Avispa
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Avispa
Eric Frank Russell consiguió con Avispa su éxito literario más espectacular.
Tomando cómo base el mundo germano-hitleriano de la segunda guerra
mundial, Russell demostró a través de su obra que la labor de un hombre
infiltrado entre el enemigo puede ser más devastadora que las más
sofisticadas armas de guerra. Considerada durante muchos años como la
biblia de la propaganda subversiva, hoy Avispa adquiere una tremenda
lucidez, pues muchos de los métodos descritos por él están siendo utilizados
actualmente en todo el mundo.
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Eric Frank Russell
Avispa
ePub r1.0
arthor 29.07.15
ebookelo.com - Página 3
Título original: Wasp
Eric Frank Russell, 1957
Traducción: Domingo Santos
Diseño de cubierta: Cesare Reggiani
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Capítulo I
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—Es usted condenadamente franco —comentó Mowry.
—En este trabajo debo serlo. —Wolf se le quedó mirando de nuevo, larga y
penetrantemente—. Lo hará. Sí, estoy seguro de que lo hará.
—¿Haré qué?
—Se lo diré dentro de un momento. —Abriendo un cajón de su escritorio, Wolf
extrajo algunos papeles y se los tendió—. Esto le permitirá comprender mejor la
situación. Léalos hasta el final… le darán una idea de lo que se trata.
Mowry los examinó. Eran copias mecanografiadas de informes de prensa.
Echándose hacia atrás en su asiento, las estudió atenta y lentamente.
La primera hablaba de un bromista en Rumania. Aquel tipo no había hecho más
que quedarse quieto en una calle mirando fascinado al cielo y gritando
ocasionalmente: «¡Llamas azules!». Los curiosos se habían reunido a su alrededor y
lo habían imitado. El grupo se había convertido en una multitud; la multitud se había
convertido en un gentío. Muy pronto la concurrencia había bloqueado la calle y se
había desparramado por las calles laterales. La policía intentó dispersarla, no
haciendo más que empeorar las cosas. Algún idiota llamó a los bomberos. Algunos
histéricos en las zonas periféricas juraban que podían ver, o habían visto, algo extraño
encima de las nubes. Reporteros y fotógrafos corrieron al lugar de los hechos; los
rumores se extendieron rápidamente. El gobierno envió a las fuerzas aéreas para que
echaran un vistazo más de cerca, y el pánico se extendió por un área de quinientos
kilómetros cuadrados… de los cuales había desaparecido juiciosamente la causa
original.
—Tan sólo divertido —hizo notar Mowry.
—Siga leyendo.
El segundo reportaje se refería a una atrevida huida de una cárcel. Dos conocidos
delincuentes habían robado un coche; recorrieron casi mil kilómetros antes de que
fueran capturados de nuevo, catorce horas después.
El tercer artículo detallaba un accidente automovilístico: tres muertos, un herido
grave, el coche completamente destrozado. El único superviviente había muerto
nueve horas más tarde.
Mowry devolvió los papeles.
—¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?
Tomemos estos artículos por orden, tal como los ha leído —empezó Wolf—.
Prueban algo de lo que somos conscientes desde hace mucho tiempo, pero en lo que
quizás usted nunca haya caído. Tomemos el primero. Ese rumano no hizo nada,
positivamente nada, excepto mirar al cielo y murmurar. Sin embargo obligó a todo un
gobierno a saltar como pulgas en una sartén caliente. Esto demuestra que, en unas
condiciones dadas, la acción y la reacción pueden hallarse ridículamente
desproporcionadas. Efectuando cosas insignificantes en circunstancias adecuadas,
uno puede obtener resultados monstruosamente excesivos con respecto al esfuerzo.
—Estoy de acuerdo —admitió Mowry.
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—Ahora examinemos a los dos convictos. Ellos tampoco hicieron gran cosa.
Saltaron una tapia, robaron un coche, condujeron como locos hasta que se les acabó
la gasolina, luego se dejaron capturar. —Wolf se inclinó hacia adelante y siguió con
un mayor énfasis—: Pero durante la mayor parte de esas catorce horas,
monopolizaron la atención de seis aviones, diez helicópteros, y ciento veinte coches
patrulla. Bloquearon dieciocho centralitas telefónicas, incontables líneas y enlaces de
radio, sin mencionar los policías, diputados, voluntarios, cazadores de recompensas,
detectives, guardias forestales y hombres de la Guardia Nacional. En total fueron
veintisiete mil personas, repartidas por tres estados.
—¡Vaya! —Mowry enarcó las cejas.
—Finalmente, examinemos este accidente de coche. El superviviente fue capaz
de decirnos la causa antes de morir. Dijo que el conductor había perdido el control,
cuando iban a gran velocidad, intentando echar a una avispa que se había metido
volando a través de una ventanilla y estaba zumbando en torno a su rostro.
—Hubo una ocasión en que esto mismo estuvo a punto de pasarme a mí.
Ignorando aquella observación, Wolf dijo:
—El peso de una avispa es de algo más de diez gramos.
Comparada con un ser humano, el tamaño de una avispa es diminuto, su fuerza
insignificante. Su única arma es una minúscula jeringuilla conteniendo una gota de
irritante ácido fórmico. En ese caso, la avispa ni siquiera la había usado. Sin
embargo, aquella avispa mató a cuatro hombres robustos y convirtió un coche grande
y poderoso en un montón de chatarra.
—Entiendo lo que quiere decir, pero ¿dónde encajo yo en todo esto?
—Exactamente aquí —dijo Wolf—. Queremos que se convierta usted en una
avispa.
Echándose hacia atrás, James Mowry observó meditativamente al otro hombre.
—El tipo musculoso que me ha traído hasta aquí era un agente del Servicio
Secreto que me ha convencido de que sus credenciales eran genuinas. Éste es un
departamento gubernamental. Usted es un oficial de alto rango. Si no fuera por todas
estas circunstancias, diría que está usted loco.
—Quizá lo esté —respondió Wolf, impasible—. Pero yo no lo creo así.
—¿Usted desea que yo haga algo?
—Sí.
—¿Algo extra especial?
—Sí.
—¿Con riesgo de muerte?
—Me temo que sí.
—¿Y sin ninguna recompensa?
—Correcto.
Mowry se puso en pie.
—Yo tampoco estoy loco.
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—Lo estará —dijo Wolf, con la misma voz inexpresiva— si deja usted que los
sirianos nos eliminen.
Mowry se sentó de nuevo.
—¿Qué quiere usted decir?
—En estos momentos estamos en guerra.
—Lo sé. Todo el mundo lo sabe —Mowry hizo un gesto despectivo—. Estamos
luchando contra la Mancomunidad Siriana desde hace diez meses. Los periódicos,
radio, video, hasta el gobierno lo dice. Soy lo suficientemente crédulo como para
creerlos a todos ellos.
—Entonces quizá esté dispuesto a ampliar un poco más su credulidad y engullir
un poco más de información —sugirió Wolf.
—¿Cómo qué?
—El público terrestre está complacido porque, hasta ahora, no ha ocurrido nada
en este sector. Sabe que el enemigo ha lanzado dos ataques fuertes contra nuestro
sistema solar y que ambos han sido rechazados. El público tiene una gran confianza
en las defensas terrestres. Esta confianza es justificada. Ninguna fuerza operativa
siriana penetrará hasta tan lejos.
—Bien, entonces… ¿de qué debemos preocuparnos?
—Las guerras deben ser ganadas o perdidas. No hay otra alternativa. No podemos
ganar simplemente manteniendo al enemigo fuera de alcance. Nunca podremos
obtener la victoria posponiendo la derrota. —De pronto Wolf dio un enfático y
violento puñetazo contra su escritorio y lanzó una estilográfica medio metro por los
aires—. Tenemos que hacer algo más que eso. Debemos tomar la iniciativa y tumbar
de espaldas al enemigo mientras lo aporreamos sin compasión.
—Pero eso es algo que llegaremos a conseguir a su debido tiempo, ¿no?
—Quizá —dijo Wolf—, y quizá no. Todo depende.
—¿Depende de qué?
—De que utilicemos plena e inteligentemente nuestros recursos, principalmente
la gente… y al decir gente me refiero a personas como usted.
—Podría ser un poco más explícito —sugirió Mowry.
—Mire… en asuntos técnicos estamos por delante de la Mancomunidad Siriana,
un poco por delante en algunos aspectos y muy por delante en otros. Esto nos da la
ventaja de mejores armas, y un equipo más eficiente. Pero lo que no sabe el público,
debido a que nadie se ha preocupado de decírselo, es que también los sirianos poseen
una ventaja. Nos superan en número en la proporción de doce a uno, y nos aventajan
en material bélico también en la misma proporción.
—¿Esto es un hecho?
—Lo es desgraciadamente, aunque nuestros propagandistas se preocupen mucho
de no mencionarlo. Nuestro potencial bélico es superior cualitativamente. Los
sirianos poseen una superioridad cuantitativa. Esto representa un grave inconveniente
para nosotros. Hemos de compensarlo de la mejor manera que sepamos. No podemos
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jugar a ganar tiempo mientras efectuamos el esfuerzo de darles alcance y superar su
población.
—Entiendo. —James Mowry se mordisqueó el labio inferior y pareció pensativo.
—De todos modos —continuó Wolf—, el problema parece menos formidable
cuando uno piensa que un hombre puede sacudir a todo un gobierno, dos hombres
pueden movilizar temporalmente un ejército de veintisiete mil personas, o una
pequeña avispa puede matar a cuatro gigantes, comparativamente hablando, y
destruir al mismo tiempo su monstruoso vehículo. —Hizo una pausa, estudiando el
efecto que aquellas palabras hacían sobre Mowry, y luego continuó—: Esto significa
que, garabateando las palabras adecuadas en una pared, el hombre adecuado, en el
lugar adecuado y el tiempo adecuado, puede inmovilizar una división armada.
—Es una forma un tanto inortodoxa de hacer la guerra.
—Mucho mejor. Tiene usted exactamente el tamaño y la corpulencia ideales para
un siriano. Actualmente tiene usted veintiséis años y sigue hablando un perfecto
siriano, con un decidido acento mashambi, lo cual, en realidad, es una ventaja. Le da
plausibilidad. Aproximadamente cincuenta millones de sirianos hablan con acento
mashambi. Usted es ideal para el trabajo que tenemos en mente.
—¿Qué tal si le invito a tirar ese trabajo por el conducto de aireación? —preguntó
Mowry con gran interés.
—Lo lamentaría —dijo Wolf fríamente—, porque en tiempo de guerra hay un
viejo y bien fundado proverbio que dice que un voluntario es mejor que mil forzados.
—¿Lo cual quiere decir que puedo ser reclutado? —Mowry hizo un gesto de
irritación—. ¡Maldita sea! Prefiero ir a cualquier sitio por voluntad propia que ser
arrastrado a la fuerza.
—Esto es lo que dice también su expediente. James Mowry, veintiséis años,
inquieto y testarudo. Puede confiarse que hará cualquier cosa… siempre que la
alternativa sea peor.
—Suena usted como mi padre. ¿Todo eso se lo dijo él?
—El Servicio no revela sus fuentes de información.
—¡Hum! —Mowry meditó unos instantes, luego preguntó—: Supongamos que
me ofrezco voluntario. ¿Qué es lo que sigue?
—Será enviado usted a un centro de adiestramiento. Hay un curso especial que es
rápido y difícil, y que dura de seis a ocho semanas. Le meterán en la cabeza todo lo
que probablemente pueda servirle: armas, explosivos, sabotaje, propaganda, guerra
psicológica, lectura de mapas, orientación por brújula, camuflaje, judo, técnicas de
radio, y quizá una docena de otros temas. Cuando hayamos terminado con usted,
estará enteramente cualificado para trabajar como una completa y absoluta tortícolis.
—¿Y después de eso?
—Será dejado subrepticiamente sobre un planeta siriano, y desde allí deberá
arreglárselas por sí mismo para hacerse lo más irritante posible.
Hubo un largo silencio, al final del cual Mowry admitió a regañadientes:
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—Una vez en que mi padre estaba particularmente irritado, me dijo: «Hijo, has
nacido idiota y morirás idiota» —dejó escapar un largo y profundo suspiro—. El
viejo tenía razón. Me presento voluntario.
—Sabía que lo haría —dijo Wolf imperturbable.
Vio de nuevo a Wolf dos días después de que hubiera terminado el arduo curso y
superado satisfactoriamente las pruebas. Wolf llegó a la escuela y visitó a James
Mowry en su habitación.
—¿Cómo le fue?
—Puro sadismo —dijo Mowry, haciendo una mueca—. Me han apaleado
físicamente y moralmente. Me siento como un lisiado atontado aún.
—Va tener tiempo suficiente de recuperarse. El viaje será bastante largo. Se irá el
jueves.
—¿Para dónde?
—Lo siento… no puedo decírselo. Su piloto llevará órdenes selladas, que serán
abiertas tan sólo en el último salto. En caso de accidente o intercepción, destruirla.
—¿Cuáles son las posibilidades de ser capturados en el camino?
—No muy grandes. Su nave será considerablemente más rápida que cualquiera de
las que posee el enemigo. Pero incluso la mejor de las naves puede verse en
problemas alguna vez, de modo que no queremos correr riesgos. Ya conoce usted la
reputación de la Policía de Seguridad Siriana, la Kaitempi. Pueden conseguir que un
bloque de granito confiese sus crímenes. Si le atraparan a usted en ruta y llegaran a
saber su destino, tomarían contramedidas para detener a su sucesor a su llegada.
—¿Mi sucesor? Esto plantea una pregunta que nadie aquí parece querer
responder. Quizás usted pueda hacerlo, ¿sí?
—¿De qué se trata? —preguntó Wolf.
—¿Estaré totalmente aislado, o habrá otros terrestres operando en el mismo
planeta? Si habrá otros, ¿cómo entrar en contacto con ellos?
—En lo que a usted concierne, será el único terrestre en ciento cincuenta millones
de kilómetros a la redonda —respondió Wolf—. No tendrá contactos, así no será
capaz de traicionar a nadie a la Kaitempi. Nadie podrá arrancarle información que no
posee.
—La cosa sonaría mejor si no babeara usted tanto sobre esta horrible perspectiva
—recriminó Mowry—. De todos modos, sería para mí más confortable y alentador
saber que hay otras avispas igualmente activas, incluso aunque tan sólo hubiera una
por planeta.
—Usted no ha seguido sólo este curso, ¿verdad? Los otros no estaban ahí
únicamente para proporcionarle compañía. —Wolf tendió una mano—. Buena caza,
haga todo el daño posible… y vuelva.
—Volveré —suspiró Mowry—, aunque el camino va a ser estrecho y la ruta larga.
Esto, pensó mientras Wolf se iba, era más una piadosa esperanza que una promesa
realizable. Realmente, la observación acerca de «su sucesor» indicaba que se habían
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previsto pérdidas y que se habían tomado las medidas necesarias para procurar
reemplazos.
Se le ocurrió entonces a Mowry que quizá su propio status fuera el de sucesor de
algún otro. Quizás en el mundo al cual se dirigiría alguna avispa desafortunada había
sido ya atrapada y despedazada muy lentamente. Si era así, la Kaitempi estaría
escrutando los cielos con mucha atención, relamiéndose anticipadamente por su
nueva víctima… un tal James Mowry, veintiséis años, inquieto y testarudo.
Oh, bien, se había comprometido a hacerlo y no podía echarse atrás. Parecía
como si estuviera destinado a convertirse en un héroe por falta de valor para ser
cobarde. Desarrolló lentamente una resignación filosófica, que aún le dominaba
varias semanas más tarde, cuando el capitán de la corbeta lo llamó a la cabina
principal.
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—¿De cuánto tiempo dispongo?
—Debe darme el lugar elegido antes de cuarenta horas.
—¿Y cuánto tiempo tendrá usted para desembarcarme a mí y a mi equipo?
—Veinte minutos como máximo. Definitivamente no más. Lo siento, pero no hay
otra forma. Si nos posamos en el suelo y nos tomamos nuestro tiempo, dejaremos
inconfundibles señales de nuestro aterrizaje… un enorme sendero trillado que pronto
será detectado por las patrullas aéreas y las lanzará tras usted aullando. Así que
deberemos usar los antigravs y actuar aprisa. Los antigravs absorben una enorme
cantidad de energía. Veinte minutos es lo máximo que podemos concedernos.
—De acuerdo —Mowry se alzó resignadamente de hombros, tomó los papeles, y
empezó a leerlos mientras el capitán se marchaba.
Jaimec, planeta noventa y cuatro del Imperio Siriano. Masa, seis octavos de la Tierra.
Zonas emergidas, aproximadamente la mitad de las de la Tierra, el resto eran
océanos. Empezado a colonizar hacía dos siglos y medio. La población actual se
estimaba en aproximadamente ochenta millones. Jaimec poseía ciudades,
ferrocarriles, espaciopuertos, y todos los demás rasgos de una civilización alienígena.
Sin embargo, la mayor parte de él permanecía sin explotar, sin explorar, y en
condiciones primitivas.
James Mowry se dedicó al estudio meticuloso de la superficie del planeta tal
como era mostrado por el visor estereoscópico. A las cuarenta horas había hecho ya
su elección. No había sido fácil llegar a una decisión; cada lugar de aterrizaje que
parecía adecuado tenía algún tipo de desventaja, probando que el escondite ideal no
existe. Uno podía hallarse magníficamente situado desde un punto de vista
estratégico, pero le faltaba la cobertura adecuada. Otro podía disponer de un
camuflaje natural de primera clase, pero se hallaba en una situación peligrosa.
El capitán entró y dijo:
—Espero que haya elegido usted un punto situado en la cara nocturna. Si no es
así, tendremos que jugar al escondite hasta la oscuridad y eso no es bueno. La mejor
técnica es ir y volver antes de que tengan tiempo de alarmarse y organizar un
contragolpe.
—Éste es el sitio —Mowry señaló el lugar en una foto—. Está bastante más
alejado de una carretera de lo que hubiera deseado, unos treinta kilómetros, y en
pleno bosque virgen. Cuando necesite algo de mi escondrijo necesitaré un día de dura
marcha para obtenerlo, quizá dos días. Pero por el mismo motivo debe permanecer a
salvo de ojos indiscretos, y ésta es la primera consideración.
Deslizando la foto en el visor, el capitán conectó la luz interior y miró por el visor
de caucho. Frunció el ceño por la concentración.
—¿Quiere decir ese punto señalado en el risco?
—No… está en la base del risco. ¿Ve esa prominencia rocosa? ¿Qué es lo que hay
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un poco más al norte?
El capitán miró de nuevo.
—Es difícil decirlo con certeza, pero juraría que es una formación de cuevas. —
Se apartó del visor y tomó el micrófono del intercom—. Hame, ¿puede venir aquí?
Hamerton, el navegante jefe, llegó, estudió la foto, y localizó el punto señalado.
Lo comparó con un planisferio de Jaimec y realizó unos rápidos cálculos.
—Lo atraparemos en la cara nocturna, pero sólo por un pelo.
—¿Está seguro de ello? —preguntó el capitán.
—Si vamos directamente hacia allí, dispondremos al menos de un par de horas.
Pero no podemos atrevemos a ir directamente… su red de radar podría calcular el
punto de caída con menos de un kilómetro de aproximación. Así que deberemos
hacer unos cuantos regateos por debajo del horizonte de su radar. Las acciones
evasivas toman tiempo, pero con suerte podremos terminar nuestros regateos media
hora antes de la salida del sol.
—Vamos directamente —sugirió Mowry—. Eso reducirá sus riesgos, y yo asumo
el peligro de ser localizado. Al fin y al cabo es mi piel, ¿no?
—Infiernos —gruñó el capitán—. Estamos tan cerca que sus detectores ya nos
han localizado. Estamos recibiendo sus llamadas de identificación y no podemos
responder, puesto que ignoramos su código. Muy pronto empezará a pasar por sus
cabezas que somos hostiles. Van a arrojarnos un puñado de misiles de corto alcance,
como siempre demasiado tarde. Desde el momento en que nos situemos por debajo
del horizonte de su radar, empezarán una búsqueda aérea a gran escala que cubra un
radio de ochocientos kilómetros alrededor del punto donde hayamos desaparecido. —
Frunció el ceño en dirección a Mowry—. Y usted, compañero, se hallará
probablemente en el centro de ese círculo.
—Suena como si hubiera hecho este trabajo varias veces antes observó Mowry,
con la esperanza de una respuesta reveladora.
El capitán prosiguió:
—Una vez nos estemos moviendo justo por encima del nivel de las capas de los
árboles, no podrán detectarnos con el radar. Descenderemos pues a unos tres mil
kilómetros de distancia del lugar donde debemos soltarle, y a partir de ahí
avanzaremos en zigzag. Es responsabilidad mía el depositarle donde desee usted ser
dejado, sin traicionarle a ese mundo. Si no lo conseguimos, todo este viaje habrá sido
en vano. Déjeme esto a mí, ¿quiere?
—Seguro —aceptó Mowry, desconcertado—. Como usted diga.
Salieron, dejándolo solo con sus pensamientos. De pronto el gong de alarma
empezó a sonar en la pared de la cabina. Se agarró a los asideros y se dejó colgar de
ellos mientras la nave daba un par de violentos bandazos, primero a un lado, luego al
otro. No podía ver nada ni oír nada excepto el sordo rugir de los chorros de dirección;
pero su imaginación pintó un enjambre de cincuenta ominosas estelas de vapor
surgiendo de abajo… cincuenta largos cilindros explosivos husmeando ávidamente
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los alrededores en busca del olor del metal alienígena.
La alarma sonó once veces más, seguida cada vez por acrobacias aéreas. Ahora la
nave resonaba del suave silbido de las capas altas de la atmósfera a un débil aullido a
medida que ésta se iba esperando.
Estaban cerca de su destino.
Mowry miró con aire ausente sus dedos. Estaban firmes, pero sudorosos. Un débil
cosquilleo eléctrico corría arriba y abajo por su espina dorsal. Notaba que sus rodillas
se le doblaban y su estómago desfallecía.
Muy lejos al otro lado del vacío había un planeta con un sistema completo de
fichas perforadas; y debido a ello, James Mowry estaba a punto de meter su cabeza
en la boca del león. Maldijo mentalmente los sistemas de fichas perforadas, y a
aquéllos que los habían inventado, y a aquéllos que los operaban.
Cuando la propulsión cesó, y la nave se inmovilizó silenciosamente sobre sus
antigravs encima del punto elegido, había generado la fatalista impaciencia de un
hombre que se enfrenta a una operación quirúrgica importante que ya no puede ser
evitada. Medio corrió, medio se deslizó por la escalerilla de nilón hasta el suelo. Una
docena de tripulantes de la corbeta le siguieron, con su mismo apresuramiento pero
por diferentes razones. Trabajaron como maníacos, manteniendo durante todo el
tiempo un ojo precavido clavado en el cielo.
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Capítulo II
El farallón formaba parte de una meseta que se elevaba ciento veinte metros por
encima del bosque. En su base había dos cuevas, una amplia y poco profunda, la otra
estrecha pero honda. Delante de las cuevas se extendía una playa de guijarros
pequeños; a su extremo murmuraba y burbujeaba un pequeño curso de agua.
Los contenedores cilíndricos de duraluminio, treinta en total, fueron bajados de
las bodegas de la nave a la playa, asidos y transportados al fondo de la cueva más
profunda, y apilados de tal modo que los números de código fueran visibles. Una vez
hecho esto, los doce tripulantes treparon como monos por la escalerilla, que fue
retirada rápidamente. Un oficial agitó una mano a través de la abierta escotilla y gritó:
—¡Pégales duro, hijo!
La cola de la corbeta resopló, haciendo que los árboles ondularan sus copas en un
sendero de mil quinientos metros de longitud de aire sobrecalentado. Aquello se
añadía a la lista de riesgos; si las hojas resultaban quemadas —si se marchitaban y
cambiaban de color—, un avión de reconocimiento podría ver una gigantesca flecha
señalando hacia la cueva. Pero era un riesgo que había que correr. Con una velocidad
rápidamente creciente, la gran nave se alejó, manteniéndose a baja altura y
serpenteando a lo largo del valle en dirección norte.
Observando la partida de la nave, James Mowry se dio cuenta de que no iba de
regreso a casa. Primero la tripulación correría algunos nuevos riesgos adicionales
para ayudar a su seguridad planeando sobre un cierto número de ciudades y puestos
militares. Con suerte, aquella táctica podría persuadir al enemigo de que la nave se
dedicaba a un reconocimiento fotográfico antes que al desembarco secreto de alguien.
El período de prueba se desarrollaría durante las largas horas del día siguiente, y
el alba estaba asomando ya por un lado. Una búsqueda aérea sistemática por los
alrededores probaría que las sospechas del enemigo habían resultado alertadas pese a
las acciones de diversión de la corbeta. La ausencia de búsqueda visible no era seguro
que probara lo contrario, debido a que, por lo que sabía Mowry, la caza podía haberse
iniciado por algún otro lugar.
Iba a necesitar la plena luz para su viaje a través del bosque, cuyas profundidades
eran sombrías incluso a mediodía. Mientras aguardaba a que el sol se elevara, se
sentó sobre una roca y miró en la dirección por la cual había desaparecido la nave. No
desearía el trabajo de aquel capitán, decidió, ni siquiera a cambio de un saco de
diamantes. Y probablemente el capitán no desearía el de Mowry ni siquiera por dos
sacos.
Reanimado por la pausa, se sacudió el polvo y las hojas de sus zapatos y
pantalones, se anudó de nuevo su pañuelo del cuello de la forma que sólo un siriano
podía anudarse, luego se examinó a sí mismo en un espejillo de acero. Sus copias de
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ropas sirianas hechas en la Tierra eran aceptables; no tenía ninguna duda al respecto.
Su rostro púrpura, sus orejas pegadas hacia atrás y su acento mashambi eran
igualmente convincentes. Pero su mejor protección sería el bloqueo mental de todas
las mentes sirianas: no sospecharían que un terrestre se disfrazara de siriano debido a
que la idea era demasiado ridícula como para tomarla en consideración.
Satisfecho de su papel, Mowry emergió de la sombra protectora de los árboles,
cruzó audazmente la carretera, y desde el otro lado estudió atentamente el lugar por
donde había salido del bosque. Era esencial que fuera capaz de recordarlo
rápidamente y con precisión. El bosque era la pantalla protectora de su guarida, y no
era capaz de decir cuándo podría necesitar volver allí a toda prisa.
Cincuenta metros carretera adelante se elevaba un árbol especialmente alto con
una especie de hiedra arrollada de una forma particular a su tronco y unas ramas muy
nudosas. Lo grabó firmemente en su cabeza; y como medida adicional, llevó un
bloque plano de piedra y lo colocó a su lado sobre la hierba, apoyándolo contra el
árbol.
El resultado evocaba una solitaria tumba. Se quedó contemplando la piedra y
pudo imaginar sin ningún problema algunas palabras inscritas en ella: James Mowry,
terrestre. Estrangulado por la Kaitempi.
Rechazando aquellos lúgubres pensamientos acerca de la Kaitempi, echó a andar
renqueando por la carretera, con un paso que sugería unas piernas ligeramente
arqueadas. A partir de ahora era un siriano llamado Shir Agavan. Agavan era un
supervisor forestal empleado por el Ministerio de Recursos Naturales de Jaimec, por
lo que era un oficial del gobierno exento del servicio militar. Claro que podía
convertirse en cualquier otra persona, con tal de que siguiera siendo completa y
visiblemente un siriano y dispusiera de los papeles que lo probaran.
Avanzó rápidamente mientras el sol descendía hacia el horizonte. Su idea era
hacer autostop; deseaba poder parar algún coche lo antes posible, pero deseaba
también estar lo más lejos posible del punto por donde había abandonado el bosque
cuando lo hiciera. Como todo el mundo, los sirianos tenían lengua; hablaban. Otros
escuchaban, y algunos tipos poco simpáticos hacían un oficio del escuchar, sumando
dos y dos y llegando sin ningún esfuerzo al resultado de cuatro. El peligro más
importante procedía de las lenguas hiperactivas y los oídos alertas.
Había recorrido más de un kilómetro antes de que dos dinocoches y un camión a
gas lo pasaran en rápida sucesión, todos ellos yendo en dirección opuesta a la suya.
Ninguno de sus ocupantes le dedicó más que una ojeada indiferente. Había cubierto
otro kilómetro largo antes de que llegara alguien en su propia dirección. Era otro
camión a gas, una monstruosidad grande, sucia y pesada que avanzaba silbando y
gruñendo.
Le hizo una seña, adoptando un aire de arrogante autoridad que nunca fallaba en
impresionar a todos los sirianos excepto aquéllos con más arrogancia y autoridad aún.
El camión se detuvo espasmódicamente arrojando por detrás una enorme humareda;
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iba cargado con unas veinte toneladas de raíces comestibles. Dos sirianos miraron
hacia el peatón desde lo alto de la cabina. Iban desgreñados, y sus ropas estaban
deformadas por el uso y sucias.
—Pertenezco al gobierno —declaró Mowry, con el grado correcto de dignidad—.
Quiero ir a la ciudad.
El que estaba más cerca de él abrió la portezuela, se acercó al conductor e hizo
sitio. Mowry trepó y se dejó caer en el asiento; el espacio era justo para tres. Colocó
la maleta sobre sus rodillas. El camión emitió un fuerte bang y saltó hacia adelante,
mientras el siriano sentado en medio contemplaba la maleta con expresión vacía.
—Es usted un mashamban, creo —aventuró el conductor.
—Correcto. Parece que no podemos abrir la boca sin traicionar nuestra identidad.
—Nunca he estado en Masham —prosiguió el conductor, utilizando el acento
cantarín peculiar de Jaimec—. Me gustaría ir algún día. Es un gran lugar. —Se dirigió
a su compañero siriano—: ¿No es así, Snat?
—Ajá —dijo Snat, sin dejar de mirar la maleta.
—Además, Masham o cualquier otro lugar en Diracta debe ser un sitio más
seguro que aquí. Y quizá tuviera mejor suerte allá. Hoy ha sido un día
asquerosamente malo. ¿No es así, Snat?
—Ajá —dijo Snat.
—¿Por qué? —preguntó Mowry.
—Este soko de camión se ha estropeado tres veces desde el amanecer, y se ha
metido en el barro dos veces. La última vez hemos tenido que vaciarlo para sacarlo, y
luego volver a cargarlo. Con la carga que llevamos, ha sido todo un trabajo. Un
trabajo duro. —Escupió por la ventanilla—. ¿No es así, Snat?
—Ajá —dijo Snat.
—Malo —simpatizó Mowry.
—Y por lo demás, ya lo sabe usted —dijo el conductor, irritadamente—. Ha sido
realmente un día malo.
—¿Qué sé qué? —apuntó Mowry.
—Las noticias.
—He estado en los bosques desde la salida del sol. Uno no oye las noticias en los
bosques.
