Octave Mirbeau

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 58

OCTAVE MIRBEAU

LOS RECUERDOS DE UN
POBRE DIABLO
Octave Mirbeau

Nació el 16 de febrero de 1848 en Trévières, París, Francia.

Fue periodista, escritor y crítico artístico y literario. En sus inicios literarios escribió
novelas por encargo a nombre de otros autores, hasta que, en 1885, publicó su primera
colección de cuentos, Lettres de ma chaumière; posteriormente, publicó El calvario
(1886), la primera de las novelas que tiene su firma. A este libro le siguieron muchos
otros del mismo género, como En el cielo (1889) o El jardín de los suplicios (1899).
Entre sus obras también destacan Sébastien Roch (1890), novela en la que describe sus
malas experiencias como alumno de un colegio jesuita de Vannes, y Los recuerdos de
un pobre diablo (1895), relato que fue publicado en forma de folletín, en el periódico
Le Journal, y posteriormente como libro por la editorial Flammarion.

Falleció el 16 de febrero de 1917 en París.


Los recuerdos de un pobre diablo
Octave Mirbeau

Christopher Zecevich Arriaga


Gerente de Educación y Deportes
Juan Pablo de la Guerra de Urioste
Asesor de educación
Doris Renata Teodori de la Puente
Gestora de proyectos educativos
María Celeste del Rocío Asurza Matos
Jefa del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez Zevallos
Selección de textos: María Grecia Rivera Carmona
Corrección de estilo: Claudia Daniela Bustamante Bustamante
Diagramación: Ambar Lizbeth Sánchez García
Concepto de portada: Melissa Pérez García
Editado por la Municipalidad de Lima
Jirón de la Unión 300, Lima
www.munlima.gob.pe
Lima, 2020
Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa


Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas


primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea


una reformulación de nuestros hábitos, pero, también,
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; y la cultura
de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa
agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se


elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima


tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los
vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese
maravilloso y gratificante encuentro con el libro y
la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar
firmemente en el marco del Bicentenario de la
Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells


Alcalde de Lima
LOS RECUERDOS DE UN
POBRE DIABLO
I

Según las normas literarias, estas páginas que escribo


no son una autobiografía. Por haber vivido pobremente,
sin alborotos, sin pasiones verdaderas, siempre solitario,
aun en medio de mi familia, de mis amigos, incluso en
medio de la muchedumbre con la que me codeé por un
instante, no puedo envanecerme y creer que mi vida
pueda ofrecer el más mínimo interés, o el más pequeño
encanto para ser contada. No espero, pues, de este trabajo,
ninguna gloria, ningún dinero, ni el consuelo de pensar
que pudiera conmover el alma de nadie. Y ¿quién en este
mundo se preocuparía por el silencioso insecto que soy?
Yo soy, en el mundo que me rodea con su inmensidad, una
insignificante brizna. Voluntariamente, o de golpe, no lo
sé, rompí todos los lazos que me ataban a la solidaridad
humana; rechacé la labor, útil o dañina, que le toca a todo
ser vivo. No existo ni en mí mismo, ni en los demás, ni
en el más mísero ritmo de la armonía universal. Soy esa
cosa inconcebible y quizás única: ¡nada! Tengo brazos,
la apariencia de un cerebro, los rasgos de un sexo; y qué
ha dado todo esto, nada, ¡ni siquiera la muerte! Y si la
naturaleza me acosa tanto, es, probablemente, porque

8
tardo demasiado tiempo en devolverle ese montoncito de
estiércol, esa fina pizca de porquería que es mi cuerpo, y
de esas tantas formas, encantadoras, ¿quién sabe? Tantos
organismos extraños que esperan nacer para perpetuar
la vida de los cuales, en realidad, yo no hago más que
interrumpirla. Poco importa entonces si lloré, si, ¡con mis
propias garras, a veces surqué mi pecho ensangrentado!
¿Qué importan mis lágrimas en medio del universal
sufrimiento? ¿Qué significa mi voz desgarrada de sollozos
o de risas, en medio de ese gran lamento que sacude
los mundos azorados por el impenetrable enigma de la
materia o de la divinidad? Si he dramatizado esos pocos
recuerdos de esa niñez, que fue la mía, no es para que me
compadezcan, me admiren o me odien. Sé que no tengo
derecho a despertar ninguno de esos sentimientos en el
corazón humano. ¿Qué ganaría con ello? ¿Es acaso la voz
del orgullo supremo que me habla en estos instantes?
¿Intento explicar y disculpar, con sutiles y vanas razones,
la recaída del ángel que hubiera podido ser, a la mohosa, a
la larva inmunda que soy? ¡Ah, no! ¡No tengo orgullo, ya
no tengo ningún orgullo! Cada vez que ese sentimiento
me invade, no hago más que levantar los ojos al cielo
para alejarlo, hacia ese espantoso abismo del infinito,
allí donde me siento más pequeño, más inadvertido,

9
más infinitesinal que la diotomea perdida en el agua
fangosa de las cisternas. ¡Ah!... no, lo juro, no me queda
ninguna dignidad. Al darle a esos pocos recuerdos una
forma animada y familiar, he querido hacer más patente
una de las prodigiosas tiranías, una las opresiones más
envilecedoras de la vida —de la cual ¡por desgracia!, no
soy la única víctima: la autoridad paterna. Ya que todos
la han sufrido, todos la llevan en sí mismos, en la mirada,
en la frente, en la nuca, en todas las partes del cuerpo
donde el alma se revela, allí, donde la emoción interior
aflora con sus luces ensombrecidas, en deformaciones
especiales, el signo característico, el espantoso
empujoncito de la inicial e imborrable educación de la
familia. Me parece, además, que mi pluma, que rechina
sobre el papel, me distrae un tanto del miedo de esas
vigas, de donde algo más pesado que el cielo del jardín
pesa sobre mi cabeza. Además, aún tengo la impresión
de que las palabras que escribo se convierten en seres,
en personajes vivos, en personajes que se mueven, que
hablan, que me hablan—. ¡Oh! ...Logra concebir usted la
dulzura de esa cosa incomprensible! ¡Qué me hablan!...
Quise a mi padre, quise a mi madre. Los quise hasta en
sus ridiculeces, hasta en su maldad hacia mí. Y, hasta
el momento en que confieso este acto de fe, desde

10
que ambos están allá, bajo la humilde piedra, carnes
pestilentes y rebosantes de gusanos, los quiero, los amo
aún más, los quiero y los amo con todo el respeto que
perdí. No los hago responsables, ni de las miserias que de
ellos heredé, ni del destino indecible que su perfecta y tan
honesta falta de inteligencia me impuso como un deber.
Fueron como lo son todos los padres, y no puedo olvidar
que ellos mismos sufrieron, cuando niños, lo que me
hicieron sufrir a mí. Legado fatal que nos transmitimos
unos a otros, con una constante e inalterable virtud. La
culpable de todo es la sociedad que no encontró nada
mejor, para legitimar sus actos y consagrar, sin control,
su poder supremo, sobre todo para mantener al hombre
esclavizado, que instituir ese mecanismo admirable de
embrutecimiento: la familia. Todo ser, más o menos
bien constituido, nace con facultades dominantes, con
fuerzas individuales, que corresponden exactamente
a una necesidad o a una disposición de la vida. En vez
de procurar desarrollarlas, en un sentido normal, la
familia no tarda mucho en reprimirlas y destruirlas. No
produce más que degradados, rebeldes, desequilibrados,
desgraciados, lanzándolos, con un maravilloso instinto,
fuera de su seno; imponiéndoles, gracias a su autoridad
legal, gustos, funciones, acciones que no son las suyas,

11
y que no se convierten ni siquiera en alegrías, lo que
debería ser, sino en un insoportable suplicio. ¿Cuántas
personas en la vida encuentra Ud. que estén en
adecuación consigo mismas? Sentía un amor, una pasión
por la naturaleza, raros en un niño de mi edad. ¿Y no
era acaso este un signo de elección? ¡Oh... a menudo me
lo pregunté! Todo en ella me interesaba, me intrigaba.
¡Cuántas veces me quedé, durante horas enteras, delante
de una flor, buscando, en oscuros y confusos tanteos, el
secreto, el misterio de su vida! Observaba las arañas, las
hormigas, las abejas, las maravillosas transformaciones
de las orugas, presa de intensas alegrías, entreveradas
también por la horrible incertidumbre de no saber, de no
conocer. A menudo, le hacía preguntas a mi padre; pero
mi padre no me contestaba nunca y siempre me tomaba
el pelo.

