos sirve de mucho porque
no hay posibilidad de golpearlos a todos en ese punto al
mismo tiempo. Necesitamos encontrar otra cosa. Algo
que podamos utilizar.
Lo entendía, pero no me quedé convencido del todo.
--Siento que tenga que ser él. Preferiría que fuera
uno como el Amo de Fritz, o incluso el mío. Ruki no
parece tan malo como la mayoría. Por lo menos se
oponía a que los hombres fueran usados como
esclavos.
--Eso es lo que él te dice.
--Pero ellos no mienten. No pueden. Eso lo aprendí
en la Ciudad. Mi Amo nunca logró entender la diferencia
entre los relatos novelescos y las mentiras, para él eran
lo mismo.
--Puede que no mientan, -dijo Larguirucho-, pero
tampoco dicen siempre toda la verdad. Él dijo que
estaba en contra de que hubiera esclavos. ¿Y qué hay
del plan para transformar nuestro aire en el asfixiante
gas verde que respiran ellos? ¿Ha dicho que está en
contra de eso?
--Nunca ha dicho nada al respecto.
--Pero está al tanto: todos lo están. No ha hablado
de eso porque no sabe que nosotros lo sabemos. Puede
que no sea tan malo como algunos de los otros, pero es
uno de ellos. Jamás han tenido guerras. La lealtad que
observan hacia su propia clase es algo que
probablemente no entendamos mejor de lo que ellos
entienden el modo en que luchamos entre nosotros
mismos. Pero aunque no lo entendamos tenemos que
contar con ello. Y tenemos que emplear todas las
armas que podamos para combatirlo. Si eso implica
causarle ciertas incomodidades, si implica matarlo, no
es tan importante. Sólo hay una cosa importante:
ganar la batalla.
Dije:
--No hace falta que me lo recuerdes.
Larguirucho sonrió:
--Ya lo sé. De todos modos, la próxima vez su
comida será normal. No queremos matarlo, si lo
podemos evitar. Hay más posibilidades de que nos sea
útil si sigue vivo.
--Hasta ahora no ha dado muchas muestras de ello.
--Debemos seguir intentándolo.
Estábamos sentados en la almena en ruinas del
castillo, frente al mar, gozando de una tarde de aire
calmo y una débil luz invernal; el sol era un disco
anaranjado que descendía hacia el neblinoso horizonte
occidental. Entonces la paz se vio interrumpida por una
voz familiar que gritaba desde el patio que había a
nuestra espalda.
--¡Parker! ¿Dónde estás, amasijo de inutilidad y
torpeza? ¡Ven aquí! Y en seguida, ¿me oyes?
Suspiré y me dispuse a ponerme en movimiento.
Larguirucho dijo:
--Espero que Ulf no se esté convirtiendo en una
carga muy pesada para ti, Will.
Me encogí de hombros:
--Aunque así fuera, daría igual.
Dijo:
--Queremos que Fritz y tú os ocupéis de Ruki
porque los dos estáis acostumbrados a ellos, y por
tanto, detectaríais mejor cualquier cosa extraña y la
comunicaríais. Pero no creo que Julius se haya dado
cuenta de que iba a haber tanta fricción entre Ulf y tú.
--La misma fricción que se da, -dije yo-, entre un
tronco de madera y una sierra. Y no soy yo la sierra.
--Si resulta demasiado difícil... sería posible
encomendarte otras obligaciones.
Lo dijo tímidamente, como hubiera dicho cualquier
otra cosa; creo que porque no quería hacer notar que
su posición era más alta, que, efectivamente, podría
disponer algo así.
Dije:
--Me resulta posible soportarlo.
--Quizá si no pretendieras hacer precisamente eso...
--¿Hacer qué?
--Soportarlo. Creo que eso lo irrita aún más.
Estaba asombrado. Dije, con cierta indignación:
--Obedezco sus órdenes; y con prontitud. ¿Qué más
puede pedir?
--Sí. Bueno, en todo caso será mejor que yo
también vuelva a trabajar.
Yo había advertido una diferencia entre el Ulf del
<Erlkönig> y el que ahora me amargaba la vida en el
castillo. El antiguo Ulf bebía: todo el asunto de que
Larguirucho y yo nos fuéramos de la barca empezó
porque no volvía a tiempo y su ayudante sospechaba
que se había ido a beber a una de las tabernas de la
ciudad. Aquí no bebía nada. Algunos de los mayores
tomaban de vez en cuando un trago de coñac, contra el
frío, según decían; pero él no. Ni siquiera bebía
cerveza, que era una bebida más normal, ni el áspero
vino tinto que nos servían con la comida. A veces
deseaba que lo hiciera. Me daba la sensación de que
podría servir para dulcificarle un poco el ánimo.
Entonces un día llegó al castillo un mensajero de
Julius. No tengo ni idea de qué mensaje traía, pero
también llevaba consigo un par de botellas alargadas,
de piedra marrón. Y al parecer era conocido de Ulf. Las
botellas contenían <Schnapps>, un licor fuerte e
incoloro que bebían en Alemania y que, al parecer, Ulf y
él habían bebido muchas veces juntos. Tal vez fuera el
hecho de ver inesperadamente a un viejo amigo lo que
debilitó la resolución de Ulf, o tal vez fuera
simplemente que prefería el <Schnapps> a las bebidas
que había en el castillo. Sea como fuere, los vi juntos,
sentados en el cuerpo de guardia, con una botella entre
los dos y un vaso pequeño delante de cada uno. Me
alegré de ver que Ulf se distraía con algo y me quité de
en medio alegremente.
Por la tarde el mensajero se marchó, pero le dejó a
Ulf la botella restante. Ulf, que ya daba muestras de
cierta embriaguez (no se había preocupado de comer
nada a mediodía), abrió la segunda botella y se sentó a
beber a solas. Parecía sumido en un estado de ánimo
melancólico, no hablaba con nadie y no parecía
enterarse bien de lo que ocurría a su alrededor. Por
supuesto que eso está muy mal en el jefe de una
guardia, aunque podría aducirse en su defensa que, de
todos modos, las cosas seguían una rutina dentro de la
cual todos conocíamos nuestras obligaciones y las
desempeñábamos. En cuanto a mí, no me preocupé ni
de censurarle ni de encontrar justificación para él, sino
que me limité a alegrarme de la ausencia de su ronca
voz.
Había hecho un día oscuro y la luz abandonó pronto
el cielo. Preparé la comida de Ruki (un plato de algo
parecido a las gachas, más líquido que sólido, hecho
con ingredientes suministrados por los científicos) y
pasé por el cuerpo de guardia, para llevárselo a su
celda. La luz natural entraba al cuerpo de guardia por
dos ventanas situadas muy arriba y que ahora estaban
oscurecidas por el crepúsculo. Apenas distinguí la figura
de Ulf, tras la mesa, con la botella delante. Lo ignoré,
pero él me llamó.
--¿Dónde crees que vas?
Tenía la voz un poco trabada. Dije:
--A llevarle la comida al prisionero, señor.
--¡Ven aquí!
Fui y me quedé de pie delante de la mesa,
sujetando la bandeja. Ulf dijo:
--¿Por qué no has encendido la luz?
--Todavía no es la hora.
Y no lo era. Faltaba aún un cuarto de hora para el
momento que el propio Ulf había establecido. Si la
hubiera encendido antes por causa del temprano
oscurecimiento del día seguramente me habría
censurado por haber quebrantado una de sus normas.
--Enciéndela, -dijo-. Y no me contestes, Parker.
Cuando te ordene hacer algo, lo haces, y lo haces
rápido. ¿Entendido?
--Sí, señor. Pero las normas dicen...
Se levantó del asiento tambaleándose ligeramente y
se inclinó hacia delante apoyando las manos en la
mesa. El aliento le olía a alcohol.
--Eres un insu... un insubordinado, Parker, y no
estoy dispuesto a consentirlo. Esta noche harás una
guardia extra. Y ahora vas a dejar esa bandeja y vas a
encender la lámpara. ¿Está claro?
Hice lo que se me ordenaba en silencio. La luz de la
lámpara iluminó su rostro pesado, enrojecido por la
bebida. Dije con frialdad:
--Si eso es todo, señor, continuaré con mis
obligaciones.
Me miró fijamente un momento:
--No puedes esperar de ganas de ver a ese
compinche tuyo, ¿no es eso? Parlotear con el lagartazo
es más fácil que trabajar, ¿a que sí?
Hice ademán de ir a coger la bandeja.
--¿Puedo irme ya, señor?
--Espera.
Seguí allí, obediente. Ulf se rió, cogió el vaso y lo
vació en el cuenco de comida preparado para Ruki. Lo
miré sin moverme.
--Vete, -dijo-. Llévale la cena a tu compinche. Ahora
tiene algo que le dará ánimos.
Sabía perfectamente qué debiera haber hecho. Ulf
se estaba permitiendo una estúpida bufonada de
borracho. Debería haberme llevado la bandeja y
prepararle otro plato a Ruki, y éste tirarlo. En cambio
pregunté, de modo sumamente obediente, si bien
desdeñoso:
--¿Es una orden, señor?
Su cólera era tan grande como la mía; pero la suya
era abierta y la mía fría. Y su entendimiento estaba
nublado por la bebida. Dijo:
--Haz lo que se te manda, Parker. ¡Y arreando!
Recogí la bandeja y me fui. Vislumbré qué quiso
decir Larguirucho. Yo hubiera podido aplacar a Ulf sin
mucho esfuerzo y pasarlo todo por alto. Mucho me
temo que lo que pensé fue que esta vez él había
cometido un error. Ruki rechazaría la comida, pues
rechazaba todo lo que se diferenciaba, aunque fuera
por muy poco, de aquello a lo que estaba habituado.
Habría tenido que informar de esto y entonces el
incidente habría salido a la luz. Simplemente
obedeciendo órdenes y actuando conforme a las
normas tenía la ocasión de vengarme de quien me
atormentaba.
Cuando llegué a la recámara de aire oí que Ulf
vociferaba a lo lejos. La atravesé, entré en la celda,
dejé allí la bandeja y me volví para ver a qué obedecían
los gritos. Ulf se mantenía precariamente en pie. Dijo:
--Anula esa orden. Prepárale otra cena al lagarto.
Dije:
--Ya he dejado la bandeja dentro, señor. Conforme
a las instrucciones.
--¡Entonces vuelve a sacarla! Espera. Voy contigo.
Me fastidiaba que mi plan hubiera fracasado. Ruki
se comería la comida sustitutoria y entonces no habría
nada sobre lo que yo tuviera que informar. Informar
sobre Ulf por el mero hecho de que estuviera bebido en
horas de servicio era una idea que no me atraía, ni
siquiera bajo aquel estado de resentimiento. Le
acompañé en silencio, amargamente consciente del
hecho de que, después de todo, él se saldría con la
suya.
Apenas había espacio para dos en la recámara de
aire. Era inevitable empujarse para ponerse las
mascarillas que debíamos llevar dentro de la celda. Ulf
abrió la puerta interior y pasó delante. Le oí soltar un
bufido de sorpresa y desaliento. Avancé rápidamente y
entonces vi qué estaba viendo él.
El cuenco estaba vacío. Y Ruki estaba tendido en el
suelo cuan largo era, inmóvil.
Julius regresó al castillo para la conferencia. Parecía
cojear más que nunca, pero no había perdido la alegría
ni la confianza. Se sentó al centro de la larga mesa con
todos los científicos a su alrededor, Larguirucho
incluido. Fritz y yo estábamos discretamente sentados
en un extremo. Andrè, el Comandante del castillo, fue
el primero en dirigirse a los reunidos. Dijo:
--Nuestro mejor plan siempre consistió en sabotear
las Ciudades desde el interior. La cuestión era cómo.
Podemos introducir a algunos, pero el número no se
aproximaría ni por asomo al necesario para luchar
contra los Amos, sobre todo en su propio terreno.
Podríamos acaso destruir algunas de sus máquinas,
pero eso no bastaría para destruir la Ciudad
propiamente dicha. Es casi seguro que las podrían
reparar y sería mucho peor que antes, porque entonces
estarían sobre aviso y preparados para cuando
intentáramos lanzar un segundo ataque. Lo mismo se
puede decir de cualquier intento de dañar la Muralla.
Aunque fuéramos capaces de perforarla, lo cual es
dudoso, no lo podríamos hacer a una escala
suficientemente grande (ni desde dentro ni desde
fuera) como para impedir que los Amos contraatacaran,
sacando provecho del daño.
<<<Lo que hacía falta era dar con un medio de
atacar a los mismos Amos, a todos a la vez. Una
sugerencia consistió en envenenarles el aire. Podría
resultar, pero no creo que tengamos posibilidades de
hacerlo en el tiempo de que disponemos. El agua
brindaba más posibilidades. Usan mucha agua, tanto
para beber como para bañarse. Aun considerando que
son el doble de altos y pesan cuatro veces más,
ingieren entre cuatro y seis veces lo que un hombre. Si
pudiéramos introducir algo en los depósitos de agua, tal
vez la treta funcionara.
<<<Desgraciadamente, son sensibles a los
elementos adulterantes, como hemos comprobado con
el prisionero. Éste simplemente rechazaba cuanto
pudiera hacerle daño. Hasta que, merced a una
afortunada coincidencia, se vertió un poco de
<Schnapps> en su comida. La consumió sin dudarlo y
quedó paralizado antes de que transcurriera un minuto.
Julius preguntó:
--¿Cuánto tardó en recuperarse de la parálisis?
--Empezó a recuperar la consciencia al cabo de seis
horas. Al cabo de doce estaba plenamente consciente,
pero aún no coordinaba y mostraba una confusión
evidente. Al cabo de veinticuatro horas se había
recuperado totalmente.
--¿Y a partir de entonces?
--Aparentemente está normal, -dijo Andrè-.
Entendámonos, aún sigue preocupado y alarmado por
lo que ha sucedido. Ya no está tan seguro de que
nuestros esfuerzos sean algo desesperado, creo.
Julius dijo:
--¿Cómo se explica la parálisis?
Andrè se encogió de hombros.
--Sabemos que en los hombres el alcohol afecta a la
zona del cerebro que controla la motricidad. Un hombre
borracho no es capaz de andar en línea recta ni de
utilizar las manos adecuadamente. Puede incluso
caerse. Si ha bebido lo suficiente, entonces se queda
paralizado, como le pasó a Ruki. En este aspecto
parece ser que son más sensibles y más vulnerables
que nosotros. Hay otra cosa igualmente importante: la
detección de sustancias perjudiciales no opera en este
caso. Según parece la cantidad de alcohol puede ser
bastante pequeña. En nuestro caso sólo fueron los
restos de un vaso. Creo que eso nos brinda una
oportunidad.
--Alcohol en el agua potable, -dijo Julius-.
Presumiblemente no se puede desde fuera. Sabemos
que tienen una purificadora en la parte interna de la
Muralla. Entonces desde dentro. Si es que podemos
introducir a un equipo. ¿Pero y el alcohol? Aun cuando
la cantidad necesaria por individuo sea pequeña, el
total supone una gran cantidad. No es posible introducir
tanto.
--Podrían fabricarla nuestros hombres allí -dijo
Andrè-. En la Ciudad hay azúcar: lo utilizan tanto para
elaborar sus alimentos como los alimentos de los
esclavos. Lo único que hace falta es instalar una unidad
destiladora. Entonces, cuando haya bastante, se agrega
al agua potable.
Andrè tenía la vista fija en Julius. Dijo:
--Habría que hacerlo en las tres Ciudades a la vez.
Saben que existe cierta oposición hacia ellos; el hecho
de que hayamos destruido el Trípode, huyendo con uno
de los suyos, se lo habrá indicado. Pero nuestros
últimos informes revelan que siguen llevando esclavos
humanos a la Ciudad, lo cual quiere decir que siguen
confiando en los que llevan Placa. En cuanto averigüen
que podemos fingir que tenemos Placa las cosas serán
muy distintas.
Julius movió lentamente la cabeza, asintiendo.
--Tenemos que atacar antes de que sospechen
nada, -dijo-. Es un buen plan. Adelante con los
preparativos.
Más tarde Julius me mandó llamar. Estaba
escribiendo en un cuaderno, pero alzó la vista cuando
entré en la habitación.
--Ah, Will, -dijo-. Ven, siéntate. ¿Sabes que Ulf se
ha ido?
--Lo vi irse esta mañana, señor.
--¿Con cierta satisfacción, acaso? -no respondí-.
Está muy enfermo y lo hemos enviado al sur, por el sol.
Desde allí nos servirá, como ha hecho durante toda su
vida, el poco tiempo que le queda. También se siente
muy desdichado. Aunque las cosas resultaron bien, sólo
ve el fracaso: su fracaso por no ser capaz de vencer
una antigua debilidad. No lo desprecies, Will.
--No, señor.
--Tú también tienes debilidades. No son como la
suya, pero te han hecho actuar torpemente. Como en
este caso. La torpeza de Ulf consistió en
emborracharse, la tuya en anteponer el orgullo al
sentido común. ¿Quieres que te diga una cosa? Te
destiné con Ulf, en parte, porque pensé que te haría
bien, que te enseñaría a acatar la disciplina y
consiguientemente a pensar con más cuidado antes de
actuar. No parece que se haya producido el resultado
que esperaba.
Dije:
--Lo siento, señor.
--Bueno, eso ya es algo. Ulf también. Me dijo una
cosa antes de irse. Se culpaba a sí mismo porque
Larguirucho y tú os extraviarais en vuestro primer
encuentro. Sabía que no debería haberse quedado en la
ciudad; así os proporcionó una excusa para bajar a
tierra en su busca. De haber sabido yo esto no le habría
permitido que viniera. Hay personas que son como el
agua y el aceite. Parece ser que ése era vuestro caso.
Se quedó callado unos instantes y yo me sentía más
incómodo que nunca bajo el escrutinio de sus hundidos
ojos azules. Dijo:
--Esta expedición que se está planeando... ¿Quieres
tomar parte en ella?
Dije, con rapidez y convicción:
--¡Sí, señor!
--La razón me dice que rechace tu solicitud. Has
actuado bien, pero no has aprendido a dominar tu
impremeditación. No estoy seguro de que llegues a
conseguirlo jamás.
--Las cosas han salido bien, señor. Lo ha dicho
usted.
--Sí, porque has tenido suerte. Así que voy a ser
irracional y te voy a enviar. Por otra parte está el hecho
de que conoces la Ciudad y serás de utilidad por tal
razón. Pero creo con toda franqueza que tu suerte es lo
que más me impresiona. Para nosotros eres una
especie de mascota, Will.
Dije, fervorosamente:
--Haré todo lo que pueda, señor.
--Sí, ya lo sé. Ahora puedes irte.
Cuando llegué junto a la puerta me volvió a llamar.
--Una cosa, Will.
--¿Sí, señor?
--Acuérdate de vez en cuando de aquellos a quienes
no les acompaña la suerte. En especial de Ulf.
CAPÍTULO 5:
SEIS CONTRA LA CIUDAD

La expedición no se envió en la primavera del año


siguiente, sino del otro.
Entretanto hubo que hacer y que preparar
muchísimas cosas: elaboración de planes, fabricación
de equipos, ensayos de acciones, mil veces repetidos.
También hubo que mantener el contacto con los que se
habían ido para formar centros de resistencia en las
regiones donde se enclavaban las otras dos Ciudades.
Las cosas habrían resultado más fáciles si hubiéramos
tenido posibilidades de enviar mensajes por aire,
utilizando rayos invisibles, como antaño hicieron
nuestros antepasados y hacían ahora los Amos.
Nuestros científicos hubieran podido construir las
máquinas necesarias, pero se decidió no hacerlo. Los
Amos debían seguir en la misma situación de falsa
seguridad. Si utilizábamos aquella cosa llamada radio,
la detectarían y, tanto si localizaban nuestros
transmisores como si no, averiguarían que se estaba
tramando una rebelión a gran escala.
De modo que nos vimos forzados a confiar en los
primitivos medios de que disponíamos. Desplegamos
una red de palomas mensajeras y para lo demás
utilizamos veloces caballos y esforzados jinetes,
recurriendo al relevo tanto de unos como de otros en la
medida de lo posible. Se coordinaban los planes con
mucha antelación y los hombres destacados en los
centros alejados regresaban para recibir instrucciones
sobre los mismos.
Uno de los que volvieron fue Henry. No lo reconocí
fácilmente; estaba más alto y más delgado; la larga
exposición al tórrido sol tropical lo había bronceado. Se
le veía muy confiado y estaba muy contento de cómo
habían ido las cosas. Se habían encontrado con que
existía un movimiento de resistencia bastante parecido
al nuestro al norte del istmo en el que se hallaba la
segunda Ciudad de los Amos y habían sumado sus
fuerzas. El intercambio de información resultó útil y
regresaba con uno de sus líderes. Se trataba de un
hombre alto, delgado, de tez morena, llamado Walt,
que hablaba poco y cuando lo hacía era con una
extraña voz gangosa.
Nos pasamos una tarde entera (Henry, Larguirucho
y yo) hablando de los viejos tiempos y del tiempo por
venir. En medio de la charla presenciamos una
exhibición preparada por los científicos. Era a finales de
verano y desde la muralla del castillo contemplábamos
un mar azul y en calma, levísimamente encrespado en
la lejanía del horizonte. Había una gran paz por todas
partes; resultaba fácil imaginarse que en aquel mundo
no había nada parecido a los Trípodes ni a los Amos.
(De hecho, los Trípodes nunca se aproximaban a
aquella zona desolada de la costa. Ésta fue una de las
razones por las que elegimos el castillo). Justamente
debajo de nosotros había un grupo de personas que
rodeaban a dos personajes vestidos con unos
pantalones cortos, como los que yo llevaba en mi época
de esclavo en la Ciudad. Pero la similitud no acababa
ahí, porque también llevaban cubriéndoles la cabeza y
los hombros, una máscara parecida a la que yo
utilizaba para protegerme del aire venenoso de los
Amos. Con una diferencia: en lugar del receptáculo que
contenía el filtro había un tubo conectado a una especie
de estuche grande que iba atado a la espalda.
Alguien dio una señal. Los dos personajes
avanzaron por entre las rocas y después por el agua.
Les fue cubriendo las rodillas, los muslos, el pecho.
Entonces, a la vez, se zambulleron y desaparecieron
bajo la superficie. Durante unos segundos pudimos ver
borrosamente cómo sus siluetas se alejaban a nado del
castillo. Después los perdimos; nos quedamos mirando,
esperando que aparecieran.
Esperamos mucho rato. Los segundos se
convirtieron en minutos. Aunque me habían advertido
lo que iba a suceder, me entró miedo. Estaba
convencido de que algo había salido mal, de que se
habían ahogado en la serenidad de aquel azul sin
límites. Nadaban en contra de la marea, que estaba
subiendo. Por aquella zona había extrañas corrientes
submarinas y arrecifes sumergidos. El tiempo discurría
lenta pero inexorablemente.
El objeto de todo esto era ayudarnos a entrar en las
Ciudades. No podíamos emplear el método previamente
utilizado; había que dar con algo más seguro e
inmediato. Evidentemente la solución consistía en
invertir el proceso que seguimos Fritz y yo para huir,
entrando a través del río, por el desagüe. Las tres
Ciudades se hallaban emplazadas junto a cauces de
agua, de modo que el método valía para los tres casos.
La dificultad estribaba en que, aun habiendo ido a favor
de la corriente, la travesía nos obligó a forzar nuestra
resistencia física hasta el límite de nuestras
posibilidades y, en mi caso, más allá del mismo. Nadar
contra corriente sería completamente imposible sin
contar con su ayuda.
Por fin estallé:
--¡No ha salido bien! Es imposible que sigan vivos
ahí abajo.