—A las diez la radio ha anunciado un aumento del impuesto de guerra. Como si
no pagáramos ya bastante. Luego a las doce la radio ha dicho que una nave spakum
ha estado zumbando por los alrededores de un lado para otro. Han tenido que
admitirlo, porque le dispararon desde todos lados. Uno no está sordo cuando hacen
sonar las armas, ni ciego cuando el blanco es visible. —Dio un codazo a su
compañero—. ¿No es así, Snat?
—Ajá —confirmó Snat.
—Sólo imagínelo… una sucia nave spakum yendo de acá para allá rozando casi
nuestros tejados. Ya sabe lo que significa eso: están buscando blancos para
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bombardear. Bueno, espero que no lo consigan. Espero que todos los spakum que se
metan de cabeza en eso reciban en las narices una buena andanada.
—Yo también lo espero —dijo Mowry. Dio un codazo en las costillas a su vecino
—. ¿Usted no?
—Ajá —dijo Snat.
Durante el resto del camino, el conductor mantuvo su retahíla de quejas sobre lo
condenadamente malo que había sido el día, la iniquidad de los fabricantes de
camiones, las amenazas y gastos de la guerra, y la flagrante desvergüenza de una
nave enemiga que había estado observando Jaimec a plena luz del día. Durante todo
el rato, Snat permaneció recostado en mitad de la cabina, con una inexpresiva mirada
fija en la maleta de cuero de Mowry, y respondiendo con monosílabos tan sólo
cuando le golpeaban metafóricamente la cabeza.
—Aquí está bien —anunció Mowry cuando penetraron en los suburbios y
llegaron a un amplio cruce. El camión se detuvo y él bajó—. ¡Larga vida!
—¡Larga vida! —respondió el conductor, y arrancó de nuevo.
Mowry se detuvo en la acera y no apartó los ojos del camión hasta que hubo
desaparecido de su vista. Bien, se había sometido a la primera pequeña prueba y
había salido de ella sin despertar sospechas. Ni el conductor ni Snat habían albergado
la menor idea de que él fuera lo que llamaban un spakum —literalmente una chinche
—, un término descriptivo para los terrestres que había escuchado sin el menor
resentimiento. James Mowry no podía indignarse por ello; hasta recibir otras
instrucciones, él era Shir Agavan, nacido y educado siriano.
Sujetando fuertemente su maleta, James Mowry penetró en la ciudad.
Se trataba de Pertane, la capital de Jaimec, con una población algo superior a los
dos millones de almas. Ningún otro lugar del planeta se le podía comparar en tamaño;
era el centro de la administración jaimecana civil y militar, el auténtico corazón de la
fortaleza planetaria del enemigo. Por el mismo motivo, era potencialmente la zona
más peligrosa en la cual un terrestre solitario pudiera andar suelto.
Al llegar al centro de la ciudad, Mowry vagabundeó hasta el anochecer,
estudiando la situación y apariencia externa de varios hoteles pequeños. Finalmente
eligió uno en una calle lateral, fuera del centro del bullicio. De apariencia tranquila y
modesta, serviría durante un cierto tiempo hasta que encontrara algo mejor. Pero, aún
habiendo tomado su decisión, no entró inmediatamente.
Primero era necesario efectuar una última comprobación de sus papeles. Los
documentos que le habían proporcionado eran copias microscópicamente exactas de
los documentos oficiales que existían en el imperio siriano hacía nueve o diez
meses… pero el formato podía haber cambiado en el intervalo. Presentar papeles
obviamente caducados era invitar a una captura inmediata.
Era mejor asegurarse de ello en plena calle, donde, si ocurría lo peor, podía
librarse de su maleta —así como de su andar renqueante— y correr como si le
persiguiera el demonio. Así que rebasó como paseando el hotel y exploró las calles
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adyacentes hasta encontrar a un policía Echando una rápida ojeada a su alrededor, se
marcó un camino de escape y avanzó hacia el agente.
—Perdón, acabo de llegar —dijo con aire estúpido, adoptando una expresión en
cierto modo de imbécil—. Hace unos pocos días desembarqué procedente de Diracta.
—Está usted perdido, ¿hi?
—No, oficial, estoy desconcertado. —Mowry rebuscó en un bolsillo, sacó su
tarjeta de identidad y la tendió para que fuera inspeccionada. Los músculos de sus
piernas estaban tensos para iniciar una rápida y pronta huida—. Un amigo pertaniano
me ha dicho que mi tarjeta no está en regla porque ahora debe llevar una foto de mi
cuerpo desnudo. Ese amigo es un bromista, y no sé si debo creerle o no.
Frunciendo el ceño, el policía examinó la tarjeta. Le dio la vuelta, estudió el otro
lado, luego se la devolvió.
—Esta tarjeta es correcta. Su amigo es un mentiroso. Sería más prudente por su
parte que mantuviera su boca cerrada. —Su ceño se frunció un poco más—. Si no lo
hace, algún día lo lamentará. La Kaitempi no se anda con remilgos con aquellos que
difunden falsos rumores.
—Sí, oficial —dijo Mowry, con aspecto convenientemente asustado—. Se lo
avisaré. ¡Tenga usted una larga vida!
—¡Larga vida! —dijo el policía secamente.
Mowry regresó al hotel, entró como si fuera el propietario, y pidió una habitación
con baño para diez días.
—¿Su tarjeta de identidad? —preguntó el recepcionista.
Mowry le tendió su tarjeta.
El recepcionista registró todos sus datos, se la devolvió, giró el registro sobre el
mostrador, y le señaló una línea.
—Firme aquí.
La primera acción de Mowry tras ocupar su habitación fue tomar un baño. Luego
reexaminó su situación. Había reservado la habitación para diez días, pero esto era un
simple camuflaje; no tenía intención de estar tanto tiempo en un lugar tan bien
vigilado por ojos oficiales. Si los hábitos sirianos funcionaban igual en Jaimec que en
otros lados, podía estar seguro de que algún husmeador acudiría a examinar el
registro del hotel y, quizá, hiciera algunas preguntas indiscretas antes de que
terminara la semana. Tenía preparadas todas las respuestas… pero la táctica correcta
de una avispa es evitar las preguntas tanto como le sea posible.
Había llegado a una hora demasiado tardía como para buscar un asilo más
adecuado. Mañana podría dedicar todo el día a encontrar una casa de huéspedes,
preferiblemente en un distrito donde los habitantes tuvieran la costumbre de ocupares
de sus propios asuntos. De todos modos, podía pasar las dos o tres horas que faltaban
hasta el momento de acostarse estudiando el terreno y estimando futuras
posibilidades.
Antes de salir, se ofreció una sustanciosa comida. Para un nativo de la Tierra, la
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comida podría parecer extraña e incluso en cierto modo detestable; pero James
Mowry comió con gusto, y los aromas sirvieron únicamente para recordarle su
infancia. Tan sólo cuando hubo terminado se le ocurrió pensar que quizá alguna otra
avispa se hubiera traicionado a sí misma poniéndose enferma ante una mesa siriana.
Durante el resto de la velada, su exploración de Pertane no fue tan al azar como
parecía. Vagó de un lado para otro, memorizando todos los rasgos geográficos que
podían serle útiles más tarde. Pero principalmente intentó estimar el clima de la
opinión pública con respecto a las opiniones minoritarias.
En cada guerra, sabía, por fuerte que sea el poder del gobierno, nunca es absoluto.
En cada guerra, por correcta que sea la causa, el esfuerzo nunca es total. Ninguna
campaña es llevada a término con los líderes unidos a su favor y con el apoyo del
cien por cien de la población tras ellos.
Siempre existe la minoría que se opone a una guerra por razones tales como la
reluctancia a aceptar los necesarios sacrificios, el miedo a las pérdidas o a los
sufrimientos personales, o la objeción filosófica o ética a la guerra como medio de
dirimir disputas. Luego hay siempre una falta de confianza en la habilidad de los
líderes; el resentimiento a verse obligado a representar un papel subordinado; la
creencia pesimista de que la victoria está lejos de ser segura y la derrota es muy
posible; la satisfacción egoísta de negarse a correr con el resto de la manada; la
oposición psicológica de que le chillen a uno al menor pretexto, y cientos y cientos de
otras razones.
Ninguna dictadura política o militar ha conseguido nunca un éxito de un cien por
ciento en identificar y suprimir a los descontentos, que se quedan aguardando su
oportunidad. Mowry podía estar seguro de que, por la ley de las probabilidades,
Jaimec debía poseer su porcentaje de todos ellos. Y además de los pacifistas y
cuasipacifistas, estaban también las clases criminales, cuya única preocupación en la
vida era conseguir dinero fácil, evitando verse envueltas en cualquier cosa que fuera
considerada desagradable.
Una avispa podía hacer un buen uso de todos aquellos que no escuchaban el toque
de la corneta, que no seguían el redoble del tambor. Naturalmente, aunque se re
velara imposible seguir el rastro de tales personas y emplearlas individualmente,
Mowry podía explotar muy bien el hecho de su propia existencia.
A medianoche estaba de regreso en el hotel, seguro de que Pertane albergaba una
cantidad suficiente de chivos expiatorios. En los autobuses y en los bares había
mantenido conversaciones fragmentarias con al menos cuarenta ciudadanos, y había
escuchado los comentarios de un centenar de otros.
Ninguno de ellos había dicho una palabra que pudiera ser definida como
antipatriótica, y mucho menos traidora o subversiva, pero al menos una decena de
ellos habían hablado con ese aire vago y elusivo de tener más cosas en la cabeza de
las que se atrevían a decir. En algunos casos, esas conversaciones se habían
producido con una especie de aire conspirativo que cualquiera podía identificar a
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cincuenta metros de distancia, aunque no lo suficientemente conspirativo como para
ser utilizado como prueba ante un tribunal militar.
Sí, todos ellos: los objetores, los egoístas, los codiciosos, los resentidos, los
presuntuosos, los moralmente cobardes y los criminales, podían ser utilizados para
los propósitos de la Tierra.
Mientras permanecía tendido en la cama, aguardando la llegada del sueño,
Mowry fue enrollando mentalmente toda aquella secreta oposición en una
organización mítica llamada Dirac Angestun Gesept, el Partido Siriano de la
Libertad. Luego se nombró a sí mismo presidente, secretario, tesorero y director local
del D. A. G. para el sector planetario de Jaimec. El hecho de que todos sus miembros
fueran inconscientes de su status, y no hubieran tomado parte en la elección, no tenía
la menor importancia.
Tampoco importaba el que, más tarde o más temprano, la Kaitempi empezara a
organizar la recolecta de miembros bajo la forma de cuellos estrangulados, o que
algunos miembros se mostraran tan faltos de entusiasmo hacia la causa como para
resistirse a pagar. Si se podía confiar en que algunos sirianos efectuaran el trabajo de
perseguir y estrangular a otros sirianos, y si se podía confiar en que otros sirianos
efectuaran el trabajo de escapar o de terminar con los estranguladores, entonces una
forma de vida distinta y lejana podría evitarse el trabajo de efectuar algunas tareas
realmente desagradables.
Con aquel alegre pensamiento en su cabeza, James Mowry —alias Shir Agavan
—, se durmió. Su respiración era sospechosamente lenta y regular para la forma de
vida de piel púrpura que se suponía que era; sus ronquidos eran anormalmente bajos,
y dormía boca arriba, en lugar de dormir sobre su vientre.
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Capítulo III
Cuando un solo hombre está jugando el papel de todo un ejército invasor, lo esencial
es moverse rápido, hacer un pleno uso de todas y cada una de las oportunidades y no
malgastar esfuerzos. James Mowry tuvo que patearse toda la ciudad para descubrir un
mejor escondite. También necesitaba moverse de aquí para allá para efectuar los
primeros movimientos de su juego; así que combinó los dos objetivos.
Abrió su maleta, abriendo cuidadosamente los cierres con ayuda de una llave de
plástico especial no conductora. Pese al hecho de que sabía exactamente lo que estaba
haciendo; un hilillo de sudor recorrió la espina dorsal de Mowry mientras efectuaba
la operación. La cerradura no era tan inocente como parecía; de hecho, era una
verdadera trampa mortal. No podía apartar de sí la sensación de que uno de esos días
la maleta podía olvidar que una llave de plástico no es una ganzúa de metal. Si alguna
vez ocurriera esto, la zona de deflagración resultante tendría un radio de más de cien
metros.
Aparte el dispositivo mortal conectado a la cerradura, la maleta contenía una
docena de pequeños paquetes, varios fajos de papel impreso, y nada más. El papel era
de dos clases: etiquetas engomadas y dinero. Había montones de este último; en
términos de florines sirianos, Mowry era millonario, y con la provisión adicional de
la distante cueva era multimillonario.
Tomó de la maleta un paquete de unos tres centímetros de grueso de etiquetas
engomadas impresas… lo suficiente para un día de trabajo rápido y, al mismo tiempo,
lo bastante poco como para deshacerse de ellas sin ser observado en caso de
necesidad. Hecho esto, volvió a cerrar la maleta con el mismo cuidado.
Era un delicado asunto, aquel continuo juguetear con un explosivo potencial, pero
tenía una gran ventaja. Si a cualquier oficial se le ocurría registrar la habitación y
mirar su equipaje, el husmeador destruiría la evidencia al mismo tiempo que a sí
mismo. Además, las huellas de lo ocurrido serían lo suficientemente intensas como
para advertirle a él antes de que volviera a entrar en casa.
Salió, tomó un autobús que cruzaba la ciudad, y colocó su primera etiqueta en la
ventanilla delantera del piso superior, en un momento en que todos los demás
asientos estaban vacíos. Bajó en la siguiente parada, y observó tranquilamente a una
docena de personas que subían al autobús. La mitad de ellos fueron arriba.
La etiqueta decía, en caracteres gruesos y bien legibles: La guerra trae la riqueza a
unos pocos, la miseria a la mayoría. A su debido tiempo, el Dirac Angestun Gesept
castigará a los primeros, llevará ayuda y consuelo a los últimos.
Era una afortunada casualidad que su llegada hubiera coincidido con un fuerte
aumento del impuesto de guerra; muy probablemente los lectores se sintieran lo
suficientemente descontentos como para no arrancar la etiqueta con patriótica furia.
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También había muchas posibilidades de que difundieran la noticia, y los chismorreos
son iguales en todas partes del infinito cosmos: ganan en interés compuesto a medida
que se extienden.
A las cinco horas y media de empezar había pegado ochenta etiquetas sin haber
sido sorprendido ni una sola vez en el acto de colocarlas. Había corrido unos pocos
riesgos, había estado a punto de ser atrapado con las manos en la masa, pero nunca
había sido visto en plena acción. Lo que ocurrió tras el pegado de la etiqueta
cincuenta y seis fue lo que le proporcionó una mayor satisfacción.
Un choque sin excesiva importancia en medio de la calle había traído como
consecuencia una retahíla de gritos insultantes entre los dos conductores, y había
provocado una acumulación de mirones. Aprovechando rápidamente la situación,
Mowry plantó la etiqueta número cincuenta y seis en mitad del escaparate de una
tienda hacia el que se había visto aplastado por la multitud, la cual miraba
unánimemente al otro lado. Luego se deslizó hacia un lado y se metió por entre la
gente antes de que alguien se diera cuenta del adorno del escaparate y atrajera hacia
allí la atención general. Esto no tardó en ocurrir; la gente se giró, James Mowry
incluido, y se quedó mirando con la boca abierta el descubrimiento.
El que lo había visto primero, un enjuto siriano de mediana edad y prominentes
ojos, señaló con un incrédulo dedo y tartamudeó:
—¡Mi-miren esto! Deben estar lo-locos en esta tie-tienda. Los Kaitempi los van a
meter en p-p-prisión.
Mowry se adelantó para ver mejor y leyó la etiqueta en voz alta: «Aquellos que se
mantienen sobre el estrado y aprueban abiertamente la guerra se mantendrán pronto
sobre el cadalso y lo lamentarán amargamente. Dirac Angestun Gesept». Frunció el
ceño.
—La gente de la tienda no puede ser responsable de esto… no se atreverían.
—A-alguien se ha atrevido —dijo Ojos Saltones, muy juiciosamente.
—Sí. —Mowry le miró con dureza—. Usted lo ha visto primero. Así que quizá
haya sido usted, ¿hi?
—¿Yo? —Ojos Saltones adquirió un tono malva pálido, que era lo más parecido
en un siriano a la palidez mortal—. Yo no lo he puesto ahí. ¿Cree usted que estoy
lo-loco?
—Bueno, como usted ha dicho, alguien lo ha puesto.
—No he sido yo —negó Ojos Saltones, furioso y agitado—. Debe haber sido a-
algún choflido.
—Chiflado —corrigió Mowry.
—Eso es lo que he di-dicho.
Otro siriano, más joven y listo, se metió en la conversación.
—Eso no es cosa de un chiflado. Hay mucho más que eso ahí.
—¿Por qué? —preguntó Ojos Saltones.
—Un chiflado solitario probablemente escribiría garabatos… estupideces. —
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Señaló con la cabeza hacia el objeto de la discusión—. Esto es un trabajo de imprenta
profesional. Es también una amenaza. Alguien ha arriesgado su cuello para pegarlo
ahí. Juraría que detrás de todo eso hay una organización ilegal.
—Eso es lo que dice, ¿no? —intervino una voz—. El Partido Siriano de la
Libertad.
—Nunca he oído hablar de él —comentó otra voz.
—Ahora ya ha oído hablar de él —dijo Mowry.
—A-alguien tendría que hacer a-algo al respecto —declaró Ojos Saltones,
agitando los brazos.
A-alguien hizo a-algo: un policía. Se abrió paso a fuerza de músculos por entre la
multitud, miró a la audiencia con aire ceñudo y gruñó:
—Bueno, ¿qué pasa aquí?
Ojos Saltones señaló de nuevo, esta vez con el aire de propietario de alguien que
acaba de recibir la patente por un descubrimiento.
—Mi-mire lo que di-dice en el escaparate.
El policía se adelantó y miró. Como era capaz de leer, siguió con los ojos por dos
veces el texto mientras su rostro se iba empurpurando cada vez más. Luego volvió su
atención hacia la multitud.
—¿Quién ha hecho esto?
Nadie lo sabía.
—Todos ustedes tienen ojos… ¿Acaso no los utilizan?
Aparentemente no lo hacían.
—¿Quién lo ha visto primero?
—Yo —dijo orgullosamente Ojos Saltones.
—¿Pero no ha visto a quien lo estaba poniendo?
—No.
El policía adelantó su mandíbula.
—¿Está seguro de ello?
—Sí, oficial —admitió Ojos Saltones, empezando a ponerse nervioso—. Hubo un
accidente en la ca-calle. Todos estábamos mirando a los dos con-con-con… —Se
ahogó con sus propias palabras y cloqueó.
Apartándolo con un gesto de su brazo, el policía se dirigió a la multitud con aire
amenazador.
—Si alguno de ustedes conoce la identidad del culpable, y se niega a revelarla,
será considerado tan culpable como el otro y sufrirá el mismo castigo cuando sea
capturado.
Los que estaban en primera línea retrocedieron un par o tres pasos; los del final
recordaron de pronto que tenían asuntos que resolver en otra parte. Una treintena de
curiosos incurables permanecieron en su sitio, Mowry entre ellos. Dijo suavemente:
—Quizá en la tienda puedan ayudarle algo.
El policía frunció el ceño.
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—Conozco mi trabajo —dijo.
Resopló pesadamente, se metió en la tienda a paso de carga, y pidió a gritos por el
dueño. El respetable no tardó en aparecer, examinó su escaparate horrorizado, y
rápidamente adquirió todos los síntomas de un ataque de nervios.
—No sé nada de eso, oficial. Le aseguro que no es cosa nuestra. No está detrás
del cristal; está fuera, como puede ver. Algún transeúnte debe haberlo hecho. No
puedo imaginar el porqué habrá elegido este escaparate. Nuestra patriótica devoción
es incuestionable, y…
—La Kaitempi no necesitará más de cinco segundos para cuestionaría —dijo
cínicamente el policía.
—Pero yo mismo soy un oficial de la reserva de…
—¡Cállese! —El policía lanzó un masivo pulgar hacia la etiqueta ofensiva—.
Quítela de ahí.
—Sí, oficial. Por supuesto, oficial. La quitaré inmediatamente.
El propietario empezó a intentar despegar con las uñas las esquinas de la etiqueta,
en un intento de arrancarla entera. No lo consiguió, puesto que la superioridad técnica
terrestre se extendía incluso a los adhesivos comunes. Tras varios fútiles intentos, el
propietario dirigió al policía una mirada de disculpa, fue dentro, regresó con un
cuchillo, y lo intentó de nuevo. Esta vez consiguió arrancar un pequeño triángulo de
cada esquina, pero el mensaje siguió intacto.
—Vaya a buscar agua caliente y mójelo —ordenó el policía, perdiendo
rápidamente la paciencia. Se giró y arrojó a la concurrencia—. ¡Salgan de aquí!
¡Vamos, muévanse!
La multitud se alejó reluctantemente. James Mowry, mirando hacia atrás desde la
esquina más lejana, vio al propietario aparecer con un humeante cubo y empezar a
frotar enérgicamente la etiqueta. Se rió para sí mismo, sabiendo que el agua caliente
era precisamente lo que se necesitaba para desprender y activar la base fluorhídrica
que había bajo la impresión.
Prosiguiendo su camino, Mowry pegó otras dos etiquetas en lugares bien visibles
y molestos. Se necesitarían veinte minutos para que el agua liberara la etiqueta
número cincuenta y seis, y al finalizar ese tiempo no pudo resistir la tentación de
regresar a la escena. Volviendo sobre sus pasos, cruzó tranquilamente por delante de
la tienda.
Por supuesto, la etiqueta había desaparecido; en su lugar, el mismo mensaje había
quedado grabado profunda y blanquecinamente en el cristal. El policía y el
propietario estaban ahora discutiendo acaloradamente en la acera, mientras media
docena de ciudadanos miraban alternativamente, con la boca muy abierta, a ellos y al
escaparate.
Mientras Mowry pasaba, el policía estaba gritando:
—¡No me importa si la luna está valorada en dos mil florines! ¡Tiene usted que
cubrirla o reemplazarla!
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—Pero oficial…
—¡Haga lo que le digo! ¡Exhibir propaganda subversiva es un delito muy grave,
sea intencionado o no!
Mowry se alejó tranquilamente, sin que nadie le viera, sin que nadie sospechara
de él, llevando todavía dieciocho etiquetas para utilizar antes de que terminara el día.
Al anochecer las había colocado todas sin ningún problema. Al mismo tiempo había
encontrado un escondrijo conveniente.
En el hotel, se detuvo ante el mostrador y le dijo al recepcionista:
—Esta guerra hace las cosas difíciles. Uno no puede planear nada con seguridad.
—Hizo el gran gesto abriendo las manos que era el equivalente siriano de alzarse de
hombros—. Debo irme mañana, y probablemente estaré fuera siete días. Es un gran
trastorno.
—¿Desea usted anular su habitación, señor Agavan?
—No. La reservé por diez días, y pagaré diez días. —Metiendo la mano en el
bolsillo, Mowry extrajo un fajo de florines—. Así tendré asegurada la habitación si
vuelvo a tiempo. Si no… bueno, tanto peor.
—Como usted desee, señor Agavan. —Indiferente al derroche de los demás, el
recepcionista garabateó un recibo y se lo tendió.
—Gracias —dijo Mowry—. ¡Larga vida!
—Tenga usted una larga vida —respondió el recepcionista con tono apagado,
evidentemente despreocupado de que su cliente pudiera morirse allí mismo.
James Mowry fue al restaurante y comió; luego regresó a su habitación, donde se
tendió en la cama y dejó que sus pies gozaran de un bien merecido descanso,
mientras aguardaba la oscuridad. Cuando los últimos resplandores del crepúsculo se
desvanecieron, tomó otro paquete de etiquetas de su maleta, así como un grueso
lápiz, y salió.
La tarea fue mucho más fácil esta vez. La escasa iluminación ayudó a encubrir
sus acciones; ahora estaba familiarizado con el lugar y los sitios que más merecían su
atención; no estaba preocupado por la necesidad de encontrar otro lugar más seguro.
Durante más de cuatro horas pudo concentrarse en la tarea de desfigurar las paredes y
los escaparates más grandes, más costosos y más visibles a la luz del día.
Entre las siete y media y la medianoche pegó exactamente cien etiquetas en
tiendas, oficinas y vehículos de transporte de la ciudad; también inscribió rápida,
claramente y con letras de gran tamaño las iniciales D. A. G. sobre veinticuatro
fachadas.
Esta última hazaña fue realizada con un lápiz terrestre, compuesto por una
sustancia aparentemente igual a la tiza que aprovechaba al máximo la porosidad del
ladrillo cuando le era aplicada agua. En otras palabras, cuanto más furiosamente era
lavada, más profundamente se embebía.
Por la mañana desayunó, salió con su maleta, ignoró una hilera de dinocoches que
aguardaban, y tomó un autobús. Cambió de autobuses nueve veces, yendo en una y
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otra dirección y sin dirigirse a ningún sitio en particular. Cinco veces viajó sin su
maleta, que reposaba en una consigna.
Esto quizá no fuera necesario, pero no había forma de saberlo; el deber de Mowry
era no sólo evitar los peligros reales, sino anticipar también los hipotéticos.
Como éste:
—Inspección de la Kaitempi. Déjeme ver el registro del hotel. Hum… casi lo
mismo que la última vez. Excepto ese Shir Agavan. ¿Quién es, hi?
—Un inspector forestal.
—¿Tomó usted el dato de su tarjeta de identidad?
—Sí, oficial. Estaba completamente en regla.
—¿Quién lo emplea?
—El Ministerio de Recursos Naturales.
—¿Llevaba su tarjeta el sello del Ministerio?
—No lo recuerdo. Quizá sí. No puedo decirlo seguro.
—Debería observar usted ese tipo de cosas. Sabe muy bien que le serán
preguntadas cuando se produzca una inspección.
—Lo siento, oficial, pero no puedo ver y recordar todo lo que pasa por delante de
mis ojos en una semana.
—Podría hacer un esfuerzo por intentarlo. Oh, bien, supongo que ese Agavan no
traerá ningún problema. Pero quizá sea mejor pedir confirmación, aunque sólo sea
para demostrar que trabajamos. Déjeme su teléfono. —Una llamada, unas cuantas
preguntas, el teléfono colgado de un golpe, luego, en tonos duros—: El Ministerio no
tiene ningún Shir Agavan en su nómina. El tipo está utilizando una tarjeta de
identidad falsa. ¿Cuándo abandonó el hotel? ¿Se veía agitado cuando se fue? ¿Dijo
algo que indicara adónde se dirigía? ¡Despiértese, estúpido, y responda! Déme la
llave de su habitación… hay que registrarla inmediatamente. ¿Tomó un dinocoche
cuando se fue? Descríbamelo tan exactamente como le sea posible. ¿Así que llevaba
una maleta? ¿Qué tipo de maleta, hi?
Éste era el tipo de riesgo que había que correr cuando uno se alojaba en un lugar
conocido y regularmente inspeccionado. El riesgo no era enorme —de hecho, era
pequeño—, pero seguía existiendo. Y cuando uno era juzgado, sentenciado, y
aguardaba la ejecución, no reportaba ningún consuelo saber que todo se había
producido por una posibilidad sobre cien. Si Mowry debía mantener su lucha de
hombre solitario, el enemigo debía ser engañado en toda la línea, durante todo el
tiempo.
Satisfecho de que en aquel momento el más persistente de los rastreadores no
podía haber seguido su tortuoso rastro a través de la ciudad, Mowry recuperó su
maleta, la llevó hasta el tercer piso de un destartalado edificio, y se metió en su
apartamento de dos malolientes habitaciones. Pasó el resto del día limpiando el lugar
y haciéndolo un poco más habitable.
Seria mucho más difícil encontrar su rastro allí. El casero, de huidizos ojos, no le
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había pedido la tarjeta de identidad, lo había aceptado sin ninguna pregunta como
Gast Hurkin, un honesto funcionario de poca categoría de los ferrocarriles, trabajador
y lo suficiente estúpido como para pagar el alquiler regularmente y a su debido
tiempo. Según la forma de pensar del casero, sus deshonrosos vecinos exhibían un
C. I. más elevado en términos de su entorno, puesto que eran capaces de arreglárselas
con menos esfuerzos, y mantenían la boca cerrada acerca del trabajo que hacían
realmente.
Terminado el trabajo de casa, Mowry compró un periódico y buscó en él alguna
mención de sus actividades del día anterior. No había ni una palabra al respecto. Al
primer momento se sintió decepcionado; luego, tras algo más de reflexión, empezó a
animarse.
La oposición a la guerra y un abierto desafío al gobierno eran noticias que
justificaban su aparición en primera plana. Ningún periodista ni director de periódico
las dejarían pasar si se les permitiera publicarlas; si no habían aparecido era porque
no se les había dejado publicarlas. Alguien con la suficiente autoridad las había pues
tachado con el pesado lápiz de la censura. Alguien con considerable poder se había
visto obligado a iniciar una débil contraofensiva.
Aquello era un principio. Los primeros zumbidos de avispa de Mowry habían
obligado a las autoridades a interferir con la prensa. Es más, la contraofensiva era
débil e inefectiva, y servía tan sólo como un recurso momentáneo mientras las
autoridades se devanaban los sesos buscando medidas más decisivas.
Cuanto más persistentemente mantiene un gobierno el silencio sobre un tema
determinado objeto de discusión, más habla el público de él. Cuanto más largo y
persistente es el silencio, más culpable parece el gobierno a los ojos de los
charlatanes y los que piensan. En tiempos de guerra, la pregunta que más baja la
moral que uno puede hacerse es: «¿Qué es lo que nos están ocultando ahora?».
Algunos centenares de ciudadanos se harían esa misma pregunta mañana, al día
siguiente o a la otra semana. Las potentes palabras Dirac Angestun Gesept estarían en
multitud de labios, darían vueltas en multitud de mentes, simplemente porque los
poderes públicos tenían miedo de hablar de ellas.
Y si un gobierno teme admitir incluso los hechos más insignificantes de la guerra,
¿qué fe podía tener el hombre de la calle frente a la pretensión de los líderes de que
no debía tener miedo a nada? ¿Hi?
Una enfermedad es más amenazadora cuando se extiende, brota en lugares
alejados y toma las características de una epidemia. Por esa razón, la primera salida
de James Mowry de su nueva residencia fue a Radine, una ciudad a sesenta y siete
kilómetros al sur de Pertane: población trescientos mil habitantes, energía
hidroeléctrica, minas de bauxita, plantas de extracción de aluminio.
Tomó un tren a primera hora de la mañana. Iba atestado con gente que se veía
obligada a desplazarse por las varias necesidades de la guerra: trabajadores
taciturnos, soldados aburridos, oficiales satisfechos de sí mismos, descoloridas no
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entidades. El asiento frente al suyo estaba ocupado por un tipo barrigudo de facciones
hinchadas, porcinas, un arquetipo caricaturesco del Ministro de Alimentación de
Jaimec.