—¡Qué extraño eres! —me decía—. ¿A dónde vas a


buscar lo que me cuentas?... Pues bien, las abejas son
las hembras de los abejorros, así como las ranas son las
hembras de los sapos... y ellas pican a los niños perezosos...
¿estás contento, ahora? A veces era más lacónico. ¡Ya, no
me molestes con tus eternas preguntas! Y a ti, ¿qué te
puede importar eso?...

12
No tenía ni libro ni a nadie para guiarme. Sin
embargo, nada me desanimaba y era, creo, algo realmente
conmovedor, esa lucha de un niño contra la formidable e
incomprensible naturaleza. Un día que excavábamos un
pozo en la casa, concebí, pequeño e ignorante como era,
la ley física que determinó el descubrimiento de los pozos
artesianos. A menudo, en mis constataciones diarias, me
impresionaba ese fenómeno de la subida de los líquidos
en los vasos comunicantes. Por simple razonamiento,
apliqué esta teoría innata y aun confusa en mi mente a
las capas de agua subterráneas, y concebí, claro, con una
explosión de genio precoz, la posibilidad de un brote de
agua de la fuente, a través de una perforación, en un lugar
determinado en el suelo. Le anuncié este descubrimiento
a mi padre. Se la expliqué lo mejor que pude, con un
aflujo de palabras y de gestos, que eran nuevos en mí.

—¿Qué es lo que me estás diciendo? —exclamó


mi padre—. ¡Pero si es el pozo artesiano lo que has
descubierto, especie de ignorante!

Aún veo la sonrisa irónica que se plegó en su rostro


lampiño y que me humilló profundamente.

—No sé… —balbuceé— Te lo pregunto...

13
—Pero, borriquito, ¡los pozos artesianos fueron
descubiertos hace tiempo!... ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Apuesto a
que mañana descubrirás la luna!...

Y mi padre lanzó una carcajada. ¡Cuánto daño me


hizo esa risotada! En eso llegó mi madre. Ella tampoco
fue indulgente conmigo.

—A qué no sabes —le dijo mi padre—. ¡Nuestro hijo


es un gran hombre! ¡El chico acaba de descubrir los
pozos artesianos!... ¡Te lo juro!

—¡Oh... qué imbécil! —chilló mi madre—. ...Sería


mejor para él que se aprendiera la lección de Historia
Sagrada...

Luego fue el turno de mis hermanas que acudieron,


con sus rostros puntiagudos y llenos de curiosidad.

—Señoritas, feliciten a su hermano... ¡Es un gran


inventor!... ¡Acaba de descubrir los pozos artesianos!

Y mis hermanas, esas desagradables y malvadas


perras, ladraron, y con muecas y sacándome la lengua:

14
—¡Ya no sabe qué inventar para hacer el ridículo!
¡Tonto, tonto, tonto!...

Luego, por fin, los amigos, los vecinos, todo el pueblo


supo que yo había descubierto un medio para excavar
los pozos, como cuando uno hunde una cuchara en un
bote de mantequilla. Y en torno de esta pobre personita
humillada hubo carcajadas desdeñosas y burlas, que
duraron un buen tiempo. Sentí pesar sobre mí la
desconsideración de toda una ciudad, como si hubiese
cometido un crimen. Y estuve a punto de morir de
vergüenza.

15
II

En mis estudios no fui más allá de la escuela primaria,


en donde, debo reconocerlo, nunca saqué buenas notas.
Mi padre le había declarado al maestro, a quien me había
confiado, que yo era cabeza dura y que no lograría nada
de mí. Este se ciñó respetuosamente a esta opinión, y
ni siquiera intentó una sola vez darse cuenta de lo que
podía encontrar detrás de esa estupidez que me atribuía,
con tanta seguridad, la autoridad paterna. Y, obviamente,
esta opinión bien comprobada y proclamada de manera
indiscreta, me convirtió en el hazmerreír de mis
compañeros, como lo había sido para mi familia. En
un momento, se pensó en mandarme al colegio, pero,
mirándolo bien y sopesados los motivos, se decidió que
ya me habían enseñado lo suficiente.

—¡Es demasiado tonto para ir al colegio…! —decía


mi madre—. No tendremos más que molestias.

—¡Mortificaciones! —agregaba mi padre, a quien le


gustaban las palabras grandilocuentes.

16
—¡Sí! ¡Sí! ¿Y qué haría en el colegio? Nada, ¡Claro! ¡Es
dinero tirado por la ventana!

Consultadas mis hermanas, ya que demostraban tener


una precoz sensatez para todo, chillaron:

—¡Ir al colegio! ¿Él…? ¡Ah, el imbécil!

Por otro lado, no querían que me quedara todo el día


en casa en donde provocaba una irritación constante,
sobre todo después del desgraciado invento del pozo
artesiano. Veía claramente, en los ocho ojos de mi familia,
el temor a que descubriese algo más extraordinario aún;
y, para quitarme la idea de la cabeza, no pasaba un día sin
que me mencionaran, con amargura, con pesadas ironías
y constantes humillaciones, el recuerdo de esta ridícula
aventura. Ya no tenía el derecho, so pena, de recibir duras
reprimendas e intolerables burlas, de hacer un gesto, ni
de tocar un objeto; yo era el culpable de los disgustos
que había, de la lluvia, del granizo, de la sequía, de la
podredumbre de las frutas, y estaba dispuesto a aceptar,
como una liberación, todo lo que la fantasía descabellada
de mis padres les sugería, teniendo en cuenta mi futuro,
según decían. ¡Mi futuro! Entonces decidieron que me
fuera a trabajar con el notario como «subsubsecretario»,

17
extraña y nueva función que el escribano no dudó en
inventar, en consideración por la amistad que lo unía a
nuestra familia.

—Ya veremos luego —concluyó mi padre—. Lo


importante, hoy, es ponerle un pie en el estribo...

Mis hermanas se casaron con algunos meses de


diferencia, y poco después de mi ordenación en el
notariado. Se casaron con seres vagos, extrañamente
estúpidos, de los cuales uno era recaudador de impuestos,
y el otro no sé qué. No, en realidad, no sé qué más. A penas
si les hablaba, y los trataba como a transeúntes. Cuando
entendieron que yo no contaba para nada en la familia,
me descuidaron totalmente, ambos me despreciaron
por esa debilidad mía, por mis gestos solitarios y
torpes, por todo lo que yo era, y ellos, no. Eran bastante
vivarachos, ruidosos y jactanciosos, acostumbrados
a vivir en la pesada, en la asfixiante tontería de los
pequeños bares de pueblo. Allí habían aprendido y
habían mantenido ademanes especiales y técnicos. Por
ejemplo, al caminar, ponían un brazo delante, saludaban,
comían, parecían siempre como si estuvieran jugando
al billar, preparando efectos retrógrados, importantes y

18
difíciles. Y, naturalmente, les habían ocurrido aventuras
maravillosas, espeluznantes historias, en las que se
habían comportado como héroes. En la familia y en el
pueblo parecían ser excesivamente distinguidos.

