Las Artes Plásticas en La Nueva España I

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DirectorDOMÍNGUEZ

CARLOS de la serie:
RAFAEL LÓPEZ
RAFAEL BRIONES GUZMÁN
(Eds.)Científica
Coordinación
RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES y M. LUISA BELLIDO GANT

Autores
M. L. BELLIDO GANT, G. ESPINOSA SPÍNOLA, L. GILA
MEDINA, R. GUTIÉRREZ VIÑUALES, R. LÓPEZ GUZMÁN, A.
RUIZ GUTIÉRREZ Y M. A. SORROCHE CUERVA

HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA


Y FILIPINAS

MATERIALES DIDÁCTICOS III:


ARTES PLÁSTICAS

GRANADA
2005
Reservados todos los derechos. Está prohibido reproducir o transmitir esta publicación, total
o parcialmente, por cualquier medio, sin la autorización expresa de Editorial Universidad de
Granada, bajo las sanciones establecidas en las leyes.

© LOS AUTORES (Grupo de Investigación del PAI, HUM 806).


COORDINACIÓN TÉCNICA: GUADALUPE ROMERO.
© UNIVERSIDAD DE GRANADA.
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS. MATERIALES
DIDÁCTICOS III: ARTES PLÁSTICAS.
© DIRECCIÓN DE LA SERIE: RAFAEL LÓPEZ GUZMÁN.
© ISBN:84-338-3262-X. Depósito legal: GR-274-2005.
© Edita: Editorial Universidad de Granada, Campus Universitario
© de Cartuja. Granada.
© Fotocomposición: Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S.L. Granada
© Imprime: Imprenta Comercial. Motril. Granada.
© Printed in Spain Impreso en España
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CAPÍTULO SEGUNDO
LAS ARTES PLÁSTICAS EN LA NUEVA ESPAÑA I

1. INTRODUCCIÓN

Con fines pedagógicos dividiremos el estudio de las artes plásticas de la época


virreinal en México en dos periodos. El primero, que arranca con la conquista y los
procesos de aculturación y evangelización, lo podemos dar por concluido en el pri-
mer tercio del Siglo XVII. Estilísticamente se corresponde con el renacimiento y el
manierismo, de larga proyección y desarrollo en la Nueva España, así como con un
primer barroco, donde perviven en gran medida los ideales manieristas, junto a la
aparición tímidamente de la pintura tenebrista, de escasa fortuna, aunque pronto
manifestado en obras y artistas señeros, que escapan a este primer periodo para ser el
prolegómeno del siguiente.
El segundo periodo que llega hasta el mismo momento de la Independencia, en el
primer cuarto del Siglo XIX, es una época de gran esplendor artístico en todos los
campos. Así tras un breve momento tenebrista, el pleno barroco, pletórico de luces y
formas triunfa con unas connotaciones muy particulares, fruto de las especiales con-
diciones económicas, ideológicas y religiosas en que se desenvuelve la sociedad
novohispana. Por otro lado, la fundación de la Academia de San Carlos, a finales del
Setecientos, será la propulsora de la vuelta a los ideales clasicistas, siendo la figura de
Tolsá quizás su más genuino representante.
Volviendo al siglo XVI, a los inicios históricos de este tema, hemos de señalar que
nos encontramos con uno de los capítulos más emblemáticos y originales de todo el
arte virreinal. Si bien, hay que señalar a priori, que existe una gran desventaja de la
escultura en favor de los retablos y especialmente de la pintura, que hasta ahora ha
sido la más valorada y estudiada. Y es que, en gran medida, las mejores realizaciones
escultóricas, ya desde el siglo XVI, están unidas a grandes proyectos y conjuntos
arquitectónicos —portadas— o retablísticos. De ahí que al formar parte de ese gran
todo la imagen pierda parte de su individualidad en favor del conjunto en que se
integra. No obstante, la imagen de bulto redondo, de gran tradición en el mundo
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prehispánico, está presente desde los mismos comienzos de la evangelización por su


gran valor catequético y devocional, bien a través de obras importadas, o debidas a
artistas emigrados desde la metrópoli o de maestros locales, ya cristianizados, y orien-
tados por los religiosos.
Siguiendo este orden de significación, en primer lugar nos centraremos en la pin-
tura, comenzando, necesariamente, por ese gran capítulo, cada vez mejor representa-
do en calidad y cantidad que es la pintura mural, para, a continuación, detenernos en
las restantes manifestaciones anunciadas —pintura de caballete, escultura y los reta-
blos—. No sin antes señalar, muy brevemente, algunas consideraciones sobre los
tipos de materiales, fuentes de inspiración, temáticas más usuales, condiciones socio-
laborales de los artistas o técnicas.

2. CATEQUIZACIÓN Y PINTURA MURAL

Desde los mismos comienzos de la evangelización las artes plásticas, en especial la


pintura y escultura, están presentes en la Nueva España, por la necesidad que tenía la
Iglesia Católica de ilustrar con imágenes su labor catequizadora. La palabra oral o
escrita es mucho más eficaz, si se hace gráficamente, especialmente aquellos pasajes
más importantes y a la vez difícilmente comprensibles, como la Pasión de Cristo, la
vida de María o de aquellos santos que se proponían como modelos a seguir. Ejemplo
de ello serán los primeros catecismos, como el de Fray Pedro de Gante, conservado en
la Biblioteca Nacional de Madrid, cuyos pequeños apuntes, a manera de jeroglíficos
de tanto arraigo en el mundo prehispánico, debieron ser obra de algún tlacuilo (pin-
tor indígena), siguiendo siempre las directrices de este famoso misionero. Es más, Fray
Pedro de Gante, fue el fundador de la Escuela de Artes y Oficios de San José de los
Naturales, en el Convento de San Francisco de la capital virreinal. Aquí los indígenas,
además de la doctrina, a leer y a cantar, aprenderán un oficio, pues era muy necesario
preparar la mano de obra que se encargaría de edificar las iglesias, conventos, así
como amueblarlas de todo lo necesario. Aprovechando para ello la habilidad artística
de los naturales que partía, lógicamente, del cultivo de las artes de la cultura azteca.
Esta primera escuela sirvió de modelo para el establecimiento de otras, no sólo de
franciscanos, sino imitadas por agustinos y dominicos. Incluso, el propio obispo Vas-
co de Quiroga instalaría instituciones similares en sus pueblos-hospitales de Michoacán.
Consecuencia directa de este sistema de aprendizaje y de catequización será que
el primer gran capítulo artístico tengamos que localizarlo en los propios conventos.
Grandes programas de pintura mural se desarrollarán en las capillas abiertas, posas,
atrios, iglesias y claustros. Unas veces con fines catequéticos, didácticos y devocio-
nales y, otras veces, con intención propagandística (exaltación de la orden en cues-
tión).
Por fortuna, cada vez es mayor el interés por estos amplios conjuntos de pintu-
ras murales, que durante centurias permanecieron en el más completo de los aban-
donos, lo cual les perjudicó enormemente. Hoy estamos en condiciones de afirmar
que estamos ante una de las manifestaciones artísticas de mayor desarrollo, tanto en
calidad como en cantidad de todo el periodo virreinal. Circunscritas a ámbitos
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conventuales y fechables, casi todas ellas, en el siglo XVI, expresan, además, su