El tren se puso en marcha, adquiriendo una buena velocidad. La gente subió y
bajó en las estaciones intermedias. Cara de Cerdo ignoró desdeñosamente a Mowry,
contemplando el paisaje que pasaba con un altanero desdén, y finalmente se quedó
dormido con la mandíbula colgando. En su sueño era dos veces más porcino, y
hubiera alcanzado casi la perfección con un limón en la boca.
A cuarenta y ocho kilómetros de Radine, la puerta anterior del vagón se abrió con
un golpe seco y entró un policía. Iba acompañado por dos tipos corpulentos de rostros
duros vestidos con ropas civiles.
—Su billete —pidió el policía.
El pasajero se lo tendió, con expresión asustada. El policía lo examinó por los dos
lados, luego se lo pasó a sus compañeros, que lo examinaron a su vez.
—Su tarjeta de identidad.
Recibió el mismo tratamiento, con el policía estudiándola como en una
inspección de rutina, los otros dos escrutándola más críticamente y con una no oculta
sospecha.
—Su permiso de circular.
Pasó el triple escrutinio, luego fue devuelto junto con el billete y la tarjeta de
identidad. El rostro del pasajero expresó un enorme alivio.
El policía pasó al siguiente pasajero.
—Su billete.
Mowry, sentado a los dos tercios del camino a lo largo del vagón, observaba el
espectáculo con mucha curiosidad y una cierta aprensión. Sus sentimientos se
incrementaron hasta la alarma cuando alcanzaron al séptimo pasajero.
Por alguna razón que sólo ellos conocían, la pareja con ropas civiles miraron más
detenidamente y con mayor intensidad los documentos del hombre. Mientras tanto, el
pasajero evidenció visibles síntomas de agitación. Se quedaron observando su tenso
rostro, sopesándolo. Sus propios rasgos mostraban la expresión arisca de los animales
predadores a punto de saltar sobre su víctima.
—¡De pie! —ladró uno de ellos.
El pasajero saltó sobre sus pies y se inmovilizó, temblando. Oscilaba ligeramente,
y no era debido al balanceo del tren. Mientras el policía lo observaba, los otros dos
registraron al pasajero. Sacaron todo lo que había en sus bolsillos, lo manosearon y se
lo devolvieron. Palparon sus ropas por todos lados, no demostrando ningún respeto
hacia su persona.
No encontrando nada significativo, uno de los hombres murmuró una maldición,
luego le gritó a la víctima:
—Bien, ¿qué es lo que le hace temblar?
—No me siento bien —dijo el pasajero débilmente.
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—¿Realmente? ¿Qué es lo que le ocurre?
—El mal de los viajes. Siempre me ocurre lo mismo en los trenes.
—Vaya cuento. —Le miró ceñudamente, luego hizo un gesto vago—. Está bien,
puede sentarse.
El pasajero se derrumbó en su asiento y respiró ruidosamente. Tenía el aspecto
moteado de alguien que está así enfermo de miedo y alivio. El policía se le quedó
mirando un instante, bufó, luego dirigió su atención al número ocho.
—Su billete.
Quedaban aún diez por acosar antes de que los inquisidores llegaran a Mowry.
Éste se hallaba dispuesto a correr el riesgo de que examinaran sus documentos, pero
no se atrevía a correr el riesgo de un registro. El policía era tan sólo un policía vulgar
y corriente. Los otros dos eran miembros de la todopoderosa Kaitempi; si ellos
metían mano en sus bolsillos, el balón reventaría de una vez por todas. Y a su debido
tiempo, cuando en la Tierra llegaran a la conclusión de que su silencio era el silencio
de la tumba, un espécimen de sangre fría llamado Wolf entraría en contacto con otro
incauto. «Dése la vuelta. Ande renqueando. Queremos que se convierta en una
avispa».
La mayor parte de los pasajeros estaban dirigiendo ahora toda su atención al
pasillo, espiando lo que estaba sucediendo allí e intentando no obstante adoptar un
aura de patriótica rectitud. James Mowry dirigió una mirada de reojo a Cara de
Cerdo. ¿Estaban sus ojillos realmente cerrados, o estaba observando entre sus
párpados semicerrados?
A menos que pegara su rostro contra el desagradable del otro hombre, no podía
estar seguro. Pero eso no representaba ninguna diferencia; el trío se estaba acercando
por momentos, y tenía que correr el riesgo. Tanteó furtivamente detrás de él, halló un
orificio estrecho pero hondo en el tapizado, allá donde el extremo inferior de su
espalda se apoyaba en el asiento. Manteniendo su atención fija en Cara de Cerdo,
sacó un paquete de etiquetas y dos lápices fuera del bolsillo, los metió por el agujero,
y los hizo desaparecer de la vista. El durmiente frente a él ni siquiera removió un
párpado.
Dos minutos más tarde, el policía dio a Cara de Cerdo un irritado golpe en el
hombro, y el estimable personaje se despertó con un sobresalto. Miró al policía, luego
a su par de acompañantes.
—¡Hey! ¿Qué ocurre?
—Su billete —dijo el policía.
—Un control de tráfico, ¿hi? —respondió Cara de Cerdo, evidenciando una
repentina comprensión—. Oh, bien…
—Metiéndose unos gordezuelos dedos en un bolsillo pequeño de su chaqueta,
extrajo una adornada tarjeta protegida por un plástico transparente. La mostró al trío,
y el policía abrió mucho los ojos y se volvió repentinamente servil; los dos matones
se envararon como reclutas sorprendidos durmiendo en un desfile.
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—Perdón, mayor —se disculpó el policía.
—Por nada —tranquilizó Cara de Cerdo, mostrando una muy practicada mezcla
de arrogancia y condescendencia—. Sólo están cumpliendo ustedes con su deber. —
Dedicó al resto del vagón una llameante mirada de triunfo, gozando abiertamente de
la situación que lo situaba a varios grados por encima del resto de la manada.
Azarado, el policía se giró a Mowry y dijo:
—Su billete.
Mowry se lo tendió, esforzándose en parecer inocente y aburrido. Su
pseudotranquilidad no era fácil, debido a que era el punto focal de atención de todos
los ojos del vagón. Casi todos los demás pasajeros estaban mirando hacia allá; el
mayor Cara de Cerdo lo observaba especulativamente, y los dos agentes de la
Kaitempi tenían clavadas en su rostro sus miradas de granito.
—Tarjeta de identidad.
Se la tendió.
—Permiso de circular.
Lo entregó, y se preparó para la semiesperada orden de «¡Levántese!».
No llegó. Ansiosos de alejarse de la fría y oficial mirada del mayor, los tres
examinaron sus papeles, se los tendieron de vuelta sin ningún comentario, y se
alejaron. Mowry volvió a meter los documentos en su bolsillo, intentó mantener el
gran alivio que sentía alejado de su voz, y dijo al otro:
—Me pregunto lo que estarán buscando.
—Eso no es asunto suyo —dijo el mayor Cara de Cerdo, tan insultantemente
como le fue posible.
—No, por supuesto que no —admitió Mowry.
Hubo un silencio entre ellos. El mayor miró por la ventanilla y no mostró ninguna
inclinación a reasumir su sueño. Maldito tipo, pensó Mowry; le resultaría difícil
recuperar las etiquetas con aquel estúpido despierto y alerta.
Una puerta se cerró con un chasquido cuando el policía y los agentes de la
Kaitempi terminaron con aquel vagón y pasaron al siguiente. Un minuto más tarde el
tren frenó con tanta violencia que una pareja de pasajeros fueron arrojados de sus
asientos. Afuera, y en la parte trasera del tren, sonaron voces gritando.
Poniéndose en pie, el mayor Cara de Cerdo abrió la parte superior de la
ventanilla, asomó la cabeza, y miró hacia atrás en busca del origen de los sonidos.
Luego, con una velocidad sorprendente para alguien de su corpulencia, sacó una
pistola de su bolsillo, echó a correr a lo largo del pasillo, y salió por la puerta trasera.
Afuera, los gritos se hicieron más fuertes.
Mowry se levantó y miró por la ventanilla. Cerca de la cola del tren, un pequeño
grupo de figuras estaban corriendo a lo largo de la vía, con el policía y los Kaitempi
ligeramente a la cabeza. Mientras miraba, esos últimos levantaron sus brazos
derechos; varios secos estampidos hicieron vibrar el aire matutino. Era imposible ver
a qué o quién estaban disparando.
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A lo largo del tren, con la pistola en la mano, el mayor corría pesadamente en
persecución de los perseguidores. Rostros curiosos aparecieron fuera de las
ventanillas en todos los vagones.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al rostro más próximo de otra ventanilla.
—Esos tres han entrado para verificar los papeles. Algún tipo los ha visto, ha
echado a correr hacia la otra puerta, y ha saltado del tren. Han detenido el convoy y
han ido tras él. Les lleva una buena ventaja. Tendrán suerte si lo alcanzan.
—¿Quién era?
—Ni la menor idea. Algún criminal buscado, supongo.
—Bueno —dijo Mowry—, si los Kaitempi corrieran tras de mí, iría más rápido
que un Spakum aterrorizado.
—¿Y quién no lo haría? —dijo el otro.
Volviendo a meter la cabeza, James Mowry regresó a su asiento. Todos los demás
viajeros estaban en las ventanillas, con la atención centrada fuera. Era un momento
oportuno. Metió la mano en el escondrijo, recuperó las etiquetas y los lápices, volvió
a meterlos en su bolsillo.
El tren permaneció inmovilizado durante media hora, a lo largo de la cual no se
oyó apenas ningún sonido de voz. Finalmente volvió a ponerse en marcha, y casi al
mismo tiempo el mayor Cara de Cerdo reapareció y se dejó caer en su asiento. Se
veía lo suficientemente avinagrado como para poner sus jamones a curar.
—¿Lo han pillado? —preguntó Mowry, prestando a su actitud toda la educación y
respeto que era capaz de mostrar.
El mayor le dirigió una furibunda mirada.
—Esto no es asunto suyo.
—No, por supuesto que no.
El silencio cayó de nuevo sobre ellos, y persistió hasta que el tren penetró en
Radine. Era el final de la línea, y todo el mundo salió. Mowry siguió a la multitud a
través de la salida de la estación, pero no se dedicó a buscar escaparates y muros
donde pegar y escribir sus mensajes.
En su lugar, prefirió seguir al mayor.
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Capítulo IV
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No llevaría más de medio minuto allí cuando el mayor Cara de Cerdo penetró por
el otro lado del vestíbulo a través de una puerta que conducía al garaje del sótano. Sin
dirigir más que una breve ojeada a su alrededor, el mayor se metió en una de las
cabinas de una batería de pequeños ascensores automáticos. La puerta se cerró
deslizándose tras él. El indicador luminoso parpadeó algunos números, se detuvo en
el siete, se mantuvo unos instantes, luego regresó al cero. La puerta se abrió
deslizándose de nuevo, mostrando la cabina otra vez vacía.
Tras otros cinco minutos, Mowry bostezó, se estiró, consultó su reloj, y salió.
Anduvo acera adelante hasta encontrar una cabina telefónica. Desde allí llamó al
edificio de apartamentos y obtuvo al telefonista.
—Debía encontrarme con alguien en su vestíbulo hace aproximadamente una
hora —explicó—. No he podido acudir. Si aún está esperando, le agradecería le
indicara que me he retrasado.
—¿De quién se trata? —preguntó el telefonista—. ¿De un residente?
—Sí… pero no hay forma de que recuerde su nombre. No hay nadie tan estúpido
para los nombres como yo. Es rollizo, tiene un rostro grueso, vive en el séptimo piso.
Mayor… Mayor… ¡vaya soko de memoria que tengo!
—Debe ser el mayor Sallana —dijo el telefonista.
—Exacto —dijo Mowry—. Mayor Sallana… lo tenía todo el tiempo en la punta
de la lengua.
—Aguarde un momento. Voy a ver si aún está esperando. —Hubo un minuto de
silencio antes de que el telefonista regresara con—: No, no está. Acabo de llamar a su
apartamento y no contestan tampoco. ¿Quiere dejarle algún mensaje?
—No será necesario… ya debe haberse ido. De todos modos, no tiene mucha
importancia. ¡Larga vida!
—¡Larga vida! —dijo el telefonista.
Así que no contestaban desde su apartamento; parecía como si el mayor Sallana
hubiera entrado y hubiera salido inmediatamente… a menos que estuviera en el baño.
Esto último no parecía probable; difícilmente había tenido tiempo de llenar una
bañera, desvestirse y meterse dentro. Si realmente estaba ausente de sus habitaciones,
aquélla era la mejor oportunidad que podía presentársele a Mowry; debía
aprovecharla mientras la tenía a su disposición.
Pese a un sentimiento interno de urgencia, Mowry hizo una pausa lo
suficientemente larga como para realizar otro trabajo. Miró a través de todos los
cristales de la cabina, vio que nadie le observaba, y pegó una etiqueta en el cristal del
frente, exactamente allá donde cualquier usuario debería verlo mientras estaba
hablando por teléfono.
Decía: «Los enamorados del poder iniciaron esta guerra. El Dirac Angestun
Gesept terminará con ella… ¡y con ellos!».
Regresando a los apartamentos, atravesó el vestíbulo con una engañosa
tranquilidad y penetró en un ascensor desocupado. Se giró para hacer frente a la
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puerta, y tuvo el atisbo de alguien que avanzaba apresuradamente hacia la batería de
ascensores; miró hacia allí, y vio estupefacto que quien se aproximaba era el mayor.
El hombre tenía el ceño pensativamente fruncido; aún no había visto a Mowry,
pero indudablemente lo haría a menos que la avispa actuara rápido. Mowry cerró la
puerta y pulsó el tercer botón del panel. El ascensor subió hasta el tercer piso y se
detuvo. Lo mantuvo allí, con la puerta cerrada, hasta que oyó el gemir de la cabina
adyacente yendo más arriba. Entonces volvió a bajar hasta la planta baja y abandonó
el edificio. Se sentía frustrado y colérico, y maldijo su suerte en un tono contenido.
Hasta la media tarde dio salida a su ira decorando Radine con ciento veinte
etiquetas engomadas y catorce muros escritos. Luego, decidiendo que ya había
bastante por un día de aquel tipo de trabajo, tiró lo que le quedaba del lápiz por una
cloaca.
Tras diez horas de actividad, se concedió una comida rápida, pues no había
probado bocado desde el desayuno. Terminada ésta, buscó el número de Sallana,
llamó, no obtuvo respuesta. Ahora era el momento. Repitiendo su táctica anterior,
regresó al edificio, tomó un ascensor hasta el séptimo piso, esta vez sin ningún
contratiempo. Avanzó silenciosamente por la gruesa alfombra del corredor, mirando
las puertas hasta que encontró la que ostentaba el nombre que buscaba.
Llamó.
No obtuvo respuesta.
Llamó de nuevo, un poco más fuerte pero no tan fuerte como para que lo pudieran
oír los vecinos.
El silencio le respondió.
Fue entonces cuando el entrenamiento especial de James Mowry entró en acción.
Tomando de su bolsillo un manojo de llaves que parecían normales pero no lo eran,
empezó a trabajar en la cerradura, y tuvo la puerta abierta exactamente en treinta y
cinco segundos. La rapidez era esencial en la tarea… si alguien elegía aquel momento
para penetrar en el corredor Mowry sería atrapado con las manos en la masa.
Se deslizó dentro, cerrando cuidadosamente la puerta tras él. Su primera acción
fue efectuar una rápida inspección de las habitaciones y asegurarse de que no había
nadie allí, ni dormido ni borracho. Había cuatro estancias, todas ellas vacías.
Definitivamente, el mayor (Cara de Cerdo) Sallana no estaba en casa.
Regresando a la primera habitación, Mowry la registró concienzudamente, y
encontró una pistola en la parte superior de un armario archivador. La examinó,
comprobó que estaba cargada, y se la metió en el bolsillo.
Luego, forzó un enorme y pesado escritorio y empezó a revisar los cajones. Lo
hacía con el rápido y seguro toque del delincuente profesional, pero de hecho era un
tributo a su entrenamiento en el centro.
El contenido del cuarto cajón de la izquierda hizo ponerse sus pelos de punta.
Estaba buscando con la intención de confiscar lo que hacía que los policías se
volvieran serviles y persuadía incluso a los agentes de la Kaitempi a ponerse firmes.
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Al abrir el cajón, Mowry se encontró contemplando un fajo de papeles escritos que
llevaban en su cabecera un membrete oficial.
Eso era más de lo que había esperado, más de lo que había deseado en sus
momentos más optimistas. Aquello le probaba que, pese a los consejos de sus colegas
acerca de tomar precauciones, precauciones, siempre y en cualquier circunstancia, a
veces sale a cuenta seguir las intuiciones y correr algunos riesgos. Lo que decía el
membrete de los papeles era:
En otras palabras: «Policía Secreta Siriana, Distrito de Radine». No era extraño que
aquellos tipos duros en el tren hubieran bajado sus humos tan rápidamente: el mayor
era un alto mando de la Kaitempi y, como tal, tenía un rango superior al de un general
de brigada del ejército o incluso a un contraalmirante de la marina espacial.
Aquel descubrimiento aumentó la velocidad de la actividad de Mowry en varios
grados. Del montón de equipaje de la última habitación eligió una maleta pequeña,
forzó su cierre y esparció por el suelo las ropas que contenía. Metió todos los papeles
de la Kaitempi en la maleta. Un poco más tarde descubrió una pequeña máquina de
grabar, la probó, y descubrió que imprimía en relieve las letras DKT coronadas por
una espada alada. También fue a parar a la maleta.
Terminado el escritorio, pasó al archivador adyacente, con las aletas de su nariz
estremeciéndose por la excitación mientras revisaba el cajón superior. Un débil
sonido llegó a sus oídos; se detuvo, tenso y atento. Era el roce de una llave en la
cerradura de la puerta. La llave no había girado bien al primer intento.
Mowry saltó hacia la pared, aplastándose contra ella de modo que la puerta lo
ocultara al abrirse. La llave probó una segunda vez, la cerradura respondió, la puerta
apareció en su campo de visión, y Sallana entró.
El mayor dio cuatro pasos en la habitación antes de que su cerebro aceptara lo que
veían sus ojos. Se inmovilizó, miró incrédulo y progresivamente furioso al devastado
escritorio, mientras la puerta giraba sobre sí misma y se cerraba tras él. Tomando una
decisión, se dio media vuelta para salir de nuevo, y entonces vio al invasor.
—Buenas tardes —saludó Mowry con voz neutra.
—¿Usted? —el mayor se lo quedó mirando colérico desde lo alto de su ultrajada
autoridad—. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué significa todo esto?
—Estoy aquí como un ratero común. Lo que significa que está siendo usted
robado.
—Entonces déjeme decirle…
—Cuando se produce un robo —prosiguió Mowry—, alguien ha de ser la
víctima. Esta vez le toca a usted. No hay ninguna razón por la que usted haya de tener
siempre suerte, ¿no?
El mayor Sallana avanzó un paso.
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—¡Siéntese! —ordenó Mowry.
El otro se detuvo pero no se sentó. Permaneció firme, de pie, sobre la alfombra,
con sus pequeños y astutos ojos brillando tercamente.
—Deje esta pistola.
—¿Qué?… ¿Yo? —preguntó Mowry.
—Usted no sabe lo que está haciendo —declaró Sallana, condicionado por toda
una vida de causar miedo—. Porque no sabe quién soy. Pero cuando se lo diga,
usted…
—Para su tranquilidad, le diré que sé quién es —hizo notar Mowry—. Es usted
una de las ratas gordas de la Kaitempi. Un torturador profesional, un estrangulador a
sueldo, un desalmado soko que mutila y mata por dinero, y por el puro placer de
hacerlo. Ahora siéntese mientras le hablo.
El mayor rehusó de nuevo sentarse. Por el contrario, contradecía la creencia
popular de que todos los fanfarrones son cobardes; como muchos de los de su calaña,
tenía el valor de un bruto. Dio un pesado pero rápido paso hacia un lado, mientras su
mano se dirigía al bolsillo.
Pero los ojos que tan a menudo habían observado calmadamente la muerte de los
demás le traicionaron ahora. Apenas había terminado de dar el paso, y su mano ni
siquiera había alcanzado el bolsillo, cuando la pistola de James Mowry hizo ¡brr-rup!,
no ruidosa pero sí efectivamente. Durante cinco o seis segundos el mayor Sallana
permaneció inmóvil, exhibiendo una expresión estúpida; luego vaciló, cayó hacia
atrás con un ruido sordo que sacudió la habitación, rodó a un lado. Sus gruesas
piernas se agitaron espasmódicamente un par de veces, luego se inmovilizó.
Abriendo suavemente la puerta unos pocos centímetros, Mowry echó una ojeada
al corredor. Ningún ruido de pies corriendo hacia el apartamento; nadie gritando en
petición de ayuda. Si alguien había oído el apagado ruido del disparo, debía haberlo
atribuido a la circulación de abajo.
Satisfecho de no haber despertado la alarma, cerró la puerta, se inclinó sobre el
cuerpo y lo examinó de más cerca. Sallana estaba tan muerto como podía estarlo, la
breve ráfaga de la pistola había alojado siete balas en su obesa corpulencia.
Era una lástima, en cierto modo, porque Mowry hubiera podido obtener las
respuestas que necesitaba a algunas preguntas convincentemente formuladas a base
de puñetazos, patadas y otros elementos de persuasión. Había muchas cosas que
deseaba saber acerca de la Kaitempi… en particular la identidad de sus actuales
víctimas, su condición física y dónde estaban recluidas. Ninguna avispa podía
encontrar colaboradores más leales y entusiastas que los genuinos nativos del planeta
rescatados del garrote.
Pero uno no puede extraer información de un cadáver. Aquello era lo único que
lamentaba. Por todo lo demás, no podía hacer otra cosa excepto felicitarse. Por un
lado, la evidencia probada de los métodos de la Kaitempi era de una naturaleza tan
desagradable que eliminar a uno de sus miembros era hacerles un favor tanto a los
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sirianos como a los terrestres. Por otro lado, un asesinato como aquél era el toque
ideal en las presentes circunstancias: daría un apoyo sanguinario a las etiquetas y a
los escritos de las paredes.
Aquello diría claramente a los poderes que había alguien que estaba dispuesto y
era capaz de hacer algo más que hablar. La avispa había estado zumbando un poco
por los alrededores; ahora había demostrado que tenía aguijón.
Registró el cuerpo y encontró lo que había codiciado desde el momento en que
había bañado a Sallana en la adulación en el tren: la ornamentada tarjeta enfundada
en plástico. Llevaba símbolos, sellos y firmas, certificando que su poseedor ostentaba
el rango de mayor en la Policía Secreta. Mejor aún, no ostentaba ni el nombre del
portador ni su descripción personal, contentándose tan sólo con un número de código.
La Policía Secreta era secreta incluso entre ellos, una costumbre de la que otros
podían sacar una buena ventaja.
Mowry volvió a dirigir su atención al archivador. La mayor parte del material que
contenía no tenía ningún valor, no revelando nada que no fuera ya conocido del
Servicio de Inteligencia Terrestre. Pero había tres dossiers conteniendo los historiales
de personas cuyas identidades según la costumbre de la Kaitempi quedaban ocultas
bajo números de código. Evidentemente el mayor los había tomado del cuartel
general local y se los había llevado a su casa para estudiarlos con mayor tranquilidad.
Mowry revisó rápidamente aquellos papeles. Pronto vio claro que aquellos tres
desconocidos eran rivales potenciales de los que se hallaban en el poder. Los
historiales no decían nada que indicara si los sujetos estaban vivos o muertos. Las
implicaciones eran que su suerte aún no había sido decidida; de otro modo, resultaba
difícil de creer que Sallana perdiera su tiempo con tales documentos. De todos
modos, la desaparición de aquellos papeles vitales irritaría a las autoridades, y
posiblemente haría estremecerse a alguna de ellas.
Así que Mowry metió los dossiers en la maleta junto con el resto del lote. Tras lo
cual realizó otra breve inspección para comprobar que no se hubiera dejado por
examinar nada que valiera la pena llevarse. Lo último fue borrar todas las huellas que
pudieran relacionarle con aquella situación.
Con la maleta en una mano y la pistola en el bolsillo, Mowry hizo una pausa en la
puerta y miró hacia atrás al cuerpo tendido.
—¡Larga vida!
El mayor (Cara de Cerdo) Sallana no se dignó contestar. Reposaba en silencio, su
rechoncha mano derecha sujetando un papel en el que había escrito: Ejecutado por el
Dirac Angestun Gesept.
Quien encontrara el cuerpo seguro que haría circular el mensaje. Seguro también
que pasaría de mano en mano, trepando por la escala de rangos, directamente hasta
los más altos mandos. Con tan sólo un poco de suerte, pondría muy nerviosos a más
de uno.
Su suerte continuó: James Mowry no tuvo que aguardar mucho para tomar un tren
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a Pertane. Se alegró de ello, porque los aburridos policías de la estación tendían a
mostrarse inquisitivos hacia los viajeros que permanecían sentados o deambulando
demasiado tiempo. Claro que, si se le acercaban, podía mostrarles sus documentos o
—estrictamente como último recurso—, utilizar la tarjeta robada al Kaitempi para
abrirse camino fuera de cualquier posible trampa. Pero era mejor y mucho más
seguro no convertirse en un objeto de atención en aquel lugar y momento.
El tren llegó, y consiguió subir a él sin hacerse notar por ninguno de los varios
policías. Tras poco tiempo el convoy se puso en marcha y se hundió en las tinieblas.
Debido a lo tarde de la hora, los pasajeros eran pocos, y el vagón que había elegido
estaba lleno de asientos vacíos. Fue fácil elegir un lugar donde no fuera molestado
por ningún compañero de viaje parlanchín, o estudiado durante todo el viaje por
alguien que tuviera unos ojos inquisitivos y una larga memoria.
Una cosa era cierta: si el cuerpo de Sallana era descubierto en el término de las
próximas tres o cuatro horas, el escándalo resultante se extendería lo suficientemente
aprisa y lejos como para provocar un registro del tren de punta a rabo. Los
inspectores no tendrían una descripción del sospechoso sobre la que basarse, pero
examinarían los equipajes, y reconocerían los objetos robados que llevaba consigo.
Mowry se sumió en una inquieta somnolencia acunado por el traqueteo hipnótico
del tren. Cada vez que sonaba una puerta o se abría o cerraba una ventanilla se
despertaba, con los nervios a flor de piel, el cuerpo en tensión. Un par de veces se
preguntó si algún mensaje por radio de alta prioridad no estaría adelantándose al tren
y llegando antes a su destino: «Detengan y registren a todos los pasajeros y equipajes
del tren de las once y veinte de Radine».
No hubo ningún control. El tren disminuyó su marcha, chirrió y tableteó sobre un
enorme entramado de desvíos, y penetró en Pertane. Sus pasajeros descendieron,
todos soñolientos, algunos con aspecto de medio muertos, y avanzaron
desaliñadamente hacia la salida. Mowry se las arregló para ser de los últimos del
grupo, confundiéndose entre media docena de piernitorcidos haraganes. Toda su
atención estaba dirigida directamente al frente, espiando cualquier indicio de algún
grupo siniestro aguardando al otro lado de la barrera.
Si realmente estaban allí, emboscados, tenía tan sólo dos caminos ante si. Podía
tirar la maleta y con ella su valioso contenido, disparar el primero y el más rápido,
echar a correr, y esperar salirse con bien entre la confusión que se produciría. Como
táctica, le daba la ventaja de la sorpresa. Pero el fracaso significaba la muerte
inmediata, e incluso el éxito podía representar un par de balas en el cuerpo.
Como alternativa, podía intentar el bluff de avanzar directamente hacia el más
fornido y más bruto de ellos, exhibiendo la maleta entre sus manos y diciendo con el
celo de los estúpidos:
—Perdone, oficial, pero uno de esos tipos que recién acaba de pasar ha dejado
caer esta maleta justo frente a él. No puedo imaginar por qué habrá abandonado de
este modo su equipaje.
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Luego, en algún momento en medio del caos que se produciría, puede que tuviera
alguna oportunidad de escurrirse hasta una esquina y echar a correr como si llevara
un cohete en el trasero.
Sudaba abundantemente, pero descubrió que sus temores se confirmaban. Aquél
había sido su primer asesinato, y era un asesinato porque lo definirían como tal. Así
que estaba pagando por él en su imaginación, sintiéndose ya cazado antes de que la
caza hubiera empezado. Al otro lado de la barrera había dos policías de servicio,
contemplando la gente que salía con una total indiferencia y bostezando de tanto en
tanto. Pasó prácticamente ante sus narices, y hubiera sido difícil que le prestaran
menos atención.
Pero James Mowry aún no se había salido de todo aquello. La policía de las
estaciones esperaba ver a la gente arrastrando sus equipajes tanto de día como de
noche. Los policías de la ciudad se inclinaban a hacer más preguntas cuando uno iba
con una maleta a aquellas horas.
Aquel problema podía ser resuelto con el sencillo expediente de tomar un taxi…
sólo para crear otro problema. Los taxis deben ser conducidos por alguien, y el más
taciturno de los taxistas puede convertirse en un auténtico parlanchín cuando es
interrogado por la Kaitempi.
—¿Tomó a alguien del tren de las once y veinte de Radine?
—Ajá. Un tipo joven con una maleta.
—¿Notó algo sospechoso en él? ¿Actuó demasiado seguro de sí mismo o
demasiado prudente, por ejemplo?
—No noté nada. Me pareció normal. Creo que no era un nativo de Jaimec, de
todos modos. Hablaba con auténticos gruñidos mashambi.
—¿Recuerda a dónde lo llevó, hi?
—Ajá, lo recuerdo. Puedo indicárselo.
Había una forma de evitar todo aquello; Mowry la adoptó dejando la maleta en la
consigna automática de la estación, y se alejó andando. En teoría, la maleta estaría
segura allí al menos por todo un día jaimecano; de hecho, había una posibilidad de
que fuera descubierta y utilizada como cebo.
En un mundo donde nada era sacrosanto, la Kaitempi poseía llaves maestras para
casi todo. Nada impediría que abrieran y registraran todas las consignas en un radio
de mil quinientos kilómetros en torno a la escena del crimen, si se les ocurría que
podían sacar algo en claro de ello. Así, cuando regresara a plena luz del día para
recoger la maleta, Mowry debería acercarse con una considerable prudencia,
asegurándose de que no estaba siendo observado por un coro de tipos de aspecto
inconfundible.
Andando rápidamente en dirección a casa, estaba ya a menos de un kilómetro de
su destino cuando dos policías surgieron de un oscuro cruce al otro lado de la calle.
—¡Hey, usted!
