Las Artes Plásticas en La Nueva España I
Las Artes Plásticas en La Nueva España I
Las Artes Plásticas en La Nueva España I
CARLOS de la serie:
RAFAEL LÓPEZ
RAFAEL BRIONES GUZMÁN
(Eds.)Científica
Coordinación
RODRIGO GUTIÉRREZ VIÑUALES y M. LUISA BELLIDO GANT
Autores
M. L. BELLIDO GANT, G. ESPINOSA SPÍNOLA, L. GILA
MEDINA, R. GUTIÉRREZ VIÑUALES, R. LÓPEZ GUZMÁN, A.
RUIZ GUTIÉRREZ Y M. A. SORROCHE CUERVA
GRANADA
2005
Reservados todos los derechos. Está prohibido reproducir o transmitir esta publicación, total
o parcialmente, por cualquier medio, sin la autorización expresa de Editorial Universidad de
Granada, bajo las sanciones establecidas en las leyes.
CAPÍTULO SEGUNDO
LAS ARTES PLÁSTICAS EN LA NUEVA ESPAÑA I
1. INTRODUCCIÓN
alto. Aquí, en los ángulos y en pequeños nichos como en Epazoyucan, nos encontra-
mos con temas alusivos a la Pasión de Cristo, introduciendo el artista en el del Calva-
rio a San Agustín orando al pie de la cruz, mientras en los muros laterales y en su
bóveda son grandes paneles decorativos de tema vegetal y geométrico, algunos de
clara ascendencia serliana. Finalmente, y como ejemplo de virtuosismo formal y
técnico, en el pequeño convento de Charo, en el Estado de Morelia, tenemos a lo
largo de los cuatro pandas de su claustro un complejo ciclo dedicado a exaltar a la
orden agustina, tanto en su rama femenina como masculina.
Dentro de la pintura simbólica-humanística un caso singular lo constituyen las
pinturas de la Casa del Deán de Puebla de los Ángeles, pues nos muestra como ese
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ambiente culto y refinado propio del Renacimiento había calado en ciertos sectores
de la sociedad novohispana. Construida en el último tercio del siglo XVI por el que
fuera tercer deán de la catedral angelopolitana, D. Tomás de la Plaza, solamente nos
han llegado a la actualidad dos grandes salas. Una de ellas está dedicada a las sibilas
o profetisas de la antigüedad que anunciaron al mundo pagano la misión redentora
de Cristo —aunque son doce, aquí aparecen sólo nueve, formando un largo cortejo
de jóvenes muchachas, con ricas vestiduras, sobre caballos lujosamente enjaezados y
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3. LA PINTURA DE CABALLETE
Se trata de una serie de artistas que constituirían una segunda generación. Oriun-
dos de España, su producción presenta una serie de rasgos difíciles de explicar, a
partir de un aprendizaje enteramente hispano, pues aparecen algunos elementos au-
tóctonos del ámbito mexicano. Entre ellos destacamos a Alonso Vázquez, Baltasar de
Echave Orio y Pedro de Urrúe.
Alonso Vázquez, natural de Ronda, se formó en Córdoba con Pablo de Céspedes
y César Arbasia, a quienes debe su afición por los cuerpos musculosos. Con Pacheco,
quien nos informa que fue un buen bodegonista, realizó la serie de la vida de San
Pedro Nolasco para el convento de la Merced de Sevilla. Buen dibujante, colorista y
amigo de los escorzos, compone sabiamente, aunque las vestiduras de sus figuras
resultan artificiosas. Llega a Nueva España a comienzos del Seiscientos en el séquito
del Marqués de Montesclaros, falleciendo pronto, por lo que su obra no sería muy
extensa, si bien gozó de un enorme prestigio por su gran preparación teórica. De
entre su obra tenemos una serie de cuadros de la Virgen con el Niño, muy elegante-
mente compuestos, como la Virgen de las uvas (colección particular). El Museo Na-
cional de Historia de México guarda de este pintor un Martirio de San Hipólito.