clara continuidad con el periodo prehispánico al ser obra de artistas indígenas una
vez cristianizados.
Técnicamente no son frescos (error corriente de interpretación) pues domina el
temple a base de pigmentos de origen vegetal y mineral, con una gama cromática
muy limitada, con dominio del blanco y el negro. No siempre se pintaba directamente
sobre el muro, sino que a veces se hacía sobre papel amate o pergamino que se
adhería a la pared o, incluso, quedaban sueltos, como las llamadas sargas que fueron
tan útiles en la evangelización.
Cada vez son más numerosos los ejemplos recuperados, aunque casi siempre con
ausencias que no permiten la lectura iconográfica completa. No obstante, sólo seña-
laremos algunas muestras conventuales señeras y, después, el único caso significati-
vo del ámbito civil. Nos referimos a la Casa del Deán (Puebla de los Ángeles) donde
se desarrolla un interesante programa dedicado a las Sibilas y a los Triunfos de
Petrarca, que dejan entrever un fuerte contenido moral.
Dentro del primer grupo reseñaremos las pinturas de Epazoyucan, las de Actopan
—ambos conventos agustinos del Estado de Hidalgo—, las de la bóveda del sotoco-
ro del convento franciscano de Tecamachalco, en el de Puebla, el único conjunto
fechado y firmado, para terminar aludiendo a las singulares pinturas que adornan la
iglesia del convento de Ixmiquilpan.
En el primer caso citado, figuran en unos arcosolios de los ángulos del claustro y
están dedicadas a la Pasión de Cristo y a la Virgen María —el Ecce Homo, Cristo
camino del Calvario, su encuentro con María, el Descendimiento de la Cruz y la
Dormición de la Virgen—. Están inspiradas en modelos flamencos e italianos.
Gran interés y categoría artística tienen las del Convento de Actopan, —fundado
por Fray Andrés de Mata, en 1546, a quien se le atribuyen también las trazas—, que
debió ser obra de varios artistas avezados, que manejaron con soltura diversos reper-
torios de grabados y tratados de arquitectura. Cuatro son los ámbitos con pinturas
murales: en primer lugar la gran escalera, en cuya caja nos encontramos con el más
completo programa iconográfico de exaltación de la orden de San Agustín —sus
cuatro paños van divididos en varias franjas horizontales, decoradas con ricos gru-
tescos, el escudo de la orden, el anagrama de Cristo y el de María, y dentro de unos
arcos de medio punto rebajados aparece un famoso agustino, rematando el conjunto
la Magdalena, la Virgen y un santo ermitaño— en alusión a la oración, como base del
buen religioso. En la sala de profundis, donde se velaba a los religiosos fallecidos,
tenemos la Tebaida o lo que es lo mismo los orígenes míticos de la orden. En la
portería un gran mural nos presenta a San Agustín como protector de la Orden y por
ende de los que allí se acerquen y, por último, la capilla abierta nos brinda un amplio
programa iconográfico dedicado a exaltar la bondad del catolicismo a través de
pasajes claves del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Las pinturas de la bóveda del sotocoro del convento franciscano de Tecamachal-
co son de tema bíblico; están pintadas al óleo sobre papel amate y adheridas a los
distintos huecos que forman las nervaduras de su bóveda estrellada. Han sido fecha-
das en 1562 y documentado su autor, el tlacuilo Juan Gerson. Domina el azul, los
tonos dorados y ocres y una gran gama de grises hasta llegar al negro.
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ECCE HOMO. CLAUSTRO DE EPAZOYUCAN.


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VISTA GENERAL DEL SOTOCORO DE TECAMACHALCO.

Finalmente, en la nave de la iglesia del antiguo convento agustino de Ixmiquil-


pan tenemos una serie de pinturas donde se alude a la eterna lucha entre el bien y
el mal. Obra indudable de indígenas que representan las «guerras floridas» prehis-
pánicas. Los guerreros con escudos circulares y vestidos a su antigua usanza se
enfrentan entre sí con arcos, flechas y afiladas macanas de obsidiana, mientras los
caballos, traídos por los españoles, ahora con cabezas de cocodrilos, evocan el
cipactli —cocodrilo en náhuatl— y la sangre se derrama en grandes volutas vege-
tales, de color verde-azul, evocándonos el jade azteca.
La nómina de conventos con restos de pintura mural es inmensa. Normalmente
son grandes frisos en que se entrelazan roleos, guirnaldas, racimos de frutas, cabezas
de ángeles, tritones, monstruos mitológicos. Otras veces desarrollan hermosas letras
capitales, con textos del antiguo o del nuevo Testamento, el escudo de la orden en
cuestión, el anagrama de Jesús o de María, etc. Completamos el panorama citando el
convento agustino de Acolman donde, aparte de algunas pinturas dedicadas a la
vida de Cristo o de María en sus dos claustros, en la cabecera de su templo conven-
tual se nos ofrece un amplio programa iconográfico dedicado a exaltar a la orden
agustina a través de algunos de sus principales miembros que aparece entronizados
con gran solemnidad, constituyendo, en última instancia, una galería de frailes ilus-
tres. En Huejotzingo,, la pintura mural fue muy numerosa, mas, de lo poco que nos ha
llegado a la actualidad, sobresale por su gran valor histórico el fragmento dedicado a
los doce primeros franciscanos adorando la cruz, dándonos incluso sus nombres, y la
gran pintura dedicada a la Inmaculada o Tota Pulchra. Recientemente, en el antiguo
convento agustino de Malinalco, se han descubierto importantes pinturas en su claustro
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PINTURA DE TRADICIÓN PREHISPÁNICA. IGLESIA DE IXMIQUILPAN.

EL GRUPO DE LOS DOCE. CLAUSTRO DE HUEJOTZINGO.

alto. Aquí, en los ángulos y en pequeños nichos como en Epazoyucan, nos encontra-
mos con temas alusivos a la Pasión de Cristo, introduciendo el artista en el del Calva-
rio a San Agustín orando al pie de la cruz, mientras en los muros laterales y en su
bóveda son grandes paneles decorativos de tema vegetal y geométrico, algunos de
clara ascendencia serliana. Finalmente, y como ejemplo de virtuosismo formal y
técnico, en el pequeño convento de Charo, en el Estado de Morelia, tenemos a lo
largo de los cuatro pandas de su claustro un complejo ciclo dedicado a exaltar a la
orden agustina, tanto en su rama femenina como masculina.
Dentro de la pintura simbólica-humanística un caso singular lo constituyen las
pinturas de la Casa del Deán de Puebla de los Ángeles, pues nos muestra como ese
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SIBILA ERITREA. CASA DEL DEÁN, PUEBLA DE LOS ÁNGELES.

ambiente culto y refinado propio del Renacimiento había calado en ciertos sectores
de la sociedad novohispana. Construida en el último tercio del siglo XVI por el que
fuera tercer deán de la catedral angelopolitana, D. Tomás de la Plaza, solamente nos
han llegado a la actualidad dos grandes salas. Una de ellas está dedicada a las sibilas
o profetisas de la antigüedad que anunciaron al mundo pagano la misión redentora
de Cristo —aunque son doce, aquí aparecen sólo nueve, formando un largo cortejo
de jóvenes muchachas, con ricas vestiduras, sobre caballos lujosamente enjaezados y
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dentro de un paisaje ideal, en la parte superior de cada escena y dentro de un tondo


aparece el motivo cristífero que anuncian—. Mientras en la otra sala tenemos una
exaltación de los carros triunfales de la antigüedad —el triunfo del amor, de la casti-
dad, del tiempo, de la muerte y de la fama—, según la versión cristianizada que en el
trecento italiano realizó Petrarca.