Mowry se detuvo. Cruzaron hacia él, lo estudiaron en un silencio ceñudo. Uno
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hizo un gesto para señalar las lejanas y brillantes estrellas y la desierta calle.
—Un poco tarde para pasear, ¿no cree?
—No hay nada malo en ello, ¿no? —respondió, dando a su tono un cierto matiz
de disculpa.
—Nosotros hacemos las preguntas —replicó el policía—. ¿De dónde viene a
estas horas?
—Del tren.
—¿De dónde?
—Khamasta.
—¿Y adónde va?
—A casa.
—Iría más rápido en un taxi, ¿no cree?
—Seguro que sí —admitió Mowry—. Desgraciadamente, ha ocurrido que salí el
último. Siempre ha de haber un último. Por aquel entonces ya no quedaba ningún
taxi.
—Bueno, esto es lo que dice usted.
En aquel punto, el otro policía adoptó la Técnica Número Siete: específicamente,
los ojos fruncidos, la mandíbula hacia adelante, un enrudecimiento en la voz. A veces
la Número Siete se veía recompensada con una mirada culpable, o una expresión
desesperadamente exagerada de inocencia. Era un experto en ella, pues la practicaba
asiduamente con su mujer y por las mañanas en el espejo del baño.
—Quizá no haya estado nunca cerca de Khamasta, ¿hi? Quizá haya dedicado la
noche a dar una vuelta tranquila y provechosa por Pertane, ensuciando escaparates y
fachadas, ¿no cree?
—No —dijo Mowry—, porque nadie iba a pagarme ni un miserable florín por el
riesgo. ¿Parezco estúpido?
—No lo bastante por lo que parece —admitió el policía—. Pero alguien lo está
haciendo, sea estúpido o no.
—Bueno, no puedo quejarme de ustedes por intentar atraparlo. A mí tampoco me
gustan los lunáticos. Me producen cosquilleo por todo el cuerpo. —Hizo un gesto
impaciente—. Si tienen que registrarme, ¿por qué no lo hacen ya? Ha sido un día
largo. Estoy hecho polvo, y deseo volver a casa.
—No vale la pena —dijo el policía—. Muéstrenos su tarjeta de identidad.
Mowry se la tendió. El policía no le dirigió más que una ojeada de circunstancias,
mientras su compañero la ignoraba absolutamente.
—De acuerdo, siga su camino. Si insiste en pasear por las calles a estas horas,
espere ser parado e interrogado a cada paso. Estamos en guerra, ¿sabe?
—Sí, oficial —dijo Mowry humildemente.
Se alejó a buen paso, dando gracias al cielo por haber dejado su equipaje. Si
hubiera llevado la maleta, probablemente la hubieran considerado, y con razón, como
una probable prueba delictiva. Para impedir que la abrieran e inspeccionaran su
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contenido, se hubiera visto obligado a mostrarles su tarjeta de la Kaitempi. No
deseaba tener que utilizar aquella táctica, si podía evitarlo, hasta que hubiera pasado
un cierto tiempo del descubrimiento del asesinato de Sallana y las aguas hubieran
vuelto un poco a sus cauces. Un mes, como mínimo.
Una vez en su apartamento, James Mowry se desvistió, pero no se durmió
enseguida. Permaneció tendido en la cama y examinó la preciosa tarjeta una y otra
vez. Ahora que tenía más tiempo para ponderar todo su significado y su obvio poder,
se veía a sí mismo dudando ante dos procederes: ¿debía conservarla o no?
Tal como estaba montado el sistema sociopolítico del Imperio Siriano, una tarjeta
de la Kaitempi era un salvoconducto de aterradora primera magnitud en cualquier
planeta del ámbito siriano. Simplemente mostrar aquel temido tótem bastaba para que
un noventa y nueve por ciento de los civiles se postraran de rodillas y lo adoraran.
Aquel hecho hacía que tarjeta de la Kaitempi tuviera un tremendo valor para
cualquier avispa. Pero la Tierra no le había proporcionado aquel arma; había tenido
que procurársela él mismo. La conclusión obvia era que la Inteligencia terrestre no
disponía de ninguna copia original.
Allá lejos, entre los enjambres de estrellas, sobre un mundo azul verdoso llamado
Tierra, se podía duplicar cualquier cosa salvo un ente vivo… y se podía producir una
imitación convincente incluso de esto último. Quizá necesitaran aquella tarjeta. Con
un poco de suerte, quizá pudieran dar a cualquier avispa el grado de pseudomayor de
la Kaitempi.
Para Mowry, el dar aquella tarjeta sería como sacrificar voluntariamente su reina
en mitad de una difícil partida de ajedrez. De todos modos, antes de quedarse
dormido llegó a una conclusión: a su primer regreso a la cueva transmitiría un
informe detallado de lo que había ocurrido, el botín que había obtenido y su valor.
Tendría que ser la Tierra quien decidiera privarle o no de él en interés del mayor
número.
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Capítulo V
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constante para sus nervios. ¡Y tanto que lo era!
Salió de nuevo, compró una caja de sobres y una máquina de escribir de ocasión.
Luego, utilizando el papel de la Kaitempi, pasó el resto del día y parte del siguiente
escribiendo con rapidez. No tenía que preocuparse de no dejar sus huellas en la
correspondencia; un tratamiento de las mismas en la Tierra había convertido sus
huellas dactilares en manchas vagas e inclasificables.
Una vez terminada aquella tarea, consagró el día siguiente a una paciente
búsqueda en la biblioteca de la ciudad. Tomó muchas notas, volvió a casa, luego puso
direcciones y sellos a un montón de sobres.
A la mañana siguiente, temprano, envió por correo más de doscientas cartas a
directores de periódicos, locutores de radio, jefes militares, altos funcionarios civiles,
jefes de la policía, políticos eminentes y miembros clave del gobierno. Escrito bajo el
encabezamiento de la Kaitempi y apoyado por el sello en relieve de la espada alada,
el mensaje era corto:
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de su coche tan sólo por diversión. Fue una buena cosa que diera una dirección sin
salida cuando alquiló el coche, ya que las investigaciones de la policía acerca de la
erupción de etiquetas subversivas seguramente relacionaría el fenómeno con el
lacónico y rápido extranjero que conducía el dino XC17978.
James Mowry llevaba exactamente cuatro semanas en Jaimec cuando clavó la última
de las etiquetas de su reserva, y llegó con ello al final de la fase uno. Fue en aquel
punto cuando empezó a sentirse desanimado.
Los estamentos oficiales seguían manteniendo, en los periódicos y en las ondas,
un completo silencio acerca de aquellas actividades subversivas. No se había dicho
una palabra sobre el asesinato del mayor Sallana. Todas las evidencias aparentes
sugerían que el gobierno permanecía ignorante del zumbido de la avispa, y no se
preocupaba en absoluto de la existencia de un imaginario Dirac Angestun Gesept.
Privado de este modo de acciones visibles. Mowry no tenía forma de predecir qué
resultados había obtenido, si es que existían. Retrospectivamente, su actuación en
aquella guerra parecía casi fútil, pese a toda la locuaz cháchara de Wolf respecto a
conmocionar a todo un ejército con simplemente algunos gestos. Él, Mowry, había
estado dando patadas en la oscuridad, y el otro tipo ni siquiera se había molestado en
reaccionar.
Aquello hacía difícil el mantener el entusiasmo al mismo febril nivel que al
principio. Un solo grito de dolor procedente de la oposición, un aullido de furia, o
una retahíla de amenazas hubieran proporcionado a la moral de Mowry un fuerte
impulso, indicándole que al final había conseguido dar un buen golpe en algo sólido.
Pero ni siquiera le habían proporcionado la insignificante satisfacción de oírles
respirar pesadamente.
Estaba pagando el precio psicológico de trabajar solo. No existía ningún
compañero de armas con quien compartir las estimulantes especulaciones acerca de
los ocultos movimientos contraofensivos del enemigo; nadie a quien animar o de
quien recibir ánimos; nadie con quien compartir la conspiración, el peligro y —como
es habitual entre dos o más— las alegrías.
Se sintió tan deprimido que durante dos días permaneció inactivo en su
apartamento sin hacer nada excepto sentirse abatido. Al tercer día, el pesimismo se
vio sustituido por una sensación de alarma. No podía ignorar aquel nuevo
sentimiento; durante su entrenamiento le habían advertido muchas veces de que no se
dejara dominar por él.
—El hecho de sentirse perseguido con ensañamiento puede ocasionar un
agudizamiento anormal de las percepciones mentales, casi hasta el punto de
desarrollar un sexto sentido. Eso es lo que hace que los criminales endurecidos sean
difíciles de atrapar. Tienen intuiciones, y las siguen. Más de un criminal acosado ha
escapado a un cerco de la policía con tanta precisión que ha obligado a sospechar en
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algún tipo de filtración. Lo que realmente ha ocurrido ha sido que repentinamente el
tipo ha tenido como un atisbo y se ha largado rápida y subrepticiamente. Si aprecias
en algo tu piel, haz lo mismo. Si alguna vez tienes la sensación de que están cerca de
ti, no te quedes merodeando por ahí para asegurarte… ¡simplemente lárgate a algún
otro lugar!
Sí, eso era lo que le habían dicho. Recordaba haberse preguntado si aquella
habilidad de oler el peligro no sería casi telepática. La policía raramente establecía un
cerco sin hacer antes averiguaciones, sin efectuar algún tipo de observación
preliminar. Un sabueso merodeando en torno a la madriguera —ojos inquisitivos,
dientes puntiagudos, e incapaz de pensar en otra cosa distinta a lo que estaba
haciendo— es posible que emita una especie de olor mental. Que será registrado no
en forma de pensamiento claro sino más bien como el repiqueteo interno de un timbre
de alarma.
Ante la fuerza de aquella sensación, Mowry agarró sus maletas y se precipitó
hacia la puerta de atrás. Nadie merodeaba por allá en aquel momento; nadie le vio
marcharse; nadie le siguió.
Cuatro tipos musculosos se apostaron a tiro de piedra de aquella puerta trasera
poco antes de medianoche. Dos camionetas con tipos similares se estacionaron en la
parte delantera, hicieron saltar la puerta principal, cargaron escaleras arriba.
Permanecieron tres horas allí, y medio mataron al casero antes de convencerse de que
realmente no sabía nada.
Mowry no llegó a saber nada de aquello; gracias a aquel atisbo providencial había
conseguido evitarlo a tiempo.
Su nuevo refugio, a un par de kilómetros de distancia, era una habitación larga y
estrecha en la parte superior de un ruinoso edificio en el peor barrio de Pertane… un
distrito en el que la técnica de arreglar la casa consistía en patear la suciedad hasta
hacerla desaparecer. Allí nadie le pidió su nombre o su tarjeta de identidad, y una de
las costumbres más deliciosas del lugar era que cada cual se ocupaba de sus propios
asuntos. Todo lo que se evidenció necesario fue exhibir un billete de cincuenta
florines. El dinero desapareció, y una sucia y desgastada llave le fue entregada a
cambio.
Convirtió muy pronto en inútil aquella llave comprando una cerradura
multiprotectiva de cruceta e instalándola en la puerta. Fijó también un par de cerrojos
empotrados en la ventana, pese al hecho de que había doce metros hasta el suelo y
resultaba prácticamente inescalable. Finalmente preparó una pequeña trampilla en el
techo, una vía de escape por si alguna vez las escaleras resultaban bloqueadas por
cuerpos enemigos.
Por el momento, decidió James Mowry, el principal peligro residía en los
pequeños rateros de la vecindad, puesto que los auténticos ladrones no perdían el
tiempo en aquellos antros miserables. La cerradura y los cerrojos serían suficientes
para mantener alejados a los intrusos de poca monta.
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Tuvo que emplear de nuevo un cierto tiempo convirtiendo el antro en un lugar
habitable para un terrestre. Si alguna vez era detenido por la Kaitempi, iría a parar a
una profunda y maloliente celda de la muerte; pero mientras siguiera libre, Mowry
insistía en su derecho a ser exigente. Cuando terminó su limpieza casera, la
habitación era más alegre y acogedora de lo que nunca había sido desde que los
constructores la habían dejado y el proletariado se había adueñado de ella.
Por aquel entonces se había recuperado tanto de su depresión como de su
sensación de un desastre inminente. Sintiéndose más animado, salió y anduvo por la
calle hasta que llegó a un terreno baldío lleno de basura. Cuando nadie estaba
mirando tiró allí la pistola del mayor Sallana, cerca de la acera, donde pudiera ser
vista fácilmente.
Andando despreocupadamente, avanzó un poco más, las manos en los bolsillos, el
paso renqueante, hasta llegar a un portal, donde se detuvo y asumió el aspecto de un
tipo ocioso y aburrido, de aquellos que ni siembran ni recogen la cosecha. Era la
expresión habitual en aquella zona. Con la mirada perdida al otro lado de la calle, no
dejó sin embargo de observar subrepticiamente la pistola tirada a unos setenta metros
de distancia.
Lo que siguió probó una vez más que ni una persona de cada diez suele utilizar
sus ojos. En poco tiempo, treinta individuos pasaron cerca de la pistola sin verla. Seis
de ellos caminaron a pocos centímetros de ella; uno la pisó.
Finalmente, alguien la vio. Era un joven de pecho hundido, piernas en forma de
huso, y la cara llena de pecas violeta oscuro. Deteniéndose junto a la pistola, la miró,
se inclinó para verla de más cerca, pero no la tocó. Luego echó una ojeada rápida a su
alrededor, pero no vio al vigilante Mowry, que había retrocedido ocultándose en el
portal. Se inclinó de nuevo sobre la pistola, alargó una mano como para cogerla, pero
en el último momento cambió de opinión y se alejó apresuradamente.
—La deseaba pero ha tenido demasiado miedo para cogerla —decidió Mowry.
Pasaron otros veinte transeúntes. Entre ellos, dos vieron la pistola pero
pretendieron no haberla visto. Ninguno regresó a cogerla cuando no había nadie
cerca; probablemente consideraban el arma como una peligrosa evidencia de la que
alguien había considerado necesario desprenderse… y no querían verse atrapados con
ella. Quien al fin la recogió era un auténtico artista en su género.
El tipo, un individuo fornido de colgantes mejillas y tambaleante andar, rebasó el
arma. Siguió su camino, sé detuvo en la siguiente esquina cincuenta metros más
adelante, y miró a su alrededor con el aire de un extranjero inseguro de dónde se
halla. Luego tomó un bloc de su bolsillo y lo consultó concienzudamente. Durante
todo el tiempo, sus agudos ojillos observaban hacia uno y otro lado; pero no
descubrieron al que lo estaba espiando.
Tras un rato, volvió sobre sus pasos, atravesó el terreno baldío, dejó caer el bloc
de notas sobre la pistola, recogió ambas cosas en un rápido movimiento, y siguió
tranquilamente su camino. La forma en que su bloc permaneció ostensiblemente en
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su mano mientras la pistola desaparecía fue una auténtica maravilla.
Dejando que el individuo se le adelantara un tramo, Mowry emergió del portal y
lo siguió. Esperaba que el otro no fuera muy lejos. Obviamente era un tipo listo que
seguramente se daría cuenta pronto de que era seguido. Mowry no deseaba perderlo
tras los problemas que había tenido para encontrar a alguien interesado en las armas
abandonadas.
Mejillas Colgantes siguió calle adelante, giró a la derecha metiéndose en una calle
más estrecha y más sucia, avanzó hasta un cruce, giró a la izquierda. No daba pruebas
de sospechar nada, ni realizaba ninguna táctica evasiva, ni evidenciaba haberse dado
cuenta de que era seguido.
Cerca del final de la calle entró en una taberna de mala muerte con polvorientas
ventanas y un roto e ilegible cartel sobre su puerta. Unos pocos momentos más tarde,
James Mowry pasaba por delante y dirigía al lugar una rápida mirada de reojo.
Parecía uno de los lugares de la noche. Pero quien no se aventura no consigue nada;
empujó la puerta y penetró.
El lugar apestaba a cuerpos sin lavar, comida rancia y pringue de zith. Tras el bar,
un camarero de rostro cetrino le miró con la expresión hostil reservada a los rostros
no familiares. Una docena de clientes, sentados en la media luz contra la pared sucia
y sin pintar, le echaron una ojeada más por principio que por curiosidad. Parecía una
colección de bandidos bien elegidos.
Mowry se dirigió al bar y le habló a Rostro Cetrino, haciendo que su voz sonara
ruda.
—Una taza de café.
—¿Café? —el otro dio un salto como si le hubieran pinchado con una aguja—.
Por la sangre de Jaimec, ésa es una bebida spakum.
—Ajá —dijo Mowry—. Quiero escupiría por todo el suelo. —Se rió duramente
—. Despierta y tráeme un zith.
El camarero frunció el ceño, agarró un vaso de cristal de limpieza más que dudosa
de una estantería, lo llenó de zith aguado y lo deslizó por el mostrador.
—Seis décimos.
Mowry le pagó, llevó la bebida hasta una pequeña mesa en el rincón más oscuro,
con una docena de pares de ojos siguiendo todos sus movimientos. Se sentó, miró
ociosamente a su alrededor, con la actitud de alguien que se siente como en su casa
entre aquella gente. Su mirada encontró a Mejillas Colgantes en el momento en que el
tipo abandonaba su silla, vaso en mano, y se unía a él en la mesa.
Este último movimiento, dando aparentemente la bienvenida al recién llegado,
hizo que desapareciera la tensión. Los demás perdieron interés en Mowry, el
camarero siguió con su ociosidad, y la conversación general se reanudó. Aquello
evidenciaba que Mejillas Colgantes era bien conocido entre la patibularia clientela;
aceptaba a cualquiera que él conociese.
Mientras tanto, se había sentado frente a Mowry y se había presentado a sí mismo
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con un:
—Mi nombre es Urhava, Butin Urhava. —Hizo una pausa, aguardando una
respuesta que no llegó, luego prosiguió—: Eres un extranjero. De Diracta. De
Masham para ser exactos. Puedo verlo por tu acento.
—Eres listo —animó Mowry.
—Uno ha de ser listo para tirar adelante. Los estúpidos no lo consiguen. —Dio un
sorbo de zith—. Tú no entrarías en un lugar como éste a menos que fueras un genuino
extranjero… o uno de la Kaitempi.
—¿No?
—No. Y la Kaitempi no enviaría a un solo hombre aquí. Enviaría a seis. Quizá
más. La Kaitempi esperaría encontrar montones de problemas aquí en el Café Susun.
—Esto —dijo Mowry— me va.
—Más me va a mí. —Butin Urhava mostró la punta del cañón de la pistola de
Sallana sobre el borde de la mesa. Estaba apuntado directamente al estómago de
Mowry—. No me gusta que me sigan. Si esta pistola entra en acción, a nadie de aquí
le importará un puñetero pimiento. Así que será mejor que hables. ¿Por qué me
estabas siguiendo, hi?
—¿Sabes que iba tras de ti todo el tiempo?
—Claro. ¿Por qué?
—Te costaría creerlo si te lo dijera. —Inclinándose sobre la mesa, Mowry sonrió
abiertamente ante el ceñudo rostro de Urhava—. Deseo darte mil florines.
—Eso está bien —dijo Urhava, sin impresionarse—. Eso está muy bien. —Sus
ojos se empequeñecieron—. Y estás dispuesto a meterte la mano en el bolsillo para
dármelos, ¿hi?
Mowry asintió, sin dejar de sonreír.
—Sí… a menos que tengas los hígados suficientes para hacerlo por ti mismo.
—No me vas a engañar de esta forma —gruñó Urhava—. Yo controlo la situación
y pienso seguir controlándola, ¿sabes? Ahora hazlo rápido… pero si lo que sacas de
ese bolsillo es una pistola, serás tú y no yo quien se encontrará en el lado malo del
bang.
Con el arma firmemente apuntada hacia él por encima del borde de la mesa,
Mowry metió la mano en su bolsillo derecho, sacó un fajo de billetes de veinte
florines, y los tiró por encima de la mesa.
—Aquí están. Son todos tuyos.
Por un momento, Urhava dejó que su mandíbula cayera de pura incredulidad;
luego hizo un rápido movimiento, y los billetes desaparecieron. El arma desapareció
también. Se echó hacia atrás en su asiento y estudió a Mowry con una mezcla de
desconcierto y sospecha.
—Ahora dime dónde está la trampa.
—No hay trampa —le aseguró Mowry—. Sólo un obsequio de un admirador.
—¿Es decir?
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—Yo.
—Pero tú no me conoces de la Estatua de Jaimec.
—Espero que si —dijo Mowry—. Espero conocerte lo suficiente como para
convencerte de algo tremendamente importante.
—¿De qué?
—De que hay mucho más dinero en el mismo lugar de dónde viene éste.
—¿Realmente? —Urhava hizo una mueca—. Bien, ¿de dónde viene éste?
—Acabo de decírtelo… de un admirador.
—No me cuentes eso.
—Está bien. La conversación ha terminado. Fue un placer conocerte. Ahora
vuelve a tu sitio.
—No seas estúpido. —Humedeciéndose los labios, Urhava redujo su voz a un
susurro—. ¿Cuánto?
—Veinte mil florines.
El otro agitó las manos como si estuviera alejando a una mosca molesta.
—¡Chist! ¡No lo digas tan alto! —Miró cautelosamente a su alrededor—. ¿Has
dicho realmente veinte mil?
—Ajá.
Urhava inspiró profundamente.
—¿A quién hay que matar?
—A un tipo… para empezar.
—¿Lo dices en serio?
—Te acabo de regalar mil florines, y eso no era una broma. Además, puedes
ponerlo a prueba. Rebanas un pescuezo y cobras… es tan fácil como eso.
—¿Sólo para empezar, has dicho?
—Exacto. Lo cual significa que si me gusta tu trabajo te ofreceré más empleo.
Tengo toda una lista de nombres, y pagaré veinte mil por cadáver.
Observando el efecto de aquello en Urhava, James Mowry puso una nota de
advertencia en su voz:
—La Kaitempi te recompensará con diez mil por ponerme en sus manos, sin
ningún riesgo por tu parte. Pero si lo haces, sacrificarás todas tus oportunidades de
una suma mucho mayor… quizá un millón o más. —Hizo una pausa—. Uno no
inunda su propia mina de oro, ¿verdad?
—No, no a menos que esté uno chiflado. —Urhava empezó a ponerse un poco
nervioso a medida que daba vueltas a sus pensamientos—. ¿Y qué te hace pensar que
yo soy un asesino profesional?
—Nada. Pero sé que probablemente tienes un buen dossier policial; de otro modo,
no hubieras recogido esa pistola. Ni serías conocido en un antro como éste. Todo eso
significa que o eres el tipo que puede hacer el trabajo sucio por mí, o puedes
presentarme a alguien que pueda hacerlo. Personalmente, no me preocupa quién lo
haga. Lo importante es que yo apesto a dinero, y que a ti te encanta su olor. Si quieres
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continuar olisqueándolo, tendrás que hacer algo al respecto.
Urhava asintió lentamente; metió la mano en su bolsillo y palpó los mil florines.
Había un fuego curioso en sus ojos.
—Yo no hago este tipo de trabajo; no está en mi línea. Y se necesita a más de uno,
pero…
—¿Pero qué?
—No, nada. Necesito un poco de tiempo para pensar. Quiero discutirlo con un par
de amigos.
Mowry se puso en pie.
—Te concedo cuatro días para encontrarlos y meditarlo. Entonces será mejor que
hayas decidido en un sentido o en otro. Estaré aquí de nuevo dentro de cuatro días, a
esta misma hora. —Le dio al otro un ligero pero imperativo empujón—. A mi
tampoco me gusta que me sigan. Así que no lo intentes si quieres llegar a viejo y
hacerte rico.
Dicho esto, se fue.
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Capítulo VI
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cueva y lo colocó en pie sobre la pequeña playa. Ahora era un alto y plateado cilindro
apuntado a las estrellas. Soltó una pequeña asa de un lado, la insertó en un orificio de
la ligera protuberancia cerca de su base, y la hizo girar vigorosamente. Algo en su
interior empezó a murmurar un suave y regular zuum-zuum.
Luego retiró la parte superior del cilindro, teniendo que ponerse de puntillas para
ello; se sentó en una roca cercana, y aguardó. Una vez que el cilindro se hubo
calentado, emitió un seco clic y el zuum-zuum alcanzó una nota más baja. Sabía que
ahora estaba gritando en el espacio, utilizando palabras sin sonido pero mucho más
fuertes y más penetrantes que las de cualquier lenguaje hablado.
¡Whirr-upd-zzt-pam! ¡Whirr-upd-zzt-pam!
—¡Jaimec llamando! ¡Jaimec llamando!
No podía hacer otra cosa más que esperar. La llamada no estaba dirigida
directamente a la Tierra, que estaba demasiado lejos como para permitir una
conversación con sólo breves retrasos de tiempo. Mowry estaba llamando a un puesto
de escucha espacial de un cuartel general lo suficientemente cercano como para
hallarse en —o quizá realmente dentro de— el borde del Imperio Siriano. No conocía
su localización precisa; como decía Wolf, a nadie se le puede obligar a decir lo que
no sabe.
No era probable una rápida respuesta. Allá afuera debían estar escuchando un
centenar de llamadas en otras tantas frecuencias, y algunas quedaban retenidas
mientras los mensajes circulaban de aquí para allá.
Pasaron casi tres horas mientras el cilindro, erguido en medio de la guijarrosa
playa, transmitía su apenas audible zuum-zuum. Luego, repentinamente, una pequeña
lucecita roja se encendió, brilló y empezó a parpadear cerca de la parte superior.
De nuevo Mowry tuvo que ponerse de puntillas, maldiciendo su corta talla; palpó
en la parte superior del abierto cilindro, y tomó lo que tenía la exacta apariencia de un
teléfono ordinario. Apoyándolo en su oído, dijo en el micrófono:
—JM en Jaimec.
Pasaron varios minutos antes de que llegara la respuesta… una voz que parecía
estar hablando a través de una carga de grava. Pero era una voz terrestre hablando en
inglés. Dijo:
—Listos para grabar su informe. Adelante.
Mowry intentó sentarse mientras hablaba, pero descubrió que el cable de
conexión era demasiado corto; así que tuvo que permanecer de pie. En aquella
posición, habló tan rápido como le fue posible. El cuento de una Avispa, por Samuel
el Incauto, pensó amargamente. Dio todos los detalles, y de nuevo tuvo que aguardar
la respuesta.
Luego la voz carraspeó:
—¡Estupendo! ¡Ha hecho usted un buen trabajo!
—¿Realmente? No puedo ver la menor señal de ello, por ahora. He estado
pegando papelitos por todo el planeta, y no ocurre nada.
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—Están ocurriendo muchas cosas —contradijo la voz. Le llegaba con una serie de
variaciones rítmicas de amplitud, mientras despistaba a los sistemas de detección
sirianos cambiando de origen cinco veces por segundo gracias a una cadena de
reemisores emplazados en diferentes lugares—. No puede tener usted una visión
global de las cosas desde el lugar donde está situado.
—¿Y qué tal si me dieran algún atisbo?
—La olla está empezando a hervir lenta pero seguramente. Sus flotas están siendo
ampliamente dispersadas, se producen vastos movimientos de tropas desde su
superpoblado sistema natal hasta los planetas exteriores de su imperio. Se están
viendo acosados gradualmente. No pueden mantener lo que han conseguido sin
desplegarse más de lo conveniente. Cuanto más se despliegan, más se debilitan.
Cuanto más se debilitan, más fácil es darles buenos mordiscos. Aguarde un poco a
que verifique la localización de usted. —Hubo una pausa, volvió al cabo de un
tiempo—. Sí, su posición ahí es tal que hace que no se atrevan a sacar fuerzas de
Jaimec, sin importarles lo que las necesiten en otros lados. De hecho, quizá tengan
incluso que reforzarlas a expensas de Diracta. Usted es la causa de ello.
—Es bueno oírle decir esto —dijo Mowry. Se le ocurrió algo y dijo rápidamente
—: Hey, ¿de dónde saca usted esa información?
—Del Servicio de Escucha y Decodificación. Sacan un montón de cosas de las
emisiones del enemigo.
—¡Oh!. —Se sintió decepcionado, pues había esperado indicios de que había
algún agente de la Inteligencia terrestre en algún lugar de Jaimec. Pero, por supuesto,
aunque así fuera no se lo dirían. No le iban a dar ninguna información que la
persuasión de la Kaitempi pudiera arrancarle—. ¿Qué hay acerca de esa tarjeta
Kaitempi y la máquina grabadora? ¿Debo dejarlas para que las recojan, o las
conservo para mi uso particular?
—Espere, lo consultaré. —La voz se esfumó durante más de una hora, luego
regresó con—: Lo siento por el retraso… Puede quedarse con todo y utilizarlo si cree
que es mejor. La I. T. consiguió una tarjeta recientemente. Un agente compró una
para ellos.
—¿Compró una? —Frunció el ceño por la sorpresa.
—Sí… con su vida. ¿Qué le costó a usted la suya?
—La vida del mayor Sallana, como le dije.
—Tsttst. Esas tarjetas cuestan malditamente caras. —Hubo una pausa, luego—:
Termino y cierro. ¡Buena suerte!
—¡Gracias!
Con una cierta reluctancia, Mowry dejó el receptor en su sitio, desconectó el
zuum-zuum, tapó el cilindro, y lo devolvió a la cueva. Le hubiera gustado seguir
escuchando hasta el amanecer cualquier cosa que mantuviera el invisible lazo entre él
y aquella lejana forma de vida. «¡Buena suerte!», había dicho la voz, sin saber cuánto
más significaba que el alienígena «¡Larga vida!».
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Tomó de otro contenedor varios paquetes pequeños, los distribuyó por sus
distintos bolsillos, y colocó algunos otros en un saco de hombro de tela del tipo que
utilizaban normalmente los campesinos sirianos. Más familiarizado con el bosque, se
sentía capaz de hallar su camino en la oscuridad. El camino seria más largo y el
avance más pesado, pero no podía resistir la urgencia de regresar al coche tan pronto
como le fuera posible.
Antes de irse, su última acción fue pulsar el oculto botón del contenedor 22, que
había dejado de radiar desde el momento mismo en el que él había entrado en la
cueva. Tras el lapso de un minuto, volvería a restablecer la invisible barrera.
Salió apresuradamente de la cueva, con los paquetes pesando en sus ropas, y
habría recorrido unos treinta metros entre los árboles cuando su anillo empezó a
picotearle de nuevo. Avanzó lentamente, comprobando su dirección de tanto en tanto.
El picor se fue atenuando con la distancia, y desapareció pasados los ochocientos
metros.
A partir de entonces, consultó su brújula luminosa al menos un centenar de veces.
Lo trajo de vuelta a la carretera en un punto a más de un kilómetro de distancia del
coche, un perdonable margen de error en un viaje de treinta kilómetros, dos tercios de
los cuales los había recorrido en la oscuridad.
