Octave Mirbeau
Octave Mirbeau
Octave Mirbeau
LOS RECUERDOS DE UN
POBRE DIABLO
Octave Mirbeau
Fue periodista, escritor y crítico artístico y literario. En sus inicios literarios escribió
novelas por encargo a nombre de otros autores, hasta que, en 1885, publicó su primera
colección de cuentos, Lettres de ma chaumière; posteriormente, publicó El calvario
(1886), la primera de las novelas que tiene su firma. A este libro le siguieron muchos
otros del mismo género, como En el cielo (1889) o El jardín de los suplicios (1899).
Entre sus obras también destacan Sébastien Roch (1890), novela en la que describe sus
malas experiencias como alumno de un colegio jesuita de Vannes, y Los recuerdos de
un pobre diablo (1895), relato que fue publicado en forma de folletín, en el periódico
Le Journal, y posteriormente como libro por la editorial Flammarion.
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tardo demasiado tiempo en devolverle ese montoncito de
estiércol, esa fina pizca de porquería que es mi cuerpo, y
de esas tantas formas, encantadoras, ¿quién sabe? Tantos
organismos extraños que esperan nacer para perpetuar
la vida de los cuales, en realidad, yo no hago más que
interrumpirla. Poco importa entonces si lloré, si, ¡con mis
propias garras, a veces surqué mi pecho ensangrentado!
¿Qué importan mis lágrimas en medio del universal
sufrimiento? ¿Qué significa mi voz desgarrada de sollozos
o de risas, en medio de ese gran lamento que sacude
los mundos azorados por el impenetrable enigma de la
materia o de la divinidad? Si he dramatizado esos pocos
recuerdos de esa niñez, que fue la mía, no es para que me
compadezcan, me admiren o me odien. Sé que no tengo
derecho a despertar ninguno de esos sentimientos en el
corazón humano. ¿Qué ganaría con ello? ¿Es acaso la voz
del orgullo supremo que me habla en estos instantes?
¿Intento explicar y disculpar, con sutiles y vanas razones,
la recaída del ángel que hubiera podido ser, a la mohosa, a
la larva inmunda que soy? ¡Ah, no! ¡No tengo orgullo, ya
no tengo ningún orgullo! Cada vez que ese sentimiento
me invade, no hago más que levantar los ojos al cielo
para alejarlo, hacia ese espantoso abismo del infinito,
allí donde me siento más pequeño, más inadvertido,
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más infinitesinal que la diotomea perdida en el agua
fangosa de las cisternas. ¡Ah!... no, lo juro, no me queda
ninguna dignidad. Al darle a esos pocos recuerdos una
forma animada y familiar, he querido hacer más patente
una de las prodigiosas tiranías, una las opresiones más
envilecedoras de la vida —de la cual ¡por desgracia!, no
soy la única víctima: la autoridad paterna. Ya que todos
la han sufrido, todos la llevan en sí mismos, en la mirada,
en la frente, en la nuca, en todas las partes del cuerpo
donde el alma se revela, allí, donde la emoción interior
aflora con sus luces ensombrecidas, en deformaciones
especiales, el signo característico, el espantoso
empujoncito de la inicial e imborrable educación de la
familia. Me parece, además, que mi pluma, que rechina
sobre el papel, me distrae un tanto del miedo de esas
vigas, de donde algo más pesado que el cielo del jardín
pesa sobre mi cabeza. Además, aún tengo la impresión
de que las palabras que escribo se convierten en seres,
en personajes vivos, en personajes que se mueven, que
hablan, que me hablan—. ¡Oh! ...Logra concebir usted la
dulzura de esa cosa incomprensible! ¡Qué me hablan!...
Quise a mi padre, quise a mi madre. Los quise hasta en
sus ridiculeces, hasta en su maldad hacia mí. Y, hasta
el momento en que confieso este acto de fe, desde
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que ambos están allá, bajo la humilde piedra, carnes
pestilentes y rebosantes de gusanos, los quiero, los amo
aún más, los quiero y los amo con todo el respeto que
perdí. No los hago responsables, ni de las miserias que de
ellos heredé, ni del destino indecible que su perfecta y tan
honesta falta de inteligencia me impuso como un deber.