3. LA PINTURA DE CABALLETE

Como ya se ha señalado, en los comienzos de la cristianización los objetos de


culto y litúrgicos, aunque muy necesarios, eran muy escasos. Todo tenía que ser
importado, si bien pronto se echó mano de la destreza de los naturales, supliendo la
necesidad de pinturas con los mosaicos de plumas, las sargas, etc. Además, el auge
económico español del momento no invitaba a los artistas de la Península Ibérica a
iniciar la aventura americana. No obstante, para la temprana fecha de 1557, ya habría
un número considerable de pintores, pues se crea el gremio, al que se dota con sus
respectivas ordenanzas. En ellas se establecen cuatro categorías: imaginarios, dora-
dores, fresquistas y sargueros. Nuestro interés se centra en los primeros, pues son
realmente los pintores, a los que se les exigía un cabal conocimiento de los procedi-
mientos técnicos (saber dibujar, dominar el desnudo, la perspectiva y los paños) y de
los materiales. A los segundos se les encargaba el policromado de retablos e imáge-
nes, a los terceros las pinturas murales y los últimos o sargueros la realización de esas
grandes telas, con un carácter provisional y con abundantes trampantojos. A partir
de ahora los talleres novohispanos legalmente podrían ser los encargados de suminis-
trar la mayor parte de las pinturas que se destinaban a ennoblecer tanto los ámbitos
eclesiásticos como los civiles.
Esto no implica que durante mucho tiempo la producción esté en manos de artis-
tas provenientes del viejo mundo, quienes abrirían talleres donde se formarían nume-
rosos artistas locales. Serán éstos quienes, andando el tiempo y en consonancia con
la sociedad para la que trabajaban, imprimirían a sus trabajos unas soluciones y ex-
presiones propias que nos permiten hablar de una «escuela de pintura novohispana»,
mas, en última instancia, siempre, dentro de la órbita estética del viejo continente.
Desde el punto de vista técnico domina el óleo, tanto por su facilidad de aplica-
ción, como por la brillantez de los colores y lo lustroso de sus resultados. El soporte
durante casi todo el siglo XVI será el lienzo sobre tabla, mas, como sucede en la
Península, no se pinta directamente sobre la madera sino sobre la tela, que previamen-
te, para darle mayor consistencia, se adhería a gruesos tablones muy bien trabados. A
comienzos del siglo XVII la tabla dejó paso al lienzo. El uso del cobre fue mucho más
reducido, aunque su textura final, por su finura y lisura, es mucho más exquisita y
refinada.
La gama cromática es muy limitada, sobre todo en los comienzos. Sobresalen el
bermellón, el azul, el ocre, aparte de la amplitud de negros y blancos. Igual sucede
con la temática, donde hay un claro predominio de la religiosa, pues la pintura era el
mejor complemento de la catequesis. Los principales pasajes representados son del
Antiguo y del Nuevo Testamento, la vida de Cristo y de la Virgen, incluso, en un
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primer momento buscando lo agradable y poco cruento, si se trata de la Pasión.


Igualmente, en las vidas de santos se huye de las escenas de dolor, prefiriendo exal-
tarse sus grandes virtudes a seguir e imitar por los fieles. Todo ello dentro de la más
pura ortodoxia para no caer en manos de la Inquisición. Temas tan comunes, en este
lado del Atlántico, como el paisaje, los bodegones, las escenas de género o la mitolo-
gía, son muy escasos hasta bien avanzado el siglo XVII. Se salva el retrato de algunos
arzobispos y virreyes, generalmente, de tipo convencional, casi inexpresivo, dentro
de composiciones simples, donde las únicas innovaciones están en el vestuario o en
el mobiliario, tratados con gran esmero para impresionar al espectador.
El hecho de que los artistas vivieran bastante aislados con respecto a lo que se
hacía en España y en Europa y, sobre todo, a las grandes colecciones limitó su
horizonte y formación. No era fácil viajar a la metrópoli, lo que les hubiera permitido
evolucionar hacia las nuevas tendencias estilísticas. Tampoco existió una labor de
mecenazgo, siendo la clientela fundamental los conventos, los cabildos catedralicios
y municipales, importantes personajes de la sociedad novohispana, etc., quienes en-
cargarán grandes ciclos de temática religiosa. Incluso imponiendo los modelos a se-
guir, a partir de repertorios de estampas y grabados (gran incidencia tuvieron las
colecciones de Alberto Durero, Marcantonio Raimondi, y sobre todo las de Martín
del Vos), por lo que los artistas eran considerados meros artesanos.

3.1. De los inicios a la primera Gran Generación Manierista

Obviando aquellos primeros y espontáneos pintores, que proliferarían al inicio,


entre ellos los frailes, quienes con más voluntad que conocimientos instruirían a los
naturales en los caminos del arte, así como una serie de nombres, como Cristóbal de
Quesada o Juan de Illescas, de los que no tenemos ninguna obra documentada,
aunque sí abundantes noticias que nos prueban su actividad, el primer artista con
obra documentada es Nicolás de Texeda Guzmán, autor, con otros artífices, del reta-
blo mayor de Cuauhtinchan, en el Estado de Puebla. Gozó de gran prestigio en el
gremio, pues fue su veedor, y además de un solicitado diseñador —trazó los púlpitos
de la primera catedral de la Ciudad de México—. A este momento pertenecen algu-
nas obras anónimas como el retablo de la Iglesia de Tecali o algunas tablas sueltas del
primer retablo de los conventos de Acolman o de Epazoyucan.
Estas figuras, muchas aún desconocidas, y obras serán la base y el fundamento de
la primera generación de pintores manieristas, activos durante casi toda la segunda
mitad del Quinientos y que alcanzará su plenitud con la llegada a México de dos
grandes pintores: el flamenco Simón Pereyns y el sevillano Andrés de la Concha.
Junto a ellos, ya en el último tercio del siglo, encontramos a otros como Francisco de
Zumaya, Francisco de Morales, Alonso Franco o Pedro de Arrué. Pintores poco co-
nocidos, si bien son la base de una tradición pictórica rica y de gran calidad, muy
distinta de la pintura mural de los conjuntos conventuales.
Simón Pereyns (1566-1589) es uno de los grandes maestros del siglo XVI. Natural
de Amberes, tras pasar por Lisboa y Madrid, llegó a México, como pintor del virrey
Gastón de Peralta, marqués de Falces. Fue procesado por la Inquisición por denuncia
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de Francisco de Morales en razón de su vida licenciosa de la que se jactaba en


público. Gracias a este proceso conocemos numerosas noticias de su vida. Así, sabe-
mos que como castigo tuvo que pintar el desaparecido retablo de la Virgen de la
Merced de la primera catedral de México. Tampoco queda nada de los retablos que
hizo, junto con otros artistas, para la primera iglesia de los agustinos. La colaboración
con otros artistas la repetiría en otras ocasiones. Así, lo hizo con el arquitecto Claudio
de Arciniega, con su hijo Luis y con el pintor Andrés de la Concha. Mas salvo el
retablo de Huejotzingo, realizado con éste último, con el escultor Pedro de Requena
y con el dorador Marcos de San Pedro, no se conserva nada de su obra en colabora-
ción. Incluso también se perdió en el incendio que, en 1967, sufrió la catedral de
México, el famoso cuadro de la Virgen de los Perdones del trascoro. Inspirado en
modelos rafaelescos, a través de un grabado de Marcantonio Raimondi, hoy ocupa
su lugar una buena copia. En cambio sí se conserva su San Cristóbal, en la capilla de
la Inmaculada Concepción, firmado en 1588.
Andrés de la Concha (1568-1612) es la otra gran figura del renacimiento novohis-
pano. Oriundo de Sevilla, donde tal vez fue discípulo de Luis de Vargas, llega a
México plenamente formado, logrando gran fama. Su venida se debe al contrato que
firmó en Sevilla con el encomendero de Yanhuitlán —Gonzalo de las Casas— para
realizar un retablo, por fortuna conservado. No obstante, su primer trabajo fue el
retablo mayor de la catedral de Oaxaca, así como algunos colaterales. Todos perdi-
dos, aunque se conservan algunas tablas aisladas (un San Sebastián, un San Miguel,
muy próximo a otro de Martín del Vos, y una Sagrada Familia, todos muy manieris-
tas).
Pronto se establece en la capital del virreinato, iniciando una fructífera colabora-
ción, entre otros, con Pereyns (retablo de Huejotzingo ya citado y el de la primera
iglesia de Santo Domingo). Precisamente, años más tarde, en Santo Domingo, por
encargo de la Inquisición, se ocupó de las pinturas del túmulo funerario de Felipe II.
No obstante, la mayor parte de su obra se conserva en la Mixteca oaxaqueña parti-
cipando en los retablos de Yanhuitlán, Coixtlahuaca, Tamazulapan, Achiutla y Te-
poscolula. Los tres primeros se conservan, sumando un total de 30 tablas. A partir de
ahora trabajara esencialmente para los dominicos, precisamente la muerte le llega en
1612, realizando el retablo de Oaxtepec y el mayor del convento de Oaxaca.
No obstante, como artista del renacimiento, su actividad fue mucho más compleja. Así,
paralelamente tuvo una intervención muy decidida como arquitecto (en 1597 era obrero
mayor del Estado y Marquesado del Valle de Oaxaca, en 1599 opositó sin éxito, por
oposición del virrey D. Gonzalo de Zúñiga y Acevedo, a la maestría mayor de la catedral
de Guadalajara, aunque sí logró, en 1601, la de la catedral de México, al morir Diego de
Aguilera, aunque sólo de una forma interina por decisión del mismo virrey. Incluso, como
diseñador de arquitecturas a él se le deben las trazas de la iglesia de San Hipólito, en la
capital virreinal). En definitiva, nos encontramos con una figura sumamente compleja
(pintor, escultor, arquitecto, policromador y estofador de imágenes, de tallas, de retablos,
tasaciones, inspecciones y peritajes, planos y dibujos arquitectónicos), aunque, lo más
probable, es que esta febril actividad estuviera respaldada por un activo taller, donde sus
distintos oficiales y aprendices serían los encargados de materializar muchas de las labores
que se le atribuyen a su persona.
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 55

ANDRÉS PEREYNS. SAN CRISTÓBAL. CATEDRAL, MÉXICO D.F..