El día de la cita de James Mowry con Butin Urhava se inició con un acontecimiento
altamente significativo. A través de la radio y el video, por el sistema de avisos
públicos, y en todos los periódicos, el gobierno hizo público el mismo comunicado.
Mowry oyó los ahogados bramidos de un altavoz dos calles más adelante, y los
estridentes gritos de los vendedores de periódicos. Compró uno y lo leyó mientras
desayunaba.
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de acuerdo con la orden anterior. Ser miembro de cualquier
movimiento ilegal, o ayudar a cualquier miembro de un partido ilegal,
constituirá un crimen de traición y será castigado con la muerte.
Así que al final habían pasado al contraataque. El Dirac Angestun Gesept debería
arrodillarse ante el confesionario o ante el garrote. Con un simple truco legislativo
habían puesto al D. A. G. allá donde querían tenerlo, en la clandestinidad. Era una
táctica de cura-o-mata, llena de amenazas psicológicas, bien calculada para
aterrorizar a todos los débiles en las filas del D. A. G.
Los débiles hablan: traicionan a sus compañeros, uno a uno, ascendiendo la
cadena de mando hasta la cima. Representan la podredumbre que se extiende a través
de todo un sistema y lo conduce hasta un colapso total. Al menos en teoría.
Mowry leyó de nuevo la proclama, sonriendo para sí mismo y gozando con cada
palabra. El gobierno iba a pasar mucho tiempo buscando informadores del D. A. G.
¿Qué cosas puede decir el miembro de una sociedad que es completamente
inconsciente de su status?
Por ejemplo, Butin Urhava era un miembro de pleno derecho… y no lo sabía. La
Kaitempi podía atraparle y arrancarle las entrañas muy, muy lentamente, sin obtener a
cambio ni una sola información acerca del Partido Siriano de la Libertad.
Hacia el mediodía, Mowry echó una mirada a la Oficina Central de Registro.
Como era de esperar, una larga cola se extendía de la puerta a la ventanilla, donde un
par de desdeñosos oficiales distribuían formularios. La cola avanzaba lentamente.
Estaba compuesto por secretarios, u otros representantes, de asociaciones
comerciales, sociedades de bebedores de zith, clubs de fans del video, y todo tipo de
otras organizaciones concebibles. El viejo macilento que ocupaba el último lugar de
la cola era Supervisor Zonal de la Asociación PanSiriana de Observadores de
Lagartos; el tipo gordito que estaba delante de él representaba al Club de Pertane de
Constructores de Miniaturas de Cohetes.
Uniéndose a la cola, Mowry dijo en tono conversacional a Macilento:
—Es engorroso, ¿eh?
—Ajá. Sólo la Estatua de Jaimec sabe por qué eso es considerado necesario.
—Quizá estén intentando descubrir gente con talentos especiales —sugirió
Mowry—. Expertos en radio, fotógrafos, y gente así. En tiempo de guerra pueden
usar cualquier tipo de técnicos.
—Podrían haberlo dicho claramente —opinó Macilento con impaciencia—.
Podrían haber publicado una lista de todos ellos y ordenarles que se presentaran.
—Ajá, eso es cierto.
—Mi grupo observa lagartos. ¿Para qué uso especial puede servirles un
observador de lagartos, hi?
—No puedo imaginarlo. De todos modos, ¿para que observar lagartos?
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—¿Los ha observado usted alguna vez?
—No —admitió Mowry, sin sentir vergüenza.
—Entonces no sabe usted lo fascinante que es.
Gordito se giró y dijo con aire de superioridad:
—Mi grupo construye modelos de cohetes.
—Juegos de niños —definió Macilento.
—Eso es lo que usted piensa. Debería saber que cada miembro es un ingeniero de
cohetes en potencia, y en tiempo de guerra un ingeniero de cohetes posee un valor…
—Avance —dijo Macilento, dándole un ligero empujón. Dieron unos pasos
arrastrando los pies, se detuvieron de nuevo. Macilento le dijo a Mowry:
—¿A qué se dedican ustedes?
—Grabamos sobre vidrio.
—Bueno, esto es una elaborada forma de arte. He visto algunos ejemplos
realmente atractivos. Eran artículos de lujo, diría. Un poco más allá del alcance de los
bolsillos normales. —Resopló ruidosamente—. ¿Acaso sirven los grabadores sobre
vidrio para ganar batallas?
—Usted sabrá —invitó Mowry.
—Ahora es la hora de los cohetes —dijo Gordito—. El cohete es esencial para la
guerra espacial, y…
—Avance —ordenó de nuevo Macilento.
Llegaron a la pila de formularios, y cada uno recibió uno de encima. El grupo se
dispersó, yendo en distintas direcciones mientras una larga cola de llegados después
que ellos avanzaban hacia la ventanilla. Mowry se dirigió hacia la oficina principal de
correos, se sentó ante una mesa vacía, y empezó a llenar el formulario. Le
proporcionó una cierta satisfacción hacerlo con una pluma del gobierno y tinta del
gobierno.
Nombre de la organización: Dirac Angestun Gesept. Finalidad de la organización:
Destrucción del actual gobierno y terminación de la guerra contra la Tierra. Lugar
habitual de reunión: Allá donde la Kaitempi no pueda encontrarnos. Nombres y
domicilio de los representantes elegidos: Los sabrán cuando sea demasiado tarde.
Una al formulario la lista completa de miembros: Ni hablar. Firma: Jaimec
Shalapurta.
Este último toque era un insulto calculado a la muy reverenciada Estatua de
Jaimec; traducida aproximadamente, significaba James Culo-de-piedra.
Iba a depositar el formulario en el buzón de la oficina de correos cuando se le
ocurrió redondearlo aún un poco más. Llevó directamente el formulario a su
habitación, lo introdujo en la máquina de imprimir en relieve, y lo marcó con el sello
de la Kaitempi. Luego lo echó al correo.
Aquel logro le complació intensamente. Un mes antes los destinatarios lo
hubieran considerado como la broma de algún imbécil. Pero en aquel momento las
circunstancias eran enormemente distintas. Las autoridades se habían mostrado
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preocupadas, si no asustadas. Con una suerte moderada, la sardónica petición de
registro incrementaría su cólera, y aquello iba a ser estupendo para él; una mente
llena de furia no suele pensar de una forma fría y lógica.
Cuando uno combate en una guerra utilizando papeles, pensó Mowry, debe
emplear tácticas de papeles, que a la larga pueden ser tan mortales como un explosivo
de alta potencia. Y las tácticas no se ven limitadas en su amplitud al uso de un solo
material. Un papel puede contener una advertencia privada, una amenaza pública, una
secreta tentación, un desafío abierto, carteles, etiquetas para pegar en escaparates,
panfletos arrojados a miles desde los tejados, tarjetas dejadas en asientos o deslizadas
en bolsillos y bolsos… dinero.
Sí, dinero. Con papel moneda podía comprar un montón de las acciones
necesarias para apoyar las palabras.
A la hora fijada, James Mowry se presentó en el Café Susun.
Puesto que aún no habían recibido la solicitud de registro tipo puñetazo-en-la-
nariz del D. A. G., las autoridades jaimecanas aún eran capaces de pensar de una
forma calculada y amenazadora. Sus contra-movimientos no se habían limitado a la
nueva ley de aquella mañana. Habían ido más lejos preparando controles sorpresa.
Uno de ellos estuvo a punto de pillar a Mowry desprevenido. Estaba dirigiéndose
a su cita cuando repentinamente una hilera de policías uniformados se extendió
cruzando la calle. Una segunda hilera apareció simultáneamente cuatrocientos metros
más allá. Entre la desconcertada gente atrapada entre las dos hileras se destacó un
cierto número de miembros de la Kaitempi en traje de civil; inmediatamente iniciaron
un rápido y experto registro de todas las personas así detenidas en la calle. Mientras
tanto, ambas hileras de policías mantenían toda su atención centrada en el espacio
bloqueado, vigilando que nadie intentara deslizarse a un portal, o se metiera en
cualquier casa para escapar al masivo registro.
Dando gracias a su buena estrella por hallarse en la parte de fuera de la trampa, y
sabiéndose ignorado, James Mowry desapareció de la escena tan discretamente como
le fue posible y regresó apresuradamente a su casa. En su habitación, quemó todos los
documentos relacionados con Shir Agavan y transformó las cenizas en un fino
polvillo. Aquella identidad había muerto para siempre.
De uno de sus paquetes tomó un nuevo fajo de documentos que acreditaban
convincentemente que él era Krag Wulkin, un corresponsal especial de una
importante agencia de noticias, con domicilio en Diracta. En algunos aspectos, era un
camuflaje mejor que el otro; confería una mayor plausibilidad a su acento mashambi.
Además, una comprobación completa de sus papeles requeriría más de un mes al
tener que recurrir al planeta madre siriano.
Armado de este modo, partió de nuevo. Aunque más preparado para hacer frente
a preguntas embarazosas, el riesgo de ser cuestionado se había incrementado
grandemente con la nueva técnica del control sorpresa; ganó la calle con la sensación
de que, de uno u otro modo, los cazadores habían husmeado finalmente el rastro.
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No había forma de decir exactamente qué era lo que estaban buscando los
rastreadores. Quizá estaban intentando atrapar a gente llevando propaganda
subversiva sobre sus personas; quizá intentaban descubrir gente con tarjetas de
miembros de la D. A. G.; o tal vez estaban dando palos de ciego en busca de alguien
llamado Shir Agavan que había alquilado un dinocoche. De todos modos, la táctica
probada que alguien de entre las altas esferas de Jaimec estaba visiblemente irritado.
Afortunadamente, ninguna otra trampa se abrió en su camino antes de alcanzar el
Café Susun. Entró en él, vio a Urhava y otros dos tipos sentados en la mesa más
alejada, medio ocultos por la débil luz, y desde donde podían vigilar la puerta.
—Llegas tarde —le dio Urhava la bienvenida—. Pensábamos que no vendrías.
—Me he visto retrasado por un raid de la policía en la calle. Los agentes parecían
irritados. ¿Habéis robado un banco o algo así?
—No, nosotros no. —Urhava hizo un gesto casual hacia sus compañeros—. Éstos
son Gurd y Skriva.
Mowry los saludó con un breve movimiento de cabeza y los examinó. Eran muy
parecidos, obviamente hermanos… rostros planos y ojos duros, con aplastadas orejas
puntiagudas. Cada uno de los dos parecía capaz de vender al otro como esclavo,
siempre que supiera seguro que el otro no iba a volver con un cuchillo.
—No hemos oído tu nombre —dijo Gurd, hablando por entre unos dientes largos
y estrechos.
—Ni tampoco lo oiréis —respondió Mowry.
Gurd se erizó.
—¿Por qué no?
—Porque realmente no os importa cuál sea mi nombre —les dijo Mowry—. Si
vuestro cuello está intacto, no os importa en absoluto quién os da un fajo de florines.
—Ajá, eso es cierto —opinó Skriva, con ojos brillantes—. El dinero es el dinero,
sin que importe quién lo da. Cállate, Gurd.
—Sólo quería saber —gruñó Gurd, apaciguado.
Urhava siguió hablando, con la desbordante avidez de quien ve un gran negocio.
—Les he dicho a los muchachos tu proposición. Están interesados. —Se giró a
ellos—. ¿No es así?
—Ajá —dijo Skriva. Concentró su atención en Mowry—. Quieres ver a alguien
metido entre tablones, ¿no?
—Quiero ver a alguien frío, muy frío, y me importa un pimiento que lo metan
entre tablones o no.
—Podemos encargarnos de ello. —Skriva exhibió su más dura expresión, que
venía a significar algo así como que le había dado su merecido a un oso cuando tenía
tan sólo tres años. Luego dijo—: Por cincuenta mil.
Mowry se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.
—¡Larga vida!
—¡Vuelve aquí! —Skriva se levantó de un salto, gesticuló apresuradamente.
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Urhava exhibía la consternada expresión de alguien borrado repentinamente del
testamento de un tío rico. Gurd se chupó un diente con visible agitación.
Deteniéndose junto a la puerta, Mowry la mantuvo abierta.
—¿Vais a hablar seriamente, especie de estúpidos?
—Seguro —suplicó Skriva—. Tan sólo estaba bromeando.
—Vuelve y siéntate.
—Tráenos cuatro ziths —dijo Mowry al camarero tras el mostrador. Regresó a la
mesa, volvió a ocupar su silla—. No más bromas idiotas. No me gustan.
—Olvídalo —dijo Skriva—. Tenemos un par de preguntas que hacerte.
—Podéis hacerlas —admitió Mowry. Aceptó una jarra de zith del camarero, pagó,
bebió un sorbo, y miró a Skriva con el adecuado aire de superioridad.
—¿A quién deseas que nos carguemos? —dijo Skriva—. ¿Y cómo sabremos que
vamos a recibir nuestro dinero?
—Respecto a la primera pregunta, la víctima es el coronel Hage Ridarta. —
Escribió rápidamente algo en un trozo de papel, se lo tendió al otro—. Éste es su
domicilio.
—De acuerdo —Skriva miró el papel.
—Os pagaré cinco mil ahora, como prueba de buena fe, y quince mil cuando esté
hecho el trabajo. —Hizo una pausa, y dirigió a los tres una fría y amenazadora mirada
—. No voy a creer en vuestras palabras. Tendré que oír cómo lo gritan por las
noticias antes de que os dé un décimo de florín más.
—Confías mucho en nosotros, ¿eh? —dijo Skriva, frunciendo el ceño.
—No más de lo necesario.
—Lo mismo puede decirse por nuestra parte.
—Mirad —dijo Mowry—, tendremos que jugar a devolvernos la pelota. Así. Yo
tengo una lista. Si realizáis el primer trabajo para mí y yo os fallo, no vais a seguir
con los otros, ¿verdad?
—No.
—Es más, me despellejaréis a la primera ocasión que tengáis, supongo.
—Puedes estar seguro de ello —dijo Gurd.
—Del mismo modo, si me delatáis, vais a perderos un buen montón de dinero. Os
ofrezco con un amplio margen mucho más que la Kaitempi, ¿no? ¿O acaso no deseáis
enriqueceros?
—Odio sólo el pensarlo —dijo Skriva—. Déjame ver esos cinco mil.
Mowry le deslizó el fajo por debajo de la mesa. Los tres lo comprobaron
discretamente. Tras un rato, Skriva levantó la vista, el rostro ligeramente enrojecido.
—De acuerdo. ¿Quién es ese soko Hage Ridarta?
—Tan sólo un sinvergüenza de alto rango que ha vivido demasiado tiempo.
Aquello era una verdad a medias. Hage Ridarta venía en la guía de la ciudad
como un oficial de la marina espacial. Pero su nombre había aparecido al pie de una
carta autoritaria en los archivos del difunto mayor Sallana. El tono de la carta era el
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de un superior a un subordinado. Hage Ridarta era un miembro del alto mando de la
Kaitempi hábilmente disimulado.
—¿Por qué quieres quitarlo de en medio? —preguntó Gurd.
Antes de que Mowry pudiera responder, Skriva dijo secamente:
—Te dije antes que te callaras. Yo me encargo de eso. ¿No puedes mantener tu
pico cerrado ni siquiera por veinte mil billetes?
—Aún no los tenemos —insistió Gurd.
—Los tendréis —lo tranquilizó Mowry—. Y más, muchos más. El día en que la
noticia de la muerte de Hage Ridarta sea dada por los periódicos o la radio. Estaré
aquí a esta misma hora de la tarde con quince mil florines y el próximo nombre. Si
por cualquier causa me viera retenido y no pudiera acudir, lo haré a la misma hora del
día siguiente.
—Será mejor que así sea —informó Gurd, con los ojos brillantes.
Urhava tenía también una pregunta que hacer.
—¿Cuál es mi porcentaje por presentarte a los muchachos?
—No sé. —Mowry se giró a Skriva—. ¿Cuánto pensáis darle?
—¿Qué?… ¿Yo? —Skriva pareció desconcertado.
—Sí, vosotros. El caballero pide su tanto por ciento. No esperaréis que lo pague
yo, ¿verdad? ¿Pensáis que fabrico el dinero?
—Será mejor que alguien suelte pasta —declaró Urhava—. O de lo contrario…
Skriva le dirigió una ceñuda mirada y le echó el aliento directamente al rostro.
—¿De lo contrario qué?
Nada —dijo Urhava—. Absolutamente nada.
—Eso está mejor —aprobó Skriva en tono chirriante—. Eso está mucho mejor.
Quédate sentado y sé un buen chico, Butin, y te daremos algunas migajas de nuestra
mesa. Ponte nervioso, y te descubrirás incapaz de comértelas. De hecho, vas a verte
incapaz de tragarías. Es duro el que un compañero no pueda tragar. No creo que te
gustara, ¿verdad, Butin?
Sin decir nada, Urhava se envaró en su asiento. Su rostro se punteó de palideces.
Repitiendo la acción de antes, Skriva alzó un poco la voz.
—Tan sólo te he hecho una pregunta educada. He dicho que no te gustaría.
¿Verdad que no te gustaría?
—No —admitió Urhava, echándose un poco hacia atrás en su silla para apartarse
del rostro del otro.
Mowry decidió que había llegado el momento de abandonar aquella
enternecedora escena. Reunió todo su valor para decirle a Skriva:
—No tengas ideas con respecto a… si es que quieres seguir en los negocios.
Tras lo cual se fue. No se preocupó de la posibilidad de que alguno de ellos le
siguiera. Ninguno ofendería al mejor cliente que habían tenido desde que el crimen
había llegado a Pertane.
Mientras avanzaba rápidamente ponderó el trabajo de la tarde, y decidió que
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había sido una buena cosa el insistir en que el dinero no crecía de los árboles. No le
hubieran tenido ningún respeto si se hubiera mostrado dispuesto a dilapidarlo
abundantemente, cosa que de hecho podía perfectamente hacer si se presentaba la
necesidad. Habían ejercido el máximo de presión para obtener lo más posible a
cambio del menor esfuerzo, y aquello hubiera producido más discusiones que
resultados.
Había sido también una buena cosa el negarle un porcentaje a Urhava, y dejarles
que pelearan entre ellos. La reacción había resultado reveladora. Una multitud,
incluso una multitud pequeña, tiene tan sólo la fuerza de su eslabón más débil. Era
importante descubrir un posible delator antes de que fuera demasiado tarde. A este
respecto, Butin Urhava se había traicionado a sí mismo.
—Será mejor que alguien suelte pasta, o de lo contrario…
El momento de la prueba vendría después de que hubiera pagado el resto de los
quince mil florines por un trabajo bien hecho, y que los implicados se hubieran
repartido el dinero. Bien, si la situación parecía justificarlo, podría darles el siguiente
nombre a los hermanos Gurd-Skriva: Butin Urhava.
Siguió andando en dirección a su casa, profundamente sumido en sus
pensamientos y sin darse cuenta de por dónde estaba yendo. Apenas había llegado a
la conclusión de que habría que rebanarle el pescuezo a Urhava más pronto o más
tarde, cuando una pesada mano cayó sobre su hombro y una voz chirrió:
—Las manos arriba, Soñador, y déjanos ver lo que llevas en tus bolsillos. Venga,
no estás sordo… ¡arriba, he dicho!
Con una sensación de shock, Mowry levantó los brazos y notó unos dedos que
empezaban a registrar sus ropas. Cerca de él, otros cuarenta o cincuenta igualmente
sorprendidos transeúntes estaban sometidos al mismo registro. Una hilera de
flemáticos policías permanecían inmóviles atravesando la calle a un centenar de
metros más allá; en dirección opuesta, una segunda hilera los contemplaba con la
misma indiferencia. De nuevo había actuado la trampa sorpresa.
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Capítulo VII
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—Lo haré —prometió Mowry, incapaz de imaginar alguna otra cosa que tuviera
menos intención de hacer.
—Discúlpeme… debo ocuparme de los demás. —Diciendo esto, el agente llamó
la atención del policía más cercano y señaló a Mowry. Luego se dirigió hacia un civil
de ceño fruncido que aguardaba inmóvil cerca de allí, esperando ser registrado.
Reluctantemente, el civil levantó ambos brazos.
Mowry se dirigió hacia la hilera de policías, que se abrió y le dejó pasar. En tales
momentos, pensó, se supone que uno debe permanecer frío, radiando en todas
direcciones una suprema confianza en sí mismo. No era en absoluto así; por el
contrario, sentía sus rodillas débiles y se notaba casi enfermo. Tuvo que obligarse a sí
mismo a proseguir con lo que parecía una absoluta indiferencia.
Había recorrido seiscientos metros y alcanzado la esquina más próxima antes de
que algún instinto de advertencia le hiciera mirar hacia atrás. La policía seguía
bloqueando la calle, pero tras su hilera cuatro miembros de la Kaitempi se habían
reunido y estaban hablando. Uno de ellos, el agente que había dejado irse a Mowry,
estaba señalando en su dirección. Siguió lo que parecieron ser diez segundos de
calurosa discusión antes de que llegaran a una decisión.
—¡Detenerlo!
El policía que estaba más cerca se giró, sorprendido, buscando alguna presa en
plena huida. Las piernas de Mowry se vieron invadidas por una casi irresistible
urgencia de echar a correr. Se obligó a mantener su marcha regular.
Había un cierto número de personas en la calle, algunas de ellas simplemente
curioseando la trampa, otras andando en la misma dirección que Mowry. La mayoría
de estos últimos no deseaban verse mezclados en lo que estaba ocurriendo más arriba
en la calle, y consideraban convenientemente ir a pasear a algún otro lugar. James
Mowry se unió a ellos, sin evidenciar ninguna prisa. Aquello desconcertó a los
policías; durante unos pocos y valiosos segundos, no emprendieron ninguna acción,
las manos en sus armas, mientras escrutaban en vano en busca de una evidencia
visible de culpabilidad.
Aquello le dio el tiempo suficiente de girar la esquina y desaparecer de su vista.
En aquel momento, los gesticulantes Kaitempi se dieron cuenta de que la policía
había sido engañada; perdieron la paciencia y se lanzaron a un furioso sprint. Media
docena de fornidos policías se lanzaron tras ellos.
Sujetando a un joven que andaba medio adormilado, Mowry le dio una urgente
palmada en el hombro.
—¡Aprisa… vienen tras de ti! ¡Los Kaitempi!
—Yo no he hecho nada. Yo…
—¿Cuánto tiempo necesitarán para convencerse de ello? ¡Corre, idiota!
El otro desperdició unos pocos momentos de boquiabierta incredulidad antes de
oír los pesados pies que se aproximaban, los gritos de los perseguidores a punto de
doblar la esquina. Perdió el color y echó a correr calle abajo a una velocidad que
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pagaba tributo a su inocencia. Hubiera podido alcanzar y adelantar a una liebre a toda
carrera sin ninguna dificultad.
Entrando en una tienda adyacente, Mowry dirigió una rápida mirada a su
alrededor para ver qué podía comprar y dijo con aire casual:
—Desearía diez de esos pastelillos rematados con nueces tostadas, y…
El brazo de la ley retumbó girando la esquina, en número de cincuenta. La partida
de caza pasó de largo ante la tienda, con sus líderes gritando triunfalmente mientras
señalaban a la lejana silueta del hombre que no había hecho nada. Mowry se quedó
mirando la escena con estúpida sorpresa. El corpulento siriano tras el mostrador echó
una ojeada a través del escaparate con triste resignación.
—¿Qué está pasando? —preguntó Mowry.
—Van detrás de alguien —diagnosticó Gordinflón. Suspiró y se frotó la
prominente barriga—. Siempre van detrás de alguien. ¡Vaya mundo! ¡Vaya guerra!
—Cansa, ¿hi?
—Oh, ya lo creo. Cada día, cada minuto, pasa algo. La última noche, según las
noticias, destruyeron a toda la flota espacial spakum por décima vez. Hoy están
persiguiendo los restos de lo que dicen habían destruido. Durante meses hemos
estado retrocediendo triunfalmente ante un desmoralizado enemigo que sigue
avanzando en el mayor desorden. —Hizo un gesto amplio con una gordezuela mano.
Indicaba disgusto—. Estoy gordo, como puede ver. Esto hace de mí un idiota.
¿Desea…?
—Diez de esos pastelillos con nueces tostadas…
Un policía rezagado pasó ante el escaparate. Iba a doscientos metros del resto del
grupo y jadeaba. Mientras avanzaba pesadamente, disparó un par de veces al aire.
—¿Ve lo que quiero decir? —dijo Gordinflón—. ¿Desea…?
—Diez de esos pastelillos con nueces tostadas por encima. También desearía
encargarle un pastel de cumpleaños para dentro de cinco días. Quizá pueda
mostrarme alguna cosa, o sugerirme algo apropiado ¿hi?
Consiguió pasar veinte minutos en el interior de la tienda, y el tiempo bien valía
los pocos florines que le costó. Veinte minutos, estimó, serían tiempo suficiente para
permitir que la excitación local se calmara mientras la persecución continuaba en otro
lugar.
A medio camino de casa, estuvo tentado de regalarle los pastelillos a un policía de
aspecto abatido, pero se contuvo. Cuanto más tenía que esquivar los frenéticos gestos
de las autoridades, más difícil resultaba comportarse como una avispa y reírse de ello.
En su habitación se dejó caer, completamente vestido, en la cama, y resumió los
acontecimientos del día. Había escapado a una trampa, pero sólo por el grosor de un
cabello. Aquello demostraba que tales trampas eran eludibles… pero no siempre.
¿Qué era lo que les había hecho ir tras él? Supuso que había sido la intervención de
algún tipo celoso de su deber que lo había visto atravesar el cordón policial.
—¿A quién has dejado salir?
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—A un oficial, capitán.
—¿Qué quieres decir con un oficial?
—Un oficial de la Kaitempi, capitán. No lo conozco, pero llevaba una tarjeta
auténtica. Dijo que acababa de llegar de Diracta.
—Una tarjeta, ¿hi? ¿Recuerdas su número de clave?
—No había ninguna razón para recordarlo, capitán. La tarjeta era obviamente
genuina. Pero déjeme ver… sí era 5XB80313. O quizá 5XB80331. No estoy seguro
de ello.
—La tarjeta del mayor Sallana era 5XB80131. ¡Especie de soko estúpido, quizá
has dejado escapar a su asesino de entre tus manos!
—¡Detenedlo!
Ahora, en virtud del hecho de que había escapado a su captura, más el hecho de
que no se había presentado en el cuartel general para obtener la identificación
fotográfica, llegarían a la conclusión de que era realmente el asesino de Sallana el que
había estado a punto de caer en su red. Hasta entonces no habían sabido por donde
empezar a buscar, excepto por entre las filas del elusivo D. A. G. pero ahora sabían
que el asesino estaba en Pertane; tenían una descripción de él; y un agente de la
Kaitempi al menos podía reconocerlo a primera vista.
En otras palabras, la cosa estaba ardiendo. A partir de ahora, en Pertane al menos,
su actuación iba a ser mucho más difícil, con la tortura y la ejecución cada vez más
cerca. James Mowry gruñó al pensar en ello. Nunca le había pedido mucho a la vida,
se contentaba simplemente con poder recostarse en un trono dorado para abandonarse
a las caricias de algunas sicofantes. Pero verse arrojado a un pútrido agujero siriano,
helado de frío y empurpurado, era situar las cosas demasiado en el otro extremo.
Para equilibrar aquella desanimadora perspectiva, sin embargo, había algo
alentador… un fragmento de conversación.
—El movimiento revolucionario… es aquí una amenaza tan grande como en
cualquier otro planeta. Ya sabe cómo están las cosas en Diracta… bueno, pues no van
mucho mejor en Jaimec.
Aquello era revelador; significaba que el Dirac Angestun Gesept no era
simplemente una pesadilla retorcidamente concebida por Wolf y destinada a quitarles
el sueño a los políticos jaimecanos. Era algo que abarcaba a todo el Imperio,
cubriendo a más de cien planetas, y su fuerza —o mejor su pseudofuerza— era
enorme en el planeta madre Diracta, el sistema nervioso central y el corazón mismo
de todas las especies sirianas. Era algo cientos de veces más grande de lo que le había
parecido a Mowry en sus esfuerzos puramente locales.
Para las autoridades sirianas, el D. A. G. era un peligro importante, que
acuchillaba por la puerta de atrás mientras los terrestres aporreaban por la de delante.
Otras avispas estaban trabajando también…
Alguien en el Alto Mando siriano —un psicólogo o un cínico—, había decidido
que, cuanto más se acosaba a la población civil, más bajaba su moral. El constante
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flujo de nuevas órdenes de emergencia, regulaciones, restricciones, la incesante
actividad de la policía y la Kaitempi, detenciones, registros, interrogatorios, todo ello
tendía a crear aquella torpe y pesimista resignación demostrada por Gordinflón en la
pastelería. Era necesario un antídoto.
De acuerdo con ello, se montó un gran espectáculo. La radio, el video y los
periódicos se pusieron de acuerdo para dar la campanada y llamar la atención de la
multitud.
Y así otras historias parecidas, durante minutos de tiempo y columnas impresas; todas
ellas completas, con imágenes de la nave de guerra Hashim; el crucero pesado
Jaimec; algunos miembros de sus tripulaciones cuando acudieron de permiso a sus
casas hacía un año; el contraalmirante Pent Gurhana saludando a un próspero
constructor de la marina; la Estatua de Jaimec proyectando su sombra sobre una
bandera terrestre cuidadosamente desplegada; y el toque más encantador de todos,
una fotografía con cinco siglos de antigüedad de una pandilla de ceñudos y
desaliñados bandidos mongoles que fuentes autorizadas describían como «tropas
espaciales terrestres que salvamos de la muerte cuando su nave averiada caía al sol».
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desdeñoso, recorrió el resto del periódico y descubrió una pequeña noticia en la
última página:
El coronel Hage Ridarta, oficial comandante de la 77 Compañía de la Marina
Espacial, fue hallado muerto en su coche la medianoche pasada. Tenía un disparo en
la cabeza. Cerca de él fue encontrada una pistola. Se duda de un suicidio, y la policía
prosigue sus investigaciones.
Así que la combinación Gurd-Skriva había empezado a trabajar rápidamente;
habían realizado su trabajo unas pocas horas después del encargo. Sí, el dinero era
algo maravilloso, especialmente cuando los grabadores e impresores terrestres podían
producirlo en cantidades ilimitadas sin demasiados problemas y a un bajo coste.
Aquella inesperada rapidez planteaba a James Mowry un nuevo problema. Para
repetir tales acciones debería pagar primero el resto de ésta, y con ella correr el riesgo
de caer en otra trampa cuando acudiera a la cita. Por el momento no se atrevía a
mostrar la tarjeta de Sallana en Pertane, aunque quizá pudiera serle útil en algún otro
lugar. Sus documentos como Krag Wulkin, corresponsal especial, podrían sacarle del
atolladero… siempre que los inquisidores no buscaran más a fondo, le encontraran
forrado de florines, y le hicieran preguntas embarazosas.