Larguirucho dijo:
--Espera.
--Si han debido de pasar más de diez minutos...
--Casi quince.
Henry dijo de repente:
--Por allí. ¡Mirad!
Miré hacia donde señalaba. A lo lejos, en medio del
azul cristalino apareció primero un puntito y después
otro. Dos cabezas. Henry dijo:
--Ha dado resultado, pero no entiendo cómo.
Larguirucho hizo lo posible por explicárnoslo. Era
algo relacionado con el aire, que para mí siempre había
sido una especie de nada invisible. Estaba compuesto
por dos nadas distintas, dos gases, y la parte que había
en menor proporción era la que nosotros
necesitábamos para mantenernos vivos. Los científicos
habían aprendido a separarlas y habían envasado la
parte útil en los estuches que llevaban los nadadores a
la espalda. Unos objetos denominados válvulas
regulaban su entrada en las mascarillas. Se podía
permanecer sumergido mucho tiempo. Unas aletas que
se fijaban a los pies permitían nadar con fuerza en
contra de la corriente. Habíamos dado con el modo de
entrar en las Ciudades.
A la mañana siguiente se fue Henry. Se llevó
consigo al enjuto y taciturno extranjero. También se
llevó una remesa de mascarillas, así como los tubos y
los estuches complementarios.
Desde un escondrijo excavado en la orilla del río
volví a contemplar la Ciudad de Oro y Plomo y no pude
impedir que un estremecimiento me recorriera el
cuerpo. El muro de oro, rematado por la burbuja
esmeralda de la cúpula protectora, se extendía por las
tierras situadas a ambas márgenes del río; era algo
inmenso, macizo y parecía inexpugnable. Resultaba
ridículo suponer que la media docena de personas allí
reunidas pudiéramos salir victoriosas.
Nadie que tuviera Placa se atrevería a acercarse
tanto a la Ciudad; les infundía un inmenso temor, de
modo que estábamos a salvo de cualquier posible
interferencia. Por supuesto, vimos montones de
Trípodes que entraban y salían de la Ciudad dando
grandes zancadas, recortados contra el cielo; pero no
estábamos cerca de ninguna de las rutas que
transitaban. Llevábamos tres días allí y ya era el último.
Cuando se desvaneció la luz de aquel cielo tormentoso
se cumplió la última hora que antecedía al momento de
la decisión.
No fue fácil sincronizar los ataques a las tres
Ciudades. De hecho, la entrada no se efectuaba
simultáneamente, pues la caída de la noche tenía lugar
a horas distintas en las distintas partes del mundo.
Henry entraba seis horas después que nosotros. En el
este lo estarían haciendo justo en aquel momento,
cuando para ellos era medianoche. Todos sabíamos que
aquella Ciudad entrañaba el mayor riesgo de la
empresa. La base que teníamos allí era la más pequeña
y la más débil de las tres. Se encontraba en un país
donde los hombres que llevaban Placa eran totalmente
diferentes a nosotros y hablaban un idioma
incomprensible. Habíamos reclutado a pocos. Los que
debían llevar a cabo el ataque vinieron al castillo el
otoño pasado; eran chicos delgados, de piel amarilla,
que hablaban poco y sonreían menos. Habían aprendido
un poco de alemán y Fritz y yo les informamos sobre lo
que encontrarían en el interior de la Ciudad
(suponíamos que las tres Ciudades serían muy
parecidas); ellos escuchaban y asentían, pero nosotros
no sabíamos bien hasta qué punto nos entendían.
En cualquier caso ya no se podía hacer nada al
respecto. Había que concentrarse en el trabajo que nos
esperaba allí. La oscuridad se iba adueñando de la
Ciudad, del río, de la llanura que nos rodeaba y del
montículo formado por las ruinas de una gran ciudad de
antaño. Tomamos al aire libre nuestra última comida
hecha con alimentos normales, humanos. Después era
cuestión de confiar en lo que pudiéramos encontrar en
la Ciudad (habría que comer la insípida comida de los
esclavos, ocultándonos en los refugios).
Contemplé a mis compañeros bajo la luz última.
Iban vestidos igual que los esclavos y se disponían a
ponerse las máscaras. Tenían la piel muy pálida, igual
que yo, después de haber pasado todo un invierno a
cubierto del sol. Llevábamos Placas falsas, muy
ajustadas al cráneo; a través de las mismas nos
sobresalía el pelo. Pero no les veía aspecto de esclavos
y me preguntaba si tendría éxito el engaño.
Seguramente el primer Amo que nos viera se daría
cuenta y daría la voz de alarma.
Pero ya no había tiempo para dudas ni reflexiones.
Por el oeste brillaba una estrella que se había asomado
tras el horizonte. Fritz, el jefe de nuestras fuerzas, miró
su reloj. Era el único que lo llevaba; tenía que
mantenerlo oculto bajo el cinturón. Marcaba la hora a la
perfección y funcionaba incluso sumergido en agua; no
lo habían fabricado nuestros científicos, sino los
estupendos artesanos que vivieron antes de la llegada
de los Amos. Me hizo recordar el que me encontré en
las ruinas de la primera gran Ciudad que vimos, el que
perdí yendo en bote por el río con Eloise, en el
Château, de la Tour Rouge. ¡Qué lejano me parecía
ahora todo aquello!
--Es la hora, -dijo Fritz-. Vamos dentro.
Previamente nuestros espías habían explorado la
configuración subacuática de los desagües que
debíamos atravesar a nado. Por fortuna eran
espaciosos; había cuatro y, presumiblemente, cada uno
de ellos se remontaba hasta un estanque como el que
nosotros utilizamos para escapar. La salida estaba a
veinte pies de profundidad. Uno a uno nos fuimos
sumergiendo, abriéndonos paso contra la corriente,
guiados por unas luces pequeñas fijadas a unas cintas
que llevábamos en la cabeza: otra maravilla de los
antiguos, esta vez recreada por Larguirucho y sus
colegas. Larguirucho se tuvo que quedar en el cuartel
general, pese a sus súplicas para que le dejaran venir
con nosotros. No se trataba sólo de que fuera
demasiado valioso como para prescindir de él. También
contaba la debilidad de su vista. Bajo el agua las gafas
no servían y además lo diferenciarían de modo
indiscutible del resto de los esclavos de la Ciudad.
Las luces se movían delante de mí. VI desaparecer
una. Debía de ser el desagüe. Seguía ganando
profundidad; vi un borde de metal curvo y vislumbré
vagamente el interior de un túnel. Me di impulso con
las aletas y entré.
El túnel parecía no tener fin. Me precedía el
parpadeo de una luz; después mi propia lámpara me
iba marcando débilmente el rumbo. Tenía que luchar
incesantemente contra la presión del agua para abrirse
paso. Hubo un momento en que me pregunté si
llegaríamos a alguna parte, si no sería posible que la
corriente tuviera demasiada fuerza, de modo que
nuestra impresión de avanzar fuera una nueva ilusión.
¿No estaríamos acaso manteniéndonos siempre en la
misma posición, suspendidos en medio de aquel
inmenso tubo liso? ¿No acabaría el cansancio por
vencernos y, empujándonos, nos devolvería
nuevamente al río? Me dio la impresión de que el agua
estaba un poco más tibia, pero bien pudiera tratarse de
otra ilusión. Sin embargo, en aquel momento,
desapareció la luz que me precedía y obligué a mis
cansadas extremidades a efectuar un esfuerzo mayor.
De vez en cuando estiraba una mano y tocaba el techo
del túnel. Volví a intentarlo y no encontré nada sólido.
Hacia arriba, muy hacia arriba, se apreciaba un brillo
verdoso.
Empecé a subir hasta que al fin saqué la cabeza del
agua. Según estaba previamente convenido, nos
hicimos a un lado, quedando ocultos tras la pared que
rodeaba el estanque. El que me había precedido estaba
allí. También, caminando por entre las aguas: en
silencio, hicimos un gesto afirmativo con la cabeza. Una
tras otra fueron apareciendo las demás cabezas hasta
que, con inmenso alivio, vi la de Fritz.
La última vez no había nadie en el estanque por la
noche, pero no podíamos correr riesgos. Fritz se apoyó
cuidadosamente en el borde de la pared y se asomó.
Nos hizo señas a los demás, que trepamos, saltando a
tierra firme. Y nos enfrentamos al peso aplastante que
tenía la gravedad de la Ciudad. Vi cómo mis
compañeros, pese a estar sobre aviso, sufrían una
conmoción; el súbito esfuerzo les hizo tambalearse. No
podían mantener erguidos los hombros. Sabía que
habían perdido la elasticidad de sus miembros, al igual
que ocurría con los míos. Comprendí que, después de
todo, tal vez no tuviéramos un aspecto tan distinto al
de los esclavos.
Con rapidez, hicimos algo que era necesario:
quitarnos los tubos de las máscaras y desatarnos de la
espalda los tanques de oxígeno. De ese modo nos
quedamos sólo con las mascarillas normales, con filtros
de esponja en las bolsas del cuello, los cuales
renovaríamos más adelante en alguno de los lugares
comunales que utilizaban los esclavos. Perforamos los
tanques y los atamos junto con los tubos. Después uno
de nosotros volvió un momento al estanque y esperó a
que se llenaran de agua. Se hundieron. La corriente los
arrastraría hasta el río. Aunque algún hombre que
tuviera Placa los encontrase mañana o al otro día, no
podría averiguar nada. Pensaría que era un misterio
más de los Trípodes; nosotros sabíamos que de vez en
cuando salían de la Ciudad residuos sólidos.
Aunque podíamos hacerlo, no hablamos a fin de no
hacer ruidos innecesarios. Fritz hizo un segundo gesto
afirmativo con la cabeza y partimos. Fuimos dejando
atrás las redes que retenían el calor del agua; cuando
rebasamos la última, la superficie del agua empezó a
despedir vapor; en algunos lugares hervía. Pasamos
junto a la gran cascada que formaba el estanque, junto
a montones de cajas que llegaban hasta el techo
puntiagudo de la sala, y por fin a la empinada rampa
curva por donde se salía. Nos envolvía una débil luz
verdosa procedente de los globos que colgaban del
techo. Fritz abría la marcha, desplazándose
cautelosamente entre posiciones que quedaran a
cubierto; nosotros le seguíamos cuando nos lo indicaba
por señas. De noche pocos Amos se mantenían activos,
pero no nos podíamos permitir que nos sorprendiera ni
uno solo porque a esa hora los esclavos no salían.
Además, llevábamos encima ciertos objetos, piezas
necesarias para efectuar el proceso de destilación, pues
era posible que no las encontráramos allí.
Lenta y cuidadosamente fuimos atravesando la
Ciudad dormida. Pasamos por lugares donde se oía el
zumbido de maquinaria en funcionamiento; pasamos
junto a los desiertos jardines de agua, donde aquellas
plantas horribles, de sombríos colores, parecían seres
amenazantes, dotados de sensibilidad. Avanzamos con
cautela, paralelos a un lateral de la gigantesca cancha
donde se jugaba a la Persecución de la Esfera. Al ver
estos y otros lugares familiares parecieron
desvanecerse los días y los años de vida libre que había
conocido. Era casi como si estuviera regresando a aquel
apartamento de Pirámide 19, donde mi Amo estaría
aguardándome. Aguardándome para que le hiciera la
cama, le frotara la espalda, le preparara la comida; o
simplemente para que hablara con él, para que le
hiciera compañía de aquel modo extraño que a él le
gustaba, como si no fuera mi Amo.
Tardamos mucho y nos retrasó aún más nuestra
determinación de no correr ningún riesgo. Cuando
llegamos a la zona que queríamos, una zona situada en
el extremo opuesto de la Ciudad (por donde tenía la
entrada el río y donde los Amos lo sometían a un
tratamiento purificador), en las alturas la oscuridad
comenzaba a adquirir una coloración verde. En el
mundo exterior la aurora estaría asomando
límpidamente tras las lejanas colinas. Teníamos sed y
calor; estábamos cansados, cubiertos de un sudor
pegajoso y doloridos por causa de la incesante tensión
a que nos sometía aquel peso que tiraba de nosotros
hacia el suelo. Aún tenían que pasar muchas horas
antes de que pudiéramos colarnos a un refugio,
quitarnos las mascarillas, comer y beber. Me pregunté
cómo se lo estarían tomando los cuatro que no
conocían nada de esto. Por lo menos Fritz y yo lo
habíamos pasado antes.
Atravesábamos un espacio triangular abierto,
ocultos bajo la protección que brindaban unas plantas
nudosas; parecían árboles e, inevitablemente, se
asentaban en un estanque. Fritz se subió a una
plataforma, se detuvo e hizo a los demás señas de que
le siguiesen. Yo iba el último, cerrando la retaguardia.
Cuando estaba preparándome vi que en lugar de
indicarme que le siguiera levantaba la mano en señal
de advertencia. Me quedé inmóvil donde estaba y
aguardé. Se oía ruido a lo lejos: un palmoteo rítmico.
Sabía qué era. Tres pies que golpeaban sucesivamente
la piedra lisa.
Un Amo. Se me puso la carne de gallina al verlo en
medio de la débil penumbra verde, caminando por el
fondo de la plaza. Después de tanto tiempo viendo
mucho a Ruki creía haberme acostumbrado a ellos;
pero Ruki era nuestro prisionero y estaba confinado en
una habitación pequeña de paredes lisas. Al ver a este
otro, en libertad, en medio de la Ciudad que
simbolizaba su poder y su dominación, volví a sentir
aquel antiguo miedo, y también aquel odio.
Durante nuestra estancia allí Fritz y yo descubrimos
que había en la Ciudad muchos lugares que usaban
rara vez o nunca. Algunos eran almacenes llenos de
cajas, como la cueva por la que entramos; otros
estaban vacíos, esperando que se les destinara a algún
uso futuro. Me imagino que al construir la Ciudad
habían previsto su crecimiento, y había mucho espacio
que aún no se utilizaba.
Sea como fuere, esto era algo de lo que podíamos
aprovecharnos. Los Amos, como demostraban las rutas
invariables tantas veces frecuentadas por los Trípodes,
eran criaturas de hábitos repetitivos en muchos
órdenes; y los esclavos humanos jamás se aventurarían
por ningún lugar, limitándose a efectuar directamente
los encargos que tuvieran. Para ellos era inconcebible la
idea de husmear lo que consideraban los sagrados
misterios de los dioses.
Nos dirigimos hacia una pirámide previamente
explorada por Fritz, situada a menos de cien yardas de
la rampa que bajaba a la planta purificadora de agua.
Era evidente que aquel sótano no se utilizaba; en la
superficie de las cajas crecía una pelusilla de color
parduzco que se desprendía fácilmente al tocarla. (En
distintas partes de la Ciudad había formaciones
similares; eran como hongos y a los Amos no parecía
molestarles). Sin embargo, a fin de estar doblemente
seguros, utilizamos la rampa espiral para bajar al
sótano, donde había montones de cajas todavía más
altos. Despejamos una zona en el rincón del fondo e
inmediatamente empezamos a instalar nuestros
aparatos.
Para la instalación del equipo dependíamos en
buena medida de los recursos que había en la Ciudad.
Sabíamos, por ejemplo, que había tubos de vidrio y
recipientes. Nosotros llevábamos sobre todo
herramientas, tubos de goma y cierres. Otra cosa que
había que robarle al enemigo era el sistema para
producir calor. Allí no se encendían fuegos, sino que se
utilizaban unos dispositivos que ya no nos parecían tan
mágicos como antes. Eran unas placas de diversos
tamaños que, cuando se apretaba un botón, despedían
unas radiaciones que proporcionaban calor
concentrado: las pequeñas las utilizaban los esclavos
en la cocción de líquidos para sus Amos. Tenían unos
salientes que se introducían en unos agujeros
dispuestos en las paredes de los edificios. Cuando
dejaban de producir calor se conectaban
aproximadamente una hora, y así se recargaban.
Larguirucho nos explicó que el sistema debía de utilizar
la misma electricidad que nuestros científicos habían
redescubierto.
Amaneció, la luz fue aclarando, recorriendo la gama
del verde, llegando incluso a vislumbrarse un disco
pálido, que era el sol. En dos turnos, Fritz al frente de
uno y yo del otro, fuimos a una zona comunal, para
reponernos, comer, beber y recambiar los filtros de las
mascarillas. También lo habíamos escogido
cuidadosamente. Se trataba de la zona comunal
correspondiente a una de las pirámides de mayor
relieve, en la cual se reunían muchos Amos
procedentes de distintas partes de la Ciudad, y donde
se ejecutaban ciertas actividades. (Al igual que tantas
otras cosas, tales actividades resultaban
completamente ininteligibles). Esto significaba que el
movimiento de esclavos era considerable e incesante.
Iban acompañando a sus Amos y bajaban allí cuando
no se requerían sus servicios. Fritz se había fijado en
que algunos se pasaban varias horas allí, durmiendo en
los camastros. La mayoría no conocía a los demás, a
quienes veía como meros individuos desprovistos de
características con los que había que competir para
conseguir la comida de las máquinas o los camastros
vacíos. Por descontado, todos los esclavos estaban
siempre tan agotados que les quedaba poca energía
para dedicarse a observar.
Aquélla sería nuestra principal base de suministros,
y no la utilizaríamos sólo para procurarnos agua y
alimentos, sino también para recuperarnos y dormir,
necesidades igualmente acuciantes. Habíamos decidido
trabajar de noche y durante el día descansar lo que
pudiéramos. No sería nunca mucho, unas cuantas horas
seguidas.
El primer día nos hicimos con las cosas que
necesitábamos. Fue asombrosamente fácil. Andrè
estaba en lo cierto al decir que debían efectuarse los
tres ataques simultáneamente, porque toda nuestra
esperanza de éxito dependía de que los Amos
estuviesen totalmente confiados en que controlaban a
los humanos mediante las Placas. Podíamos ir donde
quisiéramos y coger lo que quisiéramos porque era
impensable que fuéramos a hacer nada que ellos no
hubieran ordenado. Íbamos por las calles transportando
nuestro botín en las mismas narices del enemigo. Dos
íbamos transportando un gran recipiente con una
carretilla por en medio de un espacio abierto; a los
lados había una docena de Amos, o más, sumergidos
en aguas humeantes, solemnemente entregados a sus
diversiones carentes de gracia.
Los recipientes eran nuestro requisito primero y
principal. Bajamos tres al sótano y los llenamos con un
amasijo hecho a base de agua y aquella especie de
galletas que los esclavos tenían a su disposición en las
zonas comunales. El resultado fue una decocción que
tenía muy mal aspecto, una masa amilácea a la que
añadimos un poco de levadura que nos habíamos
traído. No tardó mucho en fermentar. Los científicos
dijeron que esto ocurriría incluso en el seno del aire de
la Ciudad, tan distinto; pero de todos modos fue un
alivio ver que se formaban burbujas. La primera fase
estaba en marcha.
En cuanto vimos que aquello funcionaba,
empezamos a construir la unidad de destilación
encargada de desempeñar la necesaria función de
concentrar el líquido. Esto no era tan fácil. Un proceso
normal de destilación supone calentar un líquido hasta
que se transforma en vapor. El alcohol, que es lo que
esperábamos obtener, hierve a más baja temperatura
que el agua, de modo que el vapor que se desprendiera
al principio tendría una elevada proporción de alcohol.
El paso siguiente debía ser enfriar el alcohol, a fin de
que se condensara, volviendo a convertirse en líquido.
La repetición del proceso produce un alcohol cada vez
más concentrado.
Por desgracia faltaba resolver el problema del calor
constante que todo lo invadía. Abrigábamos la
esperanza de atajarlo empleando tubos de mayor
longitud para que el vapor tuviera más tiempo de
enfriarse, pero pronto quedó claro que eso no iba a dar
resultado. La cantidad que caía era penosa; con un
goteo tan lento harían falta meses para llenar el
receptáculo de recogida. Teníamos que encontrar otro
modo de hacerlo.
Aquella noche Fritz y yo salimos juntos.
Descendimos cuidadosamente por la rampa que daba a
la caverna donde se encontraba la planta purificadora
de agua. Estaban encendidas las luces verdes,
trepidaban las máquinas en pleno funcionamiento, pero
no había nadie allí. Las máquinas funcionaban
automáticamente. ¿Qué necesidad había de montar
guardia en un lugar donde los únicos seres vivos eran
los Amos y los esclavos que les obedecían a ciegas? (En
toda la Ciudad no había ni una sola puerta con
cerradura). Del lado de acá de las máquinas había una
extensión de agua hirviente de más de veinte pies de
ancho; desembocaba en una serie de depósitos de los
que salía por medio de numerosos conductos. De allí la
bombeaban hasta los pisos superiores de las pirámides
o bien la empleaban para dar suministro a los muchos
jardines de agua y lugares de entretenimiento
semejantes que había a ras de tierra. Pero del lado de
allá...
Allí había otra extensión de agua que proporcionaba
suministro a las máquinas. A su vez recibía suministro
a través de un ancho túnel curvo que discurría por el
interior de aquella Muralla oro mate que no tenía
ensambladura alguna. Trepamos por un muro de
contención y llegamos a una estrecha cornisa que
penetraba en el túnel. Avanzamos por allí,
adentrándonos cada vez más en la oscuridad.
Desde la turbulenta superficie del agua subió hasta
nosotros una súbita sensación de frescor. Esto era lo
que buscábamos, lo que nos hacía falta. Pero
necesitábamos más espacio del que nos brindaba la
cornisa si es que queríamos instalar allí los aparatos de
destilar. Fritz iba delante de mí. Yo ya no podía verlo y
sólo supe que se había detenido cuando cesó el ruido
de pisadas. Dije quedamente:
--¿Dónde estás?
--Aquí. Dame la mano.
Ahora nos encontrábamos justamente debajo de la
Muralla. El agua hacía un ruido distinto, más violento;
supuse que en aquel punto empezaba a bullir
libremente, emergiendo de su confinamiento
subterráneo. La entrada desde el mundo exterior debía
efectuarse a una profundidad suficiente para asegurar
que no entrara nada de aire. Seguí a tientas a Fritz y
comprobé que la zona por la que me movía era la que
ocupaba el río en el tramo anteriormente recorrido.
Había una especie de plataforma que iba de un lado a
otro del túnel y llevaba a otro túnel menor que
continuaba hacia el exterior, justamente por encima de
la corriente de agua, ahora oculta y subterránea. Dimos
con una trampilla por la que cabría un hombre y que al
parecer era el acceso a una sala de inspección;
presumiblemente habría más. Me imagino que estaban
allí para prevenir una eventual obstrucción. Llegado el
caso hubieran tenido que recurrir a los esclavos para la
inspección. Ningún Amo habría podido pasar por un
espacio tan reducido.
Fritz dijo:
--Hay sitio, Will.
Puse reparos:
--No se ve nada.
--Tendremos que arreglárnoslas. La vista tendrá
que acostumbrarse. Creo que ya puedo ver un poco
mejor.
Yo apenas veía nada. Pero tenía razón él: habría
que arreglárselas. Se trataba del líquido refrigerante
que nos hacía falta; allí estaba, bullendo
abundantemente debajo de nosotros.
Pregunté:
--¿Podemos empezar esta noche?
--Por lo menos podemos transportar algunas cosas.
En noches sucesivas trabajamos con ahínco,
tratando de conseguir materiales. Había abundancia de
recipientes; eran de un material parecido al vidrio,
aunque cedía levemente si se hacía presión. Los
llenamos con el producto de nuestros esfuerzos. En la
plataforma no había sitio suficiente para todos, pero
logramos ponerlos en fila en el túnel más estrecho.