Fueron como lo son todos los padres, y no puedo olvidar
que ellos mismos sufrieron, cuando niños, lo que me
hicieron sufrir a mí. Legado fatal que nos transmitimos
unos a otros, con una constante e inalterable virtud. La
culpable de todo es la sociedad que no encontró nada
mejor, para legitimar sus actos y consagrar, sin control,
su poder supremo, sobre todo para mantener al hombre
esclavizado, que instituir ese mecanismo admirable de
embrutecimiento: la familia. Todo ser, más o menos
bien constituido, nace con facultades dominantes, con
fuerzas individuales, que corresponden exactamente
a una necesidad o a una disposición de la vida. En vez
de procurar desarrollarlas, en un sentido normal, la
familia no tarda mucho en reprimirlas y destruirlas. No
produce más que degradados, rebeldes, desequilibrados,
desgraciados, lanzándolos, con un maravilloso instinto,
fuera de su seno; imponiéndoles, gracias a su autoridad
legal, gustos, funciones, acciones que no son las suyas,
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y que no se convierten ni siquiera en alegrías, lo que
debería ser, sino en un insoportable suplicio. ¿Cuántas
personas en la vida encuentra Ud. que estén en
adecuación consigo mismas? Sentía un amor, una pasión
por la naturaleza, raros en un niño de mi edad. ¿Y no
era acaso este un signo de elección? ¡Oh... a menudo me
lo pregunté! Todo en ella me interesaba, me intrigaba.
¡Cuántas veces me quedé, durante horas enteras, delante
de una flor, buscando, en oscuros y confusos tanteos, el
secreto, el misterio de su vida! Observaba las arañas, las
hormigas, las abejas, las maravillosas transformaciones
de las orugas, presa de intensas alegrías, entreveradas
también por la horrible incertidumbre de no saber, de no
conocer. A menudo, le hacía preguntas a mi padre; pero
mi padre no me contestaba nunca y siempre me tomaba
el pelo.
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No tenía ni libro ni a nadie para guiarme. Sin
embargo, nada me desanimaba y era, creo, algo realmente
conmovedor, esa lucha de un niño contra la formidable e
incomprensible naturaleza. Un día que excavábamos un
pozo en la casa, concebí, pequeño e ignorante como era,
la ley física que determinó el descubrimiento de los pozos
artesianos. A menudo, en mis constataciones diarias, me
impresionaba ese fenómeno de la subida de los líquidos
en los vasos comunicantes. Por simple razonamiento,
apliqué esta teoría innata y aun confusa en mi mente a
las capas de agua subterráneas, y concebí, claro, con una
explosión de genio precoz, la posibilidad de un brote de
agua de la fuente, a través de una perforación, en un lugar
determinado en el suelo. Le anuncié este descubrimiento
a mi padre. Se la expliqué lo mejor que pude, con un
aflujo de palabras y de gestos, que eran nuevos en mí.
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—Pero, borriquito, ¡los pozos artesianos fueron
descubiertos hace tiempo!... ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Apuesto a
que mañana descubrirás la luna!...
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—¡Ya no sabe qué inventar para hacer el ridículo!
¡Tonto, tonto, tonto!...
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II
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—¡Sí! ¡Sí! ¿Y qué haría en el colegio? Nada, ¡Claro! ¡Es
dinero tirado por la ventana!
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extraña y nueva función que el escribano no dudó en
inventar, en consideración por la amistad que lo unía a
nuestra familia.
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difíciles. Y, naturalmente, les habían ocurrido aventuras
maravillosas, espeluznantes historias, en las que se
habían comportado como héroes. En la familia y en el
pueblo parecían ser excesivamente distinguidos.
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cuando veía un obstáculo, interrumpía la charla, tomaba
impulso, saltaba y volvía a saltar el obstáculo; luego, se
volvía hacia nosotros, nos desafiaba uno por uno.
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de su novio. Hubo que adelantar la fecha de la boda.
Y recuerdo esas escenas horribles, esas repugnantes y
horribles escenas, por la noche, en el salón, con la luz sin
brillo de la lámpara, que iluminaba con un fulgor trágico,
con un fulgor de crimen casi, esos extraños rostros, esos
rostros de locos, esos rostros de muertos. Una vez vino
la madre del recaudador de impuestos para arreglar las
condiciones del contrato y el encargo del ajuar de novia.