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Hasta hace poco, las décadas a caballos entre los siglos XVI y XVII —casi hasta la
llegada de Sebastián López de Arteaga, en 1640—, eran tenidas, injustamente, por
poco novedosas. Y es que este periodo se ha estudiado superficialmente y, en conse-
cuencia, no se ha valorado el buen hacer de una serie de artistas que, en definitiva,
fueron los que realizaron la transición del manierismo al barroco. Además, este grupo
de pintores, en parte ya autóctonos, empiezan a sentir la historia de la Nueva España
como algo propio. Es decir, ya tienen conciencia de que, cultural y espiritualmente,
son algo diferentes al español de la Península, lo que influirá en el campo del arte y
en la conformación de una serie de características que definirán la pintura barroca
novohispana.
La primera figura a destacar es Luis Xuárez. Activo entre 1609 y 1639, el hecho
de que en algunas ocasiones firme sus obras como Luis Juárez de Alcaudete nos
lleva a pensar que proceda de esta localidad jiennense. Discípulo tal vez de Alonso
Vázquez y de Echave Orio, su expresión artística es ya claramente la de un pintor
novohispano hasta el punto que se le considera uno de los mejores cultivadores de
esa suavidad y amabilidad tan privativa de la pintura del México Virreinal, desempe-
ñando, además, un papel clave en la fijación y divulgación de temas y motivos icono-
gráficos.
Artista muy prolífico, fue origen de una significativa dinastía de pintores, que
culminará, a finales del Seiscientos y primer tercio del Setecientos, con sus bisnietos
Nicolás y Juan Rodríguez Juárez. En su producción, muy dispersa por museos e
iglesias, en general, se puede advertir una gran nobleza, sinceridad y exquisito realis-
mo, a veces falto de fuerza y profundidad, por lo que resulta algo monótono, aunque
siempre con un gran decoro. Como obras a señalar tenemos: la Oración en el huerto
—muy próxima iconográficamente a la de Echave Orio—, los Desposorios Místicos
de Santa Catalina, las tablas de San Miguel y el Ángel de la Guarda —aquí nos deja
uno de los más encantadores retratos infantiles del momento—, o la imposición de la
casulla a San Ildefonso, todos en el Munal. En el Museo de Querétaro tenemos varios
cuadros destacando por su monumentalidad y valentía la Asunción de Cristo y en la
Parroquia de Atlixco los Desposorios de la Virgen.
Baltasar de Echave Ibía, hijo de Echave Orio y padre, a su vez, de Echave Rioja,
aún hoy, es bastante desconocido, al quedar ensombrecido entre la avasalladora
figura del padre y el arte grandilocuente y dramático del hijo. Artista ecléctico por
excelencia, en su arte tiene cabida tanto el trazo firme y correcto como la pincelada
desenfadada, el interés por lo pequeño y la eliminación de lo accesorio. En su escasa
obra conocida dominan los amplios paisajes y el color azul, de ahí que haya sido
llamado «Echave el de los azules». Como trabajos significativos señalaremos: en el
Munal dos versiones de la Inmaculada, una Conversación de San Pablo y San Anto-
nio ermitaños, los cuatro evangelistas —excepto San Mateo que se encuentra en el
Museo de Querétaro— y el magnífico retrato de una Dama, con sus magistrales vela-
duras, y en el Museo de la Basílica de Guadalupe un hermoso lienzo dedicado a San
Francisco de Paula y dos láminas de tema mariano —la Anunciación y la Visitación—
atribuidas hasta hace poco a Alonso Vázquez—.
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4. ESCULTURA Y RETABLOS
Como adelantamos, también la escultura, desde los comienzos, jugó un papel auxi-
liar clave en la labor evangelizadora de los religiosos. Incluso, en un principio fue
preferida con respecto a la pintura, dado que por su más fácil comprensión llegaba
mejor al indígena, usualmente acostumbrado a ver personificados sus dioses prehispá-
nicos.
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canzó su cenit en el siglo XVII, siendo obras señeras, el Cristo del Cacao o el del
Veneno de la Catedral de México, aparte de los numerosos ejemplos exportados a
España, como el Ecce Homo de las Descalzas Reales de Madrid. Incluso, pronto los
artesanos españoles aprendieron e hicieron suyo este procedimiento, destacando en
sobremanera la familia de los Cerda.
