Julio Torri 39

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general de las fábulas a que estamos acostumbrados.

Y
la presente relación podría ser asunto de una estampa
en que hubiera un amorcillo que pone un pie sobre un
hombre caído, y una leyenda alrededor que dijera:
Omnia vincit amor, o cualquier otra cosa de este jaez.
Desgraciadamente para el autor de esta narración, para
las estampas, y para el espíritu general de las fábulas,
Salva-Obstáculos se casó con la hija del molinero
holandés y tuvo muchos hijos de ella.
Cuando Salva-Obstáculos murió, por sólo efecto de
su voluntad siguió andando y pensando mucho tiempo,
después de que su corazón había dejado de latir.
Entre sus papeles se ha encontrado un proyecto para
simplificar los tratados de Astronomía —suprimiendo
atracciones y repulsiones estelares— por manera que
la Cosmografía vendría a ser accesible aun para los
poetas y las señoras casadas. Un niño que no supiera
sumar y restar, podría anunciar eclipses y cometas con
tanta seguridad por lo menos como cualquier director
de observatorio norteamericano.
Es opinión general que Salva-Obstáculos murió a
poco de haber escrito este proyecto. Lloremos la muer-
te de Salva-Obstáculos y guardémonos de descubrir
memorias y monografías sobre Astronomía.

México, 19 de enero de 1912.

El Mundo Ilustrado, 18 de febrero de 1912.

EL FIN DE MÉXICO
(DEL TIMES DE LONDRES)

A Carlos González Peña

Escribo este relato de la destrucción de mi ciudad para


el Times de Londres. Pertenecí a la Sociedad de Geo-
grafía y Estadística de México, y no tengo otro título
para implorar un poco de credulidad hacia esta narración.

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Desde niños nos es familiar la literatura de terremo-
tos, naufragios y demás calamidades, y así, omitiré
todo pormenor que sea propio del género. No diré,
además, sino lo que vi, que fue bien poco, pues mi
salida de la ciudad ocurrió cuando las lavas llegaban a
las primeras casas, por el rumbo de San Antonio Abad.
Declaro, finalmente, que abandoné a México sin
ejecutar ningún acto heroico; y me daría, en conse-
cuencia, mucho pesar verme mañana en libros de pri-
meras lecturas con algún heroísmo grotesco a cuestas.

Ante todo, ha causado profunda extrañeza el compor-


tamiento del viejo Popocatépetl, que tras muchos si-
glos de hipocresía bajo los crepúsculos tuvo la cho-
chez de una erupción. En las leyendas del Valle de
México desempeñó siempre el papel de abuelo bona-
chón y cachozudo que sonríe a las estrellas, indiferente
a las preocupaciones humanas. —Si hubiera sido el
Ajusco —decían los mexicanos— nada habría de ex-
traordinario. Ni de temible, dada la preferencia que
este enfant terrible de los volcanes americanos mues-
tra por la vertiente del Pacífico.
La completa ruina de México se consumó a las siete
de la noche del día veintitrés. La prensa diaria, en edi-
ciones especiales, la había predicho para las cinco de
la tarde. El Transigente la anunció para la una. Lo
cierto es que aunque se sabía que las lavas del Popoca-
tépetl se adelantaban lenta e inevitablemente por la
carretera de Tlalpan, no se tuvo la certidumbre de la
catástrofe hasta las dos de la tarde.
A esta hora crucé la gran Plaza Mayor de México,
que ofrecía un espectáculo insólito y grandioso. El
viejo palacio de los virreyes, más sombrío que nunca,
estaba ornado espléndidamente por el fuego del vol-
cán. Las torres de la catedral se alzaban siniestras y
rojas en aquel ambiente de catástrofe.
A medio día se interrumpió el tráfico de tranvías
eléctricos y se cerraron las puertas de algunas tiendas.
Pronto fueron éstas asaltadas y saqueadas por el pue-
blo, en tanto que los limpiabotas y niños del arroyo
hacían funcionar libremente los ascensores de los

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edificios, cabalgaban en las estatuas públicas y corona-
ban de harapos las azoteas y balcones de los palacios.
La policía cumplió con su deber hasta los últimos
instantes. Millares de gentes fueron conducidas a pri-
sión, y de seguro el Gobernador del Distrito habrá te-
nido un trabajo excesivo al día siguiente, en el reino de
los muertos.
La destrucción de Pompeya ilustra poco al lector,
pues en circunstancias muy diversas ocurrió la catás-
trofe mexicana. Los habitantes de aquella ciudad, a
causa de la corrupción de costumbres en que vivían,
no pensaron, a la hora de la lluvia de cenizas, sino en
salvarse. Los mexicanos por el contrario, malacostum-
brados de toda su vida, por largos siglos de espiritua-
lismo nazareno, al aplazamiento indefinido de sus más
punzantes deseos, se entregaron a todos los excesos
del instinto. Ante esta frenética posesión de las cosas
largo tiempo codiciadas, cuya fuerza trágica hacía ma-
yor el espectáculo de la erupción, Horacio hubiera de
seguro lamentado lo escueto y áspero de la vida mo-
derna que sólo curiosidades inútiles y agudos deseos
incuba.
En tanto que el pueblo simple y heroico robaba a
todo su sabor, los muelles aristócratas evitaban con el
cloroformo y la morfina una muerte cruel.
En algunos barrios, como Santa María la Ribera, las
gentes de la clase media morían cristianamente. Los
curas confesaban a millares y la religión triunfó en
toda la línea.
—La destrucción de México —oí decir a un sacerdo-
te— será una gran lección para la descarriada Francia.
En el resto de la ciudad, desaparecieron ante la in-
minencia del peligro todas las imperfecciones sociales
que ha creado la rutina de los hombres. Los mexicanos
vivieron, de este modo, sus últimas horas en el estado
de naturaleza. Contra él nada puede argumentarse por
este breve ensayo, pues sólo un considerable aumento
de población prometía.

Nota de la Redacción del Times. —Aquí termina la


relación del superviviente de la catástrofe. Como in-

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formes complementarios, añadiremos que se ha en-
cendido cruda guerra entre los liberales mexicanos,
que quieren hacer de Guadalajara la capital de la Re-
pública, y los conservadores, que están por Puebla.
México era una bella ciudad: contaba con una pobla-
ción de quinientos mil habitantes, y estaba situada a
2,265 metros sobre el nivel del mar. Los mexicanos
visten ordinariamente el traje de charro. Por el cine-
matógrafo sabemos que este vestido consiste en una
sandalia de madera, llamada huarache, un taparrabo
de terciopelo, y un vistoso adorno de plumas en la
cabeza. Los aristócratas sustituyen con el sombrero de
copa, el adorno de plumas.

Marzo, 1914.

México, 15 de abril de 1914.

ENSAYOS Y POEMAS

A CIRCE

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus


avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divi-
samos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a per-
derme. En medio del mar silencioso estaba la pradera
fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las
aguas.
¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi
destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las
sirenas no cantaron para mí.

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