Imploré que no se produjera durante este tiempo
ninguna obstrucción subterránea en el río, lo cual
exigiría una inspección. No parecía probable que
sucediera. El sistema lo habían diseñado,
evidentemente, para un caso de emergencia y
seguramente no lo habrían usado jamás desde que se
erigió la Ciudad.
Llevábamos una vida agotadora. En el túnel
estábamos a salvo del calor, pero la gravedad seguía
tirando con fuerza y seguía siendo necesario llevar
aquellas odiosas mascarillas. Además estábamos muy
faltos de sueño. Las habitaciones comunales sólo
podían utilizarse doce horas al día y teníamos que
descansar por turnos. Era frustrante encontrarse el
lugar lleno de esclavos. En una ocasión que estaba
derrengado, cuando llegué allí me encontré todos los
camastros ocupados. Me dejé caer sobre el duro suelo y
estuve durmiendo hasta que alguien me despertó
poniéndome la mano en el hombro; con los ojos
doloridos y los miembros que no me obedecían,
comprendí que tenía que volver a levantarme, ponerme
la máscara y sumirme en aquella neblina verde que era
lo más parecido que teníamos a la luz del día.
Pero el tiempo pasaba y poco a poco fuimos
reuniendo los materiales. Trabajábamos con arreglo a
un programa y un calendario, y cubrimos nuestros
objetivos casi con una semana de antelación. Seguimos
elaborando alcohol. Era mejor que limitarse a contar el
tiempo y esperar; y cuanto más elevada fuera la
concentración de alcohol en el suministro de agua de
los Amos, tanto más efectiva cabía esperar que fuese.
Ya habíamos averiguado cuál de los conductos que
salían del estanque interior era el que alimentaba el
sistema de suministro de agua potable. Estábamos
preparados para cuando llegaran el día y la hora
señalados. Y por fin llegaron.
Para los que nos encontrábamos allí había una
pega. No teníamos ni idea de cuánto tiempo tardarían
en manifestarse los efectos entre los Amos. Tampoco
sabíamos cuándo empezarían a darse cuenta de que
algo iba mal. Sabíamos que las tres Ciudades se
mantenían en contacto y no podíamos dejar que una de
ellas alertara a las otras dos sobre un posible peligro.
De modo que era preciso adulterar el agua potable más
o menos simultáneamente.
Y entonces, naturalmente, nos enfrentábamos con
el problema que planteaba el hecho de que nuestro
mundo sea un globo que gira alrededor del sol. En las
plantas purificadoras de agua había durante el día un
plantel de Amos que se ocupaban de las máquinas en
tres turnos consecutivos; pero por la noche no había
nadie. Se había caído en la cuenta de que durante
dicho intervalo podían efectuarse dos de los tres
intentos; uno inmediatamente después de que
concluyera el trabajo del día y otro no mucho antes de
que se iniciara. De modo que en la tercera Ciudad había
que intentar el sabotaje rondando el mediodía.
Se acordó, sin que nadie lo cuestionara, que nuestra
expedición era la que debía afrontar este problema.
Teníamos la ventaja de estar más cerca del cuartel
general, y además dos de nosotros conocíamos por
experiencia propia el interior de la Ciudad. Era cuestión
nuestra el ultimar de algún modo aquella labor
mientras los Amos trabajaban en la planta. La
alternativa consistía en correr el riesgo de encontrarnos
al enemigo alerta, dispuesto a contraatacar.
Pensamos mucho en esto. Aunque habíamos cogido
materiales y los habíamos estado transportando en
carretillas, y pese a que los cuatro nuevos se habían
acostumbrado a la presencia de los Amos hasta el
punto de sentirse casi desdeñosos para con ellos (no
era éste el caso de Fritz y mío; nuestros amargos
recuerdos seguían vivos), era sumamente improbable
que no nos interrogaran si nos vieran salir del túnel con
recipientes y vaciarlos en un conducto. Después de
todo aquél era su departamento y si había humanos
trabajando allí tenían que estar a sus órdenes.
Alguien propuso hacerse pasar por un esclavo
portador de un mensaje que reclamase su presencia en
otra parte de la Ciudad. Como jamás desconfiaban de
los esclavos, no dudarían de su autenticidad. Fritz
rechazó la idea.
--El mensaje sonaría raro y podrían pensar que el
esclavo estaba equivocado. Probablemente llamarían a
otros Amos para comprobarlo, puede que al lugar
donde se les dijera que debían ir. Acuérdate de que
pueden comunicarse a distancia. De todos modos,
estoy seguro de que no irían todos. Por lo menos se
quedaría uno con las máquinas.
--¿Entonces qué?
--En realidad sólo existe una posibilidad, -lo
miramos; yo hice un gesto afirmativo con la cabeza-.
Debemos recurrir a la fuerza. El número máximo de
Amos que estaban de servicio a la vez era de cuatro,
pero uno sólo aparecía de vez en cuando; creo que era
una especie de supervisor. Normalmente había tres,
pero muchas veces se ausentaba uno de ellos para ir a
darse un chapuzón en un jardín de agua que había por
allí cerca. Aunque contábamos con el arma de conocer
la existencia de aquel punto vulnerable situado entre la
boca y la nariz, y aun siendo seis, no podíamos pensar
en enfrentarnos a más de dos. En igualdad de
condiciones ellos eran muchísimo más grandes y más
fuertes; aquí, con aquella gravedad, no teníamos
ninguna posibilidad en la lucha. Carecíamos de armas y
de medios para fabricarlas.
El momento escogido fue hacia la mitad del segundo
turno del día. Era preciso estar preparado para actuar
en cuanto el tercer Amo subiera la rampa para irse al
jardín de agua, lo cual significaba que teníamos que
tener un escondrijo cerca de la entrada de la planta,
desde donde fuera posible vigilar. Fritz resolvió el
problema llevándonos a cortar ramas de los árboles del
jardín acuático por la noche; después hicimos un
montón. Las podas eran frecuentes y se dejaban las
ramas amontonadas hasta que venía a retirarlas una
cuadrilla de esclavos. Podíamos contar con que no
repararían en ellas al menos durante un día. De modo
que, después de haber estado por turnos en la zona
comunal nos ocultamos subrepticiamente bajo el
montón. Me recordaba la textura de las algas; era un
tacto repugnante, pegajoso, como de goma. Casi
parecía que tenía vida. Fritz se hallaba en una posición
que le permitía vigilar. Los demás estábamos muy
hundidos y a mí me parecía que corríamos peligro de
asfixiarnos si las cosas se retrasaban demasiado.
La espera se me hizo verdaderamente larga. Estaba
tumbado en aquel escondrijo y lo único que veía eran
las ramas que tenía delante de la cara; me moría por
saber qué ocurría fuera, pero no me atrevía ni a
susurrar una pregunta. Aquello se ponía cada vez más
pegajoso, seguramente porque ya se estaría pudriendo,
lo cual no hacía las cosas más atractivas. Me dio un
calambre en una pierna, pero no podía moverme para
buscar alivio. El dolor iba en aumento y yo no sabía
cómo iba a arreglármelas para soportarlo mucho más
tiempo. Tendría que levantarme, darme masaje...
--Ahora, -dijo Fritz.
No había nadie cerca. Salimos corriendo hacia la
rampa o, por lo menos, caminamos a paso más rápido
de lo normal. Al llegar al fondo aminoramos la marcha.
Había un Amo a la vista, el otro quedaba oculto tras
una máquina. Cuando nos acercamos, dijo:
--¿Qué hay? ¿Traéis algún encargo?
--Un mensaje, Amo. Se trata...
Tres de nosotros lo cogimos de los tentáculos a la
vez. Fritz dio un salto y los otros dos se abrazaron a las
piernas lo más arriba que pudieron. Ocurrió casi
instantáneamente. Fritz le dio un golpe contundente en
el punto débil; el Amo profirió un solo aullido, que casi
nos revienta los oídos, y se desplomó, lanzándonos
despedidos.
Creíamos que el segundo nos causaría más
problemas, pero en realidad nos las arreglamos mejor
con él. Salió de detrás de la máquina, vio que
estábamos de pie junto a su colega caído y preguntó:
--¿Qué ha pasado aquí?
Hicimos la reverencia ritual. Fritz dijo:
--El Amo se ha herido, Amo. No sabemos cómo.
Una vez más su confianza ciega en la devoción de
sus esclavos nos brindó la oportunidad que
necesitábamos. Sin dudarlo, ni sospechar, se acercó y
se inclinó un poco, palpando al otro con los tentáculos.
De tal modo, las aberturas de la boca y de la nariz
quedaron a tiro del puño de Fritz sin que éste tuviera
que saltar. Se derrumbó sin tan siquiera gritar.
--Lleváoslos a rastras y esconded- los detrás de la
máquina, -ordenó Fritz-. Después proseguid con
vuestro trabajo.
No había necesidad de apresurarse. Disponíamos de
una media hora hasta que regresara el tercer Amo. Dos
trabajaban en el túnel, sacando los recipientes por la
estrecha cornisa; los demás los transportábamos de
dos en dos desde allí hasta el conducto del agua
potable y los vaciábamos. Había unos cien recipientes
en total. Con doce viajes llegaría. El líquido incoloro
caía en el agua, se mezclaba con ella y desaparecía. Yo
iba contando mis viajes. Nueve... diez... once...
El tentáculo me atrapó sin que yo lo hubiese visto
siquiera. El Amo debió llegar a la parte más alta de la
rampa y por alguna razón se detuvo y miró hacia abajo
en lugar de seguir avanzando, palmoteando con los
pies, en cuyo caso le habríamos oído. Más tarde nos
dimos cuenta de que era el supervisor que efectuaba
una de sus visitas periódicas. Evidentemente, vio la
procesión de esclavos que transportaban recipientes,
vio que vertían el contenido en el tubo de conducción y
sintió curiosidad. Bajó girando (lo cual en ellos equivalía
a correr y era casi inaudible, pues sólo tocaban el suelo
intermitentemente con la punta de un pie) y me rodeó
firmemente la cintura con un tentáculo.
--Chico, -preguntó-, ¿qué es esto? ¿Dónde están los
Amos?
Mario, que se encontraba justamente detrás de mí,
dejó caer un recipiente y saltó. Un segundo tentáculo lo
atrapó por el aire. Apretó más el que me tenía sujeto
haciéndome expulsar aire. Vi que venían los otros dos,
pero no pude hacer nada. Me oí a mí mismo gritar
cuando la presión se hizo insoportable. Lanzó el tercer
tentáculo hacia el muchacho holandés, Jan, y lo arrojó
como si fuera un muñeco contra la máquina más
próxima. Después lo utilizó para coger a Carlos. Los
tres estábamos tan inutilizados como si fuéramos pollos
ensartados.
El Amo no sabía que había dos más en el túnel, pero
esto no era un gran consuelo. Se verían obligados a
examinar el agua. Habíamos estado tan cerca de
conseguirlo y ahora...
Jan se levantó dolorido. Yo estaba boca abajo, mi
mascarilla rozaba contra la parte inferior del cuerpo del
Amo. VI que Jan cogía algo con la mano, un perno
metálico, de unas seis pulgadas de largo y un par de
pulgadas de grosor; se utilizaba para hacer ajustes en
una de las máquinas. Y recordé... antes de que lo
destinaran a esta expedición se había estado
preparando por si tomaba parte en los Juegos... en
lanzamiento de disco. Pero si lo veía el Amo... extendí
las manos hacia abajo y de aquellas piernas gruesas
agarré la que me caía más cerca, intentando clavar las
uñas.
Tuvo tan poco efecto como si un mosquito le picara
a un percherón. Sin embargo debió de darse cuenta,
porque volvió a apretar el tentáculo. Proferí un alarido
de dolor. Mi agonía iba en aumento. Estaba a punto de
perder la conciencia. Vi que Jan se doblaba y ponía el
cuerpo en tensión para efectuar el lanzamiento.
Después me quedé sumido en la inconsciencia.
Cuando me recobré estaba apoyado en una
máquina. Obrando acertadamente, en lugar de intentar
reanimarme prosiguieron con el trabajo. Me encontraba
magullado y cuando respiraba era como si inhalara
fuego. El Amo estaba tirado en el suelo, no muy lejos
de mí; de un corte que tenía justamente debajo de la
boca le manaba un líquido verdoso. Observé, aturdido,
cómo vertían el último recipiente. Fritz se acercó, y
dijo:
--Volved a llevar todos los recipientes vacíos al túnel
por si viniera otro de los suyos, -vio que yo estaba
consciente-. ¿Qué tal te sientes, Will?
--No demasiado mal. ¿De verdad que lo hemos
conseguido?
Me miró, y en su rostro grave y solemne se dibujó
una insólita sonrisa.
--Creo que sí. Sinceramente creo que sí.
Subimos penosamente la rampa y nos alejamos. Ya
en el exterior nos vio un Amo, pero no prestó atención.
Jan y yo caminábamos con dificultad, él tenía un fuerte
golpe en la pierna y yo aquel dolor punzante que sentía
cada vez que respiraba o me movía. Sin embargo, esto
no era raro; había una serie de esclavos aquejados de
diversos impedimentos. Al tercer Amo lo habíamos
llevado a rastras y lo habíamos dejado detrás de la
máquina junto con los otros dos. Ya era casi la hora de
que volviera el otro del jardín de agua. Los encontraría
y tal vez diera la voz de alarma, pero las máquinas
seguirían funcionando y seguiría saliendo agua pura. El
agua contaminada ya circulaba por las tuberías, camino
de todos los grifos de la Ciudad.
Pusimos bastante distancia de por medio entre la
planta purificadora y nosotros. Fuimos a una zona
comunal a reponernos. Bebí agua, pero no sabía
diferente. Basándose en las pruebas efectuadas con
Ruki, los científicos llegaron a la conclusión de que una
proporción minúscula de alcohol tenía sobre ellos un
efecto paralizante, pero ahora yo me preguntaba si
bastaría con lo que habíamos puesto. Una vez nos
quitamos las mascarillas, Fritz me palpó el torso con los
dedos. Hice una mueca de dolor y estuve a punto de
gritar.
--Una costilla rota, -dijo-. Lo que yo pensaba.
Intentaremos ponerte más cómodo.
En la zona comunal había mascarillas disponibles.
Rajó una y con el material confeccionó dos vendas que
me ató por encima y por debajo del lugar donde más
me dolía. Me dijo que soltara todo el aire que pudiese.
Después apretó las vendas y las anudó. Mientras lo
hacía me dolió más, pero después me sentí mejor.
Esperamos media hora antes de salir. Los Amos
consumían ingentes cantidades de agua y nunca
dejaban pasar más de una hora sin beber. Estuvimos
paseando y vigilando, pero no parecía que hubiera
cambiado nada. Pasaban junto a nosotros con su
acostumbrada arrogancia, con su indiferencia
desdeñosa. Nuevamente me sentía abatido.
Entonces, al pasar junto a una pirámide, vi salir a
uno. Mario me cogió del brazo sin pensarlo y yo hice
una mueca de dolor. Pero el dolor no importaba. Se
tambaleó sobre sus tres pies, movió los tentáculos con
incertidumbre; un momento después cayó al suelo y se
quedó inmóvil.
CAPÍTULO 6:
EL ESTANQUE DE FUEGO

No sé qué pensaban que les sucedía, pero era


evidente que no lo comprendían. Tal vez creyeran que
se trataba de la Enfermedad, la Maldición de Skloodzi,
que había adoptado una modalidad nueva y más
virulenta. Me imagino que el envenenamiento era una
idea que eran incapaces de entender. Según
descubrimos con Ruki, disponían de un medio
aparentemente infalible de detectar cualquier sustancia
dañina incorporada a su comida o a su bebida.
Aparentemente infalible, pero no del todo. Es difícil
defenderse de un peligro de cuya existencia jamás se
ha sospechado.
Así que bebían, empezaban a tambalearse y se
caían; primero unos cuantos y después cada vez más
hasta dejar las calles plagadas de sus cuerpos
grotescos y monstruosos. Los esclavos se movían entre
ellos, apesadumbrados, desorientados; de cuando en
cuando intentaban levantarlos, tímidos e implorantes a
un tiempo. En una plaza donde había más de veinte
Amos caídos, un esclavo que estaba junto a uno de
ellos se levantó y, con el rostro bañado en lágrimas,
dijo:
--Los Amos ya no existen. Por tanto, nuestras vidas
ya no tienen sentido. Hermanos, vayamos juntos al
Lugar de la Liberación Feliz.
Otros avanzaron contentos hacia él. Fritz dijo:
--Creo que son muy capaces de hacerlo. Tenemos
que impedírselo.
Mario dijo:
--¿Cómo? Además, ¿qué importa?
Sin responder, Fritz se encaramó de un salto en una
pequeña plataforma de piedra que a veces empleaban
los Amos para efectuar una especie de meditación.
Gritó:
--¡No, hermanos! No están muertos. Están
dormidos. Pronto se despertarán y necesitarán de
nuestros cuidados.
Estaban indecisos. El que se dirigiera a ellos
anteriormente, dijo:
--¿Cómo lo sabes?
--Porque me lo dijo mi Amo antes de que sucediera.
Era un argumento definitivo. Los esclavos podían
mentirse unos a otros, pero jamás cuando se trataba
de algo relacionado con los Amos. Era una idea
inconcebible. Desconcertados pero algo menos
apesadumbrados, se dispersaron.
En cuanto quedó claro que el plan había tenido éxito
emprendimos la segunda parte de nuestra labor, tan
importante como la primera. Sabíamos que la parálisis
era temporal. Supongo que habría sido posible matar a
los Amos uno a uno mientras estaban indefensos, pero
seguramente no los habríamos encontrado a todos a
tiempo... aparte de que era sumamente improbable que
los esclavos nos lo permitieran. En tanto los Amos no
estuvieran muertos, sino tan sólo inconscientes, las
Placas seguirían funcionando.
La solución era atacar el corazón de la Ciudad y
destruirlo. Sabíamos (fue una de las primeras cosas
que descubrió Fritz) dónde estaban las máquinas que
regulaban la energía de la Ciudad: la luz, el calor y la
fuerza que generaba aquel peso gigantesco bajo cuya
presión trabajábamos. Nos dirigimos hacia allí. Estaba
un poco lejos y Carlos propuso que utilizáramos los
vehículos sin caballos que usaban los Amos para
desplazarse. Fritz puso el veto. Los esclavos conducían
aquellos vehículos para transportar a sus Amos pero,
no siendo así, no los usaban. Los Amos no estaban en
condiciones de advertir la infracción, pero los esclavos
sí y no sabíamos cuál sería su reacción.
Así que empezamos a andar, pesadamente, camino
de la calle II y de la rampa 914. Había que pasar por
una de las plazas más grandes de la Ciudad,
flanqueada por numerosos jardines de agua, muy
adornados. La rampa misma era muy ancha y se
hundía bajo tierra delante de una pirámide mucho más
alta que las que la rodeaban. De debajo llegaba un
ruido de maquinaria que hacía vibrar ligeramente el
suelo que pisábamos. Al descender a las profundidades
tuve una sensación de temor. Era un lugar al que jamás
se acercaban los esclavos, razón por la que nosotros no
habíamos podido hacerlo. Éste era el corazón palpitante
de la Ciudad y nosotros un puñado de pigmeos que
osábamos acercarnos.
La rampa llevaba a una cavidad dos o tres veces
mayor que cualquiera que yo hubiera visto; constaba
de tres semicírculos dispuestos en torno a un círculo
central. En cada semicírculo había incontables
máquinas que tenían centenares de indicadores
incomprensibles en su cara anterior. Dispersos por el
suelo se encontraban los cuerpos de los Amos
encargados de manejarlas. Se veía que algunos habían
caído en sus puestos. VI que uno aún asía con el
tentáculo una palanca.
La cantidad de las máquinas y su complejidad nos
confundían. Busqué interruptores que pudieran
desconectarlas, pero no encontré ninguno. El metal, de
brillo levemente broncíneo, era durísimo y no tenía
soldaduras; los indicadores esféricos estaban
protegidos por cristal endurecido. Íbamos de una a otra
buscando un punto débil, sin encontrar nada. ¿Sería
posible que aun encontrándose los Amos en una
situación de impotencia nos siguieran desafiando sus
máquinas, que no dejaban de hacer ruido?
Fritz dijo:
--A lo mejor esa pirámide que está en medio...
Ocupaba el punto central del círculo interior. Los
lados tenían unos treinta y cinco pies de base y
formaban triángulos equiláteros, de modo que el vértice
tenía más de treinta pies de altura. No le habíamos
prestado mucha atención porque era lisa, y su único
distintivo era una entrada triangular que tenía la altura
justa para que entrara un Amo. Pero cerca de ella no
había cuerpos caídos.
Era del mismo metal broncíneo que las máquinas,
pero al acercarnos no oímos el zumbido característico.
En su lugar se oía un suave silbido que variaba de tono
y de volumen. Desde la puerta sólo se divisaba una
desnudez metálica. Dentro de la pirámide había otra
pirámide y, entre las dos, un espacio vacío. Recorrimos
el pasadizo que se formaba y descubrimos que la
pirámide interior también tenía una entrada, aunque en
otra cara. ¡Y al atravesarla nos encontramos con que
dentro de la segunda pirámide había una tercera!
También tenía una entrada, pero en la cara que en
las otras dos pirámides no había nada. Del interior salía
un fulgor. Entramos y nos quedamos mirando,
atemorizados.
Un agujero circular ocupaba casi todo el suelo; de
allí procedía el fulgor. Era dorado, se parecía a las bolas
que aparecían en la Persecución de la Esfera, pero tenía
un brillo y una intensidad mayores. Era fuego, pero un
fuego líquido que crepitaba con un ritmo lento,
acompasado con las modulaciones que experimentaba
el siseo. Daba la impresión de ser una fuerza que,
incesantemente y sin esfuerzo, tenía suficiente potencia
como para proporcionar energía a toda la Ciudad.
Fritz dijo:
--Creo que es esto. ¿Pero cómo se para?
Mario dijo:
--Al otro lado... ¿lo ves?
Estaba al otro lado del resplandor; una sola columna
de bronce, fina, como de la altura de un hombre. De la
parte superior salía algo. ¿Una palanca? Mario, sin
aguardar respuesta, rodeó el fulgurante agujero y se
dirigió hacia aquello. Le vi levantar la mano, tocar la
palanca... y morir.
No hizo ningún ruido. Tal vez no supo qué le
sucedía. Un fuego pálido le recorrió el brazo con el que
sujetaba la palanca; después se dividió y multiplicó
formando una docena de oleadas que recorrieron su
cuerpo. Se quedó así un instante antes de desplomarse.
VI que la palanca caía junto con su peso muerto antes
de que abriera los dedos y cayera al suelo.
Entre los demás se elevó un murmullo de sorpresa.
Carlos hizo ademán de acercarse a él. Fritz dijo:
--No. No serviría de nada y tal vez tú también
murieras. Pero, ¡mirad! Dentro del agujero.
El fulgor se estaba extinguiendo. Se apagaba
lentamente, como de mala gana; el fondo seguía igual,
pero la superficie, primero, adquirió un tono plateado y
después se oscureció del todo. El siseo se fue
desvaneciendo lentísimamente; primero se convirtió en
un susurro y después se ahogó en el silencio. El brillo
del fondo adquirió una coloración carmesí oscuro.
Aparecieron manchas oscuras que aumentaban de
tamaño y se fusionaban entre sí. Hasta que al final nos
quedamos en silencio, completamente a oscuras.
Fritz dijo en voz baja:
--Tenemos que salir. Apoyaos unos en otros.
En aquel momento se estremeció la tierra bajo
nuestros pies; parecía casi un terremoto en pequeña
escala. Y de pronto nos vimos libres de aquel peso
tremendo y opresivo que tiraba de nosotros sin cesar.