Ella lo quería todo y no quería dar nada, peleándose por
cada prenda de manera áspera; su rostro se arrugaba con
pliegues amargos, recorría a mi hermana con esa mirada
aguda de odio y repetía sin descanso:
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de la India… —y con voz categórica, agregó—: ¡Se lo
exijo…! He podido hacer algunos sacrificios por la dicha
de estos jóvenes... Pero esto... ¡se lo exijo!
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—No tengo por qué saberlo, señora... lo único que sé
es que ¡lo prometido es lo prometido!
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—¡Hijita! —exclamó mi padre.
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Así, de esta manera, se terminaban todas las escenas.
Mi hermana se casó, sin el chal de la India; luego se fue.
Mi otra hermana también se casó, sin chal de la India, y
luego se fue... y no volví a escuchar más el chillido de mis
hermanas. Un silencio se apoderó de la casa. Mi padre se
volvió triste. Mi madre lloró, ya no sabía qué hacer a lo
largo del día. Y los canarios de mis hermanas, uno tras
otro, abandonados en sus jaulas, se murieron. Y donde el
notario, yo copiaba los roles y miraba divertido el desfile
de los guardapolvos y de los zuecos, de todas las pasiones,
de todos los crímenes, de todos los asesinatos que soplan
en el alma de los hombres, en el alma homicida de la
tierra.
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III
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lágrimas. De veras, no tuve suerte. Crecí en un medio
totalmente desfavorable al desarrollo de mis instintos y
de mis sentimientos. No pude querer a nadie, yo que por
naturaleza propia estaba destinado a querer mucho y a
mucha gente. Como no me era posible amar a alguien, yo
disimulaba y de esta manera creí hacer derramar el exceso
de ternura que ardientemente llevaba en mí. A pesar de
mi timidez, yo fingía ser efusivo, estar entusiasmado,
me enloquecí dando abrazos que me divirtieron y me
aliviaron por un instante. Pero el onanismo no es el amor.
Lejos de calmar los ardores genésicos, los alborotaba y
los hacía desviar hacia mi insatisfacción. Algunos meses
después del casamiento de mis hermanas, me dio la fiebre
tifoidea, que se complicó con una meningitis y de la que,
por milagro, me curé. La enfermedad volvió líquido, de
alguna manera, mi cerebro. Cada vez que movía la cabeza,
me parecía que un líquido se movía entre el tabique de mi
cráneo, como cuando se sacude una botella. Todas mis
facultades se detuvieron momentáneamente. Viví en la
vacuidad, suspendido y acunado en el infinito, sin punto
de contacto alguno con la tierra. Permanecí un buen rato
en un estado de entumecimiento físico y de descanso
intelectual, suave y profundo como la muerte. Siguiendo
los consejos del médico, mis padres, preocupados y
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avergonzados por mí, me dejaron tranquilo, decidiendo
que no regresaría donde el notario. Esa fue para mí una
época de dicha absoluta, y de la cual solo hasta hoy tengo
verdaderamente consciencia.
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horrible desgracia la nuestra con esta meningitis!». Y
miraban con asombro, durante las comidas en silencio,
pero sin atreverse a reprochármelo —ya que eran gente
honesta, según la ley—, los pedazos que devoraba con
avidez y que sabían muy bien que no serían retribuidos
por ello.
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y mi alma toda hacia inestrechables abrazos e imposibles
caricias. Una noche, en que no lograba dormir, abrí la
ventana de mi cuarto y, apoyando los codos sobre la
barandilla, miré el cielo, encima de un jardín inundado
por la oscuridad. El cielo era color malva, de un malva
tan suave, puro, dulcemente radiante, y, en ese malva,
brillaban millones de estrellas.