—¡Qué felices que son! —exclamaban algunos


envidiando a mis hermanas.

El recaudador de impuestos había comenzado


como funcionario en un pequeño cantón en los Alpes.
Allí había cazado el rebeco, lo que lo convertía en un
personaje admirable, coronado con una aureola de
leyenda y de misterio. Cuando contaba sus hazañas,
hacía la mímica con gestos formidables en los abismos
negros, en las altas cimas, de los guías intrépidos, y de
los rebecos saltadores; mi hermana, en éxtasis, escalaba
las puras, las embriagadoras, las infinitas cumbres del
amor. ¡Vaya si era fea! El otro no había cazado el rebeco,
pero había practicado el salto de obstáculos y aún
continuaba practicándolo. Los saltaba con tal audacia,
una elasticidad tal, que hacía latir el corazón de mi otra
hermana como si su novio hubiese tomado por asalto una
ciudad, desbandado los ejércitos y conquistado pueblos.
El domingo, cuando dábamos un paseo, de golpe,

19
cuando veía un obstáculo, interrumpía la charla, tomaba
impulso, saltaba y volvía a saltar el obstáculo; luego, se
volvía hacia nosotros, nos desafiaba uno por uno.

—¡Haz lo mismo! —me hablaba con una insistencia


que parecería muy espiritual y de buen gusto.

—¡Vamos! ¡Inténtelo! ¡Haga lo mismo que yo! —y


soltaban carcajadas.

—¡Oh! ¡Él! ¡Pero si él no sabe hacer nada…! ¡Ni


siquiera sabe correr…! ¡Ni siquiera sabe caminar…!

Entonces, hasta el anochecer, había que escuchar


el relato —como si fuera una epopeya— de todos los
obstáculos que había saltado, de las barreras tan altas
como casas, como los robles, como las montañas —y de
las barreras verdes, rojas, azules, blancas y de las tapias y
de las cercas vegetales... —; mientras relataba, se tocaba
el jarrete, lo ponía tieso, lo ponía en acción, orgulloso de
sus músculos... Mi otra hermana también desfallecía de
amor, arrastrada por el heroísmo de este incomparable
jarrete, en un ensueño de sublimes y temibles alegrías.
Los encontraron una tarde en el banco debajo del
toldo, a mi hermana medio pasmada, entre los jarretes

20
de su novio. Hubo que adelantar la fecha de la boda.
Y recuerdo esas escenas horribles, esas repugnantes y
horribles escenas, por la noche, en el salón, con la luz sin
brillo de la lámpara, que iluminaba con un fulgor trágico,
con un fulgor de crimen casi, esos extraños rostros, esos
rostros de locos, esos rostros de muertos. Una vez vino
la madre del recaudador de impuestos para arreglar las
condiciones del contrato y el encargo del ajuar de novia.
Ella lo quería todo y no quería dar nada, peleándose por
cada prenda de manera áspera; su rostro se arrugaba con
pliegues amargos, recorría a mi hermana con esa mirada
aguda de odio y repetía sin descanso:

—¡Pues claro que no…! ¡No habíamos dicho eso…!


¡Nunca se habló de eso…! ¡Un chal de la India…! ¡Pero
eso es una locura…! ¡Nosotros no somos príncipes de
sangre azul…!

Mi padre, que había cedido sobre muchos puntos,


estalló cuando la anciana protestó por el chal de la India.

—¡Es posible que no tengamos sangre de príncipes! —


dijo con dignidad—, pero somos gente de bien, personas
honorables... Tenemos una situación, un rango... Le
prometió un chal de la India... Usted le regalará el chal

21
de la India… —y con voz categórica, agregó—: ¡Se lo
exijo…! He podido hacer algunos sacrificios por la dicha
de estos jóvenes... Pero esto... ¡se lo exijo!

Se levantó, se paseó por el salón, con las manos


cruzadas detrás de la espalda, agitando los dedos con un
movimiento de cólera... Hubo un momento de dramático
silencio. Mi madre estaba muy pálida; mi hermana
tenía los ojos hinchados y un nudo en la garganta. El
recaudador de impuestos ya no pensaba en las gamuzas,
y miraba fijamente y con molestia una cromolitografía
colgada en la pared, enfrente de él. La anciana volvió a
hablar:

—Y de qué puede servir esto a todos nosotros que esta


joven tenga un chal de la India si no tiene ni para comer.

—¡Mi hija…! ¿Nada qué comer? —la interrumpió mi


padre, que se plantó derechito y casi amenazador delante
de la anciana, cuyo rostro se arrugó de manera poco
noble—. Y ¿quién piensa que soy yo, señora?

Pero ella se obstinó:

—¡Un chal de la India…! ¡Habrase visto… ¿Sabe usted


solamente cuánto cuesta?

22
—No tengo por qué saberlo, señora... lo único que sé
es que ¡lo prometido es lo prometido!

Mi madre, que estaba cada vez más pálida, intervino:

—Señora… ¡Eso es lo que se acostumbra…! ¡Un ajuar


es un ajuar…! No le hemos pedido uno de encaje, aunque
en nuestra posición, bien podríamos exigir también un
chal de encaje... ¡Pero el chal de la India…! Veamos,
señora, ¡Las hijas de los tenderos también los llevan…!
¡No sería este un matrimonio serio!

La anciana, que no encontró más que argumentar, dio


un golpe en el velador con su mano reseca.

—¡Pues no! —gritó—, no le daré ningún chal de la


India... Si usted desea un chal de la India, usted se lo
paga... ¡Habrase visto…! ¡No tengo más nada que decir!

Mi hermana, con los ojos llenos de lágrimas, no pudo


aguantar más. Sollozó, se ahogó en su pañuelo, con un
doloroso hipo, y era tan lamentablemente fea que aparté
la vista para no verla.

—¡Yo no quiero... un chal... de la India…! —gemía—.


¡Me quiero casar…! ¡Me quiero casar!

23
—¡Hijita! —exclamó mi padre.

—¡Mi pobre niña! —exclamó mi madre.

—¡Señorita! ¡Señorita! —exclamó el recaudador de


impuestos, cuyos brazos iban y venían como si hubiera
lanzado un largo taco en una mesa grande de billar. Entre
hipidos y sollozos, mi hermana suplicaba casi sin voz, con
una voz apagada en el húmedo paquete de su pañuelo:

—¡Me quiero casar…! ¡Me quiero casar!

Se la llevaron a su habitación... Ella se dejaba llevar,


como si fuera una cosa inerte, repitiendo:

—¡Me quiero casar…! ¡Me quiero casar!

Y fue sobre mí sobre quien mi familia descargó su


cólera. Mi padre, que de golpe se percató de mi presencia,
me dio una bofetada y enojado, me empujó fuera del
salón.

—Y ¿tú por qué estás aquí…?, ¿quién te pidió que


vinieras…? Es tu culpa lo que pasa... Vamos, vete ya...

24
Así, de esta manera, se terminaban todas las escenas.
Mi hermana se casó, sin el chal de la India; luego se fue.
Mi otra hermana también se casó, sin chal de la India, y
luego se fue... y no volví a escuchar más el chillido de mis
hermanas. Un silencio se apoderó de la casa. Mi padre se
volvió triste. Mi madre lloró, ya no sabía qué hacer a lo
largo del día. Y los canarios de mis hermanas, uno tras
otro, abandonados en sus jaulas, se murieron. Y donde el
notario, yo copiaba los roles y miraba divertido el desfile
de los guardapolvos y de los zuecos, de todas las pasiones,
de todos los crímenes, de todos los asesinatos que soplan
en el alma de los hombres, en el alma homicida de la
tierra.