Mi cuerpo recobró la liviandad. Tuve la sensación de
tener atados a los nervios y a los músculos globos
minúsculos que tiraban de mí hacia arriba. Era algo
muy raro. Pese a la sensación de extraordinaria ligereza
me sentía atrozmente cansado.
A tientas, arrastrando los pies, salimos del laberinto
de pirámides: unos ciegos guiaban a otros ciegos. En la
gran cueva estaba igual de oscuro, pues se había ido la
luz. Oscuro y en silencio, ya que había dejado de oírse
el ruido de las máquinas. Fritz nos guiaba hacia donde
creía que estaba la entrada, sin embargo, llegamos a
una hilera de máquinas. Seguimos avanzando,
tanteando con las manos el metal. Por dos veces se
detuvo al tropezarse con el cuerpo de un Amo y yo, que
iba el último de la fila, pisé sin querer un tentáculo. Se
enroscó debajo del pie y me dio tanto asco que me
entraron ganas de vomitar.
Por fin encontramos la entrada y, tras abrirnos paso
por la rampa curva, vimos arriba el resplandor verde de
la luz diurna. Nos dimos más prisa y en seguida
pudimos soltarnos. Salimos a la gran plaza donde
estaban los jardines de agua. En uno vi un par de Amos
flotando y me pregunté si se habrían ahogado. En
realidad ya no importaba.
En el siguiente cruce nos encontramos con tres
personajes. Esclavos. Fritz dijo:
--Me pregunto si...
Parecían aturdidos, como si supieran que estaban
soñando, a punto de despertarse, pero incapaces de
recuperar plenamente la conciencia. Fritz dijo:
--Se os saluda, amigos.
Uno de ellos respondió:
--¿Cómo se sale de este... lugar? ¿Vosotros sabéis
dónde hay una salida?
Era un comentario sencillo, normal, pero nos lo
decía todo. Era imposible que ningún esclavo buscara el
modo de salir de aquel paraíso infernal en el que podían
servir a los Amos. Esto significaba que se había cortado
el control, que las Placas que llevaban en el cráneo
eran tan ineficaces como las nuestras, que eran
postizas. Eran hombres libres. Y si esto pasaba dentro
de la Ciudad, otro tanto debía de ocurrir en el mundo
exterior. Ya no éramos una minoría de fugitivos.
--Encontraremos una, -dijo Fritz-. Vosotros podéis
ayudarnos.
Camino de la Sala de los Trípodes, la entrada de la
Ciudad, fuimos charlando con ellos. Estaban
sumamente confusos, como es natural. Se acordaban
de lo que había sucedido desde que les insertaron la
Placa, pero no le encontraban ningún sentido. Su
identidad anterior, que les había hecho servir a los
Trípodes con devoción y alegría, les resultaba extraña.
Tardaron en comprender el horror de lo que habían
experimentado, pero cuando sucedió así se sintieron
heridos en lo más vivo. Al llegar junto a dos Amos que
estaban tirados en el suelo, uno junto a otro, se
detuvieron los tres; pensé que tal vez fueran a
ensañarse con él. Pero tras mirarlo largamente,
volvieron la vista, experimentaron un escalofrío y
siguieron andando.
Nos encontramos a muchos esclavos. Algunos se
unían a nuestro grupo; otros vagaban sin rumbo o
estaban sentados, mirando al vacío. Había dos que
daban voces sin sentido; tal vez se hubieran convertido
en Vagabundos al desaparecer la influencia de los
Amos, al igual que les ocurría a otros cuando les era
impuesta. Un tercero, al que probablemente le habría
ocurrido lo mismo, estaba caído al borde de una rampa.
Se había quitado la mascarilla y su rostro exhibía una
espantosa mueca de muerte: se había asfixiado en
medio de aquel venenoso aire verde.
Cuando llegamos a la rampa espiral que sube hasta
la plataforma que da a la Zona de Entrada, en los
confines de la Ciudad, nuestra banda se componía de
unos treinta miembros. Recordé el primer día, cuando
bajaba por allí, tratando de mantener derechas las
piernas, que se me doblaban. Llegamos a la
plataforma; nos encontrábamos en una posición desde
la que se dominaban las pirámides menores. Allí estaba
la puerta por la que salimos del vestuario. El aire que
había al otro lado era apto para respirarlo. Yo iba en
cabeza y oprimí el botón que regulaba la entrada a la
cámara de aire. No pasó nada. Volví a apretar, varias
veces. Fritz se acercó y dijo:
--Deberíamos haber caído en la cuenta. Toda la
energía de la Ciudad procedía del estanque de fuego.
La que alimentaba los vehículos y también la que abría
y cerraba las puertas. Ahora ya no funcionará.
Nos turnamos para intentar abatir la puerta a
golpes, pero fracasamos estrepitosamente. Alguien
encontró un objeto metálico y probó suerte; se abolló la
superficie, pero la puerta no cedió. Uno de los recién
llegados dijo con voz que revelaba claramente miedo:
--¡Entonces estamos atrapados aquí dentro!
¿Sería posible? El cielo iba perdiendo luminosidad
con el declinar de la tarde. Dentro de unas horas se
haría de noche y la Ciudad se quedaría a oscuras, sin
luz artificial. Ya no hacía tanto calor, pues las máquinas
no lo mantenían. Me pregunté si el frío podría acabar
con los Amos o bien si se recuperarían antes de
alcanzar tal extremo y, una vez recuperados, volverían
a poner en marcha el estanque de fuego... Eso no; no
podían derrotarnos ahora.
Además comprendí otra cosa. Si esta cámara de
aire no se abría, tampoco se abrirían las que se
encontraban en los lugares comunales del interior de
las pirámides. No disponíamos de medios para obtener
comida ni agua. Más importante aún, no disponíamos
de medios para renovar los filtros de las mascarillas.
Moriríamos asfixiados, como le ocurrió al que estaba
tirado en la rampa. Al ver la expresión de Fritz supe
que estaba pensando lo mismo.
El que daba golpes con el objeto metálico dijo:
--Creo que si insistimos lo suficiente cederá. Si los
demás también encontrarais objetos con los que
golpear.
Fritz dijo:
--No serviría de mucho. Al otro lado hay otra
puerta. Después está la Zona de Entrada. Tampoco
funcionará la habitación que sube y baja. Jamás
podríamos salir de allí. Dentro no habrá luz...
Se hizo el silencio, revelando que todos pensábamos
como él. El que tenía el objeto de metal dejó de dar
golpes. De pie, inmóviles, constituíamos un grupo sin
ánimos. Carlos alzó la vista hacia la gran burbuja de
cristal, la cúpula verde y translúcida que cubría el
laberinto de rampas y pirámides.
--Si pudiéramos subir hasta allí -dijo-, y abrir un
agujero...
Jan se sentó para que descansara su pierna herida.
Dijo:
--Si quieres, puedes subirte a mis hombros.
Era un chiste malo y no se rió nadie. Nadie estaba
de humor para reírse. Respiré hondo y el dolor que
sentí en las costillas vendadas me hizo dar un respingo.
Estaba intentando pensar en algo, pero todo lo que mi
cerebro decía era: "Atrapados... atrapados".
Entonces, uno de los que tenían Placa dijo:
--Hay una subida.
--¿Cómo es posible?
--Mi... -dudó-. Uno de... ellos... me la enseñó.
Estaba inspeccionando la cúpula y tuve que subir sus
cosas. Hay una subida y después una cornisa circular,
en lo alto de la Muralla, que recorre la cúpula por
dentro.
Dije yo:
--Jamás lograríamos perforar la cúpula. Debe de ser
más resistente que el cristal que cubría los indicadores
de las máquinas. Dudo que tan siquiera le hiciéramos
un rasguño.
--No obstante, vamos a intentarlo, -dijo Fritz-. No
veo ningún otro modo de salir, exceptuando el río.
¡Se me había olvidado el río! Le miré, muy
contento:
--¡Claro! Bueno, ¿por qué no hacemos eso?
¿Huimos por el río?
--No estoy seguro de que tú pudieras lograrlo,
estando tan maltrecho. Pero de todos modos tampoco
podemos hacer eso. Tenemos que asegurarnos de que
no vuelvan a controlar la situación cuando se recobren.
Tenemos que destruir la Ciudad mientras aún sigamos
teniendo la oportunidad.
Asentí; mi satisfacción se esfumó tan rápidamente
como había aparecido. El río no era una solución.
Volvimos a bajar la rampa; esta vez nos indicaba el
camino nuestro nuevo guía. En un jardín de agua nos
hicimos con unos barrotes metálicos: los empleaban
para guiar un tipo de enredadera que discurrí por los
bordes de los estanques; los extrajimos sin grandes
dificultades. Cuando nos íbamos me pareció ver que un
Amo se movía. Apenas fue nada, solamente un
tentáculo que tembló, pero fue una visión ominosa. Se
lo dije a Fritz, que asintió, y le dijo al guía que se diese
más prisa.
La subida de la que había hablado se encontraba en
una parte de la Ciudad plagada de pirámides altas y
afiladas; por allí casi nunca iban los esclavos. Íbamos
por una rampa adosada a la Muralla; era estrecha y
vertiginosamente empinada. Nos lo había advertido, y
dijo que no sabía cómo pudo subir la otra vez, que no
habría podido hacerlo si no se lo hubiera ordenado
directamente el Amo. La ausencia de la antigua
gravedad hacía la labor menos difícil físicamente; pero
la sensación de ir subiendo junto a aquel abismo, sin
barandilla alguna, era terrorífica. Yo me pegaba todo lo
que podía a la brillante superficie de la Muralla y,
después de echar un vistazo, me aterré y procuré no
volver a mirar hacia abajo.
Por fin llegamos a la cornisa. Tampoco tenía
barandilla y su anchura no superaba los cuatro pies.
Los Amos debían de ser insensibles a la altura.
Discurría a lo largo de la cara interior de la Muralla
hasta perderse de vista en ambas direcciones. La
burbuja de cristal se unía a la Muralla a una altura de
unos ocho pies. Esto le quedaría a los Amos a la altura
de los ojos, claro; pero a nosotros...
Lo intentamos. Se subieron unos encima de otros,
blandiendo torpemente los barrotes. Yo no podía, por
las costillas; pero era bastante angustioso tener que
quedarse mirando. La cornisa parecía empequeñecerse;
cualquier movimiento incauto me hacía temer que
cayeran a un vacío de doscientos o trescientos pies.
Golpeaban el cristal, así como el punto de unión con el
metal de la Muralla. Pero el punto de unión no ofrecía ni
rastro de ensambladura, según decían ellos, y sus
golpes distaban de producir ninguna impresión. Más
adelante se formó un segundo equipo y luego un
tercero, pero no tuvieron mayor fortuna.
Fritz le dijo al que nos guiaba:
--Espera un momento. ¿Te encontraste con tu Amo
aquí?
Negó con la cabeza:
--No, no lo vi. Me ordenó traer comida y burbujas
de gas y dejarlas aquí. Me quedé sólo el tiempo
necesario.
--¿Ni siquiera lo viste en una zona más alejada de la
cornisa?
--No; pero podía estar donde no se le viera. El otro
lado no se ve.
--Tampoco se ve a través de la Muralla.
--No podría sobrevivir fuera, con aire normal. Y no
llevaba máscara.
Fritz dijo:
--Necesitarían poder inspeccionar por fuera, además
de por dentro. Vale la pena indagar, -miró hacia la
extensión de vidrio; el pálido disco del sol estaba ya
muy hacia el oeste-. A menos que a alguien se le
ocurra algo mejor.
A nadie se le ocurrió. Echamos a andar por la
cornisa, en el sentido de las agujas del reloj. A la
derecha teníamos el precipicio que daba a las calles de
la Ciudad. Algunas pirámides de menor tamaño
parecían agujas dispuestas a empalar los cuerpos que
cayeran. La altura me daba vértigo y volvía a dolerme
mucho el pecho. Supongo que habría podido abandonar
y volverme; en mis condiciones no iba a serle de
mucha utilidad a nadie. Pero la idea de volverme
dejando a mis compañeros me gustaba aún menos.
Seguimos avanzando lentamente. La parte superior
de la rampa se perdió entre la neblina, que dejamos
atrás. Tenía la convicción de que no íbamos a encontrar
nada. Sencillamente el Amo se habría perdido de vista,
como nos pasaba a nosotros ahora. Entonces, desde
delante, Fritz dijo:
--¡Sí que hay algo!
Los demás no me dejaban ver, pero después de un
momento supe qué quería decir. Justo enfrente
terminaba la cornisa, o más bien daba paso a algo que
sobresalía de la Muralla, ocupando el espacio de la
cornisa y aún más. Era una especie de cámara, y tenía
una puerta. Pero no había ningún botón que accionase
la puerta. En su lugar había un volante hecho del
mismo metal brillante que la propia Muralla.
Cuando Fritz intentó girar el volante nos
aglomeramos, olvidando momentáneamente el vértigo.
Al principio no consiguió nada, pero luego, cuando
probó en dirección contraria, se movió. No mucho; lo
suficiente para darnos esperanza. Volvió a girarlo,
empleando todas sus fuerzas, y cedió un poco más.
Unos minutos más tarde su lugar lo ocupó otro.
Siguieron así, por turnos de voluntarios. La puerta se
movía con una lentitud penosa, pero seguía
moviéndose. Y, por fin, vimos una rendija que se
ensanchaba por un lado. Estábamos abriendo la puerta.
En cuanto la abertura tuvo la anchura suficiente,
Fritz se coló y los demás le seguimos. En vista de mis
costillas vendadas me alegré de ser más pequeño que
la media. Llegaba luz a través de la rendija de la puerta
y también por unos recuadros de cristal que había en el
techo. Veíamos lo que nos rodeaba con bastante
claridad.
La cámara estaba encajonada en la Muralla y
sobresalía por ambos lados. Dentro no había casi nada,
exceptuando unas cajas en cuyo interior seguramente
habría equipos, y un anaquel con media docena de
trajes con máscara, de los que usaban los Amos cuando
tenían que desenvolverse en medio de la atmósfera
humana. Fritz los señaló:
--Por eso no traía máscara. Estaban guardadas aquí
-echó un vistazo a aquella habitación que tenía aspecto
de celda-. La energía no llegaba hasta aquí. No habría
valido la pena. De modo que las puertas se abren
mecánicamente. Todas las puertas.
Enfrente de la que habíamos utilizado para entrar
había otra puerta por la que seguramente se pasaría de
nuevo a la cornisa. Al fondo había otras dos puertas
parecidas, una frente a otra. Debían de comunicar con
una cornisa similar, pero por fuera de la cúpula. Dije:
--Pero si esto es una cámara de aire... haría falta
energía para bombear el aire.
--No lo creo. Recuerda que su aire es más denso y
tiene más presión que el nuestro. Bastaría con una
simple válvula que funcionara a presión. Y la cantidad
de aire que hay aquí dentro, comparada con la cantidad
que hay bajo la cúpula, es pequeñísima. Daría igual.
Jan dijo:
--Entonces lo único que tenemos que hacer es abrir
las puertas del exterior. ¿A qué estamos esperando?
Fritz cogió el volante con las manos, se puso en
tensión y tiró hacia la derecha. Sus vigorosos músculos
se tensaron por la fuerza que hacía. Se relajó y volvió a
tirar. No pasó nada. Se echó hacia atrás, enjugándose
la frente.
--Que lo intente otro.
Probaron varios. Carlos dijo:
--Es ridículo. La puerta es igual que la otra. El
volante es idéntico.
Fritz dijo:
--Espera un momento. Creo que ya lo entiendo.
Cierra la puerta de dentro.
Por dentro había un volante acoplado al de fuera.
No obstante, giraba con idéntica dificultad; estaban
hechos para la fuerza de los Amos, no para la de los
hombres. Por fin se cerró.
--Ahora, -dijo Fritz.
Volvió a accionar la rueda de fuera. Esta vez se
movió. Muy, muy despacio, pero al menos se abrió una
rendija de luz, que después se ensanchó. Se formó una
corriente de aire que pasó silbando entre nosotros,
camino del exterior. Diez minutos después
contemplábamos la cornisa exterior de la cúpula y el
paisaje terrenal que se extendía a nuestros pies, un
mosaico de campos y arroyos en el que a lo lejos se
veían las ruinas de la gran ciudad. La luminosidad del
día nos hizo parpadear.
Fritz dijo:
--También los Amos pueden cometer errores, por
eso tienen un dispositivo que impide que eso ocurra
aquí. Las puertas exteriores no se abren a menos que
las interiores estén cerradas. Y viceversa, diría yo.
Intentad abrir la puerta exterior ahora.
Lo intentaron sin conseguirlo. Era evidente que
tenía razón.
Carlos dijo:
--¿Entonces podemos abrir una puerta... e intentar
horadar la otra?
Fritz estaba examinando la puerta abierta.
--Eso no va a ser fácil. Mira.
La puerta tenía unas cuatro pulgadas de grosor y
era del mismo metal duro y reluciente que la Muralla.
Le habían dado una lisura satinada y, obviamente, una
precisión tal que ni siquiera el aire podría pasar entre
las superficies en contacto una vez estuviera cerrada.
Fritz cogió el barrote que llevaba y golpeó con él. No
causó ninguna impresión que yo pudiera apreciar.
Otro contratiempo, tal vez el último. Podíamos
mantener cerrada la puerta de dentro e, inmersos en
nuestro propio aire, podíamos quitarnos las mascarillas.
Así no nos asfixiaríamos. Pero no disponíamos de
comida ni de agua ni, sobre todo, de un medio para
bajar por el acantilado abrupto y reluciente que era la
Muralla. En todo caso, a menos que pudiéramos
perforar de algún modo el caparazón de la Ciudad, nos
enfrentábamos a la posibilidad de que los Amos se
recuperaran de la parálisis y volvieran a encender el
estanque de fuego.
Estábamos todos mirando la puerta. Carlos dijo:
--Hay una diferencia entre las puertas interiores y
las exteriores. La primera se abrió hacia dentro, pero
ésta hacia fuera.
Fritz se encogió de hombros.
--Por la diferencia de presión. Así les resulta más
fácil.
Carlos se agachó y palpó la zona donde la puerta se
articulaba con la pared.
--La puerta en sí es demasiado fuerte para
romperla. Pero los goznes...
A lo largo de todo el quicio había unos goznes finos
que tenían un leve brillo de aceite. Tal vez los hubiera
renovado el Amo que sin querer nos había guiado hasta
allí.
Fritz dijo:
--Creo que podríamos romperlos. Pero sólo
podemos intentarlo estando la puerta abierta, para lo
cual tiene que estar cerrada la de dentro. ¿De qué
serviría?
--No hay que romperlos del todo, -dijo Carlos-. Pero
si los aflojáramos y después cerráramos la puerta y
luego, después de abrir la puerta de dentro...
--¿La intentamos abrir a golpes desde dentro?
¡Podría resultar! En todo caso podemos intentarlo.
Pusieron manos a la obra, golpeando dos personas
a la vez la juntura de los goznes. Seguía sin ser fácil,
pero un grito de triunfo nos reveló que se había roto el
primero. Después vinieron más. Los fueron rompiendo
sistemáticamente y sólo dejaron intactos el de abajo y
el de arriba. Entonces volvieron a cerrar la puerta,
abriendo la de dentro.
--Vale, -dijo Fritz-. Ahora a romper el de arriba y el
de abajo.
Golpearon sin cesar con las barras de metal.
Empezaron Fritz y Carlos; cuando se cansaron otros les
relevaron. Éstos, a su vez, se cansaron y fueron
sustituidos. Los minutos iban pasando al monótono son
del metal que chocaba contra el metal. Los cuadrados
de cristal que había en el techo se oscurecían,
empezaba a caer el crepúsculo. Me pregunté si abajo,
en las calles, estarían empezando a despertarse los
Amos, caminando confundidos, pero con una
determinación... llegar hasta la sima oscura donde
antes danzaba el fuego; todavía era posible que
volviera a danzar... Dije:
--¿Puedo intentarlo?
--Me temo que no serías una gran ayuda, -dijo
Fritz-. De acuerdo, Carlos. Otra vez tú y yo.
El martilleo prosiguió incesantemente. Entonces mi
oído detectó algo distinto, una especie de chirrido. Se
repetía una y otra vez.
--Más fuerte, -dijo Fritz.
Se oyó un ruido de metal que se rompía. Debieron
ceder los dos goznes casi a la vez. La puerta empezó a
ceder y pude divisar el cielo abierto, que iba
adquiriendo un tono gris. Aquello fue lo último que
percibí con claridad durante cierto tiempo. Porque
cuando la puerta cayó hacia fuera un fuerte viento
barrió la cámara, entrando por una puerta y saliendo
por otra; era un vendaval que lo arrastraba a uno hacia
el exterior. Alguien gritó: "¡Al suelo!". Yo me dejé caer
y me resultó más fácil así. Noté un fuerte tirón por
detrás, pero me quedé donde estaba. Pasaba rugiendo;
jamás había oído ningún viento que hiciese un ruido
semejante porque sólo tenía una nota, invariable, un
mugido ronco e incesante. Me admiré de que me
hubiera resultado monótono el golpeteo metálico.
Habría sido imposible hacerse oír con aquel estruendo,
suponiendo que el aturdimiento le dejara a uno decir
nada. Vi a los demás desperdigados por el suelo. Era
increíble que pudiera durar tanto tiempo sin cambiar.
Pero al fin cambió. El ruido quedó ahogado por otro
ruido más agudo, más fuerte, más terrorífico. Sonó
como si el mismo cielo se estuviera desgarrando,
haciéndose jirones. Y un momento después el viento
cesó. Me levanté tambaleándome; sólo entonces me di
cuenta de que las costillas me dolían aún más por
haberme caído al suelo.
Nos dirigimos varios hacia la entrada interior.
Miramos en silencio, demasiado atemorizados como
para hacer comentarios. La cúpula de cristal se había
hundido hacia dentro. Aún quedaba una gran parte
adherida a la zona superior de la pared, pero había un
enorme agujero dentado que ocupaba todo el centro.
Se veían enormes fragmentos caídos por la Ciudad; uno
parecía cubrir el Campo de la Esfera. Me volví buscando
a Fritz. Estaba solo, de pie junto a la puerta exterior.
Dije:
--Ya está. No puede haberse salvado ni uno.
Tenía lágrimas en los ojos; le cayó una rodando por
la mejilla. Al principio creí que era de alegría, pero su
expresión no indicaba gozo. Pregunté:
--¿Qué pasa, Fritz?
--Carlos...
Señaló hacia la puerta abierta. Dije, horrorizado:
--¡No!
--Lo arrastró el viento. Intenté sujetarlo, pero no
pude.
Miramos los dos hacia fuera. La Muralla formaba un
precipicio bajo nuestros pies. Muy, muy abajo, un
minúsculo cuadrado dorado revelaba la posición de la
puerta. Cerca de la misma se veía una pequeña
mancha negra.
Nos quitamos las mascarillas y pudimos respirar aire
normal. El aire verde de los Amos se había dispersado,
perdiéndose en la inmensidad de nuestra atmósfera.
Regresamos por la cornisa y después descendimos
hacia la Ciudad por la rampa empinada. Me alegré de
que no lo hubiéramos dejado para más tarde; la luz se
extinguía velozmente y la falta de visibilidad no
mejoraba nada mi sensación de vértigo. Pero al fin
llegamos abajo.