En el término de una hora, el Alto Mando resolvió el problema por él. Puso en
marcha un gigantesco circo en la forma de un desfile victorioso. Al estruendo rítmico
de una docena de bandas, una enorme columna de tropas, tanques, armas, unidades
móviles de radar, lanzallamas, baterías de cohetes y proyectores de gases, vehículos
de recuperación, y otra parafernalia, penetró en Pertane por el oeste, avanzando
pesada y ruidosamente hacia el este.
Helicópteros y aviones a reacción picaron a baja altura, y un pequeño número de
ágiles aparatos exploradores rugieron a gran altitud. Miles de ciudadanos llenaron las
calles y aplaudieron, más por costumbre que por genuino entusiasmo.
Aquélla, se dio cuenta Mowry, era su oportunidad caída del cielo. Las
verificaciones sorpresa podían continuar en las calles laterales y en los barrios
extremos de la ciudad, pero iban a ser prácticamente imposibles en la arteria que la
cruzaba de este a oeste, con todo aquel tráfico militar circulando por ella. Si podía
alcanzar aquella ruta que atravesaba la ciudad de parte a parte, podría abandonar
Pertane con toda seguridad.
Pagó a su ávido casero dos meses de alquiler por anticipado, sin crear en él más
que una alegre sorpresa. Luego comprobó sus falsos papeles de identidad. Llenó
apresuradamente su maleta con florines, una nueva provisión de etiquetas, un par de
pequeños paquetes, y salió.
Ninguna trampa repentina se abrió ante él entre su casa y el centro de la ciudad;
aunque corrieran como locos por todos lados, los policías no podían estar en todos
sitios a la vez. En la arteria este-oeste, transportó su maleta sin que nadie se fijara en
él, menos significativo que un grano de arena entre la gran multitud de espectadores
que se habían reunido. Por la misma razón, su avance era difícil y lento.
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Muchas de las tiendas ante las cuales pasó tenían cubiertos sus escaparates, como
prueba de que habían sido favorecidas con su propaganda. Otras exhibían nuevos
cristales; en veintisiete de ellas volvió a pegar más etiquetas, mientras una horda de
testigos potenciales permanecían de puntillas para mirar por encima de los demás el
desfile militar. Pegó una de las etiquetas en la espalda de un policía, ante la
irresistible invitación de aquella recia y amplia tela negra.
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Capítulo VIII
Aquella noche, James Mowry se registró en el mejor y más caro hotel de Radine. Si
las autoridades jaimecanas habían conseguido rastrear su tortuosa pista a través de
Pertane, habrían observado su inclinación a esconderse en zonas miserables y
tenderían a buscarle en las madrigueras del planeta. Con suerte, un hotel de alto
precio sería el último lugar al cual fueran a buscarle. De todos modos, no debía
olvidar tampoco las inspecciones de rutina de la Kaitempi en el registro de los
hoteles.
Dejando su equipaje, abandonó inmediatamente la habitación; el tiempo corría.
Se apresuró calle adelante, sin preocuparse de los controles sorpresa… los cuales, por
razones desconocidas, se limitaban a la capital. Llegado a una hilera de teléfonos
públicos a mil quinientos metros del hotel, llamó a Pertane.
Una voz agria respondió, mientras la pequeña pantalla de la cabina permanecía
vacía:
—Café Susun.
—¿Está ahí Skriva?
—¿Quién pide por él?
—Yo.
—Eso no me dice nada. ¿Por qué mantiene apagada la cámara?
—Escuchen quien habla —gruñó Mowry, mirando su propia pantalla vacía—.
Llama a Skriva y deja que él mismo arregle sus asuntos, ¿de acuerdo? ¿O es que
acaso eres su secretario a sueldo?
Hubo un fuerte resoplido, un largo silencio, y luego la voz de Skriva:
—¿Quién es?
—Déjame ver tu jeta y te mostraré la mía.
—Sé quién es… reconozco la voz —dijo Skriva. Conectó su cámara; sus
desagradables rasgos se iluminaron gradualmente en la pantalla. Mowry conectó
también la suya. Skriva le dirigió un fruncimiento de cejas lleno de sospecha.
—Quedamos que nos encontraríamos aquí. ¿Desde dónde estás llamando?
—He tenido que acudir a un asunto fuera de la ciudad, y no voy a volver por un
tiempo.
—¿Ah sí?
—Ajá, ¡sí! —restalló Mowry—. Y no juegues conmigo porque no voy a
consentírtelo, ¿entiendes? —Hizo una pausa para dejar que sus palabras llegaran
claramente a su interlocutor, luego prosiguió—: ¿Tienes un dino?
—Quizá —dijo Skriva evasivamente.
—¿Puedes largarte de aquí ahora mismo?
—Quizá.
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—Si quieres la mercancía, será mejor que dejes los quizá y te muevas rápido. —
Mowry sujetó su teléfono ante la cámara, lo señaló con un gesto inequívoco, y apuntó
a sus oídos para indicar que uno nunca sabía en esos días quién estaba escuchando—.
Toma la carretera de Radine y mira bajo el mojón 33 den. No lleves contigo a
Urhava.
—Hey, ¿cuántos vas a…?
Mowry colgó el teléfono, interrumpiendo la airada pregunta del otro. Luego se
dirigió al cuartel general local de la Kaitempi, cuya dirección le había sido revelada
por la correspondencia secreta del mayor Sallana.
Pasó por delante del edificio, manteniéndose tan lejos como le era posible por el
otro lado de la calle. No prestó demasiada atención al edificio en sí, sino que su
mirada estuvo concentrada sobre él. Durante la siguiente hora vagabundeó por
Radine aparentemente sin rumbo fijo, mientras estudiaba las zonas por encima de los
tejados.
Finalmente satisfecho, buscó el ayuntamiento, lo encontró, y repitió el proceso.
Se dedicó a vagabundear también de calle en calle, mientras aparentemente admiraba
las estrellas. Luego regresó al hotel.
A la mañana siguiente, tomó un pequeño paquete de su maleta, se lo metió en el
bolsillo, y se dirigió directamente a un enorme bloque de oficinas que había
observado la tarde anterior. Con un convincente aire de seguridad, penetró en el
edificio y tomó el ascensor automático hasta el último piso. Allí encontró un
polvoriento y escasamente usado pasadizo con una escalera plegable en un extremo.
No había nadie en los alrededores. Incluso si alguien se hubiera presentado,
probablemente no se hubiera mostrado excesivamente curioso. De todos modos, tenía
preparadas todas sus respuestas. Tirando de la escalera, trepó rápidamente, pasó por
la puerta trampilla y salió al tejado. De su paquete, sacó una pequeña bobina
inductora dotada con pinzas y unida a un largo cable del grosor de un cabello con
terminales de conexión en el otro extremo.
Trepando por un pequeño poste de sustentación, contó los hilos de conexión
telefónicos en su parte superior, y comprobó la dirección que seguía el séptimo. Unió
cuidadosamente la bobina a él. Luego descendió, llevó el cable hasta el extremo del
tejado, y lo dejó deslizar suavemente hasta que quedó colgando todo lo que permitía
su largo en dirección a la calle de abajo. Sus conexiones terminales colgaban ahora en
el aire a aproximadamente un metro y veinte centímetros de la acera.
Mientras miraba hacia abajo desde el tejado, media docena de transeúntes pasaron
junto al colgante cable y no mostraron el menor interés en él. Un par de ellos miraron
ociosamente hacia arriba, vieron a alguien, y siguieron andando sin efectuar la menor
observación. Nadie hace preguntas acerca de las actividades de un hombre que trepa
hasta los tejados y deja caer hilos hasta la calle, en tanto que lo haga abiertamente y
con un aire de tranquila seguridad.
Descendió de nuevo y salió del edificio sin ningún problema. Al cabo de una hora
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había realizado la misma operación sobre el tejado de otro edificio, y de nuevo con
los mismos resultados. El siguiente movimiento fue comprar otra máquina de
escribir, papel, sobres, y una pequeña imprenta de mano. Apenas era el mediodía
cuando Mowry regresó a su habitación y empezó a trabajar tan rápido como le fue
posible. Siguió con ello, sin detenerse, todo el día, y la mayor parte del día siguiente.
Cuando hubo terminado, la imprenta de mano y la máquina de escribir fueron a parar
silenciosamente al lago.
Ahora tenía en su maleta doscientas veinte cartas para futura utilización; acababa
de enviar por correo otras doscientas veinte dirigidas a las mismas personas que
habían recibido su primera advertencia. Los destinatarios, esperaba, no iban a sentirse
complacidos precisamente de la llegada de una segunda carta, con una tercera aún por
recibir.
Después de comer, consultó los periódicos del día anterior y de hoy, los cuales
habían estado demasiado ocupados hasta entonces para examinar. El artículo que
buscaba no estaba allí: ni una palabra sobre Butin Urhava. Por un momento se
preguntó si alguna cosa habría ido mal.
Las noticias generales eran mucho más normales: La Victoria estaba cada vez
más cerca; las pérdidas en la auténtica o mítica batalla de Alfa Centauro eran
oficialmente confirmadas en siete naves de guerra sirianas, contra noventa y cuatro
terrestres.
En una página interior, en un rincón poco aparente, se anunciaba que las fuerzas
sirianas habían abandonado los mundos gemelos de Fedira y Fedora —los planetas
cuarenta y siete y cuarenta y ocho del imperio— «por razones estratégicas». Se
insinuaba también que Gooma, el planeta sesenta y dos, podría ser también
abandonado en breve, «a fin de permitirnos afianzar nuestras posiciones en otros
lugares».
Así que estaban admitiendo algo que ya no podían seguir negando: que dos
planetas habían sido perdidos, y un tercero iba a seguir la misma suerte. Aunque no lo
decían así, era casi seguro que aquello que ellos habían «abandonado» había sido
capturado por los terrestres. Mowry se dedicó una sonrisa mientras las palabras que
había oído en la pastelería volvían a su mente:
—Durante meses hemos estado retrocediendo triunfalmente ante un
desmoralizado enemigo que sigue avanzando en el mayor desorden.
Salió a la calle y llamó al Café Susun.
—¿Lo habéis recogido?
—Lo hemos hecho —dijo Skriva—. Y el siguiente encargo ha sido realizado.
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—No he leído nada al respecto.
—No puedes… no se ha hecho público.
—Bueno, ya te dije antes que pagaré cuando tenga la prueba. Hasta entonces,
nada de nada. Sin prueba no hay dinero.
—Tenemos la evidencia; es cosa tuya venir a echarle una ojeada.
Mowry pensó rápidamente.
—¿Sigues teniendo el dino a mano?
—Ajá.
—Entonces mejor que vengas tú a verme. Digamos a la hora ocho, en la misma
carretera en el den 8.
El coche llegó a la hora fijada. Mowry permanecía de pie junto al mojón, una
imprecisa silueta en la oscuridad de la noche, con sólo campos y árboles a su
alrededor. El coche rodó hasta él, con los faros cegándole. Skriva salió, tomó un
pequeño saco del maletero, lo abrió, y mostró su contenido a la luz de los faros.
—¡Señor! —jadeó Mowry.
—No fue un trabajo fino —admitió Skriva—. Tenía un cuello muy grueso, y
Gurd tenía prisa. ¿Ocurre algo?
—No, no me estoy quejando.
—Por supuesto que no. El chico que se supone debería hacerlo es Butin. —Skriva
dio una patada al saco—. ¿Verdad, Butin?
—Desembarázate de él —ordenó Mowry.
Skriva tiró el saco a una zanja cercana, tendió una mano.
—El dinero.
Mowry le entregó el fajo, y aguardó en silencio mientras el otro comprobaba su
contenido dentro del coche con la ayuda de Gurd. Contaron los billetes
amorosamente, con mucho babeo y felicitaciones mutuas.
Cuando hubieron terminado, Skriva soltó una risita.
—He aquí veinte mil cobrados por nada. Nunca hemos ganado tanto tan
fácilmente.
—¿Qué quieres decir con ése por nada?
—Lo hubiéramos hecho de todos modos, nos lo hubieras dicho tú o no. Butin se
preparaba para hablar. Se veía en sus viscosos ojos de soko. ¿Qué dices tú, Gurd?
Gurd se limitó a alzarse ligeramente de hombros.
—Así estamos más seguros —dijo Mowry—. Ahora tengo otro trabajo distinto
para vosotros. ¿Os va?
Sin aguardar su respuesta, mostró un paquete.
—Aquí hay diez pequeños aparatitos. Llevan pinzas y van unidos a unos largos
cables muy delgados. Quiero que los aparatitos sean unidos a líneas telefónicas en o
cerca del centro de Pertane. Deben ser colocados en lugares donde no sean visibles
desde la calle, pero de tal forma que los cables sí puedan ser vistos colgando.
—Pero —objetó Skriva—, si los cables pueden ser vistos, es sólo cuestión de
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tiempo el que alguien siga su rastro hasta los aparatos. ¿Qué sentido tiene el
ocultarlos si es seguro que van a ser descubiertos?
—¿Qué sentido tiene el que os dé buen dinero por hacerlo? —respondió Mowry.
—¿Cuánto?
—Cinco mil florines por cada uno. Esto hace cincuenta mil por todo el lote.
Skriva frunció los labios en un silencioso silbido.
—Podré verificar si o dónde los pondréis —continuó Mowry—, así que no
intentéis engañarme.
Tomando el paquete, Skriva dijo:
—Creo que estás loco… ¿pero por qué debería quejarme?
Los faros brillaron; el coche dejó escapar un agudo gemido y partió como una
exhalación. Mowry aguardó hasta que se hubo perdido de vista, luego caminó de
vuelta hasta Radine y buscó una cabina telefónica. Llamó al cuartel general de la
Kaitempi, manteniendo cuidadosamente apagada la pantalla, y dando a su voz el
cantarín acento de un nativo de Jaimec.
—Alguien ha sido decapitado.
—Hay una cabeza en un saco cerca del mojón 8 den de la carretera a Pertane.
—¿Quién habla? ¿Quién…?
Cortó, dejando que la voz gargeara inútilmente. Seguirían el aviso, no cabía la
menor duda de ello. Era esencial para sus planes que las autoridades descubrieran la
cabeza y la identificación. Regresó a su hotel, volvió a salir, y echó al correo otras
doscientas veinte cartas.
Hecho esto, disfrutó de un paseo de una hora antes de irse a la cama, recorriendo
las calles mientras repasaba como de costumbre el trabajo realizado durante el día.
No iba a pasar mucho tiempo, pensó, antes de que alguien sintiera curiosidad hacia
aquellos cables que colgaban y un electricista o ingeniero telefónico fuera llamado a
investigar. El resultado inevitable sería un apresurado examen de todo el sistema
telefónico de Jaimec y el descubrimiento de varias otras trampas.
Las autoridades se verían entonces enfrentadas a tres preguntas sin respuesta,
todas ellas ominosas: ¿quién estaba escuchando, durante cuánto tiempo, y cuánto
sabía?
No envidiaba a aquellos que estaban en el precario poder, sujetos a aquella
desafiante red de traición, mientras los supuestamente derrotados terrestres
conquistaban los planetas sirianos uno tras otro. Insegura está la cabeza que lleva una
corona… pero infinitamente más cuando una avispa se cuela en la cama con ella.
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Poco antes de la hora doce, giró la esquina de la calle donde estaba situado su
escondrijo de lujo y se detuvo bruscamente. Fuera del hotel había una hilera de
coches oficiales, una bomba de incendios y una ambulancia. Un cierto número de
agentes uniformados iban arriba y abajo por entre los vehículos. Tipos de aspecto
desagradable con ropas civiles rondaban por todos lados la escena.
Dos de estos últimos aparecieron de ningún lugar y se plantaron ante él, con
miradas duras.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Mowry, imitando a un superintendente de
escuela dominical.
—No importa lo que haya ocurrido. Muéstrenos sus documentos. Vamos, ¿a qué
está esperando?
Cuidadosamente, James Mowry introdujo una mano en su bolsillo interior.
Estaban tensos, completamente alertas, espiando sus movimientos, listos a reaccionar
si lo que surgía de aquel bolsillo no eran papeles. Extrajo su tarjeta de identidad y se
la tendió, sabiendo que llevaba el sello distintivo apropiado de Diracta y la contraseña
de Jaimec. Luego les entregó su tarjeta personal y su permiso de circulación.
Interiormente, deseó con todo su corazón de que se convencieran fácilmente.
No lo hicieron; desplegaron la dedicada concentración de aquellos que han
recibido órdenes estrictas de hacer pagar a alguien por una u otra razón.
—Un corresponsal especial —dijo el más alto de los dos, pronunciando
despectivamente las palabras. Levantó la vista de la tarjeta de identidad—. ¿Qué
puede haber de especial en un corresponsal?
—He sido enviado aquí para cubrir las noticias de la guerra vistas
específicamente desde el punto de vista de Jaimec. No me ocupo de asuntos civiles.
Eso es para los reporteros ordinarios.
—Entiendo. —Dirigió a Mowry una larga y penetrante mirada. Sus ojos tenían la
perlina frialdad de un crótalo—. ¿De dónde obtiene usted sus noticias sobre la
guerra?
—De los estamentos oficiales… principalmente de la Oficina de Información de
Guerra en Pertane.
—¿No tiene usted otras fuentes?
—Sí, por supuesto. Mantengo mis oídos alerta a los rumores.
—¿Y qué hace usted con todo eso?
—Intento sacar conclusiones razonables de todo ello, las pongo por escrito, y las
someto a la Oficina de Censura. Si las aprueban, me siento feliz. Si las eliminan,
bueno… —abrió los brazos con aire de impotencia—, las dejo correr.
—Entonces —dijo el agente de la Kaitempi arteramente—, debe ser usted bien
conocido por los oficiales de la Oficina de Información de Guerra y de la Oficina de
Censura, ¿hi? Podrán avalarle si se lo pedimos, ¿hi?
—Sin ninguna duda —respondió Mowry, rogando por un poco de respiro.
—¡Estupendo! Díganos los nombres de los que mejor conoce, y lo
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comprobaremos inmediatamente.
—¿Qué, a esta hora de la noche?
—¿Y qué le importa a usted la hora? Se trata de su cuello.
Aquello fue el detonador. Mowry le lanzó un tremendo puñetazo al hocico,
secamente, ferozmente, poniendo cada gramo de su peso tras el golpe. El otro
retrocedió y cayó violentamente, y no se movió.
El otro tipo no era lento; sin perder tiempo en sorprenderse, dio un trastabillante
pero rápido paso hacia un lado y colocó una pistola contra el rostro de Mowry.
—Bien altas las manos, soko, o…
Con la velocidad y la audacia de la desesperación, Mowry se deslizó bajo el arma,
sujetó el brazo extendido del otro, lo hizo pasar por encima de su hombro y tiró de él.
El agente lanzó un agudo y penetrante grito y voló por los aires con una elegante
facilidad. Su pistola cayó al suelo; Mowry la recogió, y echó a correr para salvar su
vida. Giró la esquina, recorrió la calle, se metió por un callejón; aquello lo condujo a
la parte trasera de su hotel. Mientras lo pasaba rápidamente de largo, pudo notar con
el rabillo del ojo que una ventana había desaparecido, y que había un enorme boquete
en la pared. Saltando por encima de un montón de ladrillos desmenuzados y maderas
destrozadas, alcanzó el final del callejón y salió a la siguiente calle.
Así que lo habían olido, probablemente a través de una comprobación de los
registros. Habían buscado su habitación e intentado abrir su maleta con una llave
maestra de metal. Y entonces se había producido la gran explosión. Si la habitación
había estado llena de gente en aquel momento, la fuerza de la explosión debía haber
sido suficiente como para matar al menos a una docena de ellos.
Mowry siguió avanzando tan rápido como le fue posible, el arma firmemente
empuñada, los oídos atentos a cualquier indicio de persecución. Muy pronto, la
alarma por radio estaría en el aire; cerrarían todas las salidas de la ciudad,
bloquearían trenes, autobuses, carreteras… todo. Debía ganarles en aquello a toda
costa.
Se mantuvo tanto como le fue posible por callejuelas laterales y secundarias,
evitando las calles principales, donde los coches de patrulla podían estar vigilando
arriba y abajo. A aquella tardía hora, no había multitudes entre las que poder
mezclarse. Las calles estaban casi completamente vacías, la mayor parte de la gente
estaba ya en la cama, y un hombre armado corriendo a través de la noche era muy
fácilmente localizable. Pero no podía hacer nada al respecto; andar a paso normal con
aspecto inocente era dar tiempo a que la trampa se cerrase sobre él.
La oscuridad era su única ayuda, sin contar sus piernas. Atravesó calleja tras
calleja, cruzando seis calles a toda velocidad, se detuvo en plenas sombras cuando iba
a cruzar la séptima. Un coche repleto de policías y Kaitempi de paisano pasó, con sus
ventanillas llenas de rostros que intentaban escrutar hacia todos lados.
Durante un corto instante, Mowry permaneció inmóvil y silencioso en las
sombras, el corazón latiendo fuertemente, el pecho hinchándose, un riachuelo de
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sudor corriendo por su columna vertebral. Tan pronto como los cazadores hubieron
desaparecido, cruzó la calle y se metió en la callejuela del lado opuesto, corriendo de
nuevo. Cinco veces se detuvo ocultándose, maldiciendo mentalmente el retraso,
mientras los vehículos de vigilancia escrutaban los alrededores.
El sexto alto fue distinto. Se agazapó en una esquina de la calleja mientras unos
faros avanzaban por la calle. Un dino cubierto de barro apareció ante su vista y se
detuvo a unos veinte metros de él. Al momento siguiente, un solitario civil salió del
vehículo, se dirigió a una puerta cercana y metió una llave en la cerradura. James
Mowry salió del callejón con los rápidos movimientos de un felino.
La puerta se abrió en el preciso momento en que el coche se ponía en marcha con
un agudo zumbido de su dinamo. Inmovilizado por la sorpresa, el civil perdió medio
minuto en abrir la boca ante su propiedad que se desvanecía. Luego lanzó una
maldición, se metió en la casa y corrió hacia el teléfono.
La suerte es alternativa, decidió Mowry, mientras se aferraba al volante; había de
haber algo bueno para compensar lo malo. Penetró en una amplia avenida bien
iluminada, y disminuyó la velocidad a una marcha más tranquila. Dos sobrecargados
coches patrulla lo cruzaron, yendo en dirección opuesta; otro lo adelantó a toda
velocidad. No estaban interesados en un sucio dino; estaban buscando a un jadeante
fugitivo que se suponía iba aún a pie. Estimó que podía disponer de otros diez
minutos antes de que la radio les hiciera cambiar de opinión. Quizá hubiera sido
mejor matar al propietario del coche; pero no lo había hecho, y ahora era demasiado
tarde para lamentar su omisión.
Tras siete minutos pasó las últimas casas de Radine y se encaminó hacia el campo
abierto, siguiendo una carretera desconocida. Aumentó de nuevo la velocidad; el
coche aulló, con las luces oscilando y saltando, la aguja de los den alcanzando el
límite. Veinte minutos más tarde, atravesó como un cohete un pueblo sumido en un
profundo sueño. Un par de kilómetros más adelante tomó una curva, tuvo una breve
visión de una barrera blanca cruzando la carretera, con el brillo de los botones y el
reflejo de los cascos metálicos agrupados a cada lado. Apretó los dientes, siguió
directamente por el centro de la carretera sin disminuir la velocidad. El coche golpeó
la barrera, echó volando los trozos a ambos lados, y siguió su camino.
Algo golpeó secamente cinco veces la parte trasera del vehículo; dos limpios
agujeros aparecieron en la ventanilla posterior, y un tercero allá donde el parabrisas
se unía al techo. Aquello demostraba que la radioalarma había sido lanzada; las
fuerzas habían sido alertadas en una amplia zona. Forzando aquel control se había
traicionado. Ahora sabían en qué dirección estaba huyendo y podían concentrarse
ante él. El propio Mowry sabía menos que ellos hacia donde se estaba dirigiendo. El
lugar le era extraño, y no disponía de ningún mapa que consultar. Pero todavía, tenía
muy poco dinero y ningún documento de ningún tipo. La pérdida de su maleta le
había privado de todo excepto de lo que llevaba sobre su persona, más un coche ya
identificado y una pistola robada.
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Pronto llegó a un cruce con un indicador difícilmente visible a cada lado.
Frenando violentamente, saltó fuera y examinó el más cercano a la débil luz nocturna.
Decía: Radine, 27 den. Señalando al lado opuesto decía: Valapan, 92 den. Así que
hacia allí se había encaminado… hacia Valapan. Sin la menor duda la policía de allí
debía estar concentrando sus fuerzas. El indicador de la carretera a su izquierda decía:
Pertane, 51 den. Volvió al coche y giró a la izquierda. No había señales de una
persecución inmediata, pero aquello no significaba nada. Alguien con contactos por
radio y un gran mapa podía estar moviendo coches aquí y allá a medida que le fueran
llegando informes de su posición.
En la placa señalando 9 den descubrió otro cruce que reconoció. El resplandor en
el cielo de las luces de Pertane se destacaba ahora directamente ante él, mientras a su
derecha estaba la carretera que conducía a su cueva en el bosque. Corrió un riesgo
adicional de intercepción conduciendo el coche unos tres kilómetros más dirección a
Pertane antes de abandonarlo. Cuando lo encontraran allí, probablemente saltarían
sobre la conclusión de que había buscado refugio en algún lugar de la gran ciudad;
sería lo mejor que podría pasarle si desperdiciaban tiempo y hombres removiendo
Pertane de arriba abajo.
Retrocediendo a pie, alcanzó el bosque y siguió su lindero. Le tomó dos horas
llegar al árbol y a su lápida. Durante aquel período tuvo que meterse entre los árboles
once veces, mientras observaba coches repletos de cazadores que pasaban zumbando.
Parecía como si hubiera conseguido que todo un ejército se pusiera en marcha en
medio de la noche para cazarle; lo cual era estupendo, si había que creer a Wolf.
Entrando en el bosque, emprendió el camino hacia la cueva.
En la cueva, Mowry lo encontró todo intacto y en perfecto orden. Se notó aliviado
al llegar, ya que se sentía más seguro allí de lo que podría estar en cualquier otro lado
de un mundo hostil. Era muy poco probable que sus cazadores consiguieran seguir su
rastro a través de treinta kilómetros de bosque virgen, aunque se les ocurriera hacerlo.
Durante un corto tiempo permaneció sentado en un contenedor y dejó que su
mente se dedicara a un match de boxeo entre deseo y deber. Las órdenes eran que en
cada visita a la cueva debía utilizar el transmisor y enviar un informe detallado. No
necesitaba suponer lo que le dirían que hiciera si les comunicaba todo lo ocurrido; le
ordenarían que permaneciera quieto allí y abandonara toda actividad. Más tarde, le
enviarían una nave, lo recogerían, y lo depositarían en algún otro planeta siriano
donde pudiera empezar de nuevo a partir de cero. Al mismo tiempo dejarían a su
sucesor en Jaimec.
Aquel pensamiento lo enfureció; estaba muy bien para ellos hablar de las ventajas
tácticas de reemplazar a un operador conocido por otro desconocido; pero para el
hombre que sufría el reemplazo aquello sonaba a incompetencia y fracaso. James
Mowry se negó absolutamente a reconocerse como ineficiente o derrotado. Además,
había puesto en marcha toda la fase uno y parte de la fase dos. Quedaba aún la fase
tres, la escalada de presión hasta el punto en que el enemigo estuviera tan atareado
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defendiendo la puerta trasera que no estuviera en condiciones de mantener la de
delante.
La fase tres implicaba la instalación estratégica de bombas, tanto por parte del
propio Mowry como por cualquier otro pagado por él. Tenía el material necesario
para lo primero y el dinero para lo segundo. En los contenedores aún no abiertos
había el dinero suficiente como para comprar una docena de naves de guerra y regalar
a cada hombre de sus tripulaciones una caja grande de cigarros.
Había cuarenta clases distintas de máquinas infernales, ninguna de ellas
reconocible como lo que era, todas ellas garantizadas para hacer bum en el lugar
adecuado y en el momento adecuado.
Se suponía que la acción ofensiva del tipo tres, no se iniciaría hasta que fuera
ordenada, debido a que normalmente venía precedida por un ataque a gran escala de
las fuerzas espaciales terrestres. Pero mientras tanto podía seguir trabajando
presentando a la opinión pública el Dirac Angestun Gesept.
No, no enviaría la señal todavía; seguiría actuando un poco más… lo suficiente
como para establecer su derecho a seguir allí, independientemente de que la Kaitempi
lo tuviera identificado o no. ¡Había sido echado de Radine, pero no estaba dispuesto a
que lo echaran del planeta!
Abriendo un par de contenedores, Mowry se desvistió y se colocó un ancho
cinturón que lo convertía en un hombre corpulento a base de florines. Luego se
enfundó las ropas bastas y mal cortadas típicas de los campesinos sirianos. Un par de
tampones colocados en su boca, contra las mejillas, ensancharon y redondearon su
rostro. Se depiló las cejas para hacerlas más finas, y cortó su cabello hasta adoptar la
moda habitual entre los campesinos.
Utilizó un tinte púrpura para oscurecer su rostro de la forma particularmente
moteada que insinuaba una mala salud. El toque final fue administrarse un inyectable
en el lado derecho de su nariz; dentro de un par de horas, crearía aquella mancha
ligeramente anaranjada que podía verse ocasionalmente en algunos rostros sirianos.
Ahora era un granjero siriano de mediana edad, mal aspecto, y en cierto modo
sobrealimentado. Esta vez era Rathan Gusulkin, productor de cereales; sus papeles
indicaban que había emigrado de Diracta hacia cinco años. Aquello explicaba su
acento mashambi, lo único que no podía ocultar.
Antes de sumergirse en su nuevo papel, gozó de otra genuina comida terrestre y
de cuatro horas de necesario descanso. A tres kilómetros en las afueras de Pertane,
enterró un paquete conteniendo cincuenta mil florines en la base del pilar sur del lado
izquierdo del puente que cruzaba el río. No lejos de aquel lugar, en aguas profundas,
yacía entre el lodo una máquina de escribir.
Desde la primera cabina de Pertane llamó al Café Susun. La respuesta fue rápida,
la voz extraña y seca, y la cámara no funcionaba.
—¿Es el Café Susun? —preguntó Mowry.
—Ajá.
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—¿Está ahí Skriva?
Un breve silencio, seguido por:
—Debe estar por aquí. Arriba o en la parte de atrás. ¿Quién pide por él?
—Su madre.
—¡No me diga eso! —gruñó la voz—. Puedo decir por su…
—¿Y eso qué tiene que ver con usted? —cortó Mowry—. ¿Está Skriva ahí o no?
La voz se volvió repentinamente mansa y sonó completamente inusitada cuando
dijo persuasivamente:
—Espere un instante. Lo buscaré.
—No se moleste. ¿Está ahí Gurd?