25
III

Nací con el don fatal de sentir las cosas de manera


intensa, de sentirme dolido hasta el ridículo. Desde
mi más tierna infancia, le daba al mínimo objeto o
cosa inerte formas supervivientes, en movimiento y
en pensamiento. En mi mente guardaba cantidades de
imágenes irrespetuosas y desconsoladoras impropias de
mi edad, sobre mi padre, mi madre y mis hermanas. A
estas cualidades excepcionales, otros le hubiesen sacado
partido más tarde; a mí, en cambio, no me hicieron más
que sufrir y me incomodaron toda la vida. Al igual que
poseía una sensibilidad superaguzada por la ironía, era
también bastante tímido... lo era tanto que no me atrevía
a hablarle a nadie, ni siquiera a mi padre, quien me había
quitado las ganas de hacerlo; ni siquiera al viejo Tom,
el perro de mi padre, que como todos los de mi familia
participaba en el rechazo y el miedo, puesto que el
también fingía no entenderme. No ser comprendido por
un perro, ¿no es acaso la última palabra del desamparo
moral? Así pues, había terminado por guardármelo todo
para mí. Apenas si respondía a lo que me preguntaban. A
menudo, sin ninguna razón, no contestaba más que con

26
lágrimas. De veras, no tuve suerte. Crecí en un medio
totalmente desfavorable al desarrollo de mis instintos y
de mis sentimientos. No pude querer a nadie, yo que por
naturaleza propia estaba destinado a querer mucho y a
mucha gente. Como no me era posible amar a alguien, yo
disimulaba y de esta manera creí hacer derramar el exceso
de ternura que ardientemente llevaba en mí. A pesar de
mi timidez, yo fingía ser efusivo, estar entusiasmado,
me enloquecí dando abrazos que me divirtieron y me
aliviaron por un instante. Pero el onanismo no es el amor.
Lejos de calmar los ardores genésicos, los alborotaba y
los hacía desviar hacia mi insatisfacción. Algunos meses
después del casamiento de mis hermanas, me dio la fiebre
tifoidea, que se complicó con una meningitis y de la que,
por milagro, me curé. La enfermedad volvió líquido, de
alguna manera, mi cerebro. Cada vez que movía la cabeza,
me parecía que un líquido se movía entre el tabique de mi
cráneo, como cuando se sacude una botella. Todas mis
facultades se detuvieron momentáneamente. Viví en la
vacuidad, suspendido y acunado en el infinito, sin punto
de contacto alguno con la tierra. Permanecí un buen rato
en un estado de entumecimiento físico y de descanso
intelectual, suave y profundo como la muerte. Siguiendo
los consejos del médico, mis padres, preocupados y

27
avergonzados por mí, me dejaron tranquilo, decidiendo
que no regresaría donde el notario. Esa fue para mí una
época de dicha absoluta, y de la cual solo hasta hoy tengo
verdaderamente consciencia.

Durante más de un año, saboreé la dicha inmensa


—nada comparable con las de hoy, la inmensa paz de
no pensar en nada—. Echado sobre una tumbona, con
los ojos cerrados a la luz, como en un féretro, sentía la
sensación del descanso eterno. Pero la carne renace
rápido en las heridas infantiles, los huesos fracturados
se vuelven a pegar por ellos mismos; los organismos de
los jóvenes se recuperan rápidamente de los quebrantos
que les han afectado; la vida ha saltado prontamente los
obstáculos que detenían un momento el torrente de sus
jugos. Recuperé las fuerzas y, una vez ya reestablecido,
paulatinamente volví a convertirme en la víctima de
la educación familiar, con todo lo que eso conlleva en
deformaciones sentimentales, en lesiones irreductibles
y en extravagantes vanidades. Así entonces, cada día, a
cada minuto, oía a mis padres hablando de cosas que yo
había hecho o que no había hecho, diciendo con tono, a
veces irritado, a veces compasivo: «¡Qué tristeza…! ¡No
entiende nada…! ¡Nunca comprenderá nada…! ¡Qué

28
horrible desgracia la nuestra con esta meningitis!». Y
miraban con asombro, durante las comidas en silencio,
pero sin atreverse a reprochármelo —ya que eran gente
honesta, según la ley—, los pedazos que devoraba con
avidez y que sabían muy bien que no serían retribuidos
por ello.

En lugar de que mi sensibilidad hubiese disminuido


por el mal que tan íntimamente aquejaba mis tuétanos,
esta aumentó de forma exagerada hasta convertirse en
una especie de agitación nerviosa. Cuando mi padre
me preguntaba repitiendo despreocupadamente como
un loro: «¿Dormiste bien esta noche?», yo lloraba hasta
perder la respiración, hasta ahogarme. Con lo cual, mi
padre, que era un hombre experimentado, se sorprendía
muchísimo. Ese mutismo eterno, entrecortado de vez en
cuando con llantos sin explicación, parecía un incurable
embrutecimiento, y mi familia no lograba aceptarlo.
Todo fue para mí un sufrimiento. Buscaba un no sé qué
en la pupila de los hombres, dentro de los cálices de las
flores, de formas tan cambiantes, tan múltiples en la vida,
y gemía al no encontrar nada que correspondiera a esa
vaga, oscura y angustiante necesidad de amar que llenaba
mi corazón, henchía mis venas, tensionaba toda mi carne

29
y mi alma toda hacia inestrechables abrazos e imposibles
caricias. Una noche, en que no lograba dormir, abrí la
ventana de mi cuarto y, apoyando los codos sobre la
barandilla, miré el cielo, encima de un jardín inundado
por la oscuridad. El cielo era color malva, de un malva
tan suave, puro, dulcemente radiante, y, en ese malva,
brillaban millones de estrellas.

Por primera vez tuve consciencia de esta inmensidad


color de flor, que intentaba sondear —¡parece cómico!—
con esa mediocre mirada infantil, y que me dio la
sensación de que me aplastaba completamente. Sentí
pánico de esas estrellas tan mudas, cuyas intermitencias
retrasan aún más, sin aclarar nunca el loco misterio de
lo inconmensurable. ¿Quién era yo, tan minúsculo, en
medio de esos mundos? ¿De dónde venía? ¿Y para qué?
¿A dónde iba, mísero filamento, átomo imperceptible
perdido en ese tranquilo torbellino de impenetrables
armonías? ¿Y quiénes eran mi padre, mi madre, mis
hermanas, nuestros vecinos, nuestros amigos, los
paseantes, todo ese polvo viviente, toda esa minúscula
manada de insectos arrastrada por yo no sé qué cosa y
que no sabe hacia dónde va? No había leído a Pascal —
aún no lo había leído— y, cuando más tarde, esta frase que

30
cito de memoria, cayó en mis manos: «No sé quién me
trajo al mundo, ni lo que es el mundo, ni lo que yo mismo
soy. Ignoro totalmente todas estas cosas», yo temblaba
de alegría y de dolor, al ver expresados, de forma tan
clara y completa, los sentimientos que me habían agitado
esa noche. Toda esa noche, me quedé apoyado contra la
ventana abierta, sin moverme, con la mirada perdida en
ese terrible cielo malva, y con un nudo en la garganta
por los sollozos que, sofocándome, llenaban mi pecho
queriendo escaparse. Pero por fin amaneció. Llegó el
alba y, con ella, la vida que disipa los sueños mortecinos
y que cubre con los ruidos familiares el silencio opresivo
del infinito. Las puertas se abrieron, las contraventanas
chocaron contra las paredes, una urraca voló desde un
manojo de aleñas, los gatos saltaron en la hierba mojada,
de regreso de sus caserías nocturnas.