Las zonas comunales del interior de las pirámides
nos seguirían estando vedadas. Sin embargo,
encontramos comida en almacenes al aire libre y
rompimos los envases para consumirla. Había fuentes
de agua potable en lugares diversos, dispuestas a fin
de calmar la sed de los Amos que pasaran; nosotros
bebimos de ellas. Los cuerpos de los Amos se
encontraban desperdigados en medio de la creciente
oscuridad. Cada vez se nos unía un número mayor de
personas que llevaban Placa. Se encontraban
conmocionados y desconcertados, y algunos tenían
heridas ocasionadas por fragmentos de la cúpula
derrumbada; nos ocupamos de ellos lo mejor que
pudimos. Después nos instalamos dispuestos a afrontar
una noche fría de primavera. No fue agradable, pero al
menos veíamos brillar las estrellas, las estrellas de la
tierra, que brillaban como diamantes.
Por la mañana, ateridos, Fritz y yo hablamos sobre
lo que convenía hacer. Seguíamos sin poder atravesar
la Sala de Entrada, a menos que abordáramos la ardua
y lenta tarea de derribar las puertas. E intentarlo con la
puerta de la Muralla, por donde entraban los Trípodes,
sería una empresa casi imposible. Claro que podíamos
escaparnos por el río, pero aquello tampoco sería fácil;
en mi caso sería un acto suicida. Dije:
--Podíamos formar una escala anudando tiras (hay
existencias del material que utilizan para confeccionar
las ropas de los esclavos), bajar desde las cámaras...
--Habría que confeccionar una tira larguísima, -dijo-
. Creo que podría resultar peor que el río. Pero le he
estado dando vueltas a...
--¿A qué?
--Todos los Amos están muertos. Si volviéramos a
poner en funcionamiento el estanque de fuego...
--¿Cómo? Acuérdate de Mario.
--Me acuerdo. Lo mató la energía. Pero aquel
interruptor estaba allí para que lo utilizaran.
--Con un tentáculo. Es una sustancia distinta a
nuestra carne. Puede ser que no le afecte la energía.
¿Vamos a cortar un tentáculo y utilizarlo para volver a
accionar la palanca?
--Es una idea, -dijo-, pero no es lo que yo tenía en
mente. Cuando Mario accionó la palanca el fuego
estaba encendido. Se apagó despacio. Si se enciende
también despacio... ¿Ves lo que quiero decir? Tal vez
no haya peligro hasta que el fuego esté encendido.
Dije despacio:
--Puede que tengas razón. Voy a hacerlo.
--No, -dijo Fritz decididamente-. Lo haré yo.
Bajamos por la rampa hasta la Sala de Máquinas. La
oscuridad era total y tuvimos que buscar a tientas la
pirámide central. Olía raro, como a hojas podridas, y
cuando tuve la desgracia de tropezarme con el cuerpo
de un Amo comprendí de dónde procedía. Estaban
empezando a descomponerse, y me imagino que allí
era peor que en la calle.
La primera vez no dimos con la pirámide y
acabamos en una de las filas de máquinas, en uno de
los hemisferios del lado opuesto. Al segundo intento
tuvimos más suerte. Palpé una superficie de metal lisa
y le dije a Fritz que se acercase. Juntos fuimos
tanteando en derredor hasta dar con el lado donde
estaba la entrada y después recorrimos el laberinto de
pirámides paralelas. Por supuesto la oscuridad no era
mayor que en las demás partes de la Sala, pero yo
sentía un miedo mayor. Tal vez tuviera algo que ver
con el confinamiento... y con el hecho de que nos
estuviéramos acercando al agujero donde antes ardía el
fuego.
Cuando llegamos a la tercera entrada, Fritz dijo:
--Quédate aquí, Will. No te acerques más.
Yo dije:
--No seas tonto. Claro que voy.
--No, -su voz fue rotunda, definitiva-. El tonto eres
tú. Si algo va mal, tú quedas al mando. Todavía
tenemos que encontrar una salida segura de la Ciudad.
Me quedé callado, reconociendo la verdad de lo que
decía. Oí cómo se abría camino en círculo, evitando el
hoyo central. Tardó mucho porque iba con cautela. Por
fin dijo:
--He llegado a la columna. Estoy buscando el
interruptor. Ya lo tengo. ¡Lo he empujado hacia arriba!
--¿Estás bien? Apártate por si acaso.
--Ya me he apartado. Pero no pasa nada. No hay ni
rastro del fuego.
Y no lo había. Escruté la oscuridad. A lo mejor
llevaba demasiado tiempo apagado. A lo mejor había
que hacer alguna otra cosa que ni siquiera podíamos
imaginarnos. Con una voz que evidenciaba su
decepción, Fritz dijo:
--Ya voy de vuelta.
Extendí la mano para que la alcanzara. Dijo:
--Tendrá que ser con la escala o por el río. Es una
pena. Esperaba que pudiésemos controlar la Ciudad.
Al principio pensé que quizá la vista me estuviera
jugando una mala pasada, haciéndome ver unos puntos
luminosos, como sucede a veces cuando se está a
oscuras. Dije:
--Espera... -y después-: ¡Mira!
Se volvió conmigo, y los dos nos quedamos
mirando. Abajo, en lo que debía de ser el fondo del
agujero, brotó una chispa y después otra, y otra más.
Aumentaron de tamaño, se juntaron, empezaron a
adquirir luminosidad. Mientras observábamos, el fuego
se fue extendiendo y se inició el siseo. Entonces
empezó a fulgurar todo el hoyo, al tiempo que la
luminosidad inundaba la estancia.
CAPÍTULO 7:
UN VERANO NAVEGANDO POR EL VIENTO

Los Amos habían muerto, pero la Ciudad volvía a


vivir.
La intensa gravedad tiraba de nosotros como antes,
pero no nos importaba. Fuera, en la Sala, brillaban las
lámparas verdes y se oía el zumbido de las máquinas,
incesantemente desempeñando su misteriosa actividad.
Subimos a las calles, encontramos un vehículo, nos
subimos y fuimos hasta donde habíamos dejado a los
demás. Se quedaron mirándonos con ojos desorbitados.
En torno al perímetro de la ciudad se elevaba una
neblina verde, señal de que estaba nuevamente
funcionando la máquina que producía el aire de los
Amos. Pero no parecía peligroso. Se elevaba por
encima de la cúpula destrozada y se perdía en la
inmensidad azul del cielo.
Recogimos a cuantos seguidores pudimos y
partimos de nuevo hacia la Zona de Entrada. Esta vez
funcionó la puerta cuando apretamos el botón. Dentro
nos encontramos a los esclavos encargados de preparar
a los nuevos esclavos. Estaban desconcertados y,
después de dieciocho horas, el aire estaba enrarecido;
pero, por lo demás, se encontraban bien. Fueron ellos
los que nos explicaron cómo funcionaba la habitación
que se desplazaba y cómo se abría el acceso de la
Muralla. Yo dije:
--Los Trípodes... Muchos habrán quedado atrapados
fuera. Tal vez estén aguardando. Si abrimos...
--¿Aguardando a qué? -dijo Fritz-. Saben que la
cúpula ha quedado destruida.
--Si entran los Trípodes... los Amos que los
conducen puede que tengan mascarillas. Y la máquina
que elabora su aire sigue funcionando todavía. Podrían
hacer algo, tal vez ponerse a reparar cosas.
Fritz se volvió hacia el que nos había explicado
cómo se abría la entrada de la Muralla. Dijo:
--En la Sala de los Trípodes hay aire humano.
¿Cómo pasaban a la zona donde podían respirar?
--Las puertas de los hemisferios encajaban con
otras puertas situadas a gran altura por la parte interior
de la Sala. Por allí podían pasar los Amos andando.
--¿Las puertas de la Sala se abrían desde el
exterior?
--No. Desde aquí. Cuando los Amos nos lo
ordenaban, apretábamos un botón y se abrían, -señaló
una rejilla que había en la pared-. Por ahí nos llegaba la
voz, aunque ellos estaban fuera, en los Trípodes.
--Tú vas a quedarte aquí -dijo Fritz-, con unos
cuantos que elijas. Más tarde te relevarán, pero hasta
entonces tu obligación consistirá en ocuparte de que las
puertas estén cerradas. ¿Entendido?
Hablaba con autoridad, esperando ser obedecido; se
aceptó su orden sin vacilación. A los cuatro que
quedábamos, de los seis que atacamos la Ciudad, se
nos trataba con suma deferencia y respeto. Aunque las
Placas ya no tenían efecto sobre su inteligencia, la idea
de que hubiéramos luchado contra los Amos,
derrotándolos, les infundía respeto.
Los demás bajamos utilizando la habitación que se
movía y salimos de la Sala de los Trípodes. Estaban
encendidas las lámparas verdes, pero su luz se perdía
en medio de la luminosidad que penetraba por la
abertura de la pared, la cual tendría más de cincuenta
pies de ancho y más de dos veces esa cifra de alto. A lo
largo de la Sala se alineaban los Trípodes; pero estaban
inmóviles y presumiblemente desocupados. En su
presencia volvíamos a ser unos pigmeos, si bien unos
pigmeos victoriosos. Pasamos a través de la abertura y
Jan me agarró del brazo. Allí se alzaba otro Trípode,
que nos miraba amenazadoramente.
Fritz exclamó:
--¡Preparaos para dispersaros! Lo más lejos que
podáis, si ataca. No puede atraparnos a todos.
Mas los tentáculos colgaban con flaccidez del
hemisferio. La amenaza era ilusoria. Allí no había vida.
Tras unos instantes así lo entendimos y nos relajamos.
Caminamos despreocupadamente bajo su sombra y
algunos de los que tenían Placa se pusieron a trepar
por una de las grandes patas metálicas, dando voces de
alegría.
Fritz me dijo:
--Creía que el aire, la comida y el agua les duraría
más tiempo. En efecto, así tenía que ser, puesto que
hacen viajes que duran días e incluso semanas.
--¿Qué más da? -dije-. Están muertos, -sentí la
tentación de sumarme a los que trepaban por la pata
del Trípode, pero sabía que resultaría pueril-. ¡Puede
que hayan muerto de tristeza!
(Y puede que mi tonta suposición no estuviera tan
lejos de la verdad. Más adelante descubrimos que todos
los Trípodes habían dejado de funcionar horas después
de que se apagara el fuego de la Ciudad. Nuestros
científicos examinaron los cuerpos de los Amos que
quedaron encerrados. Era imposible saber cómo
murieron, pero pudiera ser que de desesperación. Su
inteligencia no era como la nuestra. Sin embargo, Ruki
no murió -no murió entonces-. Quizá, al haberse
habituado a la cautividad, pudo soportar mejor la
conmoción que suponía la caída de la Ciudad y siguió
viviendo con la esperanza de que al final lo rescataran).
Hacía un día luminoso, como si fuera un homenaje a
nuestra victoria. En el cielo se veían grandes nubes
blancas, aborregadas; pero las extensiones de azul
eran aún mayores y el sol apenas si se ocultaba.
Soplaba un viento leve y templado que olía a cultivos y
a primavera. Recorrimos el perímetro de la Muralla
hasta llegar al río y después proseguimos hacia el
puesto avanzado de donde habíamos partido. Cuando
nos acercábamos unas figuras nos saludaron con la
mano y yo volví a reparar en que ya se habían acabado
los días de escondrijos y subterfugios. Parecía que la
tierra era nuestra.
Andrè estaba allí. Dijo:
--¡Buen trabajo! Pensamos que tal vez hubierais
quedado atrapados dentro.
Fritz le dijo que habíamos vuelto a encender el
estanque de fuego y él escuchó atentamente.
--Eso es incluso mejor. Cuando se enteren los
científicos van a volverse locos de alegría. Eso significa
que ahora tenemos sus secretos al descubierto.
Me estiré e hice una mueca de dolor cuando las
costillas me hicieron recordar su existencia. Dije:
--Tendrían bastante tiempo para estudiarlos. Ahora
podemos tomarnos las cosas con calma.
--Nada de calma, -dijo Andrè-. Aquí hemos ganado,
pero puede haber contraataque.
--¿De las otras Ciudades? -preguntó Fritz-. ¿Cuánto
tiempo pasará antes de que tengamos noticias de ellas?
--Ya las tenemos.
--Pero las palomas no han podido viajar tan deprisa.
--Los rayos invisibles son mucho más rápidos que
las palomas. Aunque no nos atrevimos a usarlos para
transmitir mensajes, hemos estado escuchando los que
enviaban los Amos. Dos Ciudades han dejado de emitir,
pero la tercera sigue haciéndolo.
--¿La del este? -indiqué-. Entonces los hombrecillos
amarillos han fracasado...
--No, ésa no, -dijo Andrè-. La del oeste.
En aquel ataque tenía que tomar parte Henry. Pensé
en él, así como en nuestras dos bajas, y pareció
nublarse aquel día luminoso.
Pero Henry seguía con vida. Dos meses después, en
el castillo, nos lo contó a los tres (Fritz, Larguirucho y
yo).
Las cosas les salieron mal desde el principio. De los
seis que eran, en el último momento dos cogieron una
enfermedad que afectaba comúnmente a los humanos
en aquella zona; ocuparon su lugar otros dos que
estaban peor entrenados. Uno de ellos tuvo dificultades
cuando intentaban remontar a nado el túnel
subterráneo,
obligándolos a dar la vuelta y volver a intentarlo la
noche siguiente. Incluso después de haber entrado en
la Ciudad surgieron fastidiosos retrasos y
contratiempos. Tuvieron dificultades para encontrar un
almacén donde hubiera suficiente cantidad de alimentos
amiláceos para preparar la masa que habría de
fermentar; y cuando por fin la obtuvieron sus primeros
intentos fracasaron porque parte de la levadura no
fermentó. Tampoco lograron encontrar un escondrijo
cerca de la planta purificadora de agua, lo que
implicaba efectuar numerosos y agotadores transportes
de alcohol por la noche.
Pero alcanzaron el cupo asignado en el tiempo
previsto y Henry pensó que, a partir de entonces,
resultaría fácil. Aunque nuestro intento tenía que
efectuarse a mediodía, ellos podían iniciar el suyo al
amanecer, antes del primer turno de servicio de los
Amos. O por lo menos pensaron que podían hacerlo.
Sin embargo, para llegar a la rampa que bajaba a la
planta purificadora de agua, al igual que ocurriera en la
Ciudad que atacamos nosotros, era preciso atravesar
un espacio abierto donde había jardines de agua. Y se
encontraron con que en uno de ellos había dos Amos.
Parecía que estaban peleando; se daban empujones
y tirones con los tentáculos, golpeaban el agua y
levantaban salpicaduras. Fritz y yo vimos algo parecido
la noche que estuvimos buscando el río para ver el
modo de salir de la Ciudad. Nosotros no le encontramos
ningún sentido (era uno de los muchos hábitos
extraños que tenían los Amos; cuando los científicos se
enfrentaban a ellos, se limitaban a negar con la cabeza)
y Henry tampoco se lo encontró. Lo único que pudo
hacer fue confiar en que, fuera lo que fuera, acabaran
pronto y se marcharan. Pero no fue así y el tiempo fue
pasando, reduciendo poco a poco los minutos que
quedaban para la llegada del primer turno del día.
Al final, deliberadamente, se arriesgó. Los dos Amos
parecían hallarse totalmente absortos en lo que hacían;
se encontraban en el estanque más alejado de la
rampa. Ordenó a sus hombres que fueran
arrastrándose pegados a la tapia que rodeaba el
segundo estanque y después se lanzaron corriendo
hacia la rampa, que estaba muy oscura. A los tres
primeros les salió bien, pero debieron de ver al cuarto.
Con rapidez sorprendente los Amos salieron del
estanque y acudieron a investigar.
Mataron a uno, creía que hubieran matado al otro si
éste se hubiera mantenido firme en sus convicciones.
Pero es que había visto cómo ocurría lo increíble (que
unos esclavos atacaban a un Amo) y se alejó de la
escena girando y aullando en su peculiar idioma. Era
evidente que iba a regresar con otros: no había
posibilidad de vaciar más de media docena de
recipientes de alcohol en las conducciones subterráneas
antes de que volviera, y esto significaba que los Amos
estarían sobre aviso del peligro. Tal vez no sólo allí,
sino también en las otras dos Ciudades; pues los
mensajes les llegarían inmediatamente a través de los
rayos invisibles.
La misión había fracasado y tenían que renunciar a
lo que tanto les había costado. Ahora el objetivo debía
ser evitar que los capturasen y descubrieran sus
pensamientos, al menos en tanto se efectuaba el
ataque a las otras dos Ciudades. Henry les dijo a sus
hombres que se dispersaran, y él también se perdió en
medio del laberinto de calles y rampas de la Ciudad,
yendo en dirección a la salida del río.
Lograron salir él y otros dos. No tenía ni idea de lo
ocurrido con los tres restantes, pero pensaba que los
habrían capturado: estuvieron esperando a que sus
cuerpos aparecieran en el río, pero no vieron nada. (No
era un río auténtico, sino una creación de los antiguos,
un canal enorme que surcaba la tierra, uniendo el
océano occidental con el situado al otro lado del istmo,
que era todavía mayor). Hubo mucho movimiento de
Trípodes que patrullaban; pero ellos permanecieron
tumbados en un refugio subterráneo y lograron no ser
descubiertos. Finalmente consiguieron huir hasta el
barco y regresar aquí.
--Un fracaso espantoso, -concluyó.
--Tuvisteis mala suerte, -dije yo-. Todos
necesitábamos buena suerte para triunfar y vosotros no
la tuvisteis.
--Ni siquiera fue un fracaso, -dijo Fritz-. Sea lo que
fuere lo ocurrido a los que perdisteis, seguramente
evitaron que los capturaran hasta que ya fue
demasiado tarde. A las otras Ciudades no llegó ningún
aviso.
Larguirucho dijo:
--Yo estaba con Julius cuando llegaron las noticias.
Dijo que se habría sentido satisfecho con que
hubiéramos tomado una sola Ciudad. Dos era más de lo
que nadie había podido esperar.
Henry dijo:
--Eso no modifica el hecho de que sigan teniendo en
su poder el continente de los americanos. ¿Ahora qué
hacemos? No tendríamos muchas posibilidades de
volver a hacernos pasar por espías. Puede que no
sepan bien qué les ha salido mal, pero indudablemente
no volverán a confiar en los esclavos humanos.
Dije:
--Entiendo por qué no han contraatacado.
--Todavía pueden hacerlo, -dijo Fritz.
--Lo están retrasando un poco. Si hubieran
conseguido establecer otro transmisor aquí antes de
que hubiéramos inutilizado las Placas, nos habrían
puesto las cosas mucho más difíciles.
No era posible extraer las Placas, que estaban
unidas a la misma carne de quienes las llevaban; pero
nuestros científicos descubrieron cómo dañar la malla
de modo que ya no desempeñara su cometido. Y
nosotros, por nuestra parte, nos quitamos las Placas
falsas con que nos disfrazábamos; era maravilloso no
sentir la presión del metal contra el cráneo.
Fritz dijo:
--Creo que es posible que hayan decidido
concentrarse en la defensa. La Ciudad de aquí y la del
este han sido destruidas y no pueden hacer nada al
respecto. Dentro de un año y medio llegará la gran
nave procedente de su planeta natal. Seguramente
creen que sólo tienen que aguantar hasta entonces.
Mientras sigan teniendo un continente pueden instalar
las máquinas y envenenar nuestro aire.
Henry dijo con desasosiego:
--Año y medio... No es mucho. ¿Sabes qué están
planeando, Larguirucho?
Larguirucho asintió:
--Algo sé.
--Pero supongo que no puedes decirlo.
Sonrió.
--Lo sabréis muy pronto. Creo que Julius nos lo va a
revelar en el banquete de mañana.
Como seguía haciendo buen tiempo el banquete
tuvo lugar en el patio del castillo. Se celebraba la
victoria, agasajando a los que habían tomado parte en
la conquista de la Ciudad; y por cierto que fue un
magnífico agasajo. Había toda clase de pescados
marinos y de río; había truchas y cangrejos a la parrilla
con mantequilla; después un surtido de pollo, pato,
lechón, pastel de pichón y filetes de buey asado en
barbacoa. También había vino espumoso del norte,
como el que bebimos en el banquete de despedida de
los Juegos. Tan impresionante como la bebida y las
viandas era el hecho de no tener que efectuar las
cansadas tareas de preparar la comida, poner la mesa y
demás. Ahora teníamos criados que nos traían la
comida. Se trataba de hombres que tenían Placa. Nos
trataban como a héroes (así lo hacían todos los que
llevaban Placa), lo cual resultaba embarazoso pero no
desagradable. El hecho de que los que cocinaban
fueran gentes expertas en aquel arte era una auténtica
mejora.
Julius habló de la misión. No derrochó alabanzas;
fue más bien parco, pero yo me ruboricé al escucharle.
Hizo especial mención de Fritz, como era de justicia. La
firmeza y los recursos de Fritz nos habían sacado
adelante.
Prosiguió:
--Os habréis estado preguntando qué va a pasar
ahora. Hemos logrado destruir las Ciudades enemigas
aquí y en el este. Pero aún nos falta tomar una Ciudad,
y mientras ésta aguante tenemos un cuchillo en la
garganta. Ha pasado más de la mitad del escaso tiempo
con que contábamos. Tenemos que destruir la
ciudadela final antes de que llegue su nave.
<<<Pero por lo menos sólo es una. Si se organiza
bien y se ejecuta adecuadamente, un solo asalto nos
proporcionará la victoria. Y puedo decir que ya hay un
plan muy adelantado.
<<<Se basa, como es menester si se quiere tener
éxito, en la especial vulnerabilidad derivada del hecho
de que son ajenos a este mundo y deben rodearse de
su propia atmósfera para sobrevivir. En los primeros
ataques drogamos a los Amos y desconectamos la
energía que hacía funcionar a la Ciudad, pero la
destrucción tan sólo sobrevino cuando se resquebrajó la
cúpula, escapándose su aire y penetrando el de la
Tierra. De este modo tenemos que atacar la Ciudad que
queda.
<<<Carecería de sentido intentar repetir el intento
de sabotaje desde dentro. Las últimas noticias
procedentes del oeste dicen que los Amos han dejado
de reclutar hombres que lleven la Placa. No sabemos
qué ha sido de los que vivían en la Ciudad en calidad de
esclavos, pero estamos casi seguros de que o los han
matado o les han ordenado darse muerte. No; debemos
atacar desde el exterior, y la cuestión es cómo hacerlo.
<<<En la antigüedad, según hemos aprendido, los
hombres disponían de medios para arrasar territorios
tan extensos como la Ciudad desde la otra parte del
mundo. Podríamos volver a fabricar dichos medios,
pero no dentro del plazo que nos queda. Podríamos
construir un tipo más primitivo de arma para lanzar
explosivos, pero no serviría. Otro informe procedente
del otro lado del océano nos dice que los Amos están
devastando una extensión de muchas millas, tanto al
norte como al sur, asegurándose de imposibilitar
cualquier forma de vida que pudiera resultarles
amenazadora. Necesitamos algo distinto.
<<<Y creo que lo tenemos. Nuestros antepasados
lograron algo que al parecer los Amos nunca han
igualado. Se trata de la construcción de máquinas
capaces de volar. Los Amos llegaron de un planeta tan
pesado que volar allí debía de ser difícil, si no
imposible. Pasaron directamente del transporte por
superficie al transporte entre distintos mundos. Es de
suponer que, después de conquistar la Tierra, habrían
podido copiar las máquinas voladoras que se usaban
aquí; pero no lo hicieron. Quizá por una especie de
orgullo, o porque pensaron que los Trípodes eran más
que suficientes para llevar a cabo sus propósitos... o
porque, debido a otra peculiaridad de su mente, les
diera miedo.