56 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

De su producción señalaremos las tres magníficas tablas conservadas en el Museo


Nacional de México (MUNAL) dedicadas a Santa Cecilia, a la Sagrada Familia con
San Juanito y al Martirio de San Lorenzo. Constituyen lo mejor del manierismo
novohispano, junto a la tabla de los Cinco Señores o la Santa Parentela (Catedral de
México), de clara ascendencia rafaelesca y la Virgen del Rosario de Tlahuac. Por
último, de su amplia producción para sus retablos de la Mixteca destacaremos: en
Coixtlahuaca la Anunciación, la Adoración de los Reyes Magos y de los pastores, así
como los apóstoles del banco, de movidas actitudes. En Yanhuitlán, aparte de la
Virgen del Rosario, de exquisita finura como la de Tlahuac, aunque aquí están los
donantes que son verdaderos retratos, el Juicio Final, con ecos miguelanguelescos, y
el Descendimiento de la cruz, que nos evocan el de Pedro de Campaña de la sacristía
de la catedral de Sevilla. En cambio, las de Tamazulapan, en líneas generales son de
inferior calidad y en gran medida obras de taller.
Junto a estos dos grandes maestros mencionaremos otros dos, todavía poco cono-
cidos y documentados. Se trata del toledano Francisco de Morales, quien aparece
hacia 1560, en Michoacán, trabajando con Pereyns, aunque al final lo denunciaría al
Santo Oficio. Fue el autor, junto a otros artistas, del desaparecido retablo del conven-
to agustino de Yuririapúndaro, del que en el Museo del Virreinato se conserva una
Inmaculada, rodeada de angelitos y de torpe factura. En el caso de su paisano Alonso
Franco se establece en México al fracasar una embajada que por encargo real iba a
China. Asociado en algunas ocasiones con Francisco de Zumaya y Baltasar de Echa-
ve Orio, se vinculó laboralmente a los dominicos, en especial para la iglesia vieja de la
capital virreinal. De lo poco conservado y documentado sobresale la Última Cena, en
Texcoco, un martirio de San Sebastián y de San Pedro en la catedral de México,
mientras en la iglesia nueva Santo Domingo se le atribuye una Piedad.

3.2. La segunda Generación

Se trata de una serie de artistas que constituirían una segunda generación. Oriun-
dos de España, su producción presenta una serie de rasgos difíciles de explicar, a
partir de un aprendizaje enteramente hispano, pues aparecen algunos elementos au-
tóctonos del ámbito mexicano. Entre ellos destacamos a Alonso Vázquez, Baltasar de
Echave Orio y Pedro de Urrúe.
Alonso Vázquez, natural de Ronda, se formó en Córdoba con Pablo de Céspedes
y César Arbasia, a quienes debe su afición por los cuerpos musculosos. Con Pacheco,
quien nos informa que fue un buen bodegonista, realizó la serie de la vida de San
Pedro Nolasco para el convento de la Merced de Sevilla. Buen dibujante, colorista y
amigo de los escorzos, compone sabiamente, aunque las vestiduras de sus figuras
resultan artificiosas. Llega a Nueva España a comienzos del Seiscientos en el séquito
del Marqués de Montesclaros, falleciendo pronto, por lo que su obra no sería muy
extensa, si bien gozó de un enorme prestigio por su gran preparación teórica. De
entre su obra tenemos una serie de cuadros de la Virgen con el Niño, muy elegante-
mente compuestos, como la Virgen de las uvas (colección particular). El Museo Na-
cional de Historia de México guarda de este pintor un Martirio de San Hipólito.
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 57

ANDRÉS DE LA CONCHA. SANTA CECILIA. MUNAL, MÉXICO D.F..


58 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

Este limitado conjunto de obras se contrapone con la extensa producción conser-


vada de Baltasar de Echave Orio (1558-1623). Es más, el prestigio y fama que
alcanzó en su época hizo que, ignorando todo lo anterior, en algún momento, fuera
tenido, por cabeza de la escuela de pintura novohispana. Nacido en Zumaya (Gui-
púzcoa), hacia 1558, para 1580 ya estaba en México, por lo que ignoramos donde se
formó aunque su bagaje y repertorio artístico es mucho más amplio que el de sus
contemporáneos. Sin duda, su formación española la completaría con Francisco Zu-
maya —su futuro suegro, pues casó con su hija Isabel—. Dos de sus hijos, Baltasar y
Manuel, heredarían su oficio, más no su calidad, pues la obra del padre se distingue
por su refinado manierismo italiano, dentro de una sequedad de indudable raigambre
hispánica.
Artista muy prolífico, en las décadas a caballo entre el quinientos y el seiscientos
realizó las pinturas de los retablos de la iglesia franciscana de Tlatelolco y de la
Profesa —de la Compañía de Jesús—, de Ciudad de México, amén de otros muchos
encargos sueltos. Con su suegro hizo varios retablos para Puebla —para la primera
catedral y para la iglesia de San Miguel, etc—. Se le atribuyen las tablas del gran
retablo franciscano de Xochimilco, dedicadas a la vida de Cristo, así como las proce-
dentes del retablo de Tlamanalco.
Por fortuna el Munal guarda un buen número de pinturas. Así, procedentes de los
retablos de Tlatelolco: La Anunciación, la Visitación y la Porciúncula; del desapareci-
do retablo mayor de la Profesa: la Epifanía y la excepcional Oración en el Huerto, de
una enorme repercusión posterior. De esta iglesia jesuítica vienen los retóricos marti-
rios de San Aproniamo y San Ponciano. Por último, por su gran calidad, citaremos: la
Resurrección y la Estigmatización de San Francisco, del Museo de Guadalajara.
Juan de Arrúe es el primer pintor natural de México, aunque su progenitor era
sevillano. Discípulo, tal vez, con Pereyns, trabajó en algunos frescos del Hospital
de Jesús, así como en varios retablos para los dominicos en el Estado de Oaxaca
—acabó el retablo mayor de Santo Domingo, iniciado por A. de la Concha—. En
Puebla trabajó para el cabildo catedralicio —retablos para la primera catedral—, y
en Ciudad de México —retablo mayor de la Iglesia de San Jerónimo, junto con
Gaspar de Angulo—.
Finalmente, no debemos olvidar la enorme influencia que en este periodo tuvo la
obra importada y sobre todo la difusión de los grabados del pintor flamenco Martín
del Vos. Nacido en Amberes, residió algún tiempo en Italia, trabajando con Tintoretto,
por lo que en su obra se hermanan las formas flamencas, venecianas y romanistas. De
sus muchos cuadros sobresalen Tobías y el arcángel San Rafael de la capilla de
Nuestra Señora de las Angustias de Granada, en la Catedral de México, el San Juan
y el Apocalipsis en el Museo Nacional del Virreinato de Tepotzotlán, así como las
sorprendentes tablas dedicadas a San Pedro, San Pablo y a la Inmaculada Concep-
ción de la localidad de Cuauhtitlán.
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 59

BALTASAR ECHAVE ORIO. LA ORACIÓN EN EL HUERTO. MUNAL, MÉXICO D.F..