Vi a la cocinera que barría el umbral de nuestra casa;


vi a mi madre bajar hasta el jardín, tender sobre la hierba
unas ropas burdas y unos paños de lana oscura. Desde
la ventana donde la observaba, era lamentablemente
repelente. Su silueta arisca amargaba el despertar tan
fresco y puro de la mañana; las florecillas del césped se
sentían ofendidas con su sucio gorro de dormir y su blusa

31
arrugada. Su faldón negro, mal amarrado a las caderas,
chapoteaba encima de unas infames chancletas que
arrastraba en la hierba, parecidas a repugnantes sapos.
Tenía una nuca desagradable, un perfil duro, un cráneo
obstinado. Nunca nada de maternal había estremecido
ese cuerpo deforme. Primero que todo, el verla me irritó,
era como ver una mancha sobre una bella tela de seda
clara. Y luego, sentí una inmensa piedad por ella, que me
hizo fundir en lágrimas. Me hubiese gustado, a fuerza
de besos y de caricias, hacer entrar en ese cráneo, bajo
ese gorro, un poco de la claridad de esa virginal mañana.
Bajé al jardín y corriendo hacia mi madre, me tiré en sus
brazos:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá…! —le imploraba—. ¿Por


qué no miras las estrellas por la noche?

Ella lanzó un grito, asustada por mi voz, mi mirada,


mis lágrimas y, desprendiéndose de mis brazos, se fue
huyendo. Ese día, acompañé a mi padre al entierro de un
antiguo granjero que yo casi ni conocía. En el cementerio,
durante el desfile delante de la fosa, me embargó una
extraña tristeza. Huyendo del gentío que se precipitaba y
se peleaba por el aspersorio, me fui corriendo a través del

32
cementerio. Me tropezaba con las tumbas y lloraba como
queriendo partirle el corazón al sepulturero.

Mi padre me alcanzó.

—Y entonces, ¿qué te pasa?... ¿Por qué lloras? ¿Por


qué te marchas…? ¿Estás enfermo?

—No lo sé, gemía... No puedo...

Mi padre me tomó por la mano y me trajo de vuelta


a casa.

—Veamos —razonaba—. Tú conocías al tal Julien,


¿no?

—¡No!

—Por lo tanto, ¿tú no lo querías?

—¡No!

—Entonces, ¿qué te pasa…? ¿Por qué lloras?

—No lo sé...

33
—¡Entonces, mírame! Yo sí que conocía al tal Julien...
Era un hombre que pagaba puntualmente sus arriendos.
Su muerte me deja en un gran aprieto. Tal vez no
encuentre nunca más a un granjero como él... ¡pues bien!
¿Acaso estoy yo llorando?

Y, después de un silencio, con voz más severa, mi


padre agregó:

—No está bien lo que haces. Ya no sabes qué inventar


para mortificarme... ¡Esto me pone rabioso! Esta mañana
le dijiste a tu madre no sé qué... Ahora lloras sin motivos.
Si sigues así, nunca más te llevaré conmigo...

34
IV

Antaño, vivía con nosotros una prima de mi madre. Era


alguien difícil de soportar y tan singular, «tan original»,
tan desequilibrada en su actuar, que uno «nunca sabía
a qué atenerse con ella». Unas veces me abrumaba con
mimos y con regalos, y, un minuto después, me golpeaba
sin motivo. ¡Zis! ¡Zas! Bofetones por nada. A menudo,
ella me pellizcaba el brazo con disimulo, cuando pasaba
a su lado en los pasillos, o bien, si la rozaba en la escalera,
ella me besaba con furia. Nunca sabía a qué atribuir sus
efusiones o sus golpes, igualmente desagradables. Y todo
lo que ella hacía, parecía obedecer a las sugerencias de una
incomprensible locura. A veces permanecía encerrada
días enteros en su habitación, triste, llorando; al día
siguiente, presa de una ruidosa alegría y desbordante de
actividad, cantaba. La vi remover en la hoguera, enormes
leños que movía inútilmente, y, en el jardín, cavar la tierra,
con más ardor que un terraplenador. Era bien fea, tan
fea que nadie la había pedido en matrimonio, a pesar de
sus seis mil libras de renta. En la familia suponíamos que
sufría mucho por ser solterona, y que allí estaba la causa
de sus actos desordenados. Tenía la cara rojiza, la piel seca

35
y como quemada, y, levantada en escamas cenicientas por
un fuego interior, con el pelo ralo y corto, muy flaca, un
poco arqueada, mi pobre prima era realmente fea cuando
se la veía. Sus súbitas caricias me incomodaban aún más
que sus cóleras imprevistas. Cuando me besaba con
furia tenía gestos tan duros, movimientos tan bruscos,
que prefería más bien que me pellizcase el brazo. Un día,
como consecuencia de una conversación banal, y que
enseguida terminó en querella, se marchó. Se marchó
sin decirnos a dónde se iba. Se fue con sus maletas y
sus muebles y tan enojada que ni siquiera nos quiso dar
un beso y, durante cuatro años, ya no escuchamos más
hablar de ella. De tanto buscar terminamos sabiendo que
vivía sola en un pequeño pueblo en Normandía, cerca
del mar. Según decían las personas que nos informaron,
en su casa había un misterio. Allí llegaba, casi todos los
domingos, un suboficial de dragón, en guarnición en la
ciudad vecina.

—Eso no me sorprende —decía mi madre.

Eso la perturbaba... Ya se veía que eso la perturbaba...


Ella no lograba hacerse a la idea de que había perdido
una herencia que siempre había considerado como suya.

36
Este suboficial atormentaba sin cesar su pensamiento
y la perseguía hasta en sueños. A menudo, en silencio,
de golpe, decía sin dirigirse en particular a ninguno de
nosotros:

—¡Ojalá no se le ocurra casarse con él!

Le escribió varias cartas cariñosas a mi prima, quién


no se dignó en contestarle. Tiempo después, supimos
que el suboficial de coracero, que se había ido a una
guarnición lejana, había sido reemplazado por otro
suboficial de dragón, el cual a su vez fue reemplazado
por otro suboficial de no sé qué ejército. Sin duda
alguna, mi pobre prima no subía de grado. Y recuerdo
que una noche de invierno, una noche de lluvia recia, el
ómnibus del hotel se detuvo delante de la reja, cargado
con maletas y paquetes. Mi prima se bajó de este, sacudió
con fuerza la campana y, en medio de caras de pasmados,
exclamaciones de la gente de la casa en movimiento,
entró, vivaracha y nerviosa, como antes, pero aún más
flaca, más arqueada, con la cara más rojiza. Sencillamente
dijo:

—¡Soy yo…! Estoy de regreso... Eso es todo...

37
—¿Trajiste tus muebles? —le preguntó mi madre.

—Sí, ¡traje mis muebles! —respondió mi prima—.


Tengo todo... estoy de regreso, ¡es todo!

Y la vida retomó su curso como antes... Mi prima me


encontró cambiado y alto.

—¡Pero qué bello eres! … Todo un hombre... un


verdadero hombre, ahora... acércate para que te vea
mejor... —ella me examinó, me tanteó los brazos y las
pantorrillas—. Un encanto de hombre, ¡un encanto de
hombrecito! —concluyó abrazándome como queriendo
romperme las costillas, contra su seco y duro cuerpo de
vieja loca.

Pronto, tanto su cariño como sus maldades tomaron


una forma exasperante que me asustó. A veces, después
de almorzar, me arrastraba, corriendo, como una niñita,
hacia el fondo del jardín. Allí había una sala y, en esta,
un banco. Nos sentábamos en el banco sin decirnos
nada. Mi prima recogía en el suelo una ramita seca
y la mascaba con rabia. Su cara rojiza se encendía con
tonos más encendidos; su piel escamosa se ponía tirante
sobre el arco tensionado de sus mejillas y, en sus ojos
congestionados, dando vueltas como las barcas en los
remolinos, relucían extraños fulgores.