Me acordé del miedo y del vértigo que sentí al subir
por la rampa de la Muralla, y después al caminar por la
estrecha cornisa que se elevaba por encima de todos
los tejados de la Ciudad. Era evidente que los Amos no
padecían aquella sensación, de lo contrario no hubieran
edificado de tal guisa. Pero el miedo no entraña
siempre racionalidad. Pudiera ser que se encontraran
bien mientras estuvieran en contacto con el suelo y
que, cuando no era así, sintieran terror.
Julius dijo:
--Hemos construido máquinas voladoras...
Lo dijo normalmente, sin énfasis, pero sus palabras
se perdieron en un espontáneo estallido de aplausos en
el que todos prorrumpimos.
Julius alzó la mano solicitando silencio, pero
sonreía.
--No son máquinas como las que construían los
antiguos, máquinas capaces de transportar a
centenares de personas a través del océano occidental
en unas horas. Sí, puede que os asombre, pero es
cierto. Eso, al igual que las máquinas capaces de lanzar
la destrucción de una punta del mundo a la otra, está
más allá de nuestras posibilidades actuales. Las
nuestras son máquinas pequeñas y sencillas. Pero
vuelan y puede llevarlas un hombre, y además
transportar explosivos. Así son las que vamos a usar y,
con tales medios, esperamos resquebrajar el último
caparazón del enemigo.
Siguió hablando en términos más generales. Yo
esperaba que dijera algo sobre el papel que
desempeñaríamos en la nueva empresa, pero no lo
hizo. Más tarde, cuando estábamos presenciando la
actuación de unos juglares, le pregunté directamente:
--¿Cuándo empezamos el entrenamiento con las
máquinas voladoras, señor? ¿Será aquí o al otro lado
del océano?
Me miró con ojos divertidos.
--Hubiera dicho que estabas demasiado lleno como
para hablar, Will, después de todo lo que te he visto
engullir; no digamos ya para que pensaras en volar.
¿Cómo te las arreglas para comer tanto y seguir tan
menudo?
--No lo sé, señor. En cuanto a las máquinas... ¿de
verdad que ya las han construido?
--Sí.
--¿Entonces podremos empezar a aprender su
manejo pronto?
--Ya tenemos hombres que están aprendiendo. De
hecho, ya han aprendido. Ahora es cuestión de que
practiquen.
--Pero...
--¿Pero qué papel desempeñáis vosotros? Escucha,
Will, un general no utiliza las mismas tropas una y otra
vez. Fritz y tú habéis actuado bien y os habéis ganado
un descanso.
--¡Señor! Eso fue hace meses. Desde entonces lo
único que hemos hecho ha sido vivir a cuerpo de rey.
Preferiría, con mucho, empezar a entrenarme en las
máquinas voladoras.
--Eso no lo pongo en duda. Pero un general tiene
que hacer otra cosa más: tiene que organizar su tiempo
y sus hombres. No hay que esperar a que concluya una
operación para empezar la siguiente. No nos atrevimos
a lanzar las máquinas al aire mientras aún existía la
Ciudad; pero ya entonces nuestros hombres las
estaban estudiando, así como los libros sobre el vuelo.
Utilizamos la primera máquina al día siguiente de que
reventara la cúpula de la Ciudad.
Argüí:
--Pero yo podría sumarme a ellos y seguramente
me pondría a su nivel. Usted ha dicho que soy
pequeño. ¿No servirá eso de ayuda? Quiero decir que
así la máquina tendría que llevar menos peso.
Negó con la cabeza:
--El peso no tiene tanta importancia. En todo caso
tenemos pilotos más que suficientes. Ya conoces la
norma, Will. Las preferencias individuales no cuentan;
lo único que cuenta es lo que conduce a la eficacia y,
consiguientemente, al éxito. El número de máquinas
que tenemos es limitado, y en consecuencia lo son
también los medios para entrenar a los pilotos. Aunque
yo pensara que eres mucho más apto que los que ya
tenemos, -y de hecho no lo pienso-, no aprobaría algo
que supone esperar a que te pongas al nivel de otros
que están más avanzados. No sería eficaz.
Había hablado con mayor firmeza, hasta cierto
punto regañándome, y no me quedó más remedio que
aceptar su decisión y poner la mejor cara que pude. Sin
embargo, más tarde se lo conté a Fritz con
resentimiento. Me escuchó con su imperturbabilidad
habitual, y comentó:
--Lo que ha dicho Julius es justo, por supuesto. A ti
y a mí nos incluyeron en el grupo que tenía que atacar
la Ciudad porque habíamos vivido allí y teníamos la
ventaja de conocerla. Tal ventaja no existe en el caso
de las máquinas voladoras.
--¿Así que tenemos que quedarnos aquí, perdiendo
el tiempo, sin hacer nada, mientras pasan cosas al otro
lado del océano?
Fritz se encogió de hombros:
--Eso parece. Y puesto que no se puede elegir más
vale que nos lo tomemos lo mejor posible.
Mucho me temo que a mí aquello no se me daba
nada bien. Seguía pensando que habríamos podido
ponernos al nivel de los que nos llevaban ventaja en la
conducción de las máquinas voladoras; también
pensaba que lo que habíamos hecho nos daba derecho
a tomar parte en el ataque final. Tenía la esperanza de
que Julius cambiara de idea, aunque aquello no era
algo que sucediera con frecuencia. Sólo perdí la
esperanza la mañana que se fue del castillo a caballo,
camino de otra de nuestras bases.
Estando de pie junto a las almenas agrietadas,
viendo su caballo alejarse, Larguirucho se me acercó.
Preguntó:
--¿Nada que hacer, Will?
--Podría hacer muchas cosas. Nadar, tumbarme al
sol, cazar moscas...
--Antes de irse Julius me dio permiso para iniciar un
proyecto. Podrías ayudarme.
Dije, con indiferencia:
--¿De qué se trata?
--¿Te he hablado alguna vez de cuando, antes de
conocerte, me fijé en el hecho de que el vapor que
despiden las cacerolas va hacia arriba, y entonces
intenté construir un globo que se elevara en el aire y
que quizá podría transportarme?
--Lo recuerdo.
--Mi idea era alejarme flotando hasta llegar a una
tierra donde no hubiera Trípodes. Por supuesto, no dio
resultado. Al principio el aire se enfriaba y entonces
volvía a descender rápidamente. Pero cuando
trabajamos intentando separar los gases que componen
el aire, a fin de construir aquellas máscaras especiales
para que entrarais en la Ciudad nadando a
contracorriente, descubrimos también cómo se
preparan gases más ligeros que el aire. Si se utilizan
éstos para rellenar el globo entonces éste debería
ascender y mantenerse en alto. De hecho, los antiguos
lo tuvieron antes de construir las máquinas voladoras.
Dije, sin demasiado entusiasmo:
--Parece muy interesante. ¿Qué quieres que haga
yo?
--He construido unos cuantos globos y he
convencido a Julius de que me deje llevar unas cuantas
personas para ver si conseguimos hacerlos funcionar.
Levantaremos nuestro propio campamento y... bueno,
los haremos volar, supongo. ¿Quieres apuntarte? Se lo
he preguntado a Henry y a Fritz y están deseando
hacerlo.
En otras circunstancias la idea me habría fascinado.
Sin embargo, en aquel momento, me lo tomé como la
rúbrica definitiva a la negativa de Julius a dejarme
tomar parte en el ataque aéreo contra la tercera Ciudad
y, comparándolo con ello, me parecía algo muy
aburrido. Dije, a regañadientes:
--Supongo que sí.
Mi resentimiento era pueril y, cuando por fin acepté
las cosas, logré eliminarlo en seguida. Me ayudó el
hecho de que montar en globo era tremendamente
divertido. Transportamos los globos en carretas hasta
un lugar del interior, una zona agreste, casi sin habitar.
El terreno era monstruoso y abrupto, se trataba de las
estribaciones de una cordillera menos alta que las
Montañas Blancas, aunque era bastante impresionante.
Una de las cosas que quería aprender Larguirucho era a
maniobrar en medio de las distintas ráfagas y
corrientes de aire; en aquellos montes se daban
mucho.
El globo propiamente dicho era de hule e iba sujeto
por una malla de cuerda de seda que, a su vez, estaba
atada a la cesta en la que viajábamos. La cesta se
fijaba al suelo mediante unos postes, después
empezábamos a llenar de gas ligero el globo, que
empezaba a agitarse y hacer fuerza contra las cuerdas
como si se sintiera impaciente por subir y alejarse. El
globo era bastante grande, de unos diez pies de
diámetro, y la cesta era lo bastante grande como para
transportar a cuatro personas, aunque normalmente la
tripulación era de dos. También llevaba lastre, unos
sacos de arena que se dejaban caer para aligerar el
peso cuando las corrientes tiraban hacia abajo. El
descenso era una cuestión relativamente sencilla. Se
tiraba de una cuerda que abría un poco el globo,
dejando salir parte del gas ligero. No era nada difícil,
pero había que tener cuidado: si se abriera del todo,
globo y cesta caerían como si de una piedra se
tratara... perspectiva nada halagüeña cuando se tenía
el suelo a centenares de pies de distancia.
Pero esto no aminoraba el placer que
proporcionaba. No recuerdo nada tan regocijante como
mi primera ascensión. Por supuesto que ya me había
elevado por encima del suelo con anterioridad, cuando
el tentáculo de un Trípode me levantó por los aires.
Aquello fue terrible. Aquí, en contraste, todo era al
mismo tiempo tranquilo y sumamente emocionante.
Larguirucho soltó la última amarra y empezamos a
elevarnos, con rapidez, pero también con suavidad y
estabilidad. Hacía una tarde apacible y nos remontamos
casi verticalmente hacia un cielo flanqueado por cirros
blancos, muy arriba. Los árboles y arbustos, así como
los rostros de los que observaban desde el suelo,
empequeñecieron hasta desaparecer. A cada instante
se ampliaba el panorama que divisábamos; nos
sentíamos dioses. Me daba la sensación de que jamás
querría bajar otra vez a tierra. ¡Sería maravilloso poder
mantenerse eternamente flotando en el cielo,
alimentándose de la luz solar y bebiendo la lluvia de las
nubes!
Poco a poco fuimos adquiriendo destreza en el
manejo de estas enormes burbujas que nos elevaban y
transportaban por el aire. Era un arte más difícil de lo
que hubiera podido pensarse. Había remolinos incluso
los días aparentemente tranquilos y a veces se
producían turbulencias muy violentas. Larguirucho
hablaba de construir globos mucho mayores, que
tuvieran una cubierta mucho más sólida y un motor que
los impulsara por el aire; pero aquélla era una
esperanza remota cara al futuro. La nave de que
disponíamos ahora estaba enteramente a merced del
viento y de las condiciones atmosféricas. Tuvimos que
aprender a navegar entre ellas como si de canoas en un
río inexplorado se tratara; tras un tramo remansado
podíamos encontrar bruscamente, al tomar la siguiente
curva, un violento descenso en medio de unos rápidos.
Aprendimos a reconocer el cielo, a leer signos y
portentos en cosas pequeñas, a saber con antelación
qué curso seguiría una corriente al remontar una ladera
rocosa.
Con la fascinación logré olvidarme, hasta cierto
punto, de que nos encontrábamos al margen de una
lucha que pronto debía alcanzar su punto álgido. El
momento peor fue cuando se nos unió más gente del
castillo y nos contó que los hombres que iban a pilotar
las máquinas voladoras habían partido para cruzar el
océano. Viajaban en una serie de barcos distintos por
motivos de seguridad y cada barco transportaba las
piezas, las cuales, una vez allí, se ensamblarían para
montar las máquinas voladoras. Henry y yo estuvimos
un rato dándole vueltas a esta noticia. Además descubrí
que él se sentía peor que yo porque lo hubieran
excluido. Después de todo él había llegado a entrar en
la tercera Ciudad y había visto desbaratarse sus
esperanzas de destruirla.
Pero pudimos concentrarnos en nuestra propia
modalidad de vuelo, algo gratuito, sin objetivos.
Podíamos remontarnos por encima de las colinas y
contemplar de igual a igual las cumbres de las
montañas, que tenían un color pardo por ser verano. En
tierra vivíamos en tiendas de campaña y llevábamos
una vida dura... pero la dureza incluía que nosotros
mismos capturásemos peces en los ríos que bajaban
tumultuosamente por entre helechos y brezos; luego
los cocinábamos directamente sobre brasas. Incluía
expediciones en las que atrapábamos no sólo liebres y
conejos, sino también ciervos y jabalíes;
organizábamos después festines en torno a un fuego
que crepitaba en la oscuridad. Después dormíamos
profundamente sobre el duro suelo y nos levantábamos
repuestos.
Así fueron pasando los días, las semanas y los
meses. Pasó el verano y los días se acortaron con la
proximidad del otoño. Pronto sería hora de regresar al
castillo, nuestro cuartel de invierno. Pero unos días
antes de cuando esperábamos trasladarnos llegó un
mensajero desde allí. El mensaje era simple y escueto:
Julius quería que regresáramos inmediatamente.
Desmantelamos nuestros globos, los guardamos en las
carretas y salimos al día siguiente temprano, mientras
lloviznaba.
Jamás había visto a Julius con aspecto tan
envejecido y cansado. Tenía ojeras y me pregunté
cuánto dormiría de noche. Me sentí culpable por los
días y noches que había pasado despreocupadamente
en las colinas.
Dijo:
--Es mejor que lo sepáis inmediatamente. Malas
noticias. No pueden ser peores.
Larguirucho dijo:
--¿El ataque contra la tercera Ciudad...?
--Ha fracasado por completo.
--¿Qué es lo que ha fallado?
--No los preparativos. Pasamos al otro lado todas
las máquinas de volar sin problemas y establecimos
tres bases, dos al norte y una al sur. Las disimulamos,
según parece con éxito, pintando las máquinas de
modo que desde lejos, desde la altura de un Trípode, se
confundían con el suelo. Era un truco que empleaban
los antiguos en sus guerras y pareció funcionar. Los
Trípodes no ocasionaron molestias, no dieron muestras
de saber que estaban allí. De modo que a la hora
indicada partieron hacia la Ciudad, transportando los
explosivos.
Julius hizo una breve pausa:
--Nadie llegó a acercarse. Súbitamente se pararon
los motores.
Larguirucho preguntó secamente:
--¿Sabemos por qué... cómo?
--Parte del mecanismo de funcionamiento era
eléctrico. Tú sabes de eso más que yo. En las bases,
situadas a muchas millas de distancia, todo lo que era
eléctrico se detuvo en aquel mismo momento, pero
más tarde volvió a funcionar. Los científicos creen que
se trata de una clase distinta de rayos invisibles
capaces de inutilizar todos los objetos eléctricos en
pleno funcionamiento.
Dije:
--¿Y las máquinas voladoras, señor? ¿Qué les
ocurrió?
--La mayoría se estrellaron contra el suelo. Unas
pocas lograron llegar abajo más o menos intactas. Los
Trípodes salieron de la Ciudad y las destruyeron cuando
se encontraban así, impotentes.
Henry dijo:
--¿Todas, señor?
--Todas. La única voladora que nos queda es una
que no salió de la base porque tenía problemas con el
motor.
Sólo entonces capté plenamente el espantoso
significado de lo que nos había contado. Estaba tan
seguro de que el ataque tendría éxito, de que aquellos
maravillosos ingenios de los antiguos destruirían la
última plaza fuerte del enemigo... Sin embargo, no
había fracasado tan sólo el ataque; el arma en la que
habíamos depositado nuestras esperanzas había
resultado ser inútil.
Larguirucho dijo:
--¿Y bien, señor?
Julius hizo un gesto afirmativo con la cabeza:
--Sí. Nos queda un último cartucho. Esperemos que
tus globos lo consigan.
Le dije a Larguirucho:
--¿Quieres decir que sabías en todo momento que
era posible, que se podía recurrir a los globos en caso
de que fallaran las máquinas?
Me miró, levemente sorprendido.
--Pues claro. ¿No pensarías que Julius iba a esperar
hasta el último momento sin tener un plan alternativo?
--Me lo podías haber dicho.
Se encogió de hombros.
--Se le deja a Julius que le diga a la gente lo que
considera adecuado. Y los globos son un buen proyecto
en sí mismos. Las naves aéreas de que hablé... los
antiguos tenían algo así, pero las abandonaron a
cambio de las máquinas voladoras. No estoy seguro de
que la elección fuera acertada.
Dije:
--¿Sabes cuándo tenemos que cruzar el océano?
--No. Hay que hacer preparativos.
--Sí, claro.
Me amonestó severamente:
--Will, deja de sonreír como un idiota. Esto no se ha
hecho pensando en ti. Habría sido mejor, infinitamente
mejor, que hubiera tenido éxito el ataque de las
máquinas voladoras. Como dijo Julius, ésta es nuestra
última oportunidad.
Dije, compungido:
--Sí, me doy cuenta de eso.
Pero el arrepentimiento no era el sentimiento que
predominaba en mí.
CAPÍTULO 8:
LAS BURBUJAS DE LA LIBERTAD

También a nosotros nos distribuyeron en distintos


barcos para que efectuáramos el viaje a través del
océano. No obstante, Henry y yo coincidimos en un
barco de cuatro o cinco toneladas llamado <La Reine
d.Azure>. Los marineros franceses nos preguntaron
antes de salir de puerto si queríamos tomar una pócima
que preparaban contra el mareo. Dijeron que el cielo
anunciaba un tiempo de perros. Henry aceptó el
ofrecimiento, pero yo lo rechacé. El líquido tenía un
aspecto sospechoso y olía aún peor y, según les dije,
no era la primera vez que me hacía a la mar.
Pero la vez anterior se trataba de un mar diferente
(el estrecho canal que separa a Francia de mi patria) y
también eran diferentes las condiciones. Cuando
zarpamos estaba la mar picada, con las olas coronadas
de blanco; soplaba un viento del este que levantaba
espuma de las crestas. Nos hacía falta un viento así y
todas las velas estaban hinchadas, sacándole partido.
<La Reine> se arrastraba velozmente bajo un cielo
cada vez más oscuro, aunque no era mucho después de
mediodía. Puede que fuese una reina, pero estaba
borracha; daba bandazos sin parar, hundía la proa en
las concavidades que se formaban entre las olas
cuando éstas subían y bajaban, y luego volvía a
emerger desparramando espuma.
Al principio tuve una leve sensación de incomodidad
y creí que se me pasaría cuando me acostumbrara al
movimiento. Estábamos junto a la borda Henry y yo,
abrigados para protegernos del viento y del agua,
charlando alegremente y contando chistes. Sin
embargo, en lugar de desaparecer, la incomodidad se
hacía cada vez más intensa. Uno de los marineros que
me ofrecieron el remedio contra el mareo pasó por allí
y me preguntó qué tal me sentía. Me reí y le dije que
me encontraba bien, que me recordaba los tiovivos que
traían a la feria del pueblo cuando yo era niño. En aquel
momento el barco descendió desde la cúspide de su
trayectoria ascendente, hundiéndose en las espantosas
profundidades y yo cerré la boca, apresurándome a
tragar. Afortunadamente, ya se había ido.
Desde entonces la lucha del barco contra las olas
tuvo su parangón en la que entabló mi cabeza contra
mi estómago. Estaba decidido a que ni siquiera Henry
se enterara de cómo me sentía (mi orgullo estaba
estúpidamente comprometido) y sentí alivio cuando
dijeron que en la cocina nos aguardaba una bebida
caliente y él se bajó. Me preguntó si bajaba y yo hice
un gesto negativo con la cabeza, sonriendo
desesperadamente. Dije, y era totalmente cierto, que
en aquel momento no tenía ganas de beber nada. De
modo que me dejó y yo me quedé agarrado a la borda,
mirando fijamente al mar, deseando que se calmaran él
o mi agitado estómago. Ninguno de los dos lo hizo. El
tiempo transcurría lentamente y no pasó nada excepto
que el cielo estaba más oscuro, las olas eran más
violentas y los estremecidos ascensos y descensos de
<La Reine d.Azure> más intensos. Además me dolía la
cabeza; pero seguí aguantando. Me daba la sensación
de que estaba saliendo victorioso.
Alguien me tocó por detrás. Henry dijo:
--Aún sigues aquí, Will. No te cansas del frescor de
la brisa marina.
Mascullé algo, no sé qué. Henry prosiguió:
--He estado hablando con el capitán. Dice que
seguramente tendremos un tiempo francamente malo
más adelante.
Me volví, accionado por la incredulidad ante aquella
observación. ¿Tiempo francamente malo? Abrí la boca
para decir algo y, pensándomelo mejor, la volví a
cerrar. Henry dijo con solicitud:
--¿Te encuentras bien, Will? Tienes un color muy
raro. Una especie de verde aceitunado...
Me volví de nuevo hacia la borda, me asomé por
encima y vomité. No una sola vez, sino una tras otra.
Mi estómago siguió dando sacudidas, aunque ya era
imposible que me quedara nada dentro. El resto del
día, la noche y el día siguiente los recuerdo
nebulosamente; tampoco desearía recordar mejor
aquel tiempo. En algún momento regresó el marinero
francés trayendo su pócima y Henry me sujetó la
cabeza mientras él me la hacía tragar. Creo que
después me sentí mejor, pero es que habría sido muy
difícil que me sintiera peor.
Poco a poco fue mejorando mi condición. En la
mañana del cuarto día, aunque seguía teniendo
náuseas, se hicieron notar ciertos indicios de hambre.
Me lavé con agua salada, me arreglé y me dirigí hacia
la cocina tambaleándome. El cocinero, un hombre
gordo y sonriente que se sentía orgulloso de hablar un
poco de inglés, dijo:
--Ah, ¿así que estás mejor, eh? ¿Has recobrado el
buen apetito y te preparas para el desayuno?
Sonreí:
--Creo que podría comer algo.
--¡Bueno, bueno! Aquí tenemos un desayuno
especial para ti. Está ya cocinado.
Me dio un plato y lo cogí. Contenía rebanadas de
tocino. Eran gordas, todo grasa, exceptuando un par de
delgadas vetas rosáceas. No parecían estar fritas, sino
cocidas en grasa, la cual se les había quedado
adherida. Me quedé mirándolas mientras el cocinero me
observaba. Entonces el barco se movió en una dirección
y mi estómago en otra. Dejé apresuradamente el plato
y salí tambaleándome en busca del aire fresco de
cubierta. Cuando me fui me siguió por la escalerilla el
eco de la alegre risa del cocinero.
Sin embargo, al día siguiente, me encontraba de
nuevo perfectamente. Después de las privaciones
forzosas, tenía un apetito enorme. La comida me habría
sabido deliciosa de todos modos, pero es que además
estaba muy buena. (Me enteré de que el tocino
grasiento era una jugarreta de un antiguo cocinero del
barco, y de que al de ahora le gustaban mucho las
bromas). Además mejoró el tiempo. El mar seguía
encrespado pero estaba casi todo azul, reflejo de un
cielo vacío, excepción hecha de unas cuantas nubes de
lluvia. Seguía soplando un fuerte viento, aunque se
había desplazado en dirección sudoeste y había
amainado un tanto. No era la mejor dirección, si se
trataba de avanzar, y había que maniobrar mucho para
sacar el mayor provecho posible. Henry y yo ofrecimos
nuestros servicios, pero declinaron la oferta cortés y
decididamente. Nuestras manos inexpertas y nuestros
torpes dedos habrían sido más un estorbo que una
ayuda.