60 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

3.3. La última Gran Generación Manierista

Hasta hace poco, las décadas a caballos entre los siglos XVI y XVII —casi hasta la
llegada de Sebastián López de Arteaga, en 1640—, eran tenidas, injustamente, por
poco novedosas. Y es que este periodo se ha estudiado superficialmente y, en conse-
cuencia, no se ha valorado el buen hacer de una serie de artistas que, en definitiva,
fueron los que realizaron la transición del manierismo al barroco. Además, este grupo
de pintores, en parte ya autóctonos, empiezan a sentir la historia de la Nueva España
como algo propio. Es decir, ya tienen conciencia de que, cultural y espiritualmente,
son algo diferentes al español de la Península, lo que influirá en el campo del arte y
en la conformación de una serie de características que definirán la pintura barroca
novohispana.
La primera figura a destacar es Luis Xuárez. Activo entre 1609 y 1639, el hecho
de que en algunas ocasiones firme sus obras como Luis Juárez de Alcaudete nos
lleva a pensar que proceda de esta localidad jiennense. Discípulo tal vez de Alonso
Vázquez y de Echave Orio, su expresión artística es ya claramente la de un pintor
novohispano hasta el punto que se le considera uno de los mejores cultivadores de
esa suavidad y amabilidad tan privativa de la pintura del México Virreinal, desempe-
ñando, además, un papel clave en la fijación y divulgación de temas y motivos icono-
gráficos.
Artista muy prolífico, fue origen de una significativa dinastía de pintores, que
culminará, a finales del Seiscientos y primer tercio del Setecientos, con sus bisnietos
Nicolás y Juan Rodríguez Juárez. En su producción, muy dispersa por museos e
iglesias, en general, se puede advertir una gran nobleza, sinceridad y exquisito realis-
mo, a veces falto de fuerza y profundidad, por lo que resulta algo monótono, aunque
siempre con un gran decoro. Como obras a señalar tenemos: la Oración en el huerto
—muy próxima iconográficamente a la de Echave Orio—, los Desposorios Místicos
de Santa Catalina, las tablas de San Miguel y el Ángel de la Guarda —aquí nos deja
uno de los más encantadores retratos infantiles del momento—, o la imposición de la
casulla a San Ildefonso, todos en el Munal. En el Museo de Querétaro tenemos varios
cuadros destacando por su monumentalidad y valentía la Asunción de Cristo y en la
Parroquia de Atlixco los Desposorios de la Virgen.
Baltasar de Echave Ibía, hijo de Echave Orio y padre, a su vez, de Echave Rioja,
aún hoy, es bastante desconocido, al quedar ensombrecido entre la avasalladora
figura del padre y el arte grandilocuente y dramático del hijo. Artista ecléctico por
excelencia, en su arte tiene cabida tanto el trazo firme y correcto como la pincelada
desenfadada, el interés por lo pequeño y la eliminación de lo accesorio. En su escasa
obra conocida dominan los amplios paisajes y el color azul, de ahí que haya sido
llamado «Echave el de los azules». Como trabajos significativos señalaremos: en el
Munal dos versiones de la Inmaculada, una Conversación de San Pablo y San Anto-
nio ermitaños, los cuatro evangelistas —excepto San Mateo que se encuentra en el
Museo de Querétaro— y el magnífico retrato de una Dama, con sus magistrales vela-
duras, y en el Museo de la Basílica de Guadalupe un hermoso lienzo dedicado a San
Francisco de Paula y dos láminas de tema mariano —la Anunciación y la Visitación—
atribuidas hasta hace poco a Alonso Vázquez—.
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 61

LUIS XUÁREZ. EL ÁNGEL DE LA GUARDA. MUNAL, MÉXICO D.F..


62 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

BALTASAR DE ECHAVE IBÍA. RETRATO DE UNA DAMA. MUNAL, MÉXICO D.F..


HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 63

Alonso López de Herrera es uno de los artistas más sorprendentes y no sólo de


este periodo sino de toda la época virreinal, pues en él se combina tanto la fuerza y
calidad de su dibujo —por lo que fue llamado «el divino Herrera»— y la brillantez
de su colorido con lo pesado y arcaico de las telas de algunos de sus personajes.
Autor de grandes cuadros tiene la virtud de recrearse en los más mínimos detalles.
Oriundo de Valladolid, llega a México, en 1608, en el séquito de su protector, el
arzobispo García Guerra, cuyo magistral retrato nos da una idea de sus grandes dotes
como retratista. Artista de neta formación hispana supo adaptarse a los gustos y
modas imperantes en el virreinato, destacado también como dorador y estofador en la
capilla del Rosario de Santo Domingo de Ciudad de México. En 1625, profesó como
dominico, siendo destinado al convento de Zacatecas, donde permaneció hasta su
muerte en 1642, —entremedias debió estar casado, pues una hija suya profesó en el
Convento de Regina Coeli—. Al hacerse religioso y al residir en la lejana Zacatecas
se desconectó bastante del ambiente artístico de su época, por lo que su producción
es escasa, aunque de gran calidad, sobre todo en su primera época. La Resurrección
y la Asunción (del Munal), tal vez restos del primitivo retablo de Santo Domingo,
junto con la Imposición de la casulla a San Ildefonso son obras muy elocuentes de su
buen trabajo. En una colección privada de Puebla se conserva un espléndido cuadro
con San Agustín y Santo Domingo en cada una de sus caras. Se conocen varias
versiones de la Santa Faz, tema puesto de moda por la piedad postrentina, como la
del Museo Nacional del Virreinato, muy similar a la del altar del Perdón de la Catedral
de México, perdida en el incendio de 1967.
Otros artistas menos conocidos, aunque esenciales para conocer en su cabal di-
mensión la escuela de pintura novohispana, son Gaspar de Angulo y Basilio de
Salazar. El primero, de origen vallisoletano, está ya en México hacia 1621 colaboran-
do con Juan de Arrúe en el túmulo funerario de Felipe III. También con él trabajaría
en el desaparecido retablo mayor de la iglesia de San Jerónimo. La austeridad y
sequedad de la pintura castellana está presente en su San Pedro orando ante Cristo
a la columna, de la parroquia de Culhuacán, de lo mejor de su producción. El segun-
do gozó de gran fama, especialmente entre los franciscanos, que le encomendaron el
perdido retablo mayor de su iglesia conventual de México. Sus dotes como retratista
se ponen de manifiesto en el del arzobispo Juan Pérez de la Serna, mientras que su
dominio de la alegoría queda patente en la Exaltación franciscana de la Inmaculada
Concepción, de 1637, en el Museo de Querétaro. No queda aquí la nómina de artis-
tas, pues, en definitiva, aun queda mucho por hacer, atribuciones que confirmar u
otros grandes conjuntos pictóricos que documentar.

4. ESCULTURA Y RETABLOS

Como adelantamos, también la escultura, desde los comienzos, jugó un papel auxi-
liar clave en la labor evangelizadora de los religiosos. Incluso, en un principio fue
preferida con respecto a la pintura, dado que por su más fácil comprensión llegaba
mejor al indígena, usualmente acostumbrado a ver personificados sus dioses prehispá-
nicos.
64 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

ALONSO LÓPEZ DE HERRERA. RETRATO DEL ARZOBISPO GARCÍA GUERRA.