38
—¿Por qué no me dices nada? —preguntaba, al cabo
de algunos minutos de incómodo silencio.

—Pero, prima...

—¿Te doy miedo?

—Claro que no, prima...

—¡Ah! ¡Mira! ¡Qué mal puesta tienes la corbata…!


¡Qué desordenado pareces! —y atrayéndome hacia ella,
me arreglaba el nudo de la corbata con gestos vivos y
duros... Sentía que los huesos de sus dedos se frotaban
contra mi garganta; su aliento soso, de un calor agrio,
ofendían mis narices. Me hubiera gustado mucho
marcharme; no porque sospechase de algún peligro, sino
porque esas prácticas me resultaban insoportables.

—¡Vamos! ¡Di algo…! ¡Qué tonto eres…! ¡Qué


zoquete eres! Y, de golpe, como empujada por un muelle,
se levantaba, pateaba el suelo con impertinencia y me
lanzaba un fuerte bofetón.

—¡Toma! ¡Coge…! ¡Eres un tonto…! ¡Eres un bicho…!


¡Un bicho malo…! —y se marchaba rápidamente,
ahogando en su carrera el ruido de un sollozo...

39
Una tarde, mi prima y yo estábamos sentados en el
banco, en la sala del jardín. Hacía mucho calor; pesados
nubarrones de tempestad se amontonaban en el oeste.

—¿Por qué lanzas esas miradas así a Mariette? —me


preguntó de golpe mi prima. Mariette era una sirvientica
que teníamos entonces, y en la que me encantaban, es
verdad, sin mezclar allí pensamientos turbios, su piel
fresca y blanca, y sus cabellos rubios hasta la nuca.

—Pero si yo no miro a Mariette —le contesté,


sorprendido por la pregunta.

—Te digo que la miras... no quiero que la mires... eso


es malo... se lo diré a tu madre.

—Te lo juro, prima —le insistí... No tuve tiempo de


terminar la frase... Estrechado entre los brazos, sofocado,
molido por mil brazos, diríase devorado por mil bocas,
sentí que se acercaba a mí algo horrible, desconocido; luego
sentí que una bestia feroz me envolvía, que se arrastraba
sobre todos mis miembros. Forcejeé violentamente...
empujé a la bestia que parecía multiplicar sus tentáculos
a cada segundo; la rechacé con mis dientes, mis uñas, mis
codos, con toda mi fuerza desencadenada por el horror.

40
—No... no... no quiero... —le grité—. Prima, no
quiero... no quiero...

—¡Entonces cállate…! ¡Cállate, pequeño monstruo!


—protestaba mi prima, cuyos labios rodaban sobre mis
labios.

—No, pare, prima... pare... ¡O llamo a mi mamá…! El


abrazo se aflojó, abandonó mi pecho, mis piernas... Los
tentáculos volvieron a su funda... Mis labios liberados
pudieron aspirar una bocanada de aire fresco... y
entre las ramas, vi a mi prima, huyendo a través de los
canteros, hacia la casa... No me atreví a volver sino hasta
el anochecer, a la hora de la cena, inquieto, con la idea de
volver a ver a mi prima.

—Tu prima se fue —me dijo mi padre, con cara de


preocupado—. Tuvo una pelea con Mariette. Ya la
conozco. Esta vez, nunca más volverá. ¡Todo un lío!

La cena fue silenciosa y morosa. Cada uno miraba la


silla vacía de seis mil libras de renta. No volvimos a ver
más a mi prima. ¡He aquí cómo supe lo que era el amor!

41
V

Ahora quiero hablar sobre el único amor que iluminó


mi vida por un instante, como dicen los poetas. Y ya
veremos de qué manera. Había crecido. Tenía un bozo
pelirrojo que dibujaba, encima de mis labios, el arco de
un bigote apenas naciente, y, aunque durante el difícil y
discordante período del desarrollo, tenía unos brazos y
unas piernas demasiado largas que hacían que mi modo
de andar fuera desgarbado y un poco cómico, un torso
demasiado corto y demasiado huesudo, bajo la piel —
imperfecciones plásticas que se acentuaban de manera
singular con los prodigiosos trajes, vueltos a recortar
en la ropa vieja que fue de mi padre, y con los que mi
madre me vestía de manera ridícula—, yo no me veía
feo. Al contrario. Mi mirada tenía una gran dulzura, un
brillo triste y profundo, muy conmovedor, que moderaba
con una gracia de ensueño lo ridículo con los que me
hacían pagar los crecientes ajustes económicos, debido
a la fantasía del corte casi genial, hasta la risa crujiente
de la caricatura. Durante mucho tiempo guardé una
fotografía hecha un día de prodigalidad, por un artista
de feria que estaba de paso por casa. Me muestra a la

42
edad de la que hablo y con ese disfraz, que considero
casi como un crimen de lesa infancia. A pesar de todas
las melancolías, a pesar de todos los recuerdos odiosos
que esa antigua imagen provocaba en mí, a menudo se
me ocurre mirarla y no me cuesta reconocer allí, bajo
la barroca vestimenta, algo bello que tenía el don de
conmoverme hasta hacerme llorar. Hasta el día en que,
en la sala del jardín, mi pobre y dolorosa prima había
intentado violarme a medias, como ya lo conté, había
permanecido virgen hasta el momento. La pubertad,
lenta y tranquilamente, sin brusquedad, sin sacudidas,
sin sobresaltos de ningún tipo, me transformaba. A
ese fenómeno fisiológico correspondía una cada vez
mayor expansión de todo mi ser en la naturaleza, y nada
más que eso. Me encantaban más aún, adoraba con un
amor indescriptible las flores, los árboles, las nubes, las
estrellas del firmamento nocturno; me hubiese gustado
casarme con todas las formas del ambiente, fundirme
con todas las músicas. Eran, como sabemos, sensaciones
muy imprecisas, en las cuales ningún deseo se precisaba.
Pero el día en que, de manera brutal e incompleta, tengo
que decirlo, me fue revelado el misterio del acto sexual,
ya no tuve un minuto más de tranquilidad física y moral.
Extrañas obsesiones surgieron sacudiendo mi carne

43
despierta y poblaron mis sueños de ardientes imágenes,
en donde la pureza se fue volando. A las mujeres que,
hasta entonces, merecían la misma consideración que
los hombres y cuyo contacto me dejaba insensible, las
miraba cada vez más, con una asombrosa insistencia,
lleno de dudas y con insaciable curiosidad. Miraba sus
ojos, sus labios, sus manos, buscando allí en donde ponía
nuevos significados. Miraba los pliegues de sus blusas,
abiertos en la nuca y en la garganta, y las desvestía en mi
mente intentando, a través de mediocres comparaciones,
reconstruir la línea de sus cuerpos, la curva de sus caderas,
la redondez del vientre, el florecimiento suntuoso de los
pechos, y todo lo que ignoraba de sus formas veladas,
de todos sus órganos prohibidos. Nada más frotarlas al
pasar me hacían correr por las venas una sangre más
caliente y que a veces aceleraba como un galopar furioso
los latidos de mi corazón. No tenía otras indicaciones
que aquellas furtivas, tan rápidas y gesticulantes, al ver
y al tocar que adquirí en esa lucha memorable con mi
prima; por otro lado, nunca había leído nada, puesto
que me escondían todos los libros, por miedo a que me
pervirtiesen; tampoco jamás había visto una imagen
de desnudo, ya que los cuadros y los grabados que
adornaban las paredes de la casa no representaban más