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cito de memoria, cayó en mis manos: «No sé quién me
trajo al mundo, ni lo que es el mundo, ni lo que yo mismo
soy. Ignoro totalmente todas estas cosas», yo temblaba
de alegría y de dolor, al ver expresados, de forma tan
clara y completa, los sentimientos que me habían agitado
esa noche. Toda esa noche, me quedé apoyado contra la
ventana abierta, sin moverme, con la mirada perdida en
ese terrible cielo malva, y con un nudo en la garganta
por los sollozos que, sofocándome, llenaban mi pecho
queriendo escaparse. Pero por fin amaneció. Llegó el
alba y, con ella, la vida que disipa los sueños mortecinos
y que cubre con los ruidos familiares el silencio opresivo
del infinito. Las puertas se abrieron, las contraventanas
chocaron contra las paredes, una urraca voló desde un
manojo de aleñas, los gatos saltaron en la hierba mojada,
de regreso de sus caserías nocturnas.
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arrugada. Su faldón negro, mal amarrado a las caderas,
chapoteaba encima de unas infames chancletas que
arrastraba en la hierba, parecidas a repugnantes sapos.
Tenía una nuca desagradable, un perfil duro, un cráneo
obstinado. Nunca nada de maternal había estremecido
ese cuerpo deforme. Primero que todo, el verla me irritó,
era como ver una mancha sobre una bella tela de seda
clara. Y luego, sentí una inmensa piedad por ella, que me
hizo fundir en lágrimas. Me hubiese gustado, a fuerza
de besos y de caricias, hacer entrar en ese cráneo, bajo
ese gorro, un poco de la claridad de esa virginal mañana.
Bajé al jardín y corriendo hacia mi madre, me tiré en sus
brazos:
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cementerio. Me tropezaba con las tumbas y lloraba como
queriendo partirle el corazón al sepulturero.
Mi padre me alcanzó.
—¡No!
—¡No!
—No lo sé...
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—¡Entonces, mírame! Yo sí que conocía al tal Julien...
Era un hombre que pagaba puntualmente sus arriendos.
Su muerte me deja en un gran aprieto. Tal vez no
encuentre nunca más a un granjero como él... ¡pues bien!
¿Acaso estoy yo llorando?
34
IV
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y como quemada, y, levantada en escamas cenicientas por
un fuego interior, con el pelo ralo y corto, muy flaca, un
poco arqueada, mi pobre prima era realmente fea cuando
se la veía. Sus súbitas caricias me incomodaban aún más
que sus cóleras imprevistas. Cuando me besaba con
furia tenía gestos tan duros, movimientos tan bruscos,
que prefería más bien que me pellizcase el brazo. Un día,
como consecuencia de una conversación banal, y que
enseguida terminó en querella, se marchó. Se marchó
sin decirnos a dónde se iba. Se fue con sus maletas y
sus muebles y tan enojada que ni siquiera nos quiso dar
un beso y, durante cuatro años, ya no escuchamos más
hablar de ella. De tanto buscar terminamos sabiendo que
vivía sola en un pequeño pueblo en Normandía, cerca
del mar. Según decían las personas que nos informaron,
en su casa había un misterio. Allí llegaba, casi todos los
domingos, un suboficial de dragón, en guarnición en la
ciudad vecina.
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Este suboficial atormentaba sin cesar su pensamiento
y la perseguía hasta en sueños. A menudo, en silencio,
de golpe, decía sin dirigirse en particular a ninguno de
nosotros:
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—¿Trajiste tus muebles? —le preguntó mi madre.
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—¿Por qué no me dices nada? —preguntaba, al cabo
de algunos minutos de incómodo silencio.
—Pero, prima...
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Una tarde, mi prima y yo estábamos sentados en el
banco, en la sala del jardín. Hacía mucho calor; pesados
nubarrones de tempestad se amontonaban en el oeste.
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—No... no... no quiero... —le grité—. Prima, no
quiero... no quiero...
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V
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edad de la que hablo y con ese disfraz, que considero
casi como un crimen de lesa infancia. A pesar de todas
las melancolías, a pesar de todos los recuerdos odiosos
que esa antigua imagen provocaba en mí, a menudo se
me ocurre mirarla y no me cuesta reconocer allí, bajo
la barroca vestimenta, algo bello que tenía el don de
conmoverme hasta hacerme llorar. Hasta el día en que,
en la sala del jardín, mi pobre y dolorosa prima había
intentado violarme a medias, como ya lo conté, había
permanecido virgen hasta el momento. La pubertad,
lenta y tranquilamente, sin brusquedad, sin sacudidas,
sin sobresaltos de ningún tipo, me transformaba. A
ese fenómeno fisiológico correspondía una cada vez
mayor expansión de todo mi ser en la naturaleza, y nada
más que eso. Me encantaban más aún, adoraba con un
amor indescriptible las flores, los árboles, las nubes, las
estrellas del firmamento nocturno; me hubiese gustado
casarme con todas las formas del ambiente, fundirme
con todas las músicas. Eran, como sabemos, sensaciones
muy imprecisas, en las cuales ningún deseo se precisaba.