MUSEO NACIONAL DEL VIRREINATO, TEPOTZOTLÁN.
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 65

Trabajadas en madera, piedra y sobre todo en pasta de maíz, material y técnica


autóctona que será la preferida para la imagen de bulto redondo de tipo devocional,
cubrirán multitud de fachadas, retablos de iglesias y capillas. Además, los indígenas, a
los que las primeras ordenanzas del gremio, de 1568, que incluía a carpinteros, enta-
lladores, ensambladores y violeros, daban libertad de actuación, poseían gran habili-
dad para trabajar la piedra, pese a que sus herramientas eran muy rudimentarias, pues
en el mundo prehispánico no se conocía el hierro. Sería, de nuevo, en los conventos,
donde se les enseñaría a utilizar las técnicas europeas, así como a copiar los modelos
a partir de las estampas y grabados que les proporcionaban los frailes y que poco a
poco fueron asimilando. Así pues, aquí también habrá un predominio casi total de la
temática religiosa. Son muy escasos los ejemplos de escultura funeraria, retrato o
mitológica, salvo las destinadas a aquellas arquitecturas efímeras, como arcos de triunfo
levantados con la llegada de algún virrey o túmulos funerarios. Sólo al final del
periodo virreinal nos encontraremos adornando fuentes y jardines con temas alegóri-
cos y mitológicos.
Característica común a toda la escultura será el constante anonimato, frente a
lo que sucede, por ejemplo, con la pintura. Ello nos justifica, además, la escasa consi-
deración artística que socialmente tiene tanto la obra como su autor, pues, como
veíamos al principio, el escultor y su obra no es más que parte integrante de un
complejo sistema de producción de obras portadoras de valores religiosos, de ahí que,
incluso, pasado el tiempo se pueda intervenir en ella alterando, decididamente, su
conformación primigenia, a fin de adaptarla a los nuevos ideales religiosos imperan-
tes. En consecuencia, en el sistema de producción se impondrá el artista-empresario,
dueño de un gran taller, integrado por numerosos miembros especialistas en cada una
de las ramas de las artes plásticas —escultores, pintores, entalladores, doradores, en-
sambladores— capaz de abastecer y responder a la gran demanda de bienes que se le
soliciten. Así, por ejemplo, uno de ellos sería el que, en el último tercio del Quinientos,
crearía el pintor Andrés de la Concha en Oaxaca —es verdad que fue un artista muy
polifacético, mas, en última instancia, sin contar con la ayuda de un complejo y activo
taller es imposible que pudiera acometer la gran cantidad de retablos como llevó a
cabo en el área de la Mixteca—.
El retablo es, sin duda, una de las manifestaciones artísticas más completas en
tanto en cuanto en él se hermanan la arquitectura, la escultura y la pintura, exigiendo,
por tanto, una amplia colaboración. Manifestación netamente española y por ende
hispanoamericana, al igual que aquí el retablo mayor –o del presbiterio—, que es el
principal, tenía la misión básica de mostrar, lo más fastuosamente posible, a los fieles
los momentos fundamentales de la vida y obra de Cristo, razón de su fe. La prolifera-
ción de retablos en la Nueva España, desde los mismos comienzos de la evangeliza-
ción, es algo incuestionable, si bien los que nos han llegado a la actualidad son un
mínima parte. Varias razones pueden justificar este hecho. Una de las principales
estaría en el hecho de que a partir de finales del Quinientos el clero regular de los
conventos pierde muchas de sus competencias en favor de las parroquias y del clero
secular, por lo que muchos desaparecen o languidecen. Sin embargo, más repercusión
tendría el progresivo enriquecimiento de la sociedad novohispana, lo que llevó, des-
de mediados del Seiscientos, a que los primeros retablos se vieran como pequeños e
66 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

insignificantes, decidiendo sustituirlos por otros de mayores pretensiones. Aunque su


imaginería se solía reutilizar, se retocaba a fin de adaptarla al nuevo retablo e, incluso,
se volvía a estofar de nuevo, lo que dificulta su estudio.

4.1. Principales manifestaciones

Las primeras manifestaciones escultóricas tienen como materiales más frecuentes


la piedra (especialmente para portadas de iglesias y capillas, cruces atriales, pilas
bautismales, fuentes, etc.), la madera y la pasta de maíz (ambas, estofadas y policro-
madas, para retablos o imágenes de devoción aisladas). En el primer caso, prima la
mano de obra indígena frente a la hispana, por lo que pervivirán algunos rasgos
prehispánicos. Generalmente son relieves con unas características muy particulares.
Así, por ejemplo, van tallados con poca profundidad, con un grosor muy homogé-
neo y con perfiles angulosos, presentando los rostros una gran ingenuidad. Los
relieves que adornan las capillas posas de los conventos franciscanos de Calpan o
Huejotzingo, la portada lateral del convento de Huaquechula, la capilla abierta de
Tlamanalco, así como la cruz atrial de Atzacoalco, son ejemplos de lo que acabamos
de decir. Destacar otros casos muy singulares, como las portadas de Acolman o
Yuririapúndaro. La monumentalidad de las figuras, de suave talla y delicados volú-
menes, no se justifica sin la presencia de un artista español —en el primer caso de
Claudio de Arciniega—, sin eliminar, la presencia en bastantes detalles de la mano
de obra autóctona.
Por lo que respecta a la imagen en madera, estofada y policromada —procedimiento
que perdurará durante todo el periodo virreinal—, con independencia de las numerosas
obras de origen hispano, generalmente oriundas del ámbito sevillano, como el Cristo de
los Conquistadores de la Catedral de México, el grupo de Santa Ana, la Virgen y el Niño,
del Museo del Convento de Santa Mónica de Puebla, atribuida a Diego de Pesquera, o el
magistral relieve del Descendimiento de la sacristía del Convento de Yanhuitlán, pronto
adquirió in situ un gran desarrollo, bien a través de artistas procedentes de aquende los
mares, como sería, por citar dos casos emblemáticos, aquel Pedro de Brizuela, quien hacia
1580, contrató con Nicolás de Texeda, las esculturas del retablo de Cuauhtinchan, o
Pedro de Requena, que trabajó en las de Huejotzingo, o ya indígenas, como Miguel
Mauricio, que trabajó en el desaparecido retablo de la iglesia de Santiago Tlatelolco, del
que se conserva el relieve dedicado a Santiago Matamoros.
No obstante, la imagen por excelencia del mundo novohispano, es la realizada en
pasta de caña de maíz, pues, por su ligereza, baratura y facilidad para transportar y
exportar, adquirió un gran desarrollo. Fueron los tarascos —los indígenas de Pátz-
cuaro— los creadores de esta técnica escultórica, consistente en extraer la pulpa de
la caña de maíz para obtener una masa moldeable, que al mezclarse con una cola,
obtenida originariamente del tatzingueni —planta del lago Pátzcuaro— permitía mo-
delar la figura a partir de un soporte formado por cañas secas, papel amate, etc, una
vez seca se policromaba al igual que las de madera. Dicha técnica, cuyo primer
ejemplo sería la Virgen de la Salud, patrona de Pátzcuaro, realizada en 1538 por el
indio Juan del Barrio Fuerte, pervivió durante todo el periodo virreinal, aunque al-
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 67

RELIEVE DEL JUICIO FINAL. CAPILLA ABIERTA, CALPAN.

canzó su cenit en el siglo XVII, siendo obras señeras, el Cristo del Cacao o el del
Veneno de la Catedral de México, aparte de los numerosos ejemplos exportados a
España, como el Ecce Homo de las Descalzas Reales de Madrid. Incluso, pronto los
artesanos españoles aprendieron e hicieron suyo este procedimiento, destacando en
sobremanera la familia de los Cerda.
Por lo que respecta al retablo, el número de los conservados es muy limitado.
Deben, no obstante, ser tenidos como piezas singulares del Renacimiento novohispa-
no, oscilando estilísticamente desde un primer renacimiento, como puede ser el de
Tecali, hasta un manierismo vignolesco, como sucede con el de Xochimilco. Su es-
quema arquitectónico se desarrolla verticalmente en pisos, partiendo de un banco,
donde se suelen colocar los Apóstoles, los Evangelistas o los Padres de la Iglesia
Occidental —en clara alusión a su papel como fundamento de la Iglesia— y coronan-
do los distintos pisos un ático, ocupado por un Calvario completo y el Padre Eterno
bendiciendo en el remate. Horizontalmente son varias calles, la central, a partir del
sagrario, suele presentar en escultura los santos titulares del templo para terminar con
el citado Calvario, las entrecalles, en pintura, los pasajes claves de la vida de Cristo,
68 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

DIEGO DE PESQUERA (ATRIB.). SANTA ANA, LA VIRGEN Y EL NIÑO. CONVENTO DE


SANTA MÓNICA, PUEBLA DE LOS ÁNGELES.
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 69

mientras las entrecalles, en escultura, nos ofrecen o un apostolado completo, los