44
que perros, frutas, pájaros, un molino a orillas de un río,
santos y bondadosas vírgenes. Por lo demás mi vida había
sido preservada de todo contacto con compañeros, de los
cuales no había recibido ni confidencias, ni aclaración
alguna a las preguntas que me asaltaban. Aceptaba, de
buena gana y sin protestar, que sencillamente los niños
fueran traídos por la cigüeña. En la primavera, las
aves en las ramas, los gallos en los corrales, los perros
que encontraba en las calles, en extrañas posturas, los
insectos acoplados en la hierba, nada de ese acercamiento
incesante de las formas vivas con las que vivía habían
podido perturbar la impasible serenidad de mi alma,
ignorante y pura como una estrellita celeste. Y he aquí
que, ahora por haber sido tocado ligeramente por las
manos y la boca de una mujer fea y vieja, de haber sentido
sobre mi piel la suya eccematosa de hembra en celo, me
agotaban esas continuas imaginaciones, que el impudor
ingenuo y la candidez lujuriosa debían desvanecerse
—¡ah, tan dolorosamente!— delante de la realidad. En el
pueblo no había ni chicas guapas, ni mujeres aptas para
la experiencia que quería hacer. Todas eran vulgares o
repulsivas, o con palabras y gestos tan groseros que me
bastaba con hablarles para huir de ellas. Sin embargo,
muchas veces, al anochecer, merodeaba cerca de la

45
morada de una fea criatura, que estaba casi siempre
borracha, y quien por algunas copas de aguardiente y dos
monedas se daba a los jornaleros. Una sola me gustó. Era
morena de pelo y de piel bronceada, con caderas ágiles y
la mirada ardiente, desprendía, como una flor salvaje, un
olor de fuerte y poderosa juventud. Tenía una dentadura
muy blanca, algo raro entre nosotros, y unos labios
bien rojos, carnosos con una pulpa húmeda y generosa.
Todos los días, hacia mediodía, iba al lavadero, con un
hato de ropa en equilibrio sobre la cabeza. Ella tenía el
cuello al desnudo, las mangas recogidas hasta los codos,
la fina tela de su falda bien pegada a sus muslos, y toda
su oscura y morena cabellera espolvoreada de espuma
de jabón; trabajaba como un hombre y cantaba como un
mirlo. Como ella cada día, yo también iba al lavadero, a
las horas en la que estaba seguro de encontrarla. Pero,
como nunca estaba sola, y yo desconfiaba de las mofas de
las atrevidas comadres que eran sus compañeras, no me
atreví a hablarle, ni una sola vez osé abordarla. Además, mi
familia, intrigada por esas frecuentes salidas, a las que no
estaba acostumbrado, me vigiló y me castigó severamente,
encerrándome en casa. Fue entonces cuando pensé en
Mariette, nuestra sirvientica, a quién mi prima me había
acusado injustamente de haber prodigado atenciones y

46
deseos. Ella era realmente encantadora, la tal Mariette,
y me reprochaba a mí mismo el no haberme fijado en
ella desde la primera vez. Bien rubia y lozana, con la
frescura radiante de una flor, con el busto flexible, las
caderas redondas y rellenas como un bulbo de azucena,
con ojos azules asombrosos y lánguidos, de golpe, a pesar
de sus rudos vestidos de campesina y sus pesados zuecos,
me pareció que era igual a una pequeña hada o a una
pequeña reina. Esta imagen iluminó mi alma con una luz
enceguecedora. Desde que estaba en la casa, apenas si le
había hablado dos o tres veces. Al ser repelido una y otra
vez, so pena de insoportables burlas, condenado a callar,
todo eso lo vuelve a uno poco comunicativo.

—¡Cómo es posible que no me haya fijado antes en


ella! —me decía a mí mismo con gran remordimiento—.
¡Yo que vivía a su lado! ¡Oh, Mariette…! ¡Mariette…!
¿Cómo he podido estar tan ciego durante tanto tiempo?
¿Cómo he podido, durante tantos meses, despreciar tal
tesoro?...

Yo la llamaba ¡tesoro!, ¡lo juro! Sin jamás haber


leído un libro de amor, todo el vocabulario amoroso,
el diccionario entero de tontas caricias y de impulsos

47
ridículos me venía a la mente de manera espontánea. Sin
embargo, no estaba enamorado, en el sentido poético de
la palabra. No soñaba ni con desvelos sobrehumanos, ni
con sacrificios extraterrestres, ni recorrer con ella, entre
vuelos de ángeles, los espacios celestes y las hiperlíricas
tierras a donde llevan los poetas a sus incorpóreas amantes.
No sentía la embriaguez mística de morir, ni la necesidad
de transmutar mi cuerpo en el alma de una paloma o
de un cisne. No, lo que yo quería, era tirarme encima de
Mariette, como mi prima se me había tirado encima; era
sobretodo arrancarle, con mis dedos garrafudos, esos
velos de vulgar india que se interponían entre ella y mi
deseo de conocerla íntegra... ¡Gozar de su esplendor al
desnudo! El amor me había vuelto valiente. Además, a
mis ojos, Mariette no era como hubiese sido otra mujer.
Era nuestra sirvienta dócil y respetuosa. Ejercía sobre ella
una cierta autoridad y, aunque pareciera poco evidente,
el prestigio del amo. Me quedaba en la cocina en las horas
en que tenía la suerte de que no me sorprendiesen mis
padres. El momento no tardó en presentarse, durante el
cual, tras un breve y endeble lucha, después de tímidos
y langurosos: «¡Termine, entonces, señor Georges!»,
Mariette se me entregó, encima de una vieja silla, junto
a la mesa, entre un jarrón de barro en el que estaban en
remojo unos pedazos de bacalao y un pollo al que ella
acababa de sacar las entrañas.

48
VI

Esto revolucionó por completo mis sentimientos y,


por consiguiente, mi existencia. Al contrario de lo que
los poetas cuentan sobre la influencia «sublimatoria» del
amor, el amor mató cualquier poesía en mí. No volví a
ver las cosas a través del mismo velo misericordioso y
seductor de la ilusión, y descubrí la degradante realidad,
que, por lo demás, no es más real que el sueño, puesto que
lo que vemos a nuestro alrededor, es nosotros mismos,
puesto que lo exterior de la naturaleza no es más que el
aspecto plástico, proyección de nuestra inteligencia y de
nuestra sensibilidad.

¿Acaso lo que provocó el desmorone de mi antiguo


ideal era el lugar tan vulgar en donde se llevó a cabo
el prodigio? ¿O era el objeto mismo de mi pasión, ese
pobre, obstinado e insignificante ser, inconsciente y
pasivo, que no lograba, con su prestigio y su belleza,
hacer que permaneciera en mí aquella exaltación
del universo, con la cual mi vida siempre había sido
embellecida, hasta en la mediocridad y el sufrimiento, y
había sido tan dramatizada, hasta en la somnolencia y

49
el embrutecimiento? No lo sé... no, realmente, no lo sé...
Sin embargo, tenía suficiente imaginación como para
transformar esta descolorida cocina en un palacio de
mármol, en un bosque encantado, en un jardín mágico.
Me bastaba poco para que las cacerolas de cobre se
transformaran en flores magníficas, para que el pollo
muerto resucitase convertido en un pavo real orgulloso
de su brillante plumaje, para que el jarrón lleno de agua
se convirtiese en una fuente, un lago, un mar. E incluso
la misma Mariette, ¿qué tan difícil sería dar un golpe
con la varita mágica para que se me apareciera como
una deslumbrante divinidad, adornada de estrellas y
en un trono celestial? Esos fenómenos de alucinación
daltónica no son raros en los enamorados y los poetas,
para quiénes, por muy desprovistos de imaginación que
estén, las pobres sargas y los más calamitosos droguetes
no tardan mucho en convertirse, de repente, en fastuosos
brocados, en telas con hilos de oro, y en púrpuras reales.
Las desconocidas que inmortalizan en sus poemas, detrás
de paisajes simbólicos o de columnatas sardanapalescas,
sus virtudes heroicas o las sangrientas lujurias, a menudo
no han sido más que seres enclenques y repulsivos,
Beatrices del hospital y Elviras de la calle, o bien pacientes
cocineras, astutas maritornes, que conquistaron el alma