Pero el día en que, de manera brutal e incompleta, tengo
que decirlo, me fue revelado el misterio del acto sexual,
ya no tuve un minuto más de tranquilidad física y moral.
Extrañas obsesiones surgieron sacudiendo mi carne
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despierta y poblaron mis sueños de ardientes imágenes,
en donde la pureza se fue volando. A las mujeres que,
hasta entonces, merecían la misma consideración que
los hombres y cuyo contacto me dejaba insensible, las
miraba cada vez más, con una asombrosa insistencia,
lleno de dudas y con insaciable curiosidad. Miraba sus
ojos, sus labios, sus manos, buscando allí en donde ponía
nuevos significados. Miraba los pliegues de sus blusas,
abiertos en la nuca y en la garganta, y las desvestía en mi
mente intentando, a través de mediocres comparaciones,
reconstruir la línea de sus cuerpos, la curva de sus caderas,
la redondez del vientre, el florecimiento suntuoso de los
pechos, y todo lo que ignoraba de sus formas veladas,
de todos sus órganos prohibidos. Nada más frotarlas al
pasar me hacían correr por las venas una sangre más
caliente y que a veces aceleraba como un galopar furioso
los latidos de mi corazón. No tenía otras indicaciones
que aquellas furtivas, tan rápidas y gesticulantes, al ver
y al tocar que adquirí en esa lucha memorable con mi
prima; por otro lado, nunca había leído nada, puesto
que me escondían todos los libros, por miedo a que me
pervirtiesen; tampoco jamás había visto una imagen
de desnudo, ya que los cuadros y los grabados que
adornaban las paredes de la casa no representaban más
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que perros, frutas, pájaros, un molino a orillas de un río,
santos y bondadosas vírgenes. Por lo demás mi vida había
sido preservada de todo contacto con compañeros, de los
cuales no había recibido ni confidencias, ni aclaración
alguna a las preguntas que me asaltaban. Aceptaba, de
buena gana y sin protestar, que sencillamente los niños
fueran traídos por la cigüeña. En la primavera, las
aves en las ramas, los gallos en los corrales, los perros
que encontraba en las calles, en extrañas posturas, los
insectos acoplados en la hierba, nada de ese acercamiento
incesante de las formas vivas con las que vivía habían
podido perturbar la impasible serenidad de mi alma,
ignorante y pura como una estrellita celeste. Y he aquí
que, ahora por haber sido tocado ligeramente por las
manos y la boca de una mujer fea y vieja, de haber sentido
sobre mi piel la suya eccematosa de hembra en celo, me
agotaban esas continuas imaginaciones, que el impudor
ingenuo y la candidez lujuriosa debían desvanecerse
—¡ah, tan dolorosamente!— delante de la realidad. En el
pueblo no había ni chicas guapas, ni mujeres aptas para
la experiencia que quería hacer. Todas eran vulgares o
repulsivas, o con palabras y gestos tan groseros que me
bastaba con hablarles para huir de ellas. Sin embargo,
muchas veces, al anochecer, merodeaba cerca de la
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morada de una fea criatura, que estaba casi siempre
borracha, y quien por algunas copas de aguardiente y dos
monedas se daba a los jornaleros. Una sola me gustó. Era
morena de pelo y de piel bronceada, con caderas ágiles y
la mirada ardiente, desprendía, como una flor salvaje, un
olor de fuerte y poderosa juventud. Tenía una dentadura
muy blanca, algo raro entre nosotros, y unos labios
bien rojos, carnosos con una pulpa húmeda y generosa.