Padres de la Iglesia, o santos y santas emblemáticas de la orden religiosa en cuestión;
finalmente, en algunos casos envuelve el conjunto el guardapolvo, mostrándonos
una galería de santos a imitar.
Curiosamente, el primer retablo a analizar, el de la Parroquia de Tecali, en el Estado
de Puebla, que procede de la arruinada iglesia conventual vecina, no se ajusta a este
esquema ideal y general que acabamos de exponer, pues solamente en los dos nichos
de la calle medial aparece la escultura, dominado en todo el conjunto la pintura —la
vida de Cristo en las calles laterales y en el ático, los Padres de la Iglesia en el banco
y santos, santas y las virtudes—, siendo la pilastra cajeada jónica el elemento separa-
dor de pisos y calles. Muy similar es el retablo de la Iglesia de San Juan Bautista de
Cuauhtinchan, documentado como obra del pintor Nicolás de Texeda Guzmán y el
escultor Pedro de Brizuela. Procedente, igualmente, de otro templo, domina la pintu-
ra, así el banco está dedicado a los Apóstoles, en las calles laterales y últimos cuerpos
de la central la Vida de Cristo y de María —aquí tenemos un Calvario y el Padre
Eterno—, no hay entrecalles, aunque si polvera, dedicada a santos y santas y en la
separación de las calles y pisos alterna el balaustre y la columna jónica.
La superposición de órdenes es también un rasgo distintivo del gran retablo ma-
yor del Convento de San Miguel de Huejotzingo, si bien en los dos primeros pisos
son columnas dóricas y jónicas, sucesivamente, y en los dos últimos balaustres jóni-
cos. Contratada, en 1588, por Simón Pereyns, con él colaboraron Andrés de la
Concha, también pintor, Pedro de Requena, escultor, y Marcos de San Pedro, dora-
dor. Compuesto de banco, tres pisos y ático en horizontal y tres calles y cuatro
entrecalles en vertical, es sin duda una de las creaciones más originales y monumen-
tales en su género que nos han llegado a la actualidad. Tiene por eje la Vida de
Cristo, en las pinturas de las calles laterales, excepto el gran crucificado del ático que
es de escultura, a los Apóstoles —en el banco—, a destacados santos mártires mendi-
cantes y a los Padres de la Iglesia, —en las entrecalles—, sobresaliendo por su logra-
da talla y armoniosos volúmenes, el gran relieve dedicado a la estigmatización de San
Francisco.
Casi la misma estructura arquitectónica y programa iconográfico ofrece el retablo
mayor del antiguo Convento franciscano de Xochimilco, dedicado a San Bernardino,
aunque cronológicamente sea algo más avanzado. Solamente como detalle innova-
dor señalar la presencia de estípites antropomorfos, de clara ascendencia serliana,
delimitando la calle central, a partir del segundo piso, así como la aparición en este
tipo de obras de la Inmaculada. Es un alto relieve de gran calidad, así como el San
Bernardino, que abre sus brazos para proteger a sus devotos, del piso inferior. Ambas
tallas exigen la presencia de una mano muy experta, así como las pinturas, que se le
vienen atribuyendo a Baltasar de Echave Orio.
Coetáneamente, Andrés de la Concha, con su activo, prolífico y complejo taller,
llevaría a cabo los retablos mayores de varios conventos dominicos de la Mixteca
—Yanhuitlán, Coixtlahuaca, Tamazulapan y Achiutla—. De todos ellos sobresale el
primero, que sería la razón de su marcha a México, al contratarlo con el encomendero
del lugar Gonzalo de las Casas, en Sevilla, hacia 1568. Con cuatro pisos, más banco
y ático en horizontal, y tres grandes calles y cuatro entrecalles en vertical, éstas se
70 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

RETABLO MAYOR. TECALI.

alabean para adaptarse a la forma poligonal de la cabecera. Sobresalen especialmente


las excepcionales pinturas, dedicadas también a la vida de Cristo y de María, pues
son un buen exponente de la gran preparación técnica y nivel cultural del artista y
de sus colaboradores.
Por fortuna, con estos señeros ejemplos, no se agota el tema, pues junto a éstos
retablos hay otros, quizás de menos pretensiones, pero sí básicos y fundamentales
para comprender la enorme importancia que la retablística renacentista tuvo en la
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 71

RETABLO MAYOR. XOCHIMILCO.

Nueva España. Tal sería el caso del retablo de la Capilla de la Orden Tercera, en
Texcoco, el de una capilla posa del convento de Calpan o uno de la nave de la
iglesia de Xochimilco.
72 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

SELECCIÓN DE IMÁGENES

CONJUNTO DE PINTURAS MURALES DEL CONVENTO DE ACTOPAN.


(SIGLO XVI)
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 73

Dentro de este capítulo, que tan alto desarrollo alcanzó en el Quinientos, especial-
mente dentro de los complejos ámbitos conventuales, lo que condicionará, en gran
medida, su finalidad, gran interés y valor artístico tienen las de este cenobio agustino,
—fundado por Fray Andrés de Mata, en 1546, a quien se le atribuyen también las
trazas—, debió ser obra de varios artistas avezados, que manejaron con soltura diver-
sos repertorios de grabados y tratados de arquitectura.
Cuatro son los ámbitos con pinturas murales: en primer lugar la gran escalera, en cuya
caja nos encontramos con el más completo programa iconográfico de exaltación de la
orden de San Agustín: sus cuatro muros perimetrales van divididos en varios frisos hori-
zontales, decoradas con ricos grutescos, el escudo de la orden, el anagrama de Cristo y de
María, etc. A su vez en cada franja, y dentro de unos arcos de medio punto rebajado,
aparece un afamado fraile agustino, rematando el conjunto la Magdalena, la Virgen y un
santo ermitaño —en alusión a la oración, base del buen religioso—.
En la sala de profundis, donde se velaba a los religiosos fallecidos, tenemos la
Tebaida o lo que es lo mismo los orígenes míticos de la Orden Agustina, resuelto a
través de un encantador paisaje, poblado de religiosos ocupados en las más diversas
labores. En la portería un gran mural nos presenta a San Agustín como protector de
la Orden —su gigantesca figura abre sus brazos para acoger a los representantes más
conspicuos de la rama masculina y femenina de la Orden— y por ende de los que allí
se acerquen y por último la capilla abierta nos brinda un amplio programa iconográ-
fico dedicado a exaltar la bondad del catolicismo a través de pasajes claves del
Antiguo y del Nuevo Testamento.

MARTÍN DEL VOS. SAN JUAN ANTE LA CIUDAD DE JERUSALÉN


ESCRIBIENDO EL APOCALIPSIS (FINALES DEL SIGLO XVI). MUSEO
NACIONAL DE VIRREINATO, TEPOTZOTLÁN (MÉXICO)

El pintor novohipano, especialmente en los primeros momentos se vió condiciona-


do por una serie de hechos muy negativos, —su profundo aislamiento, la dificultad
de viajar a los grandes centros artísticos europeos y españoles, la total ausencia de
grandes mecenas y colecciones, etc.— de ahí que en su horizonte y formación jugara
un papel clave las importaciones de obras y de colecciones de estampas. En este
aspecto gran incidencia tuvieron las colecciones de Alberto Durero, Marcantonio
Raimondi, y sobre todo las obras importadas y los grabados de Martín del Vos.
Nacido en Amberes, residió algún tiempo en Italia, trabajando con Tintoretto, por lo
que en su obra se hermanan las formas flamencas, venecianas y romanistas.
De sus muchos cuadros sobresalen Tobías y el arcángel San Rafael de la capilla
de Nuestra Señora de las Angustias de Granada, en la Catedral de México, las
sorprendentes tablas dedicadas a San Pedro, San Pablo y a la Inmaculada Concep-
ción de la localidad de Cuauhtitlán y especialmente el óleo sobre madera que
reproducimos —San Juan y el Apocalipsis—, que paralelamente divulgó con un
grabado fechado en 1579. De factura y colorido magistral, a la izquierda formando
un amplio segmento de círculo San Juan, sentado, escribe el último libro de la Biblia
al dictado de un elegante ángel que de pie le va dictando el texto, el resto lo ocupa
74 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

una inmensa nube, cuyo centro se abre para dejarnos ver la Jerusalén celestial, un
gran rectángulo, totalmente regular, con doce puertas, tres por cada lado, defendidas
por un ángel, en alusión a los apóstoles, emergiendo en el centro un cerrete, donde
resplandece el Cordero —símbolo de Cristo—, según se relata en el capítulo 21,
versículos, 12-14.
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 75

LUIS LAGARTO. LOS DESPOSORIOS DE LA VIRGEN (1619).