—No, hoy no ha venido. Espere, le digo. Buscaré a Skriva. Está arriba o…
—¡Escuche! —ordenó Mowry. Metió la lengua entre sus labios y sopló con todas
sus fuerzas.
Luego colgó el teléfono, salió de la cabina y echó a andar lo más rápidamente que
le fue posible sin llamar la atención. Cerca de allí, un aburrido tendero que
permanecía recostado en la puerta de su tienda lo contempló pasar; lo mismo hicieron
otras cuatro personas que charlaban con él fuera de la tienda. Lo cual hacia cinco
testigos, cinco descripciones del tipo que acababa de usar aquella cabina.
—¡Espere! —le había pedido la extraña voz. No era la voz del encargado del bar,
ni el descuidado y lleno de palabrotas modo de hablar de cualquier habitual del Café
Susun. Tenía el característico tono autoritario de un policía de civil o un agente de la
Kaitempi. Ajá, espera un poco. Estúpido, mientras localizamos la llamada y te
agarramos con las manos en la masa.
A trescientos metros calle adelante, Mowry saltó a un autobús. Mirando hacia
atrás, no pudo afirmar si el tendero y sus contertulios habían visto lo que había hecho.
El autobús siguió bamboleante su camino. Un coche de la policía lo cruzó
rápidamente y frenó junto a la cabina. El autobús giró una esquina. Y Mowry se
preguntó cuántas veces podría seguir escapando por los pelos.
El Café Susun estaba vigilado, no cabía la menor duda; la rápida llegada de los
policías a la cabina lo probaba. El cómo habían obtenido la pista hasta allá, y el qué
les había inducido a mantener la vigilancia, era algo puramente especulativo. Quizá la
clave habían sido sus investigaciones sobre el difunto Butin Urhava.
O quizá Gurd y Skriva se habían dejado atrapar mientras colocaban sus trampas
sobre los tejados y dejaban caer sus cables hacia las calles. Si habían sido cogidos
hablarían, por duros que fuesen. Cuando las uñas son arrancadas una a una, o cuando
un voltaje intermitente de una batería es aplicado a las esquinas de los globos
oculares, el tipo más granítico se convierte en positivamente charlatán.
Sí, hablarían… pero todo lo que podrían contar sería una extraña historia acerca
de un tipo loco con acento mashambi y una inagotable provisión de florines. Ni una
palabra sobre el Dirac Angestun Gesept; ni una sílaba acerca de la intervención
terrestre en Jaimec.
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Pero había otros cuyas palabras podían tener un mayor efecto.
—¿Ha visto a alguien abandonar recientemente esta cabina?
—Ajá. Un tipo gordo. Parecía tener prisa.
—¿Hacia dónde fue?
—Calle abajo. Tomó un autobús de la línea cuarenta y dos.
—¿Qué aspecto tenía? Descríbalo tan ajustadamente como le sea posible.
¡Vamos, aprisa!
—Talla media, mediana edad, rostro redondeado, tez enfermiza. Barrigudo
también. Tenía un falkin anaranjado a un lado de su nariz. Llevaba una chaqueta de
piel, pantalones marrones de terciopelo, botas gruesas también marrones. Parecía un
campesino.
—Nos basta con esto… Jalek, sigamos a ese autobús. ¿Dónde está el micro?…
Será mejor que difundamos la descripción. Lo atraparemos si actuamos aprisa.
—No es tonto. Se lo ha olido apenas Lathin ha respondido a su llamada. Le ha
respondido con un ruido vulgar y ha echado a correr. Te apuesto a que ha tomado el
autobús para despistarnos… debe tener un coche estacionado por algún lugar.
—No malgastes tu respiración y vayamos tras ese autobús. Dos de ellos se nos
han escapado ya. Vamos a tener que dar un montón de explicaciones si perdemos al
tercero.
—Sí, lo sé.
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Capítulo IX
Mowry bajó del autobús antes de que nadie tuviera tiempo de alcanzarlo, y tomó otro
que circulaba por un trayecto transversal. Casi seguro que sus perseguidores tenían
una descripción de él, y debía tener a casi todo Jaimec tras sus talones.
Su tercer cambio lo situó en un autobús de línea que salía de la ciudad. Lo dejó a
casi dos kilómetros más allá del puente donde había ocultado los cincuenta mil
florines. De nuevo emprendió el camino hacia el bosque y la cueva.
Volver sobre sus pasos hasta el puente e intentar desenterrar el dinero podía ser
peligroso. Los coches de la policía estarían por aquella zona dentro de poco; la caza
del granjero barrigudo era probable que no se limitara tan sólo a Pertane. Mientras
fuera de día, lo mejor que podía hacer James Mowry era desaparecer de la vista y no
mostrarse hasta que pudiera procurarse un nuevo disfraz.
Avanzando rápidamente, alcanzó la orilla del bosque sin ser detenido e
interrogado. Durante un corto tiempo continuó utilizando la carretera, buscando
refugio entre los árboles cada vez que se aproximaba un coche. Pero el tráfico se
incrementaba y los vehículos aparecían con tal frecuencia que finalmente perdió toda
esperanza de seguir avanzando antes de la caída de la noche. Estaba bastante cansado
también; sus párpados le pesaban y sus pies pulsaban dolorosamente.
Penetrando más entre los árboles, halló un rincón confortable y bien disimulado;
se dejó caer sobre una cama de musgo y lanzó un suspiro de satisfacción.
Wolf había afirmado que un solo hombre podía paralizar a todo un ejército.
Mowry pensó en qué número los habría obligado a moverse y qué había sacado de
bueno con ello, si lo había sacado. ¿Cuántas preciosas horas y hombres había costado
su presencia al enemigo? ¿Miles, cientos de miles, millones? ¿A qué tipo de servicios
de guerra habrían sido dedicadas aquellas horas y aquellos hombres si James Mowry
no hubiera obligado al enemigo a malgastarlos en otras direcciones? Ah, en la
respuesta a aquella pregunta hipotética residía la auténtica medida de la eficiencia de
una avispa.
Gradualmente fue abandonando aquellas meditaciones carentes de provecho y se
hundió en el sueño. Ya era de noche cuando se despertó, más fresco, con nuevas
energías, y sintiéndose menos amargado ante los acontecimientos. Las cosas podrían
haber ido peor, mucho peor. Por ejemplo, hubiera podido ir directamente al Café
Susun y entrado, cayendo directamente en brazos de la Kaitempi. Lo hubieran
detenido por principio, y dudaba de su habilidad de resistir si realmente empezaba a
trabajarlo. Los únicos prisioneros de los que la Kaitempi no había conseguido sacar
nada eran aquellos que habían logrado suicidarse antes de ser interrogados.
Mientras se abría camino en la oscuridad hacia la cueva, bendijo su fortuna, su
buen juicio o su intuición de llamar antes por teléfono. Luego, sus pensamientos
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fueron ocupados por Gurd y Skriva. Si habían sido capturados, eso significaba que se
hallaba desprovisto de unos valiosos aliados y de nuevo estaba estrictamente solo.
Pero si, como él, habían escapado de la trampa, ¿cómo podía hacer para localizarles?
Llegó a la cueva cuando estaba despuntando el alba. Mowry se quitó los zapatos,
se sentó en la playa de guijarros, y hundió sus dolidos pies en el arroyo. Su mente
seguía trabajando incesantemente en la forma de encontrar a Gurd y Skriva, si aún
seguían libres. Finalmente, la Kaitempi debería abandonar su vigilancia del Café
Susun… ya fuera porque se sintiera satisfecha de haberlo explotado hasta el límite, o
debido a la presión ejercida por otros asuntos más importantes. Entonces sería posible
visitar el lugar y encontrar a alguien capaz de proporcionarle toda la información que
necesitaba. Pero sólo el cielo sabía cuándo ocurriría esto.
Bajo un nuevo disfraz radicalmente distinto, podía vagabundear por las
inmediaciones del café hasta encontrar a alguno de sus habituales clientes y utilizarlo
para que lo condujera hasta Gurd y Skriva. Pero había muchas posibilidades de que el
Café Susun fuera el punto focal de las actividades de la Kaitempi en todo el distrito,
con hombres vestidos de civil manteniendo una constante vigilancia en busca de tipos
de aspecto sospechoso en un radio de un par de kilómetros alrededor del lugar.
Tras una hora de meditación, Mowry decidió que había una posibilidad de entrar
de nuevo en contacto con los hermanos. Dependía no sólo de que siguieran libres,
sino de que utilizaran sus cerebros y su imaginación. Podía funcionar; eran brutos y
despiadados, pero no estúpidos.
Podía dejarles un mensaje en el mismo lugar de antes, en la carretera de Radine,
bajo el mojón 33 den. Si habían completado con éxito su último trabajo, esperarían la
llegada de cincuenta mil florines; aquello sería suficiente como para aguzar su
inteligencia.
El sol se elevó, derramando su calor entre los árboles y dentro de la cueva. Era
uno de esos días que incitan a un hombre a tenderse y a no hacer nada. Sucumbiendo
a la tentación, Mowry se concedió unas vacaciones y pospuso cualquier acción para
el día siguiente. Era justo y correcto; sentirse constantemente perseguido, dormir
inquieto, y una persistente tensión nerviosa, se habían combinado para hacerle
adelgazar y agotar completamente sus recursos.
Durante todo el día haraganeó por la cueva o en sus inmediaciones, gozando de la
paz y la tranquilidad, y cocinando abundantes y suculentas comidas terrestres.
Evidentemente, el enemigo estaba obsesionado por la noción de que su presa
buscaba refugio tan sólo en los lugares densamente poblados; ni siquiera se les había
ocurrido que nadie se ocultara en el campo. Era lógico desde su punto de vista, puesto
que habían aceptado al Dirac Angestun Gesept como un grupo amplio y bien
organizado, demasiado grande y extenso como para agazaparse en una cueva. La
avispa había aumentado de tamaño en tales proporciones que simplemente no perdían
el tiempo buscándola en los agujeros pequeños.
Aquella noche, James Mowry durmió como un niño, tranquilamente y sin
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sobresaltos, toda de un tirón. Pasó la siguiente mañana en una total inactividad, y
tomó un baño en el arroyo aprovechando el calor del mediodía. A media tarde, se
cortó el pelo al estilo militar, dejándose tan sólo unos pocos pelos cortos e hirsutos
cubriendo su cráneo. Otra inyección borró el falkin. Se tiñó de nuevo, dando a su piel
un tono más fresco y de un púrpura más oscuro. Fijó unas placas dentales a los
huecos donde habían estado sus muelas del juicio, y aquello confirió a su rostro una
apariencia más ancha y pesada, y con una mandíbula más cuadrada.
Siguió un cambio completo de las ropas. Se calzó zapatos de tipo militar; el traje
civil era de corte caro; el pañuelo del cuello estaba anudado al estilo de la marina
espacial. Añadió al conjunto un reloj colgante de platino y un brazalete también de
platino sujetando un disco ornamental de identidad.
Ahora parecía alguien situado varios grados por encima del siriano medio. Los
nuevos documentos que guardó en su bolsillo confirmaban esta impresión. Afirmaban
que era el coronel Krasna Halopti, del Servicio de Inteligencia Militar, y como tal
habilitado para solicitar la asistencia de todas las autoridades sirianas en cualquier
momento y lugar.
Satisfecho al cien por ciento de su nuevo aspecto, tan poco semejante a cualquiera
de sus anteriores manifestaciones, Mowry se sentó en un contenedor y escribió una
breve carta:
«He intentado contactaros en el café y he descubierto el lugar lleno de sokosk. El
dinero os aguarda enterrado en la base del pilar sur de la izquierda del puente Asako.
Si estáis en libertad, y si estáis dispuestos y en condiciones de efectuar otros trabajos,
dejad aquí un mensaje diciendo cuándo y dónde podemos encontrarnos».
Dejándolo sin firma, lo dobló y lo metió en un sobre transparente a prueba de
humedad. Introdujo en su bolsillo una pequeña y silenciosa automática. El arma era
de manufactura siriana y tenía su correspondiente falso permiso.
Su nuevo papel era más atrevido y peligroso que los otros que había asumido; una
comprobación con las listas oficiales lo traicionaría en un abrir y cerrar de ojos. Pero
tenía sus compensaciones en el respeto que tenían por línea general los sirianos hacia
la autoridad. Con tal de que se condujera con la suficiente seguridad en sí mismo y la
suficiente arrogancia, incluso los Kaitempi podían sentirse tentados a aceptarlo por lo
que no era.
Dos horas después de la llegada de la oscuridad conectó el Contenedor 22 y se
metió en el bosque, llevando una nueva maleta más grande y pesada que la otra. De
nuevo lamentó la distancia existente entre su escondite y la carretera más próxima;
una marcha de treinta kilómetros en cada sentido era tediosa y cansada. Pero era un
precio pequeño a pagar por la seguridad que proporcionaba.
La caminata fue más larga esta vez debido a que no salió a la carretera para pedir
que le llevaran. En su nueva personalidad, aquello hubiera estado fuera de lugar, y
hubiera llamado indeseadamente la atención. Así que siguió el borde del bosque hasta
el punto donde se cruzaban dos carreteras. Allá, en la primera hora de la mañana,
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aguardó entre los árboles hasta que un autobús exprés apareció en la distancia. Salió a
la carretera, lo tomó, y poco después estaba en el centro de Pertane.
Al cabo de media hora, descubrió un dino aparcado que servía para sus
propósitos; lo tomó, y se alejó. Nadie corrió tras él gritando al ladrón; el robo había
pasado inadvertido.
En la carretera de Radine, se detuvo, aguardó a que la arteria estuviera libre en
ambas direcciones, y enterró su carta bajo el mojón. Luego regresó a Pertane, volvió
a dejar el coche allá donde lo había cogido. Había estado fuera algo más de una hora,
y era probable que el propietario ni siquiera se hubiera dado cuenta de la ausencia del
vehículo.
Luego, Mowry se dirigió a la atestada central de correos, tomó media docena de
pequeños pero pesados paquetitos de su maleta, puso en ellos las direcciones y los
envió. Cada uno de ellos contenía una cajita al vacío que tenía en su interior un
vulgar movimiento de relojería y un trozo de papel, nada más. El movimiento de
relojería emitía un siniestro tic-tac… lo suficientemente intenso como para ser oído
por cualquier persona suspicaz que escuchara atentamente. El papel contenía un
mensaje breve y claro:
Amenazas sobre papel, eso era todo… pero lo suficientemente efectivas como
para oponerse un poco más a los esfuerzos de guerra del enemigo. Alarmarían a los
destinatarios y darían a sus fuerzas un nuevo motivo de preocupación. Sin lugar a
dudas los militares proporcionarían una protección personal a cada alta personalidad
de Jaimec; eso sólo equivalía a todo un regimiento.
Todo el correo sería examinado, y todos los paquetes sospechosos serían puestos
aparte y abiertos en una habitación a prueba de bombas. Se efectuaría una búsqueda
por toda la ciudad con detectores de radiaciones en un intento de localizar los
componentes de una bomba de fisión. La defensa civil sería alertada en vistas a una
gigantesca explosión que podría o no podría producirse. Cualquiera que paseara por
la calle con aire sospechoso o de estar ocultando algo sería arrestado e interrogado.
Sí: tras tres asesinatos, y con la promesa de más en el futuro, las autoridades no se
atreverían a despreciar las amenazas del D. A. G. como las bravuconadas de algún
loco suelto.
Mientras Mowry paseaba por la calle, se sonrió a sí mismo imaginando la escena
cuando el destinatario de uno de los paquetes corriera a sumergirlo en el agua
mientras alguien telefoneaba frenéticamente a los especialistas en explosivos. Estaba
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tan ensimismado con esos pensamientos que transcurrió un cierto tiempo antes de
darse cuenta de un agudo sonido silbante que se elevaba y descendía sobre Pertane.
Se detuvo, miró a su alrededor, elevó la vista al cielo, pero no vio nada fuera de lo
habitual. La mayoría de la gente parecía haber desaparecido de la calle; pero unos
cuantos, como él mismo, permanecían inmóviles mirando desconcertados a su
alrededor.
Al instante siguiente un policía lo sacudió por el hombro.
—¡Vaya abajo, estúpido!
—¿Abajo? —Mowry miró sin comprender—. ¿Abajo dónde? ¿Qué ocurre?
—¡A los refugios! —gritó el policía, haciendo amplios gestos de que circulara—.
¿No reconoce una señal de alarma aérea cuando la oye? —Sin esperar respuesta, echó
a correr hacia adelante, gritándoles a los demás—: ¡Vayan abajo! ¡Abajo!
Girándose, Mowry siguió a los demás hacia una larga escalera que descendía a
los sótanos de un bloque de oficinas. Se sorprendió al descubrir que el lugar estaba
atestado. Varios centenares de personas habían buscado refugio allí sin que nadie
tuviera que decírselo. Permanecían de pie, o sentadas en bancos de madera, o
apoyadas contra la pared. Mowry colocó su maleta de pie y se sentó sobre ella.
Cerca de él, un irritado viejo le miró con húmedos ojos y dijo:
—Una alarma aérea. ¿Qué piensa usted de eso?
—Nada —respondió Mowry—. ¿Para qué sirve pensar? No hay nada que
podamos hacer al respecto.
—Pero las flotas spakum han sido destruidas —chirrió el viejo, enfocando en
James Mowry una pregunta hecha a todo el mundo—. Nos lo han dicho una y otra
vez, por la radio y en los periódicos. Las flotas terrestres han sido aniquiladas.
Entonces, ¿a qué viene esta alarma, hi? ¿Quién puede lanzar un raid contra nosotros,
hi? ¡Dígamelo!
—Quizá tan sólo sea un ensayo —lo apaciguó Mowry.
—¿Un ensayo? —farfulló con furia senil—. ¿Por qué necesitamos practicar, y
quién lo ordena? Si las fuerzas spakum han sido derrotadas, no necesitamos
escondernos. ¡No tenemos nada de qué escondernos!
—A mí no me lo diga —advirtió Mowry, aburrido de las protestas del otro—. Yo
no he hecho sonar la alarma.
—Algún repugnante idiota la ha hecho sonar —insistió el viejo—. Algún
perverso soko que desea que creamos que la guerra ya casi ha terminado cuando no
es así. ¿Cómo podemos saber lo que hay de verdad en lo que nos están contando? —
Escupió al suelo—. Una gran victoria en el sector de Centauro… y luego suena la
alarma aérea. Deben creer que somos todos un puñado de…
Un tipo gordo y fornido se adelantó hacia el que hablaba y restalló:
—¡Cállese!
El viejo estaba demasiado absorto en sus desdichas como para obedecer, era
demasiado testarudo como para reconocer la autoritaria voz.
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—No, no me callaré. Iba andando hacia casa cuando alguien me empujó hasta
aquí abajo simplemente porque una sirena empezó a sonar y…
El hombre gordo abrió su chaqueta, mostró una insignia, y repitió en tono más
duro:
—¡He dicho que se calle!
—¿Y quién se cree que es usted? A mi edad no estoy dispuesto a…
Con un rápido movimiento, el hombre gordo extrajo una porra de caucho y la
dejó caer sobre la cabeza del viejo. La víctima se derrumbó como un novillo con un
balazo en la cabeza.
Una voz, en la parte de atrás de la multitud, gritó:
—¡Esto es un atropello! —otras voces murmuraron, se agitaron, pero nadie hizo
nada.
Sonriendo, el hombre gordo mostró lo que pensaba de aquella desaprobación
pateando repetidamente a su víctima. Levantando la vista, cruzó sus ojos con la
mirada de Mowry y rápidamente desafió:
—¿Y bien?
Mowry dijo en el mismo tono:
—¿Es usted de la Kaitempi?
—Ajá. ¿Le importa mucho?
—No. Sólo era curiosidad.
—La curiosidad es mala. Mantenga su sucia nariz lejos de esto.
La multitud murmuró y se agitó de nuevo. Dos policías aparecieron procedentes
de la calle, se sentaron en el peldaño superior y se secaron las frentes. Parecían
nerviosos y excitados. El agente de la Kaitempi se unió a ellos, sacó una pistola de su
bolsillo y la colocó sobre sus rodillas. Mowry le sonrió enigmáticamente.
El silencio de la ciudad penetró entonces en el sótano. La tensión de la multitud
fue aumentando peculiarmente a medida que todos escuchaban. Tras media hora
oyeron una serie de silbidos. Empezaron con una nota pesada y fuerte y rápidamente
se desvanecieron en el cielo.
La tensión se incrementó con la convicción de que los misiles teledirigidos no
eran malgastados tan sólo para divertirse un poco. En algún lugar sobre ellos, dentro
de un radio inconcreto, debía hallarse una nave spakum… quizás acarreando una
carga que podía soltar en cualquier momento.
Hubo otra tanda de silbidos; luego el silencio regresó.
Los policías y el agente se pusieron en pie, descendieron un poco hacia el sótano,
y se giraron para observar las escaleras. Podían oírse las respiraciones
individualizadas, algunas espasmódicas, como si sus propietarios tuvieran
dificultades en utilizar sus pulmones. Todos los rostros traicionaban una tensión
interna, y había en el ambiente un acre olor a transpiración. El único pensamiento de
Mowry era que ser desintegrado por el estallido de una bomba de su propia gente era
una maldita forma de morir.
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Diez minutos más tarde el suelo se estremeció; las paredes vibraron; todo el
edificio se agitó. Desde la calle les llegó el cantarín sonido de los cristales de las
ventanas rompiéndose. No hubo ningún otro sonido, ni el rugir de una gran explosión
ni el sordo retumbar de propulsores en la estratosfera. La quietud era extremadamente
inquietante.
Pasaron tres horas antes de que el mismo silbido en un tono más bajo proclamara
el fin de la alerta. La multitud se apresuró a salir, enormemente aliviada. Pasaron por
encima del viejo, dejándolo tirado allí. Los dos policías se encaminaron juntos calle
arriba, mientras el agente de la Kaitempi tomaba el camino opuesto.
Mowry lo alcanzó y habló alegremente.
—Sólo los daños de la onda de choque. Deben haberlas dejado caer bastante
lejos.
El otro gruño.
—Deseaba hablar con usted, pero no podía hacerlo delante de toda esa gente.
—¿Ajá? ¿Por qué no?
Por toda respuesta, James Mowry extrajo su tarjeta de identidad y su credencial.
—Coronel Halopti, de la Inteligencia Militar —leyó el otro. Devolviendo la
tarjeta, el agente perdió algo de su beligerancia e hizo un esfuerzo por mostrarse
educado—. ¿Qué es lo que quería decirme… algo acerca de ese viejo charlatán?
—No. Recibió lo que merecía. Debería ser usted citado por la forma como llevó
las cosas.
Notó la mirada de agradecimiento del otro y añadió:
—Un viejo cacareador como él puede volver histérica a una multitud.
—Ajá, eso es cierto. La forma de controlar a una multitud es aislar y abatir a sus
portavoces.
—Cuando sonó la alarma, estaba en camino hacia el cuartel general de la
Kaitempi para pedir un agente de confianza —explicó Mowry—. Cuando le vi a
usted en acción supe que tenía resuelto el problema. Es precisamente la persona que
estoy buscando: alguien que sea rápido en actuar y no se entretenga con tonterías.
¿Cuál es su nombre?
—Sagramatholou.
—Ah, procede usted del sistema K 17, ¿hi? Allí todos utilizan nombres
compuestos, ¿verdad?
—Ajá. Y usted es de Diracta. Halopti es un nombre diracta, y tiene usted acento
mashambi.
Mowry sonrió.
—No podemos ocultarnos nada el uno al otro, ¿eh?
—No. —Miró a Mowry con una abierta curiosidad—. ¿Para qué me desea?
—Espero capturar al líder de una célula del D. A. G. Hay que hacerlo rápido y sin
armar mucho alboroto. Si la Kaitempi utiliza cincuenta personas para hacer el trabajo
y lo convierte en una operación de envergadura, lo más probable es que asuste a los
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demás en kilómetros a la redonda. Uno por uno es la mejor técnica. Como dicen los
spakum, quien va despacio va seguro.
—Ajá, ésa es la mejor manera —admitió Sagramatholou.
—Confío en poder atrapar a ese tipo solo, sin asustar a los demás. Pero mientras
yo acuda por el frente necesito a alguien que vigile por detrás, así que necesito que
seamos dos. Necesito un hombre en quien pueda confiar si se presenta la ocasión.
Todo el mérito de la captura será para usted.
Los ojos del otro se achicaron y brillaron con una nueva luz.
—Me encantará trabajar con usted si el cuartel general está de acuerdo. Será
mejor que telefoneemos y se lo preguntemos.
—Como quiera —dijo Mowry, con una indiferencia que estaba muy lejos de
sentir—. Pero ya sabe lo que va a ocurrir.
—¿Qué quiere decir?
—Que lo retirarán a usted y me enviarán a un oficial de mi mismo rango. —Hizo
un gesto de desprecio—. Aunque no debería decirlo, puesto que soy coronel,
preferiría escoger yo mismo a un hombre no de grado, sino de experiencia.
El otro hinchó el pecho.
—Es probable que tenga razón. Hay oficiales y oficiales.
—¡Exactamente! Bien, ¿se viene usted conmigo o no?
—¿Aceptará usted toda la responsabilidad si mis superiores no se muestran de
acuerdo?
—Por supuesto.
—Entonces de acuerdo. ¿Cuándo empezamos?
—Ahora mismo.
—De acuerdo —dijo Sagramatholou, diciéndose—: De todos modos no entro de
servicio hasta dentro de tres horas.
—¡Estupendo! ¿Dispone usted de un dino civil?
—Todos nuestros dinos tiene apariencia civil.
—El mío lleva insignias militares —mintió Mowry—. Será mejor que utilicemos
el suyo.
El otro aceptó sin discusión; estaba completamente seducido por su deseo de
atribuirse el mérito de una importante captura, y la perspectiva de encontrar a otra
víctima para el garrote.
Se metieron en el estacionamiento de la esquina, y Sagramatholou ocupó su
asiento tras el volante de un gran dino negro. Colocando la maleta en la parte de
atrás, Mowry se sentó a su lado. El coche salió a la calle.
—¿Hacia dónde?
—Hacia el sur, detrás de la fábrica de maquinaria de Rida. Una vez allí le
indicaré.
Teatralmente, el agente hizo un gesto tajante con una mano y dijo:
—Ese asunto del D. A. G. nos está volviendo locos. Ya es tiempo de terminar con
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él. ¿Cómo ha conseguido usted esa pista?
—La conseguí en Diracta. Uno de ellos cayó en nuestras manos y habló.
—¿Entre mucho dolor? —sugirió Sagramatholou, con una risita.
—Ajá.
—Ésa es la forma en que hay que tratarlos. Siempre terminan hablando cuando ya
no pueden resistirlo más. Luego mueren igual.
—Ajá —repitió James Mowry, con el tono necesario de aceptación.
—Nosotros detuvimos a una docena en un café en el barrio Laksin —prosiguió
Sagramatholou—. Ellos también están hablando, pero lo que dicen no tiene sentido…
aún. Han admitido todos los crímenes posibles excepto el pertenecer al D. A. G. Por
lo que dicen no saben nada de esa organización.
—¿Qué les llevó hasta ese café?
—Alguien resultó con su estúpida cabeza rebanada. Era un frecuentador habitual
del lugar. Lo identificamos tras un montón de problemas, seguimos su pista, y
atrapamos a un grupo de sus queridos amigos. Seis de ellos confesaron haberlo
matado.
—¿Seis? —Mowry frunció el ceño.
—Ajá. Lo hicieron a seis horas diferentes, en seis lugares diferentes, por seis
razones diferentes. Esos sucios sokos mienten para que no sigamos apretándoles las
clavijas. Pero obtendremos la verdad.
—A mí me suena como un mero ajuste de cuentas. ¿Cuál es el ángulo político, si
lo hay?
—No lo sé. Las altas esferas guardan esas cosas para ellos. Dicen que saben que
es una acción del D. A. G., una ejecución, y que quien lo hizo era un asesino del
D. A. G.
—Quizás alguien les dio el soplo —sugirió Mowry.
—Quizás alguien lo hizo. Y podría mentir, también. —Sagramatholou resopló—.
Esta guerra ya es bastante dura sin traidores y mentirosos poniéndose peor las cosas.
Estamos ya hartos. Esto no puede seguir así siempre.
—¿Alguna suerte con los controles sorpresa?
—Sí, al principio. Luego la suerte bajó porque empezaron a desconfiar. Dejamos
de efectuarlos hace diez días. Esta calma les proporcionará una sensación de falsa
seguridad. Cuando estén maduros para la recolección, entonces los atraparemos.
—Eso es bueno. Uno tiene que utilizar las meninges en estos días, ¿hi?
—Ajá.
—Ya estamos llegando. Gire a la izquierda y luego por la primera a la derecha.
El coche pasó rápidamente por la parte de atrás de la fábrica de maquinaria, entró
en una carretera estrecha y llena de roderas, luego giró por otra que apenas era un
sendero. A su alrededor todo era una zona de hediondos y semidesiertos edificios
viejos, terrenos baldíos y montones de basura. Pasaron y descendieron.
Mirando a su alrededor, el agente de la Kaitempi observó:
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—Una típica gusanera. ¿Dónde ahora?
—Por este camino.
Mowry avanzó por un estrecho callejón, largo, sucio y sin salida. Alcanzaron una
pared de cinco metros de altura que bloqueaba el paso. No había nadie a la vista; no
se oía nada excepto el distante zumbido del tráfico y el más cercano chirrido de un
colgante letrero, viejo y oxidado.
Señalando la puerta en medio de la pared, Mowry dijo:
—Ésta es la puerta de emergencia. Me tomará dos o tres minutos dar la vuelta
hasta el frente y entrar. Después de eso, podemos esperar cualquier cosa. —Probó la
puerta; se negó a abrirse—. Cerrada.
—Mejor será abrirla para que él pueda tener el camino libre —sugirió
Sagramatholou—. Si se ve bloqueado, es probable que intente disparar contra usted y
yo no podré acudir en su ayuda. Esos sokos pueden ser peligrosos cuando están
desesperados. —Metió una mano en el bolsillo, sacó un manojo de llaves maestras y
sonrió—. La forma más sencilla es dejar que caiga en mis brazos. —Diciendo esto, se
colocó frente a la puerta, dándole la espalda a Mowry mientras trasteaba con la
cerradura. Mowry miró hacia atrás a lo largo del callejón. Nadie a la vista.
Sacando su pistola, Mowry dijo con tono calmado, sin precipitarse:
—Pateaste al viejo parlanchín cuando estaba en el suelo.
—Seguro que lo hice —admitió el agente, trasteando aún con la cerradura—.
Espero que se muera lentamente, el imbécil… —Su voz se quebró cuando la
incongruencia de la observación de Mowry se abrió camino en su mente. Se giró en
redondo, una mano apoyada en la puerta, y se quedó mirando directamente la boca
del cañón de la pistola—. ¿Qué es esto? ¿Qué significa…?