Todos los días, hacia mediodía, iba al lavadero, con un
hato de ropa en equilibrio sobre la cabeza. Ella tenía el
cuello al desnudo, las mangas recogidas hasta los codos,
la fina tela de su falda bien pegada a sus muslos, y toda
su oscura y morena cabellera espolvoreada de espuma
de jabón; trabajaba como un hombre y cantaba como un
mirlo. Como ella cada día, yo también iba al lavadero, a
las horas en la que estaba seguro de encontrarla. Pero,
como nunca estaba sola, y yo desconfiaba de las mofas de
las atrevidas comadres que eran sus compañeras, no me
atreví a hablarle, ni una sola vez osé abordarla. Además, mi
familia, intrigada por esas frecuentes salidas, a las que no
estaba acostumbrado, me vigiló y me castigó severamente,
encerrándome en casa. Fue entonces cuando pensé en
Mariette, nuestra sirvientica, a quién mi prima me había
acusado injustamente de haber prodigado atenciones y
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deseos. Ella era realmente encantadora, la tal Mariette,
y me reprochaba a mí mismo el no haberme fijado en
ella desde la primera vez. Bien rubia y lozana, con la
frescura radiante de una flor, con el busto flexible, las
caderas redondas y rellenas como un bulbo de azucena,
con ojos azules asombrosos y lánguidos, de golpe, a pesar
de sus rudos vestidos de campesina y sus pesados zuecos,
me pareció que era igual a una pequeña hada o a una
pequeña reina. Esta imagen iluminó mi alma con una luz
enceguecedora. Desde que estaba en la casa, apenas si le
había hablado dos o tres veces. Al ser repelido una y otra
vez, so pena de insoportables burlas, condenado a callar,
todo eso lo vuelve a uno poco comunicativo.
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ridículos me venía a la mente de manera espontánea. Sin
embargo, no estaba enamorado, en el sentido poético de
la palabra. No soñaba ni con desvelos sobrehumanos, ni
con sacrificios extraterrestres, ni recorrer con ella, entre
vuelos de ángeles, los espacios celestes y las hiperlíricas
tierras a donde llevan los poetas a sus incorpóreas amantes.
No sentía la embriaguez mística de morir, ni la necesidad
de transmutar mi cuerpo en el alma de una paloma o
de un cisne. No, lo que yo quería, era tirarme encima de
Mariette, como mi prima se me había tirado encima; era
sobretodo arrancarle, con mis dedos garrafudos, esos
velos de vulgar india que se interponían entre ella y mi
deseo de conocerla íntegra... ¡Gozar de su esplendor al
desnudo! El amor me había vuelto valiente. Además, a
mis ojos, Mariette no era como hubiese sido otra mujer.
Era nuestra sirvienta dócil y respetuosa. Ejercía sobre ella
una cierta autoridad y, aunque pareciera poco evidente,
el prestigio del amo. Me quedaba en la cocina en las horas
en que tenía la suerte de que no me sorprendiesen mis
padres. El momento no tardó en presentarse, durante el
cual, tras un breve y endeble lucha, después de tímidos
y langurosos: «¡Termine, entonces, señor Georges!»,
Mariette se me entregó, encima de una vieja silla, junto
a la mesa, entre un jarrón de barro en el que estaban en
remojo unos pedazos de bacalao y un pollo al que ella
acababa de sacar las entrañas.
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VI
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el embrutecimiento? No lo sé... no, realmente, no lo sé...
Sin embargo, tenía suficiente imaginación como para
transformar esta descolorida cocina en un palacio de
mármol, en un bosque encantado, en un jardín mágico.
Me bastaba poco para que las cacerolas de cobre se
transformaran en flores magníficas, para que el pollo
muerto resucitase convertido en un pavo real orgulloso
de su brillante plumaje, para que el jarrón lleno de agua
se convirtiese en una fuente, un lago, un mar. E incluso
la misma Mariette, ¿qué tan difícil sería dar un golpe
con la varita mágica para que se me apareciera como
una deslumbrante divinidad, adornada de estrellas y
en un trono celestial? Esos fenómenos de alucinación
daltónica no son raros en los enamorados y los poetas,
para quiénes, por muy desprovistos de imaginación que
estén, las pobres sargas y los más calamitosos droguetes
no tardan mucho en convertirse, de repente, en fastuosos
brocados, en telas con hilos de oro, y en púrpuras reales.