50
del cantor etéreo, con una buena salsa. Lo mío no fue
tal y no busqué, en ese amor, nada más que el amor
carnal, violento y nuevo que me procuraba. A falta de esa
mentira fastuosa en la que mi vanidad hubiese podido
complacerse en erigir, como un ídolo de misterio, de
derroche o de sacrificio, la imagen superhumanizada
de Mariette hubiera al menos podido servirme de esa
criatura de Dios para depositar en ella mis efusiones, mis
inquietudes y todos los ardores intelectuales que, con el
silencio, desde hacía mucho tiempo, desde el despertar
de mi consciencia, se habían acumulado dentro de mí.
Hubiera podido pagarme esa ilusión ennoblecedora
de hacer de esta pequeña cenicienta la confidente y la
consejera de mi alma. Nunca antes había hablado con
alguien, nadie había significado algo para mí. Mi padre,
mi madre, mis hermanas significaban menos que los
transeúntes, menos que los árboles y menos que las
piedras, ellos, que no protestan cuando se les hace una
confidencia, y que recogen, sin reírse, las lágrimas de los
que lloran. La ocasión perfecta —es ahora cuando me doy
cuenta— de trasvasar lo que desbordaba en mi corazón
en otro que me pertenecía. ¡Pues no! Ni siquiera lo pensé
un minuto. No porque me pareciese excesivo y ridículo
atribuirle ese papel a una chica estúpida, que no hubiese

51
sabido qué hacer. Sino que, en verdad, mis inquietudes
habían desaparecido, y ya no sentía la necesidad de otras
efusiones que las que me procuraba el sexo, ni de otras
penetraciones que las de su carne.

Todo por lo cual antes me sentía tan conmovido, tan


atormentado: mis adoraciones místicas, mis caricias
panteístas, mis entusiasmos confusos, mis impulsos
desordenados por poesías imprecisas y violentas, y los
enigmas angustiosos de toda la vida, y el terror al cielo
nocturno, todo eso que había sido mi infancia, todo eso,
hoy en día, se resumía llanamente, despiadadamente,
solo al deseo carnal.

Creo que nunca le dije una sola frase tierna a Mariette.


Y no sentíamos la necesidad, ni yo de decírsela, ni ella de
oírla. Esa pequeña jerga de sentimentalismos estúpidos
y cándidos con los que yo había comenzado a seducirla
—¡vaya! ¡Seducirla!—, no lo utilicé nunca más cuando
nos encontrábamos, casi a diario, ni ninguna otra jerga,
ni otro lenguaje. Ella, la que hablaba tanto con los otros,
quién si veía una mosca saltar la hacía reír hasta que se
le salían las lágrimas, tampoco nunca me decía nada,
sino cuando me decía asustada, cuando escuchábamos

52
algún ruido en la casa: «¡Cuidado, señor Georges... es el
señor!». No siempre era el señor, no era más que el crujir
de un mueble o la rascadura de un ratón comiéndose
las sobras del queso en la alacena que estaba a nuestro
lado. Cuando yo llegaba a la cocina, ella ya sabía para
qué y se preparaba, sin alegrarse, sin apurarse, aplicada
y puntual. Hubiese dicho que eso formaba parte de
sus servicios, como poner a asar un pedazo de carne o
barrer el comedor. Además, no me gustaba estar junto
a ella más que a la hora del deseo. Y, una vez satisfecho
el deseo, me iba, tan callado como había llegado. Ella
volvía a sus quehaceres, poniendo en orden ligeramente
sus enaguas como hacen las gallinas que se sacuden
después del ataque brutal del gallo. Sin embargo, sentía
celos por ella, y cuando la veía hablando y riéndose con
los proveedores, sobre todo con el carpintero, quien la
divertía con sus pesadas bromas y una obscena alegría,
eso me provocaba un verdadero desagrado y casi me
hacía sufrir. Así duramos seis meses, sin tropiezos y sin
alarmarnos, salvo que mi padre me miraba de manera
más insistente que de costumbre. Una noche, mi madre
se fue a la iglesia en donde se celebraba la misa del mes
de María. Aún era de día, y el crepúsculo era encantador
y muy suave. Alrededor de la casa se sentía un fuerte

53
olor de lilas. Mi padre debía estar en el jardín recogiendo
caracoles. Me fui a la cocina. Mariette no estaba por allí.
La busqué en las otras habitaciones, la busqué por toda
la casa. Sin ningún resultado. Entonces, bajé al jardín. Mi
padre tampoco estaba allí. Recorrí todos los senderos y
los macizos en vano. Pensé que mi padre tal vez había
salido. Pero ella, Mariette, ¿por dónde andaba? Un poco
sorprendido y, debo confesarlo, muerto de celos, volví a
la cocina y allí, noté que Mariette no había terminado de
comer.

—Tal vez vino el carpintero… —pensé—, y ella se fue


con él a algún lado...

Me dirigí hacia la verja, desviándome por el gallinero.


Si no la encontraba en el gallinero, tal vez la vería en el
camino, haciendo chiquilladas con los hombres, con
ese maldito carpintero al que le atribuía, de manera
exagerada, cualidades de seductor. Y he aquí que, delante
de la puerta de la granja, vi al perro, sentado sobre su
trasero, oliendo insistente la entrada. No se inquietó
con mi presencia. Conocía su manera de oler las ratas
y los ratones, y enseguida comprendí que lo que estaba
oliendo en el instante, no eran bichos ordinarios.

54
—¡Allí está Mariette! —dije para mis adentros. Está
allí con el carpintero.

Y por primera vez sentí una punzada en el corazón. Di


unos pasos, suavemente, sin hacer ruido; luego empujé al
perro con mucha cautela, me acerqué y pegué la oreja a
la puerta.

Primero, no escuché más que los latidos de mi corazón.


Luego, se escuchó un ruido más nítido, el ruido de la paja
removida. Diríase que las gavillas de paja se venían abajo
una por una. Luego, una voz, una voz sofocada, que no
pude identificar si era la de un hombre o de una mujer...

Luego dos voces al mismo tiempo, dos voces sofocadas,


dos voces que parecían reír, o llorar, o quejarse, no lo sé.
Y de golpe, sin poder soportarlo más, impaciente por
sorprender a esas dos voces, de las cuales una me parecía
que era la de Mariette, empujé enojado la puerta de un
manotazo y entré en la granja. Pero la sorpresa —más
que la sorpresa—, una especie de terror me detuvo en
el umbral; y vi, en la penumbra que doraba un poco
la luz del día penetrando por la puerta abierta cuando
entré, vi a mi padre levantarse, con el pelo desordenado,
pálido y entre las manos recogiendo con ambas manos

55
su ropa dispersa, mientras que Mariette, estupefacta, con
los senos al descubierto, se esforzaba por esconderse y
desaparecer en un hueco del pajar.

Me quedé allí unos segundos, sin saber si debía seguir


o salir huyendo; por fin, elegí esto último.

Al día siguiente, mi padre se me acercó, en el jardín.


Me dio veinte francos, y sin mirarme, me dijo:

—Ayer... en la granja... sí, tú ya sabes, ayer... había una


garduña... La estaba buscando... entiendes... bueno, la
estaba buscando... y entonces, no es necesario que... se lo
cuentes a tu madre… porque tu madre... entiendes... le
tiene mucho miedo, a las garduñas... eso la preocuparía...

Y vi, en su frente, que sudaba a chorros...

56

También podría gustarte