Así que nuevamente nos encontrábamos entregados
a la contemplación del mar y del cielo, haciéndonos
compañía. Había advertido yo un cambio en Henry la
primer vez que volvió de América y esto se vio
confirmado durante nuestro largo verano de prácticas
en globo. No se trataba de un mero cambio físico,
aunque estaba mucho más alto y delgado. me parecía
que también había cambiado su carácter. Era más
reservado y me daba la sensación de que esto obedecía
a que tenía más cosas por dentro, a que se sentía más
seguro de sí mismo y de sus objetivos en la vida (es
decir, sin tomar en consideración el objetivo común a
todos: vencer y aniquilar a los Amos). Pero allá, en las
montañas, habíamos llevado una vida comunal, y hubo
escasas oportunidades e inclinaciones a hacer
confidencias. Tan sólo ahora, en los largos días de sol
invernal, rodeados de un mar desnudo por los cuatro
puntos cardinales, me permitió vislumbrar cuáles
podrían ser tales objetivos.
En las raras ocasiones en que mi mente se ocupaba
de mirar más allá de nuestro objetivo primario y
pensaba en cómo podía ser el mundo cuando se viera
enteramente liberado de nuestros opresores, veía una
perspectiva nebulosa y me temo que esencialmente
centrada en los placeres. Me veía cazando, montando a
caballo, pescando... todas las cosas que me gustaban
se volvían cien veces más placenteras por el hecho de
saber que ningún Trípode volvería a surcar jamás el
horizonte, que nosotros éramos los amos de nuestro
entorno y de nuestro destino, que todas las ciudades
que se construyeran las habitarían los hombres.
Muy distintos eran los pensamientos de Henry. A él
le había afectado mucho su primera travesía del
océano. Él y sus compañeros desembarcaron muy al
norte de la Ciudad del istmo, una tierra donde, como he
dicho, la gente hablaba inglés, aunque con un acento
extraño. Le sorprendió el que, tras haber recorrido
miles de millas por unos mares sin rutas, pudiera
hablar y le entendieran, mientras que cuando cruzó
conmigo simplemente veinte millas para llegar a
Francia, nos encontramos con que no podíamos
comunicarnos con los que vivían allí.
A raíz de esto empezó a pensar más detenidamente
en las divisiones existentes entre los hombres, que ya
se daban antes de la llegada de los Amos, quienes al
ser miembros de una raza única y tener una sola
lengua y una sola nación, no las comprendieron jamás,
si bien se aprovecharon de ellas. Le parecía monstruoso
que se diera semejante situación, que los hombres
acudieran a matar a otros hombres a quienes no
conocían, simplemente porque vivieran en otro país. En
todo caso, esto se había acabado con la llegada de los
Amos.
--Trajeron la paz, -convine-; ¡pero menuda paz!
Una paz de rebaño.
--Sí -dijo Henry-. Eso es verdad. ¿Pero es que la
libertad significa que los hombres tengan que matarse
entre sí?
--Los hombres ya no luchan entre sí. Todos
luchamos contra el enemigo común. Franceses, como
Larguirucho; alemanes, como Fritz; americanos, como
tu amigo Walt...
--<Ahora> luchan juntos. Pero después, cuando
hayamos destruido a los Amos... ¿qué sucederá
entonces?
--Seguiremos unidos, por supuesto. Hemos
aprendido la lección.
--¿Estás seguro?
--¡Estoy convencido! Es impensable que los
hombres vayan a entablar guerras entre sí de nuevo.
Guardó silencio unos momentos. Estábamos
apoyados en la borda de estribor y me pareció ver un
destello muy a lo lejos, pero pensé que sería una
ilusión óptica. Allí no podía haber nada.
Henry dijo:
--No es impensable, Will. Yo pienso en ello. No debe
suceder, pero puede que tengamos que trabajar mucho
para asegurarnos de que así sea.
Le hice más preguntas y él las respondió. Al parecer
se trataba del principal objetivo que se había trazado:
trabajar por el mantenimiento de la paz entre los
pueblos del mundo libre. A mí me infundía respeto pero
no me convencía del todo. Sabía que en el pasado
había habido guerras, pero fue debido a que los
hombres jamás habían tenido nada que los uniera,
como lo teníamos nosotros ahora en nuestra lucha
contra los Amos. Después de haber alcanzado una
unidad tal, era imposible imaginarse que fuéramos a
renunciar a ella jamás. Cuando se hubiese acabado
esta guerra...
Estaba diciéndome algo, pero le interrumpí,
cogiéndole del brazo.
--Allá lejos hay algo. Lo vi antes, pero no estaba
seguro. Es un débil destello. ¿Tendrá alguna relación
con los Trípodes? Pueden desplazarse por mar.
--Me sorprendería encontrármelos en mitad del
océano, -dijo Henry.
Miraba hacia donde señalaba yo. Volvió a parpadear
una luz. Dijo:
--¡Además va demasiado rápido para ser un
Trípode! No se eleva lo suficiente sobre la superficie del
agua. Yo diría que es un pez volador.
--¿Un pez volador?
--En realidad no vuelan. Saltan por encima del agua
cuando los persiguen los delfines y se deslizan sobre la
superficie, utilizando la aleta a modo de vela. A veces
caen sobre cubierta. Creo que son muy sabrosos.
--¿Los has visto alguna vez?
Henry negó con la cabeza.
--No, pero los marineros me han hablado de ellos y
de muchas otras cosas. De las ballenas, que son tan
grandes como casas y lanzan chorros de agua por la
parte superior de la cabeza; y de los calamares
gigantes. Y en aguas más templadas hay unas criaturas
con aspecto de mujer que dan de mamar a sus retoños.
Los mares están llenos de maravillas.
Me lo imaginé escuchando aquellos relatos. Había
aprendido a escuchar, se mostraba cortés e interesado,
y estaba muy atento a lo que decían. También en esto
había cambiado; de niño era insolente e irreflexivo. Me
di cuenta de que, si después de la victoria iba a ser
preciso esforzarse por mantener la unidad de los
hombres, harían falta personas como Henry. Tal y como
estaban las cosas, Larguirucho iba adquiriendo
importancia entre los científicos y a Fritz se le
consideraba uno de nuestros mejores jefes; hasta yo
(sobre todo por suerte) había tenido mis momentos de
gloria. Henry había tenido menos éxito, pues su única
empresa importante había fracasado, si bien él no tuvo
la culpa. Pero pudiera ser que en el mundo del futuro él
fuera más valioso que todos nosotros. Más incluso que
Larguirucho, pues, ¿de qué serviría reconstruir las
grandes ciudades de los antiguos si después íbamos a
arrasarlas de nuevo?
Aunque era imposible que volviera a darse una
locura semejante. Y, en todo caso, aún no habíamos
derrotado a los Amos. Ni muchísimo menos.
La última fase del viaje discurrió por mares más
templados. Nos dirigíamos más hacia el sur que en el
primer viaje de Henry. Desembarcaríamos en un lugar
próximo a una base auxiliar que habíamos establecido
en las montañas, a varios centenares de millas de la
Ciudad. (Resulta curioso que, pese a hallarse un
continente americano al norte del otro, el estrecho
istmo que los une vaya en dirección este-oeste). La
base central, de la cual partieron las máquinas
voladoras fue abandonada después de que fracasara el
ataque. Nos impulsaban fuertes vientos procedentes del
nordeste; me contaron que soplaban durante todo el
año, casi sin variaciones. Cuando quedamos bajo su
influencia nos ayudaron mucho a avanzar.
Aquel mar estaba plagado de islas de todas las
formas y tamaños; algunas eran diminutas y otras tan
enormes que, de no habérmelo dicho los marineros,
hubiera creído que se trataba del mismísimo
continente. Pasábamos bastante cerca de muchas,
vislumbrando escenarios seductores: montañas de
lujurioso verdor, arenas doradas, árboles de ramajes
que el viento agitaba como si fueran plumas... Según
parecía sólo estaban habitadas las de mayor tamaño;
los Amos habían convertido las demás en tabú,
sirviéndose de las Placas de los habitantes de la zona.
Sería maravilloso desembarcar en ellas y explorarlas. A
lo mejor, cuando todo esto hubiera acabado... Llegué a
la conclusión de que Henry podría predicar sus ideas
por su cuenta. De todos modos yo no le iba a ser de
gran utilidad.
Por fin atracamos; cuando bajamos nos resultó
extraña la sensación de pisar tierra firme. Y nos hicimos
a la idea de que nuevamente nos encontrábamos bajo
la sombra del enemigo. Llegamos al atardecer y por la
noche desembarcamos la impedimenta y la cargamos
en carretas. Al día siguiente nos ocultamos al abrigo de
un bosque. Fue un trabajo difícil y no nos lo alivió el
tener que soportar varios aguaceros torrenciales. Jamás
había visto llover así, casi parecía que de los cielos se
desprendía agua sólida. En unos segundos se calaba
uno hasta los huesos.
Sin embargo, por la mañana por entre las hojas de
aquellos árboles nunca vistos, se filtraba un tórrido sol.
Me aventuré a exponerme al mismo, secándome las
ropas en un claro cercano. Ya habíamos subido un
tanto y parecía que aquella meseta se hallaba muy
hacia el este. Podía ver el litoral y las minúsculas islas
costeras. Y además otra cosa. Estaba a muchas millas
de distancia, pero se veía con toda nitidez y precisión
en medio de la luminosidad del trópico.
Era un Trípode.
Tardamos varios días en llegar a la base y una
semana más en ultimar los preparativos. Después sólo
teníamos que esperar.
No era la primera vez que me tocaba esperar y creí
que había aprendido a tener paciencia. Había pasado
largos meses entrenándome para los Juegos,
interminables semanas de ociosidad forzosa en el
interior de las cuevas, días junto al río preparando la
invasión de la Ciudad. Pensé que todo aquello me había
hecho aprender; mas no era así. Era ésta una espera
de una índole enteramente distinta, una espera sin
término fijo, en permanente alerta. Dependíamos no de
decisiones humanas, ni siquiera de los Amos, sino de
los caprichos de una fuerza superior a aquellas dos: de
la naturaleza.
El grupo logístico, al cual pertenecía Larguirucho,
había consultado a las personas, reclutadas en
expediciones anteriores, que habían pasado allí toda su
vida y conocían el país y el clima. Necesitábamos un
viento que llevara los globos hacia la Ciudad, es decir,
un viento del nordeste. De hecho, aquél era el viento
más frecuente; se trataba del mismo que nos impulsó
en la última fase del viaje marítimo y en aquella época
del año era un viento constante. Desgraciadamente,
por lo regular, su fuerza se extinguía precisamente al
llegar al brazo de tierra que ocupábamos, ahogándose
en la calma ecuatorial predominante en el sur y en el
oeste. Teníamos que aguardar un momento en el que el
viento tuviera mayor fuerza si no queríamos quedar
suspendidos en el aire o incluso vernos arrastrados
lejos de nuestro objetivo.
De modo que establecimos posiciones de avanzada
lo más cerca posible de la Ciudad; su misión consistía
en dar el aviso, -por medio de una paloma-, cuando el
viento se mantuviera soplando en aquella dirección con
la fuerza suficiente. Hasta entonces todo cuanto
podíamos hacer era irritarnos por tener que esperar.
Y la mayoría sí que nos irritábamos. Nuestro grupo
llegó en penúltimo lugar, el resto al día siguiente; pero
aunque había mucha gente que llevaba más tiempo
esperando, comprobé que yo era uno de los que peor
llevaba la situación. Mi humor iba empeorando y
empecé a saltar a la menor provocación. Por fin un día
alguien hizo un comentario jocoso (dijo que yo estaba
tan caldeado por dentro que no me hacía falta ningún
globo para volar) y me abalancé contra él; nos
enzarzamos en una furiosa pelea, hasta que nos
separaron. Por la noche Fritz habló conmigo.
Estábamos en una tienda de campaña, pero como
solía suceder, se calaba el agua por varios sitios. La
lona no bastaba para detener las lluvias de aquellos
parajes. Mientras él me recriminaba, afuera caía una
cortina de agua. Dije que lo lamentaba, pero eso no
pareció impresionarle mucho.
--Ya te has lamentado en otras ocasiones, -me dijo-
, y, sin embargo, sigues comportándote
irreflexivamente... te sales de tus casillas. No podemos
permitir que haya disensiones aquí. Tenemos que vivir
juntos y trabajar juntos.
--Ya lo sé -dije-. Mejoraré de actitud.
Me miraba fijamente. Sabía que me tenía cariño,
como yo se lo tenía a él. Habíamos pasado mucho
tiempo juntos; habíamos compartido penalidades y
peligros. Sin embargo, tenía una expresión severa.
Dijo:
--Como sabes, estoy al frente del ataque. Julius y
yo hablamos de muchas cosas antes de nuestra
partida. Me dijo que si tenía dudas con algún hombre
debía excluirlo del asalto. En particular me habló de ti,
Will.
Yo le caía bien, pero primero estaba el deber; con
Fritz siempre era así. Le supliqué una última
oportunidad. Al final dijo que sí, meneando la cabeza...
pero era de verdad la última oportunidad. Si me veía
envuelto en algún problema no iba a molestarse en
averiguar quién era el responsable. Me excluiría.
A la mañana siguiente, durante la instrucción
habitual con los globos, el tipo con el que me peleé me
hizo tropezar, -tal vez sin querer, tal vez no-, y caí de
bruces. No sólo me di un golpe en el codo con una
piedra; además me caí en un charco de barro. Cerré los
ojos y aguanté al menos cinco segundos antes de
levantarme. Lo hice con una sonrisa, mientras me
rechinaban los dientes.
Dos mañanas después, durante uno de tantos
chaparrones, una paloma salpicada de lodo se posó en
el palo de su caseta. En una pata llevaba un papel
enrollado.
Nuestra fuerza se componía de un total de doce
globos, tripulados por un solo hombre a fin de poder
transportar el mayor peso de explosivo posible. Éste iba
dentro de unos estuches de metal que se parecían un
poco a los huevos metálicos estriados que encontramos
en las ruinas de la gran ciudad, sólo que mucho
mayores. No era nada fácil levantarlos por encima del
borde de la cesta. Llevaban unas espoletas que los
hacían estallar a los cuatro segundos de retirar el
seguro.
Larguirucho nos había explicado que teníamos que
dejarlos caer desde una altura levemente inferior a
ciento cincuenta pies. El cálculo se basaba en un
descubrimiento hecho por un famoso científico de la
antigüedad llamado Newton. Nos lo intentó explicar
pero no estábamos capacitados para entenderlo (por lo
menos yo no lo estaba). Lo que venía a decir era que la
distancia recorrida por un objeto en caída libre es de
dieciséis pies multiplicado dos veces por el número de
segundos transcurridos. Así, durante el primer segundo
recorrería dieciséis pies (dieciséis multiplicado por uno
multiplicado por uno); en dos segundos sesenta y
cuatro pies, y en tres ciento cuarenta y cuatro. El
cuarto segundo era el tiempo calculado para situar la
bomba, como la llamaba él, y prepararla para dejarla
caer.
Esto lo habíamos practicado con bombas falsas
infinidad de veces, procurando calcular la distancia con
respecto al suelo, el transcurso del tiempo, etcétera.
También había que contar con que el globo se iba
desplazando hacia delante, lo cual, naturalmente,
afectaba al punto de caída de la bomba. Habíamos
adquirido gran destreza en este arte. Ahora teníamos
que aplicarla.
Los globos fueron despegando a intervalos de dos
segundos hacia un cielo lluvioso y gris, empujados por
un viento procedente del océano. El orden lo estableció
Fritz, que iba en primer lugar. Yo era el sexto y Henry
el décimo. Cuando solté la amarra y salí disparado
hacia el cielo, miré los rostros, que empequeñecían
velozmente allá abajo. VI a Larguirucho mirando hacia
arriba; casi seguro que la lluvia le empañaba las gafas,
pero de todos modos él seguía mirando. Pensé que
Larguirucho no tenía suerte, pero fue un pensamiento
efímero. Tenía más fuerza la idea de que yo sí iba, libre
de todas las demoras y enfados. La fuerte lluvia ya me
había empapado, pero aquello no tenía importancia.
Nos remontamos aún más, formando una larga
hilera, todavía un tanto irregular. El paisaje que veía
era extraño, formado por lomas de escasa altura,
redondeadas pero de mil formas diferentes, cubiertas
por un espeso bosque que se extendía hasta casi
alcanzar la línea gris que describía el océano. El viento
nos arrastraba en medio de una lluvia incesante. De
nuevo iba dejando atrás una extensión de valles. Poco
a poco las lomas fueron perdiendo altura y, en lugar de
bosques, aparecieron campos cultivados. De vez en
cuando se veían aldeas de casas enjalbegadas. Vimos
un río y seguimos su curso durante algún tiempo.
Se estaba quebrando la hilera, dispersándose a
causa de algunas leves variaciones del viento. Unos
globos avanzaban mejor que otros. Me sentí
contrariado al comprobar que el mío estaba quedando
rezagado. Íbamos en dos grupos, nueve delante y otros
tres formando la retaguardia. Henry también estaba
entre estos tres. Lo saludé con la mano y él me
devolvió el saludo, pero no estábamos lo bastante cerca
como para que yo pudiera ver la expresión de su cara.
Perdimos de vista el río, pero antes de que pasara
mucho tiempo encontramos o aquél u otro. Si era el
mismo se había ensanchado. Más adelante
desembocaba en un lago, una alargada extensión de
agua que ocupaba por lo menos diez millas, a nuestra
derecha. Debajo teníamos una tierra yerma y sin vida,
de aspecto quemado y renegrido. Sería una parte de la
zona que rodeaba la Ciudad, y que los Amos arrasaron
como medida defensiva. Agucé la vista, pero hacia
delante sólo vi, por un lado, agua y, por el otro, tierra
desnuda, quemada. Los globos que iban en cabeza
estaban aumentando la ventaja que nos sacaban a los
rezagados. Era exasperante, pero no se podía hacer
nada.
De hecho, todos nos desplazábamos con una
lentitud mayor, ya que había cesado la lluvia y hacía
menos viento. Nuestro avance estaba perfectamente
calculado para un viento así, pero yo me preguntaba si
el cálculo no sería erróneo, o si habría cambiado de
dirección el viento y entonces acabaríamos yendo hacia
el mar a la deriva, sin poder alcanzar nuestro objetivo.
Más adelante el lago se curvaba abruptamente hacia la
derecha. Pero allí mismo...
Discurría en dirección sudoeste, casi en línea recta,
con total regularidad; era un canal construido por los
antiguos para que sus grandes barcos pasaran de un
océano a otro a través del istmo. Ningún barco lo
surcaba, pero había algo que lo atravesaba,
extendiéndose a ambas orillas: un gigantesco
escarabajo de oro con el caparazón verde. El cálculo no
era erróneo. Justamente delante de nosotros se
encontraba la tercera Ciudad de los Amos.
No tuve tiempo de contemplarla. Ocupó mi atención
otra cosa que surgió por detrás de una elevación del
terreno situada a la izquierda de la Ciudad.
Seguramente aquel Trípode regresaba rutinariamente a
su base. Pero cuando divisó el grupo de globos que
surcaban los aires se detuvo y cambió de dirección. Los
alcanzó cuando el primer globo se encontraba a cien
yardas de la Muralla. Un veloz tentáculo le pasó cerca;
falló porque el piloto soltó lastre e hizo ganar altura a
su nave. Los demás también se estaban aproximando
al Trípode. El tentáculo salió nuevamente disparado y
esta vez hizo blanco. El globo se arrugó y cayó, junto
con la cesta, hacia un suelo mojado y oscuro.
El Trípode semejaba un hombre matando insectos.
Cayeron otros dos globos del grupo avanzado. Los
demás pasaron. El primero se encontraba encima de la
Ciudad. Algo cayó desde él. Conté: uno, dos, tres... No
pasó nada. La bomba no había explotado.
Había dos globos que quedaban fuera del objetivo,
desviados hacia la izquierda. Pero los tres restantes
pasarían por encima de la enorme extensión de cristal
verde. Cayó otra bomba. Volví a contar. Cuando estalló
se oyó un ruido fuerte y sordo. Pero por lo que yo podía
ver la cúpula aún seguía intacta. Después de eso ya no
pude seguir viendo qué sucedía delante de mí. El
Trípode se cruzaba directamente en mi camino.
Hasta entonces todos habían soltado lastre para
remontarse y esquivar los golpes del enemigo. Supuse
que se estaría acostumbrando a dicha maniobra.
Aguardé a que el tentáculo se moviera para asestar el
golpe y tiré de la cuerda; hubo una sacudida
vertiginosa y sentí cómo descendía el globo. El
tentáculo pasó por encima. No tengo ni idea de por qué
margen, pues tenía la atención puesta en el suelo hacia
el que me precipitaba. Solté apresuradamente sacos de
arena y el globo salió disparado hacia arriba. Tenía el
Trípode detrás, la Ciudad delante. Miré hacia atrás y vi
que derribaban uno de los dos globos que quedaban; el
otro siguió adelante. Esperaba que fuese el de Henry,
pero no pude mirar para comprobarlo.
Había oído otras dos explosiones, pero la cúpula de
la Ciudad aún seguía en pie. Mi globo se encontraba
ahora encima de la misma; miré hacia abajo y vi
borrosamente, a través del verde translúcido, los picos
arracimados de las pirámides. Mi altura era más o
menos la adecuada, si bien más por suerte que por otra
cosa, después de aquella acción que me vi obligado a
efectuar para librarme. Me agaché, extraje el
dispositivo de seguridad, saqué la bomba por encima
del borde de la cesta, la sostuve un instante y la dejé
caer.
Al verse liberado de aquel peso el globo se elevó.
Conté los segundos. Cuando iba a llegar a tres, la
bomba llegó, resbaló y rebotó en la curva de la cúpula.
Al estallar, una ráfaga de aire me agitó violentamente.
Totalmente desanimado vi que en el cristal no había el
menor indicio de rotura. De ese modo sólo quedaba una
única esperanza, una frágil burbuja que intentaría
resquebrajar el poderoso caparazón de los intrusos.
Era Henry. Lo supe por el color de la camisa. Se
encontraba justo encima del centro de la Ciudad. Pero
no a la altura prescrita por Larguirucho y los científicos.
VI cómo bajaba y bajaba... La cesta arañó la superficie
de la cúpula.
Entonces comprendí qué pretendía. Nos había visto
fallar a los que íbamos delante y supo cuál era la razón.
Los científicos nos dijeron que las bombas tenían fuerza
suficiente para destrozar el cristal, pues habían
experimentado con la cúpula rota de la Ciudad que
tomamos; pero desde luego la bomba tenía que estar
en contacto con el cristal o muy cerca del mismo en el
momento de la explosión. Al rebotar nuestras bombas
quedaron fuera de dichos límites y lo más probable era
que a él no le fuera mejor. Es decir, si dejaba caer la
bomba.
Pero depositarla en la superficie ya era otra
cuestión. Yo mismo pasé cerca del borde, donde el
techo caía en curva. Pero Henry había tenido la suerte
de pasar por el centro. La extensión de la cúpula era
tan enorme que un hombre podría pasearse por encima
sin dificultad.
Mi entendimiento se llenó de esperanza y de horror.
La cesta volvió a rozar la superficie, rebotó y volvió a
caer. VI cómo a lo lejos una figura diminuta levantaba
algo con esfuerzo. Quise gritarle, decirle que la soltase,
que seguramente se quedaría donde cayese o en todo
caso se limitaría a rodar por la leve curvatura,
manteniendo el contacto... pero de nada habría
servido. Le vi pasar por encima del borde de la cesta. Al
quedar suelto el globo se elevó abruptamente hacia un
cielo plomizo. Henry se quedó allí, en cuclillas; parecía
una hormiga perdida en la reluciente vastedad que se
extendía a su alrededor.
En cuclillas; acunaba algo entre los brazos. Aparté
la vista. No tuve valor para mirar hasta que hubieron
pasado unos segundos después de la explosión. El aire
de los Amos salía en oleadas como si fuera humo verde
por un agujero dentado que, estando yo mirando,
empezó a desmoronarse por los bordes.