Por lo que respecta al retablo, el número de los conservados es muy limitado.
Deben, no obstante, ser tenidos como piezas singulares del Renacimiento novohispa-
no, oscilando estilísticamente desde un primer renacimiento, como puede ser el de
Tecali, hasta un manierismo vignolesco, como sucede con el de Xochimilco. Su es-
quema arquitectónico se desarrolla verticalmente en pisos, partiendo de un banco,
donde se suelen colocar los Apóstoles, los Evangelistas o los Padres de la Iglesia
Occidental —en clara alusión a su papel como fundamento de la Iglesia— y coronan-
do los distintos pisos un ático, ocupado por un Calvario completo y el Padre Eterno
bendiciendo en el remate. Horizontalmente son varias calles, la central, a partir del
sagrario, suele presentar en escultura los santos titulares del templo para terminar con
el citado Calvario, las entrecalles, en pintura, los pasajes claves de la vida de Cristo,
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Nueva España. Tal sería el caso del retablo de la Capilla de la Orden Tercera, en
Texcoco, el de una capilla posa del convento de Calpan o uno de la nave de la
iglesia de Xochimilco.
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SELECCIÓN DE IMÁGENES
Dentro de este capítulo, que tan alto desarrollo alcanzó en el Quinientos, especial-
mente dentro de los complejos ámbitos conventuales, lo que condicionará, en gran
medida, su finalidad, gran interés y valor artístico tienen las de este cenobio agustino,
—fundado por Fray Andrés de Mata, en 1546, a quien se le atribuyen también las
trazas—, debió ser obra de varios artistas avezados, que manejaron con soltura diver-
sos repertorios de grabados y tratados de arquitectura.
Cuatro son los ámbitos con pinturas murales: en primer lugar la gran escalera, en cuya
caja nos encontramos con el más completo programa iconográfico de exaltación de la
orden de San Agustín: sus cuatro muros perimetrales van divididos en varios frisos hori-
zontales, decoradas con ricos grutescos, el escudo de la orden, el anagrama de Cristo y de
María, etc. A su vez en cada franja, y dentro de unos arcos de medio punto rebajado,
aparece un afamado fraile agustino, rematando el conjunto la Magdalena, la Virgen y un
santo ermitaño —en alusión a la oración, base del buen religioso—.
En la sala de profundis, donde se velaba a los religiosos fallecidos, tenemos la
Tebaida o lo que es lo mismo los orígenes míticos de la Orden Agustina, resuelto a
través de un encantador paisaje, poblado de religiosos ocupados en las más diversas
labores. En la portería un gran mural nos presenta a San Agustín como protector de
la Orden —su gigantesca figura abre sus brazos para acoger a los representantes más
conspicuos de la rama masculina y femenina de la Orden— y por ende de los que allí
se acerquen y por último la capilla abierta nos brinda un amplio programa iconográ-
fico dedicado a exaltar la bondad del catolicismo a través de pasajes claves del
Antiguo y del Nuevo Testamento.
una inmensa nube, cuyo centro se abre para dejarnos ver la Jerusalén celestial, un
gran rectángulo, totalmente regular, con doce puertas, tres por cada lado, defendidas
por un ángel, en alusión a los apóstoles, emergiendo en el centro un cerrete, donde
resplandece el Cordero —símbolo de Cristo—, según se relata en el capítulo 21,
versículos, 12-14.
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Dentro del culto litúrgico propio de las catedrales, el desarrollo del oficio divino es
fundamental. Como elemento auxiliar imprescindible están los libros corales que, si-
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tuados sobre el facistol en el centro del coro, recogen las oraciones y textos corres-
pondientes a tal fin. Realizados en grandes hojas de pergamino, que se encuadernan
con gruesas tapas, suelen ir ricamente iluminados —miniaturas— con escenas alusi-
vas a la festividad que se va a celebrar y grandes cenefas ornamentales en todo su
perímetro.