—Dirac Angestun Gesept —dijo Mowry. La pistola en su mano produjo un fut,
no más ruidoso que el de una pistola de aire comprimido. Sagramatholou permaneció
inmóvil, de pie, con un agujero azul en medio de su frente. Su boca se abrió en una
expresión idiota. Luego sus rodillas cedieron y se derrumbó, boca abajo.
Devolviendo la pistola a su bolsillo, James Mowry acudió junto al cuerpo.
Trabajando rápido, lo registró, devolviéndole la cartera tras un breve vistazo, pero
confiscándole su placa de identificación oficial. Abandonando a toda prisa el callejón,
subió al coche, condujo de vuelta al centro de la ciudad y lo estacionó a una corta
distancia de un comercio de coches usados.
Andando el resto del camino, echó un vistazo a la enorme mezcolanza de
maltratados dinos. Un siriano delgado y de rostro duro acudió hacia él, observando el
bien cortado traje de Mowry, su reloj colgante de platino y su pulsera.
—¡Felicidades! —anunció melosamente el siriano—. Ha ido a parar usted al
mejor lugar de Jaimec para hacer un buen negocio. Cada coche es un auténtico
sacrificio. Estamos en guerra, los precios están subiendo escandalosamente, y no
puede usted haber ido a mejor sitio. Échele una mirada a esa belleza de ahí al lado.
Un regalo, un verdadero regalo. Es un…
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—Tengo ojos —dijo Mowry.
—Oh, sí seguro. Pero permítame que le indique…
—Sé lo que estoy buscando —le informó Mowry—. No tengo la menor intención
de circular en una de esas reliquias a menos que tenga prisa en suicidarme.
—Pero…
—Como todo el mundo, sé que hay una guerra. Antes de mucho va a empezar a
ser difícil encontrar piezas de repuesto. Estoy interesado en algo que pueda
desguazar. —Señaló—. Éste, por ejemplo. ¿Cuánto?
—Es un buen coche —dijo el vendedor, exhibiendo una expresión horrorizada—.
Ronronea como si fuera nuevo. Su matrícula es reciente…
—Puedo ver que su matrícula es reciente.
—… y es sólido y garantizado de extremo a extremo. Estoy regalándolo,
simplemente regalándolo.
—¿Cuánto?
—Novecientos noventa —dijo el otro, sin dejar de mirar el traje y el platino.
—Es un robo —declaró Mowry.
Regatearon hasta que Mowry lo obtuvo por ochocientos veinte, en moneda falsa.
Pagó y salió a bordo del vehículo. Crujía, gruñía y se agitaba de un modo que
evidenciaba que había sido timado al menos en doscientos billetes, pero no se sintió
resentido.
En un terreno baldío lleno de desechos metálicos, mil quinientos metros más
adelante, estacionó el coche, rompió su parabrisas y faros, le quitó las ruedas y las
placas de la matrícula, sacó todas las partes desprendibles del motor y lo convirtió
eficazmente en lo que cualquier transeúnte consideraría un coche abandonado.
Abandonó el terreno baldío y regresó al poco rato con el coche del difunto
Sagramatholou, cargando en él todas las piezas que había quitado.
Media hora más tarde, arrojaba las ruedas y las demás partes al río, y con ellas las
placas de matrícula del coche de Sagramatholou. Se alejó, llevando en el coche la
matrícula del dino abandonado; cualquier coche de la policía o patrulla de la
Kaitempi podría seguirle ahora durante kilómetros sin hallar el número que
indudablemente empezaría a buscar.
Tranquilizado por el hecho de que durante un tiempo no habría más controles
sorpresa, paseó por la ciudad hasta la noche. Dejando el coche en un garaje
subterráneo, compró un periódico y lo leyó mientras comía.
Según el periódico, un solitario destructor terrestre —un cobarde aparato de
incursión en plena huida— había conseguido cruzar en una acción desesperada las
formidables defensas espaciales jaimecanas y arrojar una sola bomba sobre el gran
complejo nacional de armamento de Shugruma. Se habían producido pocos daños. El
invasor había sido derribado casi inmediatamente.
El artículo había sido escrito para dar la impresión de que un perro marrullero
había mordido a alguien sin mayores consecuencias, y había sido muerto por ello.
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Mowry se preguntó cuántos lectores lo creerían. Shugruma estaba a más de
quinientos kilómetros de distancia… pese a lo cual Pertane se había estremecido con
la onda de choque de la distante explosión. Si había que sacar consecuencias de
aquello, la zona del blanco debía estar ahora representada por un cráter de unos tres
kilómetros de diámetro.
La segunda página se iniciaba con la noticia de que cuarenta y ocho miembros del
pérfido Partido Siriano de la Libertad habían sido capturados por las fuerzas de la ley
y el orden y serian tratados como correspondía. No se ofrecían detalles, no se daba
ningún nombre, no se planteaba ninguna acusación concreta.
Las cuarenta y ocho personas habían sido condenadas, fueran quienes fuesen, o
fueran quienes se creía que fuesen. Alternativamente, era posible que todo aquello
fuera una mentira urdida por las mentes oficiales. Las autoridades eran
completamente capaces de desencadenar su furia sobre media docena de malhechores
comunes y, para el consumo público, definirlos como miembros del D. A. G. y
multiplicar su número por ocho.
Una de las últimas páginas dedicaba unas pocas líneas a la modesta declaración
de que las fuerzas sirianas habían abandonado el planeta Gooma a fin de poder
desplegarse más efectivamente en la verdadera zona de combate. Aquello daba a
entender que Gooma estaba muy lejos de la zona de combate, un claro contrasentido
para todo lector capaz de pensar independientemente. Pero el noventa por ciento de
los lectores no podían soportar el terrible esfuerzo de pensar.
El artículo más significativo era sin embargo, y de lejos, la contribución del
editorialista. Se trataba de un pomposo sermón basado en la tesis de que la guerra
total podía terminar tan sólo en una victoria total, la cual debía ser obtenida tan sólo a
costa de esfuerzo total. No había lugar para las divisiones políticas en las filas
sirianas. Todos sin excepción debían alinearse sólidamente tras sus líderes en su
determinación de conducir la guerra a una exitosa conclusión. Incrédulos y
vacilantes, emboscados y quejosos, blandos y perezosos, eran tan traidores a la causa
como cualquier espía o saboteador. Debían ser eliminados rápidamente, de una vez
por todas.
Se trataba claramente de un grito de agonía, aunque el Dirac Angestun Gesept no
fuera mencionado claramente. Puesto que tales textos eran de inspiración oficial, era
razonable suponer que las altas esferas estaban experimentando un agudo dolor; en
efecto, estaban gritando en voz muy alta que una avispa puede picar. Quizás algunos
de ellos habían recibido pequeños paquetitos tictaqueantes, y no aprobaban aquel giro
de lo general a lo personal.
Cuando se hizo de noche, James Mowry llevó su maleta a su habitación. Realizó
una aproximación cautelosa. Cualquier escondrijo podía convertirse en una trampa en
cualquier momento, sin ningún preaviso. Aparte la posibilidad de que la policía o la
Kaitempi lo estuviera aguardando tras haber obtenido una pista que los condujera
hasta él, había también la posibilidad de encontrarse a un casero que se mostrara
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curioso acerca del uso de la habitación por otro tipo de apariencia mucho más
próspera que el que se la había alquilado originalmente.
El edificio no estaba vigilado; la habitación no estaba custodiada. Mowry
consiguió deslizarse dentro sin ser observado. Todo parecía estar exactamente igual a
como lo había dejado, evidenciando que nadie había hallado ninguna razón para
meter la nariz allí. Se dejó caer agradecido en la cama y concedió un descanso a sus
pies mientras consideraba la situación. Era evidente que, en tanto que fuera posible,
debía entrar y salir de su habitación tan sólo durante las horas de oscuridad. La
alternativa era buscar otro escondite, preferiblemente en una zona más de acuerdo
con su actual apariencia.
Durante el día siguiente lamentó la destrucción de su primera maleta y todo su
contenido en Radine. Aquella pérdida acumuló más trabajo sobre él, pero debía ser
hecho. A resultas de ello tuvo que perder toda una mañana en la biblioteca pública
compilando una lista de nombres y direcciones para reemplazar a la anterior. Luego,
con papel, sobres y una pequeña imprenta manual, empleó otros dos días en preparar
un fajo de cartas. Se sintió aliviado cuando las hubo terminado y echado al correo.
Así había matado a varios pájaros de un solo tiro. Había vengado al viejo… un
acto que lo había llenado de satisfacción; había asestado otro golpe a la Kaitempi; y
había conseguido un coche no rastreable a través de las agencias de alquiler o los
canales normales de venta. Finalmente había proporcionado a las autoridades nuevas
pruebas de la determinación del D. A. G. a matar, mutilar o cualquier otra cosa con
tal de abrirse un camino hasta el poder.
Para acelerar la situación, envió por correo otros seis paquetitos al mismo tiempo.
Exteriormente eran idénticos a los anteriores; emitían el mismo ligero tic-tac. Pero
aquí terminaba su parecido. En períodos que oscilaban entre las seis y las veinte horas
tras su envío, o en cualquier momento que alguien intentara abrirlos, estallarían con
una fuerza suficiente como para aplastar un cuerpo contra la pared.
Al cuarto día tras su regreso a la habitación, salió sin ser visto, recogió el coche, y
visitó el mojón 33 den de la carretera de Radine. Varios coches patrulla lo adelantaron
o cruzaron por el camino, pero ninguno evidenció el menor interés en él. Se detuvo
junto al mojón, excavó su base, encontró su propio sobre de celofán, conteniendo
ahora una pequeña tarjeta. Todo lo que decía era «asako 19-1713».
El truco había funcionado.
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Capítulo X
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inseguro, se metió una mano en el bolsillo, y escrutó rápidamente la carretera en
ambas direcciones. Ningún otro coche a la vista.
Mowry le dirigió una sonrisa.
—¿Qué es lo que te ocurre? ¿No tienes la conciencia tranquila o algo así?
Acercándose, Skriva le miró con una cierta incredulidad, luego comentó:
—Eres realmente tú. ¿Qué has hecho contigo? —Sin esperar respuesta, dio la
vuelta al coche, subió, y se sentó en el asiento de al lado—. No pareces el mismo.
Cuesta reconocerte.
—Ésta es la idea. Si tú también cambiaras para mejorar un poco no te haría
ningún daño. Haría más difícil que los policías te atraparan.
—Quizá. —Skriva permaneció unos instantes silencioso—. Atraparon a Gurd.
Mowry se envaró.
—¿Cómo? ¿Cuándo ocurrió?
—El maldito estúpido bajó de un tejado y se topó de manos a boca con un par de
ellos. No satisfecho con eso, se insolentó con ellos y sacó su pistola.
—Si se hubiera comportado como si tuviera pleno derecho a estar allí, hubiera
podido salir con bien con unas cuantas palabras.
—Gurd no se saldría con unas cuantas palabras ni siquiera de un viejo saco —
opinó Skriva—. No es así. Me he pasado montañas de tiempo sacándole de apuros.
—¿Cómo no te atraparon también a ti?
—Yo estaba en otro tejado a media manzana calle abajo. No me vieron. Ya había
pasado todo antes de que pudiera bajar.
—¿Qué le ocurrió a él?
—Puedes imaginarlo. Los policías estaban aporreándole la cabeza antes de que
hubiera podido sacar su mano del bolsillo. La última vez que lo vi estaban
arrastrándolo dentro de su furgoneta.
—Mala suerte —se lamentó Mowry. Meditó unos instantes, luego preguntó—: ¿Y
qué ocurrió en el Café Susun?
—No lo sé exactamente. Gurd y yo no estábamos allí cuando ocurrió, y un amigo
nos avisó de que no nos dejáramos caer por allí. Todo lo que sé es que la Kaitempi
pilló a los veinte tipos que había allí, los enchironó, y se hizo cargo del lugar. No he
asomado mi cara por aquellos andurriales desde entonces. Algún soko debe haber
hablado demasiado.
—¿Butin Urhava, por ejemplo?
—¿Cómo podría? —se burló Skriva—. Gurd terminó con él antes de que tuviera
oportunidad de decir palabra.
—Quizás habló después de que Gurd se encargara de él —sugirió Mowry—. En
cierto modo perdió la cabeza, ya sabes.
Skriva entrecerró los ojos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Oh, olvídalo. ¿Recogiste el paquete del puente?
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—Ajá.
—¿Quieres más… o eres ya lo suficientemente rico como para no preocuparte por
ello?
Estudiándolo calculadoramente, Skriva preguntó:
—¿Cuánto dinero tienes en total?
—Lo suficiente como para pagar todos los trabajos que deseo encargar.
—Eso no me dice nada.
—Es lo que pretendo —le aseguró Mowry—. ¿Qué tienes en mente?
—Me gusta el dinero.
—El hecho es más que aparente.
—Realmente lo adoro —siguió Skriva, como si estuviera hablando en parábolas.
—¿Y quién no?
—Ajá, ¿quién no? A Gurd también le gusta. A la mayoría de gente le gusta. —
Skriva se detuvo, luego añadió—: De hecho, el tipo que no lo adore tiene que estar
loco o muerto.
—Si quieres ir a algún sitio, dilo —urgió Mowry—. Deja de andarte con rodeos.
No tenemos todo el día.
—Sé de un tipo que adora el dinero.
—¿Y?
—Es un carcelero —dijo Skriva significativamente.
Girándose en su asiento, Mowry lo estudió cuidadosamente con la mirada.
—Vayamos directos a los hechos. ¿Qué está dispuesto a hacer, y cuánto desea por
ello?
—Dice que Gurd está en una celda con un par de viejos amigos nuestros. Hasta
ahora, ninguno de ellos ha pasado todavía por la tortura… aunque deberán pasar
antes o después. A los muchachos que detienen les suelen dar bastante tiempo para
que piensen libremente en lo que les espera. Eso ayuda a romper más fácilmente sus
defensas.
—Es la técnica habitual —admitió Mowry—. Convertirlos en ruinas nerviosas
antes de hacer de ellos unas ruinas físicas.
—Ajá, malditos sokos. —Skriva escupió a través de la ventanilla antes de
continuar—. Cada vez que sale el número de un prisionero, la Kaitempi acude a la
prisión, presenta una demanda oficial con respecto a él, y se lo lleva a su cuartel
general para el tratamiento. A veces lo devuelve unos días más tarde; por aquel
entonces es apenas un pingajo. A veces ni siquiera lo devuelve. Entonces se llena una
partida de defunción para que los registros de la prisión estén en buen orden.
—Adelante, sigue.
—Ese tipo al que le gusta el dinero me dará el número y localización de la celda
de Gurd. También la frecuencia de las visitas de la Kaitempi y los detalles de su
rutina. Y lo más importante, me proporcionará una copia del formulario oficial
utilizado para solicitar a un prisionero. —Dejó que sus palabras fueran asimiladas, y
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terminó—: Quiere cien mil.
Mowry frunció los labios en un silencioso silbido.
—¿Piensas que deberíamos sacar a Gurd?
—Ajá.
—No sabía que le tuvieras tanto cariño.
—Por mí puede quedarse allí y pudrirse —dijo Skriva—. Es un estúpido. ¿Por
qué debería preocuparme por él, hi?
—De acuerdo, entonces dejémoslo allí y que se pudra. De este modo nos
ahorraremos cien mil.
—Ajá —aprobó Skriva—. Pero…
—¿Pero qué?
—Yo podría utilizar a ese idiota y a los dos que están con él. Y tú también
podrías, si tienes en mente otros trabajos. Y si Gurd se queda allí, harán que hable…
y él sabe mucho… ¿Y qué son cien mil para ti?
—Demasiado como para malgastarlos en un capricho como éste —le dijo Mowry
claramente—. Sería un estúpido si te diera un fajo tan grueso como éste sólo porque
dices que Gurd está en la trena.
El rostro de Skriva se oscureció.
—Así que no me crees, ¿hi?
—Necesito que me lo demuestres —dijo Mowry, sin alterarse.
—¿Quizá desees una visita especial a la cárcel para enseñarte a Gurd en su celda?
—Malgastas el tiempo con los sarcasmos. Pareces olvidar que, aunque Gurd
pueda ser capaz de señalarte con el dedo respecto a cincuenta o más crímenes
importantes, no puede hacer nada contra mí. Puede hablar y hablar hasta atragantarse
con sus propias palabras sin decir nada que pueda comprometerme. No, cuando yo
gasto mi dinero lo hago por mis motivos, no por los tuyos.
—¿Así que no piensas soltar ni un florín por Gurd?
—Yo no he dicho eso. No tengo intención de tirar el dinero por nada, pero estoy
dispuesto a pagar contra entrega de la mercancía.
—¿Qué significa esto?
—Dile a ese carcelero al que le gusta tanto el dinero que le entregaré veinte mil
billetes por un auténtico formulario de requerimientos de la Kaitempi… después de
que lo haya entregado. Y también que le pagaremos otros ochenta mil después de que
Gurd y sus dos compañeros estén sueltos.
Una mezcla de expresiones cruzó el desagradable rostro de Skriva… sorpresa,
agradecimiento, duda y asombro.
—¿Y si no acepta estos términos?
—Seguirá siendo pobre.
—Bien, pero ¿y si acepta pero no se fía de que yo pueda traerle el dinero? ¿Cómo
convencerle?
—No te preocupes en intentarlo —advirtió Mowry—. Si quiere acumular deberá
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especular, como todo el mundo. Si no quiere arriesgarse, dejémosle que se contente
con su miserable pobreza.
—Quizá prefiera seguir siendo pobre antes que correr el riesgo.
—No lo hará. No correrá ningún riesgo, y él lo sabe. Sólo hay una alternativa que
él pueda tomar, y no lo hará.
—¿Como cuál?
—Supongamos que llegamos a organizar el rescate y somos atrapados antes de
que podamos abrir nuestras bocas o mostrar el formulario de requerimiento. ¿Qué
probará eso? Que ese tipo nos habrá delatado por una recompensa. La Kaitempi le
pagará cinco mil por cada uno de nosotros por tender la trampa y haber demostrado
su lealtad hacia ellos. Así recibirá fácil y legalmente diez mil billetes, además de los
veinte mil que ya habremos pagado por el formulario. ¿Correcto?
—Ajá —dijo Skriva, inquieto.
—Pero perderá los ochenta mil que debería haber recibido luego. La diferencia es
lo suficientemente grande como para asegurar su absoluta lealtad desde el momento
en que haya puesto sus ávidas manos en el asunto.
—Ajá —repitió Skriva, relajándose considerablemente.
—Tras lo cual… ¡zunk! —dijo Mowry—. Tan pronto como haya puesto sus
manos sobre el dinero, lo mejor que podremos hacer será echar a correr como si nos
persiguiera el diablo.
—¿El diablo? —Skriva se lo quedó mirando—. Ésta es una expresión spakum.
Mowry sintió un ligero sudor en todo su cuerpo mientras respondía
informalmente:
—Sí, así es. Uno se contagia con todo tipo de malas palabras en tiempos de
guerra, especialmente en Diracta.
—Oh, sí, en Diracta —hizo eco Skriva, algo ablandado. Salió del coche—. Voy a
ver a ese carcelero. Tendremos que movernos rápidos. Telefonéame mañana a la
misma hora, ¿hi?
—De acuerdo.
El trabajo del día siguiente fue el más sencillo hasta la fecha, aunque no
desprovisto de peligro. Todo lo que tenía que hacer era charlar con cualquiera que
estuviera dispuesto a escuchar. Todo ello de acuerdo con la técnica de paso a paso
que le habían enseñado en su adiestramiento.
—Primero de todo hay que establecer la existencia de una oposición interna. No
importa que la oposición sea real o imaginaria, con tal de que el enemigo se convenza
de su existencia.
Eso estaba hecho.
—Segundo, hay que crear un miedo a esta oposición y provocar que el enemigo
contraataque de la mejor manera posible.
Eso también estaba hecho.
—Tercero, hay que responder a los golpes del enemigo con el desafío suficiente
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como para obligarle a descubrirse, para llamar la atención del público hacia sus
reacciones y crear la impresión general de que la oposición tiene confianza en su
propio poder.
Eso también había sido realizado.
—El cuarto movimiento nos corresponde a nosotros y no a vosotros.
Efectuaremos las suficientes acciones militares como para demoler las proclamas de
invencibilidad del enemigo. Tras lo cual la moral pública estará bastante debilitada.
Una bomba en Shugruma había causado aquel debilitamiento.
—Entonces hay que dar el quinto paso extendiendo algunos rumores. Los que
escuchen estarán preparados para absorberlos y esparcirlos… y las historias no se
debilitarán al pasar de boca en boca, antes al contrario. Un buen rumor,
convenientemente plantado y adecuadamente diseminado, puede extender la alarma y
el desaliento por una amplia zona. Pero hay que ser cuidadoso en la elección de las
víctimas. ¡Si uno tropieza con un patriota fanático, puede ser su fin!
En cualquier ciudad, en cualquier parte del cosmos, los parques públicos son el
lugar predilecto de los ociosos y de los charlatanes. Allí fue adonde se dirigió James
Mowry a primera hora de la mañana. Los bancos estaban casi enteramente ocupados
por gente mayor. La gente joven tendía a mantenerse alejada de aquellos lugares, por
temor a que policías inquisitivos les preguntaran por qué no estaban trabajando.
Seleccionando un asiento cerca de un viejo de mirada melancólica con un crónico
sorber por la nariz, Mowry contempló un parterre de marchitas flores hasta que el
otro se giró hacia él y le dijo en tono conversacional:
—Otros dos jardineros se han ido.
—¿Sí? ¿Adónde?
—A las fuerzas armadas. Si reclutan al resto de ellos, no sé lo que va a ocurrirle a
este parque. Se necesita a alguien para que lo cuide.
—Lo cual representa un montón de trabajo, sí —admitió Mowry—. Pero supongo
que primero es la guerra.
—Ajá. La guerra es siempre primero —dijo Sorbemocos con una cautelosa
desaprobación—. Pero ya debería haber terminado. Aunque sigue y sigue. A veces
me pregunto si terminará alguna vez.
—Ésa es la gran cuestión —respondió Mowry, mostrándose también melancólico.
—Las cosas no pueden ir tan bien como se dice que van —continuó Sorbemocos
mórbidamente—, o de otro modo la guerra ya hubiera terminado. No continuaría así
como lo hace.
—Personalmente, creo que las cosas están más bien mal. —Mowry vaciló, luego
dijo confidencialmente—: De hecho, sé que van mal.
—¿Lo sabe? ¿Cómo?
—Quizá no debería decírselo… pero es algo que tendrá que saberse más pronto o
más tarde.
—¿De qué se trata? —insistió Sorbemocos— consumido por la curiosidad.
Exactamente a la hora dos, un gran dino negro se detuvo ante la puerta este, recogió a
Mowry, y se alejó con un gemido. Otro dino, más viejo y ligeramente abollado, le
siguió detrás a corta distancia.
Sentado al volante del primer coche, Skriva lucía mucho más aseado y respetable
de lo que Mowry había imaginado que fuera posible. Skriva desprendía incluso un
ligero aroma de loción perfumada, y parecía muy consciente de ello. Con su mirada
firmemente fija delante suyo, señaló con un manicurado pulgar por encima de su
hombro para indicar al tipo igualmente lavado y perfumado que había en el asiento de
atrás.
—Ése es Lithar. Es el wert más agudo de todo Jaimec.
Mowry giró su cabeza y la inclinó educadamente. Lithar le correspondió con una
inexpresiva mirada. Volviendo su atención al parabrisas, Mowry se preguntó qué
demonios podía significar un wert. Jamás había oído antes aquella palabra, y no se
atrevió a preguntar su significado. Podía ser algo más que una expresión de jerga
local… quizá una palabra de argot añadida al lenguaje siriano durante los años en que
él había estado fuera. Podía no ser prudente admitir ignorancia.
—El tipo en el otro coche es Brank —dijo Skriva—. También es un wert al rojo
vivo. La mano derecha de Lithar. ¿No es así, Lithar?
El wert más agudo de Jaimec respondió con un gruñido. Había que admitir que
daba perfectamente el tipo de un agente de la Kaitempi. Al respecto Skriva había
elegido bien.
Avanzando por una serie de calles laterales, llegaron a una arteria principal y se
encontraron bloqueados por un largo y ruidoso convoy de semiorugas atestados de
tropas. No les quedó más remedio que detenerse y aguardar. El convoy siguió
desfilando; Skriva empezó a maldecir entre dientes.
—Miran alelados a su alrededor como recién llegados —observó Mowry—.
Deben haber desembarcado de algún lugar.
—Ajá, de Diracta —le dijo Skriva—. Seis transportes de tropas han aterrizado
esta mañana. Se dice que salieron diez, pero que sólo han llegado seis.
—¿Realmente? Las cosas no parecen ir demasiado bien si están trayendo fuerzas
adicionales a Jaimec pese a las terribles pérdidas en el camino.
—Nada va bien excepto un fajo de florines de dos veces mi altura —opinó
Skriva. Frunció el ceño a los ruidosos semiorugas—. Si nos retrasan mucho más, aún
estaremos aquí cuando un par de papanatas empiecen a rebuznar sobre sus coches
desaparecidos. Los policías nos encontrarán esperándoles.
—¿Y qué? —dijo Mowry—. Tu conciencia está limpia, ¿no?
Skriva le respondió con una disgustada mirada. Finalmente, la procesión de
PROHIBIDA LA CIRCULACIÓN
La fase nueve había sido diseñada para conseguir la mayor dispersión de los ya
maltrechos recursos del enemigo, y tensar un poco más su crujiente maquinaria de
guerra. Era, por decirlo así, una de las varias posibles últimas gotas.
La idea era ocasionar un pánico en todo el planeta, extendiéndolo de la montaña
al mar. Jaimec era peculiarmente susceptible a este tipo de ataque. En un mundo
colonial poblado por tan sólo una raza, con tan sólo una especie, no hay rivalidades
nacionales o internacionales; no hay guerras locales; ningún desarrollo de marinas de
guerra. Lo más cercano a unas fuerzas navales que podía producir Jaimec consistía en
un cierto número de lanchas rápidas, ligeramente armadas y utilizadas normalmente
para vigilancia costera.
Incluso la flota mercante era pequeña según los estándares terrestres. Jaimec era
subdesarrollado; no más de seiscientos buques navegaban por los mares del planeta a
lo largo de unas veinte rutas muy bien definidas.
No había ningún buque de más de quince mil toneladas. Sin embargo, el esfuerzo
de guerra local dependía críticamente de libre ir y venir de esos buques. Retardar sus
viajes, o arruinar sus esquemas horarios, o bloquearlos en un puerto, causaría
considerables trastornos a toda la economía jaimecana.
Aquel repentino cambio de la fase cuatro a la fase nueve significaba que la nave
procedente de la Tierra debía estar transportando una carga de peribobos, que
esparciría por los océanos de aquel mundo antes de alejarse rápidamente. Lo más
seguro era que la descarga se efectuara de noche, y a lo largo de las líneas marítimas
más frecuentadas.
En el centro de adiestramiento, James Mowry había recibido instrucciones
completas acerca de aquella táctica y la parte que se esperaba que él representara en
ella. La acción tenía mucho en común con sus anteriores actividades, y estaba
calculada para hacer que el irritado enemigo golpeara ciegamente en todas
direcciones buscando algo que no existía.
Le habían mostrado un peribobo en sección. El aparato se parecía a una vulgar
lata de gasolina, con un tubo de unos seis metros surgiendo de su parte superior. En el
extremo del tubo había fijado una boquilla en forma de embudo. La porción
correspondiente a la lata contenía un sencillo mecanismo magnetosensitivo. Todo el
conjunto podía ser producido en masa a muy bajo precio.
Cuando estaba en el mar, el peribobo flotaba de tal modo que su boquilla y de un
metro a un metro y medio de su tubo quedaban fuera del agua. Si una masa de hierro
o acero se acercaba en un radio de cuatrocientos metros, el mecanismo entraba en
acción y todo el dispositivo se sumergía y desaparecía de la vista. Si la masa metálica
se alejaba, el peribobo volvía a salir rápidamente hasta que su tubo dominaba de
Fue en aquel momento cuando lamentó la destrucción de la tarjeta del mayor Sallana
en aquella explosión en Radine. Mowry hubiera podido utilizarla ahora. También
lamentó haberle entregado a Skriva la placa de Sagramatholou. Pese al hecho de que
en aquellos momentos James Mowry se parecía más a un puerco espín púrpura que a
un agente de la Kaitempi, tanto la tarjeta como la placa le hubieran servido para
confiscar cualquier coche civil en la ciudad. Le hubiera bastado tan sólo con ordenar
a su conductor que le llevara allá donde deseaba… que callara y obedeciera.
Había una ventaja: sus perseguidores no poseían una descripción real del asesino
de Sagramatholou. Quizá estuvieran disparando al aire buscando al elusivo coronel
Halopti; o quizá estuvieran persiguiendo una puramente imaginaria descripción que
la Kaitempi había arrancado bajo tortura a sus cautivos. No era probable que
estuvieran husmeando tras un civil viejo y más bien obtuso que llevaba gafas, y que
era demasiado estúpido como para saber distinguir un extremo de la pistola del otro.
De todos modos, iban a interrogar a cualquiera que pretendiera abandonar
rápidamente la ciudad en los próximos momentos, incluso aunque pareciera la
imagen misma de la inocencia. Podrían incluso ir más lejos registrando a todos los
que salieran de la ciudad… en cuyo caso Mowry se vería condenado por la posesión
de una pistola y una enorme suma de dinero. Podrían también retener a todos los
sospechosos, esperando a comprobar cuidadosamente sus identidades. Aquello
pondría también el garrote en torno al cuello de Mowry; la Oficina de Asuntos
Marítimos jamás había oído hablar de él.
Por todo ello, escapar en tren quedaba fuera de cuestión. Lo mismo podía
aplicarse a los autobuses interurbanos; todos ellos estarían vigilados. Diez contra uno
a que toda la red policial estaría preparada para lanzarse a la implacable persecución
de cualquier coche cuyo robo se reportase; supondrían que aquel que había robado un
coche no dudaría en hacer lo mismo con otro. Ya era demasiado tarde para ir a una
casa de compraventa y simplemente adquirir otro. Pero… oh, podía hacer lo que ya
había hecho antes; podía alquilar uno.
Le llevó un cierto tiempo encontrar una casa de alquiler de coches sin chófer. La
tarde estaba declinando; muchos comercios estaban ya cerrando para la noche, y otros
se estaban preparando para ello. Por un lado, aquello podía ser una ayuda: quizá lo
tardío de la hora sirviera para encubrir su prisa y conseguir un servicio rápido.
—Desearía alquilar ese deportivo para cuatro días. ¿Está disponible para ahora
mismo?
—Ajá.
—¿Cuánto?
—Treinta florines al día. Eso hace ciento veinte.