Casi a ciegas tiré de la cuerda dejando caer el globo
sobre el suelo que me aguardaba.
CAPÍTULO 9:
LA CONFERENCIA DEL HOMBRE

No era la primera vez que íbamos un grupo de tres


subiendo por un túnel que recorría el interior de la
montaña en dirección a los campos de hielo y nieve
eternos situados en la cima. En aquella ocasión íbamos
a pie, descansábamos cuando nos encontrábamos
fatigados y alumbrábamos el camino con grandes velas
de combustión lenta, que se utilizaban para iluminar las
cuevas bajas en las que vivíamos. Pero no éramos los
mismos. Fritz ocupaba el lugar de Henry.
Tampoco empleábamos el mismo medio. En lugar
de a pie íbamos cómodamente sentados en uno de los
cuatro vagones arrastrados por una pequeña pero
potente máquina eléctrica de diesel, subiendo por una
vía provista de engranajes. En vez del tenue parpadeo
de las velas nos envolvía una luminosidad tan radiante
que si uno lo deseaba podía leer. No llevábamos comida
(aquella fibrosa carne desecada acompañada de
galletas insípidas) porque nos la proporcionarían al final
del viaje. A más de once mil pies sobre el nivel del mar
había un plantel de cincuenta expertos que se
ocuparían de atender a los delegados y a aquellas otras
personas que tenían la fortuna de haber sido invitadas
a la Conferencia del Hombre.
Julius quiso que se celebrara allí, en las alturas,
entre los picos de las Montañas Blancas, que habían
preservado las primeras semillas de la resistencia del
hombre frente al conquistador. Acudíamos, junto con
otros supervivientes de los días de lucha, por orden de
Julius. No éramos delegados, aunque seguramente lo
habríamos sido de haberlo querido. No lo digo para
vanagloriarme. Sencillamente, los que habíamos
combatido a los Amos, derrotándolos, obteníamos
privilegios en todas partes... y estábamos tan hartos de
adulaciones que preferíamos la quietud y la intimidad.
Los tres habíamos seguido distintos derroteros.
Larguirucho se dedicaba a investigar en los grandes
laboratorios instalados en el sur de Francia, no muy
lejos del castillo que estaba junto al mar. Fritz era
granjero en su tierra natal y se pasaba los días entre
cosechas y animales. Mientras que yo, más inquieto y
puede que menos provechoso que ellos, busqué la
tranquilidad dedicándome a explorar aquellas partes del
mundo que los Amos habían dejado sin sus antiguos
habitantes humanos. En un barco, acompañado de
media docena de hombres, surcaba los mares,
haciendo escala en puertos extraños y olvidados de
costas desconocidas. Navegábamos a vela; aunque
ahora había barcos de motor, nosotros lo preferíamos
así.
Era la primera vez que nos veíamos desde hacía dos
años. Cuando nos encontramos, en una ciudad situada
entre dos lagos, en el valle, hablamos y nos reímos
mucho; pero la conversación cesó durante el largo viaje
por el interior de la montaña. Íbamos absortos en
nuestros pensamientos. Los míos eran algo
melancólicos. Recordaba las cosas que habíamos hecho
juntos, cómo lo habíamos pasado. Habría sido bonito
conservar aquella camaradería en tiempos posteriores.
Bonito sí, mas, ¡ay!, imposible. El motivo que nos había
unido ya no existía y ahora nuestros caminos se
separaban conforme a nuestra naturaleza y a nuestras
necesidades. Seguiríamos viéndonos de vez en cuando,
pero cada vez tendríamos menos en común; hasta que
por fin, cuando fuéramos unos ancianos a los que sólo
les quedaran los recuerdos, pudiéramos sentarnos y
tratar de compartirlos. Porque con la victoria todo había
cambiado. Pasamos unos meses de angustia,
esperando la llegada de la gran nave de los Amos, pero
incluso durante aquel tiempo el mundo continuó su
recuperación, volviendo a aprender técnicas olvidadas,
haciendo en meses lo que nuestros antepasados
tardaron en conseguir décadas o incluso siglos. Sólo
una cierta noche de otoño se detuvo la gente,
conteniendo la respiración y escrutando los cielos con
desasosiego.
Era una estrella que se movía, un punto luminoso
desplazándose por delante de las estrellas fijas.
Potentes telescopios captaron su forma; era un objeto
metálico, en forma de capullo de seda. Los científicos
calcularon su tamaño y el resultado fue estremecedor.
"Más de una milla de longitud", dijeron, "y un cuarto de
milla de ancho por la parte más gruesa". Entró en
órbita alrededor de la Tierra y nosotros aguardamos
tensamente, sin saber qué había. Los mensajes
radiofónicos que enviamos a sus ocupantes no
obtuvieron respuesta alguna.
La primera vez ganaron recurriendo al engaño, pero
la treta no les iba a servir dos veces. El aire de nuestro
planeta era venenoso para ellos y no tenían ninguna
base donde resguardarse. Los hombres seguían
teniendo Placas, pero las Placas no transmitían
órdenes. Podían intentar establecer nuevas bases y tal
vez lo lograran, pero nosotros los hostigaríamos con
armas que serían cada año más sofisticadas. Después
de haberlos derrotado siendo ellos todopoderosos y
nosotros lamentablemente débiles, sabíamos que nos
iría mejor si intentaban algo en el futuro.
Como alternativa podían sembrar la muerte y la
destrucción desde su seguro refugio espacial. Muchos
se inclinaron por esta posibilidad y yo mismo la
consideré sumamente probable, al menos al principio.
Tal vez confiaran en que si hacían eso durante un
tiempo suficientemente prolongado nosotros nos
veríamos tan debilitados y nuestro ánimo tan
quebrantado, que entonces podrían descender con la
esperanza de gobernar nuestro planeta maltrecho y
renegrido. Entonces habría una lucha más larga y más
cruel, pero al final también acabaríamos ganando.
Tampoco hicieron eso. Se limitaron a lanzar tres
bombas, cada una de las cuales alcanzó su objetivo y lo
destruyó por completo. Los blancos eran las Ciudades
muertas de sus colonos. Perdimos hombres que
estaban trabajando allí, incluyendo a numerosos
científicos; pero fue una pérdida de unos cuantos
centenares, cuando podrían haber sido millones. Y
después de que estallara la tercera bomba, la luz que
había en el cielo súbitamente disminuyó de tamaño y
desapareció. En aquel mismo instante Ruki, el último
Amo que quedaba con vida en la tierra, se agitó en el
interior de su celda (una nueva, bien diseñada, de
techo alto, con jardín de agua y un cristal en la parte
delantera para que lo vieran los hombres, como si fuera
una fiera de zoológico), profirió un solo aullido, cayó
como un guiñapo y murió.
El tren pasó traqueteando por la última estación
intermediaria y volvimos a quedar encerrados entre las
paredes del túnel. Dije:
--¿Por qué se resignan con tanta facilidad? Jamás lo
he entendido.
Fritz parecía intrigado, pero tal vez los
pensamientos de Larguirucho habían discurrido por
derroteros similares a los míos. Dijo:
--No creo que nadie lo sepa. Hace poco leí un libro
nuevo sobre ellos, escrito por el hombre que se encargó
de estudiar a Ruki durante sus meses finales. Saben
muchas cosas relativas al funcionamiento de sus
organismos, por las disecciones, pero los mecanismos
mentales siguen siendo en grandísima medida un
misterio. Se resignaban ante lo inevitable de un modo
que no se da entre los hombres. Los que iban en
Trípode murieron simultáneamente con las Ciudades.
Ruki exhaló su último suspiro cuando supo, por algún
medio extraño, que la nave lo había abandonado,
regresando a las profundidades del espacio. No creo
que sepamos jamás cómo sucede.
--Puede que volvamos a verlos, -dije-. ¿Qué tal van
los planes del cohete lunar?
--Bien, -dijo Larguirucho-. Igual que los trabajos
sobre la energía ígnea que utilizaban. Es una modalidad
de energía atómica, pero mucho más sutil que la que
empleaban los antiguos. Llegaremos a las estrellas
dentro de cien años, puede que dentro de cincuenta.
--Yo no, -dije alegremente-. Yo seguiré en mis
mares tropicales. Fritz dijo:
--Si nos los encontramos de nuevo en el espacio
exterior... entonces les tocará a ellos tener miedo de
nosotros.
El salón de la conferencia tenía grandes ventanales
a un lado, a través de los cuales se veía por lo menos
una docena de cumbres nevadas, así como el gran río
de hielo, que se movía imperceptiblemente entre
aquéllas a lo largo de treinta millas. Dominándolo todo
se alzaba el sol, en medio de un cielo sin nubes. Todas
las cosas parecían nítidas y deslumbrantes; tanto brillo
había que era necesario ponerse gafas oscuras para
mirar más de un instante.
En el salón, el Consejo, presidido por Julius,
ocupaba una mesa situada en un estrado que se
elevaba ligeramente sobre el nivel del suelo. La mayor
parte del espacio restante lo ocupaban los asientos de
los delegados. Al fondo, tras una barrera formada por
una cuerda sedosa, estaba el lugar que nos reservaban
a los demás. Se trataba de personas que, al igual que
nosotros, habían sido especialmente invitadas por el
Consejo: determinados funcionarios, representantes de
los periódicos y de las emisoras de radio. (Nos habían
prometido que al cabo de uno o dos años tendríamos
algo denominado televisión, mediante lo cual la gente
podría ver desde sus hogares cosas que estuvieran
sucediendo en las partes más remotas del mundo. Era
un ingenio que habían utilizado los Amos, durante una
etapa preliminar de su conquista, para hipnotizar a los
hombres y de ese modo controlar su mente; antes de
volver a construirlo nuestros científicos estaban
tomando medidas para impedir que volviera a suceder
aquello).
Aunque era espaciosa y de techo alto, la sala estaba
atestada. Nuestros asientos se hallaban en la primera
fila de la zona que nos correspondía, de modo que
dábamos directamente sobre los bancos de los
delegados, que se hallaban dispuestos en círculos
concéntricos en torno a un pequeño espacio central.
Cada sección ostentaba un rótulo con el nombre del
país al cual pertenecía. VI el nombre de mi país,
Inglaterra; los nombres de Francia, Alemania, Italia,
Rusia, Estados Unidos de América, China, Egipto,
Turquía... era imposible distinguirlos todos.
Por una puerta situada en el extremo opuesto
empezaron a entrar uno a uno los miembros del
Consejo, que fueron ocupando sus lugares ante la mesa
del estrado. Todos nos pusimos de pie. Julius entró en
último lugar, apoyándose en un bastón, y toda la sala
estalló en un mar de aplausos. Cuando por fin cesaron,
el secretario del Consejo, un hombre llamado Umberto,
tomó la palabra. Fue breve. Anunció la apertura de la
Conferencia del Hombre y dio la palabra al presidente
del Consejo.
Hubo más aplausos, acallados por Julius mediante
un leve gesto de la mano. También hacía dos años que
yo no le veía. No parecía muy cambiado. Puede que
estuviera algo más encorvado, pero sus ademanes
seguían siendo enérgicos y su voz potente.
No perdió el tiempo hablando del pasado. Lo que
nos preocupaba era el presente y el futuro. Nuestros
científicos y tecnólogos estaban recuperando
velozmente los conocimientos y técnicas de nuestros
antepasados, incluso mejorándolos. Era incalculable lo
que todo esto prometía. Pero el futuro glorioso que el
hombre podía y debía disfrutar dependía también de la
forma en que se gobernase, pues el hombre es la
medida de todas las cosas.
Un futuro glorioso... Pensé que Julius tenía razón al
hablar de aquella guisa, pues no cabía dudar que, al
hacerlo, hablaba en nombre de la inmensa mayoría de
los pueblos del mundo. Tenían un apetito insaciable por
los juguetes y las maravillas del pasado. Dondequiera
que uno fuera, en los lugares denominados civilizados,
se oía la radio y se esperaba la televisión con gran
impaciencia. Cuando venía hacia aquí visité a mis
padres; mi padre hablaba de instalar una planta
eléctrica en el molino. En Winchester habían empezado
a construir edificios muy altos, a un tiro de piedra de la
catedral.
Era lo que quería la mayoría de la gente, pero yo
no. Pensaba en cómo era el mundo en el que nací y en
el que crecí: un mundo de aldeas y pueblos donde se
llevaba una vida pacífica y ordenada, sin problemas, sin
prisas, que se adaptaba al ritmo de las estaciones.
También recordé mi estancia en el Château de la Tour
Rouge, al Comte y a la Comtesse, los días que montaba
a caballo y me sentaba ociosamente al sol, los prados
en verano, los arroyos cuajados de truchas, los
escuderos que juntos charlaban y reían, las justas de
los caballeros durante el torneo... a Eloise. Su rostro
menudo y apacible, tan encantador bajo el marco del
turbante azul, tan claramente como si fuera ayer,
cuando me recobré de la fiebre y la vi, mirándome. No,
aquel magnífico nuevo mundo que estaban
construyendo tenía pocos atractivos para mí. Por suerte
yo podía darle la espalda y hacer las cosas a mi modo
en pacíficos mares y puertos remotos.
Julius seguía hablando del gobierno. Aquél era el
asunto crucial y todo lo demás se derivaba del mismo.
El Consejo se había constituido en los tiempos que un
puñado de hombres se ocultaban en cavernas,
conspirando para recuperar la libertad del mundo. Se
había alcanzado dicha libertad y habían surgido
gobiernos locales que administraban sus territorios por
todo el mundo. Los asuntos internacionales, el control
de la ciencia y cosas así quedaban dentro de la
jurisdicción del Consejo.
Estaba claro que por el interés de todos convenía
que se mantuviera algún sistema semejante. Pero
también era esencial que quedara bajo el control
democrático de los pueblos del mundo. Por tal motivo
el Consejo se disponía a disolverse y traspasar sus
funciones y su autoridad a un organismo similar,
aunque posiblemente más numeroso, que sería
adecuadamente representativo. Esto haría falta
estudiarlo y organizarlo, y después debería haber un
período de transición. La conferencia tendría que decidir
cuánto tiempo se requería. Asimismo debería la
conferencia designar el nuevo Consejo provisional que
ocuparía el lugar del actual.
--Creo que esto es todo cuanto tengo que decir, -
dijo Julius-. No me queda sino agradeceros a todos
vuestra cooperación en el pasado y desear buena
suerte al nuevo Consejo y al nuevo presidente.
Se sentó en medio de un renovado estallido de
aplausos. Fue fuerte y entusiasta, pero vi que también
era sorprendentemente desigual. Hubo incluso quienes
no aplaudieron. Cuando se hizo el silencio alguien se
puso en pie y el secretario, que hacía las veces de
portavoz, dijo:
--Cedo la palabra al jefe de la delegación italiana.
Era un hombre bajo, de rostro moreno, con una
mata de pelo ralo alrededor de la malla de la Placa.
Dijo:
--Propongo, antes que nada, la reelección de Julius
como presidente del nuevo Consejo.
Se oyeron vivas, pero no por parte de todos los
delegados.
El jefe de la delegación alemana dijo:
--Me adhiero a la moción.
Se oyeron gritos de "¡Que se vote!", pero también
de rechazo. En medio de la confusión se levantó alguien
que fue reconocido. Yo también lo reconocí, me
acordaba de aquel hombre. Era Pierre, el que se
enfrentó a Julius hacía ya seis largos años, en las
cuevas. Era delegado por Francia.
Empezó a hablar con calma; pero yo pensé que no
muy por debajo de la calma había otra cosa, algo
mucho más violento. Primero arremetió contra todo el
procedimiento sugerido de nombrar, en primer lugar,
un nuevo presidente. Esto debería hacerse tras la
formación de un nuevo Consejo, no antes. A
continuación se manifestó contrario a la idea de que
hubiera un período de transición durante el cual el
Consejo actuaría como un organismo provisional. No
había ninguna necesidad de ello. La conferencia tenía
capacidad para designar un Consejo permanente y
plenamente efectivo, y debería hacerlo. Ya habíamos
perdido bastante tiempo.
Hizo una pausa y entonces, mirando directamente a
Julius, prosiguió:
--No se trata sólo de no perder tiempo. Caballeros,
se ha convocado esta conferencia para que tenga una
utilidad. Se sabía de antemano que ciertos delegados
propondrían la reelección de Julius como presidente. Se
esperaba que, haciendo caso de nuestros sentimientos,
votáramos a favor de que volviera a ocupar el cargo.
Se nos pide que confirmemos en el poder a un déspota.
A continuación las voces se elevaron de tono,
formándose un estrépito. Pierre aguardó a que se
apagase y dijo:
--En tiempos de crisis puede que sea necesario
aceptar el gobierno de un solo hombre, de un dictador.
Pero ya no hay crisis. El mundo que estamos creando
debe ser un mundo democrático. Y nosotros no
podemos ceder a los sentimientos ni a ninguna otra
debilidad. Se nos ha enviado aquí en representación del
pueblo, para que sirvamos a sus intereses.
El delegado italiano dijo:
--Julius nos ha salvado a todos.
--No, -dijo Pierre-, eso no es verdad. Había otros
que trabajaban y luchaban por la libertad: cientos,
miles de personas. Entonces aceptamos que Julius
fuera nuestro líder, pero eso no es razón para aceptarlo
ahora. Fijaos en esta conferencia. El Consejo ha
tardado bastante en convocarla. La autoridad de que
está investido se le confirió hasta que los Amos fueran
definitivamente derrotados. Eso sucedió hace casi tres
años, pero sólo ahora, de mala gana...
Se originó un nuevo tumulto, en medio del cual se
pudo oír que el delegado alemán decía:
--No fue posible antes. Ha sido necesario efectuar
numerosos reajustes...
Pierre atajó sus palabras:
--¿Y por qué aquí? Hay decenas, centenares de
lugares en el mundo más adecuados para celebrar una
conferencia como ésta. Estamos aquí por el capricho de
un tirano envejecido. ¡Sí, insisto! Julius quiso que se
celebrara aquí la conferencia, entre los picos de las
Montañas Blancas, como un medio más de recordarnos
la deuda en que supuestamente hemos incurrido para
con él. Muchos delegados proceden de las llanuras y
encuentran opresivas las condiciones que se dan aquí.
Varios han enfermado del mal de las alturas y se han
visto obligados a descender a niveles más bajos. A
Julius esto no le preocupa. Nos ha traído a las
Montañas Blancas creyendo que no nos atreveríamos a
votar contra él. Pero si a los hombres les preocupa la
libertad, comprobará que está equivocado.
Por toda la estancia resonaron gritos a favor y en
contra. Uno de los delegados americanos pronunció un
discurso tranquilo y enérgico en favor de Julius. Lo
mismo hizo un delegado chino. Pero hubo otros en la
línea de Pierre. Un delegado hindú manifestó que las
personalidades no tenían importancia. Lo que contaba
era la construcción de un gobierno fuerte y enérgico, y
para eso hacía falta un líder fuerte y enérgico. Y no uno
debilitado por la edad. Julius había hecho grandes cosas
y se le recordaría durante mucho tiempo. Pero ahora su
lugar debía ocuparlo un hombre más joven.
Fritz, que estaba a mi lado, dijo:
--Van a votar su destitución.
--No pueden, -dije-. Es impensable. Hay unos
cuantos que vociferan, pero a la hora de votar...
El debate se prolongó. Por fin llegó la votación; la
moción proponía renovar el nombramiento de Julius
como presidente. Habían instalado un dispositivo
electrónico para que los delegados apretaran un botón
que decía "a favor" o bien otro que rezaba "en contra";
los resultados se reflejaban en una pantalla situada en
la pared de atrás. Se encendieron los enormes dígitos.
A favor: 152.
Contuve la respiración. En contra...
En contra: 164
El escándalo que se originó, formado por gritos de
alegría o de indignación, fue más violento que todos los
anteriores. No concluyó hasta que pudo verse que
Julius estaba de pie. Dijo:
--La conferencia se ha pronunciado, -su aspecto no
había cambiado; su expresión era serena, pero su voz
revelaba, súbitamente, un gran cansancio-. Todos
debemos aceptar la decisión. Lo único que pido es que
sigamos unidos independientemente del presidente y
del Consejo que se nombren. Los hombres no cuentan.
La unidad sí.
Esta vez se oyeron aplausos desperdigados. El jefe
de la delegación de Estados Unidos dijo:
--Acudimos aquí de buena fe, dispuestos a trabajar
conjuntamente con hombres de todas las naciones.
Hemos presenciado discusiones mezquinas; se ha
abusado de un gran hombre. Los libros de historia
decían que así son los europeos, que jamás podrían
cambiar; pero nosotros no les dimos crédito. Pues bien,
ahora sí se lo damos. Esta delegación se retira de esta
farsa de conferencia. Tenemos nuestro propio
continente y sabemos cuidarnos solos.
Recogieron sus cosas y se dirigieron hacia la puerta.
Antes de que la alcanzaran un delegado chino dijo, con
voz suave y melodiosa:
--Estamos de acuerdo con la delegación americana.
No creemos que sirva a nuestros intereses un Consejo
dominado por pasiones como las que se han desatado
hoy. Lamentándolo mucho, debemos partir.
Uno de los delegados alemanes dijo:
--Esto es obra de los franceses. Sólo se preocupan
de sus propios intereses y ambiciones. Desean dominar
Europa, como ya hicieron en el pasado. Pero yo les
diría: cuidado. Los alemanes disponemos de un ejército
que defenderá nuestras fronteras; nuestra fuerza
aérea...
Sus palabras se perdieron en medio de un
pandemónium. Vi que los delegados ingleses se
levantaban y se iban, en silencio y disgustados, en pos
de los que ya se habían marchado. Miré a Julius. Tenía
la cabeza gacha y se tapaba los ojos con las manos.
Desde el edificio de la conferencia se podía salir al
exterior y pasear por encima de una nieve dura,
subiendo la misma ladera del Jungfraujoch. A nuestra
izquierda resplandecía el Jungfrau, a nuestra derecha el
Mönch y el Eiger. Se veía la cúpula del observatorio,
que se había puesto de nuevo en funcionamiento a fin
de estudiar los cielos, donde no había pasiones. Hacia
abajo descendían los campos de nieve; se llegaba a ver
el verde valle. Se estaba poniendo el sol y las sombras
dominaban el valle.
No hablábamos desde que salimos de la sala. Ahora
Larguirucho dijo:
--Si no hubiera muerto Henry...
Dije yo:
--¿Es que un solo hombre hubiera cambiado algo las
cosas?
--Puede que sí; Julius lo hizo. Y tal vez no hubiera
estado solo. Yo le habría ayudado de haberlo querido
él.
Pensé en aquello. Dije:
--Puede que yo también. Pero Henry ha muerto.
Fritz dijo:
--Creo que es posible que deje mis actividades
agrícolas. Hay cosas más importantes.
Larguirucho dijo:
--Estoy contigo.
Fritz hizo un gesto negativo con la cabeza.
--Tu caso es distinto. Tu trabajo es importante, el
mío no.
--No es tan importante como esto, -dijo
Larguirucho-. ¿Tú qué dices, Will? ¿Estás dispuesto a
iniciar esta nueva lucha...? Es una lucha más larga,
menos emocionante, y al final no hay grandes triunfos.
¿Quieres dejar tus mares y tus islas y ayudarnos a
intentar que los hombres vivan juntos en paz, además
de en libertad? Un inglés, un alemán y un francés: sería
un buen comienzo.
Hacía un aire frío pero tonificante. Una ráfaga de
viento levantó polvo de nieve en la superficie del
Jungfrau.
--Sí -dije-. Dejaré mis mares y mis islas.

FIN DEL TERCER LIBRO DE LA TRILOGÍA

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