En la Nueva España en la transición del siglo XVI al XVII, no podemos obviar este
olvidado capítulo, en especial por los magníficos conjuntos de libros corales que
guardan las catedrales de Ciudad de México, Puebla de los Ángeles y Nueva Ante-
quera —Oaxaca—, obra de los Lagarto, Luis —el padre, oriundo de Granada— y
Andrés y Luis —sus hijos—, estudiados por Guillermo Tovar. Las deliciosas láminas
destacan por su dibujo preciosista, su exquisita sensibilidad, su refinada fantasía y
pulcro colorido. Buenos ejemplos son la Virgen del Rosario con Sta. Catalina de
Siena y la Anunciación en el Munal, obra de Luis, o la Inmaculada del Museo Bello
y Zetina de Puebla, obra de sus hijos Andrés y Luis.
En el caso de los Desposorios de la Virgen y San José, temple sobre pergamino
firmado por Luis Lagarto, el padre, y fechado en 1619, la escena, que ocupa el centro
de la composición, se desarrolla delante de un elegante pórtico renacentista, mientras
en todo su entorno, dentro de unas delicadas orlas, que nos recuerdan cueros recor-
tados manieristas, nos encontramos una serie de santos y santas muy comunes en la
devoción popular del momento. Así, comenzando por el ángulo superior izquierdo y
siguiendo la dirección de las agujas del reloj, tenemos a Santo Domingo de Guzmán,
Santa Úrsula y las once mil vírgenes, Santo Tomás de Aquino, Santa Catalina, San
Lorenzo, San Jacinto de Polonia, el Ángel de la guarda, San Pedro, mártir de Verona,
San Juan Bautista y Santa María Magdalena. El predominio de santos propios de la
Orden de los Dominicos nos lleva a pensar que tal miniatura, hoy en una colección
privada, debe proceder de algún convento dominico.
México, aparte de los numerosos ejemplos exportados a España, como el Ecce Homo
de las Descalzas Reales de Madrid. Incluso, muy pronto los españoles aprendieron
este procedimiento, destacando la familia de Matías de la Cerda, que aportarían un
aire de elegancia y distinción renacentista a su producción.
Por lo que se refiere en concreto al Cristo del Cacao se trata de una excepcional
obra anónima de este género. De tamaño casi natural, en un principio estuvo situado
en el atrio de la catedral metropolitana, y el nombre le viene porque las gentes
humildes depositaban a sus pies granos de cacao como limosna para con su venta
ayudar a las obras de la catedral. En realidad la iconografía repite el modelo muy
andaluz y granadino, en concreto, de un Santo Cristo de la Paciencia. Es decir el
momento en que Cristo, una vez azotado y vejado en su realeza divina, espera sen-
tado en una piedra del Gólgota el momento de su Crucifixión. Reclina la cabeza en
su mano derecha, en la izquierda porta una caña de maíz —mofa de cetro real, al igual
que el manto que viste— corona su cabeza con ricas potencias de plata —entendi-
miento, memoria y voluntad— y lo que es más importante nos mira con una entraña-
ble y profunda tristeza y ternura a fin de arrancar en el fiel creyente nobles sentimientos
de piedad y arrepentimiento. A ello hay que sumar su excepcional modelado, así
como su pulcra carnación de un blanco lechoso, interrumpida por las largas e agudas
manchas de sangre, que se expanden por todo el cuerpo, acentuando el dramatismo
de su pasión, todo lo cual, en suma, nos confima que estamos ante una obra y un
artista sumamente excepcional.
las entrecalles y calle medial, excepto el gran Calvario del ático—. Para culminar con
el gran frontispio que lo corona dedicado al Padre Eterno y la presencia de Santa
María Magdalena y Santa María Egipciaca, en banco de las calles laterales, en clara
alusión e invitación a la oración y al arrepentimiento, a lo que nos convoca también
los dos tondos con San Pedro pidiendo perdón a Cristo y Jesús Nazarenos que
rematan las calles laterales.
Por todo ello, como conclusión, diremos que estamos ante una obra cumbre en su
género, tanto por la calidad de sus pinturas, si bien es defícil deslindar lo que es de
Pereyns de lo de Andrés de la Concha, de sus hermosas esculturas y relieves, así
como por su excepcional policromía, con unos soberbios y magistrales estofados.