Las desconocidas que inmortalizan en sus poemas, detrás
de paisajes simbólicos o de columnatas sardanapalescas,
sus virtudes heroicas o las sangrientas lujurias, a menudo
no han sido más que seres enclenques y repulsivos,
Beatrices del hospital y Elviras de la calle, o bien pacientes
cocineras, astutas maritornes, que conquistaron el alma
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del cantor etéreo, con una buena salsa. Lo mío no fue
tal y no busqué, en ese amor, nada más que el amor
carnal, violento y nuevo que me procuraba. A falta de esa
mentira fastuosa en la que mi vanidad hubiese podido
complacerse en erigir, como un ídolo de misterio, de
derroche o de sacrificio, la imagen superhumanizada
de Mariette hubiera al menos podido servirme de esa
criatura de Dios para depositar en ella mis efusiones, mis
inquietudes y todos los ardores intelectuales que, con el
silencio, desde hacía mucho tiempo, desde el despertar
de mi consciencia, se habían acumulado dentro de mí.
Hubiera podido pagarme esa ilusión ennoblecedora
de hacer de esta pequeña cenicienta la confidente y la
consejera de mi alma. Nunca antes había hablado con
alguien, nadie había significado algo para mí. Mi padre,
mi madre, mis hermanas significaban menos que los
transeúntes, menos que los árboles y menos que las
piedras, ellos, que no protestan cuando se les hace una
confidencia, y que recogen, sin reírse, las lágrimas de los
que lloran. La ocasión perfecta —es ahora cuando me doy
cuenta— de trasvasar lo que desbordaba en mi corazón
en otro que me pertenecía. ¡Pues no! Ni siquiera lo pensé
un minuto. No porque me pareciese excesivo y ridículo
atribuirle ese papel a una chica estúpida, que no hubiese
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sabido qué hacer. Sino que, en verdad, mis inquietudes
habían desaparecido, y ya no sentía la necesidad de otras
efusiones que las que me procuraba el sexo, ni de otras
penetraciones que las de su carne.
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algún ruido en la casa: «¡Cuidado, señor Georges... es el
señor!». No siempre era el señor, no era más que el crujir
de un mueble o la rascadura de un ratón comiéndose
las sobras del queso en la alacena que estaba a nuestro
lado. Cuando yo llegaba a la cocina, ella ya sabía para
qué y se preparaba, sin alegrarse, sin apurarse, aplicada
y puntual. Hubiese dicho que eso formaba parte de
sus servicios, como poner a asar un pedazo de carne o
barrer el comedor. Además, no me gustaba estar junto
a ella más que a la hora del deseo. Y, una vez satisfecho
el deseo, me iba, tan callado como había llegado. Ella
volvía a sus quehaceres, poniendo en orden ligeramente
sus enaguas como hacen las gallinas que se sacuden
después del ataque brutal del gallo. Sin embargo, sentía
celos por ella, y cuando la veía hablando y riéndose con
los proveedores, sobre todo con el carpintero, quien la
divertía con sus pesadas bromas y una obscena alegría,
eso me provocaba un verdadero desagrado y casi me
hacía sufrir. Así duramos seis meses, sin tropiezos y sin
alarmarnos, salvo que mi padre me miraba de manera
más insistente que de costumbre. Una noche, mi madre
se fue a la iglesia en donde se celebraba la misa del mes
de María. Aún era de día, y el crepúsculo era encantador
y muy suave. Alrededor de la casa se sentía un fuerte
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olor de lilas. Mi padre debía estar en el jardín recogiendo
caracoles. Me fui a la cocina. Mariette no estaba por allí.
La busqué en las otras habitaciones, la busqué por toda
la casa. Sin ningún resultado. Entonces, bajé al jardín. Mi
padre tampoco estaba allí. Recorrí todos los senderos y
los macizos en vano. Pensé que mi padre tal vez había
salido. Pero ella, Mariette, ¿por dónde andaba? Un poco
sorprendido y, debo confesarlo, muerto de celos, volví a
la cocina y allí, noté que Mariette no había terminado de
comer.
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—¡Allí está Mariette! —dije para mis adentros. Está
allí con el carpintero.
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su ropa dispersa, mientras que Mariette, estupefacta, con
los senos al descubierto, se esforzaba por esconderse y
desaparecer en un hueco del pajar.
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