COLECCIÓN PARTICULAR

Dentro del culto litúrgico propio de las catedrales, el desarrollo del oficio divino es
fundamental. Como elemento auxiliar imprescindible están los libros corales que, si-
76 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

tuados sobre el facistol en el centro del coro, recogen las oraciones y textos corres-
pondientes a tal fin. Realizados en grandes hojas de pergamino, que se encuadernan
con gruesas tapas, suelen ir ricamente iluminados —miniaturas— con escenas alusi-
vas a la festividad que se va a celebrar y grandes cenefas ornamentales en todo su
perímetro.
En la Nueva España en la transición del siglo XVI al XVII, no podemos obviar este
olvidado capítulo, en especial por los magníficos conjuntos de libros corales que
guardan las catedrales de Ciudad de México, Puebla de los Ángeles y Nueva Ante-
quera —Oaxaca—, obra de los Lagarto, Luis —el padre, oriundo de Granada— y
Andrés y Luis —sus hijos—, estudiados por Guillermo Tovar. Las deliciosas láminas
destacan por su dibujo preciosista, su exquisita sensibilidad, su refinada fantasía y
pulcro colorido. Buenos ejemplos son la Virgen del Rosario con Sta. Catalina de
Siena y la Anunciación en el Munal, obra de Luis, o la Inmaculada del Museo Bello
y Zetina de Puebla, obra de sus hijos Andrés y Luis.
En el caso de los Desposorios de la Virgen y San José, temple sobre pergamino
firmado por Luis Lagarto, el padre, y fechado en 1619, la escena, que ocupa el centro
de la composición, se desarrolla delante de un elegante pórtico renacentista, mientras
en todo su entorno, dentro de unas delicadas orlas, que nos recuerdan cueros recor-
tados manieristas, nos encontramos una serie de santos y santas muy comunes en la
devoción popular del momento. Así, comenzando por el ángulo superior izquierdo y
siguiendo la dirección de las agujas del reloj, tenemos a Santo Domingo de Guzmán,
Santa Úrsula y las once mil vírgenes, Santo Tomás de Aquino, Santa Catalina, San
Lorenzo, San Jacinto de Polonia, el Ángel de la guarda, San Pedro, mártir de Verona,
San Juan Bautista y Santa María Magdalena. El predominio de santos propios de la
Orden de los Dominicos nos lleva a pensar que tal miniatura, hoy en una colección
privada, debe proceder de algún convento dominico.

ANÓNIMO. SANTO CRISTO DEL CACAO (SIGLO XVII). CATEDRAL DE


MÉXICO, CAPILLA DE SAN JOSÉ

Dentro de la escultura de bulto redondo, la imagen devocional por excelencia del


mundo novohispano, es la realizada en pasta de caña de maíz, por su ligereza, baratu-
ra y facilidad para transportar y exportar. Fueron los tarascos —los indígenas de
Patzcuaro—, según nos relata el cronista queretano fray Alonso Larrea, en 1643, los
creadores de esta técnica escultórica, consistente en extraer la pulpa de la caña de
maíz para obtener una masa moldeable, que al mezclarse con una cola, obtenida
originariamente del tatzingueni —planta del lago Patzcuaro— permitía modelar la
figura a partir de un armazón o soporte formado por cañas secas o maderas muy
ligeras. Para las articulaciones se empleaba papel o telas y cáñamo para las ataduras.
La cabeza y el tórax quedaban huecos y una vez seca la obra se aplicaba un estuco
y se policromaba al igual que las de madera. Dicha técnica —uno de sus primeros
ejemplos sería la Virgen de la Salud, patrona de Paztcuaro, realizada en 1538 por el
indio Juan del Barrio Fuerte—, pervivió durante todo el virreinato, aunque alcanzó
su cenit en el siglo XVII, con obras tales como el Cristo del Veneno de la Catedral de
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 77
78 RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES Y MARÍA LUISA BELLIDO GANT

México, aparte de los numerosos ejemplos exportados a España, como el Ecce Homo
de las Descalzas Reales de Madrid. Incluso, muy pronto los españoles aprendieron
este procedimiento, destacando la familia de Matías de la Cerda, que aportarían un
aire de elegancia y distinción renacentista a su producción.
Por lo que se refiere en concreto al Cristo del Cacao se trata de una excepcional
obra anónima de este género. De tamaño casi natural, en un principio estuvo situado
en el atrio de la catedral metropolitana, y el nombre le viene porque las gentes
humildes depositaban a sus pies granos de cacao como limosna para con su venta
ayudar a las obras de la catedral. En realidad la iconografía repite el modelo muy
andaluz y granadino, en concreto, de un Santo Cristo de la Paciencia. Es decir el
momento en que Cristo, una vez azotado y vejado en su realeza divina, espera sen-
tado en una piedra del Gólgota el momento de su Crucifixión. Reclina la cabeza en
su mano derecha, en la izquierda porta una caña de maíz —mofa de cetro real, al igual
que el manto que viste— corona su cabeza con ricas potencias de plata —entendi-
miento, memoria y voluntad— y lo que es más importante nos mira con una entraña-
ble y profunda tristeza y ternura a fin de arrancar en el fiel creyente nobles sentimientos
de piedad y arrepentimiento. A ello hay que sumar su excepcional modelado, así
como su pulcra carnación de un blanco lechoso, interrumpida por las largas e agudas
manchas de sangre, que se expanden por todo el cuerpo, acentuando el dramatismo
de su pasión, todo lo cual, en suma, nos confima que estamos ante una obra y un
artista sumamente excepcional.

AUTORES VARIOS. RETABLO MAYOR DE LA IGLESIA DEL CONVENTO


FRANCISCANO DE SAN MIGUEL DE HUEJOTZINGO (FINALES DEL SIGLO
XVI). ESTADO DE PUEBLA DE LOS ÁNGELES

El retablo, una de las aportaciones más importantes de España a la Historia del


Arte, rápidamente pasó el Atlántico, encontrando desde los primeros momentos de la
evangelización un especial cultivo en aquellos territorios. Lamentablemente, pocos
ejemplos nos han llegado a la actualidad del Quinientos y lo poco conservado, como
el del pueblo de Tecali, aún son anónimos. Un caso excepcional lo constituye el que
nos ocupa, cuyo contrato fue dado a conocer por E. Berlín en 1958. Contratado en
1588, en él trabajaron los pintores Pereyns y Andrés de la Concha, el escultor Pedro
de Requena y el dorador y policromador indígena Marcos de San Pedro.
Su estructuración se ajusta a lo que era normal en este momento: banco, tres pisos
y ático en horizontal y tres calles y cuatro entrecalles en vertical. En cuanto a los
soportes, en el primer piso son corintios y en los restantes jónicos, es decir existe una
inversión muy manierista de los órdenes, siendo en el primer piso columnas y en los
restantes balaustres, más en los dos casos con imoscapos ricamente trabajados. En las
calles son pinturas —óleo sobre lienzo adherido a una tabla— y en las entrecalles
esculturas. Desde el punto de vista iconográfico, está consagrado a la Vida de Cristo
—las pinturas de las calles laterales— la de los Apóstoles —en el banco de las
entrecalles— a los Padres de la Iglesia y, en este caso concreto, otros santos destaca-
dos de las órdenes mendicantes, a partir de la Estigmatización de San Francisco —en
HISTORIA DEL ARTE EN IBEROAMÉRICA Y FILIPINAS 79

las entrecalles y calle medial, excepto el gran Calvario del ático—. Para culminar con
el gran frontispio que lo corona dedicado al Padre Eterno y la presencia de Santa
María Magdalena y Santa María Egipciaca, en banco de las calles laterales, en clara
alusión e invitación a la oración y al arrepentimiento, a lo que nos convoca también
los dos tondos con San Pedro pidiendo perdón a Cristo y Jesús Nazarenos que
rematan las calles laterales.
Por todo ello, como conclusión, diremos que estamos ante una obra cumbre en su
género, tanto por la calidad de sus pinturas, si bien es defícil deslindar lo que es de
Pereyns de lo de Andrés de la Concha, de sus hermosas esculturas y relieves, así
como por su excepcional policromía, con unos soberbios y magistrales estofados.

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